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Para

Alfred North Whitehead, «toda la tradición filosófica occidental consiste en una serie de
notas al pie a Platón». Asimismo, en palabras de Virginia Woolf, «es Platón, sin duda, quien
revela la vida en los interiores y describe cómo, cuando una partida de amigos se reunía y
había comido sin el menor lujo y habían bebido un poco de vino, un muchacho hermoso se
aventuraba a hacer una pregunta o refería una opinión, y Sócrates la recogía, la palpaba, le
daba vueltas, la miraba por aquí y por allá, la desnudaba rápidamente de sus incongruencias
y falsedades, y llevaba a toda la compañía, gradualmente, a contemplar con él la verdad…
¿Son lo mismo el placer y lo bueno? ¿Puede enseñarse la virtud? ¿Es la virtud un
conocimiento?».

En esta edición de las Obras Completas de PLATÓN, se ha respetado en todo lo posible la


valiosa traducción original de Patricio de Azcárate, apegada al griego, pese a la influencia de
la traducción latina de Cristóforo Landino y la francesa de Victor Cousin, corrigiendo solo las
imprecisiones y arcaísmos del original. Se ha modernizado también la transcripción de
nombres propios, y se han añadido nuevas notas aclaratorias.
Platón

Obras completas
ePub r2.0
Rusli 26.08.14
Título original: Obras Completas
Platón, Patricio de Azcárate 1871
Traducción: Patricio de Azcárate
Diseño de cubierta: Detalle de La Escuela de Atenas, de Rafael

Editor digital: Rusli


ePub base r1.1
Prefacio

¿Qué podríamos decir, con la sola ayuda de nuestra mente, de nuestra meditación, de nuestro
espíritu, de nuestra inspiración, del soliloquio interior, del diálogo con nuestros amigos, acerca de la
bondad en sí, de la belleza en sí (espiritual), acerca de lo sublime, de los dioses, de los hombres, de la
honradez, del honor, del valor, de la justicia en sí, de la virtud, de la amistad, del amor en sí, del arte,
del conocimiento, de la sabiduría en sí, de la vida, del alma, de la muerte, de la inmortalidad, de la
libertad, de la verdad en sí; acerca de esos grandes temas y esas grandes palabras que ha intentado
definir la humanidad y por cuya búsqueda, a su vez ella misma ha quedado definida, dignificada,
perfeccionada, ennoblecida?
Si nos hemos quedado casi mudos, vayamos luego, por curiosidad, al Diccionario. Allí
encontraremos que todos los grandes temas y las grandes palabras de la humanidad, tienen su base en
la sabiduría de Sócrates y Platón, a veces levemente matizados (para mejor o para peor) por la huella
que dejaron en ellos las filosofías o las religiones posteriores.
No conozco una definición más exacta, al mismo tiempo que breve, de la obra de Platón que la de
Virginia Woolf. Así pues, ella tiene ahora la palabra.

ANA PÉREZ VEGA 2012

* * *

Extracto de «Acerca de no saber griego», de Virginia Woolf[1]

Es Platón, sin duda, quien revela la vida en los interiores y describe cómo, cuando una partida de
amigos se reunía y había comido sin el menor lujo y habían bebido un poco de vino, un muchacho
hermoso se aventuraba a hacer una pregunta o refería una opinión, y Sócrates la recogía, la palpaba,
le daba vueltas, la miraba por aquí y por allá, la desnudaba rápidamente de sus incongruencias y
falsedades, y llevaba a toda la compañía, gradualmente, a contemplar con él la verdad. Es un proceso
agotador; concentrarse arduamente en el significado exacto de las palabras; juzgar lo que implica
cada admisión; seguir concentrada pero críticamente la mengua y el cambio de la opinión a medida
que se endurece y se intensifica hacia la verdad. ¿Son lo mismo el placer y lo bueno? ¿Puede
enseñarse la virtud? ¿Es la virtud un conocimiento? Una mente cansada o débil puede equivocarse
fácilmente mientras avanza, despiadadamente, el interrogatorio; pero nadie, aun débil, puede dejar,
incluso si no aprende más de Platón, de amar más el conocimiento. Pues a medida que el argumento
asciende peldaño a peldaño, Protágoras cediendo, Sócrates avanzando, lo que importa no es tanto el
fin que alcanzamos como la manera de alcanzarlo. Eso todos pueden percibirlo: la indomable
honestidad, el valor, el amor de la verdad que atrae a Sócrates, y a nosotros a su huella, a la cumbre
donde, si también nosotros podemos apostarnos un momento, está, para disfrutarla, la mayor
felicidad que somos capaces de alcanzar.
Con todo, tal expresión parece inadecuada para describir el estado de la mente de un estudiante a
quien, después de una ardua argumentación, le ha sido revelada la verdad. Pero la verdad es variada;
la verdad viene a nosotros en diferentes disfraces; no es sólo con el intelecto con lo que la
percibimos. Es una noche de invierno; las mesas están puestas en casa de Agatón; una muchacha está
tocando la flauta; Sócrates se ha lavado y se ha puesto unas sandalias; se ha parado en la entrada;
rehúsa moverse cuando mandan a buscarlo. Ahora Sócrates ha acabado; se está burlando de
Alcibíades; Alcibíades coge una cinta y la ata alrededor de «la cabeza de este admirable camarada…
[2] Pues él no se preocupa por la mera hermosura, sino que desprecia más de lo que nadie se puede

imaginar todas las posesiones externas, ya sea la hermosura o la riqueza o la gloria, o cualquier otra
cosa por la que la multitud felicita a su poseedor. Considera que estas cosas, y nosotros que las
honramos, no somos nada, y vive entre hombres, haciendo de todos los objetos de su admiración, los
juguetes de su ironía. Pero yo ignoro si alguno de ustedes ha visto alguna vez las divinas imágenes
que hay dentro, cuando se le ha abierto y va en serio. Yo las he visto, y son tan sumamente bellas, tan
áureas, divinas y maravillosas que cada cosa que Sócrates manda sin duda se debería obedecer,
incluso como a la voz de un Dios».[3]
Todo esto fluye sobre los argumentos de Platón: risa y movimiento; gente levantándose y
yéndose; la hora pasando; la calma perdiéndose; burlas sobreviniendo; la aurora despuntando. La
verdad, parece, es variada; la Verdad debe ser perseguida con todas nuestras facultades. ¿Vamos a
descartar las diversiones, las ternuras, las frivolidades de la amistad porque amamos la verdad? ¿Se
encontrará más pronto la verdad por el hecho de que cerremos los oídos a la música y no bebamos
vino, y durmamos, en vez de conversar durante la larga noche del invierno? No es al disciplinario
enclaustrado, que se mortifica en soledad, hacia donde hemos de volvernos, sino a la naturaleza
soleada, al hombre que practica el arte de vivir de forma inmejorable, de manera que nada quede
atrofiado, sino que algunas cosas tengan, de un modo permanente, más valor que otras.
Así en estos diálogos se nos lleva a buscar la verdad con cada una de las partes de nosotros
mismos. Pues Platón sin duda poseía el genio dramático. Es por medio de eso, por un arte que
transmite en una frase o dos el escenario y la atmósfera, y después con perfecta destreza se insinúa en
las espiras del argumento sin perder su viveza y gracia, y después se contrae hasta la afirmación
desnuda, y después, subiendo, se expande y remonta hacia ese aire más elevado que solo es alcanzado
generalmente por las más extremas cotas de la poesía: es este arte lo que nos influye de tantos modos
al mismo tiempo y nos trae a una exultación de la mente que sólo puede alcanzarse cuando se llama a
todos los poderes a contribuir al conjunto con su energía.
Pero hemos de ser cautos. A Sócrates no le interesaba la «mera hermosura», con lo que quería
decir, tal vez, la belleza como ornamento. Un pueblo que juzgaba tanto, como los atenienses lo
hacían, por el oído, sentados puertas afuera en la representación o escuchando un pleito en el
mercado, era mucho menos hábil de lo que lo somos nosotros para cortar las frases y apreciarlas
fuera de su contexto. Para ellos no existían los Pasajes hermosos de Hardy, los Pasajes hermosos de
Meredith, las Sentencias de George Eliot. El escritor tenía que pensar más en el conjunto y menos en
el detalle. Naturalmente, viviendo en el campo, no era el labio o el ojo lo que les impresionaba, sino
el porte del cuerpo y la hermosura de sus miembros. Así, cuando citamos y tomamos pasajes,
hacemos más daño a los griegos del que hacemos a los ingleses. Hay una desnudez y una aspereza en
su literatura que crispa a un paladar acostumbrado a la complejidad y al acabado de los libros
impresos. Tenemos que distender la mente para captar un conjunto completamente falto de
preciosismo en el detalle o del énfasis de la elocuencia. Acostumbrados a mirar de modo directo y a
grandes rasgos, más que de modo minucioso y sesgado, no era peligroso para ellos intervenir en el
centro de las mismas emociones que han cegado y confundido a una era como la nuestra. En la vasta
catástrofe de la guerra europea,[4] tuvimos que desmantelar nuestras emociones por nosotros mismos
y apoyarlas contra la pared de enfrente antes de que pudiéramos permitirnos sentirlas en poesía o en
ficción. Los únicos poetas que hablaron a este propósito lo hicieron de la forma soslayada y satírica
de Wilfred Owen y Siegfried Sassoon. A ellos no les era posible ser directos sin ser torpes; o hablar
sencillamente de la emoción sin ser sentimentales. Pero los griegos podían decir, como si fuera la
primera vez, «Aun siendo muertos no han muerto».[5] Ellos podían decir, «Si morir noblemente es la
parte principal de la excelencia, a nosotros sobre todos los hombres nos ha dado la Fortuna este lote;
pues apresurándonos a ponerle una corona de libertad a Grecia yacemos en poder de una alabanza
que no envejece».[6] Podían marchar de inmediato, con los ojos abiertos; y así, intrépidamente
afrontadas, las emociones se quedan quietas y permiten que se las contemple.
Pero de nuevo (la pregunta vuelve una y otra vez), ¿estamos leyendo el griego como éste se
escribió cuando decimos esto? Cuando leemos esas pocas palabras talladas en una lápida, una estrofa
de un coro, el final o el comienzo de un diálogo de Platón, un fragmento de Safo, cuando nos
magullamos la cabeza con alguna metáfora tremenda del Agamenón en vez de desnudar las flores de
su rama instantáneamente como hacemos al leer Lear, ¿no estamos leyendo incorrectamente,
perdiendo nuestra aguda visión en una neblina de asociaciones, interpretando erróneamente en la
poesía griega no lo que ellos ponen sino lo que a nosotros nos falta? ¿No se acumula toda Grecia
detrás de cada línea de su literatura? Éstas nos abren las puertas a una visión de la tierra aún no
devastada, el mar impoluto, la madurez, ejercitada pero ilesa, de la humanidad. Cada palabra se ve
reforzada por un vigor que brota del olivo y del templo y de los cuerpos de los jóvenes. Sófocles
sólo tiene que nombrar al ruiseñor, y canta; sólo tiene que llamar a la floresta ἄβατον, «no hollada», e
imaginamos las ramas torcidas y las violetas color púrpura.[7] Más y más atrás, se nos mueve a
imbuirnos en lo que, tal vez, es solo una imagen de la realidad, no la realidad misma, un día de
verano imaginado en el corazón de un invierno nórdico. Capital entre estas fuentes de glamour, y tal
vez de malentendidos, es el lenguaje. No debemos esperar que podamos llegar a captar todo el
alcance de una frase en griego como lo hacemos en inglés. No podemos oírla, ahora disonante, ahora
armoniosa, lanzando su sonido línea a línea a lo largo de la página. No podemos captar
infaliblemente una por una todas estas diminutas señales que hacen que una expresión sugiera,
cambie, viva. No obstante, es el lenguaje lo que nos tiene más esclavizados; el deseo de aquello que
nos atrae perpetuamente. Primero está lo compacto de la expresión. Shelley necesita veintiuna
palabras en inglés para traducir trece palabras de griego: πᾶς γοῦν ποιητὴς γίγνεται, κἂν ἄμουσος ᾖ τὸ
πρίν, οὗ ἂν Ἔρως ἅψηται («… pues toda persona, incluso si antes había sido ajeno a las disciplinas, se
vuelve poeta tan pronto como es tocado por el amor»).[8]
Se ha eliminado cada onza de grasa, dejando la carne firme. Después, enjuta y desnuda como está,
ningún idioma se puede mover más rápidamente, bailando, agitándose, plenamente vivo, pero
controlado. Después están las palabras mismas a las que, en tantos casos, hemos hecho expresar
nuestras propias emociones, θάλασσα, ἄνθος, ἄστηρ, σελήνη («mar, flor, estrella, luna»)… por coger
las primeras que vienen a mano; tan claras, tan duras, tan intensas, que para hablar de un modo
sencillo pero apto, sin difuminar el contorno o nublar las profundidades, el griego es la única
expresión. Es inútil, entonces, leer el griego en traducciones. Los traductores solo pueden ofrecer un
vago equivalente; su lengua está llena necesariamente de ecos y asociaciones (…). Tampoco puede
mantener, ni incluso el erudito más diestro, el acento más sutil, el vuelo y la caída de las palabras:

… a ti que por siempre lloras en tu tumba de piedra.[9]


Introducción[1] de Patricio de Azcárate[2]

Sobre el «divino» Platón

La humanidad se ha inspirado constantemente en las obras de Platón, filósofo a quien por espacio
de veinticuatro siglos ha dado el nombre de divino, y en mucho tiempo no puede dejar de acudir a
esta fuente de pura doctrina. Después de su muerte, la aparición de los escritos de su discípulo
Aristóteles, que combatía la teoría de las ideas, base y fundamento de la filosofía platónica, y la de
nuevos sistemas, como el epicureísmo, el estoicismo y otros, y la falta, siempre irreparable, del
genio fundador, único que con su voz e inteligencia puede sostener el prestigio de sus propias
concepciones, hicieron que casi desapareciera el platonismo como escuela, pero no desapareció la
indeleble y profunda impresión causada por los escritos de este hombre grande en la marcha y
progreso de los conocimientos humanos. Renació posteriormente con el nombre de Nueva
Academia, bajo los auspicios de Arcesilao y Carnéades, pero su dogma, que consistía en admitir
como único criterio de verdad la probabilidad, con lo cual creían poder combatir el dogmatismo y el
escepticismo, es tan pobre y está tan en pugna con el sólido e indestructible dogmatismo de Platón,
que bien puede decirse que la nueva Academia fue platónica solo en el nombre.
Bajo mejores auspicios apareció en Alejandría con el nombre de neoplatonismo. Amonio Saccas,
Plotino, Jámblico, Proclo, Porfirio y otros quisieron, en aquel centro de la civilización entonces
conocida, reducir a un cuerpo de doctrina la mitología oriental y la filosofía griega, proclamando
que el sabio se iniciaba en todos los misterios, en todas las escuelas, en todos los métodos;
valiéndose, para descubrir la verdad, de la iniciación, de la historia, de la poesía y de la lógica. Así
que los alejandrinos, a la vez griegos y bárbaros, filósofos y sacerdotes, aunque tomaron por
fundamento de su doctrina la de Platón, la exageraron hasta el punto de convertir la unidad platónica
en una unidad vacía de sentido, a la que se llegaba por el arrobamiento y el éxtasis, concluyendo en
un iluminismo desesperado, y en proclamar la impotencia de la razón para descubrir la verdad.
En los siglos medios es indudable que Aristóteles ejerció una visible preponderancia sobre
Platón, debido a la diferencia radical de sus doctrinas, y no poco a la distinta forma en que fueron
presentadas. El sistema de Aristóteles es racionalista, pero encerrado en la naturaleza exterior tiene
un sello indudable de empirismo; mientras que el sistema de Platón, también racionalista, tiene el
sello del idealismo, que eleva el alma del que le estudia y contempla a las regiones del infinito; y esta
misma circunstancia le hizo menos aceptable a la generalidad de las inteligencias. Aristóteles
clasificó las ciencias, tratando cada una por separado, con un orden rigorosamente didáctico, cosa
desconocida hasta entonces; con una explicación directa, seca y tan severa como la requiere la
ciencia. Platón, poeta más que filósofo en la forma, optó por el método de los oradores y no por el
de los geómetras; y en vez de clasificaciones científicas y de un lenguaje sencillo de explicación, usa
del diálogo, introduce interlocutores, pinta con la imaginación y aparecen resueltos los más vastos
problemas con las bellezas del estilo y los encantos que solo se encuentran en los poetas inspirados.
Estas diferencias fueron causa de la preferencia que alcanzó Aristóteles, que fue mirado como el
fundador de la metafísica, de la psicología, de la moral, de la política, de la lógica, de la retórica, de
la poética, de la economía política, de la física, de la historia natural y de todos los ramos tratados en
obras separadas e independientes. Mas con la invasión de los bárbaros y otras concausas, de tal
manera se desnaturalizaron y corrompieron las doctrinas del Estagirita, que hasta llegaron a
desconocerse las obras originales, sustituyéndose la verdadera ciencia peripatética con la ciencia
grotesca y bárbara de los escolásticos. Sin embargo, en aquellos mismos siglos, Platón fue altamente
considerado y mereció siempre la atención de los sabios, como había merecido en alto grado la de
los padres de la Iglesia, debido indudablemente a la afinidad que se advierte entre la filosofía
platónica y los principios del cristianismo.
No pueden leerse a San Justino, San Clemente de Alejandría, ni a ninguno de los padres griegos,
sin advertir cuán instruidos estaban en las obras de Platón. San Agustín mismo [3] dice: «Puesto que
Dios, como Platón lo repite sin cesar (esto supone una lectura muy asidua), tenía en su inteligencia
eterna, con el modelo del universo, los ejemplares de todos los animales, ¿cómo podría dejar de
formar todas las cosas?». Quidquid a Platone dicitur vivit in Agustino («Todo lo que dijo Platón vive
en San Agustín»), se decía.
Si de aquí pasamos a la época del Renacimiento, una nueva gloria se prepara para Platón. Sus
obras, desconocidas en el Occidente, aparecieron traducidas por el humanista Marsilio Ficino [4] y el
reformador calvinista Jean de Serres,[5] y desde entonces su lectura se hizo general entre los hombres
de letras; y aunque posteriormente se lamentaba el abate (Claude) Fleury,[6] de que no eran tan
estudiadas las obras de Platón como lo reclamaba el amor a la ciencia, es lo cierto que eran
generalmente conocidas en toda Europa, y que Leibniz, que advertía las tendencias espiritualistas que
iban determinando entre los sabios, decía: «Si alguno llegase a reducir a sistema la doctrina de
Platón, haría un gran servicio al género humano».[7] No fue extraña España a este movimiento, y si
bien se dio la preferencia a las obras de Aristóteles como sucedía en el resto de Europa, llegando a
veintidós Lógicas las que se publicaron en los siglos XVI y XVII en nuestro país sobre la base del
Organum de Aristóteles, también aparecieron una traducción latina concordante de Platón y de
Aristóteles en el Timeo, en el Fedón y en los libros de la República, debida a la pluma del erudito y
filósofo Sebastian Foxio, (Fox o Foxius)[8] y una traducción en lengua castellana del Crátilo y de
Gorgias por el humanista Pedro Simón Abril; indicaciones harto evidentes del espíritu místico o
neoplatónico que se infiltró en nuestros sabios en los siglos que siguieron al Renacimiento.
El siglo XVIII fue funesto para el platonismo, como lo fue para todos los sistemas no racionalistas.
El yugo de hierro que impuso a las inteligencias en la vecina Francia la filosofía empírica, sostenida
por Locke y Condillac, hizo que se miraran con horror el platonismo, el malebranchismo, el
cartesianismo, los cuales, decía el filósofo Dominique Joseph Garat,[9] imponen al hombre agentes o
ídolos que han obtenido del espíritu humano un culto supersticioso, culto que convirtió las escuelas
en templos; pero cuyas estatuas y altares despedazó primero el gran Francis Bacon.[10] Pero la
reacción comenzada en Alemania a fines del siglo último, y realizada en el presente en toda Europa,
es inmensa, ya por el descrédito en que ha caído el empirismo, ya por la altura a que se han elevado
todas las cuestiones filosóficas en el campo del idealismo, y ya por el conocimiento más profundo
que se tiene de la dignidad y grandeza de nuestro ser, que tiende sus miradas a las regiones del
infinito a que le llaman sus altos destinos. Para honra del género humano, Platón se ha levantado del
descrédito injurioso del siglo XVIII y el conocimiento de sus obras se va haciendo general; y día
llegará en que no habrá hombre de ciencia que no vea honrada su librería, por modesta que sea, con
los diálogos del divino Platón. Este gran filósofo está ya hablando en todas las lenguas cultas; en
Inglaterra, Tailor;[11] en Alemania, Mendelssohn y Schleiermacher;[12] en Italia, Ruggiero Bonghi;
[13] en Francia, de una manera parcial Le Clerc,[14] y de una manera general el filósofo Victor

Cousin[15] y posteriormente Chauvet y Amadeo Saisset,[16] han llevado a cabo esta tarea en sus
respectivas lenguas, animados por el deseo de propagar las ideas platónicas, que tanto contribuyen a
ensanchar la esfera del saber en el inmenso campo de la ciencia.
Esta misma idea y el amor a mi patria son las razones que me impulsaron a publicar mis
anteriores libros, y me mueven hoy a ofrecer al público, en lengua castellana, las obras de Platón. La
experiencia me ha hecho conocer lo arduo de la empresa; pero mi fe inquebrantable, y el creer que
hago un verdadero servicio a mi país, contribuyendo, con lo poco que puedo, a que arraiguen en él
los buenos principios, me han llevado a un trabajo muy superior a mis débiles fuerzas. Pasar a una
lengua viva lo que hace veinticuatro siglos se ha escrito, no en el lenguaje sencillo de la ciencia, que
presenta siempre cierta homogeneidad en todas las lenguas, como se advierte en las obras de
Aristóteles, sino en forma de diálogos, con todas las galas del buen decir y con todas las
especialidades y modismos que lleva consigo un lenguaje que se supone hablado y no escrito, es una
dificultad inmensa y en ocasiones insuperable.
He tomado como base para mi trabajo la traducción en latín de Marsilio Ficino, que con el
original griego publicó la Sociedad Bipontina en la ciudad de Dos-Puentes (Zweibrücken), en
Alemania, en el año de 1781, en doce tomos; el último de los cuales es un juicio crítico del
historiador de la filosofía Dietrich Tiedemann;[17] he consultado en los casos dudosos la magnífica
traducción de Cousin, y la de Chauvet y Saisset, tomando de esta última las noticias biográficas, la
clasificación de los diálogos, como menos defectuosa, los resúmenes y algunas notas.
Réstanos solo decir, por qué nos hemos abstenido de entrar en la crítica de la doctrina de Platón,
limitando esta introducción a explicar el móvil que nos impulsa a publicar la Biblioteca Filosófica y
la razón que hemos tenido para comenzar por las obras de aquel filósofo. Deseando asociar a la
patriótica empresa que emprendemos las personas que en nuestro país han consagrado, más o menos,
su actividad al cultivo de los estudios filosóficos, hemos rogado a algunas de aquellas que tomaran a
su cargo el escribir un Juicio crítico de cada uno de los filósofos, cuyas obras formaran parte de la
Biblioteca, a fin de que de este modo nos ayudaran eficazmente en este trabajo superior a nuestras
escasas fuerzas. Pues bien, tenemos la indecible satisfacción de decir, que este ruego ha sido atendido
del modo que era de esperar de quienes tantas muestras tienen dadas de su amor a la ciencia y a su
país. Reciban todos el sincero testimonio de nuestra profunda gratitud. En su virtud, el conocido
profesor de Metafísica de la Universidad de Madrid, D. Nicolás Salmerón y Alonso, se ha encargado
de escribir el Juicio crítico de Platón, con el cual se cerrará la publicación de las obras de este
filósofo. De la crítica de los demás se ocuparán a su tiempo los señores D. Manuel A. Berzosa, D.
Ramón de Campoamor, D. Francisco de Paula Canalejas, D. Federico de Castro, D. Francisco Giner
de los Ríos, D. Gumersindo Laverde Ruiz, D. Nicomedes Martín Mateos, D. José Moreno Nieto, D.
Juan Valera y Don Luis Vidart. Por este motivo, la sección correspondiente a cada filósofo
comenzará con la Biografía, que siempre facilita la inteligencia de los escritos de un autor, y
concluirá con el Juicio crítico de su doctrina.
Noticias biográficas acerca de Platón

Los documentos auténticos sobre la vida de Platón se reducen a los cuatro siguientes: 1.º
Diógenes Laercio, libro III; 2.º Apuleyo, preámbulo del libro I. De Platone et eius dogmate; 3.º
Olimpiodoro el Joven, en su comentario sobre el Primer Alcibíades; y 4.º, un fragmento anónimo
publicado por la primera vez por Heeren, y que no difiere mucho de la biografía del neoplatónico
Olimpiodoro.
De estos cuatro documentos, el más antiguo, el más atendible, el más extenso, y el que quizá ha
servido de base a todos los demás, es la biografía del historiador griego Diógenes Laercio. Le
seguiremos fielmente, completándolo sobre algunos puntos con las indicaciones tomadas de los
otros tres biógrafos.
Platón de Atenas, dice Diógenes Laercio, era hijo de Aristón de Atenas; su madre, Perictione o
Potona (Petona), descendía del gran legislador Solón, por Drópidas, hermano del legislador y padre
de Critias, que tuvo por hijo a Calescro. De este último nació Critias, uno de los treinta tiranos, y
Glaucón; de Glaucón, Cármides y Perictione madre de Platón. También era Platón descendiente en
sexto grado de Solón, suponiéndose éste mismo procedente de los dioses Neleo y Neptuno. Se
pretende igualmente que su padre contaba entre sus antepasados a Codro, hijo de Melanto, uno de los
descendientes de Neptuno, después del comandante y político ateniense Trasilo. Según un rumor
acreditado en Atenas, y reproducido por el filósofo académico Espeusipo en el Banquete fúnebre, por
el peripatético Clearco de Solos en el elogio de Platón, y por el neopitagórico Anaxílides de Larisa
en el segundo libro de los Filósofos, deseando Aristón consumar su unión con Perictione, que era
muy hermosa, no pudo conseguirlo; renunció entonces a sus tentativas, y vio al mismo Apolo en los
brazos de su mujer, lo que le obligó a no unirse a ella hasta el fin de su matrimonio.
Platón nació, según las Crónicas del gramático e historiador Apolodoro de Atenas, en el primer
año de la olimpiada 88, séptimo del Targelión (el mes de mayo), día en que los habitantes de Delos
creen que nació Apolo. Murió en un convite de boda, según el biógrafo Hermipo de Esmirna, el
primer año de la olimpiada a la edad de 81 años. El historiador Neantes de Cícico pretende que murió
a la edad de 84 años. Tenía diez años menos que el orador ateniense Isócrates, puesto que éste nació
bajo el arcontado de Lisímaco, y Platón bajo el de Aminias, el año mismo en que murió Pericles. El
estoico Aureliano dice en el último libro de los Tiempos que Platón era del barrio de Colito; pero
otros sostienen que nació en Egina, en casa de Fidíadas, hijo de Tales de Mileto. El sofista Favorino
de Arlés, en particular, sostiene esta opinión en sus Historias diversas (Historia universal); y dice que
su padre formaba parte de la colonia enviada a la isla de Egina, y que se trasladó a Atenas en la época
en que los eginetas, auxiliados por los lacedemonios o espartanos, arrojaron a los antiguos colonos.
El filósofo estoico Atenodoro de Tarsia refiere en el libro octavo de los περίπατοι («Discursos»), que
Platón dio en Atenas juegos públicos a expensas de Dión de Siracusa, cuñado del tirano Dionisio el
Viejo y alumno y admirador de Platón.
Tenía dos hermanos, Adimanto y Glaucón, y una hermana llamada Potona (Petone), de la que
nació Espeusipo. Estudió las letras con el logógrafo Dionisio de Mileto, que cita en los Enamorados
rivales, y la palestra con el pedagogo Aristón de Argos. El filósofo, historiador y geógrafo
Alejandro Polímata dice en las Sucesiones que fue Aristón el que le dio el nombre de Platón, a causa
de su robusta constitución, y que antes se llamaba Aristocles, del nombre de su abuelo. Otros
pretenden que se le llamó así por la anchura de su pecho, y Neantes ve en esto una alusión a lo
espacioso de su frente. Algunos autores, entre otros el filósofo peripatético Dicearco de Mesina en
Las Vidas, han pretendido igualmente que disputó el premio de la palestra en los Juegos Ístmicos.[18]
Se dice que cultivó la pintura y compuso obras poéticas, primero ditirambos, y después cantos líricos
y tragedias.
El poeta lírico Timoteo de Atenas dice en Las Vidas que Platón tenía la voz atiplada. Se refiere
también con este motivo el hecho siguiente: Sócrates vio en sueños un cisne joven puesto sobre sus
rodillas, que extendiendo sus alas voló al momento haciendo escuchar cantos armoniosos. Al día
siguiente, Platón se presentó a él, y dijo Sócrates:
—He aquí el cisne que yo he visto.
Platón enseñó por lo pronto en la Academia, y después en un jardín cerca de Colono, por
testimonio de Heráclito de Éfeso, citado por Alejandro Polímata en Las Sucesiones. No había
renunciado aún a la poesía, y se preparaba a disputar el premio de la tragedia en las fiestas de
Dionisio el Tirano, cuando oyó a Sócrates por primera vez. Quemó en el momento sus versos,
exclamando:
—Hefesto, acude aquí; Platón implora tu socorro.[19]
A partir desde este momento intimó con Sócrates, contando entonces 27 años. Después de la
muerte de Sócrates siguió las lecciones del filósofo escéptico Crátilo, discípulo de Heráclito, y las de
Hermógenes, filósofo de la escuela de Parménides. A la edad de 28 años, según el académico
Hermodoro de Éfeso, se retiró a Megara cerca del filósofo socrático Euclides de Megara, con
algunos otros discípulos de Sócrates; después fue a Cirene a oír a Teodoro el matemático, y de allí a
Italia cerca de los pitagóricos Filolao y Eurito de Tarento. Pasó en seguida a Egipto para conversar
con los sacerdotes. Se dice que el dramaturgo Eurípides le acompañó en este viaje, durante el cual
contrajo Platón una enfermedad de la que le curaron los sacerdotes con el agua del mar. Esto le
sugirió el verso siguiente:

La mar lava todos los males de los hombres.[20]

Y también le obligó a decir, con Homero, que todos los egipcios eran médicos.
Platón tuvo al mismo tiempo intención de visitar a los magos; pero la guerra que desolaba el Asia
se lo impidió. De vuelta a Atenas, se puso a enseñar en la Academia; gimnasio plantado de árboles y
llamado así por el nombre del héroe Academo, como lo atestigua el poeta y comediógrafo ateniense
Eupolis en Los soldados libertados: «Bajo los paseos sombríos del Dios Academo».
El filósofo escéptico y satírico Timón de Fliunte, a propósito de Platón, dice también: «A su
cabeza marchaba el más despejado de todos ellos, agradable parlante, rival de las cigarras que hacen
resonar sus cantos armoniosos en las sombras de Academo».
Era amigo de Isócrates, el orador, logógrafo, pedagogo y político ateniense. El filósofo
peripatético Praxífanes de Mitilene nos ha conservado una conversación sobre los poetas que
tuvieron los dos en una casa de campo, en la que Platón recibió a Isócrates.
El filósofo y teórico de la música Aristóxeno de Tarento dice que Platón tomó parte en tres
expediciones: la de Tanagra, la de Corinto y la de Delium, en la que alcanzó el premio del valor.
Algunos autores, entre otros el historiador y filósofo peripatético Sátiro de Calatis, pretenden que
escribió a su discípulo Dión de Siracusa en Sicilia, para que comprara a Filolao tres obras
pitagóricas por el precio de cien minas. Entonces Platón estaba en la opulencia; porque Onétor de
Atenas asegura, en la obra titulada: Si el sabio puede enriquecerse, que había recibido del tirano
Dionisio el Viejo más de ochenta talentos.
Hizo tres viajes a Sicilia. La primera vez no llevó allí otro objeto que visitar la isla y los cráteres
del Etna; pero habiendo exigido Dionisio el Tirano, hijo del general Hermócrates, que fuera a
conversar con él, Platón le habló de la tiranía, y le dijo entre otras cosas que el mejor gobierno no
era aquel que redundaba sólo en provecho de un hombre, a menos que este hombre estuviera dotado
de cualidades superiores. Dionisio, irritado, le dijo con cólera:
—Tus discursos se resienten de la vejez.
—Y los tuyos —repuso Platón—, se resienten de la tiranía.
Arrebatado Dionisio con esta respuesta, al pronto quiso hacerle morir, pero templado con las
súplicas de su cuñado Dión y del filósofo Aristodemo de Cidateneo, se contentó con entregarle al
general Pollis de Esparta, que se encontraba entonces cerca de él en calidad de enviado de los
lacedemonios, para que le vendiese como esclavo. Pollis le condujo a Egina, donde en efecto le
vendió. Pero apenas Platón estuvo en Egina, cuando el político Carmandro, hijo de Carmándrides,
fulminó contra él una acusación criminal en virtud de una ley del país que mandaba condenar a
muerte al primer ateniense que abordase a la isla. Esta ley había sido dictada a petición del mismo
Carmandro, al decir del sofista Favorino en las Historias diversas. Una chistosa ocurrencia salvó a
Platón, porque habiendo dicho uno, como por irrisión, que era un filósofo y nada más, se le declaró
absuelto. Según algunos autores se le condujo a la plaza pública, fijándose en él las miradas de todos;
pero él, sin pronunciar palabra, se resolvió a sufrir cuanto pudiera sucederle. Los eginetas le
concedieron la vida y le condenaron solamente a ser vendido como cautivo. El filósofo socrático
Anníceris de Cirene, que se encontraba allí por casualidad, le compró por veinte minas, otros dicen
treinta, y le envió a Atenas a sus amigos. Como éstos quisieran reintegrarle el precio de la compra,
Anníceris lo rehusó, y les respondió que no eran ellos solos los dignos de interesarse por Platón.
Otros pretenden que Dión dio a Anníceris la suma gastada, y que en lugar de rehusarla, la consagró a
comprar a Platón un pequeño jardín cerca de la Academia. En cuanto al general Pollis, Favorino
refiere en el primer libro de los Comentarios que fue vencido por el general ateniense Cabrias, y que
más tarde le tragaron las olas no lejos de las riberas del Hélix, víctima de la cólera de los dioses,
irritados contra él por su conducta para con el filósofo. Dionisio, inquieto por su parte, escribió a
Platón, luego que supo su libertad, suplicándole que no le maltratara en sus discursos, a lo que Platón
respondió que no tenía tiempo para acordarse de Dionisio.
Fue por segunda vez a Sicilia, con ánimo de pedir a Dionisio el Joven tierras y hombres para
realizar el plan de la república. Dionisio lo prometió, pero no cumplió su palabra. Se pretende al
mismo tiempo que Platón corrió entonces algún peligro, bajo pretexto de que excitaba a Dión y
Feotas a dar la libertad a Sicilia. El peripatético Arquitas de Tarento escribió en esta ocasión a
Dionisio una carta justificativa, a la que debió Platón el verse sano y salvo en Atenas. He aquí la carta:
«Arquitas a Dionisio, salud.
Todos nosotros, amigos de Platón, te enviamos a Lamisco y Fótidas para reclamar de ti a
este filósofo, en conformidad a la palabra que nos has dado. Es justo que recuerdes el ansia
que tenías por verle, cuando nos apurabas con insistencia para que le comprometiéramos a ir
cerca de ti. Entonces nos prometiste que nada le faltaría, y que a tu lado podía contarse seguro,
ya quisiera permanecer o ya quisiera marcharse. Acuérdate igualmente de la alegría que te
causó su llegada y el afecto que desde entonces le has manifestado. Si entre vosotros ha
sobrevenido posteriormente algún incidente desagradable, no por eso dejas de estar obligado
a mostrarte generoso, y enviárnosle sano y salvo. Obrando de esa manera, harás justicia y
adquirirás derecho a nuestro reconocimiento».

El objeto del tercer viaje de Platón era reconciliar a Dión con Dionisio, pero volvió a Atenas sin
haberlo conseguido. Platón vivió siempre extraño a los negocios públicos, aunque sus obras prueban
una alta capacidad política. Daba por razón de su alejamiento de los negocios la imposibilidad de
reformar bases de gobierno largo tiempo adoptadas, y que él no podía aprobar. La erudita y filóloga
Pánfila de Epidauro refiere, en el libro 25 de las Comentarios, que los arcadios y los tebanos le
reclamaron leyes para una gran ciudad que habían construido, pero que Platón se excusó porque supo
que no querían establecer la igualdad. Se dice que fue el único que tuvo valor para encargarse de la
defensa del general Cabrias, acusado de un crimen capital, defensa que ningún ateniense quiso
aceptar. Cuando con él subía al Acrópolis, encontró al detractor Cróbilo, quien dirigiéndose a Platón
le dijo:
—Vienes a defender a otro, sin considerar que la cicuta de Sócrates te espera a tu vez.
Platón le respondió:
—Cuando llevaba las armas me exponía al peligro por mi patria; ahora combato en nombre del
deber, y desprecio el peligro por un amigo.
Favorino dice, en el libro octavo de las Historias diversas, que fue el primero que empleó el
diálogo; el primero que indicó al matemático Leodamo de Tasos el método de resolución por el
análisis; el primero que se sirvió en filosofía de las palabras «antípodas, elementos, dialéctica, acto,
superficie plana, providencia divina». El primero entre los filósofos que refutó el discurso del
orador Lisias de Atenas, hijo de Céfalo; discurso que aparece literal en el Fedro; el primero que ha
sometido a un examen científico las teorías gramaticales; en fin, ha sido el primero que ha discutido
las doctrinas de casi todos los filósofos anteriores, a excepción sin embargo de Demócrito.
Neantes de Cícico dice que, cuando Platón se presentó en los juegos olímpicos, se atrajo las
miradas de todos los griegos, y que allí fue donde tuvo una conversación con Dión, en el momento
en que éste se preparaba para atacar a Dionisio el Joven. Se lee también en el primer libro de los
Comentarios de Favorino, que el aristócrata Mitrídates de Persia levantó una estatua a Platón en la
Academia con esta inscripción: «Mitrídates de Persia, hijo de Rodóbates, ha consagrado a las musas
esta estatua de Platón, obra de Silanión de Atenas».
El astrónomo y filósofo Heráclides Póntico dice que Platón era tan reservado y tan juicioso en su
juventud, que jamás se le vio reír a carcajadas. Sin embargo, su modestia no pudo eximirle de los
dichos punzantes de los cómicos. El historiador Teopompo de Quíos le muerde con estas palabras en
el Hedychares:

«Uno no hace uno,


y apenas, según Platón,
dos hacen uno».

El poeta cómico Anaxándrides de Rodas dice en el Teseo:

«Cuando devoraba los olivos como Platón».

El escéptico Timón de Fliunte dice, por su parte, burlándose de su nombre:

«Semejante a Platón,
que sabía forjar tan bien
concepciones imaginarias».

El comediógrafo Alexis de Turio, en la Merópide:

«Vienes a tiempo;
porque, semejante a Platón,
me paseo a lo largo y a lo ancho,
perplejo, incierto,
y no encontrando nada bueno,
no hago más que fatigar mis piernas».

En el Analión:

«A fuerza de hablar
de cosas que no conoces
y de correr como Platón,
encontrarás el salitre y la cebolla».[21]

El poeta cómico Anfis de Atenas en el Anfícrates:

«El bien a que esperas llegar,


¡oh maestro mío!,
es aún más problemático para mí
que el bien de Platón.
Escúchame, pues…»
Y en Dexidémides:

«¡Oh Platón!, no más que una sola cosa;


tener un humor sombrío
y arrancar tu frente severa,
como una concha de ostra».

El comediógrafo Cratino de Atenas, en la Falsa suposición:

«Evidentemente eres un hombre


y tienes un alma;
no es Platón quien me lo ha dicho,
pero aun así lo creo».

Alexis, en el Olimpiodoro:

«Mi cuerpo mortal ha sido anonadado,


pero la parte inmortal ha volado por los aires.
¿No es esto puro platonismo?».

El comediógrafo Anaxílides le critica igualmente en el Botrylion Circe y en Las mujeres ricas. El


filósofo socrático Arístipo de Cirene dice, en el libro cuarto de la Sensualidad antigua, que Platón
estaba enamorado de un joven llamado Áster, que estudiaba con él la astronomía, así como de Dión
de Siracusa, de quien ya hemos hablado. Algunos pretenden que también amaba a Fedro. Se cree
encontrar la prueba de esta pasión en los epigramas siguientes que pudo dirigirle:

Cuando tú consideras los astros,


yo quisiera ser el cielo
para verte con tantos ojos
como hay de estrellas.

Áster, en otro tiempo


estrella de la mañana,
brillabas entre los vivos;
ahora, estrella de la tarde,
brillas entre los muertos.

A Dión:
Las Parcas han tejido con lágrimas
la vida de Hécuba y de los antiguos troyanos;
pero a ti, Dión, los dioses te han concedido
los más gloriosos triunfos
y las más vastas esperanzas.
Ídolo de una inmensa ciudad,
te ves colmado de honores
por tus conciudadanos.
¡Querido Dión, con cuánto amor
abrasas mi corazón!

Estos versos fueron grabados, se dice, sobre la tumba de Dión en Siracusa. Platón había amado
igualmente a Alexis y a Fedro, de los que hablamos más arriba. Acerca de ellos hizo los versos
siguientes:

Ahora que Alexis no existe,


pronunciad solamente su nombre,
hablad de su belleza,
y cada uno tome su rumbo.
Mas ¿por qué, alma mía,
excitar en ti vanos pesares[22]
que en seguida es preciso ahogar?
Fedro no era menos bello,
y le hemos perdido.

Se dice también que obtuvo los favores de la cortesana Arqueanassa de Colofón, a la que
consagró estos versos:

La bella Arqueanassa está conmigo.


El amor abrasador reposa aún en sus arrugas.
¡Oh!, con qué ardor ha debido abrazaros, a vos
que habéis gustado las primicias de su juventud.

Se le atribuyen también los versos siguientes sobre el poeta trágico Agatón de Atenas:

Cuando cubría yo a Agatón de besos,


mi alma toda entera estaba en mis labios,
dispuesta a volar.

Otros:

Te doy esta manzana,


si eres sensible a mi amor;
recíbela y dame en cambio tu virginidad;
si me la rechazas, tómala también,
y considera cuán fugaz es la belleza.

Otros:

Mírame, mira, esta manzana


que te arroja un amante,
cede a mis votos ¡oh Jantipa!
porque ambos dos
nos marchitaremos igualmente.

Se le atribuye también este epitafio de los eretrios, sorprendidos en una emboscada:

Somos eretrios, hijos de Eubea,


y reposamos cerca de Susa,
bien lejos ¡ay de nosotros!
del suelo de la patria.

Los versos siguientes son igualmente de él:

Cypris dijo a las Musas:


Jóvenes, rendid homenaje a Afrodita,
o envío contra vosotras el Amor con sus dardos.
—No te burles, dijeron las Musas;
este niño no se separa de nuestro lado.

Estos en fin.

Un hombre iba a colgarse;


encuentra un tesoro,
deja allí la cuerda en lugar del tesoro.
El dueño de éste, no encontrándolo,
coge la cuerda y se ahorca.

El político Melón de Atenas aborrecía a Platón, y dijo un día que era menos extraño ver a
Dionisio en Corinto que a Platón en Sicilia. El historiador y filósofo Jenofonte abrigaba alguna
prevención contra Platón. Al parecer había entre ambos alguna rivalidad por haber tratado los
mismos objetos: el Banquete, la Apología de Sócrates, los Comentarios morales. Además Platón trató
de la República, y Jenofonte de la Educación de Ciro (Cropedia). Platón en las Leyes dice, que esta
última obra es una pura utopía, y que Ciro no se parecía en nada al retrato que hace Jenofonte. Ambos
citan frecuentemente a Sócrates, pero jamás se citan el uno al otro; una sola vez, sin embargo,
Jenofonte nombra a Platón en el tercer libro de las Memorias.
Se cuenta que el filósofo Antístenes, fundador y jefe de la escuela cínica, fue un día a suplicar a
Platón que asistiera a la lectura de una de sus obras. Platón preguntó sobre qué materia versaba.
—Sobre la dificultad de comprender —respondió Antístenes.
—Entonces —replicó Platón—, ¿para qué escribes sobre esta cuestión?
Y le demostró que incurría en un círculo vicioso. Antístenes, herido, escribió contra Platón un
diálogo titulado Sothon, y desde este momento fueron enemigos. Se dice igualmente que Sócrates,
habiendo oído a Platón leer el Lisis, exclamó:
—¡Dioses!, ¡qué de cosas me presta este joven!
Y en efecto, puso como de Sócrates muchas cosas que éste jamás dijo.
Platón estaba indispuesto con Arístipo de Cirene; y así le acusa en el Tratado del alma[23] de no
haber asistido a la muerte de Sócrates, aunque en aquel acto había ido a Egina, a poca distancia de
Atenas. Tampoco amaba al político y orador ateniense Esquines,[24] porque se celaba de la estimación
que le daba Dionisio. Con este motivo se refiere, que habiéndose visto precisado Esquines a ir a
Sicilia, Platón le rehusó su apoyo, y que fue Arístipo el que lo recomendó al tirano. El filósofo
epicúreo Idomeneo de Lámpsaco asegura, por su parte, que no fue Critón, como lo supone Platón,
sino Esquines, el que propuso a Sócrates su evasión; y Platón no pudo atribuir este ofrecimiento al
primero, sino como resultado del odio que tenía al segundo. Por lo demás, no cita jamás a Esquines
en sus diálogos, excepto en el Tratado del alma y en la Apología.
Aristóteles observa que su estilo ocupa un medio entre la poesía y la prosa. Favorino dice en
alguna parte que, cuando Platón leyó su Tratado del alma, sólo Aristóteles quedó escuchándole, y que
todos los demás se marcharon. El filósofo académico Filipo de Opunte pasa por haber trascrito las
Leyes que Platón había dejado solamente en borrador; también se le atribuye el Epínomis. El poeta y
filólogo Euforión de Calcis y el estoico Panecio de Rodas dicen que se encontró un gran número de
variantes para el exordio de la República. Aristóxeno pretende, por su parte, que esta obra se
encontraba ya casi toda entera en las Contradicciones del sofista Protágoras de Abdera. El Fedro pasa
por su primera composición, y a decir verdad, este diálogo se resiente de la mano joven que lo hizo.
El filósofo peripatético Dicearco de Mesina llega hasta el punto de censurar todo el conjunto de esta
obra, y no encuentra en ella ni arte, ni placer.
Habiendo visto Platón a un joven jugando a los dados, le reprendió.
—Por poca cosa me reprendes —dijo el joven.
—¿Crees tú —repuso Platón— que el hábito es poca cosa?
Le preguntaron si dejaría algún monumento durable, como los filósofos que le habían precedido:
—Lo primero que hay que hacer —dijo— es crearse un nombre, y hecho esto, lo demás ya
vendrá.
Como entrara Jenócrates de Calcedonia, alumno de la Academia, en casa de Platón, le suplicó éste
que castigara en su lugar a uno de sus esclavos, porque no quería hacerlo él mismo, por estar
montado en cólera. Otra vez dijo a un esclavo:
—Te abofetearía, si no estuviera irritado.
Montó un día a caballo, y se apeó luego, temiendo que el caballo podía comunicarle su fiereza.
Aconsejaba a los borrachos que se miraran a un espejo, para que la vista de su degradación les
preservase para lo sucesivo. Decía que jamás era conveniente embriagarse, excepto, sin embargo,
durante las fiestas del dios a quien se debe el vino. También llevaba a mal el exceso del sueño, y a este
propósito dice en las Leyes: «Un hombre que se duerme no es bueno para nada».
Pretendía que lo más agradable del mundo es oír la verdad, o, según otros, decirla. He aquí, por
lo demás, cómo habla de la verdad en las Leyes: «La verdad, querido huésped, es una cosa bella y
durable, pero no es fácil convencer a los hombres». Deseaba que su nombre se perpetuara o en la
memoria de sus amigos o mediante sus obras. Se asegura igualmente que hacía frecuentes viajes.
Ya hemos dicho cómo murió. Favorino, en el tercer libro de los Comentarios, refiere este suceso
como acaecido en el tercer año del reinado de Filipo II de Macedonia. Teopompo habla de las
reprensiones que este príncipe le dirigió. El historiador romano Misoniano, por otra parte, refiere un
proverbio citado por el filósofo judío Filón de Alejandría, del cual debía resultar que Platón había
sucumbido a consecuencia de una enfermedad pedicular. Sus discípulos le hicieron magníficos
funerales y le enterraron en la Academia, donde había enseñado durante la mayor parte de su vida, y
de la que ha tomado su nombre la escuela platónica.
Su testamento estaba concebido en estos términos:

«Platón dispone de sus bienes de la manera siguiente: La tierra del distrito de los
Hefestíadas que linda al Norte con el camino que viene del templo de los Ceficíadas, al
Mediodía con el templo de Heracles situado en el territorio de los Hefestíadas, al Oriente con
la propiedad de Arquestrato de Frearros, y al Poniente con la de Filipo el Calidio [25] no podrá
ser ni vendida ni enajenada; pertenecerá, si puede ser,[26] a mi hijo Adimanto. Le doy
igualmente la tierra de los Eirésidas, que compré a Calímaco, y que linda al Norte con otra de
Eurimedón de Mirrina, y al Poniente con el Céfiso.
»Además le doy tres minas de plata, un vaso de plata de peso de ciento sesenta y cinco
dracmas, un anillo y un pendiente de oro, que juntos pesan cuatro dracmas y ocho óbolos.
Euclides, el escultor, me debe tres minas. Declaro libre a Artemis (esclava); en cuanto a Sicón,
Bictas, Apoloníades y Dionisio los dejo a mi hijo, al que lego igualmente todos los muebles y
efectos especificados en el inventario que está en poder de Demetrio. No debo nada a nadie.
Los ejecutores testamentarios serán Sóstenes (Tozthenes), Espeusipo, Demetrio, Hegias,
Eurimedón, Calímaco y Trasipo».[27]

Tal es su testamento. Sobre su tumba se han grabado muchos epitafios; el primero está concebido
así:

«Aquí descansa el divino Aristocles, el primero de los hombres por la justicia y la virtud.
Si algún hombre ha podido hacerse ilustre por su sabiduría, es él; ni la envidia misma ha
manchado su gloria».
Y otro:

«El cuerpo de Platón, hijo de Aristón, descansa aquí en el seno de la tierra; pero su alma
bienaventurada habita en la estancia de los inmortales. Iniciado hoy en la vida celeste, recibe
desde lejos los homenajes de los hombres virtuosos».

La que sigue es más moderna:

«Águila, ¿por qué vuelas por encima de esta tumba? Dime a qué punto de la estancia
celeste se dirige tu mirada. —Yo soy la sombra de Platón, cuya alma ha volado al Olimpo; el
Ática, su patria, conserva sus restos mortales».

También se le ha compuesto el epitafio siguiente:

«¿Cómo Febo hubiera podido, si no hubiera dado un Platón a la Grecia, regenerar por las
letras las almas de los mortales? Asclepio, hijo de Apolo, es el médico de los cuerpos; Platón
lo es del alma inmortal».

Y he aquí otro sobre su muerte:

«Febo ha dado a los mortales a Asclepio y a Platón; éste médico del alma, aquél del
cuerpo. Platón asistía a una comida nupcial cuando partió para la ciudad eterna, que él mismo
se había construido, y a la que había dado por base la estancia de Júpiter».

Tuvo por discípulos a: Espeusipo, de Atenas; Jenócrates, de Calcedonia; Aristóteles, de Estagira;


Filipo, de Opunte; Histieo, de Perinto; Dión, de Siracusa; Amiclo, de Heraclea; Erasto y Corisco,
ambos de Escepto; Timolao, de Cícico; Eumón, de Lámpsaco; Pitón y Heráclides, uno y otro de
Emo; Hipótales y Cálipo, de Atenas; Demetrio, de Anfípolis; Heráclides, de Ponto, y muchos otros,
entre quienes se cuentan dos mujeres: Lastenea, de Mantinea, y Axiotea, de Pliunte. Dicearco dice que
esta última vestía traje de hombre. Algunos ponen al peripatético Teofrasto en el número de sus
discípulos; el académico Camelión añade aún a los oradores y políticos Hipérides y Licurgo de
Atenas; también Polemón el Escolarca, director de la Academia platónica, cita al orador ateniense
Demóstenes; en fin, el también académico Sabino pretende, en el libro cuarto de las Meditaciones,
que el escultor Mnesístrato de Tasos recibió lecciones de Platón, y apoya su opinión en pruebas
bastante probables.

Observaciones sobre el orden de los Diálogos

No es cuestión fácil de resolver la relativa al orden que debe seguirse en la colocación de los
Diálogos de Platón.[28] No es esta una dificultad nueva, sino que data de la más remota antigüedad; así
Diógenes Laercio cita cuatro sistemas de clasificación, que hacía ya mucho tiempo se disputaban la
opinión de los sabios.[29]
Unos dividían los Diálogos en dos grandes clases, según sus caracteres intrínsecos: los diálogos
didácticos, que tienen por objeto la enseñanza de la verdad, y los diálogos zetéticos, que tienen por
asunto el arte de descubrirla. Se dividían los primeros en teóricos y prácticos; los segundos en
gimnásticos y agonísticos, y cada una de estas categorías comprendía nuevas subdivisiones.
Otros, considerando la forma de los diálogos más que el fondo, los clasificaban en tres series;
diálogos dramáticos, diálogos narrativos, diálogos mixtos.
Una tercera clasificación, atribuida por el astrólogo e historiador Trasilo de Alejandría a Platón
mismo, agrupaba los diálogos en nueve tetralogías. «Es sabido», dice Diógenes Laercio, «que en los
concursos poéticos, en las Panateneas, en las Dionisíacas, y en otras fiestas de Baco, debían
presentarse tres tragedias y un drama satírico, y que estas cuatro piezas reunidas formaban lo que se
llama una tetralogía». Este ejemplo de los trágicos es el que quiso imitar Platón según Trasilo.

Primera tetralogía: los diálogos que la componen tienen, según Trasilo de Alejandría, un
objeto común, esforzándose el autor en sentar cuál debe ser la vida del filósofo. A la cabeza se
coloca el Eutifrón o de la santidad (piedad), después la Apología de Sócrates, el Critón o del
deber, y el Fedón o del alma.
Segunda tetralogía: Crátilo o de la exactitud de los nombres; Teeteto o de la ciencia; el
Sofista o del ser; y el Político o del reinado.
Tercera tetralogía: Parménides o de las ideas; Filebo o del placer; el Banquete o del bien
(o del amor); Fedro o del amor.
Cuarta tetralogía: Alcibíades o de la naturaleza del hombre; el Segundo Alcibíades o de la
oración; Hiparco o del amor a la ganancia; los Rivales o de la filosofía.
Quinta tetralogía: Teages o de la filosofía; Cármides o de la templanza; Laques o del
valor; Lisis o de la amistad.
Sexta tetralogía: Eutidemo o de la disputa; Protágoras o de los sofistas; Gorgias o de la
retórica; Menón o de la virtud.
Séptima tetralogía: los Dos Hipias, el primero sobre lo honesto, y el segundo sobre la
mentira; Ion o de la Ilíada (poesía); Menéxeno o el elogio fúnebre.
Octava tetralogía: Clitofón o exhortaciones; la República o de lo justo; Timeo o de la
naturaleza.
Novena tetralogía: Minos o de la ley; Las Leyes o de la legislación; el Epínomis titulado
también: Conversaciones nocturnas o la filosofía; y, finalmente, trece cartas.

Otros sabios, y entre ellos Aristófanes de Bizancio, el gramático, dividían los diálogos, no en
tetralogías, sino en trilogías. En la primera colocaban la República, el Timeo y el Critias; en la
segunda, el Sofista, el Político y el Crátilo; en la tercera, las Leyes, Minos y el Epínomis; en la cuarta,
Teeteto, Eutifrón, y la Apología; en la quinta, Critón, Fedón y las cartas. En cuanto a los otros
diálogos los dejaban aislados o no establecían entre ellos ningún orden.[30]
Aquí tenemos ya bastantes sistemas de clasificación, y, sin embargo, a todos se pueden hacer
fuertes objeciones.
El primer sistema, por lo pronto, es completamente arbitrario, defecto común a los otros tres;
pero además es de una complicación verdaderamente incomprensible. Diógenes Laercio, que lo
aprueba, nos hace ver, por los ejemplos mismos que cita, hasta qué punto está desprovisto de
simplicidad. He aquí, nos dice, algunos ejemplos en apoyo de nuestra división:

Género físico: el Timeo.


Género lógico: el Político, el Crátilo, el Parménides y el Sofista.
Género moral: la Apología, el Critón, el Fedón, etc.
Género político: la República, las Leyes, el Minos, etc.
Género mayéutico: Alcibíades, Teages, Lisis, Laques.
Género experimental: Eutifrón, Menón, Ion, etc.
Género demostrativo: Protágoras.
Género destructivo: Eutidemo, los Dos Hipias, etc.

¿Qué más complicado, más arbitrario, ni más pedantesco que todas estas categorías? ¿Ni qué cosa
más opuesta a la manera libre y fácil de Platón, enemigo mortal de la pedantería, a quien por otro
lado eran desconocidas la mayor parte de estas divisiones regulares, introducidas después por
Aristóteles y los Estoicos?
La segunda clasificación no vale la pena de ser discutida; tan arbitraria y superficial es. Diógenes
Laercio observa que es una división teatral, y no una división filosófica.
Llegamos a la tercera clasificación, la de Trasilo, la única que admite seria defensa. Si sucumbe,
arrastrará en su ruina la cuarta clasificación, la de Aristófanes el gramático, que tiene los mismos
inconvenientes sin tener las mismas ventajas.
Por lo pronto es preciso descartar la autoridad de Platón falsamente invocada por Trasilo. Basta,
entre otras mil pruebas, para hacer ver que Platón no tuvo la extravagante y pueril idea de dividir sus
diálogos en tetralogías, la circunstancia de no ser de Platón muchos diálogos que figuran en dichas
tetralogías. No hablamos ni del Primer Alcibíades, cuya autenticidad es solamente dudosa, ni del
Hipias Menor, ni de Menéxeno, mirados sin embargo como apócrifos por los mejores críticos de
nuestro tiempo; ¿pero quién se atrevería hoy día a defender el Minos, los Rivales y el Epínomis? No
afirmaremos con los investigadores Schleiermacher, Ast, Socher y Enrique Ritter, que el Epínomis
sea de Filipo de Oponte; pero de seguro no es de Platón, lo mismo que los Rivales o el Minos, lo
mismo que las Cartas, que todas, excepto quizá la séptima, descubren señales marcadas de
falsificación. Por consiguiente, la división por tetralogías no tiene otra autoridad que la de Trasilo, y
no puede prevalecer sino por sus méritos intrínsecos. ¿Cuáles son? Lo ignoramos, pero vemos
claramente sus inconvenientes y sus defectos.
¿Hay nada menos natural y menos serio que encadenar el genio libre de un artista inspirado, tal
como Platón, encerrándole en las divisiones artificiales de nueve tetralogías? Y además, ¿con qué
derecho y con qué fundamento se distribuyen de cuatro en cuatro las obras del gran maestro? La
primera tetralogía, que es quizá la menos forzada, reúne a Eutifrón, la Apología, el Critón y Fedón; y
convenimos en que todos estos diálogos se refieren a la vida y muerte de Sócrates; pero por lo
pronto la Apología es de una autenticidad dudosa. Además, ¡qué distancia entre el Eutifrón y el Critón,
diálogos de la juventud de Platón, en los que apenas se traspasa el horizonte socrático, y el Fedón,
vasta y magnífica composición que sólo en su edad madura ha podido trazar, y en la que nos presenta
la teoría de la reminiscencia y la teoría de las ideas con toda la profusión, precisión y grandeza de su
completo desarrollo!
La tercera tetralogía comienza por el Parménides y concluye con el Fedro; pero ¿qué relación
hay entre estas dos obras? El Fedro es un diálogo de lo que se puede llamar la primera manera de
Platón. Diógenes Laercio nos dice, que esta encantadora obra pasaba por el primer arranque del
discípulo de Sócrates. Es difícil creer que en su primer vuelo se haya remontado tan alto; pero
considerando la riqueza, un tanto exuberante, de los ornamentos; la frescura toda juvenil del
colorido; el atrevimiento de las conjeturas, y la abundancia de los datos mitológicos, se ve en claro,
que el autor del Fedro se halla en aquella época de la vida, en que la imaginación impide el paso al
razonamiento, y en la que las concepciones nacientes del genio no han pasado aún por la prueba de la
reflexión, ni adquirido la precisión y rigor de la ciencia. Todo lo contrario sucede en el Parménides,
en el que los procedimientos del razonamiento, en lo que tienen de más sutil y más severo, son
llevados hasta el último extremo del análisis, hasta una abstracción que toca en las cimas más altas a
que es dado llegar. El filósofo que ha escrito este diálogo no es un simple discípulo de Sócrates,
ensayándose en la definición y en la inducción; es un lógico acabado, iniciado en los misterios más
profundos de la dialéctica. Evidentemente, Platón había abandonado a Atenas; había visto a Megara y
conversado con Euclides; había ido a la gran Grecia en busca de las tradiciones aún vivas de la
escuela de Elea; en una palabra, había entrado en el segundo período de su carrera de artista y de
filósofo, en el período de las indagaciones serias, de las discusiones críticas y de la larga serie de los
razonamientos. Por lo tanto, es contraria a todas las reglas de la analogía y a todos los datos de la
historia colocar a Fedro al final de la tercera tetralogía, al lado del Parménides, del Filebo y del
Banquete.
No es necesario llevar más adelante el examen detallado de las tetralogías, siendo suficiente lo
dicho para probar que este orden ha sido todo obra de fantasía, sin valor filosófico ni literario, y sin
la menor autoridad histórica.
Sin embargo, tiene sencilla explicación lo que aconteció en el año de 1513, cuando el humanista e
impresor Aldo Manucio, secundado por el griego Marco Musuro, humanista y literato, publicó la
primer edición impresa de las obras de Platón, siguiendo el orden de las tetralogías. Por lo pronto
éste había sido indudablemente el orden de los manuscritos, y además este orden tenía en su apoyo la
antigua autoridad de Trasilo, que parecía apoyarse a su vez en la autoridad de Platón. Los editores de
Basilea, Operino y Grineo, en 1534, siguieron el ejemplo de Musuro, y desde aquella lejana época
hasta nuestros días se encuentra, en las diversas ediciones y traducciones de Platón, el rastro más o
menos fiel del orden primitivamente adoptado.
Quede, pues, sentado, que este orden es arbitrario y defectuoso y que sería muy de desear
encontrar otro mejor. Pero ¿cómo hacerlo? El problema es de los más espinosos. Pero ¿es
completamente insoluble? Nosotros no lo creemos así.
Es claro que hay un orden, que, si pudiera descubrirse, sería el más natural, el más sencillo, el
más útil, es decir, el orden seguido por Platón mismo en la composición de sus obras, el orden
histórico.
En efecto, ¿por qué es importante leer los Diálogos de Platón en un cierto orden más bien que a la
aventura? Porque importa saber por dónde comenzó y por dónde concluyó, para seguir el desarrollo
natural de su genio de filósofo y de artista, confrontando la serie de sus obras con el curso de los
sucesos de su vida, y coger el hilo de las influencias que sucesivamente han estimulado y modificado
su espíritu; tales, por ejemplo, como la influencia de Sócrates, la de Heráclito, la de Euclides, la de
los Eléatas y la de los Pitagóricos. Las conversaciones de Platón con sus contemporáneos, sus viajes,
sus informaciones, las luchas que sostuvo contra sus adversarios; todo esto ha debido influir en el
curso de sus pensamientos, y en sus grandes composiciones debe encontrarse el rastro de todas estas
influencias. He aquí lo que haría instructivo e interesante el orden histórico si fuera posible
descubrirle. Figuraos un museo, en el que estuvieran reunidos todos los cuadros de Rafael, todos sus
diseños, en una palabra, su obra toda entera desde sus primeros ensayos en la escuela de Perugino
hasta la Transfiguración. ¿Qué cosa más curiosa que seguir una a una todas las transformaciones de
su maravilloso talento, verle desprenderse por grados de la manera de Perugino para crearse una
manera más libre, más sencilla, más variada, más original, e inspirarse en las otras grandes escuelas
de la Italia, de Leonardo, de Masaccio, de Miguel Ángel, hasta llegar al fin de sus días, a esa gran
manera, momento crítico de transformación para él, ya para degenerar, ya para engrandecerse?
Por lo contrario, representaos la obra de algún otro gran genio, y pasando de la pintura a la
poesía, escoged a Molière. Figuraos una edición de sus obras, que comenzase por las Mujeres sabias
y concluyese por los Preciosos ridículos, en la que un editor extravagante tuviese el necio capricho de
unir, formando una trilogía, el Anfitrión, el Avaro y el Siqueo, con el pretexto de ser los dos primeros
imitaciones de Plauto y todos tres de autores antiguos; ¿qué diríais de tal colocación, y de la
aplicación que pudiera hacerse en igual forma a las obras de Racine o a las de Shakespeare? Por
consiguiente, si hay alguna cosa clara en el mundo es que el único orden que presenta interés y
verdad en el curso de las obras de un poeta, de un filósofo o de un artista, es el orden histórico. Resta
averiguar, si es posible dar con este orden histórico en los Diálogos de Platón. A esta pregunta
pueden darse dos respuestas. Si se habla rigurosamente, no; si no se entiende de este modo, sí.
Expliquémonos.
¿Queréis clasificar los diálogos de Platón, como pueden clasificarse las tragedias de Racine o las
comedias de Molière? ¿Queréis saber, respecto de cada diálogo, en qué época precisa ha sido
compuesto, si antes o después de tal otro, y todo esto de una manera cierta e irrefragable? Sentado el
problema de esta manera es insoluble, porque excede las fuerzas de la crítica, y aun cuando se
hicieran los mayores progresos en el conocimiento de la antigüedad, y aun cuando se descubrieran
nuevos orígenes de informaciones, lo que no es probable, jamás podría llegarse a un resultado tan
completo, tan preciso y tan cierto.
Pero si sólo se quiere saber de una manera probable, y dejando a un lado los vacíos que puedan
encontrarse, cuáles son los diálogos que se refieren a la juventud de Platón, cuáles datan de su edad
madura, y cuáles son, en fin, los que corresponden a su ancianidad, nos atrevemos a decir entonces,
que la crítica está en posición de dar a este problema una solución satisfactoria; solución que será
siempre provisional e incompleta, pero que con el progreso de la crítica y de la erudición podrá
aproximarse más y más a una gran probabilidad.
Por lo pronto, sabemos con toda certeza por dónde comenzó Platón. No diremos que fue por el
Lisis y menos aún que fue por el Fedro, porque esta obra parece indicar un arte ya muy ejercitado, y
por otra parte aparecen ya en él sensiblemente las influencias pitagóricas, mezcladas con el espíritu
socrático; pero sí diremos resueltamente, que el Lisis y el Fedro son diálogos de la juventud de
Platón, son dos tipos de su primera manera de escribir. Si se exigen pruebas, daremos como prueba
extrínseca la tradición tan probable y tan interesante, transmitida en estos términos por Diógenes de
Laercio:

«Dícese, que habiendo oído Sócrates a Platón la lectura del Lisis, exclamó:
—¡Oh Dios!, cuántos préstamos me ha hecho este joven».[31]

He aquí otra tradición que confirma la precedente y que es de forma más agradable o ingeniosa:

«Vio Sócrates en sueños un cisne joven, acostado en sus rodillas, que, soltando sus alas,
voló al momento, haciendo oír armoniosos cantos. Al día siguiente, Platón se presentó a
Sócrates y dijo éste:
—He aquí el cisne que yo he visto».[32]

Diógenes de Laercio nos dice también, que se aseguraba haber sido el Fedro el primer diálogo
compuesto por Platón, y a ser verdadera esta tradición de escuela, se explicaría perfectamente la
exclamación de Sócrates y la narración simbólica de su visión. Pero sea de esto lo que quiera, es un
hecho cierto, plenamente confirmado por el examen intrínseco de los Diálogos, que durante los años
de su juventud, pasados bajo la disciplina de Sócrates, Platón compuso cierto número de diálogos, en
los que, queriendo quizá limitarse a reproducir la doctrina de su maestro, su genio naciente se
marchaba hacia regiones superiores. El Lisis y el Fedro pertenecen a este grupo, y una vez adquirido
este resultado, ¿cómo no ha de colocarse en la misma categoría toda la serie de diálogos en que el
arte es menos delicado y mucho menos profundo, y cuya doctrina, sobre todo, está mucho más
severamente contenida en los límites de la enseñanza socrática, tales como el Eutifrón, el Critón, el
Cármides, el Laques, el Protágoras, y el Primer Alcibíades y el gran Hipias, suponiendo que estos dos
sean verdaderamente obra de Platón? He aquí por lo tanto un primer grupo de diálogos, a los que no
se puede fijar seguramente con precisión su fecha respectiva, pero que tomados en masa, puede
ponérseles perfectamente aparte bajo el nombre de diálogos socráticos, en concepto de ser obras de
la juventud y de la primera manera de Platón.
Acabamos de decir por dónde ha comenzado Platón; pues se sabe de una manera más cierta aún y
más precisa por dónde ha concluido. Por lo pronto no puede dudarse que la República es una obra de
su ancianidad. Existe una tradición auténtica, reproducida por Cicerón en un pasaje célebre de su
tratado De senectute, por el que se ve que Platón, en el momento de morir, se ocupaba aún en rever y
retocar el preámbulo de su República, uno de los últimos frutos de sus largas meditaciones. Por otra
parte, el Timeo, al empezar, recuerda expresamente la República, y el Timeo mismo es materialmente
inseparable del Critias, obra que Platón dejó por concluir. Si se añade a esto que hay muy excelentes
razones, y razones de todas clases, para colocar las Leyes después de la República, sin poderlas
separar por un largo intervalo, llegaréis a este resultado, cierto o casi cierto: que las últimas obras de
Platón son la República, el Timeo, las Leyes, y, en fin, el Critias, que es probablemente su último
escrito.
Considerad ahora el carácter dominante de estas grandes composiciones de la lozana ancianidad
de Platón. Son dogmáticas a diferencia de todas las demás, en las que Platón busca la verdad, pero sin
llegar a descubrirla, disertando mucho, refutando sin cesar y no concluyendo nunca. ¿Y cuáles son
estos raros diálogos que participan del carácter dogmático del Timeo, de la República y de las Leyes?
Justamente son aquellos que por la grandeza y armonía de las proporciones, por la firmeza de la
mano, por la sobriedad de los ornamentos, por la delicadeza de los matices, por la tranquila luz que
ilumina y embellece las partes, muestran al autor, hecho dueño y poseedor de todos los secretos de su
arte; son el Fedón, el Gorgias, el Banquete.
En esta forma nos vemos conducidos naturalmente a formar una serie de diálogos, que pueden
llamarse Diálogos dogmáticos, y que nos representan la última manera de Platón y los resultados
definitivos de sus vastas especulaciones.
Estos dos grupos, una vez aceptados, el tercero se forma por sí mismo, porque comprende todos
los diálogos colocados entre la juventud y la ancianidad. Observad que las obras de este tercer grupo
intermedio presentan caracteres sensiblemente análogos. Todos son polémicos y refutatorios; como
el Teeteto en que aparecen discutidas y sucesivamente destruidas todas las definiciones de la ciencia;
el Parménides, que nos patentiza las diferentes tesis que se pueden sentar sobre el ser y sobre la
unidad, para mostrarlas sucesivamente como insuficientes y erróneas; el Sofista, cuyo objeto
principal es batir en brecha las doctrinas de las escuelas de Elea y de Megara. En ninguno de estos
diálogos veréis que la discusión conduzca a ninguna conclusión dogmática. Por este carácter,
esencialmente negativo, los diálogos de que hablamos se separan completamente de las grandes
composiciones dogmáticas por donde Platón ha terminado su carrera filosófica. Y por otra parte,
¿qué línea profunda de demarcación no se nota entre los diálogos, tales como el Sofista, el Teeteto, el
Parménides, el Filebo, en los que se desenvuelven los más grandes problemas de la metafísica en
todas sus profundidades, y estas composiciones encantadoras, pero evidentemente más modestas, en
que el joven discípulo de Sócrates se esfuerza ante todo, como en el Eutifrón, el Protágoras, el
Critón, en hacer revivir la persona, el método y la enseñanza de su maestro? El Fedro, que colocamos
en la primera serie, ofrece, lo confieso, un cuadro singularmente vasto, y un vuelo especulativo lleno
de brillantez y atrevimiento; pero predominan en él la poesía y la imaginación, y se nota que la edad
de las meditaciones viriles aún no ha llegado.
Esto acaba de convencernos de que esta clasificación de los diálogos en tres grandes series es la
más natural y la que corresponde evidentemente a las tres épocas de la vida de Platón. Antes de los
treinta años no salió de Atenas; encantado con Sócrates, abandonó la poesía por la filosofía; no
conocía las grandes escuelas filosóficas de la Grecia sino por noticias vagas e indirectas. He aquí la
época de su primer estilo, la época del Lisis, y de todos estos diálogos que llamamos socráticos.
Después de la muerte de Sócrates, Platón abandona Atenas por Megara; conversa con Euclides; visita
Cirene y al matemático Teodoro; emprende su marcha a Sicilia, quizá a Italia, quizá también a
Egipto; serie de viajes llenos de indagaciones y de aventuras. A esta segunda época de una vida
agitada deben corresponder los diálogos de su segunda forma de escribir; diálogos severos, en los
que a los arranques de la imaginación y del entusiasmo se unen los más atrevidos esfuerzos de la
reflexión y del razonamiento; diálogos todo históricos, todo refutatorios, en que Platón reclama de
todos los sistemas la verdad, sin que encuentre uno que le satisfaga, y donde se lanza a la crítica de
las grandes especulaciones metafísicas de Heráclito, de Parménides, de Filolao, de Empédocles,
amontonando ruinas sobre ruinas y buscando entre estos despojos los materiales del edificio que un
día habrá de construir.
Restituido a Atenas después de sus viajes, Platón se fija en la Academia, se reconoce en el fondo
de su alma, y allí, en el silencio de una reflexión madurada por la experiencia y nutrida con toda la
sustancia de las grandes filosofías de lo pasado, traza las grandes líneas de su propia filosofía, y
escribe esos diálogos tan particularmente vastos, serenos y profundos, el Fedón, el Banquete, la
República, el Timeo, donde dice su última palabra sobre la naturaleza, sobre la divinidad, sobre el arte
de educar y gobernar a los hombres.
Tal es la única clasificación que nos es permitido admitir, atendidas las informaciones de la
historia y las reglas de la crítica.[33] ¿Queréis en el seno de cada una de estas tres categorías fijar un
orden exacto y preciso, como Schleiermacher lo ha ensayado? Os arrojaréis a conjeturas arbitrarias,
y os veréis en mil embarazos intrincados. Es preciso saber contenerse, y una vez que las grandes
líneas de este monumento están tiradas, es conveniente dejar fluctuantes y a la aventura las líneas
secundarias. En nuestra opinión, el orden que nos proponemos es el más probable, el más vecino al
orden histórico y el más cómodo para la lectura seguida y para la inteligencia de los diálogos de
Platón.
DIÁLOGOS SOCRÁTICOS
EUTIFRÓN
Argumento[1] del Eutifrón[2]
por Patricio de Azcárate

La naturaleza de la santidad[3] o usando el lenguaje de Platón, lo santo, ocupa el fondo del


diálogo; y un supuesto encuentro del adivino Eutifrón[4] es lo que da origen a la cuestión. Eutifrón
pretende realizar un acto santo, reclamado por la justicia, pidiendo, con ocasión de la muerte de un
esclavo, una condena contra su padre. Al que piensa que obra santamente, tiene cualquiera derecho a
exigir de él que diga en qué consiste la santidad. Esto es lo que hace Sócrates, que representa en este
caso la conciencia moral y la razón. ¿La santidad consiste, por ejemplo, en tomar por modelos a
Cronos y a Zeus, los más grandes de los dioses, que, según las leyendas, se erigieron uno y otro en
jueces de su propio padre? Pero un ejemplo no puede ocupar el lugar de una definición; porque
designar una acción santa no es precisar el carácter esencial y universal de la santidad. Es
imprescindible que Eutifrón generalice su pensamiento y dé la siguiente definición: La santidad es lo
que agrada a los dioses, y la impiedad es lo que les desagrada.
Pero los dioses no están acordes entre sí, como que están divididos. Lo que agrada a los unos
puede desagradar a los otros, y en este concepto el mismo hombre y la misma acción serán santas e
impías, todo a la vez. La santidad absoluta es, por consiguiente, incompatible con la pluralidad de los
dioses. Esta consecuencia ruinosa, impuesta por la lógica, sale del fondo mismo de la teología
politeísta. ¿Y qué argumentos pueden oponerse a esta consecuencia? ¿Será gratuita y contradictoria
esta afirmación, de que los dioses están siempre de acuerdo sobre la santidad de una acción?
Admitamos por un momento la nueva definición que de aquí se deduce. La santidad es lo que agrada a
todos los dioses, y la impiedad lo que a todos desagrada. Ahora se trata de indagar si lo que es santo
es amado por los dioses porque es santo, o si es santo porque es amado por los dioses; lo que
equivale a averiguar si la santidad por su esencia y su fuerza propias tiene derecho al amor de los
dioses; si se impone a su amor por ser superior a él, distinto e independiente de él; o bien si el amor
de los dioses a un objeto cualquiera es el que convierte este objeto en una cosa santa. Podrá
responderse que lo santo no puede menos de ser amado por los dioses. ¿Pero qué se sigue de aquí?
Esta conclusión decisiva: de que lo santo es amado por los dioses por lo mismo que es santo, o en
otros términos, que es amable en sí y por sí.
Desde este acto la segunda definición no es más sostenible que la primera; porque decir que la
santidad es lo que es amado por los dioses, es admitir la sinonimia de dos términos de hecho
distintos; es asociar dos ideas en el fondo muy diferentes. En efecto, lo que es santo, siendo amable
en sí, amado por sí, no tiene ninguna relación con lo que es amado, y que solo es amable en tanto que
es amado. Lo primero subsiste independientemente del amor que exige; lo segundo solo existe por el
capricho del amor. La última consecuencia de este razonamiento es que no está en poder de los dioses
constituir a su placer ni lo santo ni lo impío.
Por consiguiente, el ser amado por los dioses no es más que una de las propiedades de la
santidad, pero no es su esencia. Pero entonces, ¿qué es la santidad en sí, y por qué la aman los dioses?
Esto es lo que estamos ahora en el caso de averiguar. Para ello recurramos a una tercera definición.
Lo santo es lo justo; y para dar la prueba, examinemos la naturaleza de la relación que liga la
santidad a la justicia. ¿Cuál de las dos comprende la otra? ¿Lo justo es una parte de lo santo, o lo
santo es una parte de lo justo? Si es cierto decir que las acciones santas son siempre justas, mientras
que no todas las acciones justas son necesariamente santas, no puede menos de admitirse que la
justicia es más extensa por esencia que la santidad. La santidad es solo esta parte de la justicia que se
refiere a los cuidados y atenciones que el hombre debe a los dioses: verdadera sirviente de los dioses,
la santidad les honra con el doble ministerio de la oración y de los sacrificios. Pero orar es pedir, y
sacrificar es dar; de donde se sigue que los hombres, al parecer, ejercen con los dioses una especie de
cambio, un tráfico. ¡La santidad un tráfico! Así lo exige una lógica rigorosa; y además es éste un
tráfico del que no resulta ninguna ventaja a los dioses, puesto que el hombre puede ganar, por efecto
de la divina benevolencia, y en cambio solo puede ofrecer a los dioses un sacrificio absolutamente
estéril para la divinidad. ¿Se dirá que el culto es agradable a los dioses? Sin duda. Pero como el culto
no es otra cosa que la santidad, se vuelve por un círculo inevitable a la definición ya refutada: La
santidad es lo que agrada a los dioses. Este tercer esfuerzo no tiene mejor resultado que los
precedentes: la discusión no adelanta, y Sócrates suplica al adivino que la lleve a su término; pero
éste lo esquiva y la corta en tal estado.
Tal es el curso que ha llevado este diálogo, rico en su brevedad. Se ha echado en cara a Platón la
forma negativa y la falta de conclusión del Eutifrón. La única respuesta que debe darse a lo primero
es que hay cierta singularidad en convertir en cargo contra Platón una de las necesidades de la
polémica, cuyo deber es ciertamente presentar, pelear y destruir el error bajo todas sus formas, antes
de establecer la verdad.
En primer lugar, la ruina de los sistemas rivales ¿no es el más sólido fundamento de toda
filosofía dogmática? Además, demostrar la falsedad de ciertos principios ¿no es dar una mayor
claridad a los principios verdaderos? En segundo lugar, sostener que este diálogo no concluye, es
negarse voluntariamente, a mi parecer, a sacar las consecuencias de las premisas sentadas en el curso
de la discusión. ¿No puede concluirse de tales premisas, por lo menos implícitamente, el haber
demostrado la impotencia moral del politeísmo, lo ridículo y lo peligroso de sus tradiciones
fabulosas, la vanidad y esterilidad de su culto, la incapacidad radical de sus ministros para
comprender y definir la santidad, el haber puesto, en fin, en plena evidencia este verdadero y sólido
principio, conquista del espiritualismo naciente, de que la santidad absoluta en sí, superior a la
voluntad de los hombres, lo mismo que a lo arbitrario de los dioses del paganismo, es eterna e
inmutable como Dios mismo, Dios único, su principio y su fin? Éste es el primer esfuerzo de las
doctrinas nuevas, que después de haber arruinado la degradante influencia de las supersticiones
mitológicas ciegamente aceptadas, debían despertar, en las conciencias, el sentimiento de la libertad y
de la dignidad del hombre, y, en su razón, la idea verdadera de Dios y la de una religión digna de él.
[5]
Eutifrón o de la santidad (piedad)
EUTIFRÓN — SÓCRATES

EUTIFRÓN. —Qué novedad, Sócrates. ¿Abandonas tus hábitos del Liceo para venir al pórtico del
Rey?[1] Tú no tienes, como yo, procesos que te traigan aquí.
SÓCRATES. —Lo que me trae aquí es peor que un proceso, es lo que los atenienses llaman
«negocio de Estado».
EUTIFRÓN: —¿Qué es lo que me dices? Precisamente alguno te acusa; porque jamás creeré que
tú acuses a nadie.
SÓCRATES. —Ciertamente que no.
EUTIFRÓN: —¿Es otro el que te acusa?
SÓCRATES. —Sí.
EUTIFRÓN. —¿Y quién es tu acusador?
SÓCRATES. —Yo no le conozco bien; me parece ser un joven, que no es conocido aún, y que
creo se llama Méleto,[2] de la villa de Pithos. Si recuerdas algún Méleto de Pithos de pelo laso, barba
escasa y nariz aguileña, ése es mi acusador.
EUTIFRÓN. —No le recuerdo, Sócrates. ¿Pero cuál es la acusación que intenta contra ti?
SÓCRATES. —¿Qué acusación? Una acusación que supone que no es un hombre ordinario;
porque en los pocos años que cuenta no es poco estar instruido en materias tan importantes. Dice que
sabe lo que hoy día se trabaja para corromper a la juventud, y que sabe quiénes son los corruptores.
Sin duda este joven es mozo muy entendido, que habiendo conocido mi ignorancia viene a acusarme
de que corrompo a sus compañeros y me arrastra ante el tribunal de la patria como madre común. Y
es preciso confesarlo; es el único que me parece que conoce los fundamentos de una buena política;
porque la razón quiere que un hombre de Estado comience siempre por la educación de la juventud,
para hacerla tan virtuosa cuanto pueda serlo; a la manera que un buen jardinero fija su principal
cuidado en las plantas tiernas, para después extenderlo a las demás. Sin duda Méleto observa la
misma conducta, y comienza por echarnos fuera a nosotros, los que dice que corrompemos la flor de
la juventud. Y después que lo haya conseguido extenderá indudablemente sus cuidados benéficos a las
demás plantas más crecidas, y de esta manera hará a su patria los más grandes y numerosos servicios;
porque no podemos prometernos menos de un hombre que comienza con tan favorables auspicios.
EUTIFRÓN. —¡Ojalá sea así, Sócrates! Pero me temo que ha de ser todo lo contrario; porque
atacándote a ti me parece que ataca a su patria en lo que tiene de más sagrado. Pero te suplico me
digas qué es lo que dice que tú haces para corromper a la juventud.
SÓCRATES. —Cosas que por lo pronto, al escucharlas, parecen absurdas, porque dice que
fabrico dioses, que introduzco otros nuevos, y que no creo en los dioses antiguos. He aquí de lo que
me acusa.
EUTIFRÓN. —Ya entiendo; es porque tú supones que tienes un demonio familiar [3] que no te
abandona. Bajo este principio él te acusa de introducir en la religión opiniones nuevas, y con eso
viene a desacreditarte ante este tribunal, sabiendo bien que el pueblo está siempre dispuesto a recibir
esta clase de calumnias. ¿Qué me sucede a mí mismo,[4] cuando en las asambleas hablo de cosas
divinas y predigo lo que ha de suceder? Se burlan todos de mí como de un demente; y no es porque
no se hayan visto realizadas las cosas que he predicho, sino porque tienen envidia a los que son como
nosotros. ¿Y qué se hace en este caso? El mejor partido es no preocuparse de ello y seguir uno su
camino.
SÓCRATES. —Mi querido Eutifrón, no es un gran negocio el verse algunas veces mofado,
porque al cabo los atenienses, a mi parecer, se cuidan poco de examinar si uno es hábil, con tal de que
no se mezcle en la enseñanza. Pero si se mezcla, entonces montan en cólera, ya sea por envidia, como
tú dices, o por cualquier otra razón.
EUTIFRÓN. —En estas materias, Sócrates, no tengo empeño en saber cuáles son sus sentimientos
respecto a mí.
SÓCRATES. —He aquí sin duda por qué eres tú tan reservado, y por qué no comunicas
voluntariamente tu ciencia a los demás; pero respecto a mí, temo que no creen que el amor que tengo
por todos los hombres me arrastra a enseñarles todo lo que sé; no solo sin exigirles recompensa,
sino previniéndoles y obligándoles a que me escuchen. Que si se limitasen a mofarse de mí, como
dices que se mofan de ti, no sería desagradable pasar aquí algunas horas de broma y diversión; pero
si toman la cosa seriamente, solo vosotros los adivinos podréis decir lo que sucederá.
EUTIFRÓN. —Espero que no te suceda ningún mal, y que llevarás a buen término tu negocio,
como yo el mío.
SÓCRATES. —¿Luego tienes aquí algún negocio? ¿Y eres defensor o acusador?
EUTIFRÓN. —Acusador.
SÓCRATES. —¿A quién persigues?
EUTIFRÓN. —Cuando te lo diga me creerás loco.
SÓCRATES. —Cómo, ¿acusas a alguno que tenga alas?
EUTIFRÓN. —El que yo persigo, en lugar de tener alas, es tan viejo, que apenas puede andar.
SÓCRATES. —¿Quién es?
EUTIFRÓN. —Mi padre.
SÓCRATES. —¡Tu padre!
EUTIFRÓN. —Sí, mi padre.
SÓCRATES. —¡Ah! ¿De qué lo acusas?
EUTIFRÓN. —De homicidio, Sócrates.
SÓCRATES. —De homicidio, ¡por Heracles! He aquí una acusación que está fuera del alcance del
pueblo, que no comprenderá jamás que pueda ser justa, en términos de que un hombre ordinario
tendría mucha dificultad en sostenerla. Un hecho semejante estaba reservado para un hombre que ha
llegado a la cima de la sabiduría.
EUTIFRÓN. —Sí, ¡por Heracles!, a la cima de la sabiduría.
SÓCRATES. —¿Es alguno de tus parientes a quien tu padre ha dado muerte? Indudablemente debe
ser así, porque por un extraño no habías de acusar a tu padre.
EUTIFRÓN. —¡Qué absurdo, Sócrates, creer que en esta materia haya diferencia entre un pariente
y un extraño! Lo que es preciso tener presente es si el que ha dado la muerte lo ha hecho justa o
injustamente. Si es justamente, es preciso dejarle en paz; pero si es injustamente, tú estás obligado a
perseguirle, cualquiera que sea la amistad o parentesco que haya entre vosotros. Sería hacerte
cómplice de su crimen si mantuvieras relaciones con él y no pidieras su castigo, que es el único que
puede absolver a ambos. Mas voy a ponerte al corriente del hecho que motiva la acusación. El muerto
era uno de nuestros colonos que llevaba una de nuestras heredades cuando habitábamos en Naxos.
Un día, que había bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno de
nuestros esclavos, que lo mató. Mi padre ató de pies y manos al colono, lo sumió en una profunda
hoya y en el acto envió aquí a consultar a uno de los Exégetas para saber lo que debía hacer, sin
preocuparse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca
importancia; así fue que murió; porque el hambre, el frío y el peso de las cadenas lo mataron antes de
que el hombre que mi padre envió volviese. Con este motivo, y vista mi actitud, toda la familia se
subleva contra mí, porque mediando un asesino acuso a mi padre de un homicidio, que ellos
pretenden que no ha cometido, y aun dado el caso de que lo hubiera cometido, sostienen que yo no
debería perseguirle, puesto que el muerto era un malvado y un asesino, y que por otra parte es una
acción impía que un hijo persiga a su padre criminalmente. ¡Tan ciegos están sobre el conocimiento
de las cosas divinas, y tan incapaces para discernir lo que es impío de lo que es santo!
SÓCRATES. —Pero ¡por Zeus! ¿Crees, Eutifrón, tú que conoces tan exactamente las cosas
divinas, y que distingues con precisión lo que es santo y lo que es impío, que habiendo pasado las
cosas de la manera que dices, puedas perseguir a tu padre, sin temor de cometer una impiedad?
EUTIFRÓN. —Me estimaría bien poco, y Eutifrón no tendría ventaja sobre los demás hombres, si
no conociese todas estas cosas perfectamente.
SÓCRATES. —¡Oh maravilloso Eutifrón! Estoy convencido de que el mejor partido que yo
puedo tomar es hacerme tu discípulo y hacer saber a Méleto, antes del juicio de mi proceso, que hasta
aquí he mirado como una de las mayores ventajas saber bien las cosas divinas; pero que hoy día,
viendo que me acusa de haber caído en el error introduciendo temerariamente opiniones nuevas
sobre la divinidad, me he pasado a tu escuela. Así, pues, le diré: Méleto, si confiesas que Eutifrón es
hábil en estas materias, y que sus opiniones son buenas, te declaro que tengo los mismos sentimientos
que él; por consiguiente cesa de perseguirme; y si, por lo contrario, crees que Eutifrón no es
ortodoxo, emplaza al maestro antes de tomarla con el discípulo, puesto que él es el que pierde a los
dos ancianos, su padre y yo; a mí por enseñarme una religión falsa, y a su padre por perseguirle,
fundado en los principios de esta misma religión. Pero si se desentiende de mi petición y continúa en
perseguirme, o dejándome se dirige a ti, tú no dejarás de comparecer y decir lo mismo que yo le
hubiera significado.
EUTIFRÓN. —¡Por Zeus!, Sócrates, si su imprudencia llega al punto de atacarme, bien pronto
encontraré su flaco, y correrá más peligro que yo delante de los jueces.
SÓCRATES. —Ya lo sé, y he aquí por qué deseaba tanto ser tu discípulo, seguro que no hay nadie
tan atrevido para mirarte cara a cara; ni el mismo Méleto; ese hombre que penetra hasta tal punto el
fondo de mi corazón que me acusa de impiedad.
Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué es lo
santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que pueden
presentarse. ¿La santidad no es siempre semejante a sí misma en toda clase de acciones? Y la
impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma, de suerte que la misma idea, el
mismo carácter de impiedad, se encuentra siempre en lo que es impío?
EUTIFRÓN. —Ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —Dime, pues, lo que entiendes por lo santo y lo impío.
EUTIFRÓN. —Llamo santo, por ejemplo, a lo que hago yo hoy día de perseguir en justicia todo
hombre que comete muertes, sacrilegios y otras injusticias semejantes, ya sea padre, madre, hermano
o cualquier otro; y llamo impío no perseguirlos. Sígueme, Sócrates; te lo suplico, porque quiero
darte pruebas bien positivas de que mi definición es buena, y que es una acción santa, como se lo he
dicho a muchas personas, no tener ningún género de miramientos con el impío, cualquiera que él sea.
Todo el mundo sabe que Zeus es el mejor y el más justo de los dioses, y todos convienen en que
encadenó a su mismo padre porque devoraba sus hijos contra razón y justicia; y Cronos no trató con
menos rigor a su padre por otra falta. Sin embargo, se sublevan contra mí porque persigo a mi padre
por una injusticia atroz, y se incurre en una manifiesta contradicción, juzgando de tan distinto modo
la acción de los dioses y la mía.
SÓCRATES. —¿No es esto mismo, Eutifrón, lo que motiva hoy mi acusación ante el tribunal,
porque cuando se me habla de estas leyendas de los dioses las recibo con dificultad? Y estoy
persuadido que éste será el crimen que se me impute. Si tú que eres tan hábil en materia de religión,
estás de acuerdo en este punto con el pueblo, y si crees en tales leyendas, es de necesidad que
nosotros lo creamos igualmente; nosotros que confesamos ingenuamente no tener ningún
conocimiento de estas materias. Ésta es la razón para pedirte, en nombre del dios que preside a la
amistad, que no me engañes, y que me digas: ¿crees que todas estas cosas se hayan realmente
verificado?
EUTIFRÓN. —No solo estas, sino también otras más sorprendentes, que el pueblo ignora.
SÓCRATES. —¿Crees con formalidad que entre los dioses hay guerras, odios, combates y todas
las demás pasiones tan sorprendentes que los poetas y pintores nos representan en sus poesías y en
sus cuadros, de que se hace ostentación por todas partes en nuestros templos, y con que se abigarra
ese velo misterioso que se lleva cada cinco años en procesión a la ciudadela del Acrópolis durante las
Panateneas?[5] Eutifrón, ¿debemos nosotros recibir todas estas cosas como verdades?
EUTIFRÓN. —No solo estas, Sócrates, sino muchas otras, como te dije antes, que te explicaré si
quieres, y que te sorprenderán bajo mi palabra.
SÓCRATES. —No me sorprenderán; pero tú me las explicarás en otra ocasión que estemos más
despacio. Ahora procura explicarme más claramente lo que te he preguntado; porque aún no has
satisfecho plenamente a mi pregunta, ni me has enseñado lo que es santidad. Solo me has dicho, que
lo santo es lo que tú haces, acusando a tu padre de homicidio.
EUTIFRÓN. —Te he dicho la verdad.
SÓCRATES. —Quizá. ¿Pero no hay otras muchas cosas que tú llamas santas?
EUTIFRÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Acuérdate, te lo suplico, que lo que he pedido no es que me enseñes una o dos
cosas santas entre un gran número de otras que lo son igualmente; sino que me des una idea clara y
distinta de la naturaleza de la santidad, y lo que hace que todas las cosas santas sean santas; porque tú
mismo me has dicho que un solo y mismo carácter hace que las cosas santas sean santas; así como un
solo y mismo carácter hace que la impiedad sea siempre impiedad. ¿No te acuerdas?
EUTIFRÓN. —Sí, me acuerdo.
SÓCRATES. —Enséñame, pues, cuál es ese carácter, a fin de que teniéndolo siempre a la vista, y
sirviéndome de él como un modelo, esté en posesión de asegurar sobre todo lo que tú u otros hagan,
que lo que es ajustado a dicho modelo es santo, y que lo que no lo es, es impío.
EUTIFRÓN. —Si es eso lo que quieres, Sócrates, estoy pronto a satisfacerte.
SÓCRATES. —Ciertamente es lo que quiero.
EUTIFRÓN. —Digo, pues, que lo santo es lo que es agradable a los dioses, e impío lo que les es
desagradable.
SÓCRATES. —Muy bien, Eutifrón. Me has contestado con precisión a lo que te había preguntado;
mas en cuanto a saber si es una verdad lo que dices, hasta ahora no lo comprendo así; pero
indudablemente me convencerás de que lo es.
EUTIFRÓN. —Te satisfaré.
SÓCRATES. —Vamos, examinemos bien lo que decimos. Una cosa santa, un hombre santo, es
una cosa, es un hombre que es agradable a los dioses; una cosa impía, un hombre impío, es un
hombre, es una cosa, que les es desagradable, y de este modo lo santo y lo impío son directamente
opuestos; ¿no es así?
EUTIFRÓN. —Sin contradicción.
SÓCRATES. —¿Te parece que está esto bien definido?
EUTIFRÓN. —Lo creo.
SÓCRATES. —¿Pero no estamos también acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y
odios, y que muchas veces están discordes y divididos?
EUTIFRÓN. —Sí; sin duda.
SÓCRATES. —Examinemos, pues, aquí en qué puede consistir esta diferencia de pareceres que
produce entre ellos estas enemistades, estos odios. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para
saber cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haría enemigos y nos arrastraría a ejercer violencias? O
más bien, poniéndonos a contar, ¿nos pondríamos en el momento de acuerdo?
EUTIFRÓN. —Es claro.
SÓCRATES. —Y si disputáramos sobre la diferente magnitud de los cuerpos, ¿no nos
pondríamos a medir, y no se daría en el acto por terminada nuestra disputa?
EUTIFRÓN. —En el acto.
SÓCRATES. —Y si disputáramos sobre la pesantez, ¿no se terminaría bien pronto nuestra disputa
por medio de una balanza?
EUTIFRÓN. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Pues qué es lo que podría hacemos enemigos irreconciliables, si llegáramos a
disputar sin tener una regla fija a que pudiéramos recurrir? Quizá no se presenta a tu espíritu ninguna
de estas cosas, y voy a proponerte algunas. Reflexiona un poco y mira si por casualidad estas cosas
son lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, el bien y el mal. Porque ¿no son estas las que por
falta de una regla suficiente para ponemos de acuerdo en nuestras diferencias, nos arrojan a
deplorables enemistades? Y cuando digo nosotros, entiendo todos los hombres.
EUTIFRÓN. —He aquí, en efecto, la causa de nuestros disentimientos.
SÓCRATES. —Y si es cierto que los dioses tienen diferencias entre sí sobre cualquier cosa, ¿no
es preciso que recaigan necesariamente sobre alguna de las mismas que dejo expresadas?
EUTIFRÓN. —Eso es de toda necesidad.
SÓCRATES. —Por consiguiente, según tú, excelente Eutifrón, los dioses están divididos sobre lo
justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo; porque ellos no pueden
tener otro objeto de disputa; ¿no es así?
EUTIFRÓN. —Como lo dices.
SÓCRATES. —¿Y las cosas que cada uno de los dioses encuentra honestas, buenas y justas las
ama, y aborrece las contrarias?
EUTIFRÓN. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —Según tú, una misma cosa parece justa a los unos e injusta a los otros, y este
disentimiento es la causa de sus disputas y de sus guerras. ¿No es así?
EUTIFRÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Se sigue de aquí, que una misma cosa es amada y aborrecida por los dioses, y les
es al mismo tiempo agradable y desagradable.
EUTIFRÓN. —Así parece.
SÓCRATES. —Y por consiguiente, lo santo y lo impío ¿no son una misma cosa según tú?
EUTIFRÓN. —La consecuencia parece ser exacta.
SÓCRATES. —Aún no has respondido a mi pregunta, incomparable Eutifrón; porque yo no te
preguntaba lo que es a la vez santo e impío, agradable y desagradable a los dioses; de manera que
podrá suceder muy bien sin milagro que la acción que haces hoy persiguiendo en juicio a tu padre,
agrade a Zeus y desagrade a Urano y a Cronos; que sea agradable a Hefesto y desagradable a Juno; y
así a todos los demás dioses que no estén conformes en una misma opinión.
EUTIFRÓN. —Pero yo creo, Sócrates, que sobre esto no hay disputa entre los dioses, y que
ninguno de ellos quiere que el que ha cometido una muerte injusta quede impune.
SÓCRATES. —Tampoco hay hombre que lo pretenda. ¿Has oído jamás que se haya atrevido
nadie a sostener que el que ha cometido una muerte infamemente, o cometido cualquier otra
injusticia, pueda quedar sin castigo?
EUTIFRÓN. —No se oye ni se ve en todas partes otra cosa en los tribunales. Dos que han
cometido injusticias dicen y hacen todo cuanto pueden para evitar el castigo.
SÓCRATES. —¿Pero esas gentes, Eutifrón, confiesan que han cometido injustamente aquello de
que se los acusa? ¿O bien, confesándolo, sostienen que no deben ser castigados?
EUTIFRÓN. —No lo confiesan, Sócrates.
SÓCRATES. —No dicen ni hacen todo lo que pueden, porque no se atreven a sostener ni suponer
que siendo probada su injusticia, no deban de ser castigados, sino que pretenden más bien que ellos
no han cometido injusticia. ¿No es así?
EUTIFRÓN. —Es cierto.
SÓCRATES. —No ponen en duda que el culpable de una injusticia deba ser castigado, y la
cuestión es saber quién ha cometido la injusticia, cuándo y cómo la ha cometido.
EUTIFRÓN. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —¿No es lo mismo lo que sucede en el cielo, si es cierto, como antes has confesado,
que los dioses están en discordia sobre lo justo y lo injusto? ¿No sostienen los unos que los otros son
injustos? Estos últimos ¿no sostienen lo contrario? Porque entre ellos, lo mismo que entre nosotros,
no hay uno que se atreva a decir que el autor de una injusticia no deba ser castigado.
EUTIFRÓN. —Todo lo que dices es cierto, por lo menos en general.
SÓCRATES. —Di también en particular, porque las disputas de todos los días de los dioses y de
los hombres recaen sobre acciones particulares, y si los dioses disputan sobre alguna cosa,
precisamente tiene que recaer sobre cosa particular, diciendo los unos que tal acción es justa, y
diciendo los otros que es injusta. ¿No es así?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Por consiguiente, ven acá, mi querido Eutifrón, y dime, para mi instrucción
particular, qué prueba cierta tienes de que los dioses todos han desaprobado la muerte de vuestro
colono; el cual, de resultas de haber quitado la vida a palos a un esclavo, había sido cargado de
hierros por el dueño de este, causándole la muerte, antes que tu padre recibiese de Atenas la respuesta
que esperaba. Hazme ver que en este suceso es una acción piadosa y justa, que un hijo acuse a su
padre de homicidio, y que pida ante el tribunal su castigo; y trata de probarme, pero de una manera
clara y patente, que todos los dioses aprueban la acción de este hijo. Si consigues esto, no cesaré toda
mi vida de celebrar tu habilidad.
EUTIFRÓN. —Dificultad presenta, Sócrates, si bien soy capaz de demostrártelo claramente.
SÓCRATES. —Ya te entiendo; me tienes por cabeza más dura que la de tus jueces; porque
respecto a ellos, les harás ver sin dificultad, que tu colono ha muerto injustamente, y que todos los
dioses desaprueban la acción de tu padre.
EUTIFRÓN. —Se lo haré ver claramente, con tal de que quieran escucharme.
SÓCRATES. —¡Oh! No dejarán de escucharte, con tal de que les dirijas bellos discursos; pero he
aquí una reflexión que me ocurre. En vista de lo que acabo de oírte, me decía a mí mismo: aun
cuando Eutifrón me probase que todos los dioses encuentran injusta la muerte de su colono, ¿habré
adelantado en la cuestión? ¿Conoceré mejor lo que es santo y lo que es impío?
La muerte del colono ha desagradado a los dioses, según se pretende, y yo convengo en ello;
pero esto no es una definición de lo santo y de su contrario, puesto que los dioses están divididos, y
lo que es agradable a los unos es desagradable a los otros. También doy por sentado que los dioses
encuentren injusta la acción de tu padre, y que todos le aborrezcan; pero corrijamos un poco nuestra
definición, te lo suplico, y digamos: lo que es aborrecido por todos los dioses, es impío, y lo que es
amado por todos ellos es santo, y lo que es amado por los unos y aborrecido por los otros, no es ni
santo ni impío, o es lo uno y lo otro a la vez. ¿Quieres que nos atengamos a esta definición de lo
santo y de lo impío?
EUTIFRÓN. —¿Quién lo impide, Sócrates?
SÓCRATES. —No es cosa mía, Eutifrón; mira si te conviene hacer tuyo este principio, y sobre él
me enseñarás mejor lo que me has prometido.
EUTIFRÓN. —Por mí no tengo inconveniente en sentar que lo santo es lo que aman todos los
dioses, e impío lo que todos ellos aborrecen.
SÓCRATES. —¿Examinaremos esta definición para ver si es verdadera, o la recibiremos sin
examen y habremos de tener esta tolerancia con nosotros y con los demás, dando rienda suelta a
nuestra imaginación y a nuestra fantasía, en términos que baste que un hombre nos diga que una cosa
existe para que se le crea, o es preciso examinar lo que se dice?
EUTIFRÓN. —Es preciso examinar, sin duda; pero estoy seguro, que el principio que acabamos
de sentar es justo.
SÓCRATES. —Eso es lo que vamos a ver muy pronto: sígueme. ¿Lo santo es amado por los
dioses porque es santo, o es santo porque es amado por ellos?
EUTIFRÓN. —No entiendo bien lo que quieres decir, Sócrates.
SÓCRATES. —Voy a explicarme. ¿No decimos que una cosa es llevada y que una cosa lleva?
¿Que una cosa es vista y que una cosa ve? ¿Que una cosa es empujada y que una cosa empuja?
¿Comprendes tú que todas estas cosas son diferentes y en qué difieren?
EUTIFRÓN. —Me parece que lo comprendo.
SÓCRATES. —La cosa amada ¿no es diferente de la cosa que ama?
EUTIFRÓN. —Vaya una pregunta.
SÓCRATES. —Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, o por alguna otra
razón?
EUTIFRÓN. —Porque se la lleva, sin duda.
SÓCRATES. —¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista
porque se la ve?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Luego no es cierto que se ve una cosa porque es vista, sino por lo contrario; ella
es vista porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es
empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que ella es
llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se hace una
cosa porque ella es hecha, que un ser que padece, no padece porque es paciente, sino que es paciente
porque padece. ¿No es así?
EUTIFRÓN. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —Ser amado, ¿no es un hecho o una especie de paciente?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demás cosas; no se ama
porque es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama.
EUTIFRÓN. —Esto es más claro que la luz.
SÓCRATES. —¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifrón? ¿No es amado por todos los
dioses, como tú lo has sentado?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y es amado porque es santo, o por alguna otra razón?
EUTIFRÓN. —Precisamente porque es santo.
SÓCRATES. —Luego es amado por los dioses porque es santo; mas ¿no es santo porque es
amado?
EUTIFRÓN. —Así me parece.
SÓCRATES. —Pero lo santo, ¿no es amable a los dioses porque los dioses lo aman?
EUTIFRÓN. —¿Quién puede negarlo?
SÓCRATES. —Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es
santo es lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy
diferentes.
EUTIFRÓN. —¿Cómo es eso, Sócrates?
SÓCRATES. —No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado
porque es santo, y que no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto?
EUTIFRÓN. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿No estamos también de acuerdo en que lo que es amable a los dioses, no lo es
porque ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable?
EUTIFRÓN. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Eutifrón, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo
fuesen una misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiría que los dioses
amarían lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable a los dioses no
es amable sino porque ellos lo aman, sería cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino
porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos amable a los dioses y santo son muy
diferentes; el uno no es amado sino porque los dioses lo aman, y el otro es amado porque merece
serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifrón, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has hecho
de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser amado por
los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas a mal, te conjuro a
que no andes con misterios, y tomando la cuestión en su origen, me digas con exactitud lo que es
santo, ya sea o no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede haber disputa entre
nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo y lo que es impío.
EUTIFRÓN. —Pero, Sócrates, no sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto
sentamos parece girar en torno nuestro sin ninguna fijeza.
SÓCRATES. —Eutifrón, todos los principios que has establecido se parecen bastante a las figuras
de mi ancestro, Dédalo.[6] Si hubiera sido yo el que los hubiera sentado, indudablemente te habrías
burlado de mí y me habrías echado en cara la bella cualidad que tenían las obras de mi ascendiente,
de desaparecer en el acto mismo en que se creían más reales y positivas; pero, por desgracia, eres tú
el que las ha sentado, y es preciso que yo me valga de otras chanzonetas, porque tus principios se te
escapan como tú mismo lo has percibido.
EUTIFRÓN. —Respecto a mí, Sócrates, no tengo necesidad de valerme de tales argucias; a ti sí
que te cuadran perfectamente; porque no soy yo el que inspira a nuestros razonamientos esa
instabilidad, que les impide cimentar en firme; tú eres el que representas al verdadero Dédalo. Si
fuese yo solo, te respondo que nuestros principios serían firmes.
SÓCRATES. —Yo soy más hábil en mi arte que lo era Dédalo. Éste solo sabía dar esta movilidad
a sus propias obras, cuando yo, no solo la doy a las mías, sino también a las ajenas; y lo más
admirable es que soy hábil a pesar mío, porque preferiría incomparablemente más que mis principios
fuesen fijos e inquebrantables, que tener todos los tesoros de Tántalo con toda la habilidad de mi
ancestro. Pero basta de chanzas, y puesto que tienes remordimientos, ensayaré aliviarte y abrirte un
camino más corto, para conducirte al conocimiento de lo que es santo, sin detenerte en tu marcha.
Mira, pues, si no es de una necesidad absoluta que todo lo que es santo sea justo.
EUTIFRÓN. —No puede ser de otra manera.
SÓCRATES. —¿Todo lo que es justo te parece santo, o todo lo que es santo te parece justo? ¿O
crees, que lo que es justo no es siempre santo, sino tan solo que hay cosas justas que son santas y
otras que no lo son?
EUTIFRÓN. —No puedo seguirte, Sócrates.
SÓCRATES. —Sin embargo, tú tienes sobre mí dos ventajas muy grandes, la juventud y la
habilidad.
Pero, como te decía antes, confías demasiado en tu sabiduría. Te suplico, que deseches esa apatía,
y que te apliques un momento; porque lo que yo te digo no es difícil de entender, no es más que lo
contrario de lo que canta un poeta:

¿Por qué se tiene temor de celebrar


a Zeus que ha creado todo?
La vergüenza es siempre compañera del miedo.

No estoy de acuerdo con este poeta; ¿quieres saber por qué?


EUTIFRÓN. —Sí, tú me obligas a decirlo.
SÓCRATES. —No me parece del todo verdadero, que la vergüenza acompañe al miedo, porque
se ven todos los días gentes que temen a las enfermedades, la pobreza y otros muchos males, y sin
embargo, no se avergüenzan de tener este temor. ¿No te parece que es así?
EUTIFRÓN. —Soy de tu dictamen.
SÓCRATES. —Por lo contrario, el miedo sigue siempre a la vergüenza. ¿Hay hombre, que
teniendo vergüenza de una acción fea, no tema al mismo tiempo la mala reputación que es su
resultado?
EUTIFRÓN. —Cómo no ha de temer.
SÓCRATES. —Por consiguiente no es cierto decir:

La vergüenza es siempre compañera del miedo.

Sino que es preciso decir:

El miedo es siempre compañero de la vergüenza.

Porque es falso que la vergüenza se encuentre dondequiera que esté el miedo. El miedo tiene más
extensión que la vergüenza. En efecto, la vergüenza es una parte del miedo, como lo impar es una
parte del número. Dondequiera que hay un número, no es precisión que en él se encuentre el impar,
pero dondequiera que aparezca el impar hay un número. ¿Me entiendes ahora?
EUTIFRÓN. —Muy bien.
SÓCRATES. —Esto es precisamente lo que te pregunté antes: ¿si dondequiera que se encuentre lo
justo allí está lo santo, y si dondequiera que se encuentre lo santo allí está lo justo? Parece que lo
santo no se encuentra siempre con lo justo, porque lo santo es una parte de lo justo. ¿Sentaremos este
principio, o eres tú de otra opinión?
EUTIFRÓN. —A mi parecer, este principio no puede ser combatido.
SÓCRATES. —Ten en cuenta lo que voy a decirte; si lo santo es una parte de lo justo, es preciso
averiguar qué parte de lo justo tiene lo santo, como si me preguntases, qué parte del número es el par,
y cuál es este número, y yo te respondiese que es el que se divide en dos partes iguales y no
desiguales. ¿No lo crees como yo?
EUTIFRÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Haz pues el ensayo de enseñarme a tu vez, qué parte de lo justo es lo santo a fin de
que indique a Méleto que ya no hay materia para acusarme de impiedad; a mí que tan perfectamente
he aprendido de ti lo que es la piedad y la santidad y sus contrarias.
EUTIFRÓN. —Me parece a mí, Sócrates, que la piedad y la santidad son esta parte de lo justo que
corresponde al culto de los dioses, y que todo lo demás consiste en los cuidados y atenciones que los
hombres se deben entre sí.
SÓCRATES. —Muy bien, Eutifrón; sin embargo, falta alguna pequeña cosa, porque no
comprendo bien lo que tú entiendes por la palabra culto. ¿Este cuidado de los dioses es el mismo que
el que se tiene por todas las demás cosas? Porque decimos todos los días, que solo un jinete sabe
tener cuidado de un caballo; ¿no es así?
EUTIFRÓN. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —El cuidado de los caballos ¿compete propiamente al arte de equitación?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Todos los hombres no son a propósito para enseñar a los perros, sino los
cazadores.
EUTIFRÓN. —Sólo los cazadores.
SÓCRATES. —Por consiguiente el cuidado de los perros pertenece al arte venatorio.
EUTIFRÓN. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Pertenece solo a los labradores tener cuidado de los bueyes?
EUTIFRÓN. —Sí.
SÓCRATES. —La santidad y la piedad es del cuidado de los dioses. ¿No es esto lo que dices?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Todo cuidado no tiene por objeto el bien y utilidad de la cosa cuidada? ¿No ves
hacerse mejores y más dóciles los caballos que están al cuidado de un entendido picador?
EUTIFRÓN. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —¿El cuidado que un buen cazador tiene de sus perros, el que un buen labrador tiene
de sus bueyes, no hace mejores lo mismo a los unos que a los otros, y así en todos los casos
análogos? ¿Puedes creer, que el cuidado en estos casos tienda a dañar lo que se cuida?
EUTIFRÓN. —No, sin duda, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —¿Tiende pues a hacerlos mejores?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —La santidad, siendo el cuidado de los dioses, debe tender a su utilidad, y tiene por
objeto hacer a los dioses mejores. ¿Pero te atreverías a suponer que, cuando ejecutas una acción
santa, haces mejor a alguno de los dioses?
EUTIFRÓN. —Jamás, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —No creo tampoco que sea ese tu pensamiento, y ésta es la razón por la que te he
preguntado cuál era el cuidado de los dioses, de que querías hablar, bien convencido que no era este.
EUTIFRÓN. —Me haces justicia, Sócrates.
SÓCRATES. —Éste es ya punto concluido. ¿Pero qué clase de cuidado de los dioses es la
santidad?
EUTIFRÓN. —El cuidado que los criados tienen por sus amos.
SÓCRATES. —Ya entiendo; ¿la santidad es como la sirviente de los dioses?
EUTIFRÓN. —Así es.
SÓCRATES. —¿Podrías decirme lo que los médicos operan por medio de su arte? ¿No
restablecen la salud?
EUTIFRÓN. —Sí.
SÓCRATES. —El arte de los constructores de buques ¿para qué es bueno?
EUTIFRÓN. —Sin duda, Sócrates, para construir buques.
SÓCRATES. —¿El arte de los arquitectos, no es para construir casas?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Dime, ¿para qué puede servir la santidad, este cuidado de los dioses? Es claro, tú
debes saberlo; tú que pretendes conocer las cosas divinas mejor que nadie en el mundo.
EUTIFRÓN. —Con razón lo dices, Sócrates.
SÓCRATES. —Dime, pues, ¡por Zeus!, lo que hacen los dioses de bueno, auxiliados de nuestra
piedad.
EUTIFRÓN. —Muy buenas cosas, Sócrates.
SÓCRATES. —También las hacen los generales, mi querido amigo; sin embargo, hay una muy
principal, que es la victoria que consiguen en los combates. ¿No es verdad?
EUTIFRÓN. —Muy cierto.
SÓCRATES. —Los labradores hacen igualmente muy buenas cosas, pero la principal es alimentar
al hombre con los productos de la tierra.
EUTIFRÓN. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Dime, pues. ¿De todas las cosas bellas que los dioses hacen por el ministerio de
nuestra santidad, cuál es la principal?
EUTIFRÓN. —Ya te dije antes, Sócrates, que es difícil explicar esto con toda exactitud. Lo que
puedo decirte en general es que agradar a los dioses con oraciones y sacrificios es lo que se llama
santidad, y constituye la salud de las familias y de los pueblos; a la vez que desagradar a los dioses es
entregarse a la impiedad, que todo lo arruina y destruye, hasta los fundamentos.
SÓCRATES. —En verdad, Eutifrón, si hubieras querido, habrías podido decirme con menos
palabras lo que te he preguntado. Es fácil notar, que no tienes deseo de instruirme, porque antes
estabas en el camino, y de repente te has separado de él; una palabra más, y yo conoceré
perfectamente la naturaleza de la santidad. Al presente, puesto que el que interroga debe seguir al que
es interrogado, ¿no dices que la santidad es el arte de sacrificar y de orar?
EUTIFRÓN. —Lo sostengo.
SÓCRATES. —Sacrificar es dar a los dioses. Orar es pedirles.
EUTIFRÓN. —Muy bien, Sócrates.
SÓCRATES. —Se sigue de este principio, que la santidad es la ciencia de dar y de pedir a los
dioses.
EUTIFRÓN. —Has comprendido perfectamente mi pensamiento.
SÓCRATES. —Esto consiste en que estoy prendado de tu sabiduría, y me entrego a ti
absolutamente. No temas que me desentienda ni de una sola de tus palabras. Dime, pues, ¿cuál es el
arte de servir a los dioses? ¿No es, según tu opinión, darles y pedirles?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Para pedir bien, ¿no es necesario pedirles cosas que tengamos necesidad de
recibir de ellos?
EUTIFRÓN. —Nada más verdadero.
SÓCRATES. —Y para dar bien, ¿no es preciso darles en cambio cosas que ellos tengan necesidad
de recibir de nosotros? Porque sería burlarse dar a alguno cosas de las que no tenga ninguna
necesidad.
EUTIFRÓN. —Es imposible hablar mejor.
SÓCRATES. —La santidad, mi querido Eutifrón, ¿es por consiguiente una especie de tráfico entre
los dioses y los hombres?
EUTIFRÓN. —Si así lo quieres, será un tráfico.
SÓCRATES. —Yo no quiero que lo sea, si no lo es realmente; pero dime: ¿qué utilidad sacan los
dioses de los presentes que les hacemos? Porque la utilidad que sacamos de ellos es bien clara, puesto
que no somos partícipes del bien más pequeño que no lo debamos a su liberalidad. ¿Pero de qué
utilidad son a los dioses nuestras ofrendas? ¿Seremos tan egoístas que solo nosotros saquemos
ventaja de este comercio, y que los dioses no saquen ninguna?
EUTIFRÓN. —¿Piensas, Sócrates, que los dioses pueden jamás sacar ninguna utilidad de las
cosas que reciben de nosotros?
SÓCRATES. —¿Luego para qué sirven todas nuestras ofrendas?
EUTIFRÓN. —Sirven para mostrarles nuestra veneración, nuestro respeto y el deseo que tenemos
de merecer su favor.
SÓCRATES. —Luego, Eutifrón, ¿lo santo es lo que obtiene el favor de los dioses, y no lo que les
es útil ni lo que es amado de ellos?
EUTIFRÓN. —No, yo creo que por encima de todo está el ser amado por los dioses.
SÓCRATES. —Lo santo, a lo que parece, es aún lo que es amado por los dioses.
EUTIFRÓN. —Sí, por encima de todo.
SÓCRATES. —¡Hablándome así extrañas que tus discursos muden sin cesar, sin poder fijarse! ¿Y
te atreves a acusarme de ser el Dédalo que les da esta movilidad continua, tú que mil veces más astuto
que Dédalo, los haces girar en círculo? ¿No te apercibes de que vuelven sin cesar sobre sí mismos?
¿Has olvidado, sin duda, que lo que es santo y lo que es agradable a los dioses no nos ha parecido la
misma cosa, y que las hemos encontrado diferentes? ¿No te acuerdas?
EUTIFRÓN. —Me acuerdo.
SÓCRATES. —¡Ah!, ¿no ves que ahora dices que lo santo es lo que es amado por los dioses? Lo
que es amado por los dioses, ¿no es lo que es amable a sus ojos?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —De dos cosas una: o hemos distinguido mal, o si hemos distinguido bien, hemos
incurrido ahora en una definición falsa.
EUTIFRÓN. —Así parece.
SÓCRATES. —Es preciso que comencemos de nuevo a indagar lo que es la santidad; porque yo
no cesaré hasta que me la hayas enseñado. No me desdeñes, y aplica toda la fuerza de tu espíritu para
enseñarme la verdad, Tú la sabes mejor que nadie, y no te dejaré, como otro Proteo, hasta que me
hayas instruido; porque si no hubieses tenido un perfecto conocimiento de lo que es santo y de lo que
es impío, indudablemente jamás habrías fulminado una acusación criminal, ni acusado de homicidio
a tu anciano padre, por un miserable colono; y lejos de cometer una impiedad, hubieras temido a los
dioses y respetado a los hombres. No puedo dudar que tú crees saber perfectamente lo que es la
santidad y su contraria; dímelo, pues, mi querido Eutifrón, y no me ocultes tus pensamientos.
EUTIFRÓN. —Así lo haré para otra ocasión, Sócrates, porque en este momento tengo precisión
de dejarte.
SÓCRATES. —¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva
de la más grande y más dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber
aprendido de ti lo que es la santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de
Méleto, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas
divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que
mi vida sería para lo sucesivo más santa.
APOLOGÍA DE SÓCRATES
Argumento[1] de la Apología de Sócrates
por Patricio de Azcárate

La apología puede dividirse en tres partes, cada una de las cuales tiene su objeto.
En la primera parte, la que precede a la deliberación de los jueces sobre la inocencia o la
culpabilidad del acusado, Sócrates responde en general a todos los adversarios que le han ocasionado
su manera de vivir lejos de los negocios públicos y sus conversaciones de todos los días en las
plazas, en las encrucijadas y en los paseos de Atenas. Sócrates, se decía, es un hombre peligroso, que
intenta penetrar los misterios del cielo y de la tierra, que tiene la habilidad de hacer buena la peor
causa, y que enseña públicamente el secreto. Sócrates responde que jamás se ha mezclado en las cosas
divinas; que su enseñanza no era como la de los sofistas que exigían un salario, si bien sobre este
último punto no había acusación. En fin, en apoyo de esta enseñanza popular, esforzándose en hacer
ver a los unos su falsa ciencia, y a los otros su ignorancia, invoca una misión sagrada recibida del
dios de Delfos. ¿Era éste el camino de congraciarse, teniendo en frente los resentimientos profundos
que hacía mucho tiempo había excitado su punzante ironía? No; toda esta justificación, que elude los
cargos más bien que los rechaza, solo podía servir para aumentar la desconfianza de los jueces,
prevenidos ya en su contra.
Así es que su verdadero valor y su interés aparecen por entero en la consecuencia moral, que
Sócrates procura deducir con tanta profundidad como ironía. Dice que ha conversado sucesivamente
con los poetas, con los políticos, con los artistas y con los oradores; es decir, con los hombres que
pasan por los más hábiles y los más sabios de todos; y como ha visto en los unos y en los otros, en
medio de su exagerada pretensión a una sabiduría y a una habilidad universales, igual incapacidad
para justificarlos hasta en el dominio limitado de su respectivo arte, declara que a sus ojos la
sabiduría humana es bien poca cosa, o más bien, que no es nada si no se inspira en la única verdadera
sabiduría, que reside en dios, y que solo se revela al hombre por las luces de la razón.
Pero los enemigos de Sócrates no se contentaron con acusaciones generales, y formularon, por
boca de Méleto, estas dos acusaciones concretas: primero, que corrompía a los jóvenes; segundo, que
no creía en los dioses del Estado y que los sustituía con extravagancias demoníacas. Estos dos cargos
se llamaban y apoyaban el uno al otro, porque tenían por fundamento común el crimen de ultraje a la
religión.
Sobre el primer punto, Sócrates responde solamente que por su interés personal no era fácil que
corrompiera a los jóvenes, porque los hombres deben esperar más mal que bien de aquellos a
quienes dañan. Su defensa sobre el segundo punto no es más categórica. Porque, en lugar de probar a
Méleto que cree en los dioses del Estado, Sócrates cambia los términos de la acusación, y prueba que
cree en los dioses, puesto que hace profesión de creer en los demonios, hijos de los dioses. ¿Pero
estos dioses son los de la república? Sobre esto nada dice.
Su arenga toma de repente un carácter de elevación y fuerza, cuando invocando su amor
profundo a la verdad y la energía de su fe en la misión de que se cree encargado, revela, delante de
los jueces, el secreto de toda su vida. Si no ha vivido como los demás atenienses, si no ha ejercido las
funciones públicas, no ha sido por capricho ni por misantropía. Obedecía resueltamente la voluntad
de un dios, que desde su juventud lo forzaba a consagrarse a la educación moral de sus
conciudadanos. Así es que contra sus intereses más queridos, se ha visto, aunque voluntariamente,
convertido en instrumento dócil de la divinidad. ¿Y no preveía las luchas y los odios que debía
causarle semejante misión? Sí; pero estaba resuelto a sacrificar en su obsequio hasta la vida. Esta
confianza admirable, que enlaza y domina el debate, hace ver claramente que Sócrates cuidaba menos
del resultado de su causa que del triunfo de sus doctrinas morales. En este último discurso, que le es
permitido, solo ve la ocasión de dar una suprema enseñanza, la más brillante y eficaz de todas.
Se nota, sin embargo, una gran oscuridad sobre la naturaleza de ese demonio familiar, que
Sócrates invoca tantas veces. ¿Era en él la luz de la conciencia, singularmente fortalecida y aclarada
por la meditación y por una especie de exaltación mística? No hay dificultad en creerlo. Pero también
hay materia para suponer, fundándose en algunos pasajes del Timeo y del Banquete, que Sócrates
admitía, como todos los antiguos, la existencia de seres intermedios entre Dios y el hombre, cuya
inmensa distancia llenan mediante la diferencia de naturaleza, y ejercen en un ministerio análogo al
de los ángeles en la teología cristiana. Los griegos los llamaban demonios, es decir, seres divinos. ¿Y
era alguno de estos genios el que se hacia escuchar por Sócrates? Piénsese de esto lo que se quiera, la
duda no desvirtúa en nada el efecto moral de las páginas más originales de la Apología.
En la segunda parte, comprendida entre la primera decisión de los jueces y su deliberación sobre
la aplicación de la pena, Sócrates, reconocido culpable, declara sin turbarse que se somete a su
condenación. Pero su firmeza parece convertirse en una especie de orgullo, que debió herir a los
jueces, cuando rehusando ejercitar el derecho que le daba la ley para fijar por sí mismo la pena, se
cree digno de ser alimentado en el Pritaneo [2] a expensas del Estado, que era la mayor recompensa
que en Atenas se dispensaba a un ciudadano. Moralmente tuvo razón; pero bajo el punto de vista de la
defensa, no puede negarse que esta actitud altanera debió aumentar el número de los votos que le
condenaron a muerte.
Éste era indudablemente el voto secreto del acusado, puesto que en la última parte de la Apología,
una vez pronunciada la pena, dejó ver una alegría que no era figurada. Su demonio familiar le había
advertido el resultado que daría el procedimiento, inspirándole la idea de no defenderse, y su muerte
era a sus ojos la suprema sanción de sus doctrinas y el último acto necesario de su destino. Así es que
la idea que desde aquel acto le preocupó más, fue probar que miraba la muerte como un bien. De dos
cosas, una: o la muerte es un anonadamiento absoluto, y entonces es una ventaja escapar por la
insensibilidad a todos los males de la vida, o es el tránsito de un lugar a otro, y en este caso ¿no es la
mayor felicidad verse trasportado a la mansión de los justos? Esta despedida de la vida, llena de
serenidad y de esperanza, deja tranquilo el pensamiento sobre la creencia consoladora y sublime de
la inmortalidad; creencia que una boca pagana jamás había reconocido hasta entonces con palabras
tan terminantes. Ella implica ciertamente la distinción absoluta del alma y del cuerpo y la
espiritualidad del alma. Aquí se ve que la Apología de Sócrates, si bien está escrita en la forma
ordinaria de las defensas forenses, en el fondo es menos política que filosófica, y Platón no la ha
sometido tanto al examen de los ciudadanos de Atenas, como a la de los filósofos y moralistas de
todos los países. Si su objeto principal hubiera sido justificar civilmente la conducta de su maestro, su
defensa sería pobre, porque no consiguió probar, ni la falsedad de las acusaciones intentadas contra
Sócrates, ni su inocencia ante las leyes atenienses. ¿Sócrates había atacado realmente la religión y las
instituciones religiosas de Atenas? Ésta es la cuestión.
Siendo la religión, como las leyes mismas, una parte esencial de la constitución, el atacarla, sea
valiéndose de la ironía, o por medio de una polémica franca, era un crimen de Estado. Además, no
solo era un derecho, sino que era un deber en todo ciudadano acusar y perseguir públicamente ante
los tribunales al autor de tales ataques.
Y es preciso confesar, que el hombre que en el Eutifrón se burla de los dioses del Olimpo; que
califica de cuentos insensatos las tradiciones mitológicas y de tráfico ridículo las ceremonias del
culto; el hombre que se pone en guerra abierta con el politeísmo, no podía sustraerse a la acusación
de impiedad. He aquí por qué Platón lo defiende mal. Pero, a decir verdad, importa poco a sus ojos, y
quizá entraba en su plan, sacrificar la defensa legal a fin de probar la superioridad moral de su
maestro sobre los hombres de su tiempo, por la profunda incompatibilidad de sus creencias con las
de estos. Sócrates no hubiera aparecido como un gran filósofo si hubiera sido absuelto. Entre otros
caracteres, ¿su originalidad no consiste en haber creído en un solo Dios en pleno politeísmo? ¿Y no
consiste su grandeza en haberlo dicho, y en haber muerto por haberse atrevido a decirlo?[3]
Apología de Sócrates
SÓCRATES — MÉLETO

(Ante un jurado compuesto por más de 500 ciudadanos de Atenas, Sócrates tomó la palabra para
contestar a las acusaciones de corrupción de jóvenes atenienses e impiedad perpetradas por Méleto y
Ánito,[1] y dijo:)

SÓCRATES. —Yo no sé, atenienses, la impresión que habrá hecho en vosotros el discurso de mis
acusadores. Con respecto a mí, confieso que me he desconocido a mí mismo; tan persuasiva ha sido
su manera de decir. Sin embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad.
Pero de todas sus calumnias, la que más me ha sorprendido es la prevención que os han hecho de
que estéis muy en guardia para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el
mentís vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy elocuente, es el
colmo de la impudencia, a menos que no llamen elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que
pretenden, confieso que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera; porque, repito, no han
dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais a saber de mi boca la pura verdad, no, ¡por
Zeus!, en una arenga vestida de sentencias brillantes y palabras escogidas, como son los discursos de
mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y espontáneo; porque descanso en la confianza de que
digo la verdad, y ninguno de vosotros debe esperar otra cosa de mí. No sería propio de mi edad
venir, atenienses, ante vosotros como un joven que hubiese preparado un discurso.
Por esta razón, la única gracia, atenienses, que os pido es que cuando veáis que en mi defensa
emplee términos y maneras comunes, los mismos de que me he servido cuantas veces he conversado
con vosotros en la plaza pública, en las casas de contratación y en los demás sitios en que me habéis
visto, no os sorprendáis, ni os irritéis contra mí; porque es ésta la primera vez en mi vida que
comparezco ante un tribunal de justicia, aunque cuento más de setenta años.
Por lo pronto soy extraño al lenguaje que aquí se habla. Y así como si fuese yo un extranjero, me
disimularíais que os hablase de la manera y en el lenguaje de mi país, en igual forma exijo de
vosotros, y creo justa mi petición, que no hagáis aprecio de mi manera de hablar, buena o mala, y que
miréis solamente, con toda la atención posible, si os digo cosas justas o no, porque en esto consiste
toda la virtud del juez, como la del orador: en decir la verdad.
Es justo que comience por responder a mis primeros acusadores, y por refutar las primeras
acusaciones, antes de llegar a las últimas que se han suscitado contra mí. Porque tengo muchos
acusadores cerca de vosotros hace muchos años, los cuales nada han dicho que no sea falso. Temo
más a estos que a Ánito aunque sean estos últimos muy elocuentes; pero son aquellos mucho más
temibles, por cuanto, compañeros vuestros en su mayor parte desde la infancia, os han dado de mí
muy malas noticias, y os han dicho, que hay un cierto Sócrates, hombre sabio que indaga lo que pasa
en los cielos y en las entrañas de la tierra y que sabe convertir en buena una mala causa.
Los que han sembrado estos falsos rumores son mis más peligrosos acusadores, porque
prestándoles oídos, llegan los demás a persuadirse de que los hombres que se consagran a tales
indagaciones no creen en la existencia de los dioses. Por otra parte, estos acusadores son en gran
número, y hace mucho tiempo que están metidos en esta trama. Os han prevenido contra mí en una
edad que ordinariamente es muy crédula, porque erais niños la mayor parte o muy jóvenes cuando
me acusaban ante vosotros en plena libertad, sin que el acusado les contradijese; y lo más injusto es
que no me es permitido conocer ni nombrar a mis acusadores, a excepción de un cierto autor de
comedias. Todos aquellos que por envidia o por malicia os han inoculado todas estas falsedades, y
los que, persuadidos ellos mismos, han persuadido a otros, quedan ocultos sin que pueda yo
llamarlos ante vosotros ni refutarlos; y por consiguiente, para defenderme, es preciso que yo me
bata, como suele decirse, con una sombra, y que ataque y me defienda sin que ningún adversario
aparezca.
Considerad, atenienses, que yo tengo que habérmelas con dos suertes de acusadores, como os he
dicho: los que me están acusando hace mucho tiempo, y los que ahora me citan ante el tribunal; y
creedme, os lo suplico, es preciso que yo responda por lo pronto a los primeros, porque son los
primeros a quienes habéis oído y han producido en vosotros más profunda impresión.
Pues bien, atenienses, es preciso defenderse y arrancar de vuestro espíritu, en tan corto espacio de
tiempo, una calumnia envejecida, y que ha echado en vosotros profundas raíces. Desearía con todo
mi corazón, que fuese en ventaja vuestra y mía, y que mi apología pudiese servir para mi
justificación. Pero yo sé cuán difícil es esto, sin que en este punto pueda hacerme ilusión. Venga lo
que los dioses quieran, es preciso obedecer a la ley y defenderse.
Remontémonos, pues, al primer origen de la acusación, sobre la que he sido tan desacreditado y
que ha dado a Méleto confianza para arrastrarme ante el tribunal. ¿Qué decían mis primeros
acusadores? Porque es preciso presentar en forma su acusación, como si apareciese escrita y con los
juramentos recibidos. «Sócrates es un impío; por una curiosidad criminal quiere penetrar lo que pasa
en los cielos y en la tierra, convierte en buena una mala causa, y enseña a los demás sus doctrinas».
He aquí la acusación; ya la habéis visto en la comedia de Aristófanes,[2] en la que se representa un
cierto Sócrates, que dice, que se pasea por los aires y otras extravagancias semejantes, que yo ignoro
absolutamente; y esto no lo digo, porque desprecie esta clase de conocimientos; si entre vosotros hay
alguno entendido en ellos (que Méleto no me formule nuevos cargos por esta concesión), sino que es
solo para haceros ver, que yo jamás me he mezclado en tales ciencias, pudiendo poner por testigos a
la mayor parte de vosotros.
Los que habéis conversado conmigo, y que estáis aquí en gran número, os conjuro a que
declaréis, si jamás me oísteis hablar de semejante clase de ciencias ni de cerca ni de lejos; y por esto
conoceréis ciertamente, que en todos esos rumores que se han levantado contra mí no hay ni una sola
palabra de verdad; y si alguna vez habéis oído que yo me dedicaba a la enseñanza, y que exigía
salario, es también otra falsedad.
No es porque no tenga por muy bueno el poder instruir a los hombres, como hacen Gorgias de
Leoncio,[3] Pródico de Ceos[4] e Hipias de Élide.[5] Estos grandes personajes tienen el maravilloso
talento, dondequiera que vayan, de persuadir a los jóvenes a que se unan a ellos, y abandonen a sus
conciudadanos, cuando podrían estos ser sus maestros sin costarles un óbolo.
Y no solo les pagan la enseñanza, sino que contraen con ellos una deuda de agradecimiento
infinito. He oído decir, que vino aquí un hombre de Paros, que es muy hábil; porque habiéndome
hallado uno de estos días en casa de Calias[6] hijo de Hipónico, hombre que gasta más con los sofistas
que todos los ciudadanos juntos, me dio gana de decirle, hablando de sus dos hijos:
—Calias, si tuvieses por hijos dos potros o dos terneros, ¿no trataríamos de ponerles al cuidado
de un hombre entendido, a quien pagásemos bien, para hacerlos tan buenos y hermosos, cuanto
pudieran serlo, y les diera todas las buenas cualidades que debieran tener? ¿Y este hombre entendido
no debería ser un buen picador y un buen labrador? Y puesto que tú tienes por hijos hombres, ¿qué
maestro has resuelto darles? ¿Qué hombre conocemos que sea capaz de dar lecciones sobre los
deberes del hombre y del ciudadano? Porque no dudo que hayas pensado en esto desde el acto que has
tenido hijos, y conoces a alguno. —Sí, me respondió Calias. —¿Quién es, le repliqué, de dónde es, y
cuánto lleva?
—Es Éveno,[7] Sócrates, me dijo; es de Paros, y lleva cinco minas. Para lo sucesivo tendré a
Éveno por muy dichoso, si es cierto que tiene este talento y puede comunicarlo a los demás.
Por lo que a mí toca, atenienses, me llenaría de orgullo y me tendría por afortunado, si tuviese
esta cualidad, pero desgraciadamente no la tengo. Alguno de vosotros me dirá quizá:
—Pero Sócrates, ¿qué es lo que haces? ¿De dónde nacen estas calumnias que se han propalado
contra ti? Porque si te has limitado a hacer lo mismo que hacen los demás ciudadanos, jamás
debieron esparcirse tales rumores. Dinos, pues, el hecho de verdad, para que no formemos un juicio
temerario. Esta objeción me parece justa. Voy a explicaros lo que tanto me ha desacreditado y ha
hecho mi nombre tan famoso. Escuchadme, pues. Quizá algunos de entre vosotros creerán que yo no
hablo seriamente, pero estad persuadidos de que no os diré más que la verdad.
La reputación que yo haya podido adquirir, no tiene otro origen que una cierta sabiduría que
existe en mí. ¿Cuál es esta sabiduría? Quizá es una sabiduría puramente humana, y corro el riesgo de
no ser en otro concepto sabio, al paso que los hombres de que acabo de hablaros, son sabios de una
sabiduría mucho más que humana.
Nada tengo que deciros de esta última sabiduría, porque no la conozco, y todos los que me la
imputan, mienten, y solo intentan calumniarme. No os incomodéis, atenienses, si al parecer os hablo
de mí mismo demasiado ventajosamente; nada diré que proceda de mí, sino que lo atestiguaré con
una autoridad digna de confianza. Por testigo de mi sabiduría os daré al mismo dios de Delfos, que
os dirá si la tengo, y en qué consiste. Todos conocéis a Querefón,[8] mi compañero en la infancia,
como lo fue de la mayor parte de vosotros, y que fue desterrado con vosotros, y con vosotros volvió.
Ya sabéis qué hombre era Querefón, y cuán ardiente era en cuanto emprendía. Un día, habiendo
partido para Delfos, tuvo el atrevimiento de preguntar al oráculo (os suplico que no os irritéis de lo
que voy a decir), si había en el mundo un hombre más sabio que yo; la Pitia[9] le respondió, que no
había ninguno. Querefón ha muerto, pero su hermano, que está presente, podrá dar fe de ello. Tened
presente, atenienses, por qué os refiero todas estas cosas; pues es únicamente para haceros ver de
donde proceden esos falsos rumores, que han corrido contra mí.
Cuando supe la respuesta del oráculo, dije para mí: ¿Qué quiere decir el dios? ¿Qué sentido
ocultan estas palabras? Porque yo sé sobradamente que en mí no existe semejante sabiduría, ni
pequeña, ni grande. ¿Qué quiere, pues, decir al declararme el más sabio de los hombres? Porque él
no miente. La divinidad no puede mentir. Dudé largo tiempo del sentido del oráculo, hasta que por
último, después de gran trabajo, me propuse hacer la prueba siguiente: Fui a casa de uno de nuestros
conciudadanos, que pasa por uno de los más sabios de la ciudad. Yo creía que allí, mejor que en otra
parte, encontraría materiales para rebatir el oráculo, y presentarle un hombre más sabio que yo, por
más que me hubiere declarado el más sabio de los hombres. Examinando pues este hombre, de quien
baste deciros que era uno de nuestros grandes políticos, sin necesidad de descubrir su nombre, y
conversando con él, me encontré, con que todo el mundo le creía sabio, que él mismo se tenía por tal,
y que en realidad no lo era. Después de este descubrimiento me esforcé en hacerle ver que de ninguna
manera era lo que él creía ser, y he aquí ya lo que me hizo odioso a este hombre y a los amigos suyos
que asistieron a la conversación.
Luego que de él me separé, razonaba conmigo mismo, y me decía: Yo soy más sabio que este
hombre. Puede muy bien suceder, que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo que es
bueno; pero hay esta diferencia, que él cree saberlo aunque no sepa nada, y yo, no sabiendo nada,
creo no saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era más sabio, porque no creía
saber lo que no sabía.
Desde allí me fui a casa de otro, que se le tenía por más sabio que el anterior, me encontré con lo
mismo, y me granjeé nuevos enemigos. No por esto me desanimé; fui en busca de otros, conociendo
bien que me hacía odioso, y haciéndome violencia, porque temía los resultados; pero me parecía que
debía, sin dudar, preferir a todas las cosas la voz del dios, y para dar con el verdadero sentido del
oráculo, ir de puerta en puerta por las casas de todos aquellos que gozaban de gran reputación; pero
¡oh dios!, he aquí, atenienses, el fruto que saqué de mis indagaciones, porque es preciso deciros la
verdad; todos aquellos que pasaban por ser los más sabios, me parecieron no serlo, al paso que todos
aquellos que no gozaban de esta opinión, los encontré en mucha mejor disposición para serlo.
Es preciso que acabe de daros cuenta de todas mis tentativas, como otros tantos trabajos que
emprendí para conocer el sentido del oráculo.
Después de estos grandes hombres de Estado me fui a los poetas, tanto a los que hacen tragedias
como a los poetas ditirámbicos[10] y otros, no dudando que con ellos se me cogería in fraganti, como
suele decirse, encontrándome más ignorante que ellos. Para esto examiné las obras suyas que me
parecieron mejor trabajadas, y les pregunté lo que querían decir, y cuál era su objeto, para que me
sirviera de instrucción. Pudor tengo, atenienses, en deciros la verdad; pero no hay remedio, es
preciso decirla. No hubo uno de todos los que estaban presentes, incluidos los mismos autores, que
supiese hablar ni dar razón de sus poemas. Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guía a
los poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un entusiasmo semejante al de los profetas y
adivinos; que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me
parecieron estar en este caso; y al mismo tiempo me convencí, que a título de poetas se creían los
más sabios en todas materias, si bien nada entendían. Les dejé, pues, persuadido que era yo superior a
ellos, por la misma razón que lo había sido respecto a los hombres políticos.
En fin, fui en busca de los artistas. Estaba bien convencido de que yo nada entendía de su
profesión, que los encontraría muy capaces de hacer muy buenas cosas, y en esto no podía
engañarme. Sabían cosas que yo ignoraba, y en esto eran ellos más sabios que yo. Pero, atenienses,
los más entendidos entre ellos me parecieron incurrir en el mismo defecto que los poetas, porque no
hallé uno que, a título de ser buen artista, no se creyese muy capaz y muy instruido en las más
grandes cosas; y esta extravagancia quitaba todo el mérito a su habilidad.
Me pregunté, pues, a mí mismo, como si hablara por el oráculo, si querría más ser tal como soy
sin la habilidad de estas gentes, e igualmente sin su ignorancia, o bien tener la una y la otra y ser
como ellos, y me respondí a mí mismo y al oráculo, que era mejor para mí ser como soy. De esta
indagación, atenienses, han nacido contra mí todos estos odios y estas enemistades peligrosas, que
han producido todas las calumnias que sabéis, y me han hecho adquirir el nombre de sabio; porque
todos los que me escuchan creen que yo sé todas las cosas sobre las que descubro la ignorancia de
los demás. Me parece, atenienses, que solo Dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir
por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir,
que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mí nombre como un
ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: «El más sabio entre vosotros es aquel que reconoce,
como Sócrates, que su sabiduría no es nada».
Convencido de esta verdad, para asegurarme más y obedecer al dios, continué mis indagaciones,
no solo entre nuestros conciudadanos, sino entre los extranjeros, para ver si encontraba algún
verdadero sabio, y al no haberlo encontrado tampoco, sirvo de intérprete al oráculo, haciendo ver a
todo el mundo, que ninguno es sabio. Esto me preocupa tanto, que no tengo tiempo para dedicarme al
servicio de la república ni al cuidado de mis cosas, y vivo en una gran pobreza a causa de este culto
que rindo a dios. Por otra parte, muchos jóvenes de las más ricas familias en sus ocios se unen a mí
de buen grado, y tienen tanto placer en ver de qué manera pongo a prueba a todos los hombres que
quieren imitarme con aquellos que encuentran; y no hay que dudar que encuentran una buena cosecha,
porque son muchos los que creen saberlo todo, aunque no sepan nada o casi nada.
Todos aquellos que ellos convencen de su ignorancia la toman conmigo y no con ellos, y van
diciendo que hay un cierto Sócrates, que es un malvado y un infame que corrompe a los jóvenes; y
cuando se les pregunta qué hace o qué enseña, no tienen qué responder, y para disimular su flaqueza
se desatan con esos cargos triviales que ordinariamente se dirigen contra los filósofos; que indaga lo
que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra, que no cree en los dioses, que hace buenas las más
malas causas; y todo porque no se atreven a decir la verdad, que es que Sócrates los coge in fraganti,
y descubre que figuran que saben, cuando no saben nada. Intrigantes, activos y numerosos, hablando
de mí con plan combinado y con una elocuencia capaz de seducir, hace largo tiempo que os soplan al
oído todas estas calumnias que han forjado contra mí, y hoy han destacado con este objeto a Méleto,
Ánito y Licón.[11] Méleto representa a los poetas, Ánito a los políticos y artistas y Licón a los
oradores. Ésta es la razón por la que, como os dije al principio, tendría por un gran milagro si en tan
poco espacio pudiese destruir una calumnia, que ha tenido tanto tiempo para echar raíces y
fortificarse en vuestro espíritu.
He aquí, atenienses, la verdad pura; no os oculto ni disfrazo nada, aun cuando no ignoro que
cuanto digo no hace más que envenenar la llaga; y esto prueba que digo la verdad, y que tal es el
origen de estas calumnias. Cuantas veces queráis tomar el trabajo de profundizarlas, sea ahora o sea
más adelante, os convenceréis plenamente de que es éste el origen. Aquí tenéis una apología que
considero suficiente contra mis primeras acusaciones.
Pasemos ahora a los últimos, y tratemos de responder a Méleto, a este hombre de bien, tan
llevado, si hemos de creerle, por el amor a la patria. Repitamos esta última acusación, como hemos
enunciado la primera. Hela aquí, poco más o menos: Sócrates es culpable, porque corrompe a los
jóvenes, porque no cree en los dioses del Estado, y porque en lugar de estos pone divinidades nuevas
bajo el nombre de demonios.
He aquí la acusación. La examinaremos punto por punto. Dice que soy culpable porque corrompo
a la juventud; y yo, atenienses, digo que el culpable es Méleto, en cuanto, burlándose de las cosas
serias, tiene la particular complacencia de arrastrar a otros ante el tribunal, queriendo figurar que se
desvela mucho por cosas por las que jamás ha hecho ni el más pequeño sacrificio, y voy a
probároslo.
Ven acá, Méleto, dime: ¿ha habido nada que te haya preocupado más que el hacer los jóvenes lo
más virtuosos posible?
MÉLETO. —Nada, indudablemente.
SÓCRATES. —Pues bien; di a los jueces cuál será el hombre que mejorará la condición de los
jóvenes. Porque no puede dudarse que tú lo sabes, puesto que tanto te preocupa esta idea. En efecto,
puesto que has encontrado al que los corrompe, y hasta le has denunciado ante los jueces, es preciso
que digas quién los hará mejores. Habla; veamos quién es.
¿Lo ves ahora, Méleto?; tú callas; estás perplejo, y no sabes qué responder. ¿Y no te parece esto
vergonzoso? ¿No es una prueba cierta de que jamás ha sido objeto de tu cuidado la educación de la
juventud? Pero, repito, excelente Méleto, ¿quién es el que puede hacer mejores a los jóvenes?
MÉLETO. —Las leyes.
SÓCRATES. —Méleto, no es eso lo que pregunto. Yo te pregunto quién es el hombre; porque es
claro que la primera cosa que este hombre debe saber son las leyes.
MÉLETO. —Son, Sócrates, los jueces aquí reunidos.
SÓCRATES. —¡Cómo, Méleto! ¿Estos jueces son capaces de instruir a los jóvenes y hacerlos
mejores?
MÉLETO. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Pero son todos estos jueces, o hay entre ellos unos que pueden y otros que no
pueden?
MÉLETO. —Todos pueden.
SÓCRATES. —Perfectamente, ¡por Hera!, nos has dado un buen número de buenos preceptores.
Pero pasemos adelante. Estos oyentes que nos escuchan, ¿pueden también hacer los jóvenes mejores,
o no pueden?
MÉLETO. —Pueden.
SÓCRATES. —¿Y los senadores?
MÉLETO. —Los senadores lo mismo.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Méleto, todos los que vienen a las asambleas del pueblo
¿corrompen igualmente a los jóvenes o son capaces de hacerlos mejores?
MÉLETO. —Todos son capaces.
SÓCRATES. —Se sigue de aquí que todos los atenienses pueden hacer los jóvenes mejores,
menos yo; solo yo los corrompo; ¿No es esto lo que dices?
MÉLETO. —Lo mismo.
SÓCRATES. —Verdaderamente, ¡buena desgracia es la mía! Pero continúa respondiéndome. ¿Te
parece que sucederá lo mismo con los caballos? ¿Pueden todos los hombres hacerlos mejores, y que
solo uno tenga el secreto de echarlos a perder? ¿O es todo lo contrario lo que sucede? ¿Es uno solo o
hay un cierto número de picadores que puedan hacerlos mejores? ¿Y el resto de los hombres, si se
sirven de ellos, no los echan a perder? ¿No sucede esto mismo con todos los animales? Sí, sin duda;
ya convengáis en ello Ánito y tú o no convengáis. Porque sería una gran fortuna y gran ventaja para
la juventud, que solo hubiese un hombre capaz de corromperla, y que todos los demás la pusiesen en
buen camino. Pero tú has probado suficientemente, Méleto, que la educación de la juventud no es cosa
que te haya quitado el sueño, y tus discursos acreditan claramente, que jamás te has ocupado de lo
mismo que motiva tu acusación contra mí.
Por otra parte te suplico, ¡por Zeus!, Méleto, que me respondas a esto. —¿Qué es mejor, habitar
con hombres de bien o habitar con pícaros? Respóndeme, amigo mío; porque mi pregunta no puede
ofrecer dificultad. ¿No es cierto que los pícaros causan siempre mal a los que los tratan, y que los
hombres de bien producen a los mismos un efecto contrario?
MÉLETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Hay alguno que prefiera recibir daño de aquellos con quienes trata a recibir
utilidad? Respóndeme, porque la ley manda que me respondas. ¿Hay alguno que quiera más recibir
mal que bien?
MÉLETO. —No, no hay nadie.
SÓCRATES. —Pero veamos; cuando me acusas de corromper a la juventud y de hacerla más
mala, ¿sostienes que lo hago con conocimiento o sin quererlo?
MÉLETO. —Con conocimiento.
SÓCRATES. —Tú eres joven y yo anciano. ¿Es posible que tu sabiduría supere tanto a la mía, que
sabiendo tú que el roce con los malos causa mal, y el roce con los buenos causa bien, me supongas
tan ignorante, que no sepa que si convierto en malos a los que me rodean, me expongo a recibir mal,
y que a pesar de esto insista y persista, queriéndolo y sabiéndolo? En este punto, Méleto, yo no te
creo ni pienso que haya en el mundo quien pueda creerte. Una de dos, o yo no corrompo a los
jóvenes, o si los corrompo lo hago sin saberlo y a pesar mío, y de cualquier manera que sea eres un
calumniador. Si corrompo a la juventud a pesar mío, la ley no permite citar a nadie ante el tribunal
por faltas involuntarias, sino que lo que quiere es que se llame aparte a los que las cometen, que se
los reprenda, y que se los instruya; porque es bien seguro que estando instruido cesaría de hacer lo
que hago a pesar mío. Pero tú, con intención, lejos de verme e instruirme, me arrastras ante este
tribunal, donde la ley quiere que se cite a los que merecen castigos, pero no a los que solo tienen
necesidad de prevenciones. Así, atenienses, he aquí una prueba evidente, como os decía antes, de que
Méleto jamás ha tenido cuidado de estas cosas, jamás ha pensado en ellas.
Sin embargo, responde aún, y dinos cómo corrompo a los jóvenes. ¿Es, según tu denuncia,
enseñándoles a no reconocer los dioses que reconoce la patria, y enseñándoles además a rendir culto,
bajo el nombre de demonios, a otras divinidades? ¿No es esto lo que dices?
MÉLETO. —Sí, es lo mismo.
SÓCRATES. —Méleto, en nombre de esos mismos dioses de que ahora se trata, explícate de una
manera un poco más clara, por mí y por estos jueces, porque no acabo de comprender, si me acusas
de enseñar que hay muchos dioses, (y en este caso, si creo que hay dioses, no soy ateo, y falta la
materia para que sea yo culpable) o si estos dioses no son del Estado. ¿Es esto de lo que me acusas?
¿O bien me acusas de que no admito ningún dios, y que enseño a los demás a que no reconozcan a
ninguno?
MÉLETO. —Te acuso de no reconocer a ningún dios.
SÓCRATES. —¡Oh, maravilloso Méleto!, ¿por qué dices eso? Qué, ¿yo no creo como los demás
hombres que el sol y la luna son, dioses?
MÉLETO. —No, ¡por Zeus!, atenienses, no lo cree, porque dice que el sol es una piedra y la luna
una tierra.
SÓCRATES. —¿Pero tú acusas a Anaxágoras,[12] mi querido Méleto? Desprecias a los jueces,
porque los crees harto ignorantes, puesto que te imaginas que no saben que los libros de Anaxágoras
de Clazomenes están llenos de aserciones de esta especie. Por lo demás, ¿qué necesidad tendrían los
jóvenes de aprender de mí cosas que podían ir a oír todos los días a la Orquesta, por un dracma a lo
más? ¡Magnífica ocasión se les presentaba para burlarse de Sócrates, si Sócrates se atribuyese
doctrinas que no son suyas y tan extrañas y absurdas por otra parte! Pero dime en nombre de Zeus,
¿pretendes que yo no reconozco ningún dios?
MÉLETO. —Sí, ¡por Zeus!, tú no reconoces ninguno.
SÓCRATES. —Dices, Méleto, cosas increíbles, ni estás tampoco de acuerdo contigo mismo. A mi
entender parece, atenienses, que Méleto es un insolente, que no ha intentado esta acusación sino para
insultarme, con toda la audacia de un imberbe, porque justamente solo ha venido aquí para tentarme y
proponerme un enigma, diciéndose a sí mismo: —Veamos, si Sócrates, este hombre que pasa por tan
sabio, reconoce que me burlo y que digo cosas que se contradicen, o si consigo engañar, no solo a él,
sino a todos los presentes. Efectivamente se contradice en su acusación, porque es como si dijera: —
Sócrates es culpable en cuanto a que no reconoce dioses y en cuanto a que los reconoce. —¿Y no es
esto burlarse? Así lo juzgo yo. Seguidme, pues, atenienses, os lo suplico, y como os dije al principio,
no os irritéis contra mí, si os hablo a mi manera ordinaria.
Respóndeme, Méleto. ¿Hay alguno en el mundo que crea que hay cosas humanas y que no hay
hombres? Jueces, mandad que responda, y que no haga tanto ruido. ¿Hay quién crea que hay reglas
para enseñar a los caballos, y que no hay caballos? ¿Que hay tocadores de flauta, y que no hay aires
de flauta? No hay nadie, excelente Méleto. Yo responderé por ti si no quieres responder. Pero dime:
¿hay alguno que crea en cosas propias de los demonios, y que, sin embargo, crea que no hay
demonios?
MÉLETO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —¡Qué trabajo ha costado arrancarte esta confesión! Al cabo respondes, pero es
preciso que los jueces te fuercen a ello. ¿Dices que reconozco y enseño cosas propias de los
demonios? Ya sean viejas o nuevas, siempre es cierto por tu voto propio, que yo creo en cosas
tocantes a los demonios, y así lo has jurado en tu acusación. Si creo en cosas demoníacas,
necesariamente creo en los demonios, ¿no es así? Sí, sin duda; porque tomo tu silencio por un
consentimiento. ¿Y estos demonios no estamos convencidos de que son dioses o hijos de dioses? ¿Es
así, sí o no?
MÉLETO. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, puesto que yo creo en los demonios, según tu misma confesión,
y que los demonios son dioses, he aquí la prueba de lo que yo decía, de que tú nos proponías enigmas
para divertirte a mis expensas, diciendo que no creo en los dioses, y que, sin embargo, creo en los
dioses, puesto que creo en los demonios. Y si los demonios son hijos de los dioses, hijos bastardos,
si se quiere, puesto que se dice que han sido habidos de ninfas o de otros seres mortales, ¿quién es el
hombre que pueda creer que hay hijos de dioses, y que no hay dioses? Esto es tan absurdo como
creer que hay mulos nacidos de caballos y asnos, y que no hay caballos ni asnos. Así, Méleto, no
puede menos de que hayas intentado esta acusación contra mí por solo probarme, y a falta de pretexto
legítimo, por arrastrarme ante el tribunal; porque a nadie que tenga sentido común puedes persuadir
jamás de que el hombre que cree que hay cosas concernientes a los dioses y a los demonios, pueda
creer, sin embargo, que no hay ni demonios, ni dioses, ni héroes; esto es absolutamente imposible.
Pero no tengo necesidad de extenderme más en mi defensa, atenienses, y lo que acabo de decir basta
para hacer ver que no soy culpable, y que la acusación de Méleto carece de fundamento.
Estad persuadidos, atenienses, de lo que os dije en un principio; de que me he atraído muchos
odios, que ésta es la verdad, y que lo que me perderá, si sucumbo, no será ni Méleto ni Ánito, será
este odio, esta envidia del pueblo que hace víctimas a tantos hombres de bien, y que harán perecer en
lo sucesivo a muchos más; porque no hay que esperar que se satisfagan con el sacrificio solo de mi
persona.
Quizá me dirá alguno: ¿No tienes remordimiento, Sócrates, en haberte consagrado a un estudio
que te pone en este momento en peligro de muerte? A este hombre le daré una respuesta muy
decisiva, y le diré que se engaña mucho al creer que un hombre de valor tome en cuenta los peligros
de la vida o de la muerte. Lo único que debe mirar en todos sus procederes es ver si lo que hace es
justo o injusto, si es acción de un hombre de bien o de un malvado. De otra manera se seguiría que
los semidioses que murieron en el sitio de Troya debieron ser los más insensatos, y particularmente
el hijo de Tetis[13] que, para evitar su deshonra, despreció el peligro hasta el punto, que impaciente
por matar a Héctor y requerido por la diosa su madre, que le dijo, si mal no me acuerdo:
—Hijo mío, si vengas la muerte de Patroclo, tu amigo, matando a Héctor, tu morirás porque tu
muerte debe seguir a la de Héctor.
Él, después de esta amenaza, despreciando el peligro y la muerte y temiendo más vivir como un
cobarde, sin vengar a sus amigos, «¡Que yo muera al instante!»,[14] gritó, «con tal de que castigue al
asesino de Patroclo, y que no quede yo deshonrado, sentado en mis buques, peso inútil sobre la
tierra».[15] ¿Os parece que se inquietaba Tetis del peligro de la muerte? Es una verdad constante,
atenienses, que todo hombre que ha escogido un puesto que ha creído honroso, o que ha sido
colocado en él por sus superiores, debe mantenerse firme, y no debe temer ni la muerte, ni lo que
haya de más terrible, anteponiendo a todo el honor.
Me conduciría de una manera singular y extraña, atenienses, si después de haber guardado
fielmente todos los puestos a que me han destinado nuestros generales en Potidea, en Anfípolis y en
Delio [16] y de haber expuesto mi vida tantas veces, ahora que el Dios me ha ordenado, porque así lo
creo, pasar mis días en el estudio de la filosofía, estudiándome a mí mismo y estudiando a los demás,
abandonase este puesto por miedo a la muerte o a cualquier otro peligro. Verdaderamente ésta sería
una deserción criminal, y me haría acreedor a que se me citara ante este tribunal como un impío, que
no cree en los dioses, que desobedece al oráculo, que teme la muerte y que se cree sabio, y que no lo
es. Porque temer la muerte, atenienses, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, y creer conocer lo
que no se sabe. En efecto, nadie conoce la muerte, ni sabe si es el mayor de los bienes para el hombre.
Sin embargo, se la teme, como si se supiese con certeza que es el mayor de todos los males. ¡Ah! ¿No
es una ignorancia vergonzante creer conocer una cosa que no se conoce?
Respecto a mí, atenienses, quizá soy en esto muy diferente de todos los demás hombres, y si en
algo parezco más sabio que ellos, es porque no sabiendo lo que nos espera más allá de la muerte,
digo y sostengo que no lo sé. Lo que sé de cierto es que cometer injusticias y desobedecer al que es
mejor y está por encima de nosotros, sea dios, sea hombre, es lo más criminal y lo más vergonzoso.
Por lo mismo yo no temeré ni huiré nunca de males que no conozco y que son quizá verdaderos
bienes; pero temeré y huiré siempre de males que sé con certeza que son verdaderos males.
Sí, a pesar de las instancias de Ánito, quien ha manifestado, que o no haberme traído ante el
tribunal, o que una vez llamado no podéis vosotros dispensaros de hacerme morir, porque, dice, que
si me escapase de la muerte, vuestros hijos, que son ya afectos a la doctrina de Sócrates, serían
irremisiblemente corrompidos, me dijeseis: —Sócrates, en nada estimamos la acusación de Ánito, y
te declaramos absuelto; pero es a condición de que cesarás de filosofar y de hacer tus indagaciones
acostumbradas; y si reincides, y llega a descubrirse, tú morirás; si me dieseis libertad bajo estas
condiciones, os respondería sin dudar: —Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios
antes que a vosotros, y mientras yo viva no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos, volviendo
a mi vida ordinaria, y diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: —Buen hombre, ¿cómo
siendo ateniense y ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y por su valor,
cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y
honores, de despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer tu alma
tan buena como pueda serlo?
Y si alguno me niega que se halla en este estado, y sostiene que tiene cuidado de su alma, no se lo
negaré al pronto, pero le interrogaré, le examinaré, le refutaré; y si encuentro que no es virtuoso,
pero que aparenta serlo, le echaré en cara que prefiere cosas tan abyectas y tan perecibles a las que
son de un precio inestimable.
He aquí de qué manera hablaré a los jóvenes y a los viejos, a los ciudadanos y a los extranjeros,
pero principalmente a los ciudadanos; porque vosotros me tocáis más de cerca, porque es preciso
que sepáis que esto es lo que el Dios me ordena, y estoy persuadido de que el mayor bien, que ha
disfrutado esta ciudad, es este servicio continuo que yo rindo al dios. Toda mi ocupación es trabajar
para persuadiros, jóvenes y viejos, de que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, antes que
cualquier otro cuidado, es el del alma y de su perfeccionamiento; porque no me canso de deciros que
la virtud no viene de las riquezas, sino por el contrario, que las riquezas vienen de la virtud, y que es
de aquí de donde nacen todos los demás bienes públicos y particulares.
Si diciendo estas cosas corrompo a la juventud, es preciso que estas máximas sean una ponzoña,
porque si se pretende que digo otra cosa, se os engaña o se os impone. Dicho esto, no tengo nada que
añadir. Haced lo que pide Ánito, o no lo hagáis; dadme libertad, o no me la deis; yo no puedo hacer
otra cosa, aunque hubiera de morir mil veces… Pero no murmuréis, atenienses, y concededme la
gracia que os pedí al principio: que me escuchéis con calma; calma que creo que no os será
infructuosa, porque tengo que deciros otras muchas cosas que quizá os harán murmurar; pero no os
dejéis llevar de vuestra pasión. Estad persuadidos de que si me hacéis morir en el supuesto de lo que
os acabo de declarar, el mal no será solo para mí. En efecto, ni Ánito, ni Méleto pueden causarme mal
alguno, porque el mal no puede nada contra el hombre de bien. Me harán quizá condenar a muerte, o
a destierro, o a la pérdida de mis bienes y de mis derechos de ciudadano; males espantosos a los ojos
de Méleto y de sus amigos; pero yo no soy de su dictamen. A mi juicio, el más grande de todos los
males es hacer lo que Ánito hace en este momento, que es trabajar para hacer morir a un inocente.
En este momento, atenienses, no es en manera alguna por amor a mi persona por lo que yo me
defiendo, y sería un error el creerlo así; sino que es por amor a vosotros; porque condenarme sería
ofender al Dios y desconocer el presente que os ha hecho. Muerto yo, atenienses, no encontraréis
fácilmente otro ciudadano que el Dios conceda a esta ciudad (la comparación os parecerá quizá
ridícula) como a un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza, y que tiene
necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me figura que soy yo el que Dios ha escogido para
excitaros, para punzaros, para predicaros todos los días, sin abandonaros un solo instante. Bajo mi
palabra, atenienses, difícil será que encontréis otro hombre que llene esta misión como yo; y si
queréis creerme, me salvaréis la vida.
Pero quizá fastidiados y soñolientos desecharéis mi consejo, y entregándoos a la pasión de Ánito
me condenaréis muy a la ligera. ¿Qué resultará de esto? Que pasaréis el resto de vuestra vida en un
adormecimiento profundo, a menos que el Dios tenga compasión de vosotros, y os envíe otro
hombre que se parezca a mí.
Que ha sido Dios el que me ha encomendado esta misión para con vosotros es fácil inferirlo, por
lo que os voy a decir. Hay un no sé qué de sobrehumano en el hecho de haber abandonado yo durante
tantos años mis propios negocios por consagrarme a los vuestros, dirigiéndome a cada uno de
vosotros en particular, como un padre o un hermano mayor puede hacerlo, y exhortándoos sin cesar
a que practiquéis la virtud.
Si yo hubiera sacado alguna recompensa de mis exhortaciones, tendríais algo que decir; pero veis
claramente que mis mismos acusadores, que me han calumniado con tanta impudencia, no han tenido
valor para echármelo en cara, y menos para probar con testigos que yo haya exigido jamás ni pedido
el menor salario, y en prueba de la verdad de mis palabras os presento un testigo irrecusable, mi
pobreza.
Quizá parecerá absurdo que me haya entrometido a dar a cada uno en particular lecciones, y que
jamás me haya atrevido a presentarme en vuestras asambleas, para dar mis consejos a la patria. Quien
me lo ha impedido, atenienses, ha sido este demonio familiar, esta voz divina de que tantas veces os
he hablado, y que ha servido a Méleto para formar donosamente un capítulo de acusación. Este
demonio se ha pegado a mí desde mi infancia; es una voz que no se hace escuchar sino cuando quiere
separarme de lo que he resuelto hacer, porque jamás me excita a emprender nada. Ella es la que se me
ha opuesto siempre, cuando he querido mezclarme en los negocios de la república; y ha tenido razón,
porque hace largo tiempo, creedme atenienses, que yo no existiría, si me hubiera mezclado en los
negocios públicos, y no hubiera podido hacer las cosas que he hecho en beneficio vuestro y el mío.
No os enfadéis, os suplico, si no os oculto nada; todo hombre que quiera oponerse franca y
generosamente a todo un pueblo sea el vuestro o cualquier otro, y que se empeñe en evitar que se
cometan iniquidades en la república, no lo hará jamás impunemente. Es preciso de toda necesidad,
que el que quiere combatir por la justicia, por poco que quiera vivir, sea solo simple particular y no
hombre público. Voy a daros pruebas magníficas de esta verdad, no con palabras, sino con otro
recurso que estimáis más, con hechos.
Oíd lo que a mí mismo me ha sucedido, para que así conozcáis cuán incapaz soy de someterme a
nadie yendo contra lo que es justo por temor a la muerte, y cómo no cediendo nunca, es imposible
que deje yo de ser víctima de la injusticia. Os referiré cosas poco agradables, mucho más en boca de
un hombre, que tiene que hacer su apología, pero que son muy verdaderas.
Ya sabéis, atenienses, que jamás he desempeñado ninguna magistratura, y que tan solo he sido
senador. La tribu Antióquida, a la que pertenezco, estaba en turno en el Pritaneo, cuando contra toda
ley os empeñasteis en procesar, bajo un contesto, a los diez generales que no habían enterrado los
cuerpos de los ciudadanos muertos en el combate naval de las Arginusas[17]; injusticia que
reconocéis y de la que os arrepentisteis después. Entonces fui el único senador que se atrevió a
oponerse a vosotros para impedir esta violación de las leyes. Protesté contra vuestro decreto, y a
pesar de los oradores que se preparaban para denunciarme, a pesar de vuestras amenazas y vuestros
gritos, quise más correr este peligro con la ley y la justicia, que consentir con vosotros en tan insigne
iniquidad, sin que me arredraran ni las cadenas, ni la muerte.
Esto acaeció cuando la ciudad era gobernada por el pueblo, pero después que se estableció la
oligarquía; habiéndonos mandado los treinta tiranos a otros cuatro y a mí a la Tholos,[18] nos dieron
la orden de conducir desde Salamina a León el de Salamina, para hacerle morir, porque daban estas
órdenes a muchas personas para comprometer al mayor número de ciudadanos posible en sus
iniquidades; y entonces yo hice ver, no con palabras sino con hechos, que la muerte a mis ojos era
nada, permítaseme esta expresión, y que mi único cuidado consistía en no cometer impiedades e
injusticias. Todo el poder de estos treinta tiranos, por terrible que fuese, no me intimidó, ni fue
bastante para que me manchara con tan impía iniquidad.
Cuando salimos de la Tholos, los otro cuatro fueron a Salamina y condujeron aquí a León, y yo
me retiré a mi casa, y no hay que dudar que mi muerte hubiera seguido a mi desobediencia, si en
aquel momento no se hubiera verificado la abolición de aquel gobierno. Existe un gran número de
ciudadanos que pueden testimoniar de mi veracidad.
¿Creéis que hubiera yo vivido tantos años si me hubiera mezclado en los negocios de la
república, y como hombre de bien hubiera combatido toda clase de intereses bastardos, para
dedicarme exclusivamente a defender la justicia? Esperanza vana, atenienses; ni yo ni ningún otro
hubiera podido hacerlo. Pero la única cosa que me he propuesto toda mi vida en público y en
particular es no ceder ante nadie, sea quien fuere, contra la justicia, ni ante esos mismos tiranos que
mis calumniadores quieren convertir en mis discípulos.
Jamás he tenido por oficio el enseñar, y si ha habido algunos jóvenes o ancianos que han tenido
deseo de verme a la obra y oír mis conversaciones, no les he negado esta satisfacción, porque como
no es mercenario mi oficio, no rehúso el hablar, aun cuando con nada se me retribuye; y estoy
dispuesto siempre a espontanearme con ricos y pobres, dándoles toda anchura para que me
pregunten, y, si lo prefieren, para que me respondan a las cuestiones que yo suscite.
Y si entre ellos hay algunos que se han hecho hombres de bien o pícaros, no hay que alabarme ni
reprenderme por ello, porque no soy yo la causa, puesto que jamás he prometido enseñarles nada, y
de hecho nada les he enseñado; y si alguno se alaba de haber recibido lecciones privadas u oído de mí
cosas distintas de las que digo públicamente a todo el mundo, estad persuadidos de que no dice la
verdad.
Ya sabéis, atenienses, por qué la mayor parte de las gentes gustan de escucharme y conversar
detenidamente conmigo; os he dicho la verdad pura, y es porque tienen singular placer en combatir
con gentes que se tienen por sabias y que no lo son; combates que no son desagradables para los que
los dirigen. Como os dije antes, es el Dios mismo el que me ha dado esta orden por medio de
oráculos, por sueños y por todos los demás medios de que la divinidad puede valerse para hacer
saber a los hombres su voluntad.
Si lo que digo no fuese cierto, os sería fácil convencerme de ello; porque si yo corrompía a los
jóvenes, y de hecho estuviesen ya corrompidos, sería preciso que los más avanzados en edad, y que
saben en conciencia que les he dado perniciosos consejos en su juventud, se levantasen contra mí y
me hiciesen castigar; y si no querían hacerlo, sería un deber en sus parientes, como en sus padres, sus
hermanos, sus tíos, venir a pedir venganza contra el corruptor de sus hijos, de sus sobrinos, de sus
hermanos. Veo muchos que están presentes, como Critón, que es de mi pueblo y de mi edad padre de
Critóbulo, que aquí se halla; Lisanias de Esfeto (Σφηττός, Sphettus), padre de Esquines, también
presente; Antifón, también del pueblo de Céfisa y padre de Epígenes; y muchos otros, cuyos
hermanos han estado en relación conmigo, como Nicóstratos, hijo de Zótidas Theosdotide y
hermano de Teódoto, que ha muerto y que por lo tanto no tiene necesidad del socorro de su hermano.
Veo también a Páralo, hijo de Demódoco y hermano de Teages; Adimanto, hijo de Aristón con su
hermano Platón, que tenéis delante; Eantodoro, hermano de Apolodoro [19] y muchos más, entre los
cuales está obligado Méleto a tomar por lo menos uno o dos para testigos de su causa.
Si no ha pensado en ello, aún es tiempo; yo le permito hacerlo; que diga, pues, si puede; pero no
puede, atenienses. Veréis que todos estos están dispuestos a defenderme, a mí que he corrompido y
perdido enteramente a sus hijos y hermanos, si hemos de creer a Méleto y a Ánito. No quiero hacer
valer la protección de los que he corrompido, porque podrían tener sus razones para defenderme;
pero sus padres, que no he seducido y que tienen ya cierta edad, ¿qué otra razón pueden tener para
protegerme más que mi derecho y mi inocencia? ¿No saben que Méleto es un hombre engañoso, y
que yo no digo más que la verdad? He aquí, atenienses, las razones de que puedo valerme para mi
defensa; las demás que paso en silencio son de la misma naturaleza.
Pero quizá habrá alguno entre vosotros, que acordándose de haber estado en el puesto en que yo
me hallo, se irritará contra mí, porque peligros mucho menores los ha conjurado, suplicando a sus
jueces con lágrimas, y, para excitar más la compasión, haciendo venir aquí, sus hijos, sus parientes y
sus amigos, mientras que yo no he querido recurrir a semejante aparato, a pesar de las señales que se
advierten de que corro el mayor de todos los peligros. Quizá presentándose a su espíritu esta
diferencia, les agriará contra mí, y dando en tal situación su voto, lo darán con indignación.
Si hay alguno que abrigue estos sentimientos, lo que no creo, y solo lo digo en hipótesis, la
excusa más racional de que puedo valerme con él es decirle: —Amigo mío, tengo también parientes,
porque para servirme de la expresión de Homero:
Yo no he salido de una encina o de una roca[20] sino que he nacido como los demás hombres. De
suerte, atenienses, que tengo parientes y tengo tres hijos, de los cuales el mayor está en la
adolescencia y los otros dos en la infancia, y sin embargo, no les haré comparecer aquí para
comprometeros a que me absolváis.
¿Por qué no lo haré? No es por una terquedad altanera, ni por desprecio hacia vosotros; y dejo a
un lado si miro la muerte con intrepidez o con debilidad, porque ésta es otra cuestión; sino que es por
vuestro honor y por el de toda la ciudad. No me parece regular ni honesto que vaya yo a emplear esta
clase de medios a la edad que tengo y con toda mi reputación verdadera o falsa; basta que la opinión
generalmente recibida sea que Sócrates tiene alguna ventaja sobre la mayor parte de los hombres. Si
los que entre vosotros pasan por ser superiores a los demás por su sabiduría, su valor o por
cualquier otra virtud se rebajasen de esta manera, me avergüenzo decirlo, como muchos que he visto,
que habiendo pasado por grandes personajes, hacían, sin embargo, cosas de una bajeza sorprendente
cuando se los juzgaba, como si estuviesen persuadidos de que sería para ellos un gran mal si les
hacían morir, y de que se harían inmortales si los absolvían; repito que obrando así, harían la mayor
afrenta a esta ciudad, porque darían lugar a que los extranjeros creyeran, que los más virtuosos, de
entre los atenienses, preferidos para obtener los más altos honores y dignidades por elección de los
demás, en nada se diferenciaban de miserables mujeres; y esto no debéis hacerlo, atenienses, vosotros
que habéis alcanzado tanta nombradía; y si quisiéramos hacerlo, estáis obligados a impedirlo y
declarar que condenaréis más pronto a aquel que recurra a estas escenas trágicas para mover a
compasión, poniendo en ridículo vuestra ciudad, que a aquel que espere tranquilamente la sentencia
que pronunciéis.
Pero sin hablar de la opinión, atenienses, no me parece justo suplicar al juez ni hacerse absolver a
fuerza de súplicas. Es preciso persuadirle y convencerle, porque el juez no está sentado en su silla
para complacer violando la ley, sino para hacer justicia obedeciéndola. Así es como lo ha ofrecido
por juramento, y no está en su poder hacer gracia a quien le agrade, porque está en la obligación de
hacer justicia. No es conveniente que os acostumbremos al perjurio, ni vosotros debéis dejaros
acostumbrar; porque los unos y los otros seremos igualmente culpables para con los dioses.
No esperéis de mí, atenienses, que yo recurra para con vosotros a cosas que no tengo por buenas,
ni justas, ni piadosas, y menos que lo haga en una ocasión en que me veo acusado de impiedad por
Méleto; porque si os ablandase con mis súplicas y os forzase a violar vuestro juramento, sería
evidente que os enseñaría a no creer en los dioses, y, queriendo justificarme, probaría contra mí
mismo, que no creo en ellos. Pero es una fortuna, atenienses, que esté yo en esta creencia. Estoy más
persuadido de la existencia de Dios que ninguno de mis acusadores; y es tan grande la persuasión,
que me entrego a vosotros y al dios de Delfos, a fin de que me juzguéis como creáis mejor para
vosotros y para mí.

(Terminada la defensa de Sócrates, los jueces, que eran 546, procedieron a la votación y resultaron
286 votos en contra y 274 en favor; y Sócrates, condenado por una mayoría de seis votos, tomó la
palabra y dijo:)

SÓCRATES. —No creáis, atenienses, que me haya conmovido el fallo que acabáis de pronunciar
contra mí, y esto por muchas razones; la principal, porque ya estaba preparado para recibir este
golpe. Mucho más sorprendido estoy con el número de votantes en pro y en contra, y no esperaba
verme condenado por tan escaso número de votos. Advierto que solo por tres votos no he sido
absuelto. Ahora veo que me he librado de las manos de Méleto; y no solo librado, sino que os consta
a todos que si Ánito y Licón no se hubieran levantado para acusarme, Méleto hubiera pagado seis mil
dracmas[21] por no haber obtenido la quinta parte de votos.
Méleto me juzga digno de muerte; en buena hora. ¿Y yo de qué pena[22] me juzgaré digno? Veréis
claramente, atenienses, que yo no escojo más que lo que merezco. ¿Y qué es? ¿A qué pena, a qué
multa voy a condenarme por no haber callado las cosas buenas que aprendí durante toda mi vida; por
haber despreciado lo que los demás buscan con tanto afán, las riquezas, el cuidado de los negocios
domésticos, los empleos y las dignidades; por no haber entrado jamás en ninguna cábala, ni en
ninguna conjuración, prácticas bastante ordinarias en esta ciudad; por ser conocido como hombre de
bien, no queriendo conservar mi vida valiéndome de medios tan indignos? Por otra parte, sabéis que
jamás he querido tomar ninguna profesión en la que pudiera trabajar al mismo tiempo en provecho
vuestro y en el mío, y que mi único objeto ha sido procuraros a cada uno de vosotros en particular el
mayor de todos los bienes, persuadiéndoos a que no atendáis a las cosas que os pertenecen antes que
al cuidado de vosotros mismos, para haceros más sabios y más perfectos, lo mismo que es preciso
tener cuidado de la existencia de la república antes de pensar en las cosas que le pertenecen, y así de
lo demás.
Dicho esto, ¿de qué soy digno? De un gran bien sin duda, atenienses, si proporcionáis
verdaderamente la recompensa al mérito; de un gran bien que pueda convenir a un hombre tal como
yo. ¿Y qué es lo que conviene a un hombre pobre, que es vuestro bienhechor, y que tiene necesidad de
un gran desahogo para ocuparse en exhortaros? Nada le conviene tanto, atenienses, como el ser
alimentado en el Pritaneo, y esto le es más debido que a los que entre vosotros han ganado el premio
en las corridas de caballos y carros en los juegos olímpicos[23]; porque éstos con sus victorias hacen
que aparezcamos felices, y yo os hago, no en la apariencia, sino en la realidad. Por otra parte, éstos
no tienen necesidad de este socorro, y yo la tengo. Si en justicia es preciso adjudicarme una
recompensa digna de mí, ésta es la que merezco, el ser alimentado en el Pritaneo.
Al hablaros así, atenienses, quizá me acusaréis de que lo hago con la terquedad y arrogancia con
que deseché antes los lamentos y las súplicas. Pero no hay nada de eso.
El motivo que tengo es, atenienses, que abrigo la convicción de no haber hecho jamás el menor
daño a nadie queriéndolo y sabiéndolo. No puedo hoy persuadiros de ello, porque el tiempo que me
queda es muy corto. Si tuvieseis una ley que ordenase que un juicio de muerte durara muchos días,
como se practica en otras partes, y no uno solo, estoy persuadido que os convencería. ¿Pero qué
medio hay para destruir tantas calumnias en un tan corto espacio de tiempo? Estando convencidísimo
de que no he hecho daño a nadie, ¿cómo he de hacérmelo a mí mismo, confesando que merezco ser
castigado, e imponiéndome a mí mismo una pena? Qué, ¿por no sufrir el suplicio a que me condena
Méleto, suplicio que verdaderamente no sé si es un bien o un mal, iré yo a escoger alguna de esas
penas, que sé con certeza que es un mal, y me condenaré yo mismo a ella? ¿Será quizá una prisión
perpetua? ¿Y qué significa vivir, siempre yo esclavo de los Once?[24] ¿Será una multa y prisión hasta
que la haya pagado? Esto equivale a lo anterior, porque no tengo con qué pagarla. ¿Me condenaré a
destierro? Quizá confirmaríais mi sentencia. Pero era necesario que me obcecara bien el amor a la
vida, atenienses, si no viera que si vosotros, que sois mis conciudadanos, no habéis podido sufrir mis
conversaciones ni mis máximas, y de tal manera os han irritado que no habéis parado hasta
deshaceros de mí, con mucha más razón los de otros países no podrían sufrirme. ¡Preciosa vida para
Sócrates, si a sus años, arrojado de Atenas, se viera errante de ciudad en ciudad como un vagabundo
y como un proscrito! Sé bien, que, adondequiera que vaya, los jóvenes me escucharán, como me
escuchan en Atenas; pero si los rechazo harán que sus padres me destierren; y si no los rechazo, sus
padres y parientes me arrojarán por causa de ellos.
Pero me dirá quizá alguno: —Qué, Sócrates, ¿si marchas desterrado no podrás mantenerte en
reposo y guardar silencio? Ya veo que este punto es de los más difíciles para hacerlo comprender a
alguno de vosotros, porque si os digo que callar en el destierro sería desobedecer a Dios, y que por
esta razón me es imposible guardar silencio, no me creeríais y miraríais esto como una ironía; y si
por otra parte os dijese que el mayor bien del hombre es hablar de la virtud todos los días de su vida
y conversar sobre todas las demás cosas que han sido objeto de mis discursos, ya sea examinándome
a mí mismo, ya examinando a los demás, porque una vida sin examen no es vida, aún me creeríais
menos. Así es la verdad, atenienses, por más que se os resista creerla. En fin, no estoy acostumbrado
a juzgarme acreedor a ninguna pena. Verdaderamente si fuese rico, me condenaría a una multa tal que
pudiera pagarla, porque esto no me causaría ningún perjuicio; pero no puedo, porque nada tengo, a
menos que no queráis que la multa sea proporcionada a mi indigencia, y en este concepto podría
extenderme hasta una mina de plata, y a esto es a lo que yo me condeno. Pero Platón, que está
presente, Critón, Critóbulo y Apolodoro quieren que me extienda hasta treinta minas, de que ellos
responden. Me condeno pues a treinta minas, y he aquí mis fiadores, que ciertamente son de mucho
abono.

(Habiéndose Sócrates condenado a sí mismo a la multa por obedecer la ley, los jueces deliberaron
y le condenaron a muerte, y entonces Sócrates tomó la palabra y dijo:)

SÓCRATES. —En verdad, atenienses, por demasiada impaciencia y precipitación vais a cargar
con un baldón y dar lugar a vuestros envidiosos enemigos a que acusen a la república de haber hecho
morir a Sócrates, a este hombre sabio, porque para agravar vuestra vergonzosa situación, ellos me
llamarán sabio aunque no lo sea. En lugar de lo cual, si hubieseis tenido un tanto de paciencia, mi
muerte venía de suyo, y hubieseis conseguido vuestro objeto, porque ya veis que en la edad que tengo
estoy bien cerca de la muerte. No digo esto por todos los jueces, sino tan solo por los que me han
condenado a muerte, y a ellos es a quienes me dirijo. ¿Creéis que yo hubiera sido condenado, si no
hubiera reparado en los medios para defenderme? ¿Creéis que me hubieran faltado palabras
insinuantes y persuasivas? No son las palabras, atenienses, las que me han faltado; es la impudencia
de no haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho de oír. Hubiera sido para vosotros una gran
satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que
estáis viendo todos los días en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creído que debía
rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso, y después de vuestra, sentencia no me arrepiento
de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir después de haberme defendido como
me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros. Ni en los tribunales de justicia, ni
en medio de la guerra, debe el hombre honrado salvar su vida por tales medios. Sucede muchas veces
en los combates, que se puede salvar la vida muy fácilmente, arrojando las armas y pidiendo cuartel
al enemigo, y lo mismo sucede en todos los demás peligros; hay mil expedientes para evitar la
muerte; cuando está uno en posición de poder decirlo todo o hacerlo todo. ¡Ah!, atenienses, no es lo
difícil evitar la muerte; lo es mucho más evitar la deshonra, que marcha más ligera que la muerte.
Ésta es la razón, por la que, viejo y pesado como estoy, me he dejado llevar por la más pesada de las
dos, la muerte; mientras que la más ligera, el crimen, esta adherida a mis acusadores, que tienen
vigor y ligereza. Yo voy a sufrir la muerte, a la que me habéis condenado, pero ellos sufrirán la
iniquidad y la infamia a que la verdad les condena. Con respecto a mí, me atengo a mi castigo, y ellos
se atendrán al suyo. En efecto, quizá las cosas han debido pasar así, y en mi opinión no han podido
pasar de mejor modo.
Oh vosotros, que me habéis condenado a muerte, quiero predeciros lo que os sucederá, porque
me veo en aquellos momentos, cuando la muerte se aproxima, en que los hombres son capaces de
profetizar el porvenir. Os lo anuncio, vosotros que me hacéis morir, vuestro castigo no tardará,
cuando yo haya muerto, y será, ¡por Zeus!, más cruel que el que me imponéis. En deshaceros de mí,
solo habéis intentado descargaros del importuno peso de dar cuenta de vuestra vida, pero os sucederá
todo lo contrario; yo os lo predigo.
Se levantará contra vosotros y os reprenderá un gran número de personas, que han estado
contenidas por mi presencia, aunque vosotros no lo apercibíais; pero después de mi muerte serán
tanto más importunos y difíciles de contener, cuanto que son más jóvenes; y más os irritaréis
vosotros, porque si creéis que basta matar a unos para impedir que otros os echen en cara que vivís
mal, os engañáis. Esta manera de libertarse de sus censores ni es decente, ni posible. La que es a la
vez muy decente y muy fácil es no cerrar la boca a los hombres, sino hacerse mejor. Lo dicho basta
para los que me han condenado, y los entrego a sus propios remordimientos.
Con respecto a los que me habéis absuelto con vuestros votos, atenienses, conversaré con
vosotros con el mayor gusto, mientras que los Once estén ocupados, y no se me conduzca al sitio
donde deba morir. Concededme, os suplico, un momento de atención, porque nada impide que
conversemos juntos, puesto que da tiempo. Quiero deciros, como amigos, una cosa que acaba de
sucederme, y explicaros lo que significa. Sí, jueces míos (y llamándoos así no me engaño en el
nombre), me ha sucedido hoy una cosa muy maravillosa. La voz divina de mi demonio familiar que
me hacía advertencias tantas veces, y que en las menores ocasiones no dejaba jamás de separarme de
todo lo malo que iba a emprender, hoy, que me sucede lo que veis, y lo que la mayor parte de los
hombres tienen por el mayor de todos los males, esta voz no me ha dicho nada, ni esta mañana
cuando salí de casa, ni cuando he venido al tribunal, ni cuando he comenzado a hablaros. Sin
embargo, me ha sucedido muchas veces, que me ha interrumpido en medio de mis discursos, y hoy a
nada se ha opuesto, haya dicho o hecho yo lo que quisiera. ¿Qué puede significar esto? Voy a
decíroslo. Es que hay trazas de que lo que me sucede es un gran bien, y nos engañamos todos sin
duda si creemos que la muerte es un mal. Una prueba evidente de ello es que si yo no hubiese de
realizar hoy algún bien, el Dios no hubiera dejado de advertírmelo como acostumbra.
Profundicemos un tanto la cuestión, para hacer ver que es una esperanza muy profunda la de que
la muerte es un bien.
Es preciso de dos cosas una: o la muerte es un absoluto anonadamiento y una privación de todo
sentimiento, o, como se dice, es un tránsito del alma de un lugar a otro. Si es la privación de todo
sentimiento, una dormida pacífica que no es turbada por ningún sueño, ¿qué mayor ventaja puede
presentar la muerte? Porque si alguno, después de haber pasado una noche muy tranquila sin ninguna
inquietud, sin ninguna turbación, sin el menor sueño, la comparase con todos los demás días y con
todas las demás noches de su vida, y se le obligase a decir en conciencia cuántos días y noches había
pasado que fuesen más felices que aquella noche; estoy persuadido de que no solo un simple
particular, sino el mismo gran rey, encontraría bien pocos, y le sería muy fácil contarlos. Si la muerte
es una cosa semejante, la llamo con razón un bien; porque entonces el tiempo todo entero no es más
que una larga noche.
Pero si la muerte es un tránsito de un lugar a otro, y si, según se dice, allá abajo está el paradero
de todos los que han vivido, ¿qué mayor bien se puede imaginar, jueces míos? Porque si, al dejar los
jueces prevaricadores de este mundo, se encuentran en los infiernos los verdaderos jueces, que se
dice que hacen allí justicia, Minos, Radamanto, Éaco, Triptólemo y todos los demás semidioses que
han sido justos durante su vida. ¿No es éste el cambio más dichoso? ¿A qué precio no compraríais la
felicidad de conversar con Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero? Para mí, si es esto verdad, moriría
gustoso mil veces. ¿Qué trasporte de alegría no tendría yo cuando me encontrase con Palamedes, con
Áyax, hijo de Telamón, y con todos los demás héroes de la antigüedad, que han sido víctimas de la
injusticia? ¡Qué placer el poder comparar mis aventuras con las suyas! Pero aún sería un placer
infinitamente más grande para mí pasar allí los días, interrogando y examinando a todos estos
personajes, para distinguir los que son verdaderamente sabios de los que creen serlo y no lo son.
¿Hay alguno, jueces míos, que no diese todo lo que tiene en el mundo por examinar al que condujo
un numeroso ejército contra Troya o Odiseo o Sísifo y tantos otros, hombres y mujeres, cuya
conversación y examen serían una felicidad inexplicable? Éstos no harían morir a nadie por este
examen, porque además de que son más dichosos que nosotros en todas las cosas, gozan de la
inmortalidad, si hemos de creer lo que se dice.
Ésta es la razón, jueces míos, para que nunca perdáis las esperanzas aun después de la tumba,
fundados en esta verdad; que no hay ningún mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni
después de su muerte; y que los dioses tienen siempre cuidado de cuanto tiene relación con él; porque
lo que en este momento me sucede a mí no es obra del azar, y estoy convencido de que el mejor
partido para mí es morir desde luego y libertarme así de todos los disgustos de esta vida. He aquí por
qué la voz divina nada me ha dicho en este día. No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores,
ni contra los que me han condenado, aun cuando no haya sido su intención hacerme un bien, sino por
el contrario hacerme un mal, lo que sería un motivo para quejarme de ellos. Pero solo una gracia
tengo que pedirles. Cuando mis hijos sean mayores, os suplico que los hostiguéis, los atormentéis,
como yo os he atormentado a vosotros, si veis que prefieren las riquezas a la virtud, y que se creen
algo cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza, si no se aplican a lo que deben
aplicarse, y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado con vosotros. Si me concedéis
esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos menos de alabar vuestra justicia. Pero ya es
tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién
lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios.
CRITÓN
Argumento[1] del Critón
por Patricio de Azcárate

Sócrates, que en la Apología sólo pudo mantenerse filósofo a condición de divorciarse de la


Constitución religiosa de Atenas, se rehace y convierte en este diálogo, por una especie de
compensación, en un ciudadano inflexible en la obediencia a las leyes de la república. Someterse a las
leyes es una obligación absoluta; es el deber. Tal es el objeto de este diálogo.
Los amigos de Sócrates, después de haber ganado al alcaide de la cárcel donde esperaba el día de
su muerte, le enviaron uno de ellos, Critón, para que le suplicara encarecidamente que salvara su vida
por la fuga.
Todas las razones que puede inspirar una ardiente amistad para ahogar los escrúpulos de un alma
recta. Critón las hizo valer con la más afectuosa insistencia. Pero la tierna solicitud que resalta en su
lenguaje, disfraza, sin atenuarla, la debilidad de los motivos de que se inspira comúnmente, en de
circunstancias críticas, la acomodaticia probidad del vulgo. Así lo entendió Sócrates. A los lamentos
de Critón, en razón del deshonor y de desesperación que amargaban a sus amigos, la suerte que
estaba reservada a sus hijos condenados a la orfandad, él opuso esta inevitable alternativa: ¿la fuga es
justa o injusta? Porque es preciso resolverse en todos los casos, no por razones de amistad, de
interés, de opinión; sino por razones de justicia. Pero la justicia le prohíbe fugarse, porque sería
desobedecer las leyes, acto injusto en sí mismo, ejemplo funesto al buen orden público, ingratitud, en
fin, para con estas leyes que han presidido como madres y nodrizas a su nacimiento, a su juventud y a
su educación. Existe un compromiso tácito entre el ciudadano y las leyes; éstas, protegiéndole, tienen
derecho a su respeto. Nadie ignora este pacto; ninguno puede sustraerse a él; ninguno se libra,
violándole, de los remordimientos de su conciencia, cualquiera que sea el rodeo que haya tomado
para engañarse a sí mismo.
Tal es la inflexible doctrina, por la que Sócrates, destruyendo piedra por piedra el frágil edificio
de la moral de Critón, que es la moral del pueblo, prefiere a su salud el cumplimiento riguroso de su
deber. ¿Podría ser de otra manera? ¡Qué contradicción resultaría si el mismo hombre que antes, en la
plaza pública, a presencia de sus jueces, se había regocijado de su muerte como del mayor bien que
podía sucederle, hubiera renegado, fugándose, de ese valor y de esas sublimes esperanzas del día de
su proceso! Sócrates, el más sabio de los hombres, se convertiría en un cobarde y mal ciudadano.
Critón mismo se vio reducido al silencio por la firme razón de su maestro, quien le despide con estas
admirables palabras: «Sigamos el camino que Dios nos ha trazado. Dios es el deber mismo, porque
es su origen: realizar su deber es inspirarse en Dios».
Critón o del deber
SÓCRATES — CRITÓN

SÓCRATES: —¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?
CRITÓN: —Es cierto.
SÓCRATES: —¿Qué hora puede ser?
CRITÓN: —Acaba de romper el día.
SÓCRATES. —Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.
CRITÓN. —Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces, y me
debe algunas atenciones.
SÓCRATES. —¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?
CRITÓN. —Ya hace algún tiempo.
SÓCRATES. —¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de
despertarme en el acto que llegaste?
CRITÓN. —¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar, temería
que me despertaran, porque sería despertar el sentimiento de mi infortunio. En el largo rato que estoy
aquí, me he admirado verte dormir con un sueño tan tranquilo, y no he querido despertarte, con
intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En verdad, Sócrates, desde que te conozco he
estado encantado de tu carácter, pero jamás tanto como en la presente desgracia, que soportas con
tanta dulzura y tranquilidad.
SÓCRATES. —Sería cosa poco racional, Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la muerte.
CRITÓN. —¡Ah!, ¡cuántos se ven todos los días del mismo tiempo que tú y en igual desgracia, a
quienes la edad no impide lamentarse de su suerte!
SÓCRATES. —Es cierto, pero en fin, ¿por qué has venido tan temprano?
CRITÓN. —Para darte cuenta de una nueva terrible, que, por poca influencia que sobre ti tenga,
yo la temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus amigos; es la nueva más triste y más
aflictiva para mí.
SÓCRATES. —¿Cuál es? ¿Ha llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el momento de
mi muerte?
CRITÓN. —No, pero llegará sin duda hoy, según lo que refieren los que vienen de Sunio,[1]
donde le han dejado; y siendo así, no puede menos de llegar hoy aquí, y mañana, Sócrates, tendrás
que dejar de existir.
SÓCRATES. —Enhorabuena, Critón, sea así, puesto que tal es la voluntad de los dioses. Sin
embargo no creo que llegue hoy el buque.
CRITÓN. —¿De dónde sacas esa conjetura?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo: yo no debo morir hasta el día siguiente de la vuelta de ese buque.
CRITÓN. —Por lo menos es eso lo que dicen aquellos de quienes depende la ejecución.
SÓCRATES. —El buque no llegará hoy, sino mañana, como lo deduzco de un sueño que he tenido
esta noche, no hace un momento; y es una fortuna, a mi parecer, que no me hayas despertado.
CRITÓN. —¿Cuál es ese sueño?
SÓCRATES. —Me ha parecido ver cerca de mí una mujer hermosa y bien formada, vestida de
blanco, que me llamaba y me decía: Dentro de tres días estarás en la fértil Pitia.
CRITÓN. —¡Extraño sueño, Sócrates!
SÓCRATES. —Es muy significativo, Critón.
CRITÓN. —Demasiado sin duda, pero por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos, sálvate. Porque
en cuanto a mí si mueres, además de verme privado para siempre de ti, de un amigo de cuya pérdida
nadie podrá consolarme, témome que muchas gentes, que no nos conocen bien ni a ti ni a mí, crean
que pudiendo salvarte a costa de mis bienes de fortuna, te he abandonado. ¿Y hay cosa más indigna
que adquirir la reputación de querer más su dinero que sus amigos? Porque el pueblo jamás podrá
persuadirse de que eres tú el que no has querido salir de aquí cuando yo te he estrechado a hacerlo.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Critón, ¿debemos hacer tanto aprecio de la opinión del pueblo?
¿No basta que las personas más racionales, las únicas que debemos tener en cuenta, sepan de qué
manera han pasado las cosas?
CRITÓN. —Yo veo sin embargo que es muy necesario no despreciar la opinión del pueblo, y tu
ejemplo nos hace ver claramente que es muy capaz de ocasionar desde los más pequeños hasta los
más grandes males a los que una vez han caído en su desgracia.
SÓCRATES. —Ojalá, Critón, el pueblo fuese capaz de cometer los mayores males, porque de esta
manera sería también capaz de hacer los más grandes bienes. Esto sería una gran fortuna, pero no
puede ni lo uno ni lo otro; porque no depende de él hacer a los hombres sabios o insensatos. El
pueblo juzga y obra a la aventura.
CRITÓN. —Lo creo; pero respóndeme, Sócrates. ¿El no querer fugarte nace del temor que
puedas tener de que no falte un delator que me denuncie a mí y a tus demás amigos, acusándonos de
haberte sustraído, y que por este hecho nos veamos obligados a abandonar nuestros bienes o pagar
crecidas multas o sufrir penas mayores? Si éste es el temor, Sócrates, destiérrale de tu alma. ¿No es
justo que por salvarte nos expongamos a todos estos peligros y aún mayores, si es necesario? Repito,
mi querido Sócrates, no resistas; toma el partido que te aconsejo.
SÓCRATES. —Es cierto. Critón, tengo esos temores y aun muchos más.
CRITÓN. —Tranquilízate, pues, porque en primer lugar la suma, que se pide por sacarte de aquí,
no es de gran consideración. Por otra parte, sabes la situación mísera que rodea a los que podrían
acusarnos y el poco sacrificio que habría de hacerse para cerrarles la boca; y mis bienes, que son
tuyos, son harto suficientes. Si tienes alguna dificultad en aceptar mi ofrecimiento, hay aquí un buen
número de extranjeros dispuestos a suministrar lo necesario; sólo Sunmias de Tebas ha presentado la
suma suficiente; Cebes está en posición de hacer lo mismo y aún hay muchos más.
Tales temores, por consiguiente, no deben ahogar en ti el deseo de salvarte, y en cuanto a lo que
decías uno de estos días delante de los jueces, de que si hubieras salido desterrado, no hubieras
sabido dónde fijar tu residencia, esta idea no debe detenerte. A cualquier parte del mundo a donde tú
vayas, serás siempre querido. Si quieres ir a Tesalia, tengo allí amigos que te obsequiarán como tú
mereces, y que te pondrán a cubierto de toda molestia. Además, Sócrates, cometes una acción injusta
entregándote tú mismo, cuando puedes salvarte, y trabajando en que se realice en ti lo que tus
enemigos más desean en su ardor por perderte. Faltas también a tus hijos, porque los abandonas,
cuando hay un medio de que puedas alimentarlos y educarlos. ¡Qué horrible suerte espera a estos
infelices huérfanos! Es preciso o no tener hijos o exponerse a todos los cuidados y penalidades que
exige su educación. Me parece en verdad, que has tomado el partido del más indolente de los
hombres, cuando deberías tomar el de un hombre de corazón; tú, sobre todo, que haces profesión de
no haber seguido en toda tu vida otro camino que el de la virtud. Te confieso, Sócrates, que me da
vergüenza por ti y por nosotros tus amigos, que se crea que todo lo que está sucediendo se ha debido
a nuestra cobardía. Se nos acriminará, en primer lugar, por tu comparecencia ante el tribunal, cuando
pudo evitarse; luego por el curso de tu proceso; y en fin, como término de este lastimoso drama, por
haberte abandonado por temor o por cobardía, puesto que no te hemos salvado; y se dirá también,
que tú mismo no te has salvado por culpa nuestra, cuando podías hacerlo con sólo que nosotros te
hubiéramos prestado un pequeño auxilio. Piénsalo bien, mi querido Sócrates; con la desgracia que te
va a suceder tendrás también una parte en el baldón que va a caer sobre todos nosotros. Consúltate a ti
mismo, pero ya no es tiempo de consultas; es preciso tomar un partido, y no hay que escoger; es
preciso aprovechar la noche próxima. Todos mis planes se desgracian, si aguardamos un momento
más. Créeme, Sócrates, y haz lo que te digo.
SÓCRATES. —Mi querido Critón, tu solicitud es muy laudable, si es que concuerda con la
justicia; pero por lo contrario, si se aleja de ella, cuanto más grande es se hace más reprensible. Es
preciso examinar, ante todo, si deberemos hacer lo que tú dices o si no deberemos; porque no es de
ahora, ya lo sabes, la costumbre que tengo de sólo ceder por razones que me parezcan justas, después
de haberlas examinado detenidamente. Aunque la fortuna me sea adversa, no puedo abandonar las
máximas de que siempre he hecho profesión; ellas me parecen siempre las mismas, y como las
mismas las estimo igualmente. Si no me das razones más fuertes, debes persuadirte de que yo no
cederé, aunque todo el poder del pueblo se armase contra mí, y para aterrarme como a un niño, me
amenazase con sufrimientos más duros que los que me rodean, cadenas, la miseria, la muerte. Paro
¿cómo se verifica este examen de una manera conveniente? Recordando nuestras antiguas
conversaciones, a saber: de si ha habido razón para decir que hay ciertas opiniones que debemos
respetar y otras que debemos despreciar. ¿O es que esto se pudo decir antes de ser yo condenado a
muerte, y ahora de repente hemos descubierto, que si se dijo entonces, fue como una conversación al
aire, no siendo en el fondo más que una necedad o un juego de niños? Deseo, pues, examinar aquí
contigo en mi nueva situación, si este principio me parece distinto o si le encuentro siempre el
mismo, para abandonarle o seguirle.
Es cierto, si yo no me engaño, que aquí hemos dicho muchas veces, y creíamos hablar con
formalidad, que entre las opiniones de los hombres las hay que son dignas de la más alta estimación y
otras que no merecen ninguna. Critón, en nombre de los dioses, ¿te parece esto bien dicho? Porque,
según todas las apariencias humanas, tú no estás en peligro de morir mañana, y el temor de un
peligro presente no te hará variar en tus juicios; piénsalo, pues, bien. ¿No encuentras que con razón
hemos sentado, que no es preciso estimar todas las opiniones de los hombres sino tan sólo algunas, y
no de todos los hombres indistintamente, sino tan sólo de algunos? ¿Qué dices a esto? ¿No te parece
verdadero?
CRITÓN. —Mucho.
SÓCRATES. —¿En este concepto, no es preciso estimar sólo las opiniones buenas y desechar las
malas?
CRITÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Las opiniones buenas no son las de los sabios, y las malas las de los necios?
CRITÓN. —No puede ser de otra manera.
SÓCRATES. —Vamos a sentar nuestro principio. ¿Un hombre que se ejercita en la gimnasia
podrá ser alabado o reprendido por un cualquiera que llegue, o sólo por el que sea médico o maestro
de gimnasia?
CRITÓN. —Por este sólo sin duda.
SÓCRATES. —¿Debe temer la reprensión y estimar las alabanzas de éste sólo y despreciar lo que
le digan los demás?
CRITÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Por esta razón ¿debe ejercitarse, comer, beber, según le prescriba este maestro y
no dejarse dirigir por el capricho de todos los demás?
CRITÓN. —Eso es incontestable.
SÓCRATES. —He aquí sentado el principio. ¿Pero si desobedeciendo a este maestro y
despreciando sus atenciones y alabanzas, se deja seducir por las caricias y alabanzas del pueblo y de
los ignorantes, no le resultará mal?
CRITÓN. —¿Cómo no le ha de resultar?
SÓCRATES. —¿Pero este mal de qué naturaleza será? ¿A qué conducirá? ¿Y qué parte de este
hombre afectará?
CRITÓN. —Y su cuerpo, sin duda, que infaliblemente arruinará.
SÓCRATES. —Muy bien, he aquí sentado este principio; ¿pero no sucede lo mismo en todas las
demás cosas? Porque sobre lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, lo bueno y lo malo, que
eran en este momento la materia de nuestra discusión, ¿nos atendremos más bien a la opinión del
pueblo que a la de un solo hombre, si se encuentra uno muy experto y muy hábil, por el que sólo
debamos tener más respeto y más deferencia que por el resto de los hombres? ¿Y si no nos
conformamos al juicio de este único hombre, no es cierto que arruinaremos enteramente lo que no
vive ni adquiere nuevas fuerzas en nosotros sino por la justicia, y que no perece sino por la
injusticia? ¿O es preciso creer que todo eso es una farsa?
CRITÓN. —Soy de tu dictamen, Sócrates.
SÓCRATES. —Estate atento, yo te lo suplico; si adoptando la opinión de los ignorantes,
destruimos en nosotros lo que sólo se conserva por un régimen sano y se corrompe por un mal
régimen, ¿podremos vivir con esta parte de nosotros mismos así corrompida? Ahora tratamos sólo
de nuestro cuerpo; ¿no es verdad?
CRITÓN. —De nuestro cuerpo sin duda.
SÓCRATES. —¿Y se puede vivir con un cuerpo destruido o corrompido?
CRITÓN. —No, seguramente.
SÓCRATES. —¿Y podremos vivir después de corrompida esta otra parte de nosotros mismos,
que no tiene salud en nosotros, sino por la justicia, y que la injusticia destruye? ¿O creemos menos
noble que el cuerpo esta parte, cualquiera que ella sea, donde residen la justicia y la injusticia?
CRITÓN. —Nada de eso.
SÓCRATES. —¿No es más preciosa?
CRITÓN. —Mucho más.
SÓCRATES. —Nosotros, mi querido Critón, no debemos curarnos de lo que diga el pueblo, sino
sólo de lo que dirá aquel que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la verdad. Ves por esto,
que sentaste malos principios, cuando dijiste al principio que debíamos hacer caso de la opinión del
pueblo sobre lo justo, lo bueno, lo honesto y sus contrarias. Quizá me dirás: pero el pueblo tiene el
poder de hacernos morir.
CRITÓN. —Seguramente que se dirá.
SÓCRATES. —Así es, pero, mi querido Critón, esto no podrá variar la naturaleza de lo que
acabamos de decir. Y si no respóndeme: ¿no es un principio sentado, que el hombre no debe desear
tanto el vivir como el vivir bien?
CRITÓN. —Estoy de acuerdo.
SÓCRATES. —¿No admites igualmente, que vivir bien no es otra cosa que vivir como lo
reclaman la probidad y la justicia?
CRITÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Conforme a lo que acabas de concederme, es preciso examinar ante todo, si hay
justicia o injusticia en salir de aquí sin el permiso de los atenienses; porque si esto es justo, es preciso
ensayarlo; y si es injusto es preciso abandonar el proyecto. Porque con respecto a todas esas
consideraciones, que me has alegado, de dinero, de reputación, de familia ¿qué otra cosa son que
consideraciones de ese vil populacho, que hace morir sin razón, y que sin razón quisiera después
hacer revivir, si le fuera posible? Pero respecto a nosotros, conforme a nuestro principio, todo lo que
tenemos que considerar es si haremos una cosa justa dando dinero y contrayendo obligaciones con
los que nos han de sacar de aquí, o bien si ellos y nosotros no cometeremos en esto injusticia; porque
si la cometemos, no hay más que razonar; es preciso morir aquí o sufrir cuantos males vengan antes
que obrar injustamente.
CRITÓN. —Tienes razón, Sócrates, veamos cómo hemos de obrar.
SÓCRATES. —Veámoslo juntos, amigo mío; y si tienes alguna objeción que hacerme cuando yo
hable, házmela, para ver si puedo someterme, y en otro caso cesa, te lo suplico, de estrecharme a
salir de aquí contra la voluntad de los atenienses. Yo quedaría complacidísimo de que me
persuadieras a hacerlo, pero yo necesito convicciones. Mira pues, si te satisface la manera con que
voy a comenzar este examen, y procura responder a mis preguntas lo más sinceramente que te sea
posible.
CRITÓN. —Lo haré.
SÓCRATES. —¿Es cierto que jamás se pueden cometer injusticias? ¿O es permitido cometerlas
en unas ocasiones y en otras no? ¿O bien, es absolutamente cierto que la injusticia jamás es permitida,
como muchas veces hemos convenido y ahora mismo acabamos de convenir? ¿Y todos estos juicios,
con los que estamos de acuerdo, se han desvanecido en tan pocos días? ¿Sería posible, Critón, que, en
nuestros años, las conversaciones más serias se hayan hecho semejantes a las de los niños, sin que
nos hayamos apercibido de ello? ¿O más bien es preciso atenernos estrictamente a lo que hemos
dicho: que toda injusticia es vergonzosa y funesta al que la comete, digan lo que quieran los hombres,
y sea bien o sea mal el que resulte?
CRITÓN. —Estamos conformes.
SÓCRATES. —¿Es preciso no cometer injusticia de ninguna manera?
CRITÓN. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —¿Entonces es preciso no hacer injusticia a los mismos que nos la hacen, aunque el
vulgo crea que esto es permitido, puesto que convienes en que en ningún caso puede tener lugar la
injusticia?
CRITÓN. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —¡Pero qués! ¿Es permitido hacer mal a alguno o no lo es?
CRITÓN. —No, sin duda, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Pero es justo volver el mal por el mal, como lo quiere el pueblo, o es injusto?
CRITÓN. —Muy injusto.
SÓCRATES. —¿Es cierto que no hay diferencia entre hacer el mal y ser injusto?
CRITÓN. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Es preciso, por consiguiente, no hacer jamás injusticia, ni volver el mal por el
mal, cualquiera que haya sido el que hayamos recibido. Pero ten presente, Critón, que confesando
esto, acaso hables contra tu propio juicio, porque sé muy bien que hay pocas personas que lo
admitan, y siempre sucederá lo mismo. Desde el momento en que están discordes sobre este punto, es
imposible entenderse sobre lo demás, y la diferencia de opiniones conduce necesariamente a un
desprecio recíproco. Reflexiona bien, y mira, si realmente estás de acuerdo conmigo, y si podemos
discutir, partiendo de este principio: que en ninguna circunstancia es permitido ser injusto, ni volver
injusticia por injusticia, mal por mal; o si piensas de otra manera, provoca como de nuevo la
discusión. Con respecto a mí, pienso hoy como pensaba en otro tiempo. Si tú has mudado de parecer,
dilo, y exponme los motivos; pero si permaneces fiel a tus primeras opiniones, escucha lo que te voy
a decir.
CRITÓN. —Permanezco fiel y pienso como tú; habla, ya te escucho.
SÓCRATES. —Prosigo pues, o más bien te pregunto: ¿un hombre que ha prometido una cosa
justa, debe cumplirla o faltar a ella?
CRITÓN. —Debe cumplirla.
SÓCRATES. —Conforme a esto, considera, si saliendo de aquí sin el consentimiento de los
atenienses haremos mal a alguno y a los mismos que no lo merecen. ¿Respetaremos o eludiremos el
justo compromiso que hemos contraído?
CRITÓN. —No puedo responder a lo que me preguntas, Sócrates, porque no te entiendo.
SÓCRATES. —Veamos si de esta manera lo entiendes mejor. En el momento de la huida, o si te
agrada más, de nuestra salida, si la ley y la república misma se presentasen delante de nosotros y nos
dijesen: Sócrates, ¿qué vas a hacer? ¿La acción que preparas no tiende a trastornar, en cuanto de ti
depende, a nosotros y al Estado entero? Porque ¿qué Estado puede subsistir, si los fallos dados no
tienen ninguna fuerza y son eludidos por los particulares? ¿Qué podríamos responder, Critón, a este
cargo y otros semejantes que se nos podían dirigir? Porque ¿qué no diría, especialmente un orador,
sobre esta infracción de la ley, que ordena que los fallos dados sean cumplidos y ejecutados?
¿Responderemos nosotros, que la República nos ha hecho injusticia y que no ha juzgado bien? ¿Es
esto lo que responderíamos?
CRITÓN. —Sí, sin duda, se lo diríamos.
SÓCRATES. —«¡Qué!, dirá la ley ateniense, Sócrates, ¿no habíamos convenido en que tú te
someterías al juicio de la república». Y si nos manifestáramos como sorprendidos de este lenguaje,
ella nos diría quizá: «no te sorprendas, Sócrates, y respóndeme, puesto que tienes costumbre de
proceder por preguntas y respuestas? Dime, pues, ¿qué motivo de queja tienes tú contra la república y
contra mí cuando tantos esfuerzos haces para destruirme? ¿No soy yo a la que debes la vida? ¿No
tomó bajo mis auspicios tu padre por esposa a la que te ha dado a luz? ¿Qué encuentras de
reprensible en estas leyes que hemos establecido sobre el matrimonio»? Yo la responderé sin dudar:
nada. «¿Y las que miran al sostenimiento y educación de los hijos, a cuya sombra tú has sido educado,
no te parecen justas en el hecho de haber ordenado a tu padre que te educara en todos los ejercicios
del espíritu y del cuerpo?». Exactamente, diría yo. «Y siendo esto así, puesto que has nacido y has
sido mantenido y educado gracias a mí, ¿te atreverás a sostener que no eres hijo y servidor nuestro lo
mismo que tus padres? Y sí así es, ¿piensas tener derechos iguales a la ley misma, y que te sea
permitido devolver sufrimientos por sufrimientos, por los que yo pudiera hacerte pasar? Este
derecho, que jamás podrían tener contra un padre o contra una madre, de devolver mal por mal,
injuria por injuria, golpe por golpe, ¿crees tú tenerlo contra tu patria y contra la ley? Y si tratáramos
de perderte, creyendo que era justo, ¿querrías adelantarte y perder las leyes y tu patria? ¿Llamarías
esto justicia, tú que haces profesión de no separarte del camino de la virtud? ¿Tu sabiduría te impide
ignorar que la patria es digna de más respeto y más veneración delante de los dioses y de los
hombres, que un padre, una madre y que todos los parientes juntos? Es preciso respetar la patria en su
cólera, tener con ella la sumisión y miramientos que se tienen a un padre, atraerla por la persuasión u
obedecer sus órdenes, sufrir sin murmurar todo lo que quiera que se sufra, aun cuando sea verse
azotado o cargado de cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser allí heridos o muertos, es
preciso marchar allá; porque allí está el deber, y no es permitido ni retroceder, ni echar pie atrás, ni
abandonar el puesto; y que lo mismo en los campos de batalla, que ante los tribunales, que en todas
las situaciones, es preciso obedecer lo que quiere la república, o emplear para con ella los medios de
persuasión que la ley concede; y, en fin, que si es una impiedad hacer violencia a un padre o a una
madre, es mucho mayor hacerla a la patria». ¿Qué responderemos a esto, Critón? ¿Reconoceremos
que la ley dice verdad?
CRITÓN. —Así me parece.
SÓCRATES. —«Ya ves, Sócrates, continuaría la ley, que si tengo razón, eso que intentas contra
mí es injusto. Yo te he hecho nacer, te he alimentado, te he educado; en fin, te he hecho, como a los
demás ciudadanos, todo el bien de que he sido capaz. Sin embargo, no me canso de decir
públicamente que es permitido a cada uno en particular, después de haber examinado las leyes y las
costumbres de la república, si no está satisfecho, retirarse a donde guste con todos sus bienes; y si
hay alguno que no pudiendo acomodarse a nuestros usos, quiere irse a una colonia o a cualquiera
otro punto, no hay uno entre vosotros que se oponga a ello y puede libremente marcharse a donde le
acomode. Pero también los que permanecen, después de haber considerado detenidamente de qué
manera ejercemos la justicia y qué policía hacemos observar en la república, yo les digo que están
obligados a hacer todo lo que les mandemos, y si desobedecen, yo los declaro injustos por tres
infracciones: porque no obedecen a quien les ha hecho nacer; porque, desprecian a quien los ha
alimentado; porque, estando obligados a obedecerme, violan la fe jurada, y no se toman el trabajo de
convencerme si se les obliga a alguna cosa injusta; y bien que no haga más que proponer
sencillamente las cosas sin usar de violencia para hacerme obedecer, y que les dé la elección entre
obedecer o convencernos de injusticia, ellos no hacen ni lo uno ni lo otro. He aquí, Sócrates, la
acusación de que te harás acreedor si ejecutas tu designio, y tú serás mucho más culpable que
cualquiera otro ciudadano». Y si yo le pidiese la razón, la ley me cerraría sin duda la boca
diciéndome, que yo estoy más que todos los demás ciudadanos sometido a todas estas condiciones.
«Yo tengo, me diría, grandes pruebas de que la ley y la república han sido de tu agrado, porque no
hubieras permanecido en la ciudad como los demás atenienses, si la estancia en ella no te hubiera
sido más satisfactoria que en todas las demás ciudades. Jamás ha habido espectáculo que te haya
obligado a salir de esta ciudad, salvo una vez cuando fuiste a Corinto para ver los juegos[2]; jamás
has salido que no sea a expediciones militares; jamás emprendiste viajes, como es costumbre entre
los ciudadanos; jamás has tenido la curiosidad de visitar otras ciudades, ni de conocer otras leyes; tan
apasionado has sido por esta ciudad, y tan decidido a vivir según nuestras máximas, que aquí has
tenido hijos, testimonio patente de que vivías complacido en ella. En fin, durante tu proceso podías
condenarte a destierro, si hubieras querido, y hacer entonces, con asentimiento de la república, lo que
intentas hacer ahora a pesar suyo. Tú que te alababas de ver venir la muerte con indiferencia, y que
pretendías preferirla al destierro, ahora, sin miramiento a estas magníficas palabras, sin respeto a las
leyes, puesto que quieres abatirlas, haces lo que haría el más vil esclavo, tratando de salvarte contra
las condiciones del tratado que te obliga a vivir según nuestras reglas. Respóndenos, pues, como buen
ciudadano; ¿no decimos la verdad, cuando sostenemos que tú estás sometido a este tratado, no con
palabras, sino de hecho y a todas sus condiciones?». ¿Qué diríamos a esto? ¿Y qué partido podríamos
tomar más que confesarlo?
CRITÓN. —Sería preciso hacerlo, Sócrates.
SÓCRATES. —La ley continuaría diciendo: «¿Y qué adelantarías, Sócrates, con violar este tratado
y todas sus condiciones? No has contraído esta obligación ni por la fuerza, ni por la sorpresa, ni
tampoco te ha faltado tiempo para pensarlo. Setenta años han pasado, durante los cuales has podido
retirarte, si no estabas satisfecho de mí, y si las condiciones que te proponía no te parecían justas. Tú
no has preferido ni a Lacedemonia,[3] ni a Creta, cuyas leyes han sido constantemente un objeto de
alabanza en tu boca, ni tampoco has dado esta preferencia a ninguna de las otras ciudades de Grecia o
de los países extranjeros. Tú, como los cojos, los ciegos y todos los estropeados, jamás has salido de
la ciudad, lo que es una prueba invencible de que te ha complacido vivir en ella más que a ningún
otro ateniense; y bajo nuestra influencia, por consiguiente, porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser
aceptable? ¡Y ahora te rebelas y no quieres ser fiel a este pacto! Pero si me crees, Sócrates, tú le
respetarás, y no te expondrán a la risa pública, saliendo de Atenas; porque reflexiona un poco, te lo
suplico. ¿Qué bien resultará a ti y a tus amigos, si persistís en la idea de traspasar mis órdenes? Tus
amigos quedarán infaliblemente expuestos al peligro de ser desterrados de su patria o de perder sus
bienes, y respecto a ti, si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas o Megara, como son ciudades muy
bien gobernadas, serás mirado allí como un enemigo; porque todos los que tienen amor por su patria
te mirarán con desconfianza como un corruptor de las leyes. Les confirmarás igualmente en la
justicia del fallo que recayó contra ti, porque todo corruptor de las leyes pasará fácilmente y siempre
por corruptor de la juventud y del pueblo ignorante. ¿Evitarás todo roce en esas ciudades cultas y en
esas sociedades compuestas de hombres justos? Pero entonces, ¿qué placer puedes tener en vivir? ¿O
tendrás valor para aproximarte a ellos, y decirles, como haces aquí, que la virtud, la justicia, las leyes
y las costumbres deben estar por encima de todo y ser objeto del culto y de la veneración de los
hombres? ¿Y no conoces que esto sería altamente vergonzoso? No puedes negarlo, Sócrates.
Tendrías necesidad de salir inmediatamente de esas ciudades cultas, e irías a Tesalia a casa de los
amigos de Critón, a Tesalia donde reina más el libertinaje que el orden,[4] y en donde te oirían sin
duda con singular placer referir el disfraz con que habías salido de la prisión, vestido de harapos o
cubierto con una piel, o, en fin, disfrazado de cualquier manera como acostumbran a hacer todos los
fugitivos. ¿Pero no se encontrará uno que diga: he aquí un anciano, que no pudiendo ya alargar su
existencia naturalmente, tan ciego está por el ansia de vivir, que no ha dudado, por conservar la vida,
echar por tierra las leyes más santas? Quizá no lo oirás, si no ofendes a nadie; pero al menor motivo
de queja te dirían estas y otras mil cosas indignas de ti; vivirás esclavo y víctima de todos los demás
hombres, porque ¿qué remedio te queda? Estarás en Tesalia entregado a perpetuos festines, como si
sólo te hubiera atraído allí un generoso hospedaje. Pero entonces ¿a dónde han ido a parar tus
magníficos discursos sobre la justicia y sobre la virtud? ¿Quieres de esta manera conservarte quizá
para dar sustento y educación a tus hijos? ¡Qué!, ¿será en Tesalia donde los has de educar? ¿Creerás
hacerles un bien convirtiéndolos en extranjeros y alejándolos de su patria? ¿O bien no quieres
llevarlos contigo, y crees que, ausente tú de Atenas, serán mejor educados viviendo tú? Sin duda tus
amigos tendrán cuidado de ellos. Pero este cuidado que tus amigos tomarán en tu ausencia, ¿no lo
tomarán igualmente después de tu muerte? Persuádete de que los que se dicen tus amigos te prestarán
los mismos servicios, si es cierto que puedes contar con ellos. En fin, Sócrates, ríndete a mis razones,
sigue los consejos de la que te ha dado el sustento, y no te fijes ni en tus hijos, ni en tu vida, ni en
ninguna otra cosa, sea la que sea, más que en la justicia, y cuando vayas al infierno, tendrás con qué
defenderte delante de los jueces. Porque desengáñate, si haces lo que has resuelto, si faltas a las leyes,
no harás tu causa ni la de ninguno de los tuyos ni mejor, ni más justa, ni más santa, sea durante tu
vida, sea después de tu muerte. Pero si mueres, morirás víctima de la injusticia, no de las leyes, sino
de los hombres; en lugar de que si sales de aquí vergonzosamente, volviendo injusticia por injusticia,
mal por mal, faltarás al pacto que te liga a mí, dañarás a una porción de gentes que no debían esperar
esto de ti; te dañarás a ti mismo, a mí, a tus amigos, a tu patria. Yo seré tu enemigo mientras vivas, y
cuando hayas muerto, nuestras hermanas las leyes que rigen en los infiernos no te recibirán
indudablemente con mucho favor, sabiendo que has hecho todos los esfuerzos posibles para
arruinarme. No sigas, pues, los consejos de Critón y sí los míos».
Me parece, mi querido Critón, oír estos acentos, como los inspirados por Cibeles creen oír las
flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuena en mi alma, y me hacen insensible a cualquiera
otro discurso, y has de saber que, por lo menos en mi disposición presente, cuanto puedas decirme en
contra será inútil. Sin embargo, si crees convencerme, habla.
CRITÓN. —Sócrates, nada tengo que decir.
PRIMER ALCIBÍADES
Argumento del Primer Alcibíades[1]
por Patricio de Azcárate

La naturaleza humana o el conocimiento de sí mismo, considerado como punto de partida del


perfeccionamiento moral del hombre, como el principio de todas las ciencias en general, y en
particular de la política; tal es el objeto del Primer Alcibíades.
Dos partes tiene el diálogo. La primera no es más que un largo preámbulo. Lo justo y lo útil son
por su orden objeto de esta discusión preliminar, cuyo enlace y sustancia son los siguientes: Sócrates
encuentra a Alcibíades, que se dispone a subir a la tribuna de las arengas. ¿Qué dirá a los atenienses
sobre sus negocios? ¿Qué consejos les dará? Sócrates lo pone en el caso de responder que
comprometerá a los atenienses a hacer lo que es justo. Pero indudablemente es indispensable que
Alcibíades sepa lo que es la justicia. ¿Cómo puede saberlo? Puede saberlo por haberlo aprendido de
algún maestro, o por haberlo aprendido por sí mismo. Conformes ambos en que no lo ha aprendido
de ningún maestro, Alcibíades se ve precisado a confesar que tampoco lo ha aprendido por sí mismo.
Porque para aprenderlo por sí mismo, es preciso hacer indagaciones, y para hacer indagaciones es
preciso creer que se ignora lo que se indaga, y Alcibíades, al no poder decir en qué momento creyó
ignorar lo justo, conviene implícitamente en que jamás lo ha buscado, ni lo ha indagado, ni lo ha
encontrado. ¿Lo aprendió del pueblo? Pero el pueblo no puede enseñar más que aquello que sabe, la
lengua, por ejemplo; pero no lo justo y lo injusto, sobre los cuales no está de acuerdo consigo
mismo. Luego Alcibíades, que no sabe lo que es justo, no puede aprenderlo de los atenienses.
Convencido de su ignorancia sobre este punto, no es más afortunado cuando pretende aconsejar a
los atenienses que hagan lo que es útil. Sócrates podría probarle, valiéndose del mismo
razonamiento, que no conoce mejor lo útil que lo justo, pero prefiere tomar otro camino. Valiéndose
de una serie de deducciones un tanto prolija, sienta que lo que es justo es honesto, que todo lo que es
honesto es bueno, que todo lo que es bueno es útil; deduciendo de aquí la consecuencia de que lo
justo y lo útil son una sola y misma cosa, y que no al no conocer Alcibíades lo justo, ignora por la
misma razón lo útil. De aquí se deduce que Alcibíades es perfectamente incapaz de dar consejos sobre
los negocios públicos, y que carece de toda preparación para la política. ¿De dónde nace esta
incapacidad? De que quiere hablar de cosas que no conoce. Si quiere gobernar a los demás, tiene que
comenzar por instruirse él mismo, y el medio de instruirse es perfeccionarse, es atender primero a su
persona. Ésta es la conclusión de la primera parte.
La segunda comienza por esta pregunta: ¿cómo se atiende primero a su persona? Sócrates
multiplica las pruebas y las más ingeniosas analogías, para demostrar a Alcibíades que el arte de
atender a su persona tiene por principio el conocimiento de sí mismo. El hombre no puede
perfeccionarse, es decir, hacerse mejor de lo que es, si ignora lo que es; ni desarrollar su naturaleza
antes de saber cuál es su naturaleza. De aquí este precepto célebre, que resume en cierta manera toda
la enseñanza filosófica de Sócrates: Conócete a ti mismo.
¿Pero qué es lo que constituye el yo, lo que constituye la persona humana? ¿Es la reunión
material de los miembros y de los órganos de su cuerpo, que son cosas que le pertenecen, pero que
son distintas de ella, como lo son todas las cosas de que ella se sirve? Si el hombre no es el cuerpo,
debe ser aquello que se sirve del cuerpo, y esto debe ser el alma que le manda. ¿Y no puede ser el
hombre el compuesto del alma y del cuerpo? No, porque en tal caso deberían el uno y el otro mandar
a la par, cosa que no sucede, puesto que el cuerpo no se manda a sí mismo, ni manda al alma. Por
consiguiente solo queda esta alternativa: o el hombre no es nada, o es el alma sola. Sócrates de esta
manera establece a la vez la distinción profunda del alma y del cuerpo, y lo que es propio del alma, la
libertad, como la esencia del hombre. Éste es el verdadero objeto del conocimiento de sí mismo.
Estudiar su alma, tal es el fin que debe proponerse todo hombre que quiera conocerse a sí mismo.
¿Pero cómo se la estudia? Aplicando la reflexión a esta parte excelente del alma, donde reside toda su
virtud, como el ojo se ve en esta parte del ojo, donde reside la vista. Este santuario de la ciencia y de
la sabiduría es lo que hay de divino en el alma, y allí es preciso penetrar para conocerse en su fondo.
Allí está la ciencia de los verdaderos bienes y de los verdaderos males, no solo de aquel que se
estudia, sino también de sus semejantes, organizados como él; allí está el arte de evitar las faltas y
ahorrarlas a los demás, es decir, de ser él mismo dichoso y hacer dichosos a los otros, porque, efecto
de la satisfacción moral y del remordimiento, el vicio y la desgracia, la virtud y la felicidad, marchan
respectivamente juntos.
Por consiguiente, la virtud es moral y políticamente la primera necesidad de un pueblo y la causa
misma de su prosperidad. He aquí lo que debe tener en cuenta el que quiera conducir y manejar los
negocios públicos. ¿Y enseñará al pueblo a ser virtuoso, si no lo es él mismo? Le conviene más que a
nadie tener el espíritu fijo en esta parte de sí mismo, reflejo de la sabiduría y de la justicia divinas,
donde aprenderá, que el esfuerzo supremo de su naturaleza libre, el secreto de su fuerza, consiste en
aproximarse, por medio de la virtud que perfecciona, a la esencia del Dios que se refleja en él. Lejos
de esta luz, no puede menos de caminar a ciegas y perder a los que sigan sus pasos. Vicioso y servil,
solo es capaz de obedecer, como sirve el cuerpo al alma. La virtud, libre como el alma misma, de la
que es su perfección útil y justa, como Dios de donde ella emana, es la única capaz de crear los
verdaderos hombres de Estado y de labrar la felicidad del pueblo.
Primer Alcibíades o de la naturaleza humana
SÓCRATES — ALCIBÍADES

SÓCRATES. —Hijo de Clinias, estarás sorprendido de ver que, habiendo sido yo el primero en
amarte, sea ahora el último en dejarte; que después de haberte abandonado mis rivales, permanezca
yo fiel; y en fin, que teniéndote los demás como sitiado con sus amorosos obsequios, solo yo haya
estado sin hablarte por espacio de tantos años. No ha sido ningún miramiento humano el que me ha
sugerido esta conducta, sino una consideración por entero divina, que te explicaré más adelante.
Ahora que el Dios no me lo impide, me apresuro a comunicarme contigo, y espero que nuestra
relación no te ha de ser desagradable para lo sucesivo. En todo el tiempo que ha durado mi silencio,
no he cesado de mirar y juzgar la conducta que has observado con mis rivales; entre el gran número
de hombres orgullosos que se han mostrado adictos a ti, no hay uno que no hayas rechazado con tus
desdenes, y quiero explicarte la causa de este desprecio tuyo para con ellos. Tú crees no necesitar de
nadie, tan generosa y liberal ha sido contigo la naturaleza, comenzando por el cuerpo y concluyendo
con el alma. En primer lugar te crees el más hermoso y más bien formado de todos los hombres, y en
este punto basta verte para decir que no te engañas. En segundo lugar, tú crees que perteneces a una de
las más ilustres familias de Atenas, Atenas, que es la ciudad de mayor consideración entre las demás
ciudades griegas. Por tu padre cuentas con numerosos y poderosos amigos, que te apoyarán en
cualquier lance, y no los tienes menos poderosos por tu madre.[1] Pero a tus ojos el principal apoyo
es Pericles, hijo de Jantipo, que tu padre dio por tutor a tu hermano y a ti, y cuya autoridad es tan
grande, que hace todo lo que quiere, no solo en esta ciudad, sino en toda la Grecia y en las demás
naciones extranjeras. Podría hablar también de tus riquezas, si no supiera que en este punto no eres
orgulloso. Todas estas grandes ventajas te han inspirado tanta vanidad, que has despreciado a todos
tus amantes, como hombres demasiado inferiores a ti, y así ha resultado que todos se han retirado; tú
lo has llegado a conocer, y estoy muy seguro de que te sorprende verme persistir en mi pasión, y que
quieres averiguar qué esperanza he podido conservar para seguirte solo después que todos mis
rivales te han abandonado.
ALCIBÍADES. —Lo que tú no sabes, Sócrates, es que me has llevado de ventaja un solo
momento, porque tenía intención de preguntarte yo el primero qué es lo que justifica tu
perseverancia. ¿Qué quieres y qué esperas, cuando te veo, importuno, aparecer siempre y con
empeño en todos los parajes adonde yo voy? Porque, en fin, yo no puedo menos de sorprenderme de
esta conducta tuya, y será para mí un placer el que me digas cuáles son tus miras.
SÓCRATES. —Es decir, que me oirás con gusto, puesto que tienes deseo de saber cómo pienso;
voy, pues, a hablarte como a un hombre que tendrá la paciencia de escucharme, y que no tratará de
librarse de mí.
ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates, habla pues.
SÓCRATES. —Mira bien a lo que te comprometes, para que no te sorprendas si encuentras en mí
tanta dificultad en concluir como he tenido para comenzar.
ALCIBÍADES. —Habla, mi querido Sócrates, y por mí te doy todo el tiempo que necesites.
SÓCRATES. —Es preciso obedecerte, y aunque es difícil hablar como amante a un hombre que
no ha dado oídos a ninguno, tengo, sin embargo, valor para decirte mi pensamiento. Tengo para mí,
Alcibíades, que si yo te hubiese visto contento con todas tus perfecciones y con ánimo de vivir sin
otra ambición, hace largo tiempo que hubiera renunciado a mi pasión, o, por lo menos, me lisonjeo
de ello. Pero ahora te voy a descubrir otros pensamientos bien diferentes sobre ti mismo, y por esto
conocerás que mi terquedad en no perderte de vista no ha tenido otro objeto que estudiarte. Me
padece que si algún dios te dijese de repente:
—Alcibíades, ¿qué querrías más, morir en el acto, o, contento con las perfecciones que posees,
renunciar para siempre a otras mayores ventajas?, se me figura que querrías más morir. He aquí la
esperanza que te hace amar la vida. Estás persuadido de que apenas hayas arengado a los atenienses,
cosa que va a suceder bien pronto, los harás sentir que mereces ser honrado más que Pericles y más
que ninguno de los ciudadanos que hayan ilustrado la república; que te harás dueño de la ciudad, que
tu poder se extenderá a todas las ciudades griegas y hasta a las naciones bárbaras que habitan nuestro
continente.
Pero si ese mismo dios te dijera:
—Alcibíades, serás dueño de toda la Europa, pero no extenderás tu dominación sobre el Asia,
creo que tú no querrías vivir para alcanzar una dominación tan miserable, ni para nada que no sea
llenar el mundo entero con el ruido de tu nombre y de tu poder; y creo también que, excepto Ciro y
Jerjes, no hay un hombre a quien quieras conceder la superioridad.
Aquí tienes tus miras; yo lo sé y no por conjeturas; bien adviertes que digo verdad, y quizá por
esto mismo no dejarás de preguntarme:
—Sócrates, ¿qué tiene que ver este preámbulo con tu obstinación en seguirme por todas partes,
que es lo que te proponías explicarme? Voy a satisfacerte, querido hijo de Clinias y de Dinómaca. Es
porque todos esos vastos planes no puedes llevarlos a buen término sin mí; tanto influjo tengo sobre
todos tus negocios y sobre ti mismo. De aquí procede sin duda que el Dios que me gobierna no me ha
permitido hablarte hasta ahora, y yo aguardaba su permiso. Y como tú tienes esperanza de que desde
el momento en que hayas hecho ver a tus conciudadanos lo digno que eres de los más grandes
honores, ellos te dejarán dueño de todo, yo espero en igual forma adquirir gran crédito para contigo
desde el acto en que te haya convencido de que no hay ni tutor, ni pariente, ni hermano que pueda
darte el poder a que aspiras, y que solo yo, como más digno que ningún otro, puedo hacerlo,
auxiliado de dios. Mientras eras joven y no tenías esta gran ambición, Dios no me permitió hablarte,
para no malgastar el tiempo. Hoy me lo permite, porque ya tienes capacidad para entenderme.
ALCIBÍADES. —Confieso, Sócrates, que te encuentro más admirable ahora, desde que has
comenzado a hablarme, que antes cuando guardabas silencio, aunque siempre me lo has parecido; has
adivinado perfectamente mis pensamientos, lo confieso; y aun cuando te dijera lo contrario, no
conseguiría persuadirte. Pero ¿cómo conseguirás probarme que con tu socorro llegaré a conseguir
las grandes cosas que medito, y que sin ti no puedo prometerme nada?
SÓCRATES. —¿Exiges de mí que haga un gran discurso como los que estás tú acostumbrado a
escuchar? Ya sabes, que no es ésa la forma que yo uso. Pero estoy en posición, creo, de convencerte
de que lo que llevo sentado es verdadero, con tal de que quieras concederme una sola cosa.
ALCIBÍADES. —La concedo, con tal de que no sea muy difícil.
SÓCRATES. —¿Es cosa difícil responder a algunas preguntas?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —Respóndeme, pues.
ALCIBÍADES. —No tienes más que preguntarme.
SÓCRATES. —¿Supondré, al interrogarte, que meditas estos grandes planes que yo te atribuyo?
ALCIBÍADES. —Así me gusta; por lo menos tendré el placer de oír lo que tú tienes que decirme.
SÓCRATES. —Respóndeme. Tú te preparas, como dije antes, para presentarte dentro de pocos
días en la Asamblea de los atenienses, para comunicarles tus luces. Si en aquel acto te encontrase y te
dijese: —Alcibíades, ¿con motivo de qué deliberación te has levantado a dar tu dictamen a los
atenienses? ¿Es sobre cosas que sabes tú mejor que ellos? ¿Qué me responderías?
ALCIBÍADES. —Te respondería sin dudar, que es sobre cosas que yo sé mejor que ellos.
SÓCRATES. —Porque tú no puedes dar buenos consejos, sino sobre cosas que tú sabes.
ALCIBÍADES. —¿Cómo es posible darlos sobre lo que no se sabe?
SÓCRATES. —¿Y no es cierto, que tú no puedes saber las cosas, sino por haberlas aprendido de
los demás, o por haberlas descubierto tú mismo?
ALCIBÍADES. —¿Cómo se pueden saber las cosas de otra manera?
SÓCRATES. —Pero ¿es posible que las hayas aprendido de los demás o encontrado por ti mismo,
cuando no has querido ni aprender nada, ni indagar nada?
ALCIBÍADES. —Eso no puede ser.
SÓCRATES. —¿Te ha venido a la mente indagar o aprender lo que tú creías saber?
ALCIBÍADES. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Luego lo que tú sabes ahora, hubo un tiempo en que pensabas que no lo sabías.
ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.
SÓCRATES. —Pero yo sé, poco más o menos, las cosas que has aprendido; si olvido alguna,
recuérdamela. Tú has aprendido, si no me equivoco, a leer y escribir, a tocar la lira y luchar, porque
la flauta la has desdeñado.[2] He aquí todo lo que tú sabes, a no ser que hayas aprendido algo de que
no dé yo cuenta, a pesar de que día y noche he sido testigo de tu conducta.
ALCIBÍADES. —Es cierto; son las únicas cosas que he aprendido.
SÓCRATES. —Cuando los atenienses deliberen sobre la escritura, ¿te levantarás para dar tus
consejos acerca de cómo es necesario escribir?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Te levantarás cuando deliberen sobre el modo de tocar la lira?
ALCIBÍADES. —¡Vaya una magnífica deliberación!
SÓCRATES. —Pero los atenienses, ¿no tienen costumbre de deliberar sobre los diferentes
ejercicios de la palestra?
ALCIBÍADES. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿Sobre qué esperas tú que deliberen para que pueda aconsejarles? ¿No será sobre
la manera de construir una casa?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —El más miserable albañil les aconsejaría mejor que tú.
ALCIBÍADES. —Tienes razón.
SÓCRATES. —¿Tampoco será cuando deliberen sobre algún punto de adivinación?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —Un adivino sabe en esta materia más que tú.
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Ya sea pequeño o grande, hermoso o feo, de alto o bajo nacimiento.
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Porque un buen consejo viene de la ciencia y no de las riquezas.
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —Y si los atenienses deliberasen sobre la salud de los ciudadanos, ¿no buscarían un
médico para consultarle, sin averiguar si era rico o pobre?
ALCIBÍADES. —Eso es bien seguro.
SÓCRATES. —¿Con qué motivo y con qué razones te levantarías a dar a los atenienses buenos
consejos?
ALCIBÍADES. —Cuando deliberan sobre sus negocios.
SÓCRATES. —¿Qué, cuando deliberan en lo relativo a la construcción de buques para saber la
clase de los que deben construir?
ALCIBÍADES. —No es eso, Sócrates.
SÓCRATES. —Porque tú no has aprendido a construir buques, y he aquí por qué sobre esta
materia no hablarás. ¿No es así?
ALCIBÍADES. —Tú lo has dicho.
SÓCRATES. —¿Cuándo, pues, deliberan sobre sus negocios, dime?
ALCIBÍADES. —Cuando se trata de la paz, de la guerra o de cualquier otro negocio que atañe a la
república.
SÓCRATES. —Es decir, ¿cuándo deliberan con qué pueblos debe estarse en guerra o hacerse la
paz, y cuándo y cómo?
ALCIBÍADES. —Eso mismo.
SÓCRATES. —¿Si es preciso llevar la paz o la guerra a pueblos con que convenga adoptar uno u
otro medio?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Consultando la conveniencia como mejor partido?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y por todo el tiempo que convenga?
ALCIBÍADES. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Si los atenienses deliberasen con qué atletas es preciso luchar, y con quiénes
agarrarse de manos, sin tocar los cuerpos, y cómo y cuándo es preciso hacer estos diferentes
ejercicios, ¿darías tú mejores consejos sobre todo esto que un maestro de palestra?
ALCIBÍADES. —El maestro de palestra los daría mejores sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Puedes decirme a qué atendería principalmente este maestro de palestra, para
ordenar con quién, cuándo y cómo deben hacerse estos ejercicios? ¿No atendería a que se ejecutaran
lo mejor posible?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Ordenaría, como lo mejor, que se ejecutaran por todo el tiempo que se creyera
conveniente?
ALCIBÍADES. —Por todo el tiempo.
SÓCRATES. —¿Y en las ocasiones que mejor conviniera?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y el que canta ¿no debe tan pronto acompañarse con la lira y tan pronto bailar,
cantando y tocando?
ALCIBÍADES. —Así es preciso.
SÓCRATES. —¿Y esto debe hacerlo, cuando sea lo mejor y más conveniente?
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Y por todo el tiempo que mejor sea?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Puesto que hay un mejor en el canto y en el acompañamiento, como lo hay en la
lucha, ¿cómo llamas tú a este mejor?, porque al de la lucha yo le llamo mejor gimnástico.
ALCIBÍADES. —No te entiendo.
SÓCRATES. —Procura seguirme. Si fuera yo, respondería, que este mejor es lo que siempre es
bien; y lo que siempre es bien ¿no es lo que se hace conforme a las reglas del arte?
ALCIBÍADES. —Tienes razón.
SÓCRATES. —¿El arte de la lucha no es la gimnástica?
ALCIBÍADES. —Así lo has dicho.
SÓCRATES. —¿Pero no tengo razón?
ALCIBÍADES. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —Ánimo; a ti me dirijo, y procura responderme bien. ¿Cómo llamas el arte que
enseña a cantar, tocar la lira y bailar bien? ¿No podrías decírmelo en una sola palabra?
ALCIBÍADES. —No en verdad, Sócrates.
SÓCRATES. —Haz un ensayo; voy a ponerte en el camino. ¿Cómo llamas tú a las diosas que
presiden este arte?
ALCIBÍADES. —¿Quieres hablar de las musas?
SÓCRATES. —Ciertamente. Mira qué nombre ha tomado este arte de las musas.
ALCIBÍADES. —¡Ah!, ¿hablas de la música?
SÓCRATES. —Precisamente; y como te he dicho, que lo que se hace conforme a las reglas de la
lucha y de la gimnasia se llama gimnástica, dime igualmente cómo llamas tú lo que se hace según las
reglas de este arte.
ALCIBÍADES. —Yo lo llamo arte musical.
SÓCRATES. —Muy bien. Pero, dime, en el arte de hacer la guerra y en el de hacer la paz ¿cuál es
lo mejor y cómo lo llamas? Así como en cada una de las otras dos artes dices que lo mejor en el uno
es lo que es más gimnástico, y lo mejor en el otro lo que es más musical, trata de decirme ahora, en lo
que te he preguntado, el nombre de lo mejor.
ALCIBÍADES. —No podré decírtelo.
SÓCRATES. —Pero si alguno te oyese razonar y dar consejos sobre alimentos, y decir: «Este
alimento es mejor que aquel, es preciso tomarlo en tal tiempo y en tal cantidad», y él te preguntase:
«Alcibíades, ¿qué es lo que llamas mejor?». ¿No sería una vergüenza que no pudieses responderle
que lo mejor es lo que es más sano, aunque no seas médico, y que en las cosas que haces profesión de
saber y sobre las que te mezclas en dar consejos, como sabiéndolas mejor que los demás, no tuvieses
nada que responder? ¿No te llena esto de confusión?
ALCIBÍADES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Aplícate pues y haz un esfuerzo para decirme cuál es el objeto de este mejor que
buscamos en el arte de hacer la paz o la guerra, y con quién se debe estar en guerra o en paz.
ALCIBÍADES. —Yo no podré encontrarlo por más que me empeñe.
SÓCRATES. —Qué, ¿no sabes, que cuando hacemos la guerra nos quejamos de cualquier cosa
que nos han hecho aquellos contra los que tomamos las armas, e ignoras qué nombre damos a
aquello de que nos quejamos?
ALCIBÍADES. —Sé que decimos que se nos ha engañado o insultado o despojado.
SÓCRATES. —Ánimo y sigamos. Cuando tales cosas nos suceden, ¿puedes explicarme la
diferente manera en que pueden ocurrir?
ALCIBÍADES. —¿Quieres decir, Sócrates, que pueden ellas ocurrir justa o injustamente?
SÓCRATES. —Eso mismo.
ALCIBÍADES. —Y esto constituye una diferencia infinita.
SÓCRATES. —¿A qué pueblos declararán la guerra los atenienses por tus consejos? ¿Será a los
que siguen la justicia o a los que la violan?
ALCIBÍADES. —¡Terrible pregunta, Sócrates! Porque aun cuando hubiese alguno que creyese
que es preciso hacer la guerra a los que respetan la justicia, ¿se atrevería a sostenerlo?
SÓCRATES. —Es cierto; eso no es conforme a las leyes.
ALCIBÍADES. —No, sin duda; eso no es ni justo, ni decente.
SÓCRATES. —¿Tendrás por consiguiente en cuenta la justicia en todos tus consejos?
ALCIBÍADES. —Es indispensable.
SÓCRATES. —Pero ese mejor, que yo te reclamaba antes, con motivo de la paz y de la guerra,
para saber con quién, cómo y cuándo es preciso hacer la guerra y la paz ¿no es siempre lo más justo?
ALCIBÍADES. —Así me parece.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Alcibíades, es preciso que sucedan una de dos cosas: o que sin
saberlo, ignores tú lo que es justo, o que, sin saberlo yo, hayas ido a casa de algún maestro que te
enseñara a distinguir lo que es más justo y lo que es más injusto. ¿Quién es ese maestro? Dímelo, te
lo suplico, para que me pongas en sus manos y me recomiendes a él.
ALCIBÍADES. —Ésa es una de tus ironías, Sócrates.
SÓCRATES. —No, te lo juro por el Dios que preside a nuestra amistad, y que es un Dios a quien
no querría ofender con un perjurio. Te lo suplico muy seriamente; si tienes un maestro, dime quién
es.
ALCIBÍADES. —¡Ah!, y aunque yo no tenga maestro, ¿crees tú que no pueda saber por otra parte
lo que es justo y lo que es injusto?
SÓCRATES. —Lo sabrás, si lo has descubierto tú mismo.
ALCIBÍADES. —¿Y crees tú que no lo he descubierto?
SÓCRATES. —Si has hecho indagaciones, lo habrás descubierto.
ALCIBÍADES. —¿Piensas que no he hecho yo indagaciones?
SÓCRATES. —Pero si has hecho indagaciones, habrás creído ignorarlo.
ALCIBÍADES. —¿Te imaginas que no ha habido un tiempo en que yo lo ignoraba?
SÓCRATES. —Muy bien. Pero podrías señalarme precisamente ese tiempo, en que has creído que
ignorabas lo que es justo e injusto. Veamos; ¿fue el año pasado cuando empezaste a hacer tus
indagaciones porque lo ignorabas? ¿O creías saberlo? Di la verdad para que no hablemos en vano.
ALCIBÍADES. —El año pasado creía saberlo.
SÓCRATES. —¿Hace tres, cuatro, cinco, no lo creías lo mismo?
ALCIBÍADES. —Lo mismo.
SÓCRATES. —Antes de este tiempo tú eras un niño; ¿no es así?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y en ese mismo tiempo de tu infancia, estoy seguro de que creías saberlo?
ALCIBÍADES. —¿Cómo dices que estás seguro?
SÓCRATES. —Porque durante tu infancia, en casa de tus maestros y en todas partes; en medio de
tus juegos de dados o cualquier otro, te he visto muchas veces no dudar sobre la decisión de lo justo
y de lo injusto, y decir con tono firme y seguro a cualquiera de tus camaradas, que era un pícaro, que
era injusto, que te hacía una injusticia; ¿no es cierto esto?
ALCIBÍADES. —¿Qué debía hacer, a juicio tuyo, cuando se me hacia alguna injusticia?
SÓCRATES. —¿Quieres decir, lo que debías hacer, ignorando o sabiendo que lo que te se hacía
era una injusticia?
ALCIBÍADES. —Pero yo no lo ignoraba; antes bien, reconocía perfectamente que se me hacia
una injusticia.
SÓCRATES. —Ya ves por esto que, cuando no eras más que un niño, creías conocer ya lo justo y
lo injusto.
ALCIBÍADES. —Creía conocerlo y lo conocía.
SÓCRATES. —¿En qué época fue el descubrimiento?, porque no fue cuando ya creías saberlo.
ALCIBÍADES. —No, sin duda.
SÓCRATES. —¿En qué tiempo creías tú ignorarlo? Míralo, echa cuentas; tengo mucho miedo de
que no des con ese tiempo.
ALCIBÍADES. —En verdad, Sócrates, no puedo decírtelo.
SÓCRATES. —¿Por consiguiente, tú no has encontrado por ti mismo esta ciencia de lo justo y de
lo injusto?
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Pero confesaste antes que no la has aprendido de los demás; y si no la has
encontrado por ti mismo ni la has aprendido de los demás, ¿cómo la sabes? ¿De dónde te ha venido?
ALCIBÍADES. —Pero quizá me engañé cuando te dije que no la había aprendido por mí mismo.
SÓCRATES. —Pues entonces, ¿cómo la has aprendido por ti mismo?
ALCIBÍADES. —Creo, que la he aprendido como los demás.
SÓCRATES. —¿Otra vez volvemos a empezar? ¿De quién la has aprendido? Habla.
ALCIBÍADES. —Del pueblo.
SÓCRATES. —Mal maestro me citas.
ALCIBÍADES. —Qué, ¿el pueblo no es capaz de enseñarla?
SÓCRATES. —¡Bien libre está!, si no es capaz de enseñar a juzgar bien sobre las jugadas de un
tablero, ¿cómo ha de enseñar lo que es justo o injusto, que es mucho más difícil? ¿No lo crees tú
como yo?
ALCIBÍADES. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —¿Y si no es capaz de enseñarte cosas de tan poca consecuencia, cómo te ha de
enseñar las que son más importantes?
ALCIBÍADES. —Soy de tu dictamen; sin embargo, el pueblo es capaz de enseñar muchas cosas
muy superiores a este juego.
SÓCRATES. —¿Cuáles?
ALCIBÍADES. —Nuestra lengua, por ejemplo, yo no la he aprendido de nadie sino del pueblo, sin
que pueda nombrar ni un solo maestro; y esta enseñanza se la debo a él, a pesar de tenerlo tú por un
mal maestro.
SÓCRATES. —¡Ah!, es cierto, querido mío, que el pueblo, en materia de lengua, es muy excelente
maestro y tienes razón en referirte a él.
Este juego no era de damas ni de ajedrez, sino un juego científico, porque enseñaba el
movimiento de los cielos, los eclipses, etc.
ALCIBÍADES. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque en materia de lengua el pueblo tiene todo lo que deben tener los mejores
maestros.
ALCIBÍADES. —¿Qué es lo que tiene?
SÓCRATES. —¿Los que quieren enseñar una cosa no deben saberla bien antes?
ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —¿Los que saben bien una cosa no deben estar de acuerdo entre sí sobre lo que
saben, sin disputar jamás?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y si disputasen, creerías que estaban bien instruidos?
ALCIBÍADES. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿Cómo, pues, serían capaces de enseñarlo?
ALCIBÍADES. —De ningún modo.
SÓCRATES. —Qué, ¿todo el pueblo no conviene sobre la significación de estas palabras: una
piedra, un bastón? Interroga a todos los griegos; ellos te responderán la misma cosa, y cuando les
pidan una piedra o un bastón, todos se dirigirán a estos objetos, y así de todo lo demás. Porque creo
que esto es lo que tú quieres decir por saber la lengua.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y todos los griegos no convienen en esto, ciudadanos con ciudadanos, ciudades
con ciudades?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Por consiguiente, para la lengua el pueblo sería muy buen maestro?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Y así si quisiéramos que un hombre se hiciera muy entendido en la lengua, le
pondríamos justamente en manos del pueblo?
ALCIBÍADES. —Justamente.
SÓCRATES. —Pero si en lugar de querer saber lo que significan las palabras hombre o caballo,
quisiéramos saber si un caballo es bueno o malo, ¿el pueblo sería capaz de enseñárnoslo?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Porque una prueba bien segura de que no lo sabe y de que no puede enseñarlo es
que no está de acuerdo sobre este punto consigo mismo.
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y si quisiéramos saber, no lo que quiere decir la palabra hombre, sino lo que es
un hombre sano o enfermo, ¿el pueblo estaría en estado de decírnoslo?
ALCIBÍADES. —Menos aún.
SÓCRATES. —En todo lo que lo veas en desacuerdo consigo mismo, ¿no lo juzgarás muy mal
maestro?
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Y crees tú que sobre lo justo y lo injusto y sobre sus propios negocios el pueblo
esté más de acuerdo consigo mismo que en los demás?
ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.
SÓCRATES. —¿No crees tú que precisamente en esto es en lo que menos de acuerdo está el
pueblo?
ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de eso.
SÓCRATES. —¿Has oído ni leído jamás, que por sostener que una cosa está sana o enferma,
hayan tomado los hombres las armas y se hayan degollado los unos a los otros?
ALCIBÍADES. —¡Qué locura!
SÓCRATES. —Pero confiesa que si no lo has visto, por lo menos has leído que eso ha sucedido
por sostener que una cosa es justa o injusta; por ejemplo, en la Odisea y en la Ilíada de Homero.
ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —El fundamento de estos poemas ¿no es la diversidad de opiniones sobre la justicia
y la injusticia?
ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates.
SÓCRATES. —¿No es ésta diversidad la que causó tantos combates y tantas muertes entre los
griegos y troyanos, la que ha hecho pasar por tantos peligros a Odiseo, y la que perdió a los amantes
de Penélope?
ALCIBÍADES. —Dices verdad.
SÓCRATES. —¿No es ésta misma diversidad sobre lo justo y lo injusto la única causa que ha
hecho perecer a tantos atenienses, lacedemonios y beocios en la jornada de Tanagra,[3] y después de
esta en la batalla de Coronea,[4] donde recibió la muerte tu padre?
ALCIBÍADES. —¿Podrá nadie negarlo?
SÓCRATES. —¿Nos atreveremos a decir que el pueblo sabe bien una cosa sobre la que disputa
con tanta animosidad, dejándose llevar de los más funestos arranques?
ALCIBÍADES. —No, sin duda.
SÓCRATES. —¡Ah!, ¡mira los maestros que nos citas; en el acto mismo reconoces su ignorancia!
ALCIBÍADES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿Qué trazas hay de que tú sepas lo que es justo o injusto, cuando se te ve tan
indeciso y tan fluctuante, y cuando ni lo has aprendido de los demás, ni lo has descubierto por ti
mismo?
ALCIBÍADES. —Ninguna traza hay, según tú dices.
SÓCRATES. —¿Cómo, según tú dices? Hablas muy mal, Alcibíades.
ALCIBÍADES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —¿Sostienes que soy yo el que dice eso?
ALCIBÍADES. —Y qué, ¿no eres tú el que dices que yo no sé nada de todo lo relativo a la justicia
e injusticia?
SÓCRATES. —No, no soy yo ciertamente.
ALCIBÍADES. —¿Quién es entonces?, ¿soy yo?
SÓCRATES. —Sí, tú mismo.
ALCIBÍADES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —He aquí cómo. Si yo te preguntase entre el uno y el dos, cuál es el mayor número,
¿no me responderías que el dos?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Y si yo te preguntase, ¿en qué es más grande?
ALCIBÍADES. —En uno.
SÓCRATES. —¿Quién de nosotros dice que dos es más que uno?
ALCIBÍADES. —Yo.
SÓCRATES. —¿No soy yo el que pregunta y tú el que respondes?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Y en este momento sobre lo justo y lo injusto, ¿no soy yo el que pregunta y tú el
que respondes?
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Y si te preguntase cuáles son las letras que componen el nombre de Sócrates y las
dijeses una por una, ¿quién de los dos las diría?
ALCIBÍADES. —Yo.
SÓCRATES. —¡Y bien…!, en una palabra, en una conversación de preguntas y respuestas, ¿quién
afirma una cosa?, ¿el que pregunta o el que responde?
ALCIBÍADES. —Me parece, Sócrates, que el que responde.
SÓCRATES. —¿Y hasta ahora no soy yo el que ha preguntado?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y no eres tú el que me ha respondido?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Quién de los dos ha sido, tú o yo, el que ha afirmado todo lo que hemos dicho?
ALCIBÍADES. —Tengo que convenir en que yo.
SÓCRATES. —¿No se ha dicho que el precioso Alcibíades, hijo de Clinias, sin saber qué es lo
justo y lo injusto, creyendo sin embargo saberlo, se presenta en la Asamblea de los atenienses para
darles consejos sobre cosas que él mismo ignora? ¿No es esto?
ALCIBÍADES. —Eso mismo es.
SÓCRATES. —Se te puede aplicar, Alcibíades, este dicho de Eurípides: tú eres el que la ha
nombrado,[5] porque no soy yo el que lo he dicho, sino tú; y no tienes motivo para achacármelo.
ALCIBÍADES. —Me parece que tienes razón.
SÓCRATES. —Créeme, Alcibíades; es una empresa insensata querer ir a enseñar a los atenienses
lo que tú no sabes, lo que no has querido saber.
ALCIBÍADES. —Me imagino, Sócrates, que los atenienses y todos los demás griegos raras veces
examinan en sus asambleas lo que es más justo o más injusto, porque están persuadidos de que es un
punto demasiado claro. Así es que, sin detenerse en esta indagación, marchan derechos a lo que es
más útil; y lo útil y lo justo son muy diferentes, puesto que siempre hubo gentes que se han
encontrado muy bien cometiendo grandes injusticias, y otros que por haber sido justos han librado
muy mal.
SÓCRATES. —Qué, si lo útil y lo justo son muy diferentes, según dices, ¿piensas conocer lo que
es útil a los hombres y por qué les es útil?
ALCIBÍADES. —¿Quién lo impide, Sócrates, a no ser que exijas de mí que diga de quién lo he
aprendido, o si lo he descubierto por mí mismo?
SÓCRATES. —¿Qué es lo que haces, Alcibíades? Supuesto que hablas así, puede ser, y de hecho
lo es, fácil refutarte con las mismas razones que ya he expuesto; tú quieres nuevas pruebas y nuevas
demostraciones, y tratas las primeras como trajes viejos que salen a la escena y que tú no quieres
vestir, porque deseas cosa nueva. Yo, sin seguirte en tus extravíos, te preguntaré, como ya lo hice,
dónde has aprendido lo que es útil y quién ha sido tu maestro; en una palabra, te pregunto de una vez
todo lo que te pregunté antes. Es bien seguro que me darás la misma respuesta, y que no podrás
probarme, ni que has aprendido de otros lo que es útil, ni que lo has encontrado por ti mismo. Pero
como eres muy delicado, y no gustas oír dos veces la misma cosa, quiero abandonar esta cuestión: si
sabes o no sabes lo que es útil a los atenienses. Pero si lo justo y lo útil son una misma cosa, o si son
muy diferentes, como tú dices, ¿por qué no me lo has probado? Pruébamelo, sea interrogándome,
como yo te he interrogado, sea en forma de discurso, haciendo patente la cosa.
ALCIBÍADES. —Pero no sé, Sócrates, si seré capaz de hablar delante de ti.
SÓCRATES. —Mi querido Alcibíades; supón que soy yo la Asamblea, que soy yo el pueblo;
cuando concurres allí, ¿no es preciso que persuadas a cada particular?
ALCIBÍADES. —Así es.
SÓCRATES. —Y cuando se sabe bien una cosa, ¿no es igual demostrarla a uno por uno, o a
muchos a la vez, como un maestro de lira enseña a uno o a muchos discípulos?
ALCIBÍADES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Y el mismo maestro, ¿no es capaz de enseñar la aritmética a uno o a muchos?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Y este hombre ¿no debe saber aritmética?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Por consiguiente, lo que puedas enseñar a muchos lo puedes enseñar a uno solo.
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Pero qué es lo que puedes enseñar? ¿No es lo que sabes?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Qué otra diferencia hay entre un orador, que habla a todo un pueblo, y un
hombre que habla con su amigo en conversación particular, sino que el primero tiene que convencer
a muchos, y el segundo a uno solo?
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Veamos. Puesto que el que es capaz de probar a muchos lo que sabe, es con más
razón capaz de probarlo a uno solo, despliega para conmigo toda tu elocuencia, y trata de
demostrarme, que lo que es justo no siempre es útil.
ALCIBÍADES. —Eres bien exigente, Sócrates.
SÓCRATES. —Tan exigente que voy a probarte en el acto lo contrario de lo que tú rehúsas
probar.
ALCIBÍADES. —Vamos, habla.
SÓCRATES. —Sólo quiero que me respondas.
ALCIBÍADES. —¡Ah! Nada de preguntas, te lo suplico; habla tú solo.
SÓCRATES. —Qué, ¿es que no quieres que se te convenza?
ALCIBÍADES. —Yo no pido tanto.
SÓCRATES. —Cuando tú mismo me concedas que lo que yo siento es verdadero, ¿no te darás
por convencido?
ALCIBÍADES. —Así me parece.
SÓCRATES. —Respóndeme, pues, y si no aprendes por ti mismo que lo justo es siempre útil, no
lo creas jamás bajo la fe de ningún otro.
ALCIBÍADES. —En buena hora; estoy dispuesto a responderte, porque pienso que en ello ningún
mal me resultará.
SÓCRATES. —Eres profeta, Alcibíades; pero dime, ¿crees tú que haya cosas justas que sean
útiles, y otras que no lo sean?
ALCIBÍADES. —Ciertamente, lo creo.
SÓCRATES. —¿Crees igualmente, que las unas sean honestas y las otras todo lo contrario?
ALCIBÍADES. —Sea como tú dices, si gustas.
SÓCRATES. —Pregunto: ¿un hombre que hace una acción inhonesta, hace una acción justa?
ALCIBÍADES. —Estoy muy lejos de creerlo.
SÓCRATES. —¿Crees que todo lo que es justo es honesto?
ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de ello.
SÓCRATES. —¿Pero todo lo que es honesto es bueno? ¿O crees que hay cosas honestas que son
malas?
ALCIBÍADES. —Yo creo, Sócrates, que hay ciertas cosas honestas que son malas.
SÓCRATES. —¿Y, por consiguiente, que las hay inhonestas que son, buenas?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Observa si te he entendido bien. En los combates ha sucedido muchas veces que un
hombre, queriendo socorrer a su amigo o pariente, ha recibido muchas heridas o ha sido muerto, y
que otro, abandonando a su pariente o amigo, ha salvado la vida. ¿No es esto lo que tú quieres decir?
ALCIBÍADES. —Eso mismo.
SÓCRATES. —El socorro que un hombre da a su amigo es una cosa honesta en cuanto se trata de
salvar al que está obligado a socorrer; ¿y no es esto lo que se llama valor?
SÓCRATES. —¿Y este mismo socorro es una cosa mala, en cuanto el que lo ejecuta se expone a
ser herido y a morir?
ALCIBÍADES. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —¿Pero el valor no es una cosa y la muerte otra?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Entonces este socorro que se da a su amigo no es al mismo tiempo y por el
mismo concepto una cosa honesta y una cosa mala?
ALCIBÍADES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Pero mira si lo que hace esta acción honesta no es igualmente lo que la hace
buena; porque tú has reconocido que, con respecto al valor, esta acción es bella. Examinemos, pues,
ahora si el valor es un bien o un mal, y he aquí el medio de hacer bien este examen. ¿Te deseas a ti
mismo bienes o males?
ALCIBÍADES. —Bienes sin duda.
SÓCRATES. —¿Sobre todo, los mayores bienes de que no querrías verte privado?
ALCIBÍADES. —Sí, los mayores.
SÓCRATES. —¿Qué piensas tú del valor? ¿A qué precio consentirías verte privado de él?
ALCIBÍADES. —Al precio de la vida, si era cosa de vivir con nota de cobarde.
SÓCRATES. —¿La cobardía se parece al más grande de todos los males?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Igual a la muerte misma?
ALCIBÍADES. —Sí, a la muerte.
SÓCRATES. —¿La vida y el valor no son los contrarios de la muerte y de la cobardía?
ALCIBÍADES. —Quién lo duda.
SÓCRATES. —¿Desechas los unos y deseas los otros?
ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —¿No es porque encuentras los unos muy buenos y los otros muy malos?
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Has reconocido tú mismo, que socorrer al amigo en los combates es una cosa
honesta, considerándola con relación al bien, que es el valor?
ALCIBÍADES. —Lo he reconocido.
SÓCRATES. —¿Y que es una cosa mala con relación al mal, es decir, a la muerte?
ALCIBÍADES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Se sigue de aquí, que se debe llamar cada acción según lo que ella produce; si la
llamas buena cuando se convierte en bien, es preciso también llamarla mala cuando se convierte en
mal.
ALCIBÍADES. —Así me parece.
SÓCRATES. —Una bella acción, ¿no es honesta en cuanto es buena, e inhonesta en cuanto es
mala?
ALCIBÍADES. —Sin contradicción.
SÓCRATES. —Desde el momento en que dices, que socorrer a un amigo en los combates es una
acción honesta y al mismo tiempo una acción mala, es como si dijeras que es mala y que es buena.
ALCIBÍADES. —Me parece que dices verdad.
SÓCRATES. —No hay nada honesto que sea malo, en tanto que honesto, ni nada de inhonesto que
sea bueno, en tanto que inhonesto.
ALCIBÍADES. —Así me parece.
SÓCRATES. —Busquemos otra prueba de esta verdad. ¿Todos los que hacen bellas acciones no
obran bien?
ALCIBÍADES. —Muy bien.
SÓCRATES. —Y obrar bien ¿no es ser dichoso?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿No es dichoso por la posesión del bien?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y este bien no se adquiere por obrar bien?
ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —¿Luego son dichosos los que obran bien?
ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Luego hay razón para decir, que obrar bien y ser dichoso es todo uno?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Las bellas acciones ¿son siempre buenas?
ALCIBÍADES. —¿Quién puede negarlo?
SÓCRATES. —Lo que es honesto y lo que es bueno ¿nos parecen la misma cosa?
ALCIBÍADES. —Es indudable.
SÓCRATES. —Por consiguiente ¿todo lo que encontremos honesto debemos encontrarlo bueno?
ALCIBÍADES. —Es de una necesidad absoluta.
SÓCRATES. —Y ahora, lo que es bueno, ¿es útil o no lo es?
ALCIBÍADES. —Muy útil.
SÓCRATES. —¿Te acuerdas de lo que hemos dicho, hablando de la justicia, y en lo que estamos
de acuerdo?
ALCIBÍADES. —Estamos de acuerdo, me parece, en que las acciones justas son necesariamente
honestas.
SÓCRATES. —Y lo que es honesto ¿es bueno?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, Alcibíades, todo lo que es justo es útil.
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Ten bien presente, que eres tú mismo el que asegura todas estas verdades, porque
yo no hago más que interrogar.
ALCIBÍADES. —En eso estoy.
SÓCRATES. —Si alguno, creyendo conocer bien la naturaleza de la justicia, entrase en la
Asamblea de los atenienses o de los peparetienses,[6] y les dijese que sabía que las acciones justas son
algunas veces malas, ¿no te burlarías de él, tú que acabas de reconocer que la justicia y la utilidad son
la misma cosa?
ALCIBÍADES. —Te juro, Sócrates, por todos los dioses, que yo no sé lo que digo, y francamente,
temo que he perdido la razón, porque estas cosas me parecen tan pronto de una manera, tan pronto de
otra, según tú me preguntas.
SÓCRATES. —¿Ignoras, querido mío, la causa de este desorden?
ALCIBÍADES. —La ignoro completamente.
SÓCRATES. —¿Y si alguno te preguntase, si tienes dos o tres ojos, dos o cuatro manos,
responderías tú tan pronto de una manera, tan pronto de otra? ¿No responderías siempre de una
misma manera?
ALCIBÍADES. —Comienzo a desconfiar mucho de mí mismo; creo, sin embargo, que
respondería siempre de igual modo.
SÓCRATES. —¿Y por qué? Porque sabes bien que no tienes más que dos ojos y dos manos; ¿no
es así?
ALCIBÍADES. —Lo creo.
SÓCRATES. —Puesto que respondes tan diferentemente, a pesar tuyo, sobre la misma cosa, es
una prueba infalible de que tú la ignoras.
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Si convienes en que fluctúas en tus respuestas sobre lo justo y lo injusto, sobre lo
honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo, sobre lo útil y su contrario, ¿no es evidente que
esta incertidumbre procede de tu ignorancia?
ALCIBÍADES. —Eso me parece evidente.
SÓCRATES. —Es máxima segura que el espíritu siempre está fluctuante e incierto sobre lo que
ignora.
ALCIBÍADES. —No puede ser de otra manera.
SÓCRATES. —Pero, dime, ¿sabes cómo podrías subir al cielo?
ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, te lo juro.
SÓCRATES. —¿Y tu espíritu está fluctuante sobre esto?
ALCIBÍADES. —Nada de eso.
SÓCRATES. —¿Sabes la razón, o quieres que te la diga?
ALCIBÍADES. —Dila.
SÓCRATES. —Es, querido mío, que al no saber el medio de subir al cielo, no crees saberlo.
ALCIBÍADES. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Examinemos este punto. Cuando ignoras una cosa y sabes que la ignoras, ¿estás
incierto y fluctuante sobre esta misma cosa? Por ejemplo, ¿no sabes que ignoras el arte de preparar
las viandas?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Te complaces en razonar sobre la manera de prepararlas, y hablas de ellas tan
pronto de una manera, tan pronto de otra? ¿No dejas obrar al cocinero, que es a quien corresponde?
ALCIBÍADES. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Y si estuvieses a bordo de un buque, ¿te mezclarías en dar tu dictamen sobre el
movimiento del timón, si había de ser a la izquierda o a la derecha? Ignorando el arte de navegar,
¿dirías tan pronto una cosa, tan pronto otra, o dejarías más bien gobernar al piloto?
ALCIBÍADES. —Sin duda le dejaría gobernar.
SÓCRATES. —Luego tú jamás estás fluctuante e indeciso sobre cosas que no sabes, con tal de que
sepas que no las sabes.
ALCIBÍADES. —Así me parece.
SÓCRATES. —¿Comprendes bien que todas las faltas que se cometen, no proceden sino de esta
especie de ignorancia, que hace que se crea saber lo que no se sabe?
ALCIBÍADES. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Digo que lo que nos arrastra a emprender una cosa es la creencia en que estamos
de que sabemos llevarla a cabo.
ALCIBÍADES. —Ya entiendo.
SÓCRATES. —Porque cuando estamos persuadidos de que no lo sabemos, se deja el negocio a
otros.
ALCIBÍADES. —Eso sucede constantemente.
SÓCRATES. —Así es, que los que están en esta última clase de ignorancia, jamás faltan; porque
dejan a los demás el cuidado de las cosas que ellos no saben.
ALCIBÍADES. —¡Estoy conforme!
SÓCRATES. —¿Quiénes son, pues, los que cometen faltas? ¿No son los que saben las cosas?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Puesto que no son ni los que saben las cosas, ni los que las ignoran, sabiendo que
las ignoran, se sigue de aquí necesariamente, que son aquellos, que, sin saberlas, creen sin embargo
saberlas; ¿hay otros?
ALCIBÍADES. —No, no hay más que estos.
SÓCRATES. —He aquí la más vergonzosa ignorancia; he aquí la que es causa de todos los males.
ALCIBÍADES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Y cuando esta ignorancia recae sobre cosas de grandísima trascendencia, ¿no es
entonces vergonzosa y terrible en sus efectos?
ALCIBÍADES. —¿Puede negarse eso?
SÓCRATES. —¿Puedes citarme cosa alguna que sea de mayor trascendencia que lo justo, lo
honesto, lo bueno, lo útil?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y no es sobre estas mismas cosas, sobre las que tú mismo dices que estás
fluctuante e indeciso?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y esta incertidumbre no es una prueba, como ya lo hemos dicho, de que no solo
ignoras las cosas más importantes, sino que, ignorándolas, crees saberlas?
ALCIBÍADES. —Me temo que sea así.
SÓCRATES. —¡Oh dios!, en qué estado tan miserable te hallas; no me atrevo a darle nombre. Sin
embargo, puesto que estamos solos, es preciso decirlo. Mi querido Alcibíades, estás sumido en la
peor ignorancia, como lo acreditan tus palabras, y como lo atestiguas contra ti mismo. He aquí, por
qué te has arrojado, como cuerpo muerto, en la política, antes de recibir instrucción. Y tú no eres el
único a quien sucede esta desgracia, porque es común a la mayor parte de los que se mezclan en los
negocios de la república; un pequeño número exceptúo, y quizá solo a Pericles, tu tutor.
ALCIBÍADES. —También se dice, Sócrates, que no se ha hecho tan hábil por sí mismo, sino que
ha vivido en estrecha relación con muchos hombres hábiles, como Pitóclides, Anaxágoras, y aun hoy
día, en la edad en que ya está, pasa días enteros con Damón, para instruirse constantemente.
SÓCRATES. —¿Has conocido a alguno, que, sabiendo perfectamente una cosa, no pueda
enseñarla a otro? Tu maestro de lira te ha enseñado lo que sabía y lo ha enseñado a todos los que ha
querido.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y tú, que lo has aprendido de él, no podías enseñarlo a otro?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con un maestro de música y un maestro de gimnasia?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Porque la mejor prueba de que se sabe bien una cosa, es el estar en posición de
enseñarla a otros.
ALCIBÍADES. —Así es verdad.
SÓCRATES. —¿Pero puedes nombrarme alguno a quien Pericles haya hecho hábil? Comencemos
por sus propios hijos.
ALCIBÍADES. —Pero, Sócrates, ¡si los hijos de Pericles son estólidos!
SÓCRATES. —¿Y Clinias tu hermano?
ALCIBÍADES. —Eso es hablarme de un loco.
SÓCRATES. —Si Clinias es loco, y los hijos de Pericles mentecatos, ¿de dónde nace que Pericles
se ha desentendido de material tan precioso como el tuyo?
ALCIBÍADES. —Tengo yo la culpa, por no haberme aplicado a nada de lo que él me ha dicho.
SÓCRATES. —Pero entre todos los atenienses y entre los extranjeros, libres o esclavos, ¿puedes
nombrarme alguno a quien el trato con Pericles haya hecho más hábil, como puedo yo nombrarte un
Pitodoro, hijo de Isóloco, y un Calias, hijo de Calíades, que se han hecho muy hábiles, a costa de cien
minas, en la escuela de Zenón?[7]
ALCIBÍADES. —No puedo nombrarte ni uno solo.
SÓCRATES. —Enhorabuena; ¿pero qué pretendes hacer de ti, Alcibíades? ¿Quieres seguir como
te encuentras, o, en fin, quieres mirar por ti?
ALCIBÍADES. —Tratemos este asunto entre los dos, Sócrates. Comprendo todo lo que dices, y
estoy conforme con ello; sí, todos los que se mezclan en los negocios de la república no son más que
ignorantes, si se exceptúa un corto número.
SÓCRATES. —¿Y después?
ALCIBÍADES. —Si fueren personas instruidas, sería preciso que el que pretende igualarse con
ellos o sobrepujarlos, trabajase y se ejercitase, y que después entrase en lid con atletas de reputación;
pero, puesto que no dejan de mezclarse en el gobierno sin saber nada, ¿qué necesidad hay de tomarse
el trabajo de prepararse y ejercitarse? Yo estoy bien seguro de que con el solo socorro de la
naturaleza sobrepujaré a todos.
SÓCRATES. —¡Ah!, mi querido Alcibíades, ¿qué es lo que acabas de decirme? ¡Tu manifestación
es indigna del noble continente y demás ventajas que posees!
ALCIBÍADES. —¿Cómo? Sócrates, explícate.
SÓCRATES. —¡Ah!, estoy inconsolable por ti y por mí, si…
ALCIBÍADES. —¿Qué significa ese si…?
SÓCRATES. —Si crees no tener que combatir y superar más que a gentes de esa calaña.
ALCIBÍADES. —¿A quién quieres entonces que trate de superar?
SÓCRATES. —Aún eso me sorprende más; ¿es ésa la pregunta que debe hacer un hombre que
cree tener un corazón grande?
ALCIBÍADES. —¿Qué quiere decir eso? ¿No son éstos los únicos que puedo temer?
SÓCRATES. —Si tuvieses que conducir un buque de guerra que debiese pronto combatir, ¿te
bastaría ser más hábil para la maniobra que todos los que compusiesen la tripulación? ¿No te
propondrías más bien superar a los mejores pilotos de los enemigos, en lugar de medirte, como
haces ahora, con los tuyos, por encima de los cuales debes sobresalir tanto, que no solo crean que no
pueden disputarte el puesto, sino que reconociéndose inferiores no piensen más que en combatir con
los enemigos bajo tus órdenes? He aquí los sentimientos que deben animarte, si tienes intenciones de
hacer alguna cosa grande, digna de ti y de la patria.
ALCIBÍADES. —¡Ah!, ése es mi ídolo.
SÓCRATES. —¡Vaya una ambición digna de Alcibíades, limitarse a ser el más bravo de nuestros
soldados! ¿No deberás tener más bien en cuenta a los generales enemigos para superarlos, y por este
medio ejercitarte y compararte sin cesar a ellos?
ALCIBÍADES. —¿Quiénes son esos grandes generales, Sócrates?
SÓCRATES. —¿No sabes que nuestra república está casi siempre en guerra con loe lacedemonios
o con el gran rey?
SÓCRATES. —Si piensas ponerte a la cabeza de los atenienses, es preciso que te prepares para
combatir a los reyes de Lacedemonia y al rey de Persia.
ALCIBÍADES. —Quizá digas verdad.
SÓCRATES. —¡Oh!, no, no, mi querido Alcibíades; no debes pensar sino en superar a un Midias,
tan entendido en la cría de codornices, y a otros de este jaez, que se inmiscuyen en la gobernación de
la república, descubriendo aún, como dirían ciertas mujerzuelas, la larga cabellera de esclavos[8] que
llevan en su alma, y que con su lenguaje bárbaro, lejos de gobernarla, han llegado a corromper la
ciudad por medio de sus cobardes adulaciones. He aquí las gentes que debes proponernos por
modelos, sin pensar en ti mismo, sin pensar en instruirte; y de esta manera irás y sostendrás los
combates que te esperan, sin haberte ejercitado jamás, sin haber hecho ningún preparativo; y en tal
estado te pondrás a la cabeza de los atenienses.
ALCIBÍADES. —Todo lo que me dices, Sócrates, lo tengo por verdadero; sin embargo, me
imagino que los generales de Lacedemonia y el rey de Persia son como los demás.
SÓCRATES. —¡Ah, mi querido Alcibíades!, fíjate un poco, te lo suplico, en esa opinión.
ALCIBÍADES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Primeramente, ¿cuál de estas dos cosas te daría más cuidado: formarte de estos
hombres una idea que te los haga temibles, o tomarlos por hombres de quienes nada tienes que
temer?
ALCIBÍADES. —Sin dudar, prefiero formar una gran idea de ellos.
SÓCRATES. —¿Crees que será un mal para ti el tener cuidado de ti mismo?
ALCIBÍADES. —Por el contrario, estoy persuadido de que sería un gran bien.
SÓCRATES. —De esa manera la opinión que has formado de tus enemigos es ya un gran mal.
ALCIBÍADES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Además es falsa, y puedo hacértelo ver.
ALCIBÍADES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —¿Qué hombres piensas que son los mejores, los de alto, o los de bajo nacimiento?
ALCIBÍADES. —Los de alto nacimiento, evidentemente.
SÓCRATES. —Y los que a este gran nacimiento han unido una buena educación, ¿no crees que
tienen todo lo necesario para la perfección de la virtud?
ALCIBÍADES. —Eso es indudable.
SÓCRATES. —Comparando, pues, nuestra condición a la suya, veamos en primer lugar, si los
reyes de Lacedemonia y el rey de Persia son de nacimiento inferior al nuestro. ¿No sabemos que los
primeros descienden de Heracles, y los últimos de Aquemenes y que Heracles y Aquemenes
descienden de Zeus?
ALCIBÍADES. —Y mi familia, Sócrates, ¿no desciende de Eurísaces y Eurísaces no remonta hasta
Zeus?
SÓCRATES. —Y la mía, mi querido Alcibíades, ya que lo tomas por ese rumbo, ¿no desciende de
Dédalo, y Dédalo no nos lleva hasta Hefesto, hijo de Zeus? Pero la diferencia que hay entre ellos y
nosotros es que remontan hasta Zeus por una gradación continua de reyes sin ninguna interrupción;
los unos han sido reyes de Argos y de Lacedemonia, y los otros siempre han reinado en Persia y han
poseído muchas veces el Asia, como sucede en este momento; mientras que nuestros abuelos no han
sido más que simples particulares como nosotros. Si te vieses precisado a dar explicación a
Artajerjes, hijo de Jerjes, de tus antepasados, y de Salamina la patria de Eurísaces, o de Egina la de
Éaco, más antigua aún, ¿qué objeto de risa no sería para él? Así como estamos precisados a darnos
por vencidos en punto a nacimiento, veamos si no somos tan inferiores en punto a educación. ¿No te
han dicho nunca las grandes ventajas que tienen en esto los reyes de Lacedemonia, cuyas mujeres son
guardadas por los Éforos, para asegurarse, cuanto es posible, de que no darán a luz más que reyes de
la raza de Heracles? Y el rey de Persia está en este concepto tan por encima de los reyes de
Lacedemonia, que jamás se ha sospechado que la reina pueda dar a luz un príncipe que no sea hijo del
rey, y por esta razón jamás se ha guardado, siendo su única guarda el temor. En el nacimiento del
primogénito, que debe suceder en la corona, todos los pueblos de este gran imperio celebran con
festejos este día, y posteriormente todos los años se solemniza el día con sacrificios solemnes en
todas las provincias del Asia; en lugar de lo cual, cuando nosotros nacemos, mi querido Alcibíades,
se nos puede aplicar el dicho del poeta cómico:

apenas nuestros vecinos se aperciben de ello.

