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Barrio Santa Fe

Por: Sergio Álvarez

Viernes, 7 p.m.
El sol doliente y pesaroso que minutos antes iluminaba al barrio Santa Fe ha sido
vencido por la luz chillona del neón. La oscuridad termina de espantar a los seres que
aún hacen vida cotidiana en el Santa Fe y el cemento resquebrajado de los andenes
empieza a soportar los pasos apresurados de los hombres que llegan en tumulto al
barrio. Hay de todo, oficinistas despistados, comerciantes exitosos y estudiantes
empobrecidos. Caminan ansiosos por tomar cerveza, ahogarse en música tropical,
embobarse con la visión fugaz de las chicas desnudas que bailan en las tarimas de los
locales o, si el bolsillo aguanta y la noche no les juega una mala pasada, terminar el
viernes chapaleando en los brazos de alguna mujer provinciana que cobrará por hacer
sonreír para ellos, no solo sus labios, sino la calidez y suavidad de su cuerpo.
A esta hora, la actividad del barrio Santa Fe, única zona de tolerancia de la
ciudad, es frenética. Los taxis no dan abasto trayendo clientes y prostitutas, la Policía se
apura por hacer sentir su presencia en las calles, el Ejército aparece de imprevisto para
hacer una batida, los porteros de los burdeles se frotan la manos con esperanza, las
vendedoras de arepas, pinchos y chorizos encienden el fuego en los pequeños asadores
que acomodan a la entrada de las tiendas y Juan Pablo Lozano, un moreno grueso y bien
vestido, conocido como 'El Zar de las Putas', corre por todo el negocio que administra
para asegurar que la noche satisfaga a los clientes de La Piscina, el burdel-discoteca más
grande y exitoso de la zona.
Las cifras confirman que la agitación del barrio es productiva. Tan solo en La
Piscina trabajan noventa mujeres, dieciocho guardias de seguridad, veintidós meseros,
ocho aseadoras, cuatro camareras, dos manicuristas, cuatro peluqueros, cuatro cajeros,
catorce taxistas, un médico, un masajista y un abogado. Instalado sobre los escombros
de un viejo hotel que ocupaba media manzana de la calle 24 con Avenida Caracas, La
Piscina tiene servicio de peluquería, un restaurante, decenas de habitaciones para que
hombres y mujeres den rienda suelta al deseo, unas cuantas suites y un piso entero con
habitaciones bien amobladas para que las chicas, en su mayoría provenientes de otras
regiones del país, se instalen y vivan cómodamente. La Piscina ofrece todo lo necesario
para el amor, incluso servicio de viagra para aquellos clientes que no logran cumplir ni
siquiera en el sexo de pago.
Pero La Piscina es tan solo un ejemplo de la febril actividad del Santa Fe. Entre
la Avenida Caracas y la carrera 17 y las calles 19 y 24, la actividad sexual de una noche
de viernes es casi infinita. En la Caracas, junto a la calle 20 hay una whiskería llamada
El Delfín, un lugar barato donde va a retozar buena parte de los vendedores ambulantes
y rebuscadores que pueblan cada día el centro de Bogotá. En las calles 19 y 20 están
instalados los travestis, quienes caminan las aceras como si fueran las pasarelas de un
reinado callejero y con su presencia perturbadora han convertido estas dos manzanas del
Santa Fe en un centro comercial travesti. Allí es fácil encontrar lugares para tomar

