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CUANDO EL DIAGNOSTICO SE TRANSFORMA EN SENTENCIA.

“La ética está en el hecho de que el encuentro con otro es de entrada, responsabilidad
hacia él, que su destino desconocido “es asunto mío” que me concierne. Conducta en
el fondo insensata y que es lo humano mismo y el origen del sentido”
Emmanuel Levinas.

Luego de la sentencia diagnóstica que condena a Pablo, un niño de dos años. La madre
angustiada y sufriendo se pregunta: “¿Con qué derecho determinan la vida de mi hijo?
¿Con qué derecho determinan que mi niño no entiende nada, y lo expresan delante de
él?”

La realidad de los diagnósticos discapacitantes vuelven, una y otra vez, sin


contemplación, definiendo, estandarizando y clasificando a un niño como a un
verdadero objeto de mercado, mercancía que se puede medicar, acondicionar y
determinar a partir de allí el desarrollo, la inteligencia, las posibilidades y las
expectativas de la familia, los padres, los docentes y cualquier otro terapeuta que decida
trabajar con el niño. El diagnóstico funciona como sentencia inapelable que coloca en
cuestión cualquier posibilidad de cambio, plasticidad o experiencia diferente al cuadro o
al síndrome que se diagnosticó en esa oportunidad.

La mamá de Pablo concurre a la entrevista con un neurólogo, un destacado doctor de


nuestro medio. Su hijo Pablo, de dos años, le preocupa. Ella nota que habla poco, le
cuesta responder a lo que se le pide, se mueve mucho atrás de una pelota, pero cuando
se la pide no se la devuelve fácilmente. A veces parece comunicativo, y en otras
oportunidades, no. Afirma, la mamá, angustiada por ésta situación. También está
preocupada porque, al nacer Pablo, ella decide separarse del papá por algunas
discusiones verbales, violentas y agresivas que se acrecientan a raíz del embarazo y el
nacimiento que no fue esperado, ni planificado.

La madre trabaja todo el día como docente en diferentes establecimientos, y es la abuela


materna la que se ocupa del niño. Ella mira mucho televisión, y Pablo adquirió la
costumbre de entretenerse y calmarse con las imágenes de la pantalla. Muchas veces,
cuando alguien se tiene que ir de la casa, sólo se tranquiliza si la televisión está
prendida. La mamá reconoce que tiene que dedicarle más tiempo a Pablo, y también
afianzar la relación con él, a partir de lo cual pide licencia en su trabajo para estar más
tiempo con su hijo y ayudarlo en las dificultades que él tiene.

Apesadumbrada y sufriente con éstos pensamientos y situaciones que está viviendo,


concurre a la entrevista con el doctor especialista, la cual fue pedida con varios meses
de anticipación, debido a la gran demanda de consultas. Luego de cuatro horas y media.
Imaginemos la escena: la madre ansiosa, angustiada, insegura, temblorosa, entra con su
pequeño al consultorio del doctor, del jefe. Tal como ella lo expresa: “el mejor, y el más
conocido” Deja atrás a otras personas con sus respectivos niños que están en la sala de
espera, esperando que llegue la hora del diagnóstico (luego de meses de esperar por su
turno correspondiente).

El doctor, detrás del gran escritorio, casi ni los mira. Escribe sus notas en una ficha.
Dirigiéndose a ella, le pide que lo llame a Pablo. La voz materna responde, lo llama de
modo tenue, tembloroso, ansioso, “Pablo... Pablo...”. Desde ese lugar de inseguridad y
temor, Pablo no responde, no acude al llamado que no logra alcanzarlo, demandarlo
para que él se dirija a ella, y sentirse convocado. La fuerza de la voz no llega a llamarlo,
y se pierde en un sonido que no termina de ser escuchado.