El tal niño es educado, no por una nodriza de bajo nacimiento, sino por los más virtuosos
eunucos de la corte, que tienen cuidado de formar y amoldar su cuerpo para que tenga el talle más
hermoso posible, y cuyo empleo da una consideración muy alta. Cuando tiene siete años, le pone a
cargo de escuderos, y entra ya a ejercitar la caza. A los catorce se le entrega a los preceptores del rey,
que son cuatro señores escogidos, los más estimados de toda la Persia, y se procura que estén en el
vigor de la edad; el uno pasa por el más sabio, el otro por el más justo, el tercero por el más
templado y el cuarto por el más valiente. El primero le enseña la magia de Zoroastro, hijo de
Ormuz[9]; es decir, la religión y todo el culto de los dioses, y le enseña igualmente todos los deberes
de buen rey. El segundo le enseña a decir siempre la verdad, aunque sea contra sí mismo. El tercero le
enseña a no dejarse jamás vencer por sus pasiones, a fin de que se mantenga siempre libre y rey,
teniendo siempre imperio sobre sí mismo. El cuarto lo acostumbra a ser intrépido, y le enseña a no
temer nada; porque si teme, es esclavo. En vez de todo esto, dime tú, ¿qué preceptor has tenido?
Pericles te abandonó en manos de Zópiro, esclavo de Tracia, que era incapaz de otro empleo a causa
de su ancianidad. Te referiría todo el curso de la educación de tus adversarios si no fuese tarea larga,
pero la muestra que acabo de darte creo sea bastante para que puedas juzgar de lo demás. Nadie ha
tenido más cuidado de tu nacimiento que del de cualquier otro ateniense, ni nadie cuida de tu
educación, a menos que tengas algún amigo que se interese en ello. Si atiendes a las riquezas de los
persas, a la magnificencia de sus trajes, al prodigioso gasto que hacen en perfumes y esencias, a la
multitud de esclavos de que se ven rodeados, a todo su lujo y delicadeza, te ruborizarías al verte tan
por debajo de ellos.
¿Quieres echar una mirada sobre la templanza de los lacedemonios, su modestia, su desembarazo,
su dulzura, su magnanimidad, su igualdad de espíritu en todos los accidentes de la vida, sobre su
valor, su firmeza, su paciencia en los trabajos, su noble emulación, su amor a la gloria? En todas
estas cualidades tú eres un niño cotejado con ellos. Si quieres que miremos a las riquezas, porque
creas tener por este lado alguna ventaja, voy a hablarte de ellas para hacerte conocer quién eres tú. No
hay ninguna comparación entre nosotros y los lacedemonios, pues son ellos infinitamente más ricos.
¿Se atrevería ninguno de nosotros a comparar nuestras tierras con las de Esparta y de Mesenia, que
son mucho más extensas y mejores, y que mantienen un número infinito de esclavos sin contar los
ilotas? Añade los caballos y los demás ganados que moran en los pastos de Mesenia. Pero dejo esto
aparte para hablarte solo del oro y de la plata; toda la Grecia reunida tiene menos que Lacedemonia
sola, porque hace tiempo el dinero de toda la Grecia y muchas veces el de los bárbaros entra en
Lacedemonia y no sale jamás; y como la zorra dijo al león en las fábulas de Esopo: veo muy bien los
pasos del dinero que entra en Lacedemonia, pero no veo los del que sale. También es cierto que los
particulares son más ricos en Lacedemonia que en todo el resto de la Grecia, y que el rey es allí más
rico que todos los particulares; porque además de los grandes bienes que tiene como suyos propios,
se le pasa una cantidad considerable.
Pero si la riqueza de los lacedemonios aparece tan grande cotejada con la del resto de la Grecia,
no es nada para con la del rey de Persia. He oído decir a un hombre digno de fe, que había sido uno
de los embajadores cerca de este príncipe, que había hecho una gran jornada por un país bellísimo y
fertilísimo, que los naturales llamaban la cintura de la Reina; que en otra jornada pasó por otro país
que se llamaba el velo de la Reina, y que había otras grandes y fértiles provincias destinadas
únicamente a suministrar los trajes de la reina, cada una de las cuales llevaba el nombre de la prenda
de ropaje que tenía que suministrar. De manera que si alguno fuese a decir a la esposa de Jerjes, a
Amestris,[10] madre del rey Artajerjes: hay en Atenas un hombre, que, en todo lo que tiene, solo
cuenta con trescientas arpentas (acres), poco más o menos, de tierra que posee en el pueblo de
Erquies (Erchiae), y es hijo de Dinómaca, cuyo equipo, menaje y joyas apenas valen cincuenta minas,
y este hombre se prepara para hacer la guerra a Artajerjes. ¡Cuál sería al pronto su sorpresa, al ver la
audacia de este hombre, que quiere atacar al gran rey Artajerjes…! ¿Qué crees que pensaría? Sin
duda diría: «Este hombre funda ciertamente el triunfo de semejante empresa en su aplicación, en su
gran habilidad, porque éstas son las únicas cosas que aprecian los griegos.»
Pero cuando se le dijese: «Este Alcibíades es un joven que no tiene aún veinte años, sin ninguna
clase de experiencia, y tan presuntuoso, que cuando su amigo le hizo ver que debe ante todas cosas
tener cuidado de sí, trabajar, meditar, ejercitarse, y que solo después de esto podrá hacer la guerra al
gran rey, no quiere creer nada, y dice, que tal como es, se considera con el mérito necesario para
ello». Creo que la sorpresa de la reina sería mucho mayor, y nos preguntaría: «¿En qué se fía ese
joven?» Y si nosotros le respondiéramos: «En su belleza, en su talle, en su riqueza y en las dotes de
su espíritu», ¿no es cierto que nos tendría por locos, si fijaba su atención en la superioridad de estos
datos respecto de ella misma? Pero sin subir tan alto, creo, que Lampito (Lampido), hija de
Leotíquidas (Leotychides), mujer de Arquídamo y madre de Agis, que son todos de casta real en
Lacedemonia, no se sorprendería menos, si se le dijese, que mal educado como has sido, deseas
ponerte a la cabeza de los atenienses para hacer la guerra a su hijo. ¡Ah!, ¿y no sería una vergüenza,
que mujeres, y mujeres de nuestros enemigos, sepan mejor que nosotros mismos las cualidades que
deberíamos tener para hacerles la guerra? Así, mi querido Alcibíades, sigue mis consejos, y obedece
al precepto que está escrito en el frontispicio del templo de Delfos: Conócete a ti mismo, porque los
enemigos con quienes te las has de haber son tales como yo los represento, y no como tú te imaginas.
El único medio de vencerlos es la aplicación y la habilidad; si renuncias a estas cualidades necesarias,
renuncia también a la gloria fuera y dentro de tu país, gloria a que has aspirado con más ardor que
otro alguno.
ALCIBÍADES. —¿Puedes explicarme, Sócrates, cuál es el cuidado que debo tomar de mí mismo?
Porque me hablas, lo confieso, con más sinceridad que ningún otro.
SÓCRATES. —Sin duda puedo hacerlo; pero no es esto útil a ti solo. Juntos debemos buscar los
medios de hacernos mejores, que yo no tengo menos necesidad que tú, yo que sobre ti tengo solo una
ventaja.
ALCIBÍADES. —¿Cuál es esa ventaja?
SÓCRATES. —Que mi tutor es mejor y más sabio que Pericles, que es el tuyo.
ALCIBÍADES. —¿Quién es ese tutor?
SÓCRATES. —El Dios que hasta hoy no me ha permitido hablarte; siguiendo sus inspiraciones,
solo mediando yo puedes conseguir la gloria, como antes te dije.
ALCIBÍADES. —¿Te burlas, Sócrates?
SÓCRATES. —Quizá; pero siempre es una verdad que tenemos una necesidad muy grande de
mirar por nosotros mismos, como la tienen todos los hombres, y nosotros dos más que ninguno.
ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates, cuando menos por lo que a mí toca.
SÓCRATES. —Y lo mismo me sucede a mí.
ALCIBÍADES. —¿Qué haremos, pues?
SÓCRATES. —Éste es el momento, querido mío, en que es preciso quitar la pereza y la desidia.
ALCIBÍADES. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Veamos y examinemos juntos lo que intentamos. Dime, ¿no queremos hacernos
muy buenos?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿En qué clase de virtud?
ALCIBÍADES. —En la virtud que constituye la bondad del hombre.
SÓCRATES. —¿Y quién es el hombre bueno?
ALCIBÍADES. —El que lo es para los negocios.
SÓCRATES. —¿Para qué negocios? ¿Para los de equitación?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —Porque eso corresponde a los picadores.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿En los de la marina?
ALCIBÍADES. —Tampoco.
SÓCRATES. —Porque eso corresponde a los pilotos.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Pues en qué negocios?
ALCIBÍADES. —En los negocios que ocupan a nuestros mejores atenienses.
SÓCRATES. —¿Qué entiendes por nuestros mejores atenienses? ¿Son los hábiles o los inhábiles?
ALCIBÍADES. —Los hábiles.
SÓCRATES. —Por lo tanto, según tú, cuando es hábil uno para una cosa, ¿es bueno para la cosa
misma?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y los inhábiles no son en manera alguna buenos?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Un zapatero tiene toda la habilidad para hacer zapatos; ¿es bueno para esto?
ALCIBÍADES. —Muy bueno.
SÓCRATES. —¿Pero es inhábil para hacer trajes?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente es un mal sastre.
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —Este mismo hombre, por lo tanto, ¿es bueno y malo?
ALCIBÍADES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Se sigue de este principio, que aquellos que tú llamas buenos son igualmente
malos.
ALCIBÍADES. —No es eso lo que yo quiero decir.
SÓCRATES. —Pues entonces ¿qué entiendes por hombres buenos?
ALCIBÍADES. —Entiendo los que saben gobernar.
SÓCRATES. —Gobernar, ¿qué?, ¿caballos?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —¿Hombres?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Los enfermos?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —¿Los pilotos?
ALCIBÍADES. —Tampoco.
SÓCRATES. —¿Los labradores?
ALCIBÍADES. —Tampoco.
SÓCRATES. —Pues, ¿quiénes? ¿Los que hacen algo, o los que no hacen nada?
ALCIBÍADES. —Los que hacen alguna cosa.
SÓCRATES. —¿Quiénes son? ¿Qué? Trata de explicarte y de hacérmelo comprender.
ALCIBÍADES. —Los que viven en sociedad y se sirven los unos a los otros, como los que
vivimos en las ciudades.
SÓCRATES. —Según tú, es gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres.
ALCIBÍADES. —Así lo entiendo.
SÓCRATES. —¿Es gobernar a los contramaestres que se sirven de los marineros?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —Porque eso pertenece a los pilotos.
SÓCRATES. —¿Es gobernar a los tocadores de flauta que se sirven de músicos y danzantes?
ALCIBÍADES. —Tampoco.
SÓCRATES. —Porque eso pertenece a los maestros de capilla.
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Entonces ¿qué entiendes por gobernar a los hombres que se sirven de otros
hombres?
ALCIBÍADES. —Entiendo mandar a hombres que viven juntos bajo las mismas leyes y el mismo
gobierno.
SÓCRATES. —¿Y qué arte es ese que enseña a mandarlos? Si te preguntase, cuál es el arte que
enseña a mandar a todos los marineros de un mismo buque, ¿qué me responderías?
ALCIBÍADES. —Que es el arte de los pilotos.
SÓCRATES. —Y si te preguntase, ¿cuál es el arte que enseña a mandar a los músicos y danzantes?
ALCIBÍADES. —Yo te respondería que es el arte de los maestros de capilla.
SÓCRATES. —¿Cómo llamas este arte que enseña a mandar a los que forman un mismo cuerpo
de Estado?
ALCIBÍADES. —El arte de aconsejar bien, Sócrates.
SÓCRATES. —¡Cómo! ¿El arte de los pilotos es el arte de dar malos consejos?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —¿No se proponen darlos buenos?
ALCIBÍADES. —Ciertamente, por el bien de los que se hallan embarcados.
SÓCRATES. —Dices muy bien. ¿Pero de qué buenos consejos hablas, y qué es a lo que tienden?
ALCIBÍADES. —Tienden a conservar y mejorar la gobernación.
SÓCRATES. —¿Pero que es lo que conserva los Estados? ¿Qué cosa es esa cuya presencia o
ausencia sostiene la sociedad? Si tú me preguntaras, qué es lo que un cuerpo debe tener o no tener
para mantenerse sano y en buen estado, yo te respondería sobre la marcha, que debe tener la salud y
no tener la enfermedad. ¿No lo crees tú como yo?
ALCIBÍADES. —Lo mismo que tú.
SÓCRATES. —Y si me preguntases lo mismo sobre el ojo respondería igualmente, que está bien
cuando tiene buena vista, y mal cuando tiene ceguera; sobre los oídos lo mismo, que están bien
cuando tienen todo lo que necesitan para oír, sin ninguna disposición para la sordera.
ALCIBÍADES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Y en un Estado, ¿qué es lo que debe haber o no haber para que se halle en la mejor
situación posible?
ALCIBÍADES. —Me parece, Sócrates, que es preciso que la amistad reine entre los ciudadanos, y
que se destierren entre ellos el odio y la división.
SÓCRATES. —¿Qué llamas amistad? ¿Es la concordia o la discordia?
ALCIBÍADES. —La concordia ciertamente.
SÓCRATES. —¿Cuál es el arte que hace que los Estados concuerden, por ejemplo, sobre los
números?
ALCIBÍADES. —Es la aritmética.
SÓCRATES. —¿Es un arte en el que concuerdan entre sí los particulares?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y cada uno consigo mismo?
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Y cómo llamas al arte que hace que cada uno concuerde consigo mismo siempre
sobre la magnitud de un pie o de un codo?, ¿no es el arte de medir?
ALCIBÍADES. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —Y los Estados y los particulares ¿se ponen de acuerdo por medio de este arte?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo sobre los pesos?
ALCIBÍADES. —Lo mismo.
SÓCRATES. —¿Y cuál es la concordia de que hablas?, ¿en qué consiste y qué arte es el que la da a
conocer?, ¿la de un Estado es la misma que hace que un particular se ponga de acuerdo consigo
mismo y con los demás?
ALCIBÍADES. —Me parece que es la misma.
SÓCRATES. —¿Cuál es?, no desistas de responderme, e instrúyeme por caridad.
ALCIBÍADES. —Creo que es esta amistad y esta concordia que hacen que un padre y una madre
estén bien con sus hijos, un hermano con su hermano, una mujer con su marido.
SÓCRATES. —¿Crees que un marido puede estar de acuerdo con su mujer sobre obras de lana
que ella entiende perfectamente y que él no entiende?
ALCIBÍADES. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Es imposible, porque es una obra de mujer.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Es posible que una mujer pueda estar de acuerdo con su marido en materia de
armas, cuando no sabe lo que son?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —Me podrías responder que solo es acomodado al talento del hombre.
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Convienes en que hay ciencias que están destinadas a las mujeres, y otras que
están reservadas a los hombres?
ALCIBÍADES. —¿Quién puede negarlo?
SÓCRATES. —Sobre todas estas ciencias no es posible que las mujeres estén de acuerdo con sus
maridos.
ALCIBÍADES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Por consiguiente no habrá amistad, puesto que la amistad no es más que la
concordia.
ALCIBÍADES. —Soy de tu opinión.
SÓCRATES. —Y así cuando una mujer haga lo que debe hacer, no será amada por su marido.
ALCIBÍADES. —No, me parece.
SÓCRATES. —Y cuando un marido haga lo que debe hacer, no será amado por su mujer.
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —¿Luego los Estados, en los que hace cada uno lo que debe hacer, no estarán bien
gobernados?
ALCIBÍADES. —Me parece que sí, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices? ¿Será bien gobernado un Estado sin que la amistad reine en
él? ¿No hemos convenido en que por la amistad un Estado está bien regido, y que en otro caso todo
es desorden y confusión?
ALCIBÍADES. —Pero me parece, sin embargo, que es esto mismo lo que produce la amistad; que
cada uno haga lo que debe hacer.
SÓCRATES. —Hace un momento decías lo contrario; pero es preciso que te hagas entender.
¿Cómo dices ahora que la concordia bien establecida produce la amistad? ¡Ah!, ¿puede haber
concordia sobre negocios que los unos saben y los otros no saben?
ALCIBÍADES. —Eso es imposible.
SÓCRATES. —Cuando cada uno hace lo que debe hacer, ¿hace lo que es justo o lo que es injusto?
ALCIBÍADES. —¡Vaya una pregunta!, cada uno hace lo que es justo.
SÓCRATES. —De aquí se sigue, que en el acto mismo en que todos los ciudadanos hacen lo que
es justo, no pueden sin embargo amarse.
ALCIBÍADES. —La consecuencia parece necesaria.
SÓCRATES. —¿Cuál es, pues, esta amistad o esta concordia que puede hacernos hábiles y capaces
de dar buenos consejos, para que entremos así en el número de los que llamas tú buenos ciudadanos?
Porque no puedo comprender, ni lo que es, ni en quién se encuentra; porque tan pronto se la
encuentra en ciertas personas, tan pronto no se la encuentra ya, como se ve por tus palabras.
ALCIBÍADES. —Te juro, Sócrates, por todos los dioses, que yo mismo no sé lo que me digo, y
que corro gran riesgo de estar dentro de algún tiempo en muy mal estado, sin apercibirme de ello.
SÓCRATES. —No te desanimes, Alcibíades; si te apercibieses de este estado a los cincuenta años,
te sería difícil poner remedio y tener cuidado de ti mismo; pero en la edad en que tú estás, es
justamente el tiempo oportuno de sentir tu mal.
ALCIBÍADES. —Y cuando uno siente el mal ¿qué deberá hacer?
SÓCRATES. —Sólo hace falta, Alcibíades, responder a algunas preguntas; si lo haces, espero
que, con la ayuda de dios, tú y yo nos haremos mejores de lo que somos, por lo menos si damos fe a
mi profecía.
ALCIBÍADES. —Si solo consiste en responder, el éxito es seguro.
SÓCRATES. —Veamos pues. ¿Qué es tener cuidado de sí mismo?, no sea que cuando creamos
tener más cuidado de nosotros mismos, nos suceda muchas veces, que, sin apercibirnos, sea otra cosa
muy distinta la que llame nuestra atención. ¿Qué es preciso hacer para tener cuidado de sí mismo?
¿Tiene un hombre cuidado de sí cuando lo tiene de las cosas que son suyas?
ALCIBÍADES. —Así me parece.
SÓCRATES. —¿Cómo? ¿Un hombre tiene cuidado de sus pies, cuando lo tiene de las cosas que
son para sus pies?
ALCIBÍADES. —No te entiendo.
SÓCRATES. —¿No conoces nada que esté únicamente hecho para la mano? ¿Las sortijas para qué
parte del cuerpo están hechas?, ¿no son para los dedos?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Los zapatos no están hechos también para los pies?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Tenemos cuidado de nuestros pies cuando lo tenemos de nuestros zapatos?
ALCIBÍADES. —Aún no te entiendo, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no has dicho, Alcibíades, que se toma cuidado por las cosas?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y hacer una cosa mejor no es tomar cuidado por ella?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Cuál es el arte que hace los zapatos mejores?
ALCIBÍADES. —El arte del zapatero.
SÓCRATES. —¿Por medio del arte del zapatero es como tenemos cuidado de nuestros zapatos?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Es por el arte del zapatero por el que nosotros tenemos cuidado de nuestros pies,
o es por el arte que hace nuestros pies mejores?
ALCIBÍADES. —Es por este último arte sin duda.
SÓCRATES. —¿No hacemos nuestros pies mejores por el mismo arte que hace todo nuestro
cuerpo mejor?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y este arte no es la gimnástica?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestros pies, y por el arte del
zapatero tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestros pies?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestras manos, y por el arte del
joyero tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestras manos?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestro cuerpo, y por el arte del
tejedor y todas las demás artes tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestros cuerpos?
ALCIBÍADES. —Es indudable.
SÓCRATES. —Y por consiguiente, ¿el arte por el que tenemos cuidado de nosotros no es el
mismo que aquel por el que tenemos cuidado de las cosas que son para nosotros?
ALCIBÍADES. —Así lo creo.
SÓCRATES. —Se sigue de aquí, que cuando tienes cuidado de las cosas que son tuyas, no tienes
cuidado de ti mismo.
ALCIBÍADES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Porque ¿no es el mismo arte por el que un hombre tiene cuidado de sí mismo y lo
tiene de las cosas destinadas para sí mismo?
ALCIBÍADES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿Cuál, pues, es el arte, por el que tenemos cuidado de nosotros mismos?
ALCIBÍADES. —No puedo decírtelo.
SÓCRATES. —Estamos convenidos ya en que no es ninguno por el que podemos mejorar las
cosas que son nuestras, sino que es aquel por el que podemos hacernos nosotros mismos mejores.
ALCIBÍADES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —¿Pero podemos conocer el arte de hacer zapatos, si no sabemos antes lo que es un
zapato?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —¿Y el arte de engastar sortijas, si no sabemos antes lo que es una sortija?
ALCIBÍADES. —Es claro.
SÓCRATES. —¿Qué medio tenemos de conocer el arte que nos hace mejores a nosotros mismos,
si no sabemos antes lo que somos nosotros mismos?
ALCIBÍADES. —Es absolutamente imposible.
SÓCRATES. —¿Pero es una cosa fácil conocerse a sí mismo, y fue un ignorante el que inscribió
este precepto a las puertas del templo de Apolo en Delfos? ¿O es una cosa muy difícil que no es dado
a todos los hombres conseguir?
ALCIBÍADES. —Para mí, Sócrates, he creído con la mayor evidencia, que es dado a todos los
hombres conseguirlo; pero también que ofrece gran dificultad.
SÓCRATES. —Pero, Alcibíades, sea fácil o no, es cosa infalible que si una vez llegamos a
conocerlo, sabremos bien pronto y sin dificultad el cuidado que debemos tener de nosotros mismos;
mientras que si lo ignoramos, jamás llegaremos a conocer la naturaleza de este cuidado.
ALCIBÍADES. —Eso es indudable.
SÓCRATES. —¡Animo, pues! ¿Por qué medio encontraremos la esencia de las cosas, hablando en
general? Siguiendo este rumbo encontraremos bien pronto lo que somos nosotros, y si ignoramos
esta esencia nos ignoraremos siempre a nosotros mismos.
ALCIBÍADES. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Sígueme, y te conjuro a ello por Zeus. ¿Con quién conversas en este momento?
¿Es con otro más que conmigo?
ALCIBÍADES. —No, es contigo.
SÓCRATES. —¿Y yo contigo?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Es Sócrates el que habla?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Es Alcibíades el que escucha?
ALCIBÍADES. —Así es.
SÓCRATES. —Y para hablar Sócrates, ¿no se vale de la palabra?
ALCIBÍADES. —¿Qué quieres decir con eso?
SÓCRATES. —Servirse de la palabra y hablar, ¿no son la misma cosa?
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —El que se sirve de una cosa y la cosa de que se sirve, ¿no son diferentes?
ALCIBÍADES. —No te entiendo.
SÓCRATES. —Un zapatero, por ejemplo, ¿se sirve del trinchete, de las hormas y otros
instrumentos?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Y el que corta con su trinchete es diferente del trinchete con que corta?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Por consiguiente, el hombre que toca la lira no es la misma cosa que la lira con
que toca?
ALCIBÍADES. —Es seguro.
SÓCRATES. —Esto es lo que te preguntaba antes: si el que se sirve de una cosa te parece diferente
siempre de la cosa de que él se sirve.
ALCIBÍADES. —Sí, muy diferente.
SÓCRATES. —Pero el zapatero no corta solo con sus instrumentos, corta también con sus manos.
ALCIBÍADES. —También con sus manos.
SÓCRATES. —¿Se sirve de sus manos?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Se sirve igualmente de sus ojos al cortar?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Estamos de acuerdo en que el que se sirve de una cosa es siempre diferente de la
cosa de que se sirve?
ALCIBÍADES. —Estamos de acuerdo.
SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿el zapatero y el tocador de lira son otra cosa que las manos y
los ojos de que ambos se sirven?
ALCIBÍADES. —Es claro.
SÓCRATES. —El hombre se sirve de su cuerpo.
ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —¿Y lo que se sirve de una cosa es diferente que la cosa de que se sirve?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —El hombre, por consiguiente, es otra cosa que su cuerpo.
ALCIBÍADES. —Lo creo.
SÓCRATES. —¿Qué es el hombre?
ALCIBÍADES. —Yo no puedo decirlo, Sócrates.
SÓCRATES. —Por lo menos podrías decirme, que el hombre es una cosa que sirve del cuerpo.
ALCIBÍADES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —¿Hay alguna cosa que se sirva del cuerpo más que el alma?
ALCIBÍADES. —No, no hay más que el alma.
SÓCRATES. —¿Es ella la que manda?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y yo creo que no hay nadie que no se vea forzado a reconocer…
ALCIBÍADES. —¿Qué?
SÓCRATES. —Que el hombre es una de estas tres cosas.
ALCIBÍADES. —¿Qué cosas?
SÓCRATES. —Y el alma o el cuerpo, o el compuesto de uno y otro.
ALCIBÍADES. —Conforme.
SÓCRATES. —¿Pero estamos conformes en que el alma manda al cuerpo?
ALCIBÍADES. —Lo estamos.
SÓCRATES. —¿El cuerpo se manda a sí mismo?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Porque hemos dicho que el cuerpo es el que obedece.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Luego no es lo que buscamos.
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —¿Es el compuesto el que manda al cuerpo, y este compuesto es el hombre?
ALCIBÍADES. —Podrá suceder.
SÓCRATES. —Nada menos que eso, porque en no mandando uno de los dos, es imposible que
los dos juntos manden.
ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.
SÓCRATES. —Puesto que ni el cuerpo ni el compuesto de alma y cuerpo son el hombre, es
preciso de toda necesidad, o que el hombre no sea absolutamente nada, o que el alma sola sea el
hombre.
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Hay necesidad de demostrar aún más claramente que el alma sola es el hombre?
ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, está bastante probado.
SÓCRATES. —Aún no hemos profundizado esta verdad con toda la exactitud que ella exige, pero
es suficiente la prueba hecha, y esto basta. La profundizaríamos más, cuando hubiésemos encontrado
lo que acabamos de abandonar, porque era de difícil indagación.
ALCIBÍADES. —¿Qué es?
SÓCRATES. —Lo que dijimos antes, que era preciso, en primer lugar, conocer la esencia de las
cosas generalmente hablando, y en lugar de esta esencia absoluta nos hemos detenido a examinar la
esencia de una cosa particular, y quizá esto baste, porque no podremos encontrar en nosotros nada
que sea más que nuestra alma.
ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.
SÓCRATES. —Por consiguiente, es un principio sentado que cuando conversamos tú y yo, es mi
alma la que conversa con la tuya.
ALCIBÍADES. —Entendido.
SÓCRATES. —Esto es lo que decíamos hace un momento: que Sócrates habla a Alcibíades
dirigiéndole la palabra, no a su cuerpo como parece, sino a Alcibíades mismo; es decir, a su alma.
ALCIBÍADES. —Eso es evidente.
SÓCRATES. —¿El que manda que nos conozcamos a nosotros mismos manda, por consiguiente,
que conozcamos nuestra alma?
ALCIBÍADES. —Yo lo creo así.
SÓCRATES. —Luego ¿el que conoce solo su cuerpo, conoce lo que está en él, pero no conoce lo
que él es?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Así, ¿un médico no se conoce a sí mismo, en tanto que médico, ni un maestro de
palestra, en tanto que maestro de palestra?
ALCIBÍADES. —No, a mi parecer.
SÓCRATES. —Aún menos los labradores y todos los demás artesanos que lejos de conocerse a sí
mismos, ni conocen lo que particularmente les toca, y además su arte los liga a cosas más lejanas aún
de ellos que lo que está en ellos. En efecto, el objeto de sus cuidados no es tanto su cuerpo como las
cosas que tienen relación con el cuerpo.
ALCIBÍADES. —Todo eso es también muy verdadero.
SÓCRATES. —Por lo tanto, si es sabiduría conocerse a sí mismo, ninguno de estos artistas es
sabio por su arte.
ALCIBÍADES. —Soy de tu dictamen.
SÓCRATES. —Y he aquí por qué todas estas artes parecen viles, y por consiguiente indignas de
una persona decente.
ALCIBÍADES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Volviendo, pues, a nuestro principio, todo hombre que tiene cuidado de su cuerpo,
tiene cuidado de lo que le pertenece, pero no de sí mismo.
ALCIBÍADES. —Estoy de acuerdo.
SÓCRATES. —Todo hombre que ama las riquezas no se ama a sí mismo, ni lo que está en él;
sino que ama una cosa aún más lejana de él y de lo que está en él.
ALCIBÍADES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —El que solo se ocupa en amontonar riquezas, ¿maneja mal sus negocios?
ALCIBÍADES. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Si alguno se ha enamorado del cuerpo de Alcibíades, no es Alcibíades el objeto de
su cariño, sino una de las cosas que pertenecen a Alcibíades.
ALCIBÍADES. —Estoy convencido de ello.
SÓCRATES. —El que ha de amar a Alcibíades ha de amar su alma.
ALCIBÍADES. —Consecuencia necesaria.
SÓCRATES. —He aquí por qué el que solo ama tu cuerpo se retira desde que esta flor de belleza
comienza a marchitarse.
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero el que ama tu alma, no se retira jamás, en tanto que puede ella aspirar a
mayor perfección.
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Aquí tienes la razón de por qué he sido yo el único que no te ha abandonado y que
permanece constante, después que aparece marchita la flor de tu belleza y que todos tus amantes se
han retirado.
ALCIBÍADES. —Gran placer me das, y te suplico que no me abandones.
SÓCRATES. —Trabaja sin descanso con todas tus fuerzas para hacerte mejor.
ALCIBÍADES. —Trabajaré.
SÓCRATES. —Al ver lo que sucede, es fácil juzgar que Alcibíades, hijo de Clinias, jamás ha
tenido, y aun ahora mismo no tiene, más que un único y verdadero amante; y este amante fiel, digno
de ser amado, es Sócrates, hijo de Sofronisco y Fenarete.
ALCIBÍADES. —Nada más verdadero.
SÓCRATES. —¿No me dijiste, cuando me avisté contigo y antes de que yo te hiciera prevención
alguna, que tenías intención de hablarme para saber por qué era el único que no me había retirado?
ALCIBÍADES. —Así te lo dije, y es muy cierto.
SÓCRATES. —Ahora ya sabes la razón, yes que yo te he amado a ti mismo, mientras que los
demás solo han amado lo que está en ti.
La belleza de lo que está en ti comienza a disiparse cuando tu belleza propia comienza a florecer;
y si no te dejas malear y corromper por el pueblo, yo no te abandonaré en toda mi vida. Pero temo
que infatuado con el favor del pueblo te pierdas, como ha sucedido [11] a un gran número de nuestros
mejores ciudadanos; porque él pueblo de la magnánima Erectea[12] tiene una preciosa máscara; pero
es preciso verle con la cara descubierta. Créeme, pues, Alcibíades, y toma las precauciones que te
digo.
ALCIBÍADES. —¿Qué precauciones?
SÓCRATES. —La de ejercitarte y aprender bien lo que es preciso saber antes de mezclarte en los
negocios de la república, a fin de que, robustecido con un buen preservativo, puedas sin temor
exponerte a los peligros.
ALCIBÍADES. —Todo eso está muy bien dicho, Sócrates; pero trata de explicarme cómo
podemos tener cuidado de nosotros mismos.
SÓCRATES. —Ése es negocio ya ventilado; porque ante todas cosas hemos sentado lo que es el
hombre, y con razón, porque temeríamos, no siendo este punto bien conocido, dirigir nuestro
cuidado a otras cosas que no fueran nosotros mismos, sin apercibirnos de ello.
ALCIBÍADES. —Así es.
SÓCRATES. —Estamos convenidos, además, en que es el alma la que es preciso cuidar, debiendo
ser este el único fin que nos propongamos.
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Que es preciso dejar a los demás el cuidado del cuerpo y de lo que pertenece al
cuerpo, como las riquezas.
ALCIBÍADES. —¿Puede negarse eso?
SÓCRATES. —¿Cómo podríamos sentar esta verdad de una manera más clara y evidente? Porque
si consiguiéramos verla con toda claridad, es indudable que nos conoceríamos perfectamente a
nosotros mismos. Tratemos, pues, en nombre de los dioses, de entender bien el precepto de Delfos,
de que ya hemos hablado; pero ¿comprendemos, por ventura, ya toda su fuerza?
ALCIBÍADES. —¿Qué fuerza? ¿Qué quieres decir con eso, Sócrates?
SÓCRATES. —Voy a comunicarte lo que a mi juicio quiere decir esta inscripción y el precepto
que ella encierra. No es posible hacértele comprender por otra comparación que por esta que se toma
de la vista.
ALCIBÍADES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Fíjate bien: si esta inscripción hablase al ojo, como habla al hombre, y le dijese:
mírate a ti mismo, ¿qué creeríamos nosotros que le decía? ¿No creeríamos que la inscripción
ordenaba al ojo que se mirase en una cosa, en la que el ojo pudiera verse?
ALCIBÍADES. —Eso es evidente.
SÓCRATES. —Busquemos esta cosa, en la que, mirando, podamos ver el ojo y nosotros mismos.
ALCIBÍADES. —Puede verse en los espejos y en otros cuerpos semejantes.
SÓCRATES. —Hablas muy bien. ¿No hay también en el ojo algún pequeño punto que hace el
mismo efecto que el espejo?
ALCIBÍADES. —Hay uno ciertamente.
SÓCRATES. —¿Has observado que siempre que miras en tu ojo ves, como en un espejo, tu
semblante en esta parte que se llama pupila, donde se refleja la imagen de aquel que en ella se ve?
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Un ojo, para verse, ¿debe mirar en otro ojo, y en aquella parte del ojo, que es la
más preciosa, y que es la única que tiene la facultad de ver?
ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —Porque si fijase sus miradas sobre cualquier otra parte del cuerpo del hombre, o
sobre cualquier otro objeto, a menos que no fuese semejante a esta parte del ojo que ve, de ninguna
manera se vería a sí mismo.
ALCIBÍADES. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Un ojo, que quiere verse a sí mismo, debe mirarse en otro ojo, y en esta parte de
ojo, donde reside toda su virtud, es decir, la vista.
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Mi querido Alcibíades, ¿no sucede lo mismo con el alma? Para verse ¿no debe
mirarse en el alma, y en esta parte del alma donde reside toda su virtud, que es la sabiduría, o en
cualquier otra cosa a la que esta parte del alma se parezca en cierta manera?
ALCIBÍADES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —¿Pero podremos encontrar alguna parte del alma, que sea más divina que aquella
en que residen la esencia y la sabiduría?
ALCIBÍADES. —No ciertamente.
SÓCRATES. —En esta parte del alma, verdaderamente divina, es donde es preciso mirarse, y
contemplar allí todo lo divino, es decir, Dios y la sabiduría, para conocerse a sí mismo
perfectamente.
ALCIBÍADES. —Así me parece.
SÓCRATES. —Conocerse a sí mismo es la sabiduría, según hemos convenido.
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —No conociéndonos a nosotros mismos, y no siendo sabios, ¿podemos conocer ni
nuestros bienes, ni nuestros males?
ALCIBÍADES. —¡Ah!, ¿cómo los conoceríamos, Sócrates?
SÓCRATES. —Porque no es posible que el que no conoce a Alcibíades conozca lo que pertenece
a Alcibíades, como perteneciendo a Alcibíades.
ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, eso no es posible.
SÓCRATES. —Sólo conociéndonos a nosotros mismos, es como podemos conocer, que lo que
está en nosotros nos pertenece.
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y si no conociésemos lo que está en nosotros, no conoceríamos tampoco lo que
se refiere a las cosas que están en nosotros.
ALCIBÍADES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Hemos hecho mal, cuando hemos convenido en que hay gentes, que no
conociéndose a sí mismos, conocen sin embargo lo que está en ellos, porque ni aun las cosas que
pertenecen a lo que está en ellos conocen. Estos tres conocimientos: conocerse a sí mismo, conocer
lo que está en nosotros, y conocer las cosas que pertenecen a lo que está en nosotros, están ligados
entre sí; son efecto de un solo y mismo arte.
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Todo hombre que no conoce las cosas que están en él, no conocerá tampoco las
que pertenecen a otros.
ALCIBÍADES. —Eso es verdad.
SÓCRATES. —No conociendo las cosas pertenecientes a los demás, no puede conocer las del
Estado.
ALCIBÍADES. —Es una consecuencia necesaria.
SÓCRATES. —¿Un hombre semejante puede ser alguna vez un buen hombre de Estado?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —¿Ni puede ser tampoco un buen administrador para gobernar una casa?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —¿Ni sabe lo que hace?
ALCIBÍADES. —Nada sabe.
SÓCRATES. —No sabiendo lo que hace, ¿es posible que no cometa faltas?
ALCIBÍADES. —Imposible, ciertamente.
SÓCRATES. —Cometiendo faltas, ¿no causa mal en particular y en público?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Haciendo mal, ¿no es desgraciado?
ALCIBÍADES. —Sí, muy desgraciado.
SÓCRATES. —¿Y aquellos a cuyo servicio se consagra?
ALCIBÍADES. —Desgraciados también.
SÓCRATES. —¿Luego no es posible que el que no es ni bueno, ni sabio, sea dichoso?
ALCIBÍADES. —No, sin duda.
SÓCRATES. —¿Todos los hombres viciosos son entonces desgraciados?
ALCIBÍADES. —Muy desgraciados.
SÓCRATES. —¿Luego no son las riquezas, sino la sabiduría la que libra al hombre de ser
desgraciado?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Por lo tanto, mi querido Alcibíades, los Estados para ser dichosos no tienen
necesidad de murallas, ni de buques, ni de arsenales, ni de tropas, ni de gran aparato; la única cosa de
que tienen necesidad para su felicidad es la virtud.
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Y si quieres manejar bien los negocios de la república, es preciso que imbuyas a
tus conciudadanos en la virtud.
ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de eso.
SÓCRATES. —¿Pero puede darse lo que no se tiene?
ALCIBÍADES. —¿Cómo puede darse?
SÓCRATES. —Ante todas cosas es preciso, pues, que pienses en ser virtuoso, como debe de hacer
todo hombre, que no solo quiera tener cuidado de sí mismo y de las cosas que son suyas, sino
también del Estado y de las cosas que pertenecen al Estado.
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —No debes, por consiguiente, pensar en adquirir para ti y para el Estado un gran
imperio y el poder absoluto de hacer todo lo que te agrade, sino únicamente lo que dicten la sabiduría
y la justicia.
ALCIBÍADES. —Eso me parece muy cierto.
SÓCRATES. —Porque si tú y el Estado gobernáis sabia y justamente, obtendréis el favor de los
dioses.
ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de ello.
SÓCRATES. —Y gobernaréis justa y sabiamente, si como te dije antes, no perdéis de vista esa luz
divina que brilla en vosotros.
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Porque mirándoos en esta luz, os veréis vosotros mismos, y conoceréis vuestros
verdaderos bienes.
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y obrando así, ¿no haréis siempre el bien?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Si hacéis siempre el bien, me atrevo a salir garante de que seréis siempre
dichosos.
ALCIBÍADES. —En esta materia eres tú una buena garantía, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero si gobernáis injustamente, y en lugar de suspirar por la verdadera luz, os
fijáis en lo que está sin Dios y lleno de tinieblas, no haréis, sin que pueda ser de otra manera, sino
obras de tinieblas, porque no os conoceréis a vosotros mismos.
ALCIBÍADES. —Así lo creo.
SÓCRATES. —Mi querido Alcibíades, represéntate un hombre que tenga el poder de hacerlo
todo, y que no tenga juicio; ¿qué debe esperarse y cuál será el resultado para él y para el Estado? Por
ejemplo, que un enfermo tenga el poder de hacer todo lo que le venga a la cabeza, que no conozca la
medicina, y que nadie se atreva a decirle nada ni a contenerle, ¿qué le sucederá? Destruirá sin duda su
cuerpo.
ALCIBÍADES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Y si en una nave un hombre, sin tener ni buen sentido ni la habilidad de piloto, se
toma la libertad de hacer lo que le parezca, tú mismo ves lo que no puede menos de suceder a él y a
todos los que a él se entreguen.
ALCIBÍADES. —No podrán menos de perecer todos.
SÓCRATES. —Lo mismo sucede con todas las ciudades, repúblicas y todos los poderes; si están
privados de la virtud, su ruina es infalible.
ALCIBÍADES. —Imposible de otra manera.
SÓCRATES. —Por consiguiente, mi querido Alcibíades, si quieres ser dichoso tú y que lo sea la
república, no es preciso un gran imperio, sino la virtud.
ALCIBÍADES. —Ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —Y antes de adquirir esta virtud, lejos de mandar, es mejor obedecer, no digo a un
niño, sino a un hombre, siempre que sea más virtuoso que él.
ALCIBÍADES. —Eso me parece cierto.
SÓCRATES. —Y lo que es mejor, ¿no es lo más precioso?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y lo que es más precioso, ¿no es lo más conveniente?
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Es conveniente al hombre vicioso ser esclavo, porque esto le cuadra mejor?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿El vicio, pues, es una cosa servil?
ALCIBÍADES. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿Y la virtud una cosa liberal?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y no es preciso evitar este servilismo?
ALCIBÍADES. —Ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —Pues bien, mi querido Alcibíades, conoces tu propia situación; ¿eres digno de ser
libre o esclavo?
ALCIBÍADES. —¡Ah!, Sócrates, conozco bien mi situación.
SÓCRATES. —¿Pero sabes cómo puedes salir de ese estado, que no me atreveré a calificar,
hablando de un hombre como tú?
ALCIBÍADES. —Sí, lo sé.
SÓCRATES. —¿Cómo?
ALCIBÍADES. —Si Sócrates quiere.
SÓCRATES. —Dices muy mal, Alcibíades.
ALCIBÍADES. —¿Pues cómo tengo que decir?
SÓCRATES. —Si Dios quiere.
ALCIBÍADES. —Pues bien, digo si Dios quiere; y añado, que para lo sucesivo vamos a mudar de
papeles, tú harás el mío y yo el tuyo, es decir, que yo voy a mi vez a ser tu amante, como tú has sido
el mío hasta aquí.
SÓCRATES. —En este caso, mi querido Alcibíades, lo que se dice de la cigüeña se podrá decir de
mi amor para contigo, si después de haber hecho nacer en tu seno un nuevo amor alado, éste le nutre
y le cuida a su vez.
ALCIBÍADES. —Así será; y desde este día voy a aplicarme a la justicia.
SÓCRATES. —Deseo que perseveres en ese pensamiento; pero te confieso, que sin desconfiar de
tu buen natural, temo que la fuerza de los ejemplos que dominan en esta ciudad, nos arrollen al fin a ti
y a mí.
CÁRMIDES
Argumento del Cármides[1]
por Patricio de Azcárate

Nada menos complicado que este diálogo. Marcha muy llanamente a un objeto muy sencillo. Un
análisis rápido va a demostrarlo.
Habiendo llegado la víspera, de Potidea, Sócrates entra en la palestra de Taureas, y encuentra allí
a sus amigos Querefón, Critias y otros; les da nuevas del ejército y pregunta a qué altura se halla la
filosofía. Se le presenta Cármides, niño cuando su partida, y que era ya un joven formado y
admirablemente hermoso; y se empeña la conversación primero con Cármides y después con Critias.
—Cármides es hermoso; se dice que también es sabio, y él no está lejos de creerlo. Pero si es sabio,
tiene el convencimiento de serlo, y si tiene el convencimiento, se halla en estado de definir la
sabiduría. ¿Qué es por lo tanto la sabiduría?
—La mesura, responde Cármides. —No, dice Sócrates, porque la sabiduría es inseparable de la
belleza, y no es bello andar, leer, aprender, tocar la lira, luchar, deliberar y hacer cualquier otra cosa
con mesura, es decir, con lentitud. —Es el pudor. —Tampoco, porque la sabiduría es siempre buena,
y el pudor es algunas veces malo, testigo el verso de Homero: el pudor no cuadra al indigente.
—En tal caso, la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio.
—Tampoco, y antes por lo contrario sería una verdadera locura exigir que cada uno escriba solo
su nombre y no el de otros, que teja él mismo su vestido, que arregle su calzado, que lave su camisa,
y que no haga nada por nadie, ni reciba nada de nadie. En este momento, Critias, impaciente al ver
tratar tan ligeramente una definición que pudo sugerir al joven Cármides, entra en lid y acaba por
verse batido a su vez.
Por lo pronto se propone escapar de las sutilezas de Sócrates, valiéndose de una sutil distinción
entre hacer una cosa y trabajar en una cosa, y se ve bien presto conducido, casi sin advertirlo, a
sustituir la fórmula: hacer el bien, a la otra fórmula: hacer lo que nos es propio. Hacer el bien, he
aquí la sabiduría.
¿Es eso cierto?, pregunta Sócrates. ¿El que obra ciegamente, haga lo que quiera, es sabio? ¿Ser
sabio no es por lo contrario saber lo que se hace, lo que se quiere, lo que se piensa, lo que uno es, en
una palabra, saberse a sí mismo? Critias, siempre dispuesto a pronunciarse decidido sostenedor de la
verdad, y también a abandonar una opinión por otra, exclama en este sentido: «Sí, la sabiduría es
verdaderamente la ciencia de sí mismo, y no hay duda que así lo ha entendido el dios de Delfos».
Aquí comienza una larga y sofística discusión, que llena la segunda mitad del diálogo. Sócrates
establece: primero, que la ciencia de sí mismo es imposible; segundo, que es inútil; de donde se
sigue, que tal ciencia de sí mismo no es la sabiduría.
¿Qué es la ciencia de sí mismo? Una ciencia, en la que aquello que sabe (el sujeto) se confunde
con aquello que es sabido (el objeto); por consiguiente, la ciencia de la ciencia; por consiguiente, la
ciencia de la ciencia y de la ignorancia.
—¿Y no comprendéis que esta concepción de una ciencia de la ciencia y de la ignorancia es
esencialmente contradictoria? Esto equivale a decir que existe una vista de la vista y de lo que no es
visto, la cual no ve nada de lo que es colorado;[2] un oído del oído y de lo que no es oído, el cual no
oye nada de lo que es sonoro; un sentido de los sentidos y de lo que no son sentidos, el cual no siente
nada de lo que es sensible; un deseo que no es el deseo del placer; una voluntad, que no quiere ningún
bien, pero se quiere a sí misma y aun a lo que no es voluntad; un amor que no ama ningún género de
belleza, pero se ama a sí mismo y ama a lo que no es amor; un temor, que sin temer ningún peligro,
se teme a sí mismo y a lo que no es temor; una opinión, que sin ser la opinión de nada, es opinión de
sí misma y de lo que no es opinión. Por otra parte, fijaros bien en lo que voy a decir. Lo propio de
una ciencia de la ciencia sería referirse exclusivamente a sí mismo como sujeto, y universalmente a
todas las cosas como objeto; sería por lo tanto más que ella misma, y menos que ella misma, doble
absurdo. En fin, esta relación de una cosa a sí, que nosotros no observamos en ninguna parte, ¿qué
hombre se atrevería a afirmar que la concibe claramente?
La ciencia de la ciencia y de la ignorancia, es decir, la ciencia de sí mismo, no parece posible; y si
la suponemos posible, tampoco es útil. En efecto, esta ciencia nos enseña que nosotros sabemos o que
no sabemos, que los demás saben o que no saben; pero no nos enseña lo que nosotros sabemos y lo
que no sabemos; lo que los demás saben y lo que no saben. Este último conocimiento nos sería sin
duda muy ventajoso, puesto que nos permitiría hacer precisamente lo que estamos en estado de hacer,
confiando lo demás a los hombres entendidos; en cuanto al primero, es de hecho vana[3] y estéril y de
ningún uso en el gobierno de los negocios privados, como en el de los públicos. Pero hay más. En el
acto mismo en que la ciencia de la ciencia y de la ignorancia nos enseñase lo que sabemos y lo que
no sabemos, lo que los demás saben y no saben, no se seguiría, como con demasiada ligereza hemos
concedido, que pueda verdaderamente contribuir a nuestra felicidad. Esto es más bien un privilegio
de la ciencia del bien y del mal. He aquí la ciencia útil; y como la ciencia de la ciencia y de la
ignorancia no es esta ciencia, es claro que no es útil.
En resumen, la sabiduría no es la mesura, ni el pudor, ni la atención para hacer lo que nos es
propio, ni la práctica del bien, ni la ciencia de sí mismo: he aquí lo que nos dice el Cármides. Pues
entonces ¿qué es?; esto es lo que no nos dice. La razón es, porque el verdadero objeto de este diálogo
no es definir la sabiduría, sino convencer a Cármides (es decir a los jóvenes en general) que no es tan
instruido como cree serlo, para que de este modo nazca en su alma, con una justa desconfianza, el
saludable deseo de indagar y buscar la verdad. Conclusión, toda práctica, de un interés superior, y que
Platón ha puesto en acción, si puede decirse así, al final de este diálogo, presentándonos a Cármides
modesto y resuelto a someterse a los encantos de Sócrates.
En nuestra opinión, si se quiere formar una idea exacta del Cármides y del objeto que Platón se
propuso, es preciso tener en cuenta el método de Sócrates, y presentarlo en toda su verdad. Su
método comprende la ironía, de la que se sirve Sócrates como de un arma para herir a los sofistas, y
el arte de amamantar el espíritu de los jóvenes. En lo que no se han fijado bastantees que en este arte
hay dos partes muy distintas; en la primera conduce a la duda por la refutación; en la segunda
conduce al conocimiento por la inducción. Por lo pronto es preciso dudar; porque ¿cómo podrán
tenerse nociones exactas si no se las busca? Y ¿cómo se las busca, si se cree saberlo todo? Éste es en
general el error de la juventud: contentarse con semiverdades y creer conocer lo que no conoce;
sobre todo, éste era el de la juventud ateniense en la época de Sócrates y de Platón, viciada como
estaba por los sofistas. Cuando Sócrates se dirigía a un joven, su primer cuidado era probarle su
ignorancia, interrogándole hábilmente y arrancándole esta confesión: yo no sé nada. Saber que no se
sabe; he aquí la disposición intelectual, sin la que no es posible aprender verdaderamente; y el primer
esfuerzo de dicho arte era crear esta convicción.
Y ahora bien ¿No es éste el objeto del Cármides? ¿No representa muy fielmente el primer
momento de este arte? ¿No es esto lo que le da sentido y seriedad, y lo que constituye su interés y su
mérito?
Pero por haberlo traducido, no es cosa de que nos alucinemos sobre su verdadero valor. Su
defecto no consiste en no haber concluido, porque bastante conclusión es el despertar en el alma de
los lectores jóvenes la desconfianza de sí mismos, condición de todo examen e indagación, sin los
cuales no hay conocimiento sólido, ni ciencia digna de este nombre; de lo que le acusaremos es de
abusar del doble sentido de las palabras; de refutar cosas que no merecen ser refutadas y otras que no
deben serlo; de refutar sin refutar, superficialmente y en apariencia; en fin, de no ir al fondo de cosa
alguna. Sobre todo, le echaremos en cara el haber amontonado una nube de sutilezas, haciéndolas
recaer sobre la ciencia de nuestra alma, que es la ciencia por excelencia. Esto no es más que un juego,
como lo ha visto y lo ha dicho muy oportunamente el señor Cousin; y ninguna necesidad había de
esto, ni de correr el riesgo de comprometer sin motivos una verdad capital, querida de la escuela
socrática y de todos los verdaderos filósofos, cualquiera que sea su escuela.
¿Quiere decir esto que el Cármides sea indigno de Platón, o no sea de Platón? De ninguna manera.
El águila no se cierne siempre sobre las nubes, algunas veces descansa en las cimas de una roca, o
desciende al llano. Todas las obras de un maestro no son necesariamente obras magistrales; y no
vemos por qué Platón no ha podido escribir un día, como por desahogo, un diálogo de menos
mérito.[4]
Cármides[1] o de la sabiduría
SÓCRATES — QUEREFÓN — CRITIAS — CÁRMIDES

SÓCRATES. —Habiendo llegado la víspera de la llegada del ejército de Potidea, tuve singular
placer, después de tan larga ausencia, en volver a ver los sitios que habitualmente frecuentaba. Entré
en la palestra de Taureas,[2] frente por frente del templo del Pórtico real, y encontré allí una
numerosa reunión, compuesta de gente conocida y desconocida. Desde que me vieron, como no me
esperaban, todos me saludaron de lejos. Pero Querefón, tan loco como siempre, se lanzó en medio de
sus amigos, corrió hacia mí, y tomándome por la mano dijo:
—¡Oh Sócrates!, ¿cómo has librado en la batalla?
Poco antes de mi partida del ejército había tenido lugar un combate bajo los muros de Potidea, y
acababan de tener la noticia.
—Como ves —le respondí.
—Nos han contado —replicó— que el combate había sido de los más empeñados, y que habían
perecido en él muchos conocidos.
—Os han dicho la verdad.
—¿Asististe a la acción?
—Allí estuve.
—Ven a sentarte —dijo—, y haznos la historia de ella, porque ignoramos completamente los
detalles.
En el acto, llevándome consigo, me hizo sentar al lado de Critias, hijo de Calescro. Me senté,
saludé a Critias y a los demás, y procuré satisfacer su curiosidad sobre el ejército, teniendo que
responder a mil preguntas.
Terminada esta conversación, les pregunté a mi vez qué era de la filosofía, y si entre los jóvenes
se habían distinguido algunos por su saber o su belleza, o por ambas cosas. Entonces Critias,
dirigiendo sus miradas hacia la puerta y viendo entrar algunos jóvenes en tono de broma, y detrás un
enjambre de ellos:
—Respecto a la belleza —dijo—, vas a saber, Sócrates, en este mismo acto todo lo que hay. Ésos
que ves que acaban de entrar son los precursores y los amantes del que, a lo menos por ahora, pasa
por el más hermoso. Imagino que no está lejos, y no tardará en entrar.
—¿Quién es, y de quién es hijo?
—Le conoces —dijo—, pero no se le contaba aún entre los jóvenes que figuraban cuando
marchaste; es Cármides, hijo de mi tío Glaucón y primo mío.
—Sí, ¡por Zeus!, le conozco; en aquel tiempo, aunque muy joven, no parecía mal; hoy debe ser
adulto y bien formado.
—Ahora mismo —dijo— vas a juzgar de su talle y disposición.
Cuando pronunciaba estas palabras, Cármides entró.
—No es a mí, querido amigo, a quien es preciso consultar en esta materia, y si he de decir la
verdad, soy la peor piedra de toque para decidir sobre la belleza de los jóvenes; en su edad no hay
uno que no me parezca hermoso.
Indudablemente me pareció admirable por sus proporciones y su figura, y advertí que todos los
demás jóvenes estaban enamorados de él, como lo mostraban la turbación y emoción que noté en
ellos cuando Cármides entró. Entre los que le seguían venía más de un amante. Que esto sucediera a
hombres como nosotros, nada tendría de particular; pero observé que entre los jóvenes no había uno
que no tuviera fijos los ojos en él, no precisamente los más jóvenes, sino todos, y le contemplaban
como un ídolo.
Entonces Querefón, interpelándome, dijo:
—¿Qué te parece de este joven, Sócrates? ¿No tiene hermosa fisonomía?
—Muy hermosa —respondí yo.
—Sin embargo —replicó él—, si se despojase de sus vestidos, no te fijarías en su fisonomía; tan
bellas son en general las formas de su cuerpo.
Todos repitieron las palabras de Querefón.
—¡Por Heracles! —dije yo entonces—, me habláis de un hombre irresistible, si por encima de
todo esto posee una cosa muy pequeña.
—¿Cuál es? —dijo Critias.
—Que la naturaleza —repliqué yo—, le haya tratado con la misma generosidad respecto del
alma; y creo que así sucederá, puesto que este joven es de tu familia.
—Pues tiene un alma muy bella y muy buena, me respondió.
—¿Y por qué —repliqué yo—, no pondremos primero en evidencia su alma, y no la
contemplaremos antes que su cuerpo? En la edad en que se halla, ¿está en posición de sostener
dignamente una conversación?
—Perfectamente —dijo Critias—, porque ha nacido filósofo; y si hemos de creer a él y a todos
los demás, es también poeta.
—Talento que os es hereditario, mi querido Critias, y que lo debéis a vuestro parentesco con
Solón. ¿Pero qué esperas para darme a conocer a este joven y llamarle aquí? Aun cuando fuese más
joven, ningún inconveniente tendría en conversar con nosotros delante de ti, su primo y tutor.
—Lo que dices es muy justo; vamos a llamarle.
Dirigiéndose al mismo tiempo hacia un sirviente:
—Esclavo —dijo—, llama a Cármides, y dile que quiero que consulte con un médico sobre la
indisposición de que me habló estos días.
Y dirigiéndose a mí:
—Hace algún tiempo —dijo—, que tiene la cabeza pesada al levantarse de la cama. ¿Qué
inconveniente hay en indicar que conoces un remedio a los males de cabeza?
—Ninguno, con tal de que venga.
—Va a venir.
Así sucedió. Cármides vino, y dio ocasión a una escena divertida. Cada uno de nosotros, que
estábamos sentados, empujó a su vecino, estrechándole para hacer sitio y conseguir que Cármides se
sentara a su lado, resultando de estos empujes individuales, que los dos que estaban a los extremos
del banco, el uno tuvo que levantarse y el otro cayó en tierra. Sin embargo, Cármides se adelantó y se
sentó entre Critias y yo. Pero entonces, ¡oh amigo mío!, me sentí todo turbado y perdí repentinamente
aquella serenidad de antes, con la que contaba para conversar sin esfuerzo con él. Después Critias le
dijo que era yo el que sabía un remedio; él volvió hacia mí sus ojos como para interrogarme,
echándome una mirada que no me es posible describir, y todos cuantos estaban en la Palestra se
apuraron a colocarse en círculo alrededor de nosotros. En este momento, querido mío, mi mirada
penetró por entre los pliegues de su túnica, se enardecieron mis sentidos, y en mi trasporte
comprendí hasta qué punto Cidias es inteligente en amor, cuando hablando de un bello joven, y
dirigiéndose a un tercero, le dice: No vayas, inocente gamo, a presentarte al león, si no quieres que te
despedace. En cuanto mí, me he creído cogido entre sus dientes. Sin embargo, como me preguntó si
sabía un remedio para el mal de cabeza, le respondí, no sin dificultad, que sabía uno.
—¿Qué remedio es? —me dijo.
Le respondí que mi remedio consistía en cierta hierba, pero que era preciso añadir ciertas
palabras mágicas; que pronunciando las palabras y tomando el remedio al mismo tiempo se
recobraba enteramente la salud; pero que por el contrario las hierbas sin las palabras no tenían
ningún efecto. Pero él dijo:
—Voy, pues, a escribir las palabras que tú vas a decirme.
—¿Las diré a petición tuya o sin ella?
—A mi ruego, Sócrates, replicó riéndose.
—Sea así; ¿pero sabes mi nombre?
—Sería una falta en mí el ignorarlo —dijo—; en el circulo de jóvenes casi eres tú el principal
objeto de nuestras conversaciones, y respecto a mí mismo, recuerdo bien haberte visto, siendo niño,
muchas veces en compañía de mi querido Critias.
—Perfectamente, repliqué yo; seré más libre para explicar en qué consisten estas palabras
mágicas, porque no sabía cómo hacerte comprender su virtud. Es tal su poder, que no curan solo los
males de cabeza. Quizá has oído hablar de médicos hábiles. Si se les consulta sobre males de ojos,
dicen que no pueden emprender solo la cura de ojos, y que para curarlos tienen que extender su
tratamiento a la cabeza entera; en igual forma imaginar que se puede curar la cabeza sola
despreciando el resto del cuerpo, es una necedad. Razonando de esta manera, tratan el cuerpo entero y
se esfuerzan en cuidar y sanar la parte con el todo. ¿No crees tú que es así como hablan y como pasan
las cosas?
—Es verdad —respondió.
—¿Y tú apruebas esta manera de hablar y razonar?
—No puedo menos —dijo.
Viendo a Cármides de acuerdo conmigo, más animado, poco a poco recobré mi serenidad y
advertí que rehacía mis fuerzas. Entonces le dije:
—El mismo razonamiento puede hacerse con ocasión de nuestras palabras mágicas. Yo las
aprendí allá en el ejército, de uno de estos médicos tracios, discípulos de Zámolxis,[3] que pasan por
tener el poder de hacer a los hombres inmortales. Este tracio declaraba que los médicos griegos
tienen cien veces razón para hablar, como yo les hice hablar antes; pero añadía: «Zámolxis, nuestro
rey, y por añadidura un dios, pretende que si no debe emprenderse la cura de los ojos sin la cabeza, ni
la cabeza sin el cuerpo, tampoco debe tratarse del cuerpo sin el alma; y que si muchas enfermedades
se resisten a los esfuerzos de los médicos griegos, procede de que desconocen el todo, del que por el
contrario debe tenerse el mayor cuidado; porque yendo mal el todo, es imposible que la parte vaya
bien». Del alma, decía este médico, parten todos los males y todos los bienes del cuerpo y del hombre
en general, e influye sobre todo lo demás, como la cabeza sobre los ojos. El alma es la que debe
ocupar nuestros primeros cuidados, y los más asiduos, si queremos que la cabeza y el cuerpo entero
estén en buen estado.[4]
«Querido mío», añadía, «se trata al alma valiéndose de ciertas palabras mágicas. Estas palabras
mágicas son los bellos discursos. Gracias a estos bellos discursos, la sabiduría toma raíz en las
almas, y, una vez arraigada y viva, nada más fácil que procurar la salud a la cabeza y a todo el
cuerpo». Enseñándome el remedio y las palabras, «Acuérdate, me dijo, de no dejarte sorprender para
no curar a nadie la cabeza con este remedio, si desde luego él no te ha entregado el alma para que la
cures con estas palabras; porque hoy día, añadía, es un error de la mayor parte de los hombres el
creer que se puede ser médico de una parte sin serlo de otra». Me recomendó mucho que no cediera a
las instancias de ningún hombre, por rico, por noble, por hermoso que fuese, y que no obrase jamás
de otra manera. Yo lo he jurado, estoy obligado a obedecer, y obedeceré infaliblemente. Con respecto
a ti, siguiendo las recomendaciones del extranjero, si quieres entregarme desde luego el alma para
que yo la hechice con las palabras mágicas del tracio, curaré tu cabeza con el remedio. Si no, yo no
puedo hacer nada por ti, mi querido Cármides”.
Apenas Critias me oyó hablar de esta manera, cuando exclamó:
—¡Qué fortuna es para este joven, Sócrates, tener el mal de cabeza, si al curarse ve la necesidad
de perfeccionar igualmente su espíritu! Te diré, sin embargo, que Cármides me parece superior a los
jóvenes de su edad, no solo por la belleza de las formas, sino también por esa cosa misma por la que
tú has llegado a saber las palabras mágicas; porque tú quieres hablar de la sabiduría, ¿no es verdad?
—Precisamente.
—Has de saber —replicó— que a los ojos de todos es incontestablemente el más sabio entre sus
compañeros, y que en todo lo demás no es inferior a ninguno de la edad que él tiene.
—Ciertamente —dije entonces—, es justo, ¡oh Cármides!, que sobresalgas entre los demás por
todas estas cualidades; porque no creo que ninguno de nosotros, remontando hasta nuestros abuelos,
pueda presentar con probabilidad dos familias capaces de producir por su alianza un renuevo más
precioso ni más noble que aquellas de las que tú desciendes. Anacreonte, Solón y los demás poetas
han celebrado a porfía la familia de tu padre que se liga a Critias, hijo de Drópidas, diciendo lo
mucho que ha sobresalido por su belleza y su virtud y por todas las demás ventajas que constituyen la
felicidad. Por la de tu madre sucede lo mismo. Jamás se conoció en el continente un hombre, ni más
hermoso, ni mejor que tu tío Pirilampo, embajador que fue ya cerca del gran rey, ya cerca de otros
príncipes del continente. Esta familia no cede en nada a la precedente. Con tales antepasados tú no
puedes menos de ser el primero de todos. Por esta parte de belleza que se ofrece a la vista, querido
hijo de Glaucón, no has degenerado de tus abuelos; y si en cuanto a sabiduría y a otras cualidades
análogas estás dotado en los términos manifestados por Critias, entonces, mi querido Cármides,
declaro que tu madre ha echado al mundo un dichoso mortal. Entendámonos, pues. Si estás ya en
posesión de la sabiduría, como lo pretende mi querido Critias; si eres suficientemente sabio, nada
tienes que ver con las palabras mágicas de Zámolxis o de Ábaris, el hiperbóreo,[5] y debo en este
instante enseñarte el remedio para el mal de cabeza; pero si por el contrario piensas tener aún algo
que aprender, es preciso que yo te hechice antes de hacerte conocer el remedio. A ti toca decirme si
participas de la opinión de Critias, si crees tu sabiduría completa o aún incompleta.
Cármides se ruborizó al pronto, y pareció más hermoso, porque la modestia cuadraba bien a su
edad juvenil después dijo con cierta dignidad, que no le era fácil responder en el acto sí o no a
semejante pregunta.
—Porque, añadió, si niego que soy sabio, me acuso a mí mismo, lo que no es razonable; y
además doy un mentís a Critias y a muchos otros que me creen sabio, a lo que parece. En el caso
contrario, hago yo mismo mi elogio, lo que no es menos inconveniente. Yo no sé qué responder.
Entonces yo le dije:
—Hablas bien, Cármides, y he aquí en consecuencia cuál es mi dictamen. Es que examinaremos
juntos, si tú posees o no la cualidad en cuestión; de esta manera evitaremos, tú el decir palabras que te
costarían demasiado, y yo el curarte sin haber examinado antes si tienes necesidad del remedio. Si
esto te place, emprenderé contigo este examen. Si no, dejémoslo en este estado.
CÁRMIDES. —Eso me agrada cuanto es posible, y te suplico, que veas cuál es la mejor manera
de proceder a esta indagación.
SÓCRATES. —He aquí el mejor método, en mi opinión, para proceder al examen. Evidentemente,
si posees la sabiduría, eres capaz de formar juicio sobre ella, porque residiendo en ti, si de hecho
reside, es una necesidad que se haga sentir interiormente, y haciéndose sentir, no puedes menos de
formarte una opinión sobre la naturaleza y caracteres de la sabiduría; ¿no lo crees así?
CÁRMIDES. —Así lo creo.
SÓCRATES. —Y lo que piensas, sabiendo el griego, ¿puedes expresarlo tal como está en tu
espíritu?
CÁRMIDES. —Quizá.
SÓCRATES. —Para que sepamos si la sabiduría reside en ti o no, dinos: ¿qué es la sabiduría en tu
opinión?
Al pronto Cármides dudó, y estuvo indeciso si responder o no. Sin embargo, concluyó por decir,
que la sabiduría le parecía consistir en hacer todas las cosas con moderación y medida; en andar,
hablar, obrar en todo de esta manera; en una palabra, añadió, la sabiduría es, a mi juicio, una cierta
medida.
SÓCRATES. —¿Eso es cierto? Se dice comúnmente, querido Cármides, que los que proceden con
medida son sabios; ¿pero hay razón para decirlo? Examinémoslo. Dime, la sabiduría, ¿se la cuenta
entre las cosas bellas?
CÁRMIDES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y qué es más bello para un maestro de escuela, escribir ligero o con medida?
CÁRMIDES. —Escribir ligero.
SÓCRATES. —¿Leer ligero o con lentitud?
CÁRMIDES. —Ligero.
SÓCRATES. —Y tocar la lira con soltura y luchar con agilidad ¿no es más bello que hacer todas
estas cosas con mesura y lentitud?
CÁRMIDES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y qué? En el pugilato y en los combates de todos géneros, ¿no sucede lo mismo?
CÁRMIDES. —Absolutamente.
SÓCRATES. —El salto, la carrera y todos los ejercicios del cuerpo, ¿no son bellos cuando se
ejecutan con agilidad y ligereza, y feos cuando se ejecutan con pesadez, embarazo y mesura?
CÁRMIDES. —Así parece.
SÓCRATES. —Resulta, pues, que, por lo menos en lo relativo al cuerpo, no es la mesura, sino la
velocidad y agilidad, las que son bellas; ¿no es así?
CÁRMIDES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Pero la sabiduría es bella?
CÁRMIDES. —Sí.
SÓCRATES. —Luego, por lo menos, en lo que concierne al cuerpo, no es la mesura o medida,
sino la velocidad la que constituye la sabiduría, puesto que la sabiduría es una cosa bella.
CÁRMIDES. —Eso es muy probable.
SÓCRATES. —¿Pero qué?, ¿cuál es más bello, la facilidad o la dificultad en aprender?
CÁRMIDES. —La facilidad.
SÓCRATES. —¿Pero la facilidad en aprender consiste en aprender pronto, y la dificultad en
aprender con mesura y lentitud?
CÁRMIDES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y no es más bello, y en alto grado, instruir a uno con prontitud, que con mesura
y lentitud?
CÁRMIDES. —Sí.
SÓCRATES. —En la reminiscencia y en el recuerdo, la mesura y la lentitud ¿son más bellas, o
bien lo son la fuerza y la rapidez?
CÁRMIDES. —Son la fuerza y la rapidez.
SÓCRATES. —¿Una comprensión fácil no consiste en un ejercicio rápido del alma y no en la
mesura?
CÁRMIDES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Por consiguiente, cuando se trata de comprender las lecciones de un maestro, sea
de lenguas, sea de música, sea de cualquier otra cosa, no es la gran mesura, sino la gran velocidad, la
que es verdaderamente bella.
CÁRMIDES. —Sí.
SÓCRATES. —Luego, mi querido Cármides, en todo lo que concierne al alma, la agilidad y la
velocidad, ¿parecen más bellas que la lentitud y la mesura?
CÁRMIDES. —Es muy probable.
SÓCRATES. —De donde se sigue, razonando como hasta aquí, que la sabiduría no es la mesura,
ni una vida mesurada es una vida sabia, siendo la sabiduría inseparable de la belleza. Porque no hay
medio de negarlo; las acciones mesuradas nunca, o salvas bien pocas excepciones, nos parecen, en el
curso de la vida, más bellas que las que se realizan con energía y rapidez. Y aun cuando, querido mío,
las acciones más bellas por la mesura que por la fuerza y la rapidez fuesen más numerosas que las
otras, no por esto se tendría derecho a decir, que la sabiduría consiste más bien en obrar con mesura,
que con fuerza y rapidez, ya sea andando, ya leyendo, ya haciendo cualquier otra cosa; ni que una
vida mesurada es más sabia que una vida sin mesura, porque al cabo hemos reconocido, que la
sabiduría se refiere a la belleza, y hemos reconocido también que la rapidez no es menos bella que la
mesura.
CÁRMIDES. —Lo que dices, Sócrates, me parece de hecho justo.
SÓCRATES. —Pues bien, mi querido Cármides, fíjate atentamente en ti mismo; considera en lo
que te has convertido bajo el imperio de la sabiduría; y cuál debe ser esta, para haberte hecho sabio;
y, condensando en seguida tus ideas, di claramente y como hombre de corazón lo que es la sabiduría
en tu opinión.
Él, después de haber reflexionado y examinado resueltamente la cosa en sí mismo, dijo:
CÁRMIDES
Me parece, que lo propio de la sabiduría es producir el rubor, hacer al hombre modesto y
vergonzoso; la sabiduría es, pues, el pudor.
SÓCRATES. —Sea; ¿no confesaste antes que la sabiduría era una cosa bella?
CÁRMIDES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Y los hombres sabios son buenos igualmente?
CÁRMIDES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Es buena una cosa que no produce lo bueno?
CÁRMIDES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —La sabiduría no es solo una cosa bella, sino una cosa buena.
CÁRMIDES. —Así me parece.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no crees que Homero ha tenido razón en decir: el pudor no es bueno al
indigente?[6]
CÁRMIDES. —Verdaderamente sí.
SÓCRATES. —Pero entonces el pudor ¿es bueno y no es bueno a la vez?
CÁRMIDES. —Así parece.
SÓCRATES. —Pero la sabiduría es buena, puesto que hace buenos a los que la poseen, sin
hacerlos jamás malos.
CÁRMIDES. —A mi parecer, es como dices.
SÓCRATES. —Luego la sabiduría no es pudor, puesto que es esencialmente buena, y que el pudor
tan pronto es bueno, tan pronto malo.
CÁRMIDES. —Bien dicho, Sócrates, a mi parecer. Pero veamos, si te place, esta otra definición
de la sabiduría. Me acordé hace un momento haber oído decir que la sabiduría consiste en hacer lo
que nos es propio. Examina, pues, si el autor de estas palabras te parece que ha hablado bien.
SÓCRATES. —¡Picaruelo! ¿Es Critias o algún otro filósofo el que te ha sugerido esa idea?
CRITIAS. —Algún otro, ciertamente, porque a mí no lo ha oído.
CÁRMIDES. —¡Ah!, ¿qué importa, Sócrates, de quién lo he oído?
SÓCRATES. —De ninguna manera importa, porque, por regla general, no hay que examinar
quién ha dicho esto o aquello, sino si está bien dicho.
CÁRMIDES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —Pero ¡por Zeus!, si descubrimos lo que esto significa, no me sorprenderé poco; es
un verdadero enigma.
CÁRMIDES. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque no ha reflexionado en el sentido de las palabras el que ha dicho que la
sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio. Veamos; ¿piensas que el maestro de escuela no hace
nada cuando lee o escribe?
CÁRMIDES. —Nada de eso.
SÓCRATES. —¿Pero crees que se limita a leer o a escribir su propio nombre?, ¿no os instruye a
vosotros, jóvenes, no os hace escribir los nombres de vuestros enemigos lo mismo que los vuestros
y los de vuestros amigos?
CÁRMIDES. —Así es la verdad.
SÓCRATES. —¿Y obrando de esa manera erais unos insensatos?
CÁRMIDES. —Nada de eso.
SÓCRATES. —Sin embargo, vosotros no hacíais solo lo que os era propio, si es que leer y
escribir es hacer alguna cosa.
CÁRMIDES. —Ciertamente es hacer alguna cosa.
SÓCRATES. —Y curar, querido mío, construir, tejer y ejecutar cualquier obra en cualquier arte,
es sin duda alguna cosa.
CÁRMIDES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿te parecería bien administrada la ciudad, en la que la ley ordenase a
cada ciudadano tejer y lavar sus ropas, hacer su calzado, su vendaje, sus frascos de perfumes y todo
lo demás, de suerte que sin echar manó a lo que no le perteneciera, amoldase e hiciese por sí mismo
todo lo que le fuese propio?
CÁRMIDES. —Ése no es mi dictamen.
SÓCRATES. —Sin embargo, si fuese gobernada sabiamente, ¿sería bien administrada?
CÁRMIDES. —Necesariamente.
SÓCRATES. —¿Luego la sabiduría no consiste en hacer todas estas cosas, ni en hacer lo que nos
es propio?
CÁRMIDES. —No, evidentemente.
SÓCRATES. —Luego hablaba enigmáticamente, como yo dije antes, el que decía que la sabiduría
consiste en hacer lo que nos es propio; porque no podía ser tan sencillo que lo entendiera como
nosotros. ¿O quizá estas palabras son de un insensato?
CÁRMIDES. —Nada de eso; son de un hombre que me parecía de hecho un sabio.
SÓCRATES. —Nada más cierto entonces que ha querido proponerte un enigma, porque es muy
difícil en verdad saber lo que significan estas palabras: hacer lo que nos es propio.
CÁRMIDES. —Quizá.
SÓCRATES. —Veamos, ¿qué es hacer lo que nos es propio? ¿Puedes decírmelo?
CÁRMIDES. —Yo no sé nada, ¡por Zeus! Pero no sería imposible que el que ha hablado de esta
manera se comprendiese a sí mismo.
Al decir esto, se sonreía y dirigía sus miradas hacia Critias, que estaba visiblemente en brasas
hacía rato. Deseoso de aparecer ventajosamente delante de Cármides y de todos los que allí estaban,
se había contenido hasta entonces, haciendo un sacrificio; pero en este momento no era ya dueño de
sí mismo. Entonces vi en claro que no me había engañado, conjeturando que Critias era el autor de la
última respuesta de Cármides con motivo de la sabiduría. En cuanto a este, poco empeñado en
defender esta definición, y queriendo dejarlo a cargo del que la había inventado, aguijoneaba a
Critias, afectando mirarle como un hombre reducido al silencio. Éste, no pudiendo sufrir más, y no
menos colérico contra el joven que un poeta contra el actor que desempeña mal su papel,
dirigiéndole una mirada, exclamó:
CRITIAS. —¿Crees, Cármides, que porque tú no sabes lo que pensaba aquel que ha dicho que la
sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio, crees, repito, que él no lo supiera?
SÓCRATES. —¡Ah!, mi querido Critias, ¿es extraño que tan tierno joven ignore estas cosas? Tú,
por el contrario, estás en edad de saberlas, sobre todo después de tus muchos estudios. Si eres del
dictamen que la sabiduría es lo que él decía, y si te consideras con fuerza para explicar esta
proposición, tendré mucho gasto en examinarla contigo, para ver si es verdadera o falsa.
CRITIAS. —Sí, ciertamente soy de este dictamen, y me considero con fuerzas para defenderlo.
SÓCRATES. —Muy bien. Pero veamos, ¿me concedes lo que antes dije: que todos los artífices
trabajan en alguna cosa?
CRITIAS. —Sin dudar.
SÓCRATES. —¿Y te parece que trabajan únicamente en las cosas que les son propias o bien en las
que conciernen a otros?
CRITIAS. —También en las que conciernen a otros.
SÓCRATES. —Son sabios, aun cuando no trabajen únicamente en lo que les es propio.
CRITIAS. —¿Y qué significa eso?
SÓCRATES. —Para mí nada. Pero mira si esto no significa nada para el que, después de haber
sentado que la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio, reconoce en seguida y tiene por
sabios igualmente los que hacen lo que concierne a otros.
CRITIAS. —Pero qué, ¿he reconocido por sabios a los que hacen lo que concierne a los demás, o
los que trabajan en este sentido?
SÓCRATES. —Veamos; ¿es que hay diferencia a tus ojos entre hacer una cosa y trabajar en ella?
CRITIAS. —Sí, verdaderamente la hay, y no hay que confundir los términos trabajar y ocuparse.
He aprendido de Hesíodo esto: ninguna ocupación es deshonrosa.[7] Si por ocuparse y hacer hubiera
entendido las cosas de que tú hablabas antes, crees que hubiera querido decir, ¿no es vergonzoso para
nadie coser sus zapatos, vender escabeche o estar despachando en una tienda? No, Sócrates, no; sino
que él sin duda ha creído, que una cosa es hacer y ocuparse y otra es trabajar; y que puede haber algo
de vergonzoso en un trabajo sin relación con lo bello, lo que nunca sucede con la ocupación.
Trabajar en vista de lo bello y de lo útil, he aquí lo que llama ocuparse; y los trabajos de este género
son para él ocupaciones y actos. Éstos son los únicos que considera como propios; todo lo que nos es
dañoso nos es extraño. En este sentido, no lo dudes, es como Hesíodo, y con él todo hombre de buen
juicio, llama sabio al que hace lo qué es propio.
SÓCRATES. —¡Oh Critias!, desde tus primeras palabras sospeché que, por lo que nos es propio,
lo que nos concierne, querías decir el bien, y por acción el trabajo de los hombres de bien; porque he
oído a Pródico hacer mil y mil distinciones entre las palabras.[8] Sea así; da a las palabras el sentido
que te agrade; me basta que las definas al tiempo de emplearlas. Volvamos ahora a nuestra indagación
y respóndeme claramente: ¿hacer el bien o trabajar en él, o como quieras llamarlo, es lo que tú
llamas sabiduría?
CRITIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Sabio es el que hace el bien, no el que hace el mal?
CRITIAS. —Tú mismo, querido mío, ¿no eres de mi dictamen?
SÓCRATES. —No importa; lo que tenemos que examinar, no es lo que yo pienso, sino lo que tú
dices.
CRITIAS. —Pues bien; el que no hace el bien sino que hace el mal, declaro que no es sabio; al que
no hace el mal sino el bien, lo declaro sabio. La práctica del bien; he aquí precisamente cómo defino
la sabiduría.
SÓCRATES. —Podrá suceder que tengas razón; sin embargo, una cosa me llama la atención, y es
que admites que un hombre pueda ser sabio y no saber que lo es.
CRITIAS. —No hay tal; de ninguna manera admito eso.
SÓCRATES. —¿No has dicho antes, que los artífices pueden muy bien trabajar en las cosas que
conciernen a otros y ser sabios?
CRITIAS. —Ya lo he dicho; ¿pero qué significa esto?
SÓCRATES. —Nada, pero respóndeme; ¿el médico que cura a un enfermo te parece que obra con
utilidad para sí mismo y para el enfermo?
CRITIAS. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —Conduciéndose de esta manera, ¿se conduce convenientemente?
CRITIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Y el que se conduce convenientemente ¿no es sabio?
CRITIAS. —Lo es.
SÓCRATES. —Pero es necesario que el médico sepa si sus remedios tienen o no tienen un efecto
útil; ¿y el obrero debe saber si sacará o no sacará provecho de su trabajo?
CRITIAS. —Quizá no.
SÓCRATES. —Sucede algunas veces que un médico hace unas cosas útiles y otras dañosas sin
saber lo que hace. Sin embargo, según tú, cuando obra útilmente obra sabiamente; ¿No es esto lo que
decías?
CRITIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Luego, al parecer, puesto que obra algunas veces útilmente, obra sabiamente, es
sabio; y sin embargo, él no se conoce, no sabe que es sabio.
CRITIAS. —Pero no, Sócrates, eso no es posible. Si crees que mis palabras conducen
necesariamente a esta consecuencia, prefiero retirarlas, quiero más confesar sin rubor que me he
expresado inexactamente, que conceder que se pueda ser sabio sin conocerse a sí mismo. No estoy
distante de definir la sabiduría como el conocimiento de sí mismo, y de hecho soy de la misma
opinión del que colocó en el templo de Delfos una inscripción de este género: «Conócete a ti
mismo». Esta inscripción es, a mi parecer, el saludo que el dios dirige a los que entran, en lugar de la
fórmula ordinaria: «Sé dichoso»; creyendo al parecer que este saludo no es conveniente, y que a los
hombres debe desearse, no la felicidad, sino la sabiduría. He aquí en qué términos tan diferentes de
los nuestros habla el dios a los que entran en su templo, y yo comprendo bien el pensamiento del
autor de la inscripción. «Sé sabio», dice a todo el que llega; lenguaje un poco enigmático, como el de
un adivino. Conócete a ti mismo y sé sabio es la misma cosa, por lo menos así lo pensamos la
inscripción y yo. Pero puede verse en esto una diferencia, y es el caso de los que han grabado
inscripciones más recientes: nada en demasía; date en caución y no estás lejos de tu ruina. Han
tomado la sentencia: conócete a ti mismo, por un consejo, y no por el saludo del dios a los que entran.
Y queriendo hacer ver, que también ellos eran capaces de dar útiles consejos, han grabado estas
máximas sobre los muros del edificio. He aquí, Sócrates, adonde tiende este discurso. Todo lo que
precede te lo abandono. Quizá la razón está de tu parte; quizá de la mía. En todo caso, nada de sólido
hemos dicho. Pero ahora estoy resuelto a sostenerme con razones, sino me concedes que la sabiduría
consiste en conocerse a sí mismo.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Critias, obras conmigo como si tuviese la pretensión de saber
las cosas sobre que interrogo, y como si yo no tuviese más que quererlo, para ser de tu dictamen.
Dios me libre de que así suceda. Yo busco de buena fe la verdad contigo; hasta ahora la ignoro.
Cuando haya examinado la proposición nueva que presentas, te diré claramente si soy o no de tu
dictamen, peto dame tiempo para hacer este examen.
CRITIAS. —Hazlo.
SÓCRATES. —Comienzo. Si la sabiduría consiste en conocer alguna cosa, evidentemente es una
ciencia y la ciencia de alguna cosa. ¿No es así?
CRITIAS. —Es una ciencia, la de sí mismo.
SÓCRATES. —Y la medicina, ¿es la ciencia de lo que es sano?
CRITIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y si me preguntases: la medicina, esta ciencia de lo que es sano, en qué nos es útil
y qué bien nos procura; yo te respondería: un bien que no es poco precioso; nos da la salud, lo que es
un magnífico resultado. Creo que me concedes esto.
CRITIAS. —Lo concedo.
SÓCRATES. —Y si me preguntases: la arquitectura, que es la ciencia de construir, qué bien nos
procura; yo te respondería, las casas. Lo mismo respecto de las demás artes. Tú, que dices que la
sabiduría es la ciencia de sí mismo, estás en el caso de responder al que te pregunte: Critias, la
sabiduría, que es la ciencia de sí mismo, ¿qué bien nos procura que sea excelente y digno de su
nombre? Vamos, habla.
CRITIAS. —Pero, Sócrates, tú no razonas con exactitud. La sabiduría no es semejante a las otras
ciencias; éstas no son semejantes entre sí, y tú supones en tu razonamiento que todas se parecen.
Veamos; dime ¿dónde encontraremos los productos de la aritmética y geometría, como vemos en una
casa el producto de la arquitectura y en un vestido el producto del arte de tejer, y así en una multitud
de otros efectos, producto de una multitud de otras artes? ¿Puedes mostrarme los resultados de estas
dos ciencias? Pero no, tú no puedes.
SÓCRATES. —Es cierto; pero puedo por lo menos mostrarte de qué objeto cada una de estas
ciencias es la ciencia, objeto bien diferente de la ciencia misma. Así es que la aritmética es la ciencia
del par y del impar, de sus propiedades y de sus relaciones. ¿No es así?
CRITIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Y el par y el impar difieren de la aritmética misma?
CRITIAS. —No puede ser de otra manera.
SÓCRATES. —Y la estática es la ciencia de lo pesado y de lo ligero; lo pesado y lo ligero
difieren de la estática misma. ¿No lo crees así?
CRITIAS. —Lo creo.
SÓCRATES. —Pues bien; dime, ¿cuál es el objeto de la ciencia de la sabiduría, que sea distinto de
la sabiduría misma?
CRITIAS. —Veamos el punto en que estamos, Sócrates. De cuestión en cuestión acabas de hacer
ver que la sabiduría es de otra naturaleza que las otras ciencias, y a pesar de eso te obstinas en buscar
su semejanza con ellas. Esta semejanza no existe; pues mientras que todas las demás ciencias son
ciencias de un objeto particular y no del todo de ellas mismas, solo la sabiduría es la ciencia de otras
ciencias y de sí misma. Esta distinción no puede ocultársete, y creo que haces ahora lo que declarabas
antes no querer hacer; te propones solo combatirme y refutarme, sin fijarte en el fondo de las cosas.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿puedes creer que si yo te presiono con mis preguntas, sea por otro
motivo que por el que me obligaría a dirigirme a mí mismo y examinar mis palabras; quiero decir, el
temor de engañarme pensando saber lo que yo no sabría? No, te lo aseguro; solo un objeto he tenido:
ilustrar la materia de esta discusión; primero, por mi propio interés, y quizá también por el de
algunos amigos. Porque ¿no es un provecho común para todos los hombres, que la verdad sea
conocida en todas las cosas?
CRITIAS. —Ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —Animo, pues, amigo mío; responde a mis preguntas, según tu propio juicio, sin
inquietarte, si es Critias o Sócrates el que lleva la mejor parte; aplica todo tu espíritu al objeto que
nos ocupa, y que sea una sola cosa la que te preocupe: la conclusión a que nos conducirán nuestros
razonamientos.
CRITIAS. —Así lo quiero, porque lo que me propones me parece muy razonable.
SÓCRATES. —Habla y dime lo que piensas de la sabiduría.
CRITIAS. —Pienso, que, única entre todas las demás ciencias, la sabiduría es la ciencia de sí
misma y de todas las demás ciencias.
SÓCRATES. —¿Luego será también la ciencia de la ignorancia, si lo es de la ciencia?
CRITIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Por consiguiente, solo el sabio se conocerá a sí mismo, y estará en posición de
juzgar de lo que sabe y de lo que no sabe. En igual forma, solo el sabio es capaz de reconocer,
respecto a los demás, lo que cada uno sabe creyendo saberlo, como igualmente lo que cada uno cree
saber, no sabiéndolo. Ningún otro puede hacer otro tanto. En una palabra, ser sabio, la sabiduría, el
conocimiento de sí mismo, todo se reduce a saber lo que se sabe y lo que no se sabe. ¿No piensas tú
lo mismo?
CRITIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Te llamo otra vez la atención, y con esta serán tres, número que está consagrado
al dios libertador, para que examinemos, como si comenzáramos esta indagación, primero, si es
posible o no saber que una persona sabe lo que sabe y no sabe lo que no sabe; en seguida, suponiendo
esto posible, qué utilidad puede resultar en saberlo.[9]
CRITIAS. —Sí, examinémoslo.
SÓCRATES. —Pues bien, mi querido Critias, mira si en esta indagación eres más afortunado que
yo, porque yo me veo sumamente embarazado. ¿Te explicaré este conflicto mío?
CRITIAS. —Con gusto.
SÓCRATES. —¿Y cómo no he de verme embarazado, si lo que has dicho es una verdad, es decir,
si existe una cierta ciencia, que no es la ciencia de ninguna otra cosa más que de sí misma y de las
otras ciencias, y que además es la ciencia de la ignorancia?
CRITIAS. —Pues todo eso es verdad.
SÓCRATES. —Mira, querido mío, que sentamos por base una idea absurda; considérala aplicada
a otros objetos, y te parecerá, estoy seguro de ello, perfectamente irracional.
CRITIAS. —¿Cómo puede suceder eso y en qué objetos?
SÓCRATES. —He aquí. ¿Concibes una vista que no viese ninguna de las cosas que ven las demás
vistas, pero que sea la vista de sí misma y de las demás vistas, y hasta de lo que no es visto?
¿Concibes una vista que no viese el color, a pesar de ser vista, pero que se viese ella misma y las
demás vistas? ¿Crees que semejante vista existe?
CRITIAS. —No, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —¿Concibes un oído, que no oyese ninguna voz, pero que se oyese a sí mismo y a
los otros oídos, y hasta lo que no es oído?
CRITIAS. —Tampoco.
SÓCRATES. —Considerando todos los sentidos a la vez, ¿te parece posible que haya uno que sea
el sentido de sí mismo y de los otros sentidos, pero que no sienta nada de lo que los otros sentidos
sienten?
CRITIAS. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Te parece posible que haya un deseo, que no sea el deseo del placer, y que solo
lo sea de sí mismo y de los otros deseos?
CRITIAS. —¡Ah!, no.
SÓCRATES. —¿Una voluntad, que no quisiese ningún bien, pero que se quisiese a sí misma y a
las otras voluntades?
CRITIAS. —Nada de eso.
SÓCRATES. —¿Puedes concebir que exista un amor, que no es el amor de ningún género de
belleza, sino de sí mismo y de los otros amores?
CRITIAS. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿Puedes imaginar un temor que se teme a sí mismo y a los demás temores, pero
que no teme ningún peligro?
CRITIAS. —No lo imagino.
SÓCRATES. —¿Una opinión que es la opinión de las demás opiniones y de sí misma, y que no se
refiere a ninguno de los objetos ordinarios de la opinión?
CRITIAS. —Nada de eso.
SÓCRATES. —¿Y sin embargo, afirmamos que existe una ciencia que no es la ciencia de ningún
conocimiento particular, sino la ciencia de sí misma y de las otras ciencias?
CRITIAS. —Así lo afirmamos.
SÓCRATES. —Es cosa bien extraña, si existe semejante ciencia. Sin embargo, no nos apuremos a
negar que exista, y procuremos examinarla aún.
CRITIAS. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Veamos. Esta ciencia es la ciencia de alguna cosa y tiene la propiedad de referirse
a alguna cosa. ¿No es así?
CRITIAS. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Decimos de la cosa que es más grande, que tiene la propiedad de serlo más que
cualquier otra?
CRITIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Más que todo lo que es más pequeño, porque ella es más grande?
CRITIAS. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Si encontráramos un cuerpo más grande, que lo fuese más que los demás cuerpos
y que él mismo, sin ser más grande que los cuerpos sobrepujados por aquellos que él sobrepuja ¿no
se seguiría de toda necesidad, que sería a la vez más grande que sí mismo, y más pequeño que sí
mismo? ¿Qué dices a esto?
CRITIAS. —Eso sería de toda necesidad, Sócrates.
SÓCRATES. —Si se encontrase un número que fuese doble de los demás números dobles y de sí
mismo, estos otros números y él mismo no serían más que mitades con relación a aquel que fuese
doble, porque lo doble no puede ser sino de una mitad.
CRITIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Por consiguiente una cosa sería al mismo tiempo más grande que sí misma y más
pequeña; más pesada y más ligera; más vieja y más nueva, y así de todo lo demás. ¿No es
indispensable que la cosa, que posee la propiedad de referirse a sí misma, posea además la cualidad a
que tiene la propiedad de referirse? Por ejemplo, el oído solo oye la voz; ¿no es así?
CRITIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Si el oído se oyese a sí mismo, solo sería a condición de tener una voz, porque en
otro caso él no oiría.
CRITIAS. —Es preciso.
SÓCRATES. —Y la vista, querido mío, si se viese a sí misma, ¿sería preciso necesariamente que
ella tuviese algún color, porque la vista no puede ver lo incoloro?
CRITIAS. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Ya ves, Critias, que de las cosas que acabamos de recorrer, las unas no pueden
absolutamente referirse a sí mismas, y no es probable que las demás puedan hacerlo. En cuanto a la
magnitud, al número y otras cosas semejantes es de hecho imposible. ¿No es así?
CRITIAS. —Ciertamente.
SÓCRATES. —En cuanto al oído y la vista, en cuanto al movimiento que tuviese la propiedad de
moverse, al calor que tuviese el de calentarse y todas las cosas de este género, muchas personas no
querrían creerlo, pero quizá otras lo creerán. Se necesita nada menos que un hombre de genio, mi
querido amigo, para decidir en última apelación y de una manera general, si algo de lo que existe ha
recibido de la naturaleza la propiedad de referirse a sí mismo, refiriéndose toda cosa a otra cosa; o
bien si entre los objetos unos tienen este poder y otros no; y en fin, en el caso de que algunos,
pudiesen referirse a sí mismos, si la ciencia que llamamos sabiduría estaría en este caso. Yo no me
considero capaz para resolver estas cuestiones. ¿Es posible que haya una ciencia de la ciencia? Yo no
puedo afirmarlo; y aun cuando se probase que existe, no podría admitir que esta ciencia sea la
sabiduría antes de haber examinado si, dando esto por supuesto, nos sería útil o no; porque me atrevo
a declamar que la sabiduría es una cosa buena y útil. Pero tú, hijo de Calescro, que has sentado que la
sabiduría es la ciencia de la ciencia e igualmente de la ignorancia, pruébame, en primer lugar, que
esto es posible, y en segundo, que esta cosa posible es además útil. Quizá de esta manera me
convencerás de que defines exactamente la sabiduría.
Habiendo oído estas palabras y viéndome embarazado, Critias, igual a aquellos que con solo ver
bostezar bostezan, me pareció tan embarazado como yo. Habituado a verse colmado de elogios, se
ruborizaba solo con notar las miradas de los circunstantes, no se apuraba a confesar que era incapaz
de ilustrar las cuestiones que yo le había propuesto, hablaba sin decir nada claro, y solo trataba de
encubrir su impotencia. Yo, que no quería ahogar la discusión, le dije:
SÓCRATES. —Si te parece bien, querido Critias, demos por concedido que la ciencia de las
ciencias es posible, y entonces entraremos en indagaciones acerca de si existe o no existe, pasaremos
de la posibilidad al acto. Supongo esta ciencia perfectamente posible, y te pregunto si es más fácil
saber lo que se sabe o lo que no se sabe. Porque hemos dicho que en esto consisten el conocimiento
de sí mismo y la sabiduría. ¿No es cierto?
CRITIAS. —Sin duda, y eso es muy consiguiente, Sócrates. Porque si el hombre posee la ciencia
que se conoce a sí misma, es preciso que sea de la misma naturaleza que lo que él posee. Tiene uno la
vivacidad, es vivo; la belleza, es bello; la ciencia, es sabio. Y si tiene la ciencia que se conoce a sí
misma, será preciso que se conozca a sí mismo.
SÓCRATES. —No es ésa la dificultad. Sin duda, si alguno posee lo que se conoce a sí mismo, se
reconocerá él a sí mismo igualmente; lo que se quiere averiguar es si el que posee esta ciencia debe
necesariamente saber lo que sabe y lo que no sabe.
CRITIAS. —Sin duda, Sócrates, porque eso es lo mismo.
SÓCRATES. —Lo será; pero yo lo mismo estoy que estaba, porque no comprendo cómo
conocerse a sí mismo es lo mismo que saber lo que se sabe y lo que no se sabe.
CRITIAS. —¿Qué quieres decir con eso?
SÓCRATES. —Lo siguiente: ¿la ciencia de una ciencia podrá hacer más que distinguir entre dos
cosas, que es una ciencia y que no es una ciencia?
CRITIAS. —No; a eso se limitará.
SÓCRATES. —¿Son una misma cosa la ciencia y la ignorancia de lo que es sano y la ciencia y la
ignorancia de lo que es justo?
CRITIAS. —No.
SÓCRATES. —La primera de estas ciencias es, creo, la medicina, y la segunda la política, y la
ciencia de la ciencia es simplemente la ciencia.
CRITIAS. —Imposible negarlo.
SÓCRATES. —El que no conoce ni lo sano, ni lo justo, y solamente tiene la ciencia de la ciencia,
reducido a esta ciencia única, podrá saber que él sabe alguna cosa y que posee una cierta ciencia y lo
sabrá de los demás y de sí mismo. ¿No es así?
CRITIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Pero lo que sabe,[10] ¿cómo pudo saberlo por medio de esta ciencia? Es en efecto
por medio de la medicina, y no por la sabiduría, como conoce lo que es sano; por la música, y no por
la sabiduría, lo que es armonioso; por la arquitectura, y no por la sabiduría, lo que es propio para
construir, y así de lo demás. ¿Es cierto?
CRITIAS. —Así me parece.
SÓCRATES. —Por la sabiduría, si es solo la ciencia de la ciencia, ¿cómo sabrá que él sabe lo que
es sano o lo que es propio para construir?
CRITIAS. —Es imposible.
SÓCRATES. —El que ignora estas cosas no sabe lo que él sabe, sino únicamente que él sabe.
CRITIAS. —Así me parece.
SÓCRATES. —Luego la sabiduría y el ser sabio consisten, no en saber lo que se sabe y lo que no
se sabe, sino solo que se sabe y que no se sabe.
CRITIAS. —Probablemente.
SÓCRATES. —Luego la sabiduría no pone en posición de reconocer en otro, que pretende saber
alguna cosa, si sabe en efecto lo que pretende saber o si no lo sabe; toda su virtud se limita a
enseñarnos que posee una cierta ciencia; cuál es la materia de esta ciencia, la sabiduría no nos lo dirá
jamás.
CRITIAS. —No parece que pueda.
SÓCRATES. —Tampoco nos hará más capaces para discernir el que se da por médico, sin serlo,
del que lo es verdaderamente, ni discernir en general los hábiles de los ignorantes. Examinemos este
punto de la manera siguiente. El sabio, o cualquier otro hombre, para distinguir el verdadero del
falso médico, obrará de este modo. Ciertamente no le interrogará sobre la medicina,[11] porque ya
hemos dicho que el médico no entiende de ella, como que no conoce más que lo que es sano o
dañoso a la salud. ¿No es así?
CRITIAS. —Sí, verdaderamente.
SÓCRATES. —El médico no sabe nada en relación a la medicina, puesto que la medicina es una
ciencia.
CRITIAS. —En efecto.
SÓCRATES. —El sabio, es cierto, reconocerá que el médico posee una ciencia; pero si quiere
averiguar qué ciencia, ¿no deberá informarse a qué objetos se refiere? ¿No es cierto que lo que
caracteriza cada ciencia, no es el ser ciencia, sino el ser una cierta ciencia particular, y el referirse a
ciertos objetos particulares?
CRITIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Lo que caracteriza la medicina, lo que la distingue de las demás ciencias, es que
tiene por objeto lo que es sano y lo que es dañoso a la salud.
CRITIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Luego el que se proponga examinar a alguno sobre la medicina, debe examinarlo
de las cosas que son propias de la misma; porque supongo que no podrá examinarlo de cosas
extrañas, con las que esta ciencia no esté en relación.
CRITIAS. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —El que quiera proceder por orden sondeará al médico sobre las cosas sanas y las
cosas dañosas a la salud, para juzgar de su mérito.
CRITIAS. —Ése es mi dictamen.
SÓCRATES. —Hará estudio sobre las palabras y acciones del médico para juzgar si las unas son
bien dichas y las otras bien hechas.
CRITIAS. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Pero sin la medicina, ¿es posible comprender, sea las palabras, sea las acciones de
un médico?
CRITIAS. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —Fuera del médico, nadie será capaz de ello, ni aun el sabio; porque en otro caso
uniría los conocimientos de un médico a los de un sabio.
CRITIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Por consiguiente, si la sabiduría es solo ciencia de la ciencia y de la ignorancia, es
claro como el día que no nos pondrá en posición de distinguir el médico que posee su arte, del que
no lo posee y le impone a los demás y a sí mismo; ni tampoco nos hará buenos jueces en las otras
artes, excepto en aquella que practiquemos nosotros mismos; pero todos los artistas pueden hacer
otro tanto.
CRITIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pues bien, querido Critias, reducida la sabiduría a estos términos, ¿cuál puede ser
su utilidad? ¡Ah!, si como supusimos al principio, el sabio supiese lo que sabe y lo que no sabe; si
supiese que sabe ciertas cosas y no sabe otras ciertas cosas; si pudiese además juzgar a los demás
hombres en esta misma relación, entonces, yo lo declaro, nos sería infinitamente útil el ser sabios. En
efecto, pasaríamos la vida exentos de faltas los que tuviésemos la sabiduría, y lo mismo sucedería a
los que obrasen bajo nuestra dirección. Porque respecto de nosotros, no intentaríamos hacer lo que
no supiésemos, sino que dirigiéndonos a los que lo supiesen, a ellos se lo encomendaríamos; y con
respecto a los que estuviesen bajo nuestra dirección, no les permitiríamos hacer sino lo que pudiesen
hacer bien, es decir, aquello de que tuviesen la ciencia. Una casa administrada de esta manera por la
sabiduría estaría necesariamente bien administrada, y lo mismo un Estado sería bien gobernado, e
igual sucedería en todas partes donde reinase la sabiduría. Porque unas gentes que no cometerían
faltas, que ajustarían todas sus acciones a las reglas de la razón, necesariamente serían dichosos. ¿No
es esto, mi querido Critias, lo que experimentaríamos con motivo de la sabiduría, y lo que
mostraríamos para hacer ver cuán ventajoso es saber lo que se sabe y lo que no se sabe?
CRITIAS. —Es evidente.
SÓCRATES. —Sí, pero hasta ahora, ya ves que no existe en ninguna parte una ciencia de esta
naturaleza.
CRITIAS. —Lo veo.
SÓCRATES. —Pero quizá, la sabiduría, tal como nosotros la concebimos ahora, a saber, la
ciencia de la ciencia y de la ignorancia[12] tiene la ventaja de que el que la posee aprende más
fácilmente todo lo que quiere aprender, y se representa todas las cosas con más claridad,
estudiándolas a la luz de la ciencia. Quizá le permite juzgar mejor a los demás sobre lo que él mismo
ha aprendido, mientras que los que intentan juzgar sin la sabiduría lo hacen sin profundidad ni
solidez. ¿Son éstas, querido mío, las ventajas que debemos esperar de la sabiduría; o bien nos
formamos de ella una idea demasiado alta, y buscamos en la misma un valor que no tiene?
CRITIAS. —No es imposible que así sea.
SÓCRATES. —Quizá el objeto de nuestra indagación es absolutamente inútil. Lo que me lo hace
creer es que me vienen al espíritu extraños pensamientos sobre la sabiduría, tal como la hemos
definido. Veamos, si así lo quieres. Convengamos en que la ciencia de la ciencia es posible, y además
lo que al principio sentamos: que la sabiduría consiste en saber lo que se sabe y lo que no se sabe; en
vez de negarlo, admitámoslo. Hechas estas concesiones, examinemos con mayor esmero si la
sabiduría, supuestas tales condiciones, nos procurará alguna ventaja. En efecto, diciendo antes que la
sabiduría, si tal fuese su naturaleza, sería para nosotros un gran bien, presidiendo al gobierno de las
familias y de los Estados, me parece, mi querido Critias, que hemos razonado mal.
CRITIAS. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Porque hemos concedido con demasiada ligereza que sería un gran bien para los
hombres hacer aquello que saben, y encomendar lo que no saben a los que lo saben.
CRITIAS. —¿No hemos tenido razón para concederlo?
SÓCRATES. —No, yo creo que no.
CRITIAS. —En verdad, Sócrates, dices cosas extrañas.
SÓCRATES. —¡Por el cielo!, eso mismo me parece a mí; y pensando en esto es por lo que dije
que se me venían a la mente ideas extrañas, y que temía no hubiésemos examinado bien la cuestión.
Porque, a decir verdad, en el acto mismo en que estuviéramos de acuerdo en que la sabiduría es todo
lo que hemos dicho, no por esto vería más claro qué bien nos procura.
CRITIAS. —¿Cómo? Explícate; por lo menos sepamos cómo piensas.
SÓCRATES. —Creo que me extralimito; pero no importa, cuando una idea se presenta al espíritu,
es preciso examinarla, y no dejarla escapar a la ventura, por poco amor que uno se tenga a sí mismo.
CRITIAS. —No es posible hablar mejor.
SÓCRATES. —Escucha, pues, mi sueño, y juzga si ha salido por la puerta de marfil o por la de
cuerno.[13] Quiero que la sabiduría, tal como antes la definimos, ejerza sobre nosotros un imperio
absoluto; pues bien, ¿qué ventajas nos promete con todo su cortejo de ciencias? Únicamente la
siguiente: si un hombre se da por piloto y no lo es, es claro que no nos sorprenderá, lo mismo que no
podrán abusar de nosotros ni un médico, ni un general, ni ninguna persona que pretenda saber lo que
no sabe. ¿Qué ventaja sacaremos de esto, sino una mejor salud para el cuerpo; librarse de los
peligros de la guerra y de la mar; en fin, tener nuestros muebles, nuestros vestidos, nuestros calzados
más artísticamente hechos, porque solo nos valdremos de los verdaderos artistas? Avancemos, si
quieres, hasta conceder que la adivinación es la ciencia del porvenir; y que la sabiduría, saliendo al
frente, nos pone en guardia contra los charlatanes, y nos descubre los verdaderos adivinos, que son
los que saben lo que realmente ha de suceder; pues bien, yo concibo perfectamente que la especie
humana en estas condiciones obrará y vivirá conforme a la ciencia; la sabiduría, en efecto, guardián
vigilante, no permitirá a la ignorancia deslizarse en nuestros trabajos; mas por vivir conforme a la
ciencia, ¿viviremos mejor y seremos dichosos? He aquí lo que yo aún no puedo comprender, mi
querido Critias.
CRITIAS. —Sin embargo, no veo de qué medio has de valerte para encontrar un modo mejor de
vivir, si vivir conforme a la ciencia no tiene ningún valor a tus ojos.
SÓCRATES. —Escucha aún una pequeña explicación, te lo suplico. ¿Según qué ciencia? ¿La de
zapatero?
CRITIAS. —No, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —¿Quizá la de herrero?
CRITIAS. —No.
SÓCRATES. —¿Será en la de trabajar en lana, en madera o en otras cosas de la misma especie?
CRITIAS. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —No insistamos más sobre nuestro juicio: que es dichoso el que vive según la
ciencia. Porque los artistas de que acabamos de hablar viven según la ciencia, y sin embargo tú no
admites que sean dichosos; al parecer solo tienes por felices los que viven según ciertas ciencias.
Quizás solo concedes este privilegio al que designé yo antes, al que sabe todo lo que debe suceder, al
adivino.
CRITIAS. —A ese y también a otros.
SÓCRATES. —¿Cuáles? ¿Será al que una al conocimiento del porvenir, el de lo pasado y lo
presente? Supongo que un tal hombre existe. Creo que confesarás, que ningún otro, que no sea este,
puede vivir según la ciencia.
CRITIAS. —Ningún otro.
SÓCRATES. —Una pregunta aún. ¿Cuál de estas ciencias es la que hace a este hombre dichoso, o
son todas a la vez y en debida proporción?
CRITIAS. —No, ciertamente; todas en proporción, no.
SÓCRATES. —¿Entonces cuál contribuye más? ¿Es la ciencia de los sucesos presentes, pasados y
futuros? ¿Es la del ajedrez?
CRITIAS. —¡Ah!, ¡el juego de ajedrez!
SÓCRATES. —¿La de los números?
CRITIAS. —Tampoco.
SÓCRATES. —¿La de lo que es sano?
CRITIAS. —Quizá.
SÓCRATES. —Pero, en fin, ¿cuál es la que más contribuye?
CRITIAS. —La ciencia del bien y del mal.
SÓCRATES. —¡Picaruelo!, después de tanto andar me haces girar en un circulo. ¡Ah!, ¿por qué
desde el principio no me has dicho que vivir dichoso no es vivir según la ciencia en general, ni según
todas las ciencias reunidas, sino según la que conoce del bien y del mal? Pero veamos, querido
Critias, si separas esta ciencia de todas las demás, ¿nos veremos por eso menos curados por la
medicina, calzados por un entendido zapatero, vestidos por un tejedor, y libres de la muerte por mar
o en campaña mediante un piloto y un experto general?
CRITIAS. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Faltándonos esta ciencia, ninguna de estas cosas llegará a tiempo y de manera que
nos sea útil.
CRITIAS. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Y esta ciencia, a lo que parece, no es la sabiduría, sino aquella cuyo objeto es el
sernos útil; porque no es la ciencia de la ciencia y de la ignorancia, sino del bien y del mal; de
manera que si es ella la que nos es útil, la sabiduría debe ser para nosotros otra cosa que útil.
CRITIAS. —¡Cómo!, ¿la sabiduría no nos ha de ser útil? Si es esencialmente la ciencia de las
ciencias, domina todas las ciencias, y por consiguiente, superior a la ciencia del bien y del mal, no
puede menos de sernos útil.
SÓCRATES. —¿Por ventura es ella la que nos cura y no la medicina? Y los resultados de las otras
artes ¿es ella la que nos lo procura y no cada arte los suyos? ¿No hace ya mucho que hemos
reconocido que ella es la ciencia de la ciencia y de la ignorancia y nada más? ¿No es así?
CRITIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —Por lo tanto, ¿no se puede esperar de ella la salud?
CRITIAS. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —La salud depende de otro arte, ¿qué dices a esto?
CRITIAS. —Que es verdad.
SÓCRATES. —Tampoco hay que esperar de ella nada útil, mi querido amigo, porque hemos
achacado lo útil a otro arte. ¿Es cierto?
CRITIAS. —Completamente.
SÓCRATES. —¿Cómo, entonces, la sabiduría nos será útil sin procurarnos ninguna especie de
utilidad?
CRITIAS. —De ninguna manera, Sócrates, a lo que me parece.
SÓCRATES. —Ves, pues, mi querido Critias, la razón que tenía para temer, y cuán justamente me
acusaba de ser incapaz de examinar con fruto la sabiduría. Porque la mejor cosa, a juicio de todos, no
nos parecería desprovista de utilidad, si yo tuviese, con gran provecho mío, el arte de examinar las
cosas. En este momento henos aquí batidos por todas partes, y en la impotencia de descubrir a qué
objeto ha aplicado la palabra «sabiduría» su inventor. Y sin embargo, ¡cuántas suposiciones hemos
hecho que la razón desaprueba! Hemos supuesto que existe una ciencia de la ciencia, a pesar de que la
razón no permite ni autoriza semejante concepción; después hemos supuesto que esta ciencia conoce
los objetos de las otras ciencias, cuando tampoco lo permite la razón; y queríamos que el sabio
pudiese saber que él sabe lo que sabe y lo que no sabe. Y en verdad hemos obrado liberalmente
haciendo esta última concesión, puesto que hemos considerado que es posible saber de cierta manera
lo que absolutamente no se sabe. Porque admitimos que él sabe y que él no sabe, que es lo más
irracional que puede imaginarse. Pues bien, no obstante esta complacencia y esta facilidad, nuestra
indagación no ha conseguido encontrar la verdad, y cualquiera que haya sido la definición que de la
sabiduría hayamos inventado de común acuerdo, ella nos ha hecho ver con desenfado que está
desprovista de utilidad. Con respecto a mí, me importa poco; pero tú, mi querido Cármides, yo sufro
al pensar que con tu figura y con un alma muy sabia no tengas nada que esperar de la sabiduría, ni
puedas sacar de ella ninguna utilidad en el curso de la vida, aun poseyéndola. Pero sobre todo, siento
haber recogido las palabras mágicas del tracio y haber aprendido con tanto afán una cosa que ningún
valor tiene. Pero no, no puedo creer que sea así, y es más justo pensar que yo no sé buscar la verdad.
La sabiduría es sin duda un gran bien; y si tú la posees, eres un mortal dichoso. Pero examina
atentamente si la posees en efecto y si no tienes necesidad de palabras mágicas; porque si la posees
verdaderamente, entonces sigue mi consejo, y no veas en mí más que un visionario incapaz de
indagar ni encontrar nada por el razonamiento, y tú tente por tanto más dichoso cuánto más sabio
seas.
CÁRMIDES. —¡Por Zeus!, Sócrates, no sé si poseo o no poseo la sabiduría; ni cómo puedo
saberlo, cuando tú mismo no puedes determinar su naturaleza, por lo menos según tu confesión; si
bien en este punto no te creo, y antes bien pienso que tengo gran necesidad de tus palabras mágicas; y
quiero someterme a su virtud sin interrupción hasta que me digas que es bastante.
CRITIAS. —Perfectamente. La mayor prueba que puedes darme de tu sabiduría, mi querido
Cármides, es entregarte a los encantos de Sócrates y no alejarte de él ni un solo instante.
CÁRMIDES. —Me uniré a él, y seguiré sus pasos; porque me haría culpable si en este punto no te
obedeciese, a ti que eres mi tutor, y si no hiciese lo que mandas.
CRITIAS. —Sí, yo, yo te lo mando.
CÁRMIDES. —Lo haré, y desde hoy quiero comenzar.
SÓCRATES. —¡Ah!, ¿qué es lo que los dos tramáis?
CRITIAS. —Nada, sino que nos tienes a tus órdenes.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿empleáis la fuerza sin dejarme la libertad de escoger?
CÁRMIDES. —Sí, la fuerza; es preciso hacerlo así, puesto que él lo manda. Mira ahora lo que te
toca a ti hacer.
SÓCRATES. —¿Qué quieres que vea? Cuando has resuelto hacer una cosa y recurres a la
violencia, ¿qué hombre puede resistirlo?
CÁRMIDES. —Entonces no te resistas.
SÓCRATES. —Concedido.
LAQUES
Argumento del Laques[1]
por Patricio de Azcárate

El verdadero objeto del Laques no es el valor, sino, con ocasión del valor, la educación de los
hijos, es decir, la ciencia de los estudios y de los ejercicios que más pueden convenirles. Melesías y
Lisímaco, dos ancianos, cuyos hijos han llegado ya a la adolescencia, acompañados de Nicias y de
Laques que intervienen a propósito en la discusión, acometen, todos juntos, a Sócrates, para pedirle
consejo sobre los mejores medios de desarrollar las facultades físicas y morales de sus hijos.
Sócrates les obliga a convenir en que el beneficio de la educación consiste en que se arraigue en el
alma de los jóvenes la idea de la virtud; mas para que así suceda, es preciso poseerla, o por lo menos
conocerla, como quedó ya demostrado en el Primer Alcibíades. Por lo pronto ya se nota la mucha
dificultad que presenta una buena educación. La verdadera cuestión que debe resolverse, si este punto
se ha de tratar a fondo, no puede menos de ser la siguiente: ¿Qué es la virtud? Pero como este objeto
es tan vasto, Sócrates, en vez de examinar lo que es la virtud en general, limita la cuestión a indagar
si se conoce bien alguna de sus partes, el valor, por ejemplo.
Laques da el primero una definición: el valor consiste en mantenerse firme y no huir delante del
enemigo. Pero el hombre valiente puede ceder por táctica delante del enemigo, y esto en realidad es
también una especie de valor. ¿Y no tiene necesidad el hombre de mostrarse valiente en la
enfermedad, en la pobreza, en la buena o mala fortuna y en la lucha con sus pasiones? Esta
definición, que presenta el general de ejército, es rechazada por Sócrates, por exclusiva y por falsa.
Laques propone en seguida otra: el valor es la constancia. Pero Sócrates le prueba que la
constancia sola, desprovista de prudencia y de razón, no merece el nombre de valor, y resulta ser una
definición demasiado general y por consiguiente falsa.
Nicias a su vez define el valor: la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no lo son.
Pero los médicos que saben lo que es y lo que no es de temer, los labradores que saben lo mismo con
relación a la agricultura, no por esto son hombres valientes. Aun cuando admitamos que lo sean, los
adivinos que prevén todo lo que es o no es de temer en la vida, deberían ser los hombres más
valientes del mundo; conclusión evidentemente inadmisible. Pero no es esto solo; si el valor es
verdaderamente una ciencia, precisamente constituye un conocimiento universal de todo lo que es de
temer y de esperar, es decir, de todos los bienes y de todos los males. Es así que esta ciencia
aplicándose por su naturaleza a lo pasado, a lo presente y al porvenir, no es nada menos que el
conocimiento absoluto del bien y del mal; luego el hombre que poseyese tal ciencia, no solo
conocería una parte de la virtud, el valor, sino también todas las demás, la sabiduría, la piedad, la
justicia, y se pondría fuera de la condición humana, al abrigo de toda falta, y sería un ser perfecto y
no el hombre valiente. De aquí se sigue, que el valor no ha sido aún definido, puesto que todas las
definiciones propuestas están, por exceso o por defecto, en desacuerdo con la idea misma de valor.
La última conclusión que debe sacarse de lo que queda dicho es que es difícil conocer la virtud,
puesto que no es fácil formar idea de una de sus partes. La dificultad y la grandeza de la ciencia son
las dos grandes verdades que la enseñanza socrática no se cansa de establecer.
Laques o del valor
LISÍMACO (Hijo de Arístides el Justo) — MELESIAS (Padre de Tucídides) — ARÍSTIDES (Hijo de
Lisímaco) — TUCÍDIDES (Hijo de Melesías) — NICIAS (General de los atenienses) — LAQUES
(General de los atenienses) — SÓCRATES

LISÍMACO. —Hola, Nicias y Laques, ¿habéis visto a ese hombre armado, que acaba de trabajar
en la esgrima? Cuando Melesías y yo os suplicamos que vinieseis a ver este espectáculo, no os
dijimos las razones que nos movían para ello; pero os las vamos a decir ahora, en la persuasión de
que podemos hablaros con toda confianza. La mayor parte de las gentes se mofan de esta clase de
ejercicios, y cuando se les pide consejo, lejos de manifestar su pensamiento, solo tratan de adivinar el
gusto de los que les consultan, y hablan siempre contra su propia opinión. Respecto a vosotros,
sabemos que a una extrema sinceridad unís una capacidad muy grande, y por lo mismo esperamos
que diréis ingenuamente lo que pensáis sobre lo que tenemos que comunicaros. He aquí a lo que
viene a parar todo este preámbulo. Cada uno de nosotros tiene un hijo; helos aquí presentes: éste, hijo
de Melesías, lleva el nombre de su abuelo, y se llama Tucídides; aquél, que es el mío, tiene el nombre
de mi padre y se llama Arístides como él. Hemos resuelto procurar su mejor educación, y no hacer lo
que acostumbran los más de los padres, que desde que sus hijos entran en adolescencia los dejan vivir
a su libertad y capricho. Nuestra intención es vigilarlos con el mayor esmero, sin perderlos de vista;
y como vosotros tenéis también hijos, hemos creído que, cual ninguno, habréis pensado en los
medios de hacerlos muy virtuosos; y si esta idea no os ha ocupado seriamente, por ser vuestros hijos
demasiado tiernos, hemos creído que llevaréis muy a bien este recuerdo sobre un negocio que no
debe aplazarse, y que conviene que deliberemos aquí, todos juntos, sobre la educación que debemos
darles.
Aunque este discurso os parezca largo, es preciso, si os place, Nicias y Laques, que tengáis la
bondad de oírme sobre este punto. Sabéis que Melesías y yo no tenemos más que una mesa y que
estos hijos comen con nosotros; nada os queremos ocultar, y como os dije al principio, os
hablaremos con entera confianza. Tanto éste, como yo, conversamos con nuestros hijos,
refiriéndoles las muchas proezas, que nuestros padres hicieron, tanto en paz como en guerra,
mientras estuvieron a la cabeza de los atenienses y de sus aliados; pero desgraciadamente nada
semejante podemos decir de nosotros mismos, así es que nos sonrojamos en su presencia, y no
tenemos más remedio que echar la culpa a nuestros padres; porque, desde que fuimos crecidos nos
dejaron vivir en la molicie y en una licencia que nos han perdido, mientras que estaban ellos
entregados al servicio de los demás. Por esto es por lo que no cesamos de amonestar a nuestros hijos,
diciéndoles, que si se abandonan y no nos obedecen se deshonrarán; mientras que si se aplican, se
mostrarán quizá dignos del nombre que llevan. Ellos responden que nos obedecerán; y, en vista de
esta promesa, andamos indagando lo que deben aprender y la educación que debemos darles para que
se hagan hombres de bien, tanto cuanto sea posible. Alguno nos ha dicho que nada mejor para un
joven que aprender la esgrima, y para ello nos ha ponderado hasta el cielo a este hombre, que acaba
de dar pruebas de su habilidad, y nos ha suplicado que vengamos a verle. Nosotros hemos creído que
debíamos venir, y al paso traeros a vosotros, no solo por el placer que pudierais recibir, sino también
para que nos auxiliarais con vuestras luces, y para que pudiéramos deliberar juntos sobre la
educación de nuestros hijos. He aquí lo que queríamos comunicaros. Ahora a vosotros toca
auxiliarnos con vuestros consejos, diciéndonos si aprobáis o desaprobáis el ejercicio de las armas,
ilustrándonos sobre las ocupaciones y la instrucción que es preciso dar a estos jóvenes; y en fin,
declarando la conducta que vosotros mismos habréis resuelto observar.
NICIAS: —Por lo que a mí hace, Lisímaco y Melesías, alabo en todo y por todo vuestro
pensamiento; estoy dispuesto a tomar parte en esta deliberación, y creo que Laques se prestará a lo
mismo.
LAQUES: —Tienes razón en lo que has dicho, Nicias; todo lo que Lisímaco acaba de decir de su
padre y del de Melesías me parece perfectamente dicho, no solo respecto de ellos, sino también
respecto de nosotros y de todos los que se mezclan en el gobierno de la república; porque a todos nos
sucede lo que acaba de decir, tanto sobre la educación de los hijos, como sobre todos nuestros
negocios domésticos. Has hablado admirablemente, Lisímaco; pero lo que me sorprende es que
acudas a nosotros para consultarnos sobre este objeto, y no lo hayas hecho a Sócrates, que, en primer
lugar, es de tu pueblo, y, en segundo, está consagrado por entero a estas materias relativas a la
educación de los jóvenes, para indagar las ciencias que les son más necesarias, y las ocupaciones que
más les convienen.
LISÍMACO. —¡Cómo!, Laques ¿Sócrates se dedica a la educación de la juventud?
LAQUES: —Te lo aseguro, Lisímaco.
NICIAS: —Yo puedo asegurártelo también; porque no hace cuatro días que me ha dado para mi
hijo un maestro de música, que es Damón, discípulo de Agatocles, y que, superior en su arte, tiene
además todas las cualidades que puedes desear en un hombre que ha de dirigir a jóvenes de esta edad.
LISÍMACO. —En verdad, Sócrates, Nicias y Laques; yo y los que son tan viejos como yo, no
conocemos a los que son jóvenes; porque apenas salimos de casa a causa de nuestros muchos años;
pero tú, ¡oh hijo de Sofronisco!, si tienes algún buen consejo que darme, a mí que soy de tu mismo
pueblo, no me lo niegues; puedo decir, que me lo debes de justicia, porque eres amigo de nuestra
casa. Tu padre Sofronisco y yo hemos sido siempre amigos desde nuestra infancia, y nuestra amistad
ha durado hasta su muerte sin la menor disidencia. Ahora recuerdo que mil veces estos jóvenes,
hablando juntos en casa, repiten a cada momento el nombre de Sócrates, de quien dicen mil
alabanzas, y yo jamás me apercibí de preguntarles si hablaban de Sócrates, hijo de Sofronisco; pero,
hijos míos, decidme ahora; ¿es éste el Sócrates, de que os he oído hablar tantas veces?
ARÍSTIDES y TUCÍDIDES. —Sí, padre mío; es el mismo.
LISÍMACO. —Estoy altamente satisfecho, ¡por Hera!, mi querido Sócrates, al ver lo bien que
sostienes la reputación de tu padre, el mejor de los hombres; y quiero que en adelante tus intereses
sean los míos, como los míos serán los tuyos.
LAQUES: —Haces muy bien, Lisímaco, no le dejes marchar; porque le he visto en muchas
ocasiones sostener, no solo la reputación de su padre, sino, también la de su patria. En la derrota de
Delio se retiró conmigo, y puedo asegurarte que si todos los demás hubiesen cumplido su deber
como él, nuestra ciudad se hubiera sostenido y no hubiera experimentado tan triste desgracia.
LISÍMACO. —Sócrates, he aquí un magnífico elogio que de ti se hace en este acto; ¿y por quién?
Por gentes muy dignas de ser creídas en todas las cosas y particularmente en estas. Te aseguro que
nadie oye este elogio con más placer que yo. Estoy gozoso por la gran reputación que has sabido
adquirirte, y cuéntame en el número de los que desean más tu felicidad. Has debido venir muchas
veces a vernos, como un amigo de la casa. Comienza desde hoy, puesto que hemos renovado una
amistad antigua; únete a nosotros y a estos jóvenes, para que tú y ellos conservéis vuestra amistad,
como un depósito paterno. Esperamos que así lo harás, y por nuestra parte no te permitiremos que lo
olvides. Pero volviendo a nuestro objeto; ¿qué dices?, ¿qué te parece?, ¿este ejercicio de la esgrima
merece ser aprendido por los jóvenes?
SÓCRATES. —Sobre esto, Lisímaco, trataré de darte el mejor consejo de que sea capaz, y no
dejaré de cumplir cuanto me ordenes; pero como soy el más joven y tengo menos experiencia que
todos vosotros, es justo que os oiga antes, y entonces daré yo mi dictamen si difiere del vuestro,
apoyándole en razones capaces de producir en vosotros la convicción. ¿Qué dices, pues, tú, Nicias? A
ti te toca hablar el primero.
NICIAS. —No rehúso decir lo que siento, Sócrates. Me parece, tal es mi dictamen, que este
ejercicio de las armas es muy útil a los jóvenes, porque además de alejarlos de los placeres de
pasatiempo, que buscan de ordinario por falta de ocupación, los endurece en el trabajo y los hace
necesariamente más vigorosos y más robustos. Mejor que este no lo hay, ni que exija más maña, ni
más fuerza. Éste y el de montar a caballo son los más a propósito para jóvenes libres, porque a causa
de las guerras que tenemos o que podamos tener, no hay mejores ejercicios que los que se hacen con
las armas que sirven para la guerra. Son de un gran auxilio en los combates, ya se combata en filas, o
ya, rotas estas, haya que batirse cuerpo a cuerpo; ya se persiga al enemigo que de tiempo en tiempo
vuelve la cara para resistir, o ya que en retirada haya precisión de desembarazarse de un hombre que
le va dando alcance a uno con espada en mano. El que está acostumbrado a estos ejercicios no teme a
un hombre solo ni a muchos juntos, y siempre saldrá vencedor. Por otra parte, inspiran una verdadera
pasión por otros más serios; porque doy por sentado, que todo hombre que se ejercita en la esgrima,
entra en deseos de saber la táctica militar, como resultado de la esgrima, y cuando lo ha conseguido,
lleno de ambición y ansioso de gloria, se instruye en todo aquello que puede alimentar esta idea, y
trabaja en elevarse por grados a los conocimientos de un general de ejército. Es cierto que nada hay
tan precioso ni tan útil como estos diferentes ejercicios de armas con todos los demás estudios que
preparan para la guerra, siendo este indudablemente el primero. A todas estas ventajas es preciso
añadir además una, que no es pequeña, y es que esta ciencia de la esgrima hace los hombres más
valientes y más atrevidos en los combates, sin que despreciemos otro efecto que produce, por
insignificante que parezca, yes que en ocasiones da al hombre cierto aire marcial y apuesto que
impone a sus enemigos. Soy, pues, de dictamen, Lisímaco, que es preciso enseñar a los jóvenes estos
ejercicios, y ya he dado las razones. Si Laques es de otro dictamen, le oiré con gusto.
LAQUES: —Pero, Nicias, es necesario mucho atrevimiento para decir de cualquier ciencia que
no debe aprenderse, porque siempre es bueno saber de todo; y si la esgrima es una ciencia, como lo
pretenden los que la enseñan y como Nicias lo dice, estoy conforme en que conviene aprenderla;
pero si no es una ciencia y los que se dicen sus maestros nos engañan a fuerza de ponderarla, o sí,
aún siendo ciencia, es de poco interés, ¿para qué consagrarse a ella? Lo que me obliga a hablar así es
el estar persuadido de que si fuera una ciencia que mereciera la pena no hubieran los lacedemonios
dejado de cultivarla, cuando no hacen más en toda su vida que buscar y aprender las cosas que pueden
hacerles superiores en la guerra a sus enemigos. Y aun cuando esto se hubiera ocultado a los
lacedemonios, he aquí lo que no han podido ignorar los maestros de esgrima; y es que, de todos los
griegos, los lacedemonios son los más apasionados por todo lo que hace relación al ejercicio de las
armas, y que los maestros de esgrima, que allí adquiriesen reputación, harían indudablemente por
todas partes su negocio, como sucede respecto de los poetas trágicos que se acreditan en Atenas.
Porque todo hombre, que se reconoce con talento para hacer tragedias, no corre el Ática y va de
ciudad en ciudad a representar sus piezas, sino que se viene derecho aquí, para que aquí se
representen, y tiene razón; en vez de lo cual veo a estos valientes campeones, que enseñan la esgrima,
mirar a Lacedemonia como un templo inaccesible, donde no se atreven a poner ni un pie, y rodar por
todas partes, enseñando su arte a otros, y particularmente a pueblos que se reconocen ellos mismos
inferiores a sus vecinos en todo lo relativo a la guerra. Además, Lisímaco, he visto un gran número
de estos maestros de esgrima en lances dados, y sé lo que valen. Es fácil formar juicio al ver que la
fatalidad ha querido, como si fuera con intención, que ninguno de tales maestros haya adquirido ni la
más pequeña reputación en la guerra. En todas las demás artes siempre hay algunos, entre los que las
profesan, que sobresalen y adquieren nombradía; pero a los tales maestros les persigue cierta
fatalidad. Porque este mismo Estesilao que se está dando en espectáculo a toda esta gente, como
acabamos de ver, y que ha hablado tan en grande de sí mismo, lo he visto en cierta ocasión dar un
espectáculo de otro género, bien a pesar suyo. Hallándose en una nave que atacó a otra de carga
enemiga, este Estesilao combatía con una pica armada de una dalla, arma tan ridícula como lo era él
mismo entre los combatientes. Las proezas que hizo no merecen referirse; pero el resultado que tuvo
esta estrategia guerrera de poner una dalla o guadaña al remate de una pica, merece especial mención.
Como nuestro hombre se batía con semejante arma, sucedió desgraciadamente que se enredó en el
aparejo del buque enemigo, en términos que, por más esfuerzos que hacía para desenredarla, no
podía. Mientras los dos buques estuvieron al abordaje, el uno junto al otro, no se desprendió él del
cabo de su arma; pero cuando el buque enemigo comenzó a alejarse y veía que le arrastraba, dejó
deslizar poco a poco su pica entre sus manos, hasta que solo la sostenía por el último remate. La
actitud ridícula en que aparecía era objeto de chacota y burla de parte de los enemigos, hasta que
habiéndole arrojado una piedra que cayó a sus pies, tuvo que abandonar su arma querida; y los
hombres de nuestro buque no pudieron contener sus risotadas al ver la guadaña armada pendiente del
aparejo del buque enemigo. Puede muy bien suceder que la esgrima sea, como dice Nicias, una
ciencia muy útil, pero yo os digo lo que he visto; de suerte, que, como dije al principio, si es una
ciencia, es de bien poca utilidad, y si no lo es y se nos engaña dándole este bello nombre, tampoco
merece que nos detengamos en ella. Si son los cobardes los que se dedican a la esgrima, se hacen más
insolentes y su cobardía se pone más en evidencia; y si son los valientes, todo el mundo tiene puestos
en ellos los ojos; y si llegan a incurrir en la menor falta, sufren mil burlas y mil calumnias; porque
esta profesión no es indiferente; expone furiosamente a la envidia, y si un hombre que se aplica a ella
no se distingue grandemente por su valor, cae en el ridículo, sin poder evitarlo. He aquí lo que me
parece, Lisímaco, la inclinación a este ejercicio. Pero ahora, como dije al principio, es preciso no
dejar marchar a Sócrates, sin que a su vez nos dé su dictamen.
LISÍMACO. —Te lo suplico, Sócrates, porque tenemos necesidad de un juez que termine esta
diferencia. Si Nicias y Laques hubieran sido del mismo dictamen, hubiéramos podido ahorrarte este
trabajo; pero ya ves que disienten enteramente. Es necesario oír tu dictamen y ver a cuál de los dos
prestas tu aprobación.
SÓCRATES. —Cómo, Lisímaco, ¿sigues el dictamen del mayor número?
LISÍMACO. —¿Qué cosa mejor puede hacerse?
SÓCRATES: —¿Y tú también, Melesías? Qué, tratándose de la elección de los ejercicios que
habrá de aprender tu hijo, ¿te atendrás más bien al dictamen del mayor número que al de un hombre
solo, que haya sido bien educado y que haya tenido excelentes maestros?
MELESIAS: —Por lo que hace a mí, Sócrates, me atendré a este último.
SÓCRATES: —¿Te atendrás más bien a su opinión que a la de nosotros cuatro?
MELESIAS: —Quizá.
SÓCRATES: —Porque yo creo que, para juzgar bien, es preciso juzgar por la ciencia y no por el
número.
MELESIAS: —Sin contradicción.
SÓCRATES: —Por consiguiente, la primera cosa que es preciso examinar es si alguno de
nosotros es persona entendida en la materia sobre que se va a deliberar o si no lo es. Si hay uno que
lo sea, es preciso acudir a él y dejar los demás; si no lo hay es preciso buscarlo en otra parte; porque
Melesías y tú, Lisímaco, ¿imagináis que se trata aquí de un negocio de poca trascendencia? No hay
que engañarse; se trata de un bien, que es el más grande de todos los bienes; se trata de la educación
de los hijos, de que depende la felicidad de las familias; porque, según que los hijos son viciosos o
virtuosos, la casas caen o se levantan.
MELESIAS: —Dices verdad.
SÓCRATES: —No es poca toda prudencia en este negocio.
MELESIAS: —Ciertamente.
SÓCRATES: —¿Cómo haremos, pues, si queremos examinar cuál de nosotros cuatro es el más
hábil en esta clase de ejercicios? ¿No acudiremos desde luego a aquel que los haya aprendido mejor,
que más se haya ejercitado y que haya tenido los mejores maestros?
MELESIAS: —Así me lo parece.
SÓCRATES: —antes de esto, ¿no trataremos de conocer la cosa misma que estos maestros le
hayan enseñado?
MELESIAS: —¿Qué es lo que dices?
SÓCRATES: —Me explicaré mejor. Me parece que al principio no nos pusimos de acuerdo sobre
la cosa que había de ser materia de deliberación, a fin de saber quién de nosotros es el más hábil y ha
sido formado por los mejores maestros.
NICIAS: —Qué, Sócrates; ¿no deliberamos sobre la esgrima para saber si es preciso o no es
preciso hacerla aprender a nuestros hijos?
SÓCRATES: —No digo que no, Nicias, pero cuando un hombre se pregunta si es preciso aplicar
o no aplicar un remedio a los ojos, ¿crees tú que su deliberación debe de recaer más sobre el
remedio que sobre los ojos?
NICIAS: —Sobre los ojos.
SÓCRATES: —cuando un hombre delibera si pondrá o no un bocado a su caballo, ¿no se fijará
más bien en el caballo que en el bocado?
NICIAS: —Sin duda.
SÓCRATES: —En una palabra, siempre que se delibera sobre una cosa con relación a otra, la
deliberación recae sobre esta otra cosa, a la que se hace referencia, y no sobre la primera.
NICIAS. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Es preciso por lo tanto examinar bien, si el que nos aconseja es hábil en la cosa
sobre la que recae nuestra consulta.
NICIAS. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Ahora deliberamos sobre lo que es preciso que aprendan estos jóvenes, y la
cuestión recae por consiguiente sobre su alma misma.
NICIAS. —Así es.
SÓCRATES. —Por lo tanto, se trata de saber si entre nosotros hay alguno que sea hábil y
experimentado para dar cultura a un alma, y que haya tenido excelentes maestros.
LAQUES: —¿Cómo, Sócrates?, ¿no has visto nunca personas, que, sin ningún maestro, se han
hecho más hábiles en ciertas artes, que otros con muchos maestros?
SÓCRATES. —Sí, Laques, he conocido algunos, y todos éstos podían decirte que son muy
hábiles; pero tú no los creerás jamás mientras no hagan antes, no digo una, sino muchas obras bien
hechas y bien trabajadas.
NICIAS. —Tienes razón, Sócrates.
SÓCRATES. —Puesto que Lisímaco y Melesías nos han llamado para que les diéramos consejos
sobre la educación de sus hijos, por el ansia de hacerlos virtuosos, nosotros, Nicias y Laques,
estamos obligados, si creemos haber adquirido sobre esta materia la capacidad necesaria, a darles el
nombre de los maestros que hemos tenido, probar que eran hombres de bien, y que, después de haber
formado muchos buenos discípulos, nos han hecho virtuosos también a nosotros; y si alguno entre
nosotros pretende no haber tenido maestro, que nos muestre sus obras y nos haga ver entre los
atenienses o los extranjeros, entre los hombres libres o los esclavos, las personas que con sus
preceptos se han hecho mejores según el voto de todo el mundo. Si no podemos nombrar nuestros
maestros, ni hacer ver nuestras obras, es preciso remitir nuestros amigos en busca de consejo a otra
parte, y no exponernos, corrompiendo a sus hijos, a las justas quejas que podrían dirigirnos hombres
que nos aman. Por lo que a mí toca, Lisímaco y Melesías, soy el primero en confesar que jamás he
tenido maestro en este arte, aunque con pasión le he amado desde mi juventud; pero no he sido
bastante rico para pagar a sofistas, que se alababan de ser los únicos capaces de hacerme hombre de
bien, y por mí mismo aún no he podido encontrar este arte. Si Nicias y Laques lo han encontrado, no
me sorprenderá; porque siendo más ricos que yo, han podido hacer que se les enseñara, y siendo
también más viejos han podido encontrarle por sí mismos; por esto me parecen muy capaces de
poder instruir a un joven. Por otra parte, jamás hubieran hablado con tanto desembarazo sobre la
utilidad o inutilidad de estos ejercicios, si no estuviesen seguros de su capacidad. Por lo tanto, a ellos
es a quienes corresponde hablar. Pero lo que me sorprende es que estén tan encontrados en sus
dictámenes. Te ruego, Lisímaco, que a la manera que Laques te suplicó que no me dejaras marchar, y
que me obligaras a dar mi dictamen, tengas ahora a bien no dejar marchar a Laques y Nicias, sin
obligarles a que te respondan, diciéndoles: Sócrates asegura que no entiende nada de estas materias, y
que es incapaz de decidir quién de vosotros tiene razón, porque no ha tenido maestros, ni tampoco ha
encontrado esta ciencia por sí mismo; por lo tanto, vosotros, Nicias y Laques, decidnos si habéis
visto algún maestro excelente para la educación de la juventud. ¿Habéis aprendido de alguno este
arte? ¿O le habéis encontrado por vosotros mismos? Si lo habéis aprendido, decidnos quién ha sido
vuestro maestro, y quiénes son los que viven entregados a la misma profesión, a fin de que si los
negocios públicos no nos dejan el desahogo necesario, vayamos a ellos, y a fuerza de presentes y de
caricias les obliguemos a tomar a su cargo nuestros hijos y los vuestros, y a impedir que por sus
vicios deshonren a sus abuelos; y si habéis encontrado este arte por vosotros mismos, citadnos las
personas que habéis formado, y que de viciosos se han hecho virtuosos en vuestras manos; pero si es
cosa que desde hoy comenzáis a mezclaros en la enseñanza, tened presente que no vais a hacer el
ensayo sobre carienses (carios),[1] sino sobre vuestros hijos y los hijos de vuestros mejores amigos,
y temed no os suceda precisamente lo que dice el proverbio: hacer su aprendizaje sobre una vasija de
barro.[2] Decidnos, pues, qué es lo que podéis o no podéis hacer. He aquí, Lisímaco, lo que yo quiero
que les preguntes, y no les dejes marchar sin que te contesten.
LISÍMACO. —Me parece que Sócrates habla perfectamente. Ved, amigos míos, si os es fácil
responder a todas estas preguntas; porque no podéis dudar que haciéndolo así, nos dais a Melesías y a
mí un gran placer. Ya os he dicho, que si hemos contado con vosotros para deliberar en este asunto,
ha sido porque hemos creído que teniendo hijos vosotros como nosotros, que van a entrar bien
pronto en la edad en que debe pensarse en su educación, estaréis ya preparados sobre este punto; y
ésta es la razón por la que, si nada hay que os lo impida, debéis examinar la cuestión con Sócrates,
dando cada uno sus razones; porque, como éste ha dicho muy bien, éste es el negocio más grave de
nuestra vida. Ved, pues, de acceder a mi súplica.
NICIAS. —Se advierte bien, Lisímaco, que solo conoces a Sócrates por su padre y que no lo has
tratado de cerca; sin duda solo lo viste durante su infancia en los templos, o cuando su padre le
llevaba a las asambleas de vuestro barrio, pero después que se ha hecho hombre formal, bien puede
asegurarse que no has tenido con él ninguna relación.
LISÍMACO. —¿Por qué dices eso, Nicias?
NICIAS. —Porque ignoras por completo, que Sócrates mira como cosa propia a todo el que
conversa con él, y aunque al pronto solo le hable de cosas indiferentes, le precisa después por el hilo
de su discurso a darle razón de su conducta, a decirle de qué manera vive y de qué manera ha vivido,
y cuando la conversación ha llegado a este punto, Sócrates no lo deja hasta que ha examinado a su
hombre a fondo, y sabe cuánto ha hecho, bueno o malo. Yo lo he experimentado sobradamente, y sé
muy bien que es una necesidad pasar por esta aduana, de la que no me lisonjeo de estar yo libre. Sin
embargo, en este punto me doy por satisfecho, y experimento un singular placer todas las veces que
puedo conversar con él; porque nunca es un mal grande para nadie, que alguno le advierta las faltas
que ha cometido y pueda cometer. Si un hombre quiere hacerse sabio, no tema este examen, sino que
por el contrario, según la máxima de Solón, es preciso estar siempre aprendiendo; y no creas
neciamente que la sabiduría nos viene con la edad. Por consiguiente no será para mi, ni nuevo, ni
desagradable, que Sócrates me ponga en el banquillo de los acusados, y ya supuse desde luego, que
estando él aquí, no serían nuestros hijos objeto de discusión, sino que lo seríamos nosotros mismos.
Por mi parte me entrego a él voluntariamente; que dirija la conversación a su gusto. Ahora indaga la
opinión de Laques.
LAQUES: —Mi opinión es sencilla, Nicias, o por mejor decir, no lo es; porque no es siempre la
misma. Unas veces me arrebatan estos discursos, y otras veces no los sufro. Cuando oigo a un
hombre que habla de la virtud y de la ciencia, y que es un verdadero hombre, digno de sus propias
convicciones, me encanta, es para mí un placer inexplicable ver que sus palabras y sus acciones están
perfectamente de acuerdo, y se me figura que es el único músico que sostiene una armonía perfecta,
no con una lira, ni con otros instrumentos, sino con el tono de su propia vida; porque todas sus
acciones concuerdan con todas sus palabras, no según el tono lidio, frigio, o jónico, sino según el
tono dórico,[3] único que merece el nombre de armonía griega. Cuando un hombre de estas
condiciones habla, me encanta, me llena de gozo y no hay nadie que no crea que estoy loco al oír sus
discursos; tal es la avidez con que escucho sus palabras. Pero el que hace todo lo contrario me aflige
cruelmente, y cuanto mejor parece explicarse, tanta mayor es mi aversión a los discursos. Aún no
conozco a Sócrates por sus palabras, pero lo conozco por sus acciones, y lo he considerado muy
digno de pronunciar los más bellos discursos y de hablar con entera franqueza; y si lo hace como
decís, estoy dispuesto a conversar con él. Estaré gustoso en que me examine, y no llevaré a mal que
me instruya, porque sigo el dictamen de Solón: que es preciso aprender siempre, aun envejeciendo.
Solo añado a su máxima lo siguiente; que solo debe aprenderse de los hombres de bien. Porque
precisamente se me ha de conceder, que el que enseña debe ser un hombre de bien, para que no tenga
yo repugnancia; y no se interprete mi disgusto por indocilidad. Por lo demás, que el maestro sea más
joven que yo, que carezca de reputación y otras cosas semejantes, me importa muy poco. Así, pues,
Sócrates, queda de tu cuenta examinarme, instruirme y preguntarme lo que yo sé. Éstos son mis
sentimientos para contigo desde el día en que corrimos juntos un gran peligro, y en que diste pruebas
de tu virtud, tales como el hombre más de bien podía haber dado. Dime, pues, lo que quieras, sin que
mi edad te detenga en manera alguna.
SÓCRATES. —Por lo menos no podemos quejarnos de que no estéis dispuestos a deliberar con
nosotros y a resolver la cuestión.
LISÍMACO. —A nosotros toca ahora hablar, Sócrates, y me expreso así, porque te cuento a ti
como uno de nosotros mismos. Examina en mi lugar, y te conjuro a ello por amor a estos jóvenes,
qué es lo que podemos exigir de Nicias y Laques, y delibera con ellos explicándoles lo que tú
piensas; porque respecto a mí, me falta la memoria a causa de mis muchos años, olvido la mayor
parte de las preguntas que quería hacer, y no me acuerdo de mucho de lo que se dice, sobre todo
cuando la cuestión principal se ve interrumpida y cortada por nuevos incidentes. Discutid entre
vosotros el negocio de que se trata, os escucharé con Melesías y después haremos lo que creáis que
deba hacerse.
SÓCRATES. —Nicias y Laques, es preciso examinar la cuestión que hemos propuesto, a saber: si
hemos tenido maestros en este arte de enseñar la virtud, o si hemos formado algunos discípulos, y si
los hemos hecho mejores de lo que eran; pero me parece que hay un medio más corto que nos llevará
directamente a lo que buscamos, y que penetra más en el fondo del debate. Porque si conociésemos
que una cosa cualquiera, comunicada a alguno, le podía hacer mejor, y si con esto adquiriésemos el
secreto de comunicársela, es claro que debemos por lo menos conocer esta cosa, puesto que
podemos indicar los medios más seguros y más fáciles de adquirirla. Quizá no entendéis lo que os
digo, pero un ejemplo os lo hará patente. Si sabemos con certeza que los ojos se hacen mejores
comunicándoles la vista y podemos comunicársela, es claro que conoceremos lo que es la vista y
sabremos lo que debe hacerse para procurarla; en lugar de lo cual, si no sabemos lo que es la vista o
el oído, en vano intentaremos ser buenos médicos para los ojos y para los oídos, ni dar buenos
consejos sobre el medio mejor de oír y de ver.
LISÍMACO. —Dices verdad, Sócrates.
SÓCRATES. —Nuestros dos amigos ¿no nos han llamado aquí, Laques, para deliberar con
nosotros, acerca de qué manera se podrá hacer nacer la virtud en el alma de sus hijos y hacerles
mejores?
LAQUES: —Eso es.
SÓCRATES. —Es preciso ante todo, que sepamos lo que es la virtud; porque si la ignoramos
¿seremos capaces de dar consejos sobre los medios de adquirirla?
LAQUES: —De ninguna manera, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Supondremos, Laques, que sabemos lo que es?
LAQUES: —Lo suponemos.
SÓCRATES. —Pero cuando sabemos lo que es una cosa, ¿no podemos decirla?
LAQUES: —¿Cómo no hemos de poder?
SÓCRATES. —Pero, Laques, no examinemos ahora lo que es la virtud en general, porque sería
una discusión demasiado larga; contentémonos con examinar si tenemos todos los datos para
conocer bien algunas de sus partes; el examen será más fácil y más corto.
LAQUES: —Así lo quiero yo, Sócrates, puesto que es esa tu opinión.
SÓCRATES. —¿Pero qué parte de la virtud escogeremos? Sin duda la que parece ser el único
objeto de la esgrima, porque el común de las gentes cree que este arte conduce directamente al valor.
LAQUES: —Así lo cree en efecto.
SÓCRATES. —Tratemos por lo pronto, Laques, de definir con exactitud lo que es el valor;
después examinaremos los medios de comunicarle a estos jóvenes, en cuanto sea posible, ya sea por
el hábito, ya por el estudio. Di, pues, qué es el valor.
LAQUES: —En verdad, Sócrates, me preguntas una cosa que no ofrece dificultad. El hombre que
guarda su puesto en una batalla, que no huye, que rechaza al enemigo; he aquí un hombre valiente.
SÓCRATES. —Muy bien, Laques, pero quizá por haberme explicado mal, has respondido a una
cosa distinta de la que yo te pregunté.
LAQUES: —¿Cómo, Sócrates?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo, si puedo. Un hombre valiente es, en tu opinión, el que guarda bien
su puesto en el ejército y combate al enemigo.
LAQUES: —Es lo mismo que yo digo.
SÓCRATES. —También lo digo yo, pero ¿el que combate al enemigo huyendo, y no guardando
su puesto…?
LAQUES: —¿Cómo huyendo?
SÓCRATES. —Sí, huyendo como los escitas, por ejemplo, que no combaten menos huyendo que
atacando; y como Homero lo dice, en cierto pasaje, de los caballos de Eneas, que se dirigían a uno y
otro lado, hábiles en huir y atacar.[4]
¡Ah! ¿No supone en Eneas mismo esta ciencia de apelar a la fuga con intención, puesto que le
llama sabio en huir?
LAQUES: —Eso es muy bueno, Sócrates, porque Homero habla de los carros de guerra en este
pasaje; y en cuanto a lo que dices de los escitas, se trata de tropas de caballería que se baten de esa
manera, pero nuestra infantería griega combate como yo digo.
SÓCRATES. —Exceptuarás quizá a los lacedemonios, porque he oído decir que en la batalla de
Platea, cuando atacaron a los persas, que formaban un muro con sus broqueles, creyeron que no les
convenía mantenerse firmes en su puesto, y emprendieron la fuga; y cuando las filas de los persas se
rompieron por perseguir a los lacedemonios, volvieron éstos la cara como la caballería, y por medio
de esta maniobra estratégica consiguieron la victoria.
LAQUES: —Es cierto.
SÓCRATES. —He aquí por qué te decía antes que había sido yo causa de que no hubieses
respondido bien, porque yo te había interrogado mal, puesto que quería saber de ti lo que es un
hombre valiente, no solo en la infantería, sino también en la caballería y demás especies de armas; y
no solo un hombre valiente en todo lo relativo a la guerra, sino también en los peligros de la mar, en
las enfermedades, en la pobreza y en el manejo de los negocios públicos; y lo mismo un hombre
valiente en medio de los disgustos, las tristezas, los temores, los deseos y los placeres; un hombre
valiente, que sepa combatir sus pasiones, sea resistiéndolas a pie firme, sea huyendo de ellas, porque
el valor, Laques, se extiende a todas estas cosas.
LAQUES: —Eso es cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Todos estos hombres son valientes. Los unos prueban su valor contra los
placeres, los otros contra las tristezas, estos contra los deseos, aquellos contra los temores, y en
todos estos accidentes pueden otros, por el contrario, dar pruebas de cobarde.
LAQUES: —Sin contradicción.
SÓCRATES. —Te supliqué que me explicaras cada una de estas dos cosas contrarias, el valor y la
cobardía. Comencemos por el valor. Trata de decirme lo que es esta cualidad, que siempre es la
misma en todas estas ocasiones tan diferentes. ¿No entiendes aún lo que digo?
LAQUES: —Aún no lo entiendo bien.
SÓCRATES. —He aquí lo que quiero decir. Si, por ejemplo, te preguntase yo lo que es la
actividad que se refiere a correr, tocar instrumentos, hablar, aprender, y a otras mil cosas a que
aplicamos esta actividad mediante las manos, la lengua, el espíritu, que son las principales; ¿me
comprenderías?
LAQUES: —Sí.
SÓCRATES. —Si alguno me preguntase: Sócrates, ¿qué es esa actividad que se extiende a todas
estas cosas?, le respondería que la actividad es una facultad que hace mucho en poco tiempo;
definición que conviene a la carrera, a la palabra, y a todos los demás ejercicios.
LAQUES: —Tienes razón, Sócrates; está bien definida.
SÓCRATES. —Pues defíneme lo mismo el valor; dime cuál es esta facultad, que es siempre la
misma en el placer, en la tristeza y en todas las demás cosas de que hemos hablado, y que no muda
jamás, ni de naturaleza, ni de nombre.
LAQUES: —Me parece que es una disposición del alma a manifestar constancia en todo, puesto
que es preciso dar una definición que comprenda todas las diferentes especies de valor.
SÓCRATES. —Así es preciso hacerlo para responder exactamente a la cuestión; pero me parece
que no tienes por valor toda constancia del alma, y lo infiero de que pones el valor en el número de
las cosas bellas.
LAQUES: —Sí, sin duda, y de las más bellas.
SÓCRATES. —Sí, esta constancia, cuando va unida a la razón, es buena y bella.
LAQUES: —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y cuando se tropieza con la insensatez, ¿no es todo lo contrario?, ¿no es mala y
perniciosa?
LAQUES: —Sin contradicción.
SÓCRATES. —¿Llamas bello a lo que es malo y pernicioso?
LAQUES: —No lo permita dios, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Luego a esta especie de constancia no le das el nombre de valor, puesto que no es
bella, y que el valor es algo bello?
LAQUES: —Dices verdad.
SÓCRATES. —La paciencia o constancia, unida a la razón, ¿es en tu opinión el verdadero valor?
LAQUES: —Así lo creo.
SÓCRATES. —Veamos. ¿Es la que va unida a la razón en ciertos casos, o la que está unida en
todos, en las cosas pequeñas como en las grandes? Por ejemplo, un hombre gasta constante y
prudentemente sus bienes, con una entera certeza de que sus gastos le producirán un día grandes
riquezas; ¿llamarás a este hombre valiente?
LAQUES: —No, ¡por Zeus!, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero un médico, por ejemplo, tiene a su hijo único o a cualquier otra persona
enferma de una inflamación del pulmón; este hijo le persigue y le pide de comer y beber; el médico,
lejos de dejarse llevar, sufre con paciencia sus lamentos: ¿le daremos el nombre de valiente?
LAQUES: —Tampoco es ese valor, a mi parecer.
SÓCRATES. —En la guerra, he aquí un hombre que está en esta disposición de alma de que
hablamos; quiere mantenerse firme, y sosteniendo su valor con su prudencia, le hace ver esta que
será bien pronto socorrido; que sus enemigos son mucho más débiles, y que él tiene la ventaja del
terreno; este bravo, que es tan prudente, ¿te parece más valiente que su enemigo que le espera a pie
firme?
LAQUES: —No, sin duda; este último es el valiente, Sócrates.
SÓCRATES. —Sin embargo, el valor de este último es menos prudente que el del primero.
LAQUES: —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Se sigue de aquí, que un soldado de caballería, que en un combate pruebe valor,
fiado en la destreza con que maneja el caballo, será menos valiente que el que esté privado de esta
ventaja.
LAQUES: —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Dirás lo mismo de un arquero, de un hondero y de todos los demás, cuya
firmeza esté sostenida por su habilidad?
LAQUES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —Y los que, sin haber aprendido nunca el oficio de buzos, tuviesen el valor de
sumergirse en el agua ¿te parecerían más valientes que los buzos de oficio?
LAQUES. —¿Quién podría sostener lo contrario, Sócrates?
SÓCRATES. —Nadie ciertamente, conforme a tus principios.
LAQUES. —Sí, ésos son mis principios en efecto.
SÓCRATES. —De manera, Laques, que estas gentes, que no tienen ninguna experiencia, ¿se
arrojan al peligro mucho más imprudentemente que los que se exponen con alguna razón?
LAQUES. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —Pero la audacia insensata y la paciencia irracional nos parecieron antes
vergonzosas y perjudiciales.
LAQUES. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Y el valor nos ha parecido una cosa bella.
LAQUES. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Pues bien, ahora sucede todo lo contrario; damos el nombre de valor a una
audacia insensata.
LAQUES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿Y crees que obramos bien?
LAQUES. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.
SÓCRATES. —De modo, Laques, que, por tu propia confesión, ni tú ni yo nos ajustamos al tono
dórico, porque nuestras acciones no corresponden a nuestras palabras. Al ver nuestras acciones, yo
creo que se diría que nosotros tenemos valor; pero oyendo nuestras palabras, bien pronto se mudaría
de opinión.
LAQUES. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿tienes por prudente que permanezcamos en este estado?
LAQUES. —Te aseguro que no.
SÓCRATES. —¿Quieres que nos conformemos por un momento con la definición que hemos
dado?
LAQUES. —¿Qué definición?
SÓCRATES. —Que el verdadero valor es la paciencia. Si quieres, mostremos nuestra paciencia
continuando nuestra indagación, a fin de que el valor no se burle de nosotros y nos acuse de no
buscarle valientemente, puesto que, según nuestros principios, ser paciente es ser valiente.
LAQUES. —Estoy dispuesto a ello, Sócrates, y no lo esquivo, por más que sea nuevo en esta clase
de disputas; pero te confieso que estoy disgustado y que tengo un verdadero sentimiento en no poder
explicar lo que pienso, porque me parece que concibo perfectamente lo que es el valor; y no
comprendo cómo se me escapa tanto esta idea, que no puedo explicarla.
SÓCRATES. —Pero, Laques, el deber de un buen cazador ¿no consiste en no cansarse y no verse
jamás burlado?
LAQUES. —Estoy conforme.
SÓCRATES. —¿Quieres que entre en nuestra partida de caza Nicias, para ver si es más dichoso?
LAQUES. —Lo quiero, y ¿por qué no?
SÓCRATES. —Ven acá, Nicias, ven, si puedes, a socorrer a tus amigos, que se ven embarazados y
que no saben qué rumbo tomar; porque ya ves cuán imposible se hace que consigamos nuestro
objeto. Sácanos de este apuro y fija tu propio pensamiento, diciéndonos lo que es el valor.
NICIAS. —Hace mucho que me parecía que definíais mal esta virtud. ¡Ah!, ¿de dónde nace que no
os habéis valido en esta ocasión de lo que tantas veces y con tanto acierto te he oído yo en otras,
Sócrates?
SÓCRATES. —¿Y qué es, Nicias?
NICIAS. —Te he oído decir muchas veces que en aquello en que cada uno sabe es idóneo, pero
que en lo que no sabe es inepto.
SÓCRATES. —¡Por Zeus!, eso es muy cierto.
NICIAS. —Por consiguiente, si un hombre valiente es bueno es hábil en lo que sabe.
SÓCRATES. —¿Lo entiendes tú, Laques?
LAQUES. —Sí lo entiendo; sin embargo, no comprendo por entero lo que quiere decir.
SÓCRATES. —Me parece que yo lo comprendo; creo que quiere decir, que el valor es una
ciencia.
LAQUES. —¿Qué ciencia, Sócrates?
SÓCRATES. —¿Por qué no se lo preguntas a él?
LAQUES. —Pues ya se lo pregunto.
SÓCRATES. —¡Pues bien, Nicias!, responde a Laques y dile qué ciencia es el valor en tu opinión;
porque no será indudablemente la ciencia del tocador de flauta.
NICIAS. —No.
SÓCRATES. —¿Ni la del tocador de lira?
NICIAS. —Tampoco.
SÓCRATES. —¿Cuál es, y sobre qué versa?
LAQUES. —Le apuras bien, Sócrates; sí, que diga qué ciencia es.
NICIAS. —Digo, Laques, que es la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no son de
temer, sea en la guerra, sea en todas las demás ocasiones de la vida.
LAQUES. —¡Extraña definición, Sócrates!
SÓCRATES. —¿Por qué la encuentras tan extraña, Laques?
LAQUES. —¿Por qué? Porque la ciencia y el valor son dos cosas diferentes.
SÓCRATES. —Nicias pretende que no.
LAQUES. —Sí, lo pretende, y en eso chochea.
SÓCRATES. —Pues bien, tratemos de instruirle; las injurias no son razones.
NICIAS. —No tiene intención de ofenderme, pero desea mucho que lo que yo he dicho no valga
nada, porque él mismo se ha engañado en grande.
LAQUES. —Ésa es la pura verdad, pero yo te haré ver que tú no has andado más acertado que yo.
Sin ir más lejos, ¿los médicos no conocen lo que hay que temer en las enfermedades? Y en este caso,
¿crees tú, que los hombres valientes son los que conocen lo que es de temer? ¿O llamas a los médicos
hombres valientes?
NICIAS. —No, ciertamente.
LAQUES. —Lo mismo que los labradores. Sin embargo, los labradores conocen perfectamente
lo que hay que temer respecto a sus trabajos. Lo mismo sucede con todos los demás artistas; conocen
todos muy bien lo que hay que temer en su profesión y lo que no, y no son por esto más valientes.
SÓCRATES. —¿Qué dices, Nicias, de esta crítica de Laques? Me parece que significa algo.
NICIAS. —Ciertamente dice alguna cosa, pero no dice nada verdadero.
SÓCRATES. —¿Cómo?
NICIAS. —¿Cómo? Es que él cree que los médicos no saben más que reconocer lo que es sano y
lo que es enfermo, y de hecho no saben más. Pero ¿crees tú, Laques, que los médicos saben si la salud
es más de temer para tal enfermo, que la enfermedad? ¿Y no crees, que hay muchos enfermos a
quienes sería más ventajoso no curar que curar? ¿Te atreverás a decir, que es bueno vivir siempre, y
que no hay muchas personas para las que sería más ventajoso el morir?
LAQUES. —Eso podrá ocurrir algunas veces.
NICIAS. —¿Y crees tú, que las cosas, que parecen temibles a los que tienen por bueno el vivir,
parezcan lo mismo a los que tienen por más ventajoso el morir?
LAQUES. —No, sin duda.
NICIAS. —¿Y a quiénes tomarás por jueces?, ¿a los médicos?, ¿a los de otras profesiones? Ellos
nada conocen, porque esto solo pertenece a los que están versados en esta ciencia de las cosas
temibles, y éstos son los que yo llamo valientes.
SÓCRATES. —Laques, ¿entiendes ahora lo que dice Nicias?
LAQUES. —Sí, entiendo, que, según se explica, no hay otros hombres valientes que los adivinos;
porque ¿qué otro que un adivino puede saber si es más ventajoso morir que vivir? Te preguntaría con
gusto, Nicias, si eres adivino. Si no lo eres, adiós tu valor.
NICIAS. —¿Cómo? ¿Piensas que sea negocio de adivino conocer las cosas que son temibles y las
que no lo son?
LAQUES. —Sin duda, y si no, ¿a quién toca?
NICIAS. —¿A quién?, al que yo digo, mi querido Laques, al hombre valiente; porque el oficio de
un adivino es conocer solo los signos de las cosas que deben suceder, como muertes, enfermedades,
pérdida de bienes, derrotas, victorias, ya sea en la guerra, ya en otras luchas; pero ¿crees tú que
conviene más a un adivino que a otro hombre el juzgar cuáles de estos accidentes son más o menos
ventajosos?
LAQUES. —En vendad, Sócrates, no comprendo lo que quiere decir; porque para él no hay ni
adivino, ni médico, ni otro hombre a quien el nombre de valiente pueda convenir. Es preciso ir en
busca de un dios. Pero si he de decirte lo que pienso, Nicias no tiene valor para confesar que no sabe
lo que dice; no hace más que bregar y retorcerse para ocultar su embarazo. Otro tanto pudimos hacer
tú y yo, Sócrates, si solo nos hubiéramos propuesto ocultar las contradicciones en que incurrimos. Si
habláramos delante de jueces, esta conducta tendría disculpa, pero en una conversación como la
nuestra ¿qué significa querer triunfar con vanos discursos?
SÓCRATES. —Indudablemente eso a nada conduciría, pero veamos bien si lo que pretende decir
Nicias tiene algún valor, y si tú no tienes razón al acusarle de que todo es un hablar por hablar.
Supliquémosle que nos explique más claramente su pensamiento, y si vemos que está la razón de su
parte, seguiremos sus principios; si no lo está, trataremos de instruirle.
LAQUES. —Interrógale tú mismo, Sócrates, si quieres; yo bastante le he preguntado.
SÓCRATES. —Sea así; le interrogaré por ti y por mí.
LAQUES. —Como quieras.
SÓCRATES. —Dime, te lo suplico, Nicias, o más bien dinos, porque hablo también por Laques;
¿sostienes que el valor es la ciencia de las cosas que deben temerse y de las cosas que no deben
temerse?
NICIAS. —Sí, lo sostengo.
SÓCRATES. —Sostienes igualmente, que esta ciencia no es dada a toda clase de gentes, puerto
que no es conocida ni por los médicos, ni por los adivinos, que, por consiguiente, no pueden ser
valientes, si no han adquirido esta ciencia. ¿No es esto lo que dices?
NICIAS. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —No se puede aplicar aquí el proverbio: una jabalina (jabata) comprendería esto; y
la jabalina no es valiente.
NICIAS. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —De aquí se infiere, Nicias, que estás persuadido de que la jabalina de Crommión[5]
no ha sido valiente. No lo digo de burlas, sino muy de veras; es de necesidad que el que habla como
tú no admita ningún género de valor en las bestias, o que conceda inteligencia a los leones, a los
leopardos, a los jabalíes, para que sepan muchas cosas que la mayor parte de los hombres ignoran, a
causa de su mucha dificultad. También es preciso, que el que sostiene que el valor es lo que tú dices,
sostenga igualmente que los leones, los toros, los zorros, están dotados de valor, tanto los unos como
los otros.
LAQUES. —¡Por todos los dioses, Sócrates, hablas perfectamente! Dime en verdad, Nicias, si
crees que las bestias, que de común consentimiento pasan por valientes, son más hábiles que
nosotros, ¿o te atreves a ir contra el común sentir y sostener que no son valientes?
NICIAS. —Te digo, en una palabra, Laques, que no llama valiente, ni a bestia, ni a hombre, ni a
nadie que por ignorancia no teme las cosas temibles; yo le llamo temerario y estúpido. ¡Ah!, ¿piensas
que llamo yo valientes a los niños, que por ignorancia no temen ningún peligro? A mi entender, no
tener miedo y ser valiente son dos cosas muy diferentes; nada hay más raro que el valor acompañado
de la prudencia, y nada más común que el atrevimiento, que la audacia, que la intrepidez,
acompañadas de imprudencia; porque éste es el lote de la mayor parte de los hombres, de los mujeres
y de los niños; en una palabra, los que tú llamas, con todo el mundo, valientes, yo los llamo
temerarios, y no doy el nombre de valientes más que a los que son valientes e ilustrados, que son los
únicos de los que quiero hablar.
LAQUES. —Mira, Sócrates, cómo Nicias se inciensa a sí mismo, mientras que a todos aquellos,
que pasan por valientes, intenta privarles de este mérito.
NICIAS. —No es esa mi intención, Laques, tranquilízate; por el contrario, reconozco que tú y
Lámaco [6] sois prudentes y sabios, puesto que sois valientes. Lo mismo digo de muchos de nuestros
atenienses.
LAQUES. —Si bien tengo materia para responderte, no lo hago por temor de que me acuses de
ser un verdadero exonio.[7]
SÓCRATES. —¡Ah! No digas eso, te lo suplico, Laques; se ve claramente que no te has
apercibido de que Nicias ha aprendido estas bellas cosas de nuestro amigo Damón, y que Damón es el
intimo de Pródico, el más hábil de todos los sofistas para esta especie de distinciones.
LAQUES. —¡Oh!, Sócrates, sienta bien en un sofista hacer vana ostentación de sus sutilezas, pero
no en un hombre como Nicias, que los atenienses han escogido para ponerle a la cabeza de la
república.
SÓCRATES. —Mi querido Laques, sienta bien en un hombre, a quien se le han encomendado tan
graves negocios de gobierno, el trabajar para hacerse más hábil que los demás. He ahí por lo que me
parece que Nicias merece algún miramiento, y que, por lo menos, es preciso examinar las razones
que tiene para definir el valor como lo hace.
LAQUES. —Examínalas, pues, cuanto te plazca, Sócrates.
SÓCRATES. —Es lo que voy a hacer; pero no pienses que te voy a echar fuera; tendrás una parte
en mi discurso. Fija bien tu atención, y ten en cuenta lo que voy a decir.
LAQUES. —Sea así, puesto que lo quieres.
SÓCRATES. —Bien; Nicias, dime, te lo suplico, tomando la cuestión en su origen, si no es cierto
que desde luego hemos mirado el valor como una parte de la virtud.
NICIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Conforme a tu respuesta, si el valor no es más que una parte de la virtud, ¿no hay
otras partes, que reunidas con aquella constituyen lo que denominamos virtud?
NICIAS. —¿Cómo puede ser de otra manera?
SÓCRATES. —En este punto piensas como yo; porque además del valor, reconozco también
otras partes de la virtud, como la templanza, la justicia y muchas otras. ¿No las reconoces tú
igualmente?
NICIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Bueno. Henos aquí de acuerdo ya sobre este punto. Pasemos a las cosas que son
temibles y a las que no lo son; examinémoslas bien, no sea que tú las entiendas de una manera y
nosotros de otra. Vamos a decirte lo que pensamos. Si no convienes en ello, nos dirás tu opinión.
Creemos que las cosas temibles son las que inspiran miedo, y no temibles las que no lo inspiran. El
miedo no lo causan, ni las cosas sucedidas ya, ni las que en el acto suceden, sino las que se esperan;
porque el miedo no es más que la idea de un mal inminente. ¿No lo crees así, Laques?
LAQUES. —Sí.
SÓCRATES. —He aquí nuestro dictamen, Nicias. Por cosas temibles entendemos los males del
porvenir, y por cosas no temibles entendemos las cosas del porvenir, pero que, o parecen buenas, o,
por lo menos, no parecen malas. ¿Admites nuestra definición o no la admites?
NICIAS. —La admito ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y la ciencia de estas cosas es lo que tú llamas valor?
NICIAS. —Es eso mismo.
SÓCRATES. —Pasemos a un tercer punto, para ver si nos ponemos de acuerdo.
NICIAS. —¿Qué punto es?
SÓCRATES. —Vas a verlo. Decimos Laques y yo que, en todas las cosas, la ciencia tiene un
carácter universal y absoluto; no es una para las cosas pasadas, y otra para las cosas del porvenir,
porque la ciencia siempre es la misma. Por ejemplo, en lo que mira a la salud, siempre es la misma
ciencia de la medicina la que juzga de ella, y la que ve lo que ha sido, lo que es y lo que será sano o
enfermo. La agricultura asimismo juzga de lo que ha venido, de lo que viene y de lo que vendrá
sobre la tierra. En la guerra, ya lo sabes, la ciencia del general se extiende a todo, a lo pasado, a lo
presente y a lo porvenir; ninguna necesidad tiene del arte de la adivinación y antes, por el contrario,
manda en el adivino, como quien sabe mucho mejor que este lo que sucede y lo que debe suceder.
¿No es formal la ley misma? Pues la ley dispone, no que el adivino mande al general, sino que el
general mande al adivino. ¿No es esto lo que sostenemos, Laques?
LAQUES. —Ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Y tú, Nicias, concedes como nosotros que la ciencia, siendo siempre la misma,
juzga igualmente de lo pasado, de lo presente y de lo porvenir?
NICIAS. —Sí, lo digo como tú, Sócrates, porque me parece que no puede ser de otra manera.
SÓCRATES. —Dices, muy excelente Nicias, que el valor es la ciencia de las cosas temibles y de
las que no lo son. ¿No es esto lo que dices?
NICIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿No estamos también de acuerdo en que estas cosas temibles son males del
porvenir, así como son bienes del porvenir las cosas que no son temibles?
NICIAS. —Sí, Sócrates, estamos de acuerdo.
SÓCRATES. —¿Y en que esta ciencia no se extiende solo al porvenir, sino también a lo presente y
a lo pasado?
NICIAS. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —No es cierto, entonces, que el valor sea solo la ciencia de las cosas temibles y no
temibles, porque no conoce solo bienes y males del porvenir, sino que se extiende tanto como las
demás ciencias, y juzga igualmente de los males y de los bienes presentes, de los males y de los
bienes pasados.
NICIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —Tú solo nos has definido la tercera parte del valor, y quisiéramos conocer la
naturaleza del valor todo entero. Ahora me parece, según tus principios, que la ciencia es, no solo la
de las cosas temibles, sino también la de todos los bienes y todos los males en general. ¿Habrás
cambiado de opinión, Nicias, o es esto mismo lo que quieres decir?
NICIAS. —Me parece, que el valor tiene toda la extensión que tú dices.
SÓCRATES. —Sentado esto, ¿piensas que un hombre valiente esté privado de una parte de la
virtud, poseyendo la ciencia de todos los bienes y de todos los males pasados, presentes y futuros?
¿Crees que semejante hombre tendrá necesidad de la templanza, de la justicia y de la santidad, cuando
puede precaverse prudentemente contra todos los males que le puedan venir de parte de los hombres
y de los dioses, y proporcionarse todos los bienes a que pueda aspirar, puesto que sabe cómo debe
conducirse en cada lance que ocurra?
NICIAS. —Lo que dice Sócrates me parece verdadero.
SÓCRATES. —¿El valor no es una parte de la virtud, sino que es la virtud entera?
NICIAS. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Sin embargo, nosotros habíamos dicho que el valor no era más que una parte.
NICIAS. —En efecto, así lo dijimos.
SÓCRATES. —Y lo que entonces dijimos ¿no nos parece ahora verdadero?
NICIAS. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Por consiguiente, aún no hemos averiguado lo que es el valor.
NICIAS. —Estoy conforme.
LAQUES. —Creía, mi querido Nicias, que tú lo indagarías mejor que cualquier otro, al ver el
desprecio que me habías manifestado, cuando yo respondía a Sócrates; y había concebido grandes
esperanzas de que, con el socorro de la sabiduría de Damón, lo hubieras conseguido.
NICIAS. —Vaya, Laques, que vamos perfectamente. No te importa nada aparecer muy ignorante
sobre lo que es el valor, con tal de que haya aparecido yo tan ignorante como tú; solo esto has tenido
en cuenta, sin calcular si es conveniente que ignoremos cosas que debe conocer todo hombre de buen
sentido. Así son todos los hombres; no se miran a sí mismos, y solo fijan sus miradas en los demás.
En cuanto a mí creo haber respondido medianamente. Si me he engañado en algo, no pretendo ser
infalible, y me corregiré instruyéndome, sea con Damón, de quien parece te burlas sin conocerlo, sea
con otros; y cuando me considere bien instruido, te comunicaré parte de mi ciencia; porque no soy
envidioso, y me parece que tú tienes una gran necesidad de instrucción.
LAQUES. —Y tú, Nicias, si hemos de creerte, eres un gran sabio. Sin embargo, con toda esta
magnífica opinión de ti mismo, yo aconsejo a Lisímaco y a Melesías que no nos consulten más sobre
la educación de sus hijos, y si me creen, como ya lo dije, que se entiendan para esto únicamente con
Sócrates, porque por lo que a mí hace, si mis hijos estuvieran en edad, éste es el partido que tomaría.
NICIAS. —¡Ah! En este punto estoy de acuerdo contigo. Si Sócrates se toma el cuidado de
nuestros hijos, no hay necesidad de buscar otro, y estoy dispuesto a entregarle mi hijo Nicérato, sí
tiene la bondad de encargarse de él. Pero todos los días, cuando le hablo de esto, me remite a otros
maestros, y me rehúsa sus cuidados. Mira, Lisímaco, si tú tienes más influencia sobre él.
LISÍMACO. —Muy justo sería, porque por mi parte estoy dispuesto a hacer por Sócrates lo que
por nadie haría. ¿Qué dices a esto, Sócrates?, ¿te dejarás ablandar y querrás encargarte de estos
jóvenes para hacerlos mejores?
SÓCRATES. —Sería preciso ser bien despegado para no querer contribuir a hacer a estos jóvenes
tan buenos cuanto puedan serlo. Si en la conversación que acabamos de tener hubiera aparecido yo
muy hábil y los demás ignorantes, tendríais razón para escogerme con preferencia a cualquier otro,
pero ya veis que todos nos hemos visto en el mismo embarazo. Y así, ¿por qué preferirme? Me
parece que ninguno de nosotros merece la preferencia. Siendo esto así, ved si os parece bien este
consejo: soy del dictamen (estamos solos y somos leales los unos para los otros) que todos
busquemos el mejor maestro, primero, para nosotros y, después, para estos jóvenes, sin ahorrar
gasto ni sacrificio alguno; porque jamás aconsejaré el permanecer en la situación en que nos
hallamos, y si alguno se burla de nosotros porque a nuestra edad vamos a la escuela, nos
defenderemos, poniendo de frente la autoridad de Homero, que dice en cierto pasaje: el pudor no
sienta bien al indigente[8] y burlándonos de lo que pueda decirse, procuraremos mirar a la vez por
nosotros mismos y por estos jóvenes.
LISÍMACO. —Ese consejo, Sócrates, me agrada en extremo, y con respecto a mí, cuanto más
viejo soy, tanto más empeño tengo en instruirme al mismo tiempo que mis hijos. Haz, pues, lo que
dices; ven mañana a mi casa desde la madrugada, y no faltes, te lo suplico, a fin de que acordemos los
medios de ejecutar lo que hemos resuelto. Ahora ya es tiempo de que concluya esta conversación.
SÓCRATES. —No faltaré, Lisímaco; iré mañana a tu casa temprano, si Dios quiere.
PROTÁGORAS
Argumento del Protágoras[1]
por Patricio de Azcárate

El nombre de Protágoras puesto a la cabeza de este diálogo; la solemnidad de una especie de


presentación oficial del joven Hipócrates al célebre sofista, hecha delante de testigos por Sócrates; lo
escogido de los personajes que deben asistir a la discusión que se va a suscitar, Antímeros de Mende,
Hipias de Elea, Pródico de Ceos, amigos de Protágoras; Palaros, Jantipo, Agatón, sus discípulos; esta
reunión imponente de sofistas, de jóvenes y de extranjeros, que concurren como a un espectáculo,
constituyen un conjunto de detalles característicos, que descubren el pensamiento íntimo de Platón en
esta composición a la vez divertida y severa, irónica y profunda; deleitar e ilustrar todo a la vez,
poniendo en acción, por medio de la crítica, las costumbres y el espíritu de los sofistas. Éste es uno
de esos cuadros, aunque más en grande, que Sócrates acostumbraba a presentar en sus polémicas
diarias a vista del público, para llevar a cabo su reforma, y en las que empleaba con arte la ironía y el
buen sentido para desacreditar a la escuela sofística, entregando al ridículo y, por último, condenando
al silencio a sus más famosos jefes.
Era preciso dar representación a estas escenas de comedia, en las que Protágoras desempeña el
papel de corifeo de los sofistas, mientras que Sócrates se complace en tomar, tan pronto el papel de
un farsante burlón, tan pronto el de un espectador descontento y despiadado, y de aquí el objeto de la
discusión producido naturalmente por la situación del joven hijo de Apolodoro. Hipócrates solicitó,
en efecto, de Sócrates que le proporcionara un maestro capaz de enseñar lo que debe saber un joven
de su edad. ¿Qué otra cosa puede ser sino la virtud?, ¿la virtud puede ser enseñada?; he aquí la
cuestión. Protágoras sostiene la afirmativa, y Sócrates la tesis contraria; y este debate contradictorio
forma el curso de este diálogo, que algunas líneas bastarán para resumir.
Protágoras, para darse importancia a los ojos de Sócrates y de la gente que le rodea, se alaba de
enseñar el arte de gobernar los negocios privados y públicos, es decir, la política. Sócrates se
sorprende de que la política pueda enseñarse, por la sencilla razón de que los negocios públicos son,
entre todos, los únicos sobre los que los ciudadanos de todas las condiciones y de todas las
profesiones son admitidos diariamente a dar su dictamen, y esto sin haber recibido jamás ninguna
enseñanza. También lo extrañó por esta otra razón, y es que los más grandes políticos, Pericles, por
ejemplo, jamás han podido trasmitir a sus hijos su propia habilidad.
Poco impresionado con estos dos argumentos, el sofista propone con confianza dar, ya con el
auxilio de una fábula, ya valiéndose del razonamiento, la prueba incontestable de que la política
puede enseñarse. Refiere entonces la vieja leyenda de los dioses, encargando a Epimeteo y a su
hermano Prometeo dar facultades diversas a todos los seres del universo, la imprevisión de
Epimeteo, el mañoso robo de Prometeo en las fraguas de Hefesto, en fin, la intervención suprema de
Zeus, dando liberalmente a cada uno de los mortales una parte de los bienes que aún no se habían
repartido, la justicia y el pudor. Gracias a estas dos virtudes, que están en el fondo mismo de la
política, nada más natural, ni más necesario, que el que todos los ciudadanos sepan deliberar sobre
las cosas públicas. Esta ciencia es un don de los dioses. Y así es que no hay un hombre sobre la tierra
que imagine otro hombre, es decir, un ser en todo semejante a él, privado de la idea de la justicia. He
aquí cómo queda desvanecida la primera duda de Sócrates.
Protágoras rebate de la misma manera la segunda objeción de Sócrates. ¿Cómo puede sostenerse
que la justicia no puede enseñarse, cuando es constante que los hombres injustos son todos los días y
por todas partes reprimidos y castigados? Si la privación de la idea de justicia fuese un defecto de la
naturaleza, sería una locura imponer castigos a los que la naturaleza hubiere privado de ella. ¿Se
castiga a los enfermizos y contrahechos? No, porque no está en su mano remediarlo. Pero se castiga
a los malos, porque está en su mano hacerse justos. Los hombres piensan, por lo tanto, que se puede
aprender la justicia. Y así todos los ciudadanos, tanto por sí mismos, como por medio de los
maestros, se esfuerzan, interesándose en los negocios públicos, en inspirar a sus hijos la idea de la
justicia. Y si los hijos de los hombres virtuosos raras veces heredan la virtud de sus padres, la razón
de esto es muy sencilla; es porque los hombres no reciben todos disposiciones igualmente felices, y
la adquisición de la más elevada virtud reclama un natural mejor y mayores esfuerzos que lo que
requiere la práctica de una virtud común.
La discusión hasta ahora aparece muy superficial, porque no sale del dominio de los hechos y de
los accidentes, sin remontar a un principio. Sócrates, cambiando de táctica, emprende el tratar la
cuestión a fondo. Partiendo del principio evidente de que para saber si la virtud puede ser enseñada,
es necesario saber en qué consiste, pregunta a Protágoras si la virtud a sus ojos es una en su esencia o
compuesta de partes independientes las unas de las otras, como la justicia, la templanza, el valor. El
sofista se esfuerza en sostener la última opinión, hasta que Sócrates lo obliga insensiblemente, por
una cadena indisoluble de concesiones, a contradecirse a sí mismo, y, en fin, a convenir, a pesar suyo,
en que la virtud es una por naturaleza. Sostener que se compone de partes absolutamente distintas, es
confesar, por lo pronto, que cada una de estas partes nada tiene en sí de la esencia de la otra, de suerte
que la justicia excluiría al valor, y la santidad a la justicia. De aquí esta consecuencia absurda: que la
justicia no puede ser valiente, ni la santidad justa. En segundo lugar, si las partes de la virtud se
oponen las unas a las otras, una misma cosa podría tener muchas contrarias, lo que implica
contradicción. No, la virtud es una en su esencia, una en su esfuerzo, y todas estas partes, que se
separan indebidamente, no son otra cosa que modos diversos de la virtud; diversos, pero no
exclusivos, contenidos y unidos en su esencia misma, como las consecuencias lo están en su
principio. Diferentes en apariencia y solamente de nombre, estas virtudes en el fondo se llaman la una
a la otra, se encadenan, se asocian, y no forman más que un todo. He aquí cómo Sócrates, bajo la idea
de virtud, abrazando todas las virtudes particulares, establece un principio, que los estoicos, después
de él, falsearon exagerándolo. Considerada de esta manera, la virtud no entra en el alma, como lo
pretende Protágoras, por una enseñanza progresiva y diversa que poco a poco la penetre por el
precepto y por el ejemplo, para que nazca en ella, primero la justicia y después el valor. La virtud con
sus dones diversos nace de la inspiración de una naturaleza honesta, que por su propio esfuerzo
abraza a la vez la esencia y todos los modos, debido al sentimiento innato del bien, que la precede y
que la crea. Esta ciencia verdaderamente anterior y superior a la virtud, ninguno puede enseñarla,
porque cada uno debe sacarla de sí mismo; nace con nosotros.
Esta argumentación que parece no tener réplica, no convenció, sin embargo, al sofista, que quiso
sostenerse haciendo esta última objeción: que el valor es necesariamente una virtud distinta de todas
las demás, puesto que es dado al más injusto y al más depravado de los hombres mostrar valor.
Sócrates, valiéndose de razones que reproducen en el fondo ciertos pasajes del Laques, responde, que
el valor, desprovisto de prudencia o más bien de ciencia, no es el verdadero valor. El fondo del
verdadero valor es la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no lo son. De aquí se sigue,
puesto que todas las virtudes forman una sola, que Sócrates parece contradecirse, convirtiendo la
ciencia en condición de la virtud. Si es una ciencia, se la puede enseñar, lo cual es una contradicción
patente con la conclusión que precede.
Sea que Sócrates no haya tenido por objeto, al fin del debate, más que probar a Protágoras que
sabe mejor que un sofista defender y probar el pro y el contra, o sea que se propusiera dejar sin
resolución la cuestión principal, es decir, si la virtud puede o no puede ser enseñada, Sócrates rompe
la conversación, dirigiendo al sofista este último epigrama: quizá venga un día en que llegue a saber
que Protágoras es el más sabio de los hombres.
Protágoras o los sofistas
AMIGO DE SÓCRATES — SÓCRATES — HIPÓCRATES — PROTÁGORAS — ALCIBÍADES —
CRITIAS — PRÓDICO — HIPIAS

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde vienes, Sócrates? ¿Pero para qué es preguntarlo?
Vienes de la caza ordinaria a la que te arrastra el hermoso Alcibíades. Te confieso que el otro día me
complacía en mirarle, porque me parecía que, a pesar de ser un hombre ya formado, es muy
hermoso; porque, acá entre nosotros, puede decirse que no está en su primera juventud, y la barba
hace sombrear ya su semblante.
SÓCRATES. —¿Qué tiene que ver eso? ¿Crees que Homero haya cometido un error en haber
dicho que la edad de un joven que comienza a tener barba es la más agradable?[1] Ésta es
precisamente la edad de Alcibíades.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —Acabo de dejarle. ¿Cómo estás tú con él?
SÓCRATES. —Muy bien, y hoy he notado que estaba conmigo mejor que nunca, porque ha dicho
mil cosas en mi favor, y ha tomado mi partido; acabo de dejarle, y te diré una cosa que te parecerá
bien extraña, y es que en su presencia no me fijaba en él, y muchas veces me olvidaba que estaba allí.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué es lo que os ha sucedido al uno y al otro? ¿Has encontrado
por ventura en la ciudad algún joven más hermoso que Alcibíades?
SÓCRATES. —Mucho más hermoso.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —Muy bien; ¿es ateniense o extranjero?
SÓCRATES. —Extranjero.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde es?
SÓCRATES. —De Abdera.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Tan hermoso te ha parecido, que a tus ojos ha eclipsado al hijo
de Clinias?
SÓCRATES. —¿Hay nada, amigo mío, que impida que el más sabio aparezca también el más
hermoso?
EL AMIGO DE SÓCRATES. —Pero qué, ¿acabas de ver algún hombre sabio?
SÓCRATES. —Sí, un sabio, el más sabio de los hombres que hoy existen; si Protágoras puede
parecerte tal.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué me dices? Qué ¿Protágoras está aquí?
SÓCRATES. —Sí, hace tres días.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Y acabas ahora mismo de dejarle?
SÓCRATES. —Sí, en este momento, y después de una conversación muy larga.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —¡Ah!, si no tuvieses cosa urgente que hacer ¿no querrías referirnos
esa conversación? Siéntate, te suplico, en el sitial que ocupa este niño, que te lo cederá.
SÓCRATES. —Con todo mi corazón, y me daré por complacido, si queréis escucharme.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —Los complacidos seremos nosotros, si te dignas referírnoslo.
SÓCRATES. —Unos y otros quedaremos obligados, y ahora escuchadme. Esta mañana, cuando
aún no había amanecido, Hipócrates, hijo de Apolodoro y hermano de Fasón, vino a llamar muy
fuerte a mi puerta con su bastón, y apenas le abrieron, cuando se fue derecho a mi cuarto, diciendo en
alta voz:
—Sócrates, ¿duermes?
Como conociera su voz —le dije:
—Hola Hipócrates, ¿qué nueva te trae?
—Una gran nueva —me dijo.
—Dios lo quiera —le respondí—. ¿Pero qué nueva es la que te trae aquí tan de mañana?
—Protágoras está en la ciudad —me dijo—, manteniéndose en pie frente a mi cama.
—Ya está aquí desde antes de ayer —le repuse—; ¿no lo has sabido hasta ahora?
—No lo supe hasta esta noche.
Diciendo esto, se aproximó a mi cama a tientas, se sentó a mis pies, y continuó hablando de esta
manera:
—Volví ayer por la tarde, ya muy tarde, del pueblo de Oenoe, adonde fui para coger a mi esclavo
Sátiro, que se me había fugado; pensaba decírtelo antes, pero no sé qué otra cosa borró de mi espíritu
esta idea. Cuando estuve de vuelta, después de cenar, y cuando íbamos ya a acostarnos, fue mi
hermano a decirme que Protágoras estaba aquí. El primer pensamiento que me ocurrió fue venir a
darte esta buena noticia, pero habiendo reflexionado que la noche estaba muy avanzada, me acosté, y
después de un ligero sueño que me ha repuesto de las fatigas de mi viaje, me levanté y me vine aquí
corriendo.
Yo que conozco a Hipócrates como un hombre de corazón, y que le veía todo azorado, le dije:
—¿Pero qué es? ¿Protágoras te ha hecho alguna injuria?
—Sí, por los dioses —me respondió riéndose—, me ha hecho la injuria de ser sabio él solo, y no
hacerme a mí sabio.
—¡Oh! —le dije—, y si le das dinero y le puedes comprometer a que te admita por discípulo,
también te haría sabio.
—¡Quieran Zeus y los demás dioses que así sea! —me dijo—; gastaré hasta el último óbolo y
agotaré la bolsa de mis amigos, si tal sucede. Lo que me trae es suplicarte que le hables por mí;
porque además de que yo soy demasiado joven, jamás le he visto ni conocido, pues cuando hizo aquí
su primera venida, era yo un niño. Pero oigo decir a todo el mundo muy bien de él y se asegura que
es el más elocuente de los hombres. ¿No será bueno que vayamos a su casa antes de que salga? Me
han dicho que está en casa de Calias, hijo de Hipónico; vamos allá, te lo suplico encarecidamente.
—Es demasiado temprano —le dije—, pero vamos a pasearnos a mi pórtico; allí hablaremos
hasta que rompa el día, y después iremos; te aseguro que le encontraremos, porque Protágoras no
sale.
Bajamos, pues, al pórtico, y estando paseándonos, quise penetrar el pensamiento de Hipócrates.
Con esta mira, para sondearle le pregunté:
—Y bien, Hipócrates, vas a casa de Protágoras a ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa;
¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? Si fueses a casa de Hipócrates, ese
gran médico de Cos, que lleva el mismo nombre que tú, y que desciende de Asclepio, y le ofrecieses
dinero, si alguno te preguntase: «Hipócrates, ¿a qué clase de hombre pretendes dar este dinero
destinado al otro Hipócrates?».
—Yo respondería: a un médico.
—¿Y qué es lo que querrías hacerte, dando ese dinero?
—Médico, diría.
—Y si fueses a casa de Policleto de Argos o a casa de Fidias de Atenas, y les dieses dinero para
aprender de ellos alguna cosa, y te preguntasen en igual forma quiénes son estos dos hombres,
Policleto y Fidias, a quienes ofreces dinero, ¿qué responderías?
—Que son escultores.
—¿Y si te preguntasen para qué, respecto de ti?
—Para hacerme escultor, respondería.
—Está perfectamente. Ahora vamos tú y yo a casa de Protágoras, dispuestos a darle todo lo que
pida por tu instrucción, hasta donde alcance nuestra fortuna; y si no alcanza, acudiremos a los
amigos. Si alguno, viendo este empeño tan decidido, nos preguntase: «Sócrates e Hipócrates,
decidme, dando este dinero a Protágoras, ¿a qué hombre creéis darlo?», ¿qué le responderíamos?
¿Con qué nombre conocemos a Protágoras, como conocemos a Fidias con el de estatuario, y a
Homero con el de poeta? ¿Cómo se llama a Protágoras?
—Se llama a Protágoras un sofista, Sócrates.
—Bueno —le dije—, vamos a dar nuestro dinero a un sofista.
—Ciertamente.
—¿Y si el mismo hombre, continuando, te preguntase lo que quieres hacerte tú con Protágoras?
A estas palabras, mi hombre ruborizándose, porque el día estaba ya claro para observar el cambio
de semblante, si hemos de seguir, me dijo, nuestro principio, es claro que yo me quiero hacer un
sofista.
—¡Cómo! ¿Tendrías valor para darte por sofista a la faz de los griegos?
—Si tengo de decir la verdad, te juro, Sócrates, que me daría vergüenza.
—¡Ah!, ya te entiendo, mi querido Hipócrates, tu intención no es de ir a la escuela de Protágoras,
sino como has ido a la de un gramático, a la de un tocador de lira o un maestro de gimnasia; porque
tú no has ido a casa de todos estos maestros para estudiar a fondo su arte, y para hacerte profesor,
sino solo para ejercitarte y aprender lo que un ciudadano, un hombre libre, debe necesariamente
saber.
—Sí —me dijo—, he aquí el provecho que justamente quiero sacar de Protágoras.
—¿Pero sabes lo que vas a hacer? —le dije.
—¿Qué?
—Vas a poner tu alma en manos de un sofista, y apostaré a que no sabes qué es un sofista. No
sabiendo lo que es, tampoco sabes a quién vas a confiar lo más precioso que tú tienes e ignoras si lo
pones en buenas o en malas manos.
—¿Por qué?; yo creo saberlo.
—Dime, pues, lo que es un sofista.
—Un sofista, como su mismo nombre lo demuestra, es un hombre hábil que sabe muchas y
buenas cosas.
—Lo mismo se puede decir de un pintor o de un arquitecto. Son gentes hábiles, que saben muy
buenas cosas. Pero si alguno nos preguntase en qué son hábiles, no dejaríamos de contestarles que en
todo lo relativo a hacer cuadros y construir edificios. Si se nos preguntase en qué es hábil un sofista,
¿qué le responderíamos? ¿Cuál es precisamente el arte de que hace profesión? ¿Qué diríamos que es?
—Diríamos, Sócrates, que su profesión es hacer hombres elocuentes.
—Quizá diríamos la verdad, y esto ya es algo; pero no es todo, y tu respuesta reclama otra
pregunta: ¿sobre qué materias hace un sofista a uno elocuente? Porque un tocador de lira hace a su
discípulo elocuente en lo que corresponde al manejo de la lira
—Eso es claro.
—En qué el sofista hace a otro elocuente, ¿no es en lo que sabe?
—Sin duda.
—¿Qué es lo que sabe y qué es lo que enseña a los demás?
—En verdad, Sócrates, no podré decírtelo.
—¿Cómo? —le dije—, ¡ah!, ¿no sabes a qué peligro te expones? Si tuvieras precisión de poner tu
cuerpo en manos de un médico que no conocieses, y que lo mismo que puede curarte puede matarte,
¿no te mirarías mucho? ¿No llamarías a tus amigos y a tus parientes para consultar con ellos? ¿Y no
tardarías más de un día en resolverte? Estimas infinitamente más tu alma que tu cuerpo, y estás
persuadido de que de ella depende tu felicidad o tu desgracia, según que está bien o mal predispuesta;
y sin embargo, cuando se trata de su salud, no pides consejo ni a tu padre, ni a tu hermano, ni a
ninguno de nosotros que somos tus amigos; ni tomas un solo momento para deliberar si debes
entregarte a un extranjero que acaba de llegar; sino que, sin más que saber ayer tarde y bien tarde su
llegada, vienes al día siguiente, antes de rayar el alba, para ponerte sin dudar en sus manos, y con la
firme resolución de gastar para ello no solo tu fortuna, sino también la de tus amigos. Éste es
negocio concluido; es preciso entregarse a Protágoras, a quien no conoces, como tú mismo lo
confiesas, y a quien jamás has hablado; solo sabes que es un sofista, y vas a abandonarte en sus
manos, ignorando al mismo tiempo lo que es un sofista.
—Lo que me dices es muy cierto, Sócrates; tienes razón.
—¿No adviertes, Hipócrates, que el sofista es un mercader de todas las cosas de que se alimenta el
alma?
—Así me parece, Sócrates —me dijo—. ¿Pero cuáles son las cosas de que se alimenta el alma?
—Son las ciencias —le respondí—. Pero, mi querido amigo, es preciso estar muy en guardia con
el sofista, no sea que, a fuerza de ponderarnos sus mercancías, nos engañe, como hacen los que nos
venden las cosas necesarias para el alimento del cuerpo; porque estos últimos, sin saber si los
géneros que ponen en venta son buenos o malos para la salud, los alaban excesivamente para salir lo
más pronto posible de ellos, sin que los que los compran los conozcan mejor, a menos que el
comprador sea algún médico o algún maestro de palestra. Lo mismo sucede con estos mercaderes,
que van por las ciudades vendiendo su ciencia a los que desean adquirirla, y alaban indiferentemente
todo lo que venden. Puede suceder que la mayor parte de ellos ignoren si lo que venden es bueno o
malo para el alma, y que los que compran estén en la misma ignorancia, a menos que no se encuentre
alguno que sea buen médico de alma. Si te conoces, pues; si sabes lo que es bueno o malo, puedes
comprar con seguridad las ciencias en casa de Protágoras o en la de todos los demás sofistas; pero si
no te conoces, no expongas lo que te debe ser más caro en el mundo, mi querido Hipócrates, porque
el riesgo que se corre en la compra de las ciencias es mucho mayor que el que se corre en la compra
de las provisiones de boca. Después que se han comprado estas últimas, se las lleva a casa en cestos o
vasijas que no las pueden alterar, y antes de gastarlas, se tiene tiempo para consultar y llamar en su
socorro a los que saben qué cosas deben comerse o beberse, qué cantidad puede tomarse y el tiempo
en que debe hacerse; de manera que el peligro nunca es grande. Pero respecto de las ciencias, no
sucede lo mismo; porque no se las puede poner en ningún cesto o vasija, sino en el alma, y desde que
queda hecha la compra, el alma necesariamente las lleva consigo y las retiene por el resto de sus días.
Sobre este objeto debemos consultarnos con personas de más edad y más experimentadas que
nosotros; porque nosotros somos demasiado jóvenes para decidir sobre un negocio tan importante.
Pero vamos allá, puesto que estamos en camino; oiremos a Protágoras, y después de haberle oído, se
lo comunicaremos a los demás. Protágoras no estará solo, y encontraremos allí a Hipias de Elea, y
aun creo que estará Pródico de Ceos y muchos otros, gente toda de ciencia.
Tomada esta resolución, emprendimos nuestra marcha. Cuando llegamos a la puerta, nos
detuvimos para terminar una ligera disputa que sostuvimos mientras nos dirigíamos a la casa; esto
ocupó un poco de tiempo hasta que nos pusimos de acuerdo. Pienso que el portero, que es un viejo
eunuco, nos escuchó, y que aparentemente el número de sofistas que llegaban allí a cada momento le
había puesto de mal humor con todos los que se aproximaban a la casa; pues apenas hubimos
llamado, cuando abriendo su puerta y mirándonos, dijo: ¡ah!, ¡ah!, aún más sofistas, ya no es tiempo;
y tomando su puerta con sus dos manos nos dio con ella en el rostro, cerrándola con toda su fuerza.
Nosotros volvimos a llamar, y nos respondió de la parte de adentro:
—Qué, ¿no me habéis entendido?, ya os he dicho que mi amo no ve a nadie.
—Amigo mío —le dije—, no venimos aquí a interrumpir a Calias, ni somos sofistas; abre, pues,
sin temor; nosotros venimos a ver a Protágoras, y a ti te basta con anunciarnos. A pesar de esto, se
hizo violencia en abrirnos la puerta.
Cuando entramos, encontramos a Protágoras, que se paseaba delante del pórtico, y con él estaban
de un lado Calias, hijo de Hipónico y su medio hermano uterino Páralos, hijo de Pericles, y
Cármides, hijo de Glaucón; y del otro lado estaban Jantipo, el otro hijo de Pericles, Filípides, hijo de
Filomelo, y Antímeros de Mende[2] el más famoso discípulo de Protágoras, y que aspira a ser sofista.
Detrás de ellos marchaba una porción de gente, que en su mayor número parecían extranjeros, que
son los mismos que Protágoras lleva siempre consigo por todas las ciudades por donde pasa, y a los
que arrastra por la dulzura de su voz, como Orfeo. Entre ellos había algunos atenienses. Cuando vi
esta magnífica reunión, tuve un placer singular en ver con qué aplomo y con qué respeto marchaba
toda esta comitiva detrás de Protágoras, teniendo el mayor cuidado en no ponerse delante de él.
Desde que Protágoras daba la vuelta con los que le acompañaban, se veía aquella turba, que le seguía,
colocarse en círculo a derecha e izquierda, hasta que él pasaba, y en seguida colocarse detrás.
Después de él, vislumbré, sirviéndome de la expresión de Homero,[3] a Hipias de Elea, que estaba
sentado al otro lado del pórtico en un sitial elevado, y cerca de él sobre las gradas observé a
Erixímaco, hijo de Acúmeno, Fedro de Mirrinusa,[4] Andrón, hijo de Androtión, y algunos
extranjeros de Elea mezclados con los demás. Al parecer dirigían algunas preguntas de física y de
astronomía a Hipias, e Hipias de lo alto de su asiento resolvía todas sus dificultades. Asimismo «vi
allí a Tántalo»,[5] quiero decir, Pródico de Ceos, que había llegado también a Atenas, pero estaba en
un pequeño cuarto que sirve ordinariamente de despacho a Hipónico, y que Calias, a causa del
excesivo número de huéspedes, había arreglado para estos extranjeros, después que lo hubo
desocupado. Pródico estaba aún acostado, envuelto en pieles y cobertores, y cerca de su cama estaban
sentados Pausanias, del pueblo de Céramis,[6] y un joven que me pareció bien portado y el más
hermoso del mundo. Me parece haber oído llamarle Agatón, y mucho me engañaré, si Pausanias no
estaba enamorado de él. Además estaban los dos Adimantos, el uno hijo de Cepis y el otro hijo de
Leucolófides, y algunos otros jóvenes. Como yo estaba de la parte de fuera, no pude saber el objeto
de su conversación, por más que desease ardientemente oír a Pródico que me parecía un hombre muy
sabio, o más bien, un hombre divino. Pero tiene la voz tan gruesa, que causaba en la habitación cierto
eco que impedía oír distintamente lo que decía. Entramos nosotros, y un momento después llegaron
el hermoso Alcibíades, como tienes costumbre de llamarle y con mucha razón, y Critias, hijo de
Calescro.
Después de estar allí un poco de tiempo y de ver lo que pasaba nos dirigimos a Protágoras. Cerca
ya de él, le dije:
—Protágoras, Hipócrates y yo venimos aquí para verte.
—¿Queréis hablarme en particular o delante de toda esta gente?
—Cuando te haya dicho el objeto de nuestra venida —le dije—, tú mismo verás lo que más
conviene.
—¿Y qué es lo que os trae? —nos dijo.
—Hipócrates, que aquí ves —le respondí—, es hijo de Apolodoro, una de las más grandes y ricas
casas de Atenas, y es de tan buen natural que ningún hombre de su edad le iguala; quiere distinguirse
en su patria, y está persuadido de que, para conseguirlo, tiene necesidad de tus lecciones. Ahora ya
puedes decir si quieres que conversemos en particular o delante de todo el mundo.
—Está muy bien, Sócrates, que tomes esta precaución para conmigo; porque tratándose de un
extranjero que va a las ciudades más populosas, y persuade a los jóvenes de más mérito a que
abandonen a sus conciudadanos, parientes y demás jóvenes o ancianos, y que solo se liguen a él para
hacerse más hábiles con su trato, son pocas cuantas precauciones se tomen, porque es un oficio muy
delicado, muy expuesto a los tiros de la envidia, y que ocasiona muchos odios y muchas asechanzas.
En mi opinión, sostengo que el arte de los sofistas es muy antiguo, pero los que la han profesado en
los primeros tiempos, por ocultar lo que tiene de sospechoso, trataron de encubrirla, unos, con el
velo de la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides; otros, bajo el velo de las purificaciones y
profecías, como Orfeo y Museo; aquéllos la han disfrazado bajo las apariencias de la gimnasia,
como Iccos de Tarento, y como hoy día hace uno de los más grandes sofistas que han existido, quiero
decir, Heródico de Selibria (Selymbria)[7] en Tracia y originario de Megara; y éstos la han ocultado
bajo el pretexto de la música, como vuestro Agatocles, gran sofista como pocos, Pitóclides de Ceos y
otros muchos.
»Todos éstos, como os digo, para ponerse a cubierto de la envidia, han buscado pretextos para
salir de apuros en caso necesario, y en este punto yo de ninguna manera soy de su dictamen,
persuadido de que no han conseguido lo que querían, porque es imposible ocultarse por mucho
tiempo a los ojos de las principales autoridades de las ciudades, que al fin siempre descubren estas
urdimbres imaginadas por ellos y de que el pueblo no se apercibe por lo ordinario, porque se
conforma siempre con el parecer de sus superiores, y se arregla a él en cuanto dicen. ¿Y puede haber
cosa más ridícula, que verse uno sorprendido cuando quiere ocultarse? Lo que esto produce es atraer
mayor número de enemigos y hacerse más sospechoso, llegando hasta el punto de tenérsele por un
bellaco. En cuanto a mí, tomo un camino opuesto; hago francamente profesión de enseñar a los
hombres, y me declaro sofista. El mejor de todos los disimulos es, a mi parecer, no valerse de
ninguno; quiero más presentarme, que ser descubierto. Con esta franqueza no dejo de tomar todas las
demás precauciones necesarias, en términos que, gracias a dios, ningún mal me ha resultado por
blasonar de sofista, a pesar de los muchos años que ejerzo esta profesión, porque por mi edad podría
ser el padre de todos los que aquí estáis. Por lo tanto, nada puede serme más agradable, si lo queréis,
que hablaros en presencia de todos los que están en esta casa.
Desde luego conocí su intención, y vi que lo que buscaba era hacerse valer para con Pródico e
Hipias, y envanecerse de que nosotros nos dirigiéramos a él, como ansiosos de su sabiduría. Para
halagar su orgullo, le dije:
—¿No sería bueno llamar a Pródico e Hipias, para que nos oyeran?
—Ciertamente —dijo Protágoras.
Y Calias nos dijo:
—¿Queréis que preparemos asientos para que habléis sentados?
Esto nos pareció muy bien pensado, y al mismo tiempo, con la impaciencia de oír hablar hombres
tan hábiles, nos dedicamos todos a llevar sillas cerca de Hipias, donde ya había bancos. Apenas se
llenó este requisito, cuando Calias y Alcibíades estaban de vuelta, trayendo consigo a Pródico, a
quien habían obligado a levantar, y a los que con él estaban. Sentados todos, Protágoras,
dirigiéndome la palabra, me dijo:
—Sócrates, puedes decirme ahora delante de toda esta amable sociedad, lo que ya habías
comenzado a decirme por este joven.
—Protágoras —le dije—, no haré otro exordio que el que ya hice antes. Hipócrates, a quien ves
aquí, arde en deseo de gozar de tu trato, y querría saber las ventajas que se promete; he aquí todo lo
que teníamos que decirte.
Entonces Protágoras, volviéndose hacia Hipócrates: mi querido joven, le dijo, las ventajas, que
sacarás de tus relaciones conmigo, serán que desde el primer día te sentirás más hábil por la tarde
que lo que estabas por la mañana, al día siguiente lo mismo, y todos los días advertirás visiblemente
que vas en continuo progreso.
—Pero, Protágoras —le dije—; nada de sorprendente tiene lo que dices y antes bien es muy
natural, porque tú mismo, por avanzado que estés en años y por hábil que seas, sí alguno te enseñase
lo que no sabes, precisamente te habías de hacer más sabio que lo que eres. ¡Ah!, no es esto lo que
exigimos. Supongamos que Hipócrates de repente muda de proyecto, y que entra en deseo de
adherirse a ese pintor joven que acaba de llegar a la ciudad, a Zeuxipo de Heraclea; que se dirige a él,
como al presente se dirige a ti, y que este pintor le hace la misma promesa que tú le haces: que cada
día se hará más hábil y hará nuevos progresos. Si Hipócrates le pregunta, en qué hará tan grandes
progresos, ¿no es claro que Zeuxipo le responderá que los hará en la pintura? Que le entre en el
magín ligarse en la misma forma a Ortágoras el Tebano, y que, después de haber oído de su boca las
mismas promesas que tú le has hecho, le hiciese la misma pregunta, esto es en qué se hará cada día
más hábil, ¿no es claro que Ortágoras le respondería que en el arte de tocar la flauta? Siendo esto así,
te suplico, Protágoras, que nos respondas con la misma precisión. Nos dices que si Hipócrates intima
contigo, desde el primer día se hará más hábil, al día siguiente más aún, al otro día alcanzará nuevos
progresos, y así por todos los días de su vida; pero explícanos en qué.
—Sócrates —dijo entonces Protágoras—, he aquí una cuestión bien sentada, y me gusta
responder a los que las presentan de esta especie. Te digo que Hipócrates no tiene que temer conmigo
lo que le sucedería con cualquier otro de los sofistas, porque todos los demás causan un notable
perjuicio a los jóvenes en cuanto a que les obligan, contra su voluntad, a aprender artes, que no les
interesan y que de ninguna manera querían aprender, como la aritmética, la astronomía, la geometría,
la música, (y diciendo esto miraba a Hipias) en vez de lo cual, conmigo, este joven no aprenderá
jamás otra ciencia que la que desea al dirigirse a mí, y esta ciencia no es otra que la prudencia o el
tino que hace que uno gobierne bien su casa, y que en las cosas tocantes a la república nos hace muy
capaces de decir y hacer todo lo que le es más ventajoso.
—Mira —le dije—, si he cogido bien tu pensamiento; me parece que quieres hablar de la política,
y que te supones capaz para hacer de los hombres buenos ciudadanos.
—Precisamente —dijo él—, es eso lo que forma mi orgullo.
—En verdad, Protágoras —le dije—, vaya una ciencia maravillosa, si es cierto que la posees, y
no tengo dificultad en decirte libremente en esta materia lo que pienso. Hasta ahora había creído que
era esta una cosa que no podía ser enseñada, pero puesto que dices que tú la enseñas, ¿qué remedio
me queda sino creerte? Sin embargo, es justo te diga las razones que tengo para creer que no puede
ser enseñada, y que no depende de los hombres comunicar esta ciencia a los demás. Estoy persuadido,
como lo están todos los griegos, de que los atenienses son muy sabios. Veo en todas nuestras
asambleas, que cuando la ciudad tiene precisión de construir un edificio, se llama a los arquitectos
para que den su dictamen; que cuando se quieren construir naves, se hacen venir los carpinteros que
trabajan en los arsenales; y que lo mismo sucede con todas las demás cosas que por su naturaleza
pueden ser enseñadas y aprendidas; y si alguno que no es profesor se mete a dar consejos, por bueno,
por rico, por noble que sea, no le dan oídos, y lo que es más, se burlan de él, le silban, y hasta llega el
caso de hacer un ruido espantoso para que se retire, si antes no lo cogen los ujieres y lo echan fuera
por orden de los senadores. Así se conduce el pueblo en todas las cosas que dependen de las artes.
Pero siempre que se delibera sobre la organización de la república, entonces se escucha
indiferentemente a todo el mundo. Veis al albañil, al aserrador, al zapatero, al mercader, al patrón de
buque, al pobre, al rico, al noble, al plebeyo, levantarse para dar sus pareceres, y no se lleva a mal;
nadie hace ruido como en las otras ocasiones, y a nadie se le echa en cara que se injiera[8] en dar
consejos sobre cosas que ni ha aprendido, ni ha tenido maestros que se las hayan enseñado; prueba
evidente, de que todos los atenienses creen que la política no puede ser enseñada.
»Esto se ve no solo en los negocios generales de la república, sino también en los asuntos
particulares y en todos los casos, porque los más sabios y los más hábiles de nuestros ciudadanos no
pueden comunicar su sabiduría y su habilidad a los demás. Sin ir más lejos, Pericles ha hecho que sus
dos hijos, que están presentes, aprendan todo lo que depende de maestros, pero en razón de su
capacidad política, ni él los enseña, ni los envía a casa de ningún maestro, sino que los deja pastar
libremente por todas las praderías, como animales consagrados a los dioses que vagan errantes sin
pastor, para ver si por fortuna se ponen ellos por sí mismos en el camino de la virtud. Es cierto que el
mismo Pericles, tutor de Clinias, hermano segundo de Alcibíades, aquí presente, temeroso de que este
último, mucho más joven, fuese corrompido por su hermano, tomó el partido de separarlos, y llevó a
Clinias a casa de Arifrón[9] para que este hombre sabio tuviese cuidado de educarle e instruirle. ¿Pero
qué sucedió? Que apenas Clinias estuvo seis meses, cuando Arifrón, sin saber qué hacer de él, le
restituyó a Pericles. Podría citar muchos otros, que siendo muy virtuosos y muy hábiles, jamás han
podido hacer mejores, ni a sus hijos, ni a los hijos de otros, y cuando considero todos estos
ejemplares, te confieso, Protágoras, que me confirmo más en mi opinión de que la virtud no puede
ser enseñada; y asíes que cuando te oigo hablar como tú lo haces, me conmuevo y comienzo a creer
que dices verdad, persuadido como estoy de que tú tienes larga experiencia, que has aprendido mucho
de los demás, y que has encontrado en ti mismo grandes recursos. Si nos puedes demostrar
claramente que la virtud por su naturaleza puede ser enseñada, no nos ocultes tan rico tesoro, y
haznos partícipes de él; te lo suplico encarecidamente.
—No te lo ocultaré —dijo— pero escoge; ¿quieres que te haga, como buen anciano que se dirige
a jóvenes, esta demostración por medio de una fábula,[10] o que haga un discurso razonado?
Al oír estas palabras, la mayor parte de los que estaban sentados exclamaron que él era el jefe y
que se le dejase la elección.
—Supuesto eso —dijo—, creo que la fábula será más agradable.
»Hubo un tiempo en que los dioses existían solos, y no existía ningún ser mortal. Cuando el
tiempo destinado a la creación de estos últimos se cumplió, los dioses los formaron en las entrañas
de la tierra, mezclando la tierra, el fuego y los otros dos elementos que entran en la composición de
los dos primeros. Pero antes de dejarlos salir a luz, mandaron los dioses a Prometeo [11] y a Epimeteo
que los revistieran con todas las cualidades convenientes, distribuyéndolas entre ellos. Epimeteo
suplicó a Prometeo que le permitiera hacer por sí solo esta distribución, a condición, le dijo, de que
tú la examinarás cuando yo la hubiere hecho. Prometeo consintió en ello; y he aquí a Epimeteo en
campaña. Distribuye a unos la fuerza sin la velocidad, y a otros la velocidad sin la fuerza; da armas
naturales a estos y a aquellos se las rehúsa; pero les da otros medios de conservarse y defenderse. A
los que da cuerpos pequeños les asigna las cuevas y los subterráneos para guarecerse, o les da alas
para buscar su salvación en los aires; los que hace corpulentos en su misma magnitud tienen su
defensa. Concluyó su distribución con la mayor igualdad que le fue posible, tomando bien las
medidas, para que ninguna de estas especies pudiese ser destruida. Después de haberles dado todos
los medios de defensa para libertar a los unos de la violencia de los otros, tuvo cuidado de
guarecerlos de las injurias del aire y del rigor de las estaciones. Para esto los vistió de un vello
espeso y una piel dura, capaz de defenderlos de los hielos del invierno y de los ardores del estío, y
que les sirve de abrigo cuando tienen necesidad de dormir, y guarneció sus pies con un casco muy
firme, o con una especie de callo espeso y una piel muy dura, desprovista de sangre. Hecho esto, les
señaló a cada uno su alimento; a estos las hierbas; a aquellos los frutos de los árboles; a otros las
raíces; y hubo especie a la que permitió alimentarse con la carne de los demás animales; pero a ésta
la hizo poco fecunda, y concedió en cambio una gran fecundidad a las que debían alimentarla, a fin
de que ella se conservase. Pero como Epimeteo no era muy prudente, no se fijó en que había
distribuido todas las cualidades entre los animales privados de razón, y que aún le quedaba la tarea de
proveer al hombre. No sabía qué partido tomar, cuando Prometeo llegó para ver la distribución que
había hecho. Vio todos los animales perfectamente arreglados, pero encontró al hombre desnudo, sin
armas, sin calzado, sin tener con qué cubrirse.
Estaba ya próximo el día destinado para aparecer el hombre sobre la tierra y mostrarse a la luz
del sol, y Prometeo no sabía qué hacer, para dar al hombre los medios de conservarse. En fin, he aquí
el expediente a que recurrió: robó a Hefesto y a Atenea[12] el secreto de las artes y el fuego, porque
sin el fuego las ciencias no podían poseerse y serían inútiles, y de todo hizo un presente al hombre.
He aquí de qué manera el hombre recibió la ciencia de conservar su vida; pero no recibió el
conocimiento de la política, porque la política estaba en poder de Zeus, y Prometeo no tenía aún la
libertad de entraren el santuario del padre de los dioses,[13] cuya entrada estaba defendida por guardas
terribles. Pero, como estaba diciendo, se deslizó furtivamente en el taller en que Hefesto y Atenea
trabajaban, y habiendo robado a este dios su arte, que se ejerce por el fuego, y a aquella diosa el
suyo, se los regaló al hombre, y por este medio se encontró en estado de proporcionarse todas las
cosas necesarias para la vida. Se dice que Prometeo fue después castigado por este robo, que solo fue
hecho para reparar la falta cometida por Epimeteo. Cuando se hizo al hombre partícipe de las
cualidades divinas, fue el único de todos los animales, que a causa del parentesco que le unía con el
ser divino, se convenció de que existen dioses, les levantó altares y les dedicó estatuas. En igual
forma creó una lengua, articuló sonidos y dio nombres a todas las cosas, construyó casas, hizo trajes,
calzado, camas y sacó sus alimentos de la tierra. Con todos estos auxilios los primeros hombres
vivían dispersos, y no había aún ciudades. Se veían miserablemente devorados por las bestias, siendo
en todas partes mucho más débiles que ellas. Las artes que poseían eran un medio suficiente para
alimentarse, pero muy insuficiente para defenderse de los animales, porque no tenían aún ningún
conocimiento de la política, de la que el arte de la guerra es una parte. Creyeron que era
indispensable reunirse para su mutua conservación, construyendo ciudades. Pero apenas estuvieron
reunidos, se causaron los unos a los otros muchos males, porque aún no tenían ninguna idea de la
política. Así es que se vieron precisados a separarse otra vez, y he aquí expuestos de nuevo al furor
de las bestias. Zeus, movido de compasión y temiendo también que la raza humana se viera
exterminada, envió a Hermes con orden de dar a los hombres pudor y justicia, a fin de que
construyesen sus ciudades y estrechasen los lazos de una común amistad. Hermes, recibida esta
orden, preguntó a Zeus, cómo debía dar a los hombres el pudor y la justicia, y si los distribuiría
como Epimeteo había distribuido las artes; porque he aquí cómo lo fueron estas: el arte de la
medicina, por ejemplo, fue atribuido a un hombre solo, que lo ejerce por medio de una multitud de
otros que no la conocen, y lo mismo sucede con todos los demás artistas.
»—¿Bastará, pues, que yo distribuya lo mismo el pudor y la justicia entre un pequeño número de
personas, o las repartiré a todos indistintamente?
»—A todos, sin dudar, respondió Zeus; es preciso que todos sean partícipes, porque si se entregan
a un pequeño número, como se ha hecho con las demás artes, jamás habrá, ni sociedades, ni
poblaciones. Además, publicarás de mi parte una ley, según la que todo hombre, que no participe del
pudor y de la justicia, será exterminado y considerado como la peste de la sociedad.
»Aquí tienes, Sócrates, la razón por la que los atenienses y los demás pueblos que deliberan sobre
negocios concernientes a las artes, como la arquitectura o cualquier otro, solo escuchan los consejos
de pocos, es decir, de los artistas; y si otros, que no son de la profesión, se meten a dar su dictamen,
no se les sufre, como has dicho muy bien, y es muy racional que así suceda. Pero cuando se trata de
los negocios que corresponden puramente a la política, como la política versa siempre sobre la
justicia y la templanza, entonces escuchan a todo el mundo y con razón, porque todos están obligados
a tener estas virtudes, pues que de otra manera no hay sociedad. Ésta es la única razón de tal
diferencia, Sócrates.
»Y para que no creas que te engaño cuando digo que todos los hombres están verdaderamente
persuadidos de que cada particular tiene un conocimiento suficiente de la justicia y de todas las demás
virtudes políticas, aquí tienes una prueba que no te permite dudar. En las demás artes, como dijiste
muy bien, si alguno se alaba de sobresalir en una de ellas, por ejemplo, en la de tocar la flauta, sin
saber tocar, todo el mundo le silba y se levanta contra él, y sus parientes hacen que se retire como si
fuera un hombre que ha perdido el juicio. Por el contrario, cuando se ve un hombre que, hablando de
la justicia y de las demás virtudes políticas, dice delante de todo el mundo, atestiguando contra sí
mismo, que no es justo ni virtuoso, aunque en todas la demás ocasiones sea loable decir la verdad, en
este caso se califica de locura, y se dice con razón, que todos los hombres están obligados a afirmar
de sí mismos que son justos, aunque no lo sean, y que el que no sabe, por lo menos, fingir lo justo, es
enteramente un loco; porque no hay nadie que no esté obligado a participar de la justicia de cualquier
manera, a menos que deje de ser hombre. He aquí por qué he sostenido que es justo oír
indistintamente a todo el mundo, cuando se trata de la política, en concepto de que no hay nadie que
no tenga algún conocimiento de ella.
»Es preciso que todos se persuadan de que estas virtudes no son, ni un presente de la naturaleza, ni
un resultado del azar, sino fruto de reflexiones y de preceptos, que constituyen una ciencia que puede
ser enseñada, que es lo que ahora me propongo demostraros.
»¿No es cierto, que respecto a los defectos que nos son naturales o que nos vienen de la fortuna,
nadie se irrita contra nosotros, nadie nos lo advierte, nadie nos reprende, en una palabra, no se nos
castiga para que seamos distintos de lo que somos? Antes por lo contrario, se tiene compasión de
nosotros, porque ¿quién podría ser tan insensato que intentara corregir a un hombre raquítico, a un
hombre feo, a un valetudinario? ¿No está todo el mundo persuadido de que los defectos del cuerpo,
lo mismo que sus bellezas, son obras de la naturaleza y de la fortuna? No sucede lo mismo con todas
las demás cosas que pasan en verdad por fruto de la aplicación y del estudio. Cuando se encuentra
alguno que no las tiene o que tiene los vicios contrarios a estas virtudes que debería tener, todo el
mundo se irrita contra él; se le advierte, se le corrige y se le castiga. En el número de estos vicios
entran la injusticia y la impiedad, y todo lo que se opone a las virtudes políticas y sociales. Como
todas estas virtudes pueden ser adquiridas por el estudio y por el trabajo, todos se sublevan contra los
que han despreciado el aprenderlas. Es esto tan cierto, Sócrates, que si quieres tomar el trabajo de
examinar lo que significa esta expresión: castigar a los malos, la fuerza que tiene y el fin que nos
proponemos con este castigo; esto solo basta para probarte que los hombres todos están persuadidos
de que la virtud puede ser adquirida. Porque nadie castiga a un hombre malo solo porque ha sido
malo, a no ser que se trate de alguna bestia feroz que castigue para saciar su crueldad. Pero el que
castiga con razón, castiga, no por las faltas pasadas, porque ya no es posible que lo que ya ha
sucedido deje de suceder, sino por las faltas que puedan sobrevenir, para que el culpable no reincida y
sirva de ejemplo a los demás su castigo. Todo hombre que se propone este objeto, está
necesariamente persuadido de que la virtud puede ser enseñada, porque solo castiga respecto al
porvenir. Es constante que todos los hombres que hacen castigar a los malos, sea privadamente, sea
en público, lo hacen con esta idea, y lo mismo los atenienses que todos los demás pueblos. De donde
se sigue necesariamente, que los atenienses están tan persuadidos como los demás pueblos, de que la
virtud puede ser adquirida y enseñada. Asíes que con razón oyen en sus consejos al albañil, al
herrero, al zapatero, porque están persuadidos de que se puede enseñar la virtud, y me parece que
esto está suficientemente probado.
»La única duda que queda en pie es la relativa a los hombres virtuosos. Preguntas de dónde nace
que esos grandes personajes hacen que sus hijos aprendan todo lo que puede ser enseñado por
maestros, haciéndolos muy hábiles en todas estas artes, mientras que son impotentes para enseñarles
sus propias virtudes lo mismo que a los demás ciudadanos. Para responder a esto, Sócrates, no
recurriré a la fábula como antes, sino que te daré razones muy sencillas, y para ello me basto solo.
¿No crees que hay una cosa, a la que todos los ciudadanos están obligados igualmente, y sin la que no
se concibe, ni la sociedad, ni la ciudad? La solución de la dificultad depende de este solo punto.
Porque si esta cosa única existe, y no es el arte del carpintero, ni del herrero, ni del alfarero, sino la
justicia, la templanza, la santidad, y, en una palabra, todo lo que está comprendido bajo el nombre de
virtud; si esta cosa existe, y todos los hombres están obligados a participar de ella, de manera que
cada particular que quiera instruirse o hacer alguna cosa, esté obligado a conducirse según sus reglas
o renunciar a todo lo que quería; que todos aquellos que no participen de esta cosa, hombres, mujeres
y niños, sean contenidos, reprimidos y penados hasta que la instrucción y el castigo los corrijan; y
que los que no se enmienden sean castigados con la muerte o arrojados de la ciudad; si todo esto
sucede, como tú no lo puedes negar, por más que esos hombres grandes, de que hablas, hagan
aprender a sus hijos todas las demás cosas, si no pueden enseñarles esta cosa única, quiero decir, la
virtud, es preciso un milagro para que sean hombres de bien. Ya te he probado que todo el mundo
está persuadido de que la virtud puede ser enseñada en público y en particular. Puesto que puede ser
enseñada, ¿te imaginas que haya padres que instruyan a sus hijos en todas las cosas, que impunemente
se pueden ignorar, sin incurrir en la pena de muerte ni en la menor pena pecuniaria, y que desprecién
enseñarles las cosas cuya ignorancia va ordinariamente seguida de la muerte, de la prisión, del
destierro, de la confiscación de bienes, y para decirlo en una sola palabra, de la ruina entera de las
familias? ¿No se advierte que todos emplean sus cuidados en la enseñanza de estas cosas? Sí, sin
duda, Sócrates, y debemos pensar que estos padres, tomando sus hijos desde la más tierna edad, es
decir, desde que se hallan en estado de entender lo que se les dice, no cesan toda su vida de instruirlos
y reprenderlos, y no solo los padres sino también las madres, las nodrizas y los preceptores.
»Todos trabajan únicamente para hacer los hijos virtuosos, enseñándoles con motivo de cada
acción, de cada palabra, que tal cosa es justa, que tal otra injusta, que esto es bello, aquello
vergonzoso, que lo uno es santo, que lo otro impío, que es preciso hacer esto y evitar aquello. Si los
hijos obedecen voluntariamente estos preceptos, se los alaba, se los recompensa; si no obedecen, se
los amenaza, se los castiga, y también se los endereza como a los árboles que se tuercen. Cuando se
los envía a la escuela, se recomienda a los maestros que no pongan tanto esmero en enseñarles a leer
bien y tocar instrumentos, como en enseñarles las buenas costumbres. Así es que los maestros en este
punto tienen el mayor cuidado. Cuando saben leer y pueden entender lo que leen, en lugar de
preceptos a viva voz, los obligan a leer en los bancos los mejores poetas, y a aprenderlos de
memoria. Allí encuentran preceptos excelentes y relaciones en que están consignados elogios de los
hombres más grandes de la antigüedad, para que estos niños, inflamados con una noble emulación,
los imiten y procuren parecérseles. Los maestros de música hacen lo mismo, y procuran que sus
discípulos no hagan nada que pueda abochornarles. Cuando saben la música y tocan bien los
instrumentos, ponen en sus manos composiciones de los poetas líricos, obligándolos a que las canten
acompañándose con la lira, para que de esta manera el número y la armonía se insinúen en su alma,
aún muy tierna, y para que haciéndose por lo mismo más dulces, más tratables, más cultos, más
delicados, y por decirlo así, más armoniosos y más de acuerdo, se encuentren los niños en
disposición de hablar bien y de obrar bien, porque toda la vida del hombre tiene necesidad de número
y de armonía.
»No contentos con esto, se los envía además a los maestros de gimnasia, con el objeto de que,
teniendo el cuerpo sano y robusto, puedan ejecutar mejor las órdenes de un espíritu varonil y sano, y
que la debilidad de su temperamento no les obligue rehusar el servir a su patria, sea en la guerra, sea
en las demás funciones. Los que tienen más recursos son los que comúnmente ponen sus hijos al
cuidado de maestros, de manera que los hijos de los más ricos son los que comienzan pronto sus
ejercicios, y los continúan por más tiempo, porque desde su más tierna edad concurren a estas
enseñanzas, y no cesan de concurrir hasta que son hombres hechos. Apenas han salido de manos de
sus maestros, cuando la patria les obliga a aprender las leyes y a vivir según las reglas que ellas
prescriben, para que cuanto hagan, sea según principios de razón y nada por capricho o fantasía; y a
la manera que los maestros de escribir dan a los discípulos, que no tienen firmeza en la mano, una
reglilla para colocar bajo del papel, a fin de que, copiando las muestras, sigan siempre las líneas
marcadas, en la misma forma la patria da a los hombres las leyes que han sido inventadas y
establecidas por los antiguos legisladores. Ella los obliga a gobernar y a dejarse gobernar según sus
reglas, y si alguno se separa le castiga, y a esto llamáis comúnmente vosotros, valiéndoos de una
palabra muy propia, enderezar, que es la función misma de la ley. Después de tantos cuidados como
se toman en público y en particular para inspirar la virtud, ¿extrañarás, Sócrates, y dudarás ni un solo
momento, que la virtud puede ser enseñada? Lejos de extrañarlo, deberías sorprenderte más, si lo
contrario fuese lo cierto. ¿Pero de dónde nace que muchos hijos de hombres virtuosísimos se hacen
muy malos? La razón es muy clara, y no puede causar sorpresa, si lo que yo he dicho es exacto. Si es
cierto que todo hombre está obligado a ser virtuoso, para que la sociedad subsista, como lo es sin la
menor duda, escoge, entre todas las demás ciencias y profesiones que ocupan a los hombres, la que te
agrade. Supongamos, por ejemplo, que esta ciudad no pueda subsistir, si no somos todos tocadores
de flauta. ¿No es claro que en este caso todos nos entregaríamos a este ejercicio, que en público y en
particular nos enseñaríamos los unos a los otros a tocar, que reprenderíamos y castigaríamos a los
que no quisiesen aprender, y que no haríamos de esta ciencia más misterio que el que ahora hacemos
de la ciencia de la justicia y de las leyes? ¿Rehúsa nadie enseñar a los demás lo que es justo? ¿Se
guarda el secreto de esta ciencia, como se practica con todas las demás? No, sin duda; y la razón es
porque la virtud y la justicia de cada particular son útiles a toda la sociedad. He aquí por qué todo el
mundo se siente inclinado a enseñar a los demás todo lo relativo a las leyes y a la justicia. Si
sucediese lo mismo en el arte de tocar la flauta, y estuviésemos todos igualmente inclinados a enseñar
a los demás sin ninguna reserva lo que supiésemos, ¿crees tú, Sócrates, que los hijos de los mejores
tocadores de flauta se harían siempre mejores en este arte que los hijos de los medianos tocadores?
Estoy persuadido de que tú no lo crees. Los hijos que tengan las más felices disposiciones para el
ejercicio de este arte, serían los que harían los mayores progresos, mientras que se fatigarían en vano
los demás y no adquirirían jamás nombradía, y veríamos todos los días el hijo de un famoso tocador
de flauta no ser más que una medianía, y, por el contrario, el hijo de un ignorante hacerse muy hábil;
pero mirando al conjunto, todos serán buenos si los comparas con los que jamás han manejado una
flauta.
»En la misma forma ten por cierto que el más injusto de todos los que están nutridos en el
conocimiento de las leyes y de la sociedad sería un hombre justo, y hasta capaz de enseñar la justicia,
si lo comparas con gentes que no tienen educación, ni leyes, ni tribunales, ni jueces; que no están
forzados por ninguna necesidad a rendir homenaje a la virtud, y que, en una palabra, se parecen a
esos salvajes que Ferécrates nos presentó el año pasado en las fiestas de Baco. Créeme, si hubieras de
vivir con hombres semejantes a los misántropos que este poeta introduce en su pieza dramática, te
tendrías por muy dichoso cayendo en manos de un Euríbates[14] y de un Frinondas, y suspirarías por
la maldad de nuestras gentes, contra la que declamas hoy tanto. Tu mala creencia no tiene otro origen
que la facilidad con que todo esto se verifica y como ves que todo el mundo enseña la virtud como
puede, te place el decir que no hay un solo maestro que la enseñe. Esto es como si buscaras en Grecia
un maestro que enseñase la lengua griega; no lo encontrarías; ¿por qué? Porque todo el mundo la
enseña. Verdaderamente, si buscaseis alguno que pudiese enseñar a los hijos de los artesanos el oficio
de sus padres, con la misma capacidad que podrían hacerlo estos mismos o los maestros jurados, te
confieso, Sócrates, con más razón, que semejante maestro no sería fácil encontrarlo; pero encontrar
a los que pueden instruir a los ignorantes es cosa sencilla. Lo mismo sucede con la virtud y con todas
las demás cosas semejantes a ella. Por pequeña que sea la ventaja que otro hombre tenga sobre
nosotros para impulsarnos y encarrilarnos por el camino de la virtud, es cosa con la que debemos
envanecemos y darnos por dichosos. Creo ser yo del número de estos, porque sé mejor que nadie
todo lo que debe practicarse para hacer a uno hombre de bien, y puedo decir que no robo el dinero
que tomo, pues aún merezco más según el voto mismo de mis discípulos. He aquí mi modo ordinario
de proceder en este caso: cuando alguno ha aprendido de mí lo que deseaba saber, si quiere, me paga
lo que hay costumbre de darme, y si no, puede ir a un templo, y después de jurar que lo que le he
enseñado vale tanto o cuanto, depositar la suma que me destine.
»He aquí, Sócrates, cuál es la fábula y cuáles son las razones de que he querido valerme para
probarte que la virtud puede ser enseñada y que están persuadidos de ello todos los atenienses; y para
hacerte ver igualmente que no hay que extrañar que los hijos de los padres más virtuosos sean las
más veces poca cosa, y que los de los ignorantes salgan mejores, puesto que aquí mismo vemos que
los hijos de Policleto, que son de la misma edad que Jantipo y Páralos, no son nada si se les compara
con su padre, y lo mismo sucede con otros muchos hijos de nuestros más grandes artistas. Pero con
respecto a los hijos de Pericles, que acabo de nombrar, no es tiempo de juzgarlos, porque da espera
su tierna juventud.
Concluido este largo y magnífico discurso, Protágoras calló; y yo, después de haber
permanecido largo rato en una especie de arrobamiento, me puse a mirarle como quien esperaba que
dijese más, y cosas que yo aguarda con mucha impaciencia. Pero viendo que había efectivamente
concluido, y después de hacer yo un esfuerzo para replegarme sobre mí mismo, me dirigí a
Hipócrates y le dije:
—En verdad, hijo de Apolodoro, no me es posible expresarte mi agradecimiento en haberme
precisado a venir aquí, porque por nada en el mundo hubiera querido perder esta ocasión de haber
oído a Protágoras. Hasta aquí había creído siempre que de ninguna manera debíamos al auxilio del
hombre el hacernos virtuosos, pero al presente estoy persuadido de que es una cosa puramente
humana. Solo me queda un pequeño escrúpulo, que me quitará fácilmente Protágoras, que tan lindas
cosas nos acaba de demostrar. Si consultáramos sobre estas materias a alguno de nuestros grandes
oradores, quizá tendríamos discursos semejantes a este, y creeríamos oír a un Pericles o a alguno de
los más elocuentes que hemos tenido. Pero si después de esto les propusiéramos alguna objeción, no
sabrían qué decir, ni qué responder, y permanecerían mudos como un libro; en lugar de que, no
oponiendo objeciones y limitándose a escucharles, no concluirían nunca, y harían como los vasos de
bronce, que una vez golpeados producen por largo tiempo un sonido, si no se pone en ellos la mano
o se los coge, y he aquí lo que hacen nuestros oradores; se les excita, razonan hasta el infinito. No
sucede esto con Protágoras; es muy capaz, no solo de pronunciar largos y preciosos discursos, como
acaba de hacerlo ver, sino también de responder con precisión y en pocas palabras a las preguntas
que se le hagan, así como de esperar y recibir las respuestas en forma conveniente, cosa que está
reservada a muy pocos.
»Por ahora, Protágoras —le dije—, solo falta una pequeña cosa para quedar satisfecho por
completo, y me daré por contento cuando hayas tenido la bondad de contestarme. Dices que la virtud
puede ser enseñada, y si hay en el mundo un hombre a quien yo crea sobre este punto, eres tú; pero te
suplico me quites un escrúpulo que me has dejado en el espíritu. Has dicho que Zeus envió a los
hombres el pudor y la justicia, y en todo tu discurso has hablado de la justicia, de la templanza y de la
santidad, como si la virtud fuese una sola cosa que abrazase todas estas cualidades. Explícame con la
mayor exactitud si la virtud es una, y si la justicia, la templanza, la santidad, no son más que sus
partes, o si todas las cualidades que acabo de nombrar no son más que nombres diferentes de una sola
y misma cosa. He aquí lo que deseo aún saber de ti.
—Nada más fácil, Sócrates, que satisfacerte sobre este punto, porque la virtud es una, y esas que
dices no son más que partes.
—Pero —le dije yo—, ¿son partes de la virtud como son la boca, la nariz, los oídos y los ojos
partes del semblante?, ¿o bien lo son como las partes del oro, que son todas de la misma naturaleza
que la masa, y solo se diferencian entre sí por la cantidad?
—Son partes, sin duda, como la boca y la nariz lo son del semblante.
—Pero —le dije—, ¿los hombres adquieren unos una parte de esta virtud y otros otra? ¿O
necesariamente el que adquiere una tiene que adquirirlas todas?
—De ninguna manera —me respondió—; porque ves todos los días gentes que son valientes e
injustas, y otras que son justas sin ser sabias.
—¿Luego el valor y la sabiduría son partes de la virtud?
—Ciertamente —me dijo—, y la mayor de sus partes es la sabiduría.
—Y cada una de sus partes ¿es diferente de la otra?
—Sin dificultad.
—Y cada una ¿tiene sus propiedades, como en las partes del semblante? Por ejemplo, los ojos no
son como los oídos, porque tienen propiedades diferentes, y así sucede con las demás, que son todas
diferentes y no se parecen, ni por su forma, ni por sus cualidades; ¿sucede lo mismo con las partes de
la virtud? ¿La una no se parece en manera alguna a la otra, y todas se diferencian absolutamente entre
sí y por sus propiedades? Es evidente que ellas no se parecen, si sucede con ellas lo que con el
ejemplo del que nos hemos servido.
—Sócrates, eso es muy cierto —me dijo.
—¿La virtud —le dije— no tiene ninguna otra parte que se parezca a la ciencia, ni a la justicia, ni
al valor, ni a la templanza, ni a la santidad?
—No, sin duda.
—Veamos, pues, y examinemos a fondo tú y yo la naturaleza de cada una de sus partes.
Comencemos por la justicia; ¿es alguna cosa real en sí o no es nada? Yo encuentro que es alguna
cosa; ¿y tú?
—También yo encuentro eso.
—Si alguno se dirigiese a ti y a mí, y nos dijese: «Protágoras y Sócrates, explicadme, os lo
suplico, qué es eso que llamáis justicia, es alguna cosa justa o injusta», yo le respondería sin dudar,
que es alguna cosa justa: ¿no responderías tú como yo?
—Ciertamente.
—¿La justicia consiste, según vosotros, nos diría, en ser justo? Nosotros diríamos que sí; ¿no es
verdad?
—Sin duda, Sócrates.
—Y si después nos preguntase: «¿no decís también que hay una santidad?», ¿nosotros le diríamos
que la hay?
—Ciertamente.
—«¿Sostenéis que esta santidad es alguna cosa», continuaría él; y nosotros se lo concederíamos?;
¿no es así?
—Sin duda.
—«Consiste su naturaleza en ser santa o impía», seguiría diciendo. Confieso que al oír esta
pregunta, yo montaría en cólera, y diría a ese hombre: hablad mejor, os lo suplico; ¿qué habría de
santo en el mundo, si la santidad misma no fuese santa? ¿No responderías tú como yo?
—Sí, Sócrates.
—Si después, continuando este hombre, preguntándonos, nos dijese: «¿pero qué es lo que habéis
dicho hace un momento?, ¿habré entendido mal? Me parece que dijisteis que las partes de la virtud
eran todas diferentes, y que la una jamás era como la otra». Yo le respondería: tienes razón, eso se ha
dicho; pero si piensas que soy yo el que lo ha dicho has entendido mal; porque es Protágoras el que
ha sentado esa proposición; yo no he hecho más que interrogarle. Entonces no dejaría de dirigirse a
ti: «Protágoras», diría, «¿convienes en que ninguna de las partes de la virtud es semejante a otra? ¿Es
esta tu opinión?». ¿Qué responderías?
—Me sería forzoso confesarlo, Sócrates.
—Hecha esta confesión, qué le responderíamos, si continuase en sus preguntas, y nos dijese:
«¿Según tú, por consiguiente, ni la santidad es una cosa justa, ni la justicia es una cosa santa, sino que
la justicia es impía y la santidad es injusta?». ¿Qué le responderíamos, Protágoras? Te confieso, que
por mi parte le respondería que tengo la justicia por santa y la santidad por justa; y si tú no me lo
impedías, aseguraría por ti, que estás persuadido de que la justicia es la misma cosa que la santidad o,
por lo menos, una cosa muy aproximada, y que la santidad es la misma cosa que la justicia o muy
próxima a la justicia. Mira ahora, si me impedirías responder esto por ti, o si convendrías en ello.
—Pero, Sócrates, me parece que no debemos conceder tan ligeramente que la justicia sea santa y
que la santidad sea justa, porque hay alguna diferencia entre ellas. ¿Pero qué hace esto al caso? Si
quieres, yo consiento en que la justicia sea santa y que la santidad sea justa.
—¿Cómo, si yo quiero? —le dije—; no es esto lo que se trata de refutar; eres tú, soy yo, es
nuestro propio convencimiento, y por lo pronto es preciso quitar, a mi parecer, ese si yo quiero, para
ilustrar la discusión.
—Sea así —me respondió—; admitamos que la justicia se parece en cierta manera a la santidad,
porque una cosa siempre se parece a otra hasta cierto punto. Lo blanco se parece en algo a lo negro,
lo duro a lo blando, y así en todas las cosas que parecen las más contrarias. Estas partes mismas, que
hemos reconocido que tienen propiedades diferentes, y que la una no es como la otra; quiero decir,
las partes del semblante, si te fijas bien en ello, hallarás, que aunque sea en poco se parecen, y que son
en cierta manera la una como la otra; y en este concepto podrías probar muy bien, si quisieses, que
todas las cosas son semejantes entre sí. Pero no es justo llamar semejantes a cosas que no tienen entre
sí más que una pequeña semejanza, lo mismo que llamar desemejantes las que se diferencia muy
poco; porque una ligera semejanza no hace las cosas semejantes; ni una diferencia ligera,
desemejantes.
Sorprendido de este discurso, le pregunté:
—¿Te parece que lo justo y lo santo, no tienen entre sí más que una ligera semejanza?
—Esta semejanza, Sócrates, no es tan ligera como te he dicho, pero tampoco es tan grande como
tú piensas.
—Pues bien —le dije—, puesto que te veo de mal talante contra esta santidad y esta justicia,
dejemos este punto y pasemos a otros. ¿Qué piensas tú de la insania? ¿No es una cosa enteramente
contraria a la sabiduría?
—Así me parece.
—Cuando los hombres se conducen bien y útilmente, ¿no te parece que son más templados en su
conducta, que cuando hacen lo contrario?
—Sin contradicción.
—¿Son templados por la templanza?
—No puede ser de otra manera.
—Y los que no se conducen bien, ¿obran locamente y no son en manera alguna templados en su
conducta?
—Convengo en ello.
—¿Luego obrar locamente es lo opuesto a obrar con templanza?
—Convengo en ello.
—¿Lo que se hace locamente procede de la insania y lo que se hace con templanza procede de la
templanza?
—Sí.
—¿Luego lo que nace de la fuerza es fuerte, y lo que nace de la debilidad es débil?
—Ciertamente.
—¿Es debido a la velocidad que una cosa sea ligera, y debido a la lentitud que sea pesada?
—Sin duda.
—¿Y todo lo que se hace de una misma manera se hace por un mismo principio, como lo que se
hace de una manera contraria se hace por un principio contrario?
—Sin dificultad.
—Veamos, pues —le dije—: ¿hay alguna cosa que se llame bella?
—Sí.
—¿Este algo bello tiene otro contrario que lo feo?
—No.
—¿No hay algo que se llama lo bueno?
—Sí.
—¿Lo bueno tiene otro contrario que lo malo?
—No, no tiene otro.
—¿En la voz no hay un tono que se llama agudo?
—Sí.
—¿Y este tono agudo tiene otro contrario que el tono grave?
—No.
—Cada contrario no tiene más que un solo contrario y no muchos.
—Lo confieso.
—Veamos, pues; hagamos una recapitulación de las cosas en que estamos conformes. Hemos
convenido en que cada contraria no tiene más que una sola contraria y no muchas.
—Sí.
—Que las contrarias se gobiernan por principios contrarios.
—Conforme.
—Que lo que se hace locamente se hace de una manera contraria a lo que se hace con templanza.
—Sí.
—Que lo que se hace con templanza viene de la templanza, y que lo que se hace locamente viene
de la locura.
—Conforme.
—Que lo que se hace de una manera contraria debe ser hecho por un principio contrario.
—Sí.
—¿De manera que una cosa procede de la templanza, y otra cosa procede de la locura?
—Sin duda.
—¿De una manera contraria?
—Sí.
—¿Por principios contrarios?
—Ciertamente.
—¿Luego la templanza es lo contrario de la locura?
—Así me parece.
—¿Te acuerdas que conviniste antes en que la sabiduría es lo contrario de la insania?
—Sí.
—¿Y que un contrario no tiene más que un contrario?
—Eso es cierto.
—Por consiguiente ¿a cual de estos dos principios nos atendremos, mi querido Protágoras? ¿Será
al de que un contrario no tiene más que un contrario, o al que supusimos antes diciendo que la
sabiduría es otra cosa que la templanza, que una y otra son partes de la virtud, y que no solo son
diferentes, sino también desemejantes por su naturaleza y por sus efectos, como las partes del
semblante? ¿A cuál de estos dos principios renunciaremos? Porque no están de acuerdo, y forman
juntos una extraña disonancia. ¡Ah!, ¿cómo podrían concordarse, si se admite como infalible, que un
contrario no tiene más que un contrario, sin que pueda tener muchos, y resulta, sin embargo, que la
insania tiene dos contrarias, la sabiduría y la templanza? ¿No te parece a ti lo mismo, Protágoras?
Convino en ello a pesar suyo, y yo continué.
—Es preciso que la sabiduría y la templanza sean una misma cosa, como antes vimos que la
justicia y la santidad lo son con poca diferencia. Pero no nos cansemos, mi querido Protágoras, y
examinemos lo que resta. Te pregunto por lo tanto: un hombre que comete una injusticia, ¿es
prudente en aquello mismo en que es injusto?
—Yo, Sócrates —me dijo—, pudor tendría en confesarlo; sin embargo, es la opinión del pueblo
en general.
—Pues bien, ¿quieres que me dirija al pueblo o que te hable a ti?
—Te suplico —me dijo— que por lo pronto te dirijas al pueblo.
—Me es igual —le dije—, con tal de que seas tú el que me responda, porque me importa poco que
tú pienses de esta o de la otra manera, puesto que yo solo examino la cosa misma; y resultará
igualmente que seremos examinados el uno y el otro; yo preguntando y tú respondiendo.
Sobre esto Protágoras puso sus reparos, diciendo que la materia era espinosa; pero al fin se
decidió y se resolvió a responderme. Le dije:
—Protágoras, respóndeme, te lo suplico, a mi primera pregunta: los que hacen injusticias, ¿te
parece que son prudentes en el acto mismo de ser injustos?
—Sea así —me dijo.
—Ser prudente ¿no es lo mismo que ser sabio?
—Sí.
—Ser sabio ¿no es tomar el mejor partido en la injusticia misma?
—Convengo.
—¿Pero los hombres injustos toman el mejor partido solo cuando triunfa su injusticia o también
cuando no triunfa?
—Cuando triunfa.
—¿No crees que ciertas cosas son buenas?
—Ciertamente.
—¿Llamas buenas a las que son útiles a los hombres?
—¡Por Zeus!, hay cosas que no son útiles a los hombres, y no por eso dejo de llamarlas buenas.
El tono con que me habló me hizo conocer que estaba resentido, en un completo desorden de
ideas y muy predispuesto a perder el aplomo. Viéndole en este estado, quise halagarle, y procuré
preguntarle con más precaución.
—Protágoras —le dije—, ¿llamas buenas a las cosas que no son útiles a ningún hombre o a
aquellas que no son útiles en ningún concepto?
—De ninguna manera, Sócrates. Conozco muchas cosas que son dañosas a los hombres, como
ciertos brebajes, ciertos alimentos, ciertos remedios y otras mil cosas de la misma naturaleza, y
conozco otras que les son útiles. Las hay que son indiferentes a los hombres, y que son muy buenas
para los caballos. Las hay que solo son útiles para los bueyes, y otras que solo sirven para los perros.
Tal cosa es inútil para los animales, que es buena para los árboles. Más aún; lo que es bueno para la
raíz, es muchas veces malo para los vástagos, que perecerían, si se cubriesen sus ramas y sus hojas
con el mismo abono que vivifica sus raíces. El aceite es el mayor enemigo de las plantas y de la piel
de todos los animales, y es muy buena para la piel del hombre y para todas las partes de su cuerpo.
Tan cierto es que lo que se llama bueno es relativamente diverso, porque el aceite mismo de que
hablo es bueno para las partes exteriores del hombre, y muy malo para las partes interiores. He aquí
por qué los médicos prohíben absolutamente a los enfermos el tomarlo, y les dan en cortas dosis, y
solo para corregir el mal olor de ciertas cosas, como las viandas y los alimentos que hay necesidad
de darles.
Luego que Protágoras habló de esta manera, todos los que estaban presentes le palmotearon; y yo,
tomando la palabra:
—Protágoras —le dije—, yo soy un hombre naturalmente flaco de memoria, y cuando alguno me
dirige largos discursos, pierdo el hilo de lo que se trata. Así como que si fuese yo tardo de oído y
quisieses conversar conmigo, tendrías que hablarme en voz más alta que a los demás, acomodándote
a mi defecto, en la misma forma tienes que abreviar tus respuestas, si quieres que yo te siga, puesto
que estás hablando con un hombre de tan poca memoria.
—¿Cómo quieres que abrevie mis respuestas? ¿Quieres que las acorte más que lo que debo?
—No —le dije.
—¿Las quieres tan cortas como sea necesario?
—Eso es lo que yo quiero.
—¿Pero quién ha de ser juez para graduarlo? ¿Serás tú o seré yo?
—Siempre he oído decir, Protágoras, que eres muy capaz, y que puedes hacer capaces a los
demás para hacer discursos largos o cortos, como se quiera; que nadie es tan afluente y tan extenso
como tú, cuando quieres, así como tampoco tan lacónico, ni que se explique en menos palabras que
tú. Si quieres por lo tanto que disfrute yo de tu conversación, aplica el segundo método, y te conjuro
a que te valgas de pocas palabras.
—Sócrates —me dijo—, me he tratado con muchos en todo lo largo de mi vida, y si hubiera
hecho lo que exiges hoy de mí, y hubiera consentido en dejar cortar mis discursos por mis
antagonistas, jamás hubiera obtenido sobre ellos tanta superioridad, ni el nombre de Protágoras se
hubiera hecho célebre entre los griegos.
Al oír esto, conocí que no le gustaba esta manera de tratar las cuestiones, y que jamás se
resolvería a sufrir interrogatorios. Viendo, pues, que no podía sostener ya por mi parte esta
conversación:
—Protágoras —le dije—, no te apuro a que converses conmigo contra tu voluntad, ni a que nos
valgamos de un método que te es desagradable; pero si quieres acomodarte a las condiciones de mi
carácter y hablar de manera que pueda seguirte, me tienes a tus órdenes. Porque según todos dicen, y
tú mismo lo confiesas, te es igual hacer discursos cortos que discursos largos, y con respecto a mí
me es imposible seguir discursos difusos. Yo quisiera tener esta capacidad, pero en el supuesto de que
te es indiferente adoptar uno u otro método, a ti te corresponde complacerme en este punto, para que
nuestra conversación pueda continuar. Al presente, puesto que no te prestas a ello, y que yo no tengo
tiempo para oírte por extenso, porque me llama otro negocio, adiós te digo, y por mucho placer que
tendría en oír tus arengas, no puedo menos de marcharme.
Diciendo esto, me levanté para retirarme, pero Calias, cogiéndome el brazo con una mano y
agarrando mi capa con la otra:
—No te dejaremos marchar, Sócrates —me dijo—, porque si tú sales, se acabó la conversación.
Te conjuro a que permanezcas aquí; nada puede halagarme tanto como oír tu disputa con Protágoras;
te lo suplico, y nos darás gusto a todos.
Yo le respondí, estando en pie como en ademán de salir:
—Hijo de Hipónico, he admirado siempre el amor que profesas a la sabiduría, y hoy es un objeto
de mi admiración y merece mis alabanzas. Ciertamente con toda mi alma haría lo que me pides, si
fuera cosa posible; pero es como si me exigieras seguir en la carrera a un Crisón de Himera,[15] que
es un joven, o a cualquiera de los que han salvado doce veces seguidas el estadio, o a algún
hemeródromo.[16] Quisiera, Calias, tener toda la ligereza necesaria para competir, y lo deseo más que
tú, pero esto es imposible. Si quieres vernos correr a Crisón y a mí, obtén de este que se ajuste a mi
debilidad, porque no puedo correr tanto, y depende de él que marchemos más lentamente. Lo mismo
te digo en este caso; si quieres que Protágoras y yo nos entendamos, suplícale que me responda en
pocas palabras como lo hizo al principio, porque de otra manera ¿qué clase de conversación puede
tener lugar? Yo he creído siempre que conversar con sus amigos y hacer arengas eran dos cosas muy
diferentes.
—Sin embargo, Sócrates —me dijo Calias—, me parece que Protágoras propone una cosa muy
justa, cuando quiere que le sea permitido hablar lo que le parezca, y a ti responder en la misma
forma.
—Te engañas, Calias —dijo Alcibíades—, eso que propones no es partido igual, porque Sócrates
confiesa que no está dotado de esa afluencia de palabras, cuya superioridad reconoce en Protágoras,
pero respecto al arte de la disputa, a saber preguntar bien y responder bien, me maravillaría si le
viese ceder la primacía, ni a Protágoras, ni a nadie. Que Protágoras confiese a su vez que en este
punto es inferior a Sócrates, y asunto concluido; pero si se alaba de que puede sostener la
competencia, que entre en lid, que sufra el preguntar y ser preguntado, que responda a las preguntas,
sin extenderse hasta el infinito sobre cada una, con el objeto de embrollar la cuestión, evitar la
polémica y hacer perder a los oyentes el hilo del estado de la cuestión misma. Por lo que toca a
Sócrates, yo salgo garante de que no olvidará nada, y cuando dice que se olvida es porque se burla.
Me parece, pues, que su petición es la más justa, puesto que es preciso que cada uno consigne su
opinión.
Entonces Critias, tomando la palabra y dirigiéndose a Pródico y a Hipias:
—Me parece, amigos míos —les dijo—, que Calias se ha declarado demasiado abiertamente por
Protágoras, y que Alcibíades es demasiado tenaz en sus opiniones. Respecto a nosotros, no nos
embrollemos, tomando partido los unos por Protágoras, los otros por Sócrates; antes bien unamos
nuestras súplicas para obtener de ellos que no interrumpan esta conversación.
—Hablas perfectamente, Critias —dijo Pródico—; todos los que asisten a una discusión deben
escuchar a todos los interlocutores, pero no con la misma igualdad; porque aun prestando a ambos
una atención común, debe ser mayor respecto del más sabio, y menor respecto al que no sabe nada.
Para mí, si queréis seguir mi consejo, Protágoras y Sócrates, he aquí una cosa en que querría que os
pusieseis de acuerdo; y es que discutáis, pero que no os querelléis, porque los amigos discuten entre
sí decorosamente, y los enemigos se querellan para despedazarse, y de esta manera esta conversación
nos será a todos muy agradable. En primer lugar el fruto que sacaríais sería, no digo nuestras
alabanzas, sino nuestra estimación. Porque la estimación es un homenaje sincero que rinde un alma
verdaderamente conmovida y persuadida, mientras que la alabanza es un sonido que la boca
pronuncia contra los sentimientos del corazón; y nosotros, como oyentes, tendríamos, no lo que se
llama placer, sino gozo, porque el gozo es el contentamiento del espíritu que se instruye y adquiere la
sabiduría, mientras que el placer no es más, hablando propiamente, que un estímulo de los sentidos,
como por ejemplo, el placer de comer.
La mayor parte de los oyentes aplaudieron mucho este discurso de Pródico. El sabio Hipias,
tomando en seguida la palabra, dijo:
—Amigos míos, os miro a todos los que estáis presentes como parientes, como amigos y como
conciudadanos, no por la ley, sino por la naturaleza. Porque por la naturaleza lo semejante está
ligado con su semejante; pero la ley, que es tirano de los hombres, fuerza y violenta la naturaleza en
una infinidad de ocasiones. Sería una cosa verdaderamente vergonzosa, que nosotros, que
conocemos perfectamente la naturaleza de las cosas y que pasamos por los más hábiles entre los
griegos, hubiésemos venido a Atenas, que es en las ciencias como el Pritaneo de la Grecia,[17] y nos
hubiésemos reunido en la más grande y más rica casa de la ciudad, para no decir algo que sea digno
de nuestra reputación, y para divertirnos en meter cizaña y altercar como los más ignorantes de los
hombres. Os conjuro, Sócrates y Protágoras, y os aconsejo, como si fuéramos aquí vuestros árbitros,
que toméis este temperamento. Tú, Sócrates, no te pegues demasiado rigurosamente al método seco y
árido del diálogo, si Protágoras no te abre el camino; déjale alguna libertad y afloja las riendas a sus
discursos, para que nos parezcan más magníficos y más agradables.
»Y tú, Protágoras, no hinches de tal manera las velas de tu elocuencia, que te dejes llevar a alta
mar y pierdas de vista la tierra. Hay un medio entre estos dos extremos; es, si me creéis, que escojáis
un moderador, un juez, un presidente, que os obligue a ambos a manteneros dentro de justos límites.
Este expediente agradó a todos los concurrentes. Calias me repitió que no me dejaría salir, y me
estrechó a que nombrara el árbitro; pero en este punto le impugné diciendo, que sería deshonroso
para nosotros tomar un moderador de nuestros discursos, porque, como les dije, el que elijamos
habrá de ser o inferior o igual a nosotros; si es inferior, no es justo que el menos entendido dé la ley
al que lo es más; y si es nuestro igual, pensará como nosotros y la elección de hecho será inútil.
—Pero se dirá: nombrad uno que sea más hábil que vosotros. Esto es fácil de decir; pero en
verdad yo no creo que sea posible encontrar uno que sea más hábil que Protágoras; y si escogieseis
uno que no valga más que él y que a juicio vuestro fuese mejor, considerad el disgusto que causaríais
a un hombre de mérito, sometiéndole a semejante moderador, porque respecto a mí nada me importa.
Estoy dispuesto a renovar nuestra conversación para satisfaceros. Si Protágoras no quiere responder,
que sea él el que pregunte, yo responderé y al mismo tiempo procuraré hacerle ver la manera como
yo creo que debe responderse. Cuando hubiere yo respondido, empleando un tiempo igual al que
haya gastado él en preguntarme, me permitirá interrogar a mi vez y me responderá de la misma
manera. Si entonces encuentra alguna dificultad en responderme, uniremos vosotros y yo nuestras
súplicas para pedirle la misma gracia que ahora me pedís a mí, es decir, que no rompa la
conversación. Para todo esto no es necesario nombrar un moderador, porque en vez de uno lo seréis
todos.
Todos convinieron en que era esto lo que debía hacerse. Protágoras no estaba del todo satisfecho,
pero al fin tuvo que entregarse y prometer que interrogaría el primero, y que cuando se cansara de
interrogar, me respondería a su vez de una manera precisa. Protágoras comenzó de esta manera:
—Me parece, Sócrates, que el mejor medio de instruirse consiste en estar versado en la lectura de
los poetas, es decir, entender tan perfectamente lo que dicen, que se pueda discernir lo que dicen bien
y lo que dicen mal, dar razón de ello y hacerlo sentir a todo el mundo. No temas que me aleje del
objeto de nuestra disputa; mi cuestión recaerá siempre sobre la virtud. Toda la diferencia consistirá
en que te someteré al dominio de la poesía. Simónides dice en cierto pasaje, dirigiéndose a Scopas
hijo de Creón el tesaliense:

»Es difícil llegar a ser verdaderamente virtuoso,


a ser cuadrado[18] de las manos, de los pies y del espíritu,
en fin, a no tener la menor imperfección.

