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Ética médica, principios o normas de conducta humana en el campo de la medicina.

Se
pensó durante una época que las cuestiones sobre la ética médica debían ser respondidas
solo por los profesionales de esta materia. Podían formularse preguntas, por ejemplo, sobre
si alguna vez sería correcto violar el estricto código de confidencialidad que se mantenía, y
todavía persiste, entre el médico y su paciente. ¿Debe ser informada la familia de un paciente
si padeciera una enfermedad incurable o transmisible, y no fuera a decírselo con franqueza?
Estos problemas aún se presentan, e incluso se han agudizado por el ascenso de la
privacidad. Es todavía cierto que si un médico actúa de un modo escandaloso o reprochable,
en el orden moral o profesional puede dejar de ejercer la profesión. Pero a finales del siglo
XX, las cuestiones éticas han ampliado mucho su ámbito tanto en el campo de la
investigación médica como en su práctica. Además, en general la gente está más preparada e
informada que antes y, a través de organismos legislativos o comités éticos, dispone del
poder necesario para participar en la toma de decisiones éticas o morales. La profesión
médica ya no puede confiar por entero en su propia conciencia, porque las cuestiones a las
que sus miembros deben responder ya no están relacionadas simplemente por la clásica
relación médico-paciente.

Eutanasia, desde un punto de vista jurídico es la muerte provocada por propia voluntad y sin
sufrimiento físico, en un enfermo incurable, a fin de evitarle una muerte dolorosa, y la
práctica consistente en administrar las drogas, fármacos u otras sustancias que alivien el
dolor, aunque con ello se abrevie su vida. Caen fuera de este concepto las muertes causadas
a enfermos ancianos, enfermos mentales, y otros, que se estimarán simples homicidios e
incluso asesinatos. Tampoco se considera eutanasia el no aplicar al enfermo incurable un
medio extraordinario de coste muy elevado o de sofisticada tecnología que puede procurar
el alargamiento de la vida del paciente, pero no su curación.

Como no suelen existir previsiones específicas en los códigos penales, por lo general si la
eutanasia se practica sin el consentimiento de la persona, la mayoría de los ordenamientos la
consideran delito de homicidio, y si se lleva a cabo con consentimiento, delito de auxilio al
suicidio. Con todo, un médico puede, sin embargo, decidir la no prolongación de la vida de
un paciente desahuciado, o la administración de una droga que le aliviará el sufrimiento,
aunque le acorte la vida. El problema se suele plantear cuando la víctima se encuentra
imposibilitada para prestar el consentimiento y no había manifestado nada al respecto con
anterioridad.

 Recientemente Bélgica se ha sumado a la letal iniciativa holandesa y ha despenalizado la


eutanasia (a petición del paciente): las sucesivas modificaciones de la Ley (cada vez más
permisiva respecto al aborto, la eutanasia y la manipulación o destrucción de embriones) son
a la vez consecuencia y causa del creciente desprecio hacia la vida humana que experimenta
Occidente (y muy especialmente hacia la vida, la dignidad y las personas humanas débiles,
enfermizas, dependientes o discapacitadas).

Por un lado, son consecuencia directa de la progresiva imposición de la denominada


"cultura de la muerte". La Ley se modifica bajo la apariencia de una mera y deseable
ampliación de los derechos y las libertades de los ciudadanos; pero lo cierto es que estos
cambios requieren, no sólo un profundo cambio de mentalidad por parte de la sociedad en
general, sino la destitución previa de los presupuestos antropológicos sobre los que descansa
Occidente.

La eutanasia se propone, por un lado, como única alternativa al ensañamiento terapéutico y,


por otro, como única salida al dolor intratable del enfermo terminal. Es por eso que muchas
personas identifican erróneamente el rechazo al ensañamiento terapéutico con la eutanasia y
el rechazo a la eutanasia con la justificación del ensañamiento terapéutico o la insensibilidad
hacia el sufrimiento del paciente. De este modo llegan a la desviada conclusión de estar a
favor de la eutanasia. Para aclarar estas confusiones veamos, antes de continuar
reflexionando acerca del tema que nos ocupa, qué opciones hay a la hora de atender (o
desatender) un enfermo terminal y qué valoración ética merece cada una de ellas.

