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CLÁSICOS LATOSOS / 2

El libro corto más largo del mundo


Del 'Cándido' de Voltaire suele repetirse acríticamente
que explica el mundo actual, que es una gran obra de
humor, un antídoto contra el optimismo y un clásico en
miniatura. Tres de esos argumentos son falsos. En el
fondo, está lejos de la maravilla que, en parte, lo inspiró:
'Los viajes de Gulliver'

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KIKO AMAT
26 ENE 2018 - 10:43 EST

Una escena de la ópera 'Candide', de Voltaire, en versión de Paco


Mir, en el Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial
(Madrid), en 2011.
Alice Otterloop es la protagonista de la tira cómica Cul-de-Sac.
Le encanta bailar encima de una tapa de alcantarilla, pero en
cierta ocasión se queda atrapada allí “durante días”, rodeada por
un mar de barro fresco. Cuando su madre la rescata en la última
viñeta descubrimos que en realidad solo han pasado 15 minutos.
La angustia del confinamiento ha ralentizado el paso del tiempo
en su reloj interno. Cada segundo se ha transformado en una
hora, como nos sucedía de niños con los partidos de tenis eternos
que pasaban en TVE antes de Bugs Bunny.
Leer Cándido de Voltaire es una experiencia similar. Y ni siquiera
puedes hacerle lo que John Carey le hizo al Paraíso Perdido de
John Milton, cuando lo editó para el lector moderno sin la retórica
antañona o la digresión empachosa, preservando solo los pasajes
clave[1]. Porque Cándido es muy corto: un retaco de ciento y
pico insignificantes páginas que, sin embargo y según avanzas,
se transforma a traición en la Gran Enciclopedia Catalana, leída
desde el A-Ami hasta el U-Zw. ¿Cuál es su truco? Fácil: esbelto
perfil y tripa enjuta, en combinación con una aureola de
“rebeldía” intangible. Al ser flaco, francés y tener fama de
gracioso, le abrimos confiados la puerta de nuestra morada,
pensando que por una vez en la vida leer un clásico nos
proporcionará una velada de refocile. Solo entonces, cuando el
francés ya se ha apalancado en la chaise longue, descubrimos
que lleva faja, que lo único “rebelde” de él es su pasión por
cantar “Bajo la luz de la luna” en karaokes, que la botella de vino
que trae es de la gasolinera (1.99), y además piensa bebérsela
él solo, para luego contarnos, farfullando pero con estremecedor
detalle, las traumáticas secuelas del divorcio de su ex (a quien
todavía ama).
Voltaire goza de fama contestataria y de “disparar contra
el orden establecido”, pero los genuinos punk rockers de
la Ilustración eran Diderot y D’Holbach
Hablemos en sentido no figurado, si les parece. Cándido, de
François-Marie Arouet, alias Voltaire, es, según con quién
hablen, “uno de los grandes logros de la literatura occidental” o
uno de los libros más tabarreros que ustedes, lectores modernos,
pueden echarse a las neuronas. Voltaire lo escribió poco después
del terremoto de Lisboa de 1755 (que acabó con la vida de miles
de personas), y pretendía ser una crítica del optimismo en
general, y más concretamente del “determinismo optimista” de
un caballero llamado Gottfried Leibnitz (quien afirmaba que
vivíamos en “el mejor de los mundos posibles”).
Voltaire goza de fama contestataria y de “disparar contra el
orden establecido”, pero todo apunta a que, en el contexto de la
Ilustración, era más bien como el abuelo -o cuñado- de derechas
que siempre nos arruina la comida de Navidad[2]. Cierto, de
joven se ciscó un par de veces en Felipe I, Duque de Orleans y
monarca de Francia, lo que le costaría dos encierros en la
Bastilla. Esas dos sentencias de dictablanda, así como su
destierro cool a Londres (no a la Guayana), le convirtieron en
una estrella del radical chic del siglo XVIII, aportándole ese
lucrativo halo de artista amotinado que “no se calla las
verdades”. Voltaire consideró prueba superada aquellos breves
conatos de sedición juvenil y, como Bono de U2, dedicó el resto
de su vida a congraciarse con la realeza y el clero, y así
convertirse en un hombre “inmensamente rico” (según el
historiador Philipp Blom). No exagero: Voltaire era un avispado
inversor que en 1728 llegó a comprar, junto a unos cuantos
amiguetes yuppies de la época, todos los boletos existentes de
la lotería francesa. Ganaron, naturalmente. Voltaire multiplicó
aquella fortuna -amasada mediante obvio tongo- actuando como
banquero personal de varias monarquías absolutas de Europa, lo
que le reportaría pingües beneficios adicionales. Como ven,
mucho hablar de “aplastar al infame” (su lema personal) para
luego arrodillarse ante el primer terrateniente gotoso que le
aumentaba la comisión. “No era un revolucionario nato”, afirma
Blom. Más bien no.
Por otro lado, era otra época. El poema épico
anglosajón Beowulf se escribió para glosar las hazañas de un
cafre de quien lo único bueno que pudo decirse es que “nunca
mató a sus amigos cuando iba borracho”, así que tal vez para los
estándares del XVIII Voltaire sí era una especie de peligroso
Black Panther literario (no el Banc de Sabadell juglaresco que
vemos nosotros). En cualquier caso, la reputación de Cándido no
se sostiene sobre la personalidad del autor, sino sobre cuatro
mandamientos que la cultura seria nos ha forzado a aceptar sin
rechistar: 1) Cándido explica el mundo actual, 2) es un gran libro
de sátira humorística, 3) perfecto “antídoto contra el optimismo”
y 4) “clásico en miniatura”. Tres de los argumentos enunciados
son falsos, y uno cierto.