¿Te acuerdas de esta pieza o quieres que te la recite?


—No es necesario —le dije—; me acuerdo de ella y la he estudiado detenidamente.
—Tanto mejor —dijo—, ¿pero te parece que es buena o mala, verdadera o no verdadera?
—Me parece buena y verdadera.
—¿Pero la tendremos por acabada si el poeta se contradice en ella?
—No, sin duda.
—¡Oh! —dijo—, examínala mejor entonces.
—Mi querido Protágoras —le respondí—, creo haberla examinado suficientemente.
—Puesto que tan bien la has examinado, observa lo que dice después:

»El dicho de Pítaco[19] no me place en manera alguna,


aunque Pítaco sea uno de los sabios,
cuando dice que es difícil ser virtuoso.
»¿Comprendes que el mismo hombre que dijo lo de arriba pueda decir esto?
—Sí, lo comprendo.
—¿Y crees que estos dos pasajes concuerdan?
—Sí, Protágoras —le dije—; y al mismo tiempo, temeroso yo de que pasara a otras cuestiones, le
pregunté:
—Pero qué, ¿crees tú que no concuerdan?
—¿No puedo creer que un hombre se pone de acuerdo consigo mismo, cuando primero sienta
esta proposición: «Es difícil llegar a ser virtuoso». Y a renglón seguido se olvida de este precioso
principio, y usando la misma palabra, pone en boca de Pítaco: «que es bien difícil ser virtuoso», por
lo que le reprende, y dice en palabras terminantes que no le agrada esta opinión en manera alguna,
cuando es la suya misma? Cuando condena a un autor, que no dice más que lo que él ha dicho, se
vitupera a sí mismo, y es preciso necesariamente que en uno o en otro pasaje hable mal.
Apenas concluyó de decir esto, cuando se levantó un gran ruido en la asamblea, llenando a
Protágoras de aplausos; y, yo lo confieso, como un atleta que recibe un gran golpe, quedé tan
aturdido que se me trastornó la cabeza, tanto por el ruido de la gente, como por lo que le acababa de
oír. En fin, ya que es preciso deciros la verdad, para tener tiempo de profundizar el sentido del poeta,
me volví hacia Pródico, y dirigiéndole la palabra:
—Pródico —le dije—, Simónides es tu compatriota, y es justo que salgas a su defensa, y te
interpelo para ello, como Homero finge que el Escamandro, vivamente hostigado por Aquiles, llama
en su socorro al Simois[20] diciendo: rechacemos tú y yo, mi querido hermano, a este terrible enemigo.
[21] Yo te digo lo mismo; pongámonos en guardia, no sea que Protágoras derrote a nuestro

Simónides. La defensa de este poeta depende de la habilidad, que suministra la ciencia, que distingue
sutilmente la voluntad del deseo, como dos cosas muy diferentes. Esta misma habilidad es la que te ha
suministrado esas cosas tan buenas que acabas de enseñarnos. Mira si tú eres de mi opinión, porque
no me parece, que Simónides se contradiga. Pero dime tú, el primero, te lo suplico, lo que piensas.
¿Crees, que ser y devenir o llegar a ser sean la misma cosa o dos cosas diferentes?
—Dos cosas muy diferentes, ¡por Zeus! —respondió Pródico.
—En los primeros versos, Simónides declara su pensamiento, diciendo: «Que es muy difícil
devenir verdaderamente virtuoso».
—Dices verdad, Sócrates.
—Reprende a Pítaco, no como tú piensas, Protágoras, por haber dicho lo mismo que él, sino por
haber dicho una cosa muy diferente. En efecto, Pítaco no ha dicho como Simónides que es difícil
devenir virtuoso, sino ser virtuoso. Ser y devenir, mi querido Protágoras, no son la misma cosa,
según opinión del mismo Pródico; y si no son la misma cosa, Simónides no se contradice en manera
alguna. Quizá Pródico y muchos otros piensan con Hesíodo [22] que es a la verdad difícil devenir o
hacerse hombre de bien, porque los dioses han puesto el sudor delante de la virtud, pero que una vez
llegado a la cima, la virtud es fácil poseerla, aunque al principio haya costado sacrificios.
Habiéndome oído Pródico hablar de esta manera, hizo de ello un gran elogio. Pero Protágoras,
tomando la palabra:
—Tu explicación, Sócrates —me dijo—, es aún más viciosa que el texto.
—A juicio tuyo, Protágoras, muy mal lo he hecho, le respondí; y soy un mal médico, que
queriendo curar el mal, lo aumento.
—Es como te digo, Sócrates.
—¿Cómo es eso?
—Sería bien ignorante el poeta —dijo—, si hubiera dicho de la virtud que era fácil poseerla,
cuando todo el mundo conviene que es cosa muy difícil.
—¡Por Zeus!, Protágoras —dije yo—, qué fortuna tenemos en que Pródico esté presente a nuestra
discusión, porque la ciencia de Pródico es una de las antiguas y divinas, y no es solo del siglo de
Simónides, sino mucho más antigua. Tú eres ciertamente muy entendido en otras ciencias, más en
esta me pareces poco instruido. En cuanto a mí puedo decir, que tengo de ella alguna tintura como
discípulo de Pródico. Me parece que tú no comprendes que Simónides no ha dado a la palabra difícil
el sentido que tú le das. Con esta palabra sucede lo que con la palabra terrible; todas las veces que la
empleo en buen sentido, y digo, por ejemplo, para alabarte: Protágoras es terrible, Pródico me
reprende siempre, y me dice que si no me da vergüenza llamar terrible a lo que es laudable; porque
añade que esta palabra se toma siempre en mal sentido. Y esto es tan cierto, que a nadie oyes decir:
riquezas terribles, paz terrible, salud terrible; pero todo el mundo dice: una enfermedad terrible, una
terrible guerra, una terrible pobreza. ¿Qué sabes tú, si por este epíteto difícil Simónides y todos los
habitantes de la isla de Ceos, quieren expresar alguna cosa de malo, u otra cosa que nosotros no
entendamos? Preguntémoslo a Pródico, porque es justo pedirle la explicación de los términos de que
se ha servido Simónides. Dinos, pues, Pródico, ¿qué ha querido decir Simónides por la palabra
difícil?
—Ha querido decir malo.
—He aquí, mi querido Pródico, por qué Simónides reprende tanto a Pítaco, por haber dicho que
es difícil ser virtuoso, como si hubiera querido decir que es malo ser virtuoso.
—¿Piensas, Sócrates —me respondió Pródico—, que Simónides quiso decir otra cosa, y que su
objeto no fue echar en cara a Pítaco que no conocía la propiedad de los términos, y hablaba
groseramente como un hombre nacido en Lesbos, acostumbrado a un lenguaje bárbaro?
—Protágoras, ¿entiendes lo que dice Pródico? ¿Tienes algo que responder?
—Estoy muy lejos de tu opinión, Pródico —dijo Protágoras—, y tengo por cierto que Simónides
no entendió por la palabra difícil más que lo que todos nosotros entendemos, y que no ha querido
decir que es malo, sino que no es fácil, y que no se puede conseguir sino con mucha dificultad.
—A decir verdad, Protágoras —le dije—, no dudo en manera alguna, que Pródico no esté muy
bien enterado del sentimiento de Simónides, pero hasta cierto punto se burla de ti y te tiende un lazo
para provocarte y ver si tienes valor para sostener tu pensamiento. Que Simónides, por otra parte, no
quiere decir con la expresión difícil lo que es malo, he aquí una prueba incontestable, cuando en
seguida e inmediatamente añade: «Y solo Dios posee este precioso tesoro».
»Si hubiera querido decir que es malo ser virtuoso, no hubiera añadido que solo Dios posee la
virtud, y se hubiera guardado bien de hacer semejante presente a la divinidad. Si lo hubiera hecho,
Pródico no hubiera dejado de llamar a Simónides impío, lejos de llamarle un ciudadano de Ceos.[23]
Pero por poca que sea tu curiosidad de saber si yo estoy versado en lo que llamas lectura de los
poetas, voy a darte una explicación del sentido de este pequeño poema de Simónides, y si gustas tú
darla, te escucharé con el mayor placer.
Protágoras entonces dijo:
—Como quieras, Sócrates.
Pródico e Hipias y todos los demás me suplicaron que hiciera la relación.
—Trataré —les dije— de explicaros lo que pienso sobre esta pieza de Simónides.
»La filosofía es muy antigua entre los griegos, sobre todo en Creta y en Lacedemonia. Allí hay
más sofistas que en ninguna otra parte, pero se ocultan y figuran ser ignorantes, como los sofistas de
que Protágoras ha hablado, para que no se crea que superan a todos los demás griegos en habilidad y
en ciencia, y solo quieren que se les considere como hombres bravos, que están por encima de todos
los demás por su valor. Porque están persuadidos de que si fuesen conocidos tales como ellos son,
todo el mundo se aplicaría a la filosofía. De esta manera, ocultando su habilidad, engañan a todos
aquellos griegos que se jactan de seguir las costumbres de los lacedemonios, como que la mayor
parte, para imitarles, se cortan las orejas, ciñen su cuerpo solo con cuerdas, se entregan a los
ejercicios más duros, y gastan vestidos muy cortos, porque están persuadidos de que, merced a estas
austeridades, los lacedemonios superan en fama a todos los demás griegos. Pero los lacedemonios,
cuando quieren conversar con sus sofistas en plena libertad, y están fastidiados de verlos solo a
hurtadillas, arrojan todas estas gentes que les estorban, es decir, todos los extranjeros que se
encuentran en sus ciudades, y así conversan con sus sofistas, sin admitir a ningún extranjero.
Tampoco permiten que los jóvenes viajen por las demás ciudades, por temor de que olviden lo que
han aprendido, como se practica en Creta. Entre estos sabios, no solo se cuentan hombres, sino
también mujeres, y una prueba infalible de que os digo verdad y de que los lacedemonios están
perfectamente instruidos en la filosofía y en la elocuencia, es que, si alguno quiere conversar con el
más miserable de ellos, al pronto le tendrá por un idiota, pero después, en el curso de la
conversación, este idiota hallará medio de soltar a tiempo una frase corta, viva, llena de sentido y de
fuerza, que lanzará como un rayo, de suerte que el que tan mala opinión había formado de él, se
encontrará rebajado como un chiquillo. Así es que muchos de nuestro tiempo y muchos de los
anteriores siglos han comprendido que laconizar es mucho más filosofar que ejercitarse en la
gimnasia, por estar muy persuadidos, y con razón, de que solo un hombre muy instruido y bien
educado puede tener semejantes arranques. De este número han sido Tales de Mileto, Pítaco de
Mitilene, Bías de Priene, nuestro Solón, Cleóbulo de Lindos, Misón de Quena[24] y Quilón de
Lacedemonia, el séptimo sabio. Todos estos sabios han sido sectarios de la educación lacedemoniana,
como lo prueban esas lacónicas sentencias que se conservan de ellos. Habiéndose encontrado cierto
día todos ellos juntos, consagraron a Apolo, como primicias de su sabiduría, estas dos sentencias que
están en boca de todo el mundo y que hicieron que se fijaran en la portada del templo de Delfos:
Conócete a ti mismo y Nada en demasía.[25]
»¿Por qué os he referido todo esto? Es para haceros ver que el carácter de la filosofía de los
antiguos consistía en cierta brevedad lacónica. Una de las mejores frases que ha sido atribuida a
Pítaco, y que más han alabado los sabios, es justamente esta: es difícil ser virtuoso. Simónides, como
émulo de Pítaco en la sabiduría, comprendió que si podía echar abajo esta expresión y triunfar de un
atleta de tanta reputación, adquiriría una nombradía inmortal. Asíes que esta expresión es la que quiso
y tuvo designio de destruir, y para este objeto compuso todo este poema; por lo menos yo lo creo así.
Examinémoslo juntos, para ver si tengo razón. Ante todo los primeros versos de este poema serían
insensatos, si en lugar de decir simplemente, que es difícil hacerse virtuoso, el poeta hubiese dicho:
es difícil, yo lo confieso, hacerse virtuoso; porque esta palabra, lo confieso, sería puesta sin razón
que la justificara, si se supone, que Simónides tuvo intención de atacar la expresión de Pítaco.
Habiendo dicho Pítaco que es difícil ser virtuoso, Simónides se opone a ello, y corrige este principio,
diciendo que es difícil hacerse o devenir virtuoso, y que esto es verdaderamente difícil; porque
observad bien que no dice que es difícil hacerse virtuoso verdaderamente, como si entre los virtuosos
pudiera haberlos que lo fuesen verdaderamente, y otros que lo fuesen sin ser verdaderamente; éste
sería el discurso de un extravagante y no de un hombre sabio como Simónides. Es preciso que haya
en este verso una trasposición, y que la palabra verdaderamente se la saque de su sitio para responder
a Pítaco; porque es como si tuviera lugar una especie de diálogo entre Simónides y Pítaco en esta
forma: dice Pítaco: “Amigos míos, es difícil ser virtuoso”; Simónides responde: “Pítaco, lo que tú
dices es falso; porque no es difícil ser virtuoso, pero es difícil, te lo confieso, hacerse virtuoso,
cuadrado de pies, de manos y de espíritu, y formado sin la menor imperfección; he aquí lo que es
difícil verdaderamente”. De esta manera se ve que esta palabra “lo confiese” está colocada con razón,
y que la palabra “verdaderamente” está bien colocada al final. Todo el giro que lleva el poema,
prueba que éste es su verdadero sentido, y sería fácil hacer ver que todas sus partes concuerdan, que
están perfectamente compuestas, y que tienen tanta gracia como elegancia, tanta fuerza como sentido;
pero si las hubiéramos de recorrer todas, iríamos demasiado lejos. Contentémonos con examinar la
idea del poema en general y el objeto que se propuso el poeta para hacer ver que todo su poema solo
se propone rebatir esta sentencia de Pítaco. Es esto tan cierto, que un poco más adelante, como para
dar razón de lo que ya ha dicho, que hacerse virtuoso es una cosa verdaderamente difícil, añade: “Eso
es posible por algún tiempo, pero persistir en este estado después que uno se ha hecho virtuoso,
como tú dices, Pítaco, es imposible, porque está por encima de las fuerzas del hombre; este dichoso
privilegio solo pertenece a dios, y no es humanamente posible que un hombre deje de hacerse malo,
cuando una calamidad insuperable cae sobre él”. ¿Quiénes son los que en una calamidad semejante se
abaten, por ejemplo, llevando el timón de un buque? Es evidente que no son los ignorantes, porque
los ignorantes están siempre abatidos. A la manera que no se arroja a tierra a un hombre tumbado
sino a un hombre en pie, en la misma forma las calamidades no abaten ni hacen variar más que a
hombres hábiles y nunca a ignorantes.
»Una horrible tempestad en la mar sorprende al piloto; estaciones desarregladas y borrascosas
sorprenden al labrador experimentado; un médico sabio se ve confundido por accidentes que no
podía prever; en una palabra, los buenos son los que pueden hacerse malos, como lo atestigua otro
poeta en este verso:

»El hombre de bien tan pronto es malo, tan pronto bueno.

»Pero el malo jamás llega el caso de hacerse malo, porque lo es siempre. Solo al hombre hábil, al
bueno, al sabio, es a quien puede sucederle el hacerse malo, cuando le sobreviene una terrible
calamidad, y es humanamente imposible que suceda de otra manera. Tú, Pítaco, dices: “que es difícil
ser bueno”, di más bien: “que es difícil devenir bueno”, si bien está en lo posible; pero persistir en
este estado, esto sí es cosa imposible, porque todo hombre que hace bien es bueno, y todo hombre
que hace mal es malo. ¿Qué es hacer bien, por ejemplo, en las bellas artes y quién es bueno en ellas?
¿No es el que es sabio? ¿Qué es lo que forma al buen médico? ¿No es la ciencia de curar las
enfermedades, como la del mal médico es la de no curarlas? ¿Quién diremos que se puede hacer mal
médico? ¿No es claro que el hombre que, en primer lugar, es médico, y que, en segundo, es buen
médico? Porque es el único capaz de hacerse mal médico. Nosotros que somos ignorantes en la
medicina, podremos cometer faltas, pero jamás nos haremos malos médicos, puesto que no somos
médicos. A un hombre que no conoce la arquitectura, jamás se le podrá llamar un mal arquitecto,
porque no es arquitecto, y lo mismo sucede en todas las demás artes. Esto acontece con el hombre
virtuoso; puede algunas veces hacerse vicioso, ya sea por la edad, o por el trabajo, o por las
enfermedades, o por cualquier otro accidente, porque el único mal verdadero es estar privado de la
sabiduría; pero los viciosos no pueden hacerse viciosos, sin que antes hayan sido virtuosos.
»El único objeto del poeta en este pasaje es hacer ver que no es posible ser virtuoso, es decir,
perseverar siempre en este estado; pero que es posible hacerse o devenir virtuoso, como es posible
devenir vicioso. Los que más perseveran en la virtud son a los que los dioses aman. Que todo esto se
dice contra Pítaco, lo muestra más claramente lo que resta del poema, porque Simónides añade: “Ésta
es la razón por la que no me cansaré en buscar lo que es imposible encontrar y no consumiré mi vida
lisonjeándome con la inútil esperanza de ver un hombre sin tacha entre los mortales, que viven de los
frutos que la fecundidad de la tierra nos proporciona; si lo encuentro, os lo diré”. En todo su poema
se fija tanto en esta sentencia de Pítaco, que dice en seguida: “Yo, a todo hombre que no comete
acción vergonzosa, de buena gana lo alabo, lo quiero; pero la necesidad es más fuerte que los dioses
mismo”; todo esto se dice contra Pítaco. En efecto, Simónides no era tan ignorante que pudiera
achacar estas palabras “de buena gana” al que comete acciones vergonzosas, como si hubiese gentes
que hiciesen el mal con gusto. Estoy persuadido de que entre todos los filósofos no se encontrará uno
que diga que hay hombres que pecan de buena gana; saben todos que los que cometen faltas, lo hacen
a pesar suyo. Simónides no dice que alabará a aquel que no comete el mal de buena gana, sino que
estas palabras se las aplica a sí mismo; porque estaba persuadido de que muchas veces sucede, que un
hombre de bien tiene que hacerse violencia a sí mismo para amar y alabar a ciertas gentes. Por
ejemplo, un hombre tiene un padre y una madre muy irracionales, una patria injusta o cualquier otro
disgusto semejante. Si es un mal hombre ¿qué hacer? En primer lugar es fácil que esto suceda, y, en
segundo, su primer cuidado es quejarse públicamente, y hacer conocer a todo el mundo el mal
proceder de su padre y de su madre o la injusticia de su patria, para ponerse a cubierto, por este
medio, del mal juicio que justamente se formaría de él por su falta de miramiento para con ellos. Con
la misma intención pondera los motivos de queja y añade un odio voluntario a esta enemistad
forzada. La conducta de un hombre de bien en tales ocasiones es muy diferente; hace por ocultar y
encubrir los defectos de su padre y de su patria, y, lejos de quejarse de ellos, tiene bastante poder
sobre sí mismo para hablar con honor de los mismos. Y si alguna injusticia que clame al cielo le ha
forzado a ponerse en pugna con ellos, se representa todas las razones que puedan tranquilizarle y
traerle a buen camino, hasta que, dueño de su resentimiento, les haya restituido toda su terneza y les
respete como antes. Estoy persuadido de que Simónides mismo se ha encontrado muchas veces en la
necesidad de alabar a un tirano o a cualquier otro notable personaje. Lo ha hecho por conveniencia,
pero lo ha hecho a pesar suyo. He aquí el lenguaje que usa dirigiéndose a Pítaco: “Cuando te
reprendo, Pítaco, no es porque tenga yo inclinación a reprender; por el contrario, a mí me basta que
un hombre no sea malo o inútil, que tenga sentidos, y que conozca la justicia y las leyes. No gusto de
reprender, porque la raza de los necios es tan numerosa, que si tuviera uno placer en reprender, sería
cosa de nunca acabar. Es preciso tener por bueno todo acto en el que no se descubre tacha
vergonzoso”. Cuando se explica de esta manera, no es como si dijese: “es preciso tener por blanco
todo aquello en lo que no se deja ver ninguna mezcla de negro”, porque esto sería enteramente
ridículo, sino que lo que quiere dar a entender es que se contenta con un término medio entre lo
vergonzoso y lo honesto, y que dondequiera que encuentra este término medio, nada tiene que
reprender. “Ésta es la razón, dice, por la que no busco un hombre que sea enteramente inocente entre
todos los que las producciones de esta tierra fecunda alimentan. Si lo encuentro, yo os lo descubriré.
Hasta aquí no alabo a nadie por ser perfecto; me basta que un hombre ocupe ese término medio digno
de alabanza y que no obre mal. He aquí las gentes que quiero y que alabo”. Y como se dirige a Pítaco,
que es de Mitilene, usa el lenguaje de los mitilenses:[26] “yo alabo y amo de buena gana (aquí es
preciso hacer pausa al leer) a todos los que no hacen cosa que sea vergonzosa; porque hay otros
hombres a quienes alabo y amo a pesar mí”. “Así pues, Pítaco”, continúa él, “si te hubieras mantenido
en ese justo medio y nos hubieses dicho cosas aceptables, nunca te hubiera reprendido, pero en lugar
de esto nos has dado, como verdaderos principios manifiestamente falsos sobre cosas muy
esenciales, y por esto te he contradicho”. He aquí, mi querido Pródico, mi querido Protágoras, cuál
es, a mi parecer, el sentido y objeto de este poema de Simónides.
Hipias, tomando entonces la palabra me dijo:
—En verdad, Sócrates, nos has explicado perfectamente el pensamiento del poema; y yo también
podré dar una explicación que vale la pena. Si quieres, tomaré parte en este asunto.
—Eso está muy bien —dijo Alcibíades interrumpiéndole—, pero será para otra vez. Ahora es
justo que Protágoras y Sócrates cumplan el trato que tienen hecho. Si Protágoras quiere interrogar,
que Sócrates responda; y si quiere responder a su vez, que Sócrates interrogue.
—Doy la elección a Protágoras —dije yo—, y solo falta saber qué es lo que prefiere. Si me cree,
deberemos abandonar a los poetas y la poesía.
—Te confieso, Protágoras, que tendría el mayor placer en profundizar contigo la primera
cuestión que te propuse, porque, si continuáramos hablando de poesía, nos equipararíamos a los
ignorantes y al vulgo. Cuando se convidan a comer los unos a los otros, como no son capaces de
hablar entre sí de cosas que lo merezcan, ni alimentar la conversación, guardan silencio y alquilan
voces para entretenerse, haciendo crecidos gastos, y de esta manera los cantantes y los tocadores de
flauta suplen su ignorancia y su grosería. Pero cuando se reúnen a comer personas ilustradas y bien
nacidas, no hacen venir ni cantantes, ni danzantes, ni tocadores de flauta, ni encuentran dificultad
alguna en sostener por sí mismos una conversación animada sin estas miserias y vanos placeres; y así
se hablan los unos a los otros y se escuchan recíprocamente con cortesía, en el acto mismo en que se
excitan a apurar los vasos. Lo mismo debe suceder en esta asamblea, compuesta en su mayor parte de
personas que no tienen necesidad de recurrir a voces extrañas, ni a los poetas, a quienes no se puede
exigir que den razón de lo que dicen, y a los que la mayor parte de los que les citan, atribuyen unos
un sentido, otros otro, sin que jamás puedan convencerse, ni ponerse de acuerdo. He aquí por qué los
hombres entendidos tienen razón en abandonar estas disertaciones, y en conversar juntos, fundándose
en sus propios razonamientos, para dar una prueba de los progresos que han hecho en la sabiduría.
Éste es el ejemplo, Protágoras, que tú y yo debemos de seguir. Dejando, pues, aparte los poetas,
hablemos aquí entre nosotros, para ver a qué altura se halla nuestro espíritu, y hasta qué punto
podremos descubrir la verdad. Si quieres preguntarme, estoy dispuesto a responderte; si no, permite
que yo te pregunte, y tratemos de llevar a buen término la indagación que hemos interrumpido.
Luego que yo hablé de esta manera, Protágoras no sabía qué partido tomar, y no se decidía.
Alcibíades, dirigiéndose a Calias, le dijo:
—¿Crees que Protágoras obra bien en no declararnos lo que quiere hacer, si interrogar o
responder? En mi concepto, no. Que continúe la conversación o que declare que renuncia a ella, para
que sepamos a qué atenernos respecto de él, y que Sócrates converse con otros, con alguno de los
presentes, con el primero que se ofrezca.
Entonces Protágoras abochornado, según me pareció, al oír hablar de esta manera a Alcibíades, y
viéndose solicitado por Calias y casi por todos los que estaban presentes, se resolvió en fin, aunque
con disgusto, a entrar en discusión, y me suplicó que le interrogara.
Comencé por decirle:
—Protágoras, no te imagines que quiera yo conversar contigo con otro objeto que con el de
profundizar materias sobre las que dudo aún todos los días; porque estoy persuadido de que Homero
ha dicho con razón: «de dos hombres que caminan juntos, el uno ve lo que el otro no ve».[27]
»En efecto, nosotros, mortales como somos, cuando estamos reunidos tenemos más facilidad
para todo lo que queremos hacer, decir o pensar; un hombre solo, desde el momento en que imagina
una cosa, busca siempre a alguno para comunicarle sus pensamientos y fortificarlos, hasta que ha
encontrado lo que buscaba. He aquí por qué converso yo contigo con más gusto que con ningún otro,
por estar persuadido de que tú, mejor que nadie, has examinado todas las materias que un sabio está
por deber obligado a profundizar, y particularmente todo lo que tiene relación con la virtud. ¡Ah!, ¿a
quién habremos de dirigirnos sino a ti? En primer lugar, tú te jactas de hombre de bien, y con esto ya
tienes una ventaja, que la mayor parte de los hombres de bien no tienen; y es que, siendo tú virtuoso,
puedes hacer igualmente virtuosos a los que te tratan, y estás tan seguro de tus convicciones y tienes
tanta confianza en tu sabiduría, que mientras los demás sofistas ocultan y disfrazan su arte, tú haces
profesión pública, presentándote en todas las ciudades de Grecia como tal sofista y como maestro en
las ciencias y en la virtud, y eres el primero que has señalado salario a tus preceptos. ¿Cómo no
recurriré a ti para el examen de las cosas que tratamos de averiguar? ¿Cómo puedo dejar de estar
impaciente por hacerte preguntas y comunicarte mis dudas? Yo no puedo menos de hacerlo, y ardo en
el deseo de que me hagas recordar cosas que ya te he preguntado, y que me expliques las que aún
tengo que preguntarte.
»La primera cuestión que te propuse, si mal no recuerdo, era la siguiente: La ciencia, la
templanza, el valor, la justicia y la santidad ¿son nombres que se aplican a un solo y mismo objeto, o
cada uno de estos nombres designa una esencia particular que tiene sus propiedades distintas, y es
diferente de las otras cuatro? Tú me has respondido que estos nombres no se aplicaban a un solo y
mismo objeto, sino que cada uno servía para marcar una cosa distinta y que designaba cada uno una
parte de la virtud, no como las partes del oro que todas se parecen al todo, del que son partes, sino
una parte desemejante, como las partes del semblante, que siendo partes del mismo no se parecen al
todo y cada una tiene sus propiedades. Dime ahora si permaneces en la misma opinión; y si has
variado, explícame tu pensamiento, porque no quiero llevar las cosas a todo rigor, y te dejo en plena
libertad de desdecirte; no me sorprenderá que tú al principio me hayas expuesto ciertos principios
con solo la idea de tantearme.
—Te digo muy seriamente, Sócrates —me respondió Protágoras—, que esas cinco cualidades que
has nombrado son partes de la virtud; verdaderamente hay cuatro que tienen alguna relación entre sí,
pero el valor es muy diferente de las otras; y he aquí por donde conocerás que digo verdad.
Encontrarás a muchos que son muy injustos, muy impíos, muy corrompidos y muy ignorantes, y que
sin embargo tienen un valor admirable.
—Alto —le dije—, porque es preciso examinar lo que das por sentado. Llamas valientes a los que
tienen audacia; ¿no es así?
—Sí, y a todos los que, sin mirar adelante, van adonde los demás no se atreven a ir.
—Veamos, pues; ¿no llamas la virtud una cosa bella, y no te precias de enseñarla en este
concepto?
—Sí, como cosa muy bella la enseño; si no sería preciso que hubiera perdido yo el juicio.
—Pero esta virtud ¿es bella en parte y en parte fea, o es toda bella?
—Es toda bella y muy bella.
—¿Conoces gentes que se arrojan de cabeza en los pozos?
—Sí, los buzos.
—¿Hacen esto porque es un oficio que ellos saben o por alguna otra razón?
—Porque es un oficio que saben.
—¿Cuáles son los que combaten bien a caballo?, ¿son los que saben o los que no saben manejar
un caballo?
—Los que saben, sin duda.
—¿No sucede lo mismo con los que combaten con el broquel escotado?
—Sí, ciertamente, y en todas las demás cosas sucede lo mismo; los que las saben son más firmes
que los que no las saben, y las mismas tropas, después que han sido disciplinadas, son más atrevidas
de lo que eran antes de disciplinarse.
—Pero —le dije—, ¿has visto hombres que sin haber aprendido nada de todo esto, sean sin
embargo muy atrevidos en todas ocasiones?
—Sí, ciertamente, los he visto y muy atrevidos.
—¿No llamas a estos hombres, tan audaces, hombres valientes?
—No te fijes en eso, Sócrates; el valor en tal caso sería una cosa fea, porque sería una locura.
—Pero —le dije—, ¿no has llamado valientes a los hombres audaces?
—Sí, y lo repito.
—Sin embargo, estos hombres audaces te parecen locos y no valientes; y, por el contrario, los
más instruidos te han parecido los más audaces. Si éstos son los más audaces, son los más valientes
según tus principios, y por consiguiente la sabiduría y el valor son la misma cosa.
—No te acuerdas bien, Sócrates, de lo que yo te he respondido. Me has preguntado si los hombres
valientes eran atrevidos; te he dicho que sí; pero no me has preguntado si los hombres atrevidos eran
valientes, porque si me lo hubieras preguntado, te habría respondido que no lo son todos. Hasta aquí
queda en pie mi principio: que los hombres valientes son audaces; y tú no has podido convencerme
de que es falso. Haces ver perfectamente que unas mismas personas son más audaces cuando están
instruidas que cuando no lo están, y más audaces las instruidas que las no instruidas, y de aquí te
complaces en deducir que el valor y la sabiduría no son más que una sola y misma cosa. Si este
razonamiento ha de valer, podrías probar igualmente que el vigor y la sabiduría no son más que uno.
Porque, primeramente, tú me preguntarías según tu acostumbrada gradación: ¿los hombres
vigorosos son fuertes? Yo te respondería, sí. Dirías tú en seguida: ¿los que han aprendido a luchar
son más fuertes que los que no han aprendido? Y el mismo luchador, ¿no es después de haber
aprendido más fuerte que lo era antes? Yo respondería que sí. De estas dos cosas que te he concedido,
valiéndote de los mismos argumentos, te sería fácil deducir esta consecuencia: que por mi propia
confesión la sabiduría y el vigor son una misma cosa. Pero yo nunca he concedido, ni concederé, que
los fuertes son vigorosos; solo sostengo, que los vigorosos son fuertes; porque estoy muy distante de
conceder que el vigor y la fuerza sean una misma cosa. La fuerza procede de la ciencia y algunas
veces de la cólera y del furor; en lugar de lo cual el vigor procede siempre de la naturaleza y del
buen alimento. Así es como he podido decir que la audacia y el valor no son la misma cosa. Porque si
los hombres valientes son audaces, no se sigue de aquí que los hombres audaces sean valientes. La
audacia, en efecto, procede del estudio y del arte y algunas veces de la cólera y del furor, y lo mismo
sucede con la fuerza; y el valor procede de la naturaleza y del buen alimento que se da al alma.
—Pero —le dije yo—, ¿crees, mi querido Protágoras, que ciertas gentes viven bien y que otras
viven mal?
—Sin duda.
—¿Dices que un hombre vive bien, cuando pasa su vida entre dolores y angustias?
—No.
—Pero cuando un hombre muere, después de haber pasado agradablemente su vida ¿no
encuentras que ha vivido bien?
—Sí.
—¿Luego vivir agradablemente es un bien, y vivir desagradablemente es un mal?
—Es según que se ciñe o no a lo que es honesto —dijo.
—Pero qué, Protágoras, ¿no eres tú de la opinión del pueblo, y no llamas, como él, malas a
ciertas cosas agradables, y buenas a otras cosas penosas?
—Ciertamente.
—Y dime, estas cosas agradables ¿no son buenas en tanto que agradables, con tal de que no
resulte ningún mal? Y las cosas penosas ¿no son malas igualmente en tanto que penosas?
—En verdad, Sócrates —me dijo—, yo no sé si debo darte respuestas tan sencillas y tan generales
como tus preguntas, y asegurar absolutamente que todas las cosas agradables son buenas y que todas
las cosas penosas son malas. Me parece, que no solo en esta disputa, sino también en todas las demás
que pueda tener en mi vida, es más seguro responder que hay ciertas cosas agradables que no son
buenas, y otras desagradables que no son malas, y que hay una tercera especie de cosas que ocupan un
término medio y que no son ni buenas ni malas.
—¿Llamas agradables las cosas que van unidas con el placer y que causan placer?
—Ciertamente.
—Te pregunto, si son buenas en tanto que son agradables, es decir, si el placer mismo es un bien.
—A esto, Sócrates, te respondo lo que tú respondes todos los días a los demás: que es preciso
examinar este punto. Si concuerda con la razón, y lo agradable y lo bueno no son más que una misma
cosa, hay necesidad de concederlo; si no, será preciso discutir.
—Pues bien, Protágoras —le dije—, ¿quieres guiarme en esta indagación, o quieres que yo te
guíe?
—Es más natural que tú me guíes, puesto que tú has comenzado.
—He aquí quizá el medio —dije yo— de poner las cosas en claro. A la manera que un maestro de
gimnasia, al ver un hombre, cuya constitución quiere conocer para juzgar de su salud y de la fuerza y
de la buena disposición de su cuerpo, no se contenta con examinar sus manos y su cara, sino que le
dice: «Desnúdate, te suplico, y descúbreme tu pecho y tu espalda, para que pueda juzgar de tu estado
con más certidumbre»; en igual forma tengo deseos de observar contigo la misma conducta respecto
a nuestra indagación, y después de haber conocido tus sentimientos sobre lo bueno y lo agradable, es
preciso que yo te diga: mi querido Protágoras, descúbrete más, y dime lo que piensas de la ciencia.
Sobre este punto ¿piensas como el pueblo o tienes otra opinión? Porque he aquí el juicio que el
pueblo forma de la ciencia: para la multitud la ciencia ni es eficaz, ni capaz de conducir, ni digna de
mandar; está persuadida de que cuando la ciencia se encuentra en un hombre, no es ella la que le guía
y le conduce, sino otra cosa muy distinta, tan pronto la cólera, como el placer, algunas veces la
tristeza, otras el amor, y las más el temor. En una palabra, el pueblo tiene la ciencia por una esclava,
siempre regañona, dominada y arrastrada por las demás pasiones.
»¿Juzgas tú como él? ¿O piensas, por el contrario, que la ciencia es una cosa buena, capaz de
dominar al hombre, y que este, poseyendo el conocimiento del bien y del mal, no puede ser ni
arrastrado ni dominado por fuerza alguna y que todos los poderes de la tierra no pueden obligarle a
hacer otra cosa que lo que la ciencia le ordene, porque ella sola basta para salvarle?
—Yo pienso de la ciencia todo lo que dices, Sócrates —me respondió Protágoras—, y sería en mí
muy mal visto, más que en ningún otro, que no sostuviera que la ciencia es la más eficaz de todas las
cosas humanas.
—Hablas admirablemente, Protágoras; todo lo que dices es muy cierto. Sin embargo, sabes muy
bien que el pueblo no nos cree en esta materia, y que sostiene, que la mayor parte de los hombres
podrán conocer qué es lo mejor, pero que no lo practican, a pesar de depender de su voluntad el
hacerlo, y muchas veces practican todo lo contrario. Cuando he preguntado a los que así obran, cuál
es la causa de tan extraña conducta, todos me han dicho que se ven vencidos por el placer o por el
dolor, o arrastrados por alguna otra de las pasiones de que he hablado.
—Hay otras muchas cosas, Sócrates, sobre las que los hombres se engañan.
—Veamos y procuremos demostrar aquí tú y yo, en qué consiste esta desgraciada tendencia que
hace que se vean dominados por los placeres y no practiquen lo mejor, a pesar de que lo conozcan.
Quizá si les dijéramos: «Amigos, estáis en un error, os engañáis»; ellos nos preguntarían a su vez:
«Sócrates y Protágoras, ¿qué significa ser vencido por los placeres? Decidnos qué es y qué pensáis
sobre ello».
—¡Cómo! Sócrates, ¿estamos obligados a examinar las opiniones del pueblo, que dice a la
aventura todo lo que se le viene a las mientes?
—Sin embargo —le respondí—, me parece que esto nos servirá para hallar la relación que el
valor puede tener con las demás partes de la virtud. Si te sostienes en lo que aceptaste al principio, y
quieres que te conduzca yo por el camino que me parezca mejor y más corto, sígueme; si no, sea
como gustes, pero abandono la cuestión.
—Por el contrario —me dijo—, Sócrates, te suplico que continúes como has comenzado.
Tomando la palabra, dije:
—Si estas mismas gentes se empeñasen en preguntarnos: «¿Cómo llamáis vosotros lo que
nosotros llamamos ser vencido por los placeres?». Yo, he aquí cómo me gobernaría para
responderles. Les diría primero: «Amigos míos, escuchad, os lo suplico, porque Protágoras y yo
estamos resueltos a satisfacer a vuestra pregunta. ¿No os sucede eso todas las veces que, atraídos por
los placeres de la mesa o por el del amor, que os parecen muy agradables, sucumbís a la tentación,
aunque sepáis muy bien que estos placeres son malos y peligrosos?». No dejarían ellos de responder
en este mismo sentido. En seguida les preguntaríamos: «¿Por qué decís que estos placeres son malos?
¿Es porque os causan una especie de placer en el momento de gozarlos? ¿O bien es porque en
seguida engendran enfermedades y son causa de mil males funestos, como la pobreza, por ejemplo?
Si ellos no fuesen seguidos de ninguno de estos males y solo os causaran placer, ¿los llamaríais
siempre malos, en el acto mismo en que os fuesen del todo agradables?». Figurémonos, Protágoras,
que no nos den otra respuesta sino que los placeres no son malos por el gozo que causan en el acto,
sino por las enfermedades y demás accidentes que arrastran tras de sí.
—Estoy persuadido —dijo Protágoras— de que eso es lo que responderían casi todos.
—Arruinando vuestra salud, añadiría yo, ¿no os producen algún dolor como la pobreza misma?
Yo creo que en esto convendrían.
—Sin duda —dijo Protágoras.
—¿Os parece, amigos míos, como ya dijimos Protágoras y yo, que estos placeres no os parecen
malos sino porque concluyen por el dolor y os privan de otros placeres? No dejarían de confesar
esto.
Protágoras convino conmigo.
—Pero —continué yo—, si nosotros ahora les presentásemos la cuestión contraria, diciéndoles:
amigos míos, ¿cuando decís que ciertas cosas desagradables son buenas, cómo lo entendéis?, ¿os
referís, por ejemplo, a los ejercicios del cuerpo, a la guerra, a las curas que los médicos hacen por
medio de los instrumentos, de los purgantes y de la dieta?, ¿decís que estas cosas son buenas, pero
desagradables? Ellos convendrían en esto.
—Sin dificultad.
—¿Por qué las llamáis buenas? ¿Es porque en el acto de su aplicación os causan terribles dolores
y penas infinitas? ¿O bien porque producen después la salud y la buena constitución del cuerpo, la
salubridad de las ciudades, la fuerza y la riqueza de ciertos estados? Ellos no dudarían en confesarlo.
Protágoras convino en ello.
—Todas estas cosas que acabo de nombrar, continuaría yo, ¿son buenas por otra razón que
porque terminan por el placer, y os eximen de los disgustos y de la tristeza? ¿Sabéis de algún otro
fin, que no sea este, que os haga llamar buenas tales cosas? No lo sabrían.
—Ni yo tampoco —dijo Protágoras.
—¿Buscáis, por consiguiente, el placer como un bien, y huís del mal como de un dolor?
—Sin contradicción.
—Por consiguiente, ¿vosotros tenéis el dolor por un mal y el placer por un bien? El placer
mismo algunas veces le llamáis un mal, cuando os priva de placeres más grandes que el que él
procura, o cuando os causa disgustos más sensibles que todos los placeres; porque sí tuvieseis alguna
otra razón para llamar al placer un mal, y tuvieseis otro fin en vuestras miras, no tendrías dificultad
en decírnoslo; pero estoy seguro de que no le encontrareis.
—También yo estoy seguro de eso —dijo Protágoras.
—¿No sucede lo mismo con el dolor? ¿No llamáis al dolor un bien cuando os libra de disgustos
más grandes que los que él causa, o cuando os procura placeres más vivos que sus mismos
disgustos? Si al llamar al dolor un bien os propusieseis otro fin que el que yo digo, nos lo diríais sin
duda; pero no lo tenéis.
—Es muy cierto, Sócrates —dijo Protágoras.
—Y si a su vez vosotros me preguntaseis por qué retuerzo la cuestión de tantas maneras, yo os
diría: «Amigos míos, perdonadme estos rodeos, porque, en primer lugar, no es fácil demostraros lo
que es eso que llamáis “ser vencido por los placeres” y, en segundo lugar, porque de esto depende
toda mi demostración. Pero aún tenéis tiempo para declararnos, si creéis que el bien es una cosa
distinta del placer, y el mal una cosa distinta del dolor. Decidme, ¿no estaríais muy contentos si
pasarais vuestra vida en el placer y sin disgustos? Si estuvieseis contentos y creyeseis que el bien y el
mal no son otra cosa que lo que os acabo de decir, escuchad las consecuencias que de esto se siguen.
Sentado esto, sostengo que no hay cosa más ridícula que decir, como vosotros hacéis, que un
hombre, conociendo el mal como mal y estando en su voluntad no entregarse a él, se entregue sin
embargo, porque se ve arrastrado por las pasiones; y que un hombre, conociendo el bien, rehúse
practicarlo a causa de algún placer presente que le aleje de él. Este ridículo que yo encuentro en estas
dos proposiciones, os aparecerá con toda evidencia, si no nos servimos de muchos nombres, tales
como “lo agradable, lo desagradable, el bien, el mal”. Puesto que no hablamos más que de dos cosas,
nos serviremos solo de dos nombres; primero las llamaremos “el bien y el mal”, y las llamaremos
después “lo agradable y lo desagradable”. Concedido esto, supongamos por lo que va dicho que un
hombre, conociendo el mal, no deja de cometerlo. En este caso precisamente se nos ha de preguntar:
¿por qué lo comete? Porque se ve arrastrado, se ve vencido; responderíamos nosotros. ¿Y por qué se
ve vencido?, se preguntaría. Nosotros no podríamos responder que por el “placer”, porque es la
palabra que estamos convenidos en que sea reemplazada por la de “bien”. Por consiguiente, es
preciso que digamos que este hombre comete el mal, porque se ve vencido y vencido por el bien».
Por poco burlón que sea el preguntante, no podrá menos de echarse a reír a velas desplegadas, y nos
dirá: «Vaya una cosa notable, que conociendo un hombre el mal, sabiendo que es un mal, y pudiendo
no cometerlo, sin embargo lo comete, porque se ve vencido por el bien». Este hombre continuará
diciéndonos: «¿A vuestros ojos el bien supera por su naturaleza al mal o es incapaz de superarlo?».
Nosotros responderíamos sin dudar que es incapaz de superarlo, porque de otra manera aquél, que
dijimos se había dejado vencer por el placer, no sería responsable de ninguna falta. Pero continuaría
él: «¿Por qué razón los bienes son incapaces de superar a los males? ¿O por qué los males tienen
fuerza de superar a los bienes? ¿Es porque los unos son más grandes y los otros más pequeños? ¿O
porque los unos son más en número y los otros menos?».
»Porque éstas son las únicas razones que podríamos alegar. “Es por lo tanto evidente”, añadiría
él, “que según vuestra doctrina ser vencido por el bien es escoger los mayores males en lugar de los
menores bienes”. Ya no se puede decir más sobre este punto. Mudemos ahora estos nombres tomando
los de “agradable y desagradable”, y digamos que un hombre hace cosas desagradables, sabiendo que
son desagradables, por verse arrastrado o vencido por las que son agradables, aunque sean incapaces
de vencerlo. ¿Y qué es lo que hace que los placeres sean capaces de superar a los dolores? ¿No es el
exceso o el defecto de los unos respecto de los otros, cuando los unos son más grandes o más
pequeños que los otros, más vivos o menos vivos que los otros? Y si alguno nos objeta que hay gran
diferencia entre un dolor y un placer presente y un placer y un dolor futuros, yo preguntaré: ¿difieren
ellos en otra cosa que en el placer o el dolor? Solo en esto podrían diferir. Un hombre que sabe
ponerlo todo en la balanza, y que pone en un platillo las cosas agradables y en otro las desagradables,
tanto las presentes como las futuras, ¿puede ignorar las que le arrastran? Porque si pesáis las
agradables con las agradables, es preciso escoger las más numerosas y las mayores; si pesáis las
desagradables con las desagradables, es preciso retener las menos numerosas y las menores; en fin,
si pesáis las agradables con las desagradables, y los placeres superan a los dolores, los placeres
presentes a los dolores futuros, o los placeres futuros a los dolores presentes, es preciso dar la
preferencia a los placeres, y obrar en este sentido; y si los dolores pesan más en la balanza, es
preciso guardarse bien de hacer una mala elección: ¿No es éste el partido que debe tomarse? “Sí, sin
duda”, me responderían.
Protágoras también convino en ello.
—Puesto que así es, yo les diría: «Respondedme, os lo suplico; un objeto, ¿no os parece más
grande de cerca que de lejos, y más pequeño de lejos que de cerca? Creo que ellos convendrían en
esto. ¿No sucede lo mismo con la magnitud y el número? Una voz, ¿no se la oye mejor cuando sale
de cerca que cuando está lejana?».
—Sin contradicción.
—Si nuestra felicidad consistiese en escoger lo más grande y desechar lo más pequeño ¿a qué
recurriríamos para asegurar la felicidad de toda nuestra vida? ¿Al arte de la agrimensura o a una
simple ojeada? Pero ya sabemos que la vista nos engaña muchas veces y que, cuando nos hemos
guiado por este solo dato, hemos tenido que rectificar nuestros juicios y hasta mudar de dictamen si
se ha tratado de escoger entre magnitudes y pequeñeces, en lugar de que el arte de medir desvanecería
siempre estas falsas apariencias, y haciendo patente la verdad, volvería la tranquilidad al alma con la
posesión de lo verdadero, y aseguraría la felicidad de nuestra vida. ¿Qué dirían a esto nuestros
razonadores? ¿Dirían que nuestra salud depende del arte de medir o de alguna otra cosa?
—Del arte de medir, sin duda alguna.
—Y si nuestra salud dependiese de la elección del par y del impar, todas las veces que fuese
preciso escoger lo más o lo menos, y comparar lo más con lo más, lo menos con lo menos, y lo uno
con lo otro, estuviesen cerca o estuviesen lejos, ¿de que dependería nuestra salud? ¿No dependería de
una esencia o de una cierta esencia de medir, puesto que se trataría de juzgar del exceso o del defecto
de las cosas? Este arte aplicado al par o al impar, ¿es otro que la aritmética? Yo creo que nuestros
argumentantes convendrían en esto y tú lo mismo.
—Ciertamente —dijo Protágoras.
—Muy bien, amigos míos. Pero, puesto que nos ha parecido que nuestra salud depende de la
buena elección entre el placer y el dolor, y de lo que en estos dos géneros es más grande o más
pequeño, más numeroso o menos numeroso, está más cerca o más lejos de nosotros, ¿no es cierto
que este arte de examinar el exceso o el defecto del uno respecto del otro, o su igualdad respectiva, es
una verdadera ciencia de medir?
—No puede ser de otra manera.
—¿Luego es preciso que este arte de medir sea a la vez un arte y una ciencia?
—No podrían menos de convenir en ello.
—En otra ocasión examinaremos lo que este arte y esta ciencia pueden ser, y ahora nos basta
saber que es una ciencia para la explicación que Protágoras y yo tenemos que daros, sobre la cuestión
que nos habéis propuesto. Cuando acabábamos los dos de ponernos de acuerdo sobre que nada hay
más eficaz que la ciencia, y que dondequiera que ella se encuentra sale siempre victoriosa del placer
y de todas las demás pasiones, vosotros nos habéis contradicho, asegurándonos que el placer sale
victorioso muchas veces y triunfa del hombre en el acto mismo en que está en posesión de la ciencia;
entonces, si lo recordáis, nos preguntasteis: «Protágoras y Sócrates, si ser vencido por el placer no es
lo que nosotros pensamos, decidnos lo que es y cómo lo llamáis». Si os hubiéramos respondido en el
acto, que lo llamábamos «ignorancia», os hubierais reído de nosotros. Burlaros ahora y os burlaréis
de vosotros mismos. Porque nos habéis confesado que los que se engañan en la elección de los
placeres y de los dolores, es decir, de los bienes y de los males, solo se engañan por falta de ciencia;
y además estáis también conformes en que no es solo la falta de ciencia, sino la falta de esta ciencia
especial que enseña a medir. Y toda acción en la que puede haber engaño por falta de ciencia, ya
sabéis que es por ignorancia. Por consiguiente, el ser vencido por el placer es el colmo de la
ignorancia. Protágoras, Pródico e Hipias se alaban de curar esta ignorancia; pero vosotros, que estáis
persuadidos de que esta tendencia es una cosa distinta de la ignorancia, nos os dirijáis a ellos, ni
enviéis a vuestros hijos a estos sofistas; haced como si la virtud no pudiese ser enseñada, y ahorrad el
dinero que sería preciso darles. Ésta es la causa de todas las desgracias de la república y de los
particulares.
»He aquí lo que nosotros responderíamos a tales gentes. Pero ahora me dirijo a vosotros, Pródico
e Hipias, y os pregunto lo mismo que a Protágoras, si lo que acabo de decir os parece verdadero o
falso.
Todos convinieron en que estas verdades eran patentes.
—Convenís —les dije— en que lo agradable es lo que se llama bien, y lo desagradable lo que se
llama mal; porque con respecto a esa distinción de nombres que Pródico ha querido introducir, yo le
suplico que renuncie a ella. En efecto, Pródico llama este bien agradable, deleitable, delicioso, e
inventa aún otros nombres a placer suyo, lo cual me es indiferente, y solo quiero que me respondas a
lo que te pregunto.
Pródico me lo prometió sonriendo, y los otros lo mismo.
—¿Qué pensáis de esto, amigos míos? —les dije—; todas las acciones que tienden a hacernos
vivir agradablemente y sin dolor, ¿no son bellas y útiles? Y una acción que es bella, ¿no es al mismo
tiempo buena y útil?
Convinieron en ello.
—Si es cierto que lo agradable es bueno, no es posible que un hombre, sabiendo que puede hacer
cosas mejores que las que hace, y conociendo que puede hacerlas, haga sin embargo las malas y deje
las buenas, estando en su voluntad el poder escoger. Ser inferior a sí mismo no es otra cosa que estar
en la ignorancia; y ser superior a sí mismo no es otra cosa que poseer la ciencia.
Convinieron en ello.
—Pero —les dije—, ¿qué entendéis por estar en la ignorancia? ¿No es tener una falsa opinión y
engañarse sobre cosas de mucha importancia?
Lo confesaron todos.
—¿Es cierto que nadie se dirige voluntariamente al mal, ni a lo que se tiene por mal, y que no está
en la naturaleza del hombre abrazar el mal en lugar de abrazar el bien, y que forzado a escoger entre
dos males, no hay nadie que escoja el mayor, si depende de él escoger el menor?
—Eso nos ha parecido a todos una verdad evidente.
—¿Qué llamáis terror y temor? —les dije—. Habla, Pródico. ¿No es la espera de un mal lo que
llamáis terror o temor?
Protágoras e Hipias convinieron en que el terror y el temor eran precisamente esto; pero Pródico
lo confesó solo respecto al temor, pero lo negó respecto al terror.
—Poco importa, mi querido Pródico —le dije—. El único punto importante es saber si el
principio que yo acabo de sentar es verdadero. En efecto ¿cuál es el hombre que querrá lanzarse a
objetos que teme, cuando es dueño de dirigirse a objetos que no teme? Esto es imposible por vuestra
misma confesión, porque desde el acto en que un hombre teme una cosa, es porque la cree mala, y no
hay nadie que busque voluntariamente lo que es malo.
Convinieron en ello.
—Sentados estos fundamentos —continué yo—, es preciso ahora, Pródico e Hipias, que
Protágoras justifique la verdad de lo que sentó al principio; porque ha dicho que, de las cinco partes
de la virtud, no había una que fuese semejante a la otra, y que cada una tenía su carácter diferente. No
quiero estrecharle sobre este punto; pero que nos pruebe lo que ha dicho después: que de estas cinco
partes había cuatro que eran casi semejantes, y una que era enteramente diferente de las otras cuatro,
el valor. Me añadió que lo conocería por lo siguiente: «Verás, Sócrates, hombres muy impíos, muy
injustos, muy corrompidos y muy ignorantes, que son, sin embargo, muy valientes, y comprenderás
por esto que el valor es enteramente diferente de las otras cuatro partes de la virtud». Os confieso que
al pronto me sorprendió esta respuesta; y mi sorpresa se ha aumentado después que he examinado el
asunto con vosotros. Le he preguntado si llamaba valientes a los que eran arrojados. Me dijo, en
efecto, que daba este nombre a los que sin reparar arrostran los peligros. Recordarás, Protágoras,
que fue esto lo que respondiste.
—Me acuerdo —dijo.
—Dime ahora, te lo suplico, a qué puntos se dirigen los valientes: ¿son los mismos a que se
dirigen los cobardes?
—No, sin duda.
—¿Son otros objetos?
—Ciertamente.
—¿Los cobardes no se dirigen a puntos que se consideran seguros, y los valientes a puntos que se
tienen por peligrosos?
—Así se dice vulgarmente, Sócrates.
—Dices verdad, Protágoras, pero no es eso lo que yo te pregunto, sino tu opinión, que es la que
quiero saber. ¿A qué puntos se dirigen los hombres valientes?, ¿a los que ofrecen peligros, y que
consideran ellos como tales?
¿No te acuerdas, Sócrates, que ya has hecho ver claramente que eso es imposible?
—Tienes razón, Protágoras, así lo he dicho. Es cosa demostrada que nadie va derecho a objetos
que juzga terribles, puesto que ya hemos visto que ser inferior a sí mismo es un efecto de la
ignorancia.
—Así es.
—Los valientes y los cobardes se dirigen a puntos que inspiran confianza, y por consiguiente los
cobardes emprenden las mismas cosas que los valientes.
—Sin embargo, hay mucha diferencia, Sócrates; los cobardes son todo lo contrario que los
valientes. Sin ir más lejos, los unos buscan la guerra, mientras que los otros huyen de ella.
—¿Pero creen ellos mismos que ir a la guerra es una cosa bella o una cosa vergonzosa?
—Muy bella ciertamente.
—Si es bella, es también buena, porque estamos ya conformes en que todas las acciones que son
bellas son buenas.
—Eso es muy cierto —me dijo—, y me sostengo en esta opinión.
—Me conformo. ¿Pero quiénes son los que rehúsan ir a la guerra, cuando ir a la guerra es una
cosa tan bella y tan buena?
—Son los cobardes —dijo.
—Si ir a la guerra es una cosa tan bella y tan buena, ¿no es igualmente agradable?
—Ése es un resultado de los principios sentados.
—¿Los cobardes rehúsan ir a lo que es más bello, mejor y más agradable, aunque lo reconocen
así?
—Pero, Sócrates, si confesamos esto, echamos por tierra todos nuestros primeros principios.
—¿Y un valiente no emprende todo lo que le parece más bello, mejor y más agradable?
—No es posible negarlo.
—Por consiguiente es claro que los valientes no tienen un temor vergonzoso cuando temen, ni
una seguridad indigna cuando se manifiestan resueltos.
—Ésa es una verdad —dijo.
—Si esos temores y esas confianzas no son vergonzosos, ¿no es claro que son bellos?
Convino en ello.
—Y si son bellos ¿no son igualmente buenos?
—Sin duda.
—Y los cobardes, los temerarios y los furiosos, ¿no tienen temores indignos y confianzas
vergonzosas?
—Lo confieso.
—Y estas confianzas vergonzosas de los cobardes ¿de dónde proceden?, ¿nacen de otro principio
que de la ignorancia?
—No —dijo.
—Pero qué, lo que hace que los cobardes sean cobardes, ¿cómo lo llamas, valor o cobardía?
—Lo llamo cobardía.
—Los cobardes, por lo tanto, ¿te parecen cobardes a causa de la ignorancia en que están de las
cosas terribles?
—Ciertamente.
—¿Luego es esta ignorancia la que les hace cobardes?
—Convengo en ello.
—¿Convienes, pues, en que lo que hace los cobardes es la cobardía?
—Ciertamente.
—De esta manera, en tu opinión, ¿la cobardía es la ignorancia de las cosas terribles y de las que
no lo son?
Hizo un signo de aprobación.
—¿Pero el valor es lo contrario de la cobardía?
Hizo el mismo signo de aprobación.
—La ciencia de las cosas terribles y de las que no lo son ¿es opuesta a la ignorancia de estas
mismas cosas?
Hizo otro signo de aprobación.
—¿La ignorancia de estas cosas es la cobardía?
Concedió esto con bastante repugnancia.
—La ciencia de las cosas terribles y de las que no lo son es por consiguiente el valor, puesto que
es lo opuesto a la ignorancia de estas mismas cosas.
Sobre esto, ni hizo signo, ni pronunció una palabra.
Y yo le dije:
—Cómo, Protágoras, ¿ni confiesas, ni niegas lo que yo te pregunto?
—Tú concluye —me dijo.
—Ya solo te voy a hacer una ligera pregunta. ¿Crees, como creías antes, que hay hombres muy
ignorantes y sin embargo muy valientes?
—Puesto que eres tan exigente —me dijo—, y que quieres que por fuerza te responda, quiero
complacerte. Te digo, Sócrates, que lo que me preguntas me parece imposible, según los principios
que hemos sentado.
—Protágoras —le dije—, todas estas preguntas que te hago no tienen otro objeto que examinar
todas las partes de la virtud, y conocer bien lo que es la virtud misma, porque, una vez conocido esto,
aclararemos ciertamente el punto sobre el que tanto hemos discurrido; yo diciendo que la virtud no
puede ser enseñada, y tú sosteniendo que puede serlo.
»Y sobre el objeto de nuestra disputa, si me fuese permitido personificarla, yo diría que nos
dirige terribles cargos y que se mofa de nosotros, diciéndonos: “¡Sócrates y Protágoras, sois unos
pobres disputadores! Tú, Sócrates, después de haber sostenido que la virtud no puede ser enseñada, te
esfuerzas ahora en contradecirte, procurando hacer ver que es ciencia toda virtud, la justicia, la
templanza, el valor; de donde justamente se concluye, que la virtud puede ser enseñada. Porque si la
ciencia es diferente de la virtud, como Protágoras trata de probar, es evidente que la virtud no puede
ser enseñada, en lugar de lo cual, si pasa por ciencia, como quieres que los demás lo reconozcan, no
se podrá comprender nunca que no pueda ser enseñada. Protágoras, por su parte, después de haber
sostenido que se la puede enseñar, incurre igualmente en contradicción, tratando de demostrar que es
otra cosa que la ciencia, lo que equivale a decir formalmente que no puede ser enseñada”.
»Yo, Protágoras, tengo un sentimiento en ver todos nuestros principios confundidos y
trastornados, y desearía con toda mi alma que los pudiésemos aclarar, y querría que, después de tan
larga discusión, hiciéramos ver claramente lo que es la virtud en sí misma, para decidir, hecho este
examen, si la virtud puede o no puede ser enseñada. Porque me temo mucho que Epimeteo nos haya
engañado en este examen, como dices que nos engañó en la distribución que hizo. Así puedo decirte
con franqueza, que, en tu fábula, Prometeo me gustó mucho más que el descuidado Epimeteo. Así es
que siguiendo su ejemplo, y dirigiendo una mirada previsora a todo lo largo de mi vida, me aplico
cuidadosamente al estudio de estas indagaciones; y si quieres, como te decía antes, con el mayor
gusto profundizaré contigo todas estas materias.
—Sócrates —me dijo entonces Protágoras—, alabo extraordinariamente tu ardor y tu manera de
tratar las cuestiones. Yo puedo alabarme, así lo creo, de que no tengo defectos, y sobre todo estoy
muy lejos del de la envidia, y no hay nadie en el mundo menos llevado de esta pasión. Por lo que a ti
toca, he dicho a quien ha querido escucharme, que de todos los que yo trato, eres tú el que más
admiro, y que, entre todos los de tu edad, no hay ninguno que no esté infinitamente por debajo de ti.
Añado, que no me sorprenderé, si algún día tu nombre aparece entre los personajes que se han hecho
célebres por su sabiduría. En otra ocasión hablaremos de estas materias, y lo haremos cuantas veces
quieras. Por ahora basta, porque un negocio me precisa a ausentarme.
—Marcha a tus negocios —respondí yo—, Protágoras, puesto que así lo quieres. Así como así,
hace mucho rato que yo debiera haber partido para ir adonde se me aguarda, y solo por complacer al
buen Calias, que me lo suplicó, he permanecido aquí.
Dicho esto, cada uno se retiró adonde le pareció.
HIPIAS MAYOR
Argumento del Hipias Mayor[1]
por Patricio de Azcárate

La cuestión de la naturaleza de lo bello es una de las que más han ocupado a Platón. La ha
estudiado sucesivamente bajo puntos de vista diferentes en tres de sus diálogos, el Primer Hipias, el
Fedro y el Banquete. En esta última obra es donde ha puesto en boca de una mujer, la elocuente
extranjera de Mantinea, Diotima, palabras de una elevación y de una grandeza sorprendentes, en las
que se resume su verdadero y supremo pensamiento sobre lo bello. ¿Quién no percibe fácilmente el
atractivo poderoso de esta idea, expuesta por el más bello genio de la antigüedad griega? El discípulo
de Sócrates, el admirador de Fidias, había nacido para meditar sobre la belleza, para desprender la
idea de todo elemento engañador o impuro, y para presentarla, en fin, en su principio mismo, con
una claridad, una fuerza, una profundidad que no han sido superadas por nadie.
En el Hipias, Platón se ha propuesto refutar una a una las falsas teorías sobre la naturaleza de lo
bello, sostenidas antes de él por los poetas o los filósofos, y en su tiempo por los sofistas. En un
preámbulo, en el que se ve compensada alguna difusión con la fuerza del talento, Sócrates se entrega
a la maligna satisfacción de desenmascarar, en la persona de Hipias de Elea, su interlocutor, el
verdadero móvil de los sofistas, que no era la indagación desinteresada de lo verdadero, ni el placer
de filosofar, sino el amor al dinero. Para estos magníficos codiciosos parlantes el pueblo más sabio
era el que más pagaba; y la confesión de sus empresas afortunadas y de sus percances, en este punto,
es a la vez materia de instrucción y de diversión. Desde luego esta sofistería venal se descubre y se
desacredita ella misma, y arrastra en su ruina todas las teorías estrechas, erróneas y contradictorias
que está encargada de sostener, y que va a proponer sucesivamente al buen sentido y a la perspicaz
razón de Sócrates. Es una serie de refutaciones. El Hipias, en este sentido, es un diálogo todo
negativo, que prepara y reclama a su vez las teorías de Fedro y del Banquete.
La cuestión tiene su origen en la vanidad del sofista, que, haciendo confianza de Sócrates, le
cuenta el triunfo que recientemente ha obtenido en Lacedemonia por un discurso sobre las bellas
ocupaciones, convenientes a los jóvenes. Pero, pregunta Sócrates, ¿qué es una ocupación bella? ¿Qué
es lo que hace que una cosa sea bella? ¿Qué es, en fin, lo bello? No conociéndolo, ¿podrá decirse
dónde se encuentra y dónde no se encuentra? A estas preguntas inevitables, Hipias, muy sorprendido,
respondió por lo pronto con rodeos. Confundiendo las cosas bellas con lo bello mismo, propone sin
intermisión tres soluciones igualmente estrechas y ligeras. —Lo bello es una mujer bella. —¿Por qué
una bella mujer y no una bella yegua, una bella lira, una bella marmita? —Lo bello es el oro. —No,
ni más ni menos que el marfil, las piedras preciosas, o cualquier otra sustancia puesta en obra por el
arte.[2] —Lo bello es la riqueza, la salud, la consideración, la ancianidad, una muerte honrosa
acompañada de magníficos funerales. —De ninguna manera; porque cada una de estas cosas, tan
pronto es bella, tan pronto fea, según los hombres, los tiempos, los países, las ideas, el uso que de
ellas se hace, y, por consiguiente, no es bella en sí. Y si se toman todas juntas, tampoco presentan una
idea suficiente de lo bello, puesto que no siendo aplicables más que a los hombres, y jamás al arte, a
la naturaleza, a los dioses, estrechan lo bello, universal por su naturaleza, a un solo género de seres y
al menor de todos. —He aquí, en suma, tres teorías insostenibles bajo el mismo concepto, y aunque
con diferentes términos, siempre aparece la misma confusión de las dos ideas: la idea del objeto
bello, la idea de lo bello en sí.
Mejor instruido por la discusión, Hipias pone más alto sus miras y presenta definiciones, que si
no son más verdaderas, son por lo menos más generales, y que valen la pena de ser refutadas con
más extensión. La primera es la siguiente: lo bello es la conveniencia. —No, responde Sócrates,
porque por conveniencia se entiende el acuerdo que resulta de la reunión de partes que se convienen;
el concierto que se produce por una asociación acertada de elementos diversos; en una palabra, la
armonía. Y de estas dos cosas, una: o bien las partes que componen un conjunto armonioso son
bellas, cada una en sí misma, y entonces no es la conveniencia la que las hace bellas; o bien estas
partes no son bellas en sí mismas, y en este caso la belleza, que la unión les presta, es solo aparente y
no real. De aquí se sigue rigurosamente, que la conveniencia es aquello que hace parecer las cosas
bellas, pero no aquello que las hace bellas. La conveniencia es una ilusión, es la ficción de una falsa
belleza.
He aquí la segunda definición: lo bello es lo útil. Lo útil, pregunta Sócrates, ¿no es lo que sirve
para un fin? Sin duda. Es preciso, por lo tanto, para tener derecho a asimilar la utilidad a la belleza,
que una cosa sea bella solo porque conduce a un fin y es un medio de acción.
Nada más falso. Tomemos, por ejemplo, el más eficaz de todos los medios de acción, el poder,
que es lo más útil que hay en el mundo, conforme a la definición misma de lo útil. ¿Y el poder es una
cosa bella? Sí, cuando sirve para hacer el bien; no, si produce el mal. La belleza del poder no está en
el hecho de llegar a los fines, es decir, a su utilidad, sino en la bondad de sus fines. Por lo tanto, lo
bello no es lo útil. Hipias conviene en ello, pero al mismo tiempo deduce muy oportunamente, que lo
bello es lo que conduce a un buen fin, lo que es ventajoso en sí, o, dicho de otra manera, lo que es
ventajoso es el bien, definición que parece aproximarse singularmente a las miras de Sócrates. Éste,
sin embargo, la rechaza con energía, por más que más bien es la suya que la de Hipias, y parezca a
primer golpe de vista conformarse a la vez con sus ideas y con la razón; la rechaza, porque en la
forma y en el sentido en que ha venido a producirse por la discusión, tiene las apariencias de ser
verdadera, pero en el fondo no lo es. Propone estas dos objeciones: si lo bello es lo ventajoso, y lo
ventajoso el bien, se sigue que lo bello es lo que produce el bien, que lo bello es la causa y el bien el
efecto. Es así que la causa no es más que el efecto, que el efecto no es la causa; luego lo bello no es el
bien. He aquí la definición refutada en sus términos. Además, y esto es más grave, ¿es sostenible en el
fondo que el bien no es más que un efecto de lo bello, y de tal manera dependiente de lo bello, que
solo existe por él y después de él? Ésta es la verdadera extensión de la definición, y Sócrates,
rehusando asentir a ella, no hace más que mantener el principio fundamental de que el bien es
absoluto en sí, y no se deja subordinar, ni por lo bello, ni por ningún otro principio.
Hipias propone por fin una última definición: lo bello es el placer que proporcionan los sentidos
de la vista y del oído. Por este motivo, por ejemplo, las tapicerías, las pinturas, las estatuas, las obras
moldeadas, la música, los discursos, nos parecen cosas bellas. Sócrates le hace comprender desde
luego que en su definición no puede entrar una clase de belleza que no es menos real, que es la
belleza moral, la de las instituciones y las leyes, por ejemplo. Por otra parte, la vista y el oído no son
los únicos sentidos que nos causan placer. Para ser justo debería decirse que lo bello está en toda
sensación de placer, en una palabra, en lo agradable. Lo que esto suponees que entre el número de las
sensaciones agradables que proceden de los sentidos, además de las de la vista y el oído, las hay que
son groseras, las hay que son vergonzosas, incapaces las unas e indignas las otras de recibir el
nombre de bellas; lo que prueba de paso, que lo agradable no es lo bello. Pero lo agradable no es
otra cosa que el placer, y si la vista y el oído constituyen lo bello por sí solos, no puede verificarse
por el placer que es común a ambos, y común igualmente a los demás sentidos. Entonces, ¿a qué
título las sensaciones de la vista y del oído producen lo bello? A título, se dirá, de que el placer que
procuran es el más ventajoso, el mejor de los placeres, el placer sin mezcla de pena. Pero esto es
volver a la confusión refutada ya más arriba de lo ventajoso y de lo bello, de lo bello causa eficiente
del bien; y de este modo la discusión gira en un círculo vicioso. Hipias lo conoce bien, y como se
siente resentido, exclama que lo bello es hacer un discurso persuasivo y útil, y no ocuparse de
miserias. Pero Sócrates le confunde, con solo limitarse a repetir la primera pregunta que hizo al
principio: ¿puede saberse si un discurso es bello cuando no se sabe qué es lo bello?
Hipias Mayor o de lo bello
SÓCRATES — HIPIAS

SÓCRATES. —¡Oh sabio y excelente Hipias!, ¿cuánto hace ya que no vienes a Atenas?
SÓCRATES. —Hipias, eso es lo que se llama ser un sabio y un hombre entendido. Además del
mucho dinero que has sacado con las lecciones particulares que los jóvenes han recibido de ti, y de
las notables ventajas que éstos han obtenido, tú has hecho un servicio público a tu patria, como
conviene a un hombre digno de la consideración y estimación pública. Pero puedes decirme, Hipias,
¿por qué todos esos antiguos filósofos, cuya sabiduría se alaba tanto, Pítaco, Bías, Tales de Mileto y
otros más modernos hasta el tiempo de Anaxágoras, todos o casi todos se han negado a mezclarse en
los negocios públicos?
HIPIAS. —Será únicamente, Sócrates, porque la debilidad de su juicio fuera incapaz de abrazar a
la vez los negocios de los particulares y los del Estado.
SÓCRATES. —¡Por Zeus!, Hipias, ¿crees tú que si las artes se han perfeccionado con el tiempo, y
si nuestros artistas exceden en mucho a los de los siglos pasados, vuestro arte, hablo del arte de los
sofistas, se haya hecho más perfecto, de suerte que, si se os compara con esos antiguos, que hacían
profesión de sabiduría, resultaría que eran unos ignorantes cotejados con vosotros?
HIPIAS. —Así es la verdad.
SÓCRATES. —De manera, que si Bías volviese al mundo, sería un hombre ridículo a vuestros
ojos, como Dédalo, que al decir de nuestros escultores, si diese ahora a luz las obras que en otro
tiempo le granjearon tanta reputación, hasta sería objeto de befa.
HIPIAS. —Lo que dices, Sócrates, es la verdad; sin embargo, yo no dejo de preferir los antiguos
a los modernos, y hacer de ellos las mayores alabanzas, para evitar los celos de los vivos y la
indignación de los muertos.
SÓCRATES. —Eso está muy bien pensado y razonado, Hipias, y soy de tu opinión; porque es
cierto, que vuestra ciencia se ha aumentado mucho, puesto que abraza al presente la dirección de los
negocios particulares y la de los negocios públicos. Cuando Gorgias, el sofista, vino a Atenas en
calidad de embajador de los leontinos, se le tuvo en efecto como el más hábil político que había entre
ellos. Además de sus arengas, que le honraron mucho para con el público, ¿no dio en particular
lecciones a los jóvenes, que le valieron sumas considerables? Nuestro amigo Pródico igualmente,
después de haber desempeñado muchas embajadas públicas, últimamente vino a Atenas enviado por
los habitantes de Ceos, arengó al senado con aplauso general, y además es increíble lo que le
valieron las lecciones particulares quedaba a nuestra juventud. Por lo que toca a los antiguos sabios,
jamás ninguno de ellos quiso poner su ciencia a precio, ni hacer valer públicamente los
conocimientos que había adquirido; tan inocentes eran y tan ignorantes del mérito del dinero. Pero
esos dos grandes sofistas de que he hablado, se han hecho más ricos en su profesión, que ninguno de
los artistas en la suya, y Protágoras antes que ellos había hecho lo mismo.
HIPIAS. —Verdaderamente, Sócrates, tú no estás al cabo de lo que pasa; si te dijera yo lo que he
ganado, te sorprenderías. Solo en Sicilia, donde Protágoras se había establecido con un gran crédito,
reuní yo en menos de nada ciento cincuenta minas, y eso que yo era más joven, y él gozaba de una
gran nombradía. Solo en la aldea llamada Ínico,[1] saqué más de veinte minas. A mi vuelta entregué
todo este dinero a mi padre, y lo mismo él que todos nuestros conciudadanos admiraron mi industria;
y ciertamente creo haber ganado yo solo más que otros dos sofistas juntos, sean los que sean.
SÓCRATES. —Vaya una cosa magnífica, Hipias, y en eso veo la prueba más positiva de tu
superioridad y la superioridad de los demás sofistas de nuestro tiempo sobre los antiguos. Me haces
comprender perfectamente la ignorancia de esos sabios de otro tiempo. Anaxágoras, al revés de
vosotros, se gobernó tan mal por meterse a filosofar, que habiendo heredado un pingüe patrimonio,
lo perdió por su abandono. Otro tanto se ha dicho de todos los demás; y así no podías aducir mejor
prueba para demostrar que los sabios modernos valen mucho más que los antiguos. El pueblo
también es del mismo dictamen, porque comúnmente se dice que el sabio debe ser en primer lugar
sabio para sí mismo, y precisamente el objeto de esa filosofía es enriquecerse. Pero dejemos esto, y
te suplico me digas en qué ciudad ganaste más, porque tú has corrido mucho. ¿No ha sido
Lacedemonia el punto adonde has ido más veces?
HIPIAS. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.
SÓCRATES. —Qué, ¿ganaste allí poco?
HIPIAS. —Nada, absolutamente nada.
SÓCRATES. —Verdaderamente lo que me dices me sorprende mucho; pero dime, Hipias, ¿tu
sabiduría no hace más virtuosos a los que conversan y aprenden contigo?
HIPIAS. —Sí, en verdad.
SÓCRATES. —¿Y eras tú menos capaz de inspirar la virtud a los jóvenes lacedemonios que a los
de la aldea de Ínico?
HIPIAS. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿Quizá los jóvenes en Sicilia tienen más cariño a la virtud que los de
Lacedemonia?
HIPIAS. —Todo lo contrario, Sócrates; los jóvenes de Lacedemonia son apasionados por la
virtud.
SÓCRATES. —¿Será quizá la falta de dinero la que les haya privado de recibir tus lecciones?
HIPIAS. —No, porque son bastante ricos.
SÓCRATES. —Puesto que aman la sabiduría, tienen dinero, y tú puedes serles útil ¿de dónde
procede que no has venido lleno de dinero de Lacedemonia? ¿Quieres que digamos que los
lacedemonios instruyen mejor a sus hijos que podrías tú hacerlo?, ¿es este tu dictamen?
HIPIAS. —Nada de eso.
SÓCRATES. —¿Consistirá en que no has podido persuadir a los jóvenes lacedemonios de que tu
enseñanza les aprovecharía más que la de sus padres? ¿O bien no pudiste convencer a sus padres de
que les era mejor encomendar sus hijos a tu cuidado y no al suyo, para recibir mayor instrucción?
Porque no es creíble que por pura rivalidad se hayan opuesto a que sus hijos se hagan virtuosos.
HIPIAS. —No, yo no lo creo.
SÓCRATES. —¿Lacedemonia no está gobernada por buenas leyes?
HIPIAS. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero en las ciudades bien gobernadas la virtud tiene gran estimación.
HIPIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Por otra parte, tú eres el hombre más capaz del mundo para enseñar la virtud.
HIPIAS. —Sin duda, Sócrates.
SÓCRATES. —¿No sería principalmente en Tesalia o en cualquier otro país, en que se tenga
afición a enjaezar caballos, donde sería perfectamente recibido un buen picador, prometiéndose
grandes utilidades, mejor que en ningún otro punto de Grecia?
HIPIAS. —Así debe suceder.
SÓCRATES. —¿Y un hombre capaz de formar para la virtud el corazón de los jóvenes, no deberá
ganar dinero y reputación en Lacedemonia y en todas las demás ciudades de la Grecia provistas de
buenas leyes? ¿Deberemos creer que esto suceda más bien entre los habitantes de Ínico y de la Sicilia,
que entre los lacedemonios? Sin embargo, si así lo quieres, Hipias, te creeremos.
HIPIAS. —No hay nada de eso, Sócrates; sino que los lacedemonios no tienen costumbre de
alterar sus leyes, ni sufren que se dé a sus hijos una educación extranjera.
SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices? ¿Existe en Lacedemonia la costumbre de obrar mal y no
bien?
HIPIAS. —Yo no digo eso, Sócrates.
SÓCRATES. —¿No obrarían bien dando a sus hijos una educación superior en lugar de una
mediana?
HIPIAS. —Ciertamente, pero sus leyes rechazan toda educación extranjera. Si no hubiera sido
esto, ningún preceptor hubiera ganado tanto como yo en instruir aquellos jóvenes, porque es
increíble el placer con que me escuchaban y las alabanzas que hacían de mí; pero, como ya te he
dicho, la ley se lo impedía.
SÓCRATES. —¿Crees tú que la ley es la salud o que es la ruina de una ciudad?
HIPIAS. —Creo que la ley solo tiende al bien público, pero contraría a este bien público, cuando
no está bien hecha.
SÓCRATES. —Pero cuando los legisladores hacen una ley, ¿no creen que hacen un bien al
Estado? Porque sin leyes un Estado no puede ser bien gobernado.
HIPIAS. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —Por consiguiente, siempre que un legislador se aleja del bien público, se aleja de
la ley y de lo que es legítimo. ¿No eres tú de esta opinión?
HIPIAS. —Si se toma en rigor, Sócrates, es como tú dices, pero el común de las gentes no lo
entiende así.
SÓCRATES. —¿Qué es ese común de las gentes?, ¿son los hombres hábiles o los ignorantes?
HIPIAS. —El común de las gentes.
SÓCRATES. —¿Llamas común de las gentes a los que conocen la verdad?
HIPIAS. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Los que conocen la verdad creen que lo que es útil a los hombres es más legítimo
que lo que les es inútil. ¿Convienes en esto?
HIPIAS. —Convengo, porque es cierto.
SÓCRATES. —Y las cosas, ¿no son como los hombres ilustrados las entienden?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Los lacedemonios, según tú, ¿obrarían mejor, consultando su propio interés, en
preferir tu enseñanza, aunque sea extranjera, a la educación de su país?
HIPIAS. —Lo digo, porque es la verdad.
SÓCRATES. —¿También dices que cuanto más útiles son las cosas son más legítimas?
HIPIAS. — Sí, lo he dicho.
SÓCRATES. —Por consiguiente, según tu opinión, es más legítimo confiar la educación de los
jóvenes lacedemonios a Hipias, que confiarla a sus padres, puesto que resultaría mayor utilidad para
sus hijos.
HIPIAS. —Es cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Los lacedemonios contravienen por consiguiente a la ley, cuando rehúsan darte
dinero por la instrucción de sus hijos.
HIPIAS. —Estoy conforme, y no tengo materia para contradecirte, porque parece más bien que
hablas por mí.
SÓCRATES. —Hemos, pues, descubierto, Hipias, que los lacedemonios están en oposición con
las leyes y sobre objetos de la mayor importancia, a pesar de ser hombres sumamente afectos a sus
leyes. Pero, Hipias, ¿en qué ocasión los lacedemonios te alaban y tienen tanto placer en escucharte?,
¿es quizá cuando les hablas de los astros y de las revoluciones celestes, ciencia de que tienes un
perfecto conocimiento?
HIPIAS. —No, eso no les agrada.
SÓCRATES. —¿Gustan quizá de que les hables de geometría?
HIPIAS. —Menos; la mayor parte de ellos, por decirlo así, no saben contar.
SÓCRATES. —¿No indican tener gusto en oírte discurrir sobre la aritmética?
HIPIAS. —No, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —¿Les hablas del valor de las letras y de las sílabas,[2] del número y de la armonía,
materia en que eres tú el primer hombre del universo?
HIPIAS. —¿Qué quieres decir, Sócrates, con tu número y tu armonía?
SÓCRATES. —Puesto que yo no puedo dar con la causa porque los lacedemonios te alababan y te
oían con tanto gusto, dímela tú.
HIPIAS. —Me oyen con gusto, cuando les recito la genealogía de los héroes y de los hombres
grandes; el origen y la fundación de las ciudades; en fin, la historia antigua, porque es lo que
escuchan con la mayor atención. Así es que, por complacerles, me he aplicado con esmero a estudiar
todas estas antigüedades.
SÓCRATES. —Es una fortuna para ti, Hipias, que los lacedemonios no te exigieran la historia
seguida de todos nuestros arcontes desde Solón, porque solo para retener tantos nombres, te hubiera
costado mucho trabajo.
HIPIAS. —No tanto como tú crees, Sócrates. ¿No sabes que repito cincuenta nombres seguidos
con oírlos una sola vez?
SÓCRATES. —¿Es cierto? No me había apercibido de que conocías el arte de la mnemotecnia;
confieso ahora que los lacedemonios han tenido razón en oírte con gusto, a ti que sabes tantas cosas;
y parece que se pegan a ti, como los niños a las viejas, para que les refieran cuentos.
HIPIAS. —¡Por Zeus!, Sócrates. Acabo de hacerme admirar por un discurso sobre las bellas
ocupaciones que convienen a los jóvenes. Este discurso, que compuse con el mayor esmero, resalta,
sobre todo, por la elegancia del estilo. He aquí el principio y el pensamiento: después de la toma de
Troya, Pirro pregunta a Néstor, a qué debe aplicarse un joven para llegar a tener una gran reputación.
Néstor le responde y le da numerosos y bellos preceptos. Leí este discurso en Lacedemonia; y a
petición de Eudico el hijo de Apemanto, lo recitaré aquí por espacio de tres días, en la escuela de
Fidóstrato, con algunos otros tratados dignos de la curiosidad de las personas ilustradas. Desearé que
concurras tú y lleves a aquéllos de tus amigos que sean capaces de juzgar.
SÓCRATES. —Así lo haremos, si Dios quiere, pero te suplico, que en este momento me des
algunas explicaciones sobre lo que tratamos. Me haces recordar muy a tiempo que el otro día,
escuchando un discurso, como criticara yo ciertas partes que encontraba feas y alabara otras que
encontraba bellas, un hombre me preguntó muy bruscamente: —¿Quién te enseñó, Sócrates, lo que es
bello y lo que es feo? ¿Podrás decirme qué es lo bello? Yo quedé cortado con esta pregunta, y mi
estupidez no me permitió responderle en el acto. Después que me retiré, me sentí incomodado
conmigo mismo; me eché en cara mi tontería, e hice propósito firme de aprovechar la primera
ocasión en que me encontrara con alguno de vosotros, sabios como sois, para que me instruyerais a
fondo, y, bien preparado sobre esta materia, ir en busca de mi hombre y presentarle la batalla como
de nuevo. Por consiguiente, este encuentro contigo es para mí un acontecimiento afortunado.
Enséñame, pues, te lo suplico, qué es lo bello; pero explícamelo con tal claridad, que el tal hombre
no se burle de mí una segunda vez; porque tú sabes todo esto perfectamente, y lo que ahora se trata es
sin duda el menos importante de tus conocimientos.
HIPIAS. —Es cierto, Sócrates, y esto no merece la pena que se hable de ello.
SÓCRATES. —Tanto mejor, porque así aprenderé yo más fácilmente, y nadie vendrá en lo
sucesivo a darme la ley y confundirme.
HIPIAS. —Nadie; porque entonces dejaría yo de ser un hombre muy hábil, y pasaría por un necio.
SÓCRATES. —¡Por Hera!, dices bien, Hipias, si podemos convencer a ese hombre. Pero me
permitirás, que suponiéndome yo en su lugar, te importune con las objeciones que podría hacer a su
manera, para que así se imprima tu doctrina más profundamente en mi espíritu. Porque en materia de
objeciones yo soy fuerte, y, si no te disgusta, te haré la guerra para instruirme mejor de lo que quiero
saber.
HIPIAS. —Obra como te parezca. Esta cuestión, como te he dicho, no es de gran importancia, y te
enseñaré a responder sobre cosas más difíciles, hasta el punto de que nadie pueda refutarte.
SÓCRATES. —¡Qué bien hablas, Hipias!, entremos en materia, puesto que así lo quieres, y
haciendo yo el papel de ese hombre, te interrogaré.
Si le recitases tu discurso sobre cosas bellas, apenas concluyeras de hablar, te interrogaría en el
acto sobre lo bello, porque conozco su manera de preguntar y te diría: —Extranjero de Elis, dime, te
lo suplico, ¿los que son justos no lo son mediante la justicia? Ten la bondad de responderme, Hipias,
como si fuera él el que preguntara.
HIPIAS. —Sí, son justos mediante la justicia.
SÓCRATES. —¿La justicia es alguna cosa en sí misma?
HIPIAS. —Ciertamente.
SÓCRATES. —En igual forma, ¿los sabios no son sabios mediante la sabiduría, y lo que es bueno
no lo es mediante el bien?
HIPIAS. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —La sabiduría y el bien, ¿son cosas reales? Tú no lo negarás sin duda.
HIPIAS. —Sí, son reales.
SÓCRATES. —Todo lo que es bello, ¿no lo es igualmente mediante lo bello?
HIPIAS. —Mediante lo bello, sí.
SÓCRATES. —Lo bello, por consiguiente, ¿es alguna cosa en sí?
HIPIAS. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Extranjero, proseguirá nuestro hombre, dime ahora, ¿qué es lo bello?
HIPIAS. —¿Su curiosidad no queda satisfecha con saber lo que es bello?
SÓCRATES. —A mi parecer no, Hipias. Él exige y quiere saber qué es lo bello.
HIPIAS. —¿Qué diferencia encuentras entre una y otra cuestión?
SÓCRATES. —¿No hay ninguna a tus ojos?
HIPIAS. —Ninguna, ciertamente.
SÓCRATES. —Es preciso que no la haya, porque eso lo sabes tú mejor que yo. Sin embargo,
considera la cosa atentamente. Nuestro hombre no te pregunta por lo que es bello o por las cosas
bellas, sino qué es lo bello.
HIPIAS. —Ya te entiendo, y voy a satisfacer tan cumplidamente a su pregunta, que no tendrá ya
más que preguntar. En una palabra, Sócrates, puesto que es preciso decirte la verdad, lo bello es una
joven hermosa.
SÓCRATES. —¡Por el cielo, Hipias! ¡Tu respuesta es maravillosa, es incomparable! Si yo fuese
con esta definición a mi hombre, ¿crees que le satisfaría cumplidamente y que no tendría nada que
responder?
HIPIAS. —¡Ah!, ¿qué podía decirte, cuando tú nada le habías dicho que no estuviera apoyado en el
sentido común y en la aprobación de todos los que estuvieran presentes?
SÓCRATES. —En buen hora, pero deja, Hipias, que me repita a mí mismo lo que acabas de decir.
Este hombre me interrogará poco más o menos en estos términos: —Respóndeme, Sócrates, ¿las
cosas que tú dices que son bellas, si lo bello es alguna cosa, serán bellas por lo bello mismo? Y a mi
vez sostendré yo que si una hermosa joven es lo bello, es por esto por lo que todas las cosas bellas
son bellas.
HIPIAS. —¿Piensas que se atreva a llevar la cuestión más adelante, como si lo que tú has dicho
que es bello no lo fuese? Si lo hiciera, ¿no se pondría en ridículo?
SÓCRATES. —De seguro se atreverá, y si tal atrevimiento le pondrá en ridículo, eso es lo que yo
no sé; ya se verá el resultado; sin embargo, he aquí lo que me objetará y voy a decírtelo.
HIPIAS. —Dilo, pues.
SÓCRATES. —¡Cuán complaciente eres, Sócrates!, me diría. ¿Una hermosa yegua no es también
una cosa bella? El oráculo mismo de Apolo le reconoce esta cualidad. ¿Qué responderemos nosotros
a esto, Hipias? ¿Será preciso confesar que una hermosa yegua es una cosa bella, ni cómo podríamos
sostener que lo que es bello no es bello?
HIPIAS. —Es la verdad, Sócrates, y el Dios ha hablado muy bien porque hay entre nosotros
yeguas muy preciosas.
SÓCRATES. —Proseguirá él: —¿No diremos, que una hermosa lira es alguna cosa bella? Habrá
que convenir en ello, Hipias.
HIPIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —No parará aquí, porque conozco su manera ordinaria de atacar. —Respóndeme,
dirá: ¿una hermosa marmita no es una cosa bella?
HIPIAS. —¡Ah! Sócrates, no es posible que un hombre sea tan grosero que emplee términos tan
rebajados en una materia elevada como esta.
SÓCRATES. —Así es, Hipias, pero no hay que esperar de este hombre cultura; es un grosero que
no se cura más que de buscar la verdad. Sin embargo, es preciso responder y yo el primero diré lo
que siento. Si una marmita fuese hecha por un ollero entendido, y estuviese bien redondeada, bien lisa
y bien cocida, como algunas que se ven con dos asas muy elegantes y seis platos, y el hombre habla
de una pieza como esta, será preciso convenir en que es bella; ¿porque como se ha de sostener que lo
que es bello no es bello?
HIPIAS. —No puede ser otra cosa, Sócrates.
SÓCRATES. —En seguida me dirá: —¿Una marmita bella es una bella cosa?, respóndeme.
HIPIAS. —Yo creo que sí; un vaso bien trabajado es bello a la verdad, pero si le comparas con
una yegua, con una joven hermosa o con otras cosas bellas, no merece ser llamado bello.
SÓCRATES. —Bien comprendo ahora, Hipias, lo que es preciso objetar a nuestro hombre. Yo le
diré: —¿Ignoras, amigo mío, la palabra de Heráclito, de que el más bello de los monos es feo cuando
se le compara con la especie humana? Yo te respondo en igual forma, siguiendo el dictamen del
sabio Hipias, que la más bella marmita es fea comparada con una joven hermosa. ¿No es esto lo que
yo debía responderle, Hipias?
HIPIAS. —Muy bien, Sócrates.
SÓCRATES. —Aún un poco de paciencia, te lo suplico, porque añadirá él: —Pero qué, si se
comparan las jóvenes con las diosas, ¿no se dirá de ellas lo que se decía de la marmita comparada
con una mujer hermosa? ¿La más bella de todas las jóvenes no sería fea respecto a una diosa? Este
mismo Heráclito, que acabas de citar, ¿no dice también que el más sabio, el más bello, el más
perfecto de los hombres, no es más que un mono cotejado con dios? ¿Es por consiguiente
indispensable, Hipias, convenir en que la más hermosa doncella es fea con respecto a una diosa?
HIPIAS. —¿Pero puede dudarse de ello, Sócrates?
SÓCRATES. —Si le concedemos esto, se echará a reír, y me dirá: —¿Te acuerdas, Sócrates, de lo
que te pregunté? —Me acuerdo muy bien, le diría; tú me preguntaste qué es lo bello. —Así es, me
contestará, y en lugar de satisfacer a mi pregunta, me das por bello lo que según tú mismo tan pronto
es bello, tan pronto feo. Le confesaré que lo que dice tiene trazas de ser verdadero; ¿o qué es lo que
me aconsejas que le responda, amigo mío?
HIPIAS. —Es preciso confesarle, que la belleza humana no es nada en comparación con la belleza
divina; todo esto es cierto.
SÓCRATES. —Pero, me dirá, ¿si desde el principio te hubiese yo preguntado qué es a la par lo
bello y lo feo, y me hubieras respondido como lo haces ahora, no me habrías contestado
perfectamente? ¿Te parece aún que lo bello en sí mismo, que adorna y hace bellas todas las demás
cosas desde el momento que en ellas se muestra, haya de ser una doncella, una yegua, una lira?
HIPIAS. —Si te hace esa pregunta, es fácil definirle lo bello que forma la belleza y el adorno de
todas las cosas bellas; pero ciertamente ese hombre es un imbécil, que no entiende una palabra de
belleza. Respóndele, que lo bello que busca no es otra cosa que el oro, y con eso le tapas la boca;
porque no hay duda de que el oro, aplicado a una cosa, de fea que era antes, la hace bella.
SÓCRATES. —No conoces a este hombre, Hipias, ni conoces su terquedad; no deja pasar nada sin
fijarse bien en ello.
HIPIAS. —No importa, Sócrates. ¿Puede menos de rendirse a la verdad? Si la combate
indebidamente, habrá que tratarle como un hombre impertinente.
SÓCRATES. —Estoy seguro, amigo mío, de que lejos de contentarse con esta respuesta, me dirá
burlándose: —Imbécil, ¿crees que Fidias fuese un artista ignorante? De ninguna manera, le
respondería.
HIPIAS. —Muy bien.
SÓCRATES. —Muy bien. Pero cuando le haya dicho yo que tengo a Fidias por un escultor hábil,
proseguirá diciendo: —¿Piensas que Fidias no haya sabido lo que es bello? ¿Para qué me preguntas
eso?, le diría yo. —Porque no hizo de oro ni los ojos, ni el semblante, ni las manos, ni los pies de su
Atenea, sino que los hizo de marfil; sin embargo, según tú, debió hacerlos de oro para ser
enteramente bellos. Ésta es una falta que Fidias cometió por ignorancia, por no haber sabido que el
oro hace bellos todos los objetos a que se aplica. ¿Qué se dice a esto, Hipias?
HIPIAS. —Nada más fácil de responder; diremos que Fidias ha obrado bien, porque el marfil es
también una cosa bella.
SÓCRATES. —¿Por qué, continuará él, Fidias no ha hecho de marfil las niñas de los ojos de su
Atenea, usando en su lugar la piedra preciosa que se aproximaba más a la blancura del marfil? Y una
piedra bella ¿no es también una bella cosa? ¿Se lo confesaremos, Hipias?
HIPIAS. —¿Por qué no, cuando cuadra tan bien la piedra?
SÓCRATES. —¿Y cuando no cuadra, diremos que es fea, o no lo diremos?
HIPIAS. —Convengamos en que es fea, si no cuadra.
SÓCRATES. —¿El marfil y el oro, me dirá en seguida, puesto que tan entendido eres, cuando
cuadran bien, no hacen aparecer bellos los objetos en que se colocan, y por el contrario feos cuando
cuadran mal?
HIPIAS. —Es preciso confesar que lo que cuadra bien a una cosa la hace bella.
SÓCRATES. —Continuará él: —Si se pone a la lumbre esa bella marmita, de que hemos hablado,
llena de buen condimento, ¿qué cuchara le convendrá mejor, una de higuera o una de oro?
HIPIAS. —Ah, ¡por Heracles!, ¿qué hombre es ese, Sócrates? Te suplico que me digas su nombre.
SÓCRATES. —Aun cuando te lo dijera, no le conocerías.
HIPIAS. —Cualquiera que él sea, le tengo por un ignorante.
SÓCRATES. —Es cierto, que es hombre que fatiga con sus preguntas, pero, en fin, ¿qué le
diremos, Hipias? ¿De las dos cucharas, la de higuera y la de oro, cuál conviene más a la marmita?
Creo que la de higuera, porque da buen olor a las verduras, y con ellas no puede romperse la vasija,
lo cual sería una desgracia, porque toda la sustancia se derramaría, el fuego se apagaría y los
convidados quedarían a buenas noches. La cuchara de oro causaría todos estos desastres, y por esta
razón me parece, que en tal caso debe preferirse la cuchara de higuera a la de oro, a no ser que seas
tú de otro dictamen.
HIPIAS. —No, la cuchara de higuera conviene más, pero no me gustaría en verdad razonar con
un hombre que hace semejantes preguntas.
SÓCRATES. —Tendrías razón, porque no sería justo que un sabio que admira toda la Grecia, tan
bien vestido y calzado, escuchase tan humilde lenguaje; pero por lo que a mí toca, me es indiferente
conversar con este personaje. Te suplico, pues, que me instruyas antes, y que tengas la bondad de
responderme, porque el tal hombre no dejará de perseguirme. Si la cuchara de higuera conviene más
que la de oro, es más bella, puesto que has confesado que lo que mejor cuadra a una cosa es más
bello que lo que no le cuadra. ¿Habremos, pues, de convenir, Hipias, en que la cuchara de higuera es
más bella que la cuchara de oro?
HIPIAS. —¿Quieres, Sócrates, que de una vez para siempre te dé a conocer una definición de lo
bello, que ponga término a estos largos y fastidiosos discursos?
SÓCRATES. —Mucho gusto me darás en ello; pero dime antes, de las dos cucharas de higuera y
de oro, ¿cuál te parece más conveniente y más bella?
HIPIAS. —Pues bien, di a ese hombre, si quieres, que la de higuera.
SÓCRATES. —Ahora ya puedes decirme esa otra definición de la que acabas de hablarme,
porque con respecto a la de si lo bello es la misma cosa que el oro, fácilmente podríamos probar su
falsedad, y que el oro no es más bello que la higuera. Ahora ya puedes decirme tu nueva definición de
lo bello.
HIPIAS. —Voy a decírtelo. Me parece que la belleza que buscas ha de ser tal, que jamás pueda
parecer fea en ninguna parte, ni a ninguna persona.
SÓCRATES. —Eso es lo que yo quiero, Hipias; has comprendido mi pensamiento.
HIPIAS. —Escucha, pues, y si fuera posible que esta vez me engañara, tendré que confesar mi
ignorancia.
SÓCRATES. —Dilo luego, en nombre de los dioses.
HIPIAS. —Digo, pues, que en todo lugar, en todo tiempo, y por todo el mundo es siempre una
cosa muy bella el buen comportamiento, ser rico, verse honrado por los griegos, alargar mucho la
vida, y en fin, recibir de su posteridad los últimos honores con la misma piedad y la misma
magnificencia con que han sido dispensados a sus padres y a sus mayores.
SÓCRATES. —¡Ah!, Hipias, ¡respuesta maravillosa, solución incomparable, muy digna de ti! ¡Por
Hera!, admiro la bondad con que te esfuerzas en acudir a mi auxilio. Sin embargo, nuestro hombre se
nos deslizará aún, y preveo que se burlará de nosotros más que nunca.
HIPIAS. —Si se burla, se hará un hombre insufrible; reír, cuando no se tiene que replicar, es
reírse de sí mismo y exponerse a la risa pública.
SÓCRATES. —Quizá tienes razón, pero también quizá esta respuesta o solución es tal que corre
peligro de que no se contente con burlarse, si mis previsiones son exactas.
HIPIAS. —Cómo, ¿qué hará?
SÓCRATES. —Si por casualidad tiene un bastón en las manos, podría suceder que me diera un
varapalo, si con presteza no libraba el cuerpo.
HIPIAS. —Cómo, ¿ese hombre es amo tuyo? ¿Y no lo llamarías ante un tribunal para que
reparara la injuria? ¿Son mudas las leyes en Atenas, y les está permitido a los ciudadanos maltratarse
los unos a los otros?
SÓCRATES. —No.
HIPIAS. —Entonces, ¿sería castigado si te había pegado sin razón?
SÓCRATES. —Me parece que no sería sin razón, porque a mi entender la tendría, si le daba la
solución que tú propones.
HIPIAS. —La tendría en efecto, si tal es tu dictamen, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Quieres que te diga por qué tendría razón para pegarme, si le daba tu solución?
Porque indudablemente tú mismo no querrías pegarme sin escucharme y sin enterarte de mis razones.
HIPIAS. —Rehusar escucharte sería una cosa extraña en mí, Sócrates. Pero ¿cuáles son esas
razones?
SÓCRATES. —Voy a explicártelas, pero figurando ser ese hombre, como hice antes. De esta
manera te haré gracia de esos términos duros y mal sonantes de que se sirve cuando a mí me habla. A
no dudar, esto es lo que me dirá: —¿Crees, Sócrates, que no merece un varapalo el hombre, que en
vez de responder a lo que se le pregunta, se pone a cantar un ditirambo que nada tiene que ver con la
cuestión? —¿Cómo?, le responderé yo. —¿No te acuerdas, dirá él, que te he preguntado qué es lo
bello, eso que hace bellas todas las cosas donde se encuentra, una piedra, madera, un hombre, dios,
una acción, una ciencia cualquiera? Esto es lo que yo he buscado, y sin embargo, no has entendido
más mi pregunta que si fueras un canto, una piedra de molino, y como si no tuvieses, ni inteligencia,
ni oído. ¿Creerías conveniente, Hipias, que al verme confundido con estas palabras, le respondiese:
—El sabio Hipias me ha dicho, sin embargo, que esto era lo bello, cuando le pregunté, como tú, qué
es lo bello para todo el mundo y para siempre? ¿Qué dices, a esto, Hipias? ¿Te enfadarías
respondiendo yo de esta manera?
HIPIAS. —Yo sé perfectamente que lo que he dicho que es bello es bello en efecto, y que
aparecerá así a todos los hombres.
SÓCRATES. —¿Pero lo será así en efecto?, replicará nuestro hombre. Porque lo bello, es decir,
lo verdaderamente bello lo es de todos los tiempos, lo es siempre.
HIPIAS. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿No lo era en otro tiempo?, dirá nuestro hombre.
HIPIAS. —Lo era.
SÓCRATES. —Sobre la marcha replicará: —Pero qué, ¿el extranjero de Elis te ha dicho que fue
bello el entierro de Aquiles después de sus antepasados, como el de su abuelo Éaco, y el de los otros
hijos de los dioses y el de los dioses mismos?
HIPIAS. —¿Qué clase de hombre es ese, Sócrates? ¡Ah!, déjale; estas preguntas son impías.
SÓCRATES. —Y tales preguntas, ¿no es una impiedad responder afirmativamente?
HIPIAS. —Quizá.
SÓCRATES. —El impío serías tú mismo, Sócrates, me diría, tú que das por sentado que es cosa
bella siempre y para todo el mundo recibir de sus hijos los honores fúnebres y tributarlos a sus
padres. Cuando tú dices para todo el mundo ¿Heracles y los otros de que hemos hablado, no son de
este número?
HIPIAS. —Yo no he querido hablar de los dioses.
SÓCRATES. —¿Ni de los héroes, sin duda?
HIPIAS. —No, si son hijos de los dioses.
SÓCRATES. —¿Pero los que no lo son?
HIPIAS. —Ésos son a los que me he referido.
SÓCRATES. —Luego por tu mismo voto, ¿sería una cosa impía y fea para Tántalo, Dárdano,
Zeto y demás héroes, hacer los honores fúnebres a sus padres; y para Pelops y los demás, cuyos
padres han sido hombres, sería una cosa bella?
HIPIAS. —Así me parece.
SÓCRATES. —Lo que te parece verdadero ahora, replicará, no te lo parecía antes, puesto que ser
enterrado por sus descendientes, después de haber tributado los honores fúnebres a sus antepasados,
es una cosa que en ciertas ocasiones y para algunos no es del todo bella, y que es imposible que lo
sea siempre para todos; y henos aquí sumidos ridículamente en los inconvenientes de la doncella y de
la marmita, porque lo que has dicho de la sepultura es aún más ridículamente bello para los unos y
feo para los otros. Ésta es la razón, por la que se me quejará de nuevo y dirá: —Sócrates, ¿no es
posible que me definas hoy ya ese bello, sobre el que ha recaído mi pregunta? Ciertamente tendrá
razón para quejarse de mí, puesto que no he podido satisfacerle. He aquí las conversaciones que
ordinariamente pasan entre nosotros. Algunas veces podría decirse que, compadecido de mi
ignorancia, me sugiere en cierta manera lo que debo decir, y me pregunta si tal cosa me parece que es
lo bello. Lo mismo hace con todas las demás cosas que son objeto de nuestras conversaciones.
HIPIAS. —¿Pero qué? ¿Qué quieres decir, Sócrates?
SÓCRATES. —Te lo voy a explicar en el acto. —Sócrates, me dijo nuestro hombre, no quiero ya
semejantes respuestas, porque son impertinentes y demasiado fáciles de refutar. Pero veamos si lo
bello puede salir de un punto, que tocamos antes, cuando dijimos que el oro es bello si cuadra bien a
los objetos, y feo si no les cuadra, y, por consiguiente, si todas las cosas en las que se encuentra esta
conveniencia, son de hecho bellas. Mira, Sócrates, y considera esta armonía y conveniencia en sí
misma y juzga si su naturaleza no será la de lo bello. Yo, Hipias, sigo de ordinario la opinión de mi
hombre, no teniendo razones superiores que oponerle. ¿Pero tú crees, que lo conveniente sea lo
bello?
HIPIAS. —Ésa es mi opinión, Sócrates.
SÓCRATES. —Procuremos no engañarnos.
HIPIAS. —Procurémoslo.
SÓCRATES. —Lo conveniente o decoroso es lo que hace las cosas bellas, o es lo que las hace
aparecer tales, o no es ni lo uno ni lo otro.
HIPIAS. —Me parece que es lo uno o lo otro.
SÓCRATES. —¿Lo conveniente es lo que las hace aparecer bellas, a la manera que un hombre
mal formado parece bello, gracias a la elegancia de su calzado y de su traje? Pero si lo conveniente
hiciese aparecer las cosas más bellas de lo que ellas son, sería una especie de engaño e ilusión, y no
es esto lo que buscamos, Hipias; porque nosotros buscamos lo que hace que las cosas bellas sean
verdaderamente bellas, en la misma forma que decimos que todo lo que es grande es grande por la
magnitud, porque por la magnitud las cosas son grandes; y aunque no lo pareciesen, si en ellas hay
magnitud, necesariamente tienen que ser grandes. En la misma forma buscamos lo que es bello y que
hace bellas todas las cosas bellas, parézcanlo o no lo parezcan. Lo conveniente o decoroso no es este
bello, porque hace aparecer las cosas más bellas de lo que ellas son, como decías, y no permite que
se las encuentre tales como ellas son. Es preciso definir lo que hace bellas las cosas bellas, como
acabo de decir, parézcanlo o no lo parezcan. He aquí a lo que se dirige nuestra indagación de lo bello.
HIPIAS. —Pero la conveniencia o buena proporción, Sócrates, cuando se encuentra en alguna
parte, hace que las cosas parezcan bellas y lo son realmente.
SÓCRATES. —No es posible que las cosas que son bellas no parezcan tales, puesto que se
encuentra en ellas lo que las hace aparecer bellas.
HIPIAS. —No es posible.
SÓCRATES. —Qué, Hipias, ¿diremos que las bellas leyes y las bellas instituciones parecen
siempre bellas a juicio de todos los hombres? ¿No diremos más bien que su belleza verdadera se
ignora muchas veces, y que éste es el origen ordinario de las disputas y de las disensiones públicas y
privadas?
HIPIAS. —Yo avanzo a más, Sócrates, y digo que su belleza es ignorada.
SÓCRATES. —No sucedería esto, sin embargo, si tales cosas pareciesen lo que son y ellas
parecerían así, si lo conveniente fuese la misma cosa que lo bello, que no solo hace las cosas bellas
sino que las hace parecer tales. Así, pues, si lo conveniente es lo que hace una cosa bella, éste es en
efecto el bello que buscamos, y no el bello que la hace parecer bella. Si por el contrario, lo
conveniente da solamente a las cosas la apariencia de la belleza, no es éste el bello que buscamos,
puesto que el que buscamos las hace ser bellas, porque una misma cosa no puede ser a la vez causa de
ilusión y de verdad. Resolvámonos, pues, a sostener que la conveniencia es causa de que las cosas
sean bellas o solamente de que lo parezcan.
HIPIAS. —Yo sostengo que lo conveniente hace que las cosas parezcan bellas.
SÓCRATES. —Verdaderamente henos aquí bien lejos del conocimiento de lo bello, puesto que
tenemos, Hipias, que lo bello y lo conveniente son dos cosas diferentes.
HIPIAS. —¡Por Zeus!, Sócrates, eso me parece bien singular.
SÓCRATES. —Sin embargo, querido mío, cobremos ánimo; no he perdido aún toda esperanza de
descubrir lo que es lo bello.
HIPIAS. —¿Por qué desesperar? No es una cosa tan difícil; estoy bien seguro de que si me tomase
el trabajo de examinar la cuestión un solo momento por mí solo, te daría una definición tan exacta,
que la exactitud misma no tendría objeción que oponer.
SÓCRATES. —Habla bajo, Hipias, por temor de irritar a lo bello que buscamos con tanto
empeño. Ya ves cuántos sacrificios nos ha costado; él nos abandonará y se nos escapará como ya lo
ha hecho. No es porque tenga nada que decir contra la esperanza que tú me das, porque estoy muy
seguro de que apenas te veas solo, encontrarás lo que buscamos. Pero te suplico que procures
encontrarlo delante de mí, y si lo permites, como lo has hecho hasta ahora, haremos juntos la
indagación. Si lo conseguimos, será una fortuna para mí; si no, será preciso tener paciencia, porque
respecto a ti con un momento que te apliques, tienes bastante para encontrarlo. Si pudiéramos
investigarlo ahora, era negocio concluido, y yo no te importunaría más para saber si lo habías
descubierto tú solo. Mira si lo que te voy a proponer ahora es lo bello, en concepto de que yo digo
que lo es… Pero procura observar si me extravío. Digamos, pues, que lo bello es propiamente lo que
nos es útil, y lo que me hace creer que esto es una verdades que se llaman ojos bellos, no a aquellos
que no ven nada, sino a los que son útiles para la vista.
HIPIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —En el mismo concepto decimos que el cuerpo es bello porque es útil para la
carrera y la lucha, y lo mismo sucede con los animales, un caballo, un gallo, una codorniz; vasos,
carruajes, naves, instrumentos de música y de otras artes, las mismas leyes, las ciencias, todo esto lo
llamamos bello, teniendo en cuenta la utilidad que de ello recibimos, y considerando en cada uno de
estos objetos lo que les hace útiles, sea naturalmente, sea por efecto del arte, sea por la relación en
qué y para qué puedan ser útiles. Por el contrario, todo lo que es inútil lo encontramos feo; ¿No es
ésta, Hipias, tu opinión?
HIPIAS. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —Decimos, pues, con razón, que, con preferencia a todas las cosas, lo bello es lo
útil.
HIPIAS. —Muy bien dicho.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que lo que tiene el poder de hacer, sea lo que sea, es útil con
relación a lo que es capaz de hacer, y que lo que es incapaz es inútil?
HIPIAS. —Ciertamente.
SÓCRATES. —El poder por lo tanto es una cosa bella y la impotencia es una cosa fea.
HIPIAS. —Eso está bien pensado, Sócrates; muchos ejemplos confirman esa verdad, y
principalmente en el Estado político; porque es una cosa muy bella ejercer el poder político en su
país, y es una cosa muy fea vivir sin autoridad.
SÓCRATES. —Muy bien, Hipias; ¿no podrá decirse con la misma razón que la ciencia es la cosa
más bella del mundo, y que la ignorancia es la más fea?
HIPIAS. —¿Piensas de otra manera, Sócrates?
SÓCRATES. —Detente un poquito, mi querido Hipias; tiemblo por lo que habremos de confesar
luego.
HIPIAS. —¿Qué temes ahora, cuando tus indagaciones marchan tan perfectamente?
SÓCRATES. —Yo no lo sé, pero examina por un momento conmigo lo que voy a decirte: ¿un
hombre hace lo que no sabe ni puede hacer absolutamente?
HIPIAS. —Ciertamente no, porque no hará lo que no puede hacer.
SÓCRATES. —Los que hacen el mal o cometen malas acciones, si no hubieran podido hacerlas,
¿las hubieran hecho?
HIPIAS. —Evidentemente no.
SÓCRATES. —Pero todo lo que se puede, ¿se puede por el poder, y no por la impotencia?
HIPIAS. —No ciertamente.
SÓCRATES. —A todos los que hacen alguna cosa, ¿tienen el poder de hacerlo?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Pero desde su nacimiento y durante todo el curso de su vida, todos los hombres
hacen más mal que bien, y lo hacen involuntariamente.
HIPIAS. —Así es la verdad.
SÓCRATES. —Y qué, ¿diremos que un poder semejante y todo lo que es útil para hacer el mal es
una cosa bella, o rehusaremos darle este nombre?
HIPIAS. —En mi opinión, Sócrates, debemos rehusarlo.
SÓCRATES. —En este caso, Hipias, es preciso confesar, que lo útil y el poder no son lo mismo
que lo bello.
HIPIAS. —¿Por qué no, Sócrates, si este poder tiene el bien por objeto, y puede ser útil a este fin?
SÓCRATES. —Por lo menos es indudable que el poder y lo útil no constituyen lo bello de una
manera absoluta y sin restricción; y lo que hemos querido decir, Hipias, es que el poder y lo útil con
un fin bueno son lo mismo que lo bello.
HIPIAS. —Jamás he pensado otra cosa.
SÓCRATES. —¿Pero esto es o no ventajoso?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —En este caso, ¿los cuerpos bellos, las leyes bellas, la sabiduría y otras cosas que
nombramos antes, son bellas porque son ventajosas?
HIPIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Resulta pues, que con relación a nosotros, ¿lo ventajoso es lo mismo que lo
bello?
HIPIAS. —Nada más cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero lo que es ventajoso, ¿produce el bien?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Lo que produce, ¿no es la causa?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Luego lo bello es la causa del bien?
HIPIAS. —Lo es ciertamente.
SÓCRATES. —Pero la causa no es la misma cosa que aquello de que es causa, porque jamás una
causa puede ser causa de sí misma. Por ejemplo, Hipias, ¿estás de acuerdo en que la causa es aquello
que hace o que produce?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Luego la causa eficiente produce un efecto que no es la causa eficiente.
HIPIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Por consiguiente la causa eficiente y el efecto son dos cosas diferentes.
HIPIAS. —Sí, muy diferentes.
SÓCRATES. —Luego la causa no es causa de sí misma, sino del efecto que ella produce.
HIPIAS. —Eso es evidente.
SÓCRATES. —Luego si lo bello es causa de lo bueno, lo bueno es efecto de lo bello; y si
nuestros deseos se dirigen con tanto ardor hacia la sabiduría y hacia las demás cosas bellas, es
aparentemente, porque ellas producen lo bueno, último objeto de nuestros deseos; de manera que
conforme a nuestro razonamiento, resulta que lo bello es como el padre de lo bueno.
HIPIAS. —Muy bien, muy bien dicho.
SÓCRATES. —Pero ¿también estará muy bien dicho, que el padre no es el hijo, ni el hijo el
padre?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y que la causa no es el efecto, ni el efecto la causa? Así es verdaderamente.
SÓCRATES. —¡Por Zeus!, querido mío, lo bello no es lo bueno, ni lo bueno lo bello; ¿crees tú
que puede deducirse esta consecuencia de lo que hemos dicho?
HIPIAS. —¡Yo!, no, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Pero sostendremos que lo bello no es bueno, y que lo bueno no es bello?
HIPIAS. —Me guardaré bien de decirlo.
SÓCRATES. —Tienes razón, Hipias, y de todo lo que se ha dicho aquí, esto es lo menos
razonable.
HIPIAS. —También es esa mi opinión.
SÓCRATES. —Por consiguiente no hay que aspirar a que lo bello sea lo útil, ni lo ventajoso, ni
lo que produce un bien; esta opinión es más ridícula que aquella según la que hacíamos consistir lo
bello en una hermosa joven y en todas las demás cosas a que hemos pasado revista.
HIPIAS. —Soy de tu dictamen, Sócrates.
SÓCRATES. —Muy bien, Hipias, pero yo ya no sé dónde estoy; por todas partes encuentro
dificultades y dudas; ¿no te ocurre a ti algo?
HIPIAS. —Nada en este momento, pero como te he dicho, por poco que lo piense, estoy seguro
de encontrar lo que buscamos.
SÓCRATES. —El vehemente deseo que tengo de aprender de ti la solución de esta cuestión, no
me permite diferirlo más. He aquí ahora lo que se presenta a mi imaginación; procura examinarlo.
¿Será lo bello lo que produce placer? Por esta palabra no entiendo toda clase de placeres, sino tan
solo los que proporcionan la vista y el oído. ¿Cómo puede negarse esto? ¿No es muy cierto que la
belleza del hombre, de la pintura, de los ornamentos, regocija la vista? Por otra parte, los cantos
bellos, las bellas voces, en fin, toda la música, las conversaciones y los discursos, ¿no nos causan
igualmente placer? De suerte que si a nuestro terco preguntón le decimos que lo bello es el placer que
percibimos por el oído y por la vista, nos veremos libres de sus importunidades. ¿Qué te parece?
HIPIAS. —Me parece, Sócrates, que esta vez has descubierto lo bello.
SÓCRATES. —¿Pero las bellas leyes, las bellas instituciones son bellas porque agradan a los ojos
y a los oídos, o por alguna otra belleza?
HIPIAS. —Eso podría muy bien suceder, pero esta dificultad la ignorará nuestro hombre.
SÓCRATES. —¡Por el Perro!, Hipias, no se ocultará a un hombre de quien recibo lecciones
cuantas veces se me escapa hablar indebidamente o dar prueba de mi ignorancia, creyendo decir una
verdad.
HIPIAS. —¿De quién hablas?
SÓCRATES. —De Sócrates, hijo de Sofronisco, que no permitiría sentar ligeramente esta
proposición, ni tampoco creer que sé yo una cosa, que no sé.
HIPIAS. —Por lo que toca a las leyes, también creo yo, de acuerdo con tu dictamen, que ya
manifestaste, que su belleza es muy distinta.
SÓCRATES. —Despacito, Hipias; me parece que estamos ya en la misma dificultad en que
estábamos antes, cuando creíamos haber descubierto la naturaleza de lo bello.
HIPIAS. —¿Cómo, Sócrates?
SÓCRATES. —Te diré mi parecer, si es que puedo dar consejos. Podría suceder, que las
sensaciones del ojo y del oído no sean extrañas a la belleza de las leyes y de las instituciones; pero no
hablemos más de las leyes y supongamos que el placer que se recibe por la vista y el oído es lo bello
que buscamos. Si el hombre que tantas veces te he citado, u otro cualquiera, nos pregunta: —¿De
dónde nace, Hipias y Sócrates, que dais el nombre de bello a lo que es agradable a los ojos y a los
oídos, y que rehusáis este mismo nombre a lo que es agradable a los demás sentidos, al vino, a las
viandas, y al placer del amor? ¿Consiste en que no los encontráis agradables, porque creéis que el
verdadero placer se encuentra solo en los placeres de la vista y del oído? ¿Qué responderemos,
Hipias?
HIPIAS. —Responderemos, Sócrates, que los otros sentidos procuran igualmente otros placeres.
SÓCRATES. —Pero no ves que nos dirá, puesto que son placeres como los otros: «¿Por qué no
los llamáis bellos?». Diremos que se burlarían de nosotros, si dijéramos que el comer es una bella
cosa, en lugar de decir que es agradable; que el olor de los perfumes es bello, en lugar de decir que
es agradable. ¿No vemos también que los placeres del amor, por más que sean muy dulces, son sin
embargo vergonzosos, y que cuando alguno quiere gozar de ellos, se oculta? Dada esta respuesta nos
dirá: «Veo bien lo que decís; el pudor os impide llamar bellos a todos estos placeres, porque el
mundo lo repugna. Pero yo no os be preguntado sobre lo que los hombres piensan de lo bello; yo os
pregunté lo que es bello efectivamente». Entonces le diremos lo que ya hemos sentado, que lo bello
es esta parte de los placeres que nos vienen de la vista y del oído. ¿Tienes tú otra cosa que responder,
Hipias?
HIPIAS. —Nos vemos precisados, Sócrates, a no poder responder otra cosa.
SÓCRATES. —Muy bien contestado, nos dirá; pero si no hay placeres más bellos que los de la
vista y del oído, ¿los demás placeres no son bellos? ¿Lo confesaremos nosotros?
HIPIAS. —Lo confesaremos.
SÓCRATES. —Proseguirá él: «¿Lo que agrada a la vista agrada a la vez a la vista y al oído?, ¿y
lo que agrada al oído agrada a la vez al oído y a la vista?». Responderemos a esto, que lo que agrada
a uno de estos sentidos no agrada a los dos, porque aparentemente esto es lo que tú quieres saber;
pero nosotros hemos dicho, que cada uno de estos dos placeres separadamente es agradable por sí
mismo y que ambos juntos son agradables. Esto es lo que era preciso que le respondiéramos.
HIPIAS. —Eso mismo.
SÓCRATES. —Él continuará: «El placer, en tanto que placer, ¿difiere del placer? Yo no os
pregunto cuál es el mayor de dos placeres, ni si un placer es más o menos vivo que otro, sino si,
entre muchos placeres, el uno es diferente del otro, porque el uno es placer y el otro no». Nosotros
diremos que no; ¿no es así?
HIPIAS. —No es posible responder otra cosa.
SÓCRATES. —¿Por qué otra razón, sino porque son placeres, habéis separado los de la vista y
del oído de todos los demás? ¿No es de creer que precisamente habéis encontrado en ellos un no sé
qué, que os obliga a llamarlos bellos? Porque el placer de la vista no es bello porque se goza por la
vista; si ésta fuera razón, no podría llamarse bello el placer del oído, puesto que no goza por la vista.
¿No confesaremos que dice verdad?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —En igual forma, el placer del oído no es bello porque se goza por el oído; de otra
manera el placer de la vista no podría llamársele bello, puesto que no goza por el oído. ¿No
confesaremos, Hipias, que un hombre que se explica así, habla racionalmente?
HIPIAS. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Pero estos placeres son bellos ambos, según lo que decíais? ¿Lo confesaremos?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Es preciso que ambos tengan alguna cosa de común que los haga bellos, que les
pertenezca a ambos en común y a cada uno en particular. De otra manera no serían ambos bellos a la
vez y cada uno en particular. Respóndeme como si tú le hablaras.
HIPIAS. —Yo me atengo a lo que tú respondas.
SÓCRATES. —Si estos placeres tuviesen ambos a la vez una cualidad que no tuviesen el uno y el
otro separadamente, no sería por esta cualidad por la que serían bellos.
HIPIAS. —Pero, Sócrates, cómo es posible que ambos juntos tuviesen una cualidad que ni el uno
ni el otro tuviesen separadamente.
SÓCRATES. —¿Tú lo crees imposible?
HIPIAS. —Verdaderamente ignoraría la naturaleza de las cosas y la de los términos del lenguaje,
si dijese otra cosa.
SÓCRATES. —En buena hora, Hipias; hablas perfectamente. Sin embargo, yo no sé, pero se me
figura que entreveo una cierta cosa, que es poco más o menos lo que tú decías que es imposible;
quizá me engañe.
HIPIAS. —No hay quizá, sino que a punto fijo te equivocas.
SÓCRATES. —Sin embargo, se me representan en el espíritu muchos de estos objetos; pero
desconfío de mí mismo, al notar que tú no los ves, tú que has reunido dinero con tu sabiduría, como
ninguno en nuestra época, y que yo los veo sin haber ganado jamás un óbolo. Temo, mi querido
amigo, que te burles de mí y que tengas placer en engañarme; tanta es la claridad con que yo percibo
esta clase de objetos.
HIPIAS. —Descríbeme, pues, esos objetos, Sócrates, y ya verás mejor si me burlo o no me burlo.
Pero ciertamente no son más que ilusiones; porque ¿cómo puede concebirse que los dos juntos
sintamos lo que ni tú, ni yo, separadamente y en particular sentimos?
SÓCRATES. —¿Qué quieres decir con eso, Hipias? Yo no lo entiendo, no porque dejes de
expresar algo real, sino porque no puedo comprenderlo. ¿Pero quieres que yo te explique con mayor
claridad mi pensamiento? Creo que lo que yo no he sido jamás en particular, y lo que ni tú, ni yo,
somos separadamente, no podemos serlo juntamente; y recíprocamente, que lo que nosotros, tú y yo,
somos juntos, no lo somos en particular, ni el uno, ni el otro.
HIPIAS. —Me parece que te complaces, Sócrates, en sentar paradojas más y más increíbles, y ésta
es mayor que todas las anteriores. Pero, escúchame; si nosotros dos fuésemos justos, ¿no lo seríamos
el uno y el otro en particular? Y si el uno y el otro en particular fuésemos injustos, ¿no lo seríamos
los dos juntos? Lo mismo sucede con la salud. Si cada uno de nosotros estuviese enfermo, herido o
estropeado, ¿no lo estaríamos ambos juntos? En igual forma, si ambos juntos fuésemos de oro, de
plata o de marfil; si ambos juntos fuésemos sabios, nobles, jóvenes o viejos, dotados, en fin, de una
cualidad propia del hombre, ¿no lo seríamos igualmente el uno y el otro en particular?
SÓCRATES. —Ciertamente.
HIPIAS. —El defecto tuyo, Sócrates, y el de todos los que tienen costumbre de disputar contigo,
consiste en no considerar las cosas en su conjunto. Examináis aparte lo bello o cualquier otro objeto,
separándolo del conjunto. De aquí procede que no conocéis esos grandes cuerpos de la naturaleza, en
la que todo se liga; y es tan limitado vuestro alcance, que imagináis que hay cualidades, ya
accidentales, ya esenciales, que convienen a dos seres en conjunto, y no convienen a cada uno
separadamente, o que convienen al uno y al otro en particular, y de ninguna manera a ambos en
conjunto. He aquí cuáles son vuestras creencias; y todo nace de vuestra falta de luz, de razón y de
discernimiento.
SÓCRATES. —No se hace lo que se quiere, sino lo que se puede, Hipias, dice el proverbio. Pero
por lo menos tú nos auxilias siempre con tus buenos dictámenes. Es preciso que te explique a qué
punto ha llegado nuestra estupidez sobre esta materia, antes de haber recibido tus consejos. ¿Quieres
que te diga claramente hasta donde llevamos nuestras opiniones sobre este particular?
HIPIAS. —Nada me dirás de nuevo, Sócrates, porque tengo un conocimiento perfecto del espíritu
de esas gentes que se complacen en disputar; sin embargo, habla, si tienes gusto en ello.
SÓCRATES. —Tengo gusto en ello, mi querido amigo. Era tan escasa nuestra capacidad antes de
que tus palabras ensancharan nuestro espíritu, que creíamos que cada uno de nosotros es uno, y que
los dos juntos no somos lo que es cada uno, es decir, que los dos juntos somos dos y no uno. A tal
punto llegaba nuestra necedad. Pero tú acabas de demostrarme ahora, que si tú y yo juntos somos dos,
necesariamente cada uno de nosotros tiene que ser dos; y si cada uno de nosotros es uno, los dos
juntos tenemos que ser igualmente uno. La esencia de las cosas no permite que pueda suceder de otra
manera, que como lo dice Hipias, sino que es absolutamente indispensable que cada uno en particular
sea lo que son los dos en conjunto, y que los dos en conjunto sean lo que es cada uno en particular.
Me rindo a tus razones. Sin embargo, Hipias, será bueno que me digas antes, si tú y yo no somos más
que uno, o si yo soy dos y tú dos.
HIPIAS. —¿Qué me dices con eso?
SÓCRATES. —Digo lo que digo, porque no me atrevo a explicarme claramente contigo; te
levantas en cólera contra mí en el momento que crees que he hablado bien. Sin embargo, dime, ¿cada
uno de nosotros es más que uno, y tiene conciencia de que es más que uno?
HIPIAS. —Ciertamente no.
SÓCRATES. —Si no es más que uno, es impar; ¿no piensas tú que es impar?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y juntos los dos, somos impares?
HIPIAS. —No, Sócrates.
SÓCRATES. —Entonces somos pares; ¿no es así?
HIPIAS. —Pares.
SÓCRATES. —Si los dos juntos somos pares, ¿cada uno de nosotros separadamente es par?
HIPIAS. —No.
SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿no es una necesidad, como decías antes, que lo que nosotros
dos juntos somos, lo sea cada uno en particular; ni que lo que es cada uno en particular, lo sean los
dos juntos?
HIPIAS. —Con respecto a las cosas que acabas de decir, no; pero no es así respecto a las que yo
designé antes.
SÓCRATES. —A mí me basta que las cosas marchen tan pronto de una manera, tan pronto de otra.
Dije en efecto, si recuerdas lo que dio origen a esta discusión, que los placeres de la vista y del oído
no son mediante una belleza que sea propia a cada uno de ellos en particular, sin ser común a los dos
juntos; ni por una belleza común a los dos juntos sin ser propia a cada uno de ellos separadamente;
sino mediante una belleza común a los dos y propia de cada uno; y en este concepto concedías tú que
estos placeres son bellos, tomados junta y separadamente. Creí, en su consecuencia, que si ambos
eran bellos, solo podía ser en virtud de una cualidad inherente al uno y al otro, y no de una cualidad
de que esté privado uno de los dos; y aún estoy en esta creencia. Pero dime ahora de nuevo, si el
placer de la vista y el del oído son bellos tomados junta y separadamente, lo que les hace bellos, ¿no
es común a los dos y propio de cada uno de ellos?
HIPIAS. —Sin contradicción.
SÓCRATES. —¿Estos dos placeres son bellos porque son placeres, ya se les tome junta, ya
separadamente? Y en este concepto todos los demás placeres, los de los otros sentidos, no son bellos
como estos, puesto que hemos reconocido, si te acuerdas, que no dejan de ser placeres.
HIPIAS. —Me acuerdo de ello.
SÓCRATES. —Pero hemos dicho que eran bellos, porque se goza mediante los ojos y los oídos.
HIPIAS. —Así es; lo hemos dicho.
SÓCRATES. —Procura que no me extravíe. También hemos dicho, si mal no recuerdo, que lo
bello es lo que es agradable, no a todos los sentidos, sino solo a los del oído y de la vista.
HIPIAS. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —¿No es cierto igualmente, que esta cualidad es común a estos dos placeres
tomados en conjunto, y no es propia a cada uno separadamente? Porque cada uno de ellos en
particular no es bello mediante el oído y la vista a la vez; sino que son bellos los dos juntos mediante
la vista y mediante el oído y no cada uno en particular; ¿no es así?
HIPIAS. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Lo que es común a estos dos placeres, no es lo que hace bello a cada uno en
particular, puesto que lo que es común a ambos, no es propio de cada uno separadamente; y, por
consiguiente, se puede con razón llamar bellos a estos dos placeres juntos, pero no se puede decir,
que cada uno sea bello en particular. ¿No es esto una consecuencia necesaria? ¿Es preciso también
reconocerlo?
HIPIAS. —Así me parece.
SÓCRATES. —¿Diremos pues, que los dos juntos son bellos, y que cada uno en particular no lo
es?
HIPIAS. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —He aquí lo que a mi parecer lo impide; yes que nosotros hemos reconocido
cualidades que se encuentran en cada objeto, y que son tales, que si son comunes a los dos objetos,
ellas son propias a cada uno; y si son propias a cada uno, son comunes a los dos. Tales son todas esas
que tú has referido. ¿No es así?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Mientras que no sucede lo mismo con las cualidades que yo he citado. De este
número son los dos objetos, que, tomados separadamente, son uno, y, tomados conjuntamente, son
dos. ¿No es así?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Colocaremos lo bello en la clase de los ejemplos que tú has citado? En este caso,
lo mismo que si tú eres robusto y yo también, seremos los dos robustos; si tú eres justo y yo también,
seremos los dos justos; y si ambos somos justos y robustos, lo seremos el uno y el otro en particular;
lo mismo y en igual forma, si yo soy bello y tú también, lo seremos ambos, y si ambos lo somos, lo
será cada uno de nosotros. ¿O bien acaso con lo bello sucede lo que con ciertas cosas, que tomadas
conjuntamente son pares, y separadamente pueden ser impares o pares?, ¿o lo que con aquellas que
separadamente no pueden enunciarse, y que, tomadas conjuntamente, tan pronto pueden enunciarse,
tan pronto no; y así de otras mil semejantes que se me han presentado al espíritu? ¿En qué clase
colocas tú lo bello? Porque yo no concibo que los dos juntos seamos bellos, y que ni el uno ni el otro
lo seamos en particular; o por el contrario, que el uno y el otro seamos bellos en particular, y que no
lo seamos conjuntamente. Así sucede con todas las cosas. ¿Piensas tú como yo o de otra manera?
HIPIAS. —Como tú, Sócrates.
SÓCRATES. —Tienes razón, Hipias, y nos ahorras una larga polémica. En efecto, si lo bello se
refiere a tus ejemplos, es cierto que el placer que sentimos por los ojos y por los oídos no es lo
bello, puesto que hace bellos a estos dos sentidos juntos, y no a cada uno de ellos en particular. Esto
no puede ser, y sobre ello ya estamos de acuerdo.
HIPIAS. —Es cierto que estamos de acuerdo.
SÓCRATES. —Por consiguiente no es posible que el placer de la vista y del oído sea lo bello,
puesto que implica una imposibilidad.
HIPIAS. —Todo eso es cierto.
SÓCRATES. —Aquí se presenta otra vez nuestro hombre que nos dirá: —Puesto que estáis
engañados, decidme, como de nuevo, qué es lo bello, esto que atribuís a los placeres de la vista y del
oído, y que les hace dignos, según vosotros, del nombre de bellos. A mi parecer no podríamos
responderle nada adecuado, sino que estos placeres son bellos, porque ambos juntos y el uno y el
otro separadamente son los menos perjudiciales y los mejores de todos los placeres; ¿conoces tú otra
diferencia que esta entre estos placeres y los otros?
HIPIAS. —No, porque es cierto que estos placeres son los mejores.
SÓCRATES. —Él proseguirá: —Decís, pues, que lo bello es un placer ventajoso. Yo lo confesaré,
¿y tú?
HIPIAS. —Yo también.
SÓCRATES. —Nuestro hombre en el momento dirá: —¿No es lo ventajoso lo que produce el
bien? Pero el efecto y la causa que produce el efecto son dos, como lo hemos visto, y henos aquí
sumidos otra vez en nuestro primer embarazo; porque el bien no sería lo bello, ni lo bello sería el
bien, puesto que son dos cosas diferentes. A no haber perdido la razón, Hipias, será preciso confesar
que tiene razón, porque es un crimen no rendirse a la verdad.
HIPIAS. —¿Qué son todos esos miserables razonamientos, Sócrates, más que pequeñeces y
sutilezas, como te decía antes? ¿Quieres saber en qué consiste la verdadera belleza, la que es digna de
este nombre? Pues consiste en hablar con elocuencia en la asamblea, delante de un tribunal o de un
magistrado cualquiera, hasta producir la convicción y conseguir una recompensa, que no es pequeña,
y sí la mayor de todas, cual es el placer de salvar su vida, su fortuna y la de sus amigos. A esto es a lo
que debes aplicarte seriamente, y no a bagatelas y niñerías, pobre y necia ocupación, que te hará pasar
por un insensato.
SÓCRATES. —¡Cuán dichoso eres, Hipias, por haber sabido conocer las cosas en que un hombre
debe ocuparse, y haber consagrado a ellas una gran parte de tu vida, según me has manifestado!
Respecto a mí, un destino fatal me condena a continuas incertidumbres, y cuando llego a descubrir
estas dificultades a vosotros que sois sabios, solo os merezco palabras de desprecio. Me echáis en
cara, como acabas de hacerlo tú ahora, que solo me ocupo de pequeñeces, de necedades, de miserias;
sí, os creo, y por creeros, intento decir como vosotros, que hacer bellos discursos, hablar con
elegancia y con brillantez ante la asamblea o ante los jueces o cualquier otra asamblea, es una cosa
muy ventajosa; en el momento, alguno de mis amigos, y principalmente este hombre que me critica
sin cesar, me ataca, me persigue con sus reprensiones y tengo los oídos cansados de sus quejas, con
la circunstancia de que lo tengo cerca de mí y vivimos juntos. Así es que, cuando estamos en casa y
me oye hablar de esta manera, me pregunta si no me avergüenzo de razonar sobre las bellas
ocupaciones, yo que manifiestamente no tengo ningún conocimiento de lo bello. —¿Cómo puedes
juzgar, me dice, si una arenga, si una acción cualquiera es bella, sin saber lo que es bello? Si no
mudas de opinión ¿crees que la muerte no es preferible a una vida semejante? Me sucede lo que te
decía antes, que me persigue con sus reprimendas, como tú. Pero quizá es necesario que sufra yo
todos estos cargos y no sería imposible que de ello me resultara alguna utilidad. Por lo menos, la
polémica, que he sostenido con vosotros dos, me ha valido ya alguna cosa, Hipias, y es el
comprender, yo creo, el proverbio popular:

Las cosas bellas son difíciles.[3]


HIPIAS MENOR
Argumento del Hipias Menor[1]
por Patricio de Azcárate

Sin gracia en la forma, sin verdad y sin interés en el fondo, este diálogo parece indigno en todos
conceptos de figurar ni aun entre las composiciones de menos mérito de Platón. Sin embargo, el
Hipias Menor es citado muchas veces por Aristóteles,[2] principalmente en su Metafísica,[3] del
mismo modo que los demás diálogos reconocidos como auténticos; y estando por medio esta
autoridad, será siempre temerario negar gratuitamente que sea auténtico. ¿No es permitido suponer,
que llegó un día, en que el adversario de los sofistas quiso ejercitarse, para mejor atacarles, con sus
propias armas, como lo hizo en el Protágoras y en el Eutidemo, y que quiso tener la complacencia de
probarse a sí mismo y probar a los sofistas que sabía, cuando llegaba el caso, ser más sutil, más
exagerado, más falso, más sofista, en una palabra, que ellos mismos? Ésta es la mejor prueba de que
los conocía bien. Sólo así podría explicarse que Platón se tomase el trabajo de sostener en una
conversación de muchas páginas paradojas, tales como las que nos limitamos a reproducir para que
sirvan como de resumen del diálogo.
Hipias Menor o de la mentira
EUDICO (Hijo de Apemantes, ateniense) — SÓCRATES — HIPIAS

EUDICO. —Y tú, Sócrates, ¿por qué guardas tanto silencio después de que Hipias nos ha referido
cosas tan bellas?[1] ¿Por qué no aplaudes como los demás? O si hay algún punto que no te satisfaga,
¿por qué no le refutas, tanto más cuanto que todos nosotros podemos lisonjearnos de estar versados,
cual ninguno, en el estudio de la filosofía?
SÓCRATES: —Cierto es, Eudico, que con gusto preguntaría a Hipias sobre algunas de las cosas
que ha dicho respecto a Homero. He oído decir a tu padre Apemantes, que la Ilíada de Homero era
mejor poema que la Odisea, siendo aquel más bello que éste, tanto cuanto Aquiles es superior a
Ulises; porque sostenía que estos dos poemas están hechos en alabanza el uno de Aquiles y el otro de
Ulises. Desearía saber de Hipias, si no lo lleva a mal, lo que piensa de estos dos héroes y a cuál de los
dos juzga superior, ya que nos ha dicho tantas cosas y de tantas especies sobre diferentes poetas, y en
particular sobre Homero.
EUDICO. —De seguro que, si haces alguna pregunta a Hipias, no tendrá ninguna dificultad en
contestarte. ¿No es cierto, Hipias, que responderás a Sócrates, si te pregunta? O si no, ¿qué harás?
HIPIAS: —Me equivocaría grandemente, si acostumbrado como estoy a ir siempre desde Elide,
mi patria, a Olimpia, en medio de la asamblea general de los griegos, cuando se celebran los juegos,
y presentarme en el templo para hablar sobre la materia que se quiera, de las que yo llevo preparadas
para probar mi ciencia, o bien para responder a todo lo que quieran preguntarme, me negara hoy a
contestar a las preguntas de Sócrates.
SÓCRATES. —Dichoso tú, Hipias, si a cada olimpiada te presentas en el templo con el alma tan
llena de confianza en tu propia sabiduría, y me sorprendería mucho que hubiese un atleta que se
presentase en Olimpia para combatir con la misma seguridad y contando con las fuerzas de su
cuerpo, como cuentas tú, según dices, con las del espíritu.
HIPIAS. —Si tengo buena opinión de mí mismo, no es sin fundamento, Sócrates; porque desde
que comencé a concurrir a los juegos olímpicos, no he encontrado ningún adversario que me haya
aventajado.
SÓCRATES. —Ciertamente, Hipias, tu nombradía es un monumento brillante de sabiduría para
tus conciudadanos de Elide y para los que te dieron el ser. ¿Pero qué dices de Aquiles y de Ulises?
¿Cuál de los dos, a tu parecer, es preferible al otro y en qué? Cuando estábamos muchos en esta sala,
y dabas tú pruebas de tu saber, yo perdí una parte de las cosas que dijiste, porque no me atrevía a
interrogarte a causa de la multitud que estaba presente; y por otra parte temía interrumpir con mi
pregunta tu exposición. Ahora que somos pocos y que Eudico me precisa a interrogarte, habla y
explícanos claramente lo que decías de estos dos hombres, y qué diferencia encuentras entre ellos.
HIPIAS. —Quiero, Sócrates, exponerte con mayor claridad aún que antes lo que pienso de ellos y
de los demás. Digo, pues, que Homero ha hecho a Aquiles el más valiente de cuantos se presentaron
delante de Troya; a Néstor el más prudente, y a Ulises el más astuto.
SÓCRATES. —En nombre de los dioses, Hipias, ¿querrás hacerme un favor? El de no burlarte de
mí, si comprendo con dificultad lo que me dices y si soy importuno con mis preguntas; trata más bien
de responderme con dulzura y complacencia.
HIPIAS. —Sería bochornoso para mi, Sócrates, que cuando enseño a los demás a hacer lo que tú
dices, y en este concepto creo poder cobrar dinero, no tuviese, al preguntarme tú, indulgencia para
contigo y no te respondiese con dulzura.
SÓCRATES. —Es imposible hablar mejor. He creído comprender tu pensamiento, cuando dijiste
que Homero ha hecho a Aquiles el más valiente de los griegos y a Néstor el más prudente; pero
cuando añadiste que el poeta había hecho a Ulises el más astuto, te confieso, puesto que es preciso
decirte la verdad, que no te he comprendido del todo bien. Quizá lo concebiría mejor de esta manera.
Dime: ¿es que Aquiles no es presentado también como astuto por Homero?
HIPIAS. —De ninguna manera, Sócrates; antes lo presenta como el hombre más sincero. Cuando
el poeta nos los muestra conversando juntos en las Oraciones.[2] Aquiles habla a Ulises en estos
términos: «Noble hijo de Laertes, sagaz Ulises, es preciso que te diga sin rodeos lo que pienso y lo
que quiero hacer, porque aborrezco tanto como A las puertas del infierno al que oculta una cosa en su
espíritu y dice otra. Por lo tanto, yo te diré lo que quiero hacer».[3] Homero pinta en estos versos el
carácter de ambos. Aquí se ve que Aquiles es veraz y sincero, y Ulises mentiroso y astuto, porque
Ulises es el que Aquiles tiene en la mente al decir estos versos, que Homero pone en su boca.
SÓCRATES. —Ahora, Hipias, creo comprender lo que dices. Por astuto entiendes ser mentiroso.
HIPIAS. —Sí, Sócrates, y ése es el carácter que Homero ha dado a Ulises en muchos pasajes de la
Ilíada y de la Odisea.
SÓCRATES. —Homero creía, por lo tanto, que el hombre veraz y el mentiroso son dos hombres,
y no el mismo hombre.
HIPIAS. —¿Y cómo podría creer otra cosa?
SÓCRATES. —¿Luego tú piensas lo mismo?
HIPIAS. —Seguramente, y sería cosa rara que tuviera otra opinión. Éste era el titulo, entre los
antiguos, del noveno libro de la Ilíada.
SÓCRATES. —Pues abandonemos a Homero, tanto más cuanto que nos es imposible exigir de él
lo que tenía en la mente al hacer estos versos. Pero puesto que tú haces causa común con él y que la
opinión que atribuyes a Homero es igualmente la tuya, respóndeme por él y por ti.
HIPIAS. —Estoy conforme. Propón en pocas palabras lo que deseas.
SÓCRATES. —¿Crees que los mentirosos son hombres incapaces de hacer nada, como son los
enfermos, o los consideras como hombres capaces de hacer algo?
HIPIAS. —Los tengo por muy capaces de hacer muchas cosas, y sobre todo de engañar a los
demás.
SÓCRATES. —Según lo que dices, los astutos son igualmente gentes capaces, a lo que parece;
¿no es así?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Los astutos y los mentirosos son tales por imbecilidad y falta de buen sentido, o
por malicia en que tiene parte la inteligencia?
HIPIAS. —Por malicia ciertamente y por inteligencia.
SÓCRATES. —¿Luego son inteligentes según todas las apariencias?
HIPIAS. —¡Sí, por Júpiter!, y grandemente.
SÓCRATES. —Siendo inteligentes, ¿saben o no saben lo que hacen?
HIPIAS. —Lo saben perfectamente bien, y porque lo saben hacen mal.
SÓCRATES. —Sabiendo lo que saben, ¿son ignorantes o instruidos?
HIPIAS. —Son instruidos en este punto, es decir, en el arte de engañar.
SÓCRATES. —Alto por un momento; recordemos lo que acabas de decir. Los mentirosos, en tu
opinión, son capaces, inteligentes, sabios y hábiles en las cosas respecto de las que son mentirosos.
HIPIAS. —Lo sostengo.
SÓCRATES. —Los hombres sinceros y los mentirosos difieren entre sí, y son al mismo tiempo
muy opuestos los unos a los otros.
HIPIAS. —Es lo mismo que yo digo.
SÓCRATES. —Los mentirosos, a juzgar por lo que tú dices, son del número de los hombres
capaces y hábiles.
HIPIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando dices que los mentirosos son capaces e instruidos en el arte de engañar
¿entiendes por esto, que tienen la capacidad de mentir cuando quieren, o que son inhábiles respecto de
las cosas en que mienten?
HIPIAS. —Entiendo, que tienen esta capacidad.
SÓCRATES. —Luego, para decirlo de una vez, los mentirosos son instruidos y capaces en punto
a mentiras.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el hombre incapaz e ignorante en este género no es mentiroso.
HIPIAS. —No.
SÓCRATES. —¿No se tiene por capaz de hacer una cosa al que la hace cuando quiere hacerla, es
decir, que no está impedido ni por la enfermedad, ni por ningún otro obstáculo semejante, y tiene el
poder de hacer lo que quiere, como tú tienes el de escribir mi nombre cuando te agrade? Por lo
mismo te pregunto si llamas capaz a todo el que tiene el mismo poder.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Dime, Hipias, ¿no eres hombre entendido en el arte de contar y en el cálculo?
HIPIAS. —Mejor que nadie.
SÓCRATES. —Si se te preguntase cuántos son tres veces setecientos; ¿no contestarías, queriendo,
más pronto y más seguramente que cualquiera otro la verdad sobre este punto?
HIPIAS. —Seguramente.
SÓCRATES. —Y esto lo harías, porque eres muy entendido y muy capaz en esta materia.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Eres sólo muy entendido y muy capaz en el arte de contar, y no eres también muy
bueno en este mismo arte, en que eres muy capaz y muy inteligente?
HIPIAS. —También muy bueno.
SÓCRATES. —Luego tú dirás mejor la verdad sobre estos objetos; ¿no es así?
HIPIAS. —Me lisonjeo de ello.
SÓCRATES. —¡Pero qué!, ¿no dirías mejor lo falso sobre los mismos objetos? Respóndeme,
como has hecho hasta ahora, con resolución y nobleza. Si te preguntasen cuántas son tres veces
setecientos, ¿no mentirías mejor que ningún otro, y no contestarías falsamente si entraba en tus planes
mentir y no responder nunca la verdad? ¿Podría el ignorante en materia de cálculos mentir mejor que
tú, queriendo tú mentir? ¿No es cierto, que el ignorante, en el acto mismo de querer mentir, dirá
muchas veces la verdad contra su intención y por casualidad, por lo mismo que es ignorante,
mientras que tú, que eres sabio, mentirías constantemente sobre el mismo objeto, si te propusieses
mentir?
HIPIAS. —Si, así es.
SÓCRATES. —¿El mentiroso es mentiroso en otras cosas y no en los números y no podrá mentir
al contar?
HIPIAS. —¡Por Júpiter!, puede mentir igualmente en los números.
SÓCRATES. —En este caso sentemos como cierto, Hipias, que hay mentirosos en materia de
números y de cálculo.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Pero ¿cuál será el mentiroso de esta especie? Para que sea tal ¿no es preciso,
como lo confesabas antes, que tenga la capacidad de mentir? Porque recuerda que decías, que todo el
que es impotente para mentir, jamás será mentiroso.
HIPIAS. —Recuerdo que efectivamente lo dije.
SÓCRATES. —¿Pero no acabamos de ver, que tú eres muy capaz de mentir en materia de cálculo?
HIPIAS. —Sí, eso se dijo igualmente.
SÓCRATES. —¿No eres también capaz de decir la verdad sobre el mismo objeto?
HIPIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Luego el mismo hombre es muy capaz de mentir y de decir la verdad sobre el
cálculo, y este hombre es el que es bueno en este género, el calculador.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Qué otro, por consiguiente, que el hombre bueno puede ser mentiroso en materia
de cálculo, Hipias, puesto que es el mismo que es capaz de hacerlo y el mismo que puede decir la
verdad?
HIPIAS. —Al parecer así debe de ser.
SÓCRATES. —Por lo tanto, ya ves que es el mismo hombre el que miente y dice la verdad sobre
este punto, y que el hombre veraz no es mejor que el mentiroso, puesto que es la misma persona, y
que no hay entre ellos una oposición absoluta como tú creías hace un momento.
HIPIAS. —Es cierto que con relación al cálculo no parece que sean dos hombres.
SÓCRATES. —¿Quieres que examinemos esto con relación a otro objeto?
HIPIAS. —En buen hora, si lo crees conveniente.
SÓCRATES. —¿No estás tú versado también en geometría?
HIPIAS. —Lo estoy.
SÓCRATES. —Y bien, ¿no sucede lo mismo respecto a la geometría? El mismo hombre, es decir,
el geómetra, ¿no es capaz de mentir y de decir la verdad acerca de las figuras?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Hay otro que él, que sea bueno en esta ciencia?
HIPIAS. —Ningún otro.
SÓCRATES. —El geómetra bueno y hábil, es por consiguiente, muy capaz de hacer lo uno y lo
otro, y si hay alguno que pueda mentir sobre las figuras, es el buen geómetra, puesto que es el que
tiene la capacidad de hacerlo, mientras que el hombre incapaz en este género está en la imposibilidad
de mentir. Y así no pudiendo mentir, no puede hacerse mentiroso, en lo cual ya estamos conformes.
HIPIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Consideremos en tercer lugar la astronomía, en la que te creías más versado aún
que en las precedentes. ¿No es así?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿No se verifica lo mismo respecto a la astronomía?
HIPIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —En la astronomía, si alguno miente, será un buen astrónomo, el mismo que es
capaz de mentir, y no el que es incapaz de hacerlo a causa de su ignorancia.
HIPIAS. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —El mismo hombre será por consiguiente veraz y mentiroso en materia de
astronomía.
HIPIAS. —Probablemente.
SÓCRATES. —¡Animo! Hipias. Echa una ojeada sobre todas las ciencias, para ver si hay alguna
en la que se verifique una cosa distinta de la que acabo de decir. Eres, sin comparación, el más
instruido de todos los hombres en la mayor parte de las artes, de lo cual te he oído en una ocasión
jactarte, cuando hacías en medio de la plaza pública, en los mostradores de los negociantes, la
enumeración de tus conocimientos verdaderamente dignos de ser envidiados. Decías que en una
ocasión te presentaste en Olimpia, no llevando en tu persona nada que no hubieses trabajado por ti
mismo. Y por lo pronto que el anillo que llevabas (porque comenzaste por aquí) era obra tuya, y que
sabías grabar anillos; que otro sello que tenías, así como un frotador para el baño y un vaso para el
aceite, todo era producto de tu trabajo. Anadías que habías hecho tú mismo el calzado que tenías en
los pies, y tejido tu traje y tu túnica. Pero lo que pareció más maravilloso a todos los asistentes, y que
es una prueba de tu habilidad en todas las cosas, fue cuando dijiste que el ceñidor de tu túnica estaba
trabajado conforme al gusto de los más preciosos ceñidores de Persia, y que le habías tejido tú
mismo. Además, contabas que llevabas contigo poemas, versos heroicos, tragedias, ditirambos y yo
no sé cuantos más escritos en prosa sobre toda clase de asuntos; y que de todos cuantos se
encontraban en Olimpia, tú eras en todos conceptos el más hábil en las artes de que acabo de hablar, y
también en la ciencia del ritmo, de la armonía y de la gramática, sin contar con otros muchos
conocimientos, que yo no puedo recordar. Sin embargo, he omitido hablar de tu memoria artificial,
que es lo que te hace más honor en tu opinión, y creo haber omitido aún otras muchas cosas. Sea
como quiera, echa como te he dicho, una mirada a las artes que posees (que son muchas) y a las
demás; en seguida dime si encuentras una sola, en la que, conforme a lo que tú y yo hemos
convenido, el veraz y el mentiroso sean dos hombres diferentes y no el mismo hombre. Examina esto
en cualquier grado de instrucción, ciencia, o llámese como se quiera, y no encontrarás un arte en que
no suceda eso, mi querido amigo; y efectivamente no le hay; y si no, nómbrale.
HIPIAS. —No podré encontrarlo, Sócrates; por lo menos en este momento.
SÓCRATES. —Tampoco lo encontrarás después, me parece. Pero si lo que digo es verdad,
¿recuerdas lo que resulta de este discurso?
HIPIAS. —No veo claramente, Sócrates, a donde vas a parar.
SÓCRATES. —Eso consiste probablemente en que no haces uso en este momento de tu memoria
artificial, y crees sin duda que no debes servirte de ella en este caso. Voy, pues, a ponerte en el
camino. ¿Te acuerdas de haber dicho, que Aquiles era veraz y Ulises embustero y astuto?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Recuerdas que el veraz y el mentiroso nos han parecido con evidencia que son el
mismo hombre? De donde se sigue, que si Ulises es mentiroso es al mismo tiempo veraz; y que si
Aquiles es veraz es igualmente mentiroso; y así que no son dos hombres diferentes, ni opuestos entre
sí, sino semejantes.
HIPIAS. —Sócrates, tú tienes siempre el talento de embarazar la discusión. Te apoderas en un
discurso de lo más espinoso, y a ello te ases examinándolo por partes; y cualquiera que sea la materia
de que se trate, jamás en tus impugnaciones lo examinas en su conjunto. Yo te demostraré en este acto
con muchos testimonios y pruebas decisivas, que Homero ha hecho a Aquiles tipo de la franqueza y
mejor que a Ulises, y a éste engañador, mentiroso en mil ocasiones e inferior a Aquiles, Dicho esto,
si lo crees conveniente, opón razones a razones para probarme que Ulises vale más. De esta manera,
los aquí presentes podrán decidir quién de nosotros dos tiene razón.
SÓCRATES. —Hipias, muy distante estoy de negar que tú seas más sabio que yo. Pero cuando
alguno habla, tengo siempre costumbre de estar muy atento, sobre todo, si tengo motivo para creer
que el que habla es un hombre hábil; y como tengo gran deseo de comprender lo que dice, le
pregunto, examino y cotejo sus palabras unas con otras, para formar mejor mi juicio. Por el
contrario, si me parece que es un espíritu vulgar, ni le pregunto, ni me cuido nada de lo que dice.
Reconocerás en esta señal quiénes son los que tengo por hábiles, y verás que acepto por entero lo que
dicen, y que les hago preguntas para aprender de ellos algo y hacerme mejor. Por ejemplo, me he
fijado muy particularmente en lo que has dicho cuando insinuaste que en los versos que acabas de
citar Aquiles presenta a Ulises como hombre que ofrece mucho y cumple poco, y me sorprendería
que dijeses verdad en este punto; siendo así que no se ve que este astuto Ulises haya dicho mentira
alguna en este pasaje, mientras se ve, por el contrario, que es Aquiles el astuto, según tu definición,
puesto que miente. En efecto, después de haber comenzado por los versos que has referido:
«Aborrezco tanto como las puertas, del infierno al que oculta una cosa en su espíritu y dice otra»;
añade un poco después, que ni Ulises ni Agamenón le harán doblegarse nunca, y que no permanecerá
en manera alguna delante de Troya. «Desde mañana», dice, «después que haya hecho un sacrificio a
Júpiter y a todos los dioses, cargaré mis naves y saldrán al mar, y verás, si quieres y si esto te
interesa, mi flota bogar de madrugada en el Helesponto y mis tripulaciones remar a porfía; y si
Neptuno nos concede una feliz navegación, espero abordar al tercer día a la fértil Phthia».[4] Mucho
tiempo antes, en su querella con Agamenón, le había dicho: Parto desde este mismo momento para
Phthia, porque me es más ventajoso volver a mi país con, mis naves encorvadas por los extremos, y
no creo que estando aquí Aquiles sin honor, puedas tú aumentar tu poder y tus riquezas.[5] Después de
haber hablado de esta manera, ya en presencia de todo el ejército, ya de sus amigos, no aparece en
ninguna parte que hiciera los aprestos de su viaje, ni que haya hecho salir las naves al mar para
volver a su patria; al contrario, lo que se ve es que se cuida bien poco de decir la verdad. Te he
interrogado al principio, Hipias, porque dudaba cuál de los dos era representado como mejor por el
poeta; yo los creía a ambos muy grandes hombres, y por lo mismo me parecía difícil decir cuál
llevaba ventaja al otro, tanto respecto a la mentira, como a la verdad y demás virtudes; y tanto más,
cuanto que con relación al punto de que se trata, son muy parecidos.
HIPIAS. —Todo consiste en que no examinas bien las cosas, Sócrates. En las circunstancias en
que Aquiles miente, no hay designio premeditado de mentir, sino que la derrota del ejército le
precisó, bien a su pesar, a permanecer y volar en su auxilio. Pero Ulises miente siempre de propósito
deliberado e insidiosamente.
SÓCRATES. —Tú rae engañas, mi querido Hipias; tú imitas a Ulises.
HIPIAS. —Nada de eso, Sócrates; ¿en qué te engaño y qué es lo que quieres decir?
SÓCRATES. —En qué supones que Aquiles no miente con propósito deliberado; un hombre tan
charlatán, tan insidioso, que además de la falsedad de sus palabras, si hemos de atenernos a lo que
refiere Homero, de tal manera posee, más que Ulises, el arte de engañar disimuladamente, que se
atreve, hasta en presencia del mismo Ulises, a decir el pro y el contra, sin que éste se haya apercibido;
por lo menos, Ulises nada le dice que dé lugar a creer que había advertido que Aquiles mentía.
HIPIAS. —¿De qué pasaje hablas?
SÓCRATES. —¿No sabes que después de haber dicho un poco antes a Ulises que saldría al mar al
día siguiente al rayar el alba, habla en seguida con Áyax, y no le dice que partirá, sino una cosa
enteramente distinta?
HIPIAS. —¿Dónde está eso?
SÓCRATES. —En los versos siguientes: No tomaré, dice, ninguna parte en los sangrientos
combates, mientras no Dea al hijo del sabio Príamo, al divino Héctor, llegar a las tiendas y a las
naves de los Mirmidones, después de haber hecho una carnicería entre los Argivos y quemado su
flota. Pero cuando Héctor esté cerca de mi tienda y de mi nave negra, sabré contenerle en regla a
pesar de su ardor.[6] ¿Crees tú, Hipias, que el hijo de Tetis, el discípulo del sapientísimo Quirón, tuvo
tan poca memoria, que después de haber dirigido los más sangrientos cargos contra los hombres de
dos palabras, haya dicho a Ulises que iba a partir sobre la marcha y a Ayax que se quedaría? ¿No es
más probable que tendía lazos a Ulises, y que considerándole poco sagaz, esperaba superarle en el
arte de engañar y de mentir?
HIPIAS. —Yo no lo pienso así, Sócrates; sino que la razón que tuvo Aquiles para decir a Ayax
distintas cosas que a Ulises, fue porque la bondad de su carácter le había hecho mudar de resolución.
Mas respecto a Ulises, ya diga verdad o ya mienta, jamás habla que no sea con designio premeditado.
SÓCRATES. —Si es así ¿Ulises entonces es mejor que Aquiles?
HIPIAS. —De ninguna manera,
SÓCRATES. —¡Qué!, ¿no hemos visto antes que los que mienten voluntariamente son mejores
que los que mienten a pesar suyo?
HIPIAS. —¿Cómo es posible, Sócrates, que los que cometen una injusticia, tienden lazos y causan
el mal con intención premeditada, puedan ser mejores que aquéllos, que incurren en tales faltas
contra su voluntad, siendo así que se considera digno de perdón al que, sin saberlo, comete una
acción injusta, miente o causa cualquiera otro mal, siendo por esto las leyes mucho más severas
contra los hombres malos y mentirosos voluntarios que contra los involuntarios?
SÓCRATES. —Ya ves, Hipias, con cuanta verdad he dicho, que no me canso nunca de interrogar a
los hombres entendidos. Creo que ésta es la única buena cualidad que tengo, porque todas las demás
no llegan a la medianía; porque me engaño acerca de la naturaleza de los objetos y no sé en qué
consiste. La prueba convincente que tengo de esto es que siempre que converso con alguno de
vosotros, tan acreditados por vuestra sabiduría y en quienes todos los griegos reconocen esta
cualidad, descubro que no sé nada, y efectivamente casi en ningún punto soy de vuestro dictamen. ¿Y
qué prueba más decisiva de ignorancia que la de no pensar como los sabios? Pero yo tengo una
cualidad admirable que me salva, y es que no me ruborizo en aprender y que pregunto e interrogo sin
cesar, mostrándome por otra parte muy reconocido al que me responde; de suerte que no he privado
jamás a nadie de lo que le debía en este género de atenciones, porque nunca me ha ocurrido el negar
lo que hubiese aprendido de otros ni el atribuirme descubrimientos ajenos; antes, por el contrario,
tributo elogios al hombre hábil que me ha instruido, y expongo sinceramente lo que de él he
aprendido. Pero en el presente caso no te concedo lo que dices, porque soy de una opinión
enteramente contraria. Conozco que la falta está toda de mi parte, porque soy así como soy, para no
decir otra cosa peor. Veo efectivamente todo lo contrario de lo que tú supones, Hipias; veo que los
que dañan a otro, cometen acciones injustas, mienten, engañan e incurren en faltas voluntarias, no
involuntarias, son mejores que los que hacen todo esto sin intención. Es cierto, que a veces acepto lo
opinión opuesta, y que no tengo ideas fijas sobre este punto, sin duda porque soy un ignorante.
Actualmente me encuentro en uno de estos accesos periódicos, y me parece, que los que cometen
faltas, cualesquiera que ellas sean, con intención de hacerlas, son mejores que los que las hacen sin
quererlo. Sospecho que los razonamientos precedentes son la causa de esta mi manera de pensar, y
que ellos son los que me obligan en este momento a tener por más malos a los que obran sin quererlo
que a los que obran con reflexión. Por favor, te suplico, que no te niegues a curar mi alma. Me harás
un servicio tan grande, librándome de la ignorancia, como le harías a mi cuerpo librándole de una
enfermedad. Si tienes la intención de pronunciar un largo discurso, te declaro desde luego que no me
curarás, porque no podré seguirte. Pero si quieres responderme como hasta ahora, me harás un gran
favor, y creo que ningún mal te ha de resultar. Tengo derecho en llamarte en mi auxilio a ti, hijo de
Apemantes, ya que tú me has comprometido en esta conversación con Hipias. Si éste se niega a
responderme, hazme el favor de suplicárselo por mi.
EUDICO. —No creo, Sócrates, que Hipias espere a que yo se lo suplique, porque no es esto lo
que me prometió desde el principio, y antes bien ha declarado que no evadiría las preguntas de nadie.
¿No es cierto, Hipias, que has dicho esto?
HIPIAS. —Es cierto, Eudico; pero Sócrates todo lo embrolla cuando disputa, y las trazas son de
que sólo se propone crear entorpecimientos.
SÓCRATES. —Mi querido Hipias, si lo hago, no es con intención, porque en tal caso yo sería
según tu opinión sabio y hábil; sino que lo hago sin quererlo. Escúchame, pues, tú que dices que es
preciso ser indulgente con los que hacen el mal sin quererlo.
EUDICO. —Te ruego, Hipias, que no te eches por otro lado. Responde a las preguntas de
Sócrates, para complacernos a nosotros y cumplir la palabra que has dado al principio.
HIPIAS. —Responderé, puesto que me lo suplicas. Pregúntame, Sócrates, lo que bien te parezca.
SÓCRATES. —Hipias, estoy deseoso de examinar lo que se acaba de decir; a saber, cuál es mejor,
si el que comete faltas voluntarias o el que las comete involuntarias, y creo que la verdadera manera
de proceder en este examen es el siguiente. Respóndeme: ¿no llamas a este hombre buen corredor?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y a aquel otro malo?
HIPIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —El buen corredor, ¿no es el que corre bien y el malo el que corre mal?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y no corre mal el que corre lentamente, y bien el que corre ligero?
HIPIAS: Sí.
SÓCRATES. —De manera que, con relación a la carrera y a la acción de correr, ¿la velocidad es
un bien y la lentitud un mal?
HIPIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —De dos hombres que corren lentamente, el uno con intención y el otro a pesar
suyo, ¿cuál es el mejor corredor?
HIPIAS. —El que corre lentamente con intención.
SÓCRATES. —Correr, ¿no es obrar?
HIPIAS. —Seguramente es obrar.
SÓCRATES. —Si es obrar, ¿no es hacer algo?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Luego el que corre mal hace una cosa mala y fea en punto a carrera.
HIPIAS. —Sin duda, mala; ¿cómo no lo ha de ser?
SÓCRATES. —El que corre lentamente, ¿no corre mal? .
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —El buen corredor hace esta cosa mala y fea porque quiere; y el malo la hace a
pesar suyo.
HIPIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —En la carrera, por consiguiente, el que hace el mal a pesar suyo es más malo, que
el que hace el mal voluntariamente.
HIPIAS. —Sí, en la carrera.
SÓCRATES: En la lucha: de dos luchadores que sucumben el uno voluntariamente y el otro a
pesar suyo, ¿cuál es el mejor?
HIPIAS. —El primero al parecer.
SÓCRATES. —En la lucha, ¿no es más malo y más feo ser derribado que derribar?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —En la lucha, por consiguiente, el que hace con intención una cosa mala y fea es
mejor luchador que otro, que la hace a pesar suyo.
HIPIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —En todos los demás ejercicios gimnásticos, el que es bien dispuesto de cuerpo no
puede igualmente ejecutarlos fuerte y débilmente, fea y bellamente, de suerte que, en lo que se hace
malo con relación al cuerpo, el de mejor disposición lo hace voluntariamente y el de cuerpo mal
construido lo hace a pesar suyo.
HIPIAS. —Eso parece cierto, en lo que toca a la fuerza.
SÓCRATES: en lo relativo a la gracia de la postura, Hipias, ¿no es lo propio del cuerpo bien
formado ejecutar voluntariamente las figuras feas y malas, y del cuerpo mal hecho ejecutar las
mismas figuras involuntariamente? ¿Qué te parece?
HIPIAS. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Por consiguiente, la falta de gracia, si es voluntaria, supone buenas cualidades en
el cuerpo, y si es involuntaria, las supone malas.
HIPIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —¿Y qué dices de la voz? ¿Cuál es, a tu parecer, mejor: la que desentona
voluntariamente o la que desentona involuntariamente?
HIPIAS. —Es la primera.
SÓCRATES. —Luego la segunda es la peor.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Qué preferirías tú entre tener bienes o tener males?
HIPIAS. —Tener bienes.
SÓCRATES. —¿Qué preferirías tratándose de pies, los que cojearan voluntariamente o los que
cojearan involuntariamente?
HIPIAS. —Preferiría los primeros.
SÓCRATES. —La cojera, ¿no es un vicio y una deformidad?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —La escasez de vista ¿no es un vicio de los ojos?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Qué ojos querrías tener mejor, y de cuáles desearías servirte, de aquellos con
que voluntariamente se ve mal o al través, o de aquellos en los que estos defectos son involuntarios?
HIPIAS. —Mejor querría los primeros.
SÓCRATES. —Luego tú consideras aquellas partes de ti mismo, que causan el mal
voluntariamente, como mejores que las que le causan involuntariamente.
HIPIAS. —Sí, esas que acabas de nombrar.
SÓCRATES. —¿No es también cierto respecto a todas las demás partes, por ejemplo, los oídos, la
boca, la nariz y los demás sentidos? De suerte que los sentidos que funcionan mal involuntariamente
no son en manera alguna apetecibles, porque son malos; mientras que los que funcionan mal
voluntariamente, lo son, porque son buenos.
HIPIAS. —Por lo menos así me lo parece.
SÓCRATES. —Y con respecto a instrumentos, ¿cuáles son aquellos de que mejor debemos
servirnos, de los que causan el mal involuntariamente o de los que lo causan voluntariamente? Por
ejemplo, el timón con que uno gobierna mal a pesar suyo, ¿es mejor que aquel con que se gobierna
mal voluntariamente?
HIPIAS. —No, el mejor es el último.
SÓCRATES. —¿No debe decirse otro tanto del arco de la lira, de las flautas y de los demás
instrumentos?
HIPIAS. Tienes razón.
SÓCRATES. —Más aún. Si se trata del alma de un caballo, ¿cuál vale más que tenga: aquella con
la que se cabalgará mal por su voluntad, o aquella con la que sucederá lo mismo pero sin su
voluntad?
HIPIAS. —La primera.
SÓCRATES. —¿Luego es la mejor?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, con la mejor alma de caballo se harán mal voluntariamente las
acciones que dependen de esta alma; y con la mala se harán involuntariamente.
HIPIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con el perro y con los demás animales?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Y bien, ¿cuál es el alma de arquero que vale más poseer: la del que
voluntariamente yerra el tiro o la del que le yerra involuntariamente?
HIPIAS. —La primera.
SÓCRATES. —Luego es la mejor, en lo que concierne a la destreza en tirar el arco.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Luego el alma que falta involuntariamente es peor que la otra?
HIPIAS. —Sí, cuando se trata de lanzar una flecha.
SÓCRATES. —Cuando se trata de medicina: el alma que hace voluntariamente mal en el
tratamiento del cuerpo, ¿no es, en materia de medicina, más hábil que la que peca por ignorancia?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Luego relativamente a este arte es mejor que la que no sabe tratar estas
enfermedades.
HIPIAS. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Con relación al laúd, a la flauta y a todas las demás artes y ciencias, ¿la mejor
alma no es la que hace con intención lo malo y lo feo y falta voluntariamente, y la peor la que falta a
pesar suyo?
HIPIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —Ciertamente, en cuanto a las almas de los esclavos, querríamos más tener en
nuestra posesión las que faltan y hacen mal voluntariamente, que las que faltan involuntariamente,
siendo las primeras mejores con relación a los mismos objetos.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Y bien; ¿no desearemos que nuestra alma sea todo lo excelente que sea posible?
HIPIAS. —Seguramente.
SÓCRATES. —¿No será, por tanto, mejor si hace el mal y falta voluntariamente que si hace esto
mismo involuntariamente?
HIPIAS. —Sería bien extraño, Sócrates, que el hombre voluntariamente injusto fuese mejor que el
que lo es involuntariamente.
SÓCRATES. —Sin embargo, esto es lo que parece resultar de lo que se acaba de decir.
HIPIAS. —No creo que sea así; por lo menos a mi no me lo parece.
SÓCRATES. —Yo creía, Hipias, que no pensarías así. Respóndeme de nuevo. La justicia ¿no es o
una capacidad o una ciencia, o uno y otro? ¿Ne es indispensable que sea una de estas tres cosas?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Si la justicia es una capacidad, el alma que sea más capaz será la más justa; porque
ya hemos visto, querido mío, que era la mejor.
HIPIAS. —En efecto, lo hemos visto.
SÓCRATES. —Si es una ciencia, ¿no será el alma más hábil la más justa, y la más ignorante la
más injusta? Y si lo uno y lo otro, ¿no es claro que el alma, que participe de la capacidad y de la
ciencia, será la más justa, y que la más ignorante y la menos capaz será la más injusta? ¿No es una
necesidad que así suceda?
HIPIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —¿No hemos visto que el alma más capaz y más hábil es igualmente la mejor y la
que está en estado de hacer lo uno y lo otro, tanto en lo que es bello como en lo que es feo en todo
género de acciones?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, cuando el alma hace lo que es feo, lo hace voluntariamente a
causa de su capacidad y de su ciencia, las cuales, juntas o separadas, son la justicia.
HIPIAS. —Probablemente.
SÓCRATES. —Cometer una injusticia, ¿no es hacer un mal? No cometerla, ¿no es hacer un bien?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el alma más capaz y mejor obrará voluntariamente cuando se
haga culpable de injusticia, y la mala obrará involuntariamente.
HIPIAS. —Parece que sí.
SÓCRATES. —¿No es hombre de bien aquel cuya alma es buena, y malo aquel cuya alma es
mala?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es lo propio del hombre de bien cometer la injusticia
voluntariamente, y lo propio del malo cometerla involuntariamente, si es cierto que el alma del
hombre de bien es buena.
HIPIAS. —Lo es indudablemente.
SÓCRATES. —Luego el que falta y comete voluntariamente acciones vergonzosas e injustas, mi
querido Hipias, si es cierto que hay hombres de esta condición, no puede ser otro que el hombre de
bien.
HIPIAS. —No puedo concederte eso.
SÓCRATES. —Ni yo concedérmelo a mi mismo, Hipias. Pero esta conclusión se deduce
necesariamente de todo lo dicho. Yo, como te dije antes, no hago más que errar constantemente sobre
todas estas cuestiones y nunca soy respecto de ellas del mismo dictamen. Mis dudas, después de todo,
nada tienen de sorprendente como no lo tienen acaso tampoco las de cualquiera otro ignorante. Pero
si vosotros los sabios no tenéis ningún punto fijo, es bien triste para nosotros el no poder vernos
libres de nuestro error, ni aun recurriendo a vosotros.
MENÉXENO
Argumento del Menéxeno[1]
por Patricio de Azcárate

He aquí, entre dos diálogos de algunas líneas, un discurso de algunas páginas. Este discurso es
una oración fúnebre por los ciudadanos muertos en los combates. Comprende dos partes de desigual
extensión. La primera, que es la más larga, es un elogio; la segunda una exhortación. El elogio es
completo. El suelo mismo de la Ática, donde, como los árboles, la cebada y el trigo, han nacido los
hombres que la habitan; el Estado que no admite diferentes órdenes de ciudadanos, y que, ya se trate
de cargos públicos, ya de honores, no da la preferencia al más rico, sino al más virtuoso; la guerra,
en fin, la guerra sobre todo, emprendida siempre para la defensa de la libertad contra los bárbaros
cuando invadieron la Grecia, y contra los griegos mismos cuando quisieron oprimir a sus hermanos,
todo es aquí alabado y glorificado. La historia de las luchas de la república es la historia de un largo,
infatigable y cariñoso culto a la nación griega, iba a decir a la humanidad; y si Atenas no ha sido
siempre victoriosa, ha merecido serlo.
La exhortación se dirige a los hijos de los que han sucumbido en la última guerra, a sus padres, a
sus madres y a sus abuelos. Que los hijos aprendan de estos ilustres muertos que vale cien veces más
morir con honor, que morir en la deshonra, y que su constante ambición sea añadir gloria a la gloria
que se les ha legado, porque engalanarse con la virtud ajena, y no con la suya propia, es una cobardía.
Que los padres, las madres y los abuelos no se entreguen al sentimiento y a las lágrimas; sus hijos
han muerto como bravos, y su memoria no perecerá jamás. La república les prestará el apoyo que
han perdido. Ya saben que la república educa a los hijos que no tienen padre, y alimenta a los padres
que no tienen ya hijos.
Algunas frases cambiadas al principio y al fin entre Sócrates y Menéxeno, parecen marcar el
objeto de esta oración fúnebre.
O yo me engaño mucho, o este objeto no es muy formal. Menéxeno declara a Sócrates que viene
del senado, y que, debiéndose designar el orador que habrá de pronunciar el elogio de los guerreros
muertos en el campo de batalla, había sido aplazada la elección. Y como manifestara gran interés por
esta clase de discursos, Sócrates, como en tono de zumba, le dice: —¿Tan difícil es alabar a los
atenienses delante de los atenienses? Y Menéxeno reta a Sócrates, y este pronuncia una oración
fúnebre, que finge haber aprendido de Aspasia, que la había compuesto.
Tentado me sentiría a no ver en el Menéxeno otra cosa que un juego del espíritu, o más bien, si
puede decirse así, un juego de elocuencia. Nada indica la intención de dar en un ejemplo una lección
de retórica; pero tampoco me atrevo a echarme a adivinarlo. Si la exhortación es muy bella, la
primera parte es incontestablemente muy inferior. En esta los atenienses son alabados por sus hechos,
cosa excelente, pero los hechos son extrañamente desnaturalizados. Toda esta historia de las guerras
de los atenienses contra los demás pueblos griegos es una fábula, y todo este elogio una adulación.
¿Pero Platón ha podido burlarse así, adulando de esta manera? Quizá. Nada tendría esto de
inverosímil, si el Menéxeno correspondiera a sus primeros ensayos. Desgraciadamente es posterior a
la muerte de Sócrates, por consiguiente a la composición del Fedro. Observad que si el Menéxeno es
una crítica, la dificultad es más grande aún, porque es una crítica bien débil, cotejada con la del
Fedro.
Si he de hablar claramente, salva la cita de Aristóteles, no dudaría en negar la autenticidad de
Menéxeno. ¿Es Sócrates, es Platón, el que ha podido hacer sinceramente el elogio de Atenas? ¿Y qué
decís de estos pasajes que parecen copiados del tercer libro de las Leyes? ¿Además qué significan
otros tantos motivos de duda suscitados por la crítica alemana?
Si tengo en cuenta a Aristóteles, digo con Cousin: sí, Platón es el autor del Menéxeno. Si leo el
diálogo, digo con otros: no, Platón no es el autor del Menéxeno; y si comparo estas dos autoridades,
repito las palabras de Pirrón:[2] yo no decido nada.
Menéxeno o la oración fúnebre
SÓCRATES — MENÉXENO

SÓCRATES. —¿Vienes, Menéxeno, de la plaza pública o de algún otro punto?


MENÉXENO. —De la plaza pública, Sócrates; en este momento he dejado la asamblea.
SÓCRATES. —¡Ah!, ¿pero qué ibas a buscar a la asamblea? Ya comprendo. Crees que no tienes
más que aprender y que saber, y, confiando en tus fuerzas, te supones capaz de aplicarlas a los
negocios más graves. Quieres gobernarnos, admirable joven, cuando te ves en la flor de la edad y ya
ancianos nosotros, a fin de que vuestra casa no cese de suministrar a la república administradores.
MENÉXENO. —Si me permites gobernar, Sócrates, y si me animas, entraré con resolución en la
carrera política; de otro modo no. Hoy fui a la asamblea porque sabía que ésta debía elegir al orador
que se encargara de hacer el elogio de los guerreros muertos en los combates, porque ya sabes que
se van a celebrar sus funerales.
SÓCRATES. —Es cierto. ¿Y a quien eligieron?
MENÉXENO. —A nadie; la elección quedó aplazada para mañana. Creo, sin embargo, que
recaerá en Arquino o en Dion.
SÓCRATES. —Ciertamente, Menéxeno, son numerosas las razones que demuestran cuán glorioso
es morir en la guerra. Es una cosa infalible, para los que están en este caso, el tener brillantes y
magníficos funerales, por pobres que sean cuando sucumbieron, y el obtener elogios por poco que lo
merezcan. ¿Y quiénes son sus panegiristas? Hombres hábiles, que no se precipitan para tributar
elogios, sino que preparan muy de antemano sus discursos y se explican en términos tan pomposos,
que, proclamando cualidades que se tienen y que no se tienen, y ponderando y embelleciendo las
acciones con las palabras, encantan nuestras almas por la destreza con que celebran de mil maneras a
la república, a los que mueren en la guerra, a nuestros antepasados y a los que ahora vivimos. Ésta es
la razón, mi querido Menéxeno, por la que no puedo menos de enorgullecerme hasta el extremo,
cuando me veo colmado de elogios, y cada vez que les oigo alabar mi mérito, me persuado, por lo
menos en aquel momento, de que soy más grande, más noble y más virtuoso que lo que soy
realmente. Sucede muchas veces que me acompañan extranjeros, y oyen conmigo estos discursos;
por el momento yo les parezco infinitamente más respetable, e impresionados como yo, tanto
respecto a mí mismo, como respecto a la república, lo encuentran todo más admirable que antes; tan
mágica es la influencia del orador sobre ellos. Respecto a mí, esta alta idea de mi persona me dura
por lo menos tres días. El discurso, el ruido cadencioso de los períodos, llenan tanto mis oídos, que
apenas al cuarto o quinto día vuelvo en mí y llego a saber dónde me hallo, pues es tal la habilidad de
nuestros oradores, que hasta que llega este desengaño no estoy seguro si habito las islas Afortunadas.
MENÉXENO. —Tú, Sócrates, siempre te burlas de nuestros oradores. Hoy, sin embargo, el que
sea elegido no tendrá gran desahogo. Al recaer la elección repentinamente y sin estar apercibido,
¿quién sabe si no tendrá que correr los azares de una improvisación?
SÓCRATES. —¿Y qué importa? Mi querido amigo, estas gentes tienen siempre discursos
preparados de antemano, y además no es cosa tan difícil improvisar en tales condiciones. ¡Ah!, si
fuera preciso hacer el elogio de los atenienses ante los habitantes del Peloponeso, o de los habitantes
del Peloponeso ante los atenienses, se necesitaría ser un gran orador para hacerse oír y aprobar; pero
cuando se habla delante de los mismos que hay que alabar, en verdad no creo que sea asunto difícil
pronunciar un panegírico.
MENÉXENO. —¿No lo crees, Sócrates?
SÓCRATES. —No, ¡por Zeus!
MENÉXENO. —¿Te creerías capaz de dirigir tú mismo la palabra si fuera preciso, y si la
asamblea te hubiera escogido para ello?
SÓCRATES. —Me sorprende, mi querido Menéxeno, que me digas si soy capaz, cuando he
aprendido la retórica bajo la dirección de una de las profesoras más hábiles, que ha formado un gran
número de oradores excelentes, sobre todo uno que no tiene rival entre los griegos, que es Pericles,
hijo de Jantipo.
MENÉXENO. —¿Quién es? Aunque sin dudar, será Aspasia[1] la que quieres decir.
SÓCRATES. —En efecto; y también Connos, hijo de Metrobio. He aquí mis dos maestros, éste en
la música y Aspasia en la retórica. No es una cosa extraordinaria que un hombre formado de esta
manera sobresalga en el arte de la palabra. Pero cualquier otro, que no hubiera recibido tan buena
enseñanza como yo, aun cuando hubiera tenido por maestros a Lampro para la música, y a Antifón de
Ramunte,[2] sería perfectamente capaz, alabando a los atenienses delante de los atenienses, de merecer
su aprobación.
MENÉXENO. —Y si tuvieras que hablar, ¿qué dirías?
SÓCRATES. —De mi propio caudal quizá nada. Pero Aspasia, sin ir más lejos, pronunció ayer
delante de mí un elogio fúnebre de estos mismos guerreros. Sabía lo que acabas de anunciarme: que
los atenienses debían elegir un orador. Y entonces para darnos un ejemplo de lo que debería decirse,
tan pronto improvisaba, tan pronto recitaba de memoria pasajes que acomodaba al objeto,
tomándolos del elogio fúnebre que pronunció Pericles, y cuya producción tengo por suya.
MENÉXENO. —¿Y podrías recordarlas palabras de Aspasia?
SÓCRATES. —Pobre de mí, si no las recordara. Las aprendí de ellamisma, y poco faltó para que
me pegara por mi falta de memoria.
MENÉXENO. —¿Quién te impide repetírnosla?
SÓCRATES. —El temor de ofender a la profesora, si supiese que yo había recitado su discurso en
público.
MENÉXENO. —No hay ningún peligro, Sócrates; habla y me harás un gran favor, sea el discurso
de Aspasia o de cualquier otro. Habla, pues; te lo suplico.
SÓCRATES. —Pero quizá vas a burlarte de mí, viéndome, viejo como soy, entregarme a
ejercicios propios de un joven.
MENÉXENO. —De ninguna manera, Sócrates. Habla sin temor.
SÓCRATES. —Pues bien, es preciso darte gusto. Si me pidieses que me despojara de mis vestidos
y me pusiera a bailar, no estaría distante de satisfacer tu deseo, estando los dos solos. Escucha, pues.
En su discurso, si no me engaño, comenzó hablando de los mismos muertos de la manera siguiente:

Discurso de Aspasia
Han recibido los últimos honores,[3] y helos aquí en la vía fatal, acompañados de sus
conciudadanos y de sus parientes. Solo falta una tarea que llenar, que es la del orador
encargado por la ley de honrar su memoria. Porque es la elocuencia la que ilustra y salva del
olvido las buenas acciones y a los que las ejecutan. Aquí hace falta un discurso que alabe
dignamente a los muertos, que sirva de exhortación benévola a los vivos, que excite a los
hijos y hermanos de los que ya no existen a imitar sus virtudes, y que consuele a sus padres y
a sus madres, así como a los abuelos que aún vivan. ¿Y qué discurso será propio para el
objeto? ¿Cómo daremos principio al elogio de estos hombres generosos, cuya virtud era
durante su vida la delicia de sus padres, y que han despreciado la muerte para salvarnos? Es
preciso alabarles, a mi parecer, observando el mismo orden que la naturaleza ha seguido para
elevarlos al punto de virtud a que han llegado. Fueron virtuosos, porque nacieron de padres
virtuosos. Alabaremos desde luego la nobleza de su origen, después su educación y las
instituciones que les han formado, y expondremos, por último, cuán dignos se han hecho de
su educación y de su nacimiento por su buena conducta. La primera regalía de su nacimiento
es el no ser extranjeros. La suerte no les ha arrojado a una tierra extraña. No, ellos son hijos
del país; habitan y viven en su verdadera patria; son alimentados por la tierra donde moran,
no como madrastra, como sucede en otros países, sino con los cuidados de una madre.
Y ahora que ya no existen, descansan en el seno de esta tierra misma que les engendró, que
les recibió en sus brazos al salir al mundo, y que los alimentó durante su vida. A esta madre es
a la que debemos rendir nuestros primeros homenajes, y esto equivaldrá a alabar el noble
origen de estos guerreros.
Este país merece los elogios, no solo nuestros, sino de todo el mundo por muchas causas,
y sobre todo por ser querido del cielo; testigos la querella y el juicio de los dioses[4] que se
disputaban su posesión. Viéndose honrado por los dioses, ¿cómo se le ha de negar el derecho
a serlo por todos los hombres? Recordemos, que cuando la tierra entera no producía más que
animales salvajes, carnívoros o herbívoros, nuestro país se mantuvo libre de semejante
producción, sin que en él nacieran animales feroces.
Nuestro país no escogió, ni engendró, entre todos los animales más que al hombre, que
por su inteligencia domina sobre los demás seres, y es el único que conoce la justicia y las
leyes. Una prueba patente de que esta tierra ha producido a los abuelos de estos guerreros y
los nuestros, es que todo ser, dotado de la facultad de producir, lleva consigo los medios
necesarios para aquello que produce; así es como la verdadera madre se distingue de la que
finge serlo, faltando a esta el saco nutridor para el recién nacido. Nuestra tierra, que es nuestra
madre, ofrece la misma prueba incontestable. Ella ha dado el ser a los hombres que la habitan,
puesto que es la única, y la primera que, en esos remotos tiempos, ha producido un alimento
humano, la cebada y el trigo, que es el nutrimento más sano y más agradable a la especie
humana, y señal cierta de que el hombre ha salido de su seno. Y estas pruebas tienen mejor
aplicación a una tierra que a una madre, porque la tierra no imita a la mujer para concebir y
para engendrar, sino que la mujer imita a la tierra. Lejos de ser avara de los frutos que
produce, nuestra patria los comunica a los demás pueblos, y reserva a sus hijos el olivo, este
sostén de las fuerzas agotadas. Después de haberles nutrido y fortificado hasta la adolescencia,
recurrió a los dioses mismos para gobernarlos e instruirlos. Inútil sería repetir aquí sus
nombres; conocemos los dioses que han protegido nuestra vida, enseñándonos las artes
necesarias para satisfacer las necesidades diarias, y enseñándonos a fabricar armas, y a
servirnos de ellas para la defensa del país.
Nacidos y educados de esta manera los progenitores de estos guerreros, fundaron un
Estado, del que conviene decir algunas palabras. El Estado es el que forma a los hombres
buenos o malos, según que él es malo o bueno. Es preciso probar que nuestros padres fueron
educados en un Estado magnífico que les ha hecho virtuosos, así como a los que hoy viven,
con quienes formaban parte los que han fallecido. El gobierno era en otro tiempo el mismo
que al presente, una aristocracia; tal es la forma política bajo la que vivimos y hemos vivido
siempre. Los unos la llaman democracia; otros de otra manera, según el gusto de cada uno,
pero realmente es una aristocracia bajo el consentimiento del pueblo. Nosotros jamás hemos
cesado de tener reyes, ya por derecho de sucesión, ya por el derecho que dan los votos. En
general es el pueblo el que posee la autoridad soberana, confiere los cargos y el poder a los
que cree ser los mejores; la debilidad, la indigencia, un nacimiento oscuro, no son, como en
otros estados, motivos de exclusión, así como las cualidades contrarias no son motivos de
preferencia; el único principio recibidoes que el que parece ser hábil o virtuoso sea quien
sobresalga y mande. Debemos este gobierno a la igualdad de nuestro origen. Los otros países
se componen de hombres de otra especie, y así la desigualdad de razas se reproduce en sus
gobiernos despóticos u oligárquicos. Allí los ciudadanos se dividen en esclavos y dueños.
Nosotros y los nuestros, que somos hermanos y nacidos de una madre común, no creemos
ser, ni esclavos, ni dueños los unos de los otros. La igualdad de origen produce naturalmente
la de la ley, y nos obliga a no reconocer entre nosotros otra superioridad que la de la virtud y
de las luces.
He aquí por qué los progenitores de estos guerreros y los nuestros y los guerreros
mismos, nacidos bajo tan feliz estrella y educados en el seno de la libertad, han hecho tantas
buenas acciones públicas y particulares, con el solo objeto de servir a la humanidad. Creían
deber combatir contra los griegos mismos por la libertad de una parte de la Grecia, y contra
los bárbaros por la de la Grecia entera. Me falta tiempo para referir dignamente cómo
rechazaron a Eumolpo y a las Amazonas desbordadas sobre nuestras campiñas, y otras
invasiones más antiguas; cómo socorrieron a los argivos contra los súbditos de Cadmo, y a
los heraclidas contra los argivos.
Los cantos de los poetas han derramado en el mundo la gloria de estas expediciones, y si
intentáramos nosotros celebrarlas en el lenguaje ordinario, probablemente no haríamos más
que poner en evidencia nuestra inferioridad. Así no me detendré en estas acciones, que tienen
ya su recompensa; pero hay otras que no han granjeado a ningún poeta una gloria que las
iguale, y que están relegadas al olvido, y son las que creo deber recordar. Aquí vengo a
celebrarlas yo mismo, e invito a los poetas a que las canten en sus odas y demás
composiciones de una manera digna de los que las han realizado.
He aquí el primero de estos hechos heroicos.
Cuando los persas, dueños del Asia, marchaban en son de querer esclavizar a Europa,
nuestros padres, los hijos de esta tierra, los rechazaron. Es justo, es un deber nuestro, hacer de
ello el primer recuerdo, y alabar por lo pronto el valor de estos héroes. Mas para apreciar
bien su valor, trasportémonos con el pensamiento a la época en que toda el Asia obedecía ya a
un tercer monarca. El primero, Ciro, después de haber libertado con su genio a los persas, sus
compatriotas, sojuzgó a los medos, que habían sido sus tiranos, y reinó sobre el resto de Asia
hasta Egipto. Su hijo sometió a Egipto y todas las partes de África en que pudo penetrar.
Darío, el tercero, extendió los límites de su imperio hasta la Escitia, por las conquistas de su
ejército de tierra y de sus flotas, que le hicieron dueños del mar de las islas. Nadie se atrevía a
resistir, la esclavitud pesaba sobre las almas y el yugo de los persas se hacia sentir sobre las
más poderosas y belicosas naciones. El mismo Darío, habiendo acusado a los eretrienses y a
nosotros de haber tendido asechanzas a la ciudad de Sardes, tomó este pretexto para embarcar
un ejército de quinientos mil soldados en buques de trasporte, acompañados de una flota de
trescientas naves, y mandó a Datis, jefe de esta expedición, que no volviera sin llevar cautivos
a los eretrienses y a los atenienses, respondiendo él con su cabeza del éxito del suceso. Datis
se dirigió sobre Eretria, contra hombres que eran tenidos entonces por los más belicosos
entre los griegos, y que formaban un número no escaso. Sin embargo, en tres días los
sojuzgó, y para que ninguno se escapara, hizo una esmerada batida en todo el país de la
manera siguiente. Colocados sus soldados en los confines de la Eretria, se extendieron de mar
a mar, y recorrieron todo el territorio, dándose la mano para poder decir al rey, que ni uno
solo se había escapado.[5] Con el mismo propósito partieron de Eretria, y desembarcaron en
Maratón, persuadidos de que les sería fácil reducir a los atenienses a la misma suerte que a los
eretrienses, y llevarlos igualmente cautivos. Después de la primera expedición y durante la
segunda, ninguno de los pueblos griegos socorrió a los eretrienses ni a los atenienses, a
excepción de los lacedemonios, pero que llegaron al día siguiente del combate. Todos los
demás pueblos griegos, aterrorizados y sin pensar más que en su seguridad presente, se
mantuvieron en expectativa.[6] Teniendo en cuenta todas estas circunstancias, es como puede
graduarse el valor desplegado en Maratón por estos guerreros, que sostuvieron el ataque de
los bárbaros, castigaron el insolente orgullo de toda el Asia, y, merced a estos primeros
trofeos conseguidos sobre los bárbaros, enseñaron a los griegos que el poder de los persas
no era invencible, y que no hay ni número de hombres, ni riqueza, que no cedan al valor. Así
es que a estos héroes los miro, no solo como autores de nuestros días, sino como padres de
nuestra libertad y de la de todos los griegos de este continente; porque echando una mirada
sobre esta gloriosa jornada, es como los griegos, discípulos de los guerreros de Maratón, no
temieron después combatir y defenderse.
A estos guerreros corresponde la primera palma; la segunda pertenece a los vencedores
en las jornadas navales de Salamina y de Artemisio. ¡Cuántos hechos gloriosos de estos
hombres podrían referirse!, ¡cuántos peligros arrostraron por mar y tierra, saliendo siempre
vencedores! Pero me limitaré a recordar el más bello título de su gloria, que fue el
complemento de la obra comenzada en Maratón. Los vencedores de Maratón enseñaron a los
griegos, que un puñado de hombres libres basta para rechazar por tierra a una multitud de
bárbaros, pero no estaba probado que fuera esto posible por mar, y los persas pasaban por
invencibles en el mar por su multitud, sus riquezas, su habilidad y su valor. Merecen, pues,
nuestros elogios estos bravos marineros que libraron a los griegos del terror que inspiraban
las armadas persas, y consiguieron que sus buques fueran tan poco temibles como sus
soldados. A los vencedores de Maratón y de Salamina deben los griegos el verse instruidos y
acostumbrados a despreciar a los bárbaros por mar y tierra.
El tercer hecho de la independencia griega, en data y en valor, es la batalla de Platea, la
primera cuya gloria fue común a lacedemonios y atenienses. La coyuntura era crítica, el
peligro inminente, y el triunfo completo. Tanto heroísmo merece nuestros elogios y los de la
posteridad.
Sin embargo, gran número de ciudades griegas estaban aún en poder de los bárbaros, y al
mismo tiempo se anunciaba que el gran rey proyectaba una nueva expedición contra los
griegos, y es justo recordar a los que dieron fin y cabo a lo que los primeros comenzaron y
aseguraron nuestra libertad, purgando los mares de bárbaros. Esto hicieron los que
combatieron por mar a Eurimedón,[7] desembarcaron en Chipre,[8] pasaron a Egipto [9] y
llevaron sus armas a otras muchas regiones. Recordemos tributando nuestro reconocimiento,
que obligaron al gran rey a temer por sí mismo, y a pensar solo en su propia seguridad, lejos
de meditar ya en la conquista de la Grecia.
Esta guerra fue sostenida por Atenas con todas su fuerzas, y no solo por ella, sino por
todos los que hablaban la misma lengua; pero cuando después de la paz se vio grande y
respetada, experimentó la suerte de todo lo que prospera; primero despertó la envidia, bien
pronto la envidia produjo el odio, y Atenas se vio precisada, a pesar suyo, a volver sus armas
contra los griegos. Comenzada la guerra, combatió en Tanagra[10] contra los lacedemonios
por la libertad de los beocios. Esta primera acción no tuvo resultado, pero una segunda fue
decisiva, porque los demás aliados de los beocios los abandonaron y se retiraron, pero los
nuestros, después de haber vencido al tercer día en Oinófita,[11] restituyeron a su patria a los
beocios injustamente desterrados. Éstos fueron los primeros atenienses, que, después de la
guerra pérsica, defendieron contra griegos la libertad de otros griegos, libertaron
generosamente a los que socorrían, y fueron los primeros que con honor han sido
depositados en este monumento en nombre de la república.
Entonces se encendió una terrible guerra; todos los griegos invadieron y arrasaron el
Ática, y pagaron a Atenas con culpable ingratitud. Pero los nuestros los vencieron por mar.
Los lacedemonios, que se habían puesto a la cabeza de sus enemigos, en lugar de exterminar a
nuestros prisioneros en Sfagia, como hubieran podido hacerlo, los perdonaron, los
entregaron y concluyeron la paz. Creían que a los bárbaros era preciso hacerles una guerra de
exterminio, pero que tratándose de hombres de un origen común, solo debía combatirse por
la victoria, porque nunca era justo, por el resentimiento particular de una ciudad, arruinar la
Grecia entera. ¡Honor a los valientes que sostuvieron esta guerra y descansan ahora en este
monumento! Si alguno pudiera suponer que en la guerra contra los bárbaros hubo un pueblo
más valiente o más hábil que los atenienses, ellos han probado cuán falsa es esta suposición.
Lo han probado por su superioridad en los combates, en medio de las divisiones de la Grecia,
puesto que triunfaron de los pueblos de más nombradía, y que vencieron con sus solas fuerzas
a los mismos que habían concurrido con ellos para vencer a los bárbaros.
Después de esta paz, una tercera guerra se encendió, tan inesperada como terrible. Muchos
buenos ciudadanos perecieron en ella, que descansan aquí, así como en Sicilia gran número
de ellos, después de haber conseguido en aquel punto muchos triunfos por la libertad de los
leontinos que habían ido a socorrer en virtud de tratados. Pero lo largo del camino y el apuro
en que entonces se hallaba Atenas, impidieron el socorrerlos, y, perdida por ellos toda
esperanza, sucumbieron; pero sus enemigos se condujeron con ellos con más moderación y
generosidad que la que en muchas ocasiones habían mostrado los amigos.[12] Muchos
perecieron en los combates sobre el Helesponto, después de haberse apoderado en un solo día
de toda la flota del enemigo, y después de otras muchas victorias. Pero lo que tuvo de terrible
y de inesperado esta guerra, como ya dije, fue el exceso de rivalidad que desplegaron los
demás griegos contra Atenas. No se avergonzaron de implorar, por medio de embajadores, la
alianza del gran rey, nuestro implacable enemigo, y de conducir ellos mismos contra griegos
al bárbaro que nuestros esfuerzos comunes había arrojado de aquí. En una palabra, no se
avergonzaron de reunir todos los griegos y todos los bárbaros contra esta ciudad.[13] Pero
entonces fue cuando Atenas desplegó toda su fuerza y su valor. Se la creía ya perdida; nuestra
flota estaba encerrada cerca de Mitilene;[14] un socorro de sesenta naves llega; la tripulación
es lo más escogido de nuestros guerreros; baten al enemigo y libran a sus hermanos; mas,
víctimas de una suerte injusta, fueron sumidos por las olas.[15] Pero descansa aquí su
memoria, como un objeto eterno de nuestros recuerdos y de nuestras alabanzas; porque su
valor nos aseguró, no solo el triunfo de esta jornada, sino también el de toda la guerra. Ellos
han creado la idea de que nuestra ciudad jamás puede sucumbir, aunque todos los pueblos de
la tierra se reúnan contra ella, y esta reputación no ha sido vana, porque si hemos sucumbido
ha sido por nuestras propias disensiones, pero jamás por las armas de los enemigos; aun hoy
día podemos despreciar sus esfuerzos; pero nos vemos vencidos y derrotados por nosotros
mismos.
Aseguradas la paz y la tranquilidad exterior, nos entregamos a disensiones intestinas; y
fueron tales, que si la discordia es una ley inevitable del destino, cualquiera debe desear para
su país que no experimente semejantes turbaciones. ¡Con qué interés y con qué afectocordial
los ciudadanos del Pireo y los de la ciudad se reunieron para resistir el ataque de los demás
griegos! ¡Con qué moderación cesaron las hostilidades contra los de Eleusis! No busquemos
en otra parte la causa de todos estos sucesos sino en la mancomunidad de origen, que produce
una amistad durable y fraternal, fundada en hechos y no en palabras. Es igualmente justo
recordar la memoria de los que perecieron en esta guerra los unos a manos de los otros, y
puesto que estamos reconciliados nosotros mismos, procuremos reconciliarlos igualmente en
estas solemnidades, en cuanto de nosotros depende, con oraciones y sacrificios, dirigiendo
nuestros votos a los que ahora les gobiernan; porque no fueron la maldad ni el odio lo que les
puso en pugna, sino una fatalidad desgraciada, y nosotros somos una prueba de ello, nosotros
que vivimos aún. Procedentes de su misma sangre, nos perdonamos recíprocamente, por lo
que hemos hecho y por lo que hemos sufrido.
Restablecida la paz en todos rumbos, Atenas, perfectamente tranquila, perdonó a los
bárbaros que no habían hecho más que aprovechar oportunamente la ocasión de vengarse de
los males que ella les había causado; pero estaba profundamente resentida e indignada contra
los griegos. Atenas recordaba con qué ingratitud habían pagado sus beneficios los que se
unieron a los bárbaros, los que destruyeron los buques a que habían debido antes su salvación,
los que derruyeron sus muros, cuando había impedido ella la ruina de los suyos. Resolvió,
pues, no consagrarse a la defensa de la libertad de los griegos, ni contra otros griegos, ni
contra los bárbaros, y realizó su resolución. Durante este acuerdo, los lacedemonios,
creyendo a los atenienses, estos defensores de la libertad, como abatidos, juzgaron que ya
nada les impedía esclavizar a toda la Grecia. Mas ¿para qué contar los sucesos que
sobrevinieron?; no son tan lejanos, ni pertenecena otra generación. Nosotros mismos hemos
visto los primeros pueblos de Grecia, los argivos, los beocios, los corintios, venir como
aterrados e implorar el socorro de la república; y lo que es más maravilloso, hemos visto al
gran rey reducido al punto de no poder esperar su salvación sino de esta misma ciudad, para
cuya destrucción había trabajado tanto. Y ciertamente la única tacha merecida que se podría
echar en cara a esta ciudad sería el haber sido siempre demasiado compasiva y demasiado
llevada a socorrer al más débil. Entonces no supo resistir y perseverar en su resolución de no
socorrer nunca la libertad de los que la habían ultrajado. Se dejó vencer, suministró socorros
y libró a los griegos de la servidumbre, y permanecieron libres hasta que ellos mismos se
sometieron a la coyunda. En cuanto al rey, no se atrevió a socorrerle por respeto a los trofeos
de Maratón, de Salamina y de Platea, pero, permitiendo a los expatriados y a los voluntarios
entrar a su servicio, ella le salvó incontestablemente.
Después de haber levantado sus murallas y reconstruido sus buques, Atenas, preparada de
esta manera, aguardó la guerra, y cuando se vio precisada a hacerla, defendió a los parios
contra los lacedemonios. Pero el gran rey, comenzando a temer a Atenas desde que vio que
Lacedemonia le cedió el imperio del mar, reclamó, como precio de los socorros que debía
suministrar a nosotros y a los demás aliados, las ciudades griegas del continente de Asia, que
los lacedemonios le habían en otro tiempo abandonado. Quería retirarse de la liga, y contando
con una negativa, le servía de pretexto para conseguirlo. Los otros aliados engañaron su
esperanza. Los argivos, los corintios, los beocios y los demás estados comprendidos en la
alianza, consintieron en entregarle los griegos del Asia por una suma de dinero, y se
comprometieron a ello por la fe del juramento. Solo nosotros no nos atrevimos a
abandonarlos ni a empeñar nuestra palabra; tan arraigada e inalterable es entre nosotros esta
disposición generosa que quiere la libertad y la justicia y este odio innato a los bárbaros,
porque somos de un origen puramente griego y sin mezcla con ellos. Entre nosotros no hay
nada de Pélope, ni de Cadmo, ni de Egipto, ni de Dánao, ni de tantos otros verdaderos
bárbaros de origen, y griegos solamente por la ley. La sangre pura griega corre por nuestras
venas sin mezcla alguna de sangre bárbara, y de aquí el odio incorruptible que se inocula en
las entrañas mismas de la república a todo lo que es extranjero. Nos vimos, pues, abandonados
de nuevo por no haber querido cometer la acción vergonzosa e impía de entregar griegos a
los bárbaros. Pero, aunque reducidos al mismo estado que en otro tiempo nos había sido
funesto, con la ayuda de los dioses la guerra se terminó esta vez más felizmente, porque al
ajuste de la paz nosotros conservábamos nuestros buques, nuestros muros y nuestras colonias;
tan ansioso estaba el enemigo de que terminara la guerra.[16] Sin embargo, esta lucha nos
privó aún de bravos soldados, ya en Corinto por la desventaja de lugar, ya en Lequeo [17] por
traición. Tan valientes eran como los que libertaron al rey de Persia y arrojaron a los
lacedemonios del mar. Os hago este recuerdo y debéis unir vuestros votos a los míos, para
alabar y celebrar a estos excelentes ciudadanos.
Os he trazado las acciones de los que aquí reposan y de todos los que han muerto por la
patria. Acciones tan numerosas como magníficas en medio de las cuales no he hecho mención
de muchas más brillantes, porque no bastarían muchas noches y muchos días para referirlas
todas. Que todos los ciudadanos, henchida su alma de tan grandiosos hechos, exhorten a los
descendientes de estos valientes, como pudieran hacerlo en un día de batalla, para no
desmerecer de sus mayores, ni retroceder, ni echar el pie atrás cobarde y vergonzosamente.
Hijos de estos hombres bravos, yo os exhorto en este día, y dondequiera que me encontrare os
exhortaré y os excitaré, a fin de que despleguéis todos vuestros esfuerzos para que lleguéis a
toda la altura a que podéis llegar. Por ahora, debo repetiros lo que vuestros padres, en el
momento de entrar en acción, nos han encargado referir a sus hijos, si les sucediese alguna
desgracia. Os diré lo que les he oído, y lo que no dejarían ellos de deciros si pudiesen, y lo
creo así por los discursos que entonces pronunciaban. Suponed que oís de su propia boca lo
que yo os digo. He aquí sus palabras.
Hijos, cuanto os rodea está diciendo la noble sangre de que procedéis. Pudimos vivir sin
honor, pero hemos preferido una muerte honrosa antes que condenar a la infamia vuestros
nombres y nuestra posteridad, y cubrir de vergüenza a nuestros padres y a nuestros mayores.
Hemos creído que el que deshonra a los suyos no merece vivir, ni puede ser amado por los
dioses, ni por los hombres, ni en este mundo, ni en el otro. Recordad siempre nuestras
palabras, y no emprendáis nada sin que tengáis de vuestra parte la virtud, persuadidos de que
sin ella todo lo que se adquiere, todo lo que se sabe, se convierte en mal e ignominia. Las
riquezas no dan lustre a la vida de un hombre sin valor; es rico para los demás, pero no para
sí mismo. La fuerza y la belleza del cuerpo no tienen ningún mérito en el hombre tímido y sin
corazón; son prendas impropias que le ponen más en evidencia, y ponen más en claro su
cobardía. El talento mismo, separado de la justicia y de la virtud, no es más que una
despreciable habilidad y no la sabiduría. Que la herencia de honor que os dejamos nosotros y
vuestros abuelos, sea objeto de vuestros primeros y últimos cuidados, y procuréis
acrecentarla, porque de lo contrario, si os excedemos en virtud, esta victoria será un baldón
vuestro, mientras que la derrota sería nuestra felicidad. He aquí cómo podréis sobrepujarnos y
vencernos; no abuséis de la gloria de vuestros padres, no la disipéis, y sabed que nada es más
vergonzoso para un hombre, que tiene alguna idea de sí mismo, que presentar como un título
a la estimación, no sus propios méritos, sino la nombradía de sus abuelos. La gloria de los
padres es sin duda para sus descendientes el más bello, el más precioso tesoro, pero gozar de
ella sin poder trasmitirla a sus hijos, y sin haberle añadido nada por sí mismo, es el colmo de
la abyección. Si seguís mis consejos, cuando el destino haya marcado vuestro fin, vendréis a
uniros con nosotros, y os recibiremos como los amigos reciben a sus amigos; pero si los
despreciáis, si habéis degenerado, no esperéis de nosotros buena acogida. He aquí lo que
tenemos que decir a nuestros hijos.
En cuanto a nuestros padres y a nuestras madres es preciso exhortarlos incesantemente
soportar con paciencia cuantos acontecimientos sobrevengan, y no compartir sus lamentos.
Bástales su desgracia, sin necesidad de provocar más su dolor. Para curar y calmar sus
pesares, es preciso recordarles más bien, que de todos los votos que dirigían a los dioses han
visto cumplido el más caro y precioso, porque no pedían hijos inmortales, sino hijos célebres
y bravos; y esta petición, que es un bien verdadero, la han visto realizada. Que se les recuerde
igualmente, cuán difícil es que durante la vida salgan al hombre las cosas a medida de su
deseo. Si soportan con valor su desgracia, harán conocer que son padres dignos de hijos
valientes, y que no les ceden en valor; pero si se amilanan, harán dudar si verdaderamente
fueron nuestros padres, o si las alabanzas que se nos prodigan son verdaderas. Lejos de esto, a
ellos es a quienes corresponde encargarse de nuestro elogio, haciendo ver con su conducta,
que valientes ellos, han engendrado hijos valientes. Ha pasado siempre por precepto de la
sabiduría este antiguo dicho: nada en demasía; y en verdad es una palabra llena de sentido. El
hombre que saca de sí mismo todo lo que conduce a la felicidad o que por lo menos se
aproxima a ella, que no hace depender su suerte de los demás hombres, y que no pone su
destino a merced de su buena o mala estrella; el que llena todas estas condiciones tiene
perfectamente arreglada su vida, es un sabio, es un modelo de hombre firme y prudente. Que
la suerte le dé riquezas e hijos o que se las quite, poco importa; siga el sabio el precepto
mencionado y el exceso de alegría y el exceso de pesar le serán igualmente extraños, porque
solo en sí mismo tendrá confianza. Tales creemos que son nuestros padres; tales queremos y
pretendemos que lo sean; tales nos los representamos en nosotros mismos, sin pesar, sin
terror, porque se haya de abandonar la vida desde este mismo momento, si es preciso.
Suplicamos, pues, a nuestros padres y a nuestras madres, que acaben de tan digna manera el
resto de sus días. Que tengan entendido, que ni con gemidos, ni con gritos, probarán su
ternura, y que si después de la muerte queda algún sentimiento de lo que pasa entre los vivos,
el mayor disgusto que nos podrían causar sería el que se atormentasen y se dejasen abatir,
porque nosotros gustaríamos más de verlos tranquilos, moderados y dignos. En efecto, la
muerte que experimentamos es la mejor a que pueden aspirar los hombres, y lejos de
quejarnos, es preciso que nos felicitemos de ello. ¡Qué cuiden a nuestras mujeres y a nuestros
hijos, qué los asistan, y que se consagren por entero a cumplir este deber! Por este medio
verán borrarse poco a poco el recuerdo de su infortunio, su vida será más virtuosa y más
digna, y para nosotros más agradable. He aquí lo que por nuestra parte tenemos que decir a
nuestros padres.
También dirigiríamos una enérgica recomendación a la república, para que se encargue de
nuestros padres y de nuestros hijos, dando a los unos una educación virtuosa, y sosteniendo a
los otros en su ancianidad, si bien sabemos que sin ser solicitada por nuestras súplicas, se
encargará ella de este cuidado, cual conviene a su generosidad.
Padres e hijos de estos muertos, he aquí lo que nos encargaron que os dijéramos, y que yo
os digo con toda la energía de que soy capaz. Os conjuro en su nombre a vosotros, hijos, a
imitar a vuestros padres; y a vosotros, padres, a sufrir con resignación vuestra suerte, seguros
de que la solicitud pública y privada sostendrá y cuidará vuestra ancianidad, y no os faltará a
ninguno de vosotros. En cuanto a la república, no ignoráis el punto a que en esta materia lleva
sus cuidados. Ella ha hecho leyes de protección a favor de los hijos y de los padres de los que
mueren en la guerra. Ha encargado particularmente al primer magistrado que vigile para que
sus padres y sus madres no sufran ninguna injusticia. Respecto a los hijos, los educa en común
a sus expensas y hace todo lo posible para que olviden su cualidad de huérfanos. Mientras
están en la menor edad, la república les sirve de padre; llegados a la mayor edad los restituye
a sus hogares con una armadura completa para recordarles con estos instrumentos a la vista el
valor paterno, los deberes del padre de familia, y al mismo tiempo para que esta primera
entrada del joven armado en el hogar doméstico sea un presagio favorable de la autoridad
enérgica que habrá de ejercer allí. Con respecto a los muertos, la república no cesa jamás de
honrarlos; tributa cada año en nombre del estado los mismos honores que cada familia rinde a
los suyos respectivos en el interior de su casa. A esto añade ella los juegos gimnásticos y
ecuestres, y los combates en todos los géneros de música; y, en una palabra, hace todo cuanto
hay que hacer por todos y por siempre; ocupa el lugar del heredero y del hijo para los padres
que han perdido sus hijos; de padre para los huérfanos; de tutor para los parientes y personas
aproximadas. La idea de veros libres de todos estos cuidados debe haceros soportar con más
resignación la desgracia, y de esta manera apareceréis más aceptables a los vivos y a los
muertos, y se harán más asequibles vuestros deberes y los de los demás.
Ahora que habéis tributado a los muertos el homenaje de un duelo público prescrito por la
ley, marchad todos los presentes, porque ha llegado el momento de retiraros.

He aquí, Menéxeno, la oración fúnebre de Aspasia de Mileto.


