Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
(1596-1650)
1.Contexto histórico.
2.Contexto cultural.
2. EL MÉTODO.
2.1. EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA MODERNA: EL PROBLEMA DEL
CONOCIMIENTO.
Descartes dedicó al problema del método dos obras: el Discurso del método
(1637) y las Reglas para la dirección del espíritu (obra póstuma, escrita hacia
1628 y publicada en 1701). Por haber redactado el Discurso con posterioridad a
las Reglas, puede el autor ofrecernos en él una síntesis del método en cuatro
concisas reglas (Discurso, II), que tomaremos como estructura fundamental
para la exposición de la metodología cartesiana.
El método que persigue Descartes es un “camino” para descubrir verdades, y
no meramente para exponer o defender las ya conocidas (como el silogismo).
Se trata de un método universal en un doble sentido: puede ser usado por
todos los hombres y es válido para todos los saberes. Descartes define el
método como el conjunto de “reglas ciertas y fáciles gracias a las cuales el que
las observa exactamente no tomará nunca lo falso por verdadero” (Reglas, IV).
Establece Descartes, en primer término, la evidencia como criterio de verdad.
Nos dice que no debemos aceptar como verdadera cosa alguna si no sabemos
con evidencia que lo es. La evidencia se define por sus dos caracteres
esenciales: la claridad y la distinción. Descartes entiende por “claridad” la
presentación de un conocimiento a la mente atenta de tal forma que a ésta no
le queda otra opción que admitir su verdad, ya que se conocen todos los
elementos que lo integran; y por “distinción” la cualidad que tiene una idea de
no ser confundida con otra, porque aparece separada y diferente de las demás.
Una idea puede ser clara sin ser distinta, mas no puede ser distinta sin ser, al
mismo tiempo, clara. Lo opuesto a una idea clara es una idea oscura, y lo
contrario de una idea distinta es una idea confusa.
La evidencia es, pues, el criterio de verdad. Caracteriza al conocimiento
científico y se opone a la probabilidad y a la verosimilitud. Por eso rechaza
Descartes los conocimientos probables o tan sólo verosímiles. El acto del
entendimiento por el cual se alcanza un conocimiento evidente es la intuición,
que estudiaremos a continuación..
Habrá que evitar dos vicios fundamentales en la búsqueda de la verdad:
tomar por verdadero lo que no lo es, y negarse a aceptar la verdad de lo que es
evidente. Llama Descartes a lo primero “precipitación”, y a lo segundo
“prevención”. La precipitación consiste en tomar por verdadera una idea que
es confusa, no distinta. La prevención, por el contrario, consistirá en negarse a
aceptar una idea a pesar de ser clara y distinta.
La primera regla del Discurso –la regla de la evidencia- se divide, pues, en
dos partes: en la primera se establece que la evidencia es el criterio de verdad;
en la segunda se enumeran los requisitos necesarios para alcanzar la
evidencia. De ella podrían derivarse tres preceptos: 1) no juzgar antes de que
el juicio se nos aparezca como evidente; 2) no juzgar a base de ideas
preconcebidas; 3) no juzgar más allá de lo que se nos aparece como claro y
distinto.
En sentido estricto, el método propiamente dicho comienza con la segunda
regla del Discurso, la regla del análisis, que dice así: “Dividir cada una de las
dificultades en tantas partes como sea posible y necesario para resolverlas
mejor” (Discurso, II). Lo que llama aquí “dificultades” las denominará en las
Reglas “cuestiones” (quaestiones), que definirá como “todo aquello en que se
encuentra la verdad o la falsedad” (Reglas, XIII). La división de las dificultades
tendrá un límite, y ese límite estará representado por lo que llama en las
Reglas “naturalezas simples” (naturae simplices), que son las ideas claras y
distintas. La división tiene como finalidad alcanzar tales “naturalezas simples”,
que son los elementos indivisibles que constituyen el último término del
conocimiento, más allá del cual no podemos ir. Las naturalezas simples
representan el último término del análisis y el primero de la síntesis. Son
captadas por intuición (Cfr. Reglas, XII).
