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Volumen II
Padre Lucas Prados
1
Cuentos con moraleja
Padre Lucas Prados
3
La delicadeza del amor verdadero
no de los conceptos más manipulados y tergiversados de nuestra cultura actual
Una chica cree que no será capaz de atraer a un hombre si no reviste su “amor” de
sensualidad o de vulgaridad. Como decía el Pseudo-Dionisio, el bien tiene la propiedad
de difundirse por sí mismo1; no necesita ningún otro aditamento. Y el amor es el bien
supremo. Cuanto más puro sea el amor, más capacidad de atracción tendrá. Este es el
motivo por el cual nos atrae tanto contemplar una imagen de Cristo crucificado; pues
fue en la cruz donde Cristo nos demostró el supremo amor (Jn 15:13).
Hace bastantes años conocí un hecho trágico que había ocurrido a una familia cercana
y que muestra perfectamente la delicadeza del amor auténtico.
Carmen, una mujer relativamente joven y madre de seis hijos, murió a consecuencia de
una leucemia aguda sin tener apenas tiempo de recibir tratamiento alguno. Su marido,
1
Se atribuye al Pseudo-Dionisio: “Bonum est diffusivum sui”
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viajante de comercio, pasaba más tiempo en la carretera que con sus hijos, pues tenía
que proveer para muchas bocas. Es por ello que la tía Rosa, hermana soltera de Carmen,
tuvo que hacerse cargo de los niños a la muerte de su madre.
Por aquel tiempo Rosa tenía cerca de treinta años. Estaba acabando una especialidad en
medicina y tenía planes de casarse con su novio nada más terminar. La muerte de su
hermana y la situación en la que quedaron los niños, le obligó a abandonar sus estudios
para encargarse de aquella patulea y de su cuñado desarbolado por la situación.
Podemos decir que, movida por el amor a esos niños y a su difunta hermana, postergó
su futuro e incluso a su novio y se entregó a otro amor menos personal y más sacrificado.
Recuerdo que había en aquella mujer algo que me desconcertaba: una extraña mezcla
de cariño y distancia. Se volcaba en atender a sus hijos-sobrinos, pero dejaba siempre
en el fondo una especie de distanciamiento que hacía que se le amase siempre con
reparos. Al principio, a decir verdad, no terminaba de entender esa actitud.
Tuvieron que pasar algunos años y llegar yo a ser sacerdote, para que un día ella me
confesara que era sincera cuando quería a los niños, y tenía que hacer de actriz para
mantener una cierta distancia.
—Porque -me explicó ella, una tía debe suplir a una madre, pero nunca sustituirla.
Descubrí que la tía Rosa tenía miedo a que, sobre todo los más pequeños, llegaran un
día a quererla tanto que olvidaran a su verdadera madre. Por ese motivo, se entregó a
aquella especie de doble juego en el que, al mismo tiempo que mantenía el fuego
sagrado del amor en la casa, dirigía el corazón de los niños hacia la madre ausente. Eso
le obligaba a mantener una cierta distancia para que sus sobrinos no la quisieran
demasiado.
Yo aprendí mucho de aquella mujer porque, precisamente como sacerdote, sé muy bien
que nosotros hemos de vivir esa misma tensión: transmitir el amor de Cristo; pero
cuidando mucho que las personas dirijan su amor hacia Él y no hacia el mensajero.
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—A usted me entrego.
El sacerdote le responde:
—¿A mí? Es como si echara usted una moneda en una mano agujereada.
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Para cuando el fruto no se ve
n estos días santos he estado meditando de un modo más especial en los
E sentimientos que pudo tener Cristo durante su Pasión y Muerte: dolor físico,
rechazo de sus Apóstoles, abandono de su mismo Padre…
Fue San Pablo quien nos dijo: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús”. Y la
verdad, hay algo en estas palabras que me resulta muy difícil imitar. ¿Soy yo capaz de
decir desde mi cruz: ¡Padre!, perdónalos, porque no saben lo que hacen?
Cuando yo me desvivo por los fieles que Dios me ha encomendado y veo su pobre
respuesta y su frialdad, por no decir su apatía e indiferencia, me dan ganas de mandarles
a todos a paseo. Son sentimientos muy humanos que tengo que controlar; y que
vosotros, aquellos que sois padres, habréis tenido en multitud de ocasiones al ver que,
vuestros sufrimientos y trabajos sólo dan como aparente resultado el desagradecimiento
y el rechazo de vuestros hijos.
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—Recuerda la parábola del sembrador. Uno siembra, pero es otro el que recoge.
No te preocupes si no ves el fruto. El bien que tú hagas, Dios lo hará fructificar
donde sea más necesario. Puede que tú nunca lo veas; pero sabe que todo ese
bien no cae en saco roto.
Estas palabras me consolaron por un tiempo; pero el demonio, que es muy astuto,
siempre retorna con la misma tentación, aunque ahora con un disfraz diferente.
Estos días santos, estaba yo un poco triste al ver la poca asistencia a los Oficios litúrgicos
del Triduo Santo; cuando, estando solo delante del Santísimo, se me ocurrió abrir un
libro que había llevado por si el Espíritu no soplaba, y abriendo una página al azar, me
encontré con la respuesta de Dios.
Estaba en la peluquería arreglándome pelo, uñas… en fin, todas esas cosas que cuidamos
las mujeres tal vez más cuando los años nos van pesando. Casualmente estaba sentada
a mi lado Carmen, una antigua profesora de mi hija a la que hacía muchos años que no
veía.
Comenzamos a conversar. Ella estaba preocupada porque tenía las caderas desgastadas
y le tenían que operar para colocarle una prótesis. Gracias a Dios, le pude dar ánimos
porque los pasados tres años me habían realizado esa misma intervención en las dos
caderas, y aunque lo había pasado mal -extremo este que no mencioné- los resultados
habían sido satisfactorios.
Yo quedé muy extrañada; pues en un principio no sabía a qué se refería. Le di las gracias
más bien por cortesía, que, no movida por un auténtico agradecimiento, ya que no
recordaba los hechos. Desde pequeña siempre le había profesado una gran devoción a
este santo; devoción que mi madre difunta se había preocupado de inculcarme.
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—¿No te acuerdas que recién llegadas aquí nos encontramos por primera vez en
la cola para pagar los vestidos de colegio de nuestras hijas?
—Me faltaban cinco dólares para pagar lo que me llevaba. Tú te diste cuenta, te
acercaste y me los diste.
—Los echaré en el cepillo que hay junto a la imagen de San José en la parroquia.
Lo que nunca pude imaginar es que ella, cada vez que visitaba esa imagen; en realidad,
cualquier imagen de San José, se acordaba de ese pequeño detalle que tuve, y rezaba
por mí y por mi familia. ¡Y eso durante 30 años!
Cuando llegué a casa no pude menos que ponerme a llorar y comentarlo con mi esposo.
¡Nos habían ocurrido tantas cosas en esos treinta años! ¡Tantos problemas! ¡Tantas
situaciones difíciles! ¡Tantos callejones aparentemente sin salida!
¿Cómo podemos saber quién está detrás de las gracias que Dios nos concede? ¿Qué
oraciones le han arrancado un favor de su corazón misericordioso? Y eso es algo muy
antiguo que la Iglesia llama “Comunión de los santos”. Esa economía misteriosa por la
que nos ayudamos unos a los otros, tanto si estamos en el Cielo, en el Purgatorio o aún
en la tierra.
Maravillosa realidad, oculta por la cortina del misterio, que de vez en cuanto se descorre
para que podamos admirar los designios de Dios.
Todo árbol bueno siempre da fruto; pero a veces, Dios nos priva de su contemplación.
Probablemente para que no nos creamos que son el resultado de nuestro buen hacer y
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con ello perdamos todo el mérito. Pero el fruto está ahí; y con el fruto, el mérito. Un
mérito que nos coloca más cerca de Aquél a quien hemos dedicado nuestra vida.
Mi fruto son ustedes. Un fruto que probablemente yo nunca llegaré a ver con mis propios
ojos; pero que Dios conoce y tiene en cuenta. Y que un día, como en la historia que les
he relatado, Dios me hará saber.
No en vano el mismo Jesucristo nos dijo: “Os he puesto para que vayáis y deis fruto, y
para que vuestro fruto permanezca” (Jn 15:16).
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El amor es más fuerte que la muerte
ace tan solo unos días, se cumplían diecinueve años de mi vuelta a España
H después de haber estado casi catorce en las américas intentando ser “otro
Cristo” ante las gentes a quienes Dios me había encomendado. Fueron años
maravillosos. Los cinco primeros, en una parroquia gigantesca con cerca de 100.000
habitantes que se encontraba en uno de esos nuevos barrios que crecen en el extrarradio
de las grandes ciudades. Ese fue mi primer amor, como les ocurre a la gran mayoría de
los sacerdotes recién ordenados. De esa parroquia guardo grandes recuerdos y muchos
amigos; entonces jóvenes, ahora ya mayores y con hijos, y que ocasionalmente todavía
me escriben para contarme cómo les va la vida.
Y los últimos nueve años, en la otra América, la del Norte, donde realicé un trabajo más
difícil y donde me encontré con gente más variopinta: desde conversos a drogadictos, y
desde católicos de la nueva ola a fieles a la Iglesia de siempre. De esos nueve años
recuerdo con un especial cariño los últimos cinco. Fui destinado a una iglesia que había
sido cerrada al culto y que poco a poco fuimos levantando. Una iglesia que la diócesis
dedicó a la Adoración Perpetua del Santísimo. De ella tengo recuerdos tan íntimos y
personales que prefiero que sigan siendo sólo por Dios conocidos. Se puede decir que
fueron cinco años en los que gocé del cielo aquí en la tierra. Ahora sé que fue un truco
que Dios utilizó para recargarme espiritualmente, pues era imposible que yo me pudiera
imaginar lo que me esperaba después.
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Después de casi quince años fuera de España, volvía a mi madre patria. Mi primera
impresión fue totalmente negativa. Yo pensé: Esta no es mi España; la España que yo
me dejé quince años atrás. A los pocos días el obispo me destinó a una zona rural,
tiempo atrás bastante poblada, pero que, con el paso de los años, los más jóvenes se
habían marchado buscando la suerte en ciudades más grandes. De una asistencia a Misa
de cientos pasé a ocho, diez o a lo sumo veinte personas (si era Misa de funeral). En
medio de este erial, en todos los sentidos, al cual Dios me había mandado,
ocasionalmente me encontraba con alguna persona con profundos sentimientos
religiosos: Damián el del bar y su mujer; Pilar, la suegra del pedáneo…, y de entre todos
ellos sobresalía una pareja: el matrimonio que será hoy el centro de nuestro relato.
Esta es la historia de un matrimonio sencillo y muy peculiar. Sus nombres, mejor hagamos
un discreto silencio pues a la virtud le gusta se anónima; sólo decir que tanto él como
ella tenían nombres de reyes santos. Ambos dos nacieron poco después de la Guerra
Civil Española en dos pueblos costeros del Levante español.
Él conoció los orígenes del pueblecito donde luego el matrimonio viviría durante toda
la vida. Era de familia campesina relativamente acomodada. Hombre tranquilo y sereno;
con esa sabiduría que da la virtud. Desde bien joven le tocó jugar el papel de ser lazo
de unión entre vecinos de bandos contrarios. Su virtud conseguía que en un lugar donde
unos eran de izquierdas y otros de derechas, fueran capaces de trabajar juntos e ir
levantando, sobre un campo agreste, lo que más adelante llegaría a ser lo que es hoy,
un pequeño pueblo. Un pueblecito con muchas expectativas, pues el lugar que ocupa
en la costa mediterránea le promete un futuro realmente halagüeño.
Ella, de familia bastante acomodada, nació en uno de los pueblos más grandes de la
provincia. Un pueblo bellísimo, iluminado por el sol mediterráneo y bendecido por Dios
con unos paisajes naturales sin comparación. Por ser la mayor de los hijos, desde muy
joven le tocó hacer de hija y casi también de madre. Ella era el paño de lágrimas de
todos. Con una sensibilidad especial para captar el sufrimiento ajeno, y todavía mayor,
para amar a los que sufrían. Parece como que Dios la iba preparando para lo que iba a
ser su futuro. Desde muy joven demostró un gran amor por los niños y una inclinación
natural por la enseñanza. Antes de cumplir los veinte, tuvo que abandonar a su familia,
a sus amigos y a su querido pueblo, para marcharse a la capital y comenzar sus estudios
de magisterio.
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Los azares y casualidades de la vida hicieron que un día, él y ella se encontraran. Desde
el primer momento se dieron cuenta que estaban hechos el uno para el otro. Poco
tiempo después recibían la bendición de Dios y se marchaban para comenzar una nueva
vida; ahora ya juntos.
Fue voluntad de Dios que no tuvieran hijos, pero tanto el corazón de él como el de ella
les llevaron a preocuparse mucho por los más necesitados. Él, siendo todavía muy joven,
debido a su honestidad y buen hacer, fue llamado a ocupar durante bastantes años el
cargo de director de un banco de renombre en una ciudad cercana a donde vivían. Ella,
acabado el magisterio, se dedicó durante más de cuarenta años a la enseñanza de
párvulos; en un principio en la ciudad donde él trabajaba; y más adelante, en la escuelita
que hicieron en el incipiente pueblo donde vivían. Niños entre los cuatro y los diez años,
llenaban en un número que se acercaba a los cuarenta, la única aula que tenía la
escuelita. Ella, una maestra de las antiguas, lo mismo enseñaba matemáticas o geografía,
que les explicaba historia sagrada o preparaba a los niños para la primera comunión. Él,
hombre de gran corazón y con una cara que invitaba a pedirle ayuda, pronto fue
conocido por todos, y a él acudían para solicitar un préstamo del banco para empezar
un negocio, o para arreglar la casa; y en algunas ocasiones, cuando las personas no
tenían crédito y un préstamo bancario era imposible, él mismo les dejaba el dinero que
les hacía falta sin cobrar ningún interés a cambio.
Pero lo más maravilloso de este matrimonio era el amor que se profesaban. Desde el
momento en que el sacerdote les dijo: “lo que Dios ha unido que no lo separe el
hombre”, siempre estuvieron juntos. Cuando ella tenía que ir a la peluquería, él la llevaba
en coche. Cuando él tenía que llevar el coche a reparar, los dos iban al taller. Si salían a
pasear, siempre iban juntos. Si iban a la Iglesia, nunca iba el uno sin el otro. Lo único
que los separaba eran las horas de trabajo; aunque a decir verdad permanecían juntos
pues una fotografía del otro siempre les acompañaba en la mesa del despacho.
Con el paso de los años, lo que en un principio era un amor bendito, se fue
transformando en una auténtica soldadura; de tal modo que era imposible ver al uno
sin el otro. A todos nos llamaba la atención la perfecta unión que tenían. Nunca se les
vio discutir, ni se supo que en alguna ocasión hubieran tenido una desavenencia. Con el
tiempo, la madre de ella se vino a vivir a la casa, y él pasó a ser un hijo más. Cuidaba
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con cariño y profundo respeto a la suegra; y la suegra, mujer muy educada y santa, supo
ocupar su lugar y nunca ser obstáculo en el matrimonio.
Los años fueron pasando muy rápidamente. No sé si a ustedes les ocurrirá lo mismo,
pero los primeros diez años de un niño transcurren lentamente; pero cuando uno alcanza
los sesenta, los días pasan raudos y antes de que te des cuenta ha pasado un año más.
También para este matrimonio los años pasaron rápido. Vi como él y ella llegaban a la
jubilación; él por la edad y ella por años de servicio. Él tenía que abandonar el banco, y
ella dejar a sus queridos niños. ¡Cuántos niños! Unos niños que se habían transformado
en los hijos que nunca tuvo y que ahora recuerda con cariño cada vez que repasamos
los álbumes de fotos.
Pero con la jubilación se acabó la paz, si es que alguna vez la habían tenido. Él comenzó
a enfermarse y a tener que estar casi más tiempo dentro que fuera del hospital. Y junto
a él, siempre ella; que permanecía callada, serena, feliz y sufriente. Allí se quedaba días
y semanas enteras junto a la cama sin apenas poder descansar.
Si un domingo nos les veía en Misa, preguntaba a los vecinos, pero ninguno sabía a
ciencia cierta dónde estaban; pues la vida de esta pareja era tan discreta y desconocida
como lo es la auténtica virtud.
Parece ser que Dios ya tenía escrito el destino de este hombre; y es que a los santos los
suele pasar por el crisol los últimos años de sus vidas. Cuando Dio se fija en una persona
y ésta se deja amar, la cruz siempre le acompaña. Una cruz de purificación que tendrá
que cargar hasta cuando Dios le llame para unirse definitivamente con Él en su gloria.
Un día, hace como unos cinco años, él fue diagnosticado de una enfermedad crónica y
severa; en realidad era un proceso que venía sufriendo calladamente durante los últimos
años y que ni su esposa se había enterado. Todo quedaba reducido: “Mañana te lo hago,
pues ahora estoy muy cansado”. En esta ocasión, al sentir ella que su esposo estaba
grave, acudió a mí para que yo fuera su paño de lágrimas. Yo intentaba disimular mi
preocupación e intentaba hacerle creer que la cosa no era tan seria; y, a decir verdad,
yo también así lo pensaba, pues había conocido casos parecidos que habían sido capaces
de vivir durante muchos años.
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Hace tan solo dos años, el matrimonio desapareció durante varios días. Yo pensé: habrán
vuelto al hospital; pero esta vez marcharon dos y sólo volvió uno. Al día siguiente
celebraba el sepelio.
La esposa, fuerte por fuera, pudo mantener la compostura, pero días después, cuando
fui a verla, parecía más muerta que viva. Y en realidad así era, pues “su vida”, aquel que
era “su vida”, había muerto. Después de casi cincuenta años de matrimonio, él ya no
estaba. Sólo le quedaba el recuerdo y la confianza de que se había ido con Dios.
La vida de esta mujer nunca había sido fácil, pues debido a su extrema sensibilidad las
personas acudían a ella buscando un paño en donde enjugar sus lágrimas; pero ahora
era ella la que tenía que pasar por un trance muy especial: sin marido, sin hijos, sin
trabajo, sin niños…, sólo la fe, que en situaciones tan difíciles también tiene momentos
de oscuridad.