MENÉXENO. —¡Por Zeus!, Sócrates, bien afortunada es tu Aspasia, si en su calidad de mujer es
capaz de componer discursos semejantes.
SÓCRATES. —¿No me crees? No tienes más que seguirme y la oirás hablar a ella misma.
MENÉXENO. —Más de una vez he encontrado a Aspasia y sé de lo que es capaz.
SÓCRATES. —¡Y bien!, ¿es que no la admiras ni te muestras agradecido a ella por este discurso?
MENÉXENO. —Estoy infinitamente agradecido, Sócrates, por este discurso a aquella o a aquel,
sea el que sea, que te lo ha referido; pero estoy aún más agradecido al que acaba de pronunciarle.
SÓCRATES. —Muy bien. Pero supongo que no me denunciarás, si quiero referirte otros muchos
bellos discursos sobre objetos políticos, compuestos por ella.
MENÉXENO. —Vive tranquilo, no te denunciaré; pero no dejes de referírmelos.
SÓCRATES. —Cumpliré mi palabra.
ION
Argumento del Ion[1]
por Patricio de Azcárate

Sócrates, en una de las calles de Atenas, se encuentra con el rapsodista Ion de Éfeso, que venía de
Epidauro, donde había conseguido, en los juegos de Asclepio, el primer premio de canto en un
concurso de rapsodistas. Conversa con él sobre el favor universal y belleza de su arte, que tiene el
privilegio de conocer a fondo y derramar las obras de todos los grandes poetas. Pero Ion rehúsa
tanto honor, y confiesa, con una modestia aparente, que si se considera sin igual entre los rapsodistas
para la inteligencia de Homero, nada entiende ni de Hesíodo, ni de Arquíloco, ni de ningún otro
poeta. Sócrates se sorprende, y no puede comprender que se entienda a Homero, con exclusión de los
demás, puesto que Homero ha cantado en sus versos las mismas artes y los mismos objetos que
Hesíodo, Arquíloco y los demás poetas, y alaba la excesiva modestia de Ion, pues si entiende bien
uno, es claro que los entiende todos. O más bien, y ésta era la opinión de Sócrates, Ion se hace
grandes ilusiones sobre sí mismo y sobre su talento. La verdad es que no comprende mejor a
Homero que a los demás poetas, y que la industria de los rapsodistas no es en el fondo, ni una
ciencia, ni un arte. ¿Pues entonces, qué es? Una inspiración semejante a la que pone al poeta en
delirio. Sócrates explica su idea en una comparación ingeniosa y clara, que llena la página más bella
de este diálogo. La inspiración divina, que anima al poeta, se comunica del poeta al rapsodista, del
rapsodista a la multitud, y se forma así una cadena inspirada, como el imán que atrae al hierro
trasmite al hierro su virtud, y de anillo en anillo se forma una cadena tocada del imán. De esta manera
los poetas no son más que los intérpretes de los dioses, los rapsodistas lo son de los poetas,
intérpretes de intérpretes, como los llama Sócrates, y ocupan el medio de una cadena inspirada, en la
que la multitud misma es el último anillo. Esto es lo que explica la diversidad de los genios y de los
géneros poéticos. Cada poeta canta lo que el Dios le inspira, el uno himnos tales como los de Peán,
otro yambos como Arquíloco, otro versos épicos como Homero. Esto explica igualmente por qué
cada poeta tiene su rapsodista, al que comunica la inspiración de sus cantos, y cómo Ion, por ejemplo,
inspirado por Homero, jamás lo ha sido por los demás poetas. Cada uno de estos tiene un género
propio y cada rapsodista un poeta, porque así lo quiere la inspiración, que nunca se divide. Y así el
talento del rapsodista no es en manera alguna resultado del arte, como no lo es la poesía misma,
sometida también al mismo anatema. En vano clama Ion, y propone, para probar su ciencia, explicar
todo Homero desde el principio al fin. Sócrates le demuestra que es incapaz de ello, porque Homero,
obedeciendo al entusiasmo divino, ha hablado en sus versos de mil clases de artes que no conocía. ¿Y
las conoce Ion? ¿Sabe la medicina, la adivinación, el mando de los ejércitos? Si fuera gran general,
valdría más para él y para los griegos, dice irónicamente Sócrates, que, en vez de recitar versos,
quisiera conducir ejércitos y ganar batallas; y si no conoce todas estas artes, no es más sabio que
Homero, ni podría tampoco explicarlo. En fin, es preciso decidirse: o Ion es un embaucador que se
alaba de una falsa ciencia, o Ion es un hombre inspirado, y su talento no es más que un grado del
éxtasis poético. El diálogo se termina por la sumisión inevitable de Ion, quedándose por vencido,
arrastra tras sí a los rapsodistas, a Homero, a los poetas y a la poesía misma en una común derrota.
El pensamiento de Platón, cuando con mano ligera escribe este pequeño diálogo, ¿era hacer el
proceso a la poesía? Esta pregunta no dejará de disonar a los lectores de Platón que retengan en la
memoria la impresión que haya podido causarles las elocuentes páginas del Fedro, donde, por boca
de Sócrates, ensalza tanto la inspiración poética, que la pone por encima de las facultades humanas y
la identifica con los dioses. Los que estén en este caso no creerán, por lo menos al pronto, que el
mismo escritor que ha sentido tan bien, que tan magníficamente ha alabado e imitado tantas veces el
genio de los poetas en estos mitos profundos, en los que se complace en ocultar la verdad con el velo
de las ficciones, haya sido el enemigo declarado de los poetas. Será preciso, para quitarles la ilusión,
recordarles por lo pronto que, en el Fedro mismo, Platón llama a la poesía un delirio, y al poeta un
alma fuera de sí misma, y que en medio de esta jerarquía tan original de las almas humanas creada
por él, que marchan, después de las de los dioses, en un orden de mérito imaginado y marcado por él
mismo, no concede al poeta sino el noveno lugar entre el alma del iniciado y la del artista.
El puesto de honor, el primero después de los dioses mismos, se lo ha dado al filósofo. La
distancia sorprendente en que se encuentran el filósofo y el poeta da en qué pensar, y habrá de
confesarse que la poesía debía perder mucho a sus ojos, cuando la miraba bajo cierto punto de vista.
El fondo de su pensamiento no deja ni la más pequeña duda, si del Fedro, favorable en cierto
sentido a la poesía y a los poetas, pasamos a la República, donde les declara abiertamente la guerra.
Allí, en el vasto plan de un orden social completo, donde Platón da el derecho de ciudadanía a las
profesiones y a las artes de todas clases, no encontró sitio para colocar a los representantes de la
poesía. Desterró positivamente la poesía de su república ideal, y con ella a los poetas y a Homero, el
más grande de todos.
Para resolver esta aparente contradicción, es preciso observar que en Platón hay siempre dos
hombres, el artista y el filósofo.
Artista, se muestra sensible, cuanto puede serlo, a las bellezas de la poesía; gusta, alaba, hace
sentir y admirar la armonía, el brillo, el poder, la grandeza épica y lírica, y cuando quiere, por
prudencia o por arte, encubrir el atrevimiento de ciertas ideas, toma de ella sus ficciones, sobrehaz
ligera y encantadora, y su lengua inspirada. Ésta es para él la forma y la expresión sublime de la
imaginación.
Filósofo y moralista, la ve ya con otros ojos. Olvida su belleza, y se fija ante todo en su utilidad.
Se pregunta si la poesía es una ciencia o un arte capaz de instruir y de mejorar, si el poeta puede
hacerse maestro de verdad o de virtud, y si para los ciudadanos es más bien un peligro que un
beneficio. Aquí está encerrada toda la cuestión, lo mismo respecto a la política que a la moral, y
Platón, por razones muy graves si no decisivas, la resuelve francamente contra la poesía y contra los
poetas. La poesía, en efecto, no es una ciencia, porque ningún hombre puede adquirirla, ningún
hombre puede enseñarla; es una inspiración que es el secreto de los dioses. Tampoco es un arte,
porque todo arte tiene sus reglas, ¿y quién arreglará la inspiración?, ¿quién habrá de gobernar al
poeta, este «ser ligero, alado, sagrado», este eco de la musa, este inspirado, en fin? Bien que el poeta
llegue a anunciar la verdad, no por eso es un sabio, ni un artista, en el verdadero sentido de la
palabra, porque nada inventa, y al salir del éxtasis en que el Dios le ha sumido, pierde el sentido
profundo de los versos que recita, y no los entiende ya. Es la visión de un sueño que se borra en el
acto de despertar, y que todo el arte del mundo no podría reproducir, y menos aún crear. Sin inventar
nada por sí, sin saber nada de sí mismo, el poeta no puede enseñar nada a nadie, es un ser inútil, y es
una carga para el Estado. Hay una ciencia, hija de la razón, ciencia que tiene su método, sus reglas,
sus medios seguros de distinguirlo verdadero, de rechazar el error, de ilustrar los espíritus disipando
las dudas, ciencia que se adquiere, se trasmite de hombre a hombre, y derrama la luz más lejos y con
más seguridad que la poesía, y esta ciencia se llama la dialéctica. He aquí el arte que Platón prefiere a
todos los dones de la imaginación. Platón es filósofo ante todo.
Pero hay más; si el poeta no fuese más que inútil, Platón no le cerraría con tanto rigor todo
acceso en el Estado. Pero puede hacerse peligroso y entonces es cuando, en lugar de trasmitir como
un eco el pensamiento del Dios que le inspira, toma sus propias visiones por el delirio divino, y
celebra delante de la multitud la mentira y no la verdad, la superstición y no la religión, los tiranos y
no los héroes. La poesía entonces se hace en su boca un instrumento de corrupción, tanto más
temible, cuanto vestida con el atractivo de los versos y del canto, derrama el error sin dejar de ser
bello. Hechicera funesta y semejante a las sirenas, atrae y seduce con su canto a los incautos para
devorarlos.
He aquí los dos daños en que se ha parapetado Platón, y cuyo rastro es fácil descubrir bajo el
estilo burlesco del Ion. la ironía del cual, por más que tiene el aire de dirigirse solo al rapsodista de
Homero y a sus iguales, alcanza de rechazo a Homero mismo, a los poetas y a la poesía entera,
inmolada a la filosofía.
Ion[1] o de la poesía
SÓCRATES — ION DE ÉFESO[2]

SÓCRATES. —¡Zeus te salve, Ion! ¿De dónde vienes hoy? ¿De tu casa de Éfeso?
ION. —Nada de eso, Sócrates; vengo de Epidauro y de los juegos de Asclepio.
SÓCRATES. —¿Los de Epidauro han instituido en honor de su dios un combate de rapsodistas?
ION. —Así es, y de todas las demás partes de la música.
SÓCRATES. —¿Y bien, has diputado el premio?, ¿cómo has salido?
ION. —He conseguido el primer premio, Sócrates.
SÓCRATES. —Me alegro y ánimo, porque es preciso tratar de salir vencedor también en las
fiestas Panateneas.
ION. —Así lo espero, si Dios quiere.
SÓCRATES. —Muchas veces, mi querido Ion, os he tenido envidia a los que sois rapsodistas, a
causa de vuestra profesión. Es, en efecto, materia de envidia la ventaja que ofrece el veros aparecer
siempre ricamente vestidos en los más espléndidos saraos, y al mismo tiempo el veros precisados a
hacer un estudio continuo de una multitud de excelentes poetas, principalmente de Homero, el más
grande y más divino de todos, y no solo aprender los versos, sino también penetrar su sentido.
Porque jamás será buen rapsodista el que no tenga conocimiento de las palabras del poeta, puesto que
para los que le escuchan, es el intérprete del pensamiento de aquel; función que le es imposible
desempeñar, si no sabe lo que el poeta ha querido decir. Y todo esto es muy de envidiar.
ION. —Dices verdad, Sócrates. Es la parte de mi arte que me ha costado más trabajo, pero me
lisonjeo de explicar a Homero mejor que nadie. Ni Metrodoro de Lámpsaco, ni Estesímbroto de
Taso, ni Glaucón, ni ninguno de cuantos han existido hasta ahora, está en posición de decir sobre
Homero tanto, ni cosas tan bellas, como yo.
SÓCRATES. —Me encantas, Ion, tanto más, cuanto que no podrás rehusarme el demostrar tu
ciencia.
ION. —Verdaderamente, Sócrates, merecen bien ser escuchados los comentarios que he sabido
dar a Homero, y creo merecer de los partidarios de este poeta el que coloquen sobre mi cabeza una
corona de oro.
SÓCRATES. —Me congratularé de que se me presente ocasión más adelante para escucharte;
pero en este momento solo quiero que me digas si tu habilidad se limita a la inteligencia de Homero,
o si se extiende igualmente a la de Hesíodo y Arquíloco.
ION. —De ninguna manera; yo me he limitado a Homero, y me parece que basta.
SÓCRATES. —¿No hay ciertos asuntos sobre los que Homero y Hesíodo dicen las mismas cosas?
ION. —Yo pienso que sí, y en muchas ocasiones.
SÓCRATES. —¿Podrías tú explicar mejor lo que dice Homero sobre estos objetos que lo que
dice Hesíodo?
ION. —Los explicaría perfectamente en todos aquellos puntos en que hablan de las mismas cosas.
SÓCRATES. —¿Y en aquellos que no dicen las mismas cosas? Por ejemplo, Homero y Hesíodo,
¿no hablan del arte divinatorio?
ION. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y qué, ¿estarás tú en estado de explicar mejor que un buen adivino lo que estos
dos poetas han dicho de una manera igual o de una manera diferente sobre el arte divinatorio?
ION. —No.
SÓCRATES. —Pero si fueses adivino, ¿no es cierto que si podías explicar los pasajes en que
están de acuerdo, en igual forma podrías explicar aquellos en que están en desacuerdo?
ION. —Eso es evidente.
SÓCRATES. —¿Por qué razón estás versado en las obras de Homero y no lo estás en las de
Hesíodo, ni en las de los demás poetas? ¿Homero trata de distintos objetos que todos los demás
poetas? ¿No habla principalmente de la guerra, de las relaciones que tienen entre sí los hombres, sean
buenos o malos, sean particulares u hombres públicos, de la manera que los dioses conversan entre sí
y con los hombres, de lo que pasa en el cielo y en los infiernos, de la genealogía de los dioses y de
los héroes? ¿No es ésta la materia que constituye las poesías de Homero?
ION. —Tienes razón, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿los demás poetas no tratan las mismas cosas?
ION. —Sí, Sócrates, pero no como Homero.
SÓCRATES. —¿Por qué?, ¿hablan peor?
ION. —Sin comparación.
SÓCRATES. —¿Y Homero habla mejor?
ION. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Ion, cuando muchas personas hablan sobre números, y una entre
ellas habla excelentemente, ¿no reconocerá alguno de los demás que efectivamente habla bien?
ION. —Sin contradicción.
SÓCRATES. —¿Y esa misma persona será la que reconozca a los que hablan mal; o será otra
distinta?
ION. —La misma ciertamente.
SÓCRATES. —Y esa persona, ¿no será la que sabe el arte de contar?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —Cuando muchas personas hablan de alimentos buenos para la salud y hay entre
ellas una que habla perfectamente, ¿serán dos personas diferentes las que distingan, la una al que
habla bien, y la otra al que habla mal, o bien será una misma persona?
ION. —Es claro que será la misma.
SÓCRATES. —¿Quién es?, ¿cómo se llama?
ION. —El médico.
SÓCRATES. —En suma, cuando se habla de unos mismos objetos, será siempre el mismo
hombre el que dará cuenta de los que hablan bien y de los que hablan mal; y es evidente que si no
distingue el que habla mal, no distinguirá tampoco el que habla bien; se entiende respecto al mismo
objeto.
ION. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —El mismo hombre, por consiguiente, está en estado de juzgar lo uno y lo otro.
ION. —Sí.
SÓCRATES. —¿No dices que Homero y los otros poetas, entre quienes se cuentan Hesíodo y
Arquíloco, tratan de los mismos objetos, pero no de la misma manera, y que Homero habla bien y los
otros menos bien?
ION. —Sí, y nada he dicho que no sea verdadero.
SÓCRATES. —Si, pues, conoces tú al que habla bien, debes conocer igualmente a los que hablan
mal.
ION. —Así parece.
SÓCRATES. —Así, mi querido Ion, no podemos engañarnos, si decimos que Ion está versado en
el conocimiento de Homero igualmente que en el de los demás poetas, puesto que confiesa que un
mismo hombre es juez competente de todos los que hablan de los mismos objetos, y que todos los
poetas tratan poco más o menos las mismas cosas.
ION. —Pero entonces, Sócrates, ¿me dirás por qué, cuando se me habla de cualquier otro poeta,
no puedo fijar la atención, ni puedo decir nada que valga la pena, y en realidad me considero como
dormido; y por el contrario, cuando se me cita a Homero, despierto en el acto, presto la mayor
atención, y las ideas se me presentan profusamente?
SÓCRATES. —No es difícil, mi querido amigo, adivinar la razón. Es evidente, que tú no eres
capaz de hablar sobre Homero, ni por el arte, ni por la ciencia. Porque si pudieses hablar por el arte,
estarías en estado de hacer lo mismo respecto todos los demás poetas. En efecto, la poesía es un solo
y mismo arte, que se llama poética; ¿no es así?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que cuando se abraza un arte en toda su extensión, una misma
crítica sirve para juzgar de todas las demás artes? ¿Quieres, Ion, que te explique cómo entiendo esto?
ION. —Con el mayor placer, Sócrates; gusto mucho en oíros, porque es oír a un sabio.
SÓCRATES. —Quisiera mucho que dijeras verdad, Ion; pero ese título de sabio solo pertenece a
vosotros los rapsodistas, a los actores y a aquellos cuyos versos cantáis. Con respecto a mí, no sé
más que decir sencillamente la verdad, cual conviene a un hombre de poco talento. Júzgalo por la
pregunta que te acabo de hacer, y ya ves que es trivial y común, como que lo que he dicho está al
alcance de cualquiera, esto es que la crítica es la misma en cualquier arte que se considere, con tal de
que sea uno. Tomemos un ejemplo. La pintura en su conjunto, ¿no es un solo y mismo arte?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —¿No hay y ha habido gran número de pintores buenos y malos?
ION. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Has visto tú alguno que, siendo capaz de discernir lo bien o mal pintado en los
cuadros de Polignoto,[3] hijo de Aglaofón, no pueda hacer lo mismo respecto a los otros pintores?
¿Que cuando se le presentan las obras de estos se duerma, se vea embarazado, y no sepa qué juicio
formar? ¿Mientras que cuando se trata de dar su dictamen sobre los cuadros de Polignoto, o de
cualquier otro pintor particular que sea de su agrado, se despierte, preste su atención, y se explique
con la mayor facilidad?
ION. —No ciertamente, yo no lo he visto.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿en materia de escultura has visto alguno que esté en actitud de decidir
sobre el mérito de las obras de Dédalo, hijo de Metión, o de Epeio, hijo de Panopeo, o de Teodoro de
Samos, o de cualquier otro estatuario, y que se vea dormido, embarazado y sin saber qué decir de las
obras de los demás escultores?
ION. —No, ¡por Zeus!, no he visto a nadie en este caso.
SÓCRATES. —No has visto, me figuro, a nadie, sea con relación al arte de tocar la flauta o el
laúd, o de acompañar con el laúd al canto, o sea con relación a la rapsodia, que esté en estado de
pronunciar su juicio sobre el mérito de Olimpo, de Támiras, de Orfeo, de Femio, el rapsodista de
Ítaca, y que tratándose de juzgar del mérito de Ion de Éfeso, se viese en el mayor embarazo, y se
considerase incapaz de decidir, en qué es bueno o mal rapsodista.
ION. —Nada tengo que oponer a lo que dices, Sócrates. Sin embargo, puedo asegurar, que soy
yo, entre todos los hombres, el que habla mejor y con más facilidad sobre Homero, y que cuantos me
escuchan convienen en lo bien que hablo, mientras que nada puedo decir sobre los demás poetas.
Dime, yo te lo suplico, de dónde puede proceder esto.
SÓCRATES. —Eso es lo que quiero examinar, y quiero exponerte mi pensamiento. Ese talento,
que tienes, de hablar bien sobre Homero, no es en ti un efecto del arte, como decía antes, sino que es
no sé qué virtud divina que te trasporta, virtud semejante a la piedra que Eurípides ha llamado
magnética, y que los más llaman piedra de Heraclea. Esta piedra, no solo atrae los anillos de hierro,
sino que les comunica la virtud de producir el mismo efecto y de atraer otros anillos, de suerte que se
ve algunas veces una larga cadena de trozos de hierro y de anillos suspendidos los unos de los otros,
y todos estos anillos sacan su virtud de esta piedra. En igual forma, la musa inspira a los poetas, estos
comunican a otros su entusiasmo, y se forma una cadena de inspirados. No es mediante el arte, sino
por el entusiasmo y la inspiración, que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo
mismo sucede con los poetas líricos. Semejantes a los coribantes, que no danzan sino cuando están
fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino
que desde el momento en que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor, y se ven
arrastrados por un entusiasmo igual al de las bacantes, que en sus movimientos y embriaguez sacan
de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en que cesa su delirio. Así es que el alma
de los poetas líricos hace realmente lo que estos se alaban de practicar. Nos dicen que, semejantes a
las abejas, vuelan aquí y allá por los jardines y vergeles de las musas, y que recogen y extraen de las
fuentes de miel los versos que nos cantan. En esto dicen la verdad, porque el poeta es un ser alado,
ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no le arrastra y le hace salir de sí
mismo. Hasta el momento de la inspiración, todo hombre es impotente para hacer versos y
pronunciar oráculos. Como los poetas no componen merced al arte, sino por una inspiración divina,
y dicen sobre diversos objetos muchas cosas y muy bellas, tales como las que tú dices sobre Homero,
cada uno de ellos solo puede sobresalir en la clase de composición a que le arrastra la musa. Uno
sobresale en el ditirambo, otro en los elogios, este en las canciones destinadas al baile, aquél en los
versos épicos, y otro en los yambos, y todos son medianos fuera del género de su inspiración,
porque es esta y no el arte la que preside a su trabajo. En efecto, si supiesen hablar bien, gracias al
arte, en un solo género, sabrían igualmente hablar bien de todos los demás. El objeto que Dios se
propone al privarles del sentido, y servirse de ellos como ministros, a manera de los profetas y otros
adivinos inspirados, es que, al oírles nosotros, tengamos entendido que no son ellos los que dicen
cosas tan maravillosas, puesto que están fuera de su buen sentido, sino que son los órganos de la
divinidad que nos habla por su boca. Tinnico de Cálcide es una prueba bien patente de ello. No
tenemos de él más pieza en verso, que sea digna de tenerse en cuenta, que su Peán[4] que todo el
mundo canta, la oda más preciosa que se ha hecho jamás, y que, como dice él mismo, es realmente
una producción de las musas. Me parece, que la divinidad nos ha dejado ver en él un ejemplo patente,
para que no nos quede la más pequeña duda de que si bien estos bellos poemas son humanos y hechos
por la mano del hombre, son, sin embargo, divinos y obra de los dioses, y que los poetas no son más
que sus intérpretes, cualquiera que sea el dios que los posea. Para hacernos conocer esta verdad, el
dios ha querido cantar con toda intención la oda más bella del mundo por boca del poeta más
mediano. ¿No crees tú que tengo razón, mi querido Ion?
ION. —Sí, ¡por Zeus!, tus discursos, Sócrates, causan en mi alma una profunda impresión, y me
parece que los poetas, por un favor divino, son para con nosotros los intérpretes de los dioses.
SÓCRATES. —¿Y vosotros los rapsodistas no sois los intérpretes de los poetas?
ION. —También es cierto.
SÓCRATES. —Luego sois vosotros los intérpretes de los intérpretes.
ION. —Sin contradicción.
SÓCRATES. —Vamos, respóndeme Ion, y no me ocultes nada de lo que te voy a preguntar.
Cuando recitas, como conviene, ciertos versos heroicos, y conmueves el alma de los espectadores, ya
cantando a Odiseo en el momento en que lanzándose al umbral de su palacio, se da a conocer, a los
amantes de Penélope y derrama a sus pies una multitud de flechas,[5] o ya a Aquiles arrojándose sobre
Héctor,[6] o cualquier otro pasaje conmovedor de Andrómaca, de Hécuba, o de Príamo,[7] ¿te
dominas, o estás fuera de ti mismo?, ¿llena tu alma de entusiasmo?, ¿no te imaginas estar presente en
las acciones que recitas, y que te encuentras en Ítaca o delante de Troya, en una palabra, en el lugar
mismo donde pasa la escena?
ION. —¡La prueba que me pones a la vista es patente, Sócrates! Porque si he de hablarte con
franqueza, te aseguro, que cuando declamo algún pasaje patético, mis ojos se llenan de lágrimas, y
que cuando recito algún trozo terrible o violento, se me erizan los cabellos y palpita mi corazón.
SÓCRATES. —Pero qué, Ion, ¿diremos que un hombre está en su sano juicio, cuando, vestido con
un traje de diversos colores y llevando una corona de oro, llora en medio de los sacrificios y de las
fiestas, aunque no haya perdido ninguno de sus adornos, o cuando, en compañía de más de veinte mil
amigos, se le ve sobrecogido de terror, a pesar de no despojarle ni hacerle nadie ningún daño?
ION. —No ciertamente, Sócrates, puesto que es preciso decirte la verdad.
SÓCRATES. —¿Sabes tú si transmitís los mismos sentimientos al alma de vuestros espectadores?
ION. —Lo sé muy bien. Desde la tribuna, donde estoy colocado, los veo habitualmente llorar,
dirigir miradas amenazadoras, y temblar como yo con la narración de lo que oyen. Y necesito estar
muy atento a los movimientos que en ellos se producen, porque si los hago llorar, yo me reiré y
cogeré el dinero; mientras que si los hago reír, yo lloraré y perderé el dinero que esperaba.
SÓCRATES. —¿Ves ahora cómo el espectador es el último de estos anillos, que como yo decía,
reciben los unos de los otros la virtud que les comunica la piedra de Heraclea? El rapsodista, tal
como tú, el actor, es el anillo intermedio, y el primer anillo es el poeta mismo. Por medio de estos
anillos el dios atrae el alma de los hombres, por donde quiere, haciendo pasar su virtud de los unos a
los otros, y lo mismo que sucede con la piedra imán, está pendiente de él una larga cadena de
coristas, de maestros de capilla de sub-maestros, ligados por los lados a los anillos que van
directamente a la musa. Un poeta está ligado a una musa, otro poeta a otra musa, y nosotros decimos
a esto estar poseído, dominado, puesto que el poeta no es sui iuris, sino que pertenece a la Musa. A
estos primeros anillos, quiero decir, a los poetas, están ligados otros anillos, los unos a este, los
otros a aquel, e influidos todos por diferentes entusiasmos. Unos se sienten poseídos por Orfeo, otros
por Museo, la mayor parte por Homero. Tú eres de estos últimos, Ion, y Homero te posee. Cuando se
cantan en tu presencia los versos de algún otro poeta, tú te haces el soñoliento, y tu espíritu no te
suministra nada; pero cuando se te recita algún pasaje de este poeta, despiertas en el momento, tu
alma entra, por decirlo así, en movimiento, y se te ocurre abundantemente de qué hablar. Porque no
es en virtud del arte, ni de la ciencia, el que hables tú de Homero como lo haces, sino por una
inspiración y una posesión divinas. Y lo mismo que los coribantes no sienten ninguna otra melodía
que la del dios que los posee, ni olvidan las figuras y palabras que corresponden a este aire, sin fijar
su atención en todos los demás, de la misma manera tú, Ion, cuando se hace mención de Homero,
apareces sumamente afluyente, mientras que permaneces mudo tratándose de los demás poetas. Me
preguntas cuál es la causa de esta facilidad de hablar cuando se trata de Homero, y de esta
infecundidad cuando se trata de los demás, y es que el talento, que tienes para alabar a Homero, no es
en ti efecto del arte, sino de una inspiración divina.
ION. —Muy bien dicho, Sócrates. Sin embargo, sería para mí una sorpresa, si tus razones fuesen
bastante poderosas para persuadirme de que cuando hago el elogio de Homero, estoy poseído y fuera
de mí mismo. Creo que tú mismo no lo creerías, si me oyeses discurrir sobre este poeta.
SÓCRATES. —Pues bien, quiero escucharte; pero antes responde a esta pregunta. Entre tantas
cosas como Homero trata, ¿sobre cuáles hablas tú bien? Porque sin duda tú no puedes hablar bien
sobre todas.
ION. —Vive seguro, Sócrates, de que no hay una sola de la que no esté en estado de hablar bien.
SÓCRATES. —Probablemente no de las cosas que tú ignoras, y que Homero trata.
ION. —¿Cuáles son las cosas que Homero trata y yo ignoro?
SÓCRATES. —¿Homero no habla de las artes en muchos pasajes y muy detenidamente? Por
ejemplo, ¿el arte de conducir un carro? Si pudiera recordar los versos, te los diría.
ION. —Yo los sé; voy a decírtelos.
SÓCRATES. —Recítame, pues, las palabras de Néstor a su hijo Antíloco, cuando le da consejos
sobre las precauciones que debe tomar para evitar el tocar a la meta en la carrera de carros, en los
funerales de Patroclo.
ION. —Inclínate —le dice—, bien preparado, sobre tu carro a la izquierda; al mismo tiempo con
el látigo y la voz apura al caballo de la derecha, aflojándole las riendas; haz que el caballo de la
izquierda se aproxime a la meta, de manera que el cubo de la rueda, hecho con arte, parezca tocar en
ella, y que sin embargo evite tropezarla.[8]
SÓCRATES. —Basta. ¿Quién juzgará mejor, Ion, si Homero habla bien o mal en estos versos, un
médico o un cochero?
ION. —El cochero sin duda.
SÓCRATES. —¿Es porque conoce el arte que corresponde a todas estas cosas o por otra razón?
ION. —No, sino porque conoce este arte.
SÓCRATES. —Dios ha atribuido a cada arte la facultad de juzgar sobre las materias que a cada
uno correspondan, porque no juzgamos mediante la medicina las mismas cosas que conocemos por
el pilotaje.
ION. —Verdaderamente no.
SÓCRATES. —Ni por el arte de carpintería lo que conocemos por la medicina.
ION. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con todas las demás artes? Lo que nos es conocido por la
una, no nos es conocido por la otra. Pero antes de responder a esto, dime: ¿no reconoces que las artes
difieren unas de otras?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —En cuanto puede conjeturarse, digo, que una es diferente de otra, porque ésta es la
ciencia de un objeto y aquélla de otro. ¿Piensas tú lo mismo?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —Porque si fuese la ciencia de los mismos objetos, ¿qué razón tendríamos para
hacer diferencia entre un arte y otro arte, puesto que ambos conducían al conocimiento de las mismas
cosas? Por ejemplo, yo sé que éstos son cinco dedos, y tú lo sabes como yo. Si yo te preguntase, si lo
sabemos ambos por la aritmética, o lo sabemos tú por un arte y yo por otro, dirías sin dudar que por
un mismo arte, la aritmética.
ION. —Sí.
SÓCRATES. —Responde ahora a la pregunta que estaba a punto de hacerte antes, y dime, si crees,
con relación a todas las artes sin excepción, que es necesario que el mismo arte nos haga conocer los
mismos objetos, y otro arte objetos diferentes.
ION. —Así me parece.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el que no posee un arte, no está en estado de juzgar bien de lo
que se dice o se hace en virtud de este arte.
ION. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Con relación a los versos que acabas de citar, ¿juzgarás tú mejor que el cochero,
si Homero habla bien o mal?
ION. —El cochero juzgará mejor.
SÓCRATES. —Porque tú eres rapsodista y no eres cochero.
ION. —Sí.
SÓCRATES. —¿El arte del rapsodista es distinto que el del cochero?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —Puesto que es distinto, tiene que ser la ciencia de otros objetos.
ION. —Sí.
SÓCRATES. —Pero qué, cuando Homero dice, que Hecamede, concubina de Néstor, dio a
Macaón, que estaba herido, un brebaje y se expresa así:[9] «lo echó en vino pramnio,[10] sobre el que
raspó queso de cabra con un cuchillo de metal, y mezcló con ello cebolla para excitar la sed»,
¿pertenece al médico o al rapsodista juzgar si Homero habló bien o mal?
ION. —Y la medicina.
SÓCRATES. —¿Y cuando Homero dice:[11] «Ella se lanzó en el abismo, como el plomo que,
atado al asta de un buey salvaje, se precipita en el fondo de las aguas, llevando la muerte a los peces
voraces», diremos que corresponde al pescador, más bien que al rapsodista, el calificar estos versos,
y si lo que expresan está bien o mal hecho?
ION. —Es evidente, Sócrates, que esto corresponde al arte del pescador.
SÓCRATES. —Mira ahora si tú me presentarías la cuestión siguiente: —Sócrates, puesto que
encuentras en Homero los objetos, cuyo juicio pertenece a cada uno de estos diferentes artes, busca
en igual forma en este poeta los objetos que pertenecen a los adivinos y al arte adivinatorio, y dime si
Homero se ha expresado bien o mal en sus poesías en este punto. Ve ahora con qué facilidad y con
qué verdad yo te respondería. Homero habla de estos objetos en muchos pasajes de su Odisea, por
ejemplo, en aquel en que el divino Teoclímeno, nacido de la raza de Melampo, dirige estas palabras a
los amantes de Penélope:[12] «¡Desgraciados, cuán horrible suerte os espera! Vuestras cabezas,
vuestras fisonomías, vuestros miembros, se verán rodeados de tinieblas. Oigo vuestros gemidos
incesantes, y veo vuestras mejillas anegadas en lágrimas. El vestíbulo y atrio del palacio están llenos
de fantasmas que se precipitan al Erebo en medio de las sombras. El sol ha desaparecido del
firmamento, y una fatídica nube cubre el universo». Homero en muchos pasajes habla de esta manera,
como cuando describe el ataque del campamento de los griegos, donde se leen estos versos:[13] «En
el momento de ir a salvar el foso, un ave apareció a la izquierda del ejército; era un águila de
remontado vuelo, que llevaba en sus garras una enorme serpiente ensangrentada, aún viva y
palpitante, que hacía esfuerzos para defenderse. Habiéndose inclinado hacia atrás, hirió cerca del
cuello el pecho del águila, obligando a esta a soltarla a causa de la violencia del dolor, y dejándola
caer en medio de los soldados, voló por el espacio, a placer de los vientos, dando terribles quejidos».
Éstos, te diría, y otros semejantes, son los pasajes cuyo examen y juicio pertenecen al adivino.
ION. —En eso no dirías más que la verdad.
SÓCRATES. —Tu respuesta no es menos verdadera, Ion. Lo mismo que te he señalado en la
Odisea y en la Ilíada pasajes que pertenecen, unos al adivino, otros al médico, otros al pescador,
desígname tú ahora, Ion, tú que conoces mejor que yo a Homero, los pasajes que son del resorte de la
rapsodia, y que te corresponde examinar y juzgar con preferencia a los demás hombres.
ION. —Te respondo, Sócrates, que todos son de la competencia del rapsodista.
SÓCRATES. —Pero eso no lo decías hace poco. ¿Cómo tienes tan mala memoria? No es propio
de un rapsodista ser tan olvidadizo.
ION. —¿Pues qué es lo que yo he olvidado?
SÓCRATES. —¿No te acuerdas haber dicho que el arte del rapsodista es distinto que el del
cochero?
ION. —Sí, me acuerdo.
SÓCRATES. —¿No has confesado que, siendo distinto, tiene que conocer de otros objetos?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —El arte del rapsodista, según lo que tú dices, no conocerá todas las cosas, como no
las conocerá el rapsodista.
ION. —Quizá es preciso exceptuar esta clase de objetos, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero tú entiendes por esta clase de objetos todo lo que pertenece a las otras artes.
Por consiguiente, ¿qué objetos habrás de conocer tú como rapsodista, puesto que no puedes
conocerlos todos?
ION. —Conoceré, creo yo, los discursos que se ponen en boca del hombre y de la mujer, de los
esclavos y de las personas libres, de los que obedecen y de los que mandan.
SÓCRATES. —¿Quieres decir que el rapsodista sabrá mejor que el piloto de qué manera debe
hablar el que manda una nave batida por la tempestad?
ION. —No; para esto será mejor el piloto.
SÓCRATES. —¿El rapsodista sabrá mejor que el médico los discursos de los que habrán de
valerse los que dirigen a enfermos?
ION. —No, lo confieso.
SÓCRATES. —¿Quieres hablar de los discursos que convienen a un esclavo?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —Por ejemplo, ¿pretendes que el rapsodista, y no el vaquero, sabrá lo que es
preciso decir para amansar las bestias cuando están irritadas?
ION. —No.
SÓCRATES. —¿Y sabrá mejor que un trabajador en lana lo tocante a su trabajo?
ION. —No.
SÓCRATES. —¿Sabrá mejor los discursos de que un general debe valerse para inspirar ánimo a
sus soldados?
ION. —Sí, he aquí lo que el rapsodista debe conocer.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿el arte del rapsodista es el mismo que el arte de la guerra?
ION. —Por lo menos yo sé muy bien cómo debe hablar un general de ejército.
SÓCRATES. —Quizá, Ion, estás versado en el arte de mandar a la tropa. En efecto, si fueses a la
vez buen picador y buen tocador de laúd, distinguirías los caballos que tienen buena o mala marcha.
Pero si yo te preguntase mediante qué arte conoces los caballos que marchan bien, si por tu cualidad
de picador o por la de tocador de laúd, ¿qué me responderías?
ION. —Te respondería que como picador.
SÓCRATES. —En igual forma, si conocieses los que tocan bien el laúd, ¿no confesarías que este
discernimiento lo hacías como tocador de laúd y no como picador?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —Pues bien, puesto que entiendes el arte militar, ¿tienes este conocimiento como
hombre de guerra o como buen rapsodista?
ION. —Importa poco, a mi parecer, en qué concepto.
SÓCRATES. —¿Cómo dices que importa poco? ¿El arte del rapsodista es el mismo, a juicio tuyo,
que el arte de la guerra, o son dos artes diferentes?
ION. —Yo creo que es el mismo arte.
SÓCRATES. —De manera, que el que es buen rapsodista ¿es también buen general de ejército?
ION. —Sí, Sócrates.
SÓCRATES. —Por esta razón, ¿el que es buen general de ejército es igualmente buen rapsodista?
ION. —Por la misma razón no lo creo.
SÓCRATES. —Por lo menos crees que un excelente rapsodista es igualmente un excelente
capitán.
ION. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y no eres tú el mejor rapsodista de toda la Grecia?
ION. —Sin comparación, Sócrates.
SÓCRATES. —Por consiguiente, tú, Ion, ¿eres el capitán más grande de toda la Grecia?
ION. —Yo te lo garantizo, Sócrates; he aprendido el oficio en Homero.
SÓCRATES. —En nombre de los dioses, Ion, ¿cómo, siendo tú el mejor capitán y el mejor
rapsodista de Grecia, andas de ciudad en ciudad recitando versos y no estás al frente de los ejércitos?
¿Piensas que los griegos tienen gran necesidad de un rapsodista con su corona de oro, y que para
nada necesitan un general?
ION. —Nuestra ciudad, Sócrates, está sometida a vuestra dominación; vosotros mandáis nuestras
tropas y no necesitamos de ningún general. En cuanto a vuestra ciudad y a la de Lacedemonia, no me
elegirán para conducir sus ejércitos, porque os creéis vosotros con capacidad para hacerlo.
SÓCRATES. —Mi querido Ion, ¿no conoces a Apolodoro de Cícico?
ION. —¿Quién es?
SÓCRATES. —El que los atenienses han puesto muchas veces a la cabeza de sus tropas, aunque
extranjero; ¿y a Fanóstenes de Andros y a Heráclides de Clazomenes que nuestra república ha
elevado al grado de generales y a los primeros puestos a pesar de ser extranjeros, porque han dado
pruebas de su mérito? ¿Y no escogerá para mandar sus ejércitos y no colmará de honores a Ion de
Éfeso, si le considera digno de ello? Pues qué, ¿vosotros los efesios no sois atenienses de origen, y
Éfeso no es una ciudad que no cede en nada a ninguna otra? Si dices la verdad, Ion; si es al arte y a la
ciencia a lo que debes tu buena inteligencia de Homero, entonces obras mal conmigo, porque después
de haberte alabado por las bellezas que sabes de Homero y haberme prometido que me harías
partícipe de ellas, veo ahora que me engañas, porque no solo no me haces partícipe, sino que
tampoco quieres decirme cuáles son esos conocimientos en que sobresales, por más que te he
apurado; y, semejante a Proteo, giras en todos sentidos, tomas toda clase de formas, y para librarte de
mí, concluyes por transformarte en general, para que yo no pueda ver a qué punto llega tu habilidad
en la inteligencia de Homero. Por último, si es al arte al que debes esta habilidad y comprometido
como estás a mostrármela, faltas a tu palabra, entonces tu procedimiento es injusto. Si por el
contrario, no al arte sino a una inspiración divina se debe el que digas tan bellas cosas sobre Homero,
por estar tú poseído y sin ninguna ciencia, como te dije antes, en este caso no tengo motivo para
quejarme de ti. Por lo tanto mira si quieres pasar a mis ojos por un hombre injusto o por un hombre
divino.
ION. —La diferencia es grande, Sócrates; es mucho mejor pasar por un hombre divino.
SÓCRATES. —En este caso, Ion, te conferimos el precioso título de celebrar a Homero por
inspiración divina y no en virtud del arte.
LISIS
Argumento del Lisis[1]
por Patricio de Azcárate

El objeto de este diálogo es la Amistad, título lleno de esperanzas, que Platón no satisface
completamente, puesto que con intención deja cubierto con un velo lo que piensa de la amistad. Pero
por lo menos combate una a una con mucha fuerza todas las falsas teorías sostenidas antes de él, y al
mismo tiempo deja adivinar al final su pensamiento, después de una discusión muy rápida y muy
interesante, cuya severidad se halla templada por la gracia.
Sócrates refiere, que, yendo de la Academia al Liceo, encontró cerca de una palestra, nuevamente
construida a las puertas de la ciudad, un numeroso grupo de jóvenes atenienses, y entre ellos a
Hipótales, amigo del hermoso Lisis, y a Ctesipo, primo y amigo de Menéxeno. Fue invitado a
permanecer con ellos, y, después de dejarse rogar, entra al fin en la palestra que animaban con sus
juegos enjambres de jóvenes adornados con preciosos trajes y coronados de flores para celebrar la
fiesta de Hermes. Toda esta juventud le rodea y él se hace bien pronto escuchar empeñando una
conversación con Lisis, joven de encantador semblante y de espíritu felizmente dotado, y a quien
Hipótales constantemente persigue, como todos los amantes, con sus inagotables adulaciones en
prosa y verso. Para enseñarle de qué manera conviene conversar con el que se ama, Sócrates, con su
arte profundo de atraer los espíritus, hace que salgan de la boca de su joven interlocutor verdades
morales, que son otros tantos cargos abrumadores para el pretendido amigo, que sofoca
indebidamente esta naturaleza admirable, en lugar de desarrollarla. La lección indirecta que resulta de
este preámbulo, que tiene todo él un perfume de juventud y de frescura, es que la verdadera belleza, la
belleza digna de que se la busque y de que se la ame, no es la del cuerpo, sino esa belleza del alma,
cuyo culto ennoblece a la vez al amante y al amado.
Sócrates se dirige en seguida a Menéxeno, el compañero favorito de Lisis, y le suplica, puesto
que tiene la fortuna de experimentar y hacer que otro experimente el sentimiento de la amistad, que le
explique lo que es un amigo. Aquí comienza la discusión.
¿Es el amigo el que ama o el que es amado? El lenguaje popular, expresión del sentido común,
que no es escrupuloso en materia de exactitud, da el nombre de amigo lo mismo al que lo
experimenta, que al que motiva en otro el sentimiento de la amistad. La filosofía quiere más
precisión, va al fondo de las cosas; bajo el doble sentido del nombre popular de amigo descubre dos
definiciones distintas, que se rechazan entre sí, porque carecen ambas del carácter simple y universal
de toda buena definición. Helas aquí. —El amigo es aquel que ama. —El amigo es aquel que es
amado. —Se ve por el pronto que se excluyen. Además, cada una de ellas, tomada separadamente, es
incompleta y no resiste al examen.
En efecto, decir absolutamente que el amigo es aquel que ama, es lo mismo que decir, que basta
amar a alguno para ser su amigo. Sin embargo, el hombre que ama a otro puede no ser
correspondido; más aún, puede ser odioso al que ama, cosa que se ve comúnmente en la vida. No
cabe amistad entre dos hombres, cuyas inclinaciones y afectos no son recíprocos, porque por ambos
lados, sin esta reciprocidad, falta algo a la amistad. Si allí donde la amistad no existe no hay amigo,
se sigue que amigo no es el que ama. La segunda definición: que el amigo es aquel que es amado, está
expuesta necesariamente a las mismas objeciones. El hecho de ser amado, si no se ama, no constituye
amistad. Platón se apoya en diversos ejemplos que conducen a una conclusión negativa. Ya tenemos
descartadas dos teorías. Las que combate en seguida, están apoyadas en la autoridad de algún filósofo
ilustre.
De acuerdo con el verso del poeta: «Dios quiere que lo semejante encuentre y ame su semejante»,
Empédocles ha sostenido que la amistad descansa toda en la semejanza. Dos objeciones se hacen a
esta teoría. Por el pronto, de hecho, no es siempre cierto que lo semejante sea amigo de lo semejante,
puesto que no hay amistad posible del hombre malo con el malo. En segundo lugar, si la amistad
existe entre dos hombre de bien, ¿es la semejanza la que los hace amigos? No, porque un amigo debe
ser útil a su amigo. Y un hombre de bien no puede ser útil a otro hombre de bien, por lo mismo que
le es absolutamente semejante, puesto que nada puede pedirle que no pueda sacar de sí mismo, como
del hombre que le es en todo semejante. Y si se basta a sí mismo, es independiente de cualquier otro,
vive en todo en sí y para sí, y es él su propio amigo y no el amigo de otro. Y así la semejanza no solo
no engendra, sino que impide la amistad.
De aquí parece resultar que Heráclito estaba en lo verdadero, cuando pretendía que lo contrario es
el amigo de lo contrario. ¡Cuántos ejemplos presenta la naturaleza entera! Lo seco es amigo de lo
húmedo, lo amargo de lo dulce, el enfermo del médico, el pobre del rico. ¡Cuán útil también es el
uno al otro, y cómo el uno por naturaleza y por interés debe ligarse al otro! Sin duda; pero en el
terreno de los ejemplos los hay aún más decisivos, que no permiten sentar sobre ellos una definición
absoluta. ¿Qué cosas más contrarias, en efecto, que el odio y la amistad, lo justo y lo injusto, lo
bueno y lo malo? Y sin embargo, ¿qué cosas menos amigas, o más bien, qué cosas más enemigas?
Ahora, al parecer, se ve que Heráclito está más lejos de la verdad que Empédocles. Platón ha tenido la
complacencia de refutar al uno con el otro, y es preciso admitir con él estas dos conclusiones
negativas, que ni la semejanza, ni la contradicción, constituyen la amistad.
Como si la impugnación de estas cuatro teorías hubiese agotado la discusión regular, Sócrates
finge a la ventura, y como conjeturando, que lo que no es bueno, ni malo, es quizá el amigo de lo
bueno, y que siendo lo bueno al mismo tiempo lo bello, el que ama lo bueno y lo bello no puede ser,
ni lo uno, ni lo otro. Prosigue su idea a tientas en cierta manera; le parece que todos los seres deben
tener uno de estos tres caracteres: ser buenos, o ser malos, o no ser, ni buenos, ni malos. Pero si se
reflexiona que lo que es bueno no puede ser amigo de lo bueno, su semejante, ni el amigo de lo malo,
su contrario, y que lo malo por su naturaleza no puede jamás excitar la amistad; lo que no es, ni
bueno, ni malo, es lo único sobre lo que puede recaer la cuestión, y si ama alguna cosa, no puede
menos de amar lo bueno. Justificada de esta manera la conjetura, se presenta bajo la forma de una
definición nueva, a saber: que la amistad consiste en el afecto de lo que no es ni bueno, ni malo, por
lo que es bueno. De esta manera nuestro cuerpo, colocado entre la salud, que es un bien, y la
enfermedad, que es un mal, no es por sí mismo ni malo, ni bueno, y se ve precisado a amar lo que le
es bueno, la medicina, por ejemplo. Pero si lo ama, no es tanto en sí mismo como a causa de lo que
es para él malo, por ejemplo, la enfermedad. En el fondo de todo esto hay una idea muy verdadera,
porque estos términos: ni bueno, ni malo, no deben tomarse aquí absolutamente, a la letra, so pena de
no designar más que un ser imposible de determinar, sin carácter ninguno, como sería un hombre sin
vicio y sin virtud. Sócrates quiere hablar de un ser que, no siendo absolutamente bueno, tiene
necesidad de otro mejor que él para conservarse o agrandarse, y de un ser que al no ser
absolutamente malo, pueda aún aspirar al bien. Bien entendido esto, se sigue, generalizando, que lo
que no es ni bueno ni malo, ama lo que es bueno a causa de lo que es malo; conclusión que parece
fundada en la observación y en el razonamiento.
Sócrates, sin embargo, no se detiene aquí. De repente vuelve en sí, como quien sale de un sueño, y
reconoce que ser amigo de lo bueno es amar lo que es útil, es decir, lo que es amigo, esto es, su
semejante, lo que parecía antes imposible. Además, amar lo que es bueno constituye un solo caso de
amistad absoluta, y en todos los demás casos un principio de amistad solamente. En efecto, un bien no
es amado nunca sino en vista de otro bien, la medicina en vista de la salud, la salud en vista de otro
bien aún, y siempre lo mismo hasta el infinito, a menos que después de haberse elevado por grados
de un bien a otro que le sea superior, la amistad encuentre un bien que ella ame por sí mismo, del que
todos los demás bienes no son más que una manifestación, un solo bien digno de ser amado,
principio y fin de la amistad.
He aquí una nueva idea, idea grande y verdadera: que existe un ser supremo que no es amado en
vista de ningún otro bien, un bien que es nuestro verdadero amigo, puesto que a él es adonde va a
parar en definitiva toda amistad. Más para quitar toda duda, Sócrates tiene necesidad de volver a la
suposición precedente, de que el bien es amado en previsión del bien y a causa del mal. Porque si el
mal engendra nuestra amistad por el bien, el bien no tiene existencia sino en relación con el mal, del
cual es remedio. Supongamos por un momento que el mal llega a desaparecer; el bien entonces no
tiene ya razón de ser, se hace inútil, desaparece y arrastra consigo la amistad. Para salvar el uno y el
otro, es preciso admitir que el bien no es amado a causa del mal, sino en sí y por sí. Entonces la
ausencia del mal no lleva consigo la del bien, y la amistad es siempre posible, con tal, sin embargo,
de que con el mal no desaparezcan todo apetito y todo deseo; porque la amistad sin ellos no se
comprendería ya.
El deseo, considerado como origen de la amistad, es el que va a conducir a Sócrates a su última
conclusión. ¿Qué desea aquel que desea? Evidentemente aquello de que tiene necesidad. ¿Y de qué
tiene necesidad? Evidentemente también de lo que está privado, es decir, de lo que le conviene. Aquí,
sin que Sócrates lo establezca directamente, está la clave del problema de la amistad. Un ser encuentra
en la naturaleza de otro ser alguna cosa que le conviene, el carácter, las costumbres o la persona
misma, y por su parte encuentra en su propia naturaleza alguna cosa que conviene al otro. El deseo
arrastra el uno hacia el otro, una atracción mutua los aproxima, y de esta manera nacen el amor y la
amistad que los ligan. Si se trata de averiguar por qué Sócrates no se detiene en esta solución, que
representa ciertamente el verdadero pensamiento de Platón, porque en vez de asentarla sobre razones
incontestables, apenas la indica y vuelve rápidamente a las objeciones, se conocerá, a mi entender,
que si pasa y no se detiene es porque entra en su plan científico. No quiere traspasar su objeto, que es
el combatir las falsas teorías y no establecer la verdadera, y de este modo se mantiene fiel a la forma
y a las proporciones de un diálogo pura y simplemente refutatorio. Le basta mantener los espíritus en
guardia contra la confusión de lo conveniente y de lo semejante, preguntándose si son idénticos y si
no hay aquí una mala inteligencia de palabras; y después, sin concluir explícitamente sobre este
punto, abandona al lector a sus reflexiones, dejando a su cargo juzgar si la discusión gira en un
círculo vicioso, o si está a punto de llegar a su final solución.
Sin embargo, de este diálogo deben sacarse conclusiones importantes. La primera, que es general,
es que todas las definiciones propuestas del amigo y de la amistad pecan igualmente por falta de
extensión. Platón las ha rechazado, no como absolutamente falsas, sino más bien como incompletas.
Ha probado sucesivamente que el amigo no puede ser, ni simplemente aquel que ama, ni simplemente
aquel que es amado, ni lo semejante en sí, ni lo contrario en sí, ni el bien relativo, ni el bien absoluto,
fuera del deseo, ni lo conveniente solo. Pero éstos no son más que términos aislados, violentamente
arrancados de su relación natural por teorías exclusivas, en las que retiene cada una en cierta manera
una mitad de la amistad, una mitad de la verdad, sin que ninguna por consiguiente abrace toda la
amistad, ni toda la verdad, Platón no tiene necesidad de decir que es preciso restablecer estos
términos en su afinidad mutua para encontrar la justa relación, y que basta hundir todas estas falsas
teorías para establecer la verdadera, porque esta idea resalta de la discusión misma. Ésta solo ha
puesto en evidencia el exceso de las pretensiones y el defecto de las proporciones; al lector
corresponde establecer el equilibrio.
El Lisis es uno de los diálogos en que Platón hace conocer mejor el juego de su dialéctica,
método complicado que solo avanza paulatinamente hacia la verdad, destruyendo a derecha e
izquierda mil errores. No hay que echarle en cara que solo camina causando ruinas, porque estas
ruinas son las de los sistemas falsos, como, por ejemplo, las teorías de Empédocles y Heráclito sobre
la amistad. Este método lento e indirecto es el de los espíritus descontentadizos, que tienen necesidad
de ver claro en todas las cosas, y de no aceptar nada sin examen bajo la fe de otro. Descartes, después
de Platón, hará otro tanto; su duda metódica será el hermano segundón de la dialéctica. Los
procedimientos numerosos y diversos de este método tienen casi todos su papel en la discusión
precedente, como son: la definición, que presenta bajo una forma general y concisa el elemento
característico de cada teoría; la división, que distingue y aísla una teoría de otra; el ejemplo, que, en
apoyo de cada afirmación importante, ofrece la prueba sensible y popular de una aplicación tomada
de los fenómenos y de los seres de la naturaleza; la hipótesis, que presenta al estado de conjetura las
teorías probables que, para ser entendidas, tienen necesidad del socorro de la demostración; en fin, la
inducción y la deducción, que conduciendo el espíritu perpetuamente de las ideas particulares a los
principios, y de los principios a las aplicaciones, aclaran con una doble luz las opiniones
cuestionables. Estos procedimientos, que en este resumen no han podido ser indicados sino
ligeramente, se presentan en la lectura del Lisis en todo su desarrollo, y dan una idea de la abundancia
y de la fuerza de los medios que Platón, después de Sócrates, ha puesto a disposición de la filosofía.
Lisis o de la amistad
SÓCRATES — HIPÓTALES — CTESIPO — MENÉXENO — LISIS

SÓCRATES. —Iba de la Academia al Liceo por el camino de las afueras a lo largo de las
murallas, cuando al llegar cerca de la puerta pequeña que se encuentra en el origen del Panoplo,
encontré a Hipótales, hijo de Jerónimo (Hierónymus), y a Ctesipo del pueblo de Peanía,[1] en medio
de un grupo numeroso de jóvenes. Hipótales, que me había visto venir, me dijo:
—¿Adónde vas, Sócrates, y de dónde vienes?
—Vengo derecho —le dije— de la Academia al Liceo.
—¿No puedes venir con nosotros —dijo—, y desistir de tu proyecto? La cosa, sin embargo, vale
la pena.
—¿Adónde y con quién quieres que vaya? —le respondí.
—Aquí —dijo, designándome frente a la muralla un recinto, cuya puerta estaba abierta—. Allá
vamos gran número de jóvenes escogidos, para entregarnos a varios ejercicios.
—Pero ¿qué recinto es ese, y de qué ejercicios me hablas?
—Es una palestra —me respondió—, en un edificio recién construido, donde nos ejercitamos la
mayor parte del tiempo pronunciando discursos, en los que tendríamos un placer que tomaras parte.
—Muy bien —le dije—, pero ¿quién es el maestro?
—Es uno de tus amigos y de tus partidarios —dijo—, es Miccos.
—¡Por Zeus!, ¡no es un necio; es un hábil sofista!
—¡Y bien!, ¿quieres seguirme y ver la gente que está allí dentro?
—Sí, pero quisiera saber lo que allí tengo que hacer, y cuál es el joven más hermoso de los que
allí se encuentran.
—Cada uno de nosotros, Sócrates, tiene su gusto —me dijo:
—Pero tú, Hipótales, dime, ¿cuál es tu inclinación?
Entonces él se ruborizó.
—Hipótales, hijo de Hierónimo —le dije—, no tengo necesidad de que me digas si amas o no
amas; me consta, no solo que tú amas, sino también que has llevado muy adelante tus amores. Es
cierto que en todas las demás cosas soy un hombre inútil y nulo, pero Dios me ha hecho gracia de un
don particular que es el de conocer a primer golpe de vista el que ama y el que es amado.
Al oír estas palabras, se ruborizó mucho más.
—¡Vaya una cosa singular! Hipótales —dijo Ctesipo—. Te ruborizas delante de Sócrates y tienes
reparo en descubrir el nombre que quiere saber, cuando por poco tiempo que permanezca cerca de ti,
se fastidiará hasta la saciedad de oírtelo repetir. Sí, Sócrates, nos tiene llenos y hasta ensordecidos
con el nombre de Lisis; y sobre todo, cuando se excede algo en la bebida, se nos figura, al despertar
al día siguiente, que estamos oyendo el nombre de Lisis. Y todavía es disimulable cuando solo lo
hace en prosa en la conversación, pero no se limita a esto, sino que nos inunda con sus piezas en
verso. Y lo intolerable es el oírle cantar en loor de su querido con una voz admirable; sin embargo,
nos precisa a escucharle. Y ahora viene ruborizándose al oír tus preguntas.
—Ese Lisis —le dije—, es muy joven a mi entender. Supongo esto, porque al nombrarle tú, no he
podido recordarle.
—En efecto, solo se le conoce con el nombre de su padre, que todos saben quién es. Pero debes
conocerle de vista, porque para esto basta haberle visto una vez.
—Dime, ¿de quién es hijo?
—Es el hijo mayor de Demócrates, del demo de Exoné.
—Tus amores, Hipótales, son nobles, y te honran en todos conceptos. Pero explícate ahora, como
lo hacías delante de tus camaradas, porque quiero saber si conoces el lenguaje que conviene tener
sobre amores delante de la persona que se ama, ya estando solos, ya estando delante de otras
personas.
—Sócrates —me dijo—, ¿crees todo lo que te ha referido Ctesipo?
—¿Quieres decir que no amas al que ha citado?
—No —dijo—, pero no he hecho versos, ni escrito nada sobre mis amores.
—Ha perdido el buen sentido —dijo Ctesipo—; divaga y está fuera de sí.
—Hipótales —le dije—, no tengo deseos de oír tus cánticos, ni tus versos, si realmente los has
compuesto para ese joven; pero sí querría saber el sentido en que están, para asegurarme de tus
disposiciones respecto a la persona amada.
—Ctesipo te lo dirá mejor —respondió—, porque debe saberlos perfectamente, puesto que dice
tener aturdidos ya los oídos con la historia de mis amores.
—Sí, ¡por los dioses! —exclamó Ctesipo—, lo sé perfectamente, y es cosa sumamente graciosa.
Hipótales es el amante más atento y más preocupado del mundo, y sin embargo, nada dice de sus
amores, que otro joven no pueda decir tan bien como él. ¡Esto es muy singular! Él nos canta y nos
repite todo lo que se repite y se canta en la ciudad sobre Demócrates y sobre Lisis, abuelo suyo, y
sobre todos sus antepasados, sus riquezas, sus corceles sin número, sus victorias en Delfos, en el
Istmo, en Nemea, en la carrera de los carros y carrera de caballos, y otras historias más viejas aún.
Últimamente, Sócrates, nos cantó una pieza sobre la hospitalidad que Heracles había merecido a uno
de los abuelos de Lisis, pariente del mismo Heracles, y que había nacido de Zeus y de la hija del que
fundó el barrio de Exoné; leyendas referidas por todas las viejas, que él rebusca, canta, y nos obliga a
que se las escuchemos.
—Hipótales —dije yo entonces—, ¡vaya una cosa singular!, ¿compones y cantas tu propio elogio
antes de haber vencido?
—Pero, Sócrates, no es para mí lo que compongo y lo que canto.
—Por lo menos —le respondí yo—, tú no lo crees.
—¿Qué quiere decir eso, Sócrates?
—Es —le dije— que si eres dichoso con tales amores, tus versos y tus cantos redundarán en
honor tuyo, es decir, en alabanza del amante que haya tenido la fortuna de conseguir tan gran victoria.
Pero si la persona que amas te abandona, cuantas más alabanzas le hayas prodigado, cuanto más
hayas celebrado sus grandes y bellas cualidades, tanto más quedarás en ridículo, porque todo ello ha
sido inútil. Un amante más prudente, querido mío, no celebraría sus amores antes de haber
conseguido la victoria, desconfiando del porvenir, tanto más cuanto que los jóvenes hermosos,
cuando se los alaba y se los ensalza, se llenan de presunción y de vanidad. ¿No piensas tú así?
—Sí, verdaderamente —dijo.
—Y cuanto más presuntuosos son, ¿no son más difíciles de atraer?
—Es cierto.
—¿Qué juicio formarías de un cazador que espantase la caza, imposibilitándose así de cogerla?
—Es evidente que sería un loco.
—Sería muy mala política, en vez de atraer a la persona que se ama, espantarla con palabras y
canciones. ¿Qué dices a esto?
—Que ésa es mi opinión.
—Procura, pues, Hipótales, no exponerte a semejante desgracia con toda tu poesía. No creo que
tengas por buen poeta a aquel que solo hubiera conseguido con sus versos perjudicarse a sí mismo.
—No, ¡por Zeus! —exclamó—; ésa sería una gran locura. Por otra parte, Sócrates, yo estoy de
acuerdo contigo en todo lo que has dicho, y si tienes algún otro consejo que darme, lo tomaré con
gusto, cual conviene a un hombre que se propone hablar y obrar, para salir airoso en sus amores.
—Eso no es difícil —le respondí—, pero si pudieras conseguir que tu querido Lisis conversara
conmigo, quizá podría darte un ejemplo de la clase de conversación que deberías tener con él, en
lugar de esas piezas y esos himnos que dicen que le diriges.
—Nada más fácil; no tienes más que entrar allí con Ctesipo, sentarte y ponerte a conversar; y
como se celebra hoy la fiesta de Hermes,[2] y los jóvenes y los adultos se reúnen todos en ese sitio,
no dejará Lisis de acercarse a ti. Si no, Lisis está muy ligado con Ctesipo por medio de su primo
Menéxeno, que es su compañero favorito, y si de suyo no lo Lace, Menéxeno le llamará.
—Así será —dije yo, y en el acto entré en la palestra con Ctesipo, entrando todos los demás detrás
de nosotros.
Cuando llegamos, la función había terminado, y encontramos allí los jóvenes que habían asistido
al sacrificio,[3] todos con trajes de fiesta y jugando a la taba. Los más estaban entregados a sus juegos
en el atrio exterior; unos jugaban a pares y nones en un rincón del cuarto del vestuario con gran
número de tabas, que sacaban de unos cestillos; y otros, manteniéndose en pie alrededor de ellos,
hacían el papel de espectadores. Entre los primeros estaba Lisis, de pie, en medio de jóvenes de todas
edades, con su corona en la cabeza, y dejaba ver en su semblante la belleza asociada a cierto aire de
virtud. Nosotros fuimos a colocarnos frente a aquel punto, donde había algunos asientos, y nos
pusimos a hablar unos con otros. Lisis, volviendo la cabeza, dirigía muchas veces sus miradas hacia
nosotros, y era evidente que deseaba aproximarse, pero por timidez no se atrevía a hacerlo solo;
cuando Menéxeno entró, retozando, desde el atrio al local donde nosotros estábamos, y viéndonos a
Ctesipo y a mí, se aproximó para sentarse con nosotros. Lisis, conociendo su intención, le siguió, y
se colocó a su lado, y los demás concurrieron igualmente. Hipótales, advirtiendo entonces que el
grupo en torno nuestro engrosaba, vino a su vez a ocultarse detrás de los otros, puesto de pie y
colocado de manera que no pudiese ser visto por Lisis por temor de serle importuno. En esta actitud
escuchó nuestra conversación.
Me dirigí a Menéxeno, y le dije:
—Hijo de Demofón, ¿cuál de vosotros dos es de más edad?
—No estamos de acuerdo en este punto —dijo.
—¿Disputáis también acerca de cuál es el más noble?
—Sí, ciertamente.
—¿También disputaréis sobre cuál es el más hermoso?
Ambos se echaron a reír.
—No os preguntaré —repliqué yo— cuál de los dos es más rico, porque sois amigos; ¿no es así?
—Sí —dijeron ambos.
—Y entre amigos se dice que todos los bienes son comunes, de suerte que no hay ninguna
diferencia entre vosotros, si realmente sois amigos, como decís.
Acto continuo iba a preguntarle cuál era el más justo y el más sabio; pero llegó uno, que obligó a
Menéxeno a marcharse, so pretexto de que el maestro de palestra le llamaba, porque creo que estaba
encargado de la vigilancia del sacrificio. Luego que se retiró Menéxeno,[4] me dirigí a Lisis.
—Dime, Lisis, tu padre y tu madre te quieren mucho; ¿no es así?
—Mucho —me dijo.
—Por consiguiente, ¿querrán hacerte lo más feliz del mundo?
—¿Puede ser otra cosa?
—Y ¿consideras dichoso al que es esclavo y no es libre de hacer lo que quiere?
—No, ¡por Zeus!, no es dichoso.
—Entonces tu padre y tu madre, si te aman verdaderamente y quieren tu felicidad, deben hacer los
mayores esfuerzos para hacerte dichoso.
—Es claro.
—¿Te dejan, pues, hacer todo lo que quieres, sin regañarte nunca, ni impedirte obrar a tu
capricho?
—¡Por Zeus!, sucede todo lo contrario; me impiden hacer muchas cosas, Sócrates.
—¿Cómo así? ¿Quieren que seas dichoso, y te impiden hacer tu voluntad? Dime; ¿si quisieses
montar en uno de los carros de tu padre, y tomar las riendas cuando hay alguna lucha, te lo permitiría
tu padre o te lo prohibiría?
—Ciertamente que no me lo permitiría.
—Y ¿a quién lo encomienda?
—Hay un conductor que recibe por esto un salario de mi padre.
—¿Qué dices?, ¿permite a un mercenario mejor que a ti hacer lo que quiere de los caballos, y le
da además un salario?
—¿Por qué no? —dijo.
—¿Pero se te permite conducir la yunta de mulas y castigarlas con el látigo cuando te acomode?
—¿Cómo quieres que se me permita eso?
—Entonces nadie puede castigarlas.
—Sí, verdaderamente —dijo—; el mulatero puede hacerlo.
—¿Es libre o esclavo?
—Esclavo.
—Tus padres, a lo que veo, hacen más caso de un esclavo que de ti, que eres su hijo, puesto que le
confían, con preferencia a ti, lo que les pertenece, y le permiten hacer lo que quiere en el acto mismo
que te lo prohíben a ti. Pero dime aún; ¿te dejan en libertad de conducirte por ti mismo?
—¿Cómo me lo habían de permitir?
—¿Pues quién te guía?
—Mi pedagogo, que ahí está.
—¿Es esclavo?
—Sí, y propiedad nuestra.
—Vaya una cosa singular —dije yo—: ¡ser libre y verse gobernado por un esclavo! ¿Qué hace tu
pedagogo para gobernarte?
—Me lleva a casa del maestro.
—Y tus maestros ¿mandan sobre ti igualmente?
—Sí, y mucho.
—¡Vaya un hombre rodeado de maestros y pedagogos por la voluntad de su padre! Pero cuando
vuelves a casa y estás cerca de tu madre, ¿te deja esta hacer lo que quieres para que seas dichoso? Por
ejemplo, ¿te deja revolver la lana y tocar el telar mientras ella teje, o antes bien te prohíbe tocar la
lanzadera, el peine y los demás instrumentos de trabajo?
Lisis echándose a reír,
—¡Por Zeus!, Sócrates —me dijo—, no solo me lo prohíbe, sino que me pega en los dedos si
llego a tocar.
—¡Por Heracles! —exclamé yo—, ¿has hecho alguna ofensa a tu padre o a tu madre?
—No, ¡por Zeus!, no les he ofendido en nada —me respondió.
—Pues ¿de dónde nace que te impiden ser dichoso y hacer lo que quieras, obligándote todos los
instantes del día a ser obediente, y, para decirlo de una vez, a reducirte a la condición de no hacer
nada por tu voluntad, puesto que de todas estas riquezas ninguna está a tu disposición, como que todo
el mundo las administra excepto tú, y tu cuerpo mismo, a pesar de ser tan hermoso, note presta
ningún uso, toda vez que otro, distinto que tú, lo cuida y lo gobierna? En definitiva, tú, Lisis, ni haces
ni diriges nada a tu voluntad.
—Es —respondió— porque aún no tengo la edad, Sócrates.
—Mira, hijo de Demócrates, que acaso la edad no sea la verdadera razón, porque hay cosas, tan
importantes como las que hemos referido, que a mi parecer tus padres te dejarán ejecutar sin reparar
en tus pocos años. Por ejemplo, cuando quieren que se les lea o se les escriba alguna cosa, es seguro
que serás tú el primero a quien se dirijan en casa, ¿no es así?
—Sí —respondió.
—Y cuando escribes, ¿no eres libre de trazar esta letra la primera y aquella la segunda y leerlas
en seguida en el mismo orden? Asimismo, cuando coges la lira, ¿te impiden tus padres aflojar o
apretar las cuerdas que quieres puntear o tocar con el plectro?
—No.
—¿Por qué razón te permiten unas cosas y te prohíben otras, según hemos dicho?
—Sin duda porque unas cosas las sé y otras no las sé.
—Bien, excelente joven. Luego, no es la edad la que espera tu padre para permitirte hacer todas
las cosas, porque el día que te crea más hábil que él, ese día te confiará todos sus bienes y hasta su
persona.
—Así lo pienso —dijo.
—Bien, pero dime; ¿tu vecino no hará contigo lo mismo que tu padre, y no crees que te entregará
su casa para gobernarla, más bien que para administrarla, el día en que te crea más hábil que él?
—Creo que me la confiará.
—¿Y los atenienses a su vez no te confiarán sus negocios, en el momento en que te crean más
experimentado?
—Sí, ciertamente.
—¡Por Zeus! —repuse yo—, ¿qué haría el gran rey de Persia? ¿Entre su hijo mayor y nosotros, a
quién confiaría el cuidado de dar sazón a los distintos platos de su mesa, si le probásemos que
nosotros somos más entendidos que su hijo en la preparación de condimentos?
—A nosotros, evidentemente.
—Más aún; no permitiría que su hijo se mezclara en nada, y a nosotros nos dejaría obrar, aun
cuando quisiéramos echar la sal a puñados.
—Sin duda alguna.
—Dime más: si su hijo tuviese malos los ojos, ¿le permitiría tocarlos con sus manos, sabiendo
que no entiende nada de medicina, o se lo impediría?
—Se lo impediría.
—Pero si nos tuviese a nosotros por buenos médicos, ¿no nos dejaría obrar, aun cuando
quisiéramos llenar de ceniza los ojos del hijo, confiando en nuestra habilidad?
—Tienes razón.
—¿Y no sucedería lo mismo en cuantas ocasiones parezcamos nosotros más hábiles que su hijo?
—Necesariamente, Sócrates.
—Ya ves lo que sobre esto pasa, mi querido Lisis, en las cosas en que nos hemos hecho hábiles,
se fía de nosotros todo el mundo, los griegos, los bárbaros, los hombres, las mujeres, y nadie nos
impide obrar como mejor nos parezca; y no solo nos gobernamos a nosotros mismos, sino que
gobernamos a los demás, y guardamos a la vez el uso y el provecho de todo lo que les pertenece.
Pero en las cosas en que no tenemos ninguna experiencia, nadie querrá dejarse conducir a gusto
nuestro; no habrá uno que no ponga obstáculos, y no solo los extraños, sino también nuestro padre,
nuestra madre, y cualquier otro pariente más próximo, si pudiese haberle; seremos esclavos de los
demás; y nuestros propios bienes no serán nuestros, puesto que no nos serán de ninguna utilidad. ¿Me
concedes todo esto?
—Sí.
—¿Amaremos y seremos amados con relación a las cosas en que no podamos ser de alguna
utilidad?
—No —dijo.
—¿Así es que tu padre no te amará respecto a las cosas en que no le seas útil, y lo mismo
sucederá con todos los hombres, los unos respecto de los otros?
—Yo lo creo así.
—Si te haces hábil, querido mío, todo el mundo te amará, todo el mundo se unirá a ti por cariño,
porque serás un hombre útil y bueno. Si no, no tendrás un amigo; ni tu padre, ni tu madre, ni tus
parientes, ni ningún hombre, te amarán. Y dime, ¿es posible ser orgulloso cuando no se sabe nada,
Lisis?
—Eso no puede ser.
—Y si tienes necesidad de un maestro, es prueba de que no sabes mucho.
—Sí.
—Por consiguiente, tú no eres orgulloso, puesto que no eres un sabio.
—No, ¡por Zeus! —respondió—, no creo serlo.
En este momento dirigí una mirada a Hipótales, y poco faltó para darle cara, porque vino a mi
mente la idea de decirle:
—He aquí, Hipótales, cómo conviene hablar a la persona que se ama; he aquí cómo es bueno
enseñarle modestia y humildad, en vez de corromperle, como tú haces con tus adulaciones. Pero
viéndole muy inquieto y muy turbado por nuestra conversación, recordé que se había puesto detrás de
los demás para ocultarse de Lisis. Contuve, pues, mi lengua, y guardé mis reflexiones. Menéxeno
volvió y tomó asiento junto a Lisis. Entonces éste, con su gracia infantil, y sin dar cuenta a Menéxeno,
me dijo por lo bajo: —Sócrates, repite ahora delante de Menéxeno todo lo que acabas de decirme.
—Tú mismo se lo dirás, Lisis, porque me has prestado mucha atención.
—Mucha, en efecto.
—Trata de recordar nuestra conversación para repetírsela, y si se te ha olvidado algo, me lo
preguntas la primera vez que nos veamos.
—No dejaré de hacerlo, Sócrates, y vive persuadido de ello. Pero pregunta por lo menos a
Menéxeno, sobre cualquier otro objeto, porque querría no dejar de escucharte hasta la hora de volver
a casa.
—De acuerdo, puesto que lo exiges; pero es preciso que estés dispuesto a venir en mi auxilio, si
Menéxeno me hace objeciones, porque ya sabes que es un gran disputador.
—Sí, ¡por Zeus!, es muy disputador, y por eso mismo deseo que hables con él.
—Para que sea yo materia de risa; ¿no es así?
—No ¡por Zeus!, sino para que le escarmientes.
—La cosa no es tan fácil, porque Menéxeno es un hombre terrible, es un verdadero discípulo de
Ctesipo. Y el mismo Ctesipo, ¿no ves que está cerca de ti?
—No hagas caso de nada, y razona con Menéxeno; yo te lo suplico.
—Razonemos; también yo lo quiero.
Como cuchicheábamos entre nosotros, Ctesipo dijo:
—¿Por qué habláis bajo, y no nos hacéis partícipes de la conversación?
—Todo lo contrario; se os va a dar parte, porque hay una cosa que Lisis no comprende, y sobre
la que quiere que yo interrogue a Menéxeno, que la entenderá mejor, según dice.
—¿Por qué no preguntarle?
—Es lo que voy a hacer. Menéxeno, dije yo entonces, responde, te lo suplico, a la pregunta que te
voy a hacer. Hay una cosa que yo deseo desde mi infancia, así como cada hombre tiene sus caprichos;
uno quiere tener caballos; otro, perros; otro, oro; otro, honores. Para mí todo esto es indiferente, y
no conozco cosa más envidiable en el mundo que tener amigos, y querría más tener un buen amigo
que la mejor codorniz,[5] el mejor gallo, y lo que es más, ¡por Zeus!, el más hermoso caballo y el
más precioso perro del mundo; sí, ¡por el Perro!, yo preferiría un amigo a todo el oro de Darío, y a
Darío mismo; ¡tan apetecible y tan digna me parece la amistad! Y me llama la atención una cosa, y es
que, siendo Lisis y tú tan jóvenes, hayáis tenido la fortuna de adquirir tan pronto un bien tan grande;
tú, Menéxeno, inspirando a Lisis un afecto tan vivo y tan precoz; y tú, Lisis, que a tu vez has sabido
conquistar a Menéxeno. Con respecto a mí, estoy tan distante de tal fortuna, que ni sé cómo un
hombre se hace amigo de otro hombre. Aquí tienes la razón por la que te lo pregunto y te lo pregunto
a ti, que tienes que saberlo.
»Dime, pues, Menéxeno, cuando un hombre ama a otro, ¿cuál de los dos se hace amigo del otro?
¿El que ama se hace amigo de la persona amada, o la persona amada se hace amigo del que ama, o no
hay entre ellos ninguna diferencia?
—Ninguna a mis ojos —respondió.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Ambos son amigos, cuando solo el uno de ellos ama al otro?
—Sí, a mi parecer.
—¿Pero no puede suceder que el hombre que ama a otro no sea correspondido?
—Verdaderamente sí.
—Y asimismo que sea aborrecido, como se cuenta de aquellos amantes que se creen aborrecidos
por las personas que aman. Entre los más apasionados, ¡cuántos hay que no se creen correspondidos,
y cuántos que se creen aborrecidos por esos mismos!, ¿no es verdad?, dime.
—Es muy cierto —dijo.
—En este caso el uno ama y el otro es amado.
—Sí.
—Y bien, ¿cuál de los dos es el amigo? ¿Es el hombre que ama a otro, sea o no correspondido, y
si cabe aborrecido? ¿Es el hombre que es amado? ¿O bien no es ni el uno ni el otro, puesto que no se
aman ambos recíprocamente?
—Ni el uno, ni el otro, a mi parecer.
—Pero entonces sentamos una opinión diametralmente opuesta a la precedente; porque, después
de haber sostenido que si uno de los dos amase al otro, ambos eran amigos, decimos ahora que no
hay amigos allí donde la amistad no es recíproca.
—En efecto, estamos a punto de contradecirnos.
—Así, aquel que no corresponde o no paga amistad con amistad no es amigo de la persona que le
ama.
—Así parece.
—Por consiguiente, no son amigos de los caballos aquellos que no se ven correspondidos por los
caballos, como no lo son de las codornices, ni de los perros, ni del vino, ni de la gimnasia, ni
tampoco de la sabiduría, a menos que la sabiduría no les corresponda con su amor; y así, aunque
cada uno de ellos ame todas estas cosas, no por eso es su amigo. Pero entonces falta a la verdad el
poeta que ha dicho:

«Dichoso aquel que tiene por amigos a sus hijos, caballos ligeros para las carreras, perros
para la caza y un hospedaje en países lejanos».[6]

—No me parece que se equivoca.


—¿Es decir que tú tienes por verdadero lo que dice?
—Sí.
—En este caso, Menéxeno, el que es amado es el amigo del que le ama, sea que le corresponda o
sea que le aborrezca, como los niños que no advierten ningún género de afección, y, si cabe,
aborrecen a sus padres cuando se les corrige, y que en ningún momento están más predispuestos en
contra de estos que cuando los manifiestan estos mismos mayor cariño.
—Ésa es también mi opinión.
—Luego el amigo no es aquel que ama sino el que es amado.
—Así parece.
—¿Por este principio es enemigo aquel que aborrece, y no aquel que es aborrecido?
—Así parece.
—En este concepto muchos son amados por sus enemigos y aborrecidos por sus amigos, puesto
que el amigo es aquel que es amado, y no aquel que ama. Pero parece increíble, Menéxeno, o más
bien imposible que uno sea «amigo de su enemigo y enemigo de su amigo».
—Eso es cierto, Sócrates.
—Si esto es imposible, ¿el que ama es naturalmente amigo del que es amado?
—Así parece.
—¿Y el que aborrece, es enemigo del que es aborrecido?
—Necesariamente.
—Henos aquí otra vez con la opinión que manifestamos antes: que muchos son amigos de los que
no son sus amigos, y muchas veces de sus enemigos, cuando aman a quien no los ama o los aborrece.
Además, muchas veces somos enemigos de gentes que no son enemigos nuestros, y que quizá son
nuestros amigos, como cuando aborrecemos a quien no nos aborrece, y quizá nos ama.
—Eso es probable.
—Si el amigo no es el que ama, ni lo es el que es amado, ni tampoco el hombre que a la vez ama
y es amado, ¿qué es lo que debemos deducir de aquí? ¿Existen entre los hombres otras relaciones, de
las que pueda deducirse la amistad?
—Yo, Sócrates, no veo ninguna.
—¿Quizá, Menéxeno, al comenzar nuestra indagación, tomamos mal camino?
—Así es, Sócrates —exclamó Lisis, ruborizándose al pronunciar esta palabra, que me pareció
habérsele escapado, efecto de la mucha atención que prestaba a lo que estábamos diciendo, y que se
advertía claramente en su semblante.
Queriendo, pues, dar alguna tregua a Menéxeno, encantado como estaba yo del deseo de
instruirse que manifestaba Lisis, emprendí con este la conversación.
—Lisis —le dije—, creo que tienes razón, y que si hubiéramos dirigido mejor nuestra
indagación, no nos habríamos extraviado, como ha sucedido. Dejemos, pues, este camino; porque
para mí una indagación se parece a una especie de camino. Vale más volver al que los poetas nos han
abierto, porque los poetas hasta cierto punto son nuestros padres y nuestros guías en cuanto a
sabiduría. Quizá no han hablado a la ligera cuando han dicho, con motivo de la amistad, que es Dios
mismo el que hace los amigos y que atrae los unos hacia los otros. He aquí, poco más o menos, a mi
entender, cómo se explican: —Un Dios conduce el semejante hacia su semejante,[7] y se lo hace
conocer. ¿No oíste nunca este dicho vulgar?
—No —dijo.
—¿Pero no ignoras la opinión de los sabios, que han dicho en los mismos términos, poco más o
menos, que es de toda necesidad que lo semejante sea amigo de lo semejante? Probablemente son los
mismos que han escrito y razonado sobre la naturaleza y sobre el universo.
—Tienes razón —respondió.
—Pero, dime, ¿han dicho la verdad?
—Quizá.
—Quizá la mitad de la verdad, y quizá la verdad toda entera, respondí a mi vez; pero nosotros no
la comprendemos. El hombre malo se nos figura que es enemigo de otro hombre malo, y es tanto
más malo, cuanto más se traten y se aproximen, porque encuentra más facilidad de causarle daño. Es
imposible que los seres dañinos y los que están expuestos a sus tiros, puedan jamás hacerse amigos.
¿Es esta tu opinión?
Sí, verdaderamente.
—He aquí, ya, que la mitad de lo que dicen esos sabios es una falsedad, porque el hombre malo es
semejante al hombre malo.
—Eso es cierto.
—Pero quizá han querido decir, que solo los hombres de bien son semejantes a los hombres de
bien y son amigos entre sí, mientras que los malos, como se ha pretendido también, no se parecen en
manera alguna, ni entre ellos, ni en sí mismos, porque son mudables y variables. En este caso no
puede sorprender que lo que es diferente de sí mismo no se parezca nunca a nada, ni sea amigo de
nada. He aquí lo que yo creo; ¿y tú?
—Yo lo mismo.
—Por lo tanto, mi querido amigo, esto es probablemente lo que significan estas palabras: que lo
semejante es amigo de lo semejante, que equivale a decir, que solo el bueno es amigo del bueno, y
que el malo es incapaz de una amistad verdadera, ni con el hombre de bien ni con otro malo. ¿Me
concedes esto?
Lo concedió.
—Ahora ya sabemos quiénes son los verdaderos amigos, porque de este razonamiento resulta,
que los verdaderos amigos son los hombres de bien.
—Ése es mi dictamen —respondió.
—Y el mío —repliqué yo—; pero encuentro, sin embargo, alguna dificultad. Veamos pues, ¡por
Zeus!, y comprobemos mis sospechas. ¿Lo semejante es el amigo de lo semejante, en tanto que es
semejante, y que a título de tal le es útil? O más bien, examinemos la cosa bajo otro punto de vista.
¿Lo semejante ofrece a su semejante alguna ventaja, que no pueda sacar de sí mismo, o causarle un
daño, que no pueda de suyo experimentar? ¿O de otra manera, lo semejante puede esperar de su
semejante alguna cosa, que no pueda esperar igualmente de sí mismo? Si así es, ¿para qué seres
semejantes han de aproximarse el uno al otro, no debiendo sacar de ello ninguna utilidad? ¿Es esto
posible?
—No, es imposible.
—¿Y el hombre que no habrá necesidad de buscar, el hombre que no es amado, no será nunca un
amigo?
—De ninguna manera.
—¿Pero si el semejante no puede ser amigo del semejante, quizá el bueno será amigo del bueno,
no en tanto que semejante, sino en tanto que bueno?
—Quizá.
—Sí, ¿pero el bueno no se basta a sí mismo, en tanto que bueno?
—Sin duda.
—¿Y el que se basta a sí mismo, tiene necesidad de ningún otro?
—No.
—No teniendo necesidad de nadie, no buscará a nadie.
—En efecto.
—Si no busca a nadie, no amará a nadie.
—No, ciertamente.
—Y si no ama a nadie, él mismo no será amado.
—No lo creo.
—¿Cómo los buenos pueden ser amigos de los buenos, cuando, estando los unos separados de los
otros, no se desean mutuamente, puesto que se bastan a sí mismos, y que estando los unos inmediatos
a los otros, no se sirven para nada recíprocamente? ¿Cuál es el medio de que tales gentes se puedan
estimar entre sí?
—Imposible —dijo.
—Pero si no se estiman, ¿no serán amigos?
—Dices verdad.
—Mira, Lisis, el chasco que nos hemos llevado. ¿No ves ahora que nuestro engaño ha sido
completo?
—¿Pues cómo?
—He oído en una ocasión ciertas palabras que ahora recuerdo, y son, que lo semejante es lo más
hostil posible de lo semejante, y los hombres de bien los más hostiles de los hombres de bien. El que
me lo decía tomaba por testigo a Hesíodo, y citaba este verso: «El ollero es por envidia enemigo del
ollero, el cantor del cantor, y el pobre del pobre».[8] Y añadía, que en todas las cosas los seres, que se
parecen más, son los más envidiosos, los más rencorosos y los más hostiles entre sí; mientras que los
que más se diferencian, son necesariamente más amigos. El pobre lo es del rico, el débil del fuerte, a
causa de los socorros que esperan, como lo es el enfermo del médico. El ignorante por la misma
razón busca y ama al sabio. La misma persona sostenía su tesis con abundancia de razones, diciendo
que tan distante está que lo semejante sea amigo de lo semejante, que sucede todo lo contrario, puesto
que todo ser desea, no el ser que se le parece, sino el que es opuesto a su naturaleza. Así, lo seco es
amigo de lo húmedo, lo frío de lo caliente, lo amargo de lo dulce, lo agudo de lo obtuso, lo vacío de
lo lleno, lo lleno de lo vacío, y así de todo lo demás, porque lo contrario ofrece un alimento a su
contrario, mientras que lo semejante nada puede aprovechar de lo semejante.[9] Y esto lo sostenía con
mucha soltura y en lenguaje agradable. ¿Qué juicio formáis vosotros dos?
—Para mí, la tesis tiene cierto aire de exactitud.
—¿Diremos absolutamente que lo contrario es amigo de lo contrario?
—Sí.
—También yo lo digo, Menéxeno; ¿pero no tienes esta opinión por muy singular? ¿Y no ves
levantarse contra nosotros sobre la marcha a estos adversarios ardorosos y hábiles, que van a
preguntarnos si la amistad es lo más contrario posible al aborrecimiento? ¿Qué les responderemos?
¿No nos veremos forzados a confesar que tienen razón?
—Necesariamente.
—Nos dirán entonces: «¿Es cierto que el odio es amigo de la amistad, o la amistad amiga del
odio?».
—Ni lo uno, ni lo otro.
—¿Y el justo es amigo del injusto, el moderado del inmoderado, el bueno del malo?
—Yo no lo creo.
—Me parece, sin embargo, que si la desemejanza engendrase la amistad, estas cosas contrarias
deberían ser amigas.
—Necesariamente.
—Por consiguiente, lo semejante no es el amigo de lo semejante, ni lo contrario el amigo de lo
contrario.
—No es posible.
—Pasemos a otro punto. Puesto que la amistad no se encuentra en ninguno de los principios que
acabamos de examinar, veamos si lo que no es bueno, ni malo, podría ser por casualidad el amigo de
lo que es bueno.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Por Zeus!, yo ya no sé qué decir, porque experimento una especie de vértigo al ver la
incertidumbre de nuestros razonamientos. Creo ver también, conforme al antiguo adagio, que la
amistad reside quizá en la belleza.[10] Pero nuestro objeto es como los fantasmas delicados, ligeros e
incoercibles, y he aquí por qué tenemos tanta dificultad en deslindarlo. En fin, digo que lo bueno es
bello. ¿Y tú qué piensas?
—Yo lo creo también.
—Asimismo digo, por adivinación, que lo que no es ni bueno ni malo, es amigo de lo bueno y de
lo bello. Escucha ahora sobre qué fundo mis conjeturas. Me parece que existen tres géneros: lo
bueno, de una parte; después lo malo; y, por último, lo que no es, ni bueno, ni malo. ¿Qué te parece?
—Estoy conforme.
—Igualmente me parece, después de nuestras precedentes indagaciones, que lo bueno no puede
ser amigo de lo bueno, ni lo malo de lo malo, ni lo bueno de lo malo. Resta, pues, para que la amistad
sea posible entre dos géneros, que lo que no es ni bueno ni malo sea el amigo de lo bueno, o de una
cosa que se le aproxime, porque con respecto a lo malo no puede nunca excitar la amistad.
—Eso es cierto.
—Lo semejante, como ya lo hemos dicho, no puede ser tampoco el amigo de lo semejante, ¿no es
así?
—Sí.
—Y lo que no es, ni bueno, ni malo, no amará a lo que se le parece.
—No es posible.
—Luego lo que no es ni bueno ni malo, no puede amar más que lo bueno.
—Necesariamente, a mi parecer.
—Veamos ahora, mis queridos amigos —dije yo—, si este razonamiento nos conduce al término
que deseamos. Fijémonos, por ejemplo, en el cuerpo. Cuando está sano, no tiene ninguna necesidad
de medicina, porque se basta a sí mismo, y el hombre sano jamás amará al médico sino en razón de
su salud; ¿no es así?
—Jamás.
—Yo creo que es el enfermo el que ama al médico a causa de la enfermedad.
—Sin duda.
—Pero la enfermedad es un mal, mientras que la medicina es un bien muy útil.
—Sí.
—En cuanto al cuerpo como cuerpo, no es, ni malo, ni bueno.
—No.
—Y a causa de la enfermedad, ¿el cuerpo está obligado a buscar y amar la medicina?
—Evidentemente.
—Luego lo que no es, ni malo, ni bueno, es amigo de lo que es bueno, a causa de la presencia del
mal.
—Así me lo parece.
—Pero evidentemente, si es amigo de lo bueno, es antes que la presencia del mal lo haya hecho
malo; porque si el cuerpo estuviese malo, jamás desearía ni amaría lo bueno, por la imposibilidad,
reconocida ya por nosotros, de que lo malo pueda ser amigo de lo bueno.
—En efecto, eso es imposible.
—Fijad bien la atención en lo que voy a decir. Digo que ciertas cosas son las mismas que lo que
se encuentra en ellas, y otras cosas no. Por ejemplo, si se quiere teñir de este o de aquel color un
objeto cualquiera, digo que el color se encontrará con el objeto.
—Ciertamente.
—Pero en esté caso, el objeto colorado ¿será el mismo en cuanto al color que lo que es en sí
mismo?
—No te entiendo —dijo.
—Veamos, le respondí, otra explicación. Si se tiñesen de albayalde tus cabellos, naturalmente
rubios, ¿serían blancos en realidad o en apariencia?
—En apariencia.
—Sin embargo, ¿la blancura se encontraría en los cabellos?
—Sí.
—Y no por esto serían blancos. De suerte que en este caso, a pesar de la blancura que se encuentra
en ellos, tus cabellos no son, ni blancos, ni negros.
—Eso es cierto.
—Pero, amigo mío, cuando la vejez les haya hecho tomar este mismo color, ¿no serán de hecho
semejantes a lo que se encontrará en ellos, es decir, verdaderamente blancos por la presencia de la
blancura?
—No puede ser de otra manera.
—He aquí ahora la cuestión que te propongo: cuando una cosa se encuentra con otra, ¿se hace la
misma que esta otra? ¿Sucede esto cuando se la une de una cierta manera, y no cuando se la une de
una manera diferente?
—Esto ya lo entiendo mejor —dijo.
—Así pues, lo que no es ni bueno ni malo, ¿así puede no hacerse malo por la presencia del mal,
como puede hacerse?
—Sí, ciertamente.
—Por consiguiente, cuando, a pesar de la presencia del mal, lo que no es malo, ni bueno, no se
hace malo, es porque la presencia misma del mal le hace desear el bien; pero si se ha hecho malo, la
presencia del mal igualmente le separa a la vez del deseo y del amor del bien, puesto que en este caso
ya no es el ser que no es ni bueno ni malo, sino que es un ser malo incapaz de amar el bien.
—En efecto.
—Conforme a esto, podríamos decir que los que son ya sabios, sean dioses u hombres, no pueden
amar la sabiduría, así como no pueden amarla los que, a fuerza de ignorar el bien, se han hecho
malos, porque ni los ignorantes ni los malos aman la sabiduría. Restan aquellos que, no estando
absolutamente exentos, ni de mal, ni de ignorancia, no están, sin embargo, pervertidos hasta el punto
de no tener conciencia de su estado, y que son aún capaces de dar razón de lo que no saben. Éstos, que
no son ni buenos ni malos, aman la sabiduría, mientras que los que son del todo buenos o del todo
malos no pueden amarla. En efecto, hemos demostrado antes que lo contrario no es amigo de su
contrario, ni lo semejante de lo semejante, ¿lo recordaréis?
—Perfectamente.
—Creo que ahora, Lisis y Menéxeno, hemos descubierto más claro que nunca lo que es el amigo
y lo que no lo es. Diremos, pues, que con relación al alma, con relación al cuerpo, por todas partes,
en fin, lo que no es ni bueno ni malo, es el amigo de lo que es bueno, a causa de la presencia del mal.
Ambos lo confesaron, y convinieron en que así era absolutamente. Yo mismo me consideré
dichoso y me di por satisfecho, como el cazador que asegura su presa; más después, yo no sé cómo,
concebí una terrible sospecha de que no habíamos descubierto la verdad. Y como de repente y
turbado, dije:
—¡Ah!, Lisis y Menéxeno, gran riesgo corremos de que lo dicho no sea más que un precioso
sueño.
—¿Por qué? —me preguntó Menéxeno.
—Me temo —le respondí— que nos hemos llevado chasco en nuestros discursos sobre la
amistad, como sucede a los charlatanes.
—¿Cómo?
—Lo vamos a ver bien pronto; el que ama, ¿ama alguna cosa o no?
—Necesariamente alguna cosa.
—¿Lo ama por nada y en vista de nada, o lo ama por algo y en vista de alguna cosa?
—Por alguna causa ciertamente y en vista de alguna cosa.
—Y esta cosa, en vista de la que él ama, ¿la ama, o bien no es amiga ni enemiga suya?
—No puedo seguirte —me dijo.
—Tienes razón; quizá comprenderás más fácilmente de otra manera, y yo mismo sabré también
mejor lo que quiero decir. El enfermo, como ya dijimos antes, es amigo del médico, ¿no es así?
—Sí.
—Si ama al médico, es a causa de la enfermedad y en vista de la salud.
—Sí.
—Pero la enfermedad es un mal.
—¿Cómo no?
—Y la salud ¿es un bien o un mal, o no es ni lo uno ni lo otro?
—Un bien —dijo.
—Ya hemos dicho, me parece, que el cuerpo que no es ni bueno ni malo en sí, ama la medicina a
causa de la enfermedad, es decir, a causa de un mal; mientras que la medicina es un bien, y además se
ama la medicina en vista de la salud. Y la salud es un bien, ¿no es así?
—Sí.
—¿La salud es amiga o enemiga?
—Amiga.
—¿Y la enfermedad es enemiga?
—De hecho lo es.
—Luego lo que en sí no es ni malo ni bueno, ama lo que le es bueno, a causa de lo que le es malo,
y en vista de lo que es bueno.
—Me parece bien.
—El que ama, por consiguiente, ¿ama lo que le es amigo a causa de lo que le es enemigo?
—Así parece.
—Bien; pero ahora, queridos míos, tengamos cuidado de no dejarnos engañar. No insisto sobre
este punto de que el amigo se ha hecho el amigo del amigo y lo semejante amigo de su semejante,
por más que lo creyéramos imposible; examinemos más bien si hay algún error en lo que acabamos
de sentar. La medicina, hemos dicho, se la ama en vista de la salud.
—Sí.
—Luego se ama la salud.
—Ciertamente.
—Y si se la ama ¿es en vista de alguna cosa?
—Sí.
—De alguna cosa que también se ama, para ser fieles a nuestras premisas.
—Sin duda.
—Y se amará esta cosa a su vez en vista de alguna otra que también se ame.
—Sí.
—Prosiguiendo así indefinidamente, es necesario que lleguemos a un principio que no suponga
ninguna otra cosa amada, a un primer principio de amistad, el mismo en cuya virtud decimos que
amamos todas las demás cosas.
—Necesariamente.
—Digo ahora, que es preciso tener presente que todas las demás cosas que nosotros amamos, en
vista de esta primera, no nos causen ilusión, porque no son más que imágenes, mientras que ese
primer principio es el único y primer bien, a decir verdad, que nosotros amamos. He aquí cómo es
preciso entenderlo. Cuando se da un gran valor a una cosa, como un padre que prefiere un hijo, por
ejemplo, a todos los demás bienes, ¿no habrá otro objeto al que este padre dé también un gran valor
como resultado de su amor al hijo? Si le dicen que su hijo bebió la cicuta, ¿no dará un gran valor al
vino, si cree que el vino puede salvarle?
—Ciertamente.
—¿No se lo dará también a la vasija que contenga el vino?
—Ciertamente.
—¿No hará entonces más caso de una copa de barro o de tres medidas de vino que de su hijo? Y
así es preciso decir, que lo que amamos no son estas cosas que buscamos en vista de otra, sino que
amamos esta cosa misma, en cuya vista ansiamos las otras cosas; y aunque se diga que amamos el
oro y el dinero, nada hay menos verdadero, porque lo que amamos es aquello en cuya vista damos
valor al oro y al dinero y a otros bienes igualmente. ¿No es cierto esto?
—Muy cierto.
—Apliquemos este razonamiento a la amistad, y digamos que todas las cosas que llamamos
amigas, amándolas en vista de otra cosa, no merecen este nombre; no hay más amigo que ese
principio a que se refieren todas nuestras pretendidas amistades.
—Bien puede suceder que así sea.
—Por consiguiente, el amigo verdadero jamás es amado en vista de otro amigo.
—Eso es cierto.
—He aquí lo que resulta probado: el amigo no es amado en vista de otro amigo. ¿Pero no
amamos lo bueno?
—Me parece que sí.
—¿Lo bueno es amado a causa de lo malo? Si, por ejemplo, de nuestros tres géneros: lo bueno, lo
malo y lo que no es malo ni bueno, no quedasen más que dos, y el tercero, el mal, llegase a
desaparecer, y no atacase ni al cuerpo ni al alma, ni a ninguna de estas cosas que hemos llamado, ni
buenas, ni malas ¿no es cierto que lo bueno no nos serviría de nada, y que se nos haría inútil? No
existiendo nada que nos perjudicase, ninguna necesidad tendríamos del socorro de lo bueno. En este
concepto sería del todo evidente que a causa del mal únicamente es como nosotros buscaríamos el
bien, y que no le amaríamos sino como remedio del mal, siendo el mal nuestra enfermedad, porque,
cuando no existe el mal, no hay necesidad de remedios. Digo, pues, que lo bueno es de tal naturaleza,
que nosotros que estamos entre el bien y el mal, no podemos amarlo sino a causa del mal, y que en sí
mismo no es de ninguna utilidad.
—Me parece bien que sea así.
—Por lo tanto, este amigo, al que se refieren todas nuestras pretendidas amistades por las cosas
que amamos en vista de otra, en nada se parece a estas cosas. A estas las llamaremos amigas en vista
de otra cosa amiga. Pero el amigo verdadero es de una naturaleza del todo opuesta. No existe en
efecto, como ya dijimos, sino con relación a lo que es enemigo nuestro; si este enemigo llegara a
desaparecer, el amigo igualmente cesará de existir para nosotros.
—Yo no lo creo, por lo menos, de la manera que ahora lo cuentas.
—¡Por Zeus! —dije yo—, ¿si se destruyera el mal no habría hambre, ni sed, ni ningún otro de
estos apetitos?, o, más bien, aun cuando los hombres y los animales fuesen distintos que como son
hoy día, la sed ¿no existiría sin ser dañosa? ¿O bien crees tú que la sed, el hambre y los demás
apetitos quedarían los mismos al no existir el mal? Quizá es ridículo hablar de lo que sucedería en
semejante caso, ni quién puede saberlo. Pero lo seguro es que, en el estado actual, la sed unas veces es
un bien, otras un mal para el que la satisface; ¿no es así?
—En efecto.
—Luego el hombre que tiene sed o que satisface cualquier otro deseo, unas veces se encuentra
bien, otras mal y otras ni bien ni mal.
—Sí, verdaderamente.
—Y si el mal desapareciese, dime; lo que no es naturalmente un mal, ¿debería desaparecer con él?
—No.
—Luego los deseos que no son ni buenos ni malos, ¿subsistirían en ausencia del mal?
—Así me parece.
—Pero el que desea y el que ama, ¿puede no amar el objeto de sus deseos y de su amor?
—Yo no lo creo.
—Habría por lo tanto amistades posibles, suponiendo todos los males destruidos.
—Sí.
—Si el mal diese origen a la amistad, una vez destruido el mal, la amistad no podría existir,
porque cuando la causa cesa es imposible que el efecto subsista.
—Es exacto.
—¿No estamos acordes en que el que ama debe amar a causa de alguna cosa, y no hemos dado
por sentado que lo que en sí no es, ni bueno, ni malo, debe amar lo bueno a causa del mal?
—Sí.
—Con lo expuesto creo haber encontrado otra razón de amar y de ser amado.
—Me parece bien.
—Pero en verdad, ¿el deseo será la causa de la amistad? El que desea, ¿ama el objeto de sus
deseos por todo el tiempo que lo desea? En este caso, todo lo que hemos dicho sobre la amistad no es
más que un discurso de fantasía, como si fuera un largo poema.
—Podría suceder que así fuera.
—En efecto, el que desea, dime, ¿no desea aquello de que tiene necesidad?
—Sin duda.
—El que tiene necesidad, ¿ama aquello de que tiene necesidad?
—Sí.
—Y el que tiene necesidad ¿no es porque le falta aquello que necesita?
—Sí.
—Me parece, por consiguiente, que lo conveniente debe ser el objeto del amor, de la amistad y
del deseo; ¿qué decís a esto, Menéxeno y Lisis?
Ambos convinieron en ello.
—Si los dos sois amigos, el uno del otro, es porque existe entre vosotros una conveniencia
natural.
—Sí, muy grande —dijeron ambos.
—Por lo tanto, mis queridos jóvenes, si alguno desea o ama a otro, jamás podría ni desearle, ni
amarle, ni buscarle, si no encontrase entre él y el objeto de su amor alguna conveniencia o afinidad
de alma, de carácter o de exterioridad.
—Es cierto —dijo Menéxeno. Lisis guardó silencio.
—Amar lo que nos conviene naturalmente nos parece cosa necesaria.
—Sí.
—¿Y es también una necesidad el ser amado por aquel que verdadera y sinceramente se ama?
Lisis y Menéxeno apenas hicieron signo de asentimiento; pero Hipótales, lleno de gozo, mudaba
cada instante de color. Queriendo yo poner en claro esta opinión, dije entonces:
—Si lo conveniente difiere de lo semejante, me parece, Lisis y Menéxeno, que hemos encontrado
la última palabra de la amistad. Pero si lo conveniente y lo semejante resultan ser una misma cosa, no
nos será fácil sustraernos a la objeción propuesta ya, de que lo semejante es inútil a lo semejante, a
causa de su misma identidad; y por otra parte sostener que el amigo no es útil, es un absurdo.
¿Queréis, para no alucinamos con nuestros propios discursos, que demos por concedido, que lo
conveniente y lo semejante son diferentes entre sí?
—Sí, lo queremos.
—Diremos también que lo bueno conviene a todo, y que lo malo no conviene a nada. ¿O bien es
preciso decir, que lo bueno conviene a lo bueno, lo malo a lo malo, y lo que no es ni bueno ni malo
en sí, a lo que no es ni bueno ni malo?
Ellos estuvieron conformes en que cada uno de estos géneros conviniese con el suyo respectivo.
—He aquí, mis queridos jóvenes, que hemos vuelto a las primeras opiniones sobre la amistad, a
las que ya hemos rechazado, porque lo injusto se hace amigo de lo injusto, como lo malo de lo malo,
y lo bueno de lo bueno.
—En efecto.
—Pero qué, si lo bueno y lo conveniente no son más que una misma cosa, solo lo bueno puede
ser amigo de lo bueno.
—Ciertamente.
—Creo que hemos refutado ya esto; ¿no os acordáis?
—Nos acordamos.
—Entonces, ¿para qué razonar más?
—¿No es claro que a nada conduce? Me limitaré, pues, como hacen los abogados hábiles en sus
defensas, a resumir todo lo que hemos dicho. Si el amigo no es el que ama, ni el que es amado, ni el
semejante, ni el contrario, ni lo bueno, ni lo malo, ni ninguna de las demás cosas a que hemos pasado
revista, porque por su mucho número no puedo recordarlas todas, si ninguna de estas cosas, repito,
es el amigo, entonces nada tengo que decir.
En este acto me vino la idea de provocar a alguno de más edad, pero en el mismo momento,
dirigiéndose a nosotros como demonios los pedagogos de Lisis y Menéxeno, con los hermanos de
estos, los llamaron para volver a casa, porque era ya tarde. Desde luego, todos los que estábamos allí
presentes quisimos retenerlos, pero bien pronto, sin hacer aprecio de nosotros, se pusieron furiosos,
y continuaron llamando los jóvenes en su lenguaje semi-bárbaro; y como parecía que habían bebido
con algún exceso a causa de las fiestas, y no estaban por lo tanto en disposición de escucharnos,
cedimos al fin, y cortamos la conversación.
Cuando se marchaban, dije a Lisis y Menéxeno, que nos habíamos puesto quizá en ridículo ellos y
yo, viejo como ya soy, porque los que presenciaron la conversación irán diciendo, que pensábamos
ser amigos, y yo lo soy vuestro, y no hemos podido descubrir lo que es el amigo.
FEDRO
Argumento del Fedro[1]
por Patricio de Azcárate

Según una tradición, que no tenemos necesidad de discutir, el Fedro es obra de la juventud de
Platón. En este diálogo hay, en efecto, todo el vigor impetuoso de un pensamiento que necesita salir
fuera, y un aire de juventud que nos revela la primera expansión del genio. Platón viste con colores
mágicos todas las ideas que afectan a su juvenil inteligencia, todas las teorías de sus maestros, todas
las concepciones del cerebro prodigioso que producirá un día la República y las Leyes. Tradiciones
orientales, ironía socrática, intuición pitagórica, especulaciones de Anaxágoras, protestas enérgicas
contra la enseñanza de los sofistas y de los rectores, que negaban la verdad inmortal y despojaban al
hombre de la ciencia de lo absoluto, todo esto se mezcla sin confusión en esta obra, donde el
razonamiento y la fantasía aparecen reconciliados, y donde encontramos en germen todos los
principios de la filosofía platónica. Esta embriaguez del joven sabio, este arrobamiento que da a
conocer la verdad entrevista por primera vez, el autor del Fedro la llama justamente un delirio
enviado por los dioses; pero estos dioses que invoca no son las divinidades de Atenas, buenas a lo
más para inspirar al artista o al poeta; es Pan, la vieja divinidad pelásgica; son las ninfas de los
arroyos y de las montañas; es el espíritu mismo de la naturaleza, revelando al alma atenta y recogida
los secretos del universo.
¿Cuál es el objeto del diálogo? Nos parece imposible reducir a la unidad una obra tan compleja.
Lo propio del genio de Platón es abordar a la vez las cuestiones más diversas, y a la vez resolverlas;
como lo propio del genio de Aristóteles es distinguir todas las partes de la ciencia humana, que
Platón había confundido. Un tratado de Aristóteles presenta un orden riguroso, porque el objeto, por
vasto que sea, es siempre único. Un diálogo de Platón abraza, en su multiplicidad, la psicología y la
ontología, la ciencia de lo bello y la ciencia del bien.
En el Fedro pueden distinguirse dos partes: en la primera, Sócrates inicia a su joven amigo en los
misterios e la eterna belleza; le invita a contemplar con él aquellas ciencias, cuya visita llena nuestras
almas de una celestial beatitud, cuando, aladas y puras de toda mancha terrestre, se lanzan castamente
al cielo en pos de Zeus y de los demás dioses; le enseña a despreciar esos placeres groseros que le
harían andar errante durante mil años por tierras de proscripción; le enseña igualmente a alimentar
su inteligencia con lo verdadero, lo bello y lo bueno, para merecer un día tomar sus alas y volar de
nuevo a la patria de las almas; le dice, en fin, que si el amor de los sentidos nos rebaja al nivel de las
bestias, la pura unión de las inteligencias, el amor verdaderamente filosófico, por la contemplación
de las bellezas imperfectas de este mundo, despierta en nosotros el recuerdo de la esencia misma de
la belleza, que irradiaba en otro tiempo a nuestros ojos en los espacios infinitos, y que,
purificándonos, abrevia el tiempo que debemos pasar en los lugares de prueba.
En la segunda parte intenta sentar los verdaderos principios del arte de la palabra, que los Tisias y
los Gorgias habían convertido en arte de embuste y en instrumento de codicia y de dominación. A la
retórica siciliana, que enseña a sus discípulos a corromperse, a engañar a la multitud, a dar a la
injusticia las apariencias del derecho, y a preferir lo probable a lo verdadero, Platón opone la
dialéctica, que, por medio de la definición y la división, penetra desde luego en la naturaleza de las
cosas, proponiéndose mirar como objeto de sus esfuerzos, no la opinión con que se contenta el
vulgo, sino la ciencia absoluta, en la que descansa el alma del filósofo.
Sin embargo, existe un lazo entre estas dos partes del diálogo. El discurso de Lisias contra el
amor y los dos discursos de Sócrates son como la materia del examen reflexivo sobre la falsa y la
verdadera retórica, que llena toda la segunda parte.
Nada hay que decir sobre el arte con que Platón hace hablar a sus personajes, sin que en el
conjunto de su obra se desmienta jamás, ni una sola vez, su carácter. Los tipos de los diálogos son tan
vivos como los de las tragedias de Sófocles y Eurípides. Nada hay más verdadero que el carácter de
Fedro; de este joven, tan apasionado por los discursos, tan amante de todos los bellos conocimientos,
tan pronto a ofenderse de las burlas de Sócrates contra su amigo Lisias, y, sin embargo, tan
respetuoso para con la sabiduría de su venerado maestro. Nada más encantador que la curiosidad
inocente con que pregunta a Sócrates si cree en el robo de la ninfa Oritía; o la franqueza generosa
que le hace reconocer la vanidad de su curiosidad y confesar su ignorancia, sus preocupaciones y sus
errores.
Esta conversación, en que Sócrates pasa alternativamente de las sutilezas de la dialéctica a los
trasportes de la oda, se prolonga durante todo un día de verano; los dos amigos reposan muellemente
acostados en la espesura de la hierba, a la sombra de un plátano, y sumergidos sus pies en las aguas
del Iliso; el cielo puro del Ática irradia sobre sus cabezas; las cigarras, amantes de las musas, los
entretienen con sus cantos; y las ninfas, hijas de Aqueloo, prestan su atención, embelesadas con las
palabras de aquel que posee a la vez el amor de la ciencia y la ciencia del amor.
Fedro o de la belleza
SÓCRATES — FEDRO

SÓCRATES: —Mi querido Fedro, ¿adónde vas y de dónde vienes?


FEDRO. —Vengo, Sócrates, de casa de Lisias,[1] hijo de Céfalo, y voy a pasearme fuera de
muros; porque he pasado toda la mañana sentado junto a Lisias, y siguiendo el precepto de Acúmeno,
tu amigo y mío, me paseo por las vías públicas, porque dice que proporcionan mayor recreo y
salubridad que las carreras en el gimnasio.
SÓCRATES. —Tiene razón, amigo mío; pero Lisias, por lo que veo, estaba en la ciudad.
FEDRO. —Sí, en casa de Epícrates, en la casa Moriquia, que está próxima al templo de Zeus
Olímpico.[2]
SÓCRATES. —¿Y cuál fue vuestra conversación? Sin dudar, Lisias te regalaría algún discurso.
FEDRO. —Tú lo sabrás, si no te apura el tiempo, y si me acompañas y me escuchas.
SÓCRATES. —¿Qué dices?, ¿no sabes, para hablar como Píndaro, que no hay negocio que yo no
abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?
FEDRO. —Pues adelante.
SÓCRATES. —Habla pues.
FEDRO. —En verdad, Sócrates, el negocio te afecta, porque el discurso, que nos ocupó por tan
largo espacio, no sé por qué casualidad rodó sobre el amor. Lisias supone un hermoso joven,
solicitado, no por un hombre enamorado, sino, y esto es lo más sorprendente, por un hombre sin
amor, y sostiene que debe conceder sus amores más bien al que no ama, que al que ama.
SÓCRATES. —¡Oh!, es muy amable. Debió sostener igualmente que es preciso tener mayor
complacencia con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad que con la juventud, y lo mismo
con todas las desventajas que tengo yo y tienen muchos otros. Sería esta una idea magnífica y
prestaría un servicio a los intereses populares.[3] Así es que yo ardo en deseos de escucharte, y ya
puedes alargar tu paseo hasta Megara, y, conforme al método de Heródico,[4] volver de nuevo
después de tocar los muros de Atenas, que yo no te abandonaré.
FEDRO. —¿Qué dices, bondadoso Sócrates? Un discurso que Lisias, el más hábil de nuestros
escritores, ha trabajado por despacio y en mucho tiempo, ¿podré yo, que soy un pobre hombre,
dártelo a conocer de una manera digna de tan gran orador? Estoy bien distante de ello, y, sin
embargo, preferiría este talento a todo el oro del mundo.
SÓCRATES. —Fedro, si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo; pero le conozco.
Estoy bien seguro de que, oyendo un discurso de Lisias, no ha podido contentarse con una primera
lectura, sino que volviendo a la carga, habrá pedido al autor que comenzara de nuevo, y el autor le
habrá dado gusto, y, no satisfecho aún con esto, concluiría por apoderarse del papel, para volver a
leer los pasajes que más llamaran su atención. Y después de haber pasado toda la mañana inmóvil y
atento a este estudio, fatigado ya, había salido a tomar el aire y dar un paseo, y mucho me engañaría,
¡por el Perro! Si no sabe ya de memoria todo el discurso, a no ser que sea de una extensión excesiva.
Se ha venido fuera de muros para meditar sobre él a sus anchas, y encontrando un desdichado que
tenga una pasión furiosa por discursos, complacerse interiormente en tener la fortuna de hallar a uno
a quien comunicar su entusiasmo y precisarle a que le siga. Y como el encontradizo, llevado de su
pasión por discursos, le invita a que se explique, se hace el desdeñoso, y como si nada le importara;
cuando si no le quisiera oír, sería capaz de obligarle a ello por la fuerza. Así, pues, mi querido Fedro,
mejor es hacer por voluntad lo que habría de hacerse luego por voluntad o por fuerza.
FEDRO. —Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte el discurso como me sea
posible, porque tú no eres de condición tal que me dejes marchar, sin que hable bien o mal.
SÓCRATES. —Tienes razón.
FEDRO. —Pues bien, doy principio… Pero verdaderamente.
Sócrates, yo no puedo responder de darte a conocer el discurso palabra por palabra. A pesar de
todo me acuerdo muy bien de todos los argumentos que Lisias hace valer para preferir el amigo frío
al amante apasionado; y voy a referírtelos en resumen y por su orden. Comienzo por el primero.
SÓCRATES. —Muy bien, querido amigo; pero enséñame, por lo pronto, lo que tienes en tu mano
izquierda bajo la capa. Sospecho que sea el discurso. Si he adivinado, vive persuadido de lo mucho
que te estimo; pero, dado que tenemos aquí a Lisias mismo, no puedo ciertamente consentir que seas
tú materia de nuestra conversación. Veamos, presenta ese discurso.
FEDRO. —Basta de broma, querido Sócrates; veo que es preciso renunciar a la esperanza que
había concebido de ejercitarme a tus expensas; pero ¿dónde nos sentamos para leerlo?
SÓCRATES. —Marchémonos por este lado y sigamos el curso del Iliso, y allí escogeremos
algún sitio solitario para sentarnos.
FEDRO. —Me viene perfectamente haber salido de casa sin calzado, porque tú nunca lo gastas.[5]
Podemos seguir la corriente, y en ella tomaremos un baño de pies, lo cual es agradable en esta
estación y a esta hora del día.
SÓCRATES. —Marchemos, pues, y elige tú el sitio donde debemos sentarnos.
FEDRO. —¿Ves este plátano de tanta altura?
SÓCRATES. —¿Y qué?
FEDRO. —Aquí, a su sombra, encontraremos una brisa agradable y hierba donde sentarnos, y, si
queremos, también para acostarnos.
SÓCRATES. —Adelante, pues.
FEDRO. —Dime, Sócrates, ¿no es aquí, en cierto punto de las orillas del Iliso, donde Bóreas
robó, según se dice, la ninfa Oritía?
SÓCRATES. —Así se cuenta.
FEDRO. —Y ese suceso tendría lugar aquí mismo, porque el encanto risueño de las olas, el agua
pura y trasparente y esta ribera, todo convidaba para que las ninfas tuvieran aquí sus juegos.
SÓCRATES. —No es precisamente aquí, sino un poco más abajo, a dos o tres estadios, donde está
el paso del río para el templo de Artemis Cazadora. Por este mismo rumbo hay un altar a Bóreas.
FEDRO. —No lo recuerdo bien, pero dime ¡por Zeus!, ¿crees tú en esta maravillosa aventura?
SÓCRATES. —Si dudase como los sabios, no me vería en conflictos; podría agotar los recursos
de mi espíritu, diciendo que el viento del Norte la hizo caer de las rocas vecinas donde ella jugaba
con Farmacia, y que esta muerte dio ocasión a que se dijera que había sido robada por Bóreas;[6] y
aun podría trasladar la escena sobre las rocas del Areópago, porque según otra leyenda ha sido
robada sobre esta colina y no en el paraje donde nos hallamos. Yo encuentro que todas estas
explicaciones, mi querido Fedro, son las más agradables del mundo, pero exigen un hombre muy
hábil, que no ahorre trabajo y que se vea reducido a una penosa necesidad; porque, además de esto,
tendrá que explicar la forma de los hipocentauros y la de la quimera, y en seguida de estos las
gorgonas, los pegasos y otros mil monstruos aterradores por su número y su rareza. Si nuestro
incrédulo pone en obra su sabiduría vulgar, para reducir cada uno de ellos a proporciones
verosímiles, tiene entonces que tomarlo por despacio. En cuanto a mí, no tengo tiempo para estas
indagaciones, y voy a darte la razón. Yo no he podido aún cumplir con el precepto de Delfos,
conociéndome a mí mismo; y dada esta ignorancia me parecería ridículo intentar conocer lo que me
es extraño. Por esto es que renuncio a profundizar todas estas historias, y en este punto me atengo a
las creencias públicas.[7] Y como te decía antes, en lugar de intentar explicarlas, yo me observo a mí
mismo; quiero saber si yo soy un monstruo más complicado y más furioso que Tifón, o un animal
más dulce, más sencillo, a quien la naturaleza le ha dado parte de una chispa de divina sabiduría.
Pero, amigo mío, con nuestra conversación hemos llegado a este árbol, adonde querías que
fuésemos.
FEDRO. —En efecto, es el mismo.
SÓCRATES. —¡Por Hera!, ¡precioso retiro! ¡Qué copudo y elevado es este plátano! Y este
agnocasto, ¡qué magnificencia en su estirado tronco y en su frondosa copa! Parece como si floreciera
con intención para perfumar estos preciosos sitios. ¿Hay nada más encantador que el arroyo que
corre al pie de este plátano? Nuestros pies sumergidos en él, acreditan su frescura. Este sitio retirado
está sin duda consagrado a algunas ninfas y al río Aqueloo, si hemos de juzgar por las figurillas y
estatuas que vemos. ¿No te parece que la brisa que aquí corre tiene cierta cosa de suave y perfumado?
Se advierte en el canto de las cigarras un no sé qué de vivo, que hace presentir el estío. Pero lo que
más me encanta son estas hierbas, cuya espesura nos permite descansar con delicia, acostados sobre
un terreno suavemente inclinado. Mi querido Fedro, eres un guía excelente.
FEDRO. —Maravilloso Sócrates, eres un hombre extraordinario. Porque al escucharte se te
tendría por un extranjero, a quien se hacen los honores del país, y no por un habitante del Ática.
Probablemente tú no habrás salido jamás de Atenas, ni traspasado las fronteras, ni aun dado un paseo
fuera de muros.
SÓCRATES. —Perdona, amigo mío. Así es, pero es porque quiero instruirme. Los campos y los
árboles nada me enseñan, y solo en la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres.
Sin embargo, creo que tú has encontrado recursos para curarme de este humor casero. Se obliga a un
animal hambriento a seguirnos, mostrándole alguna rama verde o algún fruto; y tú, enseñándome ese
discurso y ese papel que lo contiene, podrías obligarme a dar una vuelta al Ática y a cualquier parte
del mundo, si quisieras. Pero, en fin, puesto que estamos ya en el punto elegido, yo me tiendo en la
hierba. Escoge la actitud que te parezca más cómoda para leer, y puedes comenzar.
FEDRO. —Escucha.
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como
provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los
amantes, desde el momento en que se ven satisfechos, se arrepienten ya de todo lo que han hecho por
el objeto de su pasión. Pero los que no tienen amor no tienen jamás de qué arrepentirse, porque no es
la fuerza de la pasión la que les ha movido a hacer a su amigo todo el bien que han podido, sino que
han obrado libremente, juzgando que servían así a sus más caros intereses. Los amantes consideran el
daño causado por su amor a sus negocios, alegan sus liberalidades, traen a cuenta las penalidades que
han sufrido, y después de tiempo creen haber dado pruebas positivas de su reconocimiento al objeto
amado. Pero los que no están enamorados, no pueden, ni alegar los negocios que han abandonado, ni
citar las penalidades sufridas, ni quejarse de las querellas que se hayan suscitado en el interior de la
familia; y no pudiendo pretextar todos estos males, que no han llegado a conocer, solo les resta
aprovechar con decisión cuántas ocasiones se presenten de complacer a su amigo.
»Se alegará quizá en favor del amante, que su amor es más vivo que una amistad ordinaria, que
está siempre dispuesto a decir o hacer lo que puede ser agradable a la persona que ama, y arrostrar
por ella el odio de todos; pero es fácil conocer lo falaz de este elogio, puesto que, si su pasión llega a
mudar de objeto, no dudará en sacrificar sus antiguos amores a los nuevos, y, si el que ama hoy se lo
exige, hasta perjudicar al que amaba ayer.
»Racionalmente no se pueden conceder tan preciosos favores a un hombre atacado de un mal tan
crónico, del cual ninguna persona sensata intentará curarlo, porque los mismos amantes confiesan
que su espíritu está enfermo y que carecen de buen sentido. Saben bien, dicen ellos, que están fuera de
sí mismos y que no pueden dominarse. Y entonces si llegan a entrar en sí mismos, ¿cómo pueden
aprobar las resoluciones que han tomado en un estado de delirio?
»Por otra parte, si entre tus amantes quisieses conceder la preferencia al más digno, no podrías
escoger sino entre un pequeño número; por el contrario, si buscas entre todos los hombres aquel
cuya amistad desees, puedes elegir entre millares, y es probable que en toda esta multitud encuentres
uno que merezca tus favores.
»Si temes la opinión pública, si temes tener que avergonzarte de tus relaciones ante tus
conciudadanos, ten presente, que lo más natural es que un amante que desea que le envidien su suerte,
creyéndola envidiable, sea indiscreto por vanidad, y tenga por gloria publicar por todas partes que no
ha perdido el tiempo ni el trabajo. Aquel que, dueño de sí mismo, no se deja extraviar por el amor,
preferirá la seguridad de su amistad al placer de alabarse de ella. Añade a esto que todo el mundo
conoce a un amante, viéndole seguir los pasos de la persona que ama; y llegan al punto de no poder
hablarse, sin que se sospeche que una relación más íntima los une ya, o va bien pronto a unirlos. Pero
los que no están enamorados, pueden vivir en la mayor familiaridad, sin que jamás induzcan a
sospecha; porque se sabe que son lícitas estas asociaciones, formadas amistosamente por la
necesidad, para encontrar alguna distracción.
»¿Tienes algún otro motivo para temer? ¿Piensas que las amistades son rara vez durables, y que
un rompimiento, que siempre es una desgracia para ambos, te será funesto, sobre todo después del
sacrificio que has hecho de lo más precioso que tienes? Si así sucede, es al amante a quien debes
sobre todo temer. Un nada le enoja, y cree que lo que se hace es para perjudicarle. Asíes que quiere
impedir al objeto de su amor toda relación con todos los demás, teme verse postergado por las
riquezas de uno, por los talentos de otro, y siempre está en guardia contra el ascendiente de todos
aquellos que tienen sobre él alguna ventaja. El te cizañará para ponerte mal con todo el mundo y
reducirte a no tener un amigo; o si pretendes manejar tus intereses y ser más entendido que tu celoso
amante, acabarás por un rompimiento. Pero el que no está enamorado, y que debe a la estimación que
inspiran sus virtudes los favores que desea, no se cela de aquellos que viven familiarmente con su
amigo; aborrecería más bien a los que huyesen de su trato, porque vería en este alejamiento una señal
de desprecio, mientras que aplaudiría todas aquellas relaciones, cuyas ventajas conociese. Parece
natural, que dadas estas condiciones, la complacencia afiance la amistad, y que no pueda producir
resentimientos. Por otro lado, la mayor parte de los amantes se enamoran de la belleza del cuerpo,
antes de conocer la disposición del alma y de haber experimentado el carácter, y así no puede
asegurarse si su amistad debe sobrevivir a la satisfacción de sus deseos. Los que no se ven
arrastrados por el amor y están ligados por la amistad antes de obtener los mayores favores, no
podrán ver en estas complacencias un motivo de enfriamiento, sino más bien un gaje de nuevos
favores para lo sucesivo.
»¿Quieres hacerte más virtuoso cada día? Fíate de mí antes que de un amante. Porque un amante
alabará todas tus palabras y todas tus acciones sin curarse de la verdad ni de la bondad de ellas, ya
por temor de disgustarte, ya porque la pasión le ciega; porque tales son las ilusiones del amor. El
amor desgraciado se aflige, porque no excita la compasión de nadie; pero cuando es dichoso, todo le
parece encantador, hasta las cosas más indiferentes. El amor es mucho menos digno de envidia que de
compasión. Por el contrario, si cedes a mis votos, no me verás buscar en tu intimidad un placer
efímero, sino que vigilaré por tus intereses durables, porque, libre de amor, yo seré dueño de mí
mismo. No me entregaré por motivos frívolos a odios furiosos, y aun con los más graves motivos
dudaré en concebir un ligero resentimiento. Seré indulgente con los daños involuntarios que se me
causen, y me esforzaré en prevenir las ofensas intencionadas. Porque tales son los signos de una
amistad que el tiempo no puede debilitar.
»Quizá crees tú que la amistad sin el amor es débil y flaca; y, si fuera así, seríamos indiferentes
con nuestros hijos y con nuestros padres y no podríamos estar seguros de la felicidad de nuestros
amigos, a quienes un dulce hábito, y no la pasión, nos liga con estrecha amistad. En fin, si es justo
conceder sus favores a los que los desean con más ardor, sería preciso en todos los casos obligar, no
a los más dignos, sino a los más indigentes, porque libertándolos de los males más crueles, se
recibirá por recompensa el más vivo reconocimiento. Así pues, cuando quieras dar una comida,
deberás convidar, no a los amigos, sino a los mendigos y a los hambrientos, porque ellos te amarán,
te acompañarán a todas partes, se agolparán a tu puerta experimentando la mayor alegría, vivirán
agradecidos y harán votos por tu prosperidad. Pero tú debes por el contrario favorecer, no a aquellos
cuyos deseos son más violentos, sino a los que mejor te atestigüen su reconocimiento; no a los más
enamorados, sino a los más dignos; no a los que solo aspiran a explotar la flor de la juventud, sino a
los que en tu vejez te hagan partícipe de todos sus bienes; no a los que se alabarán por todas partes de
su triunfo, sino a los que el pudor obligue a una prudente reserva; no a los que se muestren muy
solícitos pasajeramente, sino a aquellos cuya amistad, siempre igual, solo concluirá con la muerte;
no a los que, una vez satisfecha su pasión, buscarán un pretexto para aborrecerte, sino a los que,
viendo desaparecer los placeres con la juventud, procuren granjearse tu estimación.
»Acuérdate, pues, de mis palabras, y considera que los amantes están expuestos a los consejos
severos de sus amigos, que rechazan pasión tan funesta. Considera, también, que nadie es reprensible
por no ser amante, ni se le acusa de imprudente por no serlo.
»Quizá me preguntarás, si te aconsejo que concedas tus favores a todos los que no son tus
amantes; y te responderé, que tampoco un amante te aconsejará la misma complacencia para todos
los que te aman. Porque favores prodigados de esta manera no tendrían el mismo derecho al
reconocimiento, ni tampoco podrías ocultarlos, aunque quisieras. Es preciso que nuestra mutua
relación, lejos de dañarnos, nos sea a ambos útil.
»Creo haber dicho bastante; pero si aún te queda alguna duda, si es cosa que no he resuelto todas
tus objeciones, habla; yo te responderé».
¿Qué te parece? Sócrates; ¿no es admirable este discurso bajo todos aspectos y sobre todo por la
elección de las palabras?
SÓCRATES. —Maravilloso discurso, amigo mío; me ha arrebatado y sorprendido. No has
contribuido tú poco a que me haya causado tan buena impresión. Te miraba durante la lectura, y veía
brillar en tu semblante la alegría. Y como creo que en estas materias tu juicio es más seguro que el
mío, me he fiado de tu entusiasmo, y me he dejado arrastrar por él.
FEDRO. —¡Vaya!, quieres reírte.
SÓCRATES. —¿Crees que me burlo y que no hablo seriamente?
FEDRO. —No, en verdad, Sócrates. Pero dime con franqueza, ¡por Zeus, que preside a la
amistad!, ¿piensas que haya entre todos los griegos un orador capaz de tratar el mismo asunto con
más nobleza y extensión?
SÓCRATES. —¿Qué dices? Quieres que me una a ti para alabar un orador por haber dicho todo
lo que puede decirse, o solo por haberse expresado en un lenguaje claro, preciso y sabiamente
aplicado. Si reclamas mi admiración por el fondo mismo del discurso, solo por consideración a ti
puedo concedértelo; porque la debilidad de mi espíritu no me ha dejado apercibir este mérito, y solo
me he fijado en el lenguaje. En este concepto no creo que Lisias mismo pueda estar satisfecho de su
obra. Me parece, mi querido Fedro, a no juzgar tú de otra manera, que repite dos y tres veces las
cosas, como un hombre poco afluente; pero quizá se ha fijado poco en esta falta, y ha querido
hacernos ver que era capaz de expresar un mismo pensamiento de muchas maneras diferentes, y
siempre con la misma fortuna.
FEDRO. —¿Qué dices, Sócrates? Lo más admirable de su discurso consiste en decir precisamente
todo lo que la materia permite; de manera que sobre lo mismo no es posible hablar, ni con más
afluencia, ni con mayor exactitud.
SÓCRATES. —En ese punto yo no soy de tu dictamen. Los sabios de los tiempos antiguos,
hombres y mujeres, que han hablado y escrito sobre esta materia, me convencerían de impostura, si
tuviera la debilidad de ceder sobre este punto.
FEDRO. —¿Y cuáles son esos sabios?, ¿o has encontrado otra cosa más acabada?
SÓCRATES. —En este momento no podré decírtelo; sin embargo, alguno recuerdo, y quizá en la
bella Safo, o en el sabio Anacreonte, o en algún otro prosista encontrará ejemplos. Y lo que me
compromete a hacer esta conjetura es que desborda mi corazón, y que me siento capaz de pronunciar
sobre el mismo objeto un discurso que competiría con el de Lisias. Conozco bien que no puedo
encontrar en mí mismo todo ese cúmulo de bellezas, porque no lo permite la medianía de mi ingenio;
pero quizá los pensamientos que salgan de mi alma, como de un vaso lleno hasta el borde, procedan
de orígenes extraños. Pero soy tan indolente que no sé cómo, ni de dónde, me vienen.
FEDRO. —Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que dices. Te dispenso de que me
digas quiénes son esos sabios, ni de dónde aprendiste sus lecciones. Pero cumple lo que me acabas de
prometer; pronuncia un discurso tan largo como el de Lisias, que sostenga la comparación, sin tomar
nada de él. Por mi parte me comprometo, como los nueve arcontes, a consagrar en el templo de
Delfos mi estatua en oro de talla natural, y también la tuya.[8]
SÓCRATES. —Tú eres, mi querido Fedro, el que vales lo que pesas de oro, si tienes la buena fe
de creer que en el discurso de Lisias nada hay que rehacer y que yo pudiera tratar el mismo asunto sin
contradecir en nada lo que él ha dicho. En verdad esto sería imposible hasta al más adocenado
escritor. Por ejemplo, puesto que Lisias ha intentado probar que es preciso favorecer al amigo frío,
más bien que al amigo apasionado, si me impides alabar la sabiduría del uno y reprender el delirio
del otro, si no puedo hablar de estos motivos esenciales, ¿qué es lo que me queda? Hay necesidad de
consentir estos lugares comunes al orador, y de esta manera puede mediante el arte de la forma suplir
la pobreza de invención. No es porque, cuando se trata de razones menos evidentes, y por lo tanto
más difíciles de encontrar, no se una al mérito de la composición el de la invención.
FEDRO. —Hablas en razón. Puedes sentar por principio que el que no ama tiene sobre el que ama
la ventaja de conservar su buen sentido, y esto te lo concedo. Pero si en otra parte puedes encontrar
razones más numerosas y más fuertes que los motivos alegados por Lisias, quiero que tu estatua de
oro macizo [9] figure en Olimpia cerca de la ofrenda de los Cipsélides.[10]
SÓCRATES. —Tomas la cosa por lo serio, Fedro, porque ataco al que amas. Solo quería
provocarte un poco. ¿Piensas verdaderamente que yo pretendo competir en elocuencia con escritor
tan hábil?
FEDRO. —He aquí, mi querido Sócrates, que has incurrido en los mismos defectos que yo; pero
tú hablarás, quieras o no quieras, en cuanto alcances. Procura que no se renueve una escena muy
frecuente en las comedias, y me fuerces a volverte tus burlas repitiendo tus mismas palabras:
«Sócrates, si no conociese a Sócrates, no me conocería a mí mismo; ardía en deseos de hablar, pero
se hacía el desdeñoso, como si no le importara». Ten entendido, que no saldremos de aquí, sin que
hayas dado expansión a tu corazón, que según tú mismo se desborda. Estamos solos, el sitio es
retirado, y soy el más joven y más fuerte de los dos. En fin, ya me entiendes; no me obligues a
hacerte violencia, y habla por buenas.
SÓCRATES. —Pero, amigo mío, sería muy ridículo oponer a una obra maestra de tan insigne
orador la improvisación de un ignorante.
FEDRO. —¿Sabes una cosa?, que te dejes de nuevos desdenes, porque si no recurriré a una sola
palabra que te obligará a hablar.
SÓCRATES. —Te suplico que no recurras.
FEDRO. —No, no. Escucha. Esta palabra mágica es un juramento. Juro, pero ¿por qué dios?, si
quieres, por este plátano, y me comprometo por juramento a que si en su presencia no hablas en este
acto, jamás te leeré, ni te recitaré, ningún otro discurso de quienquiera que sea.
SÓCRATES. —¡Oh!, ¡qué ducho!, ¡cómo ha sabido comprometerme a que le obedezca,
valiéndose del flaco que yo tengo, de mi cariño a los discursos!
FEDRO. —Y bien, ¿tienes todavía algún mal pretexto que alegar?
SÓCRATES. —¡Oh dios!, no; después de tal juramento, ¿cómo podría imponerme una privación
semejante?
FEDRO. —Habla, pues.
SÓCRATES. —¿Sabes lo que voy a hacer antes?
FEDRO. —Veámoslo.
SÓCRATES. —Voy a cubrirme la cabeza[11] para concluir lo más pronto posible, porque el mirar
tu semblante me llena de turbación y de confusión.
FEDRO. —Lo que importa es que hables, y en lo demás haz lo que te acomode.
SÓCRATES. —Venid, musas [ligias], nombre que debéis a la dulzura de vuestros cantos,[12] o a la
pasión de los ligienses (ligur)[13] por vuestras divinas melodías; yo os invoco, sostened mi debilidad
en este discurso, que me arranca mi buen amigo, sin duda para añadir un nuevo título, después de
otros muchos, a la gloria de su querido Lisias. «Había un joven, o más bien un adolescente, en la flor
de su juvenil belleza, que contaba con gran número de adoradores. Uno de ellos, más astuto, pero no
menos enamorado que los demás, había conseguido persuadirle de que no le tenía amor. Un día que
solicitaba sus favores, intentó probarle que era preciso acceder a su indiferencia, primero que a la
pasión de los demás. He aquí su discurso:
»En todas las cosas, querido mío, para tomar una sabia resolución es preciso comenzar por
averiguar sobre qué se va a tratar, porque de no ser así se incurriría en mil errores. La mayor parte
de los hombres ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia, de la que apenas se aperciben,
desprecian desde el principio plantear la cuestión. Así es que, avanzando en la discusión, les sucede
necesariamente no entenderse, ni con los demás, ni consigo mismos. Evitemos este defecto, que
echamos en cara a los demás; y puesto que se trata de saber si debe uno entregarse al amante o al que
no lo es, comencemos por fijar la definición del amor, su naturaleza y sus efectos, y refiriéndonos
sin cesar a estos principios y estrechando a ellos la discusión, examinemos si es útil o dañoso.
»Que el amor es un deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que el deseo de las cosas
bellas no es siempre el amor. ¿Bajo qué signo distinguiremos al que ama y al que no ama? Cada uno
de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen, y cuyo impulso,
cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el
gusto reflexivo del bien. Tan pronto estos dos principios están en armonía, tan pronto se combaten, y
la victoria pertenece indistintamente, ya a uno, ya a otro. Cuando el gusto del bien, que la razón nos
inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo irreflexivo que nos arrastra
hacia el placer llega a dominar, recibe el nombre de intemperancia. Pero la intemperancia muda de
nombre, según los diferentes objetos sobre que se ejercita y de las formas diversas que viste, y el
hombre dominado por la pasión, según la forma particular bajo la que se manifiesta en él, recibe un
nombre que no es bueno ni honroso llevar. Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez al gusto
del bien, inspirado por la razón y a los demás deseos, se llama glotonería, y los entregados a esta
pasión se les da el epíteto de glotones. Cuando es el deseo de la bebida el que ejerce esta tiranía, ya se
sabe el título injurioso que se da al que a él se abandona. En fin, lo mismo sucede con todos los
deseos de esta clase, y nadie ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse a los que son
víctimas de su tiranía. Ya es fácil adivinar la persona a la que voy a parar después de este preámbulo;
sin embargo, creo que debo explicarme con toda claridad. Cuando el deseo irracional, sofocando en
nuestra alma este gusto del bien, se entrega por entero al placer que promete la belleza, y cuando se
lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase solo a la belleza corporal, su poder se hace
irresistible, y sacando su nombre de esta fuerza omnipotente, se le llama amor».
Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece, como a mí, que estoy inspirado por alguna divinidad?
FEDRO. —En efecto, Sócrates, las palabras corren con una afluencia inusitada.
SÓCRATES. —Silencio, y escúchame, porque en verdad este lugar tiene algo de divino, y si en el
curso de mi exposición las ninfas de estas riberas me inspirasen algunos rasgos entusiastas, no te
sorprendas. Ya me considero poco distante del tono del ditirambo.
FEDRO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Tú eres la causa. Pero escucha el resto de mi discurso, porque la inspiración
podría abandonarme. En todo caso, esto corresponde al Dios que me posee, y nosotros continuemos
hablando de nuestro joven.
«Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y hemos definido su
naturaleza. Pasemos adelante, y sin perder de vista nuestros principios, examinemos las ventajas o los
inconvenientes de las deferencias que se pueden tener, sea para con un amante, sea para con un amigo
libre de amor. El que está poseído por un deseo y dominado por el deleite, debe necesariamente
buscar en el objeto de su amor el mayor placer posible. Un espíritu enfermo encuentra su placer en
abandonarse por completo a sus caprichos, mientras que todo lo que le contraría o le provoca le es
insoportable. El hombre enamorado verá con impaciencia a uno que le sea superior o igual para con
el objeto de su amor, y trabajará sin tregua en rebajarlo y humillarlo hasta verlo debajo. El ignorante
es inferior al sabio, el cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador brillante y fácil, el de
espíritu tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos defectos, y aun otros más vergonzosos,
regocijarán al amante si los encuentra en el objeto de su amor, y en el caso contrario, procurará
hacerlos nacer en su alma, o sufrirá mucho en la prosecución de sus placeres efímeros. Pero, sobre
todo, será celoso; prohibirá al que ama todas las relaciones que puedan hacerle más perfecto, más
hombre; le causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal irreparable, alejándole de lo que podría
ilustrar su alma; quiero decir, de la divina filosofía; el amante querrá necesariamente desviar de este
estudio al que ama, por temor de hacerse para él un objeto de desprecio. Por último, se esforzará en
todo y por todo en mantenerle en la ignorancia, para obligarle a no tener más ojos que los del mismo
amante, y le será tanto más agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la
relación moral, no hay guía más malo, ni compañero más funesto, que un hombre enamorado.
»Veamos ahora lo que los cuidados de un amante, cuya pasión precisa a sacrificar lo bello y lo
honesto a lo agradable, harán del cuerpo que posee. Se le verá rebuscar un joven delicado y sin vigor,
educado a la sombra y no a la claridad del sol, extraño a los varoniles trabajos y a los ejercicios
gimnásticos, acostumbrado a una vida muelle de delicias, supliendo con perfumes y artificios la
belleza que ha perdido, y en fin, no teniendo nada en su persona y en sus costumbres que no
corresponda a este retrato. Todo esto es evidente, y es inútil insistir más en ello. Observaremos
solamente, resumiendo, antes de pasar a otras consideraciones, que en la guerra y en las demás
ocasiones peligrosas, este joven afeminado solo podrá inspirar audacia a sus enemigos y temor a sus
amigos y a sus amantes. Pero, repito, dejemos estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.
»También debemos examinar, en qué el trato y la influencia de un amante pueden ser útiles o
dañosos, no al alma y al cuerpo, sino a los bienes del objeto amado. Es claro para todo el mundo,
sobre todo para el mismo amante, que nada hay que desee tanto como ver a la persona que ama
privada de lo más precioso, más estimado y más sagrado que tiene. Lo vería con gusto perder su
padre, su madre, sus parientes, sus amigos, que mira como censores y como obstáculos a su dulce
comercio. Si la persona amada posee grandes bienes en dinero o en tierras, sabe que le será más
difícil seducirle y que le encontrará menos dócil después de seducido. La fortuna del que ama le
incomoda, y se regocijará con su ruina, En fin, deseará verle todo el tiempo posible sin mujer, sin
hijos, sin hogar doméstico, para alargar el momento en que habrá de cesar de gozar de sus favores.
»Un dios ha mezclado a la mayor parte de los males que afligen a la humanidad un goce fugitivo.
Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto azote, nos hace gustar algunas veces un placer
delicado. El comercio con una cortesana, tan expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y
hábitos semejantes no carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el amante dañe al
objeto amado, sino que la asidua comunicación en todos los momentos debe llegar a ser
desagradable. Un antiguo proverbio dice, que los que son de una misma edad se atraen naturalmente.
En efecto, cuando las edades son las mismas, la conformidad de gustos y de humor, que de ello
resulta, predispone la amistad, y, sin embargo, semejantes relaciones tienen también sus disgustos. En
todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre todo en la sociedad de un
amante, cuya edad se aleja de la de la persona amada. Si es un viejo que se enamora de uno más
joven, no le dejará día y noche; una pasión irresistible, una especie de furor, le arrastrará hacia aquel,
cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por la vista, por el tacto, por todos los sentidos, y
encuentra un gran placer en servirse de él sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio
mortal que causa a la persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué placeres, esperan a este
desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo gastado y marchitado por los años, afligido de los
achaques de la edad, de que no puede librarse; y con más razón no podrá sufrir el roce, al que sin
cesar se verá amenazado, sin una extrema repugnancia. Vigilado con suspicaz celo en todos sus actos,
en todas sus conversaciones, oye de boca de su amante tan pronto imprudentes y exageradas
alabanzas como reprensiones insoportables que le dirige cuando está en su buen sentido; porque
cuando la embriaguez de la pasión llega a extraviarle, sin tregua y sin miramiento lo llena de ultrajes,
que lo cubren de vergüenza.
»El amante, mientras su pasión dura, será un objeto tan repugnante como funesto; cuando la
pasión se extinga, se mostrará sin fe, y venderá a aquel que sedujo con sus promesas magníficas, con
sus juramentos y con sus súplicas, y a quien solo la esperanza de los bienes prometidos pudo con
gran dificultad decidir a soportar relación tan funesta. Cuando llega el momento de verse libre de esta
pasión, obedece a otro dueño, sigue otro guía, es la razón y la sabiduría las que reinan en él, y no el
amor y la locura; se ha hecho otro hombre sin conocimiento de aquel de quien estaba enamorado. El
joven exige el precio de los favores de otro tiempo, le recuerda todo lo que ha hecho, lo que ha
dicho, como si hablase al mismo hombre. Éste, lleno de confusión, no quiere confesar el cambio que
ha sufrido, y no sabe cómo sacudirse de los juramentos y promesas que prodigó bajo el imperio de
su loca pasión. Sin embargo, ha entrado en sí mismo y es ya bastante capaz para no dejarse llevar de
iguales extravíos, y para no volver de nuevo al antiguo camino de perdición. Se ve precisado a evitar
a aquel que amaba en otro tiempo, y vuelta la concha,[14] en vez de perseguir, es él el que huye. Al
joven no le queda otro partido que sufrir bajo el peso de sus remordimientos por haber ignorado
desde el principio que valía más conceder sus favores a un amigo frío y dueño de sí mismo, que a un
hombre, cuyo amor necesariamente ha turbado la razón.
»Obrando de otra manera, es lo mismo que abandonarse a un dueño pérfido, incómodo, celoso,
repugnante, perjudicial a su fortuna, dañoso a su salud, y sobre todo, funesto al perfeccionamiento de
su alma, que es y será en todos tiempos la cosa más preciosa a juicio de los hombres y de los dioses.
He aquí, joven querido, las verdades que debes meditar sin cesar, no olvidando jamás que la ternura
de un amante no es una afección benévola, sino un

apetito grosero que quiere saciarse:


Como el lobo ama al cordero,
El amante ama al amado.

»He aquí todo lo que tenía que decirte, mi querido Fedro; no me oirás más, porque mi discurso
está terminado.
FEDRO. —Creía que lo que has dicho era solo la primera parte, y que hablarías en seguida del
hombre no enamorado, para probar que se le debe favorecer con preferencia, y para presentar las
ventajas que ofrece su amistad.
SÓCRATES. —¿No has notado, mi querido amigo, que, sin remontarme al tono del ditirambo, ya
mi lenguaje ha sido poético, cuando solo se trata de criticar? ¿Qué será si yo emprendo el hacer el
panegírico del amigo sabio? ¿Quieres, después de haberme expuesto a la influencia de las ninfas,
acabar de extraviar mi razón? Digo, pues, resumiendo, que en el trato del hombre sin amor se
encuentran tantas ventajas, como inconvenientes en el del hombre apasionado. ¿Habrá necesidad de
largos discursos? Bastante me he explicado sobre ambos aspirantes. Nuestro hermoso joven hará de
mis consejos lo que quiera, y yo repasaré el Iliso, como quien dice, huyendo, antes que venga a tu
magín hacer conmigo mayores violencias.
FEDRO. —No, Sócrates, aguarda a que el calor pase. ¿No ves que apenas es medio día, y que es la
hora en que el sol parece detenerse en lo más alto del cielo? Permanezcamos aquí algunos instantes
conversando sobre lo que venimos hablando, y cuando el tiempo refresque, nos marcharemos.
SÓCRATES. —Tienes, querido amigo, una maravillosa pasión por los discursos, y en este punto
no hallo palabras para alabarte; creo que de todos los hombres de tu generación, no hay uno que haya
producido más discursos que tú, sea que los hayas pronunciado tú mismo, sea que hayas obligado a
otros a componerlos, quisieran o no quisieran.
Sin embargo, exceptúo a Simmias el Tebano; pero no hay otro que pueda compararse contigo. Y
ahora mismo me temo, que me vas a arrancar un nuevo discurso.
FEDRO. —No, ahora no eres tan rebelde como fuiste antes; veamos de qué se trata.
SÓCRATES. —Según me estaba preparando para pasar el río, sentí esa señal divina, que
ordinariamente me da sus avisos, y me detiene en el momento de adoptar una resolución,[15] y he
creído escuchar de este lado una voz que me prohibía partir antes de haber ofrecido a los dioses una
expiación, como si hubiera cometido alguna impiedad. Es cierto que yo soy adivino, y en verdad no
de los más hábiles, sino que a la manera de los que solo ellos leen lo que escriben, yo sé lo bastante
para mi uso. Por lo tanto, adivino la falta que he cometido. Hay en el alma humana, mi querido
amigo, un poder adivinatorio. En el acto de hablarte, sentía por algunos instantes una gran turbación
y un vago terror, y me parecía, como dice el poeta Íbico, que los dioses iban a convertir en crimen un
hecho que me hacía honor a los ojos de los hombres. Sí, ahora sé cuál es mi falta.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Tú eres doblemente culpable, mi querido Fedro, por el discurso que leíste, y por
el que me has obligado a pronunciar.
FEDRO. —¿Cómo así?
SÓCRATES. —El uno y el otro no son más que un cúmulo de absurdos e impiedades. ¿Puede
darse un atentado más grave?
FEDRO. —No, sin duda, si dices verdad.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no crees que el Amor es hijo de Afrodita, y que es un dios?
FEDRO. —Así se dice.
SÓCRATES. —Pues bien, Lisias no ha hablado de él, ni tú mismo, en este discurso que has
pronunciado por mi boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios. Sin embargo, si el amor
es un dios o alguna cosa divina, como así es, no puede ser malo, pero nuestros discursos le han
representado como tal, y por lo tanto son culpables de impiedad para con el Amor. Además, yo los
encuentro impertinentes y burlones, porque por más que no se encuentre en ellos razón, ni verdad,
toman el aire de aspirar a algo con lo que podrán seducir a espíritus frívolos y sorprender su
admiración. Ya ves que debo someterme a una expiación, y para los que se engañan en teología hay
una antigua expiación que Homero no ha imaginado, pero que Estesícoro ha practicado. Porque
privado de la vista por haber maldecido a Helena, no ignoró, como Homero, el sacrilegio que había
cometido; pero, como hombre verdaderamente inspirado por las musas, comprendió la causa de su
desgracia, y publicó estos versos: No, esta historia no es verdadera; no, jamás entrarás en las
soberbias naves de Troya, jamás entrarás en Pérgamo.
Y después de haber compuesto todo su poema, conocido con el nombre de Palinodia, recobró la
vista sobre la marcha. Instruido por este ejemplo, yo seré más cauto que los dos poetas, porque antes
que el Amor haya castigado mis ofensivos discursos, quiero presentarle mi Palinodia. Pero esta vez
hablaré con cara descubierta,[16] y la vergüenza no me obligará a tapar mi cabeza como antes.
FEDRO. —No puedes, mi querido Sócrates, anunciarme una cosa que más me satisfaga.
SÓCRATES. —Debes conocer, como yo, toda la impudencia del discurso que he pronunciado, y
del que tú has leído; si los hubiera oído alguno, tenido por persona decente y bien nacida, que
estuviese cautivo de amor o que hubiese sido amado en su juventud, al oírnos sostener que los
amantes conciben odios violentos por motivos frívolos, que atormentan a los que aman con sus
sospechosos celos, y no hacen más que perjudicarles, ¿no crees que nos hubieran calificado de gentes
criadas entre marineros que jamás oyeron hablar del amor a personas cultas? ¡Tan distante estaría de
reconocer la verdad de los cargos que hemos formulado contra el amor!
FEDRO. —¡Por Zeus!, Sócrates, bien podría suceder.
SÓCRATES. —Así, pues, por respeto a este hombre, y por temor a la venganza del Amor, quiero
que un discurso más suave venga a templar la amargura del primero. Y aconsejo a Lisias que
componga lo más pronto posible un segundo discurso, para probar que es preciso preferir el amante
apasionado que al amigo sin amor.
FEDRO. —Persuádete de que así sucederá; si tú pronuncias el elogio del amante apasionado,
habrá necesidad de que Lisias se deje vencer por mí, para que escriba sobre el mismo objeto.
SÓCRATES. —Cuento con que le obligarás, a no ser que dejes de ser Fedro.
FEDRO. —Habla, pues, con confianza.
SÓCRATES. —Pero ¿dónde está el joven a quien yo me dirigía? Es preciso que oiga también este
nuevo discurso, y que, escuchándome, aprenda a no apurarse a conceder sus favores al hombre sin
amor.
FEDRO. —Este joven está cerca de ti, y estará siempre a tu lado por el tiempo que quieras.
SÓCRATES. —Figúrate, mi querido joven, que el primer discurso era de Fedro, hijo de Pítocles
de Mirriúnte, y que el que voy a pronunciar es de Estesícoro de Hímera, hijo de Eufemo. He aquí,
cómo es preciso hablar. No, no hay nada de verdadero en el primer discurso; no, no hay que desdeñar
a un amante apasionado y abandonarse al hombre sin amor, por la sola razón de estar el uno delirante
y el otro en su sano juicio. Esto sería muy bueno, si fuese evidente que el delirio es un mal; pero es
todo lo contrario; al delirio inspirado por los dioses es al que somos deudores de los más grandes
bienes. Al delirio se debe que la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona hayan hecho
numerosos y señalados servicios a las repúblicas de la Grecia y a los particulares. Cuando han estado
a sangre fría, poco o nada se les debe. No quiero hablar de la Sibila, ni de todos aquellos, que
habiendo recibido de los dioses el don de profecía, han inspirado a los hombres sabios pensamientos,
anunciándoles el porvenir, porque sería extenderme inútilmente sobre una cosa que nadie ignora. Por
otra parte, puedo invocar el testimonio de los antiguos, que han creado el lenguaje; no han mirado el
delirio (μανία, manía) como indigno y deshonroso; porque no hubieran aplicado este nombre a la
más noble de todas las artes, la que nos da a conocer el porvenir, y no la hubiera llamado μανική
(maniké), y si le dieron este nombre fue porque pensaron que el delirio es un don magnífico cuando
nos viene de los dioses. La actual generación, introduciendo indebidamente una t en esta palabra, han
creado la de μαντική (mantiké). Por el contrario, la indagación del porvenir hecha por hombres sin
inspiración, que observaban el vuelo de los pájaros y otros signos, se la llamó οἰονοϊστική,
(oionoistiké), porque estos adivinos buscaban, con el auxilio del razonamiento, dar al pensamiento
humano la inteligencia y el conocimiento; y los modernos, mudando la antigua ο en su enfática ω han
llamado este arte οἰωνιστικὴ (oionistiké). Por lo tanto, todo lo que la profecía tiene de perfección y de
dignidad sobre el arte augural, tanto respecto del nombre como respecto de la cosa, otro tanto el
delirio, que viene de los dioses, es más noble que la sabiduría que viene de los hombres; y los
antiguos nos lo atestiguan.
Cuando los pueblos han sido víctimas de epidemias y de otros terribles azotes en castigo de un
antiguo crimen, el delirio, apoderándose de algunos mortales y llenándoles de espíritu profético, los
obligaban a buscar un remedio a estos males, y un refugio contra la cólera divina con súplicas y
ceremonias expiatorias. Al delirio se han debido las purificaciones y los ritos misteriosos que
preservaron de los males presentes y futuros al hombre verdaderamente inspirado y animado de
espíritu profético, descubriéndole los medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión, que es la inspirada por las musas; cuando se
apodera de un alma inocente y virgen aún, la trasporta y le inspira odas y otros poemas que sirven
para la enseñanza de las generaciones nuevas, celebrando las proezas de los antiguos héroes. Pero
todo el que intente aproximarse al santuario de la poesía, sin estar agitado por este delirio que viene
de las musas, o que crea que el arte solo basta para hacerle poeta, estará muy distante de la
perfección; y la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por los cantos que respiran un éxtasis
divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura a los mortales el delirio inspirado por los dioses,
y podría citar otras muchas. Por lo que guardémonos de temerle, y no nos dejemos alucinar por ese
tímido discurso, que pretende que se prefiera un amigo frío al amante agitado por la pasión. Para que
nos diéramos por vencidos por sus razones, sería preciso que nos demostrara, que los dioses que
inspiran el amor no quieren el mayor bien, ni para el amante, ni para el amado. Nosotros
probaremos, por el contrario, que los dioses nos envían esta especie de delirio para nuestra mayor
felicidad. Nuestras pruebas excitarán el desden de los falsos sabios, pero habrán de convencer a los
sabios verdaderos.
Por lo pronto es preciso determinar exactamente la naturaleza del alma divina y humana por
medio de la observación de sus facultades y propiedades.
Partiremos de este principio: toda alma es inmortal, porque todo lo que se mueve en movimiento
continuo es inmortal. El ser que comunica el movimiento o el que lo recibe, en el momento en que
cesa de ser movido, cesa de vivir; solo el ser que se mueve por sí mismo, sin poder dejar de ser el
mismo, no cesa jamás de moverse; y aún más, es, para los otros seres que participan del movimiento,
origen y principio del movimiento mismo. Un principio no puede ser producido; porque todo lo que
comienza a existir debe necesariamente ser producido por un principio, y el principio mismo no ser
producido por nada, porque, si lo fuera, dejaría de ser principio. Pero si nunca ha comenzado a
existir, no puede tampoco ser destruido. Porque si un principio pudiese ser destruido, no podría él
mismo renacer de la nada, ni nada tampoco podría renacer de él, si como hemos dicho, todo es
producido necesariamente por un principio. Así, el ser que se mueve por sí mismo, es el principio del
movimiento, y no puede ni nacer ni perecer, porque de otra manera el cielo entero y todos los seres,
que han recibido la existencia, se postrarían en una profunda inmovilidad, y no existiría un principio
que les volviera el movimiento, una vez destruido. Queda, pues, demostrado, que lo que se mueve por
sí mismo es inmortal, y nadie temerá afirmar que el poder de moverse por sí mismo es la esencia del
alma. En efecto, todo cuerpo que es movido por un impulso extraño, es inanimado; todo cuerpo que
recibe el movimiento de un principio interior, es animado; tal es la naturaleza del alma. Si es cierto
que lo que se mueve por sí mismo no es otra cosa que el alma, se sigue necesariamente, que el alma
no tiene ni principio ni fin. Pero basta ya sobre su inmortalidad.
Ocupémonos ahora del alma en sí misma. Para decir lo que ella es sería preciso una ciencia
divina y desarrollos sin fin. Para hacer comprender su naturaleza por una comparación, basta una
ciencia humana y algunas palabras. Digamos, pues, que el alma se parece a las fuerzas combinadas de
un tronco de caballos y un cochero; los corceles y los cocheros de las almas divinas son excelentes y
de buena raza, pero, en los demás seres, su naturaleza está mezclada de bien y de mal. Por esta razón,
en la especie humana, el cochero dirige dos corceles, el uno excelente y de buena raza, y el otro muy
diferente del primero y de un origen también muy diferente; y un tronco semejante no puede dejar de
ser penoso y difícil de guiar.
¿Pero cómo, entre los seres animados, unos son llamados mortales y otros inmortales? Esto es lo
que conviene esclarecer. El alma universal rige la materia inanimada y hace su evolución en el
universo, manifestándose bajo mil formas diversas. Cuando es perfecta y alada, campea en lo más
alto de los cielos, y gobierna el orden universal. Pero cuando ha perdido sus alas, rueda en los
espacios infinitos, hasta que se adhiere a alguna cosa sólida, y fija allí su estancia; y cuando ha
revestido un cuerpo terrestre, que desde aquel acto, movido por la fuerza que le comunica, parece
moverse por sí mismo, esta reunión de alma y cuerpo se llama un ser vivo, con el aditamento de ser
mortal. En cuanto al nombre de inmortal, el razonamiento no puede definirlo, pero nosotros nos lo
imaginamos; y sin haber visto jamás la sustancia, a la que este nombre conviene, y sin comprenderla
suficientemente, conjeturamos que un ser inmortal es el formado por la reunión de un alma y de un
cuerpo unidos de toda eternidad. Pero sea lo que Dios quiera, y dígase lo que se quiera, para nosotros
basta que expliquemos, cómo las almas pierden sus alas. He aquí quizá la causa.
La virtud de las alas consiste en llevar lo que es pesado hacia las regiones superiores, donde
habita la raza de los dioses, siendo ellas participantes de lo que es divino más que todas las cosas
corporales: Es divino todo lo que es bello, bueno, verdadero, y todo lo que posee cualidades
análogas, y también lo es lo que nutre y fortifica las alas del alma; y todas las cualidades contrarias
como la fealdad, el mal, las ajan y echan a perder. El Señor omnipotente, que está en los cielos, Zeus,
se adelanta el primero, conduciendo su carro alado, ordenando y vigilándolo todo. El ejército de los
dioses y de los demonios le sigue, dividido en once tribus; porque de las doce divinidades supremas
solo Hestía (Ἑστία) queda en el palacio celeste; las once restantes, en el orden que les está prescrito,
conducen cada una la tribu que preside. ¡Qué encantador espectáculo nos ofrece la inmensidad del
cielo, cuando los inmortales bienaventurados realizan sus revoluciones llenando cada uno las
funciones que les están encomendadas! Detrás de ellos marchan los que quieren y pueden seguirles,
porque en la corte celestial está desterrada la envidia. Cuando van al festín y banquete que les espera,
avanzan por un camino escarpado hasta la cima más elevada de la bóveda de los cielos. Los carros de
los dioses, mantenidos siempre en equilibrio por sus corceles dóciles al freno, suben sin esfuerzo;
los otros caminan con dificultad, porque el corcel malo pesa sobre el carro inclinado y lo arrastra
hacia la tierra si no ha sido sujetado por su cochero. Entonces es cuando el alma sufre una prueba y
sostiene una terrible lucha. Las almas de los que se llaman inmortales, cuando han subido a lo más
alto del cielo, se elevan por encima de la bóveda celeste y se fijan sobre su convexidad; entonces se
ven arrastradas por un movimiento circular, y contemplan durante esta evolución lo que se halla
fuera de esta bóveda, que abraza el universo.
Ninguno de los poetas de este mundo ha celebrado nunca la región que se extiende por encima del
cielo; ninguno la celebrará jamás dignamente. He aquí, sin embargo, lo que es, porque no hay temor
de publicar la verdad, sobre todo, cuando se trata de la verdad. La esencia sin color, sin forma,
impalpable, no puede contemplarse sino por la guía del alma, la inteligencia; en torno de la esencia
está la estancia de la ciencia perfecta que abraza la verdad toda entera. El pensamiento de los dioses,
que se alimenta de inteligencia y de ciencia sin mezcla, como el de toda alma ávida del alimento que
le conviene, gusta ver la esencia divina de la que hacía tiempo estaba separado, y se entrega con
placer a la contemplación de la verdad, hasta el instante en que el movimiento circular la lleve al
punto de su partida. Durante esta revolución, contempla la justicia en sí, la sabiduría en sí, no esta
ciencia que está sujeta a cambio y que se muestra diferente según los distintos objetos, que nosotros,
mortales, queremos llamar seres, sino la ciencia, que tiene por objeto el ser de los seres. Y cuando ha
contemplado las esencias y está completamente saciado, se sume de nuevo en el cielo y entra en su
estancia. Apenas ha llegado, el cochero conduce los corceles al establo, en donde les da ambrosía
para comer y néctar para beber. Tal es la vida de los dioses.
Entre las otras almas, la que sigue a las almas divinas con paso más igual y que más las imita,
levanta la cabeza de su cochero hasta las regiones superiores, y se ve arrastrada por el movimiento
circular; pero, molestada por sus corceles, apenas puede entrever las esencias. Hay otras, que tan
pronto suben, como bajan, y que arrastradas acá y allá por sus corceles, aperciben ciertas esencias y
no pueden contemplarlas todas. En fin, otras almas siguen de lejos, aspirando como las primeras a
elevarse hacia las regiones superiores, pero sus esfuerzos son impotentes; están como sumergidas y
errantes en los espacios inferiores, y, luchando con ahínco por ganar terreno, se ven entorpecidas y
completamente abatidas; entonces ya no hay más que confusión, combate y lucha desesperada; y por
la poca maña de sus cocheros, muchas de estas almas se ven lisiadas, y otras ven caer una a una las
plumas de sus alas; todas, después de esfuerzos inútiles e impotentes para elevarse hasta la
contemplación del ser absoluto, desfallecen, y en su caída no les queda más alimento que las
conjeturas de la opinión. Este tenaz empeño de las almas por elevarse a un punto desde donde puedan
descubrir la llanura de la verdad, nace de que solo en esta llanura pueden encontrar un alimento capaz
de nutrir la parte más noble de sí mismas, y de desarrollar las alas que llevan al alma lejos de las
regiones inferiores. Es una ley de Adrasto, que toda alma que ha podido seguir al alma divina y
contemplar con ella alguna de las esencias, esté exenta de todos los males hasta un nuevo viaje, y si su
vuelo no se debilita, ignorará eternamente sus sufrimientos. Pero cuando no puede seguir a los
dioses, cuando por un extravío funesto, llena del impuro alimento del vicio y del olvido, se entorpece
y pierde sus alas, entonces cae en esta tierra; una ley quiere que en esta primera generación y
aparición sobre la tierra no anime el cuerpo de ningún animal.
El alma que ha visto, lo mejor posible, las esencias y la verdad, deberá constituir un hombre, que
se consagrará a la sabiduría, a la belleza, a las musas y al amor; la que ocupa el segundo lugar será
un rey justo o guerrero o poderoso; la de tercer lugar, un político, un financiero, un negociante; la
del cuarto, un atleta infatigable o un médico; la del quinto, un adivino o un iniciado; la del sexto, un
poeta o un artista; la del séptimo, un obrero o un labrador; la del octavo, un sofista o un demagogo;
la del noveno, un tirano. En todos estos estados, a todo el que ha practicado la justicia, le espera
después de su muerte un destino más alto; el que la ha violado cae en una condición inferior. El alma
no puede volver a la estancia de donde ha partido, sino después de un destierro de diez mil años;
porque no recobra sus alas antes, a menos que haya cultivado la filosofía con un corazón sincero o
amado a los jóvenes con un amor filosófico. A la tercera revolución de mil años, si ha escogido tres
veces seguidas este género de vida, recobra sus alas y vuela hacia los dioses en el momento en que la
última, a los tres mil años, se ha realizado. Pero las otras almas, después de haber vivido su primera
existencia, son objeto de un juicio: y una vez juzgadas, las unas descienden a las entrañas de la tierra
para sufrir allí su castigo; otras, que han obtenido una sentencia favorable, se ven conducidas a un
paraje del cielo, donde reciben las recompensas debidas a las virtudes que hayan practicado durante
su vida terrestre. Después de mil años, las unas y las otras son llamadas para un nuevo arreglo de las
condiciones que hayan de sufrir, y cada una puede escoger el género de vida que mejor le parezca. De
esta manera el alma de un hombre puede animar una bestia salvaje, y el alma de una bestia animar un
hombre, con tal de que este haya sido hombre en una existencia anterior. Porque el alma que no ha
vislumbrado la verdad, no puede revestir la forma humana. En efecto, el hombre debe comprender lo
general; es decir, elevarse de la multiplicidad de las sensaciones a la unidad racional. Esta facultad no
es otra cosa que el recuerdo de lo que nuestra alma ha visto, cuando seguía al alma divina en sus
evoluciones; cuando, echando una mirada desdeñosa sobre lo que nosotros llamamos seres, se
elevaba a la contemplación del verdadero Ser. Por esta razón es justo que el pensamiento del filósofo
tenga solo alas, pensamiento que se liga siempre cuanto es posible por el recuerdo a las esencias, a
que Dios mismo debe su divinidad. El hombre que sabe servirse de estas reminiscencias está iniciado
constantemente en los misterios de la infinita perfección, y solo se hace él mismo verdaderamente
perfecto. Desprendido de los cuidados que agitan a los hombres, y curándose solo de las cosas
divinas, el vulgo pretende sanarle de su locura y no ve que es un hombre inspirado.
A esto tiende todo este discurso sobre la cuarta especie de delirio. Cuando un hombre apercibe las
bellezas de este mundo y recuerda la belleza verdadera, su alma toma alas y desea volar; pero
sintiendo su impotencia, levanta, como el pájaro, sus miradas al cielo, desprecia las ocupaciones de
este mundo, y se ve tratado como insensato. De todos los géneros de entusiasmo éste es el más
magnífico en sus causas y en sus efectos para el que lo ha recibido en su corazón, y para aquel a
quien ha sido comunicado; y el hombre que tiene este deseo y que se apasiona por la belleza, toma el
nombre de amante. En efecto, como ya hemos dicho, toda alma humana ha debido necesariamente
contemplar las esencias, pues de no ser así, no hubiera podido entrar en el cuerpo de un hombre. Pero
los recuerdos de esta contemplación no se despiertan en todas las almas con la misma facilidad; una
no ha hecho más que entrever las esencias; otra, después de su descenso a la tierra, ha tenido la
desgracia de verse arrastrada hacia la injusticia por asociaciones funestas, y olvidar los misterios
sagrados que en otro tiempo había contemplado. Un pequeño número de almas son las únicas que
conservan con alguna claridad este recuerdo. Estas almas, cuando aperciben alguna imagen de las
cosas del cielo, se llenan de turbación y no pueden contenerse, pero no saben lo que experimentan,
porque sus percepciones no son bastante claras. Y es que la justicia, la sabiduría y todos los bienes del
alma, han perdido su brillantez en las imágenes que vemos en este mundo. Entorpecidos nosotros
mismos con órganos groseros, apenas pueden algunos, aproximándose a estas imágenes, reconocer
ni aun el modelo que ellas representan. Nos estuvo reservado contemplar la belleza del todo radiante,
cuando, mezclados con el coro de los bienaventurados, marchábamos con las demás almas en la
comitiva de Zeus y de los demás dioses, gozando allí del más seductor espectáculo; e iniciados en los
misterios, que podemos llamar divinos, los celebrábamos exentos de la imperfección y de los males
que en el porvenir nos esperaban, y éramos admitidos a contemplar estas esencias perfectas, simples,
llenas de calma y de beatitud, y las visiones que irradiaban en el seno de la más pura luz; y, puros
nosotros, nos veíamos libres de esta tumba que llamamos nuestro cuerpo, y que arrastramos con
nosotros, como la ostra sufre la prisión que la envuelve.
Deben disimularse estos rodeos, debidos al recuerdo de una felicidad que no existe y que
echamos de menos. En cuanto a la belleza, ella brilla, como ya he dicho, entre todas las demás
esencias, y en nuestra estancia terrestre, donde lo eclipsa todo con su brillantez, la reconocemos por
el más luminoso de nuestros sentidos. La vista es, en efecto, el más sutil de todos los órganos del
cuerpo. No puede, sin embargo, percibir la sabiduría, porque sería increíble nuestro amor por ella, si
su imagen y las imágenes de las otras esencias, dignas de nuestro amor, se ofreciesen a nuestra vista,
tan distintas y tan vivas como son. Pero al presente solo la belleza tiene el privilegio de ser a la vez
un objeto tan sorprendente como amable. El alma que no tiene un recuerdo reciente de los misterios
divinos, o que se ha abandonado a las corrupciones de la tierra, tiene dificultad en elevarse de las
cosas de este mundo hasta la perfecta belleza por la contemplación de los objetos terrestres, que
llevan su nombre; antes bien, en vez de sentirse movida por el respeto hacia ella, se deja dominar por
el atractivo del placer, y, como una bestia salvaje, violando el orden eterno, se abandona a un deseo
brutal, y en su comercio grosero no teme, no se avergüenza de consumar un placer contra naturaleza.
Pero el hombre, que ha sido perfectamente iniciado, que contempló en otro tiempo el mayor número
de esencias, cuando ve un semblante que remeda la belleza celeste o un cuerpo que le recuerda por
sus formas la esencia de la belleza, siente por lo pronto como un temblor, y experimenta los terrores
religiosos de otro tiempo; y fijando después sus miradas en el objeto amable, le respeta como a un
dios, y si no temiese ver tratado su entusiasmo de locura, inmolaría víctimas al objeto de su pasión,
como a un ídolo, como a un dios. A su vista, semejante a un hombre atacado de la fiebre, muda de
semblante, el sudor inunda su frente, y un fuego desacostumbrado se infiltra en sus venas;[17] en el
momento en que ha recibido por los ojos la emanación de la belleza siente este dulce calor que nutre
las alas del alma; esta llama hace derretir la cubierta, cuya dureza las impedía hacía tiempo
desarrollarse. La afluencia de este alimento hace que el miembro, raíz de las alas, cobre vigor, y las
alas se esfuerzan por derramarse por toda el alma, porque primitivamente el alma era toda alada. En
este estado, el alma entra en efervescencia e irritación; y esta alma, cuyas alas empiezan a
desarrollarse, es como el niño, cuyas encías están irritadas y embotadas por los primeros dientes. Las
alas, desarrollándose, le hacen experimentar un calor, una dentera, una irritación del mismo género.
En presencia de un objeto bello recibe las partes de belleza que del mismo se desprenden y emanan, y
que han hecho dar al deseo el nombre de ἵμερος (hímeros), experimenta un calor suave, se reconoce
satisfecho y nada en la alegría. Pero cuando está separada del objeto amado, el fastidio la consume,
los poros del alma por donde salen las alas se desecan, se cierran, de suerte que no tienen ya salida.
Presa del deseo y encerradas en su prisión, las alas se agitan, como la sangre se agita en las venas;
hacen empuje en todas direcciones, y el alma, aguijoneada por todas partes se pone furiosa y fuera de
sí de tanto sufrir, mientras el recuerdo de la belleza la inunda de alegría. Estos dos sentimientos la
dividen y la turban, y en la confusión a que la arrojan tan extrañas emociones, se angustia, y en su
frenesí no puede, ni descansar de noche, ni gozar durante el día de alguna tranquilidad; y, antes bien,
llevada por la pasión, se lanza a todas partes donde cree encontrar su querida belleza. Ha vuelto a
verla; ha recibido de nuevo sus emanaciones; en el momento se vuelven a abrir los poros que estaban
obstruidos, respira y no siente ya el aguijón del dolor, y gusta durante estos cortos instantes el placer
más encantador. Asíes que el amante no quiere separarse de la persona que ama, porque nada le es
más precioso que este objeto tan bello; madre, hermano, amigos, todo lo olvida; pierde su fortuna
abandonada sin experimentar la menor sensación; deberes, atenciones que antes tenía complacencia
en respetar, nada le importan; consiente ser esclavo y adormecerse, con tal de que se vea cerca del
objeto de sus deseos; y si adora al que posee la belleza, es porque solo en él encuentra alivio a los
tormentos que sufre.
A esta afección, precioso joven, los hombres la llaman amor; los dioses la dan un nombre tan
singular, que quizá te haga sonreír. Algunos homéridas nos citan, según creo, dos versos de su poeta,
que han conservado, uno de los cuales es muy injurioso al amor y verdaderamente poco conveniente.

«Los mortales le llaman Eros, el dios alado;


los inmortales le llaman el Pteros, el que da alas».

Se puede admitir o desechar la autoridad de estos dos versos; siempre es cierto que la causa y la
naturaleza de la afección de los amantes son tales como yo las he descrito.
Si el hombre enamorado ha sido uno de los que antes siguieron a Zeus, tiene más fuerza para
resistir al dios alado que ha venido a caer sobre él; los que han sido servidores de Marte y le han
seguido en su revolución alrededor del cielo, cuando se ven invadidos por el amor, y se creen
ultrajados por el objeto de su pasión, se ven arrastrados por un furor sangriento, que los lleva a
inmolarse con su ídolo. Así es que cada cual honra al dios cuya comitiva seguía, y le imita en su vida
tanto cuanto está en su poder, por lo menos, durante la primera generación y mientras no está
corrompido; y esta imitación la lleva a cabo en sus intimidades amorosas y en todas las demás
relaciones. Cada hombre escoge un amor según su carácter, le hace su dios, le levanta una estatua en
su corazón, y se complace en engalanarla, como para rendirle adoración y celebrar sus misterios.
Los servidores de Zeus buscan un alma de Zeus en aquel que adoran, examinan si gustan de la
sabiduría y del mando, y cuando le han encontrado tal como lo desean y le han consagrado su amor,
hacen los mayores esfuerzos por desarrollar en él tan nobles inclinaciones. Si no se han entregado
desde luego por entero a las ocupaciones que corresponden a esto, se dedican, sin embargo, y
trabajan en perfeccionarse mediante las enseñanzas de los demás y los esfuerzos propios. Intentan
descubrir en sí mismos el carácter de su dios, y lo consiguen, porque se ven forzados a volver sin
cesar sus miradas del lado de este dios; y cuando lo han conseguido por la reminiscencia, el
entusiasmo los trasporta, y toman de él sus costumbres y sus hábitos, tanto, por lo menos, cuanto es
posible al hombre participar de la naturaleza divina. Como atribuyen este cambio dichoso a la
influencia del objeto amado, le aman más; y si Zeus es el origen divino de donde toman su
inspiración, semejantes a las bacantes, la derraman sobre el objeto de su amor, y en cuanto pueden le
hacen semejante a su dios. Los que han viajado en la comitiva de Hera buscan un alma regia, y desde
que la han encontrado, obran para con ella de la misma manera. En fin, todos aquellos que han
seguido a Apolo o a los otros dioses, arreglando su conducta sobre la base de la divinidad que han
elegido, buscan un joven del mismo natural; y cuando lo poseen, imitando su divino modelo, se
esfuerzan en persuadir a la persona amada a que haga otro tanto, y de esta manera lo amoldan a las
costumbres de su dios, y lo comprometen a reproducir este tipo de perfección en cuanto les es
posible. Lejos de concebir sentimientos de envidia y de baja malevolencia contra él, todos sus deseos,
todos sus esfuerzos, tienden solo a hacerle semejante a ellos mismos y al dios al que rinden culto. Tal
es el celo de que se ven animados los verdaderos amantes, y si consiguen buena acogida para su
amor, su victoria es una iniciación; y la persona amada, que se deja subyugar por un amante que ama
con delirio, se abandona a una pasión noble, que es para él un origen de felicidad. Su derrota tiene
lugar de esta manera.
Hemos distinguido en cada alma tres partes diferentes por medio de la alegoría de los corceles y
del cochero. Sigamos, pues, con la misma figura. Uno de los dos corceles, decíamos, es de buena
raza, el otro es vicioso. Pero ¿de dónde nace la excelencia del uno y el vicio del otro? Esto es lo que
no hemos dicho, y lo que vamos a explicar ahora. El primero tiene soberbia planta, formas regulares
y bien desenvueltas, cabeza erguida y acarnerada; es blanco con ojos negros; ama la gloria con sabio
comedimiento; tiene pasión por el verdadero honor; obedece, sin que se le castigue, a las
exhortaciones y a la voz del cochero. El segundo tiene los miembros contrahechos, toscos,
desaplomados, la cabeza gruesa y aplastada, el cuello corto; es negro, y sus ojos verdes y
ensangrentados; no respira sino furor y vanidad; sus oídos velludos están sordos a los gritos del
cochero, y con dificultad obedece a la espuela y al látigo.
A la vista del objeto amado, cuando el cochero siente que el fuego del amor penetra su alma toda
y que el aguijón del deseo irrita su corazón, el corcel dócil, dominado ahora y siempre por las leyes
del pudor, se contiene, para no insultar al objeto amado; pero el otro corcel no atiende al látigo ni al
aguijón, da botes, se alborota, y entorpeciendo a la vez a su guía y a su compañero, se precipita
violentamente sobre el objeto amado para disfrutar en él de placeres sensuales. Por lo pronto, el guía
y el compañero se resisten, se indignan contra esta violencia odiosa y culpable; pero al fin, cuando el
mal no tiene límites, se dejan arrastrar, ceden al corcel furioso, y prometen consentirlo todo. Se
aproximan al objeto bello, y contemplan esta aparición en todo su resplandor. A su vista, el recuerdo
del cochero se fija en la esencia de la belleza; y se figura verla, como en otro tiempo, en la estancia
de la pureza, colocada al lado de la sabiduría. Esta visión le llena de un terror religioso, se echa atrás,
y esto le obliga a tirar de las riendas con tanta violencia, que los dos corceles se encabritan al mismo
tiempo, el uno de buena gana, porque no está acostumbrado a hacer resistencia, el otro de mala
porque siempre tiende a la violencia y a la rebelión. Mientras reculan, el uno, lleno de pudor y de
arrobamiento, inunda el alma toda de sudor; el otro, insensible ya a la impresión del freno y al dolor
de su caída, apenas tomó aliento, prorrumpió en gritos de furor, vertiendo injurias contra su guía y
su compañero, echándoles en cara el haber abandonado por cobardía y falta de corazón su puesto y
tratándoles de perjuros. Los estrecha, a pesar de ellos, a volver a la carga, y, accediendo a sus
súplicas, les concede algunos instantes de plazo. Terminada esta tregua, ellos fingen no haber
pensado en esto; pero el corcel malo, recordándoles su compromiso, haciéndoles violencia y
relinchando con furor, los arrastra y los fuerza a renovar sus tentativas para con el objeto amado.
Apenas se aproximan, el corcel malo se echa, se estira, y, entregándose a movimientos libidinosos,
muerde el freno y se atreve a todo con desvergüenza. Pero entonces el cochero experimenta más
fuertemente aún la impresión de antes, se echa atrás, como el jinete que va a tocar la barrera, y tira
con mayor fuerza de las riendas del corcel indómito, rompe sus dientes, magulla su lengua insolente,
ensangrienta su boca, le obliga a sentar en tierra sus piernas y muslos y le hace pasar mil angustias.
Cuando, a fuerza de sufrir, el corcel vicioso ha visto abatido su furor, baja la cabeza y sigue la
dirección que desea el cochero, y al percibir el objeto bello se muere de terror. Entonces solamente
es cuando el amante sigue con modestia y pudor al que ama.
Sin embargo, el joven que se ve servido y honrado al igual que un dios por un amante que no
finge amor, sino que está sinceramente apasionado, siente despertarse en él la necesidad de amar. Si
antes sus camaradas u otras personas han denigrado en su presencia este sentimiento, diciendo que es
cosa fea tener una relación amorosa, y si semejantes discursos han hecho que rechazara a su amante,
el tiempo trascurrido, la edad, la necesidad de amar y de ser amado le obligan bien pronto a recibirle
en su intimidad. Porque no puede estar en los decretos del destino, que se amen dos hombres malos,
ni que dos hombres de bien no puedan amarse. Cuando la persona amada ha acogido al que ama y ha
gozado de la dulzura de su conversación y de su sociedad, se ve como arrastrado por esta pasión, y
comprende que la afección de todos sus amigos y de todos sus parientes no es nada, cotejada con la
que le inspira su amante. Cuando han mantenido esta relación por algún tiempo y se han visto y han
estado en contacto en los gimnasios o en otros puntos, la corriente de estas emanaciones que Zeus,
enamorado de Ganímedes, llamó deseo, se dirige a oleadas hacia el amante, entra en su interior en
parte, y cuando ha penetrado así, lo demás se manifiesta al exterior; y, como el aire o un sonido
reflejado por un cuerpo liso o sólido, las emanaciones de la belleza vuelven al alma del bello joven
por el canal de los ojos, y abriendo a las alas todas sus salidas las nutren y las desprenden y llenan de
amor el alma de la persona amada. Ama, pues, pero no sabe qué; no comprende lo que experimenta,
ni tampoco podría decirlo; se parece al hombre que por haber contemplado por mucho tiempo en
otros ojos enfermos, sintiese que su vista se oscurecía; no conoce la causa de su turbación, y no se
apercibe de que se ve en su amante como en un espejo. Cuando está en su presencia, siente en sí
mismo que se aplacan sus dolores; cuando ausente, le echa de menos cuanto puede echarse; y siente
una afección que es como la imagen del amor, y a la cual no da el nombre de amor, sino que la llama
amistad. Sin embargo, desea como su amante, aunque con menos ardor, verle, tocarle, abrazarle y
participar de su lecho, y sin duda no tardará en satisfacer este deseo. Mientras duermen en un mismo
lecho, al corcel indócil le ocurre mucho que decir al cochero, y por premio de tantos sufrimientos
pide un instante de placer. El corcel del joven amado no tiene nada que decir, pero experimentando
algo que no comprende, estrecha a su amante entre sus brazos, y le prodiga los más expresivos besos,
y mientras permanezcan tan inmediatos el uno al otro, no tendrá fuerza para rehusar los favores que
su amante exija. Pero el otro corcel y el cochero lo resisten en nombre del pudor y de la razón.
Si la parte mejor del alma es la más fuerte y triunfa y los guía hacia una vida ordenada, siguiendo
los preceptos de la sabiduría, pasan ellos sus días en este mundo felices y unidos. Dueños de sí
mismos viven como hombres honrados, porque han subyugado lo que llevaba el vicio a su alma, y
dado un vuelo libre a lo que engendra la virtud. Al morir, alados y aliviados de todo peso grosero,
salen vencedores en uno de los tres combates que se pueden llamar verdaderamente olímpicos; y es
tan grande este bien, que ni la sabiduría humana, ni el delirio que viene de los dioses, pueden
proporcionar otro mejor al hombre. Si, por el contrario, han adoptado un género de vida más vulgar
y contrario a la filosofía, aunque sin violar las leyes del honor, en medio de la embriaguez, en un
momento de olvido y de extravío, sucederá sin duda que los corceles indómitos de los dos amantes,
sorprendiendo sus almas, los conducirán hacia un mismo fin; escogerán entonces el género de vida
más lisonjero a los ojos del vulgo, y se precipitarán a gozar. Cuando se han saciado, aún gustan de
los mismos placeres, pero no con profusión, porque no los aprueba decididamente el alma. Tienen el
uno para el otro una afección verdadera, pero menos fuerte que la de los puros amantes, y cuando su
delirio ha cesado, creen haberse dado las prendas más preciosas de una fe recíproca; y creerían
cometer un sacrilegio si rompieran los lazos que les ligan, para abrir sus corazones al
aborrecimiento. Al fin de su vida, sin alas aún, pero ya impacientes por tomarlas, sus almas
abandonan sus cuerpos, de suerte que su delirio amoroso recibe una gran recompensa. Porque la ley
divina no permite que los que han comenzado su viaje celeste, sean precipitados en las tinieblas
subterráneas, sino que pasan una vida brillante y dichosa en eterna unión, y, cuando reciben alas, las
obtienen juntos, a causa del amor que les ha unido sobre la tierra.
Tales son, mi querido joven, los maravillosos y divinos bienes que te procurará la afección de un
amante; pero la amistad de un hombre sin amor, que solo cuenta con una sabiduría mortal, y que vive
entregado por entero a los vanos cuidados del mundo, no puede producir, en el alma de la persona
que ama más que una prudencia de esclavo, a la que el vulgo da el nombre de virtud, pero que le hará
andar errante, privado de razón en la tierra y en las cavernas subterráneas durante nueve mil años.
Aquí tienes, ¡oh Amor!, la mejor y más bella palinodia que he podido cantarte en expiación de mi
crimen. Si mi lenguaje ha sido demasiado poético, Fedro es el responsable de tales extravíos.
Perdóname por mi primer discurso y recibe este con indulgencia; echa sobre mí una mirada de
benevolencia y benignidad; no me arrebates; ni disminuyas en mí por cólera, este arte de amar, cuyo
presente me has hecho tú mismo; concédeme que, ahora más que nunca, esté ciegamente apasionado
por la belleza. Si Fedro y yo te hemos ultrajado al principio groseramente, no acuses más que a
Lisias, origen de este discurso; haz que renuncie a esas composiciones frívolas, y llámale hacia la
filosofía, que su hermano Polemarco ha abrazado ya, con el fin de que su amante, que me escucha,
libre de la incertidumbre que ahora le atormenta, pueda consagrar, sin miras secretas, su vida entera
al amor dirigido por la filosofía.
FEDRO. —Me uno a ti, mi querido Sócrates, para pedir a los dioses que sigan ambos tu consejo
por ellos y por mí. Pero en verdad, yo no puedo menos de alabar tu discurso, cuya belleza me ha
hecho olvidar el primero. Temo que Lisias parezca muy inferior, si intenta luchar contigo en un
nuevo discurso. Por lo demás, ahora, recientemente, uno de nuestros hombres de estado le echaba en
cara, en términos ofensivos, el escribir mucho, y en toda su diatriba le llamaba fabricante de
discursos. Quizá el amor propio le impedirá responderte.
SÓCRATES. —Yaya una idea singular, mi querido joven; poco conoces a tu amigo, si crees que
se asusta con tan poco ruido. ¿Has podido creer que el que así le criticaba hablaba seriamente?
FEDRO. —Las trazas eran de eso, Sócrates, y tú mismo sabes, que los hombres más poderosos y
de mejor posición en nuestras ciudades se avergüenzan de componer discursos y de dejar escritos,
temiendo pasar por sofistas a los ojos de la posteridad.
SÓCRATES. —No entiendes nada, mi querido Fedro, de los repliegues de la vanidad; y no ves
que los más entonados de nuestros hombres de estado son los que más ansían componer discursos y
dejar obras escritas. Desde el momento en que han dado a luz alguna cosa están tan deseosos de
adquirir aura popular, que se apuran a inscribir en su publicación los nombres de sus admiradores.
FEDRO. —¿Qué es lo que dices?, yo no te comprendo.
SÓCRATES. —¿No comprendes que a la cabeza de los escritos de un hombre de estado aparecen
siempre los nombres de los que les han prestado su aprobación?
FEDRO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —El senado o el pueblo o ambos, en vista de la proposición de tal… han tenido a
bien… Y aquí se nombra sí mismo, y hace su propio elogio. En seguida, para demostrar su ciencia a
sus adoradores, hace de todo esto un largo comentario. Y, dime ¿No es éste un verdadero escrito?
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Si triunfa el escrito, el autor sale del teatro lleno de gozo; si se le desecha, queda
privado del honor de que se le cuente entre los escritores y autores de discursos, y así se desconsuela
y sus amigos se afligen con él.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Es evidente que, lejos de desdeñar este oficio, le tienen en gran estimación.
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Pero qué, cuando un orador o un rey, revestido del poder de un Licurgo, de un
Solón, de un Darío, se inmortaliza en un estado, como autor de discursos, ¿no se mira a sí mismo,
como un semidiós durante su vida, y la posteridad no tiene de él la misma opinión, en consideración
a sus escritos?
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Crees tú, que ningún hombre de estado, cualesquiera que sean su carácter y su
prevención contra Lisias, pretenda hacerle ruborizar por su título de escritor?
FEDRO. —No es probable, conforme a lo que dices, porque sería a mi parecer difamar su propia
pasión.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es evidente que nadie puede avergonzarse de componer discursos.
FEDRO. —Conforme.
SÓCRATES. —Pero, en mi opinión, lo vergonzoso no es el hablar y escribir bien, sino el hablar
y escribir mal.
FEDRO. —Es claro.
SÓCRATES. —¿Pero en qué consiste el escribir bien o el escribir mal? ¿Deberemos, mi querido
Fedro, interrogar sobre esto a Lisias o a alguno de los que han escrito o escribirán sobre un objeto
político o sobre materias privadas en verso, como un poeta, o en prosa, como el común de los
escritores?
FEDRO. —¿Es posible que me preguntes si debemos? ¿De qué serviría la vida, si no se gozase de
los placeres de la inteligencia? Porque no son los goces, a los que precede el dolor como condición
necesaria, los que dan precio a la vida; y esto es lo que pasa con casi todos los placeres del cuerpo,
por lo que con razón se les ha llamado serviles.
SÓCRATES. —Creo que tenemos tiempo. Lo que me parece es que las cigarras, que cantan sobre
nuestras cabezas, y conversan entre sí, como lo hacen siempre con este calor sofocante, nos
observan. Si nos viesen en lugar de mantener una conversación, dormir la siesta como el vulgo, en
esta hora del mediodía al arrullo de sus cantos, sin ocupar nuestro entendimiento, se reirían de
nosotros, y harían bien; creerían ver esclavos que habían venido a dormir a esta soledad, como los
ganados que sestean alrededor de una fuente. Si por el contrario, nos ven conversar y pasar cerca de
ellas, como el sabio cerca de las sirenas, sin dejarnos sorprender, nos admirarán y quizá nos darán
parte del beneficio que los dioses les han permitido conceder a los hombres.
FEDRO. —¿Qué beneficio es ese? Me parece que nunca he oído hablar de él.
SÓCRATES. —No parece bien que un amigo de las musas ignore estas cosas. Se dice que las
cigarras eran hombres antes del nacimiento de las musas. Cuando éstas nacieron, y el canto con ellas,
hubo hombres, que de tal manera se arrebataron al oír sus acentos, que la pasión de cantar les hizo
olvidar la de comer y beber, y pasaron de la vida a la muerte, sin apercibirse de ello. De estos
hombres nacieron las cigarras, y las musas les concedieron el privilegio de no tener necesidad de
ningún alimento, sino que, desde que nacen hasta que mueren, cantan sin comer ni beber; y además de
esto van a anunciar a las musas cuál es, entre los mortales, el que rinde homenaje a cada una de ellas.
Así es que, haciendo conocer a Terpsícore los que la honran en los coros, hacen que esta divinidad
sea más propicia a sus favorecidos. A Eratón dan cuenta de los nombres de los que cultivan la poesía
erótica; y a las otras musas hacen conocer los que las conceden la especie de culto que conviene a los
atributos de cada una; a Calíope, que es la de mayor edad, y a Urania, la de menor, dan a conocer a
los que dedicados a la filosofía cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas, que
presiden a los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de los dioses y de los hombres,
son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He aquí materia para hablar y no dormir en esta hora del
día.
FEDRO. —Pues bien, hablemos.
SÓCRATES. —Nos propusimos antes examinar lo que constituye un buen o mal discurso, escrito
o improvisado. Comencemos este examen, si gustas.
FEDRO. —Muy bien.
SÓCRATES. —¿No es necesario para hablar bien conocer la verdad sobre aquello de que se
intenta tratar?
FEDRO. —He oído decir con este motivo, mi querido Sócrates, que el que ha de ser orador no
necesita saber lo que es verdaderamente justo, sino lo que parece tal a la multitud encargada de
decidir; ni tampoco lo que es verdaderamente bueno y bello, sino lo que tiene las apariencias de la
bondad y de la belleza. Porque es la verosimilitud, no la verdad, la que produce la convicción.
SÓCRATES. —No hay que desechar las palabras de los sabios,[18] mi querido Fedro, pero
también es preciso examinar lo que ellas significan. Y lo que acabas de decir debe llamar toda nuestra
atención.
FEDRO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Procedamos de esta manera.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Si yo te aconsejase que compraras un caballo para servirte de él en los combates,
y ni tú ni yo hubiéramos visto caballos, pero supiese yo, que Fedro llama caballo al que mejor oído
tiene entre los animales domésticos…
FEDRO. —Quieres reírte, Sócrates.
SÓCRATES. —Aguarda. La cosa sería mucho más ridícula, si, queriendo persuadirte seriamente,
compusiese un discurso, en el que hiciese el elogio del asno, dándole el nombre de caballo, y si
dijese que es un animal muy útil para la casa y para el ejército, que puede cualquiera defenderse
montado en él, y que es muy cómodo para la conducción de efectos y bagajes.
FEDRO. —Sí, eso sería el colmo del ridículo.
SÓCRATES. —Pero ¿no vale más ser ridículo, pero inofensivo, que peligroso y dañino?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando un orador, ignorando la naturaleza del bien y del mal, encuentra a sus
conciudadanos en la misma ignorancia, y les persuade, no a tomar por caballo la sombra de un asno,
[19] sino el mal por el bien; cuando, apoyado en el conocimiento que tiene de las preocupaciones de la

multitud, la arrastra por malas sendas, ¿qué frutos podrá recoger la retórica de lo que haya
sembrado?
FEDRO. —Frutos bien malos.
SÓCRATES. —Pero quizá, mi querido amigo, hemos tratado el arte oratorio con poco respeto, y
quizá nos podría responder que de nada sirven todos nuestros razonamientos, que él no fuerza a
nadie a aprender a hablar, sin conocer la naturaleza de la verdad, pero que si se le da crédito, es
conveniente conocerla antes de recibir sus lecciones, si bien no duda en proclamar muy alto que, sin
sus lecciones de bien hablar, de nada sirve el conocimiento de la verdad para persuadir.
FEDRO. —Y ¿no tendría razón para hablar así?
SÓCRATES. —Yo convendría en ello si las voces que se levantan por todas partes, confesasen
que la retórica es un arte. Pero se me figura oír a algunos que protestan en contra y que afirman que
no es un arte, sino un pasatiempo y una rutina frívola. «No hay, dice un laconio,[20] verdadero arte de
la palabra, fuera de la posesión de la verdad, ni lo habrá jamás».
FEDRO. —También yo oigo esos rumores, mi querido Sócrates. Haz comparecer estos
adversarios de la retórica, y veamos lo que dicen.
SÓCRATES. —Venid, apreciables jóvenes, cerca de mi querido Fedro, padre de los demás
jóvenes que se os parecen; venid a persuadirle de que, sin conocer a fondo la filosofía, nunca será
capaz de hablar bien sobre ningún objeto. Que Fedro os responda.
FEDRO. —Interrogad.
SÓCRATES. —En general, la retórica ¿no es el arte de conducir las almas por la palabra, no solo
en los tribunales y en otras asambleas públicas, sino también en las reuniones particulares, ya se trate
de asuntos ligeros, ya de grandes intereses? ¿No es esto lo que se dice?
FEDRO. —No, ¡por Zeus!, no es precisamente eso; el arte de hablar y de escribir sirve, sobre
todo, en las defensas del foro, y también en las arengas políticas. Pero no he oído que se extienda a
más.
SÓCRATES. —Tú no conoces más que los tratados de retórica de Néstor y de Odiseo, que
compusieron en momentos de ocio durante el sitio de Ilión. ¿Nunca has oído hablar de la retórica de
Palamedes?
FEDRO. —No, ¡por Zeus!, ni tampoco las retóricas de Néstor y Odiseo, a menos que tu Néstor
sea Gorgias, y tu Odiseo Trasímaco o Teodoro.
SÓCRATES. —Quizá, pero dejémoslos. Dime, en los tribunales, ¿qué hacen los adversarios? ¿No
sostienen el pro y el contra? ¿Qué dices a esto?
FEDRO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —¿Pelean y abogan por lo justo y lo injusto?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el que sabe hacer esto con arte hará parecer la misma cosa y a
las mismas personas justa o injusta, según él quiera.
FEDRO. —¿Y qué?
SÓCRATES. —Y cuando hable al pueblo, sus conciudadanos juzgarán las mismas cosas
ventajosas o funestas a gusto de su elocuencia.
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No sabemos que el Palamedes de Elea[21] hablaba con tanto arte que presentaba a
sus oyentes las mismas cosas semejantes y desemejantes, simples y múltiples, en reposo y en
movimiento?
FEDRO. —Ya lo sé.
SÓCRATES. —El arte de sostener las proposiciones contradictorias no es solo del dominio de
los tribunales y de las asambleas populares, sino que, al parecer, si hay un arte que tiene por objeto el
perfeccionamiento de la palabra, abraza toda clase de discursos, y hace capaz al hombre para
confundir siempre todo lo que puede ser confundido, y de distinguir todo lo que el adversario intenta
confundir y oscurecer.
FEDRO. —¿Cómo lo entiendes tú?
SÓCRATES. —Creo que la cuestión se ilustrará si tú sigues este razonamiento. ¿Se producirá más
fácilmente esta ilusión en las cosas muy diferentes o en las que se diferencian muy poco?
FEDRO. —En estas últimas, evidentemente.
SÓCRATES. —Si mudas de lugar y quieres hacerlo sin que se aperciban de ello, ¿deberás
desviarte poco a poco o alejarte a paso largo?
FEDRO. —La respuesta no es dudosa.
SÓCRATES. —El que se propone engañar a los demás, sin tenerse él mismo por engañado, ¿será
capaz de reconocer exactamente las semejanzas y diferencias de las cosas?
FEDRO. —Es de toda necesidad que las reconozca.
SÓCRATES. —¿Pero es posible, cuando se ignora la verdadera naturaleza de cada cosa,
reconocer lo que en las otras cosas se parece poco o mucho a aquella que se ignora?
FEDRO. —Eso es imposible.
SÓCRATES. —¿No es evidente que toda opinión falsa procede solo de ciertas semejanzas que
existen entre los objetos?
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y que no se puede poseer el arte de hacer pasar poco a poco a sus oyentes de
semejanza en semejanza, de la verdadera naturaleza de las cosas a su contraria, evitando por su
propia cuenta semejante error, si no se sabe a qué atenerse sobre la esencia de cada cosa?
FEDRO. —Eso no puede ser.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el que pretende poseer el arte de la palabra sin conocer la
verdad, y se ha ocupado tan solo de opiniones, toma por un arte lo que no es más que una sombra
risible.
FEDRO. —Gran riesgo corre de ser así.
SÓCRATES. —En el discurso de Lisias, que tienes en la mano, y en los que nosotros hemos
pronunciado, ¿quieres ver qué diferencia hacemos entre el arte y lo que solo tiene la apariencia de
tal?
FEDRO. —Con mucho gusto, tanto más cuanto que nuestros razonamientos tienen algo de vago,
no apoyándose en algún ejemplo positivo.
SÓCRATES. —En verdad es una fortuna la casualidad de haber pronunciado dos discursos muy
acomodados para probar que el que posee la verdad puede, mediante el juego de palabras,
deslumbrar a sus oyentes. Yo, mi querido Fedro, no dudo en achacarlos a las divinidades que habitan
estos sitios; quizá también los cantores inspirados por las musas[22] que habitan por encima de
nuestras cabezas, nos han comunicado su inspiración; porque he sido siempre absolutamente extraño
al arte oratorio.
FEDRO. —Pase, puesto que te place decirlo; pero pasemos al examen de los dos discursos.
SÓCRATES. —Lee el principio del discurso de Lisias.
FEDRO. —«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como
provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes
desde el momento en que se ven satisfechos…»
SÓCRATES. —Detente. Es preciso examinar en qué se engaña Lisias y en qué carece de arte; ¿no
es cierto?
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No es cierto que estamos siempre de acuerdo sobre ciertas cosas, y que sobre
otras estamos siempre discutiendo?
FEDRO. —Creo comprender lo que dices, pero explícamelo más claramente.
SÓCRATES. —Por ejemplo, cuando delante de nosotros se pronuncian las palabras hierro o
plata, ¿no tenemos todos la misma idea?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero que se nos hable de lo justo y de lo injusto y estas palabras despiertan ideas
diferentes, y nos ponemos en el momento en desacuerdo con los demás y con nosotros mismos.
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Luego hay cosas sobre las que todo el mundo conviene, y otras sobre las que todo
el mundo disputa.
FEDRO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Cuáles son las materias en que más fácilmente podemos extraviarnos, y en las
que la retórica tiene la mayor influencia?
FEDRO. —Evidentemente en las cosas inciertas y dudosas.
SÓCRATES. —El que se propone abordar el arte oratorio, deberá haber hecho antes
metódicamente esta distinción, y haber aprendido a distinguir, según sus caracteres diferentes, las
cosas sobre las que fluctúa naturalmente la opinión del vulgo, y sobre las que la duda es imposible.
FEDRO. —El que sepa hacer esta distinción será un hombre hábil.
SÓCRATES. —Hecho esto, yo creo que antes de tratar un objeto particular, debe ver con ojo
penetrante, y evitando toda confusión, a qué especie pertenece este objeto.
FEDRO. —Sin dada.
SÓCRATES. —Y el amor ¿es de las cosas sujetas a disputa o no?
FEDRO. —Es de las cosas disputables, ciertamente. De no ser así, ¿hubieras podido hablar como
hablaste, sosteniendo tan pronto que el amor es un mal para el amante y para el objeto amado, como
que es el más grande de los bienes?
SÓCRATES. —Perfectamente. Pero dime (porque en el furor divino que me poseía he perdido el
recuerdo), ¿comencé mi discurso definiendo el amor?
FEDRO. —¡Por Zeus!, sí; no pudo ser mejor la definición.
SÓCRATES. —¿Qué dices?, las ninfas hijas de Aqueloo y Pan, hijo de Hermes[23] ¿son más
hábiles en el arte de la palabra que Lisias, hijo de Céfalo? ¿O bien yo me engaño, y Lisias,
comenzando su discurso sobre el amor nos ha precisado a aceptar una definición a la que ha referido
toda la trabazón de su discurso y la conclusión misma? ¿Quieres que volvamos a leer el principio?
FEDRO. —Como quieras. Sin embargo, lo que buscas no se halla allí.
SÓCRATES. —Lee sin parar. Quiero oírle no obstante.
FEDRO. —«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como
provechosa a ambos.
»No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes, apenas se ven
satisfechos, cuando sienten ya todo lo que han hecho por el objeto de su pasión».
SÓCRATES. —Estamos muy distantes de encontrar lo que buscábamos. No comienza por el
principio, sino por el fin, como un hombre que nada de espaldas contra la corriente. El amante, que
se dirige a la persona que ama, ¿no comienza por dónde debería concluir, o me engaño yo, Fedro, mi
muy querido amigo?
FEDRO. —Ten presente, Sócrates, que no ha querido hacer más que el final de un discurso.
SÓCRATES. —Sea así; ¿pero no ves que sus ideas aparecen hacinadas confusamente? Lo que dice
en segundo lugar, ¿debe estar en el punto que ocupa, o más bien en otro lugar de su discurso? Yo, si
bien confieso mi ignorancia, creo, que el autor, muy a la ligera, ha arrojado sobre el papel cuanto le
ha venido al espíritu. ¿Pero tú has descubierto, en su composición, un plan, según el que ha debido
disponer todas las partes en el orden en que se encuentran?
FEDRO. —Me haces demasiado favor al creerme en estado de penetrar todos los artificios de la
elocuencia de un Lisias.
SÓCRATES. —Por lo menos me concederás, que todo discurso debe, como un ser vivo, tener un
cuerpo que le sea propio, cabeza y pies y medio y extremos exactamente proporcionados entre sí y en
exacta relación con el conjunto.
FEDRO. —Eso es evidente.
SÓCRATES. —¡Y bien!, examina un poco el discurso de tu amigo, y dime si reúne todas estas
condiciones. Confesarás que se parece mucho a la inscripción que dicen se puso sobre la tumba de
Midas, rey de Frigia.
FEDRO. —¿Qué epitafio es ese, y qué tiene de particular?
SÓCRATES. —Helo aquí:

Soy una virgen de bronce, colocada sobre la tumba de Midas;


Mientras las aguas corran y los árboles reverdezcan,
De pie sobre esta tumba, regada de lágrimas,
Anunciaré a los pasajeros que Midas reposa en este sitio.[24]

Ya ves que se puede leer indiferentemente esta inscripción, comenzando por el primer verso que
por el último.
FEDRO. —Tú te burlas de nuestro discurso, Sócrates.
SÓCRATES. —Dejémosle, pues, para que no te enfades, aunque en mi opinión encierra gran
número de ejemplos útiles, que deben estudiarse, para huir a todo trance de imitarlos. Hablemos de
los demás discursos. En ellos encontraremos enseñanzas, que podrán aprovechar al que quiera
instruirse en el arte oratorio.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Estos dos discursos se contradicen; porque el uno tendía a probar que se deben
conceder sus favores al hombre enamorado, y el otro al no enamorado.
FEDRO. —El pro y el contra son sostenidos con calor.
SÓCRATES. —Creía que ibas a usar de la palabra propia que es «con furor». Ésta es la palabra
que yo esperaba; ¿no hemos dicho, en efecto, que el amor era una especie de furor?
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —Hay dos especies de furor o de delirio: el uno, que no es más que una enfermedad
del alma; el otro, que nos hace traspasar los límites de la naturaleza humana por una inspiración
divina.
FEDRO. —Conforme.
SÓCRATES. —Hemos distinguido cuatro especies de delirio divino, según los dioses que lo
inspiran, atribuyendo la inspiración profética a Apolo, la de los iniciados a Dionisio, la de los poetas
a las Musas, y en fin, la de los amantes a Afrodita y a Eros; y hemos dicho, que el delirio del amor es
el más divino de todos. Inspirados nosotros por el soplo del dios del amor, tan pronto
aproximándonos como alejándonos de la verdad, y formando un discurso plausible, yo no sé cómo
hemos llegado a componer, como por vía de diversión, un himno, decoroso sí, pero mitológico al
Amor, mi dueño, como lo es tuyo, Fedro, que es el dios que preside a la belleza.
FEDRO. —Yo estuve encantado al oírlo.
SÓCRATES. —Sirvámonos de este discurso para ver cómo se puede pasar de la censura al
elogio.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Todo lo demás no es en efecto más que un juego de niños. Pero hay dos
procedimientos que la casualidad nos ha sugerido sin duda, pero que convendrá comprender bien y
en toda su extensión al aplicarlos al método.[25]
FEDRO. —¿Cuáles son esos procedimientos?
SÓCRATES. —Por lo pronto deben abrazarse de una ojeada todas las ideas particulares
desparramadas acá y allá, y reunirlas bajo una sola idea general, para hacer comprender, por una
definición exacta, el objeto que se quiere tratar. Así es como dimos antes una definición del amor, que
podrá ser buena o mala, pero que por lo menos ha servido para dar a nuestro discurso la claridad y el
orden.
FEDRO. —¿Y cuál es el otro procedimiento?
SÓCRATES. —Consiste en saber dividir de nuevo la idea general en sus elementos, como otras
tantas articulaciones naturales, guardándose, sin embargo, de mutilar ninguno de estos elementos
primitivos, como acostumbra un mal cocinero cuando trincha. Así es como en nuestros dos discursos
dimos primeramente una idea general del delirio; en seguida, a la manera que la unidad de nuestro
cuerpo comprende bajo una misma denominación los miembros que están a la izquierda y los que
están a la derecha, en igual forma nuestros dos discursos han deducido de esta definición general del
delirio dos nociones distintas: el uno ha distinguido todo lo que estaba a la izquierda, y no se rehizo
para dar una nueva división sino después de haberse encontrado con un desgraciado amor, que él
mismo ha llenado de injurias bien merecidas; el otro ha tomado a la derecha, y se ha encontrado con
otro amor, que tiene el mismo nombre, pero cuyo principio es divino; y tomándolo por materia de
sus elogios, lo ha alabado como origen de los mayores bienes.
FEDRO. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Yo, mi querido Fedro, gusto mucho de esta manera de descomponer y componer
de nuevo por su orden las ideas;[26] es el medio de aprender a hablar y a pensar. Cuando creo hallar
un hombre capaz de abarcar a la vez el conjunto y los detalles de un objeto, sigo sus pasos como si
fueran los de un dios.[27] Los que tienen este talento, sabe Dios si tengo o no razón para darles este
nombre, pero en fin, yo les llamo dialécticos. Pero, a los que se han formado en tu escuela y en la de
Lisias, ¿cómo los llamaremos? ¿Nos acogeremos a ese arte de la palabra, mediante el que Trasímaco
y otros se han hecho hábiles parlantes, y que enseñan, recibiendo dones, como los reyes, por precio
de su enseñanza?[28]
FEDRO. —Son, en efecto, reyes, pero ignoran ciertamente el arte del que hablas. Por lo demás,
quizá tengas razón en dar a este arte el nombre de dialéctica, pero me parece que hasta ahora no
hemos hablado de la retórica.
SÓCRATES. —¿Qué dices? ¿Puede haber en el arte de la palabra alguna parte importante distinta
de la dialéctica? Verdaderamente guardémonos bien de desdeñarla, y veamos en qué consiste esta
retórica de que no hemos hablado.
FEDRO. —No es poco, mi querido Sócrates, lo que se encuentra en los libros de retórica.
SÓCRATES. —Me lo recuerdas muy a tiempo. Lo primero es el exordio, porque así debemos
llamar el principio del discurso. ¿No es éste uno de los refinamientos del arte?
FEDRO. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —Después la narración,[29] luego las deposiciones de los testigos, en seguida las
pruebas, y por fin las presunciones. Creo que un entendido discursista, que nos ha venido de
Bizancio, habla también de la confirmación y de la sub-confirmación.
FEDRO. —¿Hablas del ilustre Teodoro?
SÓCRATES. —Sí, de Teodoro. Nos enseña también cuál debe ser la refutación y la sub-refutación
en la acusación y en la defensa. Oigamos igualmente al hábil Éveno de Paros, que ha inventado la
insinuación y las alabanzas recíprocas. Se dice también que ha puesto en versos mnemónicos la teoría
de los ataques indirectos; en fin, es un sabio. ¿Dejaremos dormir a Tisias y Gorgias? Éstos han
descubierto que la verosimilitud vale más que la verdad, y saben, por medio de su palabra
omnipotente, hacer que las cosas grandes parezcan pequeñas, y pequeñas las grandes; dar un aire de
novedad a lo que es antiguo, y un aire de antigüedad a lo que es nuevo; en fin, han encontrado el
medio de hablar indiferentemente sobre el mismo objeto de una manera concisa o de una manera
difusa.
Un día que yo hablaba a Pródico, se echó a reír, y me aseguró que solo él estaba en posesión del
buen método, que era preciso evitar la concisión y los desarrollos ociosos, conservándose siempre
en un término medio.
FEDRO. —Perfectamente, Pródico.[30]
SÓCRATES. —¿Qué diremos de Hipias? Porque pienso que el natural de Elis debe ser del mismo
dictamen.
FEDRO:
¿Por qué no?
SÓCRATES. —¿Qué diremos de Polo con sus consonancias, sus repeticiones, su abuso de
sentencias y de metáforas, y estas palabras que ha tomado de las lecciones de Licimnio, para adornar
sus discursos?
FEDRO. —Protágoras,[31] mi querido Sócrates, ¿no enseñaba artificios del mismo género?
SÓCRATES. —Su manera, mi querido joven, era notable por cierta propiedad de expresión unida
a otras bellas cualidades. En el arte de excitar a la compasión, en favor de la ancianidad o de la
pobreza, por medio de exclamaciones patéticas, nadie se puede comparar con el poderoso retórico de
Calcedonia.[32] Es un hombre que lo mismo agita que aquieta a la multitud, a manera de
encantamiento, de lo que él mismo se alaba. Es tan capaz para acumular acusaciones, como para
destruirlas, sin importarle el cómo. En cuanto al fin de sus discursos, en todos es el mismo, ya le
llame recapitulación o le dé cualquier otro nombre.
FEDRO. —¿Quieres decir el resumen, que se hace al concluir un discurso, para recordar a los
oyentes lo que se ha dicho?
SÓCRATES. —Eso mismo. ¿Crees que me haya olvidado de alguno de los secretos del arte
oratorio?
FEDRO. —Es tan poco lo olvidado que no merece la pena de hablar de ello.
SÓCRATES. —Pues bien, no hablemos más de eso, y tratemos ahora de ver de una manera
patente lo que valen estos artificios, y dónde brilla el poder de la retórica.
FEDRO. —Es, en efecto, un arte poderoso, Sócrates, por lo menos en las asambleas populares.
SÓCRATES. —Es cierto. Pero mira, mi excelente amigo, si no adviertes, como yo, que estas
sabias composiciones descubren la trama en muchos pasajes.
FEDRO. —Explícate más.
SÓCRATES. —Dime, si alguno encontrase a tu amigo Erixímaco o a su padre Acúmeno y les
dijese: —Yo sé, mediante la aplicación de ciertas sustancias, calentar o enfriar el cuerpo a mi
voluntad, provocar evacuaciones por todos los conductos, y producir otros efectos semejantes; y con
esta ciencia puedo pasar por médico, y me creo capaz de convertir en médicos a las personas a
quienes comunique mi ciencia. A tu parecer, ¿qué responderían tus ilustres amigos?
FEDRO. —Ciertamente le preguntarían si sabe además a qué enfermos es preciso aplicar estos
remedios, en qué casos y en qué dosis.
SÓCRATES. —Él les respondería que de eso no sabe nada, pero que con seguridad el que reciba
sus lecciones sabrá llenar todas estas condiciones.
FEDRO. —Creo que mis amigos dirían que nuestro hombre estaba loco, y que habiendo abierto
por casualidad un libro de medicina u oído hablar de algunos remedios, se imagina con solo esto ser
médico, aunque no entienda una palabra.
SÓCRATES. —Y si alguno, dirigiéndose a Sófocles o a Eurípides, les dijese: —Yo sé presentar,
sobre el objeto más mezquino, los desarrollos más extensos, y tratar brevemente la más vasta
materia, sé hacer discursos indistintamente patéticos, terribles o amenazadores; poseo además otros
conocimientos semejantes, y me comprometo, enseñando este arte a alguno, a ponerlo en estado de
componer una tragedia.
FEDRO. —Estos dos poetas, Sócrates, podrían con razón echarse a reír de este hombre, que se
imaginaba hacer una tragedia de todas estas partes reunidas a la casualidad, sin acuerdo, sin
proporciones y sin idea del conjunto.
SÓCRATES. —Pero se guardarían bien de burlarse de él groseramente. Si un músico encontrase
a un hombre que cree saber perfectamente la armonía, porque sabe sacar de una cuerda el sonido más
agudo o el sonido más grave, no le diría bruscamente: —Desgraciado, tú has perdido la cabeza. Sino
que, como digno favorito de las musas, le diría con dulzura: —Querido mío, es preciso saber lo que
tú sabes para conocer la armonía; sin embargo, se puede estar a tu altura sin entenderla; tú posees las
nociones preliminares del arte, pero no el arte mismo.
FEDRO. —Eso sería hablar muy sensatamente.
SÓCRATES. —Lo mismo diría Sófocles a su hombre, que posee los elementos del arte trágico,
pero no el arte mismo; y Acúmeno diría al suyo, que conocía las nociones preliminares de la
medicina, pero no la medicina misma.
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero ¿qué dirían Adrasto, el de la elocuencia dulce como la miel, o Pericles, si
nos hubiesen oído hablar antes de los bellos preceptos del arte oratorio, del estilo conciso o
figurado, y de todos los demás artificios que nos propusimos examinar con toda claridad? ¿Tendrían
ellos, como tú y yo, la grosería de dirigir insultos de mal tono, a los que imaginaron estos preceptos,
y los dan a sus discípulos por el arte oratorio, o, más sabios que nosotros, a nosotros sería a quienes
dirigirían sus cargos con más razón? —¡Oh Fedro! ¡Oh Sócrates!, dirían, en vez de enfadaros,
deberíais perdonar a los que, ignorando la dialéctica, no han podido, como resultado de su
ignorancia, definir el arte de la palabra; ellos poseen nociones preliminares de la retórica y se
figuran con esto saber la retórica misma; y cuando enseñan todos estos detalles a sus discípulos,
creen enseñarles perfectamente el arte oratorio; pero, en cuanto al arte de ordenar todos estos
medios, con la mira de producir el convencimiento y dar forma a todo el discurso, creyendo ser esto
cosa demasiado fácil, dejan a sus discípulos el cuidado de gobernarse por sí mismos, cuando tengan
que componer una arenga.
FEDRO. —Podrá suceder que tal sea el arte de la retórica que estos hombres tan célebres enseñan
en sus lecciones y en sus tratados, y creo que en este punto tú tienes razón. Pero la verdadera retórica,
el arte de persuadir, ¿cómo y dónde puede adquirirse?
SÓCRATES. —La perfección en las luchas de la palabra está sometida, a mi parecer, a las mismas
condiciones que la perfección en las demás clases de lucha. Si la naturaleza te ha hecho orador, y si
cultivas estas buenas disposiciones mediante la ciencia y el estudio, llegarás a ser notable algún día;
pero si te falta alguna de estas condiciones, jamás tendrás sino una elocuencia imperfecta. En cuanto
al arte, existe un método que debe seguirse; pero Tisias y Trasímaco no me parecen los mejores
guías.
FEDRO. —¿Cuál es ese método?
SÓCRATES. —Pericles pudo haber sido el hombre más consumado en el arte oratorio.
FEDRO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Todas las grandes artes se inspiran en estas especulaciones ociosas e indiscretas
que pretenden penetrar los secretos de la naturaleza;[33] sin ellas no puede elevarse el espíritu ni
perfeccionarse en ninguna ciencia, cualquiera que sea.[34] Pericles desarrolló mediante estos estudios
trascendentales su talento natural; tropezó, yo creo, con Anaxágoras, que se había entregado por
entero a los mismos estudios y se nutrió cerca de él con estas especulaciones. Anaxágoras le enseñó
la distinción de los seres dotados de razón y de los seres privados de inteligencia, materia que trató
muy por extenso, y Pericles sacó de aquí para el arte oratorio todo lo que le podía ser útil.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Con la retórica sucede lo mismo que con la medicina.
FEDRO. —Explícate.
SÓCRATES. —Estas dos artes piden un análisis exacto de la naturaleza, uno de la naturaleza del
cuerpo, otro de la naturaleza del alma; siempre que no tomes por única guía la rutina y la
experiencia, y que reclames al arte sus luces, para dar al cuerpo salud y fuerza por medio de los
remedios y el régimen, y dar al alma convicciones y virtudes por medio de sabios discursos y útiles
enseñanzas.
FEDRO. —Es muy probable, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Piensas que se pueda conocer suficientemente la naturaleza del alma, sin conocer
la naturaleza universal?
FEDRO. —Si hemos de creer a Hipócrates, el descendiente de los hijos de Asclepio, no es
posible, sin este estudio preparatorio, conocer la naturaleza del cuerpo.
SÓCRATES. —Muy bien, amigo mío; sin embargo, después de haber consultado a Hipócrates, es
preciso consultar la razón, y ver si está de acuerdo con ella.
FEDRO. —Soy de tu dictamen.
SÓCRATES. —Examina, pues, lo que Hipócrates y la recta razón dicen sobre la naturaleza. ¿No
es así como debemos proceder en las reflexiones que hagamos sobre la naturaleza de cada cosa? Lo
primero que debemos examinar, es el objeto que nos proponemos y que queremos hacer conocer a
los demás, si es simple o compuesto; después, si es simple, cuáles son sus propiedades, cómo y sobre
qué cosas obra, y de qué manera puede ser afectado; si es compuesto, contaremos las partes que
puedan distinguirse, y sobre cada una de ellas haremos el mismo examen que hubiésemos hecho
sobre el objeto reducido a la unidad, para determinar así todos las propiedades activas y pasivas.
FEDRO. —Ese procedimiento es quizá el mejor.
SÓCRATES. —Todo el que siga otro se lanza por un camino desconocido. No es obra de un
ciego, ni de un sordo, tratar un objeto cualquiera conforme a las reglas del método. El que, por
ejemplo, siga en todos sus discursos un orden metódico, explicará exactamente la esencia del objeto a
que se refieren todas sus palabras, y este objeto no es otro que el alma.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No es, en efecto, por este rumbo por donde debe dirigir todos sus esfuerzos?
¿No es el alma el asiento de la convicción? ¿Qué te parece de esto?
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Es evidente, que Trasímaco o cualquier otro que quiera enseñar seriamente la
retórica, describirá por lo pronto el alma con exactitud, y hará ver si es una sustancia simple e
idéntica, o si es compuesta como el cuerpo. ¿No es esto explicar la naturaleza de una cosa?
FEDRO. —Sí.
SÓCRATES. —En seguida describirá sus facultades y las diversas maneras como puede ser
afectada.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —En fin, después de haber hecho una clasificación de las diferentes especies de
discursos y de almas, dirá cómo puede obrarse sobre ellas, apropiando cada género de elocuencia a
cada auditorio; y demostrará cómo ciertos discursos deben persuadir a ciertos espíritus y no tendrán
influencia sobre otros.
FEDRO. —Tu método me parece maravilloso.
SÓCRATES. —Por lo tanto, amigo mío, lo que se enseñe o componga de otra manera no puede
serlo con arte, ya recaiga sobre esta materia o ya sobre cualquier otra. Pero los que en nuestros días
han escrito tratados de retórica, de que has oído hablar, han hecho farsas con las que disimulan el
exacto conocimiento que sus autores tienen del alma humana. Mientras no hablen y escriban de la
manera dicha, no creamos que poseen el arte verdadero.
FEDRO. —¿Cuál es esa manera?
SÓCRATES. —Es difícil encontrar términos exactos para hacerte la explicación. Pero ensayaré,
en cuanto me sea posible, decirte el orden que se debe seguir en un tratado redactado con arte.
FEDRO. —Habla.
SÓCRATES. —Puesto que el arte oratorio no es más que el arte de conducir las almas, es preciso
que el que quiera hacerse orador sepa cuántas especies de almas hay. Hay cierto número de ellas y
tienen ciertas cualidades, de donde procede que los hombres tienen diferentes caracteres. Sentada esta
división, es preciso distinguir también cada especie de discursos por sus cualidades particulares.
Así es que hay hombres a quienes persuadirán ciertos discursos en determinadas circunstancias
por tal o cual razón, mientras que los mismos argumentos moverán muy poco a otros espíritus. En
seguida es preciso que el orador, que ha profundizado suficientemente estos principios, sea capaz de
hacer la aplicación de ellos en la práctica de la vida, y de discernir con una ojeada rápida el momento
en que es preciso usar de ellos; de otra manera nunca sabrá más de lo que sabía al lado de los
maestros. Cuando esté en posición de poder decir mediante qué discursos se puede llevar la
convicción a las almas más diversas; cuando, puesto en presencia de un individuo, sepa leer en su
corazón y pueda decirse a sí mismo: «He aquí el hombre, he aquí el carácter que mis maestros me
han pintado; él está delante de mí; y para persuadirle de tal o cual cosa deberé usar de tal o cual
lenguaje»; cuando él posea todos estos conocimientos; cuando sepa distinguir las ocasiones en que es
preciso hablar y en las que es preciso callar; cuando sepa emplear o evitar con oportunidad el estilo
conciso, las quejas lastimeras, las amplificaciones magníficas y todos los demás giros que la escuela
le haya enseñado; solo entonces poseerá el arte de la palabra. Pero cualquiera que en sus discursos,
sus lecciones o sus obras, olvide alguna de estas reglas, nosotros no le creeremos, si pretende que
habla con arte. —¡Y bien!, Sócrates, ¡y bien!, Fedro, nos dirá quizá el autor de nuestra retórica, ¿es así
o de otra manera, a juicio vuestro, como debe concebirse el arte de la palabra?
FEDRO. —No es posible formar del asunto una idea diferente, mi querido Sócrates; pero no es
poco emprender tan extenso estudio.
SÓCRATES. —Dices verdad. Por lo tanto examinemos en todos sentidos todos los discursos, para
ver si se encuentra un camino más llano y más corto, y no empeñarnos temerariamente en un sendero
tan difícil y lleno de revueltas, cuando podemos dispensarnos de ello. Si Lisias o cualquier otro
orador nos puede servir de algo, es llegado el caso de recordarte sus lecciones y de repetírmelas.
FEDRO. —No es por falta de voluntad, pero nada recuerda mi espíritu.
SÓCRATES. —¿Quieres que te refiera ciertos discursos, que oí a los que se ocupan de estas
materias?
FEDRO. —Ya escucho.
SÓCRATES. —Se dice, mi querido amigo, que es justo abogar hasta en defensa del lobo.
FEDRO. —¡Y bien!, atempérate a ese proverbio.
SÓCRATES. —Los retóricos nos dicen, que no hay para qué alabar tanto nuestra dialéctica, y que
con todo este aparato metódico nos vemos privados de movernos libremente. Añaden, como decía yo
al comenzar esta discusión, que es inútil, para hacerse un gran orador, conocer la naturaleza de lo
bueno y de lo justo, ni las cualidades naturales o adquiridas de los hombres; que, sobre todo, ante los
tribunales debe cuidarse poco de la verdad, sino solamente de la persuasión; que a persuadir deben
dirigirse todos los esfuerzos, cuando se quiere hablar con arte; que hay casos en que debe evitarse
exponer los hechos como pasaron, si lo verdadero cesa de ser probable, para presentarlos de una
manera plausible sea en la acusación o en la defensa; que, en una palabra, el orador no debe tener
otro norte que la apariencia, sin cuidarse para nada de la realidad. He aquí, dicen ellos, los artificios,
que, aplicándose a todos los discursos, constituyen la retórica entera.
FEDRO. —Has expuesto muy bien, Sócrates, las opiniones de los que se suponen hábiles en el
arte oratorio; recuerdo en efecto, que precedentemente hemos hablado algo sobre esto; estos
famosos maestros miran este sistema como el colmo del arte.
SÓCRATES. —Conoces a fondo a tu amigo Tisias; que él mismo nos diga si por verosimilitud
entiende otra cosa que lo que parece verdadero a la multitud.
FEDRO. —¿Podría definírsela de otra manera?
SÓCRATES. —Habiendo descubierto esta regla tan sabia, que es el principio del arte, Tisias ha
escrito que un hombre débil y valiente que es llevado ante el tribunal por haber apaleado a un hombre
fuerte y cobarde, y por haberle robado la capa o cualquier otra cosa, no deberá decir palabra de
verdad, lo mismo que hará el robado. El cobarde no confesará que ha sido apaleado por un hombre
más valiente que él; el acusado probará que estaban solos, y se aprovechará de esta circunstancia para
razonar así: —Débil como soy, ¿cómo era posible que yo me las hubiera con un hombre tan fuerte?
Éste, replicando, no confesará su cobardía, pero buscará algún otro subterfugio, que dará quizá
ocasión a confundir a su adversario. Todo lo demás es por este estilo, y he aquí lo que ellos llaman
hablar con arte. ¿No es así? Fedro.
FEDRO. —Así es.
SÓCRATES. —En verdad, para descubrir un arte tan misterioso, ha sido preciso un hombre muy
hábil, ya se llame Tisias o de cualquier otro modo, y cualquiera que sea su patria; pero, amigo mío,
¿no podríamos dirigirle estas palabras?
FEDRO. —¿Qué palabras?
SÓCRATES. —Antes que tú, Tisias, hubieses tomado la palabra, sabíamos nosotros que la
multitud se deja seducir por la verosimilitud a causa de su relación con la verdad, y ya antes
habíamos dicho que el que conoce la verdad sabrá también en todas circunstancias encontrar lo que
se le aproxima. Si tienes alguna otra cosa que decirnos sobre el arte oratorio, estamos dispuestos a
escucharte; si no, nos atendremos a los principios que hemos sentado, y si el orador no ha hecho una
clasificación exacta de los diferentes caracteres de sus oyentes, si no sabe analizar los objetos, y
reducir en seguida las partes que haya distinguido a la unidad de una noción general, no llegará
jamás a perfeccionarse en el arte oratorio, en cuanto cabe en lo humano. Pero este talento no le
adquirirá sin un inmenso trabajo, al cual no se someterá el sabio por miramiento a los hombres, ni
por dirigir sus negocios, sino con la esperanza de agradar a los dioses con todas sus palabras y con
todas sus acciones en la medida de las fuerzas humanas. No, Tisias, y en esto puedes creer a hombres
más sabios que nosotros, no es a sus compañeros de esclavitud a quienes el hombre dotado de razón
debe esforzarse en agradar, como no sea de paso, sino a sus amos celestes y de celeste origen. Cesa,
pues, de sorprenderte, si el circuito es grande, porque el término adonde conduce es muy distinto que
el que tú imaginas. Por otra parte, la razón nos dice que por un esfuerzo de nuestra libre voluntad
podemos aspirar, por la senda que dejamos indicada, a resultado tan magnífico.
FEDRO. —Muy bien, mi querido Sócrates; pero ¿será dado a todos tener esta fuerza?
SÓCRATES. —Cuando el fin es sublime, todo lo que se sufre para conseguirlo no lo es menos.
FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Basta ya lo dicho sobre el arte y la falta de arte en el discurso.
FEDRO. —Sea así.
SÓCRATES. —Pero nos resta examinar la conveniencia o inconveniencia que pueda haber en lo
escrito. ¿No es cierto?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Sabes cuál es el medio de hacerte más acepto a los ojos de Dios por tus discursos
escritos o hablados?
FEDRO. —No, ¿y tú?
SÓCRATES. —Puedo referirte una tradición de los antiguos, que conocían la verdad. Si nosotros
pudiésemos descubrirla por nosotros mismos, ¿nos inquietaríamos aún de que los hombres hayan
pensado antes que nosotros?
FEDRO. —¡Donosa cuestión! Refiéreme, pues, esa antigua tradición.
SÓCRATES. —Me contaron que cerca de Náucratis,[35] en Egipto, hubo un dios, uno de los más
antiguos del país, el mismo a que está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis. Este dios se
llamaba Tot.[36] Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como
los juegos del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura.
El rey Thamos reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad del alto Egipto, que
los griegos llaman Tebas egipcia, y que está bajo la protección del dios que ellos llaman Ammón. Tot
se presentó al rey y le manifestó las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era
extenderlas entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Tot le fue
explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o menos
satisfactorias, Thamos aprobaba o desaprobaba. Se dice que el rey alegó al inventor, en cada uno de
los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar. Cuando llegaron a la
escritura:
«¡Oh rey!, le dijo Tot, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he
descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.[37] —Ingenioso Tot, respondió el
rey, el genio que inventa las artes no está en el caso que la sabiduría, que aprecia las ventajas y las
desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu
invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido
en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio
extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro
habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar
reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando
vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que
ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida».
FEDRO. —Mi querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos egipcios, y lo
mismo los harías de todos los países del universo, si quisieras.
SÓCRATES. —Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Zeus en Dodona decían que los
primeros oráculos salieron de una encina. Los hombres de otro tiempo, que no tenían la sabiduría de
los modernos, en su sencillez consentían escuchar a una encina o a una piedra,[38] con tal de que la
piedra o la encina dijesen verdad. Pero tú necesitas saber el nombre y el país del que habla, y no te
basta examinar si lo que dice es verdadero o falso.
FEDRO. —Tienes razón en reprenderme, y creo que es preciso juzgar la escritura como el
tebano.
SÓCRATES. —El que piensa trasmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez
tomarlo de este, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece
un gran necio; y ciertamente ignora el oráculo de Ammón, si piensa que un escrito pueda ser más que
un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.
FEDRO. —Lo que acabas de decir es muy exacto.
SÓCRATES. —Éste es, mi querido Fedro, el inconveniente así de la escritura como de la pintura;
las producciones de este último arte parecen vivas, pero interrogadlas, y veréis que guardan un grave
silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos creéis que piensan; pero
pedidles alguna explicación sobre el objeto que contienen y os responden siempre la misma cosa. Lo
que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos
para quienes no ha sido escrita la obra, y sin saber, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con
quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, tiene siempre necesidad
del socorro de su padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.
FEDRO. —Tienes también razón.
SÓCRATES. —Pero consideremos los discursos de otra especie, hermana legítima de esta
elocuencia bastarda; veamos cómo nace y cómo es mejor y más poderosa que la otra.
FEDRO. —¿Qué discurso es y cuál es su origen?
SÓCRATES. —El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del que
estudia, es el que puede defenderse por sí mismo, el que sabe hablar y callar a tiempo.
FEDRO. —Hablas del discurso vivo y animado, que reside en el alma del que está en posesión de
la ciencia, y al lado del cual el discurso escrito no es más que un vano simulacro.
SÓCRATES. —Eso mismo es. Dime: un jardinero inteligente que tuviese semillas que estimara en
mucho y que quisiese ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en estío en los jardines de Adonis,
[39] para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días?, o más bien, si tal

hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con
respecto a tales semillas, seguiría indudablemente las reglas de la agricultura, y las sembraría en un
terreno conveniente, contentándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.
FEDRO. —Ciertamente, mi querido Sócrates, él se ocuparía de las unas seriamente, y respecto a
las otras lo miraría como un recreo.
SÓCRATES. —Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo bello y de lo bueno, ¿tendrá, según
nuestros principios, menos sabiduría que el jardinero en el empleo de sus semillas?
FEDRO. —Yo no lo creo.
SÓCRATES. —Después de depositarlas en agua negra, no irá a sembrarlas con el auxilio de una
pluma y con palabras incapaces de defenderse a sí mismas e incapaces de enseñar suficientemente la
verdad.
FEDRO. —No es probable.
SÓCRATES. —No, ciertamente; pero si alguna vez escribe, sembrará sus conocimientos en los
jardines de la escritura para divertirse; y formando un tesoro de recuerdos para sí mismo, llegado
que sea a la edad en que se resienta la memoria, y lo mismo para todos los demás que lleguen a la
vejez, se regocijará viendo crecer estas tiernas plantas; y mientras los demás hombres se entregarán a
otras diversiones, pasando su vida en orgías y placeres semejantes, él recreará la suya con la
ocupación de que acabo de hablar.
FEDRO. —Es en efecto, Sócrates, un honroso entretenimiento, si se le compara con esos
vergonzosos placeres, el ocuparse de discursos y alegorías[40] sobre la justicia y demás cosas de que
tú has hablado.
SÓCRATES. —Sí, mi querido Fedro. Pero es aún más noble ocuparse seriamente, auxiliado por
la dialéctica y tropezando con un alma bien preparada, en sembrar y plantar con la ciencia discursos
capaces de defenderse por sí mismos y defender al que los ha sembrado, y que, en vez de ser
estériles, germinarán y producirán en otros corazones otros discursos que, inmortalizando la semilla
de la ciencia, darán a todos los que la posean la mayor de las felicidades de la tierra.
FEDRO. —Sí, esa ocupación es de más mérito.
SÓCRATES. —Ahora que ya estamos conformes en los principios, podemos resolver la cuestión.
FEDRO. —¿Cuál?
SÓCRATES. —Aquella, cuyo examen nos ha conducido al punto que ocupamos, a saber: si los
discursos de Lisias merecían nuestra censura, y cuáles son en general los discursos hechos con arte o
sin arte. Me parece que hemos explicado suficientemente cuándo se siguen las reglas del arte, y
cuándo de ellas se separan.
FEDRO. —Lo creo, pero recuérdame las conclusiones.
SÓCRATES. —Antes de conocer la verdadera naturaleza del objeto sobre el que se habla o
escribe; antes de estar en disposición de dar una definición general y de distinguir los diferentes
elementos, descendiendo hasta sus partes indivisibles; antes de haber penetrado por el análisis en la
naturaleza del alma, y de haber reconocido la especie de discursos que es propia para convencer a los
distintos espíritus; dispuesto y ordenado todo de manera que a un alma compleja se ofrezcan
discursos llenos de complejidad y de armonía, y a un alma sencilla discursos sencillos, es imposible
manejar perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir, como queda bien
demostrado en todo lo que precede.
FEDRO. —En efecto, tal ha sido nuestra conclusión.
SÓCRATES. —¿Pero qué?, ¿sobre la cuestión de si es lícito o vergonzoso pronunciar o escribir
discursos, y bajo qué condiciones este título de autor de discursos puede convertirse en un ultraje, lo
que hemos dicho hasta aquí, no nos ha ilustrado suficientemente?
FEDRO. —Explícate.
SÓCRATES. —Hemos dicho, que si Lisias o cualquier otro ha compuesto o llega a componer un
escrito sobre un objeto de interés público o privado, si ha redactado leyes, que son, por decirlo así,
escritos políticos, y si piensa que hay en ellos mucha solidez y mucha claridad, no sacará otro fruto
que la vergüenza que tendrá, dígase lo que se quiera. Porque ignorar, sea dormido, sea despierto, lo
que es justo o injusto, bueno o malo, ¿no sería la cosa más vergonzosa, aun cuando la multitud toda
entera nos cubriera de aplausos?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero supóngase un hombre que piensa que en todo discurso escrito, no importa
sobre qué objeto, hay mucho de superfluo; que ningún discurso escrito o pronunciado, sea en verso,
sea en prosa, debe mirársele como un asunto serio (a la manera de aquellos trozos que se recitan sin
discernimiento y sin ánimo de instruir y con el solo objeto de agradar), y que, en efecto, los mejores
discursos escritos no son más que una ocasión de reminiscencia para los hombres que ya saben;
supóngase que también cree que los discursos destinados a instruir, escritos verdaderamente en el
alma, que tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno, son los únicos donde se encuentran reunidas
claridad, perfección y seriedad, y que tales discursos son hijos legítimos de su autor; primero, los
que él mismo produce, y luego los hijos o hermanos de los primeros, que nacen en otras almas sin
desmentir su origen; y supóngase, en fin, que tal hombre no reconoce más que estos y desecha con
desprecio todos los demás; este hombre podrá ser tal, que Fedro y yo desearíamos ser como él.
FEDRO. —Sí, yo lo deseo, y así lo pido a los dioses.
SÓCRATES. —Basta de diversión sobre el arte de hablar; y tú vas a decir a Lisias, que habiendo
bajado al arroyo de las ninfas y al asilo de las musas, hemos oído discursos ordenándonos que
fuésemos a decir a Lisias y a todos los autores de discursos, después a Homero y a todos los poetas
líricos o no líricos, y, en fin, a Solón y a todos los que han escrito discursos del género político, bajo
el nombre de leyes, que si, componiendo estas obras, alguno de ellos está seguro de poseer la verdad,
y si es capaz de defender lo que ha dicho, cuando se le someta a un serio examen, y de superar sus
escritos con sus palabras, no deberá llamarse autor de discursos, sino tomar su nombre de la ciencia
a la que se ha consagrado por completo.
FEDRO. —¿Qué nombre quieres darles?
SÓCRATES. —El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece que solo conviene a dios;
mejor les vendría el de amigos de la sabiduría, y estaría más en armonía con la debilidad humana.
FEDRO. —Lo que dices es muy racional.
SÓCRATES. —Pero el que no tiene cosa mejor que lo que ha escrito y compuesto con despacio,
[41] atormentando su pensamiento y añadiendo y quitando sin cesar, nosotros les dejaremos los
nombres de poetas, y de autores de leyes y de discursos.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuéntaselo todo esto a tu amigo.
FEDRO. —¿Pero tú qué piensas hacer?, porque tampoco es justo que te olvides de tu amigo.
SÓCRATES. —¿De quién hablas?
FEDRO. —Del precioso Isócrates, ¿qué le dirás?, ¿o qué diremos de él?
SÓCRATES. —Isócrates es aún joven, mi querido Fedro; sin embargo, quiero participarte lo que
siento respecto a él.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Me parece que tiene demasiado ingenio, para comparar su elocuencia con la de
Lisias, y tiene un carácter más generoso. No me sorprenderá, que, adelantando en años, sobresalga en
la facultad que cultiva, hasta el punto de que sus predecesores parecerán niños a su lado,[42] y que
poco contento de sus adelantos, se lance a ocupaciones más altas por una inspiración divina. Porque
hay en su alma una disposición natural a las meditaciones filosóficas.[43] He aquí lo que yo tengo que
anunciar de parte de los dioses de estas riberas a mi amado Isócrates. Haz tú otro tanto respecto a tu
querido Lisias.
FEDRO. —Lo haré, pero marchémonos, porque el aire ha refrescado.
SÓCRATES. —Antes de marchar, dirijamos una plegaria a estos dioses.
FEDRO. —Lo apruebo.
SÓCRATES. —¡Oh Pan y demás divinidades de estas ondas!, dadme la belleza interior del alma, y
haced que el exterior en mí esté en armonía con esta belleza espiritual. Que el sabio me parezca
siempre rico; y que yo posea solo la riqueza que un hombre sensato puede tener y emplear.
¿Tenemos que hacer algún otro ruego más? Yo no tengo más que pedir.
FEDRO. —Haz los mismos votos por mí; entre amigos todo es común.
SÓCRATES. —Partamos.
DIÁLOGOS POLÉMICOS
FILEBO
Argumento del Filebo[1]
por Patricio de Azcárate

Desde las primeras páginas, aparece sentado en el Filebo con las diversas soluciones que puede
tener el siguiente problema: ¿en qué consiste la felicidad del hombre? Filebo responde que en el
placer, y Sócrates que en la sabiduría, o quizá en un género de vida superior a la sabiduría y al placer.
Para ilustrar esta cuestión, es preciso estudiar sucesivamente, en su naturaleza y en sus elementos, el
placer y la sabiduría, compararlos, y reconocer si el uno de los dos encierra el soberano bien; y en
otro caso, si es preciso buscar este bien, sea fuera de la sabiduría y el placer, sea en cierta asociación
del placer y de la sabiduría reunidos. En esta última idea, arrojada a propósito al principio de la
conversación, se entrevé ya la opinión que la discusión va a dar de sí paulatinamente y poner en
evidencia; opinión que será el término del diálogo al que Platón conduce al lector.
Sócrates sienta desde luego en principio que el soberano bien debe ser concebido como
bastándose a sí mismo. Esta última condición ha de ser la de la vida del placer o la de la vida sabia,
para convertirse la una o la otra en vida dichosa. Preguntémonos, en primer lugar, si el placer, el
placer solo, y por sí solo, basta a la felicidad del hombre. La experiencia y la reflexión demuestran
que es incapaz. ¿Qué hombre se considera dichoso, aun en medio de los placeres mayores y más
vivos, viviendo sin inteligencia, sin memoria, sin ciencia de ninguna clase? No hay uno solo. Esto es
en concepto de que, en los términos en que ha debido sentarse el problema de la felicidad realizada
por el placer, este solo, sin ningún elemento extraño, es el que debe constituir la vida dichosa, la vida
toda entera. Si es cosa que haya de entrar otro elemento, el placer ya no es el soberano bien, porque
entonces no se basta a sí mismo. He aquí el primer razonamiento contra la identidad del soberano
bien y del placer. Pero hay más. No solo el placer, reducido a sí mismo, no hace al hombre dichoso,
sino que, examinándolo de cerca, se hace imposible, se desvanece y se anonada él mismo. En efecto,
si el placer solo existe para nosotros con la conciencia de que lo tenemos, y si la idea de un placer,
que experimentamos sin saberlo, equivale a la negación del placer mismo, evidentemente con el
sentimiento de este se mezcla siempre un elemento de otra naturaleza, cuya exclusión lleva consigo la
del placer mismo. Por lo tanto, el placer no se basta, y la vida que puede proporcionar no es
apetecible, y si se quiere, ni aun posible, y así no constituye el soberano bien.
Otro tanto debe decirse de la sabiduría. Porque reducida solo a los bienes de la inteligencia y de la
ciencia, por extensa que se la suponga, ningún hombre se consideraría dichoso sin placeres y sin
dolores de clase alguna. La vida sabia, como la de placer, no se basta, y por consiguiente, tampoco
constituye la felicidad.
Solo falta que la vida dichosa resulte de una mezcla de la sabiduría y del placer; pero ¿cuál de los
dos será el elemento preponderante, y cuál debe mirarse, no como el bien mismo, sino como causa
del bien? Filebo sostiene naturalmente la superioridad del placer; Sócrates está por la sabiduría, y no
duda en afirmar que si el primer rango es debido necesariamente a un principio desconocido, que
hace dichosa la vida mezclada de los dos elementos en cuestión, da el segundo rango, por
corresponderle de derecho, a la inteligencia, porque tiene más afinidad que el placer con este
principio de bien, y se ofrece a suministrar la prueba de esta proposición, que sienta en primer
término.
La cuestión de preeminencia entre la inteligencia y el placer aparece aquí resuelta con razones
metafísicas. Sócrates, volviendo a ideas que no había hecho más que indicar en el principio del
Filebo, abraza, en cierta manera, de una mirada todos los seres del universo, y los divide en dos
grandes grupos; comprendiendo en el primero los que participan del infinito, que es preciso entender
aquí en el sentido de indeterminado, siendo de este número lo más y lo menos, lo fuerte y lo suave;
en una palabra, todo lo que se resiste a una determinación precisa, y en el segundo, los seres finitos,
es decir, determinados de una manera cualquiera, como lo igual y la igualdad, lo doble, etcétera.
Después de estos dos primeros órdenes de existencia se concibe un tercero, en el que lo
indeterminado y lo determinado se combinan, estableciéndose un acuerdo entre lo finito y lo infinito,
para producir seres mixtos, tales como la naturaleza sensible nos los presenta. Pero hay un principio
de estas tres especies de seres; un principio distinto de las tres, como una causa es distinta de su
efecto. Esta causa productora constituye evidentemente una cuarta especie, que completa la
clasificación de todos los seres y de todas las maneras de ser posibles. Si ahora examinamos en qué
clase es preciso colocar la vida mezclada de placer y de sabiduría, aceptada ya por una y otra parte
como única capaz de constituir la felicidad, es claro que pertenece a esta manera de ser mixta, en la
que lo finito y lo infinito se mezclan, porque es propio de la sabiduría y del placer ser a la vez
infinitos e indeterminados, por su naturaleza, y finitos y determinados en la vida real. Y así esta
existencia se coloca con razón en el tercer rango.
¿Pero a qué orden corresponde el placer, y a cuál la inteligencia, tomados cada uno en sí mismo?
Éste es el secreto de la preeminencia del uno o del otro, según que por su naturaleza se aproximan o
se alejan del primer rango de los seres, del Bien. Admitamos que el placer sea de la especie del
infinito, que corresponde al segundo rango en el orden de las existencias; resta saber, si la sabiduría
le es superior o no. Es claro, que si por su esencia está más próxima a la causa productora de toda
existencia, necesariamente tiene la mayor parte en la mezcla del placer y de la sabiduría, que forma la
vida dichosa, y que es más causa de la felicidad que el placer, siendo casi el placer mismo. Ésta es
efectivamente la conclusión a la que llega Sócrates. No concibe un principio de las cosas desprovisto
de sabiduría, de inteligencia y de razón; afirma, por el contrario, que este principio es a sus ojos una
inteligencia suprema, una sabiduría absoluta, y la prueba la encuentra en el aspecto del universo. Lo
compara al hombre, que es un compuesto de agua, de aire, de tierra y de fuego, estos cuatro
elementos primordiales de los antiguos, unidos a un alma, fuerza vital y conservadora a la vez, que
procede de la causa primera y creadora, y cree firmemente que el universo, que es también un cuerpo
compuesto de los mismos elementos, pero más complicado aún y más admirable que el cuerpo
humano, no puede menos de tener un alma que lo anime y que lo gobierne. Esta alma, que bajo tantos
aspectos merece los nombres de sabiduría y de inteligencia, es de igual género que la misma causa
primera. He aquí por lo tanto la sabiduría identificada con la causa primera, y colocada de hecho por
encima del placer. Por lo tanto, en su mezcla con el placer, es la sabiduría verdaderamente el
elemento predominante, es decir, el elemento determinante de la felicidad.
Después de esta argumentación, tan fuerte y tan elevada, en favor de la sabiduría, Sócrates,
recurriendo a nuevos argumentos, propone estudiar en su lugar, en su origen, en sus caracteres y sus
diferencias, la sabiduría y el placer; comenzando por este, sin olvidar el dolor, que está
estrechamente unido a aquel.
He aquí los resultados de este estudio minucioso y delicado, modelo admirable de análisis
psicológico, y que es quizá la parte más interesante del Filebo.
Las afecciones del placer y del dolor pertenecen a una naturaleza finita, dotada de un cuerpo y un
alma, a un compuesto de elementos diversos, que aspiran a mantenerse en equilibrio y en una
proporción perpetuamente movible y variable, cuyo restablecimiento produce el placer con el orden,
y cuya dislocación produce el desorden con el dolor; afecciones que solo convienen al animal y al
hombre, y de ninguna manera a la naturaleza divina, simple e infinita en sí, incapaz igualmente de
gozar y de sufrir. Platón relega también al dominio de la fábula la vieja historia de los dioses, y hace
concebir, acerca de la persona divina, una idea, que oscurecía aún el antropomorfismo, que en todos
tiempos la ha falseado.
Ciertas afecciones solo tocan al cuerpo, pero el alma tiene también sus dolores y sus placeres, que
le son comunes con el cuerpo, gracias a la memoria que guarda, por decirlo así, el recuerdo de todas
nuestras modificaciones sensibles, ya de una manera espontánea, pero vaga e incompleta, ya por una
reflexión voluntaria, debida clara y completamente al esfuerzo de la reminiscencia. Esta especie de
memoria es aquella de la que nace el deseo que se encuentra también unido a la inteligencia.
La verdad y la falsedad son condiciones del placer y del dolor, lo mismo que de nuestras
opiniones, tan pronto conformes con su objeto como disconformes; es un placer falso la alegría por
un suceso irrealizable; es un dolor falso el temor de una desgracia imaginaria. El placer y el dolor
verdaderos tienen siempre un objeto real.
El alma no está necesariamente en un estado continuo de placer o de pena, opinión que concuerda
con la precedente: que ciertas afecciones solo interesan al cuerpo. En efecto, si el alma no tiene
conciencia de todos los fenómenos de la sensibilidad, pueden concebirse momentos en que no tenga
placer, ni pena.
Platón en este pasaje alude a la opinión, bien conocida en su tiempo en Grecia, de Antístenes y de
sus secuaces sobre el placer y el dolor. Era esta la escuela de los cínicos, quienes, por horror al
placer y a sus consecuencias, negaban que existiese un placer en sí mismo; y rehusándole todo
carácter positivo y real, lo definían como la ausencia del dolor. Según ellos no hay placer verdadero.
Alejándose de la escuela cínica, Platón toma de ella argumentos contra los sensualistas exagerados, y
entre otros el siguiente: «Los placeres mayores y más vivos no son los mejores; primero, porque no
se obtienen sino al precio de los deseos más violentos y de las necesidades más exigentes, es decir, al
precio de los dolores inevitables; y segundo, porque no pertenecen a la vida del sabio, quien sostiene
la prudente máxima: nada en demasía; sino que siguen al estragado, que se entrega al placer sin
prudencia y sin freno». Otro argumento de la misma escuela: «Gran número de placeres y de dolores,
tanto del cuerpo como del alma, propenden a una mezcla íntima de dolor y de placer, de tal modo
confundidos, que es imposible excluir el uno sin el otro, por más que sea justo decir que tan pronto
es el dolor el que predomina como es el placer».
Pero la existencia de estos placeres mezclados, no prueba nada contra la realidad de otros sin
mezcla, aquellos que Platón llama placeres verdaderos. Éstos no tienen por objeto el espectáculo
móvil y variable de las figuras, de los colores, de los sonidos, de las apariencias de todas clases, que
nos ofrece el mundo sensible.
Filebo o del placer, la inteligencia y el bien
SÓCRATES — PROTARCO — FILEBO

