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ePUB v1.2
Pepotem 15.05.12
© Albert Bonniers Förlag. Estocolmo.
1929
© de la traducción española:
Editorial Juventud. Barcelona. 1935
Traducción directa del sueco por Nanny
Wachsmuth de Zamora
Revisión literaria de Carlos del Corral
Casal
Vigesimoctava edición. 1990
Depósito Legal. B. 24.361-1990
ISBN 84-261-0172-0
Núm. de edición de E. J.: 8.370
Impreso en España - Printed in Spain
Indugraf. S.C.C.L. - 08018 Barcelona
A
S. M. LA REINA DE SUECIA
protectora de los animales maltratados
y amiga de todos los perros
***
***
***
Había trabajado mucho durante el
largo y cálido verano, sin un día
siquiera de reposo, atribulado por el
insomnio y por su habitual compañero,
el desaliento. Era irritable con mis
enfermos, y estaba de mal humor con
todos.
Cuando llegó el otoño, hasta mi
flemático amigo Norström empezó a
perder la paciencia conmigo. Por
último, un día, mientras cenábamos
juntos, me dijo que si no iba pronto a
descansar lo menos tres semanas a un
lugar fresco, quedaría totalmente
deshecho. Capri era demasiado cálido;
Suiza era el mejor sitio para mí.
Siempre me había doblegado al superior
buen sentido de mi amigo. Sabía que
tenía razón, si bien sus premisas eran
equivocadas. No era el exceso de
trabajo, sino otra cosa lo que me había
reducido a tan deplorables condiciones;
pero no es ocasión de hablar aquí de
ello.
Tres días después llegué a Zermatt y
en seguida me puse a la obra para
descubrir si por encima del nivel de las
nieves perpetuas la vida era más alegre
que por debajo. El piolet fue para mí un
nuevo juguete para jugar al viejo juego
del ganapierde entre la vida y la muerte.
Empecé por donde los demás alpinistas
terminan: por el monte Cervino. Atado
al piolet, sobre una roca inclinada del
doble ancho que mi mesa de comedor,
pasé la noche bajo el saliente de la
furiosa montaña, en medio de una
violenta tempestad de nieve. Me
interesó oír a los dos guías que
estábamos colgados en la misma roca
desde la cual se despeñaron, a más de
mil doscientos metros de profundidad,
Hadow, Hudson, Lord Francis Douglas y
el guía Michel Croz, durante la primera
ascensión de Whymper. Al amanecer
encontramos a Burckhardt. Quité la
nieve reciente de su cara, pacífica y
tranquila cual si estuviera dormido.
Había muerto helado. Al pie de la
montaña nos reunimos con los dos guías,
que arrastraban a su compañero Davies,
medio aturdido, al que habían salvado
con peligro de sus vidas.
Dos días después, el Schreckhorn,
el funesto gigante, arrojó su habitual
alud de rocas contra los intrusos. No nos
dio; pero, de todos modos, fue un buen
tiro, dada la distancia; un bloque de
roca, que hubiera deshecho a una
catedral, pasó tronando a menos de
quince metros de nosotros. Dos días
después, mientras el alba apuntaba en el
valle, mirábamos con ojos hechizados la
Jungfrau, poniéndose su inmaculado
vestido de nieve. Apenas podíamos
divisar la rosada mejilla de la doncella
bajo su blanco velo. Partí
inmediatamente para conquistar a la
encantadora. Al principio parecía
consentir, pero cuando intenté coger
algunos edelweiss de la orla de su
manto, tuvo miedo y se escondió tras una
nube. A pesar de todas mis tentativas,
nunca conseguí acercarme a la amada.
Cuanto más avanzaba, más parecía ella
rehuirme. Pronto un velo de niebla,
rojizo a los rayos del sol levante, la
ocultó del todo a nuestra vista, como la
pantalla de fuego y humo que desciende
en torno de su virgen hermana Brunilda,
en el último acto de la Valquiria. Una
vieja hechicera que velaba por la
hermosa muchacha como una celosa
nodriza, nos atraía cada vez más lejos
de nuestra meta, entre desoladas cimas y
precipicios vertiginosos dispuestos a
devorarnos en cada instante. No
tardaron los guías en declarar que
habían perdido el camino y teníamos que
desandar lo andado lo más pronto
posible. Vencido y enamorado, fui
arrastrado al valle por la sólida cuerda
de ambos guías. No era de extrañar mi
desánimo; por segunda vez en aquel año
me había rechazado una señorita. Pero
la juventud es un gran remedio para las
heridas del corazón. Con un poco de
sueño y la mente fresca, se repone uno
en seguida. Sueño, tuve poco, pero,
afortunadamente, no perdí la cabeza.
Al domingo siguiente (hasta
recuerdo la fecha, porque era mi
cumpleaños) fumaba la pipa en la
cumbre del Monte Blanco, donde, según
los dos guías, la mayor parte de las
personas llegan con la lengua fuera y sin
aliento. Lo que sucedió aquel día lo he
referido en otro lugar, pero puesto que el
pequeño libro está agotado, debo
repetirlo aquí, para que se comprenda lo
mucho que debo al profesor Tillaux.
La ascensión al Monte Blanco, tanto
en invierno como en verano, es
relativamente fácil. Sólo un loco la
intenta en otoño, antes de que el sol y la
escarcha nocturna hayan tenido tiempo
de endurecer la nieve reciente en los
vastos declives de la montaña. Para
defenderse de los intrusos, el rey de los
Alpes se sirve de aludes de nieve
reciente, como el Schreckhorn emplea
sus proyectiles de roca. Era la hora de
comer cuando encendí mi pipa en la
cúspide. Todos los forasteros, desde los
hoteles de Chamonix miraban, por turno,
con los telescopios a las tres moscas
arrastrándose por el blanco gorro de
nieve del viejo rey de la montaña.
Mientras ellos comían, nosotros nos
tambaleábamos entre la nieve por el
desfiladero que hay bajo el Mont
Maudit, para reaparecer en breve en sus
telescopios sobre el Grand Plateau.
