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El poeta Juan L.

Ortiz visto por sus amigos


Una tenue voz aislada

Juan José Saer lo definió como el más grande poeta argentino del siglo veinte.
Jorge Luis Borges lo despreció y fingió ignorarlo. Juan L. Ortiz (1896-1978), que
alguna vez contó sobre su deslumbramiento inicial con la obra de Leopoldo
Lugones, encontró a un maestro en el hoy olvidado Juan Ramón Jiménez, pero
también en Li-Po y en John Keats. El mejor retrato de este poeta genial,
irrepetible, lo trazaron un puñado de amigos que lo frecuentaron en su
ancianidad junto al río Paraná.

Martín Bentancor

El poeta entrerriano Juan L. Ortiz tenía setenta y cuatro años cuando, en 1970,
la Biblioteca Constancio C. Vigil de Rosario publicó En el aura del sauce, los tres
volúmenes que compilaban toda su poesía editada, además de varias obras
inéditas. Hasta aquel momento, los libros de Juanele habían visto la luz en
ediciones de autor, con tiradas de pocos ejemplares, circulando siempre de
forma azarosa, al margen de los vericuetos de la industria editorial argentina y,
por supuesto, de cualquier corriente, canon o camarilla.
Títulos como El agua y la noche, su primer libro, publicado en 1933, o El ángel
inclinado, de 1938, o incluso alguno más cercano en el tiempo, como El alma y
las colinas, de 1956, eran inconseguibles en librerías y las pocas personas que
atesoraban algún ejemplar, lo conservaban con orgullo y determinación, con ese
justificable egoísmo que desata el preciado material impreso.
Luego de jubilarse de su cargo de juez de paz, Juan L. Ortiz se estableció en la
ciudad de Paraná, en una modesta casa cercana al río. Allí, en compañía de su
esposa Gerarda y de un puñado de galgos, tan flacos como él, el poeta
contemplaba por largas horas la corriente del río Paraná, auscultando en sus
remolinos, especialmente intensos a la altura de Bajada Grande, la bravura
líquida de la naturaleza, sustento, tema y motivo central de su obra. Y allí, en ese
mismo lugar, cercado por una vegetación variada, alejado del bullicio del centro
de la ciudad, Juanele escribía, fumaba en unas larguísimas boquillas y recibía a
sus amigos, un puñado de escritores, músicos y pintores más jóvenes que él, con
quienes se vinculaba a través de la inquietud artística, cuasi ontológica, pero
nunca, jamás, con la pose de un maestro o sabio venerado.