Conceptos relacionados

EUTANASIA (o eutanasia occisiva): acción (eutanasia activa) u omisión (eutanasia


pasiva) encaminada a dar la muerte de una manera indolora a los enfermos incurables con la
intención de poner fin a su sufrimiento.

La eutanasia es inaceptable desde todos los puntos de vista (ya que vulnera el imperativo
universal de "no matar") pero es especialmente perverso que se pretenda encargar su
práctica a los médicos, ya que el principio fundamental de su código deontológico es no
dañar (y, por supuesto, no matar) a los pacientes.

DISTANASIA ("ensañamiento terapéutico" u "obstinación terapéutica"): adopción de


medidas desproporcionadas para mantener las funciones vitales de un paciente
moribundo.

Esta actitud terca y visceral es rechazada por el sentido común y también por el código
deontológico médico: se considera una mala praxis (ya que alarga la agonía del paciente
pero no permite ni salvarle la vida ni mitigar su sufrimiento). La alternativa a la distanasia no
es la eutanasia sino, sencillamente, la no adopción de estas medidas extraordinarias y fútiles.

ADISTANASIA: omisión o retirada de medios extraordinarios o desproporcionados para


prolongar artificialmente la vida a un enfermo terminal. Consiste en dejar morir en paz (y
como consecuencia de su enfermedad) al paciente que no tiene esperanzas de sobrevivir de
un modo natural. Se contrapone a la distanasia (es decir: es el no tomar esas medidas
desproporcionadas que alargan sin sentido la vida del moribundo).

EUTANASIA LENITIVA: es la situación en que la muerte del paciente sobreviene o se


adelanta como consecuencia de las medidas adoptadas para mitigar sus sufrimientos y
dolores.

ORTOTANASIA: es la muerte a su tiempo (sin acortar la vida ni alargarla artificialmente


mediante medios extraordinarios o desproporcionados).
De estas cinco opciones, las dos primeras resultan inaceptables. La actitud médica debe
tender a la ortotanasia y proporcionar en todo momento los cuidados paliativos pertinentes
(muy especialmente el tratamiento del dolor) aunque éstos últimos puedan comprometer
razonablemente la vida y la conciencia del enfermo terminal (eutanasia lenitiva).

Hoy por hoy, es posible (y obligado) tratar el dolor y evitar el ensañamiento terapéutico sin
recurrir a la eutanasia, de modo que me atrevo a tildar de malintencionadamente engañosos
los argumentos que se utilizan para volver la opinión pública favorable a la eutanasia. La
alternativa a la distanasia es la adistansia (pero NO la eutanasia); y la alternativa a no tratar
adecuadamente el sufrimiento del enfermo terminal, son los cuidados paliativos (pero NO la
eutanasia).

En general, la cultura de la muerte impone sus mandatos de un modo especialmente


perverso: no es que logre que el aborto o la eutanasia sean "males tolerados" que aceptamos
con resignación; es que consigue que sean vistos como un bien; más aún, como una
exigencia moral: por compasión hacia el que está pasando un mal momento, cualquier medio
es válido con tal de aliviar su sufrimiento (no importa que el precio sea una vida humana).

Intentos de fundamentar la legitimidad de la eutanasia

El supuesto derecho a una "vida digna" y los intentos de garantizarla, pues a menudo se
defiende la eutanasia como sinónimo de "muerte digna" y se plantea ésta última como un
derecho que el estado debe garantizar. Este supuesto "derecho a una muerte digna"
arranca del también "supuesto" derecho a una vida digna. Y digo "supuestos
derechos" de un modo insistente porque no es riguroso afirmar que la vida, la
vida digna, la salud o la muerte digna sean derechos.

Cuando hablamos del "derecho a la vida", en realidad, deberíamos decir "derecho a que
nadie atente contra nuestra vida o nos la arrebate". En el caso del "derecho a una vida
digna" deberíamos hablar del "derecho a que nadie atente contra nuestra integridad física,
psicológica y moral o nos someta a unas condiciones de vida indignas"; en el caso del
derecho a una "muerte digna" deberíamos hablar más bien del derecho a ser atendidos y
cuidados como personas humanas en el momento de la última agonía.