Con el paso del tiempo la herida comenzó a sanar y mi labor fue hacerla vivir una nueva
vida; una vida ya sin su esposo, pero con Cristo. Él tendría que llenar el hueco dejado
por su marido. No era tarea fácil, pues, aunque ella era buena no era mujer de meditación
diaria; y si tengo que decir toda la verdad, todavía no he conseguido que sea Cristo su
nuevo esposo.
Ahora es mi mejor catequista; los niños le adoran y ella lo sabe. No obstante, yo sé muy
bien que la procesión va por dentro. Sin ir más lejos, hace unos días, cuando acabó la
Misa y todas las personas se habían marchado, iba a cerrar la Iglesia cuando la veo
sentada en el último banco. Le miro y sin decirme nada le leo el pensamiento. Yo sé
muy bien lo que quería decirme:
—Padre, ¡cuánto tiempo más me va a tener Dios aquí! ¿Por qué no me lleva?
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A lo que yo le respondí:
Ella sabe muy bien que la muerte le separó de su marido; pero también me ha oído a
mí decir que aquellos que se han amado en esta vida, si mueren con Cristo, se volverán
a encontrar en la otra. Y eso es lo que ella espera ansiosamente. Sabe que el amor es
más fuerte que la muerte y las muchas aguas nunca lo podrán apagar (Cantar 8:7).
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Doña Anita, la malpensada
oña Anita era una octogenaria viuda que vivía en Padrón (La Coruña) allá por
D los años setenta. Tuvo la desgracia de enviudar a los dos meses de casada;
pues su marido, su Pepe -como ella le llamaba-, murió en la guerra de Cuba
siendo cabo primero.
De él sólo le quedó una preciosa fotografía, ya amarillenta, unas viejas sábanas de seda,
que sólo se usaron cuatro noches, y una pensión del ejército, que con las últimas subidas
llegaba a las 15.426 pesetas (unos 93 euros de ahora).
Con este fabuloso sueldo vivió doña Anita la gran mayor parte de su vida. Algunos
cuentan que, como sabía coser, se ganaba también algunos dinerillos arreglando
pantalones y cosiendo vestidos a las mujeres del pueblo. Sea lo que fuere, doña Anita
se las tenía que arreglar con bastante menos de lo necesario para vivir dignamente. A
pesar de su estrechez, siempre guardaba 100 pesetas para celebrarle cada día 25 del
mes una Misa por el eterno descanso de su difunto marido.
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El primer día del mes, como era su costumbre, fue muy temprano al banco a cobrar la
pensión. Antonio el cajero, le dijo que se le habían acabado los billetes pequeños, por
lo que tendría que esperar a que llegara el furgón con billetes a eso de las once o cobrar
en billetes grandes. Ella respondió que le daba lo mismo. Así que Antonio le dio el
importe de su pensión en billetes grandes: tres de 5.000 pesetas y el resto en monedas.
A doña Anita le alegró tener en las manos aquellos billetes nuevos que acababan de
salir. Se hacía la ilusión que le había tocado un premio de la lotería, de la Navidad recién
acabada; pero al mismo tiempo se llenó de temor ante el peligro de perderlos, por lo
que pensó pedirle a don Evaristo el boticario, antiguo compañero de su marido en la
guerra de Cuba, que se los cambiara.
Del banco se fue a la Iglesia para escuchar Misa de 10, como solía hacer todos los días.
Acabada la Misa fue a la botica para pedirle al boticario que le cambiara los billetes,
pero don Evaristo no estaba, por lo que se tuvo que ir a la casa con los billetes de 5.000
pesetas.
La mañana siguiente fue a la Iglesia de Santiago para escuchar Misa de 10 como siempre.
Terminadas sus oraciones a San José y al resto de los santos que había en la Iglesia, fue
al mercado a hacer la compra del día. Cuál fue su sorpresa, cuando al ir a pagar las
verduras, descubrió que sus flamantes billetes de cinco mil habían desaparecido.
Doña Anita revolvió y volvió del revés su bolso. ¡Pero nada! Hizo cinco veces el camino
que iba del mercado al banco, a la Iglesia y a su casa. ¡Sus billetes se habían esfumado!
Buscó debajo de todos los bancos del templo, removió los muebles de su casa; incluso
le rezó a San Antonio, patrono de las cosas perdidas. ¡Y nada! La angustia se hizo dueña
de su corazón.
¿Cómo podría vivir ahora los treinta horribles e interminables días del mes sin un
céntimo? Nadie le podía ayudar pues todas las personas que conocía en este mundo
estaban ya en el otro. Así que, con lágrimas de desesperación se volvió a su casa.
Doña Anita vivía en el piso tercero de un edificio de seis plantas que construyó por los
años 60 un antiguo alcalde con un dinero –según cuentan las malas lenguas – que había
conseguido en no sé qué negocio de contrabando. Una vez que llegó a la casa, dejó en
la mesa del comedor lo que llevaba en las manos, recuperó el resuello, y ya con algo
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más de serenidad, se dispuso a contar todas sus pertenencias y comprobar qué podía
llevar a la casa de empeño para poder salir adelante siquiera unos días.
No le quedaba nada de valor por vender… salvo, las sábanas de seda viejísimas, un viejo
reloj de cuco, una máquina de coser Singer y un viejo medallón que había pertenecido
a su madre. ¡Pero vender eso sería como venderse a sí misma y quedarse sin ningún
recuerdo y sin ningún medio con el que conseguir algo de dinero extra!
Malcomió aquel día los restos que encontró en la despensa. Esa noche se acostó
temprano, pensando que el día siguiente sería mejor; pero le fue casi imposible conciliar
el sueño. Oyó tocar el reloj del comedor a las diez, a las once…La verdad es que si
apenas durmió en esa larguísima noche.
—¡Eso es! -pensó entre dos angustiados sueños-. ¡Los billetes los perdí en el ascensor!
Se levantó temblando y, con un abrigo encima del camisón, salió a la escalera. ¡Pero ni
en el ascensor ni en la escalera había nada! Regresó a su lecho sintiéndose como una
condenada a muerte.
A la mañana siguiente, cuando salió a Misa - Dios era lo único que le quedaba-, pegó
en la cabina del ascensor una tarjetita en la que anunciaba que, si alguien había
encontrado 15.000 pesetas en tres billetes de cinco mil, hiciera el favor de devolvérselos
a doña Anita Carballo (planta 3ª).
Conforme iba llegando a la Iglesia, le pareció que los demonios se le metían dentro. Con
un corazón más tranquilo, pero con una mente más confusa, se puso el velo negro al
entrar al templo, tomó agua bendita y se fue al segundo banco de la izquierda como
solía hacer.
Aquella Misa fue la más angustiosa en la vida de doña Anita. Cuando el sacerdote
comenzó a rezar el “Yo confieso”, se acordó de que ayer, en una de sus idas y venidas,
se había cruzado en la escalera con la otra viuda del cuarto -a la que los vecinos
llamaban, para distinguirla de ella, la viuda alegre, y no sin motivos- y había comprobado
que acababa de estrenar un precioso bolso de cuero. En ese momento pensó:
—¡Ahí estaban fundidos mis dineros! ¡Estaba claro como la luz del día!
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Mientras el sacerdote leía el Evangelio, doña Anita recordó que las dos chicas del quinto
-esas golfas que volvían todas las noches a las tantas, Dios sabe de dónde-, habían
llegado ayer mucho más tarde de lo ordinario. Ella tembló ante el pensamiento de lo
que aquellas dos perdidas habrían podido hacer con su dinero.
Cuando el sacerdote recitó el ofertorio vino al pensamiento de doña Anita su vecino del
segundo, el carnicero. Un comunista malcarado, que ayer la miró al cruzarse con ella en
la escalera, con una mirada aviesa y repulsiva.
En la consagración fue don Fernando, el del primero, -ése que decían que vivía con una
mujer que no era la suya- la víctima de las sospechas de doña Anita.
Y como la Misa aún duró diez minutos, al final fueron todos los vecinos, uno a uno, los
seguros “apropiadores” de la sangre de nuestra viuda.
De vuelta ya en casa, aunque un poco triste porque no había comulgado ese día por
sus malos pensamientos, cuando entró en su piso se le cayó el misal, y de él salieron
algunas estampas y los billetes que había perdido. Lo primero que le vino a la mente
fue pedirle perdón a Dios por haber pensado mal de todos sus vecinos. Acto seguido,
se dijo a sí misma tonta y descuidada siete veces seguidas. Ya más tranquila, cuando se
disponía a salir jubilosa al mercado para hacer la compra, alguien llamó a su puerta. Era
la viuda del cuarto, que, miren ustedes, había encontrado los billetes en el ascensor ¡tres!
Doña Anita le dio las gracias, le pidió disculpas, y le dijo que ya los había encontrado;
que esos billetes serían de otra persona que los habría perdido. Estaba la viuda alegre
saliendo cuando llamaron a la puerta las dos chicas del quinto, las “golfas”, diciendo que
habían encontrado en la escalera los billetes. Luego fue el carnicero, y éste había
encontrado no tres de cinco mil, sino quince billetes de mil nuevecitos y juntos. Después
subió don Fernando repitiendo una historia parecida. Hay que ver qué casualidades
¡todos habían encontrado billetes ese día en la casa!
Mientras doña Anita lloraba por haber sido una malpensada, se dio cuenta de que el
mundo era hermoso y la gente no era tan mala, y que era ella quien estropeaba el
mundo con sus sucios pensamientos.
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Un amigo del más allá
l final del bosque, donde comienzan ya los Alpes austriacos, vivían Peter
Viéndose Peter ya mayor y sin fuerzas suficientes para cuidar de su nieto, decidió
abandonar la vieja cabaña donde vivían y mudarse a la aldea.
—Es un lugar muy aislado -pensó- y no es prudente vivir tan lejos. Voy a cerrar nuestro
viejo hogar y nos mudaremos a alguna pequeña casa cerca de la aldea. Quizás en el
futuro alguien de nuestra familia quiera regresar aquí.
Así que se dispuso a organizar la mudanza y a realizar los últimos preparativos antes del
cambio. Una de esas tardes subió al tejado de la cabaña para verificar su estado. El hielo
acumulado le hizo resbalar, cayó de una considerable altura y se fracturó la pierna
derecha.
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Atraído por el grito de su abuelo, Karl vino corriendo a ver qué sucedía. Peter se cubrió
la pierna para que la sangre no asustara al chico. Aguantando el dolor, le dijo
pausadamente:
—Karl, tengo una herida seria. ¿Te acuerdas que en situaciones difíciles hay que rezar a
la Virgen y mantener fría la cabeza?
—Bueno. En esta situación no puedo esperar que alguien pase por aquí. Debes ir hasta
la aldea y llamar al doctor Grübber. Pronto empezará a atardecer y el camino es largo.
Si andas rápido llegarás antes de que anochezca. Sé que nunca fuiste solo y que el
bosque es peligroso, pero no hay otra elección. Ponte el abrigo y la bufanda, y sal sin
demora.
Antes de que partiera Karl, su abuelo le recordó una vez más los detalles del camino,
rezaron juntos un Avemaría y le dio su bendición. El abuelo Peter, angustiado más porque
su nieto tuviera que ir solo a la aldea que por su propio dolor, vio desaparecer al niño
entre los árboles del bosque.
El pequeño, que nunca se había visto en otra parecida, no pudo conservar la calma ni
recordar las instrucciones del abuelo. El camino tenía muchas encrucijadas. Hizo un alto
en una de ellas sin saber qué ruta tomar.
—¡Me perdí!
Siguió caminando cerca de una hora sin rumbo conocido cambiando varias veces de
dirección. Su preocupación fue en aumento conforme veía que el sol iba descendiendo
y escondiéndose rápidamente detrás de las ramas más bajas. El día estaba llegando a su
fin y él, cansado y sin rumbo, se sentó en lo que creyó ser una roca, presa del desánimo.
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en ese mismo bosque debido al ataque de una manada de lobos. Ella solía ir con
frecuencia a poner flores en las tumbas y rezarles. Esa misma tarde tuvo un fuerte
presentimiento: su marido le llamaba desde la otra vida y le decía que fuera rápidamente
a verle. Viktória, sin entender nada, pero movida por una fuerza interna superior, tomó
un candil por si se le hacía de noche, se abrigó, y salió rauda internándose en el bosque.
Los últimos rayos de sol alargaban las sombras de los abetos. Miles de hojas multicolores
de los robles y hayas alfombraban el camino. Pocos minutos después las tinieblas se
habían adueñado de todo el bosque.
Karl, el niño perdido de nuestra historia, hizo una fogata, se acurrucó al lado del fuego
y se cubrió con el abrigo. Su abuelo le había dicho en repetidas ocasiones que el fuego
espantaba a los animales. Así, muerto de miedo, aunque con un poco menos de frío,
pasaron quizás algunas horas.
Atrapado por el pánico, se cubrió el rostro y lloró largamente. A pesar de todo, no quería
darse por vencido. En ese momento le vino a la memoria lo que le había dicho su abuelo:
conservar la calma y rezar. Apretando en las manos una medallita que tenía en su pecho,
repitió las oraciones que tiempo atrás le había enseñado su abuela.
De repente, un ruido cada vez más fuerte de pasos le asustó. Quedó por unos segundos
inmóvil y sin respiración. Sin duda, alguien se acercaba. Saliendo de entre las sombras,
cubierta con abrigo, y bufanda que dejaba solamente ver los ojos, apareció la figura de
Viktória, la viuda. El niño se sobresaltó lleno de temor. Creía ver fantasma. La mujer
también se asustó al ver repentinamente la cara del niño iluminada por la luz de la
fogata.; pero al percibir el terror su rostro, lo miró con cariño y le preguntó:
—¡Señora, por favor, sáqueme de aquí, estoy perdido! ¡Tengo mucho miedo! Respondió
el niño.
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Karl le contó atropelladamente el accidente que había tenido su abuelo y la urgencia de
buscar ayuda. La mujer, que todavía no terminaba de entender lo que estaba sucediendo
le contestó:
-¡Te ayudaré! Pero estamos lejos de la aldea. Un buen trecho de bosque nos separa de
la salida. Parece que has estado caminando sin rumbo durante un largo tiempo.
Mientras avanzaban, la voz serena de esta mujer fue tranquilizando al pequeño, quien
se animó a preguntarle por su nombre.
—Me llamo Viktória Dunkel. Mi marido, Zacharias Dunkel, era leñador en estos bosques.
Durante muchos años estuvimos viviendo aquí, pero hace cinco años fuimos atacados
por una manada de lobos feroces y sólo yo pude escapar con vida. Mi único hijo y él
están enterrados precisamente donde te encontré a ti.
—¿Pero mi abuelo me dijo que era el último leñador de esta región? Observó el niño.
—Sí, puedo entender que el viejo Peter no nos contara entre los leñadores, pues hace
ya cinco años que murieron… Sé que tu abuelo y mi marido no se llevaban muy bien
pues ambos tenían muy malas pulgas. Con frecuencia discutían por las trampas que
ponían a los osos.
Esta misma tarde, —prosiguió la mujer—, estaba en casa junto al fuego, cuando de
repente tuve un fuerte presentimiento. Escuché la voz de mi marido que me decía:
“Viktória, necesito tu ayuda. Acude rápido al bosque. ¡Te necesito para que se acaben
mis penas!” Yo no entendía nada, pero la voz era tan fuerte en mi interior, y la sensación
de urgencia tan apremiante, que no me quedó más remedio que salir de casa y venir a
su tumba.
Cogidos de la mano, caminaron por algo más de dos horas. A pesar del cansancio y el
sueño, Karl se mantenía firme gracias al recuerdo de su abuelo herido.
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Empezaba ya al rayar el alba de un nuevo día, cuando se oyó el canto lejano de un gallo.
Minutos después salían del bosque y divisaron las primeras casas de la aldea.
—Bueno, amiguito, ve a buscar al médico. Yo despertaré a varios vecinos para que nos
echen una mano.
Mientras el niño iba a casa del médico, se encontró con el Padre Albert que se dirigía
de madrugada a abrir la Iglesia. Él se extrañó de ver a un niño a esas horas y le preguntó
si ocurría algo. Peter le explicó el problema, y ambos dos se dirigieron a casa del doctor
Grübber.
La noticia se extendió como la pólvora esa misma mañana. Las gentes comentaban con
extrañeza cómo un niño tan pequeño había podido atravesar el peligroso bosque solo
y de noche.
Fue entonces cuando, reunidos a la puerta de la Iglesia, el niño les dijo que había sido
la señora Viktória, la viuda de Zacharias el leñador, quien le había ayudado. Ella, que
estaba abrazada al niño, les contó el fuerte presentimiento que había tenido y cómo
había escuchado la voz de su esposo pidiendo ayuda. Todos se quedaron boquiabiertos.
El Padre Albert, que estaba presente, aprovechó la situación, tomó la palabra y dijo a
todos los circundantes:
—Amigos. Demos gracias a Dios y al viejo Zacharias. El viejo Zack no era una mala
persona. Todos lo conocíamos. Sólo tenía un problema: su mal carácter. Parece ser que
cuando murió, tenía cuentas pendientes que pagar en el Purgatorio. Para mí que la
Virgen María encontró una manera de atender a los tres: al niño que rezó con fervor, a
Peter el leñador, cuya vida estaba en peligro, y al gruñón Zacharías, que gracias a su
buena obra consiguió el perdón.
27
Así que entremos todos a la Iglesia a celebrar una Misa por su alma, y también, en
acción de gracias porque esta historia haya tenido un final feliz. Os invito a todos a
acompañarme. Quién sabe si cuando acabe la Misa, Zack ya estará en el Cielo.
28
Una Madre siempre escucha, aunque no la
veamos
odos conocemos la devoción y el cariño que los sevillanos le tienen a Nuestra
Hace unos años, una familia sevillana tuvo la desgracia de que el hijo más pequeño
sufriera un grave accidente de moto del que quedó en estado de coma. El padre iba
todos los días a rezar a la Macarena pidiéndole la curación de su hijo. Los médicos, que
conocían la gravedad del proceso, no le daban muchas esperanzas.
