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Rostro y filosofía
de Nuestra
América
Fecha de catalogación:
IV- Diálogos
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Preelimina
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2. El “discurso civilizatorio” en Sarmiento y
Alberdi
Preliminar metodológico
Se ha señalado con insistencia el espíritu altamente “constructivista” que se respira
en los escritos de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) y Juan Bautista
Alberdi (1810-1884) y se ha dicho pensando en ambos, con justa razón, como
“constructores” de la nacionalidad argentina. Mucho se ha discu-tido, además, y a
veces de modo apasionado, acerca de la legitimidad y espíritu justiciero de las
posiciones adoptadas por ambos, como asimismo del acierto de sus propuestas y
sobre todo, de su parcialidad en relación con determi-nados sectores de la
población rioplatense que integraba el antiguo campesi-nado, como asimismo su
desprecio por las etnias indígenas. Es probable que hayamos ya alcanzado la
distancia que requiere un estudio en el que una posi-ción crítica permita al lector
contemporáneo avanzar hacia aspectos que antes no fueron vistos. Por de pronto
tendríamos a nuestro favor el hecho de que la Argentina que ellos propiamente
“construyeron”, es la que posiblemente se cerró en 1930 y que ahora los estamos
mirando desde otros horizontes histó-ricos. Tenemos, asimismo, otra ventaja, el
innegable avance de nuevas técni-cas de interpretación que ha generado pautas
hermenéuticas fecundas y hasta inéditas. Pues bien, es pretensión nuestra
colocarnos justamente en un plano que por obvio no fue visto antes y que ha
comenzado a interesar vivamente. Me refiero en concreto al problema que ofrecen
las formas discursivas en es-critores del siglo XIX dentro del cual descuellan, sin
duda, Alberdi y, muy particularmente, Sarmiento(1). En efecto, si ellos
“construyeron” en el plano civil, también lo hicieron en el nivel discursivo. Y éste es
un riquísimo espejo en el que podemos, si contamos con las herramientas
apropiadas, reencon-trarnos con el universo discursivo epocal, en la medida en
que todo texto en-cierra de modo directo o velado el mundo de las voces sobre el
cual el escritor enunció su propia voz. Y este fenómeno toma fuerza, por cierto, en
aquellos
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escritos en los que una particular densidad los hace más ricos que otros y una
cierta fuerza interna nos permite entrever el mundo conflictual que expresan.
No podemos olvidar, además, que en ese juego intrincado, de voces se han
ido acumulando las de los sucesivos lectores con sus particulares lecturas,
con lo que tendremos una idea de la incuestionable riqueza que nos posibilita
este tipo de acercamiento que, por lo demás, no pretende ser exclusivo.
Podríamos decir que se trata de reconstruir una larga y densa historia de
mediaciones, tomando una realidad, la textual, como punto de partida.
Pues bien, ese mundo de voces posee una estructura que está dada por un
régimen categorial. Desentrañar el modo cómo las categorías dan sentido a
un texto, en cuanto son verdaderos “epítomes semánticos”, es tarea compleja
pero siempre fructífera. Y lo es debido a que justamente sobre ellas se apoya
aquel espíritu “constructivista” que mencionábamos. El hombre de acción
-pues de este tipo humano se trata- crea, por cierto en fuerte dependencia
respecto de su propia época, los ejes discursivos sobre los cuales construye,
pensando en la realidad contextual, su propio universo textual.
No hay en él, por lo demás, una obra que haya sido época al modo como lo
fue el Facundo que bien pronto trascendió nuestras fronteras y acabó siendo
un clásico, tal como lo manejamos en nuestros días. Se podría argumentar, en
este sentido, que Las Bases jugaron asimismo una función epocal y, por cierto
que es así, mas, dentro de una historia circunscripta a nuestro proceso político
nacional, sin que saltara más allá de las fronteras y sin que en nuestros días
se haya regresado a él como se lo hace con el Facundo. Hay, evidentemente,
entre ambos un desnivel literario, sin que esto disminuya para nada el porte
intelectual alberdiano. Tal vez podríamos destacar las diferencias si pensamos
que en el caso de Sarmiento se trata de una gran obra, que excede al propio
autor, el que se dedica por el resto de su combativa vida a una larga exégesis
organizada sobre una serie de desarrollos lineales que, sin contradecirla, van
reordenando su régimen de valores a las miras circunstanciales. Muy diferente
se nos presenta el desarrollo intelectual en Alberdi en quien la tarea de orga-
nización discursiva se nos muestra como una serie de avances y retrocesos,
en una agonía del autor contra su propia obra, aun cuando lógicamente se
puedan señalar formas de continuidad. Por cierto que estas diferencias entre
ambos inciden sobre el tema que nos interesa, a saber, el de la construcción
de las formas categoriales.
El Facundo y la barbarie
Teniendo en cuenta la organización discursiva que nos muestra Sarmiento nos
apoyaremos en nuestro preguntar por las formas categoriales básicamente en el
Facundo (1845), si bien es necesario aclarar que esta obra se enmarca dentro de
un complejo literario del que hace de núcleo, complejo que, a su vez, la enriquece.
Nos referimos, en concreto, a la biografía El General Fray
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Félíx Aldao (1845) y a Recuerdos de Provincia (1850), obras a las que
se ha de sumar particularmente el escrito, asimismo biográfico, El
Chacho, último cau-dillo de la montonera de Los Llanos publicado en
la década siguiente (1866), que integra con el Facundo y Aldao, una
verdadera trilogía, tal como lo ha señalado Alberto Palcos (2).
Pues bien, si hemos afirmado que los escritos de Sarmiento se dan todos ellos
dentro del marco amplio del “discurso civilizatorio” y que para esta for-ma
expresiva típica del siglo XIX la categoría de “civilización” supone nece-
sariamente la de “barbarie”, sin embargo, al leer el Facundo nos encontramos,
no sin sorpresa, con que el tema central es el de la “barbarie”. Ateniéndonos a
esto, pareciera ser que la fórmula estaría allí invertida, es decir, sería esta
categoría la que estaría exigiendo a aquélla. De todos modos, sea lo que fue-
re, el hecho es que la estructura misma de este típico “discurso civilizatorio” se
encuentra asentada sobre una fuerte oposición y hasta podemos afirmar que
la naturaleza contradictoria de ambas categorías, resulta serle esencial. En
resumen, al Facundo en alguna ocasión se lo ha visto como un “poema”, pues
bien, diríamos que es antes el “poema de la barbarie”, que el “poema de la
civi-lización”, lo que no se contradice, a nuestro juicio con el hecho de que
integre el “discurso civilizatorio” característico del siglo pasado y de ser,
además, uno de sus exponentes más significativos.
Otro aspecto que se relaciona con aquella labor constructiva que, según he-mos
dicho, se manifiesta en el nivel de las mismas formas expresivas, se pone de
manifiesto de modo patente en la presencia de dos “momentos” a los que hemos
denominado de “descriptiva social”, al uno y de “proyectiva social” al otro. Tal vez
sea del caso señalar que la noción de “momento” no se reduce de modo simple a
la de “secciones” o “partes” de un texto, en cuanto es posible ver una mutua
determinación y no casual entre lo “descriptivo” y lo “proyec-tivo”. El hecho se pone
en evidencia si pensamos en algo que se encuentra en el Facundo y que podría
ser explicado como dos tendencias que se mueven entre un realismo político y un
utopismo, aún cuando sea voluntad expresa en Sarmiento la de estar colocado de
modo pleno en un “discurso realista”. Y si aquel hecho lo podemos señalar en las
páginas del Facundo, con mayor razón lo podremos hacer si consideramos el
corpus de la obra sarmientina, como también podríamos llevarlo a cabo con la obra
alberdiana vista en su totali-dad, en donde podemos mencionar escritos
marcadamente utópicos, como son Argirópolis (1850), casi contemporáneo del
Facundo y Peregrinación de Luz del Día en América (1874) en donde Alberdi nos
ha dejado una “extraña
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novela alegórica” en la que aparecen mezclados lo irónico y lo utópico(3).
Po-dríamos decir que la fuerte vocación de realismo social no es ajena en
ambos, en ningún momento, a un juego dialéctico entre realidad y utopía.
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Los vaivenes de la construcción discursiva alberdiana
¿Qué pasa en las Bases? Pues que aquí la categoría de “civilización” adquiere un
nuevo sentido y el “discurso civilizatorio” es objeto de una construcción
radicalmente distinta. Decididamente Alberdi adhiere en este libro a la dico-tomía
que se encontraba de modo evidente en el Facundo. América se nos apa-rece
ahora no como poseedora del germen de su propio destino, sino como una
realidad yerma y negativa que únicamente podrá ser transformada desde afuera y
de modo violento. “En América lo que no es europeo es bárbaro, indí-gena,
salvaje”. América y con ella las naciones americanas no constituyen una
humanidad, sino un territorio, son simplemente “la extensión”. No hay una
“civilización” primitiva o en germen y otra “avanzada” que surgiría de aquella, la
“Civilización” es avanzada o no es civilización y, por tanto, es imprescindi-ble -dice
Alberdi como refiriéndose a sí mismo- eliminar todos los prejuicios contra una
Europa colonizadora. ¿Cómo Europa va a pretender colonizar a Europa? Porque si
algo tiene de valioso la América que vivimos es lo que muestra de europeo, lo
demás no cuenta. Y la conclusión de todo esto será la de una plena coincidencia
con el programa sarmientino. De nada vale ya aque-lla alabada e idealizada plebe
del Fragmento y la propuesta será la de movilizar una política inmigratoria para
poblar un país con hombres laboriosos y poner en marcha una política étnica,
especialmente dirigida contra la población in-dígena, que debía ser eliminada. Y
todo esto, aprovechando lo que de positivo había dejado Juan Manuel de Rosas, el
“instinto de obediencia” inculcado a las plebes, por una parte, y su política de
expansión hacia el sur mediante la ocupación del territorio mapuche.
En esta etapa intelectual Alberdi se nos muestra en una actitud próxima, tal
como hemos dicho, a la que acabaría teniendo vigencia en Sarmiento, pero
con un grado de radicalización que en el escritor sanjuanino recién será alcan-
zado en Conflicto y armonías de las razas en América. De ahí el sentido que
tiene la polémica entre Alberdi y Sarmiento a propósito precisamente de las
categorías de “civilización” y “barbarie” tal como habían sido enunciadas en el
Facundo. Para su autor la “barbarie” era principalmente un fenómeno de los
campos -ya fueran las “campañas” de la región oriental, es decir, la
pampeana, ya las “travesías” del occidente andino- mientras que la
“civilización” anidaba en las ciudades periféricas (Buenos Aires-Montevideo,
San Juan-Mendoza). Alberdi radicaliza la cuestión llevándola a su máxima
expresión: todo lo ame-ricano, sea de los campos o de las ciudades, es sin
más, “bárbaro” y somos “civilizados” únicamente en lo que tenemos de
“europeos”. Mientras que en el Facundo hay una cierta presencia positiva de
América, la que no llega a ser un baldío o una simple extensión que han de
ser llenados, en las Bases simple-mente no existe.
Si en la etapa que se abre con las Bases las naciones se dividían en “civiliza-das”
y “bárbaras” y las primeras tenían una especie de “derecho natural” sobre las
segundas, ahora, una nación “civilizada” se presentaba como “bárbara” y ambas
cosas en grados extremos. Facundo Quiroga, el “bárbaro argentino”, dirá en El
Crimen de la guerra, podría dialogar muy bien con el “bárbaro Bis-marck” y se
entenderían plenamente. Y al mismo tiempo, si los pueblos de-pendían de las
aristocracias de las que surgía justamente el ideal civilizatorio, ahora son los
pueblos los que toman la delantera en contra de esas mismas aristocracias,
responsables directas de la barbarie de la guerra. Como conse-cuencia se ha
producido una relativización de términos absolutos y la dialé-ctica no podrá ya ser
de tipo simplemente opcional. La “barbarie”, no es algo que surja del suelo
americano, así como nacía la “civilización” de una Europa mítica; ahora, piensa
Alberdi, ha llegado el momento de una unión de todos los pueblos en un “pueblo-
mundo” que detente el verdadero poder social y político, pueblo idealizado que
venía a asumir esta otra línea de desarrollo de
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la vida intelectual alberdiana desde una visión cosmopolita y
que implicaba una reivindicación de lo americano.
Notas
La temática que abordamos en este trabajo ya la hemos tratado en otros
anteriores a los cuales nos remitimos: “Notas para una lectura filosófica del
siglo XIX”, Revista de Historia de América, México, 1984, Instituto Panameri-
cano de Geografía e Historia, nº98 p: 143-167; El pensamiento social de Juan
Montalvo. Quito, 1984, Ed. Tercer Mundo; “El siglo XIX latinoamericano y las
nuevas formas discursivas” en el libro conjunto El Pensamiento Latino-
americano en el siglo XIX. México, 1986, Instituto Panamericano de Geo-
grafía e Historia, p: 127-140; “El Facundo como anticipo de una teoría del
discurso”, Revista Argentina de Lingüística. Mendoza, vol. 4, n°2 1-2, 1988,
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edición de ellas en el libro titulado Civilización y barbarie, compilación
de escritos sarmientinos, Buenos Aires, El Ateneo, 1952.
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3. Eticidad, conflictividad y categorías
sociales en Juan Montalvo
Desde ya debemos declarar que para nosotros la línea divisoria entre el Esta-
do y la Nación pasa justamente por la naturaleza jurídico-política del primero,
sin que haya por cierto un grado cero de nacionalidad. Hay sí momentos de
debilitamiento y aun de quiebra de un derecho y de una politicidad que per-
miten un ejercicio de mirada en profundidad. La realidad social de base, que
se había mantenido sumergida por debajo de aquella superestructura, emerge
con violencia. Los sectores oprimidos o subordinados dentro del antiguo Es-
tado se encuentran de pronto liberados de formas reguladoras que les fijaban
un espacio. La lucha que había sido sordamente social y públicamente políti-
ca, se invierte y aparece ahora como lucha de clases, con la especificidad que
las clases sociales mostraban.
La instalación del Estado, ya a fines del siglo, significó la sujeción de toda esa
inmensa masa de población campesina dentro del nuevo sistema, el
republica-no, que generaría en muchos casos formas opresivas tanto o más
pesadas que las que habían padecido durante la Colonia española.
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La cuestión de la conflictividad social
Así, pues, a pesar de las diferencias que hemos señalado entre la primera parte
del Facundo y Las Catilinarias, podríamos afirmar que hay en común por parte de
estos dos grandes escritores nuestros, una exigencia de cambio de las costumbres
populares, a la vez que una defensa en favor de la subsistencia de las costumbres
propias de la familia patriarcal de la época. Unas deberían ser erradicadas y las
otras, reasumidas dentro del futuro Estado liberal e incor-poradas dentro de la
nueva estructura jurídico-política del mismo.
Ahora bien, habíamos dicho que la cuestión del Estado no ha sido objeto de un
tratamiento expreso por parte de Montalvo, hasta el extremo de que es rara la
misma palabra “Estado” en sus escritos. ¿Se debe esto a que consideraba que era
una tarea posterior, un resultado de una lucha que debía darse en aquellos otros
niveles que hemos mencionado? ¿O se debe a algo que es posiblemente más
interesante, que en verdad, el Estado no era para Montalvo la “sustancia ética” por
excelencia como pasa en el pensamiento hegeliano? Pensamos que ésta sería la
pregunta más adecuada. La confirmación de esta suposición nues-tra, ha de
buscársela en algo que está en los inicios mismos del pensamiento montalvino y
que le lleva a titular a su primera obra de significación con el nombre de El
Cosmopolita. En este sentido podríamos decir que la posición de Montalvo
respecto del Estado se aproximaba más a la tradición establecida en el
pensamiento europeo de un Kant, en la etapa de la ilustración, que a la res-puesta
dada durante la etapa romántica por Hegel y los que tal vez podríamos llamar
“hegelianos ortodoxos”. Kant pensaba, en efecto, en un “ciudadano del mundo”
(Weltbürger) que sabría colocarse por encima de las discordias de los Estados
entre sí, esas discordias que según el propio Kant nos dice, hacen que las
naciones más civilizadas se conviertan en las más salvajes.
Podríamos decir que ningún pensador social ha dejado de señalar, con dis-
tintas actitudes frente al hecho, la conflictividad de las relaciones humanas. Lo
que sí diferencia a unos pensadores de otros es el lugar en el que se entiende
que se produce lo que podríamos considerar como el hecho más conflictivo de
mayores consecuencias y de mayor peso dentro de la sociedad. Hegel enten-
dió que esa conflictividad se daba a nivel de los Estados entre sí y justificaba
desde ese punto de vista los Herrenvölker, los pueblos- amos, aquellos en los
que el Espíritu Universal había alcanzado su máximo reencuentro consigo
mismo y que debían imponer mediante la fuerza su “civilización” a los otros.
Marx, como sabemos, “bajó” el nivel de la conflictividad primaria a un nivel
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dado entre las clases sociales y consideró al Estado como la
superestructura jurídico-política generada por la clase social dominante.
En los liberales pos-teriores, pensemos en el caso de un Herbert Spencer,
aquella conflictividad es desplazada diríamos todavía “más abajo” al nivel
de los individuos entre sí de donde salió la formulación del liberalismo
individualista que tanto tiene que ver con la cuestión de la competencia y,
sobre todo, de la libre competencia. Influido por el darwinismo -en donde
la conflictividad es entendida entre las especies orgánicas- había tomado
de esa filosofía la idea de la sobrevivencia del más fuerte.
Por cierto que debemos distinguir entre las clases sociales objetivamente
dadas en la época y el modo como Montalvo las objetiva. En este sentido es
necesario llevar adelante una doble lectura de los textos montalvinos en cuan-
to que hay páginas que nos ponen ante grupos o sectores que para él no eran
“clase social” y que sí lo son para nosotros, tal como podría ser y de modo
importante, la población campesina. Pensemos, por ejemplo, en la pintura del
“chagra” que es para nosotros momento decisorio dentro del texto de Las
Catilinarias, en donde Montalvo despliega su rechazo de las despreciables for-
mas de la vida “plebeya” y al mismo tiempo nos dibuja un tipo humano -como
buen “pintor de costumbres” y “miembro del gremio de los Larras”, como a sí
mismo se llama- con colores que denotan aquella contradicción que recorre
toda la literatura montalvina entre lo “popular” y lo “culto”, entre la “asocia-ción
civil” que se da en los hechos y la “asociación clvll” ideal que nos propone. En
pocas palabras, entre la “nación” -si por tal entendemos básicamente al
pueblo y a la cultura popular y el Estado, aun cuando únicamente exista como
proyecto. Doble lectura, como decíamos, que nos pone frente a una realidad
social que surge de los textos montalvinos a pesar de él mismo y el modo
como él teoriza acerca de esa realidad social.
El “buen salvaje”
Largo sería que siguiéramos en todas sus posibilidades de significación las
nociones mencionadas. Acabaremos abordando un aspecto que nos parece
de singular interés, la problemática de lo que Montalvo entiende por “salva-
jismo” y que, como decíamos, por momentos puede parecernos paradojal. La
cuestión se relaciona, además, con la presencia de Rousseau en los escritos
montalvinos. Así, pues, antes de ocuparnos específicamente de la cuestión del
“salvaje”, veamos de modo apretado algunos de los temas de raíz
rousseaunia-na que tienen directa relación con él.
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Decimos que es interesante y que hasta llama la atención la presencia de estos
temas porque la lectura de Rousseau en América Latina muestra dos momentos
fácilmente diferenciables: antes y durante las Guerras de Indepen-dencia hay una
actitud de aceptación de las ideas del Ginebrino, mas, conclui-das aquellas e
ingresados en la etapa que hemos denominado del Interregno, se produce un lento
y constante proceso de rechazo de Rousseau en la medida en que es considerado
como un doctrinario subversivo. La tesis del “pacto” es puesta en duda y junto con
ella el papel que se asigna a la “voluntad” en la vida política. En efecto, y tal será el
modo de pensar generalizado, “voluntad” tene-mos todos, hasta los campesinos,
pero no todos tenemos una “razón ilustrada”.
El otro tema clásico que tiene sus antecedentes principales en las ideas de
Rousseau es el que ya habíamos anticipado y que nos interesa particularmente, el
del “salvajismo” y de modo especial, el del “buen salvaje”. ¿Cómo es asumida esta
idea? Debemos tener muy presente que Rousseau tuvo el cuidado de de-cirnos
que había concebido la tesis del “buen salvaje” dentro de los marcos de una
“historia hipotética”. Por otro lado, el concepto pareciera haberle llegado a
Montalvo dentro de la versión difundida por Chateaubriand, para quien el
cristianismo se salvaba del rechazo general de la cultura lanzado por Rous-seau.
Por otra parte Chateaubriand hizo de puente entre la doctrina del “buen salvaje” y
el “indianismo”, hecho de particular importancia en el desarrollo de esa amplia y
difusa visión del mundo “primitivo” que se extendió en nuestras tierras. Por lo
demás, la influencia del célebre autor de Atala no sólo alcan-zó a Montalvo, sino
que -reduciéndonos a la cultura literaria ecuatoriana- se hizo presente en José
Joaquín Olmedo y de un modo significativo en la novela Cumandá de José León
Mera. Por cierto que no debemos confundir el “in-dianismo”, tendencia literaria, con
el “indigenismo”, posición social y política.
Aquí deberíamos sin embargo señalar algo que nos parece importante. En
efecto, Montalvo hace del “indianismo” una ideología, si no indigenista -que no
lo es de ninguna manera-, por lo menos “americanista”. Con la noción de
“salvaje” quedará expresada la naturaleza americana, junto con su humani-
dad, desde una actitud positiva. Y del mismo modo que rescata esa idea, hace
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otro tanto con la de “barbarie”: en efecto, también hay un modo positivo de ser
bárbaros. Y de esa naturaleza y de esa humanidad, es el propio Montalvo
quien se pone como testimonio. Y así nos hablará de sí mismo como “bárba-
ro”, como “semi-bárbaro”, como “pequeñuelo-bárbaro” o simplemente como
“salvaje” y además expresará, en más de una ocasión, su deseo de
abandonar el marco de la civilización para refugiarse en las selvas.
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dotado de inteligencia inculta, pero fuerte”, “sensibilidad
tempestuosa”, en fin un verdadero “océano” (293).
Por cierto que con lo que acabamos de decir estamos señalando uno de los
rasgos del Montalvo propiamente romántico. Dentro de ese sentido y en pro-
ducciones tempranas de las que no se puede dudar de haber sido escritas con
ese espíritu, en uno de sus conocidos ensayos sobre Lamartine establece
Mon-talvo un interesante paralelo entre la manera de ser europea y la
americana. Contrapone allí civilización-sensibilidad, espíritu-corazón, vida
social-sole-dad, arte-naturaleza, y ciencia-corazón. Podríamos tal vez resumir
esas parejas de contrarios en las de “sensibilidad”, por un lado, y
“racionalidad”, por el otro, o con términos montalvinos “civilización” versus
“barbarie” o “buen salvaje” (Cfr. Páginas Inéditas, I, 83).
Fácil sería por lo demás entroncar este indianismo con la literatura de tipo pastoril,
cuya presencia es evidente en el ilustre ambateño, como asimismo con la vigencia
no suficientemente señalada a nuestro juicio del lejano mito que se remonta hasta
los días de Cristóbal Colón, según el cual el Paraíso estuvo en el Nuevo Mundo,
más concretamente en las selvas amazónicas. Este era otro modo de afirmar
nuestra americanidad, tal como lo había hecho en el siglo XVII Antonio de León
Pinelo. Mas, no vamos a tocar esos interesantes aspectos, aun cuando todos ellos
tengan entronques con el del “buen salvaje”.
Lo que sí queremos ahora señalar es que estos vivos temas, unos surgidos
con el romanticismo, otros recuperados desde esa misma sensibilidad, se
man-tuvieron vigentes en el alma de Montalvo hasta sus últimos días. Y hasta
po-dríamos decir que la profunda convicción de su naturaleza de “buen
salvaje” la experimentó principalmente durante sus estadías en Europa, por
reacción sin duda ante el salvajismo, tomando ahora la palabra en su sentido
peyora-tivo, de la vida tal como se vivía en las grandes naciones “civilizadas”
de la Europa industrial. Ante la repulsa que le causaban modos propios de la
vida burguesa -”la burguesía me fastidia”, diría en 1870- ansiaba ser “salvaje
libre en medio de las selvas” (Páginas inéditas, II, 92). Me convendría ser hijo
de los bosques -dice en otro lado- independiente y libre, que coma de los
árboles y beba de los ríos: la sencillez de la ignorancia tiene su embeleso y la
poesía de Chactas es una felicidad profunda (II, 24). En fin, Cuando padezco
mucho -nos confi esa en otro texto... me sucede a veces desear con
vehemencia la vida del salvaje que anda vagando por las selvas... (II, 14).
Desde un punto de vista al que podríamos, tal vez, considerar como antro-
pológico -por cierto dentro de la antropología y la etnografía generadas en la
época- la barbarie tiene como carácter más saliente una cierta insociabilidad y
en tal sentido, formas de vida solitaria. Con la sociabilidad -nos dice- el hom-
bre quiere salir de la incultura primitiva (Cosmopolita, II, 287). Resulta evi-
dente que la soledad del hipotético salvaje rousseauniano no es la que piensa
Montalvo. Se trata de una soledad creadora que es parte inherente y
necesaria respecto de la vida en comunidad. El poeta, el filósofo, producen en
la soledad -nos dice- pero esos “prodigios de soledad” necesitan ser
comunicados (Ibi-dem). “Del retiro traen los filósofos sus más sublimes ideas”.
Para este héroe romántico, la ciudad, cuna de ese modo de vida que se llama
precisamente “civilización”, es decir, el modo de vida “ciudadano”, no puede
romper con el paisaje campesino, sino que éste ha de ser algo así como su
complemento. La solución que da Montalvo al problema de la soledad no se
apoya, pues, en el mítico aislamiento del “salvaje” del filósofo ginebrino, sino
en la soledad que el propio Rousseau practicaba en sus paseos campestres
para poder regresar a la ciudad con sus ideas geniales.
Así pues, si había señalado que para el europeo primaban la civilización por
sobre la sensibilidad, el espíritu y la ciencia por sobre el corazón, la vida social
respecto de la soledad, y por último, el arte frente a la naturaleza, y todo eso
podía resolverse en la fórmula “civilización europea” por un lado y “barbarie
americana” por el otro, queda ahora en claro que esa “barbarie” no resultaba
ser un valor negativo. Somos sensibilidad, corazón, soledad, naturaleza y no
hemos desarrollado aún espíritu, ciencia, vida social, arte. Pero ni aquello es
malo, ni esto se encuentra fuera de nuestro alcance. Muy por el contrario, por-
que somos lo primero podremos ser plenamente lo segundo, es decir, el futuro
de América es el de una nueva “civilización”. Tal viene a ser éste el sentido del
anuncio de Montalvo.
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4. Negatividad y positividad de la
“barbarie” en Ia tradición intelectual
argentina
Para esos años se había producido, sin embargo, la consolidación del Esta-do
Liberal Burgués y la vieja fórmula de “civilización o barbarie”, que tanta fuerza
mostró en la etapa de ascenso del liberalismo oligárquico (1850-1880),
comenzó aparentemente a perder fuerza y a ser desplazada por otra que no
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señalaba ya dicotomías, sino que expresaba justamente aquella consolidación, a
saber, la de “orden y progreso”. A pesar de ello la dicotomía discursiva se mantenía
latente como estructura básica y la “barbarie” tenía siempre su lugar en el arsenal
de las categorías sociales. Bien es cierto que podría atribuirse este hecho y, en
general, el de la permanencia de un dualismo discursivo, a que en bloque, todo se
movió a partir de una ideología de base, el liberalismo y que fueron -como lo ha
señalado Ernesto Laclau (1)- las élites liberales las que le dieron particular fuerza a
la idea de una “sociedad dual”. Mas, lo cierto es que el dualismo discursivo es un
fenómeno que excede a aquella ideología y que es posible de ser señalado -si bien
expresado en otros términos y con otras categorías- en escritores ajenos a la
misma. Los teóricos que definieron Ia naturaleza de la población americana
apoyándose en el discurso político aristotélico, establecieron una forma discursiva
dicotómica tan fuerte como la que siglos más tarde expresarían los liberales
enfrentados a las masas cam-pesinas. Para Ginés de Sepúlveda la dominación del
señor sobre el siervo se monta sobre un riguroso dualismo, en cuanto es de
derecho natural que la materia obedezca a la forma, el cuerpo al alma... los brutos
al hombre, la mujer al marido...lo imperfecto a lo perfecto... (2) Y aun en el caso de
los ideólogos que escriben ya bajo la influencia del liberalismo, no podría
atribuírseles ese dualismo de modo exclusivo a ese hecho. Nada más complejo
que los orígenes del discurso político nacionalista de un Fichte en quien podemos
ver uno de los antecedentes europeos de la doctrina “positiva” de la “barbarie”,
expresada en su afirmación de la “anterioridad” del “pueblo” no sólo respecto del
Estado, sino también del “orden social” (3).
