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Antropología

de la esperanza
Sección: Antropología y filosofía
Número: 250

R. Evans: «Conversaciones con Jung» (P.O. 15).


L. Du Noüy: «D e la ciencia a la fe» (P.O. 37).
C. S. Coon: «Las razas humanas actuales» (P.O. 54).
A. Delaunay: «L a aparición de la vida y del hombre» (P.O. 67).
J. Soustelle: «Los cuatro soles. Origen y ocaso de las culturas»
(P.O. 71).
A. de Tocqueville: «L a democracia en América» (P.O. 74).
K. Jaspers: «Entre el destino y la voluntad» (P.O. 78).
J . de Castro: «Geopolítica del hambre» (P.O. 140, 141).
G . Bonnot: «Han matado a Descartes» (P.O. 149).
Mark Twain: «L as tres erres. Raza, Religión y Revolución»
(P.O. 192).
Debray - Ritzen: «L a escolástica freudiana» (P.O. 206).
J . G . Bourke: «Escatologia y civilización» (P.O. 209).
M. Harner: «Alucinógenos y chamanismo» (P.O. 213).
L. Mair: «L a brujería en los pueblos primitivos actuales»
(B.H.A. 41).
J . Maquet: «E l poder negro en Africa» (BHA 66).
V. von Hagen: «Culturas preincaicas. Civilizaciones mochica
y chimú» (E.B. 467).
C. S. Coon: «L a historia del hombre».
L. Farré: «Antropología filosófica».
Pedro Lain Entralgo:
Antropología
de la esperanza

Ediciones Guadarrama
Colección
1 Universitaria
de Bolsillo
Punto
Omega
Portada: Mara Ballestero
Printed in Spain

© Editorial Labor, S. A. Calabria, 235-239. Barcelona-29, 1978


Depósito Legal: M. 8.273 -1978
ISBN : 84-335-0250-6
Impreso en Tordesillas, O. G., Sierra de Monchique, 25. Madrid
Indice

Prólogo ............................................................................................. 5
Introducción: Historia del esperar humano ........................ 10

I. Constitución de la teoría cristiana de la esperanza ... 12


1. San Pablo y la esperanza cristiana (13).—2. Espe­
ranza y tiempo humano: San Agustín (15).— 3. Es­
peranza natural y esperanza cristiana: Santo Tomás
de Aquino (17).—4. Memoria y esperanza: San Juan
de la Cruz (19).
II. La esperanza en el mundo moderno ...................... 20
1. La esperanza de los tradicionales (21).—2. La es­
peranza de los reformados (22).— 3. La esperanza de
los secularizados (24).— 4. La esperanza de los des­
engañados (25).

III. La esperanza en la crisis de nuestro tiempo ........... 28


1. La crisis y la esperanza: a) Heidegger; b) Sartre;
c) G. Marcel (29).—2. Teoría de la esperanza: a) Min­
kowski; b ) Le Senne; c) Bollnow; d) Brednow; e)
Plügge; /) Bloch (35).—3. La reacción cristiana (44).

Capítulo 1. Cuerpo y espíritu en el acto de esperar ....... 47


I. Introducción cosmológica al estudio de la esperanza ... 48
1. El futuro del cosmos (49).—2. El futuro de la
realidad inanimada (52).—3. El futuro del vegetal
y el del animal (55).

301
II. Biología de la espera humana .................................... 66
1. El proyecto como forma primaria de la espera hu­
mana (67).— 2. Anatomía y fisiología de la espera
humana (72).— 3. Patología de la espera humana (75).
III. Introducción neumatológica al estudio de la espe­
ranza ...................................................................................... 77
1. La esperanza del espíritu puro (78).—2. La espe­
ranza del espíritu encarnado (79).

Capítulo 2. El proyecto, la pregunta y la espera ........... 83


I. Proyecto y pregunta .......................................................... 83
1. La experiencia de la realidad (84).—2. Proyectar
y preguntar (87).— 3. Pregunta y posibilidad (89).
II. Pregunta y creencia .......................................................... 94
1. La creación en W. James y en Ortega (95).—2. ¿Qué
es una creencia? (97).— 3. Clasificación de las creen­
cias (100).— 4. Firmeza de las creencias (101).—5.
Pregunta y creencia (102).
III. Pregunta y creación .......................................................... 104
1. Vida personal y creación (105).—2. La obra crea­
da (106).— 3. La actividad creadora: sus notas des­
criptivas (108).— 4. Pregunta y creación (114).
IV. Pregunta y comunidad ...................................................... 114
1. La pregunta a otro (115).— 2. La pregunta en sole­
dad (116).— 3. El «T ú» absoluto (118).
V. Estructura de la espera humana .................................... 119

Capítulo 3. La espera y la esperanza ................................. 123


I. La espera en la vida del hombre ................................ 123
1. La espera como hábito entitativo (124).—2. La
espera como actividad (127).
II. Modos de la espera: espera y fortaleza .................... 128
1. La espera como expectación y como creación (128).
2. Espera y entrega: espera inane, espera circunspec-
tiva, espera radical (130).
I I I. Modos de la espera: espera, angustia y esperanza ... 140
1. Espera confiante y espera defiante: sus formas

302
(141).—2. La angustia (143).—3. Génesis de la an­
gustia (152).
IV. La esperanza natural ....................................................... 158
1. Descripción de la esperanza (161).—2. Objeto de
la esperanza (170).— 3. Sujeto de la esperanza (175).—
4. Ascética de la esperanza (182).—5. Deformaciones
de la esperanza (189).
V. «Beata spes» ................................................................ 190

Epílogo ............................................................................................. 194

Esperanza, historia, escatologia ..................................................... 194


I. Esperanza, historia y utopía: Bloch (196).
1. La esperanza, principio (198).— 2. Sujeto y objeto
de la esperanza histórica (212.
II. Esperanza, promesa yescatologia: Moltmann ............ 238
1. Religión y escatologia (247).—2. Escatologia e his­
toria (267).
III. Esperanza y praxis social: la cooperación como impe­
rativo ..................................................................................... 279

Bibliografía ....................................................................................... 283


De la Introducción ................................................................... 283
Del Capítulo 1. Cuerpo y espíritu en el acto de esperar. 289
Del Capítulo 2. E l proyecto, la pregunta y la espera ... 291
Del Capítulo 3. La espera y la esperanza ..................... 295
Del Epílogo ................................................................................ 297

303
Prólogo

Este librejo, en el cual es puesto al día y reducido a


dimensión «bolsillable», como solía decir don Américo
Castro, el corpulento volumen que llevó por título La
espera y la esperanza, ha sido posible gracias a un acto de
fina y amistosa generosidad. Me explicaré. Hace ya va­
rios años me sugirió Diego Gracia la conveniencia de con­
vertir dicho volumen en libro de bolsillo, dejando en su
pura esencia la parte de él en que se estudia la historia
del tema, conservando en su integridad la fracción res­
tante, en la cual viene expuesta mi idea del esperar hu­
mano, en tanto que problema antropológico, y añadiendo
a todo lo anterior un epílogo que recogiera y comentara,
desde ese punto de vista, lo no poco que luego que se ha
publicado sobre la realidad y los problemas de la espe­
ranza. La propuesta me pareció de perlas; pero la absor­
bente tarea en que por entonces andaba yo metido y,
para qué ocultarlo, mi habitual desánimo ante la desabri­
da empresa de revisar lo que escribí antaño, me hicieron
degollar la tentación de aceptarla. Calló Diego Gracia, y
por el momento no se habló más del tema. Sólo por el
momento. Semanas después, mi amigo se presentó con
una carpeta, dentro de la cual las dos primeras porciones
de su proyecto — reducción quintaesencial de la parte his­
tórica de mi libro, copia fiel y revisada de su fracción
sistemática— se hallaban ya realizadas. La maestría con

5
que el contenido de cuatrocientas páginas ha sido conden-
sado, sin perder un ápice de su sentido, en pocas docenas
de ellas, es verdaderamente admirable.
Durante todo un lustro, suya tanto como mía, la car­
peta de Diego Gracia ha estado a mi vista, en el despa­
cho de mi trabajo más habitual, como constante incitación
a una faena siempre diferida. Hasta ahora. Porque en el
momento mismo en que me dispongo a iniciar la etapa
final de mi vida de escritor — más o menos serenada mi
conciencia de español con un público examen de ella,
más o menos apaciguada mi conciencia de docente con
la confección de un manual didáctico de mi disciplina uni­
versitaria— me tienta con fuerza acrecida la aventura de
renovar mi contacto con el tema de la esperanza y con lo
que sobre él se ha dicho durante los últimos veintiún
años. Manos a la obra, pues. Este prólogo y el epílogo
que vendrán luego serán el intermezzo entre mi más in­
mediato ayer y mi más próximo mañana, y pondrán a
prueba la validez de mi propio, creo que aún vigente
pensamiento.

A falta de títulos mejores — decía yo en 1956, como


encabezamiento de la primera edición de La espera y la
esperanza— , nadie negará a este libro el que pueda otor­
garle la lentitud de su elaboración. Un viejo y no caduco
precepto, nonum prematur in annum, «guarda nueve
años tus escritos», ha sido con él holgadamente cumpli­
do. No menos de quince habían pasado, en efecto, desde
que apareció ante mí como tema atrayente la antropología
de la esperanza. La confección, en 1941, del estudio que
los aspirantes españoles a la docencia universitaria suelen
llamar «Memoria», me condujo a revisar el pensamiento
historiológico de Martin Heidegger, y casi al término de
mis animosas consideraciones me atreví a escribir el pá­
rrafo que sigue:
« ¿Es que la analítica de la existencia no puede adoptar
como punto de partida un modo de ser distinto de aquél
que el preguntar expresa? Esto no queda oculto al propio

6
Heidegger, cuando dice que ese modo de iniciar el estu­
dio de la existencia humana nunca podrá arrogarse la pre­
tensión de ser el único. ¿Qué sucedería si, en lugar de
partir desde el modo de ser de la pregunta, se partiese
desde el modo de ser de la creencia? Nadie negará que
este último es un habitual modo de ser de la existencia
humana... Más aún. Cuando hago o me hago una pre­
gunta, ello no sucede sin un determinado temple de áni­
mo fundamental (una Befindlichkeit) que puede corres­
ponder ontologica y existencialmente, bien a nuestra idea
de la esperanza, y entonces consiste en una suerte de
apoyo de la existencia en la seguridad de obtener res­
puesta esclarecedora, bien a la desesperanza, esa especie
de retracción de la existencia sobre sí misma ante la vacía
nihilidad de lo porvenir. Acaso podría hablarse del tem­
ple de la espera, al cual pertenecerían como formas deri­
vadas la esperanza y la desesperanza. Tengo la seguridad
de que un análisis de este fenómeno de la espera, tomado
como previa orientación (leitende Hinblicknahme) en
nuestra pregunta por el ser de la existencia humana, nos
mostraría a ésta venciendo de algún modo su recortada
finitud aparente, y nos haría ver con ello que la concien­
cia de esa finitud no es una constitutiva e inexorable ne­
cesidad de la existencia misma, sino un posible modo de
ser suyo.»
Desde 1941, una actividad intelectual siempre viva en
mí — la cavilación sobre distintos temas de la antropolo­
gía médica; ¿acaso no es el enfermo un hombre al que su
cuerpo impide esperar con normalidad, acaso el médico
no es, en consecuencia, un dispensador de esperanza?—
y, sobre ella, una serie de tareas concretas — un breve
curso de conferencias en Santander (1950) y otro en Ma­
drid (1953), mi discurso de ingreso en la Real Academia
Española (1955)— , fueron convirtiendo en coherente, do­
cumentado y articulado cuerpo de doctrina la pretensión
contenida en las palabras antes transcritas. Por fin, y por
las ocasionales razones subjetivas que en otro lugar he
consignado, acometí y llevé a término el nada chico es­
fuerzo de redactar el original de La espera y la esperanza.
Fue durante la primavera y el verano de 1956.
7
1941-1956. El quindenio a lo largo del cual, mien­
tras la Segunda Guerra Mundial y su posguerra hacían
definitivamente ostensible la profunda crisis histórica de
que ya había sido expresión la Primera, Sartre pretendió
liquidar para siempre la milenaria tradición y el prestigio
milenario de la esperanza, compuso Gabriel Marcel su
Homo viator, fueron publicadas las reflexiones de Le Sen­
ne, Bollnow, Brednow y Plügge sobre el esperar del hom­
bre, se inició el redescubrimiento de este tema por parte
de ios teólogos cristianos, así católicos como protestantes,
dio a las prensas Ortega su Esquema de las crisis y Ernst
Bloch comenzó la transformación de su juvenil Geist der
Utopie en su definitivo Das Prinzip Hoffnung. No hay
duda: la dificultad del esperar, el diario y enorme pro­
blematismo factual en que la vida esperanzada había caí­
do — que tal es uno de los más esenciales nervios de las
crisis históricas— , hizo especialmente actual y acuciante
la meditación sobre ella. ¿Llegará pronto una época en
la cual la esperanza del hombre occidental sea más bien
hábito suave que erizado problema? Y, mientras tanto,
¿surgirá una pluma sensible y benéfica que acierte a reco­
ger sistemáticamente cuanto de veras sea válido en lo que
hayamos pensado todos los opinantes sobre la materia?
*

Certera y razonablemente lo advirtió la Lógica de Port-


Royal: «Sería de desear que a las primeras ediciones de
los libros se las considerase como ensayos informes que
los autores proponen a los hombres de letras para cono­
cer sus opiniones; ensayos que luego, sobre las diferentes
perspectivas que estos diversos pensamientos mostrasen,
ellos elaborarían de nuevo, para dar a sus obras toda la
perfección de que sean capaces.» Como segunda edición
de las que conoció el libro de que era parte quiero consi­
derar hoy esta Antropología de la esperanza; y aunque no
sea «ensayo informe» lo que sobre el tema dije entonces
y ahora digo, demasiado «forme» lo juzgaron algunos, de
ningún modo puedo creer que sea «ensayo suficiente».
No lo es intrínsecamente, porque, aun considerados acep-

8
tables, muchos de los términos de mí meditación dista­
ron bastante de alcanzar suficiente desarrollo; menos lo
es extrínsecamente, porque los dos grandes orbes hacia
que de hecho se proyecta la esperanza, el histórico y el
escatologico, no más que indicados quedaron en mis pá­
ginas de entonces, y porque del presupuesto social o con-
vivencial de las esperanzas colectivas, sólo el fundamento
antropológico — que la esperanza personal es y tiene que
ser co-esperanza, hasta cuando menos lo parece— es en
ellas brevemente descrito. Historiología, teología, sociolo­
gía de la esperanza. Utilizando como fundamento la an­
tropología por mí elaborada, ¿podría decirse algo estima­
ble acerca de esos tres esenciales capítulos de la elpidolo-
gía, si es que se quiere admitir este creo que ineludible
término?
Siguiendo laxa y egocéntricamente la sabia advertencia
de los lógicos de Port-Royal, esto es, entendiendo como
dirigidos a mí los importantes estudios que durante dos
decenios han sido consagrados al esperar humano — Bloch,
Moltmann, Pannenberg, Fromm, Garaudy, Alfaro, Fou-
rastié...— , procuraré completarme, acaso corregirme a
mí mismo. Esta es, al menos, la intención con que va a
ser compuesto el epílogo del libro. Si con él demuestro
que no era flor de heno o humo de pajas lo que sobre la
esperanza escribí en 1956, y si, por añadidura, logro bos­
quejar en sus líneas maestras la necesaria proyección de la
antropología de la esperanza hacia su historiología, su so­
ciología y su teología propias, y luego la obligada refluen­
cia de éstas hacia aquéllas, a la generosa fineza de mi ami­
go Diego Gracia lo deberé.
Pedro Lain Entralgo
Diciembre de 1977.

9
Introducción
Historia del esperar humano

Lo primero que debe afirmarse acerca de la esperanza


es la hondura y la universalidad de su implantación en el
corazón del hombre. Cualesquiera que sean la índole de
aquello que se espera y la interpretación teorética del
hecho de esperar, nadie podrá negar que la esperanza
— entendida, en una primera aproximación, como la agri­
dulce necesidad de vivir esperando— es uno de los há­
bitos que más profundamente definen y constituyen la
existencia humana. En la medida en que nuestra existen­
cia es tempórea y es imprevisible nuestro futuro, en
esa medida nos vemos obligados a esperar; y cuando la
mente no reniega de la realidad, parece cosa segura que
en la vida del hombre no hay espera sin esperanza. Más
de una vez he recordado la aguda reflexión de André Gide
ante el rótulo «Sala de Espera» de una modesta estación
ferroviaria del antiguo Marruecos español: Quelle belle
langue, que celle qui confond l ’attente et l’espoir! E l fino
elogio de Gide no es del todo certero, porque el español
suele distinguir muy bien entre «espera» y «esperanza»;
pero es lo cierto que, poética y realmente, toda «Sala de
Espera», Salle d’Attente, es siempre de algún modo «Sala
de Esperanza», Salle d’Espoir. Si no fuese así, nadie en­
traría en ella.
Por el hecho de ser como es, el hombre tiene que es­
perar, no puede no esperar. En sus lecciones de Lógica

10
expuso Kant lo que la filosofía debe ser para el hombre
en cuanto tal, y no sólo para quienes en las escuelas la
cultivan. Entendido según este «concepto mundano»,
Weltbegriff, el saber filosófico podría ser reducido a cua­
tro disciplinas, correspondientes a cuatro interrogaciones
cardinales:

1. ¿Qué puedo yo saber?


2. ¿Qué debo yo hacer?
3. ¿Qué me es lícito esperar?
4. ¿Qué es el hombre?

Responde a la primera de esas preguntas la Metafísi­


ca; a la segunda, la Moral; a la tercera, la Religión; a la
cuarta, la Antropología. Y puesto que las tres primeras
— concluye Kant— pueden ser referidas a la cuarta, la
Antropología vendría a ser el centro de las tres restantes
disciplinas filosóficas. Con lo que se manifiesta el carác­
ter constitutivo que la esperanza posee en la realidad del
hombre, dentro del pensamiento kantiano. El hombre es
un ser que, por imperativo de su propia constitución on­
tològica, necesita saber, hacer y esperar, y todo ello den­
tro de ciertos límites y conforme a ciertas normas. Un
hombre sin esperanza sería un absurdo metafisico, como
un hombre sin inteligencia o sin actividad.
Quiere esto decir que, corrigiendo una deficiencia in­
veterada y tópica, el tema de la esperanza debe ser re­
sueltamente introducido en la reflexión antropológica y
en la descripción historiogràfica. Una situación humana
— Napoleón en Austerlitz o el modo de vivir del Renaci­
miento— , sólo podrá ser cabalmente descrita distinguien­
do en ella su intimidad y su expresión. Aquélla sirve de
fundamento a ésta, y se halla constituida por el sistema
de creencias, esperanzas y dilecciones del hombre singular
o del conjunto de hombres a que nuestra descripción haya
de referirse. ¿Qué creyeron, qué esperaron, qué amaron
y prefirieron los hombres del Renacimiento? Sin contes­
tar a esta compleja y previa interrogación nunca llegare­
mos a saber con suficiencia lo que el Renacimiento fue.
Esto es, no conseguiremos entender desde dentro la ex­

il
presión visible de la situación histórica con esa palabra
nombrada: las ideas y los propósitos en ella vigentes, sus
obras y acciones, los problemas y las instituciones en que
la vida renacentista se realizó. El penúltimo fondo de la
existencia humana — su último fondo es trascendente a
ella— hállase integrado por aquello que en el cristianis­
mo sirve de supuesto natural a cada una de las tres vir­
tudes teologales.
Siendo esto así, ¿cómo estudiar y conocer adecuada­
mente lo que la esperanza sea? No parece mal método
comenzar por un somero apunte sobre la constitución
histórica de la teoría cristiana de la esperanza, y seguir
luego sus avatares en el hombre moderno y en la crisis
histórica de nuestro tiempo. Con lo que estaremos en
franquía para edificar, ya con propósito sistemático, una
teoría del esperar humano que exprese mi modo personal
de vivirlo y entenderlo.

I. Constitución de la teoría cristiana


de la esperanza

Desde la predicación de Jesucristo, la esperanza perte­


nece a la esencia misma de la religión cristiana. Tema
principal de esa predicación fue la venida del «reino de
Dios» o «de los cielos». Este reino comenzó a ser defini­
tiva realidad con el nacimiento y la palabra de Jesús. Pero
si su orto fue histórico, su consumación será escatològi­
ca. Sólo al término de los tiempos volverá al mundo el
Hijo del hombre e instalará en la gloria del Padre a los
justos de todas las naciones. Entre uno y otro término,
la vida del cristiano es y tiene que ser vida en esperan­
za. Pero ¿en qué consiste la esperanza predicada en el
Evangelio? Tratemos de esclarecerlo a la luz de cuatro
de sus hitos principales: San Pablo, San Agustín, Santo
Tomás de Aquino y San Juan de la Cruz.

12
1. San Pablo y la esperanza cristiana
San Pablo, judío con los judíos y con los gendles gentil
(I Cor., IX , 20-21), relata y juzga la esperanza de unos
y otros:
a) De los cinco trazos con que pinta la situación es­
piritual de los gentiles — sin Cristo, excluidos de la ciu­
dadanía de Israel, extraños a las alianzas, carentes de la
esperanza de la promesa, sin Dios en el mundo— , el cuar­
to atañe directamente a nuestro tema: promissionis spem
non habentes {E f., II, 11-19). Todavía es más enérgico
un texto de la primera carta a los Tesalonicences, relativo
a la consideración cristiana de la muerte; «no os contris­
téis como aquellos otros que no tienen esperanza», sicut
et caeteri, qui spem non habent (I Tes., IV, 13); y con
muy análogo sentido es empleado en la Epístola de los
Efesios (IV, 19) el término apelgékótes («descuidados»)
que la Vulgata traduce por desperantes. Es obvio que
San Pablo afirma que los gentiles carecen de esperanza,
en relación a la misteriosa novedad de la esperanza cris­
tiana, a la esperanza de los hombres en la consumación
gloriosa del reino de Dios. El sabía muy bien que los grie­
gos usaban en su habla ordinaria la palabra elpís; tanto
lo sabía, que para nombrar la novísima esperanza de los
cristianos usó de manera constante ese mismo término,
henchido de otro significado. En la mente de un griego
clásico, elpís significaba a la vez esperanza, espera, pre­
visión, conjetura, preocupación y temor. Era, en suma, la
actitud o el sentimiento del alma humana frente a un
evento futuro y probable, fuese éste feliz o desdichado.
Más que a nuestra «esperanza», la elpís de los griegos
equivalía a nuestra «espera», y así podía ser complacida
y confiada unas veces, y temerosa y desconfiada otras.
Cuando Ulises trata de infundir en Telémaco, antes de
que éste le reconozca, la esperanza de que retorne el pa­
dre peregrino {Od., X V I, 101), es patente la primera de
esas dos acepciones; cuando Platón enseña que el hombre
empecatado suele vivir «en desventurada espera», metà
kakes elpidos (Rep., I, 330c), queda manifiesta la se­
gunda.

13
b) Frente a la esperanza deficiente del gentil, griego
o romano, alzábase en tiempos de San Pablo la esperanza
febril del israelita. No era ésta un hecho nuevo. Desde
sus orígenes, la existencia religiosa e histórica del pueblo
de Israel tuvo en la esperanza uno de sus nervios más
íntimos y eficaces. Constituyóse Israel, en efecto, por la
virtud de una «alianza» (berit) entre Dios y Abraham,
cabeza de la estirpe israelita. Y desde esta su vocación a la
vida histórica, ese pueblo sintió su existir como una cre­
yente y esperanzada tensión hacia la meta siempre futu­
ra de la promesa divina. Para el hebreo, vivir humana­
mente fue ante todo creer y esperar, fidelidad y esperan­
za. En los decenios que precedieron a la predicación de
Jesucristo, la esperanza de Israel hízose especialmente
compleja y tensa. El mesianismo, la íntima necesidad de
un Salvador que realizara de modo visible la antigua Pro­
mesa, fue cobrando cada vez mayor vehemencia; fariseos
y zelotes llenan el aire de Israel con su grito menestero­
so, casi desesperado: Maraña tha! (¡Señor, ven!). Con su
rabiosa, desesperada esperanza, el aima del pueblo de Is­
rael mostraba la necesidad y la inminencia de una alianza
nueva.
c) Repetiré lo que ya dije: San Pablo proclama su
esperanza — la esperanza cristiana— frente a dos contra­
puestos modos de esperar, el deficiente de los gentiles y
el enfebrecido de los hebreos. ¿Cuál será la esperanza de
ese cristiano ejemplar, que tan hondamente comprende la
razón del hebreo y la del gentil? Con propósito mucho
más antropológico que teológico expondré sucesivamente
el pensamiento paulino acerca del objeto, el sujeto, los
motivos y la esencia de la esperanza cristiana.
El objeto material de la esperanza de San Pablo es el
cumplimiento escatològico del último fin del mundo y del
hombre, tal y como Cristo ha enseñado a verlo. El sujeto
es el hombre, todo el hombre; no sólo, en consecuencia,
tal o cual facultad del alma, sino toda el alma y todo el
cuerpo, pues también el cuerpo «posee la esperanza de
la resurrección» (San Ireneo); y en pos del cuerpo toda
la creación, cuya «espera» y cuya «esperanza» tienen
como término final el estado de «libertad gloriosa» que

14
todas las criaturas han de alcanzar por obra de los hijos
de Dios. E l motivo de la esperanza cristiana es la induda­
ble fidelidad de Dios a sus promesas, porque Dios es la
misma verdad y el sumo bien; verdad que no hay que
entender con nuestras categorías intelectuales, sino como
alétheia y emunah supremos, es decir, como último fun­
damento de lo que es y garantía postrera de aquello en
que puede confiarse; por tanto, como poder último y
posibilitante de toda humana existencia. ¿Qué es, enton­
ces, la esperanza cristiana? ¿Cuál es su esencia? Para San
Pablo, la esperanza cristiana es una confianza habitual del
hombre en la fidelidad de Dios a sus promesas.

2. Esperanza y tiempo humano: San Agustín


Varia y multimoda fue la elaboración que estos concep­
tos paulinos sufrieron en el pensamiento y en la pluma
de los Padres de la Iglesia, griegos y latinos. Reparemos
en el príncipe de estos últimos, Agustín de Hipona, el
autor de las Confesiones y de La Ciudad de Dios. Si las
primeras nos ofrecen in nuce una antropología de la espe­
ranza cristiana, La Ciudad de Dios nos brinda de modo
resuelto la historiología de esa misma esperanza:
a) El tiempo personal es, según aquéllas, distentio
animi, la «distensión» del alma en la serie melòdica de
sus recuerdos, proyectos y esperanzas: In te, anime meus,
tempora metior (Conf., X I, c. 27, n. 36). Pero esa «dis­
tensión» sería vana dispersión o disipación de la exis­
tencia humana en las cosas futuras y transitorias si el
tiempo del hombre no fuese, además, «intensión» y «ex­
tensión», secreto repliegue hacia ese hondo centro de la
intimidad personal en que la eternidad se atisba, y des­
pliegue esperanzado hacia la meta de una felicidad supre­
ma y definitiva. Un hombre es cabal y plenamente hom­
bre, para San Agustín, cuando, sin dejar de vivir disten­
tus en el tiempo, vive también intentus y extentus hacia
el fundamento transtemporal de su existencia {Conf., X I,
c. 29, n. 39). Entonces descubre que el objeto de su es­
peranza yace en el fondo mismo de su memoria; o, con
otras palabras, que el término de la esperanza cristiana,
la fruición interminable de Dios, no es sino un retorno

15
al origen. La existencia temporal del hombre tiene su
fundamento en la eternidad, y por la eternidad se halla
envuelta; su «intensión» y su «extensión» no son, a la
postre, sino el acto de asomarse — introspectiva o memo­
rativamente en aquélla, esperanzadamente en ésta— a
la linde humana entre lo temporal y lo eterno. Pero la
esperanza cristiana está ineludiblemente sometida a la in­
quietud, porque para nuestra naturaleza caída el tiempo
es siempre ocasión de pecado; o, por lo menos, riesgo de
consumirse en la vana esperanza terrena de lo futuro y
transitorio. Sólo cuando la esperanza de los bienes futu­
ros y transitorios — ea quae futura et transitura sunt—
se ordena dentro de la expectación del bien supremo,
trascendente y eterno — ea quae ante sunt— , sólo enton­
ces puede decir el hombre que ha arrojado en Dios su
cuidado de existir: su «inquietud» subsiste, porque siem­
pre la lleva en su seno el tiempo del hombre, pero enton­
ces la carne «descansa en la esperanza» (De Civ. Dei.,
X III, 20).
Esta es la antropología agustiniana de la esperanza in­
dividual, tal y como surge de la consideración del tiempo
como distentio animi, en las Confesiones.
b) En La Ciudad de Dios expone Agustín la histo-
riología de esta misma esperanza partiendo de la conside­
ración del tiempo de la historia universal como distentio
generis humani; esto es, como tempórea «distensión» de
la humanidad en la serie secular de sus recuerdos, empre­
sas y esperanzas. El recuerdo de la humanidad es su idea
de la historia universal; idea que será descarriada cuando
los hombres limiten su memoria al pasado de su civitas
terrena, y certera cuando la ordenen siguiendo el hilo di­
vinamente luminoso de la historia sacra, desde Adán has-
tra Cristo, y desde Cristo hasta el fin de los siglos. En­
tendida como peregrinante «ciudad de Dios», la Iglesia
de Cristo viene a ser, para San Agustín, la institución en
que el género humano, inexorablemente distentus, disten­
so en su historia, puede vivir también intentus y exten­
tus, replegado hacia la eternidad a que el tiempo histórico
conduce. En el fondo mismo de la memoria del género
humano — en el origen de la historia universal, interpre­

16
tada al hilo de la historia sacra— yace la eternidad crea­
dora y providente de Dios, término y objeto de la esperan­
za colectiva de la humanidad; y, como en el caso de la
existencia individual, esa esperanza lleva secretamente en
su seno el ansia multisecular y multitudinaria de un re­
torno al primer origen. E l curso del tiempo no es, contra
lo que los griegos pensaron, un eterno retorno, pero sí
un retorno a la eternidad.

3. Esperanza natural y esperanza cristiana:


Santo Tomás de Aquino
De los Padres, a los Doctores de la Iglesia. De San
Agustín a Santo Tomás, San Buenaventura y San Juan
de la Cruz. La radical contraposición que San Agustín es­
tablece entre la civitas terrena y la civitas Dei — más aún:
la repetida consideración de aquélla como civitas diabo­
li— le pondrá en el trance de afirmar la incompatibilidad
entre las esperanzas mundanas, orientadas hacia lo futuro
y transitorio, y la esperanza teologal, que tiene en Dios su
objeto. Santo Tomás sostendrá, en cambio, que «en nues­
tra ordenación a la vida eterna esperamos de Dios no sólo
el socorro de los beneficios espirituales, mas también el
de los temporales» (Quaest. disp, de spe, 1). ¿Y no es
referible a esta honda diferencia en la consideración de
la naturaleza la mutua disputa de las doctrinas en torno
al motivo u objeto formal de la esperanza cristiana? Cuan­
do San Buenaventura y Juan de Santo Tomás afirmen que
el motivo de la esperanza teologal es el socorro divino,
Dios como potencia auxiliadora, bajo sus palabras se ocul­
ta una secreta desconfianza acerca de las posibilidades de
la naturaleza humana caída; y cuando, frente a ellos, en­
señen Escoto y Suárez que el deseo de poseer a Dios,
considerado como nuestro bien supremo, es el motivo de
nuestra esperanza, su tesis expresará una idea de la con­
dición humana harto más optimista y consoladora; visión
de la cual no se apartan mucho los que, como Santo To­
más y Ripalda, prefieren no renunciar a ninguno de esos
dos puntos de vista. Así, para Santo Tomás, la esperanza
del hombre puede atenerse de preferencia a las capacida­
des de la humana naturaleza, a la virtus propria de ésta,
17
2
o confiar en la eficacia de una virtus aliena, esencial­
mente superior a los recursos naturales de la humanidad.
La actitud del hombre frente a su futuro sería en el pri­
mer caso un sperare, y un expectore en el segundo. Hay,
pues, «situaciones de espera», en las cuales el hombre
piensa conseguir el término de su esperanza mediante sus
propios recursos, y «situaciones de expectación», aqué­
llas en que el logro de la esperanza pende de una virtus
ajena a quien se halla en el trance de esperar. Expectore
— dice Santo Tomás, forzando un poco la etimología y
la semántica— vale tanto como ex alio spectare (S . Tb.,
I-II, q. 40, a. 2).
Santo Tomás enlaza en armónica unidad funcional las
pasiones, las virtudes naturales y las virtudes teologales
del hombre. En este caso, la pasión irascible de esperar,
la virtud cardinal de la fortaleza y la virtud teologal de la
esperanza.
Para ello comenzó por mostrar la relación analógica
entre la esperanza como pasión y la esperanza como vir­
tud. Una y otra son la activa aspiración hacia un bien
futuro, arduo y posible; una y otra tienen como sujeto
propio la parte apetitiva del alma; una y otra — aquélla
casi siempre; ésta, siempre y necesariamente— requieren
el auxilio de una virtus aliena; vina, y otra son propias de
la existencia temporal, aúnan la confianza y el temor, en­
tran en relación con el amor y la creencia, tienen en la
desesperación su movimiento opuesto. Mas no era esto
suficiente, porque la gracia no es una superestructura
paralela a la naturaleza. Mediante la doctrina tomista de
la fortaleza, la pasión de esperar, humanizada y ennoble­
cida por la magnanimidad adquirida y la magnanimidad
infusa, llegó a ser un momento constitutivo — corporal,
sensible, dinámico— de la esperanza teologal. En cuanto
que sentida por un animal dotado de razón, la pasión na­
tural de la esperanza pide abierta o secretamente su coro­
nación por una virtud teologal; en cuanto que ejercitada
por un hombre in via, la virtud sobrenatural de la espe­
ranza necesita ineludiblemente su apoyo en el movimiento
de un apetito sensitivo, y por esto ciertos estados psico-
físicos pueden mover a una desesperación teologal. Con

18
ello quedaban asumidas en una antropología cristiana la
elpís y la spes de los gentiles. ¿Quedaban, sin embargo,
total y definitivamente resueltos todos los problemas que
plantean la antropología y la teología de la esperanza?

4. Memoria y esperanza: San ]uan de la Cruz


Indudablemente, no. Queda el problema de las relacio­
nes entre la memoria y la esperanza. Las virtudes teolo­
gales son hábitos del espíritu humano rectamente orde­
nado a Dios, y vías o cauces para la unión del alma con
la Divinidad. La fe une con Dios nuestro entendimiento;
la caridad deifica nuestros actos voluntarios. ¿Y la espe­
ranza? ¿Cómo la esperanza, virtud cuyo primer supuesto
es un «no haber llegado», puede unir al hombre con su
Creador? San Agustín dio su respuesta. A fuerza de re­
cordar, halló lo que esperaba — la vida bienaventurada—
en el trasfondo metafisico de su potencia memorativa.
También la dieron sus herederos intelectuales, los teólo­
gos franciscanos del siglo x m , y los místicos españoles de
esa observancia, encabezados por el P. Osuna. Y la dio,
sobre todo, San Juan de la Cruz, quien a fuerza de ani­
quilar sus recuerdos en el transcurso de las «noches», en­
cuentra que la esperanza es capaz de dar vida nueva a su
memoria. «Para que la esperanza sea entera de Dios, nada
ha de haber en la memoria que no sea Dios» (Subida,
III, 2, 1).
Bueno es que termine nuestro brevísimo estudio de la
elpidología cristiana — acéptese el neologismo— en las
sublimidades de la mística. A través de cuatro de sus hitos
más importantes — un Apóstol, San Pablo; un Padre de
la Iglesia, San Agustín; un teólogo Doctor, Santo Tomás;
y un místico Doctor, San Juan de la Cruz— hemos asis­
tido a la constitución de la teoría cristiana de la esperan­
za. Al final de este periplo ha nacido ya el Mundo mo­
derno. La investigación histórica de los últimos decenios
ha puesto de relieve la decisiva importancia de Joaquín
de Fiore y del movimiento franciscano que él promovió
en la génesis de su visión «moderna» de la historia. Por
una línea de pensamiento que pasa por San Buenaven­
tura, Rogerio Bacon, Duns Escoto y Guillermo de Oc-

19
kam, la razón, subordinada a la libre voluntad, va a ser a
los ojos de muchos pura realidad humana, cosa de tejas
abajo. Dios no es ya razón suprema, sino voluntad y li­
bertad omnipotentes e infinitas, potencia radical y absolu­
tamente distante de la razón creada y finita del hombre;
y así, éste no será imagen y vestigio de Dios por ser espí­
ritu racional, sino por ser criatura libre. El hombre, ser
radical y primariamente libre en su triple aspecto de agen­
te, actor y autor de su propia vida. ¿A qué va a condu­
cir esta, al parecer, desmesurada emancipación humana?

II. La esperanza en el mundo moderno

Dos aspectos fundamentales tiene la visión y vivencia


de la esperanza que inaugura el hombre moderno. Cam­
bia la esperanza escatològica, individual y colectiva: los
hombres en quienes se constituye y penetra la mentalidad
«moderna» considerarán que el sumo bien de su esperan­
za es, sí, infinitamente amable y deseable, mas no pensa­
ble e imaginable por el alma humana; y más generalmen­
te, que ante la creíble y creída gama de las realidades es-
catológicas — el juicio, el infierno, la gloria— , el cristia­
no reflexivo puede y debe aceptar lo que a tal respecto
la Iglesia dogmáticamente le propone, mas no pretender
la posesión terrena de una imagen idónea de dichas reali­
dades, sea ésta de índole figurativa o conceptual. Cambia
también la esperanza terrenal, ganando en intensidad: la
esperanza de los hombres en las cosas temporales — las
que San Agustín llamó futura et transitura, las que «es­
tán medidas por el tiempo», como en De monarchia dice
Dante— va aguzándose progresivamente y adquiere mo­
dulaciones inéditas. Menguada atención intelectual hacia
la esperanza escatològica y crecido interés por las espe­
ranzas terrenales: tal es, en esquema, el giro moderno de
la esperanza. Algunos, sin embargo, siguen apegados a la
tradición; y esta no interrumpida prosecución de la via
antiqua en el ámbito de la modernidad nos permite des­
lindar en ella cuatro modos principales de esperar, de
que son titulares los tradicionales, los reformados, los
20
secularizados y los desengañados. A ellos nos referiremos,
sucesivamente.

1. La esperanza de los tradicionales


Son tradicionales todos los hombres que en el seno del
mundo moderno siguen sustancialmente fieles a la idea
cristiana de la esperanza, tal como ha quedado esboza­
da en las páginas precedentes. De manera ingenua, poé­
tica o metafórica, todos ellos continúan juzgando imagina­
bles o pensables el objeto de la esperanza teologal y el
modo de su cumplimiento; y concediendo mayor o me­
nor valor, según la índole de su espiritualidad, a los bie­
nes inmediatos de su esperanza terrena, todos admiten la
cristiana ordenación de esta última en la línea que con­
duce al fin último del hombre. Tan firme coincidencia
en lo esencial no excluye la existencia de muy diversas
modulaciones en la configuración histórica y social de la
esperanza. Hay cristianos «tradicionales» en cuyas almas
apenas ha penetrado la mentalidad propia del mundo
moderno: son, en consecuencia, enclaves de vida medieval
en el cuerpo de la vida histórica que subsigue a la Edad
Media. Piénsese como ejemplo en Báñez, el teólogo de la
premonición física, muerto en los primeros años del si­
glo X V II. Hay otros, junto a éstos, que logran modernizar
la tradición cristiana medieval o fundirla de un modo más
o menos coherente y armónico con los temas y las formas
de la existencia moderna. A título de ilustración, bastará
mencionar los nombres de Carlos V y Luis de León, Mo­
lina y Suárez, Bossuet y Fénelon. Hay muchos, en fin,
cuya vida, sin mengua de su última fidelidad a la sustan­
cia de la tradición cristiana — fidelidad honda y vehemen­
te en ciertos casos, tibia y adormecida en otros, eficaz­
mente recatada en algunos— , puede pasar como paradig­
ma del modo moderno de existir. Descartes y Pascal,
Ampère y Pasteur, Velázquez y Goya, Chateaubriand y
Manzoni, Teilhard de Chardin y Xavier Zubiri, son otras
tantas cimas de este postrero y más mundano estilo mo­
derno de la tradicionalidad cristiana. Mas también son tra­
dicionales, no sólo por esperar sustancialmente lo mismo
que los cristianos de la Antigüedad y de la Edad Media,
21
sino también por seguir entendiendo su esperanza de un
modo que sólo accidentalmente difiere del constituido en­
tre el siglo de San Pablo y el de Santo Tomás.

2. La esperanza de los reformados


Frente a los cristianos tradicionales o católicos hállan-
se, en la compleja trama histórica del mundo moderno,
los cristianos reformados o protestantes. No puedo ni
debo estudiar aquí en su pormenor el ingente suceso de la
Reforma. Recordaré tan sólo que en él se dan cita todas
las fuerzas y todos los motivos que integran la dinámica
de la existencia humana, desde los religiosos y teológicos
hasta los políticos y sociales. La Reforma protestante no
es una herejía más. En modo alguno puede ser reducida
a la negación o a la deformación de tales o cuales dogmas.
Es — y de ello provienen la hondura y la gravedad de la
perturbación que trajo a la vida de la Iglesia— el primer
resultado de afirmar y practicar el individualismo religio­
so. El mundo moderno tuvo así «su» herejía. Sólo viendo
al Protestantismo como «la» herejía de la modernidad
podrá ser rectamente percibida toda su enorme significa­
ción religiosa e histórica.
¿Cómo ha entendido el Protestantismo la esperanza
cristiana? La actitud espiritual frente al problema religio­
so de la esperanza constituye una de las más íntimas y
decisivas claves para la cabal intelección de la Reforma.
«E l protestantismo — ha escrito Aranguren— no ha naci­
do de la concupiscencia, como pensaba el padre Denifle.
Ha nacido de la desesperación.» La desesperación fue, en
efecto, el sentimiento predominante en el alma de Lutero
durante los años en que iba constituyéndose su modo per­
sonal de vivir y entender el Cristianismo. La desespera­
ción de Lutero fue teológica y psicológica; una creencia
profunda, exigente y obsesiva en la verdad de la predesti­
nación, y sus personales ideas acerca de Dios y la natura­
leza humana, le hicieron desesperar de su propia salva­
ción e incurrir en un angustioso odium Dei.
Pero cuando la Reforma protestante realmente surge,
es cuando Lutero logra el consolador hallazgo de la «fe
justificante», la íntima y vivida convicción de que la fe,
22
entendida como pura confianza en Dios, puede, sin obras,
justificar al cristiano. Como ha hecho notar el padre De-
nifle, la fe queda entonces reducida a ser mera fiducia;
esto es, confianza, esperanza. Más que «creer» la verdad
de Dios el luterano auténtico «confía» en la buena volun­
tad de Dios, «espera» que Dios le salvará, viendo la pro­
funda confianza con que él se entrega a la omnipotencia
divina.
Tal actitud ante la esperanza escatologica origina una
nueva forma de esperanza terrenal. En efecto, Lutero dis­
tingue y separa crudamente en el hombre individual el
cristiano y el ciudadano, la intimidad y la vida externa y
civil, la actividad religiosa y las acciones sociales. Al homo
interior luterano corresponde como actividad más propia
y decisiva la fe justificante, la salvadora confianza en
Dios; pertenecen, en cambio, al homo exterior, las obras
temporales, visibles, mundanas, cualesquiera que sean su
índole y su contenido. El hombre, en cuanto ser tempo­
ral y terreno, puede esperar lo que le plazca. «Actúa,
obra con fuerza e intensidad, da satisfacción esforzada y
plenaria a los impulsos de tu vida, a través del orden
racional en que existen»: tal es la consigna de la espe­
ranza terrenal del luterano. Los juicios de Hegel acerca
del Estado prusiano, la «moral del trabajo» y el nietzs­
cheano «pesimismo de la fortaleza», tienen en su almen­
dra esa estimación luterana de la esperanza terrenal.
Poco después, con Calvino, entra en el protestantismo
la idea de que el hombre predestinado a la amistad con
Dios será, por lo mismo, aquel a quien en la tierra le sal­
gan las cosas bien. El calvinismo tuvo como signo emi­
nente de la destinación a la bienaventuraza eterna el buen
éxito en los negocios del mundo, y suscitó entre sus fieles
una tensa y laboriosa preocupación por conseguirlo. Los
tan conocidos estudios de Max Weber acerca del origen
calvinista y puritano del capitalismo moderno lo han mos­
trado con especial brillantez. El trabajo terrenal de un
protestante puritano se dirige a convencerse a sí mismo
y convencer a los demás, mediante el trabajo, la puntua­
lidad moral y el buen éxito, de que se está predestinado
a la salvación eterna. La complacencia en la contempla-

23
don estética sería, según esto, punto menos que una señal
de condenación.

3. La esperanza de los secularizados


Junto a los tradicionales y a los reformados, los secula­
rizados. En el filo de los siglos x v i i y x v m comienza a
adquirir vigencia social el suceso de la secularización.
Hasta la paz de Westfalia, los europeos, católicos o pro­
testantes, confiesan en su inmensa mayoría una religión
positiva, creen en una revelación, adoran cultualmente un
Dios personal. Pese al auge constante de la vida secular
desde la Baja Edad Media, todavía no se ha secularizado
la cultura europea. Descartes y Pascal, Velázquez y Calde­
rón, Harvey y Newton, Galileo y Leibniz siguen siendo
homines religiosi, aunque sepan dar a la naturaleza y a la
razón lo mucho que una y otra piden de los hombres de
su tiempo.
Pronto cambia, sin embargo, el clima espiritual de Eu­
ropa. En Francia e Inglaterra — las dos potencias rectoras
de la vida europea hacia 1700— crece rápidamente la im­
portancia de los «libertinos», a la manera de Saint-Evre-
mond; de los «deístas», como John Toland; de los «crí­
ticos», según el reciente modelo de Pierre Bayle, y de los
«librepensadores», a la manera de Anthony Collins. A
medida que avanza el siglo xvm , el tenso equilibrio entre
la fe y la razón en que vivían los hombres del Barroco
se rompe a favor de esta última, y la «crisis de la con­
ciencia europea» (Paul Hazard) termina con el triunfo de
un programa intelectual y político cada vez más clara, re­
suelta y ampliamente cumplido: la secularización de la
vida humana. Paulatinamente la esperanza «secular» se
va transformando en esperanza «secularizada» y el «pro­
greso» en «progresismo», a medida que el Dios cristiano,
cada vez más alejado de la creación por obra de la teolo­
gía nominalista, fue sustituido en el espíritu de muchos
por el Dios abstracto del deísmo y la criatura humana se
creyó con fuerzas suficientes para regir y entender por sí
misma su propia historia.
Mas no quedó ahí el proceso. En los primeros decenios
del siglo X IX siguió creciendo la pretensión de autonomía

24
metafísica del hombre europeo, y el deísmo de la Ilustra­
ción quedó pronto desplazado por un resuelto panteísmo
evolucionista (Hegel, Marx) o por la «religión de la H u­
manidad» de Augusto Comte, las dos formas extremas y
terminales de la esperanza secularizada.
La vicisitud histórica de esa esperanza muestra, por
tanto, tres etapas distintas. En la primera comienza a di­
bujarse una visión progresista de la historia secular, su­
perpuesta a la concepción cristiana de la historia religiosa
de la humanidad: es la obra de Descartes y Leibniz. En la
segunda, iniciada, entre otros, por Fontenelle, se consu­
ma la secularización de la existencia histórica del hombre.
Mezclados con alusiones más o menos vagas al cristianis­
mo, el deísmo y un progresismo ya enteramente seculari­
zado constituyen entonces el fundamento de la vida espi­
ritual del europeo. Turgot, Voltaire, Diderot, Condorcet,
Priestley, Lessing y Herder son los hombres que mejor
representan la nueva situación. Por fin, tras el titánico
esfuerzo de Kant por deslindar y reunir al «cosmopolita»
y al «sujeto moral» en la contextura del ser humano — y
por compaginar, en consecuencia, la esperanza seculariza­
da y la esperanza religiosa de los hombres— , el progre­
sismo se trueca en evolución necesaria hacia un estado fi­
nal y absoluto del «Espíritu», de la «Humanidad» o de la
«Vida». Hegel, Marx, Comte y Spencer, cada uno a su
modo, inician y configuran esta suprema osadía de la
ambición espiritual de Europa. Después de ella, la espe­
ranza del hombre en sí mismo se quebrará con estrépito o
irá adoptando formas mucho menos olímpicas e ilusio­
nadas.

4. La esperanza de los desengañados


La esperanza de los desengañados. Contemplemos si­
nópticamente la situación de la esperanza humana a lo
largo del siglo xix. Las voces de la esperanza secularizada
integran la fracción más copiosa del coro. La seculariza­
ción positivista pone su esperanza en la ciencia: ésta será
la que redima a la humanidad y la conduzca a un defini­
tivo estado de esclarecimiento y bienaventuranza. Con
cuantas variantes se quiera, una misma ilusión anima las
2.5
almas de Comte y Littré, Renan y Berthelot, Faraday y
Darwin, Cl. Bernard y Cajal. La secularización hegeliana,
que ve en la libertad y en la plena autoconciencia del es­
píritu las metas del progreso histórico, pierde pronto vali­
miento social; pero, trocada en materialismo dialéctico
por obra de Carlos Marx, no tarda en lograr eficacia cre­
ciente entre las masas trabajadoras y sirve de cauce a su
inmensa esperanza de vida mejor, junto a ella, la espe­
ranza anarquista de Proudhon y Bakunin enciende las al­
mas de los proletarios más propensos al rapto vehemente
que al esquema racional.
Pero en la actitud del Occidente europeo y americano
ante el futuro de la existencia, ¿fue todo, durante el si­
glo X IX , esperanza secularizada y esperanza residual cris­
tiana? En modo alguno. Dentro de aquélla, en agria dis­
cordia con el general optimismo, comenzaron a sonar gri­
tos aislados de pesimismo y desengaño. La desesperación
ocupó en algunas almas el puesto de la esperanza: una
desesperación que a veces será de índole formalmente
religiosa, como en el caso de Kierkegaard y en el de
Unamuno, pero que en otras ocasiones, y esto es lo nuevo
en la historia de Europa, procede directamente de la ex­
periencia secular. Así llegó a existir, bajo forma de especu­
lación filosófica, la desesperación que minaba las almas
de Schopenhauer y E. von Hartmann, y así nació, más
directa, penetrante y poética, la que en su intimidad sin­
tieron y expresaron Leopardi, Espronceda, Musset, Vigny,
Baudelaire, Verlaine y Rimbaud. ¿Qué es y qué significa
esta inédita lamentación desesperada y orgullosa? ¿Qué
sentido tiene su perturbadora presencia en un mundo
que tan cerca cree estar de la felicidad terrena? Sólo es­
crutando el subsuelo de la aventura romántica podrá ob­
tenerse la clave de tan azorante suceso.
E l Romanticismo, cima insuperable de la ambición
humana, fue el fulgurante resultado de vivir creyendo con
gravedad y vehemencia que el hombre es Dios. Nicolás
de Cusa hizo del ser humano un Deus occasionatus, y
Leibniz un petit Dieu. Uno y otro no quisieron sino ex­
presar plástica y oportunamente, desde su personal mente
filosófica, la vieja y constante idea central de la antro-
26
pología cristiana: el hombre, imagen y semejanza de Dios.
Pero esto no basta a los románticos, herederos de una
época que ha pretendido convertir la «Providencia» en
«ley». Dando un paso estremecedor, afirmarán resuelta­
mente que el hombre es semidiós en acto y pleno Dios
en potencia: «Llegar a ser Dios, ser hombre, desarrollar­
se, son expresiones equivalentes», escribía Fr. Schlegel;
«somos Dios», había proclamado el tierno y precoz No­
valis. Tal es la cifra más secreta y decisiva del empeño
romántico; ella y sólo ella permite acceder hasta lo ínti­
mo de la obra conjunta de Hegel, Schelling, Hölderlin,
Byron, Laplace y Comte. La esperanza de los hombres
sería, en suma, la conclusion segura de esa fascinante pre­
misa: «Porque somos Dios, seremos Dios.» Todos los ro­
mánticos hubiesen podido suscribir una expresiva frase
de Schelling, según la cual el yo humano es objetivamente
«devenir eterno» y subjetivamente «producción infinita».
La concisa fórmula de Schelling permite entender con
mucha claridad el anverso y el reverso del Romanticismo.
Cuando el yo se entrega dentro de sí a esa «producción in­
finita», bien construyendo una concepción idealista de la
realidad, bien anticipando imaginativa y racionalmente el
futuro del género humano, el espíritu hace de la realidad
lo que él quiere y logra vivir en la esperanza. Este es el
lado exultante, el anverso del mundo romántico: «Estoy
seguro — escribía Hegel a Niethammer, en 1816— de que
el espíritu del mundo ha dado a nuestro tiempo la orden
de avance. Tal orden ha sido obedecida: este ser avanza a
campo traviesa, irresistiblemente, como una falange com­
pacta y acorazada, y con tan insensible paso como el Sol.»
La esperanza histórica de Turgot y Condorcet cobra ahora
un sesgo especulativo y absoluto. Pensando en lo que
quiere y puede ser, el hombre está seguro de ser Dios.
Pero ¿perdurará en el alma ese altivo sentimiento de
la esperanza absoluta, cuando el yo choque contra la in-
dominable realidad presente y viva en forma de dolor su
propia limitación? ¿Correrá por sus venas el vino incita­
dor de la esperanza, cuando la realización de sí mismo no
sea el imperturbado «devenir eterno» de una hipotética
existencia infinita, sino el «doloroso sentir» de la finita

27
y real existencia cotidiana? El hombre se cree Dios, pero
se ve a sí mismo como un Dios impotente, esto es, como
un Dios imposible; siente agitarse en su alma la ambición
de lo infinito, pero su vida le descubre que esa infinitud
se halla aherrojada. La nostalgia romántica, el mal du siè­
cle, el Weltschmerz, no son otra cosa que el término de
esa amarga e inevitable experiencia: quien frente a la
realidad advierte que ya no puede ser Dios creador, pron­
to acaba sintiéndose Dios fracasado. El reverso del Ro­
manticismo se halla constituido por la desesperación soli­
taria de quienes, viviendo bajo un cielo sin Dios, se sien­
ten condenados en la tierra a una existencia de dioses
fracasados.
Si el progresismo es el nervio más esencial de la con­
ciencia histórica del mundo moderno, estos hombres son
— penoso privilegio— los primeros desengañados del pro­
greso. En dos poetas, Leopardi y Baudelaire, podemos
contemplar la esperanza de los desengañados, la esperan­
zada desesperación del siglo xix. Los poetas de la deses­
peración son testimonio, mejor que otro documento cual­
quiera, del abismo subyacente al brioso y esperanzado op­
timismo de los románticos y los positivistas.

III. La esperanza en la crisis


de nuestro tiempo

E l hombre del siglo xix, llámese Hegel o Comte, Leo­


pardi o Baudelaire, Feuerbach o Carlos Marx, creyó ser
Dios en potencia próxima: «¿H a sido un Dios quien ha
escrito estos signos?», exclamó el físico Boltzmann ante
las seis ecuaciones de Maxwell. Todo el pathos de ese
siglo fue teopatía secular, religión de la historia. Pero,
¿y si el hombre no fuera más que mero hombre? ¿Y si la
infinitud no fuese sino la vana ilusión de un ser conde­
nado a existir precaria y sucesivamente? ¿Y si la preten­
sión de conquistar «lo Absoluto», bajo forma de creencia
o de noción intelectual, resultase equiparable al empeño
del barón de Münchhausen, que aspiraba a salir del pozo
tirando de su propia coleta? ¿Y si la existencia humana,

28
una existencia constitutivamente finita y tempórea, no
tuviese otro destino que el de hacerse a sí misma a lo lar­
go de su biografía y de la historia?

1. La crisis y la esperanza: Heidegger,


Sartre, G. Marcel
Tales han sido las interrogaciones originarias del histori-
cismo y del existencialismo, dos de los más esenciales
ingredientes de la crisis contemporánea. «Forzado a hacer
pie en lo único que le queda, su desilusionado vivir» (Or­
tega), el hombre de nuestro siglo ha pensado que existir
humanamente no consiste sino en esto: en aceptar con
resignación trágica el deber de crear día a día su realidad
propia, bajo un cielo sin Dios y dentro de un mundo sin
sentido. Al «Y o soy D ios» de sus abuelos, ha opuesto el
«Yo soy mi libertad» de los que en ser libres cifran todo
su haber. Tal ha sido la actitud cardinal del espíritu de
Occidente, desde que el curso de la historia ha mostrado
a todos, a fuerza de dolor, la radical inanidad de la espe­
ranza progresista; con otras palabras, desde que para to­
dos se ha hecho patente la crisis del mundo moderno.
No enojaré al lector describiendo una vez más esa gra­
ve y sangrienta crisis histórica, la más sangrienta y grave
desde el hundimiento del Imperio romano. Pero debemos
preguntarnos: ¿en qué cree, qué espera, qué ama realmen­
te el hombre, después de esa quiebra de sus pretéritas
creencias, esperanzas y dilecciones? No lo sabe. Sólo sabe
que, desde hace varios decenios, su existencia histórica
se halla hondamente desorientada; que lo que un día le
parece digno de fe, confianza y amor, es al día siguiente
tierra inhabitable y tediosa; que al entusiasmo de ayer
sigue la decepción de mañana; que, en una palabra, sigue
viviendo en crisis. La historia más reciente del pensamien­
to filosófico, de la sensibilidad artística y de la conviven­
cia social ilustran con ejemplos clamorosos esa dolorosa
verdad. Sin identificarse con Leopardi o con Baudelaire,
muy lejos de ellos en la mayor parte de los casos, el eu­
ropeo y el americano posteriores a 1914 — los devotos de
Ensor, Kafka y Rilke, los lectores de Faulkner y Miller—

29
se han sentido obligados a verles como aves precursoras
de la tormenta que hoy padece el mundo.
Una de las más sutiles e inmediatas expresiones de las
crisis históricas consiste en la desaparición del futuro
previsible. No ha sido excepción la crisis contemporánea.
Antes de ella, la general creencia en la «ley del progreso»
daba sentido histórico — y, por lo tanto, resignación, por­
que comprender es soportar— a los dolores y fracasos que
sin cesar aparecen en la existencia más feliz. Previéndolo
o creyendo que podía preverlo, el hombre moderno con­
taba con el futuro, descansaba en él. La temporal contin­
gencia de la realidad humana necesita apoyarse a la vez
en el pretérito y en el futuro, en una visión del pasado y
en una previsión del porvenir. El más negro y penoso
presente puede ser bien soportado, cuando el recuerdo y
la esperanza, la historia y la profecía, sirven de andado­
res a la existencia: éste era el caso del siglo xix, tan có­
moda y seguramente instalado entre su idea evolucionista
de la vida pretérita y su visión progresista de la vida ve­
nidera.
He aquí, sin embargo, que la historia humana ha deja­
do de ser previsible. La catástrofe y la felicidad son o
parecen ser igualmente posibles ante la mirada de los
que avizoran el porvenir. Por otra parte, la imagen del
pretérito se complica, y ya no responde a los fáciles es­
quemas rectilíneos de Comte, Spencer, Wundt y Tylor.
La existencia humana, desprovista de los andadores en
que se apoyaba, ha comenzado a sentirse históricamente
insegura, azorada, ansiosa. Digámoslo con la palabra inevi­
table: angustiada. En tal situación, ¿cómo han sentido
los hombres la esperanza? ¿Qué han pensado acerca de
ella? Oigamos la respuesta de algunas de las mentes que
mejor representan la crisis de nuestro siglo: Heidegger,
Sartre, Marcel.
a) Diríase que Heidegger invierte de un modo impla­
cable y sistemático todas las tesis tradicionales relativas
a la esperanza. Para el pensamiento tradicional — Kant y
Hegel comprendidos— , el futuro auténtico es el de la es­
peranza; esto es, aquel que pone a la existencia ante su
inmortalidad y su posible infinitud, ante la plenitud de su
30
propio ser. Para Heidegger, en cambio, sólo es auténtico
el futuro cuando abre la mirada de la existencia hacia su
indudable finitud, hacia la muerte, hacia la posibilidad
de no existir, hacia la nada. La esperanza de una posibili­
dad de ser, cualquiera que ella sea, es inautèntica; sólo
sería auténtica la angustiosa abertura de la existencia ha­
cia la posibilidad de no ser. Para Abelardo, Santo To­
más, Descartes y Kant, es magnánimo aquel que de modo
razonable se empeña en conseguir la grandeza de su ser,
siempre en vista de ser plenamente. Para Heidegger, la
magnanimidad es la conversión de la angustia en osadía
creadora, la grandeza de quien sabe vivir y crear apoyan­
do su pie sobre la nada. No en vano ha escrito — disten­
diendo, hasta hacerlo estallar, el pathos del mundo mo­
derno— que «la posibilidad es más alta que la realidad»;
con lo cual el «todavía no» domina esencialmente sobre
el «ya». A la postre, tal vez sea Heidegger un Platón para
el cual no son y no pueden ser reales las ideas.
Sin embargo, acaso no sean las cosas tan sencillas. La
imponente salva de interrogaciones que sirve de remate
a Kant und das Problem der Metaphysik termina con és­
tas: «¿Tiene sentido concebir al hombre, sobre el fun­
damento de su más íntima finitud, ... como ’’creador” y,
por tanto, como ’’infinito” ? ¿Hay algún derecho a ello?
La finitud de la existencia, incluso como problema, ¿pue­
de ser desarrollada sin una ’’presupuesta” infinitud? ¿Y
de qué modo es ese ” pre-suponer” en la existencia? ¿Qué
significa la infinitud así ’’puesta” ?» Al término de esa
grave serie de preguntas, Heidegger se limita a copiar el
texto de la Metafísica de Aristóteles en que éste recuerda
cómo la cuestión del ente fue propuesta y atacada en vano
antaño, ahora y siempre. Pero la cabal intelección de la
esperanza humana, ¿no exige acaso de la mente su re­
suelta instalación en ese presupuesto de la infinitud? Y,
procediendo así, ¿no quedará quebrantada en su misma
base esa visión de la esperanza como un modo inautèntico
de existir?
b) Heidegger o la esperanza como inautenticidad;
J. P. Sartre o la desesperanza como forma primera de la
vida auténtica. Según Sartre, ¿qué espera, qué puede es-

31
perar, qué debe esperar el hombre conocedor de su pro­
pia realidad y resuelto a aceptarla como ella es?
Toda la existencia del hombre es una constante aspira­
ción activa hacia un modo de ser en que coincidan ple­
namente el Para-sí y el En-sí; dicho menos técnicamente,
el hombre aspira a la definitiva posesión de una plenitud
que se contemple gozosa e inacabablemente a sí misma.
Aspira el hombre, en suma, a ser Dios. Pero acaece que
si el hombre espera ser Dios, espera lo que no puede es­
perar, espera un imposible. No simplemente porque el
hombre no puede «convertirse en» Dios, sino por algo
mucho más grave y radical: porque la noción de Dios en
sí misma es contradictoria. Un «En-sí-Para-sí», dice Sar­
tre, es absolutamente impensable y absurdo. El hombre
es un deseo de ser Dios; pero Dios es impensable e impo­
sible, no existe y no puede existir; luego el hombre es
una pasión inútil. Ahora bien: si el hombre no puede es­
perar lo que espera, ¿qué deberá esperar? La respuesta
de Sartre es consecuente y terminante. Dice así: si quiere
vivir de acuerdo con su propio ser, el hombre debe no
esperar, y así evitará el riesgo de desesperar. La esperan­
za es la vana ilusión de los «indecentes» y los «serios»;
de todos cuantos quieren engañarse respecto a sí mismos,
admitiendo la existencia de un mundo de valores y reali­
dades dotado de objetividad. La desesperación sería el
sentimiento de los semi-cobardes y semi-resueltos; de los
que — como Baudelaire— tienen demasiada lucidez para
ser «serios» y harto poco arrojo para ser «libres». Ni es­
peranza ni desesperación, sino desesperanza: tal sería el
lema de la lucidez y la decisión sartrianas. El hombre
debe aceptar serena y animosamente la realidad de su
condición humana, conquistar paso a paso su propia li­
bertad, dar cara a la angustia de existir, inventar sus pro­
pios valores y comprometerse virilmente en la realización
de éstos, aun sabiendo que el término de su empeño es
la nada.
c) También Gabriel Marcel es un testigo y un testi­
monio de la crisis. Por ello, acaso no sea inoportuno
exponer la fenomenología de la esperanza, tal y como
Marcel la entiende, mostrando sucesivamente, en el or-
32
den de la pura descripción, lo que no es la esperanza, lo
que se opone a ella y lo que ella significa.
La esperanza no es, ante todo, el mero deseo. Tampoco
el optimismo, ni la nuda vitalidad. Si de la esperanza se
distinguen el deseo, el optimismo y la vitalidad, opónense
a ella la inesperanza y la desesperación. Llama Marcel
inesperanza a la angustia inconcreta, indeterminada y pre­
reflexiva de sentirse entregado al tiempo. La conexión
entre esta experiencia de Marcel y los análisis existen-
ciales de Kierkegaard y Heidegger es evidente. Cuando
la «inesperanza» se refiere a un objeto determinado, se
trueca en desesperación.
¿Qué es entonces la esperanza? ¿Cómo puede y debe
ser concebida en el orden del ser y de la realidad? ¿Qué
cabe decir de la realidad del esperanzado y de la realidad
en general, desde el punto de vista de la esperanza? La
respuesta de Marcel puede ser comprendida en esta serie
de asertos: el ser de quien espera es un ser deficiente y
perfectible; la realidad en general es creativa y rebasa el
orden de la mera previsión; la relación del esperanzado
con la realidad adopta la forma de una relación «yo-tú»,
en la cual el «tú » es un «T ú » personal y absoluto; la
relación con el «Tú absoluto» en que la esperanza con­
siste es a la vez una respuesta y un salto a la trascen­
dencia.
La existencia humana es riesgo y aceptación del ries­
go. De aquí el carácter de prueba que tiene la vida hu­
mana, y por ende toda situación desde la cual se espera.
Con su deficiencia y en su cautividad, el esperanzado es
un hombre en la prueba. Vita probatio est: quien no
sienta así su propia existencia, ése vivirá el deseo y la
desesperación, aunque el placer parezca envolverlo.
¿Qué puede, qué debe hacer el hombre frente al riesgo
y la prueba? Dos reacciones son posibles: la retracción y
la creación. Es posible, en efecto, que el hombre ceda a la
tentación de retraerse en sí mismo, «como si el porvenir,
vaciado de su sustancia y su misterio, no pudiera ser
sino el reino de la repetición pura». Poco impetta que la
defección quede falaz y externamente jusdfesffflk in odian­
te las fórmulas impersonales de un esBpffísmo sist*má-

33
3
tico; bajo una seguridad aparente, la desesperación — sor­
da, implacable— continuará minando el alma.
Mas también es posible que el alma salga de la prueba
entregándose resuelta y animosamente a la creación, la
comunión y la esperanza. Así considerada, «la esperanza
consistirá en tratar la prueba como parte integrante de
uno mismo y, a la vez, como vicisitud destinada a reab­
sorberse y transmutarse en el seno de un determinado pro­
ceso creador». Creador en el doble sentido que ya cono­
cemos: en cuanto que supone una actividad personal de
la existencia esperante y en cuanto que depende de la
realidad en que se espera, creadoramente animada desde
su fondo por un Tú absoluto y providente. En el «Y o
espero en ti», el Tú absoluto es a la vez lazo viviente de
mi relación con el tú empírico y particular de mi es­
peranza, y última garantía de ésta.
Esta reacción esperanzada a la prueba exige valentía y
sacrificio, y, por tanto, libertad. Instalado en su libertad,
el hombre creador y esperanzado confía en la creatividad
del Tú absoluto que activamente yace en el fondo mismo
de lo real y entrevé como posibilidad el remedio de su de­
ficiencia. Como dice Marcel y había dicho San Agustín,
«la zona de la esperanza es también la zona de la ple­
garia».
Tal es, reducida a deficiente esquema, la bella, sutil y
profunda teoría marceliana de la esperanza, la respuesta
personal más delicadamente prometedora entre todas las
que ha determinado la crisis contemporánea.
Heidegger o la esperanza como inautenticidad; Sartre
o la metafísica de la desesperanza; Marcel o la metafísica
de la esperanza. Tres testigos, repetimos, de una crisis
histórica. Hay crisis histórica, enseñó Ortega, cuando se
quiebra el sistema de creencias sobre que venía descansan­
do la existencia del hombre, y que por tanto habrá de ser
ineludible e inmediatamente sustituido por otro. En su
misma raíz, en el fundamento metafisico de su inteligen­
cia y su voluntad, la existencia humana posee una estruc­
tura a la vez «pistica» (pístis, la fe, la creencia), «elpídi-
ca» (elpís, la esperanza) y «fílica» (philta, la amistad, el
amor). Porque la necesidad de creer, esperar y amar per-

34
tenece constitutiva e ineludiblemente a nuestro ser, «so­
mos» nuestras creencias, nuestras esperanzas y nuestras
dilecciones, y con ellas contamos, sabiéndolo o no, en la
ejecución de cualquiera de los actos de nuestro vivir per­
sonal. En una época de crisis, por tanto, se esfuman nues­
tras anteriores creencias y esperanzas, pero no la consti­
tutiva dimensión humana del creer o el esperar. Muy al
contrario, es entonces cuando ésta aparece desnuda y
acremente.

2. Teoría de la esperanza: Minkowski,


Le Senne, Bollnow, Plügge, Bloch
Consecuencia de esta profunda crisis ha sido el trata­
miento sistemático de lo que la esperanza es y representa
en la vida del hombre; lo cual puede servir, qué duda
cabe, para evitar futuros espejismos y nuevas crisis. Diri­
jamos, pues, la mirada hacia quienes han procurado mos­
trar limpia y ordenadamente la existencia y la estructura
de esta recién columbrada provincia de la realidad huma­
na. No constituye un azar el hecho de que sean tres filó­
sofos (Le Senne, Bollnow y Bloch) y tres médicos (Min­
kowski, Brednow y Plügge) los más destacados analistas
actuales de la esperanza humana:
a) Las ideas del psiquiatra Minkowski acerca de la
esperanza tienen su fundamento, según explícita y reite­
rada declaración de su autor, en la idea bergsoniana del
tiempo. Nuestra vivencia del tiempo revestiría dos for­
mas netamente distintas entre sí: por una parte, el tiempo
«espacializado» o racional de los relojes, los astros y los
horarios del ferrocarril, el tiempo de la «duración pensa­
da» y la yuxtaposición; por otra, el tiempo «vivido» o
intuido en que inmediatamente se nos revela el curso de
nuestra propia vida, el tiempo de la «duración vivida» y
la continuidad, el «devenir». Pero el hombre, movido por
la espontaneidad viviente y creadora de su primario «im­
pulso personal» (élan personnel), convierte ese «devenir»
en «porvenir», y como tal lo vive: «el élan vital — escri­
be Minkowski, desarrollando el pensamiento de Berg­
son— crea el porvenir ante nosotros, y sólo él lo hace».
En la temporalidad de la existencia humana, la dimensión

35
que llamamos «futuro» o «porvenir» tiene primacía so­
bre las restantes y actúa determinantemente sobre ellas.
El porvenir se nos muestra, según esto, bajo dos for­
mas distintas: como futuro previsto o sabido y como fu­
turo vivido. Llama Minkowski «figuras temporales» a los
fenómenos de la existencia viviente que, desarrollándose
en el tiempo, contienen también el tiempo en ellos. Pues
bien: ¿cuáles son las figuras temporales en que se mani­
fiesta nuestra vivencia del porvenir, la experiencia perso­
nal del porvenir «vivido»? Para nuestro autor, esas «fi­
guras» se ordenarían en tres escalones sucesivos: en el
primero, la vida se enfrenta con lo inmediato bajo forma
de actividad y espera; en el segundo tiende hacia lo me­
diato a través del deseo y la esperanza; en el tercero pone
su meta en lo absoluto mediante la plegaria y el acto
ético. La perspectiva del porvenir va así ganando alcance
y majestad, hasta hundirse en la irrebasable región del
misterio.
Opónese a la actividad, en ese primer plano del por­
venir inmediato, la espera (attente). No se trata ahora de
la espera pensada y calculada del viajero que aguarda la
llegada de un tren, la espera del «tiempo mensurable»,
sino de la retracción de nuestra vida sobre sí misma ante
lo que el devenir más inmediato pueda traerle. Así enten­
dida, la espera engloba todo el ser viviente, suspende su
actividad y le fija, angustiado, en la expectación de lo que
va a ocurrir. El temor, la ansiedad y la angustia se opo­
nen ahora a la alegría elemental de vivir de la actividad
no cohibida por el medio; la expansión vital se trueca en
estrechamiento del ser viviente; la vivencia del tiempo
como marcha o avance hacia el porvenir es sustituida por
otra de signo inverso: el porvenir viene hacia nosotros
para hacérsenos presente. La espera, en suma, pone a la
vida ante la perspectiva de la muerte.
E l segundo de los «escalones» del porvenir vivido se
hallaría constituido por el deseo y la esperanza. La espe­
ranza (espoir) va «más lejos» que la espera y se orienta
hacia «un porvenir lejano, más amplio, lleno de prome­
sas». Quien espera con esperanza, se aparta del doloroso
contacto inmediato con el medio y presiente «todo lo que

36
puede haber en el mundo más allá de ese contacto inme­
diato que la espera establece entre el devenir y el yo»; y
así la esperanza no es una prolongación lineal de la espe­
ra, sino un fenómeno vital cualitativamente distinto de
ella. La esperanza nos libera de toda espera ansiosa y se
halla en más íntima conexión con el yo: mi esperanza
«me permite refugiarme en mí mismo, para mirar desde
allí desarrollarse la vida en torno a mí». También «hacia
adentro» va la esperanza «más lejos» que la espera; quien
espera vive más dentro de sí mismo que quien aguarda.
El tercero y último «escalón» del porvenir llega hasta
la linde de lo absoluto, y nuestra relación con él adopta
las formas de la plegaria y el acto ético. La plegaria de
que habla Minkowski no es un acto religioso confesional,
sino el fenómeno vital y prerreligioso que hace natural­
mente posibles las plegarias de todas las religiones. Es
la única actitud posible frente a un porvenir que supera
nuestra personal y humana capacidad de esperar: «hay
circunstancias en la vida — escribe Minkowski— en que
la esperanza parece demasiado débil, y entonces oramos»;
cada cual a su manera, habría que añadir. En la plegaria
nos «elevamos» por encima de nosotros mismos y de todo
cuanto nos rodea, y dirigimos nuestra mirada hacia un
horizonte infinito, hacia una esfera más allá del tiempo y
del espacio, llena de grandeza y de claridad, pero también
de misterio.
Tales son, sinópticamente consideradas, las ideas de
Minkowski acerca de la espera y la esperanza. Madura­
das por él desde los años de la Primera Guerra Mundial,
aun cuando no publicadas hasta 1933, no es difícil descu­
brir en ellas un curioso parecido con las que entonces
germinaban en la mente de Gabriel Marcel: cierto común
genius temporis opera sutilmente sobre el filósofo y el
psiquiatra, y en los dos casos engendra frutos intelectua­
les delicados y sugestivos.
b) Bajo el título de Introduction à la description de
l’espérance, y durante los años de la Segunda Guerra
Mundial, R. Le Senne compuso una estimable contribu­
ción al estudio del esperar humano. La metafísica espiri­
tualista y axiológica de su autor es a la vez fundamento

37
y meta de estas reflexiones, acaso no enteramente ajenas
a las de G . Marcel en su Journal métaphysique y en Etre
et avoir.
Para Le Senne la filosofía, en el período de entregue-
rras, asiste a la quiebra de la vision científico-natural del
pensamiento, y como consecuencia de tan honda mutación
histórica al redescubrimiento filosófico de la indetermi­
nación. Regida por el principio de la indeterminación, se
mueve «entre los dos límites de que es susceptible, la
Nada y el Infinito positivo». En un primer momento pa­
rece haber dominado el atenimiento a la nada; pero Le
Senne confía en que ese movimiento intelectual — histó­
ricamente comprensible y nunca profundo, porque el es­
píritu humano no tolera la angustia— sea moda fugaz,
y más en Francia, donde la filosofía, desde Descartes, «ha
puesto siempre su mirada en la salvación». La fuente de
todo valor no puede ser más que el Infinito positivo, el
« V alor-uno-e-infinito».
El filósofo que pretenda investigar esa «salvación» ha­
cia que su mente se mueve, ¿cómo logrará su empeño?
Evidentemente, sólo sabiendo de algún modo qué es lo
que aspira a conocer; por tanto, procurando que su espí­
ritu alcance una anticipada posesión de la salvación que
busca; en suma, esperándola. «L a investigación de la sal­
vación comienza por la esperanza», curiosa actividad es­
piritual «que nos rehúsa lo que nos da» y se nos muestra
como «la presencia de una ausencia, el ser de un no-ser,
el porvenir en el presente, y al mismo tiempo el presente
en el porvenir».
Ya frente al tema de su meditación, Le Senne se apre­
sura a distinguir entre la esperanza infinita, «esperanza
de nada» o «estado de esperanza» (espérame), y las espe­
ranzas concretas (espoirs). Aquélla es metafísica, indeter­
minada, desinteresada, prevoluntaria e incalculable; estas
otras son psicológicas, determinadas, interesadas, sujetas
a la voluntad y al cálculo. En la esperanza infinita, que
expresa la pretensión de absoluto ínsita en el espíritu hu­
mano, no cabe la decepción; las esperanzas concretas, en
cambio, pueden decepcionarnos y quedan aniquiladas
cuando pretenden apresar la esperanza infinita en lugar

38
de recibir su prestigio. El «prestigio» — noción que Le
Senne eleva a la jerarquía de concepto metafisico— sería
el modo de la relación entre la esperaba infinita y las
esperanzas concretas. La esperanza infinita necesita deter­
minarse. Pero acaece, según Le Senne, que, cuando se de­
termina, se corrompe: «la esperanza concreta es debida
a una corrupción de la esperanza infinita por obra de la
determinación». La determinación de la esperanza infinita
es, en fin de cuentas, la «degradación» que en ella produ­
ce su forzosa realización a través de un cuerpo. El «espi-
ritualismo» de Le Senne le induce a un error antropoló­
gico que habremos de examinar y corregir en páginas
ulteriores. Más que causa de la «degradación» de la espe­
ranza humana, el cuerpo es su condición positiva. La «re­
dención del cuerpo», ¿no era parte esencial del objeto de
la esperanza de San Pablo?
c) El tercer teórico de la esperanza es Fr. Bollnow,
autor que, partiendo de la antropología implícita en Sein
und Zeit, ha querido determinar la situación y la signifi­
cación del «talante» (Stimmung) en la estructura de la
existencia humana, indagando la posibilidad de una «ana­
lítica existencial» basada en el sentimiento de la esperan­
za, y no sobre el de la angustia. La esperanza sería la
«estructura fundamental» de la vida humana. Pero tal
expresión, ¿cómo debe ser entendida? El proceder inte­
lectual de Bollnow se atiene a la temporeidad de la exis­
tencia. Según Heidegger, esa temporeidad se determina
concretamente como «cuidado» (Sorge). Para Bollnow, en
cambio, la esperanza es una determinación más radical y
profunda que el cuidado: la constitución de la vida hu­
mana, originaria en ella, se halla determinada por la es­
peranza: «L a esperanza es más originaria que el cuidado,
y sólo en el horizonte de la esperanza puede aquél ser
rectamente comprendido.» De ahí que todo el existen-
cialismo, en cuanto construcción filosófica, deba ser re­
visado desde su fundamento.
Una nueva cuestión surge ahora. Si la esperanza es la
«estructura fundamental» del alma humana, algo, por con­
siguiente, que el alma no puede perder, ¿cómo es posible
hablar de la «virtud» de la esperanza? Es la esperanza

39
virtud, contesta Bollnow, en cuanto que el hombre trata
de cumplir o conquistar recta y animosamente lo que ella
ofrece. Entre la esperanza, concebida como estructura
fundamental de la existencia, y la virtud teologal de la
esperanza, la mente descubre un «dominio intermedio»
en el cual el esperar del hombre se hace «virtud natural».
Hay, pues, una «forma natural previa» de la esperanza
cristiana susceptible de ser tratada por la filosofía.
En su animosa reacción contra la angustia del existen-
cialismo, ¿no habrá ido Bollnow demasiado lejos? E l «so­
porte metafisico» que la esperanza concede a la existencia
humana ¿es, en realidad, tan firme y radical como él dice?
Forzosamente habrá que examinar más adelante estas
cuestiones.
d) En una conferencia pronunciada en la Evangelische
Studentengemeinde, de Jena, W. Brednow, profesor de
Medicina interna en aquella Universidad, se ha planteado
medicamente el problema de la esperanza. Su interroga­
ción inicial se funda en una vieja experiencia médica.
Solía decir el clínico Joh. Chr. Reil que los enfermos incu­
rables pierden la vida, pero nunca la esperanza. ¿Cómo es
esto posible? ¿Acaso la esperanza de vivir se confunde
con la vida humana?
Fundado en la teoría de los «estratos» anatómicos,
funcionales, psíquicos y personales de la realidad del hom­
bre (L. Edinger, J . H. Jackson, E. Rothacker, N. Hart­
mann, G. Ewald, R. Thiele, Fr. Kraus), la actividad de
esperar puede ser dos cosas distintas, aunque conexas en­
tre sí, contesta Brednow. En la «persona profunda», la
esperanza es «la potencia, la fuerza y la tensión indiferen­
ciadas en un temple vital más o menos tónico. Puede
decirse que tal modulación o tono del temple vital de la
persona significa la forma más general de lo que podemos
llamar esperanza». De ahí la esencial conexión entre la
esperanza y la vida: «si se quiere vivir, si existen tenden­
cias vitales, se espera; o, dicho de otro modo: la vida sin
esperanza es difícilmente pensable». La esperanza es aho­
ra una tendencia vital y primaria, no dirigida a un objeto
determinado y subsistente mientras dura la vida.
Del estrato de esta esperanza vital e indiferenciada se

40
elevan impulsos hacia las capas «más altas» y más tardía­
mente adquiridas de la personalidad. En ellas se diferencia
lo indiferenciado y se orienta lo indefinido y genérico.
La tendencia vital, especificada en «superficies de con­
tacto» (Haftflächen) apetentes de un contenido bien de­
terminado, se dispara hacia fines concretos. «L o informe
e inaprensible del temple vital que es la esperanza se
hace tendencia rectora, impulso del sostenimiento, direc­
ción otorgadora de puntos de vista y seguridades; el
’’áncora de la esperanza” es un convincente símbolo de
este proceso.» Tal sería la obra de la persona cortical. «L a
conciencia puede conformar y orientar, merced a la expe­
riencia, un sentimiento fundamental más o menos espe­
ranzado. Estas buscadoras superficies de contacto son a
la vez amarras lanzadas a una corriente viva, y ya no co­
rresponden a un mero temple vital, sino que reciben sus
pilares de sostenimiento y se hacen más vigorosas cuando
llegan a los estratos próximos a la conciencia y a la con­
ciencia misma, esto es, a las instancias que las configu­
ran.» La sucesiva maduración de la existencia humana
iría dando realidad y precisión a ese proceso psicológico.
Vengamos ahora a la pregunta inicial: ¿puede vivir el
hombre sin esperanza? La respuesta debe ser: mientras
posee el impulso vital de la esperanza, el hombre vive.
Contrariedades de la vida, necesidades, enfermedades o
conmociones profundas pueden alterar mediatamente la
función de este dominio biológico y extinguir la esperan­
za vital. Pero si la esperanza vital se paraliza y apaga con
el proceso de la muerte biológica, ¿qué sucede con la
esperanza «superior» o religiosa? ¿Puede alguien morir
no consolado por ella?
e) A estas preguntas ha tratado de dar cumplida res­
puesta el médico H. Plügge en su breve estudio, Ueber
die Hoffnung, consagrado al problema antropológico de
la esperanza. Dos minuciosas historias clínicas de enfer­
mas muertas de cáncer ponen a Plügge ante el hecho cen­
tral: a medida que la enfermedad se agrava y se anulan
las posibilidades de curación, en el alma del paciente va
apareciendo una esperanza nueva, ante la cual no tienen
peso alguno los juicios empíricos y racionales del propio

41
enfermo acerca de su incurabilidad. Hay que distinguir,
en consecuencia, la «esperanza de los incurables» de la
«esperanza cotidiana»; tanto más cuanto que aquélla sur­
ge después de que ésta ha fracasado.
La «esperanza cotidiana» o «común» (gemeine Hoff­
nung) está orientada hacia algo mundano, exterior, con­
creto, contingente; por tanto, lleva siempre en sí un coe­
ficiente de ilusión y se halla sujeta al azar y a la decep­
ción. De la ruina total de esta esperanza común surge
misteriomente la «esperanza genuina» (echte Hoffnung):
«la decepción de todas las esperanzas comunes alberga en
sí la posibilidad de liberarse de toda ilusión dirigida al
mundo». Así, aunque esta esperanza tienda hacia algo
indeterminado, posee un contenido inmanente e intrans­
ferible: apunta, en efecto, hacia una perduración de la
persona, de cualquier género, con tal de que sea segura,
hacia una autorrealización en el futuro, hacia una reno­
vación indeterminable, pero de algún modo aseguradora.
No se trata simplemente de la curación o de la desapari­
ción de dolores y flaquezas, sino de algo más amplio, en
lo cual todo eso queda subsumido; algo que con Bollnow
podría llamarse «estado de salvación» (Heil-Sein).
f) Finalmente, Ernst Bloch: el filósofo marxista
— pero de manera original y no escolástica— que ha es­
crito el más extenso, testimonial e influyente tratado so­
bre la esperanza que hasta hoy se haya escrito: Das Prin­
zip Hoffnung. La esperanza es para Bloch una «concien­
cia anticipadora». Bloch piensa que la esperanza subjetiva,
con la que se espera, debe estar «segura y cierta» de sí,
«aun cuando lo indicado por ella, es decir, la esperanza
objetiva, cuyo contenido se espera, sea en el mejor de los
casos sólo probable y ... no esté en absoluto garantizada
de un modo seguro y cierto». La falta de garantías obje­
tivas en lo esperado angustia. La angustia sin base se su­
pera poniendo una seguridad subjetiva, que se concreta
en un optimismo militante. En éste, la ardiente esperan­
za, inflexible y activa hasta lo último, se atreve a «ir
al frente».
Desde esta perspectiva Bloch realiza un amplio estudio
de las expresiones concretas que ese esperar ha tenido en
42
la vida histórica real: cuentos y fábulas, viajes, espectácu­
los, medicina, sistemas sociales, técnica, arquitectura, geo­
grafía, arte, saber, moral, representaciones de la muerte, re­
ligión, sumo bien. La conclusión de todo este recorrido es
clara. Para Bloch la esperanza subjetiva es «realmente creí­
da» en el sentido de una posición voluntaria. Y para él, teó­
rico marxista de la esperanza humana, la forma fundamen­
tal de su esperanza no es dialógica, sino dialéctica. El mate­
rialismo dialéctico, al fin y al cabo, se sostiene sobre una
«creencia en que», en el fondo, sólo la materia sería el
seno de la fecundidad, del cual surgirían por modo inago­
table todas las formas del mundo, siendo la esperanza la
única capaz de extraer de esta materia todas las posibili­
dades, una potencia infinita. Lo que puede devenir el
hombre y su mundo, desde un punto de vista puramente
natural, está penetrado de una esperanza indecible, cuya
apariencia fragmentaria es el hombre actual. Su esperanza
está abierta a un mañana desconocido. La esperanza para
nuestro mundo es, concluye Bloch, terreno virgen, apenas
explorado. Y sólo el que se atreve subjetivamente con la
máxima confianza y lucha con el valor de la desespera­
ción tiene probabilidades de ganar algo incluso objetiva­
mente, es decir, de posibilitar el mañana desconocido.
En los autores sistemáticos, la «época de crisis» parece
superada. En Bloch diríase que nos encontramos de nuevo
ante un doctrinario del progreso, y que en él — en mu­
chos, con él— ha vuelto a renacer filosóficamente la
confianza en el futuro. En cierto modo, así es. Pero ahora
el progreso es más cauto, menos maquinal. A la mecánica
del progreso ha sucedido la «esperanza» del progreso, y
a su raíz irracional extrahumana una base rigurosamente
humanista; en último término, personalista. El libro de
Bloch puede ser considerado como el principio y el co­
mienzo (no sólo Prinzip, también Anfang) de una etapa
nueva en la historiología y la sociología de la esperanza.
No será difícil al lector descubrir el eje común de las
conclusiones a que han llegado todos los teóricos contem­
poráneos de la esperanza: Marcel, Minkowski, Le Senne,
Bollnow, Brednow, Plügge, Bloch. Ese eje común es la
antropologia de la esperanza, que ellos han construido

43
complementariamente desde el análisis de la existencia
propia, la especulación teorética y la observación de la
realidad del hombre enfermo o del proletario. En el fon­
do de todos ellos parece latir la creencia de que la tan
denunciada «crisis de la cultura moderna» no es sino un
accidente convulsivo en la historia de Occidente que pue­
de, debe y tiene que abrirnos a nuevos horizontes más
justos, más humanos, más personales. ¿También más re­
ligiosos?

