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La belleza

de la

Sexualidad

Tomás Melendo

1
Para mi hija Lourdes,
a quien prometí una dedicatoria,
y que es parte esencial de mi felicidad en la tierra

2
Índice

Primera parte. ¿Mero sexo animal o sexua-


lidad personal y personalizadora?

I. Introducción: Sexualidad… humana


1. ¿Por qué una antropología?
2. La persona, principio y término de amor

II. La sexualidad personal


1. ¿Sexo personalizado?
2. Sexo animal…
3.… y sexualidad humana

III. Dimensiones personales de la sexualidad


1. Esenciales o constitutivas
2. Y existenciales o de la vida diaria

IV. La persona… sexuada


1. Persona, espíritu, amor
2. La unidad intimísima de la persona humana

Segunda parte. El ejercicio de la sexuali-


dad

V. Vivir en plenitud la propia sexualidad


1. Amor y sexualidad
2. La manifestación específica del amor inter-sexuado
3. Bañarse en el amor de todo un Dios

VI. La sexualidad, al servicio del amor y la unión


conyugales

3
1. Sexualidad y perfeccionamiento humano
2. Un modo distinto de engrandecer el amor

VII. Amor y contraceptivos


1. Paternidad responsable
2. Contracepción: ¿es la eficacia el único criterio?

VIII. Los métodos naturales


1. Introducción general
2. Ventajas antropológicas de los métodos naturales

IX. La actitud fundamental ante los hijos


1. Contracepción y PFN: dos extremos de una antítesis
2. Amor al otro y egocentrismo

4
Primera parte

¿Mero sexo animal


o
sexualidad personal y personalizadora?

5
Introducción: sexualidad… humana

¡Pongámonos en forma!

¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar lo que pueden enseñarnos. Si esto no sucede, re-
sulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cuestiones cla-
ras y claramente expuestas, pero que no nos dicen nada.
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.

 ¿Entiendes, al menos de forma aproximada, lo que significa antropo-


logía de la sexualidad?
 Si la respuesta es negativa, no debes desanimarte. Te advierto desde
ahora que, muy probablemente, la lectura que inicias te resultará más
fácil de lo que imaginas.
 En caso afirmativo, si ya sabes lo que es una antropología, ¿piensas
que este modo de estudiar la sexualidad —el antropológico— resulta más
o menos adecuado que otros, como el fisiológico, el biológico, neurológi-
co, médico, etc.? ¿Qué otros enfoques conoces y qué opinas de ellos?
 ¿Consideras que es lo mismo hablar de sexo que de sexualidad? Si te
parece distinto, ¿en qué consistiría la diferencia?
 En tu opinión, el modo como los hombres nos enfrentamos hoy día
con esta realidad, ¿es preferible al de hace algunos años? Como proba-
blemente tengas que matizar la respuesta, señala los aspectos positivos
más patentes y haz lo mismo con los negativos.
 ¿Estimas que hoy se conoce al ser humano con más o menos hondu-
ra que en otros momentos de la historia? También ahora será necesario
que establezcas ciertas distinciones, e incluso que las pongas por escrito,
para ver si estás o no de acuerdo con ellas una vez que hayas avanzado
en la lectura de este ensayo.

6
 A tu parecer, ¿cuáles son las causas por las que un matrimonio, vo-
luntaria y conscientemente, no tiene ningún hijo o deja de tener otros
que podría haber engendrado?

1. ¿Por qué una antropología?

Sexualidad y amor personal

Desde hace algunos años, cuando comencé a ocuparme de estos


asuntos, he sentido una inclinación irresistible a unir siempre a la pala-
bra sexualidad algún término enérgicamente ponderativo, hablando así
del prodigio, de la grandeza, del vigor, de la sublimidad… de la sexuali-
dad humana.
Tal planteamiento, eminentemente positivo, es el que presidirá cuan-
to sigue. Pero, incluso así, reducido a sus aspectos más nobles y atra-
yentes, se trata de un tema muy amplio y rico, susceptible de múltiples
enfoques y, en consecuencia, inabarcable.
Por eso, en este escrito me limitaré a apuntar algunas cuestiones bá-
sicas, sobre todo las que atañen a la muy estrecha relación de la sexua-
lidad con la persona y, más aún, con el amor personal, particularmente
en el seno del matrimonio.
Como apuntaba Viladrich a principios de los 90, la crisis que entonces
atravesaba la familia, agravada día a día hasta el momento presente,
podría también arrojar un saldo positivo: tras haber desaparecido mu-
chas de las funciones atribuidas en otro tiempo a la institución familiar,
sin que formaran en estricto sentido parte de su esencia, tal vez ahora
resulte más sencillo esclarecer la efectiva naturaleza de la familia en
cuanto familia y advertir que esta se encuentra determinada, en última
instancia, por el amor incondicional —es decir, incondicionado e incon-
dicionable—, que lleva a tratar a cada uno de sus miembros como per-
sona.
Algo parecido sucede con el ejercicio de la sexualidad y con su natu-
ral consecuencia, la fecundidad, en los que en cierto modo se origina y
crece la familia. También ellos se hallan, desde hace ya algunos lustros,
en estado continuo de alerta roja. Y también por lo que a ellos respecta,
hemos visto, entre otras cosas, desgajarse de la sexualidad-paternidad-
maternidad elementos o circunstancias que en otros tiempos la favore-
cían, sin serle absolutamente esenciales.

7
Así lo expresaba José María Pemán, hace ya más de 50 años, desde
la concreta perspectiva de la madre:
No cabe duda de que la maternidad sufre en el mundo una tremenda
crisis. Es una planta que solo puede criarse bien en un clima un poco en-
cantado y maravilloso. En un mundo regido por urgencias materiales y
económicas sufre rudos golpes, porque es un bello sueño más que un ne-
gocio práctico.
Fue negocio un día, en una hora ancha y feudal, donde se decía “el
mundo es de las grandes familias”. Lo es todavía en el orbe agrícola de los
pueblos poco poblados. No hay para la familia civilizaciones más felices
que aquellas donde se encuentran en el mismo camino la maravilla y el
negocio. Donde, por encima del hombro maternal que acuna su flor mara-
villosa entre cuentos y romances, el varón recuenta gozoso un brazo más
para su tierra o un soldado más para su mesnada.
Pero en el mundo ciudadano moderno —pisos mínimos, grandes distan-
cias, trabajo de la mujer, quehaceres del marido— el realismo se ha echa-
do demasiado encima del juego maravilloso, y sin maravilla y juego no
hay maternidad posible. En Norteamérica, la familia se acaba absoluta-
mente por las razones más duramente vulgares: por falta de sitio y de
tiempo.
Pero esto, que “puede” concretamente con la familia y con el hijo, no
puede con la maternidad en sí. Al apretarla, cuando cree que la ha ahoga-
do en su estrechez de paredes y prisa, lo que ha conseguido es que rebo-
se hacia la calle, hacia la vida social1.

Este escrito analizará, sobre todo, la relación de la sexualidad


con la persona y el amor personal

Sexualidad y feminidad

Sin duda, la cita de Pemán contiene ciertos anacronismos y deja de


considerar aspectos hoy fundamentales o que no están tan claros como
en ella se dibujan. ¿Es cierto, por ejemplo, que la maternidad ha salido
hacia la calle e impregna la vida social? Con todo, desde la perspectiva
que pretendo adoptar, la conclusión que cabe extraer de las palabras
transcritas resulta bastante neta, especialmente si se las ilumina con
algunas aportaciones complementarias.
Las resumo al máximo, aun a riesgo de simplificarlas, pues serán ob-
jeto de estudio en otro momento y lugar.
1. La «Revolución del 68» se planteó esencialmente y ejerció su
mayor influjo en los dominios de la sexualidad. Junto y en conexión con

1 PEMÁN, José María, De doce cualidades de la mujer, Prensa Española. Madrid, 2ª ed., 1969,
pp. 84-85.

8
ella, algunas feministas radicales se movieron en la misma esfera y en
una dirección muy concreta.
2. Me refiero a la liberación de la mujer, que se tradujo primero
en independencia respecto al varón justo en lo que atañe a la sexuali-
dad, para más tarde convertirse en liberación de la maternidad.
Pero en estos últimos años la naturaleza femenina ha vuelto por sus
fueros perdidos, y bastantes de las mujeres entonces beligerantes, y
muchísimas otras, experimentan de un modo muy distinto, pero no me-
nos profundo, la nostalgia de ser madres.
En cualquier caso, igual que para la familia, las tres décadas que cie-
rran el siglo XX y los años transcurridos en el XXI han introducido, teó-
rica y vitalmente, modificaciones esenciales en la sexualidad humana,
que han puesto de relieve rasgos y características desconocidas hasta el
momento.

Desde la antropología, sin excluir los saberes experimentales…

Por todo ello, nos encontramos en una situación muy propicia para
abordar, de forma más directa y definitiva, el estudio de lo que real-
mente es y debe significar la sexualidad humana, así como su ejercicio.
Pero, para eso, es imprescindible el enfoque antropológico: de una
antropología filosófica que hunda sus raíces en la metafísica (o saber de
lo que cada realidad realmente es), acoja las aportaciones de otras dis-
ciplinas, incluidas las ciencias experimentales, y que se encuentre abier-
ta, también, a la fe y a la teología.
Antropología cabal e íntegra, por tanto, y, además, en masculino y en
femenino. Scheler sostenía que:
En la historia de más de diez mil años somos nosotros la primera época
en que el hombre se ha convertido para sí mismo radical y universalmente
en un ser problemático: el hombre ya no sabe lo que es y se da cuenta de
que no lo sabe. Solo haciendo tabla rasa de todas las tradiciones referentes
a este problema, contemplando con sumo rigor metodológico y con extre-
ma maravilla a ese ser que se llama hombre, se podrá llegar nuevamente a
unos juicios debidamente fundados2.

Y Rassam puntualiza:
… hoy el problema de la persona es enfocado casi exclusivamente desde
un punto de vista psicológico y ético, con preocupaciones esencialmente
sociales, políticas y económicas. Pero, a la vez, se olvida nada menos que

2 SCHELER, Max, Philosophische Weltanschaung, Bonn, 1929, p. 62.

9
la dimensión ontológica de la persona, es decir, lo que es el soporte mismo
de su originalidad psicológica, de su valor moral y de su destino espiritual3.

Antropología con fundamento metafísico, por tanto. Otras considera-


ciones —las que solemos denominar científicas, entendiendo la ciencia
en su acepción predominantemente experimental— serán sin duda enri-
quecedoras e incluso imprescindibles, y por eso haré uso de ellas a lo
largo de este escrito. Pero ninguno de esos saberes puede erigirse en la
clave última y definitiva para dirigir la conducta de las personas en su
índole estrictamente personal y, por consiguiente, tampoco en lo que
atañe al uso y regulación de sus dimensiones sexuales.
Según sostiene Benedicto XVI,
… más allá de los límites del método experimental, en el confín del reino
que algunos llaman meta-análisis, donde ya no basta o no es posible solo
la percepción sensorial ni la verificación científica, empieza la aventura de
la trascendencia, el compromiso de “ir más allá”4.

Tiempo atrás, el entonces cardenal Ratzinger establecía el criterio de


fondo en relación a este extremo:
… si bien en una perspectiva puramente científica el cuerpo humano
puede considerarse y tratarse como un compuesto de tejidos, órganos y
funciones, del mismo modo que el cuerpo de los animales, a aquél que lo
mira con ojo metafísico y teológico esta realidad aparece de modo esen-
cialmente distinto, pues se sitúa de hecho en un grado de ser cualitativa-
mente superior5.

Por eso, aun cuando ayude mucho a lograrlo, no cabe determinar lo


que somos realmente ni derivar el sentido de nuestra existencia, por
ejemplo, de los datos de la biología sobre la estructura del hombre, por
muy abundantes que sean. Según explica un autor alemán:
El ser humano no descubre el significado de la vida en el análisis —
incluso exhaustivo— de sus genes, sino mediante el conocimiento de su
naturaleza, proporcionado sobre todo por el ejercicio, estudio y considera-
ción de las relaciones sociales, personales y religiosas6.

Pero lo mismo habría que decir de otras muchas disciplinas, como la


sociología, la economía, la psicología, la demografía, etc., a las que más
tarde me referiré.

3 RASSAM, Joseph, Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Rialp, Ma-


drid, 1980, p. 154.
4 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, p. 109
5 RATZINGER, Joseph, “Presentación a la Instrucción Donum vitae”, en AA.VV., El
don de la vida, Palabra, Madrid, 1992, p. 19.
6 REITER, Johannes. «Medicina predictiva-Análisis del genoma-Terapia genética», en
AA.VV., Bioética, Rialp, Madrid 1992, p. 92.

10
Y no solo porque estos saberes estén sometidos a continuo cambio y
revisión y por las razones de tipo teórico a las que ya he aludido. Sino
también por otras de naturaleza más práctica, capaces de influir en los
individuos singulares… que son los únicos existentes.

Es imprescindible hacer uso de una antropología filosófica, que


hunda sus raíces en la metafísica, acoja las aportaciones de
otras disciplinas, incluidas las ciencias experimentales, y que se
encuentre también abierta a la fe y a la teología

… pero dentro de una consideración global de la persona

Ciñéndome al caso que nos ocupa, pienso que muy pocos matri-
monios tienen o dejan de tener hijos, de manera consciente y volunta-
ria, por motivos macroeconómicos o demográficos. Y la prueba es que
los planteamientos de la demografía están cambiando en los últimos
lustros, que también existen modificaciones en el modo de concebir la
economía, que en muchos países se ha invertido la política económico-
familiar… y que esto no ha engendrado una variación apreciable en el
ritmo de nacimientos en casi ningún lugar del mundo.
Comprobación: como es sabido, desde hace ya bastantes lustros, un
nuevo plantel de demógrafos cuestiona y demuestra la invalidez de los
otrora intocables dogmas neomaltusianos. Apoyados en datos incon-
trovertibles, están haciendo ver a todo el que lo desee que el incre-
mento de población no es la causa de la pobreza del Tercer Mundo y
que, en definitiva, las personas constituyen el recurso principal con que
cuenta un país para impulsar su desarrollo. Pertenecen a este grupo de
revisionistas, entre otros, Simon Kuznets, Colin Clark, P.T. Bauer, Ester
Boserup, Albert Hirshman, Julian Simon, Richard Easterlin y Karl Zins-
meister.
Por ejemplo, en un artículo publicado en The National Interest (Was-
hington), Zinsmeister deshace la conexión, hasta hace relativamente
poco casi sagrada, entre incremento notable de la población o exceso
total de habitantes, por un lado, y miseria, por otro. Apoyándose en un
conjunto de investigaciones científicamente impecables, concluye:
Hay docenas de países poco poblados que son pobres y sucios y pade-
cen hambre. Y hay multitud de países con población grande y densa, que
son prósperos y atractivos. Esto no significa que la densidad sea una ven-
taja, pero sí que el número de habitantes no es la variable decisiva.
No existe, pues, un número apropiado de habitantes: se puede lograr el
éxito económico tanto en países poco poblados como en los de elevada
densidad de población. Los demógrafos revisionistas gustan de señalar

11
que cada niño viene al mundo equipado no solo con una boca, sino tam-
bién con dos manos y un cerebro. Las personas no solo consumen; tam-
bién producen: alimentos, capital, incluso recursos7.

Mas, según comentaba, nada de esto incide apenas en el índice de


natalidad, sobre todo en los países occidentales más desarrollados (cu-
riosamente, Estados Unidos sí que parece experimentar un aumento de
nacimientos en estos ultimísimos años; pero no ocurre lo mismo con la
vieja Europa).
Cabría concluir, pues, que:
1. La sexualidad y la fecundidad matrimoniales se encuentran
depreciadas debido a causas más profundas y cercanas al corazón de
cada persona que las citadas hasta el momento.
2. Es decir, a un estado general de la civilización contemporánea,
con un conjunto de prioridades muy definidas y no siempre correctas ni
del todo conscientes, que cobra vida o se traduce en motivos y decisio-
nes estrictamente personales, forjados en el interior de las familias.
Esas razones íntimas, que conducen a apreciar o a huir de la paterni-
dad-maternidad, son las que, de forma aislada, no pueden desvelar las
ciencias particulares, sino, más que ninguna otra disciplina, una autén-
tica antropología de la sexualidad y la fecundidad, apoyada también en
tales ciencias y en el conocimiento cotidiano de nosotros mismos y de
cuanto nos rodea.
Curiosamente, aun cuando nuestro quehacer en el día a día esté tre-
mendamente mediado y orientado por los avances técnicos derivados
de las ciencias experimentales, lo que nos lleva a tomar las medidas
más de fondo —las que más afectan al conjunto de nuestra existencia—
siguen siendo razones de corte antropológico o filosófico: es decir, de
tipo vital o existencial, por emplear términos más significativos.

Antropología vital

En este contexto podrían situarse unas nuevas palabras de Ratzin-


ger:
Quien entra en una disputa semejante debe tener claro lo siguiente:
nuestra sabiduría acerca de Dios, el carácter personal del hombre y su
condición de comienzo nuevo no pueden ser un conocimiento positiva-
mente contrastado de igual modo que los resultados obtenidos con
aparatos sobre los mecanismos de la reproducción. Los enunciados so-
bre Dios y el hombre quieren llamar la atención acerca de que el hom-

7 Cfr. ACEPRENSA, Servicio 111/93, 8-IX-1993.

12
bre se niega a sí mismo —es decir, repudia la realidad incontroverti-
ble—, cuando rehúsa trascender el laboratorio con su pensamiento8.

Y también los juicios, más actuales y con matices añadidos, de Rhon-


heimer:
La creación de la “nueva cultura de la vida humana” […] tiene que
comenzar, con todo, en diversos planos. El plano político-legal es solo
un aspecto. Las leyes desempeñan, en verdad, “un importante y a ve-
ces decisivo cometido en el fomento de una forma de pensar y de una
costumbre”. En una sociedad marcada por la apelación a los derechos
individuales la legislación y la jurisprudencia mantienen vivo en la esfe-
ra pública el “lenguaje de la responsabilidad” y poseen con ello una
función expresiva y de configuración de las mentalidades.
Sin embargo, en último término, la creación de una cultura de vida
se decide en aquellos lugares en los que la vida surge y experimenta
su primer desarrollo: en el seno de la familia […]. La familia es el lugar
de la formación de la conciencia, en el que es necesario experimentar y
aprender el amor, el espíritu de servicio y las virtudes que llevan a
aceptar la vida humana en todos sus estadios y estados como un rega-
lo y don. La familia se convierte así en el punto focal del interés y la
preocupación de todos9.

O estos otros de J. Ratzinger, ahora ya como Benedicto XVI:


En general se coincide en afirmar que a escala planetaria, y espe-
cialmente en los países desarrollados, existen dos tendencias significa-
tivas y relacionadas entre sí: por una parte, aumenta la expectativa de
vida; y, por otra, disminuyen los nacimientos. Mientras las sociedades
envejecen, muchas naciones o grupos de naciones carecen de un núme-
ro suficiente de jóvenes para renovar su población.
Esta situación es resultado de múltiples y complejas causas, a me-
nudo de carácter económico, social y cultural […]. Sin embargo, sus
raíces profundas son morales y espirituales; se deben a una preocu-
pante falta de fe, de esperanza y, en especial, de amor. Traer hijos al
mundo requiere que el eros egoísta se realice en un agapé creativo,
arraigado en la generosidad y caracterizado por la confianza y la espe-
ranza en el futuro. Por su misma naturaleza, el amor tiende a lo eter-
no. Tal vez la falta de este amor creativo y de altas miras sea la razón
por la que muchas parejas hoy deciden no casarse, numerosos matri-
monios fracasan y ha disminuido tanto el índice de natalidad10.

8 RATZINGER, Joseph, “El hombre entre la reproducción y la creación. Cuestiones te-


ológicas acerca del origen de la vida humana”, en AA.VV., Bioética, Rialp, Madrid,
1992, p. 62.
9 RHONHEIMER, Martin, Ética de la procreación, Rialp, Madrid, 2004, pp. 24-25.
10 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, pp. 31-32.

13
Lo que nos lleva a tomar las decisiones de fondo, las que más
afectan al conjunto de nuestra existencia, siguen siendo razones
de corte antropológico o, si se prefiere, vital-existencial

Y esos motivos, hondos y globales a la par que muy concretos, son


los que hay que ofrecer a los cónyuges. En fin de cuentas, y a modo de
resumen, se trata de averiguar cómo, por qué y en qué medida influye
la conciencia y el ejercicio de la propia sexualidad en el logro de la ple-
nitud humana y, como consecuencia, en qué proporción y por qué cau-
sas refuerza o no la felicidad de quienes componen un matrimonio y del
conjunto de la familia.
Desde semejante perspectiva habrá que considerar cuanto expongo
a continuación.

2. La persona, principio y término de amor

La sexualidad humana, única e incomparable

Si no yerro, y a tenor de lo apuntado hasta ahora, para establecer


unas bases sólidas sobre las que apoyar las disquisiciones que siguen,
conviene empezar sentando una tesis fundamental, una suerte de hori-
zonte sobre el que se recorten las afirmaciones sucesivas y más concre-
tas.
Esa convicción de fondo podría enunciarse así: a pesar de las apa-
riencias y de los planteamientos vigentes en nuestro entorno, que a
menudo nos llevan a hacernos una idea muy chata y depauperada de
las realidades que nos rodean y nos incumben… y de nosotros mismos,
la sexualidad humana es única, inigualable; no admite parangón con el
simple sexo de los animales, precisamente por ser humana o personal.
Eso me lleva a acuñar una terminología propia, pero que estimo con-
veniente, y distinguir entre sexo y sexualidad.
1. En relación a los animales, resulta preferible hablar de sexo.
2. Para los seres humanos, sin embargo, con objeto de dejar
constancia de su superioridad casi infinita y del modo en que impregna
la totalidad de la persona y es impregnada por toda ella, reservo el vo-
cablo sexualidad.

14
La sexualidad humana es única, inigualable; no admite parangón
con el simple sexo de los animales, precisamente por ser humana
o personal

La derivación inmediata es que, si queremos conocer algo de la


sexualidad en su sentido más estricto, es preciso esbozar una visión del
hombre, donde la sexualidad manifieste sus diferencias respecto al me-
ro sexo y muestre la función y el lugar que le corresponde en el conjun-
to de la existencia humana.
Para lograrlo —como vengo advirtiendo—, no bastan las perspectivas
parciales, propias de las ciencias particulares. Esos enfoques, en sí
mismos válidos, se tornan o insuficientes o reduccionistas en cuanto as-
piran a dar razón completa bien sea de la persona humana, bien de su
sexualidad: no muestran, precisamente, la gran divergencia y la enor-
me distancia que eleva a esta segunda por encima del sexo, justo por-
que ignoran que la sexualidad, en su estricto sentido, es personal.
Por ejemplo, la biología, la fisiología, la neurología y otros saberes
similares tienen mucho que decirnos en relación con la sexualidad; pero
si su visión pretende ser total y definitiva, no es difícil que acaben por
reducir la maravilla de la atracción entre varón y mujer, y cuanto ello
lleva consigo, a una suerte de mecanismos de distinto corte o, por em-
plear una de las expresiones más habituales, a mera química.
En la misma línea, los estudios sociológicos sobre este extremo tien-
den a poner de relieve lo que hacen todos o la gran mayoría, que acaba
por considerarse normal, con el matiz de legitimación que acompaña a
este vocablo, mientras que a veces solo estamos ante lo común o habi-
tual, que puede incluso ser opuesto a la condición humana: antinatural
o anormal.
La psicología, por su parte, suele atender predominantemente a lo
psíquico —instintos, pulsiones, satisfacción de las mismas…—, dejando
en sordina las dimensiones espiritual-personales.
E incluso la medicina y la psiquiatría, cuyas aportaciones no dejan de
ser valiosas e imprescindibles, corren el peligro de centrar su interés en
lo patológico, en lugar de indagar y poner de manifiesto la grandeza y el
gozo de una sexualidad vivida en plenitud.
Todas estas perspectivas, y bastantes otras que no he mencionado,
deben sin duda tenerse en cuenta al estudiar la sexualidad, y englobar-
las en lo posible dentro de ese análisis y sus conclusiones, pero en
ningún caso habrán de considerarse exclusivas y excluyentes.
Lo expone García-Morato:

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Pasamos ahora a tratar de los riesgos de una visión exclusivamente
científica de la sexualidad. Y antes que nada hay que recordar una cosa
elemental: cualquier [correcta] descripción científica de la vida humana
es real y es verdadera, pero no abarca todo. La ciencia no dice todo
sobre lo que es una persona. Proporciona una descripción perfecta en
su género, pero es limitada. Y hay que ser conscientes de esa limita-
ción para caer en la cuenta de que la sexualidad no es solo lo que dice
la Ciencia, aunque también sea lo que dice la Ciencia.
Pero es mucho más, tiene un sentido humano que abarca toda la
persona. El hijo no es, sin más, fruto de la unión de dos gametos. La
unión entre varón y mujer no es simplemente una donación de esper-
ma, sino que es algo más: es una donación de sí mismos [de lo que
encarna mejor, en el plano biológico, su índole personal, como vere-
mos] y, por lo tanto, una donación de amor real y verdadero. Un hijo
es fruto del amor de los padres11.

Concluyendo: para entender la sexualidad resulta imprescindible de-


terminar previa y simultáneamente —y mantener siempre presente— lo
que es el hombre, de modo que pueda comprenderse con mayor hondu-
ra el significado de su vida y su misión en el mundo.
Y esto, en el ámbito natural, corresponde a:
1. Una antropología filosófica, no meramente cultural, aunque
también haga uso de ella.
2. Que toma en cuenta la experiencia ordinaria y el conjunto de
las ciencias y artes, y que se abre a la metafísica estrictamente dicha,
capaz de conocer la realidad tal como es.
3. Y acoge asimismo la visión superior proporcionada por la teo-
logía, apta para dárnosla a conocer «como la ve Dios», aunque obvia-
mente, en comparación con Él, de forma muy imperfecta, en cierto mo-
do ridícula.

Para entender la sexualidad resulta imprescindible determinar lo


que es el hombre, de modo que pueda comprenderse con mayor
hondura el significado de su vida y su misión en el mundo

La condición del ser humano

Al abordar el estudio del hombre —mujer y varón—, vimos que de


él se han ofrecido muchas descripciones, en buena parte equivalentes.
Teniendo todo ello en cuenta, y según advertí hace unos momentos, me

11 GARCÍA-MORATO, Juan Ramón, Crecer, sentir, amar. Afectividad y corporalidad,


EUNSA, Pamplona, 2002, p. 106.

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interesa ahora subrayar la que pone en estrecha dependencia la condi-
ción personal y el amor.
Lo cual, como leeremos de inmediato en la pluma de distintos auto-
res, equivale a sostener:
1. Que el amor razonable y razonado —el amor inteligente— es
lo único definitiva y terminalmente humano.
2. Que, en fin de cuentas, cuanto el hombre realiza obtiene su
categoría radical en proporción al amor con que lo haga.
3. Que un varón o una mujer valen lo que valen sus amores… y
mil consecuencias por el estilo, cristalizadas en modos de decir, a su
vez, muy distintos.
Carlos Cardona lo expone con decisión, tomando como Modelo de las
personas humanas la máxima expresión de lo Personal:
Dios obra por amor, pone el amor, y quiere solo amor, correspondencia,
reciprocidad, amistad. Así, al Deus caritas est [al Dios es amor] del evan-
gelista San Juan, hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectamente
hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, au-
torreducido a cosa12.

Afirmación no del todo ajena al conocido refrán castellano: «amor con


amor se paga», ¡y con nada más, agrego por mi cuenta!, pues el amor
no es sustituible; o, tal vez más aún, a la antigua tonada que insistía en
que, como la propia persona, «el cariño verdadero ni se compra ni se
vende».
En un contexto similar, Rafael T. Caldera sostiene que
… la verdadera grandeza del hombre, su perfección, por tanto, su misión
o cometido, es el amor. Todo lo otro —capacidad profesional, prestigio, ri-
queza, vida más o menos larga, desarrollo intelectual— tiene que confluir
en el amor o carece en definitiva de sentido…13

… e incluso puede resultar perjudicial, no para determinados aspectos


de la vida, sino para su dimensión estrictamente personal y, por lo
mismo, decisiva para la felicidad de cualquier hombre o mujer.

Un varón o una mujer valen lo que valen sus amores

12 CARDONA, Carlos, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona, 1987, p. 101.
13 CALDERA, Rafael Tomás, Visión del hombre, Centauro, Caracas, 4ª ed., 1995, p.
66.

17
Sin duda, las citas podrían multiplicarse. Acudo a un par de ellas, so-
bre todo, porque se sitúan en contextos doctrinales muy distintos de los
vistos hasta ahora.
Y, así, Feuerbach, antecesor inmediato del marxismo ateo, no dudó
en proclamar:
Donde no hay amor, no hay verdad: y solo aquel es algo que algo ama.
No ser nada y no amar nada es lo mismo14.

Y Plauto, con una independencia relativa de cualquier cosmovisión re-


ligiosa, afirmaba a su vez:
Nada vale quien nada ama15.

Dicho con palabras sencillas, pero preñadas de consecuencias prácti-


cas: si un ser humano no llega a amar, a transformar en amor todo
cuanto realiza, lo demás resulta insignificante, vano o, mejor, dañino.
De manera similar, una batidora cuyos elementos internos aislados fun-
cionaran a la perfección, pero que de hecho no batiera, o un coche o un
ordenador primorosos, pero que no anduvieran o no procesaran textos…
no harían sino estorbar.

Ser humano, amor, sexualidad

Para entrever el sentido en que cabe sostener que el ser humano


se identifica con el amor o está destinado a transformarse en él, basta
advertir lo que he desarrollado otras veces.
A saber, que todo su contexto es de amor:
1. Nace del amor, del Amor divino infinito, que lo crea en coope-
ración estrechísima con el amor humano de sus padres.
2. Está destinado al amor: a amar a Dios y a las personas crea-
das, ya en esta tierra, tornándose cada vez más feliz; y, con semejante
preparación, a amar definitivamente al Amor de los amores durante la
eternidad, sin término y plena de dicha.
3. Y, por lo mismo, crece, se perfecciona como hombre, como
persona, gracias al amor inteligente.
Por todo lo cual, puede afirmarse sin reparos que la persona humana
es, participadamente, amor.

14 FEUERBACH, Ludwig F., Philosophische Kritiken und Grundsätze, 2.


15 PLAUTO, Persa, II, 1.

18
Con el adverbio participadamente quiero insinuar, entre otras cosas,
que, considerado en sí y por sí, no todo lo que el hombre realiza es, en
su sentido más propio, un acto de amor: no lo es el comer, el pasear, el
ver la televisión o leer un libro…
Sin embargo, todas y cada una de esas acciones pueden y deben
convertirse en amor. ¿Cómo?: en cuanto, al hacerlas buscando eficaz-
mente el bien de los otros, el amor las in-forma y, como consecuencia,
las trans-forma: cuando paseo, trabajo o descanso movido por el amor
—para consolar a un hijo mientras charlamos, preparar mejor las clases
pensando en mis alumnos, reponer fuerzas para volver a la tarea con
más bríos, recuperarme de un enfado con el fin de no aguar el ambiente
al volver a casa…—, tales actividades llegan a ser, en sentido real, aun-
que derivado, actos de amor.
(No solo por rizar el rizo, sino para hacerlo más comprensible, el que
in-formar equivalga a trans-formar puede verse bien, por ejemplo, en la
asimilación de la comida: lo que era, pongo por caso, pulpa de mango o
de naranja, cuando lo come y digiere un chico o una chica, se trans-
forma en carne, músculos, tendones… humanos.
Algo análogo, no idéntico, sucede con las actividades que realizamos.
Por ejemplo, al levantarnos de un asiento en un autobús por deferencia
hacia una señora o una persona de edad —y no simplemente porque
hemos llegado a la parada—, el gesto físico se trans-forma en un acto
de delicadeza respecto a esa otra persona; por el contrario, si uno o
una se ponen en pie para ver mejor el escaparate de la tienda de mo-
das, ese movimiento se transforma en un acto de… [ponga cada cual lo
que le evoque y parezca más conveniente], pero no propiamente de
amor).

La persona humana es, participadamente, amor

La sexualidad: enamorada o desamorada

Asimismo, la sexualidad comienza a percibirse en todo su esplen-


dor y maravilla cuando desvelamos y situamos en primer término su
íntima y natural conexión con el amor. Y es que, para unos ojos que se-
pan mirarla con limpieza, superando los estereotipos degradados y de-
gradantes que circulan en el ambiente, la sexualidad se revela de en-
trada como el medio más específico, como el instrumento privilegiado,
para despertar, introducir, manifestar y hacer crecer el amor entre un
varón y una mujer precisamente en cuanto tales, en cuanto personas
sexuadas.

19
De ahí, justamente, su importancia y relevancia en el conjunto de la
existencia humana. Y también de ahí la tristeza que provoca el proceso
de trivialización que ha experimentado en los últimos tiempos. Banali-
zación que, al alejarla de su profundo significado y de su excelencia,
constituye tal vez uno de los principales problemas —teoréticos y vita-
les— que la cuestión del sexo plantea a nuestros contemporáneos.
Pues, al no advertir la sublimidad de que esa sexualidad goza, algu-
nos no perciben hasta qué extremo influye en su propio ser y tienden a
tratarla como un objeto más de bienestar y consumo.
Muy a menudo me veo obligado a explicar, con profunda pena, que,
para bastantes de los que hacen del fin de semana nocturno el ámbito
primordial de su diversión —que a la par es el objetivo por excelencia
de su vida: vivir para divertirse—, las relaciones sexuales, excesiva-
mente frecuentes a lo largo de esas veladas, son un simple producto del
aburrimiento y del correspondiente afán de distracción. Que un buen
número de jóvenes, con los matices que serían del caso para los chicos
y las chicas, y para cada persona concreta, sin ignorar del todo la pro-
funda lesión que generan en su ser al utilizar de ese modo la propia
sexualidad, la sitúan, sin embargo, en la misma línea de los demás ins-
trumentos de recreo o entretenimiento, como una especie de artilugio
añadido a su persona, del que podrían disponer a placer, y no como al-
go que la configura intrínsecamente y en su totalidad y resulta, a su
vez, plenamente configurado por su condición de persona.
Lo que suelo exponer de una manera una tanto burda y desgarrada,
pero gráfica y significativa: para ellos es como un refresco más o como
un helado… «solo que a lo bestia». Cumple una misión parecida —el pa-
satiempo, la huida del tedio, cierto disfrute—, pero, al menos en su
imaginación e inicialmente, con mucha mayor eficacia e intensidad que
esos otros productos.
Lo expresa con singular acierto C. S. Lewis en El diablo propone un
brindis. En mitad del discurso, el diablo mayor se queja de la pobreza
de las motivaciones que llevan al hombre actual a hacer el mal. Y apun-
ta, especialmente, al uso mediocremente malvado del sexo:
Sería vano, empero, negar que las almas humanas con cuya congoja
nos hemos regalado esta noche eran de bastante mala calidad […].
Después ha habido una tibia cacerola de adúlteros. ¿Han podido encon-
trar en ella la menor huella de lujuria realmente inflamada, provocadora,
rebelde e insaciable? Yo no. A mí me supieron todos a imbéciles ham-
brientos de sexo caídos o introducidos en camas ajenas como respuesta
automática a anuncios incitantes, o para sentirse modernos y liberados,
reafirmar su virilidad o “normalidad”, o simplemente porque no tenían na-

20
da mejor que hacer. A mí, que he saboreado a Mesalina y Casandra, me
resultaban francamente nauseabundos16.

Todo lo cual, como sugería, no puede sino ir en detrimento de la po-


sibilidad de apreciar y valorar la sexualidad humana, pues los títulos de
su grandeza derivan de su cercanía a lo que es el hombre en cuanto
persona —a saber, amor inteligente participado— y al origen de cada
ser humano: una relación exquisita de amor mutuo… vigorizada por el
Amor creador de todo un Dios, con el que cooperan los padres en la
procreación o co-creación de cada hijo.

La grandeza de la sexualidad deriva de su cercanía con el amor y


con el origen de cada nueva persona humana, fruto también del
amor

La sexualidad: ser y obrar

En los párrafos que preceden, al apuntar sobre todo al ejercicio de


la sexualidad humana y su nexo con el amor, he dejado de lado algo
tanto o más importante y, hasta cierto punto, previo: la condición
sexuada de todo sujeto humano, su índole de varón o mujer.
Me gustaría exponer un par de ideas al respecto.
El estudio sobre la persona que realizamos en módulos anteriores nos
permitió extraer una doble conclusión:
1. Antes que nada, que el obrar sigue al ser, y el modo de obrar
al modo de ser; o, con otras palabras, que, para actuar de determinado
modo, cualquier realidad debe estar conformada o confeccionada de
una manera muy particular, tener un ser que permite y, en su caso,
provoca o sugiere, ese tipo de actividades.
2. Además, que ese modo de ser se encuentra básicamente or-
denado a la operación u operaciones que le son más propias. Como di-
rían los latinos, «esse est propter operationem: el ser se orienta y or-
dena al obrar».
Por poner ejemplos sencillos y no excesivamente profundos, las aves
tienen alas para volar, y los peces aletas para nadar; de manera análo-
ga y más propia, refiriéndonos a la persona humana y hablando con ri-
gor, todo su ser, con los elementos en los que se concreta, está enca-

16 LEWIS, Clave Staple, El diablo propone un brindis, Rialp, Madrid, 1993, pp., 35-
36.

21
minado hacia el amor inteligente, que es lo que, en el fondo, significa el
término contemplación.

Bajo este prisma, el ejercicio de la sexualidad se orienta a susci-


tar, instaurar y poner de relieve el amor entre los hombres y a
hacerlos partícipes del Amor creador de todo un Dios

Pero, si miramos más allá de la operación, hasta su mismo funda-


mento, la sexualidad constituiría una determinación intimísima median-
te la cual se modula en su totalidad el ser del hombre (mujer y varón),
gracias a una particular participación en el Ser Personal de Dios (y, más
en concreto, en la Santísima Trinidad), haciendo que cada sujeto huma-
no posea un ser masculino (varón) o un ser femenino (mujer), orienta-
dos, a su vez, al amor recíproco.
Esa modulación o modo-de-ser-persona, masculina o femenina, al-
canza desde el ámbito fisiológico, en todas y cada una de sus células,
hasta el propiamente espiritual, pasando por el psíquico; y hace de cada
hombre una persona masculina o una persona femenina, con el sinfín
de características que le son propias.
Debido a su enorme riqueza, no es un tema que quepa abordar en el
presente escrito, máxime cuando ya ha sido estudiado en otros lugares.
Pero sí es imprescindible dejar sentada la distinción entre:
1. Lo sexual: las manifestaciones más externas y corporales de
la sexualidad, de la que lo estrictamente genital es un conjunto de ele-
mentos que hacen inmediatamente posible la relación íntima entre
varón y mujer.
2. Y lo sexuado, que impregna a la persona entera del varón y
de la mujer, dotándolos de lo que llamamos masculinidad y feminidad,
que resultan muchísimo más amplias y ricas que sus meras expresiones
corpóreas.
Y también tenerlo como telón de fondo en el conjunto de reflexiones
que me apresto a esbozar y que tienden a poner de manifiesto que la
sexualidad humana es personal.

Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento

22
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso ir y ve-
nir, leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

 Al hablar de inclinación a la maternidad, ¿apelamos a algo que la mu-


jer experimenta por el hecho de serlo o se trata más bien de un mero in-
flujo cultural, de una especie de costumbre prolongada durante siglos?
 ¿Tienes ahora más claro cuáles son las ventajas y los límites de una
consideración científico-positiva de la sexualidad? ¿Estás realmente con-
vencido de que es necesario ampliar esa perspectiva? Expón los motivos
a favor y en contra.
 Según Feuerbach, «… donde no hay amor, no hay verdad: y solo
aquel es algo que algo ama. No ser nada y no amar nada es lo mismo».
¿Qué estimas de estas palabras?
 ¿Con qué condiciones puede el hombre —si es que puede— convertir
en amor todo cuanto hace? ¿Y lo que le ocurre?
 El énfasis que el texto pone en el amor, ¿no llevará a entender al ser
humano de forma poco científica y objetiva, demasiado inclinada hacia
una especie de sentimentalismo, que pase por alto facetas y elementos
absolutamente imprescindibles para comprender bien al varón y a la mu-
jer?
 ¿No te parecen exagerados los adjetivos que el texto aplica al sexo,
considerándolo maravilloso, sublime, etc.? ¿No incitarán estas expresio-
nes a convertirlo en el gran ídolo que hoy es para tantas personas, que
parecen reducir toda la vida conyugal (y, a veces, de relación con otras
personas) a las relaciones sexuales?
 Con lo visto hasta el momento, ¿estás de acuerdo en que entre la
sexualidad y el amor existe una relación muy estrecha? En cualquier ca-
so, desarrolla en unas doce o quince líneas lo que piensas del asunto.
 ¿Cuál o cuáles son los objetivos de la sexualidad humana? Si te pare-
ce oportuno enumerar varios, establece una jerarquía entre ellos y expli-
ca los motivos de tu decisión.