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“luces” y ahora los románticos llamaban “civilización”. Es decir, que si la socie-dad
patriarcal era del “pasado”, ella representaba un orden social, mientras que la
sociedad campesina alzada en armas, tal como sucedió una vez concluidas las
Guerras de independencia en el Continente Sudamericano, expresaba un
desquiciamiento y desorden profundo cuya “barbarie” no resultaba tolerable. A esta
situación Sarmiento la caracterizó como un “feudalismo”(7). Frente a la vida
patriarcal, jerárquica y ordenada, la vida “feudal” se le presentaba como anárquica,
con lo que la noción de “barbarie” referida a la primera no tenía el mismo sentido
que el que veía en la segunda. En efecto, un “orden social an-tiguo” suponía una
moralidad radicalmente distinta a la que ofrecía el “anar-quismo” con su impotencia
para construir una nación y sobre todo con sus rasgos de “brutalidad”. Esto lo
subrayamos con la intención de notar que en la compleja categoría de “barbarie”
nunca se han dado escindidos los aspectos sociales de los que constituyen una
moralidad e inclusive una eticidad. Esto explica el porqué en una de las líneas de
valoración “positiva” de la “barbarie” -de lo que nos ocuparemos más adelante- se
la haya entendido en escritores argentinos como una forma de “ethos popular”.
Más allá de los escritores del sistema, incluyendo entre ellos casos como el de
Saldías, tuvo lugar el desarrollo, por cierto episódico, de una literatura de protesta
cuyas fuentes inspiradoras se encontraron, en su primera etapa, en la vida del
campesino de origen indo-hispano y luego, en su segunda, en la del inmigrante
europeo. Esta línea literaria anti-hegemónica culminó a comien-zos de siglo, con
escritores que anticiparon la etapa siguiente de la “barbarie positiva”, que comenzó
de modo manifiesto a partir de 1940. Es de tener en cuenta que ni la labor de un
Saldías, ni la que surgió de esta diversa literatu-ra protestataria, desfondaron la
vigencia del modelo sarmientino estableci-do, cuya crisis habría de manifestarse
recién abiertamente en la década que se abrió en 1930. Pues bien, casi
contemporáneamente a la Guerra del Para-guay y poco antes de la llamada
“Campaña del Desierto”, se produjo un hecho que abrió aquel primer momento de
esta literatura argentina marginal, con la aparición del poema de inspiración
gauchesca Martin Fierro (1872) de José Hernández.(8) Esta obra que podría ser
considerada como un anti-Facundo, muestra no sólo una actitud comprensiva y de
defensa del gaucho, es decir, del personaje que expresaba la “barbarie”, sino que
es una de las denuncias más pa-téticas del sentido negativo que para ese hombre
tenía la “civilización”. El es-tado social que expresa este tipo de literatura -que se
mantuvo mucho tiempo ignorada por las clases cultas- explica en parte la profunda
crisis de 1890, que afectó el poder político de la oligarquía liberal, mas no quebró
su poder ideo-lógico. Hacia 1900 hubo un cambio en cuanto al sujeto al que se le
atribuía la
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“barbarie”. Hasta ese momento éste había estado representado -ya habíamos
anticipado algo de esto- por las poblaciones campesinas y de los suburbios de
las ciudades, gentes de extracción mestiza, ya fueran de origen indo-hispánico
o de origen negro. Mas, al iniciarse el nuevo siglo surgió en el horizonte de las
burguesías rioplatenses un nuevo personaje que había sido traído para que
nos ayudara a “civilizarnos” y que vino, por el contrario, a constituir un fren-te
contestatario inesperado: el inmigrante europeo de extracción proletaria o
campesina. Con esa gente creció un mundo artesanal y pre-industrial, a la vez
que surgieron las primeras organizaciones obreras. El movimiento generado
por José Enrique Rodó, a partir de 1900, el “arielismo”, fue precisamente una
respuesta dada ante la amenaza de perder aquellos factores que nos habían
identificado, como consecuencia de una turba cosmopolita desenraizada y ex-
traña a nuestras “tradiciones nacionales”. Muy pocos años después, en 1909,
Ricardo Rojas declaró que era preferible un peón analfabeto, integrante de la
vieja población “criolla”, que un obrero europeo inmigrante(9). Las bur-guesías
locales, ante el peligro de las “ideas disolventes” y el nacimiento en las
ciudades de un poder obrero, sintieron que se habían extralimitado en el des-
precio por el antiguo campesino, el que ahora comenzó a vérselo -aun cuando
analfabeto- como depositario de valores de la “raza”. Y así fue como el 900 fue
el inicio de un “regreso al campo”, germen de todos los nacionalismos terríge-
nos, como asimismo de los “ethólogos” argentinos contemporáneos.
Mas, a partir de la segunda crisis argentina, la de 1930 -la primera había sido la de
1890- aparecieron los signos de resquebrajamiento del modelo discursi-vo
sarmientino. Hasta ese momento, los intelectuales orgánicos del sistema, lo habían
sostenido y habían hecho oídos sordos de toda esa larga corriente discursiva
episódica, iniciada con el último Alberdi, retomada en la poesía de inspiración
popular por José Hernández y continuada más tarde por los literatos y pintores
anarquistas, así como por algunos ensayistas y educacio-nistas marginales al
bloque ideológico hegemónico. Ahora aquellos mismos intelectuales orgánicos,
voceros de la cultura oligárquica, invistiendo el papel de catones iracundos -el
antecedente más notable fue sin dudas el de Agustín Alvarez- se sintieron en la
necesidad de reformular el discurso sarmientino. Surgió de este modo, en 1933,
una obra, especie de puesta al día del clásico discurso dicotómico, Radiografía de
La Pampa de Ezequiel Martinez Estrada. Claro está que entre el Facundo de 1845
y su reformulación de 1933, hubo una serie de mediaciones que es necesario tener
en cuenta para entender los alcances del pesimismo con el que se interpretó la
realidad argentina. No ha de olvidarse que se vivió por aquellos años en todo
Occidente un verdadero clima de irracionalismo que tuvo como referente la
realidad americana, tal como puede vérselo en escritores como David H.
Lawrence, Antonin Artaud, Hermann Keyserling, Waldo Frank, todos ellos
traducidos y difundidos por el grupo Sur en Buenos Aires, al que pertenecía el
propio Martinez Estrada(12).
La gran virtud que tuvo Radiografía de La Pampa fue la de ser una obra de
denuncia de los mitos y de las mentiras convencionales sobre las que se
había intentado fabricar una identidad dentro de la ideología hegemónica que
había imperado desde el ‘80 del siglo XIX. Es importante tener presente que
los miembros de aquella “Generación” y, dentro de ella, una de las líneas más
fuertes de los Normalistas de Paraná que se sumaron al programa “civi-
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lizatorio” del Facundo, acentuaron el papel del Estado, borrando la Sociedad civil,
la que tenía alguna presencia en el plan de reorganización educativo sarmientino.
Por cierto que se trataba de una Sociedad civil “depurada” -y ya sabemos en que
consistía esa “depuración” dentro de la ideología racista en la que concluyó el
propio Sarmiento- que habría de desplazar a las oligarquías que habían ido
heredando el país. Pues bien, este programa bastante utópico y no sin
contradicciones en el propio Sarmiento, entró definitivamente en crisis(13). No
había surgido la Sociedad civil integrada que se esperaba del programa
“civilizatorio”, por incapacidad tanto de las oligarquías, como de los gobiernos
“populares” y, a su vez, este programa había mostrado su naturaleza ficticia, es
decir, había fracasado el Estado. En pocas palabras, no quedaba ni la
“civilización”, ni la “barbarie”, con lo que Martinez Estrada produjo más que una
reformulación del Facundo, un vaciamiento del mismo. Lo que Sarmiento no vio
-dice- es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas
centrífugas y centrípetas de un sistema en equilibrio y aquella posibilidad de que la
“civilización” acabara desplazando a la “barbarie” no fue nada más que una ilusión
de Sarmiento el más perjudicial de esos soñadores y constructores de imágenes
con las que se ha estado autoengañando el propio país(14).
Nunca pasó por la mente de Martinez Estrada, ni aún en su estancia cubana, que
podía darse a la categoría de “barbarie” algún peso axiológico positivo. Y no podía
ser de otra manera ya que el país había perdido todo referente desde el cual
alcanzar alguna forma de identidad como nación, o como pueblo y, además,
América, ésta nuestra América -en violento contraste con el pensa-miento de un
José Martí- era otra vez un simple vacío histórico. De este modo vino a mostrarnos
Martínez Estrada una de las tantas crisis a las que se en-cuentran sometidas las
sociedades dependientes y que tal vez explique aquella “angustia” de identidad
que no mostrarían los países centrales. Ahora bien, ¿quedó desplazada dentro de
la formulación martinez-estradiana la típica for-ma dicotómica del discurso liberal y
su maniqueísmo? Indudablemente que no, simplemente fue desplazado, buscando
categorías “más profundas”, ins-piradas en un moralismo, un psicologismo y un
terrigenismo. Si en Sarmien-to había la posibilidad de que América fuera en algún
momento “civilizada”, ahora tal hecho resultaba una quimera. Porque, si vamos al
caso, América, en su impotencia, incapaz de una “barbarie” y de una “civilización”
genuinas, es frente a Europa, siempre, una “barbarie” inasible, incomprensible y
casi irre-mediable. En Sarmiento había una visión histórica y la “barbarie” no
dejaba de ser entendida como una etapa. Su teoría de la historia, no totalmente ex-
• 81 •
plícita, no hubiera desagradado a Morgan. Ahora estamos fuera de la historia.
Todas estas ideas reaparecen con fuerza en otro escrito de Martinez Estrada,
digno de tenérselo presente para el tema que nos interesa. Nos referimos a
Los invariantes históricos del Facundo (1947), escrito en pleno peronismo y
cuyo título es en sí mismo contradictorio. ¿Cómo pueden ser “históricos” aque-
llos “invariantes” que precisamente nos impiden ser “históricos”? En efecto, los
“invariantes” que nos señala son precisamente a-históricos. Las palabras
finales confirman la tesis central de la Radiografía: La historia de la civiliza-
ción (es) entre nosotros, con otra nomenclatura, la misma vieja historia de la
barbarie. No son dos fuerzas sino una sola(15). La viejísima calumnia de
América a la cual se suman estos intelectuales integrantes de la élite culta y
abiertamente antipopular del Buenos Aires de aquellos años, se prolonga en
Martinez Estrada hasta sus trabajos realizados en su etapa cubana -tan llena
de incongruencias- época en la que acertadamente Alejandra Ciriza nos dice
que recupera para toda la América Latina la tesis central de Radiografía de La
Pampa, aquella “radiografía fatídica” como la llamó Bernardo Canal Fei-
jóo(16).
Entre los años 1930-1940 y mediados de la década del ‘70, como ya lo ha-bíamos
anticipado tuvo lugar una nueva etapa respecto de la valoración de la “barbarie”
como categoría discursiva, en la que, por contraposición con las que hemos
dibujado a grandes rasgos, habrá de primar una respuesta de carác-ter axiológico
“positivo”. Debemos aclarar que frente a aquella línea de litera-tura de protesta de
tipo episódico que tuvo sus inicios con el último Alberdi,
• 83 •
los intelectuales de los que nos vamos a ocupar ahora, a pesar de las disiden-cias
visibles entre ellos, no se han salido de los términos del bloque ideológico
hegemónico cuyas nuevas bases, en particular para el tema que nos interesa,
quedaron establecidas a partir de Martínez Estrada. Y tanto este como los que le
siguieron hasta la década de los ‘70 se movieron, sea con actitudes disi-dentes o
de apoyo, en relación con una política social generada por un nuevo tipo de Estado
cuya crisis vivimos actualmente. En efecto, la oligarquía agro-ganadera que se
adueñó del poder político en 1930, con la colaboración de un sector del Ejército y
de grupos de civiles de declarada vocación pro-fascista, no revestía los caracteres
de la antigua que entró en crisis en 1890. Soplaban nuevos aires a nivel mundial y
el peligro comunista soviético era considera-do como amenaza grave para los
países capitalistas en cuyo seno tuvo lugar, por eso mismo, el surgimiento de una
forma alternativa de acumulación de capital, humanizada, a la que se le dio el
nombre de “Estado benefactor”. El fe-nómeno tuvo su momento de inicio como
consecuencia de la depresión mun-dial de los años 1929-1930 y se extendió por
todos los países “occidentales”, tanto en los que habían triunfado en 1918, como
en los que habían perdido, no quedando fuera ni los dependientes, ni los
coloniales. Lógicamente que el fascismo europeo no fue ajeno a este tipo de
Estado y que, además, dentro de la ola mundial, nosotros no fuimos una
excepción. Más aún, tuvimos nuestros teóricos de la economía que propugnaron
formas nacionales para la concre-ción del “Estado benefactor” o “Estado de
bienestar social”, como fue el caso notable de Raúl Prebisch y, más aún tuvimos
nuestra propia experiencia de profundización de aquel tipo de Estado, intentada
por el populismo peronista entre los años 1945-1955. Tampoco debemos olvidar
que, si a nivel mundial, el “peligro rojo” jugó en todo momento un papel decisivo en
la determinación de políticas, asimismo sucedió en nuestras tierras y con todas las
formas ima-ginables de mackartismo, como respuesta ante la aparición del primer
Estado Socialista en América Latina, Cuba, a partir de 1958 y del papel continental
que le cupo en este proceso a Ernesto Che Guevara hasta su asesinato en 1969.
Toda esta etapa se desarrolla, pues, en medio de una tensión que marca, por un
lado, la profundización del Estado benefactor (Peronismo) o su relativización
(gobiernos militares alternativos que expresaron los intereses de la antigua
oligarquía agro-ganadera). En otros casos, dentro de esos mismos gobiernos
militares se intentaron formas de aceleración de la productividad con el ob-jeto de
asegurar el tipo de Estado imperante mediante políticas de desarro-llo, promovidas
por los Estados Unidos y en función de sus propias políticas
• 84 •
internas “benefactoras”. El alejamiento del Peronismo del poder político, la
dura represión mediante la cual se intentó impedir el regreso a un Estado
be-nefactor “populista”, generó la resistencia peronista que habría de
culminar con la formación de una nueva montonera, esta vez de tipo
ciudadano, con lo que se generalizó la guerrilla, en medio de un clima en
el que la fe en la Revo-lución y el cambio social -entendido el Peronismo
como un “socialismo”- se impusieron como consignas de la época.
Dentro de este agitado panorama surgieron las nuevas formulaciones del discurso
liberal, con su clásica dicotomía, más ahora, con una inversión mar-cadamente
sostenida en el sentido de que la “barbarie” de la célebre contra-dicción
sarmientina, será vista en todo momento como “positiva”. La verdad es que a pesar
del intento martinez-estradiano y su poderosa influencia, no se eliminó la vigencia
de la fórmula sarmientina, la que continuó siendo recibi-da y reformulada a través
de sucesivas mediatizaciones. Por lo demás, es im-portante tener presente que en
contra de la posición alberdiana de Las Bases, Martínez Estrada había regresado,
a su modo, a la revaloración del paisaje, tan fuerte en el clásico Facundo y había
puesto en movimiento algo que no está en Sarmiento, a saber, el telurismo, como
línea de búsqueda de la identidad nacional. Y si la “extensión” fue en Sarmiento y
en Alberdi la negación de la “sociabilidad”, es decir, un impedimento histórico,
ahora, con los teluristas concluyó transformándose en una fuerza conformadora o
deformadora de naturaleza metafísica. Por cierto que todo esto no fue ajeno ni en
Martínez Estrada, ni en otros que le siguieron, a las “lecciones” de Hermann von
Key-serling, personaje que en su momento fue expresión de lo más violento de los
mitos del suelo y de la sangre, que pre-anunciaban el nazismo en Alemania.
• 85 •
Carlos Astrada, a quien conectamos con aquella línea episódica de lite-ratura
de protesta, dio a conocer en 1948 un libro titulado El Mito gaucho (Martin
Fierro y el hombre argentino) en el que establecía una nueva cate-gorización,
siguiendo la línea del “terrigenismo”, pero con aquel cambio de valores del que
hemos hablado. Para eso disponía de clásicos referentes en los románticos,
tanto europeos como latinoamericanos. En efecto, Her-der, citado por el
mismo Astrada (20) había dicho que es Cosa maravillosa y original...lo que se
llama espíritu genético y carácter de un pueblo. El es inexplicable e
inextinguible; tan viejo como la Nación, tan viejo como la tierra que ésta habita
y a su vez, el Alberdi joven, el anterior a Las Bases, había declarado con
palabras de las que luego habría de desdecirse, que La socialidad es
adherente al suelo, a la edad, y no se importa como el lienzo o el vino, ni se
adivinan, ni profetizan. De este modo resurge con Astrada, acompañado entre
otros por Coriolano Alberini, un “neo-herderismo” que daría las bases para una
crítica a Hegel en particular respecto de su visión de América. No es cierto,
nos dirá Astrada, que a la llegada del “Espíritu” se extinguieran todas las
culturas indígenas americanas, por cuanto aquel célebre personaje hegeliano,
verdadero “intruso” que acompañó al conquis-tador, era un “simple avatar
europeo del Logos” y no podía echar raíces en tierras que le eran extrañas. Y
así, mientras por un lado, en contra de Scheler afirma que el “Espíritu” tiene
fuerza como para construir la cultura, por el otro le da la razón declarándolo
impotente fuera de su propio “locus”. Todo logocentrismo resulta de este modo
un imposible, el Logos tiene su función, muy importante, pero en su tierra y
ésta posee, indudablemente una fuerza que es anterior ontológicamente. Con
esta torsión de las tradicionales tesis colonialistas europeas, con su idea
acerca del poder emergente de los entes, en abierta oposición a la radical
anterioridad del Ser heideggeriano, Astrada intentaba asegurar para nuestra
América, desde el territorio del mito, un principio de identidad que había
desaparecido, tal como lo vimos, en el Alberdi de Las Bases y en la
“radiografía fatídica”. Y todavía más, si en Europa el “Espíritu” alcanzó una
formulación local, la única que podía en relación con su “genius loci”, aquí en
América las cosas se dan y se darán de un modo diferente en cuanto que el
“aliento telúrico” que nos envuelve es mucho más intenso y más fuerte.
América es potente como tierra y genera en sus hombres un estilo que nada
tiene que ver con la sangre, por lo que tanto indígenas precolombinos,
mestizos de todo tipo e inmigrantes euro-peos recién llegados, todos,
hermanados, están más allá de las divisiones
• 86 •
con las que los racismos han pretendido justificar las formas de dominación.
Astrada, a pesar de su rechazo de la “plebe bárbara” fruto de la “demagogia
peronista”, se sentía hermano del “cabecita negra” y quería, además, tomar
distancia del destructivo y radicalmente irracional mito de la “raza aria”. Asi, pues,
las “civilizaciones”, y esto muy herderianamente, ya no son un problema. Cada
pueblo las recibe y las reelabora desde sí mismo y, mediante su propio espíritu,
crea una cultura que lo individualiza. No se trata, como puede verse, de una
“cultura” como producto de las élites destinadas a “crear” los valores para cada
pueblo, sino los valores que un pueblo crea y que sus intelectuales han de saber
captar si no quieren traicionar su propio origen. Se ha desplazado la figura clásica
del dualismo de tipo idealista, en este caso, que deja la “corporeidad” a las masas
populares y la “espiritualidad” a sus amos. No se trata de Próspero que con la
ayuda de Ariel, le impone las lecciones al bárbaro Calibán. Todo lo contrario, es el
propio Calibán, que apoyado en la fuerza de su “tierra”, asume los valores
impuestos, los hace pro-pios y tuerce el camino de la historia. ¿Quedaba sin
embargo con tal planteo superado el dualismo del discurso idealista? ¿No se había
puesto en lugar del discurso de Próspero, el amo, un discurso telúrico-liberador
que mitificaba la praxis social hasta hacerla irreconocible? Con todas las
dificultades que den-tro de un existencialismo implica hablar de esencias
-verdadera herejía para un husserlismo clásico- Astrada nos dirá que hay “una
estructura esencial” del hombre argentino, que tiene una fuente mítica “de que
fluye toda existencia histórica”. A ese “plasma mítico”, a ese poder telúrico en
donde se encuen-tra un “arquetipo germinal”, debemos remitirnos constantemente
y lo pode-mos hacer porque ya lo tenemos en forma expresa en nuestra vida
cultural. En efecto, la germinal contextualidad de la tierra argentina, posee ya con
el Martín Fierro su texto, así como lo tiene en esa “rota arcilla” -la metáfora es de
Neruda- que nos ha quedado de las culturas indígenas americanas. Y como
consecuencia e invirtiendo el discurso opresor de la Generación del ‘80, la Nación
no puede ser sino anterior al Estado y, por eso mismo, éste, es y debe ser
construcción de la Sociedad civil, entendida como “pueblo”. El pueblo ar-gentino
-nos dice- como natura naturans política, debe estar, no fuera, sino dentro de la
forma del Estado, vivificando así el molde estatal por la concreta y dinámica
sustancia popular. ¿Qué es lo que se encuentra detrás de esta red de metáforas
con la que organizó su discurso Carlos Astrada? Con su mito terrígeno, nos quiso
hacer percibir -por la riesgosa vía del mito que invalidaba la importante categoría
de “natura naturans política”- que no somos un con-
• 87 •
tinente sin historia propia. Metáfora y paradoja se entrecruzan en este autor
apasionado para quien la “barbarie” que rebatió Sarmiento en su Facundo fue tan
sólo la “barbarie política”, mas no esa otra que es expresión de nuestra autoctonía.
Hacia ella regresa, pues, Astrada. Poco le costó, lamentablemente, a más de un
reaccionario, combatir las luchas obreras ciudadanas apoyándose en las fuentes
mítico-telúricas, con lo que la dicotomía del discurso liberal no quedó superada con
el esfuerzo teórico astradiano.
• 89 •
co y vegetal”; nuestro hombre, el no pervertido por el europeo ficticio de
las ciudades “es la versión humana de la vegetalidad” y participa “del
demonismo vegetal del paisaje”; en fin, lo humano entre nosotros no es
otra cosa que “el carácter vegetal hipostasiado”. La historia de América,
desde la aparición de la “civilización” europea, ha sido un antagonismo
entre la “verdad de la tierra” y la “verdad del cielo”, entre lo que para
nosotros es “realidad” por un lado y “ficción” por el otro. Nuestro
“vegetalismo” nos impulsa a la pasividad, a una especie de “modorra
espiritual”, señalable como una “receptividad feminoide de la cultura”.
Tal vez hasta este punto Kusch no había encontrado la categoría apropiada para
señalar lo que de “positivo” tenía esa caracterización de nuestra “barbarie
fundamental”. La encontrará, tal como ha quedado expresado en su libro Amé-rica
profunda (1962) cuando establezca la diferencia entre el “ser” y el “estar”, y
atribuya lo primero a la “civilización”, en particular la europea y lo segundo lo vea
como la categoría ontológica de nuestro hombre americano. En el ver-bo “estar”,
cuyo espíritu cree haberlo encontrado curiosamente en la cultura quichua en cuyo
idioma no existe la diferencia entre “ser” y el “estar”, quedan incorporados todos
aquellos contenidos semánticos de la “barbarie”, en espe-cial los que tienen
relación con el “vegetalismo” y lo “feminoide”, dislates que tienen larga data en la
historia de la calumnia de nuestra América. Y así, pues, si Europa como
“continente fálico” se ha organizado sobre el “ser” y su misión histórica ha sido
“penetrativa”, América, continente receptivo ha puesto en marcha una especie de
dialéctica invertida, la “fagocitación” o “invaginación”. Y de este modo si cada
“elevación”, cada “penetración” quedó expresada en la categoría de Aufhebung y
con eso se creyó ver la superioridad de la “civiliza-ción” sobre la “barbarie”, no se
ha percibido aquella especial dialéctica femeni-na -dentro de una feminidad
entendida fundamentalmente como naturaleza pasiva y receptiva- que no padece
momentos de “tensión y distensión”, es “un estar siendo nomás”, mientras que el
“ser”, que “se pone en marcha a modo de súbita tensión” conforme con su
modalidad fálica, es simplemente “ser esto o aquello”. Así, pues, este “estar” al que
declara “pasivo y femenino”, nos caracte-riza ontológicamente y es desde esa
manera íntima que surge de lo demoníaco de nuestro paisaje, que deberíamos
construir una nueva cultura, incorporan-do desde nuestro “estar” al “ser”, es decir,
a la “civilización”. Kusch creyó haber encontrado con su manera de entender el
“estar” una versión del Dasein que hacía falta para leer “americanamente” a
Heidegger, sin que le preocupara la traspolación lingüística que suponía una
interpretación de la cultura quichua
• 90 •
desde formas verbales que le son extrañas. Sapir y Whorf hubieran aconsejado sin
duda una actitud lingüística más respetuosa. Fáciles son de percibir los alcances
de estos caprichos místico-literarios que únicamente pueden leerse como
metáforas de otras cosas que el autor no decía abiertamente, por lo me-nos por
escrito. El “ethos” de que nos habla no es otro que el de aquel campe-sino indo-
hispano analfabeto que Ricardo Rojas prefería al obrero europeo no integrado.
Porque de esto se trata, en cuanto que la “barbarie” de la que habla Kusch -y otro
tanto podemos decir de sus seguidores- es “positiva” en función de su integración
a un sistema dentro del cual cumple una función de “resistencia” mas no de
emergencia social. Algunos liberacionistas -dice Hugo Biagini- adoptaron posturas
fascistizantes cercanas a las de los grupos golpistas, mientras otros sufrían el
ostracismo o eran muertos por la represión. Los primeros llegaron a propiciar la
remoción de sus colegas y antiguos compañeros, a colaborar en órganos
castrenses o a animar minoritarias reuniones intelectuales organi-zadas por el
aparato ofi cial. Rodolfo Kusch puede ser estimado como uno de los principales
inspiradores locales de la fracción nacional populista.(22)
Sin embargo hay quien ha declarado a este ensayista como el más grande
filósofo argentino de los últimos tiempos. Para Carlos Cullen, por ejemplo,
según decía en 1981. “Kusch es uno de los americanistas más lúcidos de este
siglo”.(23) Diremos por nuestra parte que así como Martínez Estrada se en-
contraba bajo la “sombra terrible” de Sarmiento -la ocurrente glosa es de Ro-
berto Fernández Retamar-, Kusch y Cullen se encuentran bajo la no menos
“terrible sombra” de Martínez Estrada. Es una sombra que ha servido para
prolongar a lo largo de una ya extensa tradición formas diversas del discurso
opresor, ya sea negando al pueblo, ya haciendo de él un mito. En el caso del
que nos estamos ocupando ahora, se trata de una reelaboración del naciona-
lismo populista que floreció bajo el Segundo Peronismo (1974-1976) y que
concluyó en feroces etapas de represión y de muerte.
Cullen parte de aquella versión del Dasein heideggeriano inaugurada por Kusch, el
“estar”, en lo que se ha creído ver nada menos que el principio mismo de nuestra
identidad. Y lógicamente, es en este punto en donde reaparece el tema que nos
interesa, a saber, el de la “barbarie”. Hacia 1974, Cullen había declarado que la
Filosofía de la liberación era, sin más, una filosofía de guerra integral y una milicia
que tenía como objeto enfrentarse a la filosofía europea, la que es definida como
“la autoconciencia de la realización histórica del pro-yecto moderno imperial”. El
“enemigo” se encuentra, pues, en la “conciencia europea”, en estos filósofos, tal el
caso de Heidegger, que luego de pasada la
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gran tormenta europea del ‘39, se habian dedicado otra vez a pastorear el ser,
seguros de la fi delidad de Penélope, es decir, del poder de tejer y destejer el
destino de los pueblos. Pero, una vez más, como sucede con este tipo de
buscadores de lo autóctono, se le piden herramientas prestadas al “enemigo” para
seguir fi-losofando, aunque no se lo quiera, con él y desde él. Mas, el “enemigo”
resulta ser en este caso muy claramente, un momento necesario para el
mantenimien-to de la vieja oposición “civilización-barbarie”. Esta última es el
símbolo de nuestra naturaleza ontológica y desde ella es posible mostrar formas
alterna-tivas frente a ese Occidente abrumador que todo lo pretende sumergir bajo
las categorías del “ser”, del “logos” y junto con ellos, de la técnica. En efecto, el
“estar” nos pone frente a dos notas que nos serían constitutivas, ya anticipadas en
las elucubraciones fantasiosas de Kusch: la “vegetalidad” y la “femineidad” de lo
americano. Mas, en este caso, haciendo un uso de elementos teóricos que
provienen de Hegel, el autor nos hablará de dos niveles de “eticidad”: en cuan-to
que si bien la base de nuestra “barbarie positiva” o de nuestro ser profundo, está
dado en el primero -que es justamente donde se revela la “vegetalidad” y la
“femineidad”- se da necesariamente el segundo al que caracteriza como “eticidad
desplegada” y que no es otra cosa que el Estado, pero ahora preten-didamente
constituido desde la Nación. De ahí la necesidad de una “recupera-ción de la
mujer” -se trata de una reaparición de Antígona, valorada sin salirse para nada del
papel que le asigna Hegel- en cuanto ella implica “la tierra y los dioses”, por cierto,
los “dioses subterráneos y demoníacos” y no los “ouráni-cos” o “celestes”. Ella, con
su esencial ambigüedad, en cuanto que es a la vez “salvación”, pero también
“perdición”, es “placer” y también “dolor”, desnuda la otra ambigüedad, la de la
“civilización”, heredada del cogito moderno que ha padecido la ilusión de acabar
“con lo popular y lo bárbaro” con el objeto de “arrancarse el miedo”. En pocas
palabras, en ese oscuro mundo de la “vegetali-dad” y de la “femineidad” se crea un
sujeto que hace de punto partida de esta filosofía, el “pueblo”, nueva entidad mítica
en donde lo sagrado se ha manteni-do como “resistencia”, frente al devastador
proceso de desacralización fruto de la “civilización”, sujeto que es visto en todo
momento como carente de media-ciones y en tal sentido ajeno a formas de
alienación. En efecto, lo numinoso en su manifestación queda más allá de toda
mediación posible y hace del “ethos popular” algo ante lo cual puede abrirse de
modo directo una racionalidad auténtica y descubrir en él la “sabiduría popular”.
