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Lo que Dios manda responde a una profunda necesidad del corazón humano. Dios,
que nos ha creado, nos conoce bien y sabe a través de qué caminos podemos llegar
a alcanzar la felicidad verdadera. Los mandamientos del Señor son la expresión de
su amor para con la humanidad. Sólo el amor sincero hace que los pesos se hagan
ligeros: "Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados... porque mi yugo
es suave y mi carga, ligera" (Mt 11,28.30).
Jesús pide a sus discípulos obras concretas que derivan de la acogida de su Palabra.
Nuestro camino de discipulado no puede quedarse sólo en la escucha, sin que tenga
consecuencias para la vida. Como dice Santiago: "Pongan en práctica la palabra y
no se limiten a escucharla, engañándose a ustedes mismos" (St 1,22). Porque sólo
quien hace la voluntad del Padre entrará en el Reino de los cielos (cf. Mt 7,21), es
decir, entrará en la íntima comunión con Dios. Nuestra relación con Dios puede
transformarse progresivamente en un vínculo íntimo cuando dejemos de
comportarnos como siervos y nos hagamos amigos de nuestro Dios.
«No son ustedes los que me eligieron a mí, soy yo quien los he elegido; y
los he destinado para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. De
modo que lo que pidan al Padre en mi nombre, se los concederá»
2.- Medita y ora en silencio ante Jesús Eucaristía que espera le abras tu
corazón para saciarte de su amor y así puedas llevar ese amor a tus
hermanas y hermanos.
Antes de reflexionar sobre mi actitud hacia los otros, debo considerar mi relación
conmigo misma. Porque yo misma soy el primer "prójimo" al que debo expresar el
amor de Jesús. Si Dios me ha amado en toda mi realidad humana y con toda mi
historia personal, entonces nada que haya en mí puede ser odiado por Dios (cf. Sb
11,24). Dios desprecia sólo el pecado, que me destruye, pero nunca desprecia a las
personas, débiles y pecadoras. Dios nos ha llamado hijos suyos, ¡y lo somos! (1 Jn
3,1). El amor del Padre me invita a tratarme a mí misma como amiga, a vivir en
paz conmigo misma, aceptando mis límites y perdonando mis errores, a desarrollar
mis dones y talentos, poniéndoles al servicio de los otros, según el designio divino.
Puedo realizar estas invitaciones de Dios, día tras día, comenzando por las cosas
pequeñas, y no desanimándome por mis caídas o mis cerrazones. Porque Jesús,
que vive en mí y que crece, cuando lo acojo, especialmente en su Palabra y su
Eucaristía, da frutos buenos:
Ser discípulos de Jesús quiere decir aprender a vivir y a amar como Él. Quiere decir
llegar a ser constructores de comunión fraterna, como también nos invita Juan
Pablo II en Nuevo Milennio Ineunte.
4. Rezamos juntas