23
II. La sexualidad personal

Si quieres seguir en forma…

¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar lo que pueden enseñarnos. Si esto no sucede, re-
sulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cuestiones cla-
ras y claramente expuestas, pero que no nos dicen nada.
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.

 Para conocer mejor la sexualidad, ¿te parece conveniente empezar


por estudiar a fondo lo que ocurre en los animales, con los que incluso es
legítimo realizar experimentos, o más bien observar cómo nos compor-
tamos los varones y las mujeres? ¿Por qué?
 ¿Existe alguna diferencia entre «reproducirse», «engendrar», «gene-
rar», «procrear», «co-crear» y otros verbos-acciones del mismo tipo? En
caso de que sea así, exponlas brevemente o, al menos, esboza su signifi-
cado particular y concreto.
 ¿Qué determina o caracteriza mejor a la sexualidad humana: el cuer-
po o el alma? En la medida de lo posible, extiéndete en tu respuesta lo
que estimes oportuno: será terreno ganado para cuando inicies el estu-
dio… y para toda tu vida.
 Antes de seguir leyendo, y suponiendo que las haya, ¿podrías señalar
algunas de las principales diferencias entre el sexo animal y la sexualidad
humana?
 ¿Es cierto que entre la sexualidad humana y el amor existe una rela-
ción muy estrecha? ¿Qué ocurre, entonces, en los animales brutos (es
decir, en lo que hoy denominamos, sin más, animales)?

1. ¿«Sexo» personalizado?

En las primeras páginas, establecí una neta distinción entre sexo


animal y sexualidad humana o personal. Ahora querría esclarecer algu-
nas de las diferencias abismales que marcan semejante divergencia.

24
Sexualidad «humana»…

Pero también señalar un principio metódico fundamental, al que ya


he aludido en varias ocasiones, pero que con excesiva frecuencia se
desatiende en el mundo contemporáneo; a saber: que lo inferior se en-
tiende a la luz de lo superior, y no viceversa.
Aunque las estime un tanto duras, he de reconocer que me agradan
las siguientes convicciones de Denis de Rougemont:
Nosotros, los herederos del siglo XIX, somos todos más o menos mate-
rialistas. Si se nos muestran en la naturaleza o en el instinto esbozos tos-
cos de hechos “espirituales”, inmediatamente creemos disponer de una ex-
plicación de tales hechos. Lo más bajo nos parece lo más verdadero. Es la
superstición de la época, la manía de “remitir” lo sublime a lo ínfimo, el ex-
traño error que toma como causa suficiente una condición simplemente ne-
cesaria. También es por escrúpulo científico, se nos dice. Hacía falta eso
para liberar al espíritu de las ilusiones espiritualistas. Pero me cuesta mu-
cho apreciar el interés de una emancipación que consiste en “explicar” a
Dostoievski por la epilepsia y a Nietzsche por la sífilis. Curiosa manera de
emancipar al espíritu, esa que se “remite” a negarlo17.

En concreto, y volviendo a nuestro tema, el sexo animal debería


hacerse por completo inteligible a partir de la sexualidad humana.
Sin embargo, razones de fondo, como la asunción relativamente acrí-
tica y no diferenciada ni reflexionada del evolucionismo, y otras de tipo
práctico, como la mayor facilidad para analizar el sexo en los animales,
llevan a menudo a tomar como punto inicial de referencia a estos, y a
presentar la sexualidad humana como un simple sexo animal, pero en-
riquecido… o sin enriquecer, lo cual resulta todavía más problemático.
Y es cierto que el estudio de los animales aporta datos no desprecia-
bles para la comprensión de nuestra sexualidad, y por eso, en las pági-
nas que siguen, lo utilizaré a menudo como término de comparación.
Mas no conviene olvidar que la naturaleza profunda de la sexualidad
humana solo logra percibirse a la luz de la condición personal de todo
hombre, que constituye, a su vez, un reflejo o participación de la Trini-
dad Personal de Dios.
De ahí, entre otras abundantes consecuencias, que las investigacio-
nes al respecto realizadas en los animales no puedan trasladarse sin
más, como a menudo se hace, a los seres humanos.

17 ROUGEMONT, Denis de, El amor y occidente, Kairós, Barcelona, 4ª ed., 1986, p.


59.

25
La naturaleza profunda de la sexualidad humana solo logra per-
cibirse a la luz de la condición personal de todo hombre, varón o
mujer

… masculina y femenina

Esto me induce a dejar constancia de dos aspectos fundamentales:


1. Por un lado, algunos de los rasgos que distinguen y caracteri-
zan la sexualidad humana y su ejercicio, derivados de su condición per-
sonal: lo llamaré sexo personal o personalizado.
2. Por otro, en absoluto independiente del anterior, ciertos ele-
mentos de la condición sexuada de toda persona humana, masculina o
femenina.
En su momento, advertí la importancia de una afirmación de gran al-
cance: todo en el hombre es humano. Ahora veremos algunos caracte-
res en los que se manifiesta la condición humano-personal de la sexua-
lidad. Y, para ello, tal vez resulte oportuno señalar, de un modo todavía
genérico, las diferencias más de bulto entre el sexo animal y la sexuali-
dad humano-personal, así como algunas de las razones de esta radical
desemejanza.

Sexualidad y sexo

Como punto de partida, sirva este texto de Juan Pablo II:


El cuerpo humano, con su sexo, su masculinidad y feminidad, contem-
plado a la luz del misterio de la creación, no solo se nos revela como ma-
nantial de fecundidad y procreación, tal como sucede en el entero orden
natural, sino que encierra en sí desde el principio, el atributo “esponsal”, es
decir, la capacidad de expresar el amor: precisamente aquel amor en vir-
tud del cual el hombre-persona se torna don y actualiza —a través de se-
mejante don— el sentido mismo de su ser y existir18.

Amor y procreación. He aquí el doble lazo radicalmente constitutivo


de la sexualidad humana; lo que la distingue, en los dominios del obrar,
del sexo y la genitalidad simplemente animales, relacionados de modo
exclusivo con una sola realidad: la reproducción.
En los animales brutos, el sexo tiene una función meramente re-
productora, orientada al mantenimiento de la especie, mediante la re-
producción de ejemplares sustancialmente idénticos.

18 JUAN PABLO II, Uomo e donna lo creò, Città Nuova Editrice, Libreria Editrice Vati-
cana, Roma, 21ª ed., 1987, p. 77.

26
Entre los hombres, muy al contrario, la sexualidad manifiesta dos no-
vedades:
1. Es principio de pro-creación: capacidad de hacer entrar en el
mundo una primicia absoluta, una persona humana, única e irrepetible,
de ningún modo pre-contenida en realidades anteriores, sino extraída
de la nada por el infinito Poder divino, y destinada a introducirse —al
término de su paso por este mundo— en la corriente de Amor infinito
que el propio Dios constituye.
2. Y todo ello como fruto de un acto exquisito de amor entre un
varón y una mujer, amor al que los animales son absolutamente ajenos.
Las causas radicales de esta discrepancia y superioridad son hondas;
se sitúan, como más de una vez he considerado, en el plano del ser.
Con otras palabras: la sexualidad personal humana ocupa un lugar de
excepción en el conjunto de las realidades dotadas de sexo, porque
también el hombre goza de una muy peculiar constitución —de un acto
de ser superior y radicalmente diverso—, que lo discrimina del resto.

2. Sexo animal…

El sexo animal, al servicio de la especie…

Tomás de Aquino explica esas divergencias, más o menos, como


sigue.
Entre todos los componentes del Universo, el individuo humano posee
una propiedad en exclusiva: en él conviven, ordenados e íntimamente
imbricados, materia-y-espíritu o espíritu-y-materia.
1. En la materia, que lo asimila hasta cierto punto a las realida-
des infrapersonales, encuentra el hombre el origen o principio —tal vez,
mejor, la condición— de su índole sexuada, que, sin embargo, como ya
he indicado y veremos con más detalle, alcanza e impregna todo su ser.
2. Y el espíritu que vivifica esa materia, ausente en los simples
animales y en las plantas, determina la superioridad del hombre en
comparación con los demás organismos provistos de sexo y, simultá-
neamente, da razón de las peculiaridades y de la grandeza de su se-
xualidad.
Si analizamos estos dos datos a la luz de la particularidad de la per-
sona, con su dignidad y singularidad, podremos advertir que:

27
2.1. En el reino vegetal y animal existe un nexo indisoluble y
biunívoco entre sexo y reproducción: la genitalidad, con todo lo que lle-
va aparejado, es función estricta y exclusiva de la necesidad que pose-
en los seres vivos de perpetuarse; todo lo cual nos recuerda algo muy
conocido: lo que en verdad importa entre los animales y plantas es la
especie, a cuyo servicio se encuentra absolutamente subordinado el
sexo y los otros medios más simples de reproducción.
2.2. O, con palabras afines: es la especie la que se configura
por sí misma como cierto valor, mientras que sus individuos se supedi-
tan plenamente a ella.
Pero la especie no tiene existencia separada, al modo de las Ideas
platónicas, sino que solo subsiste en sus representantes singulares; y
como estos, por su índole corpórea, son temporales y corruptibles, es
preciso que engendren otros individuos —también perecederos, pero
padres a su vez de nuevos exponentes de la misma familia biológica—,
que aseguren el persistir de la especie.

En el reino vegetal y animal existe un nexo indisoluble y biunívoco


entre sexo y reproducción

… y sin significado para el individuo

Por otra parte, considerada en absoluto, la sexualidad se presenta


como una modalidad imperfecta de la capacidad reproductora, por
cuanto, normalmente, exige la cooperación de dos ejemplares de la
misma especie, de sexo complementario:
1. De ahí la diferenciación sexual, como elemento constitutivo y
fundamental de la mayoría de los animales superiores.
2. Y de ahí, también, el denominado instinto sexual, o de apa-
reamiento, que, en determinadas circunstancias, conduce inevitable-
mente a dos ejemplares de distinto sexo a realizar la cópula.
Hablo de modalidad imperfecta dentro de una consideración absoluta
porque, entre otros motivos, al contrario de lo que sucede con Dios-
Padre, que genera por Sí mismo al Hijo, ninguna criatura de cierto ran-
go es capaz de engendrar a otras sino con el auxilio de un ejemplar de
distinto sexo.
Pero, al mismo tiempo, como se sabe, desde una perspectiva relativa,
referida solo a las criaturas, la existencia de sexualidad constituye una
manifestación y una prueba de grandeza, frente a las realidades que
carecen de sexo y cuya reproducción es asexuada.

28
Con palabras de L. R. Kass:
La cuestión es que la reproducción [procreación] humana es sexual no
por consenso, cultura ni tradición, sino por naturaleza. En ella, un hijo es
resultado de la combinación de la naturaleza y el azar.
Más aún: solo encontramos reproducción asexual en formas poco desa-
rrolladas de vida: bacterias, algas, hongos y algunos invertebrados. La
sexualidad trae consigo una nueva y más rica relación con el mundo: para
el animal sexuado, el mundo no es ya una otredad homogénea, en parte
peligrosa y en parte comestible; es, además, el lugar que contiene otros
seres especialmente relacionados con él. Por eso, entre otras razones, el
ser humano es el más sexual —las hembras no atraviesan momentos pun-
tuales de celo, sino que son receptivas durante todo el ciclo reproductivo—
y el más social, el más lleno de aspiraciones, el más abierto y el más inteli-
gente19.

Ahora bien, y volviendo a los animales brutos: como estos no gozan


de significado por sí mismos, en cuanto individuos, tampoco la dife-
renciación sexual arroja apenas saldo alguno de valor estrictamente in-
dividual.
La pertenencia de cada uno de esos individuos a uno u otro sexo los
marca exclusivamente en lo que atañe a su función de propagador y
conservador de la especie, con lo que implica de diversidad de funciones
al servicio de la prole; y el instinto de apareamiento, por su parte, no
posee otras resonancias que la estricta atracción hacia la unión física —
centrada exclusivamente en los órganos genitales— con vistas a la ge-
neración de nuevos exponentes de la misma especie.
Con palabras distintas, y desde una perspectiva complementaria:
como los animales irracionales carecen de interioridad o intimidad —de
riqueza o de vida interior, si esta expresión un tanto figurada resulta
más explícita—, su adscripción a uno u otro sexo no deja en ellos casi
más señal que la absolutamente imprescindible para que llegue a cum-
plimiento la razón por la que son sexuados: la cópula fértil, que asegura
la reproducción, y el conjunto de actividades encaminadas a la supervi-
vencia de los recién nacidos.
En todo lo demás —y con las leves puntualizaciones que serían del
caso—, los animales de uno y otro sexo resultan prácticamente inter-
cambiables, como lo son, de manera más general aún, todos los indivi-
duos de cada familia animal.

19 Entrevista a L. KASS, doctor en Biología y Medicina, profesor de la Universidad de


Chicago y miembro del Consejo asesor de bioética del Presidente de los EE.UU., en
ACEPRENSA, núm. 45/06, p. 2.

29
Como los animales no gozan de significado por sí mismos, en
cuanto individuos, tampoco la diferenciación sexual arroja ningún
saldo de valor estrictamente individual

3.… y sexualidad humana

De la re-producción a la pro-creación…

Según vengo repitiendo, la situación del hombre es radicalmente


distinta. Y la diferencia podría enmarcarse dentro de este texto de
Tomás de Aquino, comentado por Cardona:
Por eso, “el alma racional da al cuerpo humano todo lo que el alma sen-
sible da a los brutos animales, lo que el alma vegetativa da a las plantas y
algo más”: algo más en el sentido de una mayor perfección sensitiva y ve-
getativa —en su conjunto orgánico— y en el sentido de una perfección de
orden superior, espiritual20.

Sin embargo, para captar su originalidad, consideraré de momento lo


que parece equiparar al hombre a los animales brutos. A saber:
1. Que el punto de partida de la sexualidad humana es, en cierto
modo y desde la perspectiva por ahora adoptada, el mismo que el de
estos: la necesidad de reproducción.
2. Y que tal exigencia deriva, en efecto, de la componente corpó-
rea del ser humano, paralela a su carácter mortal.
Permanece, por tanto, entre los hombres, con todas las conse-
cuencias que son del caso, la orientación de su sexualidad a la conser-
vación de la especie, en el sentido peculiar y un tanto problemático que
tal término tiene para los hombres, respecto a los cuales parece prefe-
rible hablar de naturaleza que de especie.
Esto resulta innegable, y posee amplias repercusiones a la hora de
determinar el modo en que el ejercicio de la sexualidad es verdadera-
mente enriquecedor: la unión sexual humana jamás podrá ser despro-
vista voluntariamente de este que —por ahora— cabría definir como su
fin original constitutivo.
Pero, informando al cuerpo, y como raíz de su originalidad y prepon-
derancia respecto a los animales, el hombre posee un alma espiritual e

20 CARDONA, Carlos en Presentación a CAFFARRA Carlo, Ética general de la sexuali-


dad, EIUNSA, Barcelona, 1995, p.16.

30
inmortal, en virtud de la cual se configura como persona: es decir, co-
mo un fin o un valor en sí.
En consecuencia, merced a su alma, el individuo humano no se en-
cuentra en absoluto subordinado a su especie, sino que, como afirma
una tradición multisecular, vale por sí mismo, tiene dignidad.

Consecuencias

Un primer corolario de esta disparidad básica, que afecta incluso a


cuanto de común hay entre el sexo animal y la sexualidad humana, es
el siguiente:
1. Lo perseguido a través de la generación —y de la cópula que
le da origen— no es ya la simple conservación del linaje humano, y ni
siquiera el dar cumplimiento al noble afán de perpetuarse los esposos
en sus hijos.
2. No. Lo que ha de procurarse, cabal e intencionadamente, es el
incremento, la multiplicación, de las personas —singulares, concretas,
dignas y valiosas por sí mismas— pertenecientes a la raza humana.
Eso es lo que Dios pretende en relación a los seres espirituales —el
hombre lo es en función de su alma—, y eso es lo que los cónyuges de-
ben hacer propio a la hora de plantearse lo que hoy conocemos como
«paternidad responsable» y a la de ejercer la unión íntima:
2.1. Aumentar, como alguna vez he sugerido, el número de los
seres destinados a mantener con Dios un diálogo de amor por toda la
eternidad.
2.2. Abrir —en cada unión íntima— nuevas e inéditas posibili-
dades de una felicidad sin término: del surgimiento de una persona que
nunca vendría al mundo (esa en particular, no otra) en ausencia de tal
relación.

Con estricto significado «personal»…

¿Y en lo que se refiere a la diferenciación sexual y al instinto de


apareamiento?
También aquí establece la índole personal del hombre notables dese-
mejanzas respeto al simple animal. Ambos —diferenciación e instinto,
que en este caso se configura como tendencia— poseen un significado
rigurosamente personal.

31
La razón de todo ello acabo de exponerla: siendo el hombre un ser
digno y valioso por sí mismo, el sentido de su sexualidad no puede ser
mera y simplemente específico —o en función de…—, pues eso equi-
valdría a subordinarlo por completo, en una de sus dimensiones más
profundas y esenciales, a la especie, ultrajando su dignidad; sino que
ha de dejar su traza en los aspectos estrictamente individuales y perso-
nales de su ser.
Por tanto, lejos de quedar reducida a los estrechos límites de la fun-
ción reproductora, aunque tomando pie en ella, la diferenciación sexual
transforma y modula —como ya he insinuado— hasta los rincones más
íntimos de la persona varón y mujer.
No constituye exageración alguna (sino que responde a la naturaleza
de las relaciones constitutivas entre materia, forma y acto de ser, según
veremos más adelante) afirmar que es el mismo ser del hombre y de la
mujer el que resulta sexuado. Y como el ser anima y da vida a todos los
elementos integrantes y al conjunto de las operaciones de cada indivi-
duo humano, todo en él, desde lo más exquisitamente espiritual hasta
lo estrictamente corpóreo, recibe el influjo de lo que originariamente
parece haber surgido —desde la perspectiva ahora adoptada— en fun-
ción de la reproducción y de las dimensiones corpóreas del hombre: el
sexo.
De esta suerte, si antes afirmaba que los animales irracionales eran y
se mostraban complementarios exclusivamente en lo que hacía referen-
cia a su capacidad reproductora y a cuanto se halla unido a ella; y si
sostenía también que esta pobreza era debida a la falta de interioridad
de tales individuos —en definitiva, de profundidad y plenitud de ser—;
en este momento, por el contrario, habré de recordar que, merced a su
distinto sexo, el varón y la mujer se muestran diferentes y complemen-
tarios en muchísimos aspectos de su personalidad: casi en toda ella.

Lejos de quedar reducida a la función reproductora, la diferen-


ciación sexual transforma y modula hasta los rincones más ínti-
mos de la persona varón y mujer

Y alcance global

Por eso, y como es obvio, hay que insinuar ya que la atracción


sexual entre varón y mujer incluye la tendencia al apareamiento con
vistas a la procreación, pero de ninguna manera se limita a ella.

32
Es toda la persona de la mujer, en cuanto mujer, lo que atrae o debe
atraer al varón; y es la persona íntegra del varón, en cuanto tal, lo que
atrae o debe atraer a la mujer.
El varón-varón, el varón cabal, no solo desea unirse físicamente a la
mujer, y viceversa.
1. Cada uno de ellos aspira a conocer, también pero no solo a
través del trato íntimo, toda la riqueza de una personalidad del sexo
complementario, que cada cual por sí mismo —por su diversa constitu-
ción en cuanto ser sexuado— no puede experimentar.
2. Anhela también, en mayor o menor medida, a tenor del tem-
peramento singular de cada individuo concreto, verse envuelto y como
empapado por la afectividad de una persona del otro sexo: sentirse
comprendido, animado, estimulado, protegido e incluso orientado por
ella, y experimentar las propias emociones sexuadas que de ahí se deri-
van.
3. Y si desea también fundirse corporalmente con su propio
cónyuge, la razón más profunda de ello es el amor, con su vigoroso po-
der unitivo y cognoscitivo.

La atracción sexual entre varón y mujer incluye la tendencia al


apareamiento con vistas a la procreación, pero de ninguna mane-
ra se limita a ella

A ello se refieren estas palabras de Noriega:


Nos encontramos ahora ante una dimensión nueva, en que la experien-
cia entre el hombre y la mujer adquiere matices distintos. No es ahora
[sólo] el cuerpo el que reacciona excitándose, sino la propia interioridad
humana: el afecto. Ante diferentes valores de la persona, como su simpa-
tía, su alegría, su fortaleza, el sujeto reacciona emocionándose. La emoción
se configura así como la reacción ante el modo como la otra persona en su
masculinidad o feminidad encarna distintos valores humanos, dándoles su
propia originalidad en una complementariedad.
Lo que motiva tal reacción no son los valores corporales, sino los valores
humanos ligados al hecho de ser varón o mujer. Ante el modo diferente
como afronta las dificultades, o es capaz de ternura, o de enfocar los pro-
blemas, o de gozarse ante lo positivo de la vida, con una alegría singular, o
de encontrar lo verdaderamente humano… Se trata ahora no tanto de una
pulsión cuanto de un estado afectivo o sentimental sumamente interesante
y que abre dimensiones nuevas de la persona anteriormente desconocidas,
porque desvela el mundo de la interioridad en el que otra persona se hace

33
presente con su originalidad, recreando experiencias vividas gracias a la
memoria o proyectando en situaciones posibles con la imaginación21.

En términos más amplios, pero muy adecuados, expone Giulia Vero-


nese:
A lo largo de toda la vida de la pareja, el sexo [puesto al servicio del
amor] contribuye a mantener y reforzar su unión, al tiempo que el amor, a
su vez, facilita la posibilidad de “sentirse” y “sentir al otro” profundamente.
En el intercambio de amor de la pareja, los gestos del cuerpo, hasta la in-
timidad de la genitalidad, pueden comunicar amor, forman parte de la en-
trega mutua, de dar y recibir el propio ser; en la confianza del amor, “co-
municamos” al otro nuestros sentimientos, tales como deseos, placer, difi-
cultades, satisfacciones, gozos y dolores22.

Y añade:
Por el contrario, si el sexo, en vez de proporcionar gozo y satisfacción
profunda, provoca constantemente dolor en uno de los dos, es muy difícil
que pueda mantenerse una verdadera unión. Involuntariamente, en el sub-
consciente de la persona afectada se formarán ciertas reacciones psicológi-
cas que al final tendrán un efecto destructivo sobre las relaciones de la pa-
reja.
Por lo tanto, es justo y conveniente que en la unión sexual los esposos
se preocupen de la sexualidad propia y de la del otro, para que ambos
puedan disfrutar. El término “preocuparse” no debe significar… observarse
—pues esto contribuye a traer la ansiedad, enemiga mortal de la sexuali-
dad—, sino vivir simplemente la aceptación del don recíproco de la perso-
na, como el amor sugiere23.

Los fines de la unión íntima

Los cónyuges no se unen solo, por tanto, para traer a la vida a un


nuevo ser personal, lo cual ya sería grandioso; ni para experimentar el
placer orgánico que de la cópula deriva, asimismo lícito y excelente.
Se unen también para:
1. Conocer —en y gracias a esa unión, entre otros muchos mo-
dos— la entera intimidad, espiritual, psíquica y corpórea, de la persona
a la que se entregan.
2. Vivir las emociones derivadas del conocimiento de esa riquí-
sima personalidad, íntegra y sexuada.

21 NORIEGA, José, El destino del eros, Palabra, Madrid, 2005, pp. 33-34.
22 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 271.
23 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, pp. 271-
272.

34
3. Actualizar la ofrenda por la que cada uno de los cónyuges
realiza su índole de realidad destinada al don o a la entrega…
4. Y, como más tarde apuntaré:
4.1. Descubrir y madurar su propia identidad masculina o fe-
menina, ayudando al cónyuge a hacer otro tanto.
4.2. Desvelar a través del trato mutuo determinados caracte-
res de lo humano.
4.3. Y facilitar la encarnación en sí y en el cónyuge de los
nuevos rasgos descubiertos.
Con lo que también queda dicho que, ligada a la atracción sexual y
como vehiculado por ella, se encuentra la necesidad intimísima, confi-
guradora, que el ser humano descubre en sí, de ofrecerse plenamente,
en cuerpo y alma, a la persona de sexo complementario cuyo ser ha
elegido y corroborado, para ponerse al servicio de su proyecto per-
fectivo, tal como veíamos al hablar del amor.
En este caso, el nuevo texto de Cardona puede servir más bien como
resumen y fundamento metafísico (no enteramente inteligible para to-
dos, pero no importa en absoluto) de lo dicho hasta ahora y en otras
ocasiones, y de parte de lo que expondré de inmediato:
La naturaleza humana incluye un componente material, corporal: el
cuerpo. Eso nos introduce en el tiempo, en el devenir histórico: en parte,
como los seres no espirituales. Y es aquí donde aparece propiamente la
sexualidad.
Pero esta sexualidad, que en los animales sin alma espiritual es sim-
plemente medio escogido por Dios para la “reproducción” de la especie y
su permanencia en el tiempo, en los hombres —compuestos de alma y
cuerpo, de espíritu y de materia— adquiere una dimensión que trasciende
el tiempo, una dimensión de eternidad.
En el hombre, la “reproducción” es “procreación”: es decir, algo que se
pone en favor de la creación: que es privilegio divino, dar el ser. De ahí
que la diferencia “macho-hembra” animal quede transfigurada en diferen-
cia “varón-mujer”: personas sexualmente diferenciadas, con vistas sobre
todo a la creación de nuevas personas humanas, que es la finalidad pri-
mordial del matrimonio [en cuanto que el amor conyugal, como sabemos,
es normalmente origen de los hijos].
Eso explica la diferencia, anatómica y fisiológica, que hay entre el va-
rón y la mujer. Pero el componente espiritual de la persona humana eleva
esa diferencia también a lo espiritual, originando determinadas cualidades
anímicas distintas en el varón y en la mujer: distintas para ser comple-
mentarias.
De este modo, resulta que, sobre la participación del ser divino perso-
nal que es ya la persona como tal, se añade ahora una participación di-

35
versificada en el varón y en la mujer, diversificada para complementarse;
esencialmente para constituir familia: lugar donde, según el querer de
Dios, ha de nacer el hombre y donde puede madurar como persona. De-
sarrollarse, alcanzar su plenitud personal, educarse24.

Ligada a la atracción sexual se encuentra la necesidad del varón


y de la mujer de ofrecerse plenamente a la persona de sexo com-
plementario cuyo ser ha elegido y corroborado, para ponerse al
servicio de su crecimiento y plenitud personales

El sexo animal a la luz de la sexualidad humana

Todo lo apuntado, y algo más, lo recoge Cormac Burke en este pa-


saje, que remite a la consideración básica que ofrecíamos al hablar del
método de conocimiento de las realidades —lo inferior a la luz de lo su-
perior—, y que dará pie a reflexiones posteriores:
Tradicionalmente se ha tendido a explicar el instinto sexual, colocándo-
lo dentro de un marco demográfico; así como tenemos un apetito de co-
mer, para mantener la vida del individuo, tenemos un apetito sexual para
mantener la vida de la especie.
La explicación vale, pero se queda corta.
Si el hombre y la mujer experimentan una profunda ansia de unión
sexual es también porque sienten —cada uno personalmente— un profun-
do anhelo de todo lo que va implicado en la verdadera sexualidad: auto-
donación, autocomplementariedad, auto-realización, auto-perpetuación,
en una unión conyugal con el otro25.

Para una mirada superficial, estaríamos ante una mera cuestión de


perspectiva. Pero hay que tener muy en cuenta que, según la que se
adopte, aparecen regiones de sombra, cuya explicación se torna ardua.
Habitualmente, durante siglos, ha predominado el punto de vista que,
partiendo de la comunidad existente entre hombres y realidades infra-
personales, y poniendo el acento en estas últimas, descubre en el sexo
la capacidad de reproducción.
Hoy la situación ha cambiado, aportando, como casi cualquier modifi-
cación, ventajas e inconvenientes. Un resumen muy acertado lo ofrece
Benedicto XVI:
Ventajas:

24 CARDONA, Carlos en la Presentación a CAFFARRA Carlo, Ética general de la sexuali-


dad, EIUNSA, Barcelona, 1995, p. 18.
25 BURKE, Cormac, Felicidad y entrega en el matrimonio, Rialp, Madrid, 1990, pp.
55-56.

36
La concepción moderna de la familia, entre otras causas por reacción al
pasado, da gran importancia al amor conyugal, subrayando sus aspectos
subjetivos de libertad en las opciones y sentimientos26.

Perjuicios:
En cambio, existe una mayor dificultad para percibir y comprender el
valor de la llamada a colaborar con Dios en la procreación de la vida
humana. Además, las sociedades contemporáneas, a pesar de contar con
muchos medios, no siempre logran facilitar la misión de los padres, tanto
en el campo de las motivaciones espirituales y morales como en el de las
condiciones prácticas de vida27.

Centrándonos en los beneficios, y de acuerdo con cuanto acabo de


exponer, hoy la primacía corresponde a la consideración del hombre
como persona, en cuanto dotado de un espíritu que lo discrimina radi-
calmente de los animales y plantas.
Y, juzgándola desde allí, nos dice Guitton,
… la sexualidad se presenta como el medio de realizar el amor [entre el
varón y la mujer en cuanto tales, como he apuntado y explicaré con cal-
ma].
El amor ya no es considerado como una consecuencia artificial y acci-
dental de la sexualidad: al contrario, la sexualidad se presenta como un
instrumento favorable para excitar y mantener el amor en una sociedad
formada por seres múltiples, más o menos comprometidos en la materia y
la corporeidad.
Esta diferencia de puntos de vista desplaza las zonas de oscuridad.
En la doctrina precedente, lo más difícil de justificar era la sexualidad
humana, que parecía como un brote aleatorio, como una derivación bas-
tante sutil [que complicaba innecesariamente el mecanismo de la repro-
ducción].
En lo sucesivo, la sexualidad animal es aparentemente la más inexpli-
cable, y desde entonces se nos presenta como un lujo inútil. Si el animal
carece de interioridad, ¿qué significan esas uniones caricaturescas que no
aseguran ninguna simbiosis de los seres, ninguna comunicación de las
conciencias?
Es esta la impresión que podemos tener cuando observamos el apa-
reamiento de las bestias. Este es también el sentimiento que tienen con
respecto a la sexualidad animal muchos biólogos contemporáneos, que
ven en ella una complicación onerosa, difícil de explicar desde el punto de
vista de un darwinismo ortodoxo.
Pero si suponemos que la intención suprema de la naturaleza es “hacer
al hombre”, como dice Elohim en el sexto día, los órdenes precedentes, no
teniendo ya en sí mismos su último fin, siendo solamente etapas prepara-

26 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, p. 101.
27 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, p. 101.

37
torias, deben presentar caracteres que no pueden parecer sino absurdos
al espíritu, si no se refieren al término definitivo que los explica. Sin esta
precaución, no pueden dejar de parecer irracionales, aberrantes, inútiles o
lujosos28.

La primacía del amor

Prescindiendo de las más o menos explícitas, y tal vez innecesa-


rias, concesiones al evolucionismo, acaso sustituible con ventaja por el
llamado «principio antrópico», la cuestión está clara:
1. Solo el hombre ha sido querido por sí mismo en el conjunto
del universo visible.
2. Solo la sexualidad humana, entre todas las que hallamos en el
cosmos, alcanza el estatuto y sentido definitivos de la sexualidad: es
capaz de englobar los mecanismos reproductivos en un clima de amor,
hasta el punto de transformar a ambos —amor y procreación— en di-
mensiones intrínsecas de esa sexualidad, obvia y netamente enriqueci-
da.
De ahí, de la prioridad del hombre en la tierra y de la orientación de
todo lo demás hacia él, la enorme facilidad con que se interpretan, co-
mo si fueran humanos, gestos y conductas animales determinadas por
sus instintos y carentes de un significado superior que las relacione en
modo alguno con el amor pleno y cabal.
En sentido estricto, en cuanto implícitamente se los considera como
manifestaciones o derivados del amor personal, en relación a los anima-
les tampoco debe hablarse ni de ternura o afecto, ni de preocupación
real por los otros, ni de delicadeza… ni de unión generada por el amor.
Como consecuencia, desligadas de ese amor —tal como están—, las
manifestaciones pseudounitivas de los animales irracionales han de pre-
sentarse carentes de sentido, por cuanto la simple reproducción se lle-
varía igualmente a cabo, y con mayor economía de medios, sin todo ese
acompañamiento.
De lo que resulta que es el amor lo que confiere su significado último
a la concreta y determinada modalidad que el sexo adquiere en los indi-
viduos humanos y que deja su reflejo en la de los animales.
Un amor, además, que, por su intrínseca fecundidad, asegura una
perpetuación propiamente personal —¡amorosa!— de la raza humana.

28 GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968, p. 180.

38
El amor confiere su significado último a la sexualidad humana… y
se refleja en el sexo animal

Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

 ¿Consideras que la sexualidad —el hecho de tener sexo— es manifes-


tación de grandeza o de precariedad? No te conformes con una simple
afirmación, sino procura razonar tu respuesta.
 ¿Puede decirse que el alma humana es masculina o femenina? ¿En
qué sentido y con qué puntualizaciones?
 Y, si has contestado negativamente, ¿cómo puede hablarse, enton-
ces, de persona masculina y de persona femenina?
 Con otras palabras —que lo pueden complicar más aún—: ¿de dónde
surge la sexualidad humana y dónde reside más propiamente?
 Ahora, una vez estudiado el tema, ¿ves claro por qué lo correcto es
entender el sexo animal a la luz de la sexualidad humana, y no al contra-
rio?
 ¿Piensas que en los ritos que acompañan o preceden a la unión
sexual entre animales puede hablarse de sentimientos o emociones? ¿De
cariño, delicadeza, ternura…? ¿Y en la relación de una hembra animal con
sus «hijos/as»? ¿Por qué?

39
III. Dimensiones personales de la sexualidad

Si aún me sigues leyendo…

¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.

 Si la persona humana es digna y eminentemente singular o única,


también lo será su sexualidad. Así, de entrada, ¿qué te dice esta afirma-
ción?
 ¿Te resulta arriesgado hablar de libertad sexual? ¿Por qué? ¿Conside-
ras que calificar la sexualidad humana como libre goza de algún sentido?
¿Cuál o cuáles?
 Parece obvio que una persona normal puede más fácilmente no tener
relaciones íntimas —en un momento dado o de por vida— que dejar de
comer o de beber cuando está hambriento o sediento… o de por vida
(que, entonces, se transforma en muerte). ¿Estás de acuerdo? ¿Por qué
sí o/y por qué no?
 En la relación íntima, ¿piensas que la mujer y el varón tienden por
naturaleza a entregarse del mismo modo, con idénticos matices y con
igual intensidad? ¿Sucede así en la época presente? ¿Por qué? Tienes
ocasión de explayarte. ¡No te prives!
Acabamos de considerar las dos raíces constitutivas de la supe-
rioridad del sexo humano sobre el de todas las realidades sexuadas.
Esas dos causas radicales son:

40
1. El espíritu que anima al ser humano.
2. Y, de manera derivada, el amor que de tal espíritu surge.
Analizaremos ahora brevemente algunas de las consecuencias que
brotan, para la sexualidad humana, del hecho de encontrarse incardina-
da en un ser espiritual y ejercerse en un clima exquisito de amor inter-
personal.

1. Esenciales o constitutivas

Las primeras, las que nacen de su relación con el alma espiritual, po-
demos calificarlas como propiedades esenciales o, quizá mejor, consti-
tutivas.
Sabemos que, en el hombre, la sexualidad es diferente y muy supe-
rior al sexo meramente animal. Y que sus discrepancias y preeminencia
se encuentran determinadas por los caracteres que distinguen al espíri-
tu de la materia: se configuran como cierta participación de tales ras-
gos.
Ahora bien, las notas fundamentales por las que un ser espiritual se
eleva abismalmente por encima de cualquier realidad inferior pueden
reducirse a dos, bien conocidas:
1. Por una parte, su intrínseca y constituyente dignidad (que la
sexualidad manifiesta, como antes apunté), a la que va ligada la liber-
tad.
2. Por otra, su pronunciada singularidad, su índole irrepetible,
que la dota, como sabemos, de mayor capacidad de comunicación.
Como consecuencia, estas dos prerrogativas se hallan partici-
padamente en la sexualidad humana, por el hecho de ser la sexualidad
de un ser compuesto de espíritu y materia. Lo que a veces se denomi-
na, de modo no excesivamente correcto, un espíritu encarnado y que
más bien habría que calificar como un espíritu-imperfecto y, como tal,
necesariamente auxiliado por la materia; o, mejor aún: como un com-
puesto de un alma —o forma sustancial— espiritual y de un cuerpo ade-
cuado a ella.

Libertad de las tendencias humanas

41
La libertad, en su sentido más propio, afecta al sexo, para elevarlo,
en mucha mayor proporción que a los demás instintos —mejor, tenden-
cias— inscritos en el hombre.
Lo que constituye una nueva prueba de que la esfera sexual del ser
humano se encuentra más íntima y estrechamente incorporada a las
dimensiones estrictamente espirituales o personales de la persona; o
más bien, que las dota de una característica muy peculiar, de modo que
toda la persona humana es intrínseca y constitutivamente sexuada, co-
mo persona masculina o femenina.
Según se explica en Saber amar con el cuerpo, libro que recomiendo
en extremo,
… la libertad y la capacidad de amar son lo más grande e íntimo que tie-
ne la persona humana. Por eso, la sexualidad, en la medida en que es ex-
presión corporal de esa capacidad de amar, afecta al hombre de manera
íntima y profunda, tanto para bien como para mal29.

Y de ahí que las tendencias sexuales resulten las formalmente más li-
bres, por encima de otras inclinaciones.
Como la libertad señala y caracteriza a la persona en cuanto tal, lo
más personal resulta más libre, y lo menos personal, menos libre.
Y, así, a la hora de satisfacer las necesidades de comida y bebida, el
hombre puede ejercer cierta libertad, que lo discrimina ya de los anima-
les inferiores.
1. No solo tiene posibilidad de elegir entre los variados tipos de
alimento, sino que, además, y en última instancia, es capaz de sustra-
erse a la solicitación del apetito, y abstenerse de probar bocado o de
ingerir líquido alguno, aun cuando el hambre o la sed sean acuciantes.
2. Pero esta libertad, relacionada con el instinto de conservación
individual, es relativamente escasa, pues tiene unos límites muy claros:
2.1. El hombre no puede decidir dejar de sustentarse más allá
de un determinado lapso de tiempo, so pena de que la dieta acabe por
afectar gravemente a su salud o, incluso, le acarree la muerte.
2.2. Luego, en lo que atañe a la nutrición, el ser humano par-
ticipa escasamente de la libertad de su propio espíritu, quedando en
parte aherrojado por las leyes que determinan el dinamismo de lo es-
trictamente biológico.

29 SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
1998, p. 12.

42
Lo cual, como acabo de señalar, es un índice de que la tendencia a
comer y beber afecta menos a la persona en cuanto tal, en cuanto per-
sona, y resulta menos impregnada de personeidad —menos personal—
que el ejercicio de su sexualidad… que, por eso, se acerca más a las
condiciones estrictamente personales.