Estas matizaciones pueden parecer impertinentes e innecesarias ya que, por un lado, resulta
ofensivo dudar de que la gente pueda tener dificultades para entender lo que realmente se
quiere decir con este modo de hablar (es evidente que con la expresión "derecho a la salud"
se hace referencia al derecho
a ser convenientemente atendidos en caso de enfermedad ya que la salud no
puede plantearse como un derecho por razones obvias); por otro lado, parece
que la rigurosidad en el lenguaje no es algo tan trascendente como para insistir
en ello de un modo tan obsesivo.

Pero lo cierto es que mucha gente no percibe la imposibilidad de adjudicar a la vida (o a la


vida digna) el estatuto de "derecho" y que cuanto más sutiles son los errores de partida, más
graves son las consecuencias que de ellos se pueden derivar.
La dignidad ontológica de las personas humanas se desprende del mero hecho de ser lo que
somos: seres humanos; esta dignidad es la misma para todos, en todos los momentos y
circunstancias de nuestra vida, no podemos ni perderla ni ganarla, incrementarla o
disminuirla y, por supuesto, no está sujeta a las condiciones o la calidad de vida.

Entonces... ¿qué se entiende por vida digna? Si partimos de la base de que todas las
personas son iguales en dignidad con independencia de todas las variables inter o
intraindividuales, no tiene sentido el hablar de "vida digna" sin más (puesto que la persona
no puede perder o renunciar a su dignidad; todas las vidas humanas son igualmente dignas);
de lo que sí podríamos hablar es de las condiciones de vida, que pueden ser más o menos
acordes y respetuosas con la dignidad y los derechos de la persona.

Pero la mentalidad pro-eutanasia (o, en términos más generales, la "cultura de la muerte")


niega que la dignidad de la persona humana resida en el mero de hecho de "ser": al
contrario: equipara la dignidad de la persona humana a la "calidad de vida", al "bienestar"
(es decir: a la "dignidad" de sus condiciones de vida), de modo que no todas las personas
serían igualmente dignas (ni la dignidad de una misma persona sería constante a lo largo de
su vida). Una persona sería tanto más digna cuanto mayor fuera su calidad de vida. Bajo este
prisma, el hablar de "vida digna" tiene un significado muy distinto al que esgrimíamos antes:
ciertamente, habría vidas más dignas que otras.

Simultáneamente, establecen un nivel crítico de calidad de vida que permitiría distinguir


entre las vidas satisfactoriamente dignas (seres humanos con dignidad o, lo que es lo mismo:
"personas" dignas) y las insuficientemente dignas (o vidas indignas, "sin valor": seres
humanos sin dignidad). El error de fondo de este planteamiento es identificar la "dignidad
de las condiciones de vida" con la "dignidad de la persona humana" (una vez más, se trata
de un sutil matiz).

Pero el planteamiento pro-eutanásico va mucho más allá: establece que el "derecho a una
vida digna" es literal: todo el mundo debe poder exigir una existencia digna (es decir, en
condiciones dignas). Pero plantean este derecho al revés (como el negativo de una
fotografía) y afirman que todos tenemos derecho a no vivir una vida indigna (que no es
exactamente lo mismo que afirmar que todos tenemos derecho a vivir una vida digna).

La diferencia estriba en que, en este último caso, si realmente la vida digna es un


derecho, es responsabilidad de todos el lograr que las personas cuya vida se encuentra por
debajo del nivel crítico de calidad, superen ese límite establecido. Pero si lo que hay que
garantizar es el derecho a no vivir en unas condiciones de vida indignas, entonces
resulta muy eficaz el poner fin a las vidas consideradas indignas.

En este contexto, la "muerte digna" sería aquella muerte sin dolor que pone fin a una vida
indigna (y que permite hacer valer el derecho de vivir sólo en condiciones dignas).

Como ya he dicho al empezar, la despenalización de la eutanasia no es sólo el fruto de la


imposición de la cultura de la muerte, sino que es también semilla de grandes males.

Por un lado, es indiscutible que adoptar la eutanasia (y el aborto) como una opción
médica legítima para acabar con determinadas enfermedades o con el sufrimiento que
éstas generan, frena la investigación y el avance de la medicina: lo que impulsa la
investigación y el desarrollo de nuevas terapias son las enfermedades y los síntomas que
todavía no sabemos curar o paliar satisfactoriamente: si optamos por eliminar
tranquilamente a los enfermos que nuestra ignorancia no nos permite curar... ¿para qué
intentar buscar medios que nos ofrezcan alternativas a lo que consideramos una
opción lícita y de eficacia insuperable?

