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La batalla de
Tebas
Egipto contra los hicsos
Trilogía egipcia - 03
ePub r1.0
pipatapalo 16.09.14
Título original: Kifah Tibah
Naguib Mahfuz, 1944
Traducción: María Luisa Prieto &
Muhammad al-Madkjari
AHMOSE
Comerciante Isfinis:
Me entristece anunciarte que elegí
a uno de tus enanos para que viviera
conmigo en mi pabellón particular.
Cuidé mucho de él, le alimenté con lo
mejor, le vestí con la ropa más bonita y
me porté con él estupendamente.
Llegué a tomarle cariño y él me lo
tomó a mí. Un día lo busqué y no lo
encontré. Mandé a mis esclavas que lo
buscaran y descubrieron que se había
escapado con sus dos hermanos por el
jardín. Su traición me hizo mucho daño
y lo abandoné. ¿Me podrás mandar uno
nuevo que sepa de fidelidad?
Ameniridis
Ahmose, al acabar de leer estas
líneas, sintió como si le hincaran un
puñal y que la tierra se hundiera bajo
sus pies. Miró a Hur y vio que este a su
vez lo estaba mirando, como si intentase
leer en sus ojos lo que decía la carta.
Lo dejó y se fue desolado y con el
corazón deshecho. Era imposible que
ella supiera lo que le impedía ir. Era
imposible que algún día pudiera
manifestarle sus sentimientos. Y
posiblemente siempre lo vería como al
enano infiel.
Se replegó sobre su dolor. Nadie
sintió lo que ardía en su corazón excepto
la más próxima a él: Nefertari. Ella
quedó asombrada de lo que le pasaba y
se preguntó a sí misma qué habría detrás
de su continuo ensimismamiento y la
razón de la tristeza de su mirada siempre
asomada a la ventana de sus hermosos
ojos.
—No eres el de siempre, Ahmose —
le dijo una tarde.
Se inquietó ante esta observación,
jugueteó con sus trenzas y le dijo
sonriendo:
—Es el cansancio, amor mío. ¿No
ves la lucha, capaz de derribar
montañas, a la que estamos sometidos?
Nefertari movió la cabeza sin
rechistar, y el joven, desde entonces,
empezó a tener más cuidado.
No obstante, Nabata no dejaba a
nadie que se sumiera en su tristeza
porque el trabajo vencía todas las
tristezas. Presenció milagros nunca
vistos. Entrenaba a los hombres,
construía barcos, carros y armas.
Mandaba flotas llenas de oro y volvían
repletas de hombres. Luego las volvía a
mandar y regresaban de nuevo. Pasaron
los días y los largos meses hasta que
llegó el esperado día feliz. El rey
Kamose se dirigió a su abuela Tutishiri
sin contener la alegría. La besó en la
frente y le dijo con voz emocionada:
—Alégrate, madre. Ya está
dispuesto el ejército de salvación…
2
E
dijo:
l rey se reunió con sus hombres en
la cámara de la nave real y les
—Aconsejadme.
Todos parecían estar de acuerdo,
aunque no se habían consultado
previamente entre sí.
—Señor —dijo Hur—, habéis
vencido a los hicsos en muchas batallas.
Os han reconocido tanto nuestras
victorias como sus derrotas. Por ello,
habéis borrado las huellas de las
derrotas que sufrimos en el pasado y
habéis matado a muchos hicsos, con lo
cual os habéis vengado de los
desgraciados muertos de vuestro pueblo.
Ahora podemos comprar la vida de
treinta mil de nuestros hombres y
ahorrarnos vidas cuya pérdida es
innecesaria, pues de lo que se trata es de
que nuestro enemigo deje nuestra tierra,
y que nuestra patria esté libre para
siempre.
El rey miró a sus hombres y vio que
todos recibían bien esta opinión. El
comandante Dib dijo:
—Cada uno de nuestros soldados ha
cumplido bien con su obligación. La
vuelta de Apofis al desierto es peor para
él que la propia muerte.
—Nuestra suprema obligación —
dijo el comandante Muhib— es liberar a
nuestra patria del gobierno de los
hicsos. Dios nos la ha concedido. No
tenemos que alargar el tiempo de la
humillación.
—Estamos comprando la vida de
treinta mil prisioneros con la de la
princesa y multitud de pastores —
añadió Ahmose Ibana.
El rey escuchó a sus hombres con
mucha atención y dijo:
—Buen juicio. Pero creo que sería
conveniente que el mensajero de Apofis
esperara un poco más, no vaya a pensar
que nuestro apresuramiento en aceptar la
paz es porque somos débiles o porque
estamos cansados.
Los hombres salieron de la cámara
real y el rey se quedó a solas. A pesar
de que tenía motivos para estar alegre,
se mostraba triste y preocupado. La
guerra había llegado a buen término y su
acérrimo enemigo se había prosternado
delante de él. A partir del día siguiente,
Apofis tomaría sus pertenencias y
escaparía al desierto, de donde habían
venido los suyos guiados por los deseos
del destino. ¿Por qué no se alegra el
rey? ¿Por qué su alegría no es pura y su
contento no es completo? Ha llegado la
hora definitiva, la hora de la despedida.