La intuición es una forma de conocimiento que permite captar de modo
directo e inmediato la verdad de una proposición, de manera tan fácil y distinta
que no deja lugar a dudas. Cada cual puede intuir “que existe, que piensa, que
el triángulo está determinado por tres líneas solamente, la esfera por una sola
superficie y otras cosas semejantes” (Reglas, III). En este tipo de conocimiento
“vemos” las cosas, pero no con los ojos de la cara, sino con los ojos del
espíritu. La intuición es un acto de pensamiento puro, que prescinde de la
utilización de los sentidos, por lo que no debe confundirse con la intuición
sensible (la percepción directa, p. ej., del color de un objeto o del sabor de una
comida). Es decir, sólo es intuición la intuición intelectual. Por lo demás, la
intuición es más simple y más cierta que la deducción; nos da certeza absoluta.
Cuando se han alcanzado las naturalezas simples por medio de la intuición,
comienza a actuar la deducción, que es una forma de conocimiento discursivo
o mediato (no logramos de golpe la verdad de una proposición como en la
intuición, sino que hemos de utilizar unos medios: unas verdades ya conocidas
-premisas- para alcanzar una nueva verdad -conclusión-) en el que si las
premisas son verdaderas, la conclusión necesariamente ha de ser verdadera..
No hay más actos del entendimiento por medio de los cuales podemos llegar al
conocimiento de las cosas, sin temor alguno de errar, que la intuición y la
deducción. La deducción no necesita, como la intuición, de una evidencia
presente, sino que se la pide prestada a la memoria. Si bien no es tan segura
como la intuición -pues ésta aprehende en forma simple, directa e inmediata-,
la deducción ofrece gran seguridad siempre que se parta de principios ciertos y
se imprima al pensamiento un movimiento continuo y no interrumpido. De este
modo, agrega Descartes, “conocemos que el último eslabón de una cadena
está en conexión con el primero, aunque no podamos contemplar con un
mismo golpe de vista todos los eslabones intermedios, de los que depende
aquella conexión, con tal de que los hayamos recorrido sucesivamente y nos
acordemos de que, desde el primero hasta el último, cada uno está unido a su
inmediato” (Reglas, III). La deducción implica, pues, una sucesión de
intuiciones. Ella nos permite pasar de la evidencia de una verdad a la evidencia
de una nueva verdad, puesto que las relaciones de las verdades representadas
por las naturalezas simples son también naturalezas simples y, por lo tanto,
captables por intuición.
Una vez que la división de las dificultades –“en tantas partes como sea
posible”- nos permite alcanzar las naturalezas simples, que captamos por
intuición, se aplicará la tercera regla del Discurso, la regla de la síntesis, que
nos aconseja “conducir por orden los pensamientos comenzando por los
objetos más simples y fáciles de conocer, para subir poco a poco, por pasos,
hasta el conocimiento de los más compuestos; suponiendo incluso un orden
entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a os otros” (Discurso,
II). Este ascenso deductivo nos permitirá llevar a las dificultades, que son
complejas, la misma seguridad que tenemos al captar, por intuición, los
elementos o naturalezas simples, como en el ejemplo de la cadena citado
anteriormente.
Las reglas del análisis y de la síntesis muestran la complementariedad de la
intuición y la deducción. La intuición nos asegura la verdad del contenido de
una proposición, pero sólo es aplicable a realidades simples. En cambio, la
deducción es un mecanismo infalible de enlazar juicios, pero no nos asegura la
verdad del contenido de los mismos. Así, la intuición ha de proporcionar
verdades simples e infalibles que la deducción utilizará como premisas para
construir una verdad compleja que, a su vez, ha de ser necesariamente
infalible, pues se ha obtenido por un procedimiento infalible que sólo ha usado
verdades infalibles.
Mas para tener seguridad sobre la totalidad, hay que tenerla sobre cada uno
de los eslabones o etapas, pues una sola falla pone en peligro la fortaleza o
validez de la cadena. Por eso nos aconseja -como cuarta y última regla del
Discurso, la regla de la enumeración- que debemos “realizar enumeraciones
tan complejas y revisiones tan generales que estemos seguros de no omitir
nada” (Discurso, II).
