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El elitismo del
arte popular
Ana Garduño
I. “A exaltar el tepalcate”1
Leo Matiz, Frida Kahlo y Diego Rivera, Coyoacán, Cd. de México, 1943. Plata sobre gelatina, Fundación Leo Matiz
Agustin Jimenez
4Retrato de Best Maugard, 1925
Gouche sobre papel
42 x 56.5 cm.
Col. Maria Jimenez
Telar de pedal, ca. 1930, Museo de Culturas Populares del Estado de México
9
Winfield Scott, Bordadoras, ca. 1904. Plata sobre gelatina, © (120008) CONACULTA-INAH-SINAFO-FN-MÉXICO
10
Ahora bien, no sólo las elites intelectuales mexicanas participaron en la construcción del
culto al arte popular, también un buen número de operadores de origen norteamericano; pro-
motores culturales todos, se dedicaban tanto al mercado como a la difusión e incluso al diseño
artesanal. Entre ellos, los más reconocidos son Frances Toor, Anita Brenner, Frances Flynn Paine,
Frederick Davis, René d´Harnoncourt y William Spratling; ellos estimularon el gusto de ávidos
coleccionistas como el empresario Nelson A. Rockefeller o el diplomático Dwight W. Morrow.10
Muchos buscaban, romanticismo mediante, el paraíso perdido. La ruralizada tierra mexi-
cana servía para proveer de un pasado armonioso a unos norteamericanos que buscaban la vida
bucólica que su industrializada nación había perdido. Inicialmente mitificaron a un país que,
heroico, oponía resistencia a la modernidad y pregonaban su disgusto al constatar la voluntad de
modernidad del régimen posrevolucionario. Idealizaron y mitificaron a una rica sociedad arte-
sanal que concebían del todo lejana al American Way of Life: “El estadounidense vive en compar-
timientos de acciones sin correlación. La vida del campesino mexicano es de una sola textura. El
trabajo es placer; el placer es trabajo. El día, para él, se teje en una unidad que lo satisface por ser
entera.”11
Manuel Rodríguez Lozano, Paisaje, 1929. Óleo sobre tela, Museo de Arte Moderno del Estado de México
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A pesar de que en los dorados años veinte los intelectuales estadounidenses, radicados o
de paso por México, simpatizaron con los postulados revolucionarios –no obstante había algunos
apolíticos como el platero Spratling– poco a poco se fueron decepcionando y marcaron distancia
con el régimen; en lo que perseveraron fue en el apoyo a las manifestaciones culturales mexica-
nas. Por supuesto, formaban parte de la elite artística mexicana e interactuaban sistemáticamente
con creadores célebres, por ejemplo Rivera, con destacados funcionarios como Moisés Sáenz o
con artistas populares, anónimos o distinguidos.12
Los “gringos” hicieron mucho más que manifestar su apoyo en el plano ideológico y
político, actuaron.13 Contribuyeron a edificar la imagen del México posrevolucionario en el ima-
ginario norteamericano y para ello seleccionaron algunos símbolos y se dieron a la tarea de difun-
dirlos en Estados Unidos: los mexicanos (artesanos, obreros, campesinos) eran pobres pero felices,
vivían en armonía con la naturaleza, eran sabios expertos en técnicas ancestrales, auténticas y
sencillas y, sobre todo, tenían un gusto estético innato por la belleza, por el “color, forma, ritmo.”14
Ellos fueron traductores e intérpretes de la vida tradicional de nuestro país al norteamericano
promedio que desde la lejanía degustaba y consumía los auténticos productos mexicanos.
En cuanto al intelectual local, si bien en conjunto contribuyó a definir políticas culturales
hegemónicas, asumió posiciones divergentes en el terreno ideológico. Mientras que muchos de
los no adscritos a la burocracia cultural defendían una política de no intervención en técnicas y
decoración, los que se enfrentaron a la tarea de plantear estrategias de producción, exhibición,
distribución y venta, legitimaron la mediación externa –la suya– en cuanto a la introducción de
temas y motivos, formas y colores, materiales y técnicas, en aras de enfatizar el aspecto orna-
mental de los productos y acercarlos al gusto occidental. Este procedimiento fue instrumentado
también por aquellos agentes culturales involucrados en el comercio, corporativo o particular, del
arte popular.