Ninguno hablaba; todos sabíamos que
hasta el sonido de la voz puede
provocar un alud. De pronto, Boisson
miró atrás e indicó con el piolet una
línea negra que parecía dibujada por la
mano de un gigante a través de la blanca
pendiente.
—Wir sind alle verloren, estamos
perdidos —murmuró, mientras el
inmenso campo de nieve se partía en dos
y empezaba el alud con un fragor de
trueno, precipitándonos por el declive
con vertiginosa velocidad. No sentía
nada, no comprendía nada. De pronto, el
mismo movimiento reflejo que en el
famoso experimento de Spallanzani hizo
mover la pata de su rana decapitada
hacia el punto que él pinchaba con una
aguja, obligaba al gran animal
inconsciente a levantar la mano para
reaccionar contra el agudo dolor del
cráneo. La sorda sensación periférica
despertó en mi cerebro el instinto de
conservación, último en morir. Con
desesperado esfuerzo empecé a trabajar
para librarme de la capa de nieve bajo
la cual estaba sepultado. Vi en torno mío
las radiantes paredes de hielo azul, vi la
luz del día a través de la enorme grieta
en que me había arrojado el alud. Lo
recuerdo con extrañeza: no sentía miedo
alguno ni tenía conciencia de ningún
pensamiento, ni del pasado, ni del
presente, ni del futuro. Poco a poco
percibí una sensación imprecisa que se
abrió camino lentamente a través de mi
entumecido cerebro, hasta llegar a mi
conciencia. La reconocí de súbito: era
mi vieja pasión, mi incurable curiosidad
de saber todo cuanto pudiera saberse de
la muerte. Al fin se me presentaba la
oportunidad; ¡si al menos pudiera
conservar clara la inteligencia y mirarla
cara a cara con tesón! Sabía que estaba
allí, me imaginaba que casi podía verla
avanzar hacia mí, envuelta en su glacial
sudario. ¿Qué me diría? ¿Sería severa e
inexorable, o tendría piedad y me
dejaría donde estaba, tendido en la
nieve, hasta quedarme helado para el
sueño eterno? Aunque parezca
incomprensible, creo que fue esta última
supervivencia de mi normal mentalidad,
mi curiosidad por la muerte, lo que me
salvó la vida. De pronto noté la presión
de mis dedos en torno al piolet, la
cuerda alrededor de la cintura. ¡La
cuerda! ¿Dónde estaban mis dos
compañeros? Tiré hacia mí de la cuerda
lo más velozmente que pude, hubo una
imprevista sacudida y salió de la nieve
la cabeza con barba negra de Boisson.
Suspiró profundamente y, tirando con
presteza de su cuerda, sacó a su
compañero, medio desvanecido, de su
tumba.
—¿Cuánto tiempo se necesita para
morir helado? —pregunté.
Los ojos vivaces de Boisson se
volvieron a los muros de nuestra cárcel
y detuviéronse mirando un frágil puente
de hielo tendido sobre las inclinadas
paredes de la grieta, como el arbotante
de una catedral gótica.
—Si tuviese un piolet y pudiera
llegar a ese puente —dijo—, creo que
podría abrir un camino de salida.
Le pasé el piolet, que mis dedos
apretaban casi en contracción
cataléptica.
—¡Cuidado, por amor de Dios,
cuidado! —repetía mientras, subiendo,
como un acróbata, a mis hombros,
levantábase sobre el puente de hielo por
encima de nuestras cabezas. Suspendido
con las manos de las escarpadas
paredes, abría paso a paso su camino de
salida y me arrastraba con la cuerda.
Con gran dificultad conseguimos
levantar también al otro guía, aún
aturdido. El alud había barrido los
habituales puntos de referencia y no
teníamos más que un piolet para tantear
a fin de no caer en cualquier grieta
oculta bajo la nieve reciente.
Que pudiéramos llegar a la cabaña
pasada la medianoche, fue, según
Boisson, un milagro aún más grande que
el haber salido de la hendidura. La
cabaña estaba casi sepultada por la
nieve; tuvimos que hacer un agujero en
el techo para entrar. Nos derrumbamos
en el suelo. Yo bebí la última gota de
aceite rancio del candil, mientras
Boisson, después de cortarme con el
cuchillo las pesadas botas de montaña,
frotaba con nieve mis helados pies. La
expedición de socorro de Chamonix, que
había perdido toda la mañana buscando
en vano nuestros cuerpos por entre las
huellas del alud, nos encontró
profundamente dormidos en el suelo de
la cabaña. Al día siguiente fui llevado
en una carreta de heno a Ginebra y
metido en el rápido de la noche para
París.
El profesor Tillaux estaba lavándose
las manos entre una y otra operación
cuando a la mañana siguiente entré
vacilando en el anfiteatro del Hôtel
Dieu. Mientras quitaban el algodón
hidrófilo que envolvía mis piernas, me
miraba él fijamente los pies, y yo
también: eran negros como los de un
negro.
—Sacré Suédois, ¿de dónde diablos
vienes? —tronó el profesor.
Sus bondadosos ojos celestes me
miraron con tal ansiedad, que sentí
vergüenza. Dije que había ido a
descansar a Suiza y me había ocurrido
un contratiempo en una montaña, como
le hubiera podido suceder a cualquier
turista, y que estaba muy disgustado.
—Mais c'est lui! —gritó un interno
—, pour sûr, c'est lui!
Sacando un Figaro del bolsillo de su
blusa, empezó a leer en voz alta un
telegrama de Chamonix sobre el
milagroso salvamento de un extranjero
que, con sus dos guías, había sido
arrastrado por un alud durante el
descenso del Monte Blanco.
—Nom de tonnerre, nom de nom de
nom! Fiche-moi la paix, sacré Suédois,
qu'est-ce que tu viens faire ici, va-t-en
à l'asile Sainte-Anne chez les fous!