El propósito de esta regla es ponerse a cubierto de los errores provenientes
de la debilidad de la memoria. Para que no pueda filtrarse ningún error es
necesario que el examen del tránsito de una verdad a otra se haga por “un
movimiento continuo y no interrumpido del pensamiento”, pues si la
enumeración no es completa, y se pasa por alto un error, se pone en peligro la
trabazón de los razonamientos y, por lo tanto, la certeza de la conclusión.
En resumen, el método cartesiano consiste en los siguientes pasos:
1.Regla de la evidencia: la evidencia como criterio de verdad.
2.Regla del análisis: dividir las dificultades hasta alcanzar los elementos o
naturalezas simples, que se aprehenden por intuición;
3.Regla de la síntesis: ascender por deducción de los elementos simples
al conocimiento de lo complejo, y
4.Regla de la enumeración: examinar con todo cuidado la cadena
deductiva para estar seguro de que no se ha omitido nada ni se ha
cometido ningún error.
Una vez vistos los cuatro preceptos o reglas que compendian el método
cartesiano, y para terminar, habría que recalcar que, según Descartes, esta
forma de proceder en la búsqueda del conocimiento (método) no es arbitraria:
es el único método que responde a la estructura y el funcionamiento de la
razón, de manera que el análisis y la síntesis son los dos pasos fundamentales
del método en correspondencia con las dos únicas operaciones del
entendimiento o la razón por medio de los cuales podemos llegar al
conocimiento, la intuición y la deducción. Por eso sostiene Descartes en el
Discurso que seguir el método no supone otra cosa que “cultivar la razón”.
Hasta ahora, piensa Descartes, la razón ha sido utilizada de este modo sólo
en el ámbito de las matemáticas (método geométrico), única de las ciencias
que logra alcanzar demostraciones ciertas y evidentes. En efecto, los
geómetras parten de las cosas más simples y fáciles de conocer (análisis) para
elevarse, por medio de “largas cadenas de trabadas razones”, hasta las
cuestiones más difíciles y complejas (síntesis). Descartes propone que
tomemos la matemática como modelo de conocimiento y que extendamos su
modo de proceder a todos los ámbitos del saber (aplicabilidad universal del
método), a fin de unificar todas las ciencias en una sola, cosa factible ya que la
razón es única: la razón que distingue lo verdadero de lo falso es la misma que
distingue lo conveniente de lo inconveniente, la razón que se aplica al
conocimiento teórico de la verdad y al ordenamiento práctico de la conducta es
una y la misma aunque se aplique en tareas y ámbitos distintos (concepción
unitaria de la razón).
3. EL SISTEMA CARTESIANO.
En efecto, si duda de todo, al menos es cierto que duda, es decir, que piensa.
Y si piensa, existe en tanto ser pensante. Es el famoso “pienso, luego soy”
(“cogito, ergo sum”) que da a Descartes una primera verdad indudable, que
constituye el punto de arranque de toda su filosofía. Pero, ¿es tal proposición
realmente verdadera y absolutamente indudable? Evidentemente lo es.
Cuando quiero dudar de la verdad de semejante proposición, lo único que
consigo es confirmar su verdad, pues si dudo, pienso, y no puedo pensar sin
ser. No puedo dudar de su verdad sin caer en contradicción. Aun el genio
maligno, por más poderoso que fuera, no podría engañarme en este punto, ya
que para que pueda engañarme tengo que existir. Él podrá engañarme y
hacerme creer que es real lo que veo, cuando en verdad se trata de una mera
ilusión. Pero engañado o en la verdad, yo existo como ser pensante, y su
poder, por más grande que sea, se estrella frente a esta verdad. O, para decirlo
en términos más rigurosos, la duda puede alcanzar al contenido del
pensamiento, pero no al pensamiento mismo. Puedo dudar de la existencia de
lo que veo, imagino o pienso, pero no puedo dudar que lo estoy pensando y
que, para pensarlo, tengo que existir.