En el ámbito oficial esta estrategia se instituyó desde el inicio formal de la política pro-ar-
tesanía, en 1921, cuando dentro de las acciones preparatorias de la emblemática primera exhibi-
ción financiada por el Estado, el pintor Jorge Enciso, relató que en Olinalá, Uruapan, Pátzcuaro
y Quiroga, como en muchos otros centros artesanales, lo que prevalecía era la “degeneración”
de técnicas y decoraciones tradicionales por la sustitución de materiales y la inclusión de motivos
ajenos. En consecuencia, decidieron actuar:
Enviamos a Uruapan modelos antiguos y toda clase de recomendaciones para obtener objetos
incrustados sin los terribles defectos tan en boga; el resultado fue halagador: Bailón, casi el su-
perviviente de los pintores […] envió bellos objetos. Desde entonces se inició en cierto modo un
resurgimiento de esta artística industria. Años más tarde Fred Davis y Rene d´Harnoncourt han
realizado un trabajo semejante con los artistas de Olinalá y por cierto con magníficos resultados.15
Es pues el momento oportuno para ayudar a esta especie de resurrección. Nada mejor ni más fácil
que organizar selectos muestrarios con las más bellas obras de las mejores épocas, en los lugares en donde todavía se
trabajan estos objetos: los modelos deberán estar a la mano y a la vista de los trabajadores. Las autoridades podrán
obtener cuotas especiales y reducción de fletes para estos productos. Y deberían organizar exposiciones y premios por
los mejores trabajos.16
Así, la misión era generar objetos inmaculados, originales, operación que justificaba su
propia intercesión, que en buena medida consistió en seleccionar, rediseñar, interpretar y exhibir
formas y expresiones que seguían llamando populares. Es una imposición oficial en la que, median-
te argumentos puristas y estéticos, se emite un programa político que se materializará cual si fuera
un decreto.17 Se trata de prácticas de intervención que reactualizaban la forma y el significado de
los objetos, a fin de facilitar su aceptación y consumo una vez que hubieran sido reintegrados a la
sociedad.18 La vocación educativa de los gobiernos posrevolucionarios –que con discontinuidades,
contradicciones y cambios de estrategias, se propusieron enseñar las primeras letras a una nación
mayoritariamente analfabeta– también se auto impusieron la “educación” de los artesanos.
12
Mardonio Magaña, Retrato de Frida Kahlo, s/f. Talla en madera, Acervo Museo de Arte Moderno
Diego Rivera, Lucila y los judas, 1954. Óleo sobre tela, Acervo Patrimonial.
Museo de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público
15
Y los artistas populares también opinaban. Por ejemplo, en 1935 la Cooperativa de alfareros
fabricantes de Tlaquepaque escribió a una secretaría de gobierno solicitando que comisionaran a
Diego Rivera para la confección de nuevos diseños destinados a aplicarse en sus cerámicas. Su más
importante preocupación era la fabricación de objetos que se ajustaran a las demandas del merca-
do, sin tomar en cuenta la exigencia de los especialistas, académicos y críticos de artesanías de crear
objetos auténticos, tradicionales, comunitarios & colectivos. La respuesta oficial fue comisionar la ejecución
de los diseños a un ayudante de Rivera, Rafael Valderrama, por exceso de trabajo del muralista.28
Por otra parte, los intelectuales que alertaban contra la comercialización artesanal, no
registraron que el plan oficial de unidad nacional, sobre todo, pretendía intervenir el gusto de
las elites económicas internas, tanto el burgués porfirista como el neoburgués. En este sentido,
introducir el culto por lo popular era una fórmula más para propiciar el autoreconocimiento,
para estimular el sentimiento de pertenencia a una comunidad nacional. Era claro que una vez
convencidos los sectores altos, por imitación, las clases medias se incorporarían a la cultura nacio-
nalista hegemónica.29 Y así fue. Bajo el liderazgo de los intelectuales, las diferentes clases sociales
mexicanas se regodearon en el consumo, con intenciones funcionales-decorativas, del arte popular
y lo integraron a sus espacios cotidianos, lo coleccionaron, se identificaron y retrataron con él.30
Tanto los nuevos ricos como los bisoños clasemedieros pronto se adhirieron a la mentali-
dad posrevolucionaria y se convencieron que tales prácticas culturales eran necesarias para estar a
la moda.31 Y esto es perceptible en los retratos. Si bien en la medianía del siglo pasado se acentuó
el gusto por comisionar a un pintor o un fotógrafo para reproducir su efigie, esto no implicaba, ni
Juan Guzmán, Interior de la casa de Rosa Rolando de Covarrubias, ca. 1950. Plata sobre gelatina,
impresión de época, Col. Galería López Quiroga
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Rosa Rolando, Retrato de Dolores del Río, ca. 1931. Óleo sobre cartón, Acervo Museo de Arte Moderno
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Rosa Rolando, Niña de la muñeca, 1943. Óleo sobre tela, Col. Andrés Blastein
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Diego Rivera, Retrato de Paul Antebi, 1955. Óleo sobre tela, Acervo Museo de Arte Moderno
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Dentro de las elites que por derecho propio participaban en la escena cultural
durante la primera mitad de siglo xx, son los coleccionistas quienes gozaban de
menor visibilidad y a los que de manera sistemática se les escamoteaba el prestigio
que muchos de ellos pretendían obtener por sus acciones culturales. Aquí quiero
enfocarme, así sea brevemente, a dos personajes que sucumbieron bajo el influjo
del boom por lo popular: Ruth Deutsch (1920-2004) y Francisco Iturbe (1879-1957).
