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Trampolín a la fama Perú, por

Alexander Huerta Mercado


“‘Trampolín a la fama’ se constituyó en una universidad
televisada en la que los migrantes aprendieron las características
del comportamiento criollo”.

ALEXANDER HUERTA-MERCADOANTROPÓLOGO

(Ilustración: Víctor Sanjinéz)

Alexander Huerta-Mercado27.01.2018 / 05:30 am

Nos derretíamos de calor y las butacas eran incomodísimas. Sin


embargo, estábamos emocionados. Luego de algunos ensayos
frente a nosotros, se prendían unas luces potentísimas. Ya el calor
era imposible, pero no nos importaba. Se evidenciaba un espacio
lleno de anuncios de pinturas, comino, revistas, camas plegables,
colchones. El increíble animador Augusto Ferrando gritaba
extendiendo el brazo: “¡Trampolín a la fama!”, y nosotros
gritábamos levantando los brazos hacia los reflectores: “¡Siempre
contigo!”. Convocando una lealtad incondicional, Ferrando gritaba
luego: “¡Vámonos con ...!” y todos gritábamos: “¡Faucett!”,
convirtiendo la publicidad en una suerte de salmo responsorial.
Seguidamente, don Augusto remataba con: “¡La línea aérea del
Perú!”, cuando todavía el Perú tenía grandes líneas aéreas. Puede
que “Trampolín a la fama” tenga un récord mundial, ya que
duró 30 años en la televisión. Si bien muchos programa en el
mundo han superado esta marca, “Trampolín” lo hizo sin variar
su elenco. Sin modernizar su escenografía, que era una suerte de
Times Square criollo lleno de una publicidad que consistía en
hermosos universos de neón que formaban letras y un mosaico de
nombres comerciales.

Yo era un estudiante de antropología bastante inocente que había


decidido analizar los estereotipos que se manejaban dentro
del programa. Para ello, pensaba usar el método antropológico
de “estar ahí” y ver las cosas desde el punto de vista del actor
social. Pensé que sería fácil: ir, ver, regresar y escribir. La cola para
entrar al programa era tan larga que, fácilmente, podía haber
estado desde la noche anterior. Me tocó dormir varias noches en la
calle Mariano Carranza; hacerme amigo de personas que –por
vocación– eran asiduas participantes; ser secretario de un
improvisado sindicato de asistentes a los que no se les permitía
entrar al programa; y, sobre todo, hacerme amigo de las señoras
que, mientras esperaban para entrar al local, tejían chompas para
bebe, cocinaban o vendían golosinas como una forma de convertir
ese espacio en un negocio.

La cola era poblada, caótica y difícil de definir. Se dividía en dos


filas: hombres y mujeres. En la noche, las mujeres se establecían
de manera más ordenada, y tomaban la acera y las paredes. Los
hombres, mientras tanto, merodeaban con la vergüenza de admitir
que querían hacer cola para entrar en un programa como
participantes. Conforme se acercaba la hora azul del amanecer,
aparecían los sistemas informales que los mismos asistentes
habían establecido. Se repartían tickets con números escritos a
lapicero (idea de algunos curtidos asistentes). Más tarde, un
asistente traía un sello y nos marcaba el antebrazo para indicar
que estábamos en cola. Con el paso de las horas, los encargados de
seguridad del canal nos cogían el brazo y, esta vez con plumón, nos
marcaban un número. Al momento de entrar tenía, en mi mano,
un ticket; y en mi brazo, un sello y un número. Además de mucha
tensión. Como muchas cosas en el Perú de los años 90, se notaba
una alianza entre los concurrentes y los guardianes del canal: una
suerte de alianza de informalidad con formalidad. No obstante,
cada uno de nosotros podía permitir que algún amigo, pariente o
quien sea que llevara desayuno, entrara subrepticiamente en la fila
(“colarse”, como dicen). Y, cuando esto ocurría, la cola se
engrosaba cerca de la puerta. Nos empujábamos. Incluso
rodábamos por el suelo. Muchos conseguían entrar sin haber
esperado durante horas. La opción usual era avisar al policía, cuya
solución consistía en golpear a todos en la fila con su bastón. Esto
nos obligaba –a fuerza y dolor– a apiñarnos en la cola o
abandonar cualquier intención de infiltrarnos en ella, generando
una situación de orden ‘a la fuerza’ que todos reclamábamos.