3. La reacción cristiana
En otro lugar he tratado de reducir a estos cinco epí­
grafes los caracteres positivos — y no meramente «críti­
cos»— de la época en que vivimos: voluntad de plenitud
histórica, conciencia de una originalidad radical, afirma­
ción de la realidad de las cosas, visión del hombre como
persona y descubrimiento de la misteriosidad de lo real.
Pues bien: en cuanto agonista de su tiempo, el cristiano
del siglo X X ha vivido «cristianamente» esas cinco deter­
minaciones de la existencia humana. La «voluntad de ple­
nitud histórica» le ha llevado a comprender con hondura
y sutileza inéditas todas las vicisitudes de la historia del
Cristianismo y, en consecuencia, a conquistar posibilida­
des de pensamiento, sentimiento y acción preteridas cuan­
do por primera vez surgieron. Bastará mencionar, a título
de ejemplo, la renovada fecundidad de la Patrística y el
cambio de actitud de tantos historiadores y teólogos ca­
tólicos frente al problema de los orígenes de la Reforma.
La «conciencia de originalidad» no ha sido en la vida cris­
tiana — y no ha podido ser— tan vigorosa y exigente
como en la vida estrictamente secular, porque el impera­
tivo de la tradición es mucho más fuerte para quienes
viven dentro del Cristianismo que para los que se hallan
fuera de él; mas no por ello han faltado hambre y sed de
novedad en el seno de las almas cristianas más sensibles
a la historia. Sea cualquiera el definitivo resultado del
empeño, el intento de construir una teología intelectual­
mente «nueva» y dogmáticamente «tradicional» pertenece
al meollo espiritual de nuestra época. No menos actuales
son la creciente estimación teológica de las realidades de

44
este mundo — la expresión «teología de las realidades te­
rrestres» ha llegado a ser tópica— y la constante asun­
ción, por parte del pensamiento cristiano, de los resulta­
dos a que va llegando la antropología contemporánea,
cada vez más atenta a la condición «personal» del hom­
bre. Y en la teología de los últimos decenios, ¿no son
claramente perceptibles la extraordinaria frecuencia de la
palabra «misterio» y una desusada finura espiritual en la
comprensión de la misteriosidad de las verdades reli­
giosas?
E l cristiano trata así de vivir y asimilar su momento
histórico, el actual. Y muy especialmente en el tema de la
esperanza, atribuyendo resueltamente un carácter colec­
tivo al bien esperado. Tal es, en mi opinión, el primer
rasgo de la actual teología de la esperanza. «E l objeto de
la esperanza es, en rigor, el destino total del mundo y de
la humanidad» (Daniélou). ¿Necesitaré subrayar la visi­
ble concordancia que existe entre el «espíritu» de nuestro
tiempo — tan propicio a la afirmación de la comunidad
desde la individualidad— y esa concepción a la vez co­
munitaria e individualizada de la esperanza cristiana?
E l segundo de los rasgos doctrinales de la nueva teolo­
gía católica de la esperanza consiste en una profunda y
depurada estimación cristiana del mundo natural y del
mundo histórico; de tal modo, que ya resulta improce­
dente la contraposición de una actitud «religiosa» y otra
«intramundana» — como si aquélla hubiese de ser pura­
mente escatològica— en la concepción de la esperanza.
En primer término, porque en la idea cristiana de la es­
peranza humana es parte esencial la relación entre el
hombre y el mundo, y en segundo, porque la esperanza
intramundana puede ser y es a veces formalmente religio­
sa. Lo que da condición «religiosa» a la esperanza del
hombre es el hecho de que el objeto material de ésta sea
un bien de carácter total y absoluto, un «Sumo Bien»,
aunque tal bien — como es el caso de cuantos esperan un
pianificante «estado final» de la historia— parezca ser
terrenal e histórico.
Filósofos de la crisis; teóricos de la esperanza; teólo­
gos de la esperanza. Esta es la triple contribución de

45
nuestra época al tema que nos ocupa. ¿Podrá construirse,
tomándolos como base, una rigurosa antropología de la
esperanza? En los capítulos que siguen intentaré edificar,
ya con propósito sistemático, una teoría del esperar hu­
mano que exprese mi personal modo de vivirlo y enten­
derlo. Ordenaré mi pesquisa en tres capítulos sucesivos.
En el primero estudiaré el acto de esperar, contemplando
«desde fuera» su aparición en la realidad del individuo
humano: la espera como un hábito de la realidad psico-
orgánica del hombre. En el segundo analizaré y trataré
de comprender «desde dentro», en tanto que experiencia
íntima, la humana actividad de esperar; examinaré, en
consecuencia, la conexión entre el proyecto, la pregunta
y la espera. En el tercero y último procuraré descubrir y
mostrar la esencial relación que existe entre la espera y la
esperanza.

46
Capítulo 1:
Cuerpo y espíritu en el acto de esperar

Tres parecen ser los supuestos de cualquier teoría an­


tropológica de la esperanza: la personal experiencia a que
nos haya conducido nuestra actividad de esperar, nuestro
saber acerca de la esperanza y nuestra idea del hombre.
¿Qué ha sido para mí el esperar? ¿Qué he leído u oído
acerca de la esperanza? ¿Qué es el hombre? Quiera yo o
no, sobre la respuesta a esas tres preguntas — respuesta
tácita o expresa— se edificará mi personal visión de la
esperanza.
Aparentemente, las ideas del hombre sobre su propia
realidad son incontables. Todas ellas, sin embargo, pue­
den ser reducidas a tres órdenes, correspondientes a los
tres puntos de vista desde los cuales ha sido entendida la
existencia humana: la animalidad, la divinidad y la inti­
midad. La definición helénica (zoon lógon ékhon, animal
rationale), la nietzscheana (el hombre, «animal que puede
prometer») y la conductista (el hombre, «modo peculiar
de conducta», pattern of behaviour) se hallan construidas
sobre la condición zoica del ser humano; a la postre, sobre
su condición cósmica. El hombre es visto como un frag­
mento individual del universo — de «la» naturaleza— do­
tado de tales o cuales propiedades específicas. En cambio,
cuando Aristóteles dice que el nous, la mente, es «lo di­
vino en nosotros» (Eth. Eud., V III, 2), cuando un cristia­
no cualquiera afirma que el hombre fue creado «a imagen
47
y semejanza de D ios», o cuando Nicolás de Cusa llama a
la criatura humana Deus occasionatus y Leibniz la tiene
por un petit Dieu, entonces la hombredad es concebida
desde una idea del ser divino. Apartándose deliberada­
mente de esas dos vías, Descartes y Kant se propusieron
entender al hombre desde el hombre mismo, desde su per­
sonal intimidad: aquél lo vio como ser pensante (une
chose qui pense), este otro como «yo puro» o «persona
moral» (homo noumenon) en el seno de un «yo empíri­
co» (homo phaenomenon) y como presupuesto suyo. En
nuestros días, el existencialismo ha radicalizado esta vi­
sión «intimista» de la realidad humana. Considerando que
las fórmulas de Descartes y Kant siguen concibiendo al
hombre como «objeto» y, por lo tanto, como «cosa», la
filosofía actual prefiere definirle como «proyecto», «de­
cisión», «libertad» o «conciencia» que se realizan a través
de un cuerpo. La «encarnación» es para Gabriel Marcel
el dato fundamental de la existencia; el hombre es «espí­
ritu encarnado» e «inteligencia semiente», afirma Xavier
Zubiri.
De acuerdo con este esquema ternario, la actividad hu­
mana de esperar puede ser entendida viendo al hombre
desde fuera de él, desde una idea de Dios y desde la pro­
pia intimidad. En el primer caso, la espera será el modo
de conducirse el «animal racional» hacia el futuro; en el
segundo, el rostro temporal de un proyecto de deificación;
en el tercero, la experiencia íntima de nuestra condición
tempórea y futurizadora. Cuando tanto se nombra y tanto
se desconoce la realidad del cuerpo, tal vez sea conveniente
adoptar como punto de partida el primero de estos tres
puntos de vista, y estudiar con cierta precisión qué es la
espera en el caso del individuo psicosomàtico que llama­
mos «hombre».

I. Introducción cosmológica al estudio


de la esperanza

En cuanto fragmento del cosmos, el hombre debe espe­


rar, en cierta medida, aquello que el cosmos le permita

48
o aquello a que el cosmos le obligue. Si yo espero lo que
el día de mañana pueda traerme, es porque cuento con
que el universo de que soy parte seguirá mañana existien­
do y moviéndose con su habitual regularidad cíclica; si
con firmeza mayor o menor yo creyese que el sistema
solar iba a ser destruido en plazo breve por una catástrofe
cósmica, mi actividad de esperar sufriría eo ipso una ra­
dical alteración. Consideremos, pues, en primer término,
esta esencial vinculación entre la espera humana y el
futuro del cosmos.

1. El futuro del cosmos


La más superficial observación muestra que sobre el
modo de esperar ha influido siempre — de manera tácita
o expresa— la idea del hombre acerca del «fin del mun­
do». Somos parte del «todo» del universo, y el futuro de
ese «todo» tiene forzosamente que afectarnos. Con sólo
imaginar o temer que la vida va a dejar de ser posible
en el planeta, toda nuestra instalación ante el futuro
cambia de raíz. «Si nos representamos — dice Burck­
hardt— la imagen de un individuo que conociera de an­
temano el día de su muerte y la situación en que enton­
ces ha de encontrarse, o la de un pueblo que supiese por
anticipado el siglo de su extinción, ambas imágenes nos
mostrarían como consecuencia necesaria una confusión
de todo querer y todo aspirar, los cuales sólo se desarro­
llan por completo cuando el hombre vive y actúa ciega­
mente, esto es, por sí mismo y siguiendo sus propias fuer­
zas internas... Un futuro previsto es un contrasentido.»
Sólo a medias es cierta la afirmación de Burckhardt, por­
que sin alguna previsión del futuro no hay vida humana
posible; pero, con todo, ese texto expresa bien la nece­
saria influencia que la idea de un inminente «fin del mun­
do» o «fin de la historia» ejercería sobre el esperar del
hombre.
La vida humana descansa siempre sobre una tensión
ambivalente entre la seguridad de la perduración del uni­
verso y el temor de un «fin del mundo» más o menos
próximo, con preponderancia mayor o menor de uno u
otro término. Hay situaciones históricas y vidas indivi-

49
4
duales en que predomina el sentimiento de seguridad; hay
otras en que prevalece la actitud del temor. Aquéllas son,
sin duda, harto más frecuentes, mas no hasta el extremo
de ocultar o romper la continuidad histórica de la teme­
rosa preocupación del hombre por el futuro total del cos­
mos en que habita.
En los albores de la Antigüedad clásica, Hesiodo veía
dilatarse ampliamente ante sus ojos la duración del univer­
so y la historia del linaje humano; por boca de Ayax, Só­
focles llama al tiempo makrós kanaríthmetos, «largo e
innumerable». En cambio, un personaje de Eurípides
grita: «¡Después de mí, arda el mundo!» Esa explícita
alusión a la ekpyrósis o deflagración universal — el incen­
dio del cosmos con que acaba un ciclo del «eterno retor­
no» y comienza otro— va a reiterarse con significativa
frecuencia en el mundo helenístico: Tiberio — atribuyen­
do al fuego el papel que Luis XV concederá al agua—
solía repetir ese verso de Eurípides; Séneca y Plinio viven
preocupados por el tema de la conflagración o deflagración
universal. La conocida fórmula de la espera durante la
declinación del mundo antiguo — nec spe nec metu— al­
bergaba en su entraña la serena y resuelta aceptación de
un «fin del cosmos» relativamente próximo.
Dejemos, sin embargo, la Antigüedad pagana. ¿Acaso
en el interior del mundo cristiano no ha sonado siempre,
como una grave campana funeral, el temor a la inminen­
cia de la venida del Anticristo, señal cierta de un «fin del
mundo» inmediato? Recordemos la situación espiritual
de los fieles de Salónica, según lo que de ellos nos dice
la segunda de las cartas que les dirigió San Pablo; pense­
mos luego en los terrores del año 1000 y en la copiosa
literatura milenarista. No se trata de una simple «supers­
tición medieval». Paul Vuilliaud ha demostrado documen­
talmente que la frecuencia de las predicciones apocalíp­
ticas no disminuye en los siglos modernos, precisamente
cuando Copernico, Newton y Laplace están afirmando
científicamente la estabilidad mecánica del universo. Tal
vez baste mencionar la constitución de una cofradía de
Apotres des Derniers Temps en la Francia de Napo­
león III, con motivo de la presunta aparición de la Vir-
50
gen en la montaña de la Salette. En el corazón mismo de
la cultura de Occidente, a la hora en que Victor Hugo
cantaba la inmensa esperanza secular del progresismo y
Clausius predecía un remotísimo fin de la vida terrestre
por obra de la paulatina nivelación termodinámica del
universo, no pocos europeos — algunos de mente tan des­
pierta como Adrian Péladan— proclamaron con encendi­
do celo la proximidad del Juicio Final.
Alentada por una espiritualidad irracionalista y escato­
lògica, suscitada otras veces por el empirismo científico
más realista y sobrio, la previsión de un finis historiae
no ha perdido durante el siglo xx su nunca interrumpida
vigencia. Solovief, por ejemplo, temía en 1900 que nues­
tro siglo, víctima del progreso, fuese el último de la his­
toria, y una comisión de teólogos, pedagogos y hombres
de ciencia reunida en Inglaterra para estudiar ios proble­
mas creados por el descubrimiento de la energía atómica,
se preguntaba hace pocos años cómo se puede vivir en un
mundo «en el cual hay que contar con la posibilidad de
que los hombres, movidos por la locura o por la maldad,
extingan la civilización y la cultura, o acaso lleguen hasta
a poner fin al género humano». No parece improbable
que la patente provisionalidad de la existencia contempo­
ránea sea en alguna medida consecuencia de ese difuso
temor a un genocidio técnico universal.
He aquí, pues, el primer resultado de nuestra pesquisa
cosmológica: la actitud del hombre ante su futuro — la
animosa o temerosa espera humana— se halla parcial­
mente configurada por la tácita disposición personal del
esperante frente a la perduración de la vida en el universo
y, a fortiori, por sus creencias acerca del fin que el univer­
so mismo ha de tener. En páginas ulteriores hemos de
estudiar la situación y el papel de esa actitud y estas
creencias dentro de la estructura antropológica de la es­
pera y la esperanza. Me limitaré aquí a decir que la ince­
sante eficacia configuradora de una y otras no depende
tan sólo de la posible acción letal del «fin del mundo»
sobre la vida individual de quien espera, porque el temor
a la inminencia de ese «fin del mundo» actuaría también
sobre quien lo juzgase no muy posterior a su propia muer­

51
te; y, por otra parte, que la espera queda diversamente
afectada en los tres modos cardinales de concebir el des­
tino final de la existencia humana: el eterno retorno que
postuló el paganismo antiguo, la aniquilación definitiva
que prevé el ateísmo moderno y la vida transmortal que
prometen las distintas religiones escatológicas. La sereni­
dad melancólica, la resolución desesperanzada y la espe­
ranza genuina son las formas de la espera respectivamente
correspondientes a esas tres básicas concepciones del fin
de la historia.

2. E l futuro de la realidad inanimada


Dentro del marco de ese futuro total del cosmos van
perfilándose y cumpliéndose los futuros regionales de los
varios órdenes de la realidad cósmica y terrestre: el mine­
ral, el vegetal, el animal y el humano. Tratemos de descri­
bir cosmológicamente los modos del porvenir — y de la
actitud ante él, cuando ésta sea posible— que a esos di­
versos futuros corresponden.
La realidad mineral posee siempre un «futuro indeter­
minado». Considerado nuestro planeta como cuerpo pé­
treo, ¿cuál será su futuro: la desecación total y el progre­
sivo enfriamiento, una destrucción súbita, consecutiva al
choque del sistema solar con otro sistema estelar de nues­
tra galaxia, o un proceso astrofísico distinto de esos dos?
No lo sabemos; lo que entonces acontezca es hoy para
nosotros un evento indeterminable y, por tanto, indeter­
minado. Contraigamos nuestra mirada, más modestamen­
te, a un fragmento minúsculo del planeta: un altozano, un
trozo de roca, un mineral cualquiera. ¿Qué será de ellos
en el futuro; cuándo y cómo dejarán de ser el altozano,
la roca y el mineral que yo ahora veo? No lo sé; su futu­
ro, para mí, es indeterminado. Sólo sé que si esas realida­
des materiales son sometidas a tales y tales acciones exte­
riores de orden macroscópico y mensurable — tal hume­
dad, tal temperatura, tal presión, tal acidez, etc.— , acaso
los hombres de ciencia puedan ir prediciendo el futuro
inmediato de cada una. Con otras palabras: que el «futuro
indeterminado» de la realidad mineral puede hacerse para
mí, en alguna medida, «futuro determinado», si conozco
52
las condiciones externas en que esa realidad existe. A tal
comportamiento de las cosas reales y a tal modo humano
de predecir científicamente su futuro llamó Cl. Bernard
«determinismo».
Ese conocimiento científico del futuro de las realida­
des minerales, cuando se hallan sometidas a condiciones
externas accesibles a la observación y a la medida, ¿puede
decirnos algo acerca de lo que por sí mismo, abstraída
hipotéticamente toda influencia de las acciones exterio­
res, irá siendo en el futuro un sistema mineral cualquiera?
La realidad mineral, ¿se halla de algún modo determinada
hacia el futuro internamente, desde el fondo mismo de
su ser? He aquí las varias respuestas que a estas dos inte­
rrogaciones ha dado el hombre moderno:
1. a La ley de inercia de Galileo y Newton. Según
ella, la realidad material no tendría por sí misma otro fu­
turo que la pereime continuación del estado en que oca­
sionalmente se encuentra. Recordemos la formulación
clásica de esa ley: todo cuerpo material en reposo o en
movimiento continuará en tal estado mientras una causa
exterior no actúe sobre él. Reducido abstractiva e hipoté­
ticamente a sí mismo, un sistema mineral tendría como
futuro su propio presente; sometido, en cambio, a la
acción de fuerzas exteriores, y teniendo en cuenta que el
conjunto y el curso de esas fuerzas no son nunca entera­
mente determinables por la mente del hombre, el sistema
mineral posee en su realidad empírica un futuro indeter­
minado, azaroso, mientras el movimiento material sub­
sista en el universo.
2. a El principio de Carnot y el postulado de Clausius.
Acabo de decir que, en su concreta realidad, el futuro de
un sistema mineral es indeterminado y azaroso mientras
el movimiento material subsista en el cosmos. Pero este
movimiento, ¿continuará indefinidamente? La termodi­
námica clásica predice, como es sabido, el aumento cons­
tante de la entropía y, por consiguiente, la progresión
inexorable del universo hacia un estado final de equili­
brio térmico y reposo absoluto. En cuanto sistema termo-
dinámico cerrado en sí mismo, el universo caminaría ha­
cia la uniformidad y la inmovilidad totales, sin que a

53
nosotros nos sea posible concebir imaginativamente la
consistencia y la apariencia de ese postrero y definitivo
estado de la materia.
3.a Los resultados de la física y la astrofísica actua­
les: principio de indeterminación, relación entre la masa
y la energía, expansión del universo. La ley de inercia y
los postulados de la termodinámica clásica son, en fin de
cuentas, construcciones abstractas, esquemas ideales: aqué­
lla supone la imposible existencia de un sistema material
exento de acciones exteriores a él; estos otros, la posibili­
dad, meramente hipotética, de un sistema termodinàmico
absolutamente aislado. Menos esclava de abstracciones
hipotéticas y absolutas, más humilde y rigurosamente ate­
nida a lo que sus propios métodos ofrecen y permiten, la
física moderna ha descubierto: a) que el futuro de los sis­
temas materiales es físicamente indeterminable, y no sólo
porque no conozcamos «de hecho» la cambiante comple­
jidad da las condiciones exteriores en que cada sistema
material ha de encontrarse, sino porque el recurso de
que el físico se vale para conocer las cosas — la medi­
ción— modifica por sí mismo el estado de la realidad a
que se aplica (Heisenberg); b) que la realidad a que da­
mos el nombre de materia es también, en sí misma, ener­
gía, actividad (Einstein); y c) que nuestro universo es
finito y se halla sometido, desde dentro de sí mismo, a un
movimiento de creciente expansión, sin que hoy sea cien­
tíficamente posible predecir el término de ese ingente pro­
ceso expansivo (Einstein, Lemaître, Hubble).
Con mayor radicalidad que la mecánica clásica, la física
actual nos enseña que el futuro de los sistemas minerales
es y tiene que ser «indeterminado». Esa indeterminación
no es sólo externa y azarosa, es también interna y cons­
titutiva: la materia es en sí misma actividad indetermina­
ble, y todo cuerpo material concreto es parte de un uni­
verso internamente impulsado a realizar un indetermina­
ble movimiento de expansión. He aquí, sin embargo, que
dentro de esta general indeterminación de la materia van
a aparecer islotes cósmicos en que el futuro está deter­
minado: los seres vivientes. Estudiemos, pues, esta pecu­
liar determinación del futuro que la biología nos ofrece.

54
3. EI juturo del vegetal y el del animal
Frente al «futuro indeterminado» de la realidad mine­
ral aparece a nuestros ojos el «futuro determinado» de la
realidad viviente, vegetal o animal. No trato de afirmar
con ello que la mente humana sea capaz de prever los
diversos estados concretos de una encina o un caballo;
digo tan sólo que cada uno de esos estados concretos se
halla ordenado dentro de un ciclo vital genérico y especí­
fico, cuyas etapas principales son cinco: nacimiento, cre­
cimiento, reproducción, declinación y muerte; y que, en
consecuencia, el futuro de cada ser vivo se halla interna­
mente determinado por la situación de su presente en el
curso de ese invariable ciclo vital. Dentro del margen de
variación de las condiciones externas en que su vida sea
posible, cada ser viviente, desde el fondo de sí mismo,
por exigencia de su propia realidad, tiende a existir en
el futuro conforme a una serie determinada de formas
anatómicas y dinámicas. Dicho de otro modo: en su mis­
ma esencia, la vida orgánica es futurición determinada y
determinante. Determinada, porque transcurre según un
ciclo constitutivamente inscrito en la constitución del ser
vivo; determinante, también, porque cada uno de sus es­
tados concretos influye de alguna manera en la configu­
ración de los que inmediatamente le siguen. Vivir es, en­
tre otras cosas, poseer un futuro determinado, tender ha­
cia un futuro que trae a la vez la muerte del individuo y
la pervivenda de la especie.
E l más somero examen de la realidad viviente mues­
tra que en la sucesiva actualización de esa «futurición de­
terminada» hay dos modos distintos, el vegetal y el ani­
mal. Prescindamos ahora de cuestiones genéticas; dejemos
intacto el problema de la aparición de las primeras formas
vegetales y animales sobre el planeta, y atengámonos a la
pura descripción de cada uno de esos dos modos de exis­
tir hacia el futuro.
¿Cómo el vegetal vive en el tiempo? ¿Cuál es su pecu­
liar temporalidad? En su existencia, ¿de qué modo que­
da determinado el futuro? Por lo que hace a su conteni­
do, la existencia vegetal es asimilación, crecimiento, re­

55
producción; en lo que atañe a su forma temporal, esa
existencia es mera expectación pasiva e inconsciente. Rea­
lizando desde el seno de sí misma las distintas etapas de
su ciclo vital — crecimiento orientado, procreación crip­
togàmica o floración y fructificación, desecación involu­
tiva— , la planta existe pasivamente abierta a la acepción
del pábulo nutricio que el medio le ofrezca en la super­
ficie misma de su organismo. Si ese alimento llega hasta
ella conforme a sus exigencias específicas, la planta vive;
si el alimento no llega, la planta sucumbe. La vida vege­
tal es, como he dicho, expectación pasiva e inconsciente:
el vegetal existe quieta y asimilativamente abierto a su
medio. Sólo en un sentido muy lato puede ser llamada
«espera» esta futurición vegetativa de la planta.
Bien distinto es el caso del animal. Su existencia — ge­
néricamente sujeta al ciclo vital nacimiento-crecimiento-
reproducción-declinación-muerte— consiste, vista desde
fuera, en la sucesión de otros ciclos vitales subordinados,
específicamente propios de la vida animal y constituidos
por la vigilia y el sueño, la captura y la saciedad, la agre­
sión y la fuga, el reposo y el juego, la lesión y la curación.
Desde que comienza hasta que se extingue, la vida ani­
mal es una continua repetición del ciclo vigilia-sueño. El
sueño es una vegetalización periódica del animal: mien­
tras duerme, un animal es un vegetal sin raíces; sólo con
la vigilia llega a ser plenaria y actual su animalidad. La bio­
logía romántica de D. G. Kieser concebía la vida humana
como una tensión sucesiva y dinámica — una oscilación—
entre un polo positivo, diurno o «solar» y otro negativo,
nocturno o «telúrico». El sueño sería, desde luego, reposo
y restablecimiento, mas también «contacto con la tierra»,
telurización periódica del organismo. En su mocedad,
cuando todavía militaba en las filas de la Naturphiloso­
phie, sostenía Johannes Müller que la flexión y la exten­
sión son los dos polos dinámicos de la vida; y ya en
nuestros días, K. Goldstein ha demostrado que los movi­
mientos de flexión — los que, por ejemplo, exige todo
trabajo atento— se hallan más referidos al yo, al paso que
los de extensión — los que ejecuta quien, como suele de­
cirse, «se tumba a la bartola»— están más referidos al
medio. Tal vez quepa reunir todas estas nociones en una
sola, diciendo que el curso de la existencia animal es un
constante ritmo polar entre un modo eminente y plena­
rio de ella (la vigilia alertada) y otro inferior o vegetali-
zado (el sueño). La vida vegetativa, según esto, no es sólo
un modo de existir subordinado a la vida animal y asu­
mido por ella, como enseñaron Aristóteles y los escolás­
ticos, sino también, como adivinaron los románticos, uno
de los polos en la dinámica de la vida orgánica, cuando
ésta se presenta en sus formas superiores.
A su vez, el curso de la vigilia animal queda vitalmen­
te lleno por la repetición de los tres ciclos biológicos que
componen, enlazándose polarmente, la captura y la sacie­
dad, el reposo y el juego, la agresión y la fuga. E l animal
en vigilia apetece y trata de capturar aquellos componen­
tes de su medio — presa o hembra— que actúan como
estímulos adecuados al estado en que se encuentra. Si lo­
gra hacerlos suyos, alcanza la saciedad instintiva, a la cual
sigue una nueva fase de apetencia; y cuando su saciedad
no es sino pura y gustosa plenitud vital, el animal juega,
a veces solo, más frecuentemente con sus cachorros, con
sus compañeros de especie o con individuos de especie
distinta. Juega: esto es, nivela su sobrante de energía
vital y se adiestra en el uso de los mecanismos de com­
petición, alarma, agresión y defensa que por necesidad
habrá de ejercitar en las situaciones no lúdicas de su exis­
tencia.
La vigilia y el sueño, la captura y la saciedad, el repo­
so y el juego, la agresión y la fuga, son los ciclos y ritmos
de la existencia animal sana o normal. Con ellos debe ser
nombrado aquel en que se realiza temporalmente la exis­
tencia anormal o patológica del ser vivo: el ciclo lesión-
curación, forma dinámica de la capacidad que todo orga­
nismo posee de recuperar su integridad cuando una inci­
dencia no letal le ha desviado fuertemente de ella. Para
un ser viviente enfermo, la vida es, ante todo, un movi­
miento hacia la curación, que unas veces alcanza su meta
y otras termina en la invalidez o en la muerte.
Repitiendo una y otra vez todos estos ciclos biológicos
subordinados, el animal va cumpliendo su ciclo vital

57
básico, el que le conduce a la muerte individual y, me­
diante la reproducción, a la pervivencia de la especie.
Ellos constituyen para el animal el esquema determinante
del futuro. Desde la amiba al simio, el futuro individual
queda internamente determinado por la reiteración fásica
de la vigilia y el sueño, la captura y la saciedad, el reposo
y el juego, la agresión y el refugio, la lesión y la curación.
Nuestro problema consiste en saber si todos esos modos
concretos de la futurición animal pueden ser reducidos a
una fórmula única.
En rigor, todo individuo animal existe constantemente
hacia su extinción. Poco importa que ésta sea la muerte
sensu stricto o, como en ciertas especies monocelulares
acaece, la desaparición de la individualidad por división
celular: en uno como en otro caso, la existencia individual
llega a su término acabándose, anulándose. Ahora bien:
caminando hacia su extinción y movido por un impulso
básico y primario de su realidad propia, el individuo ani­
mal tiende a realizar plenariamente su animalidad espe­
cífica. Viviendo, el león tiende a dar individual plenitud
leonina a su existencia animal, el caballo se mueve hacia
la plenitud equina, y así todos los individuos que integran
la fauna del planeta.
¿En qué consiste, de modo general, esa plenitud?
¿Cuándo y cómo llega el animal a conseguirla? Es eviden­
te que la alcanzará en el estado en que mejor pueda ejer­
citar todas sus capacidades específicas e individuales; esto
es, en las situaciones vitales que por su arduidad le obli­
guen a poner en juego todo aquello de que específica e
individualmente sea capaz. Con otras palabras, en la vi­
gilia alertada, sea ésta agresiva e iracunda, como la del
león frente a la presa o al rival, sea defensiva o temerosa,
como la de la gacela ante su enemigo. El animal en «es­
tado de alerta» realiza el ápice de sus posibilidades vita­
les. Por eso decía Santo Tomás que son las pasiones ani­
males de la irascibilitas, y no las de la concupiscibilitas,
las que más se acercan al nivel psicológico de la condición
humana. Cuanto mayor era la dificultad de la situación
propuesta, tanto más se parecían al hombre los antropoi-

58
des de los célebres experimentos de Köhler, tanto más
llegaban a la cima biológica de la «simiedad».
Pero ese estado, ¿qué es, desde el punto de vista de la
temporalidad del animal? La respuesta es obvia: el «esta­
do de alerta» es la «espera» vigilante del animal frente a
la inminencia de vicisitudes especialmente favorables o
amenazadoras. Lo cual nos permite afirmar que la futuri-
ción de la existencia animal tiene su forma más propia en
la espera. Vivir animalmente es, en su más honda y espe­
cifica raíz, estar a la espera, ejercitar una espera predato­
ria o defensiva.
Una dilatada copia de investigaciones recientes — que
culminan, a mi juicio, en las construcciones intelectuales
de Xavier Zubiri— permite exponer con cierta precisión
la estructura biológica de la espera animal. El sencillo y
genial aserto con que Santo Tomás afirma la condición
«esperante» de los animales irracionales — in animalibus
brutis est spes et desperatio {Summa, I-II, q. 40, a. 3)—
podría servir de lema a uno de los capítulos más impor­
tantes de la biología contemporánea.
Comencemos por definir ordenadamente los conceptos
que sirven de fundamento a la teoría de la espera animal:
impulso vital, tono vital, vigilia, alerta y alarma. Escribió
Spinoza, con expresión que conmovía a Unamuno: una­
quaeque res, quantum in se est, in suo esse perseverare
conatur {Ethices, I II, prop. VI). Esa metafísica tendencia
de cada cosa a «perseverar en su ser» reviste en el animal
forma de impulso vital, ímpetu primario hacia la realiza­
ción del futuro propio de su animalidad específica e indi­
vidual. A él se refieren, en última instancia, el énhormon
o impetum faciens que Kaau-Boerhaave vio en los escritos
hipocráticos, el appetitus de la biología medieval, la «fuer­
za vital» y el nisus vitalis de los naturalistas del siglo xvm ,
el élan vital de Bergson, la libido de Freud, la hormé de
los estoicos y de von Monakow, la «tendencia prospec­
tiva» de Driesch y la «vitalidad» de Ortega. En su esen­
cia, la vida animal es, como dice Zubiri, «protensión»,
activa tendencia hacia el futuro; de ahí que el impulso
vital posea un carácter radicalmente «apetitivo» y que,
como W. Stern ha demostrado, la orientación protensiva

59
del presente hacia el futuro (expectación) aparezca en la
primera infancia antes que la referencia retrospectiva ha­
cia el pasado (recuerdo). Para que el impulso vital sea
biológicamente eficaz, es necesario que su intensidad os­
cile dentro de ciertos límites, es decir, que posea de mane­
ra constante un «tono» determinado: es el turgor vitalis
del romántico I. P. V. Troxler, el biotono de Braun y de
Ewald, el tono vital de Zubiri. La relativa estabilidad del
tono vital, regulado por el complejo mecanismo que luego
he de mencionar, permite que la vida zoológica sea a la
vez inquietud constante y seguridad relativa, y sirve de
lecho a las dos primarias expresiones de la temporalidad
animal, la anticipación expectativa y el recuerdo. En su
rítmica oscilación temporal, el tono vital pasa por dos
estados principales: el sueño, durante el cual se hace mí­
nimo, y la vigilia. Esta es el resultado biológico de con­
jugarse una discreta exaltación del tono vital y la acción
estimulante del medio externo; así, un animal fuertemen­
te excitado no se duerme si se halla en estado de vigilia
y despierta si se encuentra dormido. La vigilia, en fin, se
hace estado de alerta y estado de alarma cuando el tono
vital, sobresaltado por un estímulo de especial importan­
cia biológica, pone en tensa y vigilante expectativa hacia
el futuro inmediato todas las estructuras funcionales del
organismo animal. El estado de alerta y la alarma agresiva
o defensiva son, pues, modos eminentes de la espera ani­
mal, la cual, a su vez, no es otra cosa que la tensión hacia
el futuro propia del tono vital en estado de vigilia. «M o­
vimiento o protensión del apetito hacia algún bien ar­
duo», llama una vez Santo Tomás a la pasión animal de
la esperanza {Summa, II-II, q.17, a.3).
Demos ahora un paso más en el análisis de la espera
animal; consideremos brevemente su diversa configura­
ción a través de la escala zoológica y tratemos luego de
penetrar en la trama de su estructura.
Los estados de alerta y de alarma son modos genéricos
de la espera animal. Desde la amiba y el infusorio hasta
los antropoides superiores, todos los animales viven aler­
tándose y alarmándose cuando los estímulos del medio así
lo exigen. «Si la amiba fuese un animal del tamaño del

60
perro — dice Jennings en su clásico libro sobre la conduc­
ta de los organismos inferiores— , su comportamiento nos
haría atribuirle estados como el placer y el desplacer, el
hambre, la impulsión conativa y otros semejantes, y pre­
cisamente por los mismos motivos por los que los atri­
buimos al perro.» A tales estados pertenecen el de alerta
y el de alarma. Pero los modos genéricos de la espera
adoptan en la conducta real formas concretas muy distin­
tas, entre las cuales señalaré seis: el parón, la captura
directa, la captura con rodeo, el juego, el refugio y la in­
vención animal. El «parón» (Stutzen), muy bien estudia­
do por Bally y Rof Carballo, es la alertada detención del
organismo animal ante una circunstancia nueva y alar­
mante. Consiste la «captura» en el movimiento apetitivo
y expectante del animal hacia la aprehensión e incorpora­
ción de un centro de estímulos especialmente eficaz, y
recibe el nombre de «caza» si su objetivo es otro indi­
viduo animal. Cuando la estimulación es muy intensa e
inmediata, el animal se lanza a la «captura directa» de su
presa: así se mueve el galgo hacia la liebre y el halcón
hacia el pájaro, en el clásico ejemplo con que Santo To­
más describe la spes de los brutos. Cuando la estimula­
ción es débil y mediata y el animal es capaz de «forma­
lizar» su campo perceptivo — no tardaré en señalar cómo
se relacionan entre sí la «formalización» y la espera— , la
persecución de la presa es una «captura con rodeo» más
o menos semejante a las que efectúan los perros y los
gatos en los conocidos experimentos de Thorndike. Sobre
la relación entre el «juego animal» y la espera, baste la
somera indicación hecha páginas atrás. Desde los funda­
mentales estudios de K. Groos sabemos que la actividad
lúdica — animal o infantil— hace siempre referencia al
futuro del individuo que juega, prepara para él. El «re­
fugio» es la forma de la espera correspondiente a la alar­
ma defensiva, y, como copiosamente han demostrado la
biología y la psicología contemporáneas, constituye una
de las tendencias radicales de la vida animal. El modo
supremo de moverse los brutos hacia el futuro hállase
constituido por la «invención animal», de la cual pueden
ser óptimo ejemplo las hazañas «técnicas» de Sultán, el

61
más diestro de los chimpancés de Köhler. Como es sabido,
Sultán, empalmando trozos de caña, logró «inventar» un
instrumento para apresar frutas que de otro modo queda­
ban fuera de su alcance.
El animal espera parándose, capturando directamente
o mediante rodeo, jugando, refugiándose o inventando.
Pero ¿cuál es la estructura interna de todos estos modos
concretos de esperar? Dos conceptos biológicos permiten,
a mi juicio, describirla: el concepto de «círculo figurai»
(von "Weizsäcker) y ei de «formalización» (Zubiri). Llama
von Weizsäcker «círculo figurai» (G estaitkreis) a la pe­
culiar contextura dinámica de la relación sensitiva entre
el individuo animal y su medio. Supongamos que un pe­
rro juega en la oscuridad con una pelota a la cual mueve
con sus patas y su hocico. La forma espacial y la sucesión
de los estímulos que actúan sobre los órganos táctiles del
perro dependerán, como es obvio, de la forma y la suce­
sión de sus movimientos de palpación y golpeo; pero la
índole de estos movimientos pende, a su vez, de lo que
el perro va tocando, de los estímulos que sobre él actúen
y de las sensaciones que él perciba. El curso total del fe­
nómeno puede ser concebido, por tanto, como un proce­
so circular, puesto que, en su configuración, la cadena de
causas y efectos vuelve sobre sí misma: es el «círculo
figurai». En la incesante relación del ser viviente con su
medio, la sensación depende del movimiento, y éste de­
pende de la sensación.
Observemos que ese proceso circular de la relación en­
tre el organismo animal y el medio no es y no puede ser
un movimiento estacionario. La constitutiva inquietud
futurizadora del tono vital, por una parte, y la constante
mutación del medio, por otra, exigen que el «círculo fi­
gurai» — puro concepto-límite— sea en su realidad con­
creta una «espiral figurai». En esa «espiral» tiene su es­
quema la relación sucesiva del animal con su medio — re­
lación circular siempre cerrada y nunca repetida— y, por
consiguiente, el curso de su espera. Desde este punto de
vista, la espera es el resultado biológico a que conduce
el constante desplazamiento espiral o excéntrico del
«círculo figurai».

62
Tanto más holgado y multivoco será ese desplazamien­
to — y, en consecuencia, tanto más rica en formas y even­
tualidades será la espera animal— cuanto más capaz de
«formalización» sea la especie a la que el individuo espe­
rante pertenezca. «Formalización», según el pensamiento
biológico de Zubiri, es la capacidad de incluir en conjun­
tos figúrales diversos cada uno de los elementos que com­
ponen el campo perceptivo. El cangrejo ermitaño, por
ejemplo, percibe y devora su presa cuando ésta descansa
sobre una roca, pero no es capaz de advertir su presencia
cuando el experimentador la pone ante él pendiente de
un hilo. «Las libélulas — escribe Katz— viven de mos­
quitos que cazan en vuelo, pero morirán de hambre ante
mosquitos apoyados sobre la pared. El calamar ataca a
los cangrejos que nadan frente a él, pero no presta aten­
ción a los que se arrastran por el suelo.» En cambio, el
perro sabe apresar un trozo de carne, cualquiera que sea
la posición de éste en su campo sensorial. Lo cual nos
indica que el cangrejo, la libélula y el calamar no son
capaces de «formalizar» la percepción de sus respectivas
presas, y el perro, sí. A medida que el proceso de forma-
íización se perfecciona, el animal logra utilizar para fines
distintos los diversos objetos que percibe: tal era el caso
de los chimpancés de Köhler, para los cuales una caña
podía ser indistintamente, según la ocasional necesidad
del chimpancé, «objeto arrojadizo» e «instrumento pren­
sil». El menester instintivo del animal, variable en el
tiempo, va ordenando en distintos contextos figúrales y
operativos un mismo centro de estímulos visuales. «For­
malizar — dice gráficamente Rof— es destacar, recortar
del mundo en torno a las cosas que lo componen.» El
rodeo y la invención animal tienen como supuesto una
elevada capacidad de formalización del campo perceptivo.
Con la formalización del medio o externa se combina,
en los animales superiores, la formalización interna del
tono vital, tanto más precisa cuanto mayor es la comple­
jidad del sistema nervioso. El indiferenciado y uniforme
tono vital de los animales carentes de neuroeje hácese,
con la aparición y el creciente desarrollo del telencéfalo,
rica melodía de fases, ritmos y cualidades emocionales; y

63
así la espera o expectativa es a la vez multivoca, porque
los varios elementos del campo perceptivo pueden ser
ordenados en contextos figúrales distintos, y modulada,
porque el tono vital se despliega temporalmente según
una línea melódica llena de matices y contrastes. Mas no
por ello deja de ser sensorial y cerrada la relación del in­
dividuo animal y su medio, y, por lo tanto, su espera.
En cada uno de sus estados vitales un chimpancé puede
esperar varias cosas; pero esas cosas se hallan siempre y
necesariamente entre las que de modo inmediato le pue­
dan sugerir, conjugándose, el ocasional apetito de su ins­
tinto y el contenido de su campo perceptivo. Con otras
palabras: la libertad y la inteligencia abstractiva y gene-
ralizadora son radicalmente ajenas a todos los niveles de
la vida animal, comprendido el de las especies que sole­
mos llamar «antropoides». Apartándome de la letra de
Santo Tomás, mas no de su espíritu, afirmaré, en conse­
cuencia, que el animal es capaz de «espera», mas no de
«esperanza».
En cuanto actividad vital primaria del organismo ani­
mal, la espera requiere la operación de estructuras ana­
tómicas variables con la especie. Estas son puramente bio­
químicas en las especies inferiores, como la amiba y el
infusorio, y a la vez bioquímicas y neurologicas en las
superiores. La espera requiere, por lo pronto, la relativa
constancia del medio interno, la homeostasis (Cannon), y
el buen orden diacrònico de sus modificaciones, la homeo-
rresis (Waddington). Sin ellas, el tono vital se hundiría,
y el animal, sometido a una serie de violentos bandazos
biológicos, no podría contar con su futuro. Sólo sobre una
homeostasis y una homeorresis bien reguladas puede cons­
tituirse la espera animal. El propio Cannon describió el
sistema neuroendocrino — simpático y médula suprarre­
nal— con que los animales superiores reaccionan ante las
situaciones de alarma aguda: la espera sobresaltada, con
su descarga súbita de adrenalina, es el resultado de la ac­
tividad de ese sistema de urgencia. Pero junto al «siste­
ma de la alarma aguda» opera, como tan certeramente ha
señalado Rof, el «sistema de la alarma crónica», que pre­
side y regula las formas cotidianas de la espera animal: la

64
vigilia, la atención intensa, los estados de alerta de la
existencia normal, los síndromes de adaptación. Este com­
plejo sistema anatómico-funcional se halla integrado por
un componente endocrino (hormona hipofisaria corticotro-
pa o ACTH, 17-corticoesteroides de la corteza suprarre­
nal, secreción tiroidea) y otro neurològico (hipotálamo y
sustancia reticular del tronco encefálico, circunvoluciones
del cerebro interno, lóbulo frontal). En el apartado sub­
siguiente, consagrado a la biología de la espera humana,
indicaré la función que en el esperar cumplen esos diver­
sos elementos morfológicos. Aquí me limitaré a afirmar
que la espera animal — y la espera humana, en la amplia
medida en que es actividad orgánica— posee una anato­
mía y una fisiología propias.
En resumen: la vida del animal en vigilia es radical y
constitutivamente vida en espera. Tan coesencialmente se
refieren una a otra la vida animal y la espera, que los
animales pueden morir tanto a fuerza de esperar como
por no poder esperar. P. Janet hizo notar que cuando un
perro muere de hambre sobre la tumba de su amo, no es
la fidelidad lo que le hace morir, sino el no saber dejar de
esperar vitalmente el retorno de un centro de estímulos
protectores que para él había llegado a ser habitual. Vice­
versa: las investigaciones experimentales de C. P. Richter
acerca del fenómeno etnológico de la llamada «muerte-
vudú», han demostrado que las ratas mueren por impo­
sibilidad de esperar — of hopelessness, «de desesperan­
za», dice textualmente Richter— , cuando mediante de­
terminados artificios se rompe su contacto con el medio
que específicamente requiere su organismo. La muerte sú­
bita del hombre en ciertos pueblos primitivos que los
etnólogos llaman técnicamente «muerte-vudú» podría aca­
so ser explicada a la luz de estos resultados experimen­
tales.
La espera animal o expectativa es la expresión de un
tono vital vigilante y más o menos formalizado; la tempo­
ralidad del animal — que es, ante todo, futurición especí­
fica individualmente determinada— se manifiesta de modo
primario como espera y, consecutivamente, como memo­
ria y recuerdo; las diversas formas concretas de la espera

65
5
son referibles a una estructura funcional única, constitui­
da por el desplazamiento espiral de la relación circular en­
tre el animal y su medio y por la formalización del campo
perceptivo y del tono vital; en esa estructura funcional
— integrada, en principio, por todo el organismo— co­
bran especial relieve los sistemas anatómico-fisiológicos
de la alarma aguda y la alarma crónica.
Esperando así el animal, ¿qué es lo que realmente es­
pera? Ya lo sabemos: espera vivir realizando plenaria­
mente su animalidad específica: el león, su «leonidad»;
el caballo, su «equinidad»; el perro, su «canidad». Sí, eso
es lo que el animal espera; pero al fin muere, y muere
del todo, sin la supervivencia terrena que dan la tradición
y la historia, y sin la supervivencia supraterrena que con­
cede la vida transmortal. Nada más totalmente «muerto»
que las especies zoológicas extinguidas en otras edades
del planeta. La espera animal — que, como sabemos, figu­
ra entre las passiones de la psicología tradicional— , ¿será,
según esto, una pasión carente de sentido en el proceso
del cosmos? ¿Podría aplicarse estrictamente al animal la
célebre fórmula sartriana y afirmar que su ávida existen­
cia es «una pasión inútil»? La Epístola a los Roma­
nos impide hacerlo. La creación, nos dice, «espera ser
sacada de la servidumbre a la corrupción... Sabemos, en
efecto, que la creación toda gime y sufre de dolores de
parto» (Rom., V III, 19-22). Si no hubiera existido el
hombre, el reino animal habría sido, en verdad, una pa­
sión inútil; con la existencia humana ese reino adquiere
un sentido trascendente a él, en cuanto que soporte físico
y precedente necesario de una realidad que le rebasa y
asume. Más que «pasión inútil», la espera biológica es,
según San Pablo, apokaradokia, «anhelante expectación»
de un modo de ser a través del cual pueda la realidad ani­
mal alcanzar esa eleutheria tes dóxes o «gloriosa libertad»
a que aspiran, gimiendo, todas las cosas creadas.

II. Biología de la espera humana


Era necesario este esquemático examen de la espera
animal para entender adecuadamente la espera humana.

66
La vida del hombre es libertad y capacidad de creación,
mas también es, a la vez, actividad diencefálica y función
digestiva. Gabriel Marcel — valga su ejemplo— afirma
con laudable frecuencia la constitutiva «encarnación» de
la existencia humana; pero cuando especula sobre la espe­
ranza sólo acierta a ver en el cuerpo lo que éste tiene de
«cárcel». ¿Acaso nuestro cuerpo no es «cauce» y «condi­
ción positiva» de nuestra esperanza, además de ser la pri­
sión que la pone a prueba? En tanto que «espera» real
y física de un individuo psicosomàtico, la «esperanza» hu­
mana tiene y no puede no tener una biología. Por ésta
accederemos al estudio de la entera y cabal esperanza del
hombre.

1. El proyecto como forma primaria


de la espera humana
Observemos con ingenuidad y atención la conducta del
individuo humano. Un caminante solitario oye un grito
que rasga súbitamente el silencio del campo. No sabe
con certidumbre de dónde viene ese grito; en rigor, ni
siquiera sabe si aquello es un lamento humano o el aulli­
do de un animal. Pero, sin previa reflexión, de modo in­
mediato, se detiene, alza su cabeza, aguza su mirada y su
oído, contrae levemente sus músculos. Todo en él es ten­
sa, alertada, expectante atención a lo que en torno a su
cuerpo pueda acontecer. Su existencia consiste en esperar
atentamente el futuro inmediato. La reacción y la actitud
de ese hombre, ¿no son del todo equiparables al «parón»
del perro de caza que en el seno del boscaje ha oído un
ruido sospechoso? No sólo el «parón» y las diversas for­
mas de la alarma agresiva o defensiva; todos los modos
imaginables de la espera animal •— la captura y la caza, el
juego, el refugio— pueden ser observados en el curso de
la conducta humana. El juego del niño y la actividad
venatoria del hombre paleolítico, ¿qué son en apariencia
sino variantes algo más complicadas del juego y la caza
animales? Un primer examen externo de la espera hu­
mana parece indicar que, como afirman los reflexólogos,
ésta no es sino una forma más compleja de la espera
animal. La diferencia entre una y otra sería sólo cuantita-

67
tiva o de grado, no cualitativa y esencial. Pero el hombre,
¿es acaso no más que un antropoide con pulgar oponente
y mayor lóbulo frontal? Para responder a esta pregunta
en orden a nuestro problema, sigamos contemplando la
conducta humana.
Si ante un chimpancé hambriento y sano ponemos el
plato de su pitanza, el animal se abalanzará hacia ella y
la comerá. Eso mismo acaecerá, sin excepción, cuantas
veces repitamos el experimento. Imaginemos ahora que
ofrecemos comida a un hombre sano y hambriento. ¿Qué
ocurrirá? Las más de las veces, lo mismo que en el caso
del chimpancé: el hombre se dirigirá hacia ella y la devo­
rará. Pero es posible que en algún caso nuestro hombre
se niegue a comer y que, con motivo de su negación, se
entable entre él y nosotros un diálogo semejante a éste:
« — ¿Por qué no come usted? ¿E s que no le gusta este
plato? — Sí, me gusta y tengo buen apetito, pero debo
ayunar. — ¿Por qué? — Porque me he prometido a mí
mismo no comer en el día de hoy.» Con lo cual nuestro
asceta nos habrá revelado la existencia de dos modos de
la conducta humana absolutamente ajenos a la capacidad
del animal: la resistencia a las sugestiones de orden instin­
tivo que el medio ofrece y la autodeterminación de la pro­
pia conducta en un futuro remoto, enteramente distinto
del presente en que esa resolución haya sido tomada. «El
hombre es el animal que puede decir no», escribió Sche-
ler. «E l hombre es el animal que puede prometer», había
dicho Nietzsche. Primera conclusión: a diferencia de la
espera animal, la espera humana puede consistir en la re­
nuncia a las satisfacciones instintivas que el medio brinda
y el cuerpo apetece; el hombre, movido por sí y desde sí
mismo, es capaz de una espera radicalmente suprainstin-
tiva.
La aparición de la promesa en el diálogo anterior nos
permite descubrir una nueva nota de la espera humana.
Esta, en efecto, no es sólo suprainstintiva; es también
— valga la palabra— sobresituacional. Lo que el animal
espera se halla siempre sugerido por la ocasional conjun­
ción entre el estado de su apetito instintivo y el conteni­
do del medio: la observación demuestra, por ejemplo, que

68
el perro no espera el retorno del amo ausente, salvo
cuando se lo recuerda alguna nota de su campo percep­
tivo. Una madre, en cambio, puede esperar la carta de su
hijo en cualquier situación, aunque esa carta no haya sido
prometida. Segunda conclusión: el hombre puede espe­
rar eventualidades absolutamente ajenas al contenido pro­
pio de la situación en que se encuentra.
Examinemos, por fin, el caso de una espera atenida a
la situación y aceptadora de lo que ésta ofrece. Este modo
de esperar, ¿será asimilable a la espera animal? En ma­
nera alguna. Para el animal más capaz de formalización
— un chimpancé todavía más diestro que los de Köhler— ,
los objetos que componen su medio son sólo utilizables
conforme a un limitado repertorio de posibilidades. Una
caña puede ser bastón, objeto arrojadizo, instrumento
prensil, juguete y muy pocas cosas más. Para el hombre
más rudo, en cambio, cada uno de los objetos que él per­
cibe puede ser manejado y contemplado según un número
de posibilidades prácticamente ilimitado. La caña, por
ejemplo, puede ser para él lo que para el chimpancé;
mas también flauta, adorno, punzón inscriptorio, forma
dibujable, signo de autoridad y otras mil cosas distintas.
El ámbito de la utilización del medio se amplía indefini­
damente. No se trata tan sólo de que, en relación con
las restantes especies animales, se haga más amplio el elen­
co de las posibilidades; es que este elenco pasa a ser
literalmente ilimitado, indefinido. Tercera conclusión: en
el seno de una situación determinada, y sin salir de ella,
la espera humana puede optar entre un indefinido número
de posibilidades diversas. Cada situación nos permite es­
perar una verdadera infinidad de eventos diferentes.
En abrupto e insalvable contraste con la espera animal,
la espera humana es suprainstintiva, suprasituadonal e
indefinida. ¿Por qué? Para que así se nos muestre, ¿cuál
debe ser su estructura biológica? Recordemos lo anterior­
mente dicho. El animal se mueve hacia su futuro convir-
tiendo en espiral continua el «círculo figurai» que diná­
micamente le une con su medio. La interna variación de
su tono vital, por un lado, y la constante mutación del
medio, por otro, determinan la génesis de esa continuada

69
conversion del círculo en espiral; conversión que será
tanto más indeterminada cuanto mayor sea el grado de
íormalización del tono vital y del campo perceptivo. Así
el chimpancé, con su gran capacidad formalizadora, puede
esperar en una misma situación dos o tres eventualidades
distintas, aunque la dinámica de su sistema instintivo le
conduzca, a la postre, sólo hacia una de ellas. Bien dis­
tinto es el caso del hombre. La creciente importancia del
telencéfalo en su sistema nervioso le otorga tan rica capa­
cidad de íormalización que, como hemos visto, llega a ser
indefinido el número de las posibilidades de acción conte­
nidas en su campo perceptivo. «Prosiguiendo la formali-
zación — dice Zubiri, autor de este fundamental razona­
miento antropológico— , llega un instante en que la esta­
bilidad biológica depende de que el hombre se haga cargo
de la situación. Aquí la íormalización desgaja (pero tan
sólo exigitivamente) algo que es puramente anímico, la
inteligencia, y aparecen los estados mentales mal llamados
superiores. Sin cuerpo no existirían en cuanto estados;
pero sin alma no serían lo que son. Lo anímico es algo
exigido por lo somático como condición de su estabilidad
fisiológica y dinámica. Prosiguiendo por esta vía, el alma
cobra rango preponderante y constituye una de las posi­
bilidades propias de la persona humana y, a la vez, una de
las posibilidades de que el cuerpo tenga vida viable, nor­
mal y estable.»
O bien, dicho con otras palabras: para que el hombre,
en cuanto individuo psicosomàtico, no se pierda entre las
innumerables posibilidades biológicas que le ofrece y le
impone su alta capacidad de íormalización — esto es, para
que su existencia sea biológicamente posible— , es necesa­
rio que esa existencia suya sea un «hacerse cargo de la
situación» y, por lo tanto, que opere en ella una genuina
inteligencia. En virtud de una exigencia de su cuerpo, el
hombre tiene que ser cuerpo y alma, de tal modo que en
él «todo lo biológico es mental y todo lo mental es bioló­
gico» (Zubiri). La unidad estructural alma-cuerpo no es,
pues, «una interacción causal, ni un quimérico paralelis­
mo, ni una unión, sino una verdadera unidad primaria».
Gracias a la inteligencia, el individuo humano se hace
70
cargo de su situación, ordena las indefinidas posibilidades
que ésta le ofrece. Pero con ello queda inexorablemente
rota y abierta la cerrada relación del animal con su me­
dio. Tal es la grandeza y la flaqueza del hombre. Para
poder subsistir se ve forzado a vivir en su situación desde
fuera de ella. El hombre es un animal descentrado por
su inteligencia, «excéntrico», como dice Plessner, y, pot­
io tanto, biológicamente inseguro: animal insecurum, se­
gún la fórmula de Peter Wust. La visión del ser humano
como «animal enfermo» (Nietzsche) y la antropología
vitalista de Klages — «el espíritu, adversario del alma»—
tienen como fundamento esa constitutiva «excentricidad»
que introduce la inteligencia en la relación funcional del
individuo humano con su mundo.
Vengamos ahora al problema biológico de la espera
humana. Aun cuando sometida a «desplazamiento espi­
ral», la espera animal se halla siempre ajustada al medio.
El animal puede esperar amenazado, mas nunca espera
inseguro; la «perplejidad» aparente de los animales «neu­
róticos» y la aparente «incertidumbre» de los estados
semejantes al del célebre asno de Buridan pueden ser
perfectamente explicadas por la dinámica de la vida ins­
tintiva. Ahora bien: esa espera ajustada al medio, ese des­
lizamiento hacia el futuro suave y espontáneamente adap­
tado a las mudanzas del campo perceptivo, no son posibles
para el hombre. El organismo del hombre — y dentro de
él, más específicamente, el sistema nervioso— exige una
actitud frente al futuro cualitativamente distinta de la
ajustada «espera instintiva» del animal y correspondiente
a la peculiaridad de un ser que vive en la situación enten­
diéndola desde fuera de ella. ¿Cuál será el modo de espe­
rar de quien tiene que existir «haciéndose cargo de la
situación»? ¿Cómo el hombre logra gobernar de manera
biológicamente viable el ilimitado número de posibilida­
des que su situación le ofrece? Una respuesta se impone:
el «hacerse cargo de la situación» adopta forma de «espe­
ra humana» cuando el hombre ordena todas esas posibili­
dades — aprovechando algunas, abandonando u olvidando
otras— en torno a una sola, bien procedente de las que
la situación le brinda, bien inventada ex novo; es decir,

71
moviéndose hacia la realización de una posibilidad volun­
tariamente destacada entre las restantes y «proyectada»
hacia el futuro. La forma propia de la espera humana es,
pues, el proyecto. El cerebro humano, dice Zubiri, no
piensa, pero pone al hombre en la situación de tener que
pensar. Dando a esa tesis una versión pertinente a nues­
tro empeño, diremos: el cerebro humano no proyecta,
pero pone al hombre en situación de tener que proyectar.
Como la del animal, la vida del hombre es constitutiva­
mente «espera»; pero con la capacidad de formalización
y la inteligencia propias del ser humano, lo que hasta él
venía siendo «espera instintiva» — o, si se quiere, «espera
sensitiva»— da un súbito salto hasta un nivel nuevo y se
trueca en «espera proyectiva». El Entwurf de Heidegger
y las descripciones antropológicas de Ortega tienen como
supuesto real esta biología de la espera humana.

2. Anatomia y fisiología de la espera humana


La espera proyectiva del hombre puede ser estudiada
desde la intimidad: el próximo capítulo nos dará amplia
ocasión de comprobarlo. Mas también es posible estudiar­
la desde las estructuras anatómicas y funcionales que la
exigen y la hacen posible. Cuando el hombre espera, ¿qué
pasa en su cuerpo?
Como en el caso del animal, conviene distinguir, con
Rof Carballo, entre la espera de la «alarma aguda» y la
espera de la vigilia habitual o estado normal de «futuri-
ción alertada». Cuando el hombre se encuentra en una
situación que le alarma de modo súbito — cuando tiene
que esperar sobresaltada o sobrecogidamente— , su orga­
nismo reacciona poniendo en juego el sistema neuroendo-
crino simpático-médula suprarrenal, que dispone su me­
tabolismo y su actividad circulatoria para la eventualidad
de un esfuerzo violento y rápido. Pero la espera del hom­
bre no es siempre sobresalto o sobrecogimiento. Unido al
anterior, otro complejo sistema neuroendocrino, pertene­
ciente a la zona de nuestra realidad que Kraus llamó «per­
sona profunda», gobierna los modos habituales de la fu-
turición humana y hace biológicamente posible y ordenada
la actividad de proyectar. Tres distintos niveles lo inte­

72
gran. El nivel inferior, puramente endocrino y bioquími­
co, se halla constituido por el trípode hipófisis-corteza
suprarrenal-tiroides. Mediante las hormonas corticotropa
(ACTH) y tireotropa, la hipófisis moviliza los 17-cortico-
esteroides (cortisona) y la tiroxina, y éstas, aparte de otras
acciones, dan al tono vital del hombre su tensión de
espera y alarma. El nivel intermedio es neurovegetativo,
mesencefálico y diencefálico. Entre las formaciones me-
söncefalicas posee singular importancia la sustancia re­
ticular. Una larga serie de investigaciones experimentales
(Magoun, MacCulloch, Jasper, Riley, Stanley Cobb) y, jun­
to a ellas, la reflexión teorética de Zubiri, han demostrado
el relevante papel de esa zona en orden a la regulación
biológica de la vigilia y la atención. En estado de vigilia
atenta desaparece del electroencefalograma el ritmo alfa.
Pues bien: parece que la formación reticular es uno de
los «puestos de mando» desde donde las diversas áreas
de la corteza quedan alternativamente liberadas del ritmo
alfa. La región diencefálica o hipotálamo, en tan estrecha
conexión anatómica y funcional con la hipófisis, el cere­
bro interno y el lóbulo frontal, es parte importante en
el mantenimiento y gobierno, tanto de los ritmos bioló­
gicos elementales — por ejemplo, el que constituyen la
vigilia y el ensueño— como de la afectividad y de la
afirmación de la individualidad vital. Las brillantes inves­
tigaciones de Hess han hecho patente, entre otras cosas,
la decisiva intervención del hipotálamo en las reacciones
de acecho, enfurecimiento y agresión. En el nivel superior
o cortical de este magno sistema de regulación se destacan
el cerebro interno y el lóbulo frontal. Los trabajos de
Papez, Turner, McLean, W. K. Smith, Ward y otros han
dado a conocer la acción reguladora que sobre la vida
emocional y la «vigilia dinámica» o estado habitual de
alerta ejercitan — en conexión con el hipotálamo, los cuer­
pos mamilares y los núcleos talámicos— la circunvolu­
ción del cingulo, el hipocampo y la corteza orbitaria. En
el ápice del sistema — y en el del telencéfalo— hállase el
lóbulo frontal. Entre las varias funciones atribuidas al
neocórtex frontal importa ahora señalar las siguientes: la
ordenación de nuestras acciones en el curso del tiempo

73
(Kleist), la regulación de los movimientos atencionales
— giro, orientación, acecho— y la discriminación vital de
lo importante y lo accesorio — «primer plano» y «fon­
do»— en el campo perceptivo (Goldstein), la proyección
de nuestras previsiones hacia el futuro (Freeman y Watts),
la dirección de la actividad vital en un sentido bien de­
terminado (Halstead), la persistencia de los estados emo­
cionales (Arnot). En pacientes operados de lobectomía
frontal, Rylander, Penfield, Brickner, Koskoff y Weniger
han observado falta de previsión, indiferencia frente al
futuro (optimismo infundado, ausencia de iniciativa) y
frente al pasado (abolición del arrepentimiento), apego
egoísta al presente y alteraciones en la continuidad del
yo. Zubiri ha tenido el acierto de referir este vario haz de
funciones a la regulación de la estabilidad del tono vital.
El individuo lobectomizado, animal u hombre, «carece
de la base de una continuidad rítmica para que sus accio­
nes adquieran un carácter continuo y se desarrollen en
el debido orden... El animal se encuentra con que, en de­
finitiva, en cada momento puede tener un tono vital in­
sospechado y poco congruente con el que antes tenía...
Lo que asegura el plan de conducta de la vida animal es
la estabilidad del tono vital que resiste a todas las inno­
vaciones. Ahora bien, ésta es la estructura fundamental
que yo llamaría regulación de la estabilidad» (Zubiri). De
ahí que el trastorno básico consecutivo a la ablación del
área prefrontal sea la versatilidad. La cierta, pero insu­
ficiente referencia de la «esperanza vital», como potencia
anímica indiferenciada, a la «persona profunda» de Kraus
(W. Brednow), tiene su estructura real en este amplio
sistema ncuroendocrino que va desde las hormonas hipo-
fisarias, suprarrenales y tiroideas hasta la corteza del ló­
bulo frontal.
He aquí, en sucinto resumen, las actividades biológicas
que, reguladas por ese sistema, desempeñan una función
básica en el ejercicio de la espera humana: el sostenimien­
to del apetito vital de futurición o impulso de «vivir ha­
cia adelante», y por consiguiente «hasta el fin»; el go­
bierno del curso sucesivo del tono vital y, por tanto, el
juego de la primaria tensión biológica entre la expectación

74
y la memoria; la afirmación de la propia individualidad,
bien bajo forma de reacciones de alerta y alarma, bien
como protección y defensa del «sí mismo» (Murphy, Rof,
Karen Horney); la inhibición de la ansiedad y la angustia
que produce una actividad vital desordenada. «Si se con­
sidera la existencia humana — ha escrito K. Schneider— ,
más bien necesita explicación el hecho de que el hombre
no tenga angustia casi nunca, que el hecho de que a veces
la tenga.» Es verdad: sin la sutil y constante vigilancia
cortical, la actividad diencefálica sumiría al hombre en an­
gustia vital permanente.
Todas estas actividades son, como he dicho, biológicas
y primarias; mas no por ello debe pensarse que constitu­
yen un estrato «somático» subyacente a la vida «espiri­
tual», porque en el hombre «todo lo biológico es mental
y todo lo mental es biológico». En el Journal d’un curé de
campagne, de Bernanos, dice un médico a un sacerdote, a
propósito de las enfermedades incurables: «Su papel no
es tan difícil como el mío. Al fin y al cabo, usted sólo
tiene que tratar con moribundos. La agonía queda en
ellos aliviada por la euforia. Cosa muy distinta es quitar
a un hombre toda esperanza de un golpe, con una sola
palabra... Ya sé lo que usted va a contestarme; vuestros
teólogos han hecho de la esperanza una virtud, vuestra
esperanza tiene las manos juntas. Pase esto para la espe­
ranza espiritual (l’espérance), porque nadie ha visto muy
cerca tal divinidad... Pero la esperanza vital (Vespoir) es
una bestia, créame, una bestia en el hombre, una bestia
poderosa y feroz. Más vale dejar que se extinga dulce­
m ente...» Sólo a medias tenía razón el médico de Berna­
nos. La esperanza vital, el apetito de futurición, es, en
efecto, una bestia en el hombre, un primario impulso
biológico; pero no es menos cierto que en la existencia
humana no hay esperance sin espoir, ni espoir que de al­
gún modo no aspire a convertirse en espérance.

3. Patología de la espera humana


Si la espera humana tiene una fisiología, por necesidad
tendrá también una patología. Toda una serie de hechos,
muchos de ellos procedentes de la observación más coti-

75
diana, muestran la relación entre el estado del cuerpo
y la capacidad de esperar. Hay horas en que el bienestar
somático y el favor del medio — recuérdese la acción bio­
lógica del color verde: mar bravio y campo herboso—
mueven al hombre a vivir esperanzadamente, y otras en
que palidece la esperanza. Bien lo sabía Unamuno cuando
escribió en su Cancionero:
Horas de espera, vacías
de cuanto no es esperanza,
son horas que hacen los días
y los años de bonanza...;

y no menos bien lo sabía Santo Tomás, cuando, siguiendo


a Aristóteles, afirmó la virtud esperanzadora de la juven­
tud, el vino y otras influencias corporales (Summa, I-II,
q.40, a.6, y q.45, a.3). La biografía de Leopardi y la de
Nietzsche permiten descubrir la existencia de una clara
relación entre el estado de su salud y su personal dispo­
ción para la esperanza. Recuérdese, por lo que hace al
segundo de esos autores, el exultante prólogo que compu­
so para la segunda edición de La gaya ciencia, en el otoño
de 1886. ¿Qué otra cosa es la salud, sino la posibilidad
orgánica de esperar en la tierra con cierta seguridad? La
embriaguez producida por la mescalina (A. Huxley) y por
el haxix (Baudelaire) concede con frecuencia la ilusión de
haber logrado todo lo que uno espera; la apomorfina, por
el contrario, quita el entusiasmo por el futuro y el deseo
de vivir hacia él (Th. von Uexküll); la inyección de adre­
nalina produce ansiedad ante el futuro (Marañón). No
menos significativa es la experiencia recogida durante la
Segunda Guerra Mundial en los campos de concentración:
la esperanza de los reclusos sufría oscilaciones considera­
bles, según el régimen de vida a que eran sometidos y su
modo de sobrellevarlo.
Como se habla de «distermias» y «distimias», no creo
inadecuado emplear el término de diselpidia (de elpis, la
esperanza), para designar los diversos estados en que la
capacidad de esperar se halla patológicamente perturbada.
En la enfermedad humana hay, en efecto, diselpidias hi-
potónicas e hipertónicas. En las primeras, la desesperanza

76
prevalece en el estado de ánimo del paciente: tal es el
caso de las depresiones vitales (Stauder) de las astenias
(Beard, P. Janet, Alexander y Portis), de la enfermedad
de Addison, de ciertas lesiones destructivas del lóbulo
frontal o el diencèfalo, de los síndromes hipotiroideos.
Frente a estos estados de diselpidia hipotónica hay que
poner las diselpidias hipertónicas, en las cuales el enfermo
espera desmedida y desordenadamente. Los análisis antro-
pológico-existenciales de L. Binswanger han puesto de re­
lieve la existencia de una relación psicológica entre la
peculiar temporalidad del flujo de ideas y el modo de es­
perar el cumplimiento de los deseos propios. El optimista
y desaforado modo de esperar de los paralíticos generales
viene descrito en todos los tratados de Psiquiatría; y aun
cuando el desorden elpídico sea más complejo, no por
ello resulta menos evidente en el hipertiroidismo, según
las investigaciones de Alexander, Ham y Carmichael. Los
datos acerca de la estructura biológica del esperar huma­
no que anteriormente he consignado, permiten iniciar una
intelección fisiopatológica de los diversos síndromes di-
selpídicos.

III. Introducción neumatológica al estudio


de la esperanza

También por vía neumatológica (pneuma, el espíritu)


es posible acceder al estudio de la esperanza. No se trata
todavía de analizar la esperanza desde nuestra intimidad
espiritual, sino de contemplar «desde fuera», teorética­
mente, el modo de la realidad que llamamos «espíritu»,
y de conjeturar cuál puede ser el género de su relación
con el futuro.
El concepto de «espíritu» es rigurosamente cristiano.
Antes del Cristianismo, sólo de manera muy parcial y
velada entrevio la mente humana la existencia de una rea­
lidad inmaterial e inmortal, capaz de intimidad, autopose-
sión, libertad e inteligencia. En la Antigüedad pagana,
pneuma era «soplo», un soplo más fino en el pneuma
psykhikón y menos sutil en el pneuma physikón, mas no

77
la realidad que después de Filón y la especulación cris­
tiana llamamos «espíritu». Pero el pensamiento cristiano
ha distinguido, desde sus orígenes, dos modos de la reali­
dad espiritual: el «espíritu puro» y el «espíritu encarna­
do»; y dentro del primero, el espíritu increado y creador
(Dios) y los espíritus creados o angélicos.

1. La esperanza del espíritu puro


Consideremos sumariamente el caso del espíritu puro
creado y, por vía de conjetura, pensemos acerca de su
posible temporeidad. Un espíritu puro creado, un ángel,
¿existe tempóreamente? ¿Tiene futuro? ¿Conoce la espe­
ranza? ¿Es, en el sentido real del término, eterno?
Para entender de algún modo la realidad y la existencia
angélicas, Santo Tomás se ve obligado a distinguir dos
modos de sucesión y, por lo tanto, dos modos de tiempo:
la sucesión continua del movimiento material o cósmico
(motus caeli) y la sucesión instantánea del ser respecto del
no ser (movimiento instantáneo de la iluminación y la
generación) {Summa, I, q.61, a.2 ad 2, y q.53, a.3). Pues
bien: en cuanto al primer modo de la sucesión, el ángel
existe supratempóreamente, supra tempus, mas no en
cuanto al segundo modo del movimiento; y así, las opera­
ciones de los ángeles transcurren per tempus; en su exis­
tencia se da el motus instantaneus, y su mente sólo es
capaz de conocer el futuro como la mente del hombre lo
conoce, si bien con mucho más penetrante perspicuidad.
El ser del ángel no es, pues, eterno; es sólo cuasieterno,
porque fue creado: aliquando angeli non fuerunt (I, q.61,
a.2). El modo de ser del ángel no es la eternidad, sino la
mera interminabilidad del «evo».
Según esto, ¿habremos de atribuir esperanza al espíritu
puro creado? La respuesta dependerá de la que se dé a
esta otra interrogación: ¿transcurrió algún lapso de suce­
sión entre la creación de los ángeles y el acto libre por
causa del cual fueron unos condenados y se salvaron
otros? Las opiniones son diversas. Santo Tomás se inclina
a creer que los ángeles condenados «pecaron en el mo­
mento de ser creados» (I, q.63, a.6). Desde el comienzo
mismo de su existencia, el ángel estuvo «al término de su
78
camino» {ln IV libr. Sent., 2, d.5, a.2, 2 ad 2). Su status
viatoris, en consecuencia, fue un sólo instante, el de su
decisión hacia Dios o contra El. Nada impide creer, sin
embargo, que «haya habido alguna dilación entre la crea­
ción de los ángeles y su caída» (I, q.63, a.6). En tal caso,
el ángel hubo de «existir en esperanza» durante ese lapso
temporal; si bien su «esperanza» sería tan distinta de la
humana como el tiempo angélico es distinto del tiempo
terrenal.