Son personalidades incompatibles y de generaciones diferentes; su origen y capital
social y cultural no tienen casi nada en común salvo que su educación y primera
juventud la vivieron en Europa, ella en Austria y él en Francia, y que ambos opta-
ron por radicar en la ciudad de México, donde coincidieron, a causa de la segunda
Guerra Mundial. El gusto por el arte popular, de alguna manera, hermana sus
disímiles biografías.
Iturbe fue un francés nacido en México. Su padre fue un acaudalado des-
cendiente de una familia de terratenientes, comerciantes y arrendatarios mexicanos
y su madre era rusa.38 Creció y se educó en los últimos años de la Belle Époque.
Regresó intermitentemente a México a partir de 190039 por estadías de varios años
hasta que en 1949, después de concluida la segunda Guerra Mundial, decidió resi-
dir aquí en definitiva.40 Su herencia le garantizó una vida de lujos y comodidades,
siendo su bien más preciado la Casa de los Azulejos, en la cual él mismo nació y
que remodeló en 1905 hasta darle un aspecto cercano al actual.
Pág. 33. Manuel Álvarez Bravo, Casa de Francisco Iturbe, ca. 1932. Plata sobre gelatina, Col. particular
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Autor no identificado, Francisco Iturbe en su casa de Isabel la Católica 30, s/f. Plata sobre gelatina, Col. Corina de Yturbe
Mardonio Magaña, Campesino anciano, s/f. Talla en madera, Acervo Museo de Arte Moderno
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por el primitivismo, lo que le hizo coincidir con las ideas neorrománticas, patrióticas y populistas
predominantes y, dado que la mayoría de sus acopios los efectuó entre los años veinte y treinta,
contribuyó a la legitimación de las políticas culturales oficiales del Estado mexicano.
Otra personalidad que vivió el desarraigo fue Ruth Deutsch, quien colaboró, ella sí de
manera sistemática, en la instrumentación de políticas públicas. De origen judío, a finales de los
años treinta debió abandonar su país para salvar su vida44 y en México se apasionó por el arte
popular al grado de que volcó su quehacer profesional y personal a formar una ambiciosa colec-
ción de cerca de diez mil piezas, a través de las cuales pretendió dar cuenta de la multiplicidad
de formas y objetos en los que se manifiesta “el espíritu mexicano”: textiles, máscaras, cerámica,
cestería, laca, cera, madera, metales y joyería popular. Construyó también un archivo fotográfico
de alrededor de veinte mil negativos tomados durante más de cincuenta años con el afán de docu-
mentar la cotidianeidad de los pueblos y culturas de los que obtuvo las piezas de su acervo.
La mexicanización de Deutsch, quien minimizó su apellido a una inicial y prefirió adop-
tar el de su esposo, Lechuga,45 inició también gracias a la fascinación por lo primitivo, aunque a
través de los habituales viajes que por varias décadas emprendió, al contacto con otros iniciados
en las artes populares, del descubrimiento pasó al apasionamiento y obsesión por las culturas
indígenas, tan complejas como disímbolas, lo que la llevó a formarse de manera autodidacta
como antropóloga, a desempeñarse como funcionaria en instituciones directamente vinculadas
al fomento y comercialización de lo popular y, en consecuencia, a ocupar una posición destacada
dentro la elite cultural de nuestro país.
A través de tales prácticas culturales, la coleccionista obtuvo visibilidad y liderazgo. El
exotismo y la atracción por la otredad, en su caso, fueron sustituidos progresivamente por el co-
nocimiento detallado y diferenciador de los numerosos grupos indígenas que poblaban el país así
como de sus manifestaciones artístico-culturales. De esta forma, de amateur transitó a connaisseur y
a la par que integraba su colección se formaba a sí misma; la erudición así adquirida se comple-
mentaría con largas e interesantes charlas con creadores y demás agentes que participaban en la
atmósfera cultural de la época. Como se ve, para la adquisición de conocimiento, o en palabras de
Bourdieu, de “competencia cultural”, es indispensable una considerable inversión de tiempo.46 Al
construir su mirada, Ruth D. Lechuga participó junto con funcionarios, antropólogos, etnólogos,
conocedores y artistas en un proceso colectivo; al compartir sus ideas y experiencias, aprendió y
enseñó a mirar las artesanías, a diferenciar las temporalidades en que habían sido realizadas, a
distinguir zonas de producción y a reconocer artesanos sin que sus obras estuviesen firmadas. La
mirada se conjugó con el habla y Lechuga creó discursos.47
Por otra parte, su concepción de lo popular ciertamente fue de corte tradicional: aceptó
la producción de mestizos si bien favoreció la de los indios;48 los objetos debían ser fabricados en
contexto rural y contar con la posibilidad de dar cuenta de los procesos culturales por los que ha
transitado una tradición, una técnica, un formato; esto es, quiso reconstruir el proceso que siguió
un artesano en la elaboración de una idea estética e iconográfica, del proceso de adaptación a
nuevas técnicas o materiales.