—Permítanme mostrarles el cráneo
de un oso lapón —continuó, mientras me
curaba un feo corte que tenía en la
cabeza—. Un golpe que hubiera aturdido
a un elefante no le ha causado a él una
fractura, ni siquiera una conmoción
cerebral. ¿Por qué hacer el largo viaje
hasta Chamonix, por qué no encaramarte
a la torre de Notre-Dame para arrojarte
a la plaza, bajo nuestras ventanas? Al fin
y al cabo, ningún peligro corres mientras
caigas de cabeza…
Siempre me alegraba mucho cuando
el profesor se burlaba de mí, porque era
signo cierto de que estaba en su gracia.
Quería yo ir en seguida a la Avenue de
Villiers, pero Tillaux opinaba que debía
estar un par de días en el hospital, en
una habitación privada. Seguramente era
yo su peor alumno, pero me había
enseñado bastante cirugía para
comprender que pensaba amputarme.
Durante cinco días vino a mirarme las
piernas tres veces diarias; al sexto
estaba tendido en mi diván, en la Avenue
de Villiers, porque se había conjurado
todo peligro. El castigo fue severo, de
todos modos: me vi obligado a la
inmovilidad durante seis semanas. Me
puse tan nervioso que hube de escribir
un libro… no os espantéis, está agotado.
Anduve aún cojeando un mes, con dos
bastones, y, luego, quedé perfectamente
bien.
***
***
***
***
***
***
***
Volvamos a Miss Hall. Con toda
aquella realeza entre las manos, cada
vez se le hacía más difícil inspeccionar
la llegada y la partida de mis enfermas.
Mi esperanza de haber acabado de una
vez con las mujeres neuróticas al dejar a
París no se había realizado: mi sala de
consulta en la Piazza di Spagna estaba
llena. Algunas eran viejas y temidas
conocidas de la Avenue de Villiers, otras
me habían sido endosadas, en legítima
defensa y en número siempre creciente,
por diversos especialistas de los
nervios, ya agotados. Sólo las docenas
de indisciplinadas y desquiciadas
señoras de toda edad que me transmitía
el profesor Weir-Mitchell bastarían para
probar la solidez cerebral de cualquier
hombre, y también su paciencia. El
profesor Kraft-Ebing, de Viena, famoso
autor de Psicopatia Sexualis, me
enviaba asimismo continuamente
enfermos de ambos sexos y de ningún
sexo, todos más o menos difíciles de
tratar, especialmente las mujeres. Con
gran sorpresa y satisfacción mías,
también había curado últimamente a
algunos con diversos trastornos
nerviosos, enviados, sin duda, por el
maestro de la Salpêtrière, si bien nunca
con una palabra escrita. Muchos de
estos enfermos eran casos límite mal
definidos, más o menos irresponsables.
Algunos eran nada menos que locos
disimulados, capaces de cualquier cosa.
Es fácil tener paciencia con los locos, y
confieso que me inspiran cierta
simpatía. Con un poco de tacto no es
difícil salir adelante, con la mayor parte
de ellos. Mas no es fácil tener paciencia
con las mujeres histéricas, y en cuanto a
ser amable con ellas, hay que pensarlo
dos veces antes de serlo demasiado,
pues no desean otra cosa. Generalmente,
puede hacerse muy poco por estos
enfermos, al menos fuera del hospital.
Se puede aturdir sus centros nerviosos
con sedantes, pero no curarlos.
Permanecen siendo lo que son, un
confuso complejo de desórdenes
mentales y físicos, una peste para sí
mismos y para sus familias, una
maldición para sus médicos. El
tratamiento hipnótico, tan beneficioso en
muchas enfermedades mentales hasta
ahora incurables, está, por lo general,
contraindicado en las mujeres histéricas
de cualquier edad —el histerismo no
tiene límites de edad—. En todo caso,
debiera circunscribirse la sugestión de
Charcot à l'état de veille; aunque
tampoco es necesario, porque esas
pobres desequilibradas están ya, por lo
común, demasiado dispuestas a ser
influidas por su doctor; confían
excesivamente en él, creen que es el
único capaz de comprenderlas y lo
idolatran. Tarde o temprano, empiezan a
llegar los retratos; es inevitable. Il faut
passer par là, decía Charcot, con triste
sonrisa. Mi antipatía por las fotografías
data de mucho tiempo; personalmente,
nunca me he sometido a hacerme
fotografiar desde que tenía dieciséis
años, con excepción de las inevitables
instantáneas para el pasaporte cuando
serví en la Cruz Roja durante la guerra.
Tampoco me han interesado nunca las
fotografías de mis amigos. Queriendo,
podría reproducir fielmente sus
facciones en mi retina con mucha mayor
exactitud que el mejor fotógrafo. Para el
estudiante de psicología tienen poco
valor las acostumbradas fotografías de
un rostro humano. Pero a la vieja Anna
le gustaban mucho. Desde el memorable
día en que dejó de ser la más humilde de
todas las floristas de la Piazza di
Spagna para convertirse en portera de
mi consultorio de la casa de Keats,
habíase vuelto una entusiasta
coleccionista de fotografías. Con
frecuencia, después de reñirla
demasiado severamente por algunas de
sus numerosas faltas, le enviaba a su
cuchitril, bajo la escalera de la Trinità
dei, Monti, la paloma de la paz con una
fotografía en el pico. Cuando,
finalmente, agotado por el insomnio,
dejé para siempre la casa de Keats,
Anna se apoderó de todo un cajón de mi
escritorio lleno de fotografías de todos
tamaños y clases. A decir verdad, debo
confesar que me alegré mucho de
desprenderme de ellas. Anna es
completamente inocente; el único
culpable soy yo. Durante una breve
visita a Londres y a París en la
primavera siguiente, me chocó el
retraimiento, por no decir frialdad, con
que me acogían muchos de mis
anteriores enfermos y sus parientes. Al
pasar por Roma, en mi viaje de regreso
a Capri, apenas tuve tiempo de cenar en
la Legación de Suecia. Me pareció que
el ministro estaba un poco raro. También
mi encantadora huéspeda estaba
extraordinariamente silenciosa. Al irme
para tomar el tren nocturno de Nápoles,
mi viejo amigo me dijo que, realmente,
era ya hora de que volviese a San
Michele para permanecer allí durante el
resto de mis días, entre los perros y los
monos. No era propio para otra
sociedad; había batido mi propio record
con mi última hazaña al dejar la casa de
Keats. Con voz furibunda continuó
contándome que la víspera de Navidad,
al cruzar la Piazza di Spagna repleta de
turistas, como es costumbre en aquel
día, vio a Anna ante una mesa cubierta
de fotografías a la puerta de la casa de
Keats, gritando con voz chillona a los
transeúntes:
«Venite a vedere questa bellissima
signorina coi capelli ricci: ultimo
prezzo due lire.»
