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Hermanos Grimm

Jacob Grimm (Hanau, actual Alemania, 1785 - Berlín, 1863) y Wilhelm Grimm (Hanau, 1786 - Berlín, 1859). Filólogos y
folcloristas alemanes autores de una celebérrima recopilación de cuentos populares titulada Cuentos infantiles y del
hogar (1812-1822). Las innumerables reediciones modernas de esta obra suelen llevar títulos como Los cuentos de
hadas de los hermanos Grimm o Cuentos de los hermanos Grimm, como si los relatos fuesen de su invención. En
realidad, buena parte de su éxito como transcriptores y compiladores de la tradición cuentística oral procede
precisamente de su criterio (novedoso en la época) de respetar al máximo la frescura y espontaneidad de los cuentos
tradicionales, en lugar de someterlos a artificiosas reelaboraciones literarias.
Jacob y Wilhelm Grimm eran los dos hermanos mayores de un total de seis, hijos de un abogado y pastor de la Iglesia
Calvinista. Siguiendo los pasos de su padre, estudiaron derecho en la Universidad de Marburgo (1802-1806), donde
iniciaron una intensa relación con el poeta y folclorista Clemens Brentano, quien les introdujo en la poesía popular, y con
el jurista e historiador del derecho Friedrich Karl von Savigny, el cual los inició en un método de investigación de
textos que supuso la base de sus trabajos posteriores. La exaltación de la literatura anónima tradicional del
filósofo Johann Gottfried Herder, por otra parte, influyó decisivamente en sus ideas sobre la poesía y la narrativa
popular, a la que concedían un valor superior a la literatura culta en tanto que genuina expresión del espíritu del pueblo.
Los cuentos de los hermanos Grimm

Los Cuentos infantiles y del hogar fueron publicados entre 1812 y 1822, en tres volúmenes. La colección de poemas y
canciones populares El cuerno maravilloso del niño, de Achim von Arnim y Clemens Brentano, dio a los hermanos Grimm
la idea de preparar una colección de cuentos populares. Según el propósito de los Grimm, esta obra había de ser sobre
todo un monumento erigido a la literatura popular, un documento que recogiese de boca del pueblo lo poco que se
había salvado de la gran producción medieval germánica y que constituía la tradición nacional que suponían perdida. Sus
fuentes principales fueron, además de los recuerdos de su propia infancia y de la de sus amigos, la gente sencilla del
pueblo a la que iban interrogando; en la ciudad de Kassel, por ejemplo, la hija del farmacéutico Wild les repitió muchas
historias oídas en su infancia de boca de "la vieja María".
Charles Perrault
(París, 1628 - id., 1703) Escritor francés. Cultivó la poesía galante y fue protegido por el ministro Colbert, gracias al cual
ingresó en la Academia Francesa (1671). Su poema El siglo de Luis el Grande (1687) reavivó la «querella de los antiguos y
los modernos», y para sostener su tesis, favorable a los escritores modernos, escribió Comparación entre antiguos y
modernos (1688-1697) y Los hombres ilustres que han surgido en Francia durante el siglo XVII (1696-1700). Es autor de
una recopilación de cuentos infantiles titulada Historias y relatos de antaño (1697), que le valieron una gran celebridad
póstuma.

Charles Perrault

Educado en el colegio de Beauvais, Charles Perrault se aficionó grandemente a la literatura desde su mocedad. Compuso
durante sus años de colegio una Enéide travestie agradable, juntamente con su amigo Baurin y con sus hermanos
(Claude Perrault, que sería médico y arquitecto, y Nicolás Perrault, futuro teólogo). Abogado del foro de París en 1651,
obtuvo luego diversos cargos administrativos y gubernativos. De 1654 a 1664 estuvo empleado en la administración de
la Recaudación General de Hacienda, dirigida por su hermano Pierre bajo la supervisión del ministro Jean-Baptiste
Colbert, protector de la familia.
Los cuentos de Charles Perrault

En 1697 publicó Charles Perrault el libro al que debe su celebridad: Historias y relatos de antaño. Cuentos de mi tía
Ansarona. Pensando que era poco serio que la obra apareciera con su nombre, publicó con el de su hijo esta colección
de cuentos en verso y en prosa, nacida con la modesta pretensión de divertir a los muchachos, pero que, gracias a su
feliz ingenuidad y su sabroso y sencillo estilo, estaba destinada a conquistar al público europeo y a tener un número
prodigioso de ediciones, así como a captar la atención y exaltar la fantasía de escritores como los hermanos Grimm,
Ludwig Tieck y Maurice Maeterlinck, que hicieron de ella transcripciones y arreglos.