Pasaban los días y el hijo en lugar de mejorar empezó a presentar serias complicaciones
que anunciaban un fatal desenlace. No obstante, el padre, movido por su fe en la
Macarena, hizo promesas, sacrificios y toda clase de oraciones. Sabía que no le podía
fallar.
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Una mañanita, estando el padre en el trabajo, le llamaron del hospital para anunciarle
que su hijo estaba agonizando. La familia al completo se presentó en el hospital. Pocos
minutos después el hijo moría en medio de angustiosos llantos.
Ante este fatal desenlace, el padre se desesperó, blasfemó, pensó que había perdido el
tiempo pidiéndole a la Virgen una gracia. En el enfado del momento prometió que no
iría más a verla y que, si ella quería algo que fuese a verlo a su casa.
Desde ese momento dejó toda práctica religiosa y sacramental. Estaba desconocido. Un
hombre que siempre había vivido muy cristianamente no supo encajar el golpe cuando
el sufrimiento llamó a su puerta.
Tres años después de la muerte del hijo, en plena Semana Santa, la Cofradía de la Virgen
Macarena salía en procesión como todos los años por las calles de Sevilla., y mira por
donde que comenzó a llover.
La Virgen pasaba en esos momentos por delante de la casa de este padre todavía
trastornado por la muerte de su hijo. Los cofrades llamaron a la casa para que les dejara
entrar el paso de la Virgen en la espaciosa cochera que había junto a la fachada principal.
Tomado por sorpresa, nuestro hombre no puso ninguna pega. Abrió la cochera de par
en par y dejó entrar el maravilloso paso de la Virgen. Apenas la Macarena había cruzado
el umbral de la cochera cuando se acordó de las palabras llenas de rabia y desprecio
con que se había dirigido a ella. La misma Virgen había escuchado su queja y ahora
venía humildemente a su casa para sanarle el corazón.
Al ver las lágrimas de la Virgen por su Hijo muerto en la cruz, un profundo sentimiento
de pesar y arrepentimiento le inundó el corazón. Comprobar que la Virgen le había
escuchado y había acudido a él, le llenó el alma de paz. Pudo comprobar por sí mismo
que una Madre nunca abandona.
Cuando sufrimos, tendemos a cometer dos graves errores que hacen que nuestros
sufrimientos todavía duren más y en ocasiones no encuentren una fácil solución: el
primer error es culpar a Dios de los males que nos ocurren. Dios, por respeto a nuestra
libertad, permite las cosas malas que nos puedan pasar; aunque nunca las quiere ni las
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causa directamente (salvo cuando a través de un castigo busque corregirnos de errores
muy graves. Por ejemplo: la expulsión del Paraíso de nuestros Primeros Padres, el castigo
de Sodoma y Gomorra por su perversión, etc...). Y el otro error que cometemos en esos
momentos de pena es el de separarnos de Dios, abandonarlo. En lugar de acudir a Él
para que sane nuestras heridas y nos acompañe en nuestro pequeño calvario, tendemos
a separarnos de Él; por lo que, si tenía intención de ayudarnos, no se lo permitimos.
Afortunadamente, del mismo modo que tenemos un Padre en el cielo, también tenemos
una Madre; Ella, con un corazón lleno de bondad y comprensión, acude en ayuda de
nuestra debilidad.
31
Todos somos necesarios
ace ya algo más de cuarenta años, en una Iglesia de Saltzburgo (Austria), el
Las semanas pasaron rápidamente, y antes de que se dieran cuenta, había llegado el día
de la celebración del concierto.
Con más de media hora de anticipación, los asistentes comenzaron a llenar los bancos
de la Iglesia. El respeto, la buena educación y el silencio de los presentes ayudaron a
que las personas no olvidaran que se encontraban en un lugar sagrado. Algunos, los
más devotos, aprovecharon esos minutos previos al concierto rezando algunas oraciones.
Toda la Iglesia estaba bellamente ornamentada. Había un bellísimo Nacimiento del siglo
XVII donado por una familia española inmigrante. El altar mayor estaba decorado con
árboles de navidad y bellísimas poinsettias.
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Sonaron los primeros acordes y todo el auditorio se quedó en el más profundo silencio.
La sonoridad majestuosa del órgano, el buen hacer del organista y las piezas elegidas,
hicieron que los asistentes se fueran emocionando y entusiasmando ante la belleza casi
sobrenatural de las obras que escuchaban.
En el intermedio del concierto, un anciano caballero cuya tarea consistía en mover los
fuelles del órgano, dijo muy satisfecho al músico:
—¿Cómo dice usted, estamos dando, amigo? ¿No soy yo el que está dando el concierto?
Pasaron unos minutos y el organista, después de cambiar de partitura y estirar sus dedos,
se sentó de nuevo en el taburete para proseguir el concierto.
Cuando el auditorio se hubo acomodado, y dejó de oírse el más mínimo ruido, el maestro
aplicó sus manos al teclado para comenzar la segunda parte. Apretó las primeras teclas,
pero no salió ningún sonido. Se levantó un tanto extrañado y casi enfadado, corrió a la
parte trasera del órgano, y comprobó que el viejo que movía los fuelles seguía tan
tranquilo con su pipa en la boca sin mover un dedo.
El Maestro volvió al órgano y, cuando puso sus manos sobre las teclas, ¡esta vez sí que
cobraron vida!
¡Cuántas veces nuestros éxitos se nos suben a la cabeza y al final acabamos pensando
que no necesitamos a nadie! Esta vida es un entramado en el que todos somos
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necesarios. Lo importante es que cada uno cumpla la función para la cual Dios lo puso
en el mundo. Tan necesario es un médico como una persona que recoge la basura.
“Los miembros son muchos, pero uno solo el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano:
No tengo necesidad de ti. Ni tampoco la cabeza a los pies: No necesito de vosotros.
Aún hay más: Los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios;
y a los que parecen más viles, los rodeamos de mayor honor” (1 Cor 12: 20-23).
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Mi amiga doña Cortesía
ace tan solo unos días, dos compañeros míos sacerdotes, me contaban sendas
—Hoy me ha salido todo mal. He ido a tal oficina a presentar una documentación y la
persona que siempre se ocupaba de ello había sido trasladada, por lo que me atendió
otra persona. Le presenté los mismos documentos que en otras ocasiones les he llevado
y me dijo que me faltaban tales y tales certificados… Así que entre el viaje y las colas no
pude hacer nada en todo el día.
—¡Qué suerte he tenido hoy! Tenía que hacer unos papeles en tal oficina, he dado con
un empleado que era buena persona y he conseguido hacerlo todo en un santiamén.
Son dos casos muy parecidos, pero con resultados totalmente opuestos. Me imagino
que a ustedes les habrán ocurrido situaciones similares cientos de veces a lo largo de
sus vidas.
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Permítanme que les relate lo que le ocurrió al conserje de un hotel en Filadelfia (Estados
Unidos); y cómo su vida cambió totalmente por su buena actitud cuando acudieron a él
unas personas que están en dificultades. La historia comienza así:
—Lo siento de verdad, pero hoy se celebran tres convenciones simultáneas en la ciudad.
Todas nuestras habitaciones y las de los demás hoteles cercanos están ocupadas.
El matrimonio manifestó discretamente su agobio, pues era difícil que, a esa hora y con
ese tiempo tan horroroso, pudieran encontrar dónde pasar la noche.
—Miren…, no puedo dejarles marchar sin más con este aguacero. Si ustedes aceptan la
incomodidad, puedo ofrecerles mi propia habitación. Yo me arreglaré con el sillón de la
oficina, pues tengo que estar toda la noche aquí pendiente.
—Usted es el tipo de gerente que yo tendría en mi propio hotel. Quizás algún día
construya uno para devolverle el favor que hoy nos ha hecho.
Pasados dos años, recibió una carta de aquel hombre, en la que le recordaba la anécdota
ocurrida en aquella noche de lluvia, y le enviaba un billete de ida y vuelta a Nueva York,
con la petición expresa que por favor acudiese a su encuentro.
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Con cierta curiosidad, aceptó el ofrecimiento. Viajó a Nueva York y se encontró con este
hombre en el lugar donde habían quedado. Después de un breve recorrido, el hombre
mayor le llevó hasta la esquina de la 5ª Avenida y la calle 34, señaló un imponente
edificio con fachada de piedra rojiza y le dijo:
Así fue como William Waldorf Astor construyó el Waldorf Astoria original y contrató a
su primer gerente, de nombre George C. Boldt. Es evidente que Boldt no podía imaginar
que su vida iba a cambiar radicalmente por haber tenido el detalle de atender
cortésmente al viejo Waldorf Astor en aquella noche tormentosa en Filadelfia.
¡Cuántas veces, debido a nuestro trabajo u ocupación, alguna persona viene solicitando
nuestra ayuda, pero para nosotros es una molestia atenderle! ¡Cuántas veces somos
nosotros los que necesitamos ayuda, pero delante nuestro hay una persona que no está
dispuesta a cambiar sus planes, molestarse un poco, o sencillamente hacer un esfuerzo
extra!
Hay días que, cuando acudimos a una oficina pública y necesitamos la ayuda de un
dependiente, la primera respuesta es:
Y nosotros volvemos a casa en búsqueda del documento que nos falta. Cuando volvemos
a la misma oficina y preguntamos por la persona que nos atendió antes, se nos responde:
Después de estar casi una hora esperando, y viendo que Pepe no termina de llegar,
volvemos a preguntarle al mismo señor de antes y nos responde:
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—Lo siento, Pepe empezó a tramitarles el documento y tiene que ser él quien lo acabe.
Espérese un poco o venga otro día.
¿No tenemos que hacer un acto de paciencia para no dejarnos llevar por los nervios?
Imaginémonos sólo por un segundo que esta última persona, cuando fuéramos
preguntando por Pepe nos dijera:
¿Cuál sería nuestra reacción contra Pepe? ¡Cuán grande sería nuestro agradecimiento
para con esta segunda persona! Pues bien, casi todos los días nos encontraremos con
situaciones parecidas. Unas veces, seremos nosotros los afectados; en otras, serán los
demás quienes tengan que sufrir o alegrarse de nuestro proceder.
¡Qué diferencia tan grande cuando doña Cortesía es nuestra amiga! Recordemos
siempre: con muy poco esfuerzo podemos hacer un gran bien. ¡Que ella siempre nos
acompañe!
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El hilo de la vida
as arañas desde que nacen, tienen que valerse por sí mismas y buscarse la vida.
Pues bien, el cuento de hoy va sobre una araña recién nacida que, movida por un fuerte
viento, fue a parar a un bosque lejano y el hilito que pendía de su abdomen se enredó
en la copa de un árbol muy alto. Como estaba anocheciendo, se acurrucó debajo de la
hoja de una rama y allí pasó la noche.
Por fin se hizo de día. Los primeros rayos de sol iluminaron todo el bosque. Nuestra
arañita, después de estirar las ocho patas y hacer unos pequeños ejercicios gimnásticos,
pensó que era ya hora de tomarse un suculento desayuno. Como se encontraba en lo
alto del árbol, comenzó a descender emitiendo un largo hilo de seda; y así, en pocos
segundos, llegó al suelo. Ató el hilo del que iba colgada al pie del árbol, y comenzó a
tejer una trampa para cazar algún insecto despistado.
Tiró un hilo hasta un arbusto cercano uniéndolo al que había utilizado para bajar;
después otro, entrecruzándolo hasta una roca, y después otro más hasta unas raíces
cercanas. Hecho el marco de lo que comenzaba a ser su tela de araña, tiró otros hilos
empezando desde el centro, como si fueran los radios de una rueda de bicicleta. Y
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después, dando vueltas y vueltas en espiral fue tejiendo una finísima y preciosa telaraña.
Una vez terminada su trampa, fue corriendo a esconderse.
No tuvo que esperar por mucho tiempo, pues enseguida notó que algo vibraba,
enredado en la telaraña. Era una mosca casi recién nacida. Con rapidez saltó de su
escondite y en un santiamén, la mosca pasó a mejor vida.
El día pasó raudo. Varias fueron las incursiones de caza. Antes de que se diera cuenta,
el sol desaparecía por el horizonte, y pocos minutos después la oscuridad se apoderó
del bosque. Para evitar los peligros nocturnos, y más en este lugar desconocido, usando
el hilo maestro por el que había descendido al amanecer, subió a lo alto del árbol para
pasar la noche.
A la mañana siguiente bajó otra vez para cazar y comer. Así estuvo muchos días, hasta
que un atardecer, sintiéndose segura y sin miedo, decidió pasar la noche junto a su red
y ahorrarse subir a la copa del árbol. Como no pasó nada malo, se estableció
definitivamente allí. Los días fueron pasando. Nuestra arañita iba creciendo sana y
robusta; se sentía muy lista y feliz. Cada día estaba más gorda y peluda.
Vivió tanto tiempo a ras del suelo que olvidó para qué servía el primer hilo que un día
había tirado de lo alto del árbol y del que pendía toda la telaraña; así que, sin pensárselo
dos veces, un día que estaba reparando la telaraña, al ver aquel hilo viejo, fue y lo cortó.
En ese mismo momento toda la telaraña se le vino encima, y con ella, los esqueletos de
todos los incautos que había comido desde que tendió su tela. Atrapada en la misma
tela pegajosa que le había servido a ella misma de trampa para cazar, y agotada por el
esfuerzo y el calor, se fue sintiendo cada vez más débil hasta que al final murió.
Nosotros somos también como esta pequeña araña, nuestra vida depende de un hilo
maestro que nos permite volver a lo Alto y allí sentirnos seguros y en paz. Ese hilo de
la vida es nuestra fe.
Cuando éramos muy pequeños, nuestros padres nos llevaron a la Iglesia, y a través del
Bautismo establecimos una conexión con Dios. Los años fueron pasando y los
sacramentos, la oración, los sacrificios, las buenas obras…, ayudaban a mantenernos
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siempre unidos a Aquél que nos daba la vida. Pero un buen día, creyéndonos ya seguros
de nosotros mismos y pensando que ese hilo nos coartaba la libertad para movernos a
nuestro antojo; decidimos cortarlo. Con ello, y sin apenas darnos cuenta, todo el
entramado de nuestra vida se vino abajo; y poco a poco, atrapados y enredados en
nuestra propia telaraña, vimos cómo se derrumbaban nuestras ilusiones y sucumbían
nuestras fuerzas. Algunos, agotados y desanimados, se dejaron morir.
¡Cuántas personas, sintiéndose seguras de sí mismas, deciden cortar con lo Alto, deciden
seccionar el hilo del que suspende toda su existencia; y con ello, su vida corre peligro!
Cuando el hombre corta con Dios, sus leyes dejan de tener sólido fundamento, y
entonces oscilan y cambian sometidas a los vaivenes de la política que gobierna o de la
sociedad que más grita.
Si la araña sesga el hilo del que ella misma suspende, sólo puede esperar la muerte;
pero el hombre, aun atrapado en su propia telaraña y en estado agónico, siempre tiene
el recurso de clamar a lo Alto, para que desde allí le lancen un nuevo hilo maestro que
le ayude a recuperar su libertad, su alegría, y en el fondo, su vida.
La sociedad humana, hace tiempo que cortó con su Creador, sólo queda un pequeño
resto que, reconociendo sus deficiencias y sus necesidades, siguen orando a lo Alto y
clamando al cielo: ¡Ven, Señor Jesús!
43
La caridad siempre vence
n joven que deseaba ser monje se presentó al abad de un monasterio y le
U dijo:
—Puede ser que sí, -respondió el abad-, ¿pero quién sabe si este monasterio no estará
necesitando un poco de ella?
El abad pidió un tablero de ajedrez al hermano portero, pues sabía que le gustaba, y le
pidió que jugara una partida con el muchacho. Pero antes de comenzar la partida dijo:
—Aun cuando necesitemos diversión, no podemos permitir que todo el mundo se pase
el tiempo jugando al ajedrez. Entonces, solamente conservaremos aquí al mejor de los
dos jugadores; si nuestro monje pierde, saldrá del monasterio y dejará la plaza para ti.
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El joven comprendió que esta sería la partida más importante de su vida. En ese
momento el color de su cara cambió, y un sudor frío ante tamaña responsabilidad le
hizo temblar de miedo. La vida y el futuro de dos personas estaban en juego.
El abad, que en sus años mozos también había jugado al ajedrez, rápidamente se dio
cuenta del cambio de estrategia del joven; dio un manotazo al tablero y todas las piezas
cayeron al suelo. Entonces le dijo al muchacho:
Para salir adelante en esta vida tendremos que poner en práctica muchas virtudes al
mismo tiempo. Encontrar el equilibrio entre unas virtudes que parecen opuestas, como
la justicia y la misericordia o la serenidad y la audacia, es indicación de que uno ha
alcanzado una virtud superior llamada PRUDENCIA. Y si a la prudencia humana le
asociamos la CARIDAD cristiana; y somos capaces de vivirlas todas en grado sumo,
entonces estamos cerca ya de la SANTIDAD.
46
De cómo Dios elige y da una vocación
U
n mesonero buscaba una vasija para un estimado cliente.
El mesonero siguió inspeccionando sin decir una sola palabra. Se quedó mirando una
copa plateada de silueta curvilínea y alta:
Sin prestar mayor atención a lo que oía, el mesonero puso sus ojos en una copa de
bronce. Estaba pulida, y además era amplia y poco profunda:
—¡Fíjate, fíjate! -gritaba la copa-; sé que te serviré. Colócame sobre la mesa para que
todos me vean.
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—¡Mírame! -suplicó la copa de cristal-. No oculto nada, soy transparente y clara como
el agua de un manantial. Aunque soy frágil estoy segura de que te haré feliz.
El mesonero se acercó después a una copa hecha de madera. Estaba bien pulida y
labrada, parecía sólida y robusta:
—Tengo muchos usos, señor -dijo la copa de madera-. Aunque es mejor que me utilices
para agua, no para el vino.
Por último, el mesonero reparó en una copa de barro cocido. Estaba algo rota, sucia,
polvorienta y arrumbada en un rincón de la bodega.