Entre los seres humanos, la sexualidad participa en muy notable


medida de la condición personal: está personalizada

Libertad de la sexualidad

Y, en efecto, la sexualidad humana es mucho más libre que el resto


de las tendencias que se dan en el hombre.
1. Por naturaleza, este tiene la capacidad de ejercerla con relati-
va independencia de sus impulsos, sin que ello —a pesar de cuanto se
haya dicho en contra— provoque la más mínima perturbación de su
equilibrio vital y psíquico.
2. El ser humano puede conservar enteramente la plenitud de su
salud y su vida, aun cuando se abstenga de llevar a cabo la unión
sexual en esta o aquella circunstancia o, incluso, de manera absoluta:
por sí misma, la renuncia completa al uso de la genitalidad no constitu-
ye la más mínima traba para su desarrollo físico y psíquico.
Utilizando adrede términos de origen freudiano, para que sus afirma-
ciones resulten más netas, sostiene un experimentado psiquiatra, con
muchos años de vuelo en la Europa Central:
La observación libre de prejuicios del comportamiento humano ha hecho
posible que la psicología más reciente reconozca que la represión del ins-
tinto es tan humana y natural como la satisfacción del mismo, y que la una
y la otra son causa de salud o enfermedad, de serenidad o de inquietud, de
placer o de disgusto, según la relación que mantienen con la entera escala
de valores específicamente humanos. Respecto al llamado “instinto” se-
xual, tiene el “amor” un papel decisivo: la continencia “por amor” produce
calma y libertad de espíritu, lo mismo que la relación sexual llevada a cabo
también “por amor”. La disposición íntima de la persona, que plasma y co-
lorea el mundo entero, se traduce en las relaciones interpersonales y, es-
pecialmente, en el modo de ser y de existir-con-el-Otro-del amor30.

Conclusión: por estar más estrechamente asociada al dinamismo es-


piritual del individuo humano, por participar más estrictamente de ese
tipo de alma, la sexualidad se reviste con las prerrogativas propias de

30 TORELLÓ, Juan Bautista, Psicología abierta, Rialp, Madrid, 1972, pp. 91-92.

43
semejante espíritu, entre las que destaca —como acabamos de ver— la
libertad.

La sexualidad humana, orientada hacia la persona singular

Pero lo mismo ocurre con la singularidad.


La sexualidad humana madura es siempre una sexualidad personali-
zada y singularizada: concentrada en una persona particular y única.
Y en esto se diferencia también de lo que ocurre en las realidades in-
feriores.
Así lo explica Guitton:
En el mundo animal, la selección no se realiza atendiendo a la interiori-
dad. Cuando el lobo devora a la oveja o se aparea con la loba, solo necesi-
ta que se hayan cruzado en su camino. Es la oveja general la que le inter-
esa, y no esta determinada oveja, la loba y no una cierta loba. Y así su-
cedería en el hombre si este fuera solo un animal más refinado31.

Al no serlo, el sujeto humano tiene la posibilidad —y el deber— de


personalizar el uso de su sexualidad: singularizarlo y ejercerlo en un
exquisito clima de amor, que culmina en la entrega para siempre a una
sola persona del sexo complementario. Hasta el punto de que, hablando
en rigor, para quien está verdaderamente enamorado, las demás per-
sonas de ese otro sexo acaban subjetivamente por desaparecer… como
sexuadas: en cuanto tal, solo existe una.
Se trata de una cuestión explicada con gran profundidad, junto con
otras, en la cita que sigue:
La persona es un ser que vale en sí y por sí, es un todo en sí y por sí, no
es parte de un todo del cual derive su valor. Metafísicamente hablando, no
forma parte y no puede “formar parte” de ninguna serie. La especie huma-
na existe solo para la biología. Desde el punto de vista metafísico esta rea-
lidad no existe: existe la “naturaleza humana”, que no es la misma cosa.
En este sentido, cada uno de nosotros, cada persona, es un “unicum”. Esta
“unicidad” debe ser reconocida a toda persona: a la propia y a la de cual-
quier otro. Es el precepto ético fundamental o norma personalista: “ama al
prójimo como a ti mismo”.
Sin embargo, una vez descubierta esta particularidad de la persona, una
vez advertido que cada persona es distinta de otra, irrepetible e insustitui-
ble, resulta espontáneo preguntarnos: ¿No exige esta singularidad una co-
rrespondiente forma de reconocimiento? ¿No debería haber una forma de
reconocimiento del todo excepcional y única? ¿Única y excepcional porque
es dada a una persona singular y no a otra? Ahora bien, si reflexionamos

31 GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968, p. 66.

44
seriamente sobre la experiencia del encuentro sexual, vemos que implica,
como su fuente última, precisamente esto: el reconocimiento del otro. La
unidad en la carne, en el cuerpo, apunta a este reconocimiento (es su in-
tentio); lleva en sí mismo esta finalidad.
Unicidad del otro y, por tanto, imposibilidad de sustitución: “tuyo/tuya
para siempre” puesto que ningún otro podrá tomar tu puesto. Esta es la
definición propia del matrimonio monogámico e indisoluble en su íntima
esencia ética32.

La sexualidad humana madura es siempre una sexualidad perso-


nalizada y singularizada: concentrada y sublimada en una perso-
na particular y única

También en este caso se advierte una mayor interiorización de la


tendencia sexual respecto a los instintos inferiores. Porque, prosigue
Guitton,
… cuando queremos alimentarnos no distinguimos entre tal o cual per-
diz, tal o cual trucha. El paladar más delicado distingue la cosecha y acaso
el plantío, pero no el viñedo ni el racimo. La individualidad de la materia se
nos escapa, y nos contentamos con el pan y el vino como el lobo se con-
tenta con la oveja. Y lo mismo ocurriría con la generación si el hombre no
fuera espíritu y libertad antes de ser carne33.

Como lo es, por el contrario, la sexualidad puede ser personalizada. Y


ello va unido a la libertad que la configura intrínsecamente, en virtud de
su incardinación en un ser espiritual y que podría condesarse en estas
afirmaciones:
1. Puesto que nuestro comportamiento no responde a un instin-
to, sino a una tendencia —por lo tanto, controlable—, no estamos obli-
gados a ejercer nuestra genitalidad ni a entregar la sexualidad a ningún
individuo determinado.
2. Podemos libremente escoger el término personal, intransferi-
ble, de ese ejercicio y de ese don.
3. Está en nuestras manos personalizar la sexualidad.

Libertad y singularidad «sexuales», al servicio del amor

32 CAFFARRA, Carlo, Ética general de la sexualidad, EIUNSA, Barcelona, 1995, p.104.


33 GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968, p. 66.

45
Y, como consecuencia de tal personalización, el sexo es capaz de
participar activa, profunda y abundantemente en el dinamismo constitu-
tivo del amor.
Es decir: podemos amar también con el sexo, comunicarnos o entre-
garnos gracias a él, elevándolo infinitamente por encima del ejercicio
que del mismo hacen los animales irracionales.
Debido a su pertenencia a un ser espiritual, la sexualidad humana es
capaz de trasformarse, formalmente, en don, en culminación de la en-
trega propia del amor.
En relación con este extremo, conviene no olvidar lo que ya vimos:
que amar era corroborar en el ser a la persona querida, con todas las
consecuencias que esa confirmación lleva consigo; y que consistía tam-
bién, desde una perspectiva casi coincidente con la anterior, en elegir el
término de nuestros anhelos, ratificarlo en su estricta individualidad
irrepetible… y entregarse a él de por vida.
Víctor Frankl lo recuerda con palabras claras, que constituyen cierto
eco de cuanto estudiamos al hablar del amor.
El amor no tiene nada que ver con un compañero anónimo de relacio-
nes instintivas; por ejemplo, un compañero que se puede cambiar a me-
nudo por otra persona que tenga propiedades idénticas.
En el caso del individuo elegido instintivamente no se busca a la perso-
na, sino un tipo […]. El compañero en una relación puramente instintiva
(también el compañero en una relación social) es más o menos anónimo.
En cambio, al compañero en una relación de amor verdadero se le trata
como una persona, se le considera como un tú.
Por tanto, podríamos decir que amar significa poder decirle “tú” a al-
guien; pero no solo esto, sino poder decirle también “sí”: esto es, no solo
aprehenderlo en toda su esencia, en su individualidad y unicidad, tal como
hemos dicho anteriormente, sino aceptarlo en todo lo que vale.
Así pues, no consiste en ver solo el “ser-así-y-no-de-otro modo” de una
persona, sino en ver al mismo tiempo su 'poder-ser', esto es, ver no solo
lo que realmente es, sino también lo que puede ser o lo que deberá ser.
En otras palabras, citando una hermosa frase de Dostoievski: “Amar
significa ver a la otra persona tal como la ha pensado Dios”34.

Y, al advertirla según el boceto divino, surge en nosotros el impulso


razonable, sumamente generoso, de ponernos radicalmente a su servi-
cio: tiene lugar la entrega, resello conclusivo de la corroboración del
ser.

34 FRANKL, Víctor, La psicoterapia al alcance de todos, Herder, Barcelona, 1983, pp.


93-94.

46
Pues bien, el sexo humano puede hacer todo eso, puede decir un
«tú» y un «sí» plenos, radicales, y puede entregarse, en la misma me-
dida en que, por pertenecer a una realidad espiritual, obtiene la posibi-
lidad esencial de ser personalizado.
Pero, para que efectivamente actúe de esa manera, para que pronun-
cie el «tú» y el «sí» que corroboran a la persona querida en cuanto
sexuada, se requiere que, existencialmente, en la vida diaria, se en-
cuentre englobado en una corriente cardinal de amor libérrimo.
Solo con esa condición, la sexualidad humana se verá enaltecida y
elevada, hasta integrarse en la actividad más noble y definitiva que
puede realizar la persona: el amor, en el que la persona humana y el
sexo conquistan definitivamente, y actualizan, su intrínseco y constituti-
vo carácter terminal de don.

Podemos amar también con el sexo, comunicarnos o entregarnos


gracias a él, elevándolo infinitamente por encima de los animales.
¡Y debemos hacerlo!

2. Y existenciales o de la vida diaria

Requisitos

Y ahora pregunto: ¿cuáles son, existencialmente, en el discurrir de


cada día, los requisitos que permiten hablar de una sexualidad persona-
lizada, ejercida por amor, de una sexualidad transformada o capaz de
trasformarse en don?
Cabría deducirlos, una vez más, de la definición aristotélica que nos
sirvió de punto de partida en nuestros análisis del amor. Amar, decía
entonces, es querer el bien para otro.
Ahora bien, en lo que atañe a este punto, en la sexualidad humana
cabría reseñar tres componentes, que por lo común actúan de manera
conjunta e indiscernible, aunque en ocasiones alguno de ellos detenta
un predominio —incluso patológico— sobre el resto.
Tales elementos son:
1. El placer que acompaña al ejercicio del sexo y que no es mero
deleite sensible, sino psíquico y espiritual.
2. La atracción, fundamental aunque no exclusivamente psíquica,
por la que se tiende a completar la propia indigencia con la ayuda de la

47
persona del sexo complementario que se ha transformado en el propio
cónyuge.
3. Y el amor hacia esa misma persona, que, por su carácter con-
yugal, inclina a hacer completa la donación a ella: en el alma y en el
cuerpo.
De esos tres integrantes, los dos primeros miran fundamentalmente a
la propia satisfacción y cumplimiento, mientras que solo el tercero —el
amor electivo— instaura con vigor la dialéctica del tú, afirma radical-
mente al otro y nos hace salir de nosotros mismos y, así, crecer y des-
arrollarnos.
(Curiosamente, como hemos visto en otros momentos, la gran para-
doja de la condición de la persona —que solo vive en plenitud al des-
vivirse— también está presente aquí: de modo que, cuando en la unión
íntima alguien persigue el propio contentamiento —placer y consuelo
emocional, por resumirlo en un par de expresiones— no es cuando da
pie a la propia mejora y felicidad; sino que, al contrario, esta tiene lugar
cuando el fin de nuestros actos es el amor al otro en cuanto otro: la
búsqueda de su bien, en las diferentes modalidades que adopta en la
unión íntima
De nuevo con palabras de Benedicto XVI,
… la promesa más profunda del “eros” puede madurar solamente cuan-
do no solo buscamos la felicidad transitoria y repentina. Al contrario, en-
contramos juntos la paciencia de descubrir cada vez más al otro en la pro-
fundidad de su persona, en la totalidad del cuerpo y del alma, de modo
que, finalmente, la felicidad del otro llegue a ser más importante que la
mía. Entonces, ya no solo se quiere recibir algo, sino entregarse, y en esta
liberación del propio “yo” el hombre se encuentra a sí mismo y se llena de
alegría35.

También en las relaciones íntimas, la felicidad es consecuencia


del intento de otorgarla al cónyuge, olvidándose de la propia

Cuestión de orden

Por eso «querer el bien para otro» lleva consigo, en este caso, arti-
cular los tres ingredientes recién enunciados de manera que, aunque no
siempre con plena conciencia, el más noble y altruista —el amor volun-
tario— se constituya en motor y guía del afán de complementación y del
placer derivado de la cópula.

35 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, pp. 30-31.

48
Y el peligro que impediría la personalización existencial radica, preci-
samente, en que esa necesaria jerarquía puede desintegrarse, de modo
que el placer se transforme en único móvil de la vida conyugal o sexual,
o que, trascendiendo levemente esa perspectiva, en el trato matrimo-
nial se busque en exclusiva el propio contento o incluso la propia per-
fección como persona.
En ninguno de estos dos casos podrá decirse que «se quiere el bien
para otro».
¿Cuándo, por el contrario, puede establecerse fundadamente esa
afirmación? Antes de avanzar una respuesta, querría hacer una obser-
vación casi innecesaria: los dos integrantes del uso del matrimonio que
el amor ha de supeditar a sí, personalizándolos, en modo alguno deben
ser calificados como ilegítimos ni, en consecuencia, han de quedar ex-
cluidos de la vida conyugal.
Cada cual es bueno —en el sentido más cabal de este término— en su
propio orden. El deseo de la propia plenitud es bueno, además de inevi-
table; el placer derivado del coito es bueno, además de natural.
Pero ambos, para personalizarse, han de ser reducidos a la categoría
de corolario: esto es, subordinados al amor personal, a la búsqueda
lúcida y voluntaria del bien del otro en cuanto otro. Por otra parte, los
bienes más altos no deben someterse a los de menor calibre y entidad.

Síntesis

En consecuencia, una vida sexual ejercida bajo los auspicios del


amor, una vida sexual enriquecida por el don, por la entrega, una vida
sexual jerarquizada y ordenada, desde los puntos de vista ontológico,
antropológico y ético, establece la siguiente gradación, un tanto esque-
matizada, por razones de pura didáctica:
1. En primer término, se debe buscar el bien del cónyuge en
cuanto persona y en cuanto cónyuge: que sea, que sea bueno, como
esposo, como padre y educador, etcétera; y, para lograr tal fin, hay que
ponerse totalmente a su disposición, a su servicio: en el alma y en el
cuerpo. (Más adelante matizaré este extremo).
2. A continuación, se puede procurar el propio bien personal, sin
anteponerlo nunca al de la persona con quien se está unido en matri-
monio; más aún, según acabo de sugerir, hay que tener de nuevo en
cuenta que lo que perfecciona al hombre como persona, lo que hace de
él un ser plenamente humano, es la búsqueda del bien ajeno y la entre-
ga amorosa que esa solicitud lleva consigo.

49
3. En tercer lugar, cabe establecer como meta el proporcionar el
placer de la unión al propio cónyuge: semejante deleite es antropológi-
ca y éticamente bueno, y puede y debe ser procurado, siempre que no
se anteponga o, menos todavía, elimine la consecución de bienes más
altos, como podrían ser el auténtico amor o la fecundidad conyugal, los
hijos.
4. Por fin, en última instancia, y supeditado a los otros tres bie-
nes, resulta legítimo andar en pos del propio placer; instalado en el lu-
gar que le corresponde —el que señala una correcta antropología de la
vida sexual— es también algo bueno y deseable.
(Aunque, como es obvio, esta especie de complicada jerarquía no se
plantee explícitamente en cada relación, que es mucho más natural y
espontánea, sino que constituya la disposición habitual del buen amor
entre los esposos… que se unen íntimamente, sin tener que pensar
más, cuando el conjunto de las circunstancias los conduce a ello.
Por otra parte, tampoco estimo necesario detenerme a explicar que la
especie de fragmentación de elementos que he llevado a cabo es el re-
sultado de una abstracción o separación de hechos que en la realidad se
interpenetran mutuamente y en los que se pone en juego, como me
gusta repetir, toda la biografía, que, en este caso, es individual y de los
cónyuges.)
Recojo un par de citas al respecto:
… “subjetivamente”, los estados psíquicos que acompañan este compor-
tamiento se sitúan […] en muchos otros momentos y situaciones psíquicas
de la vida afectiva y emotiva de la persona y de la pareja. Mirándolo bien,
la “psicología”, es decir, la vida interior que en el individuo subyace en la
relación sexual, va siempre más allá del tiempo y del espacio del momento
dado, llevando consigo el “pasado” y el “futuro”, ampliándose a toda la re-
lación entre las dos personas y, en ese instante, al “modo” en que el indi-
viduo está viviendo esa especial relación, que quedará después grabada en
él. Además, por mucho que se quiera describir esta realidad en términos
generales, en cada pareja y “en su presente histórico” será siempre distinta
y única36.
En la pareja enamorada, es evidente que el placer, por todo lo que el
sexo brinda en la relación de amor, es mucho más amplio que el placer
meramente físico que les puede ofrecer el acto sexual en sí. Cuando la
sexualidad se expresa, en el momento oportuno, buscando “también” el
placer de la relación sexual y, al mismo tiempo, adaptándose a la inten-
cionalidad del amor, es decir, en una relación profunda y activa, de comu-

36 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 46.

50
nicación del ser de la persona con el de la persona amada, aquella desa-
rrolla entonces toda su fuerza positiva37.

En definitiva, todo resulta cuestión de orden

Y es el orden que acabo de esbozar el que permite existencialmente,


en la vida vivida, elevar la sexualidad a la noble categoría de expresión
y ejercicio del amor, del don personal genuino; a esa condición cuya
conquista ha sido esencialmente posibilitada por la incardinación del se-
xo en un ser dotado de espíritu.

Un apéndice fundamental

Y todo ello, puesto al servicio del engrandecimiento personal-


humano de cada uno de los cónyuges, que es la manifestación más cla-
ra del amor.
Según sostiene Alberoni, confirmando ideas que he expuesto en otros
lugares:
Para que haya amor, es preciso que el amante haga germinar posibili-
dades latentes o contenidas de nuestro ser38.

Y, también:
Todo enamorado se esfuerza por poner en evidencia aquello que consi-
dera lo mejor de sí mismo. Y hace de todo para adecuarse, para estar a la
altura de esta imagen ideal. En síntesis, se esfuerza por ser lo que quisiera
ser. De ello brota un formidable empuje hacia el mejoramiento de sí mis-
mo39.

En lo que ahora nos atañe, y como antes apunté, a través del trato
mutuo —también del íntimo— la mujer descubre y hace crecer ulterior-
mente su feminidad, de manera análoga a como el varón va percibiendo
e incrementando su masculinidad, que son la forma propia en que una y
otro pueden desplegar su condición personal, siempre masculina o fe-
menina: pues la persona-humana sin más —ni mujer ni varón— consti-
tuye una abstracción inexistente.
Según estudié en otro lugar:
1. La mujer acaba de desvelar y desarrolla su personeidad feme-
nina en contacto y relación con el varón en cuanto tal.

37 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 58.


38 ALBERONI, Francesco, Te amo, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 79.
39 ALBERONI, Francesco, Te amo, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 138.

51
2. De manera análoga, el varón pone al descubierto la riqueza de
su masculinidad y es capaz de engrandecerla gracias a la presencia de
las mujeres y, de forma muy particular, de aquella con quien especial-
mente se relaciona.
3. En ese juego de complementariedad irremplazable:
3.1. Van saliendo a la luz y tomando forma todas las prerroga-
tivas y atributos de lo humano, suscitados cada uno de ellos preferen-
temente por la mujer o por el varón…
3.2. Para hacerlo conocer al otro cónyuge y ayudar a que lo
encarne a su manera…
3.3. Con el fin de llevar a su relativa plenitud la perfección de
«lo humano», que, como sabemos, surge y se implementa solo en la
complementariedad sinérgica de lo femenino y lo masculino: es dual,
según suele decirse.
(Como anunciaba, este extremo constituye el tema de reflexión en otro libro).

Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

 ¿Entiendes ahora mejor cómo afecta la singularidad personal a la


sexualidad humana? ¡Pues explícate, hombre (o mujer)!
 ¿Qué requisitos ha de reunir la unión sexual entre dos personas para
que pueda calificarse, y efectivamente sea, humana, personal?
 ¿Es éticamente incorrecto buscar el placer en las relaciones íntimas?
Matiza todo lo que tengas que matizar… ¡que no es poco! (pero tampoco
te pases).
 ¿Cuándo puede sostenerse con verdad que las uniones sexuales ex-
presan y hacen crecer el amor personal, y cuándo no? También aquí pue-
des desmelenarte escribiendo.

52
 De acuerdo con lo que estudiamos al hablar de la persona, ¿te sien-
tes capaz de establecer un nexo relativamente claro entre el ejercicio co-
rrecto de la sexualidad y la condición personal, por un lado, y entre el
abuso de las dimensiones sexuales y el individuo entendido como fun-
ción, por otro?

IV. La persona… «sexuada»

¡Por si te hubieras descuidado!

¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.

 ¿Consideras que referirse a Dios es propio de la filosofía, o más bien


un tema reservado a quienes han recibido de un modo u otro una revela-
ción sobrenatural?
 ¿Qué se pretende sostener al decir que la sexualidad humana y su
ejercicio expresan y completan la condición personal del varón y de la
mujer? No te preocupes si, de momento, tienes la impresión de que tu
respuesta resulta poco clara y definida. Confío en que la lectura de las
páginas que siguen te ayude a comprender con más hondura este asun-
to.
 Al hablar de la persona, vimos que puede describirse como un-ser-
para-el-amor. Siendo el cuerpo un componente imprescindible de las per-
sonas humanas, ¿de qué modo piensas que se manifiesta en él la orien-
tación al amor recíproco entre varón y mujer?
 ¿Te atreverías a sostener que el cuerpo humano goza de idéntica
dignidad que el alma que lo anima? ¿Cómo fundamentarías tu respuesta,
tanto si es afirmativa como negativa, o de qué manera tendrías que ma-
tizarla?

53
 ¿En qué sentido consideras que los gestos corpóreos constituyen par-
te integrante del amor humano? ¿A qué tipo de gestos te refieres y a qué
tipo de amor (de amistad, conyugal, paterno-filial, fraterno…)? Establece
y desarrolla todas las distinciones que estimes pertinentes.

1. Persona, espíritu, amor

Nos encontramos en uno de los momentos-clave, y también más ar-


duos, de nuestro ensayo: aquel en que nos toca considerar cómo y por
qué la sexualidad expresa y da vida a la condición personal de todo ser
humano.
En el instante, por tanto, en que intentaremos comprender la sexua-
lidad del modo más correcto posible: observándola desde lo alto…, en
cierto modo desde el propio Dios.

Un paréntesis pertinente

Aclaro de entrada, aun cuando me desvíe un tanto del tema, que el


referirse a Dios entra de lleno en las posibilidades e incluso en las obli-
gaciones del filósofo como tal. Si la filosofía es un saber de ultimidades,
como en ocasiones se la ha descrito; si pretende descubrir, mediante el
uso de la inteligencia, la respuesta más definitiva de cualquier realidad
o suceso, al término tendrá que encontrarse con Dios… a no ser que su
caminar haya errado el rumbo.
Y también resulta legítimo, en un escrito concreto, dar por supuesto
el conocimiento de Dios que en otros momentos se ha alcanzado y con-
siderado.
Ciertamente, la filosofía genuina parte de la experiencia: y, hablando
con propiedad, Dios no es objeto de experiencia para ningún ser huma-
no.
Pero, como en todos los demás saberes, no es necesario ni posible
abordar el estudio de cada asunto comenzando absolutamente desde el
principio, como si nada se hubiera todavía aprendido.
Ninguna ciencia actúa de este modo, sino que se apoya en los cono-
cimientos adquiridos con anterioridad.
De manera análoga, el filósofo tiene todo el derecho —e incluso el
deber, pues de lo contrario resultaría muy difícil seguir avanzando en el
saber de la realidad— de indagar sobre una cuestión tomando en cuenta

54
adquisiciones anteriores propias o de otros filósofos, en la medida en
que uno, al comprenderlas, se las ha apropiado.
En concreto, si ya ha obtenido cierta noticia de Dios —de su existen-
cia y de su modo de Ser—, puesto que ese saber, aunque mínimo, será
lo que más ilumine cualquier realidad que pretenda examinarse hasta
sus últimas consecuencias, es perfectamente legítimo que intente com-
prender su objeto de indagación con las luces que el conocimiento de lo
divino le aporta.
De ahí que los clásicos sostuvieran que la mejor de las filosofías es la
que se realiza in via iudicii —en el camino en que se juzga algo con los
criterios últimos y de más calibre alcanzados hasta aquel momento—,
complemento necesario de la via inventionis, o camino de hallazgo de
esos principios superiores.
Y por lo mismo, estas palabras tajantes de Cardona:
Podemos y debemos hablar clara y directamente de Dios, en un ámbito
de estricta teología natural, de metafísica del ser. Para esa metafísica —
que es la de Santo Tomás de Aquino, pero no ciertamente la de la Escolás-
tica decadente y del racionalismo subsiguiente—, Dios no es simplemente
un Ser supremo, una especie de primum inter pares dentro de una serie
causal. Para la metafísica del acto de ser, Dios es el mismo Ser Subsistente
o Acto Puro de Ser; personal, infinito, absoluto, esencialmente bueno y
verdadero y libre. Solo esta noción de Dios puede fundar una ética objeti-
va, universalmente válida siempre… El cristiano debe tener el valor inteli-
gente (sin arrière-pensées) de hablar de Dios. Y el metafísico debe saber
del ser lo suficiente para poder hablar también filosóficamente de Dios. El
abstracto y desvaído “Dios de los filósofos” es el Dios del racionalismo: y
de ninguna manera el Dios al que la inteligencia natural, bien conducida,
puede llegar. Y es Dios el único porqué definitivo de toda norma ética40.

Otra cosa muy distinta es partir de los datos obtenidos y aceptados


por la fe. En tal circunstancia, el conocimiento que se obtenga, si se
actúa con corrección, será sin duda cierto, pero no debería encuadrarse
en los dominios de la filosofía.
No obstante, en las páginas que siguen haré uso de ambos tipos de
procedimientos, por un motivo que considero suficiente: el hecho de
que resulte bastante difícil entender a fondo la sexualidad personal del
hombre sin hacer una mínima referencia a la Trinidad de Personas divi-
nas, donde la índole personal se da en toda su plenitud.
¿Razones?
En la Trinidad, gracias al conocimiento brindado por la fe, es donde
mejor se advierte que toda persona es, por emplear una expresión co-

40 CARDONA, Carlos, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid, 1990 pp. 24-25.

55
nocida, un-ser-para-el-amor… y para un amor que consiste-culmina en
la plena entrega de sí mismo y en la libérrima acogida del otro.
Resumiendo lo que he comentado otras veces, y según nuestra pobre
comprensión de lo sobrenatural, el Padre es Persona perfecta entregan-
do todo su Ser al Hijo, que libremente lo recibe o acoge; y el Espíritu
Santo vendría a ser la síntesis Personal de esa Entrega-Aceptación, en
la que el Amor, así correspondido, se cumple cabalmente.

La sexualidad, «configuración» del hombre en cuanto persona

Para iluminar desde esta concepción la sexualidad humana, convie-


ne recordar que todo hombre es una persona finita, limitada, y que en
buena medida esa limitación se concreta en el hecho de que el alma es-
piritual que le da vida es un espíritu imperfecto, por emplear una expre-
sión aproximada, pero suficiente.
O, dicho con otras palabras, y según la sugerencia de Tomás de
Aquino, que el alma humana necesita del cuerpo para empezar a ser y,
sobre todo, para realizar incluso aquellas operaciones que le son más
propias: el conocimiento intelectual y el amor de benevolencia, que es
el que ahora más nos interesa.
 Consecuencias:
1. El cuerpo es el elemento imprescindible a través del cual el
ser humano expresa o da a conocer su condición de persona y realiza
(o, mejor, completa) su operación más propia: la del amor inteligente,
que culmina en la entrega.
2. Lo cual, visto desde el otro extremo, significa que ese mismo
cuerpo está constituido de modo que exponga la orientación del varón y
de la mujer al amor recíproco, y sea capaz de llevar a término, en con-
tinuidad con el alma que lo informa y prosiguiendo su impulso, ese
amor de donación total.
Y todo ello cristaliza o toma forma en la sexualidad o, si se prefiere,
en el carácter sexuado del varón y de la mujer.

La orientación de toda persona humana al amor y a la entrega


cristaliza y toma forma en la sexualidad, en el carácter sexuado
del varón y de la mujer

El cuerpo, complemento del alma y expresión de la persona


humana

56
Tradicionalmente, sin embargo, y siguiendo en esto la orientación
aristotélica, se ha puesto más el acento en que el cuerpo está confec-
cionado de modo que facilite las operaciones intelectuales del hombre,
dejando un tanto en sordina su relación con el amor.
No es este el tema que más nos interesa, además de que lo he desa-
rrollado en otro lugar. No obstante, la exposición quedaría manca si no
se hiciera también aquí alguna referencia a esa disponibilidad corpórea
para el conocimiento y cuanto a él se encuentra aparejado.
Y esto, por dos motivos coincidentes:
1. En primer término, resulta muy cierto que el conocer intelec-
tual, que permite saber lo que es cada realidad, constituye una opera-
ción propia y exclusiva de las personas, que en el hombre se configura
de un modo muy particular, que hace precisamente necesaria una dis-
posición también muy peculiar de su cuerpo.
2. Además, y esto resulta todavía más pertinente, por una de las
ideas que deberían quedar más claras en cualquier estudio sobre el ser
humano. A saber:
2.1. Que quien realmente obra es la persona entera, y no una
u otra de sus facultades aisladas; aunque, como es lógico, según la
operación de que se trate, ponga sobre todo en juego unas potencias
determinadas.
2.2. Que en el caso que nos ocupa, amar, en su acepción más
cabal, resulta del todo imposible sin que intervenga la actividad propia-
mente intelectual, el conocimiento del ser y del bien con el que en cierto
modo se identifica: quien no conoce lo bueno-en-sí (y esto es propio del
entendimiento), sino solo el bien-para-sí, no puede amar de veras, que-
rer el bien del otro en cuanto otro, sino que por fuerza se buscará a sí
mismo.
Pero ahora nos interesa descubrir, o al menos entrever, algunas pro-
piedades de la persona humana sexuada… en cuanto la sexualidad se
orienta al amor.
También desde este punto de vista, la condición sexuada es un requi-
sito que la forma —el alma humana— impone a la materia: al cuerpo.
Y, por eso, en fin de cuentas, el entero cuerpo humano está dispues-
to, más o menos directamente, según los elementos de que se trate, de
la manera más apta para hacer posible el amor inteligente.
O, con otras palabras, todos los componentes de nuestro organismo
reciben su explicación última —con más o menos pasos intermedios—

57
del hecho de que ese varón o mujer tienen como fin en la vida el amar
razonadamente a los demás seres humanos y, al término, al propio
Dios.

El entero cuerpo humano está dispuesto de la manera más apta


para hacer posible el amor inteligente

Un cuerpo para amar

Esto se advierte ya, para quien observa con ojos limpios, en la


misma estructura externa de los cuerpos masculino y femenino. Bien
mirados, resulta bastante evidente que el uno está hecho para el otro,
para que entre ambos pueda establecerse una íntima unión de amor
fecundo, como veremos después.
Un pequeño apunte, obvio y tal vez no muy delicado:
Observando, para comprender su significado, las diferencias que existen
entre el hombre y la mujer en la conformación de su cuerpo se advierte la
precisa complementariedad de sus aparatos genitales, que nos muestra en
primer lugar que la finalidad primordial y más evidente de este aparato es
la unión entre los dos sexos, mediante la penetración del órgano genital
masculino en el femenino, que está conformado para acogerlo41.

Más simpática y sugerente resulta esta breve descripción de Santa-


maría Garai:
Si un dibujante quisiera trazar en pocos rasgos la imagen corporal de la
mujer, le bastaría con esbozar el pecho y las caderas. Una mujer tiene mu-
chos más rasgos diferenciales, en el ámbito afectivo, intelectual, o corpo-
ral. Pero al dibujante le bastaría con esos dos rasgos típicos para expresar
la imagen corporal de mujer.
¿Y por qué tiene la mujer ese pecho? Hay una razón biológica: alimentar
a los hijos. La mujer tiene pechos porque es una posible madre. Si no lo
fuera, no los tendría. Ese rasgo característico de la imagen de mujer, que
es también uno de los motivos que atrae al hombre, tiene el sentido de ser
madre.
Lo mismo podemos decir de ese otro rasgo que son las caderas. La pe-
culiar forma femenina, se debe a la necesidad de llevar al crío dentro du-
rante el embarazo, y a la necesidad de darlo a luz. Volvemos a lo mismo.
La imagen corporal típica de la mujer, por la que se diferencia del hombre,
corresponde biológicamente a lo que tiene de posible madre42.

41 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 178.


42 SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
1998, pp. 55-56.

58
Y se percibe también, de manera asombrosa, al estudiar la conforma-
ción del inmenso conjunto de órganos —desde el propio cerebro hasta
los que intervienen de manera más directa en la unión física— que
hacen posible las relaciones conyugales, con el amor y la fecundidad
que llevan aparejadas.
Es aquí, lo digo de pasada, donde encontrarían su lugar antropológico
las mil maravillas estudiadas al exponer la fisiología y el funcionamiento
del organismo sexual humano, compuesto por la conjunción imprescin-
dible de lo que, respectivamente, aportan el varón y la mujer.
Cuando todo ello se examina a la luz del amor-fecundo que les da
sentido, el asombro de una sensibilidad medianamente dotada no puede
sino crecer y crecer, sin encontrar nunca límite, como tampoco lo tienen
los descubrimientos científicos al respecto.
Así lo expone Benedicto XVI, en relación con un aspecto concreto del
despliegue de la sexualidad:
Queridos estudiosos, sé bien con cuáles sentimientos de admiración y
de profundo respeto por el hombre realizáis vuestro arduo y fructuoso
trabajo de investigación precisamente sobre el origen mismo de la vida
humana: un misterio cuyo significado la ciencia será capaz de iluminar
cada vez más, aunque es difícil que logre descifrarlo del todo. En efecto,
en cuanto la razón logra superar un límite considerado insalvable, se en-
cuentra con el desafío de otros límites, hasta entonces desconocidos. El
hombre seguirá siendo siempre un enigma profundo e impenetrable.
Ya en el siglo IV, San Cirilo de Jerusalén hacía la siguiente reflexión a
los catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo: “¿Quién es
el que ha preparado la cavidad del útero para la procreación de los hijos?,
¿quién ha animado en él al feto inanimado? ¿Quién nos ha provisto de
nervios y huesos, rodeándonos luego de piel y de carne (cf. Job 10,11) y,
en cuanto el niño ha nacido, hace salir del seno leche en abundancia? ¿De
qué modo el niño, al crecer, se hace adolescente, se convierte en joven,
luego en hombre y, por último, en anciano, sin que nadie logre descubrir
el día preciso en el que se realiza el cambio?”. Y concluía: “estás viendo,
oh hombre, al artífice; estás viendo al sabio Creador” (Catequesis bautis-
mal, 9,15-16)43.

Un apunte —¡mínimo!— sobre la homosexualidad

Aprovechando cuanto acabo de exponer, me gustaría realizar una


pequeña mención a la homosexualidad, con el máximo respeto y cariño
hacia las personas homosexuales.

43 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, pp. 108-
109.

59
Lo hago de manera no sistemática —no es este el lugar—, sino más
bien al hilo de un par de anécdotas, sucedidas en los últimos tiempos,
en los que resulta casi imposible que, al abordar temas relacionados de
un modo u otro con la sexualidad o el amor, no surjan interrogantes o
comentarios relativos a las personas homosexuales.
En una de las ocasiones más recientes en que esto se produjo, un jo-
ven de unos 30 años, probablemente casado, interrumpió mi exposición
para interrogarme, con especial intención, sobre el amor homosexual.
Con plena conciencia de lo que hacía, y sabiendo que la cuestión vol-
vería a plantearse al final, le contesté: «es inviable», y proseguí con la
conferencia.
Al terminarla, ese mismo chico levantó un par de veces la mano con
insistencia. Me las arreglé para contestar antes a otros que también la
alzaron, debido a que se trataba de chicas, a que no se habían colado,
pues mi intervención iba destinada a gente más joven, etcétera.
No trataba en absoluto de eludir la respuesta, sino de dar algunos
elementos de juicio que permitieran una mejor comprensión: como los
motivos por los que las relaciones llamadas pre-matrimoniales resultan
más bien anti-matrimoniales, pues dificultan la convivencia… antes y
después de casados.

Amor homo… no-sexual y no-legislable

¿Por qué un amor inviable?


No porque niegue a las personas homosexuales la capacidad de
amar. En absoluto. También desde que ocurrió lo que aquí narro y des-
de que redacté estas páginas he trabado amistad con personas que han
tenido o tienen una orientación homosexual, que batallan por portarse
con plena dignidad y a las que me unen lazos muy fuertes y hondos y, a
veces, de sincera admiración.
Pese a todo lo anterior, rechazo de plano, y estimo que justificada-
mente, que pueda haber un amor homo-sexual. Y es que el engañoso
prefijo (homo-) hace imposible que el amor resulte verdaderamente
sexual.
No es difícil de comprender, en cuanto la sexualidad se advierta en
toda la hondura personal que lleva consigo. No reducida, por tanto, a la
mera genitalidad y a lo que pueda seguirse superficialmente de ella;
sino en su completa dimensión humana: biológico-psíquico-espiritual.

60
Y, así entendido, lo sexual es necesariamente consecuencia de la
unión de dos personas sexuadas complementarias. Incluso desde el
punto de vista biológico, el organismo sexual completo no es cosa de
uno… ni de dos personas del mismo sexo, sino que solo existe como re-
sultado de la fusión íntima de una mujer con un varón.
Y algo análogo sucede en la esfera psíquica o en la del espíritu, aun-
que a algunos —de nuevo lo expreso con todo cariño— les cueste des-
cubrirlo o aceptarlo.
Por eso, sin afán de ofender, sino de precisión terminológica, a lo
más podría hablarse de personas homo-genitales, pero no propiamente
homo-sexuales: porque, en su relación recíproca, la sexualidad en
cuanto tal no puede hacer acto de presencia.
Y, por lo mismo, tampoco puede darse ese tipo preciso de amor, el
amor sexual, que es el único capaz de situarse en la base del matrimo-
nio y fundamentar una legislación al respecto: sobre todo, por su virtual
fecundidad, pues es la venida de los hijos al mundo lo que muestra más
claramente sus repercusiones sociales y reclama una legislación ad hoc.
Con lo que también resultan antropológicamente claros los absurdos
aparejados a la pretensión de equiparar legalmente el matrimonio con
la unión por fuerza no-sexual ni conyugal de dos personas homosexua-
les.

«Personas» homosexuales

Pocos días después, en otra conferencia, la cuestión resultó más


peliaguda. Se trataba también de los alumnos de una Universidad, más
algunos profesores.
En el turno de preguntas, se levanta un chico de unos 22 ó 23 años.
Después de ciertos preámbulos, difíciles de entender al margen de lo
que inmediatamente iba a exponer, dice:
Hace un par de meses, por la noche, había bebido de más, besé en la
boca a un hombre… y desde entonces ya no me atraen las mujeres, inclui-
da la mía: solo me gustan los varones.

En el momento en que me hace la pregunta, desconozco si se trata


de algo real o de una mera representación, pero le digo que, fuera lo
que fuere, mi respuesta no iba a cambiar. Y empiezo advirtiéndole que,
en mi exposición, yo había puntualizado más y mejor. Que, de ordina-
rio, había hablado de persona masculina y persona femenina.
Por tanto, ahora me tocaba hablar de persona homosexual.

