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INTRODUCCIÓN
Fui amigo de Benjamín, pero su mejor amigo, su íntimo confidente fue Nacho. Y
su voz también se ha callado. Se ha llevado consigo los detalles más fecundos de
su prolongada y profunda amistad. Yo, hasta este momento me doy cuenta de lo
mucho que compartimos, quizás me había acostumbrado a su presencia callada y
su amistad incondicional, sólo ahora, cuando no está, empiezo a extrañarla.
A quienes leerán estas líneas les pido disculpas por las continuadas referencia
personales, por más que quise evitarlas me fue imposible, y por los relatos sin
datación; sólo el recuerdo borroso de los sucesos de estos años de amistad,
coloreados en su mayoría por el afecto, da testimonio de que ocurrieron y que son
verdad. Si hubiera sabido que hoy tendría que hacer memoria, hubiera realizado
con “Benja” una más de sus excentricidades, andar con una crónica al hombro
anotando cada una de sus travesuras. Me acojo a lo que dijera nuestro célebre
escritor “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la
recuerda para contarla”.
Para que haya memoria de ti, del amigo y religioso, son estos dibujos entre líneas
de algunos de los paisajes de su vida. No ha sido fácil su retrato, mucho más
cuando lo que se busca es retratar el alma. Un retrato, no de la imagen
incompleta y a veces falsa que nos diferencia ante los ojos, y sí del ser humano
misterioso y profundo que existía desde siempre en los designios del Creador, y
que contaba al mundo exterior su historia con cabeza rapada disimulando la
cabellera rebelde a semejanza de su dueño, ojos negros grandes como
escudriñando más allá de lo sensible, y un mentón de poca barba fuerte y
prolongado que le hacía transmitir ese aire huraño y reservado que normalmente
se percibía de él.
La tez trigueña memoria de una historia ancestral entre los aborígenes del sur
colombiano y los intrépidos colonos extranjeros contaba también poro a poro una
ascendencia familiar de valores arraigados y tradiciones centenarias extracto
cultural venido de entre tenaces evangelizadores y costumbres añejas de los más
humildes y sencillos pueblerinos nariñenses. Caminaba lentamente con su tronco
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medio encorvado, como acarreando una pena; contrastaba con la alegría fecunda
y contagiosa, que exclusivamente se ponía al descubierto de quienes se ganaban
su confianza, y dibujada inconfundiblemente en el rostro de los felices.
Desde Pupiales había llegado don Medardo Alfonso Erira Gaón. Era agente de
policía y de buenas costumbres cristianas como suelen ser los nariñenses. En el
Valle de Sibundoy encontró su hogar. Doña Blanca Nohemí Burgos había pasado
toda la vida en su natal San Francisco. El 28 de octubre de 1966 se casaron y
jamás se marcharon de esos lares.
Allí nacieron sus cinco hijos. Ana Mariela, Medardo Humberto, Carmen Alicia,
María Isabel y Carlos Benjamín. Todos con destinos distintos, quizás no soñaron
que de entre su sangre saldría un sacerdote. El joven Benjamín, el último de
todos, aunque formado por su madre en las tradiciones cristianas no mostraba
asomos de interés vocacional. Las elecciones de Dios a veces son
incomprensibles a los ojos humanos.
Hoy, a todos los que lo conocimos, sólo nos queda un profundo acto de fe para
decir Gracias, Dios, por el maravilloso regalo que en Benjamín nos hiciste. Mucho
más grande que la tristeza de su muerte es la alegría de saber que él vivió
solamente queriendo ser fiel a sí mismo y nada más; y buscándose alcanzó la
gracia de ser fiel a Dios.
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SOLAMENTE UNA ESCENA TRÁGICA EN SU VIDA
Recuerdo como si fuera ayer que le dije, “hola Benja, ¿qué planes tienes para
Noviembre?”. Fue allí, en el templo de la Parroquia del Divino Niño durante la
misión realizada en Sogamoso, entre el 27 de julio y el 17 de agosto, donde
concretamos que él nos colaboraría al equipo misionero de Manizales durante la
semana del 9 al 15 de Noviembre en La Virginia, Risaralda.
