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Jean-Luc Nancy / Una conversación sobre el cuerpo con

Emmanuel Alloa

EA : Jean-Luc Nancy, Usted es –en muchos aspectos- un sobreviviente …

J-L N: Usted dice: “En muchos aspectos”, y entonces… yo quisiera ser quien pregunta:
¿cómo lo entiende usted? Pero usted me precisará esto más tarde. Intentaré ahora que usted
comprenda, o que intuya, Sobreviviente, con seguridad lo soy en el sentido en que yo
estaría muerto en 1991 si no hubiese sido posible que me trasplantaran un corazón. Lo que
quiere decir o bien que diez años antes yo estaría muerto o bien que sin un trasplante

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disponible a tiempo estaría muerto (me quedaban, cuando se me hace el trasplante, unos
seis meses de vida). En 1997 también habría podido morir del linfoma provocado por el
tratamiento del trasplante (es uno de los efectos posibles, afortunadamente raro, de la
ciclosporina, la cual, como usted lo sabe, impide el rechazo del trasplante… ambivalencia
del “pharmakon”…). Esto habría sucedido si no hubiese estado disponible, a modo de
ensayo, un tratamiento, en buena parte nuevo,
Pero respondiéndole de este modo, de otra parte me pregunto acerca de su “en muchos”, y
me digo que esas dos formas de “sobrevivir” son, después de todo, muy banales: quien no
puede decir “en tal momento, si tal circunstancia no se pudiese evitar, ¿habría podido o
debido morir?” por ejemplo alguien que no fue, porque estaba indispuesto, al “World Trade
Center” cuando el “11 de septiembre”; o que había cancelado un viaje a Indonesia cuando
el “tsunami”; o bien que ha escapado a una enfermedad muy grave. Por ejemplo en este
momento, un habitante de la Réunion expuesto al Chikunguya (tengo un amigo que viene
justamente de allí). Igual puedo decirle que a la edad de 15 años habría podido morir en el
mar, cayendo de una lancha volteada por una tempestad, pero de la costa han venido a
buscarnos (estaba con mi padre). Pero ¿Entonces qué? Me han contado a menudo que yo
nací estrangulado por el cordón umbilical y que fue necesario liberarme y hacerme
recobrar la respiración -¡apenas la encontraba y ya la perdía!- imagino que más de un neo-
nato ha muerto de manera análoga…
Entonces, ¿qué quiere decir “sobrevivir”? ¿la vida no es siempre una escapada de la
muerte? Y esta escapada de la muerte –que al mismo tiempo no cesa de ir hacia la muerte,
con seguridad- ¿qué es sino la vida misma? – es decir no el gran movimiento de todo lo
viviente del mundo vegetal y animal, que por su parte integra en sí la muerte de los
individuos, todas las muertes, de la más precoz a la más tardía, sino al contrario lo pequeño,
el débil movimiento singular de “alguien” que desliza de manera fortuita su “propia” vida
en el seno y en la margen de ese gran viviente. Ese “alguien”, ese “cualquiera” en lo
fortuito de su escapada singular, siempre frecuentado por la gran “vida-muerte” del
conjunto, no vive en el mismo sentido: sobre-vive, es decir que está siempre escapando,
rozado de inexistencia, de contingencia, y que, al mismo tiempo, está más allá de la gran
vida del todo. Está en la “supervivencia” en el sentido que Derrida le daba a esa palabra:
más que la vida. Pero ese “más” es un “menos”: menos que la Vida como conservación de
sí y auto-afección, pero más que ella como exposición a la suerte, a lo fortuito del existir…
Con esto, sin duda no he adivinado todos los “aspectos” en los que usted pensaba…

E.A.: En el fondo, si lo comprendo bien, es necesario aceptar ese doble “a” en todo
sobreviviente. “Sobrevivir a”, es a la vez un a quo y un ad quem, un “desde” y un “hacia”.
Esto me recuerda un cuento persa de este hombre de la ciudad de Shiraz que, sabiendo que
la muerte vendría a buscarlo al día siguiente, engancha su caballo para alejarse lo más
rápido de Shiraz. En la tarde, agotado llega a las puertas de Ispahan donde ha llegado la
muerte y proclama su sorpresa: “¿Pero qué haces aquí? Yo te esperaba mañana…” Usted

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evoca algo semejante en el nuevo post-facio de El intruso. El tiempo que pasa sería a la vez
lo que nos aleja y nos aproxima de eso a lo que usted… de eso a lo que sobrevivimos.