SÓCRATES. —Mira, Protarco, qué parte de la opinión de Filebo quieres defender, y lo que te
propones atacar de la mía, pues no están conformes con tu manera de pensar. ¿Quieres que hagamos
un resumen de ambas opiniones?
PROTARCO. —Con mucho gusto.
SÓCRATES. —Filebo dice que el Bien para todos los seres animados consiste en la alegría, el
placer, el recreo y todas las demás cosas de este género. Yo sostengo, por el contrario, que no es esto,
sino que la sabiduría, la inteligencia, la memoria y todo lo que es de la misma naturaleza, la justa
opinión y los razonamientos verdaderos son, para todos los que los poseen, mejores y más
apreciables que el placer a la par que más ventajosos a todos los seres presentes y futuros, capaces de
participar de ellos. ¿No es esto, Filebo, lo que uno y otro sostenemos?
FILEBO. —Eso es, Sócrates.
SÓCRATES. —Y bien, Protarco, ¿te encargas de este juicio que se pone en tus manos?
PROTARCO. —Necesariamente me he de encargar, puesto que el buen Filebo se ha acobardado.
SÓCRATES. —Es de absoluta necesidad que indaguemos lo que hay de cierto en esta materia.
PROTARCO. —Sí, es preciso sin duda.
SÓCRATES. —Pasemos adelante. Además de lo que se acaba de decir, convengamos en lo
siguiente.
PROTARCO. —¿Y qué es?
SÓCRATES. —Que uno y otro nos propongamos explicar cuál es la manera de ser y la
disposición del alma capaz de procurar a todos los hombres una vida dichosa. ¿No es éste nuestro
objeto?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No decís Filebo y tú, que esta manera de ser consiste en el placer, y yo que
consiste en la sabiduría?
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Y qué resultaría, si descubriéramos algún otro medio preferible a estos dos?, ¿no
es cierto que si nos encontramos con que este tercer medio tiene más afinidad con el placer,
apareceremos en verdad tú y yo por debajo de este tercer medio, en que se unirán el placer y la
sabiduría, pero quedando la vida del placer con mayor influencia sobre la vida de la sabiduría?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y que si este tercer medio se aproxima más a la sabiduría, la sabiduría triunfará
del placer, y será este vencido?, ¿estáis de acuerdo conmigo sobre esto?, ¿qué pensáis uno y otro?
PROTARCO. —A mí me parece que sí.
SÓCRATES. —Y a ti, Filebo, ¿qué te parece?
FILEBO. —Creo y creeré siempre, que la victoria está sin duda del lado del placer. Por lo demás,
Protarco, tú mismo juzgarás.
PROTARCO. —Puesto que tú, Filebo, pones en nuestras manos la cuestión, no eres árbitro de
conceder o negar nada a Sócrates.
FILEBO. —Tienes razón, y heme aquí fuera de la disputa; sea de ello testigo la diosa misma del
placer.
PROTARCO. —Nosotros seremos ante ella testigos de lo que acabas de decir. Y ahora, Sócrates,
tratemos de terminar esta discusión con beneplácito de Filebo, o de cualquiera manera que sea.
SÓCRATES. —Sí, y comencemos por esta misma diosa a la que se refiere Filebo, que es
Afrodita, aunque su verdadero nombre es el Placer.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —En todo tiempo, Protarco, mi temor, al pronunciar los nombres de los dioses, no
es un temor humano, sino que está por encima de los mayores temores, y por esto doy en este acto a
Afrodita el nombre que más debe agradarle. En cuanto al placer, creo que tiene más de una forma, y
como ya he dicho, nos es preciso comenzar por él, examinando cuál es su naturaleza. Al oírlo
nombrar, como nosotros hacemos, se le tomaría por una cosa simple. Sin embargo, toma formas de
toda especie, y en ciertos conceptos desemejantes entre sí. En efecto, fija en ello tu atención. Podemos
decir, que el hombre estragado encuentra placer en el libertinaje, y el hombre moderado en la
templanza; que el insensato, lleno de opiniones y esperanzas locas, tiene placer, y que el sabio lo
encuentra igualmente en la sabiduría. Pero si alguno se atreviera a decir que estas dos especies de
placer son semejantes entre sí, ¿no pasaría con razón por un extravagante?
PROTARCO. —Es cierto, Sócrates, que estos placeres vienen de orígenes opuestos, pero no por
esto se oponen el uno al otro. Porque ¿cómo el placer puede dejar de ser lo más parecido al placer, es
decir, a sí mismo?
SÓCRATES. —Entonces el color, querido mío, en tanto que color no difiere en nada del color.
Sin embargo, todos sabemos que lo negro, además de ser diferente de lo blanco, es de hecho opuesto
a aquel. En igual forma, sin considerar más que el género, toda figura es lo mismo que otra figura;
pero, si se comparan las especies, hay algunas enteramente opuestas y otras diversas entre sí hasta el
infinito. Otras muchas cosas encontraremos, que están en el mismo caso. Por tanto, no puede darse fe
a la razón que acabas de alegar, porque confundes en uno los objetos más contrarios. Sospecho que
no descubriremos placeres contrarios a otros placeres.
PROTARCO. —Quizá los hay. Pero ¿qué perjudica esto a la opinión que yo defiendo?
SÓCRATES. —Es, diremos nosotros, porque siendo estos placeres desemejantes, no los llamas
con el nombre que les es propio. Porque dices que todas las cosas agradables son buenas, y nadie, en
verdad, negará que lo que es agradable no sea agradable; pero siendo la mayor parte de los placeres
malos y algunos buenos, como nosotros pretendemos, tú das, sin embargo, a todos el nombre de
buenos, aunque reconozcas que son desemejantes, si se te obliga a dar este voto en la discusión. ¿Qué
cualidad común ves igualmente en los placeres buenos y malos, que te comprometa a comprenderlos
todos bajo el nombre de Bien?
PROTARCO. —¿Cómo dices eso, Sócrates? ¿Crees que, después de haber sentado como
principio que el placer es el bien, puedo concederte y dejate pasar que hay ciertos placeres que son
buenos y otros que son malos?
SÓCRATES. —Por lo menos confesarás, que los hay desemejantes entre sí, y algunos contrarios.
PROTARCO. —De ninguna manera; sobre todo, en tanto que son placeres.
SÓCRATES. —Ya volvemos de nuevo al mismo tema de antes, Protarco. Diremos, por
consiguiente, que un placer no difiere de otro placer, y que todos son semejantes; de nada nos
servirán los ejemplos que antes alegué, y diremos lo que dicen los hombres más ineptos y extraños al
arte de discutir.
PROTARCO. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Si por imitarte y llevarte la contraria me propusiese sostener que hay una
semejanza perfecta entre las cosas más desemejantes, podría hacer valer las mismas razones que tú.
Por ese medio hubiéramos aparecido en la discusión más novicios que lo que conviene, y se nos
escaparía de las manos el objeto que tratamos. Tomemos, pues, el verdadero hilo, y quizá siguiendo
la misma dirección llegaremos a convenir en algún punto.
PROTARCO. —Dime cómo.
SÓCRATES. —Supón, Protarco, que me interrogas a tu vez.
PROTARCO. —¿Sobre qué?
SÓCRATES. —¿No es cierto que la sabiduría, la ciencia, la inteligencia y todas las demás cosas
que he comprendido al principio en el orden de los bienes, cuando se me preguntaba qué es el Bien,
se encontrarán en el mismo caso que tu placer?
PROTARCO. —¿Por dónde?
SÓCRATES. —Toda la ciencia, tomada en su conjunto, nos parecerá formada de muchas ciencias
y algunas desemejantes entre sí. Y si por casualidad se encontrasen entre ellas ciencias opuestas,
¿merecería la pena que yo disputase contigo, si por temor de reconocer esta oposición, dijese yo que
ninguna ciencia es diferente de otra, de suerte que nuestra conversación se disipase como un objeto
frívolo, y que saliéramos de la dificultad por medio de un absurdo?
PROTARCO. —No, no hay necesidad de que esto nos suceda. Salgamos más bien del embarazo,
poniéndonos de acuerdo sobre este punto común a tu opinión y a la mía: que hay muchos placeres y
que son desemejantes; y muchas ciencias, y que también son diferentes.
SÓCRATES. —En este caso, Protarco, no disimularemos la diferencia que hay entre mi bien y el
tuyo. Démosla a conocer resueltamente; quizá después de sometidos a discusión uno y otro bien,
conoceremos si debe decirse que el placer es el bien o que lo es la sabiduría, o que es una tercera
cosa, porque ahora no disputamos, sin duda, porque triunfe tu opinión o la mía rigurosamente, sino
que es preciso que coincidamos ambos en lo más verdadero.
PROTARCO. —Así es; así es.
SÓCRATES. —Así, pues, fortifiquemos más este razonamiento por mutuas concesiones.
PROTARCO. —¿Qué razonamiento?
SÓCRATES. —El que causa grandes embarazos a todos los hombres, a unos por su voluntad, y a
otros en ocasiones dadas y sin quererlo.
PROTARCO. —Explícate con más claridad.
SÓCRATES. —Hablo del razonamiento, que, como por incidente, se ha mezclado en nuestra
conversación, y que es ciertamente de una condición extraordinaria. En efecto, es cosa muy singular
que se diga que muchos son uno, y que uno es muchos; y es fácil disputar contra cualquiera, que en
esta cuestión sostenga el pro o el contra.
PROTARCO. —¿Has tenido presente lo que se dice, que yo, Protarco, por ejemplo, soy uno por
naturaleza, y en seguida que hay muchos yos contrarios los unos a los otros, y que el mismo hombre
es grande y pequeño, pesado y ligero y otras mil cosas semejantes?
SÓCRATES. —Acabas de decir, Protarco, sobre el uno y los muchos, una de las maravillas
conocidas por todo el mundo. Hoy día casi todos están de acuerdo, en que no es posible tocar
semejantes cuestiones, tenidas por pueriles y triviales, y que sirven solo para embarazar una
discusión. Tampoco se quiere que se entretenga nadie con otras como las siguientes: cuando alguno,
habiendo distinguido por el discurso todos los miembros y todas las partes de una cosa, y reconocido
que todo esto no es más que esta cosa, que es una, se burla en seguida de sí mismo y se refuta, como
si se hubiera visto precisado a admitir quimeras, a saber, que uno es muchos y una infinidad, y que
muchos no son más que uno.
PROTARCO. —¿Cuáles son las demás maravillas, Sócrates, de que querías hablarnos, que corren
por el mundo, y sobre las que no hay acuerdo?
SÓCRATES. —Es, querido mío, cuando este uno no se toma entre las cosas sujetas a la
generación y a la corrupción, como son estas de que acabamos de hablar. Porque en tal caso, y
cuando se trata de esta especie de unidad, se conviene, como antes dijimos, en que no es preciso
refutar a nadie. Pero cuando se supone un hombre en general, un buey, lo bello, lo bueno, sobre estas
unidades y otras de la misma naturaleza es sobre lo que se acaloran, disputan y nunca se ponen de
acuerdo.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —En primer lugar, se disputa si debe admitirse esta suerte de unidades, como
realmente existentes. Después se pregunta cómo siendo cada una de ellas siempre la misma, y no
siendo susceptible de generación, ni de muerte, puede, a pesar de esto, ser constantemente la misma
unidad. En seguida, si es preciso decir que esta unidad existe en los seres sometidos a la generación e
infinitos en número, dividida en porciones y hecha muchos; o si está toda entera, si bien fuera de sí
misma, en cada uno; lo que al parecer, es la cosa más imposible del mundo, esto es que una sola y
misma unidad exista a la vez en una y muchas cosas. Estas cuestiones, Protarco, sobre la manera de
ser uno y muchos, dan origen a los mayores conflictos, cuando se dan falsas soluciones; así como
esparcen la mayor claridad cuando se responde bien a ellas.
PROTARCO. —¿No es por aquí, Sócrates, por donde debemos entrar en materia?
SÓCRATES. —A mi parecer, sí.
PROTARCO. —Vive persuadido de que todos los que aquí estamos pensamos como tú en este
punto. Respecto a Filebo, es preferible no consultar su dictamen, por temor, como se dice, a no
dislocar la idea del bien.
SÓCRATES. —En buena hora. ¿Por dónde comenzamos esta controversia, que tiene muchas
ramificaciones y muchas formas?, ¿no es por aquí?
PROTARCO. —¿Por dónde?
SÓCRATES. —Digo que estos uno y muchos se encuentran por todas partes y siempre, lo mismo
hoy que en todo tiempo, en cada una de las cosas de que se habla.[1] Jamás dejará de existir, ni es cosa
de hoy el haber dado principio a la existencia, sino que, en cuanto yo alcanzo, es una cualidad
inherente a nuestros discursos, inmortal e incapaz de envejecer. El joven que emplea por primera vez
esta fórmula, se regocija hasta el punto de creer que ha descubierto un tesoro de sabiduría; la alegría
lo trasporta hasta el entusiasmo, y no hay discurso en que no salga a relucir, tan pronto estrechándolo
y confundiéndolo con el uno, como desarrollándolo y dividiéndolo en trozos. Se arroja desde luego
más que nadie a la dificultad y embaraza a todos los que se le aproximan, más jóvenes o más viejos,
o de la misma edad que él; no da cuartel a padre ni a madre, ni a ninguno de los que le escuchan;
ataca, no solo a los hombres, sino en cierta manera a los demás seres, y me atrevo a responder de que
ni a los bárbaros perdonaría, si pudiera proporcionarse un intérprete.
PROTARCO. —¿No ves, Sócrates, que nosotros somos muchos y todos jóvenes?,[2] ¿no temes
que uniéndonos a Filebo caigamos sobre ti, si nos insultas? Sea lo que quiera, porque nosotros
comprendemos tu pensamiento; si hay algún medio de salir pacíficamente de toda esta confusión en
que nos hallamos, y de encontrar un camino mejor que el que llevamos hasta ahora para llegar al
término de nuestras indagaciones, haz un esfuerzo para entrar en él. Nosotros te seguiremos hasta
donde alcancen nuestras fuerzas, porque la discusión presente, Sócrates, no es de poca importancia.
SÓCRATES. —Lo sé muy bien, hijos míos, como os llama Filebo. No hay ni puede haber un
medio más precioso para las indagaciones que el que he adoptado en todos tiempos, pero me ha
salido fallido un número crecido de veces, dejándome solo y en el mismo embarazo.
PROTARCO. —¿Cuál es?, dilo.
SÓCRATES. —No es difícil conocerlo, pero sí lo es seguirlo. Todos los descubrimientos hechos
hasta ahora, en los que el arte entra por algo, han sido conocidos por este método que voy a darte a
conocer.
PROTARCO. —Dilo, pues.
SÓCRATES. —En cuanto puedo yo juzgar, es un presente hecho a los hombres por los dioses,
que nos ha sido enviado desde el cielo por algún Prometeo, en medio de brillante fuego. Los
antiguos, que valían más que nosotros y estaban más cerca de los dioses, nos han trasmitido la
tradición de que todas las cosas a las que se atribuye una existencia eterna, se componen de uno y
muchos, y reúnen en sí por su naturaleza lo finito y lo infinito; y siendo tal la disposición de las
cosas, es preciso, en la indagación de cada objeto, aspirar siempre al descubrimiento de una sola
idea. Efectivamente se encontrará una, y una vez descubierta, es preciso examinar si después de ella
hay dos o tres o cualquier otro número; en seguida, hacer lo mismo con relación a cada una de estas
ideas, hasta que se vea, no solo que la primitiva es una y muchas y una infinidad, sino también las
ideas que contiene en sí; que no se debe aplicar a la pluralidad la idea del infinito, antes de haber
fijado por el pensamiento el número determinado que hay en ella entre lo infinito y la unidad; y que
solo entonces es cuando se puede dejar a cada individuo ir a perderse en el infinito.[3] Los dioses,
como ya he dicho, nos han dado el arte de examinar, de aprender y de instruirnos los unos a los
otros; pero los sabios de hoy día hacen uno a la aventura, y muchos más pronto o más tarde que lo
que es conveniente. Después de la unidad pasan de repente al infinito, y los números intermedios se
les escapan. Sin embargo, estos números intermedios son los que hacen la discusión clara y
conforme a las leyes de la dialéctica, y que la diferencian de la que no es más que una disputa.
PROTARCO. —Me parece, Sócrates, que comprendo una parte de lo que dices; pero sobre
algunos puntos tengo necesidad de una explicación más clara.
SÓCRATES. —Lo que he dicho, Protarco, se concibe claramente aplicándolo a las letras; atiende,
pues, a lo que te han enseñado desde la infancia.
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —La voz, que sale de la boca, es una y al mismo tiempo infinita en número para
todos y para cada uno.
PROTARCO. —Estoy de acuerdo.
SÓCRATES. —No somos por esto sabios; ni porque reconozcamos que la voz es infinita, ni
porque reconozcamos que es una. Pero saber cuántos son los elementos distintos de cada una y cuáles
son, es lo que nos hace gramáticos.
PROTARCO. —Eso es muy cierto.
SÓCRATES. —Lo mismo sucede con el músico.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —La voz considerada con relación a este arte es una.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Podemos considerarla de dos maneras: la una grave, la otra aguda y una tercera
de tono uniforme, ¿no es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Si no sabes más que esto, no serás por eso hábil en la música; y si lo ignoras, no
eres, por decirlo así, capaz de nada en este asunto.
PROTARCO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Pero, mi querido amigo, solo cuando has aprendido a conocer el número de los
intervalos de la voz, tanto para el sonido agudo como para el grave, la cualidad y los límites de estos
intervalos, y los sistemas que de ellos resultan, que los antiguos han descubierto y trasmitido los a los
que marchamos sobre sus huellas con el nombre de armonías; y que nos han enseñado las
propiedades semejantes que se encuentran en el movimiento de los cuerpos, que, estando medidos
por los números, deben llamarse ritmos y medidas; y al mismo tiempo cuando te hayas hecho cargo
reflexivamente de que es preciso proceder de esta manera en todo lo que es uno y muchos; cuando
hayas comprendido todo esto, entonces podrás llamarte sabio. Y cuando, siguiendo el mismo método,
has llegado a conocer cualquier otra cosa, sea la que sea, entonces has adquirido la inteligencia de
esta cosa. Pero la infinidad de los individuos y la multitud que se encuentra en ellos es causa de que
estés por lo ordinario desprovisto de esta inteligencia de las cosas, y que no merezcas que se te
estime ni que se te tenga por un hombre hábil, porque nunca te has fijado en ninguna cosa.
PROTARCO. —Me parece, Filebo, que lo que acaba de decir Sócrates está perfectamente dicho.
FILEBO. —Yo pienso lo mismo, pero ¿qué significa este discurso, y adónde quiere Sócrates
llevarnos?
SÓCRATES. —Filebo nos hace esta pregunta muy a tiempo, Protarco.
PROTARCO. —Ciertamente; respóndele.
SÓCRATES. —Lo haré después de decir algunas palabras sobre esta materia. En la misma forma
que cuando se ha tomado una unidad cualquiera, decimos que no debemos fijarnos desde luego sobre
el infinito, sino sobre un cierto número; lo mismo cuando se ve uno forzado a dirigirse desde luego
al infinito, tampoco se debe pasar de repente a la unidad, sino fijar sus miradas sobre cierto número,
que encierre una cantidad de individuos, e ir a parar por fin a la unidad. Tratemos de concebir esto
tomando de nuevo las letras como ejemplo.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Descubrir que la voz es infinita fue la obra de un dios o de algún hombre divino,
como se refiere en Egipto de un cierto Tot que fue el primero que apercibió en este infinito las
vocales, viendo que eran, no una, sino muchas; después otras letras, que sin participar de la
naturaleza de las vocales tienen, sin embargo, cierto sonido, y reconoció en ellas igualmente un
número determinado; distinguió también una tercera especie de letras, que llamamos hoy día mudas;
y después de estas observaciones, separó una a una las letras mudas o privadas de sonido; en seguida
hizo otro tanto con las vocales y las medias, hasta que, habiendo descubierto el número de ellas, dio a
todas y a cada una el nombre de elemento. Además, viendo que ninguno de nosotros podría aprender
ninguna de estas letras aisladamente, sin aprenderlas todas, imaginó el enlace como una unidad, y
representándose todo esto, como formando un solo todo, dio a este todo el nombre de gramática,
considerándolo como un solo arte.
FILEBO. —He comprendido esto, Protarco, más claramente que lo que antes se había dicho, y lo
uno me ha servido para concebir lo otro. Pero ahora, como antes, encuentro siempre la misma cosa
para volver al mismo tema.
SÓCRATES. —¿No es, Filebo, saber la relación que todo esto tiene con nuestro objeto?
FILEBO. —Si, eso es lo que buscamos, hace mucho tiempo, Protarco y yo.
SÓCRATES. —En verdad que estáis a medio camino de lo que buscáis después de tanto tiempo;
bien podéis decirlo.
FILEBO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Nuestra conversación ¿no tiene por objeto desde el principio la sabiduría y el
placer, para saber cuál de los dos es preferible al otro?
FILEBO. —Así es.
SÓCRATES. —¿No dijimos que cada uno de ellos es uno?
FILEBO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y bien, el discurso que acabáis de escuchar os demuestra cómo cada uno de ellos
es uno y muchos, y cómo no son en seguida infinitos, sino que contienen el uno y la otra un cierto
número antes de llegar al infinito.
PROTARCO. —Sócrates, después de mil rodeos, nos has metido en una cuestión que no es fácil
resolver. Mira quién de nosotros dos ha de responderte. Quizá es ridículo que, habiendo ocupado tu
lugar en esta discusión y habiéndome comprometido a sostenerla, te emplace a ti para que respondas,
puesto que yo no tengo fuerzas para hacerlo. Pero pienso que sería más ridículo aún que no
pudiéramos responder ni el uno ni el otro. Discurre ahora el partido que hemos de tomar. Me parece
que Sócrates nos pregunta si el placer tiene especies o no, cuántas y cuáles son; y espera de nosotros
la misma respuesta con relación a la sabiduría.
SÓCRATES. —Dices verdad, hijo de Calias. En efecto, si no pudiéramos satisfacer a esta cuestión
sobre lo que es uno, semejante a sí y siempre lo mismo y sobre su contraria, ninguno de nosotros,
como lo ha demostrado el discurso precedente, será nunca hábil en cosa alguna.
PROTARCO. —Sócrates, todas las apariencias son de que así sucederá. A la verdad, es muy bueno
para un sabio conocerlo todo; pero me parece que en segundo término está el no desconocerse a sí
mismo. Voy a decirte por qué hablo de esta manera. Nos has concedido esta entrevista, Sócrates, y te
has entregado a nosotros, para descubrir juntos cuál es el más excelente de los bienes humanos.
Habiendo dicho Filebo que es el placer, la alegría, el goce, has sostenido tú, por el contrario, que los
mejores bienes no son estos, sino los otros, cuyo recuerdo se repite en nosotros, y con razón, para
que se grabe mejor en nuestra memoria, en vista del examen que haremos de todos. Decías, pues, a lo
que me parece, que la inteligencia, la ciencia, la prudencia, el arte, son un bien de un orden superior
al placer, y que es preciso trabajar para adquirir todos los bienes de este género, y no los otros.
Habiéndose empeñado la discusión por ambas partes, te hemos amenazado, en tono de confianza, con
no dejarte volver a casa hasta que no quede zanjada esta cuestión. Tú has consentido en ello, y en este
concepto te has consagrado a nosotros. Ahora decimos como los niños, que no se puede quitar lo que
ha sido bien dado. Por lo tanto, cesa de oponerte, en la forma que lo estás haciendo, a lo que se ha
convenido.
SÓCRATES. —Pues ¿qué es lo que hago?
PROTARCO. —Nos pones obstáculos y nos suscitas cuestiones, a las que no podemos dar en el
acto una respuesta satisfactoria. Porque no imaginamos que el objeto de esta conversación sea el
reducirnos a no saber qué decir. Pero si llegamos a vernos en tal estado, tendrás tú que hacerlo,
porque así nos lo has prometido. En este punto, delibera sobre si nos has de dar la división del placer
y de la sabiduría en sus especies, o si lo dejas en tal estado, a calidad de que quieras y puedas
explicarnos de otra manera el objeto de nuestra discusión.
SÓCRATES. —Después de lo que acabo de oír, no puedo temer nada malo de vuestra parte. Esta
frase: si tú quieres, me pone a salvo de todo temor en este punto. Además, me parece, que un dios me
ha traído ciertas cosas a la memoria.
PROTARCO. —¿Cómo y cuáles son?
SÓCRATES. —Me acuerdo ahora de haber oído en otro tiempo, no sé si en sueños o despierto,
con motivo del placer y de la sabiduría, que ni el uno ni la otra son el bien, sino que este nombre
pertenece a una tercera cosa, diferente de ellas y mejor que ambas. Si descubrimos con evidencia que
es así, no queda al placer esperanza de victoria, porque el bien no será ya el placer: ¿no es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Ya en este caso no tenemos necesidad de dividir el placer en sus especies a mi
parecer; el resultado de esta discusión lo probará más claramente.
PROTARCO. —Has comenzado muy bien; acaba igual.
SÓCRATES. —Convengamos antes en algunos puntos poco importantes.
PROTARCO. —¿Qué puntos?
SÓCRATES. —¿Es o no una necesidad que la condición del bien sea perfecta?
PROTARCO. —La más perfecta de todas, Sócrates.
SÓCRATES. —¡Pero cómo!, ¿es el bien suficiente por sí mismo?
PROTARCO. —Así es, y en eso estriba su diferencia respecto de todo lo demás.
SÓCRATES. —Lo que me parece más indispensable es afirmar del bien que todo el que lo conoce
lo busca, lo desea, se esfuerza por conseguirlo y poseerlo, y le importan poco todas las demás cosas,
menos aquellas que se adquieren con el bien mismo.
PROTARCO. —No puede menos de convenirse en todo eso.
SÓCRATES. —Examinemos ahora y juzguemos la vida del placer y la vida de la sabiduría,
considerando cada una aparte.
PROTARCO. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Que la sabiduría no entre para nada en la vida del placer, ni el placer en la vida de
la sabiduría. Porque si uno de los dos es el bien, es preciso que no haya absolutamente necesidad de
nada más, y si el uno o el otro nos parece que necesita otra cosa, no es ya el verdadero bien que
buscamos.
PROTARCO. —¿Cómo puede verificarse?
SÓCRATES. —¿Quieres que hagamos en ti mismo la prueba de ello?
PROTARCO. —Con mucho gusto.
SÓCRATES. —Respóndeme, pues.
PROTARCO. —Habla.
SÓCRATES. —¿Consentirías, Protarco, en pasar toda tu vida en el goce de los mayores placeres?
PROTARCO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —Si no te faltase nada por este rumbo, ¿creerías que tienes aún necesidad de alguna
otra cosa?
PROTARCO. —De ninguna.
SÓCRATES. —Examina bien si no tendrías necesidad de pensar, ni de concebir, ni de razonar
cuando fuera necesario, ni de nada semejante, ¿qué digo, ni aun de ver?
PROTARCO. —¿Para qué?, teniendo el sentimiento del placer, lo tendría todo.
SÓCRATES. —¿No es cierto que viviendo de esta suerte, pasarías los días en medio de los
mayores placeres?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero como no tendrías inteligencia, ni memoria, ni ciencia, ni opinión, estarías
privado de toda reflexión, y necesariamente ignorarías si tenías placer o no.
PROTARCO. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —En igual forma, desprovisto de memoria, es también una consecuencia necesaria
que no te acuerdes si has tenido placer en otro tiempo, y que no te quede el menor recuerdo del placer
que sientes en el momento presente. Además, al no tener ninguna opinión verdadera, no crees sentir
goce en el momento que lo sientes; y al estar destituido de razonamiento, serás incapaz de concluir
que te regocijarás en el porvenir; en una palabra, que tu vida no es la de un hombre sino la de una
esponja, o de esa especie de animales marinos que viven encerrados en conchas. ¿Es esto cierto?, ¿o
podemos formarnos otra idea de este estado?
PROTARCO. —¿Y cómo podría formarse otra idea?
SÓCRATES. Y —bien, ¿es apetecible una vida semejante?
PROTARCO. —Ese razonamiento, Sócrates, me reduce a no saber qué decir.
SÓCRATES. —Aún no hay que desanimarse; pasemos a la vida de la inteligencia y
considerémosla.
PROTARCO. —¿De qué vida hablas?
SÓCRATES. —Cualquiera de nosotros, ¿podría vivir teniendo sabiduría, inteligencia, ciencia,
memoria, a condición de no sentir ningún placer, pequeño, ni grande, ni tampoco dolor alguno, y de
no experimentar absolutamente sentimientos de esta naturaleza?
PROTARCO. —Ni una ni otra condición, Sócrates, me parecen envidiables, ni creo que puedan
aparecer a nadie como tales.
SÓCRATES. —¿Y si se juntasen estas dos vidas, Protarco, y no formasen más que una, de manera
que participase de la una y de la otra?
PROTARCO. —¿Hablas de una vida, en la que el placer, la inteligencia y la sabiduría entrasen a la
par?
SÓCRATES. —Sí, de esa misma hablo.
PROTARCO. —No hay nadie que no la prefiera a cualquiera de las otras dos; no digo este o
aquel, sino todo el mundo.
SÓCRATES. —¿Concebimos lo que resulta ahora de lo que se acaba de decir?
PROTARCO. —Sí, y es que de los tres géneros de vida que se han propuesto, hay dos que no son
suficientes por sí mismos, ni apetecibles para ningún hombre, ni para ningún ser.
SÓCRATES. —Es ya evidente para lo sucesivo, respecto a estas dos vidas, que el bien no se
encuentra en la una ni en la otra; puesto que si así fuese, sería cada una suficiente, perfecta, digna de
ser elegida por todos los seres, plantas y animales, que tuviesen la capacidad requerida para vivir de
la misma manera; y que si alguno de nosotros se sometiese a otra condición, esta elección sería
contra la naturaleza de lo que es verdaderamente apetecible, y un efecto involuntario de la ignorancia
o de cualquiera otra falsa necesidad.
PROTARCO. —Parece, efectivamente, que la cosa es así.
SÓCRATES. —Hemos demostrado suficientemente, a mi parecer, que a la diosa de Filebo no
debe mirársela como el Bien mismo.
FILEBO. —Tu inteligencia, Sócrates, tampoco es el bien, porque está sujeta a las mismas
objeciones.
SÓCRATES. —La mía sí, quizá, Filebo; pero con respecto a la verdadera y a la vez divina
inteligencia, pienso, que no es lo mismo, y hasta imagino que es otra cosa distinta. En la vida mixta
no disputo la victoria en favor de la inteligencia, pero es preciso ver y examinar qué partido
tomaremos con relación al que haya de ocupar el segundo puesto. Quizá diremos, yo que la
inteligencia, tú que el placer, es la principal causa de la felicidad en esta condición mixta, y de esta
manera, aunque ni la una ni la otra sean el bien, podrían ser miradas la una o la otra como si fueran la
causa. Sobre este punto estoy dispuesto, como nunca, a sostener contra Filebo, que cualquiera que sea
la cosa que haga apetecible y dichosa esta vida de combinación, la inteligencia tiene más afinidad y
semejanza con ella que el placer. Y en esta suposición puede decirse con verdad, que el placer no
tiene derecho a aspirar al primero ni al segundo puesto, y hasta lo considero lejano del tercero, si es
preciso que deis fe por el momento a mi inteligencia.
PROTARCO. —Me parece, Sócrates, que el placer queda batido y por tierra, en cierta manera
como herido por las razones que acabas de exponer, porque él aspiraba al primer puesto, y he aquí
que resulta vencido. Pero según las apariencias, también es preciso decir que la inteligencia no tiene
razón para aspirar a la victoria, puesto que está en el mismo caso. Si el placer se viese también
privado del segundo puesto, sería una ignominia para él respecto de sus amantes, a cuyos ojos no
aparecería ya igualmente bello.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no vale más dejarlo para en adelante tranquilo, en lugar de
atormentarlo, haciéndole sufrir un examen riguroso y llevándolo hasta la exageración?
PROTARCO. —Eso es como si nada dijeras, Sócrates.
SÓCRATES. —Es porque he dicho: «atormentar el placer,» lo cual es una cosa imposible.
PROTARCO. —No solo por eso, sino porque no sabes que ninguno de nosotros te dejará partir
sin que esta discusión se haya terminado enteramente.
SÓCRATES. —¡Oh dioses!, ¡cuán largo discurso nos espera aún, Protarco!; y añado que de
ninguna manera es fácil en este momento. Porque si aspiramos al segundo puesto en favor de la
inteligencia, veo que nos será preciso emplear otros medios, y por decirlo así, otras razones que las
del discurso precedente, si bien aún hay algunas de las que podremos servirnos. ¿Hay que hacer esto?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Estemos, pues, muy en guardia, al sentar la base de este nuevo discurso.
PROTARCO. —¿Cuál es esa base?
SÓCRATES. —Dividamos en dos o más órdenes, si quieres en tres, todos los seres de este
universo.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Repitamos algo de lo que ya hemos dicho.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Hemos dicho, que Dios nos ha hecho conocer a los seres, los unos como infinitos,
los otros como finitos.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —Contamos, pues, dos especies de seres y reconocemos una tercera, la que resulta
de la mezcla de aquellas dos. Pero ya veo que me voy a poner en ridículo con estas divisiones de
especies y con la manera de contarlas.
PROTARCO. —¿Qué quieres decir con eso, querido amigo?
SÓCRATES. —Me parece que tengo necesidad de un cuarto género.
PROTARCO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —Coge con el pensamiento la causa de la mezcla de las dos primeras especies,
ponla con las tres, y tendrás la cuarta.
PROTARCO. —¿No sería posible un quinto género, con el que se pudiese hacer la separación?
SÓCRATES. —Quizá; pero en este momento no lo creo conveniente. En todo caso si yo
advirtiese la necesidad, no llevarías a mal que me fuese en busca de una quinta manera de ser.
PROTARCO. —No.
SÓCRATES. —De estas cuatro especies pongamos por lo pronto aparte tres; procuremos en
seguida examinar las dos primeras, que tienen muchas ramas y divisiones; después comprendamos
cada una bajo una sola idea, y tratemos de descubrir cómo en una y en otra se dan lo uno y lo mucho.
PROTARCO. —Si te explicas con más claridad en este punto, quizá podré seguirte. SÓCRATES.
—Digo, que las dos especies, que he sentado por lo pronto, son la una infinita y la otra finita. Voy a
esforzarme en probarte, que la infinita es en cierta manera muchos. En cuanto a lo finito, que nos
espere.
PROTARCO. —Nos esperará.
SÓCRATES. —Fíjate, pues, porque lo que quiero que consideres es difícil y no exento de dudas, y
así míralo bien. En primer lugar, examina si descubrirás algún límite en lo que es más caliente o más
frío, o si el más o el menos que reside en esta especie de seres, en tanto que en ellos permanece, no
les impide tener un límite; porque desde el momento en que un fin sobreviene ellos dejan de existir.
PROTARCO. —Eso es muy cierto.
SÓCRATES. —Lo más y lo menos, decimos, se encuentran siempre en lo más caliente y en lo
más frío.
PROTARCO. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —Por consiguiente, la razón nos hace siempre entender, que estas dos cosas no
tienen fin, y, al no tener fin, necesariamente son infinitas.
PROTARCO. —Muy vigoroso estás, Sócrates.
SÓCRATES. —Has comprendido perfectamente mi pensamiento, mi querido Protarco, y me
recuerdas que el término vigoroso de que acabas de valerte, y el de suave, tienen la misma propiedad
que el más y el menos, porque en cualquier punto en que se encuentren, no consienten que la cosa
tenga una cantidad determinada, sino que pasando siempre de lo más fuerte en relación a lo más
suave, y recíprocamente, hacen que nazca el más y el menos, y obligan a que desaparezca el cuánto.
En efecto, como ya se ha dicho, si no hiciesen desaparecer el cuánto, y lo dejasen ocupar el lugar de
lo más y de lo menos, de lo fuerte y de lo suave, desde aquel acto no subsistirían en el punto que ellos
ocupaban. Habiendo admitido el cuánto ya no serían más calientes, ni más fríos, porque lo más
caliente crece siempre sin nunca detenerse, y lo mismo lo más frío, en lugar de lo cual el punto fijo
es fijo, y cesa de serlo desde que marcha adelante. De donde se sigue que lo más caliente es infinito,
lo mismo que su contrario.
PROTARCO. —Por lo menos la cosa parece así, Sócrates. Pero como decía antes, esto no es fácil
de comprender. Quizá a fuerza de insistir en ello nos pondremos perfectamente de acuerdo, tú
interrogando y yo respondiendo.
SÓCRATES. —Tienes razón, y es lo que procuraremos hacer. Por ahora, mira si admitimos ese
carácter distintivo de la naturaleza del infinito, para no extendernos demasiado recorriéndolos todos.
PROTARCO. —¿De qué carácter hablas?
SÓCRATES. —Todo lo que nos parezca hacerse más o menos, consentir lo fuerte y lo suave y
aun lo demasiado y demás cualidades semejantes, es preciso que lo reunamos en cierta manera en
uno, colocándolo en la especie del infinito, según lo que hemos dicho antes de que, en la medida de
lo posible, debíamos reunir las cosas separadas y divididas en muchas ramas y marcarlas con el sello
de la unidad; ¿te acuerdas?
PROTARCO. —Sí, me acuerdo.
SÓCRATES. —Parece que obraremos bien si ponemos en la clase de lo finito lo que no admite
estas cualidades y sí las contrarias, primeramente lo igual y la igualdad, en seguida lo doble, y todo
lo que es como un número respecto a otro número, y una medida respecto a otra medida. ¿Qué
piensas de esto?
PROTARCO. —Así debe ser, Sócrates.
SÓCRATES. —Sea así. ¿Bajo qué idea representaremos la tercera especie que resulta de la mezcla
de las otras dos?
PROTARCO. —Yo espero que eso me lo enseñarás tú.
SÓCRATES. —No seré yo, sino un dios, si alguno se digna oír mis súplicas.
PROTARCO. —Suplica, pues, y reflexiona.
SÓCRATES. —Reflexiono, y me parece, Protarco, que alguna divinidad nos ha sido favorable en
este momento.
PROTARCO. —¿Cómo dices eso, y qué medio tienes para conocerlo?
SÓCRATES. —Te lo diré; fija bien tu atención.
PROTARCO. —No tienes más que decir.
SÓCRATES. —Hablamos antes de lo caliente y de lo frío; ¿no es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Añadid lo más seco y lo más húmedo, lo más y lo menos NUMEROSO, lo más
ligero y lo más lento, lo más grande y lo MÁS pequeño, y todo lo que hemos comprendido antes
BAJO una sola especie, a saber, la que consiente el más y EL MENOS.
PROTARCO. —Hablas al parecer de la del infinito.
SÓCRATES. —Sí. Mezcla ahora con esta especie los caracteres de la del finito.
PROTARCO. —¿Qué caracteres?
SÓCRATES. —Los que debemos reunir bajo una sola idea, como lo hicimos respecto de los del
infinito, pero que no llegamos a hacerlo. Quizá ahora llegaremos a lo mismo, porque, estando
reunidas estas dos especies, la tercera se mostrará a nuestros ojos.
PROTARCO. —¿Cuál y cómo la entiendes?
SÓCRATES. —Entiendo la especie de lo igual, de lo doble, en una palabra, de lo que hace cesar la
enemistad entre los contrarios, y produce entre ellos la proporción y el acuerdo por medio del
número que ella introduce.
PROTARCO. —Lo concibo. Me parece que quieres decir, que si se mezclan estas dos especies,
resultarán de cada mezcla ciertas generaciones.
SÓCRATES. —No te engañas.
PROTARCO. —Prosigue.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que en las enfermedades la debida mezcla de lo finito con lo
infinito engendra el estado de salud?
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —¿Y que la misma mezcla, cuando recae en lo que es agudo y grave, ligero y
pesado, que pertenece a lo infinito, imprime en ello el carácter de lo finito, dando una forma perfecta
a toda la música?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —De igual modo, cuando tiene lugar respecto a lo frío y a lo caliente, quita él lo
demasiado y lo infinito, sustituyéndolo con la medida y la proporción.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Las estaciones y todo lo que hay de bello en la naturaleza, ¿no nace de esta mezcla
de lo infinito y de lo finito?
PROTARCO. —Cierto.
SÓCRATES. —Paso en silencio una infinidad de cosas, tales como la belleza y la fuerza en la
salud, y en las almas otras cualidades numerosas y muy bellas. En efecto, la diosa misma, mi buen
Filebo, fijando su atención en el libertinaje y en la intemperancia de todos géneros, y viendo que los
hombres no ponen ningún límite a los placeres y a la realización de sus deseos, ha hecho que
penetraran en ellos la ley y el orden, que son del género finito. Tú pretendes que limitar el placer es
destruirlo, y yo sostengo, por el contrario, que es conservarlo. Protarco, ¿qué te parece?
PROTARCO. —SOY completamente de tu dictamen, Sócrates.
SÓCRATES. —Te he explicado las tres primeras especies, y me comprendes bien.
PROTARCO. —Creo comprenderte. Distingues, a mi entender, en la naturaleza de las cosas una
especie, que es el infinito; una segunda, que es el finito; pero con respecto a la tercera, no concibo
bien lo que entiendes por ella.
SÓCRATES. —Eso nace, mi querido amigo, de que la multitud de las producciones de esta
tercera especie te ha asustado. Sin embargo, el infinito nos ha mostrado también un gran número;
pero como todas llevaban el sello del más y del menos, se nos han presentado bajo una sola idea.
PROTARCO. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —En lo finito no se daban muchas producciones, y no hemos negado que fuese uno
por su naturaleza.
PROTARCO. —¿Cómo hubiéramos podido negarlo?
SÓCRATES. —De ninguna manera. Di, pues, que comprendo en una tercera especie todo lo que
es producido por la mezcla de las otras dos, y que la medida que acompaña a lo finito produce el
paso a la generación de la esencia.[4]
PROTARCO. —Lo entiendo.
SÓCRATES. —Además de esos tres géneros, es preciso ver cuál es aquel que hemos dicho que es
el cuarto. Vamos a hacer esta indagación juntos. Mira si te parece necesario, que todo lo que se
produce sea producido en virtud de alguna causa.
PROTARCO. —Me parece que sí, porque ¿cómo podría suceder sin esto?
SÓCRATES. —¿No es cierto que la naturaleza de aquello que produce no difiere de la causa más
que en el nombre, de suerte que puede decirse con razón, que la causa y aquello que produce son una
misma cosa?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —En igual forma encontraremos, como antes, que entre lo que es producido y el
efecto no hay diferencia sino en el nombre. ¿No es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Lo que produce, ¿no precede siempre por su naturaleza, y lo que es producido no
marcha después, en tanto que efecto?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Por consiguiente son dos cosas y no una misma; son la causa y lo que obedece a
la causa en su tránsito a la existencia.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero las cosas producidas y aquellas de que son producidas nos han suministrado
tres especies de seres.
PROTARCO. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —DIGAMOS, pues, que la causa productora de todos estos seres constituye una
cuarta especie, y que está suficientemente demostrado, que difiere de las otras tres.
PROTARCO. —DIGÁMOSLO resueltamente.
SÓCRATES. —Para que las grabe cada cual mejor en su memoria, es conveniente contar por su
orden estas cuatro especies así distinguidas.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Por lo tanto pongo, como primera, el infinito; como segunda, lo finito; después,
como tercera, la existencia, producida por la mezcla de las dos primeras; y para la cuarta, la causa de
esta mezcla y de esta producción. ¿Cometo al decir esto, alguna falta?
PROTARCO. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Veamos. ¿Qué es lo que nos resta por decir, y cuál es el objeto que nos ha
conducido hasta aquí? ¿No es éste?: indagábamos si el segundo puesto pertenece al placer o a la
sabiduría; ¿no es verdad?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Ahora, una vez hechas todas estas distinciones, ¿no nos formaremos
probablemente un juicio más seguro sobre el primero y el segundo puesto, con relación a los objetos
sobre que se ha promovido esta discusión?
PROTARCO. —Probablemente.
SÓCRATES. —Hemos concedido la victoria a la vida mezclada de placer y de sabiduría. ¿No es
así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Vemos sin duda cuál es esta vida, y en qué especie es preciso comprenderla.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —Diremos, me parece, que forma parte de la tercera especie; porque ésta no resulta
de la mezcla de dos cosas particulares, sino de la de todos los finitos ligados por lo infinito. Por esto
tenemos razón para decir que esta vida mezclada, a la que pertenece la victoria, forma parte de esta
especie.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —En buena hora. Y tu vida de placer que no tiene mezcla, Filebo, ¿en cuál de estas
especies es preciso colocarla para señalarle su verdadero puesto? Pero antes de decirlo, respóndeme
a lo siguiente.
FILEBO. —Habla.
SÓCRATES. —¿El placer y el dolor tienen límites, o son de las cosas susceptibles del más y del
menos?
FILEBO. —Sí, son de este número, Sócrates. Porque el placer no sería el soberano bien si por su
naturaleza no fuese infinito en número y en magnitud.
SÓCRATES. —Sin esto igualmente, Filebo, el dolor no sería el soberano mal. Por esto es preciso
echar una mirada a otro punto que a la naturaleza del infinito, para descubrir lo que comunica al
placer una parte del bien. Sea lo que quiera, pongámoslo en el número de las cosas infinitas. Pero en
qué clase, Protarco y Filebo, ¿podemos, sin impiedad, colocar la sabiduría, la ciencia y la
inteligencia? Me parece que no es poco arriesgado responder bien o mal a esta cuestión.
FILEBO. —Pones bien en alto tu diosa, Sócrates.
SÓCRATES. —Y tú no levantas menos la tuya, mi querido amigo. Pero no por eso puedes dejar
de responderme a lo que yo he propuesto.
PROTARCO. —Sócrates, tienes razón; es preciso satisfacerte.
FILEBO. —¿No te has comprometido, Protarco, a discutir en lugar de mí?
PROTARCO. —Convengo en ello; pero me veo ahora en un conflicto, y te conjuro, Sócrates,
para que quieras servirme de intérprete en este caso, a fin de no hacernos culpables de ninguna falta
para con nuestra adversaria[5] no sea que se nos escape inadvertidamente alguna palabra
inconveniente.
SÓCRATES. —Es preciso obedecerte, Protarco, tanto más cuanto que lo que exiges de mí no es
difícil; pero verdaderamente he producido en ti una turbación, como ha dicho Filebo, cuando,
poniendo a tanta altura la inteligencia y la ciencia, como en tono de chanza, he reclamado de ti que
me digas a qué especie pertenecen.
PROTARCO. —Eso es cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Sin embargo, no era difícil responder, porque todos los sabios están conformes, y
hasta de ello hacen alarde, en que la inteligencia es la reina del cielo y de la tierra, y quizá tienen
razón. Examinemos, si quieres, de qué género es y hasta dónde se extiende.
PROTARCO. —Habla como te plazca, Sócrates, sin temer extenderte, porque por nuestra parte no
lo sentiremos.
SÓCRATES. —Muy bien. Comencemos, pues, interrogándonos de esta manera.
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —¿Diremos, Protarco, que un poder, desprovisto de razón, temerario y que obra al
azar, gobierna todas las cosas que forman lo que llamamos universo?, ¿o, por el contrario, hay,
como han dicho los que nos han precedido, una inteligencia, una sabiduría admirable, que preside el
gobierno del mundo?
PROTARCO. —¡Qué diferencia entre estas dos opiniones, divino Sócrates! Me parece que no
puede sostenerse lo primero sin incurrir en culpa. Pero decir que la inteligencia lo gobierna todo es
un sentimiento digno del aspecto de este universo, del sol, de la luna, de los astros y de todas las
revoluciones celestes. No podría yo hablar ni pensar de otra manera sobre este punto.
SÓCRATES. —¿Quieres que, uniéndonos a los que han sentado antes que nosotros esta doctrina,
sostengamos su certeza, y que, en lugar de limitarnos a exponer sin peligro las opiniones de otro,
corramos el mismo riesgo, y participemos del mismo desdén, cuando un hombre hábil pretenda que
el desorden reina en el universo?
PROTARCO. —¿Por qué no he de quererlo?
SÓCRATES. —Pues adelante, y examina la reflexión que sigue.
PROTARCO. —No tienes más que hablar.
SÓCRATES. —Con relación a la naturaleza de los cuerpos de todos los animales, vemos que el
fuego, el agua, el aire y la tierra, como dicen los marinos de la tempestad, entran en su composición.
PROTARCO. —Es cierto. Estamos, en efecto, como en medio de una tempestad por el conflicto
en que nos pone esta disputa.
SÓCRATES. —Además fórmate la idea siguiente, con motivo de cada uno de los elementos de
que nos componemos.
PROTARCO. —¿Qué idea?
SÓCRATES. —Que no tenemos más que una pequeña y despreciable parte de cada uno, que no es
pura en manera alguna ni en ninguno, y que la fuerza que ella despliega en nosotros no responde de
ningún modo a su naturaleza. Tomemos un elemento en particular, y lo que de él digamos,
apliquémoslo a todos los demás. Por ejemplo, hay fuego en nosotros, y lo hay igualmente en el
universo.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —El fuego que tenemos nosotros, ¿no es pequeño en cantidad, débil y despreciable,
mientras que el del universo es admirable por la cantidad, la belleza y por toda la fuerza natural del
fuego?
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿el fuego del universo es formado, alimentado y dominado por el que
está en nosotros, o, por el contrario, mi fuego, el tuyo, el de todos los animales proceden del fuego
del universo?[6]
PROTARCO. —Esa pregunta no tiene necesidad de respuesta.
SÓCRATES. —Muy bien. Creo que lo mismo dirás de esta tierra que habitamos, y de la que se
componen todos los animales que respecto de la que existe en el universo, así como de todas las
demás cosas sobre las que hace un momento te interrogaba. ¿Responderás lo mismo?
PROTARCO. —¿Pasaría yo por un hombre sensato si respondiera otra cosa?
SÓCRATES. —No, ciertamente. Pero atiende a lo que voy a decir. ¿No es a la reunión de todos
los elementos de los que acabo de hablar a la que hemos dado el nombre de cuerpo?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Figúrate, pues, que lo mismo sucede con lo que llamamos universo, porque,
componiéndose de iguales elementos, es también por la misma razón un cuerpo.
PROTARCO. —Dices muy bien.
SÓCRATES. —Te pregunto ahora si nuestro cuerpo es nutrido por el del universo, o si este saca
del nuestro su nutrimento, y si ha recibido y recibe de él lo que entra, según hemos dicho, en la
composición del cuerpo.
PROTARCO. —Y esa pregunta, Sócrates, no hay para qué responder.
SÓCRATES. —Pero esta pregunta reclama otra; ¿qué piensas de esto?
PROTARCO. —Proponla.
SÓCRATES. —¿No diremos que nuestro cuerpo tiene un alma?
PROTARCO. —Evidentemente lo diremos.
SÓCRATES. —¿De dónde la ha sacado, mi querido Protarco, si el mismo cuerpo del universo no
está animado [no tuviera alma], y si no tiene las mismas cosas que el nuestro y otras más bellas aún?
PROTARCO. —Es claro, Sócrates, que no ha podido salir de otra parte.
SÓCRATES. —Porque no nos fijamos sin duda, Protarco, en que de estos cuatro géneros, el
finito, el infinito, el compuesto de uno y otro, y la causa, este cuarto elemento que se encuentra en
todas las cosas, que nos da un alma, que sostiene el cuerpo, que cuando está enfermo lo vuelve la
salud, y hace en miles de objetos otras combinaciones y reformas, recibe el nombre de sabiduría
absoluta y universal, siempre presente bajo la infinita variedad de sus formas; y que el género más
bello y excelente se halla en la extensa región de los cielos, en donde se encuentra todo lo que está en
nosotros, pero más en grande y con una belleza y una pureza sin igual.
PROTARCO. —No; eso sería de todo punto inconcebible.
SÓCRATES. —Por lo tanto, puesto que no se puede usar este lenguaje, será mejor decir,
siguiendo los mismos principios, lo que hemos dicho muchas veces: que en este universo hay mucho
de infinito y una cantidad suficiente de finito, a los que preside una causa, no despreciable, que
arregla y ordena los años, las estaciones, los meses y que merece con razón el nombre de sabiduría y
de inteligencia.
PROTARCO. —Con mucha razón, ciertamente.
SÓCRATES. —Pero no puede haber sabiduría e inteligencia allí donde no hay alma.
PROTARCO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Asíes que no tendrás reparo en asegurar, que en la naturaleza de Zeus, en su
cualidad de causa, hay un alma real, una inteligencia real, y en los otros otras bellas cualidades que
cada uno gusta que se le atribuyan.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —No creas, Protarco, que hayamos hecho este discurso en vano, porque, en primer
lugar, tiene por objeto apoyar la opinión de aquellos que en otro tiempo sentaron el principio de que
la inteligencia preside siempre a este universo.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —En segundo lugar, suministra la respuesta a mi pregunta; a saber: que la
inteligencia es de la misma familia que la causa, que es una de las cuatro especies que hemos
reconocido. Ahora ya sabes cuál es nuestra respuesta.
PROTARCO. —Si, lo concibo muy bien; sin embargo, al pronto no me había apercibido de que tú
respondieses.
SÓCRATES. —Algunas veces, Protarco, el estilo festivo es un desahogo en las indagaciones
serias.
PROTARCO. —Dices bien.
SÓCRATES. —Así, mi querido amigo, hemos demostrado suficientemente, para lo sucesivo, de
qué género es la inteligencia, y cuál es su virtud.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —En cuanto al placer, hace largo tiempo que hemos visto también a qué género
pertenece.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Acordémonos, respecto de una y de otra, que la inteligencia tiene afinidad con la
causa; que es poco más o menos del mismo género; que el placer es infinito por sí mismo, y que es
de un género que no tiene, ni tendrá nunca en sí, ni por sí, principio ni medio ni fin.
PROTARCO. —Doy fe de que nos acordaremos.
SÓCRATES. —Después de esto, es preciso examinar en qué objeto el uno y la otra residen, y qué
afección los hace nacer siempre que se producen. Veamos, por lo pronto, el placer; y como hemos
comenzado por él a indagar el género, guardaremos aquí el mismo orden. Pero nunca podremos
conocer a fondo el placer, sin hablar igualmente del dolor.
PROTARCO. —Marchemos por esta vía, puesto que es indispensable.
SÓCRATES. —¿Piensas lo mismo que yo sobre el nacimiento del uno y de la otra?
PROTARCO. —¿Cuál es tu dictamen?
SÓCRATES. —Me parece que, según el orden de la naturaleza, el dolor y el placer nacen del
género mixto.
PROTARCO. —Recuérdanos, te lo suplico, mi querido Sócrates, cuál es, entre todos los géneros
reconocidos, del que quieres hablar aquí.
SÓCRATES. —Es lo que voy a hacer con todas mis fuerzas, querido amigo.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Por el género mixto es preciso entender el que colocamos en tercer lugar entre
los cuatro.
PROTARCO. —¿Es del que hiciste mención después del infinito y el finito, y en el que colocaste
la salud, y aun creo que también la armonía?
SÓCRATES. —Exactamente. Préstame en adelante toda tu atención.
PROTARCO. —No tienes más que hablar.
SÓCRATES. —Digo, pues, que cuando la armonía se rompe en los ANIMALES, desde el mismo
momento la naturaleza se disuelve, y el dolor nace.
PROTARCO. —Lo que dices es muy cierto.
SÓCRATES. —Que en seguida, cuando la armonía se restablece y entra en su estado natural, es
preciso decir que el placer nace entonces, para expresarme en pocas palabras y lo más brevemente
que es posible sobre objetos tan importantes.
PROTARCO. —Creo que hablas bien, Sócrates; intentemos, sin embargo, dar a este punto mayor
claridad.
SÓCRATES. —¿No es fácil concebir estas afecciones ordinarias conocidas de todo el mundo?
PROTARCO. —¿Qué afecciones?
SÓCRATES. —El hambre, por ejemplo, es una disolución y un dolor.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Comer, por el contrario, es una repleción y un placer.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —La sed es igualmente un dolor y una disolución; por el contrario, la cualidad de lo
húmedo, que llena lo que seca, origina un placer. Lo mismo la sensación de un calor excesivo y
contra naturaleza causa una separación, una disolución, un dolor; en lugar de lo cual, el
restablecimiento al estado natural y el refresco son un placer.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —El frío, que congela contra naturaleza lo húmedo del animal, es un dolor; en
seguida los humores, tomando su curso ordinario y separándose, ocasionan un cambio conforme a la
naturaleza, que es un placer. En una palabra, mira, si te parece razonable decir, con relación al género
animal formado naturalmente de la mezcla de lo infinito y de lo finito, como se dijo antes, que
cuando el animal se corrompe, la corrupción es un dolor; que, por el contrario, el retroceso de cada
cosa a su constitución primitiva es un placer.
PROTARCO. —Sea así. Me parece, en efecto, que esta explicación contiene una noción general.
SÓCRATES. —De esta manera contamos lo que pasa en estas dos suertes de afecciones por una
especie de dolor y de placer.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Considera ahora en el alma el espectáculo de estas dos sensaciones; espectáculo
agradable y lleno de confianza cuando tiene el placer por objeto, lleno de doloroso sentimiento
cuando tiene por objeto el temor.
PROTARCO. —Hay otra especie de placer y de dolor, en los que el cuerpo no tiene parte, y que el
espectáculo solo del alma hace nacer.
SÓCRATES. —Has comprendido muy bien. En cuanto yo puedo juzgar, espero, que en estas dos
especies puras y sin mezcla de placer y de dolor veremos claramente si el placer, tomado totalmente,
es digno de ser buscado, o si es preciso atribuir esta ventaja a cualquier otro de los géneros de los
que hemos hecho mención precedentemente; y si con el placer y el dolor sucede como con lo caliente
y lo frío y otras cosas semejantes, que unas veces se buscan y otras se desechan, porque no son
buenas por sí mismas, y que solamente algunas, en ciertos casos, participan de la naturaleza de los
bienes.
PROTARCO. —Dices con razón que por este camino es por donde debemos marchar para el
descubrimiento de lo que buscamos.
SÓCRATES. —Hagamos, pues, en primer lugar la observación siguiente. Si es cierto, como
dijimos antes, que cuando la especie animal se corrompe siente dolor, y placer cuando se restablece,
veamos con relación a cada animal, cuando no experimenta alteración, ni restablecimiento, cuál será
en esta situación su manera de ser. Estate muy atento a lo que habrás de responder: ¿no es de toda
necesidad que durante este intervalo el animal no sienta dolor ni placer alguno, ni pequeño ni grande?
PROTARCO. —Es una necesidad.
SÓCRATES. —He aquí, pues, un tercer estado para nosotros, diferente de aquel en que se tiene
placer, y de aquel en que se experimenta dolor.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Adelante; haz el mayor esfuerzo para acordarte; porque importa mucho tener
presente en el espíritu este estado, cuando se trate de decidir la cuestión sobre el placer. Si te parece
bien, digamos aún algo más.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —¿Sabes que nada impide que viva de esta manera el que ha abrazado la vida sabia?
PROTARCO. —¿Hablas del estado que no está sujeto al goce ni al dolor?
SÓCRATES. —Hemos dicho, en efecto, en la comparación de los géneros de vida, que el que ha
escogido vivir según la inteligencia y la sabiduría, no debe gustar nunca ningún placer, ni grande ni
pequeño.
PROTARCO. —Es cierto; lo hemos dicho.
SÓCRATES. —Este estado, pues, es el suyo, y quizá no sería extraño que de todos los géneros de
vida fuese el más divino.
PROTARCO. —Siendo así, hay trazas de que los dioses no estén sujetos a la alegría, ni a la
afección contraria.
SÓCRATES. —No solo hay trazas, sino que es cierto, por lo menos, que hay un no sé qué de
rebajado en una y otra afección. Pero examinaremos por extenso más adelante este punto, si conviene
para nuestra discusión, y tendremos cuenta de esta ventaja para el segundo puesto en favor de la
inteligencia, si no podemos arribar al primero.
PROTARCO. —Muy bien dicho.
SÓCRATES. —Pero la segunda especie de placeres, que solo el alma percibe, como lo hemos
dicho, debe enteramente su origen a la memoria.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Me parece que es preciso explicar antes lo que es la memoria, y antes de la
memoria, lo que es la sensación, si queremos formarnos una idea clara de la cosa de que se trata.
PROTARCO. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Da por sentado como cierto que entre las afecciones que nuestro cuerpo
experimenta ordinariamente, unas se extinguen en el cuerpo mismo antes de pasar al alma, y la dejan
sin ningún sentimiento; otras pasan del cuerpo al alma, y producen una especie de conmoción, que
tiene alguna cosa de particular para el uno y para la otra, y de común a las dos.
PROTARCO. —Lo supongo.
SÓCRATES. —¿No tendremos razón para decir que las afecciones que no se comunican a los dos
escapan al alma, y que las que van hasta ella las percibe?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando digo que escapan al alma, no se crea que quiero hablar aquí del origen del
olvido; porque el olvido es la pérdida de la memoria, y en el caso presente la memoria no tiene
cabida; y es un absurdo decir que se puede perder lo que no existe, ni ha existido. ¿No es así?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Cambia en algo los términos.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —En vez de decir que cuando el alma no siente las conmociones ocurridas en el
cuerpo, estas conmociones se le escapan, llama insensibilidad a lo que llamabas olvido.
PROTARCO. —Entiendo.
SÓCRATES. —Pero cuando la afección es común al alma y al cuerpo, y ambos son conmovidos,
no te engañarás en dar a este movimiento el nombre de sensación.
PROTARCO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —¿Comprendes ahora lo que entendemos por sensación?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero si se dice que la memoria es la conservación de la sensación, se hablará con
exactitud, por lo menos a juicio mío.
PROTARCO. —Así lo pienso yo.
SÓCRATES. —¿No decimos que la reminiscencia es diferente de la memoria?
PROTARCO. —Quizá.
SÓCRATES. —¿Esta diferencia no consiste en lo siguiente?
PROTARCO. —¿En qué?
SÓCRATES. —Cuando el alma sin el cuerpo, y retirada en sí misma, recuerda lo que ha
experimentado en otro tiempo con el cuerpo, llamamos a esto reminiscencia. ¿No es así?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y cuando habiendo perdido el recuerdo, sea de una sensación, sea de un
conocimiento, lo reproduce en sí misma, llamamos a todo esto reminiscencia y memoria.
PROTARCO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Lo que nos ha comprometido en todo este pormenor es lo siguiente.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Es concebir de la manera más perfecta y más clara lo que es el placer, que el alma
experimenta sin el cuerpo, y al mismo tiempo lo que es el deseo; porque lo que se acaba de decir nos
da a conocer lo uno y lo otro.
PROTARCO. —Veamos, Sócrates, lo que viene detrás.
SÓCRATES. —Según las apariencias, nos veremos obligados a entrar en la indagación de
muchas cosas, para llegar al origen del placer y a todas las formas que él toma. En efecto, nos es
preciso explicar antes lo que es el deseo, y cómo se forma.
PROTARCO. —Examinémoslo, que en ello nada perderemos.
SÓCRATES. —Por el contrario, Protarco, cuando hayamos encontrado lo que buscamos,
desaparecerán nuestras dudas sobre estos objetos.
PROTARCO. —Tu réplica es justa, pero sigamos adelante.
SÓCRATES. —Hemos dicho que el hambre, la sed y otras muchas afecciones semejantes son
especies de deseos.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Qué vemos de común en estas afecciones tan diferentes entre sí, que nos obliga a
darles el mismo nombre?
PROTARCO. —¡Por Zeus!, quizá no es fácil explicarlo, Sócrates; es preciso, sin embargo,
decirlo.
SÓCRATES. —Para eso tomemos el punto de partida desde aquí.
PROTARCO. —Si quieres, dime desde dónde.
SÓCRATES. —¿No se dice ordinariamente que se tiene sed?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Tener sed, ¿no es advertir un vacío?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —La sed ¿no es un deseo?
PROTARCO. —Sí, de bebida.
SÓCRATES. —¿De bebida, o de verse saciado con la bebida?
PROTARCO. —Sí; de verse saciado, en mi opinión.
SÓCRATES. —De manera que desea, al parecer, lo contrario de lo que experimenta, porque,
notando el vacío de la sed, desea que cese este vacío.
PROTARCO. —Es evidente.
SÓCRATES. —Y bien, ¿es posible que un hombre que se encuentra con este vacío por primera
vez, llegue, sea por la sensación, sea por la memoria, a llenarlo de una cosa que no experimenta en el
acto, y que no ha experimentado antes?
PROTARCO. —¿Cómo puede suceder eso?
SÓCRATES. —Sin embargo, todo hombre que desea, desea alguna cosa; decimos nosotros.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —No desea lo que él experimenta, porque tiene sed; la sed es un vacío y desea
llenarlo.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Es necesario que aquel que tiene sed, llegue a la repleción o la satisfaga por
alguna parte de sí mismo.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Es imposible que sea por el cuerpo, puesto que allí está el vacío.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Resta, pues, que el alma llegue a la repleción, y esto sucede por la memoria
evidentemente.
PROTARCO. —Es claro y evidente.
SÓCRATES. —¿Por qué otro conducto, en efecto, podría conseguirlo?
PROTARCO. —Por ningún otro.
SÓCRATES. —¿Comprendemos lo que resulta de todo esto?
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Este razonamiento nos hace conocer que no hay deseo del cuerpo.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Esto nos demuestra que el esfuerzo de todo animal se dirige siempre hacia lo
contrario de aquello que el cuerpo experimenta.
PROTARCO. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Este apetito, que le arrastra hacia lo contrario de lo que experimenta, prueba que
hay en él una memoria de las cosas opuestas a las afecciones de su cuerpo.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Esta reflexión nos hace ver que la memoria es la que lleva al animal hacia lo que
él desea, y nos prueba al mismo tiempo que toda especie de apetito, todo deseo, tiene su principio en
el alma, y que ella es la que manda en todo el animal.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —La razón no permite en manera alguna que se diga que nuestro cuerpo tiene sed,
tiene hambre, ni que experimenta otra cosa semejante.
PROTARCO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Hagamos aún sobre el mismo objeto la observación siguiente. Me parece que el
presente discurso nos descubre en esto una especie particular de vida.
PROTARCO. —¿En qué?, ¿y de qué vida hablas?
SÓCRATES. —En el vacío y en la repleción, y en todo aquello que pertenece a la conservación y
a la alteración del animal, y cuando encontrándose alguno de nosotros en una o en otra de estas dos
situaciones, experimentamos tan pronto dolor como placer, según que se pasa del uno al otro.
PROTARCO. —Así es, en efecto.
SÓCRATES. —¿Pero qué sucede cuando se está en una especie de término medio entre estas dos
situaciones?
PROTARCO. —¿Cómo en un término medio?
SÓCRATES. —Cuando se siente dolor a causa de la manera con que el cuerpo se ve afectado, y se
recuerdan las sensaciones halagüeñas que han tenido lugar y el dolor cesa, aunque el vacío no se ha
llenado aún; ¿no diremos que en tal caso se está en un término medio con relación a tales
situaciones?
SÓCRATES. —¿Es solo pura alegría? ¿Es solo puro dolor?
PROTARCO. —No ciertamente, pero se siente en cierta manera un dolor doble, en cuanto al
cuerpo, por el estado de sufrimiento en que se halla, y en cuanto al alma, por la esperanza y el deseo.
SÓCRATES. —¿Cómo entiendes este doble dolor, Protarco? ¿No sucede algunas veces, que,
notándose el vacío, se tiene una esperanza cierta de que se llenará, y otras que desespera
absolutamente de conseguirlo?
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No encuentras que el que espera llenar el vacío, tiene un placer mediante la
memoria, y que, al mismo tiempo, como el vacío existe, sufre un dolor?
PROTARCO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —En este caso, el hombre y los demás animales experimentan a la vez dolor y
alegría.
PROTARCO. —Así parece.
SÓCRATES. —Pero cuando, existiendo el vacío, se pierde la esperanza de que se llene, ¿no es
entonces cuando se experimenta este doble sentimiento de dolor, que tú has creído, a primera vista,
que tenía lugar en uno y en otro caso?
PROTARCO. —Es muy cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Apliquemos lo dicho a esta clase de afecciones.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —¿Diremos de estos dolores y de estos placeres que todos son verdaderos o falsos,
o que los unos son verdaderos y los otros falsos?
PROTARCO. —¿Cómo puede suceder, Sócrates, que haya placeres falsos y falsos dolores?
SÓCRATES. —¿En qué consiste, Protarco, que haya temores verdaderos y temores falsos,
esperanzas verdaderas y esperanzas falsas, opiniones verdaderas y opiniones falsas?
PROTARCO. —Lo confieso respecto a opiniones, pero en todo lo demás lo niego.
SÓCRATES. —¿Cómo dices eso? Si no me engaño, vamos a provocar una cuestión que no es de
escasa gravedad.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero es preciso ver, hijo de un hombre a quien yo honro, si esta cuestión tiene
algún enlace con lo que se ha dicho.
PROTARCO. —En buena hora.
SÓCRATES. —Porque debemos renunciar absolutamente a todos los rodeos y discusiones, que
nos separen de nuestro objeto.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Habla pues; porque estoy sorprendido en razón de las dificultades que se acaban
de proponer.
PROTARCO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Y bien, ¿no hay unos placeres verdaderos y otros falsos?
PROTARCO. —¿Cómo puede ser eso?
SÓCRATES. —¿De manera que, según tu opinión, ninguno en el sueño ni en la vigilia ni en la
locura ni en ninguna otra enajenación de espíritu, puede imaginarse que tiene placer, aunque no tenga
ninguno, ni que siente dolor, aunque realmente no lo sienta?
PROTARCO. —Es cierto, Sócrates; todos creemos lo que tú dices.
SÓCRATES. —¿Pero es con razón?, ¿no hay necesidad de examinar, si hay o no motivo para
hablar así?
PROTARCO. —Opino que debe examinarse.
SÓCRATES. —Expliquemos de una manera más clara lo que acabamos de decir con motivo del
placer y de la opinión. Formarse una opinión, ¿no es cosa que pasa en nosotros? PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y disfrutar un placer?
PROTARCO. —Igualmente.
SÓCRATES. —El objeto de la opinión ¿no es también alguna cosa?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Así como el objeto del placer que se siente?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que el que forma una opinión, sea fundada o infundada, no por eso
deja de formarla?
PROTARCO. —¿Cómo no?
SÓCRATES. —En igual forma, ¿no es evidente que el que goza de una alegría, haya o no motivo
para regocijarse, no por eso deja de regocijarse realmente?
PROTARCO. —Sin duda, y así sucede.
SÓCRATES. —¿Cómo es posible que estemos sujetos a tener opiniones, tan pronto verdaderas
como falsas, y que nuestros placeres sean siempre verdaderos, mientras que el acto de formarse una
opinión y la de regocijarse existen real e igualmente en uno y en otro caso?
PROTARCO. —Eso es lo que es preciso averiguar.
SÓCRATES. —Es decir, que la mentira y la verdad acompañan a la opinión, de suerte que no es
simplemente una opinión sino tal o cual opinión, sea verdadera o falsa. ¿Es esto lo que tú quieres
averiguar?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Además, ¿no es preciso examinar igualmente, si mientras que otras cosas están
dotadas de ciertas cualidades, el placer y el dolor son únicamente lo que son, sin tener ninguna
cualidad que los distinga?
PROTARCO. —Evidentemente; es preciso examinarlo.
SÓCRATES. —Pero no me parece difícil percibir que el placer y el dolor se ven igualmente
afectados de ciertas cualidades. Porque ya hace rato que dijimos, que son, el uno y el otro, grandes y
pequeños, fuertes y débiles.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Si lo malo, Protarco, se une a alguna de estas cosas, ¿no diremos entonces que la
opinión se hace mala, y lo mismo del placer?
PROTARCO. —¿Por qué no, Sócrates?
SÓCRATES. —Pero entonces, ¿si la rectitud o lo contrario de ella llegan a unirse, no diremos
que la opinión es recta en el primer caso, y que lo mismo sucede con el placer?
PROTARCO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Y si la opinión se separa de lo verdadero, ¿no será preciso convenir en que la
opinión, que camina a lo falso, no es recta?
PROTARCO. —¿Cómo podría serlo?
SÓCRATES. —¿Y qué sucederá si descubrimos, en igual forma, algún sentimiento de dolor o de
placer que sea engañoso con relación a su objeto? ¿Daremos entonces a este sentimiento el nombre
de recto, de bueno o cualquiera otra cualidad semejante?
PROTARCO. —Eso no puede ser, si es cierto que el placer puede engañarse.
SÓCRATES. —Me parece, sin embargo, que muchas veces el placer nace en nosotros como
resultado, no de una opinión verdadera, sino de una falsa.
PROTARCO. —Lo confieso, y en este caso, Sócrates, hemos dicho que la opinión es falsa; pero
nadie dirá nunca que el sentimiento del placer lo sea igualmente.
SÓCRATES. —Defiendes con calor, Protarco, el partido del placer.
PROTARCO. —Nada de eso; no hago más que repetir lo que oigo decir.
SÓCRATES. —¿No encontraremos ninguna diferencia, mi querido amigo, entre el placer unido a
una opinión recta y a la ciencia, y el que nace muchas veces en nosotros de la mentira y de la
ignorancia?
PROTARCO. —Al parecer la hay muy grande.
SÓCRATES. —Entremos un poco en el examen de esta diferencia.
PROTARCO. —Guíame como quieras.
SÓCRATES. —He aquí por dónde te conduciré.
PROTARCO. —¿Por dónde?
SÓCRATES. —Nuestras opiniones, decimos nosotros, unas son verdaderas, otras falsas.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —El placer y el dolor, como decíamos antes, les siguen muchas veces, es decir,
siguen a la opinión verdadera y a la falsa.
PROTARCO. —Conforme.
SÓCRATES. —La opinión y la acción de formarse una opinión, ¿no toman ordinariamente
origen en nosotros en la memoria y en la sensación?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No debe pensarse que en este punto pasan las cosas de la manera siguiente?
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —¿Convienes conmigo en que muchas veces sucede que un hombre, por haber visto
de lejos un objeto con poca claridad, quiere juzgar de aquello que él ve?
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que tal hombre en semejante caso se interrogará a sí mismo de la
siguiente forma?
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —«¿Qué es lo que yo percibo allá abajo cerca de la roca, que parece estar en pie
bajo de un árbol?». ¿No te parece que es este el lenguaje que debe dirigirse a sí mismo al ver ciertos
objetos?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿En seguida este hombre, respondiendo a su pensamiento, no se dirá: «¡Aquél es
un hombre!», juzgando al azar?
PROTARCO. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —Después este hombre, aproximándose al objeto, se dice a sí mismo «Es una
estatua», obra de algún pastor.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Si en aquel momento estuviese alguno con él, y, tomando la palabra, le dijese lo
mismo que él se decía a sí mismo interiormente, lo que antes llamábamos opinión se convertiría en
razonamiento.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Si está solo, ocupado con este pensamiento, lo conserva algunas veces en su
cabeza por mucho tiempo.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no te parece lo mismo que a mí?
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —En este caso nuestra alma se parece a un libro.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —La memoria y los sentidos, concurriendo al mismo objeto con las afecciones que
de ellos dependen, escriben, por decirlo así, en nuestras almas ciertos razonamientos, y cuando
aparece escrita allí la verdad, nace en nosotros una opinión verdadera como resultado de los
razonamientos verdaderos, así como una opinión contraria a la verdad, cuando las cosas que este
secretario interior escribe son falsas.
PROTARCO. —El mismo juicio formo yo, y admito lo que acabas de decir.
SÓCRATES. —Admite además a otro obrero que trabaja al mismo tiempo en nuestra alma.
PROTARCO. —¿Quién es?
SÓCRATES. —Un pintor, que, después del escritor, pinta en el alma la imagen de las cosas
enunciadas.
PROTARCO. —¿Cómo y cuándo sucede esto?
SÓCRATES. —Cuando, sin el socorro de la vista o de ningún otro sentido, ve uno, en cierto
modo en sí mismo, las imágenes de estos objetos, sobre los que se opinaba y se discurría. ¿No es esto
lo que pasa en nosotros?
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Las imágenes de las opiniones y de los discursos verdaderos ¿no son
verdaderos?; y las de las opiniones y discursos falsos ¿no son igualmente falsos?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Si todo esto está bien dicho, examinemos otra cosa.
PROTARCO. —¿Qué cosa?
SÓCRATES. —Veamos si es una necesidad para nosotros sentirnos afectados por el presente y
por el pasado, pero no por el porvenir.
PROTARCO. —Es igual para todos los tiempos.
SÓCRATES. —¿No hemos dicho antes que los placeres y las penas de alma preceden a los
placeres y a las penas del cuerpo, de suerte que sucede que nos regocijamos y nos entristecemos antes
con relación al porvenir?
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Esas letras y esas imágenes, que antes hemos supuesto que se escribían y pintaban
dentro de nosotros mismos, ¿solo tienen lugar respecto al pasado y al presente, y de ninguna manera
respecto al porvenir?
PROTARCO. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿Quieres decir que todo esto no es más que la esperanza con relación al porvenir,
esperanza que nos alimenta toda la vida?
PROTARCO. —Sí, eso mismo.
SÓCRATES. —Ahora, además de lo que acaba de decirse, respóndeme a lo siguiente.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —El hombre justo, piadoso y bueno en todos conceptos, ¿no es querido por los
dioses?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No sucede todo lo contrario con el hombre injusto y malo?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Todo hombre, como dijimos antes, está lleno de esperanzas.
PROTARCO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —Y lo que llamamos esperanzas son los razonamientos que cada uno se hace a sí
mismo.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Y también las imágenes que se pintan en el alma; de manera que muchas veces se
imagina tener gran cantidad de oro y con el oro placeres en abundancia. Más aún; se ve dentro de sí
mismo, como si estuviera en el colmo de los goces.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Aseguraremos, por lo tanto, que entre estas imágenes, las que se presentan a los
hombres de bien son verdaderas en su mayor parte, porque son amadas por los dioses; y que
comúnmente sucede lo contrario respecto a las que se presentan a los malos. ¿No sucede así?
PROTARCO. —No puede ser dudosa la respuesta.
SÓCRATES. —¿No es cierto que las imágenes de los placeres aparecen también en el alma de los
hombres malos, pero que estos placeres son falsos?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Los malos, de ordinario, solo gustan de placeres falsos, y los hombres virtuosos
de placeres verdaderos.
PROTARCO. —Es una conclusión necesaria.
SÓCRATES. —Por lo tanto, según lo que acabamos de decir, hay en el alma de los hombres
placeres falsos, que imitan ridículamente a los placeres verdaderos; y otro tanto digo de las penas.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No puede suceder que al mismo tiempo que se tenga realmente una opinión, sea
objeto de esta opinión una cosa que no exista, que no ha existido, y algunas veces que no existirá
jamás?
PROTARCO. —Conforme.
SÓCRATES. —Esto es, a mi parecer, lo que hace que una opinión sea falsa, y que se formen
falsas opiniones.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Y bien, ¿no debe reconocerse en los dolores y los placeres una manera de ser que
corresponda a la de las opiniones?
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Diciendo que cualquiera que sea el objeto, aun siendo vano y fantasioso, puede
suceder que realmente cause regocijo, por más que sea una cosa que ni esté presente, ni haya existido
jamás, y muchas veces, quizá las más, aunque no haya de existir nunca.
PROTARCO. —Es una necesidad, Sócrates, que así suceda.
SÓCRATES. —¿No diremos asimismo, con respecto al temor, a la cólera y a otras pasiones
semejantes, que son falsas algunas veces?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿podemos suponer otra causa de las malas opiniones que la falsedad?
PROTARCO. —Ninguna otra.
SÓCRATES. —Tampoco podemos concebir, a mi entender, que los placeres puedan ser malos de
otra manera que porque son falsos.
PROTARCO. —Lo que dices, Sócrates, es muy diferente. Ordinariamente no es la falsedad la que
decide si los dolores y los placeres son malos, sino otros grandes vicios a los que están sujetos.
SÓCRATES. —Dando por sentado esto, hablaremos más adelante de los placeres malos, y que lo
son por cualquier otro vicio, si insistimos en esta opinión. Al presente, es preciso hablar de los
placeres falsos que se encuentran y se forman de otra manera en nosotros frecuentemente y en gran
número. Esto nos servirá quizá para el juicio que deberemos formar.
PROTARCO. —¿Cómo podemos menos de hablar de ellos, si es cierto que hay tales placeres?
SÓCRATES. —Pues los hay, Protarco, según mi opinión; y, si la admitimos, es imposible dejar
de examinarla.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Así pues, abordemos esta cuestión, y probemos en ella nuestras fuerzas como
atletas.
PROTARCO. —Abordémosla.
SÓCRATES. —Hemos dicho un poco más arriba, si mal no recuerdo, que cuando existe en
nosotros lo que se llama deseo, las afecciones que experimenta el cuerpo nada tienen de común con
las del alma.
PROTARCO. —Me acuerdo; así se dijo.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que quien desea una manera de ser opuesta a la del cuerpo es el
alma, y que el cuerpo es el que recibe el dolor o el placer, como consecuencia de la acción que
experimenta?
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Atiende ahora a lo que en tal caso sucede.
PROTARCO. —Habla.
SÓCRATES. —Sucede, pues, que el dolor y el placer están presentes en nosotros a la vez, y que el
alma experimenta al mismo tiempo las sensaciones opuestas de estas afecciones que se combaten.
Todo esto ya lo hemos visto.
PROTARCO. —Sí, en efecto.
SÓCRATES. —¿No hemos dicho también otra cosa en la que estamos acordes?
PROTARCO. —¿Cuál?
SÓCRATES. —Que el dolor y el placer admiten el más y el menos, y que pertenecen a la especie
del infinito.
PROTARCO. —Así lo hemos dicho.
SÓCRATES. —¿De qué medio nos valdremos para juzgar con acierto sobre esto?
PROTARCO. —¿Por dónde y cómo?
SÓCRATES. —¿No queremos, en esta clase de cosas, juzgar ordinariamente por comparación
cuál es la más grande y la más pequeña, la más fuerte y la más débil, oponiendo dolor a placer, dolor
a dolor, placer a placer?
PROTARCO. —Sí, éste es efectivamente el objeto de todo juicio.
SÓCRATES. —Pero, con relación a la vista, la distancia demasiado grande o demasiado pequeña
impide conocer la verdad de los objetos, y nos obliga a juzgar falsamente; ¿no sucede lo mismo
respecto al placer y al dolor?
PROTARCO. —Mucho más aún, Sócrates.
SÓCRATES. —En este caso sucede todo lo contrario de lo que decíamos antes.
¿De qué hablas? Más arriba eran las opiniones las que, siendo en sí mismas falsas o verdaderas,
comunicaban estas cualidades a los dolores y a los placeres.
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Ahora son los dolores y los placeres los que, vistos de lejos o de cerca en sus
alternativas continuas y puestos al mismo tiempo en paralelo, nos parecen los placeres más grandes y
más fuertes que lo que son frente a frente del dolor, y los dolores, por el contrario, más pequeños y
más débiles al lado de los placeres.
PROTARCO. —Es necesario que así sea.
SÓCRATES. —Si entonces, en proporción a que los unos y los otros parecen más grandes o más
pequeños que lo que son verdaderamente, quitas del placer y del dolor lo que no es más que aparente,
y que no tiene nada de real: nunca tendrás el atrevimiento de sostener que estas apariencias son una
cosa real, ni que la porción de placer o de dolor que resulta de ellas es legítima y positiva.
PROTARCO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Acto seguido, descubriremos por el mismo método placeres y dolores más falsos
aún que estos dolores y que estos placeres aparentes, que experimentan los seres animados.
PROTARCO. —¿Cuáles son esos placeres y esos dolores, y cómo lo entiendes?
SÓCRATES. —Hemos dicho muchas veces, que cuando la naturaleza del animal se altera por
concreciones y disoluciones, repleciones y evacuaciones, aumentos y disminuciones, se sienten
dolores, sufrimientos, penas y todo lo que tiene este nombre.
PROTARCO. —Sí, esto se ha dicho muchas veces.
SÓCRATES. —Y cuando se restablece a su primer estado, estamos de acuerdo en que este
restablecimiento va acompañado de un sentimiento de placer.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —¿Pero qué diremos, cuando nuestro cuerpo no experimenta nada semejante?
PROTARCO. —¿Cuándo puede suceder eso, Sócrates?
SÓCRATES. —La cuestión que provocas, Protarco, no afecta a nuestro objeto.
PROTARCO. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque no puedes impedirme que te haga yo de nuevo la misma pregunta.
PROTARCO. —¿Qué pregunta?
SÓCRATES. —En caso de que el cuerpo no experimente nada semejante, yo preguntaré, Protarco,
¿cuál será su resultado necesario?
PROTARCO. —¿En el caso, dices, de que el cuerpo no se vea afectado de una manera, ni de otra?
SÓCRATES. —Sí.
PROTARCO. —Es evidente, Sócrates, que en tal caso no sentiría dolor, ni placer.
SÓCRATES. —Has respondido bien. Pero por lo que yo veo, tú crees que es necesario que
experimentemos siempre algo semejante, como pretenden hombres entendidos, porque todo está en
movimiento continuo en todos sentidos.
PROTARCO. —Eso es, en efecto, lo que ellos dicen, y sus razones no parecen despreciables.
SÓCRATES. —¿Cómo lo han de ser, si ellos mismos no lo son? Pero quiero separar este punto,
que se ha intercalado en nuestra conversación, y he aquí cómo me propongo hacerlo, y para ello tú
me auxiliarás.
PROTARCO. —Dime cómo.
SÓCRATES. —Sea como pretendéis, diremos a esos sabios. Pero tú, Protarco, dime si los seres
animados tienen la sensación de todo lo que pasa en ellos; o si tenemos el sentimiento de los
aumentos que tiene nuestro cuerpo, y de las afecciones de esta naturaleza a que está sujeto; o si, por el
contrario, no percibimos nada de esto.
PROTARCO. —Ciertamente es todo lo contrario.
SÓCRATES. —¿Es decir, que no está bien dicho lo que dijimos antes: que los cambios que
suceden en todos sentidos producen en nosotros dolores y placeres?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Hablemos mejor y de una manera más exacta.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Diciendo, que los grandes cambios excitan en nosotros sentimientos de dolor y de
placer; pero que los cambios, que se verifican poco a poco o que son de escasa consideración, no nos
ocasionan absolutamente dolor, ni placer.
PROTARCO. —Esta manera de hablar es más propia que la otra, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero entonces, el género de vida del que hacíamos mención aparece de nuevo.
PROTARCO. —¿Qué género de vida?
SÓCRATES. —El que hemos dicho que estaba exento de dolor y de placer.
PROTARCO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —En consecuencia de todo esto, admitamos tres clases de vida: una de placer, otra
de dolor, y una tercera que no es lo uno ni lo otro. ¿Cuál es en este punto tu opinión?
PROTARCO. —Pienso, como tú, que es preciso admitir estas tres clases de vida.
SÓCRATES. —Por lo tanto, estar exento de dolor nunca puede ser lo mismo que sentir placer.
PROTARCO. —¿Cómo puede ser eso?
SÓCRATES. —Cuando oyes decir a alguno, que nada es tan agradable como pasar toda la vida
sin dolor, ¿qué crees que significa este lenguaje?
PROTARCO. —Me parece significar que estar exento de dolor es una cosa agradable.
SÓCRATES. —Elijamos tres objetos a tu voluntad, y para servirnos de los de más valor,
supongamos que el uno sea el oro, el otro la plata y el tercero, ni uno ni otro.
PROTARCO. —Sea así.
SÓCRATES. —¿Puede suceder que lo que no es oro ni plata, se haga lo uno o lo otro?
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Por esto mismo puede pensarse o decirse que la vida media es placentera o
dolorosa, pero no se puede pensar ni decir con fundamento, si se consulta la sana razón.
PROTARCO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Sin embargo, mi querido amigo, conocemos personas que piensan y hablan de
esta manera.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Se imaginan que saborean el placer, cuando están exentos de dolor.
PROTARCO. —Por lo menos, así lo dicen.
SÓCRATES. —Se imaginan también que tienen placer, porque de otro modo no lo dirían.
PROTARCO. —Así parece.
SÓCRATES. —De manera que en este punto tienen una opinión falsa, si es cierto que la ausencia
del dolor es diferente por su naturaleza del sentimiento del placer.
PROTARCO. —Son diferentes.
SÓCRATES. —¿Diremos, como antes, que son tres cosas con relación a nosotros, o que no hay
más que dos; el dolor, que es un mal para los hombres, y la ausencia del dolor, que es un bien por sí
mismo, y que se califica de placer?
PROTARCO. —¿A qué viene promover esta cuestión, Sócrates? Yo no encuentro la razón.
SÓCRATES. —Ya veo, Protarco, que tú no conoces a los enemigos de Filebo.
PROTARCO. —¿Quiénes son?
SÓCRATES. —Son hombres que pasan por muy entendidos en el conocimiento de la naturaleza, y
que sostienen que no hay absolutamente placeres.[7]
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Dicen que lo que los partidarios de Filebo llaman placer, no es más que la
carencia de dolor.
PROTARCO. —¿Nos aconsejas que sigamos su opinión? ¿Qué es lo que piensas, Sócrates?
SÓCRATES. —De ninguna manera. Solo quiero que los oigamos como si fueran adivinos de
cierta clase, que no auguran según las reglas del arte, sino guiados por un natural generoso, y que
sintiendo gran aversión a todo lo que tiene el carácter de placer, y persuadidos de que nada de bueno
hay en él, toman lo que tiene de atractivo, no por un placer real, sino por una ilusión. Bajo este
concepto es como quiero que escuches y examines los discursos que su aversión les inspira.[8] Ahora,
en cuanto a la realidad de los placeres, yo te diré después mi pensamiento, a fin de que, sobre la base
de estas dos opiniones, y cuando hayamos considerado bien cuál es la naturaleza del placer,
formemos un juicio con conocimiento de causa.
PROTARCO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Sigamos, pues, el rastro de la aversión de estos hombres, de los que hemos
hablado, como si combatieran con nosotros. He aquí, a mi parecer, lo que dicen, comenzando por un
punto bastante elevado. Si quisiéramos conocer la naturaleza de cualquier cosa, sea la que sea, por
ejemplo, de la dureza, ¿no la conoceríamos mejor, fijándonos en lo que hay de más duro, que
entreteniéndonos en lo que solo tiene un cierto grado de dureza? Protarco, es preciso que respondas a
estos hombres cavilosos y también a mí.
PROTARCO. —Así lo quiero yo; y digo, que para esto es preciso fijarse en las cosas más duras.
SÓCRATES. —Por consiguiente, si quisiéramos conocer el placer y su naturaleza, no deberíamos
fijarnos en placeres de un grado inferior, sino en los que pasan por más grandes y más vivos.
PROTARCO. —No hay nadie que te niegue esto.
SÓCRATES. —Los placeres, cuyo goce nos es fácil, y que son al mismo tiempo los mayores,
como se dice muchas veces, ¿no son los que se refieren al cuerpo?
PROTARCO. —Sin duda alguna.
SÓCRATES. —¿Son y se hacen más grandes respecto de los enfermos en sus enfermedades, que
respecto de las personas sanas? Procuremos no dar un paso en falso, respondiendo sin reflexión.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Diremos quizá que son mayores en los que están sanos.
PROTARCO. —Así parece.
SÓCRATES. —Pero entonces, ¿no son los placeres más vivos aquellos cuyos deseos son más
violentos?
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Los que están atormentados por la fiebre y otras enfermedades semejantes, ¿no
tienen más sed, más frío, e igualmente otras afecciones, que experimentan por el intermedio del
cuerpo? ¿No advierten más necesidades, y cuando las satisfacen, no experimentan un gran placer?
¿Dejaremos de confesar que esto es lo que pasa?
PROTARCO. —Ciertamente, me parece bien.
SÓCRATES. —Pero más aún; ¿no será hablar discretamente, si decimos que si se quiere conocer
cuáles son los placeres más vivos, no es el estado de salud en el que debemos fijar nuestras miradas,
sino en el estado de enfermedad? Guárdate por lo demás de pensar que yo te pregunte, si los
enfermos tienen más placeres que los sanos, puesto que debes figurarte que busco la magnitud del
placer, y que te pregunto dónde se encuentra de ordinario con más vehemencia; porque nuestro
objeto, decimos, es el descubrir la naturaleza del placer, y saber lo que piensan los que sostienen que
él no existe por sí mismo.
PROTARCO. —Comprendo poco más o menos lo que quieres decir.
SÓCRATES. —Nos lo demostrarás mejor luego, cuando respondas, Protarco. ¿Adviertes en la
vida estragada, no digo un mayor número, pero sí más grandes y considerables placeres, en cuanto a
la vehemencia y vivacidad, que en una vida moderada? Fíjate bien en lo que me has de responder.
PROTARCO. —Entiendo tu pensamiento y noto una gran diferencia entre estas dos vidas. Los
hombres templados, en efecto, se contienen por aquella máxima que se les repite de continuo: nada en
demasía, máxima a la que ellos se conforman; mientras que los libertinos se entregan a los excesos
del placer hasta perder la razón, y prorrumpir en gritos extravagantes.
SÓCRATES. —Muy bien. Si esto es así, es evidente, que los mayores placeres, como los mayores
dolores, están ligados, no a una vida buena, sino a una mala disposición del alma y del cuerpo.
PROTARCO. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Necesitamos escoger algunos y examinar en ellos lo que nos obliga a llamarlos
los más grandes.
PROTARCO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Consideremos cuál es la naturaleza de los placeres que causan ciertas
enfermedades.
PROTARCO. —¿Qué enfermedades?
SÓCRATES. —Los placeres de ciertas enfermedades vergonzosas, a las que tienen estos hombres
austeros una extrema aversión.
PROTARCO. —¿Qué placeres?
SÓCRATES. —Por ejemplo, los que nacen de la curación de la lepra, por la fricción, y de males
semejantes, que no tienen necesidad de otro remedio. En nombre de los dioses, ¿qué es lo que se
experimenta en aquel acto, placer o dolor?
PROTARCO. —Me parece, Sócrates, que es una especie de dolor mezclado de placer.
SÓCRATES. —Nunca hubiera propuesto este ejemplo por miramiento a Filebo; pero, Protarco, si
no examináramos a fondo estos placeres y todos los de la misma naturaleza, jamás llegaríamos a
descubrir lo que buscamos.
PROTARCO. —Es preciso entrar en el examen de los placeres que tienen afinidad con estos.
SÓCRATES. —¿Hablas de los placeres que están mezclados?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —De estos, los unos, que pertenecen al cuerpo, se verifican en el cuerpo mismo; los
otros, que tocan al alma, se verifican igualmente en el alma. También encontraremos ciertas mezclas
de placeres y dolores, que pertenecen al mismo tiempo al cuerpo y al alma, a las que unas veces se da
el nombre de placer y otras el de dolor.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Cuando en el restablecimiento o alteración del organismo se experimentan al
mismo tiempo dos sensaciones contrarias; si teniendo frío, por ejemplo, se calienta, o teniendo calor,
se refresca, y se procura una de estas sensaciones para libertarse de la otra; entonces, mezclados lo
dulce y lo amargo, como se dice, y no pudiendo separarse sino con mucha dificultad, causan en el
alma un desorden y después un violento combate.
PROTARCO. —Es enteramente cierto.
SÓCRATES. —Esta especie de mezclas ¿no se forman de una dosis, ya igual, ya desigual, de
dolor y de placer?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Entre las mezclas, en que el dolor supera al placer, coloca las sensaciones mixtas
de la sarna y de otras comezones, cuando el humor que se inflama es interno, sin que la fricción y el
movimiento, que no llegan hasta él, hagan otra cosa que suavizar el cutis, ya se valga del calor, ya de
agua fría, experimentando algunas veces placeres muy grandes en medio de un natural desasosiego;
o bien, por el contrario, cuando el mal es externo, y se le obliga a producir en el interior, de una u
otra manera, un placer mezclado de dolor, sea desparramando por fuerza los humores amontonados,
sea reuniendo los humores esparcidos, produciéndose así a la vez placer y dolor.
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —¿No lo es, igualmente, que en tales ocasiones, cuando el placer entra y cuando
tiene la mayor parte en la mezcla, el poco dolor que en ella se encuentra causa comezón y una
irritación dulce, mientras que el placer derramándose en gran abundancia, contrae los miembros
hasta obligarlos algunas veces a saltar, y que, haciendo tomar al semblante toda clase de colores, al
cuerpo toda especie de actitudes y a la respiración toda suerte de movimientos, reduce al hombre a un
estado de estupor y de locura, acompañado de grandes gritos?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —El exceso de placer, mi querido amigo, llega hasta hacerle decir de sí mismo, y
obligar a que los demás digan, que se muere en cierta manera en medio de estos placeres. Los busca
siempre, tanto más cuanto es más intemperante o insensato. No conoce otros mayores y considera
como el más dichoso de los hombres al que pasa la mayor parte de su vida en estos goces.
PROTARCO. —Has expuesto las cosas, Sócrates, tales como suceden a la mayor parte de los
hombres.
SÓCRATES. —Sí, Protarco; así sucede en lo que toca a los placeres, que tienen lugar en las
afecciones comunes del cuerpo, cuando la sensación exterior se mezcla con la interior. Pero en
cuanto a las afecciones del alma y del cuerpo, cuando en ellas se suscitan sentimientos contrarios a lo
que experimenta el cuerpo, colocado el dolor frente a frente del placer, y el placer frente a frente del
dolor, de suerte que estos dos sentimientos se mezclan y se confunden, ya hemos manifestado más
arriba que el alma, sintiéndose vacía, desea verse llena, y que siente al mismo tiempo alegría por la
esperanza de que será satisfecha, mientras que sufre por no haber llegado aún esta satisfacción; pero
ninguna prueba hemos dado para justificar este hecho. Por ahora nos limitamos a decir, que al no
convenir el alma con el cuerpo en todas sus afecciones, cuyo número es infinito, resulta de todo esto
una mezcla de dolor y de placer.
PROTARCO. —Me parece que tienes razón.
SÓCRATES. —Aún nos queda por examinar otra de estas mezclas de dolor y de placer.
PROTARCO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —Aquella que el alma produce en sí misma, como hemos dicho más de una vez.
PROTARCO. —¿Cómo entiendes eso?
SÓCRATES. —¿No convienes en que la cólera, el temor, el deseo, la tristeza, el amor, los celos,
la envidia y otras pasiones semejantes, son especies de dolores del alma?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No proporcionan placeres inexplicables? Con respecto al resentimiento y a la
cólera, ¿tendremos que recordar las palabras de Homero, que dice: la cólera más dulce que la miel,
que corre del panal,[9] enardece algunas veces al sabio mismo; y recordar también los placeres
mezclados con el dolor en nuestras quejas y pesares?
PROTARCO. —No es necesario recordarlo; confieso que las cosas suceden así y no de otra
manera.
SÓCRATES. —También debes recordar lo que acontece en las representaciones trágicas, donde
se llora al mismo tiempo que se ríe.
PROTARCO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —¿No sabes que en la comedia misma nuestra alma se ve afectada por una mezcla
de placer y de dolor?
PROTARCO. —Yo no lo veo claramente.
SÓCRATES. —En verdad, Protarco, que el sentimiento, que se experimenta entonces, no es fácil
de distinguir.
PROTARCO. —Por lo menos no lo es para mí.
SÓCRATES. —Tratemos, pues, de aclararlo, por lo mismo que es más confuso. Esto nos servirá
para descubrir más fácilmente cómo el placer y el dolor se encuentran mezclados con otros
sentimientos.
PROTARCO. —Habla.
SÓCRATES. —¿Miras como un dolor del alma lo que se llama envidia?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Sin embargo, vemos que el envidioso se regocija con el mal de su prójimo.
PROTARCO. —Y mucho.
SÓCRATES. —La ignorancia, y lo que se llama necedad, ¿no son un mal?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Sentado esto, ¿concibes bien cuál es la naturaleza del ridículo?
PROTARCO. —Tienes que decírmelo.
SÓCRATES. —Tomándolo en general, es una especie de vicio, un cierto hábito; y lo propio de
este vicio es el producir en nosotros un efecto contrario a lo que prescribe la inscripción de Delfos.
PROTARCO. —¿Hablas, Sócrates, del precepto conócete a ti mismo?
SÓCRATES. —Sí; y es evidente, que la inscripción diría lo contrario si dijera: no te conozcas en
manera alguna.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Procura, Protarco, dividir esto en tres.
PROTARCO. —¿Cómo? Temo no poder hacerlo.
SÓCRATES. —Es decir, que quieres que yo haga esta división.
PROTARCO. —No solo lo quiero, sino que te lo suplico.
SÓCRATES. —¿No es indispensable, que los que no se conocen a sí mismos, estén en tal
ignorancia con relación a una de estas tres cosas?
PROTARCO. —¿Qué cosas?
SÓCRATES. —En primer lugar, con relación a las riquezas, imaginándose ser más ricos que lo
que son en realidad.
PROTARCO. —Muchos son los atacados de esta enfermedad.
SÓCRATES. —Hay también otros, que se creen más grandes y más bellos que lo que son
realmente, y que se consideran dotados de todas las cualidades del cuerpo en un grado superior a la
verdad.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero el mayor número, a mi parecer, es el de los que se engañan respecto a las
cualidades del alma, imaginándose que son mejores que lo que son. Ésta es la tercera especie de
ignorancia.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Hablando de las virtudes, con respecto a la sabiduría, por ejemplo, ¿no es cierto,
que la mayor parte, con pretensiones exageradas, no saben más que disputar, y que tienen de ella una
falsa y mentirosa opinión?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Puede asegurarse con motivo que semejante disposición de espíritu es un mal.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Protarco, necesitamos dividir aún esto en dos, si queremos conocer la envidia
pueril y la mezcla singular que en ella tiene lugar de placer y de dolor.
PROTARCO. —¿Cómo lo dividiremos en dos? Dímelo.
SÓCRATES. —Sí. ¿No es una necesidad, que todos los que conciben locamente está falsa opinión
de sí mismos, sean partícipes, como el resto de los hombres, los unos de la fuerza y del poder, y los
otros de las cualidades contrarias?
PROTARCO. —Es una necesidad.
SÓCRATES. —Distínguelos, pues, así, y si llamas ridículos a los que, teniendo tal opinión de sí
mismos, son débiles e incapaces de vengarse cuando se burlan de ellos, no dirás más que la verdad;
así como tampoco te engañarás diciendo que los que tienen a mano la fuerza para vengarse son
temibles, violentos y odiosos. La ignorancia, en efecto, en las personas poderosas es vergonzosa y
aborrecible, porque es perjudicial al prójimo, ella y cuanto a ella se parece; mientras que la
ignorancia acompañada de la debilidad es el lote de los personajes ridículos.
PROTARCO. —Muy bien dicho. Pero no descubro en esto la mezcla del placer y del dolor.
SÓCRATES. —Empieza antes por penetrar la naturaleza de la envidia.
PROTARCO. —Explícamela.
SÓCRATES. —¿No hay dolores y placeres injustos?
PROTARCO. —No puede negarse.
SÓCRATES. —No hay injusticia, ni envidia, en regocijarse con el mal de sus enemigos. ¿No es
así?
PROTARCO. —No la hay.
SÓCRATES. —Pero cuando uno es testigo a veces de los males de sus amigos, ¿no es uno injusto
al no afligirse, y más aún al regocijarse?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No hemos dicho que la ignorancia es un mal, dondequiera que se encuentre?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y que con relación a la falsa opinión que nuestros amigos se formen de su
sabiduría, de su belleza y demás cualidades de que hemos hablado, distinguiéndolas en tres especies,
y añadiendo que en tales situaciones el ridículo se halla donde se encuentra la debilidad, y lo odioso
donde se encuentra la fuerza, ¿no confesaremos, como dije antes, que esta disposición de nuestros
amigos, cuando no daña a nadie, es ridícula?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No convinimos igualmente, en que, en tanto que ignorancia, es aquella un mal?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando nos reímos de semejante ignorancia, ¿estamos gozosos o afligidos?
PROTARCO. —Es evidente que estamos gozosos.
SÓCRATES. —¿No hemos dicho que la envidia es la que produce en nosotros este sentimiento de
alegría, en presencia de los males de nuestros amigos?
PROTARCO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —De esta reflexión resulta que cuando nos reímos de la parte ridícula de nuestros
amigos, mezclamos el placer con la envidia, y, por consiguiente, el placer con el dolor, puesto que ya
hemos reconocido que la envidia es un dolor del alma, el reír un placer, y que estas dos cosas se
encuentran juntas en tal caso.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Esto nos hace conocer que en las lamentaciones y tragedias, no solo del teatro,
sino en la tragedia y comedia de la vida humana, el placer va mezclado con el dolor, así como en
otras muchas cosas.
PROTARCO. —Es imposible dejar de convenir en ello, Sócrates, por más que se quiera sostener
lo contrario.
SÓCRATES. —Hemos propuesto la cólera, el pesar, el temor, el amor, los celos, la envidia y
demás pasiones semejantes, como otras tantas afecciones, donde encontraríamos mezcladas dos cosas
que hemos repetido tantas veces; ¿no es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Esto ha sido ya explicado con relación a las quejas dolorosas, a la envidia y a la
cólera.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —¿No faltan aún muchas pasiones que considerar?
PROTARCO. —Sí, verdaderamente.
SÓCRATES. —¿Por qué razón principal crees tú que me he propuesto hacer patente esta mezcla
en la comedia? ¿No es para persuadirte de que es fácil probar lo mismo en los temores, en los
amores y en las demás pasiones, y para que, teniendo esto por evidente, me dejes en libertad y no me
obligues a prolongar el discurso, probando que esto tiene lugar en todo lo demás, y que tú concibes
generalmente que el cuerpo sin el alma, el alma sin el cuerpo, y ambos en común, experimentan mil
afecciones, en las que el placer va mezclado con el dolor? Dime ahora si me darás libertad, o si me
obligarás a continuar esta conversación hasta media noche. Dos palabras aún; espero obtener de ti
que me dejes libre, comprometiéndome a darte mañana razón de todo esto. Por ahora mi designio es
desarrollar lo que me resta por decir, para llegar al juicio que Filebo exige de mí.
PROTARCO. —Has hablado bien, Sócrates. Acaba como te agrade lo que te falta por decir.
SÓCRATES. —Según el orden natural de las cosas, después de los placeres mezclados, es
necesario, hasta cierto punto, que consideremos a su vez los que no tienen mezcla.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Voy a intentar hacerte conocer su naturaleza, alterando algún tanto la opinión de
los demás. Porque de ninguna manera soy del parecer de aquellos que pretenden que los placeres no
son más que una cesación del dolor; pero, como he dicho, me valgo de su testimonio para probar que
hay placeres, que se tienen por reales y no lo son, y que muchos otros, que pasan por muy vivos, se
confunden con el dolor y con los intervalos de reposo, en medio de los sufrimientos más duros, en
ciertas situaciones críticas del alma y del cuerpo.
PROTARCO. —¿Cuáles son los placeres, Sócrates, que con razón pueden tenerse por
verdaderos?
SÓCRATES. —Son los que tienen por objeto los colores bellos y las bellas figuras, la mayor
parte de los que nacen de los olores y de los sonidos, y todos aquellos, en una palabra, cuya privación
no es sensible, ni dolorosa, y cuyo goce va acompañado de una sensación agradable, sin mezcla
alguna de dolor.
PROTARCO. —¿Cómo hemos de entender eso, Sócrates?
SÓCRATES. —Puesto que no comprendes al vuelo lo que quiero decirte, es preciso tratar de
explicártelo. Por la belleza de las figuras no entiendo lo que muchos se imaginan, por ejemplo,
cuerpos hermosos, bellas pinturas; sino que entiendo por aquella lo que es recto y circular, y las
obras de este género, planas y sólidas, trabajadas a torno, así como las hechas con regla y con
escuadra; ¿concibes mi pensamiento? Porque sostengo, que estas figuras no son como las otras,
bellas por comparación, sino que son siempre bellas en sí, por su naturaleza; y que procuran ciertos
placeres que le son propios, y no tienen nada de común con los placeres producidos por los
estímulos carnales. Otro tanto digo de los colores bellos que tienen una belleza del mismo género, y
de los placeres que son del mismo tipo. ¿Me comprendes ahora?
PROTARCO. —Hago los esfuerzos posibles para ello, Sócrates; pero procura explicarte más
claramente aún.
SÓCRATES. —Digo, pues, con relación a los sonidos, que los que son fluidos y claros, dando
lugar a una pura melodía, no son simplemente bellos por comparación, sino por sí mismos, así como
los placeres que son su resultado natural.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —La especie de placer, que resulta de los olores, tiene algo menos de divino, a decir
verdad; pero los placeres en los que no se mezcla ningún dolor necesario, por cualquier camino o
por cualquier sentido que lleguen hasta nosotros, los coloco todos en el género opuesto al de
aquellos de que acabamos de hablar. Son, si lo comprendes, dos especies diferentes de placeres.
PROTARCO. —Lo comprendo.
SÓCRATES. —Añadamos aún los placeres que acompañan a la ciencia, si creemos que no están
unidos a una especie de deseo de aprender y que en todo caso esta sed de ciencia no causa desde el
principio ningún dolor.
PROTARCO. —Así lo creo.
SÓCRATES. —Pero entonces, henchida el alma de ciencia, si llega a perderla por el olvido,
¿resulta de esto algún dolor?
PROTARCO. —Ninguno por la naturaleza misma de la cosa; solo por la reflexión, al verse
privado de una ciencia, es como cabe afligirse, a causa de la necesidad que de ella se tiene.
SÓCRATES. —Pero, querido mío, nosotros consideramos aquí las afecciones naturales en sí
mismas, independientemente de toda reflexión.
PROTARCO. —Siendo así, dices con verdad que el olvido de las ciencias, a que estamos
sometidos, no lleva consigo ningún dolor.
SÓCRATES. —Es preciso decir, por consiguiente, que los placeres ligados a las ciencias están
exentos de dolor, y que no están hechos para todo el mundo, sino para un corto número de personas.
PROTARCO. —¿Cómo no lo hemos de decir?
SÓCRATES. —Ahora que hemos separado ya suficientemente los placeres puros y los que con
razón pueden llamarse impuros, añadamos a esta reflexión que los placeres violentos son
desmedidos, y que los otros, por el contrario, son comedidos. Digamos también que los primeros,
que son grandes y fuertes, y se hacen sentir, ya muchas, ya raras veces, pertenecen a la especie del
infinito, que obra con más o menos vivacidad sobre el cuerpo y sobre el alma; y que los segundos
son de la especie finita.
PROTARCO. —Dices muy bien, Sócrates.
SÓCRATES. —Además de esto, hay todavía otra cosa que decidir con relación a ellos.
PROTARCO. —¿Qué cosa?
SÓCRATES. —¿Hay más afinidad entre la verdad y lo que es puro y sin mezcla, que entre la
verdad y lo que es vivo, grande, considerable, numeroso?
PROTARCO. —¿Con qué intención haces esta pregunta, Sócrates?
SÓCRATES. —En lo que de mí dependa, Protarco, no quiero omitir nada en el examen del placer
y de la pena, de lo que el uno y la otra pueden tener de puro y de impuro, a fin de que presentándose
ambos a ti, a mí y a todos los presentes, desprendidos de todo lo que les es extraño, nos sea más fácil
formar nuestro juicio.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Formémonos la idea siguiente de todas las cosas, que llamamos puras, y, antes de
pasar adelante, comencemos fijándonos en una.
PROTARCO. —¿En cuál nos fijaremos?
SÓCRATES. —Consideremos, si quieres, la blancura.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —¿Cómo y en qué consiste la pureza de la blancura?, ¿en la magnitud y en la
cantidad?, ¿o consiste en aparecer sin mezcla, sin vestigio alguno de otro color?
PROTARCO. —Es evidente que consiste en estar perfectamente desprendido de toda mezcla.
SÓCRATES. —Muy bien. ¿No diremos, Protarco, que esta blancura es la más verdadera y al
mismo tiempo la más bella de todas las blancuras, y no la que es mayor en cantidad y más grande?
PROTARCO. —Con mucha razón, sin duda.
SÓCRATES. —Si sostenemos que un poco de blanco sin mezcla es de hecho más blanco, más
bello y más verdadero que mucho blanco mezclado, no diremos más que la pura verdad.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y bien? Al parecer no tendremos necesidad de muchos ejemplos semejantes para
hacer la aplicación al placer, y basta este para comprender que todo placer desprendido del dolor,
aunque pequeño y en corta cantidad, es más agradable, más verdadero y más bello que otro, aunque
sea más vivo y mayor en cantidad.
PROTARCO. —Convengo en ello, y este solo ejemplo es suficiente.
SÓCRATES. —¿Qué piensas de esto? ¿No hemos oído decir que el placer está siempre en camino
de generación, y nunca en el estado de existencia? Es, en efecto, lo que ciertas personas hábiles
intentan demostrarnos; y debemos estarles agradecidos.
PROTARCO. —¿Por qué razón?
SÓCRATES. —Discutiré este punto contigo, mi querido Protarco, por medio de preguntas.
PROTARCO. —Habla e interroga.
SÓCRATES. —¿No hay dos clases de cosas, la una la de las que existen por sí mismas y la otra la
de las que aspiran sin cesar hacia otra cosa?
PROTARCO. —¿De qué cosas hablas?
SÓCRATES. —La una es muy noble por su naturaleza; la otra es inferior a aquella en dignidad.
PROTARCO. —Explícate más claramente aún.
SÓCRATES. —Hemos visto, sin duda, hermosos jóvenes, que tenían por amantes a hombres
llenos de valor.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Pues bien, busca ahora dos cosas que se parezcan a estas dos, entre todas aquellas
que están unidas entre sí por una relación, y que sea expresión de una tercera cosa.
PROTARCO. —Di, Sócrates, con más claridad lo que quieres expresar.
SÓCRATES. —No quiero remontarme, Protarco; pero la discusión parece que tiene gusto en
entorpecernos. Quiere hacernos entender, que, de estas dos cosas, la una está siempre hecha en vista
de alguna otra; y la otra es aquella, en cuya vista se hace ordinariamente lo que es hecho por otra
cosa distinta.
PROTARCO. —Yo he tenido mucha dificultad en comprenderlo a fuerza de hacerlo repetir.
SÓCRATES. —Quizá, querido mío, lo comprenderás mejor aún a medida que avancemos en la
discusión.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Consideremos ahora otras dos cosas.
PROTARCO. —¿Cuáles?
SÓCRATES. —La una, el fenómeno; la otra, el ser.
PROTARCO. —Admito estas dos cosas: el ser y el fenómeno.
SÓCRATES. —Muy bien. ¿Cuál de las dos diremos que está hecha a causa de la otra: el fenómeno
a causa de la existencia, o la existencia a causa del fenómeno?
PROTARCO. —¿Me preguntas si la existencia es lo que es a causa del fenómeno?
SÓCRATES. —Así parece.
PROTARCO. —En nombre de los dioses, ¿qué pregunta es esta?
SÓCRATES. —Es la siguiente, Protarco. Dime, ¿la construcción de los buques se hace en vista de
los buques o los buques en vista de su construcción, y así de las demás cosas de la misma naturaleza?
He aquí, Protarco, lo que quiero saber de ti.
PROTARCO. —¿Por qué no te respondes a ti mismo, Sócrates?
SÓCRATES. —No hay inconveniente; pero quiero que tomes parte en lo que yo diga.
PROTARCO. —Con gusto.
SÓCRATES. —Digo, pues, que los ingredientes, los instrumentos, los materiales de todas las
cosas entran aquí en vista de algún fenómeno; que todo fenómeno se verifica, ya en vista de una
existencia, ya en vista de otra; y la totalidad de los fenómenos en vista de la totalidad de las
existencias.
PROTARCO. —Eso es muy claro.
SÓCRATES. —Por consiguiente, si el placer es un fenómeno, es indispensable que se verifique en
vista de alguna existencia.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Pero la cosa, en vista de la cual es hecho siempre lo que se hace en vista de otra
cosa, debe ser puesta en la clase del bien; y es preciso poner, querido mío, en otra clase lo que se
hace en vista de otra cosa.
PROTARCO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Luego si el placer es un fenómeno, ¿no tendremos razón para ponerlo en otra
clase que la del bien?
PROTARCO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Así, pues, como dije al empezar esta discusión, es preciso estar agradecido al que
nos ha hecho conocer que el placer es un fenómeno y que no tiene absolutamente existencia por sí
mismo; porque es evidente que el que esto sostiene, se burla de los que dicen que el placer es el bien.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Este mismo se burlará también sin duda de los que hacen consistir toda su
felicidad en los fenómenos.
PROTARCO. —¿Cómo y de quién hablas?
SÓCRATES. —De los que, matando el hambre, la sed y otras necesidades semejantes, que se
satisfacen por medio de fenómenos, se regocijan con estos por el placer que les causan; y dicen que
no querrían vivir si no estuviesen sujetos a la sed y al hambre, y si no experimentasen todas las
sensaciones, que se pueden llamar consecuencias de esta clase de necesidades.
PROTARCO. —Por lo menos en esta disposición se muestran.
SÓCRATES. —¿No convendrá todo el mundo en que la alteración de un fenómeno es lo contrario
de su generación?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Así es que el que escoge la vida del placer, escoge la generación y la alteración, y
no el tercer estado en el que no tienen lugar el placer, ni el dolor, y sí la más pura sabiduría.
PROTARCO. —Veo bien, Sócrates, que es el más grande de los absurdos poner el bien del
hombre en el placer.
SÓCRATES. —Es cierto. Digamos ahora lo mismo de otra manera.
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —¿Cómo puede dejar de ser un absurdo que no existiendo nada bueno y nada bello
en el cuerpo ni en ninguna otra cosa, y sí solo en el alma, pueda ser el placer el único bien de esta
misma alma, y que la fuerza, la templanza, la inteligencia y todos los demás bienes de que está dotada
puedan despreciarse? ¿No sería también absurdo decir que el que no experimenta placer, y sí dolor,
es malo durante todo el tiempo que sufre, aunque por otra parte sea el hombre más virtuoso del
mundo? ¿Y por el contrario, que el que experimenta placer, solo por esto se le haya de tener por
virtuoso, y tanto más cuanto mayor sea el placer?
PROTARCO. —Todo eso, Sócrates, es absurdo.
SÓCRATES. —Pero no se nos eche en cara que después de haber examinado el placer con el
mayor rigor, parece que queremos desentendemos en cierta manera de la inteligencia y de la ciencia.
Ataquémoslas con resolución por todos los rumbos, para ver si tienen algún punto débil, hasta que,
descubierto lo más puro de su naturaleza, nos sirvamos en el juicio que debemos formar en común
de lo que la inteligencia de una parte y el placer de otra tienen de más real en sí.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —¿No se dividen las ciencias en dos ramas, que tienen a mi juicio por objeto, la una,
las artes mecánicas, y la otra la educación, ya del alma, ya del cuerpo? ¿No es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Veamos por lo pronto, con relación a las artes mecánicas, si en ciertos conceptos
participan más de la ciencia y menos en otros, y si es preciso mirar como muy pura la parte que
afecta a la ciencia, y como muy impura la otra.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Separemos, pues, en las artes las que están a la cabeza de las demás.
PROTARCO. —¿Qué artes y cómo las separaremos?
SÓCRATES. —Por ejemplo, si se separa de las artes la de contar, medir y pesar, lo que quede, a
decir verdad, será bien poca cosa.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Después de esto, no queda otro recurso que acudir a las probabilidades, ejercitar
los sentidos mediante la experiencia y una cierta rutina, valiéndose del talento de conjeturar, al que
dan muchos el nombre de arte, cuando ha llegado a adquirir su perfección por la reflexión y el
trabajo.
PROTARCO. —Lo que dices es indudable.
SÓCRATES. —¿No se encuentra en este caso la música, puesto que no arregla sus armonías por
la medida sino por las conjeturas que al azar suministra el hábito; así como la parte instrumental de
este arte tampoco se somete a una justa medida al poner en movimiento cada cuerda, obrando
también por conjetura, de manera que en la música hay muchas cosas oscuras y muy pocas ciertas?
PROTARCO. —Nada más verdadero.
SÓCRATES. —Tendremos que lo mismo sucede con la medicina, con la agricultura, con la
navegación y con el arte militar.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Que, por el contrario, la arquitectura hace uso, a mi parecer, de muchas medidas e
instrumentos que le dan una gran fijeza, y la hacen más exacta, que la mayor parte de las ciencias.
PROTARCO. —¿En qué?
SÓCRATES. —En la construcción de buques, de casas y de otras grandes obras de carpintería,
porque pienso que se sirve de la regla, del torno, del compás, de la plomada y del desabollador.
PROTARCO. —Dices verdad, Sócrates.
SÓCRATES. —Separemos, pues, las artes en dos órdenes, puesto que unas, siendo dependientes
de la música, tienen menos precisión en sus obras; y otras que, perteneciendo a la arquitectura, la
tienen mayor.
PROTARCO. —Sea así.
SÓCRATES. —Coloquemos entre las artes más exactas aquellas de que al principio hicimos
mención.
PROTARCO. —Me parece que hablas de la aritmética y de las otras artes que mencionaste con
ella.
SÓCRATES. —Justamente. Pero, Protarco, ¿no habrá precisión de decir, que estas mismas artes
son de dos clases?, ¿o qué piensas tú?
PROTARCO. —Te suplico, me digas qué artes.
SÓCRATES. —Por lo pronto, la aritmética. ¿No debemos reconocer que hay una vulgar y otra
propia de los filósofos?
PROTARCO. —¿Y cómo se fija la diferencia que hay entre estas dos clases de aritmética?
SÓCRATES. —No es pequeña, Protarco. Porque el vulgo hace entrar en el mismo cálculo
unidades desiguales, como dos ejércitos, dos bueyes, dos unidades muy pequeñas o muy grandes. Los
filósofos, por el contrario, nunca darán oídos a quien se niegue a admitir que, entre todas las
unidades, no hay una unidad que no difiera absolutamente nada de otra unidad.
PROTARCO. —Tienes razón en decir que entre los que hacen uso de la ciencia de los números no
es pequeña la diferencia, y por consiguiente que hay fundamento para distinguir dos especies de
aritméticas.
SÓCRATES. —Y bien, el arte de calcular y de medir, que emplean los arquitectos y los
mercaderes, ¿no difiere de la geometría y de los cálculos razonados de los filósofos? ¿Diremos que
es el mismo arte, o los contaremos como dos?
PROTARCO. —Después de lo que se acaba de decir, mi dictamen es que son dos artes.
SÓCRATES. —Muy bien. ¿Comprendes por qué hemos entrado en esta discusión?
PROTARCO. —Quizá. Sin embargo, me daré por satisfecho si oigo de tu boca la contestación a
esa pregunta.
SÓCRATES. —Me parece que con este discurso nos proponemos ahora, como en un principio,
proceder a una indagación que guarde consonancia con la que ya hicimos sobre los placeres, y para
examinar también si a la manera que hay unos placeres más puros que otros, sucede lo mismo
respecto de las ciencias.
PROTARCO. —Es claro que estamos comprometidos por ese rumbo.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no hemos visto ya antes, que unas artes son más precisas y otras más
confusas?
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Con relación a las artes más exactas, después de haber llamado a cada una con un
solo nombre, y hecho nacer en nosotros el pensamiento de que este arte es uno, ¿no parece ahora que
son dos artes y ocurre que interrogamos de nuevo, para saber lo que hay de preciso y de puro en cada
uno, y si el arte que emplean los filósofos es más exacto que el arte de los que no lo son?
PROTARCO. —En efecto, me parece que es eso lo que se intenta averiguar.
SÓCRATES. —Y bien, ¿qué respuesta daremos?
PROTARCO. —¡Oh Sócrates!, ¡qué diferencias tan sorprendentes hemos llegado a encontrar entre
las ciencias a fuerza de precisarlas!
SÓCRATES. —De esa manera responderemos con más facilidad.
PROTARCO. —Sin duda; y diremos que las artes que tienen por objeto la medida y el número
difieren infinitamente de las otras; y aun estas mismas, en tanto que aplicadas por los verdaderos
filósofos, las superan por la exactitud y la verdad más de lo que puede imaginarse.
SÓCRATES. —Sea como tú dices, y bajo tu palabra responderemos con confianza a los hombres
temibles por su habilidad en el arte de prolongar la discusión, que…
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Que hay dos aritméticas y dos geometrías, y que, dependiendo de estas otra
multitud de artes, aunque comprendidas bajo un solo nombre, son, sin embargo, dobles de la misma
manera.
PROTARCO. —De acuerdo, demos esta respuesta, Sócrates, a esos hombres, que, según dices,
son tan temibles.
SÓCRATES. —Diremos, pues, que estas ciencias son de la más completa exactitud.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero, Protarco, la dialéctica nos echaría en cara, que dábamos a otra ciencia la
preferencia sobre ella.
PROTARCO. —¿Qué debe entenderse por dialéctica?
SÓCRATES. —Es claro que es la ciencia que conoce todas las ciencias de que hablamos. Creo, en
efecto, que todos los que tienen un poco de inteligencia convendrán en que el conocimiento más
verdadero, sin comparación, es el que tiene por objeto el ser, lo que existe realmente, y cuya
naturaleza es siempre la misma. Y tú, Protarco, ¿qué juicio formas?
PROTARCO. —Sócrates, he oído muchas veces decir a Gorgias, que el arte de persuadir tiene
ventajas sobre los demás, porque todo se somete a él, no por la fuerza, sino por la voluntad; en una
palabra, que es el más excelente de todos. Pero yo no querría ahora combatir su opinión; ni la tuya.
SÓCRATES. —Me parece que en el momento de tomar las armas contra mí te ha dado vergüenza
y las has abandonado.
PROTARCO. —Pues bien. Sea lo que quieres con respecto a estas ciencias.
SÓCRATES. —¿Es culpa mía si no has comprendido bien mi pensamiento?
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —No te he preguntado, mi querido Protarco, cuál es el arte o la ciencia que está por
encima de las otras en razón de su importancia, de su excelencia y de las ventajas que de ellas se
sacan, sino cuál es la ciencia cuyo objeto es el más claro, exacto y verdadero, sea o no de una gran
utilidad. He aquí lo que ahora buscamos. Así, si lo miras bien, no te expondrás a la indignación de
Gorgias, concediendo al arte que profesa la ventaja sobre todos respecto a la utilidad que ofrece a los
hombres. Pero en cuanto a la ciencia de que yo hablo, así como decía antes, con motivo de lo blanco,
que un poco de blanco, con tal de que sea puro, supera a una gran cantidad que no lo sea, por ser lo
blanco lo verdadero; en igual forma, después de una seria atención y reflexiones suficientes, sin tener
en cuenta la utilidad de las ciencias, ni la celebridad que nos dan, sino considerando únicamente que
hay en nuestra alma una facultad destinada a amar lo verdadero, y dispuesta a arrostrarlo todo para
llegar a conocerlo, habiendo buscado por otra parte lo que hay de puro en la inteligencia y la
sabiduría, veamos si no es razonable decir que estos objetos puros son lo propio de esta facultad, o si
es preciso buscar otra más excelente.
PROTARCO. —Ya lo examino, y me parece difícil conceder, que ninguna otra ciencia, ni ningún
otro arte, tengan más verdad que la dialéctica.
SÓCRATES. —Lo que te ha obligado a pensar así, ¿no ha sido la observación que has hecho, de
que la mayor parte de las artes y de las ciencias, que tienen por objeto este mundo, dan mucho a las
opiniones y examinan con gran aplicación lo que a ellas pertenece? Por ejemplo, cuando alguno se
propone estudiar la naturaleza, ya sabes que ocupa toda su vida en averiguar cómo ha sido producido
este universo, y cuáles son los efectos y causas de lo que en él pasa. ¿No es esto lo que decimos?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No es cierto que el objeto que este hombre se propone en sus investigaciones no
es lo que existe siempre, sino lo que se hace, lo que sé hará y lo que se ha hecho?
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —¿Podemos decir que hay algo de evidente, conforme a la más exacta verdad, en lo
que nunca ha existido, ni existirá, ni existe en lo presente de una manera estable?
PROTARCO. —¿Y el medio?
SÓCRATES. —¿Cómo tendremos conocimientos sólidos sobre objetos que no tienen ninguna
consistencia?
PROTARCO. —Creo que no puede haberlos.
SÓCRATES. —Por consiguiente, la verdad pura no se encuentra en la inteligencia y en la ciencia
que se tiene de estos objetos.
PROTARCO. —No es posible.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es preciso que dejemos esto a un lado, tú, yo, Gorgias y Filebo; y
escuchando solo a la razón, debemos afirmar lo siguiente.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Que la estabilidad, la pureza, la verdad y lo que nosotros llamamos sinceridad, no
se encuentran sino en lo que subsiste siempre, en el mismo estado, de la misma manera, sin ninguna
mezcla, y en seguida en lo que más se aproxime a esto; y que todo lo demás no debe ser colocado
sino después y en grado inferior.
PROTARCO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Por lo que toca a los nombres que expresan estos objetos, ¿no es muy justo dar
los más bellos a los más bellos objetos?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No son los nombres más preciosos los de inteligencia y sabiduría?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Pueden ser aplicados con justa razón y con exacta verdad a los pensamientos que
tienen por objeto el ser real.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Lo que antes he sometido a nuestro juicio no es otra cosa que estos nombres.
PROTARCO. —Es cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Sea así. Y si alguno dijese que nos parecíamos a obreros, a cuya disposición se
pusiese la sabiduría y el placer como materiales que deben amalgamarse para formar una obra, ¿no
sería exacta esta comparación?
PROTARCO. —Muy exacta.
SÓCRATES. —¿Convendrá ahora hacer esta amalgama?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Pero no será mejor que recordemos antes ciertas cosas?
PROTARCO. —¿Cuáles?
SÓCRATES. —Las que ya hemos mencionado; pero, a mi parecer, es una buena máxima la que
ordena que se insista dos y tres veces sobre lo que es el bien.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —En nombre de Zeus, estate atento. He aquí, según recuerdo, lo que dijimos al
principio de esta discusión.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Filebo sostenía que el placer es el fin legítimo de todos los seres animados y el
objeto al que deben tender; que es el bien de todos y que estas dos palabras: bueno y agradable,
pertenecen, hablando con exactitud, a una sola y misma naturaleza. Sócrates, por el contrario,
pretendía primero, que, como lo bueno y lo agradable son dos nombres diferentes, expresan
igualmente dos cosas de una naturaleza distinta y que la sabiduría participa más de la condición del
bien que el placer. ¿No es esto, Protarco, lo que entonces se dijo por una y otra parte?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿No convinimos entonces y convenimos ahora en lo siguiente?
PROTARCO. —¿En qué?
SÓCRATES. —En que la naturaleza del bien tiene ventajas sobre todas las demás cosas en esto.
PROTARCO. —¿En qué?
SÓCRATES. —En que el ser animado que está en posesión plena, entera, no interrumpida durante
toda la vida, del bien, no tiene necesidad de ninguna otra cosa, porque aquel le basta por completo.
¿No es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No hemos procurado considerar con el pensamiento dos especies de vidas,
absolutamente distintas la una de la otra, en las que hemos hallado, de una parte, el placer sin ninguna
mezcla de sabiduría, y de otra, la sabiduría exenta igualmente de todo placer?
PROTARCO. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿Ha parecido a ninguno de nosotros que cada una de estas condiciones se baste a
sí misma?
PROTARCO. —¿Cómo podía parecemos?
SÓCRATES. —Si entonces nos hemos separado en algo de la verdad, devuélvanos al camino el
que pueda, y explíquese mejor. A este fin, debe comprender bajo una sola idea la memoria, la ciencia,
la sabiduría, la opinión verdadera, y examinar si hay alguno que, privado de todo esto, consienta en
gozar de cosa alguna, ni aun de los placeres, por grandes que se les suponga, sea por el número, sea
por la vivacidad, si carece de la opinión verdadera tocante a la alegría que siente, si no conoce en
modo alguna cuál es el sentimiento que experimenta, y si no conserva el menor recuerdo por más o
menos tiempo. Lo mismo puedes decir de la sabiduría, y mira si podría escogerse la sabiduría sin
ningún placer, por pequeño que fuera, más bien que con algún placer; o todos los placeres del mundo
sin sabiduría más bien que con alguna sabiduría.
PROTARCO. —Eso no puede ser, Sócrates, y no es cosa de volver tantas veces a la carga,
repitiendo lo que hemos dicho.
SÓCRATES. —Así pues, ni el placer ni la sabiduría son el bien perfecto, el bien apetecible para
todos, el soberano bien.
PROTARCO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Por consiguiente, es preciso descubrir el bien o en sí mismo o en alguna imagen,
para ver, como ya dijimos, a quién debemos adjudicar el segundo puesto.
PROTARCO. —Dices muy bien.
SÓCRATES. —¿No hemos encontrado algún camino que nos conduzca al bien?
PROTARCO. —¿Qué camino?
SÓCRATES. —Si se buscase un hombre, y se supiese exactamente dónde estaba, ¿no sería este un
gran dato para encontrarlo?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Lo mismo ahora, que cuando comenzamos la conversación, la razón nos ha hecho
conocer que no hay que buscar el bien en una vida sin mezcla, sino en la que está mezclada.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Tenemos esperanza de que lo que buscamos se nos mostrará más en descubierto
en una vida muy mezclada, que en ninguna otra.
PROTARCO. —Mucho más.
SÓCRATES. —Por lo tanto, hagamos esta mezcla, Protarco, después de haber invocado los
dioses, ya Dionisio, ya Hefesto, ya cualquier otra divinidad, a quien competa el cuidado de semejante
mezcla.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —En cierta manera hacemos aquí el oficio de los escanciadores y tenemos a nuestra
disposición dos fuentes: la del placer, que se puede comparar a una de miel; y la de la sabiduría,
fuente sobria, en la que es desconocido el vino, y de donde sale un agua pura y saludable. He aquí lo
que es preciso que nos esforcemos en mezclar del mejor modo posible.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Veámoslo. ¿Conseguiríamos nuestro objeto mezclando toda especie de placer con
toda especie de sabiduría?
PROTARCO. —Quizá.
SÓCRATES. —Este medio no sería seguro. Voy a proponerte un modo de hacer esta mezcla con
menos riesgo.
PROTARCO. —¿Qué modo?, di.
SÓCRATES. —Tenemos, según pensamos, unos placeres más verdaderos que otros, y artes más
exactas que otras.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Asimismo unas ciencias diferentes de otras ciencias: las unas tienen por objeto las
cosas sujetas a la generación y corrupción; las otras lo que no es engendrado, ni está expuesto a
perecer, sino que existe siempre lo mismo y de la misma manera. Bajo el punto de vista de la verdad,
hemos juzgado que estas son más verdaderas que aquellas.
PROTARCO. —Y con razón.
SÓCRATES. —Entonces, comenzando por mezclar las porciones más verdaderas de una y otra
parte, examinaremos si esta mezcla es suficiente para procurarnos la vida más apetecible, o si
tenemos aún necesidad de hacer entrar aquí otras porciones que no sean tan puras.
PROTARCO. —Me parece bien tomar ese partido.
SÓCRATES. —Supóngase un hombre, que tiene una idea exacta de la justicia, con la facultad de
explicarla por el discurso, y provisto de las mismas ventajas en todas las demás cosas.
PROTARCO. —Bien.
SÓCRATES. —¿Tendría este hombre toda la ciencia necesaria, si, conociendo la naturaleza del
círculo divino y de la esfera divina,[10] ignorase por otra parte lo que son la esfera humana y los
círculos reales, e ignorase también que, para la construcción de un edificio o de cualquier otro
artefacto, se necesitan estas reglas y estos círculos reales?
PROTARCO. —Nuestra situación, Sócrates, sería ridícula con estos conocimientos divinos, si no
tuviésemos otros.
SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices? Entonces, ¿será preciso valerse del arte de emplear la regla
y el círculo imperfectos, arte que no es sólido, ni puro?
PROTARCO. —Así tiene que ser; y sin esto no hallaríamos ni aun el camino para ir a nuestra
casa.
SÓCRATES. —¿Será preciso también incorporar la música, de la que dijimos más arriba que está
llena de conjeturas y de imitación, y carente por lo mismo de pureza?
PROTARCO. —Eso me parece necesario, si ha de ser la vida un tanto soportable.
SÓCRATES. —¿Quieres que a manera de un portero estrechado y forzado por un tropel de gente
ceda yo y abra las puertas de par en par, y deje entrar todas las ciencias y mezclarse las puras con las
que no lo son?
PROTARCO. —No veo, Sócrates, qué mal podrá resultar de que un hombre posea todas las
ciencias, con tal de que tenga las primeras.
SÓCRATES. —Voy, pues, a dejarlas correr todas juntas en el recinto del poético valle de Homero.
[11]
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Aquí están sueltas; pueden mezclarse. Es preciso ir hasta el origen de los placeres;
porque no hemos podido hacer nuestra mezcla como al principio lo habíamos proyectado,
comenzando por lo que hay de verdadero de una y otra parte, sino que la estimación que hacemos de
las ciencias, nos ha obligado a admitirlas todas sin distinción, y antes que los placeres.
PROTARCO. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Por consiguiente, es tiempo de deliberar con motivo de los placeres, sobre si los
dejaremos entrar todos a la vez, o si deberemos soltar por lo pronto a los verdaderos.
PROTARCO. —Es más seguro dar desde luego entrada a estos.
SÓCRATES. —Que pasen. Después, ¿qué deberemos hacer? Si hay algunos placeres necesarios,
¿no es preciso que los mezclemos con los otros, como hemos hecho con las ciencias?
PROTARCO. —¿Por qué no? Los necesarios, se entiende.
SÓCRATES. —Pero si, así como dijimos respecto de las artes, que no había ningún peligro y
antes bien que era útil para la vida el conocerlos todos, dijéramos ahora lo mismo con relación a los
placeres, ¿no es preciso mezclarlos, en caso que sea ventajoso y que no haya ningún riesgo en
gustarlos todos durante la vida?
PROTARCO. —¿Qué diremos en este punto, y qué partido tomaremos?
SÓCRATES. —No es a nosotros a quienes debes consultar, Protarco, sino al placer y a la
sabiduría, interrogándoles de cierta manera sobre lo que el uno y la otra piensan.
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —Mis queridos amigos, ya os llaméis placeres o con otro nombre parecido, ¿qué
querríais más, habitar con toda clase de sabiduría, o estar enteramente separados de ella? Creo, que
no podríais menos de darnos esta respuesta.
PROTARCO. —¿Qué respuesta?
SÓCRATES. —No es, dirán los placeres, posible, ni ventajoso, como antes se observó, que un
género subsista solo y aislado y sin ninguna mezcla. Hecha comparación entre todos los géneros,
creemos que el más digno de habitar con nosotros es el que es capaz de conocer todo lo demás, y de
tener un conocimiento tan perfecto, como es posible, de cada uno de nosotros.
PROTARCO. —Habéis respondido bien, les diremos.
SÓCRATES. —Muy bien. Después, es preciso hacer la misma pregunta a la sabiduría y a la
inteligencia. ¿Tenéis necesidad de estar mezcladas con los placeres? ¿Con qué placeres?,
responderán.
PROTARCO. —Sí, así parece.
SÓCRATES. —En seguida continuaremos hablándoles en esta forma. Además de los placeres
verdaderos, diremos nosotros, ¿tenéis necesidad de que os acompañen los placeres más grandes y
más vivos? «¿Cómo, replicarán, podemos tener nada con ellos, Sócrates, puesto que nos oponen mil
obstáculos, turbando con placeres excesivos las almas en que habitamos, impidiéndonos
establecernos en ellas, y haciendo perecer enteramente nuestros hijos por el olvido que ellos
engendran, como resultado de la negligencia? Y así, ten por amigos nuestros a los placeres
verdaderos y puros, de los que has hecho mención; une a ellos los que acompañan a la salud, la
templanza y la virtud, que, formando como el cortejo de una diosa, van en su seguimiento por todas
partes, y haz que entren estos en la mezcla. En cuanto a los que son compañeros inseparables de la
locura y de los demás vicios, será un absurdo que les asocie a la inteligencia el que se proponga
hacer la mezcla más pura, sin temores de trastorno, con ánimo de descubrir cuál es el verdadero bien
del hombre y de todo el universo y qué conjeturas se pueden formar de su esencia». ¿No diremos,
que la inteligencia ha respondido con mucho juicio por lo que toca a sí misma, a la memoria y a la
justa opinión?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero falta un punto necesario que tratar, y sin el cual nada puede existir.
PROTARCO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —Toda cosa en la que no hagamos entrar la verdad, no existirá jamás, ni nunca ha
existido de una manera real.
PROTARCO. —¿Cómo podría existir?
SÓCRATES. —De ningún modo. Ahora, si falta aún algo a esta mezcla, decidlo vosotros, tú y
Filebo. Me parece, que este es ya un punto concluido, y que se le puede mirar como una especie de
mundo incorpóreo, propio para gobernar, como es debido, a un cuerpo animado.
PROTARCO. —Puedes decir con toda seguridad, Sócrates, que soy de tu dictamen.
SÓCRATES. —Si dijéramos que en este momento hemos llegado al vestíbulo y entrada de la
estancia del bien, ¿no tendríamos razón?
PROTARCO. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —¿Qué es lo que tenemos por más precioso en esta mezcla y que más contribuye a
hacer semejante situación apetecible para todo el mundo? Tan pronto como lo hayamos descubierto,
examinaremos con qué tiene más enlace o afinidad, si con el placer o con la inteligencia.
PROTARCO. —Muy bien. Eso nos será de gran utilidad para formar nuestro juicio.
SÓCRATES. —Pero no es difícil apercibir en toda mezcla cuál es la causa que de hecho la hace
digna de estimación o verdaderamente despreciable.
PROTARCO. —¿Qué es lo que dices?
SÓCRATES. —No hay nadie que ignore esto.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Que toda mezcla, cualquiera que sea y de cualquier manera que se forme, si no
entran en ella la medida y la proporción, es una necesidad que perezcan las cosas de que se compone,
y la primera la mezcla misma; porque en este caso no es una mezcla, sino una verdadera confusión,
que es de ordinario una desgracia real para todo lo que de ella participa.
PROTARCO. —Nada más cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —La esencia del bien se nos ha escapado, y ha ido a refugiarse en la esencia de lo
bello, porque en todo y por todas partes la justa medida y la proporción son una belleza, una virtud.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero hemos dicho igualmente que la verdad entraba con ellas en esta mezcla.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Por consiguiente, si no podemos abarcar el bien bajo una sola idea, lo haremos
nuestro bajo tres ideas, a saber: la de la belleza, la de la proporción, la de la verdad, y digamos de
estas tres cosas, que forman como una sola, que son la verdadera causa de la excelencia de esta
mezcla, y que, siendo buena esta causa, es mediante ella buena la mezcla.
PROTARCO. —Hablas perfectamente.
SÓCRATES. —Cualquiera puede ahora, Protarco, decidir, con relación al placer y a la sabiduría,
cuál de los dos tiene más afinidad con el soberano bien, cuál es más digno de estimación a los ojos de
los hombres y de los dioses.
PROTARCO. —La cuestión por sí misma se resuelve; sin embargo, será bueno producir la
prueba.
SÓCRATES. —En este caso comparemos sucesivamente cada una de aquellas tres cosas con el
placer y con la inteligencia, porque es preciso ver a cuál de las dos habremos de atribuir cada una de
ellas, como perteneciéndole más de cerca.
PROTARCO. —Hablas sin duda de la belleza, de la verdad y de la medida.
SÓCRATES. —Sí. Fíjate, por lo pronto, en la verdad, Protarco, y fijo en ella, echa una mirada
sobre las tres cosas: la inteligencia, la verdad, el placer; y después de haber reflexionado mucho
tiempo sobre ellas, respóndete a ti mismo, si el placer tiene más afinidad con la verdad, que la
inteligencia.
PROTARCO. —¿Qué necesidad hay de gastar tiempo en esto? La diferencia es grande, por lo que
yo creo. En efecto, el placer es la cosa más mentirosa del mundo. Así se dice comúnmente, que los
dioses perdonan todo perjurio cometido en los placeres de amor, que pasan por los mayores de
todos, lo que supone que los placeres, semejantes a los niños, no tienen en sí la menor chispa de
razón. Mientras que la inteligencia es la misma cosa que la verdad, o lo que más se le parece, y lo que
hay de más verdadero.
SÓCRATES. —Considera ahora de la misma manera la medida, y mira si pertenece más al placer
que a la sabiduría, o a la sabiduría más que al placer.
PROTARCO. —La cuestión que me propones no es tampoco difícil de resolver. Creo, en efecto,
que en la naturaleza de las cosas es imposible encontrar nada que sea más enemigo de toda medida
que el gozo y el placer extremos, ni nada más amigo de ella que la inteligencia y la ciencia.
SÓCRATES. —Has respondido bien. Completa, sin embargo, el tercer paralelo. ¿Participa la
inteligencia más de la belleza que el placer, de suerte que sea cierto el decir que la inteligencia es más
bella que el placer, o bien sucede todo lo contrario?
PROTARCO. —¿No es una verdad, Sócrates, que en ningún tiempo presente, pasado, ni venidero,
ha visto, ni imaginado nadie, en ninguna parte, ni en concepto alguno, ni dormido, ni despierto, una
inteligencia y una sabiduría privadas de belleza?
SÓCRATES. —Muy bien.
PROTARCO. —Mientras que, cuando vemos a alguno entregado a ciertos placeres, sobre todo a
los más grandes, notamos que este goce los conduce, como resultado necesario, al ridículo o a la
deshonra, de suerte que nosotros mismos nos ruborizamos, y huyendo de las miradas del público,
ocultamos tales placeres y los confiamos a la noche, juzgando como cosa indigna que la luz del día
sea testigo de ello.
SÓCRATES. —Así pues, Protarco, publicarás por todas partes a los ausentes por medio de
legacías y a los presentes por ti mismo, que el placer no es el primero, ni el segundo bien, sino que el
primer bien es la medida, el justo medio, la oportunidad y todas las cualidades semejantes, que deben
mirarse como condiciones de una naturaleza inmutable.
PROTARCO. —Así parece, si atendemos a las reflexiones hechas.
SÓCRATES. —Que el segundo bien es la proporción, lo bello, lo perfecto, lo que se basta a sí
mismo, y todo lo que es de este género.
PROTARCO. —Así parece.
SÓCRATES. —Por lo que infiero, no descartarás tampoco la verdad, poniendo por tercer bien la
inteligencia y la sabiduría.
PROTARCO. —Probablemente.
SÓCRATES. —¿No pondremos en cuarto lugar las ciencias, las artes, las opiniones rectas, que
hemos dicho que pertenecen al alma sola, si es cierto que estas cosas tienen un lazo más íntimo con el
bien que con el placer?
PROTARCO. —Parece que sí.
SÓCRATES. —En quinto lugar colocaremos los placeres que hemos distinguido de los demás
como exentos de dolor, llamándolos conocimientos puros del alma, que se producen como resultado
de las sensaciones.
PROTARCO. —Quizá.
SÓCRATES. —A la sexta generación, dice Orfeo, poned fin a vuestros cantos. Me parece, que
también ponemos fin a este discurso con el sexto juicio. Ya no nos queda más, después de esto, que
redondear o coronar lo que se ha dicho.
PROTARCO. —No hay más remedio que hacerlo.
SÓCRATES. —Volvamos, pues, por tercera vez al mismo discurso, y demos gracias a Zeus
conservador.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Filebo llamaba bien al placer perfecto y pleno.
PROTARCO. —Ya veo, Sócrates, por qué dices que es necesario repetir hasta tres veces el
principio de esta discusión.
SÓCRATES. —Sí; pero escuchemos lo que sigue. Como tenía presente en mi espíritu lo que
acabo de exponer, y no estaba conforme con esa opinión, que no es solo de Filebo, sino de otros
muchos, sostuve que la inteligencia supera en mucho en bondad al placer, y que es más ventajosa para
la vida humana.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Y como sospechaba que había aún otros muchos bienes, añadí que, si llegábamos
a descubrir uno, que fuese preferible a estos dos, discutiría para conseguir el segundo puesto en
favor de la inteligencia contra el placer, y que este no lo obtendría.
PROTARCO. —Así lo has dicho en efecto.
SÓCRATES. —Hemos visto en seguida muy claramente que ni el uno ni el otro de estos bienes es
suficiente por sí mismo.
PROTARCO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —La inteligencia y el placer ¿no han sido declarados en esta discusión incapaces de
constituir el soberano bien, estando privados de la propiedad de bastarse a sí mismos en razón de la
plenitud y de la perfección?
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Habiéndose presentado a nosotros una tercera especie de bien, superior a los
otros dos, ha parecido que la inteligencia tenía con la esencia de este tercer bien victorioso una
afinidad mil veces mayor y más íntima que el placer.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Según el juicio, que resulta de este discurso, el placer ocupa ya el quinto lugar.
PROTARCO. —Así parece.
SÓCRATES. —Pero los bueyes, los caballos y las demás bestias, sin excepción, ¿no dirán lo
contrario, puesto que son arrastradas a la prosecución del placer? La mayor parte de los hombres,
refiriéndose a ellas, como los adivinos a los pájaros, juzgan que los placeres son el resorte principal
de la felicidad de la vida, y creen que el instinto de las bestias es una garantía más segura de la verdad
que los discursos inspirados por una musa filosófica.
PROTARCO. —Todos convenimos, Sócrates, en que lo que has dicho es perfectamente
verdadero.
SÓCRATES. —Entonces me permitiréis que me vaya.
PROTARCO. —Hay todavía, Sócrates, un pequeño punto que aclarar, y así como así no
marcharás de aquí antes que nosotros, te recordaré lo que falta aún por decir.
CLITOFÓN
Argumento del Clitofón[1]
por Patricio de Azcárate

Clitofón, acusado por Sócrates de haber censurado sus conversaciones filosóficas y alabado las
lecciones del sofista Trasímaco, se defiende, exponiendo al mismo Sócrates lo que de él piensa en un
discurso de algunas páginas, que se resumen en pocas palabras. Sócrates es un hombre maravilloso
para exhortar a la virtud, y desempeña mejor que nadie tan noble tarea. Pero incurre en el gran error
de no pasar de aquí. No basta inspirarnos el deseo de ser virtuoso; es preciso además enseñarnos a
serlo prácticamente. Es preciso que se nos muestre el camino, se nos señalen las dificultades y los
obstáculos, y si es necesario, se nos guíe hasta llegar al término. No es mi ánimo indagar aquí si esta
censura es justa, pero aun cuando lo fuese, el Clitofón será siempre una composición de escaso valor.
Clitofón
SÓCRATES — CLITOFÓN

SÓCRATES. —Clitofón, hijo de Aristonimo, me han dicho hace un instante, que en una
conversación que has tenido con Licias, has criticado las discusiones filosóficas de Sócrates, y puesto
en las nubes las lecciones de Trasímaco.[1]
CLITOFÓN. —Te han referido exactamente, Sócrates, lo que he dicho de ti a Licias; si en unas
cosas te he censurado, también te he alabado en otras, y como veo en claro, que a pesar de tu aire de
indiferencia estás incomodado conmigo, sería conveniente, ya que estamos solos, repetirte lo mismo
que he dicho, y te desengañarás de que no soy injusto para contigo. Indudablemente te han informado
mal, y esta es la causa de tu irritación. Pero si me permites decirte todo lo que pienso, estoy pronto a
hacerlo, y no te ocultaré nada.
SÓCRATES. —No tendría razón para oponerme a tu deseo, cuando éste redunda en mi provecho,
porque evidentemente desde el momento que me hagas ver el bien y el mal que residen en mí,
procuraré seguir el uno y huir del otro con todas mis fuerzas.
CLITOFÓN. —En este caso, escúchame. Me ha sucedido muchas veces, Sócrates, que
encontrándome contigo, me he dejado llevar de la más viva admiración al oír tus discursos, y me ha
parecido que hablabas mejor que nadie, cuando reprendiendo a los hombres, como un dios que
aparece en lo alto de una máquina de teatro,[2] exclamabas:

«¿A dónde vais a parar, mortales? ¿No veis que no hacéis nada de lo que deberíais
practicar? El objeto de todos vuestros cuidados es amontonar riquezas y trasmitirlas a
vuestros hijos, sin inquietaros para nada del uso que puedan hacer de ellas. Tampoco
procuráis darles maestros que les enseñen la justicia, si puede ser enseñada, o que se ejerciten
en ella, si es que sólo en el ejercicio puede adquirirse. Tampoco tratáis de gobernaros a
vosotros mismos, educándoos en la virtud. Cuando vosotros y vuestros hijos, después de
conocer las letras, la música y la gimnástica, lo cual creéis que constituye la educación más
perfecta, veis que no sois menos ignorantes por lo que hace al uso que hacéis de vuestras
riquezas, ¿cómo no os escandalizáis de esta educación, y no buscáis maestros que hagan
desaparecer esta ignorancia y esta disonancia? A causa de este desorden y de esta
inconveniencia, y no porque un pie deje de guardar compás con la lira, tiene lugar la falta de
acuerdo y armonía entre hermanos y hermanos, entre Estados y Estados, y en sus divisiones y
en sus guerras sufren el cúmulo de males que mutuamente se causan. Pretendéis que la
injusticia es voluntaria, y que no procede de la falta de ilustración y de la ignorancia, y, sin
embargo, sostenéis que la injusticia es vergonzosa y aborrecible a los dioses. ¿Qué hombre
sería capaz de escoger voluntariamente un mal semejante? Respondéis que es aquel que no
sabe resistir a los placeres. Pero si la victoria depende de la voluntad, ¿la derrota no es
siempre involuntaria? La razón nos precisa a convenir en que de todas maneras la injusticia es
involuntaria, y que es un deber para los individuos en particular y para los Estados en general,
manifestarse más atentos y más vigilantes que lo están hoy».

Cuando oigo de tus labios tales discursos, Sócrates, te cobro cariño, y te elogio lleno de
admiración. Y lo mismo me sucede cuando añades, que los que ejercitan el cuerpo y desprecian el
alma no hacen nada menos que despreciar lo que tiene el mando y tributar obsequios a lo que debe
obediencia. Así como cuando expones que el que no sabe servirse de un instrumento, obra mejor
absteniéndose de usarlo, y que el que no sepa servirse de los ojos, ni de los oídos, ni del cuerpo en
general, obraría más cuerdamente no mirando, no escuchando, y no sacando ningún partido de su
cuerpo, antes que servirse de él a la aventura. Todo esto no es menos cierto con respecto a las artes.
El que no sabe servirse de su lira, evidentemente no sabrá servirse mejor de la del vecino, y
recíprocamente, el que no sabe servirse de la lira del vecino, tampoco sabrá servirse de la suya, y
otro tanto puede decirse de todos los instrumentos y de todas las cosas. De estos razonamientos
deducías esta preciosa conclusión: el que no sabe servirse de su alma, debe dejarla inactiva, y no vivir
antes que vivir abandonándose a las sugestiones de la fantasía; y si necesita vivir, obrará más
cuerdamente sometiéndose a otro más bien que conservando la libertad para tal uso, y al modo de un
buen navegante confiar conducción de su barco al que es hábil en la ciencia de gobernar a los
hombres, ciencia que llamas tú muchas veces la política, Sócrates, y que, en tu opinión, es la misma
que la de juzgar y administrar justicia.
En todos estos discursos y otros muchos semejantes, todos verdaderamente bellos, en que
sostienes que la virtud puede por su naturaleza ser enseñada y que es preciso ante todo tener cuidado
de sí mismo, jamás he censurado nada, y me atrevo a decir, que nunca lo haré. Tales razonamientos
son, a mi parecer, muy útiles, porque son muy eficaces para excitarnos, sacudirnos y despertarnos de
nuestro entorpecimiento. Pero quise aplicar mi espíritu a saber más, y para ello me propuse
interrogar, no a ti directamente, Sócrates, sino a tus compañeros de edad y de gustos, a tus discípulos,
a tus amigos o como quiera que se llamen tus relaciones. En primer término me dirigí a los que tú
más estimas, preguntándoles qué objeto debería tratarse después de tales razonamientos e
interpelándoles de este modo según tu método:
¡Oh mis excelentes amigos!, decidme: ¿qué deberemos pensar de las exhortaciones a la virtud que
Sócrates nos dirige? ¿No deberemos pasar de ahí? ¿No deberemos caminar a la práctica de la misma
y marchar hacia un fin? ¿O es cosa que se nos ha dado la vida únicamente, para dirigir exhortaciones
a los que aún no han sido exhortados, para que éstos a su vez exhorten a otros? ¿O bien deberemos
preguntar a Sócrates, o preguntarnos unos a otros, admitiendo la utilidad de estas exhortaciones, qué
es lo que a ellas debe seguirse? ¿Cómo y por dónde comenzaremos el estudio de la justicia? Si
alguno nos exhortara a cuidar de nuestro cuerpo, viéndonos extraños como niños a estas artes que se
llaman gimnástica y medicina, y que nos echara en cara que nos entregábamos con exceso a cuidar
nuestro trigo, nuestra cebada, nuestras viñas y las demás cosas que cultivamos y destinamos a las
necesidades de nuestro cuerpo, sin cuidarnos ni remotamente de un arte ni de un ejercicio para
fortificar nuestro cuerpo, no obstante existir este arte; si a este hombre le preguntáramos de qué artes
quería hablar, sin duda respondería que de la gimnástica y de la medicina. ¿Pero cuál es el arte para
educar el alma en la virtud? Responded. Este arte, me dijo el que parecía más decidido, es el que
Sócrates ha llamado muchas veces delante de ti la justicia.
Pero, repliqué yo, no basta que me digas el nombre. La medicina es un arte, pero tiene un doble
fin; primero, formar nuevos médicos mediante los cuidados de los que ya lo son; y después, curar.
Una de estas dos cosas no es el arte mismo, sino el producto del arte enseñado o aprendido, a saber,
la salud. En igual forma en la arquitectura es preciso distinguir el producto y el arte, pues de una
parte está la arquitectura que enseña, y de otra la obra, es decir, la casa. Con respecto a la justicia, de
una parte forma hombres justos, como las artes de que acabamos de hablar forman sus artistas, pero
de otra, ¿cuál es esa obra?, ¿cuál es la obra del hombre justo?, ¿cómo la llamaremos? Responde.
Uno me dijo: yo creo, que es lo ventajoso; otro, lo conveniente; otro, lo útil; otro, lo provechoso.
Pero, les respondí, esas palabras se encuentran en todas las artes en general, y en todo lo que tiene
un buen resultado se dice que es provechoso, que es útil y todo lo demás. Pero, además de esto, todo
arte tiene un objeto particular, al que se aplican todos estos términos. Y así, en el arte del carpintero,
el bien, lo bello, lo conveniente se refieren a la construcción de muebles, y no se trata del arte puro y
simple.[3] Explicadme en la misma forma la obra de la justicia.
Al fin, uno de tus amigos, Sócrates, que a mi parecer habla con maravillosa elegancia, me
respondió, que la obra propia de la justicia, que nada tiene que ver con ninguna de las otras artes, es
el establecer la amistad entre los Estados. Interrogado sobre la naturaleza de la amistad, declaró, que
es un bien, nunca un mal. En cuanto a la amistad entre los niños y los animales, no quiso darle este
nombre cuando le pregunté sobre este punto, porque convino en que estas amistades eran casi
siempre más dañosas que buenas; y para evitar esta consecuencia, no quiso llamarlas amistades;
reservando este nombre para la mancomunidad de pensamientos. Como se le preguntara, si esta
mancomunidad de pensamientos se refería lo mismo a la opinión que a la ciencia, rechazó la
opinión; porque no puede negarse, que entre los hombres hay muchas veces lamentables acuerdos de
opiniones, y había afirmado que la amistad es siempre un bien y la obra de la justicia; de suerte que
debió decir que la conformidad de pensamientos, en este caso, está fundada en la ciencia y de ningún
modo en la opinión.
Cuando llegamos a este punto embarazoso de la discusión, todos los que estaban presentes se
levantaron contra él, exclamando, que esta definición no valía más que las precedentes, y le echaron
en cara que la medicina también es cierto acuerdo de pensamientos y lo mismo las demás artes; y que
todas están en el caso de decir cuál es su objeto; que, por el contrario, en cuanto a esa justicia, que él
llama un acuerdo de pensamientos, no se sabe ni el objeto que se propone, ni la obra que realiza.
Por último, Sócrates, te pregunté a ti mismo. Me has dicho que la justicia consiste en hacer mal a
sus enemigos y bien a sus amigos. Posteriormente te ha parecido, que el hombre justo jamás podrá
hacer mal a otro, cualquiera que él sea, y que debe procurar más bien ser de todas maneras útil a todo
el mundo.
Por consiguiente, después de haberte preguntado, no una ni dos, sino mil veces, he renunciado a
hacer vanas súplicas, persuadido de que eres el hombre del mundo más capaz para exhortar a los
demás a la virtud; pero que, una de dos cosas, o bien tu poder no pasa de aquí y no se extiende más
lejos (lo cual puede suceder en todas las artes; por ejemplo, sin ser piloto, puede hacerse un elogio de
este arte que pruebe cuán digno es de la actividad humana, y hacerse lo mismo con las demás artes;
de suerte que tú mismo podrías acusarte de no conocer la justicia, ensalzándola al mismo tiempo
hasta las nubes, por más que no sea esta mi opinión). Pero una de dos cosas, digo, o no sabes lo que
es la justicia, o no quieres comunicarnos el conocimiento que de ella tienes. He aquí por qué iré yo
indudablemente en busca de Trasímaco o de cualquiera otro con la esperanza de que me enseñe, a
menos que tú consientas poner término a todas esas exhortaciones. Por ejemplo, si me hicieses el
elogio de la gimnasia y me animases a tener cuidado de mi cuerpo, después de tan preciosa
exhortación, ¿no me dirías cuál es mi temperamento y cuáles los cuidados de que necesito? Pues obra
ahora de la misma manera. Supón que Clitofón te concede que es ridículo ocuparse de todo lo demás
y despreciar el alma, objeto verdadero de todos sus cuidados; supón, que yo te he referido todo lo
que de esto se sigue y todo lo que acabamos de decir. Ahora, responde a mi pregunta, para que no me
vea forzado, como acabo de hacerlo y como lo hice con Lisias, a alabarte en unas cosas y criticarte
en otras; porque, lo repito, para el que no ha sido aún exhortado a la virtud eres tú el más precioso de
los hombres; pero para el que lo ha sido ya, tú serías quizá un obstáculo que le impidiera llegar al
verdadero objeto de la virtud, que es la felicidad.
TEETETO
Argumento del Teeteto[1]
por Patricio de Azcárate

Platón parece presentar a Teeteto, cuyo nombre lleva el diálogo, como modelo completo de
aquellos jóvenes, flor y esperanza de Atenas, que, dotados de una inteligente vivacidad, morigerados
en sus costumbres y ansiosos de saber, se adhirieron desde muy temprano a la persona de Sócrates, y
que formaban en las plazas públicas, en las palestras y en los pórticos su más atento y distinguido
cortejo. En medio de ellos, Sócrates, dirigiéndose familiarmente tan pronto a unos como a otros, a
fin de ejercitar y juzgar a todos, entablaba con cada cual, bajo apariencias de una libre confianza,
conversaciones vivas y estudiadas sobre objetos determinados, que sin cesar traía a discusión a través
de digresiones y rodeos; argumentación disimulada, pero sostenida, de la que se desprendía siempre
alguna verdad, y que él mismo llamaba con delicadeza el arte de alumbrar los espíritus. En el Teeteto
se puede estudiar este gran arte, mejor quizá que en ninguno de los diálogos precedentes, porque
desde las primeras palabras de la conversación, Sócrates explica a su discípulo su secreto y ventajas
con complacencia y energía, de lo cual todo este diálogo ofrece los ejemplos más interesantes, tanto
por la abundancia y variedad de los detalles, como por la importancia del fondo.
Nada más grato que seguir a Platón en la indagación de este problema capital: ¿cuál es la
naturaleza de la ciencia?, y saber de su boca cómo había sido resuelta por los padres de la filosofía
sensualista, Heráclito y Protágoras, y seguir paso a paso la más vigorosa refutación de esta estrecha
doctrina, que, desde los primeros tiempos de la filosofía griega, confundía la inteligencia con la
sensibilidad, y reducía a la sola sensación toda la esfera de actividad del espíritu humano. Esta
refutación forma en cierta manera la primera parte del Teeteto. En la segunda, solo separada de la
primera por una transición rápida de un punto de la discusión a otro, Platón expone y desecha dos
soluciones nuevas: la una, que la ciencia reside en el juicio; la otra, que está toda en el razonamiento.
Ambas las lleva sucesivamente a sus consecuencias extremas, para demostrar que son igualmente
insuficientes para dar una idea verdadera de la ciencia, puesto que no explican ciertas nociones
fundamentales del entendimiento, es decir, las ideas primeras, que por su naturaleza son anteriores a
todo juicio y a todo razonamiento. Tal es el conjunto de esta larga discusión, cuyo resultado es
probar en definitiva que sentir, juzgar y razonar no son la misma cosa que saber.
Es imposible dar aquí el resumen minucioso de esta doble argumentación, que imprime a la
forma de las conversaciones socráticas gran variedad de tono, una riqueza increíble de ejemplos y de
comparaciones, con rasgos de ironía y algunas veces de una sutileza verdaderamente ática. Debemos
limitarnos en cierta manera a sentar hitos que de trecho en trecho indiquen el camino.
A esta pregunta: ¿qué es el saber o la ciencia? Teeteto responde desde luego que la ciencia le
parece ser todo aquello que se puede aprender, la geometría, por ejemplo, y toda clase de artes. Esto
es confundir la enumeración de las ciencias con la definición de la ciencia misma; y mediante la
observación que le hace Sócrates, Teeteto propone esta primera solución general: saber es sentir, o
en otros términos, la ciencia consiste en la sensación. Ésta era la doctrina de Protágoras, cuando
decía atrevidamente en su libro de la Verdad: el hombre es la medida de todas las cosas. Sócrates tiene
cuidado de aclarar el sentido de esta proposición; primero, reduciéndola a esta otra: que las cosas no
son más que lo que parecen; y después, ligando la opinión de Protágoras al sistema general de
Heráclito sobre el origen y la constitución del universo. Hace entender a Teeteto, que en este sistema
el movimiento es a la vez el principio y la condición de existencia de todas las cosas, de suerte que,
hablando con toda propiedad, nada existe, nada es permanente, todo deviene, todo nace de una
perpetua generación, que es la ley de este mundo. Las relaciones que tienen las cosas entre sí están
sometidas necesariamente a la misma condición, porque si ninguna cosa subsiste idéntica a sí misma,
con más razón las relaciones de las mismas están en incesante movimiento. El mundo no es más que
una inagotable sucesión de apariencias. Arrastrado, como todo lo demás, en este torrente de
fenómenos, el hombre tiene el privilegio de conocer. Pero ¿qué puede conocer?, ¿cómo puede
conocer? Su ciencia, so pena de faltar a la ley de sistema, no puede participar de la inestabilidad y de
la inanidad universales; se resuelve en estas impresiones fugitivas, que las apariencias de las cosas
producen en nuestros sentidos, es decir, en sensaciones, cuya intensidad aprecia cada uno; y es la
medida de la que habla Protágoras, conforme a la cual todos decidimos con igual derecho de lo
blanco y de lo negro, de lo amargo y de lo dulce, de lo bueno y de lo malo; en una palabra, de todos
los mudables fenómenos de este fluido universal. Ciencia y sensación son aquí sinónimos, porque
nada conocemos que no sea por la sensación, y el único medio para instruirnos es sentir.
He aquí las objeciones más fuertes que se desprenden de la impugnación de Platón, impugnación
sutil y complicada, cuyo objeto es conducir lógicamente el sistema al absurdo y a lo imposible. Por
lo pronto, cuando se sostiene que la sensación es la ciencia, es preciso, para ser consecuente, afirmar
de todo ser capaz de sentir lo mismo que del hombre, que es la medida de todas las cosas. Y en este
concepto, los animales, hasta los más ínfimos, solo en el hecho de sentir saben tanto como el hombre.
Primer absurdo. En segundo lugar, si la sensación es la única medida del saber, todas las sensaciones
tienen el mismo valor; porque como se contradicen las de un individuo con las de otro, y lo mismo
sucede dentro de cada uno, se sigue de aquí, que la contradicción y la negación surgen por todos
lados. ¿Dónde está lo verdadero y lo falso, dónde lo blanco y lo negro, lo caliente y lo frío, lo bueno
y lo malo? En todas partes. El escepticismo es irremediable, y la ciencia tiene que ser precisamente la
ausencia de la ciencia. Segundo absurdo, que destruye las más caras pretensiones del dialéctico
Protágoras, que no tiene derecho a creerse más sabio que los contradictores. El papel de la memoria
no es posible en esta reducción sistemática de la ciencia a la sensación. Si sentir es saber, nada
sabemos desde el momento que ha pasado la sensación. Resulta de aquí, como lo observa
irónicamente Sócrates, el prodigio increíble de que lo que se ha sabido ya no se sabe, aun cuando se
pueda acordar de ello, por la sencilla razón de que no se siente. Además, la ciencia está condenada a
sufrir a cada momento las vicisitudes, los grados, los estados diversos de la sensación; puede y hasta
debe ganar o perder en cada individuo, según la intensidad, el número y la duración de las
sensaciones. Más aún; la ciencia puede al mismo tiempo existir o no existir con relación a las
sensaciones, que son percibidas por un doble órgano, como los de la vista, del oído y del olor.
Supongamos, cosa muy probable, que vemos con un ojo lo que no vemos con el otro; es claro que
somos a la vez sabios e ignorantes, puesto que en este estado sentimos y no sentimos; dificultad no
fácil de resolver. En fin, la objeción más fuerte consiste en que la teoría de Protágoras destruye toda
moral. En efecto, ¿qué es lo justo con respecto a la sensación? Lo que parece tal a cada uno. La
conducta privada, los negocios públicos, escapan a toda ley primordial del derecho, y quedan
sometidos a la ley de los hechos. Las costumbres y las leyes, sean las que quieran, serán justas allí
donde estén establecidas, puesto que la opinión y el hecho serán el único derecho privado, civil y
político. ¿Y podrá decirse, exclama Sócrates, que sean estas las ideas que los hombres se forman de
las cosas en general? Por el contrario, ¿no es su creencia que no son todos igualmente sabios, y que
entre ellos los hay más instruidos y mejores consejeros que la generalidad? ¿No tienen
verdaderamente la idea de la ciencia y de la ignorancia, de la verdad y de la mentira, de la justicia y
de la injusticia, de la circunspección y de la locura? Y si estas creencias existen, ¿cómo se las pone de
acuerdo con la opinión de que cada uno es árbitro de todas las cosas? Es preciso escoger entre un
solo hombre y el género humano todo; o creer con Protágoras que la sensación encierra toda la
ciencia en sus estrechos límites, o protestar con su conciencia y el asentimiento de todos los hombres,
de que hay algo que conocer que está muy por encima y más allá de la sensación.
Es esto tan cierto que Platón, armándose contra Protágoras del principio mismo de Heráclito,
prueba en seguida que, gracias al movimiento que sin cesar disloca y altera todas las cosas, es
imposible a la sensación fijarse, reconocerse, determinar nada; imposible, en fin, a la inteligencia dar
un nombre a las cosas, porque las cosas mismas se le escapan. Nada y de ninguna manera son los
únicos términos, que pueden sobrenadar en este naufragio universal de los conocimientos que debe
suministrar la sensación. En efecto, desde el momento en que se parte del principio de que en el
mundo todo es aparente y fenoménico, si los fenómenos mismos se ven sin cesar arrastrados,
renovados y remplazados por otros nuevos, la sensación no puede fijarse en nada, ni enseñarnos
nada. De aquí esta consecuencia: la ciencia es la sensación, lo que equivale a decir: no hay ciencia
posible.
Si el alma sacara de la sensibilidad todo el esfuerzo de su actividad, se vería condenada a la
ignorancia por la impotencia misma de la sensación para arribar a la esencia de las cosas. Pero el
alma tiene otras facultades que la de sentir, reflexiona sobre sus sensaciones, las compara, las
distingue, y a las primeras reflexiones añade otras nuevas; en una palabra, juzga, razona. La cuestión
es saber si por medio de estas dos operaciones intelectuales es capaz de conocer la naturaleza íntima
de las cosas, su esencia inmaterial e invisible, de la que los fenómenos no son más que signos; y si en
definitiva el juicio y el razonamiento, bajo todas las formas que pueden tomar, constituyen o no la
ciencia.
Sócrates sienta desde luego en principio que solo puede formarse juicio sobre lo que se conoce o
sobre lo que no se conoce, y obliga a Teeteto a reconocer que no hay más que dos especies de juicio;
el verdadero, que será el de la ciencia misma, siendo como es el juicio de lo que se conoce, y el
juicio falso. Juzgar falsamente es colocarse fuera de la esfera de la ciencia, y el que pudiera decir en
qué consiste, daría un paso hacia la cuestión: ¿qué es la ciencia?, puesto que por lo menos sabría lo
que no es, y donde no está. Éste es el procedimiento que sigue Teeteto; pero ve combatidas y
desechadas sucesivamente las cuatro formas que presenta del juicio falso; de suerte que, en lugar de
descubrir lo que es la ciencia, no puede ni siquiera encontrar lo que no es, y de esta manera ve
alejarse más y más la solución apetecida. ¿Juzgar falsamente, pregunta Sócrates, es tomar una cosa
que se conoce por otra que también se conoce? No, porque tratándose de dos objetos, el que conoce
uno y otro no los confunde. ¿Es tomar lo que no se conoce por lo que tampoco se conoce? No,
porque en lo que se ignora absolutamente no es posible pensar. Juzgar falsamente, tampoco es tomar
lo que no se conoce por lo que se conoce, ni lo que se conoce por lo que no se conoce, porque nadie
puede tomar nunca lo conocido por lo desconocido.
Batido en este punto, Teeteto supone que el juicio se ejercita, no precisamente sobre el
conocimiento que se tiene o no de las cosas, sino sobre el ser y el no ser, y que el juicio falso
consiste en el error de tomar el ser por el no ser, es decir, un objeto que existe por otro que no existe.
Pero esta tesis tampoco es sostenible. El que juzga, juzga de alguna cosa, de un objeto que ve, que
toca, o que oye, es decir, un objeto que existe. Juzgar, por consiguiente, es juzgar siempre sobre el
ser, y no es posible juzgar sobre el no ser, sobre lo que no existe para los sentidos ni para el
pensamiento.
Pero juzgar falsamente, repone Teeteto, ¿no es tomar en general una cosa por otra? No, si por el
juicio debe entenderse una especie de discurso interior, que el alma se dirige a sí misma, para saber
lo que piensa sobre tal o cual objeto. ¿Quién se ha dicho nunca a sí mismo que un hombre sea un
buey, y que lo feo sea lo bello? Nadie ciertamente, porque, una de dos cosas, o el que juzga conoce
uno y otro objeto, y entonces no se engaña, o los ignora, y entonces no piensa en ellos.
Parecía que no era ya posible saber lo que es un juicio falso, cuando Sócrates a su vez presenta
una nueva idea, diciendo, que consiste en la confusión que tiene lugar en nuestra inteligencia, ya por
precipitación, ya por ligereza, ya por turbación, entre las ideas que tenemos de las cosas en el
espíritu, y el juicio que formamos cuando se presentan a nosotros. Sin duda; pero de aquí se sigue,
que sabríamos mejor lo que es juzgar falsamente, si pudiéramos decir lo que es saber. En seguida se
presentan, según el juicio verdadero, tres tentativas de explicación de la ciencia, que son
sucesivamente rechazadas.
La ciencia no consiste en este juicio, porque el juicio verdadero de las cosas no es muchas veces
más que un resultado de la persuasión que producen, por ejemplo, los oradores en el espíritu del
pueblo o de los jueces, cuando abogan por la verdad. Este juicio, por ser verdadero, no da la ciencia,
puesto que los que lo forman, no saben por qué, sino que están solamente persuadidos. La ciencia
tampoco está en el juicio verdadero acompañado de su razón (σὺν λόγῳ), es decir, de la definición;
porque solo se sabe lo que puede definirse. Lo que no se sabe, no se puede definir. Precisamente el
objeto principal de la ciencia, esto es, los elementos de las cosas, no admite definición, porque todo
lo que es simple se resiste a una determinación distinta del nombre que se le da. Sócrates llega a decir
que la definición de los compuestos está lejos de ser la ciencia de los compuestos, porque no siendo
estos más que una reunión de elementos, el que ignore estos, está condenado a ignorar los
compuestos mismos. Para hacer entender este razonamiento sutilísimo, Sócrates se vale de una
comparación tomada de las letras y de las sílabas de que se componen las palabras. Por último, la
ciencia no es el juicio verdadero con la idea de la diferencia. En efecto, es cosa clara que no se puede
distinguir un objeto de otro sino a condición de conocer ambos; sin esto, ¿cómo puede saberse en
qué se diferencian? De aquí se sigue que el conocimiento de las diferencias supone la ciencia y no la
constituye. La cuestión parece irresoluble, y los interlocutores se separan, sin establecer nada nuevo.
La conclusión que debe sacarse de este diálogo es que el Teeteto no conduce a ningún resultado
positivo. En efecto, si nos atenemos solo a las formas del discurso, Platón no ha hecho otra cosa que
sentar y probar esta proposición: la ciencia no consiste en la sensación, ni en el juicio. Pero además
de la importancia de este doble resultado, es muy claro que, cuando al fin de cada una de estas dos
discusiones sobre el juicio y la sensación, presenta Platón los elementos de las cosas, los seres
simples, como los primeros principios de la ciencia, deja claramente entrever su pensamiento, y
remite indirectamente a los otros diálogos, en los que ha expuesto su teoría de la reminiscencia y su
teoría de las ideas. Si se quiere buscar el complemento del Teeteto, es preciso buscarlo en el libro
sexto de la República y en el Fedón.
Teeteto o de la naturaleza del saber o del conocimiento
EUCLIDES DE MEGARA — TERPSIÓN DE MEGARA

EUCLIDES. —¿Acabas de llegar del campo, Terpsión, o hace tiempo que viniste?
TERPSIÓN. —Ya hace tiempo. He ido a buscarte a la plaza pública y extrañé no haberte
encontrado.
EUCLIDES. —No estaba en la ciudad.
TERPSIÓN. —¿Pues dónde estabas?
EUCLIDES. —Había bajado al puerto, donde me encontré con Teeteto, al que llevaban desde el
campamento de Corinto a Atenas.
TERPSIÓN. —¿Vivo o muerto?
EUCLIDES. —Vivía, aunque con dificultad. Sufría mucho a causa de sus heridas; pero lo que más
le molestaba era la enfermedad reinante en el ejército.
TERPSIÓN. —¿La disentería?
EUCLIDES. —Sí.
TERPSIÓN. —¡Qué hombre nos va a arrancar la muerte!
EUCLIDES. —En efecto, es una excelente persona, Terpsión. Acabo de oír a muchos hacer
grandes elogios de la manera en que se ha portado en el combate.
TERPSIÓN. —No me sorprende, y lo extraño sería que no fuera así. Pero ¿cómo se detuvo aquí,
en Megara?
EUCLIDES. —Tenía empeño en volver a su casa. Le supliqué y aconsejé que se detuviera, pero no
quiso. Después de acompañarle, y estando de vuelta, recordé con admiración cuán verídicas han sido
las predicciones de Sócrates sobre muchos puntos, y particularmente sobre Teeteto. Pero parece que,
habiéndole encontrado poco tiempo antes de su muerte, cuando apenas había salido de la infancia,
tuvo con él una conversación, y quedó enamorado de la bondad de su carácter y de sus condiciones
naturales. Más tarde fui yo a Atenas, me refirió lo que habían hablado, y que bien merecía ser
escuchado, y añadió que este joven se distinguiría algún día, si llegaba a la edad madura.
TERPSIÓN. —El resultado, a mi parecer, prueba que dijo verdad. ¿No podrías referirme esa
conversación?
EUCLIDES. —A viva voz no, ¡por Zeus!, pero cuando volví a mi casa anoté los rasgos
principales, los redacté despacio a medida que me venían a la memoria, y todas las veces que iba a
Atenas, preguntaba a Sócrates sobre los puntos que no recordaba, y con esto a la vuelta corregía lo
que tenía necesidad de corrección, de manera que tengo por escrito esta conversación, como quien
dice, por entero.
TERPSIÓN. —Es cierto; ya te lo había oído decir, y tuve siempre la intención de suplicarte que
me la enseñaras, pero dilaté el decírtelo hasta ahora. ¿No podríamos verla en este momento? Como
vengo del campo, tengo absolutamente necesidad de descanso.
EUCLIDES. —Como he acompañado a Teeteto hasta el Erineón, también lo necesito. Vamos,
pues, y un esclavo leerá mientras que nosotros descansamos.
TERPSIÓN. —Tienes razón.

(Entran en casa de Euclides).


EUCLIDES. —He aquí el libro, Terpsión. En cuanto a la conversación, está escrita, no como si
Sócrates me la refiriera, sino como si hablase directamente con los que tomaron parte en ella, que,
según me dijo, fueron Teodoro y Teeteto. Para no entorpecer el discurso, he suprimido las frases:
«he dicho, yo decía, conviene, lo negó» y otras semejantes, que no hacen más que interrumpir, y he
creído preferible que Sócrates hable directamente con ellos.
TERPSIÓN. —Me parece lo que has hecho muy racionalmente, Euclides.
EUCLIDES. —Vamos, toma este libro, tú, esclavo, y lee.

SÓCRATES — TEODORO — TEETETO.

SÓCRATES. —Si tuviese un interés particular, Teodoro, por los de Cirene, te preguntaría lo que
allí pasa, y me informaría del estado en que se hallan los jóvenes que se aplican a la geometría y a los
demás ramos de la filosofía. Pero como quiero con preferencia a los nuestros, estoy más ansioso de
conocer quiénes, entre nuestros jóvenes, ofrecen mayores esperanzas. Hago esta indagación por mí
mismo, en cuanto me es posible, y además me dirijo a aquellos cerca de los cuales veo que la
juventud se apresura a concurrir. No son pocos los que acuden a ti, y tienen razón, porque lo mereces
por muchos conceptos, y sobre todo por tu saber en geometría. Me darías mucho gusto si me dieras
cuenta de algún joven notable.
TEODORO. —Con el mayor gusto, Sócrates, y para informarte creo conveniente decir cuál es el
joven que más me ha llamado la atención. Si fuese hermoso temería hablar de él, no fueras a
imaginarte que me dejaba arrastrar por la pasión, pero, sea dicho sin ofenderte, lejos de ser hermoso
se parece a ti, y tiene, como tú, la nariz roma y unos ojos que se salen de las órbitas, si bien no tanto
como los tuyos. En este concepto puedo hablar de él con confianza. Sabrás, pues, que de todos los
jóvenes con quienes he estado en relación y que son muchos, no he visto uno solo que tenga mejores
condiciones. En efecto, a una penetración de espíritu poco común, une la dulzura singular de su
carácter, y por encima de todo es valiente como ninguno, cosa que no creía posible, y que no
encuentro en otro alguno. Porque los que tienen como él mucha vivacidad, penetración y memoria,
son de ordinario inclinados a la cólera, se dejan llevar acá y allá, semejantes a un buque sin lastre, y
son naturalmente más fogosos que valientes. Por el contrario, los que tienen más consistencia en el
carácter, llevan al estudio de las ciencias un espíritu entorpecido, y no tienen nada. Pero Teeteto
marcha en la carrera de las ciencias y del estudio con paso tan fácil, tan firme y tan rápido, y con una
dulzura comparable al aceite, que corre sin ruido, que no me canso de admirarle y estoy asombrado
de que en su edad haya hecho tan grandes progresos.
SÓCRATES. —Verdaderamente me das una buena noticia. ¿Pero de quién es hijo?
TEODORO. —Muchas veces he oído nombrar a su padre, mas no puedo recordarle. Pero en su
lugar he aquí al mismo Teeteto en medio de ese grupo que viene hacia nosotros. Algunos de sus
camaradas y él han ido a untarse con aceite al estadio, que está fuera de la ciudad, y me parece que
después de este ejercicio vienen a nuestro lado. A ver si le conoces.
SÓCRATES. —Le conozco; es el hijo de Eufronio de Sunión; ha nacido de un padre, mi querido
amigo, que es tal como acabas de pintar al hijo mismo; que ha gozado por otra parte de una gran
consideración, y ha dejado a su muerte una cuantiosa herencia. Pero no sé el nombre de este joven.
TEODORO. —Se llama Teeteto, Sócrates. Sus tutores, por lo que parece, han mermado algún
tanto su patrimonio, pero él se ha conducido con un desinterés admirable.
SÓCRATES. —Me presentas un joven de alma noble; dile que venga a sentarse cerca de nosotros.
TEODORO. —Lo deseo. Teeteto, ven aquí cerca de Sócrates.
SÓCRATES. —Sí, ven Teeteto, para que al mirarte vea mi figura, que según dice Teodoro, se
parece a la tuya. Pero si uno y otro tuviésemos una lira, y aquel nos dijese que estaban unísonas, ¿le
creeríamos al punto, o examinaríamos antes si era músico?
TEETETO. —Lo examinaríamos antes.
SÓCRATES. —Si llegáramos a descubrir que es músico daríamos fe a su discurso; pero si no
sabe la música no le creeríamos.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Ahora, si queremos asegurarnos del parecido de nuestras fisonomías, me parece
que es preciso averiguar si Teodoro está versado o no en la pintura.
TEETETO. —Así lo creo.
SÓCRATES. —Bien, dime, ¿entiende Teodoro de pintura?
TEETETO. —No, que yo sepa.
SÓCRATES. —¿Tampoco entiende de geometría?
TEETETO. —Al contrario; entiende mucho, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Posee igualmente la astronomía, el cálculo, la música y las demás ciencias?
TEETETO. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —No hay que hacer mucho aprecio de sus palabras, cuando dice que hay entre
nosotros, por fortuna o por desgracia, alguna semejanza respecto a nuestros cuerpos.
TEETETO. —Quizá no.
SÓCRATES. —Pero si Teodoro alabase el alma de uno de nosotros por su virtud y sabiduría, el
que oyera este elogio ¿no debería apurarse a examinar el hombre por él elogiado, y descubrir sin
titubear el fondo de su alma?
TEETETO. —Ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —A ti corresponde, mi querido Teeteto, manifestarte en este momento tal cual eres,
y a mí examinarte. Porque debes saber que Teodoro, que me ha hablado bien de tantos extranjeros y
atenienses, de ninguno me ha hecho el elogio que acaba de hacerme de ti.
TEETETO. —Quisiera merecerlo, Sócrates, pero mira bien, no sea que lo haya dicho de broma.
SÓCRATES. —No acostumbra a hacerlo Teodoro. Así pues, no te retractes de lo que acabas de
concederme, con el pretexto de haber sido una pura broma lo que dijo; porque en este caso sería
necesario obligarlo a venir aquí a prestar una declaración en regla, que no sería ciertamente por
nadie rehusada. Así pues, atente a lo que me has prometido.
TEETETO. —Puesto que así lo quieres, es preciso consentir en ello.
SÓCRATES.
Dime; ¿estudias la geometría con Teodoro?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿También la astronomía, la armonía y el cálculo?
TEETETO. —Hago todos mis esfuerzos para cultivar estas ciencias.
SÓCRATES. —Yo también, hijo mío, aprendo de Teodoro y de cuantos creo hábiles en estas
materias. En verdad conozco bastante los demás puntos de estas ciencias, pero tengo una pequeña
dificultad, sobre la cual estoy perplejo, y que deseo examinar contigo y con los que están aquí
presentes. Respóndeme, pues: aprender, ¿no es hacerse más sabio en lo que se aprende?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Los sabios no lo son a causa del saber?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Qué diferencia hay entre este y la ciencia?
TEETETO. —¿Qué quieres decir con «este»?
SÓCRATES. —El saber. ¿No es uno sabio en las cosas que se saben?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿el saber y la ciencia son una misma cosa?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Aquí están justamente mis dudas, y no puedo formarme por mí mismo una idea
clara de lo que es la ciencia. ¿Podremos explicar en qué consiste? ¿Qué pensáis de esto, y quién de
vosotros lo dirá el primero? El que se engañe, hará el burro, como dicen los niños cuando juegan a
la pelota, y el que sobrepuje a los demás sin cometer ninguna falta, será nuestro rey, y nos obligará a
responder a todo lo que quiera. ¿Por qué guardáis silencio? ¿Os seré importuno, Teodoro, a causa de
mi afición a la polémica, y del deseo que tengo de empeñaros en una conversación que puede haceros
amigos y hacer que nos conozcamos los unos a los otros?
TEODORO. —Nada de eso, Sócrates. Invita a alguno de estos jóvenes, porque yo no tengo
ninguna práctica en esta manera de conversar, ni estoy ya en edad de poder acostumbrarme, mientras
que es conveniente a ellos, que sacarán mucho más provecho que yo. La juventud es susceptible de
progreso en todas direcciones. Pero no dejes a Teeteto, ya que has comenzado por él, y pregúntale.
SÓCRATES. —Teeteto, ¿entiendes lo que dice Teodoro? Supongo que no querrás desobedecerle,
ni en esta clase de cosas es permitido a un joven resistir a lo que le prescribe un sabio. Dime, pues,
decidida y francamente lo que piensas de la ciencia.
TEETETO. —Hay que responder, puesto que ambos me lo ordenáis. Pero también, si me
equivoco, vosotros me corregiréis.
SÓCRATES. —Sí; si somos capaces de eso.
TEETETO. —Me parece, pues, que lo que se puede aprender con Teodoro, como la geometría y
las otras artes de que has hecho mención, son otras tantas ciencias; y hasta todas las artes, sea la del
zapatero o de cualquier otro oficio, no son otra cosa que ciencias.
SÓCRATES. —Te pido una cosa, mi querido amigo, y tú me das liberalmente muchas; te pido un
objeto simple y me das objetos muy diversos.
TEETETO. —¿Cómo? ¿Qué quieres decir, Sócrates?
SÓCRATES. —Nada quizá. Sin embargo, voy a explicarte lo que yo pienso. Cuando nombran el
arte de zapatero, ¿quieres decir otra cosa que el arte de hacer zapatos?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —Por el arte del carpintero, ¿quieres decir otra cosa que la ciencia de hacer obras
de madera?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —Tú especificas, con relación a estas dos artes, el objeto a que se dirige cada una de
estas ciencias.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Pero el objeto de mi pregunta, Teeteto, no es saber cuáles son los objetos de las
ciencias, porque no nos proponemos contarlas, sino conocer lo que es la ciencia en sí misma. ¿No es
cierto lo que digo?
TEETETO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Considera lo que te voy a decir. Si se nos preguntase qué son ciertas cosas, bajas y
comunes, por ejemplo, el barro, y respondiéramos que hay barro de olleros, barro de muñecas,
barro de tejeros, ¿no nos pondríamos en ridículo?
TEETETO. —Probablemente.
SÓCRATES. —En primer lugar, porque creíamos con nuestra respuesta dar lecciones al que nos
interroga, repitiendo el barro y añadiendo los obreros que en él se emplean. ¿Crees tú que cuando se
ignora la naturaleza de una cosa se sabe lo que su nombre significa?
TEETETO. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —Así pues, el que no tiene idea alguna de la ciencia, no comprende lo que es la
ciencia de los zapateros.
TEETETO. —No; sin duda.
SÓCRATES. —La ignorancia de la ciencia lleva consigo la ignorancia del arte del zapatero y de
cualquier otro arte.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Por consiguiente, cuando se pregunta lo que es la ciencia, es ponerse en ridículo
el dar por respuesta el nombre de una ciencia, puesto que es responder sobre el objeto de la ciencia, y
no sobre la ciencia misma que es a la que se refiere la pregunta.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —Eso es tomar un largo rodeo, cuando puede responderse sencillamente y en pocas
palabras. Por ejemplo, a la pregunta: ¿qué es el barro? Es muy fácil y sencillo responder, que es
tierra mezclada con agua, sin acordarse de los diferentes obreros que se sirven de él.
TEETETO. —La cosa me parece ahora fácil, Sócrates. La cuestión es de la misma naturaleza que
la que nos ocurrió hace algunos días a tu tocayo Sócrates y a mí en una conversación que tuvimos.
SÓCRATES. —¿Qué cuestión, Teeteto?
TEETETO. —Teodoro nos enseñaba algún cálculo sobre las raíces de los números,
demostrándonos que las de tres y de cinco no son conmensurables en longitud con la de uno, y en
seguida continuó así hasta la de diecisiete, en la que se detuvo. Juzgando, pues, que las raíces eran
infinitas en número, nos vino al pensamiento intentar incluirlas bajo un solo nombre que conviniese a
todas.
SÓCRATES. —¿Habéis hecho ese descubrimiento?
TEETETO. —Me parece que sí; juzga por ti mismo.
SÓCRATES. —Veamos.
TEETETO. —Dividimos todos los números en dos clases: los que pueden colocarse en filas
iguales, de tal manera que el número de las filas sea igual al de unidades de que cada una consta, los
hemos llamado cuadrados y equiláteros, asimilándolos a las superficies cuadradas.
SÓCRATES. —Bien.
TEETETO. —En cuanto a los números intermedios, tales como el tres, el cinco y los demás, que
no pueden dividirse en filas iguales de números iguales, según acabamos de decir, y que se
componen de un número de filas menor o mayor que el de las unidades de cada una de ellas, de
donde resulta que la superficie que la representa está siempre comprendida entre lados desiguales, a
estos números los hemos llamado oblongos, asimilándolos a superficies oblongas.
SÓCRATES. —Perfectamente. ¿Qué habéis hecho después de esto?
TEETETO. —Hemos comprendido, bajo el nombre de longitud,[1] las líneas que cuadran el
número plano y equilátero, y bajo el nombre de raíz[2] las que cuadran el número oblongo, que no
son conmensurables por sí mismas en longitud con relación a las primeras, sino solo por las
superficies que producen. La misma operación hemos hecho respecto a los sólidos.
SÓCRATES. —Perfectamente, hijos míos; y veo claramente que Teodoro no es culpable de falso
testimonio.
TEETETO. —Pero, Sócrates, no me considero con fuerzas para responder a lo que me preguntas
sobre la ciencia, como he podido hacerlo sobre la longitud y la raíz, aunque tu pregunta me parece de
la misma naturaleza que aquella. Así pues, es posible que Teodoro se haya equivocado al hablar de
mí.
SÓCRATES. —¿Cómo? Si alabando tu agilidad en la carrera, hubiese dicho que nunca había visto
joven que mejor corriese, y en seguida fueses vencido por otro corredor que estuviese en la fuerza
de la edad y dotado de una ligereza extraordinaria, ¿crees tú que sería por esto menos verdadero el
elogio de Teodoro?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —¿Y crees, que, como antes manifesté, puede ser cosa de poca importancia el
descubrir la naturaleza de la ciencia, o por el contrario, crees que es una de las cuestiones más
arduas?
TEETETO. —La tengo ciertamente por una de las más difíciles.
SÓCRATES. —Así, pues, no desesperes de ti mismo, persuádete de que Teodoro ha dicho verdad,
y fija toda tu atención en comprender la naturaleza y esencia de las demás cosas y en particular de la
ciencia.
TEETETO. —Si solo dependiera de esfuerzos, Sócrates, es seguro qué yo llegaría a conseguirlo.
SÓCRATES. —Pues adelante, y puesto que tú mismo te pones en el camino, toma como ejemplo
la preciosa respuesta de las raíces, y así como las has abarcado todas bajo una idea general, trata de
incluir en igual forma todas las ciencias en una sola definición.
TEETETO. —Sabrás, Sócrates, que he ensayado más de una vez aclarar este punto, cuando oía
hablar de ciertas cuestiones que se decía que procedían de ti, y hasta ahora no puedo persuadirme de
haber encontrado una solución satisfactoria, ni he hallado a nadie que responda a esta cuestión como
deseas. A pesar de eso, no renuncio a la esperanza de resolverla.
SÓCRATES. —Esto consiste en que experimentas los dolores de parto, mi querido Teeteto,
porque tu alma no está vacía, sino preñada.
TEETETO. —Yo no lo sé, Sócrates, y solo puedo decir lo que pasa en mí.
SÓCRATES. —Pues bien, pobre inocente, ¿no has oído decir que yo soy hijo de Fenarete, partera
muy hábil y de mucha nombradía?
TEETETO. —Sí, lo he oído.
SÓCRATES. —¿Y no has oído también que yo ejerzo la misma profesión?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —Pues has de saber que es muy cierto. No vayas a descubrir este secreto a los
demás. Ignoran, querido mío, que yo poseo este arte, y como lo ignoran, mal pueden publicarlo; pero
dicen que soy un hombre extravagante, y que no tengo otro talento que el de sumir a todo el mundo
en toda clase de dudas. ¿No has oído decirlo?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Quieres saber la causa?
TEETETO. —Con mucho gusto.
SÓCRATES. —Fíjate en lo que concierne a las parteras, y comprenderás mejor lo que quiero
decir. Ya sabes que ninguna de ellas, mientras puede concebir y tener hijos, se ocupa en partear a las
demás mujeres, y que no ejercen este oficio, sino cuando ya no son susceptibles de preñez.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Se dice que Artemis ha dispuesto así las cosas porque preside los alumbramientos,
aunque ella no pare. No ha querido dar a las mujeres estériles el empleo de parteras, porque la
naturaleza humana es demasiado débil para ejercer un arte del que no se tiene ninguna experiencia, y
ha encomendado este cuidado a las que han pasado ya la edad de concebir, para honrar de esta manera
la semejanza que tienen con ella.
TEETETO. —Es probable.
SÓCRATES. —¿No es igualmente probable y aun necesario, que las parteras conozcan mejor que
nadie, si una mujer está o no encinta?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Además, por medio de ciertos brebajes y encantamientos saben apresurar el
momento del parto y amortiguar los dolores, cuando ellas quieren; hacen parir a las que tienen
dificultad en librarse, y facilitan el aborto, si se le juzga necesario, cuando el feto es prematuro.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿No has observado otra de sus habilidades, que consiste en ser muy entendidas en
arreglar matrimonios, porque distinguen perfectamente qué hombre y qué mujer deben unirse, para
tener hijos robustos?
TEETETO. —Eso no lo sabía.
SÓCRATES. —Pues bien, ten por cierto que están ellas más orgullosas de esta última cualidad,
que de su destreza para cortar el ombligo. En efecto, medítalo un poco. ¿Crees tú que el arte de
cultivar y recoger los frutos de la tierra puede ser el mismo que el de saber en qué tierra es preciso
poner tal planta o tal semilla, o piensas que son estas dos artes diferentes?
TEETETO. —No, creo que es el mismo arte.
SÓCRATES. —Con relación a la mujer, querido mío, ¿crees que este doble objeto depende de dos
artes diferentes?
TEETETO. —No hay trazas de eso.
SÓCRATES. —No, pero a causa de los enlaces mal hechos de los que se encargan ciertos
medianeros, las parteras, celosas de su reputación, no quieren tomar parte en tales misiones por
temor de que se las acuse de hacer un mal oficio, si se mezclan en ellas. Porque por lo demás solo a
las parteras verdaderamente dignas de este nombre corresponde el arreglo de matrimonios.
TEETETO. —Así debe ser.
SÓCRATES. —Tal es, pues, el oficio de parteras o matronas, que es muy inferior al mío. En
efecto, estas mujeres no tienen que partear tan pronto quimeras o cosas imaginarias como seres
verdaderos, lo cual no es tan fácil distinguir, y si las matronas tuviesen en esta materia el
discernimiento de lo verdadero y de lo falso, sería la parte más bella e importante de su arte. ¿No lo
crees así?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —El oficio de partear, tal como yo lo desempeño, se parece en todo lo demás al de
las matronas, pero difiere en que yo lo ejerzo sobre los hombres y no sobre las mujeres, y en que
asisten al alumbramiento no los cuerpos, sino las almas. La gran ventaja es que me pone en estado de
discernir con seguridad si lo que el alma de un joven siente es un fantasma, una quimera o un fruto
real. Por otra parte, yo tengo de común con las parteras que soy estéril en punto a sabiduría, y en
cuanto a lo que muchos me han echado en cara diciendo que interrogo a los demás, y que no
respondo a ninguna de las cuestiones que se me proponen, porque yo nada sé, este cargo no carece de
fundamento. Pero he aquí por qué obro de esta manera. El Dios me impone el deber de ayudar a los
demás a parir, y al mismo tiempo no permite que yo mismo produzca nada. Ésta es la causa de que no
esté versado en la sabiduría, y de que no pueda alabarme de ningún descubrimiento que sea una
producción de mi alma. En compensación, los que conversan conmigo, si bien algunos de ellos se
muestran muy ignorantes al principio, hacen maravillosos progresos a medida que me tratan, y todos
se sorprenden de este resultado, y es porque el Dios quiere fecundarlos. Y se ve claramente que ellos
nada han aprendido de mí, y que han encontrado en sí mismos los numerosos y bellos conocimientos
que han adquirido, y yo no he hecho otra cosa que contribuir con el Dios a hacerles concebir.
La prueba es que muchos que ignoraban este misterio y se atribuían a sí mismos tal
aprovechamiento, al haberme abandonado antes de lo que convenía, ya por desprecio a mi persona,
ya por instigación de otro, desde aquel momento han abortado en todas sus producciones, a causa de
las malas amistades que han contraído, y han perdido por una educación viciosa lo que habían ganado
bajo mi dirección. Han hecho más caso de quimeras y fantasmas que de la verdad, y han concluido
por parecer ignorantes a sus propios ojos y a los de los demás. De este número es Arístides, hijo de
Lisímaco [3] y muchos otros. Cuando vienen a renovar su amistad conmigo, haciendo los mayores
esfuerzos para obtenerla, mi genio familiar me impide conversar con algunos, si bien me lo permite
con otros, y estos aprovechan como la primera vez. A los que se unen a mí les sucede lo mismo que a
las mujeres embarazadas; día y noche experimentan dolores de parto e inquietudes más vivas que las
ordinarias que sienten las mujeres. Estos dolores son los que yo puedo despertar o apaciguar, cuando
quiero, en virtud de mi arte. Todo esto es respecto a los que me tratan. Alguna vez también, Teeteto,
cuando veo alguno cuya alma no me parece preñada, convencido de que no tiene ninguna necesidad
de mí, trabajo con el mayor cariño en proporcionarle un acomodamiento, y puedo decir que con el
socorro del Dios conjeturo felizmente respecto a la persona a cuyo lado y bajo cuya dirección debe
ponerse. Por esta razón he colocado a muchos con Pródico y otros sabios y divinos personajes.
La razón que he tenido para extenderme sobre este punto, mi querido amigo, es que sospecho, así
como tú lo dudas, que tu alma esta preñada y a punto de parir. Condúcete, pues, conmigo, teniendo
presente que soy el hijo de una partera, experto en este oficio; esfuérzate en responder, en cuanto te
sea posible, a lo que te propongo; y si después de haber examinado tu respuesta creo que es un
fantasma y no un fruto verdadero, y si en tal caso te lo arranco y te lo desecho, no te enfades
conmigo, como hacen las que son madres por primera vez. Muchos, en efecto, querido mío, se han
irritado de tal manera cuando les combatía alguna opinión extravagante, que de buena gana me
hubieran despedazado con sus dientes. No pueden persuadirse de que yo nada hago que no sea por
cariño hacia ellos, y están muy distantes de saber que ninguna divinidad quiere mal a los hombres, y
que yo no obro así porque les tenga mala voluntad, sino porque no me es permitido en manera
alguna conceder como verdadero lo que es falso, ni tener la verdad oculta. Intenta, pues, de nuevo,
Teeteto, decirme en qué consiste la ciencia. No me alegues que esto supera tus fuerzas, porque, si
Dios quiere, y si para ello haces un esfuerzo, llegarás a conseguirlo.
TEETETO. —Después de tales excitaciones de tu parte, Sócrates, sería vergonzoso no hacer los
mayores esfuerzos para decirte lo que uno tiene en el espíritu. Me parece que el que sabe una cosa,
siente aquello que él sabe, y en cuanto puedo juzgar en este momento, la ciencia no se diferencia en
nada de la sensación.
SÓCRATES. —Has respondido bien y con decisión, hijo mío; es preciso decir siempre las cosas
como se piensan. Se trata ahora de examinar en conjunto si esta concepción de tu alma es sólida o
frívola. ¿La ciencia es la sensación, según dices?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Esta definición que das de la ciencia no es nada despreciable; es la misma que ha
dado Protágoras, aunque se haya expresado de otra manera. El hombre, dice, es la medida de todas
las cosas, de la existencia de las que existen, y de la no-existencia de las que no existen. Tú has leído
sin duda su obra.
TEETETO. —Sí, y más de una vez.
SÓCRATES. —¿No es su opinión que las cosas son, con relación a mí, tales como a mí me
parecen, y con relación a ti, tales como a ti te parecen? Porque somos hombres tú y yo.
TEETETO. —Eso es lo que dice efectivamente.
SÓCRATES. —Es natural pensar que un hombre tan sabio no hablase al aire. Sigamos, pues, el
hilo de sus razonamientos. ¿No es cierto, que algunas veces, cuando corre un mismo viento, uno de
nosotros siente frío y otro no lo siente, este poco y aquel mucho?
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Diremos entonces, que el viento tomado en sí mismo es frío o no es frío? ¿O
bien tendremos fe en Protágoras, que quiere que sea frío para aquel que lo siente, y que no lo sea
para el otro?
TEETETO. —Es probable.
SÓCRATES. —El viento, ¿no parece tal al uno y al otro?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Parecer ¿no es, respecto a nosotros mismos, la misma cosa que sentir?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —La apariencia y la sensación son lo mismo con relación al calor y a las demás
cualidades sensibles, puesto que parecen ser para cada uno tales como las siente.
TEETETO. —Probablemente.
SÓCRATES. —Luego la sensación, en tanto que ciencia, tiene siempre un objeto real y no es
susceptible de error.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —¡En nombre de las Gracias! Protágoras no era muy sabio, cuando ha mostrado
enigmáticamente su pensamiento a nosotros, que pertenecemos al vulgo, mientras que ha descubierto
a sus discípulos la cosa tal cual es.
TEETETO. —¿Qué quieres decir con esto, Sócrates?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo. Se trata de una opinión que no es de pequeña importancia.
Pretende que ninguna cosa es una, tomada en sí misma, y que a ninguna cosa, sea la que sea, se le
puede atribuir con razón denominación, ni cualidad alguna; que si se llama grande a una cosa, ella
parecerá pequeña; si pesada, parecerá ligera y así de lo demás; porque nada es uno, ni igual, ni de una
cualidad determinada, sino que de la traslación, del movimiento, y de su mezcla recíproca se forma
todo lo que decimos que existe, sirviéndonos en esto de una expresión impropia, porque nada existe
sino que todo deviene. Los sabios todos, a excepción de Parménides, convienen en este punto, como
Protágoras, Heráclito, Empédocles; los más excelentes poetas en uno y otro género de poesía,
Epicarmo en la comedia, Homero en la tragedia, cuando dice:

El Océano, padre de los dioses y Tetis su madre,

con lo que da a entender, que todas las cosas son producidas por el flujo y el movimiento. ¿No juzgas
que es esto lo que ha querido decir?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Quién podrá en lo sucesivo sin ponerse en ridículo hacer frente a un ejército
semejante, que tiene a Homero a la cabeza?
TEETETO. —No es fácil, Sócrates.
SÓCRATES. —No, sin duda, Teeteto, tanto más cuanto que apoyan en pruebas fuertes su opinión
de que el movimiento es el principio de lo que nos parece existir y de la generación, y el reposo el
del no ser y el de la corrupción. En efecto, el fuego y el calor, que engendra y entretiene todo lo
demás, son producidos por la traslación y el roce que no son más que movimiento. ¿No es esto lo que
da origen al fuego?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —La especie de los animales ¿debe igualmente su producción a los mismos
principios?
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero entonces, ¿nuestro cuerpo no se corrompe por el reposo y la inacción, y no
se conserva principalmente por el ejercicio y el movimiento?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —El alma misma, ¿no adquiere las ciencias, no se conserva y no se hace mejor por
el estudio y por la meditación, que son movimientos, mientras que el reposo y la falta de reflexión y
de estudio le impiden aprender nada, y la hacen olvidar lo que ha aprendido?
TEETETO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —¿El movimiento es un bien para el alma como para el cuerpo, y el reposo un mal?
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —¿Te diré aún, respecto a la calma, al tiempo sereno y otras cosas semejantes, que
el reposo pudre y pierde todo y que el movimiento produce el efecto contrario? ¿No llevaré al colmo
estas pruebas, forzándote a confesar que por la cadena de oro de la que habla Homero, no entiende ni
designa otra cosa que el sol, porque mientras que este y los cielos se mueven circularmente, todo
existe, todo se mantiene, lo mismo para los dioses que para los hombres, al mismo tiempo que, si
esta revolución llegase a detenerse y a verse en cierta manera encadenada, todas las cosas perecerían,
y, como se dice comúnmente, se volvería lo de abajo arriba?
TEETETO. —Así me parece, Sócrates; eso es lo que ha querido decir Homero.
SÓCRATES. —Concibe, querido mío, desde ahora, con relación a los ojos, que lo que llamas
color blanco no es algo que existe fuera de tus ojos, ni en tus ojos; no le señales ningún lugar
determinado, porque entonces no tendría un rango fijo, una existencia dada y no estaría ya en vía de
generación.
TEETETO. —¿Y cómo me lo representaré?
SÓCRATES. —Sigamos el principio que acabamos de establecer, de que no existe nada que sea
uno, tomado en sí. De esta manera lo negro, lo blanco y cualquier otro color nos parecerán formados
por la aplicación de los ojos a un movimiento conveniente y lo que decimos que es tal color no será
el órgano aplicado, ni la cosa a la que se aplica, sino un no sé qué intermedio y peculiar de cada uno
de nosotros. ¿Podrías sostener, en efecto, que un color parece tal a un perro o a otro animal
cualquiera, y que lo mismo te parece a ti?
TEETETO. —No, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —¿Podrías, por lo menos, asegurar que ninguna cosa parece a otro hombre la
misma que a ti? ¿Y no afirmarías más bien que nada se te presenta bajo el mismo aspecto, porque
nunca eres semejante a ti mismo?
TEETETO. —Soy de este parecer más bien que del otro.
SÓCRATES. —Si el órgano con que medimos o tocamos un objeto fuese grande, blanco o
caliente, no llegaría nunca a ser otro, aun cuando se le aplicara a un objeto diferente, si no se
verificaba en él algún cambio. De igual modo, si el objeto medido o tocado tuviera alguna de
aquellas cualidades, aun cuando le fuera aplicado otro órgano o el mismo, después de haber sufrido
alguna alteración, no por esto llegaría a ser otro, si él no experimentaba cambio alguno. Tanto más,
querido amigo, cuanto que según la otra opinión, nos veríamos precisados a admitir cosas realmente
sorprendentes y ridículas, como dirían Protágoras y cuantos quisiesen sostener su parecer.
TEETETO. —¿De qué hablas?
SÓCRATES. —Un sencillo ejemplo te hará comprender lo que quiero decirte. Si pones seis tabas
en frente de cuatro, diremos que aquellas son más y que superan a las cuatro en una mitad; si pones
las seis en frente de las doce, diremos que quedan reducidas a menor número, porque son la mitad de
doce. ¿Podría explicarse esto de otra manera? ¿Lo consentirías tú?
TEETETO. —Ciertamente que no.
SÓCRATES. —Bien, si Protágoras o cualquier otro te preguntase: Teeteto, ¿es posible que una
cosa se haga más grande o más numerosa de otra manera que mediante el aumento?, ¿qué
responderías?
TEETETO. —Sócrates, fijándome solo en la cuestión presente, te diré que no; pero si lo hago
teniendo en cuenta la precedente, para evitar contradecirme, te diré que sí.
SÓCRATES. —¡Por Hera!, eso se llama responder bien y divinamente, mi querido amigo. Me
parece, sin embargo, que si dices que sí, sucederá algo parecido al dicho de Eurípides, pues nuestra
lengua estará al abrigo de toda crítica, pero no nuestra intención.[4]
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Si uno y otro fuésemos hábiles y sabios, y hubiésemos agotado las indagaciones
sobre todo lo que es del resorte del pensamiento, no nos quedaría más que ensayar mutuamente
nuestras fuerzas, disputando a manera de los sofistas, y refutando resueltamente unos discursos con
otros discursos. Pero como somos ignorantes, tomaremos el partido de examinar ante todas cosas lo
que tenemos en el alma, para ver si nuestros pensamientos están de acuerdo entre sí, o si ellos se
combaten.
TEETETO. —Sin duda; eso es lo que deseo.
SÓCRATES. —Yo también. Sentado esto, y puesto que tenemos todo el tiempo necesario, ¿no
podremos considerar con amplitud y sin molestarnos, pero sondeándonos realmente a nosotros
mismos, lo que pueden ser estas imágenes, que se pintan en nuestro espíritu? Después de haberlas
examinado, diremos, yo creo, en primer lugar, que nunca una cosa se hace más grande ni más
pequeña, por la masa, ni por el número, mientras subsiste igual a sí misma. ¿No es verdad?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —En segundo lugar, que una cosa, a la que no se añade ni se quita nada, no puede
aumentar ni disminuir, y subsiste siempre igual.
TEETETO. —Es incontestable.
SÓCRATES. —¿No diremos, en tercer lugar, que lo que no existía antes y existe después, no
puede existir si no ha pasado o no pasa por la vía de la generación?
TEETETO. —Así lo pienso.
SÓCRATES. —Estas tres proposiciones se combaten, a mi entender, en nuestra alma, cuando
hablamos de las tabas, o cuando decimos que en la edad que yo tengo, al no haber experimentado
aumento ni disminución, soy en el espacio de un año, primero más grande y después más pequeño
que tú, que eres joven, no porque mi masa haya disminuido, sino porque la tuya ha aumentado.
Porque yo soy después lo que no era antes, sin haberme hecho tal, puesto que me es imposible
devenir sin haber antes devenido, y puesto que no habiendo perdido nada de mi masa, no he podido
hacerme más pequeño. Una vez establecido esto, no podemos evitar admitir una infinidad de cosas
semejantes. Teeteto, ¿qué piensas de esto? Me parece que no son nuevas para ti estas materias.
TEETETO. —¡Por todos los dioses! Sócrates, estoy absolutamente sorprendido con todo esto; y
algunas veces cuando echo una mirada adelante, mi vista se turba enteramente.
SÓCRATES. —Mi querido amigo, me parece que Teodoro no ha formado un juicio falso sobre el
carácter de tu espíritu. La turbación es un sentimiento propio del filósofo, y el primero que ha dicho
que Iris era hija de Taumas (el asombro), no explicó mal la genealogía.[5] ¿Comprendes, sin
embargo, por qué las cosas son tal como acabo de decir, como consecuencia del sistema de
Protágoras, o aún no lo comprendes?
TEETETO. —Me parece que no.
SÓCRATES. —Me quedarás obligado si penetro contigo en el sentido verdadero, pero oculto, de
la opinión de este hombre, o más bien de estos hombres célebres.
TEETETO. —¿Cómo no he de quedar agradecido y hasta infinitamente agradecido?
SÓCRATES. —Mira alrededor por si algún profano nos escucha. Entiendo por profanos los que
no creen que exista otra cosa que lo que pueden coger a manos llenas, y que no colocan en el rango
de los seres las operaciones del alma, ni las generaciones, ni lo que es invisible.
TEETETO. —Me hablas, Sócrates, de una casta de hombres duros e intratables.
SÓCRATES. —Son, en efecto, muy ignorantes, hijo mío. Pero los otros, que son muchos, y cuyos
misterios te voy a revelar, son más cultos. Su principio, del que depende lo que acabamos de exponer,
es el siguiente: todo es movimiento en el universo, y no hay nada más. El movimiento es de dos
clases, ambas infinitas en número; pero en cuanto a su naturaleza, una es activa y otra pasiva. De su
concurso y de su contacto mutuo se forman producciones infinitas en número, divididas en dos
clases, la una de lo sensible, la otra de la sensación, que coincide siempre con lo sensible y es
engendrada al mismo tiempo. Las sensaciones son conocidas con los nombres de vista, oído, olfato,
gusto, tacto, frío, caliente, y aun placer, dolor, deseo, temor, dejando a un lado otras muchas que no
tienen nombre, o que tienen uno mismo. La clase de cosas sensibles es producida al mismo tiempo
que las sensaciones correspondientes; los colores de todas clases corresponden a visiones de todas
clases; sonidos diversos son relativos a diversas afecciones del oído, y las demás cosas sensibles a
las demás sensaciones. ¿Concibes, Teeteto, la relación que tiene este razonamiento con lo que
precede?
TEETETO. —No mucho, Sócrates.
SÓCRATES. —Fíjate en la conclusión a que conduce. Significa, como ya hemos explicado, que
todo está en movimiento, y que este movimiento es lento o rápido; que lo que se mueve lentamente
ejerce su movimiento en el mismo lugar y sobre los objetos próximos que engendra de esta manera,
y que lo que así engendra tiene más lentitud; que, por el contrario, lo que se mueve rápidamente,
desplegando su movimiento sobre objetos lejanos, engendra de esta manera, y lo que así engendra
tiene más velocidad, porque corre en el espacio, y su movimiento consiste en la traslación. Cuando el
ojo, de una parte, y un objeto, de otra, se encuentran y han producido la blancura y la sensación que
naturalmente le corresponde, las cuales jamás se habrían producido si el ojo se hubiera fijado en otro
objeto o recíprocamente, entonces, moviéndose estas dos cosas en el espacio intermedio, a saber, la
visión hacia los ojos y la blancura hacia el objeto que produce el color juntamente con los ojos, el
ojo se ve empapado en la visión, percibe y se hace, no visión, sino ojo que ve. En igual forma, el
objeto, concurriendo con el ojo a la producción del color, se ve empapado en la blancura, y se hace,
no blancura, sino blanco, sea madera, piedra o cualquier otra cosa la que reciba la tintura de este
color. Es preciso formarse la misma idea de todas las demás cualidades, tales como lo duro, lo
caliente y otras, y concebir que nada de esto es una realidad en sí, como decíamos antes, sino que
todas las cosas se engendran en medio de una diversidad prodigiosa por su contacto mutuo, que es un
resultado del movimiento. En efecto, es imposible, dicen, representarse de una manera fija un ser en
sí bajo la cualidad de agente o de paciente; porque nada es agente antes de su unión con lo que es
paciente, ni paciente antes de su unión con lo que es agente; y tal cosa, que en su choque con un objeto
dado, es agente, se convierte en paciente al encontrarse con otro objeto. De todo esto resulta, como se
dijo al principio, que nada es uno tomado en sí; que cada cosa se hace lo que es por su relación con
otra, y que es preciso suprimir absolutamente la palabra ser. Es cierto que muchas veces, y ahora
mismo nos hemos visto precisados a usar esta palabra por hábito y como resultado de nuestra
ignorancia; pero el parecer de los sabios es que no se debe usar, ni decirse, hablando de mí o de
cualquier otro, que yo soy alguna cosa, esto o aquello, ni emplear ningún otro término que signifique
un estado de consistencia, y que, para expresarse según la naturaleza, debe decirse que las cosas se
engendran, se hacen, perecen y se alteran sin pasar de aquí; porque si se presenta en el discurso
alguna cosa como estable, es fácil rebatir a quien se conduzca de esta manera. Tal es el modo en que
debe hablarse de estos elementos y también de las colecciones de los mismos que se llaman hombre,
piedra, animal, sean individuos o especies. ¿Te causa placer, Teeteto, esta opinión?, ¿es de tu gusto?
TEETETO. —No sé qué decir, Sócrates, porque no puedo descubrir si hablas conforme con tu
pensamiento, o si tratas solo de sondearme.
SÓCRATES. —Has olvidado, mi querido amigo, que yo no sé ni me apropio nada de todo esto, y
que en tal concepto soy estéril; pero te ayudaré a parir, y para ello he recurrido a encantamientos y he
querido que saborees las opiniones de los sabios, hasta tanto que yo haya puesto en evidencia la tuya.
Cuando haya salido de tu alma, examinaré si es frívola o sólida. Cobra, pues, ánimo y paciencia, y
responde libre y resueltamente lo que te parezca verdadero acerca de lo que yo te pregunte.
TEETETO. —No tienes más que preguntar.
SÓCRATES. —Dime de nuevo, si te agrada la opinión de que ni lo bueno, ni lo bello, ni ninguno
de los objetos de que acabamos de hacer mención, están en estado de existencia, sino que están
siempre en vía de generación.
TEETETO. —Cuando te oí hacer la explicación, me pareció perfectamente fundada, y estoy
persuadido de que debe creerse que las cosas son como tú las has explicado.
SÓCRATES. —No despreciemos lo que todavía tengo que exponer. Tenemos aún que hablar de
los sueños, de las enfermedades, de la locura sobre todo, y de lo que se llama entender, ver, en una
palabra, sentir con desbarajuste. Sabes que todo esto es mirado como una prueba incontestable de la
falsedad del sistema de que hablamos, porque las sensaciones que se experimentan en estas
circunstancias, son de hecho mentirosas, y que lejos de ser las cosas entonces tales como aparecen a
cada uno, sucede todo lo contrario, porque todo lo que parece ser no es en efecto.
TEETETO. —Dices verdad, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Qué medio de defensa queda, mi querido amigo, al que pretende que la sensación
es ciencia, y que lo que parece a cada uno es tal como le parece?
TEETETO. —No me atrevo a decir, Sócrates, que no sé qué responder, porque no hace un
momento que me regañaste por haberlo dicho; pero verdaderamente yo no hallo ningún medio de
negar que en la locura y en los sueños se forman opiniones falsas, imaginándose, unos, que ellos son
dioses, y otros que tienen alas, y que vuelan durante el sueño.
SÓCRATES. —¿No recuerdas la controversia que suscitan con tal motivo los partidarios de este
sistema, y principalmente sobre los estados de la vigilia y del sueño?
TEETETO. —¿Qué dicen?
SÓCRATES. —Lo que has oído, creo yo, muchas veces a los que nos exigen pruebas de si en este
momento dormimos, siendo nuestros pensamientos otros tantos sueños, o si estamos despiertos y
conversamos realmente juntos.
TEETETO. —Es muy difícil, Sócrates, distinguir los verdaderos signos, que sirven para
reconocer la diferencia, porque en uno y en otro estado se corresponden, por decirlo así, los mismos
caracteres. Nada impide que imaginemos que, estando dormidos, hablamos lo mismo que en este
momento, y cuando soñando creemos referir nuestros ensueños, es singular la semejanza con lo que
pasa en el estado de vigilia.
SÓCRATES. —Ya ves con qué facilidad se suscitan dificultades en este punto, puesto que se llega
a negar la realidad del estado de vigilia o la del sueño, y que, siendo el tiempo en que dormimos
igual al tiempo en que velamos, nuestra alma sostiene en sí misma, en cada uno de estos estados, que
los juicios que forma entonces son los únicos verdaderos. De manera que durante un espacio igual de
tiempo decimos, o bien que estos son verdaderos, o bien que lo son aquellos, y nos decidimos
igualmente por los unos que por los otros.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Lo mismo debemos decir de las enfermedades y de los accesos de locura, si bien
no son iguales en razón de la duración.
TEETETO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Bien, ¿la mayor o la menor duración decidirá sobre la verdad?
TEETETO. —Eso sería ridículo por más de un concepto.
SÓCRATES. —¿Puedes, sin embargo, determinar alguna otra señal evidente por la que se
reconozca de qué lado está la verdad en estos juicios?
TEETETO. —Yo no veo ninguna.
SÓCRATES. —Escucha, pues, lo que te dirían los que pretenden que las cosas son siempre
realmente tales como parecen a cada uno. He aquí, a mi parecer, las preguntas que te harían: Teeteto,
¿es posible que una cosa, totalmente diferente de otra, tenga la misma propiedad? Y no te imagines
que se trata de una cosa, que en parte sea la misma y en parte diferente, sino que sea una cosa
absolutamente diferente.
TEETETO. —Si se la supone enteramente diferente, es imposible que tenga nada de común con
otra, ni por la propiedad, ni por ninguna otra cosa.
SÓCRATES. —¿No es necesario reconocer que es desemejante?
TEETETO. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —Si sucede que una cosa se hace semejante o desemejante, sea en sí misma, sea
respecto a cualquiera otra, diremos que, en tanto que semejante, ella es la misma, y que, en tanto que
desemejante, ella es otra.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No dijimos antes que hay un número infinito de causas activas de movimiento, y
lo mismo de causas pasivas?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y que cada una de ellas, llegando a unirse tan pronto a una cosa como a otra, no
producirá en estos dos casos los mismos efectos, sino efectos diferentes?
TEETETO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No podríamos decir lo mismo de ti, de mí y de todo lo demás? Por ejemplo,
¿diremos que Sócrates sano y Sócrates enfermo son semejantes o que son diferentes?
TEETETO. —¿Cuando hablas de Sócrates enfermo consideras a este por entero, y le opones al
Sócrates sano considerándolo también por entero?
SÓCRATES. —Has penetrado muy bien mi pensamiento; así es como yo lo entiendo.
TEETETO. —Son diferentes en efecto.
SÓCRATES. —¿Y son distintos en proporción a que son diferentes?
TEETETO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —¿No dirás lo mismo de Sócrates dormido o en cualquiera otro de los estados que
hemos recorrido?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No es cierto que cada una de las causas, que son activas por su naturaleza,
cuando tropiece con Sócrates sano, obrará sobre él como sobre un hombre distinto que Sócrates
enfermo, y recíprocamente cuando tropiece con Sócrates enfermo?
TEETETO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —En uno y en otro caso, la causa activa producirá distintos efectos que yo, que soy
pasivo respecto de ella.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando estando sano bebo vino, ¿no me parece agradable y dulce?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Porque, según los principios que quedan sentados, la causa activa y la pasiva han
producido la dulzura y la sensación; una y otra han estado en movimiento a un mismo tiempo; la
sensación, dirigiéndose hacia la causa pasiva ha hecho que la lengua sintiera, y la dulzura, por el
contrario, dirigiéndose hacia el vino, ha hecho que el vino fuese y pareciese dulce a la lengua ya
preparada.
TEETETO. —Es, en efecto, en lo que hemos convenido antes.
SÓCRATES. —Pero cuando el vino obra sobre Sócrates enfermo, ¿no es cierto, por lo pronto,
que realmente no obra sobre el mismo hombre, puesto que me encuentra en un estado diferente?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Sócrates en este estado y el vino, que bebe, producirán distintos efectos; respecto
de la lengua, una sensación de amargura; y respecto del vino, una amargura que afecta al vino; de
manera que no será amargura, sino amargo, y yo no seré sensación, sino un hombre que siente.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Nunca llegaré a ser distinto, mientras me vea afectado de esta manera, porque una
sensación diferente supone que el sujeto no es ya el mismo, y hace al que la experimenta diferente y
distinto de lo que él era. Tampoco es de temer que lo que me afecta, afectando también a otro sujeto,
produzca un mismo efecto, puesto que, produciendo otro efecto por su unión con otro sujeto, se hará
distinto.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Por lo tanto, yo no llegaré a ser lo que soy a causa de mí mismo, ni tampoco la
causa en razón de sí misma.
TEETETO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —¿No es indispensable que, cuando yo siento, sea en razón de alguna cosa, puesto
que es imposible que se experimente una sensación sin causa? Y en igual forma, lo que se hace dulce,
amargo, o recibe cualquier otra cualidad semejante, ¿no es indispensable que se haga tal con relación
a alguno, puesto que no es menos imposible que lo que se hace dulce no sea tal para nadie?
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Resulta, pues, que, a mi parecer, el sujeto que siente y el objeto sentido, ya se los
suponga en estado de existencia o en vía de generación, tienen una existencia o una generación
relativas, puesto que es una necesidad que su manera de ser sea una relación, pero una relación que
no es de ellos a otra cosa, ni de cada uno de ellos a sí mismo. Resulta, por consiguiente, que tiene que
ser una relación recíproca, de uno respecto del otro; de manera que, ya se diga de una cosa que existe
o ya que deviene, es preciso decir que siempre es a causa de alguna cosa, o de alguna cosa, o hacia
alguna cosa; y no se debe decir, ni consentir que se diga, que existe o se hace cosa alguna en sí y por
sí. Esto es lo que resulta de la opinión que hemos expuesto.
TEETETO. —Nada más verdadero, Sócrates.
SÓCRATES. —Por consiguiente, lo que obra sobre mí es relativo a mí y no a otro; yo lo siento y
otro no lo siente.
TEETETO. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —Mi sensación, por lo tanto, es verdadera con relación a mí, porque afecta siempre
a mi manera de ser, y según Protágoras a mí me toca juzgar de la existencia de lo que me afecta y de
la no existencia de lo que no me afecta.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —Puesto que no me engaño, ni me extravío, en el juicio que formo sobre lo que
existe o deviene ¿cómo puedo verme privado de la ciencia de los objetos, cuya sensación
experimento?
TEETETO. —Eso no es posible.
SÓCRATES. —Así pues, tú has definido bien la ciencia, diciendo que no es más que la sensación;
y ya se sostenga con Homero, Heráclito y los demás, que piensan como ellos, que todo está en
movimiento y flujo continuo; o ya con el muy sabio Protágoras, que el hombre es la medida de todas
las cosas; o ya con Teeteto, que, siendo esto así, la sensación es la ciencia; todas estas opiniones
significan lo mismo.
Y bien, Teeteto ¿diremos que, hasta cierto punto, es este el hijo recién nacido, que, gracias a mis
cuidados, acabas de dar a luz? ¿Qué piensas de esto?
TEETETO. —Es preciso reconocerlo, Sócrates.
SÓCRATES. —Cualquiera que sea este fruto, buen trabajo nos ha costado el darlo a luz. Pero
después del parto es preciso hacer ahora en torno suyo la ceremonia de la anfidromía,[6] procurando
asegurarnos, si merece que se le críe o si no es más que una producción quimérica. ¿O bien crees que
a todo trance es preciso criar a tu hijo y no exponerlo? ¿Sufrirás con paciencia que se le examine, y
no montarás en cólera si se te arranca, como lo haría una primeriza si le quitaran su primer hijo?
TEODORO. —Teeteto lo sufrirá con gusto; no es un hombre tan descontentadizo. Pero, en
nombre de los dioses, dinos si esta opinión es falsa.
SÓCRATES. —Es preciso que tengas gusto en la conversación, Teodoro, y que seas muy bueno,
para imaginarte que yo soy como un costal lleno de discursos, y que me es fácil sacar uno, para
probarte que esta opinión no es verdadera. No reflexionas que ningún discurso sale de mí sino de
aquel con quien yo converso, y que sé muy poco, quiero decir, que solo sé recibir y comprender tal
cual lo que otro más hábil dice. Esto es lo que voy a intentar frente a frente de Protágoras, sin decir
nada que sea mío.
TEETETO. —Tienes razón, Sócrates; hazlo así.
SÓCRATES. —¿Sabes, Teodoro, lo que me sorprende en tu amigo Protágoras?
TEODORO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Estoy muy satisfecho de todo lo que ha dicho en otra parte, para probar que lo que
parece a cada uno es tal como le parece. Pero me sorprende, que al principio de su Verdad[7] no haya
dicho que el cerdo, el cinocéfalo u otro animal más ridículo aún, capaz de sensación, son la medida
de todas las cosas. Ésta hubiera sido una introducción magnífica y de hecho ofensiva a nuestra
especie, con la que él nos hubiera hecho conocer que mientras nosotros le admiramos como un dios
por su sabiduría, no supera en inteligencia, no digo a otro hombre, sino ni a una rana girina.[8] Pero
¿qué digo, Teodoro? Si las opiniones, que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son
verdaderas para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para decidir sobre lo que
experimenta su semejante, ni es más hábil para discernir la verdad o la falsedad de una opinión; si,
por el contrario, como muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente de lo que pasa en él y si
todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi querido amigo, ha de ser
Protágoras sabio hasta el punto de creerse con derecho para enseñar a los demás y para poner sus
lecciones a tan alto precio? Y nosotros, si fuéramos a su escuela, ¿no seríamos unos necios, puesto
que cada uno tiene en sí mismo la medida de su sabiduría? ¿Será quizá que Protágoras haya hablado
de esta manera para burlarse? No haré mención de lo que a mí toca, en razón del talento de hacer
parir a los espíritus. En su sistema este talento es soberanamente ridículo, lo mismo, a mi parecer,
que todo el arte de la dialéctica. Porque ¿no es una insigne extravagancia querer examinar y refutar
mutuamente nuestras ideas y opiniones, mientras que todas ellas son verdaderas para cada uno, si la
verdad es como la define Protágoras? Salvo que nos haya comunicado por diversión los oráculos de
su santo libro.
TEODORO. —Sócrates, Protágoras es mi amigo; tú mismo acabas de decirlo; y no puedo
consentir que se le refute con mis propias opiniones, ni defender su sistema frente a frente de ti
contra mi pensamiento. Continúa, pues, la discusión con Teeteto, con tanto más motivo cuanto que me
ha parecido que te está escuchando con una atención sostenida.
SÓCRATES. —Sin embargo, si tú te encontrases en Lacedemonia en el circo de los ejercicios,
Teodoro, después de haber visto a los otros desnudos y algunos de ellos bastante mal formados, ¿te
creerías dispensado de despojarte de tu traje, y mostrarte a ellos a tu vez?
TEODORO. —¿Por qué no, si querían permitírmelo y rendirse a mis razones, como ahora espero
persuadiros a que me permitáis ser simple espectador, y no verme arrastrado por fuerza a la arena en
este momento, en que tengo mis miembros entumecidos, para luchar con un adversario más joven y
más suelto?
SÓCRATES. —Si eso quieres, Teodoro, no me importa, como se dice vulgarmente. Volvamos al
sagaz Teeteto. Dime, Teeteto, con motivo de este sistema, ¿no estás sorprendido, como yo, al verte de
repente igual en sabiduría a cualquiera, sea hombre o sea dios? ¿O crees tú que la medida de
Protágoras no es la misma para los dioses que para los hombres?
TEETETO. —No ciertamente; yo no lo pienso así, y para responder a tu pregunta me encuentro
como sorprendido. Cuando examinábamos la manera que ellos tienen de probar que lo que parece a
cada uno es tal como le parece, creía yo que era una cosa innegable, mas ahora he pasado de repente
a un juicio contrario.
SÓCRATES. —Tú eres joven, querido mío, y por esta razón escuchas los discursos con avidez y
te rindes a la verdad. Pero he aquí lo que nos opondrá Protágoras o alguno de sus partidarios:
«Generosos jóvenes y ancianos, vosotros discurrís sentados en vuestros asientos y ponéis a los
dioses de vuestra parte, mientras que yo, hablando y escribiendo sobre este punto, dejo a un lado si
ellos existen o no existen. Vuestras objeciones son por su naturaleza favorablemente acogidas por la
multitud, como cuando decís que sería extraño que el hombre no tuviese ninguna ventaja en razón de
sabiduría sobre el animal más estúpido; pero no me opondréis demostración ni prueba concluyente,
ni emplearéis contra mí más que argumentos de probabilidad. Sin embargo, si Teodoro o cualquier
geómetra argumentasen de esta manera en geometría, nadie se dignaría escucharle. Examinad, pues,
Teodoro y tú, si en materias de tanta importancia podréis adoptar opiniones que solo descansan en
verosimilitudes y probabilidades».
TEETETO. —Seríamos en tal caso, tú, Sócrates, y yo, muy injustos.
SÓCRATES. —¿Luego es preciso, según lo que Teodoro y tú manifestáis, que sigamos otro
rumbo?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Veamos de qué manera os voy a hacer ver si la ciencia y la sensación son una
misma cosa o dos cosas diferentes; es a lo que tiende en definitiva toda esta discusión y en este
concepto hemos promovido todas estas cuestiones espinosas. ¿No es verdad?
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Admitiremos, que al mismo tiempo que experimentamos la sensación de un
objeto por la vista o por el oído, adquirimos igualmente la ciencia? Por ejemplo: antes de haber
aprendido la lengua de los bárbaros, ¿diremos que cuando ellos hablan, nosotros no los entendemos,
o que los entendemos y comprendemos lo que dicen? En igual forma, si no sabiendo leer, echamos
una mirada sobre las letras, ¿aseguraremos que no las vemos o que las vemos y que tenemos
conocimiento de ellas?
TEETETO. —Diremos, Sócrates, que sabemos lo que vemos, es decir, en cuanto a las letras, que
vemos y conocemos su figura y su color; en cuanto a los sonidos, que entendemos y conocemos lo
que tienen de agudo o de grave; pero que no tenemos por la vista ni por el oído ninguna sensación ni
conocimiento de lo que los gramáticos y los intérpretes enseñan en la escritura.
SÓCRATES. —Muy bien, mi querido Teeteto; no quiero disputar sobre tu respuesta, para que, así
te encuentres más firme. Pero fija tu atención en una nueva dificultad que se presenta en primer
término, y mira cómo la rebatiremos.
TEETETO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —La siguiente. Si se nos preguntase: ¿es posible que lo que una vez se ha sabido,
cuyo recuerdo se conserva, no se sepa en el acto mismo de acordarse de ello? Me parece que me
valgo de un gran rodeo para preguntarte, si, cuando se acuerda uno de lo que ha aprendido, en el
mismo acto no lo sabe.
TEETETO. —¿Cómo no lo ha de saber, Sócrates? Sería una cosa prodigiosa que no lo supiera.
SÓCRATES. —¿No sabré yo mismo lo que digo? Examínalo bien. ¿No convienes en que ver es
sentir, y que la visión es una sensación?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —El que ha visto una cosa, ¿no adquirió desde aquel momento la ciencia de lo que
vio, según el sistema del que estamos hablando?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Entonces, ¿no admites lo que se llama memoria?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —La memoria, ¿tiene un objeto o no lo tiene?
TEETETO. —Lo tiene sin duda.
SÓCRATES. —Ciertamente son su objeto las cosas que han sido aprendidas o sentidas.
TEETETO. —Las mismas.
SÓCRATES. —Más aún; ¿no se acuerda uno algunas veces de lo que ha visto?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y sucede lo mismo después de haber cerrado los ojos? ¿O bien se olvida la cosa
desde el momento en que se cierran?
TEETETO. —Sería un absurdo decir eso, Sócrates.
SÓCRATES. —Sin embargo, es preciso decirlo, si queremos salvar el sistema en cuestión; de
otro modo desaparece.
TEETETO. —Efectivamente, ya entreveo eso, pero no lo concibo con claridad. Explícamelo.
SÓCRATES. —De la manera siguiente. El que ve, decimos, tiene la ciencia de lo que ve, porque
hemos convenido en que la visión, la sensación y la ciencia son una misma cosa.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero el que ve y ha adquirido la ciencia de lo que él veía, si cierra los ojos, se
acuerda de la cosa y no la ve. ¿No es así?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Decir que no ve, equivale a decir que no sabe, porque ver es lo mismo que saber.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —De aquí resulta, por consiguiente, que lo que se ha sabido ya no se sabe en el acto
mismo de acordarse de ello, en razón de que no se ve; lo cual hemos calificado de prodigio, si
llegara a verificarse.
TEETETO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Resulta, por consiguiente, que el sistema, que confunde la ciencia y la sensación,
conduce a una cosa imposible.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Así es preciso decir que la una no es la otra.
TEETETO. —Lo pienso así.
SÓCRATES. —He aquí cómo nos vemos reducidos, a mi parecer, a dar una nueva definición de la
ciencia. Sin embargo, Teeteto, ¿qué deberemos hacer?
TEETETO. —¿Sobre qué?
SÓCRATES. —Me parece que, semejantes a un gallo sin coraje, nos retiramos del combate y
cantamos antes de haber conseguido la victoria.
TEETETO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Hasta ahora no hemos hecho más que disputar y convenir por una y otra parte
acerca de las palabras, y, después de haber maltratado a nuestro adversario con tales armas, creemos
que no queda nada por hacer. Nos damos por sabios y no por sofistas, sin tener presente que
incurrimos o nos ponemos en el caso de estos disputadores de profesión.
TEETETO. —No comprendo lo que quieres decir.
SÓCRATES. —Voy a hacer un ensayo, para explicarte mi pensamiento. Hemos preguntado si el
que ha aprendido una cosa y conserva su recuerdo, no la sabe; y después de haber demostrado que
cuando se ha visto una cosa y se han cerrado en seguida los ojos, se acuerda de ella aunque no la vea,
hemos inferido de aquí que el mismo hombre no sabe aquello mismo de que se acuerda, lo cual es
imposible. He aquí cómo hemos rebatido la opinión de Protágoras, que es al mismo tiempo la tuya, y
que hace de la sensación y de la ciencia una misma cosa.
TEETETO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —No sería así, mi querido amigo, si el padre del primer sistema viviese aún, porque
lo sostendría con energía. Hoy, que está este sistema huérfano, lo insultamos tanto más cuanto que los
tutores que Protágoras le ha dejado, uno de los cuales es Teodoro, rehúsan patrocinarlo, y veo
claramente que, por interés de la justicia, estamos obligados a salir a su defensa.
TEODORO. —No soy yo, Sócrates, el tutor de las opiniones de Protágoras, sino más bien Calias
hijo de Hipónico. Con respecto a mí dejé muy pronto estas materias abstractas por el estudio de la
geometría. Te agradeceré, sin embargo, que quieras defenderlo.
SÓCRATES. —Has dicho bien, Teodoro. Ten presente de qué manera me explico. Si no estás con
una atención extremada a las palabras, de las que tenemos costumbre de servirnos, ya para conceder,
ya para negar, te verás obligado a confesar absurdos mayores aún que los que acabamos de ver. ¿Me
dirigiré a ti o a Teeteto, para explicaros cómo?
TEODORO. —Dirígete a ambos, pero el más joven será el que responda. Si da algún paso en
falso, será menos vergonzoso para él.
SÓCRATES. —Entro desde luego en una cuestión más extraña, a mi parecer, y es la siguiente: ¿es
posible que la persona misma, que sabe una cosa, no sepa lo que sabe?
TEODORO. —¿Qué responderemos, Teeteto?
TEETETO. —Tengo por imposible la proposición.
SÓCRATES. —Sin embargo, no lo es tanto, si supones que ver es saber. ¿Cómo saldrás de esta
cuestión inevitable, o, como suele decirse, cómo te librarás de caer en la trampa, cuando un
adversario intrépido, tapando con la mano uno de tus ojos, te pregunte si ves su vestido con el ojo
cerrado?
TEETETO. —Le responderé que no; pero que lo veo con el otro.
SÓCRATES. —¿Luego ves y no ves al mismo tiempo la misma cosa?
TEETETO. —En cierto modo, sí.
SÓCRATES. —No se trata de esto, te replicará; ni te pregunto el cómo, sino si lo que sabes no lo
sabes. Porque en este momento ves lo que no ves, y como, por otra parte, estás conforme en que ver
es saber, y no ver es no saber, deduce tú mismo la consecuencia.
TEETETO. —La consecuencia que saco, es que se deduce lo contrario de lo que yo he supuesto.
SÓCRATES. —Quizá, querido mío, te verías en otros muchos conflictos si te hubiera preguntado:
¿se puede saber la misma cosa aguda o torpemente, de cerca o de lejos, fuerte o débilmente? Otras
mil cuestiones semejantes te podría proponer un campeón ejercitado en la disputa, que viviera de este
oficio y anduviera a caza de iguales sutilezas, cuando te hubiera oído decir que la ciencia y la
sensación son una misma cosa. Y si después, estrechándote en todo lo relativo al oído, al olfato y a
los demás sentidos, y ciñéndose a ti sin soltarte, te hubiese hecho caer en los lazos de su admirable
saber, se hubiera hecho dueño de tu persona, y, teniéndote encadenado, te habría obligado a pagar el
rescate en que hubierais convenido ambos. Y bien, me dirás quizá, ¿qué razones alegará Protágoras
en su defensa? ¿Quieres que las exponga?
TEETETO. —Con mucho gusto.
SÓCRATES. —Por lo pronto hará valer todo lo que hemos dicho en su favor; y en seguida,
estrechando el terreno, creo yo que nos dirá en tono desdeñoso:
«El buen Sócrates me ha puesto en ridículo en sus discursos, porque un joven, aterrado con la
pregunta que le hizo, de si es posible que un hombre se acuerde de una cosa y que al mismo tiempo
tenga conocimiento de ella, le respondió temblando, que no, por no alcanzársele más. Pero, cobarde
Sócrates, escucha lo que hay en esta materia. Cuando examinas por medio de preguntas algunas de
mis opiniones, si confundes al que interrogas, respondiendo él lo que yo mismo respondería, yo soy
el vencido; pero si dice una cosa distinta de la que yo diría, lo será él y no yo. Y entrando ya en
materia, ¿crees tú que se te haya de conceder que se conserva la memoria de las cosas que se han
sentido cuando la impresión no subsiste, y que esta memoria sea de la misma naturaleza que la
sensación que experimentaba y que ya no se experimenta? De ninguna manera. ¿Crees que hay
inconveniente en confesar que el mismo hombre puede saber y no saber la misma cosa? Si se teme
semejante confesión, ¿crees tú que se te conceda que el que se ha hecho diferente, sea el mismo que
era antes de este cambio; o más bien, que este hombre sea uno y no muchos, y que estos muchos no se
multipliquen al infinito, puesto que los cambios se producen sin cesar, si se han de descartar de una y
otra parte los lazos que se pueden tender con las palabras? Pero, querido mío, proseguirá, ataca mi
sistema de una manera más noble y pruébame, si puedes, que cada uno de nosotros no tiene
sensaciones que le son propias, o si lo son, que no se sigue de aquí que aquello, que parece a cada
uno, deviene, o si es preciso valerse de la palabra ser, es tal por sí solo. Además, cuando hablas de
cerdos y de cinocéfalos, no solo demuestras, respecto a mis escritos, la estupidez de un cerdo, sino
que comprometes a los que te escuchan a hacer otro tanto, y esto no es decoroso. Con respecto a mí,
sostengo que la verdad es tal como la he descrito, y que cada uno de nosotros es la medida de lo que
es y de lo que no es; que hay, sin embargo, una diferencia infinita entre un hombre y otro hombre, en
cuanto las cosas son y parecen unas a este y otras a aquel, y lejos de no reconocer la sabiduría, ni los
hombres sabios, digo, por el contrarío, que uno es sabio, cuando mudando la faz de los objetos, los
hace parecer y ser buenos a aquel para quien parecían y eran malos antes. Por lo demás, no es una
novedad que se me ataque solo sobre palabras, pero penetrarás más claramente mi pensamiento con
lo que voy a decir.
»Recuerda lo que ya se dijo antes: que los alimentos parecen y son amargos al enfermo, y que son
y parecen agradables al hombre sano. No debe concluirse de aquí que el uno es más sabio que el otro,
porque esto no puede ser; ni tampoco intentar probar que el enfermo es un ignorante, porque tiene
esta opinión, y que el hombre sano es sabio, porque tiene una opinión contraria, sino que es preciso
hacer pasar al enfermo al otro estado, que es preferible al suyo. Lo mismo sucede respecto a la
educación; debe hacerse que los hombres pasen del estado malo a otro bueno. El médico emplea para
esto los remedios, y el sofista los discursos. Nunca ha obligado nadie a tener opiniones verdaderas al
que antes las tenía falsas, puesto que no es posible tener una opinión sobre lo que no existe, ni sobre
otros objetos que aquellos que nos afectan, objetos que son siempre verdaderos; pero se hacen las
cosas en este punto de tal manera, a mi parecer, que el que con un alma mal dispuesta tenía opiniones
en relación con su disposición, pase a un estado mejor y a opiniones conformes con este nuevo
estado. Algunos por ignorancia llaman a estas opiniones imágenes verdaderas; en cuanto a mí,
convengo en que las unas son mejores que las otras, pero no más verdaderas. Disto de llamar ranas a
los sabios, mi querido Sócrates; por el contrario, tengo a los médicos por sabios en lo que concierne
al cuerpo, y a los labradores en lo que toca a las plantas. Porque en mi opinión los labradores,
cuando las plantas están enfermas, en lugar de sensaciones malas, las procuran buenas, saludables y
verdaderas; y los oradores sabios y virtuosos hacen, respecto de los estados, que las cosas buenas
sean justas y no las malas. En efecto, lo que parece bueno y justo a cada ciudad es tal para ella
mientras forma este juicio; y el sabio hace que el bien, y no el mal, sea y parezca tal a cada
ciudadano. Por la misma razón el sofista, capaz de formar de este modo a sus discípulos, es sabio, y
merece que ellos le den un gran salario. Así es como los unos son más sabios que los otros, sin tener
por esto nadie opiniones falsas; y quieras o no, es preciso que reconozcas que tú eres la medida de
todas las cosas, porque todo cuanto llevamos dicho supone este principio. Si tienes algo que
oponerle, hazlo refutando mi discurso con otro y si te gusta más interrogar, hazlo en buena hora,
porque no digo que haya de desecharse este método; por el contrario, el hombre de buen sentido debe
preferirlo a cualquier otro, pero usa de él de manera que no parezca que intentas engañar
interrogando. Habría una gran contradicción, si teniéndote por amante de la virtud, te condujeras
siempre injustamente en la discusión. Es conducirse injustamente en la conversación el no hacer
ninguna diferencia entre la disputa y la discusión; el no reservar para la disputa los chistes y
travesuras, y en la discusión no tratar las materias seriamente, dirigiéndose a aquel con quien se
conversa, y haciéndole únicamente percibir las faltas que él mismo hubiese reconocido, como
resultado de las conversaciones anteriores. Si obras de esta manera, los que conversen contigo
achacarán a sí mismos y no a ti su turbación y su embarazo; te volverán a buscar y te amarán; se
pondrán en pugna entre sí y, esquivándose unos a otros, se arrojarán en el seno de la filosofía, para
que los renueve y los convierta en otros hombres. Pero si haces lo contrario, como sucede con
muchos, lo contrario también sucederá, y en lugar de hacer filósofos a los que traten contigo, harás
que aborrezcan la filosofía cuando se hallen avanzados en edad. Si me crees, examinarás
verdaderamente, sin espíritu de hostilidad ni de disputa, como ya te he dicho, sino con una
disposición benévola, lo que hemos querido decir al afirmar que todo está en movimiento, y que las
cosas son para los particulares y para los estados tales como ellas les parecen. Y partirás de aquí para
examinar si la ciencia y la sensación son una misma cosa o dos cosas diferentes, en lugar de partir,
como antes, del uso ordinario de las palabras, cuyo sentido tuercen a capricho la mayor parte de los
hombres, creándose mutuamente toda clase de dificultades».
He aquí, Teodoro, todo lo que he podido hacer en defensa de tu amigo, defensa flaca en relación
con mi debilidad; pero si él viviese aún, vendría en auxilio de su propio sistema con más energía.
TEODORO. —Te equivocas, Sócrates; lo has defendido vigorosamente.
SÓCRATES. —Me adulas, mi querido amigo. ¿Pero tienes presente lo que Protágoras decía antes
y la acusación que nos dirigió de que disputábamos con un tierno joven, aprovechándonos de su
timidez como un arma, para combatir su sistema, y recomendándonos que, huyendo de todo estilo
burlesco, examináramos sus opiniones de una manera más seria?
TEODORO. —¿Cómo podía dejar de tenerlo presente, Sócrates?
SÓCRATES. —Pues bien; ¿quieres que le obedezcamos?
TEODORO. —Con todo mi corazón.
SÓCRATES. —Ya ves que todos los que están aquí, excepto tú, son jóvenes. Si queremos, pues,
obedecer a Protágoras, es preciso que interrogándonos y respondiéndonos a la vez tú y yo, hagamos
un examen serio de su sistema, para que no vuelva a echarnos en cara que lo discutimos con niños.
TEODORO. —¿Cómo? ¿Es que Teeteto no está en mejor disposición para discutir que muchos
hombres barbudos?
SÓCRATES. —Sí, pero no sostendrá la discusión mejor que tú. No te figures que he debido yo
tomar a todo trance la defensa de tu amigo después de su muerte, y te creas con derecho a
abandonarla. Adelante, querido mío, sígueme un momento hasta que hayamos visto si hemos de
tomarte a ti por medida en lo relativo a figuras geométricas, o si todos los hombres son tan sabios
como tú en astronomía y las demás ciencias, en que has adquirido una reputación sobresaliente.
TEODORO. —No es fácil, Sócrates, cuando está uno sentado cerca de ti, poder evitar el
responderte, y me equivoqué antes cuando dije que me permitirías no despojarme de mis vestidos, y
que no me obligarías en este concepto a luchar como hacen los lacedemonios. Se me figura, por el
contrario, que te pareces más a Escirrón,[9] porque los lacedemonios solo dicen: ¡Qué se retire o qué
se despoje de sus vestidos! Pero tú haces lo que Anteo;[10] no dejas en paz a los que se te aproximan
hasta forzarlos a que se despojen y luchen de palabra contigo.
SÓCRATES. —Has pintado bien mi enfermedad, Teodoro. Sin embargo, yo soy más fuerte que
esos que citas, porque ya he encontrado una multitud de Heracles y de Teseo, temibles en la disputa,
que me han batido en regla, pero no por eso me abstengo de disputar; tan violento y tan arraigado
está en mí el amor a esta clase de luchas. No me rehúses el placer de medirme contigo; será ventajoso
a uno y otro.
TEODORO. —Ya no me opongo más, y toma el camino que te acomode. Es preciso sufrir el
destino que me preparas, y consentir de buena voluntad en verme refutado. Te advierto, sin embargo,
que no podré pasar más allá de lo que me has propuesto.
SÓCRATES. —Basta que me sigas hasta ese punto. Te suplico que estés atento, no nos suceda que,
sin darnos cuenta, conversemos de una manera frívola, lo cual sería causa de una nueva acusación.
TEODORO. —En cuanto pueda, yo estaré con cuidado.
SÓCRATES. —Comencemos tomando por base un punto del que ya hemos hablado, y veamos, si
hemos atacado y desechado este sistema con razón o sin ella, en cuanto se pretende que cada uno se
basta a sí mismo en lo referente a la sabiduría, y si Protágoras nos ha concedido que unos superan a
otros para discernir lo mejor y lo peor, que son los que él llama sabios. ¿No es así?
TEODORO. —Sí.
SÓCRATES. —Si él mismo hubiera hecho en persona esta confesión, y no nosotros en su
nombre, al defender su causa, no sería necesario reproducirla para fortificarla más. Pero quizá se nos
podría objetar que no estamos autorizados para hacer por él semejantes confesiones. Ésta es la razón
por la que es preferible que convengamos en la verdad de este punto, tanto más, cuanto que importa
poco que la cosa sea así o de otra manera.
TEODORO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Deduzcamos, pues, lo más brevemente que podamos, esta confesión de los
propios discursos de Protágoras y no de ningún otro.
TEODORO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —De la manera siguiente. ¿No dice Protágoras que lo que parece a cada uno es para
él tal como le parece?
TEODORO. —Lo dice en efecto.
SÓCRATES. —De este modo se explica Protágoras. Mas también nosotros enunciamos las
opiniones de un hombre, más bien de todos los hombres, cuando decimos que no hay nadie que bajo
cierto punto de vista no se crea más sabio que los demás, y otros igualmente más sabios que él; que
en los mayores peligros, en la guerra, en las enfermedades, en el mar, se tienen por dioses los que
mandan en estos conflictos, y se espera de ellos la salud; y sin embargo, estos no tienen otra ventaja
sobre los otros que la de la ciencia; en todos los negocios humanos se buscan maestros y jefes para sí
mismos, para dirigir a los demás y para todas las obras que se emprenden; y que hay igualmente
hombres que tienen la convicción de que están en posición de enseñar y de mandar. Y en vista de esto,
¿qué otra cosa podemos decir sino que los hombres piensan que acerca de todas estas cosas hay, entre
sus semejantes, sabios e ignorantes?
TEODORO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —¿No tienen la sabiduría por una opinión verdadera, y la ignorancia por una
opinión falsa?
TEODORO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Qué partido tomaremos, Protágoras? ¿Diremos que los hombres tienen siempre
opiniones verdaderas, o tan pronto verdaderas como falsas? A cualquier lado que nos inclinemos,
resulta de todos modos que las opiniones humanas no son siempre verdaderas, sino que son
verdaderas o falsas. En efecto, Teodoro, mira si alguno de los partidarios de Protágoras querría, o si
tú mismo querrías sostener que no puede uno pensar que otro es un ignorante, y que tiene opiniones
falsas.
TEODORO. —Esta aserción no encontraría defensor, Sócrates.
SÓCRATES. —He aquí a qué extremo se ven reducidos los que quieren que el hombre sea la
medida de todas las cosas.
TEODORO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Si formas algún juicio sobre un objeto cualquiera y me participas tu opinión, esta
opinión, según Protágoras, será verdadera para ti. ¿Pero no nos será permitido a los demás ser jueces
de tu juicio? ¿Juzgaremos siempre que tus opiniones son verdaderas? ¿O, más bien, muchas personas
que tienen opiniones contrarias a las tuyas, no te contradicen todos los días, imaginándose que tú
juzgas mal?
TEODORO. —Sí, ¡por Zeus!, Sócrates; hay, como dice Homero, mil personas que me ocasionan
muchas dificultades bajo este punto de vista.
SÓCRATES. —Bien, ¿quieres entonces que digamos que tienes una opinión verdadera para ti y
falsa para todos los demás?
TEODORO. —Parece que es un resultado necesario de la opinión de Protágoras.
SÓCRATES. —Con respecto a Protágoras mismo, si no hubiera creído que el hombre es la
medida de todas las cosas, y si el pueblo no lo creyese tampoco, como de hecho no lo cree, ¿no sería
una consecuencia necesaria que la verdad, tal como la ha definido, no existe para nadie? Y si ha sido
de esta opinión, y la multitud cree lo contrario, ¿no observas, en primer lugar, que tanto como el
número de los que son de la opinión del pueblo supere al de sus partidarios, otro tanto la verdad, tal
como él la entiende, debe no existir más bien que existir?
TEODORO. —Eso es incontestable, y existe o no existe según la opinión de cada cual.
SÓCRATES. —En segundo lugar, he aquí lo mas gracioso. Protágoras, reconociendo que lo que
parece a cada uno es verdadero, concede que la opinión de los que contradicen la suya, y a causa de la
que creen ellos que él se engaña, es verdadera.
TEODORO. —Efectivamente.
SÓCRATES. —Luego conviene en que su opinión es falsa, puesto que reconoce y tiene por
verdadera la opinión de los que creen que él está en el error.
TEODORO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Los otros a su vez no convienen, ni confiesan que se engañan.
TEODORO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Está, pues, obligado a tener también esta misma opinión por verdadera, conforme
a su sistema.
TEODORO. —Así parece.
SÓCRATES. —Por consiguiente, es una cosa puesta en duda por todos, comenzando por
Protágoras mismo; o más bien Protágoras, al admitir que el que es de un dictamen contrario al suyo
está en lo verdadero, confiesa que ni un perro, ni el primero que llega, son la medida de las cosas que
no han estudiado. ¿No es así?
TEODORO. —Sí.
SÓCRATES. —Así, puesto que es combatida por todo el mundo la verdad de Protágoras, no es
verdadera para nadie, ni para él mismo.
TEODORO. —Sócrates, tratamos muy mal a mi amigo.
SÓCRATES. —Sí, querido mío; pero no sé si traspasamos la línea de lo verdadero. Lo que parece
es que, siendo de más edad que nosotros, es igualmente más hábil, y si en este momento saliese del
sepulcro, asomando solo la cabeza, probablemente nos convencería, a mí de no saber lo que digo, y a
ti de haber concedido muchas cosas indebidamente, dicho lo cual, desaparecería y se sumiría bajo
tierra. Pero yo creo que es en nosotros una necesidad usar de nuestras facultades, tales como son, y
hablar siempre conforme a nuestras ideas. ¿Y no diremos, que todo el mundo conviene en que hay
hombres más sabios que otros, e igualmente más ignorantes?
TEODORO. —Por lo menos, así me lo parece.
SÓCRATES. —¿Te parece igualmente que la opinión de Protágoras puede sostenerse en otro
punto que hemos indicado al tomar su defensa, es decir, que en lo que concierne a lo caliente, lo seco,
lo dulce y demás cualidades de este género, las cosas son comúnmente tales para cada uno como le
parecen; que si reconoce que hay hombres que superan a otros en ciertos conceptos, es con relación a
lo que es saludable o dañoso al cuerpo, y que no tendrá ninguna dificultad en decir que no está una
mujer cualquiera, o un niño o un animal en estado de curarse a sí mismo, ni conoce lo que le
conviene a la salud; pero que si hay cosas en que unos tienen ventaja sobre otros, es sobre todo en
estas?
TEODORO. —Lo creo así.
SÓCRATES. —En materias políticas, ¿no convendrá igualmente en que lo honesto y lo inhonesto,
lo justo y lo injusto, lo santo y lo impío son para cada ciudad tales como aparecen en sus
instituciones y en sus leyes, y que en todo esto no es un particular más sabio que otro particular, ni
una ciudad más que otra ciudad; pero que en el discernimiento de las leyes útiles o dañosas es donde
principalmente un consejero supera a otro consejero, y la opinión de una ciudad a la de otra ciudad?
No se atrevería a decir que las leyes que un estado se da, creyendo que son útiles, lo sean
infaliblemente. Pero ahora, con respecto a lo justo y lo injusto, a lo santo y lo impío, sus partidarios
aseguran, que nada de todo esto tiene por su naturaleza una esencia que le sea propia, y que la
opinión, que toda una ciudad se forme, se hace verdadera por este solo hecho y solo por el tiempo
que dure. Aquellos mismos, que no participan en lo demás de la opinión de Protágoras, siguen en este
punto su filosofía. Pero, Teodoro, un discurso sucede a otro discurso, y uno más importante a otro
que lo es menos.
TEODORO. —¿No estamos por despacio, Sócrates?
SÓCRATES. —Así parece; en varias ocasiones, y en especial hoy, he reflexionado, querido mío,
cuán natural es que los que han pasado mucho tiempo en el estudio de la filosofía, parezcan oradores
ridículos cuando se presentan ante los tribunales.
TEODORO. —¿Cómo entiendes eso?
SÓCRATES. —Me parece que los hombres, educados desde su juventud en el foro y en los
negocios, comparados con las personas consagradas a la filosofía y a estudios de esta naturaleza, son
como esclavos frente a frente de hombres libres.
TEODORO. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque, como acabas de decir, los unos siempre tienen tiempo, y conversan juntos
en paz y con desahogo. Y lo mismo que ahora mudamos de conversación por la tercera vez, ellos
hacen otro tanto, cuando la cuestión que se suscita les agrada más que la que se estaba tratando, como
nos ha sucedido a nosotros, y les es indiferente tratar una materia con extensión o en pocas palabras,
con tal de que descubran la verdad. Los otros, por el contrario, no quieren perder el tiempo cuando
hablan; el agua que corre en la clepsidra les obliga a apresurarse[11] y no les es permitido hablar de
lo que sería más de su gusto. Allí está presente la parte contraria que les da la ley con la fórmula de la
acusación, que ellos llaman antomosía[12] (juramentos opuestos), que se lee, y de cuyo contenido está
prohibido separarse. Sus alegaciones son en pro o en contra de un esclavo como ellos, y se dirigen a
un señor sentado, que tiene en su mano la justicia. Sus disputas no quedan sin resultado; siempre
media algún interés para ellos, y muchas veces va en ello la vida, si bien todo esto les hace ardientes,
ásperos y hábiles para adular al juez con palabras y complacerle en sus acciones. Por lo demás tienen
el alma pequeña sin rectitud, porque la servidumbre, a la que está sujeta desde la juventud, le ha
impedido elevarse, y la ha despojado de su nobleza, obligándola a obrar por caminos torcidos y
exponiéndola, cuando aún era tierna, a grandes peligros y grandes temores. Como no tienen bastante
fuerza para arrostrarlos, tomando el partido de la justicia y de la verdad, se ejercitan en seguida en la
mentira y en el arte de dañarse los unos a los otros, se doblegan y ligan de mil maneras, de suerte que
pasan de la adolescencia a la edad madura con un espíritu enteramente corrompido, imaginándose
con esto haber adquirido mucha habilidad y sabiduría. Tal es, Teodoro, el retrato de estos hombres.
¿Quieres que te haga el de los que componen nuestro círculo o que, dejándolo, volvamos al asunto,
para no abusar demasiado de esta libertad de abandonar el tema de que hace un momento
hablábamos?
TEODORO. —Nada de eso, Sócrates; veamos antes el carácter de estos últimos. Has dicho con
mucha razón, que los que formamos parte de este círculo no somos esclavos de los discursos, sino
por el contrario, los discursos están a nuestras órdenes, como otros tantos servidores, aguardando el
momento en que queramos terminarlos. En efecto, nosotros no tenemos juez, ni espectador, como los
poetas, que presidan a nuestras conversaciones, las corrijan y nos den la ley.
SÓCRATES. —Hablemos, puesto que lo deseas, pero solo de los corifeos, porque ¿para qué
mencionar a aquellos que sin genio se dedican a la filosofía? Los verdaderos filósofos ignoran desde
su juventud el camino que conduce a la plaza pública. Los tribunales, donde se administra justicia, el
paraje donde se reúne el senado, y los sitios donde se reúnen las asambleas populares, les son
desconocidos. No tienen ojos ni oídos para ver y oír las leyes y decretos que se publican de viva voz
o por escrito; y respecto a las facciones e intrigas para llegar a los cargos públicos, a las reuniones
secretas, a las comidas y diversiones con los tocadores de flauta, no les vienen al pensamiento
concurrir a ellas, ni aun por sueños. Nace uno de alto o bajo nacimiento en la ciudad, sucede a alguno
una desgracia por la mala conducta de sus antepasados, varones o hembras, y el filósofo no da más
razón de estos hechos que del número de gotas de agua que hay en el mar. Ni sabe él mismo que
ignora todo esto, porque si se abstiene de enterarse de ello, no es por vanidad, sino que, a decir
verdad, es porque está presente en la ciudad solo con el cuerpo. En cuanto a su alma, mirando todos
estos objetos como indignos, y no haciendo de ellos ningún caso, se pasea por todos los lugares,
midiendo, según la expresión de Píndaro, lo que está por debajo y lo que está por encima de la tierra,
se eleva hasta los cielos, para contemplar allí el curso de los astros, y dirigiendo su mirada
escrutadora a todos los seres del universo, no se baja a objetos que están inmediatos a aquella.
TEODORO. —¿Cómo entiendes eso, Sócrates?
SÓCRATES. —Se cuenta, Teodoro, que ocupado Tales en la astronomía, y mirando a lo alto,
cayó un día en un pozo, y que una sirvienta de Tracia de espíritu alegre y burlón se rió, diciendo que
quería saber lo que pasaba en el cielo, y que se olvidaba de lo que tenía delante de sí y a sus pies. Este
chiste puede aplicarse a todos los que hacen profesión de filósofos. En efecto, no solo ignoran lo que
hace su vecino, y si es hombre o cualquier otro animal, sino que ponen todo su estudio en indagar y
descubrir lo que es el hombre, y lo que conviene a su naturaleza hacer o padecer, a diferencia de los
demás seres. ¿Comprendes, Teodoro, adónde se dirige mi pensamiento?
TEODORO. —Sí; y dices verdad.
SÓCRATES. —Ésta es la razón, por la que, mi querido amigo, en las relaciones ya particulares,
ya públicas, que un hombre de este carácter tiene con sus semejantes, así como cuando se ve
precisado a hablar delante de los tribunales o en otra parte de las cosas que están a sus pies y a su
vista, como dije al principio, da lugar a que se rían de él, no solo las sirvientas de Tracia, sino todo el
pueblo, cayendo a cada instante por su falta de experiencia en pozos y en toda suerte de perplejidades,
y en conflictos tales que le hacen pasar por un imbécil. Si se le injuria, como ignora los defectos de
los demás, porque nunca ha querido informarse, no puede echar en cara al ofensor nada personal, de
manera que, al no ocurrírsele qué decir, aparece como un personaje ridículo. Cuando oye a los
demás dirigirse alabanzas o alabarse a sí mismos, se ríe, no por darse tono, sino con sana intención,
y se le toma por un extravagante. Si en su presencia se alaba a un tirano o a un rey, se figura oír
exaltar la felicidad de algún pastor, porquero o guarda de ganados lanares y vacunos, porque de ellos
saca mucha leche, y cree que los reyes están encargados de apacentar y ordeñar una especie de
animales, más difíciles de gobernar y más traidores, sin que por otra parte los mismos tiranos o
reyes sean menos groseros e ignorantes que los pastores, a causa del poco tiempo que tienen para
instruirse, permaneciendo encerrados dentro de murallas, como en un aprisco situado sobre una
montaña. Se dice en su presencia que un hombre tiene inmensas riquezas, porque posee en fincas diez
mil acres o más, y esto le parece poca cosa, acostumbrado como está a dirigir sus miradas sobre el
mundo entero. En cuanto a los que alaban la nobleza, y dicen que es de buena casa, porque puede
contar siete abuelos ricos, cree que semejantes elogios proceden de gentes que tienen la vista baja y
corta, a quienes la ignorancia impide fijar sus miradas sobre el género humano todo entero, y que no
ven con el pensamiento que cada uno de nosotros tenemos millares de abuelos y antepasados, entre
quienes se encuentran muchas veces una infinidad de ricos y pobres, de reyes y esclavos, de griegos y
bárbaros; y mira como una pequeñez de espíritu el gloriarse de una procedencia de veinticinco
antepasados, hasta remontar a Heracles, hijo de Anfitrión. Se ríe porque ve que no se reflexiona, que
el vigésimo quinto antepasado de Anfitrión y el quincuagésimo con relación a sí mismo, ha sido
como lo ha querido la fortuna, y se ríe al pensar que no puede verse libre de ideas tan disparatadas.
En todas estas ocasiones el vulgo se burla del filósofo, a quien en cierto concepto supone lleno de
orgullo e ignorante por otra parte de las cosas más comunes, y además inútil para todo.
TEODORO. —Lo que dices, Sócrates, se ve todos los días.
SÓCRATES. —Pero, querido mío, cuando el filósofo puede a su vez atraer a alguno de estos
hombres hacia la región superior, y el atraído se aviene a prescindir de estas cuestiones: ¿qué mal te
hago yo?, ¿qué mal me haces tú?, para pasar a la consideración de la justicia y de la injusticia, de su
naturaleza y de lo que distingue la una de la otra y de todo lo demás; o prescindir de la cuestión de si
un rey o tal hombre, que tiene grandes tesoros, son dichosos, y pasa al examen de la institución real,
y en general a lo que constituye la felicidad o la desgracia del hombre, para ver en qué consisten la
una y la otra y de qué manera nos conviene aspirar a aquella y huir de esta; cuando es preciso que
este hombre de alma pequeña, rudo y ejercitado en la cizaña, se explique sobre todo esto, entonces
rinde las armas al filósofo, y suspendido en el aire y poco acostumbrado a contemplar de tan alto los
objetos, se le va la cabeza, se aturde, pierde el sentido, no sabe lo que dice, y se ríen de él, no las
sirvientas de Tracia, ni los ignorantes (porque no se aperciben de nada), sino aquellos cuya educación
no ha sido la de los esclavos.
Tal es, Teodoro, el carácter de uno y otro. El primero, que tú llamas filósofo, educado en el seno
de la libertad y del ocio, no tiene a deshonra pasar por un hombre cándido e inútil para todo, cuando
se trata de llenar ciertos ministerios serviles, por ejemplo, arreglar una maleta, sazonar viandas o
hacer discursos. El otro, por el contrario, desempeña perfectamente todas estas comisiones con
destreza y prontitud, pero no sabe llevar su capa como conviene a una persona libre, no tiene ninguna
idea de la armonía del discurso, y es incapaz de ser el cantor de la verdadera vida de los dioses y de
los hombres bienaventurados.
TEODORO. —Si llegases a convencer a todos los demás, como a mí, de la verdad de lo que
dices, Sócrates, habría más paz y menos males entre los hombres.
SÓCRATES. —Sí, pero no es posible, Teodoro, que el mal desaparezca por entero, porque es
preciso que siempre haya alguna cosa contraria al bien, y como no es posible colocarlo entre los
dioses, es de necesidad que circule sobre esta tierra y alrededor de nuestra naturaleza mortal. Ésta es
la razón por la que debemos procurar huir lo más pronto posible desde esta estancia a la de los
dioses. Al huir nos asemejamos a Dios en cuanto depende de nosotros, y nos asemejamos a él por la
sabiduría, la justicia y la santidad. Pero, amigo mío, no es cosa fácil el persuadir de que no se debe
seguir la virtud y huir del vicio por el motivo que mueve al común de los hombres, que es evitar la
reputación de malo y pasar por virtuoso. La verdadera razón es la siguiente: Dios no es injusto en
ninguna circunstancia ni de ninguna manera; por el contrario, es perfectamente justo, y nada se le
asemeja tanto como aquel de nosotros que ha llegado a la cima de la justicia. De esto depende el
verdadero mérito del hombre o su bajeza y su nada. El que conoce a Dios es verdaderamente sabio y
virtuoso; el que no lo conoce es verdaderamente ignorante y malo. En cuanto a las demás cualidades,
que el vulgo llama talento y sabiduría, si se despliegan en el gobierno político, no producen sino
tiranos; y si en las artes, mercenarios. Lo mejor que debe hacerse es negar el título de hábil al
hombre injusto, que ofende a la piedad en sus discursos y acciones. Porque aunque sea esta una
censura, se complacen en oírla y se persuaden de que se les quiere decir con esto, no que son gentes
despreciables, carga inútil sobre la tierra, sino hombres tales como deben serlo, para hacer papel en
un estado. Y es preciso, decirles lo que es verdad; que cuanto menos crean ser lo que son, tanto más
lo son en realidad, porque ignoran cuál es el castigo de la injusticia, que es lo que menos debe
ignorarse. Estos castigos no son, como se imaginan, los suplicios ni la muerte que algunas veces
saben evitar, aun obrando mal, no; es un castigo al cual es imposible que se sustraigan.
TEODORO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —Hay en la naturaleza de las cosas dos modelos, mi querido amigo, uno divino y
muy dichoso, y el otro enemigo de Dios y muy desgraciado. Pero ellos no ven así las cosas; su
estupidez y su excesiva locura les impide conocer que su conducta, llena de injusticia, los aproxima
al segundo y los aleja del primero; así sufren la pena, llevando una vida conforme al modelo que se
han propuesto imitar. En vano les diremos que si no renuncian a esa pretendida habilidad, serán
excluidos, después de su muerte, de la estancia donde no se admite a los malos, y que durante esta
vida no tendrán otra compañía que la de hombres tan malos como ellos, que es la que conviene a sus
costumbres; considerarán estos discursos como extravagancias, y no por eso se creerán menos
personajes hábiles.
TEODORO. —Nada más cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Lo sé bien, querido mío. Pero he aquí lo que hay para ellos de terrible, y es que
cuando se les apura en una conversación particular para que den razón del desprecio que hacen de
ciertos objetos, y para que escuchen las razones de un competidor, por poco que quieran sostener con
entereza la conversación durante algún tiempo y no abandonar cobardemente el campo, se encuentran
al fin, amigo mío, en el mayor apuro; nada de lo que dicen les satisface, toda su elocuencia se
desvanece hasta el punto de podérseles tomar por chiquillos. Pero dejemos esto, que no es más que
una digresión, porque, si no, de unas en otras perderemos de vista el primer objeto de nuestra
conversación. Volvamos atrás, si consientes en ello.
TEODORO. —Esta digresión, Sócrates, no es la que con menos gusto te he oído. A mi edad
tienen buena acogida reflexiones de esta naturaleza. Sin embargo, respetando tu parecer, volvamos a
nuestro primer asunto.
SÓCRATES. —El punto en que quedamos es, a mi parecer, aquel en que decíamos, que los que
pretenden que todo está en movimiento, y que toda cosa es siempre para cada uno tal como le parece,
están resueltos a sostener en todo lo demás, y sobre todo con relación a la justicia, que lo que una
ciudad erige en ley, por parecerle justa, es tal para ella, mientras subsiste la ley; pero que respecto de
lo útil, nadie es bastante atrevido para poder asegurar que toda institución adoptada por una ciudad
que la ha juzgado ventajosa, lo sea en efecto durante el tiempo que esté en vigor; a no ser que se diga
que lo es en el nombre, lo cual sería una burla tratándose de este asunto. ¿No es así?
TEODORO. —Sí.
SÓCRATES. —No hablemos del nombre, sino de la cosa que él significa.
TEODORO. —En efecto, no se trata del nombre.
SÓCRATES. —No es el nombre, sino lo que él significa, lo que se propone toda ciudad al darse
leyes y al hacer que sean ventajosas según su pensamiento y en cuanto está en su poder. ¿Crees tú que
se propone otro objeto en su legislación?
TEODORO. —Ningún otro.
SÓCRATES. —¿Consigue siempre toda ciudad este objeto, o no lo consigue en algunos puntos?
TEODORO. —Me parece lo segundo.
SÓCRATES. —Todo el mundo convendrá fácilmente en ello, si la cuestión se propone con
relación a la especie entera a que pertenece lo útil. Lo útil mira al porvenir, porque cuando hacemos
leyes es con la esperanza de que serán provechosas para el tiempo que seguirá, es decir, para lo
futuro.
TEODORO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Interroguemos ahora a Protágoras o a cualquiera de sus partidarios. El hombre,
dices tú, Protágoras, es la medida de todas las cosas blancas, negras, pesadas, ligeras y otras
semejantes; porque teniendo en sí la regla para juzgarlas, y representándosele tales como las siente,
su opinión es siempre verdadera y real con relación a sí mismo. ¿No es así?
TEODORO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Diremos nosotros igualmente, Protágoras, que el hombre tiene en sí mismo la
regla propia para juzgar las cosas del porvenir, y que ellas se hacen para cada uno tales como se
figura que serán? En punto a calor, por ejemplo, cuando un hombre piensa que le sobrevendrá una
fiebre y que habrá de experimentar esta especie de calor, si un médico piensa lo contrario, ¿a cuál de
estas dos opiniones nos atendremos para decir lo que sucederá? ¿O bien sucederán ambas cosas, de
manera que para el médico este hombre no tendrá calor ni fiebre, y para este habrá ambas cosas?
TEODORO. —Eso sería un absurdo.
SÓCRATES. —Respecto a la dulzura y aspereza que habrá de tener el vino, es a mi parecer
preciso referirse a la opinión del cosechero y no a la de un tocador de lira.
TEODORO. —Sin duda.
SÓCRATES. —El maestro de gimnasia tampoco puede ser mejor juez que el músico acerca de la
armonía, y entonces, ¿es posible que ambos estén de acuerdo en este punto?
TEODORO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —El parecer del que ofrece una comida, y no entiende de cocina, sobre el gusto que
tendrán los convidados, es menos seguro que el del cocinero. Porque no disfrutamos sobre el placer
que cada uno siente actualmente o ha sentido, sino sobre el que ha de sentir, y preguntamos si cada
cual es en este punto el mejor juez con relación a sí mismo. Tú mismo, Protágoras, ¿no juzgarás de
antemano mejor que un cualquiera de lo que convendrá decir para triunfar ante un tribunal?
TEODORO. —Es muy cierto, Sócrates, y precisamente de esto se alababa Protágoras en primer
término, suponiéndose superior a todos los demás.
SÓCRATES. —¡Por Zeus!, así era preciso que sucediera, amigo mío, y ciertamente nadie le
hubiera dado gruesas sumas por asistir a sus lecciones si hubiera convencido a sus discípulos de que
ningún hombre ni adivino alguno estaba en estado de juzgar de lo que deberá suceder más de lo que
está cada uno por sí mismo.
TEODORO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Pero la legislación y lo útil, ¿no miran al porvenir? ¿Y no confesará todo el
mundo, que es imposible que una ciudad, al darse leyes, deje de faltar muchas veces a lo que es más
ventajoso?
TEODORO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Tenemos, pues, razón para decir a tu maestro, que no puede dispensarse de
confesar que un hombre es más sabio que otro; que esta es la verdadera medida, y que siendo yo un
ignorante, no se me puede obligar a ser tal medida, aunque el discurso que he pronunciado en su
defensa parecía precisarme a pesar mío a parecerlo.
TEODORO. —Me parece, Sócrates, que esta opinión es falsa en este punto, y también en aquel en
que Protágoras garantiza la certidumbre de las opiniones de los demás, aunque estas, como hemos
visto, no tienen por verdadero lo que él ha establecido.
SÓCRATES. —Es fácil, Teodoro, demostrar con otras muchas pruebas, que todas las opiniones
de un hombre no son verdaderas. Pero con relación a estas impresiones, de las que cada uno se ve
actualmente afectado, y de donde nacen las sensaciones y opiniones que se siguen, es más difícil
probar que ellas no lo son. Quizá es absolutamente imposible; quizá los que pretenden que son
verdaderas y que constituyen la ciencia, dicen la verdad, y quizá Teeteto no ha hablado fuera de
propósito cuando ha dicho que la sensación y la ciencia son una misma cosa. Es preciso estrechar el
terreno a este sistema, como lo exigía antes el discurso en favor de Protágoras, y examinar esta
esencia siempre en movimiento, tocándola como se toca a un vaso para ver si está roto o entero.
Sobre esta esencia ha habido una disputa, que ni carece de interés ni ha tenido lugar entre pocas
personas.
TEODORO. —Está muy distante de ser pequeña; se agranda constantemente en la Jonia, porque
los partidarios de Heráclito defienden esta opinión con mucho vigor.
SÓCRATES. —Es una razón más, mi querido Teodoro, para examinar de nuevo cómo la apoyan.
TEODORO. —Es cierto. En efecto, Sócrates, entre estos sectarios de Heráclito, o como tú dices,
de Homero o de algún autor más antiguo, los de Éfeso, que se tienen por sabios, son tales, que
disputar con ellos es disputar con furiosos. Nada hay fijo en sus doctrinas. Detenerse sobre una
materia, sobre una cuestión, responder e interrogar a su vez pacíficamente, es una cosa que les es
imposible, absolutamente imposible; tan poca formalidad tienen. Si les interrogas, sacan al momento,
como de una aljaba, unas cuantas palabras enigmáticas que te arrojan al rostro, y si quieres que te den
la razón de lo que acaban de decir, te verás sobre la marcha atacado con otra palabra equívoca. En
fin, nunca concluirás nada con ninguno de ellos. Tampoco adelantan más entre sí mismos, pero,
sobre todo, tienen cuidado de no dejar nada fijo en sus discursos, ni en sus pensamientos,
persuadidos, a mi parecer, de que esta estabilidad es a la que hacen la guerra, y la excluyen por todos
rumbos cuanto les es posible.
SÓCRATES. —Quizá, Teodoro, has visto esos hombres en el calor del combate, y no te has
encontrado con ellos, cuando conversaban en paz, y se ve que no son tus amigos; por más despacio
que explican su sistema a aquellos de sus discípulos que quieren atraer a su partido.
TEODORO. —¿De qué discípulos hablas, mi querido Sócrates? Entre ellos ninguno es discípulo
de otro; cada uno se forma a sí mismo, desde el momento en que el entusiasmo se ha apoderado de
él, y se tienen los unos a los otros por ignorantes. No obtendrás nunca de ellos, como antes te decía,
por fuerza ni por voluntad, que te den razón de nada; pero debemos considerar como un problema lo
que dicen y examinarlo.
SÓCRATES. —Muy bien; ¿pero es otro problema que el que nos propusieron al principio los
antiguos, cubriéndolo con el velo de la poesía para el vulgo, a saber: que el Océano y Tetis,
principios de todo lo demás, son emanaciones y que nada es estable? Después los modernos, como
más sabios, lo han presentado al descubierto, a fin de que todos, hasta los zapateros, aprendiesen la
sabiduría solo con oírles una sola vez, y cesasen de creer neciamente que una parte de los seres está
en reposo y otra en movimiento, y que aprendiendo que todo se mueve, se sintiesen por esta
enseñanza llenos de respeto hacia sus maestros. Casi he olvidado, Teodoro, que otros han sostenido
el sistema opuesto, diciendo que el nombre del universo es lo inmóvil.[13] Los Melisos y los
Parménides, abrazando esta opinión contraria, tienen por cierto, por ejemplo, que todo es uno y que
este uno es estable en sí mismo, al no tener espacio donde moverse. ¿Qué partido tomaremos, mi
querido amigo, en frente de todos estos? Avanzando poco a poco, henos aquí cogidos en medio de
los unos y de los otros, sin apercibirnos. Si nos sacudimos de ellos por medio de una vigorosa
defensa, se vengarán de nosotros, y nos sucederá lo que a aquellos, que peleando en la lid sin salir de
la línea que separa los partidos, son cogidos por ambos y arrojados a uno y otro lado. Me parece que
es mejor comenzar por los que han sido para nosotros objeto de examen, y que dicen que todo pasa.
Si creemos que tienen razón, nos uniremos a ellos y procuraremos librarnos de los otros.
Si, por el contrario, nos parece que la verdad está de parte de aquellos que sostienen que todo está
en reposo en el universo, nos pondremos de su lado, huyendo de los que suponen en movimiento
hasta las cosas inmóviles. En fin, si nos parece que ni los unos, ni los otros, sostienen nada razonable,
nos pondremos en ridículo, si pequeños como somos creyéramos estar en posesión de la verdad
después de haber desechado la antigua doctrina, sostenida por hombres respetables por su antigüedad
y su sabiduría. Mira, Teodoro, si es prudente exponernos a tan gran peligro.
TEODORO. —No sería perdonable, Sócrates, el dejar de discutir lo que dicen los unos y los
otros.
SÓCRATES. —Puesto que manifiestas tanto deseo, es preciso entrar en esta discusión. Es natural
comenzar por el movimiento y ver cómo lo definen los que sostienen que todo se mueve; lo que
deseo saber es, si no admiten más que una especie de movimiento o si admiten dos, como a mi juicio
debe hacerse. Pero no basta que yo solo lo crea así; es preciso que te pongas de mi parte, a fin de que,
suceda lo que quiera, lo experimentemos en común. Dime: cuando una cosa pasa de un lugar a otro o
gira sobre sí misma sin mudar de lugar, ¿llamas a esto movimiento?
TEODORO. —Sí.
SÓCRATES. —Sea, pues, esta una especie de movimiento. Y cuando, permaneciendo la cosa en el
mismo lugar, envejece, o de blanca se hace negra, o de blanda dura, o experimenta cualquier otra
alteración, ¿no debe decirse que esta es una segunda especie de movimiento?
TEODORO. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —No es posible desconocerlo. Cuento, pues, con dos clases de movimiento; el uno
de alteración, el otro de traslación.
TEODORO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Hecha esta distinción, dirijamos ahora la palabra a los que sostienen que todo se
mueve, y hagámosles esta pregunta: ¿decís que todas las cosas se mueven con este doble movimiento
de traslación y de alteración o que algunas se mueven de estas dos maneras y otras solo de una de
ellas?
TEODORO. —En verdad no sé qué responder; me parece, sin embargo, que dirán que todo está
sujeto a este doble movimiento.
SÓCRATES. —Si no lo dijesen, mi querido amigo, tendrían que reconocer precisamente, que las
mismas cosas están en movimiento y en reposo, y que no es más cierto decir que todo se mueve, que
decir que todo está en reposo.
TEODORO. —Nada más exacto.
SÓCRATES. —Puesto que es preciso que todo se mueva, al no encontrarse la negación del
movimiento en ninguna parte, todas las cosas están siempre moviéndose en todos conceptos.
TEODORO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Fíjate, te suplico, en lo que te voy a decir. ¿No decimos que ellos explican la
generación del calor, de la blancura y de las demás cualidades, diciendo, a saber, que cada una de
estas se mueve con la sensación en el espacio que media entre la causa activa y la pasiva; que la causa
pasiva se hace sensible y no sensación; y la activa o el agente es afectado por tal o cual cualidad, sin
llegar a su cualidad en sí? Quizá esta palabra cualidad te parecerá extraña, y no concibes la cosa bajo
esta expresión general. Te la diré al pormenor. La causa activa no se hace calor, ni blancura, sino
caliente, blanca, y así de lo demás. Porque te acordarás, sin duda, de lo que se dijo antes, esto es que
nada es uno, tomado en sí, ni lo que obra, ni lo que padece, sino que de su contacto mutuo nacen las
sensaciones y las cualidades sensibles, de donde resulta, de un lado, lo que tiene tal o cual cualidad, y
de otro, lo que experimenta tal o cual sensación.
TEODORO. —¿Cómo podía no acordarme?
SÓCRATES. —Dejemos todo lo demás de su sistema sin tomarnos el trabajo de saber de qué
manera lo explican; atengámonos solo al punto de que hablamos y preguntémosles: todo se mueve,
decís, todo pasa; ¿no es así?
TEODORO. —Sí.
SÓCRATES. —Mediante el doble movimiento de traslación y de alteración que hemos
distinguido.
TEODORO. —Sin duda, si se pretende que todo se mueve plena y completamente.
SÓCRATES. —Si las cosas fuesen simplemente trasportadas de un punto a otro y no se alterasen,
podría decirse cuál es la naturaleza de lo que se mueve y muda de lugar. ¿No es cierto?
TEODORO. —Sí.
SÓCRATES. —Pero como esto no es una cosa estable, ni lo que aparece blanco subsiste blanco,
sino que, por el contrario, un continuo cambio en este concepto, de suerte que la blancura misma pasa
y se hace otro color, temerosa de que se la sorprenda en un estado fijo, ¿es posible dar nunca a color
alguno un nombre conveniente, de modo que no sea posible el engaño?
TEODORO. —¿Qué medio hay, Sócrates, para determinar el color ni ninguna otra cualidad
semejante, puesto que pasando sin cesar, escapa a la palabra con que se la quiere coger y precisar?
SÓCRATES. —¿Y qué diremos de las sensaciones, por ejemplo, las de la vista y la del oído?
¿Aseguraremos que subsisten en el estado de visión y de audición?
TEODORO. —De ninguna manera, si es cierto que todo se mueve.
SÓCRATES. —Por consiguiente, estando todo en un movimiento absoluto, no debe decirse,
cualquiera que sea el objeto de que se trate, que se ve o que no se ve, que se tiene tal sensación o que
no se tiene.
TEODORO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Pero la sensación es la ciencia, hemos dicho Teeteto y yo.
TEODORO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Cuando se nos ha preguntado qué es la ciencia, hemos respondido que es una cosa
que no es ciencia, ni deja de serlo.
TEODORO. —Así parece.
SÓCRATES. —Aquí tienes nuestra respuesta perfectamente justificada, cuando para demostrar su
exactitud nos hemos esforzado en probar que todo se mueve, puesto que si en efecto todo está en
movimiento, resulta que las respuestas sobre cualquier cosa son igualmente exactas, ya se diga que es
así, o ya que no es así, o si quieres, y para no presentar a nuestros adversarios como existente nada
estable, que ella se hace o no se hace, deviene o no deviene tal.
TEODORO. —Dices bien.
SÓCRATES. —Sí, Teodoro; salvo que me he servido de las expresiones así y no así. No es
preciso usar de la palabra así, porque así lo mismo que no así (ita et non ita),[14] como representan
hasta cierto punto una cosa fija, no expresan el movimiento. Los partidarios de este sistema deben
emplear otro término, y verdaderamente en su hipótesis no tienen expresión de que valerse, como no
sea esta: de ninguna manera. Esta expresión indefinida es la más conforme con su opinión.
TEODORO. —Es, en efecto, una manera de hablar que les conviene perfectamente.
SÓCRATES. —Henos aquí, Teodoro, libres de tu amigo; no le concedemos que todo hombre sea
la medida de todas las cosas, a no ser que sea hombre hábil; y nunca confesaremos que la sensación
sea la ciencia, si partimos del supuesto de que todo está en movimiento, siempre que Teeteto no sea
de otro dictamen.
TEODORO. —Está bien dicho, Sócrates. Terminada esta cuestión, estoy también libre de la
obligación de responderte, como habíamos convenido, una vez que se encuentra terminado el examen
del sistema de Protágoras.
TEETETO. —Nada de eso, Teodoro; seguid hasta que Sócrates y tú hayáis discutido la opinión de
los que dicen que todo está en reposo, según os propusisteis antes.
TEODORO. —¡Cómo, Teeteto!, ¡tú, tan joven, das lecciones de injusticia a los ancianos,
enseñándoles a violar sus compromisos! Prepárate a responder a Sócrates sobre lo que resta por
decir.
TEETETO. —Con mucho gusto, si Sócrates lo consiente. Hubiera oído, sin embargo, con el
mayor placer lo que pensáis sobre esta materia.
TEODORO. —Invitar a Sócrates a la discusión es invitar a buenos jinetes a correr en la llanura.
Interrógale y quedarás satisfecho.
SÓCRATES. —No pienses, Teodoro, que voy a aceptar la invitación de Teeteto.
TEODORO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —Aunque temo criticar con alguna dureza a Meliso y a los demás que sostienen que
todo es uno e inmóvil, lo siento menos respecto de estos que con relación a Parménides. Parménides
me parece a la vez respetable y temible, sirviéndome de las palabras de Homero. Le traté siendo yo
joven y cuando él era muy anciano, y me pareció que había en sus discursos una profundidad poco
común. Temo que no comprendamos sus palabras y que no penetremos bien su pensamiento; y más
que todo, temo que las digresiones que nos vengan encima, si no las evitamos, nos hagan perder de
vista el objeto principal de esta discusión, que es conocer la naturaleza de la ciencia. Por otra parte, el
objeto de que nos ocupamos aquí, es de una extensión inmensa, y sería falta de consideración el
examinarlo de pasada; y si no le damos toda la amplitud que merece, acabaron nuestras indagaciones
sobre la ciencia. Así, es preciso que no suceda lo uno ni lo otro, y vale más que, apelando a mi arte de
comadrón, auxilie a Teeteto a parir sus concepciones sobre la ciencia.
TEETETO. —Sea como quieres, puesto que tú eres el que mandas.
SÓCRATES. —Haz, Teeteto, la observación siguiente sobre lo que se ha dicho. Has respondido
que la sensación y la ciencia son una misma cosa; ¿no es así?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Si te preguntaran con qué ve el hombre lo blanco y lo negro y con qué oye los
sonidos agudos y graves, probablemente dirías que con los ojos y con los oídos.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Generalmente no es estrechez de espíritu el emplear los nombres y los verbos en
su acepción vulgar, y no tomarlos en todo su rigor; por el contrario, indica pequeñez de alma el usar
de este recurso. Sin embargo, alguna vez es necesario; y así, por ejemplo, no puedo dispensarme en
este momento de descubrir en tu respuesta lo que tiene de defectuosa. Mira, en efecto, cuál es la mejor
de estas dos contestaciones: el ojo es aquello con lo que vemos o es por lo que vemos; el oído es
aquello con lo que oímos o más bien es por lo que oímos.
TEETETO. —Me parece, Sócrates, que es mejor decir los órganos por los que sentimos que no
con los que sentimos.
SÓCRATES. —Efectivamente, sería extraño, querido mío, que en nosotros hubiese muchos
sentidos como en los caballos de palo [15] y que ellos no se refiriesen todos a una sola esencia,
llámesela alma o de cualquier otro modo, con la que, valiéndonos de los sentidos como de otros
tantos órganos, sentimos lo que es sensible.
TEETETO. —Me parece que debe ser así.
SÓCRATES. —La razón por la que procuro aquí la exactitud de las palabras, es porque quiero
saber si en nosotros hay un solo y mismo principio, por el que sabemos, por medio de los ojos, lo
que es blanco o negro, y los demás objetos por medio de los demás sentidos; y si tú achacas cada una
de estas sensaciones a los órganos del cuerpo… Pero quizá vale más que seas tú mismo el que diga
todo esto, en lugar de tomarme yo este trabajo por ti. Respóndeme, pues. ¿Atribuyes al cuerpo o a
otra sustancia los órganos por los que sientes lo que es caliente, seco, ligero, dulce?
TEETETO. —Los atribuyo al cuerpo solamente.
SÓCRATES. —¿Consentirías en concederme que lo que sientes por un órgano te es imposible
sentirlo por ningún otro, por ejemplo, por la vista lo que sientes por el oído, o por el oído lo que
sientes por la vista?
TEETETO. —¿Cómo no lo he de consentir?
SÓCRATES. —Luego, si tienes alguna idea sobre los objetos de estos dos sentidos, tomados en
junto, no puede venirte esta idea colectiva de uno ni de otro órgano.
TEETETO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —La primera idea que tú tienes respecto al sonido y al color, tomados en conjunto,
es que los dos existen.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Y que el uno es diferente del otro y semejante a sí mismo.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y que, tomados juntos, ellos son dos, y que, tomado cada uno aparte, cada cual es
uno.
TEETETO. —Así lo entiendo.
SÓCRATES. —¿No te consideras en estado de examinar si son semejantes o desemejantes entre
sí?
TEETETO. —Quizá.
SÓCRATES. —¿Con el auxilio de qué órgano concibes todo esto respecto de estos dos objetos?
Porque no es por el oído ni por la vista por donde puedes saber lo que tienen de común. He aquí una
nueva prueba de lo que decíamos. Si fuera posible examinar si uno u otro de estos dos objetos son o
no salados, te sería fácil decirme de qué órgano te servirías para ello. No sería la vista, ni el oído,
sino algún otro órgano.
TEETETO. —Sin duda sería el órgano del gusto.
SÓCRATES. —Tienes razón. ¿Pero qué facultad te da a conocer las cualidades comunes a todos
estos objetos, que llamas ser y no ser, y sobre las que te pregunté antes? ¿Qué órganos destinarás a
estas percepciones, y por dónde lo que siente en nosotros percibe el sentimiento de todas estas cosas?
TEETETO. —Hablas sin duda del ser y del no ser, de la semejanza y de la desemejanza, de la
identidad y de la diferencia, y también de la unidad y de los demás números. Y es evidente que tú me
preguntas por qué órganos del cuerpo siente nuestra alma todo esto, así como lo par, lo impar y todo
lo que depende de ellos.
SÓCRATES. —Perfectamente, Teeteto; eso es lo que yo quiero saber.
TEETETO. —En verdad, Sócrates, no sé qué decirte, sino que desde el principio me ha parecido
que no tenemos un órgano particular para esta clase de cosas como para las otras, pero que nuestra
alma examina inmediatamente por sí misma lo que los objetos tienen de común entre sí.
SÓCRATES. —Tú eres hermoso, Teeteto, y no feo como decía Teodoro, porque el que responde
bien es bello y bueno. Además me has hecho un servicio, dispensándome de una larga discusión, si
juzgas que hay objetos que el alma conoce por sí misma, y otros que conoce por los órganos del
cuerpo. Esto, en efecto, ya lo esperaba yo de ti, y deseaba que fuese esta tu opinión.
TEETETO. —Pues bien, yo pienso como tú.
SÓCRATES. —¿En cuál de estas dos clases de objetos colocas el ser? Porque es lo más común a
todas las cosas.
TEETETO. —Lo coloco en la clase de los objetos con los que el alma se pone en relación por sí
misma.
SÓCRATES. —¿Y sucede lo mismo con la semejanza y la desemejanza, con la identidad y con la
diferencia?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Con lo bello, lo feo, lo bueno y lo malo?
TEETETO. —Me parece que estos objetos, sobre todo, son del número de aquellos cuya esencia
examina el alma, comparando y combinando en sí misma el pasado y el presente con el porvenir.
SÓCRATES. —Detente. ¿El alma no sentirá por el tacto la dureza de lo que es duro y la blandura
de lo que es blando?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Pero, por lo que hace a su esencia, a su naturaleza, a su oposición y a la naturaleza
de esta oposición, ¿ensaya el alma juzgarlas por sí mismas, después de repetidos esfuerzos y de
confrontar las unas con las otras?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —La naturaleza ha dado a los hombres y a las bestias, desde el acto de nacer, el
sentimiento de ciertas afecciones que pasan al alma por los órganos del cuerpo; mientras que las
reflexiones sobre estas afecciones, su esencia y su utilidad, no vienen o no se presentan sino a la
larga y con mucho trabajo mediante los cuidados y estudio de las personas en cuya alma se forman.
TEETETO.
Es cierto.
SÓCRATES. —¿Es posible que el que no descubra la esencia, descubra la verdad?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —¿Se obtendrá la ciencia cuando se ignora la verdad?
TEETETO. —¿Cómo, Sócrates?
SÓCRATES. —La ciencia no reside en las sensaciones sino en el razonamiento sobre las
sensaciones, puesto que, según parece, solo por el razonamiento se puede descubrir la ciencia y la
verdad, y es imposible conseguirlo por otro rumbo.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —¿Dirás que lo uno y lo otro son una misma cosa, cuando hay entre ellas una gran
diferencia?
TEETETO. —Eso no sería exacto.
SÓCRATES. —¿Qué nombre das a estas afecciones, ver, oír, olfatear, resfriarse, calentarse?
TEETETO. —A todo esto lo llamo sentir, porque ¿qué otro nombre puede tener?
SÓCRATES. —Comprendes todo esto bajo el nombre genérico de sensación.
TEETETO. —Así es.
SÓCRATES. —Sensación, que, como decimos, no puede descubrir la verdad, porque no afecta a
la esencia.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Ni tampoco, por consiguiente, a la ciencia.
TEETETO. —Tampoco.
SÓCRATES. —La sensación y la ciencia, ¿no podrían ser una misma cosa, Teeteto?
TEETETO. —Parece que no.
SÓCRATES. —Ahora, sobre todo, es cuando vemos con la mayor evidencia que la ciencia es una
cosa distinta que la sensación. Es cierto que hemos comenzado esta conversación con el propósito de
descubrir, no lo que no es la ciencia, sino lo que ella es. Sin embargo, estamos bastante adelantados
en este descubrimiento, para no buscar la ciencia en la sensación, sino en el nombre que se da al
alma, cuando considera ella misma los objetos.
TEETETO. —Me parece, Sócrates, que este nombre de que hablas, es el juicio.
SÓCRATES. —Tienes razón, mi querido amigo; mira, pues, de nuevo, después que hayas borrado
de tu espíritu todas las ideas precedentes, si en el punto en que estás ahora se te muestran las cosas
más claramente, y dime otra vez qué es la ciencia.
TEETETO. —No es posible, Sócrates, decir que es toda clase de juicios, puesto que los hay
falsos; pero me parece que el juicio verdadero es la ciencia, y esta es mi respuesta. Si discurriendo
más, descubrimos, como sucedió antes, que no es esto cierto, trataremos de decir otra cosa.
SÓCRATES. —Vale más, Teeteto, explicarse así, con resolución, que no con la timidez con que lo
hacías al principio. Porque si continuamos, sucederá una de dos cosas: o encontramos lo que
buscamos, o creeremos menos que sabemos lo que no sabemos, lo cual no es una ventaja
despreciable. Ahora, ¿qué es lo que dices? ¿Que hay dos especies de juicio, el uno verdadero, el otro
falso, y que la ciencia es el juicio verdadero?
TEETETO. —Sí, es mi opinión por ahora.
SÓCRATES. —¿No es conveniente decir algo sobre el juicio?
TEETETO. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Que es una cuestión que me turba, y no por primera vez; de suerte, que yo
enfrente de mí mismo y de los demás, me he visto en el mayor embarazo, al no poder explicar lo que
es este fenómeno y de qué manera se forma en nosotros.
TEETETO. —¿Qué fenómeno?
SÓCRATES. —El juicio falso. Estoy pensando en este momento y dudo, si dejaremos a parte este
punto, o si le discutiremos en distinta forma que de la que lo hemos hecho antes.
TEETETO. —¿Por qué no, Sócrates? Discutámoslo, aunque te parezca poco necesario. Decíais
con razón, no hace un momento, Teodoro y tú, hablando de lo que se prolongaba la discusión, que
nunca debemos apurarnos al tratar semejantes materias.
SÓCRATES. —Has recordado este hecho muy oportunamente. Quizá no haremos mal en volver
en cierta manera atrás; porque vale más profundizar pocas cosas, que recorrer muchas de un modo
insuficiente.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pues bien, ¿qué diremos? ¿Que es muy común formar juicios falsos, que los
hombres juzgan tan pronto falsa como verdaderamente, y que tal es la naturaleza de las cosas?
TEETETO. —Así lo decimos.
SÓCRATES. —Con relación a todos los objetos juntos o a cada objeto en particular, ¿no es para
nosotros una necesidad saber o no saber? No hablo aquí de lo que se llama aprender y olvidar, como
término medio entre saber e ignorar, porque esto nada importa a la discusión presente.
TEETETO. —Siendo así, Sócrates, no queda otro partido, respecto de cada objeto, que o
conocerlo o ignorarlo.
SÓCRATES. —Cuando se juzga, ¿es necesario juzgar sobre lo que se sabe y sobre lo que no se
sabe?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Es imposible que, sabiendo una cosa, no se la sepa, o que, no sabiéndola, se la
sepa.
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Cuando se juzga falsamente sobre lo que se sabe, ¿se imagina uno que la cosa que
se sabe, no es tal cosa, sino otra, que se sabe también, de suerte que, conociéndolas ambas, ambas al
mismo tiempo son ignoradas?
TEETETO. —Eso no puede suceder, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Se figura uno que aquello, que no se sabe, es otra cosa que tampoco se sabe, y
puede suceder que un hombre, que no conoce ni a Teeteto ni a Sócrates, crea que Sócrates es Teeteto
o que Teeteto es Sócrates?
TEETETO. —¿Cómo puede ser eso?
SÓCRATES. —Tampoco nos imaginamos que aquello que se sabe, es lo mismo que se ignora, y
aquello que se ignora es lo mismo que se sabe.
TEETETO. —Eso sería prodigioso.
SÓCRATES. —¿Cómo se formaría un juicio falso, ya que el juicio no puede tener lugar fuera de
los casos que acabo de decir, puesto que todo está comprendido en lo que sabemos o no sabemos, y
que en todos estos casos nos parece imposible el juzgar falsamente?
TEETETO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Quizá no convenga examinar lo que buscamos bajo el punto de vista de la ciencia
y de la ignorancia, sino bajo el punto de vista del ser y del no ser.
TEETETO. —¿Cómo dices?
SÓCRATES. —¿No podría sentarse como verdad absoluta, que el que juzgue sobre una cosa que
no existe hace un juicio necesariamente falso, piense lo que quiera su espíritu?
TEETETO. —Así parece, Sócrates.
SÓCRATES. —Qué diremos, Teeteto, si se nos pregunta, cómo puede hacerlo todo el mundo, lo
siguiente: «¿Qué hombre juzgará sobre lo que no existe, ya sea un objeto real o ya un ser abstracto?».
Responderemos a esto, a mi parecer, que está en este caso aquel que no juzga según la verdad; porque
no cabe otra respuesta.
TEETETO. —Ninguna otra.
SÓCRATES. —¿Pero tiene lugar esto en cualquier otro caso?
TEETETO. —¿Cuándo?
SÓCRATES. —¿Puede darse el caso de que se vea alguna cosa, y que aquello, que se ve, no sea
nada?
TEETETO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Cuando se ve un objeto, ¿aquello que se ve es alguna cosa real, o piensas que
aquello, que es alguna cosa, no es nada?
TEETETO. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —Aquel, que ve una cosa, ¿ve una cosa que existe?
TEETETO. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —¿Y aquel que oye una cosa, oye una cosa, y, por consiguiente, una cosa que existe?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —En igual forma, el que toca una cosa, ¿toca un objeto que existe, puesto que es
alguna cosa?
TEETETO. —Es cierto igualmente.
SÓCRATES. —El que juzga ¿no lo hace sobre un objeto?
TEETETO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Y juzgando sobre algún objeto, ¿no juzga sobre algo que existe?
TEETETO. —Lo concedo.
SÓCRATES. —Luego el que juzga sobre lo que no existe, no juzga nada.
TEETETO. —Parece que sí.
SÓCRATES. —Y juzgar de nada es no juzgar absolutamente.
TEETETO. —Parece evidente.
SÓCRATES. —Luego no es posible juzgar ni sobre lo que no existe, ni sobre un objeto real, ni
sobre un ser abstracto.
TEETETO. —Parece que no.
SÓCRATES. —Juzgar falsamente no es, pues, otra cosa, que juzgar sobre lo que no existe.
TEETETO. —Al parecer.
SÓCRATES. —Así, pues, el juicio falso no se forma en nosotros de esta manera, ni de la manera
que antes expusimos.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero veamos si se forma de esta otra manera.
TEETETO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Llamamos juicio falso todo yerro de cierto género en que incurrimos cuando,
tomando un objeto real por otro objeto real, se afirma que tal objeto es tal otro. De esta manera se
juzga siempre sobre lo que existe, pero tomando una cosa por otra; y puede decirse con razón que
cuando falta el verdadero objeto que se considera, el juicio es falso.
TEETETO. —Eso me parece muy bien dicho, porque cuando se tiene una cosa fea por bella, o
una bella por fea, entonces es cuando verdaderamente el juicio es falso.
SÓCRATES. —Se ve claramente, Teeteto, que ni me tienes en consideración ni me temes.
TEETETO. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque no crees, a lo que parece, que yo no dejaré pasar esta expresión,
verdaderamente falso, preguntándote si es posible que lo que es rápido se haga con lentitud, lo que es
ligero con pesadez, y cualquier otra cosa, no según su naturaleza, sino según la de su contraria y en
oposición consigo mismo. Pero dejo esta objeción para que no decaiga la confianza que me
muestras. ¿Crees, como dices, que juzgar falsamente es tomar una cosa por otra?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Podemos, según tu opinión, representarnos por el pensamiento un objeto como
siendo otro que el que realmente es, y no tal como es.
TEETETO. —Sí, podemos.
SÓCRATES. —Cuando se cae en semejante error, ¿es una necesidad que se tengan presentes en el
pensamiento uno y otro objeto o uno de los dos?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Los dos a la vez o uno después del otro.
TEETETO. —Muy bien.
SÓCRATES. —¿Entiendes tú por pensarlo mismo que yo?
TEETETO. —¿Qué entiendes por pensar?
SÓCRATES. —Un discurso que el alma se dirige a sí misma sobre los objetos que considera. Me
explico como un hombre que no sabe muy bien aquello de lo que habla, pero me parece que el alma,
cuando piensa, no hace otra cosa que conversar consigo misma, interrogando y respondiendo,
afirmando y negando; y que cuando se ha resuelto, sea más o menos pronto y ha dicho su
pensamiento sobre un objeto sin permanecer más en duda, en esto consiste el juicio. Así, pues, juzgar,
en mi concepto, es hablar, y la opinión es un discurso pronunciado, no a otro, ni de viva voz, sino en
silencio y a sí mismo. ¿Qué dices tú?
TEETETO. —Lo mismo.
SÓCRATES. —Cuando se juzga que una cosa es otra, a mi parecer, se dice uno a sí mismo que tal
cosa es tal otra.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Recuerda si alguna vez te has dicho a ti mismo que lo bello es feo, o lo injusto
justo; y para decirlo en una palabra, mira si has intentado nunca persuadirte de que una cosa es otra; o
si, por el contrario, jamás te ha venido a las mientes, ni en sueños, que el impar es ciertamente el par
o cosa semejante.
TEETETO. —Nunca.
SÓCRATES. —¿Piensas que cualquier otro que tenga sentido común, o aunque esté demente,
habrá intentado decirse y probarse seriamente a sí mismo que un caballo es de toda necesidad un
buey, o que dos son uno?
TEETETO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Si, pues, juzgar es hablarse a sí mismo, nadie, hablando y juzgando sobre dos
objetos y abrazando ambos por el pensamiento, dirá ni juzgará que el uno es el otro. Es preciso
abandonar esta teoría a tu propio juicio, porque no temo decir que nadie juzgará que lo feo es bello,
ni otra cosa semejante.
TEETETO. —También la abandono yo, Sócrates, y me adhiero a tu opinión.
SÓCRATES. —Es imposible que, juzgando sobre dos objetos, se juzgue que el uno sea el otro.
TEETETO. —Así me parece.
SÓCRATES. —Pero si el juicio solo recae sobre uno de los dos y no sobre el otro, nunca se
juzgará que el uno sea el otro.
TEETETO. —Dices verdad, porque sería preciso en este caso que se abrazara por el pensamiento
el objeto mismo, que no se juzgaría.
SÓCRATES. —Por consiguiente, no puede suceder que se juzgue que una cosa es otra, ni cuando
se juzga sobre ambas, ni cuando se juzga sobre una de las dos. Así es que definir el juicio falso
diciendo que es el juicio de una cosa por otra, es no decir nada, y no parece que por este camino, ni
por los precedentes, podamos formar juicios falsos.
TEETETO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Sin embargo, Teeteto, si no reconociésemos que existen juicios falsos, nos
veríamos precisados a admitir una multitud de absurdos.
TEETETO. —¿Qué absurdos?
SÓCRATES. —Te los diré cuando hayamos considerado la cosa bajo todas sus fases, porque
sería vergonzoso para ti y para mí, si en el conflicto en que estamos nos viésemos reducidos a
admitir lo que yo quiero decir. Pero si llegamos a descubrir lo que buscamos y a estar fuera de todo
peligro, entonces, no pudiendo temer ya que nos pongamos en ridículo, hablaré de esos absurdos
como de un inconveniente con el que tropiezan otras personas. Por el contrario, si no aclaramos
nuestras dudas, creo que nos colocaremos en una triste posición y a merced del razonamiento, para
vernos batidos y tener que pasar por todo lo que este quiera; nos encontraremos en una situación
análoga a la de los que están mareados. Escucha, pues, el recurso, que encuentro aún para salir de esta
cuestión.
TEETETO. —Habla, pues.
SÓCRATES. —No creo que hayamos hecho bien en conceder que es imposible creer que lo que
se sabe sea lo mismo que lo que no se sabe y que engañarse, sino que sostengo que, bajo ciertos
puntos de vista, esto puede suceder.
TEETETO. —¿Has tenido presente lo que yo he sospechado cuando hacíamos esa confesión, a
saber: que algunas veces, conociendo a Sócrates y viendo de lejos una persona que no conocía, le he
tomado por Sócrates, a quien yo conozco? Aquí tienes el caso que acabas de proponer.
SÓCRATES. —¿No hemos renunciado a esta idea, puesto que resultaba que no sabíamos lo que
sabemos?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —No hablemos más de esto, sino del siguiente modo, y quizá todo nos saldrá
perfectamente, si bien también así podremos encontrar obstáculos. Pero estamos en una situación
crítica, en la que es una necesidad para nosotros examinar los objetos por todos lados, para penetrar
la verdad. Mira si lo que te digo es fundado; ¿es posible que, no sabiendo una cosa antes, se la
aprenda después?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Después una segunda cosa y luego una tercera?
TEETETO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —Supón conmigo, siguiendo nuestra conversación, que hay en nuestras almas
planchas de cera, más grandes en unos, más pequeñas en otros, de una cera más pura en este, menos
en aquel, demasiado dura o demasiado blanda en algunos y un término medio en otros.
TEETETO. —Lo supongo.
SÓCRATES. —Decimos que estas planchas son un don de Mnemósine,[16] madre de las Musas, y
que marcamos en ellas como con un sello la impresión de aquello de que queremos acordarnos entre
todas las cosas que hemos visto, oído o pensado por nosotros mismos, estando ellas dispuestas
siempre a recibir nuestras sensaciones y reflexiones; que conservamos el recuerdo y el conocimiento
de lo que está en ellas grabado, en tanto que la imagen subsiste; y que cuando se borra o no es posible
que se verifique esta impresión, lo olvidamos y no lo sabemos.
TEETETO. —Sea así.
SÓCRATES. —Cuando se ven o se escuchan cosas que se conocen, y se fija la consideración en
alguna de ellas, mira si se puede entonces formar un juicio falso.
TEETETO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —Imaginándose que lo que se sabe es tan pronto aquello que se sabe como aquello
que no se sabe; porque ha sido un error nuestro el haber concedido antes que esto es imposible.
TEETETO. —¿Cómo lo entiendes ahora?
SÓCRATES. —He aquí lo que es preciso decir sobre esta materia, tomando las cosas desde su
principio.
Es imposible que lo que se sabe, cuya impresión se conserva en el alma, y que no se siente
actualmente, imaginemos que es alguna otra cosa que se sabe, cuya impresión se tiene también y que
no se siente; y asimismo que aquello que se sabe es otra cosa que no se sabe y de la que no se tiene
impresión; y también que aquello que no se sabe es otra cosa que tampoco se sabe; y aquello que se
siente, otra cosa que también se siente; y aquello que se siente, otra cosa que no se siente; y aquello
que no se siente, otra cosa que tampoco se siente; y aquello que no se siente otra cosa que se siente.
Es aún más imposible, si cabe, figurarse que lo que se sabe y se siente, cuya impresión tenemos
en el alma por la sensación, es alguna otra cosa que se sabe y que se siente, y cuya impresión tenemos
igualmente por la sensación.
Es igualmente imposible que aquello que se sabe, aquello que se siente, cuya imagen
conservamos grabada en la memoria, imaginemos que es alguna otra cosa que se sabe; y también que
aquello que se sabe, que se siente y cuyo recuerdo se guarda, es otra cosa que se siente; y que aquello
que no se sabe, ni se siente, es otra cosa que no se sabe, ni se siente igualmente; y aquello que no se
sabe, ni se siente, otra cosa que no se sabe; y aquello que no se sabe ni se siente, otra cosa que no se
siente.
Es de toda imposibilidad que en todos estos casos se forme un juicio falso. Si el juicio, pues, tiene
lugar en alguna parte, será en los casos siguientes.
TEETETO. —¿En qué casos? Quizá comprenderé mejor por este medio lo que dices; porque en
lo anterior apenas he podido seguirte.
SÓCRATES. —En estos. Con relación a aquello que se sabe, cuando imaginamos que es alguna
otra cosa que se sabe y que se siente, o que no se sabe, pero que se siente; o con relación a lo que se
sabe y se siente cuando se toma por otra cosa que se sabe e igualmente se siente.
TEETETO. —Ahora te comprendo menos que antes.
SÓCRATES. —Escucha lo mismo con más claridad. ¿No es cierto que, conociendo a Teodoro y
teniendo en mí el recuerdo de su figura, y conociendo lo mismo a Teeteto, unas veces los veo, otras
no los veo, tan pronto los toco como no los toco, los oigo, y experimento otras sensaciones con
ocasión de ellos? ¿O bien no tengo absolutamente ninguna, pero no por eso dejo de acordarme de
ellos y de tener conciencia de este recuerdo?
TEETETO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —De todo lo que quiero explicarte, concibe por lo pronto lo siguiente: que es
posible que no se sienta lo que se sabe e igualmente que se sienta.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿No sucede igualmente respecto de lo que no se sabe, que muchas veces no se
siente, y muchas se siente y nada más?
TEETETO. —También es cierto.
SÓCRATES. —Ahora, mira si te será más fácil seguirme. Sócrates conoce a Teodoro y a Teeteto,
pero no ve ni al uno ni al otro, y no tiene ninguna otra sensación respecto de ellos. En este caso nunca
formará en sí mismo este juicio: que Teeteto es Teodoro. ¿Tengo razón o no?
TEETETO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Tal es el primer caso del que he hablado.
TEETETO. —En efecto, es el primero.
SÓCRATES. —El segundo es que, conociendo a uno de vosotros dos y no conociendo al otro y
no teniendo por otra parte ninguna sensación ni del uno ni del otro, no me figuraré jamás que aquel
que yo conozco es el otro que yo no conozco.
TEETETO. —Muy bien.
SÓCRATES. —El tercero es que no conociendo ni sintiendo el uno ni el otro, no pensaré nunca
que el uno, que no me es conocido, es el otro, que tampoco conozco. En una palabra, imagínate oír
de nuevo todos los casos que he propuesto en primer lugar, en los cuales jamás formaré un juicio
falso sobre ti, ni sobre Teodoro; ya os conozca o no os conozca a ambos, ya conozca al uno y no al
otro. Lo mismo sucede respecto a las sensaciones. ¿Me comprendes?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Resta, por consiguiente, formar juicios falsos en el caso en que, conociéndoos a ti
y a Teodoro, y teniendo vuestras facciones grabadas sobre las citadas planchas de cera, viéndoos a
ambos de lejos, sin distinguiros suficientemente, me esfuerce yo en aplicar la imagen del uno y del
otro a la visión que le es propia, adaptando y ajustando esta visión sobre las huellas que ella me ha
dejado, a fin de que el reconocimiento tenga lugar; y cuando en seguida, engañándome en este punto
y tomando el uno por el otro, como sucede a los que ponen el zapato de un pie en el otro pie, yo
aplico la visión del uno y del otro a la fisonomía que no es la suya, o cuando caigo en el error,
experimentando lo mismo que cuando se mira en un espejo, donde lo que está a la derecha aparece a
la izquierda; entonces sucede que se toma una cosa por otra, y se forma un juicio falso.
TEETETO. —Esta comparación, Sócrates, conviene admirablemente a lo que pasa en el juicio.
SÓCRATES. —Lo mismo acontece cuando, conociéndoos a los dos, tengo, además de esto, la
sensación del uno y no del otro y no tengo conocimiento de este otro por la sensación, que es lo que
yo decía antes, y que entonces no me comprendiste.
TEETETO. —Verdaderamente no.
SÓCRATES. —Decía, pues, que conociendo una persona, sintiéndola, y teniendo conocimiento de
ella por la sensación, jamás nos imaginaremos que es otra persona que ya se conoce, que se siente, y
de la que se tiene igualmente un conocimiento distinto por la sensación. Esto es lo mismo que yo
decía, y que no entendiste.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Queda el caso de que voy a hablar ahora. Decimos que el juicio falso tiene lugar
cuando, conociendo estas dos personas y viendo la una y la otra, o teniendo cualquier otra sensación
de ambas, yo no achaco la imagen de cada una a la sensación que tengo de ella, y semejante a un
tirador poco diestro, no doy en el blanco, y que esto es lo que se llama errar.
TEETETO. —Con razón.
SÓCRATES. —Por consiguiente, cuando teniendo la sensación de los signos del uno y no de los
signos del otro, se aplica a la sensación presente lo que pertenece a la sensación ausente, el
pensamiento en este caso yerra absolutamente. En una palabra, si lo que decimos aquí es racional, no
parece que pueda caber engaño, ni formar un juicio falso sobre lo que jamás ha sido conocido, ni
sentido; y el juicio falso o verdadero gira y se mueve en cierta manera en los límites de lo que
sabemos y de lo que sentimos; es juicio verdadero, cuando aplica e imprime a cada objeto
directamente las señales que le son propias; y falso, cuando las aplica de soslayo y oblicuamente.
TEETETO. —Dices bien, Sócrates.
SÓCRATES. —Aún estarías más conforme después de haber oído lo que sigue. Porque es muy
bueno formar juicios verdaderos, y vergonzoso formarlos falsos.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —He aquí cuál es la causa. Cuando la cera que se tiene en el alma es profunda,
grande en cantidad, bien unida y bien preparada, los objetos que entran por los sentidos y se graban
en este corazón del alma, como le ha llamado Homero, designando así de una manera simulada su
semejanza con la cera, dejan allí huellas distintas de una profundidad suficiente, y que se conservan
largo tiempo.
Los que están en este caso tienen la ventaja, en primer lugar, de aprender fácilmente; en segundo,
de retener lo que han aprendido, y en fin, la de no confundir los signos de las sensaciones y formar
juicios verdaderos. Porque como estos signos son claros y están colocados en un lugar espacioso,
aplican con prontitud cada uno a su sello, es decir, a los objetos reales; y a estos se da el nombre de
sabios. ¿No eres de este parecer?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Por el contrario, cuando este corazón está cubierto de pelo (lo cual alaba el muy
sabio Homero) o la cera es impura y llena de suciedad, o es demasiado blanda o demasiado dura; por
lo pronto, los que la tienen demasiado blanda aprenden fácilmente, pero olvidan lo mismo, que es lo
contrario de lo que sucede a los que la tienen demasiado dura. En cuanto a las personas, cuya cera
está cubierta de pelo, es áspera y en cierta manera petrosa o mezclada de tierra y cieno, el signo de
los objetos no es limpio en ellas; tampoco lo es en aquellos que tienen la cera demasiado dura,
porque no hay profundidad; ni en aquellos que la tienen demasiado blanda, porque, confundiéndose
las huellas, se hacen bien pronto oscuras. Menos claros son, cuando además de esto se tiene un alma
pequeña, puesto que, siendo estrecho el local, los signos se mezclan los unos con los otros. Todos
estos están en situación de formar juicios falsos. Porque cuando ven, oyen o imaginan alguna cosa, al
no poder aplicar en el acto cada objeto a su signo, son lentos, atribuyen a un objeto lo que
corresponde a otro, y generalmente ven, oyen y conciben caprichosamente. Y así se dice de ellos que
se engañan y que son unos ignorantes.
TEETETO. —No es posible hablar mejor, Sócrates.
SÓCRATES. —Bien, ¿diremos que se dan en nosotros juicios falsos?
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y juicios verdaderos?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Consideraremos ya como punto suficientemente probado que hay estos dos
juicios?
TEETETO. —Sí; ya está bien decidido.
SÓCRATES. —En verdad, Teeteto, es preciso convenir en que un hombre hablador es un ser muy
importuno y fastidioso.
TEETETO. —Cómo, ¿a qué viene eso?
SÓCRATES. —Porque yo estoy de mal humor con mi pobre inteligencia, o a decir verdad, contra
mi charlatanismo; porque, ¿qué otro término se puede emplear cuando un hombre por estupidez
provoca la conversación por arriba y por abajo, no se da nunca por convencido y no abandona el
asunto sino con una extrema dificultad?
TEETETO. —¿Qué es lo que tanto te incomoda?
SÓCRATES. —No solo estoy incomodado, sino que temo no saber qué responder, Si se me
pregunta: «Sócrates, ¿has averiguado que el juicio falso no se encuentra en las sensaciones
comparadas entre sí, ni en los pensamientos, sino en el concurso de la sensación y del pensamiento?».
Yo le diré que sí, me parece, complaciéndome de esto como de un magnífico descubrimiento.
TEETETO. —A mí, Sócrates, me parece que la demostración, que acabamos de hacer, no es de
desechar.
SÓCRATES. —Pero tú dices, replicará él, que conociendo un hombre por el pensamiento
solamente y no viéndolo, es imposible que se le tome por un caballo, que no se ve, que no se toca, y
que no se conoce por ninguna otra sensación, sino únicamente por el pensamiento. Yo le responderé
que esto es verdad.
TEETETO. —Con razón.
SÓCRATES. —Pero, proseguirá él, ¿no se sigue de aquí, que no se tomará nunca el número once,
que solo se conoce por el pensamiento, por el número doce, que igualmente es solo conocido por el
pensamiento? Vamos, responde a esto, Teeteto.
TEETETO. —Responderé que, respecto de los números que se ven y que se tocan, se puede tomar
once por doce, pero nunca diré esto con respecto a los números, que están en el pensamiento.
SÓCRATES. —Qué, ¿crees tú que nadie se ha propuesto examinar en sí mismo los números cinco
y siete? No digo cinco hombres, siete hombres, ni nada que a esto se parezca, sino los números cinco
y siete, que están grabados como un monumento sobre las planchas de cera de que hablamos, no
siendo posible que se juzgue falsamente respecto de ellos. ¿No ha sucedido que, reflexionando sobre
estos dos números y hablando consigo mismo y preguntándose cuánto suman, el uno ha respondido
que once y lo ha creído así, y el otro que doce? ¿O bien todos dicen y piensan que suman doce?
TEETETO. —No ciertamente; muchos creen que suman once; y aún se engañarían más, si
examinaran un número mayor, porque presumo que hablas aquí de toda especie de números.
SÓCRATES. —Adivinas bien; y mira si en este caso no es el número abstracto doce el que se
toma por once; o si esto se verifica respecto de otros números.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —He aquí, por consiguiente, que hemos entrado donde decíamos antes. Porque el
que está en este caso, se imagina que lo que él conoce es otra cosa que él conoce igualmente; lo cual
hemos dicho que es imposible, y de donde hemos concluido, como necesario, que no hay juicio
falso, para no vernos precisados a conceder que el mismo hombre sabe y no sabe al mismo tiempo la
misma cosa.
TEETETO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Así, es preciso decir que el juicio falso es otra cosa que el error, que resulta del
concurso del pensamiento y de la sensación. Porque si esto fuera así, nunca nos engañaríamos cuando
solo se tratase de pensamientos. Por esto, o no hay juicio falso, o puede suceder que no se sepa lo que
se sabe. ¿Cuál de estos dos extremos escoges?
TEETETO. —Me propones una elección muy embarazosa, Sócrates:
SÓCRATES. —No pueden dejarse a un tiempo subsistentes estas dos cosas. Pero puesto que
estamos dispuestos a atrevernos a todo, si llegáramos a perder todo pudor…
TEETETO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Intentando explicar lo que es saber.
TEETETO. —¿Qué impudencia habría en eso?
SÓCRATES. —Me parece que no reflexionas que toda nuestra discusión tiene por objeto, desde el
principio, la indagación de la ciencia, como si fuera para nosotros una cosa desconocida.
TEETETO. —Verdaderamente me haces reflexionar.
SÓCRATES. —¿Y no adviertes que es una impudencia explicar lo que es el saber, cuando no se
conoce lo que es la ciencia? Pero, Teeteto, después de tanto hablar, nuestra conversación es un
hormiguero de defectos. Hemos empleado una infinidad de veces estas expresiones: conocemos, no
conocemos, sabemos, no sabemos, como si nos entendiéramos uno a otro, mientras que ignoramos
aún lo que es la ciencia; y para darte una nueva prueba de ello, te haré notar que en este momento
mismo nos servimos de las palabras ignorar y comprender, como si nos fuese permitido usarlas,
estando privados de la ciencia.
TEETETO. —¿Cómo podrás conversar, Sócrates, si te abstienes de usar estas expresiones?
SÓCRATES. —De ninguna manera, mientras yo sea quien soy. Es cierto, por lo menos, que si yo
fuese un disputador o se encontrase aquí alguno, me miraría y mediría con el mayor cuidado las
palabras de que me sirvo. Pero, puesto que nosotros somos unos pobres discursistas, ¿quieres que me
atreva a explicarte lo que es saber? Creo que esto nos permitirá avanzar algún tanto.
TEETETO. —Atrévete, ¡por Zeus! Te perdonaremos fácilmente que te sirvas de estas expresiones.
SÓCRATES. —¿Has oído cómo se define hoy día el saber?
TEETETO. —Quizá; pero no me acuerdo en este momento.
SÓCRATES. —Se dice que saber es tener ciencia.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Para nuestro objetivo, hagamos un ligero cambio en esta definición, y digamos
que es «poseer» la ciencia.
TEETETO. —¿Qué diferencia encuentras entre lo uno y lo otro?
SÓCRATES. —Quizá no hay ninguna. Escucha, sin embargo, y juzga conmigo la que yo creo que
hay.
TEETETO. —Si es que soy capaz.
SÓCRATES. —Me parece que poseer no es lo mismo que tener. Por ejemplo, si habiendo
comprado alguno un traje y siendo dueño de él, no lo usa, no diremos que lo tiene, sino solamente
que lo posee.
TEETETO. —Es verdad.
SÓCRATES. —Mira si, con relación a la ciencia, es posible que se la posea sin tenerla; sucede lo
mismo que, si habiendo cogido en la caza aves salvajes, como palomas bravías u otra especie
semejante, se las encerrase en un palomar que se tuviese en casa. En efecto, diríamos que en cierto
concepto se tienen siempre estas palomas, porque es uno poseedor de ellas. ¿No es así?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Y en otro concepto, que no se tiene ninguna, pero que como se las tiene
encerradas en un recinto del que es uno dueño, se puede coger o tener la que se quiera y siempre que
se quiera, y en seguida soltarla; lo cual se puede repetir cuantas veces a uno se le antoje.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Lo mismo que supusimos antes en las almas aquello de las planchas de cera,
formemos ahora en cada alma una especie de palomar de toda clase de aves, estas que viven en
bandadas y separadas de las otras, aquellas reunidas también, pero en pequeños bandos, y otras
solitarias y volando a la aventura entre las demás.
TEETETO. —Ya está formado el palomar. ¿Adónde quieres ir ahora?
SÓCRATES. —En la infancia, es preciso considerarlo como vacío, y en lugar de pájaros
imaginarse ciencias. Cuando uno, dueño y poseedor de una ciencia, la ha encerrado en este recinto,
puede decirse que la ha cogido y que ha encontrado la cosa, de que es la ciencia, y que esto es saber.
TEETETO. —Sea así.
SÓCRATES. —Ahora, si se quiere ir a caza de alguna de estas ciencias, cogerla, tenerla y soltarla
en seguida; mira de qué nombres es preciso valerse para expresar todo esto; si de los mismos de que
uno se servía antes, cuando era poseedor de estas ciencias, o si de otros nombres. El ejemplo
siguiente te hará comprender mejor lo que quiero decir. ¿No hay un arte que llamas aritmética?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Figúrate que se trata de cazar las ciencias de todos los números, sean pares o
impares.
TEETETO. —Ya me lo figuro.
SÓCRATES. —Mediante este arte tiene uno en su poder las ciencias de los números, y las pasa, si
quiere, a manos de otro.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Poner estas ciencias en otras manos es lo que llamamos enseñar; recibirlas, es
aprender. Tenerlas, en tanto que se está en posesión de ellas en el palomar de que he hablado, se llama
saber.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Atiéndeme a lo que sigue. El perfecto aritmético, ¿no sabe todos los números,
puesto que tiene en su alma la ciencia de todos?
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Este hombre no calcula algunas veces en sí mismo los números que tiene en su
cabeza o ciertos objetos exteriores capaces de ser contados?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Calcular, según nosotros, ¿es otra cosa que examinar cuál es la «cuantidad» de un
número?
TEETETO. —Es lo mismo.
SÓCRATES. —Resulta, pues, que examina lo que sabe, como si no lo supiese, y esto lo hace el
mismo que, según hemos dicho, sabe todos los números. ¿Te haces cargo de cómo se proponen
algunas veces dificultades de esta naturaleza?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Así, pues, comparando esto a la posesión y a la caza de las palomas, diremos que
esta caza es de dos clases: la una antes de poseer con la mira de poseer; y la otra cuando es uno ya
poseedor, para coger y tener en sus manos lo que hacía mucho tiempo que poseía. Lo mismo pueden
aprenderse de nuevo las cosas pertenecientes a ciencias que ya se tenían en sí mismo tiempo antes, y
que se sabían por haberlas aprendido trayéndolas a la memoria y apoderándose de la ciencia de cada
objeto, ciencia de que se estaba ya en posesión, pero que no se tenía presente en el pensamiento.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Te preguntaba antes de qué expresiones es preciso servirse en estos casos, en que
un aritmético se dispone a calcular y un gramático a leer. ¿Se dirá que, sabiendo de lo que se trata,
van a aprender de nuevo de sí mismos lo que saben?
TEETETO. —Eso sería un absurdo, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Diremos que van a leer o contar lo que no saben, después de haber concedido al
uno la ciencia de todas las letras y al otro la de todos los números?
TEETETO. —No es menos absurdo eso.
SÓCRATES. —¿Quieres tú que digamos que nos importa poco de qué nombres habremos de
servirnos, para expresar lo que se entiende por saber y aprender? ¿Y que habiendo quedado sentado
que una cosa es poseer una ciencia y otra tenerla, sostenemos que es imposible que no se posea lo que
se posee, y por consiguiente que no se sepa lo que se sabe; que, sin embargo, puede suceder que
sobre esto mismo se juzgue mal, porque sería posible tomar una falsa ciencia por la verdadera en el
acto en que queriendo cazar alguna de las ciencias que se posee, y estando todas revueltas, se pierde
el tino y se coge al vuelo una por otra; así como cuando se cree que once es la misma voz que doce,
se toma la ciencia de once por la de doce, como si se tomase una tórtola por un palomo?
TEETETO. —Esa explicación parece verosímil.
SÓCRATES. —Pero si se pone la mano sobre la que se quiere coger, entonces no hay engaño y se
juzga lo que realmente es; y podemos decir que esto es lo que hace que un juicio sea verdadero o
falso, y que las dificultades, que tanto nos atormentaban hace poco, no nos inquietan ya. ¿Eres tú de
mi parecer o sigues otro?
TEETETO. —Ningún otro.
SÓCRATES. —En efecto, nos vemos ya desembarazados de la objeción de que no se sabe lo que
se sabe, puesto que no puede suceder en manera alguna que no se posea lo que se posee, nos
equivoquemos o no acerca de cualquier objeto. Me parece, sin embargo, que de aquí resulta un
inconveniente más grave aún.
TEETETO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —Si se tiene por juicio falso la equivocación en materia de ciencia.
TEETETO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —En primer lugar, porque teniendo la ciencia de un objeto, se ignoraría este objeto,
no por ignorancia, sino por la ciencia misma que se posee. En segundo, porque se juzgaría que este
objeto es otro, y que otro es aquel. ¿No es un gran absurdo que en presencia de la ciencia el alma no
conozca nada e ignore todas las cosas? En efecto, nada impide en este concepto que la ignorancia nos
haga conocer y la obcecación nos haga ver, si es cierto que la ciencia es causa de nuestra ignorancia.
TEETETO. —Quizá, Sócrates, no hemos tenido razón para haber supuesto solo ciencias en vez
de pájaros, y debimos suponer ignorancias revoloteando en el alma con aquellas, de manera que el
cazador, tomando tan pronto una ciencia como una ignorancia, juzgase el mismo objeto falsamente
por la ignorancia y verdaderamente por la ciencia.
SÓCRATES. —Es difícil, Teeteto, negarte las alabanzas que mereces. Sin embargo, examina de
nuevo lo que acabas de decir. Supongamos que la cosa sea así. Aquel que coja una ignorancia,
juzgará falsamente según tú; ¿no es así?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Pero no se imaginará que forma un juicio falso.
TEETETO. —¿Cómo se lo ha de imaginar?
SÓCRATES. —Por el contrario, creerá juzgar bien, y pretenderá saber lo que realmente ignora.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Se imaginará haber cogido en la caza una ciencia y no una ignorancia.
TEETETO. —Eso es evidente.
SÓCRATES. —Después de un largo rodeo, henos aquí otra vez en nuestro primer conflicto.
Porque ese disputador, de que hablé antes, nos dirá sonriéndose: «Amigos míos, explicadme, pues, si,
conociendo la una y la otra, tanto la ciencia como la ignorancia, se figura uno que aquella que se sabe
es otra que también se sabe. O cómo no conociendo la una, ni la otra, se cree que aquella que no se
sabe es otra que tampoco se sabe. O cómo conociendo la una y no conociendo la otra, se toma
aquella que se sabe, por la que no se sabe, o la que no se sabe por la que se sabe. ¿Me diréis también
que hay otras ciencias para estas ciencias y estas ignorancias, y que el que las posee, teniéndolas
encerradas en otros palomares ridículos o grabadas en otras planchas de cera, las sabe durante el
tiempo que las posee, aunque ellas no estén presentes en el espíritu? De esta suerte os veréis
precisados a recurrir mil veces al mismo asunto, y no adelantaréis nada». ¿Qué responderemos a
esto, Teeteto?
TEETETO. —En verdad, Sócrates, yo no sé qué puede responderse.
SÓCRATES. —Estos cargos que se nos hacen, mi querido amigo, ¿no son ciertamente fundados,
y no nos harán conocer que no tenemos razón para indagar lo que es el juicio falso antes de conocer
la ciencia, y que es imposible conocer el falso juicio, si no se conoce antes en qué consiste la ciencia?
TEETETO. —Preciso es confesar por ahora, que es como tú dices.
SÓCRATES. —¿Cómo se definirá de nuevo la ciencia? Porque no renunciaremos aún a
descubrirla.
TEETETO. —Nada de eso, a menos que tú renuncies.
SÓCRATES. —Dime de qué manera la definiremos sin ponernos en el caso de contradecirnos.
TEETETO. —Como ya hemos intentado definirla, Sócrates; porque no ocurre otra cosa a mi
espíritu.
SÓCRATES. —¿Qué decíamos?
TEETETO. —Que el juicio verdadero es la ciencia. El juicio verdadero no está sujeto a ningún
error, y todos los efectos que de él resultan, son bellos y buenos.
SÓCRATES. —El que sirve de guía en el paso de un río, Teeteto, dice que el agua misma indicará
su profundidad. En igual forma, si entramos en la discusión presente, quizá los obstáculos que se
presenten, nos descubrirán lo que buscamos, mientras que si no entramos, nada se aclarará.
TEETETO. —Tienes razón; sigamos, pues, y examinemos la cuestión.
SÓCRATES. —El asunto no reclama un largo examen. Todo un arte nos prueba que la ciencia no
consiste en esto.
TEETETO. —¿Cómo y cuál es ese arte?
SÓCRATES. —El de los hombres de más nombradía por su saber, que se llaman oradores y
hombres de ley. En efecto, por medio de su arte saben persuadir, no a modo de enseñanza, sino
inspirando a sus oyentes el juicio que les parece. ¿O bien crees tú, que hay maestros bastante hábiles
para poder, mientras corre un poco de agua en la clepsidra, instruir suficientemente sobre la verdad
de ciertos hechos a hombres que no los presenciaron, ya se trate de un robo de dinero, o ya de
cualquier otra violencia?
TEETETO. —De ningún modo; lo único que pueden hacer, es persuadirlos.
SÓCRATES. —Persuadir a alguno, ¿no es en cierto modo hacerle formar un juicio?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No es cierto que cuando los jueces tienen una persuasión bien fundada sobre
hechos, que no se pueden saber a menos de haberlos visto, juzgando en este caso en vista solo de la
relación de otro, forman un juicio verdadero sin ciencia, y están persuadidos con razón, puesto que
han juzgado bien?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero, mi querido amigo, si el juicio verdadero y la ciencia fuesen la misma cosa,
nunca juzgaría bien, ni aun el juez mejor, estando desprovisto de la ciencia. Resulta ahora, que el
juicio verdadero no es la misma cosa que la ciencia.
TEETETO. —Recuerdo, Sócrates, una cosa que he oído decir a alguno, y que había olvidado.
Pretendía que el juicio verdadero, acompañado de su explicación, es la ciencia, y que el que no puede
explicarse, está fuera de la ciencia; que los objetos que no son susceptibles de explicación no pueden
saberse, y que los que son susceptibles de ella son los únicos científicos. En estos términos se
expresaba.
SÓCRATES. —Ciertamente; pero explícame por dónde distinguía él los objetos que pueden
saberse de los que no pueden saberse. Así conoceré yo si hemos entendido ambos lo mismo.
TEETETO. —No sé si me acordaré, pero si otro me lo dijese, creo que podría seguirle
fácilmente.
SÓCRATES. —Escucha, pues, un sueño en cambio de ese otro sueño. Creo haber oído también
decir a algunos que los primeros elementos, si puedo decirlo así, de los que el hombre y el universo
se componen, son inexplicables; que a cada uno, tomado en sí mismo, no puede hacerse más que
darle nombre, y que es imposible enunciar nada más ni en pro ni en contra, porque sería ya atribuirle
el ser o el no ser; que no debe añadirse nada al elemento, si se quiere enunciarlo solo; que ni aun
deben unirse a él las palabras él, este, cada, solo, esto, ni otras muchas semejantes, porque, al no ser
nada fijo, se aplican a todas las cosas y son de algún modo diferentes de aquellas a las que se aplican;
que sería preciso enunciar el elemento en sí mismo, si esto fuera posible, y si tuviese una explicación
que le fuera propia, por medio de la cual se le pudiese enunciar sin el auxilio de ninguna otra cosa;
pero que es imposible explicar ninguno de los primeros elementos, y que solo puede nombrárselos
simplemente, porque no tienen más que el nombre.
Por el contrario, respecto a los seres compuestos de estos elementos, como hay una combinación
de principios, la hay también en cuanto a los nombres que hacen posible la demostración, porque esta
resulta esencialmente de la reunión de los nombres; que por lo tanto, los elementos no son ni
explicables, ni cognoscibles, sino tan solo sensibles; mientras que los compuestos pueden ser
conocidos, enunciados y estimados por un juicio verdadero; que, por consiguiente, cuando se forma
sobre cualquier objeto un juicio verdadero, pero destituido de explicación, el alma en verdad pensaba
exactamente sobre este objeto, pero no lo conocía, porque no se tiene la ciencia de una cosa, en tanto
que no se puede dar ni entender la explicación; pero que cuando al juicio verdadero se unía la
explicación, se estaba entonces en estado de conocer, y se tenía todo lo requerido para la ciencia. ¿Es
así como has entendido este sueño o de otra manera?
TEETETO. —Así es precisamente.
SÓCRATES. —Y bien ¿opinas que se debe definir la ciencia como un juicio verdadero
acompañado de explicación?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Entonces, Teeteto, ¿habremos nosotros descubierto en un día lo que muchos
sabios han intentado hace largo tiempo, llegando a la vejez sin haber encontrado la solución?
TEETETO. —A mí, Sócrates, me parece que esta definición es buena.
SÓCRATES. —Es probable, en efecto, que lo sea, porque, ¿qué ciencia puede concebirse fuera de
un juicio recto bien explicado? Hay, sin embargo, en lo que acaba de decirse un punto que me
desagrada.
TEETETO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —El que parece mejor expuesto, a saber: que los elementos no pueden ser
conocidos, y que los compuestos pueden serlo.
TEETETO. —¿No es exacto eso?
SÓCRATES. —Es preciso verlo, y tenemos como garantía de la verdad de esta opinión los
ejemplos sobre que el autor apoya todo lo que sienta.
TEETETO. —¿Qué ejemplos?
SÓCRATES. —Los elementos de las letras y de las sílabas. ¿Piensas tú que el autor de esta
opinión tuvo presente otra cosa, cuando decía lo que acabamos de referir?
TEETETO. —No, sino eso mismo.
SÓCRATES. —Atengámonos a este ejemplo y examinémoslo, o más bien, veamos si es así o de
otra manera como nosotros mismos hemos aprendido las letras. Y, por lo pronto, ¿tienen las sílabas
una definición y los elementos no?
TEETETO. —Probablemente.
SÓCRATES. —Pienso lo mismo que tú. Si alguno te preguntase sobre la primera sílaba de mi
nombre de esta manera: Teeteto, dime, ¿qué cosa es SO? ¿Qué responderías?
TEETETO. —Que es una S y una O.
SÓCRATES. —¿No es esa la explicación de esta sílaba?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Dime ¿cuál es la de la S?
TEETETO. —¿Cómo pueden nombrarse los elementos de un elemento? La S, Sócrates, es una
letra muda y un sonido simple, que forma la lengua silbando. La B no es una vocal, ni un sonido, lo
mismo que la mayor parte de los elementos; de suerte que se puede decir fundadamente, que son
inexplicables los elementos, puesto que los más sonoros de ellos, hasta el número de siete, no tienen
más que sonido, y no admiten absolutamente ninguna explicación.
SÓCRATES. —Hemos conseguido, mi querido amigo, aclarar un punto relativo a la ciencia.
TEETETO. —Así me parece.
SÓCRATES. —Qué, ¿hemos demostrado bien que el elemento no puede ser conocido y que la
sílaba puede serlo?
TEETETO. —Creo que sí.
SÓCRATES. —Dime: ¿entendemos por sílaba los dos elementos que la componen, o todos si son
más de dos? ¿O bien una cierta forma que resulta de su unión?
TEETETO. —Me parece, que entendemos por sílaba todos los elementos de los que se compone
una sílaba.
SÓCRATES. —Veamos lo que es con relación a dos. S y O forman juntas la primera sílaba de mi
nombre. ¿No es cierto que el que conoce esta sílaba conoce estos dos elementos?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Por consiguiente conoce la S y la O?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Qué sucedería si, no conociendo la una ni la otra, las conociese ambas?
TEETETO. —Eso sería un prodigio y un absurdo, Sócrates.
SÓCRATES. —Sin embargo, si es indispensable conocer la una y la otra para conocer ambas, es
de toda necesidad para el que intente conocer una silaba, conocer antes los elementos; y siendo esto
así, nuestro bello razonamiento se desvanece y se escapa de nuestras manos.
TEETETO. —Verdaderamente sí, y de repente.
SÓCRATES. —Es que no hemos sabido defenderlo. Quizá sería preciso suponer que la sílaba no
consiste en los elementos, sino en un no sé qué, resultado de ellos y que tiene su forma particular, que
es diferente de los elementos.
TEETETO. —Tienes razón, y puede suceder que sea así y no de la otra manera.
SÓCRATES. —Es preciso examinarlo, y no abandonar tan cobardemente una opinión grave y
respetable.
TEETETO. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Sea, pues, como acabamos de decir, y que cada sílaba, compuesta de elementos
que se combinan entre sí, tenga su forma propia, tanto para las letras, como para todo lo demás.
TEETETO. —Conforme.
SÓCRATES. —En consecuencia, es preciso que no tenga partes.
TEETETO. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque donde hay partes, el todo es necesariamente lo mismo que todas las partes
en conjunto. ¿O bien dirás que un todo resultado de partes tiene una forma propia distinta de la de
todas aquellas?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿El todo y el total o la suma, son en tu opinión una misma cosa o dos cosas
diferentes?
TEETETO. —No tengo convicción acerca de esto, pero puesto que quieres que responda con
resolución, me atrevo a decir que son cosas diferentes.
SÓCRATES. —Todo valor es laudable, Teeteto, y es preciso ver si lo es también tu respuesta.
TEETETO. —Sin duda es preciso verlo.
SÓCRATES. —De esta manera, según tu definición, el todo difiere del total.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Pero qué ¿Hay alguna diferencia entre todas las partes y el total? Por ejemplo,
cuando decimos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, o dos veces tres, o tres veces dos, o cuatro y dos,
o tres, dos y uno, o cinco y uno, ¿dan todas estas expresiones el mismo número o números
diferentes?
TEETETO. —Dan el mismo número.
SÓCRATES. —¿No es el de seis?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No hemos comprendido en cada expresión todas las seis unidades?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No expresamos nada cuando decimos todas las seis unidades?
TEETETO. —Alguna cosa queremos decir ciertamente.
SÓCRATES. —¿Otra cosa que seis?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —Por consiguiente, en todo lo que resulta de los números, entendemos lo mismo
por el total que por todas sus partes.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —Hablemos de otra manera. El número, que expresa un acre, y el acre mismo son
una misma cosa. ¿No es así?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —El número que forma el estadio, ¿está en el mismo caso?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con el número respecto de un ejército, de una armada y de
otras cosas semejantes? Porque la totalidad del número es precisamente cada una de estas cosas
tomada en conjunto.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Pero qué es el número respecto de cada una sino sus partes?
TEETETO. —Ninguna otra cosa.
SÓCRATES. —Todo lo que tiene partes resulta, pues, de estas partes.
TEETETO. —Parece que sí.
SÓCRATES. —Es preciso confesar que todas las partes constituyen el total, si es cierto que el
número todo lo constituye igualmente.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —El todo no es compuesto de partes, porque si fuese el conjunto de las partes sería
un total.
TEETETO. —No parece así.
SÓCRATES. —Pero la parte, ¿es parte de otra cosa que del todo?
TEETETO. —Sí, del total.
SÓCRATES. —Te defiendes con valor, Teeteto. ¿El total no es un total cuando nada le falta?
TEETETO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —El todo ¿no será asimismo un todo, cuando no le falte nada? De suerte, que si falta
alguna cosa, ni es un total, ni es un todo, y uno y otro se hacen lo que son por la misma causa.
TEETETO. —Ahora me parece que el todo y el total no se diferencian en nada.
SÓCRATES. —¿No decíamos que allí, donde hay partes, el todo y el total serán la misma cosa
que el conjunto de las partes?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Así, pues, volviendo a lo que quería probar antes, ¿no es cierto, que si la sílaba no
es los elementos compuestos, es una necesidad que estos elementos no sean partes con relación a ella,
o que, siendo la misma cosa que los elementos, no pueda la silaba ser más conocida que ellos?
TEETETO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No es por evitar este inconveniente, por lo que hemos supuesto que la sílaba es
diferente de los elementos que la componen?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Pero si los elementos no son partes de la sílaba, ¿puedes señalar otras cosas que
sean sus partes, sin ser los elementos?
TEETETO. —Yo no concederé que la sílaba tenga partes; si bien sería ridículo buscar otras,
después de haber desechado los elementos.
SÓCRATES. —Según lo que dices, Teeteto, la sílaba debe ser una especie de forma indivisible.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —¿Te acuerdas, mi querido amigo, que antes aprobamos como cosa cierta que los
primeros principios, de que los demás seres se componen, no son susceptibles de explicación porque
cada uno de ellos, tomado en sí, carece de composición; que no sería exacto, hablando de uno de
estos principios, decir qué es, ni que es esto o lo otro, cosas estas diferentes y extrañas con relación a
él; y que esta es la causa por la que no es susceptible de explicación ni de conocimiento?
TEETETO. —Me acuerdo.
SÓCRATES. —¿Hay otra causa que la haga simple e indivisible? Yo no veo ninguna.
TEETETO. —No parece que la haya.
SÓCRATES. —Si la sílaba no tiene partes, ¿tiene la misma forma que los primeros principios y
es simple como ellos?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Si la sílaba es un conjunto de elementos y forma un todo de que aquellos son
partes, las sílabas y los elementos podrán igualmente conocerse y enunciarse, puesto que hemos
dicho que las partes tomadas en junto son la misma cosa que el todo.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Si, por el contrario, la sílaba es una e indivisible lo mismo que el elemento, ella
no será más susceptible de explicación, ni más cognoscible que aquel, porque la misma causa
producirá los mismos efectos en ambos.
TEETETO. —No puedo menos de convenir en ello.
SÓCRATES. —De este modo no apoyaremos al que sostiene que la sílaba puede ser conocida y
enunciada, y que el elemento no puede serlo.
TEETETO. —No, si admitimos las razones que acaban de ser expuestas.
SÓCRATES. —Entonces, teniendo el conocimiento íntimo de lo que te ha sucedido a ti mismo,
aprendiendo las letras, ¿darías oídos al que respecto de estas dijese lo contrario de lo que acabamos
de decir?
TEETETO. —¿Qué me sucedió?
SÓCRATES. —Tú no has hecho otra cosa, al aprender las letras, que ejercitarte en distinguir los
elementos, ya por la vista, ya por el oído, para no verte embarazado, cualquiera que fuera el orden en
que se las pronunciara o escribiera.
TEETETO. —Dices verdad.
SÓCRATES. —¿Y qué has tratado de aprender perfectamente en casa del maestro de lira, sino el
medio de ponerte en estado de seguir cada sonido y distinguir la cuerda de que procedía? Esto todo el
mundo lo reconoce, porque esos son los elementos de la música.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Si por las sílabas y los elementos que conocemos hemos de juzgar de las sílabas y
de los elementos que no conocemos, diremos que los elementos pueden ser conocidos, en cuanto lo
exige la inteligencia perfecta de cada ciencia, de una manera más clara y más decisiva que las sílabas;
y si alguno sostiene que la sílaba es por naturaleza cognoscible, y que el elemento por naturaleza no
lo es, creeremos que no habla seriamente, hágalo o no de propósito deliberado.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Podría, a mi parecer, demostrar lo mismo de varias y distintas maneras, pero
tengamos cuidado de que esto no nos haga perder de vista lo que nos hemos propuesto examinar, a
saber: qué se piensa dar a entender cuando se dice que el juicio verdadero, acompañado de
explicación, es la ciencia en toda su perfección.
TEETETO. —Eso es lo que es preciso ver.
SÓCRATES. —Dime qué significa la palabra explicación. En mi juicio significa una de estas tres
cosas.
TEETETO. —¿Qué cosas?
SÓCRATES. —La primera, el acto de hacer el pensamiento sensible por la voz por medio de los
nombres y de los verbos; de suerte que se le grabe en la palabra, que sale de la boca, como en un
espejo o en el agua. ¿No te parece que esto es lo que quiere decir «explicación»?[17]
TEETETO. —Sí; y decimos que el que hace esto sabe explicarse.
SÓCRATES. —¿No es todo el mundo capaz de hacerlo y de expresar más o menos pronto lo que
piensa acerca de cada cosa, salvo que sea mudo o sordo de nacimiento? En este sentido, el juicio
verdadero irá siempre acompañado de explicación en todos aquellos, que piensan con exactitud sobre
cualquier objeto, y jamás se dará el juicio verdadero sin la ciencia.
TEETETO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Así, pues, no acusaremos a la ligera al autor de la definición de la ciencia, que
examinamos, de que no ha dicho nada de provecho. Quizá esta definición no explica la ciencia, y
acaso ha querido su autor significar con ella la posibilidad de dar razón de cada cosa por los
elementos que la componen,[18] cuando se nos pregunta sobre su naturaleza.
TEETETO. —Pon un ejemplo, Sócrates.
SÓCRATES. —Por ejemplo: Hesíodo dice[19] que el carro se compone de cien piezas. Yo no
podría enumerarlas, y creo que tú tampoco. Y si se nos preguntase lo que es un carro, creeríamos
haber dicho mucho respondiendo, que son las ruedas, el eje, las alas, las llantas y la lanza.
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero respondiendo así, pareceríamos al que nos hiciese esta pregunta tan
ridículos, como si preguntándonos tu nombre, le respondiéramos sílaba por sílaba, y nos
imagináramos, creyendo formar un juicio exacto y bien enunciado, que éramos gramáticos y que
conocíamos y explicábamos conforme a las reglas de la gramática el nombre de Teeteto; cuando no
sería responder como un hombre que sabe, a no ser que con el juicio verdadero se diera razón exacta
de cada cosa por sus elementos, como se ha dicho precedentemente.
TEETETO. —Así lo hemos dicho en efecto.
SÓCRATES. —Es cierto que nosotros formamos un juicio exacto respecto al carro; pero el que
puede describir su naturaleza recorriendo una a una las cien piezas, y une este conocimiento al otro,
además de formar un juicio verdadero sobre el carro, es dueño de la explicación; y en lugar de
formar un mero juicio arbitrario, habla como hombre inteligente y que conoce la naturaleza del
carro, porque puede hacer la descripción del todo por sus elementos.
TEETETO. —¿No crees que tendría razón, Sócrates?
SÓCRATES. —Sí, mi querido amigo, si tú lo crees, y concedes que la descripción de una cosa en
sus elementos es la explicación, y que la que se hace mediante las sílabas u otras partes mayores no
explica nada; dime tu opinión sobre esto a fin de que la examinemos.
TEETETO. —Pues bien, estoy conforme.
SÓCRATES. —¿Piensas que uno sabe cualquier objeto, sea el que sea, cuando juzga que una
misma cosa pertenece tan pronto al mismo objeto como a otro diferente, o que sobre un mismo
objeto forma tan pronto un juicio como otro?
TEETETO. —No, ciertamente; no lo pienso así.
SÓCRATES. —¿Y no recuerdas que es precisamente lo que tú y los demás hacíais cuando
comenzabais a aprender las letras?
TEETETO. —¿Quieres decir que nosotros creíamos que tal letra pertenecía tan pronto a la misma
sílaba como a otra, y que colocábamos la misma letra, tan pronto en la sílaba que la correspondía,
como en otra?
SÓCRATES. —Sí, eso mismo.
TEETETO. —Pues bien, no lo he olvidado; y no tengo por sabios a los que son capaces de
incurrir en estas equivocaciones.
SÓCRATES. —Pero qué, cuando un niño, encontrándose en el mismo caso en que estabais
vosotros al escribir el nombre de Teeteto con una T y una E, cree que debe escribirlo así, y así lo
escribe, y que, queriendo escribir el de Teodoro, cree que debe escribirlo y lo escribe también con
una T y una E, ¿diremos que sabe la primera sílaba de vuestros nombres?
TEETETO. —Acabamos de convenir en que el que está en este caso, está lejos de saber.
SÓCRATES. —¿Y no puede pensar lo mismo con relación a la segunda, a la tercera y a la cuarta
sílaba?
TEETETO. —Si puede.
SÓCRATES. —Cuando escriba todo seguido el nombre de Teeteto, ¿no tendrá un juicio
verdadero con el pormenor de los elementos que lo componen?
TEETETO. —Es evidente.
SÓCRATES. —Y aunque juzga bien, ¿no está desprovisto aún de ciencia, según hemos dicho?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Por lo tanto, tiene la explicación de tu nombre y un juicio verdadero; porque lo ha
escrito conociendo el orden de los elementos, que, según hemos reconocido, es la explicación del
nombre.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Hay, pues, mi querido amigo, un juicio recto, acompañado de explicación, que
aún no se puede llamar ciencia.
TEETETO. —Parece que sí.
SÓCRATES. —Según todas las apariencias, nosotros hemos soñado cuando hemos creído tener la
verdadera definición de la ciencia. Pero no la condenemos aún. Quizá no es esto lo que se entiende
por la palabra explicación, sino que será el tercero y último sentido el que ha tenido a la vista, como
hemos dicho, el que ha definido la ciencia, un juicio verdadero acompañado de su explicación.
TEETETO. —Me lo has recordado muy a tiempo, y en efecto, aún queda un sentido que
examinar: según el primero, era la ciencia la imagen del pensamiento expresada por la palabra;
según el segundo del que se acaba de hablar, la determinación del todo por los elementos;[20] y el
tercero, ¿cuál es según tú?
SÓCRATES. —El mismo que muchos otros designarían como yo, y que consiste en poder decir
en qué la cosa, acerca de la que se nos interroga, difiere de todas las demás.
TEETETO. —¿Podrías explicarme de esta manera algún objeto?
SÓCRATES. —Sí, el sol, por ejemplo. Creo que te lo designo suficientemente diciendo que es el
más brillante de todos los cuerpos celestes, que giran alrededor de la tierra.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Escucha por qué he dicho esto. Acabamos de decir que, según algunos, si fijas
respecto de cada objeto la diferencia que los separa de todos los demás, tendrás la explicación del
mismo; mientras que si solo te fijas en una cualidad común, tendrás la explicación de los objetos a
quienes esta cualidad es común.
TEETETO. —Comprendo, y me parece oportuno llamar a esto la explicación de las cosas.
SÓCRATES. —De este modo cuando, mediante un juicio recto acerca de un objeto cualquiera, se
conozca en qué se diferencia de todos los demás, se tendrá la ciencia del objeto, así como antes solo
se tenía la opinión del mismo.
TEETETO. —No temamos asegurarlo.
SÓCRATES. —Ahora, Teeteto, que veo más de cerca esta definición, a la manera de lo que sucede
con el bosquejo de un cuadro, todo se me oculta, siendo así que, cuando estaba lejano, creía ver
alguna cosa.
TEETETO. —¿Cómo? ¿Por qué hablas así?
SÓCRATES. —Te lo diré, si puedo. Cuando yo formo sobre ti un juicio verdadero, y tengo
además la explicación de lo que tú eres, yo te conozco, si no, no tengo más que una mera opinión.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Dar la explicación de lo que tú eres es determinar en lo que te diferencias de los
demás.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando no tenía de ti más que una mera opinión, ¿no es cierto que yo no había
penetrado con el pensamiento ninguno de los rasgos que te distinguen de todos los demás?
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —No tenía presentes en el espíritu otras cualidades que las comunes, que tanto son
tuyas, como de cualquier otro hombre.
TEETETO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —En nombre de Zeus, ¿dime cómo en este caso eres tú objeto de mi juicio más bien
que otro? Supón, en efecto, que yo me represento a Teeteto bajo la imagen de un hombre, que tiene
nariz, ojos, boca y las demás partes del cuerpo: ¿esta imagen me obligará a pensar antes en Teeteto
que en Teodoro, o como suele decirse, que en el último de los misios?
TEETETO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Pero si yo no solo me figuro un hombre con nariz y ojos, sino que además me
represento esta nariz roma y estos ojos saltones, ¿tendré en el espíritu tu imagen más bien que la mía,
o que la de todos aquellos que se nos parecen en esto?
TEETETO. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —A mi entender, no formaré la imagen de Teeteto, sino cuando su nariz roma deje
en mí huellas, que sean diferentes de todas las especies de narices romas que yo he visto, y lo mismo
de todas las demás partes de que te compones; de suerte que si te encuentro mañana, mediante la nariz
roma te recuerda mi espíritu, y me hace formar de ti un juicio verdadero.
TEETETO. —Es incontestable.
SÓCRATES. —De igual modo, el juicio verdadero comprende la diferencia de cada objeto.
TEETETO. —Parece que sí.
SÓCRATES. —¿Qué significa, pues, unir la de un objeto al juicio recto que ya se tiene? Porque si
se quiere decir que es preciso juzgar además lo que distingue un objeto de los otros, esto es
prescribirnos una cosa completamente impertinente.
TEETETO. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque se nos ordena que formemos un juicio verdadero de los objetos con
relación a su diferencia, cuando ya tenemos este recto juicio con relación a esta diferencia; así que es
más absurdo semejante consejo que el mandar girar una escítala,[21] un mortero o cualquier otra cosa
parecida. Más razón habría para llamarle consejo de ciego, pues no hay cosa que más se parezca a
una ceguera completa que mandar tomar lo que ya se tiene, a fin de saber lo que se sabe ya por el
juicio.
TEETETO. —Dime qué querías decir antes al interrogarme.
SÓCRATES. —Hijo mío, si por explicar un objeto se entiende conocer su diferencia y no
simplemente juzgarla, la explicación en este caso es lo más bello que hay en la ciencia. Porque
conocer es tener la ciencia; ¿no es así?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Y si se pregunta al autor de la definición qué es la ciencia, responderá al parecer
que es un juicio exacto sobre un objeto con el conocimiento de su diferencia, puesto que, según él,
añadir la explicación al juicio no es más que esto.
TEETETO. —Al parecer.
SÓCRATES. —Es responder bastante neciamente, cuando, preguntando lo que es la ciencia, se
nos dice que es un juicio exacto unido a la ciencia, ya de la diferencia, ya de cualquier otra cosa. Así,
Teeteto, la ciencia no es la sensación, ni el juicio verdadero, ni el mismo juicio acompañado de
explicación.
TEETETO. —Parece que no.
SÓCRATES. —Ahora bien, mi querido amigo, veo que sigue aún nuestra preñez y sentimos
todavía los dolores de parto respecto de la ciencia. ¿O hemos dado ya a luz todas nuestras
concepciones?
TEETETO. —Ciertamente, Sócrates; he dicho con tu auxilio muchas más cosas que las que tenía
en mi alma.
SÓCRATES. —¿No te ha hecho ver mi arte de comadrón, que todas estas concepciones son
frívolas e indignas de que se las alimente y sostenga?
TEETETO. —Sí, verdaderamente.
SÓCRATES. —Si en lo sucesivo, Teeteto, quieres producir, y en efecto produces frutos, serán
mejores gracias a esta discusión; y si permaneces estéril, no te harás pesado a los que conversen
contigo, porque serás más tratable y más modesto, y no creerás saber lo que no sabes.
Es todo lo que mi arte puede hacer y nada más. Yo no sé nada de lo que saben los grandes y
admirables personajes de estos tiempos y de los tiempos pasados, pero en cuanto al oficio de partear,
mi madre y yo lo hemos recibido de mano del dios, ella para las mujeres y yo para los jóvenes de
bellas formas y nobles sentimientos. Ahora necesito ir al pórtico del rey, para responder a la
acusación de Méleto [22] contra mí; pero te aplazo, Teodoro, para mañana en este mismo sitio.
EUTIDEMO
Argumento del Eutidemo[1]
por Patricio de Azcárate