Vivimos un conflicto entre el “ser” (lo que pretendemos “ser” ) y el “estar” (donde “
estamos” siendo), el
• 92 •
que se presenta justamente porque olvidamos que el único acceso al
primero se encuentra en el segundo, en esa cthonía que se propone.(23)
No vamos a prolongar nuestra pregunta acerca de la “barbarie” dentro de la
tradición intelectual argentina. Unicamente diremos que se encuentra, en
principio, como trasfondo común de la mayoría de los filósofos nuestros que
se han planteado un rescate de lo que ellos intentan caracterizar como “ethos”
y desde donde creen que sería posible construir un pensamiento filosófico de
base “popular”. Por cierto que no se salen de la clásica dicotomía discursiva,
la que si antes era necesaria para justificar la “civilización”, ahora lo es, decla-
radamente o no, para poder sostener los valores propios de la “barbarie”. Por
lo demás, el ethologismo no es una novedad en la literatura rioplatense. Ya en
1959, el filósofo uruguayo Mario Sambarino había declarado estar en esa
posición. Las diferencias que hay entre él y los seguidores de Kusch son las
que pueden señalarse entre una comprensión relativista y aporética del ethos,
que hace imposible fundar sobre el mismo, por ejemplo, la identidad de un
“pueblo” y una comprensión absolutizante que no sólo lo toma como princi-pio
de identidad, sino que además cree posible enunciar desde él una ética y una
filosofía. La cuestión interesa de modo directo a los ethólogos argentinos,
tanto a los que militaron o militan aun dentro de una “Filosofía de la libera-
ción”, como a los que hablan en nuestros días de un filosofar que tiene como
sustento la “sabiduría popular”. En verdad que tan negativo se nos presenta el
filósofo uruguayo como sus colegas argentinos, en cuanto no compartimos ni
el relativismo agnóstico del primero, ni el sustancialismo irracionalista o,
cuando menos, ingenuo o dogmático, de los otros. (24)
• 93 •
formas del discurso opresor. En otras palabras, se trata de
categorías imple-mentadas ideológicamente.
Nos restaría hacer un balance de los últimos años a la luz de los hechos que se
sucedieron trágicamente desde promedios de la década de los ‘70. Algo he-mos
anticipado en lo que se refiere a nuestro tema, sobre todo respecto de las
versiones últimas de la “barbarie” entre los ethólogos argentinos. Mas, faltan
todavía algunas cosas por decirse que nos parecen de singular importancia. Por de
pronto, la declaración de que se habría abandonado definitivamente la clásica
dicotomía sarmientina y su “trágica sombra”, que es la de Facundo Qui-roga,
según las palabras clásicas de Sarmiento, que es la del propio Sarmiento como,
por su parte, lo dijo Roberto Fernández Retamar, pero también la de las sucesivas
relecturas del clásico ensayo y que hemos comentado. El marco en el que se ha
desarrollado esta tercera y hasta ahora última etapa, muestra un cambio de
situación macropolítica sustancial. El año de 1975 puede ser considerado como el
fin de aquel “Estado benefactor” que comenzó con la gran crisis de 1930 y como el
inicio del neo-liberalismo actual, con las moda-lidades con las que funciona entre
nosotros en medio de una dependencia que cada día se profundiza más. El fin del
“Estado benefactor” entre nosotros se ha dado junto con dos hechos, el primero, la
brutal represión de todos los sec-tores emergentes que en las décadas de los 60 y
70 creyeron poder movilizar un proceso de cambio social que radicalizara a aquel
Estado, desde diversas fórmulas, incluidas en ellas, las que se dieron mediante el
recurso a las armas y que tuvo lugar abiertamente entre 1976 y 1984; y, más tarde,
reincorporados a un proceso de democracia -una democracia mediatizada,
comprometida y llena de deudas con el pasado inmediato de sangre- la que ha
concluido con el segundo hecho significativo, a saber, la reformulación del
“populismo” pero-nista, lo que pareció inicialmente un verdadero contrasentido, en
un neo-li-beralismo que ha llevado a hablar de un “capitalismo salvaje” dados los
costos sociales del programa económico puesto en marcha.(25) Como era de
esperar con este liberalismo se han abierto las puertas para todas las ideologías
que lo acompañan y que integran esa nebulosa a la que se le ha dado en llamar
“post-modernismo” y entre ellas, la del “fin de las ideologías”. Ciertamente que re-
sulta superfluo decir que estamos ante una ideología más, con lo que aquello de
“muerte” apunta a unas ideologías y no a otras. En relación con esto en el discurso
de posesión del cargo de la Presidencia de la Nación, el día 9 de julio de 1989,
Carlos Saúl Menem declaró el fin de las oposiciones, y entre ellas, la ya tan
nuestra de “civilización” y “barbarie”: “Yo quiero ser -dijo- el presidente
• 94 •
de la Argentina de Rosas y de Sarmiento, de Mitre y de Facundo, de Angel Vi-cente
Peñaloza y Juan Bautista Alberdi, de Pellegrini y de Yrigoyen, de Perón y de
Balbín”.(26) Si tenemos en cuenta que la “barbarie” en su sentido “posi-tivo” ha
sido dentro de ciertos escritores peronistas una manera metafórica de referirse a
los sectores populares, aquellos sectores que durante el primer peronismo (1947-
1955) gritaban en contra de los intelectuales orgánicos de la oligarquía “Alpargatas
sí, libros no”, podría muy bien pensarse que lo que se pretende ahora es construir
el Estado, una vez más dándole las espaldas a la Nación o, si se quiere, a la
Sociedad civil, ideal justamente de todas las oligar-quías. Debiendo aclarar que
aquella “prioridad” del Estado es paradojalmente una destrucción del mismo en
todo lo que hacía de garantía de los sectores populares. Pues bien, difícilmente un
discurso que se declara expresamente como “liberal”, pueda renunciar a uno de los
aspectos estructurales básicos de su propia línea discursiva, la de su formulación
dicotómica. Frente a los “po-pulistas”, ahora desencantados y colocados al margen
del proceso político por el propio peronismo que los había impulsado a filosofar
sobre los valores de la “barbarie” como principio de identidad nacional y aun
latinoamericana, pare-ciera anunciarse un regreso a la fórmula que tuvo vigencia
en la primera de las etapas que hemos estudiado, la de 1850-1930. Otra vez la
“barbarie” molesta y es impedimento para el progreso, frente a una “civilización”
planetaria en la que se pretende que estamos instalados. De la “barbarie” del
“Tercer Mundo”, hemos pasado a la “civilización” del “Primero”. No hemos de
olvidar que este rechazo del “Tercer Mundo” en cuanto sirvió de referente
revolucionario en las décadas de los ‘60 y ‘70 en toda América Latina, había sido
ya manifestado por los militares responsables de la represión sangrienta de los
“años crueles” (1975-1984), mediante la invocación de la “Civilización Occidental y
Cris-tiana”. El grupo armado que se autodenominó “Montoneros”, posiblemente
uno de los más organizados y más fuertes, con su nombre se remitía justamen-te a
aquellos primitivos “bárbaros” de nuestras pampas y travesías, en contra de los
cuales Sarmiento dibujó su “civilización”. Por lo demás, el caos teórico
contemporáneo tal vez ha hecho posible que mientras se habla de borrar el
enfrentamiento entre “civilización” y “barbarie”, algunos intelectuales que in-tentan
participar en la creación de la base teórica orgánica del “sistema”, no encuentran
incompatible esa posición con un regreso al kuschismo, con lo que el anuncio de
Martínez Estrada de que “civilización” y “barbarie” eran una misma cosa vendría a
quedar confirmado en medio de una nueva crisis profunda. Por cierto que se trata
de la “barbarie integrada” de los ethólogos,
• 95 •
la que no tiene por qué no convivir “pacíficamente” con la “civilización” del Primer
Mundo. La dicotomía discursiva, gastados al parecer los términos clá-sicos, sin
embargo, no ha desaparecido en cuanto que las condiciones estruc-turales que la
generaron a lo largo de un siglo y medio, más allá de los matices y cambios que
puedan señalarse, han sido constantemente recicladas.
Sin embargo, la palabra “barbarie” siempre podría ser construida como sím-
bolo de un grupo humano (clase, género, etnia, nación, etc.) cuya validez le
vendrá de su sentido social e histórico, dentro de la estructura de un discurso
liberador, en relación, lógicamente, con una praxis. No hemos de olvidar que
dentro de un pensamiento latinoamericano, la creación y recreación de una
simbólica, le es parte constitutiva. Por cierto que no se trata de encontrar mí-
ticos apoyos para un saber social, una filosofía o una teología, como aquella
“barbarie integrada” que reivindican los ethólogos, pero sí construir con el
término “barbarie” una herramienta teórica que expresa formas sociales opri-
midas de moralidad, con un poder emergente -actual o potencial- como para
imponer cambios en el nivel de la eticidad. Si la “civilización” se convierte en
un poder represivo, las fuerzas sociales que pugnan por su transformación
asumen de un modo u otro la función de ruptura, lo que con las precauciones
señaladas, no sería erróneo considerarla como una forma de “barbarie” larga-
mente ejercida. (27)
Notas
(1)Sempat Assadourian, Carlos; Laclau, Ernesto y otros. Modos de producción en
América Latina (1979: 28), México, Cuadernos de Pasado y Presente.
(2) De Sepúlveda, Juan Ginés. Tratado sobre las Justas causas de la guerra
contra los indios (1987: 153). México, Fondo de Cultura Económica.
• 97 •
Fichte, Discurso octavo “¿Qué es un pueblo en el sentido superior
de la palabra?” en Discursos a la Nación Alemana (trad. de Luis A.
Costa y María Jesús Varela) (1984), Buenos Aires, Orbis.
98 •
Sebrelli, Juan José. El asedio a la modernidad (1991) Buenos
Aires, Sudamericana, parágrafo titulado “Desencantamiento y
encantamiento de América”, p. 296 y sgtes.
99 •
Cullen, Carlos. El descubrimiento de la nación y la liberación de la fi lo-sofía
(1974), reimpreso en Refl exiones desde América II Ciencia y sabiduría: el
problema de la fi losofía latinoamericana, Buenos Aires, Fundación Ross, s/f.
Cfr. el libro ya citado de Horacio Cerutti Guldberg, cap. titulado “La ontolo-gía
de la ambigüedad en la guerra integral”, p. 271 y sgtes.
• 100
•
II. Una filosofía para la
liberación
• 101
•
• 102 •
5. De la “exétasis” platónica a la
teoría crítica de las ideologías. Para
una evaluación de la filosofía
argentina de los años crueles
Ahora bien, antes de entrar en tema no podemos menos que traer a nuestra
memoria el recuerdo emocionado de amigos muy queridos que de un modo u otro
sufrieron en carne propia la injusticia y la crueldad, frutos de un irracio-nalismo
que, aunque parezca mentira, tuvo en algún momento hasta su justifi-cación
filosófica. ¿Podemos después de esos hechos seguir llamándonos “filó-sofos”?
¿Dónde fue a parar la majestad de ese saber tal como nos lo presentaba el
pensamiento clásico? ¿Cómo juzgar a aquellos que siguieron buscando el “mundo
del sentido” cuando el sentido del mundo estaba desmintiendo de manera brutal la
misma posibilidad de aquel tipo de pregunta?
Quiero que estas palabras sean en homenaje a Mauricio A. López, ese hom-bre
íntegro y generoso que desapareció para siempre, arrancado de su hogar por
manos siniestras; Mauricio, nuestro querido hermano en el dolor, con quien
entramos a ese mundo de los estudios en el antiguo Instituto de Filo-sofía de esta
Universidad y con quien compartimos los generosos ideales en favor de una
sociedad más justa, atentos a la voz de los oprimidos; quiero tam-bién que estas
palabras sean de homenaje a otro amigo no menos recordado, Noël Salomon,
fallecido en su patria, Francia, como consecuencia entre otras cosas de hechos
lamentables acaecidos en estas tierras. El ánimo amplio de
• 103
•
Noël fue para más de uno de nuestros jóvenes, el puente de unión de este
gran mundo de la cultura hispanoamericana que él supo cultivar con amor y
con nivel científico. Amó a nuestra Universidad, como amaba la suya, la vieja
casa de Montaigne, con quien tenía nuestro Noël, por su finesse d’esprit,
evidentes afinidades. El nos enseñó a leer con nuevos ojos nuestro Facundo y
sus análisis de las ricas páginas de esa obra se mantienen vigentes y lozanos.
Sólo la in-gratitud ha podido empañar su recuerdo y olvidar la deuda que esta
Facultad tiene con él en el campo de las letras. Quiero también que estas
palabras sean un homenaje no menos emocionado a la memoria de ese gran
rector de nues-tra Universidad que fue el Ingeniero Roberto Carretero, muerto
asimismo de modo trágico. No queremos que se pase al olvido su figura noble
y desintere-sada, su pasión por el saber, su lucha por la justicia social, su
respeto por los au-ténticos hombres de ciencia y su entusiasmo por la
juventud. Hombre abierto de modo sensible y generoso que no temió en
impulsar una universidad que exigía cambios que la pusieran a la altura de los
tiempos, hacia una renovación de los estudios que hiciera de ellos algo
dinámico y vivo, con un claro sentido de responsabilidad social.
Las lecciones que esos tres hombres han dejado, no han muerto.
Nosotros invocamos sus figuras en este momento en el que nuestra Patria
intenta reim-plantar ese estado de derecho que, si alguna virtud tiene, es
la de proponer un regreso a una racionalidad y, junto con ella, a la justicia,
como espíritu y como institución. Bajo esa advocación queremos y
deseamos que se entiendan esas lecciones nuestras que hoy reiniciamos.
Hace diez años ya, posiblemente -creo que fue en 1974- pronunciamos
una conferencia en esta Facultad en la que nos propusimos hablar de la
filosofía como “función de la vida”. Quisiéramos ahora retomar esta
cuestión mostrán-dola, de ser posible, desde otros ángulos y a su vez
recalcando algunos puntos que entonces considerábamos esenciales. En
particular me refiero -y esto me resulta en este momento, inevitable- a la
cuestión de filosofía y racionalidad. Por cierto que el tema tiene que ver de
modo directo con lo que declaramos en un comienzo como tema central
de estas palabras, la filosofía como saber crítico.
Esa conflictividad tiene, por lo demás, su nivel discursivo en el que podemos ver el
fenómeno en ese proceso agónico de codificaciones, recodificaciones y
decodificaciones que se van dando muchas veces de modo espontáneo. El
filósofo, como hombre cotidiano, como uno más entre los demás hombres, vive ese
nivel de modo tan primario como podría vivirlo cualquier otro. Su primariedad -por
no decir su primitivez- se muestra sin embargo constante-mente llevada a otro
nivel dentro de aquel horizonte discursivo. Aun cuando reniegue de las formas
metadiscursivas y regrese, luego de un mea culpa de tipo wittgensteiniano, al
“lenguaje ordinario”, se coloca siempre en otro nivel que es definido, precisamente,
como el de ese quehacer social que el filósofo practica, la filosofía. Llegados a este
punto es necesario decir con la mayor cla-ridad posible que las decisiones que el
filósofo adopta como tal, no se juegan originariamente en ese plano sublimado de
la filosofía, sino que son anteriores a ella. No se es conformista o protestatario
filosóficamente, sino socialmente. La filosofía de las academias -esa que ha sido
denunciada por lo protestata-rios- no es “academicista” por algo que sea
consustancial al filosofar, sino que se trata de un filosofar determinado por
posiciones previas al filosofar mismo.
¿Ha perdido como consecuencia de esto la filosofía toda su dignidad como saber?
No, por cierto. Pero es necesario para que podamos mantener esa tesis, que es la
nuestra, no olvidar que la filosofía, como toda función de la vida,
• 105
•
no escapa a la ambigüedad y que aun los discursos filosóficos pagados de su
presunta cientificidad y rigor pueden ser, y son, profundamente ambiguos. No
ha de olvidarse que la filosofía es un lenguaje, que se da como fenómeno de
comunicación a nivel de un lenguaje- el de la palabra hablada y escrita -y que
no se salva de las virtudes y defectos del lenguaje aun cuando se recurra a
pretendidos métodos fenomenológicos y hermenéuticas vanamente autosufi-
cientes que nos permitirían colocarnos más allá de las mediaciones. La filoso-
fía -digámoslo con fuerza- es un lenguaje y es, por eso mismo, una mediación
en el específico sentido que damos a ese fenómeno visto desde lo social. La
res-puesta no podrá ser ya la ingenuamente dada tantas veces dentro de esa
filoso-fía de la conciencia -aun vigente por lo mismo que congruente con los
oscuros y crueles tiempos vividos- la de postular una presencia, ocultando,
como en el mito del avestruz, la cabeza ante el fenómeno inevitable de la
representación. En esto, en la naturaleza representativa de la filosofía -y de
todo saber- radica la miseria y la grandeza de esta función vital de la que
estamos hablando. Del modo cómo sepamos asumir las formas
representativas del lenguaje radica el que la filosofía pierda o mantenga
aquella dignidad como saber por la que preguntábamos hace un momento.
Ahora bien, en aquel esfuerzo por salvar la dignidad de la filosofía, del que
hablamos antes, es necesario dejar bien en claro además que aun a pesar de la
posterioridad de la crítica, la que se nos presenta como un hecho tardío den-tro de
la historia de la filosofía, el filosofar nace con la crítica. Digamos, para aclarar
nuestras ideas, que toda filosofía es por lo menos intencionalmente, una respuesta
racional ante una determinada realidad a la que, en más de un caso, se la define
como “la realidad”; y que, en segundo lugar, es una toma de posición frente a una
racionalidad vigente que le es anterior y de la cual surge, ya sea para confirmarla y
enriquecerla teoréticamente, ya sea para señalar sus puntos de partida
insuficientes, es decir, para hacer su “crítica”. Y este fenó-meno no necesita de una
“filosofía anterior”, como podría desprenderse del hecho de que la crítica ha sido
algo considerado como tardía, como algo que tenía bastante que ver con aquella
metáfora famosa del vuelo del búho de la diosa. Si nos ponemos frente a los
primeros filósofos, los así reconocidos den-tro de la tradición occidental como
primeros, su filosofar es ya crítico por lo mismo que suponía un radical cambio de
posición respecto de una racionali-
• 107
•
dad hasta ese entonces vigente, la del mito. El absurdo ha consistido en enten-der
que la comprensión mítica del mundo era ajena a una racionalidad, como no es
menos absurdo afirmar, entender o creer que la racionalidad, tal como la ponen en
juego los más “racionales” filósofos, sea ajena al mito. Volvemos por esta vía a
afirmar aquella ambigüedad que señalábamos en un comienzo.
Pues bien, esa crítica, elaborada como ejercicio teórico en el plano de la sig-
nificación, en la medida en que ignora sus propias raíces y, con ellas, su sen-
• 108
•
tido, es ideología y las formas discursivas adecuadas que encuentra son, por
eso mismo, metáforas. La “razón pura” con su impotencia es la gran metáfora
con la que Kant señaló un pasado social y un sistema de vida que había sido
sobrepasado históricamente por obra de sus propias contradicciones internas.
De una vez para siempre se hace necesario afirmar que la historia de la fi-
losofía no se puede reducir -como se lo ha hecho con una insistencia signifi-
cativa- a una historia de “teorías”, o a una historia de ciertos núcleos teóricos a
los que José Gaos optó por llamarles “filosofemas”, o a esas microhistorias
que bajo el pretexto del “texto” no se animan a dar el paso hacia lo contextual
como contextualidad social. Esa historia es también una secuencia de posi-
ciones o, si se quiere, de tomas de posición cuya raíz, por lo mismo que pro-
vienen del hombre como ente inserto en una sociedad y sujeto al régimen de
contradicciones que toda sociedad muestra, se encuentra en lo antropológico.
Esta es la fuente del sentido y es el sentido el que, por su parte, hace que
todo lenguaje filosófico se desdoble y sea, por eso mismo, una de las tantas
formas de lo simbólico.
No estará de más que volvamos sobre lo que para nosotros es “sentido”. Por de
pronto nada tiene que ver con una filosofía de la conciencia, cualquiera sea el
nombre que se le haya dado o se le dé, ya sea una “filosofía del espíritu” de corte
neo-hegeliano, ya sea un “filosofar hermenéutico”, especie de platonismo o de
hegelianismo, según los casos, con las alas recortadas y hasta vergonzante. Las
distinciones de niveles son necesarias, pero casi siempre de una necesidad
• 109
•
ideológica, aun cuando el artificio teórico oculte los verdaderos resortes. Si
partimos de esta posición de nada sirve un ejercicio de sospecha, ya que de lo
único que nos hace sospechar es de aquella justamente que se ha de tener en
cuenta. Se trata de una especie de sospecha a contrapelo. Tanto esa “filosofía del
espíritu” como aquel “filosofar hermenéutico”, parten de un horror de lo externo que
hace del pensador un philosophus externatus, es decir, un filósofo consternado,
puesto fuera de sí, desconcertado. La filosofía se transforma en el ejercicio de “lo
interno” y la universidad, paralelamente, en el lugar de la “internalidad” o de la
“internación”, con todo el sentido negativo que puede sugerir la palabra. Y todo
esto se apoya en el sentido que se le da precisamente al sentido y de acuerdo con
lo cual la exétasis, el examen, se transforma en lo que nosotros habíamos visto y
hasta compartido en nuestras lecturas del Alcibíades platónico. La afirmación de
que “el sentido es previo a los hechos” o de que puede colocarse “por encima” de
ellos por lo mismo de que goza de una especie de mítica ontologicidad de la que
carece lo “fáctico”, juega con un sistema de distinciones que son, a su vez,
dicotomías sobre las que se fundan y se han fundado todas las formas de fuga,
desde la platónica en adelante.
Se ha dicho con razón -y los textos de Hegel son en este sentido contun-dentes-
que la filosofía ha de ser filosofía de su tiempo. Ahora bien, ante esa afirmación
cabe, sin embargo, que nos preguntemos cuál es el nivel con el que se ha
respondido a la exigencia. ¿Por qué es “de su tiempo” predicar una “filosofía
nueva” que, apoyándose en un viejo y desgastado “espíritu” -el hege-liano- se
resuelve en un encierro que no tiene ni siquiera las virtudes del es-toicismo
antiguo? ¿Es “de su tiempo” predicar una filosofía de la impotencia, disfrazada de
un filosofar “fuerte”? Posiblemente sí lo sea. Mas, digámoslo de modo terminante,
lo es sí, en efecto, de su tiempo, pero en cuanto es la ideolo-gía que ese tiempo
necesita, o para decirlo con palabras más claras y acertadas, no la filosofía que “el
tiempo” necesita, sino la que urge una situación social vista desde el ángulo de
quienes detentan en ese “tiempo” el poder. Michel Foucault, con cuyas tesis
estamos en más de un aspecto en desacuerdo, ha tenido la enorme virtud de
desenmascarar estas “filosofías de su tiempo” que han seguido, en nuestro caso,
reflotando el mito hegeliano. Ellas son, sin más,
• 111
•
“filosofías del poder”, modos de colaborar desde el pretendido ejercicio “libre”
del pensamiento -renovado el increíble mito del “concepto como ser viviente” y
el no menos increíble mito de “la conciencia como sujeto incondicionado y
libre” -con el despotismo y la arbitrariedad, aun cuando aquel ejercicio no
pueda ser juzgado en todos los casos necesariamente como problema moral.
• 112
•
6. ¿Qué hacer con los relatos, la
mañana, la sospecha y la historia?
Respuestas a los post -modernos.
La filosofía latinoamericana
La filosofía latinoamericana se ocupa de los modos de objetivación de
un sujeto, a través de los cuales se autorreconoce y se autoafirma
como tal. Esos modos de objetivación son, por cierto, históricos y no
siempre se logra a través de ellos una afirmación de sujetividad plena.
Pues bien, este modo de filosofar, como veremos luego, entra dentro de lo que se
ha denominado “relato” y cae, por eso mismo, bajo la condena del post-
modernismo. Pero también dentro de los post-modernos se ha hablado de
• 114
•
una “filosofía de la mañana”, aceptable para ellos siempre que se le otorgue
un “sentido débil”, así como se ha afirmado el “envejecimiento” de la “filosofía
de la sospecha”. Por último, se ha pretendido cerrar las puertas a los saberes
conjeturales, entre ellos, la utopía y la función utópica que le da nacimiento,
movilizando en su lugar un milenarismo anunciador del “fin de la historia”.
Para comenzar veamos qué son los “relatos”. Hay “grandes” y “pequeños re-
latos”. Estos últimos conforman el “saber consuetudinario” que “constituye la
cultura de un pueblo”. Los mitos estudiados por Lévi-Strauss y los cuentos
fantásticos que trabajaba Vladimir Propp, son ejemplos de ese nivel del saber
narrativo. Frente a ellos se encuentran los “grandes relatos” que son precisa-
mente los que habrían entrado en crisis y con ellos la modernidad de la cual
son expresión. Dentro de estos podemos distinguir -siempre según Lyotard-
• 115
•
principalmente dos variantes o líneas de desarrollo, una de ellas se construye
sobre la categoría de “héroe de la libertad” y genera el “relato de la emancipa-
ción”; la otra, a partir de la categoría de “héroe del conocimiento” da lugar al “relato
especulativo”. Y por encima de ambos surgen los “metarrelatos”, en los que
encontramos reunidos lo “especulativo” con lo “emancipatorio”. Ejemplo de esto
último lo tenemos en el sistema de Hegel y podríamos agregar que Marx estaría
colocado en esta misma posición. Ejemplos de relato emanci-patorio, en el que
prima el enunciado prescriptivo y en el que el héroe es el pueblo, o la nación, o la
humanidad, es el que se inicia con la Ilustración, tiene su momento en Kant y,
pasando indudablemente por Marx, concluye en la Escuela de Frankfurt. En este
“juego de lenguaje” la pertinencia no está dada por las categorías de
“verdadero/falso”, sino por las de “justo/injusto” y en él la crítica es coesencial al
juego mismo. Y a la vez, justamente en relación con la crítica, se apoya en una
comprensión específica de la conflictividad social se-gún la cual la sociedad no
forma un todo integrado, sino que se muestra como un sistema de oposiciones
(proletariado/burguesía; mujer/varón; niño/adul-to, etc.) que no corresponde a los
“modos más vivos del pensar postmoderno”. Ya anticipamos que en Hegel se daría
un intento de fórmula que asume las dos líneas de desarrollo del “relato”, en la
forma de un “metarrelato” que in-cluye todos los relatos posibles y en relación con
un metasujeto que, a su vez, expresa a todos los sujetos posibles. El caso más
audaz de esta “metanarración racional” estaría dado por la Enciclopedia de las
ciencias fi losófi cas. En cuanto al sistema de Marx, según se desprendería de los
textos de Lyotard, las dos formas de narratividad parecerían mantenerse, mas, sin
alcanzar la síntesis que muestran en Hegel. La presencia y el indiscutible peso que
tiene el saber crítico en particular dentro de la formulación emancipatoria, hacen
que este aspecto del pensamiento marxiano se muestre con un cierto peso propio.
Ello se relacionaría con la fuerza que muestra la comprensión de la conflictividad
social en cuanto sistema de oposiciones, la que en la línea de un marxismo crítico
posee una dinámica que se pierde en las expresiones dogmáticas.
Pues bien ¿en qué consiste ese “estatuto”? Para responder a esta pregunta
Lyotard echa mano de una clásica distinción establecida en El Capital, entre
“valor de uso” y “valor de cambio”, pero para hacer paradojalmente de esos
conceptos un “uso” radicalmente opuesto al que puede verse en Marx. Todo el
“saber narrativo”, en bloque, se encuentra estatuido sobre el “valor de uso” lo
cual supone, por lo menos, una voluntad de hacer compatibles los valores de
verdad y de justicia; el “saber de ciencia” por el contrario, es sin más para este
postmoderno, un “valor de cambio”, no es “producto” sino que es “mercancía”.