J-L N: Sí, pero usted me había anunciado una segunda pregunta, y no la discierno en su
respuesta, de la que encuentro que desarrolla muy bien un pensamiento que le pertenece.
Podría simplemente añadir esto: la muerte, uno la encuentra inevitablemente, y al huir no se
hace más que llevarla, pero también allí como lo imprevisible. Ahora, esta imprevisibilidad,
que es también la razón por la cual no podemos creer en nuestra muerte, y que sigue siendo
lo que es, mientras que todos los signos concretos pueden ser ordenados para un pronóstico
próximo (no hablo de mi sino de personas que conozco o he conocido) y que igualmente un
médico no puede pronunciar más que en un plazo extremadamente breve, esta
imprevisibilidad que sólo puede anular la administración de una sustancia letal –y en ese
caso, ¿qué es esa “anticipación” de la “previsión”? ¿Qué es lo “previsto” en verdad? ¿qué
vemos venir? –esta imprevisibilidad, entonces, es también lo que forma la “supervivencia”
‘ad quem’, según su expresión (o ‘ad quod’, pues es de notar que, lapsus o no, usted ha
empleado un masculino y no un neutro…). Como no puedo ir “hacia la muerte”, voy
“hacia” otra cosa, sabiendo que la vida va hacia la muerte. En mi otro distinto de lo
viviente, y que lo viviente-sabedor, va hacia… ¿qué? (o ¿Quién? –para retomar su
masculino, que también podría ser un femenino) Quizá podría decirse ese “sobreviviente”
va hacia… el sobrevivir mismo: si aquel es “más que la vida”, ella es la no-relación
consigo, la ni-conservación-ni-transformación de sí, la salida de sí hacia una absolutez
fuera del espacio y fuera del tiempo –esta “eternitas” de la que Spinoza dice que nosotros
nos sentimos dotados, que es igualmente nuestra “experientia”.
“Sobrevivir” entonces me parece un término riesgoso, puede deslizarse hacia una “super-
vida”, una vida más allá, en una palabra un retorno insidioso hacia una creencia religiosa.
(Seguramente habría que reinterpretar este género de creencia, arrancarla de la
representación de una “segunda” o “nueva” vida, pero dejemos esto por el momento) Es
necesario decir “otra que la vida”, precisamente en lugar de “otra vida”. Ahora lo otro que
la vida, es la muerte… se trata de pensar la muerte o más bien en la muerte otra que la vida
que es ella misma otra que la cesación de la vida, la extinción y la desaparición de un
“sí”… y entonces la salida de ese sí fuera de sí.
Lo que la experiencia del “intruso” aporta podría ser este sentimiento de esta “otra” que no
es un contrario, ni una negación, si bien se trata de otra absoluta, es ya, de manera sensible
introducida en mí. No obstante, no se trata de decir que encontraría esta otra en la muerte.
Precisamente no, pues por su naturaleza de otro no es encontrable. La muerte imprevisible e
incognoscible, inapropiable, significa esto: la alteridad de ese otro…
De ese otro que es “yo fuera de mí”, o mejor aún el afuera en medio de mí, elaborándolo,
elaborándome en el afuera tanto como en la realidad del “yo”, pero realidad en tanto que
inapropiable. Este volver a decir diferentemente lo que dice Heidegger de la “más propia
posibilidad” del “Dasein” como imposibilidad de vivir su muerte. Esto sigue siendo, sin
duda, insuperable –salvo sobre este punto, que “lo más propio”, aquí, es precisamente
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impropio y despropiado, y que calificarlo de “más propio” induce la tentación de una
especie de sobre-apropiación insidiosa, sobre un modo heroico en particular. No evitamos
soñar, desear una muerte heroica, o bien soberana, es decir no reculando frente a la muerte
(para retomar la palabra de Hegel en “das Leben des Geistes”).
Es necesario entonces, contra este sueño, dejar a la muerte en su oficio imprevisible, y a
nosotros mismos en nuestra debilidad, en nuestro miedo, en nuestra inconsciencia para
terminar. (El modelo de la consciencia es quien nos atormenta…) es necesario al contrario
“sobrevivir” a cada instante: siempre relacionarse a lo-otro-que-la-vida y a lo-otro-que-sí.
Confiarse así a los otros, también, en el sentido de los otros concretos determinados que son
la realidad del “otro” absoluto. No sólo los otros hombres, sus pensamientos de nosotros,
nuestro lugar en sus vidas, sino los otros entes hasta la tierra a donde nosotros
“retornamos”, en el ‘pulvis in quem reverteris’1…
Si, ir hacia… el polvo, tanto como hacia lo absoluto, ir hacia el polvo de lo absoluto…