2. La esperanza del espíritu encarnado


Dejemos estas sutiles conjeturas teológicas, vengamos
al nivel de la visible y tangible tierra y, ya en él, pregun­
témonos por el futuro del espíritu encarnado. ¿Cuál pue­
de ser la temporeidad de un espíritu existente como prin­
cipio de animación de un organismo?
El modo más propio de la sucesión del espíritu es,
como sabemos, el movimiento instantáneo. Como testimo­
nio de la condición espiritual del alma humana, hay «ca­
sos-límite» en los cuales la vida psíquica acontece de un
modo subitáneo, fulgurante: la intelección de la verdad
evidente, la decisión de la voluntad en el acto libre y la
iluminación, como revelada, con que en nuestro interior
aparecen las invenciones felices de nuestra mente, sean
geniales o modestas, son otros tantos ejemplos de la ins­
tantaneidad de la vida espiritual del hombre. Es verdad
que también en el animal surgen a veces ocurrencias sú­
bitas, del tipo de la «vivencia del ajá» (Aha-Erlebnis) de
los chimpancés de Köhler; pero entre la «subitaneidad»
de un acto instintivo, relativo siempre a la situación ma­
terial en que se produce, cerrado sobre ella, y la «instan­
taneidad» del acto espiritual, siempre abierta a un totum
que trasciende la situación y su tiempo cósmico, hay la
misma diferencia que entre la invención de un empalme
de dos cañas y el descubrimiento de la ecuación que rela­
ciona la masa y la energía. Aquélla es el súbito ajuste
espacio-temporal de un engranaje; esta otra surge al tiem­
po cósmico desde más allá de él.
No es éste, sin embargo, el caso habitual. En cuanto
que «encarnada», la sucesión del espíritu debe quedar

79
sometida al tiempo biológico y material del cuerpo, a las
edades, los ritmos vitales y los procesos bioquímicos de
la existencia animal. La temporeidad del compuesto hu­
mano tiene que ser, en consecuencia, la correspondiente
al movimiento cósmico, al motus caeli. En el curso real
de su vida, el hombre es más veces «carne espiritualiza­
da», sarx, que «espíritu encarnado», pneuma. En tal
caso, y siempre desde el punto de vista del espíritu, ¿cuál
podrá ser la actitud frente al futuro? ¿Cómo habrá de
realizar su futurición una inteligencia carnal? Más con­
cretamente: puesto que el espíritu, que es inteligencia y
libertad, no puede dejar de «conocer», ¿cómo logrará
orientarse en lo que todavía «no es»?
Conviene distinguir entre el futuro del mundo cósmico
y el de la realidad propia. Ante aquél, el espíritu humano
ha tratado de conseguir alguna orientación intelectiva a
favor de tres recursos: la adivinación, la magia y la cien­
cia. Medíante la adivinación, el hombre aspira a que des­
de fuera de él le «revelen» lo que en el mundo acaecerá.
E l alma humana admite que por sí misma no puede cono­
cer el futuro, pero cree que es capaz de participar gra­
tuitamente de ese conocimiento, entrando en. comunica
ción con quien de modo plenario lo posee. La magia con­
siste en la pretensión de determinar el futuro por la vir­
tud de ciertos recursos de que el mago dispone. Con su
maniobra mágica, el hombre quiere algo más que «saber»;
quiere «mandar», dominar por sí mismo las fuerzas del
universo. La ciencia, en fin, se propone prever y manejar
la apariencia de la realidad mediante el conocimiento in­
ductivo de las «leyes» que rigen su mudanza. Sabiendo,
por ejemplo, la ley de la caída de los graves, la mente
humana puede prever dónde se encontrará en tal o cual
momento un cuerpo que cae libremente. Es el gran empe­
ño del hombre occidental, desde el orto de la cultura
griega, y más aún desde el nacimiento de la ciencia mo­
derna.
La adivinación, la magia y la ciencia son actividades
humanas muy distintas entre sí. Pero por debajo de sus
ingentes diferencias, las tres coinciden en algo: las tres
son expedientes de una misma pretensión, el dominio y
80
el conocimiento ckl futuro, y en las tres se revela la con­
dición espiritual del hombre. Practicando un rito adivina­
torio, ejecutando una maniobra mágica o formulando una
ley científica, supersticiosa y erróneamente en unos casos,
certera y eficazmente en otros, el hombre demuestra que
su inteligencia es capaz de envolver al cosmos y de con­
templarlo desde fuera de él, siquiera sea de modo pardal
o extraviado. Demuestra con ello, en suma, que él es
espíritu, además de ser cuerpo material.
Es y tiene que ser distinto el proceder del espíritu hu­
mano ante su propio futuro. Mañana, el año próximo,
¿qué será de mí? No lo sé. Mas tampoco puedo resignar­
me a una total ignorancia: soy inteligencia, y en cualquier
situación, por oscura que parezca, no puedo dejar de sa­
ber algo, aunque no logre pasar de la conjetura. Ese «sa­
ber» acerca de mi propio futuro, ¿puede ser la previsión
científica? En modo alguno. La más certera previsión del
acontecer cósmico no anularía mi libertad y la de quienes
me rodean. Es cierto que el hombre de Occidente, mo­
vido por la fascinación de la «ley científica», ha pretendi­
do reducir a pura «lógica» o a pura «ciencia natural» el
conocimiento de toda realidad: ése fue el empeño de
Hegel, Comte y Spencer; pero también es cierto que ese
empeño ha fracasado. Sólo un recurso tengo a mi alcan­
ce: aceptar la sucesión temporal de mi propio cuerpo
— con sus edades, sus ritmos vitales y sus procesos fisio­
lógicos— y proponerme dentro de ella una meta hasta
la cual pueda llegar mi libertad finita y encarnada. Por
una exigencia inexorable de su realidad, el espíritu encar­
nado se ve obligado a existir proyectando su propio futu­
ro. La autoposesión, ejercicio ineludible del espíritu, que­
da reducida a mera posesión incierta y anticipativa de lo
que uno puede ser. Inventando proyectivamente mi pro­
pio ser, voy poseyendo de algún modo mi ser futuro y soy
a la vez espíritu, en cuanto que pretendo sobreponerme
al porvenir, y cuerpo viviente, en cuanto que ese porve­
nir cuyo dominio pretendo tiene que presentarse por vía
de sucesión temporal, sometido al motus caeli y al impe­
rativo biològico de vivir en y con mi organismo y de po­
der morir en cualquier momento. El «proyecto» de la

81
6
analítica existencial de Heidegger, la «forzosidad de in­
ventar la propia vida», de que habla Ortega, y la «cuasi-
creación de posibilidades» descrita por Zubiri, son otros
tantos modos de ver la existencia temporal del espíritu
encarnado.
En suma: el cuerpo del hombre « exige» que la espera
humana sea un proyecto, y el espíritu humano — el espí­
ritu encarnado— «re ve obligado» a esperar su futuro
concibiéndolo como proyecto. E l proyecto — un proyecto
forzosamente atenido a las posibilidades de la realidad cor­
pórea en que el espíritu humano se encarna— es, pues,
la forma propia y primaria de nuestra espera.
Una cuestión surge inmediatamente: si la espera hu­
mana es proyecto, ¿qué relación puede existir entre ella
y la esperanza? No olvidemos que sólo en castellano tie­
nen esas dos palabras la misma raíz. Para nosotros «espe­
rar» es tanto «vivir a la espera» o «en expectativa» como
«vivir en la esperanza». Esa coincidencia, ¿no es más
que una limitación, o es también un acierto? La estruc­
tura antropológica de lo que los franceses llaman attente,
los alemanes Warten o Erwartung, los ingleses waiting
o await y los italianos attesa —-la «espera», el acto de
aguardar— , ¿tiene algo que ver con la estructura de esa
otra actividad del espíritu a que se refieren las palabras
espoir y espérance, Hoffnung, hope y speranza, distintas
todas de aquellas con que nuestra «espera» es nombrada?
Para responder a estas sugestivas interrogaciones, trate­
mos de contemplar la espera desde nuestra propia inti­
midad.

82
Capítulo 2:
El proyecto, la pregunta y la espera

La forma primaria de la espera humana es el proyecto.


Lo más propio del hombre, por otra parte, es «estar en
la realidad»: muy convincentemente lo ha demostrado
Xavier Zubiri.
¿Cómo se articulan entre sí estos dos asertos? ¿Cómo
se incardinan en la realidad la espera humana y la activi­
dad proyectiva en que esa espera se manifiesta y consti­
tuye? ¿Cómo es la realidad, para que una de las formas
de mi relación con ella sea el proyecto? Intentemos verlo
con cierto orden.

I. Proyecto y pregunta

Quede para los metafísicos la alta y honda empresa de


decir lo que en sí misma es la realidad, tal y como la in­
teligencia humana es capaz de conocerla y concebirla. Más
modestamente, yo comenzaré mi indagación describiendo
de modo sumario algunas de las notas con que la realidad
se nos muestra, aquellas que parecen ser más pertinentes
a mi actual empeño. Creo ver hasta cinco. La realidad, en
efecto, es para mí ineludible, resistente, asombrosa, inteli­
gible y poseíble.

83
1. La experiencia de la realidad
Es por lo pronto, ineludible. El hombre existe — re­
cordemos de nuevo el axioma metafisico de Zubiri— es­
tando en la realidad y abierto a ella. Haga yo lo que haga,
comer, pensar, soñar u orar, vivo en la realidad. Es cierto
que el hombre se mueve a veces en lo «irreal», como
cuando opera intelectualmente con números imaginarios
o finge centauros y quimeras; pero «si puede moverse
entre irrealidades es porque de modo inexcusable él es un
animal de realidades», porque su ser consiste en estar
abierto a la realidad, como el ojo puede sentir la oscuri­
dad, precisamente porque está hecho para ver, y como el
oído percibe el silencio, siendo su mundo el sonido. No
hay duda: para mí, en cuanto hombre, la realidad es inelu­
dible.
La realidad es también resistente. La vieja tesis de Mai­
ne de Biran, explanada luego por Dilthey y Scheler, según
la cual es la «resistencia» la fuente primaria de nuestra
creencia en la realidad del mundo exterior, debe ser, a mi
juicio, convertida en tesis antropológica general. Digo
que algo es real cuando ofrece resistencia a mis sentidos
o a mi pensamiento: este libro es real en cuanto que con
su opacidad resiste a mi mirada, y a mi tacto con su du­
reza; y si puedo creer, discutir o negar la realidad de los
ángeles, es porque su existencia resiste a mi pensamiento,
porque se halla muy lejos de la pura y absoluta inteligi­
bilidad con que se me muestran los entes de mi razón.
Dios es tan «resistente», en este sentido, que el cristiano
ha visto siempre en él — y a veces con desesperación— al
ens a la vez absconditum y exuperantissimum. Sin la per­
cepción de esa resistencia, el hombre se movería entre
esencias lógicas, no entre existencias reales. «Realidad
— dice una vez Ortega— es la contravoluntad, lo que
nosotros no ponemos; antes bien, aquello con que to­
pamos.»
No es ajena a la resistencia de la realidad su condición
de asombrosa. Lo real es para el hombre siempre capaz de
novedad y, por lo tanto, de apariencia imprevista y sor­
prendente. La cosa más vista y familiar, el fragmento del
mundo de rostro más trillado y consabido, pueden siem-

84
pre ofrecernos aspectos nuevos, si sabemos contemplarlos
con atención y amor. Einstein, por ejemplo, supo ver un
asombroso perfil inédito en la gravitación universal, que
Newton parecía haber reducido a ley física insuperable;
y eso mismo hacen, en su dominio y a su modo, el pintor
con el paisaje mil veces visto, el poeta con el sentimiento
mil veces vivido, el hombre de acción con la rutina social
más inveterada y el historiador con la más transitada zona
del pretérito. Por eso pudo decir Platón que el asombro
es el «principio de la sabiduría» (Theaet., 155, d 2-3).
La realidad nos asombra en cuanto que nos es ajena,
nos resiste y rebasa los límites de nuestra finitud. El he­
cho de que dos y dos sean cuatro, sólo podrá sorprender­
me cuando lo contemple desde un punto de vista capaz
de mostrarme su problematismo, esto es, su resistencia
a mi intelección. Ahora bien: asombrándonos, la realidad
se revela capaz de darnos más o algo distinto de lo que
de ella esperábamos. El acto de «dar crédito» a la reali­
dad (G . Marcel) tiene como motivo inmediato nuestro
asombro ante ella. Con nuestro incesante asombro de­
mostramos que para nosotros la realidad «tiene siempre
crédito», que su haber — el «haber» que se expresa en
que «haya» esto o lo otro (Zubiri)— es humanamente
inagotable. No olvidemos desde ahora que la palabra
«crédito», creditum, viene de credere, «creer». Si a la
realidad se le «da crédito» es porque ella es en sí misma
«creíble» y «credenda», digna de ser creída. Por eso pue­
de ser «acreditada», poseedora y merecedora de crédito.
No se nos mostraría resistente y asombrosa la realidad
si no fuese también — en mayor o menor medida— inte­
ligible. Sin una intelección parcial de lo real, éste sería
puro «En-sí» compacto y nauseabundo (Sartre), mas no
resistencia y problema; con esa parcial intelección, no
sólo «damos crédito» a la realidad, también nos «damos
cuenta» o «damos razón» de ella. Esto es: nos la conta­
mos o explicamos inteligiblemente. En el castellano anda­
luz, «dar una razón» equivale a dar una noticia suscep­
tible de ser entendida por quien la oye.
La inteligibilidad de lo real tiene modos y grados. Hay
la intelección filosófica, la científica, la poética, la pura­

85
mente visiva o pictórica, la sonora y musical. En rigor, y
puesto que la inteligencia del hombre es «inteligencia
sentiente» (Zubiri), habrá tantas formas de entender como
de sentir, aun cuando esto no excluya la existencia de
una intelección suprasensorial. Pero, sensorial o supra-
sensorial, la intelección es siempre parcial y susceptible
de error. La inteligencia del hombre es incapaz de «ago­
tar» la realidad. Mírese a ésta de un modo o de otro:
siempre resultará que su seno es inagotable. «L a natura­
leza gusta de ocultarse», decía Heráclito. Unos, como
Spencer, hablarán de «lo incognoscible»; otros, como los
cristianos, del «misterio de la creación»; y hasta los que,
como Hegel, afirmen que «todo lo real es racional» se
verán obligados a diferir a un futuro indeterminado y
remoto la vigencia efectiva de su aserto. Justamente en
esa insatisfactoria y falible parcialidad de nuestra inte­
lección de lo real tiene su fundamento la existencia del
futuro. Si nuestra intelección fuese completa y evidente,
la realidad dejaría de ser «credenda» y prometedora y se
haría «intelecta» y consabida; con ello, el futuro se tro­
caría en eterno presente. Tal es, según el penetrante Bau­
delaire, la ilusión central de los «paraísos artificiales».
Entendiendo humanamente la realidad, la poseemos,
la hacemos nuestra: la realidad es posetble. No es otro el
fundamento de la fruición de investigar y entender. Quien
sabe algo cierto y profundo acerca de una zona cualquiera
de la realidad, posee su secreto y es capaz de dominarla.
No es un azar que se llame «poseer» un idioma al hecho
de conocerlo, ni que los místicos piensen que la «pose­
sión» espiritual de Dios es una «sobreciencia» trascen­
dente a la humana: «y quedóme, no sabiendo, toda scien­
d a trascendiendo», dice la fórmula de San Juan de la
Cruz. Toda la historia del mundo moderno es una titá­
nica aventura presidida por la convicción de que conocer
es poseer. Movida, en fin de cuentas, por el certísimo
señuelo de que la realidad es poseíble.
La realidad, en suma, es a la vez misterio y problema.
No hay realidades puramente «misteriosas» y realidades
puramente «problemáticas». Una misma realidad será
misterio para mí cuando la vea como asombrosa o inago-

86
table, y problema cuando la mire como inteligible y resis­
tente. Misterio o problema. La certera y fecunda distin­
ción de G. Marcel atañe a la disposición del espíritu fren­
te a lo real, no a lo real en sí mismo. La misma realidad
de Dios — el misterio por excelencia— se convierte en
problema tan pronto la inteligencia humana trata de ac­
ceder a ella a través de lo que ve, per ea quae facta sunt,
según la sentencia de San Pablo.

2. Proyectar y preguntar
Mi contacto con la realidad me la muestra ineludible,
resistente, asombrosa, inteligible y poseíble. Mi vida, por
otra parte, es futurición, y lo es de un modo constitutivo
y radical. Soy y tengo que ser sucediendo hacia el futuro
con un movimiento doble, cósmico y espiritual, continuo
e instantáneo. ¿Cuál habrá de ser, según esto, el modo
de mi contacto con la realidad? Ya lo sabemos: el pro­
yecto. Exigido de mi espíritu por mi cuerpo, impuesto a
mi espíritu por mi sucesión biológica, el proyecto se me
muestra ahora como una de las formas radicales de mi
relación efectiva con la realidad. Es verdad que yo puedo
contemplar y poseer lo real, y que la contemplación y la
posesión, consideradas en sí mismas, no son proyectos,
sino actividades conclusivas; pero la contemplación y la
posesión del hombre in via son siempre y no pueden dejar
de ser parciales, itinerantes y, por lo tanto, proyectivas.
Quien posee una fortuna se ve obligado a poseerla pro­
yectando su conservación, su consumo o su incremento;
quien contempla un paisaje goza de su belleza reposando
dichosamente en ella, mas también conquistando proyec-
tivamente aspectos y rincones inéditos de esa hermosura
y descubriendo con emoción agridulce que su empeño se
halla muy lejos del término posible: «nobles Desespera­
ciones pueblan las regiones sobrenaturales de la Poesía»,
dijo un conocedor de esos etéreos niveles tan eximio y
experto como Baudelaire. Para mí, ente espiritual y car­
nal, ente sucesivo, la realidad es en cada instante «pudien-
do ser» y «siendo» al mismo tiempo algo de lo que pue­
de ser. No puedo aspirar a otra cosa mientras exista sobre
la tierra.

87
Basta lo dicho para advertir que el proyecto es, por
lo pronto, una volición y una pregunta. Proyectando, yo
quiero algo de la realidad, comprendida la de mi propio
ser y — de modo expreso o tácito— pregunto algo. Desde
el seno más íntimo y libre de mi voluntad aspiro a ser:
«ser» es lo que yo quiero de la realidad, llegar a «ser»
médico, coleccionista de mariposas o empresario indus­
trial. Pero la realidad es para mí resistente, asombrosa y
sólo parcialmente inteligible. Por tanto, para llegar a ser
eso que yo quiero ser, por necesidad habré de preguntar
y preguntarme acerca del modo de poder serlo. El mozo
que proyecta ser médico quiere serlo en su fuero íntimo
— en el «yo» del «yo quiero»— , y dirige a su propia rea­
lidad (existencia física, salud, dotes intelectuales) y a la
realidad de su mundo (circunstancia cósmica, histórica y
social) esta interesada pregunta: «¿Puedo yo ser, llegaré
yo a ser efectivamente médico?» El carácter imprevisible
e inseguro de nuestra relación con la realidad cobra su
expresión racional o lógica en la pregunta. Por eso todo
proyecto debe resolverse, apenas formulado, en una ráfa­
ga de interrogaciones.
Si el proyecto contiene siempre la pregunta, la pregun­
ta, a su vez, incluye el proyecto. Cuando yo pregunto:
«¿Q ué hora es?», proyecto ia llegada a una situación de
mi existencia en la cual la posible noticia acerca de la hora
me permita hacer algo que de otro modo no podría hacer;
más aún, cuento con ella, y, mutatis mutandis, eso acon­
tece con todas las preguntas imaginables. En suma: mi
viviente y constitutiva necesidad de juturición y el modo
de mi relación con la realidad son la causa de que mi exis­
tencia sea proyecto y pregunta. Vivir humanamente es
proyectar y preguntar; quien proyecta, pregunta, y quien
pregunta, proyecta. La pregunta es la expresión racional
del proyecto; el proyecto es el fundamento vital o exis­
tencial de la pregunta.
Este somero análisis demuestra que el proceder de Hei­
degger y Sartre, cuando atribuyen un carácter originario
al modo de ser hombre expresado en la actividad de pre­
guntar, se halla fundado en la realidad misma de la exis­
tencia humana. Pero la pregunta ¿es, por ventura, sólo lo

88
que acerca de ella nos dicen Heidegger y Sartre? ¿Qué es
preguntar? Sin una respuesta mínimamente satisfactoria
a esta interrogación no podremos nunca entender lo que
es la espera del hombre.

3. Pregunta y posibilidad
La palabra castellana «preguntar» procede del verbo
latino percontari; y éste, según opinión general de los
lingüistas actuales, es voz derivada del sustantivo contus,
«pértiga». Etimológicamente, «preguntar» significa, en
consecuencia, «sondear el fondo de un río o de un estan­
que con una pértiga», y por extensión metafórica, «son­
dear el interior de un hombre». Quien pregunta algo a
otro sondea verbalmente su alma, con objeto de saber si
en ella existe o no existe una respuesta adecuada a la in­
terrogación. Quien, por ejemplo, dice a otro «¿Q ué hora
es?», admite en principio que su interlocutor pueda res­
ponderle «Las tres» o «Las tres y cuarto», o que no sepa
o no quiera darle respuesta alguna. Lo cual indica que el
objeto del «sondeo» en que la pregunta consiste es la
posibilidad de una u otra respuesta.
¿Quiere esto decir que todas las preguntas tienen res­
puesta posible? De ningún modo. Hay, en efecto, pregun­
tas cuya contestación es por completo imposible, y ello
nos permite ordenar el preguntar según dos modos muy
distintos entre sí: aquel cuya respuesta es humanamente
imposible y aquel otro en el cual es más o menos posible
una respuesta congruente.
Por la índole de su realidad propia, el hombre es capaz
de proponerse preguntas absurdas. Por ejemplo: «¿Q ué
haría yo si mi cuerpo fuese una masa de vidrio?»; «¿Q ué
pasaría si los árboles hablasen?». Muchas de las cuestio­
nes que se planteó la escolástica decadente a propósito
de la potentia Dei absoluta eran de este jaez. Es verdad
que a todas ellas puede contestarse algo, si la imagina­
ción a tanto alcanza; pero una respuesta verdaderamente
idónea es en tales casos por completo imposible, porque
la mente humana no puede ponerse en la situación que
para ser congruente exige ahora el responder.
Pertenecen esas preguntas a las que, como suele decir­

89
se, «nos traen sin cuidado» o «no nos dan cuidado»
— salvo que estemos enfermos de la mente— . ¿Por qué?
¿Qué es lo que hace que no susciten en nosotros el
«cuidado»? La respuesta es obvia: nuestra personal exis­
tencia no es puesta en juego por ellas. Sean contestadas
en un sentido o en otro, y siempre que yo no tome su
arbitraria respuesta como pretexto para otros fines, mi
existencia puede continuar siendo lo que antes podía ser.
Mas tampoco deja de tener hondo sentido antropológico
el hecho de que el hombre pueda proponerse preguntas
cuya respuesta sabe imposible. Esta Iòdica actividad del
espíritu humano — ¿qué otra cosa es tal actividad, sino
un típico juego intelectual?— posee doble significación.
Positivamente, por su mera existencia, revela que el ám­
bito de la mente humana es infinito, puesto que el hom­
bre, mediante su inteligencia y su imaginación, puede as­
pirar a «saber todo» y «ser todo», hasta lo que es o pa­
rece absurdo: el sentido de la operación poética es, verbi
gratia, «crear lo que no se ve», según la fórmula de Una­
muno; o «lo que no podrá verse», según la más radical
de Gerardo Diego. Negativamente, en cuanto que opues­
tas a las de respuesta congruente, estas preguntas absur­
das constituyen el contorno que da riesgo de «no ser» a la
existencia de aquellas otras: mi formulación de una pre­
gunta susceptible de respuesta idónea se halla rodeada
por la extraviada o lúdica posibilidad de recurrir a otras
carentes de contestación.
Frente a las preguntas absurdas, las preguntas viables
— aquellas para las cuales sabemos que es posible una
respuesta idónea— nos «dan cuidado», porque ponen en
juego nuestra propia existencia; lo cual vale tanto como
afirmar que el sujeto de la posibilidad a que ellas se re­
fieren es, en último extremo, la existencia misma del in­
terrogante, en su relación con la realidad. Si yo pregunto
«¿Q ué hora es?», la respuesta pone en juego mi existen­
cia, porque, siendo una u otra la hora, yo puedo llegar a
ser de un modo o de otro distinto. La pregunta de res­
puesta posible es una vía para que yo «sea»; el área de
posibilidades que abre pertenece a «m i» propia posibili­
dad de ser una cosa y de no ser las restantes.

90
«Saber la respuesta» es para mí un nuevo modo de
«ser»; mi pregunta expresa una pretensión de «ser». He
aquí a Cajal frente al reticularismo de Gerlach y al de
Golgi. Su actitud de repulsa y extrañeza puede ser expre­
sada mediante estas palabras: «No es verosímil que en el
tejido nervioso todo se comunique continuamente con
todo.» Mas ya sabemos que la relación del hombre con
la realidad lleva en su seno una pregunta y un proyecto.
En este caso: «¿ E s posible una doctrina acerca de la tex­
tura del tejido nervioso más satisfactoria que la de Gol­
gi? Y si es posible, ¿seré yo capaz de elaborarla?»; pre­
guntas a las cuales siguieron otras, que en principio pu­
dieron ser de respuesta posible o de respuesta imposible.
Pudo Cajal, en efecto, haberse propuesto metas y mé­
todos imposibles en sí mismos o inaccesibles a sus per­
sonales posibilidades: llena está la historia de la ciencia
de tentativas absurdas, cuadraturas del círculo o movi­
mientos perpetuos. No fue éste el caso de Cajal. E l se
propuso objetivos adecuados a su capacidad y a sus re­
cursos, dirigió a la realidad preguntas viables. Contemplé­
moslas, en lo tocante a nuestro actual problema. Desde
el punto de vista de la existencia personal de quien tá­
cita o expresamente las formuló, ¿qué fueron, en rigor,
las preguntas que Cajal dirigió en realidad? Con ellas,
¿qué buscaba, qué pretendía Cajal? Por supuesto, saber
algo nuevo. Pero, en última instancia, alcanzar una situa­
ción y un estado de su propio ser más perfectos, más
acabados, más altos. Buscaba, en suma, su propia perfec­
ción, y con ella la relativa felicidad de «ser algo más»:
un modo de ser intelectualmente más rico, elevado y sa­
tisfactorio que aquel que había servido de estímulo y
plinto a su inicial interrogación. Todo lo demás era con­
secutivo a este radical propósito.
«Ser algo más». ¿Es que el hombre, en el curso de
su vida, puede llegar a «ser más» de lo que era? Así lo
dice nuestro lenguaje cotidiano, con un sentido mera­
mente externo y social: « X va para más», « X es más
que Y ». Pero también es posible entender esas expre­
siones en un sentido ontològico; y en tal caso, «ser más»
equivale a realizarse más acabadamente a sí mismo cum-

91
pliendo más depuradamente la propia vocación. Al dar
término a alguna de sus investigaciones, Cajal no sólo
«era más» porque su nombre hubiese llegado a ser más
conocido y estimado socialmente; también «era más» por­
que había cumplido de más alta y perfecta manera el
íntimo imperativo de su vocación de histólogo. Dije en
el capítulo anterior que el león y el caballo se mueven
vitalmente hacia la plenitud de su específica animalidad
leonina y equina. A diferencia de ellos y de todos los res­
tantes animales, el hombre se mueve en su vida hacia el
logro o hacia el malogro de su vocación personal. El león
«es más» siendo «más león»; Cajal pudo «ser más» siendo
cada vez «más Cajal», siendo de más alto modo la perso­
na «Santiago Ramón y Cajal». Y lo que acabo de decir de
un hombre de ciencia podría ser dicho de otro hombre
cualquiera, un artista, un enamorado, un comerciante o
un zapatero.
Vivir humanamente en este mundo es proyectar, pro­
yectar es preguntar, y preguntar es querer ser algo de lo
que uno puede ser. Toda pregunta tiene un «quién» y un
«a qué». En nuestro caso, ¿quién pregunta? Ya lo sabe­
mos: yo, tú o el otro; un hombre concreto. ¿Qué pregun­
ta ese hombre? También tenemos respuesta: pregunta el
modo de llegar a ser algo de lo que él quiere ser. Y ese
hombre, ¿a qué pregunta? Pregunta, veíamos, a la rea­
lidad, a su propia realidad y a la del mundo. Mas pregun­
tando al «qué» de la realidad, ¿no se dirige, en rigor, a
un «quién», un «quién» distinto del interrogante y mere­
cedor de «crédito»? Conservemos en la memoria esta gra­
ve interrogación.
Entretanto, volvamos a la pregunta, en cuanto que
pretensión de ser de quien la hace. Preguntando, el hom­
bre pretende ser algo de lo que quiere y puede ser. Bas­
tan esas palabras — «puede ser»— para advertir que la
respuesta puede también conducirme a «no ser» aquello
que yo pretendía. Cuando, por ejemplo, interrogo acerca
de la hora que es, mi pregunta tiene una respuesta hu­
manamente posible; pero ello no es óbice para que yo me
quede sin respuesta — basta con que mi interlocutor no
sepa o no quiera decirme la hora— y, por lo tanto, sin

92
el modo de ser a que el saber la hora me hubiese enton­
ces conducido. Como también es posible que yo muera o
enloquezca antes de obtener la respuesta apetecida. Tres
eventualidades distintas, fracaso, muerte y despersona­
lización, pueden hacer que yo «no sea» lo que yo aspira­
ba a ser. Mi posibilidad de «ser» se halla circunscrita y
amenazada por mi varia y constante posibilidad de «no
ser». Más concisa y generalmente: la pregunta es una
pretensión de ser que incluye la posibilidad de «no ser».
La pregunta abre a la mente humana la perspectiva de su
propia finitud y de la nada, puesto que «nada» es «no
ser». En esto, Heidegger y Sartre aciertan plenamente.
Pero, ¿es sólo «nada» la perspectiva que a la existencia
del hombre abre la pregunta? Y, por otra parte, la «nada»
de «no ser algo», ¿es equiparable a la «nada» de «no
existir» o «no ser en absoluto»?
Toda interrogación humana lleva implícita una doble
discriminación. En el mismo momento de preguntar, el
interrogante sabe casi siempre a qué atenerse respecto a
la posibilidad o a la imposibilidad de la respuesta, y tan­
to de un modo genéricamente humano, como en lo que
atañe a su personal existencia y a su ocasional situación.
Recurramos otra vez al ejemplo precedente: cuando yo
pregunto «¿Q ué hora es?», tengo casi siempre, sin previa
deliberación, la completa seguridad de que humana, per­
sonal y ocasionalmente me es posible obtener una res­
puesta idónea. No es eso sólo. En la mayor parte de los
casos, en mi ánimo hay una estimación previa del grado
de posibilidad de la respuesta, y no sólo por lo que en
sí misma sea la pregunta, también en cuanto a la eventua­
lidad de un éxito negativo por fracaso, muerte o desper­
sonalización. Preguntando «¿Q ué hora es?», yo no sé
tan sólo que la respuesta idónea es humana, personal y
ocasionalmente posible; sé también que esa respuesta es
muy probable, y estoy seguro de que el riesgo de que yo
muera o enloquezca mientras la espero es sobremanera
escaso.
En uno como en otro caso conjeturo con certidumbre
subjetiva acerca del futuro y de mi futuro: estoy seguro
de que la respuesta se producirá, de que será adecuada a

93
mi pregunta y de que yo seguiré existiendo y siendo yo
cuando la reciba. De otro modo, no me habría tomado la
molestia de preguntar. ¿Por qué estoy seguro de ello?
¿Qué me ha movido a admitir la posibilidad y la proba­
bilidad de la respuesta y, por lo tanto, de mi propio fu­
turo? Indudablemente, mi experiencia y mi saber: yo sé
por experiencia que el Sol sale todas las mañanas, y por
eso cuento en mi vida con el orto solar; yo sé por los
libros, aún sin ninguna experiencia personal, que tal día
se producirá un eclipse, y ese saber me induce a esperarlo
confiadamente. Pero no es preciso esforzarse mucho para
advertir que no todo en mi certidumbre es inducción em­
pírica y saber racional aprendido. Bajo una y otra laten, a
manera de fundamento, una serie de «creencias». Si yo
hago mi pregunta es porque «creo» que el planeta segui­
rá existiendo cuando llegue la respuesta, y que mi inter­
locutor y yo vamos a seguir viviendo todo el tiempo que
nuestro coloquio requiere. La pregunta abre a la mente
humana, sí, la perspectiva de su finitud y de la nada, mas
también revela una parte de las creencias sobre que se
apoya la existencia interrogante. Procuremos entender la
total estructura de la pregunta desde este nuevo punto
de vista.

II. Pregunta y creencia

No parece que el tema de la creencia haya merecido


de los filósofos especial favor. En el pensamiento de la
Europa continental ha solido quedar incluido en la dis­
cusión del problema de lo posible y lo real o en la refle­
xión acerca del contraste entre el saber racional y la
vida religiosa. La distinción que Brentano establece en su
Psicología entre los dos modos de poseer los contenidos
de conciencia, la «representación» (vorgestellte Objekte)
y el «reconocimiento» (anerkannte Objekte), es un buen
ejemplo de la primera posibilidad; el escrito juvenil de
Hegel Glauben und Wissen constituye una alta muestra
de la segunda. Mayor atención le han dedicado, y no por
azar, los pensadores anglosajones; su atenimiento empiris-

94
ta a lo real les ha movido, desde Hume, a estudiar la
singularidad psicológica del hecho en la creencia (Belief).
Los nombres de A. Bain, J. J. Newman, W. Bagehot,
J. Venn, J. Pikier y W. James son viviente prueba de
ello. Más próximos a nosotros, Ortega y Marías han pues­
to de relieve la función de la creencia en la constitución
de la vida humana.

1. La creencia en W. James y en Ortega


William James supo subrayar con gran energía la esen­
cial relación entre la creencia y el juicio de realidad. «En
la creencia — escribe— el objeto no sólo es percibido,
sino que llega a tener realidad. La creencia es el estado
mental o la función cognoscitiva de la realidad.» En el
acto de creer desaparece de la conciencia humana «la agi­
tación teorética» propia de la duda y la investigación, y
la existencia del creyente reposa sin violencia en la rea­
lidad de lo creído: «la creencia es el sentido de la reali­
dad». No debo transcribir aquí la descripción jamesiana
de los diversos «órdenes de la realidad», ni las ideas que
acerca de la génesis de las creencias expone el psicólogo
del pragmatismo. Apuntaré, en cambio, que, para W. Ja ­
mes, la creencia es un elemento constitutivo y radical de
la vida humana: «Sólo dejamos de creer una cosa cuando
creemos más firmemente otra que contradice a la prime­
ra... Creemos tanto como podemos. Si pudiéramos, lo
creeríamos todo... El hecho rector de la creencia es nues­
tra primitiva credulidad. Comenzamos por creerlo todo;
todo lo que es, es verdad.» Dos creencias básicas y deci­
sivas, la relativa a nuestra propia realidad y la tocante a
la realidad de las cosas sensibles, gobernarían la dinámica
concreta de las creencias humanas, todas las cuales tienen
para James su más profundo motivo genético en la sacu­
dida visceral que produce aquello que va a ser creído:
«La prueba más segura de nuestra inmortalidad — afir­
ma el pensador norteamericano, dando una curiosa y su­
gestiva versión pragmatista al pensamiento de San Pa­
blo— la tenemos en la conmoción de nuestras visceras
deseándola»; y el mismo principio vale, según él, para
nuestros temores y esperanzas.

95
Ortega, por su parte, ha opuesto temáticamente las
«ideas» a las «creencias», y ha mostrado la primaria im­
portancia de estas últimas en la constitución del funda­
mento de la existencia humana. Son las creencias, por
oposición a las ideas, «el continente de nuestra vida»;
son, por otra parte, «las ideas que somos», no «las ideas
que tenemos»; vivimos de ellas, estamos en ellas, y no
nos encontramos con ellas, sino en ellas: en nuestras
creencias «vivimos, nos movemos y somos»; operan ya
en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre
algo, y por eso no sabemos formularlas, sino que nos con­
tentamos con aludir a ellas, como solemos hacer con todo
lo que no nos es la realidad misma; contamos con ellas,
y ellas constituyen la base de nuestra vida, el terreno
sobre que ésta acontece; actúan latentes, como impli­
caciones de cuanto expresamente hacemos y pensamos,
son todo menos «evidentes»; lo evidente, por muy evi­
dente que sea, no nos es realidad, no creemos en ello;
de nuestras ideas nos separa una distancia infranqueable,
la que va de lo real a lo imaginario; con nuestras creen­
cias, en cambio, estamos inseparablemente unidos. Como
W. James, Ortega afirma resueltamente la fundamental
credulidad del alma humana: «E l hombre, en el fondo, es
crédulo — escribe— o, lo que es igual, el estrato más pro­
fundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los
demás, está formado por creencias»; lo cual no es óbice
para que en la realidad exista «un fondo metafisico, al
que ni siquiera nuestras creencias llegan». Pero la duda,
para Ortega, no es simplemente lo opuesto a la creencia,
sino un modo distinto de creer; no es un «no creer», sino
un creer que nos arroja a una realidad ambigua, bicéfala,
en la cual pugnan dos creencias antagónicas. Dudar es
«estar en lo inestable en cuanto tal»; y así, en el fondo,
«creemos nuestra duda». Las ideas, inventadas por la
mente humana como respuesta a la experiencia de la duda,
llenan los huecos y escotillones que esta última abre en
la tierra firme de las creencias.
Marías, en fin, ha desarrollado el pensamiento de Or­
tega. Para el hombre, la realidad puede estar patente y
latente. «E l hombre vive, pues, fatalmente cercado de in­

96
certidumbre... y tiene que habérselas con lo que no le es
presente ni dado.» En tales condiciones, ¿cómo puede el
hombre vivir? «¿Cóm o es posible que no sucumba de
terror y angustia, de perplejidad, al verse rodeado de rea­
lidades latentes, con las cuales no cuenta; al no saber qué
hay debajo y encima de él, y a su alrededor; al no saber,
sobre todo, qué va a ser de él y de todo lo que le rodea
un instante después, y tener que vivir proyectado hacia
ese futuro arcano?» Al hombre no le queda otro remedio
que «vivir de crédito», atenido a sus «creencias». Me­
diante mis creencias tengo lo que no tengo en realidad
ahora y necesito ahora para vivir; en ellas me está presen­
te lo latente. Y puesto que la mayor parte de la realidad
con que el hombre se ve obligado a contar está para él
latente, la creencia es «el sujeto primario de la verdad»:
es «la verdad en que se está» o «estado de verdad», por
oposición a la verdad conocida y conquistada de las ideas.
En otras páginas señala Marías la básica función de las
creencias en el conocimiento de la realidad, subraya su
existencia en el ámbito de la vida colectiva y estudia el
proceso de la atenuación de su vigencia y la interacción
entre ellas y las ideas: las creencias pueden perderse por
volatilización y por intelectualización; las ideas pueden
convertirse en creencias, y éstas en ideas.

2. ¿Qué es una creencia?


¿Qué es, por tanto, una creencia? Cabe responder a
esta interrogación desde tres puntos de vista: el psicoló­
gico, el moral y el metafisico. Psicológicamente, la creen­
cia es un componente fundamental y latente de la exis­
tencia humana, conexo con la afectividad, la voluntad y
la inteligencia, por obra del cual discernimos lo que para
nosotros es real de lo que no lo es. «E l creer está en el
afecto, pero lo que se cree está en el conocimiento»,
decía ya Hugo de San Víctor. Moralmente, llamamos
«creencia» a nuestra relación con todo aquello por lo cual
somos capaces de sufrir y, en el caso más grave, de mo­
rir. Lo creído se define, en el orden moral, porque no
sabemos vivir sin ello. Somos capaces, es verdad, de com­
batir y aun de morir por las ideas, pero sólo cuando ex­

97
7
presan creencias subyacentes; sólo esas ideas hacen posi­
ble el gustoso sacrificio supremo que Ortega llamó «muer­
te regocijada». Alguien ha escrito que nadie es capaz de
morir por el sistema métrico decimal, a lo cual podría
contestarse que no pocos hombres han sufrido o han
muerto por la «creencia» en la razón de que el sistema
métrico decimal fue «idea». Testigo supremo, Galileo.
Más nos importa ahora el punto de vista metafisico.
Mirada desde él, ¿qué es la creencia? A mi juicio, una
estructura básica y prejudicativa de la existencia humana,
por obra de la cual el hombre siente como «realidad efec­
tiva» la constitutiva «abertura a la realidad» de su ser,
y descubre que allende el límite de su propia finitud hay
necesariamente algo sin lo cual no le sería posible existir.
Esa «necesidad» a que alude el adverbio «necesariamen­
te» es a la vez subjetiva y constitutiva, psicológica y onto­
lògica. Expresa, por una parte, el modo de nuestra rela­
ción con aquello que creemos; lo cual, como hemos visto,
es necesario «para nosotros». Manifiesta, por otra, la
estructura misma del existir humano, a cuya constitución
pertenece por modo metafisicamente necesario el atení-
miento a la realidad. Repitamos la fórmula de Zubiri: el
hombre es un animal de realidades. Al creyente en el
progreso indefinido — valga su ejemplo— esa creencia
suya le hace sentir como realidad efectiva un determinado
orden de la historia universal y le revela una peculiar co­
nexión de su existencia personal con el resto de los hom­
bres, sin la cual él dejaría de ser progresista; esto es, de­
jaría en algún modo de existir, porque «ser progresista»
constituye para él una parte inalienable de su «ser». De
otro modo, no podría decirse de él que «cree» verdadera­
mente en el progreso indefinido.
W. James y Ortega han puesto de relieve la radical
«credulidad» del hombre: el hombre no puede dejar de
creer en algo, es naturalmente crédulo. Si aparentemente
deja de creer, es que nuevas creencias han sustituido a
las antiguas o que éstas se han «depurado» por expul­
sión de creencias superfluas: piénsese en lo que acontece
cuando la fe religiosa pasa de ser «fe de carbonero» a ser
«fe ilustrada», y apliqúese el esquema de este proceso a

98
cualquier orden de creencias. Pero no es la constitutiva
«credulidad» del hombre — yo preferiría llamarla «cre-
dentidad»— el único supuesto de la actividad de creer.
A la índole «credente» o «credencial» de nuestra mente
— a su «credentidad»— hay que agregar, complementaria­
mente, la condición «credenda» de la realidad a que el
ser humano se halla abierto. Sin ella, el hombre no podría
«dar crédito» a lo real, y la normalidad de la existencia
humana sería la inseguridad con que el enfermo obsesivo
interroga constantemente a su mundo. En el hábito psico­
lógico y metafisico que certeramente llamó Pierre Janet
fonction du réel puede haber dos perturbaciones contra­
puestas: la del psicastènico obsesivo, para el que nada
acaba de ser del todo real, y por eso consume su vida en
una constante e insegura pregunta, y la del embriagado
y el paralítico general, a los cuales una lábil y profunda
sugestibilidad hace estar seguros de la realidad de cuanto
oyen y conciben. Entre uno y otro, el hombre sano de la
mente, envuelto por una realidad que en sí misma es
«credenda» o digna de «crédito», «credente» él mismo,
dentro de los límites que la sanidad impone, atribuye ca­
rácter efectivamente real a todo aquello que en la realidad
es por él verdaderamente creído. La creencia es la con­
creta interferencia de la primaria credibilidad de lo real
y la radical credentidad del espíritu humano.
Esta triple concepción de la credentidad humana — psi­
cológica, moral y metafísica— permite comprender clara­
mente el decisivo y fundamental papel que las creencias
desempeñan en la conciencia de la continuidad y del sen­
tido de la vida personal. Sólo por la perduración de unas
cuantas creencias básicas puedo sentirme hoy «el mismo»
que ayer; y, por el contrario, siéntese el hombre «otro» del
que era — con «otredad» que puede ser normal (conver­
sión) o patológica (despersonalización)— cuando cambia
el contenido de sus creencias. De ahí, como veremos, la
existencia de una conexión íntima entre éstas y la voca­
ción personal: el hombre cree a través de su voeaetón,

99
3. Clasificación de las creencias
Conviene ahora clasificar las creencias en sus distintos
órdenes. Desde el punto de vista de su índole formal, hay
creencias relativas a la realidad y a la no realidad, a la
posibilidad y a la imposibilidad. La realidad de lo creído
puede ser patente y latente. Para mí son reales el libro
que tengo delante, Dios y Sócrates, y no sólo porque en
unos casos los vea y en otros me sea demostrada su exis­
tencia, sino, sobre todo, porque «creo» en lo que veo y
se me muestra: creo en la realidad del mundo exterior,
en Dios, en la existencia de Sócrates. Por contraste, otras
veces creo en la no realidad de algo; por ejemplo, en la
del centauro, aunque se me dijera que su existencia no
es biológicamente imposible, o en la decapitación que
veo ejecutar a un ilusionista en un escenario teatral. Jun­
to a estas creencias hállanse las que atañen a la posibili­
dad y la imposibilidad. Creo posible que el zumbido que
oigo sea producido por el vuelo de un avión (posibilidad
de lo presente y patente), que en el subsuelo de España
haya petróleo (posibilidad de lo presente y latente), que
el Lazarillo fuese escrito en Salamanca (posibilidad de lo
pretérito) y que tal amigo venga esta tarde a visitarme
(posibilidad de lo futuro); creo imposibles, por otra par­
te, muchas cosas pertinentes al presente, al futuro y al
pasado. Repito la advertencia anterior: por debajo de los
juicios a que puedan conducirme mi experiencia y mi ra­
zón, en todas mis atribuciones de realidad, no realidad,
posibilidad e imposibilidad operan siempre, a modo de
fundamento decisivo, creencias perfectamente determi­
nables.
Por lo que hace a su contenido, las creencias pueden
ser quoad nos y quoad aliud. Refiéreme a mí mis creen­
cias en mi realidad propia, en la perduración de mi vida
terrena y en la seguridad de mi vida ultraterrena, en mi
vocación, en mis posibilidades de operación personal.
Conciernen a lo que no soy yo — a «lo otro»— las creen­
cias tocantes a la realidad y la perduración del mundo
cósmico y de mis semejantes, al pasado histórico, a las
posibilidades del futuro, a la existencia y la vida de Dios;
aun cuando, como es obvio, sean de condición bien dis­

100
tinta la «otredad» de Dios y la del mundo cósmico res­
pecto de mi creyente «mismidad».
Difieren también las creencias en cuanto a su origen.
Algunas, las más profundas, se hallan incardinadas en la
naturaleza humana y afectan, por tanto, a todos los hom­
bres: piénsese en las que se refieren a la propia realidad.
Otras pertenecen a la tradición histórica en que uno se
halla inmerso: de ese linaje fue la creencia en el progreso
indefinido en la Europa del siglo xix. Algunas, en fin,
descansan en la autoridad de quien las propone, y a todas
éstas puede ser aplicada la frase familiar: «Lo creo por­
que tú lo dices.»

4. Firmeza de las creencias


Más importante que esta ordenación externa de las
creencias es, para mi actual propósito, un examen dete­
nido del problema de su respectiva firmeza. Hay creen­
cias sobremanera firmes. Por ejemplo, las que atañen a
la realidad del mundo exterior. Balmes cita una vez un sig­
nificativo texto de Hume: «Y o como, juego al chaquete,
hablo con mis amigos, soy feliz en su compañía, y cuando
después de dos o tres horas de diversión vuelvo a mis
especulaciones, éstas me parecen tan frías, tan violentas,
tan ridiculas, que no tengo valor para continuarlas. Me
veo, pues, absoluta y necesariamente forzado a vivir, ha­
blar y obrar como los demás hombres en los negocios
comunes de la vida.» Lo mismo podría decir el solipsista
más extremado; y es que la creencia en la realidad del
mundo exterior no puede ser abolida por especulación
intelectual alguna. En cambio, otras creencias — aquellas
en que se halla muy avanzado el proceso que Marías
llama «volatilización»— son notoriamente lábiles. Entre
esos dos extremos, todos los grados pueden darse.
¿Cuál es la proporción de las creencias cuya firmeza
es absolutamente inconmovible? Es claro que esa propor­
ción variará con la peculiaridad personal del creyente: el
primitivo y el niño, dotados de experiencia y razón críti­
ca muy escasas, creen muchas más cosas que el hombre
adulto e ilustrado. Pero por grande que sea el ámbito de
la creencia en la vida individual, el número de las creen-

101
cías absolutamente «firmes» es siempre muy escaso. Casi
todas ellas llevan en su seno una dosis mayor o menor de
duda, bien porque entren en colisión con otra creencia de
signo distinto (duda en el sentido de Ortega, «duda exis­
tencial»), bien porque el diente de la pregunta intelec­
tual haya mordido en ellas (duda en el sentido de W. Ja ­
mes, «duda lógica», discursiva o indagatoria). Que el fa­
natismo — acorazamiento de las creencias por obra del
temperamento, el hábito social y la voluntad— preste a
veces al acto de creer un plus externo de falsa firmeza,
no altera sustancialmente la verdad de mi aserto. «Aun­
que la fe provenga del oír, la confirmación de la fe pro­
cede del ver», decía San Bernardo; y San Juan de la Cruz
enseñó que la dolencia del amor creyente no sana «sino
con la presencia y la figura». La creencia en la realidad
presente de lo que se ve es de mayor firmeza que la
creencia en la realidad futura de lo que no se ve y se
espera. Por eso pudo escribir Santo Tomás de Aquino que
el acto del que cree — incluso aunque esa creencia sea la
fe teologal— de algún modo se parece al acto del que
duda, del que sospecha o del que opina (Summa Theol.,
II-II, q.2, a.l).

5. 'Pregunta y creencia
Recapitulemos brevemente lo expuesto y pongámoslo
en relación con nuestro tema: la estructura de la pregun­
ta. La relación del hombre con la realidad es «creden­
cial», tanto por la condición «credenda» de la realidad
misma como por la índole «credente» del ser humano;
la creencia abre al hombre a la realidad de lo que no es
él; la mayor parte de las creencias no son absolutamente
firmes, refiéranse a la realidad o a la posibilidad. Todo
esto, ¿tiene alguna relación con ese radical modo de ser
hombre que llamamos «preguntar»?
La realidad misma impone una respuesta afirmativa.
Si yo pregunto a otro «¿Q ué hora es?», mi interrogación
tiene como supuestos: l.° Una creencia en la genérica
posibilidad de obtener respuesta a esta pregunta. 2.° Otra
en mi realidad y en la realidad de aquel a quien yo pre­
gunto. 3.° Otra en la seguridad de que él y yo vamos a

102
seguir con vida y salud mental mientras dure nuestro
diálogo. 4.° Otra en la veracidad de la respuesta que me
den; y todavía podríamos añadir alguna más. Todas estas
creencias se expresan psicológicamente en el temple aní­
mico, movimiento afectivo o «talante» que solemos llamar
«confianza» o «fiducia»: «Aquello que el hombre desea
y estima que puede conseguir — dice Santo Tomás— cree
que lo conseguirá; y de tal creencia en el conocimiento
precedente nace en el apetito el movimiento que llama­
mos fiducia» {Summa, I-II, q.40, a.2). En nuestro caso:
pregunto qué hora es porque «confío» en obtener una res­
puesta idónea.
Pero esas varias creencias que subyacen a mi interro­
gación poseen muy desigual firmeza. Supongamos que
sean «absolutamente firmes» las dos primeras. ¿Podrán
serlo las dos restantes? ¿Puedo creer yo con firmeza y
seguridad absolutas que mi interlocutor y yo vamos a
seguir viviendo, o que voy a recibir una respuesta verda­
dera? No. Por «firme» que sea mi confianza, en su tra­
ma tiene que haber un hilo de incertidumbre, de insegu­
ridad, de desconfianza o «defianza». Creo en el real ad­
venimiento de la posibilidad de ser a que tiende mi pre­
gunta — lo que yo he de «llegar a ser» cuando la reciba— ,
pero creo en él con creencia más o menos dubitativa. Creo
en él y dudo de él al mismo tiempo, aunque no tenga
conciencia lúcida de ello y aunque sea mínima la cuantía
de mi duda en la densa masa de mi confianza.
Con otras palabras: mi pregunta me abre a la vez al
ser y a la nada. La creencia y la confianza me ponen en
la expectativa «de ser» y me revelan, por tanto, mi cons­
titutiva abertura al ámbito «del ser», de la realidad. De
ahí el gozo de la investigación prometedora, que de una
manera para él inédita pone al hombre — diría Hegel—
en el elemento del ser, en su más propio elemento meta­
fisico. Preguntando a la realidad y obteniendo respuestas
satisfactorias, el hombre «está en su elemento», como el
pez en el agua, y de ahí su gozo. «Puesto que el contem­
plar una verdad conocida — escribía Santo Tomás— es
más perfecto que el inquirir una verdad ignota, la contem­
plación de las cosas ya sabidas es, propiamente hablando,

103
más deleitable que la pesquisa de las desconocidas. Pero,
per accidens, acaece que la pesquisa sea a veces más de­
leitable si es que procede de un mayor deseo, el cual es
intensamente excitado por la percepción de la propia
ignorancia. De lo cual se sigue que el hombre se deleite
por modo sumo con las novedades que encuentra o apren­
de» {Summa, I-II, q.32, a.8 ad 2). Y de ahí, por otra
parte, que la creencia, puerta de acceso a la realidad y al
ser, abra la mente del hombre a las ideas de eternidad o
infinitud. «L a relación de una finitud absoluta con lo
verdaderamente Absoluto — afirmó Hegel— es la creen­
cia, en la cual la subjetividad, es cierto, se reconoce como
finitud ante lo Eterno, pero en la que de tal modo se
halla ordenado ese reconocimiento, que la subjetividad se
salva y sostiene como un ente que es en sí fuera de lo
Absoluto.» Y esto no sería posible, añado yo, si la cren-
cia y la inteligencia no abriesen la existencia humana a
lo que el propio Hegel llamó el «elemento del ser».
Pero si la pregunta me abre al ser, también me abre al
«no ser», a la nada, y precisamente por la vena de des­
confianza, duda o «defianza» que en su interior corre.
Siempre es posible que la respuesta a mi interrogación
«no sea»; es decir, que el término del empeño existencial
que ella representa sea para mí un «no ser», una «nada».
Por el sólo hecho de existir, la pregunta me revela que
mi «ser» se halla ante la perspectiva de la «nada», y que
hacia ésta puede deslizarse en su ineludible caminar hacia
el futuro. Toda pregunta es simultáneamente una preten­
sión de «ser» y de «nada». ¿Qué sentido tiene esta doble
y azorante posibilidad, en relación con la estructura de
la espera humana? No tardaremos en descubrirlo.

III. Pregunta y creación

La pregunta no se halla sólo en relación con la creen­


cia; igualmente esencial es su nexo con la creación. Tra­
temos de ser precisos. Cuando los psicólogos y los ana­
listas de la existencia humana hablan de «creación», se
refieren de ordinario a la egregia actividad «creadora» del

104
artista, del hombre de ciencia y, en general, de cuantos
enriquecen la historia de la humanidad con una novedad
más o menos importante. Pero esto es restringir excesiva­
mente el área del problema. En rigor, todo acto personal
es acto de creación. Veámoslo desde el punto de vista de
nuestra pesquisa.

1. Vida personal y creación


A riesgo de incurrir en pecado de pesadumbre, volveré
a mi constante ejemplo: la modestísima pregunta «¿Q ué
hora es?». Supongamos que mi interlocutor responde
«Las tres» y que, efectivamente, ésa es entonces la hora.
Con ello he adquirido un saber trivial y mostrenco, una
noticia que muchos conocían y todos podían saber; sa­
biendo que entonces son las tres, puedo blasonar de todo
menos de original. Es verdad. Un examen más detenido
del suceso me permite, sin embargo, afirmar: l.° Que esa
noticia, por muy trivial y mostrenca que sea, es para mí
nueva, porque antes no la conocía. 2.° Que esa «novedad
para mí» consiste en el alumbramiento y la posesión de
posibilidades de ser rigurosamente inéditas en la historia
del planeta. 3.° Que la génesis de la minúscula novedad
por mí lograda no ha sido la mera «adición» de la noticia
oída al acervo de mi conciencia, sino una activa, viviente
y personal «incorporación» o «apropiación» de tal noticia
en la trama de mis saberes, sentimientos y proyectos vita­
les; por tanto, no un acto «mecánico» o yuxtapositivo,
sino — en la más parva de las medidas— un acto genui­
namente «poético», innovador, creador. 4.° Que del lo­
gro de esa mínima novedad en mi conciencia íntima pue­
den resultar en mi vida externa acciones que afecten a la
vida de otras personas; acciones capaces, en consecuencia,
de poseer alguna significación social e histórica. No hay
duda: todo acto personal, desde el de «hacer mío» el
contenido de una respuesta a la más cotidiana de las pre­
guntas, hasta el de escribir un poema genial o un nuevo
sistema filosófico, es un acto estrictamente creador. La
mente fabulosa de Einstein y la ruda inteligencia de un
hotentote difieren en magnitud y en nivel histórico, no
en especie o cualidad; ambos pueden decirse entre sí lo

105
que entre sí se decían para identificarse los animales
de Kipling: «Tú y yo somos de la misma lengua.»
En la urdimbre del acto personal cabe siempre distinguir
«lo recibido» y «lo puesto», y este segundo ingrediente
es siempre una obra — egregia o gregaria— de humana
creación.

2. La obra creada
Entre los varios puntos de vísta posibles para el estu­
dio de la creación elegiré dos: el punto de vista de lo
creado y el de la actividad creadora. ¿Qué es la creación,
mirada en la realidad de lo creado por ella? Hablo de la
creación humana, no de la creatio ex nihilo, exclusiva­
mente propia de Dios. Considerada una obra del hombre,
cualquiera que ésta sea, como «cuasi-creación» (Zubiri),
¿qué ha sido en su raíz el acto de crearla? ¿Qué son, en
cuanto creaciones de un hombre, la Iliada, la Crítica de la
razón pura, las ecuaciones de Einstein y el jarro del más
humilde alfarero? Cada una en su nivel y a su modo,
esto: fuentes de nuevas posibilidades para la existencia
humana. «Toda realidad finita — ha escrito Zubiri— es
emergente, es el acto de unas virtualidades. Si en ellas no
vemos más que las potencias de la naturaleza humana,
la historia no sería sino mero desarrollo de lo que el hom­
bre ya era. Esta fue la idea del siglo xix. Pero en la his­
toria no sólo se producen actos, sino que se producen,
además y anteriormente, las propias posibilidades que
condicionan su realidad. De ahí la enorme proximidad de
la acción histórica al acto creador. La historia es lo más
opuesto al mero desarrollo biológico, a la pura «evolu­
ción». En el primer hombre estaban ya dadas todas las
potencias humanas, pero no lo estaban todas las posibili­
dades de la historia de la humanidad. Por eso, la estruc­
tura del espíritu como productor de historia no es expli­
cación de lo que estaba implicado, sino ’’cuasi-creación” .»
¿Qué alcance tiene esta actividad? Es « creación — precisa
Zubiri— porque afecta a la raíz misma de la realidad de
sus actos, a saber, a sus propias posibilidades; pero nada
más que ¿'«¿«'-creación, porque, naturalmente, no se trata
de una rigurosa creación desde la nada». Siendo en el

106
mundo homo faber, el hombre, según esto, es a la vez
animal quasicreans.
Formulemos de nuevo nuestra pregunta: ¿qué tienen
de común la litada, la Crítica de la razón pura, las ecua­
ciones de Einstein, el jarro del alfarero y, en cuanto «rea­
lidad expresa», el estado a que llegué sabiendo que eran
las tres? Ahora lo vemos claro: todas estas obras son
fuentes de nuevas posibilidades para la existencia huma­
na; nuevas posibilidades de fruición estética, de saber fi­
losófico, de intelección del universo, de satisfacción de la
sed, de enfrentamiento con el futuro. O bien, más radi­
calmente: nuevos modos de «ser hombre», para quienes
hagan uso de tales posibilidades; nuevos modos de «ser»,
para las realidades — barro, idioma, sonidos musicales—
sobre que actuó la operación creadora. Las acciones per­
sonales, en suma, engendran o pueden engendrar nuevos
modos de ser; esto es, nuevos seres. «Las cosas no tienen
ellas por sí un ser, y precisamente porque ellas no lo tie­
nen, el hombre se siente perdido en ellas y no tiene más
remedio que hacerles un ser, que inventárselo», escribió
Ortega. En cuanto que ente cuasi-creador, el hombre,
imagen y semejanza de Dios, petit Dieu, según la fórmula
leibniziana, no crea y no puede crear nuevas realidades,
pero sí nuevas posibilidades de contemplar y manejar la
realidad, nuevos modos de ser ella y nuevos modos de ser
en ella y con ella; a la postre, nuevos seres. La creencia
abre la existencia concreta del hombre a la realidad en
que él constitutivamente está; su personal creación le
pone directa e inmediatamente ante la novedad del ser.
La realidad «es» para mí cuando la «recreo» a favor de
un acto personal de «cuasi-creación» o cuando en mi inelu­
dible relación con ella repito personalmente, por tanto
originalmente, alguna de las «cuasi-creaciones» — intelec­
tuales, estéticas, convencionales, técnicas— que otros in­
ventaron. El camino de la especulación filosófica tan cer­
tera y oportunamente propuesto por Zubiri — «de la na­
turaleza y la historia al ser, y de éste a la realidad»—
tiene su fundamento real en la operación «entificadora»
del hombre que la antropología y la metafísica zubirianas
han descubierto y puesto de relieve; operación que, como

107
hemos visto, culmina en los actos que solemos llamar
«creadores».

3. La actividad creadora: sus notas descriptivas


También es posible estudiar la creación humana en
tanto que actividad creadora. Crear humanamente es eje­
cutar una acción. ¿En qué consiste esa acción? ¿Qué no­
tas la distinguen? A mi juicio, las siguientes: la originali­
dad, la osadía, la gratuidad, la contingencia, la abertura a la
infinitud, el gozo doloroso. Examinémoslas una a una.
He dicho hace un instante que todo acto humano per­
sonal es creador. Pero en ocasiones lo es contra la volun­
tad de quien lo ejecuta. No pocos casos hay en que el
hombre quiere actuar rutinaria y adocenadamente. Mué­
vese entonces por caminos ya abiertos y trillados, utiliza
soluciones ajenas que el uso ha convertido en «fórmulas».
Ante una situación cualquiera, prefiere atenerse a lo co­
nocido y acreditado; o, como se suele decir, «a lo segu­
ro», porque de eso trata, de vivir en seguridad, al margen
de cualquier ocurrencia aventurada y peligrosa. Se con­
tenta, en suma, con «repetir» o «copiar» lo que otros
hicieron. Claro es que toda copia acaba siendo obra ori­
ginal, unas veces perfectivamente, otras — las más— de­
fectivamente, respecto del modelo copiado; y así tiene
que acaecer, porque el hombre es siempre «autor» me­
diocre o egregio, aunque él no quiera ser sino oscuro e
impersonal «ejecutor». Para «vivir su vida» al hombre
le basta con «vivir» como hombre.
Bien distinto es el caso cuando existe un propósito de
originalidad. Mediante un acto de creación, genial en el
egregio, humilde en el gregario, el hombre aspira enton­
ces al logro de metas que nadie se propuso y al trazado
de caminos que hasta entonces no existían. Este fue el
estado anímico de Velâzquez, un segundo después de
pronunciar su conocida frase de reto — Non mi piace
niente— ante la pintura de Rafael; y el de Kant, cuando
sintió que su mente despertaba de un «sueño dogmático»;
y, ya a ras de tierra, el de quien repite socarronamente
para su personal, intransferible coleto, esta honda frase
de nuestro pueblo: «Cada uno es cada uno.» En su vida,
108
el ente humano «tiene que ser» original; en todos estos
casos, por añadidura, «quiere» serlo, y no otra es «ser
cada uno».
El propósito de originalidad exige la osadía. Heidegger
ha dicho que el hombre es un «ser arrojado»; más exacto
sería decir castellanamente que, cuando es original, el
hombre tiene el «arrojo de ser». La existencia humana
— ha escrito Zubiri— «está arrojada entre las cosas, y en
este arrojamiento cobra ella el arrojo de existir». Ese
arrojo se hace especialmente notorio en la actividad crea­
dora, y de ahí el «riesgo» que por necesidad acompaña a
la obra original. ¿Ante qué es osado, frente a qué se
arriesga quien quiere existir creadoramente? En el orden
psicológico y sociológico de su existencia, ante el fracaso;
desde un punto de vista metafisico, ante la nada. Fraca­
sar en un empeño personal es conocer experimental y
dolorosamente el propio límite, el contorno de «no poder
ser» — de «no ser», de «nada»— que rodea a mi «ser».
El fracaso es la amargura de «no ser» en que termina,
cuando no es real y verdaderamente creador, el «arrojo
de ser» del aspirante a la originalidad.
Parece esencial, por otra parte, la gratuidad del acto
creador. Al término de un penoso trabajo de búsqueda,
del modo más imprevisto otras veces, la «idea feliz» llega
a la mente como un súbito regalo. No sólo los artistas
viven así el proceso de su personal creación, también los
hombres de ciencia. Dice Cl. Bernard que la «idea a prio­
ri» de un experimento acertado surge en el espíritu del
investigador «con la rapidez del relámpago, como una
suerte de súbita revelación»; confiesa Cajal que la «nue­
va verdad» acerca de la textura del sistema nervioso, tan
laboriosamente buscada y tan esquiva durante dos años
de vanos tanteos, surgió de repente en su espíritu como
una revelación; a Kekulé le ocurrió en sueños su fecunda
idea del hexágono bencénico. No sería difícil empresa
multiplicar tales ejemplos. Con su carácter de motus ins-
tantaneus, la «revelación» del acto creador revela, a su
vez, que el hombre es un «espíritu encarnado». La bús­
queda trabajosa, sometida a la ley biológica del «ensayo
y el error», declara la condición carnal del ser humano;

109
la invención instantánea de la pesquisa adecuada y la su­
bitánea gratuidad del hallazgo inédito manifiestan su ín­
dole espiritual.
Osada y gratuita, la actividad creadora es y tiene que
ser también libre y contingente. Nada en la tierra se apar­
ta tanto de la «necesidad» que preside las operaciones de
los cuerpos puramente materiales. El acto creador es ne­
cesario, en cuanto que la libertad y la creación pertenecen
necesariamente, como hemos visto, a la constitución me­
tafísica de la existencia humana. El ser que de ese acto
resulta — «lo creado»— muestra también a nuestros ojos
cierta necesidad respecto del contexto a que pertenece:
por eso ha podido llamarse «necesaria» a la palabra poé­
tica y por eso se dice que el rojo o el verde de un cuadro
«tenían que ser así» o «sólo podían ser así». Pero la acti­
vidad creadora, expresión cimera y paradójica de la liber­
tad humana, porque la rebasa, es en sí misma perfecta­
mente contingente: puede acontecer y no acontecer y ser
de un modo o ser de otro, con una determinación que se
escapa por completo a nuestra voluntad y a nuestras leyes
y previsiones. Nadie puede decir que es creador «cuando
quiere» y «porque quiere»; nada nos permitirá explicar
satisfactoriamente la aparición histórica de Sócrates o la
de Goya, por apretados que sean los esquemas intelec­
tuales de nuestra Kulturgeschichte o de nuestra Sozialges­
chichte; nadie, comprendido el propio Beethoven en ese
«nadie», pudo prever el nacimiento de la «Novena Sin­
fonía».
Mayor importancia tiene para nuestro empeño la aber­
tura a la infinitud que lleva consigo el acto creador. De
nuevo debo referirme a las desazonantes interrogaciones
de Heidegger: «¿Tiene sentido concebir al hombre, sobre
el fundamento de su más íntima finitud..., como ’’crea­
dor” y, por lo tanto, como ’’infinito” ? ¿Hay algún dere­
cho a ello? La finitud de la existencia, incluso como pro­
blema, ¿puede ser acaso desarrollada sin una ’’presupues­
ta infinitud” ? ¿Y de qué género es ese ”pre-suponer” en
la existencia? ¿Qué significa la infinitud así ’’puesta” ?»
Nunca ha respondido Heidegger a esta urgente serie de
cuestiones, tal vez las más graves y profundas de su obra

110
filosófica. Sin embargo, ahí están; y dentro de ellas, a
modo de almendra metafísica, ese nexo causal entre la
condición creadora y la infinitud del hombre: la concep­
ción del hombre como «creador» (schöpferisch) y, «por
lo tanto» (somit), como «infinito» (unendlich). Puesto
que es creador, el hombre es infinito. ¿Qué sentido tiene
este aserto?
A mi juicio, ese sentido queda en alguna medida de­
clarado mediante las tres siguientes reflexiones:
1. a La actividad creadora es, como sabemos, a la vez
necesaria y contingente: necesaria, porque pertenece a la
naturaleza del hombre, el cual sin esa actividad no sería
lo que es; contingente, también, por su carácter aleatorio
y gratuito, revelador de que la existencia humana rebasa
la naturaleza cósmica y va más allá de la fijeza aparente
de sus «límites». En cuanto que autor de su vida y cuasi-
autor de su existencia, el hombre tiene y no tiene límite
fijo: no podrá nunca, por ejemplo, estar corporalmente en
dos lugares al mismo tiempo, pero su existir mudará siem­
pre por modo indefinido. La creación humana es virtual­
mente ilimitada e interminable. Si como organismo vivien­
te no muriese, cada hombre iría haciendo — inventando—
una serie inacabable de cosas distintas y nuevas, un «sin­
fín» de ellas, según la expresiva frase popular; si no hu­
biese un finis historiae, la humanidad seguiría inventando
interminablemente nuevos modos de ser hombre y de tra­
tar con la realidad. «Si imagináis un hombre de ochenta
mil años — escribió Nietzsche— , habréis de atribuirle un
carácter absolutamente variable; en él se desarrollaría su­
cesivamente una multitud de individuos diferentes.» Si
en lugar de decir «individuos diferentes» hubiese dicho
«modos diferentes de su individualidad», la sentencia
sería inobjetable.
2. a Esa virtual «infinitud» de la acción creadora per­
mite al hombre inferir que la realidad es para él inagota­
ble, «inifinita». Vivir creadoramente es una faena «onto-
poética». Zubíri nos ha enseñado con toda la precisión de­
seable a ver en «lo que hay» (la realidad) el área meta­
física donde se inscribe y constituye «lo que es» (el ser).
Pues bien: el hombre, cuya actividad creadora consiste en

111
hacer que «lo que hay» vaya «siendo» de modo distinto
— por eso la he llamado «ontopoética»: la historia es una
gigantesca «ontopoesis» o «poesía del ser»— , descubre
creando que el número de los onta o «entes» resultantes
de su trato «poético» con la realidad es virtualmente in­
finito. Dios es el creador de «lo que hay»; imagen y
semejanza de Dios, el hombre es «cuasi-creador» de «lo
que es».
3.a La actividad creadora del hombre es en sí misma
gratuita; toda «idea feliz» es siempre un «regalo» para
quien como suya la concibe. Nada más «suyo» que esa
idea; nada, a la vez, más gratuitamente «recibido» que
ella. Para el hombre creador, la realidad que le envuelve
es obsequiosa, «obsecuente»; por lo tanto, no sólo funda­
mental, sino también «fundamentante», otorgadora o do­
nadora de fundamento. Cualquiera que sea su ulterior
modo de comportarse como ente libre, el hombre creador
infiere que en el último fondo de «lo que hay» late «lo
que hace que haya» y, por conseguiente, la constitutiva
religación de su persona y de toda la realidad (Zubiri):
«L a religación, en efecto, no es algo que afecte exclusiva­
mente al hombre, a diferencia, y separadamente, de las
demás cosas, sino a una con todas ellas. Por eso afecta a
todo. Pero sólo en el hombre se actualiza formalmente la
religación.» La creación, actividad por la cual el hombre
más se asemeja a Dios, es también la operación en que
más directa y pregnantemente se le patentiza la «religa­
ción», la constitutiva implantación de su realidad y de la
realidad de las cosas en la trans-realidad infinita, fontanal
y fundamentante de Dios. «Nada hay más fecundo que la
infinitud», gritaba Nietzsche en La gaya ciencia. Es ver­
dad; y por serlo, la fecundidad de la actividad creadora es
la instancia que mejor nos pone ante la perspectiva de la
infinitud en que somos.
De la infinitud in genere y de nuestra infinitud in spe­
cie. ¿Acaso la criatura humana no es, a su modo, infinita?
«Toda criatura — enseña Santo Tomás— es finita simpli­
citer, en cuanto que su ser no es absolutamente subsisten­
te, sino limitado a la naturaleza concreta en que se realiza.
Pero nada impide que alguna criatura sea infinita secun-

112
dum quid... Y por esta razón se dice en el libro De causis
que la inteligencia es finita hacia arriba, en cuanto que
recibe el ser de algo que está más alto que ella, e infinita
hacia abajo, en cuanto que no es recibida en alguna ma­
teria» {Summa, I, q.50, a.2 ad 4). La creación, actividad
por la cual la inteligencia humana da formas nuevas y
contingentes a la materia sobre que se aplica — la reali­
dad— , revela mejor que cualquier otra operación del
hombre su doble condición de ente finito superius e
infinito inferius. «Cuando realizo una obra que me pa­
rece particularmente personal, cuando mi impulso perso­
nal se manifiesta en su forma más pura — escribe certe­
ramente Minkowski— , ¿no llego a sentirme muy próximo
a la divinidad, y esto, no porque yo quiera afirmar así,
con orgullo, que soy un dios, sino tan sólo porque siento
que, en mi humildad, saco de fuera de mí, de una poten­
cia que me rebasa, todas las fuerzas vivas de mi inspira­
ción y de mi obra?»
En esa abertura al ser y a la infinitud que la creación
otorga al hombre tiene su fuente la última de las notas
de la actividad creadora que antes apunté: su condición de
gozo esforzado. Esforzado y, con frecuencia, doloroso.
Mil veces se ha dicho, desde la antigüedad más remota,
que sin el dolor no es posible alcanzar la excelencia: «Con
el sufrimiento se aprende», sentenció Esquilo; sólo per
aspra se llega ad astra, enseñaron luego los romanos. La
condición carnal y caída de nuestro ser exige este penoso
tributo. Pero ni el esfuerzo ni el dolor logran desvirtuar
el gozo de la actividad creadora, que pone al hombre de
modo personal en el elemento metafisico de la existencia
humana. En sus ensayos sobre la poesía de Hölderlin ha
llamado Heidegger «serenidad alegre» (das Heitere) al
talante de la humana existencia que «concede a cada cosa
el ámbito entitativo al que por su condición pertenece,
para sobriamente estar allí, al claro brillo de lo alegre,
como a una quieta luz, con el ser propio». Ese gozoso ta­
lante, en el cual el existir del hombre «puede desplegarse
indemne hacia la totalidad de su ser» (Bollnow), es justa­
mente el que corresponde al logro de la acción creadora.
Todo el arte romántico es la expresión del gozo doloroso

113
8
y del dolor gozoso que suscita en el ente humano la infe­
rencia creadora de su propia infinitud; y todo el titánico
descarrío del Romanticismo, el resultado de haber creído
infinitud simpliciter lo que no pasa de ser infinitud se­
cundum quid.

4. Pregunta y creación
Volvamos a nuestro problema: la estructura antropoló­
gica de la pregunta. Una pregunta es perfectamente equi­
parable al disparo de una saeta. Aquello que preguntamos
es la saeta misma; la cuerda elástica que la impulsa, el
radical e inexorable ímpetu de futurición que late y opera
en el fondo de nuestra existencia; el arco en que la cuerda
se apoya, las creencias que dan a nuestro existir su funda­
mento inmediato y le abren a la realidad; el blanco a que
la flecha apunta, la creación de nuevas posibilidades de
ser — de nuevos «seres»— en nuestra interrogante y acti­
va relación con la realidad; la posibilidad de no alcanzar
el blanco, el riesgo de que nuestro conato interrogativo
quede en «nada»; la eventualidad de que el arco no posea
resistencia suficiente, el momento de desconfianza que
casi todas nuestras creencias llevan en su entraña. El hom­
bre interrogante puede hacer enteramente suya aquella
frase de Aristóteles que tanto gustaba a Ortega: «Seamos
con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco»
{Etb. Nie., I, 1, 1904 al).
Pero por sugestivo y esclarecedor que sea este símil,
¿podemos dar por concluso nuestro análisis de la pregun­
ta? ¿Podemos olvidar, acaso, que todo preguntar tiene
siempre un «a qué» o un «a quién»? La consideración del
«a qué» y del «a quién» de la pregunta debe ser el tema
del siguiente apartado.

IV. Pregunta y comunidad

Toda pregunta, ha dicho Heidegger, implica la exis­


tencia de aquello a que se interroga; die Frage supone
siempre das Befragte. Elemental verdad; insoslayable ver­
dad. Pero ese «a qué» de la pregunta, ¿en qué consiste

114
realmente? Examinemos los tres casos que pueden pre­
sentarse.

1. La pregunta a otro
En la inmensa mayoría de las preguntas, el «qué» de
su «a qué» es otro hombre, un «quién». Pregunto a
«otro», y mi interrogación es una de las formas en que
se expresa verbalmente esa estructura radical de la exis­
tencia humana que llamamos «coexistencia» y «conviven­
cia». Prescindamos ahora de las formas de comunicación
verbal distintas de la pregunta; dejemos no menos intac­
ta la cuestión de si es posible un modo de coexistir per­
sonalmente que de manera tácita o expresa no lleve en sí
la acción de preguntar. Lo importante ahora es observar
que, cuando interrogo, convivo. A la estructura de la pre­
gunta dirigida a un «quién», pertenece por modo esencial
la convivencia: el sujeto de la interrogación — dos ejem­
plos: «¿Eres tú? ¿Sabes (tú) qué hora es?»— , es por
supuesto, el «yo» del interrogante; pero un «yo» consti­
tutivamente implicado en una relación «yo-tú». Recorde­
mos un temprano texto de Gabriel Marcel: «¿E n qué
condiciones emplearé yo la segunda persona?... Yo no
me dirijo en segunda persona sino a aquel que es mirado
por mí como capaz de responderme de cualquiera manera
que sea — incluso si esa respuesta es un silencio inteligen­
te— . Allí donde ninguna respuesta es posible, no hay
lugar para él.»
Una primera conclusión se impone: cuando la pregun­
ta va dirigida a un «quién», todos los elementos de su
estructura deben ser considerados desde el punto de vista
de la coexistencia que la pregunta actualiza y manifiesta;
más aún, esos elementos son en sí mismos de índole co-
existencial. Para que la pregunta tenga respuesta idónea
es preciso que las creencias sobre que se apoya sean «con­
creencias» y que la creación a que tiende sea de algún
modo «concreación». Lo mismo habrá que decir, por con­
siguiente, de la realidad inferida, de la ambivalencia con-
fianza-defianza y del ser y la infinitud a que la creación
abre. Exentas de un «con» previo, ninguna de esas pala-

115
bras expresaría adecuadamente lo que en el proceso de
la pregunta acontece.