Su valor no le viene de su contenido intrínseco en relación con un sujeto,
como puede ser el pueblo, el proletariado o la humanidad, sino la relación
oferta/demanda en un mercado en donde la verdad del enunciado queda so-
metida a las categorías de utilidad/inutilidad. Y así, pues, mientras se afirma la
inconmensurabilidad del “enunciado narrativo”, respecto del “enunciado
denotativo”, es decir, la ciencia, se declara la mensurabilidad de este último
con otro tipo de enunciado “en donde lo que se ventila no es la verdad sino la
performatividad”. Es decir, que el “enunciado científico” o “enunciado de-
notativo” es visto como una especie de “acto de habla” en función de su valor
potencial de generar un aumento eficaz de la relación “ciencia/tecnología”. En
• 117
•
ese momento se daría la relación extrínseca con el poder político,
sin que esto afecte, al parecer, la autonomía y la especificidad de
esos “juegos de lenguaje” que constituyen a la ciencia.
De acuerdo con esto sucede que la Filosofía Latinoamericana resulta ser una típica
“narración” que es a la vez “relato especulativo” y “relato emancipatorio”, en
particular en cuanto se nos presenta como saber histórico o como un filo-sofar
sobre nuestra historia. El estatuto que se encuentra en vigencia en esas formas
narrativas responde, además, al “valor de uso” y no al “valor de cam-bio”, en pocas
palabras, el saber que generan la Filosofía Latinoamericana y su historia de las
ideas, no reciben su validación de una oferta en un mercado. De la misma manera
debemos subrayar el diverso sentido que ofrece la pretensión de performatividad,
ya que la misma es sentida en relación con la consecución de los valores de
verdad y de justicia. Se trata, además, de formas de saber no despersonalizado en
las que quienes las practican, el filósofo y el historiador, ejercen una función
testimonial en relación con su inserción en su sociedad, a tal extremo que es
tendencia típica de nuestra historiografía rastrear posicio-nes testimoniales. Así
leemos a Martí, a Mariátegui y a tantos otros. Por otra parte, el referente que hace
de medida para el sistema axiológico sobre el cual se trabaja es, en primer lugar,
social y en segundo lugar, parte fundamental-mente de la relación
“opresor/oprimido”, es decir, se entiende la conflictividad en su verdadero lugar,
aun cuando se reconozca su proyección en el universo discursivo (en el mundo de
lo que este postmoderno denomina de los “juegos de lenguaje”) y la considera
sobre el esquema dual que rechazan precisamente los filósofos que pregonan el
fin de la modernidad. La afirmación de un Lyo-tard según la cual “las necesidades
de los más desfavorecidos no deben servir de principio regulador del sistema”,
porque “es contrario a la fuerza regularse de acuerdo con la debilidad”, se nos
presenta como un “relato” aun cuando na-rrativamente no haya sido desarrollado,
con toda la carga de negatividad que el autor atribuye a ese tipo de conocimiento,
y “relato”, además, que es la cla-ra contraparte de lo que él denomina “relato
emancipatorio”. Se trata de una versión más del discurso opresor que, dentro de la
Filosofía Latinoamericana
• 118
•
intenta ser superado, no mediante una simple inversión -que sería lo que es-taría
mostrando- sino a través de la formulación de un discurso que no valga
simplemente por antítesis. Por otra parte, reconocemos que el conocimiento
científico tiene sus formas específicas de legitimación, mas, nos resulta asimis-mo
ideológico hablar de una inconmensurabilidad de los “juegos de lenguaje”, por el
simple hecho de que esos “juegos” no se los debe medir en sí mismos, sino en la
praxis social que es de donde emana el “relato emancipatorio”. La Filosofía
Latinoamericana no ha entrado en crisis por el hecho de pretender ejercer
funciones de legitimación sobre otras formas del saber, ni la “historia de las ideas”
se ha reducido -como lo pretende Lyotard hablando de ella expre-samente- a un
mero ejercicio descriptivo equivalente al que se cumple cuando se describe una
lógica. Quedarse en ese plano, no es practicar un “realismo” como él lo pretende,
sino regresar a un positivismo ingenuo. Y por último, no cabe duda de que los
“metarrelatos”, tal como el de Hegel, no pueden ser sino una cantera de la cual se
sacarán siempre magníficos bloques, pero que no son nada más que eso, una
cantera, que ya es mucho decir. Una crítica, como función básica de la filosofía
latinoamericana, que no pone caprichosamente como a-priori aquella “conflictividad
dual”, sino que la constata, permitirá, dentro de la Filosofía Latinoamericana y
dentro asimismo de su historiogra-fía, ejercer a cabalidad la misión que le cabe
tanto como “relato especulativo”, cuanto como “relato emancipatorio”.
El tema central y que es por eso mismo el que nos interesa de modo
particu-lar, es el de la validez de lo que llamamos “discurso de futuro”,
forma narrativa que juega un papel esencial dentro de la Filosofía
Latinoamericana y que cons-tituye uno de los temas relevantes dentro de
su historiografía. En efecto, el estudio de nuestras utopías, por ejemplo,
nos interesa en cuanto necesitamos saber cómo se ha ejercido aquel tipo
de discurso entre nosotros o respecto de nosotros. El texto de Hegel dice:
Para agregrar algo más sobre la pretensión de enseñar cómo debe ser el
mundo, la filosofía, en todo caso, llega demasiado tarde. Como pen-samiento
del mundo, aparece solamente cuando la realidad ha consu-mado su proceso
de formación y se ha realizado... Cuando la filosofía pinta gris, sobre gris, una
forma de la vida ha envejecido y no se deja rejuvenecer, sino solamente
reconocer. El búho de Minerva sólo inicia su vuelo a la hora del crepúsculo.
Pues bien, tanto en este texto como en el que luego veremos, su organiza-
ción o estructura de sentido depende de determinados símbolos, motivo de
más para interesarnos en cuanto que la Filosofía Latinoamericana y ello en
relación muy estrecha con el discurso de futuro, se ha planteado la necesidad
de crear su propia simbólica. Recordemos como uno de los casos tal vez más
fecundos dentro de ese campo de trabajo, el símbolo de Calibán, tal como ha
sido resemantizado en nuestros días y, del mismo modo, el de Antígona.
Y así, pues, Hegel piensa que sería absurdo que la filosofía se dedicara a pre-
guntarse “cómo hubiera sido mejor” porque ya fue “lo mejor”. No se trata de darle
nueva vida a algo que ha concluido, la misión de la filosofía no es la de
“rejuvenecer”, sino tan sólo la de “reconocer”. La cuestión no reside en propo-
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•
ner cambios en estructuras que tienen su propio principio en sí mismas,
su propio “concepto”, en la terminología hegeliana, sus propias
posibilidades de desarrollo. En resumen, la filosofía es la mirada de un
observador, no la de un crítico y mucho menos la de un innovador.
...en relación con la historia tenemos que ver con lo que ha sido
y lo que es, mas, en filosofía, ni con lo que ha sido, ni deberá
ser solamen-te sino con lo que es y eternamente será, y con
ello tenemos bastante trabajo.
• 123
•
Comenzaremos notando la diversidad de colores que ofrece el universo me-
tafórico en Hegel y en Nietzsche. Ya sabemos que el búho se relaciona con
los colores apagados y oscuros del anochecer y el filósofo, su congénere,
trabaja con una paleta que únicamente le permite pintar gris sobre gris. Pues
bien, re-sulta de toda evidencia que el universo metafórico nietzscheano se
nos mues-tra como la contracara luminosa. En el texto que acabamos de leer
todo está bañado por la luz matinal y el artista nos pinta una naturaleza
transparente, poblada de seres mitológicos que tienen que ver más con una
religión solar que con una religión ctónica, de los antros de la tierra. Mientras
los grises nos ponían frente a un mundo acabado, acá un mundo abigarrado
de colores nos da la impresión de estar viviendo los inicios, la alborada, no el
acabamiento de una época; de estar ante un filosofar crítico -recordemos el
valor del nihi-lismo en ese sentido, en Nietzsche- desenmascarador y, en
última instancia, constructivo y, por eso mismo, matinal. En el texto leído faltó
únicamente el pájaro mañanero y su canto.
Pues bien, ¿en qué consiste la lectura post-moderna y por qué se ha dicho
que la “filosofía de la mañana” que anuncia el filósofo de Humano, demasiado
humano es el inicio mismo de la postmodernidad? La pregunta no podrá en-
tenderse si no partimos de una cuestión que pareciera ser obsesiva dentro de
algunas de las corrientes del pensamiento contemporáneo: el llamado “fin de
la metafísica”, problemática que tiene sus inicios en el pensamiento de Heide-
gger, quien habría pasado por dos etapas, una primera, la del Ser y el tiempo,
en la que habría una intención de reformular la cuestión del ser frente a la
gran tradición clásica que comienza con Platón y una segunda, que tendría su
expresión en la obra Identidad y diferencia, en la que se renunciaría a una
reformulación de tipo constructivo y todo quedaría en el nivel de una sospe-
cha -como lo ha señalado Apel- respecto del saber metafísico, llevada a fondo,
pero sin acompañarla de una crítica que abra la posibilidad de una nueva re-
formulación.
A esta altura no podemos dejar de preguntarnos qué pasa con la metafísica y por
qué se ha anunciado su fin. Digamos en primer lugar que la metafísica, desde
Aristóteles en adelante, es un saber del fundamento. Pero sucede que si bien
desde sus comienzos pregunta por el ser, el fundamento, respondía seña-lando un
ente. Este hecho es el que ha dado pie a la acusación de que se habría caído en
un “olvido del ser”. De todos modos, el asunto no concluye ahí, la metafísica es,
además, un tipo de pensar propio de una determinada cultura, la llamada
occidental, la que ha concluido, como se sabe, en un sistema en el que
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•
el manejo del ente -la tecnología- ha llegado hasta extremos inimaginables. Y esa
relación con las cosas y el aumento de eficacia respecto de ellas y, de paso,
respecto de los hombres, pone a la luz otro aspecto de aquella metafísica: no sólo
se ha olvidado el ser, sino que ha generado una relación de violencia. Todo esto se
conecta, evidentemente, con aquella razón que contenía en su seno lo irracional,
como algo agazapado e inesperado, temática en la que concluyó -dentro de otra
línea de desarrollo- la Escuela de Frankfurt.
Pues bien, cualesquiera puedan ser las interpretaciones que podamos aven-turar
nosotros, lo cierto es que dentro de la tradición que denuncia el “olvido del ser” y
declara la identidad entre metafísica y violencia, se encuentra la lec-tura que los
postmodernos hacen del texto nietzscheano que estamos consi-derando. ¿Qué
valor tiene para esta lectura un “saber matinal”? La respuesta es simple: si la
metafísica es violencia, debemos buscar las vías para evadirnos de la trampa en la
que caemos con ella. Y si esa evidencia es ejercida a través del montaje de
“estructuras categoriales” -lo que nosotros llamaríamos “uni-versales ideológicos”-
debemos buscar la puerta de escape tal como lo intentó, por ejemplo, Adorno, al
refugiarse en la experiencia estética, o Levinas, con su experiencia del “cara a
cara”. O dar un salto más osado y sobre la denuncia de que el “sujeto” es un
residuo metafísico, colocarnos más allá de la relación sujeto-objeto todavía vigente
en aquellas respuestas que mencionamos. Tal
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•
sería, según entiende Vattimo la posición del último Heidegger. En resumen,
aun cuando parezca paradojal, se busca una “puerta de escape”, pero sin “su-
jeto” y, por cierto, sin nuevas propuestas categoriales, ni elaboraciones teóri-
cas. Quedarnos a la espera de lo inesperado, de una posible “iluminación”, en
un estado de “purificación” y de “liberación” que es considerado “matinal”. Y
esto sería, ejerciendo una manifiesta violencia interpretativa, lo que nos quiere
decir Nietzsche: se acabaron todos los universales, se quebraron todos los va-
lores, ya no queda ninguno de ellos, ni tampoco pretendo -si soy nihilista con-
gruente- ninguno que los reemplace. Vivo una “mañana”, pero renunciando a
cualquier enunciado respecto de mañana. La metafísica, “pensamiento fuer-te”
-según la expresión de Vattimo- ha sido reemplazada por un “pensamiento
débil” cuyas garantías le vienen precisamente de su debilidad. El “juicio de
futuro” resulta, como en Hegel, bloqueado aun cuando el punto de partida sea
la “mañana” y no el “atardecer”.
¿No habrá, sin embargo, otras lecturas? Por cierto que sí. No vamos por cierto a
recorrerlas todas. Si nos hemos detenido en esta que hacen los post-modernistas
es porque ellos entienden que la “filosofía de la mañana” es su filosofía. Pero como
lo dijimos en un comienzo, también nuestra Filosofía Latinoamericana se considera
como un “saber matinal”, elaborado en parte como rechazo de las formas de
“saber vespertino” y, en parte, como una pro-longación de las formas del “saber de
sospecha”, a partir de sus clásicos. Es interesante tener en cuenta que los
latinoamericanos tenemos una lectura de Nietzsche, pensador que despertó el más
vivo interés ya entre nuestros teóri-cos del ‘900. El maestro José Vasconcelos, nos
decía en 1940 en una obra suya titulada Páginas escogidas, de la atracción que el
filósofo alemán había ejercido en nuestras tierras. “Gentes de todos los países
-comentaba- sobre todo del Brasil y del Paraguay, en donde él soñara
establecerse, lo visitaban, espian-do por la puerta entreabierta la triste figura caída,
inconsciente. La hermana no toleraba sino unos minutos a los que llegaban de
lejos”. Una anécdota, se dirá, pero más de un rasgo de estos, suele estar cargado
de sentido. Y ya sa-liendo de lo anecdótico no cabe duda de que hay en Mariátegui
una lectura de Nietzsche que responde a ese programa que los latinoamericanos
venimos construyendo desde hace mucho más de un siglo y al que nosotros
llamamos Filosofía Latinoamericana, en el que el saber matinal no está divorciado
de la elaboración de una construcción teórica. Nuestra vida “matinal” no pue-de ser
de “vagabundeo” sino constructiva. Ahí están precisamente los Siete Ensayos
sobre la realidad peruana escritos según lo declara el propio Mariáte-
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•
gui y remitiéndose a Nietzsche, “con sangre”, vale decir, desde una “mañana”
anunciadora de otras “mañanas”. Pero con nuestra “filosofía de la mañana” ¿no
corremos el riesgo de caer en la metafísica? ¿Y no nos sucede otro tanto con
nuestra afirmación -de la que trataremos luego- de que la sospecha úni-camente
tiene sentido si se da acompañada de una tarea crítica? Responde-remos que sí,
que tal riesgo existe. Pero debemos aclarar que no es cierto que la metafísica sea
violencia. En cuanto propuesta de un sistema categorial que señala su propio
fundamento, cualquiera que sea, es simplemente ambigua y puede servir como
herramienta de opresión, mas también puede ser libera-dora. Pondremos dos
ejemplos, uno, nuestro, muy nuestro y otro europeo. Cuando nuestras poblaciones
campesinas se levantaron invocando a la Virgen de Guadalupe, con Hidalgo y
Morelos, hicieron que toda la teología y el sa-ber escolástico de la época desde los
que hablaban los conductores, quedaran sujetos a un fundamento que había
adquirido un nuevo sentido y que era, sin dudas, liberador. Y cuando Giordano
Bruno se extasiaba con su eroico furore ante los infinitos mundos y sobre todo ante
la libertad que reinaba en ellos en los que no veía un orden jerárquico represivo
como el que imponía la Iglesia romana, también había una metafísica de signo
positivo. Con el pretexto de que la metafísica es violencia o de que la razón
concluye ineludiblemente en lo irracional, se abandonan los andamiajes teóricos
necesarios para la acción, con lo que paradojalmente, por denunciar un “olvido del
ser” se practica un `olvido del ente”. Y todavía más, aquella añoranza del ser que
ha conducido a una “mañana sin mañana” es un residuo de la “metafísica de la
presencia”.
De antropología e historiografía nos dice que los sofi stas en la clásica Atenas les
tiraron de la manta a los fi lósofos dejándolos en cueros. Entre los continua-dores
de aquellos sofistas cita a Kierkegaard, a Nietzsche, a Marx y a Freud, a los que
siente muy cercanos a él mismo y que, según lo confiesa, entiende que “han
partido en dos” la historia de la filosofía. La clara posición de Gaos contrasta con
unas palabras de Kant que se nos presentan llenas de una inge-nuidad malévola y
hasta culposa, por decir lo menos, que podemos leer en un “Suplemento”
incorporado en su escrito “La Paz perpetua”, titulado sintomá-ticamente: “Artículo
secreto de La Paz perpetua”. Allí declara que los filósofos
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•
no pueden ser motivo de sospecha: Los fi lósofos son por naturaleza
inaptos para banderías y propagandas de club; no son por tanto
sospechosos de proselitismo. Es decir, que a los filósofos nada les
hace que se les “tire de la manta”, pues, nada están escondiendo.
Pues bien, así como Lyotard nos hace saber que los “relatos”, en nuestra épo-
ca “post-moderna”, sólo merecen incredulidad y que se ha perdido hasta la
nostalgia de ellos, otros, en la misma onda, nos hablan -tal como nos lo dice
Gianni Vattimo- de que ocuparse de temas como es el del valor testimonial de
la vida de un hombre de pensamiento o de cualquiera, es en nuestros días un
anacronismo; y otros, que hacen coro con él, declaran que la “filosofía de la
sospecha” ha entrado en un “envejecimiento”. (Maurizio Ferraris. “Envejeci-
miento de la “escuela de la sospecha”, en Vattinno et. al., El Pensamiento
débil, 1988, Madrid, Cátedra). Y por cierto que si eso le ha sucedido a la
“sospe-cha”, que es la actitud indispensable para abrirnos a la función crítica,
de más está decir que también han envejecido junto con ella aquellos
fundadores que menciona Ricoeur: Nietzsche, Marx y Freud, o por lo menos
los aspectos de su doctrina que fundamentan el ejercicio de aquella función.
Las objeciones básicas que se han hecho frente a la posibilidad de tal filoso-
fía, podemos reducirlas a dos, según las cuales se caería en una regresión al
in-finito o en un circulo. Quien ha expresado la primera ha sido Michel
Foucault en un artículo suyo titulado “Nietzsche, Freud, Marx” (1967). Se
apoya para desarrollarla en la metáfora del “desenmascaramiento”. Según él
si la sospecha consiste en sacar una máscara mediante un aparato crítico,
nada asegura que detrás de la máscara borrada, aparezca otra y así hasta el
infinito. Lógicamente si no hay un término, lo que queda imposibilitado es el
ejercicio mismo de la interpretación y el resultado de todo esto será el
nihilismo. Mas, como no podemos quedarnos sin una lectura de la realidad,
deberemos nosotros pro-poner ese término, lo cual abre las puertas para el
establecimiento de lecturas no críticas, es decir, dogmáticas.
(1969), incorporaron una “teoría crítica de las ideologías” la que implica, in-
eludiblemente, un ejercicio de “sospecha”. Si nos atenemos a las acusaciones de
“regresión al infinito” y de “circularidad” podríamos concluir que la tarea llevada
adelante tanto por la Filosofía Latinoamericana como por su Historia de las ideas
-por lo menos tal como la entendemos- ha sido una pura pérdida de tiempo y hasta
un autoengaño, si no una imposibilidad lógica extrañamen-te defendida y
sostenida. El hecho es por cierto mucho más grave si pensamos que por detrás de
esos saberes se encuentran las filosofías fundadoras de la “filosofía de la
sospecha”, paradojalmente sometidas a la sospecha. En verdad, el “juego de
máscaras” de que habla Foucault es un juego literario, dentro de los términos de
una dialéctica discursiva. En ese nivel puede suponerse fácil-mente una “marcha al
infinito”, pero ello es a costa de haber escindido el texto de la contextualidad social
e histórica. De hecho en la dialéctica real se da una
• 130
•
praxis que corta el proceso y que hace que la crítica o el desenmascaramiento deje
de ser un absurdo. Y si nos atenemos a los que declaran el “envejecimien-to” de la
“filosofía de la sospecha” y que vienen con esto a “sospechar de la sospecha” ¿no
corren el riesgo de regresión al infinito? Indudablemente que han partido de una
opción, la de que no se les escapa al infinito y lo han hecho desde una política
filosófica cuya validez no es solamente teórica.
En cuanto a la necesidad de “salirnos de la razón” para no caer en el circulo de
una razón que se autofundamenta o que es referente de sí misma, la res-puesta,
para nosotros igualmente válida, ya la hemos anticipado, se encuentra en aquella
dialéctica real, a saber, la de los hechos y sus contradicciones. Es la praxis la que
permanentemente desanuda las aporías de la razón y destruye sus pretendidos
universales, como destruye la identidad desde la cual un sujeto ejerce “su” razón.
Por último de aquella renuncia de la razón acusada de con-tenerlo irracional,
hemos de decir que el sujeto de la historia son los hombres concretos y no es por
tanto la razón la que se convalida a sí misma.
¿Se justifica una política filosófica que nos lleve a sumarnos desde nuestra
América a las voces de pesimismo y de renuncia que resuenan en el mundo
de las llamadas sociedades del industrialismo avanzado? No nos cabe la
menor duda de que renunciar a la sospecha, significa renunciar a la denuncia.
Sumar-nos a los que nos hablan de un regreso a una hermenéutica
descriptiva dentro de las llamadas “filosofías del sentido”, significa aceptar sin
crítica el recurso de ontologización sobre el que se apoya el discurso opresor.
Si algo compete a nuestra Historia de las ideas es, precisamente, señalar
esos momentos de ruptura de los universales ideológicos y rescatarlos para
una filosofía, nuestra Filosofía Latinoamericana, y esa tarea no será posible si
caemos en las formas del discurso justificador que se pretende imponernos
desde los grandes cen-tros de poder mundial.
Pero sucede que hablar del “fin de la historia” no significa que hayamos lle-
gado al acabamiento de los tiempos, sino que comenzamos definitivamente
con una nueva época de la cual no tendremos que salir nunca más. Se trata,
según el vocabulario post-modernista, del ingreso en la “post-historia” la que,
curiosamente, tiene su historia. Comenzó con la generalización, a nivel mun-
dial, de los grandes ideales de la Ilustración -de ahí el valor simbólico que se
le atribuye a la batalla de Jena-, ideales que dieron nacimiento, junto con la
revolución industrial de la que nada se dice, a una ideología definitiva y últi-
ma, el liberalismo. Por eso nos dice Fucuyama que si bien puede hablarse del
“fin de las ideologías”, en verdad, de lo que se trata es del “fin de la evolución
ideológica de la humanidad”. Y ese fenómeno se ha producido porque hemos
llegado “al agotamiento de las alternativas sistémicas”, es decir, no hay ya
salida fuera del proyecto de sociedad capitalista liberal. Las utopías han
quedado definitivamente desacreditadas y el único “lugar” posible ya la
humanidad lo ha encontrado y está próxima, a los bordes mismos, de
inmovilizarse en él. Y si no todas las naciones se han instalado en la “post-
historia” y algunas, se encuentran todavía “trabadas en la historia”, el fin de
esta última ya está anun-ciado. La trompeta del ángel ha sonado.
• 132
•
Las naciones quedarán, además, incorporadas en un “Estado universal” de
acuerdo con la lectura que se hace de las interpretaciones del Libro VI de la
Fenomenología del Espíritu de Kojève. Estado que, a más de “universal” nos
lo presenta apartándose del vivo movimiento dialéctico que muestra el texto,
como “homogéneo”, con lo que se pone en evidencia la lectura de Hegel que
se sugiere. Y diremos desde ya que adopta el punto de vista que le permita
anun-ciar precisamente, el advenimiento de aquel “Estado universal
homogéneo”, fi n de todas las contradicciones y fin, por eso mismo, de la
historia. Se ha dicho que filósofos como Merleau-Ponty y Jean-Paul Sartre,
siguieron las lecturas de Kojève, pero lo que es evidente es que el maestro
ruso no llegó a la altura de ellos. Se quedó más abajo, sembrando sin duda
algunos granos fecundos, pero sin romper sus propias limitaciones. Y por
debajo de Kojève entusiasmados con una Fenomenología leída como si Hegel
no le hubiera agregado un “Pró-logo”, se quedaron los que sólo podían
aprovechar el milenarismo disimulado del hermeneuta.
Ahora bien ¿verdaderamente habló Hegel del “fin de la historia”? ¿Es cierto
que Hegel creía que la historia terminaba en un momento absoluto? ¿No es
esta una lectura a contrapelo de lo que el propio Hegel afirma en el “Prólogo”
• 133
•
de la Fenomenología en donde dice -hablándonos de lo que para él es pro-
piamente el sujeto de la historia- que El Espíritu, ciertamente, no permanece nunca
quieto, sino que se halla siempre en movimiento incesantemente progre-sivo”? Y
expresamente, en ese mismo celebérrimo “Prólogo”, dejado a un lado en lecturas
del tipo que estamos comentando, se nos alerta en contra de la “charlatanería” y
se denuncia “la arbitrariedad de los discursos proféticos” en cuanto se dan fuera de
una “cientificidad”. Y con estas dos referencias queda destruida toda la doctrina del
“fin de la historia” con la que se nos quiere con-vencer de que la conflictividad no
está dada en los niveles sociales y económi-cos, sino que es un simple fenómeno
de conciencia. Y nada es más definidor de una posición teórica relativa a la
sociedad que el lugar que se le asigna a la inevitable naturaleza conflictiva de las
relaciones humanas.
Y algo semejante sucede con Marx, filósofo para quien entre lo más rico de la
herencia hegeliana se encontraba la problemática de la alienación. Mas, ahora no
se trata de la “perdida” del Espíritu. Se mantiene como tema central aquella lucha
entre historia e historicidad, entre pérdida de humanidad y resca-te, pero
planteadas las cosas en el terreno concreto del trabajo y de las formas de
objetivación. Y esto no es el “fin de la historia” es, si se quiere, asumir la historia en
su verdad, es decir, desde la historicidad. Por diversos caminos se aproximan,
como es posible verlo, pensadores que hasta ahora habían sido vistos como
radicalmente incompatibles, Marx y Nietzsche. Nada de milena-rismos en ninguno
de los dos, nada de triunfalismos en el sentido de que ya tendríamos asegurado en
nuestras manos el control del futuro, sino agonía, lucha, construcción permanente
del ser humano en cuanto tal. Si en el caso de Marx se pensó en algún fin -sin
interesarnos lo que digan los pragmatistas em-píricos que se creen estar en al
ámbito del “pensamiento real”- fue el fin de las iniquidades. Se trata de una meta
que integra ese contenido utópico necesario en el doble sentido de la necesidad,
de todo discurso que no sea el de la “re-conciliación” que se le atribuye al Hegel
prusiano y estatista. “Reconciliación” entre dominados y dominadores que es el
sueño, esta vez “malamente utópi-co” (en el sentido de la negatividad que Hegel
atribuye a la “mala infinitud”) de los que como Fucuyama proclaman que ha llegado
el tiempo de la verdad absoluta que no puede ser mejorada. Con posiciones como
ésta nos encontra-mos, sin duda alguna, en las antípodas de nuestra Filosofía
Latinoamericana.
¿Y qué pasa con la “conciencia”, lugar al que han sido desplazadas todas las
contradicciones “que impulsan a la historia”? ¿En qué sentido ese “esta-do previo
de conciencia” desde el cual se intenta explicar -gracias al “poder autónomo de las
ideas”- todos los tipos de conducta? Para Kojève -nos dice-, como para todos los
buenos hegelianos, comprender los procesos subterráneos de la historia requiere
comprender los hechos en el reino de la conciencia o de las ideas, ya que la
conciencia en defi nitiva va a rehacer el mundo material a su imagen y semejanza.
Con esta posición intenta superar todo determinismo, como el que
injustificadamente atribuye a Marx, para quien, según nos dice La super-estructura
se encuentra completamente determinada por el modo de producción dominante,
con lo que pone en evidencia no haber superado fórmulas propias de un marxismo
vulgar y a-crítico.
Ahora bien, ¿en qué se funda la posibilidad del cumplimiento de lo que anuncian
estos profetas neo-hegelianos que han surgido dentro del post mo-dernismo? Se
apoya en la naturaleza de la conciencia gracias a la cual no falta mucho para que
comience a reinar sobre la tierra el “Estado universal homo-géneo” y con él, según
parece, una especie de “Paz perpetua”. Y será gracias a la naturaleza misma de la
conciencia que se habrá de alcanzar esa: “homo-geneidad” que es condición para
el logro del remedo de paz kantiana que se anuncia. En efecto, si la conflictividad
fue entendida por Hegel como el en-frentamiento entre un Estado y otros, dado
que se había alcanzado la paz inte-rior en ellos y, más tarde, Marx entenderá que
la conflictividad tiene su lugar fundamental en el enfrentamiento entre el
proletariado y los capitalistas, con lo que de la “lucha de Estados” se pasó ala
“lucha de clases”, para Fucuyama no hay contradicción que no se dé en el seno
mismo de la conciencia y no
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•
hay, además, ninguna que no pueda ser superada desde ella. Felizmente he-
mos llegado a la fórmula definitiva respecto de la conflictividad social, ella es
“lucha de ideas”. La paz universal, aquella “homogeneidad” es, antes que
nada, una paz de conciencia. Todo es cuestión de lograr que se borren las
pasiones y desde la conciencia, como lo absolutamente a-priori y que nada
tiene “por debajo”, se construya el “Estado universal homogéneo”.