Poseer las evidencias del proceso creador del artista popular, le permitía acceder a la
médula de una cultura artística, a la personalidad misma de una cultura determinada. Al mismo
tiempo, prefería los objetos realizados para cumplir funciones sociales, para ser utilizados por la
comunidad, que los creados para comercializar, aquellos a los que denominó “decorativos”; aun-
que tomó distancia de la categorización usual entre un elitista grupo de coleccionistas que confería
mayor valor a las piezas que fueron usadas –sobre todo esto aplica para las máscaras “danzadas”–
sí aceptó que los usos culturales del objeto, potenciales o reales, equivalían a obtener un certificado
de autenticidad.49
A través de su acervo, creó series y subseries que fusionaron diferentes contextos históricos
y culturales; convergieron ciertos ejes temáticos y estilísticos que establecieron vínculos y refe-
rencias entre sí; agrupó piezas modelo que dialogaron con otras por sus afinidades y diferencias.
Pretendió dar una idea de sucesión, ya que la colección tenía un hilo cronológico. A pesar de
ello, no le interesó demostrar el concepto de “progreso” porque percibía en las artesanías evolu-
ciones e involuciones, artísticas y técnicas. Su objetivo no fue mostrar la historia del arte popular
como una sucesión de objetos, sino enfatizar la originalidad y la cualidad de patrimonio del arte
popular mexicano del siglo xx. Este acervo, estoy convencida, representó la materialización del
predominio de la visión etnocentrista de la antropología en México.
De esta forma, con los diferentes conjuntos y subconjuntos de su colección, Lechuga
formó numerosas series, estructuradas a partir de la cantidad o la repetición de piezas con algu-
na diferenciación –como un conjunto de textiles con variantes formales y decorativas– dada la
condición de documento etnográfico que le adjudicó a cada una de ellas. Las series se basaron en
las cualidades y valores plásticos, iconográficos y temáticos, que ella quiso documentar; en este
sentido, la colección es una serie de series.50 Es un mapa heterodoxo donde coexistieron diferen-
tes vocabularios, percibidos por la coleccionista como enlazados entre sí. Más aún, fue a través
de esta utopía populista que logró la anhelada mexicanización, lo que le permitió hacer suya la
patria que el azar le brindó. Ruth D. Lechuga es el extremo opuesto de Francisco Iturbe y, como
sabemos, los extremos se encuentran.
La introducción de lo popular a un recinto museal, en tanto obra de arte, ocurrió al mismo tiem-
po que la plástica no popular: 1934, en el montaje inaugural del Palacio de Bellas Artes, instalado
para operar como galería artística de la nación.51 Aquellos artefactos populares que ingresaron
al museo –el templo para la nueva religión humanista y nacionalista por excelencia de los siglos
xix y xx– fueron seleccionados por el flamante director fundador del Museo de Arte Popular, el
pintor Roberto Montenegro, quien incluso adjuntó su colección privada a los acervos exhibidos,
en calidad de donación.
Aquí considero interesante destacar que el lenguaje museográfico elegido para exhibir lo
popular fue elegante y espectacular, calculado para incitar a la apreciación estética tanto como
para incitar a su consumo. Se complementaría con una también refinada tienda, que al igual que
el Museo de Artes Plásticas fue planeada por el coordinador general de los trabajos de conclusión
del palacio, de su organigrama y decoración final, Alberto J. Pani.
Sobre este primer museo escribió el Dr. Atl:
Interior del catálogo Museo de Artes Populares, 1948. Impreso, Col. Galería López Quiroga
27
Juguetes, ca. 1930. Cerámica policromada, Col. de Arte Popular Roberto Montenegro, INBA
28
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Esa propuesta de exhibir en un mismo edificio una síntesis representativa de todo el arte
mexicano, se desechó en la década de los cincuenta.56 Lo popular fue separado y excluido del
Palacio de Bellas Artes en tanto montaje permanente, mediante un criterio clasificatorio que
dividió artes “mayores” y “menores”; a cambio, en 1951 se fundó el Museo Nacional de Artes e
Industrias Populares (mnaip). Por esos años, ya había triunfado la noción de que la validez de lo
popular residía en su condición de “patrimonio etnográfico” de México, sin alusión explícita a
alguna valoración de tipo estética, aunque no se sustituyó el término arte popular de los discursos
oficiales. El auge de la visión antropológico-comercial hizo que la citada institución alcanzara a
tener alrededor de diez museos en importantes centros turísticos y culturales del país.
Cuando a mediados de los sesenta logró concretarse la reestructuración del sistema de
museos en México y finalmente se destinó presupuesto para la fundación de nuevos espacios mu-
seísticos, el criterio que prevaleció fue el de la separación cronológica y tipológica, haciendo la
distinción entre lo histórico, lo antropológico, lo etnográfico y lo artístico, naciendo así recintos
tan diferenciados como el Museo Nacional de Antropología, el Museo Nacional del Virreinato,
el Museo de Arte Moderno, etcétera. Una de las consecuencias de tal reestructuración fue que al
“arte popular” se le refrendó la pérdida del derecho a cohabitar con el “arte culto”, al menos de
manera permanente.