«Guardate la signora americana,
guardate che collana di perle, guardate
che orecchini con brillanti, ve la do per
due e cinquanta, una vera occasione!»
«Non vi fate scappare questa nobile
marchesa, tutta in pelliccia!»
«Guardate questa duchessa, tutta
scollata, in veste di ballo e con la
corona in testa, quattro lire, un vero
regalo!»
«Ecco la signora Bocca Aperta,
prezzo ridotto: una lira e mezzo.»
«Ecco la signora Mezza Pazza,
rideva sempre, ultimo prezzo: una
lira!»
«Ecco la signora Capa Rossa che
puzzava sempre di liquore, una lira e
mezzo.»
«Ecco la signorina dell' Albergo di
Europa che era impazzita per il signor
dottore: due lire e mezzo.»
«Vedete la signora francese, che
nascondeva il porta-sigarette sotto il
mantelo, povera signora, non era colpa
sua, non aveva la testa a posto; prezzo
ristretto: una lira.»
«Ecco la signora russa, che voleva
ammazzare la civetta, due lire, neanche
un soldo di meno.»
«Ecco la baronessa mezzo uomo
mezzo donna, mamma mia, non si
capisce niente, il signor dottore diceva
che era nata cosi, due lire e
venticinque, una vera occasione.»
«Ecco la contessa bionda che il
signor dottore le voleva tanto bene,
guardate com'è carina, non meno di tre
lire!»
«Ecco la…»
En medio de todas aquellas señoras
estaba también su fotografía en gran
formato, con uniforme de gala,
condecoraciones, sombrero de tres
picos y, en una esquina, esta dedicatoria:
«A A. M. de su viejo amigo C. B.».
Anna dijo que la cedería gustosa al
precio de una lira, pues comerciaba
principalmente con fotografías de
señoras. La Legación recibió paquetes
de cartas de algunas de mis ex enfermas,
de sus padres, maridos y novios,
protestando indignados contra aquel
escándalo. Un francés furibundo que,
durante su luna de miel en Roma,
descubrió un gran retrato de su novia en
el escaparate de un peluquero de Via
Croce, inquirió mis señas; quería
desafiarme a pistola para que me batiese
con él en la frontera. El ministro
esperaba que el francés fuese un buen
tirador; por lo demás, él siempre había
predicho que yo no moriría de muerte
natural.
La vieja Anna sigue vendiendo
flores en la Piazza di Spagna.
Compradle un ramo de violetas, a no ser
que prefiráis darle vuestra fotografía.
Los tiempos son duros y, además, la
vieja Anna tiene cataratas en ambos
ojos.
En mi opinión, no hay modo de
desembarazarse de tales enfermas; a
quien me hubiese dado una sugestión en
ese sentido, se lo hubiera agradecido
muchísimo. Era inútil escribir a sus
familias para que vinieran a recogerlas y
llevárselas a casa. Todos sus parientes
estaban hartos de ellas y no hubieran
retrocedido ante ningún sacrificio para
que permanecieran conmigo el mayor
tiempo posible. Recuerdo muy bien a un
hombre pequeño, con aire abatido, que
entró un día en mi sala de consulta
cuando ya se habían marchado los
demás enfermos. Se abatió sobre una
silla y me entregó su tarjeta. Su nombre
me era odioso: «Mr. Charles W.
Washington Longfellow Perkins, Jr.» Se
disculpó por no haber contestado a mis
dos cartas y al cablegrama; había
preferido venir personalmente para
dirigirme una última súplica. Repetí mi
demanda; dije que no era justo echar
sobre mis espaldas todo el peso de
Mistress Perkins Junior; no podía más.
Respondió que él tampoco, y añadió que
era un hombre de negocios y quería
tratar el asunto desde este punto de
vista; estaba dispuesto a sacrificar la
mitad de su renta anual, pagadera por
adelantado. Repliqué que no era
cuestión de dinero, sino de que yo
necesitaba descansar. ¿No sabía que ella
llevaba más de tres meses
bombardeándome con cartas, un
promedio de tres al día, y que me
obligaba a descolgar el teléfono todas
las noches? ¿No sabía que había
comprado los más veloces caballos de
Roma y me seguía por toda la ciudad, y
que había tenido que renunciar a mis
paseos vespertinos por el Pincio? ¿No
sabía que había tomado un piso en la
casa de enfrente, esquina de Via
Condotti, para observar con un potente
telescopio a las personas que yo recibía
en la mía?
Sí, era un telescopio muy bueno. El
doctor Jenkins, de St. Louis, había
tenido que mudarse de casa por ese
telescopio.
¿No sabía que había sido llamado
tres veces de noche al Grand Hôtel para
un lavado gástrico por dosis excesivas
de láudano?
Él dijo que ella había usado siempre
el veronal con el doctor Lippincott; me
sugirió que, cuando volviera a
llamarme, no la visitase hasta la
mañana; tenía siempre mucho cuidado
con las dosis. ¿Había algún río en
aquella ciudad?
Sí, lo llamábamos el Tíber. El mes
anterior se arrojó desde el puente
Sant'Angelo; un guardia que la seguía la
salvó.