El 8 me llamó y me dijo, “estoy donde mi tío en Pereira, ¿cuado tengo que llegar?”.
Llegue mañana por la tarde, que la gente lo está esperando, le dije. Él llegó en la
noche. Fue uno de los animadores de la parroquia quien lo condujo hasta el hotel
Nueva York en el Barrio San Cayetano en donde trabajaría esa semana. Le
dieron la habitación número cuatro, y luego, se trasladó acompañado de algunos
miembros de la comunidad a un salón que las Hermanas Adoratrices dispusieron
para las celebraciones de la Misión.
Algunas personas esperaban desde hacía un rato con las luces apagadas.
Querían darle una sorpresa. A su entrada el salón se iluminó y se encontró con
una cordial bienvenida entre aplausos y risas. Se presentó y motivó a los
presentes con algunos cantos. Una de las personas presentes al narrar este
episodio afirmó, “Llamó poderosamente la atención de todos su sencillez, su
alegría, su jovialidad y la confianza que inspiró desde el primer momento”.
Entre el Hotel Nueva York, el templo de la Parroquia Nuestra Señora del Carmen,
la casa de la profesora Idalba Valencia a donde llegaba todas las mañanas y las
noches en pantaloneta y chancletas a tomar tinto, y las nueve manzanas del barrio
San Cayetano, dejó su última huella. Ya no la huella KBEB, que rebelde
acostumbrara a escribir por todas las paredes de San Francisco su pueblo natal
en sus tiempos de adolescente y con la que orgulloso firmaba o marcaba todas
sus pertenencias, sino, la huella del Evangelio, por el que vivió y se apasionó
desde que escuchó en el 94 el llamado del señor a través del P. Samuel Torres en
el colegio Almirante Padilla de su pueblo.
- Hola, los muchachos están en Pereira y viajan mañana, Ciro quiere hablarte, le
comenté.
- No tengo de dónde llamarlo, respondió, por qué no lo llama usted y le dice que
me recoja a las 8:00 a.m. donde mi tío, ¿usted tiene la dirección?.
- Sí, yo la tengo. Pero no puedo llevarte a esa hora porque voy por el P. Álvaro
a una vereda.
- Yo me voy en buseta.
- Listo, nos vemos mañana.
Me dispuse a llamar al P. Ciro pero no respondió; así que le dejé el mensaje con la
dirección y el teléfono donde debía recoger a Benjamín. Daban las 10:47 de la
noche.
Calculé que dada la prudencia del P. Ciro al volante en media hora estarían en la
Virginia, tiempo justo para ir a La Palma, vereda donde había pasado la semana el
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P. Álvaro Mora, y regresar. Cuando estuve otra vez en la Virginia, ya se habían
marchado. Era un poco más de las 8:00 a.m. Los llamé nuevamente y contestó
Benjamín (8:17 a.m.). Vamos llegando a Cerritos, dijo. Bueno que les vaya bien,
les deseé. Y cerramos la conversación con algo de su humor crudo, “saludos de
Carolina y que Nacho le manda un beso”. Unas dos horas después, 15
kilómetros antes de llegar a Cajamarca, causas desconocidas, los conducía hacia
un fatídico precipicio.
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DE AVENTURAS Y OTRAS COSAS
La primera vez que viajamos juntos fue en el 95. Éramos postulantes de primer
año en el filosofado de Suba, a los que normalmente no se enviaba a misiones en
vacaciones. Sin embargo, aquel año terminamos ofreciéndonos como voluntarios
para la misión que se realizó en Villagarzón, Putumayo, nuestra tierra querida.
Desde entonces, siempre que quería hacer cosas a las que sabía nadie me
acompañaría, se las proponía a Benjamín: él con absoluta simplicidad siempre
decía que sí.
Entre esa pasión por las aventuras y los viajes nos volvimos a encontrar, no tanto
por las aventuras, pero sí por los viajes. Hicimos un trato silencioso de pasar
juntos viajando durante las vacaciones de fin de año. Siempre fijábamos una
fecha y un lugar de encuentro y no era necesario recordarle, de cualquier modo
llegaba.
