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COMUNICAR LA FE: TAREA DE TODOS

Este título nos debería poner a reflexionar, porque pensamos que comunicar la fe solo
corresponde a los pastores de la Iglesia, a los catequistas, a los maestros de religión (si
es que todavía existen), a los formadores de los seminarios, a los teólogos y
apologetas. La comunicación de la fe es una cuestión antigua, presente en los dos mil
años de vida de la comunidad cristiana, que siempre se ha considerado portadora de
un mensaje, mensajera de una noticia que le ha sido revelada y es digna de ser
comunicada. Es una cuestión antigua, pero es también un tema de candente
actualidad. Desde Pablo VI hasta Francisco, los Papas no han dejado de señalar la
necesidad de mejorar la forma de comunicar la fe en un mundo donde todo es
relativo, en el que valores y antivalores se confunden, en tiempos de increencia, de
indiferencia religiosa como forma de vida y de pérdida de experiencias auténticamente
cristianas. Se hace impostergable nuestro compromiso en formar parte de ese ejército
de comunicadores de la fe comenzando desde nuestros hogares, nuestro entorno, y
aprovechando las nuevas tecnologías.
Ciertamente, el anuncio del Evangelio no es fácil, porque encuentra obstáculos
externos muy fuertes. Pero quizás las mayores dificultades nacen dentro de la misma
comunidad eclesial, por su falta de alegría y empuje para anunciar a todos el mensaje
de Jesucristo. Sobre todo, cuando estas carencias son fruto de un planteamiento
equivocado de la misión, pensando que llevar la verdad del Evangelio es “violentar la
libertad”. El Beato Papa Pablo VI dio la clave con estas palabras: “Sería un error
imponer algo a la conciencia de los hermanos. Pero proponer a esa conciencia la
verdad evangélica y la salvación obrada por Jesucristo, con plena claridad y con
absoluto respeto hacia las opciones libres que luego puedan hacer, es un homenaje a
esta libertad” (Evangelii Nuntiandi, 80).
Dios nos ama. Él quiere que todos seamos hijos suyos y participemos de su misma vida
y felicidad, primero en la tierra y después en la eternidad. Para eso nos creó y para eso
se hizo hombre y murió y resucitó. Quienes tenemos el inmenso tesoro de la fe,
además de agradecérselo a Dios y vivir según él, hemos de dárselo a conocer a los que
nos rodean. Y, si es preciso, llegar al último rincón de la tierra para anunciárselo a
cuantos quieran oírlo. Todo el mundo debería poder experimentar la alegría de
saberse amados por Dios y el gozo de la salvación.
En este contexto se entiende bien que anunciar el Evangelio no es una opción que
podamos asumir u omitir, sino una exigencia inscrita en la entraña misma de nuestra
fe y de nuestra pertenencia a la Iglesia. Nadie está dispensado de hacerlo. Ni siquiera
las personas que están enfermas, impedidas o inmovilizadas. Tomemos el ejemplo de
Santa Teresita del Niño Jesús que siendo religiosa de clausura llegó a ser la Patrona de
las Misiones sin salir del convento. Todos podemos ofrecer nuestras oraciones,
nuestros sufrimientos y nuestras aportaciones para que el Evangelio sea conocido en
todas partes. Los primeros beneficiados de este anuncio somos nosotros y la
comunidad cristiana a la que pertenecemos. Porque cuando anunciamos el Evangelio,
nuestra fe se hace “adulta” y robusta; mientras que si guardamos la fe para nosotros,
nos convertiremos, como dice el Papa Francisco en “cristianos aislados, estériles y
enfermos”.

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