Oficio de miniaturista
La obra y la actitud ante el hecho poético, ante la creación, por parte de Juan L.
Ortiz, aparece referida y glosada varias veces en la obra del escritor santafecino
Juan José Saer (1937-2005): en El concepto de ficción le dedica el entrañable
texto ‘Juan’ y en el reciente Ensayos, de la serie Borradores inéditos, el autor de
El limonero real reconstruye sus primeros encuentros con Juanele, entre mates
y asados. Sin embargo, es en El río sin orillas (1991), ese libro inclasificable, un
volumen solo concebible en el universo Saer, donde se encuentra la mejor
semblanza del poeta de Paraná.
“Juan L. no debía pesar más de 45 kilos. Más bien bajo de estatura, no daba sin
embargo para nada la impresión de fragilidad. Cuando yo lo conocí, a mediados
de los años cincuenta, en una librería de Santa Fe, ya estaba llegando a los
sesenta años, y tenía un aspecto venerable, que incitaba al respeto que se cree
deber a un estereotipo de Maestro, pero que ocultaba su verdadera
personalidad, puesto que nada le repugnaba más que las poses pontificales”,
escribe Saer. La estampa incluye varios de los rasgos físicos identificables en las
fotos de Juanele, pero incorpora un elemento central de la personalidad del
poeta: su humildad. Lejos de adoptar la actitud de la sabiduría que dan los años
y rodearse del aura que le daba su propia obra, Juanele cultivaba una
horizontalidad sin miramientos, llevando en ocasiones el hilo de la conversación
y convirtiéndose, en otros casos, en atento escucha de las preocupaciones,
anécdotas y derroteros creativos de sus jóvenes visitantes. Pienso, al escribir
ahora esta líneas, cuánto debe haber influido en las búsquedas formales de
escritores como Paco Urondo, Hugo Gola y el propio Saer, aquel contacto
sostenido con Ortiz, al que iban a visitar desde Santa Fe, cruzando en una
lancha que los dejaba en la ribera de enfrente, donde los esperaba el
delgadísimo poeta.
En uno de sus poemas más conocidos y citados, ‘Ah, mis amigos, habláis de
rimas…’, aparecido en el libro De las raíces y del cielo (1958), Juanele enuncia lo
más parecido a un mandato que puede encontrarse en su obra, un llamado a los
poetas que buscan, incansables, el surgimiento del poema entre los motivos, las
formas y las palabras y que constituye, según los testimonios dejados por sus
amigos, uno de los temas de diálogo en aquellos años de conversaciones en la
casa junto al río Paraná: “Oh, yo sé que buscáis desde el principio el secreto de
la tierra, / y que os arrojáis al fuego, muchas veces, para encontrar el secreto… /
Y sé que a veces halláis la melodía más difícil / que duerme en aquellos que
mueren de silencio, / corridos por el padre río, ahora, hacia las tiendas del
viento… / Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía /
igual que en un capullo... / No olvidéis que la poesía, / si la pura sensitiva o la
ineludible sensitiva, / es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin, /
cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin / y tendida
humildemente, humildemente, para el invento del amor…”. (Lo he citado así,
reconociendo que se pierde la particular disposición de los versos de Ortiz,
prefiriéndolo en cambio a los cortes que debería realizar el diagramador al
acomodar las líneas en el sistema de columnas de esta publicación).
En Juan L. Ortiz, el proceso de escritura de su poesía se inscribe dentro de un
ritual que fue consolidándose con los años y que lo llevó, al valerse
exclusivamente del trabajo con ediciones de autor, a atender cada una de las
etapas de la elaboración del libro, más allá de la propia escritura. “Durante
cuarenta años, Juan L. fue su propio editor, su propio diagramador y su propio
distribuidor. Cuando comenzó la preparación de sus obras completas, su
escritura diminuta fue el infierno de editores, tipógrafos y correctores, pero
Juan afirmaba que su gusto por la escritura y la tipografía microscópicas le
venían de su juventud, en la que para ganarse la vida había tenido que aprender
el oficio de miniaturista; pintando paisajes con la ayuda de una lupa, en cabezas
de alfiler y otras superficies igualmente reducidas”, escribe Saer.
Sobre finales de la década del sesenta, cuando la prestigiosa Biblioteca
Constancio C. Vigil, de Rosario, se propuso realizar una colección de poesía
llamada ‘Homenaje’, dedicada a autores del interior argentino que contasen con
una obra consolidada, el nombre de Juan L. Ortiz fue el primero en aparecer.
Ruben Naranjo, al frente de la institución, ha dejado un testimonio fundamental
para conocer el vínculo de Juanele con la confección de sus propios libros y el
trabajo que significó, para editores y autor, la publicación de En el aura del
sauce, los tres volúmenes que compilan toda la obra del poeta entrerriano. “No
pudimos comenzar con él la colección ‘Homenaje’ porque Juan era un hombre
muy exigente, que quería saberlo todo. El proceso de las pruebas de imprenta
fue muy largo. Además, mucho material se perdió, por la propia forma de
trabajo de Juan. Empezamos a trabajar con él alrededor de 1967 y el libro no se
publicó hasta 1970”, dice Naranjo en el documental Homenaje a Juan L. Ortiz
(1994), dirigido por Marilyn Contardi y producido por la Universidad Nacional
del Litoral.
Fue así que recién con más de setenta años, Juan L. Ortiz pudo desvincularse,
económica y técnicamente, de la edición. Atrás quedaba el estrambótico proceso
del que se valía el poeta para difundir sus libros una vez impresos, y que fue
referido por el poeta santafecino Hugo Gola, uno de sus amigos más cercanos,
en el citado documental de Contardi: “Había encontrado un mecanismo muy
original: hacía imprimir unos talonarios con diez números, repartía esos
talonarios entre algunos amigos que vendían los números, le enviaban el dinero
y cuando el libro estaba terminado, Juan le remitía a cada uno de los
compradores un ejemplar. Claro que esta manera de editar era muy particular,
ya que los libros no aparecían nunca en librerías e iban a destinatarios fijos que
casi siempre eran los mismos”.