Luego, con cuidado, tomó aquella copa de barro, la compuso, la limpió, la llenó y se
dirigió a ella con simpatía:
—Este es el trabajo que quiero que desempeñes: dar a los demás lo que yo te doy a ti.
Dios elige a quien quiere. Dios no nos necesita, pero nos quiere. Que Dios nos elija es
siempre un don suyo. No lo merecemos nunca. El modo que tiene Dios de elegir no
coincide muchas veces con el nuestro. Nosotros solemos guiarnos por las apariencias. Él
elige mirando la sencillez, la pureza y la generosidad de nuestros corazones.
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De cómo encontrar un honesto recaudador de
hacienda
rase una vez un famoso sultán nacido en Estambul a finales del siglo XV de nombre
É Solimán. Desde muy joven mostró grandes dotes para la guerra, el gobierno y la
administración. Tanto fue así que le valió el sobrenombre de “El Magnífico”. Al final
de su vida, cerca de 40 millones estaban bajo su mandato desde Turquía a Viena, y
desde el norte de África hasta Hungría y Belgrado. Gran parte del éxito de su empresa
fue el haberse rodeado de grandes filósofos, poetas, científicos, administradores…
Una mañana hizo llamar a su consejero más sabio, para que le ayudara a nombrar al
inspector de hacienda con el fin de que le ayudara a administrar y cuidar las grandes
49
riquezas de lo que la historia conoció con el nombre de “El Imperio Otomano”.
Guardemos silencio, escuchemos la conversación, y analicemos los hechos que
acontecieron en palacio ese día.
—¿No hay ningún hombre honesto en este país que pueda recaudar los impuestos sin
robar dinero? -se lamentó un sultán.
Se hizo el anuncio y aquella misma tarde la antecámara del palacio estaba llena de gente.
Había hombres gordos con trajes elegantes, hombres delgados con trajes elegantes y
un hombre con un traje sencillo y digno, pero bastante pobre si lo comparábamos con
los atuendos de los demás.
Por fin entró el sabio consejero a la cámara donde se habían reunido los candidatos al
importante y deseado cargo.
—El sultán os verá a todos en seguida -dijo-, pero tendréis que pasar de uno en uno
por el estrecho corredor que lleva a sus aposentos.
El corredor estaba oscuro, pues el calor era tan notable durante esa época del año que
era el único modo de mantener las estancias relativamente frescas. Para no tropezarse,
los candidatos tuvieron que ir palpando con sus manos para encontrar el camino.
Por fin, todos los convocados y el consejero sabio se reunieron ante el sultán.
50
Al sultán le pareció extraña aquella medida, pero accedió, y todos los hombres
empezaron a bailar.
—Nunca en mi vida he visto unos bailarines tan torpes -dijo el sultán- soltando una
estruendosa carcajada. Parece que tienen los pies de plomo.
Sólo el hombre pobre pudo saltar y bailar con gracia. Al cabo de unos minutos, el sabio
detuvo el baile y dijo:
—Este hombre es vuestro nuevo recaudador -dijo el sabio, señalando al hombre pobre-.
Llené el corredor de monedas y joyas y él fue el único que no llenó sus bolsillos con las
joyas robadas. Es el único que ha sabido tener las riquezas al alcance de la mano y no
apoderarse de ellas, pues no eran suyas.
Hoy día, parece que se ha perdido el sentido común a la hora de elegir personas para
desempeñar ciertos cargos; y se pone a un ladrón para sea alcalde, a un asesino para
que sea jefe de policía o a un incrédulo para que guíe a otros en el camino de la fe.
Para desempeñar algunos roles en la vida son precisas ciertas virtudes esenciales; por
ejemplo: la honradez si el dinero va a pasar por tus manos; la ciencia profunda, si vas a
tener que enseñar a otros; la valentía, si tu papel va a ser difícil y peligroso. Hay una
vocación en la que son convenientes muchas virtudes: el sacerdocio. Para ser un buen
sacerdote necesitarás tener una fe probada, ser honesto, valiente, sincero, casto,
trabajador…, y de todas ellas, la más importante será, estar enamorado de Cristo. Si no
le amas con locura, ¿cómo vas a incendiar de amor el corazón de otros?
Solimán demostró con su elección ser un gobernador sabio; en cambio la Iglesia, parece
que no encuentra a santos y sabios hombres para que guíen a su pueblo. Si para las
cosas de este mundo, al fin y al cabo pasajeras, ponemos tanto cuidado; ¿por qué no
ponemos el mismo cuidado, e incluso más, para las cosas que miran a Dios?
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“El amo alabó al mayordomo infiel de haber obrado sagazmente, pues los hijos de este
siglo son más avisados en el trato con los suyos que los hijos de la luz” (Lc 16:8).
52
¡Hola! Soy tu ángel de la guarda
ola! Soy un ángel de la guarda. Todos sabéis cuál es mi misión, ¿verdad? Los
Cuando decís ¡Por poco me caigo!, pero no os habéis caído, ha sido vuestro ángel de la
guarda quien os ha dado la mano. Cuando os cuesta mucho hacer alguna obra buena,
y, sin embargo, la hacéis, ha sido vuestro ángel quien os ha animado. No nos distraemos
nunca. Aunque no nos veáis, siempre os cuidamos, pase lo que pase.
Como podéis imaginar, los ángeles sabemos muchas cosas: ¡hemos acompañado a
tantos niños! Nos gusta mucho contarlas, sobre todo cuando son cosas buenas.
A mí me ha tocado en suerte ser el guardián de Miguel. Sus amigos dicen que Miguel
tiene madera de capitán. ¿Sabéis lo que quiere decir eso? Pues que Miguel es un niño
con muchas ideas y que les convence siempre a los demás. Tarde o temprano, todos
hacen lo que él quiere.
¡Figuraos lo orgulloso que estoy! Ser el ángel de un futuro capitán, ¡casi nada!
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Pero esto también tiene sus inconvenientes… Porque mientras a Miguel se le ocurren
buenas ideas o arrastra a sus amigos a juegos normales, todo va bien. Pero, ¿y cuándo
se le ocurren juegos peligrosos o travesuras? ¡Entonces, todos le siguen igualmente! Y
son cinco o seis niños haciendo la misma imprudencia; ¡qué desastre!
Ya veis si debo estar alerta con Miguel. Mi misión es muy difícil. Porque, al menor
descuido mío, puede suceder algún estropicio grande. Pero no temáis: yo nunca me
descuido.
Estaba el ángel de Miguel contándonos estas cosas, cuando Miguel, en presencia de sus
amigos de travesuras, levantó la voz y les dijo:
Enrique es el bromista del grupo. ¡Cómo hace reír a sus amigos! Cuando falta él, parece
que todo sea mucho más pesado: la clase, los juegos… Todos le quieren mucho.
A pesar del cariño que decían profesarle, no se les ocurrió hacer nada por él. Más que
pensar en su amigo enfermo, pedir por él o ir a visitarle, lo único que les vino más bien
a la mente fue:
—¡Qué lástima! Nos hemos quedado sin chistes y sin risas hasta que se ponga bueno.
Eso fue lo único que se les ocurrió; y ojalá se pusiera bueno pronto, pues yo también
me lo paso muy bien con él.
—¡Qué lata! —protestó Luis. Yo esta tarde pensaba ir de paseo con mis primos.
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—Esas visitas a niños enfermos son muy aburridas —observó Pedro—. Las mamás
siempre dan mucho respeto…
—¡Y los papás no digamos! No sabe uno qué decir, ni dónde mirar…
—No importa —insistió Miguel—. Tenemos que ir. ¿Vosotros no habéis estado enfermos
alguna vez?
—¡Claro! Como que las tardes se hacían largas, largas, y no acababan nunca. Si viene
alguien, te distrae, y entonces…
—¿Lo veis? Pues también Enrique estará deseando que vayamos a hacerle compañía un
rato. ¿No somos sus amigos? Para jugar y pasarlo bien, no cuesta nada ser amigos. Pero
cuando se quiere de veras a un amigo, no es sólo para jugar, sino siempre, aunque esté
enfermo. ¡Como yo soy amigo de Enrique, yo iré a verle!
Luis y Pedro no contestaron, porque todavía tenían sus dudas. Sí, aquello de los amigos
era cierto. Pero, ¡vamos!, ponerse enfermo es una ocurrencia demasiado fastidiosa… ¿Qué
culpa tenían ellos?
Miguel fue aquella misma tarde a casa de Enrique. Le encontró en la cama, muy aburrido.
Tenía unas décimas de fiebre y su mamá no le dejaba moverse:
Miguel le traía un precioso libro de cuentos recién comprado que tenía una coloreada
portada y muy bellas ilustraciones en su interior. Creo que se llamaba “Cuentos con
moraleja”
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Estuvieron hablando un rato. Poco rato, porque cuando un niño está enfermo fácilmente
les viene dolor de cabeza. Por último, Miguel se despidió de su amigo, sin éste
preguntarle antes por Pedro y Luis.
¡Qué listo es Miguel! Había adivinado que sus dos compañeros seguirían su ejemplo. Y
no se equivocó, porque al día siguiente se presentó Luis a visitar a Enrique, y al otro,
Pedro. Así, entre los tres, hicieron más llevadera la enfermedad de su amigo. Cada día,
tenía la ilusión de recibir la visita de uno de ellos. Pasaba las horas esperando… hasta
que llegaba el amigo, y le entretenía un rato. Y así durante una semana. Como a mí no
me veían, aprovechaba para ponerle mi termómetro invisible. Los últimos días ya no
tenía fiebre.
El lunes siguiente, Enrique pudo salir a la calle y volver al colegio. En el recreo se encontró
con Miguel, Pedro y Luis. Después del ¿cómo estás? de rigor, Enrique les dijo:
Me he enterado por otros compañeros míos que hay niños que son realmente malvados,
egoístas y no tienen buen corazón…. San Pedro también me lo ha comentado varias
veces. ¿Y tú? ¡Sí, tú! El que ahora está leyendo estas líneas, ¿le das mucho trabajo a tu
ángel de la guarda? ¿Visitas a tus amigos cuando están enfermos? Afortunadamente
todavía quedan algunos “migueles” a quienes les gusta hacer de capitanes y llevar a sus
amigos por el buen camino.
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No es tan difícil descubrir la estrategia del
enemigo
rase una vez una zorra que, buscando comida, encontró un gallo bien cebado. Éste
—¿Por qué huyes? Sólo quería darte un abrazo fraternal— dijo muy ofendida la zorra.
—Se ha proclamado la paz universal —afirmó la zorra—. Ahora todos somos hermanos.
Anda, baja, para que también nosotros podamos darnos el abrazo de la paz, porque
tengo todavía que ir a abrazar a muchos otros hermanos con los que antes estaba
enemistada.
—¡Qué bien! —fingió alegría el gallo. Entonces será mejor esperar a que lleguen aquellos
perros de caza; seguramente ellos también querrán darte un abrazo de paz.
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La zorra salió huyendo a toda prisa; no sin antes volviéndose al gallo y diciendo:
—No es que te haya mentido, pero no estoy segura de que ellos se hayan enterado del
acuerdo de paz universal.
El demonio siempre tiene una estrategia muy clara para ganar la batalla, estrategia que
si estamos descuidados, no descubriremos, y como consecuencia de ello seremos
engañados.
Y lo que vale para cada uno de nosotros, también vale para la sociedad humana y para
la Iglesia. Cuando uno ve que nuestra sociedad se descristianiza y todos los valores
humanos y cristianos son atacados, ridiculizados y vilipendiados, ya sabe lo que tiene
que hacer para no caer en la trampa: retornar a las enseñanzas del Cristo y revitalizar su
fe. Si es la Iglesia la que es atacada, ella tiene muchas armas dadas por el mismo
Jesucristo para defenderse.
El problema real surge cuando la misma Iglesia, que tendría que ser nuestra defensora
y portadora de la verdad, nos engaña y traiciona; y en lugar de ofrecernos las auténticas
enseñanzas de Cristo, las deforma, oculta, manipula, tergiversa…, entonces, quien tendría
que ser nuestro salvador, se transforma en causa de nuestro tropiezo.
Ya lo dijo Jesucristo hablando de San Juan Bautista: ”Vino éste a dar testimonio de la
luz, para testificar de ella y que todos creyeran por él. No era él la luz, sino que vino a
dar testimonio de la luz. Era la luz verdadera, que viniendo a este mundo ilumina a todo
hombre.... Vino a los suyos, pero los suyos no le conocieron. Mas a cuantos le recibieron
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dioles poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre” (Jn 1: 7-
12).
Jesús es la luz del mundo (Jn 12:46), y la Iglesia ha de reflejar fielmente esta luz. Por eso,
uno de los disfraces preferidos del demonio es el de presentarse como “ángel de luz”;
ahora bien, sólo serán engañados aquéllos que previamente eligieron la mentira; pues
el que permanece en la luz ve claramente y distingue lo bueno de lo diabólico; y por
tanto, no será engañado.
Si el mundo de hoy ha sido atrapado por el vicio y el pecado es porque antes ya había
abandonado a Dios.
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No hay prisa
e cuenta que tres aprendices de demonios estaban recibiendo su último
El primero dijo:
Satanás le contestó:
Satanás le respondió:
—Por ese camino sólo engañarás a los que ya son míos. Así que tendrás que buscar
otro modo.
El tercero: dijo:
—Yo les diré que no hay prisa; que hay mucho tiempo.
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Satanás le contestó:
Los sacerdotes conocemos muy bien esta historia. En cuántas ocasiones vamos detrás
de una persona intentando que se convierta y su respuesta siempre se parece: “Soy
todavía joven”; “A mí no me va a ocurrir lo que usted dice”; “No me va a pasar nada,
pues confío en Dios”; “Tengo toda la vida por delante”; “No necesito confesarme, pues
no tengo pecados”.
No hace ni una semana que enterraba al último. Una mujer mayor, que según la propia
familia se encontraba muy bien. Se acostó por la noche y dos horas después, entre los
estertores de la muerte llamaba a sus hijos para que avisaran al médico. El médico llegó,
pero ya tarde. El que no llegó nunca fue el sacerdote; pero de éste, ni se acordaron. A
la mañana siguiente me llamaban del tanatorio: ¡Padre! Tenemos entierro para hoy. Ha
muerto….
“Vosotros estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del
Hombre” (Lc 12:40).
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Un test para descubrir la auténtica santidad
a historia que les traigo hoy es real. Le ocurrió a San Felipe Neri a finales del s.
L XVI. Durante la vida de San Felipe Neri existió una monja en Italia que tenía fama
de santidad. Se decía que continuamente tenía revelaciones y locuciones del cielo.
Un día, el Papa mandó precisamente al padre Felipe al convento donde vivía la citada
monja para que valorara su santidad.
Estaba San Felipe caminando por las calles de Roma, cuando de pronto sobrevino un
gran aguacero. Aunque el santo se cubrió como pudo, pronto las calles se llenaron de
barro. Él, empeñado en cumplir el encargo que le había dado el Papa prosiguió todo
empapado y embarrado hasta el convento. Llegado al convento, preguntó enseguida
por la monja y….
—Precisamente, dijo la hermana portera, ahí viene la santita con otras tres hermanas ,-
pues casi todas las monjas del convento estaban asombradas de las revelaciones que la
santa decía tener.
La hermana caminaba muy seria y afligida, sin prestar atención a nadie y con la mente
perdida en Dios.
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La monja se enfureció, alzó el mentón y permaneció inmóvil e indignada sin decir
palabra.
San Felipe no hizo preguntas; ya había visto bastante. Se levantó, tomó su capa, se puso
el sombrero y volvió a ver al Papa para comunicarle su resolución:
—Estimado Santo Padre, acabo de llegar del convento de hacer el encargo que usted
me dio, y tenga por seguro que la hermana que usted sabe, ni tiene revelaciones ni es
santa. Todo es un engaño del demonio. Le aconsejo que saque usted a la hermana de
tal comunidad y la lleve a un lugar donde nadie le conozca por bien de su alma y del
resto del convento.
Para descubrir la auténtica santidad lo único que tenemos que comprobar es si hay
verdadera humildad. No hay santidad sin humildad. Hay muchas personas que intentan
simular ser santos; es más, en ocasiones consiguen engañar a muchos, como esta monjita
de la historia. Para comprobar si la santidad es real, es suficiente con hacerle una prueba
de humildad como hizo san Felipe. Cuando la humildad es auténtica, también lo es la
santidad.
El santo nunca es autoritario, sino que siempre es paciente, sabe escuchar; no sólo
perdona las ofensas, sino que además nunca se siente ofendido. San Pablo nos dio una
lista más completa:
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No perdamos la oportunidad de hacer el bien
n hombre cogía cada día el autobús para ir al trabajo. Una parada después,
U una anciana subía también cada día al autobús con su perrito, y se sentaba en
el lado de la ventana un asiento por delante de él.
La anciana abría una bolsa y durante todo el trayecto, iba tirando algo por la ventana.
Siempre hacía lo mismo y un día, intrigado, el hombre le preguntó qué era lo que tiraba
por la ventana.
—De flores Es que miro afuera y está todo tan vacío… Me gustaría poder viajar viendo
flores durante todo el camino. ¿Verdad que sería bonito?
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El hombre se despidió de la anciana y bajó del autobús para ir a su trabajo. No pudo
quitarse de la mente que la anciana había perdido un poco la cabeza.
Unos meses después, al echar de menos a la anciana que ya nunca iba en el autobús,
preguntó al conductor:
—¿Sabe usted algo de la anciana que venía antes todos los días en autobús y sembraba
el campo de semillas?
—Sí. Murió hace un mes… La pobre vivía sola. Sus hijos se marcharon al extranjero hace
años. En el funeral sólo estaban dos vecinos y un perrito que tenía.
Yendo al trabajo, el hombre, al mirar por la ventana del autobús, vio todo el camino
lleno de flores… ¡Todo lo que veía era un colorido y florido paisaje! Las flores han
brotado, se dijo, pero ¿de qué le ha servido su trabajo? No ha podido ver su obra.