2. La pregunta en soledad
Pero no siempre la pregunta va expresa e inmediata­
mente dirigida a un «quién». Hay preguntas — tácitas, a
veces— que el hombre formula en la más completa sole­
dad. Todo proyecto debe resolverse, apenas concebido, en
una serie de interrogaciones. Ahora bien, no pocos pro­
yectos exigen para su cumplimiento la soledad más com­
pleta: imaginemos al poeta y al filósofo ante la hoja de
papel en que su creación va a cobrar forma, al pintor ante
el lienzo intacto, al hombre de ciencia en su laboratorio
recoleto. La pugna de todos ellos por alcanzar su objetivo,
la afanosa reiteración de sus tentativas, las dudas y las
perplejidades de su esfuerzo, ¿qué son, en esencia, sino
tácitas interrogaciones solitarias? El artista, el filósofo y
el hombre de ciencia preguntan en soledad por el camino
que puede llevarles al logro de la forma a que aspiran:
la acertada sucesión de palabras o la línea y el color en
que se revele sin mancha ni arruga su originaria intuición
de la realidad. Ese es el «qué» de su pregunta. ¿Y el «a
qué»? ¿A qué preguntan, estando solos? Por supuesto,
no se interrogan a sí mismos: eso supondría que ellos «ya
sabían» la respuesta, y lo que precisamente acontece es
que no la saben. Tampoco cabe pensar que esa respuesta
era sabida por ellos «sin saberlo», inconscientemente: el
mozo Goya no poseía «ya» en su alma, por modo incons­
ciente, las claves de toda su ulterior pintura, y el «in­
consciente colectivo» de Jung es mucho más una bella y
sugestiva metáfora psicológica que el nombre de un solip­
sismo de contenido universal. En mí hay ciertamente más
de lo que yo sé, pero «yo» no soy ahora todo lo que pue­
do ser, ni siquiera todo lo que voy a ser. Entonces, ¿a
qué preguntan el artista, el filósofo y el hombre de cien­
cia, en la menesterosa y anhelante soledad de su empeño
creador?
Sólo una respuesta cabe: esos hombres preguntan a la
realidad que no son ellos y en que ellos son; preguntan a
«lo otro». Y en «lo otro», ¿no están acaso implicados «el

116
mundo» y «el otro», con un género de implicación — «yo
y el mundo», «yo y el otro»— distinto en cada caso? Los
análisis fenomenológicos de Max Scheler y Martin Buber
han demostrado que el hombre vive radical y originaria­
mente en el ámbito del «tú »: sólo con la maduración
de la conciencia psicológica se Degan a escindir la relación
«yo-tú» y la relación «yo-eDo», y esto acaece de tal modo
que todo «yo-eUo» hace siempre referencia a un tácito
«yo-tú». Robinson pudo no conocer empíricamente a otro
hombre, mas no por eso dejó nunca de existir en el ámbito
de la «tuidad»: en su soledad tenía el «hueco existencial»
del «tú» que no conocía, y con ese hueco, la oscura ape­
tencia de todos los posibles «tús» empíricos (Scheler). Si
el hombre está solo y siente su soledad — sea penoso o
placentero ese sentimiento— , es porque constitutivamente
existe en el ámbito de la coexistencia, de la compañía.
Ser hombre es estar abierto a los otros, «ser-con-los-
otros».
En resumen: en la pregunta tácita y solitaria del artis­
ta, el filósofo y el hombre de ciencia, el «yo» interrogante
se haüa también implicado en una relación «yo-tú», aun­
que sea de un modo meramente intencional e inexpreso;
la callada interrogación de las tentativas que la actividad
creadora exige lleva en sí misma de manera real la coexis­
tencia, porque no es concebible un hombre solo que, de
una u otra forma, no sienta su soledad. «Todo lenguaje
— escribe certeramente M. Chastaing— encierra en sí y
produce una correspondencia con el otro. Toda lengua
compromete a un pueblo; toda palabra se funda sobre
oyentes que convienen en el mismo universo del discurso
que el hablante. Cuando, por consiguiente, doy a algunas
palabras la vida de una frase, verifico indirectamente la
existencia de mis semejantes.» Y las que Dama Husserl
«expresiones en la vida solitaria del alma», a las cuales
pertenecen esas tácitas y afanosas preguntas del creador
en soledad, ¿dejan de ser formas del «habla», considerada
como primario modo de ser de la existencia humana?

117
3. E l «T ú » absoluto
Llevemos nuestro análisis hasta el fondo. En cuanto
conato de creación, la pregunta abre la existencia humana,
no sólo a «lo que es», término formal del acto creador, y
a «lo que hay», materia de las cuasi-creaciones humanas;
también a «lo que hace que haya». Quiera él verlo o no,
el hombre creador — el hombre en cuanto persona— in­
fiere en el fondo de la realidad la operación metafísica
de una instancia fundamentante y donadora. La actividad
creadora nos permite descubrir que, desde su fondo mis­
mo, la realidad es, en el sentido etimológico de la pala­
bra, «obsecuente», obsequiosa, y si la realidad así «funda»
y «obsequia», ¿no quiere esto decir que en ese último
fondo se conduce como un «tú », el «tú» que da funda­
mento a todos los «tús» empíricos, el «T ú » absoluto? De
nuevo remito a las reflexiones de Martin Buber y Gabriel
Marcel. «Cada tú individual — escribe el primero— abre
una perspectiva sobre el Tú eterno. En cada tú individual,
la palabra fundamental invoca al Tú eterno... El tú que
de un modo ingénito hay para mí en todo hombre se rea­
liza en cada uno de ellos y no se completa en ninguno.
No se realiza perfectamente más que en relación inmediata
con el único Tú que por esencia no puede convertirse en
Esto.» Diríjase por vía directa o por vía indirecta hacia
un «tú» humano, toda pregunta — sépalo o no, quiéralo
o no el interrogante— se dirige también, en último extre­
mo, al «T ú » absoluto que otorga fundamento y hace ob­
secuente a la realidad. En ese «T ú » — pronombre con el
cual se antropomorfiza lo «divino»; en su realidad,
Dios no puede ser «pronombre»— tiene su postrer apoyo
la «confianza» que hemos descubierto en el seno mismo
de la pregunta.
Toda interrogación, decía yo, con Heidegger, tiene un
«a qué». Pero ese «a qué» muestra ser un «a quién»,
cuando se le somete a examen detenido; hasta cuando el
«qué» de ese «a qué» es la Naturaleza, como en el físico
acontece. La pregunta pone en la perspectiva del interro­
gante la finitud, la soledad, la nada; mas también abre
su ser, y de más primaria y radical manera, a la realidad,
al ser, a la infinitud, a la existencia en comunidad. «En

118
el diálogo nace la ciencia», ha escrito Heisenberg. Y si
ello es así, ¿cuál será la estructura real de la espera?

V. Estructura de la espera humana

Recapitulemos brevemente nuestros resultados. En


cuanto animal, el hombre vive esperando; su futurición
consiste genéricamente en ser espera. El cuerpo humano
exige que esa espera adopte forma de proyecto; el espíri­
tu humano — espíritu encarnado— se ve obligado a es­
perar su futuro concibiéndolo como proyecto; en fin, un
examen de la relación efectiva entre el ente humano y la
realidad muestra que esa relación se configura de modo
inmediato en el proyecto. El proyecto es, pues, la forma
propia y primaria de la espera humana.
En una etapa ulterior hemos descubierto que todo pro­
yecto debe resolverse, apenas concebido, en una serie de
preguntas, y que la pregunta, a su vez, no es en el orden
real otra cosa que un proyecto de ser lo que no se es y
— aunque no se piense en ello— de que sea lo que no es.
El proyecto y la espera se convierten entre sí. Si la espera
humana es la situación de un hombre ante una posibilidad
de su propio ser que haya sido proyectada por él — con
otras palabras: si la espera del hombre es un presente
sucesivo consciente de su futurición y cuidadoso de ella— ,
esperar será, por lo pronto, preguntar. El análisis de la
espera nos conduce necesariamente al análisis de la pre­
gunta.
¿Cuál es, según esto, la estructura de la espera huma­
na? Siete momentos distintos hay que considerar en ella:
l.° La finitud. Sólo un ente a la vez finito e inteli­
gente es capaz de preguntar y, por lo tanto, de esperar al
modo humano. Un ser infinito no tiene que preguntar;
un ente no inteligente no puede preguntar. El hecho de
esperar preguntando revela, por lo pronto, la propia fini­
tud: una finitud de índole muy peculiar, que no se con­
forma con su propio límite y que, en cuanto inteligente,
aspira a «todo». El alma racional es quodammodo omnia,
decían los medievales, siguiendo a Aristóteles.

119
2 ° La nada. La posibilidad a que tiende mi pregunta
puede «no ser», bien porque yo fracase, bien porque yo
muera (Heidegger); mi interrogación delata un «no sa­
ber», se halla amenazada por una respuesta «negativa» y
obtiene respuestas positivas del tipo de «no es más que
así» (Sartre). Por tanto, mi espera me pone ante el «no
ser», me hace existir dentro del horizonte de la «nada».
3. ° La realidad en cuanto tal. Mi pregunta se apoya
siempre sobre una base de «creencias», y la creencia es la
vía por la cual la inteligencia humana vive su constitu­
tiva relación metafísica con la realidad (W. James, Orte­
ga, Zubiri). Esperando, el hombre «está en la realidad».
4. ° E l ser. La «realización» de la posibilidad implícita
en una pregunta es siempre una «entificación creadora»
de la realidad, una «ontopoesis». La fecunda distinción
metafísica entre «lo que hay» y «lo que es» (Zubiri) per­
mite entender la creación humana como una faena «onto-
poética». En cuanto que actividad lograda, la espera hu­
mana es la conversión sucesiva de la realidad en ser.
5. ° La infinitud. Puesto que el logro de la espera es
«creación», toda espera lograda es para el hombre una
abertura a la infinitud, tanto a la infinitud en cuanto tal
o simpliciter, como a la suya propia o infinitud secundum
quid, para decirlo al modo de Tomás de Aquino. Esperar
confiada, creadora y satisfactoriamente es sentir que uno
es de algún modo infinito. Si el hecho de creer nos lleva,
según Hegel, al reconocimiento de «nuestra finitud ante
lo Eterno», la actividad de crear nos permite descubrir
nuestra infinitud ante lo temporal.
6. ° La abertura a lo fundamentante. La actividad crea­
dora hace al hombre patente que el trasfondo de «lo que
hay» es, como dice Zubiri, «lo que hace que haya»; esto
es, que el fundamento último de la realidad no es sólo
«fundamental», es también «fundamentante». A quien
sabe esperar, la existencia se le abre al descubrimiento de
su constitutiva «religación».
7. ° La comunidad. Quien pregunta, coexiste; quien
espera, coespera. La espera humana no es empeño indivi­
dual, sino comunitario. Sólo espera el hombre, dice
G. Marcel, «en el nivel del nosotros, si se quiere, del

120
agape, y en modo alguno en el nivel de un yo solitario
que se hipnotizase sobre sus fines individuales».
No será ocioso subrayar de nuevo que la espera huma­
na es todo eso a la vez. Nunca la confianza del esperante
carecerá de una veta de desconfianza; nunca, por lo tanto,
faltará en él una temerosa advertencia de su propia fini-
tud. Jamás el logro de la espera será tan perfecto que no
incluya en su entraña un cierto «no ser»; jamás, en con­
secuencia, desaparecerá de su horizonte la angustiosa pers­
pectiva de la nada. Toda espera puede terminar en el fra­
caso, y todo logro es siempre, hasta en el mejor de los
casos, deficiencia. «L a espera está hecha de promesa y
amenaza», escribe J. M. Kijm en un sugestivo estudio
sobre la «experiencia del vacío». Por eso es y no puede
dejar de ser ambivalente la emoción de esperar. La con­
fianza en la posibilidad de lo posible, ¿puede alguna vez
tener la seguridad y la firmeza de la creencia en la reali­
dad de lo real? Y el contacto con lo real, ¿puede en este
mundo ser alguna vez intelección y posesión plenarias?
Ejercitando su constante espera, el hombre manifiesta
ser el animal insecurum de las descripciones de Peter
Wust. El animal sano espera seguro, y con total seguri­
dad se lanza a la consecución de lo que espera, presa, hem­
bra, juego o refugio. Esto es lo que permite al hombre
«engañarle» con trampas diversas, y en ello tiene su fun­
damento la técnica del toreo. Si la entrega del toro a la
embestida no fuese en cierta medida «segura», no sería
posible la lidia; y si, por otra parte, fuese tan previsible
como la caída de una piedra — si careciese de variantes
individuales y ocasionales— la lidia no podría ser un es­
pectáculo cruento: sería una suerte de malabarismo, no
una «fiesta trágica». Es verdad que a veces el animal
muestra hallarse «inseguro»; pero eso sólo acaece cuando
está enfermo, y según un mecanismo toto caelo distinto
del que preside la insecuritas humana: tal es el caso de
las «neurosis experimentales» de algunas especies zooló­
gicas. En el hombre, en cambio, cierta radical «inseguri­
dad» pertenece a la normalidad de la existencia. En ella
tiene su fundamento antropológico y de ella procede por
exageración morbosa la llamada «neurosis obsesiva».
121
Nuestro análisis de la espera humana nos ha llevado
hasta el borde mismo de la esperanza. ¿Cuándo la espera
se hace esperanza? ¿En qué consiste esta última? ¿En
qué medida es una limitación y un acierto del castellano
que el verbo «esperar» se refiera tanto a la espera como
a la esperanza, y que estas dos palabras tengan la misma
raíz? Tales van a ser los temas del próximo capítulo.

122
Capítulo 3:
La espera y la esperanza

Para estudiar ordenadamente el problema de la relación


entre la espera y la esperanza, comenzaremos contemplan­
do la real situación de aquélla en la totalidad de la exis­
tencia humana y los diversos modos con que aparece en
el vivir concreto del hombre. A continuación examinare­
mos temáticamente la significación y la estructura de la
esperanza humana, tanto en el orden natural de su ejerci­
cio como en su aspiración al cumplimiento de lo esperado
en un plano de la realidad trascendente a la naturaleza.

I. La espera en la vida del hombre

Una visión sinóptica de todo cuanto llevo expuesto


permite advertir sin esfuerzo que la «espera» es a la vez
una disposición y una actividad primaria del ser humano;
con otras palabras, uno de los «hábitos» constitutivos de
la naturaleza primera del hombre durante su vida terre­
nal. «La función primaria y más esencial de la vida», pien­
sa Ortega que es la expectativa. En la espera, en efecto,
se actualiza y manifiesta algo tan radicalmente atañedero
a la existencia terrena del hombre como es su temporei-
dad, su condición tempórea; y, por otra parte, el indivi­
duo humano no puede esperar sin hacer algo, sin operar,
sea más psíquica o más somática la índole de su concreta

123
operación. Miremos por separado el aspecto constitutivo
y el aspecto operativo de la espera.

1. La espera como hábito entitativo


Podrá el hombre esperar hoy esto y mañana lo otro;
podrá ser más o menos vigoroso y emprendedor el ímpetu
de su ineludible versión hacia el futuro, y más o menos
firme su confianza en la definitiva consecución de lo que
espera; pero, en cuanto ser viviente, el hombre no puede
no esperar, existe y tiene que existir esperando: por eso
he dicho que la espera es un hábito constitutivo de su pri­
mera naturaleza, uno de sus «modos de ser» más radicales
y permanentes. La «pre-tensión» en que humanamente se
realiza la radical «pro-tensión» del ser viviente (Zubiri)
es la espera humana. Esta constituye, pues, un hábito hu­
mana y personalmente biológico, el hábito de ser en el
tiempo «carne espiritual»; en términos de biología, el as­
pecto elpídico del tono vital del hombre.
La radical y primaria pertenencia de la espera al tono
vital — y, por lo tanto, a las estructuras anatómicas y
fisiológicas que lo regulan— determina la existencia de
niveles y modos elpídicos distintos en la vida humana
normal: individuos más esperanzados que otros; oscila­
ciones y matices del esperar, biológicamente dependien­
tes de la edad, el temperamento y el sexo; estados psico-
somáticos diversamente animosos frente al futuro. La es­
pera del varón es más activa y autosuficiente, la de la
mujer, más entregada y receptiva; nuestro esperar de la
primavera difiere de nuestro esperar del otoño. ¿Cuántas
«desganas» y «desesperanzas» son barridas del alma por
obra de un simple laxante?
En cuanto hábito biológico de nuestra existencia, la
espera es el apetito de seguir viviendo humanamente o,
si se prefiere una fórmula más escolar, el modo humano
del instinto de conservación. En su constante espera, el
ser del hombre pretende existir en el futuro siendo a la
vez «hombre» y «él mismo»; y quien dice «en el futuro»,
dice «siempre». Mi espera me hace aspirar a seguir vi­
viendo «como hombre» y «como yo», realizando situa­
ciones en cuya estructura se articulan una pregunta y la

124
anticipación más o menos creída y confiada de una res­
puesta congruente con ella, y logrando, a la vez, que esas
situaciones no dejen de ser «mías». ¿Cuáles? En prin­
cipio, cualesquiera; al «esperante biológico» — piénsese
en el enfermo grave que anhela su curación— le basta
con que sean «suyas». Sólo en virtud de ciertos hábitos
de segunda naturaleza deseará un hombre morir antes
que esperar y realizar personalmente determinadas situa­
ciones. Tal es el caso de quien prefiere la muerte a la
indignidad. Pero aún entonces late en el fondo vital de
la persona, como un animal tenaz y estremecido, el ape­
tito de vivir a toda costa, la tendencia a «seguir siendo»
ínsita en los senos más profundos del impulso vital.
La literatura ha expresado muchas veces el hondo arrai­
go de esta espera biológica — a ella suele referirse el
nombre de «esperanza»— en los senos más profundos
del corazón humano. «A lo largo de nuestra vida, no deja­
mos de estar llenos de esperanza», escribe Platón {Fil.,
39e). ¿Acaso la pasión de esperar no es una de las más
profundas entre las pascalianas raisons du coeur? Goethe
llama una vez a la esperanza die edle Treiberin, «la noble
impulsora», con muy fina y clara intuición del vínculo
entitativo que existe entre la espera y el impulso vital
(Trieb). «Los enfermos incurables pierden la vida, pero
nunca la esperanza», solía decir por aquellos años el mé­
dico Reil, según el testimonio de von Feuchtersieben.
Maine de Biran escribió, por su parte: «L a naturaleza,
que nos ha dado la esperanza (l’espérance) en nuestros
males más extremos, no ha querido ponerle límites y nos
la ha prolongado más allá del término que parece no per­
mitirlo... La religión ha venido a confirmar la esperanza
(l’espérance) que daba la naturaleza.» Ese es también el
sentido primario que en la obra de Rilke tienen las pala­
bras Stehen («estar en pie»), Bestehen («sostener», «re­
sistir»), Aushalten («aguantar») y Ueberstehen («sobre­
ponerse»), tan usadas por el poeta para expresar la acti­
vidad radical de la existencia humana, siempre meneste­
rosa de «seguir siendo». Recuérdese, por otro lado, la
feliz intuición de Bernanos (l’espoir, bête puissante et
féroce) y el tajante texto que Antonio Machado pone en

125
la pluma de Juan de Mairena: «Vivir es devorar tiempo:
esperar; y por muy trascendente que quiera ser nuestra
espera, siempre será espera de seguir esperando.» ¿Y
cómo olvidar la entrañable aspiración del hombre Miguel
de Unamuno, desesperado porque su potente espera vital
no llevaba en sí, viva y compacta, la certidumbre de su
personal inmortalidad? Utilizando una sutileza del idioma
francés, que distingue entre attente, espoir y espérance,
podríamos decir que, por una radicai exigencia de nues­
tra biología, no es posible una attente (un acto de aguar­
dar, un «aguardo») por completo carente de espoir (de
más o menos confiada espera vital) y de espérance (de
más o menos confiada espera trascendente).
El hombre no puede no esperar cuando «aguarda» y
cuando «está a la expectativa», porque su misma existen­
cia es, biológicamente, «espera». A ella aluden con dis­
tintas expresiones casi todos los analistas de la esperanza.
«La esperanza es la estofa de que está hecha nuestra
alma», dice G. Marcel; es «el fundamento portador» de
la existencia humana, «el último fundamento del alma»,
añade Bollnow; «somos esperanza», escribe Landsberg en
su estudio sobre la muerte; la forma más general de la
esperanza es «un tono del temple vital de la persona», la
vida sin esperanza es «difícilmente pensable», afirma
Brednow. «Sala de esperanza» es el título de un poema
de Luis Felipe Vivanco dedicado a las «Salas de espera»
de nuestras estaciones. Para que todas estas palabras po­
sean un sentido real y preciso, no pueden referirse sino a
la básica estructura de la existencia humana que vengo
llamando «espera vital»; una espera en cuya trama meta­
física late ya — aun cuando a veces pueda y quiera desco­
nocerla el hombre que la vive— la pretensión de elevarse
a «esperanza» genuina. Los escolásticos de sobrehaz ob­
jetarán que Santo Tomás presenta la spes como «pasión»
y no como «hábito». Es verdad. Pero esa «pasión» lo es
de un apetito vital — en este caso, el irascible— , y este
«apetito», cuya primaria apetencia es vivir, seguir vivien­
do en el futuro, no es otra cosa que el «hábito de la pri­
mera naturaleza» a que da nombre la espera vital.
Otros opondrán el reparo del suicidio. ¿Y el suicida?

126
¿También el suicida espera vitalmente? Si es así, ¿por
qué se quita la vida? La verdad es que también el suicida
espera: espera un modo de ser más satisfactorio que la
vida que le desespera; hasta el que — metafisicamente—
dice suicidarse para «no ser». Pese a la apariencia de tantas
y tantas expresiones literarias y filosóficas del pensamiento
actual, el hombre, que concibe intelectualmente «la»
nada, no es capaz de concebir «su» nada, la nada de su
propio ser; y así el suicida, único hombre que se plantea
radical y ejecutivamente el tema de su personal existencia
física, dice «no» a su vida terrena con la esperanza de un
modo de ser que «no sea» esa vida. El sentimiento de la
espera humana, que siempre es y tiene que ser vida activa
e insegura, da alguna razón ai decir español: «E l que
espera, desespera.» Mas también es cierta la proposición
recíproca: «E l que desespera, espera.» Homme réel pour
qui le désespoir — alimente le feu dévorant de l’espoir,
dicen dos penetrantes versos de P. Eluard. Tal es caso
del suicida. ¿Qué espera éste? Espera seguir siendo «él
mismo» allende todo lo que en «su vida» no es «él mis­
mo», y por no serlo hace insoportable el vivir. Para «ser»,
bien que de manera inimaginable, se quita la vida. La
historia transcurrida desde Leopardi hasta Sartre nos ha
hecho saber que cuando la «desesperación» se hace «des­
esperanza» o «inesperanza» — la acedia de la psicología
y la ascética clásicas— , el hombre no se suicida. Je me
tue parce que je me crois immortel et que j ’espère, escri­
bía Baudelaire en una carta de 1845. Bajo la indudable
pose de la existencia bodeleriana, dandismo genial, esa
línea expresa una profundísima verdad.

2. La espera como actividad


El hábito constitutivo que es la espera vital se expresa
como actividad empírica — se moviliza y actualiza de
manera íntima o exteriormente perceptible— en el curso
real de la vida; el appetitus se trueca así en passio. El
resultado será la alarma, el temor o la desesperación,
cuando el futuro inmediato se muestre amenazador, y su
amenaza parezca exceder los recursos del esperante; y
será esperanza genuina, cuando el apetente de futuro con­
127
fíe en la posibilidad de subsistir y se apreste — proyectiva
e interrogativamente— a la empresa de lidiar con las si­
tuaciones que le sobrevengan. Poco importa que esa lidia
sea conquista, resistencia o, como en la concreta realidad
del vivir acaece, conquista y resistencia a la vez; lo im­
portante es la forzosidad con que la espera vital se hace
siempre proyecto, pregunta y operación. Quien espera, se
mueve, actúa, porque el hombre no puede ser vegetal, y
su espera nunca llega a convertirse en pasiva y muda ex­
pectación. Ni siquiera en el sueño. Si el durmiente no
sueña, su vida «vegetativa» — que jamás desciende a ser
vida «vegetalizada»— sigue en tenue y elementalísima
«tensión de espera», y así hay que interpretar la persisten­
cia de tantos reflejos neurológicos defensivos durante el
sueño; y si el durmiente sueña, ¿qué son los sueños, sino
subconscientes o semiconscientes deformaciones de los re­
cuerdos, los temores y las esperanzas del soñador? Dur­
miendo o en vigilia, vivir es para el hombre esperar, y
esperar es moverse «apasionadamente», actuar hacia el
futuro a lo largo de la línea melódica de las diversas «pa­
siones» en que se realizan su ser y su vida,

II. Modos de la espera: espera y fortaleza

En cuanto hábito constitutivo y en cuanto actividad, la


espera vital puede adoptar en la vida efectiva del hombre
modos muy diversos. Los pensadores medievales distin­
guían la spes propiamente dicha (el sperare tantum) y la
expectatio, por una parte, y la spes o espera del bien y
el timor o espera del mal, por otro. Utilizando el punto
de vista incoado en esa doble distinción, clasificaré los
modos de la espera considerándola sucesivamente como
actividad y como actitud o hábito.

1. La espera como expectación y como creación


Esperando, el hombre actúa; pero, por muy «creador»
que él sea, su actuación no es y no podrá ser nunca una
creatio ex nihilo subiecti. El esperante actúa «en la reali­
dad». Lo cual equivale a decir que en la actividad de la

128
espera hay que distinguir dos momentos: lo que el espe­
rante recibe de la realidad y lo que él pone en ella, lo
asumido o apropiado y lo estrictamente creado. Cabrá,
según esto, clasificar los modos de la espera según cuál
de estos dos momentos suyos sea el dominante.
Hay ocasiones en que la espera toma apariencia de pura
y pasiva recepción: tal es el modo de esperar de la expec-
tatio. Entregado entonces el hombre con mayor o menor
confianza a la providencia donadora de una virtus aliena,
parece limitarse a una quieta «expectativa» de lo que esa
virtus quiera otorgarle. Así se espera un premio de la lo­
tería y así esperaron el maná los israelitas del Exodo
(Ex., X V I, 4); por eso he propuesto llamar «esperanza
mosaica» a este modo de esperar. Pero, en rigor, ¿se trata
en la expectación de una mera recepción pasiva e inactuan­
te? En modo alguno. Mientras espera, el expectante pue­
de entregarse a la actividad de la plegaria y se entrega
siempre a la actividad del proyecto. Son muchos los casos
en que la expectación es impetración, petición orante de
lo que se espera ante quien se cree que puede concederlo;
y aun no siendo formalmente impetratoria, nunca la ex­
pectación deja de ser proyectiva, porque el expectante
siempre proyecta de algún modo lo que podrá ser su vida
cuando haga suyo aquello que espera recibir. Se dirá, con
razón, que estos proyectos no influyen de ningún modo
en la consecución de lo esperado, y que nunca podrá de­
mostrarse que aquellas plegarias hayan realmente influido
en el advenimiento de lo que se pide. Poco importa aho­
ra. En uno como en otro caso, la expectación no habrá
sido mera pasividad, sino actividad real.
Por otra parte, la recepción de lo esperado no es
nunca, como vimos, pura adición mecánica, sino incorpo­
ración viviente, apropiación: en definitiva, «recreación».
Para que el premio de la lotería llegue a ser efectivamen­
te «m ío», es preciso que se incorpore a mi vida, a favor
de los proyectos que para emplearlo o guardarlo yo habré
de concebir; y lo mismo acontecerá con la carta que espe­
ro o con la respuesta a mi pregunta «¿Q ué hora es?»,
cuando una y otra lleguen hasta mí. Ni la expectación

129
9
puede dejar de ser activa, ni la recepción de lo esperado
es nunca otra cosa que recreación.
En otras ocasiones predomina la operación creadora y
proveedora de la virtus propria. En ellas la espera cobra
aspecto de creación y se tipifica históricamente según el
modo que propongo llamar «esperanza hesiódica», en re­
cuerdo de la importancia que Hesiodo concede a la efi­
cacia del trabajo humano (Trab., 308). Pero así como la
expectación no deja nunca de ser activa, la creación no
puede dejar de ser en alguna medida receptiva. No con­
tando con la posesión de las dotes y los talentos que su
naturaleza le ha «dado», el hombre creador recibe siem­
pre la tradición en que se apoya y la realidad de que se
vale, y así acaece hasta en el caso del genio más revolu­
cionario e innovador. Goya afirmaba no ser deudor sino
de «Velázquez, Rembrandt y la naturaleza»; con lo cual
venía a decirnos que su inmensa originalidad no se hallaba
exenta de «deudas». En rigor, en toda creación humana
hay siempre una deuda, y crear humanamente no es otra
cosa que dar nuevo ser a lo recibido, «recrear». Una ex­
presiva sentencia de Heráclito — «Si no se espera, no se
dará con lo inesperado»— cobra así profunda e ilumina­
dora significación.
En resumen: sea expectación o creación, la actividad de
la espera humana acaba siendo «recreación», elaboración
original de algo recibido y ya de algún modo elaborado;
las obras del hombre no son y no pueden ser nunca proles
sine matre creata. Sea o no «arduo» el empeño — con
Escoto y el P. Charles, yo pienso que la arduitas no es
una nota esencial de la esperanza— , el logro de la espera
humana y, por lo tanto, el término de la operación re­
creadora a que ese logro conduce, son siempre entifica-
ciones de la realidad, faena ontopoética. Mas no debo
repetir ahora lo que sobre ello he dicho en páginas ante­
riores.

2. Espera y entrega: espera inane, espera


circunspectiva, espera radical
La actitud de esperar — la actualización primaria del
hábito entitativo de la espera— supone, por lo pronto,

130
una consciente y resuelta «entrega» de la existencia del
esperante, o, como suelen decir los existencialistas fran­
ceses, un engagement. Conviene entender estos conceptos
en su radical pureza; al margen, por tanto, de toda im­
plicación social, política o formalmente religiosa. Toda
espera humana se manifiesta bajo forma de proyecto y
pregunta; y si no es flatus vocis, toda pregunta comporta
la adscripción del que la hace a la tarea de su resolución,
aunque esa tarea sólo sea la mínima de aguardar con pa­
ciencia a que la respuesta sea formulada. Pues bien, tal
adscripción personal es la «entrega» bajo forma de enga­
gement. Engagement: compromiso, empeño y entrega.
Por el simple hecho de esperar, el esperante está compro­
metido, empeñado, entregado. Preguntando a otro «¿Q ué
hora es?», yo me comprometo, me empeño o me entrego
a esperar con paciencia las palabras de mi interlocutor y
a aceptarlas como válidas. Por eso pudo afirmar Chas-
taing, muy marcelianamente, que «toda palabra es a la
vez una confesión y una promesa». Yo preferiría decir:
«y una compromesa», para destacar su dimensión de
«compromiso». Preguntando, yo me comprometo a oír la
respuesta, y ése es el primero y más elemental contenido
de mi promesa a la persona del interrogado.
Hay entrega hasta en el «escepticismo». ¿Qué es, en
efecto, ser escéptico? En último extremo, considerar o
examinar (eso es en griego sképtomai) las distintas res­
puestas que pueden ser dadas a una pregunta, sin aceptar
exclusivamente una de ellas; y quien eso hace por su
propia voluntad, eso proyecta, eso decide y a ello se en­
trega. El escepticismo consiste en la entrega al modo de
ser hombre que llamamos «ser escéptico», lo cual no
puede acaecer sin el apoyo en determinadas creencias y
sin la ejecución de muy terminantes resoluciones. No es
imposible el caso del escéptico dispuesto a dar su vida
por la causa del escepticismo.
Ocurre, sin embargo, que la entrega del hombre a la
espera puede llegar a profundidades muy distintas y mos­
trar orientaciones muy diversas. Estudiemos, pues, los
modos de la entrega — y, por lo tanto, de la espera— re-

131
sultantes de esas diferencias en su profundidad y en su
orientación.
Por lo que atañe a la profundidad, la entrega puede ser
inane, circunspectiva y auténtica o radical. Inanidad, cir­
cunspección y autenticidad son los tres modos principales
del compromiso que consigo mismo y con lo que no es él
adquiere el hombre, cuando espera.
Llamo inane a la espera cuya entrega es laxa, fungible
y superficial. El hombre, punto menos que indiferente a
la realidad propia de lo que espera, no pretende ahora
sino «pasar el tiempo». Imaginemos un diálogo trivial,
tantas veces repetido: « — ¿A dónde vas? — Al cine.
— ¿Qué vas a ver? — No lo sé, y me es igual. Sólo pre­
tendo pasar el rato.» He aquí un típico ejemplo de espe­
ra inane. El esperante se mueve hacia posibilidades de
ser que apenas le importan; quiere que la novedad de
cada instante pase sobre él como el aire bien templado
pasa sobre el rostro del caminante, sin casi afectarle;
desea, en suma, que en aquella ocasión su vida sea «pasa­
tiempo». La actividad de la espera es un simple «hacer
por hacer», o bien — ya dolosamente, para ocultar la de­
ficiencia de la propia personalidad o de la obra propia—
un «hacer que se bace», un faire semblant.
Más que el «yo», el sujeto de la espera inane es el «se»
impersonal, el Man heideggeriano, un «se» especialmente
inconsistente y laxo. En el filme que se proyecta veo en­
tonces lo que «se» ve, pero igual que si aquello fuese
otra cosa, como si la experiencia lograda con la visión
fuese para mi alma una añadidura externa e intercambia­
ble. No es esto una rareza excepcional. Muchas personas
o seudopersonas hay cuya vida apenas pasa de ser la espe­
ra inane y sucesiva de las distintas posibilidades que el
mundo les va ofreciendo, hasta que una de ellas es
— ¿quién lo diría?— su propia muerte.
Límite extremo del modo inane de la entrega a la
actividad de esperar es la conversión de este «pasar el
tiempo» en un resuelto «matar el tiempo». Quien no
pretende sino «pasar el tiempo», se limita a dejar fluir la
novedad; quien sañudamente «mata el tiempo» se ha
propuesto aniquilar antes de nacida toda posibilidad que

132
pueda afectarle. Hácese con ello — cruel oficio— asesino
de posibilidades. ¿Cuántos son los hombres que viven
decididos a estrangular, apenas entrevista, toda naciente
posibilidad que pueda sacarles de su estado hacia otro
más alto? El misoneísmo, el odio a lo nuevo, ¿qué es en
su raíz, sino terca y constante occisión del tiempo? Jun­
to a los «asesinos de realidades» — las realidades que lla­
mamos hombres, animales y cosas— , y compitiendo apre­
tadamente con ellos, no pocos «asesinos de posibilidades»,
suyas y de los otros, pueblan la anchura del mundo: son
las gentes empeñadas en vivir «matando el tiempo».
Modo distinto de la espera es el que antes he llamado
circunspectivo. La entrega del esperante, más profunda
e intensa que en la espera inane, se propone ahora el lo­
gro de algún deseo enderezado a la consecución de un
bien (placer) o a la evitación de un mal (dolor). Aspira el
hombre en tal caso a «tener» lo que espera; quiere llegar
a una situación en la cual eso que espera — el gozo de
poseer un bien o de evitar un mal— sea real y verdadera­
mente «suyo». Es la relación entre el hombre y la reali­
dad que G. Marcel ha llamado avoir. Metido acerada­
mente en su propia intimidad, el esperante pretende do­
minar y manejar sus propias posibilidades de ser sin
identificarse del todo con ellas, pero extrayendo de ellas
todo el caudal de fruición que puedan contener en su en­
traña. Moviéndose de una situación a otra, las deja tras
sí como fragmentos de bien exprimida pulpa frutal.
¿En qué consistirá la actividad de esperar para quien
así viva? Por lo pronto, en «hacer lo pertinente». De
ahí el imperativo de una doble circunspección o mirada
en torno: mirará nuestro hombre en torno a sí para evi­
tar que lo hecho o lo sobrevenido, destruyendo o alte­
rando su vida física, le impidan el logro de esa posesión
fruitiva a que su espera tiende, porque él no desea sino
aquello que terrenalmente pueda ser vivido y gozado;
mas también para conseguir un satisfactorio acomoda­
miento de sus acciones a la meta que en ese momento
se propone. Su espera es circunspectiva desde el punto
de vista de la evitación y desde el punto de vista de la
adecuación. Vive este hombre, según un sabroso decir

133
de nuestros clásicos, «la barba sobre el hombro»: miran­
do constantemente en torno a sí.
Todos los hijos de Adán han esperado circunspectiva-
mente en muchas ocasiones de su vida; pero la historia
de Occidente ha creado un tipo humano en el cual la
espera circunspectiva es hábito principal: el «hombre
moderno», el «burgués». No me detendrá aquí su des­
cripción pormenorizada; me contentaré con remitir a los
estudios clásicos de Bergson sobre l’homme ouvert y
l’homme clos, a los análisis de Sombart y Scheler y a los
apuntes de G. Marcel que en lugar idóneo reseñé. Indi­
caré, en cambio, tres notas de su realidad pertinentes a
nuestro tema: la índole propia de su espera, su actitud
ante el fracaso y su postura frente a la muerte.
La circunspección tiene como supuesto principal la
desconfianza, y como utopía la autosuficiencia. El bur­
gués aspira a lograr lo que espera sin otro recurso que su
virtus propria: tal es la significación elpidológica de la
previsión, la organización racional y la técnica. Apoyado
en ellas, trata de gobernar el futuro mediante las fórmu­
las «espero que» y «espero de», referibles en último ex­
tremo a la que en verdad constituye su ideal, al «cuento
con». Desconoce, por tanto, la actitud típica de la espe­
ranza genuina, tan fielmente expresada por el «espero
en». El jefe que dice a su subordinado «Espero de usted
un buen comportamiento» o «Espero que hoy terminará
usted este trabajo», ofrece un ejemplo típico del modo
burgués de esperar. No será difícil advertir que esas dos
frases apuntan a un mismo ideal, consistente en decir:
«Cuento con que usted hará lo que yo espero.» O sea:
imperio sobre la realidad y calculable utilización de ésta
al servicio de los intereses propios.
Para quien así espera, ¿qué serán el buen éxito y el
fracaso? La respuesta es clara: el buen éxito, fruición de
un logro previsto; el fracaso, decepción por advenimien­
to de lo inesperado. Esperando lo que él se proponía, he
aquí que la vida pone a este hombre ante el vacío, ante la
nada. En la espera circunspectiva, el advenimiento de
«lo inesperado» es, en principio, un suceso perturbador,
hasta cuando resulta favorable su efecto; tanto más lo

134
será cuando llegue a producir decepción. Ello determina
la génesis de dos hábitos contrapuestos: el optimismo y
la desesperación. Aquél es el talante que engendra la re­
petición del buen éxito y la confianza en él; esta otra, el
modo de ser que va forjando la reiteración del fracaso.
Toda decepción es para el circunspecto una desesperación
mayor o menor; y puesto que su esperar posee a veces
muy considerable violencia — me conformaré con recor­
dar la intensidad con que esperan los delincuentes de
novela policiaca, siempre productos de la sociedad bur­
guesa— , el fracaso puede arrastrarle en los casos extre­
mos hasta el crimen y el suicidio. No es otra la causa de
la mayor frecuencia de este último en las zonas sociales
de vida muy racionalizada y previsora.
La espera circunspectiva no lleva en su seno una im­
plícita consideración de la muerte propia; ésta no pasa de
ser un azar que sobreviene al esperante «desde fuera de
él», como la fulguración de un rayo o el atentado de un
criminal. El burgués típico vive «cerrando los ojos a la
muerte»; de ahí su deseo de morir inconsciente, dormi­
do, y el prestigio de la eutanasia en ciertas áreas de la
burguesía. Esa espera incluye, por definición, sólo obje­
tivos pertenecientes a la existencia terrenal, puesto que
sólo ellos son previsibles y manejables. La muerte «cae
fuera» de su contorno, más aún, los anula, los reduce a
no «ser», y esto es lo que determina la honda aversión
con que se la mira. Hablar de la muerte en el seno de
una sociedad típicamente burguesa, ¿no constituye un
signo evidente de «mal gusto»? Lo cual no es óbice para
que la espera circunspectiva termine en el suicidio — esto
es, en la muerte— cuantas veces la decepción irresignada
llegue a convertirse en desesperación irresistible.
El modo más profundo de la entrega corresponde a la
espera auténtica o radical. En ella no se entrega el hom­
bre a la mera degustación del paso del tiempo, ni al sim­
ple logro de un objeto deseado, sino al cumplimiento de
una vocación personal. Con otras palabras: es «auténtica»
o «radical», en este sentido, la espera que cuenta lúcida­
mente con la posibilidad del fracaso y de la muerte.
Delicado y hondo fenómeno humano el de la «voca­

135
ción», ese llamamiento íntimo a ser de un modo y no de
otro. «Sólo se vive a sí mismo — escribe Ortega— , sólo
vive, de verdad, el que vive su vocación, el que coincide
con su verdadero sí mismo.» Vocación, según esto, es el
quehacer que hace al hombre coincidir consigo mismo;
«la realización de nuestro fondo personal», según la
fórmula de Marías. En otra página contrapone Ortega la
afición y la vocación. Aquélla consiste en la satisfacción
de un apetito, en la gustosa captación de lo que ante
nosotros hay; la vocación, en cambio, es la «sensación
dolorosa, angustiosa, de que no hay algo que es menes­
ter», y exige necesariamente la faena de crear eso que
no hay. Ella es, en fin, la secreta voz que «propone» y no
«impone» al hombre lo que éste tiene que hacer; pero de
tal índole es su «proposición» que, si libremente no la
aceptamos, dejamos eo ipso de ser nosotros mismos.
A un primer examen, la vocación es, pues, el quehacer
sin el cual no podríamos seguir siendo nosotros mismos.
Quien es traidor a su vocación propia incurre en falsedad,
vive en «falso» y deja de ser «él mismo». No nos arredre
el afirmar que ese hombre «muere». Hay, en efecto, va­
rios modos de morir, y uno de ellos, distinto de la «muer­
te biológica» o pérdida de la vida terrena, es la «muerte
biográfica» de quienes siguen una vida individual distin­
ta de aquella a que su vocación les llamaba. El «aburri­
miento» (de ab-horrere, «horrorizarse de») no es otra
cosa que el enojoso sentimiento de hacer algo para lo cual
somos «cadáveres biográficos». Dentro de la ordenación
zubiriana de los modos de hacer la propia vida, el aburri­
do es «agente» y acaso «actor», mas no genuino «autor»
de sí mismo. Aburrirse, en suma, es expiar el delito de
haber traicionado la propia vocación.
No sólo vivimos personalmente en el cumplimiento de
nuestra vocación; en cuanto personas, vivimos también
de ese cumplimiento. Bastan estas dos expresiones para
advertir la esencial relación que existe entre la vocación,
la creación y la creencia. La vocación es el cauce propio
de la creación humana y la forma expresa de su esencial
gratuidad; por eso la sentimos como un «llamamiento»
que desde el trasfondo de nuestro ser nos impulsa a ha-

136
cer algo con originalidad, a «crear». Puede un hombre,
es cierto, ser «creador» al margen de su vocación estricta,
porque ésta no coincide siempre y necesariamente con su
personal aptitud; pero sólo en el quehacer a que se sienta
vocado alcanzará un individuo humano el sumo nivel de
su posible entidad propia. No menos clara es la cone­
xión entre la vocación y la creencia. Vivimos en nuestras
creencias y de nuestras creencias, oímos decir a Ortega;
vivimos personalmente en el cumplimiento y del cumpli­
miento de nuestra vocación, digo yo ahora. El ejercicio
de cumplir la vocación personal nos pone en contacto in­
mediato con las creencias sobre que nuestra vida se apo­
ya y, por lo tanto, con lo real: la vocación es a la vez el
camino de la existencia auténtica y el modo más personal
e intransferible de nuestra humana versión a la realidad.
Para mí es máximamente «real» aquello en que yo me
ejercito cuando existo cumpliendo mi vocación; todo lo
demás me parece un poco fantasmal, salvo si choca con­
migo.
Conviene, sin embargo, no entender la palabra «voca­
ción» en un sentido demasiado particular y concreto,
como si sólo hubiese vocaciones de geómetra, músico o
navegante solitario. Procediendo así invalidaríamos los
asertos anteriores. «Aunque la vocación es siempre indi­
vidual, se compone de no pocos ingredientes genéricos»,
advierte cautamente Ortega, y cita como ejemplo eminen­
te el del habla: «para vivir en singular el hombre tiene
que hablar en general». Es verdad. Toda vocación indi­
vidual — ser geómetra, músico o navegante solitario—
descansa y arraiga en una serie de vocaciones subyacen­
tes, de área cada vez más amplia: ser español o francés,
ser padre de familia, ser persona justa y digna, ser hom­
bre, ser. Uno es hombre no sólo por naturaleza, sino
también por vocación: está llamado a ser hombre cabal y
puede ser traidor a esa llamada. Por eso pudo decir Goe­
the que la razón sirve a veces para que su titular sea «más
bestial que cualquier bestia»; y por eso mismo había di­
cho Santo Tomás de Aquino que la expresión «soy hom­
bre por mi voluntad» — en definitiva: soy hombre por­
que no quiero suicidarme— tiene perfecto sentido {Sum-

137
ma Theol., I, q.41, a.2). Es cierto que el hombre tiene
que cumplir su vocación genérica — la pura y mostrenca
«hombredad»— de un modo individual, mas también es
cierta la proposición recíproca: el geómetra tiene que cum­
plir de modo genérico su vocación individual; a saber:
siendo hombre y cumpliendo fielmente aquello a que
como hombre está «llamado». Ningún geómetra, por ge­
nial que sea, se halla exento de la obligación de ser veraz
allende la geometría; y, por otra parte, la «verdad geo­
métrica» no pasa de ser un caso particular de la «verdad
humana». No haber aceptado a veces esta elemental regla
fue el gran descarrío deí abusivo «genialismo» romántico.
Quiero subrayar, en fin, la intimidad del vínculo que
une entre sí la vocación, el sumo bien y la muerte. Todo
aquello a que un hombre vocacionalmente aspira — con
otras palabras: todo lo que un hombre auténticamente
espera— es su versión personal del sumo bien. Claro está
que una obra vocacional no es nunca «el» sumo bien,
porque las vocaciones humanas son innumerables, y por­
que siempre es posible que la vocación de que esa obra
procede se realice en otras obras más altas y acabadas;
pero sí es uno de los caminos hacia él. Para Velázquez,
el camino hacia el sumo bien — en su caso, hacia la «suma
fruición pictórica»— pasaba, es seguro, por Las Meninas,
para Rembrandt por la Ronda de media noche, y para
todos los hombres cultos y sensibles a la pintura por esas
dos singulares vías y por todas aquellas a que apuntan
cuantas figuras hayan sido vocacionalmente pintadas,
desde el paleolítico hasta el fin de los tiempos. Dígase
otro tanto acerca de la astronomía o de la jurisprudencia.
Un hombre aislado no concibe el sumo bien si éste no
incluye de algún modo aquello a que su personal vocación
tiende: a los ojos de Descartes o de Hilbert, un cielo don­
de el saber matemático no tuviera puesto y culminación
no sería cielo. Ampliemos el argumento: un sumo bien
ajeno a la vocación genérica de todos los hombres — «ser
hombre»— y a las innumerables vocaciones personales en
que esa genérica vocación se singulariza — ser geómetra,
músico o navegante solitario— , ni sería «bien» ni mere­
cería el adjetivo de «sumo».

138
Conquistando vocacionalmente sus personales posibili­
dades de ser, los hombres esperan el sumo bien y aspiran
hacia él. Aquí tienen su lugar propio las certeras refle­
xiones de Kant acerca de la esperanza y, por supuesto, la
tradicional doctrina cristiana de la relación entre los bie­
nes particulares y el summum bonum. Y si esto es así,
¿cómo esperará el hombre cuanto su personal vocación
le brinda? Ya lo sabemos: a muerte. Puesto que, en
cuanto personas, vivimos del cumplimiento de nuestra
vocación, la entrega auténtica, radical o vocacional a la
espera asume lúcidamente el riesgo de morir: sólo arros­
trando con resolución la posibilidad de una «muerte bio­
lógica» puede ser evitada con seguridad la caída en una
«muerte biográfica». Recordemos el viejo y jactancioso
mote de la vocación marinera: navigare necesse, vivere
non necesse. O estas palabras de Laennec, gravemente
enfermo, poco antes de la publicación de su libro sobre
la auscultación mediata: «Volviendo a París para acabar
mi libro sabía que con ello arriesgaba mi vida; pero la
obra que voy a publicar será, espero, bastante útil tarde
o temprano para valer más que la vida de un hombre.»
O estos versos de Angel Ganivet, de sinceridad tan pron­
ta y trágicamente demostrada:
Si muerte y vida son sueño,
si todo en el mundo sueña,
yo doy mi vida de hombre
por soñar...

No se me atribuya una intención melodramática. Con


esta tríada de textos, tan fácilmente ampliable, no pre­
tendo afirmar que el cumplimiento de una vocación sólo
es auténtico cuando pone a su titular ante el peligro de
morir. Nadie ha vivido más segura y pacíficamente que
Kant en Koenigsberg, y pocos más auténticamente entre­
gados al cultivo de la propia vocación. Afirmo tan sólo
que no es verdadera una vocación si no es capaz de man­
tenerse fiel a sí misma, como Santo Tomás decía, circa
pericula mortis. Sin melodrama y sin jactancia, todo aquel
en cuyo espíritu brille una vocación bien determinada
— la de filosofar o la de obedecer— habrá dicho alguna

139
vez para su coleto, oportunamente mudado, el lema de los
nautas mediterráneos que más arriba copié: navigare ne-
cesse, vivere non necesse.
Tan resuelta, gallarda y radical entrega al más alto
cumplimiento de la propia vocación, ¿es cosa distinta de
la magnanimidad, parte integral de la fortaleza? La con­
junción de estas dos virtudes — la entrega del hombre a
una extensio animi ad magna o «razonable empresa de
altas cosas» capaz de afrontar el peligro de morir— go­
bierna, según Santo Tomás, la pasión irascible de la espe­
ra vital (passio spei), la ordena hacia fines razonablemente
accesibles al esperante y la magnifica todo cuanto es dable
a quien, como el hombre moral y físicamente sano, sin
cesar debe moverse entre la desesperación y la pusilani­
midad. Gracias a la magnanimidad y a la fortaleza, la pa­
sión de esperar se hace plenamente humana y verdadera­
mente radical. Ahora bien, nuestro análisis nos ha per­
mitido comprender que el camino real de la magnanimi­
dad es la vocación. Moviéndose según ella y dando ser a
todo aquello que vocacionalmente sea él capaz de crear
— siendo, por tanto, «poeta» de sí mismo y de la realidad
en torno— , el hombre emprende de modo razonable las
más altas cosas a que sus recursos alcancen y sabe lograr­
las según aquella insuperable fórmula de la espera autén­
tica que nos legó Francisco de Aldana: «Sin que la
muerte al ojo estorbo sea.»

III. Modos de la espera: espera,


angustia y esperanza

El apartado anterior nos ha mostrado los diversos


modos de la espera, según la «profundidad» de la entrega
al hábito de esperar. Pero como dije, es preciso conside­
rar también la «orientación» de esa espera desde el punto
de vista de la ambivalente tensión entre los dos movi­
mientos afectivos sobre que se apoya: la confianza y la
defianza. Esperar es proyectar y preguntar, y el proyecto
y la pregunta descansan siempre — de otro modo no
existirían— sobre una confianza más o menos firme y

140
segura en el logro efectivo de lo que como mera posibili­
dad de ser se proyecta. Confianza más o menos firme,
nunca absolutamente inconmovible y cierta. Lo propio
de la seguridad es más bien «oponerse al temor que perte­
necer a la esperanza», declara Santo Tomás; a la existen­
cia del hombre in via pertenece esencialmente una anxie­
tas dubitationis. San Agustín, por su parte, ve en la vida
terrenal una constitutiva inquietudo. No hay duda. Más
confiante unas veces, más defiante otras, el hombre que
espera no puede librarse de sentir en su alma la tensa
coexistencia de esos dos afectos. Veamos cómo se confi­
gura el predominio de uno y otro en los varios modos
de esperar anteriormente deslindados.

1. Espera confiante y espera defiante:


sus formas
Cuando en la espera inane predomina la defianza, esa
espera adopta la forma del disgusto. Hácese, pues, «es­
pera disgustada». Para no dar a tal estado del ánimo más
alcance que el superficial de la inanidad, conviene enten­
der en su puro sentido etimológico la palabra «disgusto».
Dis-gusto: lo que altera o quita el «gusto» de ir vivien­
do, lo que destruye la cotidiana y leve satisfacción de ir
pasando el tiempo sin contrariedad e impide la anodina
y rutinaria complacencia con que en ciertas ocasiones de­
cimos: «E l gusto es mío.» Con ese previo «disgusto»,
ocasional o habitual, según los casos, espera la contem­
plación de un espectáculo el hombre que desconfía de
encontrar en él lo poco que de él desearía.
Frente al disgusto, la esperanza trivializada o despre~
ocupación es el modo de la espera inane cuando en el
afecto sobre que se apoya domina la confianza. Obsérvese
que con ello la «espera» se trueca resueltamente en «es­
peranza», aunque ésta sea todavía harto inconsistente y
trivial: la esperanza es, por lo pronto, «espera confiada»,
y espera confiada es el vivir de quien existe despreocupa­
damente. Vivir «despreocupado» es esperar el futuro con
el ánimo exento de la preocupación que el futuro da,
confiar ligera y alegremente en que las livianas aspira­
ciones de la espera inane «irán saliendo bien». Como el
141
disgusto es la forma más tenue y mundana de la angus­
tia, la despreocupación es el modo más superficial y tenue
de la esperanza. Piense el lector en la existencia de cual­
quiera de los despreocupados que en torno a él pululan.
Más graves son las formas que en la espera circuns-
pectiva reviste el predominio de uno u otro afecto. Para
quien espera circunspectivamente, el fracaso es el defini­
tivo «no ser» de las posibilidades que su proyecto con­
templaba; por tanto, la amarga experiencia de la decep­
ción y la inferencia vital y prejudicativa de la «nada». El
hombre que así considera sus fracasos, ¿cómo espera,
cuando habitualmente desconfía de su buen éxito? Evi­
dentemente, en desesperación. En su más estricto senti­
do, la desesperación no es, como suele pensarse y decirse,
un «no esperar nada», sino un esperar temiendo vehemen­
temente que «no será» — que será «nada»— aquello que
se espera; estado de ánimo que se hace hábito afectivo o
talante cuando el circunspecto se halla convencido de su
«mala suerte» o cuando, pese a su circunspección, la tor­
peza o la desmesura le inducen a proponerse metas para
él inalcanzables. De ahí el gran número de los desespe­
rados desde que el mundo moderno, montado vital e
históricamente sobre la espera circunspectiva, ha mostra­
do la vanidad de las esperanzas terrenas que encendió en
el corazón de los hombres.
El contrapunto de esta desesperación es la esperanza
confirmativa u optimismo del hombre que habitualmente
confía en el cumplimiento de sus previsiones. A la deses­
peración del mundo moderno en crisis precedió, como
vimos, el optimismo de los siglos x v i i i y xix, cuando la
ascendente burguesía caminaba de triunfo en triunfo.
Tanto llegó a calar en las almas esa visión optimista del
futuro, que ni los individuos históricamente más desespe­
rados consienten siempre en renunciar a ella. «Un hom­
bre desesperado en su último fondo — observa Pieper—
puede aparecer como ’’optimista” para los otros y para sí
mismo en los dominios penúltimos del ser, por ejemplo,
en los que atañen a los ingredientes naturales de la cul­
tura, si sabe cerrar herméticamente la más íntima cámara
de la desesperación, de modo que no pueda salir de ella

142
ningún quejido; y es bien expresiva la virtuosidad que
en esto ha logrado el hombre mundano de nuestra época.»
No es el optimismo, como sostiene G. Marcel, un hábito
psicológico cualitativa y radicalmente distinto de la espe­
ranza, sino más bien la forma espúrea de la esperanza
correspondiente a la espera circunspectiva, esto es, a la
confianza en la calculabilidad y previsibilidad del futuro.

2. La angustia
Más atentamente deben ocuparnos las formas defiante
y confiante de la espera auténtica o radical. Es ésta, como
sabemos, una espera vocacional que ha sabido asumir con
lucidez mayor o menor la posibilidad de la muerte; o,
desde otro punto de vista, la espera vocacional del sumo
bien. Con sólo estos datos, tratemos de comprender los
modos de existir a que conducirá el predominio de la de­
fianza o el de la confianza en el ánimo de quien auténti­
camente espera.
He aquí el caso de un hombre que actúa resueltamen­
te en la línea de su vocación y que desconfía de obtener
lo que de su empeño espera. Ese hombre, ¿qué espera?
Modesto o genial, él es un «creador». No persigue el pla­
cer o el lucro de ver satisfechas sus previsiones, sino la
creación, nunca del todo previsible, de una obra estricta­
mente personal. Su fracaso inmediato no puede ser abso­
luto. Su obra le satisfará más o menos; pero, por muy
insatisfactoria que sea, no dejará de ser «obra» y «suya».
Bajo forma de cuadro, libro o acción personal, un «ser»
nuevo ha nacido por la virtud de su esfuerzo creador en
el seno de la realidad. Hasta las menos logradas de sus
creaciones son miradas por un autor con ternura; es de­
cir, sin desesperación. Quien quema los versos de su
adolescencia será hombre humilde unas veces y hombre
orgulloso otras, nunca hombre desesperado. ¿Habremos
de concluir, según esto, que la creación vocacional impide
el predominio de la defianza en el ánimo del creador?
Es forzoso trasladar el análisis a un plano más profun­
do y repetir de nuevo la pregunta anterior: ¿qué espera
el creador por vocación? La verdad es que no se contenta
sólo con que su obra personal «sea»: pretende también

143
que esa obra suya «siga siendo»; en último extremo, que
«sea siempre»; que sea aere perennius, según la fórmula
clásica. Cuidado: no me refiero a la perduración material
del libro, el cuadro o el edificio resultantes del acto crea­
dor; a todas estas obras puede ser aplicado el desenga­
ñado y certero verso quevedesco: «porque también para
el sepulcro hay muerte». Tampoco aludo a la carrera de
la fama hacia el futuro, porque, en su inmensa mayoría,
los esfuerzos creadores de la grey humana distan mucho
de ser «famosos». Genial o modesto, el hombre creador
aspira a que el valor de su creación sea «reconocido» en
un orden de la realidad donde impere la ley del «siem­
pre». Poco importa ahora que esa aspiración quede se­
creta en algunos y brille patente en otros, y que las for­
mas de su patencia sean la trascendencia o el panteísmo.
Invisible u ostentada, tal aspiración existe en la estructu­
ra de todos los actos humanos que no sean puro «pasa­
tiempo» para quien los ejecuta. Pero la existencia huma­
na, ¿permite, en realidad, el «siempre»? ¿No se halla
abruptamente conclusa por una muerte inexorable? Mi
segurísima muerte y la muerte no menos segura de todos
mis congéneres, ¿no impiden a radice la posibilidad de
que «sean siempre» cualquier acción o cualquier valor de
mi vida? La muerte convierte en radicalmente problemá­
tica la realidad del «siempre»; no la niega, pero sí la hace
cuestionable. La relega, en último extremo, al dominio
en que confluyen todas las cuestiones relativas a nuestra
certidumbre de la realidad: el dominio de la creencia y la
confianza. El hombre puede confiar con más o menos
firmeza en que el valor de sus acciones personales sea re­
conocido «para siempre».
La idea del «siempre» no ha sido idéntica a lo largo de
la historia del hombre. En el curso de la cultura que so­
lemos llamar «occidental», la concepción griega del «siem­
pre» difiere esencialmente de la concepción cristiana.
Desde Tales de Mileto hasta Galeno, el sabio helénico
pensó que el saber verdadero — limitaré aquí mi consi­
deración al problema del saber— consiste en un tránsito
súbito y cierto del «ahora» al «siempre»: eis aei, «para
siempre», dice Platón que vale el saber verdaderamente

144
filosófico (Rep., 484b). Roto, mediante la inteligencia, el
velo de la apariencia ocasional de las cosas, la mente al­
canzaría la contemplación de «lo que es» y se movería así
en el ámbito del «siempre», porque el ser es «lo que
siempre es». La concepción cíclica del tiempo — el tiempo
como inacabable repetición idéntica de los ciclos en que
se manifiesta lo que las cosas son— se halla en esencial
conexión con este modo de concebir la significación y el
alcance del saber. Bien distinta es la concepción cristiana
«siempre». Para el sabio cristiano — y, mutatis mutandis,
para el sabio occidental secularizado— , sólo inserto en la
historia entera de la humanidad podría valer «siempre» su
saber. Recuérdese la fórmula cristiana del «siempre»:
«Como era en el principio, y ahora, y siempre, y por los
siglos de los siglos.» Si esa fórmula terminase con la
palabra «siempre», sería griega antigua y no plenamente
cristiana. Instalado en su idea del tiempo, el cristiano
necesita que su «siempre» lo sea «por los siglos de los
siglos», conforme a la especial significación de la palabra
«siglo» — saeculum, aiön— que en los escritos de San
Pablo descubrimos; esto es, según una sucesión de épocas
que, a través de la historia, llegue hasta la «consumación
de los siglos». El mundo moderno secularizó la visión
cristiana de la historia, pero no retornó a Grecia; con lo
cual, por modo cristiano o por modo secularizado, des­
pués del Cristianismo toda verdad humana es a la vez
verdad en esperanza y esperanza de verdad. «L a existencia
de una teoría correcta significa la esperanza de una in­
vención determinada», dijo Einstein en Oxford.
Concebido el «siempre» a la manera griega, el lado
negativo de la vivencia del tiempo — la defianza frente al
futuro— se halla integrado por la melancolía y el tedio;
entendido el «siempre» a la manera cristiana, el lado
sombrío de vivir humanamente la propia temporeidad se
expresa a través de sentimientos muy distintos de los dos
mencionados. ¿Cuáles? Imaginemos el caso de un hom­
bre moderno creadoramente entregado al cumplimiento
de su vocación, y supongamos que en su ánimo predomi­
na la defianza respecto a la última realidad de ese «siem­
pre» a que el acto de creación por sí mismo tiende. A

145
10
nuestro hombre no le da cuidado la posibilidad de un
fracaso inmediato; ya hemos visto que, a diferencia del
esperante circunspectivo, él no puede fracasar de un modo
total y absoluto. La espera circunspectiva puede encon­
trarse de manos a boca con el «no ser»; la espera autén­
tica y creadora conduce, por el contrario, al «ser», hasta
cuando menos valiosa es la obra creada. Pero ese ser,
¿«será siempre»? La perspectiva de una «nada» definiti­
va y total se abre, ominosa, ante el alma defiante y autén­
tica. ¿Será preciso recordar que el estado de ánimo resul­
tante de esa situación suele recibir hoy el nombre de an­
gustia? Desde nuestro punto de vista, la angustia es el
sentimiento correspondiente a la espera auténtica o radi­
cal cuando en ella predomina la defianza.
No es frecuente que la angustia aniquile — por suicidio
o por disolución obsesiva— el porvenir de una vida crea­
dora. Eso acaecerá, a lo sumo, en individuos morbosa­
mente anómalos. Los sujetos de naturaleza sana — no son
para ello indispensables la lozanía y la reciedumbre psí­
quica: ahí están los casos de Leopardi y Rilke— suelen
salir del lance transmutando la angustia y la defianza en
habitual, animosa y activa desesperanza. Esto es: resol­
viéndose con entereza a seguir creando sólo apoyados en
la radical e irresoluble incertidumbre acerca de la realidad
del «siempre» a que en su intimidad aspiran. Ni están
absolutamente ciertos de que no hay «siempre» para el
ser, ni han dejado de renunciar a él por completo: de
otro modo, no llamarían «angustia» al sentimiento de
cuya mitigación y habitualización ha nacido su desespe­
ranza: mas tampoco son capaces de convertir en confian­
za la grave defianza ontològica que en su ánimo domina.
Así, el buen éxito de sus empeños de creación ya no es
una ventana hacia el bien supremo. Aparte los halagos de
orden social, que el desesperanzado refiere siempre a
la «debilidad de la naturaleza», el buen éxito es ahora
ocasión para la sonrisa estoica o irónica de quien sabe a
qué atenerse sobre el «ser» definitivo de lo que él ha
creado.
Desde hace varios decenios, la angustia es para el hom­
bre de Occidente estas tres cosas: un concepto ontológi-
146
co, un sentimiento del alma sana o del alma enferma y
una fastidiosa, pero significativa moda literaria. La angus­
tia, nos dicen los filósofos, desde la publicación de Sein
und Zeit, es el radical temple del ánimo de la existencia,
en cuanto que arrojada a ser en el mundo y hacia la muer­
te; por él la existencia humana topa con la nada y des­
pierta al ser. Es, por tanto, la estructura ontològica de la
realidad humana que hace posible al hombre el hecho de
angustiarse real y sensiblemente. Los médicos y los psi­
cólogos describen, por su parte, el sentimiento de la an­
gustia. Este consiste casi siempre en la vivencia de una
honda amenaza contra la unidad del yo: siente el enfermo
que en aquel momento todo le puede pasar, que todo en
su existencia es posible, y por eso teme perderse a sí
mismo. Menos veces procede la angustia psicológica de
la presunta inminencia de la muerte. Al contrario: en las
crisis de ansiedad — observa López Ibor— , «la idea de la
muerte va acompañada de la esperanza del descanso y del
reposo, que no se encuentran porque los socava la angus­
tia». Existe, en fin, la angustia inmediatamente somáti­
ca: precordial, respiratoria, vertiginosa, etc.
¿Es posible tender un puente entre la concepción on­
tològica y la visión psicológica de la angustia? Para inten­
tarlo, examinemos de cerca las dos situaciones reales en
que más frecuentemente aparece la vivencia angustiosa:
el sentimiento de la disolución del yo y la consideración
de la muerte propia.
¿Qué es lo que angustia al enfermo neurótico o timo-
pático que siente amenazada la unidad y la continuidad
de su yo? A primera vista, «dejar de ser»; en realidad,
«dejar de ser él». Trátase de una «vivencia de desperso­
nalización», equiparable a la que experimentan los esqui­
zofrénicos y, ya dentro de la normalidad de la vida psí­
quica, los adolescentes. Muy claramente lo han demostra­
do, por lo que atañe a estos últimos, las bellas investiga­
ciones psicológicas de Marco Merendano. Algo semejante
puede decirse de la angustia de la muerte. Cuando ese
sentimiento surge, ¿qué nos angustia en él? Gterjgmente,
una «nada»; el «no ser», la «nada» de'tqdas1lá^h&sibili-
dades de ser que yo puedo proyectaría definitiva «ampo-

147
sibilidad» de todas esas «posibilidades» mías. Pero el
«ser» a que afecta ese «no ser» de la muerte, ¿es la
entera realidad de «mi ser»? La «nada» ante la cual me
pone mi muerte, ¿es la «nada» simpliciter, la «nada» to­
tal o absoluta, o sólo ese «no ser algo» a que se refiere
el «no ser» de mis posibilidades proyectables? No lo sé,
y este no saber es lo que realmente me angustia: mi an­
gustia ante la muerte consiste en un «no saber lo que va
a ser de mí». No creo que a nadie haya angustiado de
veras el considerar que Dios, en un acto de su potentia
absoluta, podría reducir la Creación entera a la pura
«nada» de que la sacó. Quien se entrega sin angustia a
esta reflexión puede angustiarse, no obstante, pensando
en lo que con su muerte va a ser de él.
Ante las situaciones proyectables de mi futuro, mi
espera puede quedar reducida a dos preguntas: «¿Q ué
voy a ser yo? ¿Qué va a ser de m í?» En la primera de
ellas late la dubitante pretensión de la virtus propria; en
la segunda, la inexorable necesidad de contar con una
virtus aliena. Ante la muerte, en cambio, sólo una pre­
gunta puedo hacer: «¿Q ué va a ser de m í?» Nótese el
distinto sentido del verbo «ser» en esas dos interroga­
ciones. El ser del «ser yo» es concreto, finito, contornea-
ble; hállase nítidamente circunscrito por todo lo que «yo
no soy» o «no voy a ser». Por contraste, el ser del «ser
de mí» se halla constitutivamente referido a un término
metafisico envolvente, gratuito, fundamentante: en él yo
voy a ser lo que «de mí sea»; algo ajeno, en principio, a
mi decisión de ser.
Más que la nada en cuanto tal, lo que angustia al hom­
bre es el no saber sobre su ser futuro, sabiendo que en el
futuro puede «no ser» o «dejar de ser él». La angustia de
la despersonalización y la angustia de la muerte son, por
lo tanto, dos modos accidentalmente distintos de un mis­
mo fenómeno: la radical incertidumbre de la existencia
acerca de la continuidad de «su ser». Obsérvese el carác­
ter esencialmente inconclusivo de la angustia: yo no me
angustio porque sé que no voy a ser, sino porque no sé
si voy a ser; o, si se quiere, porque sé que no voy a ser
algo proyectabíe, y no sé si voy a «ser» según una posi-

148
bilidad metafísica de la realidad humana subyacente a la
posibilidad óntica de mis proyectos, supuesto y fuente de
los mismos y en principio ajena a ellos. Afín a esas dos
formas de la vivencia angustiosa es la angustia de la es­
pera auténtica y defiante, respecto del «siempre» a que
aspira la estimación íntima de la obra vocacional, y por
eso puede aquélla convertirse en «desesperanza» activa,
animosa y creadora. En la espera auténtica y defiante, la
defianza no es nunca «certidumbre negativa», como nun­
ca es «certidumbre positiva» la confianza de la espera au­
téntica y confiante. Machaconamente he insistido acerca
de la esencial ambivalencia del sentimiento confianza-
defianza. Así, la angustia aguda de la desesperación y la
angustia mitigada y crónica de la desesperanza no anulan
totalmente la esperanza en el alma; tan sólo la reducen a
un mínimo. Pero, desde su hondo rincón, ese mínimo
resto opera con energía sobre la entera realidad del hom­
bre, y éste sigue entregándose — de modo continuo o de
modo espasmódico— a la tarea de construir creadora­
mente su propia vida. Por desesperanzada que sea, la
«desesperanza» no deja de ser «espera». El yo — escribe
Le Senne— «concibe la muerte; pero, concibiéndola,
aprehende la actualidad de su vida». Más aún podría de­
cirse: la afirma.
No creo muy descaminada la consideración de la des­
esperanza como un anti-suicidio. El suicida espera en el
«ser» y desespera de la «vida»; esperando un posible
«ser» inédito y dispensador de reposo, destruye el «vivir»
que le amarga y deshace. Frente a él, el desesperanzado
desconfía de «ser» — en el sentido de «ser siempre»— ,
mas no deja de esperar en la «vida»; por eso sigue vi­
viendo y creando, y por eso el suicidio es tan poco fre­
cuente entre los que han sabido trocar la angustia en
verdadera desesperanza. Ahora bien: esa conducta, ¿sería
posible, si la defianza no hiciese relación a una «fianza»
previa a ella y a la confianza; si en la realidad misma del
desesperanzado no hubiese, como Spinoza decía, una in­
génita y radical tendencia a permanecer en el ser? En
cuanto constitutiva de la existencia viviente del hombre,
la «espera» lleva y no puede no llevar en su seno una

149
elemental y metafísica «fianza», que se realiza psicológi­
camente de un modo más o menos defíante o confiante:
más defiante en la angustia y la desesperanza, más con­
fiante en la esperanza. Por eso la angustia, que es una
espera defiante — pero, en cuanto que espera, «fiante»—
no es nunca y no puede ser certidumbre negativa. La de­
fianza no es a-fianza o in-fianza.
La vida de Leopardi se nos muestra como un ejemplo
especialmente claro de esa conversión de la angustia agu­
da en desesperanza. No es el único. A una mirada atenta,
no pocos de los espíritus más egregios de la Europa ulte­
rior a l siglo X V III han existido desesperanzadamente. «Soy
yo, bien lo sabes — escribía Wilhelm von Humboldt a su
esposa, desde el Congreso de Viena— , uno de aquellos,
si todavía hay alguno, para quienes la esperanza, sin ha­
ber sido eliminada, no está de veras presente. No vivo
en ella...» La esperanza genuina sería no más que eine
schöne Idee, «una bella idea». Goethe, cantor de la espe­
ranza como «impulsora» y «consoladora», llega a ponerla,
en la segunda parte del Fausto, entre «los máximos ene­
migos del hombre», porque le engaña respecto a las ver­
daderas posibilidades de su propio ser. Valéry la pospone
a la previsión, como si sólo fuese, valga la paradoja, un
«optimismo desconfiado»: «desconfianza del ser frente a
las previsiones precisas de su espíritu», la llama. Rilke
canta la animosa desesperanza. Su poema Der Tod («La
muerte») niega a la esperanza un puesto en la existencia
del hombre. La muerte es como «una tisana azulenca» en
una taza sin plato. En una «gastada inscripción» de esa
taza sólo puede leerse la palabra Hoffnung («Espe­
ranza»):

E l bebedor a quien corresponde la bebida,


ha leído esto en un lejano desayuno.

Ve Rilke en la esperanza no más que una evasión ante


el peso de la nuda existencia, un recurso mediante el cual
el hombre adocenado escamotea la esperanza del presente:
ese «duro presente» que hay que quitarse a diario «como
una dentadura postiza». Más que «esperar», el deber del
hombre sería «sostenerse», existir resistiendo. La esperan­
za es «una ilusión peligrosa», escribía A. Camus. Y en
cuanto a Heidegger y Sartre, dicho queda lo suficiente.
La grandeza de la existencia humana parece consistir en
la resolución sin esperanza, en la creación desesperada.
Pero en el seno de esa creadora angustia habitual no
ha dejado nunca de brillar una chispa de esperanza. Leo­
pardi siente de cuando en cuando que en su alma arde
insospechadamente la ilusión. Lautréamont, uno de los
más resueltos cantores de la desesperación sistemática,
escribe al fin de su corta vida: «Cantar el hastío, los do­
lores, las tristezas, la muerte, la sombra, lo sombrío, etc.,
es empeñarse a toda costa en no ver más que los pueri­
les reversos de las cosas... He aquí por qué yo he cam­
biado totalmente de método, para no cantar sino la espe­
ra, la esperanza, la calma, la dicha, el deber.» Los demás,
es seguro, han creado su obra con la seguridad íntima de
haber conquistado para todos los hombres — esto es, «para
siempre»— un aspecto inédito de la realidad. Acaso la
desesperanza sea, como sugirió Lautréamont, el «reverso»
de la existencia del hombre; pero no un «reverso pueril»,
sino, por el contrario, ese sutil reverso que contempla la
mirada cavilosa y lectora, cuando ha descubierto, como
Mallarmé, que la chair est triste, hélas, y no se entrega
animosamente a la aventura fascinante de ir más allá de la
carne y los libros. Desde ese «más allá» ha escrito
T. S. Eliot estos versos clarividentes:

Dije a mi alma: serénate, y espera sin esperanza,


porque la esperanza sería esperanza de lo erróneo; espera
[sin amor,
porque el amor sería amor a lo erróneo; queda, es cier-
[to, la fe,
pero la fe y el amor y la esperanza, todo ello está en
[la espera.

A ese «más allá» se refería el genial físico W. Heisen­


berg en una conferencia de 1934 cuando, comparando la
investigación físico-teorética ulterior a Bohr con el primer
viaje de Colón, la concebía como «un abandonar toda

151
tierra hasta entonces conocida con la casi delirante espe­
ranza de encontrar nuevamente tierra allende el mar».
La espera auténtica y defiante se expresa bajo forma
de angustia y desesperanza. En polar, mas no excluyente
oposición con ella, la espera auténtica y confiante se ma­
nifiesta como esperanza genuina.
Ella constituye la cima de nuestra indagación. Pero
antes de estudiarla con algún pormenor, bueno será dis­
cutir una cuestión previa.