61
Y, con pleno convencimiento, agrego que, ante la grandeza del sus-
tantivo persona, cualquier añadido pierde casi toda su capacidad de
sumar o restar valía a la maravilla de cualquiera de ellas: ¡la excelsa
dignidad personal!
Continúo diciendo, porque lo he aprendido de santos muy santos,
que, con la gracia de Dios y si la situación lo requiriera, estaría dispues-
to a dar mi vida por cualquier otro ser humano, con independencia ab-
soluta de su orientación sexual.
Asiente sin agresividad, pero se empeña en que me pronuncie antro-
pológicamente sobre la homosexualidad.
Después de explicarle lo que resumí hace algunos párrafos, le digo
que se trata claramente de una desviación. Y lo es, por la contradicción
que implica el que la naturaleza produzca algo-ordenado-hacia-un-fin
(el amor y la unión sexual, en este caso) que, como apunté, no puede
alcanzar ese objetivo: por lo que, más que de «orientación», habría que
hablar de «des-orientación».
Añado de inmediato que la tendencia en sí, al margen de su origen,
aunque des-ordenada, no es intrínsecamente mala. Que lo malo sería
dar rienda suelta a esa tendencia (siempre, por la desviación que impli-
ca)… igual que, al menos en algunos casos, a muchas otras.
Y ejemplifico, en consonancia con lo que antes había expuesto:
Yo estoy enamoradísimo de mi mujer, pero, gracias a Dios, me siguen
gustando todas las demás. Cosa que me alegra enormemente, también por
mi mujer. Pero que no hace legítimo el que acepte y prosiga esa atracción
con cualquier otra, justo porque debo y quiero defender la libertad de ser
fiel a la mía, tal como le prometí gozosa y libérrimamente en el día en que
nos casamos (¡ese sí es libertad que genera libertades!).
En tal sentido —solo en ese— tu situación no es muy distinta de la mía.
Los dos experimentamos una inclinación a la que no nos es lícito aten-
der: tú, nunca; yo, excepto en los casos en que, gracias a ella, manifiesto
e incremento el amor hacia mi esposa.

Igual que yo

Tampoco ahora hay la más mínima agresividad por su parte. De


hecho, cuando concluyo, se sienta en la primera fila, en un extremo.
Mientras prosiguen las preguntas y los comentarios, le digo con ges-
tos que, al terminar, querría darle un abrazo. Después de tres o cuatro
intentos, logro que me entienda. Asiente con la cabeza… sin que yo se-

62
pa todavía si todo ha sido un bluff o realmente lo que me ha contado es
cierto (luego me enteré de que era verdad).
Ambos y el resto del público hemos pasado por momentos tensos,
pero también nos hemos divertido. Un rato serio, no de tirantez, trascu-
rrió mientras contaba la vida de aquel buen amigo de un buen amigo
mío, con fuertes y muy arraigadas tendencias homosexuales.
Una persona que está tratando por todos los medios de ser santo, y
que lucha —como cuantos nos empeñamos en esa empresa— no solo ni
principalmente a causa de su tendencia sexual, sino, mucho antes, por
tratar al Señor en la Eucaristía después de confesarse siempre que es
necesario; por ser buen trabajador, acabando su labor a conciencia;
buen amigo de sus amigos, buen ciudadano… y también batalla —¡como
yo!, pero con manifestaciones distintas— por mantener íntegra su dig-
nidad personal, no ahogándola ni ofuscándola con un uso irrespetuoso
del propio cuerpo.
La seriedad se trocó en risa cuando les comenté lo que mi amigo,
bromista, le había dicho en cierta ocasión a este otro al que acabo de
referirme. Más o menos fueron sus palabras:
Me entusiasma el que estés peleando tan a fondo por ser santo. Así,
cuando te mueras, te harán el patrono… de los varones homosexuales.

Lo del abrazo iba asimismo en serio. Al acabar las distintas interven-


ciones, ya bien entrada la noche, se me acercaron un buen número de
personas, para hacerme comentarios, intentar que les resolviera sus
dudas, contarme algo que les parecía pertinente…
Yo seguía con la mente en el autor de la pregunta. Pasó como un
cuarto de hora. Cuando ya salía del recinto, me estaba aguardando en
la puerta.
Mi alegría fue grande. Inicié un fuerte abrazo, que él correspondió
con la misma o más energía. Era un abrazo sincero de amigos since-
ros… aunque recientes.
El momento y la situación más oportunos para que él comenzara un
breve diálogo, al que también yo respondí muy sucintamente y con una
sonrisa en los labios:
— «Y, entonces, ¿qué hago?»
— «Pues igual que yo: ¡luchar!»

63
2. La unidad intimísima de la persona humana

Unidad «en el ser»

Para advertir con mayor profundidad la verdad de lo expuesto an-


tes de este breve paréntesis, y poder extraer algunas consecuencias
ulteriores, resulta conveniente ahondar en el fundamento de la íntima
unidad constitutiva del sujeto humano, que hace que en cierto modo,
en el hombre —mujer y varón—, todo se encuentre e influya en todo:
este fundamento, contra lo que normalmente se expone, no es solo lo
que suele llamarse unión sustancial, aunque la incluya, sino algo de
mucho más calado, que me gusta denominar unidad en el ser.
Estamos ante una cuestión delicada y no fácil de entender. La ex-
pondré, no obstante, del modo más inteligible que pueda, dejando muy
claro, como he hecho otras veces, que su plena comprensión no es im-
prescindible para seguir el hilo del escrito; y que, por tanto, quien no la
alcanzara no debe preocuparse ni por considerar que su preparación es
insuficiente… ni, mucho menos, porque ello le impida entender lo que se
desarrolla más adelante.
Superando, aunque sin negar, lo que afirmara Aristóteles, la estre-
cha unidad de la persona humana y el influjo recíproco de «todo en to-
do» no acaban de explicarse con las simples categorías de forma y ma-
teria y con su unión e interpenetración mutuas. No se trata tan solo de
que el alma humana sea forma del cuerpo, de modo que el cuerpo re-
sulte animado o vitalizado, y el alma materiada (expresión que recoge
el espíritu de Aristóteles y que, aplicada al hombre, resulta incorrecta
no solo desde el punto de vista del idioma, sino también en su significa-
do más de fondo).
Ocurre más bien lo que sigue. Alma (espíritu imperfecto) y cuerpo
(materia informada), así como el entero conjunto del obrar que la per-
sona humana ejerce:
1. Participan y manifiestan el único y personal acto de ser que
constituye radicalmente a cada individuo humano.
2. Un acto de ser que es otorgado por Dios y recibido propia-
mente en el alma, y tiene por ello la categoría de un espíritu, aunque
imperfecto.
3. Y el alma a su vez lo comunica al cuerpo, elevando a este has-
ta el mismo rango de lo personal.

64
4. Razones por las que el cuerpo del hombre puede considerarse
—¡porque lo es!— un cuerpo dotado de toda la nobleza de la persona.

El cuerpo del hombre está dotado de toda la grandeza de la per-


sona

La posibilidad de amar con el cuerpo

Con un poco más de detalle y sin pretender que se me comprenda


a la perfección… o siquiera que se me comprenda: la clave para llegar a
entender la grandeza del cuerpo humano y de cuanto lleva aparejado —
como la posibilidad de expresar y dar vida al amor en las relaciones
conyugales—, la ofrece el descubrimiento tomista del acto de ser (tam-
bién llamado, en latín, esse).
Doctrina que, en lo que nos atañe, podría resumirse con estas breví-
simas palabras del Santo Doctor:
… ipsa anima habet esse subsistens […], et corpus trahitur ad esse ei-
us44: entre todas las formas substanciales que comunican con la materia,
solo el alma humana posee un ser subsistente, y el cuerpo es elevado has-
ta el interior de semejante acto de ser.

O, con expresión todavía más sencilla: la nobleza del ser del alma es
comunicada íntegramente al cuerpo.

La nobleza del ser del alma es comunicada íntegramente al cuer-


po

Nobleza del alma humana


En efecto, el hecho de que, una vez creada en el cuerpo, semejan-
te alma posea un ser que nunca ya podrá perder, el hecho de que sea
un espíritu —aunque imperfecto— la sitúa a años luz por encima de las
restantes «almas» (las «formas sustanciales» de los animales brutos y
las plantas), que tienen el ser no en sí mismas, sino, por decirlo de al-
guna manera, en su conjunción con la materia.
De ahí deriva el que cualquier realidad infrapersonal (animales, plan-
tas, etc.) se encuentre intrínsecamente sometida a la acción empobre-
cedora de la materia: generación y corrupción, cambio constante, indi-
gencia en el ser con tendencia a utilizar a los otros en su propio benefi-
cio, sometimiento a la especie y al conjunto del cosmos, de los que no
es sino una simple fracción, etc.

44 TOMÁS DE AQUINO, De spirit. creat., q. un., a. 2 ad 8.

65
Por el contrario, en su calidad de persona, el hombre trasciende y su-
pera esas condiciones depauperantes. En cuanto no depende de manera
intrínseca y radical de la materia, su alma es inmortal y constituye cier-
to absoluto: vale por sí misma y no se halla ontológicamente subordi-
nada a nada ni a nadie, con excepción del Dios-Absoluto, que es preci-
samente quien ha hecho de ella un absoluto, la ha querido como un fin
en sí, y la ha destinado a una felicidad imperecedera.

Radicada en el ser
Lo importante, ahora, es al menos intuir que todas estas excelen-
cias del alma humana, y bastantes otras que cabría enumerar, se en-
cuentran como condensadas en y derivan del acto de ser por y en el
que Dios crea a cada una.
Pues el esse es el acto primordial, la energía primigenia en la que se
contiene y de la que nace toda la realidad, la riqueza entitativa y opera-
tiva (del ser y del obrar), de cada existente.
En nuestro caso, por encontrarse recibido en una forma espiritual y
subsistente, el acto personal de ser constituye el origen y fundamento
de la dignidad del alma humana, con la sublimidad que le corresponde.
Y el alma da a participar al cuerpo ese mismo e inefable acto de ser:
el mismo ser, exactamente el mismo, que ella posee.
Luego el cuerpo humano es del mismo rango que el alma: tiene la ca-
lidad de la persona.
Con el añadido de que semejante acto de ser, por el hecho de comu-
nicarse posteriormente a la materia, no solo no decae de su nivel on-
tológico, sino que en cierto modo lo refuerza: pues, según ya vimos, el
cuerpo viene a colmar las deficiencias, sobre todo operativas, que para
el alma derivan de su ínfima situación —por debajo de los ángeles— en
la escala de los espíritus.
Por eso afirma Tomás de Aquino que el cuerpo trahitur —es atraído o
introducido— hasta el acto de ser del alma: que resulta sublimado y en-
cumbrado, hasta verse implantado en idéntico grado de realidad, en la
misma excelsitud o dignidad, que corresponde al alma humana.
Se intuye, entonces, que ese grandioso organismo físico, vivificado en
último término por el mismo y dignísimo acto de ser del que participa
primero el alma, sea capaz de repercutir con extraordinaria pujanza en
la consolidación y en la fecundidad del amor básicamente espiritual de
las personas: que el cuerpo pueda colaborar en el amor fecundo y uniti-
vo, y en la felicidad, radicalmente espirituales.

66
El cuerpo humano es del mismo rango que el alma: tiene la cali-
dad de la persona

En resumen, cuanto he esbozado lleva a afirmar que el cuerpo del


hombre participa de la mismísima dignidad que su alma; explica tam-
bién cómo la condición personal sexuada puede comunicarse hasta los
extremos más lejanos de la propia materia y hasta el acto en apariencia
más insignificante realizado «a través de» o «con» el cuerpo; y, lo que
todavía goza de mayor relevancia, según veremos al contemplar el
ejercicio de la sexualidad, permite discernir por qué las actividades y los
gestos corporales poseen la capacidad de revertir sobre los dominios del
espíritu, incrementando, por ejemplo, la intensidad y el temple del amor
voluntario y de la felicidad propiamente humana.
O, dicho de otra manera: precisamente porque el ser es único y da
vida y unifica a todos los elementos constitutivos y a todas las acciones
de cada hombre, la voluntad, la afectividad y la actividad estrictamente
física actúan en perfecta continuidad e interdependencia: de manera
que el ejercicio de cada una de esas funciones se ve favorecido por el
desarrollo equilibrado de las restantes y, cuando existe esa armonía,
revierte sobre ellas, perfeccionándolas.
Volveré sobre estos temas. Ahora querría simplemente citar estas pa-
labras de Noriega, referidas a las dimensiones espiritual, psíquica y
corpórea del ser humano:
… se da una mutua interrelación y enriquecimiento entre ellas, que hace
posible una paulatina integración de sus reacciones y finalidades […]. Por
otro lado, es preciso tener en cuenta que “lo que está en lo alto se sostiene
en lo que está abajo”, y a la vez, “lo que está en alto equilibra lo que está
debajo”. Es decir, la originalidad del amor entre hombre y mujer, en su ni-
vel espiritual, se funda en los niveles afectivo y corporal, de tal modo que,
si lo que está debajo se resquebraja, lo que está en alto peligra, y vicever-
sa. Así, la pérdida de atracción erótica, por la falta de un cuidado afectivo
mutuo, puede hacer peligrar el don de sí; y la falta del don de sí puede
hacer perder la armonía afectiva y el mismo deseo sexual45.

La necesidad de amar con el cuerpo

Si hasta el momento he intentado fundamentar que el cuerpo hu-


mano es capaz de amar, empleando dicho verbo en su sentido más
propio y elevado, en este nuevo parágrafo explicaré el reverso de se-
mejante afirmación: que el alma humana resulta incapaz de amar ple-
namente sin el auxilio del cuerpo.

45 NORIEGA, José, El Destino del Eros, Palabra, Madrid, 2005, p. 47.

67
Según explica Ruiz Retegui,
… la donación personal se hace fecunda a través de la mediación de la
corporalidad, que es condición de posibilidad, de modo análogo a como la
alegría del alma se expresa en el rostro personal a través de la mediación
material del músculo adecuado46.

La razón más de fondo, de estricta índole ontológica, es que el amor


humano resulta doblemente participado y, por ello, para cumplirse co-
mo amor, requiere de la cooperación o ayuda de realidades y funcio-
nes… inferiores y, hasta cierto punto, derivadas de él.
Estamos ante una consecuencia de lo que afirmaba páginas atrás, y
que ahora prosigo brevemente.
1. El alma humana es, entre todas las realidades espirituales, la
que ocupa un rango más bajo en la escala de los seres, la que posee
menor densidad o categoría ontológica.
2. Por tanto, el cuerpo, lejos de añadirse como un apéndice que
adviniera de forma extrínseca, se encuentra exigido por el alma —es
propter eam: para ella—, y la sirve con el fin de que esta supere su re-
lativa debilidad y pueda ejercer todas aquellas acciones que le son pro-
pias, pero que no lograría ejecutar sin ayuda de la materia a la que in-
forma.
El cuerpo no solo constituye la manifestación visible del alma que lo
anima, sino también el complemento requerido por ese espíritu-menos-
perfecto para poder desplegar toda su actividad y componer así una
persona esencialmente completa.
Resulta lógico, entonces, que coopere en todas las actividades de las
personas y, de manera muy especial, en aquellas por las que expresan
y consolidan ese amor recíproco en el que consiste su operación más
propia. Aun dotada de más categoría que el cuerpo, el alma requiere
ineludiblemente del apoyo que este le proporciona.

El cuerpo no solo manifiesta visiblemente al alma que lo anima,


sino que es también el complemento requerido por ese espíritu-
menos-perfecto para que éste despliegue toda su actividad y
componer así una persona esencialmente completa

La ley de la participación

46 RUIZ RETEGUI, Antonio, “Sobre el sentido de la sexualidad”, en Anthropotes, Rivi-


sta ufficiale del Pontificio Istituto Giovanni Paolo II Per Studi su Matrimonio e Famiglia,
2/1988, p. 238.

68
Para entender esta que suelo llamar «ley primordial de la participa-
ción», y que ya nos es conocida por otros escritos, la relación entre
sensibilidad e inteligencia resulta esclarecedora.
También en este ámbito lo inferior se pone al servicio de lo superior,
pero ofreciéndole un auxilio tan indispensable que, sin él, el elemento
más noble sería incapaz de ejercer su propia operación.
En efecto, a pesar de su indiscutida superioridad, ni en su adquisición
ni en su ejercicio posterior puede el entendimiento humano pasar al ac-
to de conocer sin el auxilio de la sensibilidad (al menos, de la interna):
es decir, de algo que, siendo claramente de menor categoría que él
desde el punto de vista ontológico y operativo, completa, sin embargo,
su relativa indigencia.
Pues una cosa muy parecida sucede con la voluntad humana.
1. El acto de querer radicado en la voluntad, como afirmación del
ser y búsqueda de la plenitud del otro, constituye el núcleo del amor
humano, y el fin de la persona toda, puesto que sin ese querer-amar las
obras externas se tornan vanas.
2. Pero, a su vez, entre los hombres, el amor sólo voluntario o
espiritual, se revela insuficiente. El simple querer de la voluntad, aun
cuando no fuere veleidoso, resulta en la mayor parte de los casos inefi-
caz: tiene que continuarse a través del imperio que la voluntad instaura
sobre las demás potencias, incluido el entendimiento, y con las que
efectivamente construye y confiere el ser a los bienes que pretende
ofrecer a la persona amada.
Toda la grandeza del trabajo, por ejemplo, deriva de este configurar-
se como una prolongación operativa del querer amoroso —el trabajo es
amor participado— y de contribuir a la vez a hacer más pleno, más aca-
bado y más total el querer voluntario: sin esa eficaz operatividad que
elabora el bien para los demás y amorosamente se lo brinda, el querer
de la voluntad humana no alcanzaría la eminencia e integridad propias
de los amores plenos y auténticos.
Y algo análogo, aunque todavía más hondo, habría que decir del amor
conyugal, del que enseguida me ocuparé. Semejante amor, considerado
como querer de la voluntad que busca el bien para el cónyuge, reclama
el uso amoroso de la sexualidad humana, con el que ese amor da vida a
uno de los bienes más preciados del matrimonio —los hijos—, a la par
que trasciende su índole de amor meramente voluntario y se completa,
originando un amor personal —de la persona toda—, un amor íntegro y
cumplido.

69
En condiciones normales, si no se expresa y consuma físicamente
mediante las relaciones íntimas, el amor conyugal —que confiere a ese
trato todo su sentido— no alcanza a conquistar la plenitud unitiva, ni la
fecundidad, a que se encuentra llamado.
Pienso que no es difícil de entender: igual que el alma —por su parti-
cular finitud— necesita del cuerpo para desplegar el conjunto de opera-
ciones que virtualmente contiene, el amor matrimonial, anclado en la
voluntad, requiere del concurso del cuerpo para madurar precisamente
como amor (conyugal) y para hacer efectiva la fecundidad virtual que lo
caracteriza en cuanto tal tipo de amor.
Gracias al concurso del cuerpo, el amor conyugal incrementa su po-
der de unificación y la felicidad con él emparejada: se torna más com-
pleto, y contribuye al incremento de la felicidad de los esposos.

En condiciones normales, si no se expresa y consuma físicamen-


te mediante las relaciones íntimas, el amor conyugal no alcanza
la plenitud unitiva ni la fecundidad a que se encuentra llamado

Lo confirman, con ciertos tecnicismos, los siguientes juicios de Caffa-


rra:
Ya se ha visto que una de las diferencias fundamentales entre el espíritu
y la materia es que el primero “puede de alguna manera llegar a ser todo”,
o sea, puede entrar en comunicación con algo distinto de sí sin destruir la
alteridad. Por el contrario, la materia puede ser solo lo que es y es incapaz
de instituir una relación con lo otro en cuanto otro. En otras palabras, solo
el espíritu es capaz de entrar en una relación de comunión, mientras que la
materia está inseparablemente constreñida dentro de sí misma. Se podría
decir que el espíritu es universal: unum versus alii; que la materia es solo
individual: dividida de cualquier otro.
La “paradoja ontológica” de la persona humana es que es unidad sus-
tancial de materia y espíritu. […] La unidad sustancial hace que si, por una
parte, el cuerpo llega a ser capaz de expresar el don de la persona en su
subjetividad espiritual (el cuerpo “lenguaje de la persona”), por otra, el
espíritu (humano) encuentra exclusivamente en el cuerpo la posibilidad de
expresar el don de la persona. Reflexionemos atentamente sobre este se-
gundo aspecto de la comunión entre las personas humanas: el cuerpo base
imprescindible del don47.

Tranquilidad.

47 CAFFARRA, Carlo, Ética general de la sexualidad, EIUNSA, Barcelona, 1995, p. 113.

70
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

 ¿Existe algún sentido correcto en que se pueda afirmar que el filósofo


adopta en cierto modo «la perspectiva del propio Dios»? Explica lo que te
sugiere esa expresión.
 En relación con este extremo, me gustaría que comentaras estas
convicciones de Carlos Cardona, que ya conoces:
Podemos y debemos hablar clara y directamente de Dios, en un ámbito
de estricta teología natural, de metafísica del ser. Para esa metafísica […],
Dios no es simplemente un Ser supremo, una especie de primum inter pa-
res dentro de una serie causal. Para la metafísica del acto de ser, Dios es el
mismo Ser Subsistente o Acto Puro de Ser; personal, infinito, absoluto,
esencialmente bueno y verdadero y libre. Solo esta noción de Dios puede
fundar una ética objetiva, universalmente válida siempre… El cristiano debe
tener el valor inteligente (sin arrière-pensées) de hablar de Dios. Y el me-
tafísico debe saber del ser lo suficiente para poder hablar también filosófi-
camente de Dios. El abstracto y desvaído “Dios de los filósofos” es el Dios
del racionalismo: y de ninguna manera el Dios al que la inteligencia natu-
ral, bien conducida, puede llegar. Y es Dios el único porqué definitivo de
toda norma ética.
 ¿Cuál es tu parecer respecto al amor entre personas homosexuales?
¿Por qué motivos es preferible hablar siempre de personas homosexuales
—o con tendencias de este tipo— que simplemente de «homosexuales»,
omitiendo el sustantivo «personas»?
 Tras lo que has leído, ¿consideras que las inclinaciones homosexuales
son una traba para el perfeccionamiento de la persona, o más bien, como
en tantos otros casos en que existe un déficit inicial, pueden y deben
convertirse —con esfuerzo— en trampolín para alcanzar cotas más altas?
 ¿Comprendes la diferencia entre la unión sustancial y lo que he lla-
mado «unidad en el ser»?
 ¿Vislumbras ahora con mayor claridad hasta qué extremo el cuerpo
es imprescindible para el amor humano? ¿Consideras que existen excep-
ciones a esta afirmación? ¿Por qué?

71
Segunda parte

El ejercicio de la sexualidad

72
V. Vivir en plenitud la propia sexualidad

Para que recomiences con nuevos bríos

¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.

 Con el fin de realizar con éxito el estudio de este nuevo apartado,


¿podrías resumir con las menos palabras posibles en qué consiste la
sexualidad?
 En tu opinión, ¿cuál es la relación entre amor y fecundidad? ¿Estimas
más conveniente afirmar que la sexualidad humana está orientada a la
procreación que al amor o viceversa? ¿Por qué?
 Según tu modo de ver, ¿cuáles son los motivos por los que puede
hablarse de grandeza o sublimidad de la sexualidad humana? Enumera al
menos tres razones y fundamenta tu respuesta.
 ¿Con qué clave puede decidirse si un acto en que se pone en juego la
sexualidad de un ser humano resulta legítimo o ilegítimo? Aunque no di-
eras con una respuesta que te deje tranquilo/a, vale la pena que inda-
gues e intentes responder con la mayor hondura y precisión posibles.
 ¿Cómo interpretarías estas palabras de Víctor Hugo: «Dios es la ple-
nitud del cielo; el amor es la plenitud del hombre»? También ahora vale
la pena que lo intentes, aun cuando de entrada te sientas incapaz de res-
ponder.
 ¿Qué significa para ti que toda persona es «principio y término de
amor»? ¿Qué conclusiones tiene en la vida vivida esta afirmación?
 ¿Consideras correcto o te parece exagerado sostener que el varón y
la mujer son, en fin de cuentas, amor? Razona tu respuesta.
 ¿Con qué criterios establecerías la capacidad de los gestos corpóreos
para expresar e incrementar el amor humano? Pon algunos ejemplos que
avalen lo que sostienes.

73
 Comenta, si te parece oportuno, estas palabras de Miguel Hernán-
dez:
Para siempre fundidos en el hijo quedamos: / fundidos como anhelan
nuestras ansias voraces; / en un ramo de tiempo, de sangre, los dos ra-
mos, / en un haz de caricias, de pelos, los dos haces.

1. Amor y sexualidad

La sexualidad, creadora por amor

Al abordar el análisis del ejercicio de la sexualidad, tal vez con-


venga repetir que, lejos de esas visiones empobrecedoras que preten-
den reducirla a mera genitalidad o a sentimentalismo o difuso o apasio-
nado, lejos también de las aberraciones que tienden a animalizarla me-
diante representaciones gráficas de varones o mujeres con denigrantes
y provocadoras posturas infrahumanas, la caracterización fundamental
de la sexualidad, desde el punto de vista que ahora nos ocupa, que es
el de su ejercicio, puede realizarse mediante dos afirmaciones.
1. Por un lado, se configura como una participación inefable en el
poder creador e infinitamente amoroso de Dios; algo, por tanto, que
nos identifica notablemente con Él y nos torna más amables y más
amantes.
2. Por otro, compone un medio privilegiado, tal vez el más es-
pecífico, para despertar, instaurar, aumentar, consolidar, madurar y
hacer fructificar (los verbos no están escogidos arbitrariamente) el amor
entre un varón y una mujer precisamente en cuanto tales, en cuanto
sexuados.

¿Cuestión de prioridades?

Y no es que una caracterización preceda a la otra ni, mucho menos,


que se sitúe al margen de ella o simplemente se le yuxtaponga. Ni si-
quiera que estén coordinadas.
Muy al contrario, existe una íntima conexión entre la sexualidad como
participación en el infinito amor creador de Dios y su condición de me-
dio para instaurar relaciones también amorosas entre varón y mujer.
Y si hubiera que sugerir alguna prioridad, esta correspondería a lo
señalado en segundo término.

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Con otras palabras: la sexualidad puede configurarse como trasunto
del inefable Amor de Dios, que crea a cada hombre para encaminarlo
hacia la dicha sin fin en el interior de Su propia vida felicísima, porque
es capaz de establecerse como acto y expresión portentosos del amor
humano, y no a la inversa.
Según explica Caffarra,
… el hecho de que la sexualidad humana esté en condiciones de dar
origen a una nueva vida humana se debe, a su vez, al hecho de que la
sexualidad está en condiciones de poner en la existencia una comunión de
amor48.

La sexualidad puede configurarse como trasunto del Amor de


Dios porque es capaz de establecerse como acto y expresión
portentosos del amor humano, y no a la inversa

Me interesa subrayar este extremo, porque con relativa frecuencia se


ha pretendido que la tradición católica reduce la sexualidad a mero ins-
trumento de procreación. Y no es así.
Sin duda, frente a cierta mentalidad difundida en nuestros días, con-
tribuir a la venida al mundo de una nueva persona constituye una de los
más grandes prodigios que el varón y la mujer pueden llevar a cabo.
De nuevo con palabras de Caffarra:
El que una persona comience a existir constituye sin duda el mayor
acontecimiento del universo creado, después de la Encarnación del Ver-
bo49.

Pero semejante posibilidad se apoya, a su vez, en la aptitud de la


sexualidad para instituir entre ambos una sublime relación de amor: es
el amor el que hace posible la fecundidad, y no al contrario.
Veamos por qué.

Toda persona es un fin, término del amor humano…

Aunque tal vez se quedara un poco corto, Kant acertó al sostener


que ningún ser humano debe nunca ser tratado como simple medio, si-
no siempre también como fin.

48 CAFARRA, Carlo, Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia, Rialp, Ma-


drid, 1990. p. 37.
49 CAFARRA, Carlo, La sexualidad humana, Encuentro, Madrid, 1987, p. 52.

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Con palabras más certeras, quiere esto decir que la única actitud de-
finitivamente adecuada respecto a cualquier persona es la de amarla,
buscando su bien.
A ello he apuntado tantas veces al sostener que todo hombre es
término de amor. En las circunstancias que fueren, si no lo amo, si no
persigo su bien de manera decidida, estoy atentando contra él, manci-
llando su dignidad. Siempre.
Con todo, hay momentos en una biografía donde esa exigencia se
torna más perentoria.
1. Por ejemplo, cuando el cónyuge, un hijo o un amigo vuelven a
uno, arrepentidos por la injuria más o menos grave que le hayan podido
infligir… o por cualquier barbaridad llevada a cabo.
En esa coyuntura, más conforme mayores fueran la afrenta y el arre-
pentimiento, nuestro amor hacia quien viene a nosotros debe alcanzar
cotas que rozan con lo inefable: ante un alma compungida que se acer-
ca en busca de perdón, deberíamos incrementar nuestro cariño hasta el
punto de que, con un deje de metáfora que no aleja, sin embargo, de la
auténtica disposición interior, la única actitud coherente sería la de aco-
gerla de rodillas.
2. Algo muy similar ocurre en las cercanías de la muerte o en
el momento de contraer matrimonio: resultaría vil y canallesco que en
tales circunstancias nuestra conducta incluyera algún móvil distinto del
más acendrado amor. Y lo mismo podría sostenerse de casos análogos.
3. Pero si existe un instante privilegiado en que las disposicio-
nes amorosas han de llevarse al extremo, este es precisamente el de la
concepción, condición de condiciones de todo desarrollo humano, justo
por estar situada en su mismo inicio.
De ahí que cualquier modo de dar entrada al mundo a un hombre que
no sea el explícito y directísimo acto de amor entre un varón y una mu-
jer constituya, con independencia absoluta de las intenciones subjetivas
y de la imputabilidad de la acción, una afrenta grave contra la dignidad
de la persona a la que se va a otorgar la vida.

La única actitud definitivamente adecuada respecto a cualquier


persona es la de amarla, buscando su bien

… y más todavía del Amor de Dios

A la misma conclusión cabe llegar desde un punto de vista com-


plementario. Lo definitivamente decisivo en la irrupción al mundo de

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cualquier persona humana es el infinito Acto de Amor con el que Dios,
volcándose sin reservas sobre ella, le confiere el ser.
Con lenguaje figurado, ese Amor insondable es el texto con que se
escribe la concepción de una nueva vida personal. Y el único contexto
proporcionado a ese Amor sin límites es justo un también exquisito acto
de amor entre los hombres: a saber, el que dentro del matrimonio lle-
van a término un varón y una mujer cuando se entregan en una unión
sin reservas, abierta a la fecundidad.
Cualquier otro procedimiento provoca una ruptura insalvable y desga-
rradora entre texto y contexto, por seguir con la imagen utilizada, y,
por ese motivo, atenta contra la nobleza de quien se pretende engen-
drar.
De ahí la atrocidad de las tácticas que aspiran a sustituir la maravillo-
sa expresión del amor sexual entre varón y mujer por un acto de domi-
nio técnico sobre la persona que ha de ser procreada y la radical ilicitud
de todos estos procedimientos.
Pero de ahí también que, aunque cualquiera de estas prácticas se
opongan materialmente a la grandeza de quien va a ser concebido, la
dignidad de esa persona quede radical y absolutamente salvada, ¡ple-
namente intacta!, por el inconmensurable Amor de Dios en virtud del
cual siempre (fecundación artificial homóloga o heteróloga, cualquier
otro procedimiento de instrumentación genética, eventual clonación…)
la persona recién engendrada entra en el banquete de la existencia.
Ese Amor divino —el texto de nuestra metáfora— sana de raíz las cir-
cunstancias y disposiciones más adversas, de modo que la persona sur-
gida por los medios menos convenientes posee una dignidad absoluta,
como fruto inmediato de la amorosa acción divina creadora.
Se entiende entonces que San Agustín, en uno de los más entraña-
bles momentos de sus Confesiones, elevando su corazón a Dios, le dé
gracias sincerísimas por su hijo Adeodato, surgido como se sabe de una
relación extramatrimonial «en la que yo —confiesa el santo— no puse
sino el pecado».

El amor es siempre «lo primero»… y lo más definidor

Pero hay más.


Incluso con relación al propio Dios podría afirmarse que, al crear a
cada persona humana, el Amor precede en cierto modo a Su poder infi-
nito: que es el Amor el que pone en marcha tal Poder.

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Dios crea porque ama, porque quiere comunicar su bien, en una me-
dida inimaginable, a esas realidades —las personas— a las que pretende
conducir hacia una plenitud y una felicidad sin límites.
Por eso, al asociar a los hombres al surgimiento de lo que representa
el fin de su obra creadora —el incremento del número de personas des-
tinadas a gozar de Él por toda la eternidad—, la sexualidad se relaciona
más directa e íntimamente con el Amor que con el vigor creador… aun
cuando la manera de expresarnos sea muy imperfecta y necesariamen-
te traicione la simplicidad de la Vida y del Obrar divinos.
Y algo similar hay que afirmar respecto a la actividad humana.
En contra de una opinión muy extendida en otros tiempos y de la que
todavía quedan residuos, debe sostenerse sin reparos que la sexualidad
entre los hombres se liga de manera inmediata, primaria y formalmen-
te, a la posibilidad de establecer entre ellos relaciones auténticas de
amor.
Como explica Marta Brancatisano,
… en el ethos social del pasado (tomado superficialmente en bloque), la
unión sexual era considerada más en su función social de reproducción que
como el aspecto peculiar de la relación entre los cónyuges: es decir, ese
modo especialísimo mediante el que la mujer y el varón se comunican una
vida nueva, entran en una dimensión de unidad, capaz de darles mutua-
mente una existencia que los conduce —juntos y en reciprocidad— a des-
cubrir en plenitud el sentido de la vida.
La relación de amor, factor de crecimiento y realización del ser humano,
pasaba a un segundo plano, y de esta suerte, también la dimensión de la
unión mutua, dejando al varón y la mujer a la deriva de un destino dividi-
do, que podría sintetizarse, para la mujer, en una maternidad vivida en au-
sencia —o en una presencia muy marginal— del padre y compañero, y para
el hombre en el trabajo y en el compromiso social50.

Y como todo amor es fecundo, efusivo, creativo…, y como aquel que


pone en juego las dimensiones genésicas goza de una fecundidad pecu-
liar, capaz de introducir en el mundo un nuevo ser humano, más que un
objetivo que se busque de forma expresa, aunque de ningún modo
pueda lícitamente rechazarse, la procreación es la consecuencia natural
y al tiempo gratuita del amor inter-sexuado.
Con expresión decididamente poética y femenina, lo afirma también
Brancatisano:

50 BRANCATISANO, Marta, Approccio all’antropologia della differenza, Edizioni Univer-


sità della Santa Croce, Roma 2004, p. 26.

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En este sentido la llegada de un hijo es el hecho más natural y sobre-
natural que pueda existir. Cuando amamos, rebosamos de vida, somos creati-
vos: deseo de hacer, de emprender, que vence las dificultades, el dolor y el
miedo. Es imparable como el viento, al que no puedes detener cerrando las
verjas51.

Por eso, la categoría constitutiva y la calidad existencial de la sexuali-


dad y de su ejercicio —¡su grandeza y su belleza!— se encuentran de-
terminadas por la relación que, en sí misma y en cada acto concreto,
instaure con el amor humano y, a través de él pero como incluido en su
misma naturaleza, con el divino.
Cuanto mayor sea el amor del que deriva la unión y el que se esta-
blece en ella, más fabuloso y bello es el ejercicio de la sexualidad entre
los esposos.
Dentro de este contexto, no es difícil advertir que la sexualidad, pro-
fundamente considerada, se resuelve en amor: que toda su valía y su
maravilla derivan del amor al que sirve de vehículo y al que ayuda a
crecer.

Toda la valía y la maravilla de la sexualidad derivan del amor al


que sirve de vehículo y al que ayuda a crecer

Todo por amor… también, y muy partiularmente, las relaciones


íntimas

Que el ser humano es amor lo he apuntado ya, en este y otros es-


critos y desde distintas perspectivas. Pero ahora querría hacer una pun-
tualización hasta el momento solo implícita, que muestra un interés es-
pecial para la plena comprensión de la vida de relación íntima entre
varón y mujer.
Según sostiene Víctor Hugo,
Dios es la plenitud del cielo; el amor es la plenitud del hombre52.

A primera vista, semejante afirmación no puede sino despertar cierta


extrañeza. Pues, en sentido estricto, Dios es Todo el cielo, la perfección
suma e indivisa, a la que nada falta, origen de la más plena felicidad.
No obstante, en Él se incluyen asimismo —aunque identificadas con el
Ser divino, sin establecer distinción ni ruptura alguna— la integridad del
cosmos infrahumano y de las personas, en especial la nuestra propia y
las que más hemos amado y más nos han querido: toda la realidad.

51 BRANCATISANO, Marta, La gran aventura, Grijalbo, Barcelona, 2000, p. 87.


52 HUGO, Víctor, Les misérables, IV, 5, 4.

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De manera similar, también el amor —como operación particular—
es solo la plenitud el hombre, lo más alto y noble que puede llevar a
cabo. Mas esto no quita que ese mismo amor constituya en cierto modo
todo el hombre, varón o mujer, por cuanto uno y otra pueden hacerlo
todo por amor y, de este modo, humanizar o personalizar todas y cada
una de esas actividades o tareas.
En definitiva, este es el sentido más propio en que el hombre, a pesar
de su complejidad, es amor:
1. De un lado, el amor es el ápice del ser humano.
2. De otro, todo lo que realiza un varón o una mujer obtiene va-
lidez propiamente humana en la medida en que se relaciona con el
amor: en cuanto, in-formado por él —como antes veíamos—, es o se
convierte, en la acepción más propia de estos términos, en un acto de
amor.

Dios es la plenitud del cielo; el amor es la plenitud del hombre

De ahí, que a la hora de establecer relaciones personales estrictas y


beneficiosas para nuestro interlocutor, la pregunta clave sea siempre: lo
que le propongo o sugiero, le impido o prohíbo, el modo en que lo
hago… ¿favorece o impide que esa persona ame, que se olvide de sus
propias ventajas y beneficios y esté más pendiente del bien real de los
otros?
Pues así hay que enfocar también cuanto atañe a la sexualidad, mo-
dificando un poco los términos de la cuestión, que podría quedar como
sigue: ¿con mi actitud o mi modo de obrar, consigo un bien real para la
persona a quien digo que quiero, le facilito el que ame más y mejor?
Apuntaré ahora dos o tres detalles en los que la relación entre amor y
sexualidad se pone particularmente de relieve y manifiesta la enorme
posibilidad de convertir el trato íntimo en un auténtico motor para in-
crementar el amor entre los cónyuges.

2. La manifestación específica del amor inter-sexuado

El amor humano se expresa corporalmente

El primero de ellos podría resumirse con pocas palabras: la fusión


conyugal de los cuerpos, cuando deriva de un amor auténtico, constitu-

80
ye la más adecuada exteriorización visible de la unión y del amor uniti-
vo de esos espíritus encarnados que son el varón y la mujer.
Con otras palabras: dentro del lenguaje amoroso del cuerpo —del
cuerpo como expresión de la persona—, el abrazo conyugal íntimo com-
pone una privilegiada palabra de amor, tal vez la más conforme con la
naturaleza espíritu-corpórea y sexuada, de dos sujetos humanos.
Así lo expone Angelo Scola:
El acto conyugal, en efecto, consiste en la unión de los cuerpos, que
expresa, significa la unión de las dos personas. Precisamente en cuanto
unión de cuerpos sexuados es unión de personas por razón del signifi-
cado sacramental del cuerpo. La expresión procede de las célebres ca-
tequesis de Juan Pablo II sobre la teología del cuerpo: “El cuerpo efec-
tivamente, y solo el cuerpo, es capaz de hacer visible lo que es invisi-
ble”. En el lenguaje del cuerpo humano, del que el acto conyugal es
una “palabra” fundamental, se expresa la totalidad de la persona por-
que la trascendencia de la persona humana está inscrita hasta dentro
de su mismo cuerpo. De forma que la unión de los cuerpos es signo
(sacramento) de la communio personarum, de la unión de las perso-
nas, del hombre y la mujer53.