El doctor acota, y anota: “No responde al nombre”, “No responde al llamado”, “No
responde al otro”, “No le interesa lo que se le dice”, “No hace lo que se le pide”. Vuelve
a escribir en la ficha e interroga a la mamá: “Señora, ¿A veces su hijo gira y da
vueltas?”. “No... No sé”, responde conmovida la madre.

El doctor levanta los ojos, mira el ventilador de techo y realiza un gesto circular con su
dedo, exclamando “¿Da vuelta así como el ventilador?”. La madre, muy angustiada, le
responde “No, no... eso no lo hace”.

El doctor anota, no para de escribir, afirma con voz imperiosa: “No habla, no”, “no
responde tampoco”, “No tiene intencionalidad”, y sin mediación afirma: “Su hijo –
concluye- es un niño TGD (Trastorno General de Desarrollo) grave con pautas
autísticas. Saque ya mismo el certificado de discapacidad para poder realizar los
estudios correspondientes y hacer todos los tratamientos que va a necesitar”.

Mientras tanto, Pablo sigue moviéndose al rededor del escritorio. Cabría preguntarse,
“¿Qué habrá escuchado Pablo de todo lo que pasaba y se decía de él?”. ¿Qué existencia
tiene un niño cuando se afirma semejante sentencia? ¿Es posible determinar el
desarrollo y la estructuración subjetiva de un pequeño de dos años en tan sólo veinte
minutos luego de casi cinco horas de espera? ¿Quién es capaz de juzgar a un niño sin
siquiera intentar relacionarse con él?

Ante éstos dichos del doctor, la madre no puede parar de llorar. Desbordada,
desesperada frente a semejante diagnóstico, se le ocurre preguntar por la escolaridad. El
doctor afirma que no cree que pueda hacer la primaria y no espere mucho de él, no va a
ser un niño inteligente. Acongojada, ella lo vuelve a interrogar: “Cuándo Pablo sea más
grande, ¿va a poder casarse, tener una familia como todos?”. Y él le responde con
certeza, “No, eso seguro que no”.
A continuación le entrega una receta con el diagnóstico, y le indica las terapias
correspondientes: Terapia cognitiva conductual, terapia ocupacional y neurolingüística.
La madre, desolada, se va con Pablo. No sin antes mirar todos esos niños y padres en la
sala de espera, que esperan el turno para entrar y conocer la sentencia diagnóstica.

Jorge Luis Borges afirmaba que la realidad es más terrible que la ficción, porque la
ficción se puede modificar, transformar, arreglar. En cambio, la realidad tiene ese peso
de lo inmodificable. ¿Podremos cambiar la realidad nefasta del diagnóstico sentencia en
otra escena posible para Pablo y para su familia?

La madre de Pablo (luego de una primera entrevista sólo con ella) llega con él unos
minutos antes del horario que habíamos previsto. Le pido que me espere en la puerta.
Cuando llega el momento, bajo con el niño que estaba atendiendo. Me despido de él y
su padre, y veo como Pablo de reojo me mira. El primer encuentro fue ese instante
fugaz con el cual nuestras miradas se cruzan, se miran, se interrogan, pero al mismo
tiempo se van, se dispersan. Pablo quiere entrar y mira hacia el pasillo. Aprovecho para
saludar y hablar con la mamá y la abuela, que venía a acompañarlos.

Todos subimos en el ascensor. Pablo, movedizo, quiere llegar. Registra y se sorprende


del movimiento más o menos brusco del ascensor. Al abrir la puerta del consultorio,
mira un canasto lleno de pelotas. Se lanza velozmente hacia él. Tira una, dos, tres,
cuatro pelotas. Las va a buscar. Al hacerlo, me mira. Vuelve al canasto, toma unas
pelotas, las lanza y corre. La mamá y la abuela, contra la pared, observan tímidamente
lo que hace. Ellas tienen, las dos, una gestualidad temerosa, asustada, desorientada por
lo que hacía Pablo.