¿Y cuáles son las ideas que hacen de contenido de la ideología final? Pues, no son
las de un racionalismo, ni las de una posición de tipo intelectual. Una profunda
desconfianza en la razón -madre de utopías mueve todo este mi-lenarismo. Una no
menos fuerte desconfianza en el ejercicio de la voluntad encuentra en una
conducta, a la que denomina “blanduzca” (satisfecha gracias a los dvd,
videocaseteras y los estéreos) el ideal de vida; una renuncia a la po-lítica, en favor
de un “dejar hacer” en lo económico gracias a que todo se ha igualado y todo
puede ser medido pues todo es convertible en mercancía. En fin, la paz mundial
estará asegurada cuando los actuales Estados, aún sumergi-dos en la historia -tal
como les sucede a los del llamado “Tercer mundo”- den el paso a la “post-historia”
y se conviertan, según sus propias palabras, a su vez, en Estados blanduzcos,
autosatisfechos y débiles de voluntad.
Otro tanto sucede con quienes han intentado bloquearlo, invirtiendo a He-
gel, desde una “mañana” sin mañana, con la diferencia de que la negación
del “juicio de futuro” en Hegel surgía de su exigencia de ver cumplido los
tiem-pos, mientras que en estos post-modernos que parecieran superar el
“saber vespertino” hegeliano, rige el fragmentarismo vital del carpe diem,
en medio de un presentismo apolítico y escéptico.
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•
• 140 •
7. La cuestión del modelo del filosofar en la
llamada Filosofía Latinoamericana
Por cierto que como sucede siempre cuando hablan los filósofos, se impo-nen
preguntas previas tales como qué se entiende por “filosofía” y qué, en este caso,
por “América Latina”. No nos vamos a introducir, sin embargo, en este campo de
cuestiones y, de modo simple, nos permitiremos afirmar que hay un sujeto que se
siente y se entiende como latinoamericano, que parte del supues-to de una cultura
a la que denomina como latinoamericana y que entiende que es precisamente su
cultura. Y además de todo esto que ese sujeto desde hace ya más de un siglo y
medio, con altibajos por cierto, se ha impuesto la tarea de ejercer su pensamiento
sobre su propia realidad en un proceso que va, desde la primitiva propuesta
alberdiana de una “Filosofía americana” a la actualmente generalizada y ya profusa
“Filosofía latinoamericana”.(1)
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•
No nos cabe duda de que lo que pretendía manifestar Ortega con esas
palabras casi suicidas era su pasión por alcanzar un pensar honesto y, en tal
sentido, liberado de circunstancias que empañaran, desde una subjetividad
traicionera, la realidad de las cosas. Pensar utópico que partía del supuesto
de la posibilidad de superar algo que está en el centro mismo de la meditación
contemporánea, a saber, el hecho de la mediación. Con lo que regresamos
otra vez a la relación filosofía-cultura cuyo segundo término no es otra cosa
que el mundo de mediaciones a través de las cuales ponernos en juego cons-
tantemente la función de objetivación.
Los filósofos latinoamericanos que hacemos eso que llamamos aquí Filo-
sofía latinoamericana, no pretendemos ni menos ansiamos “dejar de
existir”, como condición de posibilidad de la objetividad, sino que es desde
ese existir que pretendemos fundar los mundos objetivos. Si nos
aproximamos al mode-lo de filosofar que muestran los escritos de
Mariátegui, por ejemplo, veremos que se propone en ellos un compromiso
con la realidad que no es de tipo parabólico, que no habla de renunciar a
la vida para poder dar con la vida, propuesta esta última que no deja de
ser, por lo demás, una paradoja. Por otra parte, la filosofía no es algo
ajeno, anterior o posterior a la cultura, sino que es algo que la integra, aun
cuando juegue un papel muy específico que la dife-rencia de todas las
restantes objetivaciones, hecho que no la salva de tener sus mediaciones.
La filosofía es, además, cosa tan una con el lenguaje que hasta se ha llegado a
desplazar en nuestro días el lugar de lo trascendental, desde la conciencia, al
lenguaje, como el “lugar” natural de todo a-priori posible. Pero el lenguaje no es un
instrumento dócil hasta no hace mucho compañero inadvertido del filo-sofar, sino
que, con una expresión cotidiana diríamos, “que se las trae consigo”. En otros
términos, es una mediación y la mediación más universal de todas, a través de la
cual se expresan todas las mediaciones posibles. En este sentido, si se trata de
superar mediaciones y asegurar una objetividad, lo que debemos in-tentar no es
tanto “no existir”, sino, no hablar, con lo que acabaríamos en otra paradoja,
“hablando” como el sabio Gorgias. Estamos en un círculo del que no podemos salir
y diría que el modelo que ha perseguido y persigue con di-versa suerte la Filosofía
latinoamericana consiste en no pretender salirse de él y desde él alcanzar un saber
teorético. Tal vez a este hecho responda la enorme presencia que el lenguaje tiene
en el discurso latinoamericano el que deriva, precisamente, de la fe que se ha
tenido en su poder y de la conciencia de cómo ha de ser trabajado el discurso para
que ese poder sea real. Mucho antes de que
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•
se descubrieran frente a una lingüística tradicional que no sabía cómo “atar” el
lenguaje con la realidad, los deícticos y los enunciados performativos ya lu-
cían en los textos increíblemente ricos de un José Martí y de tantos escritores
nuestros a los que consideramos integrados en esto que llamamos Filosofía
Latinoamericana. Y con lo dicho ya estamos señalando otro aspecto que nos
parece de singular importancia y que va más allá de aquellos embragues que
mencionamos. En efecto, el discurso de esta filosofía se nos presenta en su
totalidad regido por un espíritu de integración con el mundo de los referentes
en tal grado que todo él se nos aparece teñido por un espíritu performativo.
Ahora bien, esa manera de ser de este tipo de filosofía que se expresa en su
estructura teórica, su temática y sus métodos y la específica relación que intenta
alcanzar con la praxis, ha sido el eje de una larga y rica polémica que se inicia en
su mismo nacimiento y que se prolonga hasta nuestros días. Y siempre, como
trasfondo de ese proceso, lo que está en juego es la cuestión de la relación
filosofía-cultura. Ya en 1840, cuando Alberdi polemizó con el profesor Ruano, en
Montevideo, la cuestión giraba en torno de aquellos dos modelos contrapuestos,
considerados desde el tipo de hombre que se reali-zaba en ellos. Alberdi enfrenta a
lo que él denomina el “hombre interior”, el de los “ideólogos” que siguiendo la
escuela de Destutt de Tracy y Cabanis, se encerraban en el análisis de las ideas y
trataban de obtener mediante fórmulas de derivación, la génesis de las complejas
desde las más simples, dentro de un atomismo que se desentendía de todo
entorno. Frente a esa típica filosofía universitaria, él, de hecho expulsado de la
universidad de su época, lanzaba la necesidad de repensar la filosofía desde otra
antropología, la del “hombre exterior”, la del ser humano como parte integrante de
una comunidad, y ente comunitario él mismo, que había de responder a preguntas
que con el modelo establecido ni siquiera tenían cabida. Según la categorización
que el mismo Alberdi nos hace de ambos modelos del filosofar, la “ideología” era
un tipo de saber “analítico”, mientras que la forma que debía oponérsele había de
ser “sintética”.(3) Y ello porque dentro de este modelo que nacía con Alberdi ya se
presentaba claro que una relación entre filosofía y cultura no es posible, si a la
filosofía la despojamos de lo axiológico y, por eso mismo, de su inserción en lo
histórico, en cuanto hecho ella misma de tal naturaleza. Y este aspecto es el que
ha observado con agudeza el filósofo español José Luis Gómez Martínez quien
define al pensamiento iberoamericano como “historicista”, justamente por la
presencia de lo valorativo. Se trata, nos dice, de un pensamiento que se
• 144
•
actualiza siempre... mediante una axiología que organiza los
datos e indica, en función de qué se relacionan.(4)
Tan sugestivas como las que nos dice Miró Quesada son las serias y valio-sas
consideraciones que sobre los alcances de la Filosofía analítica nos hace el
filósofo mexicano Luis Villoro, con quien podríamos decir que se concluyó con una
polémica que, como todas, ha beneficiado a ambas partes. En contra de la
acusación de “cientificismo” que se le achaca declara que En verdad no hay tal.
Por mi parte -dice- no creo que la fi losofía sea ciencia, ni por sus temas de
conocimiento ni por sus métodos. La fi losofía no descubre, ni postula nuevos obje-
tos, como las ciencias, sólo analiza, justifi ca e interpreta enunciados y conceptos...
• 148
•
Una expresión poco feliz: la “filosofía sin más”
Antes de seguir adelante tendremos que dedicar siquiera un párrafo a la lla-mada
“filosofía sin más” que aparece tanto en el texto de Salazar Bondy, como en el libro
de Leopoldo Zea titulado precisamente La Filosofía americana como fi losofar sin
más (1969), el que en parte es respuesta a la posición del filó-sofo peruano. No
cabe duda alguna que a propósito de la expresión “sin más” se juega por entero la
cuestión de los modelos del filosofar que nos interesan, como también es evidente
que las polémicas acerca de su alcance no son ajenas al estado socio-cultural de
cada una de las subregiones de nuestro Continente de las que provienen nuestros
teóricos. La cuestión nos lleva a movernos entre los extremos de los dos modelos
básicos de los que hemos hecho referencia y siempre tiene que ver con el sentido
y alcance que se otorga a la relación del filosofar y su entorno. En 1948, el filósofo
argentino Risieri Frondizi había dicho que el pensamiento europeo pierde carácter
fi losófi co al llegar a nuestras playas y ponerse al servicio de actividades no fi
losófi cas y en particular la política. De acuerdo con esta estimación suya lo único
que cabía era fi losofar sin más, es decir, en este caso, sin mezclarse con lo que
califica como actividades no fi losófi cas. (11) Por su parte, y en una tónica
semejante, otro conocido filósofo argentino, Francisco Romero, lanzó en 1955 su
tesis de la “decadencia” de la filosofía como consecuencia de la presencia de
intereses que serían ajenos al filosofar y que han llevado a que esa tarea adquiera
carácter “espurio” entre nosotros. Hablaba de una pérdida alarmante de “valor
teórico”, no sólo de nuestra filosofía, sino del pensar filosófico en general, como
consecuencia de una presencia cada vez más fuerte de “lo práctico”. Según él, a
partir aproxi-madamente de 1930, la filosofía “va a la zaga de esos intereses y no
puede constituirse con la independencia de una filosofía que busque la verdad sin
compromisos”. De modo todavía más fuerte agregaba que la suplantación de la fi
losofía, de toda fi losofía, por la concepción del mundo es indebida y nociva, y lleva
a matar a la fi losofía pura... De esta pura fi losofía -concluía afirmando-las
creencias, los anhelos, las esperanzas, los temores, todo aquello que no toca a la
es-tricta persecución de la verdad, queda excluido.(12) Esta fórmula del “filosofar
sin más” tiene, pues, el mismo sentido de la que había enunciado Frondizi y es la
base teórica sobre la que Romero fundó la categoría de “normalización filo-sófica”,
la que consiste en “aproximarnos lo más posible a Europa”, en “achicar distancias
respecto de ella”, etc. Horacio Cerutti que en su momento inició la crítica a la
Filosofía de la liberación y aportó con ella uno de los alegatos más
• 149
•
clarificadores en favor de esta compleja polémica acerca de nuestro modo de
filosofar, ha hecho asimismo la crítica de la cruda ideología que encierra la
doctrina de la “normalización”.(13) Aquí el “sin más” se juega entre las catego-
rías de lo “puro” y lo “impuro” y expresa, de la manera más fuerte, lo que para
nosotros es, a más de una ingenuidad -por decir lo menos- una carencia alar-
mante de posición crítica. Curiosamente la exigencia de un “filosofar sin más”
ha tenido un complejo desarrollo dentro de las filosofías que se mueven en el
ámbito de lo que seria el modelo al que responde la Filosofía latinoamericana.
Este hecho ha llevado a confusiones y ha mostrado el desacierto en el uso de
la expresión, aun cuando sus alcances hayan sido aclarados en cada caso.
Los filósofos de los que nos vamos a ocupar ahora remontan sus posicio-nes al
manifiesto de la Filosofía americana de 1840. Frente al Americanismo literario del
siglo XIX, que buscaba “americanizar” las letras mediante el adi-tamento del “color
local”, Alberdi exigirá la construcción de un filosofar que prescinda de lo “exótico”
como elemento cualificador, a pesar de lo cual se pu-diera seguir hablando de una
“filosofía americana”. Lo “americano” le viene a la filosofía no de algo accidental,
sino de su propia naturaleza de saber hincado en lo histórico. Nuestra fi losofía
-nos dice- ha de salir de nuestras necesidades...
...la fi losofía no debe buscarse como americana para ser un producto genuino
y creador; hay que hacer fi losofía sin más. Y hay que hacerla, por cierto, con
rigor y seriedad, de acuerdo a las técnicas más depuradas y seguras, como lo
pide hoy en especial el movimiento representado por la revista Crítica.(16) Es
decir, hay que hacer filosofía analítica tal como se lo propone la publicación
que menciona Salazar, de la que él integraba, por lo demás, el Consejo
Editorial y que en su primer número había anunciado el fi n de las
Weltanschauungen: De ser posible esa fi losofía debía reducirse a “un
pensamiento de la negación de nuestro ser, es decir, de nuestra situación. El
pasado quedaba borrado, el comienzo, para poder cumplir acabadamente con
el “sin más”, no podía ser sino desde cero y de todo eso se encargaría el
filósofo, conciencia lúcida, ajeno a las formas reales de conciencia política y a
las contradicciones sociales. De todos modos, aun cuando de modo ambiguo,
quedaba denunciado un decisivo referente, el de nuestra cultura alienada y
alienante, consecuencia de una relación de dependencia y subdesarrollo.
Pocos años después (1973) Salazar redefiniría su actitud reemplazando el
concepto de “filosofía sin más” por el de “filoso-fía de la liberación”, la que
debía apoyarse en la praxis de los sectores sociales oprimidos, a la vez que
en las formulaciones del pensamiento liberador dadas en nuestro pasado.(17)
Leopoldo Zea en su libro La Filosofía americana como fi losofía sin más, que ya
hemos mencionado, se ocupará de rechazar la versión academicista del “sin más”
de los analíticos “puros” que acompañaban a Salazar en la revista Crítica, para los
cuales, según él lo veía con preocupación, la filosofía era cosa “pro-fesional” y
“técnica” y poco o, tal vez nada, tenía que ver con ella el pasado intelectual
hispanoamericano. A su juicio había allí una falacia en cuanto se confundía la
manera de hacerse una filosofía, el “cómo”, con la filosofía misma, con lo que se
venía a ignorar que a su lado se da siempre, inevitablemente el “para qué”,
revelador de la direccionalidad de sentido, la que corría el riesgo de quedar
ignorada. Y así como en nuestros grandes escritores del siglo XIX -según
recordaba Zea- hay una filosofía, en los grandes filósofos clásicos del pasado y del
presente, sean ellos un Leibniz o un Ayer, hay una ideología.
Más allá de las diferencias que pueden ser observadas entre las posiciones de
ambos filósofos y de las críticas que puedan hacérseles, no cabe duda de que
el “sin más” quedó en ambos definitivamente, más allá de las categorías
académicas de lo “puro” y lo “impuro” y, más allá asimismo, de la ideología de
la “normalización”. Si algo podríamos entender que se da en común en
ambos, es una visión antropológica de la filosofía. La afirmación de Salazar
Bondy de que la filosofía ha de ser entre nosotros”... una reflexión sobre
nuestro status antropológico, o en todo caso, consciente de él, con vistas a su
cancelación”, sigue en pie.(19)
Nada más ajeno a esa comprensión del quehacer filosófico que los “enclaves de
libertad” de que habla el pensador norteamericano Richard Rorty, en los que es
posible, otra vez, el pensar “puro”, no contaminado.(21) Por cierto que caer en la
ingenuidad de creer en esos míticos “enclaves” sólo cabe dentro de posiciones
ultraacademicistas en las que el compromiso político se cumple de todas maneras.
Nos animaríamos a decir que en nuestra tradición aun los filósofos que hablaron
de un “filosofar puro” se sintieron en la necesidad de dejar una puerta abierta para
lo “impuro” al que se le concedió un cierto status que le permitía ser trabajado por
el filósofo desde su alto sitial. Recordemos el lugar que Francisco Romero le
asignaba a ciertas ideas, que no eran las del cielo de los filósofos, pero que éstos
debían tenerlas en cuenta y para lo cual la Historia de la filosofía era completada
con una historiografía “menor”, la Historia de las ideas.(22) La misma presión del
entorno que impelía a ha-cer concesiones y en muchos casos a dar respuestas
eclécticas, o no del todo congruentes, podemos verlas en otros pensadores.
Antonio Caso es uno de ellos. Justino Fernández, historiador de la estética azteca
y que había acuña-do la categoría de “arte impuro” había polemizado con él.
También lo había hecho Samuel Ramos quien sostenía que la filosofía debía tener
en cuenta, para ser plenamente filosofía, las necesidades del país. Pues bien,
Caso que había rechazado aquello del “arte impuro” y que respecto de la relación
entre la filosofía y las necesidades nacionales había llegado a decir -a mí no se me
da una higa de ello, tuvo sin embargo como “piedra de toque” -según el testimonio
de Leopoldo Zea- su realidad, la realidad mexicana. Por cierto que nos queda
• 153
•
siempre en duda, conociendo la apertura de Ramos y de Fernández,
cuál era esa “realidad mexicana” a la que se refería Caso. De todos
modos, sea lo que fuere, este “normalizador”, tal como lo bautizó
Francisco Romero -y es lo que aquí deseamos subrayar- no se evadió
del círculo que supone la filosofía y su entorno.(23)
Risieri Frondizi, aun en desacuerdo con esa íntima relación entre filosofía y cultura
-en el sentido que le damos a la cultura nosotros en cuanto no sólo la vemos como
lo hecho, sino como la praxis desde la cual y por la cual la hacemos o no la
hacemos, la hacemos mal o la hacemos bien- se veía obligado a reconocerlo.
¿Quién diría, frente a lo que sucede en el “serio mundo acadé-mico” que impera en
los Estados Unidos que la filosofía en América Latina goce de popularidad? Las
preocupaciones por los problemas de la vida nacional y el compromiso que siente
el fi lósofo latinoamericano -dice Frondizi coincidien-do con lo que Ofelia Schutte
ha denominado “modo ecológico” de nuestra conciencia filosófica- explican la
popularidad que tiene la fi losofía en América Latina, en contraste con la actitud
esotérica que se vive en los Estados Unidos. (24) Para entender el sentido de la fi
losofía latinoamericana -dice en otra par-te- es imprescindible reparar en su íntima
vinculación con los problemas del me-dio sociocultural. No es una tarea aislada de
la realidad, sino una teoría para una praxis. De ahí que la gente se apasione por
una u otra doctrina... Conforme con eso mismo, no puede hablarse de escuelas fi
losófi cas y los discípulos no siguen las ideas de sus maestros, sino más bien la
actitud moral. (25) Al lado de este reconocimiento se da, además, un hecho que
viene a disminuir en parte las duras posiciones de Frondizi. En efecto, como
axiólogo sostenía un vínculo entre el valor y la situación en que se ejerce, con lo
que reconocía la relación de los valores con las demandas objetivas del desarrollo
social, las que depen-den, a su vez, de la situación concreta en que se encuentra
una sociedad dada. No son evidentemente para Frondizi los valores entes
abstractos universales aplicables o imponibles sin más a cualquier cultura. ¿Podía
justificarse, a par-tir de tal posición, una selección “pura” de los contenidos
teoréticos de una filosofía tan profundamente vivida como la nuestra, según él
mismo nos lo testimonia?(26) ¿Hasta qué punto se puede escindir la posición
teorética de la “actitud moral” en los maestros latinoamericanos?
• 154
•
El diálogo productivo con el marxismo y el
marxismo productivo.
Hemos hablado del sentido que las polémicas tienen en el desarrollo del
pensamiento latinoamericano y de la importancia de las mismas en la cons-
trucción y reelaboración del modelo sobre el cual funciona. Debemos ocupar-nos
ahora de un momento particularmente rico en consecuencias en relación con el
tema que nos interesa. En el Primer Coloquio Nacional de Filosofía, hecho en
México en 1975, un grupo de filósofos emitimos la llamada Decla-ración de Morelia
en la que en su punto cuarto decíamos que Son las ciencias humanas, en especial
la sociología y la economía, las que han señalado con par-ticular fuerza entre
nosotros los latinoamericanos, la realidad de la dependen-cia(27). En pocas
palabras, aquella relación entre filosofía y cultura de la que venimos hablando
había alcanzado en ese momento, en el terreno de la Filo-sofía Latinoamericana,
una particular profundización. En el mismo Congre-so, el sociólogo mexicano Pío
García se había ocupado justamente de hablar acerca de los resultados que para
las ciencias sociales habían tenido las décadas de los ‘60 y ‘70: la generación de
macroestudios, la incorporación de nuevas orientaciones teóricas y metodológicas
que permitieran renovados enfoques críticos, la exigencia de superar lo que sentía
como incapacidad explicativa, el impulso hacia la interdisciplinariedad y la puesta
en ejercicio de categorías teórico-metodológicas de síntesis. Pues bien, según Pío
García, todo ello se había llevado adelante teniendo al marxismo como “referencia
fundamental”, es decir, que el pensamiento científico-social originado en Carlos
Marx ha-bía adquirido en aquellas décadas, por primera vez en América Latina,
una especie de carta de ciudadanía continental.(28) Este hecho abrió una larga,
rica y a veces simulada polémica al interior del pensamiento latinoamerica-no. Por
cierto que el hecho de la Revolución Cubana incidió en todo este proceso
constituyéndose en un referente latinoamericano de “socialismo real”. A una
posición de rechazo del marxismo, por momentos simplemente dog-mático, tal
como lo practicaron nuestros más destacados “fundadores”, según los llamaba
Romero, siguió una de apertura y asimilación. El investigador norteamericano
Richard Morse, haciendo un balance de lo que él denomina “Aperturas hacia el
marxismo”, afirma que esa corriente de pensamiento ha te-nido en Iberoamérica
un éxito que nunca lo conoció el mundo angloatlántico. Por otra parte, desde el
terreno de filosofías no marxistas se sintió la necesidad
• 155
•
de “reforzarlas” con instrumentos metodológicos de la filosofía
de la praxis inspirados en la obra de Marx.
...el pensamiento de Martí sólo puede ser entendido refi riéndolo no a otro pensa-
miento (sea el de Platón, el de Krause, o el de Emerson), sino en la tarea histórica
concreta que se había propuesto, a sus actos. La explicación de su pensamiento
está en su acción y no en otro pensamiento. Por cierto que este desplazamiento
del valor de la verdad de una doctrina hacia la relación “pensamiento-praxis” (o
filosofía-cultura) es criterio que debería ser aplicado a la evaluación aun de
aquellas filosofías que la tienen como presupuesto teórico y que, a pesar de ese
mismo criterio han caído en el dogmatismo y el academicismo.(33)
Con razón Zea nos ha hablado de nuestro pensar como una fi losofía de des-
garramientos. Pocas culturas ofrecen -nos dice- el espectáculo de un desgarramien-to
tan patente y externo, como lo ofrece la cultura americana. Espectáculo que es,
• 163
•
a su vez, índice de un desgarramiento más hondo en el que han jugado y juegan
un papel principal las diversas formas de la cultura con las cuales se ha nutrido.
(47) Se trata de una experiencia de ruptura que pareciera atravesar trágica-mente
toda nuestra historia y que explicaría ese sentimiento de frustración, decepción,
destierro, desarraigo, exilio, expatriación y hasta de inferioridad de lo que tantos
escritores nuestros han hablado. Claro está que toda expe-riencia de ruptura
implica necesariamente el hecho mismo que la origina. La “ruptura” no se resuelve
en un punto de vista ruptural cuyo resultado es una cultura fragmentada e
inorgánica. La historiografía y la filosofía de la cultura que la acompaña, como
asimismo la filosofía de la historia que se construye con los datos de ambas -todas
en una compleja relación de a-posterioridad y de a-prioridad de las unas respecto
de las otras- parten de los hechos mismos de ruptura. Cuando nos hemos
preguntado acerca de las modalidades que muestra la historia del saber que
denominamos Filosofía Latinoamericana -en pocas palabras, cuál es el modelo de
historiografía que implica a su vez el paradigma de aquella Filosofía- hemos
hablado de comienzos y recomien-zos, lanzamientos y relanzamientos. Se trata,
decíamos, de una historiografía que se desplaza a lo largo de momentos
episódicos. Ahora bien, tal hecho, no podría explicarse sin la presencia de esos
momentos rupturales. No es un he-cho casual que aquellos “recomienzos” suelan
organizarse sobre una denuncia de hechos que afectan la continuidad de nuestra
propia sujetividad. Se trata de situaciones rupturales profundas y largas que actúan
de modo constante ahondando la ruptura que las define. Por cierto que todo lo que
estamos di-ciendo nos invita y casi nos obliga a hacer una especie de
fenomenología de la ruptura en la que tendremos que poner como “figura” (Gestalt)
que expresa nuestro punto de partida, a la que el Padre Las Casas denominó
“Destrucción de las Indias”.(48)
Notas
Cfr. nuestro trabajo “La idea latinoamericana de América”, en
Alterna-tiva Latinoamericana, Mendoza, Centro Ecuménico de
Cuyo, n°2 10. 1990, p. 28-34.
170 •
Gómez Martínez, José Luis, “Consideraciones epistemológicas
para una filosofía de la liberación, en América Latina, historia y
destino”. Homenaje a Leopoldo Zea (1992), México, Universidad
Nacional Autónoma de México, tomo II, p. 89.
171 •
José Gaos concedió un alcance hispánico a las ideas de una filosofía propia
de las que hablaba Juan Bautista Alberdi. Según palabras de Arturo Ardao,
Gaos interpreta la posición alberdiana con relación a la filosofía ame-ricana,
en general y aun española. En 1945 incluyó la figura de Alberdi con ese
alcance en su Antología del pensamiento de lengua española y en 1946,
calificó al proyecto alberdiano: “el programa de toda la que quiera ser filosofía
americana y española, en el mismo sentido en que son la filosofía francesa,
inglesa, alemana...; uno de los puntos decisivos, pues, en la historia entera del
pensamiento de lengua española. Ardao, Arturo, Filosofía en lengua española
(1963: 99), Montevideo ed. Alfa. Cfr. asimismo el cap. “Necesidad y posibili-
dad del discurso propio”, citado en nota 3, p. 322-324.
rrúa.
Salazar Bondy, Augusto, obra citada en nota 6, p. 107.
172 •
das son del mismo Cerutti, dichas en su ponencia presentada al “Encuentro
Norte-Sur”, München, 1991, titulada: “Dependencia y alteridad”. Del mismo
filósofo véase su artículo: “Necesaria autocrítica permanente de la filosofía de
la liberación latinoamericana”, en Cuaderno de Filosofía Latinoamericana,
Bogotá, Universidad de Santo Tomás, nº 6, 1981, p. 29-34.
173 •
poráneo”, en Pensamiento fi losófi co latinoamericano contemporáneo
(Primera Parte)(1989: 37), Las Villas (Cuba), Universidad Central de las Villas.
(27)Dussel, Enrique; Miró Quesada, Francisco; Roig, Arturo Andrés; Villegas,
Abelardo Y Zea, Leopoldo, “Declaración de Morelia. Filosofía e
Independencia”, en nuestro libro Filosofía, universidad y fi lósofos en América
Latina (1981: 98), México, UNAM. Sauerwald, Gregor en su trabajo “Una
historia de la filosofía desde América Latina”, aparecido en Cuadernos de Filo-
sofía Latinoamericana, Bogotá, Universidad de Santo Tomás, 1989, propuso
que la “Declaración de Morelia”, fuera adoptada como texto escolar para el
estudio de la filosofía en establecimientos secundarios (p. 43-48).
Para que se tenga una idea del impacto que causaron las palabras de Heidegger
en toda América Latina conviene repetir aquí, por lo menos en parte, el célebre
texto:... Marx, al experimentar la alienación, alcanza a in-troducirse en una
dimensión esencial de la historia, la visión marxista de la historia supera a toda la
restante historiación (el destacado es nuestro). Por cuanto ni Husserl -continúa
Heidegger -ni por lo que hasta ahora he visto- Sar-tre reconocen la esencialidad de
la historia en el ser (Ibidem), resulta que ni la Fenomenología, ni el Existencialismo
penetran aquella dimensión, dentro de la cual, y sólo allí, se hará posible un
diálogo fecundo con el marxismo. Heidegger.