La eutanasia y el aborto inducen la mentalidad eugenésica: es decir, la legitimación de


eliminar a las personas enfermizas, deficientes, discapacitadas o "inútiles", previa negación
de su condición de personas humanas, de su dignidad y de sus derechos.

La generalización de la eutanasia (así como el hecho de que sea aceptada como un bien)
contribuye a fortalecer la percepción de que una vida con dificultades, limitaciones y
padecimientos no merece la pena ser vivida. Esto se materializa en un incremento de la
eutanasia voluntaria (percepción de que la propia vida no merece la pena ser vivida) e
involuntaria (convicción de que la vida mermada de determinados pacientes o parientes
carece de valor).

El incremento de la demanda de eutanasia voluntaria se produce como consecuencia de la


percepción de que la propia vida no merece la pena ser vivida y también como consecuencia
de la presión social, que puede llevar a un enfermo crónico sumamente dependiente a
sentirse culpable por no solicitar la eutanasia y aliviar de este modo a los familiares que
deben hacerse cargo de él. Esta consecuencia de la eutanasia me preocupa y me indigna de
un modo especial: los efectos negativos que la despenalización de la eutanasia tiene sobre
los enfermos crónicos, incurables, dependientes o terminales deberían constituir un motivo
suficiente para no despenalizarla.

El incremento de la eutanasia involuntaria también es consecuencia de dos efectos: por un


lado, la vida de muchos enfermos terminales o crónicos puede ser juzgada por los familiares
o los médicos como una de esas vidas "sin valor" candidatas a la eutanasia. En caso de que
el enfermo no se encuentre en condiciones de manifestar su voluntad, pueden ser terceras
personas las que lleguen a la conclusión de que, con toda certeza, si el paciente pudiera
comunicarse, solicitaría la eutanasia. Por otro lado, el médico que ha practicado una sola
eutanasia, tiene dos opciones: o pensar que ha matado a un paciente (cosa que no suele ser
nada fácil de asumir) o que ha obrado con rectitud: convencerse de esto último resulta
mucho más satisfactorio y, además, la presión social lo favorece en gran medida. Pero un
médico convencido de que la eutanasia es una opción médica legítima, es un peligro, porque
cada vez le costará menos reconocer, en el rostro de los enfermos, a un candidato que puede
beneficiarse de su eficaz y definitiva medicina.

La vinculación de la eutanasia a la profesión médica corrompe la relación médico-paciente,


basada en el respeto y la confianza. Pretender que los médicos lleven a cabo la eutanasia
supone vulnerar el principio más fundamental de la medicina (primum non nocere) y
modifica sus objetivos clásicos (curar, paliar y consolar al enfermo). La actitud eutanásica es
válida en veterinaria ("muerto el perro, muerta la rabia", ya que puede ser prioritario matar
al perro para acabar con la rabia) pero no en medicina: no es legítimo poner fin a la vida de
los enfermos para erradicar la enfermedad y garantizar la salud o la calidad de vida de los
supervivientes.

La cultura de la muerte le ha arrebatado al hombre su excelente y suprema dignidad. Y lo ha


hecho precisamente en la sociedad que más alardea de garantizar el respeto a los derechos y
a la dignidad de las personas. Lo más impresionante es que nadie parece haberse dado
cuenta de ello o, por lo menos, nadie parece darle demasiada importancia. Parece irrelevante
que, a fin de poder justificar el aborto o la eutanasia, se niegue la igualdad en dignidad y
derechos de todos los seres humanos o que todos ellos sean personas.

La imposición de la cultura de la muerte, que viene marcada por la sublimación del éxito, la
autonomía, la autoafirmación, la imposición continua de la propia voluntad y la satisfacción
inmediata de todos los deseos conduce, a medio plazo, a la aceptación del divorcio, el
aborto, la manipulación, destrucción e instrumentalización de embriones, la eutanasia, la
eugenesia y el suicidio.

La cultura de la muerte fundamenta la dignidad de la vida humana en el bienestar y la


calidad de vida, de modo que los seres humanos cuya vida se encuentra por debajo de un
cierto nivel crítico de calidad, no son considerados personas humanas y, por lo tanto,
carecen de dignidad y de derechos.