Pablo tiraba la pelota y la seguía. En el camino, veía otra, le pegaba con una mano y la
corría. Entusiasmado, iba y venía a través del movimiento de la pelota por todo el
consultorio. La sensación era que había mucho movimiento, tanto de pelotas como de
Pablo. Una posibilidad era observar allí una situación caótica y determinar ésta
conducta como autista. Todas las pelotas desordenadas por el suelo, yendo y viniendo
sin ninguna finalidad aparente. O también se podría pensar en un despliegue sensorio-
motor sin sentido, fragmentado. Tal vez, también, simplemente en un movimiento de
acción estereotipada.

Desde mi posición, en la procura de generar una relación con él, con Pablo, considero
esos movimientos con la pelota como un gesto. Gestualidad convocante. Cuando arroja
la pelota, entonces, corro tras ella igual que él. Llego antes y se la doy. Me mira, y
sonríe. Vuelvo a tirar la pelota, se agacha y va gateando a buscarla, lo imito, gateo, nos
miramos y llegamos juntos a la ansiada pelota, de tal modo que nos caemos y quedamos
desparramados por el suelo. Así comenzamos un juego donde él movía una pelota, los
dos salíamos a buscarla, corríamos y la agarrábamos. Durante un tiempo, compartimos
esa escena, ese espacio en el cual nos miramos, corriamos, rodabamos por el suelo en el
intento de agarrar la pelota. Pablo sonríe, distendido, se mueve y espera mi reacción
para correr detrás de la pelota o hacer otro gesto en relación a ella, y a mi para que lo
siga.

A continuación, empiezo a colocar las pelotas en una casita plegable, que tiene un
agujero grande donde pueden entrar sin problema. Voy metiéndolas una a una dentro de
ese hueco. Pablo mira y hace lo mismo. Poco a poco, la vamos llenando “Parece un
pelotero”, exclamo. Y Pablo entra y salta arriba de ellas. Las pelotas se desparraman, y
él corre a buscarlas. Al hacerlo, algunas van para el baño, otras salen al balcón, y
algunas a la cocina. Sin darse cuenta, a través de las pelotas se mueve por todo el
consultorio. A veces se detiene en un juguete, en un objeto que le llama la atención, y
luego sigue a la búsqueda de las pelotas. Acompaño el recorrido junto a él, le muestro el
consultorio, se lo presento hablando y jugando.

En ese trayecto, en un momento, me pasa la pelota. Se la devuelvo, me la da, y por unos


minutos la pelota se transforma en un hilo conductor, en palabras, sonidos, imágenes,
que se despliegan sin ton ni son con la gestualidad escénica que se inaugura a partir del
movimiento sensorio-motor. Concretamente, mediatizo la motricidad, la acción, y
transformo esa realización en una experiencia infantil en la cual puede reconocerse, no
como objeto movedizo, sino como un niño jugando el placer del encuentro y
desencuentro de aquello que para él resulta novedoso.

También es nuevo para Esteban el encuentro con Pablo, a través de la pelota se


configura el espacio del “entre dos” que comienza a constituirse en la intimidad de la
puesta en acto del gesto. En el consultorio hay dos salas separadas, pero unidas por un
balcón en común. Pablo descubre el espacio del balcón, y va por él para la otra sala. Lo
voy a buscar, y sale corriendo. Entonces lo corro, y se va para la otra. Vuelve a salir al
balcón, y así comienza a configurarse un juego de persecución. Rodeado de sonidos,
gestos, exclamaciones cada vez que estoy por alcanzarlo y Pablo termina escapándose
para otro lugar. Lo busco y se escapa, me busca y me escapo. Juego de búsquedas, de
presencias y ausencias. Presencia de un futuro juego, probable, de escondidas. Juego de
agarrar y esconder, de moverse en función del movimiento que hace el otro. De gestos
dados, a ver, a leer, para actuar en consecuencia. Miradas que se cruzan, gestos que se
intercambian, palabras que empiezan a surgir en función de la escena. En este escenario
cabría entonces la pregunta: ¿Dónde está la desconexión?