3. Génesis de la angustia
Hay hombres en quienes, sin mengua de la salud men­
tal y de la eminencia del espíritu, predominan la angustia
y la desesperanza; hay otros, igualmente sanos y eminen­
tes, en los cuales prevalece la esperanza. Frente a Sartre
está G. Marcel; frente a la poesía de Rilke, el canto de
Eliot y Claudel. ¿Por qué acontece esto? ¿Sólo a causa
de la religiosidad de unos y la irreligiosidad de otros? Tal
explicación no es rechazable, mas tampoco es suficiente.
No son pocas las personas que viven angustiosamente su
religiosidad; otras, cuyas almas son del todo irreligiosas o
sólo muy tenuemente religiosas, viven, en cambio, siempre
esperanzadas. ¿Habrá que referir ese hondo contraste a
una diferencia en la «seriedad» de unos y otros? Con
gravedad o con sarcasmo — ya sabemos lo que para Sar­
tre es l’esprit du sérieux— , así lo piensan algunos. ¿Aca­
so no puede ser racionalmente demostrada, argüirían
aquéllos, la necesidad de esperar una vida allende la tem­
poral y terrena? En tal caso, bastará con tomar «en serio»
esa demostración, para que nuestro espíritu pase de la
desesperanza a la esperanza. Pero la cuestión no es tan
sencilla, porque una cosa es nuestra adhesión intelectual
a lo que juzgamos posible o evidente y otra muy distinta
nuestra adhesión cordial a lo que creemos real y verda­
dero. Mi razón descubre con su discurso que todo en la
existencia terrena del hombre exige la inmortalidad de
su ser. Pero esa existencia transmortal que mi razón in­
duce, ¿es real, además de ser razonable?
Mejor será pensar que la orientación de la espera hu­
mana hacia un predominio habitual de la esperanza o de
152
la desesperanza se halla condicionada por una serie de
momentos causales, reducibles a estos tres: la constitu­
ción psicosomàtica, el mundo histórico y social y el tipo
de la vida personal. Puesto que el ejercicio de esperar
pone en juego la actividad de un conjunto de estructuras
anatómicas perfectamente determinado, es indudable que
la constitución psicosomàtica individual influirá en el
modo de la espera. Dentro de la normalidad psíquica más
estricta, no esperan igual el joven y el viejo, la mujer y
el varón, el leptosomático y el pícnico, el blanco y el ne­
gro; y cuando esa normalidad se altera, ya sabemos que
el hombre puede padecer distintas formas de «diselpidia».
No menos visible es la influencia del mundo histórico-
social sobre el esperar. Acerca del peculiar «hábito elpí-
dico» del hombre español — más ampliamente, del hom­
bre hispánico— , recuérdese lo escrito por Ortega, por
Américo Castro y por mí mismo. Es seguro que una inda­
gación oportuna permitiría descubrir la figura de distin­
tos «hábitos elpídicos» o modos habituales de esperar a
lo ancho de la humanidad actual. ¿Y cómo desconocer,
por otra parte, que dentro de la misma área cultural no
esperan de igual manera el burgués y el proletario, el
carbonero y el filósofo? Ello nos conduce a la mención
del tercer momento condicionante, el tipo de la vida per­
sonal. Con estas palabras me refiero, por supuesto, a la
«profesión» del individuo — intelectual, industrial, arte­
sano, campesino— ; pero también, y aun sobre todo, a la
peculiaridad de la individual biografía. En el seno de un
mismo medio histórico y social, ¿esperarán lo mismo
aquel a quien, como suele decirse, «sonríe la vida», y
aquel otro cuya existencia es una sucesión de penas y de­
cepciones? Las vicisitudes de la relación materno-filial en
las primeras edades de la vida, cuya importancia tanto en­
carecen hoy los médicos y los psicoanalistas, ¿pueden no
tener una influencia decisiva en la determinación del
«hábito elpídico» individual?
No hay duda: la constitución psicosomàtica, el mundo
histórico y social a que se pertenece y el tipo de la vida
personal que se hace y se goza o se sufre condicionan la
orientación de la espera hacia la esperanza o hacia la an-

153
gustia y la desesperanza; pero no pasan de condicionarlas,
no las determinan de manera necesaria. Por su constitu­
ción misma, el ser del hombre es, como sabemos, supra-
situacional. Dentro de esos diversos momentos causales,
condicionadas por ellos, deciden en última instancia la
naturaleza, la libertad y la voluntad del individuo. Con
sutileza y lucidez extraordinarias subrayaba W. James la
esencial relación mutua entre la creencia y la voluntad.
Impulsado por su pragmatismo, llegaba hasta a identifi­
carlas: «L a voluntad y la creencia — escribe— son un
determinado modo de la relación entre los objetos y el
yo, son dos nombres de un mismo fenómeno psíquico.»
Una creencia espontánea — por ejemplo, la que atañe a la
realidad del mundo exterior— sería una volición incons­
ciente. ¿Quiere esto decir que el hombre puede creer a
voluntad? En modo alguno, contesta James. En la vida
humana hay conversiones súbitas y gratuitas, y no sólo
de orden formalmente religioso. Un hombre que durante
años ha oído con indiferencia una proposición moral, pue­
de sentirse cordialmente adherido a ella, sin proponérselo,
un día cualquiera. «Pero nuestra voluntad puede condu­
cirnos gradualmente al mismo resultado. Necesitamos tan
sólo obrar fríamente, como si la cosa en cuestión fuese
real; y continuando del mismo modo, acabará por desarro­
llarse tal conexión entre ella y nuestra vida, que lo repe­
tido llegará a hacerse real. Se ligará tanto al hábito y
a la emoción, que el interés que tomemos por ella será
el característico de la creencia. Aquellos para quienes
’’Dios” y el ’’Deber” son meros nombres, podrán conver­
tirlos en mucho más sólo con sacrificarles algo todos los
días. Pero todo esto es bien conocido en la educación re­
ligiosa y moral.»
Bajo la indudable exageración pragmatista, ¿no late en
esas líneas la doctrina de una secreta relación entre la
creencia y la libertad? Esa relación es doble. El ejercicio
continuado de nuestra libertad puede conducirnos a una
adhesión real a determinadas creencias: si yo quiero resi­
dir habitualmente en Inglaterra, resido allí durante años
y años y no soy muy viejo, con frecuencia acabaré pen­
sando y creyendo «a la inglesa» en muchos órdenes de

154
la vida. Recíprocamente, la adhesión real a una determi­
nada creencia condiciona el ejercicio de mi libertad e
incluso el modo de vivir y entender la libertad misma:
un cristiano no vive y no entiende su propia libertad
como un deísta o como un ateo. ¿Habremos de entregar­
nos, según esto, a un relativismo radical? ¿Deberemos
negar la existencia de verdades «suprasituacionales»? La
verdad es que éstas existen y que nadie lo ha dudado en
serio. Si Dilthey y Sartre no hubieran creído y pensado
escribir para todos los hombres, y no sólo para los de su
país y los de su tiempo, es seguro que no habrían escrito.
Por lo que a la libertad toca, es preciso distinguir, con
Zubiri, tres modos de entenderla: libertad como ejerci­
cio, como liberación y como constitución. Como ejercicio
o «uso de la libertad», es algo interior a la vida, y en este
sentido decimos de un acto que es libre o que no lo es.
Como liberación, la libertad es el acontecimiento radical
de la vida: la existencia humana misma es libertad; exis­
tir es liberarse de las cosas, y gracias a esta liberación
podemos volvernos hacia ellas para entenderlas o modifi­
carlas. Como constitución libre, la libertad es la implan­
tación del hombre en el ser como persona, y se constitu­
ye allí donde se constituye la persona, en la religación.
Lo mismo el uso de la libertad que la liberación emergen
de la radical constitución de un ente cuyo ser es libertad.
El hombre está implantando en el ser. Y esta implanta­
ción que le constituye en el ser, le constituye en ser libre.
El hombre está siendo libre, lo está siendo efectivamente.
La religación, por la que el hombre existe, le confiere su
libertad. Recíprocamente, el hombre adquiere su libertad
y se constituye en ser libre por la religación. La libertad
— que es siempre libertad «para», y no sólo libertad
«de»— no existe sino en un ente implantado en la má­
xima fundamentalidad de su ser. Sin religación y sin lo
religante — Dios— la libertad sería para el hombre radi­
cal desesperación.
Zubiri ha aplicado estas reflexiones al estudio del ateís­
mo. ¿Cómo es posible el ateísmo, siendo así que el hom­
bre está constitutivamente religado a Dios? ¿Cómo el
hombre puede encubrir a Dios? Puede hacerlo, porque

155
su «vida», a veces, le oculta la verdad de su «ser». La
«personeidad» del hombre, su condición de persona, es,
en cuanto tal, la máxima simplicidad; pero esa simplici­
dad debe ser conquistada a través de la complicación de
la vida, de la real y efectiva «personalidad» de cada uno.
«L a tragedia de la personalidad es que, sin vivir, es impo­
sible ser persona; se es persona en la medida en que se
vive. Pero cuanto más se vive, es más difícil ser persona.»
De ahí que una vida rica, compleja y eficaz — la llamada
«vida moderna»— suela ocultar al hombre la radical reli­
gación de su ser personal y, por consiguiente, su relación
con Dios. Pero no por ello la religación deja de existir, y
así el ateo, si lo es de veras, viene a ser, en el fondo, un
«endiosado», un hombre que se cree Dios. «E s posible
que se diga que hay quien renuncia de tal modo a Dios,
que no admite ni el endiosamiento de la vida. Mas, ¿de
dónde recibe su fuerza y su posibilidad esta actitud, sino
de ese omnímodo poder de negar, tras el cual se oculta la
omnipotencia del negador y de la negación? Negar, en el
ateísmo, el endiosamiento de la vida, es expeler la vida
fuera de sí mismo y quedarse solo, sin la propia vida.
No se ha endiosado la vida, pero sí la persona. El ateo,
en una u otra forma, hace de sí un Dios. El ateísmo no
es posible sin un Dios.»
Estas consideraciones de W. James y de X. Zubiri nos
permiten entender claramente la diversa orientación de
la espera hacia la esperanza o la desesperanza. ¿Cuándo
un hombre será habitual y expresamente esperanzado?
Cuando sepa descender a través de su vida hasta la radi­
cal simplicidad de su ser personal, acierte a descubrir allí
que su espera es constitutivamente «fianza» y, aceptando
su descubrimiento, quiera elevar esa «fianza» a «con­
fianza». Hay constituciones psicosomáticas, situaciones
histórico-sociales y vicisitudes de la vida biológica y per­
sonal que hacen sumamente fácil ese proceso; otras lo
harán difícil, y hasta heroico. ¿No es a veces heroico es­
perar in spe contra spem, como San Pablo aconsejaba?
Reconozcamos que la crisis del mundo moderno ha becho
especialmente difícil esa elevación de la «fianza» a «con­
fianza». A fuerza de dolorosas decepciones de hecho, la

156
historia ha roto el «sistema elpídico» que desde el si­
glo X V III ha regido la vida del hombre de Occidente — el
progresismo— , mas no el prestigio que desde entonces
viene gozando el exclusivo atenimiento del ser humano
a los recursos de su nuda naturaleza. Tras la quiebra del
idealismo y del positivismo, el europeo lúcido no ha po­
dido seguir confiando en sí mismo, en cuanto que ens
historicum, y no ha sabido — ni querido— dejar de con­
fiar plenamente en sí mismo, en cuanto que ens persona­
le; ha seguido creyendo, por tanto, que una acción huma­
na es tanto más valiosa cuanto más «exclusivamente
humana» es, cuanto menos lleve implicada en su estruc­
tura una apelación a la Divinidad. A todos ha llegado en
mayor o menor medida la eficacia de esta creencia histó­
rica, y de ahí el evidente prestigio secular de las actitu­
des y las conductas «desligadas».
En tal situación, ¿qué podía hacer el hombre? En es­
quema, una de estas tres cosas: suicidarse, convertirse a
una nueva esperanza o hacer de la desesperanza un hábito
histórico ejemplar. Así ha sido. Los suicidios se han hecho
más frecuentes, han menudeado las conversiones religio­
sas o seudorreligiosas al cristianismo, al marxismo o, quién
pudiera pensarlo, al racismo fascista, y han logrado pres­
tigiosa vigencia social la angustia y la desesperanza. Para
muchos europeos del siglo xx, un «heroísmo desesperan­
zado» — a veces «desesperado»— ha sido la forma supre­
ma de la vida humana. La «fianza» de la espera se ha
hecho en ellos «defianza». Queriendo creer, porque tal
creencia ha seguido siendo prestigiosa, en la radical fini-
tud de la existencia y en la total desligación del acto de
libertad, han llegado a creer, han creído efectivamente en
ellas: unos, los superficiales, desconociendo su propio
fundamento, perdiéndose en la fronda de su vida y en la
activa afirmación de su desesperanzada fe nueva; otros,
los cautos, cerrando voluntariamente los ojos del alma a
las instancias metafísicas que desde el fondo de su perso­
na y en el seno de sus actos creadores piden la abertura
de la existencia humana a la infinitud y la gratuidad; otros,
en fin, los extremados, haciendo de la desesperanza una
suerte de «religión humana» y declarándose dioses impo-

157
sibles e inutiles. Todos, ya se ve, queriendo libremente
ser lo que son, poniendo su libertad al servicio cotidiano
de una previa voluntad de desesperanza.
Pero el fondo de la existencia humana no deja de ser el
que real y verdaderamente es, aun cuando nuestra volun­
tad y nuestras creencias históricas lo encubran o lo defor­
men; la «fianza» de la espera pide ser «confianza», aun­
que ésta, en una existencia sujeta a la temporeidad y a
la contingencia, no pueda dejar de ser «defiante». Nuestra
«espera vital» tiende, naturalmente, a ser «esperanza»,
confiado caminar hacia esa plena posesión de sí mismo
que el tiempo y la materia impiden. La mirada del hom­
bre no resiste la pura luz y debe conformarse con un cam­
biante claroscuro; pero el claroscuro nos sirve para ver,
no para no ver. Es cierto que en la actual situación del
mundo predominan la tiniebla sobre la luz y el desenga­
ño sobre la ilusión. Este innegable hecho, ¿podrá impedir
que nuestra libertad, exenta de ilusiones falsas y de creen­
cias parasitarias, trueque en recién nacida confianza, en
confianza viva y estremecida, la tendencia a «ser siem­
pre» que late sin descanso en la realidad misma de nues­
tra espera? La existencia del desesperado, ¿es en rigor
una existencia resueltamente «desnuda», o es más bien
una existencia artificiosamente «manca»? Que cada cual,
en insobornable soledad, inquiera la respuesta de su pro­
pio corazón.

IV. La esperanza natural

No será inútil comenzar este apartado con una breve


recapitulación terminológica y conceptual. El primero y
más fundamental de los conceptos que exige una teoría
de la esperanza es el de la espera, en tanto que ingredien­
te básico y esencial de la existencia humana. En este sen­
tido, la espera — espera vital, pura y simple espera, ele­
mental y básico espoir— es un hábito de la naturaleza
primera del hombre consistente en la necesidad vital de
desear, proyectar y conquistar el futuro. El esperante as­
pira a «seguir siendo». Forma primaria de la espera hu-
158
mana es el proyecto, el cual implica con necesidad meta­
física la pregunta y la fianza. Uso este último término
para nombrar un sentimiento radical de la disposición de
la existencia humana frente a la continuidad de su ser: la
«insegura seguridad» de seguir siendo que corresponde a
un ente cuyo ser es creado y contingente, inteligente y
falible. El hábito entitativo de la espera se actualiza de
un modo concreto y determinado en el acto de aguardar
(attendre, attente). En el castellano habitual suele ser de­
signado ese acto con la misma palabra que el hábito — «es­
pera»— ; se dice así que alguien «está a la espera», hay
una caza «a la espera» y se llama «Sala de Espera» a la
que en las estaciones ferroviarias sirve para aguardar la
llegada de los trenes. En el lenguaje técnico convendría
reservar el término «espera» para la designación del puro
y radical hábito entitativo de existir hacia el futuro, y po­
ner en circulación un expresivo vocablo cinegético, el
aguardo. «Aguardo» es el acto de esperar aguardando;
llamando «Sala de Aguardo» a la «Sala de Espera» que­
daría aún más clara su condición de cámara donde se espe­
ra algo muy concreto y determinado, cuyo posible adveni­
miento a la vida del esperante es susceptible de previsión
y ha sido expresamente proyectado por él.
La espera — y su actualización concreta, el aguardo—
pueden adoptar modos muy diversos. Hay un modo más
operativo, la creación, y otro más receptivo, la expecta­
ción; de donde el uso de expresiones como «estar a la
expectativa» y «vivir a la expectativa». La «expectación»
—ile exspectare, mirar atentamente hacia algo— es la
espera cuya actividad queda casi reducida a la considera­
ción atenta de lo esperado. Desde el punto de vista de la
entrega del esperante, hay también varios modos de espe­
rar: el inane, el circunspectivo y el auténtico o radical.
Hay, en fin, los modos de esperar que corresponden a la
realización psicológica de la fianza sobre que la espera se
apoya: la espera defiante, cuando en esa realización pre­
domina la defianza o vivencia de inseguridad, y la espera
confiante, cuando es la vivencia de seguridad o confianza
la que prevalece. La espera defiante puede ser, según la
hondura de la entrega, disgusto, desesperación, angustia

159
y desesperanza; la espera confiante se hace, a su vez, es­
peranza trivializada o despreocupación, esperanza confir­
mativa u optimismo y esperanza auténtica o genuina
(esperance, hope, Hoffnung, speranza); la confianza del
que espera «ser siempre». Quiere ello decir que ni en la
desesperanza deja de haber espera, ni en la esperanza
genuina puede faltar la inseguridad.
En sentido técnico llamo, pues, esperanza a un hábito
de la segunda naturaleza del hombre, por obra del cual
éste confía de modo más o menos firme en la realización
de las posibilidades de ser que pide y brinda su espera
vital; y desesperanza al hábito opuesto, consistente en
desconfiar por modo más o menos extremo del logro del
ser a que la espera tiende. Ni la esperanza es una «segu­
ridad positiva» de lograr lo que se espera, ni la desespe­
ranza puede ser nunca «seguridad negativa» respecto de
ese logro; una y otra son formas de la tensión «seguridad-
inseguridad», más segura aquélla, más insegura ésta. El
lenguaje habitual de los españoles llama «espera» al acto
de aguardar, y da el nombre de «Sala de Espera» — para
la complacida sorpresa de André Gide— a una estancia
ferroviaria que sería menos bello, pero más preciso llamar
«Sala de Aguardo». En consecuencia, «esperar» es en cas­
tellano tanto «hallarse a la espera» (attendre), como «vi­
vir en la esperanza» (espérer). Páginas atrás expuse la
correspondencia entre estas expresiones y las que en los
principales idiomas europeos las traducen. Pero este ex­
presivo equívoco, además de ser una indudable limita­
ción, ¿no es a la vez, y en compensación, un indudable
acierto? ¿No expresa diáfanamente algo que en otros
idiomas queda oculto; a saber, la esencial conexión entre
el aguardar y el esperar, entre el aguardo (attente, wait­
ing, Erwarten, attesa) y la esperanza (espoir y espérance,
hope, Hoffnung, speranza)? E l aguardo es una actividad
humana fenomenològicamente distinta de la esperanza.
E s verdad. Pero también es verdad que no hay aguardo
sin espera y, por lo tanto, sin una esperanza más o menos
desesperanzada. Recordemos una copla española, no sé si
procedente del pueblo o del poeta Luis Rosales:

160
Quien espera, desespera;
quien desespera, no alcanza.
Por eso es bueno esperar
y no perder la esperanza.

¿Qué sentido tiene este decir? Ahora lo vemos claro.


Quien aguarda desespera, porque no hay espera entera­
mente exenta de inseguridad y desesperanza, y más cuan­
do lo que se aguarda importa mucho. Quien desespera,
no alcanza, porque si la desesperación y la desesperanza
ganan intensidad, conducen a la total parálisis de la acti­
vidad personal que siempre requiere el logro de lo espe­
rado: «A Dios rogando y con el mazo dando», «Fíate de
la Virgen y no corras», enseña la sabiduría gnómica del
pueblo español. La conclusión se impone: «Por eso es
bueno esperar y no perder la esperanza.» Lo acertado es
aguardar esperando confiada y activamente. «L a fe, el
amor y la esperanza, todo ello está en la espera», canta
el verso de Eliot.
Estas precisiones iniciales nos permiten estudiar con
mayor claridad los diversos puntos que el presente apar­
tado comprende: descripción, objeto, sujeto, ascética y
deformaciones de la esperanza natural.

1. Descripción de la esperanza
Repetiré la definición de la esperanza natural anterior­
mente formulada: es un hábito de la segunda naturaleza
del hombre, por obra del cual éste confía de modo más o
menos firme en la realización de las posibilidades de ser
que de continuo pide y brinda su espera vital. El esperan­
zado es, por tanto, un hombre que a lo largo de su vida
se ha habituado a confiar en el buen éxito de la conquista
del futuro; conquista a la cual, ya en la naturaleza pri­
mera de su existencia terrena, tiende espontánea y nece­
sariamente la espera vital. Esperanza es espera confiada;
y la primaria pretensión de la espera es vivida confiada­
mente en la existencia concreta cuando la «fianza» que
aquélla incluye se transforma de manera habitual en
«confianza». Confía quien asiente a su «fianza», quien
cree en el buen término de la insegura e irrenunciable
pretensión de ser que la «fianza» es. Espera y confianza

161
1J
son, pues, los elementos básicos de la estructura antro­
pológica de la esperanza.
Movidos por un loable espíritu de precisión, los ana­
listas de la esperanza — Marcel, Le Senne y Bollnow, so­
bre todo— han establecido una serie de oposiciones que
sólo en la superficie de la existencia humana gozan de
plena validez. Serían actividades psíquicas cualitativamen­
te distintas entre sí el aguardo (attente, Erwartung) y la
esperanza (espérance, Hoffnung), «las esperanzas» y «la
esperanza», la espera de lo cierto, proyectado, computable
y conquistable, y la espera de lo incierto, gratuito, in­
computable y recibido. ¿Hasta qué punto es aceptable esa
tesis? ¿Hasta cuál no lo es?
Bollnow, por ejemplo, distingue entre «las esperan­
zas», en las cuales lo que se espera es siempre un objeto
bien determinado («espero que mañana haga buen tiem­
po»), y la «esperanza», el estado del alma cuando la em­
papa un «temple anímico esperanzado» (hoffnungsvolles
Gestimmtsein); la cual, para este autor, no tiene un obje­
to determinado e intuitivamente representable. A la «es­
peranza determinada», opone, pues, la «esperanza univer­
sal». No menos neta y tajante es su distinción entre
«aguardo» (Erwartung) y «esperanza» (Hoffnung). El
aguardo puede referirse a lo grato y a lo ingrato, y la
esperanza sólo se refiere a lo grato; lo que se aguarda es
más determinado que lo que se espera (diferencia entre
«aguardo la llegada de X » y «espero que venga X »); el
aguardo es una espera atenta y embargante; en la espe­
ranza hay mayor libertad interior; el futuro del aguardo
apunta a un tiempo «cerrado» por la prevista posibilidad
de aquello que se aguarda; el futuro de la esperanza es,
por el contrario, un tiempo «abierto» a un horizonte de
posibilidades no previsibles. Por eso Rilke pudo llamar
«tapón o cerrojo del tiempo» (Schliesse der Zeit) a la
espera de una amada que no llega.
Todo esto es cierto y real. ¿Es, sin embargo, toda la
realidad? A mi juicio, no. La limitación es doble, porque
toda «esperanza determinada» comporta siempre — y no
puede no comportar, si es verdadera esperanza— una
constitutiva referencia a la «esperanza universal», y por­

162
que el objeto de esta última incluye necesariamente, si­
quiera sea en forma esencial, los objetos particulares a
que tienden las «esperanzas determinadas»: no hay bien
particular que no aspire al «sumo bien», ni el «sumo
bien» sería «sumo» si de algún modo no incluyese los
múltiples bienes particulares. Otro tanto puede decirse de
lo relativo al tiempo: no hay «tiempo cerrado» — tiempo
«parcelariamente» cerrado— sino en el seno de un tiem­
po indefinidamente abierto, ni «tiempo abierto» cuya
«abertura» no sea relativa a su «cierre regional» por la
atención del sujeto tempóreo hacia la realización de al­
guna posibilidad concreta. En resumen: esperar «algo»
supone esperar «todo», aunque el esperante no lo sienta
expresamente, y esperar «todo» sólo es posible concre­
tando el «todo» en una serie indefinida de «algos».
Marcel, por su parte, contrapone a la esperanza genui­
na, cuyo objeto es siempre incomputable, imprevisible y
gratuito, la esperanza espuria de todo lo que puede ser
más o menos reducido a previsión y cálculo, y discierne
resueltamente de aquélla el deseo, el optimismo y la vita­
lidad: el deseo se refiere a algo concreto, y la esperanza a
la «restauración de un orden viviente en su integridad»,
a «la salvación»; el optimismo se funda en una visión con­
templativa o «espectacular» de los eventos futuros, y la
esperanza es una implicación personal del esperante en lo
esperado; la vitalidad es una realidad biológica, física, y
de la esperanza no cabe una «física»: la idea de una «físi­
ca de la esperanza», dice Marcel, sería absurda y contra­
dictoria. ¿Es esto cierto? Repetiré mi fórmula anterior:
sí y no. Sí, en cuanto a la expresión externa; no, en cuan­
to a la estructura fundamental. ¿E s posible esperar lo que
acerca del futuro real se «calcula», sin que la constitutiva
inseguridad de esa espera y de ese cálculo se apoye sobre
cierta «confianza incalculable» en el buen éxito de lo que
se pretende? Con otras palabras: en la vida real, ¿sería
posible, sin la esperanza, la computabilidad del futuro?
Frente a las previsiones más precisas de la mente, en el
ser humano bay siempre, decía Valéry, definiendo a la
inversa la esperanza, cierta méfiance; de lo cual resulta
que, en cierta medida, toda «Sala de Espera» es y no pue-

163
de no ser, como sintió el poeta Vivanco, «Sala de Espe­
ranza». Sigamos preguntando. ¿Es posible una esperanza
que no lleve en su raíz el deseo, el appetitus, y que, en la
línea de su objeto — aunque éste sea una salvación allende
el espacio y el tiempo— , quede ajena al optimismo?
¿Puede haber un optimismo terreno, por «superficial» y
«espectacular» que sea, en cuya entraña no luzca una
chispa de esperanza genuina? Y, después de todo lo ex­
puesto acerca de la espera, ¿cabe desconocer la existen­
cia de una biología — esto es, de una «física»— de la es­
peranza? Tanto Marcel como Bollnow han pagado un
tributo excesivo al «espíritu de dicotomía» que tan am­
plio papel desempeña en la mentalidad indoeuropea.
Igual actitud debe adoptarse frente a la oposición en­
tre lo proyectado y lo gratuito, lo cierto y lo incierto.
Todo proyecto supone, como vimos, un margen de gra-
tuidad; y para ser verdaderamente «m ío» en mi existen­
cia terrena, todo lo gratuito ha de tomar figura de pro­
yecto. Lo más cierto del futuro es siempre algo incierto:
si yo, a las once, espero que sean las doce, esas «doce»
pueden no ser nunca para mí, siempre sujeto a la even­
tualidad de morir. Por el contrario, nada que no me sea
absolutamente imposible puede ser para mí «absoluta­
mente» incierto.
Frente a ese cómodo tratamiento dicotòmico del pro­
blema de la esperanza propongo yo el más completo que
las páginas precedentes exponen. La esperanza, espera
confiada, puede adoptar en la existencia concreta formas
muy diversas: puede ser esperanza trivializada o despre­
ocupación, esperanza confirmativa u optimismo, esperan­
za auténtica o radical; pero en todos los casos — sépalo o
no, quiéralo o no, acéptelo o no el esperante— se refiere
a un «ser feliz» y a un «ser siempre», porque una y otra
pretensión pertenecen esencialmente a la estructura del
acto personal. La esperanza, dice Marcel, es «el arma de
los desarmados» y el consuelo de los que fracasan. Muy
cierto. Mas también es la meta de los que proyectan,
calculan y triunfan, si la seguridad del triunfo no comen­
zó siendo infundada presunción, y si el gozo de triunfar
no se convierte luego en superbia vitae. Cuando el acto

164
de cantarlo no es pura convención social, tantas veces lo
ha sido, ése es el sentido profundo del Te Deum lauda-
mus después de cualquier empresa bien lograda.
Tal como yo la entiendo, la esperanza natural puede
quedar satisfactoriamente descrita estudiándola, siquiera
sea de modo sumario, en relación con la confianza, con el
«todo» de la realidad y con el fundamento de ese «todo».
La ulterior consideración del objeto y del sujeto de la
esperanza completará este rápido cuadro descriptivo.
He repetido hasta la pesadumbre que la confianza — el
asentimiento personal al juicio acerca de la posibilidad de
lo esperado— es el momento que eleva la espera a espe­
ranza. Cuando yo «creo» que me es posible lo que mi
espera vital desea y pretende, esa creencia es mi confian­
za. El confiado es el hombre que, sin mengua de las
previsiones y las cautelas a que su «buen sentido» le con­
duzca, acepta creyentemente en el contexto de su vida la
pretensión de seguir siendo que late en el fondo mismo
de su ser. Más adelante estudiaremos el proceso real en
cuya virtud se transforma la fianza en confianza. Ahora
me contentaré con subrayar el doble carácter de esta últi­
ma. A primera vista, confianza es entrega, descanso en
aquello en que se confía, reposo de la existencia sobre la
creída eficacia de una virtus aliena. Así es, en realidad;
y, sin ello, la confianza no merecería su nombre. Pero
una confianza meramente expectante y pasiva — en la
medida en que la pura pasividad es posible— antes co­
rresponde a una forma de la «presunción» que a la ver­
dadera esperanza: quien confía en la ruleta o en la llegada
de una herencia imprevisible no es un esperanzado, sino
un iluso — un «presuntuoso», un esclavo de la praesump­
tio, en el léxico de la psicología escolástica— , y la vida
real no tardará en demostrárselo. La confianza del espe­
ranzado exige de éste actividad y osadía, le mueve a la
magnanimidad (Santo Tomás); por tanto, a la concepción
de proyectos tan altos y arriesgados como la razón y la
prudencia consientan, y a la resuelta y resolutiva ejecu­
ción de lo proyectado en ellos. En la vida real no puede
y no debe haber «esperanzas hesiódicas» y «esperanzas
mosaicas» esencialmente puras: una confianza que no se

165
refiera a la vez a la virtus propria del esperante y a la
virtus aliena de la realidad que le circunda y fundamenta
es extraña a la verdadera esperanza.
Confianza no es seguridad; la esperanza es siempre
insegura, nunca excluye totalmente la defianza. Imagine­
mos el caso extremo; el del creyente que «confía en
Dios». Esa confianza, ¿puede ser seguridad? Si el con­
fiado no fuera un ser personal, libre y activo, tal vez,
porque de la infinita bondad de Dios puede uno estar
absolutamente seguro; pero siendo él libre, y hallándose
forzosamente obligado a la actividad personal, no puede
no sentirse en el riesgo de hacer algo ajeno a esa confian­
za, con lo cual ésta dejará de ser seguridad. La confianza,
segura en cuanto a Dios a parte Dei, es necesariamente
insegura en cuanto al que confía, a parte confidentis, y
esto la tiñe de defianza. El verde de la esperanza real no
puede ser nunca «verde puro»; pensar otra cosa sería dar
la razón a los que, en nombre de la angustia y la desespe­
ranza, juzgan ilusión vana toda espera confiada.
¿En qué confía el confiado? Confía a un tiempo en la
virtualidad de su virtus propria y en la eficacia de la vir­
tus aliena. Con el margen de reservas y cautelas que la
nunca excluíble defianza imponga, confía en la realidad,
en el «todo» de lo real. Mi confianza en un futuro con­
creto — la resistencia de un material de construcción o la
fidelidad de un amigo— exige de manera necesaria y con­
secutiva la confianza en otros futuros conexos con aquél;
la de éstos, a su vez, en otros, y así hasta llegar al todo
de la realidad. Por ser «coligente» (Zubiri), la inteligen­
cia humana se ve constitutivamente obligada a pasar — a
intentar pasar— del «algo» de lo entendido al «todo» a
que lo entendido pertenece. Lo mismo acaece a la con­
fianza: su descanso en «algo» nos refiere ineludiblemente
al «todo» en que ese «algo» se halla inscrito, al «todo
de la realidad». El «con» que eleva la fianza a confianza
— mi efectiva aceptación de la primaria e indiferenciada
fianza de la espera— exige, por la índole misma de mi
condición de «espíritu encarnado», esa irradiante referen­
cia al «todo». «Confiar» es «fiar-con».
Antes de examinar la articulación entre el «algo» y el
166
«todo» de la confianza no será inoportuno observar que
los dos modos cardinales de entender la relación entre el
hombre y la realidad, el modo helénico y el hebraico — o,
si se quiere, el modo indoeuropeo y el semítico— se dan
cita en esta visión del confiar humano. Piensa el semita
que un objeto es «verdaderamente» real cuando puede con­
fiar en que un día llegará a ser lo que él espera de esa par­
cela de la realidad; para el griego, en cambio, es «verda­
dero» lo real cuando, viéndolo y comprobándolo, descubre
que su apariencia no era «falsa» (von Soden, Zubiri). Pues
bien: integrando una y otra actitud, la esperanza genuina
pide una confianza fundada patentemente en la verdad.
No confía razonablemente quien no sea fiel contraste in­
telectual de la «verdad» de su confianza; pero, a la vez,
no hay verdad para el hombre — aunque ésta sea la abs­
tracta verdad de un teorema matemático— cuyo conoci­
miento no comporte alguna seguridad para el futuro pro­
pio de quien la conoce y posee; esto es, alguna confian­
za. Para confiar en un hombre necesito «conocerle», y el
conocimiento del teorema de Pitágoras me permite «con­
fiar» más seguramente en el porvenir.
El hombre confía, pues, en un «todo» de verdades
cuya patencia es presente o posible, y conoce un «todo»
de patencias actuales o posibles en las cuales puede con­
fiar. ¿Cuál es la estructura real de ese «todo» y, por lo
tanto, del «con» de la confianza? Su estructura material
comprende, a un primer examen, el universo inanimado,
la esfera de lo viviente y el mundo humano. La confianza
en «algo» implica la confianza en el cosmos, en la vida
biológica y en los hombres. El individuo más «descon­
fiado» no podría existir sin ese trino conjunto de con­
fianzas. Sin ellas, ¿nos sería posible dirigirnos a otro pre­
guntándole qué hora es? La estructura formal del «todo
de la realidad» se manifiesta en la mutua y necesaria refe­
rencia de los «algos» al «todo» y del «todo» a los «algos»
que lo integran. Confiando en «algo» tengo que confiar
en el «todo» a que pertenece; y, por otra parte, mi con­
fianza en el «todo» — tal es la disposición habitual que
Bollnow llama «temple anímico esperanzado» y Marcel
«disponibilidad» del alma a la esperanza— no puede ser
167
real y efectiva más que actualizada o concretada en uno
o en varios «algos». Una «esperanza universal» sólo es
humanamente posible cuando alguna «esperanza determi­
nada» la expresa y «realiza»; un hombre vive en dispo­
nibilidad real cuando, consagrado a una tarea concreta,
ésta no llega a ocupar o «embargar» (L. Rosales) la tota­
lidad de su existencia. Sin «esperanzas determinadas» no
hay «esperanza universal», y sin ocupación concreta no
hay real disponibilidad.
La peculiar creencia que es la confianza revela óptima­
mente su alcance real en los actos de auténtica creación.
La actividad «personal» del hombre — que, para ser en
verdad «personal», tiene que ser en alguna medida «crea­
dora»— hace patente que aquello en que confía la con­
fianza es algo a lo cual corresponden las siguientes notas:
la gratuidad conquistable, la condición fundamentante,
la trascendencia y la infinitud. El último fondo de la rea­
lidad es, a los ojos del hombre, fontanal y religante (Zu-
biri), envolvente o abarcante (jaspers). Por todo ello, la
realidad es «credenda» y el hombre confía en ella. Con­
fiar, como G. Marcel enseñó a decir, es «dar crédito» a
la realidad. La esencial gratuidad del acto creador consti­
tuye la prenda o el regalo con que la realidad se nos
muestra merecedora de crédito — «acreditada», digna de
nuestra confianza— cuando tenaz y amorosamente la ur­
gimos.

Comme la Vie est lente


et comme l’Espérance est violente...,

escribe Apollinaire en su poema Le pont Mirabeau. Es


«lenta» la vida, porque lentamente pasa el tiempo para
quien está esperando algo que le importa; y es «violenta»
la esperanza, porque el «crédito» que ésta concede a la
realidad «salta» por encima de lo que la realidad en cada
momento da. En su raíz, esperar es saltar con los ojos
abiertos desde el presente concreto hasta el último fondo
de la realidad. Con los ojos abiertos, porque el salto nun­
ca puede ser seguro; hasta el fondo mismo de la realidad,
porque, pese a nuestras inseguridades y cautelas, confia-
168
mos en su fundamentalidad y en su obsecuencia. La más
humilde, cotidiana y determinada de nuestras espéran­
o s — volvamos a nuestro ejemplo: la que subyace a la
espera de quien ha preguntado a otro «¿Q ué hora es?»—
lleva realmente en su entraña una sutil referencia a ese
fontanal y envolvente fundamento del «todo de la rea­
lidad».
Según esto, ¿somos esperanza? «L a esperanza es la es­
tofa de que está hecha nuestra alma», dice G. Marcel;
«La esperanza es el último fundamento del alma», afir­
ma Bollnow; «L a originaria constitución temporal de la
vida humana está determinada por la esperanza», añade
este último. ¿Es así? Es preciso afinar algo más la agu­
deza visual, y no dejarse seducir por la belleza inmediata
de una expresión metafórica hábilmente escogida. En el
sentido de Marcel, la «estofa» del alma no es la esperanza
(espérance), sino la peculiar temporeidad de la existencia
humana en que el hábito constitutivo de la espera vital
(espoir) tiene su radical supuesto; y el «último funda­
mento» de la vida es el fondo fontanal y obsecuente de
la realidad, gracias al cual esa espera vital puede ser la
pretensión de un «ser futuro» basada sobre la parcial po­
sesión del «ser presente»; pretensión en la cual late por
modo constitutivo la tensión «seguridad-inseguridad» de
la fianza. La esperanza genuina, nunca vivida como abso­
luta «seguridad», es el hábito de nuestra segunda natu­
raleza a que naturalmente tiende la espera y en el cual
ésta se transforma cuantas veces la constitución psicoso­
màtica, la situación histórico-social, el tipo de la vida per­
sonal y, en último extremo, la libre voluntad, no actúen
eficazmente contra tal tendencia; esto es, cuantas veces
la fianza de la espera no se convierta en angustia y deses­
peranza habituales.
Opone Bollnow la esperanza al «cuidado» o «cura»
(Sorge) de la analítica existencial de Heidegger. «L a es­
peranza — escribe— es más originaria que el cuidado, y
sólo en el horizonte de la esperanza puede ser rectamente
concebido este último... Sin esperanza, toda resolución
se lanza hacia el vacío... El cuidado debe ser siempre re­
basado por una esperanza que le soporte y envuelva.»-

169
Bollnow es víctima de una extendida y cómoda tendencia
a la «estratificación» de la realidad. En rigor, la esperanza
es siempre más o menos «cuidadosa» (y en esto tiene ra­
zón Heidegger), y el «cuidado» es siempre más o menos
esperanzado (en lo cual acierta Bollnow). La radical in­
quietudo de una existencia libre y futurizadora tiene que
ser a la vez esperanza y angustia, así en los casos de espe­
ranza más viva como en los de más amarga desesperanza.
En la concreción de su vida individual, el hombre se
siente esperanzado o desesperanzado, porque es esperan­
te; puede vivir en confianza o en defianza porque entre
las propiedades más esenciales de su fondo metafisico está
la de ser «fiante». También es creyente y amante, aun
cuando en su vida empírica tantas veces sienta la duda y
el odio. Recuérdese lo dicho acerca de la estructura a la
vez pistica, elpídica y fílica de la existencia humana. El
hombre es creyente, esperante y amante; y, como funda­
mento de su creencia, de su espera y de su amor, es reli­
gado (Zubiri). E l drama de la existencia humana consiste
en la discrepancia que su libertad introduce constante­
mente entre su «vida» y su «ser», entre lo que él vive
y lo que él es.

2. Objeto de la esperanza
La descripción anterior nos conduce llanamente al exa­
men del objeto de la esperanza. ¿Qué es lo que el espe­
ranzado espera? Ya lo sabemos: espera siempre «algo» y
«todo» a la vez. Espera el logro de la concreta posibilidad
de ser que él ha proyectado, para en ella seguir siendo él
mismo todo lo plenaria y omnímodamente que la concre­
ta facticidad de su existencia terrena le permita. Desde
su concreta situación personal, el esperanzado confía en
«ser hombre», «ser él mismo» y «ser más» en una situa­
ción futura. Estudiemos los sucesivos momentos que in­
tegran esta expresión del objeto de la esperanza; con
otras palabras, la real articulación del «algo» que se espe­
ra en el «todo» a que se aspira.
Yo espero «algo»: que venga un amigo, la curación de
mi enfermedad, la terminación de un trabajo. La consecu­
ción de lo que espero me traerá: 1 ° Una fruición más o

170
menos intensa y profunda. 2 ° La posesión de un modo
de ser en el cual mi vida será más rica que antes, porque
el logro de lo esperado me permitirá ser y hacer cosas que
antes no me eran posibles, y más limitada, a la vez, por­
que la nueva situación encauzará y determinará mi desti­
no personal obturando algunas de mis posibilidades ante­
riores. 3.° En consecuencia, una nueva etapa en el «ca­
mino del ser» que mi persona ansia y proyecta desde el
fondo de sí misma, porque existir en el mundo es «estar
siendo» en camino o pretensión de «ser plenamente». Si
no fuera así, yo no hubiera esperado verdaderamente
aquel «algo». Espero, en suma, «seguir siendo yo mismo»
y «poseer mi propia vida» de un modo cada vez más rico,
profundo y lúcido.
Los antiguos decían que el apetito vital es a la vez
concupiscible e irascible: busca la fruición y trata de con­
quistar activamente — a veces, violentamente— situacio­
nes en que esa fruición pueda ser más alta. Los psicólogos
actuales nos dicen que el apetito vital es a la vez «libido»
(Freud) y «necesidad de valimiento» (Adler), impulso ha­
cia el placer y tendencia a la autoafirmación, como fuen­
te de complacencia vital. La coincidencia entre antiguos
y modernos es mayor que su discrepancia. El crecimiento
biológico y psíquico de un individuo humano es el curso
de una «lucha por la autorrealización», lucha en la cual
se va conquistando la paulatina conversión del «yo ideal»
en «yo real». Pues bien: cuando yo espero «algo», e inde­
pendientemente del particular contenido de ese «algo»,
mi esperanza se mueve hacia la meta sucesiva y ascenden­
te que Karen Horney ha llamado «autorrealización».
Desde un punto de vista subjetivo, esa meta tiene un
nombre muy preciso: es la «felicidad». El hombre espera
su felicidad — y, por tanto, la felicidad— a través de los
sucesivos «algos» a que sus proyectos tienden. La índole
de la existencia terrena del hombre — la condición onto­
lògicamente menesterosa y precaria de la vida humana—
hará más o menos dolorosa y áspera esa felicidad. «La
grandeza y la dicha son dos cosas distintas», dice una
vez Spengler, y pocas veces deja de cumplirse tal senten­
cia. No importa. Doliente o gozosa, inundadora o gotean­

171
te, la felicidad es el objeto de la esperanza del hombre
y el objetivo real de su proceso de autorrealización.
¿En qué consiste esa felicidad? Es la coincidencia en­
tre lo que el hombre quiere ser y lo que real y efectiva­
mente es, hemos oído decir a Ortega. Un examen preciso
del pensamiento orteguiano nos mostraría la necesidad de
admitir que la vida humana descansa sobre una realidad
trascendente a ella misma, en la cual tiene fundamento
postrero la felicidad a que aspira y logran definitivo tér­
mino de referencia sus deseos y proyectos. Nuestro apeti­
to de felicidad nos proyecta siempre hacia la trascenden­
cia, hasta cuando más inmanente parece, porque nuestras
aspiraciones sólo son verdaderamente personales — esto
es, creadoras— cuando secretamente aspiran a «ser siem­
pre» y a «ser todo». Y estas expresiones, ¿qué son, sino
modos humanos de nombrar lo trascendente? El bien que
un hombre espera es siempre el «sumo bien»; de otro
modo, ese hombre no seguiría esperando después de ha­
ber logrado el bien particular de una de sus «esperanzas
determinadas». Pero el «sumo bien» es por definición in­
finito, y quien espera es una persona individual y finita.
¿Cómo, entonces, podrá poseer ese bien infinito y total
a que su esperanza aspira? Sólo esto le cabe pensar: que
el «sumo bien» de su individual persona es la participa­
ción plenaria en un «Sumo Bien» trascendente a la rea­
lidad humana, la plena posesión de «todo lo que él puede
ser» en el seno de un Bien que es «Sumo» porque envuel­
ve y fundamenta «todo posible ser». El hombre espera
por naturaleza algo que trasciende a su naturaleza: lo
natural en el hombre es abrirse a lo trans-naturai. La des­
carriada «gran esperanza» de Nietzsche — la conversión
del hombre en Superhombre— era sólo descarriada en
cuanto que atribuía a ese «Superhombre» una condición
«meramente natural» y «meramente histórica». Otro
tanto cabe decir, pienso, de la esperanza marxista en un
insuperable «estado final» de la humanidad.
El objeto de la esperanza genuina es siempre trascen­
dente e incalculable, afirma con enérgica insistencia
G. Marcel. Acabamos de verlo. Pero, cuidado: esa tras­
cendencia del objeto que la esperanza espera no es un
172
«más allá» sobreañadido, como una envoltura de «ser
infinito», a los concretos y parciales objetos de un «más
acá» limitado y sublunar, sino el último y definitivo tér­
mino de referencia de nuestro cotidiano esperar; término
realmente contenido, a manera de fundamento creador,
en cada uno de esos parciales y concretos bienes a que
apuntan los proyectos de la esperanza de cada día. Yo
espero siempre, valga la expresión, una «trascendencia
aquendizada» y una «aquendidad trascendente», sean la
salvación eterna o la visita de un amigo el contenido de
mi esperanza. En efecto: espero mi salvación eterna «a
través» de las acciones terrenales que a ella puedan con­
ducirme y como posesión definitiva e integral de todos
los bienes particulares que esas acciones conquisten y
contengan; y en la visita de mi amigo espero un evento
que sólo puede ser verdadero «bien» — entienda yo de un
modo o de otro la relación entre el «algo» y el «todo»
de mi esperanza— abierto a la perspectiva de un «Sumo
Bien» capaz de asumirlo. Tal es el sentido antropológico
de la anakephalaiosis y la apokatástasis paulinas: «recapi­
tulado» y «reconstituido» en Cristo, el justo poseerá en
la gloria omnia in omnibus.
Con otras palabras: la esperanza genuina es el hábito
psicológico en que de modo afirmativo se expresa tem-
póreamente la religación del hombre; y la desesperanza,
la forma negativa del curso temporal de la desligación.
Un hombre esperanzado es un ser racional que afirma
vital y sucesivamente su condición de ens religatum; la
afirma en cuanto que el objeto de su esperanza es, de ma­
nera más o menos explícita e ilustrada, la «deificación»
de su persona; y espera esta «deificación» en la medida
en que una persona creada y finita puede ser deificable.
Que el ateo no llame «D ios» al fundamento de su religa­
ción, ni «deificación» al término de su esperanza es — a
este respecto— cosa secundaria. Un hombre desesperan­
zado es, por el contrario, un ser racional que niega en el
tiempo su constitutiva religación; y la niega, esto es lo
decisivo, confirmándola, haciendo objeto de su desespe­
ranzada o angustiosa esperanza el «endiosamiento» de su
propia persona, es decir, una «deificación» desligada y

173
autónoma, no referida al ens fundamentale de su religa­
tum esse. Reléase a esta luz la obra de Leopardi, y la de
Baudelaire, y la de Sartre, y se hallará la confirmación
objetiva de mi aserto.
Con ello juzgo satisfactoriamente resuelta la cuestión
de la representabilidad del objeto de la esperanza. Lo que
yo espero, ¿es siempre representable? ¿Puedo yo esperar
algo que no pueda representarme? ¿Es el esperanzado un
iluso, bien porque espera algo de lo cual no tiene y no
puede tener idea, ya porque se engaña poniendo su espe­
ranza en los menudos y falaces objetivos que él puede
concebir? Conocemos la respuesta de Marcel: «Cuanto
más la esperanza apunte a una imagen determinada y se
deje hipnotizar por ella, tanto más irrefutable será esa
objeción. Cuanto, por el contrario, más trascienda nues­
tra esperanza la capacidad de la imaginación, de modo que
el esperanzado se prohíba la tentativa de imaginar que
espera, tanto más fácilmente esa objeción podrá ser refu­
tada.» Pero concebir no es siempre imaginar. Aunque su
ser se halle proyectado hacia la trascendencia, el hombre
no puede proyectar lo que le trasciende. Es verdad. Sin
embargo, ¿podría el hombre esperar una existencia tras­
cendente a su finitud sin concebirla de algún modo? No
lo creo. No se puede esperar lo que no se cree, decía San
Agustín. El «Sumo Bien» a que aspiro ha de asumir los
bienes particulares que en mi vida espero; mi trascendida
existencia ha de ser a la vez «humana» y «mía». Con
sólo estas dos proposiciones afirmo que el objeto último
de mi esperanza es para mí en cierta medida concebible.
No lo puedo imaginar, pero lo puedo concebir. Más aún:
lo concibo de tal modo, que mi «concepto» hace referen­
cia a las imágenes con que me represento los objetos par­
ticulares y determinados de mi esperanza. Volvamos a una
expresión antes usada: el «ser» correspondiente a la pre­
gunta «¿Q ué va a ser de m í?» engloba, en cuanto objeto
de mi incierta y temblorosa esperanza, todos los «modos
de ser» implícitos en mis reiteradas preguntas por «lo
que voy a ser yo».
Vive, esperanza: ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!

174
dicen dos punzantes versos de Antonio Machado. Para
que la esperanza en ellos invocada sea verdaderamente
«viva», ese dubitativo «¡quién sabe!» debe contener en
su seno cierto «saber». Aunque tal «saber» no pueda
luego revestir la forma de una «imaginación» concreta o
de una explícita «teoría».
La condición de «sumo bien» que el objeto de la espe­
ranza posee, revela muy claramente que ese objeto no es
un bien individual, sino un bien compartido. El «bien»
que yo espero no sería «sumo» si no asumiese en sí, tras­
cendiéndolos, todos los bienes particulares de mis diver­
sas esperanzas sucesivas; los cuales, a su vez, se hallan
siempre en real y forzosa dependencia mutua con los que
en sus respectivas existencias se han propuesto y han de
proponerse los demás hombres. Yendo al Museo del
Prado, espero la fruición de contemplar tal o cual lienzo:
un gozo estético que será, cuando se produzca, rigurosa­
mente «mío». Pero basta una breve reflexión para adver­
tir que ese personalísimo gozo no sería posible si no
estuviese realmente implicado en un contexto que supo­
ne la existencia y la esperanza de todos los hombres, des­
de Adán hasta la consumación de los siglos. A través de
mi particular y ocasional complacencia, aspiro a la perso­
nal posesión de un Sumo Bien en el que todos los hom­
bres seamos copartícipes. En suma: el «todo» en que
necesariamente se articula el «algo» de mi particular es­
peranza es a la vez trascendente, fundamentante y com­
partido. Sabiéndolo o no, aspiro a una felicidad en que
el vivir sea convivir, convivencia, «convivio». También en
el orden de la mera naturaleza es una spes la esperanza
en que confluyen todas mis esperanzas y las esperanzas
de todos los hombres.

3. Sujeto de la esperanza
Hemos de examinar ahora lo tocante al sujeto de la es­
peranza natural. ¿Quién espera en la esperanza humana?
Y dentro de ese «quién», ¿qué es lo que realmente ejer­
cita la acción de esperar? La respuesta parece sobrema­
nera obvia. Espera un hombre. Espera un ente finito e
inteligente, que no se conforma con su propia finitud;

175
por lo tanto, «precario». En cuanto que conoce inteligen­
temente su propia finitud, y en cuanto que, por conocer­
la, no se contenta con ella, el hombre es un ente cuyo
modo primario de ser es la prex, el «ruego». Vivir hu­
manamente es vivir «en precario», en instancia de la
plenitud que se espera. El proyecto, la pregunta y la crea­
ción son las formas naturales de la precariedad humana;
la plegaria — precaria— es su forma religiosa.
Espera, pues, el ente inteligente, finito y futurizador
que llamamos «hombre». Pero dentro del hombre, ¿qué
es lo que espera? También parece obvia una primera res­
puesta. Puesto que la esperanza es un movimiento del
ánimo hacia un bien futuro, en la estructura psicofisica
del ser humano esperarán de manera específica aquellas
«facultades» cuya actividad consiste en apetecer lo futu­
ro: el apetito sensible y la voluntad. Ellas constituyen
el «sujeto propio» de la esperanza, según la psicología
tradicional. El hombre espera con su apetito sensible y
con su apetito racional o voluntad.
Un examen más detenido de la cuestión hace ver que
esa respuesta adolece de simplismo. Si el hombre es un
ente constitutivamente futurizador, proyectado hacia el
futuro, ¿puede haber algo en él exento de esta funda­
mental actividad? Se dirá que la inteligencia procede
supra tempus: mi intelección de que dos y dos son cuatro
es supratempórea; el acto de mi mente es, en cuanto
que operación espiritual, uno de los «movimientos ins­
tantáneos» de que mi espíritu es capaz. Pero en mi con­
creta existencia psicofisica, donde «todo lo mental es
biológico y todo lo biológico es mental», ¿puede darse un
movimiento «puramente» instantáneo? El «acto» de en­
tender intelectualmente es en sí mismo instantáneo;
pero mí ejecución de ese acto — mi real «acción» de en­
tender— tiene forzosamente que ser un «movimiento
continuo». Lo mismo podría decirse de cualquier otra
operación «espiritual» del hombre. Propio del ente hu­
mano es «ser siempre»; pero durante su existencia mor­
tal, ese «ser siempre» es forzosamente un «ser hacia».
De ello se deduce que nada deja de esperar en la rea­
lidad psicosomàtica del ser humano; que todo espera en

176
ella, porque todo en ella se mueve sin tregua hacia el
futuro. Espera el hombre con su apetito sensible y su
voluntad, deseando y queriendo el objeto de la esperanza;
espera con su inteligencia, moviéndose intelectivamente
hacia la concepción de los proyectos de ser en que esa
esperanza se concreta y hacia la posesión de las verdades
que la operación intelectual conquista: ¿qué es el pensar
del hombre, sino un «entender esperando»?; espera tam­
bién con su cuerpo, poniendo en actividad las estructu­
ras funcionales neuroendocrinas de que anteriormente
hablé y, sobre todo, aspirando a una inmortalidad inte­
gral y definitiva; espera con su acción, como parte de una
humanidad que se realiza históricamente; espera, en fin,
con su memoria, en cuanto que con ella actualiza, entre
todo lo que él ha sido, aquella parte que mejor puede
servir para el logro de lo que esperanzadamente anhela.
La mutua y esencial relación entre la memoria y la espe­
ranza que Platón, Aristóteles y Santo Tomás descubrie­
ron en el dominio de la psicología natural, y San Agustín
y San Juan de la Cruz pusieron de manifiesto en el campo
de la psicología espiritual, tiene su fundamento real en
la constitutiva temporeidad de la existencia humana, la
cual se distiende hacia su pretérito (memoria) para mejor
conseguir el término de su distensión hacia el futuro
(esperanza). «Carrerilla para saltar hacia el futuro», llama
Ortega al recuerdo. Desde cada uno de sus presentes, el
hombre se proyecta hacia el tiempo venidero en un acto
de futurición más o menos esperanzada o angustiosa, y
asume a la vez su pretérito, bien para aceptarlo, usán­
dolo como fundamento y material del porvenir, bien para
dejarlo al margen de su vida personal en un acto de arre­
pentimiento. En este sentido, el movimiento existencial
más radicalmente contrario a la esperanza es la confusión
moral que precede al verdadero arrepentimiento.
La esperanza emerge de la peculiar temporeidad del
hombre; pero, a su vez, reobra sobre ella y la cualifica
específicamente. Marcel y Bollnow han contrapuesto el
«tiempo abierto» de la esperanza, con sus indefinidas e
incalculables posibilidades de ser, al «tiempo cerrado»
del aguardo, en el cual el horizonte está ocluido por la

177
12
atención hacia el evento que selectivamente se aguarda.
Mas ya vimos que uno y otro son conceptos abstractos:
en la existencia real sólo es posible la «abertura» del
tiempo como «más allá» de una «oclusión» concreta, y
no hay «oclusión» que no exija y no comporte su «aber­
tura» a un último fundamento que la trasciende. Yo espe­
ro mi «sumo bien» esperando la respuesta a mi pregunta
«¿Q ué hora es?»; y aguardando esa respuesta, el particu­
lar y parvísimo bien de obtenerla proyecta tácita y dra­
máticamente mi existencia hacia el «Sumo Bien» que toda
mi vida persigue.
Más intensamente se acusa la peculiaridad del tiempo
de la esperanza, comparándolo con el de la desesperanza
y la angustia. Desde Kierkegaard sabemos que el presen­
te de la angustia es la decisión pura, exenta, «desarrai­
gada». El angustiado se angustia porque tiene que deci­
dirse libremente, y uno de los términos de la opción
puede ser la nada. El objeto de la angustia es la nada,
afirma Kierkergaard; y tras él, cada uno a su modo, eso
enseñan Heidegger y Sartre. Dejemos ahora la cuestión de
si es «la nada» lo que real y efectivamente angustia al an­
gustiado, o si es el no saber lo que va a ser de él. Lo
importante es que, en cuanto que experiencia vital, el
presente del angustiado es una decisión «arraigada» en el
ser que se es y en el ser que se proyecta y espera; por
tanto, en el fondo infinito y fontanal de la realidad. Tan
«arraigada» es a veces esa decisión, que el presente parece
ser redonda plenitud, coherencia instantánea, súbita fu­
sión del pretérito y el futuro. La falsa y artificiosa espe­
ranza que otorgan la mescalina y el haxix, la exaltada
esperanza natural del trance creador y del enamoramien­
to, la esperanza sobrenatural del místico, culminan en la
vivencia de un «instante infinito», en el cual las raíces
de la existencia parecen prolongarse hasta los últimos con­
fines de la realidad, para absorber súbita y gozosamente
toda su savia. Sólo la conducta entera del esperante per­
mitirá discernir lo que en esta experiencia haya de au­
téntico o de morboso, y de ahí la enorme cautela de la
Iglesia católica frente a las «distinciones espirituales» que
se manifiestan bajo formas de éxtasis y arrobos.

178
El presente de la esperanza genuina se halla, pues, en­
tre la «suspensión sobre el abismo» que es el presente
de la angustia y la «vivencia de la plenitud» de aquellos
que, como decía Leopardi, creen «agotar la vida en un
momento». En la angustia, el «ahora» queda subjetiva­
mente reducido a la expectación de un «nunca» definiti­
vo: el porvenir desaparece por anulación. En el éxtasis de
la dicha o de la embriaguez tóxica, el «ahora» es vivido
como la puntual condensación del «siempre»: el porvenir
desaparece por asunción. En la esperanza, en cambio, el
ahora es un «todavía» implantado en un «siempre» sus­
tentador o — cuando la confianza gana consistencia y firme­
za— en un «siempre» forzado a «no ser todavía». «Sien­
do todavía» en cada uno de los instantes en que se des­
grana el «siempre», o «siendo siempre» hacia una ple­
nitud que «todavía no es» plenitud real y efectiva, el
esperanzado vive la continuidad — en definitiva, la uni­
dad metafísica— del presente, el pasado y el porvenir.
Tal es la estructura de la existencia humana que en San
Agustín, San Juan de la Cruz, Miguel de Unamuno y
Antonio Machado — en aquéllos por el camino de la fe,
en éstos por el de la voluntad de fe— se hizo experiencia
y palabra. Esperar «ser siempre» en cada uno de los
«todavías» de la existencia tempórea es el modo humano
y terreno de ser eterno, «lo eterno en el hombre», según
el famoso epígrafe de Scheler.
La diversa actitud frente a la significación del presen­
te en la total temporeidad de la existencia humana per­
mite también distinguir las concepciones católica y pro­
testante de la esperanza. Para el católico, el tiempo del
hombre in via es constantemente tiempo de perfección o
tiempo de defección, porque a sus acciones personales
corresponde siempre un merecimiento graduado y pro­
pio; por tanto, el presente puede en principio poseer
todos los valores imaginables, desde el infinitamente po­
sitivo de la conversio ad Deum hasta el infinitamente
negativo de aversio a Deo. Desde el punto de vista sote-
riológico, el tiempo personal es para el protestante, en
cambio, una sucesión de instantes con sólo dos posibili­
dades infinitas y contrapuestas: la posibilidad de ganar o

179
conservat la fe, que conduce a la esperanza de una salva­
ción «segura», y la de caer en infidelidad, con el subsi­
guiente temor de una condenación «cierta». De ahí el
cariz trágico y angustioso que la vivencia del presente
— y, en consecuencia, de la esperanza— ha tenido siem­
pre en la espiritualidad del Protestantismo, frente al más
atemperado y alegre modo de la confianza católica. Basta­
rá, para demostrarlo, una rápida comparación entre Kier­
kegaard y San Francisco de Sales.
Volvamos a nuestro tema. Sujeto de la esperanza es,
veíamos, el hombre, en cuanto ser inteligente, finito y
tempóreo. Pero en el acto de esperar, ¿está el hombre
solo consigo mismo y con la proyectada anticipación del
objeto de su esperanza? En modo alguno. Aunque el in­
dividuo esperante no lo sienta así, su espera es siempre
co-espera: recuérdese lo que ya ha sido dicho. Por con­
siguiente, su esperanza es co-esperanza, en doble y muy
profundo sentido: desde el punto de vista de lo esperado,
porque el bien que constituye el objeto de la esperanza
genuina es, como sabemos, un bien compartido; desde el
punto de vista de quien espera, porque la existencia de
éste es en todo momento coexistencia. Ni el objeto ni el
sujeto de la esperanza humana podrían ser descritos sin
apelar a la fórmula «yo en nosotros» o al «yo soy nos-
otro, nos-uno» del Cancionero unamuniano. Muy certera
y sutilmente lo ha descubierto y expresado G. Marcel.
«Y o espero en ti para nosotros» es la fórmula marceliana
de la esperanza genuina; un «nosotros» que por lazos
cada vez más tenues, pero no por ello menos reales, se
extiende a toda la humanidad, desde Adán hasta el fin de
los tiempos. Existiendo, coexisto con todos los hombres;
esperando, coespero con los hombres todos. Mi esperanza
me hace amar a los hombres, porque esperamos juntos, y
mi amor a los hombres me mueve a esperar con ellos y
para ellos. La historia es, según esto, el inmenso desplie­
gue temporal de la esperanza humana, y el saber histó­
rico, la pesquisa de un recuerdo al servicio de una espe­
ranza; del porvenir que se desea y se espera depende,
ante todo, la historia que se escribe. Así enseñó San
Agustín a entender el curso del acontecer histórico; y

180
secularizada y naturalizada ya esa común esperanza, así ha
seguido viéndolo la historiología progresista de los si­
glos X V III y XIX. Después d e Spengler y Toynbee, ¿ d ó n ­
de está el historiólogo que con plena suficiencia técnica
reconquiste esa visión elpídica de la historia universal?
¿Lo será Bloch?
«Y o espero en ti para nosotros.» Bella y honda fórmu­
la. Pero sería más honda y bella si Marcel no opusiese
tan seca y abruptamente las distintas expresiones verbales
de la relación esperanzada con y en el prójimo: «espero en
ti», «espero de ti», «espero que tú ...». Sólo la primera
de tales fórmulas daría expresión a la verdadera esperan­
za, según Marcel. ¿E s así? No lo creo. Todo aquel que
«espera en» otro, realiza su esperanza «esperando de» ese
otro; y cuando la relación interpersonal se hace ocasio­
nal y concreta, el «esperar de» tiene que convertirse
forzosamente en un «esperar que». El amante «espera
en» su amada; por esperar en ella, «espera de» ella; y
como consecuencia de ese esperar «en» y «de» ella, «es­
pera que» ella le recuerde y escriba cuando ocasionalmen­
te se separen. La más pura y desinteresada esperanza in­
terpersonal se ve forzada a realizarse en una serie de
sucesivos «espero que», esto es, en una sucesión de pro­
yectos ocasionales y concretos. Marcel espiritualiza, des­
encarna excesivamente la esperanza. Sólo ante el Tú que
sirve de último y gratuito fundamento a la realidad de
todos los posibles «espero que» — el Tú que llamamos
Dios, deshaciendo el antropomorfismo a que con nuestro
pronombre le sometíamos— , sólo ante El será el «esperar
en» la única fórmula posible de nuestra esperanza.
Mas tampoco la expresión «yo en nosotros» logra ago­
tar el sujeto de la esperanza humana. A través de cada
hombre «espera» todo el cosmos: en la realidad del
hombre adquiere culminación y sentido el movimiento
cósmico mineral, vegetal y animal. Si el hombre no es
una «pasión inútil» — y, como hemos visto, no lo es— ,
tampoco será un «movimiento inútil» la dinámica evolu­
tiva del universo. Poco importa que esta «co-esperanza
cósmica» sea entendida con Bergson, con Teilhard de
Chardin, con Marx o con otro que alcance a formular una

181
doctrina más certera y satisfactoria de la evolución. Lo
importante ahora es descubrir que ya en el orden natural
— y también en el sobrenatural, según el capítulo V III de
la Epístola de los Romanos— , el sujeto de la esperanza
humana es un «yo en el universo»; o, mejor, un «yo con
el universo». En algo coinciden la intuición teológica de
San Pablo y la reflexión ergológica de Marx. E l proceso
de la esperanza trasciende al cosmos, porque es espiritual;
pero, trascendiéndolo, lo asume. Como diría Le Senne, lo
«trans-asciende».

4. Ascética de la esperanza
¿Cuál es la dinámica de la esperanza en la existencia
real del hombre? ¿Cómo se adquiere, cómo se sostiene,
cómo se pierde la esperanza? El hombre no puede no es­
perar, porque la «espera» pertenece a la constitución
misma de su existencia, pero puede esperar con esperan­
za o con desesperanza. Cuando Marcel y Bollnow dicen
que la «esperanza» (espérance, Hoffnung) es la estructu­
ra fundamental de la existencia humana, se refieren, sin
suficiente discernimiento léxico, al hábito metafisico de
la «espera» (no como attente, sino como espoir). Esta es
la que en realidad condiciona la estructura elpídica de
nuestra existencia. La «esperanza» en cuanto tal, hábito
de la segunda naturaleza, puede adquirirse y perderse.
¿Cómo se adquiere la esperanza? Aparentemente, de­
jando que la existencia se constituya in concreto tal
como ella es en su más secreta raíz. Puesto que en sí
mismo posee una estructura elpídica, el curso real de la
vida convertirá la «fianza» en «confianza» y en «espe­
ranza» la espera, como la estructura pistica y la estructu­
ración fílica de la existencia se truecan, viviendo, en
creencia y amor efectivos. Pero las cosas son algo más
complejas, porque esa trina constitución metafísica de la
realidad humana puede también expresarse psicológica­
mente bajo forma de duda, desesperanza y odio. Sin una
acción habitual y determinante de la voluntad libre, más
o menos favorecida por la constelación circunstancial que
ya conocemos, no es posible que la existencia efectiva del

182
hombre sea definitivamente esperanzada, creyente y amo­
rosa.
Recordemos lo dicho en páginas anteriores. La consti­
tución psicosomàtica, la educación en un determinado
mundo histórico y social y el destino biográfico condi­
cionan en uno u otro sentido, facilitando o entorpeciendo
el proceso, la conversión de la espera en esperanza. Un
temperamento en que rebose el turgor vitalis, una educa­
ción infantil amorosa e inteligente, una formación reli­
giosa seria, oportuna y continuada, una vida en que sea
constante la buena fortuna, favorecerán, sin duda, esa
conversión; un temperamento proclive al escrúpulo y a la
obsesión, una vida familiar agria, una educación desga­
rrada y cínica, una biografía rica en desventuras y desen­
gaños, dispondrán el alma a la espera desesperanzada.
Dicho de otro modo: dentro de una constelación circuns­
tancial favorable, un mínimo empleo habitual de la vo­
luntad hará al hombre esperanzado; en el seno de una
circunstancia adversa, sólo una voluntad vigorosa y tenaz
— en ocasiones, sólo una voluntad calladamente heroica:
spes contra spem— podrá hacer esperanza la espera.
Como contrapartida, la esperanza constituida al favor de
la vida tenderá fácilmente a degenerar en optimismo o a
caer, si el viento cambia, en súbita desesperación; blanda
y tibia esperanza, frente a la que nace a través del dolor
y la desolación, in terra difficultatis et sudoris nimii,
según la fòrmula agustiniana (Conf., X , 25).
Nuestro tiempo — tiempo de tribulación y de crisis—
proscribe el optimismo y da ocasión propicia a la deses­
peranza sincera y a la esperanza genuina. Nace aquélla
cuando el alma se deja llevar por la circunstancia histó­
rica. Hácese esperanza la espera cuando, por contraste, el
alma sabe llegar al fondo de sí misma a través de todo
lo que el cuerpo y el mundo han puesto en ella, y en el
seno de la desolación histórica, de la enfermedad o de la
angustia descubre que la realidad, más allá del tiempo
y de la muerte, mana de un fondo creador, gratuito y ob­
secuente: léanse las páginas de Etre et Avoir, de G. Mar­
cel, y el capítulo «De l’espérance», del libro Le buisson
ardent, de K. Stern. Una esperanza que puede ser «pesi­

183
mismo histórico», pero que no deja de ser «optimismo
trascendente», ha ocupado ahora el lugar de la desespe­
ranza y la angustia. « Somos esperanza ante la posibilidad
de convertirnos en desesperación», escribe Landsberg;
«L a esperanza es el acto por obra del cual es vencida
activamente la desesperación», dice G. Marcel. En estas
dos frases, ¿no se ve latir una esperanza auténtica bajo
el ethos desesperanzado y angustioso de nuestro tiempo?
Afirma Marcel que no hay y no puede haber una «téc­
nica» de la esperanza. En el sentido habitual y mecani­
zado de la palabra «técnica», tiene razón; pero si no hay
una técnica del buen esperar, no por eso deja de haber
— lo sabemos desde San Pablo— una ascética de la espe­
ranza: la vida y la obra del propio Marcel lo acreditan.
Cuatro recursos principales constituyen esa ascética: la
consideración de la vida como prueba, la práctica del sa­
crificio, el ejercido de la creación y la meditación de la
muerte.
Vita probatio est; la vida es en sí misma «prueba».
Basta un minuto de reclusión atenta en los senos de la
propia intimidad, para llegar a la formulación de este de­
finitivo dilema: o la vida es prueba, o la vida es absurda.
El dolor, la limitación, la forzosidad de vivir en avidez
constante, ¿tienen sentido o carecen de él? Puede pen­
sarse, y muchas veces se ha pensado en nuestro siglo,
que el dolor es absurdo, que es un «contrasentido» de la
existencia humana; y en verdad, algún contrasentido pa­
rece haber en las zonas más externas de su estructura.
En principio, el hombre no acepta el dolor: trata de evi­
tarlo con sus técnicas, y cuando lo sufre puede rebelarse
contra él en un acto de desesperación. Pero desde el ins­
tante en que, pasada ésta, «hace suyo» el dolor inevita­
ble, su misma aceptación le revela — muy oscuramente,
a veces— que el sufrimiento no es absurdo, aunque lo
parezca, que la aflicción tiene en sí misma un «sentido».
Ya antes de que Esquilo escribiese su páthei máthos
— que el padecimiento es fuente de enseñanza— sabía la
humanidad que no es posible la perfección sin el dolor;
y desde un punto de vista meramente natural, éste es el
sentido del padecer humano. Lo cual vale tanto como

184
decir que a través del dolor es «probada» nuestra volun­
tad de perfección; en definitiva, que la vida es « prueba».
Este concepto de la vida engendra eo ipso la paciencia
y la resignación. Como ha mostrado Marcel, la paciencia
consiste en «dar tiempo» a lo real; por tanto, en esperar
el futuro con la confianza puesta en la realidad, la cual,
de un modo o de otro, siempre «da de sí» y merece
«crédito». Recordemos de nuevo la honda sentencia de
Heráclito: quien no espera — quien no ejercita la pacien­
cia— ; no alcanzará lo inesperado. Resignación es la apro­
piación del fracaso. No digo «aceptación»: ésta puede no
ser otra cosa que un mero soportar lo inevitable, un
«conllevarlo», según la expresiva palabra castellana; digo
«apropiación», incorporación positiva del fracaso a la
vida personal, como ocasión para reordenarla. Todo fra­
caso puede ser motivo de un verdadero «renacimiento».
¿Acaso no es éste el sentido más profundo del sacri­
ficio? En el sacrificio, resignación consumada y perfecta,
hay a la vez renacimiento y ofrecimiento. Renacimiento,
por lo que el sacrificio tiene de «mortificación». Llama­
ban los romanos mortificatum granum a la semilla que
deja de ser semilla, por haber germinado ya. De manera
análoga, la mortificación sacrificada mata parcialmente al
hombre, haciéndolo nacer por tercera vez. Se comienza
a vivir naciendo desde el vientre materno a la existencia
física; se nace por segunda vez, cuando, pasada la pueri­
cia, despierta poco a poco el alma a la vida personal e
histórica; llega un tercer nacimiento cuando la mortifica­
ción del sacrificio nos hace despertar a la vida en que el
dolor cobra su sentido, la transvida de la esperanza. En
ella se expresa y realiza la condición oblativa del sacri­
ficio: éste es ofrecido o inmolado por quien lo sufre, allí
donde su existencia, sabedora y aceptadora de su límite
— sufrir es sentir la realidad concreta y la limitación de
nuestro ser— , divisa su constitutiva relación con la fuen­
te primaria de toda posible novedad y, por consiguiente,
con la novedad que tan virginal y prometedoramente
esplende en el novus ordo de la vida renacida. Nunca es
esto más patente que en la enfermedad, el estado en que
la natural «moriencia» de la vida se hace aguda y aflicti­

185
va experiencia personal. «L a «enfermedad — ha escrito
certaremente Marco Merenciano— es un acontecimiento
vital que puede conducir a la desesperación o a la más
clarividente esperanza.» Mas no sólo la enfermedad; todo
sacrificio reiterado acaba engendrando la creencia y la es­
peranza en el alma de quien lo realiza. Los textos de
W. James que antes transcribí — y, sobre ellos, la más
inveterada y tópica experiencia de la vida— lo muestran
con luz irrecusable. Pocos lo han dicho con más hondura
que Miguel de Unamuno. Dos hermosos versos suyos
—la vida, esa esperanza que se inmola
y vive así, inmolándose, en espera—

ponen en certera relación el sacrificio, la esperanza y la


espera del hombre. Relación certera, pero incompleta. Es
cierto, en efecto, que la esperanza espera su objeto su­
premo ofreciendo en las aras de éste la frecuente decep­
ción y el dolor reiterado que el vivir trae consigo; mas
también es cierta la proposición recíproca: que la espera
sacrificada y paciente es siempre manantial de esperanza.
E l propio Unamuno lo dijo más de una vez, en prosa y en
verso:
En padecer el corazón se salva,
retoma a revivir;
la luz del alba
devora la sombra del porvenir;

y antes que el fuerte y penetrante Unamuno, el suave y


delicado Shelley:
... amar y soportar, esperar hasta que la esperanza cree
de su propio naufragio la cosa que contempla.

Todo aquel que quiere vivir vocacional y creadoramen­


te — quien sigue su vocación, crea— se halla siempre en
camino hacia la esperanza; y más cuando la creación co­
bra forma de magnanimidad o «razonable empresa de
cosas altas». No quiero reiterar aquí las razones por las
cuales es esperanzadora la actividad de crear humanamen­
te; pero sí debo repetir que la creación y la magnanimi­
186
dad no son patrimonio exclusivo de los hombres eminen­
tes o geniales. En su medida, todo hombre puede ser
creador y magnánimo, hasta los que ganan el sustento
en la más humilde y servil de las faenas. E l fracaso, el
dolor y el sacrificio nos abren el alma a la esperanza au­
téntica; mas también el buen éxito de nuestras hazañas
personales, siempre que en éstas queramos sentir la
verdadera intimidad del proceso de creación a que deben
su existencia.
Ampliando nuestro propio ser e incrementando el cau­
dal de ser de la realidad — su «haber de ser», en térmi­
nos de contabilidad metafísica— , la actividad creadora
nos conduce a inferir la infinitud del ser, su inmediata
referencia a la realidad y la emergencia de ésta desde un
fundamento que la origina y trasciende. Nos «conduce»,
pero no nos «obliga». No hay hombre verdaderamente
creador cuya existencia no sea esperanza «en cuanto a la
vida»; mas no siempre esa confiada espera «en cuanto a
la vida» va acompañada de esperanza verdadera «en cuan­
to al ser». Sartre, que vive esperando, piensa que su espe­
ranza no puede ser; al menos, eso proclama. Su espera
es una «esperanza de creador» — de «creante»— que no
alcanza la entereza de ser «esperanza de creedor», de
«creyente»; en consecuencia, Sartre existe esperando
«ser» y no sabiendo esperar «ser siempre». Un «no sa­
biendo» que, como de modo general hemos visto, lleva
implícito un «no queriendo». La vida entera del hombre
Jean-Paul Sartre, infatigable y brillante creador, ¿no es
acaso una cotidiana esperanza quoad vitam que no quiere
ser auténtica esperanza quoad esse?
La prueba, la paciencia, la resignación, el sacrificio y
la creación se dibujan inexorablemente sobre el fondo de
la muerte propia; la actitud personal ante ella otorga
último sentido a todas esas acciones humanas. De ahí
que resignarse, sacrificarse y crear sean siempre — siquie­
ra de modo implícito— meditar sobre la propia muerte.
Puesto que la muerte es el término de nuestra vida pro-
yectable, el hecho de pensar en ella nos descubre la con­
sistencia real de los proyectos que llenan esa vida. ¿Qué
es el acto personal de morir, sino un definitivo poner a

187
prueba nuestro personal modo de sentir y entender la
«prueba de la vida» y, por lo tanto, la hondura y el al­
cance de nuestra esperanza? «Sentimos la realidad, el
fundamento de la vida — ha escrito Zubiri— , en aquellos
casos en que el que muere lo hace haciendo suya la
muerte misma, aceptándola, como justo coronamiento de
su ser, con la fuerza que le viene de aquello a que está
religado.» Por eso la praemeditatio mortis, que siempre
puede ser motivo de desesperación, acaba siempre ha­
ciéndose venero de esperanza genuina. Sin la muerte,
sólo en estado larvado habría esperanza, dice G . Marcel.
Así es, hasta cuando el hombre cierra sus oídos a la tenue
o clamorosa voz que en él pide «ser siempre» — con ple­
garia expresa o sin ella— cuantas veces se enfrenta con
la idea de morir. Vivir auténticamente, ¿qué es, sino crear
con magnanimidad lo que la vocación exija, pronuncian­
do a la vez sin aspaviento, tácitamente, el «¿Lograré per­
durar?» que en sus últimos años solía decir San Alberto
Magno?
Para el hombre actual no es cosa fácil esperar con fir­
meza una existencia personal y venturosa allende la
muerte. Aunque hendido y crítico, el mundo histórico
que le envuelve está exclusivamente ordenado a la segu­
ridad y al goce de la vida terrena. Su mente, todavía for­
mada en la cautelosa soberbia del pensamiento moderno
— pese a cuanto se diga, el hombre sigue dudando de todo
menos de sí mismo— , se resiste a concebir y aceptar lo
inexperimentable; y, por supuesto, a imaginarlo con la
ingenua sencillez de un fray Luis de Granada. La espe­
ranza genuina, por otra parte, no es y no puede ser cer­
tidumbre, y la menesterosidad del espíritu de nuestro
siglo pide certidumbres absolutas, sea racional o senti­
mental la vía de su acceso a ellas. Sería necio desconocer
todo esto. Hoy la esperanza suele llegar diciendo las áspe­
ras y sibilinas palabras que León Bloy pone en boca de
Dios: Je te désespérai, parce que je suis l’Espérance.
«L o único que he pedido a la generación a que pertenezco
— declara A. Camus— es ponerse a la altura de su deses­
peración.» Tópica o sincera, la angustia asedia hoy las
almas de Occidente: en los casos más leves, sometiendo a

188
violenta oscilación biográfica la firmeza, la claridad y la
radicalidad de la esperanza, en el continuo o ineludible
combate de la existencia in via contra la inseguridad y la
incertidumbre de «ser siempre»; en los casos más graves,
vistiendo de desesperanza radical la inextinguible voluntad
de «seguir siendo». Pero en el interior del apretado bos­
que que forman, juntas, la arrogancia vital y la desespe­
ranza, el ejercicio magnánimo de la creación y la acepta­
ción real del sacrificio harán nacer sin demora dentro del
alma las dos palabras en que la esperanza humana co­
mienza a configurarse: la que dice «siempre» y la que
dice «todavía».

5. Deformaciones de la esperanza
La lectura de todo lo que antecede permite fácilmente
advertir cuáles pueden ser las deformaciones de la espe­
ranza. Yo veo dos principales, correspondientes a los dos
modos de entender con unilateralidad la estructura real
del ente humano: la «naturalización» y la «espirituali­
zación».
«Naturalizan» abusivamente la esperanza los que conci­
ben la satisfacción de ésta como un proceso sólo depen­
diente de la naturaleza humana. Esperar con esperanza es
para el hombre una actividad natural, aunque tal «natu­
ralidad» pertenezca a la naturaleza que solemos llamar
«segunda», la que constituyen los hábitos formados en
nuestra vida real y efectiva, por tanto en la sociedad y en
la historia, pero sólo es genuina la esperanza cuando nos
abre la existencia al ámbito de una realidad transnatural.
Tal es el drama de nuestra esperanza: que pide más de
lo que nos puede dar aquello que nos pone en el trance
de pedir.
La naturalización de la esperanza ha revestido una for­
ma «biológica» o instintiva y otra «racional». Según
aquélla, el propio impulso vital, que en sí mismo es ape­
tito, lleva también en sí mismo la capacidad de alcanzar
su definitiva satisfacción. Entendido como teoría del ape­
tito de futurización de la vida, el evolucionismo biológico
«puro» no es otra cosa que una gigantesca naturalización
de la esperanza humana. Eso pretendió ser la obra de

189
Spencer. Frente a ella, la cosmología y la historiologia de
Hegel han tratado de convertir la espontaneidad en
«idea»: el despliegue temporal de la razón no sería otra
cosa que el curso racional, dialéctico, de la esperanza na­
tural de un espíritu que se basta a sí mismo. Más preci­
samente: que existe con la esperanza de bastarse natural­
mente a sí mismo. Hegel y Spencer — y con ellos, Comte
y Marx— son las cimas en que culmina esta naturaliza­
ción de la esperanza del hombre moderno.
Moviéndose sutil y animosamente contra ella, ¿no han
caído en una desmedida «espiritualización» de la esperan­
za los que, como G . Marcel y R. Le Senne, la contraponen
a la previsión y al proyecto, esto es, a las formas de la
temporeidad propias del cuerpo y la razón? El cuerpo del
hombre no es sólo «condición» y «ocasión» para la espe­
ranza, sino esencial momento de su estructura, como la
resistencia del aire para el vuelo de las palomas, en la
famosa metáfora kantiana. El hombre espera esperanzada­
mente el cumplimiento de sus previsiones y proyectos
— aunque éstos, a veces, obstruyan su recta visión de la
esperanza— , porque sólo en ellos y por ellos puede espe­
rar más allá de ellos. No fundada sobre una «física», la
«metafísica» de la esperanza se trocaría en metapsíquica
evanescente y sentimental. Maine de Biran decía que la
esperanza genuina o religiosa (espérame) ha venido a con­
firmar la esperanza espontánea (espoir) que nos da la na­
turaleza. Tal aspecto es verdadero, pero incompleto; por­
que el cumplimiento definitivo de nuestra esperanza no
debe ser sólo una «confirmación», mas también una «rea­
lización» transnatural e inimaginable de lo que la natura­
leza humana, cuerpo y alma, doliente y esperanzadamente
pide en el curso temporal de su existencia. Un espléndido
verso de Maragall — «Sia’m la mort una major naixen­
ça!»— expresa muy certera y vigorosamente esta concep­
ción integral de la esperanza humana.