E.A. : Yo desearía retomar su expresión del “fuera en medio de mí”. En “L’intrus”, ese
incomparable testimonio autobiográfico (¿pero no sería mejor decir xenográfico?), usted
indica que el intruso no es tanto quien penetra en la propiedad sino aquel que, en tanto que
intruso, ya se ha instalado. Su operación consistiría entonces menos en una intrusión que
en eso que usted llama una “extrusión” operante. Me parece percibir en su obra una
atención recurrente al asunto de “obrante”. ¿Qué lazo existe entre su reflexión sobre el
desobramiento y esta apertura de la extrusión2?

J-L N: “Fuera en medio de mí”, si: precisemos que el único “afuera” que sea
verdaderamente uno no es nunca el que se ve por la ventana, que no es “afuera” más que
por diferencia con el “adentro”. El verdadero ‘afuera’ no es otro ‘adentro’ que ese ‘adentro-
aquí’: que esté en el corazón (¡es el caso decirlo!) del ‘adentro’. El modelo aquí, para mí,
sería la frase de Wittgenstein: “El sentido del mundo está fuera del mundo” Como esta
frase no es la de alguien que creyera en otro mundo trascendente al nuestro, en un
“trasmundo”, para hablar como Nietzsche, esta frase no puede significar otra cosa que: el
sentido del mundo está “en” el mundo “fuera”. Es decir una apertura, una abertura que
podemos comprender como herida o como vía de acceso –de entrada y de salida- o también
como boca, oreja, nariz, ano, sexo, ojo. Usted puede imaginar sin pena como cada una de
estas aberturas puede dar lugar a una amplia variación sobre la modalidad propia de
“afuera” que ella evoca: el ‘afuera’ del aliento, el del deseo, el del excremento, el de la
palabra, el de las sensaciones de todo tipo, y para terminar bajo cada uno de esos modos
una modelización del “sentido”, es decir de la remisión de “yo” a del otro, a del “afuera”.
Más precisamente, yo diría: eso que del otro es afuera o hace afuera, es decir no presencia
1
.- Nancy hace referencia a la expresión: “Memento Homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris”
(Recuerda hombre que, polvo eres, y que al polvo regresarás”)
2
.- Del latín extrudere, expulsar. Es un proceso que consiste en hacer pasar, a presión, una materia a través
de una matriz para darle a esta materia una forma continua.

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de otro delante de mi (con su propio “adentro”) sino no-cerradura, no-vuelta en sí, ni del
otro, ni de mí.
He aquí lo que obra (produce) el “afuera”: la no cerradura del adentro, su declosión, Así, al
igual que en efecto, como usted me lo recuerda, he pensado que el “intruso” ‘en’ mí era
menos el órgano trasplantado desde el cuerpo de otro que mi propio corazón sustrayéndose
a su servicio orgánico, y “extrudando”-se, de cierta manera, en sí mismo (tanto que en mi
caso eso no era el efecto de una enfermedad, era congénito), de igual manera que mi
corazón espiritual, si se me permite esta expresión, o mi corazón ontológico, esencial,
místico, si usted lo prefiere (en el sentido del “cuerpo místico”) está ‘en’ mí, también está
lo que se abre y que se extrae de “mí”, es decir de ese retorno-en-si o a-sí que implica el
“yo”.
Estamos fuera de nosotros, esencialmente. El estado que se designa en francés como “estar
fuera de sí” –la exasperación de la cólera, la extrema irritación del deseo, la exaltación de la
pasión, el entusiasmo de la admiración, de la ambición o de la adoración, todo esto que
“nos” saca de “nosotros-mismos” abre un ‘afuera’ según el cual nosotros no volvemos a
nosotros, no nos recuperamos nosotros-mismos ni nos reencontramos. No se trata de
invocar una locura. Los modelos de locura que han sido impuestos, hace mucho tiempo
remiten a algo de lo que yo digo –pero con el defecto de implicar una alteración del “sí”
que permanece como una alteración ‘de sí’. Mientras que el ‘afuera’ que nos abre y que se
abre en nosotros abre nuestro “en”, nuestro “en sí” a otra cosa que no lo altera, que
solamente lo proyecta lejos, muy lejos, infinitamente lejos “del corazón” del sí-“mismo”.
Puesto que usted añade una pregunta sobre la obra, la construcción y el desobramiento,
diría esto: el desobramiento abre la obra, la abre en su medio. No viene después de ella,
viene en ella y por ella. Es por esa razón que una obra siempre abre en el corazón de su
“autor” una apertura por la cual se muestra que la obra no es “la suya”, que ella se crea de
sí misma –ella que no es un “mismo”, ella que no es otra cosa, para terminar, que una
abertura, un ‘afuera’. El juego de palabras con “fuera de obra” es demasiado cercano como
para ser evitado, pero no aporta nada. Pues no estamos “fuera de obra”: se está “fuera en la
obra”.
Entre más grande es una obra, más abierta está y nosotros no terminamos de hundirnos en
esta abertura… ¿Cómo es posible siempre releer a Sófocles? ¿Siempre volver a ver a
Cézanne, a Eisenstein? ¿Volver a escuchar a Beethoven? Ellos son siempre de nuevo los
intrusos, operan siempre de nuevo en nosotros las extrusiones.