La composición perfectamente estudiada del Eutidemo, algunas de cuyas páginas parecen tomadas
de una comedia, los diversos diálogos, que en él se suceden como otras tantas escenas, cuya variedad
realza la unidad de la composición sin romperla, la mezcla de rasgos profundos y cómicos y algunas
veces burlescos de los que está sembrada a manos llenas, la elección de los personajes, el orden y el
objeto de las conversaciones: todo conspira aquí al mismo fin tantas veces perseguido por Platón;
esto es, el exterminio de los sofistas. Jamás quizá el heredero de Sócrates hizo a estos la guerra con
más destreza y habilidad, porque tampoco desplegó nunca más fidelidad y empeño en pintarlos, tales
como eran. Se les ve en el Eutidemo entrar en escena con su prestigio popular, desempeñar su papel
con todo el arte del que eran capaces, y cuando habían agotado toda su ciencia sofística, salen
desenmascarados, corridos y doblemente desacreditados por quedar probada su impotencia y ellos
puestos en ridículo. A este resultado es preciso atenerse para graduar la profundidad del Eutidemo,
porque ordinariamente Platón pone el mayor cuidado en ocultar, bajo las gracias de una burla ligera,
la compacta trama de este diálogo.
En las dos conversaciones que forman el preámbulo, la primera entre Sócrates y Critón, y la
segunda entre Sócrates, Eutidemo y Dionisodoro, se muestran los sofistas con sus rasgos generales
en los personajes de los dos hermanos recientemente llegados de Turios a Atenas, que son aquí los
representantes de la sofística entera. Estos extranjeros lo saben todo, lo enseñan todo, lo refutan todo.
Son maestros consumados en gimnasia, en derecho, en elocuencia, en estrategia, en dialéctica, en
moral; tan firmes en el ataque como en la defensa en las luchas del cuerpo, del espíritu y de la
palabra; sosteniendo con feliz éxito el pro y el contra de todas las causas; probando sin dificultad la
afirmativa y la negativa en todas las cuestiones; sabios y disputadores universales, y nada celosos por
otra parte de guardar para sí sus secretos, enseñan a quien les paga a teorizar y a replicar, y le hacen
en poco tiempo tan hábil como lo son ellos mismos. Pero su última pretensión, en la que, gracias a
Sócrates, se va a estrellar su atrevido charlatanismo, es la de enseñar la virtud.
Aquí comienza la tercera escena del diálogo. Sócrates suplica a Eutidemo, que persuada a su
manera al joven Clinias de lo conveniente que le es consagrarse a la filosofía y a la virtud. Vamos a
ver a los sofistas manos a la obra. Como hábil táctico, que sabe lo que vale el arte de ser y
permanecer dueño de la conversación, Eutidemo exige por lo pronto que Clinias se limite a
responder, y no cabe duda que, bajo esta condición, la inexperiencia tímida del joven ofrecía al
sofista la ocasión de un seguro triunfo, si no hubiera estado presente Sócrates. En efecto, Clinias,
poco familiarizado con esta clase de sofismas, que consiste en sacar partido del doble sentido de
ciertas palabras, se encuentra desde luego enredado en sus mismas respuestas, y sin interrupción
sostiene opiniones contradictorias. Eutidemo triunfa. Sus amigos aplauden. Pero ¿qué prueba el
interrogatorio en favor de la filosofía? Nada. ¿Y en favor de la virtud? Lo mismo. Eutidemo aún no
ha abordado la cuestión. Ha probado (y vaya una prueba de mérito para el que tiene a un joven por
adversario) su destreza en jugar con las palabras; arte en verdad bien estéril.
Lo que pone en claro esta conclusión es la intervención de Sócrates, quien corta
intencionadamente esta lucha desigual y vana, y del espíritu de ese mismo joven, de quien Eutidemo y
Dionisodoro no pudieron sacar ni la menor señal de buen sentido, por abrumarle a porfía con sus
preguntas, Sócrates hace salir sin esfuerzo algunas verdades, que vuelven la conversación a su
verdadero objeto, abandonado no sin designio por los sofistas. He aquí cómo Sócrates hace
comprender su importancia al joven Clinias. Todos los hombres quieren ser dichosos: ser dichoso es
tener bienes; pero los bienes, cualesquiera que ellos sean, no sirven de nada al que no sabe usar de
ellos; es así que el arte de usarlos es la sabiduría; luego la sabiduría, que en el sentido de la σοφία
(sophía) de los griegos, abraza a la vez la ciencia y la virtud, es el bien preferible entre todos; y el
estudio de la sabiduría φιλοσοφία (philosophia), si se puede enseñar y aprender, es verdaderamente el
arte de ser dichoso. He aquí cómo el verdadero filósofo, a diferencia del sofista, sabe hacer que
penetren las más altas verdades de la moral en el alma de un tierno joven.
Después de este ejemplo directo de su fecundo método de alumbramiento intelectual, Sócrates se
excusa irónicamente por haberse permitido la libertad que acaba de tomarse, y compromete a los dos
sofistas a que dejen su anterior palabrería, y a que intenten seriamente seguir el camino que él ha
descubierto, y seguirlo mejor que él. Pero a esto suceden un nuevo asalto de preguntas insidiosas de
parte de Eutidemo y de Dionisodoro, un nuevo aparato de sofismas, un poco más complicados esta
vez, y fundados en la anfibología, no de una palabra solamente, sino de una idea compleja, y nuevos
aplausos de los circunstantes, que son allí evidentemente el eco de los aplausos populares de la plaza
pública. Pero Sócrates, abandonando de repente su papel de oyente benévolo, imprime al diálogo un
carácter inesperado, vuelve a los contrarios sus propias argucias, y haciéndose más sofista que ellos
mismos, los obliga a confesar, aunque de mala gana, que su discurso es vano, que se destruye por sí
mismo, y que no prueba nada. Un niño podría saber tanto como el más hábil sofista al cabo de uno o
dos días.
Después de esta nueva lección, fingiendo por segunda vez creer que lo dicho hasta entonces por
los sofistas solo había sido un preámbulo y un pasatiempo, para entrar en una discusión seria,
Sócrates reanuda con Clinias la conversación, da un nuevo modelo de interrogatorio filosófico e
invita a Eutidemo a que lo imite. Pero ¿qué puede esperarse de un sofista? Lo único que sabe es decir
la repetición de preguntas de doble sentido a las que Sócrates, y poco después Ctesipo, valiéndose de
las propias armas de sus adversarios, tienen la maliciosa complacencia de responder con una nube de
objeciones cada vez más punzantes, y que ponen en aprieto la habilidad de las dos sofistas, hasta
acabar con su paciencia. No puede leerse sin sonreír esta escena sabia y burlona, en la que la táctica
de Sócrates, sostenida por la vivacidad aguda de Ctesipo, conduce los dos adversarios a sostener
proposiciones insensatas; por ejemplo, que todo lo saben, hasta las cosas más ridículas, como saltar
con la cabeza para abajo sobre espadas desnudas, lo cual es, en efecto, oficio de charlatanes. Esta
escena en la que su cólera llega al extremo, es la más divertida y la prueba más fuerte de su debilidad
ridícula. Éste es el momento que Sócrates escogió para pedirles irónicamente que le recibieran en el
número de sus discípulos; y el Eutidemo concluiría aquí como una acabada comedia, si las últimas
líneas no descubriesen con intención su carácter.
Critón, a quien Sócrates acaba de referir la historia de esta entrevista, aterrado con la idea de los
estragos que podría ejercer sobre el espíritu de sus hijos una enseñanza semejante a la de Eutidemo,
pregunta a Sócrates con inquietud: ¿para qué inclinar a nuestros hijos al estudio de la filosofía?
Sócrates se apresura a hacer desaparecer la confusión en que Critón y otros muchos estaban en
tiempo de los sofistas (¿y cuándo no han existido sofistas?) por no distinguir la falsa filosofía de la
verdadera. No es a los maestros, le dice a Critón, sino a la ciencia a la que es preciso mirar antes que
todo. Los sofistas no enseñan nada, es cierto; ¿pero qué importa? Existe una filosofía verdadera, una
filosofía fácil de aprender, y los dos ejemplos que Sócrates acaba de dar interrogando al joven
Clinias, le autorizan para comprometer a su amigo, no solo a dejar a su hijo en libertad para
consagrarse a la filosofía, sino, lo que es más, a consagrarse él mismo a ella.
Se ve con qué profundidad está concebido este precioso diálogo, y con qué arte ha sido
conducido. Poner en evidencia el vacío de la sofística, tal es la idea que ha inspirado el Eutidemo.
Descubrir uno en pos de otro los artificios ordinarios de los sofistas, yendo de los más groseros a
los más complejos; destruir con este análisis sostenido el prestigio de una dialéctica tan impotente en
el fondo, como altanera en su forma; cubrirla con un indeleble ridículo, y hacer aparecer después
frente a frente de esta falsa filosofía la filosofía verdadera, con la sencillez de sus medios y con la
solidez y ventaja moral de sus doctrinas; tal es la marcha prudente y persuasiva a la vez de esta obra
maestra de polémica.
Eutidemo o del disputador, o de la mentira sofística frente a la
verdad dialéctica
SÓCRATES — CRITÓN — EUTIDEMO — DIONISODORO — CLINIAS — CTESIPO

CRITÓN. —Sócrates, ¿quién era aquel hombre con quien disputabas ayer en el Liceo? Me
aproximé cuanto pude para oíros, pero la multitud de la gente que os rodeaba era tanta, que no pude
entender nada. Me empiné entonces sobre las puntas de los pies, y me pareció que la persona con
quien hablabas, era un extranjero: ¿quién es?
SÓCRATES. —¿De quién quieres hablar, Critón? Porque allí había más de un extranjero; eran
dos.
CRITÓN. —Te pregunto por aquel que estaba sentado el tercero a tu derecha; el hijo de Axíoco
estaba entre vosotros dos. Advertí que ha crecido bastante, y que es poco más o menos de la misma
edad que mi hijo Critóbulo; pero este es de constitución delicada, mientras el otro es más robusto y
de mejores formas.
SÓCRATES. —Ése por quien preguntas se llama Eutidemo. Su hermano, que se llama
Dionisodoro, estaba a mi izquierda, y también tomaba parte en la conversación.
CRITÓN. —Ni a uno ni a otro conozco, Sócrates.
SÓCRATES. —Al parecer son de los nuevos sofistas.
CRITÓN. —¿De qué país son y que ciencia profesan?
SÓCRATES. —Creo que son de la isla de Cos, y fueron a establecerse a Turios; pero huyeron de
allí y andan rodando por esta tierra hace algunos años. Con respecto a su ciencia, te aseguro, Critón,
que es una maravilla, porque todo lo saben. Yo ignoraba lo que son los atletas consumados; pero aquí
tienes estos, que conocen toda clase de luchas, no como los dos hermanos Acarnanienses, que solo
sobresalen en los ejercicios del cuerpo, sino que estos, por lo pronto, son notables en este género, y
combaten hasta el punto de vencer a todos sus adversarios; pero además saben servirse de toda clase
de armas, y por el dinero enseñan a todo el mundo a manejarlas, y más aún, son invencibles en
materia jurídica, y enseñan a abogar y a componer defensas forenses. Hasta ahora solo eran hábiles
en estas cosas, pero hoy poseen ya el secreto de toda clase de luchas, y hasta han inventado una nueva,
en la que no hay quien sea capaz de resistirles, y dígase lo que quiera, ellos saben combatirlo todo
igualmente, sea verdadero o falso. Así es, Critón, que estoy resuelto a ponerme en sus manos; porque
prometen hacer a cualquiera, en muy poco tiempo, tan sabio en su arte como lo son ellos mismos.
CRITÓN. —Pero, Sócrates, ¿no te detiene tu edad?
SÓCRATES. —De ninguna manera, Critón, y lo que me da ánimos, es que estos extranjeros no
eran de menos edad que yo, cuando se entregaron a esta ciencia de la disputa, porque hace uno o dos
años que todavía la ignoraban. Lo que temoes que un alumno de mi edad no sea objeto de chacota,
como me sucede con el maestro de cítara Connos, hijo de Metrobio, que está aún dándome lecciones
de música, y los jóvenes, mis condiscípulos, se burlan de mí, y llaman a Connos pedagogo de viejos.
Temo, pues, que estos extranjeros se burlen también, y no me reciban quizá. Así, Critón, después de
haber decidido a algunos ancianos como yo a concurrir a la escuela de música, intento persuadir a
otros, para que vengan a esta nueva escuela, y si me crees, vendrás tú igualmente, y quizá deberíamos
llevar allí a tus hijos, como un cebo, porque la esperanza de instruir a esta juventud decidirá a los
extranjeros a darnos lecciones.
CRITÓN. —Consiento en ello, Sócrates, pero dime antes lo que enseñan los extranjeros, para que
sepa yo lo que hemos de aprender.
SÓCRATES. —No defraudaré tu curiosidad con el pretexto de que no puedo responder por no
haberles oído; por el contrario, presté la mayor atención, y nada he olvidado de lo que dijeron; voy a
hacerte una relación fiel de todo ello desde el principio hasta el fin.
Estaba, por casualidad, sentado solo donde me viste, que es el lugar en que se dejan los trajes, y
me disponía a marcharme, cuando el signo divino consabido se me manifestó de repente. Volví a
sentarme, y a continuación Eutidemo y Dionisodoro entraron seguidos de muchos jóvenes, que me
parecieron sus discípulos. Se pasearon un corto rato en el pórtico, y apenas habían dado dos o tres
vueltas, cuando entró Clinias, ese joven a quien encuentras con razón bastante crecido, que venía
acompañado de gran número de amantes y de jóvenes, y entre ellos de Ctesipo, el Peanio, de
excelente natural, pero un poco ligero, como lo es la juventud. Clinias, viendo al entrar que estaba yo
sentado y solo, se aproximó a mí, y como tú lo observaste, se sentó a mi derecha. Habiéndolo
percibido Dionisodoro y Eutidemo, se pararon y conversaron entre sí. De tiempo en tiempo fijaban
sus miradas en nosotros, porque yo los observaba con cuidado, pero al fin se nos aproximaron y se
sentaron, Eutidemo cerca de Clinias, y Dionisodoro a mi izquierda. Los demás tomaron asiento como
pudieron. Yo los saludé amistosamente, como a gentes que hacia mucho tiempo que no veía, y
dirigiéndome a Clinias, le dije:
—Aquí tienes, mi querido Clinias, dos hombres, Eutidemo y Dionisodoro, que no se ocupan en
bagatelas y que tienen un perfecto conocimiento del arte militar, y de lo que debe practicarse para
presentar en batalla un ejército y hacerlo maniobrar. Te enseñarán también cómo se defiende uno en
los tribunales, cuando se ve atacado.
Eutidemo y Dionisodoro, como que se compadecieron al oírme hablar así, y mirándose uno a
otro, se echaron a reír. Eutidemo, dirigiéndose a mí, dijo:
—Nosotros no consideramos esa clase de cosas, Sócrates, sino como un puro pasatiempo.
Sorprendido yo de oír esto, le dije:
—Precisamente, vuestra principal ocupación debe ser de mucho interés, puesto que todas estas
cosas no son para vosotros más que bagatelas; pero hacednos el favor, en nombre de los dioses, de
enseñarnos cuál es el arte admirable del que hacéis profesión.
—Estamos persuadidos, Sócrates —me dijo—, de que nadie enseña la virtud tan fácilmente ni tan
pronto como nosotros.
—¡Por Zeus! —exclamé yo—; ¿qué es lo que decís? ¡Ah!, ¿cómo habéis llegado a hacer tan feliz
descubrimiento? Yo creía que solo sobresalíais en el arte militar, como manifesté antes, y solo en este
concepto os alabé; porque me acuerdo que cuando vinisteis aquí la primera vez, os preciabais de
poseer solo esta ciencia; pero si poseéis además la de enseñar la virtud a los hombres, estadme
propicios, yo os saludo como a dioses, y os pido que me perdonéis el haber hablado de vosotros en
los términos en que lo hice antes. Pero tened cuidado, Eutidemo y tú, Dionisodoro, de no engañarnos,
y no os extrañéis que la magnitud de vuestras promesas me hagan un poco incrédulo.
—Nada hemos dicho que no sea cierto, y tenlo así entendido, Sócrates —respondieron ellos.
—Os tengo por más felices que el gran Rey con todo su reino; pero decidme: ¿es vuestro
designio el enseñar esta ciencia o tenéis otro propósito?
—Nosotros no hemos venido aquí sino para enseñarla a los que quieran aprenderla.
—Si es así, todos los que la ignoran querrán conocerla, y yo en este punto os respondo por mí el
primero, después por Clinias y Ctesipo, y, por último, por todos estos jóvenes que veis en torno
vuestro; y entonces les mostré los amantes de Clinias que ya nos habían rodeado.
Ctesipo se había sentado al principio casualmente, a lo que me pareció, después de Clinias; pero
como Eutidemo se inclinaba cuando me hablaba, Clinias, colocado entre nosotros dos, dejaba oculto
a Ctesipo, lo cual obligó a este a levantarse y a ponerse frente a nosotros, para ver a su amigo y oír la
disputa; todos los demás amantes de Clinias y los partidarios de Eutidemo y de Dionisodoro hicieron
otro tanto y nos rodearon. Entonces, señalándoles a todos con el dedo, aseguré a Eutidemo, que no
había uno solo, que no tuviese deseo de tomarle por maestro. Ctesipo se ofreció con calor, y todos
los demás hicieron lo mismo, y suplicaron a Eutidemo que les descubriera el secreto de su arte.
Entonces, dirigiéndome a Eutidemo y a Dionisodoro:
—Es preciso —les dije— satisfacer a estos jóvenes y yo uno mis súplicas a las suyas. Hay mucho
de que hablar, pero por lo pronto, decidme: ¿os es tan fácil hacer virtuoso a un hombre, que duda
tanto que pueda aprenderse la virtud, como que seáis vosotros capaces de enseñarla, que a otro que
esté persuadido de lo uno y de lo otro? ¿Os suministra medios vuestro arte para convencer a un
hombre, preocupado de esta manera, de que la virtud puede ser enseñada, y que para esto sois
vosotros los mejores maestros?
—Todo eso es igualmente de la competencia de nuestro arte —replicó Dionisodoro.
—¿No hay nadie que pueda, mejor que vosotros, exhortar a los hombres al ejercicio de la
filosofía y de la virtud?
—Nosotros por lo menos lo creemos así, Sócrates.
—Nos lo haréis ver con el tiempo, pero en este momento, lo que deseamos es que convenzáis
antes a este joven, de que debe consagrarse por entero a la filosofía y a la virtud, con lo que
quedaremos altamente complacidos yo y todos nosotros, porque nos inspira este joven el mayor
interés, y deseamos hasta con pasión que sea el mejor hombre del mundo. Es hijo de Axíoco, nieto
del antiguo Alcibíades, primo hermano del Alcibíades que vive, y se llama Clinias. Como es joven
aún, tememos que alguno se apodere primero de su espíritu y le contamine; de manera que no
pudisteis haber llegado más a tiempo, y si no tenéis cosa que os lo impida, podéis tantear a Clinias, y
conversar con él en presencia nuestra.
Luego que hablé poco más o menos de esta manera, Eutidemo, con un tono altanero y como
seguro de sí mismo, dijo:
—Consiento en ello, con tal de que este joven quiera responder.
—Está ya acostumbrado —le contesté—; sus compañeros y él se interrogan y discuten entre sí
muchas veces, y Clinias no tendrá dificultad en responderte.
Pero ¿cómo podré, Critón, referirte lo que después ocurrió? Porque no es poco hacerte una
relación fiel de la prodigiosa sabiduría de estos extranjeros, y por esto, antes de proceder a ella, es
preciso que, siguiendo el ejemplo de los poetas, invoque las Musas y a la diosa Mnemósine.
Eutidemo comenzó así poco más o menos.
—Los que aprenden, Clinias, ¿son sabios o ignorantes?
El joven, como si la pregunta fuese difícil, se ruborizó, y me miró aturdido. Viendo la turbación
en que estaba, le dije:
—Valor, Clinias, responde con resolución lo que te parezca, porque redundará quizá en bien tuyo.
Sin embargo, Dionisodoro, inclinándose hacia mí y riéndose, me dijo por lo bajo al oído:
—Sócrates, responda lo que quiera, caerá en el lazo.
Mientras me decía esto, Clinias, a quien no tuve yo tiempo para advertirle que tuviera cuidado con
lo que respondía, dijo que los sabios eran los que aprendían.
—¿Crees tú que hay maestros —le preguntó Eutidemo—, o que no los hay?
Confesó que los había.
—¿No son los maestros los que enseñan? ¿No eran el tocador de laúd y el gramático tus maestros
y tú y tus compañeros sus discípulos?
Convino en ello.
—Pero cuando aprendíais, ¿no sabíais aún las cosas que aprendíais?
—No, sin duda.
—Luego, no erais sabios cuando ignorabais estas cosas.
—Así es.
—Puesto que no erais sabios, precisamente erais ignorantes.
—Es cierto.
—Luego cuando aprendíais las cosas que no sabíais, las aprendíais siendo ignorantes.
Clinias convino en ello.
—Luego son los ignorantes los que aprenden, Clinias, y no los sabios, como decías antes.
Entonces todos los partidarios de Eutidemo y de Dionisodoro, como de concierto, rompieron en
grandes carcajadas y en aplausos. Dionisodoro, sin dar tiempo a Clinias para respirar, tomando la
palabra, le dijo:
—¿Pero, Clinias, cuando vuestro maestro recita alguna cosa, cómo son los que aprenden aquello
que él recita? ¿Son sabios o ignorantes?
—Sabios.
—Luego son los sabios los que aprenden y no los ignorantes, y por lo tanto, no has respondido
bien a Eutidemo.
Al oír esto se oyeron nuevas carcajadas y nuevos aplausos de los admiradores de la sabiduría de
Eutidemo y de Dionisodoro. Nosotros, sorprendidos, permanecimos en silencio. Eutidemo, viendo
nuestro asombro, para darnos aún mayor prueba de su sabiduría, arremete de nuevo contra el joven,
y le pregunta dando otra dirección al mismo asunto, a manera de hábil bailarín que gira dos veces
sobre un mismo punto:
—Los que aprenden, ¿aprenden lo que saben o lo que no saben?
En este momento, Dionisodoro me dijo al oído: aquí va a caer la primera vez.
—¡Por Zeus! —le respondí—, la primera polémica me ha parecido maravillosa.
—Todas nuestras preguntas son de la misma naturaleza, añadió él; no es posible desenredarse de
ellas.
—He ahí, le repliqué, lo que os da tanta autoridad entre vuestros discípulos.
Clinias había respondido ya a Eutidemo, que los que aprendían, aprendían lo que no sabían.
Eutidemo dirigió a Clinias las preguntas de siempre:
—¿Sabes las letras? —le dijo.
—Sí.
—¿Pero las sabes todas?
—Todas.
—Cuando alguno recita alguna cosa, ¿no recita letras?
—Ciertamente.
—¿Luego recita lo que tú sabes, puesto que sabes todas las letras?
—Conforme.
—Y bien, ¿aprendes tú lo que se te recita, o es el que no sabe las letras el que aprende?
—No; yo soy el que aprende.
—¿Luego tú aprendes lo que sabes, puesto que sabes todas las letras?
Él lo confesó.
—Luego no has respondido bien —añadió Eutidemo.
Apenas había cesado de hablar, cuando Dionisodoro, recibiendo la pelota la arrojó contra Clinias,
como blanco a que dirigía sus tiros.
—¡Ah! Clinias —le dijo—, Eutidemo no obra de buena fe contigo. Pero dime, ¿aprender no es
adquirir el conocimiento de una cosa que se aprende?
Convino en ello.
—Y saber, ¿no es haber adquirido el conocimiento de esta cosa?
También convino.
—Ignorar una cosa, ¿no es no haber adquirido el conocimiento de ella?
Él lo confesó.
—¿Quiénes son los que adquieren una cosa, los que la tienen o los que no la tienen?
—Los que no la tienen.
—¿No me has concedido que los ignorantes pertenecen al número de los que no la tienen?
—Es cierto.
—Los que aprenden, ¿son, por consiguiente, de número de los que adquieren y no del número de
los que tienen la cosa?
—Sin duda.
—Luego son, Clinias, los ignorantes los que aprenden y no los sabios.
Eutidemo se preparaba a dirigir, como se hace en la lucha, un tercer ataque a Clinias, pero
viéndole casi acobardado con todos estos discursos, tuve yo compasión de él, y para consolarle, le
dije:
—No te asustes, Clinias, de esta manera de discurrir a la que no estás acostumbrado. Quizá no
conoces la intención de estos extranjeros; quieren hacer contigo lo que hacen los coribantes con los
que se inician en sus misterios, y si tú has sido admitido allí, debes de acordarte que comienzan por
juegos y danzas. En igual forma estos extranjeros danzan y juegan en torno tuyo, para después
iniciarte. Imagínate, pues, que estos son preludios de los misterios de los sofistas, porque en primer
lugar, como Pródico lo ha ordenado, es preciso saber la propiedad de las palabras. Esto es lo que
estos extranjeros te han enseñado. Ignorabas que aprender significa adquirir un conocimiento que no
se tenía antes, y lo mismo cuando, después de haber adquirido el conocimiento de una cosa, se
reflexiona por medio de este conocimiento sobre esta misma cosa, ya sea un hecho o una idea.
Ordinariamente se llama esto más bien comprender que aprender, si bien algunas veces se le da este
último nombre. No sabías, como estos extranjeros lo han hecho ver, que un mismo nombre se
atribuye a cosas contrarias, ya se sepa o no se sepa. En la segunda cuestión, que han promovido,
sobre si se aprende lo que se sabe o lo que no se sabe, sucede esto mismo, que no son más que juegos
de palabras; y por esto te he dicho que se divertían contigo, y lo llamo un juego, porque, aun cuando
se supiese un gran número de tales objetos, aun cuando se los supiese todos, no por eso sería uno
más hábil en el conocimiento de las cosas. En verdad, es fácil sorprender a las gentes, valiéndose de
equívocos, como aquellos que hacen caer a alguno por medio de una zancadilla, o los que retiran a
uno a hurtadillas el asiento en el acto de irse a sentar, dando ocasión a que se rían las gentes cuando
os ven en tierra. Pase todo cuanto han dicho hasta ahora estos extranjeros, Clinias, por una broma. Lo
serio vendrá después, y entonces, yo el primero les suplicaré que me cumplan la promesa que me han
hecho. Porque debo esperar de ellos, que me enseñen el medio de excitar los hombres a la virtud,
pero sin duda han creído que debían comenzar por un juego.
—Basta ya de bromas; Eutidemo y Dionisodoro, vamos al asunto y llenad el corazón de este
joven con el amor a la virtud y a la sabiduría. Permitidme que os explique antes mi intención, y que
os diga las cosas sobre las que deseo oíros. Sin embargo, no os burléis de mi modo de obrar grosero
y ridículo; el deseo que tengo de aprovecharme de vuestras enseñanzas me impide trataros con cierta
circunspección. Repito que tanto vosotros como vuestros discípulos tengáis la paciencia de
escucharme sin reíros; y tú, hijo de Axíoco, respóndeme. ¿Hay alguno que no desee ser dichoso? ¿No
es ridícula esta pregunta y no parece que arguye haber perdido el buen sentido el hacerla? Porque
¿quién no desea vivir dichosamente?
—Nadie —me respondió Clinias.
—Pues bien —le dije—, puesto que todo el mundo quiere ser dichoso, ¿cómo podrá conseguirlo?
¿Será poseyendo muchos bienes? Aún es preciso carecer más de sentido común que al hacer la
pregunta anterior para dudar de una cosa tan clara, porque es la pura evidencia.
—Convengo en ello.
—Puesto que es así, ¿qué es lo que los hombres llaman bien?, ¿tan difícil es adivinarlo? Por
ejemplo, ¿se me dirá que no es un bien el ser rico? ¿No lo es, Clinias?
—Ciertamente.
—La belleza, la salud y otras perfecciones semejantes del cuerpo, ¿no son bienes?
—¿Quién lo duda?
—¿Qué diremos de la nobleza, del crédito y de los cargos honoríficos de la República? ¿No los
comprenderemos entre los bienes?
—Sin duda.
—¿No hallaremos aún otros bienes además de todos estos? Por ejemplo: la templanza, la justicia,
la fortaleza, ¿no merecerán el nombre de bienes? ¿Alguno podría negarlo?, ¿y tú?
—Éstos son bienes —dijo.
—Sí, ¿y dónde colocaremos la sabiduría? ¿Le daremos cabida entre los bienes o no?
—Ciertamente; es un bien.
—Cuida de que no se nos escape ningún bien, que sea digno de consideración.
—Me parece que ninguno se nos ha olvidado.
—Recapacitando en mí, exclamé: ¡por Zeus!, hemos dejado olvidado el mayor de todos los
bienes.
—¿Cuál? —dijo Clinias.
—Es —le dije— el buen éxito en todas las cosas, lo cual hasta los más ignorantes reconocen
como el soberano bien.
—Dices verdad —respondió Clinias.
—Fijando la reflexión sobre lo que yo acababa de decir: ha faltado poco, le dije, para que tú y yo
fuéramos objeto de risa para estos extranjeros.
—¿Cómo? —repuso Clinias.
—Porque hemos hablado ya del don de acierto en todas las cosas, y aún continuamos hablando.
—¿Qué importa?
—¿No es ridículo repetir dos veces una misma cosa?
—¿Por qué dices eso? —replicó Clinias.
—Es, respondí yo, porque el don de acierto y la sabiduría son una misma cosa; hasta los niños
están de acuerdo con esto.
El joven Clinias, a causa de su poca experiencia, estaba ya del todo sorprendido; yo lo advertí y
añadí:
—¿No es cierto que los tocadores de flauta consiguen mejor que nadie el manejo de este
instrumento?
—Sí.
—¿No sucede lo mismo con los gramáticos respecto a la gramática y escritura?
—Sí.
—Y en las cosas de mar, los más experimentados pilotos, ¿no son mejor que nadie una garantía
de buen éxito para librarse de los peligros de las olas?
—Así es.
—¿Si fueras a la guerra, no querrías más fiarte, en medio de los peligros, de un buen general que
de uno malo?
—¿Quién lo duda?
—¿Y si estuvieses enfermo, llamarías a un buen médico o a uno ignorante?
—A un buen médico, ciertamente.
—Es decir, que tú esperarías mejor resultado de un buen médico que de otro que no supiera su
oficio.
—Conforme.
—La sabiduría es la que hace a los hombres dichosos, porque la sabiduría consigue siempre su
fin, porque en otro caso no sería sabiduría. En fin, estamos de acuerdo, aunque no sé cómo, en que
donde está la sabiduría allí está el buen éxito.
Luego que convinimos en lo que acabo de decir, proseguí de esta manera:
—¿Pero qué pensaremos de las cosas que al principio han sido concedidas? Porque hemos dicho,
que con tal de que tengamos muchos bienes, viviremos dichosos.
Clinias lo confesó.
—Para vivir dichosos, ¿es preciso, que los bienes nos sirvan de algo o que no nos sirvan de nada?
—Es preciso que nos sirvan de algo.
—¿Pero nos servirán si nos contentamos con poseerlos, sin hacer de ellos ningún uso? Por
ejemplo: ¿de qué serviría tener cierta cantidad de viandas y de excelentes vinos a aquel que no
quisiese comer ni beber?
—Sería una provisión inútil —dijo.
—Y supongamos que un artesano tenga todos los instrumentos necesarios para ejercer su oficio,
y que no los emplease, ¿qué ventajas, ni qué felicidad, sacaría de esto? ¿De qué le serviría la sola
posesión? Por ejemplo: un carpintero, poseyendo los instrumentos y la madera necesaria para
trabajar, pero sin trabajar, ¿qué ventaja le puede resultar de esta posesión?
—Ninguna.
—Y si un hombre posee las grandes riquezas de que hemos hablado, sin atreverse a tocarlas, ¿la
posesión sola de tantos bienes le hará feliz?
—Yo no lo creo, Sócrates.
—Resulta, pues, que para ser dichoso no es bastante ser dueño de todos estos bienes, sino que es
preciso usar de ellos. ¿Sin esto de qué sirve poseer?
—Es cierto, Sócrates.
—¿Pero crees tú, que la posesión y el uso de los bienes bastan para ser dichoso?
—Sí.
—¿Cualquier uso que de ellos se haga bueno o malo?
—Es preciso hacer un uso bueno —dijo Clinias.
—Has respondido sabiamente, porque valdría más no usar de un bien que abusar de él; esto
último es un mal, lo primero no es mal ni bien; ¿No es éste tu parecer?
—Sí —dijo.
—¿Para trabajar bien la madera, hay necesidad de otro arte que el de carpintero?
—No.
—¿No hay igualmente un arte para trabajar los metales?
—Ciertamente.
—¿No diremos asimismo que es la ciencia la que enseña a servirse bien de los bienes, de la
belleza, de la salud, de las riquezas? ¿O bien es otra cosa distinta que la ciencia?
—Es la ciencia.
—Es, pues, la ciencia y no el don del acierto el que enseña a los hombres a usar bien de las cosas
y hacerlas bien.
Él lo confesó.
—Pero ¡por Zeus!, ¿se puede poseer útilmente una cosa sin la prudencia y la sabiduría? ¿Cuál vale
más?, ¿un hombre, que posee mucho y que toma parte en muchas cosas, pero que no sabe conducirse,
o un hombre que no tiene bienes, que no puede nada, pero que está dotado de buen sentido? Fija bien
tu atención: ¿no es cierto, que el que obra menos comete menos faltas?, ¿que el que comete menos
faltas, sufre menos mal?, ¿que el que sufre menos mal, es en la misma proporción menos
desgraciado?
—Clinias convino en ello.
—¿Pero quién obra menos, el rico o el pobre?
—El pobre.
—¿El fuerte o el débil?
—El débil.
—¿El que ha recibido honores o el que no los tiene?
—El que no los tiene.
—¿El hombre instruido y valiente o el tímido?
—El tímido.
—¿El negligente obra menos que el activo?
—Sí.
—¿El hombre pesado que el hombre ágil? ¿El que ve y entiende mal menos que el que entiende y
ve bien?
Conformes ya en todos estos puntos, añadí:
—De todo este discurso, Clinias, concluyamos que todos estos bienes de los que hemos hecho
relación, no son bienes en sí mismos; que por el contrario, si a ellos se une la ignorancia, son peores
que los males que les son opuestos, porque suministran más amplia materia para el mal al mismo que
los posee; que si todas estas ventajas van acompañadas de la prudencia y de la sabiduría, son
preferibles a los males contrarios; pero que en sí mismos los bienes no deben ser tenidos por buenos
ni por malos.
—Me parece que tienes razón —dijo Clinias.
—¿Qué concluiremos de todo esto? Que excepto dos cosas, todo lo demás no es bueno ni malo;
que la sabiduría es un bien y la ignorancia un mal.
Clinias lo confesó.
—Ahora —dije yo— pasemos a lo demás. Puesto que cada uno quiere ser dichoso, y que para
serlo es preciso usar las cosas y usarlas bien, y que debemos a la ciencia estas dos ventajas, ¿deben o
no deben hacerse los mayores esfuerzos para adquirirla y hacerse lo más sabio que sea posible?
—Eso está fuera de duda —dijo él.
—Luego debemos creer que nuestros padres, nuestros tutores, nuestros amigos, todos los que
bien nos quieren y hasta los que aspiran a ser nuestros amantes, extranjeros o conciudadanos, no
pueden hacernos un presente más precioso que la sabiduría, la que es preciso obtener de ellos a
fuerza de súplicas y de instancias, y que no es vergonzoso comprar un bien tan grande por medio de
toda clase de servicios y de complacencias decorosas para con un amante o cualquier otro; ¿No es
éste tu parecer?
—Sí —dijo—, creo que tienes razón.
—Ya solo resta examinar si la sabiduría puede enseñarse o si es un don del azar, porque tú y yo
no hemos fijado aún este punto.
—En mi concepto, Sócrates —dijo él—, creo que la sabiduría puede enseñarse.
—¡Oh tú, el más excelente de los hombres! —exclamé yo entusiasmado—; puesto que me das ya
resuelta una dificultad, que me hubiera ocupado mucho, sobre si la sabiduría puede o no enseñarse;
pero una vez que me aseguras que puede enseñarse y que es la única cosa que puede hacer a los
hombres dichosos, ¿no opinas que es preciso entregarse enteramente a su indagación? ¿Y tú mismo
no tienes intención de aplicarte a ella?
—Sí —dijo—, lo haré hasta donde alcancen mis fuerzas.
Satisfecho de esta respuesta, yo continué:
—He aquí, Eutidemo y Dionisodoro, un modelo tosco y difuso de exhortación a la virtud, que con
gran trabajo he podido trazar. Pero tenga uno de vosotros la bondad de reproducirlo con mejor
orden. Si no os queréis tomar este trabajo, por lo menos suplid lo que falta a mi discurso en obsequio
de este joven, y hacedle ver, si es preciso que aprenda todas las ciencias, o si le bastará una sola, para
ser hombre de bien y dichoso, y cuál sea esa ciencia; porque, como ya os dije, nosotros deseamos
vehementemente que se haga sabio y bueno.
Después de haber hablado de esta manera, Critón, esperaba con impaciencia los medios y las
razones de que se valdrían, para excitar a Clinias al estudio de la virtud y de la sabiduría.
Dionisodoro, que era el de más edad de los dos, tomó la palabra el primero; nosotros fijamos la vista
en él, persuadidos de que iba a entretenernos con un discurso maravilloso, y en este punto no fueron
vanas nuestras esperanzas. Porque ciertamente, Critón, nos dijo cosas admirables, y que merecen bien
ser referidas. Después de esto, no puede menos de amarse la virtud. He aquí lo que dijo:
—Decidme, Sócrates y todos vosotros los que deseáis que este joven sea virtuoso, ¿es de corazón
vuestro deseo, o no es más que una apariencia?
Entonces sospeché que estos extranjeros, cuando les suplicamos que interrogaran a Clinias,
habían creído que esta súplica no había sido de buena fe, y que quizá por esto cuanto habían dicho
solo había sido por broma y diversión. Por esta razón respondí con viveza a Dionisodoro:
—Ciertamente es de corazón.
—Mira lo que dices, Sócrates —repuso Dionisodoro—; no sea que niegues después lo que
afirmas ahora.
—Sé bien lo que digo —respondí—, y estoy muy seguro de que no lo he de negar.
—¿Qué es lo que decís? ¿No deseáis que este joven se haga sabio?
—Sí.
—Y bien ¿Clinias es sabio o no es sabio?
—Dice que no lo es aún, porque es un joven sin orgullo.
—¿Queréis, pues, que Clinias sea sabio y no ignorante?
—Sí.
—¿Por consiguiente, queréis que se haga lo que no es, y que no sea lo que ahora es?
Como me resultaba chocante este razonamiento, Dionisodoro se apercibió de ello, y se apresuró
a añadir: puesto que queréis que Clinias no sea en lo sucesivo lo que ahora es, ¿querríais que él no
viviera? ¡Vaya unos buenos amigos y excelentes amantes que desean la muerte de una persona, que
les es tan querida!
Entonces Ctesipo, lleno de cólera a causa de sus amores, respondió:
—¡Extranjero de Turios, no sé si podré contenerme, para no decirte que mientes, y que falsamente
nos imputas a mí y a los demás el desear lo que es un crimen, la muerte de Clinias!
Eutidemo, saliéndole al encuentro,
—¿Crees tú —le dijo— que es posible mentir?
—Sí, ¡por Zeus!, si no estoy falto de juicio.
—Pero el que miente, ¿dice la cosa de que se trata o no la dice?
—La dice.
—Si dice la cosa de que se trata, ¿no dice ninguna otra cosa que aquella que dice?
—Es claro.
—Lo que dice, ¿no es una cosa que difiere de todas las demás?
—Es cierto.
—El que la dice, ¿dice una cosa que existe?
—Sí.
—Pero el que dice lo que existe dice la verdad, y por lo tanto, puesto que Dionisodoro ha dicho lo
que existe, os ha dicho la verdad y no os ha mentido.
—Lo confieso, pero Dionisodoro, hablando como lo ha hecho, no ha dicho lo que es.
—Entonces —dijo Eutidemo—, las cosas que no existen, no existen.
—Conforme.
—¿Las cosas que no existen, no existen de ninguna manera?
—De ninguna manera.
—¿Pero puede un hombre obrar sobre lo que no existe, o hacer lo que no existe en manera
alguna?
—Yo no lo creo —dijo Ctesipo.
—Cuando los oradores arengan al pueblo ¿no hacen nada?
—Hacen alguna cosa.
—Si hacen alguna cosa, precisamente obran.
—Sí.
—Arengar es obrar, es hacer.
—Sin duda.
—Nadie dice lo que no es, porque haría alguna cosa, y acabas de confesarme que es imposible
hacer nada respecto de lo que no existe. Así, pues, según tu propia opinión nadie puede decir
falsedades; y si Dionisodoro ha hablado, ha dicho cosas verdaderas y que efectivamente existen.
—¡Por Zeus! —respondió Ctesipo—, Dionisodoro ha dicho lo que es, pero no lo ha dicho como
es.
—¿Qué dices?, Ctesipo —repuso Dionisodoro—; ¿hay gentes que digan las cosas como ellas
son?
—Las hay —respondió Ctesipo—, y son los hombres de bien, los hombres veraces.
—Pero —replicó Dionisodoro—, ¿el bien no es bien, y el mal no es mal?
—Sí.
—¿No dices que los hombres de bien dicen las cosas como ellas son?
—Lo digo.
—¿Luego los hombres de bien dicen mal el mal, puesto que dicen las cosas como ellas son?
—Sí, ¡por Zeus! —replicó Ctesipo—, y hablan mal de los hombres malos, y procura no ser de
este número para evitar que hablen mal de ti. En efecto, tú sabes bien que los buenos hablan mal de
los malos.
—¿Pero —repuso Eutidemo—, hablan ellos de los hombres grandes grandemente y de los
bruscos bruscamente?
—Sí, y de los ridículos, ridículamente —replicó Ctesipo—, y así dicen que sus discursos son
ridículos.
—¡Ah!, ¡ah! ¡Ctesipo! —dijo Dionisodoro—, ¡he aquí que ya apelas a la injuria!
—No, ¡por Zeus!, ya me guardaré de eso —respondió Ctesipo—; te considero demasiado para
injuriarte, pero te advierto, como amigo, que no vengas a decir cara a cara, que deseo la muerte de
personas que me son infinitamente queridas.
Como vi que se acaloraban, dije a Ctesipo:
—No tomes a mal, Ctesipo, como es nuestro deber, lo que estos extranjeros nos dicen; y no
disputes con ellos sobre nombres, con tal de que quieran hacernos partícipes de su ciencia; porque si
saben refundir los hombres, de suerte que de uno perverso y necio hacen un hombre de bien y sabio,
poco importa que sean ellos los autores de esta ciencia admirable, o que la hayan aprendido de otro.
No hay duda de que ellos no la saben, ellos que han afirmado hace un rato, que en poco tiempo han
inventado un arte que convierte a los malos en hombres de bien. Siendo esto así, pasemos por lo que
quieren; que sacrifiquen a Clinias con tal de que le hagan un hombre de bien, y a este precio que nos
pierdan a todos nosotros. Y si vosotros, jóvenes, teméis esta experiencia, que la hagan en mí, como si
fuera un cario; es menos pérdida la de un viejo que la de un joven, y así me entrego a Dionisodoro
como a otra Medea de Colcos. Que me mate, que me cueza cuanto quiera, con tal de que me haga
hombre de bien.
—Otro tanto digo yo, Sócrates —dijo Ctesipo—; me entrego a estos extranjeros; que me
desuellen si gustan, con tal de que llenen mi piel, no de viento como la de Marsias, sino de virtud.
Dionisodoro cree que yo estoy resentido de él, y no es cierto; y lo único que he hecho ha sido
rechazar lo que sin razón me imputaba. Pero no creas, Dionisodoro, que te he injuriado por esto,
porque hay mucha diferencia entre injuriar y contradecir.
Entonces Dionisodoro tomó la palabra y dijo:
—¿Pero crees tú que hay alguna cosa que admita contradicción?
—Sí, lo creo; pero tú, Dionisodoro, ¿no crees lo mismo?
—Te desafío a que me pruebes que se hayan visto nunca dos hombres que se contradigan el uno al
otro.
—Conforme. Pero veamos si te lo puedo probar, contradiciendo yo, Ctesipo, a Dionisodoro.
—¿Prometes probármelo respondiéndome?
—Ciertamente.
—¿No se puede hablar de todas las cosas?
—Sí.
—¿Según son las cosas o según no son?
—Como son.
—Porque si te acuerdas, hemos probado ya que nadie dice más que aquello que existe, porque
¿cómo se habla de la nada?
—Pues bien —replicó Ctesipo—, ¿impide esto el que no podamos contradecirnos?
—¿Nos contradiríamos si ambos dijéramos una misma cosa, o diríamos más bien en este caso
una misma cosa?
—Ciertamente no nos contradiríamos.
—¿Nos contradiríamos si uno y otro no dijésemos la cosa como ella es, lo que equivaldría a no
saber uno y otro lo que dijimos?
Ctesipo contestó que en este caso tampoco había contradicción. Dionisodoro continuó:
—¿Nos contradiríamos cuando dice uno una cosa como es, y otro una cosa distinta, resultando
que uno habla de una cosa y otro de otra? Si en este caso hubiera contradicción, ¿el que no dice nada,
contradiría al que dice algo?
A esto Ctesipo no contestó nada. Respecto a mí, quedé sorprendido de lo que oía.
—¿Cómo dices eso, Dionisodoro? —le dije—: No es la primera vez que oigo y admiro semejante
razonamiento. Los discípulos de Protágoras, y otros más antiguos que ellos, se servían de él
ordinariamente, y a mi parecer, es magnífico para destruirlo todo y destruirse a sí mismo. Yo espero
que tú, mejor que ningún otro, me descubras hoy el secreto de tal razonamiento. ¿No es tu propósito
hacer ver que es imposible decir cosas falsas, y que necesariamente es preciso que el que habla diga
la verdad o que no diga nada?
Dionisodoro lo confesó.
Yo añadí:
—¿Quiere decir esto que no se pueden decir cosas falsas, y que solo se pueden pensar?
—Ni pensar tampoco —dijo él.
—¿Luego no cabe formar opiniones falsas?
—No.
—¿Es decir que no hay ignorancia ni ignorantes, porque si uno pudiera engañarse, sería por
ignorancia?
—Ciertamente.
—Pero esto no puede suceder.
—No ciertamente.
—Por favor, Dionisodoro, dime si al hablar de esta manera lo haces solo por divertirte y para
sorprendernos, o si crees efectivamente que no hay ignorantes en el mundo.
—Pues pruébame que yo me engaño.
—¿Cómo se te ha de rebatir, si dices que no es posible el engaño?
—No —dijo Eutidemo—; no puede ser.
—Pero —repuso Dionisodoro—, yo no te he dicho, que refutes mi error; porque ¿cómo se pide
lo que no es posible?
—¡Oh Eutidemo! —respondí yo—; no puedo comprender en su fondo todas estas cosas
magníficas, si bien comienzo a vislumbrarlas. Quizá te haga una súplica impertinente, pero
perdónamela, si gustas. Si nadie puede engañarse ni tener una opinión falsa y si no hay ignorantes, es
imposible que nadie cometa falta alguna en su conducta, porque el que obra no podrá engañarse en
sus acciones. ¿Es así como vosotros lo entendéis?
—Así es.
—He aquí como consecuencia de esto la pregunta grave que os quiero hacer: si nadie puede
engañarse, ni en sus acciones, ni en sus palabras, ni en sus pensamientos, ¿qué es, ¡por Zeus!, lo que
venís a enseñarnos? ¿No os alababais, hace un momento, de saber mejor que nadie enseñar la virtud a
cuantos quieran aprenderla?
—Tú chocheas, Sócrates —replicó Dionisodoro—, al venir alegando lo que dijimos antes. A este
paso, si hubiera adelantado una opinión hace un año, me la echarías en cara, y lo que conviene es que
te fijes en lo que decimos ahora.
—No sin razón, porque son cosas difíciles, que han sido dichas por personas muy entendidas.
Sobre todo, encuentro que no es fácil responder a tus últimas objeciones, porque cuando me echas en
cara, Dionisodoro, que no tomo en cuenta lo que dices, ¿qué es lo que pretendes? ¿Es para que no
tenga yo nada que responderte? ¿Qué otra cosa quieren decir tus palabras, sino que no tengo nada que
oponer a tus argumentos?
—Pero tú mismo —replicó Dionisodoro—, ¿qué quieres que yo oponga a los tuyos? Responde,
Sócrates.
—Pero Dionisodoro, responde antes.
—¿Por qué no quieres tú responder?
—¿El primero? Eso no es justo —repliqué yo.
—Por el contrario, muy justo.
—¡Ah!, ¿por qué razón? Sin duda es porque, siendo tú un hombre maravilloso en el arte de
hablar, sabes perfectamente cuándo debe responderse y cuándo no. Así que no me respondes, porque
no crees procedente hacerlo ahora.
—Eso es burlarte —dijo él—, no es responder; pero créeme, haz lo que te digo, y puesto que
estás de acuerdo en que soy más hábil que tú, respóndeme.
—Es preciso obedecer; es una necesidad, puesto que eres el maestro. Interroga todo lo que
quieras.
—Las cosas que quieren decir algo, ¿son animadas o no lo son?
—Son animadas.
—¿Conoces tú palabras animadas?
—No, ¡por Zeus!
—¿Por qué preguntabas antes lo que mis palabras querían decir?
—¿Qué sé yo? Yo soy un ignorante, quizá también no me haya engañado, y habré tenido razón
para atribuir inteligencia a las palabras; ¿qué te parece? ¿He dicho bien o mal? Porque si no me he
engañado, tú serás el poco hábil; no podrás responderme ni decir nada de mis palabras; y si me he
engañado, no tienes razón para decir que es imposible engañarse; ya ves que no te cito ahora
opiniones de hace un año. Pero todo esto viene a parar en lo mismo: estos discursos son de tal
calidad, que, destruyendo todos los demás, se destruyen a sí mismos, y a este respecto os encuentro
poco precavidos, por más que admire por otra parte la sutileza de vuestras palabras.
En este momento, Ctesipo exclamó:
—Buenos amigos de Turios, de Quíos o de la ciudad que queráis, esto es muy bello, pero parece
que os divertís en soñar estando despiertos.
Yo temí que pasaran al terreno de las injurias; traté, pues, de apaciguarlos, y le dije a Ctesipo:
—Te repetiré a ti lo que dije antes a Clinias; no conoces la maravillosa ciencia de estos
extranjeros; antes de enseñarla seriamente, nos la ocultan, como Proteo el sofista egipcio. Pero
nosotros a la vez no nos desanimemos como Menelao, y démosles treguas hasta que con formalidad
nos hayan descubierto su secreto, porque si quieren mostrarse a nosotros, no dudo que nos enseñarán
cosas admirables. Empleemos, pues, nuestras súplicas y nuestros conjuros para obtener de los
mismos este beneficio. Pero antes quiero explicarles lo que exijo de ellos, y para esto voy a tomar el
discurso, donde quedó interrumpido, para darle la última mano. Quizá conseguiré excitar su
compasión, y que me instruyan de tan buena fe, como de buena fe exijo yo ser instruido.
¿Dónde lo dejamos? Clinias, dímelo, te lo suplico. ¿No era en aquel punto, en que estábamos de
acuerdo en que es preciso entregarnos al estudio de la filosofía?
—El mismo —respondió.
—¿No es la filosofía la adquisición de una ciencia?
—Ciertamente.
—¿Pero qué ciencia es la que conviene adquirir?, ¿no es la que nos puede ser provechosa?
—La misma.
—Si recorriendo el mundo supiéramos dar con un país donde se encuentre el oro abundante, ¿este
conocimiento nos sería útil?
—Es posible —dijo.
—¿Pero no te acuerdas que antes convinimos en que todo el oro del mundo es inútil, aun cuando
lo poseyéramos, sin necesidad de profundizar la tierra ni de usar del arte de convertir las piedras en
oro, si no sabemos hacer de él un buen uso?
—Me acuerdo.
—Por consiguiente, ninguna ciencia, ni el arte de enriquecerse, ni la medicina, ni otra alguna es
útil, si no enseña a servirse de aquello de que se trata.
—Él lo confesó.
—Por ejemplo: la que nos hiciese inmortales de nada nos serviría, si no nos enseñaba a servirnos
de la inmortalidad conforme a lo que hemos dicho.
—En esto convinimos ambos.
—¿Tenemos necesidad, mi querido Clinias, de una ciencia que sepa hacer y sepa usar de aquello
que ella trata?
—Lo confieso —dijo.
—No es necesario que aprendamos la ciencia del constructor de liras, porque hay mucha
diferencia entre un constructor y un tocador de lira: la manera de hacer una lira y la de hacer uso de
ella no son las mismas, ¿no es así?
—Sin duda.
—¿Qué necesidad tenemos del arte de hacer flautas, puesto que no se aprende a hacer uso de
ellas?
Lo concedió.
—¡Pero en nombre de los dioses!, ¿para ser dichosos no haremos bien en adquirir el arte de
pronunciar arengas?
—Yo no lo creo, respondió.
—¿Por qué?
—Porque he visto a estos oradores servirse tan mal de sus arengas, como los constructores de
instrumentos de sus liras. Las hacen para los demás que saben emplearlas y no hacerlas. En las
arengas sucede lo mismo que en todo lo demás; el arte de componerlas y el de servirse de ellas, no
son lo mismo.
—He aquí —dije yo— lo que prueba suficientemente que el arte de arengar no es capaz de hacer
la felicidad de los hombres.
—Sin embargo, me imaginaba que era esta la ciencia, que hacia mucho tiempo buscábamos,
porque a decir verdad, Clinias, siempre que hablo con los oradores, los encuentro admirables y su
arte me parece divino; lo considero como una especie de encantamiento, porque así como por la
virtud de los encantos se dulcifica el furor de las víboras, de las arañas, de los escorpiones, de otros
animales venenosos, y el de las enfermedades, las arengas tienen igualmente la fuerza de calmar el
ánimo de los jueces, de los oyentes, de las asambleas y de la multitud; ¿No es éste tu parecer?
—No tengo otro —dijo.
—¿Adónde volveremos los ojos?, ¿cuál es la ciencia a la que debemos dirigirnos?
—Estoy perplejo.
—Aguarda; creo haberla encontrado.
—¿Cuál es? —me dijo Clinias.
—El arte militar —dije— es a mi parecer el que debe adquirirse para ser dichoso.
—Me temo que te engañas.
—¿Por qué?
—Porque no es más que una caza de hombres.
—¿Y entonces?
—El cazador —dijo— no hace más que descubrir y perseguir su presa y, una vez cogida, ya no
sabe qué hacer de ella, y haciendo lo que el pescador la pone en manos del cocinero. Los geómetras,
los astrónomos, los aritméticos son también cazadores; no hacen las figuras ni los números; los
encuentran todos hechos, y al no saber servirse de ellos, los más sabios los entregan a los dialécticos
a fin de que los utilicen.
—¡Oh Clinias, tú, el más elegante y sabio de los jóvenes!, ¿es cierto eso que dices?
—Sin duda; y así de igual modo los generales de ejército, después que se han hecho dueños de
una plaza o de un país, lo abandonan a los políticos, porque su fin exclusivo es la victoria, y hacen lo
que los pajareros, que después que cogen los pájaros en sus redes, los entregan a otros para que los
mantengan. Por consiguiente, si para hacernos dichosos tenemos necesidad de un arte, mediante el
que se sepa usar de lo que es objeto del mismo o de lo que se ha cogido en la caza; busquemos otro
que no sea el arte militar.
CRITÓN. —¿Te burlas, Sócrates? ¿Es posible que Clinias haya dicho lo que acabo de oírte?
SÓCRATES. —¿Dudas de ello?
CRITÓN. —Sí, ¡por Zeus!, dudo, porque si ha hablado de esa manera, ninguna necesidad tiene ni
de Eutidemo ni de ningún otro para maestro.
SÓCRATES. —¡Por Zeus!, ¿sería quizá Ctesipo el que dijo tales cosas?, porque a la verdad no lo
recuerdo.
CRITÓN. —¿Ctesipo, dices?
SÓCRATES. —Por lo menos estoy seguro de que ni Eutidemo ni Dionisodoro fueron los que lo
dijeron. A menos que no fueran inspirados, mi querido Critón, por algún espíritu superior; pero de
no habérselo oído a ellos, estoy seguro.
CRITÓN. —Sí, ¡por Zeus!, cualquiera que sea el autor, es un espíritu superior. Pero, en fin,
¿encontrasteis la ciencia que buscabais o no la encontrasteis?
SÓCRATES. —¿Cómo, si la encontramos? Pasó una cosa graciosa. Nos sucedió lo mismo que a
los niños que corren tras de las alondras; que cuando creíamos tenerla cogida, se nos escapaba, y
dejando a un lado todas las ciencias que examinamos, nos fijamos en la del arte de reinar, y nos
preguntamos a nosotros mismos, si era él capaz de hacer a los hombres dichosos. Pero como si
hubiéramos entrado en un laberinto, cuando creímos estar al fin, nos encontramos como al principio,
y como si nada hubiéramos hecho.
CRITÓN. —¿Pues cómo, Sócrates?
SÓCRATES. —Te lo diré. La política y el arte de reinar nos parecieron una misma cosa.
CRITÓN. —¿Y luego?
SÓCRATES. —Viendo que el arte militar y todas las demás ciencias someten sus obras a la
política, como única ciencia que sabe hacer buen uso de ellas, creímos que era esta la que
buscábamos, y también la causa de la felicidad pública, y en fin, como dice Esquilo, que ella
gobernaba sola y lo arreglaba todo teniendo por norte el interés general.
CRITÓN. —¿Y acaso os engañasteis en eso, Sócrates?
SÓCRATES. —Juzgarás por ti mismo, Critón, solo con que tengas paciencia para oír lo demás.
Continuamos nuestras indagaciones de esta manera. El arte de reinar, al que todos los demás están
sometidos, ¿hace algo o no hace nada? Todos confesaron que hacia alguna cosa; y creo, que tú,
Critón, serás de la misma opinión.
CRITÓN. —Así es.
SÓCRATES. —¿Cuál es, pues, su obra? Si yo te preguntase qué produce la medicina, me
responderías que la salud.
CRITÓN. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y la agricultura qué produce?, ¿qué hace? Me responderías que saca nuestros
alimentos de la tierra.
CRITÓN. —Es cierto.
SÓCRATES. —Y la ciencia de reinar, por su parte, ¿qué produce? Quizá me pedirás tiempo para
pensarlo.
CRITÓN. —Lo confieso, Sócrates.
SÓCRATES. —Nosotros decimos lo mismo; pero sabes, por lo menos, que, si es esta la ciencia
que buscamos, debe ser provechosa.
CRITÓN. —Lo creo.
SÓCRATES. —Es decir, que es preciso que nos proporcione un bien.
CRITÓN. —Así es necesario, Sócrates.
SÓCRATES. —Nos pusimos, pues, de acuerdo Clinias y yo, en que el bien era una ciencia.[1]
CRITÓN. —Es lo que ya me tienes dicho.
SÓCRATES. —Pero la obra principal de la política parece ser la riqueza, la libertad y la unión de
los ciudadanos. Sin embargo, nosotros hemos demostrado ya que todas estas cosas no son bienes, ni
males. Por consiguiente, es preciso que la política, para que sea una ciencia útil a los hombres y que
los haga felices, los instruya y los haga sabios.
CRITÓN. —Me has referido que Clinias y tú estabais conformes en eso.
SÓCRATES. —Pero la ciencia de reinar, ¿hace a los hombres buenos y sabios?
CRITÓN. —¿Quién puede impedirlo, Sócrates?
SÓCRATES. —¿Pero hace a todos buenos y en todas las cosas, y les proporciona todas las
ciencias, como la del curtidor, la del carpintero y todas las demás?
CRITÓN. —No, ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero ¿qué ciencia nos proporciona y qué provecho podemos sacar de ella? No
basta que nos dé a conocer cosas, que no son buenas ni malas; tampoco hay necesidad de que nos
enseñe otra ciencia, que no sea ella misma. Digamos, pues, lo que es ella, y para qué es buena. En este
concepto, ¿podremos decir, Critón, que es una ciencia, con la que podemos hacer a los hombres
virtuosos?
CRITÓN. —Eso es lo que yo quiero.
SÓCRATES. —Mas ¿para qué son buenos y útiles los hombres virtuosos? ¿Diremos que ellos
harán que otros les imiten y a estos otros y otros? ¿Pero cómo puede decirse en qué concepto son
buenos, si no sabemos todo lo que es producto de la política? Así es que no hacemos más que
repetirnos sin cesar, y, como yo decía, henos aquí más lejanos que nunca de encontrar esta ciencia,
que hace a los hombres dichosos.
CRITÓN. —¡Por Zeus!, Sócrates, yo os encuentro en una gran dificultad.
SÓCRATES. —Asíes que viéndonos en este conflicto tendí las manos a Eutidemo y a
Dionisodoro, y les supliqué humildemente, como a Cástor y a Pólux, que tuviesen compasión de
Clinias y de mí, que apaciguaran esta tormenta y nos enseñaran seriamente la ciencia de la que
tenemos necesidad para pasar dichosamente el resto de nuestros días.
CRITÓN. —Y bien, ¿lo hizo así Eutidemo?
SÓCRATES. —¿Cómo, si lo hizo? Verdaderamente sí, y de una manera admirable; he aquí cómo:
—¿Quieres, Sócrates —me dijo—, que te enseñe esa ciencia, cuya indagación os da tanto que
hacer, o que te haga ver que ya la posees?
—¡Oh divino Eutidemo! —exclamé yo—, ¿depende eso de ti?
—Absolutamente —respondió.
—¡Por Zeus!, hazme ver que yo la poseo, porque será para mí esto más cómodo que tener que
aprenderla a la edad que tengo.
—Pues bien, respóndeme y dime: ¿sabes alguna cosa?
—Sí; sé muchas cosas, pero de poca trascendencia.
—Eso basta; ¿crees que entre las cosas que existen hay alguna que no sea lo que ella es?
—¡Por Zeus!, eso no puede ser.
—¿No dices que tú sabes algunas cosas?
—Sí.
—¿No eres sabio, si sabes?
—Yo soy sabio de lo que sé.
—No importa —dijo—, ¿para ser sabio no es necesario que lo sepas todo?
—Ojalá, ¡por Zeus!, puesto que son muchas más las que ignoro que las que sé.
—Pero si ignoras algunas cosas, tú eres ignorante.
—Sí, querido mío, lo soy de las cosas que ignoro.
—Pero, a pesar de que eres ignorante, asegurabas antes que eras un sabio; por consiguiente tú
eres lo que eres, y al mismo tiempo no lo eres.
—Perfectamente, Eutidemo, porque hablas de perlas; pero ¿cómo pruebas que yo poseo esta
ciencia que buscamos?, ¿es fundándote en que es imposible que una cosa sea y no sea al mismo
tiempo?, ¿de manera que si yo sé una cosa, es preciso que las sepa todas, porque no puedo ser a la
vez sabio e ignorante, y que si yo sé todas las cosas, necesariamente poseo también esta ciencia? ¿Es
así como razonáis, y es esto lo que llamáis verdadera sabiduría?
—Te refutas a ti mismo, Sócrates.
—Pero, Eutidemo, ¿no te ha sucedido a ti lo mismo? En cuanto a mí, nunca me quejaré de una
cosa, que ocurre continuamente a Eutidemo y a este mi querido Dionisodoro. Dime, ¿hay cosas que
vosotros sabéis y otras que no sabéis?
—No —me respondió Dionisodoro.
—¿Cómo? —repliqué yo—; ¿entonces no sabéis nada?
—Sí.
—Si sabéis algunas cosas, ¿las sabéis todas?
—Sí, nosotros sabemos todas las cosas, y tú las sabes igualmente, si sabes algunas.
—¡Por Zeus!, ¡qué maravilla y qué fortuna nos proporcionáis! ¿Pero los demás hombres saben
todas las cosas o no saben nada?
—No puede menos de haber cosas que sepan y cosas que ignoren, y que sean sabios e ignorantes,
todo a la vez.
—¿Qué diremos ahora nosotros? —le pregunté.
—Diremos que todos los hombres saben todo, con tal de que sepan una sola cosa.
—¡Grandes dioses!, ahora conozco que habéis atendido a mi súplica, y que por fin habláis
seriamente; ¿pero tan cierto es que vosotros sabéis todas las cosas? ¿Seréis carpinteros, toneleros?
—Sí —dijo.
—¿Seréis también zapateros?
—Sí, ¡por Zeus!, y también almadreñeros.
—¿Tampoco ignoraréis el número de los astros, ni el de los granos de arena?
—A todo eso alcanza nuestro conocimiento. ¿Crees que no aspiramos a todo eso?
Ctesipo tomó entonces la palabra.
—¡Oh Dionisodoro! —le dijo—, hazme ver prácticamente que dices la verdad.
—¿Qué experiencia exiges? —le contestó.
—¿Sabes cuántos dientes tiene Eutidemo, y Eutidemo sabe cuántos tienes tú?
—Bástete saber —respondió— que nosotros lo sabemos todo.
—No es eso bastante; responde, siquiera una vez, para probarnos que decís verdad; y así, si nos
decís fijamente uno y otro cuántos dientes tenéis, y el número es exacto, porque yo los he de contar,
no dudaremos ya de vuestras palabras, y os creeremos en todo lo demás.
—Sospechando ellos que Ctesipo se burlaba, no le respondieron sino con generalidades, diciendo
que sabían todas las cosas. Ctesipo se daba buena prisa a dirigirles preguntas hasta sobre objetos
mezquinos, persistiendo ellos en responder con orgullo que lo sabían todo, lo mismo que los jabalíes
que se lanzan a por el chuzo con el que se les espera. Esto dio ocasión a que yo me atreviese a
preguntar a Eutidemo, si Dionisodoro sabía bailar.
—Eutidemo me aseguró que sí.
—¿Y saltaría cabeza abajo y sobre espadas desnudas? ¿Hará la rueda? Es fuerte este ejercicio para
su edad, pero ¿no posee esta ciencia?
—No hay nada que ignore —respondió.
—¿Hace poco que lo sabéis todo, o es de toda la vida?
—De toda la vida.
—Pero qué, ¿desde vuestra más tierna infancia, desde que nacisteis, lo sabéis todo?
—Sí, todo —respondieron ambos.
Esto nos pareció increíble, y entonces Eutidemo, dirigiéndose a mí:
—Sócrates, ¿no nos crees? —dijo.
—Me parecéis muy hábiles.
—Si quieres responderme, te haré confesar a ti mismo estas cosas admirables.
—Te quedaré obligado extraordinariamente, si puedes convencerme; porque habiendo ignorado
hasta aquí mi ciencia, ¿qué mejor servicio puedes prestar que darme a conocer que nada ignoro, y
que desde que nací he sabido todas las cosas?
—Respóndeme, pues.
—Consiento en ello; pregunta.
—Dime, Sócrates, ¿sabes algo o no sabes nada?
—Sé algo.
—¿Eres sabio por medio de aquello que hace que tú sepas, o por alguna otra cosa?
—Yo sé por medio de aquello que hace que yo sepa, es decir, de mi alma; ¿no es así?
—¿Cómo te propasas, Sócrates, a interrogar, cuando eres tú el interrogado?
—Confieso mi culpa, ¿y qué quieres que haga?, manda y obedeceré, aunque no sepa sobre lo que
me preguntes, puesto que exiges que responda y que no interrogue nunca.
—¿Entiendes lo que te pregunto?
—Sí.
—¿Respondes, pues, según lo que tú entiendes?
—Pero —le dije—, si interrogándome tienes una idea en el espíritu, y respondiéndote tengo yo
otra idea, y de esta manera respondo a lo que entiendo, y no a lo que tú entiendes, ¿te darás por
satisfecho?
—Para mí es bastante, pero no para ti, a lo que parece.
—No responderé, ¡por Zeus! —exclamé yo—, sin que sepa lo que se me pregunta.
—No respondes siempre según lo que piensas, porque no haces más que burlarte y decir
necedades.
—Al oír esto, me pareció que le desagradó que hubiese yo adivinado la ambigüedad de las
palabras con que me quería envolver como en una red. Me acordé en el momento de Connos, que se
enfada siempre conmigo cuando no hago lo que él quiere, y me rechaza como a un ignorante o a un
imbécil. Pero, en fin, como había resuelto unirme con estos extranjeros, creí que debía obedecerles, a
trueque de que no me rechazasen por testarudo. Dije, pues, a Eutidemo:
—Si lo tienes por conveniente, hagamos lo que te parezca, ya que tú conoces mucho mejor que yo
las leyes de la disputa, porque eres maestro, y yo no soy más que un discípulo. Repite tus preguntas
desde el principio.
—Responde, pues: ¿lo que sabes, lo sabes por medio de alguna cosa o de ninguna cosa?
—Lo sé por medio de mi alma.
—¡Vaya un hombre que responde siempre más que lo que se le pregunta! Yo no te interrogo por
qué lo sabes, sino si lo sabes por alguna cosa.
—Mi ignorancia es la que me ha hecho responder más que lo que me preguntabas; pero
perdóname, te responderé con exactitud, diciéndote que lo sé por medio de alguna cosa.
—¿Lo sabes siempre por un mismo medio o tan pronto por uno como por otro?
—Cuando yo sé, es siempre por medio de la cosa misma por la que yo lo sé.
—Nunca respondes sin añadir algo —exclamó.
—Pero, le contesté, es por temor de que ese siempre no nos engañe.
—No digas nos engañe, sino más bien me engañe. Respóndeme: ¿sabes siempre por el mismo
medio?
—Siempre, puesto que es preciso quitar aquel cuando.
—Siempre sabes por este. Y, como sabes siempre, hay alguna cosa que sabes por este medio, y
otras que sabes por algún otro medio; ¿o bien sabes por este medio todas las cosas?
—Por este medio es como yo sé todo lo que sé.
—¡Otra vez has vuelto a incurrir en la misma falta!
—Pues bien, quitemos también aquello que yo sé.
—No se quite nada, te lo suplico; no es eso lo que yo te pregunto; pero respóndeme: ¿podrías
saber siempre si no supieses todas las cosas?
—Eso es imposible.
—Añade ahora lo que quieras; tú me has confesado que lo sabes todo.
—En efecto, lo sé todo, a lo que parece, si no tienes en cuenta la frase de aquello que yo sé.
—¿No has confesado que sabes siempre por medio de esta cosa que hace que tú sepas, sea cuando
sabes, sea de cualquier otra manera que quieras? Estás, pues, de acuerdo en que sabes siempre, y que
lo sabes todo. Es cierto, por consiguiente, que siendo niño, cuando naciste, antes de nacer, y antes del
nacimiento del mundo, has sabido todas las cosas, puesto que sabes siempre; y ¡por Zeus!, lo sabrás
todo, y siempre, si yo quiero.
—Incomparable Eutidemo, te suplico que así lo quieras, si dices verdad; pero temo que no te
alcancen las fuerzas, a menos que tu hermano Dionisodoro te auxilie, porque entonces podría
conseguirse eso. Sin embargo, me obligáis a que os pida la aclaración de una duda. No tengo el
propósito de combatir vuestras opiniones, puesto que asegurándome que lo sé todo, casi me lo hacéis
creer, máxime partiendo de vosotros, que poseéis una sabiduría que sorprende al mundo. Pero dime,
Eutidemo, ¿cómo es posible que yo sostenga que sé que los hombres de bien son injustos?, ¿sé esto o
no lo sé?
—Lo sabes.
—¿Qué?
—Que los hombres de bien no son injustos.
—Hace largo tiempo que sabía esto, pero no es eso lo que pregunto, sino dónde he aprendido que
los hombres de bien son injustos.
—Eso no lo has aprendido —replicó Dionisodoro.
—Luego yo no lo sé.
En este acto Eutidemo dijo:
—Dionisodoro, tú todo lo echas a perder; ¿no ves que le haces ahora a la vez sabio e ignorante?
Dionisodoro se ruborizó. Y yo, dirigiéndome a Eutidemo:
—¿Qué dices tú?, ¿cómo tu hermano ha respondido tan mal, cuando sabe todas las cosas?
Entonces Dionisodoro replicó con viveza:
—¿Yo, dices, hermano de Eutidemo?
—Un poco de paciencia, Dionisodoro —le dije—, hasta que Eutidemo me haya hecho ver que yo
sé que los hombres de bien son injustos, y no impidas que me enseñe esta preciosa verdad.
—Huyes, Sócrates, y no quieres responder —replicó.
—¿Y no tengo razón para ello, si soy más débil que cada uno de vosotros?, ¿cómo defenderme
contra ambos? Yo no soy tan fuerte como Heracles, que no habría podido resistir a la hidra, una
mujer sofista que presentaba muchas cabezas nuevas, cuando se le cortaba una; y a Cáncer
(Cangrejo), otro sofista, procedente del mar, que hace poco ha desembarcado, según creo; y
Heracles, acosado de cerca, no hubiera podido vencer sin el socorro de su sobrino Iolao, que le llegó
tan a tiempo. Pero en cuanto a mí, si Patroclo, que es mi Iolao, viniese y me socorriese igualmente,
no alcanzaría mejor resultado.
—Respóndeme —dijo Dionisodoro—, puesto que hablas de esa manera: ¿Iolas es más bien
sobrino de Heracles que tuyo?
—Es preciso —le dije— responderte de una vez, porque no me dejarás en paz con tus preguntas,
mientras temas que el sabio Eutidemo no me enseñe lo que quiero saber de él.
—Respóndeme, pues —dijo.
—Sí, te respondo que Iolao era sobrino de Heracles, y que me parece que no era mío; porque mi
hermano Patrocles no era su padre, sino Ificles, cuyo nombre se parece al suyo, y que era hermano
de Heracles.
—Por lo tanto ¿Patrocles es tu hermano?
—Sí, hermano de madre y no de padre.
—¿De manera que es tu hermano y no lo es?
—Es cierto; no es hermano de padre, porque su padre se llamaba Queredemo y el mío
Sofronisco.
—¿Pero Queredemo era padre y Sofronisco también?
—Sin duda; Queredemo era padre de Patrocles y Sofronisco era mi padre.
—¿Queredemo era otra cosa que padre?
—Sí, otra cosa que mi padre.
—¿Era padre siendo otra cosa que padre?, ¿o eres tú mismo una piedra?
—Temo parecer tal a tus ojos, por lo mismo que no lo soy.
—¿Eres tú otra cosa que una piedra?
—¡Ah!, sí.
—Puesto que eres otra cosa que una piedra, no eres una piedra; y si eres otra cosa que oro, no
eres el oro.
—Ciertamente.
—En la misma forma, puesto que Queredemo era otra cosa que padre, no era padre.
—Podría decirse —respondí yo.
Eutidemo añadió:
—Si Queredemo no es padre, y si Sofronisco es otra cosa que padre, este no es padre. Por
consiguiente, Sócrates, tú no tienes padre.
Ctesipo, entonces, mezclándose en la conversación:
—¿Pero vuestro padre no era otro que mi padre?
—De ninguna manera —respondió Eutidemo.
—¿Era el mismo?
—El mismo.
—No paso por eso, ¿y es solo mi padre o es padre igualmente de los demás hombres?
—De todos los hombres; ¿querrías tú que un hombre fuera padre y no lo fuera?
—Otro lo hubiera creído —dijo Ctesipo.
—¿Que el oro no sea oro, que un hombre no sea un hombre?
—Ten cuidado, Eutidemo, de no mezclar, como dice el proverbio, cerros con estopas. En verdad,
me enseñas una cosa admirable; que tu padre es padre de todos los hombres.
—Sí, lo es.
—¿Pero no es más que padre de los hombres?, ¿no lo es también de los caballos y de todos los
demás animales?
—Lo es de todos los demás animales.
—¿Y tu madre es también madre de todos los demás animales?
—Lo es también.
—Por consiguiente, ¿tu madre es madre de todos los cangrejos marinos?
—Y la tuya también.
—Los gobios, los perros, los cerdos ¿son tus hermanos?
—Y los tuyos también.
—¿Y tu padre será un perro?
—Lo será, y el tuyo también.
—Si quieres responderme —dijo Dionisodoro—, te lo haré confesar. Dime; ¿tienes un perro?
—Sí, y muy malo.
—¿Tiene perrillos?
—Muchos y tan malos como él.
—¿El perro es padre de los perritos?
—Sí, yo mismo le he visto cubrir la perra.
—¿Es tuyo el perro?
—Sí.
—El perro es padre y tuyo, luego es tu padre, y por lo tanto eres hermano de los perrillos.
Dionisodoro, prosiguiendo su oración, temeroso de ser interrumpido por Ctesipo, le dijo:
—Respóndeme aún dos palabras; ¿pegas al perro?
—Ctesipo le respondió sonriéndose: ¡sí por los dioses!, le castigo, y así pudiera hacer lo mismo
contigo.
—¿Castigas a tu padre?
—Los palos que yo le doy hubieran sido mejor empleados en el vuestro por haber dado al mundo
hijos tan sabios. Pero, Eutidemo, vuestro padre que es padre de todos los perros de la tierra, ¿ha
sacado grandes ventajas de vuestra maravillosa sabiduría?
—Ni él ni tú, Ctesipo, tenéis mucha necesidad del bien.
—¿Y tú, Eutidemo?
—Como todos los demás hombres. ¿Crees que será un bien o un mal para un enfermo tomar una
bebida para restablecer su salud? Y un hombre que va al combate, ¿hace bien en llevar armas o en no
llevarlas?
—Lo creo así, pero se me figura que vas a sacar una magnífica consecuencia.
—Tú juzgarás, pero respóndeme: puesto que confiesas que es bueno para un enfermo tomar una
bebida, cuando tiene necesidad, haría bien en tragar la mayor cantidad posible, y todo el jugo que se
pudiera sacar de una carretada de eléboro debería producirle un bien extraordinario.
—A condición, Eutidemo, de que el enfermo fuera tan grande como la estatua de Delfos.
—Y puesto que es bueno armarse cuando uno va a la guerra —continuó Eutidemo—, ¿no debe
llevarse el mayor número posible de lanzas y broqueles?
—Estoy convencido de ello —dijo Ctesipo—; pero tú, Eutidemo, no lo crees, puesto que te
contentas con llevar una sola lanza y un solo broquel.
—Sí —dijo.
—Si tuvieseis que armar a Gerión o Briareo, ¿no necesitarías mucho más? Verdaderamente,
Eutidemo, siendo como sois maestros de armas, os hacía más hábiles a tu hermano y a ti.
Eutidemo calló, pero Dionisodoro tomó la palabra, con motivo de lo que se había dicho antes y
dijo:
—¿Te parece que es un bien el tener oro?
—Sí —contestó Ctesipo—, y sobre todo el tener mucho.
—¿Y no es conveniente tener siempre y por todas partes buenas cosas?
—Sí, cuanto sea posible.
—¿Confiesas que el oro es un bien?
—Sí, lo he confesado.
—Debe tenerse siempre y por siempre oro, y por lo tanto, ¿será muy dichoso el que tenga tres
talentos de oro en el cuerpo, un talento en la cabeza y dos pesos de oro en los ojos?
—Se dice en efecto, Eutidemo —replicó Ctesipo—, que entre los escitas son tenidos por más
ricos y más hombres de bien los que tienen más oro en sus cráneos, para hablar como tú,[2] que
decías antes que un perro era mi padre. Lo más maravilloso es que beben en sus cabezas doradas, que
las ven por dentro, y tienen sus frentes en las manos.
Eutidemo replicó:
—Un escita o cualquier otro hombre, Ctesipo, ¿ve lo que puede ver o lo que no puede ver?
—Ve lo que puede ver.
—¿Y tú, Ctesipo?
—Yo lo mismo.
—¿No ves nuestros trajes?
—Los veo.
—¿Son susceptibles de vista, pueden ver?
—¡Qué valor! —exclamó Ctesipo.
—¿Qué es eso? —preguntó Eutidemo.
—Nada; pienso que tú mismo no crees que tus vestidos puedan ver. En verdad, Eutidemo, puede
decirse, que sueñas despierto, y si es posible hablar y no decir nada a la vez, te considero muy capaz
de ello.
Entonces Dionisodoro, entrando en materia, dijo:
—¿Es imposible hablar y no decir nada a la vez?
—Enteramente imposible.
—¿Callar y hablar a un tiempo?
—Menos posible aún.
—Cuando dices una piedra, una madera, un hierro, ¿no hablas de cosas que callan?
—Por lo que toca al hierro, no; porque cuando se le golpea en el yunque es una cosa que suena y
hace ruido; asíes que en este lance, por demasiado sagaz, te ha salido mal la cuenta; pero pruébame
que se puede callar y hablar a un mismo tiempo.
Ctesipo en este momento pareció querer hacer los mayores esfuerzos por complacer a su joven
amigo. Eutidemo comenzó de esta manera:
—Cuando callas, ¿no callas todas las cosas?
—Sin duda.
—¿Callas las cosas que hablan?, porque entre todas las cosas están las que hablan.
—Pero —dijo Ctesipo—, ¿callan todas las cosas?
—No ciertamente —dijo Eutidemo.
—Luego todas las cosas hablan, querido mío.
—Las que hablan.
—No es eso lo que te pregunto —dijo Ctesipo—, sino si todas las cosas callan o si todas hablan.
—Ni lo uno ni lo otro, y lo uno y lo otro a la vez —dijo Dionisodoro—, mezclándose
precipitadamente en la disputa; y ciertamente nada tienes que oponer a esta respuesta.
Ctesipo, según su costumbre, se echó a reír.
—¡Oh Eutidemo! —exclamó—: tu hermano no sabe ya el terreno que pisa, está vencido en todos
los rumbos.
Clinias, complaciéndose con lo dicho por Ctesipo, le miró sonriendo, y Ctesipo, rehaciéndose,
apareció diez veces más grande.
Por lo que a mí toca, me encontré con que en medio de la broma, Ctesipo, a fuerza de oírlos,
había aprendido y volvía contra ellos sus propios ardides; porque en lo demás, es preciso convenir
en que la sabiduría de Eutidemo y de Dionisodoro no tiene igual en el mundo. Entonces me dirigí a
Clinias, y le dije:
—¿Cómo te ríes cuando se trata de cosas tan serías y tan preciosas?
Dionisodoro saltó en el momento, y me dijo:
—Sócrates, ¿has visto alguna cosa preciosa?
—Sí —le respondí—, y muchas.
—¿Son diferentes de lo precioso —añadió él—, o son la misma cosa?
Esta pregunta me sorprendió, y me creí justamente castigado por mi prurito de hablar. A todo
evento, sin embargo, respondí:
—Son diferentes de lo precioso o de lo bello, pero cada cosa, sin embargo, retiene en sí alguna
belleza.
—Pero si un buey estuviese contigo, ¿serías tú un buey? Y porque yo estoy contigo, ¿eres tú
Dionisodoro?
—¡Oh!, nada de desbarrar, si te parece.
—Pero qué —dijo—, si lo que es otro se encuentra unido con un otro, ¿este otro será aquel otro?
—¿Cómo?, ¿lo dudas? —le respondí—. Porque complaciéndome infinitamente la sabiduría de
estos extranjeros, traté también de imitarles.
—¿Por qué yo y todos los hombres —me respondió Dionisodoro— no hemos de dudar de una
cosa que no existe?
—Qué es lo que dices, Dionisodoro —le respondí—: ¿lo bello no es lo bello, y lo feo no es lo
feo?
—Sí, si yo quiero, Sócrates.
—Pero ¿no lo quieres?
—Sí, lo quiero.
—¿Lo mismo, no es lo mismo, y lo diferente, diferente, por ser imposible que lo diferente sea lo
mismo? Para mí ni sospecha hubiera tenido de que pudiera dudar un niño que lo que no es lo mismo,
no sea lo mismo. Pero, Dionisodoro, tú has emitido esto con intención premeditada, porque hasta
aquí nada habéis despreciado ambos de lo que constituye los buenos discursos, a manera de los
artistas que hacen todo lo que conviene a su oficio.
—¿Sabes lo que conviene hacer a cada uno de los artistas? ¿A quién conviene forjar?
—Sí; al forjador.
—¿A quién batir el barro?
—Al alfarero.
—¿A quién conviene degollar, desollar, cocer y asar la carne cortada en trozos?
—Al cocinero.
—Y el que hace lo que conviene, ¿obra bien?
—Muy bien.
—¿El matar, el desollar, conviene al cocinero?, ¿no lo has concedido?
—¡Ay de mí!, sí, perdóname.
—¿Es cierto, por consiguiente, que el que degüelle y desuelle al cocinero, hará lo que conviene?,
y, asimismo, el que golpee al herrero con el martillo sobre el yunque, y amase al alfarero, ¿hará lo
que es conveniente?
—¡Oh Poseidón! —exclamé yo—; ¿qué sabiduría?, ¡ah!, ¿no me haréis partícipe de ella?
—Pero aun cuando la tuvieras, Sócrates, ¿la conocerías?
—Si te parece conveniente, creo que sí.
—¿Piensas conocer lo que es tuyo?
—Ciertamente, con tal de que no me hagas ver lo contrario, porque esto depende de vosotros,
empezando por ti, y acabando por Eutidemo.
—¿Crees que las cosas de las que eres dueño, de las que puedes usar como te agrade, que puedes
dar, vender, sacrificar a los dioses, como bueyes y corderos?, ¿crees que estas cosas son tuyas, y que
aquellas de las que no puedes disponer, no te pertenecen?
Yo, que esperaba un resultado magnífico de este precioso preludio, me apresuré a responder, que
creía que las primeras de estas cosas eran mías.
—¿No llamas animal a lo que tiene un alma?[3]
—Sí —respondí.
—¿Confiesas que los animales, de los que puedes hacer lo que yo acabo de decir, son solamente
tuyos?
—Lo confieso.
Dionisodoro se detuvo aquí, y figuró que meditaba un razonamiento profundo, y luego dijo de
repente:
—Dime, Sócrates, ¿no tienes un Zeus paternal?
Sin dudar yo de adónde quería ir, y adonde efectivamente vino a parar, busqué un rodeo para
evitar caer en el lazo en que me quería envolver, y le dije:
—No lo tengo, Dionisodoro.
—Verdaderamente —me replicó—, es preciso que seas bien miserable. ¿Eres en verdad
ateniense? Qué, ¿no tienes dioses, ni sacrificios familiares, ni todas estas bellas cosas?
Suavemente le respondí:
—Habla de otro modo, y no me reprendas tan bruscamente. Tengo altares, tengo sacrificios; en
fin, nada me falta en este género de todo lo que tienen los demás atenienses.
—Pues bien —replicó él—, los otros atenienses tienen un Zeus paternal.
—Ni los jonios —le dije—, ni todos los que proceden de Atenas, conocen semejante nombre.
Tenemos un Apolo paterno, padre de Ion; pero nosotros no llamamos a Zeus padre, le llamamos
protector de Atenas, guardador de nuestras tribus, así como Atenea es la guardadora.
—No pregunto más —replicó Dionisodoro—; ¿tienes un Apolo, un Zeus y una Atenea?
—Es cierto.
—¿No son tus dioses?
—Son nuestros padres, nuestros dueños.
—¿Pero son tus dioses como acabas de confesar?
—Pues bien, sí, lo confieso; ¿qué consecuencia sacas de esto?
—Estos dioses, ¿no son animales? Tienen un alma (anima) ciertamente, y tú has convenido en que
todo lo que tiene un alma es un animal.
—Sí, tienen un alma.
—Luego son animales.
—De acuerdo, animales.
—Pero decías que eras dueño de los animales que eran tuyos, y que podías venderlos y
sacrificarlos.
—No puedo negar que lo confesé.
—Entonces Dionisodoro dijo:
—Puesto que dices que Zeus y los otros dioses son tuyos, ¿te es permitido venderlos a tu capricho
o donarlos como los otros animales que te pertenecen?
Abrumado con el peso de este discurso, Critón, me callé. Ctesipo quiso salir en mi apoyo:
—¡Buen Hércules! —exclamó—, ¡admirable razonamiento!
Al momento replicó Dionisodoro:
—¡Bueno! ¿Heracles es buen dios, o el buen dios es Heracles?
—¡Oh Poseidón! —exclamó Ctesipo al oír esto—, abandono el campo; estos hombres son
invencibles.
Desde entonces, amigo Critón, ya no hubo entre los presentes ninguno que no admirara estos
razonamientos; y Dionisodoro y Eutidemo se echaron a reír con tal gana, que era de temer que les
hiciera daño. En verdad, sus discípulos habían antes batido palmas al oír sus razonamientos; pero en
este momento, las columnas del Liceo parecía que aplaudían también. Con respecto a mí, confesaré
ingenuamente, que nunca había conocido personajes más hábiles que estos, y admirador de su
sabiduría, les prodigué cuantas alabanzas pude.
—¡Hombres afortunados! —dije—, ¡con qué facilidad, con qué prontitud habéis dado cima a un
negocio tan difícil! En vuestro discurso, Eutidemo y Dionisodoro, hay muchas cosas notables, y entre
otras lo es la de no tener en cuenta para nada el público, ni los hombres formales, pues únicamente os
fijáis en los que se os parecen, porque sé ciertamente, que solo los que a vosotros se parecen, son los
que estiman vuestra ciencia, y podría aseguraros que el resto de los hombres la desprecian hasta el
punto de que se abochornarían más de refutar a los demás con estos artificios, que de verse
convencidos y refutados. Además, encuentro en vosotros cierta delicadeza, pues cuando decís que no
hay nada bueno, ni bello, ni blanco, ni negro, y que una cosa no difiere de otra, si bien es cierto que
cerráis la boca a los demás, de lo que con razón os alabáis, también por un exceso de bondad os la
cerráis a vosotros mismos y esto consuela en cierta manera a aquellos a quienes vuestros
razonamientos ponen en un aprieto. Pero lo que yo estimo más es que habéis inventado cosas tan
ingeniosas, que en menos de nada puede un hombre instruirse, porque he observado que en un
momento Ctesipo ha sabido imitaros. Es cosa magnífica el que podáis enseñar en tan poco tiempo el
misterio de vuestro arte. Sin embargo, no os aconsejo que lo comuniquéis a muchas personas, ni
tampoco, si queréis creerme, el que habléis en las grandes asambleas, porque os robarían vuestro
secreto, y no os quedarían obligados. Hablad solo entre vosotros y entre vuestros amigos, y no
enseñéis esa ciencia sino por el dinero; y si queréis entenderlo, prevenid a vuestros discípulos para
que solo hablen entre sí y con vosotros, porque ya sabéis que la escasez aumenta el precio de las
cosas. El agua, como dice Píndaro, es excelente; pero por demasiado común no es estimada. Por lo
demás, hacednos a Clinias y a mí el favor de recibirnos en el número de vuestros discípulos.
Dicho esto, y después de varios discursos semejantes, amigo Critón, nos separamos. Mira, pues,
si quieres tomar con nosotros lecciones de estos extranjeros. Se manifiestan decididos a enseñar su
arte por el dinero a cualquiera que se presente, y sean las que quieran su edad y la disposición de su
espíritu. También aseguran, y es bueno que lo sepas, que su ciencia se armoniza perfectamente con el
afán de entregarse a los negocios.
CRITÓN. —Verdaderamente, Sócrates, no tengo aversión a la ciencia, y con gusto intentaría en
ella algún adelanto, pero temo ser del número de aquellos que no se parecen a Eutidemo, y que como
ya lo has dicho, se abochornarían menos de verse refutados, que de refutar a los demás con tales
artificios. No es mi ánimo darte consejos, pero no estará fuera de su lugar referirte lo que oí decir a
uno que venía de vuestra reunión. Estando paseándome, tropecé con uno de aquellos que pasan por
grandes hombres de negocios:
—¡Oh Critón! —me dijo—, ¿has oído a estos filósofos?
—No, ¡por Zeus! —le contesté—; la excesiva concurrencia me ha impedido aproximarme.
—Bien merecen que se les oiga —me respondió.
—¿Por qué? —le dije.
—Son los primeros hombres del mundo en su clase.
—¿Pero qué te parecen? —repuse.
—Lo que me parece —respondió— es que solo se les oye decir bagatelas, y que todo su talento lo
emplean en insulseces; estas son sus palabras.
—Sin embargo —le dije—, ¡es tan apreciable la filosofía!
—¿Por qué apreciable? Ningún provecho se saca de ella. Y si hubieras presenciado esta polémica,
te habrías compadecido de tu amigo, porque es muy ridículo, que haya tomado por maestros a estos
sofistas. Sin embargo, toda su ciencia no es más que un juego de palabras, y han renunciado
completamente al buen sentido. Cuantos se consagran a esa profesión, pasan la vida entregados a esta
clase de sutilezas. A decirte verdad, Critón, la filosofía, como los que se entregan a ella, es un
conjunto de frivolidades y ridiculeces.
—Yo no encuentro, sin embargo, Sócrates, que ni él ni nadie tengan razón para hablar mal de este
estudio, pero no le ha faltado para reprender a los que disputan públicamente con estos extranjeros.
SÓCRATES. —Te aseguro, Critón, que son muy singulares estos hombres; ¿pero quién es ese que
encontraste, y que tan mal está con la filosofía? ¿Es alguno que siga la carrera del foro y sobresalga
por su elocuencia, o es de los que componen arengas para que otros las pronuncien?
CRITÓN. —No, ¡por Zeus!, no es un orador, ni creo que haya hecho nunca defensas en el foro,
pero se dice que es muy entendido en el derecho, y que compone excelentes defensas para otros.
SÓCRATES. —Ya entiendo; es uno de los que Pródico colocaba entre la política y la filosofía; se
consideran a sí mismos como muy entendidos, y creen pasar por tales en la mente de la mayor parte
de los hombres; pero se imaginan que los filósofos impiden que su reputación sea universal. Están
persuadidos de que si pudiesen desacreditar y hacer despreciables a los filósofos, entonces gozarían
ellos sin rivalidad de una gloria plena y completa. No dudan de la superioridad de su mérito, pero
cuando encuentran a ti, a Eutidemo y sus partidarios no dejan de tener cierta aprensión. Se creen los
más sabios, porque tienen alguna tintura de la ciencia política y de la filosofía, y en este concepto
participan de ambas en lo puramente necesario, y sin correr el azar de las discusiones, cogen
tranquilamente los frutos de su sabiduría.
CRITÓN. —¿Pero no apruebas lo que dicen? Su discurso tiene, sin embargo, cierto aire de
verdad.
SÓCRATES. —Es cierto; hay apariencia pero no solidez en lo que dicen; no hay medio de
persuadirles de que todo lo que se encuentra entre el bien y el mal, y está por esto mezclado, es peor a
causa del mal y mejor a causa del bien; que dos bienes unidos y que no tienden al mismo fin se
estorban recíprocamente para llegar al término que cada uno de ellos se propone; que por la misma
razón, la mezcla de dos males contrarios corrige su malignidad; de suerte que si la filosofía es una
cosa buena y lo es también la ciencia política, y ambas tienen fines diferentes, los que participan de la
una y de la otra y están entre las dos, no son tan buenos como los filósofos, ni tan buenos como los
políticos; y que si la filosofía es un bien y la política un mal, serán mejores que los primeros y
peores que los segundos; y que si son dos males, entonces de lleno tendrán razón, y solo así pueden
tenerla. Pero no creo, que pretendan, que la filosofía y la ciencia política sean dos males, ni que la
una sea un mal y la otra un bien. Estos semi-políticos y semi-filósofos no pueden tomar asiento sino
después de los filósofos y de los políticos, y sin embargo, aquellos se colocan por encima de estos.
Es preciso sin duda ser indulgentes con su vanidad, sin concederles sin embargo el rango que no
merecen tener, porque debe apreciarse a todos aquellos que se esfuerzan en cultivar todo lo que es
racional, y que trabajan con ardor para conseguirlo.
CRITÓN. —Por lo demás, Sócrates, como ya te he dicho, me inquieta y me preocupa mucho la
educación de mis hijos; el más joven aún no está en edad, pero Critóbulo, que es el mayor, es ya
grande y tiene necesidad de un preceptor que le forme el espíritu. Todas las veces que converso
contigo sobre este objeto, quedo persuadido de que es una gran locura desatender su educación, y no
pensar más que en casarles con jóvenes ricas y de familias distinguidas. Por otra parte, cuando
considero los que hacen profesión de educar a la juventud, si he de decirte la verdad, me aterran,
porque me parecen tan indignos como incapaces. Asíes que yo no veo la razón que pueda obligarme
a dedicar mi hijo al estudio de la filosofía.
SÓCRATES. —¡Oh mi querido Critón! ¿No sabes que el mundo está lleno de gentes que ignoran
el oficio de que hacen profesión? ¿Que hay muy pocos que lo sepan, y que merezcan que se haga
caso de ellos? ¿No estimas la ciencia económica, la retórica, el arte militar?
CRITÓN. —Ciertamente, las estimo.
SÓCRATES. —Sin embargo, ¡cuántos, entre los que enseñan estas ciencias, te parecerán
realmente ridículos!
CRITÓN. —¡Por Zeus!, dices la verdad.
SÓCRATES. —Y bien, visto esto, ¿te separarás tú y separarás a tus hijos de todas estas
ocupaciones?
CRITÓN. —Creo que obraría mal.
SÓCRATES. —No lo hagas, Critón. No mires, si los que son profesores de filosofía son buenos o
malos, sino fíjate en la filosofía misma. Si la juzgas mala, separa, no solo a tus hijos, sino también al
resto de los hombres; si la encuentras tal como a mí mismo me ha parecido siempre, aplicaos a ella
tú y tus hijos con todas vuestras fuerzas.
EL SOFISTA
Argumento de El sofista[1]
por Patricio de Azcárate

¿Qué quiere decir sofista? La respuesta a esta pregunta debería ser la definición del sofista. ¿Pero
de qué medio nos valdremos para ello y ante todo para definir en general? Un ejemplo, escogido
entre los más sencillos, va a mostrárnoslo.
Sea el del pescador de caña.
Es evidente que el pescador de caña practica cierto arte. Pero entre las artes, las que siembran y
recogen, o acomodan las cosas a nuestro uso, o imitan, en una palabra, que dan el ser a lo que no lo
tenía, componen en conjunto el arte de hacer; las que se aplican a las cosas ya existentes y nos las
procuran, ya por medio de razonamientos, ya por medio de actos, constituyen el arte de adquirir.
En el arte de adquirir es preciso distinguir la adquisición por consentimiento mutuo, como
cuando se compra, y la adquisición violenta, como cuando se toma por fuerza.
En la adquisición violenta, la que procede por fuerza manifiesta como un combate, y la que
procede por astucia, como la caza.
En la caza, la de cosas y la de animales.
En la caza de animales, la de los animales que andan, y la de los animales que nadan (en un fluido
cualquiera, agua o aire).
En la caza de los animales nadadores, la de las aves y la de los pescados, es decir, la pesca.
En la pesca, la que emplea redes para coger el pescado y la que emplea el hierro para herirle.
En la pesca con el hierro, la de noche y la de día, con ganchos.
En la pesca con ganchos, la que tiene lugar hiriendo al pescado de alto abajo, o la pesca con
arpón, y la que tiene lugar buscando la cabeza y el tragadero por medio de la caña y del anzuelo,
tirando de abajo arriba, o sea la pesca con anzuelo o con sedal.
He aquí la definición del pescador de caña: es un hombre que practica un arte, y este es el arte de
adquirir con violencia, con astucia; es la caza de animales que nadan en un fluido cualquiera, de los
pescados; es la pesca, la pesca con hierro, con ganchos, con caña, es decir, con sedal, y un gancho
que saca el pescado de abajo arriba por la cabeza o tragadero, es decir, un anzuelo.
Procediendo de igual modo se definirá lo mismo el sofista.
I. Desde luego el sofista practica un arte: ¿cuál?
Este arte, como el del pescador de caña, es cierto género de caza: ¿qué caza?
La caza en general comprende la de los animales andadores y la de los animales nadadores; el
arte del pescador de caña pertenece a la última; el del sofista a la primera.
En la caza de los animales andadores, es preciso distinguir la caza de los animales salvajes y la de
los animales domesticados, particularmente los hombres.
En la caza de los animales domesticados, la caza violenta, como la piratería, la tiranía, la guerra;
y la caza por la persuasión, que tiene lugar en los tribunales, en las asambleas populares, en las
conversaciones.
En la caza por la persuasión, la caza pública y la caza privada.
En la caza privada, la que se hace con agasajos, es decir, el amor; y aquella en que se busca un
salario.
En la caza donde se busca un salario, aquella en la que se atraen las gentes por medio de caricias,
empleando el cebo del placer, sin otro objeto que el de procurarse el sustento, esto es, la adulación; y
la que aparenta no querer otra cosa que enseñar la virtud y lo que realmente quiere es hacerse con
dinero contante; este es el arte del sofista.
Ya tenemos el sofista definido: es un hombre que practica un arte, y este arte es la caza; la caza de
animales andadores, domesticados, de hombres; es la caza privada, que busca un salario en dinero
contante, y que se apodera, valiéndose del cebo engañador de la ciencia, de jóvenes ricos y de
distinción.
II. Tal es el arte del sofista, pero no es esto todo, porque es muy diverso y muy complicado. He
aquí una segunda forma.
Se ha dicho antes, que el arte de adquirir comprende la adquisición por la caza y la adquisición
por mutuo consentimiento.
En la adquisición por mutuo consentimiento, es preciso distinguir la adquisición por donación y
la adquisición por compra.
En la adquisición por compra, se distingue el comercio de primera mano, cuando se venden los
propios productos, y el comercio de segunda mano, cuando se venden los productos ajenos.
En el comercio de segunda mano, el despacho, que se hace en una sola ciudad, y el negocio que se
hace en diferentes ciudades.
En el negocio, el que afecta a las cosas del cuerpo, y el que trata de las cosas que se refieren al
alma.
En el negocio de las cosas del alma, la exhibición de los objetos de ostentación y de lujo, y el
cambio de conocimientos.
En el cambio o comunicación de los conocimientos, el de los relativos a las artes en general, y el
de los relativos a la virtud, es decir, el arte del sofista.
He aquí el sofista definido de nuevo. Su arte es el de adquirir amistosamente, por el comercio
exterior; es el negocio, el negocio de las cosas del alma, de los conocimientos relativos a la virtud.
III. Pero el sofista no trafica necesariamente con los productos de otros. Puede suceder que, fijo
en su ciudad natal, fabrique, para ponerlos en venta, los conocimientos cuyo objeto es la virtud, y
gane su vida con este oficio. En tal caso, su arte se presenta bajo una tercera forma más general; es el
arte de adquirir amistosamente por el comercio interior o exterior, ya fabrique o ya reciba las cosas
que vende, con tal de que estas cosas sean conocimientos, que tengan por objeto la virtud.
IV. Siguiendo esta indagación, encontraremos aún al sofista en alguna otra de nuestras divisiones.
En efecto, hemos visto que el arte de adquirir comprende, además de la adquisición por mutuo
consentimiento, la adquisición violenta, a viva fuerza, el combate.
En el combate, es preciso distinguir la lucha entre rivales, y la lucha entre enemigos.
En la lucha entre enemigos, la que se hace cuerpo a cuerpo, y la que se hace oponiendo discurso a
discurso, es decir, la controversia.
En la controversia, la que procede mediante largos discursos, en público, sobre lo justo y lo
injusto, la controversia judicial; y la que procede por preguntas y respuestas, entre particulares, sobre
cualquier materia, la disputa.
En la disputa, la que es extraña al arte y que no tiene nombre, y la que tiene en mucho a aquel, que
es la discusión.
¿En la discusión, la que no tiene otro objeto que el placer de discutir, y que podemos llamar
palabrería, y la que se propone ganar dinero; y qué otro nombre puede dársele sino el de arte
sofística?
Luego el arte del sofista no es otra cosa que el arte de ganar dinero por la discusión, y forma
parte del arte de disputar, del arte de controvertir, del arte de luchar, del arte de combatir, y por
consiguiente del arte de adquirir.
V. Ya se ve en claro que el sofista es, como suele decirse, un animal vario y que no se deja
prender con una sola mano. Pero ahora vamos a verlo más en claro aún, porque he aquí un nuevo
rastro para seguirle.
Hay un arte de distinguir, al que se refieren una multitud de operaciones, tales como ahechar,
acribar, entresacar, etc.
En el arte de distinguir, es preciso considerar la operación que separa lo semejante de lo
semejante, y la que separa lo mejor de lo peor, para guardar lo primero y desechar lo segundo; es la
purificación.
En la purificación, la que concierne a los cuerpos, ya animados, como la gimnasia, ya
inanimados, como el lavado; y la que concierne al alma.
Purificar el alma es desterrar de ella la maldad. Pero hay dos clases de maldades, la del vicio y la
de la ignorancia. La purificación del alma comprende por lo tanto la justicia y la enseñanza.
En la enseñanza, es preciso distinguir la que se refiere a los oficios mecánicos, y la educación,
cuyo objeto es desterrar el género de ignorancia, llamado necedad, la cual consiste en imaginarse
que se sabe lo que no se sabe.
En la educación, la reprensión, que tan pronto se verifica con severidad, como con dulzura; y la
refutación que vuelve a la modestia a los que creen saber y no saben, obligándoles a ponerse en
contradicción consigo mismos.
Este método de refutación se parece mucho a la sofística, pero a la sofística de noble raza. De
suerte, que el arte del sofista es el arte de discernir, el arte de purificar, de purificar el alma; es la
enseñanza, es la educación, es la refutación, que confunde la vanidad de la falsa ciencia.
VI. Tenemos, pues, que el sofista se nos presenta sucesivamente como un cazador de jóvenes
ricos; como un comerciante, negociando las cosas del alma, los conocimientos relativos a la virtud;
como un fabricante de estos mismos objetos; como una especie de atleta de la palabra, que tiene por
oficio el disputar y discutir; en fin, como un purificador del alma mediante la refutación. Si todos
estos nombres le convienen, es preciso decir, sin embargo, que ante todo y esencialmente es un
disputador. Bajo este punto de vista vamos a examinarlo.
El sofista no se limita a discutir; enseña a los demás a discutir como él, y sobre todas las cosas.
Cualquiera creerá que posee la ciencia universal, pero su ciencia no es más que aparente; en lugar de
la verdad solo presenta imágenes de ella, y el arte que ejerce pertenece al gran arte de la imitación.
El arte de imitar comprende dos especies: el arte de copiar, que reproduce exactamente las
proporciones del modelo; y el arte de la fantasmagoría, que le modifica según la distancia y la
perspectiva para agradar a la vista por medio de una engañosa semejanza.
Quizá el sofista está comprendido en esta última división. Pero aquí se presenta una gran
dificultad. Porque convertir al sofista en autor de palabras y pensamientos falsos, es manifiestamente
suponer que el no-ser es. ¿Y se puede, sin ofensa de la razón, admitir que el no-ser es?
He aquí ciertamente un punto de difícil decisión. En efecto, no se puede enunciar el no-ser, puesto
que enunciándolo, se le aplica a alguna cosa, y es consecuencia de su esencia el no poderse aplicar a
nada. No se puede enunciar el no-ser, puesto que, enunciándolo, se le atribuye la unidad o la
pluralidad; es decir, el número, es decir, algún ser, y es una contradicción atribuir algo que es al no-
ser. Del no-ser nada se puede decir. No está al alcance del pensamiento, ni del lenguaje, ni de las
palabras, ni del razonamiento. Y sin embargo, ¡cosa extraña!, en el instante mismo en que afirmamos
que no se puede hablar del no-ser, hablamos de él, y en el acto mismo, en que no podemos atribuirle
ni el número ni el ser, le atribuimos el ser y el número; de suerte que somos vencidos a despecho de
nuestros esfuerzos en este combate con el no-ser.
Notad que esta dificultad es inevitable, y que no hay salida para ella. Si decimos que el sofista es
un autor de ficciones, se nos obligará a confesar, que una ficción es una apariencia; es decir, si se le
compara a la realidad, es un no-ser; de donde se sigue que, teniendo una ficción cierta existencia, el
no-ser tiene cierta existencia.
Y así la máxima de Parménides: el ser existe, el no-ser no existe, tiene necesidad de corregirse;
puesto que, si bien se mira, el ser no existe en cierta manera, y recíprocamente el no-ser existe en
cierto modo.
El ser, cuando se mira de cerca, no es más fácil de entender que el no-ser.
Ciertos filósofos dicen, que el universo es uno, pero si el universo existe y es uno, el ser y la
unidad son una sola y misma cosa, y entonces ¿para qué dos nombres? Estos mismos filósofos dicen
que el todo no difiere de este ser y de esta unidad, que se confunden. Pero un todo, teniendo partes, no
es la unidad misma, sino que solo participa de ella. Y si el ser no es un todo, sino por participar de la
unidad; y si el todo es alguna cosa, al ser falta algo de sí mismo, y es el no-ser.
Los que confunden el ser y el cuerpo se verán también confusos si sobre esto se les interroga. En
efecto, un ser animado y mortal es ciertamente un ser. Pero en un ser animado y mortal hay dos
cosas: un cuerpo y un alma.
El alma, por lo tanto, es un ser. Pero esta alma es justa; aquella injusta; una alma es sabia, otra
insensata. La justicia es la que, presente o ausente, hace al alma justa o injusta; es la sabiduría la que,
presente o ausente, hace al alma sabia o insensata. La justicia, la sabiduría y todas las demás cosas
semejantes existen verdaderamente; son verdaderamente seres. ¿Son cuerpos? No. El ser no se
confunde con el cuerpo; y si se quisiese definirlo, quizá sería preciso decir que es cualquier poder,
capaz de producir o de sufrir una acción cualquiera.
En fin, los partidarios de las ideas no salen mejor del conflicto. Distinguen entre la generación y
el ser. Pretenden que el ser es inmutable, y que no puede obrar, ni padecer. Pero el alma conoce: he
aquí ya un ser activo. Pero el alma conoce diversos objetos, que desde aquel acto son conocidos: he
aquí seres pasivos. ¿Cómo el ser podrá ser por esencia inmóvil? ¡Entonces no participaría de la
augusta y santa inteligencia! Es cierto, que no está en un perpetuo movimiento, porque en este caso no
habría objeto que pudiera ni conocer, ni ser conocido, y no habría conocimiento. El ser no está ni
exclusivamente en movimiento ni exclusivamente en reposo; está alternativamente en proporciones
diversas en uno y en otro estado.
Ningún filósofo, pues, ha llegado aún a explicar el ser de una manera conveniente; y quede
sentado, que el ser es tan oscuro, por lo menos, como el no-ser.
Hagamos, sin embargo, un esfuerzo para hacer penetrar alguna luz en esta noche cerrada.
Una cuestión capital y que importa resolver aquí, es saber si todos los géneros están separados,
sin comunicación posible entre sí, o si comunican todos, o si unos comunican y otros no.
Por lo pronto no puede admitirse que todos los géneros están separados y sin comunicación
posible. Porque si el movimiento no participa del ser, no hay movimiento; si el reposo no participa
del ser, no hay reposo. Y he aquí un grave conflicto para los filósofos, que ponen en movimiento el
universo y para los que lo tienen en reposo; como igualmente para aquellos que, en el sistema de las
ideas, quieren que el ser subsista siempre invariable y en el mismo estado.
Tampoco se puede admitir que todos los géneros se comunican, puesto que el reposo estaría en
movimiento, y el movimiento estaría en reposo.
Por consiguiente, la tercera hipótesis es la verdadera. Con los géneros sucede lo que con las letras
del alfabeto, de las cuales unas concuerdan entre sí y otras no; ciertos géneros pueden unirse, otros
no pueden. Y así, como hay un arte para reconocer la correlación de las letras entre sí, a saber, la
gramática; hay un arte, el primero de todos, para reconocer la conformidad de los géneros entre sí, a
saber, la dialéctica.
Examinemos, por lo tanto, no todos los géneros, sino los principales en sí mismos y en sus
diversas asociaciones; quizá llegaremos por este camino a saber alguna cosa del ser y del no-ser, y
singularmente si el no-ser está privado absolutamente de la existencia.
Ya hemos citado el ser, el reposo y el movimiento. Hemos dicho que los dos últimos no pueden
mezclarse, pero que el ser puede mezclarse con cada uno de ellos. Observemos ahora que cada uno
de estos tres géneros es otro respecto a los otros dos, y es el mismo respecto a sí mismo. Lo otro y lo
mismo: he aquí dos nuevos géneros.
Estos dos son profundamente distintos de los precedentes. Lo son del movimiento y del reposo,
porque pueden ser aplicados igualmente al uno y al otro. Lo son del ser, porque si el ser se
confundiese con lo mismo, diciendo, que el reposo y el movimiento existen, se diría que son lo
mismo; porque si el ser se confundiese con lo otro, pudiendo el ser ser considerado en sí mismo, se
seguiría que lo otro podría ser considerado sin relación a ninguna otra cosa, lo que implica
contradicción.
Lo otro y lo mismo son, por consiguiente, géneros reales, irreducibles, lo mismo que los otros
tres.
Pero tened en cuenta que se da lo mismo en todos los otros géneros, porque cada género es lo
mismo respecto a sí mismo. Pero se da igualmente lo otro en todos los géneros, y hasta en el ser,
porque cada género es otro que todo lo demás, no por su naturaleza propia, sino porque participa de
la idea de lo otro.
De aquí una doble consecuencia.
En primer lugar, puesto que el ser participa de lo otro, participa, por lo tanto, del no-ser; en otros
términos, puesto que se da lo otro en el ser, se da el no-ser en el ser. Lo que es contradictorio en
apariencia, no en realidad; porque el no-ser no es contrario al ser, sino solo diferente del ser; y
diciendo que el ser no es en cierta manera, nosotros solo entendemos que no es lo grande, lo bello,
etc.; que es simplemente el ser.
En segundo lugar, puesto que todos los géneros participan de lo otro, son, por consiguiente, otros
que el ser, y encierran, por lo tanto, el no-ser, y como lo otro existe verdaderamente, este no-ser
existe verdaderamente. En otros términos, puesto que un género es otro que los demás géneros, tiene
cada uno infinitamente del no-ser, y este no ser es tan verdadero como lo otro, que es perfectamente
verdadero. Pero aquí también hay y no hay contradicción. Porque, repito, el no-ser no es opuesto al
ser, sino solamente otro que el ser.
Luego el no-ser existe en el estado de no-ser; entra en el número de los seres como una de sus
especies.
He aquí a qué resultado se ve uno lógicamente conducido, cuando descarta con una mano el
sistema de los que confunden todos los géneros, afirmando que el movimiento es el reposo, y el
reposo el movimiento; que lo grande es lo pequeño, y lo pequeño lo grande etc., lo que es
visiblemente absurdo; y con otra mano el de los filósofos, que los separan todos, haciendo de esta
manera imposibles el pensamiento y el lenguaje.
Pero si el no-ser existe en cierta manera, el error existe igualmente; hay discursos falsos,
pensamientos falsos; hay un arte de fantasmagoría; y el sofista, refugiado en este último
atrincheramiento, podría muy bien verse aquí atacado como lo ha sido en todos los demás.
Que hay falsos discursos es cosa que no puede negarse. Siempre que reunimos nombres y verbos,
expresamos algo sobre alguno, y si expresamos lo que es como siendo, lo que no es como no siendo,
el discurso es verdadero; sí, por el contrario, expresamos lo que es como no siendo, lo que no es
como siendo, el discurso es falso.
Pero el pensamiento no difiere notablemente del discurso, puesto que es el diálogo interior del
alma consigo misma; y así es verdadero con el discurso verdadero, y falso con el discurso falso.
El arte de la fantasmagoría es por lo tanto un arte verdadero.
Pero comprende dos partes: la una en la que nos servimos de instrumentos extraños; la otra en la
que uno mismo es su propio instrumento, como cuando imita con la voz la de una persona extraña; la
mímica.
En la mímica, es preciso distinguir entre los que saben lo que imitan, como sucede cuando se
desfigura un semblante bien conocido; y los que no lo saben, como sucede cuando uno en sus
discursos se da el aire de hombre virtuoso sin serlo en realidad. Llamemos imitación, según cierto
parecer, a esta parte inferior de la mímica.
Los imitadores según cierto parecer son meros imitadores, si creen saber aquello acerca de lo
que no tienen más que una opinión; e imitadores irónicos, si tienen conciencia de su ignorancia.
En fin, entre los imitadores irónicos, los unos ejercitan su ironía en público, en largos discursos
dirigidos a la multitud; otros la ejercitan en particular, por medio de discursos interrumpidos aquí y
allá, y obligan a su interlocutor a contradecirse; estos son los sofistas.
Un hombre que contradice, empleando la ironía, imitando según su parecer, ejerciendo el arte de
la fantasmagoría y de las ficciones; tal es el verdadero sofista «de raza y de sangre».
Hemos hecho aquí un análisis no solo exacto, sino muy extenso y completo, del sofista, para que
el lector por sí mismo pueda formar una opinión propia sobre el sentido y la extensión de este difícil
diálogo. Habrá observado tres cosas, que constituyen su contenido y en las que consiste todo su
mérito:
1.ª El método que procede por división y composición, por análisis y síntesis, para venir a parar a
una definición. Lo encontraremos de nuevo en el Político, y lo hubiéramos encontrado en el Filósofo,
si Platón lo hubiera escrito, como parece se proponía hacerlo.
2.ª Una serie de definiciones del sofista, definiciones a la vez diferentes y análogas, y que tienen
el mérito de presentarnos a aquel bajo todas sus diversas fases, y la sofística con todos sus
principales y esenciales caracteres.
3.ª Con motivo de la última de estas definiciones, una larga y sutil discusión de la tesis de
Parménides, que el ser existe, que el no-ser no existe; y con motivo de esta discusión, el examen del
problema: los géneros están todos mezclados o todos separados, o los unos mezclados y los otros
separados; y finalmente, esta conclusión: que el no-ser no es lo contrario del ser, y que existe en
cierta manera.
Se comprende bien, que esta parte eminentemente sutil del Sofista, aunque no es el objeto
principal del diálogo, haya llamado de una manera muy particular la atención de los comentadores y
de los filósofos. Además de las indicaciones históricas que encierra, y que le dan un valor
extraordinario, aclara los puntos más importantes de la teoría de las ideas, y de lo que podría
llamarse la metafísica platónica.
Hay la costumbre de amalgamar la teoría de las ideas con la teoría de los números, pero no es
este su único antecedente, ni el más directo, ni el más atendible. Había una teoría de las ideas nacidas
del eleatismo en la escuela de Megara, y de ella procede la teoría de Platón, y esto es lo que resulta
probado en el Sofista. Porque en Megara no se contentaban con sentar las ideas, sino que sentadas se
examinaba también, si comunicaban entre sí o no. Se comprende que este es un problema capital, y
que mientras no se resuelva, la teoría de las ideas queda incompleta, y hasta puede decirse que queda
nula y como si no existiera.
Pues bien; Platón resuelve este problema en el Sofista. ¿Cómo? Descartando dos soluciones
contrarias, únicas que habían sido sostenidas antes de él; la que quiere que todas las ideas participen
indistintamente las unas de las otras, y la que quiere que ninguna idea participe de ninguna otra idea.
No le es difícil probar que tan absurdo es confundirlo todo, como separarlo todo. Estableciendo una
solución intermedia, a saber, que ciertas ideas se atraen por una afinidad natural, y que otras ideas se
rechazan entre sí por una natural contradicción, sienta, como una verdad, que hay ideas que se
comunican, e ideas que no se comunican, y de aquí el arte de la dialéctica, cuyo objeto propio es
determinar qué ideas son comunicables, y qué ideas son incomunicables.
Pero resolviendo este problema, Platón resuelve otro de un interés más universal, es decir, más
independiente de su doctrina particular. ¿Es cierto que del ser solo puede decirse que existe, y del no-
ser que no existe?
Ni lo uno ni lo otro es cierto. En efecto, todas las ideas participan de lo mismo y de lo otro. En
tanto que participan de lo mismo, cada una de ellas no puede menos de afirmarse: el ser es aquello
que existe, el no-ser es aquello que no existe. Pero en tanto que las ideas participan de lo otro, cada
idea se distingue de todas las demás, y en este sentido se da el no-ser en el ser, y el ser en el no-ser. Es
decir, y no nos engañemos, el ser no es un ideal sin determinación, y el no-ser no es una sombra sin
realidad. Es decir, Dios no es todo y el mundo nada.
Platón insiste particularmente sobre esta proposición: el no-ser existe en cierta manera. El objeto
del diálogo, a saber, la definición del sofista, lo reclamaba así, y por una dichosa casualidad
importaba sobre todo restablecer la realidad del no-ser contra Parménides, que la negaba, y absorbía
todo lo demás en el vasto seno del ser indeterminado. Por este medio opone su propia doctrina al
eleatismo; la doctrina que distingue el mundo del principio del mundo a aquella que los confunde; la
verdad, al error.
Tal es, si no nos equivocamos, la verdadera importancia de esta parte del Sofista; ella da a la
teoría de las ideas su indispensable complemento; a la metafísica platónica su verdadero sentido, su
exacta extensión, su valor y su título a la consideración de la posteridad.
El sofista o del ser
TEODORO — TEETETO — UN EXTRANJERO DE ELEA — SÓCRATES

TEODORO: —Como convinimos ayer, Sócrates, aquí estamos cumpliendo nuestra cita
puntualmente, y te traemos a este extranjero, natural de Elea, de la secta de Parménides y Zenón, que
es un verdadero filósofo.
SÓCRATES. —Quizá, querido Teodoro, en lugar de un extranjero, me traes algún dios. Homero
refiere[1] que los dioses, y particularmente el que preside a la hospitalidad, han acompañado muchas
veces a los mortales justos y virtuosos, para venir entre nosotros a observar nuestras iniquidades y
nuestras buenas acciones. ¿Quién sabe si tienes tú por compañero alguno de estos seres superiores,
que haya venido para examinar y refutar nuestros débiles razonamientos, en una palabra, una especie
de dios de la refutación?
TEODORO. —No, Sócrates; no tengo en tal concepto a este extranjero; es más indulgente que los
que tienen por oficio el disputar. Pero si no creo ver en él un dios, lo tengo por lo menos por un
hombre divino, porque para mí todos los filósofos son hombres divinos.
SÓCRATES. —Perfectamente, mi querido amigo. Podría suceder que fuese más difícil reconocer
esta raza de filósofos que la de los dioses. Estos hombres, en efecto, que la ignorancia representa
bajo los más diversos aspectos, van de ciudad en ciudad (no hablo de los falsos filósofos, sino de los
que lo son verdaderamente) dirigiendo desde lo alto sus miradas sobre la vida que llevamos en estas
regiones inferiores, y unos los consideran dignos del mayor desprecio y otros de los mayores
honores; aquí se les toma por políticos, allí por sofistas, y más allá falta poco para que los tengan por
completamente locos. Quisiera saber de nuestro extranjero, si no lo lleva a mal, qué opinión se tiene
de todo esto en su país, y qué nombre se le da.
TEODORO. —¿De quiénes hablas?
SÓCRATES. —Del sofista, del político y del filósofo.[2]
TEODORO. —Pero ¿qué es lo que tanto te embaraza y te hace dirigir esta pregunta al extranjero?
SÓCRATES. —Lo siguiente. ¿Representan estos nombres en Elea una sola cosa o dos; o bien, así
como son tres nombres, distinguen tres clases de individuos, aplicando a cada nombre particular una
clase particular?
TEODORO. —Creo que no tiene inconveniente en explicarte esto. ¿No es así, extranjero?
EXTRANJERO. —Asíes querido Teodoro. Nada me lo impide, y no es difícil responder que entre
nosotros son tres clases distintas. Pero definir con claridad cada una de ellas y su naturaleza no es
ciertamente fácil tarea.
TEODORO. —La casualidad ha querido, Sócrates, que hayas tocado cuestiones muy análogas a
las que habíamos suscitado con este extranjero antes de venir aquí. Lo que te respondió ahora nos lo
había ya dicho, y ha oído muchas veces hacer estas distinciones, y se acuerda muy bien de ellas.
SÓCRATES. —No puedes, extranjero, rehusarnos la primera gracia que te pedimos. Pero dime,
¿cómo acostumbras a discutir? ¿Prefieres explicar por ti mismo en largos discursos lo que te
propones demostrar o gustas más proceder por preguntas y respuestas, a ejemplo de Parménides, a
quien oí discutir, siendo yo muy joven y él muy avanzado en años?
EXTRANJERO. —Si tropiezo con un interlocutor fácil y de buena voluntad, es preferible el
diálogo; pero, en otro caso, es mejor hablar solo.
SÓCRATES. —Escoge entre nosotros el que te agrade. Todos estamos a tus órdenes. Pero si me
crees, dirígete más bien a un joven, por ejemplo, a nuestro querido Teeteto, o bien a cualquier otro, si
lo prefieres.
EXTRANJERO. —Mi querido Sócrates, es la primera vez que me encuentro con vosotros, y
tengo cierto encogimiento al ver que, en lugar de una conversación donde una palabra llama a otra,
tengo que extenderme en un discurso largo y comprometido, sea solo o con otro, pero como en una
exposición pública. Porque, en verdad, el objeto que nos ocupa no es tan sencillo como parece,
puesto que exige para ser tratado grandes desarrollos. Por otra parte, ¿cómo rehusar complacerte a ti
y a tus amigos después de lo que acabas de decir? Ésta sería una conducta tan indigna como grosera
en un huésped. ¿Cómo no he de tener el mayor interés en aceptar por interlocutor a Teeteto, habiendo
ya conversado con él, y siendo tú el que me invitas?
TEETETO. —¿Pero, extranjero, crees que obrando así te haces más acepto a todos, como lo
asegura Sócrates?
EXTRANJERO. —Temo que no hay tampoco nada que decir sobre este punto, mi querido
Teeteto. Está visto, según se anuncia, que tengo que entrar en lid contigo, y si te fastidia lo largo de la
discusión, no a mí, sino a tus buenos amigos es a quienes tienes que echar la culpa.
TEETETO. —Creo que no te faltaré, y si tal sucediese, ocuparía mi puesto este joven, tocayo de
Sócrates, de la misma edad que yo, mi compañero de gimnasia, y que ha adquirido el hábito de
ayudarme en mis trabajos.
EXTRANJERO. —Perfectamente; pero eso ya lo pensarás durante la discusión; ahora es preciso
unir nuestros esfuerzos. Debemos, si no me engaño, empezar por el sofista, indagando y explicando
claramente lo que es. Porque hasta ahora tú y yo estamos de acuerdo solo en el nombre; en cuanto a
la cosa designada por este nombre, podríamos cada uno de nosotros formar una idea diferente. De
cualquier objeto que se trate, vale más extenderse sobre la cosa, definiéndola, que sobre el nombre
sin definirlo. No es fácil, por desgracia, reunir los caracteres de esta especie de hombre que se llama
el sofista. En todas las grandes empresas, cuando se quiere salir con honor, es opinión general y muy
antigua, que conviene ejercitarse al principio sobre los objetos más pequeños, para no llegar sino
más tarde a los grandes. Hoy, mi querido Teeteto, puesto que juzgamos difícil descubrir la definición
del sofista, me parece que haremos bien, y que está en nuestro interés, en poner este método a prueba,
procediendo a hacer otra indagación que sea más fácil. ¿Conoces quizá otro camino más cómodo?
TEETETO. —No, ciertamente; no lo conozco.
EXTRANJERO. —¿Quieres que nos dediquemos por lo pronto a una cuestión de poca
importancia, para tener un modelo que seguir en nuestro principal asunto?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Qué cosa nos propondremos que sea fácil de conocer, de poco interés, y que
no tenga, sin embargo, menos necesidad de explicación que otras cosas más grandes? Por ejemplo: el
pescador de caña ¿no es un objeto que está al alcance de todos, y que solo reclama una mediana
atención?
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —De esta manera encontraremos, como lo espero, el método y el procedimiento
conveniente para conseguir el objeto que nos proponemos.
TEETETO. —Eso sería una gran cosa.
EXTRANJERO. —Pues bien, comencemos de esta manera. Respóndeme: el pescador de caña ¿es
un artista o un hombre sin arte, pero dotado de alguna otra propiedad?
TEETETO. —No puede decirse que sea un hombre extraño a toda clase de artes.
EXTRANJERO. —Pero las artes en general ¿no se dividen en dos especies?
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —La agricultura y todos los cuidados que se refieren a los cuerpos vivos, que la
muerte puede destruir; el arte de hacer con materiales cosas de formas diversas, como lo que
llamamos utensilios; las artes de imitación; todo esto, en fin, ¿no es justo designarlo con un solo
nombre?
TEETETO. —¿Qué quieres decir? ¿Con qué nombre?
EXTRANJERO. —Cuando una cosa, que no existía antes, llega después a existir, ¿no decimos de
aquel por quien existe, que hace, y de la cosa que existe, que es hecha?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Ytodas las artes, que acabamos de numerar, ¿no se distinguen por este
carácter?
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —Podríamos, pues, reunirlas bajo un nombre colectivo, y llamarlas el arte de
hacer.
TEETETO. —Sea así.
EXTRANJERO. —Pero, por otra parte, la clase de las ciencias en general y de los conocimientos,
el arte del lucro, el de la lucha, el de la caza y todas las artes que no labran ni fabrican nada, sino que
nos proporcionan, por palabras o por actos, cosas existentes ya, y ya hechas, o las disputan a los que
querrían proporcionárselas, ¿no convendría considerarlas todas como partes del arte de adquirir?
TEETETO. —Sí; sería conveniente.
EXTRANJERO. —Comprendiendo el arte de adquirir y el arte de hacer todas las artes
particulares, ¿a cuál de las dos, mi querido Teeteto, referiremos la pesca de caña?
TEETETO. —A la de adquirir, evidentemente.
EXTRANJERO. —Pero el arte de adquirir se divide en dos especies. La una consiste en el cambio
por consentimiento mutuo, por medio de donativos, salarios y mercancías; y la otra, que se verifica
por medio de palabras o de hechos, consiste en el uso de la fuerza.
TEETETO. —Parece que sí.
EXTRANJERO. —Y qué, ¿no es preciso dividir en dos el arte de adquirir por la fuerza?
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Y se emplea la fuerza abiertamente y es un verdadero combate; o se emplea
también la fuerza, pero ocultándose, y entonces es la caza.
TEETETO. —Conforme.
EXTRANJERO. —Pero a su vez el arte de cazar es preciso dividirlo racionalmente en dos partes.
TEETETO. —Explícame eso.
EXTRANJERO. —Hay caza de seres inanimados, y la hay de seres animados.
TEETETO. —¿Y por qué no? Ambas son reales y positivas.
EXTRANJERO. —¿Cómo no lo han de ser? Respecto a la primera, que se refiere a los seres
inanimados, puesto que no tiene nombre, salvo algunas partes de la natación y otras bagatelas
semejantes, la dejaremos a un lado; pero la caza que tiene por objeto los seres animados la
llamaremos caza de animales.[3]
TEETETO. —Sea así.
EXTRANJERO. —Ahora bien; la caza de animales ¿no comprende verdaderamente dos clases, la
una, que se refiere a los animales andadores, y se divide aún en muchas especies con nombres
distintos, que es la caza en tierra; y la otra que se refiere a los animales nadadores y es la caza en el
elemento fluido?
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —En el género nadador distinguimos la especie volátil y la especie acuática.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Y la caza, que se refiere a la especie volátil, la llamamos en general caza de
pájaros.
TEETETO. —Así es.
EXTRANJERO. — Y llamamos pesca la que se refiere a la especie acuática.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Pero esta última clase de caza no podríamos dividirla en dos grandes
secciones?
TEETETO. —¿Cuáles?
EXTRANJERO. —La caza que encierra en redes y la que hiere.
TEETETO. —¿Qué quieres decir, y cómo entiendes esta distinción?
EXTRANJERO. —Primeramente, todo aquello que detiene una cosa en su movimiento y que,
envolviéndola, la impide huir, la llamo con razón red.
TEETETO. —No hay dificultad.
EXTRANJERO. —A las nasas, a los lazos, a los torzales y a los refuelles, ¿puede darse otro
nombre que el de redes?
TEETETO. —No.
EXTRANJERO. —A esta parte de la pesca la llamaremos pesca con redes o la daremos cualquier
otro nombre análogo.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —En segundo lugar, la otra parte, en la que se hiere la presa con anzuelos o
arpones, me parece que debemos llamarla, con una sola palabra, pesca que hiere. Pero, querido
Teeteto, quizá conoces tú otra expresión mejor.
TEETETO. —No nos preocupemos con los nombres; ese basta.
EXTRANJERO. —En la pesca que hiere, a la que se hace por la noche, valiéndose de la luz, los
pescadores, si no me engaño, la llaman pesca con luz.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —La que se hace de día, con ganchos colocados al extremo de un palo o con los
arpones, se la llama pesca con ganchos.
TEETETO. —Es en efecto la palabra que usan.
EXTRANJERO. —Pero en la pesca que hiere, la que obra de arriba abajo se llama, yo creo, pesca
de arpón, porque de esta manera es como se hace uso de los arpones.
TEETETO. —Así la llaman muchos.
EXTRANJERO. —La otra parte de esta misma pesca forma, por decirlo así, una especie distinta.
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Aquella en que se hiere al pescado de una manera opuesta a la precedente, con
anzuelo, no en la parte del cuerpo que primero se presenta, como cuando se sirven de los arpones,
sino en la cabeza y el tragadero, tirando para sí de abajo arriba, al revés de lo de antes, por medio de
varas o cañas. ¿Cómo diremos que se llama, mi querido Teeteto, esta clase de pesca?
TEETETO. —Es precisamente la que nos habíamos propuesto buscar.
EXTRANJERO. —Ahora bien; tú y yo no solo estamos de acuerdo sobre el nombre de la pesca a
caña, sino que nos hemos dado una explicación suficiente de la cosa misma. En el arte en general
hemos distinguido el arte de adquirir; en el arte de adquirir, el arte de adquirir con violencia; en el
arte de adquirir con violencia, la caza; en la caza, la caza de animales; en la caza de animales, la caza
en el elemento fluido o en el agua; en la caza en el agua, la división inferior en general, la pesca; en
la pesca, la pesca que hiere; en la pesca que hiere, la pesca con ganchos; y en esta última especie de
pesca, la que hiere al pez tirando de abajo arriba, y tomando su nombre de esta acción misma, se
llama pesca a caña, que es la que buscábamos.
TEETETO. —He aquí en verdad una dificultad perfectamente aclarada.
EXTRANJERO. — Y bien, ¿nos serviremos de este ejemplo para examinar lo que es el sofista y
descubrir quién es?
TEETETO. —Sin dudar.
EXTRANJERO. —Comenzamos preguntándonos si debía considerarse un pescador de caña como
un ignorante, o si posee algún arte.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. — Y bien, mi querido Teeteto, ¿consideraremos al sofista como un ignorante o
como un verdadero sofista en toda la fuerza de la expresión?
TEETETO. —No puede ser un ignorante. Comprendo lo que quieres decir: el que lleva el nombre
de sofista debe verdaderamente serlo.
EXTRANJERO. —Posee cierto arte a lo que parece.
TEETETO. —Sí; ¿pero qué arte?
EXTRANJERO. —¡Por los dioses!, ¿no es este hombre de la familia de nuestro hombre?
TEETETO. —¿De qué hombres hablas?
EXTRANJERO. —Del pescador de caña y del sofista.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Los tengo a ambos por cazadores.
TEETETO. —¿Cuál es, pues, la caza del sofista? Porque respecto del otro ya lo hemos dicho.
EXTRANJERO. —Hemos dividido antes la caza en dos partes, y hemos distinguido la de los
animales que nadan, y la de los animales que andan.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Hemos recorrido en la caza de los animales nadadores todas las especies de
los animales acuáticos; en cuanto a la caza de los animales andadores, no los hemos dividido; pero
hemos dicho que comprende gran número de especies.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Hasta aquí el sofista y el pescador de caña marchan a la par, arrancando del
arte de adquirir.
TEETETO. —Así parece.
EXTRANJERO. —Pero cuando llegan a la caza de animales, se separan; el uno se dirige al mar, a
los ríos y a los lagos, para perseguir a los animales que allí se encierran.
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —El otro se dirige a la tierra en busca de ríos de otra especie, y, por decirlo así,
hacia praderías fecundas en riqueza y juventud, para hacer presa y apoderarse de lo que en ellos se
cría y alimenta.
TEETETO. —¿Qué quieres decir con eso?
EXTRANJERO. —La caza en tierra comprende dos grandes partes.
TEETETO. —¿Cuáles?
EXTRANJERO. —La caza de los animales domesticados, y la de los animales bravíos.
TEETETO. —¿Pero hay caza de animales domesticados?
EXTRANJERO. —Sin duda, si el hombre es un animal domesticado. Pero escoge el partido que
quieras; o decir que no existen animales domesticados; o que existen, pero que el hombre es un
animal salvaje; o bien que el hombre será un animal domesticado, pero que en tu opinión no hay caza
de hombres. Dinos a cuál de estas opiniones das la preferencia.
TEETETO. —Estoy persuadido, extranjero, de que nosotros somos animales domesticados y de
que hay caza de hombres.
EXTRANJERO. —Digamos, pues, que la caza de animales domesticados es doble.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Con la piratería, la esclavitud, la tiranía, las artes de guerra, formaremos una
sola especie, y la llamaremos caza por la violencia.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —El arte de seguir el curso de un negocio ante los tribunales, en las asambleas
de pueblo, en las conversaciones familiares forma otra especie, que llamaremos caza por la
persuasión.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Pero la caza por la persuasión se divide en dos géneros.
TEETETO. —¿Cuáles?
EXTRANJERO. —La una es privada, la otra pública.
TEETETO. —Estos dos géneros existen en efecto.
EXTRANJERO. —En la caza privada hay la que reclama un salario y la que hace presentes.
TEETETO. —No lo comprendo.
EXTRANJERO. —No te has fijado, al parecer, en la caza de los amantes.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Los amantes tienen costumbre de hacer presentes a los que persiguen por
amor.
TEETETO. —Es muy cierto.
EXTRANJERO. —Esta especie de caza privada será el arte de amar.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —En cuanto a la caza privada, que aspira a un salario, hay una especie en la que
el cazador se atrae las gentes por medio de caricias, o emplea el placer como cebo, sin exigir otro
salario que su propio alimento, y yo creo que convendremos en llamar a esto el arte de la adulación o
el arte de procurar placeres.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Pero la otra especie, en la que se proclama que no se buscan los hombres sino
para enseñarles la virtud, indemnizándose de este servicio con dinero contante, ¿no merece que se le
dé un nombre particular?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —¿Qué nombre? Dilo.
TEETETO. —Es bien claro; y no puedo dudar que nos hemos encontrado con el sofista. Dando
este nombre al cazador de que se trata, creo darle el nombre que le conviene.
EXTRANJERO. —Resulta, Teeteto, de todo lo que acabamos de decir, que por sofística debe
entenderse el arte de apropiar, de adquirir con violencia, a manera de la caza de los animales
andadores, terrestres y domesticados, la caza de la especie humana, caza privada, que busca un
salario y salario a dinero contante, y que, con el aparato engañador de la ciencia, se apodera de los
jóvenes ricos y de distinción.[4]
TEETETO. —De hecho es lo que dices.
EXTRANJERO. —Coloquémonos ahora en otro punto de vista. Porque no es de poco valor el
arte a que se refiere nuestra indagación, y, antes bien, es por el contrario de una extrema variedad. Y
lo que acabamos de decir da lugar a pensar, que el sofista pertenece aún a otro género diferente del
que le hemos asignado.
TEETETO. —Veamos, explícate.
EXTRANJERO. —Hemos dejado sentado, que el arte de adquirir comprende dos especies, la
adquisición por la caza y la adquisición por convenio.
TEETETO. —Así lo hemos establecido.
EXTRANJERO. —Distinguiremos en la adquisición por convenio el que tiene lugar por donación
y el que tiene lugar por compra y venta.
TEETETO. —Distingámoslos.
EXTRANJERO. —Ahora diremos, que la adquisición por compra y venta se divide en dos partes.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —En la una se venden los productos de su propia industria, y la llamaremos
comercio de primera mano; en la otra se venden los productos de una industria ajena, y la
llamaremos comercio de segunda mano.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. — Y bien, en el comercio de segunda mano, al que se hace en la ciudad misma,
que es casi la mitad de este comercio ¿no se le llama tráfico?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —El otro, que consiste en ir de ciudad en ciudad, comprando y vendiendo, ¿no es
lo que se llama negocio?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —¿En el negocio no distinguimos dos partes, una que suministra por el dinero
todo lo que es necesario al alimento del cuerpo, y otra que suministra todas las cosas que necesita el
alma?
TEETETO. —¿Qué quieres decir con eso?
EXTRANJERO. —Indudablemente la dificultad que experimentamos es respecto del alma, porque
por lo demás comprendemos bien lo que concierne al cuerpo.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —La música, en general, que se compra y se vende de ciudad en ciudad; el arte
del dibujo; el de las apariencias y encantamientos; todos los que se dirigen al alma, sea para
encantarla, sea para instruirla, y cuyas obras son trasportadas y vendidas; todo esto constituye un
comercio y consideramos al que lo ejerce tan negociante como el que lo hace con granos y líquidos.
TEETETO. —Es la verdad.
EXTRANJERO. —El que compra conocimientos y en seguida los cambia por el dinero, yendo de
ciudad en ciudad, ¿no le darás también el nombre de negociante?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Una parte de este negocio de las cosas del alma podría llamarse muy bien
exhibición de objetos de aparato y de lujo; y la otra debería tener igualmente un nombre, que será
ridículo, si ha de ser apropiado a la cosa, puesto que se trata de la venta de conocimientos.
TEETETO. —Evidentemente.
EXTRANJERO. —En este comercio de los conocimientos, es preciso designar con un nombre la
parte que se ocupa de los relativos a las otras artes, y con otro nombre la que se ocupa de los
relativos a la virtud.
TEETETO. —Es imposible dejar de hacerlo así.
EXTRANJERO. —Comercio de las cosas de arte, he aquí un nombre que conviene perfectamente
a la primera parte. Procura encontrar otro para la segunda.
TEETETO. —¿Qué otro nombre darle, para no equivocarse, que el del género que es objeto de
nuestra indagación, el género sofístico?
EXTRANJERO. —Ningún otro. Resumamos, pues, diciendo que el arte del sofista, bajo su
segunda forma, se nos presenta como el arte de adquirir por el comercio, haciendo cambios; como
un negocio, como el negocio de las cosas del alma; y como venta de discursos y conocimientos
relativos a la virtud.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —En cuanto a su tercera forma, si un hombre se estableciese de una manera fija
en su ciudad, y allí comprando y fabricando él mismo conocimientos, hallase medio de vivir
vendiéndolos en seguida, creo que a este comercio le podremos dar el mismo nombre que al anterior.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Por lo tanto, el arte de adquirir por el comercio, haciendo cambios, ya se
compren o se fabriquen los productos, en una palabra, el comercio de los conocimientos de que
hemos hecho mención, cualquiera que sea el modo, es en todo caso, a lo que parece, lo que tú llamas
arte sofística.
TEETETO. —Necesariamente, si nos hemos de dejar guiar por la razón.
EXTRANJERO. —Examinemos aún, si el género, cuyo conocimiento tratamos de adquirir, se
refiere a alguna otra categoría.
TEETETO. —¿A. cuál?
EXTRANJERO. —Una de las partes del arte de adquirir es, como hemos dicho, el arte de
combatir.
TEETETO. —En efecto, así es.
EXTRANJERO. —¿No es conveniente dividir el arte de combatir en dos especies?
TEETETO. —Te suplico que me digas cuáles son.
EXTRANJERO. —La lucha entre rivales y la lucha entre enemigos.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —En la lucha entre enemigos, la que tiene lugar cuerpo a cuerpo ¿no la
denominaríamos convenientemente si la llamáramos lucha por la fuerza?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Y a la que tiene lugar oponiendo discurso a discurso, mi querido Teeteto, ¿qué
otro nombre podemos darle que el de controversia?
TEETETO. —Ningún otro.
EXTRANJERO. —La controversia la dividiremos en dos.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Cuando consiste en largos discursos, que se oponen a otros iguales y recae la
cuestión sobre lo justo y lo injusto y se ventila en público, la llamamos controversia jurídica.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Cuando tiene lugar entre particulares, y se interrumpe con preguntas y
respuestas, ¿no acostumbramos a darla el nombre de disputa?
TEETETO. —Exactamente.
EXTRANJERO. —Con respecto a la disputa, que recae sobre las transacciones de comercio, y se
verifica naturalmente y sin artificio, formamos una especie aparte, puesto que la razón nota en ella
diferencias que la distinguen de las demás: sin embargo, los antiguos no le dieron nombre, y no
merece que nosotros se le demos.
TEETETO. —Es cierto; se divide en un número infinito de pequeñas variedades.
EXTRANJERO. —Pero a la disputa en que juega el arte, y que recae sobre lo justo, lo injusto y
otras cosas del mismo género, ¿no acostumbramos a llamarla discusión?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Y en la discusión cabe distinguir la que arruina y la que enriquece.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Tratemos, pues, de buscar el nombre que conviene a cada una de estas dos
especies.
TEETETO. —Sí; procurémoslo.
EXTRANJERO. —Creo que a la discusión a la que uno se entrega por placer y por pasatiempo,
abandonando sus propios negocios, y que, a causa de la imperfección del estilo, es escuchada por los
que están presentes sin causarles placer, creo, digo, que no merece otro nombre que el de palabrería.
TEETETO. —Así se la llama.
EXTRANJERO. —En cuanto a la discusión opuesta a esta, que se aprovecha de las querellas
particulares para ganar dinero, procura a tu vez darle un nombre.
TEETETO. —A eso no cabe más que una respuesta, si no hemos de extraviarnos, yes que por
cuarta vez se nos presenta el sorprendente personaje que buscamos, el sofista.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, el sofista es del género de aquellos que discuten para ganar
dinero, y su oficio forma parte del arte de disputar, del arte de controvertir, del arte de luchar, del arte
de combatir, del arte de adquirir, como acabamos de explicar.
TEETETO. —Es muy claro.
EXTRANJERO. —Mira ahora cuán cierto es decir que el sofista es un animal diverso, y que no se
deja coger, como suele decirse, con una sola mano.
TEETETO. —Luego es necesario aplicar las dos.
EXTRANJERO. —Sí, y con todas nuestras fuerzas, si queremos seguir el nuevo rastro que se
presenta. Dime: ¿no hay ciertas cosas que nosotros designamos con términos familiares?
TEETETO. —Hay muchas, pero entre ellas ¿de cuáles quieres hablar?
EXTRANJERO. —He aquí algunas: clarificar, acribar, ahechar, entresacar.
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —Añade a las precedentes operaciones las de cardar, hilar, tejer y otras mil
análogas, que sabemos que forman parte de las artes. ¿No es así?
TEETETO. —¿Qué te propones demostrar ahora con tales ejemplos, o qué intentas preguntarme?
EXTRANJERO. —¿No es cierto que todos los ejemplos, que acabamos de citar, expresan la
acción de discernir?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Según mi modo de razonar, se refieren todos a un arte único, que
designaremos con un solo nombre.
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —El arte de discernir.
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —Examina si habría medio de distinguir en este arte dos especies.
TEETETO. —Me impones una indagación demasiado premiosa para mí.
EXTRANJERO. —¡Ah! ¿No ves que, cuando se discierne o distingue alguna cosa, tan pronto se
separa lo peor de lo mejor, como lo semejante de lo semejante?
TEETETO. —Ahora que lo has dicho, me parece claro.
EXTRANJERO. —Yo no conozco un nombre en uso para expresar la segunda manera de
discernir; mas, por lo que hace a la que conserva lo mejor y desecha lo peor, conozco uno.
TEETETO. —Dilo.
EXTRANJERO. —Toda operación de este género, si no me equivoco, es llamada por todo el
mundo purificación.
TEETETO. —Así es como se la llama.
EXTRANJERO. —Y bien ¿no notas que el arte de purificarse es doble?
TEETETO. —Sí, con el tiempo quizá; pero ahora no distingo nada.
EXTRANJERO. —Sin embargo, es conveniente reunir bajo un nombre común las diferentes
especies de purificación, que se refieren al cuerpo.
TEETETO. —¿Qué especies y qué nombre?
EXTRANJERO. —Hablo de las purificaciones de los seres vivos, ya tengan lugar en el interior
del cuerpo por medio de la gimnasia y de la medicina, o ya en el exterior como las que se refieren al
arte del bañero, que no merecen la pena de que se insista en ellas; y hablo también de las
purificaciones, de los cuerpos inanimados, que dependen del arte del batanero, del arte del adorno y
embellecimiento en general, y se distribuyen en mil variedades, cuyos nombres parecen ridículos.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —No puede ser de otra manera, mi querido Teeteto, pero no importa. Nuestro
método no hace menos aprecio del arte de purificar con la esponja que del de purificar con brebajes;
no se inquieta si el uno es menos útil y el otro más. En la esperanza de llegar al conocimiento de
todas las artes, se consagra a discernir las que pertenecen a una misma familia y las que son de
familias diferentes, y a todas las estima igualmente; y si encuentra que algunas se parecen, no por
esto tiene a las unas por más ridículas que las otras. No creo que el arte de la guerra proporcione una
caza más noble que el arte de destruir los insectos, sino que, de ordinario, inspira más frivolidad y
más orgullo. En cuanto al nombre que tú reclamas para designar a la vez todas las operaciones que
tienen por objeto purificar los cuerpos animados o inanimados, nuestro método no se cuida en
manera alguna de que sea un nombre magnífico. Basta que comprenda todas las especies de
purificación, diferentes de las purificaciones del alma. Porque el objeto de nuestro método es, si no
lo entiendo mal, separar claramente las purificaciones del espíritu de todas las demás.
TEETETO. —Entiendo perfectamente, y reconozco dos especies de purificación; la una, que mira
al alma; la otra, que mira al cuerpo y es diferente de la primera.
EXTRANJERO. —¡Admirablemente dicho! Pero escúchame aún, y tratemos de subdividir en dos
esta última división.
TEETETO. —Te seguiré a todas partes, y trataré de dividir contigo.
EXTRANJERO. —¿Diremos que, en el alma, la maldad difiere de la virtud?
TEETETO. —¿Cómo negarlo?
EXTRANJERO. —La purificación, según nosotros, consiste en desterrar todo lo que es malo,
conservando el resto.
TEETETO. —En eso consiste.
EXTRANJERO. —Sí, pues, en lo que concierne al alma, tenemos que se ha desterrado la maldad,
y si a esto lo llamamos purificación, nos habremos expresado con exactitud.
TEETETO. —Mucho.
EXTRANJERO. —Hay dos suertes de maldad en el alma.
TEETETO. —¿Cuáles?
EXTRANJERO. —La una se parece a la enfermedad del cuerpo; la otra a la fealdad.
TEETETO. —No comprendo.
EXTRANJERO. —¿Crees quizá que enfermedad y discordia sean una misma cosa?
TEETETO. —He ahí una pregunta, a la que no sé qué responder.
EXTRANJERO. —¿Crees que la discordia sea otra cosa que la desunión que sobreviene como
resultado de una alteración entre principios que naturalmente corresponden a una misma familia?
TEETETO. —No.
EXTRANJERO. —¿Y la fealdad es otra cosa que la falta de armonía, que es desagradable donde
quiera que se encuentra?
TEETETO. —No puede ser otra cosa.
EXTRANJERO. —¡Y bien! En el alma de los hombres malos, ¿no vemos las opiniones en
discordia con los apetitos, el valor con los placeres, la razón con los pesares, y todas las cosas con
todas las cosas?
TEETETO. —Sí; ciertamente.
EXTRANJERO. —Estos principios son todos de la misma familia.
TEETETO. —¿Cómo negarlo?
EXTRANJERO. —Luego diciendo que la maldad es una discordia y una enfermedad del alma,
nos explicaremos con exactitud.
TEETETO. —Mucho.
EXTRANJERO. —Pero veamos otra cosa. Hay cosas capaces de moverse, que tienden a un fin, y
hacen esfuerzos para conseguirlo. Pues bien, si en cada uno de estos arranques pasan al lado del fin o
meta sin tocarla, ¿procede esto de que se mueven con medida, o por el contrario de que se mueven
sin ella?
TEETETO. —Sin medida, evidentemente.
EXTRANJERO. —Pero sabemos que la ignorancia es involuntaria en todas las almas.
TEETETO. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —La ignorancia para una alma, que se lanza en busca de la verdad, no es otra
cosa que la desviación de un pensamiento extraviado.
TEETETO. —Así es.
EXTRANJERO. —Un alma desrazonable es deforme y está desprovista de medida.
TEETETO. —Así parece.
EXTRANJERO. —Existen, pues, en el alma, al parecer, estas dos clases de males: primera, la que
la mayor parte de los hombres llaman maldad, y es evidentemente la enfermedad del alma.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —En seguida viene la que se llama ignorancia; pero no se admite de buena gana
que este mal baste por sí solo para hacer mala al alma.
TEETETO. —Veo bien que es preciso conceder lo que decías antes, y sobre lo que yo dudaba: que
existen en el alma dos especies de males; la cobardía, los excesos, la injusticia, todo esto es la
enfermedad; la ignorancia, tan múltiple y tan diversa, es la fealdad.
EXTRANJERO. —Respecto del cuerpo, ¿no hay dos artes que corresponden a estas dos
afecciones?
TEETETO. —¿Qué artes?
EXTRANJERO. —Para la fealdad, la gimnasia; para la enfermedad, la medicina.
TEETETO. —Conforme.
EXTRANJERO. —Pues bien, para curar la intemperancia, la injusticia, la cobardía, ¿hay en el
mundo un arte más propio que la justicia con sus castigos?
TEETETO. —Es el mejor, en cuanto se puede tener confianza en el juicio humano.
EXTRANJERO. —Y para poner remedio a la ignorancia en general, ¿hay un arte más apropiado
que la enseñanza?
TEETETO. —No, no lo hay.
EXTRANJERO. —Veamos si es preciso considerar este arte como formando un solo género
indivisible, o como teniendo partes distintas, y dos de ellas principales que envuelven a las demás.
Estame atento.
TEETETO. —Lo estoy.
EXTRANJERO. —He aquí, a mi parecer, el procedimiento más sencillo para encontrar lo que
buscamos.
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Consideremos la ignorancia como dividida en dos partes. Desde el momento
en que la ignorancia se divide, es preciso que el arte de la enseñanza se divida igualmente, para
corresponder a cada una de sus partes.
TEETETO. —¿Y qué?, ¿ves tú ya el objeto que buscamos?
EXTRANJERO. —Creo ver claramente una grande y terrible especie de ignorancia, igual por sí
sola a todas las demás.
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —La de imaginar que se sabe lo que no se sabe. Este puede muy bien ser el
origen de todos los errores en que incurrimos.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —De todas las clases de ignorancia es la única, a mi parecer, que merece
completamente ser llamada con este nombre.
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —¿Qué nombre es preciso dar a la parte de la enseñanza que nos libra de esta
ignorancia?
TEETETO. —Yo creo, extranjero, que las otras partes de la enseñanza son relativas a los oficios
mecánicos; pero, por lo menos entre nosotros, esta de la que se trata se llama educación.
EXTRANJERO. —Lo mismo sucede, mi querido Teeteto, en casi toda Grecia. Pero debemos
indagar ahora, si la educación es un todo indivisible o si tiene partes que merezcan nombres distintos.
TEETETO. —Examinémoslo.
EXTRANJERO. —Pues bien; me parece que se puede dividir.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —En la enseñanza y sus discursos hay, a mi parecer, un método más dulce y otro
más rudo.
TEETETO. —¿Cuáles son estos dos métodos?
EXTRANJERO. —El uno antiguo, practicado por nuestros padres, y del que muchos se sirven aún
hoy para con sus hijos, a quienes tan pronto regañan con severidad, como reprenden con dulzura,
cuando han cometido alguna falta. Puede llamársele, en general y no sin alguna propiedad,
amonestación.
TEETETO. —Está bien.
EXTRANJERO. —En cuanto al otro método, algunos, después de una madura reflexión, han
creído que la ignorancia es siempre involuntaria; que el que cree saberlo todo y no duda de su mérito
es mal elemento para aprender, y por lo tanto que, después de muchas incomodidades, la
amonestación no produce en la educación sino muy medianos resultados.
TEETETO. —No se engañan.
EXTRANJERO. —Otro es el camino por el que llegan a destruir esta loca confianza.
TEETETO. —¿Por cuál?
EXTRANJERO. —Interrogan a su hombre sobre las cosas que él cree conocer, y que no conoce;
mientras se extravía, les es fácil reconocer y juzgar sus opiniones; y entonces, cotejándolas en sus
discursos, comparan las unas con las otras, y por medio de esta comparación le hacen ver que ellas se
contradicen sobre los mismos objetos, considerados en las mismas relaciones y bajo los mismos
puntos de vista. Viendo esto, el hombre se hace severo consigo mismo e indulgente con los demás.
Por medio de este procedimiento abandona la alta y elevada posición que tenía de sí mismo, siendo
esta, entre todas las despreocupaciones, la más conveniente para aprender, y la más segura para la
persona interesada. Esto consiste, mi querido amigo, en que los que purifican el alma, piensan como
los médicos respecto al cuerpo. Éstos son de parecer que el cuerpo no puede aprovechar los
alimentos que se le dan, si no se empieza por expeler lo que puede impedirlo; y aquellos juzgan, que
el alma no puede sacar ninguna utilidad de los conocimientos que se le dan, si no se cura al enfermo
por la refutación; si refutándolo no se le obliga a avergonzarse de sí mismo; si no se le arrancan
todas las opiniones que se oponen como un obstáculo a los verdaderos conocimientos; si no se le
purifica; si no se le enseña a reconocer que no sabe más que aquello que sabe y nada más.
TEETETO. —De todas las disposiciones interiores es esta precisamente la más hermosa y la más
sabia.
EXTRANJERO. —De todo esto, mi querido Teeteto, es preciso concluir que en el método de
refutación consiste la más grande y poderosa de las purificaciones; y el que nunca ha sido refutado,
aunque fuese el gran rey de Persia, como tiene impura la mejor parte de sí mismo, es preciso
considerarlo como mal educado, y desarreglado precisamente con relación a cosas en que el hombre
que quiera ser verdaderamente dichoso debería mostrarse como el más puro y bello del mundo.
TEETETO. —No se puede hablar mejor.
EXTRANJERO. —¿Cómo llamaremos a los que practican este arte? Porque yo no me atrevo a
llamarles sofistas.
TEETETO. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Por miedo de honrarlos demasiado.
TEETETO. —Sin embargo, el retrato, que acabamos de trazar, se les parece bien.
EXTRANJERO. —Como el lobo al perro, y lo más indómito a lo más manso. El que quiera no
verse inducido a error, debe no dejarse llevar de semejanzas, porque es materia muy resbaladiza.
Pero admitamos que sean en efecto sofistas. ¿Para qué disputar sobre pequeñas diferencias, cuando
por otra parte estamos sobre aviso?
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —Separemos, pues, en el arte de distinguir o discernir, el de purificar; en el arte
de purificar, la parte que se refiere al alma; en esta, la enseñanza; en la enseñanza, la educación; y en
la educación, este arte de refutar las vanas opiniones y la falsa sabiduría, tal como lo hemos hecho
ver, y entonces declaremos que no es de raza menos noble que el arte sofístico.
TEETETO. —Declarémoslo. Pero heme aquí en un conflicto, porque, en medio de estas formas
diversas, yo no puedo decir con confianza cuál es la que corresponde verdaderamente al sofista.
EXTRANJERO. —Tienes razón; debes verte apurado. Pero al sofista mismo, créeme, es también
difícil escapar de nuestra argumentación; porque el proverbio es exacto: no es fácil tomar todas las
avenidas. Ahora estrechémosle aún más.
TEETETO. —Bien dicho.
EXTRANJERO. —Pero, por lo pronto, detengámonos para tomar aliento, y, descansando,
reflexionemos en nosotros mismos, y veamos bajo cuántas formas se nos ha representado el sofista.
Si no me engaño, primero hemos encontrado en él un cazador interesado de jóvenes ricos.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Después un mercader de conocimientos para uso del alma.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —En tercer lugar, ¿no nos ha parecido como una especie de traficante al por
menor en estos mismos objetos?
TEETETO. —Sí; y en cuarto lugar era un fabricante de las ciencias que vendía.
EXTRANJERO. —Lo que recuerdas es exacto. Voy a mi vez a recordarte la quinta forma del
sofista. Es un atleta en los combates de palabra, hábil en el arte de discutir.
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —En cuanto a la sexta forma, hemos vacilado. Sin embargo, la hemos definido
diciendo, con cierta complacencia, que es un purificador de las opiniones que estorban la entrada de
la ciencia en el alma.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —¿No observas, que cuando un hombre parece poseer muchas ciencias y, sin
embargo, no se le designa con el nombre de una sola, esto nace de que se forma de él un falso juicio?
¿No es claro que el que juzga de esta manera, no es capaz de descubrir por dónde estos diferentes
conocimientos se ligan al mismo arte, y que precisamente por esta razón da al que los posee muchos
nombres en lugar de uno solo?
TEETETO. —Hay ciertamente trazas de que así sucede.
EXTRANJERO. —En la indagación que nos ocupa, procuremos que nuestra negligencia no nos
haga caer en la misma falta. Volvamos a hablar primeramente de uno de los caracteres, que hemos
atribuido al sofista. Hay entre ellos uno, que nos lo ha mostrado tal cual es.
TEETETO. —¿Qué carácter?
EXTRANJERO. —El de disputador, hemos dicho.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Y bien? ¿No enseña igualmente a los demás a que lo sean?
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —En este caso examinemos en qué materias pretenden los sofistas hacer hábiles
a los demás para discutir. Comencemos nuestra indagación de esta manera: dime, ¿es respecto de las
cosas divinas, ocultas a la muchedumbre, sobre las que intentan enseñar a los demás a razonar?
TEETETO. —Sí, sobre estas cosas; por lo menos así se asegura.
EXTRANJERO. —¿Intentan lo mismo con respecto a lo que hay de visible en la tierra, en el cielo,
y a cuanto contienen una y otro?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Además sabemos que en las conversaciones particulares, cuando se trata de la
generación y esencia de las cosas, sobresalen en esto de contradecirse a sí mismos, y en formar a los
demás en este mismo arte.
TEETETO. —Es muy cierto.
EXTRANJERO. —Pero cuando se trata de las leyes y de todo lo concerniente a la política, ¿no se
tienen por maestros en el arte de controvertir sobre estos puntos?
TEETETO. —Nadie querría oírles si no se dieran el aire de maestros.
EXTRANJERO. —Además, lo mismo respecto de todas las artes que de cada una en particular,
todas cuantas razones pueden oponerse a los que hacen profesión de sofistas, han sido consignadas
por ellos mismos por escrito; circulan de mano en mano, y están a disposición de quien quiera
conocerlas.
TEETETO. —Creo que aludes a las obras de Protágoras sobre la palestra y las demás artes.[5]
EXTRANJERO. —Y a otras muchas, mi querido amigo. Pero, en fin, el arte de disputar, para
decirlo de una manera general, ¿no se propone darnos el poder de razonar y de discutir sobre todas
las cosas?
TEETETO. —Parece que muy poco puede faltar para abrazarlo todo.
EXTRANJERO. —¿Y crees tú, ¡por los dioses!, querido mío, que esto sea posible? ¿Quizá
vosotros, jóvenes, tenéis la vista más penetrante en esto, y nosotros más entorpecida?
TEETETO. —¿En qué? ¿Qué quieres decir? No entiendo tu pregunta.
EXTRANJERO. —Mi pregunta es la siguiente: ¿es posible que un hombre lo sepa todo?
TEETETO. —Nuestra especie, ¡oh extranjero!, sería entonces demasiado dichosa.
EXTRANJERO. —¿Cómo el que no sabe puede decir algo razonable, cuando contradice al que
sabe?
TEETETO. —No es posible.
EXTRANJERO. —¿En qué consiste, pues, este poder de los sofistas, que tanto se admira?
TEETETO. —¿Qué quieres decir?
EXTRANJERO. —¿De qué medio se valen los sofistas, para convencer a los jóvenes de que son
ellos los más sabios entre todos y sobre todas las cosas? Evidentemente, si no discutiesen bien, y no
tuviesen trazas de ello, o si teniéndolas, no debiesen su superioridad al arte de la controversia, como
tú decías, nadie querría darles dinero para hacerse discípulo suyo.
TEETETO. —No, nadie.
EXTRANJERO. —Y hoy día no faltan gentes que así lo quieren.
TEETETO. —No faltan, no.
EXTRANJERO. —Es porque aparentan, a lo que creo, estar muy instruidos en las cosas sobre las
que discuten.
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —Pero decimos que discuten sobre todas las cosas.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Luego se presentan como conocedores de todas las ciencias?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Pero no lo son, porque esto nos ha parecido imposible.
TEETETO. —Imposible, con seguridad.
EXTRANJERO. —Luego el sofista se nos muestra, sobre todo, como el que tiene apariencia de
ciencia y no una ciencia verdadera.
TEETETO. —Así es. Y lo que dijimos antes de los sofistas, tiene trazas de ser perfectamente
exacto.
EXTRANJERO. —Tomemos un ejemplo más claro.
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —El siguiente. Procura fijar tu atención y responder bien.
TEETETO. —Habla.
EXTRANJERO. —Si un hombre pretendiese saber, no decir y contradecir, sino hacer y ejecutar,
por medio de un solo y mismo arte, todas las cosas…
TEETETO. —¿Cómo todas las cosas?
EXTRANJERO. —He aquí que comienzas por no entender mis primeras palabras, puesto que no
comprendes lo que significa todas las cosas.
TEETETO. —No, en verdad.
EXTRANJERO. —Por todas las cosas quiero decir tú y yo, y además todos los animales y todas
las plantas.
TEETETO. —¿Y después?
EXTRANJERO. —Si alguno se creyese capaz de hacernos, a ti y a mí, y de hacer todos los seres
vivos…
TEETETO. —¿Qué entiendes por hacer? Aquí no se trata de un labrador, porque hablas de un
hombre capaz de hacer animales.
EXTRANJERO. —Sin duda, e igualmente el mar, la tierra, el cielo, los dioses y todo lo demás; y
aun supongo que, después de haber hecho todas estas cosas en un abrir y cerrar de ojos, las vendería
a un ínfimo precio.
TEETETO. —Lo que dices es una pura burla.
EXTRANJERO. —¡Cómo! Pretender que se saben todas las cosas, y que todas se pueden enseñar a
otros a precio módico y en poco tiempo, ¿no es también una burla?
TEETETO. —Incontestablemente.
EXTRANJERO. —¿Conoces burla que exija más arte y produzca más placer que la imitación?
TEETETO. —No, porque lo que designas con un solo nombre encierra mil variedades.
EXTRANJERO. —¿No estimamos que el hombre, que se alaba de ser capaz de hacer todas las
cosas mediante un solo arte, es lo mismo que el que, por medio de la pintura, imita seres, les da los
mismos nombres, y mostrando estas imágenes de lejos a los niños, que no tienen uso de razón, hace
que formen una idea ilusoria de su habilidad, y les convence de que puede fabricar perfectamente con
sus manos cuanto quiera?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Y bien, ¿no creemos que puede darse en los discursos un arte semejante? ¿No
es posible que se engañe a los jóvenes, alejados aún de la verdad de las cosas, haciéndoles oír vanos
discursos, mostrándoles de palabra imágenes de todos los seres, convenciéndoles de que estas
imágenes son la verdad misma, y que el que se las presenta es en todo el más instruido de los
hombres?
TEETETO. —Nada obsta a que semejante arte exista.
EXTRANJERO. —Respecto a la mayor parte de los que oyen estos discursos, mi querido Teeteto,
cuando con el trascurso del tiempo han llegado a la edad madura, ¿no es una necesidad que,
encontrándose con las cosas mismas, y forzados por las impresiones que reciben a fijar en ellas su
atención, modifiquen sus primeras opiniones, juzguen pequeño lo que les había parecido grande,
difícil lo que habían visto fácil, y que vean, en fin, desvanecerse por todas partes los fantasmas de
aquellos discursos engañosos al contacto de los hechos y de la realidad?
TEETETO. —Así lo pienso, en cuanto lo permite mi edad; porque soy aún de los que no perciben
las cosas más que de lejos.
EXTRANJERO. —He aquí por qué los presentes nos esforzaremos, y ya nos esforzamos, en
aproximarte a la verdad, aun antes de que lleguen para ti las advertencias de la experiencia. Pero
volvamos al sofista, y dime: ¿no es ya claro para nosotros que es un charlatán, que quiere imitar la
realidad, o dudamos aún en razón de si, siendo capaz de discutir sobre todas las cosas, posee
verdaderamente la ciencia universal?
TEETETO. —No, extranjero, eso no puede ser. Después de lo que hemos dicho, es claro que debe
colocarse al sofista entre los farsantes.
EXTRANJERO. —Es preciso definir al sofista, diciendo que es un charlatán y un imitador.
TEETETO. —¿Cómo no definirlo así?
EXTRANJERO. —¡Ánimo, pues! Ahora no dejemos escapar la caza. Lo hemos envuelto en la red
de los razonamientos, con la que lo hemos sitiado por todas partes y no puede escapar…
TEETETO. —¿De qué?
EXTRANJERO. —De ser considerado como un miembro de la familia de los autores de
encantamientos.
TEETETO. —La misma idea me formo yo del sofista.
EXTRANJERO. —En consecuencia, es preciso que cuanto antes dividamos el arte de producir
imágenes. Cuando hayamos llegado a determinar sus partes, si el sofista nos aguarda a pie firme, nos
apoderamos de él según la orden del rey,[6] al cual se lo entregaremos como una ofrenda de nuestra
caza. Si huye y se oculta en alguna de las divisiones del arte de imitar, le perseguiremos, analizando
el punto en que él se ha refugiado hasta que le hayamos cazado. Seguramente, ni él, ni ningún otro, se
alabará nunca de haberse librado del método de los que saben abrazar las cosas a la vez en sus
detalles y en su conjunto.
TEETETO. —Perfectamente; eso es lo que debe hacerse.
EXTRANJERO. —Siguiendo nuestro método precedente de división, creo encontrar dos especies
en el arte de imitar. ¿Pero a cuál de las dos pertenece la forma que buscamos? No me considero capaz
de encontrarla.
TEETETO. —Comienza por decirnos y explicarnos cuáles son estas dos especies.
EXTRANJERO. —Distingo desde luego en el arte de imitar el de copiar. Copiar es reproducir las
proporciones del modelo en longitud, latitud y profundidad, y además añadir a cada rasgo del dibujo
los colores convenientes de tal manera, que la imitación sea perfecta.
TEETETO. —¿Pero no es eso mismo lo que intentan hacer todos los que se proponen imitar un
objeto?
EXTRANJERO. —No, por lo menos los que ejecutan las grandes obras de pintura y escultura.
Sabes bien que, si diesen sus verdaderas proporciones a las bellas figuras que representan, las partes
superiores nos parecerían demasiado pequeñas y las inferiores demasiado grandes; porque vemos las
unas de lejos y las otras de cerca. Así nuestros artistas de hoy, sin cuidarse de la verdad, calculan las
proporciones de sus figuras teniendo en cuenta, no la realidad, sino la apariencia.
TEETETO. —Así es, en efecto, como proceden.
EXTRANJERO. —¿No es oportuno llamar una copia a esta primera clase de imitación, puesto
que se parece al objeto?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Y no es preciso llamar, como dijimos antes, el arte de copiar a esta parte del
arte de imitar?
TEETETO. —Es preciso llamarla así.
EXTRANJERO. —¿Y cómo llamaremos lo que tiene apariencia de bello, porque en vista de lo
bello se ha arreglado la perspectiva, pero que cuando se considera despacio, se ve que no se parece al
objeto, cuya imagen representa? Puesto que se parece, sin parecerse realmente, ¿no es un fantasma?
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —¿No es ésta una parte considerable de la pintura, o, en general, del arte de
imitar?
TEETETO. —Incontestablemente.
EXTRANJERO. —Y el arte que produce, en lugar de una copia fiel, un fantasma, ¿no deberá
llamársele con toda propiedad fantasmagoría?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —He aquí las dos especies del arte de hacer imágenes de que yo hablaba: el arte
de copiar y la fantasmagoría.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —En cuanto a la cuestión que me tenía inquieto, y cuyo objeto era averiguar en
cuál de estas especies se coloca al sofista, no lo veo aún claro. En verdad es un extraño personaje y
muy difícil de conocer. Hele aquí ahora oculto en el rincón de alguna división, donde no es fácil
descubrirle.
TEETETO. —Así parece.
EXTRANJERO. —¿Me concedes esto con conocimiento de causa, o bien has cedido al hábito,
dejándote como llevar por la oleada del discurso, para admitirlo tan pronto?
TEETETO. —¿Qué quieres decir, y qué significa esta pregunta?
EXTRANJERO. —Verdaderamente, excelente amigo, hemos llegado a una indagación, que no
puede ser más difícil. Parecer y asemejarse sin ser; hablar sin decir nada verdadero, son cosas
contradictorias, lo han sido lo mismo antes que ahora. Que se pueda declarar que hay realmente
palabras falsas y falsos juicios, y que, afirmándolo, no se ponga en contradicción uno consigo
mismo, es, Teeteto, la cosa más inconcebible.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Eso nos lleva nada menos que a suponer que el no-ser es una realidad; de otra
manera lo falso no podría existir. El gran Parménides, mi querido amigo, cuando comenzaba a
hablar y cuando concluía, en prosa o en verso, no cesaba de repetir esto a nosotros, que éramos niños
entonces:

“No; jamás comprenderás que lo que no existe, existe:


Haz que tu pensamiento en sus indagaciones se separe de esta senda.”[7]