Reconocimiento y despedida
Cuando en 1970 aparece En el aura del sauce, Juan L. Ortiz llevaba alrededor de
diez años sin publicar. Varios inéditos, entre ellos el impresionante El
Gualeguay, un extenso poema de 2.639 versos dedicado al río homónimo,
habían permanecido dormidos en alguna gaveta. Sin embargo, aunque la
publicación de sus obras completas en la Biblioteca Vigil puede haber llamado la
atención de un público que, hasta el momento, no había accedido a la obra de
Ortiz, el hecho no significó ningún cambio para el poeta anciano, existencial ni
material, ya que seguiría viviendo en su humilde morada, ajeno al devenir de las
letras argentinas con mayúsculas. “En Juan no había demasiada preocupación
por publicar y, además, nunca las editoriales argentinas se preocuparon mucho
por su poesía. Fue siempre un poeta marginal, aislado, reconocido por alguna
gente del país pero desconocido por lo que se llama el ‘mundo cultural oficial’.
Juanele no recibió nunca en su vida un premio o cualquier tipo de distinción, de
beca o de valoración especial de su obra”, relata Hugo Gola en el documental de
Contardi.
Para reforzar el aislamiento de la obra de Juan L. Ortiz en la cultura argentina
de aquellos años, el destino actuaría de la peor forma, bajo la brutalidad y la
ignorancia que son marcas ostensibles de cualquier dictadura militar. En
febrero de 1977, la Biblioteca Constancio C. Vigil fue intervenida, se paralizaron
todos los servicios educativos que ofrecía y Ruben Naranjo, su gran impulsor,
fue separado del cargo. La saña interventora se aplicó especialmente con la
editorial de la Biblioteca, de cuyo depósito desaparecieron ochenta mil libros, la
mayoría de ellos quemados por las noches en el propio horno de la institución.
En esa brutal y sostenida quemazón se fue una parte importante de la edición de
En el aura del sauce, a saber, el remanente de la tirada de cinco mil ejemplares
que la editorial había realizado en 1970.
Poco más de un año iba a vivir Juan L. Ortiz luego de la desaparición de los
últimos ejemplares de sus obras completas. Un cuarto tomo de En el aura…,
cuyos originales llegó a ver Naranjo en una visita al poeta en Paraná y que,
originalmente, era del interés de la Biblioteca Vigil publicar, nunca vio la luz.
Hasta el final, Ortiz seguiría escribiendo su particularísima poesía, atada a un
puñado de motivos que, según expresa Juan José Saer en El río sin orillas, es
solamente uno: “El tema casi exclusivo de su poesía era el escándalo del mal y
del sufrimiento que perturban necesariamente la contemplación de un mundo
que es al mismo tiempo una fuente continua e inagotable de belleza, tema que
no difiere en nada del dilema capital planteado por Theodor Adorno después de
Auschwitz. En casi setenta años de trabajo poético, Juan L. retomó una y otra
vez ese tema, aplicando la combinación de lo ‘invariante’ y de lo ‘fluido’, que
para Basho, el maestro del haiku, constituyen la oposición complementaria de
todo trabajo poético”.
Cuando Juan L. Ortiz falleció, el 2 de setiembre de 1978, casi todos sus amigos
estaban fuera de Argentina (Gola en Londres, Saer en París) y algunos, incluso,
fuera de este mundo, como es el caso de Francisco ‘Paco’ Urondo, asesinado en
Mendoza en junio de 1976 por las fuerzas militares. En sus meses finales, el