Más aún, se institucionalizó la separación entre artes cultas y las no cultas desde el mo-
mento que el mnaip dependió administrativamente del inah y del ahora también desaparecido
Instituto Nacional Indigenista; es evidente que en la percepción estatal persistió la equiparación
entre lo indígena y lo rural con lo popular, colocando en la indefinición la producción mestiza
rural y la indígena urbana.57 Este museo se complementó con el Fondo Nacional para el Fomento
de las Artesanías (fonart), de 1974.58 Ambas instituciones representaban todo lo que el Dr. Atl
había soñado desde 1926.
Pese a ello, todo indica que era inaplazable el desgaste del boom del arte popular, paralelo
a la decadencia del sistema político, a pesar del efímero revival que vivió durante los años setenta
y ochenta del siglo pasado. fonart, desde mi punto de vista, representó el último proyecto institu-
cional realizado con todo el peso del deseo presidencial y en concordancia con las políticas cultu-
rales diseñadas desde los primeros años del régimen posrevolucionario. A pesar de los altibajos, la
exaltación de la producción artística local se había instrumentado exitosamente a lo largo de esa
centuria.
Con el cierre definitivo del mnaip decretado durante la gestión del presidente Ernesto Ze-
dillo (1994-2000), se cerró el ciclo del arte popular elevado a la categoría de manifestación artística
oficial, con estratégico valor dentro de las políticas culturales del Estado mexicano. Si bien en la
percepción estatal continúa cotizado como “patrimonio cultural de México” pareciera que ahora
se devalúa su carácter estético, lo que ha implicado, entre otras modificaciones, la drástica caída
de los apoyos institucionales para su fomento y exhibición. Es posible que las sucesivas exposicio-
nes que en recintos oficiales se fueron realizando exprofeso para el arte popular, sólo hayan sido
rescoldos de la importancia concedida tiempo atrás.
Por decisión propia, fueron las fundaciones privadas quienes, ante la renuncia estatal a
cumplir con las obligaciones museales adquiridas por el régimen autodenominado posrevolucio-
nario, tomaron la estafeta del arte popular y se encargaron de su exhibición, así fuera temporal,
como es el caso de Fomento Cultural Banamex (fbc). Esta corporación, ha dedicado un rubro
fundamental de su acción cultural al fomento a la producción, la instauración de premios para
artesanos y la itinerancia de exposiciones nacionales e internacionales con un conjunto selecto de
unos acervos acopiados bajo el decimonónico concepto de “obras maestras”; por sus diversifica-
das prácticas culturales, desde hace años fbc ha conseguido ocupar una posición protagónica en
el ámbito cultural local.
Por otra parte, a finales de los años sesenta del siglo pasado un fenómeno externo im-
pactó el arte popular y contribuyó a su efímero resurgimiento en tanto símbolo cultural: el arte
NOTAS
Rebozo, Santa María, S. L. P., ca. 1950. Seda, Col. Jorge Garza Aguilar
33
11.Helen Delpar, Exiliados y expatriados estadounidenses en México (1920-1940), en México, país refugio: la experien-
cia de los exilios en el siglo xx, México, inah-Plaza y Valdés, 2002, p. 152.
12.Ibidem, pp. 141-154.
13.Su mediación, con notables excepciones, fue vista con suspicacia al interior del país, dada la tradición
intervencionista de los Estados Unidos; como es sabido, toda ideología nacionalista obedece a un plan po-
lítico defensivo y, en el caso mexicano, el nacionalismo del siglo xx se instrumentó en buena medida para
contrarrestar el imperialismo estadounidense.
14.Pablo Yankelevich, México, país refugio: la experiencia de los exilios en el siglo xx, México, conaculta-inah,
2002, p. 153.
15.Frederick W. Davis (1877-1961) norteamericano que llegó a México alrededor de 1910 por su trabajo
como vendedor de publicaciones y souvenirs en la Sonora News Company, empresa que en sus operaciones
en el norte de México ha sido ligada a labores de inteligencia del ejercito estadounidense. Pionero en la
degustación, comercialización y coleccionismo del arte popular. Rene d´Harnoncourt (1901-1968) fungió
como su ayudante de finales de los años veinte a 1933; mientras este último se concentraba en su exitosa
carrera como funcionario cultural (que en 1949 se vio coronada con su nombramiento como director
del MOMA de Nueva York), Davis se asoció con Frank Sanborn e introdujo
la venta de plata mexicana en su elegante tienda-restaurant.
16.Enciso, “Pintura sobre madera en Michoacán y
en Guerrero”, en Irene Vázquez Valle, op. cit., pp.
528-529. Cursivas mías.
17.En tono mordaz, pero no agresivo,
dos directivos del INBA narran que
por instrucciones de su jefe Carlos
Chávez, debían elaborar textos
para ensalzar el arte popular,
con temática prefijada y a pu-
blicarse en una revista institu-
cional, México en el arte: “En
la ciudad de México a los 24
días del mes de noviembre de
1948 se reunie- ron en la oficina
del jefe del De- partamento de
Teatro del inba los señores Julio
Prieto y Salvador Novo para cum-
plir la conminación implícita que en
comisión conjunta les reiteró a la víspera el
C. Director General del inba, con el apremio de
entregar antes del 27 de los corrientes un diálogo en el
cual se esclareciera el origen, la significación y la belleza
de las piñatas mexicanas”. Prieto y Novo, “Acta sobre piñatas”, en La
cultura popular vista por las elites, op. cit., p. 465.