Tal es el testimonio de Parménides. Pero esto se prueba, sobre todo, por el razonamiento, sin
necesidad de insistir mucho. Examinemos, por lo pronto, esta dificultad, si no lo llevas a mal.
TEETETO. —Por mí puedes proceder como te agrade. Adopta el método de razonamiento que
juzgues mejor; marcha delante y te seguiré paso a paso.
EXTRANJERO. —Así conviene hacerlo. Dime: ¿nos atreveremos a expresar lo que no existe de
ninguna manera?
TEETETO. —¡Ah!, ¿y por qué no?
EXTRANJERO. —No se trata de sutilizar, ni de burlarse. Si alguno de los que nos escuchan
tuviese que responder a esta pregunta: ¿a qué es preciso dar la denominación de no-ser? ¿Crees que él
sabría a qué objeto y cómo aplicarlo, y que podría explicarlo al que se lo había preguntado?
TEETETO. —Me haces una pregunta muy difícil, y yo nada absolutamente puedo responderte.
EXTRANJERO. —Por lo menos un punto es claro, y es que el no-ser no puede ser atribuido a
ningún ser.
TEETETO. —¿Cómo podría serlo?
EXTRANJERO. —Por consiguiente, si no puede ser atribuido a ningún ser, el que lo refiera a
alguna cosa, lo hará sin razón.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Es evidente que cuando pronunciamos esta frase alguna cosa, queremos hablar
de un ser; porque emplearla sola, desnuda, por decirlo así, y separada de todos los seres, es
imposible. ¿No es así?
TEETETO. —Imposible.
EXTRANJERO. —Sentado esto, reconocerás necesariamente que quien dice alguna cosa, dice una
cierta cosa.
TEETETO. —Conforme.
EXTRANJERO. —Porque confesarás que alguna cosa significa una cosa, y algunas cosas
significan dos cosas o un mayor número.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Y el que no dice alguna cosa, es de toda necesidad, a mi parecer, que no diga
absolutamente nada.
TEETETO. —De toda necesidad.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, no puede concederse que el que intente enunciar el no-ser,
hablará sin decir nada; antes bien es preciso afirmar absolutamente que no habla.
TEETETO. —De esta manera dejaríamos a un lado las dificultades de esta discusión.
EXTRANJERO. —No cantemos victoria. Porque, mi excelente amigo, he aquí todavía la
dificultad más grande y la primera de todas y que toca al fondo mismo de la cuestión que nos ocupa.
TEETETO. —¿Qué quieres decir? Habla, pero cuida de no retroceder.
EXTRANJERO. —¿A un ser puede unirse otro ser?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Pero a un no-ser, ¿puede unirse algún ser?
TEETETO. —No, ciertamente.
EXTRANJERO. —Ahora bien. Nosotros colocamos entre los seres el número en general.
TEETETO. —Sí, desde el momento en que colocamos entre ellos cualquiera cosa.
EXTRANJERO. —¿No podemos referir al no-ser ningún número, ni la pluralidad ni la unidad?
TEETETO. —Sería, a mi entender, proceder mal, teniendo en cuenta nuestro razonamiento.
EXTRANJERO. —Pero ¿cómo expresar con los labios o concebir por el pensamiento los no-
seres o el no-ser, sin hacer uso del número?
TEETETO. —Habla y veamos.
EXTRANJERO. —Cuando decimos los no-seres, ¿no referimos a ellos la pluralidad del número?
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Y cuando decimos el no-ser, ¿no le atribuimos la unidad?
TEETETO. —Evidentemente.
EXTRANJERO. —Sin embargo, hemos dicho que no es justo, ni razonable, unir el ser al no-ser.
TEETETO. —Es muy cierto.
EXTRANJERO. —Comprendes que es imposible enunciar el no-ser en sí mismo, y decir algo de
él y hasta concebirle; no está al alcance del pensamiento, ni del lenguaje, ni de la palabra, ni del
razonamiento.
TEETETO. —Así es.
EXTRANJERO. —¿No tuve razón, para decir antes que tocaba el punto más difícil en esta
materia?
TEETETO. —¿Pero vamos aún a abordar otro punto todavía más difícil?
EXTRANJERO. —Bien, mi querido amigo. ¿No concibes, por lo que precede, que el que intente
combatir el no-ser se encuentra entorpecido, porque apenas comience a refutarle, se pone en
contradicción consigo mismo?
TEETETO. —¿Cómo? Explícate con más claridad.
EXTRANJERO. —No es posible. Primero expuse, que el no-ser no admite la unidad, ni la
pluralidad, y ahora se las he atribuido, porque he dicho el no-ser. ¿Entiendes?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Y no hace un instante que decía yo que no estaba al alcance del lenguaje, ni de
la palabra, ni del razonamiento. ¿Me sigues?
TEETETO. —Te sigo sin dificultad.
EXTRANJERO. —Esforzándome en asociar el ser al no-ser, ¿me he contradicho a mí mismo?
TEETETO. —Parece que sí.
EXTRANJERO. —¿Pero atribuyéndole el ser, no hablaba como de una cosa una?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, en el momento de decir que escapa al razonamiento, al
lenguaje y a la palabra, yo razonaba sobre él como de una cosa una.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Pero ya hemos dicho que, para hablar con propiedad, no se puede determinar
el no-ser, ni por la unidad, ni por la pluralidad, ni siquiera nombrarlo; porque con solo nombrarlo,
se le ponía en la categoría de la unidad.
TEETETO. —Incontestablemente.
EXTRANJERO. —¿Qué es lo que se dirá ahora de mí? Heme aquí, después de muchos rodeos,
batido en mi refutación del no-ser. Ésta es la razón por la que, como antes dije, no es a mí a quien es
preciso dirigirse, para saber cómo puede hablarse con propiedad del no-ser; y a ti te toca ser el guía
en esta indagación.
TEETETO. —¿Qué es lo que dices?
EXTRANJERO. —Adelante; haz un esfuerzo generoso, tú que eres joven; emplea todos los
recursos posibles para encontrar el medio de explicarte con exactitud sobre el no-ser, sin unir a él el
ser, ni la unidad, ni la pluralidad.
TEETETO. —Muy exagerada y loca confianza tendría en mí mismo, si, viéndote naufragar en
esta empresa, yo la intentara.
EXTRANJERO. —Pues bien, si así te parece, dejemos esta cuestión. Y hasta que no encontremos
alguno capaz de sacarnos de esta dificultad, digamos que el sofista, con una habilidad sin igual, se ha
refugiado en un fuerte inaccesible.
TEETETO. —Enhorabuena.
EXTRANJERO. —Sea lo que quiera, si llegamos a decir que el sofista ejerce una especie de arte
fantasmagórico, fácilmente podrá sacar partido de nuestras palabras, y las volverá contra nosotros; y
si entonces le llamáramos autor de imágenes o ficciones, ¿qué entendéis, nos diría, precisamente por
una imagen? Fijémonos bien, mi querido Teeteto, en la respuesta que daremos a tan vigoroso
adversario.
TEETETO. —Evidentemente, le citaremos las imágenes reflejadas en el agua y en los espejos, las
pinturas, las molduras y todas las demás cosas semejantes.
EXTRANJERO. —Es claro, mi querido Teeteto, que tú nunca has visto un sofista.
TEETETO. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Creerás que él cierra los ojos, y aún que es completamente ciego.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Cuando le des esa respuesta, hablándole de espejos y de figuras, se reirá al ver
que le hablas como a un hombre que ve claro; fingirá que no conoce los espejos, ni el agua, ni
siquiera la vista, y todos tus discursos los reducirá a esta única cuestión.
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —¿Qué hay de común entre todas estas cosas, que a pesar de ser una multitud, las
has designado con un solo nombre, el de imagen, como si formasen una unidad?
TEETETO. —¡Ah extranjero! Dado un objeto verdadero, ¿no llamaremos imagen a otro objeto
que se le parece?
EXTRANJERO. —¿Y este otro objeto es verdadero, o a qué le refieres?
TEETETO. —De ninguna manera es verdadero, pero parece serlo.
EXTRANJERO. —¿No entiendes por verdadero lo que existe realmente?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —¿Y bien? ¿Lo que no es verdadero es lo opuesto a lo que lo es?
TEETETO. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —Luego, según tú, lo que parece ser, no es realmente, puesto que dices que no es
verdadero; y, sin embargo, existe.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Tú aseguras que verdaderamente no existe.
TEETETO. —No, sin duda; pero es realmente una imagen.
EXTRANJERO. —Pero lo que llamamos realmente una imagen, ¿no es realmente un no-ser?
TEETETO. —Me parece que aquí andan el ser y el no-ser mezclados y confundidos de una
manera bien extraña y hasta absurda.
EXTRANJERO. —Absurda en efecto. De esta manera ves cómo, de pregunta en pregunta, el
sofista de las cien cabezas nos ha obligado a reconocer, a pesar nuestro, que el no-ser existe en cierta
manera.
TEETETO. —Demasiado lo veo.
EXTRANJERO. —Y bien; ¿cómo definiremos el arte del sofista, para ponernos de acuerdo con
nosotros mismos?
TEETETO. —Pero ¿qué temes, qué te hace hablar así?
EXTRANJERO. —Cuando decimos que el sofista nos engaña, valiéndose de fantasmas, y que su
arte no es más que el arte de engañar, ¿queremos decir que induce nuestro espíritu a error por medio
de su arte, o bien pensamos otra cosa?
TEETETO. —No, es eso mismo. ¿O cómo podíamos pensar de otra manera?
EXTRANJERO. —Pero la opinión falsa es la que nos representa lo contrario de lo que existe.
¿No es verdad?
TEETETO. —Sí, lo contrario.
EXTRANJERO. —¿Dices, pues, que la opinión falsa nos representa lo que no es, lo que no
existe?
TEETETO. —Necesariamente.
EXTRANJERO. —¿Nos representa la opinión falsa lo que no existe, como no existiendo, o nos
representa lo que no existe de ninguna manera, como existiendo en cierta manera?
TEETETO. —Es preciso que nos represente lo que no existe, como existiendo de alguna manera,
si en alguna ocasión nos ha engañado, aunque sea en poco.
EXTRANJERO. —¡Y bien! ¿No nos representa asimismo la opinión falsa lo que existe
absolutamente como no existiendo de ninguna manera?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Y no es esta también una manera de engañarnos?
TEETETO. —También.
EXTRANJERO. —Yo creo que opinarás que el error siempre es el mismo, ya se diga que el ser
no existe o ya que el no-ser existe.
TEETETO. —Así es.
EXTRANJERO. —Así es quizá. Pero el sofista no convendrá en ello. ¿Y qué hombre de buen
sentido puede admitirlo, cuando, según antes hemos reconocido, el no-ser, objeto de esta discusión,
escapa al lenguaje, a la palabra, al razonamiento y al pensamiento? ¿No adivinaremos, mi querido
Teeteto, lo que nos va a decir el sofista?
TEETETO. —¿Cómo no adivinarlo? Dirá que nos ponemos en contradicción con nosotros
mismos, y se atreverá a afirmar que hay error en las opiniones y en los discursos. Nos veremos, en
efecto, a cada instante en la necesidad de unir el ser al no-ser, después de haber reconocido antes que
esto es absolutamente imposible.
EXTRANJERO. —Tu recuerdo es oportuno. Pero estamos en el caso de decidir cómo debemos
conducirnos con el sofista. No se le puede colocar entre los artífices de mentiras y los charlatanes, ya
lo ves, sin que las dificultades y las objeciones surjan naturalmente y en gran número.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Todavía solo hemos descubierto algunas; pero en cierto modo son infinitas.
TEETETO. —Eso equivale a decir que es imposible coger al sofista, desde el momento que se
presenta como tal.
EXTRANJERO. —¿Será porque lo dejemos escapar? ¿Será porque nos acobardemos?
TEETETO. —A mi parecer, no; mientras tengamos fuerzas para apoderarnos de él.
EXTRANJERO. —Serás indulgente y habrás de estimar nuestros esfuerzos, conforme decías
antes, si llegamos a ver un poco claro en una cuestión tan oscura.
TEETETO. —Puedes contar con que así será.
EXTRANJERO. —Te hago con mayor instancia un segundo ruego.
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Que no me consideres como una especie de parricida.
TEETETO. —¿Qué quiere decir eso?
EXTRANJERO. —Para defendernos, nos vemos en la necesidad de someter a un examen severo
el sistema de nuestro maestro Parménides, y probar, estrechándole, que el no-ser existe bajo ciertos
conceptos, y que bajo ciertos conceptos también el ser no existe.
TEETETO. —Ya veo, que este es el punto que importa debatir en el curso de esta discusión.
EXTRANJERO. —Un ciego lo vería, como suele decirse. En efecto, si no comenzamos por
refutar o confirmar el sistema de Parménides, no se podría hablar de los falsos discursos, ni de la
opinión, ni de las ficciones, ni de las imágenes, ni de las imitaciones, ni de las artes a que se refieren
todos estos objetos; sin dar ocasión a risa, a causa de las contradicciones en que incurriríamos
necesariamente.
TEETETO. —Es muy cierto.
EXTRANJERO. —Es preciso, pues, atacar resueltamente la máxima de nuestro maestro o de
nuestro padre, y si el pudor nos lo impide, la dejaremos a un lado.
TEETETO. —No, no; nada debe detenernos.
EXTRANJERO. —Reclamo de ti una pequeña cosa, y es la tercera.
TEETETO. —Veamos.
EXTRANJERO. —Decía antes que para una refutación semejante me he encontrado siempre muy
débil y flaco, y ahora me sucede lo mismo.
TEETETO. —Así lo decías.
EXTRANJERO. —Pues bien; temo que, después de estas palabras, me tengas por un insensato,
viéndome pasar de un extremo a otro. Ten en cuenta, que solo para complacerte emprendemos esta
refutación, si ella es posible.
TEETETO. —Tranquilízate; de ninguna manera llevaré a mal que ataques y refutes a Parménides;
y así, ánimo y manos a la obra.
EXTRANJERO. —Y bien; ¿por dónde comenzamos? ¿Por dónde abordamos esta cuestión llena
de azares y de peligros? Si no me engaño, mi querido joven, he aquí el camino que necesariamente
debemos seguir.
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Por lo pronto, fijemos nuestra atención en las cosas, que nos parecen
evidentes, no sea que turben nuestros espíritus; y para que no las concedamos recíprocamente con
demasiada facilidad, como si nuestras ideas acerca de ellas fueran absolutamente fijas.
TEETETO. —Dime más claramente lo que quieres.
EXTRANJERO. —No encuentro bastante profundidad en Parménides, ni en ninguno de cuantos
han intentado definir los seres y contar y caracterizar sus especies.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Todos ellos tienen trazas de recitarnos una fábula, como si fuéramos niños.
Según uno, los seres son tres en número; los cuales tan pronto se hacen la guerra, como son amigos,
se casan, procrean y alimentan su prole. Según otro, no hay más que dos, lo seco y lo húmedo, lo
caliente y lo frío, y después los une y los pone en relación. Nuestra escuela de Elea, a partir de
Jenófanes y aun de más atrás, nos refiere otras fábulas; presentando lo que llamamos universo, como
un solo ser. Las musas de Jonia y de Sicilia, un poco más tarde, han creído más seguro combinar
estas dos opiniones, y decir, que el ser es a la vez uno y muchos, y que se mantiene por el odio y la
amistad. Las más altaneras de estas musas pretenden, que todo se une y se desune sin cesar;[8] según
las más moderadas, no sucede siempre así, sino que tan pronto el universo es uno y está en perfecta
armonía, mediante el poder de Venus; como es múltiple y está en guerra consigo mismo bajo el
imperio de no sé qué discordia.[9] Si todo esto es cierto o no lo es, es difícil decidirlo; y tampoco
conviene hacerlo, cuando se trata de tan antiguos e ilustres personajes. Pero he aquí lo que puede
decirse sin incurrir en falta.
TEETETO. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Que en su orgullo han hecho muy poco aprecio de nosotros, que constituimos
la multitud; porque sin cuidarse de si seguíamos sus discursos o si quedábamos a retaguardia,
marchan siempre derechos y a la vanguardia por el camino que han elegido.
TEETETO. —¿Qué quieres decir con esto?
EXTRANJERO. —Cuando alguno de estos filósofos declara, que existen o que han nacido o que
nacen muchos seres o uno solo, o dos; que lo caliente se mezcla con lo frío; suponiendo además toda
clase de composiciones y de descomposiciones; en nombre de los dioses, dime Teeteto; ¿has
comprendido nunca lo que dicen? Yo cuando era joven, y oía hablar de este no-ser que ahora nos
embaraza tanto, creía comprenderlo perfectamente; hoy ya ves en qué abismo estamos metidos.
TEETETO. —Ya lo veo.
EXTRANJERO. —Quizá en el fondo del alma no sabemos más sobre el ser que sobre el no-ser.
Cuando se habla de esto, creemos comprender el ser sin dificultad, y no comprender el no-ser, y
quizá nos hallamos en el mismo caso respecto del uno que del otro.
TEETETO. —Quizá.
EXTRANJERO. —Otro tanto puede decirse de los otros sistemas, a los que acabamos de pasar
revista.
TEETETO. —Así es.
EXTRANJERO. —Si te parece, examinaremos los demás principios; mas, por ahora, es preciso
fijarnos en el más grande, el que domina todo lo demás, el que es verdaderamente el primero.
TEETETO. —¿De qué quieres hablar? Sin duda es del ser, de lo que debemos ocuparnos en tu
opinión, para saber que han querido enseñarnos los que han tratado de esta materia.
EXTRANJERO. —Me has comprendido perfectamente, Teeteto. Digo, pues, que el método que
debe seguirse es interrogar a nuestros filósofos, como si estuviesen delante de nosotros, en estos
términos: Veamos, vosotros, que reducís el universo a lo caliente y a lo frío o a dos elementos, sean
los que sean; ¿qué afirmáis de estos dos elementos? ¿Decís del uno y del otro a la vez, o de cada uno
por separado que existen? ¿Qué es lo que deberemos entender por lo que llamáis ser? ¿Es un tercer
principio, que debe añadirse a los otros dos, de manera que el universo comprenda tres, en lugar de
los dos dichos al principio? Porque si limitáis el nombre de ser a uno de estos dos elementos, no
decís ya que son igualmente los dos; y cualquiera que sea el elemento a que llamareis ser, no habrá
más que uno y no dos.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Pero ¿quizá a los dos elementos a la par apellidáis ser?
TEETETO. —Quizá lo dirán.
EXTRANJERO. —Pero, mis queridos amigos, les diríamos, de esa manera, es más claro que la
luz, que vuestros dos elementos no son más que uno.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Puesto que nos veis confundidos, debéis explicarnos claramente lo que queréis
expresar cuando pronunciáis la palabra ser. Evidentemente lo debéis tener ya sabido muy de
antemano. En cuanto a nosotros, habíamos creído comprenderlo, pero en este momento nos vemos
confusos. Comenzad, pues, por ilustrarnos sobre este punto, a fin de que no nos imaginemos que
entendemos vuestros discursos, cuando sucedería todo lo contrario.
Hablando así, y dirigiendo esta súplica a nuestros filósofos y a todos los que reconocen más de
un principio en el universo, dime, mi querido joven; ¿nos haríamos por esto culpables?
TEETETO. —Nada de eso.
EXTRANJERO. —¿Pero no es justo que interroguemos a los que sostienen que el universo es
uno para que nos digan a qué llaman el ser?
TEETETO. —Sí, ciertamente.
EXTRANJERO. —Que me respondan, pues. ¿Decís, que no existe más que una sola cosa?
Nosotros lo decimos, responderán ellos. ¿No es así?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Pero lo que llamáis ser, ¿es alguna cosa?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Y esta cosa es la misma que llamáis igualmente lo uno, dando dos nombres a
un solo principio; o qué debemos pensar?
TEETETO. —Interrogados de esa manera, ¿qué respuesta podrán dar?
EXTRANJERO. —Es claro, mi querido Teeteto, que una vez admitida la hipótesis, que les sirve
de punto de partida,[10] no hay cosa más fácil que responder a esta pregunta o a cualquiera otra del
mismo género.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Reconocer que existen dos nombres, después de haber sentado como
principio, que no existe más que una sola cosa, sería ponerse en ridículo.
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —Hay más: no es posible servirse de ningún nombre sin chocar con la razón.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Considerando el nombre como diferente de la cosa, se reconocen dos cosas.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Y bien, si se considera el nombre como idéntico a la cosa, será preciso
reconocer, que no es el nombre de nada; o si se quiere que sea el nombre de alguna cosa, resultará,
que el nombre es únicamente el nombre de un nombre y nada más.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Y que lo uno, no siendo más que la unidad de la unidad, tampoco es más que la
unidad de un número.
TEETETO. —Necesariamente.
EXTRANJERO. —Pero, dirán ellos, que el todo es distinto del ser uno o que es idéntico.
TEETETO. —Dirán ciertamente, y dicen que es el mismo.
EXTRANJERO. —Si el todo es, como lo declara Parménides: Semejante por la forma a una
esfera redondeada por todas partes, de cuyo centro salgan radios iguales en todas direcciones, de
modo que es absolutamente imposible que sean más grandes de un lado o más pequeños de otro;[11] si
el ser es tal, el ser tiene un medio y extremos; y si tiene todo esto, es indispensable que tenga partes;
¿no es así?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Sin embargo; puede una cosa estar dividida en partes y participar de la unidad;
y de esta suerte no hay ser, ni todo, que no puedan ser uno.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Pero lo que participa de lo uno, ¿no es imposible que sea lo uno mismo?
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Solo lo que carece absolutamente de partes es verdaderamente uno, si hemos
de hablar con propiedad.
TEETETO. —Es evidente.
EXTRANJERO. —Lo que se compone de muchas partes, no se conforma con esta definición.
TEETETO. —Así lo comprendo.
EXTRANJERO. —Pero el ser, participando de la unidad, se hace un ser uno y un todo; ¿o
negaremos absolutamente que el ser sea un todo?
TEETETO. —Es bien difícil la alternativa que me propones.
EXTRANJERO. —Dices bien. Porque si el ser no es uno, sino en tanto que participa de lo uno,
parece que difiere de lo uno, y el universo no se reduce a un solo principio.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Por otra parte; si el ser no es un todo por sí mismo, puesto que no hace más
que participar de la unidad, y el todo es alguna cosa por sí, resulta que al ser falta algo de sí mismo.
TEETETO. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —Según este razonamiento, el ser, pues, al que falta algo de sí mismo, será no-
ser.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —He aquí como el universo no se reduce a un solo principio, teniendo el ser y el
todo una naturaleza distinta.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Y si el todo no existe, lo mismo habrá de suceder al ser, y no solo él no
existirá, sino que no podrá existir jamás.
TEETETO. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Porque lo que llega a la existencia, llega siempre en la forma de un todo; de
suerte que no se debe reconocer la existencia, ni la generación, como verdaderas, si no se ponen lo
uno y lo todo en el número de los seres.
TEETETO. —Así es preciso que suceda.
EXTRANJERO. —Además, lo que no es un todo, no puede ser más o menos, más o menos
grande; porque lo que tiene cuantidad, cualquiera que ella sea, a causa de esta cuantidad misma forma
necesariamente un todo.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —¡Cuántas dificultades, sin número y sin fin, podrían suscitarse contra los que
pretenden, que el ser es dos o que el ser es uno!
TEETETO. —Bastantes pruebas son los razonamientos que acabamos de recorrer. No hay una
dificultad que no dé origen a otra, y cuanto más se camina, mayor es el embarazo y mayor el extravío
en tan oscura materia.
EXTRANJERO. —Sin embargo, aún no hemos examinado las opiniones de todos los que han
discutido sutilmente la cuestión del ser y del no-ser. Pero lo dicho es suficiente. Ahora es preciso, que
nos dirijamos a los filósofos, que profesan doctrinas diferentes, para convencernos, por medio de un
completo examen, que no es más fácil determinar la naturaleza del ser que la del no-ser.
TEETETO. —Marchemos, pues, en busca de esos filósofos.
EXTRANJERO. —Podría decirse en verdad, que hay entre ellos un combate de gigantes, al ver
que no se entienden acerca de la naturaleza de la esencia.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Los unos hacen descender sobre la tierra todo lo que el cielo y la región de lo
invisible encierran; abrazando groseramente con sus manos las piedras y los árboles. Pegados a
todos estos objetos, afirman que solo existe esto que está sometido al tacto y a los demás sentidos;
confunden, al definirlos, el cuerpo y la ciencia; y si otro filósofo se atreve a decirles, que existen
seres sin cuerpo, no quieren escucharle y hasta le desprecian.[12]
TEETETO. —Las personas de las que hablas, son, en efecto, intratables, y yo mismo lo he
experimentado ya muchas veces.
EXTRANJERO. —Por esta razón, los que intentan combatirles, obran con prudencia
presentándoles la batalla desde una posición superior, y se sitúan a este fin en el seno de lo invisible,
obligándoles a reconocer ciertas ideas inteligibles e incorporales como expresión de la verdadera
esencia. En cuanto a los cuerpos y a esa pretendida realidad, que dichos filósofos únicamente
admiten, los reducen a polvo con sus razonamientos, y en lugar de la existencia, solo conceden que
están en un perpetuo movimiento para llegar a ella. Los dos partidos, Teeteto, se entregan a
interminables combates.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Exijamos de los dos que nos den razón a la vez de su manera de ver acerca de
la naturaleza de la esencia.
TEETETO. —Sí, pero ¿cómo conseguiremos que nos contesten?
EXTRANJERO. —Respecto a los que hacen consistir la esencia en las ideas, no hay dificultad,
porque son de un carácter más suave. Pero, respecto a los que reducen, como por fuerza, todas las
cosas a los cuerpos, es difícil, si no imposible, el conseguirlo. He aquí, a mi modo de ver, cómo es
preciso conducirnos con ellos.
TEETETO. —Veamos.
EXTRANJERO. —Lo mejor sería, si fuese posible, hacerlos más complacientes en realidad; y si
esto no se consigue, supongámoslo en nuestro lenguaje y así estarán dispuestos a respondernos de
una manera más conveniente que la que acostumbran. Vale más entenderse con personas corteses que
con gentes mal educadas. Y sobre todo, no llevemos al exceso nuestros miramientos, porque
nosotros únicamente buscamos la verdad.
TEETETO. —Perfectamente dicho.
EXTRANJERO. —Una vez hechos más tratables, exígeles que te respondan, y encárgate de
trasmitirnos lo que te digan.
TEETETO. —Estoy conforme.
EXTRANJERO. —Cuando hablan de un ser vivo y mortal, ¿dicen que tal ser es alguna cosa?
TEETETO. —Sin duda lo dicen.
EXTRANJERO. —¿Y no reconocen que es un cuerpo animado, en el que respira un alma?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —¿Colocan, pues, el alma entre los seres?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Pero no dicen del alma que una es justa y otra injusta; esta sensata y aquella
insensata?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿No dicen también, que el alma se hace justa mediante la presencia y la
posesión de la justicia, y que se hace lo contrario a causa de la presencia de lo contrario?
TEETETO. —Sí, también lo dicen.
EXTRANJERO. —Pero lo que puede estar presente o ausente en alguna parte, necesariamente es
algo.
TEETETO. —Convienen en ello.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, si la justicia, la sabiduría y las demás virtudes y sus
contrarias existen; si el alma, en la que se encuentran, existe; pregunto ¿qué es lo que dicen nuestros
filósofos? Alguna de estas cosas, ¿es visible y tangible, o son todas invisibles?
TEETETO. —Sin duda ninguna es visible.
EXTRANJERO. —¿Cómo? ¿Piensan, que alguna de estas cosas tiene cuerpo?
TEETETO. —En este punto no se limitan a una sola respuesta. Con respecto al alma, les parece
que posee un cuerpo. En cuanto a la sabiduría y demás virtudes, objeto de tus preguntas, experimentan
algún embarazo, y no se atreven a confesar que no forman parte de los seres, ni a afirmar que son
cuerpos.
EXTRANJERO. —Es claro, mi querido Teeteto, que esas gentes se han hecho ya más accesibles;
porque aquellos de entre ellos, que han sido verdaderamente sembrados[13] y han nacido de la tierra,
todo les importaría poco, y sostendrían, que aquello que no pueden coger con sus manos, no existe
absolutamente.
TEETETO. —Dices poco más o menos lo que ellos piensan.
EXTRANJERO. —Continuemos, pues, interrogándoles; porque como convengan en que existe
algún ser incorporal, por pequeño que sea, nos basta. En efecto; será preciso que definan lo que se
encuentra a la vez y naturalmente en los seres incorpóreos y en los que tienen cuerpo, y que les
obliga a decir de los unos y de los otros que existen. Quizá se verán embarazados; y si tal sucede,
mira si consentirán en admitir que el ser es esto.
TEETETO. —¿Qué? Habla; sepamos a qué atenernos.
EXTRANJERO. —Digo, que toda cosa que posee una fuerza, sea para realizar naturalmente una
acción cualquiera, sea para sufrirla, aunque sea la más pequeña, y en la cosa más miserable, y aunque
sea por una sola vez, semejante fuerza es real, es positiva. Defino, pues, el ser, diciendo que no es
más, ni menos, que la fuerza.
TEETETO. —No teniendo a mano por el momento otra definición mejor, ellos aceptan esta.
EXTRANJERO. —Bien. Más tarde quizá pensaremos de diferente manera, lo mismo ellos que
nosotros. Al presente tengamos esto por concedido.
TEETETO. —Tengámoslo.
EXTRANJERO. —Dirijámonos ahora a los partidarios de las ideas. Continúa siendo su intérprete
para con nosotros.
TEETETO. —Conforme.
EXTRANJERO. —La generación y el ser son dos cosas distintas. ¿No es así?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Por el cuerpo y mediante los sentidos, nos comunicamos con la generación; y
por el alma, por medio de la razón, nos ponemos en relación con el ser, verdaderamente ser, el cual
es siempre semejante a sí mismo, según lo aseguráis; al paso que la generación siempre es diferente.
TEETETO. —Eso decimos, precisamente.
EXTRANJERO. —¿Pero esta comunicación es, excelentes amigos, como la concebís en estos dos
casos? ¿Es de la manera que decíamos?
TEETETO. —¿De qué manera?
EXTRANJERO. —Como la pasión o la acción de cierta fuerza resultante de la relación de un
objeto con otro. Pero puede suceder, mi querido Teeteto, que no entiendas bien su pensamiento sobre
este punto, y que yo, más acostumbrado, lo entienda mejor.
TEETETO. —¿Qué dices?
EXTRANJERO. —No nos conceden lo que hemos sentado hace un instante, contra los hijos de la
tierra, en relación con el ser.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Hemos creído definir exactamente los seres por el poder activo y pasivo que
ejercen, por pequeño que sea.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —A esto responden, que es propio de la generación el poder de obrar y de sufrir;
pero que, respecto al ser, ni uno, ni otro poder, le pueden convenir.
TEETETO. —Esta respuesta carece de fundamento.
EXTRANJERO. —A eso responderemos a nuestra vez, que tenemos necesidad de saber de ellos
con más claridad aún, si están de acuerdo en que el alma conoce, y en que el ser es conocido.
TEETETO. —Sin duda convienen en ello.
EXTRANJERO. —Pero dime: ¿Conocer, ser conocido, es acción, es pasión; o es a la vez acción y
pasión? ¿O bien lo uno es pasión y lo otro acción? ¿O bien, ni el uno, ni el otro son ni una, ni otra de
estas dos cosas? Evidentemente, según ellos, ni lo uno, ni lo otro, son, ni una, ni otra de estas dos
cosas. De otra manera se pondrían en contradicción con sus manifestaciones anteriores.
TEETETO. —Lo comprendo así.
EXTRANJERO. —En efecto; si conocer es un hecho activo, ser conocido necesariamente tiene
que ser un hecho pasivo. De donde se seguiría, conforme a nuestro razonamiento, que el ser
conocido por el conocimiento sería movido en tanto que conocido, porque sería pasivo. Pero hemos
sostenido ya que esto no puede suceder con el ser, que está esencialmente en reposo.
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —Pero ¡por Zeus! ¿Nos dejaremos convencer fácilmente de que ni el
movimiento, ni la vida, ni el alma, ni la sabiduría, pertenecen verdaderamente al ser absoluto; que no
vive, que no piensa, sino que, privado de la augusta y santa inteligencia, subsiste y permanece
inmóvil?
TEETETO. —No podía uno resolverse a hacer, sin gran dificultad, una confesión semejante, ¡oh
extranjero!
EXTRANJERO. —¿Diremos que hay inteligencia sin haber vida?
TEETETO. —Imposible.
EXTRANJERO. —¿O bien les concederemos estos dos atributos, declarando que lo que no tiene
es alma?
TEETETO. —¿Y cómo puede poseer esos atributos sin alma?
EXTRANJERO. —¿Diremos, en fin, que tiene inteligencia, vida y alma, y que sin embargo,
subsiste en una absoluta inmovilidad, animado como esta?
TEETETO. —Todas esas suposiciones me parecen absurdas.
EXTRANJERO. —Luego es preciso colocar en el número de los seres, lo que es movido y el
movimiento mismo.
TEETETO. —Es imposible obrar de otra manera.
EXTRANJERO. —Se ve claramente, mi querido Teeteto, que si los seres son inmóviles, nadie
puede en manera alguna tener ningún conocimiento de ninguna cosa.
TEETETO. —Eso es claro.
EXTRANJERO. —Por otra parte, si admitimos que todo está en un eterno movimiento,
arrancamos del número de los seres lo mismo de que tratamos.[14]
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Si no hay estabilidad, ¿te parece que pueda ningún ser permanecer nunca el
mismo en sí y en sus relaciones con los demás?
TEETETO. —No, ciertamente.
EXTRANJERO. —¿Y bien? Sin estas condiciones, ¿concibes que pueda existir o formarse
conocimiento alguno?
TEETETO. —De ninguna manera.
EXTRANJERO. —Verdaderamente es preciso combatir con todas las armas del razonamiento al
que, destruyendo la ciencia, el pensamiento y la inteligencia, pretende aún poder afirmar alguna cosa
de ninguna cosa.
TEETETO. —Seguramente.
EXTRANJERO. —Para el filósofo, que honra todas estas cosas en el más alto grado, es, a mi
parecer, una absoluta necesidad el no admitir un todo inmóvil, bajo la fe de los que le hacen uno o
múltiple; como también no prestar oídos a los que quieren que todas las cosas se muevan por todas
partes y al infinito: es preciso que imite a los niños en sus deseos, y que conozca a la vez lo que es
inmóvil y lo que es movido, el ser y el todo.
TEETETO. —Nada más cierto.
EXTRANJERO. —¿Y no te parece que hemos examinado y profundizado el ser de una manera
conveniente?
TEETETO. —Es incontestable.
EXTRANJERO. —¡Ah, mi querido Teeteto, yo creo, que lo único que hemos conseguido, ha sido
reconocer las dificultades de la cuestión!
TEETETO. —¿Qué quieres decir?
EXTRANJERO. —¡Oh, excelente amigo! ¿No conoces, que en este momento estamos en la
ignorancia más profunda acerca de lo que es el ser, figurándonos como nos figuramos haber hablado
de él de una manera muy racional?
TEETETO. —Pues yo aún me lo imagino, y no concibo en qué consiste nuestra falta.
EXTRANJERO. —Fija, pues, tu atención y examina si, después de los principios que hemos
sentado, no se nos podría con razón objetar, como nosotros hemos objetado a los que sostienen que
el universo se resuelve en lo caliente y en lo frío.
TEETETO. —¿De qué objeciones hablas? Recuérdamelas.
EXTRANJERO. —Con gusto. Voy a proceder, si quieres, dirigiéndote mis preguntas, como antes
las dirigí a los otros, para que ganemos terreno.
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —Pues hagámoslo así. ¿No dices, que el movimiento y el reposo son
absolutamente opuestos entre sí?
TEETETO. —¿Cómo no decirlo?
EXTRANJERO. —Sin embargo, ¿sostienes que existen igualmente el uno y el otro?
TEETETO. —Lo sostengo.
EXTRANJERO. —¿Quieres decir, al conceder que existen, que están en movimiento el uno y el
otro?
TEETETO. —Nada de eso.
EXTRANJERO. —Pero diciendo que existen, ¿quieres dar a entender que uno y otro están en
reposo?
TEETETO. —Imposible.
EXTRANJERO. —Es porque en el fondo de tu espíritu consideras el ser como una tercera cosa
diferente de las otras dos; consideras el reposo y el movimiento como comprendidos en el ser; y,
abrazándolos en su mancomunidad con él, dices desde este punto de vista, que uno y otro existen.
TEETETO. —Parece, en efecto, que declaramos que el ser es un tercer principio, cuando decimos
que el movimiento y el reposo existen.
EXTRANJERO. —Luego el ser no es el movimiento, ni el reposo, considerados juntos; es un
principio diferente.
TEETETO. —Así parece.
EXTRANJERO. —Luego el ser por su naturaleza no está en reposo, ni en movimiento.
TEETETO. —Probablemente.
EXTRANJERO. —¿Adónde, pues, ha de dirigir su pensamiento el que quiera formar una idea
clara y sólida del ser?
TEETETO. —¿Adónde, en efecto?
EXTRANJERO. —No encuentro ninguna salida para salvar estas dificultades. Porque si una cosa
no está en movimiento, ¿cómo deja de estar en reposo? Y si no está en reposo, ¿cómo deja de estar en
movimiento? Ahora bien; el ser nos ha parecido independiente a la vez del movimiento y del reposo.
¿Es esto posible?
TEETETO. —Es de todo imposible.
EXTRANJERO. —Hay una cosa, que es justo recordar ahora con este motivo.
TEETETO. —¿Qué es?
EXTRANJERO. —Cuando se nos preguntaba a qué objetos conviene aplicar el nombre del no-
ser, nos veíamos perplejos. ¿Te acuerdas?
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Y con respecto al ser, ¿nos vemos ahora menos perplejos?
TEETETO. —En mi opinión, extranjero, me parece que ahora lo estamos más, si es posible.
EXTRANJERO. —Éste es un punto que no hay necesidad de decidir. Puesto que el ser y el no-ser
nos ponen igualmente en un conflicto, tenemos para lo sucesivo la esperanza de que tan pronto como
el uno se muestre a nosotros con más o menos oscuridad o claridad, el otro se mostrará de la misma
manera. Y aun cuando no pudiésemos concebir el uno, ni el otro; aun en este caso deberíamos
continuar en nuestras indagaciones del mejor modo que nos fuera posible, y sin separarlos.
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —Expliquemos de dónde nace el hecho de que a cada momento designamos una
sola y misma cosa con muchos nombres diferentes.
TEETETO. —¿Cómo? Ponme un ejemplo.
EXTRANJERO. —Cuando hablamos de un hombre, le damos diversas denominaciones, le
designamos por el color, la forma, el talle, por sus vicios y sus virtudes. Por medio de estas
calificaciones y por otras mil, decimos de él, no solo que es un hombre, sino que es bueno, que es tal
o cual, y así hasta el infinito. Con respecto a todos los demás objetos, procedemos de la misma
manera; reconocemos cada cosa como una sola, y después la designamos por muchas propiedades y
con muchos nombres.
TEETETO. —Es cierto lo que dices.
EXTRANJERO. —He aquí, yo creo, un regalo que acabamos de preparar a los hombres de escasa
instrucción, ya sean jóvenes o ancianos. Porque cada uno de estos puede objetarnos que es imposible
que muchos sean uno, que uno sea muchos; y cuán satisfechos quedarán, declarándonos que no es
permitido decir hombre bueno, sino que lo bueno es bueno y el hombre hombre. Sin duda, Teeteto,
más de una vez te habrás encontrado con hombres dados a semejantes argucias, y con frecuencia
hasta con ancianos; tal es su pobreza de espíritu y de conocimientos, que están como en éxtasis
delante de estas miserias y se imaginan haber llegado a la cima de la sabiduría.
TEETETO. —Todo eso es muy cierto.
EXTRANJERO. —A fin de que nuestra discusión se dirija a todos aquellos, que nunca se han
ocupado del ser, de cualquier manera que sea, téngase entendido, que todo cuanto vamos a decir, en
forma de preguntas, lo mismo va contra estos últimos, que contra aquellos a quienes hemos ya
combatido.
TEETETO. —Pero ¿qué vamos a decir?
EXTRANJERO. —Lo siguiente. ¿Decidiremos, que no es preciso atribuir la existencia al
movimiento y al reposo; ni ninguna cosa a ninguna cosa, sino que toda unión es imposible, y que los
seres no pueden participar los unos de los otros? ¿O bien los juntaremos todos considerándolos
como susceptibles de comunicación entre sí? ¿O bien uniremos unos y separaremos otros? De estos
tres partidos, mi querido Teeteto, ¿cuál debemos creer que escogerán nuestros entendidos rivales?
TEETETO. —Yo no podía ponerme en lugar de ellos, para responder a estas preguntas. ¿Pero no
podrás encargarte tú mismo de hacerlo, para en su vista examinar las consecuencias de cada una de
las tres suposiciones?
EXTRANJERO. —Muy bien. Supongamos, si quieres, que declaren, en primer lugar, que ninguna
cosa tiene en manera alguna poder de comunicar con las demás. ¿No se sigue de aquí, que el reposo y
el movimiento no participan de manera alguna del ser?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —¿Pero existirán, ni una, ni otra, de estas dos cosas, si no tienen nada de común
con el ser?
TEETETO. —No existirán.
EXTRANJERO. —El efecto inmediato de esta concesión es trastornarlo todo, a mi parecer; lo
mismo en el sistema que supone en movimiento el universo,[15] como en el que, haciéndolo uno,[16]
le condena a la inmovilidad; como en el de aquellos que, admitiendo las ideas, sostienen que los seres
subsisten invariables semejantes a sí mismos.[17] Todos estos filósofos unen el ser al universo,
diciendo, los unos, que está verdaderamente en movimiento; los otros, que está verdaderamente en
reposo.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Y los filósofos, que sucesivamente unen y separan todas las cosas, sea que
hagan salir el infinito de lo uno, y lo hagan de nuevo entrar en él;[18] sea que descompongan el
universo en un número limitado de elementos, que en seguida combinan;[19] y ya, por otro lado, estas
alternativas tengan lugar durante un cierto tiempo, o ya se verifiquen siempre; todos estos filósofos
nada razonable pueden decir, si no es posible la unión.
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —Además, esos mismos, que no permiten que una cosa se diga de otra en virtud
de su comunicación recíproca, se ven obligados a transigir en su propio lenguaje de la manera más
donosa.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Se ven obligados a cada momento a servirse de las expresiones: ser,
separadamente, otro, lo mismo, y otras mil análogas. Puesto que no pueden pasarse sin ellas, y que
las mezclan en todos sus discursos, no hay necesidad de que otros los combatan; como que hospedan,
como suele decirse, en su misma casa al enemigo y contradictor, oyendo por todas partes una voz
que se lo advierte, como al insensato Euricles.[20]
TEETETO. —Lo que dices es cierto; y tu comparación es exacta.
EXTRANJERO. —¿Pero qué sucederá si dejamos a todas las cosas el poder de comunicarse entre
sí?
TEETETO. —Eso soy yo capaz de explicarlo.
EXTRANJERO. —Veamos.
TEETETO. —El movimiento mismo se quedaría en reposo; y, a su vez, el reposo mismo se
pondría en movimiento, si uno y otro se comunicasen y entendiesen entre sí.
EXTRANJERO. —Es necesariamente y del todo imposible, que el movimiento esté en reposo y el
reposo en movimiento.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Solo falta la tercera suposición.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Es necesario que una de las tres sea verdadera; o todas las cosas pueden
mezclarse, o ningunas, o algunas. TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Nos ha parecido imposible admitir las dos primeras.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —El que quiera responder con exactitud, adoptará, por consiguiente, la última.
TEETETO. —Evidentemente.
EXTRANJERO. —Puesto que unas cosas se prestan a la mezcla y otras las resisten, se hallan en el
mismo caso que las letras. En efecto; hay acuerdo entre unas y desacuerdo entre otras.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Las vocales tienen sobre las demás letras la ventaja de que se interponen entre
todas, para servirles de vínculo; hasta tal punto, que, sin vocales, no hay acuerdo posible entre las
otras letras.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —¿Sabe cualquiera qué letras pueden unirse entre sí; o el que las une tiene
necesidad de arte?
TEETETO. —Tiene necesidad de arte.
EXTRANJERO. —¿De cuál?
TEETETO. —Del arte gramatical.
EXTRANJERO. —¿Y no sucede lo mismo con los sonidos graves y agudos? El que posee el arte
de distinguir los sonidos que son acordes y los que no lo son, es músico; y el que no lo entiende, no
lo es.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Otro tanto hay que decir de todas las demás cosas, en las que se muestra el arte
o no se muestra.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Ahora bien; puesto que hemos admitido, que los géneros también son
susceptibles de mezcla, ¿no es indispensable que el que se toma el trabajo de explicar con exactitud
qué géneros se asimilan, y qué géneros se rechazan, se valga de alguna ciencia para sus
razonamientos? ¿No es preciso, que conozca los que sirven de encadenamiento a todos los demás y
son susceptibles de mezclarse con ellos?
Y con respecto a la separación de los géneros, ¿no es preciso, por otra parte, que conozca los que
son generalmente causa de esta separación?[21]
TEETETO. —Ciertamente, el que tal haga tiene necesidad de una ciencia, y quizá de la más
grande de todas.
EXTRANJERO. —¿Y cómo llamaremos esta ciencia, Teeteto? ¿Será posible, por Zeus, que
hayamos encontrado, sin apercibirnos de ello, la ciencia de los hombres libres; y que cuando íbamos
en busca del sofista, nos hayamos encontrado de repente con el filósofo?
TEETETO. —¿Qué quieres decir?
EXTRANJERO. —Dividir por géneros, no tomar la misma especie por otra, ni otra por la
misma; ¿No es esto lo propio de la ciencia dialéctica?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —El que se halla en aptitud de hacer esto, distingue con claridad la idea única,
derramada en una multitud de individuos que existen aisladamente; en seguida, una multitud de ideas
que son diferentes las unas de las otras, y que están embebidas en una idea única; después, también
una idea única, recogida en la universalidad de los seres, reducidos a la unidad; y en seguida, por
último, una multitud de ideas absolutamente distintas las unas de las otras.[22] He aquí lo que se llama
saber discernir entre los géneros, los que son capaces de asociarse y los que no lo son.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Pero el talento de la dialéctica no lo concederás, yo creo, sino al que es
verdadera y puramente filósofo.
TEETETO. —¿Y cómo podría yo concederlo a ningún otro?
EXTRANJERO. —En parajes semejantes a este encontraremos, pues, al filósofo, lo mismo ahora
que más tarde, si nos proponemos buscarlo, aunque no sea fácil verlo en claro. Sin embargo, la
dificultad en este caso no es de la misma clase que la del sofista.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —El uno se sume en la oscuridad del no-ser, con el que se familiariza durante
una larga estancia; y como el lugar que habita es oscuro, es por esto difícil reconocerle. ¿No es
cierto?
TEETETO. —Probablemente.
EXTRANJERO. —Pero como el filósofo en todos sus razonamientos se abraza a la idea del ser,
no es fácil, a causa del resplandor de esta región, en manera alguna percibirle; porque, en la
muchedumbre, los ojos del alma son demasiado débiles para poder fijarse por mucho tiempo en las
cosas divinas.
TEETETO. —Esa explicación no me parece menos verosímil que la precedente.
EXTRANJERO. —Podremos después hacer un esfuerzo para formarnos una idea más clara aún
del filósofo, si el capricho o el corazón nos llevan a ello; pero respecto del sofista, guardémonos de
dejarle escapar, mientras no lo hayamos estudiado suficientemente.
TEETETO. —Bien dicho.
EXTRANJERO. —Hemos convenido, con motivo de los géneros, en que los unos se asocian
entre sí y otros no; que los unos se asocian solamente a algunos, otros a un gran número, otros a
todos y de todas maneras, sin encontrar nada que se lo impida. Ahora continuemos nuestra discusión,
no examinando todas las ideas, no sea que nos confunda su multitud, sino escogiendo algunas, las que
se dicen más grandes. Averigüemos, por lo pronto, lo que ellas son, cada una en sí misma; y en
seguida hasta qué punto tienen el poder de asociarse las unas a las otras. De esta manera, si no
concebimos el ser y el no-ser con toda la claridad posible, por lo menos no nos consideraremos
incapaces de dar razón de ellas, dentro de los límites de nuestra indagación; y sabremos, si podemos
decir impunemente del no-ser, que carece absolutamente de existencia.
TEETETO. —Eso es lo que debe hacerse.
EXTRANJERO. —Los mayores, entre los géneros de que hemos hablado ya, son: el ser mismo,
el reposo y el movimiento.
TEETETO. —Así es.
EXTRANJERO. —Los dos últimos, ya lo hemos dicho, no pueden mezclarse.
TEETETO. —De ninguna manera.
EXTRANJERO. —Pero el ser puede mezclarse con ambos; puesto que en efecto ambos son o
existen.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Esto constituye tres géneros.
TEETETO. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —Cada uno de ellos, ¿es otro que los otros dos, y el mismo respecto de sí
mismo?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Pero qué es lo que queremos decir con lo otro y lo mismo? ¿Son dos géneros
diferentes de los tres primeros mezclados necesariamente siempre con ellos? ¿Son cinco géneros, en
lugar de tres, los que tenemos que examinar? ¿O bien habremos dado estos nombres de lo mismo y
lo otro, a uno de nuestros tres géneros, sin darnos cuenta de ello?
TEETETO. —Quizá.
EXTRANJERO. —Sin embargo; el movimiento y el reposo no son, ni lo otro, ni lo mismo.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Lo que atribuimos en común al movimiento y al reposo, no puede ser el
reposo, ni el movimiento.
TEETETO. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Porque en este caso el movimiento estaría en reposo y el reposo en
movimiento. Porque si uno de ellos, no importa cuál, se aplicase a los dos a la vez, necesariamente
tenía que resultar, que el otro se mudaría en lo contrario a su naturaleza, puesto que participaría de su
contrario.
TEETETO. —Es evidente.
EXTRANJERO. —Luego participan ambos de lo mismo y de lo otro.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —No digamos, pues, que el movimiento es lo mismo o lo Otro, ni el reposo
tampoco.
TEETETO. —Tampoco.
EXTRANJERO. —¿Pero deberíamos considerar el ser y lo mismo, como no formando más que
uno?
TEETETO. —Quizá.
EXTRANJERO. —Pero si el ser y lo mismo no difieren en nada, diciendo que el movimiento y el
reposo son o existen, declararemos, que ambos son lo mismo, puesto que existen.
TEETETO. —Pero eso es imposible.
EXTRANJERO. —Luego es imposible, que lo mismo y el ser no constituyan más que uno.
TEETETO. —Al parecer.
EXTRANJERO. —¿Sentaremos, pues, como una cuarta idea, que debe añadirse a las otras tres, la
idea de lo mismo?
TEETETO. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —¿Pero es preciso ver en lo otro un quinto género? ¿O bien lo otro y el ser
deben ser considerados como los dos nombres de un solo objeto?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —¿Pero creo que me concederás, que entre las cosas, unas son consideradas
como existiendo en sí mismas, y otras son consideradas con relación a otras cosas?
TEETETO. —Seguramente.
EXTRANJERO. —Luego lo otro se refiere necesariamente a algún otro. ¿No es así?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Pero esto sería imposible, si el ser y lo otro no fuesen absolutamente distintos.
Porque si lo otro pudiese presentarse bajo las dos mismas formas que el ser,[23] habría, entre las otras
cosas, alguna que sería otra sin referirse a ninguna otra; y ya hemos visto que lo que es
verdaderamente otro, no es tal sino en relación a otra cosa.
TEETETO. —Así es.
EXTRANJERO. —La naturaleza de lo otro debe, pues, ser considerada como una quinta idea, y
puesta en el número de las que hemos escogido.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Y diremos, que ella está como derramada en todas las demás. Porque cada una
en particular es otra que las que no son ella, no por su propia naturaleza, sino porque participa de la
idea de lo otro.
TEETETO. —Incontestablemente.
EXTRANJERO. —Digamos, pues, lo siguiente de nuestras cinco ideas, tomándolas una a una.
TEETETO. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Lo primero; que el movimiento es absolutamente otro que el reposo. ¿No es
esto lo que decíamos?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —No es el reposo.
TEETETO. —Nada de eso.
EXTRANJERO. —Pero él existe, puesto que participa del ser.
TEETETO. —Existe.
EXTRANJERO. —Por otra parte, el movimiento es otro que lo mismo.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —No es, pues, el mismo.
TEETETO. —No, sin duda.
EXTRANJERO. —Sin embargo; es lo mismo en el sentido que todo participa de lo mismo.
TEETETO. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —Es preciso reconocer, y no hay que asustarse, que el movimiento es lo mismo
y no es lo mismo. En efecto; cuando decimos que es lo mismo y que no es lo mismo, es bajo
diferentes puntos de vista. Es lo mismo, porque considerado en sí, participa de lo mismo; no es lo
mismo, porque se asocia a lo otro; lo que hace que difiera de lo mismo, y que sea lo otro que lo
mismo; de suerte que es igualmente exacto decir que no es lo mismo.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, si el movimiento pudiese en cierta manera participar del
reposo, no sería un absurdo llamarle estable.
TEETETO. —Así podría hacerse, si no hubiéramos convenido en que unos géneros pueden y
otros no pueden mezclarse entre sí.
EXTRANJERO. —Efectivamente; así lo hemos demostrado mucho antes de haber llegado al
punto en que nos encontramos; y hasta hicimos ver que esto estaba fundado en la naturaleza de las
cosas.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Volvamos a tomar el hilo de nuestra discusión. El movimiento es distinto que
lo otro; así como acabamos de hacer ver que es diferente de lo mismo y del reposo.
TEETETO. —Necesariamente.
EXTRANJERO. —Él no es otro y es otro según nuestro razonamiento de hace poco.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Ahora ¿nos atreveremos a decir que el movimiento es otro que nuestras tres
primeras ideas, pero que no es otro respecto de la cuarta, habiendo ya convenido en que las ideas, que
hemos escogido como objeto de examen, son hasta cinco en número?
TEETETO. —¿Cómo? Nos es ya imposible reducir el número que hemos hecho notar.
EXTRANJERO. —Dispuestos al combate, insistamos en declarar y sostener contra todo el
mundo, que el movimiento es otro que el ser.
TEETETO. —Sostengámoslo sin el menor temor.
EXTRANJERO. —Luego es claro, que el movimiento no existe realmente, y también que existe,
puesto que participa del ser.
TEETETO. —No puede darse cosa más clara.
EXTRANJERO. —El no-ser, por consiguiente, se encuentra por necesidad en el movimiento y en
todos los géneros. Porque la naturaleza de lo otro, presente en todos los géneros, hace que cada uno
de ellos sea otro que el ser y le haga no-ser; de suerte que, bajo este punto de vista, puede decirse con
exactitud, que todo es no-ser; así como por la participación en el ser, se puede decir igualmente que
todo es ser.
TEETETO. —Así parece.
EXTRANJERO. —¿Por consiguiente, cada idea lleva consigo en gran manera el ser, y lleva
también el no-ser infinitamente?
TEETETO. —Lo creo.
EXTRANJERO. —¿Pero no es preciso decir, que el ser mismo es otro que todo lo demás?
TEETETO. —Necesariamente.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, tantas cuantas cosas haya diferentes del ser, otras tantas el
ser no es; porque el ser, que es uno, no es todas las cosas; y así hay un número infinito de cosas
diferentes del ser, que no son.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Y no hay que asustarse al decir esto; puesto que la naturaleza de los géneros
permite que se asocien entre sí. Si no se nos concede esto, entonces pruébesenos que nos hemos
engañado en lo que precede; único medio de demostrarnos que en este momento también nos
engañamos.
TEETETO. —No es posible hablar con más claridad.
EXTRANJERO. —Pero veamos aún esto.
TEETETO. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Lo que llamamos no-ser, no es, a mi parecer, lo contrario del ser, sino solo
una cosa que es lo otro.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Por ejemplo: cuando hablamos de alguna cosa, que no es grande, ¿te parece
que expresamos por esta palabra más bien lo pequeño que un término medio?
TEETETO. —No, sin duda.
EXTRANJERO. —No concederemos, que la negación signifique lo contrario del término
positivo; la partícula no expresa solo algo que difiere de los nombres que la siguen, o más bien
cosas, a las que se refieren los nombres colocados después de la negación.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Reflexionemos más aún sobre esto, si te parece.
TEETETO. —¿Sobre qué?
EXTRANJERO. —La naturaleza de lo otro me parece que se divide en mil partes, como la
ciencia.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —La ciencia igualmente es una en cierta manera; pero cada una de sus partes,
refiriéndose a cierto objeto, se encuentra por esta razón determinada, y toma una denominación
particular; y de aquí la diversidad de artes y de ciencias.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Lo mismo sucede con la naturaleza de lo otro, que tiene partes, sin dejar de ser
una.
TEETETO. —Quizá; pero ¿cómo se verifica?
EXTRANJERO. —¿No hay una parte de lo otro opuesta a lo bello?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Tiene nombre o no lo tiene?
TEETETO. —Lo tiene. Lo que llamamos a cada instante no-bello, ¿qué es sino lo que es distinto,
o lo que es otro que lo bello y su naturaleza?
EXTRANJERO. —Veamos, respóndeme.
TEETETO. —¿A qué?
EXTRANJERO. —Lo no-bello, ¿no es una cierta cosa que se determina en un cierto género de
seres, y que se pone en seguida en oposición con alguno otro ser?
TEETETO. —Así es.
EXTRANJERO. —Lo no-bello es, por consiguiente, la oposición de un ser a otro ser.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —¿Pero es que conforme a este razonamiento, lo bello es más del número de los
seres y lo no-bello menos?
TEETETO. —No.
EXTRANJERO. —¿Deberá decirse igualmente eso mismo de lo no grande y de lo grande?
TEETETO. —Igualmente.
EXTRANJERO. —¿Lo no justo debe ponerse en el mismo pie que lo justo, en concepto de que el
uno no es más que el otro?
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —Otro tanto diremos de todo lo demás desde el instante en que la naturaleza de
lo otro nos ha parecido estar en el número de los seres. —Si lo otro existe, es una necesidad que sus
partes existan igualmente.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Así pues, a mi parecer, la oposición de una parte de la naturaleza de lo otro
con el ser, colocados frente a frente, no es menos una esencia, si es permitido decirlo, que el ser
mismo; y lo que ella representa no es lo contrario del ser, sino una cosa distinta.
TEETETO. —Eso es claro como el día.
EXTRANJERO. —¿Y qué nombre daremos a esta oposición?
TEETETO. —Evidentemente este es el no-ser que indagábamos, cuando se trataba del sofista.
EXTRANJERO. —¿No tiene este no-ser, según tú decías, tanta realidad y esencia como todos los
demás géneros? ¿Y no debemos tener valor para declarar, que el no-ser posee una naturaleza sólida y
que le es propia? Como lo grande es grande, y lo bello es bello; como lo no grande es no grande, y
lo no bello no bello; ¿no hemos dicho y no decimos que el no-ser es no-ser, y que ocupa su lugar y
su rango entre los seres, siendo una de sus especies? ¿O bien, Teeteto, tenemos sobre esto alguna
duda?
TEETETO. —No, ninguna.
EXTRANJERO. —¿Sabes que hemos olvidado la defensa de Parménides, y que nos hallamos muy
distantes de él?
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Hemos llevado nuestras indagaciones y nuestras demostraciones mucho más
allá de los límites que él había fijado a nuestro examen.
TEETETO. —Explícate.
EXTRANJERO. —Parménides nos ha dicho: No; nunca comprenderás que lo que no existe, existe.
Que tu pensamiento, en sus indagaciones, se separe de este rumbo.
TEETETO. —Efectivamente, eso dice.
EXTRANJERO. —Nosotros no solo hemos probado que el no-ser existe, sino que hemos puesto
en evidencia la idea misma del no-ser. En efecto; hemos demostrado que la naturaleza de lo otro
existe verdaderamente, y que está como dividida entre todos los seres comparados entre sí; y no
hemos tenido temor en declarar que precisamente cada una de sus partes, en tanto que se opone al ser,
es lo que constituye el no-ser.
TEETETO. —Creo, extranjero, que esta manera de ver es la verdad misma.
EXTRANJERO. —No se diga que, después de haber demostrado el no-ser como lo contrario del
ser, nos atrevemos a afirmar que existe. Porque respecto de lo contrario del ser, hace largo tiempo
que hemos declarado que no nos cuidaremos de saber si existe o no existe, si es conforme a la razón
o si le repugna. En cuanto a nuestra proposición: que el no-ser existe, es preciso que se nos pruebe,
refutándonos, que estamos en el error; y si no es posible esto, es preciso que se nos diga, como lo
decimos nosotros, que los géneros se mezclan los unos con los otros; que el ser y lo otro penetran en
todos y se penetran ellos mismos recíprocamente; que lo otro, participando del ser, existe en virtud
de esta participación, sin convertirse en aquello de que participa, sino permaneciendo otro; y en fin,
que siendo otro que el ser, es claro como el día, que es necesariamente el no-ser. A su vez, el ser,
comunicando con lo otro, es otro que todos los demás géneros; siendo otro que los demás géneros,
no es, ni cada uno de ellos, ni todos ellos juntos, y no es más que él mismo; de suerte que
indudablemente hay mil cosas, que el ser no es bajo mil relaciones; y todos los demás géneros en
igual forma, ya se les considere en particular o ya todos a la vez, son de muchas maneras y de
muchas maneras no son.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Y si alguno no tiene fe en estas oposiciones, que reflexione en sí mismo, y que
nos proponga alguna solución mejor que la nuestra. Pero si, por el contrario, imaginándose haber
inventado alguna maravilla, se complace en explotar razonamientos, tan pronto en un sentido, como
en otro, se tomará una molestia muy pesada por una cosa que no lo merece, como lo prueba bastante
lo que precede. Esto no exige tanta delicadeza, ni es tan difícil de encontrar; pero en cambio es a la
vez precioso y difícil lo siguiente.
TEETETO. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Lo que ya hemos dicho: dejar estas bagatelas y prepararse todo lo posible para
refutar, sin separarse del texto de sus palabras, a los que pretenden que lo que es lo otro, es también
lo mismo en cierta manera; que lo que es lo mismo es igualmente lo otro de la misma manera y bajo
el mismo punto de vista que en el caso precedente. Pero probar vagamente que lo mismo es lo otro,
lo otro idéntico, lo grande pequeño, lo semejante desemejante, y solazarse con hacer comparecer de
esta suerte las contrarias en su discurso; este no es un método serio; es el de un novel que comienza
apenas a tener conocimiento de los seres.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Porque, mi querido amigo, querer separar todo de todo es una empresa loca,
que supone un hombre de hecho extraño a las musas y a la filosofía.
TEETETO. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Porque no hay medio más seguro de acabar con toda especie de discursos, que
dividir todas las cosas, poniendo cada una aparte; porque el discurso nace del enlace y trabazón de
unas ideas con otras.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Ya ves la razón que tuvimos para combatir a nuestros adversarios,
obligándoles a que confesaran que las cosas se mezclan entre sí.
TEETETO. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Porque el lenguaje es para nosotros uno de los géneros de los seres. Si nos
viéramos privados de él, cosa extremadamente grave, nos veríamos privados de la filosofía; pero es
preciso, al presente, que nos entendamos sobre la naturaleza del lenguaje; y debemos tener en cuenta
que si él nos faltase, no podríamos decir nada; y de hecho nos faltaría, si concediéramos que no
existe ninguna mezcla de cosa alguna con otra.
TEETETO. —Bien con respecto a esto. Pero no puedo explicarme, por qué es preciso que nos
entendamos sobre la naturaleza del lenguaje.
EXTRANJERO. —Quizá vas tú a explicarlo, siguiéndome por aquí.
TEETETO. —¿Por dónde?
EXTRANJERO. —El no-ser nos ha aparecido como un género entre todos los demás y esparcido
entre todos los seres.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Ahora es preciso examinar si se mezcla en el juicio y en el discurso.
TEETETO. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Si no se mezcla, se sigue que todo será verdadero; si se mezcla, el juicio y el
discurso serán falsos; porque pensar o decir lo que no es, es decir, el no-ser, es lo que hace que haya
falsedad en el pensamiento y en el lenguaje.
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —Si hay falsedad, hay error.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Si hay error, es una necesidad que todo esté lleno de ficciones, imágenes y
fantasmas.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Ahora bien; habíamos dicho que el sofista se había refugiado en este recinto,
pero negando absolutamente que hubiese nada falso. Pretendía, en efecto, que el no-ser no puede
concebirse, ni expresarse, porque el no-ser no puede en manera alguna participar de la existencia.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Pero nos ha parecido que el no-ser participa del ser; de suerte que el sofista
quizá no combatiría ya en este terreno. Pero podría decir que unas especies participan del no-ser y
otras no participan, y que el discurso y el juicio son de las que no participan. En este caso, su táctica
sería probar, que el arte de producir imágenes y el arte de la fantasmagoría, del que parece habernos
librado, no existen absolutamente; puesto que el juicio y el discurso no tienen nada de común con el
no-ser. No hay nada falso desde el momento en que no hay nada de común entre ellos. He aquí, por
qué nos es preciso estudiar, por lo pronto, la naturaleza del discurso, del juicio y de la imaginación, a
fin de que, conociéndolos mejor, podamos ver lo que hay de común entre estas cosas y el no-ser; y
que, viéndolo, demostremos que lo falso existe; y que, habiéndolo demostrado, encadenemos al
sofista, si entra en efecto en el género de lo falso; o le soltemos, para buscarle en otro género.
TEETETO. —Verdaderamente, extranjero, razón teníamos para decir, cuando comenzamos, que
el sofista es una caza difícil de coger. Parece que se le vienen a las manos los medios de defensa, que
nos presenta sucesivamente; de suerte que jamás se llega hasta él sin combate. Ahora, apenas hemos
pulverizado su proposición de que el no-ser no existe, que era un muro para su defensa, cuando ya
levanta otro, y nos obliga a probar que lo falso existe en el discurso y en el juicio. Después de esta
dificultad suscitará otra y otra, y nunca se llegará al fin.
EXTRANJERO. —Es preciso tener ánimo, mi querido Teeteto, siempre que se gane terreno,
aunque se camine lentamente. Si en este caso se desespera, ¿qué queda para situaciones difíciles,
cuando no se avanza o cuando se retrocede? Los hombres de tal condición no han nacido, como dice
el proverbio, para tomar ciudades por asalto. Pero ahora, mi querido amigo, cuando hayamos
vencido la dificultad de la que hablas, nos haremos dueños de la torre más fuerte del sofista, y ya
nada nos podrá detener en nuestra marcha.
TEETETO. —Hablas perfectamente.
EXTRANJERO. —Consideremos, por lo pronto, como acabamos de decir, el discurso y el juicio;
y sepamos claramente, si tienen alguna relación con el no-ser; o si son absolutamente verdaderos y
no hay en ellos nada falso.
TEETETO. —Justo.
EXTRANJERO. —Pues bien; el examen que hemos hecho respecto de las especies y de las letras,
hagámoslo igualmente y de la misma manera de las palabras. Éste es el camino por donde llegaremos
al término de nuestra indagación.
TEETETO. —¿Qué quieres que sepamos en relación a los nombres?
TEETETO. —Si pueden asociarse los unos a los otros; o si, por el contrario, no pueden
asociarse; si los unos se prestan y otros se resisten a esta amalgama.
TEETETO. —Evidentemente unos la consienten y otros la resisten.
EXTRANJERO. —He aquí, yo supongo, lo que quieres decir: se prestan a la asociación aquellos
que, pronunciados a continuación de los otros, tienen una significación dada; y la resisten aquellos,
que, encadenándose, no forman ningún sentido.
TEETETO. —¿Qué quieres decir con eso?
EXTRANJERO. —Lo que creía que era tu pensamiento, cuando me has respondido conforme a
mi propia opinión. Hay en efecto, dos especies de signos para representar por la voz lo que existe.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Los que se llaman nombres y los que se llaman verbos.
TEETETO. —Explícame eso.
EXTRANJERO. —Al signo, que se aplica a las acciones, le llamamos verbo.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Al signo, que se aplica a los que ejecutan estas acciones, le llamamos nombre.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Los nombres colocados solos, unos en pos de otros, no forman un discurso; y
lo mismo sucede con los verbos sin nombres.
TEETETO. —Yo no sabía eso.
EXTRANJERO. —Es claro que antes pensabas otra cosa, cuando estabas de acuerdo conmigo;
porque esto era precisamente lo que yo quería decir: que los nombres o los verbos pronunciados
unos tras otros independientemente no forman un discurso.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Por ejemplo: marcha, corre, duerme y todos los demás verbos que representan
acciones, si se pronuncian en fila, no formarán nunca un discurso.
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —Lo mismo si se dice: león, ciervo, caballo y todos los nombres que se dan a los
que ejecutan las acciones, se habrán colocado unos en seguida de otros, pero no resultará discurso. Ni
en un caso, ni en otro, las palabras expresan ninguna acción o no-acción, ninguna existencia del ser o
del no-ser, mientras no se mezclen los verbos con los nombres. Si se los mezcla, ellos concuerdan, y
hay discurso, es decir, una primera combinación; el primero y el más pequeño de los discursos.
TEETETO. —¿Qué dices?
EXTRANJERO. —El hombre aprende: ¿no reconoces que este es el discurso más sencillo posible
y el primero?
TEETETO. —Sí, ciertamente.
EXTRANJERO. —Expresa, en efecto, una de las cosas que son, que han sido, o que serán; no solo
la nombra, sino que la determina en cierta manera; y esto combinando los verbos con los nombres.
Por esta razón, no decimos del que se produce de esta manera, que nombra, sino que discurre; y por
esta palabra designamos esta combinación.
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —Y así como entre las cosas hay unas que se asocian y otras no, así entre los
signos vocales los hay que se asocian y estos forman el discurso.
TEETETO. —No se puede hablar mejor.
EXTRANJERO. —Una pequeña observación aún.
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Es necesario que siempre que haya discurso, recaiga sobre alguna cosa;
porque sobre la nada es imposible.
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —También es preciso que sea de una cierta naturaleza.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Tomémonos a nosotros mismos como objeto de observación.
TEETETO. —Conforme.
EXTRANJERO. —Voy a citarte un discurso, que formaré uniendo una cosa[24] a una acción por
medio de un nombre y un verbo; y tú me dirás a lo que se refiere este discurso.
TEETETO. —Lo haré si me es posible.
EXTRANJERO. —Teeteto está sentado: he aquí un discurso que no es largo.
TEETETO. —No; es bastante corto.
EXTRANJERO. —A ti te toca decirme sobre qué y de qué habla.
TEETETO. —Evidentemente sobre mí y de mí.
EXTRANJERO. —¿Y este?
TEETETO. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Teeteto, con quien yo hablo, vuela por los aires.
TEETETO. —He aquí también un discurso, que a juicio de todos solo habla de mí y sobre mí.
EXTRANJERO. —Hemos dicho ya que cada discurso debe necesariamente ser de una cierta
naturaleza.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Y cuál es la naturaleza de cada uno de estos dos discursos?
TEETETO. —El uno es verdadero; el otro, falso.
EXTRANJERO. —El verdadero dice las cosas como son en sí.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —El falso dice otra cosa que lo que es.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Dice, pues, lo que no es, como siendo.
TEETETO. —Conforme.
EXTRANJERO. —Lo que dice de ti es otro (es distinto) que lo que es; porque hemos dicho que
hay, con relación a cada cosa, mucho de ser y mucho de no-ser.
TEETETO. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —En cuanto al segundo discurso, que yo he citado con aplicación a ti, observo
por lo pronto, que teniendo en cuenta los elementos que componen el discurso, conforme a nuestra
definición, es imposible que pueda presentarse otro en menos palabras.
TEETETO. —Éste es un punto convenido entre nosotros.
EXTRANJERO. —En segundo lugar, habla de alguna cosa.
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Es de ti y no de ningún otro.
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —Si no se refiriese a nadie, no habría absolutamente discurso; porque hemos
hecho ver que es imposible un discurso sobre la nada.
TEETETO. —Exacto.
EXTRANJERO. —Pero cuando se dice respecto a ti cosas distintas, como si fuesen las mismas;
cosas, que no son, como si fuesen, ¿no es claro que una combinación de verbos y de nombres,
formada de esta manera, tiene que ser real y verdaderamente un falso discurso?
TEETETO. —Es completamente verdadero.
EXTRANJERO. —¿Pero no es evidente que el pensamiento, la imaginación, la opinión y todos
estos géneros se producen en nuestras almas tan pronto falsos, como verdaderos?
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —El medio más seguro de comprenderlo es examinar la naturaleza de cada una
de estas cosas, y en qué se diferencian las unas de las otras.
TEETETO. —Pues bien; guíame un poco.
EXTRANJERO. —Digo, pues, que el pensamiento y el discurso no forman más que uno. He aquí
toda la diferencia. El diálogo interior del alma, el que tiene consigo mismo sin el auxilio de la voz, es
lo que se llama pensamiento.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —El soplo que el alma exhala por la boca, articulándolo, es lo que se llama
discurso.
TEETETO. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Además sabemos que en nuestros discursos se encuentra lo siguiente.
TEETETO. —¿Qué?
EXTRANJERO. —La afirmación y la negación.
TEETETO. —Lo sabemos.
EXTRANJERO. —Y cuando la afirmación o la negación se produce en el alma, mediante el
pensamiento y en silencio, ¿cómo llamar a esto sino el juicio?
TEETETO. —Bien.
EXTRANJERO. —Y si esta manera de ser es producida, no tanto por el pensamiento, como por la
sensación, ¿hay un nombre que le cuadre mejor que el de imaginación?
TEETETO. —No lo hay.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, puesto que el discurso es verdadero o falso, y puesto que el
pensamiento es como el diálogo del alma consigo misma; el juicio, el término del pensamiento, y la
imaginación, de la que hablábamos antes, mezcla de la opinión y de la sensación, todas estas diversas
operaciones, a causa de su parentesco con el discurso, han de ser también a veces falsas, por lo
menos algunas de ellas.
TEETETO. —Nada más cierto.
EXTRANJERO. —Ya ves que hemos descubierto el falso juicio y el falso discurso más pronto de
lo que suponíamos, a causa de la creencia en que estábamos de que esta indagación era superior a
nuestras fuerzas.
TEETETO. —Ya lo veo.
EXTRANJERO. —Acabemos resueltamente lo que nos queda por hacer. Y después de esta
averiguación, recordaremos nuestras precedentes divisiones por especies.
TEETETO. —¿Cuáles?
EXTRANJERO. —Hemos distinguido en el arte de hacer imágenes o ficciones, dos especies: el
arte de copiar y el arte de la fantasmagoría.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Y no sabemos en cuál de estas divisiones comprender al sofista.
TEETETO. —Así es.
EXTRANJERO. —En medio de esta incertidumbre, las tinieblas se han condensado en torno
nuestro, cuando hemos encontrado esta máxima tan discutida por todos los filósofos: que no existen
absolutamente imágenes, ni ficciones, ni fantasmas, porque nunca, ni de ninguna manera, ha existido
especie alguna de falsedad.
TEETETO. —Lo que dices es cierto.
EXTRANJERO. —Pero ahora que, viendo claro en el discurso, vemos patentemente que el juicio
puede ser falso, decimos que es posible que se imiten los seres, y que de estas imitaciones nazca el
arte de engañar.
TEETETO. —Es posible.
EXTRANJERO. —Hemos estado antes de acuerdo en que el sofista pertenece a una de las dos
especies que ya recordamos.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Apliquémonos, pues, de nuevo a dividir en dos el género que ya reconocimos
antes; dirijámonos siempre a la derecha, fijándonos en las especies, con las que el sofista tiene
afinidades, hasta que habiéndole despojado de todo lo que tiene de común con los demás seres, y no
habiéndole dejado más que su naturaleza propia, la representemos a nosotros mismos y a todos
aquellos, que, por las condiciones de su espíritu, son más capaces de seguir este método.
TEETETO. —Es justo.
EXTRANJERO. —¿No comenzamos por distinguir el arte de hacer y el arte de adquirir?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Y en el arte de adquirir, nos ha parecido que el sofista pertenecía
sucesivamente a la caza, al combate, a los negocios y a otras especies semejantes.
TEETETO. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Pero como el sofista nos parece comprendido en el arte de imitar, es claro que
el arte de hacer es el que deberemos, por lo pronto, dividir en dos. Porque imitar es hacer imágenes;
esta es la verdad, y no hacer las cosas mismas. ¿Es esta tu opinión?
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Pero el arte de hacer se divide en dos partes.
TEETETO. —¿Cuáles?
EXTRANJERO. —La una divina, la otra humana.
TEETETO. —Yo no comprendo aún.
EXTRANJERO. —El poder de hacer, si nos acordamos de lo que hemos establecido al principio,
es, ya lo hemos dicho, el poder que es causa de que lo que no existía antes, exista después.
TEETETO. —Recordémoslo.
EXTRANJERO. —Todos los seres vivos, que son mortales; todas las plantas, ya procedan de
semillas o de raíces; todos los cuerpos inanimados, contenidos en las entrañas de la tierra, sean
fusibles o no; ¿ha sido otro poder, otra acción que la de un Dios, la que ha hecho que, no existiendo
antes todas estas cosas, hayan comenzado a existir? ¿O bien es preciso adoptar la creencia y el
lenguaje del vulgo?
TEETETO. —¿Qué lenguaje y qué creencias son esos?
EXTRANJERO. —La de que es la naturaleza la que engendra todo esto por una causa mecánica,
que no dirige el pensamiento. ¿O quizá la causa universal está dotada de razón y de una ciencia
divina, cuyo principio es Dios?
TEETETO. —Yo, sin duda a causa de mi poca edad, he pasado muchas veces de una de estas
opiniones a la otra. Pero hoy, por el respeto que me mereces, y porque sospecho que según tú todas
estas cosas son la obra de un Dios, me inclino a creerte.
EXTRANJERO. —Muy bien, Teeteto. Si te creyéramos capaz, como a muchos otros, de mudar
algún día de opinión, haríamos hoy los mayores esfuerzos para traerte a nuestro partido por el
razonamiento y la fuerza de la persuasión. Pero yo sé que tu índole te arrastra sin nuestro auxilio
hacia estas creencias; y así paso adelante, porque sería perder el tiempo en discursos inútiles. Siento,
pues, por principio, que todas las cosas que se refieren a la naturaleza son el producto de un arte
divino; y las que los hombres forman con las primeras, producto de un arte humano. De donde se
sigue que hay dos géneros en el arte de hacer: el uno humano, el otro divino.
TEETETO. —Justamente.
EXTRANJERO. —Es preciso dividir aún cada uno de estos dos géneros en dos.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Acabas de dividir en dos el arte de hacer, en razón de su latitud; pues bien,
divídelo ahora en razón de su longitud.
TEETETO. —Dividámoslo así.
EXTRANJERO. —Comprenderá cuatro partes: dos, que se refieren a nosotros y que son artes
humanas; y dos, que se refieren a los dioses y son artes divinas.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Pero tomando la división en otro sentido, cada una de las dos primeras partes
comprende dos: el arte de hacer las cosas mismas y el arte que se puede llamar de hacer imágenes. He
aquí como el arte de hacer se divide aún en dos.
TEETETO. —Explícame el objeto de estas dos últimas divisiones.
EXTRANJERO. —Nosotros mismos, todos los animales, los elementos de las cosas, el fuego, el
agua y todos los seres análogos a estas cosas, todo, ya lo sabemos, es producción y obra de un Dios.
¿No es verdad?
TEETETO. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Pero todas estas cosas van acompañadas de sus imágenes, que no son ellas; y
estas imágenes son también el resultado de un arte divino.
TEETETO. —¿Qué imágenes?
EXTRANJERO. —Los fantasmas de nuestros sueños, los cuales se ofrecen naturalmente a nuestra
vista durante el día; la sombra por el reflejo del fuego; y este doble fenómeno de la luz propia del
ojo y de la luz exterior encontrándose sobre una superficie lisa y brillante, y produciendo una imagen
tal, que la sensación, que experimenta la vista, es lo contrario de la sensación ordinaria.
TEETETO. —He ahí, pues, los dos productos de la parte divina del arte de hacer: la cosa misma y
la imagen que la sigue.
EXTRANJERO. —Pasemos a nuestro arte humano de hacer. ¿No decimos que él construye una
casa verdadera por medio de la arquitectura; y, por medio de la pintura, otra que es como un sueño de
creación humana al uso de las gentes despiertas?
TEETETO. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —Todas nuestras obras pueden reducirse a estas dos producciones de nuestro
arte de hacer; se trata de la cosa misma, es el arte de hacer las cosas; de la imagen, es el arte de hacer
imágenes.
TEETETO. —Ahora ya comprendo. Se divide el arte de hacer en dos especies, bajo dos puntos de
vista. Bajo el uno, el arte es divino y humano; bajo el otro, hay el arte de producir seres y el de
producir solo semejanzas de los mismos.
EXTRANJERO. —Ahora recordemos lo que hemos dicho del arte de hacer imágenes. Debe
comprender dos especies; el arte de copiar y el arte de la fantasmagoría; si lo falso es realmente lo
falso, y pertenece naturalmente a la categoría de los seres.
TEETETO. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Está bien resuelto, y debemos sin ninguna dificultad reconocer estas dos
especies.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —A su vez dividamos en dos el arte de la fantasmagoría.
TEETETO. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Unas veces se recurre a instrumentos extraños; y otras el autor de la
representación se sirve de sí mismo como instrumento.
TEETETO. —¿Qué dices?
EXTRANJERO. —Cuando alguno representa tu manera de ser mediante posiciones de su cuerpo,
o tu voz mediante las inflexiones de su voz; esta parte de la fantasmagoría se llama propiamente
mímica.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —Démosle, pues, el nombre de arte mímica. En cuanto a la otra parte, para
mayor comodidad, la dejaremos a un lado; y dejamos a otro el cuidado de formar con sus variedades
un todo, y darle el nombre que la convenga.
TEETETO. —Admitamos estas divisiones, y despreciemos la segunda.
EXTRANJERO. —Pero la primera debe aún ser dividida en dos; fija tu atención. He aquí por qué.
TEETETO. —Habla.
EXTRANJERO. —Entre los que imitan, unos lo hacen sabiendo lo que imitan, y otros no
sabiéndolo. Ahora bien, ¿hay diferencia más profunda que la que media entre la ignorancia y el
conocimiento?
TEETETO. —No la hay.
EXTRANJERO. —Pero la imitación de que nosotros tratamos, es la de los que saben. En efecto,
¿cómo imitar tu actitud y tu persona sin conocerte?
TEETETO. —Imposible.
EXTRANJERO. —¿Pero qué diremos del exterior de la justicia y en general de la virtud? ¿No
hay muchos, que no conociéndola y teniendo de ella un mero parecer, ponen todo su cuidado en
reproducir su imagen, tal como se la figuran, imitándola en cuanto pueden en sus acciones y en sus
palabras?
TEETETO. —Sí, hay una infinidad.
EXTRANJERO. —¿Es que todos sus esfuerzos se estrellan por parecer justos sin serlo en
realidad, o sucede todo lo contrario?
TEETETO. —Todo lo contrario.
EXTRANJERO. —Digamos, pues, que hay una gran diferencia entre este último imitador y el
precedente; entre el que ignora y el que conoce.
TEETETO. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Dónde encontraremos un nombre conveniente para cada uno? En verdad,
nada más difícil. Parece que nuestros antepasados han tenido, sin apercibirse de ello, yo no sé qué
aversión contra la división de los géneros en especies; de suerte que ninguno de ellos se tomó el
trabajo de dividir. De aquí resulta que tenemos muy escasos nombres. Sin embargo; a riesgo de pasar
por temerarios, haremos un sacrificio, en obsequio de la claridad y de la necesidad de distinguir, y
llamaremos la imitación, que se funda en un simple parecer, imitación según un parecer; y la que se
funda en ciencia, imitación sabia.
TEETETO. —Conforme.
EXTRANJERO. —De la primera es de la que tenemos que ocuparnos; porque el sofista no está en
el número de los que saben, sino en el de los que imitan.[25]
TEETETO. —En efecto.
EXTRANJERO. —Examinemos al imitador según su parecer, como se examina un trozo de
hierro, para asegurarse si es hierro puro o si tiene alguna soldadura.
TEETETO. —Examinémosle.
EXTRANJERO. —Veo una muy notable. Entre estos imitadores hay algunos cándidos, que creen
de buena fe saber las cosas sobre las que no tienen más que opinión o parecer. Pero hay otros que
muestran claramente, por la versatilidad de sus discursos, que tienen plena consciencia, y que temen
ignorar las cosas que aparentan saber delante del público.
TEETETO. —Existen verdaderamente las dos clases de imitadores de que hablas.
EXTRANJERO. —¿Y por qué no llamaremos a los imitadores de la primera clase, sencillos; y a
los de la segunda, irónicos?
TEETETO. —No hay inconveniente.
EXTRANJERO. —Pero este último género, ¿es simple o doble?
TEETETO. —Míralo tú.
EXTRANJERO. —Ya lo examino y noto dos especies. Éste, es hábil para ejercitar su ironía en
público, en largos discursos, delante del pueblo reunido; aquel, en particular, en discursos
entrecortados, precisando a su interlocutor a contradecirse.
TEETETO. —No puede hablarse mejor.
EXTRANJERO. —¿Cómo designaremos al imitador de largos discursos? ¿Le llamaremos
hombre político u orador popular?
TEETETO. —Orador popular.
EXTRANJERO. —Y al otro, ¿le llamaremos sabio o sofista?
TEETETO. —Sabio no puede ser, porque hemos dejado sentado que no sabe. Pero, puesto que
imita al sabio, debe evidentemente tomar su nombre; y creo comprender que este es el hombre al que
justamente debemos llamar verdadero sofista.
EXTRANJERO. —¿No podremos, como antes, formar una cadena con las cualidades del sofista?
¿No las enlazaremos en su nombre remontando desde el fin hasta el principio?
TEETETO. —Nada mejor.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, la imitación en esta clase de contradicción que es irónica y
según un parecer; la imitación fantasmagórica, que es una parte del arte de hacer imágenes, no la
divina, sino la humana; la imitación, que es en el discurso el arte de producir ilusiones o apariencias;
tal es la raza, tal es la sangre del verdadero sofista; afirmándolo, estamos seguros de decir la pura
verdad.
TEETETO. —Perfectamente.
PARMÉNIDES
Argumento del Parménides[1]
por Patricio de Azcárate

Algunos, dice Proclo en su comentario sobre el Parménides, no tienen en cuenta el título del
diálogo (de las ideas) y lo consideran solo como un ejercicio lógico. Dividen el diálogo en tres
partes: en la primera se exponen las dificultades de la teoría de las ideas; la segunda contiene en
resumen el método a que deben aplicarse los amantes de la verdad; la tercera ofrece un ejemplo de
este método, a saber, la tesis de Parménides sobre la unidad. La primera parte tiene por objeto
demostrar cuán necesario es el método, explicado en el Parménides, puesto que Sócrates, a causa de
su poca experiencia en el mismo, no puede sostener la teoría de las ideas, por verdadera que ella sea,
y por vivo que sea su empeño. En cuanto a la tercera parte, no es otra cosa que un modelo que
muestra cómo es preciso ejercitarse en este método. Aquí, como en el Sofista, se procede según el de
división. En aquel, el ensayo recae sobre el pescador de caña; en este, sobre la unidad de Parménides.
Dicen igualmente que el método del Parménides difiere de los Tópicos de Aristóteles. Este establece
cuatro clases de problemas, que Teofrasto reduce a dos. Pero semejante ciencia solo puede convenir
a los que se contentan con buscar lo probable; por el contrario, el método de Platón suscita sobre
cada uno de estos problemas una multitud de hipótesis, que tratadas sucesivamente, hacen que
aparezca la verdad. Porque en estas deducciones necesarias, lo posible sale de lo posible, y lo
imposible de lo imposible.
Tal es la opinión de los que creen que el objeto del diálogo es puramente lógico. En cuanto a los
que piensan que es, por decirlo así, ontológico y que el método es aquí solo un instrumento, dicen
que Platón, lejos de presentar estos dogmas misteriosos solo para la explicación del método, nunca
sentó tesis para llegar a la exposición de uno determinado, sino que se sirve ya de uno, ya de otro,
según las necesidades del momento. Se vale indistintamente de ciertos métodos, según lo exigen las
cosas que quiere indagar, como por ejemplo: el método de división en el Sofista; y no para enseñar al
lector a dividir, sino para sujetar al gran sofista; y en esto no hace más que imitar fielmente la
naturaleza misma, que emplea los medios para el fin y no el fin para los medios. Todo método es
indispensable a los que quieren ejercitarse en la ciencia de las cosas, pero no es por sí mismo digno
de indagación. Además, si el Parménides fuese solo un simple ejercicio de método, sería preciso
aplicarlo en su rigor, y esto es precisamente lo que no tiene lugar. Entre todas las hipótesis, indicadas
por el método, se escoge esta, se desecha aquella, o se modifican las demás. Si la tesis de la unidad no
fuese en este caso más que un ejemplo, ¿no sería ridículo no observar el método, y no tratar el
ejemplo según las reglas que él prescribe?”.
Estas palabras de Proclo tienen un doble mérito. Ellas nos dan a conocer las dos opiniones
contrarias que han sido sostenidas, y lo son aún hoy día, acerca del sentido, objeto y extensión del
Parménides, indicándonos además sus principales divisiones.
En efecto; en el Parménides hay que distinguir tres partes, de extensión muy desigual; una, en la
que Platón inicia la teoría de las ideas, y hace entrever algunas de las dificultades que ella suscita;
otra, en la que traza con ligeros rasgos el método que debe seguirse para salir de estas dificultades; y
la última, en la que aplica este método a la idea suprema, por excelencia, a la idea de la unidad.
I. Hay ideas independientes de los objetos, por ejemplo: las de semejanza y desemejanza, mediante
las que son semejantes todas las cosas que se parecen, y diferentes las que difieren. Hay igualmente, a
no dudar, ideas de lo justo, de lo bello, de lo bueno etc. Pero ¿hay una idea del hombre, del fuego, del
agua? ¿Hay una idea de lo sucio, de lo cenagoso, de la basura y generalmente de todo lo que es
innoble y abyecto? —Las cosas participan de las ideas y toman de ellas su denominación; y así se
llaman grandes las que participan de la magnitud; pero ¿cómo se opera esta participación?
¿Participan las cosas de la idea entera o de una parte de la idea? Si es de una parte de la idea, entonces
la idea es múltiple; si es de la idea entera, ¿cómo puede encontrarse toda entera en mil objetos a la
vez? ¿Podrá uno fijarse en una idea, como último término al que el espíritu puede arribar? Al
comparar las cosas grandes, lo hacemos con relación a la magnitud; ¿pero con qué derecho no
pasamos de aquí? ¿Por qué no se comparan las cosas grandes y la magnitud, para referirlas a otra
magnitud más grande y así hasta el infinito? La suerte que se puede tener, no una sola idea de
magnitud, sino una infinidad de ideas de magnitud; no una sola idea de cada género, sino una
multitud de ideas en cada género. Se va a pasar también a esta multitud, a este progreso, hasta el
infinito, si se sustituye la participación de las cosas en las ideas con la semejanza de las cosas con las
ideas; porque pareciéndose las ideas y las cosas, suponen una idea común; esta supone otra; esta otra,
otra; y así sin cesar y sin fin. Pero he aquí otra dificultad. Si las ideas existen en sí (es decir, si hay
ideas), no se comprende cómo puedan ser conocidas.
En efecto, si existen en sí, no existen en nosotros, no están en relación con nosotros, sino que lo
están las unas con las otras. En igual forma, las cosas sensibles solo tienen relación entre sí. Pero
entonces hay una ciencia en sí, que es la de las ideas en sí; y una ciencia de las cosas sensibles; y estas
dos ciencias no mantienen relación entre sí. Luego, no podemos conocer las ideas. Una consecuencia
más grave aún, y no menos necesaria, es que Dios no puede conocer las cosas sensibles. En efecto;
hay la ciencia en sí, pero la ciencia en sí no es la ciencia de las cosas sensibles, ni tiene con estas la
menor relación. Dios es, por lo tanto, extraño a la ciencia de las cosas sensibles, las que son por
consiguiente para él como si no existiesen.
II. He aquí, ciertamente, muchas oscuridades; y no es fácil ver de dónde vendrá la luz. ¿Quiere
decir esto que haya precisión de abandonar las ideas? No, porque sin ellas no hay pensamiento, ni
razonamiento posibles. Pero antes de intentar definirlas, cosa muy delicada, es preciso ejercitarse
convenientemente. Este ejercicio consiste en lo siguiente: tomar sucesivamente cada idea, y
suponiendo, primero, que existe, segundo, que no existe; examinar cuáles son las consecuencias de
esta doble hipótesis, ya con respecto a la idea considerada en sí misma y con relación a las otras
cosas, ya con respecto a las otras cosas consideradas en sí mismas y con relación a la idea. Es
imposible que el espíritu no encuentre, en esta gimnasia intelectual, la explicación verdadera de las
cosas y de sus principios con más firmeza y rectitud.
III. Veamos esto en la idea de la unidad. Si lo uno existe, ¿qué se sigue de aquí con relación a lo
uno considerado en sí mismo y con relación a las demás cosas?
1.º Si lo uno existe, no es múltiple: no tiene partes. —No tiene por lo tanto principio, ni fin; es
ilimitado. —No teniendo límites, no tiene forma. —No teniendo forma, no está en ninguna parte;
porque si estuviese en alguna parte, estaría en sí mismo o en otra cosa; si estuviera en otra cosa
estaría rodeado; si estuviera en sí mismo, se rodearía a sí mismo, y en ambos casos, tendría forma.
—No estando en ninguna parte, no está en movimiento, ni en reposo. El movimiento es o una
alteración de la naturaleza, o un cambio de lugar. Pero lo uno no puede ser alterado en su naturaleza,
puesto que cesaría de ser uno; tampoco podría mudar de lugar, puesto que no está en ninguna parte,
es decir, en ningún lugar. Luego no está en movimiento. De otro lado, no puede permanecer
constantemente en el mismo lugar, puesto que no está en ninguno. Luego no está en reposo. Lo uno
no es lo mismo que lo otro y que él mismo; ni lo otro que él mismo y que lo otro. No es lo otro que
él mismo, porque no sería lo uno: ni lo mismo que lo otro, por la misma razón. Tampoco es lo otro
que otro, porque es lo uno y no lo otro, y por consiguiente no puede ser lo otro, cualquiera que ello
sea. Tampoco es lo mismo que él mismo, porque es lo uno y no lo mismo, y por consiguiente, no es
lo mismo respecto a ninguna otra cosa. —Lo uno no es semejante, ni desemejante, ni a sí mismo, ni a
lo otro, porque no puede ser semejante a nada, no pudiendo ser lo semejante lo que no es lo mismo;
porque no puede ser desemejante a nada, no pudiendo ser lo desemejante lo que no es lo otro. —Lo
uno no puede ser igual, ni desigual, ni a sí mismo, ni a otra cosa; no puede ser igual, porque de serlo
participaría de lo semejante o de lo mismo, lo cual no puede ser; ni desigual, porque de serlo
participaría de lo desemejante o de lo otro, lo que no puede tampoco ser. —Lo uno no es más joven,
ni más viejo, ni de la misma edad que él mismo o que otra cosa; si se le supone más joven o más
viejo, sería desigual; si de la misma edad, sería igual. —Lo uno no está en el tiempo; y no puede
decirse que ha existido, que existe o que existirá; y, por lo tanto, no existe. —Si no existe, no es lo
uno, y no puede ser conocido, ni nombrado, lo cual parece absurdo.
2.º Si lo uno existe, participa del ser; y por consiguiente hay en él dos cosas, es decir, dos partes:
lo uno y el ser; cada una de estas partes es, y es una; encierra dos partes, las cuales encierran también
otras dos, y así en un progreso infinito; de suerte que lo uno, que existe, es una multitud infinita. Al
mismo resultado tiene que llegarse, demostrando que si el ser existe, el número existe; de donde se
sigue que el ser tiene una infinidad de partes, y de aquí que lo uno tiene una infinidad de partes. —Si
lo uno tiene partes, es un todo; y si es un todo, está limitado. —Si lo uno es un todo, tiene un
principio, un medio y un fin; y si tiene un principio, un medio y un fin, tiene una forma, ya circular,
ya recta, ya mixta. —Está en sí mismo y en otra cosa. Está en sí mismo, porque lo uno es el todo;
todas las partes están en el todo; todas las partes son lo uno; luego lo uno está en el todo, es decir, en
sí mismo. Está en otra cosa; porque el todo no está en cada una de sus partes, ni en algunas, ni
tampoco en todas, lo que supondría que está en cada una; y como es preciso que esté en alguna parte,
so pena de no existir, es necesario que esté en otra cosa. —Lo uno está en movimiento y en reposo.
En tanto que está en sí mismo, está en reposo; en tanto que está en sí mismo y en otra cosa, está en
movimiento. —Lo uno es lo mismo y lo otro que él mismo, lo mismo y lo otro que las otras cosas.
Puesto que lo uno sea lo uno, es lo mismo que él mismo. Puesto que lo uno existe, es el ser en cierta
manera, y siendo el ser lo uno, este es otro que el mismo. Puesto que lo uno es lo uno, no es las otras
cosas; es lo otro que las otras cosas. En fin, puesto que nada existe que no sea uno, es lo mismo que
las otras cosas. —Lo uno es semejante y desemejante a sí mismo y a las otras cosas. En efecto, de una
parte lo uno es otro que todo lo demás; de otra, todo lo demás es otro que lo uno; de suerte que lo
uno y todo lo demás, confundiéndose en este mismo otro, son semejantes. Pero bajo otro punto de
vista, lo uno es lo mismo que todo lo demás; y lo mismo, siendo opuesto a lo otro; puesto que, en
tanto que es otro, lo uno es semejante a las otras cosas; y en tanto que es lo mismo, es desemejante de
ellas. En fin; se ha probado que lo uno es lo mismo que él mismo, y por lo tanto semejante a sí
mismo; que es otro que él mismo, y por lo tanto desemejante a sí mismo. —Lo uno es igual y
desigual a sí mismo y a las otras cosas. Igual a las otras cosas, que no pueden ser más grandes, ni más
pequeñas que lo uno; porque la magnitud y la pequeñez no pueden encontrarse en ellas, atendiendo a
que no pueden encontrarse, ni en la totalidad de un todo, ni en sus partes. Igual a sí mismo; puesto
que, no teniendo tampoco magnitud, ni pequeñez, no puede sobreponerse, ni ser sobrepuesto por él
mismo. Desigual a sí mismo; porque, estando en sí mismo, él se comprende, al mismo tiempo que es
comprendido por sí mismo; lo que hace que sea a la vez más grande y más pequeño que él mismo; y
por consiguiente desigual a sí mismo. Desigual a las otras cosas; porque estando lo uno en las otras
cosas, es más pequeño que ellas, y estando las otras cosas recíprocamente en lo uno, es más grande
que ellas; más grande y más pequeño, es decir, desigual. —Lo uno se hace y es más joven y más
viejo, y también de la misma edad que él mismo y que las otras cosas. En efecto; puesto que existe,
participa del tiempo. Pero el tiempo pasa; lo uno se hace más viejo que él mismo, que él mismo, que
se hace por consiguiente más joven. Pero si nos fijamos en lo presente, intermedio entre haber sido y
haber de ser, entonces no llega a ser, sino que es; y es más viejo y más joven que él mismo. Pero él es
y deviene en un tiempo igual a sí mismo; y por lo tanto es de la misma edad que él mismo. Por otra
parte; lo uno, comparado con la multitud de las otras cosas, es lo más pequeño, es el primogénito; y
por consiguiente más viejo que las otras cosas. Pero lo uno, teniendo un principio, un medio y un fin,
no existe sino con el fin, con el fin de todo; y es, por lo tanto, el último nacido; y por consiguiente,
más joven que las otras cosas. Pero siendo el principio, el medio y el fin, partes; y siendo cada parte
una, lo uno es contemporáneo del principio, del medio y del fin; y por consiguiente, de la misma
edad que las otras cosas. En fin; estando lo uno en el tiempo, puede decirse, quees que ha sido y que
será; luego existe verdaderamente. Luego puede ser conocido y nombrado.
3.º Si lo uno es y no es, es múltiple y no es múltiple; hay por lo tanto un tiempo en que participa
del ser, y otro tiempo en que no participa. Por lo tanto nace y muere. —Haciéndose uno y múltiple
sucesivamente, por necesidad se divide y se une. —Haciéndose semejante y desemejante, se parece y
se diferencia de sí mismo. —Haciéndose más grande, más pequeño e igual, aumenta, disminuye y se
iguala. —Por otra parte, cuando lo uno pasa del movimiento al reposo, o del reposo al movimiento,
el cambio se verifica en lo que se llama instante; de suerte que, en este tránsito de un estado a otro, lo
uno no está ni en reposo, ni en movimiento, ni está en el tiempo. —En igual forma, cuando lo uno
pasa de la nada al ser, o del ser a la nada, no es, ni ser, ni no-ser; y por consiguiente, ni nace, ni
muere. —Asimismo, pasando de lo uno a lo múltiple, y de lo múltiple a lo uno, ni se divide, ni se une.
—Pasando de lo semejante a lo desemejante, y de lo desemejante a lo semejante, no se parece, ni se
diferencia. —Pasando de lo grande a lo pequeño, de lo igual a lo desigual y recíprocamente, ni
aumenta, ni disminuye, ni se iguala. Si lo uno existe, ¿qué se sigue de aquí respecto a las demás
cosas?
1.º Las cosas distintas que lo uno, no son lo uno, pero participan de él; son partes unidas en un
todo, y cada una de las partes es una en cierta manera, y el todo es uno en cierto modo. —Las cosas
distintas que lo uno, no siendo lo uno, son necesariamente más numerosas que lo uno; son, si se
quiere, el número infinito. En efecto; antes de participar de lo uno, las otras cosas son exclusivamente
pluralidades; pero la más pequeña parte de cada una de estas pluralidades, a falta de lo uno, es
también una pluralidad, y así indefinidamente. —Las cosas distintas que lo uno, son ilimitadas y
limitadas; ilimitadas en sí mismas, limitadas después de participar de lo uno; porque entonces son
partes de un todo, y las partes son limitadas las unas respecto de las otras y respecto del todo, y el
todo limitado respecto de las partes. —Las cosas distintas que lo uno, son semejantes y desemejantes
a sí mismas, y las unas respecto a las otras; semejantes, porque todas tienen las mismas cualidades,
siendo todas limitadas y todas ilimitadas; desemejantes, porque estas cualidades son contrarias. —
Podría demostrarse igualmente que son iguales y desiguales, que están en reposo y en movimiento,
etc.
2.º Las cosas distintas que lo uno, no son lo uno; y como lo uno no tiene partes, no participan
tampoco de él. —Tampoco son muchos; porque lo mucho se compone de unidades repetidas, y ellas
no tienen nada de lo uno. —No son semejantes y desemejantes, porque si fueran semejantes
solamente, o desemejantes solamente, participarían de una cosa; y si semejantes y desemejantes a la
vez, de dos cosas. —En igual forma podría demostrarse que no son iguales, ni desiguales, ni están en
reposo, ni en movimiento, etc. Si lo uno no existe, ¿qué se sigue de aquí respecto a lo uno?
1.º Si lo uno no existe, es, sin embargo, conocido; puesto que, en otro caso, nada podría decirse
de él. Y es preciso por lo tanto referirlo a la ciencia. —Él participa de aquel y de alguna cosa, etc.,
puesto que se dice de él aquel y alguna cosa, etc. —Es desemejante y semejante; desemejante, puesto
que siendo desemejantes de él las otras cosas, él es necesariamente desemejante a su vez; semejante,
puesto que siendo desemejante a las demás cosas, es preciso que se parezca a sí mismo. —Lo uno,
que no existe, tiene la desigualdad; porque si fuese igual a las otras cosas, no sería desemejante de
ellas; tiene la magnitud y la pequeñez, porque estas forman parte de la desigualdad, que consiste en
ser más grande o más pequeña; tiene la igualdad, porque está comprendida como intermedia entre la
magnitud y la pequeñez. —Lo uno, que no existe, tiene el ser; porque decir lo uno no existe es decir
una verdad, y decir una verdad es decir una cosa que existe. Lo uno existe, no existiendo. —Lo uno,
que no existe, tiene por lo tanto el ser, y no tiene el ser; cambia, se mueve y está por consiguiente en
movimiento. Pero no existiendo, no cambia de lugar, no gira sobre sí mismo, no se altera y está por
lo mismo en reposo. —Lo uno, que no existe, estando en movimiento, pasa de una manera de ser a
otra; y por lo tanto, nace y muere. Lo uno, que no existe, estando en reposo, subsiste constantemente
en el mismo estado, y no nace ni muere.
2.º Si lo uno no existe, no participa absolutamente del ser. —No participando en manera alguna
del ser, no puede recibirlo ni perderlo; y por lo tanto, no nace ni muere. —No naciendo ni muriendo,
no se altera. —No alterándose, no está en movimiento; no existiendo en manera alguna, no está en
reposo; y por consiguiente, no está en movimiento, ni en reposo. —No existe en manera alguna,
puesto que no participa en nada del ser. —No tiene magnitud, ni pequeñez, ni igualdad, ni
desigualdad. —No es semejante, ni desemejante. —No puede achacársele ni esto ni aquello, etc., ni
tampoco ciencia, ni denominación de ninguna clase. Si lo uno no existe, ¿qué se sigue de aquí
respecto de las demás cosas?
1.º Si lo uno no existe, las demás cosas, no siendo distintas con relación a lo uno, que no existe, lo
son con relación a sí mismas, es decir, a sus masas. —Si son masas sin unidad, parecen unas y
muchas; unas por sus masas; muchas, porque se descomponen en una multitud infinita. —Parecen
semejantes y desemejantes; porque, a la manera de un cuadro visto de lejos, sus partes se confunden
en una sola; y vistos de cerca se distinguen. —Ellas parecen las mismas y otras en movimiento y en
reposo, naciendo y muriendo, etc.
2.º Si lo uno no existe, las demás cosas no son ni unas, puesto que no tienen unidad, ni muchas,
puesto que sin unidad no puede haber pluralidad; y por consiguiente, no parecen ni unas ni muchas.
—No existen, pues, ni parecen semejantes, ni desemejantes; ni las mismas, ni otras; ni en
movimiento, ni en reposo; ni naciendo, ni muriendo, etc. De suerte que, exista o no exista lo uno, lo
uno y las otras cosas, con relación a sí mismas y con relación las unas a las otras, son todo
absolutamente, o no son nada; lo parecen y no lo parecen.
He aquí el Parménides con todo su rigor, su sutileza y su aridez. Porque la aridez aquí no es otra
cosa que una exactitud más. ¿Cuál es la significación y valor filosóficos de este diálogo? De las dos
opiniones perfectamente caracterizadas por Proclo, ¿cuál será la nuestra? Si fuera absolutamente
imprescindible escoger una, con exclusión de la otra, confesamos que nos decidiríamos por la
primera, y no veríamos por consiguiente en el Parménides más que un ejercicio lógico; pero si fuese
posible conciliar ambas opiniones, preferiríamos la conciliación. Hay indudablemente en el
Parménides un ejercicio lógico. Platón nos lo dice de una manera formal, y es preciso creerle.
Observad cómo obliga a hablar a Parménides y a Sócrates.
Parménides. ¿Qué partido tomarás, Sócrates, en punto a filosofía y cómo saldrás de todas estas
incertidumbres?
Sócrates. En verdad, no lo sé.
Parménides. Consiste en que intentas, Sócrates, definir lo bello, lo justo, lo bueno, y las demás
cosas, antes de estar suficientemente ejercitado. Ya me había hecho cargo de ello. Es bello y divino el
ardor que te inflama. Pero ensaya tus fuerzas; ejercítate, mientras seas joven, en lo que el vulgo juzga
inútil y tiene por pura palabrería; obrando de otra manera, no cuentes con descubrir la verdad.
Sócrates. ¿En qué consiste ese ejercicio? Parménides.
Parménides responde indicando las partes esenciales de una argumentación, que es la que se sigue
después en el diálogo, y termina de la manera siguiente: He aquí lo que debe hacerse, si quieres
ejercitarte convenientemente, y hacerte capaz de discernir la verdad. No comprendo que Platón haya
podido decir con mayor claridad que este es un ejercicio lógico. Por otra parte. Platón hizo conocer
en el Fedón la utilidad, la necesidad, y el momento crítico de este ejercicio lógico, de esta
argumentación racional, cuando dice: «Si se llegara a atacar este principio, no dejarías sin respuesta
semejante ataque, hasta que hubieses examinado todas las consecuencias que se derivan de este
principio, y reconocido tú mismo si concuerdan o no entre sí». Y en la República, donde dice:
«Por la segunda división del mundo inteligible, es preciso entender todo aquello de lo que la
facultad de pensar se apodera inmediatamente por el poder de la dialéctica, formando hipótesis, que
mira como tales y no como principios, y que le sirven como grados y puntos de apoyo para elevarse
hasta su primer principio, que no tiene nada de hipotético. Dueño ya de este principio, el pensamiento
indaga todas las consecuencias que de él se derivan, y las lleva hasta la última conclusión, rechazando
todo dato sensible, para apoyarse únicamente en las ideas puras, por las que comienza, continúa y se
termina la demostración».
¿Pero este ejercicio lógico no es más que un nuevo ejercicio, esta argumentación, una pura
argumentación sin fin ulterior? Todas estas deducciones contradictorias, estas tesis y antítesis, estas
antinomias, ¿no conducen al espíritu en medio de estas vueltas y revueltas, a algún resultado
dogmático, y para hablar con más precisión, a alguna doctrina filosófica sobre lo uno y las demás
cosas, y, en términos vulgares, sobre Dios y el mundo?
No es preciso de acudir al final del Parménides, para responder a esta pregunta; puesto que allí
sólo se encuentra por toda conclusión la más negativa de todas las negaciones: «Que lo uno exista o
que no exista, lo uno y las otras cosas, con relación a sí mismas y con relación las unas a las otras,
son absolutamente todo y no son nada, lo parecen y no lo parecen». Pero es preciso tomar este
diálogo de Platón a la letra. Su táctica consiste en dejar mucho que adivinar al lector; las tres cuartas
partes de sus diálogos en manera alguna llegan a una conclusión; y en las más, la que expresa es de
tal manera superficial, que al parecer sólo se la pone allí para advertir que es preciso indagar otra
más profunda que está como sobreentendida. ¿Cuál es esta conclusión profunda que Platón da por
sobreentendida en el Parménides? Creemos entreverla, gracias a los Estudios de Paul Janet[2] y si me
engaño, tendré el consuelo de haberme engañado en compañía de un noble espíritu.
La argumentación del Parménides comprende dos partes distintas: 1.º Si lo uno existe, ¿qué se
sigue de aquí respecto de lo uno y de las demás cosas? 2.º Si lo uno no existe, ¿qué se sigue de aquí
respecto de lo uno y de las demás cosas?
Si se consideran en conjunto estas dos hipótesis, se reconoce sin dificultad, que la segunda
conduce a tales absurdos, que debe ser desechada, lo cual sirve de apoyo a la primera. Luego lo uno
existe.
¿Qué uno? La primera hipótesis del Parménides comprende a su vez tres partes: 1.º Si lo uno
existe sin participar de lo múltiple, ¿qué se sigue? 2.º Si lo uno existe participando del ser y por
consiguiente de lo múltiple, ¿qué se sigue? 3.º Si lo uno existe en tanto que uno y múltiple a la vez,
¿qué se sigue? La primera suposición, que es la de lo uno absoluto, que excluye todo lo que no es él
mismo, la de lo mismo uno, repugna a la razón por sus consecuencias.
Admitiendo, por ejemplo, lo uno, ¿cómo admitir que no está en ninguna parte, y que no es, ni
puede ser, concebido ni nombrado? Esto equivale a afirmar y negar a la vez, incurriendo en la más
patente contradicción. Lo verdaderamente uno no es lo uno absoluto, exclusivo de todo lo que no es
él mismo, lo uno-uno. Es por lo tanto lo uno-ser, que es lo que se demuestra en la segunda y tercera
suposición; la segunda, en la que se prueba que participando lo uno del ser, nada resulta que no sea
razonable; y la tercera, en la que se hace ver que lo uno-ser, considerado a su vez como uno y como
ser, produce consecuencias opuestas, pero no contradictorias, porque se refieren a dos puntos de vista
también opuestos. Lo uno existe por encima del universo, pero no está encerrado, como lo creían los
eleáticos en la abstracción de la unidad en sí. Lo uno existe, es vivo, es fecundo; participa de todas las
cosas, así como todas las cosas participan de él: desciende a la multiplicidad como la multiplicidad se
eleva a la unidad; y esta unidad múltiple es el verdadero Dios; y esta multiplicidad una es el
verdadero mundo.
Así es como entendemos el Parménides, examinando la doctrina con el método, y el método con
la doctrina. Así es como comprendemos a Platón, no separando el camino del término a que conduce,
ni el término a que conduce del camino.
Parménides o de las ideas
CÉFALO — ADIMANTO — ANTIFÓN — GLAUCÓN — PITODORO — SÓCRATES — ZENÓN
— PARMÉNIDES — ARISTÓTELES

CÉFALO. —Cuando llegamos a Atenas[1] desde Clazomenes,[2] nuestra patria, encontramos en la


plaza pública a Adimanto y a Glaucón.[3] Tomándome por la mano, me dijo Adimanto: Bien venido,
Céfalo; si necesitas algo que nosotros podamos proporcionarte, no tienes más que desplegar los
labios.
—¡Ah!, si estoy aquí, es precisamente porque os necesito.
—Explícate —me replicó—; ¿qué quieres?
—¿Cómo se llamaba —le dije— vuestro hermano materno?, porque yo no me acuerdo. Era yo
muy joven cuando vine desde Clazomenes por primera vez, y desde entonces ha trascurrido mucho
tiempo. Su padre, si no me engaño, se llamaba Pirilampo (Pyrilampes).
—Sí —dijo—, y él se llamaba Antifón;[4] ¿pero qué es lo que te trae?
—El exceso de celo por la filosofía de mis compatriotas; han oído decir que este Antifón ha
estado muy relacionado con un cierto Pitodoro, amigo de Zenón, y que habiéndole oído muchas
veces referir las conversaciones de Sócrates, Zenón y Parménides, las recuerda perfectamente.
—Es verdad —dijo.
—Estas conversaciones —repliqué yo— son precisamente las que querríamos oír.
—Nada más fácil —dijo—. Él las ha pasado y repasado en su espíritu desde su primera juventud.
Ahora vive con su abuelo, del mismo nombre que él, y dedicado a sus caballos y al arte. Si quieres,
vamos en su busca. Acaba de partir de aquí para ir a su casa, que está cerca, en Méleto.[5]
Hablando de esta manera, nos pusimos en marcha, y encontramos a Antifón en su casa, que estaba
dando a un operario una brida para componer. Despedido este, y habiendo manifestado sus hermanos
el objeto de nuestra visita, y recordando Antifón mi primer viaje, me reconoció y me saludó. Le
suplicamos que nos refiriera las conversaciones de las que tenía conocimiento. Al pronto, puso
alguna dificultad.
—No es un negocio de poca monta —nos dijo. Sin embargo, concluyó por tomar la palabra.
Dijo entonces Antifón que Pitodoro le había referido que cierto día habían llegado a Atenas
Parménides y Zenón, con motivo de la celebración de las grandes fiestas Panateneas.[6] Que
Parménides era ya de edad, y tenía el pelo casi blanco, pero de noble y bello aspecto, pudiendo contar
como sesenta y cinco años. Zenón se aproximaba a los cuarenta; era bien formado y tenía el
semblante agradable. Según se decía, vivía en intimidad con Parménides. Moraban ambos en casa de
Pitodoro, fuera de muros, en el Cerámico.
Aquí fue adonde Sócrates y otros muchos concurrieron con la esperanza de oír leer los escritos
de Zenón. Éste y Parménides los presentaron allí por primera vez. Sócrates era entonces muy joven.
Zenón leía, y Parménides casualmente estaba ausente. La lectura llegaba a su término, cuando
Pitodoro y Parménides entraron, llevando consigo a Aristóteles, que fue uno de los Treinta.[7] Poco
pudo oír, pero ya antes había oído a Zenón.
Sócrates, después de haber escuchado toda la lectura, suplicó a Zenón que volviera a leer la
primera proposición del primer libro; y concluida esta segunda lectura, dijo:
—¿Cómo entiendes esto, Zenón? Si los seres son múltiples, es preciso que sean a la vez
semejantes o desemejantes. Pero esto es imposible, porque lo que es desemejante no puede ser
semejante, ni lo que es semejante desemejante. ¿No es esto lo que quieres decir?
ZENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Luego si es imposible que lo desemejante sea semejante y lo semejante
desemejante, es también imposible que las cosas sean múltiples; porque si fuesen múltiples, se
seguirían de aquí consecuencias absurdas. ¿No es éste el objeto de tus razonamientos? ¿No intentas
demostrar, contra la común opinión, que no hay multiplicidad? ¿No ves que cada uno de tus
argumentos es una prueba de que existe; de manera que cuantos más argumentos has empleado, tantas
más pruebas has dado de que hay multiplicidad? ¿Es esto lo que dices, o habré comprendido mal?
ZENÓN. —Nada de eso; has penetrado perfectamente el pensamiento general de mi libro.
SÓCRATES. —Veo con claridad, Parménides, que entre Zenón y tú no solo hay el lazo de la
amistad, sino el de la doctrina; porque él expone poco más o menos las mismas cosas que tú, y solo
muda los términos y se esfuerza en alucinarnos y persuadirnos de que lo que dice es diferente. Tú
dices en tus poemas que todo es uno, y aduces en su apoyo bellas y excelentes pruebas; él dice que la
pluralidad no existe, y da también de ello numerosas y sólidas pruebas. De manera que diciendo el
uno que todo es uno, y el otro que nada es múltiple, aparentáis decir cosas diferentes, cuando en el
fondo son las mismas, y con eso creéis alucinarnos.
ZENÓN. —Muy bien, Sócrates, pero aún no has comprendido mi libro en toda su verdad.
Semejante a los perros de Laconia, sigues perfectamente la pista de mi discurso. Sin embargo, se te
ha escapado un punto principal, y es que mi libro no tiene tan altas pretensiones; y que escribiendo lo
que tú supones que he tenido en mi espíritu, no ha sido mi intención el ocultarlo a las miradas de los
hombres, como si realizase una gran empresa. Pero hay otro punto que has visto con toda claridad.
Es perfectamente verdadero que este escrito ha sido compuesto para apoyar a Parménides contra los
que intentaban ponerle en ridículo, diciendo, que si todo es uno, resultan de aquí mil consecuencias
absurdas y contradictorias. Mi libro es una réplica a la acusación de los partidarios de la pluralidad.
Les devuelvo sus argumentos, y en mayor número; como que el objeto de mi libro es demostrar que
la hipótesis de la pluralidad es mucho más ridícula que la de la unidad, para quien ve con claridad las
cosas. Mi amor a la discusión me hizo escribir esta obra cuando era joven; y como me la robaron, no
me fue posible examinar si debería dejarla correr para el público. Te engañas por lo tanto, Sócrates,
atribuyendo este libro a la ambición de un viejo, cuando es la obra de un joven, amigo de la
discusión. Sin embargo, como ya te dije, no la has apreciado mal.
SÓCRATES. —Estoy conforme; creo que es como dices, pero respóndeme; ¿crees que existe en
sí misma una idea de semejanza, y de igual modo otra, en todo contraria, de desemejanza?; ¿que,
existiendo estas dos ideas, tú y yo y todas las demás cosas, que llamamos múltiples, participamos de
ellas?; ¿que las cosas que participan de la semejanza, se hacen semejantes en tanto y por todo el
tiempo que participan de ella; y que las que participan de la desemejanza se hacen desemejantes; y que
las que participan de las dos, se hacen lo uno y lo otro a la vez? Si todas las cosas participan a la vez
de estas dos ideas contrarias, y si por esta doble participación son a la par semejantes y desemejantes
entre sí, ¿qué hay en esto de particular? Ciertamente, si se me demostrase lo semejante haciéndose
desemejante, o lo desemejante haciéndose semejante, esto si que me parecería prodigioso. Pero, que
cosas que participan de estas dos ideas, tengan sus caracteres respectivos, esto, mi querido Zenón, de
ninguna manera me parecería absurdo; como no me parecería, si se me demostrase, que todo es uno
por participar de la unidad, y al mismo tiempo múltiple por participar de la multiplicidad. Pero
probar que la unidad misma es multiplicidad, y la multiplicidad unidad; he aquí lo que sería una cosa
extraña. Otro tanto debe decirse de todo lo demás. Si se dijese, que los géneros y las especies
experimentan modificaciones contrarias a su esencia, sería una cosa sorprendente. Pero de ninguna
manera me sorprendería que alguno probara, que yo soy uno y múltiple. Para probar que soy
múltiple, bastaría hacer ver que la parte de mi persona que está a la derecha, es diferente de la que
está a la izquierda; la que está delante, de la que está detrás; la que está arriba, de la que está abajo;
con lo que creo participar de la multiplicidad. Y para probar que soy uno, diría, que de siete hombres
que están aquí presentes, yo soy uno; de manera que yo participo de la unidad. Se probaría la verdad
de estas dos aserciones. Si se quisiese probar, que mil cosas son a la vez unas y múltiples, como
piedras, maderas y otras semejantes, diremos que se puede demostrar muy bien que estas cosas son
unas y múltiples; pero no que lo uno es lo múltiple, ni lo múltiple lo uno; y añadiremos que lo que se
da por sentado, lejos de sorprender a nadie, lo concede todo el mundo. Pero sí, como decía antes, se
comenzase por separar las ideas en sí mismas, por ejemplo, la semejanza y la desemejanza, la unidad
y la multiplicidad, el reposo y el movimiento, y lo mismo todas las demás; si se probase, en seguida,
que pueden indistintamente mezclarse y separarse; he aquí, mi querido Zenón, lo que me llenaría de
asombro. Tú has razonado con valor; te lo confieso. Pero lo que me admiraría mucho más, repito,
sería que se me hiciese ver la misma contradicción implicada en las ideas mismas; y que lo que ya
has practicado con las cosas visibles, lo extendieses a las que son solo accesibles al pensamiento.
Mientras que Sócrates se explicaba de esta manera, Pitodoro creyó, por lo que me dijo, que
Parménides y Zenón estaban disgustados. Pero, por el contrario, ambos prestaban la mayor atención,
y se miraban muchas veces sonriéndose, como si estuvieran encantados de Sócrates. Así es que, luego
que este cesó de hablar, Parménides exclamó:
—¡Oh, Sócrates!, será poco cuanto se diga de tu celo por las discusiones filosóficas. Pero dime;
¿distingues, en efecto, como acabas de decir, de una parte las ideas mismas, y de otra, las cosas que
participan de las ideas? ¿Te parece que existe en sí una semejanza, independiente de la semejanza que
nosotros poseemos; y lo mismo respecto de la unidad y la pluralidad, y de todas las demás cosas que
Zenón nombró antes?
SÓCRATES. —Sí, ciertamente.
PARMÉNIDES. —¿Y quizá existe también alguna idea en sí de lo justo, de lo bello, de lo honesto
y de las demás cosas semejantes?
SÓCRATES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y bien, ¿te figuras una idea del hombre distinta de nosotros mismos y de todos
los que existimos; en fin, una idea en sí del hombre, del fuego, del agua?
SÓCRATES. —Parménides, me he encontrado muchas veces en gran perplejidad tratándose de
estas cosas; sin saber si era preciso juzgar de ellas como de las precedentes, o de otra manera.
PARMÉNIDES. —Con respecto a estas otras cosas, Sócrates, que podrían parecer ridículas, tales
como el pelo, el lodo, la basura y todo cuanto hay de indecente o innoble, ¿no encuentras la misma
dificultad? ¿Hay lugar o no a reconocer, para cada una, una idea distinta, que existe
independientemente de los objetos con los cuales estamos en contacto?
SÓCRATES. —Nada de eso; con relación a estos objetos, nada existe más que lo que vemos.
Temería incurrir en un gran absurdo, si les atribuyese también ideas. Sin embargo; mi espíritu se ve
turbado algunas veces por este pensamiento: que lo que es verdadero respecto a ciertas cosas, podría
muy bien serlo de todas. Pero cuando tropiezo con esta cuestión, me apresuro a huir de ella por
miedo, de caer y perecer en un abismo de indagaciones frívolas. Fijo en las cosas que, según hemos
dicho, descansan en ideas, me detengo allí, y las contemplo por despacio.
PARMÉNIDES. —Eres joven aún, Sócrates, y la filosofía no ha tomado posesión de ti como lo
hará un día, si yo no me engaño. Entonces no despreciarás nada de cuanto existe. Ahora, a causa de tu
edad, solo te fijas en la opinión de la generalidad de los hombres. Pero dime; ¿te parece, como decías
antes, que hay ideas que dan a las cosas, que participan de ellas, su denominación; que, por ejemplo,
las cosas semejantes son las que participan de la semejanza; las grandes las que participan de la
grandeza; las justas y las bellas las que participan de la justicia y de la belleza?
SÓCRATES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —Y bien; ¿lo que participa de una idea participa de la idea entera, o solo de una
parte? A menos que no haya un tercer modo de participación diferente de este.
SÓCRATES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —¿Te parece que la idea está toda entera en cada uno de los objetos múltiples,
permaneciendo una, o cuál es tu opinión?
SÓCRATES. —¿Y qué impide, Parménides, que no esté toda entera?
PARMÉNIDES. —La idea una e idéntica estará por lo tanto y a la vez toda entera en una multitud
de objetos, separados los unos de los otros; y por consiguiente, ella estaría separada de sí misma.
SÓCRATES. —Nada de eso; sino que, así como la luz, permaneciendo una e idéntica, está al
mismo tiempo en muchos lugares diferentes, sin estar separada de sí misma, así cada idea está a la
vez en muchas cosas, y no por eso deja de ser una sola y misma idea.
PARMÉNIDES. —No se puede discurrir mejor, Sócrates, para hacer ver que una sola y misma
cosa está a la vez en muchos lugares; lo cual es lo mismo que si, extendida una tela sobre muchos
hombres, se dijese que estaba toda entera sobre muchos. ¿No es esto poco más o menos lo que
concibes en tu espíritu?
SÓCRATES. —Quizá.
PARMÉNIDES. —¿Y estará la tela toda entera sobre cada uno, o solamente una parte?
SÓCRATES. —Solo una parte.
PARMÉNIDES. —Luego, Sócrates, las ideas mismas son divisibles; puesto que las cosas que
participan de ellas, solo participan de una parte de cada idea; y la idea no está toda entera en cada
cosa, sino solo una parte de la idea.
SÓCRATES. —Parece que así es.
PARMÉNIDES. —Dirás, pues, Sócrates, que la idea, siendo una, se divide en efecto. ¿Y qué?,
dividiéndose, ¿permanece una?
SÓCRATES. —De ninguna manera.
PARMÉNIDES. —Considera lo que vas a decir. Si divides la magnitud en sí, y dices que cada una
de las cosas grandes lo es a causa de una parte de la magnitud, más pequeña que la magnitud en sí,
¿no será esto un absurdo manifiesto?
SÓCRATES. —Sin duda alguna.
PARMÉNIDES. —Pero un objeto cualquiera, que solo participase de una pequeña parte de
igualdad, ¿podría por esta pequeña parte, menor que la igualdad misma, ser igual a ninguna otra
cosa?
SÓCRATES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Supongamos, que alguno de nosotros tiene en sí una parte de la pequeñez. Lo
pequeño en sí es más grande que esta parte, puesto que esta parte es una parte de lo pequeño en sí. He
aquí, pues, lo pequeño en sí, que es más grande que otra cosa. Y por otra parte, el objeto al que se
añade lo que se ha quitado a lo pequeño en sí, se hace más pequeño, en lugar de hacerse más grande
que antes.
SÓCRATES. —Eso no puede concebirse.
PARMÉNIDES. —¿De qué modo participarán las demás cosas de las ideas, si no participan, ni de
las ideas enteras, ni de sus partes?
SÓCRATES. —¡Por Zeus! Eso no me parece fácil de explicar.
PARMÉNIDES. —Y bien; ¿qué dices de esto?
SÓCRATES. —¿De qué?
PARMÉNIDES. —He aquí lo que a mi juicio te hace juzgar que la idea es una. Cuando muchas
cosas grandes se te presentan, si las consideras todas a la vez, te parecen tener un carácter común, que
es uno; de donde concluyes, que la magnitud es una.
SÓCRATES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Pero si abrazas todo a la vez con tu pensamiento, la magnitud en sí y las cosas
grandes, ¿no verás aparecer una nueva magnitud, también una, en virtud de la que todo lo demás
parece grande?
SÓCRATES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Así, pues, se mostraría una nueva idea de magnitud sobre la magnitud en sí, y
sobre las cosas que participan de esta magnitud; después, sobre todo esto, otra magnitud aún, a causa
de la que todo lo demás será grande; de suerte que cada idea no será ya una unidad, sino una multitud
indefinida.
SÓCRATES. —Pero, Parménides, quizá cada idea es solo una concepción, que únicamente existe
en el espíritu. De esta manera, cada idea será una, sin que resulte ningún absurdo.
PARMÉNIDES. —¿Pero cómo cada una de estas concepciones ha de ser una, no siendo ellas la
concepción de nada?
SÓCRATES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —¿Luego serían la concepción de algo?
SÓCRATES. —Sí.
PARMÉNIDES. —¿De algo que existe, o que no existe?
SÓCRATES. —Que existe.
PARMÉNIDES. —Y esta concepción, ¿no es la de una cosa una, concebida como la forma,
también una, de una multitud de objetos?
SÓCRATES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, ¿no será la idea esta cosa concebida como una, y como
permaneciendo la misma, en medio de la multitud?
SÓCRATES. —Eso parece evidente.
PARMÉNIDES. —Y bien, si las demás cosas participan de las ideas, como tú dices, ¿no es
igualmente preciso, o que todas las cosas sean concepciones y conciban, o que, siendo concepciones,
no conciban?[8]
SÓCRATES. —Pero eso no tiene sentido, Parménides. Más bien creo, que las cosas pasan de esta
manera: las ideas son como modelos que existen en la naturaleza en general; las demás cosas se les
parecen, son copias; y la participación de las cosas en las ideas, no es más que la semejanza de las
unas con las otras.
PARMÉNIDES. —Si una cosa se parece a una idea, ¿puede dejar esta idea de parecerse a su copia,
precisamente en la medida y hasta el punto que se le parece? ¿O bien hay algún medio de hacer que lo
semejante no sea semejante a lo semejante?
SÓCRATES. —No lo hay.
PARMÉNIDES. —¿No es absolutamente necesario, que lo semejante participe de la misma idea de
su semejante?
SÓCRATES. —Absolutamente.
PARMÉNIDES. —¿Y no es esta idea la que hace que los semejantes se hagan semejantes?
SÓCRATES. —Nada más cierto.
PARMÉNIDES. —Así pues no es posible que una cosa se parezca a la idea, ni la idea a otra cosa.
De otra manera, por encima de la idea, aparecería otra idea; y si esta se parecía a alguna cosa, aún
otra idea; y así no se cesaría nunca de tener una nueva idea, si esta idea se parecía a aquello que
participa de ella.
SÓCRATES. —Es la pura verdad.
PARMÉNIDES. —No es, por lo tanto, por medio de la semejanza, por la que las cosas participan
de las ideas; y es preciso indagar otro modo de participación.
SÓCRATES. —Conforme.
PARMÉNIDES. —Ya ves, mi querido Sócrates, las dificultades que surgen, desde que se admiten
las ideas como existentes por sí mismas.
SÓCRATES. —Sí, verdaderamente.
PARMÉNIDES. —Es preciso que sepas que no has puesto, por decirlo así, el dedo en la dificultad
que hay en sentar y establecer que existe una idea distinta para cada uno de los seres.
SÓCRATES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Entre otras muchas objeciones, yo escogí solo la principal. Al que intentara
decir: es imposible conocer las ideas, si son tales como pretendéis, no habría ningún medio de
probarle que está en el error, de no tener mucha experiencia en estas materias, estar dotado de felices
disposiciones por la naturaleza, y dispuesto a seguir hasta lo último al adversario en sus argumentos
y demostraciones. Sin esto, no es posible convencer al que pretendiese que las ideas no son
susceptibles de ser conocidas.
SÓCRATES. —¿Porqué, Parménides?
PARMÉNIDES. —Porque, mi querido Sócrates, imagino que tú y todo el que reconoce para cada
cosa una esencia como existente en sí misma, convendréis, por lo pronto, en que ninguna de estas
esencias existe en nosotros.
SÓCRATES. —¿Cómo, en efecto, podría en este caso existir en sí misma?
PARMÉNIDES. —Muy bien. Por consiguiente, las ideas, que deben a sus relaciones recíprocas el
ser lo que ellas son, tienen su esencia con relación a ellas mismas y no a las cosas que nos rodean,
sean copias, o de cualquier otra naturaleza; y de las que nosotros participamos y de donde tomamos
nuestro nombre.[9] En cuanto a las cosas que nos rodean, y que se llaman con los mismos nombres
que las ideas, no tienen relaciones sino entre sí, y no con las ideas; y deben su existencia a sí mismas,
y no a las ideas que llevan estos nombres.[10]
SÓCRATES. —¿Qué quieres decir con eso?
PARMÉNIDES. —Por ejemplo; si alguno es esclavo o dueño; esclavo, no será el esclavo del
dueño en sí; ni dueño, el dueño del esclavo en sí; será el dueño o el esclavo de un hombre. Por el
contrario; el señorío en sí se referirá a la esclavitud en sí; e igualmente la esclavitud al señorío. Pero
las cosas, que están en nosotros, no tienen relaciones con las ideas, ni las ideas con nosotros; las
ideas se refieren únicamente a las ideas; y las cosas, que nos rodean, únicamente a sí mismas.
¿Comprendes lo que quiero decir?
SÓCRATES. —Lo comprendo perfectamente.
PARMÉNIDES. —¿Luego la ciencia en sí es la ciencia de la verdad en sí?
SÓCRATES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —Y cada una de las ciencias en sí, es la ciencia de cada uno de los seres en sí; ¿no
es así?
SÓCRATES. —Sí.
PARMÉNIDES. —¿Y la ciencia que está en nosotros, no será la ciencia de la verdad que está en
nosotros? ¿Y cada una de las ciencias que están en nosotros, no será la ciencia de cada uno de los
seres que están entre nosotros?
SÓCRATES. —Así es preciso.
PARMÉNIDES. —¿Pero convienes ya en que no poseemos las ideas mismas, y en que no pueden
estar en nosotros?
SÓCRATES. —No pueden.
PARMÉNIDES. —¿Pero no es por la idea de la ciencia en sí, por la que pueden ser conocidos los
géneros en sí mismos?[11]
SÓCRATES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Idea que nosotros no poseemos.
SÓCRATES. —No.
PARMÉNIDES. —No conocemos ninguna idea, puesto que no participamos de la ciencia en sí.
SÓCRATES. —Parece que no.
PARMÉNIDES. —No conocemos lo bello en sí, ni el bien, ni ninguna de las cosas que
consideramos como ideas existentes por sí mismas.
SÓCRATES. —Lo temo.
PARMÉNIDES. —Pero atiende; he aquí una dificultad muy grave.
SÓCRATES. —¿Cuál?
PARMÉNIDES. —Si existe una idea de la ciencia,[12] ¿no es evidente que es mucho más perfecta
que nuestra ciencia propia? ¿Y no puede decirse lo mismo de la belleza y demás cosas semejantes?
SÓCRATES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Por lo tanto, si algún ser participa de la ciencia en sí, ¿hay otro que tenga más
títulos que Dios para poseer la ciencia perfecta?
SÓCRATES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Y bien, ¿podrá Dios conocer las cosas que nos rodean por medio de esta
ciencia?
SÓCRATES. —¿Por qué no?
PARMÉNIDES. —Es que, mi querido Sócrates, hemos convenido en que las ideas no tienen
relaciones con las cosas que nos rodean, ni estas cosas con las ideas; sino que solo las tienen las ideas
con las ideas y las cosas con las cosas.
SÓCRATES. —Estamos conformes.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente; si Dios tiene el dominio perfecto y la ciencia perfecta, ni su
poder nos dominará nunca, ni su ciencia nos conocerá jamás, ni a nosotros, ni a las cosas que nos
rodean; pero así como nuestra posición no nos da ningún poder sobre los dioses, y nuestra ciencia
ningún conocimiento de lo que les concierne, por la misma razón los dioses no son nuestros dueños,
ni conocen las cosas humanas, por más que sean dioses.
SÓCRATES. —¿Pero no es un razonamiento extravagante el que quita a los dioses la facultad de
conocer?
PARMÉNIDES. —Sin embargo, Sócrates, estas y otras consecuencias son inevitables, desde el
momento en que se admite, que existen ideas de los seres en sí, y se intenta determinar la naturaleza
de cada idea; de suerte que el que se propone enunciar esta opinión, se ve muy embarazado y puede
sostener, o que tales ideas no existen, o que, si existen, es imposible que sean conocidas por la
naturaleza humana. Y hablando de esta manera, parece hablar bien; y como nosotros lo decíamos, es
singularmente difícil sacarle de su error. Sería preciso un hombre dotado de las cualidades más
brillantes, para que pudiese comprender que a cada cosa corresponde un género y una esencia que
existe por sí misma; y sería preciso un hombre más admirable aún, para poder descubrir estas
verdades y enseñarlas a otros, hasta el punto de procurar un conocimiento profundo y completo de
ellas.
SÓCRATES. —Estoy de acuerdo contigo, Parménides; y tus palabras responden perfectamente a
mi pensamiento.
PARMÉNIDES. —Sin embargo, Sócrates; si se negase que hay ideas de los seres, en vista de las
dificultades que acabamos de exponer y otras semejantes; si se dejase de asignar a cada uno de ellos
una idea determinada, no sabría uno adónde dirigir su pensamiento, no pudiendo ya aplicar cada ser a
una idea, siempre la misma y siempre subsistente; y desaparecería hasta la conversación, porque se
haría imposible. Me parece que comprendes bien esto.
SÓCRATES. —Dices verdad.
PARMÉNIDES. —¿Qué partido tomarás con respecto a la filosofía; y adónde te dirigirás en
medio de esta ignorancia?
SÓCRATES. —En este momento no lo sé.
PARMÉNIDES. —Eso consiste, mi querido Sócrates, en que te atreves, antes de estar
suficientemente ejercitado, a definir lo bello, lo justo, lo bueno, y las demás ideas. Ya, últimamente, te
hice esta observación, oyéndote discutir aquí con mi querido Aristóteles. Es muy bello y hasta divino,
sírvate de gobierno, ver el ardor con que te entregas a las indagaciones filosóficas; pero es preciso,
mientras que eres joven, poner tu espíritu a prueba, y ejercitarte en lo que la multitud juzga inútil y
llama una vana palabrería; y de no hacerlo así, se te escapará la verdad.
SÓCRATES. —¿De qué clase de ejercicio hablas, Parménides?
PARMÉNIDES. —Del que Zenón acaba de mostrarte. Salvo un punto, sin embargo; porque me
entusiasmé cuando te oí decirle que querrías más que la discusión rodara, no sobre las cosas visibles,
sino sobre las que solo son perceptibles por la razón, y pueden ser consideradas como ideas.
SÓCRATES. —En efecto; me parece que, siguiendo el método de Zenón, no es difícil mostrar los
seres semejantes y desemejantes, y dotados de otros muchos caracteres opuestos.
PARMÉNIDES. —Perfectamente. Pero es preciso añadir algo a lo que propones. Para ejercitarte
completamente, no basta suponer, que cada idea existe, y examinar las consecuencias de esta
hipótesis; es preciso también suponer, que no existe.
SÓCRATES. —¿Qué quieres decir con eso?
PARMÉNIDES. —Tomemos por ejemplo, si quieres, la hipótesis de Zenón: si la pluralidad existe,
¿qué sucederá con la pluralidad misma en relación a sí misma, y en relación a la unidad; y con la
unidad en relación a sí misma y en relación a la pluralidad? Y bien; te será preciso, aún, suponer, que
la pluralidad no existe, y examinar lo que sucederá con la unidad y con la pluralidad en relación a sí
mismas y a sus contrarias. En la misma forma, si supones sucesivamente que la semejanza existe o no
existe, te será preciso examinar lo que sucederá en una y otra hipótesis, tanto a las ideas que supones
que existen o que no existen, como a las demás ideas, ya con relación a sí mismas, ya en la relación
de las unas con las otras. En igual forma tendrás que proceder respecto de la desemejanza, el
movimiento y el reposo, el nacimiento y la muerte, y el ser y el no-ser. En una palabra, cualquiera
que sea la cosa que supongas existiendo o no existiendo, o experimentando cualquier otra
modificación, debes indagar lo que la sucederá con relación a sí misma, con relación a cada una de
las otras cosas que quieras considerar, o con relación a muchos o a todos los objetos; y después de
esto, examinando a su vez las demás cosas, debes también indagar lo que las sucederá con relación a
sí mismas, y con relación a cualquier otro objeto que quieras considerar, ya supongas que tales cosas
existen o que no existen. Solo procediendo de este modo, te ejercitarás de una manera completa y
discernirás claramente la verdad.
SÓCRATES. —Es un trabajo muy arduo el que me propones, Parménides; y no estoy seguro de
comprenderlo bien. Pero ¿por qué no me desenvuelves tú alguna hipótesis, para darte mejor a
entender?
PARMÉNIDES. —Sócrates, no es poca cosa la que pides, para un hombre de mi edad.
SÓCRATES. —Pero tú, Zenón, ¿por qué no tomas la palabra?
ZENÓN. —Sócrates, pidamos eso mismo a Parménides. No es cosa fácil el ejercicio de que
habla; y quizá no conoces la tarea que quieres imponernos. Si hubiera aquí más gente, no debería
hacérsele esta petición; porque no le convendría desarrollar esta materia delante de la multitud, sobre
todo atendiendo a su edad.
Habiendo hablado de esta manera Zenón, Antifón citando a Pitodoro, refirió que este, Aristóteles
y demás suplicaron a Parménides que les diera un ejemplo de lo que acababa de exponer, y que no se
negara a ello. Entonces dijo:
PARMÉNIDES. —Es preciso obedecer; y, sin embargo, yo me encuentro en el mismo caso que el
caballo de Íbico,[13] que había vencido muchas veces, pero que se había hecho viejo; y así cuando se
le uncía al carro, temía por experiencia el resultado. Refiriéndose a esta imagen, el poeta dice que, a
pesar de sí mismo, anciano ya, sufre aún el yugo del amor. Yo igualmente tiemblo al considerar que,
viejo como soy, tendré que pasar a nado una multitud de discusiones. Sin embargo, es preciso
complaceros, puesto que Zenón mismo lo pide, y ya que estamos solos. ¿Por dónde empezaremos y
qué hipótesis sentaremos desde ahora? ¿Queréis, puesto que ya es irremediable esta difícil jugada,
que comience por mí y por mi propia hipótesis, poniendo por delante la unidad, y examinando lo que
sucederá, ya existiendo lo uno, ya no existiendo?
ZENÓN. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —¿Quién me responderá?, ¿el más joven? Será indudablemente el que me dará
menos que hacer, y el que me responderá más sinceramente. Con él tendré la ventaja de poder
descansar.
ARISTÓTELES: —Yo estoy dispuesto, Parménides; porque a mí te refieres, puesto que soy el
más joven. Interroga y te responderé.
PARMÉNIDES. —Sea así. Si lo uno existe,[14] no es una multitud.
ARISTÓTELES: —¿Cómo podría ser?
PARMÉNIDES. —Lo uno no tiene partes y no es por tanto un todo.
ARISTÓTELES: —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —La parte es la parte de un todo.
ARISTÓTELES: —Sin duda.
PARMÉNIDES. —¿Y el todo mismo? ¿No llamamos un todo a aquello a lo que no falta ninguna
parte?
ARISTÓTELES: —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —De todas maneras, pues, lo uno se compondrá de partes, como todo y como
compuesto de partes.
ARISTÓTELES: —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —De todas maneras, entonces, lo uno sería una multitud, y no uno.
ARISTÓTELES: —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Pero es preciso que lo uno sea, no una multitud, sino uno.
ARISTÓTELES: —Es preciso.
PARMÉNIDES. —Si lo uno es uno, no será un todo; y no tendrá partes.
ARISTÓTELES: —No.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, no teniendo partes lo uno, no tendrá tampoco principio, ni
fin, ni medio, porque estos serían partes.
ARISTÓTELES: —Bien.
PARMÉNIDES. —Pero el principio y el fin son los límites de una cosa.
ARISTÓTELES: —Incontestablemente.
PARMÉNIDES. —Lo uno es, pues, ilimitado, y no tiene principio ni fin.
ARISTÓTELES: —Es ilimitado.
PARMÉNIDES. —Lo uno no tiene figura, porque no es recto, ni redondo.
ARISTÓTELES: —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —¿No es lo redondo aquello cuyos puntos extremos están por todas partes a igual
distancia del medio?
ARISTÓTELES: —Sí.
PARMÉNIDES. —Y lo recto, ¿no es aquello cuyo medio está entre los dos extremos?
ARISTÓTELES: —Así es.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente; lo uno tendría partes y sería una multitud, si tuviese figura,
redonda o recta.
ARISTÓTELES: —Evidentemente.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno no es recto, ni redondo, puesto que no tiene partes.
ARISTÓTELES: —Muy bien.
PARMÉNIDES. —Pero, siendo así, no está en ninguna parte; porque no puede estar en otra cosa,
ni en sí mismo.
ARISTÓTELES: —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Si estuviese en otra cosa, estaría rodeado por todas partes como en un círculo,
y tendría contacto por mil parajes. Es imposible que lo que es uno, sin partes y no participa nada del
círculo, sea tocado en mil parajes circularmente.
ARISTÓTELES: —Imposible.
PARMÉNIDES. —Si estuviese en sí mismo, él mismo se rodearía, sin ser, sin embargo, otro que
él mismo; puesto que en sí mismo es donde estaría; porque es imposible que una cosa esté en otra, sin
estar rodeada por ella.
ARISTÓTELES: —Imposible.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, lo que rodea será distinto de lo que es rodeado; porque una
sola y misma cosa no puede, toda ella, hacer y sufrir al mismo tiempo la misma cosa; lo uno no sería
ya uno, sino dos.
ARISTÓTELES: —En efecto.
PARMÉNIDES. —Lo uno no está en ninguna parte, no estando en sí mismo, ni en otra cosa.
ARISTÓTELES: —En ninguna parte.
PARMÉNIDES. —Mira ahora si, no estando en ninguna parte, estará en reposo o en movimiento.
ARISTÓTELES: —¿Por qué no?
PARMÉNIDES. —Si está en movimiento, es preciso que lo uno sea trasportado o alterado; porque
no hay otra clase de movimiento.
ARISTÓTELES: —Dices verdad.
PARMÉNIDES. —Si lo uno es alterado en su naturaleza, es imposible que continúe siendo uno.
ARISTÓTELES: —Imposible.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, no se mueve por alteración.
ARISTÓTELES: —Así parece.
PARMÉNIDES. —¿Será por traslación?
ARISTÓTELES: —Quizá.
PARMÉNIDES. —Si fuese por traslación, sería trasportado circularmente, girando sobre sí
mismo; o bien pasaría de un lugar a otro.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Si gira circularmente sobre sí mismo, es necesario que se apoye sobre su
centro, y que tenga además otras partes, a saber: las que se mueven alrededor de este centro. Porque
lo que no tiene medio, ni partes, ¿cómo podría moverse en círculo alrededor de este centro?
ARISTÓTELES. —No podría.
PARMÉNIDES. —Si muda de lugar, pasa sucesivamente de un sitio a otro; y así es como se
mueve.
ARISTÓTELES. —Convengo en ello.
PARMÉNIDES. —¿No nos pareció imposible que lo uno estuviese en alguna parte y en alguna
cosa?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —¿Y no es más imposible, que lo uno entre en cosa alguna?
ARISTÓTELES. —Lo creo así.
PARMÉNIDES. —Cuando una cosa entra en otra, ¿no es de toda necesidad que no esté dentro de
ella mientras no llegue a entrar, y que no esté enteramente fuera de ella después de haber entrado?
ARISTÓTELES. —Es necesario.
PARMÉNIDES. —Pero esto solo puede verificarse en una cosa que tenga partes, porque solo esta
puede estar a la vez dentro y fuera. Por el contrario, la que no tiene partes, no puede en manera
alguna encontrarse a la vez y por entero dentro y fuera de otra cosa.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —¿Pero no es aún más imposible que lo que no tiene partes, ni es un todo, entre
en alguna parte, ni por partes, ni en totalidad?
ARISTÓTELES. —Es evidente.
PARMÉNIDES. —Lo uno no muda, pues, de lugar, ni yendo a ninguna parte, ni entrando en
ninguna cosa, ni girando sobre sí mismo, ni mudando de naturaleza.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Lo uno no tiene ninguna clase de movimiento; es absolutamente inmóvil.
ARISTÓTELES. —Es inmóvil.
PARMÉNIDES. —Por otra parte, sostenemos que es imposible que lo uno esté en ninguna cosa.
ARISTÓTELES. —Así lo decimos.
PARMÉNIDES. —No subsiste nunca en el mismo lugar.
ARISTÓTELES. —¿Por qué?
PARMÉNIDES. —Porque entonces subsistiría en un lugar dado.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Lo uno no puede estar, ni en sí mismo, ni en otra cosa.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Lo uno nunca está en el mismo lugar.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Pero no estando nunca en el mismo lugar, no es fijo, no tiene nada de estable.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno, a lo que parece, no está, ni en reposo, ni en movimiento.
ARISTÓTELES. —Eso es claro.
PARMÉNIDES. —Tampoco es idéntico a otro, ni a sí mismo; ni es distinto tampoco ni de sí
mismo, ni de otro.
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Si fuese distinto de sí mismo, sería distinto de lo uno; y no sería lo uno.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Si lo uno fuese el mismo que lo otro, sería este otro y no sería él mismo; de
suerte que en este caso también, no sería ya lo que él es, a saber, lo uno, sino distinto que lo uno.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Luego no puede ser ni lo mismo que otro, ni otro que él mismo.
ARISTÓTELES. —Tienes razón.
PARMÉNIDES. —Pero no será distinto que otro, en tanto que sea uno; porque no es a lo uno a
quien toca ser distinto que cualquier otro, sino que pertenece a lo otro [15] y a lo otro exclusivamente.
ARISTÓTELES. —Así lo pienso.
PARMÉNIDES. —En tanto que él es uno, no será otro. ¿No lo crees así?
ARISTÓTELES. —Lo creo.
PARMÉNIDES. —Si no es otro por este rumbo, no lo es por sí mismo; y si no lo es por sí mismo,
no lo es él mismo. Y no siendo él mismo otro de ninguna manera, no puede ser otro absolutamente.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Lo uno no será tampoco lo mismo que él mismo.
ARISTÓTELES. —¿Cómo puede ser eso?
PARMÉNIDES. —Porque la naturaleza de lo uno, no es la de lo mismo.[16]
ARISTÓTELES. —¿Qué es lo que dices?
PARMÉNIDES. —Que lo que se hace lo mismo que una cosa no se hace uno.
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Lo que se hace o deviene lo mismo que muchas cosas, necesariamente se hace
muchos, y no uno.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Si entre lo uno y lo mismo no hubiese diferencia, lo que se hiciese lo mismo,
se haría siempre uno; y lo que se hiciese uno, se haría siempre lo mismo.
ARISTÓTELES. —No hay duda.
PARMÉNIDES. —Si lo uno es lo mismo que él mismo, no será uno por sí mismo; y por
consiguiente será uno, sin ser uno.
ARISTÓTELES. —Pero eso es imposible.
PARMÉNIDES. —Luego es imposible que lo uno sea otro que lo otro, y lo mismo que él mismo.
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, lo uno no puede ser, ni lo otro, ni lo mismo que él mismo y
que otro.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Pero lo uno no será tampoco semejante ni desemejante, ni a sí mismo, ni a otro.
ARISTÓTELES. —¿Por qué?
PARMÉNIDES. —Porque lo semejante participa en cierta manera de lo mismo.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Ahora bien; ya hemos visto que lo mismo es de otra naturaleza que lo uno.
ARISTÓTELES. —Sí, lo hemos visto.
PARMÉNIDES. —Pero si lo uno participase de una manera de ser diferente de lo uno, resultaría
que era más que uno; lo cual es imposible.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Por lo tanto, lo uno no puede ser lo mismo que otro, ni que él mismo.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, no puede ser semejante, ni a otro, ni a sí mismo.
ARISTÓTELES. —Probablemente.
PARMÉNIDES. —Pero lo uno no puede tampoco participar de lo otro, porque resultaría que sería
más que uno.
ARISTÓTELES. —Más que uno, en efecto.
PARMÉNIDES. —Ahora bien; lo que participa de lo otro, en relación a sí mismo, o a otra cosa,
es desemejante de sí y de otra cosa, si es cierto que lo que participa de lo mismo es semejante.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —De donde se sigue que lo uno, no participando en manera alguna de lo otro,
según parece, no es en manera alguna desemejante, ni de sí mismo, ni de otro.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno no es semejante ni a otro, ni a sí mismo, ni tampoco desemejante.
ARISTÓTELES. —Lo creo.
PARMÉNIDES. —Siendo esto así, lo uno no es igual, ni desigual, ni a sí mismo, ni a otro.
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Si es igual a otra cosa, será de la misma medida, que la cosa a la que es igual.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Si es más grande o más pequeño que las cosas respecto de las que es
conmensurable, contendrá más veces la medida común que las que son más pequeñas; y menos veces
que las que son más grandes.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —En cuanto a las cosas, respecto de las que no es conmensurable, contendrá
medidas más grandes que las unas, o más pequeñas que las otras.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —¿Pero no es imposible que lo que no participa de lo mismo, tenga la misma
medida que otra cosa, sea la que sea?
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Lo uno, por lo tanto, no es igual a sí mismo, ni a otro, no siendo de la misma
medida.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Y si él contuviese medidas más grandes o más pequeñas, contendría tantas
partes, cuantas medidas tuviese; y de esta manera ya no sería uno, y encerraría en sí tantos elementos
como medidas.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Si no contuviese más que una sola medida, sería igual a la medida; pero ya
hemos visto que es imposible que sea igual a ninguna cosa.
ARISTÓTELES. —Así nos ha parecido.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente; si lo uno, no participando de una sola medida, ni de un
mayor número, ni de uno menor de medidas, ni tampoco de lo mismo; lo uno, digo, no será igual ni
a sí mismo, ni a ninguna otra cosa; así como no será, ni más grande, ni más pequeño que él mismo,
ni que ninguna otra cosa.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Y bien, ¿piensas que lo uno pueda ser más viejo o más joven, o de la misma
edad que cualquiera otra cosa?
ARISTÓTELES. —¿Por qué no?
PARMÉNIDES. —Porque si fuese de la misma edad que él mismo o que otro, participaría de la
igualdad y de la semejanza del tiempo; pero ya hemos dicho, que lo uno no admite la igualdad, ni la
semejanza.
ARISTÓTELES. —Lo hemos dicho.
PARMÉNIDES. —Tampoco participa de la desemejanza, ni de la desigualdad, según también
hemos dicho.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Siendo esto así, ¿cómo podría ser más viejo o más joven, o de la misma edad
que cualquiera otra cosa?
ARISTÓTELES. —No es posible.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno no es más viejo, ni más joven, ni de la misma edad que él mismo,
o que otro.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Si es tal su naturaleza, lo uno no puede estar en el tiempo; porque lo que está en
el tiempo, necesariamente se hace siempre más viejo que ello mismo.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Y lo que es más viejo, ¿no es siempre más viejo que cualquiera otra cosa más
joven?
ARISTÓTELES. —Seguramente.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, lo que se hace más viejo que ello mismo, se hace a la vez
más joven que ello mismo; puesto que debe haber en ello una cosa con relación a la que se haga más
viejo.
ARISTÓTELES. —¿Qué quiere decir eso?
PARMÉNIDES. —Lo siguiente. Una cosa no puede decirse o hacerse diferente de otra, de la que
ya es diferente; ella es diferente de otra cosa que es actualmente diferente de ella; se ha hecho
diferente de una cosa hecha ya diferente; debe ser diferente de una cosa que debe serlo; pero ella no
se ha hecho, no debe ser, no es, diferente de una cosa que se hace tal; ella se hace diferente por sí
misma, y a esto está reducido todo.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Lo más viejo es una diferencia en relación a lo más joven y no otra cosa.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, lo que se hace más viejo que ello mismo, necesariamente se
hace al mismo tiempo más joven que ello mismo.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Es imposible que una cosa devenga o se haga, en cuanto al tiempo, más grande
o más pequeña que ella misma; pero ella se hace, es, se ha hecho, se hará igual a sí misma en cuanto
al tiempo.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Es, pues, necesario, al parecer, que todo lo que está en el tiempo y que participa
de él, sea de la misma edad que ello mismo, y a la vez más viejo y más joven que ello mismo.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Ahora bien; ninguna de estas maneras de ser convienen a lo uno.
ARISTÓTELES. —Ninguna.
PARMÉNIDES. —No tiene ninguna relación con el tiempo, ni está en ningún tiempo.
ARISTÓTELES. —Es preciso admitirlo bajo la fe del razonamiento.
PARMÉNIDES. —Y bien, palabras como era, se hizo, se ha hecho, ¿no parecen expresar estas
palabras que lo que se ha hecho participa del tiempo pasado?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Más aún, estas otras palabras: será, devendrá o se hará, habrá devenido o será
hecho, ¿no expresan una participación en el tiempo que ha de venir?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Es, deviene o se hace, ¿no expresan lo mismo con relación al tiempo presente?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Si lo uno no participa en manera alguna de ningún tiempo, nunca se hizo, ni fue
hecho, ni era; en lo presente no es hecho, ni se hace, ni es; y para lo futuro no se hará, ni habrá de
hacerse, ni será.
ARISTÓTELES. —Es la pura verdad.
PARMÉNIDES. —¿Es posible participar del ser de otro modo que de alguna de estas maneras?
ARISTÓTELES. —No es posible.
PARMÉNIDES. —Lo uno no participa entonces en manera alguna del ser.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —¿Luego lo uno no existe en manera alguna?
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Luego, lo uno no puede tampoco ser uno; porque en este caso sería un ser y
participaría del ser. Por consiguiente, si nos atenemos a esta demostración, lo uno no es uno, y, lo que
es más, no existe.
ARISTÓTELES. —Temo que así sea.
PARMÉNIDES. —¿Es posible que haya alguna cosa que nazca de lo que no es o vaya a lo que no
es?
ARISTÓTELES. —¿Cómo sería posible?
PARMÉNIDES. —Para una cosa semejante, no hay nombre, ni discurso, ni ciencia, ni sucesión, ni
opinión.
ARISTÓTELES. —Eso resulta.
PARMÉNIDES. —No puede ser nombrada, ni expresada, ni juzgada, ni conocida, ni hay un ser
que pueda sentirla.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —¿Pero es posible que suceda esto con lo uno?
ARISTÓTELES. —No puedo creerlo.
PARMÉNIDES. —¿Quieres que volvamos atrás, y tomemos nuestra hipótesis desde el principio,
para ver si las cosas se nos presentan con más claridad?[17]
ARISTÓTELES. —Ciertamente lo deseo.
PARMÉNIDES. —Si lo uno existe, decimos ahora, cualesquiera que sean las consecuencias de su
existencia, es preciso admitirlas. ¿No es verdad?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Examinémoslo refiriéndonos al punto de partida. Si lo uno existe, ¿es posible
que exista sin participar del ser?
ARISTÓTELES. —No es posible.
PARMÉNIDES. —El ser de lo uno existe, pues, sin confundirse con lo uno. Porque de otra manera
este ser no sería el de lo uno; lo uno no participaría de él, y sería lo mismo decir, lo uno existe o lo
uno-uno. Ahora bien, la hipótesis, cuyas consecuencias tratamos de indagar, no es la de lo uno-uno,
sino la de lo uno que existe. ¿No es cierto?
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Nosotros consideramos que es o existe significa otra cosa que lo uno.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Lo uno participa del ser; he aquí lo que expresamos sumariamente cuando
decimos que lo uno es o existe.
ARISTÓTELES. —Así es.
PARMÉNIDES. —Si lo uno existe, volvamos a exponer lo que deberá seguirse. Examina si no es
una necesidad de nuestra hipótesis, que, siendo lo uno de la manera que decimos, tenga partes.
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —De esta manera; si «el existir» se dice de lo uno que existe, y «el uno» del ser
uno, y si el ser y lo uno no son la misma cosa, pero pertenecen igualmente a esta cosa que hemos
supuesto, quiero decir, a lo uno que existe, ¿no hay precisión de reconocer que lo uno que existe es
un todo, del cual lo uno y el ser son partes?
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —¿Es preciso llamar a cada parte simplemente una parte, o decir que la parte es la
parte de un todo?
ARISTÓTELES. —Es la parte de un todo.
PARMÉNIDES. —¿Y un todo es lo que es uno y que tiene partes?
ARISTÓTELES. —Precisamente.
PARMÉNIDES. —Y bien, ¿estas dos partes de lo uno que existe, a saber, lo uno y el ser, se
separan alguna vez la una de la otra, lo uno del ser y el ser de lo uno?
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, cada una de estas dos partes comprende también lo uno y el
ser; de suerte, que la parte más pequeña contiene otras dos. El mismo razonamiento puede
proseguirse sin que tenga término. No existen partes sin que cada una deje de encerrar dos; es lo uno
encerrando siempre al ser, y el ser siempre a lo uno. De esta manera cada uno de ellos es siempre dos
y nunca uno.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno que existe, es una multitud infinita.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Mira ahora por este otro lado.
ARISTÓTELES. —¿Por dónde?
PARMÉNIDES. —Decíamos que lo uno participa del ser, y por esto existe.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Por esta razón, lo uno que existe nos ha parecido múltiple.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Pero este mismo uno, que, según decíamos, participa del ser, si nos le
representamos solo en sí mismo, independientemente de aquello de que él participa, ¿nos parecerá
simplemente uno o múltiple?
ARISTÓTELES. —Me parece que uno.
PARMÉNIDES. —Veamos, pues. Necesariamente una cosa es el ser de lo uno, y otra lo uno
mismo; puesto que lo uno no es el ser, sino que, en tanto que uno, participa del ser.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Luego si una cosa es el ser y otra lo uno, no es por la unidad por la quedo uno
es otra cosa que el ser, ni por el ser que el ser es distinto que lo uno; sino que es por lo otro [18] por lo
que ellos difieren.
ARISTÓTELES. —Es evidente.
PARMÉNIDES. —De suerte que lo otro no se confunde, ni con lo uno, ni con el ser.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero si tomamos juntos a tu elección el ser y lo otro, o el ser y lo uno, o lo uno
y lo otro, ¿lo que hubiéremos tomado en cada uno de estos casos, no será designado justamente por
la expresión ambos?
ARISTÓTELES. —¿Qué dices?
PARMÉNIDES. —Lo siguiente. ¿Se puede nombrar el ser?
ARISTÓTELES. —Se puede.
PARMÉNIDES. —¿Y también lo uno?
ARISTÓTELES. —También.
PARMÉNIDES. —¿No se les nombra lo uno y lo otro?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y bien, cuando yo digo: el ser y lo uno, ¿no he nombrado a ambos?
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, cuando digo: el ser y lo otro, o lo otro y lo uno, en cada uno
de estos casos los designo y puedo decir ambos.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero lo que se designa precisamente por esta palabra: «ambos»; ¿es posible que
le cuadre el ambos, sin ser dos en número?
ARISTÓTELES. —No es posible.
PARMÉNIDES. —Pero donde hay dos cosas, ¿es posible que cada una no sea una?
ARISTÓTELES. —Eso no es posible.
PARMÉNIDES. —Si las cosas que acabamos de decir pueden considerarse dos a dos, es preciso
que cada una de ellas sea una.
ARISTÓTELES. —Seguramente.
PARMÉNIDES. —Pero siendo cada una de estas cosas una, si se añade una unidad a cualquiera de
estas parejas, ¿no se tendrán tres por total?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —¿Tres es impar y dos par?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Y bien, donde hay dos, ¿no hay también necesariamente dos veces; y donde hay
tres, tres veces, si es cierto que el dos se compone de dos veces uno, y el tres de tres veces uno?
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Y donde hay dos y dos veces, ¿no es necesario que haya dos veces dos? Y
donde hay tres y tres veces, ¿no es necesario que haya tres veces tres?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Y donde hay tres y dos veces y dos y tres veces, ¿no es necesario que haya dos
veces tres y tres veces dos?
ARISTÓTELES. —Así es.
PARMÉNIDES. —¿Tendrán, pues, los números pares un número de veces par, y los impares un
número de veces impar, y los pares un número de veces impar, y los impares un número de veces
par?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Si es así, ¿crees tú que haya un solo número cuya existencia no sea necesaria?
ARISTÓTELES. —Yo no lo creo.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente; si lo uno existe, es preciso necesariamente, que el número
exista igualmente.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Pero si el número existe, hay una pluralidad, una multitud infinita de seres. ¿O
no es cierto que hay un número infinito, que participa del ser?
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Si todo número participa del ser, ¿cada parte del número participa de él
igualmente?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —La existencia, por lo tanto, está dividida entre todos los seres, y ningún ser está
privado de ella, desde el más pequeño hasta el más grande. Pero esta cuestión ¿no es irracional?
Porque, ¿cómo podría faltar la existencia a ningún ser?
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —La existencia está distribuida entre los seres, lo mismo los más pequeños que
los más grandes; en una palabra, entre todos los seres; está dividida más que ninguna otra cosa; de
suerte que hay una infinidad de partes de existencia.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Nada hay, pues, que tenga más partes que la existencia.
ARISTÓTELES. —No, nada.
PARMÉNIDES. —Y bien, ¿alguna de estas partes forma parte de la existencia, sin ser, sin
embargo, una parte?
ARISTÓTELES. —¿Cómo puede ser eso?
PARMÉNIDES. —Pero si cada parte existe, es necesario, a mi parecer, que en tanto que ella existe,
sea una cosa, y es imposible que no sea nada.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Lo uno se encuentra, por lo tanto, en cada una de las partes del ser, sin faltar
nunca ni a la más pequeña, ni a la más grande, ni a ninguna.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Pero si el ser es uno, ¿puede encontrarse todo entero en muchos parajes a la
vez? Fija tu atención.
ARISTÓTELES. —Fijo la atención, y veo que eso es imposible.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, está dividido, si no se encuentra todo entero en cada parte;
porque no podría en manera alguna estar presente a la vez en todas las partes del ser, sin estar
dividido.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Y lo que es divisible, ¿no es necesariamente tan múltiple como partes tiene?
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —No hemos estado en lo cierto entonces, cuando hemos dicho que el ser se
dividía en una infinidad de partes; porque no puede ser dividido en mayor número de partes que lo
uno, sino precisamente en tantas partes como lo uno; porque el ser no puede separarse de lo uno, ni
lo uno del ser, y estas dos cosas marchan siempre a la par.
ARISTÓTELES. —Nada más claro.
PARMÉNIDES. —Es este caso, lo uno, distribuido por el ser, es igualmente muchos y es infinito
en número.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —No es solo el ser uno el que es muchos, sino que lo uno mismo, dividido por el
ser, es necesariamente muchos.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero, puesto que las partes son siempre las partes de un todo, ¿lo uno será
limitado en tanto que todo, o bien las partes no están encerradas en el todo?
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Lo que encierra una cosa es un límite.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno es a la vez uno y muchos, todo y partes, limitado e ilimitado.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Pero si es limitado, tiene extremos.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Pero, como todo, ¿no tiene principio, medio y-fin? ¿O bien puede existir un
todo sin estas tres cosas? Y si falta alguna de ellas, ¿es aún un todo?
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —En este concepto, lo uno tendrá principio, fin y medio.
ARISTÓTELES. —Los tendrá.
PARMÉNIDES. —Pero el medio está a igual distancia de los extremos; de otra manera no sería
medio.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Siendo así, lo uno participará de una cierta figura, recta o redonda, o
compuesta de las dos.
ARISTÓTELES. —Participará.
PARMÉNIDES. —Pero entonces, ¿lo uno no existirá en sí mismo y en otra cosa?
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Cada parte está en el todo, y ninguna está fuera del todo.
ARISTÓTELES. —Conforme.
PARMÉNIDES. —¿Todas las partes están envueltas por el todo?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Todas las partes de lo uno constituyen lo uno, todas, ni una más, ni una menos.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —¿Entonces lo todo no es también uno?
ARISTÓTELES. —Es claro.
PARMÉNIDES. —Entonces, si todas las partes se encuentran en el todo, y si todas las partes
constituyen lo uno y el todo mismo, y si todas ellas están encerradas por el todo; resulta de aquí, que
lo uno está envuelto por lo uno, y por consiguiente vemos ya que lo uno está en sí mismo.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Por otra parte, el todo no está en las partes, ni en todas, ni en alguna. En efecto,
si estuviese en todas, necesariamente estaría en una de las partes; porque si hubiese una sola en la que
no estuviese, no podría ya estar en todas. Y estando esta parte comprendida entre las demás, si el todo
no estuviese en ella, ¿cómo podría estar en todas?
ARISTÓTELES. —Es imposible.
PARMÉNIDES. —El todo no está tampoco en algunas de las partes; porque si estuviera, lo más
estaría en lo menos, lo cual es imposible.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Si el todo no está, ni en muchas de sus partes, ni en una sola, ni en todas, es
preciso necesariamente que esté en otra cosa, o que no esté en ninguna parte.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Sino estuviese en ninguna parte, no sería nada; y puesto que es un todo, y que
no está en sí mismo, es preciso necesariamente que esté en otra cosa.
ARISTÓTELES. —Sin ninguna duda.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, en tanto que todo, lo uno está en otra cosa; en tanto que está
en todas las partes de que se compone el todo, está en sí mismo; de suerte, que necesariamente está en
sí mismo y en otra cosa.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Siendo esta la naturaleza de lo uno, ¿no es indispensable que esté en
movimiento y en reposo?
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Está en reposo desde el momento en que él mismo está en sí mismo. Porque
estando en una cosa y no saliendo de ella, como sucedería si estuviese siempre en sí mismo, estará
siempre en la misma cosa.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Pero lo que está siempre en la misma cosa, necesariamente está siempre en
reposo.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Y bien, lo que está siempre en otra cosa, ¿no es, por el contrario, una necesidad
que no está nunca en lo mismo; y que no estando nunca en lo mismo, no esté nunca en reposo; y que
no estando jamás en reposo, esté en movimiento?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Luego es una necesidad que lo uno, que está siempre en sí mismo y en otra
cosa, esté siempre en movimiento y en reposo.
ARISTÓTELES. —Al parecer.
PARMÉNIDES. —Además, lo uno es idéntico a sí mismo y diferente de sí mismo; y en igual
forma idéntico a las otras cosas, y diferente de las otras cosas; si lo que hemos dicho hasta ahora es
cierto.
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Puede decirse esto de toda cosa respecto de otra cosa: ella es la misma u otra; o
bien, si no es la misma ni otra, es la parte de un todo o el todo de una parte.
ARISTÓTELES. —Es exacto.
PARMÉNIDES. —¿Pero lo uno es una parte de sí mismo?
ARISTÓTELES. —De ninguna manera.
PARMÉNIDES. —Lo uno no puede tampoco ser un todo con relación a sí mismo, considerado
como parte, puesto que en tal caso sería parte con relación a sí mismo.
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —¿Pero lo uno podrá ser distinto que lo uno?
ARISTÓTELES. —No, ciertamente.
PARMÉNIDES. —No puede ser distinto que él mismo.
ARISTÓTELES. —No, ciertamente.
PARMÉNIDES. —Pero si no es otro, ni parte, ni todo, considerado con relación a sí mismo, ¿no
es necesario que sea lo mismo que él mismo?
ARISTÓTELES. —Es una necesidad.
PARMÉNIDES. —Pero lo que está en otra parte que ello mismo, aunque estuviese en lo mismo
que ello mismo, ¿no es distinto que ello mismo, puesto que está en otra parte?
ARISTÓTELES. —Lo creo.
PARMÉNIDES. —Pero nos ha parecido que lo uno está a la vez en sí mismo y en otra cosa.
ARISTÓTELES. —Así nos pareció.
PARMÉNIDES. —Por esta razón lo uno, al parecer, será otro que él mismo.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Y bien, si una cosa es distinta de otra, ¿no será esta distinta de la primera?
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Ahora bien, lo que no es uno, ¿no es otro que lo uno; y lo uno, otro que lo que
no es uno?
ARISTÓTELES. —Es incontestable.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno es otro que las demás cosas.
ARISTÓTELES. —Lo es.
PARMÉNIDES. —Atiende ahora. Lo mismo y lo otro, ¿no son contrarios?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —¿Y es posible que lo mismo se encuentre nunca en lo otro, o lo otro en lo
mismo?
ARISTÓTELES. —No es posible.
PARMÉNIDES. —Si lo otro no está nunca en lo mismo, no hay un ser, en el que lo otro esté
durante un cierto tiempo; porque si estuviese allí un cierto tiempo, lo otro, durante este tiempo,
estaría en lo mismo. ¿No es cierto?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Puesto que lo otro no está nunca en lo mismo, jamás estará en ningún ser.
ARISTÓTELES. —Conforme.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente; lo otro no estará ni en lo que no es uno, ni en lo que es uno.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Lo uno no será, pues, a causa de lo otro, otro que lo que no es uno; y lo que no
es uno, otro que lo uno. ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —No son, sin embargo, por sí mismos recíprocamente otros, si no participan de
lo otro.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero si no son otros por sí mismos, ni por lo otro, ¿no desaparecerá toda
diferencia entre ellos?
ARISTÓTELES. —Desaparecerá.
PARMÉNIDES. —Por otra parte, lo que no es uno no participa de lo uno; porque no sería no-uno,
sino que sería más bien uno.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Lo que es no-uno no es tampoco un número, porque no sería verdaderamente
no-uno, si contuviese algún número.
ARISTÓTELES. —Muy bien.
PARMÉNIDES. —Y bien, ¿lo que no es uno puede ser parte de lo uno?, ¿o bien, en este caso, lo
que no es uno, no participaría de lo uno?
ARISTÓTELES. —Participaría.
PARMÉNIDES. —Luego si lo uno es absolutamente uno y lo no-uno absolutamente no-uno, lo
uno no es una parte de lo no-uno, ni un todo del que lo no-uno forme parte; y lo mismo lo no-uno no
es una parte de lo uno, ni un todo del que lo uno forme parte.
ARISTÓTELES. —No, ciertamente.
PARMÉNIDES. —Pero hemos dicho que las cosas que no son, las unas respecto de las otras, ni
partes, ni todo, ni otras, son las mismas.
ARISTÓTELES. —Lo hemos dicho.
PARMÉNIDES. —¿Diremos entonces que lo uno frente a frente de lo no-uno en estas
condiciones, es lo mismo que lo no-uno?
ARISTÓTELES. —Así lo hemos dicho.
PARMÉNIDES. —Luego, a lo que parece, lo uno es otro que las demás cosas y que él mismo; y lo
mismo que las otras cosas y que él mismo.
ARISTÓTELES. —Así parece resultar de nuestro razonamiento.
PARMÉNIDES. —¿No es también lo uno semejante y desemejante a sí mismo y a las otras cosas?
ARISTÓTELES. —Quizá.
PARMÉNIDES. —Puesto que nos ha parecido otro que las demás cosas, las demás cosas son
igualmente otras que él mismo.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Es, pues, otro que todo lo demás, como todo lo demás es otro que él; ni más, ni
menos.
ARISTÓTELES. —Evidentemente.
PARMÉNIDES. —Si no es más ni menos, será, por consiguiente, del mismo modo.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Así, pues, la razón, que hace que lo uno sea otro que todo lo demás, y todo lo
demás otro que lo uno, hace igualmente que lo uno sea lo mismo que todo lo demás, y todo lo demás
lo mismo que lo uno.
ARISTÓTELES. —¿Qué quieres decir con eso?
PARMÉNIDES. —¿No te sirve cada nombre para llamar a alguno?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Y bien; ¿puedes pronunciar el mismo nombre muchas veces, o solo puedes
pronunciarlo una vez?
ARISTÓTELES. —Muchas veces.
PARMÉNIDES. —¿Y pronunciando un nombre una vez, designas la cosa así nombrada, mientras
que pronunciándola muchas veces no la designas; o bien, ya pronuncies una vez o muchas veces el
mismo nombre, designas necesariamente el mismo objeto?
ARISTÓTELES. —Sí, ciertamente.
PARMÉNIDES. —Pero lo otro, ¿es igualmente el nombre de alguna cosa?
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —Cuando lo pronuncias, ya una vez, ya muchas, no nombras por esto más que la
cosa que representa el nombre.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Cuando decimos que todo lo demás es otro que lo uno, y lo uno otro que todo
lo demás, al pronunciar así dos veces la palabra otro, solo designamos una sola y misma esencia, la
misma que tiene por nombre lo otro.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Luego en tanto que lo uno es otro que todo lo demás, y todo lo demás otro que
lo uno; lo uno, participando del mismo otro, participa de la misma cosa que todo lo demás, y no de
una cosa diferente. Ahora bien, lo que participa hasta cierto punto de la misma cosa, es semejante.
¿No es así?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Por lo tanto, lo que es causa de que lo uno sea otro que todo lo demás, será
también causa de que todo sea semejante a todo; porque toda cosa es otra que toda cosa.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Sin embargo, lo semejante es lo contrario de lo desemejante.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y lo otro, lo contrario de lo mismo.
ARISTÓTELES. —Así es.
PARMÉNIDES. —Pero nos ha parecido igualmente que lo uno es lo mismo que todo lo demás.
ARISTÓTELES. —Así nos ha parecido.
PARMÉNIDES. —Y ser lo mismo que todo lo demás es una manera de ser contraria a la de ser
otro que todo lo demás.
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —En tanto que otro, lo uno nos ha parecido semejante.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, en tanto que lo mismo, será desemejante; puesto que se
encuentra en un estado contrario a aquel que le hace semejante. Porque era lo otro lo que le hacía
semejante.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Lo mismo tiene que hacerlo desemejante; o dejaría de ser lo contrario de lo
otro.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Lo uno será por lo tanto semejante y desemejante a las otras cosas; en tanto que
otro, semejante; en tanto que lo mismo, desemejante.
ARISTÓTELES. —Eso es, al parecer, lo que prueba nuestro razonamiento.
PARMÉNIDES. —También prueba esto.
ARISTÓTELES. —¿Qué?
PARMÉNIDES. —En tanto que lo uno participa de lo mismo, no participa de lo diferente; no
participando de lo diferente, no es desemejante; no siendo desemejante, es semejante. En tanto que
participa de lo diferente, él es diferente; siendo diferente, es desemejante.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Lo uno, siendo, pues, lo mismo que todo lo demás y siendo lo otro, es por estas
dos razones y por cada una de ellas, semejante y desemejante a todo lo demás.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —De donde se sigue igualmente, que siendo lo otro y lo mismo que él mismo, es
por estas dos razones y por cada una de ellas, semejante y desemejante a sí mismo.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Lo uno está en contacto consigo mismo y con las demás cosas o no lo está.
¿Qué debe creerse? Reflexiona.
ARISTÓTELES. —Ya reflexiono.
PARMÉNIDES. —Lo uno nos ha parecido estar contenido en sí mismo como en un todo.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —¿Está también contenido en las demás cosas?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —En tanto que está contenido en las otras cosas, ¿no está en contacto con ellas?
En tanto que contenido en sí mismo, no puede estar en contacto con las demás cosas, pero está en
contacto consigo mismo, puesto que está contenido en sí mismo.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Está por lo tanto en contacto consigo mismo y con lo demás.
ARISTÓTELES. —Está.
PARMÉNIDES. —Pero lo que está en contacto con una cosa, ¿no es indispensable que esté
inmediato a la cosa con que toca, ocupando un lugar contiguo a aquel en que se encuentra la cosa
tocada?
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Por lo tanto, si lo uno debe estar en contacto consigo mismo, es preciso que
esté colocado enseguida de sí mismo, ocupando el lugar contiguo a aquel en que se encuentra él
mismo.
ARISTÓTELES. —Así es preciso.
PARMÉNIDES. —Para que sucediera esto con lo uno, sería preciso que él fuese Dios, y que
ocupase en el mismo instante dos sitios diferentes. Pero en tanto lo uno sea uno, esto repugna.
ARISTÓTELES. —En efecto, repugna.
PARMÉNIDES. —Es igualmente imposible a lo uno ser dos, y estar en contacto consigo mismo.
ARISTÓTELES. —Lo es.
PARMÉNIDES. —Pero entonces tampoco estará en contacto con las otras cosas.
ARISTÓTELES. —¿Por qué?
PARMÉNIDES. —Porque, según hemos dicho, lo que debe estar en contacto debe estar fuera y a
continuación de aquello con lo que está en contacto, sin que un tercero venga a colocarse en medio.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Por lo menos se necesitan dos cosas para que haya contacto.
ARISTÓTELES. —Sí, dos cosas.
PARMÉNIDES. —Si entre dos cosas se encuentra una tercera, que esté en contacto con ellas,
entonces serán tres cosas; pero los contactos serán solo dos.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y cada vez que se añade uno, se añade un contacto; de suerte que el número de
contactos es siempre inferior en una unidad al de las cosas. Porque superando las cosas desde el
principio a los contactos, continúan excediéndoles en la misma proporción; lo cual es muy sencillo,
puesto que no se añade nunca a las cosas más que una cosa, y un contacto a los contactos.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Cualquiera que sea el número de cosas, siempre resultará un contacto menos.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Si no hay más de una sola cosa, si no hay dualidad, no puede haber contacto.
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Pero hemos dicho, que las cosas otras que lo uno, no son lo uno, ni participan
de él, en el hecho mismo de ser otras.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Luego no hay número en las otras cosas, puesto que no hay en ellas unidad.
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Las otras cosas no son una ni dos, y no pueden ser designadas por ningún otro
número.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Lo uno, por lo tanto, existe solo; y no hay dualidad.
ARISTÓTELES. —Conforme.
PARMÉNIDES. —Y si no hay dualidad, no hay contacto.
ARISTÓTELES. —No lo hay.
PARMÉNIDES. —Si no hay contacto, ni lo uno está en contacto con las otras cosas, ni las otras
cosas con lo uno.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Por todas estas razones, lo uno está en contacto y no está en contacto con las
otras cosas y consigo mismo.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —En igual forma, lo uno es a la vez igual y desigual a sí mismo y a las otras
cosas.
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Si lo uno fuese más grande o más pequeño que las otras cosas, o las otras cosas
más grandes o más pequeñas que lo uno, no nacería esto de que lo uno es lo uno, ni de que las otras
cosas son otras que lo uno; en una palabra, no serían en virtud de sus propias esencias
recíprocamente más grandes o más pequeñas; pero si fuesen iguales, esto procedería de tener además
la igualdad; y si las otras cosas tuviesen la magnitud y lo uno la pequeñez, o lo uno la magnitud y las
otras cosas la pequeñez, la idea que tuviese la magnitud, sería la más grande; y la que tuviese la
pequeñez, sería la más pequeña.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Pero ¿no existen estas dos ideas, la magnitud y la pequeñez? Porque si no
existiesen, no serían opuestas entre sí; y no se encontrarían en los seres.
ARISTÓTELES. —Es evidente.
PARMÉNIDES. —Si la pequeñez se encuentra en lo uno, tiene que estar en su totalidad o en
alguna de sus partes.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —¿Está en lo uno todo entero? Entonces, o está igualmente derramado en la
universalidad de lo uno todo entero, o está extendido en su rededor.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero si la pequeñez está derramada igualmente en la universalidad de lo uno
todo entero, ella es igual a él; y si le rodea es más grande.
ARISTÓTELES. —Eso es claro.
PARMÉNIDES. —¿Es posible que la pequeñez sea igual a otra cosa, o más grande, y que
desempeñe así el papel de la igualdad y de la magnitud, y no el suyo propio, que es el de la pequeñez?
ARISTÓTELES. —Eso no es posible.
PARMÉNIDES. —La pequeñez no se encuentra en lo uno todo entero, sino a lo más en una de sus
partes.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, ni en una parte toda entera, porque en tal caso se hallaría,
respecto de la parte, en el mismo caso que hemos dicho respecto del todo, es decir, que sería igual a
la parte en que se encontrase, o más grande que esta parte.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —La pequeñez no se encontrará, por lo tanto, en ninguna cosa, no pudiendo estar
ni en el todo ni en la parte; de suerte que no habrá nada que sea pequeño, sino la pequeñez misma.
ARISTÓTELES. —Parece que no.
PARMÉNIDES. —La magnitud tampoco estará en ninguna cosa; porque, para encerrar la
magnitud, sería preciso buscar una cosa que fuera más grande que la magnitud misma, puesto que la
comprendería; y esto sin que hubiese nada de pequeño en esta magnitud que aquella cosa dominaría,
puesto que la magnitud es esencialmente grande. Pero esto es imposible; y por otra parte la pequeñez
no puede encontrarse en ninguna cosa.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Sin embargo; la magnitud en sí no puede ser más grande sino con relación a la
pequeñez en sí; y la pequeñez no puede ser más pequeña, sino con relación a la magnitud en sí.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, las otras cosas no son, ni más grandes, ni más pequeñas que
lo uno, puesto que no tienen ni magnitud, ni pequeñez; la magnitud y la pequeñez mismas no pueden
ni sobrepujar ni ser sobrepujadas en su relación con lo uno, sino tan solo en sus relaciones
recíprocas; y lo uno, a su vez, no puede ser ni más grande, ni más pequeño, que la grandeza en sí y
que la pequeñez en sí, y que las otras cosas, puesto que no tiene grandeza ni pequeñez.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Pero si lo uno no es ni más grande, ni más pequeño que las otras cosas,
necesariamente ni puede sobrepujarlas, ni ser sobrepujado por ellas.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Pero sino las sobrepuja ni es sobrepujado por ellas, es preciso, de toda
necesidad, que sea de igual magnitud; y siendo de igual magnitud, que sea igual.
ARISTÓTELES. —Es preciso.
PARMÉNIDES. —Esto debe suceder también a lo uno con relación a sí mismo. No teniendo en sí,
ni magnitud, ni pequeñez, no puede ser sobrepujado por sí mismo, ni sobrepujarse; sino que, siendo
de igual extensión, es igual a sí mismo.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Por lo tanto, lo uno es igual a sí mismo y a las otras cosas.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Pero si lo uno está en sí mismo, también está rodeado por él mismo y fuera de
sí mismo; y en tanto que se rodea él mismo, es más grande que él mismo; y en tanto que aparece
rodeado, es más pequeño. De suerte, que es él mismo más grande y más pequeño que él mismo.
ARISTÓTELES. —Lo es.
PARMÉNIDES. —¿No es imposible también que haya nada fuera de lo uno y de las cosas que son
otras que lo uno?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero es preciso que lo que existe, esté en alguna parte.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Pero una cosa que está en otra, está en una más grande; y es ella misma más
pequeña; si no fuera así, sería imposible que una de dos cosas diferentes estuviese en la otra.
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Puesto que nada puede existir independientemente de las otras cosas y de lo
uno; puesto que están necesariamente en alguna cosa; ¿no es una necesidad que ellas se invadan
mutuamente, puesto que están las otras cosas en lo uno, y lo uno en las otras cosas, sin lo cual no
estarían en ninguna parte?
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Puesto que lo uno está comprendido en las otras cosas, las otras cosas son más
grandes que lo uno, porque lo envuelven; y lo uno más pequeño que las otras cosas, porque se ve
envuelto. Y puesto que las otras cosas están comprendidas en lo uno, según el mismo razonamiento,
lo uno es más grande que las otras cosas, y estas más pequeñas que lo uno.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Lo uno es, por lo tanto, a la vez igual a sí mismo y a las otras cosas, y más
grande y más pequeño.
ARISTÓTELES. —Parece que sí.
PARMÉNIDES. —Si es igual, y más grande y más pequeño, tiene medidas iguales y más
numerosas y menos numerosas; y si tiene medidas, tiene partes.
ARISTÓTELES. —Así es.
PARMÉNIDES. —Teniendo, pues, medidas iguales y más numerosas y menos numerosas, es igual
el número a sí mismo y a las otras cosas; y de igual modo, más grande y más pequeño.
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Para ser más grande que ciertas cosas, es preciso que tenga cierto número de
medidas; y quien dice medidas, dice partes. Y lo mismo para ser más pequeño, y lo mismo también
para ser igual.
ARISTÓTELES. —Conforme.
PARMÉNIDES. —Siendo igual a sí mismo y más grande y más pequeño, es preciso que tenga
partes en un número igual a sí mismo, en mayor número y en menor número; y por consiguiente que
tenga partes.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Siendo igual a sí mismo en partes, será igual a sí mismo en número; más
grande, si tiene más partes; menos grande, si tiene menos.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —¿Y no sucederá lo mismo con lo uno en relación a las otras cosas? Más grande
que ellas, necesariamente las sobrepujará en número; más pequeño, será sobrepujado; igual a ellas
por la magnitud, las igualará por el número.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Lo uno es, por lo tanto, según parece, igual, superior, e inferior en número a sí
mismo y a las otras cosas.
ARISTÓTELES. —Lo es.
PARMÉNIDES. —¿Lo uno participa del tiempo? ¿Es y se hace más joven y más viejo que él
mismo y que las otras cosas, y no es a la vez, ni más joven, ni más viejo que él mismo y que las otras
cosas, en el acto mismo de participar del tiempo?
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Lo uno, ¿es de alguna manera, siendo uno?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Pero ser, ¿qué otra cosa significa que participar de la existencia en el tiempo
presente; como era, indica una participación de la existencia en lo pasado; y como será, lo indica en
el porvenir?
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Lo uno participa, pues, del tiempo, participando del ser.
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —¿Por consiguiente del tiempo que pasa?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Luego es siempre más viejo que él mismo, si marcha con el tiempo.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Pero acordémonos de que lo que se hace más viejo, se hace más viejo respecto
de otro, que se hace más joven.
ARISTÓTELES. —Bien, acordémonos.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, puesto que lo uno se hace más viejo, se hace con relación a él
mismo, que se hace más joven.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —De esta manera lo uno se hace más joven y más viejo que él mismo.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —¿No es más viejo cuando ha llegado al tiempo presente, intermedio entre era y
será? Porque pasando de ayer a mañana no puede saltar sobre el hoy.
ARISTÓTELES. —No, ciertamente.
PARMÉNIDES. —¿No cesa de hacerse más viejo cuando ha tocado en lo presente, de suerte que
no se hace ya sino que es realmente más viejo? Porque si continuase avanzando, jamás estaría
comprendido en lo presente. Porque lo que avanza es de tal manera, que toca a la vez a dos cosas, al
presente y al porvenir; abandonando lo presente, prosiguiendo hacia el porvenir, y moviéndose entre
estas dos cosas, el porvenir y el presente.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Y si necesariamente lo que deviene, o se hace, no puede saltar por encima de lo
presente, desde el momento que le toca, cesa de devenir o de hacerse, y es realmente lo que se hacía.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente; cuando lo uno, que se hace más viejo, toca en lo presente,
cesa de hacerse más viejo, porque no se hace sino que lo es.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —De suerte que lo uno es entonces más viejo que aquello con relación a lo que se
hacia más viejo. Ahora bien; él se hacia más viejo con relación a sí mismo.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y lo que es más viejo, es más viejo que uno más joven.
ARISTÓTELES. —Lo es.
PARMÉNIDES. —Lo uno es, pues, también más joven que él mismo; cuando, haciéndose más
viejo, toca en lo presente.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Pero lo presente es inseparable de lo uno, por todo el tiempo que existe; porque
él existe de presente en tanto que él existe.
ARISTÓTELES. —No puede ser de otra manera.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno es y se hace sin cesar más viejo y más joven que él mismo.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —¿Es o se hace en más tiempo que él mismo, o en un tiempo igual?
ARISTÓTELES. —En un tiempo igual.
PARMÉNIDES. —Pero lo que se hace o lo que es en un tiempo igual tiene la misma edad.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y lo que tiene la misma edad, no es ni más viejo, ni más joven.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno, haciéndose y siendo en un tiempo igual a sí mismo, no es, ni se
hace, más joven, ni más viejo que él mismo.
ARISTÓTELES. —Yo no lo creo.
PARMÉNIDES. —¿Y con relación a las otras cosas?
ARISTÓTELES. —No sé qué decir.
PARMÉNIDES. —Puedes decir con razón, que si las cosas que no son lo uno, son otras cosas y no
una sola otra cosa, son más numerosas que lo uno; porque si fuesen una sola otra cosa, solo
formarían una unidad; mientras que, si son otras cosas, son más numerosas que lo uno, y forman una
multitud.
ARISTÓTELES. —Es incontestable.
PARMÉNIDES. —Formando una multitud, participan de un número mayor que la unidad.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero en el número, ¿cuál es el que se hace o deviene o ha devenido desde
luego: el más grande o el menor?
ARISTÓTELES. —El menor.
PARMÉNIDES. —El primero es, pues, el más pequeño; y el más pequeño es el uno. ¿No es así?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Entre todas las cosas que tienen número, es por consiguiente lo uno el que se ha
hecho el primero. Pero todas las otras cosas tienen número, si son cosas, y no una sola cosa.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Pero yo creo, que lo que se ha hecho primero, se ha hecho antes, y las otras
cosas después. Las cosas que se han hecho o devenido después, son más jóvenes que lo que se ha
hecho antes. De donde se sigue que las otras cosas son más jóvenes que lo uno; y lo uno más viejo
que las otras cosas.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —¿Pero lo uno se ha hecho de una manera contraria a su naturaleza; o es esto
imposible?
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Nos ha parecido que lo uno tenía partes; y por consiguiente un principio, un fin
y un medio.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Pero el principio ¿no se hace el primero lo mismo en lo uno que en las otras
cosas, y así lo demás hasta el fin?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero desde el principio hasta el fin son partes del todo y de lo uno; de modo
que lo uno y el todo, no llegan a ser por completo sino con el fin.
ARISTÓTELES. —Es preciso convenir en ello.
PARMÉNIDES. —Pero el fin se hace, a mi parecer, el último, y con él lo uno, siguiendo su
naturaleza; de tal manera, que si no es posible que lo uno se haga de una manera contraria a su
naturaleza, haciéndose con el fin, estará en su naturaleza el hacerse el último entre todas las demás
cosas.
ARISTÓTELES. —Parece que sí.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno es más joven que las otras cosas; y las otras cosas más viejas que
lo uno.
ARISTÓTELES. —Así me lo parece.
PARMÉNIDES. —Y bien, el principio o cualquier parte de lo uno o de otra cosa, con tal que sea
una parte y no partes, ¿no es necesariamente una unidad, puesto que es una parte?
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —De aquí resultará, que lo uno se hará al mismo tiempo que la primera cosa que
se haga: igualmente al mismo tiempo que la segunda, y acompañará a todo lo que se haga, hasta que
llegando a la última, lo uno se haya hecho todo entero; habiendo así seguido el medio, el principio, el
fin, o sea cada parte, en este devenir o hacerse.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Lo uno no tiene por lo tanto la misma edad que las otras cosas. A menos de
nacer de un modo contrario a su naturaleza, no puede devenir o hacerse, ni antes, ni después, de las
otras cosas, sino al mismo tiempo. Y siguiendo este razonamiento, no puede ser más viejo ni más
joven que las otras cosas; ni las otras cosas más viejas ni más jóvenes que lo uno. Por el contrario;
siguiendo el razonamiento anterior, era más viejo y más joven que las otras cosas; y estas más viejas
y más jóvenes que él.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —He aquí en qué estado se encuentra lo uno después que se ha hecho o que ha
devenido. ¿Pero qué pensar de lo uno, que se hace más viejo y más joven que las otras cosas, y estas
más viejas y más jóvenes que lo uno; y que por el contrario, lo uno no se hace o deviene ni más
joven ni más viejo? ¿Sucede lo mismo con el devenir que con el ser, o es de otra manera?
ARISTÓTELES. —No puedo decirlo.
PARMÉNIDES. —Pero yo puedo, por lo menos, decir lo siguiente: cuando una cosa es más vieja
que otra, no puede hacerse más vieja que lo era cuando comenzó a ser, ni en una cantidad diferente; y
lo mismo si es más joven, no está en su mano hacerse aún más joven. Porque si a cantidades iguales
se añaden cantidades desiguales, de tiempo o de cualquier otra cosa, la diferencia subsiste siempre
igual a la diferencia primitiva.
ARISTÓTELES. —No puede ser de otra manera.
PARMÉNIDES. —Lo que es más viejo o más joven no puede hacerse más viejo o más joven que
lo que es más viejo o más joven que ello mismo; siendo siempre igual la diferencia de edad; es o se
ha hecho lo uno más viejo, lo otro más joven; no se hace más.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Lo mismo sucede con lo uno; no se hace, sino que es más viejo o más joven
que las otras cosas.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Mira ahora, si considerando las cosas por este lado, encontraremos que se
hacen más viejas o más jóvenes.
ARISTÓTELES. —¿Por dónde?
PARMÉNIDES. —Recordarás, que lo uno nos ha parecido más viejo que las otras cosas, y estas
más que lo uno.
ARISTÓTELES. —¿Y bien?
PARMÉNIDES. —Para que lo uno sea más viejo que las otras cosas, es preciso que haya existido
antes que ellas.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Atiende a esto. Si a un tiempo más largo o a un tiempo más corto añadimos un
tiempo igual, ¿el más largo diferirá del más corto en una cantidad igual o en una más pequeña?
ARISTÓTELES. —En una más pequeña.
PARMÉNIDES. —Entre lo uno y las otras cosas, no habrá después la misma diferencia de edad
que había al principio; sino que si lo uno y las otras cosas toman un tiempo igual, la diferencia de
edad será siempre menor que antes. ¿No es así?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y lo que difiere de edad con relación a otra cosa menos que antes, ¿no se hace
más joven en relación a esta misma cosa, respecto a la que era antes más viejo?
ARISTÓTELES. —Se hace más joven.
PARMÉNIDES. —Si se hace más joven que las otras cosas, ¿estas no se hacen más viejas que
antes con relación a lo uno?
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —Lo que había nacido más joven se hace más viejo con relación a lo que ha
nacido antes, y que es más viejo. Sin ser más viejo, se hace siempre más viejo que él; porque el uno
no cesa de caminar hacia la juventud y el otro hacia la vejez. A su vez, lo más viejo se hace siempre
más joven que lo más joven; porque marchan en sentido opuesto; y por consiguiente devienen o se
hacen siempre lo contrario el uno del otro; lo más joven se hace más viejo que lo más viejo, y lo más
viejo más joven que lo más joven. Pero no cesarán nunca de devenir tales, porque si hubiese un
momento, en que hubiesen devenido o sido hechos, no devendrían o se harían tales; ellos lo serían.
Pero al presente se hacen más viejos y más jóvenes el uno que el otro. Lo uno se hace más joven que
las otras cosas, porque nos ha parecido que era más viejo y que había nacido más pronto; y las otras
cosas se hacen más viejas que lo uno, porque nos ha parecido que estas han nacido más tarde.
Siguiendo el mismo razonamiento, las otras cosas están en la misma relación con lo uno, porque
ellas nos han parecido ser más viejas que él y nacidas más pronto.
ARISTÓTELES. —Todo esto me parece evidente.
PARMÉNIDES. —Luego, en tanto que una cosa no se hace ni más vieja, ni más joven que otra
cosa, atendido a que ellas difieren siempre por una cantidad igual, ni lo uno puede hacerse más viejo
o más joven que las otras cosas, ni estas más viejas o más jóvenes que lo uno. Pero en tanto que
necesariamente las cosas nacidas antes difieren por una parte siempre distinta de las cosas nacidas
después, y las cosas nacidas después de las cosas nacidas antes, necesariamente lo uno se hace más
viejo y más joven que las otras cosas, y estas más viejas y más jóvenes que lo uno.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Conforme a todo esto, lo uno es y se hace más viejo y más joven que él mismo
y que las otras cosas; e igualmente no es, ni se hace, ni más viejo ni más joven que él mismo y que las
otras cosas.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Pero puesto que lo uno participa del tiempo y de la vejez y de la juventud, ¿no
es una necesidad que participe de lo pasado, de lo venidero y de lo presente en virtud de su
participación en el tiempo?
ARISTÓTELES. —Es una necesidad.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, lo uno ha sido, es y será; ha devenido, deviene y devendrá; o
se ha hecho, se hace y se hará.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Puede, pues, haber algo que sea para lo uno y de lo uno; y lo ha habido, lo hay
y lo habrá.
ARISTÓTELES. —Es incontestable.
PARMÉNIDES. —Puede, pues, haber una ciencia, una opinión, una sensación de lo uno; puesto
que al presente nosotros mismos conocemos lo uno de estas tres maneras diferentes.
ARISTÓTELES. —Muy bien.
PARMÉNIDES. —Lo uno, por lo tanto, tiene un nombre y una definición; se le nombra y se le
define; y todo lo que conviene a las cosas de este género, conviene igualmente a lo uno.
ARISTÓTELES. —Es completamente cierto.
PARMÉNIDES. —Un tercer punto de vista nos queda que considerar.[19] Si lo uno es tal como
hemos expuesto; si es uno y muchos; y sino es ni uno ni muchos, ¿no es necesario que, participando
del tiempo, en tanto que es uno, participe del ser, y que en tanto que no lo es, no participe nunca?
ARISTÓTELES. —Es una necesidad.
PARMÉNIDES. —Cuando participa, ¿es posible que no participe, y que cuando no participe,
participe?
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Hay un tiempo en que lo uno participa del ser y otro en que no participa. Solo
de esta manera puede a la vez participar y no participar de la misma cosa.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —¿Hay un tiempo en que lo uno toma parte en el ser y otro en que le abandona?
Porque, ¿cómo sería posible tan pronto tener como no tener una misma cosa, si no pudiera
indistintamente tomarla y dejarla?
ARISTÓTELES. —Solo así sería posible.
PARMÉNIDES. —Tomar parte en el ser, ¿no es lo que se llama nacer?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Abandonarlo, ¿no es lo que se llama morir?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Resulta, entonces, que lo uno, tomando y dejando el ser, nace y muere.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Pero lo uno, siendo uno y muchos, y además naciendo y muriendo; ¿no puede
decirse, que, haciéndose uno, muere como múltiple, y que, haciéndose múltiple, muere como uno?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Haciéndose uno y múltiple, ¿no es necesario que se divida y se reúna?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Y haciéndose semejante y desemejante, ¿que se parezca y no se parezca?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y haciéndose más grande, más pequeño, e igual, ¿que aumente, disminuya y se
iguale?
ARISTÓTELES. —Así es.
PARMÉNIDES. —Y cuando pasa del movimiento al reposo, y del reposo al movimiento, ¿puede
tener esto lugar a un mismo tiempo?
ARISTÓTELES. —No, ciertamente.
PARMÉNIDES. —Estar al principio en reposo y moverse después; estar al principio en
movimiento y después pararse. Nada de esto puede verificarse sin cambio.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —No hay tiempo posible, en que una misma cosa pueda estar a la vez en
movimiento y en reposo.
ARISTÓTELES. —No, ninguno.
PARMÉNIDES. —Pero todo muda, cambiando.
ARISTÓTELES. —Así lo creo.
PARMÉNIDES. —¿Cuándo tiene lugar el cambio? Porque no se muda ni en el reposo, ni en el
movimiento, ni en el tiempo. ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —¿No media una cosa extraña, cuando tiene lugar el cambio?
ARISTÓTELES. —¿Cuál?
PARMÉNIDES. —El instante. Porque el instante parece representar perfectamente el punto donde
tiene lugar el cambio, pasando de una manera de ser a otra. En efecto; en tanto que el reposo es
reposo, no hay cambio; en tanto que el movimiento es movimiento, no hay cambio. Pero esta cosa
extraña, que se llama instante, se encuentra entre el reposo y el movimiento; en medio, sin estar en el
tiempo; y de aquí parte y aquí se termina el cambio del movimiento en reposo, y del reposo en
movimiento.
ARISTÓTELES. —Podrá suceder así.
PARMÉNIDES. —Si lo uno está en reposo y en movimiento, muda del uno al otro, porque es la
única manera de ser en estos dos estados. Si muda, muda en el instante; y cuando muda, no está en
reposo, ni en movimiento.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —¿Sucede lo mismo con los demás cambios? Cuando lo uno muda del ser a la
nada, o de la nada al devenir; ¿es preciso decir que ocupa un medio entre el movimiento y el reposo,
que no es ser ni no-ser, que no nace, ni muere?
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Siguiendo el mismo razonamiento, y pasando de lo uno a lo múltiple, y de lo
múltiple a lo uno; lo uno no es ni uno, ni múltiple; ni se divide, ni se reúne; pasando de lo semejante a
lo desemejante y de lo desemejante a lo semejante; no es ni semejante ni desemejante; no se parece ni
deja de parecerse; pasando de lo pequeño a lo grande y a lo igual y recíprocamente, no es pequeño,
ni grande, ni igual; no aumenta, ni disminuye, ni se iguala.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Éstas son todas las maneras de ser de lo uno, si existe.
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —¿No es preciso examinar ahora lo que sucederá con las otras cosas, si lo uno
existe?[20]
ARISTÓTELES. —Es preciso examinarlas.
PARMÉNIDES. —Si lo uno existe, digamos lo que debe suceder a las otras cosas distintas que lo
uno.
ARISTÓTELES. —Digámoslo.
PARMÉNIDES. —Puesto que ellas son otras que lo uno, las otras cosas no son lo uno; porque de
otra manera no serían otras que lo uno.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Y sin embargo, las otras cosas no están absolutamente privadas de lo uno;
puesto que participan de él en cierta manera.
ARISTÓTELES. —¿De qué manera?
PARMÉNIDES. —En cuanto las cosas, otras que lo uno, no son otras sino a condición de tener
partes. Porque si no tuviesen partes, serían completamente lo uno.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Pero ya hemos dicho que solo un todo tiene partes.
ARISTÓTELES. —Lo hemos dicho.
PARMÉNIDES. —Pero el todo es necesariamente una unidad formada con muchas cosas, y cuyas
partes son lo que llamamos partes; porque cada una de las partes es la parte, no de muchas cosas, sino
de un todo.
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Si una cosa formase parte de muchas cosas, entre las cuales estuviese ella
comprendida, sería una parte de sí misma, lo que es imposible; y de cada una de las otras cosas, si
ella fuese realmente una parte de todas. Porque si hubiese una, de la que ella no formase parte,
formaría parte de todas las demás, a excepción de ella; y de esta suerte no formaría parte de cada una
de ellas; y si ella no fuese una parte de cada una, no lo sería de ninguna. En este caso sería imposible
que ella fuese algo de todas estas cosas, puesto que en manera alguna se referiría a ninguna; ni como
parte, ni en otro concepto.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —La parte no forma parte, ni de muchas cosas, ni de todas, sino de una cierta idea
y de una cierta unidad, que llamamos un todo; unidad perfecta, compuesta de la reunión de todas las
partes. La parte de este todo es verdaderamente la que es una parte.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Luego si las otras cosas tienen parte, participan del todo y de lo uno.
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —Luego, las cosas otras que lo uno, teniendo partes, forman necesariamente un
todo uno y perfecto.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Lo mismo puede decirse de las partes. La parte igualmente debe por necesidad
participar de lo uno. Porque si cada una de las partes es una parte, esta palabra «cada una» expresa
una cosa-una, distinta de todo lo demás, existiendo en sí; de otra manera no se podría decir cada una.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Pero si cada parte participa de lo uno, es evidente que es una cosa distinta que
lo uno. Sino fuese así, ella no participaría de lo uno; sería lo uno mismo; y nada puede ser lo uno
más que lo uno mismo.
ARISTÓTELES. —Nada.
PARMÉNIDES. —Es necesario, por lo tanto, que el todo y la parte participen de lo uno. El todo es
un todo cuyas partes son partes; y cada parte es una parte del todo, de que ella forma parte.
ARISTÓTELES. —Conforme.
PARMÉNIDES. —Las cosas que participan de lo uno, ¿no participan de lo uno, sino porque son
otras que lo uno?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero las cosas otras que lo uno, son muchas; porque sino fuesen ni lo uno, ni
más que lo uno, no serían nada.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Y puesto que las cosas que participan de la unidad de la parte, y las que
participan de la unidad del todo, son más numerosas que lo uno, ¿no es necesario que las cosas, que
participan de lo uno, formen una multitud infinita?
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —De la manera siguiente. Cuando las cosas reciben lo uno, ¿no lo reciben como
cosas que no son aún lo uno, y que aún no participan de él?
ARISTÓTELES. —Evidentemente.
PARMÉNIDES. —¿Son pluralidades, en las que no se encuentra aún lo uno?
ARISTÓTELES. —Sí, pluralidades.
PARMÉNIDES. —Y bien, si quisiéramos, por el pensamiento, quitar de estas cosas la parte más
pequeña posible, ¿no sería necesario, que esta parte, no participando de lo uno, fuese una pluralidad y
no una unidad?
ARISTÓTELES. —Lo sería.
PARMÉNIDES. —Si consideramos siempre en sí misma[21] esta cosa, diferente de la idea,[22] ¿nos
aparecerá, cada vez que en ella nos fijemos, como una pluralidad infinita?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Pero después que cada parte se ha hecho una parte, es limitada con relación a
las otras partes y al todo; y el todo es limitado con relación a las partes.
ARISTÓTELES. —Es evidente.
PARMÉNIDES. —Sucede, pues, a mi parecer, que las cosas otras que lo uno, cuando entran en
comercio con lo uno, reciben un principio extraño, que da límites a las unas con relación a las otras;
mientras que su propia naturaleza las hace ilimitadas.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Por lo tanto; las cosas otras que lo uno, como totalidades y como partes, son
ilimitadas y participan del límite.
ARISTÓTELES. —Así es.
PARMÉNIDES. —¿No son igualmente semejantes y desemejantes a sí mismas y entre sí?
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —En tanto que son todas ilimitadas por su naturaleza, tienen todas el mismo
carácter.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —En tanto que participan todas del límite, tienen también todas el mismo carácter.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Y en tanto que son a la vez limitadas e ilimitadas, tienen modos de ser
contrarios.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Pero nada hay más desemejante que las cosas contrarias.
ARISTÓTELES. —Seguramente.
PARMÉNIDES. —Luego, en razón de cada una de estas maneras de ser, ellas son semejantes a sí
mismas y entre sí; y al mismo tiempo, con relación a estas dos mismas cualidades, son todo lo
contrario y desemejante que es posible.
ARISTÓTELES. —Lo creo.
PARMÉNIDES. —Luego las otras cosas son a la vez semejantes y desemejantes a sí mismas y
entre sí.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Son igualmente las mismas y otras, en movimiento y en reposo; y mediante los
modos de ser contrarios que se acaban de exponer, sería fácil demostrar que reúnen todos los demás.
ARISTÓTELES. —Justo.
PARMÉNIDES. —Dejemos esto como evidente; y examinemos aún, si, suponiendo que lo uno
existe, las cosas otras que lo uno, no nos aparecerán con mayor claridad; o si el punto de vista que
precede es el único.[23]
ARISTÓTELES. —Me parece bien.
PARMÉNIDES. —Volvamos, pues, al principio; y veamos lo que sucederá a las cosas otras que lo
uno, si lo uno existe.
ARISTÓTELES. —Veamos.
PARMÉNIDES. —¿No está lo uno separado de las otras cosas, y las otras cosas separadas de lo
uno?
ARISTÓTELES. —¿Por qué?
PARMÉNIDES. —Porque no hay nada, además de lo uno y de las otras cosas, que sea otro que lo
uno, y otro que las otras cosas. Porque no queda nada que decir, cuando se ha dicho: lo uno y las
otras cosas.
ARISTÓTELES. —Nada en efecto.
PARMÉNIDES. —¿No existe una tercera cosa en la que se encuentran lo uno y las otras cosas?
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Nunca, pues, lo uno y las otras cosas se encuentran en una misma cosa.
ARISTÓTELES. —No es posible.
PARMÉNIDES. —Están, pues, separados.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y hemos dicho, que lo que es verdaderamente uno, no tiene partes.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Así, pues, si lo uno está separado de las otras cosas y no tiene partes, no puede
estar en las otras cosas, ni todo entero, ni por partes.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Las otras cosas no participan, pues, en manera alguna de lo uno; puesto que no
participan, ni en cuanto a las partes, ni en cuanto al todo.
ARISTÓTELES. —Es claro.
PARMÉNIDES. —Las otras cosas no son en nada lo uno, ni tienen nada de lo uno en sí mismas.
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —No son muchas; porque cada una de ellas sería una parte del todo, si fuesen
muchas. Luego las cosas, distintas que lo uno, no son, ni una, ni muchas, ni todo, ni partes; puesto que
no participan en nada de lo uno.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Las otras cosas no son ellas mismas, ni dos, ni tres, ni nada parecido; si están
absolutamente privadas de lo uno.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Las otras cosas no son ellas mismas semejantes ni desemejantes a lo uno; y no
hay en ellas ni semejanza ni desemejanza; porque si fuesen semejantes y desemejantes, o si tuviesen
en sí mismas semejanza o desemejanza, las cosas, otras que lo uno, tendrían en sí dos ideas opuestas.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Pero es imposible que lo que no participa de nada, participe de dos cosas.
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Las otras cosas no son semejantes ni desemejantes; ni lo uno y lo otro a la vez.
Porque si fuesen semejantes o desemejantes, participarían de una o de otra idea;[24] y si fuesen lo uno
y lo otro, participarían de dos ideas contrarias; y esto nos ha parecido imposible.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Ellas no son, por lo tanto, ni las mismas ni otras; ni están en movimiento, ni en
reposo; no nacen, ni mueren; no son más grandes, ni más pequeñas, ni iguales; en una palabra, no
tienen ninguna de estas cosas contrarias. Porque si las otras cosas tuviesen estos caracteres,
participarían de lo uno, de lo doble, de lo triple, del par, del impar; cosas todas, de que, según hemos
dicho, no pueden participar estando absolutamente privadas de lo uno.
ARISTÓTELES. —Es completamente exacto.
PARMÉNIDES. —Por lo tanto, si lo uno existe, lo uno es todas las cosas; y no es uno por sí
mismo, ni por las otras cosas.
ARISTÓTELES. —Así es.
PARMÉNIDES. —Sea pues. ¿Pero no es preciso examinar ahora lo que sucederá si lo uno no
existe?[25]
ARISTÓTELES. —Es preciso examinarlo.
PARMÉNIDES. —¿Qué hipótesis es esta: si lo uno no existe? ¿Difiere de la siguiente: si lo no-uno
existe?
ARISTÓTELES. —Sin duda difiere.
PARMÉNIDES. —¿Solamente difiere, o más bien esta proposición: si lo no-uno existe, es
contraria a esta otra: si lo uno existe?
ARISTÓTELES. —Todo lo contrario.
PARMÉNIDES. —Pero cuando se dice: si la magnitud no existe, si la pequeñez no existe, o
cualquier otra cosa de esta clase, ¿no se declara diferente cada una de las cosas de que se dice que no
existen?
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —En el caso presente, cuando se dice: si lo uno no existe; ¿no se da a entender
que la cosa que se dice no existir es diferente de todas las demás? ¿Y sabemos nosotros cuál es esta
cosa de que se habla?
ARISTÓTELES. —Lo sabemos.
PARMÉNIDES. —Cuando se nombra lo uno, ya se le atribuya el ser o ya el no-ser, se habla por lo
pronto de una cosa, que puede ser conocida, y además que difiere de todas las otras. Porque para
decir que una cosa no existe, no es menos necesario conocer su naturaleza, y que ella difiere de las
otras. ¿No es así?
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Volviendo al principio, digamos lo que sucederá si lo uno no existe. En primer
lugar, es preciso que haya un conocimiento de lo uno; porque de lo contrario no se sabría de qué se
hablaba cuando se dice: si lo uno no existe.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —¿No es preciso igualmente, que las otras cosas sean diferentes de lo uno, sin lo
cual no se podría decir, que es este diferente de las otras cosas?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Es preciso, por lo tanto, atribuirle la diferencia, además del conocimiento.
Porque no se entiende hablar de la diferencia de las otras cosas, cuando se dice que lo uno difiere de
las otras cosas, sino de la suya propia.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Lo uno, que no existe, participa, pues, del aquel, del algo, del este, del estos y
de todas las cosas análogas; porque de otra manera no se podrían enunciar ni lo uno, ni las cosas
diferentes de lo uno; no podría decidirse, ni el algo que es, ni que es para aquel o de aquel, si lo uno
no participase ni del algo ni de lo demás.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Lo uno no puede existir, si no existe; pero nada impide que participe de muchas
cosas; por el contrario, es preciso que participe de ellas, si lo uno que no existe es aquel y no otra
cosa. Si, por el contrario, no existe lo uno; si no existe lo que no existe; y si de lo que se habla es de
otra cosa, no es posible decir de él una palabra. Pero si lo que no es, es lo uno; es aquel y no otra
cosa; y es preciso que participe de aquel y de muchas otras cosas.
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —Lo uno tiene la desemejanza en relación a las otras cosas; porque las otras
cosas, siendo diferentes de lo uno, son de naturaleza diferente.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Pero lo que es de naturaleza diferente, ¿no es diverso?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Y lo que es diverso, ¿no es desemejante?
ARISTÓTELES. —Es desemejante.
PARMÉNIDES. —Pero si hay cosas desemejantes de lo uno, es evidente que estas cosas
desemejantes son desemejantes de una cosa, que es desemejante de ellas.
ARISTÓTELES. —Es evidente.
PARMÉNIDES. —Lo uno tiene, pues, una desemejanza respecto de la cual las otras cosas le son
desemejantes.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Pero si tiene la desemejanza con relación a las otras cosas, ¿no es necesario
que tenga la semejanza con relación a sí mismo?
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Si lo uno fuese desemejante de lo uno, no podríamos razonar a propósito de
una cosa tal como lo uno; y nuestra hipótesis no recaería sobre lo uno, sino sobre otra cosa distinta
que lo uno.
ARISTÓTELES. —Seguramente.
PARMÉNIDES. —Pero no es preciso que sea así.
ARISTÓTELES. —No, ciertamente.
PARMÉNIDES. —Es preciso que lo uno tenga semejanza consigo mismo.
ARISTÓTELES. —Es preciso.
PARMÉNIDES. —Lo uno tampoco es igual a las otras cosas; porque si fuese igual, sería
semejante a ellas por esta igualdad misma; cosas ambas imposibles, si lo uno no existe.
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Pero si no es igual a las otras cosas, las otras cosas no son iguales a él.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Y lo que no es igual, ¿es desigual?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Y lo que es desigual, ¿es desigual de lo desigual?
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Entonces lo uno participa de la desigualdad, en virtud de la cual las otras cosas
son desiguales.
ARISTÓTELES. —Participa.
PARMÉNIDES. —Pero a la desigualdad se refieren la magnitud y la pequeñez.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Lo uno, pues, tiene magnitud y pequeñez.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —La magnitud y la pequeñez están a cierta distancia la una de la otra.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Hay, por lo tanto, alguna cosa entre ellas.
ARISTÓTELES. —Hay alguna cosa.
PARMÉNIDES. —¿Y qué puede haber entre ellas sino la igualdad?
ARISTÓTELES. —Ninguna otra cosa.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, lo que tiene magnitud y pequeñez, tiene también la igualdad,
que se encuentra entre ellas.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno, que no existe, participa, al parecer, de la igualdad, de la
magnitud y de la pequeñez.
ARISTÓTELES. —Parece que sí.
PARMÉNIDES. —Pero entonces es preciso que participe en cierta manera del ser.
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Es preciso que suceda con lo uno lo que ya hemos dicho; porque de no ser así,
no diríamos verdad, diciendo que lo uno no existe. Y si decimos verdad, es evidente que decimos lo
que es. ¿No es así?
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Puesto que sostenemos que decimos verdad, necesariamente pretendemos decir
lo que es.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Lo uno, al parecer, es, no siendo. Porque si no es, no siendo; si deja que algo
del ser penetre en el no-ser, en el momento se hace un ser.
ARISTÓTELES. —Es incontestable.
PARMÉNIDES. —Para no ser, es preciso que esté ligado al no-ser por el ser del no-ser; lo mismo
que el ser, para poseer perfectamente el ser, debe tener el no-ser del no-ser. En efecto; solo así es
como el ser existirá verdaderamente y que el no-ser verdaderamente no existirá: el ser participando
del ser de ser un ser, y del no-ser de ser un no-ser; porque solo de esta manera será perfectamente un
ser; el no-ser, por el contrario, participando del no-ser de no ser un no-ser, y del ser de ser un no-ser;
porque solo de esta manera es como el no-ser será perfectamente el no-ser.
ARISTÓTELES. —Todo eso es muy cierto.
PARMÉNIDES. —Puesto que el ser participa del no-ser y el no-ser del ser; lo uno, que no existe,
debe también necesariamente participar del ser con relación al no-ser.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Resulta que el ser pertenece a lo uno, si no existe.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Y el no-ser igualmente, por lo mismo que lo uno no existe.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —¿Es posible que una cosa que existe de cierta manera, no subsista ya de esta
manera sin mudar de modo de ser?
ARISTÓTELES. —No es posible.
PARMÉNIDES. —Luego todo lo que existe de una manera, y no es ya de esta manera, supone un
cambio.
ARISTÓTELES. —Es incontestable.
PARMÉNIDES. —Quien dice cambio, ¿dice movimiento, o dirá otra cosa?
ARISTÓTELES. —No, dice movimiento.
PARMÉNIDES. —Pero lo uno nos ha parecido ser y no-ser.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Nos parece, pues, ser de una manera, y no ser de esta manera.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Lo uno, que no existe, nos ha parecido estar en movimiento; puesto que nos ha
parecido haber mudado del ser al no-ser.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Sin embargo; si lo uno no forma parte de los seres, y de hecho no la forma,
puesto que no existe, no puede pasar de un paraje a otro.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —No se mueve, pues, mudando de lugar.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Tampoco gira en el mismo lugar, porque no tiene relación con lo mismo;
porque lo mismo es un ser; y lo que no existe, es imposible que pueda estar en ningún ser.
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Luego, no existiendo lo uno, no puede girar en una cosa en la que no está.
ARISTÓTELES. —No puede.
PARMÉNIDES. —Pero lo uno no se altera, ya exista o ya no exista; porque si lo uno se alterase,
ya no se trataría de él, sino de otra cosa.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Si no se altera ni gira en un mismo lugar, ni muda de sitio, ¿es posible que
pueda aún moverse?
ARISTÓTELES. —No puede.
PARMÉNIDES. —Pero lo que no se mueve, necesariamente está quieto; y lo que está quieto, está
en reposo.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Luego, lo uno, que no existe, está al parecer en reposo y en movimiento.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Pero si se mueve, es de toda necesidad que se altere. Porque cuanto más se
mueve una cosa, tanto más se aleja de su estado primitivo, y tanto más es diferente.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Luego en tanto que se mueve, lo uno se altera.
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Pero en tanto que no se mueve, no se altera.
ARISTÓTELES. —Es evidente.
PARMÉNIDES. —Así, pues, lo uno que no existe, está en movimiento y se altera; no está en
movimiento y no se altera.
ARISTÓTELES. —Muy bien.
PARMÉNIDES. —De manera que lo uno, que no existe, se altera y no se altera.
ARISTÓTELES. —Así parece.
PARMÉNIDES. —Pero lo que se altera, necesariamente se hace otro que lo que era antes; y muere
con relación a su primera manera de ser; por el contrario, lo que no se altera, no se hace otro, ni
muere.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Por lo tanto, lo uno, que no existe, alterándose, nace y muere; y no alterándose,
ni nace, ni muere. De suerte que lo uno que no existe, nace y muere a la vez; y no nace, ni muere.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Volvamos de nuevo al principio, para ver si las cosas nos parecen aún tales
como al presente, o diferentes.[26]
ARISTÓTELES. —Volvamos.
PARMÉNIDES. —Si lo uno no existe, ¿podremos decir qué sucederá a lo uno?
ARISTÓTELES. —Ésa es la cuestión.
PARMÉNIDES. —Cuando decimos no existe, ¿queremos indicar otra cosa que la falta de ser en
aquello, que decimos que no existe?
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Cuando decimos de una cosa, que no existe, ¿decimos que no existe de una
manera, y que existe de otra; o bien esta expresión, no existe, significa que lo que no existe no existe
de ninguna manera, y no participa del ser?
ARISTÓTELES. —Que no existe de ninguna manera.
PARMÉNIDES. —Lo que no existe no puede existir, ni participar en nada del ser.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Pero nacer y morir, ¿es otra cosa que recibir el ser, y perder el ser?
ARISTÓTELES. —No es otra cosa.
PARMÉNIDES. —Pero lo que no participa nada del ser, no puede ni recibirlo ni perderlo.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno, no existiendo de ninguna manera, no puede poseer, abandonar,
ni participar del ser.
ARISTÓTELES. —Probablemente.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno que no existe, no nace, ni muere; puesto que no participa en
manera alguna del ser.
ARISTÓTELES. —Parece que no.
PARMÉNIDES. —Tampoco se altera, porque nacería y moriría si se alterase.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Si no se altera, necesariamente no se mueve.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —Tampoco diremos, que lo que no existe de ninguna manera, está en reposo;
porque lo que está en reposo, debe estar siempre en el mismo lugar.
ARISTÓTELES. —En el mismo lugar; ni puede ser de otra manera.
PARMÉNIDES. —Declaremos, pues, que lo que no existe, no está, ni en reposo, ni en
movimiento.
ARISTÓTELES. —No, sin duda.
PARMÉNIDES. —Luego lo uno no tiene nada de lo que existe; porque si participase de alguna
cosa de las que existen, participaría del ser.
ARISTÓTELES. —Es evidente.
PARMÉNIDES. —No tiene magnitud, ni pequeñez, ni igualdad.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Ni semejanza, ni diferencia, con relación a sí mismo, y a las otras cosas.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Y bien, ¿todas las demás cosas pueden ser para él algo, cuando no hay nada que
para él sea algo?
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Las demás cosas, ¿no son respecto de él, ni semejantes, ni desemejantes, ni las
mismas, ni las otras?
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Entonces, ¿los términos de aquel, a aquel, algo, este, de este, de otro, a otro, en
otro tiempo, en seguida, ahora, la ciencia, la opinión, la sensación, el discurso, el nombre; en una
palabra, nada de lo que existe puede ser referido a lo que no existe?
ARISTÓTELES. —No puede.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, lo uno que no existe, no existe de ninguna manera.
ARISTÓTELES. —De ninguna manera, a mi parecer.
PARMÉNIDES. —Veamos aún, si lo uno no existe, lo que sucederá a las otras cosas.[27]
ARISTÓTELES. —Veámoslo.
PARMÉNIDES. —En primer lugar, es preciso que estas existan de alguna manera; porque si las
otras cosas no existiesen, no se podría hablar de las otras cosas.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Y cuando se habla de las otras cosas, se entiende, que estas otras cosas son
diferentes. O bien, ¿no damos el mismo sentido a las palabras otras y diferentes?
ARISTÓTELES. —Sí, el mismo.
PARMÉNIDES. —¿No decimos que lo que es diferente, es diferente de una cosa diferente; y que
lo que es otro, es otro que otra cosa?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Si las otras cosas deben ser otras, serán otras, respecto a cualquier otra cosa.
ARISTÓTELES. —Necesariamente.
PARMÉNIDES. —¿Cuál es esta cosa? Ellas no pueden ser otras cosas con relación a lo uno,
puesto que lo uno no existe.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —Ellas son otras las unas respecto de las otras, porque solo esto pueden ser, a no
ser otras que la nada.
ARISTÓTELES. —Bien.
PARMÉNIDES. —Y causa, pues, de la pluralidad, las unas son distintas de las otras; porque no
pueden serlo con relación a lo uno, no existiendo lo uno. Cada una de ellas probablemente es como
una masa que encierra un número infinito departes; de suerte que, cuando se cree haber cogido lo
más pequeño posible, se ve aparecer como en un sueño, en lugar de la unidad que se creía encontrar,
una multitud; y en lugar de una cosa muy pequeña, una cosa muy grande, en atención a sus divisiones
posibles.
ARISTÓTELES. —Muy bien.
PARMÉNIDES. —Mediante masas de esta naturaleza, es como las otras cosas aparecen distintas
las unas de las otras, si son otras que lo uno, que no existe.
ARISTÓTELES. —Es evidente.
PARMÉNIDES. —¿Habrá una multitud de estas masas; y cada una de ellas parecerá ser una, sin
serlo en efecto, puesto que lo uno no existe?
ARISTÓTELES. —Sí.
PARMÉNIDES. —Aparecerán formando un número, si cada una de ellas es una y si ellas son
muchas.
ARISTÓTELES. —Ciertamente.
PARMÉNIDES. —Aparecerán unas pares, otras impares; contrariando la verdad, si es que lo uno
no existe.
ARISTÓTELES. —Sin duda.
PARMÉNIDES. —Parecerán, como hemos dicho, compuestas de una cosa muy pequeña; y sin
embargo, esta cosa parece múltiple y grande con relación a la multitud y a la pequeñez de sus partes.
ARISTÓTELES. —Incontestablemente.
PARMÉNIDES. —Cada masa nos parecerá ser igual a una multitud de pequeñas masas; porque
ninguna puede suponerse que pase de lo más grande a lo más pequeño, sin suponerse también, que ha
debido pasar por un medio, y este medio es como un fantasma de igualdad.
ARISTÓTELES. —Conforme.
PARMÉNIDES. —Cada masa ¿no está limitada, con relación a las otras y a sí misma, no teniendo
principio, fin, ni medio?
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Si se quiere considerar por el pensamiento en estas masas alguna parte como
existente, se ve siempre, antes del principio, otro principio; después del fin, otro fin; y en el medio,
alguna cosa más intermedia que el medio, y que siempre es más pequeña; porque es imposible
considerar ninguna de estas cosas como una, si lo uno no existe.
ARISTÓTELES. —Perfectamente cierto.
PARMÉNIDES. —Cualquiera que sea el ser que se considere por el pensamiento, necesariamente
se le verá siempre dividirse y disolverse; no es, en efecto, más que una masa sin unidad.
ARISTÓTELES. —Muy bien.
PARMÉNIDES. —¿No es cierto que si se miran estas masas de lejos y en grande, cada una de ellas
parece necesariamente una; mientras que, examinada de cerca y en detalle, representa una multitud
infinita, porque está privada de lo uno, no existiendo lo uno?
ARISTÓTELES. —No puede darse cosa más cierta.
PARMÉNIDES. —Así, pues, es preciso que cada una de las otras cosas aparezca infinita y
limitada, una y muchas, si lo uno no existe, y si hay otras cosas que lo uno.
ARISTÓTELES. —Así es preciso que suceda.
PARMÉNIDES. —Pero estas mismas cosas, ¿no parecen igualmente semejantes y desemejantes?
ARISTÓTELES. —¿Cómo?
PARMÉNIDES. —Por ejemplo; en un cuadro visto de lejos, todas las figuras parecen no formar
más que una y ser semejantes.
ARISTÓTELES. —Así es.
PARMÉNIDES. —Mientras que si uno se aproxima, en el momento parecen diferentes; y, por
efecto de esta diferencia, diversas y desemejantes.
ARISTÓTELES. —En efecto.
PARMÉNIDES. —Así es como necesariamente las masas aparecen semejantes y desemejantes a sí
mismas y entre sí.
ARISTÓTELES. —Perfectamente.
PARMÉNIDES. —Por consiguiente, ellas parecen igualmente las mismas y otras, en contacto y
separadas; moviéndose con toda clase de movimientos y estando absolutamente en reposo; naciendo
y pereciéndo, y no naciendo ni pereciéndo; y parecen tener todas las demás modificaciones a las que
podamos pasar revista en la hipótesis de existir las cosas múltiples, y de no existir lo uno.
ARISTÓTELES. —Es todo muy cierto.
PARMÉNIDES. —Volvamos otra vez al principio, y digamos lo que sucederá, si lo uno no existe,
y si hay otras cosas que lo uno.[28]
ARISTÓTELES. —Digámoslo, pues.
PARMÉNIDES. —Ninguna otra cosa será una.
ARISTÓTELES. —No, ciertamente.
PARMÉNIDES. —Ni será muchas; porque la unidad estaría comprendida en la pluralidad; y si
ninguna de las otras cosas tiene nada de uno, todas serán nada; y por consiguiente no habrá tampoco
pluralidad.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —No encontrándose lo uno en las otras cosas, ellas no son ni muchas, ni unas.
ARISTÓTELES. —No.
PARMÉNIDES. —No parecen tampoco ni una, ni muchas.
ARISTÓTELES. —¿Por qué?
PARMÉNIDES. —Porque las otras cosas no pueden tener en manera alguna relación con ninguna
de las cosas que no existen; y lo que no existe no puede pertenecer en nada a las otras cosas; porque
lo que no existe, no tiene partes.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —No hay en las otras cosas ni opinión, ni representación de lo que no existe; y lo
que no existe, no puede en manera alguna ser concebido como perteneciendo a las otras cosas.
ARISTÓTELES. —No, sin duda.
PARMÉNIDES. —Si lo uno no existe, nada entre las otras cosas será concebido como uno, ni
como muchos. Porque es imposible concebir la pluralidad sin la unidad.
ARISTÓTELES. —Imposible.
PARMÉNIDES. —Si lo uno no existe, las otras cosas no existen; ni son concebidas, ni como uno,
ni como muchos.
ARISTÓTELES. —No, a lo que parece.
PARMÉNIDES. —Ni como semejantes, ni como desemejantes.
ARISTÓTELES. —Tampoco.
PARMÉNIDES. —Ni como los mismos, ni como otros; ni en contacto, ni separados; y si lo uno
no existe, ellas no son ni parecen nada de lo que nos han parecido ser antes.
ARISTÓTELES. —Es cierto.
PARMÉNIDES. —Si, por lo tanto, dijésemos, resumiendo: si lo uno no existe, nada existe, ¿no
diríamos la verdad?
ARISTÓTELES. —Perfectamente bien.
PARMÉNIDES. —Digámoslo, pues; y digamos también que, a lo que parece, que lo uno exista, o
que no exista, él y las otras cosas, con relación a sí mismas y en la relación de las unas con las otras,
son absolutamente todo, y no son nada; lo parecen y no lo parecen.
ARISTÓTELES. —Nada más cierto.
MENÓN
Argumento del Menón[1]
por Patricio de Azcárate

Platón, en este pequeño diálogo, vuelve a una de sus cuestiones favoritas: si la virtud puede o no
puede enseñarse. La respuesta solo puede darla el que conozca la virtud en sí misma, porque nuestro
espíritu se resiste a determinar con certidumbre ninguna de las propiedades de un ser, cuya naturaleza
no le sea claramente conocida. Sócrates declara desde el principio a Menón que para él la naturaleza
de la virtud es aún un misterio; y sobre este punto esencial reclama las luces de su interlocutor.
Menón, cogido de sorpresa, se acoge a su vez a las lecciones de su maestro Gorgias de Leontino [o
Leontini, Sicilia],[2] y sus respuestas no son, por lo pronto, otra cosa que las opiniones de este célebre
sofista.
La primera es que la virtud de un hombre, de una mujer, de un niño, de un anciano, consiste en el
cumplimiento de ciertos deberes públicos y privados, que es fácil determinar. Aquí se descubre el
error ordinario de los sofistas, o sea la confusión del ejemplo con la definición. Sócrates recuerda a
Menón la distinción de lo particular y de lo general. Sin duda hay virtudes diversas según la edad y la
condición de cada individuo; pero el punto en que todas estas virtudes coinciden, la esencia de la
virtud, en una palabra, ¿cuál es? Esto es lo que hay necesidad de aclarar. ¿Será, por ejemplo, la
posesión de ciertas cualidades morales, siempre las mismas en los diversos individuos, como la
sabiduría y la justicia? ¿Cuál es en este caso la definición de la virtud? —Menón responde que es la
capacidad de mandar a los demás. —Esta definición, más extensa que la primera, no es más aceptable.
No puede aplicarse al esclavo ni al niño, que obedecen y no mandan; tiene falta de generalidad, y,
además, de precisión, porque no enseña cómo debe mandarse. Menón se ve obligado a añadir,
«justamente»; y llega a sostener, que la justicia es toda la virtud. ¿Por qué la justicia y no el valor, la
liberalidad y la sabiduría? Todas estas son otras tantas partes de la virtud, sin que ninguna de ellas sea
la virtud en sí; lo mismo que la redondez, propiedad de la figura, no es la figura misma. Por lo tanto,
no puede definirse la virtud como la capacidad de mandar a los demás justamente.
Desengañado por dos veces de la poca solidez de las opiniones de Gorgias, Menón se abstiene de
responder y de ir más adelante. Para volverle a la cuestión, Sócrates le indica un método de
indagación, que aplica a la vez a la definición de la figura y a la del color, mezclando, con intención,
para lisonjear y burlar al mismo tiempo a su interlocutor, algunas de las ideas que se creía que
Gorgias había tomado de Empédocles. En seguida le invita a que se sirva él mismo de este método,
para determinar la naturaleza de la virtud. Menón presenta como tercera conclusión: que la virtud
consiste en poder procurarse el bien; definición que sucumbe bajo el peso de las mismas objeciones
que la precedente. ¿Es preciso procurarse el bien a toda costa, o justamente? ¿A toda costa? No; el
buen sentido lo rechaza. ¿Con justicia? Pero esto equivale a la proposición refutada antes de que la
justicia es la virtud misma. Y así, hasta ahora, no solo no ha sido definida la virtud, sino que, si nos
fijamos bien, ni aun una parte de la virtud; la justicia, por ejemplo, no puede ser bien conocida,
porque no es posible conocer la parte de un todo, sin el conocimiento del todo.
Al parecer, la discusión no ha dado un paso, y Menón se ve más asaltado de dudas que nunca. Pero
aquí brilla el arte de Sócrates, porque su interlocutor se halla precisamente en el punto al que quería
reducirle. Marquemos este primer grado del método socrático, o más bien, de todo método
filosófico: la duda razonada. Esta ignorancia, que tiene conciencia de sí misma, debe ser la primera
disposición del espíritu en toda indagación de la verdad. Yo no sé, no es, como Menón parece estar
dispuesto a creerlo, la última palabra del filósofo, sino la primera. Menón dirige a Sócrates esta
objeción especiosa, de que no ve que se pueda encontrar nada, cuando no se busca lo que se sabe, ni
lo que no se sabe. Sócrates le hace entender que, para aprender, tiene el alma necesidad de dudar, de
interrogarse, y de hacer un retroceso sobre sí misma, que la ponga insensiblemente en el camino de
la verdad. Bajo una forma más científica que en el Fedro, le expone la doctrina de la reminiscencia,
fundada en la inmortalidad del alma y en la metempsícosis. Estas tres teorías se ligan aquí hasta el
punto de formar una, a saber: la del recuerdo. El alma, cuando duda y se interroga a sí misma,
recuerda que antes de estar unida a un cuerpo, ha vivido libre, porque es inmortal; y que su vida
actual no es más que uno de sus modos de ser. A medida que reflexiona más, se representa con más
claridad la verdad, que ha conocido primitivamente. Por la reminiscencia, pues, se ve conducida a la
verdad en esta vida terrestre. Sin insistir sobre este punto, observemos el miramiento de Sócrates, es
decir, de Platón mismo, que dando aquí su parte a la poesía y a la filosofía, se somete mucho menos
al mito propio de la reminiscencia, que al hecho esencial de que hay en nuestra alma un fondo de
ideas, que solo saca de sí misma; ideas que el mundo sensible despierta en ella, pero que no se las da.
En el fondo, esta es la doctrina de las ideas primeras, anteriores y superiores a la experiencia, que
todos los filósofos espiritualistas, desde Sócrates basta nuestros días, están acordes en reconocer
como el bien propio de la razón humana: ipse intellectus, como dice Leibniz.
En apoyo de estas novedades, que llenan de asombro al discípulo de Gorgias, Sócrates emprende
en el momento mismo una experiencia decisiva. Llama cerca de sí al esclavo de Menón, más
ignorante seguramente que su amo; un joven cuya inteligencia, entregada a sí misma, apenas se
despierta; y le hace descubrir sin esfuerzo algunas verdades, limitándose a suplir con preguntas su
falta de reflexión. Después de haber trazado sobre la arena una figura de geometría, obliga al joven
esclavo, como ya había hecho con Menón, a convenir en que creía saber una cosa que no sabía.
Después le hace resolver por sí mismo muchos puntos de geometría, ciencia que el joven nunca había
aprendido, según confesión de su amo. No ha hecho más que acordarse, es decir, en el sentido
profundo de la palabra, y unir ideas nuevas a ideas primeras, que, por falta de reflexión, dormían en
cierta manera en el fondo de su alma. La conclusión es que es preciso interrogarse a sí mismo sin
tregua. La reflexión es, pues, el segundo paso en la indagación de la verdad.
En este punto, si la conversación hubiera de seguir su curso natural, debería reproducir la
cuestión, no resuelta, de la naturaleza de la virtud. Menón comete el error de descartar este problema
difícil, pero inevitable, y de proponer caprichosamente una cuestión, que debe dar lugar a que se
reproduzca precisamente aquella, a saber: si la virtud puede enseñarse. Sócrates propone buscar la
solución por el método de hipótesis, familiar a los geómetras; único que debe seguirse desde que se
renuncia a determinar directamente la naturaleza de la virtud. He aquí la hipótesis: si la virtud es una
ciencia, puede ser enseñada; si no, no puede serlo. —Digamos en seguida que la virtud es un bien; lo
que parece evidente. Si no existe bien fuera de la ciencia, siendo la virtud un bien, es por consiguiente
una ciencia. Pero si hay algún bien independiente de la ciencia, puede suceder que la virtud sea este
bien, y no sea una ciencia. Dijimos que la virtud es un bien con relación a la sabiduría, única capaz de
hacerla útil. En este caso, la sabiduría debe ser, o la virtud toda entera, o una parte de la virtud. Pero la
sabiduría, ¿es un don de la naturaleza o un fruto de la educación? ¿Es natural o adquirida? Ésta es la
cuestión. La experiencia de todos los días prueba que la sabiduría no es natural al hombre; ¡hay tantos
insensatos! ¿Es un fruto de la educación? Sí; si hay maestros que la enseñen y discípulos que la
aprendan; pero Sócrates no los conoce.
En este estado llega Ánito; se le pregunta si no hay maestros que enseñen la virtud, como los
sofistas, por ejemplo. Ánito se indigna. Los únicos maestros, a su juicio, son los hombres virtuosos.
No hay maestros, no; y la prueba es que los más virtuosos entre los griegos, un Temístocles, un
Arístides, un Pericles, no recibieron la virtud de sus padres, ni tampoco la trasmitieron a sus hijos. La
virtud no es una ciencia; no se enseña. En esto es semejante a la conjetura verdadera que aconseja a
los hombres virtuosos tan bien o mejor que la ciencia. La virtud, la conjetura verdadera, no son, ni
una ni otra, un fruto de la educación, ni un don de la naturaleza. Pues entonces, ¿qué son? Un don de
Dios, según Sócrates, como la inspiración poética. Pero añade a esta conclusión lo que es más propio
de un moralista que de un metafísico: «Nosotros no sabremos la verdad en esta materia sino cuando,
antes de examinar cómo se encuentra la virtud en el hombre, emprendamos indagar lo que ella es en
sí misma». Estas palabras, que cierran la conversación, la restituyen a su punto de partida. La cuestión
de la naturaleza de la virtud queda en pie por entero; pero Platón no por eso ha dejado de dar con
intención las reglas del método para la indagación y para la discusión filosóficas. En esto consiste el
interés del diálogo.
Menón o de la virtud
SÓCRATES — MENÓN — UN ESCLAVO DE MENÓN — ÁNITO