Dijo que no hubiera sido necesario;
era una nadadora excelente; se había
mantenido a flote fuera de Newport
durante más de media hora. Le
sorprendía saber que su mujer
continuaba en el Grand Hôtel;
generalmente, nunca permanecía más de
una semana en el mismo sitio.
Dije que era su última esperanza; ya
había estado en todos los hoteles de
Roma. Precisamente, el director me
había dicho que era imposible tenerla
más tiempo; todo el día se lo pasaba
discutiendo con los camareros y las
camareras, y por la noche cambiaba los
muebles de su salita. ¿No podía dejar de
mandarle dinero? Sólo teniendo que
ganarse el pan con un trabajo duro
podría quizá salvarse.
Tenía diez mil dólares suyos al año,
y otros diez mil del primer marido, que
se había librado de ella a buen precio.
¿No podía hacerla recluir en
América?
En vano lo había intentado; suponían
que no estaba bastante loca; quisiera él
saber qué más querían. ¿No se la podría
encerrar en Italia?
Temía que no.
Nos miramos con creciente simpatía.
Me dijo que, según las estadísticas
del doctor Jenkins, nunca había estado
enamorada del mismo médico más de un
mes; el término medio era quince días;
pronto terminaría mi período, en todo
caso. ¿No me compadecería de él,
teniéndola hasta la primavera?
¡Ay de mí!; las estadísticas del
doctor Jenkins demostraron estar
equivocadas; ella siguió siendo mi
atormentadora principal durante mi
estancia en Roma. En el verano invadió
Capri. Quiso ahogarse en la Gruta Azul.
Se encaramó al muro del jardín de San
Michele; exasperado, por poco la arrojo
al precipicio. Creo que lo hubiese
realizado si su marido no me hubiera
advertido antes que una caída desde mil
pies nada le habría hecho. Tenía yo
buenas razones para creerlo: un par de
meses antes, una señorita alemana medio
loca se arrojó desde el famoso muro del
Pincio y no se produjo más daño que la
fractura de una tibia. Después de haber
agotado uno tras otro a todos los
doctores alemanes residentes en Roma,
fui yo su presa. Era un caso
particularmente difícil, porque Fräulein
Frida tenía una sorprendente facilidad
para escribir poesías; su producción
literaria era de diez páginas diarias, por
término medio, dedicadas todas a mí. La
soporté durante todo un invierno. Al
llegar la primavera (siempre empeoran
en primavera, estos casos), dije a su
estúpida madre que si no volvía con la
señorita Frida al lugar de donde había
venido, nada podría disuadirme de
hacerla encerrar. Debían partir para
Alemania por la mañana. Durante la
noche me despertó la llegada de los
bomberos a la Piazza di Spagna; el
primer piso del Hotel de l'Europe, allí
al lado, ardía. La señorita Frida, en
camisa de dormir, pasó el resto de la
noche en mi salita, de muy buen humor,
escribiendo versos. Había conseguido lo
que deseaba: aún debía permanecer una
semana en Roma para las
investigaciones de la Policía y para
calcular los daños, puesto que el
incendio se produjo en su salita. Había
prendido fuego a una toalla impregnada
de petróleo y arrojádola dentro del
piano.
Un día, al salir de casa, fui detenido
en el umbral por una bellísima muchacha
americana, el verdadero retrato de la
salud; gracias a Dios, esta vez no se
trataba de ningún trastorno nervioso.
Dije que, a juzgar por su aspecto,
podíamos aplazar la visita hasta el día
siguiente, pues tenía prisa. Respondió
que ella también, añadiendo que había
venido a Roma para ver al Papa y al
doctor Munthe, el cual había tenido
tranquila a la tía Sally durante todo un
año, cosa que no había logrado ningún
otro médico. Le ofrecí una hermosa
estampa en color de La Primavera de
Botticelli si se llevaba a la tía a
América consigo. Dijo que no lo haría
aunque le ofreciese el original. No
podía uno fiarse de la tía. No sé si la
Sociedad Keats, que compró la casa
cuando yo la dejé, pondría puertas
nuevas en el cuarto donde murió el poeta
y donde quizá habría muerto yo también
de no haber sido afortunado. Si la vieja
puerta continúa allí tendrá un agujerito
de bala en el lado izquierdo, más o
menos a la altura de mi cabeza, que yo
mismo obturé con estuco y repinté.
Otra constante visitadora de mi sala
de consultas era una señora de aspecto
tímido y de buenas maneras, que un día,
con una amable sonrisa, clavó un largo
alfiler de sombrero en la pierna del
inglés que estaba a su lado, en el sofá.
La reunión contaba también con un par
de cleptómanos que, bajo los abrigos, se
llevaban cuantos objetos podían, con
gran consternación de mis criados.
Algunos de mis enfermos no se hallaban
en estado de ser admitidos en la sala de
espera, y eran instalados en la biblioteca
o en la sala posterior, bajo el ojo
vigilante de Anna, que tenía con ellos
una maravillosa paciencia, mucha más
que yo. Para ganar tiempo, algunos de
ellos eran admitidos en el comedor, para
que me contasen su desgracia mientras
comía. El comedor daba a un patinillo
bajo la escalera de la Trinità dei Monti,
que yo había transformado en una
especie de enfermería y casa de
convalecencia para mis diversos
animales. Había entre éstos una
adorable lechucita, descendiente directa
de la lechuza de Minerva. La encontré
en la Campagna, con un ala rota, medio
muerta de hambre. Curada el ala, la
llevé dos veces al lugar donde la hallé y
le di libertad; dos veces voló hacia mi
coche para posarse en mi hombro; no
quería separarse de mí. Desde entonces,
la lechucita permaneció en su alcándara,
en un rincón del comedor, mirándome
amorosamente con sus grandes ojos
dorados. Incluso prescindió de dormir
durante el día para no perderme de
vista. Cuando acariciaba su mórbido
cuerpecito, entornaba los ojos de gusto y
me mordisqueaba suavemente los labios
con el minúsculo y afilado pico, único
beso que puede dar una lechuza. Entre
los enfermos admitidos en el comedor
había una señorita rusa muy excitable y
que me daba mucho quehacer. No lo
creeréis, pero esta señorita se volvió tan
celosa de la lechuza y la miraba con tal
ferocidad, que ordené severamente a
Anna no la dejase sola en la estancia. Un
día, cuando entré para comer, me contó
Anna que la señorita rusa había estado
hacía poco con un ratón muerto envuelto
en un pedazo de papel. Lo cogió en su
cuarto y estaba segura de que a la
lechuza le gustaría mucho comérselo.