Este descubrimiento fundamental de Descartes -que marca, en verdad, el
comienzo de la filosofía idealista moderna- ha dado lugar a muchas
interpretaciones equivocadas. Unos toman la famosa proposición cogito, ergo
sum como la conclusión de un silogismo que tendría como premisa mayor el
juicio “todas las cosas que piensan existen”. Si así fuera, la proposición
“pienso, luego soy” no sería la primera verdad, pues la antecedería la
proposición “todas las cosas que piensan son”. Ante tales críticas Descartes se
vio en la necesidad de aclarar que no se trataba de la conclusión de un
silogismo, sino de una verdad inmediata, captada por una simple inspección
del espíritu.
Otros han observado que no era necesario afirmar el pensamiento para
alcanzar la existencia, sino que bastaba cualquier otra actividad. “Camino,
luego soy”, o “respiro, luego soy” -se ha dicho- son proposiciones tan ciertas
como el famoso cogito de Descartes. ¿Podrán tales proposiciones sustituir
realmente al “pienso, luego soy” cartesiano? Recuérdese que se trata de
alcanzar la primera verdad, que él ha puesto todo en duda y que no puede dar
por supuesto absolutamente nada. Más aún, que considera como falso lo
dudable. Entre las cosas que puso en duda está su propio cuerpo, pues es
posible que el alma imagine tener un cuerpo, pero que realmente no lo tenga.
Mas si no hay seguridad absoluta sobre la existencia del cuerpo, ¿cómo podría
afirmarse “camino, luego soy” como primera verdad? ¿Cómo puede alguien
caminar si no tiene cuerpo? Y si alguien afirmara que es innegable que está
caminando, Descartes podría responderle que muchas veces él soñó que
caminaba, cuando en realidad estaba metido en la cama.
Si no hay seguridad sobre la existencia del cuerpo, y “no hay indicios ciertos
para distinguir el sueño de la vigilia”, no puede afirmarse, con seguridad
absoluta, que se camina. El caminar o el respirar son cosas que pueden
ponerse en duda. No sucede lo mismo con el pensar, pues para dudar, para
engañarme o para creer que estoy caminando, debo siempre pensar. No puedo
eliminar el pensar sin contradecirme. Y al estar seguro de que pienso, estoy
también seguro de que existo, en cuanto ser pensante. No que existo como un
ser físico, biológico, con cabeza, brazos y piernas, sino que existo al menos
como ser que piensa.
Y hete aquí que, entre sus ideas, Descartes descubre la idea de infinito, que
se apresura a identificar con la idea de Dios (Dios = infinito). “Bajo el nombre
de Dios entiendo -dice Descartes- una sustancia infinita, eterna, inmutable,
independiente, omnisciente y omnipotente” (Meditaciones, III). La idea de Dios
no puede ser adventicia, ya que no poseemos experiencia directa de la
infinitud o la perfección absoluta. Pero, ¿puede ser facticia?, ¿podría haber sido
producida por mí mismo? Si examino esos atributos o características de Dios,
veo que las ideas de éstos no pueden haber sido producidas por mí mismo. Por
cuanto yo soy una sustancia, puedo formar la idea de sustancia; pero, como
sustancia finita que soy, yo no podría poseer la idea de sustancia infinita, a
menos que ésta procediese de una sustancia infinita existente, pues lo más no
puede derivarse de lo menos (principio de causalidad). Es necesario concluir,
por lo tanto, que Dios existe, pues sólo una sustancia verdaderamente infinita
puede ser la causa de la idea de un ser infinito que encuentro en mí.
Podría objetarse que yo puedo perfectamente formar por mí mismo la idea
de lo infinito, mediante una negación de la finitud: a partir de la constatación
de sus limitaciones –contingencia, ignorancia, dependencia, impotencia...-, el
hombre crea un concepto que va más allá de dichas limitaciones. Pero, según
Descartes, mi idea de lo infinito no es una idea meramente negativa, porque
veo claramente que hay más realidad en la sustancia infinita que en la finita.