A partir de entonces, he tenido esa sensación al recordar cómo esa


bendita cola nos hablaba de una sociedad en la que la
incertidumbre es fuerte y la informalidad, estructural. Y en donde,
además, todos nos sentimos potencialmente víctimas y victimarios
de esa capacidad de ‘hacer trampa’ y de no poder entrar al canal
por la injusticia de otro. Es por eso que solicitamos un poder
policial –con bastón, verticalidad y jerarquía– para... restaurar el
orden. Ese “orden” que deseamos y que preferimos a la
“democracia”, como una radiografía de nuestra conducta electoral.
Una vez dentro del programa, recuerdo nítidamente a esa
comunidad de asistentes que parecía estar en un universo lúdico.
Me acuerdo que un día, agotado en pleno programa, vi cómo un
conjunto de actrices disfrazadas de monjas entraban en escena
para poner velitas misioneras en un atril, para luego, cuando la
música cambiaba a rock, ver sus hábitos volar y revelar a un grupo
de vedettes nacionales en tanga. Acto seguido llegaba un
extraordinario imitador y cómico disfrazado de sacerdote y, con
una guía telefónica forrada en papel lustre negro que hacía las
veces de biblia, botaba del escenario a las bailarinas. Era un
mundo al revés. El gracioso prelado quedaba ante nosotros
haciendo un sermón en broma sobre la mañosería que campeaba
en la ciudad. En su alocución, el sacerdote nos preguntaba por el
nombre de una calle cerca de la plaza que era un verdadero barrio
rojo de aquellos años. Ante su duda decidí lucirme frente a todos y
demostrar mi sapiencia sobre la cultura urbana de Lima. Grité:
“¡Caylloma!”. Y sentí inmediatamente el violento impacto de una
guía telefónica en mi cabeza, mientras el actor gritaba a todos:
“¡Conque lo sabías...siempre cae algún mañoso en este truco!”. A
pesar de mi vergüenza, todos se rieron. Vi, entonces, que todos
querían participar en los chistes, como en los juegos y cantos, y
que, dentro de esas cuatro paredes, había un espacio que no
aceptaba la palabra ‘humillación’ sino ‘juego’.

Resulta difícil describir hoy en día “Trampolín a la fama”. Tal


vez haya sido lo más cercano al carnaval medieval que tuvimos en
la televisión. Todo era proclive de burla, todo se improvisaba y
todo podía ocurrir. A su vez, se constituyó en una universidad
televisada en la que los migrantes que llegaron justo con su
nacimiento aprendieron las características del comportamiento
criollo. Ese que se caracterizaba por el uso de la palabra
convincente, la trampa soterrada y la agilidad del pensamiento,
rematada con la informalidad. Fue una escuela que formó parte
del desborde popular narrado por José Matos Mar, pero que no
pudo adaptarse al surgimiento de la nueva clase media
emprendedora descrita por Rolando Arellano.
En una de sus últimas emisiones, una señora se plantó en el
escenario y dijo claramente: “Augusto, no he venido para que me
des un premio, quiero un financiamiento para iniciar mi empresa”.
Ferrando buscó adaptarse. Por ejemplo, de las cocinas a kerosene
Surge, pasó a publicitar las cocinas a gas de Coldex. Como
siempre, él creaba la publicidad: “Cocina Coldex, te dura hasta que
te la roban”.
Creo que “Trampolín a la fama” retrató muy bien al Perú. Allí,
el poder era patrimonio de un animador que lo manejaba de
manera vertical, paternalista y establecía el orden indiscutible. Ese
mismo orden indiscutible que la policía establecía en la informal
cola, donde la incertidumbre campeaba y donde todos éramos
unos potenciales informales dispuestos a hacer trampa en un
ambiente donde la trampa era la norma. “Trampolín a la fama”
era la búsqueda de un Estado policial, gamonal, todopoderoso, que
sacrificaba la democracia por una estructura ordenada impuesta
desde arriba.

La metáfora no acaba ahí. “Trampolín” anticipó que el consumo


generaría la base de las múltiples comunidades que se formarían
en el Perú de este siglo, y sería, como se dice en la antropología
religiosa, una suerte de “mito del eterno retorno”. O, como
Ferrando lo ponía: “Un comercial... y regreso”.

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