Un cartel en el que se lee "Plaza de la Libertad de Expresión" y


una imagen de Voltaire, en un árbol en la plaza de la República
de París, en 2015. JOËL SAGET AFP
Empecemos con el más manido, que es el de la
pertinencia de Cándido en calidad de oráculo y
desencriptador del mundo presente. La realidad es muy
distinta: Cándido es tan moderno como unos zuecos. La novela
es una lista de animales extintos escrita en una lengua muerta y
financiada con la divisa de un imperio desaparecido (coronas
austrohúngaras, o algo así). Todas las referencias de la obra son
abstrusas y fósiles, como también lo son los microfeudos que
detalla, sepultados bajo la implacable arena del tiempo siglos
atrás. Leer sobre ellos hoy es como revisitar aquella trifulca entre
Limp Bizkit y Rage Against The Machine en los MTV Music Awards
del 2000: algo que no le importa demasiado a nadie, ni siquiera
a los implicados, ni siquiera entonces. Cuando llegas al final del
libro te sientes como si hubieses psicoanalizado a un trilobite que
no se hablara con los ortocéridos y placodermos de su fangal.
Para sacarle algún tipo de placer lector a Cándido quizás tengas
que ser el tipo de persona que, como afirmaba Nick Hornby,
todavía está resentido con los Leibzinitas de 1750. Alguien que
tiene cuentas pendientes con el Abbé Gauchet, los jansenistas,
los jenízaros, Pierre Corneille o los teatinos. Alguien para quien
la frase “a menudo veían pasar frente a las ventanas de la
alquería barcos cargados de efendís, de bajaes, de cadíes, a los
que se enviaba desterrados a Lemmos, a Mitilene, a Erzerum” no
suena a la ensoñación morfinosa de un pariente senil en su lecho
de muerte. Alguien, en resumen, que cursa o enseña un
postgrado de Literatura Comparada.
No, si lo que buscan son explicaciones sobre el mundo actual,
vayan a Black Mirror. O Futurama. No llamen a la puerta de
Voltaire, que lo único que hará será mirarles con la mueca de
demencia aterrada que ponen los ancianos al manipular
un smartphone. Es tal la vetustez de Cándido que el lector se ve
obligado a consultar las notas finales cada dos frases, en un
movimiento que acaba causando una dolorosa luxación de
muñeca, por no decir una visible hinchazón de cataplines. Tras
varias páginas de misereres, autos de fe, “fabordones”, castratis,
papas ignotos, poetas desconocidos y países borrados de la faz
de la tierra, todo ello envuelto en un vistoso lazo de decrépitas
ojerizas entre corrientes intelectuales apolilladas y críticos
embalsamados, el lector empieza a sospechar que el disfrute del
libro es algo exclusivamente universitario, como los posters
de Blue Velvet o el post-estructuralismo.
Cándido puede ser un libro de crítica literaria, si quieren,
o un Excel de las paleoinquinas del autor (no carente de
valor histórico), pero no es un libro de aventuras
Ustedes quizás me espetarán que, aunque nada del impenetrable
mundo de Voltaire tenga la menor relevancia hoy en día, en
última instancia siempre podemos salvar los muebles con la
sátira. Es cierto, o podría serlo. El problema con la sátira, como
también dijo Nick Hornby, es que “siempre ha sido descodificada
antes de que llegue a nosotros”. Es imposible
leer 1984 o Gargantúa y Pantagruel sin tener la impresión de
que a algún desaprensivo se le ha escapado
el spoiler. Cándido no es una excepción: antes de abrir la
portada conocemos de sobra su argumento (mozo de corazón
sencillo, Cándido, y su tutor optimista, Pangloss[3], recorren el
globo para descubrir que está hecho unos zorros), como también
nos son familiares las cuatro generalidades de gran angular que
exprimimos de sus páginas: los gobernantes son corruptos; las
religiones se aprovechan de la candidez del vulgo; el hombre es
violento por naturaleza; el mundo apesta. Duh. Le Duh.
Esa característica no es particular de Cándido. Las alegorías
político-sociales suelen ir tan atiborradas de gravedad y
“mensaje” que a menudo se nos hacen bola. Conscientes de ello,
los autores de sátira se esfuerzan en añadir un poco de azúcar a
la píldora que nos dan. Hablo, claro está, de las bromas y
la aventura. Solo que en esta novela las bromas son una birria,
y la aventura un timo. La gracia recurrente del libro (soltar “¡Ah!
¡El mejor de los mundos!” cuando acontece una calamidad, como
por ejemplo el destripamiento de Cunegunda tras haber sido
violada “tanto como una mujer puede serlo”) no tiene mucha
gracia, ni siquiera la primera vez, y hacia la cuarta el lector solo
desea que alguien golpee a Voltaire tanto como un hombre pueda
serlo. Ese cántico de enumeración de desdichas + frase bumerán
es casi tan cargante como la canción de las botellas verdes en la
pared que se canta en los autobuses escolares. Leyéndolo sufrí
angustiosos flashbacks a los Un, dos, tres, responda otra
vez donde Bigote Arrocet o La Bombi soltaban, semana tras
semana, la misma p*** coletilla en el mismo p*** sitio.