Pero la lechuza era muy lista: después
de arrancarle la cabeza de un mordisco,
como hacen esas aves, se negó a
comerlo. Lo llevé al farmacéutico inglés
y contenía suficiente cantidad de
arsénico para matar a un gato.
Por complacer a Giovannino y a
Rosina, invité a su anciano padre a
pasar la Pascua en Roma. Pacciale era
mi querido amigo desde hacía muchos
años. En tiempos pretéritos fue pescador
de coral, como casi todos los capreses
de entonces. Después de varias
vicisitudes acabó siendo el sepulturero
oficial de Anacapri, mal negocio en un
lugar donde nadie muere mientras está
lejos del médico. Aun después de
haberse instalado él y sus hijos en San
Michele, no quiso dejar su profesión de
sepulturero. Sentía un placer especial en
manejar a los muertos, y casi parecía
que le tomase gusto a enterrarlos. El
viejo Pacciale llegó el jueves de
Pascua, en un estado de completo
aturdimiento. Nunca había viajado en
tren, nunca había estado en una ciudad,
nunca se había sentado en un coche. Se
levantaba todas las mañanas a las tres y
bajaba a la plaza a lavarse cara y manos
en la fuente de Bernini, bajo mis
ventanas. Después de llevarle Miss Hall
y las muchachas a besar el broncíneo
dedo del pie de San Pedro, a arrastrarse
por la Santa Escalera y a inspeccionar
los varios camposantos de Roma con su
colega Giovanni, del cementerio
protestante, dijo que no quería ver más.
Pasó el resto de su estancia sentado
junto a la ventana que daba a la plaza,
con su largo gorro frigio de pescador,
que nunca se quitaba; dijo que era la
más hermosa vista de Roma; nada podía
superar a la Piazza di Spagna. También
era yo de este parecer. Le pregunté por
qué la Piazza di Spagna le gustaba más
que todo.
—Porque pasan muchos entierros —
me contestó el viejo Pacciale.
XXVII - Verano
FINALIZABA la primavera y
acercábase el estío romano. Los últimos
forasteros desaparecían de las
sofocantes calles. Las marmóreas diosas
de los museos vacíos gozaban de la
vacación, frescas y cómodas con sus
hojas de parra. San Pedro sesteaba a la
sombra de los jardines del Vaticano. El
Foro y el Coliseo habían vuelto a sus
sueños fantasmales. Giovannina y
Rosina parecían pálidas y cansadas; las
rosas del sombrero de Miss Hall
languidecían. Los perros jadeaban; los
monos, bajo la escalera de la Trinità dei
Monti, invocaban, aullando, un cambio
de aire y de escenario. Mi hermoso y
pequeño cúter danzaba alrededor de su
ancla fuera de Porto d'Anzio, esperando
la señal para desplegar la vela hacia
Capri, donde mastro Nicola y sus tres
hijos escrutaban el horizonte desde el
parapeto de San Michele para avistar mi
regreso.
Mi última visita, antes de dejar a
Roma, fue al cementerio protestante,
fuera de Porta San Paolo. Aún cantaban
los ruiseñores para los muertos, que no
parecía disgustarles el ser olvidados en
un sitio tan dulce, tan fragante de lirios,
rosas y mirtos en plena floración. Los
ocho niños de Giovanni, el sepulturero,
tenían todos la malaria (había mucho
paludismo entonces por los suburbios de
Roma, a pesar de lo que decía el
Baedeker). La hija mayor, María, estaba
tan flaca por los repetidos ataques de
fiebre, que dije a su padre no pasaría
del verano si la dejaba en Roma. Ofrecí
llevarla a San Michele, con mi personal.
Al principio vaciló; los italianos pobres
son muy reacios a separarse de sus hijos
enfermos; prefieren dejarlos morir en
casa antes que llevarlos al hospital. Por
fin aceptó cuando le propuse que
acompañara él mismo a su hija a Capri,
para ver por sus propios ojos lo bien
que la cuidaría mi gente. Miss Hall, con
Giovannina y Rosina y todos los perros,
partió para Nápoles en tren, como de
costumbre. Yo, con Billy el zambo, la
mangosta y la lechucita, hice una
magnífica travesía en el yate. Pasamos
bajo el Monte Circeo cuando salía el
sol, aspiramos la brisa matutina en la
bahía de Gaeta, volamos a una
velocidad de carrera bajo el castillo de
Isquia, y anclamos en la Marina de
Capri cuando las campanas tocaban
mediodía. Dos horas después trabajaba,
medio desnudo, en el jardín de San
Michele.
Al cabo de cinco largos veranos de
incesante labor, desde el alba al ocaso,
estaba más o menos terminado San
Michele, pero aún había mucho que
hacer en el jardín. Debía extenderse una
nueva terraza detrás de la casa; otra
galería debía construirse sobre las dos
pequeñas estancias romanas que
habíamos descubierto en el otoño. En
cuanto al patio del claustro, dije a
mastro Nicola que sería mejor
derribarlo; ya no me gustaba. Mastro
Nicola me suplicó que lo dejase así; lo
habíamos demolido dos veces, y si se
continuaba derribándolo todo apenas
construido, San Michele nunca se
terminaría. Dije a mastro Nicola que el
modo mejor de construir la casa era
derribarlo todo cuantas veces fuera
preciso, y empezar de nuevo hasta que
los ojos dijesen que todo estaba bien.