En el consultorio tengo un pequeño tobogán de plástico, de unos 10cm. Al cual se


accede por una plataforma que conforma un hueco circular. Pablo vuelve a arrojar
pelotas y en uno de esos movimientos, la más grande sube y se encaja justo en el hueco
de la plataforma del tobogán. La gran pelota queda trabada, encastrada en el agujero,
Pablo la ve e intenta sacarla con las dos manos pero no puede, entonces realiza el gesto
y me mira, lo miro y me ubico frente a él, en el medio entre ambos, queda la pelota.
Mirándonos le digo que podemos hacer fuerza juntos para sacarla de ese pozo y
exclamo: “¡Dale! a la... una... hacemos fuerza, a las... dos... y a laaas... (en ese instante
estiro la última sílaba y espero la respuesta de Pablo)... y a laaas... “TEEE” dice él y con
fuerza destrabamos y sacamos la pelota, ella sale deslizándose por el tobogán.

La escena se continúa tirando pelotas por la plataforma, la rampa y el tobogán. La gran


pelota se vuele a trabar y repetimos el movimiento gestual “... a la una, a las dos... y a
laaas... Pablo grita TEEE” y la arrojamos. Corroborando la escena y la respuesta de
Pablo miro a la mamá, ella silenciosamente miraba y lloraba, luego me comenta
sorprendida que ella no sabía que Pablo podía decir tres. El primer encuentro con Pablo,
la mamá y la abuela había terminado.

La experiencia infantil que analizamos no nos permite nunca concluir que Pablo es un
niño TGD severo, ni un, espectro autista, ni un autismo. Considerado de este modo
absoluto, es sin duda sentenciar a un niño a la perpetuidad de una cadena imposible de
desatar, de remediar, pues no solo reniega de la estructuración subjetiva sino también de
la posibilidad de la plasticidad neuronal y simbólica propias de cualquier infancia y del
universo infantil, al cual como mínimo invalida, descalifican y coagulan en una posición
sin salida, estática y sin perspectiva más que caer otra vez en la propia sentencia
diagnostica que lo determina como TGD severo.

Como sabemos el niño es un ser corporal, vulnerable, no solo por la precariedad


sensorio motriz con la que nace, sino porque depende en gran parte del espejo y las
respuestas del Otro, de quien le presenta y representa el mundo, el cuerpo y los otros.
En este sentido unas de las primeras necesidades de los más pequeños es la de
alimentarse, al hacerlo sacia el hambre, y pretende siempre, cada vez, volver a
encontrar la misma respuesta. Sin embargo, al alimentarse se encuentra con el deseo del
Otro: ese es el primer movimiento del deseo. Se ubica exactamente allí entre la pura
necesidad y el afecto del Otro. Ya no solo demandará comida, sino deseo.
Emprendiendo la búsqueda del deseo de placer en la relación con ese Otro, que lo
alimenta, lo seduce, lo mima, lo acaricia y le habla, transmitiéndole el amor que lo
funda como sujeto.

Pensemos en la primera sesión diagnóstica con Pablo: Primer Tiempo


Al principio él arroja las pelotas y se mueve en un intento de hacer siempre lo mismo la
misma acción sensoria motora, necesita solo moverse, sin parar ni detenerse.

Segundo Tiempo.
Esteban desea y procura relacionarse con él a través del movimiento que realiza Pablo,
quien a partir del encuentro, demanda mirada, gesto, palabra, sonidos, juegos posturales,
ya no con la necesidad del movimiento sino en la búsqueda del gesto ofrecido a la
gestualidad, la mirada, la musicalidad y la palabra deseante del otro.