De repente, oyó la risa de una niña pequeña que hablaba con su mamá. La niña señalaba
entusiasmada las flores…
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Salvado por tres ducados
n los primeros días del año 1200 una carroza real tirada por seis caballos blancos
Llegando frente a la horca, la reina vio al infeliz condenado ya con la cuerda al cuello.
No pudo contener un grito y escondió el rostro entre las manos. El rey, entonces, se
detuvo e hizo un gesto al verdugo para que esperase. Y dirigiéndose a los jueces, dijo:
—Señores magistrados, como señal de bienvenida la reina os pide que sea de vuestro
agrado conceder a este hombre el perdón.
Esta intervención del rey fue recibida por unos con alegría y por otros con sorpresa. Pero
los jueces respondieron:
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—Majestad, este hombre cometió un gran crimen para el que no hay perdón, y aunque
nuestro deseo sería agradar a nuestra señora la reina, estamos maniatados por la ley
que exige que sea ahorcado inmediatamente.
—¿Existe en el mundo una falta que no puede ser perdonada? -preguntó tímidamente
la reina.
Y recordó que según la costumbre del país cualquier condenado, por peor que fuera su
crimen, podría ser rescatado con la suma de 1.000 ducados.
El rey abrió su bolsa y sacó 800 ducados de ella. La reina, a su vez, registró la suya y
solo encontró 50 ducados, dijo:
—Señores, ¿no es suficiente para este pobre hombre la suma de 850 ducados?
Entonces, todos los hombres del séquito real echaron mano en sus respectivas bolsas,
en busca de más monedas, entregándolo todo a los jueces. Hicieron cuentas y
anunciaron:
—¿A causa de 3 ducados este hombre será ahorcado? - exclamó perpleja la reina.
—¡No se trata de una exigencia nuestra, sino de la ley! ¡Nadie puede cambiar la ley!
E hicieron una señal al verdugo, que se acercó con la cabeza cubierta con una capucha
negra, preparándose para el acto final. De nuevo intervino la reina:
—¡Deteneos! Revisad primero a este pobre miserable. Tal vez tenga consigo 3 ducados.
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La bondadosa reina era una perfecta cristiana con una piedad y caridad reconocida años
después por toda Francia. Blanca de Castilla fue la madre del Rey Luis IX que hoy
conocemos como San Luis Rey de Francia.
Y la narración termina de la siguiente forma:
¿Quién es el hombre que, a punto de ser ahorcado, fue salvado por la bondad del rey,
por la intercesión de la reina y la ayuda de los caballeros del séquito real?
En el día del Juicio, sin duda nos salvará la misericordia de Dios, la intercesión de la
Virgen María y los méritos de los santos. Pero todo eso no valdría de nada si no
lleváramos con nosotros por lo menos 3 ducados de buena voluntad… y de buenas obras
hechas a lo largo de nuestra vida.
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¡Corta la cuerda! Dios te lo pide
uentan que un alpinista, desesperado por conquistar el Aconcagua inició su
Seguía cayendo… y en esos instantes, pasaron por su mente todos los momentos de la
vida. Él pensaba que iba a morir, sin embargo, de repente sintió un tirón muy fuerte que
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casi lo parte en dos… Sí, como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de
seguridad con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura.
En esos momentos de quietud, suspendido por los aires, no le quedó más que gritar:
—¡Sálvame Señor!
Dios siempre nos ofrece un mejor camino. Lo único que nos hace falta es tener confianza
y fortaleza para cortar la cuerda; ese cordón umbilical a través del cual nos sentimos
seguros, pero que en el fondo es un obstáculo para que Dios pueda actuar.
¡Cuántos problemas nos podríamos haber ahorrado en la vida si hubiéramos hecho caso
a Dios! Las soluciones que Dios nos ofrece, a veces podrán parecer a primera vista
exageradas o sin sentido; pero si vienen de Dios, podemos estar seguro que son las que
más nos convienen.
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¡Aguanta un poco más!
e cuenta que una vez, en Inglaterra, había una pareja que gustaba de visitar las
S pequeñas tiendas del centro de Londres. Una de sus tiendas favoritas era una en
donde vendían vajillas antiguas. En una de sus visitas a la tienda vieron una
hermosa tacita.
—¿Me permite ver esa taza?, —preguntó la señora—, nunca he visto nada tan fino como
eso!
En cuanto tuvo en sus manos la taza, escuchó que la tacita comenzó a hablar. La tacita
le comentó:
—¡Usted no entiende! Yo no siempre he sido esta taza que usted está sosteniendo. Hace
mucho tiempo yo sólo era un montón de barro. Mi creador me tomó entre sus manos
y me apretó y me moldeó cariñosamente. Llegó un momento en que me desesperé y le
grité: ¡Por favor, déjame en Paz! Pero sólo me sonrió y me dijo: “aguanta un poco más,
todavía no es tiempo”.
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—Después me puso en un horno. Yo nunca había sentido tanto calor. Me pregunté por
qué mi creador querría quemarme, así que llamé a la puerta del horno. A través de la
ventana del horno pude leer los labios de mi creador que me decían: “aguanta un poco
más, todavía no es tiempo”. Finalmente se abrió la puerta. Mi creador me tomó y me
puso en una repisa para que me enfriara”. Así está mucho mejor” me dije a mí misma,
pero apenas si me había refrescado cuando mi creador ya me estaba cepillando y
pintándome. ¡El color de la pintura era horrible! Sentía que me asfixiaba. “¡Por favor
detente!” -le gritaba yo a mi creador, pero él sólo movía la cabeza haciendo un gesto
negativo y decía: “aguanta un poco más, todavía no es tiempo”.
—Al fin dejó de pintarme; ¡pero esta vez me tomó y me metió nuevamente a otro horno!
No era un horno como el primero, sino que era mucho más caliente. Ahora sí estaba
segura que me sofocaría. Le rogué y le imploré que me sacara. Grité, lloré, pero mi
creador sólo me miraba diciendo “aguanta un poco más, todavía no es tiempo”.
—En ese momento me di cuenta que no había esperanza. Nunca lograría sobrevivir a
ese horno. Justo cuando estaba a punto de darme por vencida se abrió la puerta y mi
creador me tomó cariñosamente y me puso en una repisa que era aún más alta que la
primera. Allí me dejó un momento para que me refrescara.
—Después de una hora de haber salido del segundo horno, me dio un espejo y me dijo:
“¡Mírate! ¡Esta eres tú! Yo no podía creerlo. Esa no podía ser yo. Lo que veía era hermoso.
Mi creador nuevamente me dijo: “Yo sé que te dolió haber sido golpeada y moldeada
por mis manos, pero si te hubiera dejado como estabas, te hubieras secado. Sé que te
causó mucho calor y dolor estar en el primer horno, pero de no haberte puesto allí,
seguramente te hubieras agrietado. También sé que los gases de la pintura te provocaron
muchas molestias, pero de no haberte pintado tu vida no tendría color. Y si yo no te
hubiera puesto en ese segundo horno, no hubieras sobrevivido mucho tiempo, porque
tu dureza no habría sido la suficiente para que subsistieras. ¡Ahora tú eres un producto
terminado! ¡Eres lo que yo tenía en mi mente cuando te comencé a formar!”
Igual pasa con nosotros. Si damos permiso a Dios para que nos vaya modelando a lo
largo de nuestra vida, tendremos que pasar por muchos momentos parecidos.
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Modelar a una persona es mucho más difícil que trabajar el barro; pues el barro se deja,
pero al hombre le cuesta. El trabajo de Dios durará toda una vida; pero si somos valientes
y no ponemos muchos obstáculos, Dios los irá venciendo poco a poco hasta que al final
seamos una “obra maestra” a los ojos de Dios.
Dios nunca nos va a obligar a que vivamos algo que no podamos soportar, ni tampoco
permitirá que seamos probados por encima de nuestras fuerzas.
Así pues, si queremos que Dios modele un santo en cada uno de nosotros, tendremos
que ser dóciles, humildes, valientes, confiados…; en una palabra, deberemos dejarnos
trabajar. En los momentos duros, recordemos que nunca seremos probados por encima
de nuestras fuerzas; y que Dios es capaz de enderezar hasta el camino más tortuoso y
curvado, pues para Dios nada hay imposible.
Así pues, cuando estemos en los momentos bajos de la vida, escuchemos lo que nos
dice el Señor: “¡aguanta un poco más, todavía no es tiempo!” Y después, dejémosle
hacer. Llegará un momento en el que la obra ya estará acabada o casi acababa y
entonces el Señor pondrá un espejo delante de nosotros para que podamos comprobar
las maravillas que había hecho con nuestra torpe vida. En el fondo, esa es la historia de
la vida de cualquier santo que tú y yo conocemos.
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Una vez fuimos agua cristalina
ra una vez una gota de agua que sintió de pronto la llamada de ir al mar, y hacia
Pero un día se cansó de caminar por el cauce estrecho del arroyo. Al saltar sobre la
presa de un molino, divisó horizontes de tierra y en tierra quiso convertirse.
Aprovechando el desagüe de una acequia, se salió de madre y se estacionó.
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—¡Gotita, recobra tu vocación de mar!
Cada uno de nosotros es una gota de agua que estando previamente en el corazón de
Dios, un día vino a este mundo. Al principio de nuestra existencia, después de una
primera purificación (bautismo), éramos limpios y cristalinos. Los pocos años nos
ayudaban a tomarnos la vida con confianza y alegría. Íbamos de un lugar a otro siendo
la alegría de todos.
Los años fueron pasando y un día nos cansamos de caminar por el camino trazado por
Dios, y levantando los ojos al horizonte fuimos cautivados por una vida aparentemente
alegre que se nos ofrecía fuera de nuestro cauce natural. Atraídos por esa nueva vida,
olvidamos el Camino y nos fuimos por otros caminos que no eran el Suyo. Poco a poco
nuestras aguas cristalinas se fueron manchando y llenando de lodo, tanto, que ni
nosotros mismos éramos capaces de reconocernos.
Un buen día, alguien nos encontró llenos de barro y deprimidos y nos preguntó qué es
lo que hacíamos fuera del arroyo. Nosotros, tristes y cansados, no sabíamos lo que nos
pasaba. Pero quien nos encontró, se ofreció para devolvernos a nuestro cauce.
De nuevo en nuestro arroyo, y una vez purificadas nuestras aguas (confesión); ya más
tranquilos, ya más serenos, fueron pasando los años de nuestra vida.
Ahora, cuando nuestros cabellos ya están nevados, sólo nos queda seguir dulcemente el
Camino, para cuando Él quiera, lleguemos al ancho mar y allí descansar junto al Amado.
Este cuento me trae a la memoria un poema que el P. Gálvez escribió hace años y que
un día cayó en mis manos. Un poema que canta de un modo bellísimo cómo ha de ser
la vida de un cristiano. Poema que bajo el título “El río” ahora les regalo:
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va el río descendiendo,
en rumorosos saltos repitiendo
la canción de sus aguas cristalinas
en paso más ligero entre colinas,
pues siente de la tierra la presura
de llegar con presteza a la llanura;
mas, viendo que a su canto
nadie responde, entristecido tanto,
en curso más sinuoso,
más cansado, más triste y perezoso,
el mar sigue buscando.
Y mientras va bajando,
para que el trigo en primavera espigue,
sus aguas va dejando,
y el río sigue y sigue
a ver si unirse con el mar consigue.
79
A Dios rogando y con el mazo dando
n día un hombre joven decidió poner a prueba la providencia del Señor. En
U muchas ocasiones había oído decir al sacerdote de su parroquia que Dios era
un Padre bondadoso que se ocupaba de todas sus criaturas. El hombre quería
saber si también se ocuparía de él y le mandaría lo que cada día necesitara.
Una buena mañana decidió internarse en un bosque solitario que había a pocos
kilómetros de su casa para esperar allí que Dios le enviara su sustento diario. Pasó una
mañana, y no consiguió nada para comer, se internó más aún en el bosque, y se acostó
en un claro. Revoloteando por el suelo se encontró a una paloma malherida por el tiro
de un furtivo cazador. Tenía una pata rota y un ala quebrada. No podía volar ni caminar
y como consecuencia no podía valerse por sí misma para encontrar el sustento. En esas
condiciones no le quedaba otra posibilidad que la de morir de hambre, a menos que la
providencia de Dios la ayudara. Nuestro amigo se quedó mirándola, en espera de ver lo
que sucedía.
Unas horas más tarde vio acercarse un águila grande que traía entre sus garras un trozo
de pan. Sobrevoló rápidamente la paloma y le arrojó la comida, como para que no
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tuviera más trabajo que comérsela. Realmente, el hecho demostraba que Dios se
ocupaba de sus pobres criaturas; y hasta se había interesado de esta pobre paloma
malherida. Por lo tanto, no había nada que temer. Seguramente a él también le enviaría
por intermedio de alguien lo que necesitaba para vivir. Y se quedó esperando todo el
día con una gran fe en la providencia.
Pero pasó todo el día y no apareció nadie. Y lo mismo pasó al día siguiente. A pesar de
que el águila había traído pan un día y al día siguiente frutas a la paloma, nadie había
venido a preocuparse por él. Esto le empezó a hacer dudar sobre lo que le decían de la
providencia de Dios.
Llegó el tercer día sin haber probado bocado. De pronto sus ojos se abrieron
asombrados. A lo lejos vio a un caballero montado sobre un corcel blanco que se dirigía
hacia donde él estaba. Pensó que al final Dios había escuchado su oración y ese caballero
venía a socorrer su necesidad.
—¡Te preocupas de una pobre paloma malherida, pero no te interesas por ayudarme a
mí que soy tu hijo!
El forastero le preguntó por qué se mostraba tan enfadado y maldecía a Dios. Entonces
él le comentó todo lo que estaba pasando. A lo que el forastero le respondió muy serio:
A veces vivimos compadeciéndonos de nosotros mismos y de nuestra mala suerte. Los
años pasan y no vemos que Dios nos ayude. En muchas ocasiones ese modo de pensar
no es sino una falta de perspectiva. Dios ya no está ayudando: nos ha dado salud, fuerza,
82
inteligencia, ingenio y muchas otras virtudes para salir adelante. Lo que ocurre es que a
veces nos resulta más cómodo que sean otros los que se preocupen y nos den el pan
de cada día. Sólo cuando uno haya hecho todo lo posible que está en sus manos y la
suerte no le sonría, será cuando Dios tome cartas en el asunto.
De todos modos, no olvidemos nunca que Dios también se vale del sufrimiento para
transmitirnos una enseñanza. A decir verdad, si pedimos a Dios, Él siempre nos ayuda y
nos da lo que más necesitamos; unas veces será pan, pero otras, las más frecuentes, dos
manos para trabajar.
83
Jesús está a la puerta
sta es la breve historia de un pintor que empezaba a ser conocido por sus
Una vez descubierto el cuadro hubo un caluroso aplauso. Era una impresionante figura
de Jesús tocando suavemente la puerta de una casa. Jesús parecía vivo. Con el oído
junto a la puerta, parecía querer oír si dentro de la casa alguien le respondía. Todos
admiraron aquella preciosa obra de arte.
85
De repente una curiosa niña observó lo que ella creyó ser un error en el cuadro: la puerta
no tenía cerradura.
Fue entonces a preguntar al artista por lo que ella supuso era un olvido:
El pintor respondió:
—No tiene cerradura porque esa es la puerta del corazón del hombre. Sólo se abre por
el lado de adentro.
Mirad que estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y me abre, yo entraré y
cenaré con él y él conmigo (Ap 3:20).
La delicadeza del Señor es tal que siempre toca y espera a la puerta. De nosotros
depende abrirle o no. Él tiene mucha paciencia y le gusta esperar pues tiene ansias de
entrar y estar con nosotros; pero Él también respeta nuestra libertad y si, después de
llamar varias veces nos hacemos los sordos y no abrimos, Él se marchará y nos
quedaremos sin Él.
Dios toca nuestra puerta en muchas ocasiones; le gustaría quedarse con nosotros, pero
también sabe que necesitamos crecer y sentir el hambre de su ausencia; esa es la razón
por la que frecuentemente se ausenta de nuestra casa; ahora bien, en cualquier momento
volverá y tocará, nosotros tendremos que estar preparados pues cuando menos lo
esperemos Él llegará y de nosotros dependerá abrirle o no. Y de que le abramos o no,
dependerá el resto de nuestra vida.
Uno de los puntos esenciales de la relación amorosa del hombre con Cristo, es la
reciprocidad. De ahí se desprende que el deseo y la ansiedad de la esposa (el alma) por
encontrar al Esposo (Cristo) son correspondidos por la ansiedad y el deseo, aún mayores,
del Esposo por encontrar a la esposa.
El Esposo incluso llega en su búsqueda hasta golpear la puerta en su afán por encontrar
a la esposa (Ap 3:20). Que recuerda las bellísimas palabras del Cantar de los Cantares:
86
Ábreme, hermana mía, esposa mía,
Paloma mía, inmaculada mía.
Que está mi cabeza cubierta de rocío
Y mis cabellos de la escarcha de la noche. (C.C 5:2)
2
Alfonso Gálvez, El Misterio de la Oración, Shoreless Lake Press, New Jersey, USA, 2014, págs 153-154
87
Si sigues estos consejos heredarás un reino
rase una vez un reino que estaba regido por un rey muy cristiano y con fama de
É santidad pero que no tenía hijos. El monarca envió a sus heraldos a colocar un
anuncio en todos los pueblos y aldeas de sus dominios.
Cualquier joven que reuniera los requisitos exigidos, para aspirar a ser posible sucesor
al trono, debería solicitar una entrevista con el Rey. A todo candidato se le exigían dos
requisitos imprescindibles: Amar a Dios y demostrar con hechos que amaba a su prójimo.
En una aldea muy lejana, un joven leyó el anuncio real y creyó que él cumplía los
requisitos, pues amaba a Dios y también a sus vecinos. Una sola cosa le impedía ir. Era
tan pobre que no contaba con vestimentas dignas para presentarse ante el santo
monarca, ni tenía dinero para hacer tan largo viaje.
Trabajó de día y noche. Ahorró todo lo que pudo, y cuando tuvo una cantidad suficiente
para el viaje, vendió sus pertenencias, compró ropas finas, algunas joyas y emprendió el
viaje.