Para entender mejor este asunto conviene recordar algo ya visto. A


saber:
1. La unidad intimísima que en el hombre forman el alma y el
cuerpo.
2. El carácter estrictamente personal del cuerpo humano.
3. Y la necesidad de que el amor, que en fin de cuentas radica en
la voluntad y de ella dimana, se manifieste y complete a través de los
sentimientos y de los gestos que lo encarnan y llevan a cumplimiento.
Entre los hombres, ningún amor es pleno si no va acompañado de ca-
riño, ternura, compasión, consuelo…, así como de miradas afectuosas y
comprensivas y, cuando sea el caso, de abrazos, caricias, besos, etc.
Estas y otras manifestaciones similares resultan imprescindibles no
solo para expresar, sino para despertar, establecer plenamente, com-
pletar, incrementar, pulir y hacer fecundo el amor.

Dentro del lenguaje amoroso del cuerpo el abrazo conyugal ínti-


mo compone una privilegiada palabra de amor

La más ceñida expresión de amor entre varón y mujer

53 SCOLA, Angelo, Identidad y diferencia, Encuentro, Madrid, 1989, p. 87.

81
Pero no todas las expresiones corporales gozan de la misma capa-
cidad de llevarlo a cabo. Parece claro que, por muy recta y sincera que
fuere la intención de agradar de quienes las ponen por obra, ni la pala-
bra grosera o la frase irónica ni el puntapié o la patada en la espinilla
son instrumentos aptos para exteriorizar y hacer más total, hondo y ju-
goso el cariño entre dos personas.
¿Cuáles son, entonces, los gestos más pertinentes?, ¿cómo pueden
descubrirse?
Tengamos en cuenta que la esencia del amor, el objetivo que buscan
los que se quieren, consiste en establecer la más estrecha unidad recí-
proca posible: «fundirse uno en el otro», sin perder por ello su propia
consistencia y autonomía, sino, paradójicamente, consiguiendo de este
modo un ser de mayor densidad y una individualidad más pronunciada.
También ahora me animo a copiar unas palabras de Alberoni:
El enamoramiento tiende a la fusión de dos personas distintas, que con-
servan la propia libertad y la propia inconfundible especificidad. Queremos
ser amados en cuanto seres únicos, extraordinarios e insustituibles. En el
amor no debemos limitarnos, sino expandirnos, no debemos renunciar a
nuestra esencia, sino realizarla; no debemos mutilar nuestras posibilida-
des, sino llevarlas a término. También la persona amada nos interesa por-
que es absolutamente distinta, incomparable. Y así debe permanecer, res-
plandeciente y soberanamente libre. Nosotros estamos fascinados por lo
que ella es, por todo lo que ella nos revela de sí. Por tanto, estamos dis-
puestos a adoptar su punto de vista, a modificarnos a nosotros mismos»…
y, de esta manera, enriquecernos54.

Y recordemos asimismo, tras las huellas de Bergson, que la unión


más honda es la que llevan a término los seres vivos, precisamente, en
cuanto expanden su energía vital y la engarzan e inter-penetran con
quienes a ellos se unen: para comprobarlo, basta atender a la diferencia
de intensidad entre la cohesión de las piezas inertes de un artefacto,
que en el fondo es extrínseca y meramente funcional —se limitan a fun-
cionar como uno—, y la mucho más íntima y real compenetración que
resulta en el ámbito de lo vivo: de un injerto entre vegetales, pongo por
caso, o del trasplante de órganos en un animal o en un ser humano…
siempre que no sea rechazado; en estos casos, los antiguos elementos
no solo funcionan como, sino que llegan a constituir una unidad: ¡a ser
uno!
A la vista de ello, cabría formular una especie de ley general: las ac-
ciones con las que los hombres intentan sinceramente manifestar y

54 ALBERONI, Francesco, Te amo, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 152.

82
hacer crecer su cariño resultarán más eficaces en la medida en que me-
jor realicen, con sus cuerpos, esa unidad viva que de verdad anhelan
sus respectivos espíritus.

Un buen apretón de manos

Desde esta perspectiva, y por poner un ejemplo, el apretón de ma-


nos representa en nuestra cultura un medio excelente para acercar a
las personas. Cada vez que realizo con sinceridad ese gesto:
1. Mi mano —expresión en ese momento de la vitalidad de toda
mi persona— se adelanta, manifestando mis disposiciones de unirme
con mi interlocutor.
2. Además, se muestra disponible para ser envuelta por la mano
del amigo.
3. Simultáneamente, rodea y se funde con la de la persona a la
que saludo de manera más o menos intensa y vigorosa, en dependencia
exacta de mi modo de ser y, sobre todo y por encima de ello, de lo que
en realidad procura mi espíritu.
Es decir, realiza en el plano corpóreo la fusión que pretende la totali-
dad de la persona y, en particular, su voluntad.
Por eso, un buen apretón de manos, efusivo y no rutinario, constituye
por sí solo un instrumento eficacísimo para iniciar una amistad o para
consolidar la que ya estaba incoada.
Con una condición, ya apuntada: que se trate de un gesto sincero,
capaz de transmitir, mediante el ardor entrañable del contacto entre las
manos, la vida y el amor que laten en los corazones de quienes se salu-
dan.
En caso contrario, como tantas veces hemos experimentado, seme-
jante acción no produce efecto alguno e incluso, si advertimos cierto
fingimiento o simulación o una intención oculta, puede llegar a generar
el sentimiento contrario: repulsa y repugnancia.

En nuestra cultura, el apretón de manos representa un medio ex-


celente para acercar a las personas

El abrazo sincero…

Pues bien: la cuestión es todavía más clara en el abrazo.


En él, como escribe Barbotin,

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… mis brazos se tienden hacia adelante y se abren para prolongar mi lu-
gar corporal; ofrezco un espacio vivo que es mío, que soy yo, donde el otro
está invitado a entrar. El abrazo, cuyo significado culmina en la unión con-
yugal, expresa la intención esencial del amor: coincidir con el otro, crear
entre ambos una nueva unidad55.

Y, al manifestarla, añado yo, inevitablemente la realiza: la aumenta,


la consolida.
La pregunta clave es ahora: ¿por qué, como se nos acaba de decir,
«la significación del abrazo culmina en la unión conyugal»?
Para contestarla, conviene recordar algo ya insinuado. A saber: que
el amor es cierta vis unitiva, una fuerza que origina comunión o identifi-
cación… entre seres vivos y difusivos; y que los gestos corporales mani-
fiestan ese afecto en la medida en que realicen la compenetración física
viva y abierta a la fecundidad, a la expansión.

… y la unión íntima

Como consecuencia, la cópula es capaz de representar y realizar en


proporción sublime la personal unión amorosa por tres motivos:
1. El primero, porque en ninguna otra manifestación sensible del
cariño la penetración recíproca de los cuerpos es más interna, alcan-
zando tan íntima profundidad: te doy lo más mío y personal que poseo,
aquello que guardo en el fondo de mi ser y que jamás daré a otro u
otra.
2. Después, porque en ninguna otra ocasión el espacio personal
compartido es tan vivo, tan inmediatamente en contacto con las fuentes
de la vida.
3. Por fin, y como culminación de los anteriores, porque jamás
como en el caso que estamos considerando, las «porciones del propio
cuerpo» que tienden a ponerse en contacto —los gérmenes vitales—
pueden llegar a compenetrarse tan entrañablemente, y a identificarse,
hasta el punto de fundirse en una sola realidad viva —el hijo, al que as-
pira naturalmente la tendencia a la unión de los esposos—, que sintetiza
en un único sujeto el espíritu vital de los padres.
Según explica Leclercq,
… el niño es el fruto de la unión; es la bendición del matrimonio, el fin
de esta búsqueda de unidad que es la esencia misma del amor. El amor
que busca la unión debe desear el fruto por el que se afirma y alcanza su
plena realización. Lo hemos observado ya; en el hijo, y solo en el hijo, lle-

55 BARBOTIN, Edmon, El lenguaje del cuerpo, vol. I, EUNSA, Pamplona, 1977, p. 51.

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gan los padres a la fusión completa, al reunir el hijo en sí, en su persona-
lidad única, la doble personalidad de su padre y de su madre, fundidas en
una tal unidad, de una manera tan armoniosa, que no solamente son in-
separables de él, sino que ni siquiera se puede discernir exactamente lo
que procede de uno o de otro56.

También están llenos de fuerza estos versos de Miguel Hernández,


que, además, proyectan en la totalidad del tiempo humano la unión viva
de los esposos:
Para siempre fundidos en el hijo quedamos: / fundidos como anhelan
nuestras ansias voraces; / en un ramo de tiempo, de sangre, los dos ra-
mos, / en un haz de caricias, de pelos, los dos haces. /
[…] Él hará que esta vida no caiga derribada, / pedazo desprendido de
nuestros dos pedazos, / que de nuestras dos bocas hará una sola espada /
y dos brazos eternos de nuestros cuatro brazos. /
No te quiero a ti sola: te quiero en tu ascendencia / y en cuanto de tu
vientre descenderá mañana. / Porque la especie humana me han dado por
herencia / la familia del hijo será la especie humana. /
Con el amor a cuestas, dormidos o despiertos, / seguiremos besándonos
en el hijo profundo. / Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos, / se
besan los primeros pobladores del mundo57.

Volviendo al resultado de la unión fecunda: el hijo, ¿cabe acaso una


mayor «coincidencia con el otro»?, ¿es pensable un modo más hondo y
sublime de «crear una nueva unidad»? ¿Se entiende, entonces, por qué,
en cuanto máxima expresión de la donación comunicativa, las relacio-
nes conyugales no desprovistas artificial y voluntariamente de su signi-
ficado natural realizan un progresivo incremento del amor entre los es-
posos?
¿Se comprende también por qué me atrevía a afirmar que, siempre
que se configure como manifestación auténtica de un amor auténtico, el
abrazo conyugal compone el instrumento más adecuado —¡no el ma-
yor!— para incrementar el amor entre un varón y una mujer precisa-
mente en cuanto tales?
(Y, por lo mismo, ¿se intuye el enorme poder destructivo de esos ac-
tos cuando se llevan a término fuera de un exquisito y acendrado con-
texto de amor recíproco?).

56 LECLERCQ, Jacques, El matrimonio cristiano, Rialp, Madrid, 19ª ed., 1987, p. 150.
57 HERNÁNDEZ, Miguel, Hijo de la luz y de la sombra, en Obras completas, vol. I:
Poesía, Espasa-Calpe, Madrid, 2ª ed., 1993, pp. 715-716.

85
Con el amor a cuestas, dormidos o despiertos, / seguiremos
besándonos en el hijo profundo. / Besándonos tú y yo se besan
nuestros muertos, / se besan los primeros pobladores del mundo

3. «Bañarse» en el Amor de todo un Dios

Varón y mujer… por encima de sí mismos

Como ya he sugerido, otro de los títulos de nobleza de la sexuali-


dad humana deriva de su capacidad procreadora. O, mejor, del hecho
de constituir —dentro del matrimonio, que es donde se establece un
amor de veras— el único medio adecuado para dar vida a un ser huma-
no.
Si la persona es lo más grandioso que existe en el universo, lo radi-
calmente insustituible… ¡incluso por el propio Dios!, traer una nueva
persona al mundo constituye, en el ámbito natural, lo más excelso que
un varón y una mujer pueden llevar a cabo: en cada acto de unión nup-
cial están abriendo la posibilidad de una dicha infinita, poniendo las
condiciones para que alguien —el futuro hijo— se convierta en un felicí-
simo interlocutor del Amor divino por toda la eternidad.
Como sostiene Leclercq,
… nada hay en el mundo más grande que el ser humano, y haber hecho
un hombre es fuente de orgullo sin límites. En ninguna obra es el hombre
más creador que en ésta; ninguna hay que sea más suya. Salvo en casos
excepcionales y desgraciados, el hijo es el orgullo y la alegría de sus pa-
dres58.

De ahí que, aunque los padres no hayan nunca reflexionado de forma


expresa sobre la sublimidad que va unida a la condición personal del
hijo, sí que suelen tener conciencia de que han puesto por obra algo
grandioso y —de forma implícita— de que en todo el proceso ha inter-
venido Algo-Alguien que está muy por encima de ellos.
O, por expresarlo con la terminología de Pascal, intuyen o al menos
entrevén que la unión íntima entre los cónyuges representa uno de los
momentos más claros en los que el hombre (varón y mujer) es mucho
más que hombre.

Lo testifican los poetas…

58 LECLERCQ, Jacques, El matrimonio cristiano, Rialp, Madrid, 19ª ed., 1987, p. 147.

86
Ciertamente, no estamos ante algo universal ni ante una especie
de ley matemática. La percepción de cuanto acabo de esbozar depende
en buena manera, y entre otras condiciones y circunstancias, de la finu-
ra humana de quienes conciben al hijo… y no es necesariamente pro-
porcional a la instrucción ni, mucho menos, al rango social de los prota-
gonistas.
Por eso, encontramos manifestaciones del hecho en gentes de muy
diverso origen y condición.
Luis Chamizo, por ejemplo, pone en boca de un campesino a quien el
parto de su mujer ha sorprendido en medio del campo, mientras anda-
ban en busca de un médico que la atendiera, y cuyo hijo ha nacido, por
tanto, sin ayuda alguna:
Toíto lleno de tierra / le levanté del suelo; / le miré mu despacio, mu
despacio, / con una miaja de respecto. / Era un hijo, ¡mi hijo!, / hijo de
dambos, hijo nuestro… […] Icen que la nacencia es una cosa / que miran
los señores en el pueblo: / pos pa mí que mi hijo / la tié mejor que ellos, /
que Dios jizo en presona con mi Juana / de comadre y de méico. […] Dos
salimos del chozo; / tres golvimos al pueblo. / Jizo Dios un milagro en el
camino: / ¡no podía por menos!59

De manera similar, aunque con un estilo muy distinto, un poeta que


no se caracteriza precisamente por la viveza de su fe, no puede evitar
el dejar constancia de que Algo inefable ha estado presente en la gene-
ración del hijo. Escribe Pablo Neruda:
Ay, hijo, ¿sabes, sabes / de dónde vienes? // […] Como una gran tor-
menta / sacudimos nosotros / el árbol de la vida / hasta las más ocultas /
fibras de las raíces / y apareces ahora / cantando en el follaje, / en la más
alta rama / que contigo alcanzamos60.

Las referencias a las más ocultas fibras y a la más alta rama dejan
suponer, por una parte, un Origen trascendente al ser humano y, por
otra, un enriquecimiento —¡la más alta rama!— que muy pocas entre
las restantes actividades del hombre consiguen proporcionar.
Las alusiones al Origen resultan ya del todo explícitas —y como algo
más que alusiones— en los versos de Alfonso Albala:

59 CHAMIZO, Luis, El miajón de los castúos, «La nacencia», en Obras Completas,


Universitas Editorial, Badajos, 2ª ed., 1985, p. 95.
60 NERUDA, Pablo, “El hijo”, en Ángel Urrutia, Homenaje a la madre, Ed. Ángel Urru-
tia, Madrid, 1984, pp. 17-18.

87
Y sigue siendo esposa: / alta mar en su pecho, / baja mar en su vientre
/ sazonado de Dios, / sazonado de madre hacia mis brazos61.

Y en estos otros, complementarios, de Miguel D’Ors:


Ser madre es lo que nunca se termina, / lo que parece Dios de tan tan
madre62.

… y no pueden negarlo los intelectuales

Prescindiendo ahora del lenguaje poético, con términos más bien fi-
losóficos, lo expresa Jean Guitton:
Lo que sin duda llamaría la atención de un observador extraño al hom-
bre, si existiera algún Micromegas venido de un planeta sin amor, sería sin
duda la desproporción entre la relación del hombre y la mujer y los efectos
de esta relación […]. Platón lo vio claramente, y Proust aún más. Pero
cuando un fenómeno no guarda proporción con el antecedente que lo pro-
duce, cuando un polvorín salta a causa de una chispa, o cuando un imperio
se disloca por el lunar de un rostro, ello prueba que el antecedente no tiene
dignidad de causa, sino que es el instrumento que pone en movimiento una
fuerza latente, cuya existencia la razón debe suponer a fin de explicar la
magnitud del efecto63.

Esa fuerza latente es la que casi todas las culturas a lo largo de la


historia han descubierto ligada a la sexualidad.
1. De ahí que en la mayoría de ellas la relación varón-mujer,
aunque no siempre interpretada de la manera más correcta, se encon-
trara ungida por el nimbo de lo sagrado.
2. De ahí que las bodas, además de algo íntimo y personal, se
hayan vivido a lo largo de los siglos como un fausto acontecimiento reli-
gioso-social.
3. Y de ahí también el triste y tan profundo significado que
acompaña al hecho de que en nuestros tiempos las relaciones sexuales
se hayan visto sometidas a un tan intenso proceso de desacralización,
hasta transformarlas en algo trivial e intrascendente… que degrada por
fuerza al mismo ser humano, y limita o elimina el sentido de su digni-
dad.
Oigamos de nuevo a Brancatisano:

61 ALBALA, Alfonso, “Madre otra vez”, en Ángel Urrutia, Homenaje a la madre, Ed.
Ángel Urrutia, Madrid, 1984, p. 21.
62 D’Ors, Miguel, “Canto a las madres”, en Ángel Urrutia, Homenaje a la madre,
Ed. Ángel Urrutia, Madrid, 1984, p. 73.
63 GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968, p. 42.

88
Destituida de cualquier fundamento antropológico —en el sentido de que
no responde a la esencia y el fin de la persona— la unión sexual pierde su
valor humano y, eliminada la posibilidad de explicar su sentido como ele-
mento constitutivo de la humanidad, acaba por empobrecer el valor de la
persona humana.
Este modo de valorar la unión sexual la convierte en “algo” —sin duda,
indefinible— completamente marginal respecto a la identidad de la perso-
na, como si se tratara de una mera capacidad de hacer y no de un obrar
con el que se perfecciona el propio ser. Resulta innegable que el actual cli-
ma cultural, al banalizar la unión sexual, ha establecido una auténtica des-
personalización de los individuos, causada sobre todo por la pérdida de su
intimidad.
La exhibición de la unión sexual que la cultura actual lleva a cabo a
través de los media, está logrando un efecto despersonalizador del ser
humano. Aquello que reclama una esfera de respeto y discreción, porque
afecta al núcleo único e irrepetible de la persona —y, como tal, no puede
considerarse disponible al margen de una elección personalísima—, se ha
transformado en el argumento dominante de la comunicación de masas;
una comunicación pública e impersonal, que vacía la unión sexual de su
significado más hondo y totalizador, y la convierte nada menos que en una
actividad exhibida, sin que semejante exhibición aporte progreso alguno al
conocimiento del ser humano64.

Destituida de cualquier fundamento antropológico, la unión


sexual pierde su valor humano y acaba por empobrecer el valor
de la persona

Razones filosóficas…

Todo lo contrario de lo que expresan los testimonios antes aducidos


y otros muchos que cabría traer a colación y que la fe cristiana y la filo-
sofía acorde con ella resumen en una verdad radical: la creación inme-
diata de cada alma humana por el infinito Amor de Dios.
Cuestión que nos acerca de nuevo a la tan estrecha relación que en-
laza, entre los hombres, amor y sexualidad: o, si se prefiere, con los
matices del caso, los aspectos unitivo y procreador de las relaciones
conyugales.
Pues el perfeccionamiento del amor que lleva consigo la procreación
como resultado de la unión sexual se encuentra estrechamente ligado al
hecho de que el hijo es persona, dotada de un alma inmortal que solo
puede entrar en este mundo como efecto de un acto creador de Dios.

64 BRANCATISANO, Marta, Approccio all’antropologia della differenza, Edizioni Univer-


sità della Santa Croce, Roma 2004, pp. 105-106.

89
Y, como consecuencia, que en la unión íntima fecunda, los cónyuges
se han hecho partícipes del Amor y Poder creadores del Absoluto, de
una acción formal y exclusivamente creadora, singularísima, en la que
Dios se expresa plenamente como Dios, en cuanto Amor-creador.
¿Cómo no habría de multiplicarse el amor matrimonial cada vez que,
como resultado de una unión conyugal fecunda, se transforma en una
prolongación del Amor del Absoluto, se baña o se sumerge y queda
íntimamente impregnado por ese Amor sin fronteras?
Aunque solo pueda apuntarlo, este es uno de los motivos que mejor
explican por qué, en un matrimonio normal y sano, la venida de cada
nuevo hijo incrementa el amor y la atracción de todo tipo entre marido
y mujer.
Más que dar muchas explicaciones, quisiera aquí aducir un testimonio
personal, un soneto —ignoro si valioso, pero sincero— que escribí, ex-
clusivamente para mi mujer, cuando dio a luz nuestro séptimo hijo, pe-
ro que luego me decidí a publicar:
Siete veces, mujer, has transcendido, / siete veces con Dios te has tu-
teado, / siete veces mi amor has condensado, / siete veces el mundo has
resumido. // Siete veces, mujer, he presentido / siete abismos que en car-
ne has substanciado, / y en las siete, al nacer, he comprobado / que mi
pasión por ti había crecido. // No fue solo cariño lo ganado, / ni fue hondu-
ra de amor comprometido, / materia del espíritu señero; // también mi ar-
dor rugió multiplicado, / también vibró mi cuerpo enardecido: / fue exalta-
ción total del hombre entero.

… avaladas por la fe y la experiencia cotidiana

Me interesa mucho dejar claro que no me estoy moviendo en el te-


rreno de la metáfora.
Los padres cooperan real e íntimamente con Dios en la venida al
mundo de cada nuevo ser humano en su total integridad: como perso-
nas completas.
Son, en este sentido, pro-creadores o incluso co-creadores.
No se limitan a engendrar el cuerpo, mientras que Dios crea el alma.
Aunque tales afirmaciones no puedan calificarse como falsas, más co-
rrecto es sostener que tanto los padres como Dios, aunque de manera y
con intensidad distintas, dan origen a toda la persona del hijo: los pa-
dres, a través del cuerpo, y Dios directamente, otorgando el ser con el
alma.

90
Por eso la Virgen Santísima es verdadera Madre de Dios (en su Se-
gunda Persona y según la Humanidad) y no simplemente del cuerpo de
Jesucristo.
Y por lo mismo cualquier mujer que tiene la desgracia de abortar in-
voluntariamente afirma con toda razón que ha perdido a su hijo y no
simplemente el cuerpo de este.

De nuevo la unidad de la persona

Desde el punto de vista filosófico, y referido ya a cualquier sujeto


humano, el asunto puede entreverse con solo reflexionar en que el
cuerpo y el alma, si se consideran aislados, constituyen una abstrac-
ción, algo que no puede existir.
Tal como Dios ha establecido las cosas, no puede hacerse un cuerpo
humano sin que allí haya alma espiritual (entonces no sería humano);
ni tampoco Él puede crear un alma sino en el cuerpo correspondiente.
Pues, como he repetido, para empezar a ser y para desarrollar todas
sus operaciones, el alma necesita del cuerpo.
Todo hombre es una persona: una conjunción intimísima, y no una
mera yuxtaposición, de alma y cuerpo.
1. Según he apuntado, a esa misma y única persona, Dios la
crea y los padres la engendran.
2. El término de la acción de unos y Otro es justamente la totali-
dad de la persona concebida.
3. Aunque la acción divina es infinitamente más directa y consti-
tutiva, los padres no se limitan a generar el cuerpo: alcanzan a través
de él a la persona toda.
Vendría muy bien recordar aquí algo de lo que ya sabemos del alma.
Lo haremos con palabras de J. Rassam:
El privilegio del alma humana, en medio de las restantes formas, reside
en que comunica su propio ser al cuerpo al que anima. El alma no es pro-
ducida por composición, no proviene de ninguna otra cosa: es producida de
la nada, es decir, es creada directamente por Dios. “Solus Deus animam
humanam producit in esse” [solo Dios instaura en el ser al alma humana]
(C.G. II, 87).
Este origen divino del alma humana es la razón de la única e incompa-
rable nobleza del hombre entre los seres vivientes. El honor de ser hombre
viene de que el hombre, cuando recibe el cuerpo por la generación, recibe
de Dios, a la vez y directamente, el alma. Hoy se proclama por todas par-
tes la eminente dignidad de la persona humana. Pero esta proclamación
quedaría reducida a bien poca cosa y perdería su más sólido fundamento,

91
si el hecho de que todo hombre merece un respeto absoluto no se apoyara
esencialmente en esa dependencia y relación con el Ser absoluto implicada
por la creación de cada alma65.

No estamos, tampoco ahora, ante actividades independientes ni yux-


tapuestas ni siquiera coordinadas. Dios siempre está presente en el ac-
tuar de las criaturas, como el Fundamento que, en estrechísima unidad
con ellas, penetra y hace posible tal actividad. Pero en este caso el
obrar divino es formalmente creador.
Cabe afirmar entonces que, en cierto sentido, la virtud creadora de
Dios se introduce en el mismo proceso biológico-personal origen del
nuevo hijo; y en otro, todavía más definitivo, que es la fecundidad de
los padres la que se desarrolla dentro del acto creador de Dios.
Por eso, la generación de los hijos no es simplemente tal, ni mucho
menos re-producción, sino estricta pro-creación, por cuanto actúa a fa-
vor de esta y da entrada a Dios en el universo humano de una manera
peculiarísima: justo como Creador de una realidad —¡cada nueva per-
sona!— surgida de la nada.
Y de ahí que los padres puedan calificarse con todo rigor como co-
creadores, puesto que lo suyo es, participadamente, una co-operación
—una operación conjunta— con el acto inaugural del Absoluto.

La virtud creadora de Dios se introduce en el mismo proceso bio-


lógico-personal origen del nuevo hijo y la fecundidad de los pa-
dres se desarrolla dentro del acto creador de Dios

Aunque no sean inteligibles para todos, ni haya que preocuparse por


ello, conviene traer a colación un par de testimonios, que sancionen y
expliquen cuanto acabo de afirmar.
A los efectos, sostiene Carlo Caffarra:
En su verdad más profunda no se debería hablar de acto procreativo o
de procreación, sino de co-creación, de acto co-creativo. Dios, que no qui-
so cooperadores cuando dio inicio al universo, quiere tener cooperadores
cuando da origen a lo que es la obra maestra de todo el universo, el vérti-
ce de la realidad creada, el hombre66.

Y, previamente, había expuesto la razón metafísica primordial de todo


ello: la unidad de la persona humana en el ser, de la que ya antes nos

65 RASSAM, Joseph, Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Rialp,


Madrid, 1980, p. 145.
66 CAFARRA, Carlo, “Definición filosófico-ética y teológica de la procreación responsable”,
en AA.VV., La paternidad responsable, Palabra, Madrid, 1988, p. 81.

92
ocupamos y a la que hace un instante hemos vuelto a aludir. Pues bien,
partiendo de esa primordial afirmación metafísica, escribe Caffarra:
… comprendemos que el acto procreativo de los esposos, en su verdad
más profunda, es co-creación con la actividad creadora de Dios. Es la per-
sona la que se genera mediante la generación del cuerpo; es la persona la
que es creada mediante la creación del alma67.

Lo mismo que, añadiendo algunas puntualizaciones, afirma Antonio


Ruiz Retegui:
No es que Dios cree una sustancia espiritual que se una a la sustancia
material engendrada por los padres. El término propio de la creación es la
persona, y la misma persona es el término de la generación. Pero Dios la
crea por su dimensión espiritual, mientras los padres la engendran por su
dimensión somática: lo creado por Dios y lo engendrado por los padres es
el mismo ser. Podría decirse que los padres disponen la materia cuya for-
ma propia es el alma creada directamente por Dios, de modo que verda-
deramente causan materialmente el alma. Por esto, la generación humana
se denomina pro-creación y puede decirse con propiedad, no metafórica-
mente, que los padres participan del poder creador de Dios68.

Dos consecuencias de gran calado

Las consecuencias de todo ello no pueden encarecerse en exceso.


Me limito a señalar dos de particular relevancia.
1. Antes que nada, que el fruto de la unión conyugal fecunda no
es un simple ejemplar de la especie humana, sino una imagen singular
e irrepetible —¡única!— del Dios tres veces uno, directamente relacio-
nada con Él y a Él referida.
Lo que implica, a su vez, que la verdad más absoluta del hijo no es
ser de los padres, pertenecerles. Más radical y profundo es su directo e
inmediato nexo con el Creador: su constituirse como «alguien delante
de Dios y para siempre», según la acertada expresión de Cardona69,
inspirada en Kierkegaard, que tantísimas repercusiones presenta en
educación.
En resumen, cada persona que viene a este mundo, mucho más y an-
tes que hijo nuestro, es hijo de Dios.

67 CAFARRA, Carlo, “Definición filosófico-ética y teológica de la procreación respon-


sable”, en La paternidad responsable, Palabra, Madrid, 1988, p. 80.
68 RUIZ RETEGUI, Antonio, “La Ciencia y la fundamentación de la Ética. II: la plurali-
dad humana”, en AA.VV., Deontología Biológica, Facultad de Ciencias, Universidad de
Navarra, Pamplona, 1987, pp. 39-40.
69 CARDONA, Carlos, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona, 1987, p. 90.

93
2. En segundo término, me gustaría insistir en que, gracias al
ejercicio de la sexualidad, los padres se introducen dentro de la poten-
cia creativa de Dios, con cuanto lleva consigo y que empieza a vislum-
brarse al considerar la simplicidad divina. Pues, en virtud de ella, el Ac-
to con el que Dios da el ser a cada nueva criatura es numéricamente
idéntico a aquel con el que instituye el universo entero, e idéntico a su
vez al mismísimo Ser divino… que es su Amor infinito.
Por todo ello, y por mucho más, no puede sorprender la alta estima
en que los santos han tenido el amor conyugal.
San Josemaría Escrivá, por referirme a una persona que entendió a
las mil maravillas el amor humano, no solo insistía y se recreaba en la
expresión paulina que califica el matrimonio como sacramentum mag-
num (grande: calificativo que, entre los siete existentes, solo se aplica a
este sacramento); sino que repetía una y otra vez que el amor de sus
padres, como el de todos los esposos que actúan con rectitud, él lo
bendecía con las dos manos… por la sencilla razón de que no tenía cua-
tro.
Y no dudaba en asimilar el lecho matrimonial a un altar.
¿Por qué esta última y tan audaz comparación?
Estimo que en ella late una verdad teológica fuertemente arraigada;
a saber: que justo en la unión íntima entre cristianos ligados en matri-
monio se renueva de una manera muy particular el sacramento que en-
trelazó sus vidas para siempre, con las gracias que lleva adjuntas.
(Y no estaría de más que los cristianos reflexionáramos de vez en
cuando sobre este extremo: ¿existen modos más gozosos y eficaces pa-
ra los cónyuges que unirse íntimamente en una relación abierta a la vi-
da?).
Pero como filósofo me gusta pensar —tal vez sin fundamento— que,
al comparar el lecho conyugal con un altar, San Josemaría apuntaba
también a la especial presencia de Dios en el mundo que acompaña a
las relaciones matrimoniales actual o virtualmente fecundas.
Una presencia que, si fuera exagerado calificar de cuasi sacramental,
debe sin embargo preservar su singularidad única, especialmente divi-
na, distinta a las restantes en el ámbito natural: es formalmente, al
menos en potencia, creadora de personas… y no simplemente conser-
vadora de otras realidades.
(Personalmente, y tal vez por el cariño que tengo a México y a su
Patrona, me gusta establecer cierta similitud entre el modo en que Dios
está presente en el acto de unión fecunda y la manera, sin duda excep-

94
cional, en que la imagen de la Guadalupana se halla plasmada en la til-
ma de Juan Diego: un modo radicalmente distinto a cualquier otro que
pueda darse naturalmente).

Gracias al ejercicio de la sexualidad, los padres se introducen


dentro de la potencia creativa de Dios

Otra vez la literatura… y la vida

También ahora son muchos los poetas que han sabido exponer ese
vigor universal, cósmico, al que se encuentra aparejado el trato conyu-
gal íntimo, justamente en virtud de su potencialidad creadora.
Y, así, Rafael Morales, refiriéndolo al propio hijo, exclama:
Rama del beso tú, que, leve y pura, / tienes raíz en la pasión amante, /
en una humana y sideral locura. // Tibia luna rosada y palpitante, / dulce
vuelo parado en la hermosura / que ha surgido del cielo de un instante70.

De una manera velada, propia del lenguaje poético, estos versos su-
gieren la introducción de la actividad humana en una Acción a la que se
encuentra referida, como a su Origen, la entera realidad creada: cielos
y tierras, según apuntaba antes.
Algo similar expone Víctor Hugo:
Cuando se aproximan dos bocas consagradas por el amor es imposible
que por encima de ese beso inefable no se produzca un estremecimiento
en el inmenso misterio de las estrellas71.

Y, de nuevo, Miguel Hernández:


La gran hora del parto, la más rotunda hora: / estallan los relojes sin-
tiendo tu alarido, / se abren todas las puertas del mundo, de la aurora, / y
el sol nace en tu vientre donde encontró su nido. /
[…] Hijo del alba eres, hijo del mediodía. / Y ha de quedar de ti luces en
todo impuestas, / mientras tu madre y yo vamos a la agonía, / dormidos y
despiertos con el amor a cuestas72.

Pero también lo experimentan, de manera más clara cuanto más cre-


ce su afecto, los esposos que llevan a término cumplida y amorosamen-
te la unión conyugal. Se advierten entonces ligados a la Fuente del

70 MORALES, Rafael, “A un niño recién nacido”, en Obra poética, Austral, Espasa-


Calpe, Madrid, 1982, p. 59.
71 HUGO, Víctor, Les misérables, V, 6, 2.
72 HERNÁNDEZ, Miguel, Hijo de la luz, en Obras completas, vol. I: Poesía, Espasa-
Calpe, Madrid, 2ª ed., 1993, pp. 714-715.

95
cosmos, con la que en cierto modo se identifican, y, con Ella y por Ella,
al universo todo y al conjunto de la humanidad.
Apoyado en expresiones explícitas del Romano Pontífice, lo expuso
hace ya algunos años Cormac Burke:
Una falta de auténtica conciencia sexual caracteriza el acto si la intensidad
del placer no sirve para despertar una comprensión plenamente consciente de
la grandeza de la experiencia conyugal: me estoy entregando —entrego mi ca-
pacidad creativa, mi potencia vital— no solo a otra persona, sino a la creación
entera: a la historia, a la humanidad, a los planes de Dios. En cada acto de
unión conyugal, enseña Juan Pablo II, “se renueva, en cierto modo, el misterio
de la creación en toda su original profundidad y fuerza vital”73.

Y añade, y con ello concluyo:


La vitalidad de sensación en el acto sexual debe corresponder a una vitalidad
de significación […]. La misma explosión de placer que comporta el acto sugiere
la grandeza de la creatividad sexual. En cada acto conyugal debería haber algo
de la magnificencia —de la envergadura y del poder— de la Creación de Miguel
Ángel en la Capilla Sixtina de Roma…74

Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

 ¿Serías capaz de explicar por qué el único modo adecuado de dar la


vida a un ser humano es la relación íntima entre dos esposos movidos
por el amor? Expón otros casos en que el amor sea también el móvil
principal o exclusivo de determinadas acciones.
 ¿Qué te parece la figura del texto y el contexto para esclarecer la pa-
radójica dignidad del niño o niña que va a ser engendrado? ¿Sabes por

73 BURKE, Cormac, Felicidad y entrega en el matrimonio, Rialp, Madrid, 1990, pp. 54-55.
74 BURKE, Cormac, Felicidad y entrega en el matrimonio, Rialp, Madrid, 1990, p. 54.

96
qué digo que se trata de un derecho paradójico? ¿Qué otra imagen o
metáfora se te ocurre para explicar mejor esto mismo?
 En la estela abierta por Kierkegaard, Carlos Cardona describió al ser
humano como «alguien delante de Dios y para siempre». ¿Qué opinas de
esta manera de referirse al varón y a la mujer? ¿Estimas que es una de-
finición poética o figurada, o te parece que expresa bien lo que es el
hombre?
 ¿Por qué cabe sostener que las relaciones íntimas son una palabra
privilegiada del lenguaje amoroso del cuerpo? ¿Puede afirmarse que es la
máxima manifestación del amor entre varón y mujer precisamente en
cuanto tales? ¿Con qué condiciones?
 ¿En qué sentido podría decirse, con Barbotin, que la significación del
abrazo culmina en la unión conyugal?
 ¿Qué término consideras más correcto, referido a los padres: el de
procreadores o el de co-creadores? ¿Por qué motivos?
 ¿Qué tipo de cooperación se establece entre Dios y los padres cada
vez que estos dan vida a un nuevo ser humano? No te limites a respon-
der de manera esquemática, sino intenta extraer todas las consecuencias
que puedas de tu afirmación.
 Expón al menos tres razones que permitan comparar el lecho matri-
monial con un altar. Explica lo que te sugiere esta expresión figurada, pe-
ro correcta.

97
VI. La sexualidad, al servicio del amor y la
unión conyugales

Por si te flaquean las fuerzas

¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.

 ¿En qué sentido puede y debe afirmarse que el amor voluntario del
ser humano crece o se prosigue a través de los sentimientos y gestos
adecuados? ¿Cuál sería el fundamento o la causa de esa necesidad de
prolongarse?
 Enumera alguna de las consecuencias del ejercicio de la sexualidad
humana cuando no es resultado o expresión del amor. Intenta, dentro de
lo posible y prudente, ser concreto/a.
 Te agradecería que comentaras estas palabras de una autora italiana,
que luego encontrarás en el texto:
La experiencia que nos aportan las parejas que han comprendido la im-
portancia de “vivir el amor” nos confirma que, cuando la pareja se ama, el
acto sexual en la vida de matrimonio invade, intensificando su sentido, to-
da la vida afectiva de la persona y de la pareja, refuerza su vínculo, la ayu-
da a superar las crisis y con ello a abrirse en la renovación. Se puede afir-
mar que en el placer de vivir, que experimentamos a través de nuestro
cuerpo, el placer del sexo “es dado” al matrimonio como un don especial
para reforzar su unión.
 ¿Cuál es la función del placer en la unión conyugal? ¿Consideras lícito
que dos esposos se unan buscando ese deleite? Matiza tu respuesta todo
lo que estimes necesario.
 Casi todas las personas con cierto grado de madurez concuerdan en
que existen distintos tipos de amor: fraterno, de amistad, y otros. Haz la
enumeración más exhaustiva que se te ocurra e intenta ver en qué o por
qué se distinguen unos amores de otros.

98
 Tras haber realizado esa lista, ¿qué se te ocurre que puede significar
la «integración de amores»? ¿Es posible integrar todos los tipos de amor,
o algunos excluyen a otros y viceversa? Si no se te ocurre nada al res-
pecto, basta con que te lo hayas preguntado, para que, al estudiarlo den-
tro de unos momentos, la respuesta se te grabe de manera más sencilla
y duradera.

1. Sexualidad y perfeccionamiento humano

Como decía en los inicios de este escrito, el asunto que en él vengo


esbozando es de tanta envergadura que, por mucho que lo alargara,
siempre quedarían más cuestiones por tratar —y con bastante mayor
hondura— de las que han hecho acto de presencia.
Por eso, lo aquí expuesto deberá completarse con otro conjunto de
ensayos sobre temas afines, que indicaré en la bibliografía.
En cualquier caso, llegados a este punto, desearía recoger ciertas ob-
servaciones que podrían redondear algunos de los temas ya enunciados.

El vigor unitivo de las relaciones íntimas

Con lo expuesto en las últimas páginas, quedan sugeridos la di-


rección y el sentido en que el espíritu, y el amor electivo que de él sur-
ge, enaltecen las relaciones sexuales. De pura función biológica —
aunque con inevitables armónicos personales—, de medio casi egoísta
para el propio perfeccionamiento —¡que todo podría ser!—, el ejercicio
de la sexualidad se transforma en acción genuinamente humana, per-
sonal, ¡generosa!: en aquello que cabalmente englobamos bajo el nom-
bre de amor de donación.
Lo define bien Santamaría Garai:
El amor personal [el que se alcanza y madura en el matrimonio] es mu-
cho más que el enamoramiento. No es solo un proceso espontáneo, sino
que se transforma en una actitud libremente asumida. El amor, que ha
surgido sin intervención de la voluntad, se convierte en una decisión, to-
mada libremente, de entregarse al otro, amándolo tal y como es y como
será, “en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad”.
Es un amor con el que acepto a la persona entera, no solo con las cosas
buenas que me enamoran, sino también con los defectos que me molestan.
Y la acepto como alguien que va a compartir y condicionar toda mi vida. La
quiero, no por ser así o de la otra manera, sino por sí misma.