E.A Jean-Luc, su obra goza de la reputación de ser singularmente densa, idiomática,


resistente. Estaría tentado a decir “somática”. Jacques Derrida –cuya presencia nos hace
mucha falta (el páncreas no se trasplanta, como nos lo recordaba usted)- decía de su
“corpus” que era el ‘De anima’ de nuestro tiempo. El cuerpo no es sin embargo sólo un
objeto de pensamiento o aún una prótesis en el sentido que le da Derrida, él penetra en la
escritura misma. ¿Por cuál necesidad su escritura filosófica muda, se modifica y se expone
a ese cuerpo extranjero de la filosofía?
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Su pregunta toca sin duda muchos temas o motivos que están unidos. De una parte toca el
motivo, caro a Derrida precisamente, del carácter determinante del “tono” en una
“filosofía”. Yo no podría de improviso, sin una búsqueda especial, citarle una frase de él
sobre este asunto, pero le gustaba decir que un pensamiento, o una filosofía, es ante todo un
tono, una tonalidad, podríamos decir una voz (es decir también una escritura, sea dicho de
pasada y para acentuar este saludo a Derrida). Quizá podamos añadir, puesto que he dicho
“un pensamiento o una filosofía”, que es en esa acentuación del tono, en esa puesta en
evidencia del modo, que comienza la diferencia entre “pensamiento” y “filosofía”, si se
quiere entender que la segunda tiene por referencia un orden dado del discurso conceptual
(cuyos ejemplos privilegiados serían Kant y Husserl), mientras que el primero no haría
referencia a este orden y lo apuntaría hacía un trabajo del concepto que lo hace vibrar y
resonar pero no lo encadena en las “largas cadenas de razones”. Los ejemplos serían
entonces Lucrecio y Heidegger. Pero sabemos que esta distribución de ejemplos se muestra
demasiado sumaria… cada pensador oscila entre el discurso y el timbre, o bien como dice
Bergson entre las imágenes que acierta componer y la intuición muda que lo imanta –lo que
yo reformularía diciendo que el “mutismo” de esta intuición (única para cada uno, dice) es
precisamente lo que habla en la voz, el tono. Pero esto quiere decir también que, al fin de
cuantas, todas las filosofías hablan de las mismas “cosas”, verdades o sentidos. Quizá, para
terminar, hablan de una sola: nuestra presencia/ausencia, nuestro cuerpo/espíritu. Una sola
y misma cosa, una sola y misma distancia con nosotros mismos que nos constituye y que
los pensamientos modulan permanentemente.
De otra parte su pregunta toca un motivo de “nuestro tiempo”. ¿Qué es un pensamiento “de
nuestro tiempo”? un pensamiento de nuestro tiempos es uno que sabe a la vez retomar todo
en el mismo punto para un comienzo muy distinto –el de Aristóteles, Descartes o
Heidegger- y que sabe también que ese mismo punto de partida implica hoy en día un dado
propio: que no hay objeto. Ya no hay objetos de pensamiento, no hay pensamiento sobre o
a propósito de objetos. Hay una presión (pesée) (me gusta relacionar ‘pensamiento’
(pensée) con ‘presión’ (pesée), siguiendo la etimología sin etimologismo) que es la presión
(pesée) sobre nosotros de un mundo desprovisto de escape (de trascendencia, de sentidos,
de razón suficiente, etc.). Nuestra situación es la de una metafísica que ya no se subordina
la física pues, al contrario, sobre ella pesa la física. La física o bien la física pesada: la
materia, el cuerpo, el ser-ahí-dado y sin afuera del universo. Sin afuera, o bien revelando el
afuera como verdadero absoluto afuera –es decir tal que no lo penetramos y entonces ya no
escapamos. Un afuera parecido al que sería el de una casa cuyas puertas y ventanas se