El gato con botas en una ilustración de Gustave Doré


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Los cuentos más populares, y quizá también los más bellos, como Barba Azul, La bella durmiente del bosque o La
Cenicienta, serían objeto de versiones musicales a cargo de compositores de la talla de Gioachino Rossini, Jacques
Offenbach, Paul Dukas y Bela Bartok. Junto a los ya citados, merecen destacarse otros muchos también universalmente
conocidos, como Caperucita roja, El gato con botas, Pulgarcito, La princesa astuta, Las hadas, Piel de asno, Deseos
ridículos y Ricardito, el del copete.

Si bien la fuente de sus cuentos es la tradición popular, nos hallamos muy lejos de la ingenuidad a que quisieron
atenerse en Alemania los hermanos Grimm. Aunque su lenguaje es también rico en expresiones características, tomadas
del mundo del que provienen los personajes, Perrault se mantiene alejado por igual del llano realismo y de la
reconstrucción histórica: sus príncipes y grandes señores son los mismos de la Corte de Versalles, y sus campesinos y
artesanos son los que se movían alrededor de París y de la Isla de Francia en el siglo XVII.
Hans Christian Andersen
(Odense, Dinamarca, 1805 - Copenhague, 1875) Escritor danés. Inscrita en el romanticismo, su obra comprende diversos
libros de poemas, novelas y piezas para el teatro; sin embargo, Hans Christian Andersen debe su celebridad a las
magníficas colecciones de cuentos de hadas que publicó entre 1835 y 1872. Son creaciones suyas relatos como El patito
feo, La sirenita, El soldadito de plomo, El sastrecillo valiente o La reina de las nieves, tan divulgados y conocidos que a
veces son tenidos por cuentos tradicionales anónimos. Por su poderosa inventiva y la equilibrada sencillez de su estilo y
de su técnica narrativa, Andersen es el primer gran clásico de la literatura infantil.

Hans Christian Andersen

El más famoso de los escritores románticos daneses fue un hombre de origen humilde y formación esencialmente
autodidacta, en quien influyeron poderosamente las lecturas de Goethe, Schiller y E.T.A. Hoffmann. Tuvo una primera
niñez bastante serena entre un padre zapatero, soñador inquieto y librepensador, y una madre más vieja que su marido,
supersticiosa y activa, siempre dispuesta a mimar a su hijo; tal equilibrio quedó alterado con la muerte del padre (1816),
a quien el espejismo de la guerra napoleónica había alejado de la familia, y el segundo matrimonio de la madre.
Los cuentos de Andersen
Durante una estancia en el Reino Unido, Andersen había entablado amistad con Charles Dickens, cuyo poderoso
realismo, al parecer, fue uno de los factores que le ayudaron a encontrar el equilibrio entre realidad y fantasía, en un
estilo que hallaría su más lograda expresión en una larga serie de cuentos. Al regreso de su primer viaje a Italia, que tuvo
la virtud de estimular su fértil imaginación, Andersen preparó y publicó Cuentos para contar a los niños (Eventyr, fortalte
for børn, 1835), primero de sus famosísimos libros de cuentos infantiles; nuevas colecciones suyas verían la luz en años
sucesivos (1843, 1847, 1852); la última de ellas fue Nuevos cuentos e historias (Nye eventyr og historier, 1858-1872).