18.En 1943, el director del Museo de Arte Popular, Salvador Toscano, escribió: “Por lo que se refiere a
la labor educativa del museo […] de ser posible para 1945 […] podría el museo establecer cursillos sobre
determinadas ramas artísticas a fin de que, con la colaboración de los gobiernos de los estados, se procure
el envío de artesanos a dichos cursos monográficos, pues sólo así podríamos, a riesgo de hacer perder al arte
popular su carácter espontáneo, salvarlo de los peligros de la comercialización actual y de la destrucción de
sus valores primitivos”. Toscano, carta a Fernando Sastrías, Subdirector General de Educación Artística,
8 de octubre de 1943, publicada en Karen Cordero, “Fuentes para una historia social del ‘arte popular’
mexicano: 1920-1950”, Memoria, núm. 2, México, 1990, munal-inba, 1992, p. 39.
19.Esta práctica cultural: “Idealiza algún momento del pasado y lo propone como paradigma sociocultural
del presente, decide que todos los testimonios atribuidos son auténticos y guardan por eso un poder estético,
religioso o mágico insustituible”. Néstor García Canclini, “Los usos sociales del patrimonio cultural”, en
Patrimonio Etnológico. Nuevas perspectivas de estudio, Encarnación Aguilar Criado (Coord.), Sevilla, Consejería de
Cultura, Junta de Andalucía, 1999, p. 32.
Batea, Olinalá, Guerrero, ca. 1950. Madera laqueada y dorada. Col. Víctor Águila
34
20.“En 1926, el que estas líneas escribe fundó el Comité Nacional de las Artes Populares que tenía como
finalidad proteger a los productores y liberarlos de las influencias llamadas artísticas, emanadas de la Se-
cretaría de Educación y de ciertos profesores extranjeros, así como de diversos comerciales ingleses y ame-
ricanos que desvían el sentimiento indígena por el estrecho y absurdo camino del gusto turístico”. Las artes
populares en México, versión de 1940 publicada por Karen Cordero, op. cit., p. 50.
21.En “Los retablos. Verdadera, actual y única expresión pictórica del pueblo mexicano”, en La cultura
popular vista por las elites, op. cit., pp. 481-483.
22.Al conocer, a finales de los treinta o inicio de los cuarenta, la obra de Modesta Fernández, Rivera las
adquirió y difundió e incluso –según diversas tradiciones orales– le sugeriría fijar figuritas del nacimiento en
un árbol de barro; además, le enseñaría “cómo usar los colores de anilina”. Así nació una nueva artesanía,
los árboles de la vida. Citado en Héctor Serrano, “Arte popular y artesanía mexiquenses: mujeres, creativi-
dad y anonimato”, Imagen y representación de las mujeres en la plástica mexicana: una aproximación a su presencia en las
artes visuales y populares de 1880 a 1980, Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, Cuadernos de
investigación núm. 35, 4ª. época, 2005, p. 217.
23.Caballero se identificaba como la “judera particular” de Rivera, quien le compró cerca de 200 piezas
a partir de los años cincuenta; no obstante, también elaboró obras para otra coleccionista de arte popular,
cercana a Rivera en los últimos años de su vida, Dolores Olmedo.
24.Para Luhmann, la autoridad equivale a una influencia mayor, de carácter temporal y el liderazgo sólo
representa el ejercicio de influencia circunstancial. “La autoridad no necesita justificarse inicialmente. Se
basa en la tradición”, en cambio, el liderazgo “se basa en la imitación [...] algunos aceptan la influencia
porque otros lo están haciendo”; Luhmann, Poder, Universidad Iberoamericana-Antropos, México, 1995,
pp. 107-108.
25.Alma Reed explica que si bien Orozco disfruta del arte popular mexicano, detestaba a quienes llamaba
“folkloristas”. En Orozco, traducción de Jesús Amaya Topete, México, Fondo de Cultura Económica, 1955,
p. 219. Renato González Mello ha explicado una medular contradicción de Orozco: criticó duramente
el indigenismo, lo que lo llevó a atacar las prácticas culturales de Rivera y Jean Charlot, quien había sido
su amigo cercano; es amplio el sentido de su crítica: tanto “la manera de ver al pueblo de México” como
“las costumbres del pueblo mismo”, pero no por ello dejó de inspirarse en las pinturas de pulquerías. En
“Orozco frente al nacionalismo mexicano”, en Memoria del Museo Nacional de Arte, México, munal-inba, núm.
4, 1991-1992, pp. 110-112.
26.No hay más ruta que la nuestra, México, 2ª. ed., 1978, pp. 51 y 71.
27. Enciso, “Pintura sobre madera en Michoacán y en Guerrero”, en La cultura popular vista
por las elites, op. cit., p. 528.