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cerveza y negociar con estos imitadores de mujeres, hay pequeños hostales para probar
el temido polvo de doble verga y hay, incluso, un edificio de cinco pisos que
tiene los más variados usos y que sirve como refugio integral a quienes desean conocer
los placeres y los chismes y los secretos del sexo homosexual.
Un poco más al norte, en la calle 22, queda la zona de alimentación. Allí está La
Surtidora de Aves, el asadero de pollos más famoso de Bogotá, hay también otro
asadero que intenta vivir de la fama de la surtidora y, junto a dos cigarrerías bien
surtidas y a un restaurante andrajoso y sin bautizar, queda El Sabroso Chino, el
infaltable restaurante de comida oriental que debe tener cualquier barrio de prostitutas
de este planeta. Hay, incluso, una bomba de gasolina de la Mobil y un montallantas que
nunca cierra, porque el sexo también necesita transporte y sufre pequeños percances
automovilísticos.
Salvo para profesionales de la gimnasia, el sexo es imposible sin la ayuda de una
buena cama, así que de la zona de alimentación pasamos a la zona de hotelería. En las
calles del Santa Fe hay innumerables moteles. Son unos sórdidos cajones de concreto y
ladrillo que han desplazado a las aristocráticas casas republicanas que antes
conformaban el barrio. A esta hora, las puertas de estos moteles y las puertas de los
magníficos parqueaderos que poseen los moteles rebosan de chicas que intentan trabajar
por libre y que ofrecen sus servicios con guiños de ojos, muecas y llamados que
intimidan, incluso, al más atrevido de los hombres.
En la calle 23, dos cuadras abajo de La Piscina, queda Atunes, el local que inició
el esplendor del comercio sexual del barrio Santa Fe. Atunes está a rebosar de chicas y
clientes, tanto que muchos hombres prefieren salir y dirigirse a alguno de los hijos
bastardos que ha engendrado el éxito de Atunes. Tamaguchi, Átomos, Juno y La Casona
también disfrutan de la algarabía y el movimiento de esta noche de viernes y ayudan a
que el visitante no se sienta en la fría y recatada Bogotá, sino en la agitada noche de
algún pueblo de tierra caliente en días de fiesta.
Mientras en la calle la agitación crece y se desborda, en La Piscina, los tres
salones que conforman el burdel están a reventar. En el primer salón, donde los meseros
instalan a quienes no tienen más que para consumir una cerveza, un montón de
muchachitos pasa saliva viendo ir y venir a las mujeres. En el segundo salón, las mesas
están llenas de botellas y vasos con hielo y quienes han pagado por el licor no solo catan
el trago, sino a las chicas que les han asignado como compañía. En el tercer salón está la
piscina que da nombre al lugar. Es una alberca rectangular, atravesada por un puente
que sirve para que las chicas se desnuden. A un extremo del salón hay un escenario
donde una orquesta toca música salsa y en el poco espacio que deja libre la piscina están
dispuestas algunas mesas. Alrededor de estas mesas, los clientes privilegiados extravían
la mirada en los cuerpos de las mujeres semidesnudas que los acompañan o en las luces
de colores que juguetean en el agua de la piscina.
Llega la hora del espectáculo programado para la medianoche. Un animador que
ha estado burlándose un buen rato del público anuncia el show y por la misma puerta
que conduce a las habitaciones aparece una hilera de hombres y mujeres semidesnudos.
La música cambia de tropical a house, las baterías resuenan contra la acústica de yeso y
cartón piedra del local, el público se agolpa para ver mejor y los veinticuatro estripers

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empiezan a contonear los cuerpos alrededor de aquella piscina donde ahora, además de
las luces, se reflejan los movimientos desaforados de los bailarines. El show encanta a la
concurrencia, las chicas gritan como si fueran clientes y hubieran pagado la entrada y
los hombres tratan de encontrar entre las bailarinas una que satisfaga por completo el
ocio y el deseo de la mirada.
Pronto el ambiente es circense, la gente sonríe complacida, las chicas se montan
encima de cuanto cliente tenga cara de asustado y restriegan sus cuerpos contra el pobre
ingenuo, mientras la gente aplaude a rabiar. El animador anuncia que la primera parte
del show ha terminado y los espectadores toma un respiro, porque en los burdeles, a
diferencia de las películas americanas, las segundas partes siempre son mejores que las
primeras. El respiro se llena con nuevas botellas de licor, con comentarios soeces y
hasta con algún baile improvisado. De pronto, el animador vuelve a la carga y anuncia,
ahora sí, el momento del desnudo total y colectivo. Los protagonistas del show vuelven
a la pista y con los primeros compases de la música se empiezan a despojar de las
minúsculas ropas que aún llevan encima.
Ya nadie sabe a qué lugar mirar. ¿Qué es mejor?, ver a la flaca linda que intenta
masturbarse contra un tubo que sirve de pasamanos al puente de la piscina o ver a la
chica que asalta con toda su desnudez a un hombre de gafas que no sabe bien si tocarla
o salir corriendo. 'El Zar' tiene razón, hay que divertir también a las mujeres, así que los
doce bailarines empiezan a frotar sus vergas con aceite mentolado y ya no solo son unos
hombres guapos y musculosos, sino que son unos animales bien dotados que alcanzan a
asombrar incluso a unas mujeres que ya no deberían asombrase de nada. Las chicas
gritan, los bailarines forman parejas y simulan la copula, los clientes beben para poder
aguantar el espectáculo y entre la música, los gritos y las simulaciones todo el local
disfruta de un prolongado orgasmo visual.
Tanta agitación y felicidad solo se puede superar volviendo a la calle. Mientras
en La Piscina la fiesta llega al esplendor, en las afueras la fiesta está terminando. En la
19, los travestis esplendorosos del comienzo de la noche empiezan a ser reemplazados
por unos seres tristes y con gestos de clown, los vendedores de bazuco se camuflan en
los portales de edificios siniestros y el esplendor de la noche empieza a ser reemplazado
por una oscuridad densa, que más que placer transmite miedo.
A esta hora, la Policía parece más nerviosa. Atunes, Tamaguchi, Juno y La
Casona, que ya llevan más de catorce horas trabajando, empiezan a cerrar. Las últimas
chicas bailan solas en la pista y se ven grupos de hombres superados por la noche y
porteros ansiosos por partir hacia otros lugares. Los taxistas recogen clientes que
después del polvo de pago ya no tienen fuerzas para dar un paso más y los borrachos
empiezan a buscar el camino de sus casas, el único lugar donde los reciben sin el dinero
que han dejado en el barrio.
En La Piscina, el show ha rendido sus frutos. Junto a la puerta que conduce a las
habitaciones, las parejas hacen fila porque el turno es largo. El local sigue vivo, pero la
euforia ha pasado. El ambiente de fiesta que precedía al show se ha convertido en un
ambiente nostálgico, donde el dinero camufla la pasión y donde es fácil ver la ansiedad
de hombres y mujeres por poner el inevitable broche biológico a la noche. 'El Zar' está
más tranquilo, se sienta en la mesa de algunos clientes, sonríe e incluso se hace