ominoso aire que respiraba la Argentina por aquellos años también se había
estacionado en el apacible paisaje de Juan L. Ortiz, rodeando la humilde casa
frente al río Paraná.
En la conferencia inaugural del Congreso de Literatura de Santa Fe, en 2007,
Hugo Gola realizó un viaje por la vida y la obra de Juan L. Ortiz,
indisolublemente unidas. En uno de los pasajes más emotivos de la lectura,
refirió a los presentes las horas finales de Juanele: “Se aproximaba a la muerte
sin sobresaltos, como si ese cambio de estado debiera hacerse suavemente, sin
estridencias ni lamentaciones. Una tarde, me contó un amigo, la última de su
vida, compartió todavía una conversación con algunos jóvenes que lo
acompañaban. Gerarda, su mujer, algo menor que él, asistió, como siempre
solía hacerlo, a esta última charla. En un momento de la tarde, cuando ya
comenzaba a oscurecer, le dijo: ‘Ya es hora de acostarte, Juan’. Sin oponer
resistencia, esta vez Juan aceptó la orden de Gerarda, saludó a los presentes y se
retiró a su cuarto. Se recostó por un momento y luego, haciendo un último
esfuerzo, se levantó de su cama para, con la cortesía acostumbrada, despedirse
de sus amigos ausentes. ‘Bueno Paco’, dijo, ‘bueno Saer, bueno Hugo, bueno
Mario…’. Luego regresó a su cama y unos minutos después su vida había
terminado. Imperceptiblemente cambió de estado; con un último gesto cordial
se despidió de la vida, serenamente, como había vivido, como siempre quiso que
fuera ese pasaje”.
Después de la muerte, claro está, sobrevino un parcial descubrimiento, las
lecturas académicas y el reconocimiento de cierta crítica literaria dormida,
demasiada centrada en la industria editorial de Buenos Aires y en las novedades
que llegan de otras partes del mundo, de la obra de Juan L. Ortiz. Los nuevos
lectores se enterarían, así, de los vínculos juveniles de Juanele con el
anarquismo y el socialismo, de su viaje a China y a la Unión Soviética en 1957,
de su extremada delgadez (que se contagiaba a todo su ambiente, llegando a
diseñar un sillón para él de la misma constitución), de su adoración por la obra
de Claude Debussy y de sus traducciones de algunos poetas franceses, italianos y
chinos.
Para terminar esta semblanza a varias voces de Juan L. Ortiz, citaré unos versos
de su poema ‘Un canto solo’, donde el poeta observa a una minúscula criatura
nocturna y lo interroga, se interroga, nos interroga a los que lo leemos. A la luz
de lo que dejaron escrito aquellos que lo conocieron, que lo trataron, que
compartieron con él conversaciones, cigarrillos, mates y silencios, no puedo
dejar de leer estos versos como una descripción autobiográfica de aquel hombre
de apariencia tan frágil, llamado a convertirse en uno de los poetas más grandes
del siglo veinte:

Un grillo, sólo, que late el silencio.


¿A su voz se fijan
los resplandores
errátiles
de las estrellas
que tienden hilos vagos
al desvelo
de las flores, las hierbas, los follajes ?
¿O es una tenue voz aislada
junto al arpa que forman esos hilos
y que hace cantar la noche
con su último canto
secreto ?
No oigo
ya
el grillo.
Vibra un canto
sutilísimo, profundo,

¿hasta cuándo?

Publicado en el semanario Brecha el 22/IV/2016.

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