174 •
liberación en el pensamiento latinoamericano”, publicado en la
revista Prome-teo, citado en nota 9.
175 •
crítica de Arturo Andrés Roig”, en Arturo Andrés Roig, fi lósofo e historiador de
las ideas (1989: 299-308), Guadalajara, Universidad de Guadalajara. Del mis-
mo autor “Zur Rezeption und Uberwindung Hegels in lateinamerikanischer
Philosophie der Berfreiung... etc”. in Hegel Studien, Bonn, tomo 20, 1985, p.
221-245. Guadarrama, Pablo, Valoraciones sobre el pensamiento fi losófi co
cu-bano y latinoamericano, citado en nota 32, p. 89. Alzuru, Alexis “La noción
de historicidad en América Latina: a propósito de Arturo Andrés Roig”, en
Fragmentos, Caracas, Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Ga-
llegos”, nº13, 1982, p. 68-98. Acosta, Yamandú, “La filosofía de la historia
americana como inversión de la filosofía de la historia hegeliana”, en América
Latina, historia y destino. Homenaje a Leopoldo Zea, citado en nota 4, tomo II,
p. 21-28. Sasso, Javier, “La recepción del marxismo en la teología de J. L.
Segundo”, en la revista Fragmentos, número citado, p. 1-26.
Aquí nos ocupamos tan sólo del tema de la barbarie en la tradición ar-gentina.
La cuestión, lógicamente, ha tenido cultores en otros sectores, como ha sido
en Cuba el caso de Waldo Ross, al parecer influido por lecturas de Nietszche.
Cfr. Guadarrama, Pablo, “El pensamiento latinoamericano”. Bogo-tá,
Universidad de St. Tomás, n°40,1982, p. 103 y Valoraciones sobre el pensa-
miento fi losófi co cubano y latinoamericano, citado en nota 32, p. 133
Sauerwald, Gregor, “Civilización y barbarie en Nuestra América”, México,
UNAM, n°11, 1984, p. 69-84. Roig, Arturo Andrés, “El discurso ci-vilizatorio
en Sarmiento y Alberdi”, en Revista interamericana de bibliografía.
Washington, vol.XLI, nº 1,1991, p. 35-48; asimismo nuestro trabajo “Zivi-
lization und Barbarentum in Argentinien im Laufe von einenhalb Jahrhun-
derten”, in Zeitschrift marxistische Erneuerung, Wiesbaden, nº 10, 1992, p.
49-60 y “Negatividad de la “barbarie” en la tradición intelectual argentina”,
en prensa en Nuestra América, México, Centro Coordinador y Difusor de
Estu-dios Latinoamericanos.
176 •
“¿Por qué temo la ambigüedad? - le responde Peperzak a Cullen - Por-que
cuando entre nosotros se dice “pueblo”, se piensa en el “sentimiento po-pular”
y en el “sano sentimiento popular” y entonces, inexcusablemente, se piensa
en Hitler”. Las objeciones de Adrian Peperzak y de Emmanuel Levinas pueden
verse en el libro editado por Juan Carlos Scannone Sabiduría popular,
símbolo y sabiduría (1984: 84-86), Buenos Aires, ed. Guadalupe.
177 •
ye a nuestro juicio una de las claves para la comprensión del modo cómo ha
asumido la dialéctica hegeliana. En Caso dentro de su militante, “filosofía de la
conciencia”, hubiera sido incomprensible una “dialéctica negativa”.
178 •
los, “Influjo de Gaudium et Spes en la problemática de la evangelización
de la cultura en América Latina” (1984), citado por Raúl Fornet Betancourt
en su articulo “Notas sobre el sentido de la pregunta por una filosofía
americana y su comentario histórico-cultural”, en Actas del V Seminario
de Historia de la Filosofía Española (1988: 442) Heredia, Antonio
(compilador), Salamanca, Universidad de Salamanca.
179 •
• 180 •
8. Eugenio Espejo y los comienzos y
recomienzos de un filosofar
latinoamericano
Aquellos “momentos” tienen todos que ver de modo directo con un ejer-cicio
intelectual y a su vez una toma de posición, es decir, de voluntad, sin el cual
aquel ejercicio no tendría sentido. Nos referimos a la existencia de un sujeto
que habla de sí mismo -y no como mero sujeto individual, por cierto- y se
valora a sí mismo y tiene como cuestión de peso ocuparse de sus cosas, aun
cuando para llevar a cabo esa tarea deba entregarse a enunciar principios tan
universales que pareciera que ha vuelto a olvidarse de sí. Queremos decir con
todo esto que ese sujeto ha descubierto que entre las diversas afirmaciones a-
priori desde las cuales ha de juzgar del mundo y tomar resoluciones, hay uno,
presente mas no debidamente señalado en el filosofar clásico y al que hemos
denominado “a-priori antropológico”.
A propósito del “historicismo” que hemos mencionado al hablar del texto de Alberdi,
bien viene al caso establecer con claridad en qué medida y sentido se dio en él esa
posición filosófica de moda en aquellos años y, en particular, cuál fue el valor que
le concedió a lo que él denomina allí como “positivi-dad” de la “filosofía americana”.
Por ahora digamos que es importante tener en cuenta que hay en este texto y en
los demás que consideramos como comien-zos y recomienzos, una posición desde
la cual un sujeto se asume a sí mismo y asume su propia época como histórica, sin
lo cual no habría posibilidad algu-na de un ejercicio legítimo del a-priori
antropológico desde el que se organiza todo el discurso. Resulta claro que el
“historicismo” que esa posición expresa no es la del “historicismo romántico” que
surgió en Europa y entre nosotros como una reacción contra el universalismo
abstracto de los planteos llevados adelante por la Ilustración, haciendo valer la
particularidad como exclusión, dentro de una posición en muchos casos
abiertamente reaccionaria que hacía del anti-universalismo su bandera de lucha,
abriendo las puertas a irracionalis-mos de toda laya. No se trata del discurso de la
particularidad excluyente, por el estilo de los telurismos, los racismos o las
doctrinas sexuadas de la cultura según las cuales, por ejemplo, nuestra América es
por naturaleza “femenina”, mientras Europa - una Europa tan mítica como la
América de que se habla- re-sulta ser “masculina”. Todo eso queda para el museo
de las aberraciones teóri-cas que tanto han abundado y abundan. Si el tipo
discursivo que se constituye para nosotros, en nuestra inquisición acerca de una
filosofía latinoamericana, puede ser mirado como una faz del historicismo, lo es
única y exclusivamente, por el hecho simple y a la vez definitivo, de que hay un
sujeto que se reen-cuentra consigo mismo como ente histórico. Es decir, como
ente que, frente a su propia sociedad, parte del presupuesto de que es posible la
resistencia, la emergencia y la transformación, por lo mismo que se trata de cosas
humanas. Y justamente en esa “historicidad” o modo de ser histórico se da la
posibilidad misma de afirmarse como sujeto, vale decir, la sujetividad no se podría
dar, no se daría, si no se jugaran en un acto de afirmación de tipo histórico. Con lo
dicho, la historicidad del acto se da a la vez con la historicidad misma del sujeto.
No hay sujeto dado, previo a una realidad, sino un sujeto que surge, se construye y
se auto-reconoce como parte de una misma realidad. Y es debido a ese hecho que
la forma discursiva que estamos tratando de caracterizar im-plica una historicidad y
un historicismo. El axioma de todos conocidos que
• 183
•
dice que Las circunstancias nos hacen, pero que también nosotros hacemos a
las circunstancias, es la expresión más correcta de lo que entendemos por
“histo-ricismo”, sin que con esta afirmación tengamos pretensión alguna de
nominar una escuela y, menos aún, de proponerla con tal nombre.
Debemos decir ahora que la forma discursiva que nos interesa se ha cons-
truido desde un comienzo teniendo como supuesto un inevitable referente, el
que aun cuando ya lejano, no ha perdido su función en el proceso de constitu-
ción del sujeto latinoamericano. Nos referimos a un texto que expresa patéti-
camente lo que bien podemos considerar como el “punto cero” histórico de la
actual sujetividad latinoamericana, tal como lo vio y denunció Fray Bartolo-mé
de Las Casas en su tiempo. Como debemos decir, asimismo, que los textos
• 184
•
que ponen de manifiesto la forma discursiva que nos interesa, no
responden a una determinada y específica escuela o corriente filosófica
constante, sino que aparecen construidos con los elementos teóricos del
filosofar académico de cada época y, muchas veces, no precisamente con
lo que podría entenderse como las formas hegemónicas de esa filosofía.
Así, en el libro de Antonio de León Pinelo, uno de los más antiguos e
interesantes comienzos de nuestro pensar, El Paraíso
En relación directa con este hecho hemos de decir que este tipo de mani-
festaciones textuales se encuentra más cerca de la literatura de protesta y de
denuncia y hasta de justificación de los actos de afirmación y rebeldía, y es por eso
mismo marginal a la producción literaria académica y hegemónica, por donde los
comienzos y recomienzos de que hablamos viene a entroncarse en más de una
ocasión, fácilmente, con formas literarias y musicales de origen popular. Por lo
demás, la forma discursiva que nos interesa (tal como lo ha señalado agudamente
José Lezama Lima en una obra que es muy cercana a lo que nosotros queremos
señalar y a la que acertadamente ha denominado La expresión americana), no ha
sido ajena a esa cruel y profunda experiencia del calabozo y la muerte, desde los
encierros de Fray Servando Teresa de Mier, que intentó revertir el discurso
teológico mítico, hasta los grandes que acabaron allí sus vidas, que era el modo
más eficaz de darle vida a su propio discurso,
• 186
•
Francisco Miranda y Eugenio Espejo o quedaron marcados de por
vida por ese calabozo creador y reafirmador, justamente, de esa
“expresión”, tal como aconteció con José Martí. El héroe cubano
“culmina -dice Lezama Lima- el calabozo de Fray Servando”, como
culmina, decimos nosotros, el calabozo de Eugenio Espejo.(11)
A lo que hemos comentado debemos agregar que Espejo en sus Refl exiones
sobre las viruelas se atrevió a invertir el cartesianismo al extremo de afirmar que
no es el alma lo primero conocido, sino el cuerpo, dado que el inicio del saber no
está dado en la intuición inteligible, sino en la intuición sensible. Esta posición que
no es exclusiva de Espejo, explica la interesantísima manera de presentarnos el
lema cartesiano, tal como lo hace en las palabras finales del primer número de
Primicias: Yo pienso, luego existo, luego tengo ser, fórmula que antepone de modo
claro la existencia a la esencia, todo lo cual se relaciona muy claramente con aquel
concepto de “vida”, la que aun cuando se la pre-tendiera siempre explicar
acentuando sus aspectos “mecánicos” (ahora diría-mos simplemente
“fisiológicos”), no dejaba de ser ese indefinido “no sé qué” propio del barroco. Y
ese cuerpo primero en el orden de la intuición sensible se resiste a la enfermedad,
en cuanto se nos muestra con una especie de “vo-luntad de vivir”, con lo que en el
plano de la existencia Espejo pareciera ceder a su marcado anti-voluntarismo, el
que quedaría fuertemente afirmado en lo que respecta a las esencias. Por esto
habíamos dicho que Espejo, en Primicias, tanto como médico, cuanto como
político y respecto del “cuerpo social”, pare-ciera rescatar el elemento de voluntad
que encerraba el sum cartesiano.
• 194
•
De todos modos, a pesar de los matices que ofrece la noción de “vida”, siempre
estaba presente una contradicción entre ese principio y su explica-ción
mecanicista, sobre todo si el mecanicismo era adoptado no como una hipótesis
explicativa fácilmente señalable en algunos fenómenos tales como el del “círculo
de la sangre”, el “círculo del intestino” o el “círculo de la ges-tación”, sino como un
sistema organizado de modo deductivo. Los peligros para el avance del
conocimiento científico que ofrecía posiciones que partían de principios puramente
racionales, fueron justamente denunciados por los pensadores de la Ilustración. El
“espíritu de sistema” fue entendido como lo opuesto al “espíritu científico”, posición
esta compartida por Espejo, quien si bien no abandonó explicaciones
iatromecanicistas, concluyó subordinándo-las al neo-hipocratismo que anunciaba
el fin de la vasta influencia cartesiana en el campo de la medicina. Las tesis de
Boerhaave fueron fácilmente some-tidas por nuestro autor a las ideas expresadas
por el maestro Andrés Piquer, el célebre médico valenciano algunos de cuyos
libros había heredado de su padre. El hecho es fácilmente explicable, pues, no
podría afirmarse que Espejo hubiera militado como “sistemático” dentro del
iatromecanicismo. Ya vimos de qué manera había introducido en él, de acuerdo
con el Barbadinho, otra de sus autoridades preferidas, elementos que lo limitaban.
Piquer después de haber hecho iatromecanicismo, había terminado rechazándolo
y convirtién-dose en el abanderado del regreso a Hipócrates en el mundo
hispánico. Había concluido que el sistema de Boerhaave era “falso en sí mismo” y
había afirma-do que impedía el adelanto de la ciencia físico-médica. Por eso me
he dedicado
Mucho más podríamos decir de Primicias, este riquísimo texto que cumple con los
rasgos fundamentales del tipo discursivo que nos interesa para nuestra Historia de
las ideas latinoamericanas y que constituye uno de esos comienzos y recomienzos
de los que hemos hablado. Baste por ahora con lo dicho.
Notas
Cfr. Sasso, Javier, “El descubrimiento de América como tarea
filosófica”, ponencia leída en el III Congreso Nacional de Filosofía,
organizado por la Sociedad Venezolana de Filosofía, Caracas, 1991.
198 •
Cfr. el capítulo titulado “Necesidad y posibilidad del discurso propio”, en
nuestro libro Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, op. cit.
Sobre la posición de Bilbao en relación con la crítica de la razón política,
Cfr. el libro citado antes, La historia del nosotros y de lo nuestro.
un sistema,
Con esto quedó rebatido lo que Hegel no dice en la Fenomenología, pero que
sí surge de sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, a saber, que
no todos los esclavos son potencialmente iguales. En efecto, si el esclavo en
la clásica figura termina construyendo conjuntamente con el amo el mundo
objetivo y posee, por eso mismo, potencialidad histórica y es, por eso mis-
• 202
•
mo, capaz de formas de trascendencia, el colonizado es un
esclavo impotente. Diríamos que la clásica figura únicamente
tenía asegurada su posibilidad de desarrollo en Europa, mas no
en América, en donde el dominado no emergía de la naturaleza.
Esta visión negativa se relaciona, entre otras cosas, con la manera de ser “fe-
minoide” de Nuestra América, tema que se encuentra como una especie de
constante a lo largo de los abundantes discursos que se han ido elaborando desde
la extraña visión del Paraíso Terrenal de Cristóbal Colón en adelante, y que
alcanzó su máxima expresión precisamente en la literatura europea del siglo XVIII.
El varón indígena es débil, impúber o de escasa inclinación eró-tica, no es barbado
-carece justamente de uno de los símbolos de virilidad que mostraba el
conquistador-, sus tetillas producen leche, vive un mundo en el que reina lo
húmedo, lo abisal, lo vaginal y, por cierto, si las mujeres indígenas son ardientes es
porque ellas manifiestan de manera más directa un mundo feminoide. Todas estas
metáforas tienen que ver con lo telúrico (no olvidemos que thelus en griego es el
nombre con el que se designa lo femenino) y con lo vegetal, otro de los símbolos
de la pretendida inmovilidad y, en tal sentido, pa-sividad y, como contraparte,
fecundidad atribuida a la mujer. Y al lado de esto, esa América inmensa conocida,
antes que nada, en sus trópicos, en donde una vegetación asombrosa se presenta
en valles y montañas y en donde los seres humanos parecieran estar sumergidos
en el regazo de una madre. Y así, Amé-rica, esa “madre húmeda y profunda”
estaba a la espera del varón que había de fecundarla y ese varón llegó de donde
únicamente podía llegar, de Europa.
El siglo XIX trajo consigo la liberación de los colonos. Un Calibán apareció que
aprendió el lenguaje del amo y lo revirtió en herramienta de independen-cia y de
autoafirmación. Por cierto que ese Calibán hizo muy pronto de su victoria un uso
que más lo aproximó al antiguo amo, Próspero, en cuanto que el proceso no fue
ajeno en ningún momento al enfrentamiento de las clases sociales sobre las que
se había estamentado la Colonia. Y junto con Próspe-ro, aparecieron los “alados
arieles” que inspirarían los discursos justificatorios para que el amo no cayera en lo
que podríamos llamar el “síndrome de Próspe-ro”. Y en ese oscuro estamento de
los que cambiaron un amo extranjero por un amo nativo, un amo europeo por un
amo americano, se encontraban no sólo las etnias indígenas sometidas a la faena
agrícola y minera, sino que se encon-traba también, distribuida en todos los niveles
sociales, la mujer, que continuó durante siglos llevando la carga de su “feminidad”.
Ella era la imagen -dentro del mundo de las representaciones ideológicas- de la
feminidad de una tierra
• 203
•
que esperaba siempre la fecundación del amo. Y así, pues, si Calibán supo
demostrar que no era “feminoide”, que no era un ser débil y pasivo, la mujer
siguió siendo la expresión de debilidad y de pasividad dentro de la estructura
de dominación propia de la antiquísima razón patriarcal sobre la que se ha
organizado la eticidad en nuestros países hasta nuestros días.
Bibliografía
Amorós, Celia, “Hacia una crítica de la razón patriarcal”, en
Anthropos (Bar-celona), 1985.
• 208
•
----------------------------, “Acotaciones para una simbólica
latinoamericana”, en Revista Cuyo, Anuario de fi losofía
argentina y americana, tomo II, Mendo-za (1985-1986).
• 209
•
• 210 •
III- Paz, Sujetividad y Neoliberalismo
• 211
•
• 212 •
10. La Paz nace de la Paz como la
paloma de la paloma. Hacia una
filosofia de la paz y la libertad
¿Tienen algo que decir los filósofos sobre este tema? Creo que la respuesta es
obvia en cuanto que, tanto la paz como la guerra, nos conducen de modo
inevitable a plantearnos cuestiones que tradicionalmente han sido consi-deradas,
precisamente, como filosóficas. El pasado, además, nos responde
afirmativamente. Basta con recordar, entre los que se sintieron compelidos a dar
respuestas a tan profundos e importantes asuntos, y que influyeron deci-didamente
sobre nosotros, dentro de esa línea de la “filosofía de la paz”, el Pro-yecto de Paz
Perpetua del Abate de Saint-Pierre, popularizado por Jean Jacques Rousseau; las
páginas iniciales del Contrato Social del célebre ginebrino; en fin, el breve tratado
de Kant La Paz Perpetua de fines ya del siglo XVIII, todos escritos que de algún
modo tenían como base el celebre tratado de Hugo Gro-cio y con los que la
Europa de entonces comenzaba a dar respuestas construc-tivas acerca de la idea
de la pacificación de las relaciones humanas. ¿Habrá que decir que en todos estos
escritos había comenzado ya a tomar cuerpo una idea cada vez más fuerte acerca
de la ingerencia que los hombres pueden tener res-pecto de sus propios destinos?
La respuesta nos llevaría a dibujar la difícil his-toria del sujeto durante la
modernidad, que ofrece tantas ambigüedades, mas que nos permite señalar algo
de la mayor importancia en la noción misma de paz, la concepción de que sí puede
el ser humano ser responsable de sus actos.
• 213
•
Esa “paz perpetua” que se ha movido entre la utopía y el sarcasmo, viene
a reflotar en nuestros días con vigor, tanto las ansias de una humanidad li-
berada, como los terrores de una posible humanidad aniquilada. Kant abre
justamente su tratado recordándonos a aquel posadero holandés que
entendía la “paz perpetua” como la paz de los muertos. Frente a ese
contenido semán-tico, el propio Kant intentará dibujarnos, con las
herramientas teóricas de la época, lo que podría ser esa misma
“perpetuidad” pero valorada desde la vida, y sobre todo, como si fuese
algo posible, aun cuando se nos presente como un “sin sentido”.
Dos cosas deberíamos señalar: que la filosofía como quehacer propio de esa
cultura que se ha dado en llamar Occidental, evidentemente no es inocente ni
ingenua, bajo cualquier forma que se manifieste y aun cuando aparezca como
posible forma de saber “prescindente”. Que la tarea actual de la filosofía, si todavía
seguimos pensando en que la función racional posee resortes que la
• 214
•
hagan reencauzarse hacia lo que sería un auténtico humanismo, es bien dura
por cierto: es, en pocas palabras, la de desmontar, si es necesario sin piedad
alguna, sin concesión de ninguna especie, las mil cabezas de la hidra que sur-
gen entre las páginas de tantos “filósofos” cuyo discurso únicamente puede
acabar, cuando son más o menos sinceros, en renunciamientos escatológicos
o en justificaciones montadas sobre los innúmeros mitos con los que el logos
se ha vestido a efectos de hacernos aceptar lo injustificable.
Ante esa posible “tercera etapa”, que se presta tan fácilmente para respuestas
apocalípticas y a la vez “integradas” ¿qué debe hacer quien se precie verdade-
ramente de estar alerta sobre los oscuros rincones con los que se expresa el
“logos”? ¿Vamos a caer en las redes del mito del “progreso” dentro de cuyos
• 215
•
términos se desplegó la filosofía de la historia en Hegel y Comte?
¿Volveremos a oscurecer con ellos la realidad de las guerras haciendo
de una vez para siem-pre ilegibles los alcances que debe darse a la
fuerza al servicio de la liberación de los pueblos? ¿Vamos a caer en el
irracionalismo de Spengler o en esa especie de medievalismo de
Toynbee con su rechazo de la modernidad en lo que tiene de valioso?
¿Y qué decir del llamado “positivismo jurídico”? Sabemos que éste echó por
tierra al viejo jusnaturalismo que tanta importancia había alcanzado a partir del
escrito de Hugo Grocio, Acerca del derecho de la guerra y de la paz, pu-
blicado en 1625. Rechazado el “derecho natural” como la expresión de un
mero “deber ser jurídico” y afirmado únicamente el “derecho positivo” como
expresión del “ser jurídico” o “del derecho que es”, se venía por otro camino a
entronizar los hechos, confundiendo legalidad con justicia. Y por cierto que la
distinción entre “guerras justas” e “injustas” se convertía en un sinsentido.
Una vez más, la teoría crítica de las ideologías, generada dentro del gran cauce de
la filosofía de la sospecha que implica una constante preocupación por constituirse
en una real y concreta praxis teórica, junto con esa adhesión moral a la causa de
los desheredados y marginados a la que nos invitaba José
• 219
•
Martí, podría ser la vía para lograr dar las bases de una “filosofía
de la paz y de la libertad”, es decir, de una paz que no sea ni la de
los muertos, ni tampoco la de los dominados y explotados,
acostumbrados a “lamer con agradecimiento sus propias cadenas”,
según la antigua metáfora de nuestros hombres de la Ilus-tración.
Dentro de esa tradición no podemos olvidar los dos Premios Nobel de la Paz (aun
cuando la imagen de Alfredo Nobel sea en el fondo una de las más sarcásticas de
la historia humana) que han sido otorgados a ciudadanos argen-tinos, uno de ellos
en 1937, al Dr, Saavedra Lamas, por su participación en favor del cese de
hostilidades en el Chaco, con lo que históricamente se vino a restañar, siquiera en
parte, el profundo daño material y moral que el Estado Argentino causó al pueblo
paraguayo en la Guerra de 1869; recordemos, a propósito de esto, el profundo
gesto de paz que significó la restitución, por voluntad del Presidente Perón, en
1950, al país hermano, de los trofeos de aquella guerra genocida, deshonor
permanente para quienes nos hemos ne-
• 220
•
gado a aceptar glorias fabricadas por la historiografía de los triunfadores. No
nos olvidemos que el Estado Argentino ha sabido en ocasiones adoptar nobles
respuestas a las tentaciones del imperialismo, como fue la negativa a enviar
tropas a la Guerra de Corea y rechazo de colaboración con la ocupación de
Santo Domingo llevada a cabo por los marines norteamericanos, durante la
Presidencia del Dr. Illia. Por último, y sin que esta enumeración sea felizmen-
te exhaustiva, mencionemos el otro Premio Nobel de la Paz, muy reciente,
otorgado como todos sabemos al Dr. Pérez Esquivel, en medio de un violento
rebrote de belicismo y de “nacionalismo chauvin” -como le llamaba Alberdi.-,
que fueron repudiados por el pueblo argentino en el memorable plebiscito del
23 de noviembre de 1984 en el que quedó superado, definitivamente, el
conflicto de limites con Chile.
Dentro de esa tradición, decíamos, se encuentran los escritos de Juan Bau-
tista Alberdi. Ambos fueron redactados como expresión de la experiencia
personal que viviera aquel ilustre argentino, durante la Guerra Franco-Pru-
siana de 1870. En los Apuntes sobre la guerra, escritos con posterioridad a El
Crimen de la Guerra, Alberdi decía “Me ha sido necesario ver de cerca un país
civilizado invadido por otro país civilizado, para medir por mis ojos toda la
enor-midad del crimen de la guerra” (p. 326) y como corolario de esta
experiencia, esa declaración suya que suponía un comenzar a ver el mundo
con nuevos ojos: “Empiezo a desencantarme del derecho”, enunciada por
alguien que había hecho precisamente del derecho el sentido de su vida.
El mismo Alberdi nos señala cuáles fueron sus inspiradores principales, entre
los que podemos destacar, en primer lugar, a Grocio, y luego al abate Saint-
Pierre y Kant. No cabe duda, si tenemos en cuenta tales inspiradores, que no
se apartaba Alberdi de la prolongada tradición jusnaturalista, si bien es visible
que la misma habla entrado en crisis como consecuencia de la debi-lidad del
“derecho de gentes” tal como venía planteado desde el siglo XVII. Mas, no se
trataba todavía de la crisis provocada por la Escuela Histórica, a la que como
dijimos, Alberdi repudia, ni menos aún por el positivismo jurídico que seria más
tardío y que, a no dudar, Alberdi hubiera asimismo rechazado. Por lo demás,
se trata de restablecer el viejo jusnaturalismo recurriendo a la ideología del
progreso tal como se la vivió en la modernidad decimonónica, que anunciaba
ya el despuntar del positivismo filosófico al que se aproximan de alguna
manera estos escritos alberdianos.
Pero sucede que el hombre puede ser “civilizado” en relación con el Estado
dentro del cual ha sometido su propia “ley interna” y ser al mismo tiempo
“bárbaro” en cuanto ciudadano de un Estado que no reconoce, a su vez, una
“ley externa” respecto de sí mismo. Por lo que una civilización completa o
perfecta se habrá de lograr sobre la base de la vigencia de dos tipos de “leyes
externas”: una del individuo respecto de la “sociedad civil” y otra, de ésta en
cuanto Estado, respecto de otros Estados. De ahí que Kant diga que “Los
pue-blos, como Estados que son, pueden considerarse como individuos en
estado de naturaleza, cuya convivencia en ese estado natural es ya un
perjuicio para todos y cada uno” (p. 107). ¿Cómo crear una “ley externa” que
se coloque por encima de todos los Estados, haciéndolos salir de la “barbarie
internacional”? Pues, mediante la creación de una “Sociedad de Naciones”,
con el apoyo de aquella benéfica Naturaleza, garantía de la sobrevivencia
humana, se podrá alcanzar una “paz perpetua” no de los muertos, sino de los
vivos.
Por otra parte, el éxito o el fracaso en la guerra está regido por causas mu-
chas veces fortuitas y el azar juega en estas dolorosas aventuras un papel a
veces importantísimo. Sí el vencedor declara haber cumplido con un derecho,
al que invoca precisamente desde su posición de vencedor, ¿qué valor puede
tener un derecho obtenido por azar? “La guerra da la razón -nos dice- al que
tiene la suerte de vencer”, pero una “razón” que depende del azar ¿es propia-
mente “razón”? De ahí la definición de la guerra que nos da Alberdi: “Es juego
-es decir, azar- y a la vez bestialidad” o, dicho de otro modo, es bestialidad
convertida en “razón” por leyes del azar (Cfr. p. 150).
Por otra parte, la guerra no puede ser juzgada en principio como “benefi-ciosa”
y no es cierto -nos dice- que exista “una influencia benéfica en la edu-cación y
en la mejora del género humano”. ¿Por qué? Pues porque el que re-sulta
“castigado” por haber perdido, “las más de las veces no es el criminal, sino el
débil”. “Bien puede el débil -dice- estar lleno de justicia; si combate con el
criminal poderoso, será vencido y castigado, sin ser por eso culpable” (p. 165-
166). En consecuencia “La guerra más bien fundada y justifi cada por la parte
(triunfante) envuelve la presunción del crimen en cuanto es la parte agraviada
la que se hace justicia a sí misma”. Para que una guerra tuviera “una
influencia benéfica en la educación” debería estar dentro de los marcos de un
derecho que ordena a la fuerza y no de la fuerza justificada a posteriori como
derecho. Debería ser un enfrentamiento entre un “culpable” vencido y un
“agraviado” vencedor, cuando sucede que se da entre un “fuerte” y un “débil”,
cualquiera sea el papel que juegue cada uno de ellos respecto del derecho. El
enfrenta-miento no se da pues en el plano de la razón, sino de la bestialidad.