Entre planes y planes, nos dejamos encantar por el Ecuador. En esta ocasión,
nuestro compañero Ricardo Gamboa nos acompañó. Finalizaba el año 2001. Con
tan sólo setenta dólares en el bolsillo de cada uno, con una carta de presentación
del Padre Provincial de Colombia y con un viejo catálogo de la Congregación para
saber a dónde llegar emprendimos el recorrido. Ni qué decir. Pese a la aduana
ecuatoriana que nos encontró hojas de coca entre una Biblia, a la cámara que
prestamos y que se me quedó olvidada cuando el volcán Tungurahua nos
sorprendió con un hongo de gases y al paro estudiantil que nos retuvo en Ibarra, el
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paseo fue un éxito. Benjamín nunca perdía la paciencia y eso era una ventaja a la
hora de viajar con él. Después de viajar 12 días seguidos, pasando por Lago
Agrio, Chordelech, Quito, Cuenca, Ambato, Riobamba, Guayaquil, Manta y Tulcán;
luego de visitar los más diversos parajes, El Parque El Cajas, El nevado
Chimborazo, el volcán Tungurahua entre otros, insólitamente seguía con ganas de
viajar.
Al siguiente año fijamos como destino Cabo de la Vela, al norte colombiano. Nos
encontramos en Bogotá hacia el 8 de enero y hubiéramos llegado, de no ser por la
crisis de la gasolina que se desató en Venezuela. Así que, resignados la pasamos
entre Barranquilla, Cartagena y Santa Marta, para luego llegar a Piedecuesta,
Santander a iniciar los retiros previos a la ordenación presbiteral.
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HOMBRE DE MALETA LIVIANA
Jamás encuadró en esquemas fijos, era un rebelde, pero con causa. Encontró su
causa en Jesús. No era hombre que se jactara de habitar un solo lugar. Odiaba lo
predecible, por eso creo que jamás aceptó las teorías psicológicas y los retiros
terapéuticos que pretendían condicionar las actitudes y acciones humanas a
ciertas determinantes. Nunca dijo nada, pero sus compañeros sabíamos que su
silencio ocultaba inconformidad.
Era de los que pedía bandeja paisa cuando estaba en la costa caribeña y pescado
cuando salía a algún lugar en Popayán. Eso sí, al solicitar algo, casi
instintivamente y aparentando ponerse serio decía: ¡cuy!. A lo que seguía la burla
cómplice de los que conocíamos su origen putumayence, que le acarreó el
apelativo por el que cariñosamente lo nombrábamos sus conocidos: “el Indio”.
Había algo en él que lo impulsaba maquinalmente hacia lo diferente, en una
profunda guerra contra lo cotidiano, como queriendo dejar bien apuntada su
existencia única en este mundo.
En su típica mochila negra, ya desteñida por los años, solamente cargaba uno o
dos pantalones jeans, que enrollaba para que no se le arrugaran, ropa interior, los
característicos tenis de tela y algunas camisetas. Era un hombre de maleta liviana.
Desprendido, creía y vivía la pobreza evangélica. A menudo se le escuchaba decir
“por plata no se preocupen, que no hay”.
Le bastaba poco para ser feliz, creo que con Jesús en su corazón le era suficiente.
Disfrutaba de las cosas elementales, de una caminata con su incondicional Nacho,
de ir a cine, comer pan con atún en las noches frías de Bogotá, y escuchar
música. De verdad que disfrutar para él no era nada complicado, sobre todo
cuando se trataba de excentricidades. Como aquella vez que al salir de la
universidad pasábamos por una cafetería entre la Av. 28 y la Calle 26, y sólo por
retarlo le dije que si quería “cancharinas”1. Sin dudarlo me aceptó la propuesta.
Ese día nos subimos a la buseta como dos niños que van a hacer una maldad.
Con dos tremendas arepas fritas en la mano y bajo la mirada implacable de los
transeúntes fuimos conversando y riéndonos, creo que burlándonos
clandestinamente de los prejuicios de la gente.