La cultura de la muerte no tolera la imperfección, ni el sufrimiento, ni el dolor, ni la


contrariedad, de modo que opta por erradicarlas a toda costa, incluso al precio de
eliminar a las personas que sufren o nos hacen sufrir a causa de sus incurables
limitaciones.

Admitir el aborto conduce a la despenalización de la eutanasia, puesto que es


incomprensible que se permita acabar con la vida del propio hijo y no se permita poner fin a
la propia vida.

A su vez, la eutanasia conduce al suicidio, ya que la justificación filosófica de la eutanasia es


que una vida con poco grado de bienestar, no es una vida digna, de modo que no se trata de
una vida propiamente humana y, por tanto, puede ser eliminada sin reparos. Otra forma de
justificar la eutanasia es alegando el derecho a la autonomía y la autodeterminación (es decir,
el derecho de hacer con nosotros mismos lo que nos plazca). En ambos casos, no es posible
limitar el "derecho a poner fin a la propia vida" a las situaciones de grave enfermedad,
porque hay muchas circunstancias que comprometen la calidad de vida y, en último término,
el único que podría juzgar el grado de bienestar de una vida y si merece la pena o no ser
vivida, sería uno mismo.

El aborto termina con la vida incipiente; la eutanasia, acaba con los mayores de la
sociedad y con las personas más débiles y dependientes; la fecundación in vitro y la
eugenesia seleccionan a los sanos y eliminan los "defectuosos" y el suicidio permite poner
fin a la propia vida a los que constatan su imperfección o se sienten fracasados,... ¿quien
sobrevivirá la letal peste que difunde a sus anchas por occidente?

La cultura de la muerte no sólo amenaza Occidente por una cuestión demográfica: la


persistencia de una cultura a lo largo del tiempo, exige tres cosas: por un lado, que haya
alguien a quien transmitir esa cultura; por otro, que haya una cultura que transmitir y, por
último, que haya alguien capaz de transmitirla.

La cultura de la muerte compromete los tres requisitos, ya que:


 Deja a Occidente sin descendencia a consecuencia del aborto y del rechazo a la vida
(en nombre del bienestar y la comodidad).
 La eutanasia y el suicidio eliminan a personas clave a la hora de trasmitir valores y
cultura.
 Los valores implícitos en la aceptación del aborto, la eutanasia y demás, son
antagónicos e incompatibles con los principios sobre los que la cultura occidental ha
descansado y fructificado (básicamente, con la atribución de una elevadísima
dignidad a la persona humana y con el presupuesto de que todas las personas son
iguales en dignidad y derechos por el mero hecho de ser seres humanos).

Estoy convencida de que la cultura de la muerte causará estragos en Occidente (de hecho,
ya los está causando, aunque los verdugos y sus víctimas son muy silenciosos y los
estremecedores crímenes pasan desapercibidos). Pero también estoy convencida de que la
cultura de la muerte acabará por autodestruirse; es más, no creo que le dé tiempo a tanto,
porque la cultura de la vida surge con fuerza allí donde la vida misma está más amenazada,
mientras que la cultura de la muerte surge allí donde hay bienestar y calma. Después de
muchos años de tranquilidad y aparente seguridad (en las que nos hemos ido olvidando de la
necesidad de velar sin descanso por las vidas humanas) la vida vuelve a estar gravemente
amenazada en Occidente y, aunque la amenaza es un mal (sobretodo cuando se lleva a cabo)
permite recobrar la conciencia del valor de aquello que puede llegar a perderse.

Además, a medida que la sociedad se va percatando de la gravedad de la situación, surgen


instituciones, movimientos, personas y grupos de trabajo dedicados con esmero a trabajar
por la defensa de la vida y la dignidad de la persona humana. Realmente hay mucho que
hacer tanto en el campo de la medicina y la investigación como en el de la asistencia social,
la ayuda a las familias, la difusión de información y la educación, entre otros muchos.

La seria amenaza que supone la cultura de la muerte para el conjunto de la sociedad


debe preocuparnos, pero no desesperarnos, puesto que, así como la cultura de la vida puede
persistir eternamente, la cultura de la muerte acaba por destruirse a sí misma.

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