Pretender lo contrario sería como pretender que las ideas de “amor” o “placer”
pudieran crearse únicamente a partir de experiencias de “odio” o “dolor”,
respectivamente, por el simple procedimiento de negar estas últimas. Pero,
evidentemente, hay más realidad en las primeras que en la mera negación de
las segundas (el amor no es meramente la ausencia de odio); es decir, esas
ideas se han tenido que formar en contacto directo con esas cualidades
positivas. En verdad, dice Descartes, la idea de infinito tiene que ser anterior a
la de lo finito: la noción de finitud (imperfección), de limitación presupone la
idea de infinitud (perfección), pues toda limitación (defecto o negación)
presupone la cosa de la que es limitación (defecto o negación). Así, la idea de
finito sólo puede concebirse si poseemos de antemano la de infinito, que ha de
ser, en consecuencia, una idea innata. Si el ser finito concibe lo infinito, es
porque el ser infinito existe y ha puesto su idea en él. En efecto, la idea de
infinito es, en realidad, la imagen de Dios en mí, es “como la marca del artífice
impresa en su obra”, puesta por Dios en mí cuando me creó. Tal es la prueba
de la existencia de Dios basada en la causalidad aplicada a la idea de Dios.
A continuación expondrá Descartes una segunda prueba basada en la
contingencia del yo que posee la idea de lo perfecto. No se trata, en verdad, de
una nueva prueba, sino de una variación de la prueba anterior. Descartes se
pregunta si es posible que yo, que poseo la idea de un ser prefecto e infinito,
pueda existir si ese ser no existe. Cabrían dos posibilidades: que mi existencia
se derive de mí mismo o que se derive de alguna causa menos perfecta que
Dios. Examinémoslas por separado. Si yo mismo fuese la causa de mi ser
“habría puesto en mí toda perfección de la que poseyese alguna idea, y, así,
sería Dios” (Meditaciones, III). Esto es, si yo fuera la causa de mi propia
existencia, yo sería la causa de la idea de lo perfecto que está presente en mi
mente, y para que esto fuera así yo tendría que ser el ser perfecto (como se
estableció en la prueba anterior), es decir, Dios mismo. Luego yo no soy causa
de mí mismo. Por otro lado, si mi causa es un ser que es diferente de mí mismo
éste no puede ser inferior a Dios. Tiene que haber al menos tanta realidad en la
causa como en el efecto. Y, en consecuencia, se sigue que el ser del que
dependo tiene o que ser Dios o que poseer la idea de Dios. Pero si fuera un ser
inferior a Dios, aunque poseedor de la idea de Dios, podríamos volver a
preguntarnos por la causa de la existencia de ese ser. Y, so pena de caer en
una regresión infinita, habremos de admitir la existencia de una causa última
perfecta que pueda ser causa de la idea de perfección que tengo y de mi
propia existencia. Luego Dios es la causa de mi existencia y, por lo tanto, Él
existe.
Veamos algunas objeciones que se han dirigido a las dos pruebas anteriores.
Las "Segundas objeciones" a las Meditaciones, recogidas y redactadas por
Marin Mersenne (1588-1648), contienen las críticas a las dos pruebas antes
expuestas. La primera crítica es que la idea de lo perfecto se forma por una
elevación de grados o avances graduales a partir de la idea de lo imperfecto y
no se debe, por lo tanto, a ningún ser perfecto que la haya puesto en nosotros.