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Arepas grandes típicas nariñenses.
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DE POCAS PALABRAS, PERO DE PALABRA
Hablaba poco. Utilizaba palabras sencillas, claras y asertivas. Cuando decía sí,
se le podía creer, igual cuando decía que no. Era de fiar. Hacía las cosas sin
mucha algarabía y se le notaba siempre una aguda preocupación por utilizar los
términos exactos y precisos.
Una vez estaba seguro de qué palabras utilizar, ponía énfasis en aquello que creía
más importante y se aseguraba de haber transmitido lo correcto usando alguna
muletilla. “¿Sí?”, preguntaba al final de sus sentencias. Si con los números pares
era intolerante, en esto de hablar procuraba ser preciso. Creo que Benjamín logró
el punto medio exacto entre la exageración y el silencio. En algunas
oportunidades callaba, sobre todo cuando los temas se subían de temperatura,
pues, no era de discusiones ni alegatos. Le apostaba a la discusión argumentada
en lugar de la determinación impositiva.
Cuando se comprometía con algo lo hacía. Si le hacías una propuesta que quizás
no podrías cumplir, corrías el riesgo de tener que retractarte o pasar la pena de
que te dijera que eras un “chichi”. No se resquebrajaba por más duros que fueran
los retos y las situaciones, siempre encontraba la forma de salir airoso.
Quien bromeaba con él tenía que estar dispuesto a todo. Bromista insuperable,
dejaba a su paso mojones de su permanente buen genio. Nacho pagaba a todo
momento el precio de su amistad; víctima de sus bromas y chistes, a menudo se
lo encontraba por los pasillos del Teologado correteándolo, mientras Benjamín se
le burlaba con su risita desganada.
Benjamín era veraz y nos dejó a sus amigos el testamento de su propia verdad.
Una verdad forjada al rigor del Evangelio: diáfana, sencillamente profunda, y rica
en ilusiones. Transcurrió su corto ministerio sin falsedades ni dobleces, con la paz
de quien ha divisado por fin su destino y a cada paso quiere alcanzarlo,
sabiéndose en el camino correcto.
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UNA JUVENTUD ESCRITA ENTRE PAREDES
Y fue en una fría noche San Franciscana, en esas tan comunes del mes de Enero,
cuando ni siquiera los corrillos de los colegiales interrumpen el silencio, entre las
risas de celebración de algunos amigos, cuando descubrí su pasión por las
noches.
De esas mismas fechas le venía la manía de marcar todo con sus iniciales, KBEB.
Las marcas de las iniciales de los nombres era la evidencia del paso de “La
Gallada”. Las paredes del pueblo se vieron, entre noche y noche, violentadas con
la incomprensible señal. Nadie alcanzaba a imaginar que aquellas manos
traviesas que antaño despertaron la inconformidad del pueblo un día se estarían
alzando para bendecir y efectuar la consumación del milagro eucarístico.
En uno de esos días, tan monótonos como los demás, el joven de aspecto huraño
y taciturno que acostumbraba a pasar sus tardes en pantaloneta y los inolvidables
tenis de tela, al que las calles vieron reír con sus amigos mientras jugaban
“pícala”, “yermis” y “congelado”, se marchó. Ya el pueblo que lo vio nacer fue
pequeño para sus sueños y Dios lo había llamado. El 29 de Enero de 1995, en la
vitalidad de sus 19 años, ingresaba al Seminario San Alfonso.
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Tres años después, al inicio de su noviciado, escribía en una vieja máquina, “Al
aproximarse la entrada al seminario, la alegría y la nostalgia se hicieron presentes
en mí, la alegría porque estaba ansioso por seguir un camino bueno y justo. Y la
nostalgia porque siempre duele dejar un pueblo, una familia y unos amigos. Y
llegada la hora puse mis pies en el seminario, era un 29 de Enero de 1995, en
esos primeros momentos me sentía angustiado y hasta lloraba en ese frío cuarto
que me habían asignado”.