Los ojos conocen la arquitectura
bastante mejor que los libros; son
infalibles mientras se fía uno de los
propios, no de los ajenos. Al volver a
verlo, aún me pareció San Michele más
hermoso. La casa era pequeña; las
habitaciones, pocas, pero había galerías,
azoteas y pérgolas en torno, para poder
contemplar el sol, el mar y las nubes; el
alma necesita más espacio que el
cuerpo. Pocos muebles en las
habitaciones, pero lo que en ellas había
no sólo con dinero se podía comprar.
Nada de superfluo, nada de feo, nada de
bric-à-brac, nada de bagatelas. Algún
primitivo, un aguafuerte de Durero y un
bajorrelieve griego sobre las paredes
blanqueadas. Un par de alfombras
antiguas en el suelo de mosaico, pocos
libros sobre las mesas, flores por
doquier en brillantes mayólicas de
Faenza y de Urbino. Los cipreses
procedentes de Villa d'Este, que
conducían a la capilla, habían crecido
ya, formando un camino de árboles
soberbios, los más nobles del mundo.
También la capilla que había dado el
nombre a mi casa era, por último, mía.
Debía ser mi biblioteca. En torno a los
blancos muros había hermosas sillas de
coro y, en el centro, una gran mesa
frailera cargada de libros y de
fragmentos de terracota. Sobre una
columna acanalada, de giallo antico,
había un enorme Horo de basalto, el
mayor que he visto en mi vida, traído de
la tierra de los faraones por algún
coleccionista romano, acaso por el
mismo Tiberio. Encima del escritorio
me miraba la marmórea cabeza de
Medusa del siglo IV (antes de
Jesucristo). La encontré en el fondo del
mar. Sobre la gran chimenea florentina
del siglo XVI estaba la Victoria Alada.
Sobre una columna de mármol africano,
cerca de la ventana, la cabeza mutilada
de Nerón miraba el golfo donde hizo
golpear mortalmente a la madre por sus
remeros. Sobre la puerta de entrada
esplendía la bellísima Ventana de vidrio
pintado, del siglo XVI, que la ciudad de
Florencia había regalado a Eleonora
Duse y que ella me dio a mí en recuerdo
de su última estancia en San Michele. En
una pequeña cripta, cinco pies bajo el
pavimento romano de mármol rojo,
dormían en paz dos frailes. Los encontré
inesperadamente, cuando se excavaba
para la base de la chimenea. Yacían allí
cruzados de brazos, tal como fueron
sepultados bajo la capilla casi
quinientos años antes. Sus túnicas
estaban casi reducidas a polvo; los
cuerpos resecos eran ligeros como
pergamino, pero las facciones se
conservaban bien; las manos
estrechaban aún los crucifijos; uno tenía
graciosas hebillas de plata en los
zapatos. Me dolía haber turbado su
sueño; con infinitas precauciones los
recluí de nuevo en la pequeña cripta.
La esbelta columnata gótica en torno
a la capilla estaba muy bien, a mi
parecer. ¿Dónde podían encontrarse hoy
columnas parecidas? Mirando desde el
parapeto la isla a mis pies, dije a mastro
Nicola que se debía empezar en seguida
el basamento para la esfinge; no había
tiempo que perder. Se alegró mucho:
¿por qué no se traía ya la esfinge de
donde estaba? Dije que estaba bajo las
ruinas de una quinta desconocida de un
emperador romano, en un lugar del
Continente, esperándome desde hacía
dos mil años; me lo dijo un hombre con
capa encarnada la primera vez que miré
el mar lejano, precisamente desde donde
nos hallábamos; hasta entonces sólo la
había visto en sueños. Miré mi pequeño
y blanco yate en la Marina, a mis pies, y
dije que estaba seguro de que en el
momento oportuno encontraría la
esfinge. La dificultad sería traerla a
través del mar; en efecto, sería una carga
demasiado grande para mi barco, pues
era de granito y pesaba no sé cuántas
toneladas. Mastro Nicola se rascó la
cabeza y me preguntó quién la
arrastraría hasta San Michele. Él y yo,
naturalmente.
Los dos pequeños aposentos
romanos bajo la capilla estaban aún
llenos de escombros del derrumbado
techo, pero los muros permanecían
intactos hasta la altura de un hombre.
Las guirnaldas de flores y las ninfas
danzantes sobre el revoque rojo
parecían pintadas el día anterior.
—¿Roba di Timberio? —preguntó
mastro Nicola.
—No —repliqué mirando
atentamente el delicado dibujo del
pavimento de mosaico, orillado
graciosamente de hojas de vid en nero
antico—. Este pavimento fue hecho
antes de su época; se remonta a Augusto.
También el viejo emperador sentía gran
pasión por Capri; empezó a construir
una quinta aquí, sólo Dios sabe en qué
lugar; pero murió en Nola, regresando a
Roma, antes de que estuviera terminada.
Fue un gran hombre y un gran
emperador, pero, créame, Tiberio fue el
más grande de todos.
La pérgola estaba ya cubierta de
tiernas vides: rosas, madreselvas y
epítimos enroscábanse en torno a la
larga fila de blancas columnas. Entre los
cipreses del pequeño claustro estaba el
fauno danzante sobre la columna de
cipolino; en el centro de la gran galería
hallábase el Hermes broncíneo de
Herculano. En el patinillo de mármol,
todo fulgurante de sol, contiguo al
comedor, estaba Billy el zambo atento a
buscarle las pulgas a Tappio, rodeado
de todos los demás perros, que
esperaban soñolientos su turno para el
acostumbrado complemento de la
toilette matutina. Billy tenía una mano
maravillosamente diestra en cazar
pulgas; ninguna cosa saltante o reptante
podía escapar a sus vigilantes ojos. Los
perros lo sabían muy bien y se divertían
tanto como él con aquel deporte, único
tolerado por las leyes de San Michele.