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acompañar de una hermosa niña a quien presenta como su novia.
Hacia las 2:00 a.am., los meseros empiezan a echar a los clientes y las mujeres
empiezan a vestirse y a pasear como secretarias trasnochadas entre los clientes
cansados. Es el final de la fiesta. En las habitaciones, los últimos gemidos de placer
inventado se deshacen y parecen irse hacia las calles de un barrio que empieza a estar
desierto. Vamos, vamos, gritan al unísono guardias y meseros mientras la gente se
levanta, pero no se afana por irse. Nadie quiere irse del paraíso a las carreras. Los más
afortunados han conseguido cuadrar una amanecida y se abrazan a las chicas. Los otros
salen con tristeza o revisan los bolsillos a ver si tienen dinero para rematar en algún
amanecedero de la ciudad.
La noche se convierte en madrugada y con el cierre de La Piscina, la soledad se
toma las calles del barrio Santa Fe. En la Avenida Caracas dos grupos de hombres se
enfrentan a cuchillo mientras unos policías tratan de separarlos sin convertirse en
víctimas de la gresca. Se ven más patrullas o se notan más por la soledad, pero ni los
borrachos atracados ni las huellas de sangre fresca que empieza a quedar regada en los
andenes del barrio más violento de Bogotá asustan a los vendedores de bazuco, que
siguen agazapados en los portales. En la calle 22 ya no hay asaderos ni restaurantes
abiertos, en la estación de gasolina algún trasnochado tanquea y en el montallantas dos
taxistas y tres chicas esperan que les despinchen una llanta.
Como un último adiós, los administradores de los negocios apagan los letreros
de neón y la calle se convierte en jungla. Aún quedan un par de horas para el amanecer
y es mejor pasarlas en alguno de los hoteles improvisados de la zona. Por la ventana es
fácil seguir el paso de las patrullas y oír los gritos y las lamentaciones que dejan escapar
ladrones y atracados. Por la calle solo pasa algún comprador desesperado de droga o
algún borracho que confundió el sexo de pago con el amor. La Policía sigue rondando,
viene y va, pero sus movimientos no parecen tan honestos ni decididos como los que
hacían a primera hora de la noche.
Un par de horas después, cuando ya han cruzado las calles del barrio varias
ambulancias, la primera luz del amanecer rompe la noche. El olor de humo y la
fragancia muerta de tantos deseos mal satisfechos se pueden rastrear todavía en las
calles, mientras el primer TransMilenio hace su aparición roja y consigue que la ciudad,
por fin, se desperece. El barrio ya no tiene nada que ver con el barrio agitado y
tempestuoso de la noche anterior. Las calles relucen por la luz a pesar de la basura que
las acosa, una mujer barre la entrada de una tienda, un mendigo camina por la Avenida
Caracas y una chica asustada corre para alcanzar el TransMilenio y conseguir llegar a
tiempo al trabajo.
Sábado, 9 a.m.
La mañana aparece en todo su esplendor, los taxistas llevan y traen gente con
ansias de trabajar y es como si el sol borrara tanta ansiedad nocturna. Los avisos del
comercio y las tiendas toman vida y el transeúnte en lugar de pensar en comprar a una
mujer se da cuenta de que en el Santa Fe puede encontrar el repuesto que le hace falta
para el carro averiado o el centro de comunicaciones que buscaba para llamar a algún
familiar lejano. La noche ha muerto y de ella sólo quedan rezagos en el sueño tranquilo
de las mujeres que duermen en el cuarto piso de La Piscina o en los ronquidos dispersos

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y lejanos de los hombres desplumados que duermen en alguno de los cientos de barrios
de la ciudad. No queda más que ser paciente y dejar que Bogotá trabaje otras doce horas
a ver si, al final del día, regresan al Santa Fe más hombres con dinero suficiente para
disfrutar de la algarabía y los placeres de la siguiente noche.

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