Las noches frías del cementerio ahora serían las noches frías del Seminario de
Suba, y sus compañeros de insomnio, en la complicidad de los libros, le hablarían
de las cosas de la filosofía. Benjamín había caído en la red, el Señor Jesús lo
había pescado y él nunca más se alejó de su barca.
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DE SU PROPIA INSPIRACIÓN, LA HISTORIA DE UNA VOCACIÓN
Amar es elegir, sólo se elige realmente lo que se ama. Benjamín conoció el amor
de Dios porque fue elegido, y a tan sublime elección solamente se podía
responder con una elección fundamental. Este proceso amoroso, de elegir
fundamentalmente al que elige lo llamamos vocación. Y es precisamente las
elecciones que van y vienen entre la fidelidad y la traición lo que hace al hombre
sublime y grande. Tratándose de una experiencia tan íntima nadie hablaría mejor
de tal cual elección que el propio referido, por eso serán sus propias letras a
continuación las que cuenten esta cara de su vida.
“La vocación es como una magia que vive y convive con nosotros y a veces no
nos damos cuenta de ello, pues ella hace que seamos hombres extraordinarios,
rompedores de una cotidianidad y por ende transformadores de hombres; es que
la vocación se muestra a nosotros mismos y luego se proyecta al servicio de los
demás.
Es así que he oído el llamado de DIOS para participar y vivir un ideal que siempre
he querido, en el cual me sentiré realizado como persona, al estar al servicio de
quienes nos necesitan, en sí vale la pena salir del montón y ser voz de los sin voz,
ese ideal es SER MISIONERO REDENTORISTA. De ésta forma solicito mi
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ingreso como postulante al Seminario Mayor, con el fin de iniciar mi formación
sacerdotal y misionera, alcanzando ese noble ideal que me he propuesto.
Y, por fin, después de tantas comunicaciones, a finales de 1994 fui aceptado como
postulante del Seminario San Alfonso. En este proceso vocacional recibí mucho
apoyo por parte del P. Álvaro Rincón, quien era el párroco de mi pueblo. A él le
colaboré en pequeños apostolados de veredas y en fin, hicimos lo que pudimos, el
resto quedó en las manos de Dios”.
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EN EL TALLER DEL MAESTRO
Las bancas y taburetes del oratorio del noviciado son testigos tanto de su pericia
con las herramientas como de sus charlas calladas con su carpintero. Creo que el
secreto de Benjamín, consistió en una espontánea espiritualidad, que le permitía
transparentar tal confianza y serenidad que a más de uno nos dejaba absortos.
Conociendo su gusto por la carpintería, casi siempre junto con otros compañeros,
se le encargaba los oficios de adecuación. Los pesebres, las escenografías en las
obras de teatro, reparación de inmuebles, fueron pasajes de su vida en los talleres
de las casas de formación.
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HIZO DE LA COMUNIDAD SU FAMILIA
Del seminario recuerdo cómo con diligente responsabilidad atendía los oficios y
responsabilidades al modo de quien se ocupa de los propios asuntos. Había
aprendido que en la construcción de una vida fraterna amena se jugaba un
elemento fundamental de su ser religioso; y en las cosas sencillas como hacerle
aseo a los baños, anunciar las llamadas telefónicas y participar del deporte
encontraba la forma de construir, como quien pone ladrillo tras ladrillo, la
comunidad que siempre había soñado.
Aprendió desde su infancia a participar a sus amigos las angustias, los problemas,
los éxitos y las aventuras. En su policromada cotidianidad tenía claro que cada
encuentro del uno con el otro aspiraba a la utopía de un “Nosotros”. Un nosotros
construido palmo a palmo en cada instante compartido y en cada sueño alcanzado
juntos.
Durante sus años de estudiantado encontraría “un nuevo grupo, con quienes
compartí los tres años de postulantado. Con quines viví y conviví por este tiempo.
Con ellos estudiamos la filosofía, oramos, nos divertimos en paseos, caminatas y
hasta en un campamento. Gracias a ellos, o mejor gracias a nosotros […] hemos
hecho grandes cosas, hemos reído y llorado. Después de tres años convividos ya
es para decir: somos un grupo con valores que busca alcanzar un anhelo, aceptar
el llamado de Dios y vivirlo radicalmente”.