Ya podemos hacernos una idea de lo que es, pues, la guerra para Alberdi. Tomada
in genere no hay guerra que no sea criminal. Algunas guerras podrían serlo tal vez,
menos que otras, sobre todo para una de las partes que pareciera tener
justificación de sí, mas el acto guerrero implica una serie de factores de indefinición
que no nos permite salirnos de aquella afirmación de criminali-dad. Y por último,
entiende que hay “guerras justas”, mas ellas parecieran ser las que son
promovidas por los pueblos en defensa de sus libertades perdidas por obra de un
estado de opresión que no se presta a indefiniciones. En este sentido, nos dirá que
la gran lección que Hispanoamérica dio al mundo civili-zado, fueron sus guerras de
independencia.
“... como en el hombre hay dos entidades -dice citando una vez más a Pascal-el
ángel y la bestia, la guerra es una solución que la razón con-vencida de su
ceguedad delega a la bestia”. “La guerra -continúa dicien-do- es el hombre que
anima su condición de animal para resolver como el toro lo que no ha podido
resolver como ser inteligente y libre. La guerra, según Cicerón, -continúa- viene a
ser la lógica de las bestias, una manera bestial de resolver lo que no ha podido
resolver la discusión: la sinrazón exigida a última hora” (p. 149-150). “La guerra
-nos dice en otra parte- es la pérdida temporal del juicio. Es la enajenación mental,
especie de locura o monomanía, más o menos crítica o transitoria. Al menos, es un
hecho que en el estado de guerra nada hacen los hom-bres que no sea una locura
-dice recordándonos páginas de Erasmo de Rotterdam-; nada que no sea malo,
feo, indigno del hombre bueno” (p. 234). “La guerra -en fin- que por regla general
es un crimen, como todo homicidio, como todo acto de violencia, puede por
excepción ser un
• 225
•
acto de justicia” (p. 307). Subrayémoslo: por excepción, porque
por su naturaleza, es para Alberdi, crimen.
¿Habremos de pensar que ese recurso a los símbolos que le ofrecía Pascal, los
del “ángel” y la “bestia”, implicaba una interpretación subjetivista o una especie de
metafísica de la naturaleza humana? No podríamos negarlo, si bien es cierto que
tampoco podemos descartar que se trata de una metáfora. Pienso que el hecho de
que Alberdi habló en todo momento no sólo de “paz”, sino también de “libertad” y
entendió que no podía darse la primera, sin la segun-da, por allí despuntaba una
definición de la guerra de carácter social que, jus-tamente, nos permite confirmar el
valor metafórico de que hablábamos.
¿Será posible acabar con las guerras? “¡Abolir la guerra! Utopía. Es -nos dice-
como abolir el crimen, como abolir la pena” (p. 129); “Es posible -nos am-plía
más adelante- que ... la guerra sea inextinguible, a causa de que el hombre,
por perfecto y civilizado que sea, no puede abdicar de lo que tiene de animal
en su naturaleza doble, compuesta de ángel y de bestia, como lo defi ne
Pascal”. “La guerra -dice luego- procede de la exaltación eventual de lo que
en el hombre hay de bestia, sobre lo que tiene de ángel ...” (p. 292).
Mas, como el ser “bestia” y el ser “ángel” a la vez le permiten a Alberdi esca-par a
las antropologías simplistas, podrá pensar que, por qué no, podría lo que hay de
positivo en el hombre salir adelante y si no acabar con la guerra, por lo menos
hacerla menos criminal, menos duradera, menos frecuente. “La guerra, nos dice
con un cierto dejo de optimismo, no será abolida del todo; pero llegará a ser menos
frecuente, menos durable, menos general, menos cruel y espantosa”
Y de este modo hemos llegado al tema de la paz. En primer lugar nos parece que
es de muy particular importancia, además de la belleza con la que está enunciado,
lo que nos dice acerca de dónde se origina la paz. Veamos un tex-to que merece
sin discusión alguna figurar en todas las antologías sobre este tema: “La paz que
conduce (que trae) la guerra -nos dice-, es la paz de los muer-tos, no la paz de los
vivos ... La paz que así nace de la guerra, no puede dejar de producir la guerra a
su vez. No es paz, es tregua. La tregua, por ser larga, no deja de ser tregua, es
decir, una pausa de la guerra. No hay otro camino para llegar
• 227
•
a la paz, que la paz. La paz nace de la paz, como la paloma
nace de la paloma. La paz no es durable y fecunda, sino
cuando nace de la vida, no de la sangre derramada ...” (p. 295).
“Como la guerra ocupa el poder -nos dice- y tiene el gobierno de los pueblos, ella
es la ley del mundo; y la paz no puede tomarle su ascen-diente sino por una
reacción o una revolución sin armas que constitu-ye este problema casi insoluble:
el de un ángel desarmado, que tiene que vencer y desarmar a Marte, sin lucha ni
sangre. Pero como la paz -nos continúa diciendo- tiene por ejército a todo el
mundo, y todo el mundo es más que el ejército, la paz tiene al fin que salir
victoriosa y tomar el gobierno del mundo, a medida que los pueblos, ilustrándose y
mejorándose, se apoderen de sus destinos y se gobiernen a sí mismos: es de cir, a
medida que se hagan más libres, como tiene que suceder por ley natural de su ser
progresista y perfectible. Así, la libertad traerá la paz, porque la libertad y la paz
son la regla y la guerra es la excepción
En todo momento Alberdi piensa que los responsables de las guerras son,
más que los pueblos, los gobiernos, y por cierto los gobiernos de ciertas élites
o sectores sociales que han hecho de la guerra una industria en favor de sus
• 228
•
propios intereses, y de los ejércitos una secta que acaba por dominarlos a ellos
mismos. Los pueblos, más próximos a la humanidad que la clase dominante y que
esas sectas, acabarán por ser el verdadero sujeto de la historia. “El día que el
pueblo se haga ejército y gobierno -nos dice- la guerra dejará de existir, porque
dejará de ser el monopolio industrial de una clase, que la cultiva en su in-terés” (p.
87). En este momento en el que el pensamiento de Alberdi pareciera aproximarse
a una interesante comprensión social del problema, ya no habla, como vemos, de
un “ejército de la paz” desarmado, sino de ejércitos propia-mente dichos, en manos
de quienes las armas estarán definitivamente contra la guerra. Mientras tanto,
mientras esto no suceda, Alberdi, en este mismo momento en el que pareciera
estar ofreciéndonos otra fórmula, nos recordará que los “ciudadanos unidos” tienen
el poder y el derecho “de la resistencia o desobediencia” ante la injusticia de
aquellos gobiernos (p. 91).
Hemos hablado de una aproximación de Alberdi a una comprensión social del
problema. Ahora tenemos que decir que tal acercamiento es indudable-mente
relativo y no podía serlo menos, aun cuando las palabras con las que lo
enuncia están anticipando una etapa posterior en la que la liberación no será
la de las burguesías, frente a los restos de las aristocracias reinantes. A esto
se debe la ausencia total -vanamente se buscará en las páginas de estos
escritos de Alberdi alguna mención- de los acontecimientos de la Comuna de
París, cuya “resistencia y desobediencia” pareciera que quedaron totalmente
fuera de los marcos de comprensión de nuestro escritor.
Decíamos antes que así como habla un “soldado guerrero”, habla también en
esa otra línea de desarrollo del pensamiento alberdiano, un “soldado de la
paz”. “Hay un soldado más noble y más bello -nos dice- que el de la guerra, es
el soldado de la paz. Yo diría que es el único soldado digno y glorioso. Si la
bella ilusión querida de todos los nobles corazones, de la paz universal y per-
petua, llegase a ser una realidad, la condición del soldado sería exactamente
la del soldado de la paz” (p. 153). Y a continuación nos aclaraba, para evitar
confusiones respecto de lo que nos quería decir en ese momento, que
“soldado no es sinónimo de guerrero: se trata de un soldado cuya militancia
es precisamen-te la prédica y el ejemplo de la paz” (Ibídem).
Y la paz así como es ausencia de injusticia, es todavía otras cosas, entre ellas, una
muy importante: es educación. “La paz -nos dice- es una educación como la
libertad, y las condiciones del hombre de paz son las mismas que las del hombre
de libertad” (p. 155) y más adelante nos agregaba: “Formad al hombre de paz, si
queráis ver reinar la paz entre los hombres. La paz, como la libertad,
• 229
•
como la autoridad, como la ley y toda institución humana, vive en el hombre y
no en los textos escritos ... Es preciso educar las voluntades, si se quiere
arraigar la paz en las naciones ...” (p. 157). Y todavía más: “La paz está en el
hombre o no está en ninguna parte. Como cada institución humana, la paz no
tiene exis-tencia si no tiene vida, es decir, si no es un hábito del hombre, un
modo de ser del hombre, un rasgo de su complexión moral. En vano
escribiráis -concluía- sobre la paz, para el hombre que no está amoldado a
ese tipo, por la obra de la educación; su paz escrita será, como su libertad
escrita, la burla de su conducta real” (p. 162-163).
• 233
•
• 234 •
11. La filosofía en Nuestra América y el
problema del sujeto del filosofar
I. El a-priori antropológico
Es lugar común afirmar que con el ego cogito, enunciado por primera vez en
1637 en la IV parte del Discurso del Método, se dio inicio a la modernidad
filosófica. Frente al saber tradicional en el que el mundo y Dios tuvieron prio-
ridad, quedó establecido el yo como principio, de hecho hasta nuestros días
en los que precisamente uno de los temas sigue siendo, a pesar de todo, el de
aquél en sus diversas manifestaciones. Con lo anterior no queremos decir,
lógicamente, que hayamos sido cartesianos durante cuatro siglos, sino que a
partir de aquella memorable fecha, lo que sí quedó como cuestión constante y
de particular importancia en el pensamiento filosófico occidental y de quienes
de alguna manera estamos insertos en él, ha sido la cuestión del sujeto o,
como hemos dicho en otros trabajos, de la sujetividad.
Por cierto que el ego cogito cartesiano nunca tuvo una sola cara, en cuanto que la
posesión de la ciencia no era ajena, en absoluto, a la posesión de la na-turaleza y,
con ella, esos seres a los que el colonialismo europeo bautizó con el
• 235
•
nombre de “naturales”. Las Cartas de la conquista de México (1519-1526),
de Hernán Cortés, constituyen, por eso mismo algo así como la versión
fáctica del Discurso del Método y el modo como, desde la tragedia, nos
abrimos a la modernidad. El ego cogito cartesiano tuvo siempre a su lado,
para nosotros en particular, el ego conqueror cortesiano. Cartesianismo y
cortesianismo se nos dieron a la par y hasta podríamos decir que el
primero nos llegó con la cara del segundo.
La historia del problema del sujeto que se abre con estos discursos simbó-
licos, más allá de todos los antecedentes que se les puedan señalar, ha sido y
sigue siendo compleja. En otros de nuestros trabajos hemos hablado de dos
procesos que han llegado hasta nuestros días, a uno de ellos lo hemos
caracte-rizado como “depuración” del primitivo ego cogito, fenómeno que
culminó con el ich denke de la Critica de la razón pura (1781) y que ha tenido
en el siglo pasado, el XX, una continuidad en las célebres Méditations
cartésiennes (1931) de Edmund Husserl, así como en los escritos del primer
Wittgenstein; al otro proceso lo hemos caracterizado como de
“descentramiento” del sujeto anterior que había concluido en el logicismo
trascendental kantiano, por un lado, y en el logicismo ontológico trascendental
con el que Hegel intentó dar entrada a la historicidad, así como a la historia.
Todos los tipos de sujeto que hemos señalado y otros que faltan sin duda, así
como los modos ideológicos de centrismo, han estado relacionados con cate-
gorías siempre presentes dentro del complejo desarrollo del mundo moderno: la de
emergencia, constitutiva de sujetos sociales en movimiento dentro de los juegos de
poder establecidos por los sectores dominantes, sean ellos cla-ses, etnias,
oligarquías políticas, iglesias, culturas, instituciones, etc.; luego, la categoría de
fragmentación, fenómeno antiguo y consustancial con todas las formas de
represión y dominio, que en nuestros días ha adquirido caracteres acuciantes y
específicos; y, en fin, la categoría de marginación, según la cual, en sus grados
extremos han llegado teóricos neoliberales a justificar la forma más procaz de
todas las que se han puesto en juego en relación con la construcción -en este
caso, abiertamente, de destrucción- de las formas de sujetividad: las de “excedente
de humanidad” o “sobrante social”.
Y todas estas fórmulas -sin olvidar las que podríamos rescatar de la tradición oral o
de las expresiones meramente corporales- no son ajenas a la filosofía, tal como
nos lo muestra el desarrollo del a-priorismo que va de Kant a Hegel. Dejando de
lado aquel ambiguo ego cogito cartesiano, así como el anémico mundo
trascendental kantiano y dándole y agregándole a la razón un matiz nuevo como
principio regulador -matiz que no ha estado nunca ausente de los enunciados que
estamos comentando- Hegel señaló con términos “académi-cos” lo que la larga
elaboración y reelaboración del a-priorismo había perdido en la historia filosófica
europea: lo axiológico. Pues lo que hemos denomina-do a-priori antropológico, y
de eso estamos hablando, es básica y fundamen-talmente dos cosas: es
contingente y es ejercicio de valor. No es extraño, pues, que cuando Hegel se
preguntó acerca del comienzo de la filosofía, dijera que el mismo era, a la vez, un
hecho político. Glosando sus palabras, puso como condición a-priori de todo
pensamiento aquel enunciado que exige: “Tener-nos a nosotros mismos como
valiosos decididamente (schelechthin); y ser tenido como valioso el conocemos a
nosotros mismos”. En ese sentido Nietzsche en su Voluntad de dominio (parágrafo
149) dijo que “La fe en nosotros mismos es la más fuerte cadena y el más fuerte
latigazo y las más poderosas alas”.
Los más duraderos de éstos en cuanto nos han dejado valores rescatables,
giran en torno de un saber crítico que se viene desarrollando ya desde el siglo
• 239
•
XVII y que ha tenido y tiene como principio motivador las diversas formas
de emergencia de los sectores marginados: clases sociales, grupos
étnicos, muje-res, en los que siempre se han dado y se dan, aun cuando
de modo episódico y no sin grandes tragedias, formas decodificatorias del
discurso vigente. Debe-mos agregar, pues, que la filosofía de Nuestra
América no sólo es un estudio de los modos de objetivación, sino que
pretende ser, además y fundamental-mente, un saber crítico de los
mismos que se entiende heredero de las formas constantes y diversas de
criticidad tal como se han ido dando desde aquellos pensadores a los que
hemos bautizado como pensadores de la aurora, entre los que se
destaca, por poner un ejemplo paradigmático Sor Juana Inés de la Cruz.
De ahí la importancia central que tiene para nosotros la cuestión del su-jeto
considerado a la vez como praxis, como teoría y como historia. Frente a una
mundialización que con las asombrosas posibilidades de la tecnología
pareciera derrumbar identidades, así como los sistemas de relación sobre los
que habían sido construidas, hemos de responder a su reto mediante un acto
de afirmación de nosotros mismos, que haga de apoyo de nuestra palabra y
• 240
•
que sea a su vez afirmación crítica. A esto, con todas las
dificultades teóricas y prácticas que ofrece, lo hemos
denominado, tal como ya lo hemos dicho, a-priori antropológico.
Así, pues, un sujeto que capaz de una mirada ectópica, tenga fuerzas
para reformular un proyecto identitario, con una abierta actitud dialéctica,
sin añoranzas ingenuas de una identidad perdida, sin la mitificación de la
tierra, sin geoculturalismos aberrantes y sin el regreso a un pasado
idealizado como lugar de refugio, todo esto y además, abierto a los aires
de una mundialización en la que la humanidad no aparezca dividida
mediante las dicotomías con las que nos hemos regido y nos han medido:
Ortodoxia/Heterodoxia; Civiliza-ción/Barbarie; Progreso/Atraso;
Desarrollo/Subdesarrollo; Globalización/ Exclusión.
Pues bien, ahora hemos de agregar que si tales formas se han dado, el hecho
no es extraño a un fuerte sentido de performatividad que caracteriza, en ge-
neral, el discurso desde sus formas populares de crítica social, hasta las
cultas expresadas particularmente en el ensayo y en la novela. Se trata de un
tipo de textualidad oral o escrita en la que la urgencia y las ansias de un
mundo mejor, impulsan a borrar los límites entre el decir y el hacer.
Pero ¿se trata realmente de “actos de habla” tal como fueron definidos y
ejemplificados por Austin en su célebre tesis ¿How to do things whith words?
(1962). Para lo que pretendemos señalar aquí, los casos de performatividad
mostrados por Austin, nos resultan un tanto limitados. En efecto, definió el speach
act por su forma fraseológica, no por la contextualidad, criterio éste que permite
ampliar la presencia de lo performativo, de la simple frase, al dis-curso. Demás
está decir la importancia que este hecho tiene respecto, precisa-mente, del ensayo
en el que es visible un fuerte compromiso con el entorno. Y otro tanto deberíamos
decir de la gran novela latinoamericana, tal como lo vemos en Los ríos profundos
de José Maria Arguedas. El hecho de que el ensayo fuera definido por Juan
Bautista Alberdi como texto abierto, responde a que la actividad en la que el
ensayo es la cara literaria, es asimismo un proceso en marcha. No es por tanto
únicamente lo que un texto verbal o escrito, pueda expresar como resolución o
disposición -que sería el ejemplo clásico de un decir performativo- sino que la
totalidad del discurso se encuentra teñido de
• 241
•
una tendencia performativa. En función de esto y teniendo en cuenta ciertas
formas típicas nuestras, tal vez podríamos afirmar que ellas poseen algo así como
una estructura soterrada ilocucionaria que estaría generando su sentido
performativo, más allá de aquellas formas que se presentan gramaticalmente como
actos de habla. Lo que estamos afirmando sería visible en textos clási-cos tales
como el Programa para un curso de fi losofía (1840) de Juan Bautista Alberdi,
escrito que no sin razón han valorado como acto fundacional José Ingenieros,
Alejandro Korn, José Gaos, Leopoldo Zea y Arturo Ardao; y ese otro texto
fundacional, “Nuestra América” (1889) de José Martí de innegable vigencia en
nuestros días. Digamos ahora que nuestra filosofía ante sus textos clásicos no
pregunta tanto por ellos en cuanto enunciado, sino que pregunta-mos por las
razones o motivos de la enunciación, con lo que nos ponemos en lo que sería su
nivel pragmático. Así leemos los Siete Ensayos sobre la realidad peruana (1928),
obra en la que Mariátegui intentó “meter toda su sangre en sus ideas” y es, desde
ese mismo nivel de lectura que ha sido deconstruido el mensaje del Ariel (1900) de
José Enrique Rodó, a partir del Calibán (1973) de Roberto Fernández Retamar y
La ciudad letrada (1984) de Angel Rama. Poniendo en juego aquella criticidad y sin
ignorar que el pensamiento no se reduce a libros, la filosofía de nuestra América
quiere organizarse sobre un corpus a través del cual podamos reencontramos con
formas discursivas que sean a la vez actos de dignidad humana o, por lo menos,
que los impliquen.
• 243
•
III. Hacia una teoría crítica de la historia
Concluiremos ocupándonos, tan siquiera brevemente, de las relaciones entre
la mirada ectópica y el tiempo histórico. Somos conscientes, por cierto, de que
nuestro concepto de “sujetividad”, expresado en la categoría de sujeto
empírico, así como en el ejercicio de lo que hemos denominado a-priori antro-
pológico, tienen serias dificultades. Y otro tanto hemos de decir, justamente,
del principio sobre el que fundamos toda criticidad, el de ectopía.
¿Significa esto que las filosofías de la historia son, en bloque, materiales in-
servibles? ¿No podrían acaso ser de interés para una Historia de las ideas?
Afirmar lo primero, sin más, sería absurdo. Queda en pie ese alerta que es la
denuncia de aquel secreto que mencionamos, pero también queda en pie la
existencia de relatos que, aun habiendo sido construidos desde una selección
pre-dialéctica, jugaron funciones liberadoras. De lo que no nos cabe duda al-
guna es de la necesidad de continuar desencubriendo las filosofías de la histo-
ria imperiales, cuyo modelo paradigmático será siempre el de Hegel, así como
señalando todas aquellas otras cuyo uso práctico, más allá de sus
limitaciones, las justifique, aun cuando fuere ocasionalmente. El criterio para
juzgarlas será siempre el principio fundador del universo de los valores
morales, la dignidad humana.
• 246
•
12. Neoliberalismo y nuestra filosofia
Más tarde, en el Foro Social Mundial llevado a cabo asimismo en Porto Alegre
entre el 23 y el 27 de enero de este año de 2003, se aprobó por unani-midad
una “Declaración sobre Irak” presentada por la “Asociación Americana de
Juristas”. La misma dice: “La Asociación Americana de Juristas” -asocia-ción
que abarca a juristas de Norte y Sudamérica, a más del Caribe- condena la
agresión militar contra Irak que planea ejecutar el gobierno de los Esta-dos
Unidos auxiliado por Gran Bretaña. El verdadero objetivo del plan de los
Estados Unidos, es mediante una guerra ilegal y posiblemente unilateral,
apoderarse de los recursos petrolíferos de Irak, dividir y ocupar indefinida-
• 247
•
mente el país por la fuerza de las armas y consolidar su control imperial sobre
el mundo. Una guerra -sigue diciendo- incrementará los costos humanos para
el pueblo de Irak, sometido desde hace doce años a constantes bombardeos
aéreos estadounidenses y británicos, y al bloqueo económico, impuesto por el
Consejo de Seguridad al concluir la Guerra del Golfo que, según el informe de
UNICEF, ha provocado la muerte de más de 500.000 niños. Asimismo se
creará un peligro real e inminente a la paz y seguridad en la región, de exten-
derse el conflicto a todo el Medio Oriente. Una agresión militar bajo el pre-
texto de guerra preventiva, está en pugna con los principios fundamentales de
la Carta de las Naciones Unidas. Exhortamos a que los Estados -añade- par-
ticularmente los Estados Unidos, actúe conforme a la Carta de las Naciones
Unidas y que los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, así como
la Asamblea General, se nieguen a avalar la política de agresión y guerra del
gobierno de Estados Unidos, que es el principal responsable de amenazar la
paz y seguridad mundial. Llamamos a los juristas de todo el mundo -concluía
diciendo- a engrosar el movimiento por la paz, contra la impunidad imperial y
por el respeto a los derechos humanos”. (2)
Esta guerra se lleva a cabo con total impunidad, pues, como veremos Esta-dos
Unidos se ha desprendido de la casi totalidad de los compromisos inter-nacionales
que lo obligarían, como Estado, a dar razones o promover acuer-dos previos en el
seno de los organismos internacionales creados precisamente para asegurar la
paz. Se apoya, además, en la creación de un enemigo hipoté-tico visto con mirada
fundamentalista y al que se lo demoniza con categorías tales como las de “Eje del
mal”, “Estados canallas”, “Estados fallidos”, “Estados fracasados”, etc.; se apoya,
además, en una opinión pública infectada de pasión militar y guerrera. Un tal
William Kristol decía precisamente que “siempre es buen signo que el pueblo
estadounidense esté dispuesto a hacer la guerra”(4) y, en fin, frente a la idea
reguladora kantiana de la “paz perpetua” se establece el de la “guerra perpetua”.
De este modo, pretextando combatir el terrorismo, el Estado se vuelve él mismo
terrorista, con lo que se cae en flagrante contra-dicción. La decisión de hacer la
guerra contra un “Estado canalla” no necesi-
• 248
•
ta de ningún argumento verificado o verificable, basta con una sospecha que
podría quedar justificada como hecho real o no. Y puede ser muy bien que aquel
“Estado canalla” no se encuentre involucrado en terrorismo, ni tenga armas de
destrucción masiva, ni armas biológicas. La sospecha, tan útil y hasta
indispensable para la decodificación del discurso, es moralmente inadmisible para
la justificación de cualquier forma de agresión y más aun, tampoco es vá-lida como
justificativo de la muerte de los propios soldados norteamericanos a los que se
obliga a hacer la guerra. Tenemos derecho a sospechar por nuestra parte y nuestra
sospecha sí es válida, que puede. haber otros motivos, ya que una guerra supone
gastos enormes y riesgos inevitables de vidas humanas. En el caso de Irak se dan
otros hechos que muestran cómo la “sospecha” no es nada más que un pretexto y
un justificativo que oculta otros motivos. Y uno de ellos, el principal, posiblemente,
es el control del Golfo Árabe-Pérsico, vía de acceso a uno de los yacimientos de
petróleo más ricos del mundo, a lo que debemos agregar que guerras como esta
contra estados débiles con fuerzas ar-madas inferiores, permiten afirmar la
hegemonía de los Estados Unidos ante el mundo como Estado Imperial. El
Imperio, en efecto, tiene su máximo apo-yo en la guerra utilizada como instrumento
de política exterior, con lo que la fórmula según la cual el derecho ha de preceder a
la fuerza queda totalmente invertido.
Todos los hechos que hemos enumerado en relación con la política unilate-ral
norteamericana, ha quedado ampliamente confirmado con la circulación de un
documento firmado por el propio presidente Bush (h), titulado “Estra-tegia de
seguridad de las Estados Unidos”. Los puntos básicos de este mani-fiesto,
elaborado a fines de 2002 y que según se informa ha sido distribuido en
organismos de seguridad de América Latina, dice entre otras cosas: “Estados
Unidos disfruta de una posición de fuerza militar sin paralelo”; “El único cami-no
hacia la paz y la seguridad es la acción”, es decir, la guerra; Estados Unidos
aprovechará su situación de poderío mundial “para extender los benefi cios de la
libertad al mundo entero, para llevar los mercados libres y libre comercio a todos
los rincones del mundo”; “Promovemos el crecimiento económico y la liber-tad
económica más allá de las costas de Norteamérica. Las lecciones de la his-toria
son claras: las economías de mercado...son la mejor manera de promover la
prosperidad...”; “Es hora de reafi rmar la función esencial del poderío militar
norteamericano. Debemos construir y mantener nuestras defensas para ponerlas
encima de cualquier reto. Para hacerlo, nuestras fuerzas armadas deben disua-dir
a cualquier futura competencia militar o derrotar decisivamente a cualquier
adversario si fracasa la disuación...” etc.
Pues bien, sucede que el año pasado un grupo de tecnócratas del Instituto de
Massachussetts declaró que la República Argentina era un “estado fracasado”
• 252
•
o “fallido”, y propuso convertir al país en un “protectorado” administrado por un
grupo de “experimentados banqueros”, designados, lógicamente, en Was-hington.
(9) Pues bien, esta propuesta, hecha en julio de 2002 ¿no es la misma que surge
del texto del H. Consenso de Washington en cuyo articulado hay uno según el cual
el Estado argentino se obliga a desnacionalizar el Banco Central? Es importante
recordar que el Banco Central fue creado en 1935 por un gobierno surgido de un
golpe militar, decididamente conservador y fuer-temente comprometido con los
intereses británicos, situación que duró hasta su nacionalización en 1946 durante
la primera presidencia de Juan Domingo Perón. Raúl Scalabrini Ortiz, el gran
crítico y acusador de una de nuestras etapas más vergonzosas de dependencia
decía, hablando del sistema bancario anterior a 1946 que “El Banco Central
-institución que nos fue impuesta por Gran Bretaña en 1935- es una entidad
despótica, para cuyas decisiones no hay apelación, cuyas deliberaciones, si
existen, no tienen publicidad, estructurada de acuerdo a los cánones corporativos y
que está fuera del alcance de la res-ponsabilidad política, a través de cuya
instrumentación se ejerce únicamente la soberanía popular...sin dar cuenta a nadie
de sus actos y decisiones, maneja a su arbitrio toda la economía de la Nación y no
responde ante nadie, ni por los perjuicios que causa, ni por los beneficios que
impide...”Viene al caso recordar aquí que Milton Friedman, continuador de Hayek y
maestro y guía de Ro-nald Reagan, pone como condición para la vigencia plena
del liberalismo “la independencia del Banco Central” y que para destrabar las
relaciones con el Fondo Monetario Internacional y conforme con sus exigencias, el
presidente Eduardo Duhalde, ha elaborado un proyecto de ley con el mismo
espíritu, en consecuencia del cual el Banco Central “quedaría al margen de las
normas de cualquiera sea su naturaleza, que con alcance general hayan sido
dictadas o se dicten para los organismos de la administración pública nacional”.
Impunidad e inmunidad, principios que ponen en evidencia la profunda
contradicción que hay entre la democracia que se proclama y la que se practica y
que como veremos enseguida no hará sino confirmar al fantasma del protectorado.