V. «Beata spes»
La espera se hace esperanza genuina cuando el hom­
bre confía de un modo más o menos firme en «ser siem-

190
pre» y cuando descubre que aquello en que su confianza
se apoya es el fundamento gratuito, creador y obsecuente
de la realidad. En cuanto aspira a «ser siempre», la espe­
ranza humana es trascendente a la muerte, rebasa el lími­
te de la existencia proyectiva; en cuanto que existe apo­
yada sobre una donación fundamentante y gratuita, la
esperanza — que siempre es, como sabemos, interroga­
ción confiada o confianza interrogante— supone el colo­
quio metafisico y transverbal con un «T ú » absoluto.
Esperando así, el hombre da figura tempórea al senti­
miento y a la realidad de su religación: espera en «lo que
hace que haya», en la Divinidad. La esperanza, en suma,
sólo puede ser genuina siendo de alguna manera religio­
sa. De alguna manera: la seudo o cuasirreligiosa del mar­
xista auténtico o la formalmente religiosa del cristiano y
el musulmán verdaderos.
El acto religioso del espíritu humano no es sólo espe­
ranza, pero siempre es esperanza. Así, hasta en las religio­
nes más desconocedoras de esta virtud. En sus actos cul­
tuales, el griego se enfrentaba religiosamente con el futu­
ro; y si consideraba falaz la esperanza era por su ingente
pretensión de certidumbre. «Entre los griegos, para quie­
nes el logro de un saber acerca del futuro nunca pareció
imposible, y la pregunta por éste fue en muchos casos
un deber religioso — observa Nietzsche— , donde nosotros
nos conformamos con la esperanza, ésta, merced a los
oráculos y los adivinos, había de ser algo degradado, has­
ta caer en lo malo y peligroso.» E l querer seguridad en
la espera les llevaba a menospreciar la esperanza o a hacer
ambiguo el sentido de ésta; lo cual no era óbice para que
su espera — su actitud frente al futuro— tuviese carácter
religioso.
He aquí, pues, las etapas sucesivas de la ascensión. La
espera, hábito entitativo de la primera naturaleza huma­
na, se hace esperanza, hábito de segunda naturaleza,
cuando el hombre confía con firmeza mayor o menor en la
consecución de aquello hacía que la espera primariamente
se mueve: «seguir siendo». La esperanza, a su vez, llega
a ser genuina, auténtica o radical cuando ese «seguir sien­
do» cobra de modo resuelto y lúcido la expresión a que

191
naturalmente tiende: «ser siempre». Si el hombre se en­
trega a la conquista de ese «ser siempre» con magnanimi­
dad y fortaleza — esto es: arrostrando, si fuese preciso,
hasta el riesgo de perecer en la empresa— , la esperanza
se constituye en «virtud natural». Y en cuanto la posesión
y el ejercicio de esta virtud reconocen y aceptan su cons­
titutiva religación al fundamento de la existencia propia
y de toda realidad — más precisamente: en cuanto el
hombre, con la orientación que sea, espera en «lo que
hace que haya», o en «lo Abarcante», o en la Divinidad— ,
el esperar alcanza la condición de «virtud natural religio­
sa». El panteísmo, el deísmo, el teísmo y el ateísmo, cuan­
do éste es algo más que una actitud tópica y superficial,
son las cuatro formas principales de la «religiosidad na­
tural» a que en su marcha ha llegado la sucesiva perfec­
ción de la esperanza. ¿Cuántos no son los hombres que
desde hace dos siglos vienen esperando con religiosidad
panteista o deísta? Muy buena parte de la ciencia con­
temporánea ha sido elaborada por investigadores cuya
existencia se apoyaba expresa o tácitamente sobre una
creencia y una esperanza en las virtualidades de la «Divi­
na Naturaleza». O, en el caso del materialismo — no dia­
léctico o dialéctico— en la capacidad protensiva de la
«Divina Materia».
La esperanza humana puede detenerse ahí: basta ten­
der la vista en torno para advertirlo. Pero si el espíritu
es consecuente, ¿podrá dejar a su esperanza en ese nivel?
Si el hombre espera lo que él no tiene y han de darle,
¿dejará de pensar en el modo histórico y en el modo per­
sonal del merecimiento, la donación y la recepción del
bien que espera: el «Sumo Bien», la participación real y
efectiva de su persona en la infinitud vivificante de algo
que merezca el nombre de Dios? ¿No sentirá ese hombre
en la intimidad del alma que todo su ser debe elevarse
a una manera de esperar esencialmente superior a la na­
turaleza humana? Quien así piense y sienta se hallará
en la linde misma de la esperanza que San Pablo llamó
«bienaventurada», makaría elpis o beata spes (T i t II,
13); en una palabra: de la esperanza cristiana. Con razón
ha escrito Bollnow que, desde el punto de vista del Cris-

192
tíanismo, la esperanza que el filósofo y el antropólogo
consideran — la «esperanza natural»— no es sino la «for­
ma natural previa» de la virtud teologal de la esperanza.
Instalada en ésta, la «naturaleza» del hombre, que con y
por la esperanza descubre su constitutiva abertura a un
ámbito «transnatural», queda gratuitamente elevada a una
existencia rigurosamente «sobrenatural».
En quien vive cristianamente, la esperanza espera una
donación, la del Sumo Bien que constituye su objeto, y es
a la vez donación, regalo, gracia. La esperanza cristiana
no es la mera «sublimación» de la esperanza natural, ni
una simple «coronación» de los deseos humanos: es el
fruto de una «regeneración» de nuestra naturaleza adqui­
rida por la Resurrección de Cristo ( í Petr., I, 3), infundi­
da por el bautismo, sostenida por la fe, conservada por la
vida sacramental y amisible por el pecado. «Sin duda
— escribe el padre Carré— , la virtud teologal de la espe­
ranza echa sus raíces en una voluntad humana a la que
anima el universal apetito de felicidad, y surge en un ser
dotado para la felicidad y capaz de participar en la infi­
nita Beatitud de Dios, si Dios a ello le convida; pero sin
la llamada de Dios, sin el don de Dios, la esperanza so­
brenatural no podría existir. Optimistas y pesimistas son
iguales ante ella desde este punto de vista. Nada hace en
esto el temperamento; tanto unos como otros tienen ne­
cesidad de renacer, y con el mismo nacimiento. Limitado
a los puros recursos de la naturaleza, el hombre no podría
esperar la vida eterna.»
A merced de su capacidad natural, el hombre puede
esperar «ser siempre» y «ser en Dios». Iluminada su alma
por la fe y la esperanza cristianas, ese «ser siempre» y
ese «ser en Dios» son creyentes y esperanzadamente en­
tendidos según las promesas de Cristo. Un nuevo ser, un
nuevo mundo, una nueva vida se abren entonces a la
esperanza. ¿Cuáles? Al teólogo incumbe la respuesta. Yo
debo conformarme remitiendo de nuevo a la vieja lección
de San Pablo y a lo que acerca de ella dije en la intro­
ducción de este libro. Mi tarea de mero antropólogo — eso
y sólo eso he querido ser en las páginas precedentes—
ha llegado a su frontera. Cante ahora otro.

193
13
Epílogo:
Esperanza, historia y escatologia

El más sumario examen del pensamiento europeo de


los últimos decenios permite descubrir un curioso y sig­
nificativo cambio en la estimación de la esperanza. En
torno al año en que terminó la Segunda Guerra Mun­
dial, 1945, las actitudes intelectuales vigentes en Europa
eran la desesperación o la desesperanza. «Sólo una cosa
pido a los hombres de mi generación — decía por enton­
ces Albert Camus— : que sepan vivir a la altura de su
desesperación.» Sea la desesperación exigente para nos­
otros, puesto que de nosotros es definitoria; tal era el
nervio de la consigna. En el curso de su vida —'había
escrito el Sartre de L ’être et le néant— , el hombre es
como un asno con una zanahoria ante sus ojos, que al
andar él mismo desplaza: va constantemente avanzando
hacia una posibilidad que su carrera vital le hace descu­
brir, que no es otra cosa que su propia carrera, y que
por ello se define como posibilidad esencialmente inal­
canzable; esto es, como imposibilidad. Hasta su extinción
con la muerte, nuestra existencia sería un proyecto a la
vez ineludible e irrealizable, forzoso e inútil. «Pasión
inútil» es el hombre, según la famosa sentencia de ese
libro famoso. ¿Quién no recuerda, por otra parte, el pres­
tigio de la entre desesperada y desesperanzada poesía de
Gottfried Benn en el mundo germánico de entonces?
¿O que Heidegger, ante el auge arrollador de la técnica,

194
anunciaba «una noche del mundo, ... un largo invierno»,
para la cabal inteligencia y la plena dignidad del hombre?
Entre tanto, el desolador espectáculo de la vida en torno
promovía en Ortega la reflexión de su Esquema de las
crisis. Y aunque vislumbrase para la inteligencia horizon­
tes más prometedores, Zubiri veía en la confusión, la
desorientación y el descontento los tres rasgos esenciales
de aquella situación del intelectual. Es cierto que Gabriel
Marcel había afirmado en 1935 que «la esperanza es la
estofa de que está tejida nuestra alma», y que, apoyado
en el pensamiento de Bergson, algo análogo había soste­
nido poco antes el sutil psiquiatra Minkowski. Pero entre
1940 y 1950, designadas con un nombre o con otro,
interpretadas de un modo o de otro, la desesperanza o la
desesperación parecían señorear el ánimo y el pensamien­
to de Occidente.
He aquí, sin embargo, que entre 1950 y 1960, y más
todavía en años ulteriores, va a producirse un cambio no­
table, incluso una verdadera inversión, en ese general
talante de las almas europeas. En el mundo cristiano
parece ser oída la fina y solitaria voz de Gabriel Marcel,
y el tema de la esperanza cobra nuevas formas y renova­
da actualidad. Ese sentido tuvieron la difusión y el éxito
de la obra de Teilhard de Ghardin, los ensayos de Pieper,
Gogarten, Carré, Le Senne, Bollnow, Brednow y Plügge;
o bien, para hablar de lo que me es más próximo, mi libro
La espera y la esperanza; pero sobre todo, algo más tar­
de, la universal resonancia de la construcción teológica
de Jürgen Moltmann. En el mundo no cristiano, la espe­
ranza histórica del marxismo ortodoxo y el pensamiento
filosófico del marxismo crítico y del paramarxismo
— Ernst Bloch, Erich Fromm, Roger Garaudy— se han
extendido rápidamente por toda la haz del planeta. Y en
quienes no son cristianos y no se sienten marxistas, una
enorme fe en el futuro de la ciencia y la técnica y un
esforzado cultivo de ellas están a punto de convertir en
anticuada, por lo que al dominio del cosmos se refiere,
la palabra «imposible». Hasta el propio Sartre, el Sartre
de la Critique de la raison dialectique, se verá obligado a
mostrar que para vivir eficazmente en el mundo es ne-

195
cesaría la esperanza. El hombre actual no ha salido, des­
de luego, de la profunda crisis histórica — la quiebra de
la cultura burguesa, tal como el siglo xix la entendió—
que la Primera Guerra Mundial con tanta sangre hizo
patente. Más aún, parece haberse habituado a vivir en
ella. No resulta ilícito afirmar, sin embargo, que ha com­
prendido la almendra de su significación y ha entrevisto
el camino hacia su vencimiento. No creo que en un pri­
mer análisis sea otro el sentido profundo de esa explosión
de la palabra «esperanza» en las más contrapuestas for­
mas de la cultura hoy vigente.
Ahora bien: lo que de manera tan universal y multi­
forme expresa hoy tal palabra, ¿será en el fondo no más
que una gigantesca y engañadora utopía, la utopía propia
de una humanidad que soñando su futuro o especulando
acerca de lo que sean la necesidad y el hecho de espe­
rarlo, trata de compensar el penetrante, el inexorable do­
lor de cada día; en definitiva, una versión, en parte fac­
tual e histórica y en parte intelectual y teorética, de la
zanahoria que tan inútilmente atraía al pobre asno sar-
triano? Trataré de dar mi respuesta comentando sucesi­
vamente lo que en tres órdenes de su actividad, la teoría,
la creencia y la praxis, ha sido durante estos últimos de­
cenios la varia respuesta de los hombres de Europa, y
explorando a la vez qué conexión puede existir entre la
antropología de la esperanza antes expuesta y lo que esa
teoría, esa teología y esa praxis parecen realmente ser.

I. Esperanza, historia y utopía: Bloch

Bajo una u otra forma — progreso indefinido, diversas


doctrinas acerca de un «estado final» de la humanidad:
Hegel, Comte, Marx— , el mundo secularizado anterior
a la crisis de la cultura burguesa atribuía al curso de la
historia un sentido a la vez inmanente, racional y confor­
tador: inmanente, porque se hallaría contenido en los
senos de la historia misma; racional, porque parecía sus­
ceptible de ser aprehendido y expresado por la mera ra­
zón; confortador, porque sería capaz de otorgar apoyo al

196
hombre en la tarea ineludible de ir haciendo su vida. El
trabajo puede ser penoso y el dolor lo es siempre; pero,
sustentadas sus almas por algunos de esos sistemas de
ideas y creencias, los hombres podrían considerar «histó­
ricamente» inteligible y aceptable la carga de sufrirlos.
Admirables y admirados, Leopardi y Baudelaire no pasa­
rían de ser geniales excepciones a esa regla.
La profunda crisis de que fueron consecuencia bélica
dos guerras mundiales pareció invertir ese esquema. Sin
mengua de su capacidad para dominar científicamente
tal o cual parcela del cosmos, la razón humana, pensaron
muchos, fracasaría ineludiblemente ante el empeño de
entender el sentido de la vida y de la historia. Esta, para
el hombre, sería en sí misma radicalmente ininteligible,
absurda, A la quiebra de la esperanza antes descrita co­
rresponde, paralela a ella, coimplicada con ella, una quie­
bra de la historiología. Es cierto que entre 1920 y 1950
sigue habiendo hegelianos, positivistas más o menos
comtianos y secuaces del marxismo. La tónica, sin em­
bargo, parecen darla — al menos, en Europa— los doc­
trinarios de la desesperación y los negadores de la histo-
riología; aquellos para quienes la historia y su curso no
poseen y no pueden poseer logos, «razón» accesible a la
inteligencia humana y expresable por ella.
Eppur... En El hombre y la gente (1957), primera de
sus obras inéditas, cuenta Ortega haber recibido de Paul
Morand su libro sobre Maupassant con esta dedicatoria:
«L e envío esta vida de un hombre qui n’espérait pas.»
Y Ortega comenta: «¿Tenía razón Paul Morand? ¿E s
posible — literal y humanamente posible— un humano
vivir que no sea un esperar? ¿No es la función primaria
y más esencial de la vida la expectativa, y su más visceral
órgano la esperanza?» Nada más cierto. Como aquies­
cente respuesta a esas interrogaciones, cuando ellas fueron
impresas ya había comenzado a producirse la boga de la
palabra esperanza de que antes hablé. Y paralelas a ella,
coimplicadas con ella, la renovada convicción de que la
historia tiene en sí misma sentido — aunque éste, para
los cristianos, exija admitir la realidad y la operación de
un principio trans-histórico— y la inédita necesidad de

197
formularlo conceptualmente. Entre los autores no cristia­
nos, Ernst Bloch ha sido el más eminente en la tarea de
responder a esta necesidad. Junto a él o tras él, no con­
tando a los marxistas «oficiales», limitados a la pura
repetición o al simple comentario escolástico, otros hom­
bres de valía, como Erich Fromm y Roger Garaudy, han
levantado su propia voz. Entre los autores cristianos de­
ben ser muy especialmente destacados Jürgen Moltmann
y Wolfhart Pannenberg, por el lado protestante, y Juan
Alfaro, por el católico. En este apartado expondré y co­
mentaré la obra de Bloch; en el subsiguiente, la de Molt-
mann. El apéndice bibliográfico mostrará y glosará su­
mariamente las aportadones personales de los restantes
tratadistas y panegiristas de la esperanza.

1. La esperanza, principio
La aparición de Das Prinzip Hoffnung, de cuyos dos
primeros volúmenes, impresos en 1954-1955 y conoci­
dos por mí entre la primera y la segunda edidón de La
espera y la esperanza, fue rápida salutación de urgencia
una parte de la nota precedente, ha marcado un hito, no
sólo en la comprensión intelectual de la esperanza huma­
na, también en la reflexión filosófica acerca de la condi-
dón histórica del hombre, de las varias actividades y
acciones en que tal condición se realiza y del sentido de
la historia misma. Veamos por qué y cómo.
Puesto que Das Prinzip Hoffnung es un libro a la vez
teorético y confesional — el autor confiesa en sus páginas
cómo el hombre Ernst Biodi vive y entiende su personal
instalación marxista en el curso del acontecer histórico— ,
no me parece ilícito comenzar con unas palabras de ho­
mine ad hominem, del hombre que yo soy al hombre
que él es, mi diálogo con su contenido y su mensaje. Res­
pecto del hombre Ernst Bloch, ¿qué me dicen, qué nos
dicen la letra y el sentido de su obra?
A mi modo de ver, cuatro cosas complementarias entre
sí. La primera, que es sinceramente marxista: la idea de
la esperanza que Bloch convierte en «principio» — prin­
cipio de la realidad humana y, en cuanto que en ésta no
se ve sino materia, principio de la realidad en general, de
198
la realidad a secas— es ante todo la que la vision de la
historia propuesta por Carlos Marx ha hecho nacer en el
alma y en la mente de millones y millones de hombres.
La segunda, que es marxista del único modo en que un
intelectual genuinamente europeo puede serlo; esto es,
asumiendo o intentando asumir en su propio pensamien­
to toda la tradición filosófica, más aún, toda la tradición
histórica de que la obra de Carlos Marx fue original re­
sultado, y luego repensando honesta y libremente el pen­
samiento de aquél a cuya doctrina quiere ser fiel. La
tercera, y no me parece la menos valiosa, que su pensa­
miento de pensador nunca intenta desconocer las exigen­
cias de su pensamiento de hombre; lo cual, como es bien
sabido, no siempre acontece entre los filósofos. La cuar­
ta, en fin, que sobre su alma y su mente está operando
la experiencia de ver monolítica e intransigentemente glo­
rificado el marxismo — o, con mayor precisión, la con­
cepción marxiana del hombre, la sociedad y la historia—
desde la dura concreción factual y la rígida congelación
doctrinal que hasta hoy ha sido su realización política en
la Unión Soviética y en la Alemania del Este. No era
necesaria la pública ruptura de 1956, bastaba una lectu­
ra hermenéutica de Das Prinzip Hoffnung para advertir
que el libre y creativo marxismo de su autor había de
chocar con el marxismo oficializado y dogmático de los
países en que los comunistas de la acción han conquista­
do el poder. Pero mi cometido actual no es describir la
etopeya de Ernst Bloch, sino mostrar cómo, en relación
con la esperanza, se hacen pensamiento esas cuatro car­
dinales determinaciones de su ethos y su biografía.
«Vive primariamente todo hombre aspirando hacia lo
porvenir», dice la sentencia fundamental de la antropolo­
gía bloquiana. No se trata, desde luego, de una afirma­
ción inédita. La tradicional concepción de la vida terre­
nal como existencia in via y del ente humano como homo
viator, esencialmente la lleva consigo. La reflexión de
Ortega sobre la radical condición futurizadora del hom­
bre y la de Heidegger acerca del «por-venir» (Zu-kunft)
como un «venir-a» o «ad-venir» (zu-kommen), y sobre la
esencial configuración de uno y otro como «proyecto» o
«lanzamiento hacia adelante» (Entwurf), resuelta y for­
malmente la han trasladado al campo de la meditación
filosófica. «Futurizo», llama J . Marías al ser del hombre.
Tampoco es nueva la sistemática extensión de esa idea a
la intelección del destino general de la humanidad; por
tanto, la visión marxiana de la historia como el caminar
del género humano, mediante el soberano recurso del
trabajo — un trabajo cada vez más racionalizado y hu-
manizador, menos alienante— , hacia un estado de su
existencia colectiva en el cual haya sido revolucionaria,
adecuada y definitivamente resuelto el drama del hom­
bre caminante y penúltimo, su triple conflicto con la
naturaleza, con la sociedad y consigo mismo; hacia un
modo de existir, en suma, en el cual llegue a ser identi­
dad la antes tensa, imperfecta y conflictiva relación en­
tre el hombre, su naturaleza y la naturaleza. ¿En qué con­
sisten, pues, la originalidad, el mérito y la representati-
vidad de Ernst Biodi?
A. Consisten ante todo en un gran acierto léxico y
conceptual. Bloch, en efecto, ha sabido llamar «espe­
ranza» a la pulsión que lanza al individuo humano y a la
humanidad in genere hada el futuro, ha convertido en
«principio» a la esperanza — con lo cual ésta, sin haber
dejado de ser «virtud», hunde sus raíces en la realidad
del hombre y en la realidad a secas— y se ha acercado al
fundamento antropológico de la conexión entre el indivi­
duo, la sociedad y la historia. «L o que todavía no se ha
hecho consciente en el hombre» (por tanto, lo que en él
no ha pasado de ser impulso primario o tendencia natu­
ral) se correspondería plenamente con «lo que todavía
no se ha hecho real en el mundo» (por tanto, con lo que
para su existencia genérica sigue siendo mera posibilidad,
pero posibilidad natural e históricamente realizable).
«¿Puede quedar defraudada la esperanza?», se preguntaba
el autor de Das Prinzip Hoffnung al iniciar la lección con
que inaugurò en Tubinga (1961) la ùltima etapa de su
vida docente. Doblemente significativo era, a mi modo
de ver, el uso de tal pregunta como título de tal lección.
En primer término, expresaba elípticamente una delicada
situación personal. «M i ruptura con el marxismo oficial

200
de la DDR no significa que mi esperanza de marxista
haya quedado defraudada», estaba diciendo Bloch. Hacía
por otro lado patente, y esto es lo que en verdad importa
ahora, el inmenso, fundamental optimismo cósmico-histó-
rico de quien, para afirmar la licitud racional de su espe­
ranza, formulaba interrogativamente su apoyo en ella. El
esperar puede quedar defraudado. Desde ìuego. Enton­
ces, ¿cuándo no es vana, cuándo no defrauda la esperan­
za? Yo veo la respuesta bloquiana como una suerte de
«imperativo categórico de la esperanza»; más precisa­
mente, como un mandamiento central de una ética que
en la esperanza tiene su nervio: «Si esperas en la historia
lo que todo hombre de buena voluntad puede y debe
esperar, no quedará defraudada tu esperanza.» Optimis­
mo, desde luego. Y a la vez, prueba. Porque lo que todo
hombre puede y debe esperar es aquello con lo cual se
pone a prueba su disposición para ser esforzada y eficaz­
mente «hombre en la historia», y por tanto para alcan­
zar el «reino de la identidad» que Marx previo; «reino»
al cual, naturalizando e historificando un viejo decir teo­
lógico, Bloch ha querido llamar «patria». He aquí sus
propias palabras: «Tan pronto como el hombre se haya
comprendido y haya fundado lo suyo, sin enajenación ni
alienación, en una democracia real, entonces surgirá en el
mundo algo que se nos aparece a todos en la niñez y en
donde nadie estuvo todavía: patria.»
En las cuatro famosas interrogaciones a que Kant re­
dujo los problemas de la filosofía «según un concepto
mundano», la vinculación entre el interrogante y su acti­
vidad viene expresada con el verbo dürfen, ser lícito.
«¿Q ué me es lícito esperar?», cuando se trata de la espe­
ranza, y con el verbo sollen, deber, «¿Q ué debo hacer?»,
cuando es la acción aquello de que se trata. Pues bien: si
la tensión hacia el futuro sólo es verdadera esperanza
cuando promueve en el esperante un esfuerzo histórica­
mente activo hacia el «reino de la identidad», el hombre
tendrá el deber de esperar aquello en que le sea lícito
poner su esperanza. «¿E n qué me es lícito poner mi es­
peranza y qué, por tanto, debo esperar?»; tal habría de
ser la fórmula kantiana para quienes quieren ver y ven
201
como no defraudante la esperanza lícita y debida. ¿Por
qué? ¿Dónde, cuándo y cómo se ha expresado y se está
expresando lo que, por conducir al «reino de ia identi­
dad», sea lícito y debido esperar? Con otras palabras:
¿qué relación tiene que existir entre la esperanza y la
realidad para que así sean y deban ser las cosas?
B. El signo con el cual mejor ha indicado la huma­
nidad la línea de su esperanza genérica tiene desde To­
más Moro este nombre: utopía. «Profeta de la razón utó­
pica» ha llamado a Ernst Bloch, creo que con gran ader­
to, J. Gómez Caff arena. Profeta, en el viejo sentido bíbli­
co: «hombre que habla a todos en nombre de la verdad
que es de todos»; o bien, desde un punto de vista ético:
«hombre que se arriesga a brindar a los otros una clave
del enigma común, por él vivida como vía de salvación».
Profeta de la razón utópica, porque en la utopía, más
precisamente, en la atribución de una «estructura utópi­
ca» a la contribución misma del hombre, trata Bloch de
ver racionalmente la manifestación, la pretensión y el ca­
mino de la esperanza. Hayan o no hayan adquirido forma
literaria, las distintas utopías de la humanidad no serían
sino la expresión ocasional, parcial y mitificada de la ra­
dical aspiración constante de ella hacia su plenitud; por
consiguiente, signos cambiantes de la aventura prometeica
que en su entraña es la historia del hombre.
El joven Marx canonizó a Prometeo: «el primer santo
del nuevo calendario», le llamó. Sin otros títulos que su
conciencia de sí mismo, su osadía y su esfuerzo, Pro­
meteo se rebela contra los dioses y les arrebata algo que
sólo a ellos pertenecía, debiendo ser de todos. Más sutil
que su maestro, Bloch ha visto a Prometeo como la figu­
ra mítica en que tienen su nervio todas las utopías de la
humanidad. No es, por tanto, un mortal que para hacerlo
de todos roba un bien a los inmortales, sino el símbolo
supremo del más permanente y más central empeño de
todos los hombres: ir imaginando y realizando las suce­
sivas aspiraciones y novedades que les acercan hacia su
plena identidad consigo mismos y con la naturaleza.
Hasta el siglo xix, la utopía habría sido algo bastante
próximo a lo que etimológicamente significa la palabra

202
inventada por Tomás Moro, ou-topos. Más que «en nin­
gún lugar», significado literal del término, la figuración
utópica acaecía «no en este lugar», entendiendo por
«este lugar» aquel en el cual se existe. «En otro lugar»:
ínsula o ciudad imaginaria en el caso de las utopías lite­
rarias y geográficas, «cielo» u «otro mundo» en el caso
de las religiones. Pero desde el primer tercio del siglo xix,
esto es, desde que la Ilustración, la Revolución Francesa
y la Revolución Industrial han hecho consciente al hom­
bre de su situación en la naturaleza y en la historia y, a
través de ella, de su verdadera realidad, ya para él no
puede haber «otro mundo»; con lo cual el término de la
aspiración tiene que ser rigurosamente intramundano,
puramente natural e histórico, y la utopía se convierte en
proyecto de transformación del único mundo que existe:
éste en que vivimos, imaginamos, pensamos y trabajamos.
Esencialmente, tal viene a ser el pensamiento de Bloch
acerca de la interconexión entre la esperanza, la utopía
y la historia.
C. Demos un paso más. Siempre siguiendo a Bloch,
tratemos de entender cómo la «razón utópica» — que por
serlo no es anticientífica, sino trascientífica— da cuenta
de la relación entre la esperanza y la realidad; en defini­
tiva, del contenido de la historia.
«E l concepto más propio de la ciencia histórica es y
seguirá siendo el novum», afirma con energía Bloch. La
conquista de la novedad, el salto creador hacia una meta
no calculable mediante las previsiones de la «razón cien­
tífica» y sólo accesible a la «razón utópica»; tal es la
quintaesencia del curso de la historia. El mundo no es un
cosmos de hechos y leyes, aunque el hombre observe he­
chos cósmicos, descubra leyes físicas y tenga que contar
con unos y otras para hacer su vida: «el factum es una
materia leñosa, ajena a la historia...; fuera, la vida se halla
tan poco conclusa como dentro, en el yo que desde fuera
trabaja». Bien. Con otras palabras, más de una vez ha sido
esto afirmado. Pero lo que Bloch se propone no es rei­
terar la tesis de la novedad, el inacabamiento y la inquie­
tud como conceptos historiológicos, sino poner esa tesis
en conexión con su idea del «principio esperanza». Lo

203
cual plantea varias graves cuestiones. Cinco, por lo menos.
¿Cuándo el novum de la historia es una realización
adecuada, respecto de lo que la historia misma debe ser?
En efecto, puede no serlo. «Allí donde está el peligro,
— allí crece lo que salva», dicen unos versos de Hölder­
lin que Heidegger adoptó y glosó en su meditación sobre
la técnica. Y Bloch replica: «Donde crece lo que salva,
— crece también el peligro.» A medida que va siendo
más adecuado al sentido y a la meta de la historia, el
novum histórico — por ejemplo, la racionalización técnica
del mundo— muestra más patentemente la ambigüedad
entre la promesa y la amenaza que late en él; lo cual,
pienso, obliga a postular para la esperanza la «astucia»
que Hegel atribuyó a la dialéctica de la razón. List der
Vernunft y List der Hoffnung, dos conceptos conexos
entre sí. Él problema es saber si esa optimista «astucia
de la esperanza» puede ser por completo inmanente a la
historia.
¿Cómo el novum histórico, y por tanto el proyecto y
la acción que él comporta, son realmente lo que para el
adecuado curso de la historia deben ser? Conocemos la
respuesta de Bloch: en el curso de la historia, las tenden­
cias inconscientes del hombre en cuanto hombre van pa­
sando a su conciencia anticipativa, primero como pura
utopía, luego como proyecto futurizador, para ir cobran­
do al fin realidad humana. Sobre la relación causa-efecto
del pensamiento científico-natural aparece así la relación
posibilidad-realidad del pensamiento histórico-utópico. La
astucia de la esperanza consistiría, según esto, en ir con­
virtiendo las tendencias humanas en acciones transfor­
madoras del mundo; con lo cual reaparece el problema
anterior.
Puesto que las conclusiones de la razón utópica no
son científicamente verificables, ¿cómo puede ser justifi­
cada su aceptabilidad, esto es, la peculiar forma de su ver­
dad? ¿Quién garantiza tal aceptabilidad y tal verdad? El
pensamiento tradicional se apoyó en la infalibilidad de
Dios: «Dios no puede engañarse ni engañarme.» Hegel
respondió con su concepción idealista del Todo: «L o ver­
dadero es lo total.» Àntropologizando a Hegel, Bloch

204
pone su fe en el hombre mismo, genéricamente conside­
rado: «La realidad mundana del hombre — viene a decir­
nos— hace y hará patente que su aspiración hacia la total
perfección de su naturaleza estaba y está plenamente jus­
tificada.» La «fe en Dios» habría quedado definitivamen­
te sustituida por una no menos firme y sustentadora «fe
en el hombre». Ahora el problema consiste en saber si
para ser como es, más aún, para ser a secas, la realidad
humana exige o no exige desde el fondo de sí misma una
realidad trans-humana.
¿En virtud de qué puede ser y llega a ser real el curso
de la historia? Con el Marx joven y con la «corriente cá­
lida» del marxismo, Bloch responde apelando al radical
dinamismo futurizador del cosmos; por tanto, a las posi­
bilidades de la materia. «La materia — dice Gómez Caffa-
rena— , reduciendo a su último esquema el pensamiento
bloquiano, será la matriz de todas las posibilidades rea­
les, pero éstas no saldrán de ella según leyes prefijadas;
será la estructura utópica del hombre la que las vaya
alumbrando.» Si la realidad, como dice Moltmann, «po­
see un radical y por lo mismo necesario carácter de pre­
gunta», y si, como cree Bloch, toda la realidad es materia,
forzosamente habrá que concluir que la acción histórica
del hombre no es sino la respuesta que se da a sí misma
una materia capaz de interrogar; conclusión cuya razona-
bilidad, pienso, tendría que ser demostrada.
¿Hasta dónde llegarán, si en verdad llegan a un térmi­
no, la novedad, el inacabamiento y la inquietud propios
del acontecer histórico? Más de una vez nos hemos en­
contrado con la primera parte de la respuesta de Bloch.
Dice así: hasta el «reino de la identidad», hasta la «pa­
tria». Es la tesis de Marx. Pero esa doctrina, tópica entre
los marxistas, muestra en la obra bloquiana un apéndice
que habremos de examinar.
D. En última instancia, la filosofía bloquiana de la
esperanza pretende ser una meta-religión. Trata de ofre­
cer aquello que, desmitificadas, racionalizadas y antropolo-
gizadas, tendrán que ser en el futuro todas fes. nefigteses;
en consecuencia, aquello que bajo forma, de ateísmo cons­
ciente y reflexivo es capaz de heredar Í6. maeníBattalb*»

205
piración de todas las creencias religiosas. La meta-religión
de Bloch pretende ser, por tanto, una «religión en la he­
rencia»; herencia que en el fondo no sería sino «esperanza
en totalidad», porque en la esperanza tiene su nervio más
íntimo el fenómeno religioso. «Donde hay esperanza, hay
religión», dice textualmente Das Prinzip Hoffnung. Todo
lo cual dará lugar a dos notas muy características del pen­
samiento de Bloch: su tácita o expresa discusión con el
cristianismo, puesto que el cristianismo es la religión de
la cual más directamente habría de ser heredero el mar­
xismo europeo, y el tinte de algún modo «religioso» que
cuando llegan a su término ostentan muchas de las expre­
siones de ese pensamiento. «Sólo un ateo puede ser un
buen cristiano, sólo un cristiano puede ser un buen ateo»,
dirá Bloch en Atheismus und Christentum. En modo al­
guno es un azar que en su máximo libro Jesús sea casi tan­
tas veces citado como Marx. E l problema consiste en sa­
ber cómo la esperanza atea y mundana de Bloch puede
heredar la esperanza teísta y transmundana, escatològica,
en que tiene su esencia el cristianismo. Más precisamen­
te, cómo el propio Bloch entiende el contenido y el trá­
mite de esa herencia.
El ateísmo de Bloch viene a ser el término histórico
de un proceso iniciado por Schelling y Feuerbach e insu­
ficientemente convertido en dialéctica por Marx; muy
bien lo ha visto Moltmann, Para Feuerbach, Dios, y por
excelencia el Dios cristiano, no sería sino la personaliza­
ción ideal de los deseos del hombre. Por tanto, homo
homini deus, «para el hombre, el hombre es D ios»; un
«hombre» genérico, reintegrado y constituido por el
amor interhumano. Schelling, poco antes, había hecho
procesal la deificación natural del hombre. La constitu­
ción del Homo-Deus, «extática» o «mística» para Feuer­
bach, es para Schelling progresiva e histórica. El hombre
no se hace instantáneamente Dios, no es Dios en el pre­
sente sensible; más bien va haciéndose Dios en el pro­
ceso de su historia. Marx, por su parte, convertirá en
histórica y dialéctica la reducción materialista de Feuer­
bach; el hombre, dice, «no es cosa dada desde la eterni­
dad y siempre igual a sí misma». La «crítica del cielo»

206
se hace así «crítica de la tierra», de lo que en la tierra
ha hecho y está haciendo el hombre. Por obra del trabajo
activo y de la transformación revolucionaria del mundo,
la religión se mostrará como «opio del pueblo»; y como
Hombre-Dios, el hombre que hace inútil a Dios, porque
realiza en sí y por sí lo que Dios míticamente había per­
sonificado, lo será la humanidad entera cuando haya que­
dado total y definitivamente resuelto el conflicto del ser
humano con la naturaleza y consigo mismo; ese pertinaz
conflicto que hasta hoy ha hecho injusto y penoso el
curso de la historia.
Bloch no se conforma con esta historificación marxiana
del ateísmo presencial y místico de Feuerbach, y en nom­
bre del marxismo caliente y profètico — en definitiva,
en nombre del Marx joven— trasciende las tesis del mar­
xismo frío y científico hasta hoy dominantes. Como el
de Marx, su ateísmo es materialista y dialéctico; pero su
situación histórica es distinta, como también es distinto
el rostro histórico del cristiano que él contempla res­
pecto del que Marx pudo contemplar, y esto le lleva a
estimar de otro modo la religión y a enfrentarse más
sutil y profundamente con ella. Cuando con su realiza­
ción terrena ha contribuido a que muchos hombres vivie­
ran explotados y humillados, es cierto que la religión ha
sido «opio del pueblo»; pero la religión ha sido también,
dice Bloch, «el más engalanado y aun el entero edificio
de la voluntad de un mundo mejor»; por tanto, el baluar­
te de la esperanza, aunque ésta proceda entonces de una
«escisión religiosa del hombre entre su manifestación pre­
sente (lo que él está siendo) y su esencia no presente (lo
que él será al realizarse plenamente en otro mundo, in
patria, en el sentido teológico de la expresión)». Con tal
planteamiento del problema, el tema de la escatologia
aparece resueltamente ante la mirada de Bloch, y esto le
propone la tarea de naturalizar e historificar, trocándola
en «utopía realizable», la «promesa» que para el cristia­
no da fundamento a su esperanza sobrenatural y esca­
tològica.
Dos conceptos básicos se articulan en esa utopía blo-
quiana: el homo absconditus, versión naturalizada e his-

207
tarificada del Deus absconditus de los teólogos cristianos,
y el non omnis confundar, calco pre-escatologizado y cuasi-
personalizado del non omnis moriar del poeta pagano.
Homo absconditus. Dios, piensa Bloch, no es sino la
personalización mítica del «futuro anhelado» del hom­
bre; por tanto, una hipótesis mitificada de la esperanza
humana. E l hombre en el mundo, la realidad hombre-
mundo, es «un inmenso receptáculo de futuro» que la
acción histórica va haciendo sucesivamente presente.
Cuantas veces, en «la oscuridad del presente vivido», sur­
gen el asombro originario y la pregunta radical, otras tan­
tas brilla de repente el éskhaton: «cada instante... con­
tiene potencialmente la fecha de la consumación del mun­
do». Ahora bien; ¿en qué puede consistir esta consuma­
ción, ese éskhaton? Para la esperanza del creyente, en la
recepción de lo que Dios ha prometido y, en su medida,
haya merecido el hombre: resurrección, plenitud inédita,
vida eterna. El presente así calificado oculta y revela par­
cialmente, a la vez que la verdadera realidad del hombre,
al Deus absconditus de la creación y la promesa. Para
Bloch, en tal consumación «potencial» y «anticipativa»
se articulan unitariamente el hombre hacia el cual se va,
que a lo largo de la historia es y no puede dejar de ser
homo absconditus, y la situación de la vida terrenal en
que el hombre buscador se identifique con el hombre
buscado, el modo de la existencia colectiva en el cual ese
homo absconditus llegue a hacerse homo patens: el «es­
tado final» anunciado por Marx.
El «espacio hueco» que el vacío de Dios hace descu­
brir en sí al ateo consciente de serlo, otorga a éste un
plus de libertad. Pero con ello comienza para él su más
profundo problema, porque esa libertad no podrá dejar de
serle angustiosa mientras él no logre llenar de esperanza
verdadera, y luego de auténtica realidad, la oquedad que
en él dejó lo antes fundamentante y promisor. ¿Podrá
lograrlo, si se concibe esta tarea como el marxismo tra­
dicional la ha concebido? La primera respuesta de Bloch,
aquélla a que le conduce el marxismo que tan sincera­
mente profesa, es resueltamente afirmativa: ese éskhaton,
esa postrimería suprema de la esperanza racional, no sería
sino la «patria de la identidad». Entre tantos posibles,
recuérdese el texto antes transcrito. Pero una doble leal­
tad — lealtad con lo que la escatologia cristiana realmente
dice y con su deber de interrogarse por lo que la existen­
cia de la «patria de la identidad» puede realmente ser—
le obliga a matizar la rotundidad de ese texto y de otros
a él análogos. Escribe en Das Prinzip Hoffnung: «E l
pensamiento religioso del reino — esto es, la concepción
cristiana de la vita venturi saeculi— no coincide total­
mente, ni en su alcance ni en su contenido, con ningún
reino de la utopía social... Contiene... un absolutum en
el cual deben desaparecer todavía otras contradicciones,
además de las sociales, y en el que se modifique tam­
bién el entendimiento de todas las conexiones hasta ahora
habidas.» Y poco después, en Naturrecht und menschliche
Würde, «Derecho natural y dignidad humana», dirá:
«Una sociedad sin antagonismos internos tendrá firme­
mente en su mano, no hay duda, todos los destinos del
mundo...; pero, justamente por esto, de manera tanto
más perceptible destacarán en ella las indignidades de la
existencia, desde las quijadas de la muerte hasta los
reflujos vitales que son el aburrimiento y el hastío.»
Desaparecidas las formas de su vigencia propias de la
sociedad de clases, esto es, los modos conflictivos con que
el no-ser se hace patente en esa sociedad, «los mensaje­
ros de la nada cobran un nuevo rostro, ahora mucho me­
nos imaginable, ... y aparece más fuerte que nunca la
cuestión de aquello que realmente no concuerda con la
vida».
El problema de la muerte como aniquilación surge así
y echa anclas en la mente de Bloch. La muerte, «la más
dura no-utopía», vendría a ser, en frase feliz de Molt-
mann, el Convidado de Piedra de la sociedad sin conflic­
tos de Marx. Sólo donde la muerte «haya sido devorada
por la victoria», sólo donde el ser haya vencido definiti­
vamente a la nada, y el «no-ser-todavía» se trueque en
verdadero «ser-ya», sólo allí y sólo entonces quedará re­
suelta y superada la última contradicción del hombre
histórico. Veamos cómo Bloch entiende esa victoria;
cómo, desde su materialismo dialéctico, puede hacer suyo
209
14
el apòstrofe judío y cristiano que ahora está resonando
en sus oídos: «Muerte, ¿dónde está tu victoria, dónde
está tu aguijón?»
E. Todo un capítulo de Das Prinzip Hoffnung se
halla consagrado a exponer «las imágenes de la esperanza
contra la muerte», la serie de las figuraciones con que el
hombre ha expresado y mitificado su esperanza de no
morir. Desde que sobre la tierra existe, el hombre ha
querido siempre vivir más allá de la muerte, y de mil
modos distintos ha manifestado su creencia en la realidad
de ese pervivir suyo. El hombre Bloch no es ajeno a esa
aspiración, que a sus ojos, por ser genéricamente huma­
na, no podría quedar defraudada; y con su razón utópica,
el filósofo Bloch intenta racionalizar la utopía que tal
creencia encierra en su seno. Desde luego, sin abandonar
sus principios básicos. Frente al problema de la muerte
— escribe— , «la cosmología comunista, lo mismo que ante
otros temas, ... es una mediación dialéctica del hombre
y su trabajo con el sujeto posible de la naturaleza». El
marxismo llegaría así a su meta suprema.
Dos momentos integran la respuesta bloquiana al
viejo problema de la inmortalidad del hombre: uno sub­
jetivo, la expresión utópico-retórica de su menester; otro
filosófico, una concepción de la existencia humana capaz
de otorgar a ese menester justificación válida. El primero
dice: non omnis confundar, «no todo lo que yo soy que­
dará confundido en la realidad del cosmos». E l segundo
es la atribución de una «extraterritorialidad frente a la
muerte» al núcleo más central de nuestra existencia.
Larga es en la historia del pensamiento filosófico la
tradición de contraponer entre sí el instante y la dura­
ción temporal. Desde Platón, por lo menos, viene rodan­
do por las mentes la idea de que «lo instantáneo» es la
forma en que se manifiesta o realiza «lo que está más
allá del tiempo», lo no-tempóreo; algo, en consecuencia,
que por esencia escapa a la caducidad. No es ajeno Bloch
a esta venerable tradición. En la oscuridad del instante
vivido, el hombre accede a lo más profundo de su reali­
dad: «a su fundamento fundador, a la desnuda existencia
de su ser». Este oscuro núcleo de nosotros mismos, «fun-
damento tanto de la caducidad como del futuro», y pre­
cisamente por serlo, no puede hallarse sometido a la ca­
ducidad y a la muerte. Frente a una y a otra, el «núcleo
de la existencia» sería «extraterritorial»; no porque pro­
ceda, como el alma para Platón, de una zona de la reali­
dad distinta del reino fugaz de los fenómenos a que per­
tenece la «cáscara» de ese núcleo, sino porque está orde­
nado hacia un éskhaton de logro, en el cual lo interno
será lo externo y, por ello, habrá vida sin muerte. «L a
utopía del non omnis confundar — escribe Bloch— da a
cascar a la negación muerte la cáscara que rodea al con­
tenido del sujeto (la cáscara: lo fugaz y caduco en nos­
otros), pero sólo ella. El núcleo del existir no es afectado
por la muerte, y cuando al fin este núcleo sea logro y
realidad, mostrará su extraterritorialidad frente a la muer­
te.» Así, «siempre que nuestro existir (el existir de nues­
tra vida mortal y sucesiva) se acerca a su núcleo, comien­
za una duración que... contiene novum sin caducidad».
Hasta los hombres más habitualmente entregados a la
fruición y al dolor de la vida que pasa han sentido alguna
vez dentro de sí, frente a la perspectiva de la muerte, la
íntima punzada del «hambre de inmortalidad» que gritó
Unamuno o del Numquid durabo? de Alberto de Bolls-
tädt. En tal trance, ¿puede bastar la «extraterritorialidad
frente a la muerte» que Bloch atribuye al núcleo central
de nuestro existir? Si uno no es medularmente marxista,
si no cree «religiosamente» en el éskhaton de la patria de
la identidad, lo dudo. En su espléndida respuesta de
cristiano al pensamiento de Bloch, otro gran clásico de
la esperanza, Moltmann, ha escrito, frente a las actitudes
dialógicas distintas de la suya: «Más bien tenemos que
preguntar a Bloch y preguntarnos a nosotros mismos:
¿qué elementos de la esperanza cristiana se muestran re­
sistentes a ser heredados por la meta-religión que hay
en el principio esperanza? » Gómez Caffarena, también
cristiano y también autorizado dialogante con el autor
de Das Prinzip Hoffnung, sugiere un método distinto:
antes de plantear al pensamiento bloquiano esa pregunta,
hay que indagar comprensiva y lealmente cuál es el trecho
— largo, en su opinión— a lo largo del cual un cristiano

211
libre de ídolos ocasionales debe acompañar solidaria­
mente al autor de ese rico y sugestivo pensamiento. Con
los dos estoy; pero mi actitud personal ante Bloch pide
ante todo un preciso y exigente planteamiento del pro­
blema antropológico de la esperanza.

2. Sujeto y objeto de la esperanza histórica


Cuando uno aborda con cierto rigor el problema de la
esperanza, tres cuestiones básicas surgen en su mente:
quién espera, qué es lo que hace esperar, qué se espera.
Como diría un escolástico, el sujeto de la esperanza, el
objeto formal quo del acto de esperar y el objeto formal
quod de ese acto. Con Bloch, y si es posible más allá de
Bloch, examinemos concisamente estas tres cuestiones.
A. Quién espera. Por supuesto, un hombre, una per­
sona; nada más obvio. Vivir es entre otras cosas existir
hacia el futuro; por tanto, esperar el futuro y esperar del
futuro; y si el que vive es un sujeto dotado de inteligen­
cia, esa espera se expresará en proyectos de acción — aun­
que tal acción no sea sino la de intentar dormir— y,
consecutivamente, en las acciones a que ellos correspon­
dan. Sabemos, en fin, que no hay espera sin esperanza, ni
esperanza sin espera, aun cuando el esperar de la simple
espera y el esperar de la esperanza auténtica sean for­
malmente distintos entre sí. Sin concretarse en proyec­
tos de acción — que, por supuesto, nunca la agotan— , la
disposición ante el futuro es ensoñación desiderativa, no
verdadera esperanza; sin una orla de esperanza en torno a
ella y una vena de esperanza dentro de ella, la espera
no pasa de ser una paciente o impaciente expectativa de
lo previsto como seguro: la del astrónomo ante el acae­
cimiento del eclipse.
Pues bien: en la espera propia de la esperanza, ¿quién
espera, quién es el sujeto del acto de esperar? ¿Sólo la
persona que ejecuta ese acto? Simultáneamente movido
por su humanismo marxista y por la reflexión filosófica
acerca de la realidad, Bloch da una respuesta inicialmen­
te tan certera como ambiciosa. «Puesto que el hombre es
naturaleza humana — viene a decirnos— , en él esperan a
la vez la naturaleza y la humanidad. Aquélla, en cuanto
que él es naturaleza; ésta, en cuanto que su naturaleza es
humana. Sólo teniendo en cuenta los dos términos esen­
ciales de la realidad del hombre, lo natural y lo humano,
y sólo integrándolos adecuadamente entre sí, sólo así
podrá ser bien entendida mi concepción de la esperanza
como principio.» Nada más cierto. Pero ¿cómo concibe
Bloch la «naturaleza» y la «humanidad» del hombre?
Este es el problema.
Cuando yo espero como hombre, toda la naturaleza es­
pera. Hay que decidir, sin embargo, si espera en mí, si
espera con-migo o si espera de mí. La decisión de Bloch
es tajante e integral: la naturaleza espera a la vez en mí,
conmigo y de mí. Espera en mí, porque, como enseña
la antropología del materialismo dialéctico, yo soy ma­
teria cósmica que en el curso de un proceso evolutivo
por sí misma se ha hecho capaz de esperar: materia espe­
rante. Materialmente, valga la redundancia, soy materia;
formalmente, una especificación consciente y esperanzada
de la materia. Espera la naturaleza con-migo, porque
cuando yo, hombre, espero como me es lícito y debido
esperar — operativamente orientado, por tanto, hacia un
bien que a un tiempo sea mío y de todos— , conmigo está
ella aguardando su humanización. Ella y yo somos dos
términos en el proceso dialéctico del «todavía no»: ella
como etapa de la realidad en que el «todavía no» es mera
tendencia inconsciente; yo como naturaleza en cuya exis­
tencia el «todavía no» se ha hecho experiencia pensable e
impulsora. Espera, en fin, de mí, porque su esperanza
sólo mediante la realización de mi esperanza — sólo, por
tanto, mediante mi trabajo y mi esfuerzo transformador—
puede ser efectivamente cumplida. «Espera, esperanza,
intención hacia una posibilidad que todavía no ha llega­
do a ser: todo esto — escribe Bloch— no es tan sólo un
rasgo fundamental de la conciencia humana, sino, concre­
tamente justificado y aprehendido, una determinación
fundamental dentro de la realidad objetiva en su tota­
lidad.»
En la realidad del «principio esperanza» sería posible
distinguir, en consecuencia, cuatro órdenes o ámbitos,
correspondientes a otros tantos niveles o grados en la

213
evolución de la realidad misma: 1, La materia cósmica,
comprendida en ella la biosfera no humana, nivel en el
cual la pulsión evolutiva inherente a lo real se va hacien­
do esperanza biológica, spes mere animalis. 2. Lo que en
la vida y en el ser del hombre no ha pasado de ser pura
tendencia instintiva; con otras palabras, la forma precons­
ciente de la esperanza humana. 3. El variadísimo con­
junto de las formas todavía mitificadas o insuficientemen­
te racionales en que a lo largo de la historia se ha ido
realizando y sigue realizándose la condición utopizante
de nuestra naturaleza: mitos, religiones, ritos, arquetipos,
sueños, ilusiones, juegos. 4. La esperanza del hombre y
de los hombres como «utopía racional», tal como el mar­
xismo la ha puesto en evidencia; por tanto, la que tiene
como fundamento teórico-práxico el trabajo, la transfor­
mación revolucionaria del mundo hacia su definitivo es­
tado de «patria» y la concepción dialéctico-materialista
de la realidad y la historia: « docta spes dialéctico-mate-
rialistamente concebida», en términos del propio Biodi.
Esperanza que asume, realiza y racionaliza todas las for­
mas anteriores a ella y que, por otra parte, según un texto
de Lenin «más elogiado que tomado en serio», dice Bloch,
no excluye el ensueño, «siempre que el soñador crea
seriamente en lo que sueña, observe atentamente la vida,
compare sus observaciones con sus quimeras y trabaje
concienzudamente en la realizadón de lo soñado». Las
cinco partes de Das Prinzip Hoffnung — «Informe», en­
sueños y deseos indisriplinados del hombre de la calle;
«Fundamentadón», teoría de la conciencia anticipadora;
«Transición», ilusiones del hombre ante el espejo: esca­
parates, fábulas, viajes, filmes, escenarios; «Construc­
ción», suelo inmediato de un mundo mejor: utopías mé­
dicas, sociales, técnicas, arquitectónicas y geográficas;
«Identidad», imágenes desiderativas del instante plenifi-
cador: moral, música, concepciones varias de la muerte,
naturaleza aurora!, sumo bien— , son como otros tantos
tiempos de esa universal y ascendente sinfonía de la es­
peranza del hombre. Dos términos dialécticamente unidos
entre sí, razón y esperanza, le sirven de permanente ner­
vio: ni razón sin esperanza, ni esperanza sin razón.

214
Volvamos ahora a nuestra interrogación inicial: en el
acto de esperar, ¿quién espera? Después de lo expuesto,
pienso que la respuesta de Bloch podría ser lícitamente
reducida a esta fórmula: «Espera un quién, el quién de la
persona esperante, en el cual se actualiza racionalmente
la esperanza implícita de un qué, el qué de la naturaleza
entera.» O bien, a esta otra: «Espera un qué evolutiva y
racionalmente realizado como quién.» Tesis que, cual­
quiera que sea su formulación, propone de manera inelu­
dible el problema de explicar con la razón, no con el
mito, la transformación del qué en quién.
En dos órdenes de la realidad aparece ese ineludible
y arduo problema: la naturaleza cósmica y la persona
individual. Admitiendo, como es de rigor, la doctrina de
la evolución biológica, ¿cómo puede explicarse que la
esperanza animal, cuyo sujeto es un qué, llegue por sim­
ple transformación evolutiva a convertirse en esperanza
humana, que tiene un quién como sujeto? Por otra parte,
¿qué pasa a la persona que espera para que una alteración
de su cuerpo — por ejemplo, la ingestión de un deter­
minado fármaco— engendre esperanza, incluso esperanza
razonable y creadora, esperanza auténtica, por tanto, en
la conciencia de quien lo ingiere?
La primera de estas interrogaciones pone a la mente
ante una opción hoy por hoy rigurosamente transcientífi­
ca. Pocos pensadores niegan radicalidad a la diferencia
que en un orden puramente descriptivo separa la conduc­
ta del hombre de la conducta del animal. En cualquier
caso, Bloch no parece estar con ellos. Contraponiendo el
«impulso», movimiento psíquico genéricamente animal,
al «deseo», movimiento psíquico específicamente humano,
escribe: «E l animal se relaciona con el objetivo de sus
actos según sus ocasionales impulsos apetitivos, al paso
que el hombre lo imagina, además.» Algo análogo se lee
en su consideración del cuerpo — insuficiente, pienso—
como fundamento real de los impulsos: «E l hombre no
sólo conserva la mayor parte de los impulsos animales,
sino que produce otros, nuevos respecto de aquéllos; es
decir, que en él no sólo su cuerpo es susceptible de afec­
tos, también su yo.» Pues bien; ¿cómo en la evolución
215
de la realidad cósmica se ha producido tan tajante nove­
dad cualitativa?
Si se profesa el radical materialismo de la cosmología
marxista, sólo una respuesta cabe. En el curso de la
evolución del cosmos, y en virtud del dinamismo que en
sí y por sí misma posee la materia, ésta llega a adoptar
configuraciones o estructuras a las cuales pertenecen como
propiedades nuevas la conciencia de ser «yo», el deseo
imaginativo, la permanente insatisfacción con lo logrado
y su conversión en progreso histórico, la ordenación ra­
cional de los impulsos hacia la meta de una autoposesión
suficiente, la decisión libre ante las solicitaciones del mun­
do y todas las notas que, conexas con las mencionadas,
sean descriptivamente discernibles en la peculiaridad de
la conducta humana. Lo cual plantea al hombre de cien­
cia dos cuestiones complementarias, una de orden factual
y otra de orden intelectual. La primera: conocer de ma­
nera científica y suficiente cómo de hecho el animal ha
llegado a ser hombre; cuestión a la cual los paleontólogos
sólo nos dicen que entre las varias especies integrantes de
la familia de los «hominoideos», una de ellas, sin que
sepamos cómo y por qué, comenzó a tallar guijarros para
resolver el problema de su subsistencia, a transmitir tal
habilidad de generación en generación y a perfeccionar la
calidad y la eficacia del objeto con ella obtenido; con lo
cual esa especie convirtió la talla de guijarros en opera­
ción histórica, en genuina cultura (pebble culture). La
segunda: explicar de un modo a la vez racional y suficien­
te cómo de la estructura material que llamamos «vida
biológica», a la que como propiedades operativas perte­
necen los impulsos puramente animales, han podido sur­
gir las formas de la actividad y de la conducta que consi­
deramos específicamente humanas; o, lo que viene a ser
lo mismo, entender como actividades meramente estruc­
turales de la materia la inteligencia abstractiva y simbó­
lica, la génesis y la autoposesión de la propia intimidad,
el libre albedrío y la forzosidad de realizar la vida como
historia. No sé si algún materialista radical ha resuelto de
manera científica y filosóficamente satisfactoria esas dos
216
fundamentales cuestiones antropológicas. Bloch, desde
luego, no.
Actitud contrapuesta: la de aquellos que ante la faena
de entender las peculiaridades de la actividad y la con­
ducta del hombre afirman la rigurosa necesidad de admi­
tir en la realidad de éste la operación de un principio no
material, transmaterial, llámesele alma racional, espíritu
personal o como se quiera. Es el punto de vista en que de
manera constante, aun cuando en formas entre sí muy
dispares, se ha situado el pensamiento antropológico de
Occidente. No debo mostrar aquí los varios modos en
que hoy se explica el ejercicio de la libertad, la intelec­
ción abstractiva y simbólica y la creación histórica me­
diante esa idea somático-espiritual del ente a que llama­
mos hombre. Pero sea cualquiera la plausibilidad de cada
uno de ellos, algo puede y debe decirse de todos: que
ninguno resuelve de forma científica y filosóficamente
satisfactoria, por tanto conclusiva, el hecho de que la in­
gestión inconsciente de un determinado fármaco — esto
es, una modificación puramente material y físico-química
de nuestro cuerpo— suscite actos de intelección, de crea­
ción o de esperanza genuinamente «espirituales».
En suma: el problema del sujeto de la esperanza con­
duce a una opción más o menos susceptible de ser razona­
blemente razonada, si se me admite tan expresiva redun­
dancia, pero a la postre rigurosamente transracional y
transcientífica. A un lado, la visión del quién esperante
como un qué puramente material personalizado por evo­
lución homogénea, lo cual lleva consigo el irrealizable
empeño de mostrar que tal proceso es posible y ha sido
real. Al otro, la concepción de ese quién como un ente
somático-espiritual capaz de personalizar de manera real,
no sólo intencional, el qué de su materia propia y de la
materia cósmica, lo cual acarrea la no menos irrealizable
obligación de explicar racional y científicamente cómo el
dinamismo de la materia se relaciona con la actividad del
espíritu, y de tal manera que la esperanza del hombre sea
a un tiempo esperanza personal, esperanza humana in ge­
nere y esperanza del cosmos. Ante esa opción cabe abste­
nerse agnósticamente y, con desazón íntima o sin ella,

217
vivir por modo habitual en la penultimidad; mas también
cabe decidirse por uno de los dos términos que la inte­
gran. Así proceden el marxista y el cristiano; y en ambos
casos, esto es ahora lo importante, incitada por motiva­
ciones transracionales, en definitiva creenciales, la perso­
na que en un sentido o en otro se decide. Una misma
cosa, sin embargo, deberá hacer el optante: admitir que
el otro puede haber procedido como lo ha hecho en virtud
de consideraciones preambulares hasta cierto punto ra­
zonables, los praeambula fidei de su personal decisión, e
intentar mostrar que las razones de su actitud son capaces
de envolver satisfactoriamente, aunque no de anular, las
que su adversario tiene por válidas. «N o hay esperanza
sin razón», dice Bloch de la suya y de la de quienes soli­
dariamente la comparten; «vivid siempre dispuestos a
dar razón de vuestra esperanza a todo el que sobre ella os
pida explicación», advirtió San Pedro (I, 3, 15-16) a
cuantos entonces y en el futuro optasen por la concepción
cristiana de la esperanza. Que el marxista tenga por pu­
ramente natural la transracionalidad de su opción y que
el cristiano vea un momento formalmente sobrenatural
en el seno de la suya — al insondable enigma natural de
la relación entre el cuerpo y el espíritu se une ahora el
todavía más insondable misterio sobrenatural de la parti­
cipación de todas las criaturas en «la libertad gloriosa
de los hijos de Dios» (San Pablo, Rom., 8, 21)— , de
ningún modo invalida, creo yo, cuanto sobre el común
carácter transracional de sus respectivas opciones ha sido
dicho.
Reiteremos, pues, el enunciado de nuestro tema. En la
espera de la esperanza auténtica, ¿quién espera, quién es
el sujeto del acto de esperar? Después de todo lo expues­
to —después de asumido, por tanto, todo lo que a este
respecto encuentro asumible en Das Prinzip Hoffnung— ,
mi respuesta, en la que alcanzan cierto desarrollo asertos
sólo apuntados en La espera y la esperanza, se halla in­
tegrada por los tres siguientes puntos:
1. Espera en primer término y en su plena integridad
la realidad psicoorgànica que físicamente es la persona del
esperante: una conciencia capaz de formular preguntas,

2 18
ele forjar proyectos y de tomar decisiones hacia el futu­
ro; una subconsciencia en cuyo seno están operando los
impulsos de que se hablará más adelante; un cuerpo ma­
terial y funcionalmente ordenado a la actividad de esperar
.—sin mengua alguna de su unidad funcional, al contrario,
como especialización elpídica de ella— por un determina­
do sistema endocrino y neurofisiológico. Sobre lo que
acerca del tema podía decirse cuando mi libro fue escrito,
véase en las páginas precedentes el capítulo «Cuerpo y
espíritu en el acto de esperar». Los resultados experimen­
tales de K. H. Pribram y otros neurofisiólogos sobre los
«mecanismos go (¡adelante!) y slop (¡alto!)» de la conduc­
ta animal y humana — Languages of the Brain (1971)— ,
permiten advertir cómo la más actual investigación cientí­
fica va entendiendo el papel del cuerpo en la dinámica
real de la esperanza.
Como todos los órdenes de la realidad susceptibles de
experiencia sensible, éste de que ahora trato, la determi­
nación inmediata del sujeto de la esperanza humana, con
otras palabras, la estructura de la persona individual en
tanto que realidad esperante, puede y debe ser estudiado
científica y filosóficamente. La fisiología y la psicología
son las ciencias a que concierne la primera parte de ese
cometido. Pero cuando es consecuentemente fiel a sí
misma, la inteligencia del hombre exige también la inte­
rrogación filosófica, que en nuestro caso podría ser for­
mulada así: ¿cómo tiene que estar constituida la realidad
del hombre, en tanto que tal realidad, para que una de
sus actividades sea la de esperar como él espera? Interro­
gación cuya respuesta, sea cualquiera la antropología
filosófica que se profese, nos pondrá a la postre ante la
opción transracional anteriormente descrita.
2. Espera de manera mediata, y en tanto que especie
o género natural — la especie homo sapiens, en este caso
homo humane sperans, del género homo— , la humanidad
entera. Sin la profunda convicción de que realmente es
así, Bloch no hubiese escrito Das Prinzip Hoffnung; de
distinto modo afirman esta verdad varias de sus páginas,
y de tal convicción depende que el libro tenga, junto a
sus dimensiones teorética y estética, una no menos esen-

219
dal dimensión ético-política. Das Prinzip Hoffnung quie­
re ser de consuno, en efecto, una meditación, una obra
de arte y una arenga. Sin una convicdón semejante, no
hubiese escrito yo lo que acerca de la conexión entre el
«yo» y el «nosotros» en el acto de esperar contienen las
páginas precedentes. Expreso cuando el esperante cons­
cientemente trabaja o se sacrifica por la humanidad in
genere, tácito cuando sólo para sí mismo piensa esperar
— la «astucia de la esperanza» de que antes se habló— ,
en la realidad del sujeto que espera hay siempre un mo­
mento estructural específica o genéricamente humano.
Ahora bien: ¿qué estructura real posee ese momento
específico o genérico del quién de la esperanza? Pienso
que las ideas de X . Zubiri acerca de la socialidad de la
persona humana, tan bien desarrolladas por I. Ellacuría,
pueden ayudar muy eficazmente al recto planteamiento
y a la recta solución filosófica de ese problema. No es en
verdad nueva — concepto aristotélico del hombre como
zöon politikón, fundamentación de la antropología mar­
xiana sobre la noción de «ser genérico» (Gattungswesen),
referencia darwiniana de la socialidad del individuo hu­
mano al «instinto social» de los animales superiores, ulte­
rior explicación conductista (Thorndike, Watson, Skin­
ner) de la vida en sociedad— la metódica referencia de
la condición social del hombre a su constitutiva anima­
lidad; por tanto, a la básica pertenencia de todos los hu­
manos a un determinado phylum zoológico. Pero esta
evidente condición filática de los hombres no llegaría a
dar razón suficiente de la realidad que ahora nos ocupa,
la esencial implicación de la totalidad de la especie en el
sujeto de la esperanza humana, sin tener en cuenta las
innovadoras precisiones que Zubiri y Ellacuría han intro­
ducido en la conceptuación de aquélla. Varias cuestio­
nes sucesivas comprende el amplio sistema de tales nove­
dades: a) Estructura de la «unidad coherencia!» que da
fundamento a la especie biológica y del paso evolutivo
de una especie a otra, b) Estructura de la radical peculia­
ridad que posee la unidad coherencial de la especie huma­
na. c) Constitución de la «especie humana» como «socie­
dad» y conceptos que permiten entender la realidad de

220
ésta: alteridad individual y comunalidad biológica en la
relación social, en tanto que social; el «nexo social» y su
constitutiva «im-personalidad»; grados y modos en la im­
personalización de la vida en sociedad, d) De la sociedad
a la historia, e ) Persona y comunidad personal
Como el iceberg sólo muestra una mínima parte de la
masa de hielo a que pertenece, así el «yo» de cada hom­
bre respecto de la total realidad a que da expresión oca­
sional, consciente y operativa: yo pienso, yo ando, yo leo;
y no sólo porque en cada hombre haya un «inconsciente
individual» dotado de cierta estructura y cierta dinámica,
según el psicoanálisis de Freud, y un «inconsciente colec­
tivo» capaz de adoptar distintas formas simbólicas, según
el psicoanálisis de Jung, sino, ante todo, porque esa rea­
lidad subconsciente es, de uno o de otro modo, el todo
de lo real. «Y o espero», digo a alguien. Pues bien; si lo
digo con verdad y si mi esperanza es auténtica, en el
sujeto de ese acto se articulan: lo que entonces estoy
llamando «yo»; los varios «nosotros» parciales que en él
van implícitos — «tú y yo», «él, tú y yo», los grupos pro­
fesionales, asociativos o nacionales de que él, tú y yo sea­
mos miembros, nuestra clase social, etc.— ; el tácito y
abarcante «nosotros» que es la humanidad entera; y, en
definitiva, todo aquello a que yo tengo o puedo tener por
real. Yo espero, nosotros esperamos. Si pronuncio estos
asertos con verdad, y si mi esperanza es auténtica, en la
dimensión pan-humana del «nosotros» se funden unita­
riamente, aunque cada una con su propio y respectivo

1 Podrá verse un amplio y pormenorizado desarrollo de todas


estas cuestiones en el libro Filosofia de la historia, de I. Ella-
curía, cuya aparición es inminente. Enunciar y definir aquí la
copiosa serie de los conceptos zubirianos relacionados con el
tema — «unidad coherencial», «desgajamiento exigitivo», «libera­
ción», «subtensión dinámica», «esencia abierta», «animal de rea­
lidades», «haber humano» y «habitud humana», «alteridad» y
sus modos, «nexo social» y «cuerpo social», «dar de sí» de lo
real y sus distintas formas en el dinamismo ascendente de la
realidad, «cuasi-creación de posibilidades», «capacitación histó­
rica», etc.— y, por añadidura, los que a ellos ha incorporado
Ellacuría, sería a todas luces abusivo, si es que dejaba de ser
insuficiente.

221
dinamismo, la especie, la sociedad de todos los hombres
y la historia universal. Mi esperanza personal es a la vez
específica — por tanto, biológica— , social e histórica. En
tanto que histórica, mi esperanza lleva dentro de sí a la
sociedad y a la especie. En tanto que específica, mi espe­
ranza se formaliza social e históricamente. Con lo cual,
aunque desde presupuestos distintos, queda bastante más
explícita y articulada que en la construcción de Bloch la
condición planetaria del sujeto de la esperanza. O así
me lo parece.
3. Repitamos la interrogación inicial: en la espera
de la esperanza auténtica, ¿quién espera? Inmediatamen­
te, la entera realidad psicoorgànica del esperante. Media­
tamente, la humanidad entera. Ultimamente, el todo de
la realidad cósmica; por tanto, la materia del mundo, en
el sentido que a la palabra «materia» — dynamei on, «en­
te en potencia», posibilidad real— da Aristóteles, no
como mera masa sensible sometida a las leyes de la de­
terminación mecánica: léase en la segunda parte de Das
Prinzip Hoffnung el capítulo consagrado a los estratos de
la categoría «posibilidad». Espera en el esperante el todo
de lo real-material, porque al dinamismo evolutivo de la
materia pertenece la propiedad de engendrar estructuras
que exijan — aquí ya no Bloch, sino Zubiri— el modo
humano de esperar; que por tanto den lugar — aquí
Bloch, de nuevo— a que en el mundo surja la utopía
racional de un futuro plenificante; y esto, aunque el orga­
nismo humano sólo contenga, entre todos los elementos
químicos del cosmos, los pocos cuyas agrupaciones mo­
leculares son idóneas para el cumplimiento de la función
de vivir biológicamente. En esperanza y en realidad, la
materia se humaniza con la existencia del hombre.
No sólo por vía evolutiva llega a humanizarse la mate­
ria; también por vía operativa. Más concisamente: la
materia se humaniza en el hombre y por el hombre. Ante
todo, merced al trabajo humano. Siguiendo, desde luego,
a Marx, Bloch da nueva vigencia y vitalidad nueva a la
concepción marxiana del trabajo como supremo recurso
operativo para la humanización de la naturaleza. Convir­
tiendo el erial en viñedo o gobernando la energía atómi-

222
ca, el hombre — la humanidad, el «ser genérico» que es
el individuo humano— está demostrando por modo labo­
rioso la cósmica amplitud del «principio esperanza».
Y lo que el trabajo hace también lo hace el saber, aun­
que éste, como contradiciendo la famosa «tesis undécima
sobre Feuerbach», parezca no transformar la realidad del
mundo. Las observaciones de Hubble acerca del despla­
zamiento del espectro de las galaxias hacia el rojo, ¿qué
son, a la postre, sino saberes que dan «ser humanizado» a
la materia del cosmos? Cada vez con más radicalidad,
Copérnico, Shapley, Hubble y Baade han destituido al
hombre de su condición de centro astronómico del univer­
so; pero cada vez que una mente humana piensa en el
universo entero desde este excéntrico rinconcito de él
— como han hecho Einstein, de Sitter o Lemaître— , su
entera realidad material queda en cierto modo «centrada»
por aquélla y, por lo tanto, en cierto modo «humani­
zada».
La actitud de Bloch ante este problema, véase en dis­
tintos parajes de la cuarta parte de Das Prinzip Hoffnung,
muy especialmente en el apartado sobre la «relación co­
pernicana». Desde el punto de vista cristiano, siempre
darán que pensar al menesteroso de hacerlo dos impor­
tantes textos incoativos. Uno neotestamentario, el de San
Pablo antes aludido: «L a ansiosa expectación de la crea­
ción entera está esperando la manifestación de los hijos
de Dios; porque las criaturas están sujetas a la vanidad,
no de grado, sino a causa de quien las sujeta, con la espe­
ranza de que también ellas serán liberadas de la servi­
dumbre a la corrupción, para participar en la libertad de
la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que, hasta
ahora, la creación entera gime y siente dolores de parto»
(Rom., 8, 19-22). Otro tradicional, la sentencia del Seudo-
Aeropagita según la cual «es la ley de la divinidad que las
obras inferiores (la materia cósmica) sean conducidas ha­
cia las supremas (Dios) a través de las medias (los hom­
bres)». La evolución del cosmos, el trabajo y el saber
serían los caminos reales de aquella «liberación» y de este
«ascenso».
B. Qué es lo que hace esperar. Basta proponerse esta

223
cuestión para responder que en la motivación de la espe­
ranza humana se articulan entre sí una impulsión y uta
atracción, algo que nos impele a esperar y algo que como
deseable posibilidad de nuestra existencia nos incita y
atrae al ejercicio de esperarlo.
Por lo que toca al momento impulsivo de la esperanza,
Bloch distingue muy finamente entre la «pulsión radical»
del vivir (Drang), la manifestación de ella como «aspira­
ción» (Streben), el sentimiento subjetivo de la aspiración
o «anhelo» (Sehnen), las varias orientaciones de éste, pan,
sexo o poderío, por tanto los «impulsos» o «instintos»
cardinales (Triebe), y la proyección desiderativa de éstos
hacia un objetivo concreto, el «deseo» (Wunsch). El
cuerpo es el fundamento y el campo de esta sucesiva crea­
ción vivencial y operativa del élan vital, digámoslo berg-
sonianamente, propio de la realidad humana y radical
de ella.
La interpretación que de la realidad psicológica de los
impusos cardinales ha dado la psicología profunda
— Freud, Adler, Jung— no satisface a Bloch, y no sólo
por consideraciones puramente antropológicas, también
por motivos de carácter histórico-social. El polemista re­
volucionario no vacila en llamar «pequeño-burgués» a
Freud, «capitalista» e «imperialista» a Adler y «furibun­
do fascista» a Jung. Pero más que tales dicterios, en cuyo
análisis no puedo ahora entrar, nos importa el funda­
mento de esa dura actitud de repulsa. Tres son sus prin­
cipales razones:
1. Sea entendido como libido, a la manera de Freud,
como impulso de poderío, a la de Adler, o como incons­
ciente colectivo, a la de Jung, el fondo de la vida y el
alma del hombre que describe la psicología profunda no
deja lugar a la novedad biográfica e histórica; más aún,
excluye a radice las categorías «frente» y «novum», tan
rigurosamente esenciales en la realidad y en la teoría de
la esperanza. La sublimación de que habla el psicoanálisis
freudiano, valga este ejemplo, no trae consigo novedad,
porque no pasa de ser transformación de la libido.
2. La psicología profunda al uso considera entre los
impulsos fundamentales o la libido, o el apetito de poder,

224
nunca — o apenas— el hambre, no obstante la hondura
y primariedad de este aguijón en la realidad y en la di­
námica de la vida. No deja de ser curiosa la coincidencia,
a este respecto, entre Bloch y Marañón. «Muy poco, de­
masiado poco se ha hablado hasta ahora del hambre», es­
cribe aquél. «E s curioso observar la escasez de la biblio­
grafía sobre el hambre», había dicho poco antes nuestro
gran médico («L a regulación hormonal del hambre»,
1937) 2. Lo cual conduce irremisiblemente al desconoci­
miento o a la subestimación del más básico y — entre el
pueblo— más nombrado de los instintos, el de conser­
vación.
3. Tanto Freud, como Adler y como Jung, dan carác­
ter absoluto a sus respectivos puntos de vista interpreta­
tivos y desconocen la variación material y formal que los
impulsos fundamentales del hombre experimentan con
las condiciones económico-sociales del sujeto y de la si­
tuación en que existe, y por tanto con el transcurso de
la historia. «N i la hipocresía sexual, ni la libido — escribe
certeramente Bloch— , ocupan en el proletariado tanto lu­
gar como suponía ab orìgine el psicoanálisis vienés. El
hambre y las preocupaciones conexas con ella angostan la
libido en la clase inferior; entre sus hombres hay menos
2 No resisto la tentación de copiar un sabroso y significa­
tivo texto de Bloch: «Cómo conseguir el alimento era para Freud
y sus clientes una de las preocupaciones más carentes de funda­
mento. El médico psicoanalista y su paciente proceden de una
clase media que, por lo menos hasta hace poco, apenas tenía
por qué preocuparse por su estómago. E s cierto que cuando
la Viena de Freud perdió un poco de su despreocupación, se
abrieron consultorios psicoanalíticos para suicidas frustados, en
los que había ocasión de trabar conocimiento con instintos si­
tuados debajo de la libido; porque más del noventa por ciento
de los suicidios tienen como causa la necesidad económica, y
sólo el resto desilusiones amorosas, por lo demás irreprimidas.
No obstante, en la Viena proletarizada podía verse en los mu­
ros de los consultorios psicoanalíticos la siguiente advertencia:
’’Aquí no se tratan problemas económicos o sociales...” E l psico­
análisis ignora así el aguijón del hambre, lo mismo que la hipo­
cresía de la buena sociedad ignora la libido.» Por mi parte,
varias veces he contrapuesto entre sí las «neurosis burguesas»
que trataba Freud en la Berggasse y las «histerias proletarias»
que Charcot veía en la Salpêtrière.