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COMO DE LEYENDA, SE LO LLEVÓ SU MAMÁ
A pesar del aparente éxito, los médicos sospechaban que algo más estaba
sucediendo, y efectivamente el tumor en su cabeza era una metástasis del mortal
mal cancerígeno que clandestinamente le carcomía las entrañas desde hacía
algún tiempo. El cáncer le sorbió la vida. El 25 de octubre sus dolores cesaron
definitivamente.
“Muy recordado Benjamín [...] comprendo los momentos difíciles por los cuales
estás pasando, pero te invito a mantenerte firme en la esperanza cristiana.
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Que esta prueba de fe para ti y toda tu familia se vea fortalecida por el recuerdo de
la vida misma de nuestra hermana Blanca Nohemí. Su calidad de mujer,
hermana, de Madre, de esposa, de cristiana fiel, nos da la certeza de que se hará
merecedora de la vida eterna y de todas las consecuencias que trajo consigo la
muerte redentora de Nuestro Señor Jesucristo.
En María Paz se sintió realmente pastor. Por algo más de dos años asistió, por
planeación cada ocho días los Sábados en la tarde y por celo apostólico varias
veces a la semana, a la dispendiosa tarea del anuncio del Reino. Encariñado con
este trozo de mundo, se entregó con sagrada devoción a quienes lo acogieron
como misionero y amigo.
Santa María, Reina de la Paz o María Paz, como decimos todos, corresponde a
una pequeña capilla dependiente de la Parroquia Santa Luisa de Marillac, al
occidente de Bogotá. Inmediatamente detrás de Corabastos, sus alrededores son
habitados por gente sencilla y trabajadora, no por eso es ajena a la problemática
social común a todas las barriadas pobres del sector. Desde la Parroquia San
Gerardo Mayela, se había venido atendiendo pastoralmente el sector y cuando en
el 2001 se inició el año de inserción en el barrio El Paraíso se determinó que se
asumiría también este lugar como frente pastoral. Un equipo de seminaristas del
que Benjamín era parte fue asignado para dicha labor.
Al terminar el 2001 afirmaba “En el aspecto que más empeño he puesto, por el
mismo estilo de vida que esta etapa de la formación facilita, es en el apostólico.
Pues me doy cuenta, finalizando este año, que mi pastoral no se remite
únicamente a una tarde del Sábado como lo había hecho en años anteriores…
Creo que el trabajo en “María Paz”, que es donde trabajo más específicamente, ha
sido muy gratificante, pues desde Semana Santa iniciamos un trabajo más fuerte,
logrando iniciar comunidades, grupo de acólitos, ministerio musical, catequesis
sacramentales, animación eucarística, trabajando con el comité pro-templo en la
búsqueda por fortalecer la capilla del barrio, el hecho de organizar aquí la misión
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en mitad de año, y ahora organizando la novena misionera para Diciembre. Creo
que a este trabajo le he puesto empeño y por ello podría decir que aquí también
he sido fiel”.
Aún sin terminar el templo, pero con una comunidad avivada, fue el sitio de su
verdadera primera misa. Lleno total, al día siguiente de su ordenación, el pequeño
recinto de techo provisional, ladrillo bruto y pisos casi en tierra fue testigo del inicio
de su presbiterado. María Paz celebraba la consagración de quien habían visto
tantas veces por sus esquinas perifoneando con el megáfono en el hombro,
invitando a la misa o a la asamblea. Y Nacho, otra vez junto a él como en casi
toda su vida, le predicó. Esta era la primera vez que Nacho predicaba como
presbítero del Señor.
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DE TIEMPO EN TIEMPO
En junio estábamos otra vez juntos. A nosotros nos habían cancelado a última
hora la misión que realizaríamos en Pereira y determinamos, también a última
hora, ir a colaborar al equipo de Popayán con la misión de La Vega, Cauca.