Se puede dar, así, una explicación natural de la idea de perfección a partir de
las formas ordinarias de pensar. Por ejemplo, se puede explicar la omnisciencia
a partir de la conciencia que tengo de mi propio conocimiento como algo que
aumenta de manera progresiva y de que continuamente tengo que corregir y
revisar lo que antes creía saber. En este sentido tengo una compresión positiva
de mi propia imperfección, a partir de la cual puedo elaborar una noción
negativa (mediante la negación de los límites de la idea de conocimiento
ordinario) de un estado de conocimiento perfecto, libre de todo defecto, no
expuesto ni necesitado de corrección o ampliación alguna. Y de igual forma se
podría dar cuenta del resto de las perfecciones divinas. La segunda crítica es
que hay causas que no contienen tanta perfección como sus efectos. Así, la
tierra y la lluvia producen plantas y animales con cualidades que aquéllas no
poseen. Por lo tanto, algo menos perfecto podría ser la causa de lo más
perfecto. La tercera crítica es que la idea de Dios, que Descartes encuentra en
su espíritu, no es una idea innata, sino que la ha recibido de la tradición; y, por
consiguiente, puede tener todos los defectos que tenían los prejuicios por él
descartados mediante la duda metódica.
Agreguemos una objeción más. Descartes basa sus dos pruebas en el
principio de causalidad, que dio por válido sin haberlo examinado como lo
exigía la actitud rigurosa que se había impuesto. Si el principio de causalidad
-como sostuvo David Hume (1711-1776) tiempo más tarde- no tuviera la
naturaleza que le atribuye Descartes, las pruebas carecerían de todo valor.
En la “Quinta meditación” ofrece Descartes una tercera y última prueba de la
existencia de Dios. Es el llamado “argumento ontológico”, que puede
enunciarse como sigue: Tengo la idea de un ser sumamente perfecto. Su
existencia es inseparable en él de su esencia, como es inseparable de la
esencia de un triángulo el que la magnitud de sus tres ángulos sea igual a dos
rectos, o es inseparable de la idea de montaña la idea de valle. Por tal razón,
tan contradictorio sería concebir a un ser sumamente perfecto al que faltase la
existencia como intentar concebir una montaña sin un valle.
El propio Descartes se anticipa a una posible objeción. Porque yo conciba
-podría objetarse- una montaña con valle no se infiere que exista montaña
alguna en el mundo. Del mismo modo, porque yo conciba a Dios como
existente no se sigue que Dios deba necesariamente existir. Se oculta en esta
objeción -replica Descartes- un sofisma. En efecto, del hecho de que yo no
pueda concebir una montaña sin valle no se infiere que haya en el mundo
montañas y valles, sino tan sólo que la montaña y el valle, existan o no, son
inseparables. Del mismo modo, como no puedo concebir a Dios sino como
existente, se infiere que la existencia es inseparable de Él. Esto es, que Dios
existe verdaderamente.
Descartes afirma que es imposible concebir a Dios sin su existencia, es decir,
concebir un ser sumamente perfecto sin una de las perfecciones, ya que -para
él- la existencia es una perfección (Cfr. Meditaciones, V; Principios, I, § 14). Este
último punto será el blanco de las mayores y más convincentes críticas. Ya
Pierre Gassendi (1592-1655) advirtió a Descartes que la existencia no es una
perfección, y que suponerlo es dar por sentado justamente lo que se intenta
probar. Y la crítica de Immanuel Kant (1724-1804) plantea una objeción
semejante: la falacia del argumento estriba en suponer que la existencia hace
más perfecta a una cosa, que la existencia es una perfección. La existencia no
añade perfección alguna a una cosa. La esencia de una cosa se define por un
conjunto de propiedades o rasgos; por ejemplo, convengamos en que el
hombre se define como un “viviente sensitivo racional”; supongamos ahora
que se extingue la especie humana, que no existen hombres: la definición de
hombre seguirá siendo la misma, la existencia o no existencia de hombres no
afecta para nada a la definición de su esencia. La existencia no pertenece a la
definición de ningún ser (V. Crítica de la razón pura, "Dialéctica trascendental",
lib. II, cap. III, sec. 4).
En los tres argumentos expuestos, Descartes intenta probar la existencia de
Dios partiendo de la propia existencia como ser pensante, mientras que la
tradición aristotélico-escolástica hacía descansar una de las pruebas más
importantes en la existencia del mundo sensible y en la necesidad de que el
mundo, y el orden que en él advertimos, tengan una causa primera. Descartes,
en cambio, encerrado en su propia conciencia, tendrá que apoyarse en Dios
para probar la existencia del mundo exterior, invirtiendo por completo el orden
tradicional.