99
La quiero a ella, sin más, y para siempre. Y le entrego todo, me entrego
yo mismo, corazón, cuerpo y vida entera75.

Pero ahora me encantaría exponer, de forma todavía más sucinta, la


otra cara de la moneda: el modo y el grado en que las relaciones matri-
moniales personalizadas —el uso amoroso del sexo— favorecen el en-
grandecimiento y la consolidación del amor conyugal y el crecimiento
perfectivo de las personas de ambos cónyuges.
Unas palabras de Plutarco, frescas y desenvueltas como de costum-
bre —y, también como de costumbre, necesitadas de algún matiz—,
pueden servirnos de introducción y marco de referencia.
Leemos en su escrito Sobre el amor:
La vida con la propia esposa es fuente de amistad, como si se tratara
de una iniciación en común a los grandes misterios. Pues aunque el placer
dura poco por sí mismo, de él brota día a día un aprecio, una estima, un
afecto y una confianza recíproca. Y no podemos acusar a los delfios de
que llamen equivocadamente a Afrodita “Armonía”, ni de que Homero cali-
fique de “amistosa” una tal unión. Y es una prueba de que Solón fue un
legislador muy experto en leyes matrimoniales el que prescribiese que el
hombre tuviera relaciones sexuales con su mujer no menos de tres veces
al mes; y ello no solo por razones de puro disfrute sexual, sino que, al
igual que las ciudades renuevan sus pactos de tiempo en tiempo, también
quería él que hubiera una renovación del matrimonio mediante tales
pruebas de ternura, liberándose así de las recriminaciones que surgen con
la diaria convivencia76.

Entre otras, estas afirmaciones tienen la ventaja de situarnos dere-


chamente en el núcleo mismo de lo que pretendo examinar.
Pues es frecuente que los estudios sobre el tema analicen el papel
que la atracción sexual desempeña en el descubrimiento del futuro
cónyuge y en el surgimiento de un amor de amistad o benevolencia,
preludio —tantas veces— del amor conyugal más exquisito.
Y asimismo es normal que señalen cómo la atracción sexual mutua
constituye la ocasión y el estímulo para el florecer del afecto estricta-
mente personal: no en el sentido de que exista una prioridad temporal
del impulso del sexo respecto al amor —que también pudiera haberla—,
sino en el de hacer ver cómo la incitación recíproca proveniente de la
sexualidad sirve de apoyo y alimento para el cariño y cómo este afecto
interpersonal, al desarrollarse, hace más penetrante e intensa la estric-
ta atracción física, sirviendo esta a su vez, enriquecida, de nuevo cebo

75 SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
1998, pp. 16-17.
76 PLUTARCO, Sobre el amor, Espasa Calpe, Madrid, 1990, pp. 118-119.

100
para el amor… en una especie de círculo virtuoso o, mejor, de espiral
crecientemente más alta, que no tiene fin.
Pero ya no es tan común que se pongan de manifiesto los mecanis-
mos relativamente concretos que sitúan el ejercicio del sexo al servicio
del amor electivo entre los esposos. Y son precisamente esos resortes
antropológicos los que pretendo examinar.

El crecimiento del amor a través de la sexualidad

Como telón de fondo, y con lo estudiado en otros capítulos, no es


imposible percibir que, en virtud de la radical unidad de la persona
humana, el amor fundamentalmente espiritual de los cónyuges (el que
reside o se inicia en su voluntad, que nunca puede faltar) se verá in-
crementado en la medida en que se exprese y continúe en los dominios
afectivos —¡la ternura!, por ejemplo, o las caricias y las palabras y mi-
radas de cariño— y, en su caso, a través de la unión física.
Estos tres planos (espíritu, psique, cuerpo) no son independientes:
cuando es verdadero y genuino, el amor ejercido y expresado en cual-
quiera de ellos, incluso en los inferiores, arrastra consigo los otros dos,
que ven casi automáticamente incrementada su propia capacidad de
amar.
El amor exteriorizado corporalmente, por tanto, no solo revierte so-
bre el campo de la afectividad, que de ningún modo debe encontrarse
ausente de tales relaciones, sino que también agranda la misma capaci-
dad voluntaria de querer al otro en cuanto otro: el amor de amistad o
benevolencia, el que suelo llamar amor electivo y sobre el que ensegui-
da volveré.

A. Sexo sin amor


Un buen número de los principales tratadistas contemporáneos
ha insistido, sin embargo, en el binomio estrictamente inverso del que
acabo de enunciar: en lugar de exponer cómo las relaciones conyugales
incrementan el amor voluntario, advierten —no sin razón— que es el
acto de la voluntad, el amor en su sentido más genuino, el que facilita o
incluso toma posible el trato sexual cumplido.
Al respecto, sostiene Erich Fromm, conocido más bien por su talante
liberal:

101
El amor no es el resultado de la satisfacción sexual adecuada; por el
contrario, la felicidad sexual […] es el resultado del amor77.

Y prosigue:
Si aparte de la observación diaria fueran necesarias más pruebas en
apoyo de esta tesis, podrían encontrarse en el vasto material de los datos
psicoanalíticos. El estudio de los problemas sexuales más frecuentes —
frigidez en las mujeres y las formas más o menos serias de impotencia
psíquica en los hombres—, demuestra que la causa no radica en una falta
de conocimiento de la técnica adecuada, sino en las inhibiciones que impi-
den amar. El temor o el odio al otro sexo están en la raíz de las dificulta-
des que impiden a una persona entregarse por completo, actuar espontá-
neamente, confiar en el compañero sexual, en lo inmediato y directo de la
unión sexual. Si una persona sexualmente inhibida puede dejar de temer
u odiar, y tornarse entonces capaz de amar, sus problemas sexuales es-
tán resueltos. Si no, ningún conocimiento sobre técnicas sexuales le ser-
virá de ayuda78.

Evidentemente, no puedo sino concordar con cuanto afirman las con-


sideraciones que acabo de reproducir, aunque, también es evidente, se
refieran tan solo a un sector determinado de problemas y soluciones
dentro del amplio marco de la sexualidad.
Pero ¿y lo que niegan? ¿No parece rechazar Erich Fromm lo que ven-
go sosteniendo: que el ejercicio cumplido de la sexualidad favorece e
incrementa el amor voluntario en su acepción más genuina?
Tal vez no. Lo que el pasaje aducido asegura, como fácilmente podría
deducirse por el contexto, es que la mera relación sexual, desligada de
toda actitud amorosa, no solo no incrementa el amor entre los interesa-
dos, no solo no estrecha e intensifica sus lazos mutuos, sino que incluso
torna imposible el mismo ejercicio acabado del sexo.
Que es, también, lo que sostiene Veronese, con alguna puntualización
muy pertinente:
Se puede observar que la causa primera de los distintos males y dolores
que provienen del sexo es siempre el egoísmo, que trata de separar el sexo
del amor. Cuando el acto que debería expresar la máxima unión entre el
hombre y la mujer y proporcionar alegría se hace por egoísmo, la persona
se envilece, se apaga el gozo esperado (y poco a poco, este encuentro
puede llegar a ser tolerado con dificultad por la mujer, o sufrido con repug-
nancia) y se destruye la verdadera relación79.

El sexo, sin amor, desintegra la pareja y provoca

77 FROMM, Erich, El arte de amar, Paidós Studio, Barcelona, 1990, 11ª ed., p. 89.
78 FROMM, Erich, El arte de amar, Paidós Studio, Barcelona, 1990, 11ª ed., p. 89.
79 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 44.

102
… una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto
sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres huma-
nos, excepto de forma momentánea80.

Al margen del amor, el sexo inutiliza y desactiva el propio mecanismo


sexual.

El amor no es el resultado de la satisfacción sexual adecuada;


por el contrario, la felicidad sexual es el resultado del amor (Erich
Fromm)

B. Amor expresado a través de la sexualidad


Pero esto era, cabalmente, lo que afirmábamos al sostener que,
para que reviertan en una mejora del amor espiritual y afectivo, las re-
laciones matrimoniales tienen que ser, a su vez, expresión auténtica de
un amor auténtico.
Entre el acto de ser, el alma y el cuerpo existe una clara gradación
ontológica. Por ello, si en virtud del carácter rigurosamente personal de
cuanto en el hombre anida, el amor conyugal debe afectar y ser expre-
sado por todos los ámbitos de la persona humana —el estrictamente
espiritual o voluntario, el psíquico o afectivo y los dominios sensibles—,
a causa de la jerarquía existente entre los distintos campos, la manifes-
tación amorosa en una de las esferas inferiores quedaría radicalmente
falseada si no fuera como el desbordarse o el concretarse de los ámbi-
tos superiores.
(Aunque en otro lugar expliqué que existe también una afectividad
espiritual, y, por considerarlo de capital importancia, incluso insistí ma-
chaconamente en ello, en estos momentos sigo el uso común que tien-
de a encuadrar la afectividad en los dominios psíquicos).
Consecuencia inmediata: sin verdadero amor voluntario (electivo) en-
tre dos personas, la unión afectiva o el trato físico estarían desprovistos
de su verdad más radical, serían constitutivamente falsos y, por eso,
incapaces de acrecentar el vigor de las esferas más altas y, ni siquiera,
de ejercerse cabalmente en su propio ámbito.
Afirma Juan Bautista Torelló, con la autoridad que le otorgan sus
largos años de ejercicio de la psiquiatría:
Una sexualidad separada del amor, una ejercitación meramente corpo-
ral, no proporciona ninguna experiencia verdaderamente humana. Con las
prácticas eróticas que una sexología de folletín popularizó sin cesar, se
aprende tan solo a separar lo que únicamente en el completo don de un

80 FROMM, Erich, El arte de amar, Paidós Studio, Barcelona, 1990, 11ª ed., p. 22.

103
yo a un tú, que crea la unidad definitiva de dos seres humanos únicos e
irrepetibles e irremplazables que se aman, encuentra significado y pleni-
tud.
¡Cuánta ingenuidad y superficialidad demuestran muchos jóvenes que
se pavonean de “expertos” en cuestiones “de amor”! Esto lo saben, por
desgracia muy bien, psicólogos, sexólogos y sacerdotes de nuestro tiem-
po81.

Por el contrario, en la medida en que expresen los modos superiores


de quererse, el amor afectivo y el físico se configuran como estímulo
innegablemente eficaz para el perfeccionamiento del amor radicado en
la voluntad.
Todo ello puede verse más claro enfocando el asunto desde el punto
de vista de la unión.
1. Como sabemos, unir o identificar de manera recíproca a las
personas que se quieren constituye el efecto más noble e inmediato del
amor; es, en cierto sentido, su misma esencia.
2. Por otra parte, en virtud de la índole plena y acabadamente
humana del amor entre los esposos, esa identidad tiende a establecerse
en la totalidad de los ámbitos que componen el entero ser humano: el
espiritual, el psíquico o afectivo y el corpóreo.
Con palabras más comprensibles: los esposos no aspiran solo a iden-
tificar sus voluntades, su propio querer espiritual, sino también el co-
razón (los afectos) y el propio cuerpo.

Los esposos no aspiran solo a identificar sus voluntades, su pro-


pio querer espiritual, sino también los afectos y el propio cuerpo

C. Multiplicación de los lazos de amor


Y, en la proporción misma en que, sin falsía y respetando la gra-
dación de planos a que me acabo de referir, van consiguiendo mayor
identificación en cada uno de esos tres dominios, aumenta también la
capacidad —fácilmente actualizable— de unión e identidad en los otros
dos:
1. La identificación de voluntades —el querer con, de que
hablaba ya Miguel Hernández— favorece la unión de corazones (de
afectos, emociones, sentimientos) e, incluso, la estricta unión física,
corpórea: la cópula.

81 TORELLÓ, Juan Bautista, Psicología abierta, Rialp, Madrid, 1972, p. 93.

104
2. La sintonía afectiva, por su parte, facilita la instauración de
un idéntico querer y torna más fácil y jugosa la unión corporal.
3. Y esta última unión, cuando es auténtica, cuando está res-
paldada por un verdadero amor electivo, incrementa ese mismo amor y
refuerza la concordia afectiva.
¿Por qué motivos?
Por el que ya he señalado, y ahora vuelvo a recordar: la expresión
sincera del amor, necesariamente lo refuerza, lo incrementa, lo acrisola.
Mas, en una persona como la humana, compuesta de espíritu (imper-
fecto) y materia, lo que sucede en el espíritu se reviste tantas veces
con los caracteres de lo sensible: el lenguaje del cuerpo es manifesta-
ción de las disposiciones más hondas del alma.
En consecuencia, las exteriorizaciones sensibles del cariño redundan
en la esfera de los sentimientos y en el amor electivo: los acrecientan.
Aunque traídas un poco por los pelos, quiero dejar constancia de un
par de observaciones, especialmente relevantes para los recién casados
y para los esposos con poco tiempo de vuelo.
Explica Veronese:
En la pareja, la experiencia se hace poco a poco; y también el sexo se
va aprendiendo así. La experiencia sexual es un hecho dinámico, que se
agrega al movimiento de la vida, pero eso es siempre nueva, “en la pareja
siempre se ha de construir”; en esa pareja única, es decir, formada por dos
personas únicas, el sexo encontrará su propia “norma” —que es la que
conviene a esa pareja— en el respeto del amor82.

Y añade, con un poco más de hondura y dificultad:


La vida, y el sexo, que es vida, no se pueden encerrar solamente en el
conocimiento de la objetividad de los detalles del cuerpo y de un momento
determinado de la sexualidad, aunque también sea todo esto. Es “también”
todo esto en la relación sexual íntima entre el varón y la mujer, donde se
cumple la finalidad de la función unitiva o sexual. Pero, para pasar de la
sexualidad del individuo a la unión de dos personas con un acuerdo entre
ambas, incluso también en la sexualidad, hay todo un camino que tienen
que recorrer a lo largo de la vida, en el estilo único de cada pareja, indes-
criptible, y que hablando todavía objetivamente, podemos definir como
comportamiento amoroso.
En esta relación de amor que une a las dos personas y se refuerza, se
produce una intercomunicación hecha de palabras, pero también de gestos

82 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 275.

105
y de actos; y, en este caso, la comunicación tiene lugar, sobre todo, a
través del cuerpo83.

Las exteriorizaciones sensibles del cariño redundan en la esfera


de los sentimientos y en el amor electivo, increméntandolos

Ejercicio de la sexualidad, factor de unión múltiple en y entre los


esposos

Y no todo acaba aquí. En las relaciones conyugales en las que


prima la búsqueda del bien del otro en cuanto otro, se lleva a cabo re-
petidamente tal identificación de las distintas esferas implicadas en ese
enlace, que por fuerza ha de crecer —junto con la unidad que constitu-
ye su esencia— el amor de los esposos.
Lo sostiene, en un ámbito de aplicación general, Giulia Veronese:
La experiencia que nos aportan las parejas que han comprendido la im-
portancia de “vivir el amor” nos confirma que, cuando la pareja se ama, el
acto sexual en la vida de matrimonio invade, intensificando su sentido, to-
da la vida afectiva de la persona y de la pareja, refuerza su vínculo, la ayu-
da a superar las crisis y con ello a abrirse en la renovación. Se puede afir-
mar que en el placer de vivir, que experimentamos a través de nuestro
cuerpo, el placer del sexo “es dado” al matrimonio como un don especial
para reforzar su unión84.

¿A que me refiero yo, en concreto? De entrada, al hecho bastante


común y comprobable de la (posible) inicial falta de armonía sexual en-
tre los cónyuges en el momento de la unión.
Prescindiendo incluso de las diferencias estrictamente individuales,
que hacen de cada persona un caso singular, sin apenas parangón con
ningún otro, de todos es sabido que —por lo común— el ritmo sexual de
la mujer es naturalmente más lento y modulado que el del varón.
Este, abandonado a su tendencia natural, persigue más directamente
la culminación del coito, y tiende a dar por terminada la relación en
cuanto ha alcanzado el punto cumbre.
La mujer, por el contrario, posee una cadencia más acompasada;
está más necesitada de ternura, de caricias que preparen el paroxismo
de la unión, y mantiene el estado de excitación física y afectiva durante
cierto lapso de tiempo, con posterioridad al cumplimiento de la cópula.

83 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, pp. 263-
264.
84 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 59.

106
Sin embargo, es muy conveniente que esa diferencia inaugural vaya
decreciendo hasta ser anulada: que los casados acomoden recíproca-
mente su ritmo al de su cónyuge, hasta obtener la más plena compene-
tración posible.
En un contexto más amplio y con distintas intenciones, escribe un au-
tor español:
Por ser un amor total, el amor entre hombre y mujer no puede ser más
que de uno con una y para siempre. Porque supone incluso la adaptación
de las dos personalidades, de los caracteres y los gustos de cada uno, que
procuran evitar lo que hace daño o le molesta al otro, reconociendo agra-
decidos que el otro está haciendo lo mismo para que la vida sea agradable,
y el amor vaya aumentando sin encontrar obstáculos.
De esta manera, las personalidades de los dos cónyuges se van influ-
yendo y compenetrando. La vida del uno forma parte real de la vida del
otro. Romper esa unión significaría mutilar la vida interior de cada uno de
los cónyuges, y supondría el fracaso rotundo en la aventura personal más
honda que puede emprender un ser humano85.

Lo que ahora querría destacar es que, en la lucha por conseguir la


armonía de las relaciones íntimas, se favorece también la múltiple y
más dilatada identidad necesaria para los cónyuges, y que no puede
sino agrandar la unión de amor entre los esposos.

La lucha por conseguir la armonía de las relaciones íntimas au-


menta la unión y el amor entre los esposos

Pues, para que el equilibrio se instaure, cada uno de ellos debe aban-
donar toda suerte de egoísmo y, con el esfuerzo y vencimiento requeri-
dos en cada caso, buscar decididamente el bien del otro en cuanto otro.
Yendo exclusivamente en pos de la propia satisfacción, jamás se lo-
graría la afinidad sexual, tan necesaria para la buena marcha del ma-
trimonio.
1. Con lo que hemos llegado a una primera e importantísima
identificación entre los esposos: tal vez a la más relevante, por cuanto
que se encuentra en la raíz de todas las demás.
Marido y mujer se hermanan en una actitud radical y fuertemente
configuradora de sus respectivas personalidades: la firme determinación
de atender con prioridad absoluta al bien del otro cónyuge, de buscar
con plena conciencia ese bien, de instaurar el amor electivo... y la con-
siguiente unión de voluntades (primera esfera).

85 SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
1998, pp. 20-21.

107
2. Pero, enriquecidos y potenciados por la voluntaria solicitud del
bien ajeno, uno y otra van conquistando —en cada una de las relaciones
íntimas— una mutua atemperación de la afectividad:
2.1. El marido se esfuerza por mostrar sinceramente a su mu-
jer el cariño que siente por ella, envolviéndola con caricias de ternura, y
sin correr en busca de la propia satisfacción;
2.2. Y la esposa, a medida que va penetrando mejor en el
mundo psíquico de su esposo, se empeña en ofrecer a este lo que él
desea, envuelto también en la propia ternura, que en ella nace tal vez
con menos esfuerzo: armonía, por tanto, de los sentimientos (segunda
esfera).
En relación al marido, estimo muy pertinentes los siguientes comen-
tarios de Santamaría Garai:
La constitución sexual del hombre está encaminada a la paternidad. Y la
paternidad es fruto del amor. El acto sexual no es un simple medio para la
procreación, sino que ha de expresar corporalmente toda la ternura de
amor que la mujer necesita. Habría que preguntarse si el ambiente y la
imagen de hombre y de mujer que le ofrece nuestra cultura permiten al
hombre vivir su propio sexo como instrumento y expresión de la delicadeza
y ternura propias de un amor total».
Y también, aunque resulten un tanto repetitivos: «El sexo del hombre
está hecho para expresar la ternura del amor. Dicho así, choca. Y ese cho-
que nos hace reflexionar sobre el sentido pleno del sexo, y sobre el modo
en que el hombre ha de cuidar y vivir el propio cuerpo. Ha de ser un cuer-
po que sepa amar, que sirva para expresar la entrega plena y total de la
propia persona, que sepa ser tierno y fuerte a la vez, que sepa expresar
corporalmente los matices profundos y delicados de un alma enamorada.
Pero eso será imposible si la imagen habitual del propio sexo no es la de
instrumento de amor. Un alma enamorada tiene algo de artista. Y necesita
un cuerpo que sea instrumento bien afinado, para poder expresar toda la
riqueza de su amor86.

3. Por fin, y en la misma proporción en que el placer físico cons-


tituye un bien deseable, cada uno de los esposos se esfuerza en propor-
cionárselo al otro cónyuge en la forma más noble y jugosa en que los
seres humanos pueden comunicarlo: acompañado y enriquecido por su
propio deleite.
Pues la experiencia lleva a comprobar gozosamente que, en un ma-
trimonio sano, incluso la propia delectación corporal se ve incrementada
y enriquecida más por la constatación de que se la está proporcionando

86 SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
1998, p. 64.

108
a la persona amada, que por la egocéntrica experiencia del disfrute in-
dividual.
En cualquier caso, la pretensión de que los dos esposos gocen física-
mente en la cópula, unida al deseo de que ambos alcancen simultánea-
mente su punto culminante, constituye una armonización del sistema
nervioso y, en general, de las facultades sensibles puestas en juego
(tercera esfera).

Conclusión

Las relaciones conyugales se configuran, pues, como una escuela


inmejorable para conquistar la identificación plena entre los esposos:
para instaurar un amor que une íntimamente… sin pérdida de la propia
singularidad.
Y es que, como sugería Erich Fromm, el trato íntimo solo incrementa
el amor electivo cuando él, a su vez, es fruto y expresión de ese amor.
En tal sentido, podría decirse que es el mismo amor voluntario el que
se engrandece a sí mismo a través de su manifestación física. Comenta
Jean Guitton:
Lo que se requiere y se desea para que el acto de unión sea verda-
deramente una acción de unidad, es que ninguno de los dos seres pase
por estados demasiado diferentes y que lo que es alegría para uno no
sea pena y humillación para el otro. Vemos claramente que esto no
puede realizarse sino con la delicadeza que tiene algo de sacrificio y es
fruto del amor. De manera que la unidad física de la pareja, más que la
causa, es un efecto del amor87.

Y, de nuevo con palabras de Veronese:


En este proceso de crecimiento y maduración individual que experi-
menta la relación de pareja, durante el ciclo vital, la relación sexual, en
las modalidades de la relación sexual en cada uno de los actos del reper-
torio sexual de la pareja, se carga de significados que trascienden el
acuerdo o el desacuerdo en el plano estrictamente erótico. Todo aquello
que complace más o menos al dar o al recibir el sexo, las peticiones
hechas y denegadas, los requerimientos concedidos con presteza y en-
tusiasmo, o los atendidos con esfuerzo y de mala gana, son modalidades
de la relación sexual que, en su conjunto, constituyen el estilo peculiar
de cada pareja, mientras cada una de por sí dirige de forma más o me-
nos encubierta, a menudo simbólicamente, pero siempre significativa-
mente, a la conformidad o a la discrepancia de la pareja en cuestión que
no son en sí estrictamente genitales.

87 GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968, pp. 102-103.

109
No cabe duda […] que una sexualidad satisfactoria, que produce pla-
cer físico, alegría espiritual, crecimiento y madurez, exige este acuerdo
mutuo, es decir, se basa en el acuerdo acerca del “significado” que se le
da al acto sexual, en la aceptación y valoración no solamente genital, si-
no también del compañero como individuo, como persona88.

Las relaciones conyugales constituyen una escuela inmejorable


para conquistar la identificación plena entre los esposos: para
instaurar un amor que une íntimamente… sin pérdida de la propia
singularidad

Nuevos frentes

Señalo todavía, sin ningún afán de exhaustividad, un par de cir-


cunstancias en virtud de las cuales el trato íntimo se presenta como un
auxilio para el amor conyugal, también en su dimensión espiritual o vo-
luntaria.
A estas alturas, sería ingenuo ignorar que la vida matrimonial ofrece
su zona de sombras. Aunque también sería injusto y poco humano —y
señal de inmadurez— no advertir que tales sufrimientos compartidos se
transforman inmediatamente en algo gozoso, por cuanto representan —
¡junto con la capacidad de advertir y hacer acopio de las alegrías y sa-
tisfacciones que el matrimonio lleva consigo!— un elemento insustituible
para incrementar el amor mutuo: y la felicidad no es más que una con-
secuencia y, casi, casi una manifestación, un termómetro, de la calidad
e intensidad de nuestros amores.
Con todo, las sombras resultan a veces penosas y desgastan psíqui-
camente… por más que el espíritu quiera permanecer fuerte y, en efec-
to, lo consiga.
Pues bien, como sugería Plutarco, cuando se enfoca del modo correc-
to, el regocijo derivado de la unión física contribuye en cierta medida a
sobrellevar tales cargas.
En este sentido, Carnot ha podido asegurar a los esposos: el amor
corporal, aun cuando no lo sea todo, se presenta
… en cierto modo, como la recompensa del amor. El placer que sentiréis
juntos será merecido por vuestra fidelidad. Cada cual lo pedirá al otro y
cada cual gozará del placer del otro tanto como del suyo propio89.

88 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, pp. 162-
163.
89 DOCTOR CARNOT, El libro del joven. Al servicio del amor, Herder, 1989, p. 185.

110
Ningún escrúpulo para asumir tal convicción:
1. Primero, porque a estas alturas debería estar más que claro
que nuestro cuerpo es también estricta y rigurosamente humano y per-
sonal, y merece participar, lo mismo que en los dolores, en el júbilo que
proporciona el amor.
2. Después, porque el regalo corpóreo no se presenta nunca co-
mo un elemento aislado ni, en los matrimonios vividos humanamente,
se busca por sí mismo:
2.1. La fruición física, unida siempre a las más nobles emocio-
nes de la afectividad satisfecha y a los anhelos cumplidos de la volun-
tad, y como envuelta por ellos, es un corolario que se ofrece por añadi-
dura a quienes, también en el trato íntimo, procuran el bien del otro en
cuanto otro.
2.2. Pero un corolario que debemos aceptar, agradeciéndolo a
Dios, que ha querido ligarlo al don recíproco pleno.
3. Por fin, y con esto no hago más que insistir en lo mismo, por-
que el hombre es también, efectivamente, su cuerpo; y acoger lo que
este pueda aportar a la vida humana en su conjunto, y a la vida conyu-
gal en concreto, instaura una actitud de estricta justicia para con el
Creador: Dios obra maravillas de eternidad —¡la procreación!—, tam-
bién a través del cuerpo. ¡Y hay que regocijarse por ello!
Lo expresan, con ciertos anacronismos en la expresión, las siguientes
palabras de Mauricio Alegre:
Es legítimo y santo el atractivo del comercio sexual entre los esposos. Es
como un salarlo providencial de las cargas, con frecuencia penosas, de la
paternidad y maternidad. Es como una señal de reconocimiento de la gran-
deza del matrimonio y, en el matrimonio, de la obra de la carne, para
aquellos que saben mirar con ojos limpios y con rectitud de espíritu90.

Añado una última observación, sin olvidar que la clave del presente
apartado y de casi todo el escrito se resume así: por la especial consti-
tución sensible-espiritual del hombre, las manifestaciones corporales del
amor electivo —parte integrante del amor propiamente humano y con-
yugal— contribuyen a incrementar tal amor.
Hay ocasiones en que los esposos no saben expresar espiritual e inte-
ligentemente —en particular, con la palabra— el afecto que sienten
hacia su cónyuge. En esos casos, la exteriorización sensible del afecto
se convierte en vehículo insustituible para mostrar e incrementar el
amor más hondo y más puro.

90 ALEGRE, Mauricio, Amor y noviazgo, Palabra, Madrid, 1990, p. 23.

111
Recordaba de nuevo Carnot: ¡No lo olvidéis los casados! El amor cor-
poral…
… no es todo el amor, pero contribuye en gran parte a fortalecer el dulce
lazo de vuestros corazones. Todo lo que vuestros labios no saben decir, to-
do lo que desborda de vuestros corazones, lo expresarán vuestros besos91.

Por la especial constitución sensible-espiritual del hombre, las


manifestaciones corporales de afecto contribuyen a incrementar
el amor recíproco

2. Un modo distinto de engrandecer el amor

Integración de amores

Inicio ahora un conjunto de reflexiones un poco más enrevesadas,


pero que considero interesantes y dignas de unos minutos de atención.
Recordando lo ya tratado a este propósito, y sin referirlo todavía ex-
presamente al matrimonio, la cuestión podría plantearse como sigue: si
el amor constituye «la vocación fundamental e innata de todo ser
humano», el hombre crecerá como persona en la misma proporción en
que instaure efectivas, intensas y eficaces relaciones de amor. Con cada
una de ellas dilata su condición personal.
Pero, precisamente porque estamos ante una realidad finita, en el
universo humano existe un sinnúmero de subespecies del amor, distin-
tas e incompletas, si se las considera en sí mismas. El incremento de la
categoría personal del varón y de la mujer se juega, entonces, no solo
en lo que cabría calificar como una progresiva intensificación de los dis-
tintos amores, sino en el enriquecimiento que deriva de integrarlos en
un todo unitario.
Mas ¿qué es lo que hay que ensamblar?
En concreto, y dejando de lado el amor a Dios o caridad, las diversas
especies de amor humano se reducen a tres fundamentales:
1. Lo que algunos denominan «afecto», que coincide substan-
cialmente con el amor natural, en virtud del cual quiero algo en cuanto
en cierto modo es mío o se asemeja a mí.
2. La amistad, encarnación suprema —por máximamente libre—
del amor electivo, que nos lleva a querer al otro en cuanto otro, por su

91 DOCTOR CARNOT, El libro del joven. Al servicio del amor, Herder, 1989, p. 185.

112
bien intrínseco y constitutivo, configurándose así como el más elevado
género de amor.
3. Y el eros, en su más noble acepción, resultado de la atracción
mutua entre varón y mujer, que compone habitualmente el inicio y la
fuente del amor entre los esposos.
Dentro del matrimonio, y sea cual fuere el origen histórico de su
amor recíproco, los esposos han de luchar por alimentarlo, hasta hacer
confluir en él las distintas variedades de amor.
Al eros, que representa su núcleo diferenciador, tienen que saber
sumar todas las manifestaciones del amor natural, o afecto, y del amor
electivo o amistad.
La presencia del eros, inadecuada en cualquier otro contexto, confiere
una especial posibilidad de plenitud a la integración del amor conyugal,
y dota de una tonalidad propia a cuanto en él se incluye.
La razón es sencilla: por naturaleza, el eros solo se establece entre
dos personas de sexo diferente y complementario; o, apurando pero sin
exagerar, entre dos personas de distinto sexo y complementarias, parti-
cularmente aptas para componer una unidad, que no hace desaparecer
la personalidad propia de cada una.
Ahora bien, el eros constituye la condición de posibilidad de esa inte-
gración, pero no su realización en acto. Para lograrla, es imprescindible
empeñarse por aunar las diversas clases de amores, bajo la acción pri-
mordial y globalizante de un auténtico amor electivo, que persigue el
bien del otro… por el otro. Solo entonces encontrarán los cónyuges la
total realización como persona dentro del matrimonio, y la felicidad que
de esa plenitud deriva.

Al eros, que representa el núcleo diferenciador del amor entre


ellos, los esposos tienen que saber sumar todas las manifesta-
ciones del amor natural, o afecto, y del amor electivo o amistad

Y, en todo ello, desempeña un gran papel el que suele ser efecto de


la unión íntima: los hijos.

Incremento del amor «natural»

Más de una vez he explicado que, cuando surge de un cariño


auténtico, el hijo se introduce en la misma corriente amorosa estableci-
da entre los esposos. Y, desde este punto de vista, favorece el incre-

113
mento y la integración de amores con los que se aquilata la categoría
personal de uno y otra.
Y, antes que nada, del amor natural. Pues, si cada hijo es fruto efec-
tivo del amor conyugal —como una suerte de derivación espontánea de
él—, el amor con que los padres lo quieren constituirá también una pro-
longación del cariño que mutuamente se obsequian.
En este sentido, querer a cada nuevo vástago es amar doblemente al
otro consorte. Y como el afecto que a este se le endereza es, en cierto
modo, una manifestación privilegiada del amor de cada cónyuge hacia sí
—ya que el marido se configura como el más adecuado complemento
del yo de la mujer, y viceversa—, resultará que a los hijos, igual que al
esposo o a la esposa, se los quiere no como a uno mismo, sino con un
amor numéricamente idéntico al que cada uno se profesa.
Nos encontramos ante un exponente originalísimo y particularmente
intenso del amor natural, el de los padres a sus hijos (en cuanto suyos),
que reduplica también, por las razones apuntadas, el afecto entre mari-
do y mujer.
Y que, además, hace confluir ambos afectos —el paterno o materno y
el de los esposos— en un mismo e idéntico amor, que, de esta suerte,
se torna mucho más cabal, completo, unitivo y perfeccionador de las
personas de los cónyuges.
La experiencia de tantísimos matrimonios bien avenidos podría servir
como confirmación de cuanto vengo refiriendo. El hecho incontrovertible
es que la llegada de cada nueva criatura incrementa de forma práctica-
mente automática —y casi, casi tangible— el amor recíproco de los des-
posados; lo que a su vez es una prueba de que existe una estricta iden-
tidad entre el afecto de los esposos en cuanto tales y el que tienen a
quien es síntesis viva y resultado de ese mismo querer.
Son muchos los padres que podrían refrendar hasta qué punto cada
nueva concepción y cada nuevo nacimiento supone un aquilatarse y un
tornarse más intenso del amor matrimonial. Se trata de un aconteci-
miento que reviste el mutuo cariño con armónicos siempre inéditos, y
en el que —¡siempre también!— se superan las expectativas.
Siempre. Incluso cuando la multiplicación de los hijos lleva a prever
que el próximo alumbramiento aventajará con creces al aumento del
aprecio, la cordialidad, el atractivo… que una experiencia reiterada per-
mite lógicamente esperar.
(Lo cual lleva también a afirmar, con toda la comprensión del mundo,
hasta qué punto los celos del marido o la mujer hacia el hijo por cuya

114
culpa él o ella se sienten desplazados y menos queridos por el otro
cónyuge manifiesta, junto con una notable inmadurez y falta de hondu-
ra en la percepción de lo que supone el hijo… el que, probablemente,
algo anda mal en la atención recíproca y directa de los esposos entre
sí).

Querer a cada nuevo hijo es amar doblemente al otro cónyuge

Y del amor «electivo» o de amistad

Pero el crecimiento de la familia gracias a los hijos tiene también


otro efecto posible, y tal vez de mayor envergadura: instaurar relacio-
nes exquisitamente amistosas entre los esposos.
Según recuerda una tradición ya antigua, los hijos componen el bien
común de los cónyuges. Y, de acuerdo con la famosísima dedicatoria de
Miguel Hernández en la elegía a Ramón Sijé, la amistad se caracteriza
precisamente como un querer con el amigo, que engloba y trasciende,
sublimándolo, al simple quererlo a él, propio de cualquier amor.
En consecuencia, cada vástago constituirá un apoyo insustituible para
enriquecer el amor entre los cónyuges con las propiedades específicas
de una auténtica y genuina amistad.
Más despacio. Se advierte a menudo, con expresiones más o menos
idénticas, que el eros y la amistad se diferencian porque los amantes no
cesan de contemplarse uno a otro, mientras los amigos acostumbran a
mirar juntos en una misma dirección. Pues bien: en el caso de los espo-
sos que llegan a ser padres, ambas perspectivas se aúnan y se poten-
cian de manera recíproca. Y lo hacen, justamente, en virtud de ese bien
común constituido por los hijos.
Cuando marido y mujer dirigen hacia la prole una mirada conjunta,
descubren en ella —en la común descendencia, y por los motivos que
acabo de esbozar— a la persona del cónyuge y se vislumbran a sí mis-
mos: puesto que cada hijo constituye la síntesis que resume, en con-
junción original y autónoma, la realidad bipersonal de los esposos.
Al mismo tiempo, el hijo es un ser consistente, autárquico, otro, que
conduce la vista de sus progenitores más allá del propio yo de cada
uno.
De ahí que afirme Thibon:
El hijo, este fruto del amor tan exterior a los dos seres que lo han crea-
do, este fruto que solo existe verdaderamente a partir de la hora en que se

115
separa de la rama, rompe el exclusivismo de la pareja: sustituye la adora-
ción recíproca, que encadena, por un fin común, que libera92.

Consecuencia: cuando se lo acoge de la manera adecuada, cada na-


cimiento hace más fácil que el afecto y el eros conyugales, sin desapa-
recer ni menguar en lo más mínimo, se enaltezcan hasta alcanzar las
cotas de uno de los más nobles amores de amistad, dotado de gran vi-
gor unitivo.

Cada nacimiento hace más fácil que el afecto y el eros conyuga-


les, sin desaparecer ni menguar en lo más mínimo, se eleven y
conviertan en uno de los más nobles amores de amistad

Se trata de una verdad reconocida desde antiguo. Con expresiones de


Tomás de Aquino,
… la causa de una unión firme y estable entre los padres son los hijos
[…], ya que estos constituyen el bien común de ambos, del varón y la mu-
jer, cuya unión está ordenada a la prole. Pero lo que es común contiene y
conserva la amistad, la cual, como antes se dijo, consiste también en co-
munión y comunicación93.

Y, como consecuencia, se acrisola hasta lo indecible la solidez y el


temple del amor entre los esposos.
Los esposos que se aman, aman todo lo que les acerca y les une. Nada
les es común en el mismo grado que el hijo. Pueden poner sus bienes bajo
el régimen de la comunidad; pueden llevar el mismo nombre; pueden con-
cordar sus caracteres; pueden unirles la inteligencia más cordial; sin em-
bargo, nada les es tan común y nada les une como el hijo. […] Los esposos
unidos continúan amándose uno a otro en su hijo; encuentran en él no solo
a sí mismos, sino su unión, la unidad que ellos se aplican a realizar en toda
su vida. Cada uno de ellos reconoce en el hijo el ser que él ama en un ser
nuevo que se lo debe todo y que él ama también con un amor que no se
separa de aquel al que el hijo debe el haber nacido. El matrimonio encuen-
tra así, en la paternidad y la maternidad, su florecimiento perfecto. El niño
remata el enriquecimiento del alma que los esposos buscan en su unión94.

A modo de añadido imposible de desarrollar, también porque sería


impropio de nuestro contexto, me gustaría agregar lo siguiente. Tomás
de Aquino, reflexionando sobre los datos revelados, afirma tajante que
Dios no podía ser sino Trino: dos Personas, incluso divinas, no resulta-
rían suficientes. Y no lo serían, sostiene, porque sin el surgimiento de

92 THIBON, Gustave, La crisis moderna del amor, Fontanella, Barcelona, 1976, p.


67.
93 TOMÁS DE AQUINO, In VIII Ethic., lect. 12, núm. 1724.
94 LECLERCQ, Jacques, El matrimonio cristiano, Rialp, Madrid, 19ª ed., 1987, pp.
151-152.

116
una Tercera no se podrían realizar en plenitud las delicias del amor:
hacer partícipes del mutuo cariño a otras personas.
¿Se entiende, entonces, cómo el advenimiento de la prole confiere un
resello definitivo y hace madurar la estima de los esposos?
En última instancia, ni siquiera quien aprende a conjugar el tú ha
conquistado la decisiva perfección del amor: esta solo se instaura cuan-
do dos personas, conjuntamente, hacen fructificar su cariño en bien de
un tercero.
No yo: esto es obvio; pero tampoco simplemente tú; el él constituye
la clave resolutiva del más alto y enriquecido de los amores.