28.Carta citada por Rick A. López, “Forging a Mexican National Identity
in Chicago: Mexican Migrants and Hull-House, 1920-1937”, Pots of
promise: Mexican, Reformers, and the Hull-House Kilns, Chicago, 1920-
1940, edición de Cheryl R. Ganz y Margaret Strobel, Chica-
go, University of Illinois-Chicago Press, 2004, p. 98.
29. “Las viejas familias de la llamada aristocracia mexi-
cana detestan cuanto huela a mezclarse con los de
abajo y se destierran dentro de sus casas coloniales,
rodeándose de objetos exóticos y viejos como ellas
mismas, y están así alejadas por completo […] a
la realidad mexicana, las de la llamada clase me-
dia […] hacen sin embargo todo lo posible por
imitarlas en la actitud espiritual y en la costum-
bre de la vida”. Salvador Novo, “Nuestras artes
populares”, en La cultura popular vista por las elites,
op. cit., p. 416.
30.Más lento fue el proceso de aceptación, por
parte de la burguesía mexicana y de la crítica
tradicional, de las piezas en pequeño formato de
los artistas tradicionalmente inscritos en lo que
en la época se llamó “escuela mexicana de pin-
tura”. Los intelectuales la habían apoyado prác-
ticamente desde el inicio pero fue hasta mediados de los años cuarenta que se incrementaron notablemente
las transacciones comerciales y que se expandió el “deseo social” por este tipo de plástica.
31.Por supuesto, la sociedad mexicana no era uniforme y un importante sector de conservadores, sobre
todo quienes podrían rastrear su genealogía hasta grupos de poder del virreinato o, al menos, el porfiriato,
se refugiaron en el consumo de antigüedades, sobre todo europeas y novohispanas, y se negaron a adoptar
las vestimentas de sus históricos enemigos de clase.
32.Y ni siquiera el disfraz usado tenía la intención de apegarse a la realidad: sandalias o alpargatas en lugar
de los tradicionales huaraches rurales, faldas con crinolina incluida, blusas de holanes con amplios escotes,
más aptos para las actrices cinematográficas en las estereotipadas visiones campiranas de cualquier película
de la llamada “época de oro” del cine nacional, que para aquellas campesinas que dentro de sus labores
cotidianas incluían el trabajo en el campo.
33.Tal es el caso de Rivera –uno de los pintores más solicitados por la burguesía local– quien en su estudio
tenía un amplio guardarropa, masculino y femenino, del que seleccionaba aquel vestuario que le parecía
idóneo para inmortalizar a su retratado.
34.Documentó esta correspondencia la exposición La colección: el peso del realismo, curada por James Oles,
Museo de Arte Moderno, noviembre de 2007 a agosto de 2008. Allí, entre muchas otras, se exhibieron:
Francisco Díaz de León, Vendedora de loza, 1922, óleo; Edward Weston, Dos guajes en forma de garza, 1924, plata
sobre gelatina; Manuel Álvarez Bravo, Caballo de madera, 1928, plata sobre gelatina; Mardonio Magaña, Fa-
milia campesina con burro, 1931, madera; Aurora Eugenia Latapí, Trompos, 1932, plata sobre gelatina; Máximo
Pacheco, La piñata, 1938, litografía; Ceferino Colinas, Cabeza de indígena, 1947, piedra.
35.En 1933 escribió desde Nueva York: “Ayer nevó por primera vez aquí […] no hay más remedio que
ponerse los calzones de lana y aguantar la nieve. Yo siquiera con las famosas enaguas largas el frío me cala
menos […] Sigo como siempre de loca y ya me acostumbré a este vestido del año del caldo, y hasta algu-
nas gringachas me imitan y quieren vestirse de ‘mexicana’”. En Raquel Tibol, Frida Kahlo, una vida abierta,
México, unam, 2002, p. 61.
36.No sólo la ropa sino también la joyería de inspiración mesoamericana fue una moda de larga duración
entre las mujeres de la época. Otras esposas de artistas siguieron estrategias parecidas a las de Kahlo, tales
como Lupe Marín, su antecesora o Rosa Rolando, primera mujer de Covarrubias. Entre quienes fueron
compradores compulsivos de artes populares están el mismo Miguel Covarrubias, Gabriel Fernández Le-
Héctor García, Diego Rivera frente al cuadro “Retrato de don José Antonio del Pozo”, junio de 1955, Estudio
de San Ángel Inn, Plata sobre gelatina, Cortesía Museo Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo
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Jarra pulquera, ca. 1940, San Pedro Tecomantepec, Estado de México. Barro torneado y modelado,
Museo Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo
Botijón, Tonalá, Jalisco, ca. 1950. Barro modelado, cocido y policromado,
Col. Promotora Cultural Fernando Gamboa
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38
Archivo Casasola, Puesto de artesanías, ca. 1925. Plata sobre gelatina, © (1232)
CONACULTA-INAH-SINAFO-FN- MÉXICO
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la repetición una totalidad que no se puede alcanzar”. En El sistema de los objetos, traducción de Francisco
González Aramburu, 15a. edición, México, Siglo xxi Editores, 1997, pp. 101 y 119.