abrieran sobre paredes de hormigón o capas de tierra pegadas a los cristales tal como
ordinariamente golpea el aire del exterior con las imágenes de la calle o de los campos, del
cielo y de los pájaros… una casa que entonces no abriría pero para la cual esta inapertura
ejercería precisamente la presión (pesée) del pensamiento (pensée).
He aquí por qué “el cuerpo”… y el por qué “el cuerpo” tomado como destinatario más que
como objeto de escritura. Cuando un día, por primera vez se me ha pedido hablar del
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cuerpo, enseguida he reconocido esta exigencia: no hablar de él sino hablarle y hablar en él
mismo o dejarle hablar. De entrada “este es mi cuerpo”, la vieja fórmula eucarística del
cristianismo, se me aparece como la palabra misma de la palabra, la portadora de la
dirección que abre toda palabra (o pensamiento): de entrada esto, aquí, que se abre y habla,
que hablando se designa como el punto solido de emisión. Emisión de sentido que no es
más que una modalidad al lado de esas otras que son el goce o el dolor, el grito del
nacimiento o el suspiro de la muerte. Emisión, exposición: esto que parte antes que yo y va
lejos adelante, más lejos, tan lejos que el sentido se pierde, la voz cesa de resonar, el cuerpo
permanece vibrante y vacío. Goce, sufrimiento, hablando, callando…
¿También es “extraño a la filosofía” como usted lo afirma? Quisiera mejor reflexionar aquí.
¿Todo no ha comenzado por y como un cuerpo expuesto: Sócrates rascándose la pierna en
su prisión –y el amante del “Fedro” en el que el deseo eriza furiosamente las plumas?...
quiero decir: la exposición del cuerpo, es decir la exposición a secas, ‘el ser expuesto en
tanto que ser’, absolutamente, es la filosofía, es decir que es la partida de los dioses y con
ellos la partida del ser-puesto o del ser-impuesto, si quisiéramos intentar decirlo así.
En el fondo, el cuerpo nunca ha sido reducido, reprimido o negado en la filosofía más que
en la medida misma de la exposición ‘que él se aparecía ser´ en el momento en el que el
mundo ya no estaba habitado por dioses. El cuerpo, es el afuera mismo: el “adentro” en
tanto que afuera. Yo decía “casa abierta sobre el hormigón”, podría decir: el cuerpo, alma
abierta sobre la materia, es decir sobre el fuera-de-aquí. Alma fuera de sí, y así ‘alma’, ¡sí!
“Cuerpo” es la presión del alma sobre nosotros, hoy en día.
Por eso yo diría que “cuerpo” no es tan extraño a la filosofía como pensamos: ‘”cuerpo” es
la extrañeza que la filosofía nombra porque la descubre’, y la descubre porque en efecto el
mundo deviene extraño a sí mismo. Es lo que llamamos “Occidente”… esto abre tanto a la
reducción y a la represión del cuerpo como a la exaltación de la potencia del cuerpo. De
una manera o de otra, esto introduce una extrañeza territorial en nosotros mismos, una
extrañeza del mundo mismo. Hemos llamado a esto cuerpo/espíritu, materia/idea,
exterioridad/interioridad… en realidad, se trata de la distancia de lo mismo en lo mismo, y
así unas veces del rechazo del uno por el otro, otras veces del elan extasiado del uno hacía
el otro… lo “extranjero” no es más que este extranjero de nosotros, en nosotros. Es nuestro
tormento tan trágico como erótico.

Publicado el 5 de septiembre de 2014 por Jean-Clet Martin:


http://strassdelaphilosophie.blogspot.com/2014/09/jean-luc-nancy-un-entretien-sur-le-
corps_5.html
Traducción: Cali, septiembre de 2014, Ernesto Hernández Barragán

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