Antes estaba verdaderamente
desesperado, pero ella aún seguía en la
pequeña embarcación. ¿Qué hará
mañana, cuando vuelva al palacio de
Tebas y sepa que a ella la llevan a un
lugar desconocido del desierto? ¿La
dejará irse sin tenderle una mano de
despedida? «¡No!», se contestó a sí
mismo, rompiendo las cadenas de la
intransigencia y del orgullo. Se puso de
pie, salió de la cámara, tomó una barca
en dirección a la nave de la princesa
prisionera, diciéndose a sí mismo: «Sea
como sea la manera en que ella me
reciba, encontraré algo que decirle».
Subió a la nave y se dirigió directamente
a la cámara. La guardia le saludó y le
abrió paso. Traspasó el umbral con el
corazón latiendo fuertemente. Echó una
mirada al pequeño recinto y vio a la
princesa sentada en un diván. Al
parecer, ella no esperaba que volviese
el rey, por eso la sorpresa se manifestó
en su hermoso rostro. Ahmose la
examinó de arriba abajo con una
profunda mirada y la encontró más bella
que nunca. Sus facciones eran tal como
se le habían quedado grabadas en el
corazón desde el primer día que la vio
en la cubierta de la nave real. Apretó los
labios y dijo:
—Buenos días, princesa.
La princesa levantó unos ojos
todavía asombrados, como quien no
supiera qué contestar. El rey no esperó
mucho para decir con voz tranquila y
con un tono que no revelaba ningún
sentimiento:
—Desde hoy eres libre, princesa. —
En su rostro se veía que no entendía
nada. Le volvió a decir—: ¿No oyes lo
que digo? Desde ahora eres libre. Tu
prisión se ha terminado, la libertad es ya
un derecho que te pertenece.
Creció aún más en ella el asombro y
en sus ojos apareció la esperanza, pero
dijo con preocupación:
—¿Es verdad lo que dices? ¿Es
verdad?
—Lo que digo es una realidad.
Su rostro se iluminó, sus mejillas se
ruborizaron y vaciló durante un rato,
luego dijo:
—¿Cómo es eso?
—¡Ay! Leo en tus ojos la esperanza.
¿No deseas que sea la victoria de tu
padre la que te ha devuelto la libertad?
… Yo leo eso en tus ojos. Pero por
desgracia para ti es su derrota lo que ha
puesto fin a tu prisión.
Calló. No obstante, él la informó
sucintamente de la propuesta del
mensajero de su padre y del pacto
alcanzado. Luego le aseguró que dentro
de poco la llevarían con su padre y se
marcharía con él adonde este fuera.
Finalmente le dio la enhorabuena.
Las sombras de la pena se
apoderaron de su rostro. Sus facciones
se endurecieron y bajó la vista. Ahmose
le preguntó:
—¿Tu tristeza por la derrota supera
tu alegría por la libertad?
—Más te vale no burlarte de mí.
Abandonaremos vuestro país con
dignidad, como hemos vivido —replicó
ella.
—No me estoy burlando de ti,
princesa. Hemos sido derrotados antes,
y la larga guerra nos ha enseñado a
reconoceros el valor y el coraje —
repuso, temeroso, Ahmose.
—¡Gracias, rey! —dijo ella muy
satisfecha.
Por primera vez hablaba con un tono
sin enfado ni muestra alguna de orgullo.
Se impresionó y le dijo con tristeza:
—Veo que me llamas rey, princesa.
—Porque eres el rey indiscutible de
este valle. Pero yo no soy princesa
desde hoy —contestó ella agachando la
cabeza.
La impresión del rey creció aún más,
pues nunca pensó que ella se ablandaría
tanto… Creyó que la derrota la haría
aún más dura y dijo con tristeza:
—Princesa, los recuerdos son un
registro tanto para los dolores como
para los deleites. Habéis probado lo
dulce y lo amargo de la vida, y aún
tenéis un mañana.
Ella contestó con una tranquilidad
impresionante:
—Sí. Lo tenemos detrás del
espejismo del desconocido desierto,
pero haremos frente a nuestro destino
con valentía.
Reinó el silencio y sus miradas se
cruzaron. Él pudo leer en sus ojos la
franqueza y la delicadeza. Recordó a la
princesa que en la nave salvó su vida de
la muerte y le hizo probar el sabor de la
amistad y del cariño. Era como si la
viera por primera vez, después de tan
largo tiempo. Su corazón se agitó y dijo
con seriedad y temor:
—Dentro de poco nos separaremos y
ya no pensarás en esto, pero siempre
recordaré que has sido agresiva
conmigo.
La tristeza se asomó a los ojos de la
princesa y su boca dibujó una leve
sonrisa.
—Oh, rey —dijo—. De nosotros
sabes poco… Somos un pueblo para
quien la muerte es mejor que la
humillación.