51.Antes de la inauguración de las salas de exposición permanentes del Palacio de Bellas Artes, no existían
museos para el arte en México, ni “culto” ni popular, ya que el decimonónico Museo Nacional, si bien se
reservó una sala para la exhibición de objetos etnográficos, mismos que después se clasificaron como “artes
populares”, éstos se presentaban en su calidad de documentación patrimonial, en tanto documentos histó-
ricos, antropológicos o arqueológicos, no estéticos.
52.Dr. Atl, Las artes populares en México, 3ª versión, 1940, publicada en Karen Cordero, op. cit., p. 50. La míti-
ca colección Montenegro, supuestamente formada por más de 5,000 objetos, fue repartida entre el inba, el
Instituto de Artesanía Jalisciense y un familiar.
53.En 1943 y 1945, dos directores del museo, Salvador Toscano y Montenegro, de manera infructuosa
solicitaron a las autoridades el traslado del museo, ya confinado a “los corredores del último piso del Palacio
de Bellas Artes”; piden su refundación en el antiguo palacio de los Condes de Calimaya o el Templo de
San Diego. Ambos espacios se inauguraron como museos en 1964 pero no para las artes populares, sino
como Museo de la Ciudad de México y Pinacoteca Virreinal, respectivamente. Véase cartas reproducidas
en Karen Cordero, op. cit., p. 39.
54.Ejemplos: xx siglos de esplendor, moma de Nueva York, 1940; Arte mexicano, del precolombino a nuestros días,
Museo Nacional de Arte Moderno de París, 1952; Obras maestras del arte mexicano, Petit Palais, París, 1962;
México: esplendores de treinta siglos, Museo Metropolitano de Nueva York, 1990; Soles de México, Petit Palais,
París, 2000.
55.Además del “Salón de Arte Popular”, donde se exhibieron piezas de todo tipo de materiales, se dedicó
una sala exclusiva para la pintura popular. “Discurso inaugural de Carlos Chávez”, Inauguración del Museo
Nacional de Artes Plásticas, México, inba, 1949, p. 28.
56.El Museo de Arte Popular sobrevivió prácticamente sin presupuesto y cada vez más en el rincón, hasta
que con la creación del inba y la posterior remodelación del palacio, 1947, se volvió a nombrar a Monte-
negro director, aunque transitoriamente, porque el proyecto volvió a ser marginado y lo que quedaba de los
acervos del museo se trasladó oficialmente al edificio de La Ciudadela durante la década de los cincuenta; la
leyenda dice que aún en los años setenta el museo seguía funcionando. Tema de investigación pendiente.
57.Su sede fue el antiguo templo de Corpus Christi y su director fundador Daniel Rubín de la Borbolla.
Sus funcionarios tenían como labor principal la localización de centros de producción artesanal, la compra-
venta de grandes lotes de piezas y la organización de concursos regionales y nacionales. El Patronato origi-
nal estuvo formado por los directores del ini e inah, Alfonso Caso y Eugenio Dávalos Hurtado, respectiva-
mente; además, participaron Montenegro, Enciso, Covarrubias y Frederick W. Davis. Cerró porque su sede
registró problemas estructurales a partir del terremoto de 1985.
58.El director fundador fue Tonatiuh Gutiérrez. Es un fideicomiso público del gobierno federal, actual-
mente dependiente de la Secretaría de Desarrollo Social; cuenta con centros de acopio de mercancía,
numerosas tiendas distribuidas en el territorio nacional y una franquicia, “100% hecho a mano”. Cumple
diversas funciones: compra-venta de arte popular, capacitación técnica a artesanos, concesión de créditos a
productores y realización de concursos artesanales anuales.
59.Un perfil museístico incluyente permitió la ejecución de exposiciones temporales temáticas dedicadas a
la cultura obrera, la radio mexicana, la historia de la historieta, entre otras.
60.Inicialmente participaron Teresa Pomar, Esther Zuno de Echeverría, Sol Rubín de la Borbolla, Tona-
tiuh y Electra Gutiérrez. Después presidió la asociación Maria Thérése Hermand de Arango. Numerosas
empresas e instituciones, nacionales e internacionales, se cuentan entre sus contribuyentes: Grupo Bimbo,
Grupo Maseca, Fundación Cuervo, Fundación Azteca, American Express, City Corp, Fundación Harp
Helú, Fomento Cultural Banamex, Fundación bbva, Fundación Rockefeller, entre otras.
61.Maria Thérése Hermand, “Presentación” al libro Arte del Pueblo. Manos de Dios. Colección del map, Lan-
ducci, 2005, 2ª. edición, p. 28. Los tiempos de las instituciones museales, cuando no son iniciativa de algún
gobierno, son lentos: en 1996 solicitaron oficialmente el edificio de la antigua estación de bomberos del
Centro Histórico, Revillagigedo 11, para constituir allí el map, mismo que se concedió en 1999. La remo-
delación inició en 2003.