Algunas semanas después, habiendo agotado casi todo su dinero y estando a las puertas
de la ciudad donde vivía el gran rey se encontró con un pobre pidiendo limosna. Aquél
pobre hombre tiritaba de frío, cubierto sólo por harapos. Sus brazos extendidos rogaban
auxilio. Imploró con una débil y ronca voz:
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—Estoy hambriento y tengo frío. ¡Por favor ayúdame!
El joven quedó tan conmovido por las necesidades del pobre que de inmediato se
deshizo de sus ropas nuevas y se las entregó al pobre; y, sin pensarlo dos veces, le dio
también parte de las provisiones que le quedaban.
Cruzando los umbrales de la ciudad, una mujer con dos niños tan sucios como ella, le
suplicó:
Sin pensarlo dos veces, nuestro amigo se sacó el anillo del dedo y la cadena de oro de
cuello y junto con el resto de las provisiones se los entregó a la pobre mujer.
Cuál no sería su sorpresa cuando alzó los ojos y se encontró con los del Rey. Atónito y
con la boca abierta dijo:
En ese instante entró una criada con dos niños trayéndole agua al cansado viajero. Su
sorpresa fue también mayúscula:
—Sí —replicó el Soberano con un guiño— yo era ese pobre, y mi criada y sus niños
también estuvieron allí.
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—Porque necesitaba descubrir si realmente cumplías con las condiciones para ser rey -
dijo el monarca-. Sabía que, si me acercaba a ti como Rey, podrías fingir y actuar no
siendo sincero en tus motivaciones. De ese modo me hubiera resultado imposible
descubrir lo que realmente había en tu corazón. Como pobre, no sólo descubrí que de
verdad amas a Dios y a tu prójimo, sino que eres el único en haber pasado la prueba.
¡Tú serás mi heredero! ¡Tú heredaras mi reino!
Este cuento le dio la oportunidad a nuestro protagonista de llegar a ser rey. A veces
pensamos que todo esto sólo ocurre en los cuentos; pero también nosotros podemos
ser “reyes” si hacemos lo que Él nos manda.
“Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, tomad
posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve
hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me
acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis
a verme” (Mt 25: 34-26).
Ante nosotros yace la posibilidad de ser reyes; pero para ello, tendremos que probarle
a Dios qué estamos dispuestos a dejar para serlo. Para el hombre de este relato, su
prueba consistió en algo todavía más difícil, llegar a ser rey renunciando a serlo. Fue
entonces cuando Dios descubrió lo que había realmente en su corazón, y como
consecuencia recibió el Reino prometido.
91
¿Escucha Dios nuestras oraciones?
n joven fue a una reunión bíblica en la casa de un matrimonio amigo. El
U matrimonio dividió el estudio entre oír a Dios y obedecer la palabra del Señor.
El joven solo quería saber si Dios aún hablaba con las personas y escuchaba
sus oraciones.
Después de la reunión, se fue a tomar un café con los amigos. Eran aproximadamente
las 10 de la noche cuando el joven se despidió de sus amigos y se dirigió a su casa.
—Señor Si aún hablas con las personas, habla conmigo. Yo te escucharé. Haré todo lo
que me digas.
93
—¿Eres tú, Señor?
El joven pensó en Samuel y cómo él no reconoció la voz de Dios, y cómo Samuel corrió
hacia Él.
—Muy bien, Señor, dijo el joven en voz alta. Te obedeceré, voy comprar la leche. Esto
no parece ser una prueba de obediencia muy difícil.
Total, él podría también usar la leche. Así que paró, compró la leche y continuó su
camino a casa. Cuando pasaba por la séptima avenida, nuevamente escuchó una voz
interior:
Nuevamente sintió que debería haber girado en la séptima avenida. Giró y se dirigió por
la séptima avenida. Medio en broma, dijo en voz alta:
Siguió avanzando algunas calles más, cuando de repente sintió que debía parar. Se
detuvo y miró a su alrededor. Era un área comercial y residencial. No era la mejor zona,
pero tampoco era la peor de la vecindad.
Los establecimientos estaban cerrados y la mayoría de las casas estaban a oscuras, como
si las personas ya se hubiesen ido a dormir, excepto una al otro lado de la calle, y que
estaba cerca. Nuevamente, sintió algo:
—¡Ve y dale la leche a las personas que están en aquella casa al otro lado de la calle!
El joven miró la casa. Comenzó a abrir la puerta del coche, pero se volvió a sentar. —
¡Señor, esto es una locura! ¿Cómo voy a ir a una casa extraña en medio de la noche?
94
Una vez más, sintió que debería ir a dar la leche. Finalmente, abrió la puerta.
—Muy bien, Señor, iré y entregaré la leche a aquellas personas. Si el Señor quiere que
yo parezca un tonto, pues bien. Quiero ser obediente, pero si no me abren
inmediatamente, me iré.
Atravesó la calle y llamó al timbre. Pudo oír un barullo desde dentro, parecido al llanto
de una criatura. La voz de un hombre sonó alto:
La puerta se abrió antes de que el joven pudiese huir. De pie, estaba un hombre vestido
con pantalones vaqueros y camiseta y cara de pocos amigos.
El hombre tomó la leche y corrió hacia dentro hablando. Después, una mujer pasó por
el corredor con la leche en dirección a la cocina. El hombre la seguía sosteniendo en
brazos una criatura que lloraba. Lágrimas corrían por el rostro del hombre y luego
comenzó a hablar, medio sollozando:
—Nosotros rezamos. Tenemos muchas deudas por pagar este mes y el dinero se nos
había acabado. No teníamos leche para nuestro bebé. Hemos pedido a Dios que nos
mostrase una manera de conseguir leche.
—Yo pedí a Dios que me mandara un ángel con un poco… ¿Usted es un ángel?
El joven tomó su cartera y sacó todo el dinero que había en ella y se la dio al hombre.
Se dio media vuelta y se fue a su vehículo, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
Había experimentado que Dios todavía respondía a las peticiones justas y verdaderas.
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Dios siempre escucha nuestras oraciones. No en vano Él nos dijo: “Pedid y se os dará”.
Ahora bien, nosotros sabemos por experiencia propia que no todo lo que le pedimos al
Señor nos es concedido.
Por otro lado, vemos cómo los santos y la Virgen eran capaces de conseguir de Dios
todo, e incluso de cambiar la voluntad de su Hijo (boda de Caná). ¿Cuál será la diferencia
entre su modo de pedir y el nuestro? ¿Por qué ellos sí lo conseguían y nosotros no?
Hay una serie de pistas que nos ofrecen algo de luz: El Señor nos da una de las claves
de la oración fructífera: “Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, Él os lo otorgará”
(Jn 14:13). Por otro lado, los santos, raramente pedían para ellos; siempre pedían para
los demás. Hemos de aprender también de los niños ¿Habéis visto como piden los niños?
Los hacen de tal modo que casi siempre consiguen lo que desean: lo hacen con
insistencia, con cariño y con fe. Ellos saben que sus “todopoderosos” padres se lo pueden
conseguir. Otro elemento muy importante de la oración de petición es la humildad.
Recordemos de la oración del fariseo y del publicano; sólo el publicano fue escuchado.
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Salvado por un Padrenuestro
ony, un joven cercano a los veinte, era el cuarto hijo de una familia
Una noche, acabado sus estudios en casa de un amigo, pensó que sería bueno irse a la
piscina universitaria a dar unos saltos antes de acostarse. Cuando llegó al recinto
97
deportivo se encontró que todas las puertas estaban cerradas. Conociendo un truco –
que sabían todos los universitarios- se coló en la piscina. Todas las luces estaban
apagadas, pero como la noche estaba clara y la luna brillaba radiante en su lleno, había
suficiente iluminación para practicar.
El joven subió al trampolín más alto, fue hasta el borde y se giró para lanzarse de
espaldas a la piscina al mismo tiempo que levantaba los brazos. Cuando estaba a punto
de darse un fuerte impulso, abrió los ojos y miró al frente, viendo su propia sombra en
la pared. La silueta de su cuerpo dibujaba exactamente la forma de una cruz. Entonces,
sin saber muy bien porqué, en lugar de saltar de inmediato, se arrodilló rezando un
Padrenuestro y pidiendo a Dios que le aumentara la fe. Mientras el joven permanecía
quieto rezando, el personal de limpieza entró ruidoso en la piscina y encendió las luces
para trabajar. La piscina había sido vaciada varias horas antes para efectuar unas
reparaciones. Nuestro joven, desde lo alto del trampolín, observó en silencio la diminuta
gente que entraba para hacer los arreglos; cuando de pronto pudo comprobar que la
piscina estaba sin agua. El tiempo que el joven empleó en la oración le había salvado la
vida; y el susto que se llevó, le devolvió la fe.
En más de una ocasión también yo he salvado mi vida por haber escuchado una
inspiración momentánea que no era otra cosa sino una gracia actual de Dios. Recuerdo
que un día temprano, iba conduciendo mi coche en dirección a un colegio para impartir
clases, cuando me encontré con otro coche que iba circulando relativamente despacio.
Así me mantuve durante varios kilómetros sin poder adelantar. Empecé a ponerme un
poco nervioso porque no quería llegar tarde al colegio. Estaba esperando la mínima
oportunidad para adelantarle. Delante de mí apareció una recta lo suficientemente larga
para efectuar el adelantamiento. De pronto, una voz interior me dijo: “no corras”. En ese
mismo instante, surgiendo de una curva, apareció un coche que iba muy veloz, y con el
cual habría chocado de no haber hecho escuchado esa “inspiración” de Dios. El Señor
se vale de muchos acontecimientos cotidianos para ayudarnos en nuestra vida. Muchos
los interpretarán como “casualidades” cuando en realidad son medios que Dios usa para
dirigirse a nosotros. Hay personas que saben “leer” a través de ellos, mientras que otros,
la mayoría, no aprenden nunca. ¡En cuántas ocasiones Dios nos habla pero somos
incapaces de oírle debido al “ruido” que nos rodea!
98
Dios tiene una misión para cada uno
abía dos piedrecitas que vivían en medio de otras en el lecho de un torrente.
H Se distinguían de las demás porque eran de un intenso color azul. Cuando les
daba el sol, brillaban como dos pedacitos de cielo caídos al agua. A ellas les
gustaba pensar en qué se convertirían cuando alguien las descubriera:
Un día por fin fueron recogidas por una mano humana. Varios días estuvieron
sofocándose en diversas cajas, hasta que alguien las tomó y oprimió contra una pared,
igual que otras, introduciéndolas en un lecho de cemento pegajoso, lloraron, suplicaron,
insultaron, amenazaron, pero unos golpes de martillo las hundieron todavía más en aquel
cemento. A partir de entonces sólo pensaban en huir.
Trabaron amistad con un hilo de agua que de cuando en cuando corría por encima de
ellas y le decían:
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Así lo hizo el hilo de agua y al cabo de unos años las piedrecitas ya bailaban un poco
en su lecho. Finalmente, en una noche húmeda las dos piedrecitas cayeron al suelo y
echaron una mirada a lo que había sido su prisión. La luz de la luna iluminaba un
espléndido mosaico. Miles de piedrecitas de oro y de colores formaban la figura de
Cristo. Pero en el rostro del Señor había algo raro, estaba ciego. Sus ojos carecían de
pupilas. Las dos piedrecitas comprendieron. Eran ellas las pupilas de Cristo.
¡Cuántas veces también nosotros nos rebelamos contra los planes de Dios! Dios nos ha
dotado de una serie de dones y carismas únicos y propios. Esos regalos son para
beneficio propio, pero también y, sobre todo, para cumplir con la misión a la cual el
mismo Dios nos había destinado. Una de las cosas más difíciles de esta vida es descubrir
el plan que Dios tiene para cada uno. Primero de todo tenemos que estar abiertos a las
insinuaciones de Dios, pues Él nos lo irá revelando a lo largo de la vida; pero luego,
tenemos que ser dóciles, pues el Señor nos irá modelando con el paso de los años para
que podamos cumplir con esa misión. Lo que en un principio era sólo un sueño,
comenzará a hacerse realidad. La vocación que Dios nos dio empezará a dar fruto.
Creceremos, nos haremos mayores e iremos recorriendo, cual río que surca los prados,
el camino que el mismo Dios nos había trazado en su mente. Llegará un momento, en
el que miraremos hacia atrás y comprobaremos cómo Dios intentó guiar nuestro camino,
a pesar de las muchas veces que nosotros no se lo pusimos fácil (eso son los meandros
de nuestra vida); pero si a pesar de todo, al final venció nuestro amor a Dios,
superaremos con su ayuda todos los obstáculos hasta que lleguemos a nuestro destino,
que no será otro que el corazón de Dios. No seamos nosotros como estas bellas
piedrecitas azules que Dios mismo había destinado para formar su bello rostro. Habían
sido llamadas para ser algo grande en la vida, pero prefirieron su propia “libertad”. Nunca
fueron felices en esta vida, y al final, acabaron olvidadas en el basurero junto al resto de
las cosas inútiles. Seamos valientes. Aprendamos a ser dóciles. Abramos los ojos del
corazón para descubrir cuál es la misión que Dios tiene para nosotros. Y luego, pidámosle
la gracia, la fuerza y la perseverancia para poderla llevar a cabo.
100
Dios no se arrepiente de lo que hizo
abía un puente que atravesaba un gran río. Durante la mayor parte del día, el
H puente permanecía abierto de modo que los abundantes barcos que pasaban
pudiesen navegar libremente. Pero a determinada hora, los carriles bajaban
colocándose en forma horizontal a fin de que algunos trenes pudiesen cruzar el río.
Desde una pequeña cabina que había a un lado del puente, un hombre accionaba los
controles para que el puente bajara cuando, desde lejos, el silbido que anunciaba la
cercanía del tren, le avisaba que estaba para llegar.
Una noche, el operador estaba esperando el último tren para activar los controles y bajar
el puente; vio a lo lejos las luces del tren y esperó a oír el silbido para bajarlo. Cuando
se dirigió al cuadro de mandos advirtió horrorizado que los controles no funcionaban
correctamente y que el pulsador que accionaba la apertura y cierre del puente estaba
cortocircuitado. Si no hacía algo rápidamente el tren caería irremediablemente al río.
El tren de la noche solía traer muchos pasajeros a bordo por lo que muchas personas
perecerían irremediablemente en el accidente. Había que hacer algo. El hombre
abandonó rápidamente la cabina de control, y se fue hacia una palanca manual que
accionaba todo el mecanismo.
101
Con gran esfuerzo manipuló la palanca y consiguió que el puente bajara. Debía
mantenerla en dicha posición hasta que el tren cruzase el puente. Muchas vidas
dependían de la fuerza y de la serenidad de aquel hombre. Fue entonces cuando escuchó
un sonido que provenía de la cabina de control y que hizo que se le helara la sangre.
Su hijo de tan sólo cuatro años de edad estaba cruzando el puente buscándole. Su
primer impulso fue gritar “corre, corre” pero se dio cuenta que las diminutas piernas de
su pequeño jamás podrían cruzar el puente antes de que el tren llegase. El operador
estuvo a punto de soltar la palanca para correr tras su hijo y ponerlo a salvo, pero
comprendió que no tendría tiempo para regresar y sostener la palanca. Tenía que tomar
una decisión: o la vida de su hijo o la vida de todas aquellas personas que iban en el
tren.
La velocidad con que venía el tren impidió que los cientos de pasajeros que iban a bordo
se diesen cuenta del cuerpo de un niño que había sido golpeado y arrojado al río por
el tren. Tampoco fueron conscientes de los sollozos y dolor de un hombre, aferrándose
todavía a la palanca a pesar de que el tren ya había cruzado. Ni mucho menos vieron a
ese hombre deambulando por el puente en dirección a su casa a decirle a su esposa
cómo había muerto su hijo.
Este cuento se ha escrito para honrar a todas aquellas personas que renuncian
diariamente a vivir su propia vida— padres, sacerdotes, militares… —, y con una intención
más profunda, para honrar a un Padre que prefirió perder a su Hijo antes de que todos
pereciéramos.
¿Pero acaso alguno ha pensado en alguna ocasión que Dios Padre se arrepintiera de la
decisión que tomó? Por el poco agradecimiento de los que hemos sido salvados por la
102
muerte de su Hijo, cualquiera podría pensar que Dios se habría arrepentido. Pero no,
Dios nunca se arrepintió. El amor que nos tiene es tan grande que, aunque fuera por
una sola persona habría entregado a su Hijo.
Esta decisión de Dios nos tendría que hacer pensar un poco más a los hombres, y
hacernos tomar conciencia de cuánto le costamos a Dios y cuánto Él nos ama. Lo que
se hace difícil es entender la apatía del hombre y el poco agradecimiento mostrado ante
tal acción. Parece como que, pasados ya dos mil años de los hechos, ya nadie se acordara
de esta tremenda historia.
103
Aprendamos a controlar nuestros nervios
na pareja de jóvenes llevaba varios años casados y no habían podido tener
El cachorro creció hasta convertirse en un grande y hermoso perro; salvó en más de una
ocasión a la pareja de ser atacada por ladrones. Siempre fue muy fiel, quería y defendía
a sus dueños contra cualquier peligro.
Después de siete años de tener al perro, la pareja logró tener el hijo tan ansiado. La
pareja estaba muy contenta con su nuevo hijo y disminuyeron las atenciones al perro.
Este se sintió relegado y comenzó a sentir celos del bebé y ya no era el perro tan
cariñoso y fiel que tuvieron durante siete años; o al menos esa era la impresión que a
ellos les daba.
105
dueño del perro pensó lo peor, sacó un arma y movido por la furia y la desesperación
mató al perro. Corrió al cuarto del bebé y encontró en el suelo una gran serpiente
venenosa degollada. El dueño comenzó a llorar, exclamando: ¡he matado a mi perro fiel!
¡Cuánto daño nos hacen las reacciones violentas! ¡En cuántas ocasiones nos hemos
tenido que arrepentir por haber reaccionado movidos por un primer impulso
descontrolado! ¡Cuánto daño nos hemos hecho a nosotros mismos, y lo que es peor, a
los demás, cuando nos hemos dejado llevar por los nervios! Y por otro lado ¡cuántas
veces hemos errado el juicio cuando hemos acusado a la ligera a una persona sin tener
pruebas suficientes! ¿Acaso está nuestro corazón tan sucio y corrompido que sólo
sabemos ver lo malo en los demás? ¿Cuándo aprenderemos a ver primero lo bueno?