La muerte era fulmínea y,
probablemente, sin dolor: Billy se
tragaba su presa antes de que ésta
previera el peligro. Había dejado Billy
el Vicio de beber, convirtiéndose en un
mono respetable en el pleno desarrollo
de su madurez. Se parecía de un modo
alarmante a un ser humano; observaba
buena conducta, aunque era bastante
escandaloso cuando no estaba bajo mi
vigilancia, y dispuesto a burlarse de
todos. A menudo me preguntaba qué
pensarían de él los perros. Creo más
bien que le temían; generalmente,
volvían los ojos cuando los miraba.
Billy a nadie temía, más que a mí.
Siempre leía en su rostro cuando tenía la
conciencia sucia, lo cual ocurría con
bastante frecuencia. Sí, creo que también
temía a la mangosta, que erraba
furtivamente por el jardín con pies
inquietos, silenciosa y curiosa. Había,
indudablemente, algo de varonil en
Billy; no tenía él la culpa; su Creador lo
había hecho así. No era, en modo
alguno, insensible a las atracciones del
otro sexo. Al verla por vez primera, le
tomó gran simpatía a Elisa, la mujer de
mi jardinero, que se pasaba horas
enteras contemplándolo, fascinada,
mientras él estaba sentado en su higuera
particular, chascando los labios y
mirándola. Elisa, como de costumbre,
esperaba un niño. Siempre la he
conocido en ese estado. No sé por qué,
pero no me gustaba mucho aquella
improvisada amistad con Billy; incluso
le dije que más le valdría mirar
cualquier otra cosa.
El viejo Pacciale había bajado a la
Marina para recibir a su colega
Giovanni, el sepulturero de Roma, que
debía llegar, con su hija, al mediodía, en
la barca de Sorrento. Como tenía que
estar de regreso en el cementerio
protestante a la tarde siguiente, le
llevarían después de comer a
inspeccionar los dos cementerios de la
isla. Por la noche, el personal de
servicio debía ofrecer una cena en la
azotea del jardín, con vino a discreción,
en honor del distinguido huésped de
Roma.
Las campanas de la capilla tocaban
el Ángelus. Había yo estado trabajando
en el jardín, bajo el sol abrasador, desde
las cinco de la mañana. Cansado y
hambriento, me senté ante mi frugal cena
en la galería superior, satisfecho de
haber pasado otro día feliz. En la
terraza, a mis pies, estaban mis
huéspedes endomingados, sentados en
torno a un inmenso plato de macarrones
y un gran piretto del mejor vino de San
Michele. En el puesto de honor, a la
cabecera de la mesa, estaba el
sepulturero romano entre sus dos
colegas de Capri; al lado, Baldassare,
mi jardinero; Gaetano, mi marinero, y
mastro Nicola con sus tres hijos,
hablando todos a voz en cuello.
Alrededor de la mesa, en admiración,
estaban sus mujeres, a usanza
napolitana. El sol se ponía lentamente
sobre el mar. Por primera vez en mi vida
sentí alivio cuando, al fin, desapareció
detrás de Isquia. ¿Por qué deseaba el
ocaso y las estrellas, yo, el idólatra del
sol, que desde niño temía tanto a la
oscuridad y a la noche? ¿Por qué ardían
tanto mis ojos cuando miraba al glorioso
dios Sol? ¿Estaría, acaso, encolerizado
conmigo e iba a volverme el rostro y
dejarme a oscuras, a mí, que trabajaba
de rodillas para construirle otro
santuario? ¿Era verdad lo que veinte
años antes me dijo el tentador de la capa
encarnada, mientras contemplaba por
primera vez, desde la capilla, la
hermosa isla? ¿Era verdad que el exceso
de luz daña a los ojos mortales?
«¡Guárdate de la luz! ¡Guárdate de la
luz!»
Resonaba en mis oídos su siniestro
aviso.
Había aceptado el pacto, había
pagado el precio, había sacrificado mi
porvenir para ganar San Michele. ¿Qué
más quería de mí? ¿Cuál era el otro
grave precio que, según dijo, debía
pagar antes de morir?
De pronto, descendió sobre el mar y
el jardín una nube oscura. Mis ardientes
párpados se cerraron con terror…
—¡Escuchad, compañeros! —gritaba
el sepulturero de Roma desde la azotea
inferior—. ¡Escuchad lo que os digo!
Vosotros, aldeanos, que sólo le veis en
este miserable villorrio andar descalzo
y no mejor vestido que vosotros, sabed
que por las calles de Roma pasea en
coche de dos caballos. Dicen también
que visitó al Papa cuando tuvo el
trancazo. Os digo, compañeros, que no
hay ninguno como él; es el más grande
doctor de Roma; ¡venid a mi cementerio
y veréis! ¡Siempre él! ¡Siempre él! En
cuanto a mí y a mi familia, no sé qué
haríamos sin él; él es nuestro
bienhechor. ¿A quién creéis que mi
mujer vende todas las coronas y las
flores, sino a los clientes de él? Todos
esos forasteros que llaman a la cancela y
dan céntimos a mis hijos para que los
hagan entrar, ¿por quién creéis que
vienen? ¿Qué creéis que desean? Claro
que mis chicos no comprenden lo que
dicen y, a veces, dan vueltas por todo el
cementerio antes de encontrar lo que
quieren. Ahora, apenas los forasteros
tocan la campanilla, mis hijos saben en
seguida lo que desean y los conducen
inmediatamente a su hilera de fosas; así
quedan siempre contentos y dan más
céntimos a los niños. ¡Siempre él!
¡Siempre él! Casi no pasa mes sin que
despedace a alguno de sus enfermos, en
la capilla mortuoria, para intentar
descubrir lo que tenía, y luego me da
cincuenta liras por volver a meterlo en
el ataúd. ¡Os digo, compañeros, que no
hay ninguno como él! ¡Siempre él!
¡Siempre él!
Ya se había alejado la nube, y el mar
volvía a irradiar fulgurante luz; había
desaparecido mi miedo. Ni el mismo
demonio puede nada contra un hombre
que sepa reír.
Terminó la cena. Encantados de
vivir y con la cabeza llena de vino, nos
fuimos todos a la cama, a dormir el
sueño de los justos.
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