La plenitud del amor solo surge cuando dos personas que se


aman hacen fructificar su amor en beneficio de un tercero

Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

 En lo que atañe al amor, ¿qué relaciones se establecen entre lo que


podrían denominarse la esfera física, la psíquica y la propiamente espiri-
tual? ¿Cómo influye cada una en las otras dos, para bien o para mal?
¿Cuál de ellas y por qué motivos es la más importante?
 El amor crece en la medida en que aumenta la unidad entre quienes
se aman… y viceversa: la unión genera a su vez un incremento del amor
mutuo. Con esta perspectiva, ¿qué papel ocupa en el matrimonio la iden-
tidad de actitud que consiste en estar más pendiente del bien del otro
que del propio? ¿Cómo se manifiesta todo ello en las relaciones íntimas?
 ¿Qué piensas de los celos que a veces se dan entre los cónyuges por
el hecho de que uno de ellos dedique más atención a los hijos que al otro

117
miembro del matrimonio? ¿Por qué, según tu opinión, tienen lugar este
tipo de fenómenos? ¿Cómo se podrían evitar… si es que consideras que
deben evitarse?
 ¿Te parece que los esposos, además de quererse con el amor especí-
ficamente conyugal, deben ser mutuamente amigos? ¿Cuál sería el fun-
damento de esa amistad? ¿Qué factores la hacen más fácil y qué otros la
dificultan?
 A tu parecer, ¿los hijos son una ayuda o más bien un estorbo para el
amor mutuo entre los cónyuges? Como la realidad no está dibujada en
blanco y negro, ni tan siquiera en escala de grises, probablemente nece-
sites matizar y perfilar tu respuesta. Es importante que realices una lista
en la que, en relación con el amor mutuo de los padres, expongas lo que
piensas que aportan los hijos y lo que pueden más bien robar a ese cari-
ño.

118
VII. Amor y Contraceptivos

Tal vez los tres párrafos que siguen sea lo más importante de
cuanto me queda por exponer.
Al tratar sobre todo de los contraceptivos, en ningún momento
pretendo establecer un juicio moral sobre las personas concretas
que puedan hacer, ya estén haciendo o hayan hecho en algún
momento uso de ellos.
Por honradez intelectual y humana, y teniendo en cuenta an-
tes que nada la felicidad del lector, expongo con plena sinceridad
lo que, tras larga y pausada reflexión, pienso de estos asuntos,
así como su calificación moral.
Pero, repito, sin juzgar ni descalificar a nadie —¿quién sería,
para hacerlo?—, sino con la sola pretensión de que, si lo estiman
conveniente, acomoden su conducta a unos criterios de los que,
sin duda, se derivará, para cada uno, mayor plenitud y dicha.

Comenzar con nuevos bríos

¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.

 Así, de entrada y sin pensarlo mucho más, ¿qué significa la «paterni-


dad responsable»?

119
 De manera espontánea, ¿tiendes a unir la paternidad responsable
con limitar el número de hijos? Sea cual fuere tu respuesta, intenta de-
terminar si es la adecuada, buscando argumentos a favor y en contra.
 Si tuvieras que optar entre estas dos afirmaciones tajantes —«los
padres son para los hijos» o «los hijos son para los padres»—, ¿por cuál
de ellas te inclinarías? ¿Qué piensas que está sucediendo en el mundo ac-
tual? ¿Por qué?
 Como nadie te obliga a elegir, expón tu opinión razonada respecto a
este extremo: ¿cómo debe configurarse la relación entre padres e hijos?
La pregunta puede dar origen a todo un tratado sobre la familia y la edu-
cación. Cuanto más consigas descubrir y desarrollar con tus propias fuer-
zas, mejor asimilarás lo que más tarde leas o escuches.
 ¿No te parece que, en el fondo, los contraceptivos y los métodos na-
turales están buscando lo mismo? ¿Por qué, entonces, tanta oposición a
los primeros y tanta manga ancha con los segundos? ¿O no es eso lo que
sucede?

1. Paternidad responsable

De acuerdo con el plan que me tracé desde el principio, es el momen-


to de abordar una cuestión clave, que en buena parte hace de la familia
un ambiente más o menos idóneo para el crecimiento interior de cuan-
tos la componen: para la mejora de su amor y el aumento de su dicha.
Me refiero a la paternidad responsable, entendida en toda la amplitud
que esta expresión reclama.

Responsabilidad… generosa

A propósito del número de hijos, la recta razón comprende y la


Iglesia recuerda que se trata de una decisión en la que debe respetarse
absolutamente la responsabilidad de los cónyuges.
Y ambas aclaran también que procreación responsable no equivale
solo ni principalmente a limitar el número de hijos; puede significar
asimismo mayor generosidad (palabra emparentada con generar) para
aceptar nueva descendencia. Por eso propongo hablar, más que de
simple procreación responsable, de «procreación responsable genero-
sa».

120
Al respecto, deben tenerse en cuenta multitud de factores, sin dejar-
se dominar por una mera visión materialista y egoísta de la vida, aun-
que el ambiente empuje de manera sensible a ello.
Hay quien dice: «por ahora un hijo —u otro hijo— no nos lo podemos
permitir». En verdad, la expresión «podérselo permitir» no parece la
más adecuada para el caso: uno puede permitirse un abrigo de piel, un
viaje a América o un nuevo automóvil; ¡pero un hijo…!
Un hijo, una persona, es lo más grande que existe en el universo. Un
hijo, uno no «se lo permite», sino que —entre enamorado, pasmado y
agradecido— acoge esta magnífica dádiva, tal vez exigente, pero hon-
damente enriquecedora.
En el extremo opuesto, una manera de librarse del compromiso que
enaltece y preferir la propia y puntiforme comodidad o seguridad con-
siste en pretender que para tener un hijo —u otro hijo— se requieren
unas condiciones ideales. Con ese planteamiento, muy pocos aumenta-
rían su descendencia.
Es de Saint-Exupéry, aunque otros la han rozado antes y después de
él, esta hermosa frase, que repito de memoria:
El amor entre los cónyuges no significa estar mirándose uno a otro, sino
mirar juntos en la misma dirección.

Como apunté, la dirección en la que los padres dirigen sin esfuerzo su


vista, superando ese egoísmo a dos al que ya he también aludido, es
naturalmente la que atiende al don de los hijos y a su futuro.
La paternidad o maternidad implican, pues, una donación y una res-
ponsabilidad no tanto para evitar la prole, sino para procrearla y edu-
carla y hacerla feliz.

El valor intangible y la centralidad del hijo

En nuestros días se discute mucho sobre el progreso y el desarrollo


de los pueblos y sobre los métodos contraceptivos.
Pero, según viene a decir G. Muraro, del hijo ya no se habla. Se habla
de recursos insuficientes, de sociedades en crisis, de valores olvidados,
de la pobreza que se abate sobre los pueblos desarrollados…
Y prosigue, más o menos: los sabios del momento se asemejan a un
consejo de ancianos que se sientan por las tardes para lamentarse de
los males que los afligen, y que miran al futuro con un sentido de apre-
hensión y de terror. Inventan remedios, pergeñan soluciones, levantan
trincheras defensivas, se acorazan contra el enemigo.

121
Pero, entre todos los remedios, no saben apreciar el único verdadero:
la vida. ¡La vida se defiende con la vida! La humanidad volverá a mirar
hacia el porvenir con confianza no a fuerza de acumular bienes, de cre-
ar barreras con el fin de conservarlos, mirando con recelo a los seme-
jantes y difundiendo miedo…, sino con la vida.
Para concluir: parece absurdo que el hombre no haya comprendido
esta verdad elemental. De esta suerte, su sabiduría ha logrado conven-
cer a los demás de que el hijo es un peso, un estorbo; de que la vida es
una amenaza contra la vida; y de que los creadores de vida se tornan
irrazonables y comprometen el bien de la humanidad.
En conformidad con lo que señala este autor, la sabiduría de los
hombres degenera en una suerte de ceguera muy poco lúcida. Precisa-
mente contra esa falta de penetración, se levantó repetidamente la voz
de Juan Pablo II (la voz de los que no tienen voz, como tantas veces
nos dijo); por ejemplo, con ocasión de las conferencias de El Cairo y
Pekín sobre población y desarrollo, en las que se pretendía imponer a
los pueblos del tercer mundo programas de limitación de los nacimien-
tos sin respetar como se debe la dignidad humana.
Los padres son ministros de la vida humana: servidores, no dueños.
Por eso antes insistía en que, como una exigencia de su dignidad, la
procreación humana debe ser siempre el fruto y el término del amor
esponsal: toda persona goza del derecho a entrar en la existencia como
resultado de un acto de amor, recíproco y exquisito, de sus padres.
Fuera de ese contexto, se está vulnerando su dignidad.

Toda persona goza del derecho a entrar en la existencia como


resultado de un acto de amor, recíproco y exquisito, de sus pa-
dres

El hijo sometido al arbitrio de los padres

En realidad, la situación presente respecto a los temas que vengo


tratando es más compleja. Sin desmentir en absoluto lo que afirma Mu-
raro, no es que no se hable de los hijos hoy, sino que se tiende cada
vez más a considerarlos en función de los padres, de la satisfacción
emocional y de los caprichos de estos últimos.
De este modo, no solo se invierte la relación natural entre los proge-
nitores y la prole, sino que se la falsifica y pervierte.
Atendiendo a la naturaleza de las cosas, puede afirmarse que los pa-
dres son «para los hijos», que se deben a ellos. Pero esto no implica

122
ningún tipo de esclavitud o servidumbre, como a veces se intenta que
pensemos.
He explicado en este mismo escrito que los hijos constituyen la pro-
longación natural del amor y de la entrega recíproca de los cónyuges.
Por tanto, solo podrá hablarse de sometimiento envilecedor del padre o
de la madre a su descendencia cuando la relación entre los esposos
admitiera también semejantes calificativos.
Mas sugerí en su momento que la donación mutua de los cónyuges,
lejos de configurarse como una subordinación forzada, representa el
fruto más genuino y enaltecedor de la libertad enamorada y constante-
mente mantenida. La llegada de cada nuevo vástago no hace sino am-
pliar e intensificar ese acto de amor libérrimo y gratuito y, claro está,
también sacrificado… como todo amor.
Por el contrario, a veces los progenitores se erigen en árbitros abso-
lutos de la vida del hijo, rechazándolos por el presunto daño que a ellos
pudiera reportarles (medido en ocasiones por parámetros tan banales
como el deseo de disfrutar de la juventud, el éxito profesional incontro-
lado o el simple sexo de la criatura); o se empeñan a toda costa en te-
ner descendencia (a menudo, después de haberla repudiado violenta-
mente durante años) y recurren a los distintos métodos de fabricación
de un ser humano con el fin de colmar sus ansias de paternidad-
maternidad o el vacío sentimental que una vida de pareja poco entre-
gada origina en ellos…
En todos estos casos, y en otros similares, la nueva criatura o viene
considerada como un simple instrumento para la satisfacción de quienes
no la desean o la anhelan a toda costa, atentando también en la segun-
da de las circunstancias contra la dignidad del crío, que sólo logra salvar
radicalmente la intervención de Dios: un Dios que, pese a todo, le con-
fiere el ser como consecuencia de su Amor infinito, un Amor exacta-
mente idéntico al que ofrenda a quienes entran en este mundo como
resultado de un acto de exquisita donación amorosa en el seno del ma-
trimonio.
Cuanto estoy apuntando constituye una de las distorsiones más pro-
fundas que pueden darse en el conjunto de las relaciones humanas.
Sus consecuencias resultan difíciles de anticipar. Con todo, semejan-
tes casos ocupan con frecuencia las portadas de los periódicos, teledia-
rios y revistas del corazón. No pasa mucho tiempo sin que se nos in-
forme de que un famoso o una famosa —o alguien que empieza a serlo
justo como resultado de esta acción— acuden por ejemplo a un banco

123
de embriones para seleccionar aquel con el que piensa paliar sus caren-
cias afectivas.

No solo se invierte la relación natural entre los progenitores y la


prole, sino que se la falsifica y pervierte

2. Contracepción: ¿es la «eficacia» el único criterio?

Un atentado contra el amor

Lo dicho anteriormente ayuda a entender por qué el sano sentido


común, al igual que la Iglesia, se han opuesto desde siempre a la con-
tracepción. Las dificultades para comprender y aceptar este repudio
suelen venir de enfocar mal la cuestión, simplificando las cosas como si
únicamente se dijera: métodos naturales, sí; métodos artificiales, no.
Si leemos con atención la encíclica Humanae vitae (1967), vemos que
el rechazo de la contracepción no deriva de contraponer lo natural a lo
artificial; se la considera ilegítima porque excluye un amor cabal y una
paternidad responsable.

En efecto, y aunque una mirada superficial no consiga captarlo,


la contracepción, además de oponerse a la vida, impide la pleni-
tud del amor entre los esposos.

Y es que, con independencia absoluta de las intenciones subjetivas de


estos, que pueden ser muy nobles, el uso contraceptivo del matrimonio
no constituye un medio adecuado para expresar y acrecentar el amor
recíproco, como no lo serían, en otros ámbitos, la mirada airada, la zan-
cadilla, el puntapié o el puñetazo… por más que quien así obrara quisie-
ra mostrar con ello, sincera pero equivocadamente, el aprecio por la
otra persona.
La contracepción, como ha recordado Juan Pablo II, contradice la
verdad del amor y disminuye o, incluso, puede llegar a anular la felici-
dad que de ese amor deriva.

La corrupción de lo óptimo… es pésima

Hemos visto con detalle que la unión corporal, cuando es auténtica,


cuando está respaldada por un amor verdadero, incrementa y acrisola
el amor del que dimana.

124
Y también que ese mismo trato, privado de su virtualidad natural, de
la entrega real al otro miembro del matrimonio o de la apertura hacia la
vida, lesiona de forma irreparable el amor entre los cónyuges.
Cuestión que puede explicarse, más o menos, como sigue.
1. Precisamente porque, llevadas a término en el respeto a su
cualidad natural, las relaciones matrimoniales incrementan notablemen-
te el amor conyugal, justo porque constituyen un instrumento específico
y maravilloso para acrecentar la unión, cuando se elimina violentamente
su constitutiva rectitud, se transforman, de elemento inigualable de
perfeccionamiento, en seguro factor de desorden y muerte.
2. Porque en sí mismas son excelentes, cuando se las desvirtúa,
infligen un grave perjuicio: un beso, como herramienta de traición, es el
más letal de los engaños.

La falsificación del amor

Pues bien, por su misma estructura interna, las relaciones contra-


ceptivas se configuran como la falsificación radical del amor entre los
cónyuges.
1. El gesto, aparentemente, es idéntico al de las relaciones
abiertas a la vida: hay el mismo contacto intimísimo de los cuerpos.
2. Pero todo acaba ahí: los otros dos elementos —de los tres a
que aludía cuando estudiamos la maravilla de la unión conyugal— se
encuentran del todo ausentes: están adulterados.
2.1. El espacio vital que se comparte ya no es vivo ni se halla
en contacto con el hontanar de la vida; son justo esas fuentes las que
han sido cegadas.
2.2. Y la posibilidad radical de comunión, la persona del hijo,
síntesis viva de los padres, se torna asimismo inviable.
No cabe una mayor falsificación, aunque no se tenga conciencia ni
culpa de ello. Y toda la fuerza expresiva de la unión corpórea, todo su
vigor compenetrador, se vuelve irreparablemente contra quienes actúan
de forma contraceptiva.

La relación contra-ceptiva contra-dice de forma implacable el


amor que pretende manifestar

La gran contradicción

125
Cabría dar un paso más y preguntarse: ¿dónde radica realmente la
contradicción?
Y la respuesta sería, más o menos: una contradicción es tal porque
afirma y niega, simultáneamente, la misma realidad; y esto es lo propio
del amor contraceptivo:
En él se rechazan drásticamente los tres elementos constitutivos del
amor que subjetivamente y, a veces, con sinceridad, pretenden confir-
marse. Se afirman y niegan, de manera simultánea, la corroboración
mutua en el ser, los deseos de plenitud y la entrega recíproca.
En efecto, ¿qué se dicen los esposos que utilizan tales métodos, en
relación con cada uno de estos tres integrantes del amor?
1. Respecto al primero, si pretenden en verdad amarse, no pue-
den sino afirmar con el espíritu: «te quiero, estoy encantado con que
existas, acepto y confirmo tu persona íntegra» (en virtud de su superla-
tiva unidad, si no se acoge la persona íntegra… de ningún modo se
acepta a la persona); pero con el uso de su genitalidad, a través de sus
relaciones íntimas, niegan lo que en principio su espíritu sostendría y
afirman en lugar de ello: «te quiero, sí, pero te quiero estéril; me en-
trego enteramente a ti, con excepción de mi capacidad de engendrar».
2. En lo que afecta al segundo punto, sostienen: «deseo y busco
tu plenitud como persona, tu desarrollo perfectivo, pero no el engrande-
cimiento que en ti puedan suponer la paternidad, la maternidad»; «an-
helo gozosamente que entres en mi vida, para perfeccionarla… pero me
reservo el derecho de mantener infecundas, de no desplegar las facul-
tades que me llevarían a ser padre, o madre, de tus hijos».
3. Por fin, aseguran: «soy todo tuyo, eres toda mía, menos
nuestra capacidad de generar, que debe permanecer en barbecho».
¿No son todas estas restricciones prueba palpable, puesto que se si-
túan en un plano casi físico, de la falsía real —no necesariamente ad-
vertida ni culpable— de las relaciones contraceptivas? ¿No es evidente
que, a pesar de todas las teóricas confesiones verbales de amor, proba-
blemente sinceras, se rechaza de hecho una dimensión esencial de la
persona querida, una dimensión que constituye parte fundamental de
su índole sexuada y, por tanto de su mismo ser personal?
Se acoge teóricamente a la persona amada, y se entrega uno a ella,
repudiando al mismo tiempo algo fundamental de uno y de otro, una
porción del propio ser personal.
De amor, de entrega incondicionada, ni rastro: todo son distinciones,
salvedades.

126
Una contradicción es tal porque afirma y niega, simultáneamente,
la misma realidad; y esto es lo propio del amor contraceptivo

Y el lenguaje correcto

Por el contrario, desde el punto de vista moral y antropológico, es


muy distinto el comportamiento de los cónyuges que, cuando existen
motivos graves que aconsejan posponer o evitar una nueva concepción,
se abstienen de tener relaciones íntimas en los períodos fecundos de la
mujer (métodos naturales o continencia periódica).
En ese caso sí que manifiestan y estimulan el amor conjunto, además
de no hacer nada positivo que impida la transmisión de la vida.
Juan Pablo II ha observado:
De este modo la sexualidad es respetada y promovida en su dimensión
verdadera y plenamente humana, no “usada”, en cambio, como un “obje-
to” que, rompiendo la unidad personal de alma y cuerpo, contradice la
misma creación de Dios en la trama más profunda entre naturaleza y per-
sona95.

Obrando así, los cónyuges adaptan su comportamiento sexual a las


exigencias provenientes de la responsabilidad procreativa. Por el con-
trario, en el caso de la contracepción hacen justo lo opuesto: alteran el
proceso procreativo para no tener que modificar su comportamiento
sexual.

Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

95 JUAN PABLO II, s.r.

127
 ¿Piensas que los métodos naturales están permitidos justo por ser
naturales? ¿Significa eso que los artificiales no son legítimos precisamen-
te por su carácter artificial? Te pongo sobre aviso de que en las pregun-
tas hay algo de trampa, y que es bueno que intentes descubrirlo.
 Comenta esta frase, inspirada en Juan Pablo II: La contracepción
contradice la verdad del amor y disminuye o incluso puede llegar a anular
la felicidad que de ese amor deriva.
 ¿Qué entiendes por contradicción? ¿En qué sentido serían contradic-
torias las relaciones contraceptivas y por qué? Para acertar con la res-
puesta, intenta calibrar la relación entre la unión conyugal y el amor del
que deberían derivar o, de hecho, derivan.
 Suponiendo hipotéticamente que, en el fondo, los usuarios de los
métodos naturales y los de anticonceptivos buscaran lo mismo, ¿cuáles
son las diferencias entre su modo de obrar a la hora de mantener rela-
ciones íntimas?; ¿te parece que esas diferencias bastan para legitimar los
primeros y declarar ilícitos los segundos? También ahora debes matizar lo
suficiente, si no quieres incurrir en error.

128
VII. Los métodos naturales

Ya queda muy poco

¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.

 ¿Qué significado darías a la palabra «eficacia» en el contexto del uso


de los métodos naturales de regulación de la fertilidad?
 ¿Te parece que lo que mejor caracteriza a los métodos naturales es
la posibilidad de posponer o evitar un embarazo, la de lograrlo en el mo-
mento oportuno u otras propiedades más de fondo? En este último caso,
¿podrías enunciar alguna de esas características?
 ¿Qué es lo más relevante en la Planificación familiar natural, el cono-
cimiento científico de las técnicas o la visión del hombre y del mundo que
lleva aparejada? Razona tu respuesta.
 En el antagonismo dominio-respeto, ¿cuál de los dos vocablos unirías
al uso correcto de los métodos naturales y cuál al de los contraceptivos?

1. Introducción general

Los gestos de amor personal deben llevarse a término como exige la


naturaleza personal de quienes les dan vida, sin fraudes, apreciando
ese íntimo gozo que el uso sincero y recto de la sexualidad en el matri-
monio contiene en abundancia.

129
Los cónyuges se unen para manifestarse el recíproco cariño y sobre el
fondo de la alegría de poder llamar a la vida a otra persona, que testi-
moniará con su presencia el amor común.
Resulta indudable que uno de los objetivos connaturales de la sexua-
lidad humana es la fecundidad. Hijos, por tanto, sí, pues son una bendi-
ción. Y procurando darles, dentro de nuestras posibilidades y contando
siempre con la voluntad divina, lo mejor para cada uno.
Los esposos deben, por tanto, estar dispuestos a recibir con alegría la
descendencia que Dios les mande. Pero es perfectamente legítimo que,
como en las restantes circunstancias de la vida, pongan su entendi-
miento al servicio de los designios divinos, e intenten descubrirlos y
obrar del modo más conforme para darles cumplimiento.
Por eso pueden recurrir, cuando haya causas para hacerlo, a proce-
dimientos aptos y lícitos para regular la concepción.

Algunos métodos naturales de regulación de la fertilidad

No pretendo exponer con detalle el modo de obtener un embarazo


o, al contrario, el de eludirlo o distanciarlo del precedente, cuando exis-
ten causas proporcionadamente graves. No es ese el fin de estas pági-
nas, y de ahí que la cuestión se trate en otro lugar. Aquí aludiré solo, y
con brevedad, al comportamiento que la razón y la Iglesia consideran
correcto adoptar en tales casos: la regulación natural de la fecundidad.
Es decir, la adaptación de la propia conducta sexual a las reglas que
dicta la naturaleza.
El óvulo, que abandona el ovario hacia un par de semanas antes de la
menstruación, resulta fecundable durante un período aproximado de
veinticuatro horas. Transcurrido este tiempo, degenera. Por consiguien-
te, la concepción solo puede tener lugar en ese día X, situado con rela-
tiva frecuencia casi en el centro del intervalo entre una menstruación y
la sucesiva.
La pareja que desee concebir un hijo procurará mantener relaciones
sexuales en la época cercana a ese día con objeto de que el espermato-
zoide, cuya vida es más dilatada que la del óvulo, alcance a este cuando
todavía es fecundable; por el contrario, se abstendrá de establecer tales
relaciones en ese mismo período, si existieran razones suficientes para
evitar el embarazo; y de ahí la denominación de «continencia periódica»
con que se califican también —y para algunos, más adecuadamente—
los métodos naturales de regulación de la fecundidad.

130
La ovulación no tiene lugar con regularidad matemática

Por eso, el método basado en el calendario (el Ogino-Knaus) es


bastante inseguro, y hoy se encuentra sustituido por otros procedimien-
tos mucho más exactos, que permiten diagnosticar el momento de la
fertilidad en la mujer. La certeza de infecundidad en el segundo período
del ciclo menstrual es casi absoluta, puesto que no suele darse más que
una ovulación al mes, y esa ya ha tenido lugar. Solo en algunos casos
—poco frecuentes— se verifica una doble ovulación, a distancia no su-
perior a las cuarenta y ocho horas: en semejantes circunstancias, si tie-
ne lugar la concepción, existirán gemelos biovulares, del mismo o dis-
tinto sexo.
Actualmente, los métodos naturales que permiten establecer los con-
fines del período de fecundidad para cada mujer concreta se han multi-
plicado, alcanzando gran variedad y eficacia.
En lo substancial, y por lo que respecta a este escrito, podrían redu-
cirse a dos, y a la combinación de ambos:
1. El método del moco cervical, conocido como método Billings.
2. El método de la temperatura basal.
3. El que resulta de la unión de los precedentes, denominado sin-
totérmico.
Como decía, existen también otras posibilidades de determinar el día
de la ovulación, algunas de ellas mediante dispositivos comercializados
de fácil empleo, que pueden adquirirse en las farmacias. En cualquier
caso, es imprescindible que, antes de llevar a cabo cualquier procedi-
miento de regulación natural de la fertilidad, los futuros usuarios reci-
ban la formación antropológica y técnica adecuada.
En el caso de los métodos a que nos hemos referido [1., 2. y 3.], esa
formación no puede obtenerse con la simple consulta de folletos o inclu-
so libros o material audiovisual, sino que requiere la intervención de
personal especializado, que transmita las nociones y comportamientos
básicos, y enseñe a la mujer a conocer su fecundidad.
De lo contrario, es muy probable que, con la expresión tan poco feliz
que suele utilizarse, el método falle.

Actualmente, los métodos naturales que permiten establecer los


confines del período de fecundidad para cada mujer concreta se
han multiplicado, alcanzando gran variedad y eficacia

131
Los métodos más comunes

Precisamente porque la práctica de cualquier método natural re-


quiere una capacitación expresa, imposible de alcanzar con solo la lec-
tura incluso de las explicaciones más detalladas, nos limitaremos aquí a
apuntar la naturaleza de los procedimientos más comunes, llamando de
nuevo la atención sobre la necesidad de informarse y formarse con ma-
yor amplitud si fuera aconsejable su uso:
1. El método Billings, o de la ovulación, se basa principalmente
en la identificación de los cambios que ocurren en el moco cervical. Ese
moco ejerce una función importantísima, haciendo posible o impidiendo
el ascenso de los espermatozoides y, con ello, la fecundación. Cualquier
persona con un mínimo de preparación puede leer, a través de la ob-
servación de ese moco, su estado actual de fertilidad.
2. El método de la temperatura basal tiene como fundamento la
subida térmica que se produce tras la ovulación. Tomándose la tempe-
ratura a diario, antes de levantarse, tras varias horas de reposo, cual-
quier mujer puede determinar el día en que ha tenido lugar la ovula-
ción, y reconocer el período infértil postovulatorio.
3. El método sintotérmico es en la actualidad uno de los más
completos. Añade a los datos básicos proporcionados por la medición de
la temperatura los conocimientos que proporcionan otros medios de
diagnóstico. Es muy clásico combinar el método de la temperatura con
el estudio del moco cervical. Pero también hay quienes añaden a esto
los cálculos del Ogino para la primera mitad del ciclo, y tienen además
en cuenta las características del cérvix, observadas mediante la auto-
palpación, la turgencia mamaria, el dolor que suele aparecer en mitad
del ciclo, etc.

Su validez

Frente a la denigración tendenciosa a que se somete a menudo a


los métodos naturales, es imprescindible insistir en la calidad de los va-
lores humanos que llevan consigo, y que podrían compendiarse hablan-
do de un incremento acrisolado del amor conyugal, como consecuencia
del aumento del autodominio, que mejora a su vez el vigor de la entre-
ga.
Y frente al escepticismo difuso en torno a su eficacia, conviene recor-
dar que, cuando se aprenden y utilizan correctamente, su eficacia es
comparable (o superior) a la de los medios contraceptivos, que, además

132
de ser siempre moralmente ilícitos, presentan desde distintos puntos de
vista no pocos efectos secundarios indeseables o incluso nocivos.
Cuando lo que parece imponerse es el envilecimiento progresivo de la
sexualidad, la promoción inteligente de los métodos naturales, si exis-
ten causas justificadas para su utilización, puede representar un camino
para mantenerla en un nivel humano, respondiendo a las justas expec-
tativas del hombre y de la mujer.
Según recordaba ya Pablo VI,
… una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige, sobre todo, a
los esposos, adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valo-
res de la vida y de la familia, y también una tendencia a procurarse un perfec-
to dominio de sí mismos. El imperio sobre el instinto, mediante la razón y la
voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética, para que las
manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el or-
den recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disci-
plina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyu-
gal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo,
pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramen-
te su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vi-
da familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros pro-
blemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar
el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de
responsabilidad96.

2. Ventajas antropológicas de los métodos naturales

En total conformidad con el contenido de esta última cita, expongo


a continuación algunas de las ventajas antropológicas del uso legítimo
—con causas proporcionadas— de la regulación natural de la fecundi-
dad, conocida hoy también como Planificación Familiar Natural (PFN).

En general

Mas antes conviene dejar claro que esos indudables beneficios


humanos no pueden ni siquiera vislumbrarse cuando la planificación na-
tural se considera como un simple medio para posponer o eludir los
embarazos.
Porque, en realidad, no es nada de «eso».
¿Perplejidad? Intentaré eliminarla.

96 PABLO VI, Humanae vitae, núm. 21.

133
1. Sin duda, los métodos naturales de regulación de la fertilidad
permiten lícitamente retrasar o evitar por tiempo indefinido una concep-
ción, si existen causas graves para ello.
2. Pero no es esa su esencia constitutiva.
3. Lo radicalmente configurador de la Planificación Natural es la
inestimable posibilidad que ofrece a los cónyuges para mejorar sus rela-
ciones íntimas, ayudando a establecer en el seno del matrimonio un tra-
to estrictamente personal —entre persona y persona, consideradas co-
mo tales—, presidido por el amor.

Para el matrimonio

De ahí que las ventajas esenciales de la Planificación Familiar pue-


dan obtenerse al margen de toda intención de limitar el número de hijos
y, por consiguiente, cuando existe la decisión generosa y ponderada de
traer al mundo una familia numerosa.
Y, por tanto, por expresarlo de algún modo, cuando no se utiliza pro-
cedimiento alguno regulador y, de acuerdo con el común modo de decir
de hace unos años, «se abandona en manos de Dios» todo lo relativo a
la concepción de los hijos.

… la inestimable posibilidad que ofrece a los cónyuges para me-


jorar sus relaciones íntimas, de establecer entre ellos un trato es-
trictamente personal, presidido por el amor

Por todo lo cual, habría que sostener:


En cuanto llevan consigo una manera muy precisa de entender y vivir
el amor humano y el ejercicio de la sexualidad —estilo que se coloca en
las antípodas de la mentalidad anti-life propia de los contraceptivos—,
los beneficios de los métodos naturales se agrupan en torno a los dos
grandes principios que configuran y hacen posible su uso:
A. Un mayor y más delicado conocimiento de la admirable sexua-
lidad femenina y, en general, de la mujer… y del varón.
B. Y el enriquecimiento que deriva de la práctica de la continen-
cia periódica, aunque de entrada esta afirmación produzca asombro.

A. EL CONOCIMIENTO CABAL DEL MARAVILLOSO ORGANISMO SEXUAL FEMENINO


GENERA, ENTRE OTRAS COSAS:

134
1. Un incremento de la autoestima de la mujer, fascinada ante el
esmerado primor con que ha sido creada, también por lo que respecta a
esta dimensión tan íntimamente personal del propio cuerpo.
2. Un aumento paralelo de la comprensión de sí misma y de su
psique, que la lleva en muchos casos a explicarse situaciones y estados
de ánimo que hasta entonces la desconcertaban.
En este sentido, resultan muy sugerentes los párrafos de una carta
recogida por Mónica de Aysa, en los que una chica le cuenta los benefi-
cios que le ha proporcionado el simple conocimiento de los métodos na-
turales, incluso antes de ponerlos en práctica, puesto que todavía no se
había casado:
Me sirven los métodos naturales en el noviazgo para controlar mis esta-
dos de ánimo [...]. La observación de los síntomas ligados a cada fase del
ciclo me ha servido muchas veces para conocer el porqué de mis estados
anímicos. Observando, he aprendido, entre otras cosas, que en los días de
la ovulación estoy más activa; en los días previos a la menstruación más
cariñosa y del día que comienza el período me encuentro “fatal” [...] me
doy cuenta de cómo efectivamente se relacionan mi estado de ánimo y mi
estado físico con el momento del ciclo menstrual en el que me encuentro
[...]. Consigo con menos esfuerzo el dominio de mí misma [...] me parece
un tema apasionante conocer con profundidad cómo funcionan el cuerpo
del hombre y de la mujer y su aparato reproductor. También esto me ha
ayudado a comprender mejor la psicología masculina y femenina97.

3. La consiguiente intensificación del conocimiento, aprecio y


respeto hacia la esposa por parte del marido.
Al respecto, Evelyn Billings contaba en una ocasión dos anécdotas
simpáticas, que, obviamente, cito de memoria.
3.1. Recordaba, en primer lugar, lo que le comentó en un país
de África un hombre de color de tamaño impresionante:
Antes de practicar los métodos naturales —decía este—, pegaba con
mucha frecuencia a mi esposa; después de ponerlos por obra durante unos
meses, la trato con mucha más delicadeza y me siento infinitamente feliz.

[La mujer, menuda y vivaracha, asistía a la entrevista y, según co-


mentaba la Doctora Billings, miraba a su marido con ojos tiernos y lle-
nos de admiración].
3.2. La otra es más breve. Un varón de bajísima extracción so-
cial, que antes buscaba constantemente expansiones fuera de casa, le
decía también a Evelyn:

97 AYSA, Mónica de, Sexo: un motivo para amar, Palabra, Madrid, 2001, pp. 10-12.

135
Desde que estamos practicando su método, me encuentro mucho mejor.
Antes me creía en la obligación de demostrar que era muy macho; pero
ahora estoy aprendiendo de verdad a ser hombre.

4. Un aumento de la comunicación interpersonal en lo relativo al


ejercicio de la sexualidad, que mejora también, por lo común, el diálogo
en torno a otros aspectos de la vida matrimonial y familiar.
En relación a este extremo, una usuaria de métodos naturales escri-
bía:
Durante todo el tiempo que duró el curso, curiosamente, se volvió a es-
tablecer un diálogo fluido entre nosotros y aunque durante unos días al
mes no podíamos tener relaciones, los dos sabíamos por qué, y que eso
tenía al final una bonita recompensa. Hablábamos de cómo serían esas no-
ches, de lo que haríamos y mientras tanto las caricias, la comprensión y el
diálogo fluían entre nosotros. Empezábamos a vivir un amor sereno. Yo es-
taba feliz porque mi marido entendía que había días de abstinencia y sabía
que después de esto vendría una entrega completa y sin barreras por parte
de los dos [...]. Después de siete meses, en los que mejoró nuestra comu-
nicación, me di cuenta de que los miedos y reparos que tenía al principio
sobre si mi matrimonio duraría mucho o si seríamos capaces de educar un
niño, desaparecieron. Tenía al lado a un hombre cariñoso, comprensivo y
entregado98.

5. La supresión de cierto grado de ansiedad —a veces nada des-


preciable—, que, como apunta el testimonio recién citado, acompaña a
la esposa ante el riesgo de quedarse embarazada.
También ahora, y a pesar de su longitud, vale la pena copiar íntegra
una cita de Brancatisano:
A la mujer que retorna a la maternidad porque “no se ve” sin ser madre,
deberíamos preguntarle el porqué de esa vuelta, tras un abandono plena-
mente consciente respecto a la maternidad “concreta”, y casi total en rela-
ción con la maternidad psicológica.
Con estos dos modos de calificar la maternidad, me refiero, por una par-
te, al hecho de generar al hijo y, por otra, al modo de relacionarse con o de
concebir la maternidad. En lo que atañe al primer punto, es patente la crisis
demográfica de aquellas regiones del mundo acordes con esta cultura; en lo
que se refiere al segundo, conviene advertir que la maternidad hoy ya no se
vive con naturalidad ecológica, sino con una actitud progresivamente más
problemática, que se acerca mucho o desemboca en ansiedad e incluso en
terror.
Habiendo dejado de ser un evento natural, consecuencia espontánea de la
vida sexual de la mujer, la maternidad se parece más y más a una enferme-
dad que debe prevenirse —mediante la contracepción— o “monitorizar” con
atención obsesiva mediante el entero curso de su preparación, el embarazo.
El terror se refiere más que nada, sin embargo, a una especie de habitus —a

98 AYSA, Mónica de, Sexo: un motivo para amar, Palabra, Madrid, 2001, pp. 53-54.

136
menudo inconsciente— que se forma en la psique de la mujer durante todos
los años (entre 15 y 25, por término medio) en que decide tener una vida
sexualmente activa, pero prescindiendo de forma categórica de la materni-
dad.
En estos años, los más fértiles desde cualquier punto de vista, la actitud
de la mujer respecto a su propia capacidad de engendrar resulta —
consciente o inconscientemente— no solo negativa porque así lo plantea y lo
desea, sino orientada de continuo contra la posibilidad de quedarse embara-
zada: en la psique femenina se insinúa un sentido de terror respecto a un
acontecimiento temido y que, no obstante, la amenaza… por el hecho de
que, por naturaleza, se encuentra inseparablemente unido a las relaciones
sexuales.
Un fenómeno tan prolongado y profundo no puede sino dejar una huella
en el modo de pensar, de vivir y de afrontar la maternidad, cuando la mujer
se decide a tener hijos. Huellas todavía no del todo determinadas, pero sin
duda alguna importantes99.

6. La asunción conjunta, en plano de absoluta igualdad y justicia,


de todas las decisiones referentes al trato íntimo y, en concreto, a la
gozosa responsabilidad ante el inapreciable regalo de los hijos.

B. POR SU PARTE, EL EJERCICIO DE LA CONTINENCIA PERIÓDICA TRAE COMO


CONSECUENCIA:

1. Un incremento del autodominio, con lo que este implica de


acrisolamiento de la verdadera entrega —nadie da lo que no posee re-
almente— y, como consecuencia, del amor exquisitamente conyugal.
2. Una ayuda inestimable para salir de uno mismo y adoptar la
perspectiva del otro —el cónyuge y el posible hijo—, condición ineludible
para que se instaure el más genuino amor, definido ya por Aristóteles
como un «querer el bien para otro en cuanto otro».
3. Una menor dependencia del placer puramente corpóreo, que
por eso se torna más pleno y más acendradamente personal.

Para los futuros hijos

Como antes sugería, todos los beneficios incluidos en A. y B. nada


tienen que ver con el propósito de restringir el número de hijos, y pue-
den y deben ser vividos por todo matrimonio que aspire a conquistar
una mayor categoría y madurez de su amor recíproco, también cuando
no hagan uso de la PFN.

99 BRANCATISANO, Marta, Approccio all’antropologia della differenza, Edizioni Univer-


sità della Santa Croce, Roma 2004, p. 40.

137
Por el contrario, en relación con la futura prole, los métodos naturales
permiten:
1. Querer con una intencionalidad redoblada —inaccesible para
quienes no dominan los secretos de estos métodos— a todos y cada uno
de los hijos que Dios tenga a bien conceder.
Puesto que los que practican la planificación natural disponen de los
medios para evitar la concepción de una nueva criatura, cuando deciden
acogerla agradecidos, ese hijo o esa hija entran en el mundo como fruto
de un acto de voluntad —de amor— en cierto modo más directo y, so-
bre todo, expreso que el de quienes ignoran los métodos naturales.
2. Determinar, dentro de ciertos límites, el momento y las cir-
cunstancias de cada concepción y nacimiento, de forma que pueda
atenderse con mayor dedicación y efectividad a las necesidades del hijo.
3. Enriquecer con el regalo de la maternidad a algunos matrimo-
nios, en los que la esposa se encuentra aquejada por una infertilidad
subsanable a través de estos métodos.
(Lo que constituye la prueba más palpable —aunque no necesaria-
mente la más profunda— de que la Planificación Familiar Natural no de-
be reducirse a un conjunto de técnicas para retrasar o eludir de por vida
la concepción, puesto que en algunos casos, cada vez más numerosos,
se utiliza justo para lo contrario: para hacer posible la digna venida al
mundo de un ser humano100).
4. Cuando existan causas suficientemente graves que aconsejen
posponer un embarazo, seguir manifestando y acrecentando el amor
conyugal también a través de los encuentros íntimos.
(Al contrario de lo que sucede con los contraceptivos, que, constituti-
vamente y con independencia de la intención subjetiva de quienes los
utilizan, tornan radicalmente contra-dictorio el amor que pretenden ex-
presarse sus usuarios).
5. Aceptar gozosamente la llegada de un hijo no planeado cuan-
do, en contra de lo que honradamente habían creído descubrir los cón-
yuges, es esa la voluntad de Dios para ellos.
Este último extremo lo considero de una relevancia clave, decisiva:

100 Además, las últimas investigaciones realizadas, sobre todo, en Alemania,


muestran que la tasa de éxito de la Planificación Familia Natural para obtener em-
barazos supera a la fecundación artificial, sin los riesgos ni los problemas de vario
tipo que esta segunda lleva consigo.