La reacción violenta de este hombre le llevó a matar a su “amigo más fiel”. Llevemos
más cuidado con nuestras reacciones, pues a veces podremos hacer cosas de las que
luego no haya remedio.
Aquí también hemos de aprender del Señor que, en el templo, que se había convertido
en una cueva de ladrones, actuó movido por la santa ira, pero que por otro lado siempre
nos enseñó: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11:29)
106
Para animarle a usted
os hombres, los dos muy enfermos, ocupaban la misma habitación de un
D hospital. A uno se le permitía sentarse en su cama cada tarde durante una hora
para ayudarle a drenar el líquido de sus pulmones. Su cama daba a la única
ventana de la habitación. Durante horas hablaban de sus mujeres y sus hijos, sus hogares,
sus trabajos, su estancia en el servicio militar, dónde habían estado de vacaciones…
Y cada tarde, cuando el hombre de la cama junto a la ventana podía sentarse, pasaba el
tiempo describiendo a su vecino todas las cosas que podía ver desde la ventana.
El hombre de la otra cama empezó a desear que llegaran esas horas en que su mundo
se ensanchaba y cobraba vida con todas las actividades y colores del mundo exterior. La
ventana daba a un parque con un precioso lago. Patos y cisnes jugaban y jóvenes
enamorados paseaban de la mano entre flores de todos los colores del arco iris. Grandes
árboles adornaban el paisaje y se podía ver en la distancia una bella vista de la ciudad.
El hombre de la ventana describía todo esto con detalles exquisitos. El del otro lado de
la habitación cerraba los ojos e imaginaba la idílica escena.
107
Una tarde calurosa, el hombre de la ventana describió un desfile que estaba pasando en
ese mismo momento. Aunque el otro hombre no podía verlo, con los ojos de su mente,
se imaginaba exactamente el desfile tal como lo describía su compañero de habitación
con mágicas palabras.
Pasaron días y semanas. Una mañana, la enfermera entró para bañarles, encontrando el
cuerpo sin vida del hombre de la ventana; quien había muerto plácidamente mientras
dormía. Se llenó de pesar y llamó a los ayudantes del hospital para llevarse el cuerpo.
Tan pronto como lo consideró apropiado, el otro hombre pidió ser trasladado a la cama
que estaba más cerca de la ventana. La enfermera le cambió encantada y, tras asegurarse
que estaba cómodo, salió de la habitación.
Lentamente, y con dificultad, el hombre se irguió sobre el codo, para lanzar su primera
mirada al mundo exterior. Por fin tendría la alegría de verlo él mismo con sus propios
ojos. Se esforzó para girarse despacio y mirar por la ventana… y se encontró con una
pared blanca.
El enfermo que ocupaba la cama que estaba junto a la ventana era ciego, pero nunca
manifestó su pena a su compañero de habitación; se guardó para sí ese sufrimiento,
pues no quería hacer sufrir a su amigo. En su lugar, prefirió pintar un mundo bello y de
colores para el gozo de su compañero. Así es como actúa la caridad verdadera; se olvida
de sus propios problemas para buscar en su lugar la felicidad de los demás.
El hombre que vive la auténtica caridad encuentra su propia felicidad haciendo felices a
los demás. Estos sencillos cuentos son para mí una válvula de escape. Por unos minutos
me imagino un mundo bello, un mundo tal como Dios lo pensó para nosotros. En el
fondo los escribo “para animarle a usted”.
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El milagro de la canción de un hermano
omo cualquier madre, cuando Karen se enteró de que otro bebé venía de
C camino, hizo lo que pudo para ayudar a su hijo de cuatro años a prepararse
para la llegada del nuevo hermanito. Cuando Michael se enteró se llenó de gran
alegría. A Michael le gustaba cantarle bellas e infantiles canciones mientras ponía las
manos en la barriguita de su mamá y sentía el movimiento del nuevo hermano.
Finalmente, la pequeña hermana de Michael nació; pero estaba grave. Con la sirena
aullando en la noche, la ambulancia llevó al bebé a toda prisa a la Unidad Neonatal de
Cuidados Intensivos del Hospital St. Mary’s en Knoxville, Tennessee.
Los días pasaron lentamente. La pequeña empeoró. El pediatra dijo a los padres:
109
Karen y su marido contactaron con el cementerio local para adquirir una tumba. Ellos,
que habían preparado con toda ilusión una habitación especial para el nuevo bebé,
tenían que hacer ahora los arreglos para su funeral.
Cuando Michael se enteró que su hermana estaba enfermita, pidió a sus padres que le
permitieran ir al hospital para verla:
Los días siguieron pasando. El bebé continuaba ingresado en Cuidados Intensivos sin
experimentar mejoría alguna. Daba la impresión de que el funeral tendría lugar antes de
acabar la semana.
Ante la insistencia de Michael, la madre entonces trazó un plan. Llevaría a Michael tanto
si les gustaba como si no a los médicos. Ella pensó:
Lo vistió con ropa varias tallas más grandes y lo condujo a la UCI. Cuanto entró la madre
con Michael a la Unidad de Cuidados Intensivos, la enfermera jefe se dio cuenta de que
era un niño y vociferó:
—¡Llévese a ese niño fuera de aquí ahora mismo! ¡No se permiten niños!
Entonces, la madre que había en Karen emergió con fuerza, y la que normalmente era
una dama de buen carácter, mirando con ojos de acero a la cara de la enfermera jefe,
le dijo:
Karen condujo a Michael junto a su hermana. Él miró a la pequeña que estaba perdiendo
la batalla por vivir. Y empezó a cantar.
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mi único rayo de sol,
tú me haces feliz cuando el cielo está gris.
La áspera y forzada respiración del bebé se volvió tan apacible como el ronroneo de un
gatito pequeño.
Al día siguiente - justo al día siguiente - ¡la pequeña estaba lo suficientemente bien
como para irse a casa!
Semanas después aparecía el caso publicado en la revista Woman’s Day Magazine con
el título: “El milagro de la canción de un hermano” El servicio médico simplemente lo
llamó “milagro”. Karen lo llamó ¡un milagro de amor divino!
Este hecho, que aconteció hace años, se repite con relativa frecuencia, aunque casi nunca
llega a los periódicos. Hay ocasiones en las que Dios ve tanto amor que es capaz de
cambiar la historia para darle otro final.
111
En mis treinta y tantos años de sacerdocio tuve la dicha de experimentar un caso
bastante parecido mientras que estaba trabajando como sacerdote en Guayaquil,
Ecuador.
Un bebé nació con serios problemas en la Clínica Kennedy. A los pocos días de su
nacimiento se agravó. Cuando ya los médicos y la familia lo daban por muerto, vinieron
a verme para que lo bautizara. Me hinqué de rodillas ante el Señor y le supliqué por la
vida de la niña. A la semana me volvieron a ver los familiares diciendo que la niña estaba
con encefalitis aguda y que le daban horas de vida. Volví a hincarme de rodillas ante el
Señor orando por esa niña y por sus padres. La niña, “milagrosamente” se curó. Un año
más tarde, cuando la niña cumplía justo un año, los padres me la trajeron a la Iglesia
para hacerse una foto conmigo.
La fe y el amor es capaz de hacer milagros. Me viene a la memoria esa frase del Señor:
“Si tuvieras fe como una gran de mostaza…”. Por ello, nunca desesperemos. Confiemos
en Dios en todo momento, aceptemos su voluntad, y, sobre todo, sigamos rezando.
Recordemos que Dios nunca abandona a los que ama. Y por encima de todo, nunca
olvidemos lo que nos enseñó San Pablo: “Para los que aman a Dios, todo lo que les
ocurre es para su bien”.
112
Mis abogados defensores
espués de haber vivido decentemente en la tierra, mi vida llegó a su fin. Lo
Me senté, miré hacia la izquierda y allí estaba mi abogado, un caballero con una mirada
bondadosa cuya apariencia me era familiar. Junto a él una mujer un poquito mayor que
él, que de vez en cuando le cuchicheaba al oído.
La puerta de la esquina se abrió y apareció el Juez vestido con una túnica impresionante.
Su presencia demandaba admiración y respeto. Yo no podía quitar mis ojos de Él. Se
sentó y dijo:
—Comencemos.
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—Mi nombre es Satán y estoy aquí para demostrar por qué este individuo debe ir al
Infierno.
Comenzó a hablar de las mentiras que yo había dicho, de las cosas que había robado
en el pasado. También habló de otras horribles cosas y perversiones cometidas por mi
persona. Cuanto más hablaba, más me hundía en mi silla de acusado. Me sentía tan
avergonzado que no podía mirar a nadie, ni siquiera a mi abogado. Mientras tanto,
Satanás seguía mencionando pecados que hasta yo mismo había totalmente olvidado.
Estaba molesto con Satanás por todas las cosas que estaba diciendo de mí, e igualmente
molesto con mi abogado, quien estaba sentado en silencio sin ofrecer ningún argumento
de defensa a mi favor. Yo sabía que era culpable de las cosas que me acusaban, pero
también había hecho algunas cosas buenas en mi vida, ¿no podrían esas cosas buenas
por lo menos equilibrar lo malo que había hecho?
—Por todo ello, este individuo debe ir al Infierno. Es culpable de todos los pecados y
actos que le he acusado, y no hay ninguna persona que pueda probar lo contrario. Por
fin se hará justicia este día.
Hasta entonces no me había dado cuenta por qué me había parecido tan familiar; era el
mismo Cristo quien me representaba: mi Señor y Salvador. Junto a Él estaba su Madre,
quien ocasionalmente le hablaba al oído o le pasaba alguna nota escrita en un trozo de
papel. Mi Abogado defensor se puso pie y se volvió para dirigirse al Jurado:
—Satanás está en lo correcto al decir que este hombre ha pecado. No voy a negar esas
acusaciones. Reconozco que el castigo para el pecado es muerte y este hombre merece
ser castigado.
Respiró el Abogado fuertemente, se volvió hacia el Juez, y con los brazos extendidos
proclamó:
114
—Sin embargo, Yo di mi vida en la cruz para que esta persona pudiera tener la vida
eterna, y él me aceptó como su salvador; y cuando en alguna ocasión ofendió a Dios,
siempre se arrepintió y confesó; por lo tanto, es mío.
—Su nombre está escrito en el Libro de la Vida y nadie me lo puede quitar. Satanás
todavía no comprende que este hombre merece tanta justicia como misericordia.
Cuando Jesús se iba a sentar, hizo una pausa, miró al Juez dijo:
El Juez levantó su poderosa mano y golpeó la mesa fuertemente con el mazo. Las
siguientes palabras salieron de sus labios:
Mi Abogado me respondió:
Este cuento me trae a la memoria unas enseñanzas de Jesús recogidas en la Primera
Carta de San Pablo a Timoteo:
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“Porque uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres:
Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo en redención por todos” (1 Tim 2: 5-6).
Si Jesucristo es el único mediador, ¿qué papel juega la Virgen María en nuestra salvación?
Jesús quiere que Ella sea la abogada y mediadora de las gracias que pedimos a Él.
Intercesora por definición, María derrite el corazón de Jesús y lo abre a nuestros ruegos.
La clave está en la doble naturaleza de Jesús, que es Dios, pero también es hombre.
Jesús es el único que posee una doble naturaleza, divina y humana; y por ello, el único
mediador ante Dios.
Jesús, hombre verdadero, es el único auténtico punto de unión con Dios porque Él
mismo es también Dios verdadero. Sin embargo, Dios, alimentado por su amor, deseó
hacer más; dispuso venir al mundo a través de alguien como nosotros: ¡Esa es María!
Jesús se derrite ante sus pedidos, como se derrite un hijo ante los pedidos de una madre.
Así ocurrió en Caná, cuando “faltando el vino, la Madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”
(Juan 2:5). Jesús realizó entonces el primer milagro de su vida pública por la intercesión
de la Virgen. María es así mediadora ante Jesús, porque es su Madre.
La Madre del Verbo está indisolublemente unida a su Hijo, y es de este modo el eslabón
dorado que une a cada persona con Dios-hombre, Jesús, para que así lleguen nuestros
ruegos al Trono de Dios. Dios quiso que María fuera el canal perfecto a través del cual
nuestros ruegos llegaran a Jesucristo; y por Jesucristo, a la Santísima Trinidad.
116
La mejor maestra
l presente cuento es un homenaje a ese profesor “especial” que probablemente
E todos hayamos tenido en nuestra vida, y que gracias a su ejemplo y buen hacer,
marcó la diferencia en nuestro aprendizaje y ahora permanece para siempre en
nuestro recuerdo.
Su nombre era señorita Thompson, maestra del pueblecito de Saint Gabriel (Louisiana)
a orillas del Mississippi. Mientras estuvo al frente de su clase de quinto, el primer día de
clase lo iniciaba diciendo a los niños una mentirijilla. Como la mayor parte de los
profesores, ella, mirando a sus alumnos les decía que a todos los quería por igual. Pero
eso no era posible, porque ahí en la primera fila, desparramado sobre su asiento, estaba
un niño de once años llamado Teddy Stoddard.
La señorita Thompson había observado a Teddy desde el año anterior y había notado
que él no jugaba con otros niños, su ropa estaba muy descuidada y la higiene corporal
no era una de sus principales virtudes. Teddy comenzaba a ser desagradable. Llegó el
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momento en que la señorita Thompson disfrutaba marcando los trabajos de Teddy
haciendo una gran X y colocando un cero muy llamativo en la parte superior de sus
tareas.
Cuando revisó su expediente se llevó una gran sorpresa. La profesora de primer curso
escribió: “Teddy es un niño muy brillante con una sonrisa sin igual. Hace su trabajo de
una manera limpia y tiene muy buenos modales… es un placer tenerlo cerca”.
El profesor de tercero escribió: “Su madre ha muerto, ha sido muy duro para él. El niño
trata de hacer un esfuerzo, pero su padre no muestra mucho interés y el ambiente en
su casa le afectará pronto si no se toman ciertas medidas”.
Ahora la señorita Thompson se había dado cuenta del problema de Teddy y estaba muy
avergonzada. Y comenzó a sentirse todavía peor cuando, con motivo de la Navidad, sus
alumnos le llevaron regalos envueltos con preciosos lazos y papel brillante; todos excepto
Teddy. Su regalo estaba mal envuelto en una bolsa de papel del supermercado.
La señorita Thompson fue abriendo lentamente los regalos de los niños ante la
expectación y el aplauso de todos. Llegó el momento de abrir el regalo de Teddy. A la
señorita Thompson le dio pánico abrir ese regalo delante de los otros niños allí presentes;
pero ante la curiosidad de los niños, no le quedó más remedio hacerlo. Al abrirlo, la
gran mayoría de los niños dieron una gran risotada. Mal envuelto en papel de estraza
encontró una vieja pulsera y un frasco de perfume que ya estaba empezado. Ella intentó
118
detener las burlas de los niños al exclamar lo precioso que era el brazalete mientras se
lo probaba y se colocaba un poco del perfume en su muñeca.
Acabadas las clases de ese día, Teddy se quedó un momento para decirle a la maestra:
—Señorita Thompson, el día de hoy usted huele como solía oler mi mamá.
Después de que el niño se fue, ella lloró por lo menos una hora. La impresión que le
produjo el regalo del niño, unido a sus palabras, le marcaron para el resto de su vida.
Desde ese día, ella dejó de ser una mera profesora de las diferentes asignaturas, para
tomarse más en serio la educación de Teddy, y en general de esos niños, que año tras
año la Providencia ponía bajo su cuidado.
Conforme comenzó a trabajar con él, su cerebro comenzó a revivir. Mientras más lo
apoyaba, él respondía mejor. Al final del ciclo escolar, Teddy se había convertido en uno
de los niños más aplicados de la clase y más consentido de la maestra.
Un año después, encontró una nota debajo de su puerta, era de Teddy, diciéndole que
ella había sido la mejor maestra que había tenido en toda su vida. Seis años después
por las mismas fechas, recibió otra nota de Teddy, ahora escribía diciéndole que había
terminado la High School siendo el tercero de su clase y ella seguía siendo la mejor
maestra que había tenido en toda su vida.
Bastantes años después, le escribió otra carta en la que le anunciaba que había acabado
la carrera de medicina. En ella le explicaba que ella seguía siendo la mejor maestra que
había tenido y su favorita.
La historia no termina aquí, existe una carta más que leer. Teddy le decía en ella que
había conocido a una chica con la cual iba a casarse. Explicaba que su padre había
muerto hacía un par de años y le preguntaba a la señorita Thompson si le gustaría
ocupar en su boda el lugar que usualmente es reservado para la madre del novio. Por
supuesto que la señorita Thompson aceptó y adivinen…
El día de la boda ella llegó vestida de madrina usando la vieja pulsera y el perfume que
Teddy le había regalado muchos años atrás una Navidad. Se dieron un gran abrazo y el
Dr. Stoddard le susurró al oído:
119
—Gracias señorita Thompson por creer en mí. Muchas gracias por hacerme sentir
importante y mostrarme que yo podía superar la diferencia.
Alegra el corazón de alguien hoy… y recuerda que adonde quiera que vayas y hagas lo
que hagas, tendrás la oportunidad de cambiar los sentimientos de alguien. Trata de
hacerlo de forma positiva; y recuerda siempre:
“Los amigos son ángeles que nos levantan cuando nuestras alas tienen problemas para
recordar cómo volar”
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Las lágrimas de la Luna
l presente cuento está dedicado a mi hermana Araceli, para que los sufrimientos
E presentes le ayuden a fabricar una hermosa perla que le haga bellísima y muy
valiosa a los ojos de Dios Nuestro Señor.
La leyenda dice que las ostras son lágrimas de la Luna. Quizá la metáfora tenga algo de
verdad, ya que las perlas son producto del dolor de una ostra.
Marina era una ostra que vivía en el fondo de los mares que bañan Tampico (México).