Así, pues, puesto que Dios existe y es infinitamente bueno y veraz, no puede
permitir que me engañe al creer que el mundo existe, luego el mundo existe.
Dios aparece así como garantía de que a mis ideas corresponde un mundo, una
realidad extramental. Sin embargo, Dios no garantiza que a todas mis ideas
corresponda una realidad extramental. Para empezar, Descartes afirma que
nuestros sentidos, incluso cuando funcionan a la perfección, nos informan de
un modo intrínsecamente poco fiable acerca de la verdadera naturaleza de la
realidad. Descartes utiliza un ejemplo para aclarar esto: “Tomemos, por
ejemplo, este pedazo de cera; acaba de salir de la colmena; no ha perdido aún
la dulzura de la miel que contenía; conserva algo del olor de las flores de que
ha sido hecho; su color, su figura, su tamaño son aparentes; es duro, frío,
manejable y, si se le golpea, producirá un sonido... Más he aquí que, mientras
estoy hablando, lo acercan al fuego; lo que quedaba de sabor se exhala, el olor
se evapora, el color cambia, la figura se pierde, el tamaño aumenta, se hace
líquido, se calienta, apenas si puede ya manejarse y, si lo golpeo, ya no dará
sonido alguno... ¿Qué es, pues, lo que en este trozo de cera se conocía con
tanta distinción? Ciertamente no puede ser nada de lo que he notado por
medio de los sentidos, puesto que todas las cosas percibidas por el gusto, el
olfato, la vista, el tacto y el oído han cambiado y, sin embargo, la misma cera
permanece” (Meditaciones, II). Las propiedades sensoriales que posee
normalmente la cera, sostiene Descartes, no nos indican nada acerca de su
naturaleza esencial. Cabe deducir, según Descartes, que la única propiedad
esencial de la cera consiste en la extensión: no es más que una res extensa,
una cosa con extensión, que posee longitud, anchura y profundidad, y que es
capaz de asumir una cantidad infinita de formas geométricas. Sin embargo,
esto no es lo que percibimos a través de los sentidos o de la imaginación,
porque sabemos que la cera es capaz de adoptar muchas más formas de las
que podemos observar o de las que podemos imaginarnos. Por lo tanto,
“sabemos que los cuerpos no se perciben estrictamente mediante los sentidos
o por la facultad de la imaginación, sino únicamente por el intelecto”
(Meditaciones, II).
En definitiva, la existencia de Dios sirve a Descartes para recuperar la
creencia en el mundo exterior, pero no en el mundo tal y como nos lo muestran
los sentidos sino tal y como lo conocemos mediante la razón. En efecto, las
únicas propiedades objetivamente verdaderas de las cosas materiales son
aquellas de las que tenemos “ideas claras y distintas”. Pero estas percepciones
claras y distintas no tienen nada que ver con las percepciones de los sentidos,
que son oscuras y confusas; al contrario, se trata de aquellas percepciones
puramente intelectuales que aparecen en nosotros cuando contemplamos las
proposiciones matemáticas, elementales y evidentes por sí mismas. En
realidad, las propiedades de la cera que percibimos clara y distintamente son
propiedades matemáticas, y más en particular, propiedades geométricas: la
cera es, en esencia, algo que ocupa una extensión en el espacio tridimensional.