—No he visto en ti ningún síntoma
de humillación; no obstante, la
esperanza me ha engañado, pues
pensaba que sentías un poco de aprecio
por mí.
—¿No es humillación que abra mis
brazos a mi carcelero y al enemigo de
mi padre? —dijo ella en voz baja.
—El amor no conoce esta lógica —
dijo él con amargura.
La princesa se calló, como dándole
la razón y balbuceó con voz que él no
pudo oír: «No puedo echar la culpa a
nadie más que a mí misma». Lanzó una
mirada apagada y con un movimiento
espontáneo tendió la mano a la
almohada de su cama, sacó de debajo el
collar con el corazón de esmeralda y se
lo colgó en el cuello tranquilamente. Él
la seguía con la mirada, sin dar crédito a
lo que veían sus ojos. Fue junto a ella
sin poder contenerse, la rodeó con sus
brazos y la apretó contra su pecho con
locura. Ella no opuso la menor
resistencia. No obstante, dijo con
tristeza:
—¡Cuidado! Ya es tarde.
La presión de sus brazos se hizo aún
más fuerte y le dijo con voz temblorosa:
—Ameniridis…, ¿cómo dices eso?
Pero ¿cómo no descubro mi felicidad
hasta que está a punto de desaparecer?
… ¡No! No te dejaré marchar.
La princesa lo miró con cariño y
temor al mismo tiempo y le dijo:
—¿Y qué vas a hacer?
—Haré que te quedes a mi lado.
—¿Sabes el precio que debes pagar
para que me quede a tu lado? ¿Darás
treinta mil prisioneros y el doble de tus
soldados?
Su rostro se ensombreció, sus ojos
se nublaron y murmuró como si hablara
consigo mismo:
—Mi padre y mi abuelo murieron
por mi pueblo, yo he dado mi vida por
ellos. ¿Impedirán la felicidad a mi
corazón?
Ella movió la cabeza y dijo con
delicadeza:
—Escucha, Isfinis, déjame que te
llame con este hermoso nombre que es
el que más he amado en mi vida. No hay
más remedio… Nos separaremos, nos
separaremos. Tú no podrás dar treinta
mil prisioneros de tu pueblo al que tanto
quieres. Yo tampoco consentiré que se
mate a mi padre y a mi pueblo. Cada uno
de nosotros tiene que acatar su parte de
la solución.
Ahmose la miró asombrado, como si
su única parte del amor fuera aguantar la
separación y el dolor. Le suplicó:
—Ameniridis, no desesperes aún y
evita hablar de la separación. El decirlo
con tanta facilidad me vuelve loco…
Ameniridis, déjame llamar a todas las
puertas, hasta a la de tu padre. ¿Qué
pasaría si le pidiera tu mano?
Ella sonrió tristemente y dijo
acariciándole con cariño:
—¡Qué lástima, Isfinis! Parece que
no sabes lo que dices. ¿Piensas que mi
padre aceptará desposar a su hija con el
rey que le ha vencido y le ha condenado
a exiliarse del país donde ha nacido y en
cuyo trono se ha sentado?… Yo conozco
a mi padre más que tú y sé que no se
puede hacer nada… No queda más
remedio que la paciencia…
Ahmose la escuchó anonadado
preguntándose: «¿Será verdad que la
que habla hoy con este tono triste es la
princesa Ameniridis de ayer cuyo
orgullo y ufanía no tenía límite?». Todo
le pareció extraño.
—El más pequeño de mis soldados
no permite que nadie le separe de quien
quiere —le replicó él con cierta rabia e
impotencia.
—Tú eres un rey, señor, y los reyes
son los que más disfrutan, aunque al
mismo tiempo tienen las mayores
responsabilidades, como los altos
árboles que se aprovechan más de los
rayos de sol y de la brisa, pero también
están más expuestos a la furia del viento
y a la tempestad de los huracanes.
Ahmose se puso a gemir diciendo:
—¡Qué desgraciado soy!… Te he
querido desde el primer día que te vi en
la embarcación.
Ella bajó la vista y replicó con
sinceridad y sencillez:
—El amor conquistó mi corazón
aquel mismo día, pero no lo descubrí
hasta más tarde. Mis sentimientos se
despertaron la noche en que el
comandante Raj te obligó a luchar contra
él. Mi temor me hizo descubrir mi queja.
Pasé la noche angustiada y nerviosa sin
saber qué hacer con este nuevo
sentimiento… hasta que la magia se
apoderó de mí hace unos días y perdí la
conciencia.
—En el camarote, ¿verdad?
—Sí.
—¡Ay!, ¿cómo será mi vida sin ti?
—Como la mía sin ti, Isfinis.
La apretó contra su pecho y puso su
mejilla sobre la suya, como si pensara
que eso espantaría el fantasma de la
separación. No podía admitir descubrir
su amor y separarse de él al mismo
tiempo. Tocó todas las puertas para
encontrar una solución pero desesperó.
Lo máximo que podía hacer era rodearla
con sus brazos. No obstante, ninguno de
los dos movió un dedo, como
petrificados.
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