Pulgarcita en la primera edición ilustrada de los cuentos de Andersen (1849)


Inspirándose en tradiciones populares y narraciones mitológicas extraídas de fuentes alemanas y griegas, así como en
experiencias particulares, Hans Christian Andersen llegaría a escribir, entre 1835 y 1872, un total de 168 cuentos
protagonizados por personajes de la vida diaria, héroes míticos, animales y objetos animados. Parte de ellos son cuentos
populares que el autor había oído contar en su infancia en Odense y que reproduce con tonos sencillos de gusto popular
y, al mismo tiempo, estilísticamente refinados (por ejemplo, El eslabón, El pequeño y el gran Claus, Los cisnes
silvestres o El porquero). Otros, como Ole Luköje y La colina de los elfos, están tomados de leyendas; y algunos, como El
vestido nuevo del emperador, proceden de fuentes literarias.
Con todo, la mayor parte de las historias son pura invención de Andersen, hecho en que el danés se aparta de la línea de
autores que reelaboraron cuentos tradicionales (como el francés Charles Perrault en el siglo XVII) o se limitaron a
transcribirlos y compilarlos buscando preservar su pureza y espontaneidad originales (como los hermanos Grimm).
Andersen reveló una poderosa fantasía al convertir incluso a seres inanimados en protagonistas de sus narraciones,
como ocurre en El soldadito de plomo, El molino de viento, El farol viejo o El collar. Animales y también plantas son
personajes habituales (El ruiseñor, El sapo, El patito feo, La mariposa, La margarita, El abeto o El último sueño de la vieja
encina), sin que falten por ello los protagonistas humanos, como en Pulgarcita o El sastrecillo valiente.

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La maestría y la sencillez expositiva logradas por Andersen en sus cuentos no sólo contribuyeron a su rápida
popularización, sino que consagraron a su autor como uno de los grandes genios de la literatura universal. Dirigidas en
principio al público infantil, aunque admiten sin duda la lectura a otros niveles, las narraciones de Andersen se
desarrollan en un escenario donde la fantasía forma parte natural de la realidad y las peripecias del mundo se reflejan
en historias que, no exentas de un peculiar sentido del humor, tratan de los sentimientos y el espíritu humanos.

Caperucita roja
Había una vez una dulce niña que quería mucho a su madre y a su abuela. Les ayudaba en todo lo que podía y como era
tan buena el día de su cumpleaños su abuela le regaló una caperuza roja. Como le gustaba tanto e iba con ella a todas
partes, pronto todos empezaron a llamarla Caperucita roja.

Un día la abuela de Caperucita, que vivía en el bosque, enfermó y la madre de Caperucita le pidió que le llevara una
cesta con una torta y un tarro de mantequilla. Caperucita aceptó encantada.

- Ten mucho cuidado Caperucita, y no te entretengas en el bosque.


- ¡Sí mamá!

La niña caminaba tranquilamente por el bosque cuando el lobo la vio y se acercó a ella.

- ¿Dónde vas Caperucita?


- A casa de mi abuelita a llevarle esta cesta con una torta y mantequilla.
- Yo también quería ir a verla…. así que, ¿por qué no hacemos una carrera? Tú ve por ese camino de aquí que yo iré por
este otro.
- ¡Vale!

El lobo mandó a Caperucita por el camino más largo y llegó antes que ella a casa de la abuelita. De modo que se hizo
pasar por la pequeña y llamó a la puerta. Aunque lo que no sabía es que un cazador lo había visto llegar.

- ¿Quién es?, contestó la abuelita


- Soy yo, Caperucita - dijo el lobo
- Que bien hija mía. Pasa, pasa

El lobo entró, se abalanzó sobre la abuelita y se la comió de un bocado. Se puso su camisón y se metió en la cama a
esperar a que llegara Caperucita.

La pequeña se entretuvo en el bosque cogiendo avellanas y flores y por eso tardó en llegar un poco más. Al llegar llamó
a la puerta.

- ¿Quién es?, contestó el lobo tratando de afinar su voz


- Soy yo, Caperucita. Te traigo una torta y un tarrito de mantequilla.
- Qué bien hija mía. Pasa, pasa

Cuando Caperucita entró encontró diferente a la abuelita, aunque no supo bien porqué.

- ¡Abuelita, qué ojos más grandes tienes!