Tercer Tiempo.
Entre la necesidad del puro despliegue motriz sensorial y corporal, y el escenario y la
escena deseante se introduce la complicidad de la experiencia que sucede entre Pablo y
Esteban, en el “entre dos” transferencial circula el afecto que produce un
acontecimiento diferente no solo difiere de la fijeza de lo sensorio motora sino que
origina la alteridad de una nueva experiencia generadora de plasticidad neuronal y
simbólica.

El jugar como experiencia infantil no repite lo mismo, siempre igual, no es nunca una
mímesis, sino un espejo creador de un espacio que le posibilita como a Pablo salir de
una posición fija y deslizarse por otra imposible de anticipar, planificar. Pues tiene que
acontecer en tanto realidad gestual, fantasiosa, imaginaria y simbólica que alude a las
presencias y las ausencias, a lo que está y no está, lo que se ve y se esconde. Escenario
que anuda lo corporal, lo postural, lo sensorio motor y cenestésico al don del deseo y al
deseo del don, donde se estructura la gestualidad corporal de un sujeto.

Luego de la primer consulta con el doctor, que en veinte minutos diagnostico y


sentenció a Pablo como Trastorno General de Desarrollo severo con pautas autísticas, la
mamá lo lleva a la fonoaudióloga neurolinguista que él derivo. Ella confirma el
diagnóstico y le afirma delante de Pablo las conclusiones del mismo:
“El no puede interactuar con el otro. No comprende consignas. No entiende cuando
otros le hablan. Los juegos que hace si no lo convocas, no juega... para la edad que tiene
Pablo debe decir cincuenta palabras y él solo dice cinco – al escuchar esto último la
madre le dice: “pero las cinco palabras que dice, las dice bien”. La respuesta de la
fonoaudióloga no se hace esperar: “mira, para que te des una idea, de diez ítems que
caracterizan al TGD, Pablo tiene ocho”.

Luego se acerca otra fonoaudióloga y le pregunta a la que le había hecho el diagnóstico


si tenía que tomarle otro estudio y delante de la madre y por supuesto de Pablo, la
diagnosticadora le responde: “no, ese estudio no se lo hagas, porque él no entiende
nada. Tiene un TGD severo, es más todo lo que dijiste antes, no entendió nada”. La
mamá reacciona, le dice que Pablo entiende, que a veces juega, pero ella no la escucha,
se queda con el veredicto “no, no entiende nada”.

La mamá me comenta: “Ese día del diagnóstico llegué destrozada, lo abrace a Pablo. Él
me abrazo. No fui a trabajar y a partir de allí pedí licencia para estar mas tiempo con él”
finalmente termina rebelándose a la sentencia: “Estoy seguro que Pablo va a mejorar”
luego lanza las rebeldes preguntas: “¿Con qué derecho determinan la vida de mi hijo?
¿Con qué derecho determinan que mi niño no entiende nada, y lo expresan delante de
él?”

Para algunos, el diagnóstico es lo verdadero, e inamovible de una sentencia certera,


absoluta e inapelable, sin ninguna contemplación por el otro, excluyen cualquier
connotación sensible, afectiva y subjetiva. Otros consideramos esencial recatar la
singularidad de un sujeto, y para ello nos relacionamos con él y con su historia, donde
se juega la intimidad de una realidad humana que nunca está determinada del todo. La
ética que proponemos no es a partir de un diagnóstico ya dado que delinea y ejercita la
respuesta de ante mano, sino una respuesta a dar, a crear junto al otro, en este caso,
junto a Pablo y a su familia que se oponen al estigma de la sentencia.

Un niño de dos años, experimenta la desmesura de un diagnóstico desolador. Se


defiende, se mueve y se repliega. Nosotros construimos un encuentro donde un sujeto
entra y aparece en una mirada, en un gesto, en un toque y origina un nuevo espejo:
Pablo expectante nos mira...

Esteban Levin
estebanlevin@lainfancia.net
www.lainfancia.net

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