2 25
15
dolencias elegantes, y la enfermedad tiene una causa más
tangible, más sencillamente dominable. Los conflictos
neuróticos del proletariado no consisten desgraciadamen­
te en cosas tan elevadas como ” la fijación de la libido
en ciertas zonas erógenas” (Freud), o ’’una mala adapta­
ción de la máscara del carácter” (Adler) o ”la regresión
incompleta a las épocas primigenias” (Jung); la angustia
ante el paro es también, y de grave manera, un complejo
de castración.» Hace ya muchos atóos («L a obra de Segis­
mundo Freud», 1943), propuse yo la tesis de la «trans­
mutabilidad de los instintos»: el prevalente o absorbente
interés de un hombre por un determinado campo instin­
tivo — sea vocacional o forzada tal preferencia— da lugar
a que se polarice hacia él, adoptando el contenido y la
forma que a él correspondan, la radical y aún no diversi­
ficada energía instintiva. En cierta medida, al menos, el
avaro realiza como cupiditas possidendi lo que de otro
modo sería energía erótica, y el ambicioso de poder como
cupiditas dominandi, y el menesteroso de alimento como
cupiditas edendi. Sin tal posibilidad psicològica no sería
posible, pienso, esa aguda y tajante observación de Bloch,
que con tanta razón transporta al mundo histórico-social
la transmutación de los instintos apuntada por mí. Mí­
dase según este dato la complacencia con que he leído sus
reflexiones sobre los «cambios históricos de los impulsos,
comprendido el de la conservación».
Aun cuando posea indudable fundamento real, tengo
por desmedida la beligerante, agresiva actitud de Bloch
frente a Freud, Adler y Jung. Que cada uno de ellos yerre
aplicando la nociva fórmula «Esto no es más q u e...» a
sus particulares interpretaciones — el reduccionismo inte­
lectual, mal du siècle— , no priva a éstas de alguna ver­
dad, más aún, de alguna importante verdad. Pero el ner­
vio de la actitud bloquiana ante la psicología profunda, la
tesis de que es preciso elaborar una doctrina intelectual­
mente antropológica e integralmente histórico-social de la
vida instintiva del hombre, me parece tan acertada como
oportuna, si de veras quiere entenderse lo que en la exis­
tencia personal y en la existencia colectiva e histórica del
individuo humano es la esperanza. En cualquier caso, la

226
cabal intelección del momento impulsivo en la estructura
de «lo que nos hace esperar» debe extender su exigencia
desde el dominio de la psicología profunda clásica o tópi­
ca al dominio de la neurofisiologia y la endocrinofisiolo-
gía. Con la vivencia y la conducta de la impulsión elpídica
se entrama unitariamente la estructura morfológico-fun-
cional de nuestro organismo. A lo dicho sobre el tema en
páginas precedentes, únase — a título de ejemplo indica­
tivo— lo que se expone y se menciona en el libro de
K. H. Pribram antes mencionado y en el de J . Rof Car-
bailo Biología y Psicoanálisis (1972). Sin este componen­
te antropológico, el fundamento científico de Das Prin­
zip Hoffnung queda notoriamente cojo.
Demos ahora un paso más. El impulso no se transfor­
maría en deseo, y por tanto en esperanza, si la concreta
realidad sobre que se proyecta — alimento y situación que
lo garantice, objeto sexual, posibilidad de mando o de
eminencia, con el contexto social a ella correspondiente,
parcela del cosmos o de la sociedad mejorable por obra
de la creación y el trabajo— no fuese atractiva para el
que, deseándola, espera algo para sí y de ella. Pues bien:
¿qué es lo que realmente sucede en el hombre y en el
mundo cuando se produce un deseo esperanzado, y cuán­
do es verdaderamente humana, por tanto auténtica, la es­
peranza contenida en él?
La respuesta de Bloch puede ser explanada en los tres
siguientes puntos:
1. Para que se convierta en deseo esperanzado, en el
seno del impulso de que se trate — hambre, libido, afán
de poderío— tiene que operar el que Bloch llama «impul­
so de la autoampliación hacia adelante» o, más concisa­
mente, el «impulso de ser más», según una fórmula ex­
presiva varias veces usada por mí; impulso presente en
todos los hombres, pero más vigoroso en unos que en
otros. Un temple fundamental del ánimo y de la conducta,
la «espera activa», es su consecuencia inmediata; la cual
puede y debe transformarse — cuando «el hambre se
trueca en fuerza explosiva contra la prisión de la mise­
ria», dice Bloch— en genuino «interés revolucionario».
2. La formalización del impulso como deseo activo

227
exige que el sujeto imagine creadora y utópicamente
— por consiguiente, según las tres categorías básicas del
optimismo militante ante la posibilidad real: «frente»,
«novum» y «ultimum»— lo que de nuevo y satisfactorio
pueda tener aquello cuya imagen futura atrae y la vía por
la cual tal novedad y tal satisfacción pueden ser alcan­
zadas.
3. De este modo actúa la «conciencia anticipadora»
y se constituye la forma primaria de utopía: el «ensueño
diurno» (Tagtraum), con sus cuatro caracteres cardina­
les, la «vía libre» (freie Fahrt) o conciencia de la libertad
para concebirlo, el «ego sostenido» (erhaltenes Ego) o
indemne permanencia de la identidad psicológica de la
propia persona, la «mejora del mundo» (Weltbesserung),
porque hacia ella aspiran siempre las aspiraciones de la
imaginación vigil, y el «viaje hasta el término» (Fahrt ans
Ende), porque sólo con la plenitud puede contentarse el
anhelo de que originariamente proceden. «Cuanto más
intensa es la mirada hacia adelante — escribe Bloch— ,
más claramente consciente se hace. En esta mirada, ei
ensueño quiere ser absolutamente darò, y el presenti­
miento, en tanto que certero, lúcido. Sólo cuando la ra­
zón empieza a hablar, sólo entonces comienza a florecer
de nuevo la esperanza sin falsía. El mismo todavía-no-
consciente tiene que ser consciente en su actualizadón, y
su contenido, sabido; aquí como aurora, allí como aurora!.
Con lo cual se alcanza el punto donde la esperanza, este
peculiar afecto de la espera en el ensueño hacia adelante,
no aparece ya como simple y ocasional movimiento aní­
mico del sujeto, sino, de manera consciente-sabida, como
función utópica.»
Frente a esta fuerte construcdón descriptiva y con­
ceptual de Bloch se podrá disentir, sin duda, en cuanto
al término a que pueden conducir d ensueño, la utopía
y la esperanza; término que para él es la «patria» anun­
ciada por Marx y tan expresamente nombrada por él como
última palabra de Das Prinzip Hoffnung; pero sólo en
esto. En lo que a mí toca, no será difícil advertirlo
cotejándola con la que expuse en La espera y la esperan­
za y las páginas precedentes reproducen. Aquiescencia y

228
reservas que nos llevan de la mano al ultimo apartado de
nuestra reflexión.
C. Qué se espera. Asumida en la realidad personal y
psicoorgànica del esperante, toda la realidad espera; y
espera, porque en el esperante hay algo que le impele a
tal actividad, una pulsión de la vida inconsciente que
tiende a ser utopía racional, y porque fuera de él descu­
bre una posibilidad real que le atrae con especial fuerza,
un incitante «todavía-no» que puede convertirse en «ya».
Pues bien: mediante esa concatenación de operaciones
—neurofisiológicas, endocrinológicas, imaginativas, crea­
doras, transformadoras y laboriosas— , ¿qué es lo que el
esperante espera, cuándo en verdad es racional y humana
la esperanza?
En el apartado que sobre el objeto de la esperanza
aontienen las páginas precedentes aparecen varias res­
puestas, todas ellas equivalentes entre sí: ese hombre
espera a la vez «algo» y «todo»; espera la felicidad; es­
pera un bien que para él sea «sumo bien»; espera, según
la apretada expresión de San Pablo, omnia in omnibus,
«todo en todo», comenzando, claro es, por él mismo, por
su propia deficiente realidad. Asertos con los cuales, estoy
seguro, se hallaría de acuerdo Bloch. Pero precisamente
con su enunciación comienzan los verdaderos problemas.
Un estado de la existencia en el cual se dé cuanto acabo
de nombrar, ¿es en verdad posible? Y si en verdad es
posible, ¿es pensable? Y si en verdad es posible y pen­
sable, ¿es alcanzable? Y suponiendo que lo sea, ¿cómo
el hombre puede alcanzarlo?
En dos partes se divide la actual humanidad filosofan­
te — y por tácita extensión, la no filosofante— ante esa
inquietadora ráfaga de preguntas. Para una de ellas, la
cuestión del sumo bien sería ociosa o absurda; en afir­
marlo así coinciden los positivistas, los existencialistas
ateos y los agnósticos, cualquiera que sea su personal
manera de serlo. Para la otra, en cambio, el sumo bien
es una posibilidad real de la existencia humana; por tan­
to, pensable y alcanzable; en definitiva, merecedora y
exigente de esperanza. Tal es la actitud de los cristianos y
229
de los marxistas; y, como es obvio, a ella pertenece
Bloch.
En el curso de una conversación social instaron al filó­
sofo a resumir en una breve frase el nervio de su doctri­
na, y él respondió: «S no es todavía F .» Es decir: «Lo
que se predica (P) de un sujeto (S) no es todavía.» O sea:
«L a realidad del mundo es el proceso desde el no-ser-
todavía hacia el ser.» Lo cual, cuando se trata del sujeto
por excelencia, del hombre en tanto que hombre, plan­
tea la cuestión de lo que su vida y su naturaleza serán
cuando en su existencia real S haya llegado a ser P. Por
tanto, la cuestión del sumo bien y del camino hacia su
logro.
Todo un capítulo de la quinta parte de Das Prinzip
Hoffnung — «E l contenido último del deseo y el sumo
bien»— se halla consagrado a discutir fluvial, teorética
y metafóricamente, esto es, more blochiano, el problema
filosófico e histórico del summum bonum. Este es, por
lo pronto, un ideal: «Cuando el objetivo (de lo que se
quiere) no sólo contiene algo merecedor de deseo o de
aspiración, sino lo absolutamente perfecto, ese término
se llama ideal»; y a diferencia de los arquetipos, los idea­
les se ordenan escalarmente hacia el sumo bien: «No
hay hasta ahora una determinación y una tabla de los
arquetipos, pero sí, y varias, de los ideales; los cuales
llegan hacia abajo hasta términos como mujer de su casa
ideal, barítono wagneriano ideal y otros semejantes, y
hacia arriba hasta el ideal del sumo bien.» El sumo bien
ha ido adoptando figuras diversas en el transcurso de la
historia; pero en todo caso muestra tres notas esenciales,
la «perduración», la «unidad» y la «ultimidad del fin».
¿Cuál es, cómo es para el filósofo y el hombre Ernst
Bloch la realidad factual que dará contenido y estructura
a su personal idea del sumo bien? Dos son, como sabe*-
mos, los tiempos de su respuesta. El primero es ortodo­
xamente marxista. «E l hombre — dice en su integridad un
texto parcialmente transcrito en páginas anteriores— vive
todavía y por doquier en la prehistoria... La génesis real
no está, sin embargo, en el comienzo, sino en el fin, y
sólo se inicia cuando la sociedad y la existencia llegan a

230
ser radicales, esto es, cuando se atienen a la razón. Ahora
bien: la raíz de la historia es el hombre que trabaja y
crea, que transforma y rebasa todo aquello con que ha
de habérselas. Tan pronto como el hombre se haya
comprendido y haya fundado lo suyo, sin enajenación ni
alienación, en una democracia real, entonces surgirá en el
mundo algo que se nos aparece a todos en la niñez y en
donde nadie estuvo todavía: patria.» El segundo es, si se
me permite la expresión, incoativamente transmarxista:
aquel en que Bloch especula acerca de lo que la vivencia
del tedio y la inexorabilidad de la muerte pueden ser en
la «patria» así concebida y esperada.
Otra interrogación surge al punto: ¿cómo el filósofo
Bloch sabe que el sumo bien será así y que hacia esa
meta conduce la transformación marxista-revolucionaria
del mundo? Este saber suyo, ¿es el resultado de una
inferencia rigurosamente racional, sólo basada en lo que
es el hombre y ha sido la historia? En modo alguno. Tal
actitud ante el sumo bien es, desde luego, «razonable»,
susceptible de ser presentada ante la razón de manera más
o menos suasoria, pero no enteramente «racional», no
reducible a una serie de proposiciones y conclusiones que
la razón tenga que admitir con la misma certidumbre con
que admite que el hecho histórico llamado «Revolución
Industrial» dio lugar — tuvo que dar lugar, dirá la dia­
léctica marxista— al hecho histórico llamado «capitalis­
mo». Con otras palabras: como la adopción de la pauta
marxista o de la pauta cristiana para entender la conver­
sión de la esperanza animal en esperanza humana, tam­
bién la adopción del modo marxista o del modo cristiano
para dar razón suficiente del sumo bien es el resultado de
una opción transracional; más precisamente, de una op­
ción trina, transracional en los tres momentos que esen­
cialmente la integran. En otro caso, la novedad del no­
vum, en tanto que categoría principal de lo históricamente
esperable, no poseería la radicalidad que por esencia
posee.
Un bien real y verdaderamente sumo, supremo, ¿es
posible para el hombre? Si efectivamente es posible,
¿puede ser alcanzado sobre la tierra y en el curso de la
231
historia, como etapa final de ésta? La nuda realidad natu­
ral del hombre, ¿es por sí sola capaz de alcanzar un bien
que para él sea sumo?
Ante la primera de tales interrogaciones caben, por
supuesto, la abstención o la negativa. Se abstendrán ante
ella quienes, por la razón que sea, no se sientan capaces
de arrostrar el «bello riesgo de creer» de que habló Pla­
tón. La negarán quienes, también por la razón que sea,
piensen que a la miserable e insaciable naturaleza del
hombre no le está dada la posibilidad de lograr en nin­
gún momento todo lo que el ser humano desea. Pero ese
«pensar», ¿no lleva en su fondo un «creer» transracio­
nal, la convicción pesimista de que el hombre está con­
denado a no ser sino el hombre que ahora es, y a serlo
perecedera y dolorosamente? Así, valgan ambos como
ejemplo, Schopenhauer y E. von Hartmann. Frente a los
que se abstienen y a los que deniegan levantan su pre­
tensión los que afirman: aquellos para los cuales el sumo
bien, además de ser realmente posible, es realmente al-
canzable. Tratemos de entenderles.
Cediendo una vez más a la seducción del mito clásico,
tres actitudes cardinales pueden ser deslindadas en el
diverso conjunto que forman quienes admiten la posibi­
lidad real del sumo bien: la «actitud Narciso», la «actitud
Prometeo» y la «actitud Pigmalión».
No me parece impertinente personificar en Feuerbach
la «actitud Narciso» ante la consecución y la posesión del
sumo bien. Mirándose en el espejo del agua, Narciso dice
para sí: «Por ser lo que soy, merezco todo lo que nece­
sito.» Contemplando y sintiendo su anhelante realidad de
hombre, postulando una existencia colectiva que sea co­
munidad de amor con los demás, secularizando y atei-
zando, en definitiva, la mística pietista, como tan clara­
mente ha demostrado R. Lorenz, Feuerbach viene a decir:
«Por ser los hombres lo que somos, por aspirar los hom­
bres a lo que aspiramos, en nosotros se está haciendo
presente y real eso a que tradicionalmente se ha dado
el nombre de Divinidad.» De ahí que la secularización de
la escatologia cristiana no sea problema para Feuerbach,
232
como — tácitamente, al menos— va a serlo para Marx.
Feuerbach, Narciso de la nuda condición humana.
Una explícita sentencia del propio Marx hizo de Pro­
meteo símbolo y patrono de la utopía marxista. Prometeo,
en efecto, es el titán en cuya figura se hacen mito ejem­
plar la osadía, el esfuerzo laborioso y el denuedo del
hombre; es, con otras palabras, el ente de ficción que hace
inútiles a los dioses, porque permite a los mortales utili­
zar por sí solos lo que hasta entonces parecía ser patri­
monio exclusivo de Zeus, y muestra así a la humanidad
todo lo que con su inteligencia, su voluntad revoluciona­
ria y su trabajo puede por sí misma alcanzar. «Tanto
por ser lo que soy como por hacer lo que hago, merezco
y voy a lograr todo lo que necesito»; tal es la prometeica
declaración de principios del hombre marxista y, en con­
secuencia, la clave de su idea del sumo bien, entendido
éste como definitiva posesión intramundana de la integri­
dad de nuestra naturaleza genérica. Marx, en suma, trans­
porta la escatologia a la historia, y la concibe como la
etapa final y suprema de la existencia del hombre sobre
la tierra; un sumo bien cuya consecución, contra lo que
habían afirmado los escolásticos, no exige la intervención
de una virtus ajena a la humana y superior a ella. Tal es
la clave de la esperanza implícita en la «actitud Pro­
meteo».
El presupuesto antropológico de la concepción cristiana
del sumo bien puede tener un claro símbolo helénico en
la que antes he llamado «actitud Pigmalión». Poniendo
a contribución todo su arte — toda su capacidad para
humanizar bellamente la naturaleza, diría un marxista— ,
el escultor chipriota de ese nombre ha conseguido tallar
en marfil un bellísimo cuerpo femenino. Tan hermoso lo
encuentra, que se enamora de él y hace ilusión máxima de
su vida la perspectiva de verle trocado en mujer de carne
y hueso; pretensión, que, naturalmente, rebasa con mu­
cho las posibilidades de su humana condición. Hasta que
un buen día Afrodita, conmovida por tanto amor, pone
su divino poder en juego y convierte a la estatua en la
viviente y amante Galatea que dará esposa y felicidad al
escultor. Happy end perfecto. «Necesitaba y al fin he

233
tenido más de lo que yo merecía», pudo pensar Pigma-
lión; porque por grandes que fuesen los merecimientos
de su arte y su trabajo, quedaban muy por debajo de lo
que a cambio de ellos pretendía y obtuvo.
Pasemos ahora del mito a la realidad por él simboli­
zada. «Actitud Prometeo»: la propia de quienes, como
Carlos Marx y Ernst Bloch, piensan que el sumo bien del
hombre puede ser alcanzado en la tierra mediante el es­
fuerzo racional y transformador que exigen, juntos entre
sí, la revolución socialista y el trabajo no alienante.
Ahora bien: ese «pensar», ¿no es, en rigor, la forma dis­
cursiva de un «creer» anterior a él? Sin duda. La fría
observación de lo que en sí mismos son el hombre y la
historia y la inferencia puramente racional de lo que en
el futuro puedan ser la vida y la naturaleza de la huma­
nidad no permiten concluir con certidumbre el adveni­
miento de ese «reino de la identidad», esa «patria» ven­
turosa y definitiva que Marx y Bloch anuncian. Dar por
cierto tal advenimiento es el término de una opción trans­
racional, condicionada o favorecida, desde luego, por to­
dos los praeambula rationalia que cada optante — cada
creyente— pueda en su caso aducir, pero en modo algu­
no determinada necesariamente por ellos. Si la meta de
una utopía histórica es siempre un novum ajeno a las
prodiciones de la razón científica, tanto más lo será el
novum último y supremo que traería consigo, si realmen­
te se produjera, ese irrebasable estado final de la histo­
ria. «Actitud Pigmalión»: la que comúnmente adoptan
cuantos esperan el sumo bien más allá del tiempo histó­
rico, por tanto en una situación escatològica y extramun­
dana de la humanidad, y merced a la intervención de un
poder esencialmente superior a las posibilidades de nues­
tra naturaleza. Es, por supuesto, la actitud de los cris­
tianos. Ahora el carácter transracional de la opción se
hace patente — para el cristiano, la resurrectio mortuorum
y la vita venturi saeculi no son objeto de inferencia ra­
cional, sino de creencia— , y la novedad del evento espe­
rado excede por modo absoluto la capacidad de la imagi­
nación del hombre, aún cuando su inteligencia juzgue que
ese evento es posible, pensable y razonable. Los praeam-

234
bula rationalia de la opción transracional son ahora — ya
formalmente— praeambula fidei.
¿Cuál es, pues, el objeto de la esperanza humana?
¿Qué es lo que el hombre espera, cuando es auténtica
su esperanza? En cuatro puntos debe ser ordenada la
respuesta. 1. Espera, por supuesto, los bienes particulares
que sus proyectos y sus acciones vayan logrando para él
y para los demás. Hasta los más atenidos al límite de sus
previsiones personales — por ejemplo, el investigador que
cierra sus ojos a todo lo que no sea el estricto campo de
su trabajo— y hasta los más radicales doctrinarios de la
desesperación o la desesperanza — por ejemplo, un leo­
pardiano o un sartriano enteramente fíeles a la letra de
sus respectivos maestros— aceptarán sin reserva este ele­
mental aserto. 2. Espera asimismo — al menos, si es per­
sona culta— cierto progreso de la humanidad en el curso
de su realización sobre la tierra, e incluso el acceso de la
naturaleza humana a modos de ser notoriamente superio­
res al actual. Comparando la vida histórica de nuestro
siglo con la de quienes levantaron las pirámides de Gi-
zeh, y poniendo en contraste el estado presente de la
«naturaleza humana» con el de esa «naturaleza» en los
homines anteriores al sapiens, es imposible no admitirlo
así; y si alguien niega o desconoce la esperabilidad de
dichos eventos, por fuerza habrá que admitir la «astucia
de la esperanza» de que antes se habló. 3. Si es marxista,
ese hombre — apoyado, aunque él lo desconozca o lo nie­
gue, en una creencia, bien que secular e intramundana—
esperará por añadidura un estado final de la humanidad
en el cual ésta, sin necesidad de que intervenga una virtus
ajena a su naturaleza, habrá por sí misma alcanzado todo
lo que para ella puede ser el sumo bien. 4. Si, en fin, ese
hombre es cristiano, esperará un modo de ser trascen­
dente al mundo visible y ulterior al tiempo histórico, en
el cual, por obra de una virtus divina y gratuita, y bajo
forma de «resurrección de la carne» y «vida bienaven­
turada», podrá conseguir la «total y acabada posesión
de una vida interminable» a que trató de dar expresión
definitoria la tan repetida fórmula de Boecio.
Implícito y explícito en el bien particular que consti­

235
tuye el objeto próximo de todo acto de esperanza, el hom­
bre que trabaja, crea y ama está esperando, con la perfec­
ción creciente de su estricta realidad personal, un cons­
tante «ser más» de la humanidad in genere, un ascenso
de ésta en el nivel biológico, el ejercicio viviente y la
libre autoposesión de su naturaleza, y por consiguiente
en la humanización de la naturaleza entera. Lo cual, si en
su intimidad se resuelve a examinar con lucidez el fondo
secreto de su esperanza — si sabe racionalizar con hondu­
ra el núcleo utopizante de su ser, diría Bloch— le pondrá
en el trance de saltar transracionalmente del orden del
pensar al orden del creer, según una de las tres siguien­
tes posibilidades cardinales: creer que la esperanza de un
sumo bien es absurda u ociosa; creer que la humanidad
puede por sí misma conquistarlo en este mundo; creer
que sólo extramundana y sobrenaturalmente es posible
para el hombre conseguir un bien al cual en verdad que­
pa llamar «sumo». En la actual situación histórica de la
especie humana, así se presenta y así es entendido el
objeto de la esperanza.
D. Hace unos años me visitó un joven doctorando
alemán, el berlinés Günther Trapp. Era propósito suyo
habilitarse en Filosofía, y su más directo maestro le pro­
puso como tema un estudio complementario — si fuese
posible, integrador— de dos libros consagrados al estudio
de la esperanza: el mío y Das Prinzip Hoffnung. El joven
Trapp, tan laborioso y concienzudo como inteligente y
entusiasta, aprendió el suficiente castellano para leer mi
libro, y se metió en faena pensando que la doctrina de
Bloch sería «terrena» e «histórica», y la mía más bien
«espiritualista» y «religiosa». Sobre esto quería inte­
rrogarme.
En sustancia, yo le respondí: l.° Que en modo alguno
es «espiritualista» — al menos, en el sentido que, por
oposición a «materialista», suele darse a ese término—
mi personal concepción de la esperanza. Con acierto o sin
él, mis consideraciones acerca de ella tienen como punto
de partida la condición somática del hombre y, por con­
siguiente, la estructura y las exigencias del cuerpo huma­
no. 2.° Que a mi modo de ver no es procedente la contra­
236
posición de una actitud «religiosa» y otra «Ultramunda­
na» en la concepción de la esperanza, por lo menos si la
religiosidad de que se trata es la cristiana. En primer
término, porque en la idea cristiana de la esperanza es
esencial la relación entre el hombre y el mundo. En se­
gundo, porque la esperanza intramundana puede ser y es
a veces esencialmente religiosa. Lo que concede genérica
condición religiosa a la esperanza del hombre es, en efec­
to, el hecho de que el objeto material del esperar, cuando
éste se radicaliza, sea un bien total y absoluto, un «sumo
bien», aunque, como es el caso en cuantos esperan un
plenificante estado final de la historia, el sumo bien pa­
rezca ser puramente terrenal e histórico. Lo cual obliga a
plantearse el problema de si el materialismo marxista,
más precisamente, lo que en el materialismo marxista es
moral, creencia y metafísica, no será, antes que un ateís­
mo, como suelen decir quienes lo profesan, una concep­
ción monista y panteista de la realidad, un panteísmo de
la materia como inagotable fuente de posibilidades.
3.° Que frente a la doctrina de Bloch, como frente a
cualquier otra medianamente seria, mi actitud no quiere
ser y no es la simple oposición excluyeme, ni siquiera un
eclecticismo complementador, sino, si a tanto llego, la
asunción y el envolvimiento. Más que desconocedor del
marxismo y más que antimarxista, yo quisiera ser, tanto
en mi conducta como en mi pensamiento, circun-marxista
y trans-marxista, hombre que procura envolver y asumir
las aportaciones positivas del marxismo en una concep­
ción de la realidad más amplia y menos doctrinaria que
el materialismo dialéctico — ortodoxo, leninista, revisio­
nista o evolutivo— de los seguidores de Marx.
De estos tres puntos principales de mi respuesta al
amistoso interrogatorio de Günther Trapp son oportuno
desarrollo las páginas precedentes. Das Prinzip Hoffnung
me ha permitido enriquecer y ampliar notablemente los
sumarios apuntes que sobre la historiología y la sociolo­
gía del esperar humano consigné en La espera y la espe­
ranza; pero la consideración estrictamente antropológica
del acto de esperar era harto insuficiente en el magno
libro de Bloch, y acaso mis reflexiones de hace veintidós

237
años puedan ser útiles para un adecuado remedio de esa
insuficiencia. ¿Debe concluirse, según esto, que el conte­
nido del actual epílogo es el esbozo de una teoría total
y unitaria de la esperanza, una construcción susceptible
de ser aceptada por cualquier hombre? En modo alguno.
Ante todo, porque dicho esbozo debe ser actualizado se­
gún lo que la reciente investigación antropológica nos
viene enseñando acerca de la actividad de esperar, y por­
que el contenido de los varios momentos de aquel ensayo
mío (proyecto, pregunta, creencia, creación, etc.) puede
ser ampliado en riqueza y en profundidad, acaso rectifi­
cado. Mas también, y muy principalmente, porque lo que
ahora yo me he propuesto mostrar es que sobre la base
de un amplio fundamento común, a la vez antropológico,
sociológico, historiológico y ético, mi idea de la esperanza
y la idea bloquiana del Prinzip Hoffnung son dos opcio­
nes que deben cooperar intelectual y socialmente entre
sí, no obstante su radical diferencia, para que la justicia
prospere en el mundo. Algo habré de decir más adelante
acerca de tan ineludible cooperación.

II. Esperanza, promesa y escatologia:


Moltmann

La esperanza escatològica pertenece esencialmente a la


realidad misma de la vida cristiana. Nada más obvio. Pero
tal esperanza, ¿ha sido siempre igualmente valorada e
igualmente concebida por quienes la profesaban?
Hace varios decenios, recogiendo ingeniosa y aguda­
mente el sentir de una larga época, entonces en trance
de mutación, escribió Eugenio d’Ors: «L a esperanza es
la virtud — entre las teologales, ya se entiende— que
tiene peor prensa.» Era verdad. Con dos fortísimos apo­
yos, la rotunda afirmación de San Pablo — «Quedan aho­
ra la fe, la esperanza y la caridad, las tres; pero, de ellas,
la caridad es la primera» (I Cor., 13, 13)— y el Deus
caritas est, de San Juan (I Jn., 16), la caridad en todo mo­
mento ha podido afirmar su bien justificada primacía. Por
otra parte, las dos máximas vicisitudes en la historia de

238
la religiosidad del mundo moderno, la reforma protestan­
te y la secularización de la vida, ésta con la descreencia
como causa o como secuela, pusieron a la fe en el pri­
mer plano de la preocupación. Con lo cual la esperanza
del cristiano, tan viva en las iglesias primitivas y en la
Edad Media, tan ingenua y vigorosamente sentida, toda­
vía en el siglo xvi, por hombres como fray Luis de Gra­
nada, fray Luis de León y los místicos españoles, quedó
en ser «virtud de postrimerías», si vale decirlo así: páli­
da y ocasional imaginación del otro mundo o inconsisten­
te y esporádico pensamiento acerca de él, durante el
transcurso de la vida ordinaria, y crispación confiada o
temerosa ante el más allá, cuando parecía próxima la
hora de enfrentarse con éste. Véase con tal óptica inter­
pretativa «L a última comunión de San José de Cala-
sanz», el famoso cuadro de Goya, y se tendrá ante los
ojos un patético testimonio de lo que ahora digo.
A la habitual infraestimación de la esperanza escato­
lògica se unieron en el mundo cristiano, más o menos
conexos con ella, ciertos cambios en su concepción. Al­
gunos de índole perfectiva, como la pérdida del carácter
imaginativo y antropomórfico que la idea del otro mundo
con tanta frecuencia había tenido. No sólo entre las gen­
tes del «pueblo menudo», tan proclives siempre a repre­
sentarse imaginativa y visualmente — escenográficamen­
te— la gloria eterna, también entre las personas cultas
se hizo patente esta inclinación. En su Introducción del
símbolo de la fe, fray Luis de Granada concibe la eterna
bienaventuranza como un coloquio interminable e infi­
nitamente venturoso con Dios, los santos y los deudos y
amigos que hayan alcanzado la salvación. En su «O da a
Felipe Ruiz», fray Luis de León emplea una y otra vez
un verbo de significación sensorial — «V eré...»— para
describir lo que él espera lograr cuando, «en luz resplan­
deciente convertido», pueda entender sin celajes «lo que
es», «lo que ha sido» y «el principio propio y escondido»
de todo lo que ha sido y es. Pidiendo que la muerte sea
para su persona una mafor naixença, ¿no es también una
transfiguración gloriosa del mundo sensible que le rodea
la tan mediterránea esperanza escatològica del autor del

239
Cant espiritual? Dilthey interpretó la idea luterana de
Dios — radicalización patética del Dios del nominalis­
mo— corno una rebelión germánica, nórdica, contra la
acusada figuralidad del cristianismo griego, cuya noción
de la trascendencia «no habría rebasado jamás el pensa­
miento intuitivo», e iniciador de la tendencia latina a
considerar el ultramundo como un «espectáculo supra-
sensorial». Ingenuamente sensible y figurai se nos apare­
ce hoy, en efecto, la amplia y pormenorizada descripción
que de la existencia en la gloria ofrece en la Summa con­
tra gentiles (IV , 79-97) Santo Tomás de Aquino. Sea de
ello lo que quiera, lo cierto es que con el auge del mun­
do moderno va haciéndose menos imaginativo y más es­
peculativo el acercamiento de la mente humana a la in­
vencible misteriosidad con que se nos muestra el objeto
formal de la esperanza escatològica.
Ha cambiado también, a lo largo de los siglos moder­
nos, la actitud frente al misterio de la relación entre dos
realidades, la del mundo visible — «este mundo», según
la expresión habitual— y la que el símbolo de Nicea llama
venturum saeculum y nuestro pueblo «el otro mundo».
En cuanto a la estimación del primero por parte de los
cristianos, cuatro modos típicos pueden ser distinguidos
entre el siglo xvn y el comedio del siglo xx: l.° La
« mundanización disyuntiva». El cristiano vive entonces
con dos esperanzas separadas o apenas relacionadas entre
sí: una mundana y habitual, más o menos próxima a la
del progresismo, y otra espiritual o trasmundana, esca­
tològica, sólo vigente de manera expresa en las situacio­
nes-límite de la existencia (riesgo de muerte, aflicción
profunda, responsabilidad moral aguda y grave). 2.° La
«vida de reojo». E l cristiano vive en el mundo y disfruta
sin empacho de las técnicas y comodidades que éste le
ofrece, pero mirándole como «de reojo» y juzgando con
una secreta complacencia sus fallos y limitaciones, si unos
y otras sirven para tildar de falible a la inteligencia hu­
mana. Podría hablarse de una «utilización resentida» de
lo que en el mundo es técnica. 3.° La «negación del mun­
do». En tal caso el cristiano afirma su fe religiosa reti­
rándose a la cartuja o al yermo. 4.° La «afirmación cris-
240
tiana del mundo». Ahora el cristiano contempla y vive
las realidades terrestres, sean naturales o artificiales,
como entes dotados de sentido en la economía de la crea­
ción y la salvación. Sin mengua del carácter misterioso,
sobrenatural y gratuito de la esperanza teologal, ésta no
es ahora para el cristiano una «doble esperanza», sino
una «esperanza continuada». Así fue la de Santo Tomás
de Aquino, fray Luis de Granada, fray Luis de León y
Maragall, y así es — aun cuando mucho menos imagina­
tiva— la de tantos cristianos actuales.
Sobre el suelo histórico-religioso que componen estas
diversas actitudes ante la esperanza escatològica se ha
levantado la novedad que respecto de ella ha traído el si­
glo XX; no porque tal esperanza se haya trocado en opti­
mismo, sea el bien de «este mundo», el bien del «otro
mundo» o una cómoda mezcla de los dos el término de lo
que se espera — «No me parece que nuestra situación
sea menos trágica porque creamos en la Cruz», decía de
sí mismo y de otros muchos, por los años en que A. Ca­
mus proclamaba la consigna del désespoir, el dominico
padre Maydieu— , sino porque la situación histórica con­
secutiva a la crisis de la cultura burguesa ha obligado a
poner sobre el pavés una nueva actitud del hombre frente
al problema de su futuro, y por consiguiente ante la po­
sibilidad y la índole de un estado final de la humanidad
en el cual y por el cual tengan para él sentido los tárta­
gos que le impone el curso de su existencia.
Dentro de la apacibilidad religiosa que parecía haber
logrado el protestantismo liberal, dos teólogos germáni­
cos, Johannes Weiss y Albert Schweitzer, fueron los pri­
meros en subrayar la importancia central de la escatolo­
gia, tanto en el mensaje y en la existencia de Jesús, como
en la vida de las primitivas comunidades cristianas. Era
en el filo de los siglos x i x y XX. Este incipiente y escan­
daloso «cristianismo apocalíptico» cedió pronto ante la
fuerza, tópica y envolvente entonces, de la imagen evan-
gélico-liberal de Jesús; pero las ulteriores vicisitudes de
la historia — guerras mundiales, revoluciones— le dieron
nueva vigencia. En la segunda edición de su famoso libro
sobre la Epístola a los Romanos (1922), escribía, por

241
16
ejemplo, Karl Barth: «E l cristianismo que en su integri­
dad no sea totalmente escatologia, en absoluto tiene nada
que ver con Cristo.»
El replanteamiento protestante del problema de la es­
peranza se ha expresado según cuatro Eneas principales:
1. Ciertos teólogos intentaron actualizar la posición ori­
ginaria de Lutero ante el sumo bien escatològico; por
tanto, su radical desesperación religiosa y la nueva espe­
ranza nacida de ella. Tal fue el primer propósito de la
«teología dialéctica» de K. Barth, E. Brunner y Fr. Go-
garten. La fe del cristiano no sería sino la esforzada
decisión de confiar en algo racionalmente absurdo, esto
es, en la paradoja de que un Dios incomprensible e im­
previsible ha de querer salvarle. Getroste Verzweiflung,
«desesperación consolada», fe ohne Hoffnung auf Hoff­
nung, «sin esperanza de esperanza», son dos típicas ex­
presiones del primer Bardi. «Sólo el desesperado sabe de
la fe y sólo el desesperar rectamente enseña la fe», dice,
por su parte, Brunner. Y en otro lugar: «De esta vida
nada puede salvarse. La idea de la supervivencia, la idea
de una inmortalidad del alma cuyo supuesto sea la conti­
nuidad entre la vida temporal y la eterna, es, en rigor,
falsa. La esperanza cristiana no consiste en la prolonga­
ción sobrenatural de la vida después de la muerte, sino
en el vencimiento de la muerte, en la resurrección de los
muertos, en el triunfo de la vida divina sobre la vida hu­
mana, que es muerte.» Con el paso de los años, Karl
Barth fue abandonando el rigor de la teología dialéctica,
para conceder mayor vigencia teológica a la dignidad pro­
pia de la criatura y más real contenido antropológico a la
fe religiosa del cristiano. 2. Otros teólogos, con R. Bult-
mann a su cabeza, se han propuesto lograr que la prome­
sa escatològica del cristianismo, sin echar por la borda el
«escándalo de la Cruz», como había hecho el protestan­
tismo liberal del siglo pasado y comienzos de éste, no
pareciese inaceptable al hombre culto de nuestros días;
tal fue el propósito central de la famosa «desmitologiza-
ción» bultmanniana. La teología desmitologizada de la
esperanza fue así el resultado de tres empeños: uno escri-
turístico, mostrar que a las dos principales descripciones

242
escatológicas del Nuevo Testamento, la de San Pablo y
la de San Juan, las envuelve un ocasional indumento
mítico, judío en el caso de San Pablo, helenistico-gnósti-
co en el de San Juan; otro teológico-antropológico, des­
cubrir la correspondencia entre el sentido existencial de
lo que en ese doble mensaje escatològico late como esen­
cia perdurable y lo que en su realidad más propia es la
existencia del hombre in via; otro, en fin, filosófico y
actualizador, expresar esa correspondencia teológico-
antropológica mediante los conceptos y los términos de
la analítica heideggeriana de la existencia, en cuanto que
ella parece ser hasta hoy — para Bultmann, al menos—
la más profunda, certera y oportuna hermenéutica de
nuestra realidad. La misma intención que a Bultmann,
aunque menos doctrinariamente concebida, movió a la
Segunda Asamblea del Consejo Mundial de las Iglesias
(Evanston-Chicago, 1954), consagrada a discutir el tema
«La esperanza cristiana en el mundo de hoy». 3. El pro­
testantismo actual, por otra parte, ha intentado dar una
razón teológica y religiosa de la angustia y la desespera­
ción, en tanto que, maux du siècle. El psicoanálisis reli­
gioso de O. Pfister y las finas reflexiones de P. Ricoeur
sobre «la verdadera y la falsa angustia» — sólo una espe­
ranza escatològica podría librarnos de aquélla— son dos
relevantes muestras de tal empeño. 4. Se ha esforzado, en
fin, por depurar y profundizar su visión de la historia,
demasiado secularizada, en un sentido optimista, por el
protestantismo liberal, y por el neoluteranismo y la teolo­
gía dialéctica en un sentido pesimista. «E l sentido cris­
tiano de la historia — escribe, por ejemplo, P. Ricoeur—
lo da la esperanza de que la historia profana forma parte
del sentido (misterioso) que la historia sacra desarrolla;
esto es, la esperanza de que no hay finalmente más que
una historia, de que toda historia es al final historia sa­
cra.» Y en otra página, ya como filósofo: «Y o espero que
todos los grandes filósofos son y están en la misma
verdad, y que tienen la misma comprensión preontológica
de su relación con el ser. Pienso, en consecuencia, que la
función de esta esperanza es mantener el diálogo siempre
abierto e introducir una intención fraternal en los más

243
ásperos debates. La historia sigue siendo polémica, pero
queda como iluminada por ese éskhaton que la unifica y
eterniza.» La misma significación última poseen, a mi
modo de ver, las reflexiones de Gogarten sobre la «secula­
rización» y el «secularismo».
En modo alguno constituye un azar que haya sido el
pensamiento protestante — al fondo, la originaria actitud
del protestantismo frente a la realidad del hombre y del
mundo creado— el primero en expresar la acrecida y re­
novada importancia que durante el siglo xx ha alcanzado
el tema de la esperanza. Cuando la desesperación y la
desesperanza, en tanto que actitudes vitales cismundanas,
tal auge han logrado en la sociedad de los hombres, era
natural que se sintiesen especialmente interpelados los
más directos herederos de quienes descubrieron la deses­
peración religiosa, esto es, los teólogos del luteranismo.
Por razones inherentes a su modo de entender la relación
entre el hombre y Dios, el cristiano protestante siempre
ha vivido la virtud de la esperanza de modo mucho más
patético que el cristiano católico. Si a esto se unen dos
hechos históricos conexos entre sí, que las sociedades
con predominio protestante han sido aquellas en las cua­
les el modo «moderno» de vivir ha cobrado mayor fuer­
za, y en las que, por consiguiente, se han hecho más sen­
sibles las consecuencias de la crisis histórica de la cultura
burguesa, tal y como ésta fue entendida a fines del si­
glo X IX y a comienzos del xx, se comprenderá bien el pro­
tagonismo de la mentalidad reformada en el movimiento
espiritual a que ha dado cima la Theologie der Hoffnung,
de Jürgen Moltmann.
Mas no sólo en el pensamiento protestante, también en
el católico se ha hecho patente este incremento de la aten­
ción hacia la esperanza. Otras cuatro líneas pueden ser
discernidas en la elpidología católica anterior a la publi­
cación del decisivo libro de Moltmann: 1. Exposición re­
novada y ampliación cualitativa de la doctrina tradicional
de la esperanza cristiana, entendiendo por «doctrina tra­
dicional» la de Santo Tomás de Aquino. Con aportaciones
personales más o menos valiosas, una larga serie de au­
tores — J . Le Tilly, C. Zimara, J , Pieper, A. M. Carré,

244
M. Müller, S. Ramírez, varios más-— mostraron su fide­
lidad al espíritu del tiempo mediante comentarios a la
teología de la esperanza que venía enseñándose en las
escuelas católicas. Especial y significativamente innova­
doras fueron las inacabadas reflexiones de P. Charles acer­
ca del tema. Actualizando una tesis del padre Muniessa
en sus Disputationes scholasticae (Barcelona, 1689), el
padre Charles amplía resueltamente del «yo» al «nos­
otros» el sujeto de la esperanza teologal — la plegaria del
cristiano debería ser, en consecuencia: «Dios mío, yo
espero con firme esperanza que nos darás la vida eterna y
todo lo que nos sea necesario para obtenerla»— ; y reco­
giendo una opinión de Escoto, suprime la arduidad entre
las notas que caracterizan el objeto material de aquélla.
Ambas ideas han ido abriéndose camino en el pensamiento
católico (Daniélou, Carré, Ortiz de Urtaran, etc.). 2. Des­
arrollo a la vez vital y teológico de la estimación del mun­
do, y por tanto de la naturaleza còsmica, la técnica y la
historia; recuérdese lo que acerca de la «doble esperanza»
y de la «esperanza continuada» quedó dicho en páginas
anteriores. Un insuficiente, pero bien orientado libro de
G. Thils, Théologie des réalités terrestres (1946-1949)
sirvió de avanzada a este movimiento, luego continuado
por Y. M. Congar, D. Dubarle, Ch. Moeller, J. Daniélou,
J. B. Metz y tantos otros. Fue a este respecto muy ex­
presivo el IV Congreso por la Paz y la Civilización Cris­
tiana (Florencia, 1955), que tuvo por tema «L a Esperan­
za y las esperanzas humanas». Recogiendo el sentir co­
mún de quienes en él participaron, dijo el padre Danié­
lou: «L a esperanza religiosa, que supera toda esperanza
natural, debe expresarse a través de las esperanzas huma­
nas. Por no haberlo entendido así, muchos hombres de
nuestro tiempo no han establecido una relación suficien­
temente estrecha entre su fe y sus afanes humanos.» Pero
acaso el documento más importante y más influyente de
esta actitud — la extensión del sujeto y el objeto de la
esperanza cristiana al cosmos y a la humanidad entera,
por tanto a la historia— sea la obra de P. Teilhard de
Chardin. Que dicha obra se halle necesitada de precisio­
nes científicas, filosóficas y teológicas, no invalida la ver­

245
dad del precedente aserto. 3. Comprensión creciente del
«otro» — actitudes agnósticas o ateas, marxistas o no—
en lo tocante a la concepción de la esperanza. La mentali­
dad católica ordinariamente llamada «posconciliar» tenía
no escasos precursores con anterioridad al Concilio Vati­
cano II. Los ensayos de R. Guardini sobre Rilke y Dos­
toïevski, los volúmenes «E l silencio de D ios» y «L a espe­
ranza humana», de la serie Literatura del siglo X X , de
Ch, Moeller — basten estos ejemplos— lo demuestran
sobreabundantemente. 4. Un acercamiento cada vez más
sutil y comprensivo al hecho psicológico y social de la
angustia y al pensamiento filosófico acerca de ella. En
cuanto a los escritores, la serie de sus nombres forma
legión: Claudel, Péguy, Bernanos, Papini, Graham Green,
Mauriac, Gertrud von Lefort, Reinhold Schneider. Mas
también los teólogos, removidos desde fuera por los tem­
porales de la historia, han sabido romper el tradicional
querubinismo silogístico de sus especulaciones. E l padre
Carré no vacila en mencionar y describir con dramática
viveza las que él llama «desesperaciones legítimas». Al
optimismo lo considera el padre Daniélou como «el peor
enemigo de la esperanza». Un tratadista tan ponderado
como M. Schmaus ha escrito, por su parte: «En todos los
dominios de la creación se levanta una expectación muda,
llena de angustia.» E s Hans Urs von Balthasar, sin em­
bargo, el teólogo católico que con mayor resolución y
hondura ha abordado la tarea de componer una concep­
ción cristiana de la angustia. A lo largo de la Escritura
no es infrecuente el empleo de palabras equivalentes en
significación a nuestra «angustia». Pero en el curso de
esa dilatada historia — y en el de la humanidad entera—
la existencia y la muerte de Cristo introducen una nove­
dad fundamental, que von Balthasar llama «angustia de
la Cruz». La fe, la esperanza y la caridad logran liberar
ocasionalmente al hombre de la «angustia del pecado»;
pero, en cuanto que tienen su origen en la Cruz, las vir­
tudes teologales pueden engendrar por sí mismas y en
quien las ejercita una nueva forma de angustia, don gra­
tuito emergente de la solidaridad cristiana. Merced a esta
sutilísima angustia de la Cruz, compatible con la más

246
serena y eficaz alegría espiritual, subyacente a ella, el
cristiano participa en la obra de la Redención, aun cuan­
do su pecabilidad en modo alguno quede abolida. Impli­
cados espiritualmente con la «angustia natural» de que
nos hablan la analítica de la existencia y la psicología pro­
funda, dos serían, pues, los modos cardinales de la angus­
tia del cristiano: en los menos perfectos, la del pecado;
en los más perfectos, la de la Cruz. Cuentan que San Al­
berto Magno se preguntaba a menudo, durante su vejez:
«N um quid durabo? » , ¿Lograré perdurar?; dramática in­
terrogación que con su doble sentido — ¿perseveraré en
la fe y en la virtud hasta la hora de mi muerte? : inquie­
tud de la perseverancia, angustia del pecado; después de
mi muerte, ¿qué será de mí, continuaré existiendo?:
inquietud de la perduración, angustia del no ser— mues­
tra muy bien cómo y por qué la realidad y la doctrina de
la angustia pueden y deben ser cristianamente asumidas e
interpretadas.

1. Religión y escatologia
El más calificado y resonante testimonio teológico de
la actual estimación cristiana de la esperanza escatològica
es, sin duda, el libro de J. Moltmann Theologie der Hoff­
nung, publicado en 1964 y muchas veces reeditado desde
entonces. Con él pretende su autor bastante más de lo
que el título indica; aspira a fundar el cristianismo, y por
tanto la teología entera, sobre la esperanza del cristiano
en la posesión de los bienes que Cristo prometió y su
resurrección garantiza: su segunda, ya gloriosa venida, el
juicio final, el advenimiento del Reino, la resurrección de
la carne, la vida perdurable y una nueva y definitiva crea­
ción — o re-creación, o trans-fíguración— de todas las co­
sas. E s el éskhaton que nos ofrece el cristianismo, la ulti-
midad que para la creación entera advendrá con el «fin
del mundo». Para el cristiano, todo ente y todo modo de
ser anteriores a esa venidera, misteriosa, novísima y defi­
nitiva realidad de la creación — por muy presente y aca­
bada que la entidad de uno y otro nos parezca— no pa­
san de ser cosa penúltima, y no sólo desde un punto de
vista cronológico (curso cósmico del tiempo, historia),

247
también desde un punto de vista metafisico (consistencia
real, realidad en cuanto tal). Pues bien, se pregunta Molt-
mann: la vida cristiana y la consideración intelectual de
ella, la teología, ¿pueden no tener su fundamento más
propio en la actitud de la existencia humana ante lo único
que para el cristiano no es deficiente ni penúltimo? Y si
tal actitud es el hábito anímico a que damos el nombre
de esperanza, ¿puede no ser la esperanza el nervio mismo
de esa vida y esa consideración? Como en la filosofía y
en la historiología de Bloch, la esperanza es en la teolo­
gía de Moltmann, antes que Tugend, virtud, Prinzip,
principio; «principio y fundamento», para decirlo con
una típica expresión ignaciana. De lo cual resulta que su
libro, además de ser una reflexión teológica «acerca de»
la esperanza, pretenda ser también una teología construi­
da tanto «sobre» la esperanza como «sobre» la fe: Theo­
logie der Hoffnung y Theologie auf der Hoffnung. «En
la vida cristiana, la fe posee el prius, pero la esperanza
tiene la primacía», se lee en él. Sin la fe, la esperanza se
hace utopía inconsistente y evanescente; sin la esperanza,
la fe pierde vitalidad y acaba convirtiéndose en fe muer­
ta. Si mediante la fe encuentra el hombre la senda de la
verdadera vida, sólo mediante la esperanza puede caminar
por esa senda. Fides quaerens intellectum, credo ut in­
iettigam, escribió San Anselmo; y con ánimo de comple­
tar la doble sentencia anselmiana, no de sustituirla por
otra, Moltmann nos dice: spes quaerens intellectum, spero
ut intelligam. O bien, añado yo: superando la doctrina
psicològica de las potencias o facultades del alma, dentro
de la cual se movía la mente teològica de Santo Tomás
de Aquino, debe decirse que se cree con la inteligencia,
desde luego, mas también con la memoria y la voluntad;
y que, por supuesto, se espera con la voluntad, mas tam­
bién con la inteligencia y la memoria.
Basta lo dicho para advertir que la fuerte y sugestiva
construcción teológica de Moltmann puede ser expuesta,
glosada y, llegado el caso, ampliada, desde cinco puntos
de vista complementarios entre sí: el escriturístico, el
teológico-sistemático, el antropológico, el historiológico
y el pastoral. Cinco interrogaciones, por tanto: ¿qué dicen

248
el Viejo y el Nuevo Testamento acerca del Primat de la
esperanza en el espíritu y en la vida del cristiano, y cuál
viene a ser el mensaje de ambos a la luz del pensamiento
de Moltmann?; ¿cuál es el contenido y cuál la figura de
la teología sistemática, si se acepta este pensamiento, y
en qué medida pueden resultar uno y otra aceptables o
rechazables?; ¿qué dice y qué no dice la doctrina molt-
manníana acerca de la realidad del hombre que espera?;
¿cómo se expresa o cómo puede expresarse historiológica
e hís fonográficamente esta visión de la escatologia cris­
tiana?; ¿de qué modo influye o puede influir sobre la
encarnación actual del cristianismo en el mundo esta nue­
va teología de la esperanza? La respuesta a las dos pri­
meras preguntas no pertenece a mi oficio y no está den­
tro de mi competencia. Aquel a quien interese el tema,
vea los trabajos que en la bibliografía se reseñan. No pa­
saré de responder, pues, y sumariamente, a las otras tres.
Completando a Moltmann, porque a mi juicio es defi­
ciente la infraestructura antropológica de su teología — en
modo alguno pueden ser juzgadas suficientes las finas y
oportunas reflexiones expuestas en su librito Mensch.
Christliche Anthropologie in den Konflikten der Gegen­
wart, 1971— , pero a la luz de lo que en esa teología me
parece más nuevo y sugestivo, examinaré dos cuestiones
en mi opinión fundamentales: el presupuesto antropoló­
gico de la relación entre las tres virtudes teologales y la
condición escatològica de la realidad del hombre.
A. Sea preponderantemente teofánica («religiones de
epifanía») o preponderantemente promisora («religiones
de promesa») la actitud religiosa del hombre ante la rea­
lidad — con otras palabras: apóyese esta actitud más bien
en la creencia en el «Dios que se está revelando» o más
bien en la esperanza en el «Dios que se revelará»— ,
ambos momentos de la vida en religión se exigen y com­
plementan entre sí. La expresión suprema de la religiosi­
dad teofánica es la experiencia mística; tan viva e inten­
sa es en ella la manifestación de la divinidad en el alma
del creyente, que la teofania se hace teopatía, pasión
personal de la presencia inmediata de Dios; pero tan pron­
to como pasa el trance teopátíco, el místico se ve obligado
desde dentro de sí mismo a esperar lo que para él ven­
drá y, por lo tanto, a existir excéntricamente, esto es,
dualmente instalada su existencia en «lo que él es» y en
«lo que él será». Que por todos nos lo diga Santa Tere­
sa: «Vivo sin vivir en mí, — y tan alta vida espero...»
Como contraste, veamos lo que acontece cuando el ca­
rácter promisorio de la vida religiosa llega a su ápice. He
aquí la religión de Israel, forma eminente entre las que
se fundan sobre la promesa, la profecía y la historia. Sin
la creencia en la índole más o menos teofánica de ciertas
vivencias y ciertos eventos ocasionales — mística hasidí,
zarza en llamas, decálogo del Sinai, profetismo, etc.—
¿podría evitarse que la desesperación, y a la postre la
desesperanza, fuesen en esa religión los estados habitua­
les del alma? Lo cual acontece porque en toda religión,
por necesidad esencial se integran entre sí la fe, la espe­
ranza y la escatologia. ¿Cómo? Este es el problema.
Si llamamos religión — «religación», según Zubiri— al
aten imiento habitual u ocasional del hombre al fundamen­
to de su realidad propia y de la realidad en general, sean
cualesquiera el modo de entender y el modo de ejecutar
tal atenimiento, esta afirmación se impone: que en la
vida religiosa se pondrán religiosamente en acto todos
los momentos estructurales de la existencia humana, to­
das las líneas de configuración y de operación de lo que
por naturaleza es el hombre. Ahora bien: a través de las.
distintas vías por las cuales se actualiza la relación entre
el hombre y la realidad — la inteligencia, el sentimiento,
la voluntad, la acción— , esa relación puede y tiene que
adoptar tres básicos modos cardinales, el pistico, el elpídi-
co y el fílíco, concernientes todos a lo que para la persona
de ese hombre es la particular realidad con que se relacio­
na, y respectivamente pertenecientes a las actividades
psicoorgánicas que denominamos «creer», «esperar» y
«amar». Frente a cualquier realidad, tratando con ella, el
hombre, nolens volens, cree o no cree algo o duda de
algo, espera o no espera algo o desespera de algo, y de
alguna manera ama, desama u odia. Cree o no cree, es­
pera o no espera, ama u odia; porque los modos pistico,
elpídico y fílico de nuestra actitud ante lo real pueden

250
orientarse positiva, negativa o defectivamente, cuando se
configuran en el orden de los hechos y las conductas.
Esta triple y esencial condición pistica, elpídica y fíli-
ca de la existencia humana, activa y expresa ante cual­
quier realidad, reviste formas especiales cuando es perso­
nal la realidad ante la cual se actualiza y manifiesta; más
precisamente, cuando un hombre trata con otro hombre
considerándolo como persona o cuando se relaciona con
la Divinidad creyendo que es personal el carácter de ésta;
es decir, cuando en su vida religiosa, en su atenimiento
habitual u ocasional al fundamento de su realidad propia
y la realidad en general, cree y piensa que tal fundamen­
to es un Dios-persona y no sólo un Dios-naturaleza. Se
trata de saber cómo en este caso cobran forma nueva el
creer, el esperar o el amar y qué relación dinámica existe
entre estos tres modos de nuestro trato con lo real.
Ante otra persona, sea ésta hombre o Dios, la dimen­
sión pistica de la existencia humana pasa de la forma
«creo que» o «no creo que» — por ejemplo: «creo que
este árbol que veo es una encina y no es un roble»— a la
forma «creo en» o «no creo en» — por ejemplo: «creo
en ti, creo en la verdad de lo que me dices, aunque obje­
tivamente no pueda comprobarla»— ; actividad esta úl­
tima que constituye el fundamento natural de la fe reli­
giosa, cuya expresión más genuina no es «creo que Dios
existe», sino «creo en Dios». De modo homólogo, el «es­
pero que» de la esperanza ante los eventos históricos
— «espero que esta crisis económica se resuelva pronto»—
se trueca en «espero en»: «espero en la fidelidad de mi
amigo A., espero en mi amigo A .»; disposición del alma
que se hace religiosa en el «espero en Dios, espero el
cumplimiento de las promesas de Cristo-Dios». «Espero
que» y «no espero que», «espero en» y «no espero en»,
dos formas de realizarse la dimensión elpídica de nuestra
existencia. Más radical es el cambio cuando se trata de
nuestra dimensión fílica; porque su realización positiva
pasa de ser el «amor de fruición» a que en definitiva puede
reducirse el que nos vincula a las realidades no humanas
— «amo a mi perro», «amo los paisajes de Castilla»— a
ser un «amor de donación» o «de efusión». En efecto,

251
sólo adoptando esta segunda forma llega a ser auténtico
el amor personal — sólo dándome a la persona A. o efun­
diéndome generosamente hacia ella puedo decir con ver­
dad que la amo— , y sólo convirtiéndose en agápe o
caritas es real y verdaderamente religiosa la philía, sólo
así se trueca ésta en «amor de Dios» y en «amor al otro
en Dios».
Ahora bien: en el orden de la génesis y en la jerarquía
de la realidad, ¿qué relación existe entre estos tres modos
cardinales de nuestro trato con la realidad? ¿Puede de­
cirse que uno es previo a otro o que uno tiene más dig­
nidad que otro, o debe pensarse que esta última interro­
gación procede de una defectuosa manera de entender la
relación mencionada?
El Unamuno de Del sentimiento trágico de la vida — y
de tantos y tantos poemas— hace de la esperanza la
virtud primaria y fontanal: «Del anhelo o hambre de di­
vinidad surge la esperanza; de ésta la fe, y de la fe y la
esperanza, la caridad.» Y luego, más explícitamente: «No
es que esperamos porque creemos, sino más bien que
creemos porque esperamos. Es la esperanza en Dios, el
ardiente deseo de que haya un Dios que garantice la
eternidad de la conciencia, lo que nos lleva a creer en E l.»
Por tanto, contra el spero quia credo del pensamiento
teológico tradicional, un credo quia spero; por tanto, la
idea de que existe un determinado orden genético en la
actualización psicológica de la trina disposición pistica,
edpídica y fílica de nuestra realidad; orden en el cual la
esperanza tendría a la vez el prius y la primacía. Aun
cuando, una vez suscitada la fe, entre ella y la esperanza
vea Unamuno una relación de carácter circular: «Sólo el
que cree espera de verdad, y sólo el que de verdad espe­
ra, cree.»
Menos radical, Moltmann concede a la fe el prius, y la
primacía a la esperanza. Esta primacía otorgaría a la espe­
ranza una virtualidad genética respecto de la fe, a la cual
mantiene viva, y respecto del amor, hacia cuyo nacimien­
to conduce: «Si es la esperanza la que mantiene, sostiene
e impulsa hacia adelante la fe, si la esperanza es la que
introduce al creyente en la vida del amor, entonces será
252
también ella la que moviliza e impulsa el pensar acerca
de la fe, el conocimiento y la reflexión de ésta en tomo
al ser humano, a la historia y a la sociedad. Por ello el
conocimiento de la fe, en cuanto que conocimiento antí-
dpador, fragmentario, que preludia el futuro prometido,
estará sustentado por la esperanza. Y por ello, a la inver­
sa, la esperanza abierta por la fe en la promesa de Dios
se convertirá... en el resorte, en la inquietud y el tor­
mento de pensar.» Así ve Moltmann la posición central
de la esperanza en la realidad factual de la vida cristiana
y su papel en la génesis de la especulación teológica.
Por debajo de todo lo que sobre la mutua relación en­
tre las tres virtudes teologales digan los teólogos, movién­
dome exclusivamente en el dominio de la antropología
natural, yo pienso que en la constitución del nexo «sig­
nificación-para-mí » entre una persona y la realidad con
que ella ocasionalmente trate — por tanto: en la génesis
de lo que «para ella» es efectivamente tal realidad— , se
actualizan siempre y a la vez los momentos pistico, elpí-
dico y fílico de ese nexo; pero por obra de un factor con­
dicionante, en cuya estructura se articulan la personalidad
individual, la situación biográfica y la situación histórico-
social, aparte, claro está, la índole propia de la realidad
en cuestión, uno de esos tres momentos cobra especial
intensidad y gobierna psicológicamente la aparición de los
dos restantes, bien en su forma positiva (creencia, espe­
ranza, amor), bien en su forma negativa (descreencia,
inesperanza, odio o indiferencia objetivadora). Porque,
contra el esquematismo o la ligereza en que suelen incu­
rrir los que estudian la psicología de las virtudes teolo­
gales, no siempre es equiparable la importancia real y
efectiva de cada una de ellas en el alma de quien las vive
y ejercita. Más aún: puede incluso acontecer que en una
misma alma coincidan discordantemente la forma positiva
de uno de los momentos integrantes de dicho nexo y una
forma defectiva o negativa de otro: personas que creen
con vehemencia y apenas aman, o que aman con entrega
y apenas creen, o que en su intimidad viven la contra­
dicción de sentir con intensidad la esperanza — o la nece­
sidad de ella— y no creen con firmeza suficiente en la

253
futura verdad de lo que esperan. Basta contemplar con
atención y sensibilidad el mundo en torno para descubrir
la grande y a veces dramática variedad de las eventuali­
dades posibles.
En aras de la sencillez, consideremos el caso de un
hombre en cuya relación con otro van de la mano la creen­
cia, la esperanza y el amor. Ese hombre cree en la perso­
na del otro (la juzga, como suele decirse, fiable), espera
en ella (confía en las expresiones concretas de tal fiabili­
dad) y, en una u otra medida, la ama (desea su bien y lo
procura activa y eficazmente). ¿Puede decirse que ese
creer, ese esperar y ese amar hayan surgido conforme a
un determinado y constante orden genético en la intimi­
dad de quien los siente? Y, por otra parte, ¿puede afir­
marse que uno cualquiera de esos tres hábitos de su vida
personal sea verdaderamente «fundamental» respecto de
los restantes? En mi opinión, no. A fuerza de amar a un
hijo delincuente, una madre puede llegar a creer en él
(«En el fondo, es bueno», dirá esa madre, movida por el
buceador optimismo antropológico de los que aman mu­
cho), e incluso a esperar con mayor o menor firmeza su
regeneración. En otros casos, a fuerza de creer se espera
y se ama. A fuerza de esperar, en fin, puede llegarse a
crer y a amar. Con estas pautas interpretativas en la men­
te, examine el lector la conducta de aquellos a quienes
de cerca trata y conoce. No. En la vinculación creyente,
esperante y amante con otra persona, lo fundamental no
es o el creer, o el esperar, o el amar, singularmente con­
siderados, sino lo que a tal respecto posee, para decirlo
a la manera de Moltmann, el verdadero prius: la radical,
previa e indiferenciada disposición abierta y aceptante
de la persona que luego creerá, esperará y amará; dispo­
sición en cuyo seno van configurándose psíquicamente la
creencia, la esperanza y el amor. Y en la génesis de estos
hábitos anímicos, su orden respectivo, variable según los
casos, viene determinado por la conjunción, la respectiva
importancia y el juego recíproco de los cuatro momentos
condicionantes antes enunciados: la índole de la persona
con quien se está tratando — su condición más o menos
creíble, confiable y amable— y la personalidad, la situa-

254
dòn biográfica y la situación histórieo-sodal de quien
aceptadoramente se abre ante ella.
Si se admite como cierta la descripdón precedente, ex­
clusivamente atenida a la antropología natural, ¿podrá
aplicarse su esquema al estudio genético de las virtudes
teologales? Me atrevo a pensar que sí, no obstante el
carácter sobrenatural y gratuito de ellas. Tres argumentos,
tocantes dos a la vida cotidiana y procedente el tercero
de la vida histórica, abonarán mi hipótesis. Familiarmen­
te educado en la que solemos llamar «religiosidad tradi­
cional», un hombre puede entrar en la vida cristiana por
el camino de la fe, para luego, apoyado sobre ésta, espe­
rar el cumplimiento de las promesas de Cristo y amar
cristianamente a sus prójimos. No menos real es el caso
del indiferente en religión que, inicialmente movido por
la inagotable lección de amor que fue la vida de Cristo,
decide seguirle con su propia vida y acaba creyendo y
esperando en El. Su abierta aceptación inicial de la per­
sona de Cristo se hace poco a poco caridad cristiana, y
ésta, de un modo a la vez psicológico, metafisico y mis­
terioso, engendra la fe y la esperanza. He ahí, en fin, el
contraste entre las «religiones de epifanía» y las «religio­
nes de promesa», propuesta por M. Buber y V. Maag y
tan finamente utilizado por Moltmann en su construcción
teológica. Aquéllas predominan entre los pueblos seden­
tarios y agricultores, y descansan ante todo sobre la fe en
la realidad sustentadora de «Dios presente». Estas otras,
en cambio, aparecen con mayor frecuencia entre los pue­
blos nómadas y ganaderos, y tienen como primer funda­
mento la esperanza, sostenida por teofanías ocasionales,
en la realidad futura y espoleante del «Dios que vendrá».
Cualquiera que sea a este respecto la peculiaridad de Is­
rael, cuya religión, como subraya Moltmann, siguió sien­
do «de promesa» tras el asentamiento del pueblo judío
en Canaán, es evidente que el tiempo socioeconómico de
la vida colectiva hace que en unos casos sea la fe y en
otros sea la esperanza — siempre, por supuesto, unidas
entre sí, porque ni psicológica ni religiosamente parecen
posibles una «fe pura» y una «esperanza pura»— la vir­
tud que en la religión predomina. Con otras palabras: en

255
la apertura religiosa del hombre hacia la divinidad, el
prius y la primacía los tiene unas veces su momento pis­
tico y otras su momento elpídico.
Dije antes que el libro de Moltmann quiere ser a la
vez una teología «de» la esperanza (una reflexión teoló­
gica acerca de lo que la esperanza es y debe ser en la
vida cristiana) y una teología «sobre» la esperanza (el in­
tento de hacer de ésta el primer fundamento de la vida
cristiana y de la especulación teológica). La profunda
crisis histórica en que el mundo occidental vive tras la
Primera Guerra Mundial, y más aún tras la Segunda, la
lúcida y aguda sensibilidad humana y teológica con que
Moltmann ha sabido percibirla y entenderla — ahí está
el opúsculo Mensch, «E l hombre»— , ¿pueden no haber
tenido parte importante en el nacimiento de su espléndi­
da Theologie der Hoffnung? Al considerable valor de
«documento para siempre» que posee este libro, porque
en él siempre se verá un clásico del pensamiento religio­
so, ¿no habrá que añadirle, para interpretar total y ade­
cuadamente su contenido, una sutil condición de «testi­
monio para ahora», en tanto que expresivo signo de nues­
tro tiempo? Esa intensa vivencia, a un tiempo cordial e
intelectual, de la primacía de la esperanza, ¿no está dela­
tando la existencia de un motivo de orden subjetivo y si-
tuacional, junto a los de orden objetivo y temático, en el
modo moltmanniano de concebir el mensaje de Cristo?
Y por debajo de estas consideraciones de orden histórico
y teológico, otra, en fin, de índole antropológica: ¿cómo
tiene que estar constituida la realidad del hombre — cuer­
po, alma, socialidad e historicidad— para que ese juego
recíproco entre los momentos pistico, elpídico y fílico de
su personal apertura a la realidad sea en cada caso el que
efectivamente es? En cuanto yo sé, Moltmann no se ha
propuesto con explicitud y resolución suficientes esta
serie de problemas.
B. Sea de epifanía, por tanto sedente y pistica, o de
promesa, por tanto nómada y elpídica, o reúna original­
mente en sí, como la de Israel y la cristiana, uno y otro
motivo, la actitud religiosa ante la realidad lleva siempre
en su seno un esencial momento escatològico. Cualquiera

256
que sea el modo de la respuesta, las preguntas por lo que
definitivamente será de uno mismo allende la muerte pro­
pia, de la humanidad entera allende su historia y del uni­
verso allende el tiempo cósmico, son esenciales a la ma­
nera de contemplar y vivir la realidad que solemos llamar
«religión»; hasta la creencia en el eterno retorno lleva
consigo, a su peculiar manera, la idea de un determinado
éskhaton: la reiteración cíclica como definitividad. Deje­
mos, sin embargo, el problema de la escatologia en el
mundo antiguo y vengamos al que la expectación del «fin
de la historia» o «fin del tiempo» plantea al hombre ac­
tual. Dos puntos veo destacarse en él: una tipología de
las actividades hoy vigentes en relación con dicho pro­
blema; la cuestión antropológica que con su mera posi­
bilidad propone la «actitud escatològica» del alma huma­
na. Visible o invisible, aceptado o discutido, el pensa­
miento de Moltmann será el trasfondo de mi reflexión.
1. ¿Cómo acaecerá el «fin de la historia»? En térmi­
nos biológicos: puesto que nuestra especie no es eterna,
¿cómo acabará? La varia respuesta actual a estas interro­
gaciones se halla regida por dos coordenadas, una cosmo­
lógica, la idea acerca del fin del universo, otra historioló-
gica, la idea acerca de la terminación de la historia; y en
lo tocante al mundo occidental, la variedad de tal res­
puesta puede ser aceptablemente descrita distinguiendo en
ella tres actitudes típicas, la agnóstica, la marxista y la
cristiana.
Ante el enigma del fin del cosmos, el agnóstico se
atendrá al siempre hipotético dictamen de los hombres
de ciencia: la nivelación termodinámica prevista por Clau­
sius o cualquiera de las conjeturas que los astrofísicos
puedan hoy proponer. Ahora bien: después del proceso
terminal que científicamente parezca más probable, ¿cuál
será el invariable estado de la realidad que ahora llama­
mos cosmos o universo? «Puesto que ni siquiera por
modo conjetural puedo saberlo, porque científicamente ca­
rece de sentido el planteamiento de ese problema, me abs­
tengo de pensar en él», responderá el agnóstico. No será
muy distinta su postura frente al que plantea la termina­
ción de la historia. La ciencia permite suponer que la

257
i7
evolución biológica de nuestra especie y la dinámica his-
tórico-social darán lugar, combinadas entre sí, a seres
humanos que respecto de los actuales sean lo que los ac­
tuales han llegado a ser respecto de los primeros homíni­
dos. La contemplación del curso total de la historia, por
otra parte, hace concebir la esperanza racional de situa­
ciones en las cuales el dominio sobre la realidad cósmica
y la organización de la vida social alcancen espléndidos
grados de perfección. Pero de un modo o de otro, y tras el
estado a que entonces haya llegado la especie humana,
ésta quedará entera y definitivamente aniquilada; la bio­
logía y la astrofísica no consienten pensar otra cosa. ¿Será
cierta, en tal caso, la famosa sentencia de Sartre acerca de
la condición humana: el hombre, una pasión inútil? «Sin
esperanza y sin miedo», como un estoico antiguo; con la
suave, resignada y benéfica desesperanza que predicó Leo­
pardi; haciendo suyas la grave y sobria «decisión de ser
frente a la nada» del primer Heidegger o la desesperación
activa y creadora del primer Camus; consumiendo atur­
didamente en un horaciano carpe dtem su personal opción
por la constante penultimidad de la existencia; con arre­
glo a una de estas pautas o a la que él invente, el agnósti­
co ante las ultimidades — el hombre para el cual el pro­
blema del «fin del mundo» es y no puede no ser una pre­
gunta sin respuesta— irá adoptando su postura frente a
la desoladora perspectiva que tan certera y punzantemen-
te expresa esa sentencia sartriana. Así vienen haciéndolo
muchos, desde hace siglo y medio.
A primera vista, al menos, un poco difiere de ésta la
actitud ortodoxamente marxista. En efecto: el secuaz de
Marx cree y piensa — recuérdese lo que antes se dijo acer­
ca del fundamento creencia! de su esperanza— que la his­
toria de la humanidad conduce a un estado final en que
la naturaleza humana habrá conquistado su plenitud y
quedarán abolidos todos los conflictos que hasta ahora
han hecho dramática la existencia del hombre. La historia
se consumaría en una meta-historia: una suerte de escato­
logia intramundana. Pero aun admitiendo que así sea, de­
jando de lado, por tanto, el arduo problema de si el mal
moral y el mal físico desaparecerán por completo de la

258
haz de la tierra, dos preguntas surgen sin demora. Un
marxista, Bloch, ha formulado la primera. La angustia de
la muerte individual y el ineludible hastío de vivir sin la
esperanza de algo que todavía no se tiene, ¿dejarán de
oprimir a los hombres en ese plenificante estado postrero,
metahistórico ya, de nuestra azacanada historia? Bloch
piensa que no; y para no sentirse «pasión inútil», se ve
obligado a proclamar su animoso non omnis confundar y
a buscar para éste la interpretación antropológica que ya
conocemos. El tiempo dirá si la «extraterritorialidad res­
pecto de la muerte» del filósofo de Tubinga completa sa­
tisfactoriamente la esperanza de los marxistas preocupa­
dos por el último destino de su propia persona y de nues­
tra especie. Pero si no es así, si el marxismo ortodoxo no
quiere hacer suya la propuesta del autor de Das Prinzip
Hoffnung, una segunda interrogación se impondrá nece­
sariamente a quienes sigan profesándolo: puesto que el
fin del universo aniquilará total e irremisiblemente la
especie humana — suponiendo que llegado ese trance con­
tinúen viviendo individuos de nuestra especie— , ¿qué
sentido último puede poseer la esperanza y el optimismo
inherentes a la lucha revolucionaria de los marxistas? El
sacrificio y el trabajo que esa lucha exige, ¿dejarán de
ser, radicalmente considerados, sacrificio y trabajo «hacia
la nada», esto es, «para nada»? No creo, por supuesto,
en la consistencia y en la eficacia de los expedientes inte­
lectuales que propone Bloch; pero si no son satisfactoria­
mente resueltas la desazón y la exigencia de que su non
omnis confundar ha nacido, me atrevo a predecir que a
la larga, con toda su enorme e insustituible importancia
histórica en esta segunda mitad del siglo xx, el marxismo
será visto como un gigantesco esfuerzo fugaz de los hom­
bres hacia la incognoscible situación en que la humanidad,
al término de su historia, real y efectivamente viva.
Muchos son los que, incluso queriendo creer en ella, no
consideran convincente la escatologia del cristianismo;
nadie, sin embargo, negará lealtad a la presentación que
el cristiano hace de ella. Cualquiera que sea su modo de
concebir el acceso del hombre a las realidades postreras
que Cristo prometió — resurrección de los muertos, jui-
259
cio final, nueva creación de todas las cosas, vida perdura­
ble— , el cristiano, en efecto, afirma: a) Que nuestro
mundo, éste que juntos entre sí constituyen el cosmos y
la historia, acabará, tendrá un fin. Ahora bien: cualquiera
que sea la índole del proceso físico que determine ese fin,
y según un modo de perdurar distinto del que nosotros
llamamos «tiempo», después de él habrá un éskhaton
real; tan real, que entonces y sólo entonces, bien que mis­
teriosamente, cobrarán su realidad verdadera, plena y
definitiva los entes mundanales, b) Que la aceptación de
tal doctrina no es y no puede ser la aquiescencia de la
mente a la razonada proposición de unas tesis científicas
y filosóficamente convincentes; la veracidad de la pala­
bra promisora de Jesús de Nazaret y la realidad de un
suceso histórico radicalmente misterioso, la resurrección
pascual de su cuerpo, constituyen el único argumento
factual en favor de ella, c) Que dicha aceptación es el re­
sultado de un doble acto de creencia: el que conduce a
pensar que, del modo que sea, sigue existiendo «algo» de
cada persona humana entre su muerte biológica y la resu­
rrección de la carne, esto es, que la muerte biológica no
comporta la aniquilación absoluta de la persona que mue­
re (convicción que todavía pertenece a la dinámica natu­
ral de nuestro pensamiento) y el que nos lleva a admitir
la misteriosa realidad futura de esa resurrección y el ad­
venimiento de una vida perdurable (asentimiento cuyo
logro trasciende formalmente la dinámica propia de nues­
tra razón natural), d) Que la llegada del hombre a esta
creencia y a esta confianza transracionales — a esta fe y
a esta esperanza, en el sentido religioso y teologal de
ambas palabras— no depende sólo de su fibre voluntad
de creer y esperar, aunque la exija: en la fe y en la espe­
ranza cristianas se conjugan por modo misterioso esa libre
voluntad de creer y esperar y una donación gratuita de
Aquel cuya absoluta veracidad y cuyo infinito poder
abiertamente se admiten, e) Que, por consiguiente, inclu­
so cuando es firme, la recta vivencia de esa fe y esa espe­
ranza no pueda comportar certidumbre y seguridad; como
tal cristiano, el cristiano vive y no puede no vivir en sí
mismo los dramas, los afanes y los trabajos — personales

260
y colectivos— de la existencia del hombre en el mundo.
La posición de Moltmann ante la escatologia del cris­
tianismo cobra su vigorosa originalidad por el acierto, la
consecuencia y la sutileza con que en ella se reafirma la
central importancia de los novísimos, tamo en la vida
del cristiano como en su teología. El retador apòstrofe de
Oseas frente a la inexorabilidad física de la muerte
__«Muerte, ¿dónde está tu victoria?»— y la enérgica
voluntad de contemplar la historia de la humanidad y la
solidaridad de los hombres desde su éskhaton, tal como a
éste lo concibe el cristianismo, constituyen el nervio de
la construcción teológica moltmanniana. Algo más hay,
sin embargo, en la originalidad de ella; algo que simultá­
neamente afecta a la cristologia, al instrumento intelec­
tual del pensar teológico y a la antropología cristiana.
La visión religiosa y teológica de la resurrección de
Cristo, no sólo como «fundamento» de la fe, también, y
aún sobre todo, como «promesa» a la esperanza — por
tanto, la resuelta consideración de ella desde un punto de
vista escatològico— otorga un perfil muy singular a la
cristologia de Moltmann. No debo entrar yo en la discu­
sión que ha suscitado este fecundo punto de vista. Cual­
quiera que sea la forma en que se le admita, me parece
ineludible para elaborar una teología cristiana de la his­
toria universal, y por tanto la concepción de ésta como
historia salutis, como la cambiante aventura temporal de
la salvación de los hombres.
Ahora bien: la ejecución de este empeño y de cuantos
con él se relacionan — muy en primer término, un estudio
verdaderamente teológico de la escatologia— , ¿con qué
instrumentos intelectuales debe hacerse? ¿Qué concep­
tos exige una concepción de la escatologia cristiana en
verdad adecuada a su realidad propia? Continuando una
tradición de varios decenios, Moltmann — tras él, entre
otros, Pannenberg— subraya con especial y metódica de­
cisión la diferencia entre el modo griego y el modo bíbli­
co de entender la realidad, por tanto de pensar, y niega
al logos helénico virtualidad para aprehender idóneamen­
te — en la medida en que de ello sea capaz nuestra inte­
ligencia— el mensaje bíblico-cristiano. De ahí que la pa­

261
labra «escatologia», aunque ineludible por su universal
empleo, sea para Moltmann enteramente inadecuada. El
logos griego se refiere a la realidad que está ahí, que está
siempre ahí y que muestra su verdad en la expresión ver­
bal que a esa realidad corresponda. ¿Puede haber, enton­
ces, un logos del futuro? Sólo cuando éste sea repetición
o desarrollo racional del presente, lo cual no acontece en
el caso del futuro histórico, pese a las tentativas de re­
ducir la historia a dialéctica, como si el curso de ella fue­
se un sucesivo dia4égein de tesis, antítesis y síntesis, y
mucho menos en el caso del futuro histórico que el cris­
tiano contempla. Puesto que, merced a su resurrección, el
Cristo crucificado posee un futuro, «el modo como la
teología cristiana habla de Cristo no puede ser el modo
propio del logos griego o de los enunciados doctrinales
basados en la experiencia, sino el modo propio de las pro­
posiciones acerca de la esperanza y de las promesas para
el futuro... En la medida en que los predicados adjudi­
cados a Cristo anuncian al mundo, bajo forma de prome­
sa, el futuro de Cristo, en esa medida insertan la fe en
Cristo en la esperanza de su aún no advenido futuro... El
futuro oculto se anuncia en las promesas, y a través de la
esperanza influye en el presente». Esto es, se hace histo­
r ia 3. Todo lo cual es sustancialmente cierto, pero acaso
exija precisiones y matices. Pronto veremos cómo.
2. La visión cristiana del mundo es fundamentalmen­
te escatològica, con un éskhaton más allá de la historia y
del tiempo cósmico, los novísimos o postrimerías. Una
suerte de escatologia proclama también el marxismo con
su idea de un estado final, bien que intramundano, del

3 «Los enunciados doctrinales (de la ciencia) — sigue di­


ciendo Moltmann— encuentran su verdad en la controlable con­
formidad que muestran con la realidad que está ahí y con la
que puede experimentarse. Los enunciados de la promesa que
nos hablan de esperanza, en cambio, tienen que entrar en coli­
sión con la realidad experimentable en el presente. No son un
resultado de la experiencia, sino que constituyen la condición
de posibilidad de experiencias nuevas. N o pretenden iluminar
la verdad que está ahí, sino insertar esa realidad en el cambio
que está prometido y que esperamos. No quieren ir a la zaga
de la realidad, sino precederla. Con lo cual la tornan histórica.»

262
curso de la historia; aun cuando el éskhaton no pueda ser
ahora definitivo, porque el fin del universo acabará con
todo vestigio de vida. Basta la mención de estas dos po­
sibilidades para advertir que el hombre es animal escha-
tologicum, ente a cuya existencia pertenece la tenden­
cia a preguntarse por el término real de lo que ve, de lo
que hace y de sí mismo; dicho de otro modo, por lo que
en definitiva vaya a ser del mundo, de los demás hom­
bres y de su propia realidad. Se dirá tal vez que el agnós­
tico no considera aceptable ninguna de las repuestas a esa
pregunta, porque la empresa de conquistarlas — pien­
sa— rebasa las posibilidades de nuestra inteligencia; pero
con esa actitud está afirmando que el ser humano, movi­
do en su intimidad por lo que su inteligencia es, puede
hacérsela siempre, más aún, no puede no hacérsela. Se
dirá asimismo que algunos hombres no han creído en la
terminación definitiva del mundo, ni siquiera han pensa­
do en ella, porque en lo que creyeron fue en el eterno re­
torno del mundo; pero llámese o no se llame éskhaton a
la reiteración cíclica como definitividad, dicha doctrina
delata que la tendencia de que antes hablé existía en el
alma de quienes así pensaron. En último extremo, el eter­
no retorno no es sino una manera de responder a la pre­
gunta por lo que en definitiva será del mundo. Teísta o
ateo, agnóstico o creyente en el eterno retorno de las co­
sas, el hombre, a la par que animal rationale, y por la
misma razón, es animal eschatologicum.
Cuando la ultimidad cronológica de lo real es concebida
como término definitivo — así en el cristianismo, en He­
gel, en Comte, en Marx— , ¿qué es lo que el hombre es­
pera ser, bien en sí mismo, bien bajo forma de humanidad
in genere? Espera un feliz acabamiento de su naturaleza,
consistente en «ser todo en todo», para decirlo con la
célebre fórmula de San Pablo. Por supuesto que Hegel,
Comte y Marx no entendieron como San Pablo el acto de
«ser todo en todo»; pero, sabiéndolo o no, y cada uno a
su manera, los tres secularizaron esa idea paulina al ima­
ginar y concebir lo que será la existencia del hombre en el
anunciado estado final de la historia. Ahora bien: tal
modo de ser hombre, ¿no supone en quien como posible
263
lo formula una íntima pretensión de infinitud, especial­
mente manifiesta cuando la actividad del sujeto consiste
en la creación, y aunque ésta nunca rebase el límite a que
las «creaciones» humanas puedan llegar? Recuérdense las
primeras páginas de Del sentimiento trágico de la vida.
Léase de nuevo el texto de Heidegger antes transcrito:
«¿Tiene sentido concebir al hombre, sobre el fundamento
de su más íntima finitud... como ’’creador” , y por tanto
como ’’infinito” ? ¿Hay algún derecho a ello? La finitud
de la existencia, incluso como problema, ¿puede ser aca­
so desarrollada sin una ’’presupuesta infinitud” ? » Molt-
mann, por su parte, escribirá en Mensch: la condición de
imagen de Dios «indica que lo que el hombre es no pue­
de aflorar en la factualidad ya existente, sino que la infi­
nita distancia entre el Creador y la creación determina
también al hombre para una libertad infinita frente a to­
das las cosas y frente a su propia realidad». Dando otro
contenido a la sentencia de Sartre, y sin prejuzgar acerca
de su cumplimiento, bien podemos decir: «E l hombre es
una pasión de infinitud.»
La cuestión antropológica surge al punto: ¿cómo tiene
que estar constituida la realidad del hombre para que en
ésta exista la tendencia a preguntarse por el destino defi­
nitivo de ella misma y de todas las cosas, y para que en
la respuesta y en la conducta que a la respuesta conviene
haya — tácita o expresa — una pretensión de infinitud?
Por tanto: ¿qué es el hombre, en cuanto que animal cs-
chatologicum?
Implícita en Theologie der Hoffnung, más explícita en
Mensch, la antropología de Moltmann, como luego la de
Pannenberg, se apoya sobre una tradición intelectual que
parte del Scheler de E l puesto del hombre en el cosmos
y — con las personales variantes de rigor— prosigue con
Plessner, Cassirer, Buytendijk, Gehlen, Portmann, Land­
mann y otros. La interrogación básica es: en su compor­
tamiento, ¿en qué se diferencia esencialmente el hombre
del animal, y cuáles son, en consecuencia, las notas esen­
ciales de la vida humana? N o creo descaminada la pro­
puesta de llamar «conductismo filosófico» a esta manera
de interrogarse por lo que el hombre es, tan fielmente

264
seguida por Moltmann bajo el epígrafe «L a pregunta
— sobre lo que es el hombre— surge de la comparación
del hombre con el animal». Muy certeramente, nuestro
autor añade a ese punto de vista otros tres más, el antro-
pológico-cultural, sociológico e historiológico («L a pre­
gunta surge de la comparación del hombre con los demás
hombres»), el teologal («L a pregunta surge de la compa­
ración del hombre con lo divino») y el bíblico («Ecce
homo!, ¡Aquí tenéis al hombre!», porque en la Biblia el
hombre se reconoce como tal compareciendo cara a cara
ante la mayestática inmensidad de Dios, sintiéndose ra­
dicalmente menesteroso y oyendo de Dios la palabra que
dice: «Y o estaré contigo», Ex., 3, 12). Todo ello es perti­
nente, profundo y sugestivo. Pero, ¿puede decirse que,
situándose en esos cuatro puntos de vista, Moltmann haya
dado una respuesta satisfactoria a la interrogación antro­
pológica que por sí misma suscita la condición escatolò­
gica del hombre? No lo creo.
A mi modo de ver, en la antropología teológica de
Moltmann, como en la Pannenberg, no se hallan sufi­
cientemente elaboradas dos de las partes integrales de
toda antropología: la científica y la metafísica.
Muévase o no en el campo de la teología, el antropólo­
go debe dirigirse a los estudiosos del cuerpo humano
(morfólogos y fisiólogos) y, por supuesto, a los psicólo­
gos, para saber lo que la ciencia actual dice en relación
con cada uno de los temas que la vida del hombre puede
brindar a su consideración. En este caso: qué pasa en
nuestro psiquismo y en nuestro cuerpo (neurofisiologia,
endocrinofisiología) cuando nos proyectamos hacia el fu­
turo, y por qué — o al menos, cómo— eso que en nos­
otros pasa pide ante el futuro una «actitud escatològica»,
a la cual, luego, se querrá o no se querrá dar respuesta.
No como solución concluyente, pero sí como indicación
orientadora, algo dicen acerca de esto las páginas que
preceden. No hay duda: en la antropología de Bloch y en
la de Moltmann es deficiente el costado científico.
La respuesta a la interrogación antes formulada
— «¿cómo tiene que estar constituida la realidad del hom­
b re...?»— posee en su fondo una dimensión rigurosa-

265
mente metafísica; la cual, si el antropólogo es cristiano,
y más aún si por añadidura es teólogo, propondrá muy en
primer término la cuestión siguiente: si la persona de
cada hombre ha de ser juzgada, después de su muerte, en
el juicio universal, ¿qué queda de la realidad del hombre
tras su muerte biológica? ¿Debe o no debe admitirse, con
una venerable tradición religiosa e intelectual, la tesis de
la «inmortalidad» del alma? Y sea cualquiera la respues­
ta, ¿a qué modos de la realidad y la actividad del ser hu­
mano dan nombre los términos sarx, «carne», psykhé,
«alm a», y pneuma, «espíritu», de la sólo esbozada antro­
pología de San Pablo?
Ante este manojo de cuestiones, la posición de Moh­
ínann — precedido por los creadores de la «teología dia­
léctica», recuérdese el texto de E. Brunner antes transcri­
to, y seguido, de manera todavía más explícita, por Pan­
nenberg— parte de negar validez a la doctrina de la in­
mortalidad del alma, tal y como ésta, de un modo o de
otro apoyada en la famosa argumentación del Fedón pla­
tónico, tradicionalmente ha sido formulada en todo el
mundo cristiano y, más tarde, en buena parte del mundo
secularizado de Occidente, No, dice Pannenberg; esa he-
lenizante doctrina de la inmortalidad del alma, que en sí
misma no pasa de ser creencia, una creencia a un tiempo
suscitada por la inexorable angustia de la muerte, por el
secreto anhelo de no extinguirse personalmente con ella
y por la incapacidad de la mente griega para admitir el
advenimiento de algo radicalmente nuevo — tras la muer­
te, el alma inmortal «continuaría» siendo lo que como tal
alma era— , no puede ser admitida hoy: ni la antropología
actual permite ver a la persona humana como la compo­
sición de un «alm a» y un «cuerpo», porque estas dos pa­
labras sólo nombran abstracciones de nuestra inteligencia,
ni la creencia en la inmortalidad del alma parece compa­
tible con la imponente seriedad de la muerte, ni la fe y
la esperanza en la resurrección de los muertos, según la
letra y el espíritu de los textos neotestamentarios en que
es anunciada, la exigen como necesaria. Esa resurrección
será un novum radical, misterioso e inimaginable, y sólo

266
acaecerá en virtud de un acto recreador de la omnipo­
tencia divina.
Pero como declara el propio Pannenberg, «también el
interés griego por la afirmación de algo permanente en la
constitución del hombre posee un núcleo de verdad». Y
en otra página: «L a representación del juicio venidero,
como la misma esperanza en la resurrección, como todo
pensamiento acerca de lo que trasciende a la muerte, no
pasa de ser, naturalmente, una expresión alegórica. Pero
si no acaeciera en el instante de la resurrección, ¿cómo el
juicio eterno podría ser un evento para el yo del hombre
juzgado?» Lo cual — en la mente del cristiano, al me­
nos— plantea inexorablemente dos graves problemas me-
tafísicos: la peculiar realidad de aquello que, tras la muer­
te, llegará a ser «yo juzgado» en el acto del juicio y man­
tiene la identidad personal entre el cuerpo resucitado y el
hombre que murió antaño, y la constitución real de la
persona que vive dentro del mundo y muestra en éste un
comportamiento absolutamente irreductible al puramente
animal. Problemas, pienso, a los que la antropología teo­
lógica de Moltmann y Pannenberg no ha dado por el mo­
mento solución satisfactoria.