- Sí, son para verte mejor hija mía
- ¡Abuelita, qué orejas tan grandes tienes!
- Claro, son para oírte mejor…
- Pero abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!
- ¡¡Son para comerte mejor!!

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En cuanto dijo esto el lobo se lanzó sobre Caperucita y se la comió también. Su estómago estaba tan lleno que el lobo se
quedó dormido.

En ese momento el cazador que lo había visto entrar en la casa de la abuelita comenzó a preocuparse. Había pasado
mucho rato y tratándose de un lobo…¡Dios sabía que podía haber pasado! De modo que entró dentro de la casa. Cuando
llegó allí y vio al lobo con la panza hinchada se imaginó lo ocurrido, así que cogió su cuchillo y abrió la tripa del animal
para sacar a Caperucita y su abuelita.

- Hay que darle un buen castigo a este lobo, pensó el cazador.

De modo que le llenó la tripa de piedras y se la volvió a coser. Cuando el lobo despertó de su siesta tenía mucha sed y al
acercarse al río, ¡zas! se cayó dentro y se ahogó.

Caperucita volvió a ver a su madre y su abuelita y desde entonces prometió hacer siempre caso a lo que le dijera su
madre.
Fin.
El gato con botas
El hijo pequeño de un molinero se lamentaba de su suerte, pues además de haberse quedado sin padre, por toda
herencia había recibido un gato gris.

-Si consigues unas botas y un sombrero para mí –le dijo un día el gato a su sorprendido dueño-, verás en poco tiempo
todas las cosas que yo puedo hacer por ti.

Con un saco y una zanahoria el gato preparó una trampa y cogió un conejo gordo y orondo.

gato-botas-cortoDespués, se presentó ante el rey. –Majestad –le informó el gato-, mi amo os envía este conejo, uno de
los miles que hay en sus campos.

Al monarca le parecía increíble lo bien que se expresaba un gato.

-¿cómo has dicho que se llama tu amo?

-¡El marques de carabás! –respondió con orgullo el gato.

-Amo –le dijo un día el gato con botas a su dueño-, de bes casarte con la hija del rey.

-¿Y cómo un pobre como yo podría casarse con una princesa?

-Sigue mis instrucciones.

Hoy a las doce en punto debes meterte en el río y estarte calladito. El chico no entendía nada, pero obedeció.

El gato sabía que era costumbre del rey pasar todos los días a las doce en punto de la mañana en su carroza por el
puente que 0había sobre el río.

Cuando vio que aparecía el carruaje, el gato salió de su escondite gritando:

-¡Ayuda!¡Mi señor el marqués de carabás ha sido asaltado por unos ladrones!¡Han aprovechado que se estaba bañando
y le han robado hasta la ropa!

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Al rey le faltó tiempo para reaccionar y mandar a sus servidores que vistieran con los más ricos ropajes al marqués de
Carabás.

Felices y contentos regresaron todos a palacio, donde el monarca decidió casarle con su única hija, la princesa Florlinda.

Y así fue: el gato con botas, con su ingenio, consiguió hacer de su amo todo un príncipe.

Ya rey, el antiguo marqués nombró a su gato gran chambelán, que es, después de sus majestades, quien más manda en
el reino.

Fin

El duende de la tienda

Hans Christian Andersen


Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un
tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un
duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de
mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.

Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien
enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches
con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.

El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el
queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de
poesía.

-Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo
entero.

-Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar
este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.

La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a
reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un
tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.

Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró
el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la
tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla. Y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la
propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro
modo, ¡menudo barullo!

El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos.

-¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía?

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-Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta;
tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una
cuba de poco más o menos.

Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de
manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no
queda más remedio que respetarla y darla por buena.

-¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el
duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda.
Pero, ¡qué claridad irradiaba de él!

De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que
desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una
hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran
otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación.

Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por
eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para
acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción
de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.

-¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante… –

Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. -¡Pero el estudiante no tiene papillas,
ni mantequilla!-. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había
gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un
lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó
el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones
calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el
periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.

En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de
la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables
que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una
grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin
saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el
árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la
cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando.
Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran
dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su
caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca,
se declaró resueltamente en favor del tendero.

Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que
iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle
aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La
mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo,
para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido
comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras
y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que

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ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el
gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se
dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando
con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón;
comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus
ideas normales, dijo:

-Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.

Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero… por las papillas.
Las habichuelas mágicas
» Las habichuelas mágicas
En una cabaña perdida en el bosque vivían una madre y un hijo cuya situación económica empeoraba conforme pasaban
los días. Por ello, la madre mandó a Periquín, su hijo, a la ciudad, con la intención de que consiguiese vender la última
vaca que les quedaba.

El niño se dirigió a la ciudad con la vaca y se encontró a un hombre que llevaba una bolsa con habichuelas. El hombre se
las ofreció al niño a cambio de la vaca diciéndole que eran mágicas. Periquín aceptó y volvió a su casa.

Al llevar, su madre tomó un gran disgusto, cogió las habichuelas y las tiró a la calle.

Al día siguiente, Periquín se asomó por la ventana y vio que las habichuelas habían crecido durante la noche tan alto que
no se veía el final de la planta. Se dispuso a trepar por ella y llegó hasta un país desconocido. En el castillo que encontró
vivía un malvado gigante con una gallina que ponía huevos de oro. Esperó a que el gigante se durmiese y le robó la
gallina.

Bajó y entregó la gallina a su madre, la cual fue vendiendo los huevos de oro y consiguió una gran fortuna. Cuando la
gallina falleció, Periquín volvió a escalar la planta y vio de nuevo al gigante con un gran saco de monedas de oro.
Periquín se dispuso a cogerlas y pudo ver que el gigante se encontraba junto a un arpa que tocaba sola. El gigante quedó
dormido y Periquín cogió el arpa.

Pero al agarrarla, el arpa empezó a gritar y despertó al gigante. El gigante corrió detrás de Periquín y comenzó a
descender por la planta. Una vez abajo, Periquín cortó la planta y el gigante cayó pagando así sus travesuras.

Periquín y su madre vivieron felices de por vida con el oro conseguido.

El patito feo
» El patito feo
Había una vez una pata que estaba empollando sus huevos y esperaba a que naciesen para poder presumir de sus
fuertes y preciosos hijos. Así fue como espero la mamá pata muchos días con mucha paciencia pues siempre tenia que
vigilar que estuviesen calentitos bajos sus abrigas patas.

Un determinado día comenzaron a abrirse los cascarones y fueron saliendo todos los patitos. Muchos animales del
bosque se acercaron para ver a los nuevos miembros de la manada, todos fueron saliendo del cascaron poco a poco,
eran grandes y muy hermosos… pero cuando nació el último de los patitos vieron que al contrario que todos sus
hermanos este era muy pequeño, gordo y feo.

Con el tiempo todos fueron creciendo hasta volverse unas aves muy bonitas, sin embargo el último de los patitos en
nacer seguía sin mejorar su aspecto ni su tamaño, esta circunstancia hizo que todos sus hermanos lo llamasen “Patito
Feo”. Finalmente, sus propios hermanos empezaron a avergonzarse de él por lo feo que era y empezaron a despreciarlo
cosa que entristeció enormemente al patito.

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El patito se sentia muy desgraciado por esta situación por lo que decidió alejarse de allí. En su camino encontró una
granja donde nadie lo rechazaba por lo que decidió quedarse a vivir, pero con el paso del tiempo todos empezaron
también a insultarle y a burlarse de él, por lo que volvió a escapar para buscar otro sitio donde le quisiesen.

Tiempo después llegó a un lago donde encontró unos hermosos cisnes que se alegraron cuando lo vieron, el patito se
quedó muy extrañado ya que lo habían aceptado desde el primer momento cosa que lo alegró enormemente.

Lo cierto es que no sabía lo que estaba pasando, pero de repente, al mirar al agua se dio cuenta de que se había
convertido en un precioso cisne al que ya nadie mas se reiría de él. A partir de aquí vivió feliz con su nueva familia
olvidando a todos los que se rieron de él pues lo juzgaron por ser un pato cuando realmente era un cisne.

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