Hablando en general, así como el pensamiento es mi esencia como ser
pensante que soy, del mismo modo el mundo exterior tiene una esencia que es
sencillamente la extensión: la materia es extensión en movimiento. Las cosas
materiales son definidas como lo que tiene extensión (longitud, anchura y
profundidad), extensión que puede describirse matemáticamente con los
recursos de la geometría analítica. Un cuerpo queda así reducido a un esquema
geométrico, a un conjunto de líneas que encierran y determinan un volumen en
el espacio geométrico. Por lo tanto, no todas nuestras ideas acerca de las cosas
corporales son objetivamente verdaderas, sino sólo aquéllas que corresponden
a determinaciones modificables de la extensión. De ahí que Descartes distinga
dos tipos de cualidades de las cosas materiales: a) las cualidades primarias:
aquéllas que las cosas materiales poseen objetivamente (magnitud, forma,
movimiento, posición, duración y número); y b) las cualidades secundarias:
aquéllas que no dependen de las cosas en sí mismas sino de cómo las
percibimos, siendo, por tanto, cualidades subjetivas (color, sonido, olor, sabor,
etc.). Con esta distinción Descartes corrige el concepto escolástico de materia,
según el cual el cielo tendría la cualidad de azul, el agua la de humedad y el
ajo la del olor a ajo. Descartes refutó la idea de que la cualidad perceptible por
los sentidos está en la sustancia y la trasladó, en cambio, a la mente, que es la
que percibe el azul del cielo, la humedad del agua y el olor del ajo, dando pie
así a la sustitución de una física cualitativa por una cuantitativa, para la cual el
universo está organizado matemáticamente y sólo son objetivos aquellos
aspectos de la realidad que son cuantificables, es decir, aquellas propiedades
rigurosamente exactas susceptibles de ser determinadas por el razonamiento
matemático. De modo que ese mundo que Descartes ha sacado del yo no se
parece en nada a nuestro mundo habitual, basado en el sentido común, es un
mundo de puras realidades geométricas; es la pura extensión geometrizable.
El programa cartesiano para el conocimiento científico de las cosas finitas
distintas de mí, es decir, para la física consiste, pues, en “matematizarla”. De
Descartes arranca la física matemática con su propuesta de eliminación
sistemática de las cualidades sensibles (tales como la dureza, el color, el peso,
etc.) en favor de las propiedades estrictamente cuantificables, que son las
modalidades (o “modos”) de la extensión (tales como el tamaño, la forma, el
movimiento, etc.), puesto que sólo las propiedades rigurosamente exactas –
determinadas por el razonamiento matemático- pueden percibirse de forma
tan clara y distinta como para que excluyan toda posibilidad de error. La idea
de Descartes que consiste en reducir lo confuso y oscuro a lo claro y distinto es
la idea que consiste en eliminar del universo la cualidad y no dejar estar más
que la cantidad. Y esa cantidad, sometida a medición y a ley, conforme a los
recursos de la matemática, produce una “realidad científica” entre la cual y
nuestra realidad vital sensible y tangible hay un abismo.
En la práctica, Descartes no logró elaborar un modelo matemático
satisfactorio con respecto al universo físico. Le correspondió a Newton, más
adelante en ese mismo siglo, formular las ecuaciones matemáticas que
brindarían por primera vez a la humanidad un instrumento efectivo para
predecir el curso de la naturaleza. Sin embargo, todo esto sirvió para
demostrar que la insistencia de Descartes en que la ruta del progreso debía
plantearse en una dirección racionalista, a través de las percepciones claras y
distintas del razonamiento matemático, era algo básicamente acertado. Y el
programa de eliminación de los qualia en favor de los quanta –la búsqueda de
explicaciones que eviten referirse a las cualidades sensibles y empleen sólo las
descripciones cuantitativamente exactas que efectúa la matemática- sigue
constituyendo uno de los hitos de la ciencia moderna.
Esta reducción de las cosas materiales (incluidos los animales y el cuerpo
humano) a la extensión es el fundamento metafísico del riguroso mecanicismo
(concepción del mundo como una máquina, para cuya explicación sólo se
precisan partículas de materia extensa que se mueven en el espacio) y
determinismo (todo acontecimiento físico está fijado de antemano por leyes
mecánicas, de manera que no queda lugar alguno en el universo físico para el
azar ni para la libertad) de la física cartesiana. Como vimos antes, Descartes
intentará superar esta consecuencia indeseable de su concepción del mundo
material, que consiste en hacer imposible la libertad, afirmando la radical
distinción entre la mente (inextensa e indivisible) y la materia (extensa y
divisible), pero al precio de escindir la realidad en dos esferas irreconciliables e
incomunicables.