2. Escatologia e historia
No sólo para el teólogo y para el cristiano sensible al
problema de la historia; también para el historiador en
tanto que tal resulta especialmente rica y sugestiva la
reflexión de Moltmann acerca de la relación entre la his­
toria y la escatologia. ¿Para qué se escribe la historia?
Si sólo fuera para resucitar y conocer el pasado, entonces
la historia escrita sería algo así como un lago en cuyas
sugestivas aguas — ese mismo pasado, ya resurrecto y co­
nocido— se anegaría y disolvería la persona del lector.
Desde su radical historicismo, así lo sintió Dilthey: el
historiador se desangra a sí mismo — pierde hasta cierto
punto su propia identidad— en la ardua faena de com­
prender la vida pretérita. No: la historia no se escribe
sólo para resucitar y conocer la vida que fue; también, y
sobre todo, para ayudar al hombre a vivir hacia el futuro.
Unicamente así dejará de ser un constante memento mori,

267
que no otra cosa sería si se limitase a convertirnos en
meros contempladores o convivientes de lo muerto, y
pasará a ser un verdadero memento vivere. En su quinta­
esencia, tal es la actitud de Moltmann ante el problema
nietzscheano de «la utilidad o la desventaja de la historia
para la vida». La historia es un recuerdo de lo que fue al
servicio de una intelección de lo que está siendo y de una
esperanza de lo que puede ser, vengo diciendo yo desde
hace no poco tiempo.
Pues bien: si esto es así, ¿no habrá que concebir la
estructura y el curso de la historia tanto sobre la espe­
ranza como sobre el recuerdo? Sin duda. Para entender
históricamente lo que en el año 1789 aconteció en París
es necesario, por supuesto, reconstruir, resucitar docu­
mentalmente aquel evento y todo lo que en su inmediato
pasado pudiera determinarlo; pero sólo teniendo en cuen­
ta cómo los proyectos y las esperanzas de los revolucio­
narios franceses se han realizado en el futuro de 1789
— por tanto: cómo la Revolución Francesa pervive en
nuestras vidas y en nosotros mismos, en lo que somos y
en lo que esperamos— , sólo así podrá ser cabalmente
cumplido nuestro propósito. Nada más evidente. El cris­
tiano, sin embargo, no puede quedarse ahí, porque para
él la esperanza histórica tiene su verdadero fundamento
en una promesa — lo que acerca del sentido último de la
historia se dice en el Antiguo y en el Nuevo Testamen­
to— , y porque el término definitivo de la promesa, el
bien que en ella se promete, posee una realidad riguro­
samente escatològica. Tanto como el recuerdo, la prome­
sa, la esperanza y la escatologia — la realidad futura de
un êskhaton que a través de la esperanza está operando
en todos los presentes sucesivos del devenir histórico;
que, en consecuencia, no se limita a estar «más allá» del
tiempo y del mundo— son conceptos fundamentales en
la historiología teológica de Moltmann. Trataré de glosarla
estudiando sumariamente su punto de partida, su meta y
su método.
1. Punto de partida de la historiología de Moltmann
es su aceptación parcial y su discrepancia última de la
filosofía de la historia que se inicia con el mundo moder­

268
no y alcanza su cima después de la Revolución Francesa.
Nace el mundo moderno con una clara idea de la nove­
dad de la vida que entonces tiene su orto; en modo al­
guno es un azar que a la ciencia moderna del cosmos se
la llame scienza nuova, que Sir Francis Bacon dé el
nombre de Novum organon al conjunto de sus reglas para
estudiar la realidad del mundo o que Descartes conciba
su Discurso del método como «proyecto de una ciencia
universal» enteramente nueva respecto de la «filosofía
especulativa que se enseña en las escuelas». Frente a la
convicción de estar continuando o perfeccionando lo que
ya era — San Buenaventura, por ejemplo, ve el curso de
la historia universal como el progresivo crecimiento de
un individuo humano— , la modernidad inicia su existen­
cia afirmando resueltamente su novedad respecto de lo
que para ella había sido pasado inmediato.
La Revolución Francesa dará un paso más, y convertirá
la «ruptura» en «crisis». Como crisis histórica la interpre­
tan los creadores de este concepto, Saint-Simon, Hegel y
Comte; más aún, como la crisis histórica por antonoma­
sia. «L a crisis desencadenada — escribe Moltmann—
... pone en juego todo lo que para el hombre significa
humanidad en la patria, en la polis, en el mundo y en la
naturaleza.» De ahí que los conservadores (Bonald, De
Maistre, Tocqueville, Burckhardt) crean oír en ella los
primeros sonidos de la trompeta del juicio final y que los
progresistas trasladen a la historia la utopía de una vida
por igual salvadora y nueva: «Desde 1789, el país Utopía
no se encuentra ya situado en algún lugar más allá de los
mares, sino que, sobre el vehículo de la fe en la historia
y en la idea de progreso, se desplaza al futuro posible que
hay que aguardar o que consumar.» Y de ahí también
que, en el siglo xix, «todas las reflexiones de los histo­
riadores, sociólogos y filósofos europeos tengan tras de
sí el terremoto de la Revolución Francesa, y ante sí las
incalculables consecuencias de ese terremoto».
Descubrimiento factual del novum como nota esencial
del acontecer histórico, conversión del futuro en utopía.
Más o menos influido por la lectura de Bloch, Moltmann
valora muy positivamente esta doble hazaña de la Europa

269
moderna. Pero ¿puede decirse que los historiadores y los
filósofos de la historia hayan sabido dar razón intelectual
de estos dos valiosos hallazgos? La idea de la historia
que nos ofrecen, ¿ha concedido a la novedad, la utopía y
la esperanza la importancia historiológica que realmente
tienen? En modo alguno; más bien las ha desconocido
y hasta tácitamente negado. Por eso dije antes que Molt-
mann, después de haber aceptado parcialmente la filoso­
fía de la historia ulterior a la Revolución Francesa, acaba
discrepando formalmente de ella.
Los filósofos de la historia, los pensadores que se han
propuesto dar razón filosófica de lo que la historia sea,
han solido terminar su empeño negando de raíz la histo­
ria misma. La historia es verdaderamente «comprendida»,
se dice, cuando en su decurso puede ser descubierto un
sentido, un logos inmanente; cuando en el caótico seno
de la contingencia aparecen ante nosotros necesidades y
dependencias. Pues bien, concluye Moltmann: cuando la
historia es así «comprendida», deja de ser «historia».
Aunque estilizando un poco la imagen que de ellos ofre­
ce, Moltmann demuestra brillantemente su tesis exami­
nando el pensamiento historiológico de cinco grandes fi­
guras de la cultura alemana ulterior a la Revolución Fran­
cesa: Leopold von Ranke, Ferdinand Christian Baur,
Johann Gustav Droysen, Wilhelm Dilthey y Martin Hei­
degger.
Dos brevísimas muestras. Para Dilthey, por ejemplo,
la historia es la expresión de una inagotable e insondable
protosustancia, «la vida»; expresión que cambia y se mo­
dula según los tres cauces a priori que vienen a ser las
tres grandes concepciones del mundo, el materialismo, el
idealismo objetivo y el idealismo de la libertad. Ellas son
las pautas vitales que nos permiten entender la azarosa
diversidad de los eventos históricos. Hácese la historia
inteligible, por tanto, «allí donde puede ser referida a
algo que se encuentra en su base, algo que impulsa y mana
eternamente, el hypokeimenon que es la vida... La histo­
ria, en suma, se nos muestra como un universum en cuya
inabarcable totalidad la vida se epifaniza». Pero a un de­
venir en el cual falta la creación de vida real y verdade-

270
ramente nueva y, por consiguiente, la esperanza de lograr
aquello a que tal creación aspira, ¿puede llamársele «his­
toria»?
Heidegger, por su parte, ve el fundamento de la his­
toria en la constitutiva historicidad de la existencia hu­
mana; historicidad que se pone en acto — auténticamen­
te unas veces, inauténticamente otras— cuando la exis­
tencia humana realiza alguna de las posibilidades de que
sea capaz; esto es, cuando las convierte en «posibilidades
sidas», y por tanto en «posibilidades que están ahí». ¿En
qué consistirá, pues, la actividad del historiador, qué será
escribir historia? Sólo esto: un esfuerzo por reconstruir
en la propia existencia y desde ella el proceso en cuya
virtud la mera posibilidad pasó a ser posibilidad sida,
«fuente», en el sentido que la historiografía da a esta
palabra. A la postre, comprender historiográficamente es
repetir el pasado, convertir el pasado en «tradición ex­
presa»; lo cual permite entender bien la central impor­
tancia que el concepto de «repetición» (Wiederholung)
posee en el quintaesenciado pensamiento historiológico
de Heidegger y la intención de las interpretaciones histo­
riògraficas de éste; por ejemplo, su proceder ante los
fragmentos de los presocráticos. Pero tal modo de conce­
bir la reviviscencia del pasado, ¿no equivale acaso a una
radical destrucción de la historia y la historiografía? Sin
duda. Tanto — añado yo— , que Heidegger, contradicien­
do táctica e indeliberadamente su propio pensamiento, no
rememora a los presocráticos «repitiendo» lo que en ellos
fue conversión de una mera posibilidad en posibilidad
sida, sino «recreando» a su modo ese proceso para «crear»
su propia filosofía, es decir, para — movido por una espe­
ranza que él no sabe entender sino como «angustiada es­
pera de la nada»— hacer historia viva y nueva, genuina
historia.
Al intentar comprender y conceptuar la historia, con­
cluye Moltmann, la filosofía de la historia al uso lleva a
cabo una negación, una abolición, un aniquilamiento de
la historia misma. «L a pregunta básica por el origen, la
sustancia y la esencia de la historia remite los movimien­
tos, cambios, crisis y revoluciones que constituyen la con­

271
creta realidad de ella a lo inmutable, a lo que es siempre,
a lo igualmente válido para todo tiempo.» No otra cosa
viene a ser, pese a la considerable diferencia entre cada
una de estas concepciones, «la entera plenitud de vida
espiritual insuflada al género humano por la divinidad»
(Ranke), «la idea que se realiza en la totalidad de la his­
toria» (Baur), «el cosmos del mundo moral» (Droysen),
«la vida, en tanto que conexión que abarca la totalidad
del género humano» (Dilthey) y «la constitutiva historici­
dad de la existencia» (Heidegger).
2. No habría advertido Moltmann esa radical defi­
ciencia de la filosofía de la historia ulterior a la Revolu­
ción Francesa — deficiencia de que tampoco se halla exen­
ta la historiología de Hegel, Comte y Marx, aun cuando
la dimensión del «hacia» pertenezca esencialmente a la
visión de la historia de cada uno de ellos: la historia como
movimiento de la humanidad hacia su estado final— , si
sus metas como teólogo-historiador no hubiesen sido las
que a su fundamental condición de teólogo corresponden:
la historicidad y la historia de la promesa cristiana, el
futuro de Jesucristo tras su resurrección, la hermenéutica
de las pruebas de la existencia de Dios, el destino histó­
rico de la misión cristiana en el contexto de la historia
universal (hermenéutica del apostolado, humanización del
hombre en la esperanza de la misión, historificación del
mundo, tradición de la esperanza escatològica) y la visión
de la cristiandad en el seno de la sociedad moderna como
una «comunidad en éxodo».
Un examen crítico del modo como Moltmann se enfren­
ta con todos estos temas y trata de resolverlos no es tarea
de mi competencia. Sí debe serlo, en cambio, un juicio
sumario acerca de los conceptos metódicos con los cuales,
supuesta la formal inadecuación de los que utilizan la his­
toriografía hoy vigente, él intenta alcanzar las metas que
como teólogo se ha propuesto.
3. Cuatro me parecen las principales ideas que Molt­
mann considera necesarias para construir una historiolo­
gía adecuada a la vida bíblico-cristiana del acontecer his­
tórico.
a) La metódica sustitución del logos helénico por la
272
«promesa» bíblico-cristiana, porque ella es el único ins­
trumento verdaderamente idóneo para entender en su
peculiaridad el curso de la historia. La intelección de la
realidad mediante el logos griego muestra a la inteligencia
lo presente, lo que está siendo, lo que es ahora y perma­
necerá mañana, en modo alguno nos permite abordar
adecuadamente el problema de lo futuro, lo contingente
y lo nuevo. E l saber histórico, en consecuencia, fue aje­
no a la mente griega. Pese a la profundidad de algunas
de sus intuiciones, Tucídides busca ante todo lo que en
la guerra que relata es permanente e inmutable: «traza
la imagen cerrada en sí misma de una historia, no se pre­
gunta por la historia», escribe Moltmann. «L a ciencia
histórica — hizo notar H. Cohen, tal vez el primero en
contraponer metódicamente la mentalidad bíblica a la
helénica— tiene en la conciencia griega el mismo signi­
ficado que el saber sin más; y así la historia, para los
griegos, se halla permanentemente referida al pasado. El
profetismo, en cambio..., ha engendrado el concepto de
la historia como concepto del ser futuro... Ahora el tiem­
po se vuelve futuro, y el futuro es el contenido principal
del recuerdo histórico... En lugar de una edad de oro
situada en el pasado mitológico, el futuro escatològico
implanta en la tierra una verdadera existencia histórica.»
Profecía y promesa, idea del decurso temporal de la
humanidad como la historia de la salvación de ésta y del
cumplimiento de las promesas divinas, visión de «lo di­
vino» no sólo como el fundamento de lo permanente en
lo que cambia, también, y en primer término, como la
causa que produce lo nuevo y garantiza la verdad de lo
prometido; tales son las nociones en cuya virtud pudo sur­
gir una concepción verdaderamente histórica de la vida
personal y colectiva del hombre. Y así, hace años lo
apuntó Zubiri, de la «potencia» como poder ser de lo
físicamente mudable (la dynamis griega), se pasa a la «po­
sibilidad» como apertura a lo históricamente nuevo (a lo
profetizado o prometido por Dios y luego conquistado por
el hombre, en el caso de la historia bíblica). «L a filosofía
de la historia como filosofía de la crisis (entendida ésta
como el hundimiento de lo que ya era, por tanto del or-

273
18
den antiguo) tiende a aniquilar la historia. Sólo una his-
toriología que se apoye sobre los conceptos nuevo, futuro,
misión y frontera del presente, sólo ella estará en condi­
ciones de tomar, recordar y aguardar históricamente la
historia, es decir, de no aniquilarla, sino de mantenerla
abierta.»
b) La resuelta introducción de la escatologia — en el
caso de Moltmann, la escatologia propia del cristianis­
mo— para dar razón válida del curso de la historia. Para
concebir históricamente la historia no basta, en efecto,
apelar a los conceptos de «lo nuevo» y «lo futuro»; es
preciso también ver la novedad histórica de lo que adven­
drá o será conquistado como una anticipación parcial de
aquello en que el proceso mundano y temporal de los
eventos ha de terminar, esto es, como primicia y prenda
del éskhaton de tal proceso. Con lo cual la postrimería,
además de hallarse situada «allende» la historia, va reali­
zándose «en» la historia misma, «dentro» del acontecer
histórico.
La tácita o incipiente historiología del Antiguo y del
Nuevo Testamento fue, desde luego, formalmente esca­
tològica: y en la medida en que la cultura moderna ha
sido la consecuencia de una secularización de la visión
cristiana del mundo, en esa medida es también escatolò­
gica, bien que secularizadamente, la historiología de la
mbdernidad. Gracias a esta influencia de la mentalidad
cristiana, y aun cuando la filosofía ulterior a la Ilustra­
ción nunca se haya liberado por completo del molde
mental que a tal respecto viene siendo el logos griego, no
pocos pensadores occidentales, desde Herder y Kant has­
ta Hegel y Marx, han entendido quiliásticamente el deve­
nir histórico, han sabido ver en la crisis tanto la novedad
que en ella surgía como la tradición que con ella se que­
braba y, desde el punto de vista de lo que en su mente
era el éskhaton de la historia, cierto estado final de ésta,
han podido percibir lo que su decurso tiene de «misión»;
por tanto, el constitutivo carácter «hacia» del acontecer
histórico y la no menos constitutiva esperanza que la ac­
ción histórica lleva en su seno. Pero la admisión de un
éskhaton puramente histórico — que por lo demás, como

274
ya vimos, supone un acto de creencia— , ¿no lleva consigo
una futura aniquilación de la historia? Con otras pala­
bras: entendiendo la expresión «fin de la historia» en su
más radical sentido, es decir, como definitiva desapari­
ción de la especie humana, ¿puede quedar garantizada la
genuina historicidad de toda la historia, comprendido en
ella, por tanto, ese hipotético estado final suyo, sin admi­
tir el carácter transhistórico del éskhaton que se espera?
c) Culpa, muerte y resurrección como conceptos his-
toriológicos. Adoptando, aun cuando originalmente modi­
ficadas, varias de las ideas expuestas por R. Wittram en
Das Interesse an der Geschichte, Moltmann propone in­
troducir en la historiología, y por consiguiente en la his­
toriografía, los conceptos de culpa, muerte y resurrección.
El historiador, en tanto que historiador, ¿qué recuer­
da? Muchas cosas, algunas de ellas por completo inanes
o simplemente curiosas, las que integran la llamada «mera
erudición». Pero entre todo lo que recuerda, ¿qué es lo
que en verdad se siente obligado a recordar? En primer
término, lo que se le impone como algo no satisfactoria­
mente resuelto antaño ni hogaño; algo, en suma, que de
algún modo puede ser considerado como culpa de los
hombres que pasaron y de los hombres que están vivien­
do, en la medida en que sea vivida la existencia de algu­
na continuidad entre aquéllos y éstos. Tales recuerdos
«fuerzan al presente a enfrentarse con ellos, pues en lo
recordado como culpa hay algo que todavía no está liqui­
dado, cuyo alcance no ha sido aún conseguido, que no ha
manifestado plenamente su significación. Con el conoci­
miento de lo sido y acontecido como culpa, el presente
entra en un proceso que no ha encontrado todavía térmi­
no y solución». La visión de la culpa como motor de la
historia y la historiografía posee, sin duda, validez uni­
versal; pero acaso en ciertos países — Alemania, patria
de Wittram y de Moltmann; España, mi patria— tenga
esa validez una intensidad y un matiz muy peculiares.
Escribió Nietzsche: «Los grandes hechos históricos del
pasado se me aparecen como cataratas congeladas: imá­
genes petrificadas por la frialdad de la extinción de la
vida... Al contemplar la grandeza de los imperios hundi­

275
dos, de las culturas sepultadas, de las pasiones extingui­
das, de los cerebros muertos, sentimos frío... Los histo­
riadores habitamos ciudades muertas, abrazamos sombras,
recordamos difuntos.» Nada más cierto, cuando la historia
escrita es «puro recuerdo». En una primera instancia,
la muerte es la condición de la materia que el historiador
maneja; condición que no desaparece cuando éste — tal
es el caso de los doctrinarios de la historiografía positi­
vista— trata de reducir el evento pasado a «puro hecho»,
a factum desnudo. Pero, como ya en nuestro siglo xvn
supo ver fray Jerónimo de San José, y luego han visto
Ranke, Michelet, Dilthey, Ortega y Walter Benjamin, el
verdadero explorador del pretérito actúa como tal «resu­
citando» esos hombres y esos eventos muertos. En tanto
que conceptos historiográficos, la culpa y la muerte al­
canzan su auténtico sentido en la resurrección.
Ahora bien, ¿en qué consiste la resurrección consegui­
da por el historiador? ¿Qué es lo que con la buena histo­
riografía resucita? ¿Qué dicen al historiador el hombre
y la situación histórica así resurrectos? Fundamentalmen­
te, esto: lo que el muerto pudo hacer en vida, no hizo y
por el historiador o por quienes le rodean todavía podría
hacerse. Más allá de lo que pensó Heidegger, el historia­
dor no es tan sólo un «repetidor» del proceso que dio
lugar a las posibilidades sidas, debe ser también un «re­
conquistador» de la promesa y la esperanza inherentes a
las posibilidades no sidas (Zubiri, yo mismo). Para en­
tender históricamente lo que aconteció en el París de
1789, decía yo antes, es preciso tener en cuenta cómo los
proyectos y las esperanzas de los revolucionarios france­
ses se han realizado en el futuro de 1789. Cierto. Mas
también hay que considerar, añado ahora, aquellos de sus
proyectos y esperanzas que no se realizaron; más aún,
que, pudiendo haber sido concebidos, no llegaron a con­
cebirse. En esta operación adivinatoria culmina el resu­
citante «levántate y anda» del historiador cabal. Nada
más evidente.
No puede quedar ahí, sin embargo, el historiólogo
cristiano, tal como Moltmann entiende su cometido, por­
que sólo escatològicamente considerada logra su último
276
sentido esa resurrección. «Como objeto intencional de la
investigación o como punto de partida para forjar el pre­
sente, la historia escrita — ha dicho recientemente O. We­
ber, prosiguiendo la tradición antes mencionada— cons­
tituye siempre, por así decirlo, una resurrección de los
muertos.» Pues bien, completa Moltmann: «Esa resu­
rrección científico-histórica de los muertos es también, e
incluso cuando acontece por asi decirlo, escatologia
anticipada, acontecimiento final proyectado sobre la his­
toria.» Por tanto, incoada «salvación» de ésta. Tan sólo
creyentemente entendida desde la misteriosa resurrección
de los muertos que anuncia la escatologia cristiana, deja
de ser una metáfora feliz y se hace realidad en esbozo la
«resurrección historiogràfica».
d) La sistemática «misionalizadón» de la historiolo-
gía. Además de tener una misión, la que su vocación ex­
presa, y como fundamento de esa tenencia, el hombre
—escribió hace años Zubiri— es misión. Puesto que la
historia es la marcha de la humanidad hacia el definiti­
vo cumplimiento de su éskhaton, un carácter de misión
le es rigurosamente consustancial, dice ahora Moltmann.
Lo cual está indicando que sin «misionalizarse», sin for­
malizarse según este esencial carácter de la realidad de la
historia, ninguno de los momentos integrantes de ella y
de los conceptos a ella pertinentes podría ser bien enten­
dido. El hombre se encuentra a la vez en la historia, na­
dando a favor o en contra de los acontecimientos de que
es parte, y sobre la historia, levantada su cabeza sobre la
superficie de esa corriente para contemplarla e interpre­
tarla; es histórico y tiene historia; existe históricamente,
en definitiva, teniendo misión y siendo misión.
Que la misión sea unas veces concebida de un modo
puramente intramundano — la «paz perpetua» para
Kant, la «misión de la lucha de clases» para Marx, la
«misión de Francia» para Michelet, la «misión de Prusia»
para Treitschke— o que tenga un sentido último formal­
mente transmundano — las postrimerías de que habla el
cristianismo— , que su meta, por tanto, sea sólo histórica
o sea también trans-histórica, es cosa que no afecta a la
radical verdad de esta multiforme misionalidad de la his-

277
toria. Pero, una vez más, Moltmann piensa — cree— que
sólo una escatologia como la cristiana puede dar un cum­
plimiento real y verdaderamente satisfactorio al «hacia»
que para el hombre en todo momento lleva consigo su
existencia en el tiempo y sobre el tiempo.
3. Los párrafos precedentes presentan y glosan de
manera sucinta los principales conceptos de la historiolo-
gía moltmanniana; mas no quiero terminar mi comen­
tario sin añadirle una nota crítica de carácter general.
Moviéndose en una certera y acreditada tradición teo­
lógica y filosófica, la contraposición entre la mentalidad
griega y la mentalidad bíblica — logos y profecia (Cohen),
eros y agápe (Scheler, Nygren), verdad como desvela­
miento de lo real y verdad como confianza en el futuro
de lo real (von Soden), etc.— , Moltmann edifica su con­
cepción teológica de la esperanza y de la historiología
subrayando y cultivando con profundidad, sutileza y con­
secuencia ejemplares la disparidad y aun la mutua opo­
sición entre la palabra como logos y la palabra como
promesa, el amor como phil'ta y el amor como agápe, el
Dios de Parménides y el Dios de Abraham y Jacob, el
Dios como motor inmóvil de Aristóteles y el Dios vivo y
creador del judaismo y el cristianismo, el desarrollo de lo
que en el pasado ya era y la novedad de lo que en el
futuro será, la historia «desde» un origen venerable que
postula Platón y la historia «hacia» una ultimidad divina
que proclama la Biblia. El resultado de su empeño es tan
patente como sugestivo. Pero la historiología obtenida,
¿no sería más abarcante, más completa, tratando de inte­
grar unitaria y sistemáticamente entre sí los dos puntos
de vista? ¿Acaso el amor cristiano no es «a la vez» eros,
philia y agápe, y no es la verdad, también «a la vez», des­
velamiento de lo real y confianza en el futuro de lo real?
¿Acaso, por otra parte, la distinción aristotélica entre el
conocimiento histórico (aprehensión de lo que sucedió) y
el conocimiento poético (imaginación de lo que hubiera
podido o podría suceder), tan patente en la Poética (1451
a38-b ll), no permite ampliar, trascendiendo resuelta­
mente lo que sobre aquél dice el propio Aristóteles, las
posibilidades noéticas del logos griego? La Theologie der
278
Hoffnung de Moltmann es, desde luego, un gran logro,
pero también un reto y el arranque de un casero: &ote
un libro, no cabe elogio mejor.

III. Esperanza y praxis social:


La coperación como imperativo

Dejando de lado la consideración de los desesperados,


los desesperanzados y los doctrinarios del absurdo, en
creciente minoría desde el auge del existencialismo que
subsiguió a la Segunda Guerra Mundial, tres parecen ser
hoy las actitudes principales de la esperanza: la agnósti­
ca, la marxista y la cristiana. El agnóstico dice: «Espero,
desde luego, que el resultado de mis acciones creadoras
logrará algún progreso en mi propia vida, y hasta en la
vida histórica de la humanidad; pero no me es posible
saber con certidumbre cómo acabará la historia, y por
consiguiente no puedo tomar postura ante el problema
de la consistencia y el sentido de mi esperanza.» El mar­
xista, a su vez, proclama: «Creo firmemente que si mis
acciones personales se ajustan a la visión de la historia y
del hombre propuesta por Marx, en alguna medida con­
tribuirán a que la humanidad alcance por sí misma el ven­
turoso estado final que su esfuerzo histórico promete y
garantiza; estoy seguro, por tanto, de que mi esperanza
tiene verdadera razón de ser y verdadero sentido último.»
E l cristiano, en fin, afirma: «Creo que si a mis acciones
en el mundo las anima la buena voluntad que predicó
Cristo — por tanto, el amor de efusión a los otros hom­
bres y a la realidad en general— , esas acciones tendrán
alguna parte en el progreso y en la salvación del mundo;
salvación que acontecerá más allá de la historia y que
nunca podría ser alcanzada sin la intervención de un po­
der y un amor superiores a mí y a todos los hombres,
el infinito poder y el amor infinito de Dios.» Tres actitu­
des ante la esperanza en el mundo distintas, sin duda,
entre sí, pero, cualesquiera que sean el modo y el grado
de su respectiva verdad, lícitas las tres. Y puesto que las
tres son lícitas y forman multitud los hombres que hoy

279
las profesan, ¿no es cierto que deben coexistir y, en la
medida de lo posible, cooperar? La diversidad en la rea­
lización social de la esperanza impone, simplemente en
nombre del fair play, el imperativo de la cooperación en­
tre todos los esperanzados. Modificando la famosa con­
signa de Marx, habría que gritar: «¡Esperanzados de to­
dos los países, unios!»
Para ser fecunda y seria, para no caer en la mera deli­
cuescencia sentimental, esa cooperación debe apoyarse
sobre un presupuesto, aspirar a una meta y someterse a
unas reglas.
El presupuesto: admitir sin reservas — o proceder
como si sin reservas se admitiese— la posibilidad de una
aproximación asintótica a la total desaparición del dolor
y la injusticia sobre la superficie de la tierra. ¿Es posible
una vida terrenal en la que hayan desaparecido totalmen­
te el sufrimiento y la iniquidad? El mal físico y el mal
moral de los hombres, ¿pueden ser científica y social­
mente erradicados, como lo han sido o lo serán el palu­
dismo y la lepra? Por mi parte, no lo creo, aunque pueda
pensarlo; pero me siento en la grave obligación de creer
y pensar que, con su inteligencia, su trabajo y su abne­
gación, el hombre puede por sí mismo lograr que el dolor
y la injusticia sean cada vez menores en el mundo; que
se aproximen asintoticamente, por tanto, al imposible cero
de su inexistencia. En esta soberana empresa, ¿hasta dónde
podrían llegar, unidas entre sí, la ciencia, las técnicas
de ellas derivadas y la resuelta voluntad de una reforma
social constantemente perfectiva? Responderé con la ex­
presiva y esperanzada locución francesa que dice: Qui
vivra, verra.
Tal actitud ante las posibilidades de la acción histórica
del hombre obliga a discernir — aunque en su realidad
concreta ambas deban coimplicarse— dos formas en la
realización de la esperanza cristiana y, por consiguiente,
dos modos en la operación del cristiano en el teatro del
mundo, los dos directa o indirectamente referibles a la
ética paulina. En las situaciones-límite de su existencia y
de la historia, el seguidor de San Pablo deberá esperar
in spe contra spem (Rom., IV, 18): «en esperanza», res-

280
pecto de lo que Cristo prometió a los hombres; «contra
esperanza», respecto de unas expectativas naturales que
en aquel momento parecen ser máximamente desfavora­
bles. En la hora de la persecución o del cautiverio, ésta
debe ser la regia. Pero en el curso ordinario de la vida
personal y de la vida histórica, la implícita norma paulina
obliga a esperar in spe ultra spem, porque «en esperanza
debe arar el que ara, y con la esperanza de conseguir el
fruto debe trillar el que trilla» (I Cor., X , 9-10): «en
esperanza», respecto del término ultramundano a que
nuestras acciones puedan conducimos; «allende la espe­
ranza», respecto del límite puramente terrenal que esas
acciones nunca podrán rebasar y hada el éskhaton trans­
mundano en que definitivamente se consumará su sentido
histórico.
La meta: aquella que pueda ser alcanzada mediante la
leal colaboración entre quienes confiesan esas tres actitu­
des básicas ante la esperanza. Desde un punto de vista
meramente formal, esto es, relegando a cada una de las
diversas situaciones históricas el contenido y la táctica de
la cooperadón, yo veo la meta permanente de ésta como
un círculo de exigencias y finalidades entre la justicia y
la libertad. «¿Para qué la libertad? Para que la justicia
se realice del mejor modo en la vida de los hombres.
¿Para qué la justicia? Para que los hombres, dentro de
las posibilidades que el mundo y la sociedad consienten,
logren vivir y ejercitar la libertad.» Sólo así podrán tener
sentido aceptable el famoso «Libertad, ¿para qué?» de
Lenin y el no menos famoso laissez passer, laissez faire
del liberalismo originario.
Las reglas: aquellas en cuya virtud tal cooperación pue­
da ser posible y fecunda. Más clara y precisamente: por
parte de cada una de esas tres actitudes ante la esperan­
za, el solemne compromiso de respetar la existencia real
y la real libertad de las otras dos, cualquiera que sea la
situación de hecho en que ella históricamente se encuen­
tre. Un marxismo imperante para el cual el liberalismo y
el cristianismo — o el islamismo, o el budismo— sean
ideologías que no merecen sino el exterminio, no permi­
tirá que la esperanza ante el futuro florezca más allá del

281
área de sus fanáticos. Un cristianismo que se alíe con el
poder civil para lograr que el agnosticismo y el marxismo
no gocen de vigencia pública — o, como dice Moltmann:
un cristianismo que desaloje de su vida terrena la espe­
ranza en el futuro escatologico, trasladándolo íntegro a
un más allá o a la eternidad— , acabará dejando la espe­
ranza en las manos de quienes sobre la tierra predican la
conquista de un futuro mejor.
«¡Eperanzados de todos los países, unios!» Sea agnós­
tico, marxista o cristiano el modo de esperar el bien futu­
ro y de trabajar por conseguirlo, tal debe ser hoy la con­
signa. ¿Y cuando, por la razón que sea, piense un hombre
que morirá antes de ver en torno a sí una vida histórica
y social que él pueda juzgar verdaderamente aceptable?
La respuesta debe ser una versión prosopocéntrica, refe­
rida a la propia persona, de la fórmula historiocéntrica
con que, comentando a Bloch, enuncié páginas atrás el
imperativo categórico kantiano: «Vive y actúa como si de
tu esfuerzo dependiese que se realice pronto lo que es­
peras o desearías poder esperar.» Así quisiera, así quiero
vivir yo en la historia. Muy bien sé que muchas veces
no vivo así; pero cuando no lo hago, puedo al menos sen­
tir en mi alma la desazón de no haberlo hecho.

282
Bibliografía

El lector que desee más amplia información acerca de


todo lo aquí expuesto, puede recurrir a mi libro La espe­
ra y la esperanza. Historia y teoría del esperar humano
(Madrid, 1.a ed., 1956; 2.a ed., 1958; 3.a ed., 1962;
4.a ed., en Obras, Madrid, 1965, pp. 309-879. Hay tra­
ducción francesa).

Introducción
Los cuatro interrogantes fundamentales del «concepto
mundano» de filosofía pueden leerse en Immanuel Kants
Werke, ed. de Cassirer, t. V i l i , pp. 343-344. El pròlogo
de Gottlob Benjamin Jäsche a la Logik de Kant nos ense­
ña que el texto de esas lecciones fue redactado en 1765.
A esta época hay que referir, por tanto, la idea kantiana
de una Philosophie nach dem Weltbegriffe. Más tarde,
ya en 1781, afirmó Kant en la Crítica de la razón pura
(A 805) que en las tres interrogaciones primeras — «¿Qué
puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me es lícito espe­
rar?»— se compendian «todos los intereses de mi razón,
tanto especulativa como práctica». En su libro Kant und
das Problem der Metaphysik, Heidegger ha comentado
penetrantemente este sugestivo pasaje kantiano.
I Sobre la historia de la constitución de la idea cris­
tiana de la esperanza, cf. P. Charles, «Spes Christi»,

283
Nouv. Rev. Théol, 1934, pp. 1009-21, y 1937, pp. 1051-
1057, y S. Harent, art. «Espérance», en el Dictionnaire
de Théologie Catholique de Vacant-Mangenot, t. V, cols.
606 ss.
1. El tema de la esperanza de los griegos ha sido es­
tudiado por Th. Birt (Elpides, 1881), L. Schmidt (Die
Ethik der alten Griechen, II, 1889), A. Lesley (Gnomon,
IX , 1933, pp. 172-174) y R. Bultmann (art. «Elpís», en
el Theol. Wörterbuch zum Neuen Testament, de G . Kit­
tel, II, pp. 515-518, Stuttgart, 1934). La diosa Spes al­
canzó en Roma una veneración cultual que nunca había
tenido en Grecia la diosa Elpís (véase el artículo «Spes»,
en la Realencyclopädie de Pauly-Wissowa).
Acerca de la esperanza israelita, véanse los artículos de
R. Bultmann («Der alttestamentliche Hoffnungsbegriff»)
y de K. H. Rengstorf («D ie Hoffnung im rabbinischen
Judentum») en el Theologisches Wörterbuch de Kittel,
antes citado, y los trabajos de J. van der Ploeg, « L ’espé­
rance de l’Ancien Testament, est-elle la même que la
notre?», en Nouv. Rev. Théol., L X X V II-V III, 1955,
pp. 785-799, y « L ’espérance dans l ’Ancien Testament»,
Rev. Bibl., 1954, 508-532; B. Olivier, « L ’espérance»,
Initiation Théologique, II I , 1952, 529-554; y Rénard,
«Espérance», DTC, 2, 1965 ss.
Para la teoría paulina de la esperanza cristiana pueden
consultarse, entre otros, los siguientes trabajos: J. de
Guibert, «Sur l’emploi d’elpis et de ses synonimes dans
le N. T .», Rech. Se., R e i, IV, 1913, 565-569; A. Pott,
Das Hoffen im N. T. in seiner Beziehung zum Glauben
(Leipzig, 1915); M. Fraeyman, «Essentialia de Spe Chris­
tiana in Theologia Paulina», Coll. Gandavenses, II, 1952,
38-43; CI. Westermann, «Eine Begriffsuntersuchung»,
Theologia Viatorum, 1952, 1970; M. Goguel, « L ’Espé­
rance Chrétienne d ’après l’Apôtre Paul», Foi et Vie, L,
1952, 289-326; E. Wolf, «Die eschatoîogische Hoffnung
und ihre Auswirkung auf das Zeugnis der Kirchen»,
Evangel. Theol, X III, 1953, 157-169; N. Giampiccoli,
«L a speranza nel N. T .», Protestantismo, 1953, 1923;
W. Grossouw, « L ’espérance dans le N. T .», Rev. B ibl,
L X I, 1954, 508-532; F. Ortiz de Urtaran, Esperanza y

284
caridad en el Nuevo Testamento (Vitoria, 1953); T. de
Orbiso, «Los motivos de la esperanza cristiana según
San Pablo», Estu. Bibl., 4, 1945, 61-85 y 196-210.
2. Sobre la esperanza en San Agustín: J. Guitton, Le
Temps et l’Eternité chez Plotin et Saint Augustin (Pa­
ris, 1933); G. Söhngen, «Der Aufbau der augustinischen
Gedächtnislehre», artículo publicado por primera vez en
el libro Aurelius Augustinus, editado por M. Grabmann
y J. Mausbach (Köln, 1930), y recogido luego en Die
Einheit in der Theologie (München, 1952); G . Gusdorf,
Mémoire et personne (Paris, 1951); E. Gilson, Las meta­
morfosis de la Ciudad de Dios (trad, esp., Buenos Aires,
1954); Lain Entralgo, La memoria y la esperanza. San
Agustín, San Juan de la Cruz, Antonio Machado, Miguel
de Unamuno (Madrid, 1954). Remito también a las finas
sugerencias de K. Lowith en su libro El sentido de la
historia (trad, esp., Madrid, 1956).
3. Para la esperanza en Santo Tomás, C. Zimara, Das
Wesen der Hoffnung in Natur und Uebernatur (Pader-
bon, 1933); R. A. Gauthier, Magnanimité. L ’idéal de la
grandeur dans la philosophie paienne et dans la théologie
chrétienne (Paris, 1951); S, Ramírez: «De certitudine
spei christianae», Cien. Tom., L V II, 1938, 185-203 y
353-378; S. Ramírez, De spei christianae fideique mutua
dependentia (Friburgi Helv., 1940). Importantes son las
Introducciones que el P. Teófilo Urdanoz ha hecho a las
cuestiones 17-21 de la 2-2 de la Summa Theologica de
Santo Tomás de Aquino (t. V II, Madrid, 1959, pp. 475-
525, 542-550, 560-570, 599-609, 618-623 y 632-33).
4. Para el estudio de las relaciones entre memoria y
esperanza en el P. Osuna y fray Alonso de Madrid, cf.
Místicos franciscanos españoles (Madrid, B.A.C., 1948).
Para San Juan de la Cruz, P. Crisógono de Jesús, San
Juan de la Cruz. Su obra científica y literaria (Avila,
1929). Debe asimismo consultarse el discutible libro de
J . Baruzi, Saint Jean de la Croix et le problème de l’expé­
rience mystique (Paris, 1924). También Marcelo del Niño
Jesús, E l tomismo de San Juan de la Cruz (Burgos, 1930).
El P. Efrén de la Madre de Dios ha publicado en Revista
de Espiritualidad, I, 1942, 255-281, un artículo sobre

285
«L a esperanza según San Juan de la Cruz». Una exposi­
ción actual y fina en V. Capánaga, San Juan de la Cruz.
Valor psicológico de su doctrina (Madrid, 1950).

II. Huizinga, El otoño de la Edad Media (trad, esp.,


Madrid, 1929). De la abundantísima literatura en torno a
la formación del «espíritu moderno», el lector de lengua
española hará bien leyendo los ensayos «Nuestra situa­
ción intelectual» y «Hegel y el problema metafisico», de
X . Zubiri (en su libro Naturaleza, Historia, Dios, Madrid,
1944), y las lecciones de Ortega «En torno a Galileo»
(Obras Completas, t. V, pp. 89-164). Sobre el nacimien­
to del pensamiento científico-moderno — entre tantos y
tantos excelentes libros— , cf. Lain Entralgo y J . M. Ló­
pez Pinero, Panorama histórico de la ciencia moderna
(Madrid, 1963), pp. 65-79.
1. R. Menéndez Pida!, Idea imperial de Carlos V
(Madrid, 1940); P. Lain Entralgo, La antropología en la
obra de fray Luis de Granada (Madrid, 1946); C. Cons­
tantin, «Montaigne», en el Dictionnaire de Théologie
Catholique de Vacant y Mangenot, etc.
2. Aranguren, Catolicismo y Protestantismo como
formas de existencia (Madrid, 1952). Véase también, del
mismo autor, E l protestantismo y la moral (Madrid,
1954). Cf. el artículo «Luther» en el Dictionnaire de
Théologie Catholique de Vacant-Mangenot, y la trad,
francesa del libro del padre Denifle, Luther und Luther­
tum (Luther et le luthéranisme, 4 vols., París, 1913-
1916), y H . Grisar, Martín Lutero: su vida y su obra
(trad, esp., Madrid, 1934).
Sobre las relaciones entre el capitalismo moderno y el
protestantismo, son clásicos los estudios de E. Troeltsch,
Die Soziallehren der christlichen Kirchen und Gruppen
(Tübingen, 1912), recogido luego en Gesammelte Schrif­
ten, Bd. I (Tübingen, 1923); Max Weber, «D ie protes­
tantische Ethik und der Geist des Kapitalismus», en
Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, Bd. I
(Tübingen, 1921), y vertido al castellano (La ética pro­
testante y el espíritu del capitalismo, Madrid, 1955).
3. P. Hazard, E l pensamiento europeo en el si-

286
gio X V III (trad, esp., Madrid, 1946); E. Cassirer, Filoso­
fía de la Ilustración (trad, esp., México, 1943); L. Diez
del Corral, El rapto de Europa (Madrid, 1954); C. L. Bec­
ker, La Ciudad de Dios del siglo X V III (México, 1943);
J. B. Bury, The Idea of Progress (Londres, 1920); A. Sa­
lomon, «The Religion of Progress», en Social Research,
X II, 1946; P. Hazard, La crisis de la conciencia europea
(trad, esp., Madrid, 1941); Fr. Meinecke, Die Entstehung
des Historismus (trad, esp., bajo el título de El historìcìs-
mo y su génesis, México, 1943), y E. Troeltsch, Der His­
torismus und seine Probleme (G. S., t. III, Tübingen,
1923).
4. Giacomo Leopardi, Opere (Milano-Roma, 1937);
Valentín Piccoli, Itinerario leopardiano (Milano, 1923);
A. Zottoli, Leopardi, Storia di un’anima (Bari, 1927).
Charles Baudelaire, Oeuvres Complètes (Bruxelles,
1948); sobre Baudelaire, J . P. Sartre, Baudelaire (Pa­
ris, 1947).

III. Sobre el tema de la crisis histórica de nuestro


riempo, además de los conocidos libros de Spengler (La
decadencia de Occidente), Berdiaeff (Una nueva Edad
Media), Jaspers (La situación espiritual de nuestro tiem­
po), Huizinga (Entre las sombras del mañana) y tantos
más, el lector español dispone de la rica obra descriptiva
y teorética de Ortega (El tema de nuestro tiempo, La re­
belión de las masas, En torno a Galileo, Historia como
sistema, Ideas y creencias) y, en lo que atañe a la historia
del pensamiento, del apretado y luminoso estudio de Zu-
biri «Nuestra situación intelectual» (recogido en Natura­
leza, Historia, Dios). Muy útil y certero es también el
capítulo «Esquema de nuestra situación» de la Introduc­
ción a la Filosofía, de Julián Marías. En mi Historia de
la Medicina moderna y contemporánea (2.a ed., Barcelo­
na, 1962) he tratado de reducir a sinopsis lo que hay de
«crítico» y de «prometedor» en la crisis contemporánea.
Luego reaparecerá el tema.
1. S. Kierkegaard, La enfermedad mortal (trad, esp.,
Madrid, 1969); Joseph Lens, El moderno existencialis-
mo alemán y francés (trad, esp., Madrid, 1955); Emma-

287
nuel Mounier, Introduction aux existentialismes (Denöel,
1946); Roger Troisfontaines, Existentialisme et pensée
chrétienne (Krim, 1946); Jean Wahl, La pensée de l’exis­
tence (Paris, 1951); R. Jolivet, Las doctrinas existencia-
listas (trad, esp., Madrid, 1950).
a) M. Olasagasti, Introducción a Heidegger (Madrid,
1967); Karl Lowith, Heidegger, Denker in dürftiger Zeit
(Frankfurt a M., 1953); Heidegger, Sein und Zeit
(4.a ed., Halle, 1935); Heidegger, Kant und das Problem
der Metaphysik (2.a ed., Frankfurt a M., 1951); Heideg­
ger, Was ist Metaphysik? (6.a ed., Frankfurt a M.);
W. J. Revers, Psicologia del aburrimiento (trad, esp.,
Madrid, 1954); A. de Waelhens, La filosofia de Martin
Heidegger (trad, esp., 2.a ed., Madrid, 1952); Emmanuel
Lévinas, En découvrant l’existence, avec Husserl et Hei­
degger (Paris, 1949).
b) J . P. Sartre, L ’être et le néant (32.a ed., Paris,
1950); J . P. Sartre, L ’existentialisme est un humanisme
(Paris, 1956); A. Camus, L ’homme révolté (116.a ed., Pa­
ris, 1965); E. Mounier, «Perspectives existentialistes et
perspectives chrétiennes», en L ’espoir des désespérés (Pa-
sis, 1953); Ch. Moeller, «Jean-Paul Sartre o la negación
de lo sobrenatural», en el vol. II de Literatura del si­
glo X X y Cristianismo (trad, esp., Madrid, 1955).
c) G. Marcel, Journal Métaphysique, 1913-1923 (Pa­
ris, 1927); G. Marcel, Position et approches concrètes du
Mystère ontologique, apéndice de Le Monde cassé (Paris,
1933); G. Marcel, Etre et Avoir (Paris, 1935). Deben
consultarse también las obras del mismo autor: Du Refus
a l’Invocation (París, 1940), Homo Viator. Prolégomènes
à une métaphysique de l ’espérance (Paris, 1944) y Le
mystère de l’être (Paris, 1951); G. Marcel, Los hombres
contra lo humano (trad, esp., Buenos Aires, 1955); del
mismo, «Structure de l’espérance», Dieu Vivant, 19,
1951, 73-80; P. Ricoeur, Gabriel Marcel et Karl Jaspers
(Paris, 1947); R. Troisfontaines, De l’existence a l’être
(Louvain, 1953).
2. Sobre los teóricos contemporáneos de la esperan­
za, hemos de remitir a sus obras fundamentales:

288
a) Minkowski, Le temps vécu. Études phénoménolo­
giques et psychopathologiques (Paris, 1933).
b) R. Le Senne, «Introduction à la description de
l’espérance», Giornale di Metafisica (abril de 1955); ha
sido también publicado en la colección de escritos diver­
sos que lleva por título La découverte de Dieu (París,
1955), pp. 249-278.
c) O. Fr. Bollnow, Das Wesen der Stimmungen
(Frankfurt a M., 1941). Este es el famoso libro de Boll­
now sobre los «estados de ánimo» o «talantes». Quince
años más tarde, Bollnow ha consagrado un estudio al pro­
blema antropológico de la esperanza: «Die Tugend der
Hoffnung. Eine Auseinandersetzung mit dem Existentia­
lismus», en Universitas, X , 1955, 153-164. Estudio am­
pliado iuego en el libro Neue Geborgenheit (Stuttgart,
1955) .
d) W. Brednow, Der Mensch und die Hoffnung, con­
ferencia pronunciada en la Evangelische Studentengemein­
de de Jena. Ha sido publicado su texto en Die Samm­
lung, IX , 1954, pp. 529-539 y 585-608.
e) Plügge, «Ueber die Hoffnung», en Situation. Bei­
träge zur phänomenologischen Psychologie und Psycho­
pathologie, I, 1954, pp. 54-67.
f) E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung (Berlin, 1954 ss.;
ed. definitiva, Frankfurt, 1959). Críticamente estudia el
libro de Bloch, E. Krieger, «Das Prinzip Hoffnung, Aus­
einandersetzung mit Ernst Bloch», en Wissenschaft und
Weisheit, 25, 1962, 169-187.
3. Remito al lector a mi Historia de la Medicina mo­
derna y contemporànea (Barcelona, 1954), pp. 699-701.
J. Pieper, Sobre la esperanza (trad, esp., Madrid, 1951);
A. M. Carré, Espérance et désespoir (París, 1954);
M. Müller, Angustia y esperanza (trad, esp., Barcelona,
1956) ; G. M. M. Cottier, La mort des idéologies et l'es­
pérance (Paris, 1970).

Cap. 1: Cuerpo y espíritu en el acto de esperar


Bernard Groethuysen, Antropología filosófica (trad,
esp., Buenos Aires, 1951); E. Cassirer, Antropología fi-

289
19
losófica (trad, esp., México, 1944); J. Marías, Antropolo­
gía metafísica (Madrid, 1970).

I. Sobre la introducción cosmológica al estudio de la


esperanza, tienen importancia ciertos estudios científico-
filosóficos de físicos como Heisenberg, Schrödinger, De
Broglie, etc. De especial agudeza y profundidad son los
artículos de Zubiri «Trascendencia y Física», en La Gran
Enciclopedia del Mundo (t. X V III, Bilbao, 1964), y «La
idea de naturaleza: la nueva física», en Naturaleza, His­
toria, Dios (3.a ed., Madrid, 1955), pp. 227-276.
La química biológica ha dado también gran número de
estudios interesantes a este respecto, sobre todo desde el
descubrimiento de los ácidos nucleicos y la clave genética.
Célebre se ha hecho últimamente el libro de J. Monod,
Le hasard et la nécessité. Essai sur la philosophie natu­
relle de la biologie moderne (Paris, 1970).
Importante ha sido también la contribución de los
pensadores evolucionistas. El nuevo evolucionismo, re­
presentado en dos hechos muy significativos, el padre
Teilhard de Chardin y el centenario de Darwin, ha hecho
enormemente rica la bibliografía sobre este interesante
aspecto introductorio a la antropología de la esperanza.
Cf. asimismo Zubiri, Sobre la esencia (Madrid, 1962),
pp. 237-248 y 309-320.

IL K. Goldstein, Der Aufbau des Organismus (Haag,


1934); V. von Weizsäcker, «Ueber medizinische Anthro­
pologie», en Philosophischer Anzeiger, II, 1927, 236, y
Der Gestaltkreis (Leipzig, 1940); H. Plessner, Die Stufen
des Organischen und der Mensch (Berlín y Leipzig,
1928); P. Wust, Ungewissheit und Wagnis (Salzburg-
Leipzig, 1937).
El pensamiento biológico y psicológico de Zubiri, tema
principal de su curso Cuerpo y alma (Madrid, 1951-1952),
ha sido parcialmente expuesto por Rof Carballo, utilizan­
do extractos redactados por su autor, en los libros Pato­
logía psicosomàtica (Madrid, 1949), El hombre a prueba
(Madrid, 1951) y Cerebro interno y mundo emocional
(Barcelona, 1952). Véase especialmente, a este respecto,

290
I. Ellacuría, «L a Antropología de Xavier Zubiri», Revista
de Psiquiatría y Psicología médica de Europa y América
latina, V II, 6-7, 1964.
Tan coesencialmente se refieren una a otra la vida
animal y la espera, que los animales pueden morir tanto
a fuerza de esperar como por no poder esperar. P. Janet
hizo notar que cuando un perro muere de hambre sobre
la tumba de su amo, no es la fidelidad lo que le hace
morir, sino el no saber dejar de esperar vitalmente el
retorno de un centro de estímulos que para él había lle­
gado a ser habitual. Viceversa: las investigaciones experi­
mentales de C. P. Richter («O n the Phaenomenon of
Sudden Death in Animals and Man», Psychosomatic Me­
dicine, X IX , 1957, 191-198) acerca del fenómeno etno­
lógico de la llamada «muerte-vudú» (W. B. Cannon,
«Voodoo-Death», American Anthropologist, 44, 1942,
169), han demostrado que las ratas mueren por imposi­
bilidad de esperar — of hopelessness, «de desesperanza»,
dice textualmente Richter— , cuando mediante determi­
nados artificios se rompe su contacto con el medio que
específicamente requiere su organismo. La muerte súbita
del hombre en ciertos pueblos primitivos que los etnólo­
gos llaman técnicamente «muerte-vudú» podría acaso ser
explicada a la luz de estos resultados experimentales.

III. G. Verbeke, L ’évolution de la doctrine du pneu-


ma (París-Louvain, 1945); W. Seibel, Fleisch und Geist
beim heiligen Ambrosius (München, 1958); A. Struker,
Die Gottebenbildlichkeit des Menschen in der christlichen
Literatur der ersten zwei Jahrhunderte (Münster i. W.,
1913); H. J. Kramer, Der Ursprung der Geistmetaphysik
(Amsterdam, 1964); H. Merki, Homoiosis Theo (Frei­
burg i. Schw., 1952).

Cap. 2: El proyecto, la pregunta y la espera

Si el anterior capítulo puede tildarse de «científico»,


este segundo posee una orientación más «filosófica».
La filosofía de Zubiri y su doctrina de la instalación

291
en la realidad deberá estudiarla el lector en las publica­
ciones del propio Zubiri, sobre todo en su magistral libro
Sobre la esencia (Madrid, 1962). Importantes son, tam­
bién, Naturaleza, Historia, Dios (Madrid, 1963), «E l pro­
blema del hombre», Indice, 120, 1959, 3-4; «E l hombre,
realidad personal», Revista de Occidente, 1, 1963, 5-29;
«E l origen del hombre», Revista de Occidente, 17, 1964,
146-173.
Muy recomendables son los varios trabajos de su mejor
expositor y comentarista, Ignacio Ellacuría, «L a religación,
actitud radical del hombre. Apuntes para un estudio de la
Antropología de Zubiri», Asclepio, X V I, 1964, 97-156;
«L a Antropología de Xavier Zubiri», Revista de Psiquia­
tria y Psicologia Médica, V I, 1964, 6, 403-430 y 7, 483-
508; «La idea de filosofía en Xavier Zubiri», en el libro
Homenaje a Xavier Zubiri (Madrid, 1970, t. I, pp. 459-
523), así como en los artículos de diferentes autores reco­
pilados en los dos libros que llevan por título Homenaje
a Xavier Zubiri (primero, en un volumen, Madrid, 1953;
segundo, en dos volúmenes, Madrid, 1970). Hasta la fe­
cha en que fue publicado, la bibliografía fundamental so­
bre Zubiri puede encontrarse en el librito de Germán
Marquínez Argote, En torno a Zubiri (Madrid, 1965).

I. Ortega y Gasset, «Ideas y Creencias», Obras Com­


pletas, t. V, p. 385. Lain Entralgo, Medicina e Historia
(Madrid, 1941), Palabras menores (Barcelona, 1952) y
Teoría y realidad del otro, 2 vols. (Madrid, 1961).

II, Platón, Rep. (X , 618 b), Leg. (X , 903 a-b), Tim.


(29 c). Hegel, «Glauben und Wissen», en G. W. Fr. He­
gel. Sämtliche Werke (ed. de H. Glöckner, Stuttgart,
1927, t. I, p. 373). William James, Principios de Psico­
logía (trad, esp., Madrid, 1909), t. II, pp. 288-327: «L a
percepción de la realidad». Ortega, «Ideas y Creencias»,
Obras Completas, t. V, 379-390, e «Historia como siste­
ma», O. C., t. V I, 13-19. Julián Marías, Introducción a
la Filosofía (Madrid, 1947), pp. 11, 40, 83, 114-116, 119,
126 y 179, y La estructura social (Madrid, 1955), pp. 125-

292
147. P. Lippen, «Der gläubige Mensch», Stimmen der
Zeit, 129, 1935, 145-155.

III. Debemos citar primero las Actas del IX Congrès


des Sociétés de Philosophie de Langue Française (Aix-en-
Provence, septiembre de 1957), publicadas en el número
especial de Les Études Philosophiques que lleva por títu­
lo L ’homme et ses oeuvres (Paris, 1957); contienen un
buen número de ideas y observaciones utiles para la cons­
trucción de una teoría de la creación humana.
Importante para la comprensión de este apartado es la
teoría zubiriana de la libertad. Cf. F. J . Conde, «L a vo­
luntad y la libertad según Xavier Zubiri», Papeles de Son
Armadans, 66, 1959, 276-293. Todo hombre, según Zu­
biri, es a la vez «autor», «actor» y «agente» de su propia
vida. Como «autor» es, en el más radical sentido del termi­
no, «persona»; como «actor» es «personaje» más o menos
importante en el acontecer histórico; como «agente» mues­
tra su condición de «ser natural». Pero como autor, actor y
agente el hombre no es sino personaje de un drama inven­
tado por Dios, verdadero y supremo Autor: el drama de
la Creación. Algunas de las ideas fundamentales de este
apartado han sido más ampliamente desarrolladas en mi
artículo «Creación, respuesta y responsabilidad», publica­
do en el libro Homenaje a Xavier Zubiri (Madrid, 1970),
t. II, pp. 163-177, y en Ciencia y vida (Madrid, 1970),
pp. 67-68.

IV. El tema de este parágrafo ha sido desarrollado


por mí más extensamente en Teoría y realidad del otro
(Madrid, 1.a ed., 1968), especialmente el tomo segundo,
«Otredad y projimidad», así como en La relación médico-
enfermo (Madrid, 1964). Con Teoría y realidad del otro
yo me propuse tres metas principales: una más inmedia­
ta, el establecimiento de una doctrina que me permitiese
entender adecuada y complexivamente los distintos mo­
dos de relación entre el médico y el enfermo, y dos me­
nos inmediatas y acaso más importantes, la construcción
del fundamento antropológico de la sociología y el apun­
tamiento de las líneas principales de una posible «plesio-

293
logia»; esto es, de un conocimiento científico de la rela­
ción entre los hombres cuando éstos, además de ser «so­
cios», miembros de una sociedad, han llegado a ser «pró­
jimos», sujetos activos de una relación de projimidad.
Mi condición de ente social — si se quiere, de zöon
politikón, puesto que «lo político» es una especificación
de «lo social»— viene determinada por la conjunción de
un hábito de mi naturaleza (mi constitutiva abertura a los
demás, el hecho metafisico y óntico de que la abertura a
los otros pertenece a la estructura misma de la realidad)
y un acto de mi vida (mi encuentro factual con otros
hombres, a través de las distintas formas típicas que tal
encuentro puede adoptar). Este doble enunciado consti­
tuye, creo yo, la estructura del segundo volumen de Teo­
ría y realidad del otro. No parece difícil demostrar que
los diversos modos de la agrupación social — la familia,
la clase, la profesión, la ciudad, etc.— vienen genética­
mente determinados por la combinación de los diversos
modos empíricos de aquel hábito y este acto. He aquí un
posible desarrollo ulterior de mi libro, en cuanto funda­
mento antropológico de la sociología. Inserto en la trama
social, el hombre no agota en sus actos meramente «so­
ciales» su condición de persona abierta a las restantes per­
sonas. Además de «socio» (ciudadano, padre o hijo de
familia, médico o ingeniero en ejercicio, miembro de una
academia o de un casino, etc.), puede ser «prójimo»; y
cuando lo es, crea un modo y una estructura de la convi­
vencia a los que ya no conviene el nombre de «sociedad»,
ni siquiera el de «comunidad», al menos en el sentido que
a esta palabra dio Tönnies; crea, en efecto, la peculiar
convivencia diàdica — múltiple y reiteradamente diàdi­
ca— de la «projimidad». En sociedad, las personas convi­
ven y se comunican objetivándose, haciéndose natura na­
turata; en projimidad, las personas se comunican y convi­
ven personificándose, realizándose como natura naturans
en actos que llevan en su seno la libertad, la creación y
el amor. De ahí que dentro de la Sociología, aunque for­
malmente distinta de ella, sea posible una disciplina nue­
va, para la cual hace tiempo he propuesto el nombre de
plesiología. Algo de ella hay en la última parte de Teoría

294
y realidad del otro; pero — tengo que decirlo una vez
más— no lo suficiente (Lain Entralgo, «Desde dentro de
este libro», en Soler Puigoriol, El hombre, ser indigente,
Madrid, 1966, pp. 25-27). El tema reaparece más exten­
samente en mi libro Sobre la amistad (Madrid, 1973),
donde trato de sistematizar algunas de las ideas socioló­
gicas dispersas en anteriores obras mías.

Cap. 3: La espera y la esperanza

Sobre las relaciones entre la espera y la esperanza, y de


éstas con los otros principales aspectos de la Antropolo­
gía, cf. Soler Puigoriol, E l hombre, ser indigente. El pen­
samiento antropológico de Pedro Lain Entralgo (Ma­
drid, 1966).

I. El tema de la espera en la vida del hombre ha sido


origen de muchas creaciones artísticas y literarias. Cf.
Ch. Moeller, Littérature du X X e siècle et Christianisme,
I II: Espoir des hommes (Malraux, Kafka, etc.), (Tournai,
1956, trad, esp., Madrid, 1957); E. Mounier, L ’espérance
des désespérés (Sartre, Camus, etc.), Paris, 1953. Para
Antonio Machado y Miguel de Unamuno, cf. Lain Entral­
go, La memoria y la esperanza. San Agustín, San Juan de
la Cruz, Antonio Machado, Miguel de Unamuno (Madrid,
1954). Cf. también mi artículo «Maragall y la esperanza»,
en Ejercicios de Comprensión (Madrid, 1959). Luis Feli­
pe Vivanco ha publicado un bello poema titulado «Sala
de Esperanza».
En el teatro, el tema de la esperanza va ya clásicamen­
te unido a la obra de Samuel Beckett, Esperando a Godot,
típico espécimen del denominado «teatro del absurdo».
E s una acción escénica en cuya trama son perfectamente
visibles un conjunto de motivos accesorios — la convi­
vencia, el recuerdo del pasado, el tránsito del tiempo, la
poesía, la visión cotidiana de la realidad— y un nervio
central, la reiterada y definitiva afirmación de que la vida
del hombre es la suma de una espera y una esperanza,
aquélla real (el hecho de estar un día y otro esperando a

295
Godot) y ésta absurda (la gratuita, infundada y desespe­
rante confianza en que Godot llegará). Véase también mi
obra dramática Cuando se espera (Madrid, 1967).

II. El parágrafo primero, la espera como expectación


y como creación, depende en parte de los análisis de Santo
Tomás y Zubiri y de la bibliografía ya apuntada referente
a ellos.
Los modos de espera (inane, circunspectiva y auténtica
o radical), algo tienen que ver con el «engagement» sar-
triano y ciertos conceptos metafísicos de Heidegger y Or­
tega. Cf. también el libro de E. Nicol, La vocación huma­
na (México, 1953), y el del P. Lucien de Marie-Joseph,
La communion dans l’attente (París, 1952).

III. Sobre el contenido de este parágrafo puede con­


sultarse parte de la bibliografía ya reseñada, sobre todo
la referente a la crisis de nuestro tiempo. La reacción
cristiana a esta crisis histórica se encuentra en libros como
Le chrétien et l’angoisse, de H. U. von Balthasar; deber
die Hoffnung, de J. Pieper; Le mystère de l’espérance, de
Ch. Péguy; Espérance, de J. Leclerq, y en otros ya seña­
lados con anterioridad.

IV. El tema de la «esperanza natural» está desarro­


llado desde la perspectiva de la doctrina de la «religa­
ción» y la «teologalidad» que Zubiri apuntó en Natura­
leza, Historia, Dios, y ha desarrollado en varios de sus
cursos orales. Desde esta perspectiva hay que entender mi
definición: «la esperanza genuina es el hábito psicológico
en que de modo afirmativo se expresa tempóreamente la
religación del hombre».
Sobre la base natural de las otras virtudes teologales
— y los consiguientes hábitos naturales: «pistico», «elpí-
dico» y «fílico»— , cf. Lain Entralgo, Teoría y realidad
del otro (Madrid, 1961); J. Rof Carballo, Psicoanálisis
y Religión (en A. Pie, Freud y la religión, Madrid, 1969,
pp. 3-93), y D. Gracia, «Religación y Psicología profun­
da», Naturaleza y Gracia, X V III, 1971.

296
V. La esperanza como virtud propiamente cristiana
no queda en este libro sino apuntada. Mi planteamiento
ha querido ser «teologal»: un praeambulum theologiae
spei. Con todo, añado una pequeña bibliografía comple­
mentaria sobre la esperanza teológica. J. Pinks, Spes glo­
riae (París, 1952); G. Desbuquois, L ’espérance (París,
1938); A. F. Utz, «Die ethische Wertung der christlichen
Hoffnung», Zeitschr. f. Aszese u. Mystik, X IX , 1944,
28-39; D. Day Williams, God’s Grace and Man’s Hope
(Nueva York, 1949).

Epilogo

I. La edición inicial de Das Prinzip Hoffnung (Ber­


lin) y la definitiva (Frankfurt a. M.) han sido ya reseña­
das. La producción filosófica de Bloch y no poca de la bi­
bliografía acerca de ella vienen consignadas en el libro
colectivo Ernst Bloch zu ehren (Frankfurt a. M., 1965).
Bajo el título de El principio esperanza ha aparecido re­
cientemente una traducción castellana del primer volumen
de Das Prinzip Hoffnung (Madrid, 1977).
En la incipiente contribución española al examen del
pensamiento bloquiano, considero altamente recomenda­
bles dos trabajos de J. Gómez Caffarena, «La esperanza
como principio», Pensamiento, 27, 1971, 377-398, y
«Ernst Bloch, profeta de la razón utópica», E l País, 10-
VIII-1977, así como los libros Sociedad y utopía en Ernst
Bloch, de J. M.a Gómez-Heras (Salamanca, 1977) y La
razón sin esperanza, de J. Muguerza (Madrid, 1977), y el
artículo «Introducción a Ernst Bloch», de J. A. Gimber-
nat, en Sistema, 20 septiembre de 1977.
En la linea del libro fundamental de Bloch — un exa­
men de la esperanza histórica que expresa y lealmente
se apoya sobre el marxismo, pero completándolo o revi­
sándolo— merecen ser especialmente citados E. Fromm,
The Revolution of Hope (trad, esp.: La revolución de la
esperanza, México, 1970) y R. Garaudy, Reconquête de

297
l’espoir (París, 1971), inteligente y generoso diálogo de
un marxista con el cristianismo. Más ligero — y, por su­
puesto, enteramente ajeno al pensamiento marxista— es
el opúsculo Las opciones de la esperanza, de M. Ponia­
towski (Barcelona, 1971). Sobre el pensamiento filosófi­
co de X. Zubiri como fundamento de una concepción his-
toriológica de la esperanza, véanse — aparte lo consignado
en páginas precedentes— sus trabajos «L a dimensión his­
tórica del ser humano» (Realitas, I, 1974) y «E l concepto
descriptivo del tiempo» (Realitas, II, 1976).

II. La Theologie der Hoffnung, de J. Moltmann


(München, 1964) conoció pronto varias ediciones; la ter­
cera de ellas, enriquecida con un valioso comentario al
libro de Bloch antes mencionado. Versión castellana bajo
el título Teología de la esperanza (Salamanca, 1966). Tam­
bién han aparecido versiones españolas de Perspektiven
der Theologie (Esperanza y planificación del futuro, Sala­
manca, 1971) y de Mensch. Christliche Anthropologie in
den Konflikten der Gegenwart (El hombre. Antropología
cristiana en los conflictos del presente, Salamanca, 1976),
libros en los cuales Moltmann proyecta hacia la historia
secular su pensamiento teológico. En Diskussion über die
« Theologie der Hoffnung» von Jürgen Moltmann, edita­
do por W. D. Marsch (München, 1967), se recogen, con
una respuesta final del propio Moltmann, importantes
comentarios críticos a la concepción moltmanniana de la
esperanza.
Los trabajos de W. Pannenberg más importantes en re­
lación con el tema de la esperanza son: Offenbarung als
Geschichte (La revelación como historia), libro colectivo
publicado por el propio Pannenberg y por R. Rendtorff,
T. Rendtorff y U. Wilckers, Der Gott der Hoffnung, en
Grundfragen systematischer Theologie (Göttingen, 1967),
y Was ist der Mensch? Die Anthropologie der Gegen­
wart im Lichte der Theologie (Göttingen, 1962), traduci­
do al Castellano, ¿Qué es el hombre? (Salamanca, 1968).
La visión de la esperanza cristiana desde el punto de

298
vista de la desmitologización del Nuevo Testamento pue­
de leerse en R. Bultmann, Kerygma und Mythos (Ham­
burg, 1951-1954). Más bibliografía sobre el tema, en el
capítulo «L a esperanza de los reformados», de mi libro
La espera y la esperanza. En la historia reciente de la
actitud del protestantismo ante la cuestión de la esperan­
za son también importantes los trabajos de Fr. Gogarten,
Verhängnis und Hoffnung der Neuzeit (Stuttgart, 1953)
y «Die christliche Hoffnung», en Deutsche Universitäts-
Zeitung, IX , 24, 1954. Del primero de ellos hay traduc­
ción española, Destino y esperanza del mundo moderno
(Madrid-Barcelona, 1971). También, P. Schütz, Parusia.
Hoffnung und Prophetie (Heidelberg, 1960).
A la bibliografía católica sobre la esperanza antes con­
signada, pueden añadirse: J. Pieper, Hoffnung und Ges­
chichte, 1967; en castellano, Esperanza e historia (Sala­
manca, 1968); G. M. M. Cottier, La mort des idéologies
et l’espérance (París, 1970); G. O ’Collins, Man and his
new hopes, en castellano El hombre y sus nuevas esperan­
zas (Santander, 1970); J. Alfaro, Esperanza cristiana y
liberación del hombre (Barcelona, 1972); el antes citado
estudio «L a esperanza como principio», de J. Gómez Caf-
farena; J. B. Metz, Teología del mundo, 2.a ed. (Salaman­
ca, 1971). Como documento testimonial, tiene especial
interés el coloquio cristiano-judío-marxista en la Universi­
dad de California (E. Bloch, E. L. Fackenheim, J. Molt-
mann, W. H. Capps, J. B. Metz, etc.), E l futuro de la es­
peranza (Salamanca, 1972).
En cuanto al problema de la creencia y la esperanza en
la inmortalidad del alma, véase: el capítulo «Resurrec­
ción y futuro de Jesucristo» («E l futuro de la vida»), en
Teología de la esperanza, de Moltmann; Was ist der
Mensch?, de Pannenberg; Fr. P. Fiorenza y J. B. Metz,
«E l hombre como unidad de cuerpo y alma», en Myste­
rium salutis, II, (Madrid, 1970); X. Zubiri, «Notas
sobre la inteligencia humana», Asclepio, X V III-X IX ,
1946-1947, 341-356, y «El hombre y su cuerpo», Ascle­
pio, X X V , 1973, 5-15; F. Vega Díaz, La Madre Maravi­
llas, el milagro y la psicoterapia religiosa (Madrid, 1978).

299
III. La bibliografía sobre la cooperación entre cris­
tianos, ateos y agnósticos en la edificación de un mundo
mejor es amplísima; no pocos de los estudios antes men­
cionados (Moltmann, Metz, Garaudy, etc.) tratan de ella.
En lo que al tema de la esperanza concierne, véase C. Díaz,
Esperanza marxista, esperanza cristiana (Bilbao, 1973).

300
Indice

Prólogo ............................................................................................. 5
Introducción: Historia del esperar humano ........................ 10

I. Constitución de la teoría cristiana de la esperanza ... 12


1. San Pablo y la esperanza cristiana (13).—2. Espe­
ranza y tiempo humano: San Agustín (15).— 3. Es­
peranza natural y esperanza cristiana: Santo Tomás
de Aquino (17).—4. Memoria y esperanza: San Juan
de la Cruz (19).
II. La esperanza en el mundo moderno ...................... 20
1. La esperanza de los tradicionales (21).—2. La es­
peranza de los reformados (22).— 3. La esperanza de
los secularizados (24).— 4. La esperanza de los des­
engañados (25).

III. La esperanza en la crisis de nuestro tiempo ........... 28


1. La crisis y la esperanza: a) Heidegger; b) Sartre;
c) G. Marcel (29).—2. Teoría de la esperanza: a) Min­
kowski; b ) Le Senne; c) Bollnow; d) Brednow; e)
Plügge; /) Bloch (35).—3. La reacción cristiana (44).

Capítulo 1. Cuerpo y espíritu en el acto de esperar ....... 47


I. Introducción cosmológica al estudio de la esperanza ... 48
1. El futuro del cosmos (49).—2. El futuro de la
realidad inanimada (52).—3. El futuro del vegetal
y el del animal (55).

301
II. Biología de la espera humana .................................... 66
1. El proyecto como forma primaria de la espera hu­
mana (67).— 2. Anatomía y fisiología de la espera
humana (72).— 3. Patología de la espera humana (75).
III. Introducción neumatológica al estudio de la espe­
ranza ...................................................................................... 77
1. La esperanza del espíritu puro (78).—2. La espe­
ranza del espíritu encarnado (79).

Capítulo 2. El proyecto, la pregunta y la espera ........... 83


I. Proyecto y pregunta .......................................................... 83
1. La experiencia de la realidad (84).—2. Proyectar
y preguntar (87).— 3. Pregunta y posibilidad (89).
II. Pregunta y creencia .......................................................... 94
1. La creación en W. James y en Ortega (95).—2. ¿Qué
es una creencia? (97).— 3. Clasificación de las creen­
cias (100).— 4. Firmeza de las creencias (101).—5.
Pregunta y creencia (102).
III. Pregunta y creación .......................................................... 104
1. Vida personal y creación (105).—2. La obra crea­
da (106).— 3. La actividad creadora: sus notas des­
criptivas (108).— 4. Pregunta y creación (114).
IV. Pregunta y comunidad ...................................................... 114
1. La pregunta a otro (115).— 2. La pregunta en sole­
dad (116).— 3. El «T ú» absoluto (118).
V. Estructura de la espera humana .................................... 119

Capítulo 3. La espera y la esperanza ................................. 123


I. La espera en la vida del hombre ................................ 123
1. La espera como hábito entitativo (124).—2. La
espera como actividad (127).
II. Modos de la espera: espera y fortaleza .................... 128
1. La espera como expectación y como creación (128).
2. Espera y entrega: espera inane, espera circunspec-
tiva, espera radical (130).
I I I. Modos de la espera: espera, angustia y esperanza ... 140
1. Espera confiante y espera defiante: sus formas

302
(141).—2. La angustia (143).—3. Génesis de la an­
gustia (152).
IV. La esperanza natural ....................................................... 158
1. Descripción de la esperanza (161).—2. Objeto de
la esperanza (170).— 3. Sujeto de la esperanza (175).—
4. Ascética de la esperanza (182).—5. Deformaciones
de la esperanza (189).
V. «Beata spes» ................................................................ 190

Epílogo ............................................................................................. 194

Esperanza, historia, escatologia ..................................................... 194


I. Esperanza, historia y utopía: Bloch (196).
1. La esperanza, principio (198).— 2. Sujeto y objeto
de la esperanza histórica (212.
II. Esperanza, promesa yescatologia: Moltmann ............ 238
1. Religión y escatologia (247).—2. Escatologia e his­
toria (267).
III. Esperanza y praxis social: la cooperación como impe­
rativo ..................................................................................... 279

Bibliografía ....................................................................................... 283


De la Introducción ................................................................... 283
Del Capítulo 1. Cuerpo y espíritu en el acto de esperar. 289
Del Capítulo 2. E l proyecto, la pregunta y la espera ... 291
Del Capítulo 3. La espera y la esperanza ..................... 295
Del Epílogo ................................................................................ 297

303
En Antropología de Ici esperanza, su
autor se propone mostrar la validez ac­
túa! de las ideas antropológicas manteni­
das en La espera y la esperanza, libro
publicado por él en 1956, y contrastar
esas ideas con las contenidas en dos im­
portantes y resonantes obras ulteriores
a esa fecha. «E l principio esperanza», del
filósofo marxista Ernst Bloch, y «Teolo­
gía de la esperanza», del teòlogo protes­
tante Jünger Moltmann. Piensa Pedro
Lain que tanto el libro de Bloch como el
de Moltmann carecen de fundamento an­
tropológico suficiente, y considera que
su personal concepción de la antropolo­
gía de la esperanza puede ayudar al re­
medio de ese menester. No, desde luego,
para construir una teoría de ia esperan­
za válida en su integridad para todas las
ideologías, sino para establecer una base
descriptiva sobre la cual puedan reposar
común y originariamente las diversas op­
ciones ulteriores — agnóstica, marxista o
cristiana— de la creencia, el pensamiento
y la conducta de los hombres ante e!
futuro de su persona y de su historia.
Pedro Lain, cuya labor creadora en di­
versos campos del saber es bien cono­
cida por todos los interesados en la cul­
tura española, tiene publicado también,
en Ediciones Guadarrama, E l médico y
el enfermo, n.° 47 de la B.H.A.

í j ) GUADARRAMA/ Punto Omega

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