Cuando llegamos a Popayán el 14 de junio él estaba encaramado en el techo
instalando la antena de la emisora. Ni si quiera se bajó. Desde arriba me mandó
un saludo y continuó su tarea. En la noche salimos de turismo por la ciudad.
Disfrutaba hasta la saciedad el paso por el puente del humilladero y frente al
moderno reloj solar colocado a un lado del puente no pudo evitar una broma
diciendo que al reloj esa noche se le había terminado la pila.
Al día siguiente viajamos para La Vega. No difería en mucho a los demás pueblos
del Cauca. Rodeado de montañas por sus cuatro lados, en el seno del Macizo
Colombiano, el caserío ofrecía un paisaje de inspiración. No tan inspiradora es la
situación social. La evidente pobreza de las veredas trunca en su mayoría las
posibilidades de los jóvenes que no encuentran más alternativas que emigrar de
sus terruños, arriesgarse con el cultivo de la amapola, y cuando no, van a
engrosar las filas de los grupos subversivos.
El segundo momento tuvo lugar en la Parroquia del Divino Niño. Nos reunimos
ahí para finiquitar algunos aspectos concernientes a las misiones. Yo estaba
encargado de la misión en una de las dos parroquias de la Virginia, Nuestra
Señora del Carmen. Así que, como muchas veces lo hice mientras éramos
estudiantes, le lancé la propuesta y él la cogió como siempre en el aire. Allí en la
Virginia lo vería reír por última vez.
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DOS ROSTROS DE LA MUERTE
(Homilía de Mons. Sabogal)
Pero Dios salva al hombre de la muerte. No está en manos del hombre salvarse a
sí mismo de la muerte: para ello es necesaria la gracia de Dios, único que por
naturaleza es el “Viviente”. Hasta Cristo y sin Él reinaba la muerte; viene Cristo y
por su muerte triunfa de la muerte misma; desde ese instante la muerte cambia de
sentido para la nueva humanidad que muere con Cristo para vivir con Él
eternamente.
Cristo asume nuestra muerte. Para liberarnos del dominio de la muerte quiso
primero hacer suya nuestra condición mortal. Para hacer la voluntad del Padre fue
obediente hasta la muerte. Habiendo tomado una carne semejante a la carne de
pecado era solidario con su pueblo y con toda la raza humana. Por eso su muerte
fue una muerte al pecado.
Cristo muere por nosotros. La muerte de Cristo era fecunda, como la muerte del
grano de trigo depositado en el surco. Murió por todos, cuando nosotros éramos
pecadores, dándonos así la prueba suprema de amor.
Cristo triunfa de la muerte. ¿De dónde viene que la muerte de Cristo pudiera tener
esta eficacia salvadora? De que habiéndose enfrentado con la vieja enemiga del
género humano, triunfó de ella. En el reino de Dios que Él inauguraba retrocedía
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la muerte ante Él que “era la resurrección y la vida”. A partir de ese momento
cambió la relación entre los hombres y la muerte; en efecto, Cristo vencedor
ilumina ya a los que están sentados en la sombra de la muerte. Al término de los
tiempos, su triunfo tendrá una consumación fulgurante en el momento de la
resurrección general.
Frente a esta perspectiva cristiana para nosotros, los aquí presentes adquiere
nuevo sentido la muerte corporal. No es sólo un destino inevitable, al que uno se
resigna, un decreto divino que se acepta. El cristiano muere para el Señor como
ha vivido para Él. Esta muerte, por la que glorifica a Dios, le vale la corono de
vida. De accidente trágico que ha sido, ha venido a ser objeto de
Bienaventuranza: “Bienaventurados los que mueren en el Señor” ¡Descansen ya
de sus fatigas! La muerte de nuestros hermanos es una entrada en la paz, en el
reposo eterno, en la luz sin fin.
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ALGUNAS FECHAS
Febrero de 1999: Ingresa al Seminario San Juan Neumann y cursa sus estudios
de teología en el Instituto de Teología Misionera (Item).
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16 Noviembre de 2003: Fallece en accidente de tránsito entre Armenia y
Cajamarca.