(10)
Nos hemos referido a los filósofos políticos, en un sentido amplio, y también a los
que sin serlo muestran o han mostrado en su especialidad como filóso-fos, interés
por la circunstancia en la que desarrollan su labor. Sin embargo, puede suceder
lamentablemente que ni los filósofos que se ocupan de la política muestren tal
interés. Y eso pareciera ser lo que acontece en nuestros días no sólo en América
Latina, sino mundialmente. “Nadie debería exigirle a un fi lósofo político -dice Atilio
Borón- que sea un consumado economista, pero una mínima familiaridad con las
circunstancias de la vida real es un im-perativo categórico para evitar que la
laboriosa empresa de la fi losofía política se convierta en un ejercicio meramente
onanístico”. Pues bien, eso es justamente lo que sucede: se da un divorcio entre la
reflexión política y la vida política.
En una aproximación a Marx Derrida con otro espíritu y sin caer en el jue-go,
equívoco de un Laclau, frente a los procesos que estamos viviendo -esto lo
escribía en 1993- decía: “Para analizar estas guerras y la lógica de estos
anta-gonismos, una problemática de tradición marxiana será indispensable
durante mucho tiempo. Durante mucho tiempo. ¿Y por qué no siempre?” Para
que no se crea que hay un error de transcripción aclaramos que Derrida pone
dos veces la expresión “Durante mucho tiempo”. (21)
Nos vamos a ocupar ahora de uno de los filósofos del Imperio y no podre-mos
menos que hacerlo en cuanto que sus doctrinas han dado color a más de uno
de los exposmodemos y a otros.(22) Hablamos de Richard Rorty quien en su
libro La fi losofía y el espejo de la naturaleza (1979), habla de una filosofía a la
que denomina “edificante”. Pues bien esta filosofía aspira “a mantener una
conversación más que a descubrir la verdad” y esto dentro del ambiente de lo
que el mismo Rorty ha denominado “enclaves de libertad” y que en alguna
ocasión hemos criticado. Por cierto, no se trata de cualquier conversación,
sino de aquella que nos ayuda a liberamos de toda hipostaciación de referen-
tes y sólo atenernos a aquellos que la práctica actual nos muestra como
útiles”. De ahí la aproximación de Rorty a los “juegos de lenguaje” del segundo
Witt-genstein, juegos que han sido jugados también por Lyotard con fines muy
parecidos: quebrar una relación sustentable con el referente. Al no tener la
“conversación” de los “filósofos edificantes” (los mismos que viven recluidos
en los “enclaves de libertad”) ningún acceso privilegiado a la verdad, son por
eso mismo libres de ir a donde quieran ir y si la filosofía sobrevive sólo podrá
hacerlo como “género literario”. El principio de contingencia expuesto por
Sartre le sirve para desbancar toda fundamentación de creencias, que es
tarea vana aun cuando hay algunas creencias más “útiles” que otras. (23)
Con estas posiciones teóricas han intentado dar otra orientación a los “La-tin
american studies” llevados a cabo en los “estudios de área” y alguno de los
• 262
•
integrantes del movimiento ha propuesto la elaboración de un “latinoameri-
canismo segundo” llevados a cabo en el seno de aquellas mismas áreas.
Alberto Moreiras, integrante del movimiento poscolonial ha propuesto la
elaboración de lo que él denomina un “Latinoamericanismo segundo”. Y a
propósito de esta propuesta surge una referencia abierta y fuerte, que no
estaba en el Ma-nifiesto, a la política imperial norteamericana, ejercida en este
caso desde las universidades. “El latinoamericanismo que se practica en los
Estados Unidos, dice Moreiras, “aparece como el verdadero enemigo del
pensamiento crítico y de cualquier posibilidad de acción contrahegemónica
desde la institución académica”. Esto es lo que pretende reformar sin salirse
del ámbito univer-sitario norteamericano. Por todo esto el “Latinoamericanismo
segundo” no sólo es ajeno a nuestros desarrollos teóricos y a nuestras
prácticas, sino que las ignora.
Ahora bien, el “Occidente absoluto”, tal como lo pensó Hegel, se había do-
miciliado en Europa y según otros textos pertenecía a la esencia del ser euro-
peo. El discurso se repite en Heidegger, doctrinario imperial de turno. A pesar
de esto, he aquí que un día aquel “absoluto” se puso en movimiento y resolvió
instalarse en otro hemisferio que disponía felizmente de un “Destino mani-
fiesto”, a más de un espíritu paternal de protección.
Todos, con mayores o menores riesgos han caído en un reduccionismo del término
“occidente” derivado de una univocidad que implica un notable des-conocimiento
de la problemática tal como se ha dado propiamente en Améri-ca. En algún caso,
en particular dentro del ámbito académico norteamericano, se ha llegado a la
demonización del concepto al entendérselo exclusivamente en su versión absoluta.
En otras, se ha olvidado el papel de la dialéctica que ha hecho nacer, por ejemplo,
un marxismo en nuestras tierras que significó, pre-cisamente, le depuración de lo
que el marxismo europeo, incluso el de Marx, tenían de eurocéntricos y , en tal
sentido, caían dentro de ámbito ideológico del Occidente absoluto. Ese mismo
desenfoque ha llegado a una simplifica-ción de las categorías de centro-periferia,
sin ver que son relativas, en cuanto en el centro hay también una periferia y, a su
vez, en toda periferia hay centros. En fin, más allá de nuestros desacuerdos
teóricos con las ideas de Habermas, no es cierto, tal como lo afirma Mignolo que
“el proyecto inconcluso de la mo-dernidad es el proyecto inconcluso de los
sucesivos colonialismos”, afirmación que reduce radicalmente modernidad a
colonialismo. En la medida en que esa modernidad fue una misma cosa con el
Occidente absoluto como ideología de imperios coloniales puede sin error hacerse
una equiparación radical. (31)
Notas
Manifiesto emitido en Porto Alegre, 4 de febrero de 2001.
“El mundo según Washington”, art cit. p. 10. Cfr. además el Atlas de
Le Monde Diplomatique (2003: 40-43 y 97)), Buenos Aires, Capital
Intelectual. ed. Baltasar Garzón “No hay paz sin justicia”, en Página
12, Buenos Aires, 27 de abril de 2003 “Bombardear ciudades es
derecho y humano”, en Página 12, 30 de marzo de 2003
Juan Gelman “Bussines are guerra”, Página 12, Buenos Aires, 30 de mar-
zo de 2003; y Noe Jitrik “Asistimos a un cambio de civilización”. Página 12
30 de abril de 2003. El autor habla, siguiendo posiblemente a Huntington
de la antojadiza doctrina de un “cambio de civilización”.
268 •
Raúl Colman “Irak termina en la Triple Frontera”, Buenos
Aires, Página 12, 23 de marzo de 2003.
Raúl Scalabrini Ortiz. Bases para la reconstrucción nacional, ed. cit. p. 170-
171; sobre Hayek véase: Mario Rapoport. “Origen y actualidad del pen-
samiento único” en Julio Gambina (ed.), La globalización económico-fi
nancie-ra. Su impacto en América Latina (2002: 357-363) Buenos Aires,
CLACSO.
La tesis de que “no hay alternativa”, expresión atribuida a Margaret Tat-cher,
surge del llamado “pensamiento único” sostenido por los doctrinarios
269 •
de los mercados financieros y caracterizado por la tendencia a concebir toda
realidad como mercancía. Cfr. Ignacio Ramonet Geopolitique du chaos (1997)
París, Galilée. Declaraciones de M. Friedman pueden leerse en Guy Sorman,
Cfr. Atilio Borón. Tras el búho de Minerva (2000: 231), Buenos Aires,
CLACSO, cap. “Entrevista con Noam Chomsky”; Daniel Bell. The end
of the ideology (1989), Glencoe, Illinois, The Free Press.
• 271
•
• 272 •
IV. Diálogos
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•
• 274 •
13. La ética del poder y la moralidad de la
protesta (Diálogo con Ramón Plaza)
A.A.R. Claro, así lo veo yo también. Y diría que se produce algo cier-
tamente extraño, producimos textos y nosotros somos su contextualidad.
Este hecho que se ve en el mundo de las letras, es justamente el que da
R.P. Creo que lo que me estás diciendo tiene que ver con el distinto
peso que se le pone al significante en las prácticas literarias, cosa que
por lo que veo no sería lo que pasa en la filosofía en donde más bien
el peso estaría puesto en el significado...
A.A.R. Así es. Pero ahí está precisamente el problema para una filosofía que
como la latinoamericana, tal como te lo decía, tiene la pretensión de
desplazarse más hacia el sujeto de la idea, que hacia la idea y eso vendría a
ser un reconocimiento del significante. En efecto, en alguna medida, el su-jeto
es el significante, como era también, según decíamos, su propia contex-
• 276
•
tualidad. En nuestros días está tomando cada vez mayor importancia una
“filosofía de la corporeidad” a la que no es ajena la filosofía latinoamericana.
A.A.R. Bueno, retomando aquel cabo suelto te digo que si esta filosofía
latinoamericana es, además, latinoamericanista, es porque se inserta dentro
de un movimiento mucho más amplio dentro del cual se reúnen tanto
• 277
•
filósofos como literatos, tanto José Vasconcelos como Manuel Ugarte, Ma-
riátegui y José María Arguedas o, en nuestros días, Leopoldo Zea y Gabriel
García Márquez, todos ellos de un modo u otro, unidos por un ideal co-mún en
relación con una tradición que tuvo sus orígenes a comienzos del siglo XIX
con los grandes movimientos de independencia continental y que aún puede
ser rastreada antes. Pero, de todos modos, pretende ser “filoso-fía”, es decir,
desarrollarse con una determinada especificidad discursiva.
A.A.R. Sí, sí, claro que no basta con eso, todavía tendríamos que acla-rar
cómo es abordado el objeto, en este caso, la cuestión de la identidad. Podría
pensarse que si la filosofía es considerada como un saber de lo uni-versal,
cómo encaja con un tema que pareciera responder a un sujeto his-tórico
concreto. Claro que desde un punto de vista dialéctico esa dificultad no sería
tal. Más complejo es responder sobre el modo de abordaje del tema por lo
mismo que la filosofía latinoamericana ha recurrido a distintas aproximaciones
metodológicas y muestra una diversidad de planteos teóri-cos y hasta se
podría hablar de “escuelas”: el historicismo de Gaos y Zea, el neokantismo de
Francisco Larroyo, el marxismo de Ricaurte Soler, en fin, la fenomenología, la
hermenéutica y hasta la filosofía analítica tal como la hacen Francisco Miró
Quesada y Luis Villoro. Bueno, me dirás que todavía no he respondido a
aquello de la especificidad discursiva...
R.P. Bueno, volvamos a otro de los cabos que han quedado sueltos.
Yo te hablaba en un comienzo de una ética de la escritura y desde la
escritura que es visible en nuestros literatos. ¿Cómo se da ese posible
encuentro entre la filosofía y las letras a propósito de la cuestión de la
ética? Me habías hecho antes una referencia a Jean Paul-Sartre y su
“engagement” ¿va por ahí la cosa? ¿Sucede con los filósofos lo que
pasa con los literatos y su relación con el “sistema”?
A.A.R. Te diría que es necesario distinguir entre los filósofos y los que
hacemos filosofía con vocación latinoamericanista. Te aclaro lo que quiero
decir: la cuestión de la identidad, supone el problema de una determinada
cultura. ¿La filosofía latinoamericana es entonces una filosofía de la
cultura? Te respondo, no. Es, decimos, una filosofía de las formas de
objetivación: lo que nos interesa es cómo el hombre produce su propia
cultura, es decir, cómo se “objetiva”. En este sentido es mucho más que
una filosofía de la cultura, aun cuando la incluye; es, diríamos, una
antropología y es, si quie-res, una ontología: se pregunta por el modo de
ser de un ente histórico, los hombres y las mujeres de nuestra América. Y
se ocupa también de esa otra categoría a veces despreciada por los
filósofos académicos, la cuestión del “tener”.
R. P. Se me ocurre que esa cuestión del tener es casi de tanto peso como la
de ser. Yo no concibo la posibilidad de ser esto o lo otro, empezando por ser
uno mismo, sin una determinada posesión. Yo mismo pretendo ser dueño de
mis actos y de mis cosas y desearía huir de las carencias, de la alienación, y
todo eso lo siento como hombre de esta América.
A.A.R. Veo que ya estás filosofando. Muy bien dijiste esas mismas
ideas en un escrito tuyo que no puedo olvidar. Lo titulabas si no me
equivoco, “Lo que no pudieron robarnos” y terminabas hablando de
algo que está en el centro mismo de la discusión filosófica
latinoamericana: los ideales, que según tus palabras es cosa que
no nos podrán robar “porque son a prueba de ladrones”.
• 279
•
R.P. Pienso que se trata de ese reencuentro entre la filosofía y
las letras de que hablabas...
A.A.R. Diría que la cuestión muestra dos aspectos, uno, el teórico y el otro
el de la realidad misma del mundo en que vivimos en el que los prin-cipios
que creíamos inviolables han sido violados, y gobernantes que se
presentaban como exponentes de una eticidad para nosotros respetable,
han sido los primeros en quebrarla. Y lo más grave del hecho -estoy pen-
sando en este momento en la llamada “ley de la obediencia debida”- es
que se ha producido dentro de un partido político, el Radicalismo, que se
precia de tener como respaldo histórico la “moral krausista”. Claro que
todo queda al descubierto cuando se ve la ambigüedad de esa ideología,
hecho que no le impidió sin embargo, a un krausista como fue Nicolás
Salmerón, renunciar a la presidencia de la República Española, para no
verse obligado a firmar una pena de muerte, castigo al cual se oponía por
principios. Pre-cisamente sobre el krausismo como ideología nacional di
en alguna ocasión una conferencia en la que destaqué aquella
ambigüedad y me parece que no cayó muy bien...
R.P. Eso, la renuncia, creo que hay que saber renunciar y que no
todas las renuncias tienen el mismo signo. Al “saber de renuncia” que
es valentía y honestidad, por lo menos consigo mismo, le podemos
llamar “la cultura del ejemplo”. Así le llamo yo. ¿Pero no será que hay
una contradicción entre una ética del poder y lo que podríamos llamar
una moral de la protesta? ¿No será el caso de ese hombre tan puro,
Salmerón, en quien tuvo más peso la segunda que la primera?
R.P. ¡Pero estás a contrapelo de lo que está pasando! En estos días eso de
las necesidades ha sido desplazado, postergado y hasta ignorado. Para los
que ahora se llaman neo-liberales hay que ejercer simplemente el poder.
A.A.R. Y precisamente si la eticidad surge fuertemente condicionada por el
ejercicio del poder, en beneficio de quienes lo detentan, la moralidad -esa
especie de eticidad primaria- es más bien la expresión normativa de las
necesidades de cada uno y, en tal sentido, es subjetiva en relación con la otra.
Y así, el conflicto entre eticidad y moralidad se plantea más que nada entre el
ejercicio del poder y la satisfacción de las necesidades, conflicto que muestra
diversos niveles de profundidad según las clases sociales. Pues bien, la
filosofía latinoamericana en la medida en que se ha comprometido con la
liberación de los pueblos, considera que la clarificación teórica de todos estos
problemas, le es prioritaria. A eso nos referimos, entre otras cosas, cuando
hablamos de una “Crítica de la Razón latinoamericana”.
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14. Posiciones dentro de un filosofar
(Diálogo con Raúl Fornet-Betancourt)
Arturo Andrés Roig. Debo decir que me resulta difícil responder a esta
pregunta; pues, en verdad, no me he puesto nunca a pensar cuáles puedan
ser las influencias recibidas. Me he dedicado a buscar las influencias que han
podido sufrir los demás, en mi ya larga tarea como historiador de las ideas,
pero no he pensado en las influencias que he sufrido yo mismo. Sin embargo,
improvisando una respuesta, pienso en este momento que, si me remonto a
los inicios, he de mencionar primero y fundamentalmente mis trabajos con los
textos platónicos. Mi lectura de Platón se dio ciertamente en un marco
idealista, aunque traté de lograr dentro de ese marco una cierta apertura hacia
lo que sería un platonismo no puramente de las ideas, sino un platonismo
donde se recalca con bastante fuerza -sobre todo a nivel del diálogo El
Sofista, etapa prácticamente terminal del pensamiento platóni-co- el peso que
tiene la diánoia frente a la nóesis, por ejemplo. Es decir una cierta apertura
hacia lo concreto, y ese sería un poco el comienzo de donde arranqué. Pero
también me apasionó la oscura figura de Espeusipo y su ne-gación de la
prioridad del acto, respecto de la potencia, como asimismo no perdí nunca de
vista ese filósofo sistemáticamente ignorado por el Maestro de la Academia, el
gran Demócrito. La fuerza que para mí tuvo, sin em-bargo, la enorme figura de
Platón hizo que todos esos años se movieran en medio de un ejercicio de
idealismo del que no estoy arrepentido ni tengo por qué estarlo.
Decisivas, son, por otra parte, y con motivo del ambiente que se vivió en las
décadas de los sesenta y setenta, las influencias de los que Ricoeur ha de-
nominado “filósofos de la sospecha”. Concretamente pienso en la recepción
del marxismo, que se da en estos años en forma bastante generalizada. El
marxismo no había entrado nunca en las universidades argentinas. Cuando
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Carlos Astrada se hizo marxista, se había jubilado y retirado de la universi-
dad. Así que esa recepción del marxismo se va a apoyar no en una tradición
existente en nuestras academias, sino más bien por una cierta tradición de
lectura hegeliana que había en la universidad argentina. Basta con recordar la
figura de Rodolfo Mondolfo para tener una idea de ella. Se trató, además, de
un marxismo que ingresaba mediatizado. Veníamos de leer con avidez a Jean
Paul Sartre, a Heidegger y por fin a Marcuse. Dentro de esta “filosofía de la
sospecha”, además del Marx mediatizado, estuvo Nietszche. Hay en estos
años un redescubrimiento del filósofo de la Voluntad de poder en el que tuvo
papel destacado Astrada, de quien he estado muy cerca en muchos aspectos.
Su lectura, digamos, progresista o democrática de Nietszche nos pareció
siempre muy importante. También hay que tener en cuenta la ex-pansión, por
esos años, del psicoanálisis y la literatura filosófica próxima al mismo. Esas
grandes figuras serían las que han marcado de alguna manera el paso a una
nueva etapa en mi manera de pensar filosófica y que me llevó a un
alejamiento de aquel primitivo idealismo. Sin duda no lo he superado del todo,
pero sí creo haber sufrido un fuerte impacto en ese sentido del materialismo
histórico.
A.A.R. La presencia de esos “clásicos” deriva del fuerte interés por la reali-dad
nacional que en buena parte nos alejó del mundo greco-latino. Cuando
regresé de Europa, en 1954, una de las cosas que traía decididas -luego de
un baño intensísimo de platonismo en la Sorbona- era la de meterme con
nuestras cosas. Sin duda me ayudó a eso una vocación por lo histórico que no
me ha abandonado nunca y que me ha llevado en ocasiones hasta la
realización de tareas meramente eruditas de recolección de datos. Y aquella
vocación “histórica” que me empujaría también a un “historicismo” -fueron los
años de intensas lecturas de Dilthey cuyas obras completas comenzaron a
salir en la década de los ‘40 en México- ha sido uno de los factores que
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me ha distanciado de otros colegas que no se movían con una vocación
equivalente y hasta militaban en un a-historicismo. De ese modo di con la
gran figura de Alberdi, el promotor en 1840 de una “Filosofía americana”.
Se sabe que cuando los filósofos argentinos Ingenieros y Korn
encontraron el Manifiesto de 1840, ellos dijeron: este es nuestro
programa. Y yo diría que nosotros dijimos lo mismo. Curiosamente esta
idea se encuentra en Leopol-do Zea. Podríamos entonces hablar de un
movimiento “neo-alberdiano” que es continental y hasta mundial, pues,
Zea lo llevó al Congreso Mundial de Filosofía de Montreal del año 1986.
Pero en las décadas de los ‘60 y ‘70 no sólo se abrió a nivel continental lo que
se había planteado en Europa como “diálogo constructivo con el mar-xismo”,
sino que comenzaron a llegar con fuerza las novedades, ciertamente también
revolucionarias, que traía la problemática del lenguaje. Leímos no sólo los
clásicos de la lingüística, comenzando por Saussure, sino toda la ri-quísima
filosofía que la acompañaba. Estaba relacionado, además, todo esto con un
cierto culto a Cassirer y en particular a su “Filosofía de las formas simbólicas”.
En fin, sería largo enumerar todo. Unicamente mencionaré una lectura que fue
decisiva para integrar lo que para mí era una “teoría del discurso”, la obra de
Valentín Voloshinov. Nuestro interés por la histo-riografía de nuestras ideas
filosóficas, dentro del amplio marco de las ideas “liberacionistas”, adquirió de
este modo herramientas metodológicas re-novadoras y, sobre todo,
adecuadas a la función social que le asignábamos.
A.A.R. Creo que para entender lo que Uds. denominan discrepancias debería
hacerse un cierto panorama de cómo se dieron las cosas y que en alguna
medida ya lo hemos venido trazando. El movimiento de Filosofía de la
liberación no fue en la Argentina nunca ajeno -como no lo fue en otras partes,
por ejemplo, en Colombia en cierto momento- a la teología y hubo siempre,
por lo menos hasta 1975, sectores de la Iglesia católica que le die-ron un
fuerte apoyo, a más de que se sumaron a él. Muchos de sus integran-tes
jóvenes habían militado en vanguardias católicas, como había asimismo
sacerdotes, algunos de ellos de diversas órdenes: dominicos, jesuitas, etc. Y a
su vez, dentro de los sacerdotes los hubo quienes hicieron de esa Filosofía un
arma sincera de lucha que los llevó a dejar los hábitos. Podríamos decir que
en ellos la Teología de la liberación se transformó en lo que entonces se llamó
“Liberación de la Teología”. Lo cual no implicaba un sentimiento an-ti-religioso
en cuanto que en el fondo estaba la gran cuestión de la “muerte de Dios”, el
dios del capital, el dios de los opresores, en fin, el dios de las
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jerarquías eclesiásticas sumadas a los sistemas represivos. Pero también los
hubo, dentro de esa fuerte masa católica del movimiento, seglares y reli-
giosos, que acabaron empleando su Filosofía y su Teología liberacionistas,
para fundar o refundar oscuras doctrinas místico-telúricas, en posiciones en
las que la “caridad” desplazaba a la justicia y el mensaje “liberacionista” era
reformulado de tal manera que podía ser compatible con el statu quo. Hasta
se dio un claro acercamiento a las fuerzas represivas, con actitudes que no
disimulaban simpatías abiertamente reaccionarias. Cuando se produjo el
golpe militar y comenzó la represión en la que fueron torturados y asesi-nados
más de 30.000 jóvenes -fue toda una generación decapitada, hecho que
quebró a las universidades y que aún están sufriendo las consecuencias-esos
“filósofos” se integraron cómodamente en el sistema. Ya no hablaron de
“liberación”, sino de “sabiduría popular”, del “núcleo mítico-popular” etc. y todo
ello dentro de un irracionalismo que invocaba la “tierra” como principio
regenerador. Para todo eso invocaban la figura de Rodolfo Kusch, a quien
traté en Córdoba en 1971 por primera vez, un ensayista al que declararon
como el filósofo más grande que ha tenido la Argentina. A lo dicho se ha de
sumar la suerte ocurrida con el exilio. Los “liberadores” que se pasaron a la
“sabiduría popular” convivieron con la represión, sin ser reprimidos. A los
“liberadores” que se mantuvieron en la “liberación”, no les quedó otra “opción”
que expatriarse. Y allí también se dividieron las aguas, entre los que
continuaron luchando, honestamente, desde una posi-ción teológica que los
ataba a antiguos compromisos, hasta los que, el caso nuestro, consideramos
oportuno separarnos del movimiento, el que, por lo demás, nunca tuvo
afiliaciones como las de un partido politico o una logia. Nos había unido una
praxis. En el caso del grupo mendocino, tal vez el de mayor fuerza y
resonancia a nivel internacional, aquella praxis fue inicial y fundamentalmente
pedagógica. Simplemente voy a remitirme a dos casos: el plan de reforma de
la Universidad de Salta, en el que tuvo destacado papel Horacio Cerutti y el de
la Universidad de Cuyo, en Mendoza, en el que me tocó principalmente a mí la
conducción y en cuya puesta en mar-cha colaboraron activamente Enrique
Dussel y tantos otros más. Vuelvo a insistir en el origen universitario de la
Filosofía de la liberación argentina, que contó con un apoyo estudiantil
indudable. Intentamos, pues, convertir una universidad estatal en una
institución modélica, sobre la base de una pedagogía participativa muy
estrechamente relacionada con las doctrinas de Paulo Freyre, pero que
respondía también a tradiciones nacionales ar-
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gentinas. Todo eso dentro de los cauces de un peronismo -que
aceptamos como regla de juego, no como militancia partidaria- y que
no lo redujimos a la sola exigencia de “liberación nacional”, que era la
posición de las dere-chas peronistas, sino que apuntábamos a aquella
liberación, pero también a la “liberación social”. Fuimos lógicamente
acusados de “infiltrados”, miem-bros de la Internacional Trotzkista y
otras cosas por el estilo y, por supuesto, expulsados y perseguidos.
Había, sin embargo, discrepancias que nos llevaron a tomar rumbos dis-tintos,
las que podríamos decir que estuvieron presentes desde un comien-zo. Había
un sector en el que desde los inicios estábamos abiertos a un diálogo con el
marxismo al que nos aproximamos desde el existencialismo francés y los
teóricos de Frankfurt. Luego vinieron por supuesto otras líneas de contacto.
Recuerden Uds. que el mismo Heidegger se había referido a aquel diálogo en
su conocida y muy divulgada Carta sobre el humanismo. No era, pues, una
novedad. Tal vez sí era novedoso el hecho de que nuestro diálogo no se
colocara en el plano de lo ontológico, según la propuesta heideggeriana, sino
social y político. No entendíamos, pues, la Filosofía de la liberación como una
tercera posición entre capitalismo y marxismo. Era-mos, además, fuertemente
anti-imperialistas, pero tomando partido en la Guerra Fría contra la política
norteamericana y, por cierto, decididamente en favor de la Cuba
revolucionaria. Había, sin embargo colegas de origen católico, que seguían
entendiendo al marxismo como posición “anti-cristia-na” y que veían en la
dialéctica una trampa que prolongaba el “discurso de la totalidad”
característico del hegelianismo, típica filosofía del “centro”. Ese fue, según
entiendo, el origen de la propuesta analéctica del Dussel de aquellos años. Y
por cierto que la experiencia del “cara a cara”, o del “rostro del pobre” debía
estar fuertemente condicionada por aquel punto de partida.
A.A.R. Precisamente en este punto del sujeto histórico veo yo otra dis-
crepancia o diferencia. Empiezo por aclarar que el sujeto histórico no es
evidentemente el filósofo, en el sentido de que no es tarea del filósofo asu-mir
la voz del oprimido y hablar por él. Esto es además muy riesgoso, pues, ahí el
filósofo se pone como mediación de la voz del otro y puede caer en la ilusión
de que “formula” esa voz, no de que la “re-formula”, que es preci-samente la
trampa del discurso del caudillo populista. Sé que la cuestión es muy delicada
pues eso podría llevar a la anulación misma del pensamiento filosófico. Pienso
que no tenemos por qué ser voceros, sin dejar de ser por eso, intérpretes
desde la filosofía. Sí podemos aportar nuestra palabra, siem-pre y cuando sea
nuestra palabra al lado de la palabra del otro. En última instancia esto no tiene
nada más que una solución: la inmersión de una praxis que le dé una
orientación a nuestra “praxis teórica”. Pero ese “otro” ¿quién es? ¿Quién es el
“pueblo”? Voy a contestar con palabras de José Mar-
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tí: “es el hombre natural, indignado y fuerte” que quiebra las verdades
de nuestros libros, de nuestras instituciones. Es sin duda un hombre
oprimido, pero también y esto tal vez sea lo más definitorio, siguiendo
la inspiración martiana, es un hombre emergente.
A.A.R. En cierta forma sí, pues, pienso que una teoría puede dar eso. Y
es que no se trata de una teoría que es disuelta permanentemente por la
crítica, sino que es una teoría que en relación con la práctica a la que
siempre está haciendo referencia, va descubriendo sus propias limitacio-
nes. En general entiendo que la crítica lo que señala son las limitaciones
que nosotros ponemos al pensamiento. Con otras palabras: la función de
la crítica consiste en ir señalando las formas de cierre en el pensamiento
filosófico. Pienso, además, que un filosofar puede alcanzar un nivel crítico
satisfactorio en relación con una práctica, sin renunciar a esa apertura que
a su vez en cualquier momento puede ser puesta en juego en función de
esa misma praxis.
C. ¿No cree que una filosofía que se desarrolla de esa forma y que “re-fleja”
una praxis y un contexto histórico determinados, tiene luego fuertes
dificultades para entrar en diálogo con otras filosofías? Dicho de forma más
concreta: ¿Qué posibilidades de diálogo hay entre una filosofía lati-
noamericana y una filosofía europea? ¿Es posible el diálogo intercultural en
filosofía? Y creemos que esta cuestión se ha agravado con los grandes cam-
bios que ha conocido el mundo en los últimos años, pues, con ellos se han
terminado las ideologías fijas a través de las cuales circulaban los mensajes.