138
Como los auténticos usuarios de la Planificación Natural jamás
excluyen activamente a los hijos, ninguno de estos llegará nunca
a su familia como no-querido

Un incremento del amor mutuo

Entre las sugerencias apretadamente apuntadas en las líneas que


preceden, hay una que presenta un especial interés y conviene desta-
car, aun a riesgo de repetirme. Se trata de la mejora del amor recíproco
que, utilizada con causas graves, la PFN puede llegar a instaurar entre
los cónyuges.
Un par de veces ha aparecido en nuestro escrito este interrogante:
¿favorece la regulación natural de la fertilidad la calidad de las relacio-
nes íntimas entre los esposos? Y también el criterio que se debe asumir
para responderlo: en última y radical instancia, , desde el punto de vis-
ta antropológico, tales relaciones podrán calificarse como satisfactorias
cuando incrementen y acrisolen el amor mutuo entre marido y mujer.
Con lo que resulta que la Planificación Familiar Natural beneficiará la
vida de los cónyuges si y en la medida en que genere un aumento de la
categoría de su amor recíproco.
Ciertamente, cabría adoptar otras perspectivas. Pero ninguna tan
fundamental como esta.
La raíz terminal de la dignidad del sujeto humano reposa en su capa-
cidad constitutiva de amar; y el índice de su desarrollo, de su plenitud
como persona, viene dado por el grado de madurez de su facultad amo-
rosa.

Como sabemos, un hombre y una mujer valen lo que valen sus


amores

A. FUNDAMENTOS
En consecuencia, habría que recordar dos cosas: en primer térmi-
no, los motivos por los que las relaciones matrimoniales presididas por
el amor promueven el engrandecimiento y la consolidación de ese mis-
mo amor; en segundo, por qué la práctica justificada de los métodos
naturales no rompe ni disminuye esa virtud perfectiva, sino que, según
los casos, puede incluso llegar a intensificarla.
Los dos extremos han sido suficientemente tratados.
Respecto al primero, recordaré tan solo que:

139
1. El núcleo de un amor verdaderamente humano es espiritual:
amar es sustancialmente un acto de la voluntad con el que queremos el
bien para otro.
2. Pero, en la misma medida en que ese amor finito y participado
se prosigue y manifiesta auténticamente a través del cuerpo, recibe un
claro incremento, se engrandece.
3. Y como las relaciones conyugales íntimas representan la mani-
festación física más adecuada del amor entre un hombre y una mujer
en cuanto tales, contribuyen de una manera excepcional a desarrollar el
amor (voluntario y afectivo) de los cónyuges.
¿Razones?
Precisamente porque cada hombre es tremendamente uno (en el sen-
tido de unitario), la voluntad en que radica en fin de cuentas el amor, la
afectividad donde reside la mayor parte de los sentimientos, y la activi-
dad física en que concluye la relación conyugal, actúan en perfecta con-
tinuidad e interdependencia: de manera que el ejercicio de cada una de
esas funciones se ve favorecido por el desarrollo equilibrado de las res-
tantes y, cuando existe esa armonía, revierte sobre ellas, perfeccionán-
dolas.

B. ACTITUDES RADICALMENTE CONTRAPUESTAS


En lo que atañe a la segunda cuestión, surge una especie de pega.
Tras dejar claro que las relaciones conyugales adecuadas incrementan
el amor del que provienen, he afirmado con la misma o más fuerza que
los contraceptivos lesionan hondamente ese mismo amor. ¿Por qué no
habría de ocurrir igual con los métodos naturales?
Semejante pregunta solo tiene sentido para quienes piensen que la
Planificación Familiar Natural presenta alguna semejanza de fondo con
el uso de contraceptivos. Pero, en realidad, ya he dejado constancia del
abismo insalvable que las separa. La diferencia entre ellas no puede, ni
remotamente, reducirse a simple cuestión de método, sino que lleva
aparejada una distinta e incluso contrapuesta concepción no solo de la
sexualidad, sino del mismo hombre y de la realidad en su conjunto.
Más adelante intentaré llegar hasta el núcleo central del problema.
Pero ya ahora cabría resumir en un par de términos antagónicos la
mentalidad que impera en la contracepción y la que dirige la regulación
natural de la fertilidad: se trata de la antinomia dominio-respeto. Es de-
cir:

140
1. Dominio arbitrario y manipulador de la sexualidad humana,
para quienes propugnan el uso de contraceptivos.
2. Y respeto total de la naturaleza, para los que utilizan, con
causa proporcionada, la Planificación Familiar Natural.
En este sentido, y puesto que el respeto ha sido expresamente inclui-
do desde mediados de este siglo en la casi totalidad de los códigos de-
ontológicos vigentes en nuestra cultura, me atrevería a afirmar que la
dispensación de contraceptivos con fines antinatalistas se opone a la
esencia misma de la condición y práctica médicas, mientras que la en-
señanza y recomendación de la regulación natural no solo concuerda
maravillosamente con las exigencias de una correcta preocupación
ecológica o de la medicina naturista, sino que hunde sus raíces en ese
profundísimo núcleo de humanidad que legitima y engrandece a la pro-
fesión médica en cuanto tal.
Pero si la esencia de los métodos naturales de autodiagnóstico reside
en el respeto reverencial por la naturaleza y, más en concreto, por la
delicada y maravillosa sexualidad femenina, tampoco violentará los
elementos naturalmente constitutivos del amor, al contrario de lo que
ocurre con el uso de contraceptivos.
Desde esta perspectiva, la regulación natural de la fertilidad conserva
intactas todas las virtualidades enriquecedoras inscritas en las relacio-
nes conyugales no desprovistas de su recta orientación.
Y hay más. El uso adecuado de los medios naturales no solo mantiene
la pujanza originaria, sino que mejora —desde diversos puntos de vis-
ta— la calidad del trato íntimo.
Como acabo de apuntar, uno de esos extremos lo constituye el in-
cremento del señorío sobre el propio ser y sobre la propia sexualidad,
exigido y provocado por la continencia periódica: una potestad que
acrecienta, de forma muy notable y necesaria, la categoría y la intensi-
dad del amor entre los cónyuges, al perfeccionar la calidad de su entre-
ga mutua, gracias a un incremento del propio autodominio.
En conclusión: el recurso a los medios de autodiagnóstico, al aumen-
tar el dominio de la persona sobre sí misma, aquilata la categoría de la
entrega, mejora el temple del amor y, finalmente, favorece y perfeccio-
na —desde la perspectiva más honda en que cabe advertirlo— las rela-
ciones conyugales.

El recurso justificado a los métodos naturales aquilata la catego-


ría de la entrega, mejora el temple del amor y favorece y perfec-
ciona las relaciones conyugales

141
Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

 ¿Cuáles son los beneficios antropológicos que lleva consigo el uso


adecuado de la Planificación familiar natural? ¿De dónde derivan tales
ventajas?
 ¿Estimas que la continencia periódica es positiva, o más bien una es-
pecie de mal menor que es necesario soportar en determinados casos?
Procura argumentar a favor y en contra de ambas posibilidades.
 ¿Cuál es la frase más breve con la que te sientes capaz de resumir el
beneficio que puede originar el uso legítimo de los métodos naturales?
Dentro de esa pequeña oración, subraya o destaca la palabra clave.
 ¿Por qué es preciso unir un adjetivo (correcto, adecuado, legítimo…)
al empleo de los métodos naturales, mientras que no es ni posible ni ne-
cesario cuando nos referimos a los anticonceptivos?
 Si en lugar de simple dominio, habláramos de autodominio, ¿esta-
ríamos en la esfera de la Planificación Familiar Natural o en la de los con-
traceptivos? ¿Cómo influye el autodominio en la capacidad de amar?

142
VIII. La actitud fundamental ante los hijos

¡Un último esfuerzo!

¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.

 ¿Cómo expondrías, con una o dos palabras, la oposición en el modo


de entender y valorar al hijo entre quienes utilizan adecuadamente los
métodos naturales y quienes recurren a la contracepción?
 ¿Podrías describir la diferencia más de fondo entre lo que habitual-
mente se han llamado preceptos negativos y preceptos positivos? ¿O se
trata de algo que ni siquiera te suena?
 ¿Qué es lo que «justifica» las relaciones íntimas entre los esposos en
días o temporadas que se sabe con certeza que son infecundos?
 Al recordar la descripción clásica del amor como búsqueda del bien
para otro, ¿quién o quiénes serían ese o esos otros que resultan perjudi-
cados con el empleo de contraceptivos?

1. Contracepción y Planificación Familiar Natural:


dos extremos de una antítesis

La última observación del capítulo precedente nos permitirá adentrar-


nos en la que es, quizá para muchos, la cuestión más delicada en torno
a los temas que venimos tratando: la comprensión de las radicales dife-

143
rencias que separan e incluso oponen la contracepción y el uso justifi-
cado de la planificación familiar.
No es infrecuente que quienes utilizan de manera habitual contracep-
tivos intenten equiparar su conducta a la de los usuarios de los métodos
naturales argumentando más o menos que, en el fondo, unos y otros
buscan lo mismo: eludir la llegada del hijo.
Ante semejante planteamiento, y superando una superficialidad bas-
tante extendida a la hora de abordar estas cuestiones, es menester de-
jar muy clara la diferencia abismal —¡auténtica opsición!— entre la anti-
concepción y la práctica adecuada de los métodos naturales.

Diferencia antropológica radical

Y, al respecto, lo primero que conviene decir es que las dos pautas


de conducta se oponen justamente en el fondo, es decir, en la actitud
más profunda que unos y otros adoptan respecto a los posibles descen-
dientes.
Con las salvedades y matices que a continuación estableceré, es pre-
ciso afirmar que la contracepción y la regulación natural de la fertilidad
se enfrentan en su misma esencia, precisamente porque la primera
considera al hijo como un mal que hay que evitar a toda costa, mientras
los usuarios convencidos de los métodos naturales ven en el hijo futuro
un gran bien, cuya ausencia, por motivos proporcionadamente graves,
se ven constreñidos a soportar.

A. EL HIJO COMO MAL


Maticemos ambas cuestiones. El hecho de que quienes practican la
anticoncepción estimen la posible prole como un mal que debe ser su-
primido no ha de entenderse como una especie de odio cerval, emotivo
e incondicionado al hijo futuro, sino como el resultado de un erróneo
cálculo en virtud del cual, tras sopesar incorrectamente los pros y los
contras, el niño acaba por englobarse en la categoría de lo que hay que
impedir.
Javier Echevarría lo ha expuesto certera y delicadamente, apelando a
una actitud que…
… pone en duda el valor de la paternidad o de la maternidad en sí mis-
mas: generar un hijo no se considera ya algo indiscutiblemente bueno y
deseable, sino una opción entre otras muchas posibles. Se admite que dar
la vida a otro es algo incomparable; pero se considera que generar y edu-
car a un hijo más comporta una tarea compleja y arriesgada, ante la que

144
se hace un balance de satisfacciones que proporciona y sacrificios que exi-
ge, para concluir a menudo que no vale la pena101.

Semejante «no valer la pena», que en el párrafo recién citado mani-


fiesta una exquisita comprensión y respeto hacia los esposos que así
concluyen, se traduce, sin embargo, con frecuencia, en un conjunto de
actividades —las de la contracepción— que justifican plenamente, con
las puntualizaciones ya señaladas y sin entrar en ningún caso a calibrar
las intenciones, el juicio de que en la base de todas ellas se sitúa el re-
chazo del hijo, advertido como un mal.
Los usuarios de anticonceptivos quieren que no venga al mundo una
nueva criatura; y en conformidad con esa voluntad, aunque a veces
contrariando sus sentimientos, ponen los medios necesarios para eludir
esa concepción o, en algunas circunstancias, para suprimir la vida re-
cién procreada.
Reducida a su esencia más nuclear, la actitud que adoptan podría re-
sumirse en estas dos breves expresiones:
1. Quieren impedir la concepción (o el desarrollo del niño pro-
creado).
2. Y actúan en consecuencia con ese querer.

Quienes utilizan contraceptivos consideran al hijo como un mal


que hay que evitar

B. EL HIJO COMO BIEN


Por el contrario, la actitud paradigmática de los usuarios de méto-
dos naturales quedaría reflejada en esta anécdota de hace algunos
años. Guadalajara, México. Al término de un curso sobre Antropología
del amor y de la sexualidad, se nos acerca una madre todavía joven.
Nos cuenta que tiene doce hijos, que el primero nació discapacitado,
pero que ello no fue obstáculo para traer a este mundo a los restantes,
motivos todos, incluido el primogénito, de profundas alegrías. Añade
que ahora, por un cúmulo de causas de diversa índole, tiene necesidad
de recurrir a la regulación natural con el fin de evitar un posible emba-
razo. Y concluye exponiendo, con lágrimas en los ojos, los tremendos
sacrificios que le está costando la renuncia a engendrar más criaturas.

101 ECHEVERRÍA, Javier, Itinerarios de vida cristiana, Planeta - Testimonio, Barcelo-


na, 2001, pp. 158-159.

145
Modificando cuanto fuera menester las circunstancias, sin duda ex-
cepcionales, la actitud profunda del auténtico usuario de métodos natu-
rales debe ser análoga a la de la madre de nuestra anécdota.
El hijo futuro es para ellos un gran bien al que, por razones graves y
justificadas, no pueden dar vida.
1. Han de soportar, como antes decía, la carencia —para ellos,
para el mundo y, sobre todo, para la posible criatura— de esa maravilla
que sería una nueva persona.
2. No hacen nada positivo que se oponga a ello.
3. Pero dejan de poner los medios para que ese ser humano en-
tre en el banquete de la existencia.

Oposición también en el modo de obrar

Y esta sería la segunda gran diferencia entre las dos conductas que
estamos analizando.
1. Los anticonceptivos ponen positivamente los medios para im-
pedir la vida posible.
2. Mientras que la Planificación Familiar Natural deja de utilizar
los recursos que podrían hacer surgir esa vida, sin establecer obstáculo
alguno para la misma.
Y aunque ante una mirada epidérmica ambos procedimientos se ase-
mejen, quien sabe adentrarse hasta el corazón de los asuntos advierte
una oposición de raíz entre ellos, que se suma a la tanto o más radical
que establece ya la contrapuesta actitud de fondo: hijo como mal que
debe evitarse o como bien que, desgraciadamente, no se puede traer a
la luz.
La distinta valoración moral y antropológica que corresponde a los
dos casos no es difícil de ver acudiendo a las claves de la ética natural.
En concreto, basta con recordar una distinción bastante neta:

A. LOS PRECEPTOS NEGATIVOS


Los así llamados —no matar, no robar, no calumniar…— no admiten
nunca excepción. No existe motivo alguno, en ningún caso, que justifi-
que los comportamientos comprendidos dentro de tales prohibiciones.
Siempre está vedado matar, sustraer la fama a una persona, desprove-
erla de un bien legítimamente adquirido, etc.; o, de modo paralelo, obs-
taculizar que una persona se cure y conserve la vida, que se defienda
en un juicio o ante la opinión pública para dejar a salvo su honor, que

146
adquiera —sin perjuicio para nadie— un beneficio lícito de orden mate-
rial o espiritual…
Como consecuencia, jamás quedará justificado ningún tipo de actua-
ción destinada directamente a impedir el grandioso bien que es la con-
cepción de un ser humano; dicho a modo de paradoja: nunca será legí-
timo sustraer la vida a alguien antes o en el momento en que esta co-
menzaría.

B. LOS PRECEPTOS AFIRMATIVOS


Contra lo que sería de suponer, tampoco estos admiten excepcio-
nes, en el sentido de que no cabe obrar directamente en contra de
ellos; nunca es lícito, pongamos por caso, faltar al respeto o deshonrar
voluntaria y conscientemente a los propios padres.
Pero la fuerza de estos mandatos es tal que no obligan a obrar cons-
tantemente y en todas las circunstancias realizando de manera formal y
expresa el bien que imperan.
Por volver al ejemplo citado, es obvio que ningún hijo tiene el deber
de estar poniendo por obra en todo momento y lugar, y a lo largo de su
entera existencia, actos explícitos de honra y veneración hacia sus pa-
dres; de manera análoga, a ningún médico le constriñe el deber de cu-
rar hasta el punto de que en cada uno de los momentos de su biografía
haya de dedicar la totalidad de sus esfuerzos a sanar a sus semejantes,
descuidando sus obligaciones familiares o de amistad o, incluso, en cir-
cunstancias normales, el merecido descanso.

C. AFIRMATIVOS Y NEGATIVOS…
Sin duda, para cualquier persona que aspire ilusionada a llevar una
existencia plena, el precepto que compendia toda la moral es eminen-
temente positivo: haz el bien.
Pero eso no significa que tenga el deber de hacer efectivos todos los
bienes que hipotéticamente, considerando la cuestión en abstracto, po-
drían existir; en contra de lo que afirmaba el conocido personaje de
Shakespeare, ningún ser humano viene a este mundo con la obligación
de salvarlo, resolviendo todos los problemas que en él se plantean.
Tampoco exige semejante principio realizar todo el bien que cada in-
dividuo concreto, atendiendo a sus circunstancias particulares y a sus
determinadas aptitudes, podría llevar a término; entre otros motivos, y
no de los de menor peso, porque nuestra libertad se actualiza casi
siempre mediante la opción entre distintos miembros de una alternati-

147
va, y la preferencia por uno de ellos deja por fuerza fuera los restantes,
muchos de ellos también buenos.
Por ejemplo:
1. Si decido estudiar medicina como medio de servir a mis seme-
jantes, no estaré preparado para construir las fábricas o las carreteras
que también los beneficiarían;
2. Si dedico parte de mis posesiones a ayudar a los enfermos de
SIDA, es muy probable que carezca de recursos para atender a los dam-
nificados de un terremoto, etc.

Bien absoluto y bienes relativos (que comportan algún mal)

Además, y esto presenta especial relevancia para nuestro proble-


ma, cualquier bien finito es limitado: a él se encuentran unidos, en to-
dos los casos, de manera derivada, males de mayor o menor calibre
(son los llamados efectos colaterales). Solo Dios, en sí mismo, es la
Bondad suprema, sin mezcla alguna de mal.
Por ir directamente a nuestro tema, parece innegable que la llegada
de una nueva criatura, que en sí misma es un bien grandioso, se ve
acompañada por un conjunto de inconvenientes, casi siempre menudos,
pero en ocasiones de cierta o notable envergadura.
1. Entre los cotidianos se cuentan, por referirme a cuestiones
comprobadas, junto con las molestias y sufrimientos del embarazo y del
parto, cierta conmoción en la vida del matrimonio: por ejemplo, la de-
pendencia de la madre respecto al horario del recién nacido, que le res-
ta agilidad para dedicarse a otras cuestiones; las casi seguras perturba-
ciones en el sueño de ambos esposos, obligados a atender al crío tam-
bién durante la noche; cuando el chico crece, el cuidado en los momen-
tos de enfermedad, las preocupaciones por los problemas de diversa
índole que plantea… Como decía, semejantes desventajas suelen ser de
ordinaria administración y quedan pagadas con creces por la presencia
y existencia del hijo, que es un bien inefable: «lo más perfecto que
existe en toda la naturaleza», según decían los clásicos en relación a
cualquier persona.
2. Pero con relativa frecuencia los trastornos que acarrearía la
concepción y el nacimiento de un nuevo vástago adquieren proporcio-
nes muy considerables, hasta el punto de que, para evitar tales males,
puede ser aconsejable prescindir dolorosamente de la criatura: no, co-
mo es obvio, suprimiéndola o impidiendo de manera positiva su entrada

148
en el mundo, pero sí dejando de poner los medios para que la eventual
concepción se lleve a cabo.
Un nuevo embarazo o nacimiento puede poner en serio peligro la sa-
lud de la madre; puede —en casos excepcionales en la porción del
mundo en que nos desenvolvemos, pero nada infrecuente entre las ca-
pas menos favorecidas de esa misma sociedad o en regiones subdes-
arrolladas— comprometer el normal despliegue de la entera familia: por
falta del cobijo adecuado o, simplemente, de alimentos y demás medios
de primera necesidad; en algunos países, todavía hoy se persigue a los
matrimonios que superan un número ínfimo de hijos (a veces uno o
dos), a los que a veces llegan a dar muerte, en especial si el neonato es
una niña; en situaciones de guerra, podría suponer una amenaza para
todos, empezando por la posible criatura, el que una mujer se quedara
embarazada; hay circunstancias en que el peligro de enfermedad física
o psíquica grave para la futura prole está claramente probado…
En tales coyunturas, cabe arrostrar las consecuencias del crecimiento
de la familia, poniendo en primer plano la valía de cualquier persona,
incluso profundamente infradotada.
Pero también es legítimo, con el fin de evitar males mayores, dejar
de poner los medios para ese incremento; e incluso cabría que esto
último fuera estricta obligación, como en el caso —cada vez menos fre-
cuente entre los países técnicamente más desarrollados— de una madre
de familia con hijos pequeños que la necesitan vital e imperiosamente y
para quien una nueva gestación supusiera un riesgo mortal.
En resumen, la obligación de hacer el bien puede verse atenuada, por
decirlo de algún modo, por los males de mayor trascendencia que, en
determinadas condiciones, acompañan a esos beneficios.

La obligación de hacer el bien puede verse atenuada por los ma-


les de mayor trascendencia que acompañan a veces a esos bene-
ficios

Si el hijo es un bien…

Volviendo al tema que nos ocupa, y por más que pueda sonar co-
mo fanatismo a algunos oídos contemporáneos, incluso repletos de
buena intención, parece conveniente recordar que todo matrimonio está
obligado a acoger gozosamente la prole que se derive de la expresión
de su amor recíproco a través de la sexualidad.
Mas es de sentido común que esto no se traduce en el deber de diri-
gir toda su vida hacia la consecución del máximo número de hijos que

149
las leyes biológicas harían teóricamente posible. Ni siquiera, por decirlo
de alguna forma, toda su vida de esposos. En cuanto tales, a lo que se
han comprometido es a amarse y a incrementar el afecto mutuo sin po-
ner ninguna traba a cuanto de ese amor pueda surgir. Entre los frutos
de tal cariño se cuentan, obviamente, los hijos. Pero no solo ellos.
Por eso, y midiendo mucho cada palabra, aun cuando nunca les esté
permitido impedirlas o suprimirlas, sí será lícito dejar de atender a la
obligación de traer nuevas personas a este mundo cuando ese bien se
oponga frontalmente a los otros deberes que también les incumben:
conservación de la propia vida y de la del cónyuge, de la de los restan-
tes hijos a su cargo, etc., tal como he insinuado.
En concreto, si existe un motivo de suficiente peso, como los que an-
tes señalé, los esposos pueden dejar de tener relaciones íntimas en los
días fecundos, justo para cumplir con auténtica dedicación sus otros
compromisos.
(Muy en particular, han de suplir entonces el déficit de la entrega físi-
ca personal mediante los mil y un detalles que un alma enamorada en-
cuentra para que el amor recíproco no merme).

Aun cuando nunca les esté permitido impedir o suprimir una vida
humana, sí será lícito a los cónyuges dejar de atender a la obliga-
ción de traer nuevas personas a este mundo cuando ese bien se
oponga frontalmente a otros deberes proporcionalmente graves

Resumen

Actuando de esta manera consiguen:


1. En primer término, que no se produzcan algunos de los graves
perjuicios aparejados a la concepción a que nos hemos referido; y ese
no-surgir-del-mal tiene, como es patente, razón de bien, es algo que
hay que procurar.
2. Y logran evitarlo, además, sin atentar para nada ni contra la
posible vida futura ni contra el crecimiento del amor mutuo: atentados
que, también está claro, constituirían en sí mismos un mal no justifica-
ble.
3. Más aún, y como antes sugerí, el esfuerzo motivado para dis-
tanciar las relaciones y para suplir con ternura y delicadezas esa ausen-
cia compone un instrumento de primera categoría para aquilatar y
hacer más hondo el cariño que se deben como marido y mujer.

150
A modo de ejemplo

Dentro de los límites de cualquier analogía, la situación del médico


que antes bosquejé podría contribuir a aclarar un tanto el asunto.
1. Ya dije que, a causa de la competencia lograda, y no solo de
la retribución obtenida por sus servicios, el profesional de la medicina
está obligado a intentar sanar a los enfermos que acudan a él o con los
que incidentalmente se tope (precepto afirmativo: tengo el deber de…).
Asimismo, parece claro que nunca le será lícito utilizar voluntaria-
mente el saber que posee para poner término a una existencia humana,
infligir un daño a una persona o simplemente impedir el desarrollo nor-
mal de la vida de cualquiera de sus semejantes (precepto negativo:
nunca me es lícito…).
Pero también vimos que su deber de curar no goza de un carácter
absoluto, en el sentido de obligarle a dedicar día y noche a la atención
de sus pacientes, también porque tiene que cumplir con otras obligacio-
nes.
2. Situemos a nuestro protagonista en un estado de urgencia,
similar a la de los esposos que se ven forzados a dejar de poner los
medios para traer al mundo nuevos posibles hijos (ya señalé que si no
se da esa emergencia, si no existen causas proporcionadamente graves,
tal omisión sería ilícita).
Por ejemplo, el cuidado de un hospital de campaña durante el desa-
rrollo de una guerra, cuando el tiempo y las medicinas resultan insufi-
cientes para atender a las necesidades de todos los heridos.
A nuestro doctor no le estará permitido, como es lógico, suprimir po-
sitivamente vida alguna, ni siquiera con la sincera intención de dismi-
nuir el número de pacientes para poder auxiliar con mayor eficacia a los
restantes.
Pero sí que le será lícito, también porque en circunstancias desespe-
radas resulta inevitable, dejar de atender a algunos de ellos, precisa-
mente para sacar adelante a los demás, o distribuir entre los que den
más esperanzas de salvación los medicamentos convenientes, y no dis-
pensarlos a los otros, siempre que el reparto entre todos, al disminuir la
dosis más allá de lo preciso, trajera como consecuencia inesquivable la
imposibilidad de sanar a ninguno.
Justo para salvar el mayor número posible de vidas, se verá obligado,
muy a su pesar y con dolor, a dejar de prestar la ayuda teóricamente
deseable al resto de los enfermos.

151
Aunque se trate de una situación delicadísima y aparentemente muy
alejada del supuesto que nos ocupa, se intuye con cierta facilidad la di-
ferencia entre: a) obrar positivamente en contra de un bien o b) sim-
plemente dejar de actuar a su favor cuando la situación así lo reclama.
Y asimismo se advierte, retomando nuestra hipótesis, que las acciones
encaminadas a devolver la salud a quienes los recursos lo permitan no
pierden nada de su valor por el hecho de que otros pacientes no puedan
ser atendidos. A nadie que lo piense serenamente se le ocurre proponer
que, puesto que no es hacedero cuidar de todos, se deje sin atender a
ninguno.
Estas palabras de Caffarra, aunque no directamente aplicadas al tema
que nos ocupa, ayudan a entender todo lo dicho:
Un padre de familia debe hacer con frecuencia cuentas con su tiempo:
una parte de él debe darlo al ejercicio de su profesión, otra, al diálogo con
sus propios hijos. No se trata de tener que elegir entre un bien y un mal:
en ambas elecciones posibles está presente un bien (inteligible) operable.
Sin embargo, hay momentos para el trabajo y no para el diálogo con los
hijos y momentos para el diálogo con los hijos y no para el trabajo. La pri-
mera elección no implica un rechazo del diálogo con los hijos: el padre va a
trabajar no porque crea que sea malo permanecer en casa y dialogar con
sus hijos, sino simplemente porque el bien del diálogo no debe ser realiza-
do —debe ser omitido— en este momento en el que se tiene que ir a traba-
jar. Esta persona no juzga que sea malo el diálogo en el tiempo del trabajo
y/o que sea malo el trabajo en el tiempo del diálogo: ambos son bienes
que deben ser realizados en el momento oportuno. Se puede también de-
cir: en el momento en el que obra uno de los dos bienes, la persona per-
manece espiritualmente abierta al otro, en el sentido de que ni su razón lo
juzga un mal ni su voluntad lo excluye como tal.
Este ejemplo nos ayuda a comprender una dimensión esencial de la vida
moral. Los dos actos son expresiones de la misma virtud de la piedad (de
los padres hacia los hijos). Puesto que el bien no es nunca contrario al bien
como ya Aristóteles había demostrado: (Predic. II, 13 b 36), ningún acto
de virtud es contrario a otro acto de la misma (o de otra) virtud. Y, por
tanto, no es nunca lícito excluir uno en favor de otro. En efecto, todo acto
de virtud debe ser realizado en el modo debido (o circunstancias): si no es
realizado en el modo debido, no es ya un acto de virtud, sino que solo tiene
la apariencia de ser tal. En realidad, es un acto vicioso. Y, por tanto dar al
trabajo un tiempo tal que no permita ya tener un diálogo con los hijos,
aunque se tuviera la intención de asegurar el bienestar de los hijos, no es
ya un acto de virtud, sino un acto contra la virtud de la piedad (de los pa-
dres hacia los hijos)102

De nuevo en nuestro caso

102 CAFFARRA, Carlo, Ética general de la sexualidad, EIUNSA, Barcelona, 1995, pp.79-
80.

152
Como veremos de inmediato, el caso de la regulación natural pare-
ce menos claro.
Normalmente, se acepta sin reservas la conveniencia de suspender
el trato íntimo en los días fecundos; pero cuesta más admitir la licitud y
la conveniencia de mantener relaciones en los días infértiles.
¿Por qué?
Pienso que porque la cuestión se enmaraña con tres falsos supuestos,
que impiden comprender su auténtica naturaleza:
1. Que los usuarios de los métodos naturales consideran al posi-
ble hijo como un mal, cosa que quedó descartada en el apartado ante-
rior.
2. Que la unión se encamina más directamente a provocar el pla-
cer que a expresar e incrementar el amor, juicio a su vez rebatido por el
hecho innegable de que los esposos en cuestión se abstienen efectiva-
mente de tener relaciones determinados días, tantas veces en contra de
lo que dictan sus impulsos sensibles.
3. Que el deleite tiene, curiosamente, cierta razón de mal: lo
cual solo sería cierto si se antepusiera desordenadamente a los otros
elementos que intervienen en el trato íntimo, excluyendo de forma posi-
tiva a los hijos e ignorando asimismo el amor.
Pero si se superan estos falsos espejismos, y como consideraremos
enseguida, no existe motivo alguno que torne ilegítima la manifestación
corporal del amor entre los cónyuges en los días infecundos; más aún,
hemos visto sugerir a los últimos Pontífices que la calidad del matrimo-
nio mejora con esas pruebas de sincero afecto.

2. Amor al otro y egocentrismo

Los auténticos usuarios de métodos naturales

Me parece que cuanto acabo de apuntar no presenta excesivas difi-


cultades de comprensión. Sin embargo, he comprobado que son mu-
chas las personas que no logran captar las verdades que encierra.
¿Por qué motivos?
Tal vez porque no adoptan el punto de vista correcto. Y no lo hacen
porque el influjo ambiental se lo impide, llevándoles a enfrentarse con

153
la realidad y, más en concreto, con la vida humana, con unos presu-
puestos que cabría calificar como utilitaristas.
No es infrecuente que quienes enfocan así la existencia, lleguen inclu-
so a acusar a los usuarios de métodos naturales de hipocresía. Serían —
según ellos— unos especialistas en nadar y guardar la ropa. Pretende-
rían aprovecharse de las relaciones conyugales —más de una vez he
oído esta expresión no muy afortunada— con la conciencia tranquila de
no estar realizando algo ilegítimo, pero evitando, igual que los consumi-
dores de contraceptivos, la carga de los hijos.
¡No!, me he visto tentado a gritar en más de una ocasión… aunque el
respeto y el cariño me hayan llevado a exponer mis razones con toda la
calma y la serenidad posibles.
Quienes practican de forma auténtica y motivada la regulación natu-
ral de la fertilidad no se aprovechan para nada del privilegio que les
otorga su conocimiento.
Muy al contrario, este les sirve para expresar sinceramente el amor a
su cónyuge, acogiendo agradecidos —¡cómo no!— la satisfacción íntima
y el deleite que el ejercicio conyugal de ese cariño lleva aparejados.
Y, por lo mismo, como sabemos, se privan con esfuerzo de semejante
gozo cuando la unión íntima no sería expresión de amor al cónyuge, si-
no de egoísmo.
Por otro lado, esas personas no consideran en ningún momento la
posible descendencia como una carga ni ponen impedimento alguno pa-
ra eludirla. Aun a riesgo de resultar pesado, repito que para ellos los
hijos siguen siendo un gran bien, cuya lamentable carencia se ven for-
zados a tolerar con el fin de evitar males mayores, y sin que ello les lle-
ve en ningún momento a poner trabas positivas a la concepción.
Y por eso, en cuanto desaparecen las causas que exigían esa renun-
cia, instauran de nuevo los medios —a través de la propia planificación
natural o sin regulación alguna de las relaciones— para dar vida a las
criaturas que antes anhelaban, pero una fuerza mayor les impedía pro-
mover.
Todo lo que se aleje de estas disposiciones de la voluntad y de este
modo concreto de comportarse, sean cuales fueren los sentimientos que
los acompañen, se distancia también e incluso se opone frontalmente a
la actitud personal más honda que no solo torna legítimo sino que pue-
de hacer antropológicamente muy provechoso el recurso a los métodos
naturales.

154
Para los auténticos usuarios de métodos naturales los hijos si-
guen siendo un gran bien, cuya lamentable carencia se ven obli-
gados a tolerar con el fin de evitar males mayores

Amor propio o apertura a los demás

Para entender mejor las últimas afirmaciones, conviene recordar


que la contracepción y los métodos naturales no constituyen dos prácti-
cas aisladas en la vida íntima de una pareja.
Se configuran más bien como uno de los exponentes —tal vez de los
más significativos— de la propia manera de concebir la sexualidad hu-
mana, el amor entre varón y mujer, la misma condición personal y, en
fin de cuentas, el sentido de la vida y del conjunto del universo.
Simplificando cuanto exigen las dimensiones y el tono de este escrito,
cabría afirmar que la difusión de anticonceptivos es una expresión bas-
tante coherente de la actitud de exaltación incondicionada del yo que
caracteriza en buena medida a la civilización actual.
Además, con independencia de las intenciones de quienes los utilizan
—sobre las que en ningún caso está permitido juzgar—, la mentalidad y
las prácticas contraceptivas fomentan y reafirman la misma postura
egotista o egocentrada que las origina.
Se trata, normalmente, de un egoísmo a dos, según escribiera ya en
el siglo XIX Kierkegaard, y que, por eso —y porque la mayoría de las
veces se vive de forma inconsciente e involuntaria—, resulta más difícil
de descubrir y reconocer.
Con palabras quizás excesivamente duras, Paul Chauchard se arries-
ga a calificar la unión contraceptiva como un acto de masturbación para
el que se utiliza a la mujer [o al varón, como es obvio].
Aunque fuertes y un tanto parciales si tenemos en cuenta la comple-
jidad de cualquier nexo interpersonal, estos términos pueden encerrar
un fondo de verdad, ya que, en un buen número de casos, quienes es-
tablecen una relación de tal tipo no tienen eficazmente en cuenta al
otro: ni la dignidad, los sentimientos y el destino del cónyuge ni, como
es evidente, la suerte del posible hijo. En bastantes ocasiones, aunque
no siempre, tienden tan solo a satisfacer su deseo físico o sentimental y
se comportan de una forma infantil y poco o nada responsable.
Desde este punto de vista, el uso de contraceptivos inclina a encerrar
la sexualidad en su dimensión exclusivamente subjetiva y puede dar
lugar a un acentuado egocentrismo en cada uno de los esposos. Marido
y mujer viven separadamente el problema contraceptivo —a veces sin

155
conocimiento del cónyuge—, y, en lo que atañe a su vida más íntima,
entre ellos no se instaura ningún tipo de comunicación.
En ocasiones, el único punto de encuentro de esa pareja acaba sien-
do, tristemente, el placer. Con lo que, en fin de cuentas, no solo tiende
a desaparecer el más genuino y rico sentido de la sexualidad —reducida
tantas veces a una genitalidad patológicamente sobrevalorada—, sino
que puede perecer también el amor.
Algo totalmente ajeno al ejercicio justificado de la Planificación Fami-
liar Natural, que se encuentra en las antípodas de cualquier tipo de re-
servas de corte individualista.
En efecto, de manera casi obligatoria, por su misma naturaleza
intrínseca, los métodos naturales llevan a adoptar la perspectiva del
otro. Cosa que, como ha ido quedando claro en todo nuestro escrito, es
la clave del verdadero amor y de la existencia y el éxito del matrimonio.

Los métodos naturales llevan a adoptar la perspectiva del otro


cónyuge, haciendo así crecer el amor mutuo

Para que el amor madure

Pues cualquier unión conyugal cobra fuerzas en la exacta propor-


ción en que cada uno de los cónyuges sale de sí mismo, se identifica
con su pareja y, así unidos, ambos conjugan decididamente el nosotros.
Más en concreto, para quienes viven de verdad los métodos natura-
les, con el modo de entender la realidad que llevan consigo, la fecundi-
dad jamás será un peso que habría de soportar una persona aislada; se
transforma, por el contrario, en un don maravilloso que los esposos
comparten y administran según lo que honradamente piensan que es la
voluntad de Dios.
El resultado, como ya he sugerido, es la mejora de la vida intracon-
yugal y de todas las relaciones familiares.

Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-

156
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.

Ayuda para la reflexión personal

 Al hablar de causas proporcionadas o suficientemente graves para


justificar el uso de métodos naturales, ¿cuál es el punto de referencia de
esa proporción y de esa gravedad?
 ¿Existe alguna diferencia entre la contracepción y el uso no justifica-
do de los métodos naturales? En caso afirmativo, ¿cuáles serían? ¿Impli-
ca eso que contracepción y uso injustificado de los métodos naturales
vengan a ser lo mismo? ¿Hasta qué punto y con qué matices?
 Si toda persona humana (y, en consecuencia, cualquier hijo) es en sí
misma un gran bien, ¿cómo puede estar permitido no poner los medios
para aumentar la propia descendencia? ¿No es eso lo mismo que impedir
que surja un bien de tal calibre?
 ¿En qué sentido puede hablarse de la Planificación Familiar Natural
justificada como de un mal menor?
 ¿No te parece exagerada la frase con que concluye el último capítulo
de este libro, al sostener que la práctica justificada de los métodos natu-
rales mejora no solo la vida de los cónyuges, sino la de toda la familia?
Razona tu respuesta, por favor.

Tomás Melendo Granados


tmelendo@masterenfamilias.com
www.masterenfamilias.com

Contraportada

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Tomás Melendo es Doctor en Ciencias de la Educación y en Filosofía.
Desde 1983 ocupa la Cátedra de Filosofía (Metafísica) de la Universidad
de Málaga. Ha publicado más de cincuenta libros y de un centenar de
artículos en revistas especializadas, además de los que figuran en In-
ternet. Marido enamorado —tal como se declara— y padre de siete
hijos, últimamente ha dedicado una muy especial atención a cuestio-
nes relativas a la familia y creado y coordinado en su Universidad un
Máster en Ciencias para la Familia y otros Cursos afines:
www.masterenfamilias.com

«Desde hace algunos años, cuando comencé a ocuparme de estos


temas, he sentido una inclinación irresistible a unir a la palabra
“sexualidad” algún término enérgicamente ponderativo, hablando así
del prodigio, de la grandeza, del vigor, de la sublimidad… de la sexuali-
dad humana».
Estas palabras, con las que el autor inicia el escrito que tienes en tus
manos, dibujan ya el enfoque eminentemente positivo que guía todos
sus pasos. La sexualidad es vista en estrecha relación con la condición
personal del varón y la mujer y con el especialísimo y muy jugoso
amor que se establece en el seno del matrimonio.

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