No era un caracol. Marina era un animal de profundidad y como todas las de su raza,
había buscado una roca del fondo marino para agarrarse firmemente a ella. Una vez que
lo consiguió, creyó haber encontrado el lugar que le permitiría vivir sin contratiempos el
resto de sus días.
Pero el Señor había puesto su mirada en Marina. Y todo lo que en su vida sucediera,
tendría como gran responsable al mismo Dios. Porque Dios en su misterioso plan para
ella, había decidido que Marina fuera valiosa. Ella simplemente había deseado ser feliz.
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Y un día el Señor colocó en Marina un granito de arena. Fue durante una tormenta de
profundidad; de esas que casi no provocan oleaje de superficie, pero que remueven el
fondo de los océanos. Cuando el granito de arena entró en su existencia, Marina se cerró
violentamente. Así lo hacía siempre que algo entraba en su vida. Todo lo que entraba
en su vida es atrapado, integrado y asimilado. Y si esto no es posible, se expulsaba hacia
el exterior el objeto extraño.
Pero con el granito de arena Marina no pudo hacer lo de siempre. Bien pronto constató
que aquello era sumamente doloroso. Lejos de desintegrarse el grano de arena, más
bien la lastimaba a ella. Quiso entonces expulsar ese cuerpo extraño, pero no pudo.
Frente a esta situación se hubiera pensado que a Marina no le quedaba más que un
camino: luchar contra su dolor, rodeándolo con el pus de su amargura, generando un
tumor que terminaría por explotarle envenenando su vida y la de todos la que la
rodeaban. Pero en su vida había una hermosa cualidad. Era capaz de producir sustancias
sólidas.
Muchos años después de la muerte de Marina, unos buzos bajaron hasta el fondo del
mar y encontraron una hermosa perla que al verla brillar con todos los colores del cielo
y del mar, nadie preguntó si Marina había sido feliz, simplemente supieron que era
valiosa. Fue una perla tan extraordinaria que la engarzaron en el Rosario de una imagen
de la Virgen de la Esperanza; aquella que nos invita a nunca desesperar. Y allí, para
ejemplo y recuerdo de todos, se encuentra el maravilloso fruto del sufrimiento de Marina.
122
La gran mayoría de nosotros tiende a expulsar el sufrimiento que le llega, y con ello,
perdemos la oportunidad de transformarnos en valiosas perlas a los ojos de Dios. El
mismo Jesucristo tuvo que soportar esta prueba: “Aparta de mí este cáliz”. Pero
inmediatamente después tuvo valor para añadir: “…pero que no se haga mi voluntad
sino la tuya”. Jesucristo nos enseñó a abrazar el sufrimiento y a cubrirlo con nuestra
propia virtud.
Cada vez que el sufrimiento se acerque a nuestras vidas, no lo veamos como algo con
lo que tenemos que luchar, sino como una preciosa oportunidad que Dios nos brinda
para convertirlo en una valiosa y bella perla que luego pueda ser puesta cerca del
corazón de nuestra Madre del Cielo.
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Un consejo para vencer al demonio
n día estaba un joven en su casa y alguien llamó a la puerta. Al abrir se encontró
Se preguntó el muchacho:
Al día siguiente el diablo volvió a llamar a la puerta; Jesús ya estaba dentro de la casa…
El muchacho muy tranquilo abrió la puerta y el diablo volvió a darle una tremenda paliza.
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— ¿Por qué no hiciste nada para defenderme?
Y Jesús le respondió:
— Si te parece bien, este será tu cuarto de ahora en adelante. A lo que Jesús respondió
con un SÍ.
— Ya vives en mi casa. ¿Qué tengo que hacer más para que me defiendas?
Y Jesús le contestó:
— Yo sólo vivo en un cuarto de tu casa, pero nunca salgo a las otras habitaciones.
Mientras no entres en mi cuarto no te puedo defender.
— Bien. De hoy en adelante ésta es tu casa. Yo estaré aquí sólo como un invitado, si te
parece bien…
Al día siguiente llamaron nuevamente a la puerta; pero esta vez no fue el joven quien
abrió la puerta, sino Jesús, el nuevo “dueño”. Al abrir Jesús la puerta, el diablo dijo:
No es suficiente decir que Jesús vive en nuestro corazón. Tenemos que entregarle de
corazón todas nuestras cosas y toda nuestra vida para que Él pueda actuar por nosotros
como propiedad suya. San Pablo así lo hacía: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es
Cristo quien vive en mí” (Gal 2:20).
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Y junto a Jesús, no olvidemos también invitar a María, Ella nos puede proteger de modo
muy especial, como Madre nuestra que es, en los momentos difíciles de nuestra vida.
Recuerdo un “Acordaos” un tanto modificado que aprendí de niño y que rezo todas las
noches antes de acostarme:
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Hay más alegría en dar que en recibir
n amigo mío llamado David, tiene un hermano que le dio un automóvil como
Desde luego, David sabía lo que el niño iba a decir, que le gustaría tener un hermano
así, pero lo que el muchacho realmente dijo estremeció a David de pies a cabeza.
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— ¡Oh sí! Me encantaría. Después de un corto paseo, el niño bajó y con los ojos
chispeantes dijo:
David sonrió. Creía saber lo que el muchacho quería. Quería enseñar a sus vecinos que
podía llegar a su casa en un gran automóvil nuevo; pero David estaba equivocado.
— ¿Se puede detener donde están esos dos escalones? - pidió el niño.
Subió corriendo y al poco rato David oyó que regresaba, pero no venía solo, llevaba
consigo a su hermanito lisiado. Lo sentó en el primer escalón, entonces le señaló hacia
el coche.
— ¿Lo ves?, Allí está, Juan, tal como te dije, arriba. Su hermano se lo regaló por ser
Navidad y a él no le costó ni un centavo. Algún día yo te voy a regalar uno igualito…,
entonces podrás ver por ti mismo todas las cosas bonitas que los escaparates enseñan
por ser Navidad.
David, bajó del coche y subió al muchacho enfermo al asiento delantero. El hermano
mayor, con los ojos radiantes, se subió atrás de él y los tres comenzaron un paseo
navideño inolvidable. Esa Nochebuena, David comprendió lo que Jesús quería decir
cuando nos dijo: “Hay más alegría en dar que en recibir…” (Hech 20:35)
Vivimos preocupados por manifestarle a Dios nuestro amor, y con frecuencia olvidamos
que Dios nos ama. Nosotros damos amor a Dios, pero Él nos lo ha dado antes. Por eso
Dios se congratula que le amemos, y nosotros somos felices cuando Dios nos ama. Para
poder amar de verdad, antes ha tenido uno que sentirse amado. De lo contrario, no
sabrá amar. Se aprende recibiendo. Nosotros recibimos el amor de nuestros padres,
familia, amigos, desde que nacemos; y por eso podemos amar a otros. Hace tiempo leí
esta frase que me hizo reflexionar: “¿Qué puede ofrecer un pobre mendigo al rico que
tiene todo, sino la ocasión de satisfacer su corazón procurándole el placer de darle una
limosna?” Si aprendemos a recibir con sencillez podremos ofrecer a Dios y a los demás
la alegría de dar. Mayor felicidad ofrezco al otro recibiendo lo que él me da, que dándole
lo que yo tengo.
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La semilla de la verdad
rase una vez un rey que convocó a todos los jóvenes solteros del reino pues era
— Os voy a dar una semilla diferente a cada uno de vosotros, al cabo de seis meses
deberéis traerme en una maceta la planta que haya crecido, y la planta más bella ganará
la mano de mi hija, y se convertirá en mi sucesor.
Así se hizo. Pero había un joven que plantó su semilla y no germinó. Mientras tanto,
todos los demás jóvenes del reino no paraban de hablar y mostrar las hermosas plantas
y flores que habían conseguido en sus macetas. Llegaron los seis meses y todos los
jóvenes desfilaron hacia el castillo con hermosísimas y exóticas plantas.
Nuestro joven estaba muy triste pues su semilla no había germinado. Ni siquiera quería
ir a palacio, pero su madre insistía en que debía ir pues era un participante y debía estar
allí para no ser descortés con el rey. Con la cabeza gacha y avergonzado, llegó al palacio
con su maceta vacía.
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Todos los jóvenes hablaban de sus plantas, y al ver a nuestro amigo se rieron de él y se
burlaron. En ese momento, el alboroto fue interrumpido por la aparición del rey. Todos
hicieron sus respectivas reverencias, mientras que el rey se paseaba por delante de las
macetas y admiraba las bellas plantas.
— Este es el nuevo heredero del trono y se casará con mi hija, pues a todos se os dio
una semilla infértil que no podía brotar, y todos tratasteis de engañarme plantando otras
plantas, pero este joven tuvo el valor de presentarse y mostrar su maceta vacía, siendo
sincero, leal y valiente, cualidades que un futuro rey debe tener.
En cuantas ocasiones se repite esta historia en nuestras vidas. Hay personas que olvidan
y entierran el talento que Dios les dio para negociar en esta vida, y se dedican a negociar
con los suyos propios. Hay otros, los menos, que se preocupan de negociar con los
talentos que Dios les dio; aparentemente no dan tanto fruto como los primeros. A
primera vista, su vida es baldía, los negocios no prosperan, los hijos se les rebelan…
Llegará un momento en el que aquél que nos dio el talento volverá para ver lo que
hicimos con él. Aquellos que dieron fruto con el uso de sus propios talentos, y no con
los que Dios les había dado, serán expulsados a la eterna hoguera; mientras que aquellos,
que humildemente trabajaron con los talentos que Dios les había dado, aunque
aparentemente sin dar fruto alguno, o al menos así lo parecía, recibirán el premio eterno
y todas las bendiciones.
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sucio y vacío! ¡Cuántos sacerdotes que viven en soledad y pobreza atendiendo
parroquias sin apenas fieles, pero que es allí donde Dios los quiere!
Así pues, no nos dejemos deslumbrar por los éxitos fáciles de aquellos que obran al
margen de Dios. Aprendamos, más bien, de aquellos que, en su humildad y sencillez,
son fieles día a día a la misión que Dios les ha encomendado. No olvidemos nunca las
palabras que el Señor nos dijo: “El que es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho”
(Lc 16:10).
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También nosotros podemos hacer que sea
Navidad para alguien
n niño de diez años, descalzo y temblando de frío, se asomaba a través del
—Le estaba pidiendo a Dios que me diera un par de zapatos, - fue la respuesta del niño.
Para entonces el empleado llegó con los calcetines. La señora le puso un par de los
calcetines al niño y le compró un par de zapatos.
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Cogió el resto de los calcetines y se los dio al niño. Le pasó delicadamente la mano por
la cabeza con mucho cariño y le dijo:
Mientras ella daba la vuelta para irse, el niño le tomó de la mano, y mirándola con
lágrimas en los ojos le preguntó:
¡Qué diferente podría ser nuestro mundo si cada uno de nosotros se tomara algo más
de interés por ayudar a aquél que sufre y que está cerca!
Era Navidad y en el pueblo iban a hacer la representación del nacimiento de Jesús. Todos
estaban muy entusiasmados.
Querían que la obra fuera un éxito. Los niños de la escuela la iban a representar, pero
entre ellos había un niño con problemas de aprendizaje; era más lento en aprender que
los demás. El niño tenía mucha ilusión de estar en la obra; la maestra tenía miedo de
que lo echara todo a perder. Por lástima le dio un papel pequeño: el del posadero que
rechazaba a la Virgen y a José porque la posada estaba llena. Sólo tenía que decir:
El día de la obra, el teatro estaba a reventar, hasta había gente de pie. Y cuando llegaron
a la parte en la que llegan José y María a la posada, momento en el que este niño con
problemas tenía que hablar, pasó algo inesperado.
José tocó a la puerta y salió el posadero, y cuando ya los iba a rechazar, al ver a la joven
pareja y sobre todo a la mujer, embarazada de quien iba a ser nuestra salvación, se le
llenaron los ojos de lágrimas y les dijo:
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—¡Pasen! ¡Pasen! La Señora puede dormir en mi cama, que yo dormiré en el suelo.
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¡Danos, Señor, sacerdotes santos!
ace años un sacerdote fue trasladado a la Parroquia del Espíritu Santo en
— ¡Ah!, olvídalo, son sólo 25 centavos. ¿Quién se va a preocupar por tan poca cantidad?
De todas formas, la compañía de autobuses recibe mucho de las tarifas y no la echarán
de menos. Acéptalo como un regalo de Dios.
Pero cuando llegó a su parada, se detuvo y, pensando de nuevo, decidió darle la moneda
al conductor diciéndole:
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El conductor, con una sonrisa le respondió:
—Sé que es el nuevo sacerdote. Cuando le vi subir me dio un vuelco el corazón. Entonces
me vino como una inspiración de que tenía que volver a mi fe. Hace muchos años que
abandoné la Iglesia. El verle a usted me hizo desear volver a la Iglesia, pero quería
comprobar antes si usted era una persona honrada y digna de confiarle mi alma, y no
uno más de esos que hablan mucho pero que en el fondo son unos fariseos. Es por eso
que le devolví 25 centavos de más para ver qué haría usted.
En estos tiempos de confusión y tribulación, donde muchas almas se sienten como ovejas
sin pastor, los cristianos que deseen ser fieles buscan con ansiedad pastores que les
lleven por el buen camino.
“Y lo que se busca en el ministro es que sea fiel” (1 Cor 4:2). Estas palabras tienen mucha
trascendencia en la Iglesia de hoy. Vivir conforme a las enseñanzas de Cristo hoy día es
realmente difícil, por eso es necesario que el buen pastor vaya delante dando ejemplo;
es más, incluso dando su vida – a imitación de Cristo- Por eso las ovejas ven en el
sacerdote al mismo Cristo.
Cuando el sacerdote habla de las cosas de los hombres es siempre desde una perspectiva
sobrenatural, y no meramente humana o mundana.
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La predicación del sacerdote ha de ser también escandalosa para este mundo; pues el
sacerdote habla de la cruz de Cristo, escándalo para los judíos y locura para los gentiles.
En cambio, hoy día, la cruz ha sido desterrada de la predicación. La Misa ha pasado de
ser “el Santo Sacrificio de la Misa” a una comida de hermandad. La predicación actual
es en muchas ocasiones puramente mundana. A los hombres se les habla de la paz, del
diálogo. Se pone en el mismo nivel la verdad y el error.
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Mi encuentro con un ángel
os Gutiérrez eran católicos devotos que vivían en Zacatecas (México). El pueblo
L entero los veía como familia ejemplar tanto en su fe como en sus virtudes. Todos
decían que la familia Gutiérrez era una familia cristiana especial.
El padre se interesaba especialmente por el estado espiritual de cada uno de sus hijos y
con frecuencia les hablaba de Dios y les pedía que explicaran cómo se imaginaban que
sería el cielo.
Un día tocó el turno a Jimmy, el más pequeño de siete años, para que explicara cómo
se imaginaba él cielo. Jimmy les contó su versión.
—Creo que el cielo va a ser algo así: Un día, cuando nos vayamos a morir, será el
momento de que el ángel grande lea de un enorme libro los nombres de toda la gente
que va a estar allí. Vendrá hasta donde está la familia Gutiérrez y dirá:
—Presente.
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—Luego el ángel llamará:
—Presente.
—Presente.
—Por último, ese ángel grande va a leer mi nombre, Jimmy Gutiérrez y como soy
pequeño y a lo mejor no alcanza a verme voy a tener que saltar y a decir bien fuerte:
¡Presente!, para asegurarme que sabe que estoy ahí.
Apenas unos días después, hubo un trágico accidente. Un coche atropelló a Jimmy
cuando éste iba a tomar el autobús de la escuela. Fue llevado en una ambulancia al
hospital a donde acudió toda la familia.
El pequeño grupo familiar se reunió alrededor de la cama, donde Jimmy estaba sin
moverse, inconsciente y ya perdida toda esperanza de que se recuperara. Los médicos
habían hecho todo lo que estaba a su alcance. La familia rezaba y esperaba.
Después de la media noche, el niño pareció moverse un poco. Todos se acercaron. Vieron
que movía los labios; sólo dijo una palabra antes de pasar a la otra vida. Pero qué
palabra tan consoladora y llena de esperanza para la familia tan apesadumbrada que
dejaba atrás. Con su clara voz de niño, nítida y fuerte para que todos pudieran oírla y
entenderla, el pequeño Jimmy Gutiérrez dijo:
—¡Presente!
Y luego partió a esa otra vida más allá de este mundo, donde un gran ángel leía los
nombres anotados en su gran libro.
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Cuando era niño, recuerdo que mi abuela me explicaba cómo era el cielo. Si eres bueno,
y no tan travieso como eres ahora, cuando el Señor te llame te irás al cielo. Allí conocerás
a Jesús, a la Virgen, a San José, a los ángeles y a todos los santos. Los días se te pasarán
rapidísimos porque tienen juguetes maravillosos. Hay muy buenos amigos con los que
jugar. Nunca te pondrás enfermo…
¡Qué lástima! Los niños de ahora ya no creen en el cielo ni en el infierno. Sólo creen en
los móviles y en las tabletas; en Messi o en Cristiano. Han perdido junto a la inocencia,
la capacidad de soñar despiertos. No os podéis imaginar el daño que todo esto causa
en los niños.
Necesitamos soñar en el cielo para así poder llevar a cabo con alegría las arduas labores
que esta vida nos presenta. Necesitamos soñar en el cielo para que las tentaciones sean
más fáciles de superar. Necesitamos soñar en el cielo, para olvidarnos
momentáneamente de toda la suciedad y mentira que nos rodea. Necesitamos soñar en
el cielo para recordar que hay una realidad maravillosa que nos espera; un mundo nuevo
al cual hemos sido invitados gracias a Jesucristo Salvador.
Llegará un día en el que también a nosotros nos tocará presentarnos ante el Altísimo.
Espero que entonces, un ángel nos llame por nuestro nombre y podamos responder:
—¡Presente!
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Tabla de Contenidos
147
Si sigues estos consejos heredarás un reino ....................................................................................... 89
También nosotros podemos hacer que sea Navidad para alguien ....................................... 135
148
Cuentos con moraleja – Vol. II
Padre Lucas Prados