Retrato anónimo de Voltaire (1694-1778), realizado en el siglo


XVIII.
En lo tocante a la aventura, digamos que Voltaire se inspiró en
la otra gran obra satírica de su tiempo, la fenomenalísima Los
viajes de Gulliver, pero extravió por el camino todos los
mecanismos literarios básicos de creación de ritmo, trama o
perfil de personajes que hacen de su predecesora la maravilla
que conocemos. Cándido puede ser un libro de crítica literaria, si
quieren, o un Excel de las paleoinquinas del autor (no carente de
valor histórico), pero no es un libro de aventuras. Ni
siquiera pretende serlo. En el capítulo XXV, por ejemplo (“Visita
al señor Procurante, noble veneciano”), los personajes y el
argumento son torpes excusas unidimensionales, del grosor de
una llufa del Día de los Inocentes, para que Voltaire se ponga a
rapear, a la defensiva y en modo Yo-Yo-Yo, las razones por las
que Virgilio, Milton o Cicerón molan y sus detractores son unos
patanes iletrados con boina. No es la inolvidable llegada de
Lemuel Gulliver a las costas de Liliput, se lo garantizo.
¿Y el optimismo? Cándido, en efecto, es una diatriba
pesimista. Muy ad hoc. Lo que sucede es que algunos ya nos
levantamos cada mañana con unas premoniciones de armagedón
nada “panglossianas”[4] en el esófago. Lo último que
necesitamos, gracias, son recordatorios de que todo es una
porquería.
Y acabamos con lo de “clásico en miniatura”: Cándido no tiene
pinta de tocho, pero ojo: es el típico alfeñique que no parece
gran cosa y luego nos pulveriza la quijada. Les aconsejo no
subestimar su tamaño, porque hacia la página 70 estarán
llorando, pelo cano y vejiga incontinente, solos en una metrópolis
poblada únicamente por robots, tras darse cuenta de que su vida
entera se ha consumido como una pila de marca blanca, y
Cándido ni siquiera está a mitad de camino.
Lean la entrega anterior de Clásicos Latosos (Moby Dick) aquí.
Lean la explicación teórica e ideológica de esta serie aquí.

[1] Una solución que, de hecho, le iría de perlas a Moby Dick.


[2] Diderot y D’Holbach, los genuinos punk rockers de la
Ilustración, no tenían un gran concepto de Voltaire. Le
encargaron solo fruslerías para la Encyclopédie, y se negaron a
presentarle respetos al “brujo” en su exilio suizo.
[3] Este conocimiento, queridos estudiantes de periodismo, les
irá de perlas para saber cuándo incrustar el adjetivo
“panglossiano” en sus artículos.
[4] ¿Qué les decía?

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