MENÓN. —¿Podrás, Sócrates, decirme si la virtud puede enseñarse; o si no pudiendo enseñarse,


se adquiere solo con la práctica; o en fin, si no dependiendo de la práctica, ni de la enseñanza, se
encuentra en el hombre naturalmente o de cualquiera otra manera?
SÓCRATES. —Hasta ahora, los tesalienses han tenido mucho renombre entre los griegos, y han
sido muy admirados por su destreza para manejar un caballo, y también por sus riquezas; pero hoy
día su nombradía descansa, a mi parecer, en su sabiduría, principalmente la de los conciudadanos de
tu amigo Arístipo de Larisa.[1] De esto sois deudores a Gorgias; porque habiendo ido a esta ciudad,
se atrajo por su saber a los principales aleuades,[2] uno de los cuales es tu amigo Arístipo, y a los más
distinguidos de los demás tesalienses. Os acostumbró a responder con seguridad y con un tono
imponente a las preguntas que se os hacen, como responden naturalmente los hombres que saben;
tanto más, cuanto que él mismo se espontanea a todos los griegos que quieren preguntarle, y ninguno
queda sin respuesta, cualquiera que sea la materia de que se trate.
Pero aquí,[3] mi querido Menón, las cosas han tomado la faz opuesta. No sé qué especie de aridez
se ha apoderado de la ciencia; hasta el punto que parece haberse retirado de estos lugares para ir a
animar los vuestros. Por lo menos, si te propusieras interrogar sobre esta cuestión a alguno de aquí,
no habría uno que no se echara a reír y que no te dijera: «Extranjero, sin duda me tienes por algún
dichoso mortal, si crees que sé yo si la virtud puede enseñarse, o si hay algún otro modo de
adquirirla. Pero estoy tan distante de saber si la virtud, por su naturaleza, puede enseñarse, que hasta
ignoro absolutamente lo que es la virtud». En el mismo e idéntico caso, Menón, me hallo yo; tan falto
de recursos como mis conciudadanos; y en verdad siento mucho no tener ningún conocimiento de la
virtud. ¿Ni cómo podría conocer yo las cualidades de una cosa, cuya naturaleza ignoro? ¿Te parece
posible, que uno que no conozca la persona de Menón, pueda saber si es hermoso, si es rico, noble; o
si es todo lo contrario? ¿Crees tú que esto sea posible?
MENÓN. —No. Pero ¿será cierto, Sócrates, que no sepas lo que es la virtud? ¿Es posible que al
volver a nuestro país tuviéramos que hacer pública allí tu ignorancia sobre este punto?
SÓCRATES. —No solo eso, mi querido amigo, sino que tienes que añadir que yo no he
encontrado aún a nadie que lo sepa, a juicio mío.
MENÓN. —¿Cómo? ¿No viste a Gorgias cuando estuvo aquí?
SÓCRATES. —Sí.
MENÓN. —¿Y crees que él no lo sabía?
SÓCRATES. —No tengo mucha memoria, Menón; y así no puedo decirte en este momento qué
juicio formé entonces de él. Pero quizá sabe lo que es la virtud, y tú sabes lo que él decía. Recuerda,
pues, sus discursos sobre este punto; y si no te prestas a esto, dime tú mismo lo que es la virtud,
porque indudablemente en este asunto tienes las mismas opiniones que él.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Dejemos en paz a Gorgias, puesto que está ausente. Pero tú, Menón, en nombre de
los dioses, ¿en qué haces consistir la virtud? Dímelo; no me prives de este conocimiento, a fin de que,
si me convenzo de que Gorgias y tú sabéis lo que es la virtud, tenga que confesar que por fortuna he
incurrido en una falsedad, cuando he dicho que aún no he encontrado a nadie que lo supiese.
MENÓN. —La cosa no es difícil de explicar, Sócrates. ¿Quieres que te diga, por lo pronto, en qué
consiste la virtud del hombre? Nada más sencillo: consiste en estar en posición de administrar los
negocios de su patria; y administrando, hacer bien a sus amigos y mal a sus enemigos, procurando,
por su parte, evitar todo sufrimiento. ¿Quieres conocer en qué consiste la virtud de una mujer? Es
fácil definirla. El deber de una mujer consiste en gobernar bien su casa, vigilar todo lo interior, y
estar sometida a su marido. También hay una virtud propia para los jóvenes de uno y otro sexo y para
los ancianos; la que conviene al hombre libre, también es distinta de la que conviene a un esclavo; en
una palabra, hay una infinidad de virtudes diversas. Ningún inconveniente hay en decir lo que es la
virtud, porque cada profesión, cada edad, cada acción, tiene su virtud particular. Creo, Sócrates, que
lo mismo sucede respecto al vicio.
SÓCRATES. —Gran fortuna es la mía, Menón; porque, cuando solo voy en busca de una sola
virtud; me encuentro con todo un enjambre de ellas. Pero sirviéndome de esta imagen, tomada de los
enjambres, si habiéndote preguntado cuál es la naturaleza de la abeja, y habiéndome respondido tú,
que hay muchas abejas y de muchas especies; qué me hubieras contestado si entonces te hubiera yo
dicho: ¿es a causa de su calidad de abejas por lo que dices que existen en gran número, que son de
muchas especies y diferentes entre sí? ¿O no difieren en nada como abejas, y sí en razón de otros
conceptos, por ejemplo, de la belleza, de la magnitud o de otras cualidades semejantes? Dime, ¿cuál
hubiera sido tu respuesta a esta pregunta?
MENÓN. —Diría que las abejas, como abejas, no difieren unas de otras.
SÓCRATES. —Y si yo hubiera replicado: Menón, dime, te lo suplico; en qué consiste que las
abejas no se diferencian entre sí y son todas una misma cosa; ¿podrías satisfacerme?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pues lo mismo sucede con las virtudes. Aunque haya muchas y de muchas
especies, todas tienen una esencia común, mediante la que son virtudes; y el que ha de responder a la
persona que sobre esto le pregunte, debe fijar sus miradas en esta esencia, para poder explicar lo que
es la virtud. ¿No entiendes lo que quiero decir?
MENÓN. —Se me figura que lo comprendo; sin embargo, no puedo penetrar, como yo querría,
todo el sentido de la pregunta.
SÓCRATES. —¿Solo respecto a la virtud, Menón, crees tú que es una para el hombre, otra para la
mujer, y así para todos los demás? ¿O crees que lo mismo sucede respecto a la salud, a la magnitud, a
la fuerza? ¿Te parece que la salud de un hombre sea distinta que la salud de una mujer? ¿O bien que la
salud, donde quiera que se halle, ya sea en un hombre, ya en cualquiera otra cosa, en tanto que salud,
es en todo caso de la misma naturaleza?
MENÓN. —Me parece que la salud es la misma para la mujer que para el hombre.
SÓCRATES. —¿No dirás otro tanto de la magnitud y de la fuerza; de suerte que la mujer que sea
fuerte, lo será a causa de la misma fuerza que el hombre? Cuando digo, la misma fuerza, entiendo
que la fuerza, en tanto que fuerza, no difiere en nada de sí misma, ya se halle en el hombre, ya en la
mujer. ¿Encuentras tú alguna diferencia?
MENÓN. —Ninguna.
SÓCRATES. —Y la virtud ¿será diferente de sí misma en su cualidad de virtud, ya se encuentre en
un joven o en un anciano, en una mujer o en un hombre?
MENÓN. —No lo sé, Sócrates; me parece que con esto no sucede lo que con lo demás.
SÓCRATES. —Y bien, ¿no has dicho que la virtud de un hombre consiste en administrar bien los
negocios públicos, y la de una mujer en gobernar bien su casa?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y es posible gobernar una ciudad, una casa, o cualquiera otra cosa, si no se
administra conforme a las reglas de la sabiduría y de la justicia?
MENÓN. —No, verdaderamente.
SÓCRATES. —Pero si la administra de una manera justa y sabia, ¿no serán gobernadas por la
justicia y la sabiduría?
MENÓN. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Luego la mujer y el hombre, para ser virtuosos, tienen necesidad de las mismas
cosas, a saber: de la justicia y de la sabiduría.
MENÓN. —Es evidente.
SÓCRATES. —Entonces, ¿el joven y el anciano, si son desarreglados e injustos, podrán ser nunca
virtuosos?
MENÓN. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Luego para esto es preciso que sean sabios y justos.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Luego todos los hombres son virtuosos de la misma manera; puesto que lo son
mediante la posesión de las mismas cosas.
MENÓN. —Probablemente.
SÓCRATES. —Pero no serían virtuosos de la misma manera, si no tuviesen la misma virtud.
MENÓN. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Por lo tanto, puesto que existe para todos una misma virtud, trata de decirme y de
recordar en qué la hacéis consistir Gorgias y tú.
MENÓN. —Si buscas una definición general, ¿qué otra cosa es que la capacidad de mandar a los
hombres?
SÓCRATES. —Es, en efecto, lo que yo busco. Pero dime, Menón: ¿consiste la virtud de un hijo o
de un esclavo en ser capaz de mandar a su dueño? ¿Y te parece que pueda permanecer esclavo en el
acto mismo en que mande?
MENÓN. —No me parece, Sócrates.
SÓCRATES. —Eso sería contra razón, querido mío. Considera ahora lo que voy a decirte. Haces
consistir la virtud en la capacidad de mandar; ¿no te parece que añadamos justamente y no
injustamente?
MENÓN. —Ése es mi parecer; porque la justicia, Sócrates, es virtud.
SÓCRATES. —¿Pero es la virtud, Menón, o alguna especie de virtud?
MENÓN. —¿Qué quieres decir con eso?
SÓCRATES. —Lo que puedo decir de cualquiera otra cosa; por ejemplo: diré que la redondez es
una figura: pero no diré simplemente que es la figura; y la razón que tendría para explicarme de esta
manera es porque hay otras figuras.
MENÓN. —Hablas perfectamente. Convengo por mi parte en que la justicia no es la única virtud,
y que hay otras.
SÓCRATES. —¿Cuáles son? Nómbralas, como yo te nombraré las otras figuras, si me lo exiges.
Haz tú lo mismo respecto a las otras virtudes.
MENÓN. —Me parece que la fuerza es una virtud, como lo son la templanza, la sabiduría, la
liberalidad y otras muchas.
SÓCRATES. —Henos aquí, Menón, otra vez con el mismo inconveniente. No buscamos más que
una virtud; y hemos encontrado muchas por distinto camino que antes. En cuanto a esta virtud única,
cuya idea abraza todas las demás, no podemos descubrirla.
MENÓN. —No podré, Sócrates, encontrar una virtud tal como tú la buscas; una que convenga a
todas las virtudes, como puedo hacerlo respecto de otras cosas.
SÓCRATES. —No me sorprende nada de lo que dices. Pero voy a hacer los esfuerzos posibles
para que nos pongamos en camino de hacer este descubrimiento, si soy capaz de ello. Ya
comprendes, sin duda, que lo mismo sucede con todas las demás cosas. Si te dirigiese la pregunta que
yo antes te hice: Menón, ¿qué es una figura?, y me respondieses: es la redondez; y en seguida te
preguntase, como ya antes lo hice, si la redondez es la figura o es una especie de figura; ¿no dirías
probablemente que es una especie de figura?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Sin duda, porque hay otras figuras.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Y si te preguntasen además cuáles son estas figuras, ¿las nombrarías?
MENÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —En igual forma, si te preguntasen lo que es el color y hubieses contestado que es
la blancura; y después te repusiesen, si la blancura es el color o una especie de color; ¿no dirías que
es una especie de color, en razón de que hay otros colores?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y si te suplicasen que designaras los otros colores, nombrarías otros, que son
también colores, como lo es la blancura.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Si tomando de nuevo la palabra, como lo he hecho, te dijese: abarcamos
demasiadas cosas y no debes responder así; pero puesto que llamas a estas diversas cosas con un solo
nombre, y pretendes que no hay una sola que no sea figura, aun cuando muchas sean opuestas entre
sí, dime cuál es esta cosa que llamas figura; que comprende igualmente la línea recta y la línea curva,
y que te obliga a decir que el espacio redondo no es menos una figura que el espacio encerrado entre
líneas rectas. ¿No es esto lo que dices?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Pero cuando hablas de esta manera, ¿quieres decir que lo que es redondo no es
más bien redondo que recto, o lo que es recto más bien recto que redondo?
MENÓN. —De ninguna manera, Sócrates.
SÓCRATES. —Sostienes, sin embargo, que el uno no es más figura que el otro; lo redondo que
lo recto.
MENÓN. —Es cierto.
SÓCRATES. —Intenta decirme cuál es esta cosa que se llama figura. Si alguno te interrogase
sobre la figura, sobre el color, y tú le respondieses: querido mío, yo no comprendo lo que me
preguntas, ni sé de qué quieres hablarme; probablemente él se sorprendería y replicaría: ¿no concibes
que lo que te pregunto es común a todas estas figuras y a todos estos colores? Qué, Menón, ¿no
tendrías nada que responder en caso de que se te preguntase qué es lo que el espacio redondo o recto
y los demás, que llamas figuras, tienen de común? Trata de decirlo, para que esto te sirva como de
ejercicio para la respuesta que has de dar con motivo de la virtud.
MENÓN. —No; pero dilo tú mismo, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Quieres que te dé gusto en esto?
MENÓN. —Mucho.
SÓCRATES. —¿Tendrás a tu vez la complacencia de decirme lo que es la virtud?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Es preciso entonces que yo haga cuanto pueda, porque la cosa vale la pena.
MENÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Vamos; ensayemos una explicación de lo que es la figura. Mira si admites esta
definición: la figura es, de todas las cosas que existen, la única que va unida al color. ¿Estás contento
o deseas alguna otra definición? Yo me daría por satisfecho, si me dieras otra semejante de la virtud.
MENÓN. —Pero esta definición es impertinente, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Por qué?
MENÓN. —Según tu opinión, la figura va siempre unida con el color.
SÓCRATES. —Bien, ¿y luego?
MENÓN. —Si se dijese que no se sabe lo que es el color, y que en este concepto se está en el
mismo embarazo que respecto a la figura; ¿qué pensarías de tu respuesta?
SÓCRATES. —Que es verdadera. Y si tropezase con alguno de esos hombres decíabiles, siempre
dispuestos a disputar y a argumentar, le diría: mi respuesta está dada; si no es justa, a ti te toca pedir la
palabra y refutarla. Pero si fuésemos dos amigos, como tú y yo, que quisiéramos conversar juntos,
sería preciso contestar de una manera más suave y más conforme con las leyes de la dialéctica. Es
más conforme, a mi entender, con las leyes de la dialéctica no limitarse a dar una respuesta
verdadera, sino hacer entrar en ella solo cosas que el mismo que pregunta confiesa que conoce. De
esta manera es como voy a ensayar a responderte. Dime: ¿no hay una cosa que llamas fin, es decir,
límite, extremidad? Estas tres palabras expresan la misma idea; quizá Pródico no convendría en ello;
¿pero tú no dices de una cosa que es finita y limitada? He aquí lo que yo entiendo y en lo que no hay
ninguna complicación.
MENÓN. —Sí, digo lo mismo; y creo comprender tu pensamiento.
SÓCRATES. —¿No llamas a algunas cosas superficies, planos, y a otras sólidos? Por ejemplo, lo
que se llama con estos nombres en geometría.
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Ahora puedes concebir lo que entiendo por figura. Porque digo en general de toda
figura, que es lo que limita el sólido; y para resumir esta definición en dos palabras, llamo figura al
límite del sólido.
MENÓN. —¿Y qué es lo que llamas color, Sócrates?
SÓCRATES. —Me parece una burla, Menón, que quieras suscitar dificultades a un anciano como
yo, ahogándome con preguntas; mientras que no quieres recordar, ni decirme, en qué hace consistir
Gorgias la virtud.
MENÓN. —Te lo diré, Sócrates, después que hayas respondido a mi pregunta.
SÓCRATES. —Aunque tuviera los ojos vendados, solo por tu conversación conocería que eres
hermoso y que tienes amantes.
MENÓN. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque en tus discursos no haces más que mandar; cosa muy común en los
jóvenes, que, orgullosos de su belleza, ejercen una especie de tiranía mientras están en la flor de sus
años. Además de esto, quizá has descubierto mi flaqueza, el amor por la belleza. Pero te daré gusto y
te responderé.
MENÓN. —Sí, hazme ese favor.
SÓCRATES. —¿Quieres que te responda como respondería Gorgias, de modo que te sea más
fácil seguirme?
MENÓN. —Lo quiero; ¿por qué no?
SÓCRATES. —¿No decís, según el sistema de Empédocles, que los cuerpos producen
emanaciones?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Y que tienen poros, por los cuales, y al través de los cuales, pasan estas
emanaciones?
MENÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y que ciertas emanaciones son proporcionadas a ciertos poros; mientras que
para otros, ellas son o demasiado grandes o demasiado pequeñas?
MENÓN. —Es verdad.
SÓCRATES. —¿Reconoces lo que se llama la vista?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Sentado esto, comprende lo que digo, como dice Píndaro. El color no es otra cosa
que una emanación de las figuras, proporcionada a la vista y sensible.
MENÓN. —Esa respuesta, Sócrates, me parece perfectamente bella.
SÓCRATES. —Eso nace al parecer de que no es extraña a vuestras ideas; y creo que tú mismo
percibirás que, sobre la base de esta respuesta, te sería fácil explicar lo que es la voz, el olfato y otras
cosas semejantes.
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Ella tiene no sé qué de trágico, Menón; y por esta razón te agrada más que la
respuesta relativa a la figura.
MENÓN. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Sin embargo, no es tan buena, hijo de Alexidemo, a lo que yo creo; la otra vale
más. Lo mismo juzgarías tú, si, como ayer decías, no te vieses obligado a partir antes de los
misterios, y pudieses permanecer y hacerte iniciar en ellos.
MENÓN. —Con gusto permanecería, Sócrates, si consintieses en referirme muchas cosas de esas.
SÓCRATES. —En cuanto dependa de la buena voluntad, nada omitiré tanto por ti, como por mí.
Pero me temo que no voy a ser capaz de decirte cosas semejantes. Procura ahora cumplir tu promesa,
y decirme lo que es la virtud en general. Cesa de hacer muchas cosas de una sola, como se dice
generalmente para burlarse de los habladores; y dejando la virtud entera e íntegra, explícame en qué
consiste. Ya te he dado modelos para que te sirvan de guía.
MENÓN. —Me parece, Sócrates, que la virtud consiste, como dice el poeta, en complacerse con
las cosas bellas y poder adquirirlas. Así, yo llamo virtud la disposición de un hombre, que desea las
cosas bellas y puede procurarse su goce.
SÓCRATES. —Desear las cosas bellas, ¿es en tu concepto desear las cosas buenas?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Es que hay hombres que desean cosas malas, mientras que otros desean las
buenas? ¿No te parece, querido mío, que todos desean lo que es bueno?
MENÓN. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿Luego a tu juicio algunos desean lo que es malo?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —¿Quieres decir que miran entonces lo malo como bueno; o que, conociéndolo
como malo, no cesan de desearlo?
MENÓN. —A mi parecer lo uno y lo otro.
SÓCRATES. —Pero Menón, ¿crees que un hombre, conociendo el mal como mal, puede verse
inclinado a desearlo?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —¿A qué llamas tú desear? ¿Es desear la adquisición de alguna cosa?
MENÓN. —Ciertamente; adquirirla.
SÓCRATES. —¿Pero este hombre se imagina que el mal es ventajoso para aquel que lo
experimenta, o bien sabe que es dañoso a la persona en quien se encuentra?
MENÓN. —Unos imaginan que el mal es ventajoso; y otros saben que es dañoso.
SÓCRATES. —¿Pero crees que los que se imaginan que el mal es ventajoso, le conocen como
mal?
MENÓN. —En ese concepto no lo creo.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es evidente que no desean el mal, puesto que no lo conocen como
mal; sino que desean lo que tienen por un bien, y que realmente es un mal. De suerte que los que
ignoraban que una cosa es mala, y la creen buena, desean manifiestamente el bien. ¿No es así?
MENÓN. —Así parece.
SÓCRATES. —Pero los otros, que desean el mal, según tú dices, y que están persuadidos de que
el mal daña a la persona en quien se encuentra, conocen sin duda que le será dañoso.
MENÓN. —Necesariamente.
SÓCRATES. —¿Y no crees que aquellos, a quienes daña, tienen derecho a quejarse, en razón de
ese mismo daño que reciben?
MENÓN. —También.
SÓCRATES. —¿Y que en tanto que tienen motivo para quejarse, se los considera desgraciados?
MENÓN. —Así lo pienso.
SÓCRATES. —¿Pero hay alguno que quiera tener de qué quejarse y ser desgraciado?
MENÓN. —No lo creo, Sócrates.
SÓCRATES. —Entonces, si nadie quiere eso, es claro que nadie quiere el mal. En efecto, ser
miserable ¿qué otra cosa es sino desear el mal y procurárselo?
MENÓN. —Parece que tienes razón, Sócrates; nadie quiere el mal.
SÓCRATES. —¿No decías antes que la virtud consiste en querer el bien y poder realizarlo?
MENÓN. —Sí, lo he dicho.
SÓCRATES. —¿No es cierto que la parte de esta definición, que expresa el querer, es común a
todos; y que en este concepto ningún hombre es mejor que otro?
MENÓN. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Es claro, por consiguiente, que si unos son mejores que otros, no puede ser sino
en razón del poder.
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Por lo tanto, la virtud en este concepto no parece ser otra cosa que el poder de
procurarse el bien.
MENÓN. —Me parece verdaderamente, Sócrates, que es tal como tú la concibes.
SÓCRATES. —Veamos si es así; porque quizá tienes razón. ¿Haces consistir la virtud en el poder
de procurarse el bien?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —¿No llamas bienes a la salud, la riqueza, la posesión del oro y de la plata, los
honores y dignidades de la República? ¿Das el nombre de bienes a otras cosas que a estas?
MENÓN. —No; pero comprendo, bajo el nombre de bienes, todas las cosas de esta naturaleza.
SÓCRATES. —Enhorabuena. Procurarse el oro y la plata es la virtud, por lo que dice Menón, el
huésped del gran rey por su padre. ¿Añades algo a esta adquisición, como que sea justa y santa? ¿O
tienes esto por indiferente; y esta adquisición, aun cuando sea injusta, no dejará de ser una virtud en tu
opinión?
MENÓN. —Nada de eso, Sócrates; eso será un vicio.
SÓCRATES. —Luego, a lo que parece, es absolutamente necesario que la justicia, o la templanza,
o la santidad, o cualquier otra parte de la virtud se muestren en esta adquisición; sin lo que no será
virtud, aunque nos procure bienes.
MENÓN. —¿Cómo ha de ser virtud sin esas condiciones, Sócrates?
SÓCRATES. —Pero no procurarse el oro, ni la plata, cuando esto no es justo; y no procurarlo en
este caso a ningún otro, ¿no es igualmente una virtud?
MENÓN. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —De esta manera, procurarse esta clase de bienes, no es más virtud que no
procurárselos; sino que, según todas las apariencias, lo que se hace con justicia es virtud; y por el
contrario, lo que no tiene ninguna cualidad de este género, es vicio.
MENÓN. —Me parece imprescindible que sea como dices.
SÓCRATES. —¿No dijimos antes que cada una de estas cualidades, la justicia, la templanza, y
todas las demás de esta naturaleza, son partes de la virtud?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Luego, ¿tú te burlas de mí, Menón?
MENÓN. —¿Por qué, Sócrates?
SÓCRATES. —Porque habiéndote suplicado hace un momento, que no rompieras la virtud, ni la
hicieras trizas; y habiéndote dado modelos de la manera en que debes responder, ningún aprecio has
hecho de todo esto; y me dices, por una parte, que la virtud consiste en poder procurarse bienes con
justicia; y por otra, que la justicia es una parte de la virtud.
MENÓN. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Así resulta por tu misma confesión, que la virtud consiste en hacer todo aquello
que se hace con una parte de la virtud; puesto que reconoces que la justicia y las demás cualidades
semejantes son partes de la virtud.
MENÓN. —Y bien, ¿qué significa eso?
SÓCRATES. —Eso procede de que, lejos de explicarme lo que es la virtud en general, como te he
pedido, me dices que toda acción es la virtud, con tal que se haga con una parte de la virtud; como si
esto fuera explicarme lo que es la virtud en general, y como si yo debiese reconocerla en el acto
mismo, que tú la divides en pedazos. No hay remedio, a lo que parece; es preciso que te pregunte de
nuevo, mi querido Menón, lo que es la virtud, y si es cierto que es toda acción hecha con una parte de
la virtud; porque el decir esto es lo mismo que decir que toda acción hecha con justicia, es la virtud.
¿No crees que hay necesidad de que volvamos a la misma cuestión? ¿Piensas que, no conociendo la
virtud misma, se pueda, conocer lo que es una parte de ella?
MENÓN. —No lo pienso así.
SÓCRATES. —Porque, si te acuerdas, cuando te respondí antes sobre la figura, condenamos esta
manera de responder, que se apoya en lo mismo que se discute, y sobre lo que no estamos aún
conformes.
MENÓN. —Hemos tenido razón para condenarlo, Sócrates.
SÓCRATES. —Por lo tanto, querido mío, mientras que busquemos aún lo que es la virtud en
general, no te figures que puedes explicar a nadie su naturaleza, haciendo entrar en tu respuesta las
partes de la virtud, ni definir nada empleando un método semejante. Persuádete de que habrá de
renovarse la misma pregunta siempre. ¿Qué entiendes por virtud, cuando de ella hablas? ¿Juzgas que
lo que digo no es serio?
MENÓN. —Por el contrario, tu discurso me parece muy sensato.
SÓCRATES. —Respóndeme, pues, de nuevo; ¿en qué hacéis consistir la virtud tú y tu amigo?
MENÓN. —Había oído decir, Sócrates, antes de conversar contigo, que tú no sabías más que
dudar y sumir a los demás en la duda; y veo ahora que fascinas mi espíritu con tus hechizos, tus
maleficios y tus encantamientos; de manera que estoy lleno de dudas. Y si es permitido bromear, me
parece que imitas perfectamente por la figura y en todo, a ese corpulento torpedo marino, que causa
adormecimiento a todos los que se le aproximan y lo tocan. Pienso que has producido el mismo
efecto sobre mí; porque verdaderamente siento adormecidos mi espíritu y mi cuerpo, y no sé qué
responderte. Sin embargo, he discurrido mil veces, y despacio, sobre la virtud, delante de muchas
personas y con acierto, a mi parecer. Pero en este momento no puedo decir ni aun lo que es la virtud.
Haces bien, a mi juicio, en no embarcarte, ni visitar otros países; porque si lo que haces aquí, lo
hicieses en cualquiera otra ciudad, bien pronto te exterminarían.
SÓCRATES. —Eres muy astuto, Menón; y has querido sorprenderme.
MENÓN. —¿Cómo, Sócrates?
SÓCRATES. —Ya veo por qué has hecho esa comparación.
MENÓN. —Te suplico me digas por qué.
SÓCRATES. —Para que te compare yo a mi vez. Sé que todos los hermosos gustan de que se les
compare, porque se convierte en su provecho; puesto que las imágenes de las cosas bellas son bellas,
a mi entender. Pero no te devolveré comparación por comparación. En cuanto a mí, si el torpedo,
estando adormecido, produce en los demás adormecimiento, entonces yo me parezco a él; pero si no,
no me parezco. Porque si llevo la duda al espíritu de los demás, no es porque yo sepa más que ellos,
sino todo lo contrario; pues yo dudo más que nadie, y así es como hago dudar a los demás. Ahora
mismo, con relación a la virtud, yo no sé lo que es; y tú quizá lo sabías antes de hablar conmigo;
pero en este momento parece que tampoco lo sabes. Sin embargo, quiero examinar y buscar contigo
lo que pueda ser.
MENÓN. —¿Y qué medio adoptarás, Sócrates, para indagar lo que de ninguna manera conoces?
¿Qué principio te guiará en la indagación de cosas que ignoras absolutamente? Y aun cuando llegases
a encontrar la virtud, ¿cómo la reconocerías, no habiéndola nunca conocido?
SÓCRATES. —Comprendo lo que quieres decir, Menón. Mira ahora cuán fecundo en cuestiones
es el tema que acabas de sentar. Según él, no es posible al hombre indagar lo que sabe, ni lo que no
sabe. No indagará lo que sabe, porque ya lo sabe; y por lo mismo no tiene necesidad de indagación;
ni indagará lo que no sabe, por la razón de que no sabe lo que ha de indagar.
MENÓN. —¿No te parece verdadero ese razonamiento, Sócrates?
SÓCRATES. —De ninguna manera.
MENÓN. —¿Me dirás por qué?
SÓCRATES. —Sí; porque he oído hablar a hombres y mujeres decíabiles en las cosas divinas.
MENÓN. —¿Qué dicen?
SÓCRATES. —Cosas verdaderas y bellas, a mi entender.
MENÓN. —¿Pero qué dicen y quiénes son esas personas?
SÓCRATES. —En cuanto a las personas son sacerdotes y sacerdotisas que se han propuesto dar
razón de los objetos concernientes a su ministerio. Es Píndaro y son otros muchos poetas; me refiero
solo a los que son divinos. He aquí lo que ellos dicen, y examina si sus razonamientos te parecen
verdaderos.
Dicen que el alma humana es inmortal; que tan pronto desaparece, que es lo que llaman morir,
como reaparece; pero que no perece jamás; por esta razón es preciso vivir lo más santamente
posible; porque Perséfone, al cabo de nueve años, vuelve a esta vida el alma de aquellos, que la han
pagado la deuda de sus antiguas faltas. De estas almas se forman los reyes ilustres y célebres por su
poder y los hombres más famosos por su sabiduría; y en los siglos siguientes, ellos son considerados
por los mortales como santos héroes.[4] Así, pues, para el alma, siendo inmortal, renaciendo a la vida
muchas veces, y habiendo visto todo lo que pasa, tanto en esta como en la otra, no hay nada que ella
no haya aprendido. Por esta razón, no es extraño que, respecto a la virtud y a todo lo demás, esté en
estado de recordar lo que ha sabido. Porque, como todo se liga en la naturaleza y el alma todo lo ha
aprendido, puede, recordando una sola cosa, a lo cual los hombres llaman aprender, encontrar en sí
misma todo lo demás, con tal de que tenga valor y que no se canse en sus indagaciones. En efecto;
todo lo que se llama buscar y aprender no es otra cosa que recordar. Ninguna fe debe darse al tema,
fecundo en cuestiones, que propusiste antes; porque solo sirve para engendrar en nosotros la pereza,
y no es cosa agradable dar oídos solo a hombres cobardes. Mi doctrina, por el contrario, los hace
laboriosos e inventivos. Así, pues, la tengo por verdadera; y quiero en su consecuencia indagar
contigo lo que es la virtud.
MENÓN. —Consiento en ello, Sócrates. Pero ¿te limitarás a decir simplemente que nosotros nada
aprendemos, y que lo que se llama aprender no es otra cosa que recordar? ¿Podrías enseñarme cómo
se verifica esto?
SÓCRATES. —Ya te dije, Menón, que eres muy astuto. En el acto mismo en que sostengo que no
se aprende nada y que no se hace más que acordarse, me preguntas si puedo enseñarte una cosa; para
hacer que inmediatamente me ponga así en contradicción conmigo mismo.
MENÓN. —En verdad, Sócrates, no lo he dicho con esa intención, sino por puro decíabito. Sin
embargo, si puedes demostrarme que la cosa es tal como dices, demuéstramela.
SÓCRATES. —Eso no es fácil; pero en tu obsequio haré lo que me sea posible. Llama a alguno
de los muchos esclavos que están a tu servicio, el que quieras; para que yo te demuestre en él lo que
deseas.
MENÓN. —Con gusto. Ven aquí.[5]
SÓCRATES. —¿Es griego y sabe el griego?
MENÓN. —Muy bien; como que ha nacido en casa.
SÓCRATES. —Atiende y observa si el esclavo recuerda o aprende de mí.
MENÓN. —Fijaré mi atención.
SÓCRATES. —Dime, joven; ¿sabes que esto es un cuadrado?[6]
ESCLAVO. Sí.
SÓCRATES. —El espacio cuadrado, ¿no es aquel que tiene iguales las cuatro líneas que ves?
ESCLAVO. Ciertamente.
SÓCRATES. —¿No tiene también estas otras líneas, tiradas por medio, iguales?
ESCLAVO. Sí.
SÓCRATES. —¿No puede haber un espacio semejante más grande, o más pequeño?
ESCLAVO. Sin duda.
SÓCRATES. —Si este lado fuese de dos pies y este otro también de dos pies, ¿cuántos pies tendría
el todo? Considéralo antes de esta manera. Si este lado fuese de dos pies y este de un pie solo, ¿no es
cierto que el espacio tendría una vez dos pies?
ESCLAVO. Sí, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero como este otro lado es igualmente de dos pies, ¿no tendrá el espacio dos
veces dos?
ESCLAVO. Sí.
SÓCRATES. —¿Luego el espacio tiene dos veces dos pies?
ESCLAVO. Sí.
SÓCRATES. —¿Cuántos son dos veces dos pies? Dímelo después de haberlos contado.
ESCLAVO. Cuatro, Sócrates.
SÓCRATES. —¿No podría formarse un espacio doble que este y del todo semejante, teniendo
como él todas sus líneas iguales?
ESCLAVO. Sí.
SÓCRATES. —¿Cuántos pies tendría?
ESCLAVO. Ocho.
SÓCRATES. —Vamos; procura decirme cuál es la longitud de cada línea de este otro cuadrado.
Las de este son de dos pies. ¿De cuánto serán las del cuadrado doble?
ESCLAVO. —Es evidente, Sócrates, que serán dobles.
SÓCRATES. —Ya ves, Menón, que yo no le enseño nada de todo esto, y que no hago más que
interrogarle. Él imagina ahora saber cuál es la línea con que debe formarse el espacio de ocho pies.
¿No te parece así?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —¿Lo sabe?
MENÓN. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Cree que se forma con una línea doble?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Obsérvale a medida que él va recordando. Respóndeme tú. ¿No dices que el
espacio doble se forma con una línea doble? Por esto no entiendo un espacio largo por esta parte y
estrecho por aquella; sino que es preciso que sea igual en todos sentidos, como este; y que sea doble,
es decir, de ocho pies. Mira si crees aún que se forma con una línea doble.
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —Si añadimos a esta línea otra línea tan larga como ella, ¿no será la nueva línea
doble que la primera?
ESCLAVO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Con esta línea, dices, se formará un espacio doble, si se tiran cuatro semejantes.
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —Tiremos cuatro semejantes a esta. ¿No será este el que llamarán espacio de ocho
pies?
ESCLAVO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —En este cuadrado, ¿no se encuentran cuatro, iguales a este que es de cuatro pies?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —¿De qué magnitud es? ¿No es cuatro veces más grande?
ESCLAVO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero lo que es cuatro veces más grande, es ¿doble?
ESCLAVO. —No, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —¿Pues qué es?
ESCLAVO. —Cuádruple.
SÓCRATES. —De esta manera, joven, con una línea doble no se forma un espacio doble, sino
cuádruple.
ESCLAVO. —Es la verdad.
SÓCRATES. —Porque cuatro veces cuatro hacen dieciséis. ¿No es así?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Con qué línea se forma, pues, el espacio de ocho pies? El espacio cuádruple, ¿no
se forma con ésta?
ESCLAVO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Y el espacio de cuatro pies, ¿no se forma con esta línea, que es la mitad de la otra?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —Sea así. El espacio de ocho pies, ¿no es doble que este y la mitad que aquél?
ESCLAVO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Se formará con una línea más grande que esta, y más pequeña que aquella; ¿no es
así?
ESCLAVO. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —Muy bien. Responde siempre lo que pienses. Dime: ¿no era esta línea de dos pies,
y esta otra de cuatro?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —Es preciso, por consiguiente, que la línea del espacio de ocho pies sea más grande
que la de dos pies, y más pequeña que la de cuatro.
ESCLAVO. —Así es preciso.
SÓCRATES. —Dime de cuanto debe de ser.
ESCLAVO. —De tres pies.
SÓCRATES. —Si es de tres pies, no tenemos más que añadir a esta línea la mitad de ella misma, y
será de tres pies. Porque he aquí dos pies, y aquí uno. De este otro lado, en igual forma, he aquí dos
pies y aquí uno, y resulta formado el espacio de que hablas.
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Pero si el espacio tiene tres pies de este lado y tres pies del otro, no es de tres
veces tres?
ESCLAVO. —Evidentemente.
SÓCRATES. —¿Cuántos son tres veces tres pies?
ESCLAVO. —Nueve.
SÓCRATES. —¿Y de cuántos pies debe ser el espacio doble?
ESCLAVO. —De ocho.
SÓCRATES. —El espacio de ocho pies no se forma entonces tampoco con la línea de tres pies.
ESCLAVO. —No, verdaderamente.
SÓCRATES. —¿Con qué línea se forma? Procura decírnoslo exactamente; y si no quieres
calcularla, muéstranosla.
ESCLAVO. —¡Por Zeus!, no sé, Sócrates.
SÓCRATES. —Mira ahora de nuevo, Menón, lo que ha andado el esclavo en el camino de la
reminiscencia. No sabía al principio cuál es la línea con que se forma el espacio de ocho pies, como
ahora no lo sabe; pero entonces creía saberlo, y respondió con confianza, como si lo supiese; y no
creía ser ignorante en este punto. Ahora reconoce su embarazo, y no lo sabe; pero tampoco cree
saberlo.
MENÓN. —Dices verdad.
SÓCRATES. —¿No está actualmente en mejor disposición respecto de la cosa que él ignoraba?
MENÓN. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Enseñándole a dudar y adormeciéndole a la manera del torpedo, ¿le hemos
causado algún daño?
MENÓN. —Pienso que no.
SÓCRATES. —Por el contrario; le hemos puesto, a mi parecer, en mejor disposición para
descubrir la verdad. Porque ahora, aunque no sepa la cosa, la buscará con gusto; mientras que antes
hubiera dicho con mucho desenfado, delante de muchas personas y creyendo explicarse
perfectamente, que el espacio doble debe formarse con una línea doble en longitud.
MENÓN. —Así sería.
SÓCRATES. —¿Piensas que hubiera intentado indagar y aprender lo que él creía saber ya, aunque
no lo supiese, antes de haber llegado a dudar; si convencido de su ignorancia, no se le hubiera puesto
en posición de desear saberlo?
MENÓN. —Yo no lo pienso, Sócrates.
SÓCRATES. —El adormecimiento le ha sido, pues, ventajoso.
MENÓN. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —Repara ahora cómo, partiendo de esta duda, va a descubrir la cosa, indagando
conmigo; aunque yo no haré más que interrogarle, sin enseñarle nada. Observa bien por si llegas a
sorprenderme enseñándole o explicándole algo; en una palabra, haciendo otra cosa que preguntarle
lo que piensa. —Tú, esclavo, dime: ¿este espacio, no es de cuatro pies? ¿Comprendes?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No puede añadírsele este otro espacio que es igual?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y este tercero igual a los otros dos?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —Para completar el cuadro, ¿no podremos, en fin, colocar este otro en este ángulo?
ESCLAVO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No resultan así cuatro espacios iguales entre sí?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —Pero ¿qué es todo ese espacio, respecto de este otro?
ESCLAVO. —Es cuádruple.
SÓCRATES. —Pero lo que necesitábamos era formar uno doble; ¿no te acuerdas?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —Esta línea, que va de un ángulo a otro, ¿no corta en dos cada uno de estos
espacios?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No ves aquí cuatro líneas iguales que encierran este espacio?
ESCLAVO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Mira cual es la magnitud de este espacio.
ESCLAVO. —Yo no lo veo.
SÓCRATES. —¿No ha separado cada línea de las antes dichas por mitad cada uno de estos cuatro
espacios? ¿No es así?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Cuántos espacios semejantes aparecen en este?
ESCLAVO. —Cuatro.
SÓCRATES. —¿Y en aquel?
ESCLAVO. —Dos.
SÓCRATES. —¿En qué relación está cuatro con dos?
ESCLAVO. —Es doble.
SÓCRATES. —¿Cuántos pies tiene este espacio?
ESCLAVO. —Ocho pies.
SÓCRATES. —¿Con qué línea está formado?
ESCLAVO. —Con esta.
SÓCRATES. —¿Con la línea que va de uno a otro ángulo del espacio de cuatro pies?
ESCLAVO. —Sí.
SÓCRATES. —Los sofistas llaman a esta línea diámetro. Y así, suponiendo que sea este su
nombre, el espacio doble, esclavo de Menón, se formará, como dices, con el diámetro.
ESCLAVO. —Verdaderamente sí, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Qué te parece, Menón? ¿Ha dado alguna respuesta que no sea suya?
MENÓN. —No; ha hablado siempre por su cuenta.
SÓCRATES. —Sin embargo; como dijimos antes, él no lo sabía. MENÓN. —Dices verdad.
SÓCRATES. —¿Estos pensamientos estaban en él o no estaban?
MENÓN. —Estaban.
SÓCRATES. —El que ignora, tiene, por lo tanto, en sí mismo opiniones verdaderas relativas a lo
mismo que ignora.
MENÓN. —Al parecer.
SÓCRATES. —Estas opiniones llegan a despertarse, como un sueño; y si se le interroga muchas
veces y de diversas maneras sobre los mismos objetos, ¿crees que al fin no se adquirirá un
conocimiento que será lo más exacto posible?
MENÓN. —Es verosímil.
SÓCRATES. —De esta manera sabrá; sin haber aprendido de nadie, por medio de simples
interrogaciones, y sacando así la ciencia de su propio fondo.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —¿Pero sacar la ciencia de su propio fondo no es recordar?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No es cierto que la ciencia que tiene hoy tu esclavo, es preciso que la haya
recibido en otro tiempo, o que la haya tenido siempre?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Pero si la hubiera tenido siempre, habría sido siempre sabio; y si la recibió en
otro tiempo, no pudo ser en la vida presente, a no ser que alguno le haya enseñado la geometría;
porque lo mismo hará respecto de las demás partes de la geometría y de todas las demás ciencias. ¿Le
ha enseñado alguien todo esto? Tú debes saberlo, tanto más cuanto que ha nacido y se ha criado en tu
casa.
MENÓN. —Yo sé que nunca le ha enseñado nadie semejantes cosas.
SÓCRATES. —¿Tiene o no estas opiniones?
MENÓN. —Me parece incontestable que las tiene, Sócrates.
SÓCRATES. —Si no ha recibido estos conocimientos en su vida presente, es claro que los ha
recibido antes, y que ha aprendido lo que sabe en algún otro tiempo.
MENÓN. —Al parecer.
SÓCRATES. —¿Este tiempo no será aquel en que aún no era hombre?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente; si durante el tiempo que él es hombre y del tiempo en que no lo
es, hay en él verdaderas opiniones que se hacen conocimientos, cuando se las despierta con
preguntas; ¿no es cierto que en todo el trascurso de los tiempos su alma ha sido sabia? Porque es
claro que durante toda la extensión del tiempo es o no es hombre.
MENÓN. —Eso es evidente.
SÓCRATES. —Luego si la verdad de los objetos está siempre en nuestra alma, nuestra alma es
inmortal. Por esta razón es preciso intentar con confianza el indagar y traer a la memoria lo que no
sabes por el momento, es decir, aquello de que tú no te acuerdas.
MENÓN. —Yo no sé cómo, pero me parece que tienes razón, Sócrates.
SÓCRATES. —Esto es lo que a mí se me ocurre también. En verdad, yo no podré afirmar muy
positivamente que todo lo demás que he dicho sea verdadero; pero estoy dispuesto a sostener con
palabras y con hechos, si soy capaz de ello, que la persuasión de que es preciso indagar lo que no se
sabe, nos hará sin comparación mejores, más resueltos y menos perezosos, que si pensáramos que
era imposible descubrir lo que ignoramos, e inútil buscarlo.
MENÓN. —Eso me parece muy bien dicho, Sócrates.
SÓCRATES. —Por lo tanto, puesto que estamos de acuerdo en que se debe indagar lo que no se
sabe; ¿quieres que averigüemos juntos lo que es la virtud?
MENÓN. —Con mucho gusto. Sin embargo, no, Sócrates; prefiero dilucidar y oírte, en lo cual
tendría el mayor placer, sobre la cuestión que te propuse al principio, a saber: si es preciso aplicarse
a la virtud como a una cosa que puede enseñarse; o si se la recibe de la naturaleza; o en fin, de qué
manera llega a los hombres.
SÓCRATES. —Si tuviera alguna autoridad, no solo sobre mí mismo, sino sobre ti, Menón, no
examinaríamos si la virtud es susceptible o no de enseñanza, sino después de haber indagado lo que
es en sí misma. Mas como no haces ningún esfuerzo para dominarte, sin duda para mantenerte libre;
y por otra parte, intentas imponerme la ley, y de hecho me la impones, tomo el partido de darme por
vencido. ¿Y qué vamos a hacer? Henos aquí en el caso de examinar la cualidad de una cosa, cuya
naturaleza no conocemos. Si no quieres obedecerme en nada, modera por lo menos tu imperio sobre
mí; y permíteme indagar, a manera de hipótesis, si la virtud puede enseñarse, o si se la adquiere por
cualquier otro medio. Cuando digo a manera de hipótesis, entiendo el método ordinario de los
geómetras. Cuando se les interroga sobre un espacio, por ejemplo, y se les pregunta si es posible
inscribir un triángulo en un círculo, os responden: yo no sé si será eso posible, pero sentando la
siguiente hipótesis, podrá servirnos para la solución del problema. Si esta figura es tal, que
describiendo un círculo sobre sus líneas dadas, hay otro tanto espacio fuera del círculo como en la
figura misma, resultará tal cosa; y otra cosa distinta, si esta condición no se llena. Sentada esta
hipótesis, consiento en decirte lo que sucederá con relación a la inscripción de la figura en el círculo,
y si esta inscripción es posible o no. En igual forma, puesto que no conocemos la naturaleza de la
virtud ni sus propiedades, examinemos, partiendo de una hipótesis, si puede o no enseñarse, y
hagámoslo de la manera siguiente: si la virtud es tal o cual cosa con relación al alma, podrá
enseñarse o no se podrá. En primer lugar, siendo de otra naturaleza que la ciencia, ¿es o no
susceptible de enseñanza, o como decíamos antes, de reminiscencia? No nos ocupemos de cuál de
estos dos nombres nos serviremos. ¿En este caso, pues, la virtud puede ser enseñada? O más bien,
¿no es claro para todo el mundo que la ciencia es la única cosa que el hombre aprende?
MENÓN. —Así me parece.
SÓCRATES. —Si, por el contrario, la virtud es una ciencia, es evidente que puede enseñarse.
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Bien pronto, pues, nos vemos libres de esta cuestión: siendo tal la virtud, se la
puede enseñar; no siendo tal, no se la puede enseñar.
MENÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero se presenta ahora otra cuestión que examinar, a saber: si la virtud es una
ciencia o si defiere de la ciencia.
MENÓN. —Me parece que esto es lo que necesitamos considerar.
SÓCRATES. —¿Pero no decimos que la virtud es un bien? ¿Y no nos mantendremos firmes en
esta hipótesis?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Si hay alguna especie de bien, que sea distinto de la ciencia, puede suceder que la
virtud no sea una ciencia. Pero si no hay ningún género de bien, que la ciencia no abrace, tendremos
razón para conjeturar que la virtud es una especie de ciencia.
MENÓN. —Es cierto.
SÓCRATES. —Además, por la virtud nosotros somos buenos.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Y si somos buenos, somos, por consiguiente, útiles; porque todos los que son
buenos, son útiles; ¿no es así?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Luego la virtud es útil.
MENÓN. —Es un resultado necesario de las proposiciones que hemos ido aprobando.
SÓCRATES. —Examinemos entonces las cosas, que nos son útiles, recorriéndolas una a una. La
salud, la fuerza, la belleza; he aquí lo que miramos como útil; ¿no es verdad?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Decimos igualmente, que estas mismas cosas son algunas veces dañosas. ¿Eres tú
de otra opinión?
MENÓN. —No; pienso lo mismo.
SÓCRATES. —Mira ahora en qué concepto cada una de estas cosas nos es útil o dañosa. ¿No son
útiles, cuando se hace de ellas un buen uso; y dañosas, cuando se hace malo?
MENÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Consideremos ahora las cualidades del alma. ¿No hay cualidades que llamas
templanza, justicia, fortaleza, penetración de espíritu, memoria, elevación de sentimientos y otras
semejantes?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Mira cuáles de estas cualidades te parece que no son objeto de una ciencia, y sí
otra cosa. ¿No son tan pronto dañosas como provechosas? La fortaleza, por ejemplo, cuando está
destituida de prudencia, es simplemente audacia. ¿No es cierto que si somos atrevidos sin prudencia,
esto viene en perjuicio nuestro; y que sucede lo contrario cuando la prudencia acompaña al
atrevimiento?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Asimismo, la templanza y la penetración de espíritu ¿no son útiles cuando se las
aplica y pone en ejercicio con prudencia; y dañosas cuando esta falta?
MENÓN. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —¿No es cierto, en general, respecto a todo lo que el alma está dispuesta a hacer y
soportar, que cuando preside la sabiduría, todo conduce a su bien; así como todo a su desgracia, si
aquella falta?
MENÓN. —Es probable.
SÓCRATES. —Si la virtud es una cualidad del alma, y si es indispensable que sea útil, es preciso
que sea la sabiduría misma. Porque en el supuesto de que todas las demás cualidades del alma no son
por sí mismas útiles y dañosas, sino que se hacen lo uno o lo otro, según que las acompaña la
sabiduría o la imprudencia, resulta de aquí, que la virtud, siendo útil, debe ser una especie de
sabiduría.
MENÓN. —Así lo pienso.
SÓCRATES. —Y con relación a las demás cosas, tales como la riqueza y otras semejantes, que,
según dijimos, son tan pronto útiles como dañosas; ¿no convienes en que a la manera que la
sabiduría, cuando dirige las otras cualidades del alma, las hace útiles, y la imprudencia dañosas; así el
alma hace estas otras cosas útiles, cuando usa de ellas y las dirige bien; y dañosas cuando se sirve mal
de ellas?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Luego el alma sabia gobierna bien; y la imprudente gobierna mal.
MENÓN. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿No puede decirse, en general, que si se ha de consultar el bien, todo lo que está
en el poder del hombre debe estar sometido al alma; y todo lo que pertenece al alma, depender de la
sabiduría? De esta manera es como la sabiduría es útil. Porque ya estamos conformes en que la virtud
es igualmente útil.
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Luego diremos que la sabiduría es necesariamente, o la virtud toda entera, o una
parte de la virtud.
MENÓN. —Todo eso me parece muy en su lugar, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero entonces, los hombres no son buenos por naturaleza.
MENÓN. —Parece que no.
SÓCRATES. —Porque he aquí lo que sucedería. Si los hombres de bien fuesen tales naturalmente,
habría entre nosotros personas que averiguarían quiénes eran los jóvenes buenos, por naturaleza; y
luego los darían a conocer; los recibiríamos de sus manos, y los pondríamos en depósito en la
Acrópolis, bajo un sello, como se hace con el oro, y aun con mayor esmero, para que nadie los
corrompiese, hasta que llegasen a la mayor edad y pudiesen ser útiles a su patria.
MENÓN. —Conforme, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero si los hombres buenos no lo son por naturaleza, ¿se hacen tales por la
educación?
MENÓN. —Me parece que es una consecuencia necesaria. Por otra parte, Sócrates, es evidente,
según nuestra hipótesis, que si la virtud es una ciencia, puede aprenderse.
SÓCRATES. —¡Quizá, por Zeus!, pero temo que no hayamos tenido razón para conceder esto.
MENÓN. —Antes me pareció, sin embargo, que habíamos hecho bien en concederlo.
SÓCRATES. —Para que sea sólido lo que antes sentamos, no basta con que nos haya parecido tal
cuando lo dijimos; sino que debe parecérnoslo ahora y en todo tiempo.
MENÓN. —Pero ¿por qué te desagrada esta opinión? ¿Qué razón tienes para creer que la virtud
no sea una ciencia?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo. No tengo por mal concedido que la virtud pueda enseñarse, si es
una ciencia; pero mira si tengo razón, para dudar que lo sea. Dime, Menón; si una cosa cualquiera,
para no hablar solo de la virtud, es por naturaleza susceptible de ser enseñada, ¿no es de toda
necesidad que tenga maestros y discípulos?
MENÓN. —Creo que sí.
SÓCRATES. —Por el contrario; cuando una cosa no consiente maestros ni discípulos, ¿no
tenemos fundamento para conjeturar que no puede enseñarse?
MENÓN. —Eso es cierto. ¿Pero crees que no hay maestros de virtud?
SÓCRATES. —Por lo menos he procurado muchas veces averiguar si los había; y, después de
todas las pesquisas posibles, no he podido encontrar ninguno. Sin embargo, hago esta indagación con
otros muchos; sobre todo, con aquellos que creo más enterados en la materia. Justamente, Menón,
aquí tenemos a Ánito, que viene muy a tiempo a sentarse cerca de nosotros. Informémosle de nuestra
cuestión, puesto que razones tenemos para ello. Porque, en primer lugar, Ánito es hijo de un padre
rico y sabio, llamado Antemión, que no debe su fortuna al azar, ni a la liberalidad de otros, como
Ismenias el Tebano, que hace poco ha heredado todos los bienes de Polícrates; sino que la ha
adquirido por su sabiduría y por su industria. Antemion, por otra parte, no tiene nada de arrogante, ni
de fastuoso, ni de desdeñoso; es un ciudadano modesto y arreglado. Además, ha educado y formado
muy bien a su hijo, a juicio de la mayor parte de los atenienses; así es que lo eligen para los primeros
cargos. Con hombres de estas condiciones es con quienes debe indagarse si hay o no maestros de
virtud, y cuáles son. Ayúdanos, pues, Ánito, a mí y a Menón, tu huésped, en nuestra indagación tocante
a los que enseñan la virtud. Considera la cuestión de esta manera: si quisiéramos hacer de Menón un
buen médico, ¿a qué maestro le dirigiríamos? ¿No sería a los médicos?
ÁNITO. Sin duda.
SÓCRATES. —Y bien, si quisiéramos hacer de él un buen zapatero, ¿no lo enviaríamos a casa de
un zapatero?
ÁNITO. Sí.
SÓCRATES. —¿Y lo mismo en todo lo demás?
ÁNITO. Sin duda.
SÓCRATES. —Respóndeme de otro modo aún acerca de estos mismos objetos. Tendremos
razón, dijimos, en enviarle a casa de los médicos, si queremos hacerle médico. Cuando hablamos de
esta manera, ¿no venimos a decir que sería una medida muy sabia, de nuestra parte, enviarle a casa de
aquellos, que se tienen por muy decíabiles en este arte; que a causa de esto reciben salario, y se
ofrecen con esta condición como maestros a todos los que quieran aprender, más bien que enviarle a
casa de cualquier otro que no ejerce semejante profesión? ¿No es en consideración a todo esto por lo
que obraremos bien al enviarle a dicho profesor?
ÁNITO. Sí.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con relación al arte de tocar la flauta y a todas las demás? Si
se quiere hacer a alguno tocador de flauta, ¿no sería una gran locura no enviarle a casa de aquellos
que hacen profesión de enseñar este arte, y que por esta razón obtienen un salario? ¿Y no lo sería,
igualmente, importunar a otros, queriendo aprender de ellos lo que no se han propuesto enseñar, y
cuando no tienen ningún discípulo en la ciencia, que quisiéramos fuese enseñada a los que enviamos
a su escuela? ¿No reconoces que sería este un gran absurdo?
ÁNITO. Sí, ciertamente; daríamos una prueba de ignorancia.
SÓCRATES. —Tienes razón. Ahora puedes deliberar conmigo sobre el objeto que desea aclarar
tu huésped Menón. Hace largo tiempo, Ánito, que descubro en él un gran deseo de adquirir esta
sabiduría y esta virtud, mediante la que los hombres gobiernan bien su familia y su patria; prestan a
sus padres los cuidados a los que son acreedores, y saben recibir y despedir a los ciudadanos y a los
extranjeros de una manera digna de un hombre de bien. Dime ahora a quién es conveniente enviarle,
para que aprenda esta virtud. ¿No es evidente que, conforme a lo que dijimos antes, debe enviársele a
casa de aquellos, que hacen profesión de enseñar la virtud, y que se prestan públicamente a ser
maestros de todos los griegos que quieran aprender; fijando para esto un salario que exigen de sus
discípulos?
ÁNITO. ¿Y quiénes son esos maestros, Sócrates?
SÓCRATES. —Tú sabes, como yo, sin duda, que son los que se llaman sofistas.
ÁNITO. —¡Por Heracles! Habla mejor, Sócrates. Yo espero que ninguno de mis parientes, ni de
mis aliados, ni de mis amigos, conciudadanos o extranjeros, será tan insensato que vaya a perderse al
lado de tales gentes. Son manifiestamente una peste y un azote para todos los que con ellos tratan.
SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices, Ánito? ¡Cómo! ¿Entre los que hacen profesión de ser útiles a
los hombres, solo los sofistas habrán de diferenciarse de los demás; puesto que no solo no hacen
mejor lo que se les confía, como hacen los otros, sino que lo empeoran? ¿Y se atreven a exigir por
esto dinero? En verdad, no sé cómo puedo dar fe a tus palabras; porque yo conozco un hombre,
Protágoras, que ha amontonado con el oficio de sofista más dinero que Fidias, de quien poseemos tan
preciosos cuadros, y que diez estatuarios más. Sin embargo, lo que dices es bien extraño. Es singular
que los que echan remiendos a trajes y calzados, devolviéndolos peores a sus dueños, al notarlo estos
al cabo de treinta días, se desacreditan y perecen de hambre; y que de Protágoras, que ha corrompido
a los que trataban con él y los ha hecho peores después de recibir sus lecciones, nada haya
sospechado Grecia entera, y esto en el largo espacio de cuarenta años; puesto que creo que ha muerto
a los setenta, después de ejercer durante cuarenta su profesión, habiendo gozado en todo este tiempo
y hasta ahora de gran reputación. Y no solo Protágoras, sino también otros que han vivido antes que
él, y otros que aún viven. Suponiendo la verdad de lo que dices, ¿qué debe pensarse de ellos? ¿Que
engañan y corrompen con pleno conocimiento a la juventud, o que no conocen el daño que hacen?
¿Consideraremos insensatos hasta este punto a hombres que, en la mente de muchos, pasan por unos
sabios personajes?
ÁNITO. —Bien lejos están de ser insensatos, Sócrates. Los insensatos son los jóvenes que les dan
dinero; y más insensatos aún los padres de estos jóvenes, que se los confían; y más que todos, las
ciudades que permiten entrar en ellas a tales hombres, y que no arrojen a todo ciudadano o extranjero
que se consagre a semejante profesión.
SÓCRATES. —¿Te ha hecho daño, Ánito, alguno de esos sofistas? ¿Qué razón tienes para estar
de tan mal humor con ellos?
ÁNITO. —¡Por Zeus! Jamás he tenido trato con ellos; y no consentiría que ninguno de los míos
se les aproximase.
SÓCRATES. —¿Luego no conoces por experiencia a estos hombres?
ÁNITO. —¡Y ojalá no haga nunca tal experiencia!
SÓCRATES. —Y no teniendo experiencia de una cosa, querido mío, ¿cómo puedes saber si es
buena o mala?
ÁNITO. —Muy bien. En todo caso, los haya experimentado o no, los conozco y sé lo que son.
SÓCRATES. —¿Quizá eres adivino, Ánito? Porque según te explicas, me sorprendería si pudieras
saberlo de otra manera. Sea lo que quiera, no busquemos hombres a cuyo lado iría Menón, para
volver peor; y si los sofistas son de estas condiciones, como tú dices, dejémoslos aparte. Pero por lo
menos, aconséjanos, y harás este servicio a un amigo de tu familia, acerca de la persona a que se ha
de dirigir Menón en una población tan numerosa como Atenas, para llegar a ser digno de estimación
en el género de virtud que te acabo de mencionar.
ÁNITO. —¿Por qué no le indicas tú mismo?
SÓCRATES. —Yo le he designado todos los que tenía por maestros de la virtud; pero si he de
darte crédito, nada vale todo lo que he dicho, y sin duda no te engañas en tu juicio. Por lo tanto,
desígnale a tu vez algún ateniense a quien haya de dirigirse; el primero que te se ocurra.
ÁNITO. —¿Pero hay necesidad de que yo designe alguno en particular? Basta dirigirse al primer
ateniense virtuoso; no hay uno que no pueda hacerle (un hombre) mejor que lo harían los sofistas, si
escucha sus consejos.
SÓCRATES. —Pero estos hombres virtuosos, ¿se han hecho tales por sí mismos, sin haber
recibido lecciones de nadie? Y en este caso, ¿pueden enseñar a los demás lo que ellos no han
aprendido?
ÁNITO. —Creo que han recibido su instrucción de los que les han precedido, que eran
igualmente virtuosos. ¿Crees que esta ciudad no ha producido gran número de ciudadanos, estimables
por su virtud?
SÓCRATES. —Creo, Ánito, que en esta ciudad hay grandes hombres de Estado, y que los ha
habido siempre. ¿Pero han sido los maestros de su propia virtud? Porque esto es lo que tratamos de
averiguar, y no si hay o no hay hombres virtuosos, ni si los ha habido en otro tiempo. Lo que hace
rato examinamos es si la virtud puede ser enseñada; y este examen nos lleva a indagar si los hombres
grandes de ahora y de los tiempos pasados, han tenido el talento de comunicar a otros la virtud en la
que ellos sobresalían; o si esta virtud no puede trasmitirse a nadie, ni pasar, por vía de enseñanza, de
un hombre a otro. He aquí la cuestión que hace tiempo nos ocupa a Menón y a mí. Mira tú mismo la
cuestión bajo este punto de vista, según tu propio modo de ver. ¿No convendrás en que Temístocles
era un hombre de bien?
ÁNITO. —Sí, ciertamente; cuanto se puede ser.
SÓCRATES. —¿Y, en consecuencia, que si alguno pudiera dar lecciones de su propia virtud, este
hombre era un excelente maestro de la suya?
ÁNITO. —Creo que sí, si hubiera querido.
SÓCRATES. —¿Pero crees que no haya querido hacer virtuosos a otros ciudadanos, y
principalmente a su hijo? ¿O piensas que por envidia o con intención no quiso trasmitir a nadie la
virtud en que sobresalía? ¿No has oído decir que Temístocles enseñó a su hijo Cleofanto a ser un
buen jinete? Así es que se sostenía de pie en un caballo, lanzando dardos en esta postura, y haciendo
otros movimientos de maravillosa destreza, que su padre le había enseñado; y de igual modo le hizo
decíabil en todas las demás cosas, que enseñan los mejores maestros. ¿No has oído referir esto a los
ancianos?
ÁNITO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Seguramente no puede decirse que su hijo no tuviera disposiciones naturales?
ÁNITO. —No, probablemente.
SÓCRATES. —¿Pero has oído nunca a ningún ciudadano, viejo o joven, que Cleofanto, hijo de
Temístocles, haya sido decíabil en las mismas cosas que su padre?
ÁNITO. —En eso, no.
SÓCRATES. —¿Podremos creer que haya querido que su hijo aprendiese todo lo demás, y que no
se hiciese mejor que sus conciudadanos en la ciencia que él poseía, si la virtud pudiese por su
naturaleza ser enseñada?
ÁNITO. —No, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —Ya ves qué maestro de virtud ha sido este hombre, que, según tu misma confesión,
ocupa un lugar distinguido entre los más famosos del siglo precedente. Fijémonos en otro; en
Aristides, hijo de Lisímaco. ¿Confesarás que este fue un hombre virtuoso?
ÁNITO. —Sí, y muy virtuoso.
SÓCRATES. —Aristides dio igualmente a su hijo Lisímaco una educación tan buena, como
ninguna otra, en todo lo que depende de maestros; ¿y te parece que le haya hecho más hombre de bien
que cualquiera? Tú le has tratado, y sabes lo que es.[7] Veamos, si quieres, a Pericles, este hombre de
mérito tan extraordinario. Sabes que educó a dos hijos, Paralos y Jantipo.
ÁNITO. —Sí.
SÓCRATES. —Tampoco ignoras que los hizo tan buenos jinetes como los mejores de Atenas, y
que les instruyó en la música, en la gimnasia y en todo lo perteneciente al arte, hasta el punto de que a
nadie cedían en habilidad. ¿No quiso también hacerlos hombres virtuosos? Lo quiso, sin duda; pero
al parecer esto no puede enseñarse. Y para que no te figures que esto solo ha sido imposible a un
pequeño número de atenienses, y de los más oscuros, repara en que Tucídides educó igualmente a sus
hijos, Melesías y Stéfanos: que los instruyó muy bien en todo lo demás; particularmente en la lucha,
en la que eran más diestros que todos los atenienses. Confió el uno a Jantias, y el otro a Eudoro, que
pasaban por los dos mejores luchadores de aquel tiempo. ¿No te acuerdas de esto?
ÁNITO. —Sí, por haberlo oído.
SÓCRATES. —¿No es claro que Tucídides, que hizo aprender a sus hijos cosas que le
comprometían a grandes gastos, de ningún modo hubiera descuidado enseñarles a ser virtuosos,
cuando nada le hubiera costado, si la virtud puede enseñarse? Tucídides, me dirás quizá, era un
ciudadano común; no tenía entre los atenienses y sus aliados muchos amigos. Por el contrario, era de
una gran familia, y tenía mucho crédito en su ciudad y entre los demás griegos; de suerte que, si la
virtud hubiera podido enseñarse, hubiera encontrado fácilmente alguno, ya entre sus conciudadanos,
ya entre los extranjeros, que hubiera enseñado la virtud a sus hijos, dado el caso que el cuidado de los
negocios públicos no le dejasen tiempo para hacerlo por sí. Pero, mi querido Ánito, temo mucho que
la virtud no pueda ser enseñada.
ÁNITO. —Por lo que veo, Sócrates, hablas mal de los hombres con demasiada libertad. Si quieres
escucharme, te aconsejaría que fueras más reservado; porque si es fácil en cualquiera otra ciudad
hacer más mal que bien a quien uno quiera, en esta es mucho más fácil. Yo creo que tú sabes ciertas
cosas.
SÓCRATES. —Menón, me parece que Ánito está incomodado, y no me sorprende; porque se
imagina que hablo mal de estos hombres grandes, y además hace gala de ser él uno de ellos. Pero si
llega alguna vez a conocer lo que es hablar mal, dejará de enfadarse; al presente lo ignora. Dime,
pues, Menón; ¿no tenéis entre vosotros hombres virtuosos?
MENÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y bien, ¿quieren servir de maestros a los jóvenes? ¿Se reconocen tales maestros
de virtud, y admiten que la virtud pueda enseñarse?
MENÓN. —¡No, por Zeus!, Sócrates; pero les oirás decir tan pronto que la virtud puede
enseñarse, como que no puede.
SÓCRATES. —¿Y tendremos por maestros de virtud a los que no están aún conformes en que la
virtud pueda tener maestros?
MENÓN. —Yo no lo pienso, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero los sofistas mismos, que son los únicos que se la echan de maestros de la
virtud, ¿lo son a juicio tuyo?
MENÓN. —Lo que me agrada sobre todo en Gorgias, Sócrates, es que nunca se le oyó prometer
cosa semejante; por el contrario, se burla de los otros, porque se alaban de enseñar la virtud. Él se
precia solo de su capacidad, para hacer decíabil a cualquiera en el arte de la palabra.
SÓCRATES. —¿Luego no crees que los sofistas son maestros de virtud?
MENÓN. —No sé qué responderte, Sócrates; en este punto estoy en el mismo caso que otros
muchos, y tan pronto me lo parecen, como no.
SÓCRATES. —¿Sabes que no sois los únicos, tú y los demás políticos, los que pensáis tan pronto
que la virtud puede enseñarse como que no puede, y que el poeta Teognis dice lo mismo?
MENÓN. —¿En qué versos?
SÓCRATES. —En sus elegías, donde dice: Bebe, come con los que gozan de gran crédito:
mantente cerca de ellos y trata de agradarles; porque aprenderás cosas buenas, comunicándote con
los buenos; pero si te comunicas con los malos, perderás hasta lo que tienes de racional.[8] Ya ves que
en estos versos habla como si la virtud pudiera enseñarse.
MENÓN. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —Pero he aquí otros un poco diferentes: Si se pudiese dar al hombre la inteligencia;
y luego añade, hablando de los que fueran capaces de darla: Sacarían por todas partes grandes sumas
de dinero. Nunca el hijo de un padre virtuoso se haría malo, si escuchaba sus sabios consejos. Pero no
harás a fuerza de lecciones hombre de bien a un malvado. ¿Observas cómo se contradice sobre el
mismo asunto?
MENÓN. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —¿Puedes citarme una cosa que dé lugar a que los que hacen profesión de enseñarla,
lejos de ser mirados en este punto como maestros de los demás, sean considerados, por el contrario,
como que no la saben, y pasen por malos respecto de esa cosa misma, en la que se jactan de ser
maestros; y a que aquellos mismos a quienes unánimemente se tiene por hombres de bien y por
decíabiles, digan tan pronto que puede enseñarse, como que no puede? ¿Reconocerás por maestro, en
cualquier materia que sea, al hombre que tan en desacuerdo está consigo mismo?
MENÓN. —¡No, por Zeus!
SÓCRATES. —Entonces, si ni los sofistas, ni los mismos hombres de bien son maestros de
virtud, es claro que otros lo serán menos.
MENÓN. —Es evidente.
SÓCRATES. —Pero si no hay maestros, no puede haber discípulos.
MENÓN. —Me parece lo que a ti.
SÓCRATES. —Pero estamos conformes en que una cosa, que no tiene maestros, ni discípulos, no
puede enseñarse.
MENÓN. —Sí, estamos conformes.
SÓCRATES. —Por ninguna parte vemos un maestro de virtud.
MENÓN. —Es cierto.
SÓCRATES. —Puesto que no tiene maestros, tampoco tiene discípulos.
MENÓN. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Por consiguiente, la virtud no puede enseñarse.
MENÓN. —No hay trazas de que pueda serlo, si nos damos por convencidos, como es preciso,
por el resultado de este examen. Sin embargo, Sócrates; yo no comprendo que no haya hombres
virtuosos; o si los hay, no entiendo de qué manera se han hecho tales.
SÓCRATES. —Menón, resulta, que ni tú ni yo somos bastante decíabiles, y que hemos sido mal
instruidos, tú por Gorgias, y yo por Pródico. Por consiguiente, es preciso que nos consagremos con
todo cuidado a nosotros mismos antes que a ninguna otra cosa, y que busquemos alguno que nos
haga mejores por cualquier medio que sea. Al decir esto, tengo en cuenta la discusión en que
acabamos de entrar; y encuentro que es hasta ridículo para nosotros no haber notado que la ciencia
no es el único medio para poner los hombres en estado de conducir bien sus negocios; o quizá que,
aun cuando no concediéramos que la ciencia sea el único medio de conducir bien sus negocios, y que
hay otro medio, no por eso conoceríamos mejor la manera como se forman los hombres virtuosos.
MENÓN. —¿Qué quieres decir con eso, Sócrates?
SÓCRATES. —Lo siguiente. Hemos tenido razón para confesar que los hombres virtuosos deben
ser útiles, y que no puede menos de ser así. ¿No es esto?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —También hemos convenido con razón en que no serán útiles, sino en tanto que
conduzcan bien sus negocios.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Pero parece que hemos incurrido en un error al decir que no pueden gobernarse
bien los negocios sin que medie una ciencia.
MENÓN. —¿Por qué hemos incurrido en error?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo. Si alguno sabiendo el camino de Larisa o cualquier otro, se
situase en el mismo camino, y sirviese de guía a otros; ¿no es cierto que les conduciría bien?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y si otro conjeturase con exactitud cuál era el camino, aunque no hubiera pasado
por él ni lo supiese; ¿no conduciría también bien?
MENÓN. —Seguramente.
SÓCRATES. —Y teniendo el uno una mera opinión y el otro un pleno conocimiento del mismo
objeto, no será peor conductor el primero que el segundo, aun cuando conozca la verdad, no por la
ciencia, sino por conjetura.
MENÓN. —Verdaderamente no.
SÓCRATES. —Por consiguiente, la conjetura verdadera dirige también como la ciencia con
respecto a la rectitud de una acción. Y he aquí lo que hemos omitido en nuestra indagación en
relación a las propiedades de la virtud; pues hemos dicho que solo la ciencia enseña a obrar bien,
cuando la conjetura verdadera produce el mismo efecto.
MENÓN. —Así parece.
SÓCRATES. —Por lo tanto, la conjetura verdadera no es menos útil que la ciencia.
MENÓN. —Sin embargo, Sócrates, es menos útil en cuanto a que el que posee la ciencia,
consigue siempre su objeto; mientras que el que solo se guía de la conjetura, unas veces llega a su
término, y otras veces se extravía.
SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices? Cuando la conjetura es verdadera y se persevera en ella, ¿no
se llega siempre al objeto en cuanto uno se dirige por esta misma opinión?
MENÓN. —Eso me parece incontestable. Pero siendo así, estoy sorprendido, Sócrates, de que se
haga más caso de la ciencia que de la conjetura recta, y de que sean dos cosas diferentes.
SÓCRATES. —¿Sabes de dónde procede tu asombro; o quieres que yo te lo diga?
MENÓN. —Dímelo.
SÓCRATES. —Es que no has fijado tu atención en las estatuas de Dédalo; quizá no las tenéis
vosotros.
MENÓN. —¿Por qué dices eso?
SÓCRATES. —Porque estas estatuas, si no se las detiene por medio de un resorte, se escapan y
huyen; mientras que, cuando se las detiene con el resorte, se mantienen firmes.
MENÓN. —¿Y qué resulta?
SÓCRATES. —No es una gran cosa tener alguna de estas estatuas que se escapan, como un
esclavo que huye, porque no subsisten en un punto. Pero respecto a las que permanecen fijas por
medio del resorte, son de mucho valor; y se las considera verdaderamente como obras maestras de
arte. ¿Y por qué traigo esto a colación? Para explicarte lo que es la opinión o conjetura. En efecto; las
opiniones verdaderas, mientras subsisten firmes, son una buena cosa, y producen toda clase de
beneficios. Pero son de suyo poco subsistentes, y se escapan del alma del hombre; de suerte que no
son de gran precio, a menos que no se la fije por el conocimiento razonado en la relación de causa a
efecto. Esto es, mi querido Menón, lo que antes llamábamos reminiscencia. Estas opiniones así
ligadas, se hacen por lo pronto conocimientos, y adquieren después estabilidad. He aquí por dónde la
ciencia es más preciosa que la opinión, y cómo difiere de ella por este encadenamiento.
MENÓN. —¡Por Zeus! Parece, Sócrates, que así debe ser, poco más o menos.
SÓCRATES. —Tampoco hablo yo como un hombre que sabe, sino que conjeturo. Sin embargo,
cuando digo que la opinión verdadera es distinta de la ciencia, no creo positivamente que sea esta una
conjetura. Tengo conocimiento de muy pocas cosas, pero sí puedo alabarme de tenerlo en algunas; y
puedo asegurar que esta es una de ellas.
MENÓN. —Tienes razón, Sócrates.
SÓCRATES. —Y bien, ¿no tengo razón, para sostener que la opinión verdadera, que dirige una
empresa, la llevará a cabo tan bien como la ciencia?
MENÓN. —Creo que en eso dices verdad.
SÓCRATES. —Por consiguiente, la opinión no es ni inferior a la ciencia, ni menos útil con
relación a las acciones; y en este concepto, el que tiene una opinión verdadera, no cede en nada al que
tiene la ciencia.
MENÓN. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Pero hemos convenido en que el hombre virtuoso es útil.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, puesto que los hombres virtuosos y útiles a los Estados, si los
hay, son tales, no solo por la ciencia, sino también por la opinión verdadera; y que ni la una ni la
otra, ni la ciencia, ni la opinión, son un presente de la naturaleza, sin que por otra parte puedan
adquirirse ¿O juzgas tú acaso que la una o la otra sean un don de la naturaleza?
MENÓN. —No lo pienso así.
SÓCRATES. —Puesto que no se reciben de la naturaleza, los hombres virtuosos no lo son
naturalmente.
MENÓN. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Viendo que la virtud no era natural al hombre, hemos examinado después si podía
enseñarse.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —¿No hemos creído que podía enseñarse si era lo mismo que la ciencia?
MENÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y que en cambio es lo mismo que la ciencia, si puede enseñarse?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Y que si había maestros de virtud, podía enseñarse; y que si no los había, no
podía?
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Pero convinimos en que no hay maestros de virtud.
MENÓN. —Es cierto.
SÓCRATES. —Por consiguiente, hemos sentado, como una verdad, que no puede enseñarse, y
que no es una ciencia.
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Hemos confesado también que es un bien.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Y que lo que se dirige al bien es bueno y útil.
MENÓN. —Sí.
SÓCRATES. —Y que solo dos cosas dirigen al bien: la opinión verdadera y la ciencia, con cuyo
auxilio el hombre se conduce bien; porque lo que hace el azar no es efecto de una dirección humana;
y solo dirigen al hombre hacia lo bueno estas dos cosas: la conjetura verdadera y la ciencia.
MENÓN. —Yo pienso lo mismo.
SÓCRATES. —Por lo tanto, puesto que la virtud no puede enseñarse, no se adquiere con la
ciencia.
MENÓN. —Parece que no.
SÓCRATES. —De estas dos cosas buenas y útiles, he aquí entonces una que es necesario dejar a
un lado; y resulta que la ciencia no puede servir de guía en los negocios políticos.
MENÓN. —Me parece que no.
SÓCRATES. —Por consiguiente, no fue a causa de su sabiduría, puesto que ellos mismos no eran
sabios, que Temístocles y los otros citados antes por Ánito gobernaron los Estados; y por esta razón
no han podido comunicar a los demás lo que eran ellos mismos, porque no eran tales por la ciencia.
MENÓN. —Parece que así ha debido ser.
SÓCRATES. —Si no es la ciencia, solo la conjetura verdadera puede ser la que dirige a los
políticos en la buena administración de los Estados; y entonces, en razón de conocimientos, en nada
se diferencian de los profetas y de los adivinos inspirados. En efecto, estos anuncian muchas cosas
verdaderas, pero no saben ninguna de las cosas de que hablan.
MENÓN. —Es probable que así suceda.
SÓCRATES. —¿Pero no conviene, Menón, llamar adivinos a los que, estando desprovistos de
inteligencia, consiguen el triunfo en las cosas grandes, que hacen o que dicen?
MENÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Tendremos, por lo tanto, razón para llamar divinos a los profetas y adivinos de
que se acaba de hablar, así como a todos los que tienen genio poético; y no tendremos menos razón
para conceder este título a los políticos, que debemos mirar como hombres llenos de entusiasmo,
inspirados y animados por la Divinidad, cuando triunfan en los grandes negocios, sin tener ninguna
ciencia acerca de lo que dicen.
MENÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Asíes que las mujeres, Menón, llaman divinos a los hombres virtuosos; y los
lacedemonios, cuando quieren hacer elogio de un hombre de bien, dicen: es un hombre divino.
MENÓN. —Parece, Sócrates, que tienen razón; aunque quizá a Ánito ofenda lo que dices.
SÓCRATES. —No me importa ya; conversaré con él en otra ocasión, Menón. Por lo que a
nosotros toca, si en este discurso hemos examinado la cuestión, y hemos hablado como debíamos, se
sigue que la virtud no es natural al hombre, y que no puede aprenderse, sino que llega por influencia
divina a aquellos en quienes se encuentra, sin conocimiento de su parte; a menos que se nos muestre
algún político, que sea capaz de comunicar su habilidad a otro. Si llega a encontrarse uno, diremos de
él, que es entre los vivos lo que Tiresias entre los muertos, si hemos de creer a Homero, que dice de
este adivino: Que es el único sabio en los infiernos, y que los demás no son más que sombras errantes
a la aventura.[9] En la misma forma, semejante hombre sería, respecto de los demás, en lo relativo a
la virtud lo que la realidad es a la sombra.
MENÓN. —Me parece perfectamente dicho, Sócrates.
SÓCRATES. —Resulta, por consiguiente, de este razonamiento, Menón, que la virtud viene por
un don de Dios a los que la poseen. Pero nosotros no sabremos la verdad sobre esta materia, sino
cuando, antes de examinar cómo la virtud se encuentra en los hombres, emprendamos indagar lo que
ella es en sí misma. Pero es tiempo ya de que me vaya a otra parte. Con respecto a ti, persuade a tu
huésped Ánito, y convéncele de lo mismo de que tú estás persuadido, para que así sea más tratable.
Además, si lo consigues, harás un servicio a los atenienses.
CRÁTILO
Argumento[1] del Crátilo[2]
por Patricio de Azcárate

Los nombres tienen una propiedad; es natural o de pura convención; si es natural, ¿en qué
consiste? Tal es el problema que Platón se propone aclarar en este diálogo.
En la primera parte, que es la más larga, prueba, contra Hermógenes, que los nombres tienen un
valor intrínseco, una significación independiente de la voluntad de los que los emplean; que
representan la esencia de las cosas, y que la representan por sus elementos; los derivados por los
primitivos, y estos por las silabas y las letras.
En la segunda, precisa a Crátilo, que abunda en este sentido, a poner a esta doctrina cierto número
de restricciones, sin las cuales no sería verdadera, ni estaría dentro de los límites debidos. He aquí los
pormenores.
I. Los nombres no son arbitrarios. Hay, en efecto, discursos verdaderos y discursos falsos; de
donde se sigue que hay nombres verdaderos, a saber, los que forman parte de los discursos
verdaderos; y nombres falsos, a saber, los que forman parte de los discursos falsos. ¿Cómo podría
ser esto posible, si los nombres no estuviesen en cierta relación con las cosas, y si su razón de ser
dependiese solo del capricho del inventor?
Hayan dicho lo que quieran Protágoras y Eutidemo, las cosas subsisten en sí mismas según su
esencia y su constitución natural.
Lo mismo sucede con sus acciones, que son especies de seres. Tienen una naturaleza especial; y
no pueden ser bien hechas, sino a condición de que el que las hace se conforme con la naturaleza de
las mismas. No se corta con cualquier cosa y de cualquier manera; no se puede cortar sino con
ciertos instrumentos y de una cierta manera. En otro caso, o no se corta o se corta mal.
Lo mismo sucede para hablar; lo mismo para nombrar.
No se nombrarán verdaderamente las cosas, si no se tiene en cuenta su naturaleza, y si no se
emplea el instrumento conveniente. Este instrumento es el nombre. Y como el nombre está hecho para
enseñar, es decir, para representar las cosas, es preciso que el legislador, que es el artífice, forme,
con los sonidos y las sílabas, nombres que convengan a las cosas; no precisamente que esté precisado
a valerse de tales sonidos y de tales sílabas, sino que debe reproducir con los sonidos y sílabas de las
que se sirve, el modelo, es decir, el objeto. Es preciso además, que realice este trabajo bajo la
vigilancia del dialéctico, único juez competente para juzgar de la calidad de los nombres, porque él
es el que los usa. Por donde se ve que la formación de los nombres no es absolutamente obra del
azar; y que, lejos de no tener relación con las cosas, tienen, por el contrario, con ellas una real y
necesaria analogía. Luego los nombres tienen una propiedad natural.
¿Cuál es esta propiedad natural? Aparece visiblemente en el nombre de Astiánax, que significa el
que manda en la ciudad; y en el de Héctor, que significa el que es jefe. Estos dos nombres nos
prueban, como nos demostrarán otros mil, que el nombre es el signo de la cosa nombrada, porque
representa su esencia; que los seres semejantes llevan nombres semejantes; semejantes, no por las
sílabas y las letras, sino por su virtud expresiva. Por el contrario; los seres diferentes, aun cuando
fuesen el uno el padre y el otro el hijo, deben ser llamados con nombres diferentes; y si son opuestos,
con nombres opuestos.
Así sucede en los de Orestes, personaje bravío y tosco; de Agamenón, admirable por su
perseverancia delante de Troya; de Atreo, que fue inhumano y audaz, y ultrajó la virtud; de Pélope,
que no supo ver más que lo que tenía cerca de sí, es decir, la hora presente; de Tántalo, el más
desgraciado de los hombres; de Zeus, por el que nos es dado el vivir; de Cronos, digno de ser el
padre de Zeus, puesto que es el espíritu en lo que tiene de más puro; de Urano, digno de ser el padre
de Cronos, puesto que es el que contempla las cosas desde lo alto.
Esta propiedad natural aparece en los nombres que se refieren a las cosas eternas y a la
naturaleza, tales como las siguientes: los dioses (theoi), los demonios, los héroes, los hombres
(anthrópoi), el alma (psyché), el cuerpo (soma).
Aparece en los nombres de las principales divinidades: Vesta (Hestía), Rea, Neptuno (Poseidôn),
Plutón, Ceres (Deméter), Juno (Hera), Apolo, Minerva (Athena) etc.; y en los de los seres divinos,
pero inferiores: el sol (Helios), la luna (Selene), el mes, los astros, el aire, etc.
Aparece, en fin, en los nombres, que tienen relación con la virtud, por ejemplo: la sabiduría
(phrónesis), la comprensión (sýnesis), la justicia (dikaiosýne), etc.; o con lo bueno y lo bello, por
ejemplo: lo ventajoso (xýmpheron), lo lucrativo (kerdaléon), lo provechoso (lusiteloun), etc.
Los nombres de todas estas clases son propios; y lo son naturalmente, porque hay, entre ellos y
sus objetos, una natural conformidad. Si algunas veces es preciso rebuscar esta conformidad, consiste
en que los nombres han sido más o menos modificados y alterados por la acción del tiempo, o por el
capricho del uso, o por una frívola delicadeza del oído, que sacrifica el sentido a la armonía. Si a
veces se nos escapa, consiste en que algunos nombres tienen sin duda su origen en otros dialectos,
que apenas comprendemos, o en la lengua de los bárbaros que no conocemos.
Pero todas las palabras de las que hemos hablado hasta ahora, están formadas por la combinación
de otras muchas más simples; y si estas palabras más simples no lo son absolutamente, si encierran
aún otras más simples, y estas todavía otras, no se podrá menos de llegar, de descomposición en
descomposición, a palabras indescomponibles, a palabras primitivas. ¿En qué consiste la propiedad
natural de las primitivas? Las derivadas representan la esencia de las cosas por medio de las
primitivas, que son como otros tantos rasgos de un dibujo, o los colores de un cuadro. Pero las
primitivas, ¿cómo la representan? ¿Por qué procedimiento? ¿Mediante qué artificio?
Todo el mundo sabe que los mudos expresan las cosas con la mano, imitándolas por medio de
gestos. Nosotros las expresamos por la lengua, imitándolas por la voz. Pero es preciso distinguir
muchas clases de imitación. Todos los objetos tienen una forma, un color, un sonido cuando se les
golpea; el nombre no es la imitación, ni de esta forma, ni de este color, ni de este sonido. Los objetos
tienen también, además de estas y otras cualidades, una esencia; el nombre es la imitación de esta
esencia. Y como el nombre se compone en último análisis de sílabas y de letras, es la imitación de la
esencia de las cosas por medio de las sílabas y de las letras.
Las palabras primitivas imitan, pues, la esencia de las cosas con las letras; como las derivadas la
representan con las primitivas.
¿Cómo podrían imitarla, si no lo hiciesen con letras? Por otra parte, que se examinen las letras
sin preocupación, de buena fe, y se encontrará que tienen esta virtud imitativa. Y así la letra rho (ρ)
que obliga a la lengua a moverse y a vibrar con rapidez, expresa natural y perfectamente todas las
acciones en que el movimiento desempeña el principal papel, como en correr (rhein), en golpear
(kroúein), moler en (thryptein). Las silbantes sigma, xi, psi, dseda (σ, ξ, ψ, ζ), por su naturaleza,
expresan perfectamente la idea de soplo en psychrón (frío), xéon (ardimiento) seismós (agitación). La
lambda (λ) que la lengua articula deslizándose, pinta exactamente el objeto por la palabra en leìon
(liso), liparón (reluciente), kol-lôdes (viscoso). En todos los casos y siempre, la letra por sí misma, o
por la sílaba en que predomina, pinta, imita; y, en fin, representa la esencia de las cosas.
Tal es la propiedad de las palabras primitivas; tal es la de las palabras derivadas; tal es la de los
nombres en general.
II. Pero no debe darse un sentido demasiado absoluto a las consideraciones precedentes. En una
lengua no son todos los nombres una perfecta imagen de su objeto. Con los legisladores, es decir,
con los artífices de nombres, sucede lo que con los pintores, arquitectos y artistas en general; unos
son mejores, otros no tan buenos. De donde se deduce, como rigurosa consecuencia, que entre los
nombres hay unos mejor formados y más exactos; y otros no tan bien formados y menos exactos.
Porque sería una verdadera puerilidad pretender que todos los nombres son igualmente exactos,
por la sola razón de que el nombre, que carece de exactitud, no es nombre. ¿No es preciso reconocer
que un nombre es una imagen, lo mismo que una pintura, aunque de distinto género? ¿Y no debe
entonces suceder con el nombre, comparado con el objeto, lo que con la pintura, comparada con el
modelo? Se le parece o no se le parece; o se le parece más o menos. Es, por lo tanto, más o menos
exacto, más o menos verdadero, más o menos propio; según que es más o menos semejante; según
que es más o menos bien hecho: según que es obra de un legislador más o menos entendido.
El legislador, al formar un nombre, compone con letras y sílabas una imagen; a la manera que el
pintor, al hacer un cuadro, la compone con formas y colores. Todos los cuadros están lejos de tener
un valor igual, porque todos los pintores no eligen bien las formas y los colores; y por la misma
razón, todos los nombres están lejos de tener igual propiedad, porque todos los legisladores no
hacen una buena e igual elección de las letras y de las sílabas.
Así puede suceder que se encuentre en una palabra una letra que no convenga, y una palabra en
una frase, y una frase en un discurso. La palabra, la frase y el discurso no dejan de tener cierta
exactitud, porque representan todavía en su esencia, aunque imperfectamente, las cosas de que son
expresión natural.
Pero hay más; no es todo natural en el lenguaje. Hay que dar al uso una parte, es decir, a la
convención. Y así en la palabra sklerón, figura la lambda (λ), que no expresa por entero la rudeza; así
como la rho (ρ), que, por el contrario, la expresa perfectamente. Sin embargo; damos aquí el mismo
sentido a la lambda que a la rho; ¿por qué? Porque sabemos todos que queremos representar lo
mismo por la primera que por la segunda de estas letras, la idea de rudeza. En esto consiste el uso,
cuya condición es representar un objeto por una letra o una palabra, que no se le parece. No es menos
cierto que el nombre mejor hecho es el que se compone enteramente, o por lo menos en gran parte,
de elementos semejantes a las cosas.
Aun cuando las lenguas fueran perfectas, y no contuvieran nada artificial, no se seguiría de aquí
que con solo saber los nombres se sabrían ya las cosas. En efecto, ¿quiénes son los inventores de los
nombres? Los hombres. Pero estos han podido engañarse, y al representar las cosas por los nombres,
han podido representarlas de otra manera de como son. Se responderá, quizá, que todos los nombres
griegos se refieren a la teoría del movimiento universal. Esto no probaría que los inventores de los
nombres griegos no se hayan engañado; sino que probaría más bien que han sido consecuentes en la
verdad, como en el error. Pero tampoco es cierto que todos los nombres griegos se refieran a una
misma doctrina, como que unos han defendido la del movimiento y otros la del reposo.
Por otra parte, es trastornar la verdadera relación de los términos y caer en un círculo vicioso,
querer derivar la ciencia de las cosas de la de los nombres; puesto que los nombres, en el instante de
la invención, suponen conocidas las cosas. En efecto; ¿cómo imitar, mediante un nombre, la esencia
de un objeto, si se ignora esta esencia? El autor de los primeros nombres tenía la ciencia de las cosas
sin los nombres. Las cosas pueden ser conocidas en sí mismas. Digamos mejor: no pueden
verdaderamente ser conocidas sino en sí mismas. Reflexiónese bien, y se comprenderá que
estudiando lo que no es la cosa misma, es imposible conocer las mismas cosas. Se puede discutir
sobre el método que debe seguirse en el estudio de las cosas, pero no sobre la materia de este estudio;
porque es preciso estudiar las cosas en las cosas.
Si no me engaño, este análisis, escrupulosamente fiel, prueba sin duda que el Crátilo tiene un
fundamento sólido y un objeto serio. No se hubiera empleado tanta constancia, método, fuerza y
razón, si no tuviera este carácter. No vemos que Proclo (ni ninguno de sus predecesores, puesto que
él nada dice de ellos) se haya preguntado a sí mismo si este diálogo es un entretenimiento del espíritu
o un estudio filosófico. Esta cuestión ha sido suscitada por los modernos, es decir, por lectores
distraídos y ansiosos de concluir pronto.
En general, se tiene un juicio equivocado acerca del carácter del Crátilo, porque se juzga también
inexactamente su objeto.
Las dos terceras partes de este diálogo se componen de etimologías, y algunas muy extrañas; y
como se fijan particularmente en ellas y en su extrañeza se olvidan de todo lo demás, se persuaden de
muy buena fe que Platón ha escrito el Crátilo para ofrecer expresamente al lector un entretenimiento
gramatical. Éste es un grande error.
Hay dos cosas en el Crátilo que los críticos confunden muchas veces, y que importa distinguir
con cuidado: una tesis filosófica o filológica, como se quiera, y ejemplos que sirven de explicación y
confirmación.
La tesis es que los nombres tienen una propiedad natural; que esta propiedad natural consiste en la
representación de la esencia de las cosas; que esta representación tiene lugar, en las palabras
derivadas, por medio de las primitivas; en las primitivas, por medio de las sílabas y las letras. Y todo
esto, ¿no es muy serio en sí, y no es expuesto muy seriamente por Platón? ¿No emplea toda su
dialéctica en probar que los nombres no son simples convenciones; y no emplea toda la fuerza de su
espíritu para demostrar que expresan naturalmente la esencia de las cosas; o por lo menos, la idea
que de ella han debido formarse los inventores? Esta doctrina, que ya había sido expuesta por
Pitágoras; que fue la de Epicuro; que muchos, entre los modernos, han adoptado; que aprueba el
sabio autor del artículo sobre los Signos en el Diccionario de las ciencias filosóficas; Platón, después
de haberla expuesto con todo el desarrollo que permite, ¿no la defiende contra las exageraciones que
la comprometen, declarando que si las palabras son imágenes, estas imágenes son imperfectas; que si
las lenguas son un producto de la naturaleza, son también, hasta cierto punto, obra del uso, del
capricho y del azar? Y en todos estos caracteres, ¿no reconocéis un pensamiento fijo, profundo,
filosófico, dogmático, que tiene fe en sí mismo y aspira a hacerse aceptar?
Los ejemplos son las etimologías que Platón no expone por lo que valgan ellos mismos, sino
para hacer comprender en qué consiste la propiedad de los nombres en general, y cómo pueden
representar las cosas en su esencia. No le importa que el lector acepte o deseche estas etimologías; lo
que le importa es que el lector se inspire en la idea de la virtud representativa de los nombres, y que
entre en su pensamiento. He aquí por qué pasa de una etimología a otra, sin detenerse en ninguna, sin
querer darle gran valor; abandonando él mismo algunas veces lo que acaba de proponer, y
respondiendo con una dulce sonrisa al dócil Hermógenes, cuando por casualidad califica a alguna de
inverosímil. ¿Podrá extrañarse que Platón evite una gravedad pedantesca en un asunto en el que es tan
fácil y tan común engañarse? Y la gracia de estos detalles, ¿en qué daña a la gravedad del conjunto?
Por lo demás, gravemente se equivocaría el que supusiera que Platón no cree en las etimologías
que cita. Ellas son a sus ojos perfectamente verosímiles, salvo raras excepciones. ¿Y por qué no? ¿No
dice Aristóteles muy seriamente que phantasía (fantasía) viene de phos (luz)? ¿No dice Plotino muy
seriamente que dóxa (opinión) viene paradéchomai (recibir de)? ¿Es entonces un divertimento el de
Varrón en su tratado De lingua latina?; y sin embargo, entre sus numerosas etimologías, ¿hay una
sola que no se desvanezca a impulso de la crítica más indulgente?
Pero si tomamos en serio este diálogo de Platón, como Proclo, no creemos, como él, que sea un
preliminar necesario de la filosofía platónica; y por consiguiente, una parte esencial de la misma
filosofía.
Sobre este punto confesamos que los alejandrinos nos son sospechosos, y Proclo más que ningún
otro. ¿Cómo estos filósofos, que concuerdan a Zenón con Aristóteles, a Aristóteles con Platón, no
habían de concordar a Platón con el mismo Platón? Si como eclécticos encadenan todos los sistemas
griegos, ¿es que encadenan asimismo todas las ideas platónicas? Pero no está probado que todos los
sistemas griegos no sean más que una filosofía; ni que todas las ideas platónicas no constituyan más
que una sola doctrina.
No midamos a nuestro modo a los antiguos. Nosotros tenemos un espíritu de rigor, de
consecuencia y de método, que no es de su tiempo, ni estaba en sus hábitos intelectuales. Ellos tenían
una curiosidad universal, que contrasta con nuestros gustos exclusivos y nuestras disposiciones
especiales. Nuestras ideas son menos numerosas y más ligadas; las suyas eran más variadas y menos
coherentes.
Por esto todos los filósofos de la antigüedad se han preocupado de esta cuestión del lenguaje, sin
ligar, al parecer, sus opiniones sobre este punto a sus opiniones filosóficas. Crátilo, más heraclíteo
que el mismo Heráclito, nos ofrece un ejemplo patente. ¡Cree en la relatividad universal y atribuye a
los nombres un valor absoluto!
Ciertamente no hay esta contradicción entre la teoría de Platón sobre la propiedad de los nombres
y la teoría de las ideas. Pero si la primera no choca con la segunda, por lo menos es independiente de
ella. Si no nos aleja de ella, tampoco nos acerca.
¿Cómo la ciencia de los nombres podría ser camino de la ciencia de las cosas en las creencias de
Platón? Él mismo lo niega terminantemente. Estudiando los nombres, dice, no se puede saber más
que el pensamiento de los que los han hecho; ¿y quién nos asegura que no se han equivocado?
Admitamos que los nombres sean la exacta imagen de los seres y de sus cualidades. Los primeros
inventores sabían los seres y sus cualidades sin los nombres; y ¿cómo habían llegado a conocer los
seres y sus cualidades directamente? Estudiándolos directamente.
¿No dice Platón también que la formación de los nombres es obra del legislador, vigilada por el
dialéctico? La dialéctica, es decir, la ciencia de las cosas, es por lo tanto anterior a la de los nombres.
Precisamente por esto estimamos contrario a la verdad lo que se dice en esta frase de Proclo, o de
su abreviador. «Evidentemente Platón quiere enseñar los principios de los seres y de la dialéctica:
puesto que habla al mismo tiempo de los nombres y de lo que ellos designan». No; Platón no quiere
enseñar los principios de los seres y de la dialéctica; puesto que la ciencia de los seres es
independiente de la ciencia de los nombres y la precede; toda vez que la dialéctica preside a la
formación de los nombres, y los corrige. Platón quiere una cosa mucho más sencilla: decir su
opinión sobre el lenguaje en el Crátilo;[3] como lo dice sobre la poesía en el Ion; sobre la oración
fúnebre en el Menéxeno; sobre la retórica, en el Gorgias.
Crátilo o de la propiedad de los nombres
HERMÓGENES — CRÁTILO — SÓCRATES

HERMÓGENES. —Aquí tenemos a Sócrates. ¿Quieres que lo admitamos como tercero, dándole
parte en nuestra discusión?
CRÁTILO.[1] —Como gustes.
HERMÓGENES.[2] —Ve aquí, mi querido Sócrates, a Crátilo, que pretende que cada cosa tiene un
nombre, que la es naturalmente propio; que no es un nombre aquel de que se valen algunos, después
de haberse puesto de acuerdo, para servirse de él; y que un nombre de tales condiciones solo consiste
en una cierta articulación de la voz; sosteniendo, por lo tanto, que la naturaleza ha atribuido a los
nombres un sentido propio, el mismo para los griegos que para los bárbaros. Entonces yo le he
preguntado, si Crátilo es verdaderamente su nombre o no lo es. El confiesa que tal es su nombre. ¿Y
el de Sócrates?, le dije. Sócrates, me respondió. Y respecto de todos los demás hombres, el nombre
con que los designamos, ¿es el de cada uno de ellos? No, dijo; tu nombre propio no es Hermógenes,
aunque todos los hombres te llaman así. Y aunque yo le interrogo con el vivo deseo de comprender
lo que quiere decir, no me responde nada que sea claro, y se burla de mí. Finge pensar en sí mismo
cosas, que si las hiciera conocer claramente, me obligarían sin duda a ser de su opinión, y a hablar
como él habla. Por lo tanto, si pudieses, Sócrates, explicarme el secreto de Crátilo, te escucharía con
mucho gusto; pero tendré mucho más placer aún en saber de tus labios, si consientes en ello, qué es
lo que piensas acerca de la propiedad de los nombres.
SÓCRATES. —¡Oh, Hermógenes, hijo de Hipónico!, dice un antiguo proverbio, que las cosas
bellas son difíciles de saber;[3] y ciertamente la ciencia de los nombres no es un trabajo ligero. ¡Ah!,
si yo hubiera oído en casa de Pródico [4] la demostración, a cincuenta dracmas por cabeza, que nada
deja que desear sobre esta cuestión, como lo dice él mismo, no tendría ninguna dificultad en hacerte
conocer acto seguido la verdad sobre la propiedad de los nombres; pero yo no lo oí a este precio,
pues solo recibí la lección de un dracma. Por consiguiente, no puedo saber sobre los nombres lo que
es cierto y lo que no lo es. Sin embargo; estoy dispuesto a unir mis esfuerzos a los tuyos y a los de
Crátilo, y a hacer las posibles indagaciones con vosotros. En cuanto a lo que dice de que Hermógenes
no es verdaderamente tu nombre, créelo, no es más que una broma. Sin duda entiende que,
persiguiendo constantemente la riqueza, no puedes nunca conseguirla.[5] Sea de esto lo que quiera, no
es fácil, como antes dije, ver claro en estas materias; examinemos, por lo tanto, juntos si eres tú el
que tienes razón o si es Crátilo.
HERMÓGENES: —Respecto a mí, mi querido Sócrates, después de muchas discusiones con
nuestro amigo y con muchos otros, no puedo creer que los nombres tengan otra propiedad, que la
que deben a la convención y consentimiento de los hombres. Tan pronto como alguno ha dado un
nombre a una cosa, me parece que tal nombre es la palabra propia; y si, cesando de servirse de ella,
la reemplaza con otra, el nuevo nombre no me parece menos propio que el primero. Así es que, si el
nombre de nuestros esclavos lo sustituimos con otro, el nombre sustituido no es menos propio que lo
era el precedente. La naturaleza no ha dado nombre a ninguna cosa; todos los nombres tienen su
origen en la ley y el uso; y son obra de los que tienen el hábito de emplearlos. Si este es un error,
estoy dispuesto a instruirme, y a tomar lecciones, no solo de Crátilo, sino de todo hombre entendido,
cualquiera que él sea.[6]
SÓCRATES. —Quizá dices verdad, querido Hermógenes. Examinemos el punto. ¿Basta que dé
uno un nombre a una cosa, para que este nombre sea el de esta cosa?
HERMÓGENES: —Así me lo parece.
SÓCRATES. —¿Y es indiferente que esto lo haga un particular o un Estado?
HERMÓGENES. —Es indiferente.
SÓCRATES. —Entonces, si quiero nombrar la primera cosa que se me presente, por ejemplo, lo
que llamamos hombre, llamándolo caballo; y lo que llamamos caballo, llamándolo hombre; ¿un
mismo ser tendrá el nombre de hombre para todo el mundo, y para mí solo el de caballo; y el mismo
ser tendrá el nombre de hombre para mí solo y el de caballo para todo el mundo? He aquí claramente
lo que tú dices.
HERMÓGENES. —Me parece que es así.
SÓCRATES. —Veamos; responde a lo siguiente. ¿Admites que haya algo a que tú llames
verdadero, o a que llames falso?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿existe un discurso verdadero y un discurso falso?
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿El discurso, que dice las cosas como son, es verdadero; y el que las dice como
no son, es falso?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Luego es posible decir, mediante el discurso, lo que es y lo que no es?[7]
HERMÓGENES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —El discurso verdadero, ¿es verdadero por entero, mientras que sus partes no son
verdaderas?
HERMÓGENES. —No; sus partes son verdaderas igualmente.
SÓCRATES. —¿Sus grandes partes son verdaderas, mientras que las pequeñas no lo son; o bien
lo son todas?
HERMÓGENES. —Creo que todas.
SÓCRATES. —¿Y crees tú, que haya en el discurso alguna otra parte más pequeña que el nombre?
HERMÓGENES. —Ninguna es más pequeña.
SÓCRATES. —Pero el nombre, ¿no es parte de un discurso verdadero?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Luego esta parte es verdadera por lo que tú dices?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Pero la parte de un discurso falso, ¿no es falsa?
HERMÓGENES. —Conforme.
SÓCRATES. —Luego puede decirse del nombre, que es falso o verdadero; puesto que puede
decirse esto mismo del discurso. HERMÓGENES. —Es evidente.
SÓCRATES. —Pero desde que alguno da un nombre a una cosa, ¿es verdaderamente el nombre
de esta cosa?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Luego cada cosa tendrá tantos nombres como se le asignen, y solo por el tiempo
que se les asigne?
HERMÓGENES. —Mi querido Sócrates, yo no reconozco en los nombres otra propiedad que la
siguiente: puedo llamar cada cosa con el nombre que yo le he asignado; y tú con tal otro nombre, que
también le has dado a tu vez. Así es que veo que en diferentes ciudades las mismas cosas tienen
nombres distintos, variedad que se observa lo mismo comparando griegos con griegos, que griegos
con bárbaros.
SÓCRATES. —Y bien, querido Hermógenes; ¿te parece que los seres son de tal naturaleza, que la
esencia de cada uno de ellos sea relativa a cada uno de nosotros, según la proposición de Protágoras,
que afirma que el hombre es la medida de todas las cosas; de manera que tales como me parecen los
objetos, tales son para mí; y que tales como te parecen a ti, tales son para ti? O más bien, ¿crees que
las cosas tienen una esencia estable y permanente?
HERMÓGENES. —En otro tiempo, Sócrates, no sabiendo qué pensar, llegué hasta adoptar la
proposición de Protágoras; pero no creo que las cosas pasen completamente[8] como él dice.
SÓCRATES. —Entonces, ¿has llegado alguna vez a pensar, que ningún hombre es completamente
malo?
HERMÓGENES. —No, ¡por Zeus! Me he encontrado muchas veces en situaciones que me han
hecho creer, que hay hombres completamente malos, y en gran número.
SÓCRATES. —Y bien, ¿no te parece igualmente que existen hombres completamente buenos?
HERMÓGENES. —Son bien raros.
SÓCRATES. —Pero, sin embargo, ¿los hay?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Cómo lo explicas? ¿No es que los hombres completamente buenos, son
completamente sabios; y que los hombres completamente malos, son completamente insensatos?
HERMÓGENES. —Eso es precisamente lo que yo pienso.
SÓCRATES. —Pero si Protágoras dice verdad, si es la verdad misma la proposición de que tales
como nos parecen las cosas, tales son; ¿es posible que unos hombres sean sabios, y los otros
insensatos?
HERMÓGENES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Luego, a mi parecer, estás completamente persuadido de que, puesto que existe
una sabiduría y una insensatez, es completamente imposible que Protágoras tenga razón. En efecto,
un hombre no podría nunca ser más sabio que otro, si la verdad no fuera para cada uno más que lo
que le parece.
HERMÓGENES. —Conforme.
SÓCRATES. —Pero tú tampoco admites con Eutidemo,[9] que todas las cosas son las mismas a la
vez y siempre para todo el mundo. En efecto; sería imposible que unos fuesen buenos y otros malos,
si la virtud y el vicio se encontrasen igualmente y siempre en todos los hombres.
HERMÓGENES. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Luego, si todas las cosas no son para todos de la misma manera a la vez y
siempre; y si cada objeto no es tampoco propiamente lo que parece a cada uno, no cabe la menor
duda de que los seres tienen en sí mismos una esencia fija y estable; no existen con relación a
nosotros, no dependen de nosotros, no varían a placer de nuestra manera de ver, sino que existen en
sí mismos, según la esencia que les es natural.
HERMÓGENES. —Me parece bien, Sócrates; tienes razón.
SÓCRATES. —Ahora bien; siendo los seres así, ¿pueden ser sus acciones de otra manera? O más
bien, ¿no son una especie de seres las acciones?
HERMÓGENES. —Verdaderamente, sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente; las acciones se hacen también según su propia naturaleza, y no
según queramos. Por ejemplo; he aquí una cosa que es preciso cortar: ¿la cortaremos como
queramos, y con lo que queramos? ¿No debemos, por el contrario, cortar como es natural cortar, y
como una cosa debe de ser cortada, si queremos cortar en efecto, y llevar a feliz término nuestra
operación? Y si nos ponemos en oposición con la naturaleza, ¿no nos expondremos a un chasco?
HERMÓGENES. —Ése es mi parecer.
SÓCRATES. —Y si es preciso quemar alguna cosa, no pretenderemos quemarla de cualquier
manera, sino de la que nos parezca buena; y la buena es la que se conforma con la naturaleza, que
quiere que se queme y que una cosa sea quemada de una cierta manera y con un cierto instrumento.
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Y sucede lo mismo respecto de todas las demás acciones?
HERMÓGENES. —Absolutamente lo mismo.
SÓCRATES. —Pero hablar, ¿no es también una acción?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Entonces, si alguno habla sin otra regla que su capricho, ¿hablará bien? ¿No es
preciso, por el contrario, que diga las cosas como es natural decirlas, y que sean dichas sirviéndose
del instrumento conveniente para hablar con verdad; mientras que, si procede de otra manera, se
engañará y no hará nada de provecho?
HERMÓGENES. —Creo que tienes razón.
SÓCRATES. —Pero nombrar es una parte de lo que llamamos hablar. Los que nombran, hablan;
¿no es cierto?
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Luego nombrar es una acción, puesto que hablar es una acción, que se refiere a
las cosas.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Pero nos ha parecido, que las acciones no dependen de nosotros, sino que tienen
en sí mismas una naturaleza propia.
HERMÓGENES. —Así es.
SÓCRATES. —Luego es preciso nombrar las cosas como es natural nombrarlas, y nombrarlas
con el instrumento conveniente, y no según nuestro capricho; si queremos, al menos, ser
consecuentes con nosotros mismos. Y si procedemos así, ¿nombraremos efectivamente; si no, no?
HERMÓGENES. —Así me parece.
SÓCRATES. —Veamos. ¿No decimos que el que quiere cortar tiene necesidad de lo que es
necesario para cortar?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Y el que quiere tejer, ¿tiene necesidad de lo que es preciso para tejer; y el que
quiere horadar, de lo que es preciso para horadar?
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y el que quiere nombrar, ¿tiene necesidad de lo que es preciso para nombrar?
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Qué es lo que sirve para horadar?
HERMÓGENES. —Un barreno.
SÓCRATES. —¿Y para tejer?
HERMÓGENES. —Una lanzadera.
SÓCRATES. —¿Y para nombrar?
HERMÓGENES. —Un nombre.
SÓCRATES. —Perfectamente. Luego el nombre es también un instrumento.
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y si yo te preguntare: ¿qué instrumento es la lanzadera? Aquel con que se teje,
dirías; ¿no es así?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Pero al tejer, ¿qué se hace? ¿No se separa la trama de la urdimbre, que estaban
confundidas?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Lo mismo me dirás con respecto al barreno, y a todos los demás instrumentos.
HERMÓGENES. —Absolutamente lo mismo.
SÓCRATES. —¿Y no puedes decirme otro tanto con respecto al nombre? Puesto que nombre es
un instrumento, ¿cuando nombramos, qué hacemos?
HERMÓGENES. —Eso es lo que yo no puedo explicar.
SÓCRATES. —¿No nos enseñamos algo los unos a los otros, y no distinguimos, por medio de
ellos, las maneras de ser los objetos?
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Luego el nombre es un instrumento propio para enseñar y distinguir los seres,
como la lanzadera es propia para distinguir los hilos del tejido.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —La lanzadera, ¿es un instrumento del arte de tejer?
HERMÓGENES. —¿Cómo negarlo?
SÓCRATES. —El tejedor hábil se servirá bien de la lanzadera, quiero decir, como tejedor. Y el
maestro hábil se servirá bien del nombre, quiero decir, como maestro.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Cuando el tejedor emplea la lanzadera, ¿a quién debe esta lanzadera?
HERMÓGENES. —Al carpintero.
SÓCRATES. —¿Es todo hombre carpintero, o lo es solo el que posee este arte?
HERMÓGENES. —El que posee este arte.
SÓCRATES. —El que barrena la madera, ¿a qué artesano debe el barreno de que se sirve?
HERMÓGENES. —Al herrero.
SÓCRATES. —¿Y son todos herreros, o solo el que posee este arte?
HERMÓGENES. —Solo el que posee este arte.
SÓCRATES. —Perfectamente. Y cuando se sirve del nombre el maestro, ¿de quién es la obra que
emplea?
HERMÓGENES. —Eso es lo que yo no puedo decir.
SÓCRATES. —¿No puedes decir quién nos suministra los nombres de que nos servimos?
HERMÓGENES. —No, en verdad.
SÓCRATES. —¿No te parece que es la ley la que nos los suministra?
HERMÓGENES. —Es probable.
SÓCRATES. —Luego de la obra del legislador se sirve el maestro, cuando se sirve del nombre.
HERMÓGENES. —Así lo creo.
SÓCRATES. —¿Y crees tú que todo hombre es legislador, o que lo es solo el que posee este arte?
HERMÓGENES. —Es solo el que posee este arte.
SÓCRATES. —Luego no es árbitro todo el mundo, mi querido Hermógenes, de imponer
nombres, sino que lo es solo el verdadero obrero de nombres; y este es, al parecer, el legislador, que
es de todos los artesanos el que más escasea entre los hombres.
HERMÓGENES. —Es probable.
SÓCRATES. —Pues bien; examina ahora qué es lo que el legislador debe tener en cuenta para
designar los nombres. Para este examen, ten presente lo que antes dijimos. ¿Qué es lo que el
carpintero tiene en cuenta para hacer la lanzadera? ¿No es la operación de tejer, y no atiende a la
naturaleza de esta operación?
HERMÓGENES. —Es evidente.
SÓCRATES. —Pero si la lanzadera se rompe en manos del obrero, ¿construirá otra esforzándose
en copiar la anterior, o bien se guiará por la idea que sirvió de base a su primer trabajo?
HERMÓGENES. —A mi juicio, se atendrá a esta idea.
SÓCRATES. —Y esta idea, ¿no es justo y exacto llamarla la lanzadera en sí?
HERMÓGENES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Puesto que toda tela, fina o basta, de hilo o de lana, o de cualquier otra materia, no
puede fabricarse sino con una lanzadera, es preciso que el obrero haga todas las lanzaderas según la
idea de la lanzadera; pero dando a cada una la forma que la haga más propia para cada género de
tejido.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Y lo mismo sucede con todos los demás instrumentos. Después de haber
encontrado el instrumento, naturalmente propio para cada género de trabajo, el obrero debe echar
mano de los materiales que se presten a ello, no según su capricho, sino según lo ordena la
naturaleza. Por ejemplo; es preciso saber forjar con hierro el barreno propio para cada operación.
HERMÓGENES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y en cuanto a la lanzadera, propia naturalmente para cada género de trabajo, debe
saber componerla con la madera que corresponda.
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Porque a cada género de tejido corresponde naturalmente una cierta lanzadera; y
lo mismo sucede en todo lo demás.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente; es preciso, mi excelente amigo, que el legislador sepa formar,
con sonidos y sílabas, el nombre que conviene naturalmente a cada cosa; que forme y cree todos los
nombres, fijando sus miradas en el nombre en sí; si quiere ser un buen instituidor de nombres.
Porque todos los legisladores no formen cada nombre con las mismas sílabas, no por eso debe
desconocerse esta verdad. Todos los herreros no emplean el mismo hierro, aunque hagan el mismo
instrumento para el mismo fin. Sin embargo; con tal que reproduzca la misma idea, poco importa el
hierro; siempre será un excelente instrumento, ya se haya hecho entre nosotros o entre los bárbaros.
¿No es cierto?
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —Por lo tanto; lo mismo juzgarás del legislador, sea griego o bárbaro. Con tal que,
conformándose a la idea del nombre, dé a cada cosa el que la conviene, poco importan las sílabas de
que se sirva; no por eso dejará de ser buen legislador, sea en nuestro país o sea en otro.
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —¿Quién decidirá si a un trozo de madera se le ha dado la forma propia de una
lanzadera? ¿Será el que la ha hecho, el carpintero; o el que debe servirse de ella, el tejedor?
HERMÓGENES. —Lo más probable, Sócrates, es que sea el que se ha de servir de ella.
SÓCRATES. —¿Y quién es el que debe servirse de la obra de un fabricante de liras? ¿No será este
el más capaz de presidir al trabajo del obrero, y de juzgar en seguida si la obra está bien o mal
ejecutada?
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Y quién es ese juez?
HERMÓGENES. —El tocador de lira.
SÓCRATES. —¿Y quién es el que debe servirse de la obra del constructor de naves?
HERMÓGENES. —El piloto.
SÓCRATES. —¿Y quién vigilará mejor el trabajo del legislador, y juzgará con más acierto si ha
obrado bien, sea entre nosotros, sea entre los bárbaros? ¿No es el mismo que debe servirse de él?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y el que debe servirse de él, no es el que posee el arte de interrogar?
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Y también el de responder?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y al que posee el arte de interrogar y de responder, no le llamas dialéctico?
HERMÓGENES. —Así le llamo.
SÓCRATES. —Pero el carpintero, ¿no tiene precisión de construir el timón bajo la vigilancia del
piloto, si quiere que el timón llene su objeto?
HERMÓGENES. —Es justo.
SÓCRATES. —Y el legislador en la designación de los nombres, ¿no es indispensable que tome
por maestro a un dialéctico, si quiere designarlos convenientemente?
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —No es este, mi querido Hermógenes, un negocio sencillo; porque la institución de
nombres no es tarea para un cualquiera, ni para gente sin talento. Y Crátilo habla bien cuando dice
que hay nombres que son naturales a las cosas, y que no es dado a todo el mundo ser artífice de
nombres: y que solo es competente el que sabe qué nombre es naturalmente propio a cada cosa, y
acierta a reproducir la idea mediante las letras y las sílabas.
HERMÓGENES. —Nada tengo que oponer, Sócrates, a lo que acabas de decir. Sin embargo, es
difícil darse por convencido desde ahora; y creo que me convencerías mejor si me explicases cuál es
esta propiedad de los nombres, fundada, según tu opinión, en la naturaleza.
SÓCRATES. —Yo, excelente Hermógenes, no me atrevo a tanto; y olvidas lo que decía antes; que
ignorante de estas cosas, estaba pronto a examinarlas contigo. Pero el resultado de nuestras comunes
indagaciones es que, al contrario de lo que creíamos al principio, nos parece ahora que el nombre
tiene una cierta propiedad natural; y que todo hombre no es apto para dar a las cosas nombres
convenientes. ¿No es cierto?
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —Sentado esto, debemos indagar, puesto que deseas saberlo, en qué consiste la
propiedad del nombre.
HERMÓGENES. —En efecto, deseo saberlo.
SÓCRATES. —Pues bien; examínalo.
HERMÓGENES. —Sí; ¿pero cómo es preciso examinarlo?
SÓCRATES. —El medio más propio para llegar a este resultado, mi querido amigo, es el
siguiente: dirigirse a los hombres hábiles, pagarles bien, y además de la paga, darles las gracias. Los
hombres hábiles son los sofistas. Tu hermano Calias, que les ha dado gruesas sumas, pasa por sabio.
Y puesto que tú no posees parte alguna del patrimonio de tu familia, es preciso que halagues a tu
hermano, y le supliques que te haga conocer esta propiedad de los nombres, que le enseñó
Protágoras.
HERMÓGENES. —Sería de mi parte una extraña súplica, Sócrates, si después de haber rechazado
absolutamente la Verdad de Protágoras,[10] diese yo algún valor a las consecuencias de esta Verdad.
SÓCRATES. —¿No te agrada este medio? Pues vamos en busca de Homero y de los demás
poetas.
HERMÓGENES. —¿Y qué dice Homero de la propiedad de los nombres, y en qué pasaje?
SÓCRATES. —En muchos. Los más extensos y bellos son aquellos en los que distingue, respecto
de un mismo objeto, el nombre que le dan los hombres, y el que le dan los dioses. ¿No crees, que
Homero en estos pasajes nos dice cosas notables y admirables sobre la propiedad de los nombres?
Porque es evidente que los dioses emplean los nombres en su sentido propio, tal como le ha hecho la
naturaleza. ¿No es ésta tu opinión?
HERMÓGENES. —Creo que si los dioses nombran ciertas cosas, las nombran con propiedad;
¿pero de qué cosas quieres hablar?
SÓCRATES. —Ese río, que bajo los muros de Troya, tiene un combate singular con Vulcano, ¿no
sabes que Homero dice[11] que los dioses le llaman Janto, y los hombres Escamandro?
HERMÓGENES. —Lo sé.
SÓCRATES. —Pues bien; ¿no crees que importa saber por qué a este río se le llama con más
propiedad Janto, que Escamandro? O si quieres, fíjate en ese pájaro del que dice el poeta:[12] los
dioses le llaman Calcis, y los hombres Cimindis. ¿Crees tú que no es interesante saber por qué se le
llama Calcis con más propiedad que Cimindis? Y lo mismo sucede con la colina Batieia, llamada
también Mirina,[13] y con otros mil ejemplos, tanto de este poeta como de otros. Pero quizá estas son
dificultades, que ni tú ni yo podemos resolver. Mas los nombres de Escamandro y de Astiánax, que,
según Homero, son los del hijo de Héctor, están más a nuestro alcance; y es más fácil descubrir la
propiedad que les atribuye. ¿Conoces los versos, donde están los nombres de los que hablo?[14]
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —¿Cuál de estos dos nombres te parece que Homero juzgó más propio para el joven
Astiánax o Escamandro?
HERMÓGENES. —No puedo decirlo.
SÓCRATES. —Razonemos de esta manera. Si se te preguntara: ¿son los más sabios, los que dan
los nombres con más propiedad; o son los menos sabios?
HERMÓGENES. —Evidentemente los más sabios, respondería yo.
SÓCRATES. —Hablando en general, ¿son las mujeres las que te parecen más sabias en las
ciudades, o los hombres?
HERMÓGENES. —Los hombres.
SÓCRATES. —Pero sabes que Homero dice, que el joven hijo de Héctor era llamado Astiánax
por los troyanos; y es claro, que era llamado Escamandro por las mujeres, puesto que los hombres le
llamaban Astiánax.
HERMÓGENES. —Es probable.
SÓCRATES. —¿Pero Homero juzgaba a los troyanos más sabios que a sus mujeres?
HERMÓGENES. —Así lo creo.
SÓCRATES. —Luego debía parecerle el nombre de Astiánax más propio que el de Escamandro.
HERMÓGENES. —Probablemente.[15]
SÓCRATES. —Indaguemos la razón. ¿Pero no nos la da él mismo, mejor que ningún otro? Dice:
[16]Él solo defendía la ciudad y sus elevados muros. Parece, por consiguiente, que se llamaba con

razón al hijo del salvador, el Astiánax[17] de lo salvado por su padre, como lo hace Homero.
HERMÓGENES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Entonces, ¿en qué consiste que yo no estoy seguro de comprender esto, y tú lo
comprendes?
HERMÓGENES. —¡Por Zeus! Tampoco lo comprendo yo.
SÓCRATES. —Y bien, mi querido amigo, ¿no será Homero mismo el que ha dado este nombre
de Héctor al héroe troyano?
HERMÓGENES. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque este último nombre me parece muy análogo al de Astiánax, y ambos se
parecen de un modo singular a voces griegas. Ánax y héktor significan poco más o menos la misma
cosa, y son igualmente nombres de reyes. En efecto, de lo que un hombre es ánax (jefe) ciertamente
es igualmente héktor (poseedor); porque dispone a su voluntad, es dueño de ello; lo posee, échei.
¿Pero, quizá crees que no digo cosa que merezca la pena, y que es una ilusión mía el creer haber
encontrado algún rastro de la opinión de Homero acerca de la propiedad de los nombres?
HERMÓGENES. —¡Por Zeus! No hay nada de eso; y a mi parecer estás en buen camino.
SÓCRATES. —Verdaderamente es exacto, si no me engaño, llamar león a la descendencia del
león, y caballo a la del caballo. No hablo de los monstruos; como sucedería si de un caballo naciese
otra cosa que un caballo; sino que hablo de la descendencia natural de cada raza. Si un caballo
produjese contra naturaleza la descendencia natural de un buey, se llamaría a esta, no potro, sino
becerro. Lo mismo sucede con el hombre: es preciso, que su descendencia sea la de un hombre, y no
la de ninguna otra especie, para merecer el nombre de hombre. Lo mismo sucede con los árboles y
con todo lo demás. ¿No es ésta tu opinión?
HERMÓGENES. —Sí, lo es.
SÓCRATES. —Bien dicho. Ten cuidado, sin embargo, no sea que te sorprenda. El mismo
razonamiento prueba que el vástago de un rey debe de ser llamado rey. Por lo demás, que una cosa
sea expresada por tales o cuales sílabas, poco importa; ni tampoco que se añada o se quite una letra.
Basta que la esencia de la cosa domine en el nombre, y que se manifieste en él.
HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir con eso?
SÓCRATES. —Una cosa muy sencilla. Sabes que designamos las letras por los nombres, y no por
sí mismas; excepto cuatro e, u, o y ô (épsilon, ýpsilon, ómicron y omega). En cuanto a las demás,
vocales o consonantes, sabes que añadimos a ellas otras letras, para formar sus nombres; y si
hacemos predominar en cada nombre la letra que designa, se le puede llamar con razón el nombre
propio de esta letra. Por ejemplo, la beta, ya ves que la adición de la e, de la t y de la a (eta, tau y alfa),
no impide que la palabra entera exprese claramente la letra, que el legislador ha querido designar.
Hasta este punto ha sobresalido en el arte de nombrar las letras.
HERMÓGENES. —Me parece que dices verdad.
SÓCRATES. —¿Y no deberemos razonar del mismo modo respecto al rey? De un rey nacerá un
rey; de un hombre bueno, un hombre bueno; de un hombre hermoso, un hombre hermoso; y así de lo
demás. De cada raza nacerá un ser de la misma raza, salvos los monstruos; y por la tanto será preciso
emplear los mismos nombres.[18] Pero como es posible variar las sílabas, puede suceder que el
ignorante tome, como diferentes, nombres semejantes. Así como medicamentos distintos por el color
o por el olor, nos parecen diferentes, aunque sean semejantes; mientras que el médico, que solo
considera la virtud de estos medicamentos, los juzga semejantes, sin dejarse engañar por
circunstancias accesorias. Lo mismo sucede al que posee la ciencia de los nombres; considera su
virtud y no se turba, porque se añada, o se quite, o se trasponga alguna letra; y aunque se exprese la
virtud del nombre por letras completamente diferentes. Por ejemplo; los dos nombres de que hemos
hablado antes, Astiánax y Héctor no tienen ninguna letra común, y sin embargo, significan la misma
cosa. ¿Y qué relación hay en cuanto a las letras, entre estos nombres y el de Arquépolis (jefe de la
ciudad)? Y sin embargo, tiene el mismo sentido. Cuántos nombres no hay que significan igualmente
un rey; cuántos que significan un general como Agis (jefe), Polemarco (jefe de guerra), Eupólemo
(buen guerrero); otros designan un médico Iatrocles (médico célebre), Acesímbroto (curandero de
hombres). Otros muchos podríamos nombrar, que, con sílabas y letras diferentes, expresan por su
virtud la misma cosa ¿Eres tú de esta opinión?
HERMÓGENES. —Lo soy completamente.
SÓCRATES. —Los seres que nacen según la naturaleza[19] deben ser llamados con los mismos
nombres.[20]
HERMÓGENES. —Sin duda alguna.
SÓCRATES. —Pero si nace algún ser contra naturaleza, que pertenece a la especie de los
monstruos; si de un hombre bueno y piadoso nace un impío, como en el caso precedente, en el que un
caballo produce lo propio de un buey; ¿no es cierto que será indispensable darle el nombre, no del
que le ha engendrado, sino del género a que pertenece?
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Luego si de un hombre piadoso nace un impío, será preciso darle el nombre de su
género.
HERMÓGENES. —Evidentemente.
SÓCRATES. —No se le llamará ni Teófilo (amigo de Dios), ni Mnesíteo (que se acuerda de
Dios), ni ninguna otra cosa análoga; sino que se le dará un nombre, que signifique todo lo contrario,
si se ha de atender a la propiedad de los términos.
HERMÓGENES. —Nada más cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Así, Orestes, mi querido Hermógenes, me parece una palabra bien aplicada, ya
sea la casualidad, o ya sea algún poeta el autor de ella; porque expresa el carácter bravío y salvaje de
este personaje, y todo lo que tiene de montaraz, oreinon.
HERMÓGENES. —Así me lo parece, Sócrates.
SÓCRATES. —El nombre que se dio a su padre, es también perfectamente natural.
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —En efecto, Agamenón tiene el aire de un hombre duro para el trabajo y la fatiga,
una vez resuelto a ello, y capaz de llevar a cabo sus proyectos a fuerza de virtud. La prueba de esta
indomable firmeza está en su larga estancia delante de Troya, a la cabeza de tan numeroso ejército.
Era un hombre admirable por su perseverancia, agastós katà tèn epimonén; he aquí lo que expresa el
nombre de Agamenón. Quizá el nombre de Atreo no es menos exacto. La muerte de Crisipo,[21] y su
crueldad con Tiestes, son cosas funestas y ultrajantes para la virtud, aterà pròs aretén. Este nombre,
sin embargo, tiene un sentido un poco inverso y como oculto, lo que hace que no descubre a todo el
mundo el carácter del personaje; pero los que saben interpretar los nombres, conocen bien lo que
quiere decir Atreo. En efecto; ya se le haga derivar de ateires, inflexible, o de átreston, intrépido, o
de aterón, ultrajante, en todo caso este nombre es perfectamente propio. El nombre dado a Pélope me
parece también lleno de exactitud; expresa, en efecto, que un hombre, que no ve más que lo que está
cerca de él, merece que se le llame así.
HERMÓGENES. —¿Cómo es eso?
SÓCRATES. —De esta manera. Se cuenta que este hombre, cuando hizo perecer a Mirtilo,[22] no
pensó en el porvenir, ni previó el cúmulo de desgracias que preparaba a su posteridad. Solo vio lo
más próximo, tò eggús, tò engús, lo presente, tò parachrêma, lo que se expresa por el término pélas
(y de aquí Pélope), y puso cuanto estaba de su parte para llegar a ser esposo de Hipodamía. Con
respecto a Tántalo, ¿quién no tendrá por justo y natural este nombre, si es cierto lo que se cuenta de
este personaje?
HERMÓGENES. —¿Y qué se cuenta?
SÓCRATES. —Por lo pronto, durante su vida tuvo que soportar primero las más terribles
desgracias, y más tarde la ruina de su patria. Después de su muerte sufre en los infiernos el suplicio
de la roca suspendida, talanteia, sobre su cabeza, que tenía una singular conformidad con su nombre.
No es inverosímil que la casualidad de la tradición le haya dado este nombre, a la manera de una
persona que, queriendo llamarle muy desgraciado (talántaton), hubiese disimulado un poco, y le
hubiese llamado Tántalo. El nombre de su padre, Zeus, me parece admirablemente escogido; pero no
es fácil penetrar su sentido. El nombre de Zeus encierra él solo todo un discurso. Lo hemos dividido
en dos partes, de que indistintamente hacemos uso, diciendo tan pronto Zêna como Día; reunidos
estos dos términos, expresan la naturaleza del dios; y tal debe ser, como hemos dicho, la virtud del
nombre. En efecto; para nosotros y para todos los seres que existen, no hay otra verdadera causa de
la vida, toû zên, que el Señor y Rey del Universo. No podía darse a este Dios un nombre más exacto,
que el de aquel por el que viven, di’ on sên, todos los seres vivos; pero, como dije antes, este nombre
único ha sido dividido en dos diferentes. Que Zeus sea el hijo de Krónos, parecerá al pronto una cosa
impropia,[23] pero es muy racional pensar que Zeus desciende de alguna inteligencia superior. Ahora
bien; la palabra kóros, significa, no hijo, sino lo que hay de puro y sin mezcla en la inteligencia, nóos.
Pero Cronos mismo es hijo de Ouranós, el cielo, según la tradición; y la contemplación de las cosas
de lo alto, se la llama con razón oupanía, (ouranía, orôsa tà a no; es decir, que contempla las cosas
desde lo alto). De aquí procede, mi querido Hermógenes, según dicen los que son entendidos en las
cosas celestes, el espíritu puro; y por esto el nombre de Ouranós, le ha sido dado con mucha
propiedad. Si recordase la genealogía de Hesíodo, y los antepasados de los dioses que acabo de citar,
no me cansaría de hacer ver que sus nombres son perfectamente propios; y seguiría hasta hacer la
prueba del punto a que podría llegar esta sabiduría, que me ha venido de repente, sin saber por donde,
y que no sé si debo darla o no por concluida.
HERMÓGENES. —Verdaderamente, Sócrates, se me figura que pronuncias oráculos a manera de
los inspirados.
SÓCRATES. —Creo con razón, mi querido Hermógenes, que semejante virtud me ha venido de la
boca de Eutifrón de Prospaltos.[24] Desde esta mañana no le he abandonado prestándole un oído
atento; y es muy posible que, en su entusiasmo, no se haya contentado con llenar mis oídos con su
divina sabiduría, y que se haya apoderado también de mi espíritu. He aquí, a mi parecer, el mejor
partido que debemos tomar. Usemos de esta sabiduría por hoy, y prosigamos hasta el fin nuestro
examen sobre los nombres. Mañana, si en ello convenimos, procederemos a las expiaciones, y nos
purificaremos, si encontramos alguno que nos ayude, sea sacerdote o sofista.
HERMÓGENES. —Apruebo vuestra proposición, y con mucho gusto oiré lo que falta por decir
sobre los nombres.
SÓCRATES. —A la obra, pues. ¿Pero por dónde quieres que comencemos nuestra indagación, ya
que hemos adoptado un cierto método para saber si los nombres prueban por sí mismos, que no son
producto de la casualidad, sino que tienen alguna propiedad natural? Los nombres de los héroes y de
los hombres podrían inducirnos a error. Muchos, en efecto, son tomados de sus antepasados, y
ninguna relación tienen con los que los reciben, como dijimos ya al principio; y otros son la
expresión de un voto, por ejemplo, Eutíquides (afortunado), Sosias (salvado), Teófilo (amado de los
dioses), y muchos más. Creo que debe dejarse aparte esta clase de nombres. Es muy probable que los
verdaderamente propios se encuentran entre los que se refieren a las cosas eternas y al orden de la
naturaleza. Porque en la formación de estos nombres ha debido ponerse mayor cuidado; y no es
imposible que algunos hayan sido formados por un poder, más divino que el de los hombres.
HERMÓGENES. —No es posible hablar mejor, Sócrates.
SÓCRATES. —¿No es oportuno comenzar por los dioses, e indagar por qué razón se les ha
podido dar con propiedad el nombre de theoi?
HERMÓGENES. —Muy bien.
SÓCRATES. —He aquí lo que sospecho. Los primeros hombres, que habitaron Grecia, no
reconocieron, a mi parecer, otros dioses que los que hoy día admiten la mayor parte de los bárbaros,
que son el sol, la luna, la tierra, los astros y el cielo. Como los veían en un movimiento continuo, y
siempre corriendo, theonta, a causa de esta propiedad de correr (thein), los llamaron theoi. Con el
tiempo las nuevas divinidades que concibieron, fueron designadas con el mismo nombre. ¿Te parece
que esto que digo se aproxima a la verdad?
HERMÓGENES. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —¿Qué deberemos examinar ahora? Evidentemente los demonios, los héroes y los
hombres.
HERMÓGENES. —Veamos los demonios.
SÓCRATES. —Verdaderamente, Hermógenes, ¿qué puede significar este nombre, los demonios?
Mira si lo que pienso te parece acertado.
HERMÓGENES. —Habla.
SÓCRATES. —¿Sabes a quiénes llama Hesíodo demonios?
HERMÓGENES. —No me acuerdo.
SÓCRATES. —¿Tampoco te acuerdas que dice que la primera raza de hombres era de oro?
HERMÓGENES. —De eso sí me acuerdo.
SÓCRATES. —El poeta se explica de esta manera:[25]
Desde que la Parca ha extinguido esta raza de hombres,
Se los llama demonios, habitantes sagrados de la tierra,
Bienhechores, tutores y guardianes de los hombres mortales.
HERMÓGENES. —Y bien; ¿qué significa eso?
SÓCRATES. —¿Qué? Que no creo que Hesíodo quiera decir que la raza de oro estuviese
formada con oro, sino que era buena y excelente; y lo prueba que a nosotros nos llama raza de
hierro.
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Crees que si entre los hombres de hoy se encontrase uno bueno, Hesíodo lo
colocaría en la raza de oro?
HERMÓGENES. —Probablemente.
SÓCRATES. —Y los buenos, ¿son otra cosa que los sabios?
HERMÓGENES. —Son los sabios.
SÓCRATES. —Esto basta, a mi juicio, para dar razón del nombre de demonios. Si Hesíodo los
llamó demonios, fue porque eran sabios y hábiles, daémones, palabra que pertenece a nuestra antigua
lengua. Lo mismo Hesíodo que todos los demás poetas tienen mucha razón para decir que, en el
instante de la muerte, el hombre, verdaderamente bueno, alcanza un alto y glorioso destino, y
recibiendo su nombre de su sabiduría, se convierte en demonio. Y yo afirmo a mi vez que todo el que
es daemon, es decir, hombre de bien, es verdaderamente demonio durante su vida y después de la
muerte, y que este nombre le conviene propiamente.
HERMÓGENES. —No puedo menos de alabar lo que dices, Sócrates. Pero ¿qué son los héroes?
SÓCRATES. —No es punto difícil de comprender. Esta palabra se ha modificado muy poco; y
demuestra que los héroes toman su origen del amor, éros.
HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir con eso?
SÓCRATES. —¿No sabes que los héroes son semidioses?
HERMÓGENES. —¿Y qué?
SÓCRATES. —Es decir, que todos proceden del amor, ya de un dios con una mortal, ya de un
mortal con una diosa. Si quieres que me refiera a la antigua lengua ática, entonces me entenderás
mejor. Verás que el nombre de amor, al que deben los héroes su nacimiento, se ha modificado muy
poco. He aquí cómo es preciso explicar los héroes; o sino hay que decir que eran sabios y oradores,
versados en la dialéctica, y particularmente hábiles para interrogar, erotân; porque eírein, significa
hablar. Como decíamos, resulta que en la lengua ática son oradores o disputadores, erotetikoí, y la
familia de los oradores y de los sofistas es nada menos que la raza de los héroes. Esto es fácil de
concebir. Pero es más difícil saber por qué a los hombres se les llama ánthropoi. ¿Puedes tú
explicarlo?
HERMÓGENES. —¿Cómo podría hacerlo, mi querido Sócrates? Aunque fuese capaz de dar esta
explicación, no lo haría; porque estoy persuadido de que tú la encontrarás mejor que yo.
SÓCRATES. —Está visto, a lo que veo, que tienes fe en la inspiración de Eutifrón.
HERMÓGENES. —Completamente.
SÓCRATES. —Es una fe fundada. Creo, en efecto, tener en el espíritu una idea buena; y corro el
riesgo, si no estoy en guardia, de encontrarme hoy más sabio aún de lo que es menester. Escucha lo
que voy a decir. Por lo pronto, es preciso hacer una observación con motivo de los nombres. Muchas
veces, cuando queremos nombrar una cosa, añadimos letras a los nombres, o las quitamos, o
mudamos el lugar de los acentos. Por ejemplo: Diì phílos, querido para Zeus. Para formar un nombre
de esta locución hemos quitado la segunda i, y la sílaba del medio, que tenía el acento, la hemos
hecho grave, Dífilos. Otras veces, por el contrario, añadimos letras, y sobre una sílaba grave
colocamos el acento agudo.
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —De una de estas modificaciones es de donde ha salido el nombre de los hombres,
si yo no me engaño. Se ha formado un nombre de una locución de la que se ha suprimido una letra,
una a, y hecho grave la sílaba final.
HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir con eso?
SÓCRATES. —Lo siguiente. Este nombre ánthropos, significa que los demás animales ven las
cosas sin examinarlas ni dar razón de ellas, ni contemplarlas, anathrei; mientras que cuando el
hombre ha visto una cosa, eorake, lo que expresa igualmente la palabra ópope, la contempla y se da
razón de ella. El hombre es el único, entre los animales, a quien puede llamarse con propiedad
ánthropos, es decir, contemplador de lo que ha visto, anathrôn hà opôpen.
HERMÓGENES. —Y bien, ¿quieres ahora que yo te pregunte acerca de los nombres que quisiera
conocer?
SÓCRATES. —Con mucho gusto.
HERMÓGENES. —He aquí una cosa, que parece resultado de lo que acaba de decirse. Hay, en
efecto, en el hombre lo que llamamos alma, psyché, y el cuerpo, sôma.
SÓCRATES. —Sin duda.
HERMÓGENES. —Tratemos de explicar estas palabras, como hemos hecho con las demás.
SÓCRATES. —¿Quieres que examinemos cómo el alma ha merecido que se la llame psyché, y
que en seguida veamos lo relativo al cuerpo?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —A juzgar por lo que a primera vista me parece, he aquí cuál pudo ser el
pensamiento de los que han creado el nombre de alma, psyché. Mientras el alma habita en el cuerpo,
es causa de la vida de este; es el principio que le da la facultad de respirar, y que le refresca,
anapsychon; y tan pronto como este principio refrigerante le abandona, el cuerpo se destruye y
muere. He aquí, en mi opinión, por qué ellos lo han llamado psyché. Pero aguarda un poco. Me
parece entrever una explicación, que habrá de parecer más aceptable a los amigos de Eutifrón. Con
respecto a la que acabo de dar, temo que la desprecién y la juzguen demasiado grosera. Mira ahora si
esta será de tu gusto.
HERMÓGENES. —Habla.
SÓCRATES. —¿Qué es lo que a tu parecer mantiene la naturaleza de nuestro cuerpo, y le
trasporta hasta el punto de hacerle vivir y andar? ¿No es el alma?
HERMÓGENES. —Es el alma.
SÓCRATES. —Y bien, ¿crees, con Anaxágoras, que la naturaleza en general está gobernada y
sostenida por una inteligencia y un alma?
HERMÓGENES. —Así lo pienso.
SÓCRATES. —No se podía dar a este poder, que transporta y mantiene la naturaleza, (physin
ochei kai echei); otro nombre mejor que physéche. Y bien puede decirse, con más elegancia, psyché.
HERMÓGENES. —Perfectamente; esta nueva interpretación me parece más ingeniosa que la otra.
SÓCRATES. —Lo es en verdad; pero la palabra, tal como ha sido formada al principio, parece
ridícula.
HERMÓGENES. —Ahora, ¿cómo explicaremos la palabra que sigue?
SÓCRATES. —¿La palabra sôma, cuerpo?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Puede hacerse de muchas maneras; ya modificándola un tanto, ya tomándola
como es. Algunos dicen, que el cuerpo es la tumba, sêma, del alma, y que está allí como sepultada
durante esta vida. Se dice también, que por medio del cuerpo, el alma expresa todo lo que expresa,
semaínei hà án semaíne, y que a causa de esto, se le llama justamente, sêma. Pero, si no me engaño,
los partidarios de Orfeo aplican esta palabra a la expiación de las faltas que el alma ha cometido. Ella
está encerrada en el recinto del cuerpo, como en una prisión, en que está guardada, sózetai. El cuerpo,
como lo indica la palabra, es para el alma, hasta que esta ha pagado su deuda, el guardador, sôma, sin
que haya necesidad de alterar una letra.
HERMÓGENES. —Estos puntos están suficientemente aclarados. Pero respecto de los nombres
de los dioses, ¿no podríamos, como hicimos antes con el de Zeus, examinar en igual forma, cuál
puede ser su propiedad?
SÓCRATES. —¡Por Zeus!, mi querido Hermógenes; la mejor manera de examinar, si fuéramos
prudentes, sería confesar que nosotros nada sabemos, ni de la naturaleza de los dioses, ni de los
nombres con que se llaman a sí mismos; nombres que, sin dudar, son la exacta expresión de la
verdad. Después de esta confesión, el partido más razonable es llamar a los dioses, como la ley
quiere que se les llame en las preces, y darles nombres que les sean agradables, reconociendo que
nada más sabemos. En mi opinión, esto es lo más sensato que podemos hacer. Entreguémonos, pues,
si quieres, al examen en cuestión; pero comenzando por dar fe ante los dioses, que no indagaremos
su naturaleza, para lo cual nos reconocemos incapaces; y que solo nos ocuparemos de la opinión que
los hombres han formado de los dioses, y en cuya virtud les han dado esos nombres. En esta
indagación nada hay que pueda provocar su cólera.
HERMÓGENES. —No puede hablarse con más cordura, Sócrates; hagámoslo así.
SÓCRATES. —¿Comenzaremos por Hestia (Vesta), según es de ley?[26]
HERMÓGENES. —Es justo.
SÓCRATES. —¿Cuál podía ser el pensamiento del que la nombró Hestia?
HERMÓGENES. —¡Por Zeus!, no es fácil adivinarlo.
SÓCRATES. —Me parece, mi querido Hermógenes, que los primeros que instituyeron los
nombres, no eran espíritus despreciables, sino antes bien espíritus sublimes y de una gran
penetración.
HERMÓGENES. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque la institución de los nombres solo puede ser obra de hombres de recta
condición. Que se tome cualquiera el trabajo de considerar también los nombres extranjeros,[27] y
verá que no hay nada de que no pueda darse explicación. Así, lo que llamamos nosotros ousía, otros
lo llaman esía, y otros osía. Por lo pronto, se ha podido muy bien, en vista del segundo de estos
términos, llamar a la esencia de las cosas hestía; y si designamos por hestía todo lo que tiene esencia,
se sigue, que Hestía (Vesta) es nombrada con propiedad; porque resulta, que nosotros igualmente
hemos dicho en otro tiempo esía, por ousía. Además, si nos fijamos en las ceremonias de los
sacrificios, no se dudará que tal ha debido ser el pensamiento de los inventores de este nombre. En
efecto, era natural que Hestía fuese invocada antes que todos los dioses en los sacrificios, por los que
la habían nombrado la esencia de las cosas. En cuanto a los que dicen osía por ousía, quizá han
creído, con Heráclito, que todo pasa, que nada subsiste; y siendo el principio que pone las cosas en
movimiento, el principio de impulsión, tò othoun, la causa de este flujo perpetuo, han debido creer
oportuno llamarla Osía. Mas para gentes que nada entienden, es bastante lo dicho sobre este punto.
Después de Hestía conviene examinar Rhea y Krónos (Rea y Cronos), si bien ya hemos dado
explicaciones sobre el nombre de este último. Pero quizá valga bien poco lo que voy a decir.
HERMÓGENES. —¿Por qué, Sócrates?
SÓCRATES. —Mi querido amigo, tengo en el espíritu todo un enjambre de sabias explicaciones.
HERMÓGENES. —¿Qué explicaciones?
SÓCRATES. —Parecerán sin duda ridículas; sin embargo, no dejan de ser verosímiles.
HERMÓGENES. —Veamos.
SÓCRATES. —Creo observar que Heráclito ha expresado con sagacidad ideas muy antiguas que
verdaderamente se refieren a Krónos y a Rhea, y que Homero había expresado ya.
HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir con eso?
SÓCRATES. —Heráclito dice que todo pasa; que nada permanece; y comparando las cosas con el
curso de un río, dice que no puede entrarse dos veces en un mismo río.
HERMÓGENES. —Es exacto.
SÓCRATES. —Y bien; ¿te parece que difiere de la opinión de Heráclito, el que ha dado por
antepasados a los demás dioses, Rhea y Krónos?[28] ¿Crees que ha sido una casualidad el haber dado a
estas dos divinidades los nombres de corredores? ¿No dice Homero a su vez:[29]

El Océano padre de los dioses y su madre Tetis?

Hesíodo me parece hablar en el mismo sentido. En fin, Orfeo en cierto pasaje se expresa de esta
manera:[30]

El Océano con su flujo y reflujo majestuoso se une el primero por el himeneo con su
hermana Tetis, nacida de la misma madre.

Mira como todas estas citas concuerdan y se amoldan a la doctrina de Heráclito.


HERMÓGENES. —Se me figura que tienes razón, Sócrates; pero el nombre de Tetis no veo lo
que quiere decir.
SÓCRATES. —Pues se explica casi por sí mismo. No es más que el nombre de manantial un poco
disimulado. Porque las palabras diattómenon, lo que salta, y ethoúmenon, lo que corre, nos dan la
idea de un manantial. Pues bien, de la combinación de estas dos palabras se ha formado la de Tethýs,
Tetís.
HERMÓGENES. —He aquí, Sócrates, una preciosa explicación.
SÓCRATES. —¿Por qué no? ¿A quién pasaremos ahora? De Zeus ya hemos hablado.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Hablemos entonces de sus hermanos Poseidón (Neptuno) y Plutón, y también del
segundo nombre con que este es conocido.
HERMÓGENES. —Conforme.
SÓCRATES. —Creo que al inventor de la palabra Poseidôn se le ocurrió por la siguiente
circunstancia. Según caminaba, la mar detuvo sus pasos, y no le permitió pasar adelante, siendo para
él como una cadena puesta a sus pies: llamó al dios que preside a este poder Poseidôn, es decir, que es
una cadena para los pies, posidesmos ôn; y se habrá añadido «ei» por pura elegancia. O quizá, en
lugar de la sigma (s) había primitivamente dos lambdas, y significaba entonces el dios que lo sabe
todo, polla eidós. Quizá también de la acción de conmover la tierra se le ha llamado el que
conmueve, o hò seíon; y se habrá añadido una pi y una delta. En cuanto a Plutón, su nombre procede,
de que es el que da la riqueza, ploutos, porque ella sale del seno de la tierra. El otro nombre de este
dios Hades, según opinión de la mayor parte de los hombres, expresa lo invisible, tò aeidés, y como
este nombre inspira terror, prefieren llamarle Plutón.
HERMÓGENES. —¿Pero qué te parece a ti, Sócrates?
SÓCRATES. —Creo que los hombres se engañan de muchas maneras respecto del poder de este
dios, y que no hay fundamento para temerle tanto. El motivo de este temor es que, una vez muerto el
hombre, baja a sus estancias, sin esperanza de volver; así es como el alma, abandonando el cuerpo, se
traslada cerca de este dios. Yo creo que hay una maravillosa concordancia entre el poder de este dios
y su nombre.
HERMÓGENES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Voy a decirte lo que pienso. Respóndeme: ¿cuál es el lazo más fuerte para retener
en un punto a un animal cualquiera? ¿Es la necesidad o el deseo?
HERMÓGENES. —Sin duda, Sócrates, es el deseo.
SÓCRATES. —¿No crees que muchos huirían del Hades si el dios no retuviera, con el lazo más
fuerte, a los que han bajado a su morada?
HERMÓGENES. —Sin duda alguna.
SÓCRATES. —Por el deseo los encadena; puesto que los encadena por el lazo más fuerte, y no
por la necesidad.
HERMÓGENES. —Me parece bien.
SÓCRATES. —Pero ¿no hay muchas clases de deseos?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Pero es mediante el deseo, más poderoso de todos, por el que dios los encadena,
puesto que debe retenerlos con el lazo más poderoso.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y hay un deseo más poderoso que el del hombre, que entra en relación con otro
hombre, con la esperanza de hacerse mejor?
HERMÓGENES. —¡Por Zeus!, no lo hay, Sócrates.
SÓCRATES. —Concluyamos de todo esto, que ninguno de los que han partido de este mundo,
aspira a volver a él; ni aun las sirenas, sino que están como encantadas, lo mismo que todos los
demás. ¡Tan magníficos son los discursos que Hades les dirige! Este dios, como se ve, es un sofista
consumado, así como es un gran bienhechor para los que están cerca de él; puesto que hasta a los
habitantes de la tierra envía también magníficos tesoros. Es preciso, pues, que allá abajo posea
riquezas en abundancia; y he aquí de donde le viene el nombre de Plutón. Por otra parte, rehusando la
sociedad de los hombres, entorpecidos con sus cuerpos, y entrando en comercio con aquellos cuya
alma está libre de todos los males y de todas las pasiones del cuerpo, ¿no te parece que Plutón se
muestra como un verdadero filósofo? Comprendió bien que le sería fácil retener hombres de esta
naturaleza encadenándolos mediante el deseo de la virtud, y que mientras se viesen envueltos en la
estupidez y locura del cuerpo, no conseguiría mantenerlos cerca de sí, aun cuando Cronos los
encadenase con los lazos que llevan su nombre.
HERMÓGENES. —Se me figura que tienes razón, Sócrates.
SÓCRATES. —Y el nombre de Hades, mi querido Hermógenes, no es probable que se dedujera
de aeidés, tenebroso. El poder que este dios tiene de conocer, eidenai, todo lo que es bello; es el que
ha inclinado al legislador a llamarle Hades.
HERMÓGENES. —Sea así. Pero ¿qué diremos de Deméter (Ceres), Hera (Juno), Apóllon, Athéna
(Minerva); Hefaistos (Vulcano); Ares (Marte) y otros dioses?
SÓCRATES. —Deméter, creo, se llama así a causa de los alimentos que nos da como una madre
(didoûsa hos méter), Hera es una divinidad amable (eraté tis), pues que, según se refiere, fue amada
por Zeus. Quizá también preocupado con las cosas del cielo, el legislador ha querido ocultar bajo
este nombre el de aire, aer, descomponiéndolo un poco y poniendo la letra del principio al fin; lo que
se hace patente cuando se pronuncia Hera muchas veces seguidas. Pherréphatta (Perséfone,
Proserpina) es un nombre que, lo mismo que el de Apolo, inspira gran terror a la mayor parte de los
hombres; y esto es, a mi parecer, porque ignoran la propiedad de los nombres. En efecto, ellos lo
alteran hasta ver en este nombre el Phersephóne,[31] que les parece temible. En realidad, ¿qué
expresa? La sabiduría de esta diosa. En el movimiento que impulsa todas las cosas, la sabiduría
consiste en poder tocarlas, cogerlas, seguirlas en su huida. Pherépapha, era maravillosamente propia,
para designar la sabiduría; es decir, la facultad de tocar y de coger lo que marcha, epaphé toû
pheroménou. Y si Perséfone-Proserpina aparece unida al sabio Hades, es porque ella también es sabia.
Pero hoy día se altera su nombre, y prefiriendo el placer del oído a la verdad, se la llama
Pherréphatta. Lo mismo sucede respecto a Apolo: los más temen el nombre de este dios, como si
expresase alguna cosa terrible.[32] ¿No lo sabes?
HERMÓGENES. —Perfectamente; es verdad lo que dices.
SÓCRATES. Y sin embargo, en mi opinión, tal nombre tiene una maravillosa relación con los
atributos de este dios.
HERMÓGENES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Trataré de hacerte conocer lo que pienso. No hay nombre que mejor pueda dar a
conocer, por una sola palabra, los cuatro atributos de este dios; ni que pueda más claramente expresar
la música, la adivinación, la medicina, y el arte de lanzar flechas.
HERMÓGENES. —Explícate, porque me hablas de un nombre ciertamente extraordinario.
SÓCRATES. —De un nombre lleno de armonía, como conviene a un dios músico. Por el pronto,
las evacuaciones y las purificaciones, ya de la medicina, ya de la adivinación; las fumigaciones de
azufre en el tratamiento de las enfermedades y en las operaciones adivinatorias; y las abluciones y las
aspersiones; todas estas prácticas no tienen otro objeto que el de hacer al hombre puro de cuerpo y
alma. ¿No es cierto?
HERMÓGENES. —Exactamente.
SÓCRATES. —Luego el dios que purifica, que lava, apolouon, que liberta, apolyon, de los males
del alma y del cuerpo, ¿no será Apolo?
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —Por lo tanto, a causa de la liberación y de la purificación de todos estos males, que
él verifica en calidad de médico, puede llamársele con razón Apolouon. Con relación a la
adivinación, a lo verdadero y a lo simple, tò haploûn, que es una misma cosa, con razón se le
llamaría, como le llaman con mucha exactitud los tesalienses; todos, en efecto, le denominan Haplôn.
Hábil en el arte de lanzar flechas y de dar en el blanco, él es el que lanza siempre un tiro certero, así
aeì bal-lon. En cuanto al arte musical, hagamos por lo pronto una observación. Sucede muchas veces,
como en akólouthos y ákoitis, que la letra a tiene el mismo sentido que el adverbio homoû; y de esta
manera la palabra en cuestión expresa el movimiento que tiene lugar con igualdad, tèn homoû
pólesin, alrededor del cielo; es decir, alrededor de los polos y con la armonía del canto, que se llama
sinfonía; porque los versados en la música y en la astronomía, afirman que todas estas cosas se
mueven con la misma armonía, poleî hama. Ahora bien, el dios de que hablamos preside la armonía,
imprimiendo a la vez este doble movimiento, homopolôn, entre los dioses y entre los hombres. Y así
como en lugar de homokéleuthos y homókoitis, hemos dicho akólouthos y ákoitis, remplazando la o
con la a; de igual modo hemos formado Apóllon de homopolôn, y hemos intercalado una segunda
lambda para evitar la semejanza con una palabra desagradable. Los que desconocen el verdadero
valor de este nombre, Apolo, lo temen, como si expresara una calamidad. Pero es todo lo contrario;
como acabamos de decir, se aplica perfectamente a los atributos del dios que es simple, haplou; que
lanza tiros certeros, aei ballontos; que preside a las purificaciones, apolouontos; y que regula el
movimiento del cielo y del canto, homopolountos. El nombre de las musas, y en general de la música,
parece venir de môsthai, y designa la indagación y la filosofía. Letó (Latona), expresa la dulzura de la
diosa, su buena voluntad de oír las súplicas, katà tò ethelémona eínai. O quizá los extranjeros tienen
razón cuando muchos de ellos dicen, Lethó. Pronunciado de esta manera, parece referirse este
nombre al carácter, exento de dureza, fácil y llano, de la diosa, tò toû éthous leîon. Artemis (Diana),
parece significar la integridad, tò artemés, y la decencia, aludiendo el amor de Artemis por la
virginidad. Quizá también el que ha dado nombre a la diosa, ha querido decir que tiene la ciencia de
la virtud, aretês hístora; o que detesta el comercio del hombre con la mujer, ároton misesases. El
autor de este nombre sin duda lo ha inventado en vista de alguna de estas razones o de todas juntas.
HERMÓGENES. —¿Y Diónysos (Baco)? ¿Y Aphrodíte (Venus)?
SÓCRATES. —Cuestiones difíciles son esas, ¡oh, hijo de Hipónico! Los nombres dados a estas
divinidades tienen un doble sentido; uno serio y otro pueril. Con respecto al sentido serio,
pregúntaselo a otros; pero el pueril, podemos examinarlo, porque estas divinidades no son enemigas
del estilo festivo. Diónysos es el que da el vino (hò didoús tòn oînon), y por burla se le ha llamado
Didoinysos. En cuanto al mismo vino, oinos, como hace creer a la mayor parte de los bebedores que
tienen razón no teniéndola, oiesthai noun echein, ha podido ser llamado con completa exactitud
oionous. Con respecto a Aphrodíte, no es posible contradecir a Hesíodo; y es preciso reconocer con
él, que ha sido nombrada así, porque ha nacido de la espuma del mar, to û aphroû.
HERMÓGENES. —Pero, Sócrates, tú eres un buen ateniense, y no puedes olvidar a Athéna
(Minerva); ni pasar en silencio a Hephaistos (Vulcano) y Ares (Marte).
SÓCRATES. —No, no sería justo.
HERMÓGENES. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —El otro nombre de la diosa deja conocer bastante lo que significa.
HERMÓGENES. —¿Qué nombre?
SÓCRATES. —Nosotros la llamamos aún Palas.
HERMÓGENES. —En efecto.
SÓCRATES. —Estaríamos en lo cierto, a mi entender, creyendo que este nombre viene del Arte
de las armas, tês en toîs hóplois orchéseos. En efecto, la acción de lanzarse uno mismo, o de lanzar
algún objeto, levantándolo de la tierra y blandiéndolo en las manos, la expresamos con las palabras
pal-lein y pal-lestai, orchein y orcheisthai.
HERMÓGENES. —Muy bien.
SÓCRATES. —De aquí el nombre de Palas.
HERMÓGENES. —Perfectamente. Pero el otro nombre, ¿cómo le explicas?
SÓCRATES. —¿El de Athéna?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Eso, amigo mío, es más difícil. Creo que los antiguos se han representado a
Atenea de la misma manera que lo hacen nuestros hábiles intérpretes de Homero. Los más de ellos
explican el pensamiento del poeta, diciendo que ha querido representar por esta diosa la inteligencia
misma y la razón. El inventor de los nombres parece haber formado la misma idea, y aun más
profunda; y la llamó inteligencia de Dios, theou noeesin, como si se dijese hà theonóa, reemplazando
la eta con la alfa, según un dialecto extranjero,[33] y suprimiendo a la vez la épsilon y la sigma. O
quizá no es esto, sino que la ha nombrado theonóe, porque conoce las cosas divinas de un modo
superior, tà theîa nooúses. También puede ser que haya querido llamarla Ethonóe, como siendo la
inteligencia, la razón de las costumbres en tò éthei nóesin. El inventor de los nombres, o algunos de
sus sucesores, han creído hablar con más elegancia, diciendo Athéna.
HERMÓGENES. —Y Héphaistos, ¿cómo lo explicas?
SÓCRATES. —¿Quieres saber mi opinión sobre este poderoso árbitro de la luz, pháeos hístora?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —¿No ve todo el mundo claramente en su nombre phaîstos, luminoso, con una eta
por añadidura?
HERMÓGENES. —Quizá sea así; a menos que tú mismo tengas otra opinión, lo cual es muy
posible.
SÓCRATES. —Para que no tenga otra, pregúntame cuál es el sentido de Ares.
HERMÓGENES. —Pues ya te lo pregunto.
SÓCRATES. —Pues bien, si quieres, Ares procederá de árren, varonil, y de andreîon, viril. O
también, a causa de su carácter intransigente e inflexible, lo cual se expresa por árraton, este dios,
eminentemente guerrero, será llamado con razón Ares.
HERMÓGENES. —Conforme.
SÓCRATES. —Pero ¡por los dioses!, dejémoslos ya en paz. De ellos no puedo menos de hablar
con temor. Sobre cualquier otro objeto interrógame lo que quieras, y verás lo que valen los corceles
de Eutifrón.[34]
HERMÓGENES. —Haré lo que dices; pero permíteme que te haga una pregunta aún sobre
Hermes (Mercurio), ya que Crátilo niega que yo sea verdaderamente Hermógenes. Examinemos el
sentido de esta palabra, Hermes, y sepamos si Crátilo tiene razón.
SÓCRATES. —Me parece que Hermes se refiere muy particularmente al discurso. Intérprete,
mensajero, raptor, seductor, orador, protector del comercio; todos estos atributos suponen el poder
de la palabra. Pero, como ya dijimos, el término eírein expresa el uso de la palabra; y por otra parte,
la palabra emésato, empleada muchas veces por Homero, tiene el sentido de inventar. Por medio de
estas dos cosas, la palabra y la invención de la misma, el legislador parece mostrarnos a Hermes y
decirnos: «Oh hombres, al que ha inventado la palabra, eírein emésato, será justo que lo llaméis
Eiremes». Pero nosotros, creyendo ser más elegantes, le llamamos hoy Hermes. Iris parece también
derivar su nombre de eírein, en razón de su cualidad de mensajera.
HERMÓGENES. —¡Por Zeus!, ahora creo que Crátilo tenía razón al no querer que fuese yo
Hermógenes, porque, en verdad, no soy un hábil artífice de palabras.
SÓCRATES. —¿Y Pan, mi querido amigo? Probablemente es hijo de Hermes, y tiene una doble
naturaleza.
HERMÓGENES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Sabes que el discurso expresa todo, pan, y que rueda y circula sin cesar, poleî aei.
Sabes igualmente que es de dos modos: verdadero y falso.
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —La parte verdadera del discurso debe de ser llana, divina, colocada en lo alto entre
los inmortales; la parte falsa debe estar situada acá abajo entre la multitud de los hombres, y ser de
una naturaleza brutal y análoga a la de la cabra; porque en este género de vida es donde tienen su
origen la mayor parte de las fábulas y de las mentiras.
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —El que lo anuncia todo, pan, y que circula sin cesar, aei polon, será llamado con
exactitud pan aipolos, hijo de Hermes, con doble naturaleza, liso y limpio en la parte superior;
velludo como una cabra en la parte inferior. Por consiguiente, si Pan es hijo de Hermes, es, o el
discurso, o hermano del discurso; ¿y qué tiene de extraño que el hermano se parezca al hermano?
Pero, como dije antes, mi excelente amigo, dejemos en paz a los dioses.
HERMÓGENES. —Sí, Sócrates; dejemos a estos, si quieres. Pero bien podemos conversar sobre
otra clase de divinidades, tales como el sol, la luna, los astros, la tierra, el éter, el aire, el fuego, el
agua, las estaciones y el año.
SÓCRATES. —A fe que no es poco lo que me propones; pero, si es de tu gusto, examinémoslo.
HERMÓGENES. —Sí, y mucho.
SÓCRATES. —¿Por dónde quieres que comencemos? ¿Será por el sol, que es el primero que has
nombrado?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —La palabra Hélios se hace más clara si se la estudia en el dialecto dórico. Los
dorios dicen Halios. Halios podría significar que este astro, en el momento que nace, reúne a los
hombres, alíxein, o bien, que gira perpetuamente, aeì eílein, alrededor de la tierra; o bien, que viste
de colores diversos, poikíl-lei, en su carrera, todos los productos de la tierra; porque poikíl-lein y
aioleîn tienen el mismo sentido.
HERMÓGENES. —¿Y la luna seléne?
SÓCRATES. —Ésa es una palabra que mortifica a Anaxágoras.
HERMÓGENES. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque parece atestiguar la antigüedad de la doctrina, recientemente enseñada por
este filósofo, de que la luna recibe la luz del sol.
HERMÓGENES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Las palabras sélas y phôs tienen el mismo sentido (luz).
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pues bien; la luz que recibe la luna es siempre nueva y vieja, néon kaì énon aeì, si
los discípulos de Anaxágoras dicen verdad; porque girando el sol alrededor de la luna, le envía una
luz siempre nueva; mientras que la que ha recibido el mes precedente es ya vieja.
HERMÓGENES. —Conforme.
SÓCRATES. —Muchos llaman a la luna selanaía.[35]
HERMÓGENES. —Conforme.
SÓCRATES. —Y puesto que la luz es siempre nueva y vieja, sélas néon kaì énon aeí, ningún
nombre puede convenirle mejor que selaenoneoáeia, de donde por abreviación se dice: selanaía.
HERMÓGENES. —He aquí una palabra verdaderamente ditirámbica, Sócrates. ¿Pero qué me
dices de meis, meses, y de los ástra (astros)?
SÓCRATES. —Mein de meioûsthai, disminuir, debería decirse propiamente meies. Los astros
parece que toman el nombre de su brillo, astrapé; palabra que viniendo de tà ôpa anastrophé, que
atrae las miradas, debería decirse anastropé; pero para hacerlo más elegante se ha pronunciado
astrapé.
HERMÓGENES. —¿Y las palabras pûr, fuego y húdor, agua?
SÓCRATES. —La palabra pûr me pone en un aprieto. Precisamente la musa de Eutifrón me ha
abandonado, o esta cuestión es de las más difíciles. Pero observa a qué expediente acudo en las
indagaciones de esta clase, cuando me veo embarazado para resolverlas.
HERMÓGENES. —Veámoslo.
SÓCRATES. —He aquí. Respóndeme: ¿podías decirme cómo se ha formado la palabra pûr?
HERMÓGENES. —¡Por Zeus!, no podría.
SÓCRATES. —Examina, pues, lo que yo sospecho. Creo que los griegos, sobre todo los que
viven bajo la dominación de los bárbaros, han tomado de estos gran número de nombres.
HERMÓGENES. —¿Y qué es lo que infieres de eso?
SÓCRATES. —Que si se intentase interpretar estas palabras dentro de la lengua griega, y no de
aquella a que pertenecen, es irremediable tropezar con grandes dificultades.
HERMÓGENES. —Es exacto.
SÓCRATES. —Mira, por consiguiente, si esta palabra, pûr, es de origen bárbaro. Es difícil
hacerla derivar de la lengua griega; y los frigios emplean en verdad esta misma palabra, apenas
modificada. Lo mismo sucede con las palabras húdor, y kýon, perro, y muchas otras.
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —No hay que atormentarse por estas palabras; algún otro podrá dar razón de ellas.
[36] Por lo tanto, me desentiendo de pûr y húdor. Pero el aire, mi querido Hermógenes, ¿no ha sido

llamado aér porque levanta, aírei, lo que está sobre la tierra? ¿O será porque se escurre siempre, aeì
rheî, o porque el viento nace del movimiento del aire que pasa? Los poetas, en efecto, llaman algunas
veces a los vientos aétai. Es como si se dijese pneumatórroun, aetórroun. Y he aquí lo que ha hecho
decir del aire, que es aér. La palabra éter, aithér, significa, a mi parecer, que corre siempre,
deslizándose alrededor del aire, aeì theî perì tòn aéra rhéon, y sería más exacto decir aeither. El
sentido de la palabra gé [leído ‘gué’], tierra, sería mucho más claro si se pronunciase gaia. En efecto,
gaia significaría propiamente gennéteira, generadora, según la manera con que se expresa Homero,
que dice gegáasi, por gegennêsthai.[37] Sea así. ¿Pero qué es lo que corresponde examinar ahora?
HERMÓGENES. —Las estaciones horai, y el año eniautós, étos.
SÓCRATES. —Es preciso pronunciar la palabra horai como se hacía en otro tiempo entre los
atenienses, si se quiere descubrir su probable sentido. Se llaman las estaciones horai porque
determinan, horízein, el invierno, el estío, la época de los vientos y de los frutos de la tierra. Lo que
se llama horai, podría llamarse perfectamente horizousai. En cuanto a eniautós y étos, me ha parecido
que tienen trazas de formar una sola palabra; que expresa lo que da a luz y experimenta en sí mismo,
en autô exetazon, todas las cosas que nacen y crecen. Y así como hemos dicho, que el nombre de Zeus
ha sido dividido en dos, nombrándole unos Zêna, otros Dia; así, los unos llaman al año eniautós de
en autô, y los otros etos de etazei. La locución completa es en auto etazon, y que es una y doble; lo
que hace que con una sola palabra han podido formarse dos nombres, eniautos y etos.
HERMÓGENES. —En verdad, Sócrates, haces grandes progresos.
SÓCRATES. —Me parece que marcho rápidamente por la senda de la sabiduría.
HERMÓGENES. —No es posible mayor rapidez.
SÓCRATES. —Luego, ya será otra cosa.
HERMÓGENES. —Después de esta clase de palabras, gustaría examinar la propiedad de todos
estos bellos nombres relativos a la virtud, como por ejemplo: phrónesis, la sabiduría, sýnesis, la
comprensión, dikaiosýne, la justicia, y todos los de la misma clase.
SÓCRATES. —¡Ah!, amigo mío, me traes a cuento una colección de nombres que no es breve.
Sin embargo, puesto que me he vestido con la piel de león, no me es lícito retroceder. Por lo tanto, es
preciso examinar las palabras gnomé, conocimiento, episteme, ciencia, y todos esos preciosos
nombres de los que hablas.
HERMÓGENES. —Sí, ciertamente; no podemos abandonar esta materia.
SÓCRATES. —¡Por el Perro! Me parece que no adivinaba yo mal cuando imaginaba que a los
hombres que en la alta antigüedad han designado los nombres de las cosas, les ha pasado lo mismo
que a la mayor parte de nuestros sabios; y que a fuerza de retorcerse en todos sentidos en sus
indagaciones sobre la naturaleza de los seres, se han deslumbrado, y han creído ver todas las cosas
moviéndose en torno suyo, y huyendo sin cesar. Y ¡ya que achacaran esta concepción a su disposición
interior como a su causa!; pero prefieren creer que las cosas nacen sin cesar; que no hay una que sea
durable y fija; que todo pasa, y que todo está en un movimiento sin fin y en una eterna generación. Y
esta reflexión la aplico a todas las palabras de las que se trata.
HERMÓGENES. —¿Cómo es eso, Sócrates?
SÓCRATES. —¿Quizá nunca te has fijado en que estas palabras suponen que todos los seres se
mueven, pasan y mudan o cambian incesantemente?
HERMÓGENES. —No; nunca tal idea me vino al espíritu.
SÓCRATES. —Por lo pronto, la primera palabra, que acabamos de citar, tiene completamente
este sentido.
HERMÓGENES. —¿Cuál?
SÓCRATES. —Phrónesis; significa, en efecto, la inteligencia de aquello que se mueve y corre,
phoras kai rhou noesis. O quizá podría explicarse por la ventaja que se saca del movimiento, phoras
onesin. En todo caso, se refiere al movimiento. Si te parece, gnomé será el examen de la generación,
gones nomesin, porque noman y skopein tienen el mismo sentido: examinar. Si quieres, noesis, la
inteligencia, será el deseo de la novedad, neou esis. Por novedad de las cosas es preciso entender que
mudan sin cesar. El que ha inventado la palabra neoesis, ha querido decir que el alma desea este
perpetuo cambio; porque en otro tiempo no se decía noesis, sino que en lugar de la eta se ponían dos
épsilon, neoesis. Sophrosýne, la prudencia, es la conservadora de aquello de lo que acabamos de
hablar, de la sabiduría, phroneseos. Episteme, la ciencia, nos representa un alma, que de acuerdo con
la razón, sigue las cosas en su movimiento, sin perderlas jamás de vista; porque ni se adelanta ni se
atrasa. Es preciso, pues, eliminar la épsilon y nombrar la ciencia pistéme, fiel, sýnesis parecería
formada como syl-logismos; pero cuando se dice synienai, comprender, es como si se dijese
epistasthai, saber; porque expresa que el alma marcha de concierto con las cosas. El sentido de la
palabra Sophía, la sabiduría, es alcanzar el movimiento. Esto, sin embargo, es un poco más oscuro y
extraño. Pero recordemos el modo de hablar de los poetas, cuando designan a alguno, que
poniéndose en movimiento, avanza desde luego con rapidez; dicen, esýthe, se lanzó. ¿No ha existido
entre los lacedemonios un personaje célebre que se llamaba Sous? Ésta es en efecto la palabra con
que los lacedemonios expresan un arranque rápido. Sophía significa, por lo tanto, la acción de
alcanzar el movimiento, phoras epaphen, en el flujo general de los seres. La palabra agathon, el bien,
conviene a lo que hay de admirable, tô agastô, en la naturaleza entera. Moviéndose todos los seres,
los unos lo hacen con rapidez, los otros con lentitud. Todas las cosas no son rápidas, pero algunas
son admirables por su rapidez; y la expresión agathon se aplica a lo que es admirable por su rapidez,
ton thoou tô agastô. Dikaiosýne fácilmente se ve que es el nombre dado a la comprensión de lo justo,
dikaiou synesei. Pero esta misma palabra dikaion, es difícil de entender. Sobre algunos extremos los
más están de acuerdo, pero no lo están sobre otros. Los que creen que todo está en movimiento,
suponen que la mayor parte del universo no hace más que pasar; pero que hay un principio que va de
una parte a otra del mismo, produciendo todo lo que pasa, y en virtud del cual las cosas mudan como
mudan; y que este principio es de una velocidad y de una sutileza extremas. ¿Cómo, en efecto, podría
atravesar en su movimiento este universo móvil, si no fuese bastante sutil, para no verse detenido por
nada, y bastante rápido, para que todo estuviese con relación a él como en reposo? Puesto que este
principio gobierna todas las cosas, penetrándolas, diaion, se le ha dado con toda propiedad el nombre
de dikaion, formado con aquella palabra y una kappa para hacer la pronunciación más suave. Hasta
aquí, como ya he dicho, todo el mundo está de acuerdo en que tal es la naturaleza de lo justo. Pero yo,
querido Hermógenes, deseoso de conocerlo mejor, me he informado en secreto; y he descubierto que
lo justo es también la causa; (por causa se entiende lo que da el ser a una cosa) y se me ha dicho en
confianza, que de aquí procede la propiedad de la palabra dikaion. Pero cuando, después de haber
recibido esta respuesta, digo con dulzura, para mejor ilustrarme: si es así, decidme, por favor, ¿qué
es lo justo?, entonces parecen atrevidas mis preguntas, y creen que salto, como suele decirse, la
barrera. Exclaman que basta ya de preguntas, y que lo que he oído debe satisfacerme; y después,
cuando han querido contestarme, los unos me dicen una cosa, otros otra, sin que puedan ponerse de
acuerdo. Éste dice que lo justo es el sol. ¿No es el sol el que gobierna los seres, penetrándolos y
calentándolos, diaionta kai kaonta? Me apresuro a contar a otro este descubrimiento que creo
magnífico, y se burla de mí; y me pregunta, si no hay justicia entre los hombres después de puesto el
sol. Pregunto entonces a este hombre, qué piensa de lo justo, y me contesta que es el fuego. Pero esto
no es fácil concebirlo. Otro dice: no es el fuego mismo, sino el calor que reside en el fuego. Otro
pone en ridículo todas estas explicaciones; y pretende que lo justo es lo que dice Anaxágoras; a saber,
la inteligencia. En su soberanía ordena todas las cosas, y sin mezclarse en ninguna, las penetra en
todos sentidos, dià (panton) ionta. Entonces, mi querido amigo, me encuentro en una incertidumbre
mayor que la que tenía antes de haber comenzado a hacer indagaciones sobre la justicia. Y sin
embargo, aquellos con quienes hablo están muy persuadidos de que saben la verdadera explicación
de la palabra dikaion.
HERMÓGENES. —Al parecer, Sócrates, tú refieres lo que has oído decir a los demás; pero no
nos dices tu propia opinión.
SÓCRATES. —¿Y no he hecho lo mismo con respecto a los otros nombres?
HERMÓGENES. —No sucedió precisamente lo mismo.
SÓCRATES. —Escúchame con atención, porque quizá te engañes pensando que no he oído lo que
voy a decirte. Después de la justicia, ¿cuál es la palabra que debemos considerar? Me parece que aún
no hemos examinado andreia, el valor. Porque con respecto a la palabra adikia, injusticia, es evidente
que es el obstáculo de aquello que penetra, empodisma tou diaiontos. Andreia indica que el valor toma
su nombre del combate. Porque el combate, si es cierto que las cosas pasan y corren, no puede ser
más que una corriente contraria a otra, enantian rhoen. Si se quita la delta de la palabra andreia, se
tendrá an-rheia, contra corriente, que expresa lo que constituye propiamente el valor. Es claro, sin
embargo, que el valor no es una corriente contraria a otra cualquiera, sino a una corriente que lucha
contra la justicia. De otra manera, ¿en qué concepto podría ser laudable el valor? Las palabras arren,
varonil y anér, hombre, tienen un origen análogo, y vienen de ano rhoe, corriente de abajo a arriba.
Gyné, mujer, me parece querer decir generación, thély, hembra, me parece derivarse de thelé, teta. Y
thelé, querido Hermógenes, ¿no expresa lo que hace germinar, tethelenai, lo que riega?
HERMÓGENES. —Es verosímil, Sócrates.
SÓCRATES. —La misma palabra thal-lein, me parece representar el crecimiento de los jóvenes
por lo rápido y repentino que es; y es lo que ha querido imitar el autor de este nombre al formarlo
combinando thein, correr y al-lesthai, lanzarse. Pero ¿no observas que yo me voy a derecha e
izquierda tan pronto como me encuentro en un terreno más firme? Y sin embargo, ¡cuántas y cuán
importantes cuestiones nos quedan por resolver!
HERMÓGENES. —Es la verdad.
SÓCRATES. —Una de ellas consiste en averiguar lo que la palabra techné, arte, quiere decir.
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pues bien; ¿no significa un modo de ser la inteligencia, exin nou? Basta eliminar
la tau e intercalar una entre la chi (χ) y la ny (ν) y otra entre la ny (ν) y la eta (η).[38]
HERMÓGENES. —He allí, Sócrates, una explicación que no tiene nada de buena.
SÓCRATES. —¡Oh, mi excelente amigo! Tú no sabes que los nombres primitivos han sido
completamente desfigurados a fuerza de querer hacerlos magníficos. Se han añadido letras y se han
quitado, consultando la armonía; en fin, han quedado desfiguradas las palabras en todos sentidos, ya a
causa de falsos embellecimientos, ya por efecto del tiempo. Así, en la palabra katoptron, espejo, ¿no
se ha intercalado la rho contra toda razón?[39] He aquí cómo se conducen los que no buscan la
verdad, y solo hacen caso de la pronunciación. A fuerza de intercalar letras en las palabras primitivas,
las han alterado, hasta tal punto, que nadie puede saber hoy lo que significan. Por ejemplo, ellos
llaman a la esfinge, sphigx, en lugar de phix. Podrían citarse otras muchas palabras que están en el
mismo caso.
HERMÓGENES. —Es muy cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Pero, si por otra parte pudiéramos hacer en las palabras todas las supresiones y
adiciones que quisiéramos, nuestra tarea sería sencilla, y podríamos acomodar toda clase de nombres
a toda clase de cosas.
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Muy cierto, en efecto. Necesitamos guardar cierta medida, y a ti te corresponde
ejercer sobre mis palabras una prudente vigilancia.
HERMÓGENES. —Tendré en ello mucho gusto.
SÓCRATES. —Y yo también, querido Hermógenes. Sin embargo, amigo mío, no seas demasiado
severo, para que mi ánimo no decaiga. Porque he aquí que habré llegado al punto que debe coronar
nuestras indagaciones precedentes, después que haya examinado, a continuación de la palabra techen,
la palabra mechané, habilidad. Creo que indica la acción de ejecutar, anein, con perseverancia;
porque mekos, significa extensión. De la reunión de estos dos términos, mekos y anein, ha sido
formada la palabra mechanén. Pero, como dije antes, es preciso llegar al coronamiento de nuestras
indagaciones precedentes.[40] Éste es, en verdad, el momento de examinar las palabras areté, virtud, y
kakía, maldad, y ver lo que quieren decir. La primera de estas palabras, aún no la comprendo; pero la
otra me parece perfectamente clara, y conviene perfectamente con lo que ya hemos dicho. En efecto,
si todas las cosas marchan en un continuo movimiento, todo lo que marcha mal, kakôs ion, será
nombrado con razón kakía. Pero cuando es en el alma donde las cosas van mal, entonces se aplica
esta expresión con más propiedad. ¿Y qué es marchar mal? Lo sabremos examinando deilía,
cobardía, que hemos pasado en silencio, y que debió examinarse después de andreia, valor. Pero
hemos omitido otras muchas palabras. Deilía significa un lazo del alma; desmós un lazo muy fuerte:
porque el término lían, mucho, expresa la idea de fuerza. La cobardía será, por lo tanto, un lazo muy
fuerte y muy poderoso que encadena nuestra alma. Lo mismo que la cobardía, la vacilación, aporía, y
en general, todo lo que pone algún obstáculo al movimiento y a la marcha, ienai poreuesthai, de las
cosas, es un mal. De donde resulta que marchar mal significa moverse con lentitud y embarazo; y
cuando es tal el estado del alma, está sumida en la maldad, kakía. Si este es el sentido de kakía, la
palabra areté, debe tener el opuesto, y expresar, por lo pronto, el movimiento fácil, la euporía, en
seguida el libre curso, rhoen, de un alma buena. Lo que marcha o corre siempre, aei rheon, sin
coacción y sin obstáculo; he aquí la significación de areté. Quizá valdría más decir aeireíte. Quizá
también la verdadera palabra es haireté, preferible, porque la virtud es el estado del alma preferible
entre todos, hairetotáte; pero mediante una contracción, se dijo: areté. Pero vas a decir otra vez que
invento cuanto me parece. Yo te responderé: si he determinado bien el sentido propio de kakía, es
imposible que no haya determinado bien el sentido propio de areté.
HERMÓGENES. —¿Pero esta palabra kakón, mal, de que te has servido en muchas de tus
explicaciones, de donde procede?
SÓCRATES. —¡Por Zeus!, esa es una palabra extranjera, de la que es difícil dar razón. Voy, por lo
tanto, a acudir a mi famoso expediente.
HERMÓGENES. —¿Qué expediente?
SÓCRATES. —El de decir que es una palabra de origen bárbaro.
HERMÓGENES. —Y así es, según todas las apariencias. Por lo tanto, si te parece, dejemos esto, y
tratemos de descubrir el verdadero valor de las palabras kalón, bello y aischrón, vergonzoso, [feo].
SÓCRATES. —Respecto de aischrón, veo claramente su sentido. Es análogo al de las palabras
precedentes. El que inventó los nombres, a mi parecer, miraba mal en general todo lo que impide y
retarda el movimiento de las cosas; y por esto, a lo que detiene siempre su curso, aei ischonti ton
rhoun, le dio este nombre, aeischoroun, y por contracción aischrón.
HERMÓGENES. —¿Y kalón?
SÓCRATES. —Esta palabra es más difícil de entender; y sin embargo, se ve bien que proviene de
un simple cambio en el acento y la cantidad de la sílaba ou.[41]
HERMÓGENES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Este nombre me parece ser una especie de segundo nombre del pensamiento.
HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Veamos cuál es, en tu opinión, la causa de que las cosas se llamen como se llaman.
¿No lo es el que ha inventado los nombres?
HERMÓGENES. —Indudablemente.
SÓCRATES. —Luego la causa es o el pensamiento de los dioses o el de los hombres, o el uno y
el otro.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Luego lo que ha llamado las cosas por su nombre, tò kalésan, y lo bello, tò kalón,
son la misma cosa; esto es, el pensamiento.
HERMÓGENES. —Así parece.
SÓCRATES. —Luego todo lo que es obra de la inteligencia y del pensamiento es laudable; y lo
contrario, reprensible.
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —Ahora bien; el arte de curar produce curaciones; y el arte de edificar, edificios.
¿No lo crees así?
HERMÓGENES. —Lo creo.
SÓCRATES. —Por consiguiente, lo bello deberá producir cosas bellas.
HERMÓGENES. —Así es preciso que suceda.
SÓCRATES. —Pero lo bello, ya lo hemos dicho, es el pensamiento.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Luego la palabra kalón cuadra perfectamente a la inteligencia, que produce todas
estas cosas que llamamos bellas y que alabamos porque lo son.
HERMÓGENES. —Pienso lo mismo.
SÓCRATES. —Entre las palabras de este orden, ¿cuáles nos quedan por examinar?
HERMÓGENES. —Las que se refieren al bien y a lo bello de que acabamos de hablar;
xymphéron, lo ventajoso, lysiteloûn, lo provechoso, ophélimon, lo útil, kerdaléon, lo lucrativo, y sus
contrarias.
SÓCRATES. —Encontrarás tú mismo fácilmente el sentido de xymphéron, si tienes presentes las
observaciones precedentes. Hay, en efecto, un próximo parentesco entre esta palabra y epistéme,
ciencia; porque expresa el movimiento simultáneo, háma phorán, del alma hacia los seres. Todas las
cosas que se realizan bajo el imperio de este movimiento, se llaman symphéronta y symphóra de la
palabra symperiphéresthai, ser arrastrado simultánea y circularmente.
HERMÓGENES. —Muy bien.
SÓCRATES. —Respecto kerdaléon, viene de kérdos, ganancia; y kérdos, si se reemplaza la delta
con una ny, muestra bastante lo que quiere decir. Es otra manera de nombrar el bien, tò agathón. Se la
ha nombrado así, porque expresa la propiedad que tiene el bien de mezclarse, keránnutai, en todas las
cosas, penetrándolas. Se ha puesto una delta donde había una ny, y se ha pronunciado kérdos.
HERMÓGENES. —¿Y lysiteloûn?
SÓCRATES. —No me parece, mi querido Hermógenes, que esta palabra tenga el sentido que le
atribuyen los mercaderes; lo que libra de la deuda, eàn tò análoma apolýe; sino que designa lo que
hay de más rápido en la existencia; lo que no permite a las cosas detenerse, ni al movimiento llegar al
fin, ni cesar un instante; lo que le libra, lýei, siempre de todo lo que podría imponerle un fin, télos,
haciéndole así permanente o inmortal. Por esta razón puede también llamarse al bien lysiteloûn,
palabra que significa lo que libra al movimiento de llegar d su término, tês phorâs lýon tò télos. En
cuanto a ophélimon, es una palabra extranjera de la que Homero se sirve en muchos pasajes en la
forma de ophel-lein; tiene el sentido de alimentar y de hacer.
HERMÓGENES. —¿Y qué diremos de las contrarias a estas palabras?
SÓCRATES. —A mi parecer, no debemos ocuparnos de las que son simplemente negativas.
HERMÓGENES. —¿Cuáles?
SÓCRATES. —Axýmphoron, no ventajoso, ophélimon, inútil, alusitelés, no aprovechable y
akerdés, no lucrativo.
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero nos ocuparemos de bláberon, dañoso, y zemiôdes, funesto.
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —Bláberon significa lo que impide el curso de las cosas, tò blápton tòn rhoûn. Y
blápton, a su vez indica lo que quiere encadenar, boulómenon áptein; porque áptein tiene el mismo
sentido que deîn, y lo que pone obstáculos al movimiento, siempre es mirado como un mal por el
inventor de las palabras. Había, pues, perfecta razón para dar a lo que quiere encadenar el
movimiento de las cosas (bóulomenon áptein rhoûn), el nombre de boulapteroûn, del cual se ha
formado para mayor elegancia en la pronunciación, bláberon.
HERMÓGENES. —Verdaderamente, Sócrates, las palabras toman extrañas formas en tus manos.
He creído oírte silbar el preludio del himno a Atenea[42] cuando pronunciaste tu boulapteroûn.
SÓCRATES. —No es a mí, querido Hermógenes, a quien debes dirigirte, sino a los que han
creado esta palabra.
HERMÓGENES. —Es cierto. ¿Pero qué debemos pensar de zemiôdes, funesto?
SÓCRATES. —¿Qué pensamos de zemiôdes? Considera, querido Hermógenes, con cuánta verdad
hablo, cuando digo que basta añadir o quitar algunas letras a las palabras, para que muden de sentido
completamente; y que se puede, por medio de una pequeña modificación, darles una significación
contraria a la que tenían en su origen. Esto es lo que ha sucedido con la palabra déon, conveniente.
Recuerdo que esta palabra me ha hecho comprender lo que voy a decirte: que nuestra nueva lengua,
que se cree tan bella, ha hecho expresar a déon, y a zemiôdes, lo contrario de lo que expresaban,
ocultando su verdadero valor; mientras que nuestra antigua lengua muestra claramente su verdadero
sentido.
HERMÓGENES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Escucha. Sabes que nuestros mayores hacían un gran uso de la iota y de la delta,
como se observa aún en las mujeres, que conservan por más tiempo el antiguo lenguaje.[43] Pero hoy
remplazamos la iota por la épsilon o por la eta, y la delta por la dseta, porque encontramos en estas
letras más nobleza.
HERMÓGENES. —Muéstrame algunos ejemplos.
SÓCRATES. —Pues bien; los antiguos llamaban al día, los unos himéra, los otros heméra, hoy se
le llama hêméra.
HERMÓGENES. —En efecto.
SÓCRATES. —¿Y no sabes que solo la palabra antigua deja ver el pensamiento del inventor?
Porque, a causa de desear, himeírousi, los hombres encontrar la luz después de las tinieblas, han
llamado al día himéra.
HERMÓGENES. —Así parece.
SÓCRATES. —Pero hoy día, a causa de su forma magnífica, no se concibe ya lo que quiere
decirla palabra hêméra. Algunos, sin embargo, suponen que ha sido nombrado así el día, porque hace
los objetos más dulces, émera.
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —Ya sabes que en lugar de zygón, yugo, los antiguos decían dyogón.
HERMÓGENES. —Muy bien.
SÓCRATES. —Ahora bien, zygón no significa nada; por el contrario, dyogón expresa muy bien
que están unidos dos animales para conducir algo juntos, toin duoin eneka tes deseos es ten agogen.
Pero hoy día se dice zygón, y lo mismo sucede con una multitud de palabras.
HERMÓGENES. —Es probable.
SÓCRATES. —Y he aquí cómo la palabra déon, escrita también de modo análogo, viene a tener
un sentido opuesto al de todas las palabras que se refieren al bien; porque siendo una de las especies
de bien, parece, sin embargo, que lo conveniente, déon, es el lazo, desmós, el obstáculo del
movimiento; y por decirlo así, el hermano de lo dañoso.
HERMÓGENES. —En efecto, Sócrates, tal parece ser el sentido de esta palabra.
SÓCRATES. —No sucederá así, si se refiere a la antigua palabra, que, a lo que parece, debe ser
mucho más exacta que la nueva. Se encontrará que está de acuerdo con todas las demás
denominaciones del bien, si se remplaza la e con una iota, como se hacia en el antiguo lenguaje. En
efecto, dión, recorriendo, y no déon, encadenando, expresa el bien, cuyo elogio hace. De esta manera,
el inventor de las palabras se pone en contradicción consigo mismo, y déon, ophélimon, lysiteloûn,
kerdaléon, agathón, xymphéron, eúporon, expresan igualmente, con nombres diferentes, la misma
cosa, a saber: lo que gobierna y penetra todas las cosas, lo cual se alaba y celebra; mientras que, por
el contrario, lo que retarda y encadena es siempre mal mirado. En cuanto a zemiôdes, si, conforme a
como se hacia en la lengua antigua, se remplaza la dseta por la delta, aparecerá que es el nombre de
lo que encadena la marcha de las cosas, epi tôi dounti to ion, y que ha debido pronunciarse demiôdes.
HERMÓGENES. —Y las palabras hedoné, placer, lýpe, dolor, epithymía, pasión, y otras
semejantes; ¿qué dices de ellas, Sócrates?
SÓCRATES. —Que no es difícil dar razón de ellas, Hermógenes. Hedoné me parece ser el
nombre de la acción que tiende hacia el bienestar, he pros onesin. Añadiendo una delta, se llama
hedoné, en lugar de eone. Lýpe, dolor, es el nombre dado a la disolución, diálysis, que produce en el
cuerpo. Anía, tristeza, es lo que impide marchar, iénai. Algedón, pena, me parece ser una palabra
extranjera derivada de algeinón, penoso. Odýne viene, yo creo, de la palabra que significa invasión,
éndysis, y es la invasión del dolor. Achthedón, opresión, como es evidente para todos, es una palabra
que representa la pesadez[44] del movimiento. Chará, alegría, está formada para designar la efusión,
diachusei, y la facilidad del movimiento, rhoês, del alma. Térpsis, agrado, viene de terpnón,
agradable; y lo agradable se llama así, porque se insinúa, día herpseos, en el alma, semejante a un
soplo, pnoe. En rigor debería decirse erpnoun, que con el tiempo se ha convertido en terpnón. Inútil
es explicar la palabra euphrosýne, alegría, porque evidentemente significa que él alma se mueve en
armonía con las cosas, en xympheresthai. La palabra propia sería euphrosýne; la que nosotros hemos
convertido en euphrosýne. Respecto a epithymía, pasión, no hay ninguna dificultad; pues
evidentemente expresa un poder que penetra en el corazón, epi ton thymon iouse, y thymos, corazón,
valor, toma su nombre del ardor, thyseos y del hervidero del alma. Hímeros, deseo, se aplica a la
corriente que arrastra el alma con mucha violencia; porque corre precipitándose a la realización de
las cosas, hiemeros rhei, y porque arrastra al alma en la impetuosidad de su curso. En vista, pues, de
esta energía, se ha dado al deseo el nombre de hímeros. Se llama pesar, póthos, para mostrar que no
se refiere a nada presente, sino a un objeto que está en otra parte y lejos de nuestro alcance, (al-lothi
pou ontos kai apontos). De donde resulta que se nombra póthos lo que se llamaba hímeros, cuando el
objeto deseado estaba presente. El amor se dice éros, porque es una corriente que se insinúa, esrei,
viniendo de fuera, que no es propia de aquel que la experimenta, y se introduce efectivamente por los
ojos. He aquí por qué se decía antiguamente esros de esrein; porque entonces se empleaba la ómicron
por la omega. Hoy se dice éros, porque la omega ha ocupado el lugar de la ómicron. Pero ¿no
propones otros nombres que examinar?
HERMÓGENES. —¿Qué te parece de dóxa, opinión, y de otras palabras semejantes?
SÓCRATES. —Dóxa es el nombre que o procede de seguimiento díoxis, y en este caso es la
indagación a la que el alma se consagra para saber la verdad de las cosas; o bien es el nombre del
disparo de la flecha tóxon. Yo prefiero esta última explicación. Por lo menos la palabra oíesis,
creencia, responde a la misma idea. En efecto, parece expresar el anhelo, oîsis, del alma hacia las
cosas para conocer su naturaleza. La misma relación hay entre boulé, voluntad y bolé, tiro o disparo.
Boulesthai, querer, significa lanzarse hacia, lo mismo que bouleuesthai, deliberar. Todas estas
palabras, que corresponden al mismo orden que dóxa, no son más que diversas expresiones de la idea
de tiro o arranque. La palabra negativa aboulía, imprudencia, falta de voluntad, parece designar la
desgracia de aquel a quien se le frustra un propósito, ou bálontos; que no consigue lo que quería,
ebouleto, lo que se proponía, peri ou ebouleueto, o a lo que aspiraba.
HERMÓGENES. —Se me figura, Sócrates, que ahora apresuras y estrechas tus explicaciones.
SÓCRATES. —Es porque en este momento el dios va a cesar de hablar. Sin embargo, voy a hacer
el último ensayo sobre las palabras anágke, y ekoúsion, voluntario, que siguen naturalmente a las
precedentes. Lo que cede eîkon sin resistencia; lo que cede al movimiento, eîkon tôi ionti, al
movimiento impreso por la voluntad, he aquí lo que significa la palabra ekoúsion. Lo necesario,
anagkaîon, es, por el contrario, lo que resiste a la voluntad y lo que oponen a esta la ignorancia y el
error; se parece a un viaje en las cañadas, ágke, en las que lo difícil, áspero y peligroso de los
caminos impide marchar. Lo necesario ha debido llamarse anagkaîon, comparándolo a un viaje a
través de una cañada o vallecito. Y puesto que aún me siento con fuerzas, aprovechémoslas. No
aflojes tú y pregúntame.
HERMÓGENES. —Pues bien; voy a preguntarte acerca de las cosas más preciosas que conozco:
la verdad, la mentira, el ser; y sobre lo que es objeto de esta conversación, el nombre mismo. ¿Por
qué se llama el nombre ónoma?
SÓCRATES. —¿Sabes lo que quiere decir maíesthai?
HERMÓGENES. —Sí; indagar.
SÓCRATES. —La palabra ónoma me parece el resumen de una proposición, en la que se afirma
que el ser es el objeto, cuyo nombre es la indagación. Pero esto es más fácil de comprender en la
palabra onomastón, lo que se puede nombrar. Declara, en efecto, de una manera muy patente, que el
ser es el objeto de la indagación, on ou masma estin. Alétheia, verdad, me parece también una palabra
formada de otras muchas. Parece que se ha querido designar con ella el divino movimiento del ser, y
que alétheia signifique una carrera divina, ale theia. Pseûdos, mentira, expresa lo contrario del
movimiento. En esta palabra encontramos también la reprobación impuesta a todo lo que se detiene, a
todo lo que obliga al reposo, y este término representa el estado de las gentes que duermen,
katheúdousi. La psi que se ha añadido a esta palabra, impide por lo pronto percibir su verdadero
sentido. En cuanto a ón, ser, y ousía, esencia, son muy análogos a lo verdadero, si se añade una iota;
ióv significa, en efecto, lo que va. Y de igual modo debe interpretarse el no-ser, ouk ón, que algunos
pronuncian ouk ión.
HERMÓGENES. —Encuentro, Sócrates, que has resuelto con firmeza estas dificultades. Pero si
en este momento te interpelasen con respecto a estas expresiones ión, marchando, rhéon, corriendo,
doûn, ligando, y te preguntasen cuál es la propiedad…
SÓCRATES. —¿Quieres decir que qué respondería? ¿No es esto?
HERMÓGENES. —Exactamente.
SÓCRATES. —Hay un expediente que nos ha sacado ya de conflictos, y que puede pasar por una
respuesta suficiente.
HERMÓGENES. —¿Qué expediente?
SÓCRATES. —Decir que las palabras, cuyo sentido no comprendemos, son de origen bárbaro. Y
quizá es la pura verdad, respecto a muchas de ellas; y quizá también es la antigüedad de las palabras
primitivas, la que nos las hace ininteligibles. Después de las modificaciones de todos géneros que se
las ha hecho sufrir, ¿es extraño que las palabras antiguas, comparadas con las de hoy día, parezca que
pertenecen a una lengua bárbara?
HERMÓGENES. —Todo lo que dices está muy en razón.
SÓCRATES. —Sí, sin duda. Pero en el combate que sostenemos, no se trata de huir de las
dificultades, sino que, por el contrario, es preciso abordarlas de frente. Supongamos que se pregunte
de qué palabras se compone un nombre, y estas palabras de qué otras se componen a su vez, y que se
prosiga así indefinidamente; ¿no resultará que al fin el interrogado se verá en la necesidad de no
responder al interrogador?
HERMÓGENES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Y bien; ¿cuándo el interrogado tendrá derecho para no responder? ¿Será cuando
haya llegado a palabras que son como elementos de las otras palabras y discursos? Porque si estas
palabras son verdaderamente elementales, no puede decirse que estén compuestas de otras. Por
ejemplo: hemos dicho que la palabra agathós se compone de agastós y de thoós. Quizá podríamos
decir que thoós está formada de otras palabras, y estas de otras aún; pero si llegáramos a una que no
esté formada de otras palabras, entonces diríamos con razón que es elemental; y que no hay
necesidad de relacionarla con otras más simples.
HERMÓGENES. —A mi entender, tienes completa razón.
SÓCRATES. —Luego si las palabras acerca de las que me preguntabas antes, son elementales,
necesitamos acudir a algún procedimiento nuevo para apreciar su propiedad y su legitimidad.
HERMÓGENES. —Así parece.
SÓCRATES. —Sí; así parece, Hermógenes, porque todas las palabras a las que hemos pasado
revista, vienen, a mi parecer, a resolverse en estas. Y así, si mi suposición es fundada, sígueme con
atención, y cuida de que no me extravíe al explicar cuál debe ser la propiedad de los nombres
primitivos.
HERMÓGENES. —Habla sin temor; te seguiré con toda la atención de que soy capaz.
SÓCRATES. —No hay más que una sola y misma propiedad para todas las palabras primitivas y
derivadas, y ningún nombre, como tal, difiere de otro nombre. He aquí lo que yo pienso, y de seguro
tú lo crees como yo.
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Porque, ¿en qué consiste la propiedad de los nombres que hasta aquí hemos
examinado? En que nos representan lo que es cada cosa.
HERMÓGENES. —Es incontestable.
SÓCRATES. —Y esto no es menos cierto respecto de los nombres primitivos que de los
derivados; puesto que son igualmente nombres.
HERMÓGENES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero las palabras derivadas toman de las primitivas el poder que tienen de
representar las cosas.
HERMÓGENES. —Así parece.
SÓCRATES. —Bien; pero las primitivas que no se componen de otras palabras, ¿de qué manera
nos manifestarán las cosas con la claridad posible, como deben hacerlo siendo nombres?
Respóndeme. Si nosotros no tuviésemos ni voz ni lengua, y quisiéramos, sin embargo, designarnos
los unos a los otros las cosas, ¿no recurriríamos, como los mudos, a los signos de las manos, de la
cabeza y de todo el cuerpo?
HERMÓGENES. —Claro que lo haríamos así, Sócrates.
SÓCRATES. —Por ejemplo; si quisiéramos expresar una cosa elevada y ligera, tenderíamos la
mano hacia el cielo, imitando así la naturaleza de esta cosa; si una cosa baja y pesada, abatiremos la
mano hacia el suelo. Y si se tratase de designar un caballo corriendo, o cualquier otro animal, lo
imitaríamos lo mejor posible con nuestras actitudes y gestos.
HERMÓGENES. —Necesariamente habría de hacerse como dices.
SÓCRATES. —De esta suerte se expresaría cada objeto por medio del cuerpo, obligándolo a
imitar lo que se quisiera expresar.
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Y como queremos expresar los objetos por medio de la voz, de la lengua y de la
boca, esta expresión consistirá, por consiguiente, en la imitación que podamos hacer con la voz, con
la lengua y con la boca.
HERMÓGENES. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Luego el nombre, a lo que parece, es la imitación de un objeto mediante la voz. El
que imita un objeto con la voz, lo nombra al imitarlo.
HERMÓGENES. —Lo creo.
SÓCRATES. —¡Por Zeus! Sin embargo, yo mismo no creo que esto sea precisamente así.
HERMÓGENES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Nos veríamos precisados a reconocer que los que imitan el balido de las ovejas,
el canto del gallo y otros análogos, nombran con esto a los animales que imitan.
HERMÓGENES. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Y te parece esto justo?
HERMÓGENES. —No. Pero, Sócrates, ¿qué clase de imitación es entonces la del nombre?
SÓCRATES. —Por lo pronto, me parece que cuando nombramos, no imitamos como se imitan
las cosas en la música, por más que las imitemos entonces por medio de la voz. En segundo lugar; en
mi opinión, nombrar no es imitar las mismas cosas que imita la música. Lo que quiero decir es lo
siguiente. Todos los objetos, ¿no tienen un sonido y una forma, y la mayor parte de ellos un color?
HERMÓGENES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Me parece que, si se imitan estas cualidades, semejante imitación ninguna relación
tiene con el arte de nombrar. Los que de estas cualidades sacan partido son los músicos y pintores.
¿No es verdad?
HERMÓGENES. —Sí.
SÓCRATES. —Pero ¿no te parece que cada objeto tiene su esencia, como tiene su color y las
demás cualidades de las que hablábamos? Y desde luego, el color mismo y la voz, ¿no tienen su
esencia lo mismo que todas las demás cosas que merecen ser llamadas con el nombre de seres?
HERMÓGENES. —Lo creo.
SÓCRATES. —Y el que llegase a imitar por medio de letras y de sílabas lo que en cada objeto
constituye la esencia, ¿no representaría lo que propiamente es cada objeto? ¿Sí o no?
HERMÓGENES. —Lo representaría perfectamente.
SÓCRATES. —¿Y cómo llamarías al que alcanzase este poder? Los imitadores, de que hablamos
antes, eran el uno músico y el otro pintor; ¿qué nombre daremos a este?
HERMÓGENES. —El de hábil en lo que hace rato nos ocupa; en el arte de nombrar.
SÓCRATES. —Si eso es cierto, es preciso que examinemos las palabras acerca de las que me
interrogabas; rhoé, que corre, iénai, ir, schésis, la acción de retener; y ver si por medio de las letras y
de las sílabas, imitan o no imitan la esencia de las cosas que ellas designan.
HERMÓGENES. —Perfectamente.
SÓCRATES. —Dime; ¿son estas palabras las únicas primitivas, o existen otras muchas?
HERMÓGENES. —Creo que existen otras.
SÓCRATES. —En efecto, es probable que así sea. ¿Pero qué medio adoptaremos para
distinguir [45] por dónde el imitador comienza a imitar? Puesto que la imitación de la esencia tiene
lugar por medio de las sílabas y de las letras, ¿no será lo mejor distinguir desde ahora las letras,
como hacen los que estudian el ritmo? Estos distinguen en primer lugar el valor de las letras, después
el de las sílabas; y no examinan el ritmo mismo sino después de estos preliminares; antes, nunca.
HERMÓGENES. —Muy bien.
SÓCRATES. —Nosotros, ¿no debemos, igualmente, distinguir, desde ahora, las vocales, y
después, entre las otras especies de letras, las que son a la vez consonantes y mudas, ya que estos son
los términos de los que se valen los hombres entendidos; y las que, sin ser vocales, tienen, sin
embargo, un sonido? ¿No tendremos después que volver a las vocales, para dividirlas en sus
diferentes especies? Hechas estas distinciones, es indispensable examinar a su vez los nombres e
indagar si entre ellos hay algunos a los que se puedan reducir todos los demás; como sucede con las
letras que nos los hacen conocer y si se clasifican en diversas especies, como estas mismas letras.
Bien consideradas todas estas cosas, es preciso saber aplicar a los objetos los nombres que les
corresponden, ya baste una sola palabra para un solo objeto, ya haya que combinar muchas. Así es
como los pintores, para obtener la semejanza, ya emplean la púrpura sola u otro color cualquiera; ya
mezclan muchos colores diferentes, como cuando quieren representar la carne, o cualquier otro
objeto análogo, atentos siempre a hacer la imagen perfectamente fiel. En igual forma, nosotros
aplicaremos las letras a las cosas; tan pronto una sola letra a una sola cosa y la letra conveniente,
como muchas letras formando lo que se llaman sílabas, y reuniendo en seguida estas sílabas hasta
componer nombres y verbos. En fin, de estos nombres y de estos verbos formaremos algo que tenga
grandeza, belleza y unidad: el discurso, que es en el arte de los nombres y en todas las artes análogas,
lo que en la pintura la representación de un ser animado. Pero no; no seremos nosotros los que
haremos esto; yo me dejo llevar de mis propias palabras. Todas estas combinaciones, tales como son,
son obra de nuestros antepasados. En cuanto a nosotros, si queremos estudiar todas estas cosas con
arte, necesitamos dividirlas, como ya hemos dicho; y considerar, como también indicábamos, si las
palabras, así las primitivas como las derivadas, han sido bien o mal aplicadas. Proceder de otro
modo, y según el método de composición, sería obrar mal y extraviarse del verdadero camino, mi
querido Hermógenes.
HERMÓGENES. —¡Sí, por Zeus, Sócrates!
SÓCRATES. —¿Y tendrás bastante confianza en ti mismo para creerte capaz de recorrer todas las
divisiones de nuestro asunto? Yo no me considero con fuerzas para ello.
HERMÓGENES. —Ni yo tampoco, ciertamente.
SÓCRATES. —Dejemos esta materia; ¿o prefieres que, aunque incapaces de llevar muy allá
nuestra indagación, ensayemos nuestras fuerzas, adelantando ideas, como hicimos antes con motivo
de los dioses? Decíamos que no sabiendo nada de la verdad, solo habíamos querido interpretar las
opiniones de los hombres sobre aquel punto; y ahora nos corresponde decir, que si algún día llega a
ser resuelta la presente cuestión por nosotros o por otros, lo será por medio de las divisiones que
acabamos de indicar; pero que por el momento bastará, como decíamos, que hagamos el esfuerzo
que nos sea posible. ¿Es esta tu opinión? ¿O piensas de otra manera?
HERMÓGENES. —Precisamente esa es mi opinión.
SÓCRATES. —Quizá parece ridículo, mi querido Hermógenes, decir que las letras y las sílabas
revelan las cosas, imitándolas. Sin embargo, es necesario que así sea. No tenemos otro medio mejor
de dar razón de la verdad de las palabras primitivas. A menos que, a semejanza de los autores de
tragedias, que en sus conflictos recurren a máquinas y hacen aparecer los dioses, recurramos también
nosotros al mismo artificio, diciendo que los dioses han instituido las palabras primitivas, y que de
aquí procede su propiedad. ¿Adoptaremos esta explicación como la más satisfactoria? ¿O la de que
nosotros hemos tomado las palabras primitivas de los bárbaros, y que los bárbaros son más antiguos
que nosotros? ¿O bien la de que no nos es posible comprender esta clase de palabras a causa de su
antigüedad, que las hace tan oscuras, como si tuviesen un origen bárbaro? Éstas serían excusas muy
buenas para el que no quisiera dar razón de las palabras primitivas y de su propiedad. Sin embargo;
dígase lo que se quiera, cuando se ignora la propiedad de las palabras primitivas, no se pueden
comprender las derivadas, que solo se explican por aquellas. Es, pues, evidente que el que se
considera hábil en la interpretación de las derivadas, debe estar en posición de dar explicaciones
completas y claras sobre las primitivas, o limitarse a no decir más que necedades acerca de las
derivadas. ¿Opinas tú de otro modo?
HERMÓGENES. —No, en verdad, Sócrates.
SÓCRATES. —Lo que yo pienso a propósito de las palabras primitivas, me parece a mí mismo
impertinente y ridículo. Te lo diré, si quieres. Pero si por tu parte tienes algo mejor que proponer, me
lo participarás también a tu vez.
HERMÓGENES. —No dejaré de hacerlo. Y tú habla siempre sin miedo.
SÓCRATES. —Por lo pronto, la letra rho me parece ser el instrumento propio para expresar toda
clase de movimiento. Pero no hemos dicho cuál es el origen de la palabra kínesis. Es evidente que
procede de iesis, arranque; porque en otro tiempo, en lugar de la eta se servían de la épsilon. En
cuanto al principio de la palabra, está tomado de kíein, palabra extranjera que tiene el sentido de
ienai, marchar. Si se supiese la palabra antigua y se la trasladase a nuestra lengua, se tendría
realmente iesis. Pero hoy, a causa de la procedencia extranjera del verbo kiein, del cambio de la eta
de la inserción de la ny, se dice kínesis. En rigor, debería decirse kieínesis o eisis. En cuanto a la
palabra stasis, reposo, expresa la negación del movimiento, y se pronuncia así por elegancia. Decía,
pues, que la letra rho me parecía haber sido, en manos del inventor de las palabras, un excelente
instrumento para dar idea del movimiento, con el cual tiene verdadera analogía. En mil circunstancias
se sirve de él con este objeto. Así, emplea esta letra para imitar el movimiento, por lo pronto, en las
palabras rheîn, correr, y rhoé, curso; en seguida en trómos, temblor, en trachús, áspero; e igualmente
en muchos verbos, tales como kroúein, golpear, thraúein, herir, ereíkein, romper, thrýptein,
pulverizar, kermatízein, dividir, rumbeîn, rodar. A la rho es a la que deben todas estas palabras la
representación de las acciones de las que son signos. El autor de los nombres vio, a mi parecer, que
la lengua, al pronunciar esta letra, lejos de permanecer en reposo, se agita fuertemente; y he aquí lo
que explica el uso que ha hecho de ella. La iota conviene a lo que es sutil, y que por su naturaleza
puede penetrar a través de todas las cosas; por esta razón se sirve de la iota en iesthai y ienai, para
imitar la acción de ir o marchar. Así, también con las letras phi, psi, beta y dseta, que son silbantes,
imita todas las cosas de esta naturaleza, tales como psychrón, frío, zéon, hirviente, seíesthai, agitar, y
en fin, seismós, agitación. El autor de los nombres emplea cuanto le es posible estas mismas letras,
cuando quiere imitar algún objeto hinchado, phusôdes. También habrá creído que por la presión que
hacen experimentar a la lengua la delta y la tau, son perfectamente propias para imitar la acción de
encadenar, desmós, y de descansar, stásis. Habiendo observado que la lengua se desliza al pronunciar
la lambda, olisthánei, se ha servido de ella para formar la palabra leîon, liso, el mismo término
olisthánein, deslizarse, liparón, fluido, kol-lôdes, pegajoso, y todos los de este género. En cuanto a la
gamma, como tiene en cierta manera la virtud de detener este deslizamiento de la lengua, ha imitado
con esta letra, unida a la precedente, lo que es viscoso, glíschron; dulce, glyký; corriente, gloiôdes.
Respecto de la ny, habiendo comprendido que retiene la voz en el interior de la boca, formó las
palabras éndon, entós, interior, adentro, que representa la cosa por el sonido. Ha puesto una alfa en
mégas, grande, y una eta en mêkos, longitud, porque estas dos letras tienen un sonido prolongado.
Para goggúlon, redondo, tenía necesidad de la letra ómicro, y la ha repetido todo lo posible en la
composición de esta palabra. El autor de los nombres siempre ha procedido de la misma manera,
formando con las letras y las sílabas nombres para designar cada ser; y con estos nombres, otros más
compuestos, procurando siempre con empeño imitar la naturaleza de las cosas. Tal me parece ser, mi
querido Hermógenes, la propiedad de los nombres. Pero quizá Crátilo es de otro parecer.
HERMÓGENES. —Ciertamente, Sócrates; Crátilo me tiene muy atormentado, como manifesté al
principio, sosteniendo que los nombres tienen una propiedad natural, y esto sin explicar claramente
en qué consiste; no pudiendo saber yo si con intención o a pesar suyo se expresaba tan oscuramente
sobre este asunto. Ahora, querido Crátilo, dime en presencia de Sócrates si apruebas las ideas que
acaba de exponer, o si tienes otras mejores. Si crees tenerlas, habla, a fin de instruirte con las
lecciones de Sócrates, o de enseñarnos tú mismo la verdad a ambos.
CRÁTILO. —¡Cómo, Hermógenes!: ¿Crees que es fácil aprender o enseñar cualquier cosa, sobre
todo una de tal importancia que parece que debe ser incluida entre las más graves?
HERMÓGENES. —¡Por Zeus, que yo no lo creo! Pero me place aquel dicho de Hesíodo: que
añadir un poco a otro poco, no es trabajo perdido.[46] Y así, si eres capaz de dar un poco más de luz a
esta discusión, no vaciles, te lo suplico; y haznos esta gracia a Sócrates y a mí.
SÓCRATES. —Y yo, querido Crátilo, no afirmo absolutamente ninguna de las cosas que he
expuesto antes; sino que me he limitado a examinar la cuestión con Hermógenes, y a decir
buenamente lo que me indicaba mi espíritu. Habla, pues, con resolución, y vive persuadido de que si
propones alguna buena idea, estoy dispuesto a recogerla.
Que estés tú más instruido que yo en esta materia, no lo extraño. A mi parecer, has reflexionado
mucho sobre ella, y al mismo tiempo has aprendido no poco de los demás. Si tienes que decir algo
que valga más que lo que precede, puedes contarme en el número de tus discípulos para la indagación
de la propiedad de los nombres.
CRÁTILO. —Ciertamente, Sócrates, no te engañas; me he ocupado mucho en esta cuestión, y no
habría inconveniente en que te tuviera por mi discípulo. Sin embargo, temo que suceda todo lo
contrario, y que me vea precisado a explicarte las palabras que dirige Aquiles a Áyax en las
Deprecaciones.[47] Dice:
Divino Áyax, hijo de Telamón, jefe de los pueblos,
Todo lo que me has dicho procede de un noble corazón.
Y yo, Sócrates, he creído verdaderamente que vaticinabas, ya te venga la inspiración de Eutifrón,
o ya de alguna musa que habite en ti, hace largo tiempo, sin tú saberlo.
SÓCRATES. —¡Oh, excelente Crátilo!, yo mismo estoy sorprendido de mi ciencia, y desconfío de
ella. Creo que es preciso examinar de nuevo todo lo que acabo de decir. El engañarse a sí mismo, es
seguramente lo peor que puede suceder; porque entonces el engañador es uno con nosotros, y nos
sigue por todas partes. ¿Puede darse cosa más terrible? Conviene, pues, en mi opinión, volver
muchas veces sobre las ideas emitidas, y esforzarse, según la expresión del poeta,[48] mirando a la
vez adelante y atrás. Ahora fijémonos en la explicación que hemos dado. La propiedad del nombre,
hemos dicho, consiste en representar la cosa tal como es. ¿Declararemos completa esta definición?
CRÁTILO: —A mí me satisface cumplidamente.
SÓCRATES. —En este caso, los nombres tienen la virtud de enseñar.
CRÁTILO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Diremos, por lo tanto, que hay un arte de enseñar, mediante los nombres, y los
peritos en este arte?
CRÁTILO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Quiénes son?
CRÁTILO. —Los legisladores, como dijiste cuando comenzamos.
SÓCRATES. —¿Diremos que, respecto de este arte, sucede entre los hombres, lo mismo que en
todas las demás artes; o es cosa distinta? Me explicaré. Los pintores, por ejemplo, ¿no son unos
mejores, y otros peores?
CRÁTILO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y los mejores hacen más bellas sus obras, quiero decir, sus representaciones de
los seres vivos; los otros las hacen más feas. Lo mismo sucede con los arquitectos: los unos hacen
casas más bellas, y otros las hacen menos bellas.
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Y bien, ¿unos legisladores hacen sus obras mejor, y otros peor?
CRÁTILO. —Eso no lo creo.
SÓCRATES. —Pues qué, ¿no te parecen las leyes, unas mejores y otras peores?
CRÁTILO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —En este caso, ¿los nombres no te parecen los unos mejores que los otros?
CRÁTILO. —No, verdaderamente.
SÓCRATES. —Luego, ¿todos los nombres son igualmente propios?
CRÁTILO. —Sí; todos los que son nombres.
SÓCRATES. —Entonces, respecto del nombre de Hermógenes, del que hablábamos hace un
instante, ¿diremos que de ninguna manera pertenece a nuestro amigo, y que no es de la raza de
Hermes; o que perteneciéndole, no es propio?
CRÁTILO. —Creo, Sócrates, que el nombre de Hermógenes no pertenece a nuestro amigo,
aunque parezca pertenecerle; creo que será más bien el de algún otro individuo, cuya naturaleza es
tal, como este nombre la supone.
SÓCRATES. —¿Decir que nuestro amigo, que está presente, es Hermógenes, no es decir una
falsedad? A menos que no se tenga por imposible decir que es Hermógenes el que no lo es.
CRÁTILO. —No te comprendo.
SÓCRATES. —Es absolutamente imposible decir una falsedad;[49] ¿es esta tu opinión? Muchos,
mi querido Crátilo, han pensado y piensan lo mismo.
CRÁTILO. —En efecto, Sócrates; ¿cómo, el que dice lo que dice, ha de dejar de decir lo que es?
Y decir algo falso, ¿no equivaldría a decir lo que no es?
SÓCRATES. —He aquí, querido mío, un razonamiento demasiado sutil para mí y para mi edad.
Pero veamos; respóndeme solo a la siguiente pregunta. Quizá piensas que es imposible decir
falsedades, pero que es posible hablar falsamente.
CRÁTILO. —Yo no creo tampoco que se pueda hablar con falsedad.
SÓCRATES. —¿Ni expresarse, ni interpelar a ninguno falsamente? Por ejemplo; si encontrándote
alguno en tierra extraña, te cogiese por la mano, y te dijese: os saludo, extranjero ateniense,
Hermógenes, hijo de Esmicrión; ¿te parecería que este hombre dice, designa, expresa, interpela, no a
ti, sino a Hermógenes? ¿O no nombraría a nadie?
CRÁTILO. —Me parecería que no hacía más que articular sonidos.
SÓCRATES. —Es bastante. Articulando sonidos, ¿diría la verdad, o mentiría? ¿O diría algo
verdadero y algo falso? Esto me bastaría.
CRÁTILO. —Pues bien, no tengo inconveniente en decir que no haría más que ruido y
movimiento inútil, como si hiciera sonar un vaso de metal.
SÓCRATES. —Veamos, si podemos ponernos de acuerdo, mi querido Crátilo. ¿No admites, que
una cosa es el nombre, y otra el objeto nombrado?
CRÁTILO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Reconoces, por lo tanto, que el nombre es una especie de imitación de la cosa?
CRÁTILO. —Perfectamente.
SÓCRATES. —¿Y que las pinturas de animales son otro género de imitación de ciertas cosas?
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Veamos aún, por si no he penetrado bien tu pensamiento, que quizá es muy exacto.
¿Se puede después de distinguirlas, referir estas dos especies de imitaciones, las pinturas de los
animales y los nombres, a las cosas de que son imitaciones, o no se puede?
CRÁTILO. —Se puede.
SÓCRATES. —Atiende, por lo pronto, a lo que voy a decir. ¿Se puede referir la imagen del
hombre al hombre, la de la mujer a la mujer; y así en todos los demás casos?
CRÁTILO. —Evidentemente.
SÓCRATES. —Y al contrario, ¿se puede referir la imagen del hombre a la mujer, y la de la mujer
al hombre?
CRÁTILO. —También es evidente.
SÓCRATES. —Y estas diferentes referencias, ¿están en su lugar ambas, o solo una de ellas?
CRÁTILO. —Solo una de ellas.
SÓCRATES. —¿Sin duda la que refiere a cada cosa lo que la conviene y se le parece?
CRÁTILO. —Así me parece.
SÓCRATES. —A fin de no batallar, disputando en vano, puesto que somos amigos, concédeme lo
que voy a decirte. Esta referencia, querido mío, en los dos géneros de imitaciones, el de la pintura y
el de los nombres, yo la llamo propia; y si se trata de los nombres, no solo la llamo propia, sino
también verdadera. La otra referencia, la que refiere lo desemejante a lo desemejante, la llamo
impropia y falsa, si se trata de nombres.
CRÁTILO. —Pero puede suceder, Sócrates, que esta impropiedad solo se encuentre en las
pinturas de los animales, y que no suceda lo mismo en los nombres, que necesariamente serán acaso
siempre propias con relación a las cosas a que se refieren.
SÓCRATES. —¿Qué quieres decir con eso? ¿Dónde está la diferencia entre la pintura y el
nombre? ¿Un hombre, que encuentra a otro, no puede decirle: he aquí tu retrato, y mostrarle ya su
imagen, ya la de una mujer? Entiendo por mostrar, representar una cosa ante el sentido de la vista.
CRÁTILO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y bien, el mismo hombre, ¿no puede decir al que encuentra: he aquí tu nombre?
Porque el nombre es una imitación lo mismo que la de la pintura. Repito, pues; ¿no puede suceder
que le diga: he aquí tu nombre, y que en seguida presente al sentido del alma una imagen de su
interlocutor, pronunciando la palabra hombre, o una imagen de la parte femenina del género
humano, pronunciando la palabra mujer? ¿No es esto posible, y no se verifica algunas veces?
CRÁTILO. —Quiero, Sócrates, concederte lo que me preguntas. Sea, pues, como dices.
SÓCRATES. —Haces bien, querido mío, en concedérmelo, si las cosas pasan como yo digo; e
inútil es ya que combatamos. Si la referencia es tal también en los nombres, llamaremos a la una
verdadera, a la otra falsa. Y si así sucede con los nombres; si se les puede aplicar impropiamente, no
dando a cada objeto el que le conviene, y dándole algunas veces el que no le conviene, lo mismo
podrá suceder con los verbos. Y si esto es cierto respecto de los verbos y de los nombres, lo será
también en cuanto a las frases, porque las frases, si no me engaño, son combinaciones de estas dos
clases de palabras. ¿Qué piensas tú, Crátilo?
CRÁTILO. —Me parece que hablas acertadamente.
SÓCRATES. —Si comparamos las palabras primitivas con las imágenes, nos sucederá con ellas
lo que con los cuadros. Unas veces el pintor emplea todos los colores y formas que convienen al
modelo; otras no los emplea todos, sino que olvida o añade algo, multiplica y agranda las facciones.
¿No es cierto?
CRÁTILO. —Muy cierto.
SÓCRATES. —El que emplea todos los colores y todas las formas convenientes, hace bellos
cuadros y bellos dibujos; y, por el contrario, el que añade o quita, hace también cuadros y dibujos,
pero malos.
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y qué diremos del que imita con sílabas y letras la esencia de las cosas? Si
emplea los elementos convenientes, ¿no formará asimismo una bella imagen? Pues esta imagen es el
nombre. Pero si añade o quita alguna cosa, ¿no formará también una imagen, pero que no será bella?
Y de esta suerte, ¿no están los nombres, unos bien hechos, otros mal?
CRÁTILO. —Quizá.
SÓCRATES. —¿Y no resultará también que habrá artífices de nombres buenos y malos?
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Al artífice de nombres se llama legislador.
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —¡Por Zeus!, quizá entonces sucederá en esta como en las demás artes, y habrá
buenos y malos legisladores; por lo menos, esta es una consecuencia de todo lo que hemos dicho, y
en lo que estamos de acuerdo.
CRÁTILO. —Es cierto. Pero ya ves claramente, Sócrates, que, cuando nosotros hemos formado
nombres, conforme al arte gramatical, con las letras alfa, beta y demás, si se llega a suprimir, añadir,
o dislocar alguna de sus partes, no puede decirse que la palabra está escrita, sino mal escrita; y la
verdad es que en manera alguna puede decirse escrita, sino que, desde que sufre alguna de estas
modificaciones, lo que se hace es una palabra nueva.
SÓCRATES. —Ponte en guardia; no sea que por considerar las cosas bajo ese punto de vista, las
consideremos mal.
CRÁTILO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Quizá lo que acabas de decir es exacto con relación a las cosas, cuya existencia o
no existencia depende de un número determinado. Así, si al número diez, o a cualquier otro, se le
quita, o se le añade algo, se convierte en otro número. Pero respecto de todo lo que tiene alguna
cualidad, y de toda clase de imágenes, la exactitud pide otras condiciones. Es preciso, por el
contrario, que lo que es imagen no reproduzca el modelo entero, para ser su imagen. Mira, si lo que
te digo es verdad. Por ejemplo, serán dos cosas distintas Crátilo y la imagen de Crátilo; si alguna
divinidad representase, no solo tus contornos y tu color, como hacen los pintores, sino también todo
el interior de tu cuerpo, tal como es; con su morbidez y su calor, con el movimiento, el alma y el
pensamiento, tales como se encuentran en ti; en una palabra, si todo lo que te constituye lo
reprodujese completamente. Colocada cerca de ti esta acabada copia, ¿qué tendríamos? Crátilo y la
imagen de Crátilo, ¿o más bien dos Crátilos?
CRÁTILO. —Me parece, Sócrates, que resultarían dos Crátilos.
SÓCRATES. —Ves, mi querido amigo, que no debe concebirse la propiedad de una imagen de
otro modo que como la hemos concebido; ni debemos, a todo trance, querer que una imagen cese de
serlo, porque se la haya añadido o quitado alguna cosa. ¿No conoces que no es necesario, ni mucho
menos, que las imágenes encierren todos y los mismos elementos que las cosas, de que son
imágenes?
CRÁTILO. —Sí, verdaderamente.
SÓCRATES. —¡Buenos estaríamos, Crátilo, si los nombres y las cosas que ellos nombran, se
pareciesen absolutamente! Todo se haría doble sobre la marcha, y no sería posible decir: esta es la
cosa, y este es el nombre.
CRÁTILO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Luego, no hay que vacilar, querido mío; reconoce que de los nombres, unos
convienen y otros no convienen con las cosas; no exijas que una palabra tenga todas las letras
necesarias para representar aquello, cuya imagen es; consiente que la acompañe alguna letra inútil; y
si permites una letra en la palabra, permite una palabra en la frase; y si una palabra en la frase, una
frase en el discurso. Y por más que esta letra, esta palabra y esta frase, no convengan con las cosas,
no por eso dejarán estas de ser bien nombradas y enunciadas, con tal que se halle expresado su
carácter distintivo; como sucede en los nombres de las letras, si te acuerdas de lo que dijimos antes
Hermógenes y yo.
CRÁTILO. —Ciertamente, me acuerdo.
SÓCRATES. —Muy bien. Cuando se expresa este carácter distintivo, aunque no tenga todas las
letras debidas, la cosa resulta designada por el discurso: bien, si aparecen en él todas las letras
convenientes; y mal, si solo aparecen en corto número. En fin, admitamos que está designada,
querido amigo, y así nos libraremos de la multa que se paga en Egina, cuando se encuentra a alguno
en el camino a deshora de la noche; porque podría decirse, que habíamos andado demasiado pesados,
para llegar de las palabras a las cosas. O si no, busca cualquier otra explicación de la propiedad de
los nombres, y niéganos que el nombre sea la representación de la cosa, mediante las sílabas y las
letras; porque no puedes mantener a la vez lo que antes decías, y lo que últimamente has concedido
sin contradecirte a ti mismo.
CRÁTILO. —Me parece, Sócrates, que hablas muy sabiamente, y estoy conforme contigo.
SÓCRATES. —Puesto que estamos de acuerdo, examinemos ahora lo siguiente: para que el
nombre sea propio, ¿no hemos dicho que es preciso que encierre las letras convenientes?
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Letras convenientes son las que se parecen a las cosas. ¿No es así?
CRÁTILO. —Sin duda alguna.
SÓCRATES. —Luego los nombres bien hechos son los hechos de esta manera.[50] Pero si hay
alguna palabra mal instituida, aun así, estará formada en gran parte de letras convenientes y
semejantes a las cosas, puesto que será una imagen; pero siempre encerrará alguna letra que no
convenga, y por esta causa esta palabra no será buena, ni estará bien compuesta. ¿Es esto, en efecto,
lo que dijimos?
CRÁTILO. —Es preciso que yo convenga en ello, Sócrates; aun cuando de buen grado negaría
que un nombre mal hecho sea nombre.
SÓCRATES. —¿Y admitirás que el nombre es una representación de la cosa?
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Estimas como cosa cierta que unos nombres se componen de otros nombres, y
que otros son primitivos?
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Si los primitivos deben de ser representaciones de ciertas cosas, ¿conoces un
medio mejor de hacer representaciones, que hacerlas lo más semejante que sea posible a las cosas
que deben representar? ¿O acaso preferirías el medio ensalzado por Hermógenes y por otros
muchos, según los que los nombres proceden de convenios; que representan las cosas solo para los
que han intervenido en estas convenciones, conociéndolas de antemano; que la propiedad de los
nombres nace exclusivamente de estos pactos; que no existe ninguna razón para fijarse en el sentido
que tienen al presente, y que lo mismo podría llamarse grande lo que se llama pequeño, como
pequeño lo que se llama grande? ¿Cuál de estos dos medios tienes por mejor?
CRÁTILO. —Vale mil veces más, Sócrates, representar las cosas mediante la imitación, que de
cualquier otra manera arbitraria.
SÓCRATES. —Muy bien. Puesto que el nombre debe parecerse a la cosa, ¿no es necesario que las
mismas letras sean naturalmente semejantes a los objetos, puesto que de letras se componen las
palabras primitivas? He aquí lo que quiero decir. Tomando otra vez nuestro ejemplo; ¿se podría
componer un cuadro, imagen de una cosa, si la naturaleza no suministrase, para representarla,
colores semejantes a los objetos que la pintura imita? ¿No sería de otro modo imposible?
CRÁTILO. —Imposible.
SÓCRATES. —En igual forma, ¿se parecerían los nombres a cosa alguna, si los elementos de que
se componen no tuviesen en primer lugar una semejanza natural con las cosas que los nombres
imitan? Ahora bien; los elementos de que se componen los nombres, ¿no son las letras?
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Pues ahora toma parte, a tu vez, en la discusión que antes sostuve con
Hermógenes. Al decir que la rho hace relación al cambio del lugar, al movimiento y a la rudeza, ¿te
parece que tuvimos razón o que no la tuvimos?
CRÁTILO. —Tuvisteis razón ciertamente.
SÓCRATES. —Y diciendo que la lambda se refiere a lo liso, a lo dulce y a las demás cualidades
análogas de las que hablamos, ¿tuvimos o no razón?
CRÁTILO. —La tuvisteis.
SÓCRATES. —¿Sabes que la misma palabra que nosotros escribimos sklerótes, rudeza, los
eretrios escriben skleróter?
CRÁTILO. —Perfectamente.
SÓCRATES. —La rho y la sigma, ¿tienen entonces la misma significación? Y la palabra, ¿tiene el
mismo sentido para los que la terminan con una rho, que para los que la terminan con una sigma; o
bien tiene para ambos un sentido diferente?
CRÁTILO. —Tiene para todos el mismo sentido.
SÓCRATES. —¿Y esto es así, porque la rho y la sigma se parecen, o porque no se parecen?
CRÁTILO. —Porque se parecen.
SÓCRATES. —¿Porque se parecen en absoluto?
CRÁTILO. —Por lo menos, en cuanto expresan igualmente el cambio de lugar.
SÓCRATES. —Pero la lambda que forma parte de esta palabra, ¿no expresa lo contrario de la
rudeza?
CRÁTILO. —Acaso, Sócrates, no está en su debido lugar. Antes, cuando conversabas con
Hermógenes, quitabas y ponías letras según la necesidad lo exigía; lo cual merecía mi aprobación.
Quizá en este caso convendría sustituir con una rho a la lambda.
SÓCRATES. —Perfectamente. Pero diciendo, como hoy decimos, pronunciando sklerón, ¿no nos
entendemos los unos a los otros? Tú mismo, en este momento, ¿no entiendes lo que yo quiero decir?
CRÁTILO. —Sí, gracias al uso.
SÓCRATES. —Hablando del uso, ¿crees hablar de otra cosa que de un convenio? ¿O acaso te
formas del uso una idea distinta de la que yo tengo? Al enunciar una palabra, yo concibo tal cosa, y tú
reconoces que concibo tal cosa. ¿No consiste en esto el uso?
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Luego si tú reconoces el objeto, cuando yo pronuncio una palabra, yo te lo
muestro.
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Y eso se verifica mediante una palabra, que no tiene semejanza con lo que yo
pienso cuando hablo; puesto que como tú confiesas, la letra lambda no tiene nada que se parezca a la
rudeza. Pues si esto es así, ¿qué otra cosa hay aquí, que una convención contigo mismo, ni en qué
consiste para ti la propiedad del nombre, sino en este convenio, puesto que las letras, suministradas
por el uso y por la convención, expresan lo que se les parece y lo que no se les parece? Y aun cuando
el uso no se confundiese por entero con la convención; aun así, no sería a causa de su semejanza con
el objeto, por lo que la palabra nos lo representaría, sino que sería más bien en virtud del uso; porque
creo que solo el uso puede representar una cosa mediante lo que se le parece y mediante lo que no se
le parece. Y puesto que estamos de acuerdo sobre todo esto, mi querido Crátilo, porque tomo tu
silencio por un asentimiento, es necesario que la convención y el uso contribuyan hasta cierto punto a
la representación de los pensamientos que expresamos. Y si quieres, querido mío, tomemos por
ejemplo los nombres del número. ¿Dónde encontrarías nombres semejantes a cada uno de los
números para aplicarlos a los mismos, si no permitieses que el acuerdo y la convención entrasen en
parte para determinar la propiedad de los nombres? Ciertamente yo mismo gusto de que los nombres
se parezcan, cuanto sea posible, a las cosas; pero realmente, como decía Hermógenes, no hay que
dejarse llevar hasta violentar las palabras, para hallar semejanzas; pues muchas veces se ve uno
precisado a recurrir a la convención para explicar su propiedad. Las palabras más bellas son
indudablemente las formadas por entero, o en gran parte, de elementos semejantes a las cosas, es
decir, que con ellas convienen; y las más feas, son las palabras formadas de elementos contrarios a
las mismas. Mas ahora, dime; ¿cuál es la virtud de los nombres, y qué bien debemos decir que
producen?
CRÁTILO. —Creo, Sócrates, que tienen el poder de enseñar; y que es absolutamente cierto, que el
que sabe los nombres, sabe igualmente las cosas.
SÓCRATES. —Quizá, mi querido Crátilo, lo que piensas es lo siguiente: que cuando se sabe lo
que es el nombre, como el nombre es semejante a la cosa, se conoce igualmente la cosa, puesto que
es semejante al nombre; y que todas las cosas que se parecen, son el objeto de una sola y misma
ciencia. Supongo que en este mismo sentido dices que el que sabe los nombres, sabe igualmente las
cosas.
CRÁTILO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Pues bien; veamos ahora cuál es esta manera de enseñar las cosas, de la que
acabas de hablar; si existe alguna otra, por más que esta sea la mejor, o si no existe absolutamente
ninguna otra. ¿Cuál es tu parecer sobre este punto?
CRÁTILO. —Que no existe ninguna otra, y que esta es excelente y la única.
SÓCRATES. —Pero ¿crees que consista en esto el arte de encontrar las cosas, y que el que ha
encontrado los nombres ha descubierto también las cosas que ellos designan; o bien es preciso, para
investigar y descubrir, acudir a otro método; y para aprender, acudir a este?
CRÁTILO. —No; para buscar y para descubrir debe emplearse este mismo método.
SÓCRATES. —Y bien, Crátilo; figurémonos un hombre que tome en la indagación de las cosas
los nombres por guías, examinando el sentido de cada uno de ellos; ¿no crees que corre gran riesgo
de engañarse?
CRÁTILO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Es evidente que el primero que ha designado los nombres, los formó según la
manera como concebía las cosas. ¿No es esto lo que dijimos antes?
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, si ha concebido mal las cosas y si las ha nombrado según la
manera como las concebía; ¿qué crees tú que nos sucederá a nosotros que le seguimos? ¿Cómo
dejaremos de incurrir en el mismo error?
CRÁTILO. —No hay nada de eso, Sócrates; es necesario que el que hace los nombres, los haga
con conocimiento de las cosas; si este conocimiento le faltase, como ya he dicho, los nombres no
serían nombres. Y lo que prueba sin réplica que el inventor de los nombres no ha caminado lejos de
la verdad, es que en ese caso no existiría la concordancia que se advierte entre todos ellos. ¿No era
este tu pensamiento, cuando decías que todos tienen un mismo objeto, y expresan todos una misma
idea?
SÓCRATES. —Eso que dices, mi querido Crátilo, no es aún una apología suficiente. Si el
inventor de los números se hubiese engañado desde el primero, hubiera hecho violencia a los demás
para precisarlos a convenir con aquel; esto es bien claro. Lo mismo sucede en la construcción de una
figura de geometría; si se incurre al principio en algún error, aunque sea ligero e imperceptible, en
todo lo ulterior se notan las consecuencias. Por esta razón es preciso en todas las cosas que el
hombre se entregue a largas reflexiones y a largas indagaciones, para asegurarse de si el principio
sentado es exacto o no; cuando lo haya examinado bien, las consecuencias irán apareciéndo con todo
rigor. Por otra parte, me sorprendería que todos los nombres estuviesen de acuerdo los unos con los
otros. Consideremos de nuevo los que ya hemos estudiado. Decíamos que los nombres nos
representan el mundo en un movimiento, un cambio y un flujo perpetuos. ¿Te parece que expresan
otra cosa?
CRÁTILO. —No, ciertamente; eso es lo que representan.
SÓCRATES. —Volvamos atrás, y examinemos la palabra epistéme. Es una palabra equívoca; y yo
creo que significa que el alma se detiene sobre las cosas, histesin epi, y no que se ve arrastrada en el
mismo movimiento. Es más propio pronunciar el principio de esta palabra como se hace hoy, que
decir pistéme suprimiendo la épsilon; en lugar de suprimir la épsilon sería preciso intercalar una
iota. Bébaion parece significar la imagen de una base, báseos, de un estado estacionario; y no el
movimiento. Historía expresa lo que detiene la expansión, histesin ton rhoun. Pistón expresa
manifiestamente la idea de detener histân. Mnéme, indica para todo el mundo la permanencia, moné,
en el alma, y no el movimiento. Si quieres, examinemos igualmente las palabras hamartía, error, y
xymphorá, accidente: y encontraremos que tienen una gran analogía con xynésis, epistéme, y con
todas las más palabras que se refieren a cosas excelentes. Amathía, ignorancia, y akolasía,
intemperancia, son palabras del mismo género. La una parece designar la marcha de un ser que va de
concierto con dios, hama theôi ióntos; y el otro, akolasía, la acción de seguir las cosas, akolouthía.
De esta manera los nombres que damos a las cosas más malas, serían enteramente semejantes a las
que damos a las mejores. Estoy persuadido de que, si nos tomáramos ese trabajo, encontraríamos
muchas otras palabras, que harían creer que el inventor de los nombres ha querido expresar, no que
las cosas se mueven y pasan, sino que quedan y permanecen.
CRÁTILO. —Pero, Sócrates, observa que las más de las palabras expresan la primera opinión.
SÓCRATES. —¿Y qué importa, querido Crátilo? ¿Contaremos los nombres como las bolas de un
escrutinio, y haremos depender su propiedad de este cálculo? El sentido indicado por el mayor
número, ¿será el verdadero?
CRÁTILO. —No es razonable eso.
SÓCRATES. —No lo es en manera alguna, querido amigo; pero pasemos adelante y veamos si
seremos o no del mismo parecer sobre el punto siguiente: Dime, ¿no hemos convenido en que los
que han inventado los nombres en las ciudades, sean griegos o bárbaros, son los legisladores, y que
el arte de instituir los nombres pertenece al de la legislación?
CRÁTILO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Respóndeme: ¿los primeros legisladores designaron los primeros nombres,
conociendo las cosas a que los asignaban, o no conociéndolas?
CRÁTILO. —En mi opinión, Sócrates, las conocían.
SÓCRATES. —¿Hubieran podido hacerlo, mi querido Crátilo, sin conocerlas?
CRÁTILO. —No lo creo.
SÓCRATES. —Retrocedamos al punto de partida. Decías antes, según recordarás, que es
necesario que el que determine los nombres, sepa cuál es la naturaleza de los objetos sobre los que
recaen. ¿Es esta aún tu opinión?
CRÁTILO. —Aún lo es.
SÓCRATES. —¿Y dices que el que ha fijado los primeros nombres lo ha hecho sabiendo cuál es
la naturaleza de los objetos?
CRÁTILO. —Sabiéndolo.
SÓCRATES. —¿Pero por medio de qué nombres pudo aprender y encontrar las cosas, puesto que
entonces aún no existían las primeras palabras; y puesto que por otra parte, según hemos dicho, es
imposible aprender o encontrar las cosas sino después de haber aprendido o encontrado por sí
mismo la significación de los nombres?
CRÁTILO. —Lo que dices es realmente una verdadera dificultad, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Cómo podríamos decir que para instituir los nombres, los legisladores han
debido conocer las cosas antes que hubiese nombres, si fuese cierto que solo han podido conocerse
las cosas por sus nombres?
CRÁTILO. —A mi parecer, Sócrates, la mejor explicación, para salir de esta dificultad, es decir
que un poder superior al del hombre ha dado los primeros nombres a las cosas; de manera que no
pueden menos de ser propios.
SÓCRATES. —¿Pero entonces crees tú que el que instituye los nombres, sea dios o demonio, los
ha establecido contradiciéndose a sí mismo? ¿O crees que lo que decíamos antes no es exacto?
CRÁTILO. —Eso consiste en que entre los nombres los hay que no lo son.
SÓCRATES. —¿Cuáles son, mi excelente amigo? ¿Los que se refieren al reposo o los que se
refieren al movimiento? Porque, según hemos dicho, esta cuestión no puede decidirse por el número.
CRÁTILO. —No; no sería justo, Sócrates.
SÓCRATES. —He aquí, por lo tanto, una guerra civil entre los nombres; estos declaran que
representan la verdad; aquellos sostienen lo mismo; ¿a quién daremos la razón, y según qué
principio? No podrá ser apelando a otros nombres, puesto que no existen. Es claro que debemos
recurrir fuera de los nombres a algún otro principio, que nos haga ver, sin el auxilio de aquellos,
cuáles entre ellos son verdaderos, porque nos mostrará con evidencia la verdad de las cosas.
CRÁTILO. —Soy del mismo parecer.
SÓCRATES. —Entonces, Crátilo, es posible aprender las cosas sin el auxilio de los nombres.
CRÁTILO. —Así parece.
SÓCRATES. —¿Y por qué medio crees que se pueden aprender? ¿Puede ser otro que el más
natural y razonable, es decir, estudiando las cosas en la relación de las unas con las otras, cuando son
del mismo género, y cada una en sí misma? Lo que es extraño a las cosas y difiere de ellas, no puede
mostrarnos nada que no sea extraño y que no difiera de ellas; nunca podrá mostrarnos las cosas
mismas.
CRÁTILO. —Me parece cierto lo que dices.
SÓCRATES. —Veamos, ¡por Zeus! ¿No hemos reconocido muchas veces que los nombres bien
hechos son conformes a los objetos que ellos designan, y que son imágenes de las cosas?
CRÁTILO. —Sí.
SÓCRATES. —Por tanto, si es posible conocer las cosas por sus nombres, y posible conocerlas
por sí mismas, ¿cuál es el mejor y más claro de estos conocimientos? ¿Deberá estudiarse primero la
imagen en sí misma, y examinar si es semejante, para pasar después a la verdad de aquello de que es
imagen? ¿O deberá estudiarse primeramente la verdad misma, y después su imagen, para asegurarse
si es tal como debe de ser?
CRÁTILO. —En mi opinión, debe comenzarse por la verdad misma.
SÓCRATES. —Que método debe seguirse para aprender o descubrir la naturaleza de los seres, es
una cuestión que quizá, es superior a mis alcances y a los tuyos. Lo importante es reconocer que no
es en los nombres, sino en las cosas mismas, donde es preciso buscar y estudiar las cosas.
CRÁTILO. —Así me lo parece, Sócrates.
SÓCRATES. —Estemos, pues, en guardia; y no nos dejemos sorprender por ese gran número de
palabras, que tienden todas hacia un objeto común. Los que han instituido los nombres, han podido
formarlos conforme a esta idea de que todo está en movimiento y en un flujo perpetuo, porque creo
que este era, en efecto, su pensamiento; pero puede suceder que no sea así en realidad; y quizá los
autores de los nombres, por una especie de vértigo, se vieron arrastrados por un torbellino, en el que
nosotros mismos nos vemos envueltos. He aquí, por ejemplo, querido Crátilo, una cuestión que se me
presenta muchas veces como un sueño; lo bello, el bien y todas las cosas de esta clase, ¿debe decirse
que existen en sí o que no existen?
CRÁTILO. —Yo, Sócrates, creo que existen.
SÓCRATES. —No se trata de examinar si existe un bello semblante o cualquier otro objeto de
esta naturaleza, porque todo esto me parece que está en un movimiento perpetuo. Lo que importa
saber es si la belleza misma existe eternamente tal cual es.
CRÁTILO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —¿Si lo bello pasase sin cesar, podría decirse con propiedad, primero, que es tal
cosa; y después, que es de tal naturaleza? ¿No sucedería necesariamente, que mientras hablábamos, se
habría hecho otra cosa, habría huido y habría mudado de forma?
CRÁTILO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —¿Cómo podría existir una cosa, si nunca apareciera de una misma manera? Si
existe durante un instante de la misma manera, es claro que, durante este tiempo, no pasa. Si subsiste
siempre de la misma manera, y siempre la misma, ¿cómo podría mudar y moverse, no saliendo para
nada de su esencia?
CRÁTILO. —No podría.
SÓCRATES. —Una cosa, que estuviera siempre en movimiento, no podría ser conocida por
nadie. Mientras que se aproximaba para conocerla, se haría otra y de otra naturaleza; de suerte que no
podría saberse lo que es y como es. No hay inteligencia que pueda conocer el objeto que conoce, si
este objeto no tiene una manera de ser determinada.
CRÁTILO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Tampoco puede decirse que sea posible conocimiento alguno, mi querido Crátilo,
si todas las cosas mudan sin cesar; si nada subsiste y permanece. Porque si lo que llamamos
conocimiento, no cesa de ser conocimiento, entonces el conocimiento subsiste, y hay conocimiento;
pero si la forma misma del conocimiento llega a mudar, entonces una forma remplaza a otra, y no
hay conocimiento; y si esta sucesión de formas no se detiene nunca, no habrá jamás conocimiento.
Desde este acto no habrá, ni persona que conozca, ni cosa que sea conocida. Si, por el contrario, lo
que conoce existe; si lo que es conocido existe; si lo bello existe; si el bien existe; si todos estos seres
existen; no veo qué relación puedan tener todos los objetos, que acabamos de nombrar, con el flujo y
el movimiento. ¿Estos objetos son, en efecto, de esta naturaleza, o son de otra, es decir, como quieren
los partidarios de Heráclito y muchos otros? Este punto no es fácil de decidir. No es propio de un
hombre sensato someter ciegamente su persona y, su alma al imperio de las palabras; prestarles una
fe entera, lo mismo que a sus autores; afirmar que estos poseen solo la ciencia perfecta, y formar
sobre sí mismo y sobre las cosas este maravilloso juicio de que no hay nada estable, sino que todo
muda como la arcilla; que las cosas se parecen a los enfermos atacados de fluxiones, y que todo está
en un movimiento y cambio perpetuos. Quizá sea así, mi querido Crátilo; quizá sea de otra manera.
Es preciso, pues, examinar este punto con resolución y con el mayor detenimiento, sin admitir nada a
la ligera. Eres aún joven, y estás en la edad del vigor; y si en tus indagaciones llegas a hacer algún
descubrimiento, me harás partícipe de él.
CRÁTILO. —Así lo haré. Es preciso, sin embargo, que sepas, Sócrates, que yo he pensado ya
mucho en esta cuestión; y que, bien pesado y examinado todo, me parece que la verdad está de parte
de Heráclito.
SÓCRATES. —Espero entonces, querido mío, que a tu vuelta me hables de esto otra vez. Ahora,
ya que tienes hechos tus preparativos, marcha al campo. Hermógenes te acompañará.
CRÁTILO. —Sea así, Sócrates. Pero tú procura también pensar sobre el objeto que acaba de
ocuparnos.
DIÁLOGOS DOGMÁTICOS
FEDÓN
Argumento del Fedón[1]
por Patricio de Azcárate

El Fedón no es, como los precedentes diálogos, una mera serie de preguntas y respuestas sin otro
objeto que poner en evidencia el error de una teoría o la verdad de un principio; sino que es una
composición de distinto género, en la que, en medio de los incidentes de un argumento principal, se
proponen, discuten y resuelven problemas complejos, que interesan a la vez a la psicología, a la
moral y a la metafísica; obra sabia en la que están refundidos, con profunda intención, tres objetos
muy diferentes: el relato histórico, la discusión y el mito.
El relato histórico consiste en la pintura sensible y viva del último día y de la muerte de Sócrates,
que a Equécrates de Flionte hace Fedón, testigo conmovido aún por la muerte serena y noble, que
fielmente refiere con un lenguaje en el que campean la sencillez y la grandeza antiguas; cuadro de
eterna belleza, en el que nadie puede fijar sus miradas sin verse insensiblemente poseído de la
admiración y entusiasmo que respiran las palabras de su autor. En el momento en que Fedón nos abre
las puertas de la prisión, aparece Sócrates, sentado al borde de su cama, en medio de sus discípulos,
que muy de mañana concurrieron para recoger las últimas palabras de su venerado maestro. Aparece
con un aire tranquilo y risueño, sin advertirse en él sombra alguna de tristeza ni de decaimiento, que
altere su semblante; sino sereno y tranquilo como el pensamiento que le anima. Fuera de la emoción,
mal contenida, de sus amigos, y las lágrimas, que a pesar de estos salen de sus ojos, y las
lamentaciones de Jantipa, su mujer; nada absolutamente se advertía en la persona de Sócrates, que
indicara la proximidad de su muerte; él mantiene sin esfuerzo su modo de ser y su lenguaje
ordinarios. Fedón nos enternece con sus recuerdos personales; se complace en traer a la memoria
que su maestro, a cuyos pies tenía costumbre de sentarse en un pequeño cojín, jugaba aquel mismo
día con su cabellera, durante la conversación; y se chanceaba recordándole que al día siguiente, con
motivo del duelo, se vería precisado a cortarla. Resuelto a dar a sus amigos el ejemplo de una vida
consagrada hasta el último momento a la filosofía, Sócrates hizo retirar a su mujer y a sus hijos;
puso trabas al dolor de sus amigos, y no tardó en provocar a Simmias y a Cebes a una discusión, que
debía prolongarse hasta la puesta del sol, o sea hasta el instante marcado por la ley para beber la
cicuta. Será, como lo dice él mismo, el canto del cisne; no un canto de tristeza, sino más bien de
sublime esperanza en la vida bienaventurada e inmortal.
¿No debe el filósofo desear morir? ¿Tiene el derecho de decidir, según su voluntad, la muerte que
tarda demasiado en venir, y no esperar el plazo del destino? Éstas son las primeras cuestiones que
debían ocurrir naturalmente en aquella situación. La opinión de Sócrates es que la esperanza de
encontrar, en una vida mejor que la nuestra, dioses justos, buenos y amigos de los hombres, basta
para obligar al sabio a mirar la muerte con la sonrisa en los labios. Y en cuanto a acortar el término
natural de la vida, ningún hombre, y el sabio menos que los demás, debe hacerlo; porque si hay una
justa razón para no temer la muerte, hay dos para esperarla. Por lo pronto, debe dar una prueba de
valor soportando con paciencia los males de esta vida; y considerar que es una cobardía abandonar el
puesto que le ha cabido en suerte. Por otra parte, su persona y su destino pertenecen a los dioses, sus
creadores y dueños; y no tiene ningún derecho para disponer de sí, puesto que no se pertenece. Nunca
se han invocado razones más fuertes contra el suicidio; y no es pequeño honor para Platón el que en
un problema tan importante y tan delicado, no tenga nada que envidiar su espiritualismo pagano ni a
la moral cristiana, ni al espiritualismo moderno. ¡Con qué fuerza pone en claro las razones de la
diferente idea que de la vida y de la muerte se forman el filósofo y el vulgo! El vulgo se apega a la
vida, porque lo único de que se cuida es del cuerpo y de los placeres de los sentidos, olvidándose de
que tiene alma; y así la muerte le aterra, porque al destruirse el cuerpo, se ve privado de lo que más
quiere. ¿Pero qué son el precio de la vida y el terror de la muerte para el que no da al cuerpo ningún
valor? En este caso se halla el filósofo, que encuentra su felicidad sólo en el pensamiento; que aspira
a bienes invisibles como el alma misma, e imposibles en este mundo; y que ve venir la muerte con
alegría, como término del tiempo de prueba que le separa de esos mismos bienes, que han sido para
él objeto de meditación durante toda su vida. Su vida, a decir verdad, no es más que una meditación
sobre la muerte. Preguntad a Platón cuáles son estos bienes invisibles: «Yo no hablo sólo, dice, de lo
justo, de lo bueno y de lo bello; sino también de la grandeza, de la santidad, de la fuerza; en una
palabra, de la esencia de todas las cosas; es decir, de lo que son en sí mismas». Éste es el primer
rasgo de la teoría de las ideas, cuyo plan se va a desarrollar bien pronto.
¿Pero de dónde procede la certidumbre del filósofo de que con la muerte no perece todo él? Y no
teniendo la prueba de que el alma debe sobrevivir al cuerpo, ¿quién le asegura que no sea esto un
engaño y una bella ilusión? Platón, por boca de Sócrates, se resuelve firmemente a explicar todos
estos problemas terribles, y toca uno tras otro los puntos siguientes, que basta indicar, para conocer
su importancia: la supervivencia del alma respecto del cuerpo, la reminiscencia, la preexistencia del
alma, la existencia de las ideas en sí, la simplicidad, la inmaterialidad, la indisolubilidad, la libertad
del alma, y, en fin, su inmortalidad.
Parte de las ideas pitagóricas de la estancia del alma en los infiernos y de su vuelta a la vida, para
probar que existe después de la muerte. Éste es el sentido de la máxima: «los vivos nacen de los
muertos», envuelta en esta otra más general: «todo lo que tiene un contrario nace de este contrario»,
como lo más grande de lo más pequeño, lo más fuerte de lo más débil, lo más ligero de lo más lento,
lo peor de lo mejor, la vigilia del sueño, y la vida de la muerte. —A este argumento en favor de la
supervivencia del alma, tomado de la doctrina de la metempsicosis, se añade otro puramente
platoniano en favor de la preexistencia. Es una consecuencia del principio según el que la ciencia es
una reminiscencia; principio que supone ya la teoría de las ideas, con que nos encontramos aquí por
segunda vez. Saber no es más que recordar, y el recuerdo supone un conocimiento anterior; por
consiguiente, si el alma se acuerda de cosas que no ha podido conocer en esta vida, es una prueba de
que ha existido antes. ¿No es cierto que nuestra alma, al través de la imperfecta igualdad que muestran
los objetos sensibles entre sí, tiene la idea de una igualdad perfecta, inteligible e inaccesible a los
sentidos? ¿No tiene asimismo la idea del bien, de lo justo, de lo santo y de la esencia de todas las
cosas? Estos conocimientos no ha podido adquirirlos después de nacer, puesto que no son
perceptibles a los sentidos, y es preciso que los haya adquirido antes: «la consecuencia de todo es que
el alma existe antes de nuestra aparición en este mundo, y lo mismo las esencias». —Estos dos
argumentos, a decir verdad, a pesar del prestigio de los nombres de Pitágoras y Platón, no tienen a
nuestros ojos más que un valor histórico. El primero es tan débil como la muerta teoría de la
metempsicosis, de donde procede. El segundo tendría toda la fuerza de una demostración, si las dos
teorías de la Idea y de la Reminiscencia, que tanta importancia tienen en la doctrina de Platón,
pudiesen ser hoy aceptadas sin reserva.
Pero he aquí, en cambio, una serie de razonamientos, que bien pueden satisfacer a los espíritus
más exigentes. Se fundan en el examen de la naturaleza del alma. Nuestra alma, ¿es una de las cosas
que pueden disolverse, o es indisoluble? ¿Es simple o compuesta, material o inmaterial? En fin, ¿con
qué se conforma más; con lo que cambia sin cesar, o con lo que subsiste eternamente idéntico a sí
mismo? Todas estas cuestiones bastan por sí solas, para probar que en el pensamiento de Platón el
problema del destino del alma, después de la muerte, no puede tener solución, sino después del
relativo a su misma esencia. La busca desde luego, y a este fin distingue dos órdenes de cosas; unas
que son simples, absolutas, inmudables, eternas, en una palabra, las esencias inteligibles; otras,
imágenes imperfectas de las primeras, que son compuestas, mudables; es decir, cuerpos perceptibles
por medio de los sentidos. ¿En cuál ele estos dos órdenes se encuentra nuestra alma? En el de las
Esencias; porque es como ellas invisible, simple, y llevada por su propia tendencia a buscarlas, como
bien acomodado a su naturaleza. Si nuestra alma es semejante a las Esencias, no muda nunca, como
no mudan ellas; y no tiene que temer la disolución por la muerte como el cuerpo; ella es inmortal.
Pero Platón tiene gran cuidado de decir en seguida, que de que el alma, tenga asegurado a causa de su
naturaleza un destino futuro, no se sigue que haya de ser este destino igual para todas las almas
indistintamente. La del filósofo y la del justo, depuradas mediante la constante meditación sobre las
Esencias divinas, serán indudablemente admitidas a participar de la vida bienaventurada de los dioses.
Pero las del vulgo y la del hombre malo, manchadas con impurezas y crímenes, serán privadas de
esta dichosa eternidad, y sometidas a pruebas, cuya pintura toma Platón de la mitología. Estas
creencias de otro tiempo prueban por lo menos la antigüedad de la fe del género humano en una
sanción suprema de la ley moral, y fortifican, con el peso del consentimiento universal, uno de los
principios más ciertos de la filosofía.
Pero esta argumentación suscita dos objeciones. ¿No puede decirse de la armonía de una lira, lo
mismo que del alma, que es invisible e inmaterial? ¿Y no puede entonces temerse que suceda con el
alma lo que con la armonía, esto es que perezca antes del cuerpo, como la armonía perece antes de la
lira? Esta objeción es especiosa. Para reducirla a la nada, basta considerar que no puede seriamente
compararse el alma con la armonía por dos poderosas razones: la primera, porque existe antes del
cuerpo, como se ha demostrado, y es un absurdo decir que la armonía existe antes que la lira; la
segunda, porque el alma manda al cuerpo y gobierna sus órganos, al paso que es un absurdo decir
que la armonía manda a las partes de la lira. Y véase cómo la preexistencia y la libertad del alma
vienen, en cierto modo, en auxilio de la inmortalidad que se pone en duda.
La otra objeción se funda en la idea de que no es imposible que el alma, después de haber
sobrevivido a muchos cuerpos, llegue a perecer con el último a que anime. No estando esta objeción,
como estaba la precedente, en contradicción con la preexistencia y la libertad del alma, con las cuales
puede concordarse, Platón la refuta en nombre del principio, a que apela sin cesar con motivo de
todas las cuestiones capitales. Es el principio de la existencia de las Ideas, que aparece aquí
desenvuelto con más extensión, y sobre el que entra al fin en explicaciones. Por cima de todas las
cosas que hieren nuestros sentidos en este mundo, hay seres puramente inteligibles, que son los tipos
perfectos, absolutos, eternos, inmutables de todo cuanto de imperfecto existe en este mundo. Estos
seres son las Ideas, no abstractas, sino realmente existentes; únicas realidades, a decir verdad, y de las
que es sólo una imperfecta imagen todo lo que no son ellas; son la justicia absoluta, la belleza
absoluta, la santidad absoluta, la igualdad absoluta, la unidad absoluta, la imparidad absoluta, la
grandeza absoluta, la pequeñez absoluta; entre las que no parece hacer al pronto Platón ninguna
distinción, en cuanto admite la realidad de todas ellas del mismo modo. Ahora bien, si no hay
repugnancia en admitir que la justicia, la belleza, la verdad absoluta existen en sí, como otros tantos
atributos de Dios, es preciso convenir en que no están en el mismo caso estas otras ideas platonianas,
tales como la igualdad, la magnitud, la fuerza, la pequeñez, y otras más lejanas aún de la naturaleza
divina; es decir, de las ideas-tipos de todos los seres sensibles. Así nos vemos obligados a una de
estas dos cosas: o a rechazar absolutamente la teoría de las Ideas, porque es excesiva, o a suponer que
el buen sentido de Platón ha debido establecer entre las ideas distinciones y grados, mediante los que
su teoría sería racional. Esto último es lo que debe hacerse a pesar del silencio de Platón; pues si bien
ni en el Fedón, ni en ningún otro escrito se encuentra razón alguna explícita, debe tenerse casi como
un argumento su insistencia manifiesta en fijarse con más empeño, en más ocasiones y con más
fuerza, en ciertas ideas con preferencia a otras. Estas ideas preferentes son las de lo bello, de lo justo,
de lo verdadero, de lo santo, la del bien en sí; a las que parece dar, por lo mismo, una importancia
capital. Desde este acto, decídase lo que se quiera sobre el carácter de las otras ideas, el principio de
las Esencias mantiene toda su fuerza contra las dudas propuestas con respecto a la inmortalidad del
alma. Si esta, como se ha demostrado, participa de la naturaleza divina de las Esencias, no puede,
como no pueden las Esencias mismas, admitir nada contrario a su naturaleza; no puede, cuando el
cuerpo se disuelve, perecer con él, porque es inmutable, indisoluble; porque escapa por su propia
esencia a todas las condiciones de la muerte. Y si tal es su destino, añade Sócrates, no hay que decir
cuánto la importa poner en esta vida todo su cuidado en hacerse digna de una dichosa eternidad.
En este punto cesa la discusión, y comienza el mito. No vamos a someter a un riguroso análisis
esta pintura poética, y al mismo tiempo profundamente moral, de las estancias diferentes de los malos
y de los justos; de las pruebas impuestas a los unos, y de la felicidad concedida a los otros. Pero
importa observar, de una vez para siempre, el sentido filosófico de estas explicaciones tomadas de la
mitología, que se encuentran en la mayor parte de los diálogos importantes de Platón. ¿A qué venía
recurrir a las creencias religiosas y a las tradiciones populares? ¿Es una concesión prudente al
politeísmo, para el que los adelantos de la filosofía corrían el riesgo de hacerse sospechosos, como
lo prueban el proceso y la condenación de Sócrates? No es irracional pensarlo así. Pero parece
explicación más digna la de que Platón, en interés mismo del progreso de las creencias morales, a
cuya propagación consagró tantos esfuerzos, no despreciaba nada de cuanto pudiese contribuir a
grabarlos más pronto en el espíritu de sus contemporáneos. ¿Qué cosa más conforme al objeto que se
proponía, que establecer el acuerdo de los dogmas religiosos con las conclusiones de la filosofía
sobre las cuestiones fundamentales de la moral? ¿Qué cosa mas hábil que presentar las tradiciones
populares como una imagen y una profecía de las doctrinas nuevas? Pero es preciso tener en cuenta
la exactitud y superioridad de miras con que procura tomar de estos mitos primitivos sólo aquello
que puede engrandecer el espíritu, hiriendo la imaginación. Todos los pormenores de estas pinturas
contribuyen a este fin. Y con el mismo propósito nos presenta a Sócrates, cumpliendo rigurosamente
todos los actos que la religión imponía como homenaje debido a la omnipotencia de la Divinidad: la
libación y la oración a los dioses antes de beber la cicuta, y el sacrificio de un gallo a Esculapio.
Volviendo al fin al relato histórico, que en cierta manera abraza la obra entera, el Fedón termina
con los pormenores dolorosos de los últimos momentos de Sócrates, a quien no abandonan sus
amigos, sino después de cerrarle piadosamente los ojos. En dos palabras se resume la impresión que
deja en el espíritu esta grande y noble figura: Sócrates ha sido el más sabio y el más justo de los
hombres.
Fedón o del alma
EQUÉCRATES[1] — FEDÓN — SÓCRATES — APOLODORO — CEBES — SIMMIAS — CRITÓN
— FEDÓN — JANTIPA — EL SERVIDOR DE LOS ONCE

EQUÉCRATES. —Fedón, ¿estuviste tú mismo cerca de Sócrates el día que bebió la cicuta en la
prisión, o sólo sabes de oídas lo que pasó?
FEDÓN. —Yo mismo estaba allí, Equécrates.
EQUÉCRATES. —¿Qué dijo en sus últimos momentos y de qué manera murió? Te oiré con
gusto, porque no tenemos a nadie que de Flionte vaya a Atenas; ni tampoco ha venido de Atenas
ninguno que nos diera otras noticias acerca de este suceso, que la de que Sócrates había muerto
después de haber bebido la cicuta. Nada más sabemos.
FEDÓN. —¿No habéis sabido nada de su proceso ni de las cosas que ocurrieron?
EQUÉCRATES. —Sí; lo supimos, porque no ha faltado quien nos lo refiriera; y sólo hemos
extrañado el que la sentencia no hubiera sido ejecutada tan luego como recayó. ¿Cuál ha sido la causa
de esto, Fedón?
FEDÓN. —Una circunstancia particular. Sucedió que la víspera del juicio se había coronado la
popa del buque que los atenienses envían cada año a Delos.
EQUÉCRATES. —¿Qué buque es ese?
FEDÓN. —Al decir de los atenienses, es el mismo buque en que Teseo condujo a Creta en otro
tiempo a los siete jóvenes de cada sexo, que salvó, salvándose a sí mismo. Dícese que cuando partió
el buque, los atenienses ofrecieron a Apolo que si Teseo y sus compañeros escapaban de la muerte,
enviarían todos los años a Delos una expedición; y desde entonces nunca han dejado de cumplir este
voto. Cuando llega la época de verificarlo, la ley ordena que la ciudad esté pura, y prohíbe ejecutar
sentencia alguna de muerte antes que el buque haya llegado a Delos y vuelto a Atenas; y algunas veces
el viaje dura mucho, como cuando los vientos son contrarios. La expedición empieza desde el
momento en que el sacerdote de Apolo ha coronado la popa del buque, lo que tuvo lugar, como ya te
dije, la víspera del juicio de Sócrates. Dé aquí por qué ha pasado tan largo intervalo entre su condena
y su muerte.
EQUÉCRATES. —¿Y qué pasó entonces? ¿Qué dijo, qué hizo? ¿Quiénes fueron los amigos que
permanecieron cerca de él? ¿Quizá los magistrados no les permitieron asistirle en sus últimos
momentos, y Sócrates murió privado de la compañía de sus amigos?
FEDÓN. —No; muchos de sus amigos estaban presentes; en gran número.
EQUÉCRATES. —Tómate el trabajo de referírmelo todo, hasta los más minuciosos pormenores,
a no ser que algún negocio urgente te lo impida.
FEDÓN. —Nada de eso; estoy desocupado, y voy o darte gusto; porque para mí no hay placer
más grande que recordar a Sócrates, ya hablando yo mismo de él, ya escuchando a otros que de él
hablen.[2]
EQUÉCRATES. —De ese mismo modo encontrarás dispuestos a tus oyentes; y así, comienza, y
procura en cuanto te sea posible no omitir nada.
FEDÓN. —Verdaderamente este espectáculo hizo sobre mí una impresión extraordinaria. Yo no
experimentaba la compasión que era natural que experimentase asistiendo a la muerte de un amigo.
Por el contrario, Equécrates, al verle y escucharle, me parecía un hombre dichoso; tanta fue la
firmeza y dignidad con que murió. Creía yo que no dejaba este mundo sino bajo la protección de los
dioses, que le tenían reservada en el otro una felicidad tan grande, que ningún otro mortal ha gozado
jamás otra igual; y así, no me vi sobrecogido de esa penosa compasión que parece debía inspirarme
esta escena de duelo. Tampoco sentía mi alma el placer que se mezclaba ordinariamente en nuestras
pláticas sobre la filosofía; porque en aquellos momentos también fue este el objeto de nuestra
conversación; sino que en lugar de esto, yo no sé qué de extraordinario pasaba en mí; sentía como
una mezcla, hasta entonces desconocida, de placer y dolor, cuando me ponía a considerar que dentro
de un momento este hombre admirable iba a abandonarnos para siempre; y cuantos estaban presentes,
se hallaban, poco más o menos, en la misma disposición. Se nos veía tan pronto sonreír como
derramar lágrimas; sobre todo a Apolodoro; tú conoces a este hombre y su carácter.
EQUÉCRATES. —¿Cómo no he de conocer a Apolodoro?
FEDÓN. —Se abandonaba por entero a esta diversidad de emociones; y yo mismo no estaba
menos turbado que todos los demás.
EQUÉCRATES. —¿Quiénes eran los que se encontraban allí, Fedón?
FEDÓN. —De nuestros compatriotas, estaban: Apolodoro, Critóbulo y su padre, Critón,
Hermógenes, Epígenes, Esquines y Antístenes.[3] También estaban Ctesipo, del pueblo de Peanea,
Menéxeno y algunos otros del país. Platón creo que estaba enfermo.
EQUÉCRATES. —¿Y había extranjeros?
FEDÓN. —Sí; Simmias, de Tebas, Cebes y Fedondes; y de Megara, Euclides[4] y Terpsión.
EQUÉCRATES. —Arístipo [5] y Cleombroto, ¿no estaban allí?
FEDÓN. —No; se decía que estaban en Egina.
EQUÉCRATES. —¿No había otros?
FEDÓN. —Creo que, poco más o menos, estaban los que te he dicho.
EQUÉCRATES. —Ahora bien; ¿sobre qué decías que había versado la conversación?
FEDÓN. —Todo te lo puedo contar punto por punto, porque desde la condenación de Sócrates no
dejamos ni un solo día de verle. Como la plaza pública, donde había tenido lugar el juicio, estaba
cerca de la prisión, nos reuníamos allí de madrugada, y conversando aguardábamos a que se abriera
la cárcel, que nunca era temprano. Luego que se abría, entrábamos; y pasábamos ordinariamente todo
el día con él. Pero el día de la muerte, nos reunimos más temprano que de costumbre. Habíamos
sabido la víspera, al salir por la tarde de la prisión, que el buque había vuelto de Delos. Convinimos
todos en ir al día siguiente al sitio acostumbrado lo más temprano que se pudiera, y ninguno faltó a la
cita. El alcaide, que comúnmente era nuestro introductor, se adelantó, y vino donde estábamos para
decirnos que esperáramos hasta que nos avisara, porque los Once,[6] nos añadió, están en este
momento mandando quitar los grillos a Sócrates, y dando orden para que muera hoy. Pasados
algunos momentos, vino el alcaide y nos abrió la prisión. Al entrar, encontramos a Sócrates, a quien
acababan de quitar los grillos, y a Jantipa, ya la conoces, que tenía uno de sus hijos en los brazos.
Apenas nos vio, comenzó a deshacerse en lamentaciones, y a decir todo lo que las mujeres
acostumbran en semejantes circunstancias.
—¡Sócrates —gritó ella—, hoy es el último día en que te hablarán tus amigos y en que tú les
hablarás!
Pero Sócrates, dirigiendo una mirada a Critón, le dijo: que la lleven a su casa. En el momento,
algunos esclavos de Critón condujeron a Jantipa, que iba dando gritos y golpeándose el rostro.
Entonces Sócrates, tomando asiento, dobló la pierna, libre ya de los hierros, la frotó con la mano, y
nos dijo:
—Es cosa singular, amigos míos, lo que los hombres llaman placer; y ¡qué relaciones
maravillosas mantiene con el dolor, que se considera como su contrario! Porque el placer y el dolor
no se encuentran nunca a un mismo tiempo; y sin embargo, cuando se experimenta el uno, es preciso
aceptar el otro, como si un lazo natural los hiciese inseparables. Siento que a Esopo no haya ocurrido
esta idea, porque hubiera inventado una fábula, y nos hubiese dicho, que Dios quiso un día reconciliar
estos dos enemigos, y que no habiendo podido conseguirlo, los ató a una misma cadena, y por esta
razón, en el momento que uno llega, se ve bien pronto llegar a su compañero. Yo acabo de hacer la
experiencia por mí mismo; puesto que veo que al dolor, que los hierros me hacían sufrir en esta
pierna, sucede ahora el placer.
—Verdaderamente, Sócrates —dijo Cebes—, haces bien en traerme este recuerdo; porque a
propósito de las poesías que has compuesto, de las fábulas de Esopo que has puesto en verso y de tu
himno a Apolo, algunos, principalmente Eveno,[7] me han preguntado recientemente por qué motivo
te habías dedicado a componer versos desde que estabas preso, cuando no lo has hecho en tu vida. Si
tienes algún interés en que pueda responder a Eveno, cuando vuelva a hacerme la misma pregunta, y
estoy seguro de que la hará, dime lo que he de contestarle.
—Pues bien, mi querido Cebes —replicó Sócrates—, dile la verdad; que no lo he hecho
seguramente por hacerme su rival en poesía, porque ya sabía que esto no me era fácil; sino que lo
hice por depurar el sentido de ciertos sueños y aquietar mi conciencia respecto de ellos; para ver si
por casualidad era la poesía aquella de las bellas artes a que me ordenaban que me dedicara; porque
muchas veces, en el curso de mi vida, mi mismo sueño me ha aparecido tan pronto con una forma,
como con otra, pero prescribiéndome siempre la misma cosa: Sócrates, me decía, cultiva las bellas
artes.
»Hasta ahora había tomado esta orden por una simple indicación, y me imaginaba que, a la
manera de las excitaciones con que alentamos a los que corren en la lid, estos sueños que me
prescribían el estudio de las bellas artes, me exhortaban sólo a continuar en mis ocupaciones
acostumbradas; puesto que la filosofía es la primera de las artes, y yo vivía entregado por entero a la
filosofía. Pero después de mi sentencia y durante el intervalo que me dejaba la fiesta del Dios, pensé
que si eran las bellas artes, en el sentido estricto, a las que querían los sueños que me dedicara, era
preciso obedecerles, y para tranquilizar mi conciencia no abandonar la vida hasta haber satisfecho a
los dioses, componiendo al efecto versos según lo ordenaba el sueño. Comencé, pues, por cantar en
honor del Dios, cuya fiesta se celebraba; en seguida, reflexionando que un poeta, para ser verdadero
poeta, no debe componer discursos en verso sino inventar ficciones, y no reconociendo en mí este
talento, me decidí a trabajar sobre las fábulas de Esopo; puse en verso las que sabía, y que fueron las
primeras que vinieron a mi memoria. He aquí, mi querido Cebes, lo que habrás de decir a Eveno.
Salúdale también en mi nombre, y dile, que si es sabio, que me siga, porque al parecer hoy es mi
último día, puesto que los atenienses lo tienen ordenado.
Entonces Simmias dijo:
—¡Ah, Sócrates, qué consejo das a Eveno!, verdaderamente he hablado con él muchas veces;
pero, a mi juicio, no se prestará muy voluntariamente a aceptar tu invitación.
—¡Qué! —repuso Sócrates—; ¿Eveno no es filósofo?
—Por tal le tengo —respondió Simmias.
—Pues bien —dijo Sócrates—, Eveno me seguirá como todo hombre que se ocupe dignamente de
filosofía. Sé bien que no se suicidará, porque esto no es lícito.
Diciendo estas palabras se sentó al borde de su cama, puso los pies en tierra, y habló en esta
postura todo el resto del día.
Cebes le preguntó:
—¿Cómo es, Sócrates, que no es permitido atentar a la propia vida, y sin embargo, el filósofo
debe querer seguir a cualquiera que muere?
—¡Y qué!, Cebes —replicó Sócrates—, ¿ni tú ni Simmias habéis oído hablar nunca de esta
cuestión a vuestro amigo Filolao? [8]
—Jamás —respondió Cebes— se explicó claramente sobre este punto.
—Yo —replicó Sócrates— no sé más que lo que he oído decir, y no os ocultaré lo que he sabido.
Así como así no puede darse una ocupación más conveniente para un hombre que va a partir bien
pronto de este mundo, que la de examinar y tratar de conocer a fondo ese mismo viaje, y descubrir la
opinión que sobre él tengamos formada. ¿En qué mejor cosa podemos emplearnos hasta la puesta del
sol?
—¿En qué se fundan, Sócrates —dijo Cebes—, los que afirman que no es permitido suicidarse?
He oído decir a Filolao, cuando estaba con nosotros, y a otros muchos, que esto era malo; pero nada
he oído que me satisfaga sobre este punto.
—Cobra ánimo —dijo Sócrates—, porque hoy vas a ser más afortunado; pero te sorprenderás al
ver que el vivir es para todos los hombres una necesidad absoluta e invariable, hasta para aquellos
mismos a quienes vendría mejor la muerte que la vida; y tendrás también por cosa extraña que no sea
permitido a aquellos, para quienes la muerte es preferible a la vida, procurarse a sí mismos este bien,
y que estén obligados a esperar otro libertador.
Entonces Cebes, sonriéndose, dijo a la manera de su país:
—Dios lo sabe.
—Esta opinión puede parecer irracional —repuso Sócrates—, pero no es porque carezca de
fundamento. No quiero alegar aquí la máxima, enseñada en los misterios, de que nosotros estamos en
este mundo cada uno como en su puesto, y que nos está prohibido abandonarle sin permiso. Esta
máxima es demasiado elevada, y no es fácil penetrar todo lo que ella encierra. Pero he aquí otra más
accesible, y que me parece incontestable; y es que los dioses tienen cuidado de nosotros, y que los
hombres pertenecen a los dioses. ¿No es esto una verdad?
—Muy cierto —dijo Cebes.
—Tú mismo —repuso Sócrates—, si uno de tus esclavos se suicidase sin tu orden, ¿no montarías
en cólera contra él, y no le castigarías rigurosamente, si pudieras?
—Sí, sin duda.
—Por la misma razón —dijo Sócrates—, es justo sostener que no hay razón para suicidarse, y
que es preciso que Dios nos envió una orden formal para morir, como la que me envía a mí en este
día.
—Lo que dices me parece probable —dijo Cebes—; pero decías al mismo tiempo que el filósofo
se presta gustoso a la muerte, y esto me parece extraño, si es cierto que los dioses cuidan de los
hombres, y que los hombres pertenecen a los dioses; porque, ¿cómo pueden los filósofos desear no
existir, poniéndose fuera de la tutela de los dioses, y abandonar una vida sometida al cuidado de los
mejores gobernadores del mundo? Esto no me parece en manera alguna racional. ¿Creen que serán
más capaces de gobernarse cuando se vean libres del cuidado de los dioses? Comprendo que un
mentecato pueda pensar que es preciso huir de su amo a cualquier precio; porque no comprende que
siempre conviene estar al lado de lo que es bueno, y no perderlo de vista; y por tanto si huye, lo hará
sin razón. Pero un hombre sabio debe desear permanecer siempre bajo la dependencia de quien es
mejor que él. De donde infiero, Sócrates, todo lo contrario de lo que tú decías; y pienso que a los
sabios aflige la muerte y que a los mentecatos les regocija.
Sócrates manifestó cierta complacencia al notar la sutileza de Cebes; y dirigiéndose a nosotros,
nos dijo:
—Cebes siempre encuentra objeciones, y no se fija mucho en lo que se le dice.
—Pero —dijo entonces Simmias—, yo encuentro alguna razón en lo que dice Cebes. En efecto,
¿qué pretenden los sabios al huir de dueños mucho mejores que ellos, y al privarse voluntariamente
de su auxilio? A ti es a quien dirige este razonamiento Cebes, y te echa en cara que te separas de
nosotros voluntariamente, y que abandonas a los dioses que, según tú mismo parecer, son tan buenos
amos.
—Tenéis razón —dijo Sócrates—; y veo que ya queréis obligarme a que me defienda aquí como
me he defendido en el tribunal.
—Así es —dijo Simmias.
—Es preciso, pues, satisfaceros —replicó Sócrates—, y procurar que esta apología tenga mejor
resultado respecto de vosotros, que el que tuvo la primera respecto de los jueces. En verdad, Simmias
y Cebes, si no creyese encontrar en el otro mundo dioses tan buenos y tan sabios y hombres mejores
que los que dejo en este, sería un necio, si no me manifestara pesaroso de morir. Pero sabed que
espero reunirme allí con hombres justos. Puedo quizá hacerme ilusiones respecto de esto; pero en
cuanto a encontrar allí dioses que son muy buenos dueños, yo lo aseguro en cuanto pueden
asegurarse cosas de esta naturaleza. He aquí por qué no estoy tan afligido en estos momentos,
esperando que hay algo reservado para los hombres después de esta vida, y que, según la antigua
máxima, los buenos serán mejor tratados que los malos.
—¿Pero qué, Sócrates —replicó Simmias—, será posible que nos abandones sin hacernos
partícipes de esas convicciones de tu alma? Me parece que este bien nos es a todos común; y si nos
convences de tu verdad, tu apología está hecha.
—Eso es lo que pienso hacer —respondió—; pero antes veamos lo que Critón quiere decirnos.
Me parece que ha rato intenta hablarnos.
—No es más —dijo Critón— sino que el hombre que debe darte el veneno no ha cesado de
decirme largo rato ha, que se te advierta que hables poco, porque dice que el hablar mucho acalora, y
que no hay cosa más opuesta, para que produzca efecto el veneno; por lo que es preciso dar dos y tres
tomas, cuando se está de esta suerte acalorado.
—Déjale que hable —respondió Sócrates—; y que prepare la cicuta, como si hubiera necesidad
de dos tomas y de tres, si fuese necesario.
—Ya sabía yo que darías esta respuesta —dijo Critón—; pero él no desiste de sus advertencias.
—Dejadle que diga —repuso Sócrates—; ya es tiempo de que explique delante de vosotros, que
sois mis jueces, las razones que tengo para probar que un hombre, que se ha consagrado toda su vida
a la filosofía, debe morir con mucho valor, y con la firme esperanza de que gozará después de la
muerte bienes infinitos. Voy a daros las pruebas, Simmias y Cebes.
»Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos no trabajan durante su vida sino para
prepararse a la muerte; y siendo esto así, sería ridículo que después de haber proseguido sin tregua
este único fin, recelasen y temiesen, cuando se les presenta la muerte.
En este momento Simmias echándose a reír, dijo a Sócrates:
—¡Por Júpiter!, tú me has hecho reír, a pesar de la poca gana que tengo de hacerlo en estos
momentos; porque estoy seguro de que si hubiera aquí un público que te escuchara, los más no
dejarían de decir que hablas muy bien de los filósofos. Nuestros tebanos, sobre todo, consentirían
gustosos en que todos los filósofos aprendieran tan bien a morir, que positivamente se murieran; y
dirían que saben bien que esto es precisamente lo que se merecen.
—Dirían verdad, Simmias —repuso Sócrates—; salvo un punto que ignoran, y es por qué razón
los filósofos desean morir, y por qué son dignos de la muerte. Pero dejemos a los tebanos, y
hablemos nosotros. La muerte, ¿es alguna cosa?
—Sí, sin duda —respondió Simmias.
—¿No es —repuso Sócrates— la separación del alma y el cuerpo, de manera que el cuerpo queda
solo de un lado y el alma sola de otro? ¿No es esto lo que se llama la muerte?
—Lo es —dijo Simmias.
—Vamos a ver, mi querido amigo, si piensas como yo, porque de este principio sacaremos
magníficos datos para resolver el problema que nos ocupa. ¿Te parece digno de un filósofo buscar lo
que se llama el placer, como, por ejemplo, el de comer y beber?
—No, Sócrates.
—¿Y los placeres del amor?
—De ninguna manera.
—Y respecto de todos los demás placeres que afectan al cuerpo, ¿crees tú que deba buscarlos y
apetecer, por ejemplo, trajes hermosos, calzado elegante, y todos los demás adornos del cuerpo?
¿Crees tú que debe estimarlos o despreciarlos, siempre que la necesidad no le fuerce a servirse de
ellos?
—Me parece —dijo Simmias— que un verdadero filósofo no puede menos de despreciarlos.
—Te parece entonces —repuso Sócrates— que todos los cuidados de un filósofo no tienen por
objeto el cuerpo; y que, por el contrario, procura separarse de él cuanto le es posible, para ocuparse
sólo de su alma.
—Seguramente.
—Así, pues, entre todas estas cosas de que acabo de hablar —replicó Sócrates—, es evidente que
lo propio y peculiar del filósofo es trabajar más particularmente que los demás hombres en
desprender su alma del comercio del cuerpo.
—Evidentemente —dijo Simmias—; y sin embargo, la mayor parte de los hombres se figuran
que el que no tiene placer en esta clase de cosas y no las aprovecha, no sabe verdaderamente vivir; y
creen que el que no disfruta de los placeres del cuerpo, está bien cercano a la muerte.
—Es verdad, Sócrates.
—¿Y qué diremos de la adquisición de la ciencia? El cuerpo, ¿es o no un obstáculo cuando se le
asocia a esta indagación? Voy a explicarme por medio de un ejemplo. La vista y el oído, ¿llevan
consigo alguna especie de certidumbre, o tienen razón los poetas cuando en sus cantos nos dicen sin
cesar, que realmente ni oímos ni vemos? Porque si estos dos sentidos no son seguros ni verdaderos,
los demás lo serán mucho menos, porque son más débiles. ¿No lo crees como yo?
—Sí, sin duda —dijo Simmias.
—¿Cuándo encuentra entonces el alma la verdad? Porque mientras la busca con el cuerpo, vemos
claramente que este cuerpo la engaña y la induce a error.
—Es cierto.
—¿No es por medio del razonamiento como el alma descubre la verdad?
—Sí.
—¿Y no razona mejor que nunca cuando no se ve turbada por la vista, ni por el oído, ni por el
dolor, ni por el placer; y cuando, encerrada en sí misma, abandona al cuerpo, sin mantener con él
relación alguna, en cuanto esto es posible, fijándose en el objeto de sus indagaciones para conocerlo?
—Perfectamente dicho.
—¿Y no es entonces cuando el alma del filósofo desprecia el cuerpo, huye de él, y hace esfuerzos
para encerrarse en sí misma?
—Así me parece.
—¿Qué diremos ahora de ciertas cosas, Simmias, como la justicia, por ejemplo? ¿Diremos que es
algo, o que no es nada?
—Diremos que es alguna cosa, seguramente.
—¿Y no podremos decir otro tanto del bien y de lo bello?
—Sin duda.
—¿Pero has visto tú estos objetos con tus ojos?
—Nunca.
—¿Existe algún otro sentido corporal, por el que hayas percibido alguna vez estos objetos, de que
estamos hablando, como la magnitud, la salud, la fuerza; en una palabra, la esencia de todas las cosas,
es decir, aquello que ellas son en sí mismas? ¿Es por medio del cuerpo como se conoce la realidad de
estas cosas? ¿O es cierto que cualquiera de nosotros, que quiera examinar con el pensamiento lo más
profundamente que sea posible lo que intente saber, sin mediación del cuerpo, se aproximará más al
objeto y llegará a conocerlo mejor?
—Seguramente.
—¿Y lo hará con mayor exactitud el que examine cada cosa con sólo el pensamiento, sin tratar de
auxiliar su meditación con la vista, ni sostener su razonamiento con ningún otro sentido corporal; o
el que sirviéndose del pensamiento, sin más, intente descubrir la esencia pura y verdadera de las
cosas sin el intermedio de los ojos, ni de los oídos; desprendido, por decirlo así, del cuerpo por
entero, que no hace más que turbar el alma, e impedir que encuentre la verdad siempre que con él
tiene la menor relación? Si alguien puede llegar a conocer la esencia de las cosas, ¿no será, Simmias,
el que te acabo de describir?
—Tienes razón, Sócrates, y hablas admirablemente.
—De este principio —continuó Sócrates—, ¿no se sigue necesariamente que los verdaderos
filósofos deban pensar y discurrir para sí de esta manera? La razón no tiene más que un camino que
seguir en sus indagaciones; mientras tengamos nuestro cuerpo, y nuestra alma esté sumida en esta
corrupción, jamás poseeremos el objeto de nuestros deseos; es decir, la verdad. En efecto, el cuerpo
nos opone mil obstáculos por la necesidad en que estamos de alimentarle, y con esto y las
enfermedades que sobrevienen, se turban nuestras indagaciones. Por otra parte, nos llena de amores,
de deseos, de temores, de mil quimeras y de toda clase de necesidades; de manera que nada hay más
cierto que lo que se dice ordinariamente: que el cuerpo nunca nos conduce a la sabiduría. Porque, ¿de
dónde nacen las guerras, las sediciones y los combates? Del cuerpo con todas sus pasiones. En efecto;
todas las guerras no proceden sino del ansia de amontonar riquezas, y nos vemos obligados a
amontonarlas a causa del cuerpo, para servir como esclavos a sus necesidades. He aquí por qué no
tenemos tiempo para pensar en la filosofía; y el mayor de nuestros males consiste en que en el acto
de tener tiempo y ponernos a meditar, de repente interviene el cuerpo en nuestras indagaciones, nos
embaraza, nos turba y no nos deja discernir la verdad. Está demostrado que si queremos saber
verdaderamente alguna cosa, es preciso que abandonemos el cuerpo, y que el alma sola examine los
objetos que quiere conocer. Sólo entonces gozamos de la sabiduría, de que nos mostramos tan
celosos; es decir, después de la muerte, y no durante la vida. La razón misma lo dicta; porque si es
imposible conocer nada en su pureza mientras que vivimos con el cuerpo, es preciso que suceda una
de dos cosas: o que no se conozca nunca la verdad, o que se la conozca después de la muerte, porque
entonces el alma, libre de esta carga, se pertenecerá a sí misma; pero mientras estemos en esta vida,
no nos aproximaremos a la verdad, sino en razón de nuestro alejamiento del cuerpo, renunciando a
todo comercio con él, y cediendo sólo a la necesidad; no permitiendo que nos inficione con su
corrupción natural, y conservándonos puros de todas estas manchas, hasta que Dios mismo venga a
libertarnos. Entonces, libres de la locura del cuerpo, conversaremos, así lo espero, con hombres que
gozarán la misma libertad, y conoceremos por nosotros mismos la esencia pura de las cosas; porque
quizá la verdad sólo en esto consiste; y no es permitido alcanzar esta pureza al que no es asimismo
puro. He aquí, mi querido Simmias lo que me parece deben pensar los verdaderos filósofos, y el
lenguaje que deben usar entre sí. ¿No lo crees como yo?
—Seguramente, Sócrates.
—Si esto es así, mi querido Simmias, todo hombre que llegue a verse en la situación en que yo
me hallo, tiene un gran motivo para esperar que allá, mejor que en otra parte, poseerá lo que con
tanto trabajo buscamos en este mundo; de suerte que este viaje, que se me ha impuesto, me llena de
una dulce esperanza; y hará el mismo efecto sobre todo hombre que se persuada, que su alma está
preparada, es decir, purificada para conocer la verdad. Y bien; purificar el alma, ¿no es, como antes
decíamos, separarla del cuerpo, y acostumbrarla a encerrarse y recogerse en sí misma, renunciando
al comercio con aquel cuanto sea posible, y viviendo, sea en esta vida, sea en la otra, sola y
desprendida del cuerpo, como quien se desprende de una cadena?
—Es cierto, Sócrates.
—Y a esta libertad, a esta separación del alma y del cuerpo, ¿no es a lo que se llama la muerte?
—Seguramente.
—Y los verdaderos filósofos, ¿no son los únicos que verdaderamente trabajan para conseguir
este fin? ¿No constituye esta separación y esta libertad toda su ocupación?
—Así me lo parece, Sócrates.
—¿No sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber gastado un hombre
toda su vida en prepararse para la muerte, se indignase y se aterrase al ver que la muerte llega? ¿No
sería verdaderamente ridículo?
—¿Cómo no?
—Es cierto, por consiguiente, Simmias, que los verdaderos filósofos se ejercitan para la muerte,
y que esta no les parece de ninguna manera terrible. Piénsalo tú mismo. Si desprecian su cuerpo y
desean vivir con su alma sola, ¿no es el mayor absurdo, que cuando llega este momento, tengan
miedo, se aflijan y no marchen gustosos allí, donde esperan obtener los bienes, por que han
suspirado durante toda su vida y que son la sabiduría, y el verse libres del cuerpo, objeto de su
desprecio? ¡Qué! Muchos hombres, por haber perdido sus amigos, sus esposas, sus hijos, han bajado
voluntariamente a los infiernos, conducidos por la única esperanza de volver a ver los que habían
perdido, y vivir con ellos; y un hombre, que ama verdaderamente la sabiduría, y que tiene la firme
esperanza de encontrarla en los infiernos, ¿sentirá la muerte, y no irá lleno de placer a aquellos
lugares donde gozará de lo que tanto ama? ¡Ah!, mi querido Simmias; hay que creer que irá con el
mayor placer, si es verdadero filósofo, porque estará firmemente persuadido de que en ninguna
parte, fuera de los infiernos, encontrará esta sabiduría pura que busca. Siendo esto así, ¿no sería una
extravagancia, como dije antes, que un hombre de estas condiciones temiera la muerte?
—¡Por Júpiter!, sí lo sería —respondió Simmias.
—Por consiguiente, siempre que veas a un hombre estremecerse y retroceder cuando está a punto
de morir, es una prueba segura de que tal hombre ama, no la sabiduría, sino su cuerpo, y con el
cuerpo los honores y riquezas, o ambas cosas a la vez.
—Así es, Sócrates.
—Así, pues, lo que se llama fortaleza, ¿no conviene particularmente a los filósofos? Y la
templanza, que sólo en el nombre es conocida por los más de los hombres; esta virtud, que consiste
en no ser esclavo de sus deseos, sino en hacerse superior a ellos, y en vivir con moderación, ¿no
conviene particularmente a los que desprecian el cuerpo y viven entregados a la filosofía?
—Necesariamente.
—Porque si quieres examinar la fortaleza y la templanza de los demás, encontrarás que son muy
ridículas.
—¿Cómo, Sócrates?
—Sabes que todos los demás hombres creen que la muerte es uno de los mayores males.
—Es cierto —dijo Simmias.
—Así que cuando estos hombres, que se llaman fuertes, sufren la muerte con algún valor, no la
sufren sino por temor a un mal mayor.
—Es preciso convenir en ello.
—Por consiguiente, los hombres son fuertes a causa del miedo, excepto los filósofos: ¿y no es
una cosa ridícula que un hombre sea valiente por timidez?
—Tienes razón, Sócrates.
—Y entre esos mismos hombres que se dicen moderados o templados, lo son por intemperancia,
y aunque parezca esto imposible a primera vista, es el resultado de esa templanza loca y ridícula;
porque renuncian a un placer por el temor de verse privados de otros placeres que desean, y a los que
están sometidos. Llaman, en verdad, intemperancia al ser dominado por las pasiones; pero al mismo
tiempo ellos no vencen ciertos placeres sino en interés de otras pasiones a que están sometidos y que
los subyugan; y esto se parece a lo que decía antes, que son templados y moderados por
intemperancia.
—Esto me parece muy cierto.
—Mi querido Simmias, no hay que equivocarse; no se camina hacia la virtud cambiando placeres
por placeres, tristezas por tristezas, temores por temores, y haciendo lo mismo que los que cambian
una moneda en menudo. La sabiduría es la única moneda de buena ley, y por ella es preciso cambiar
todas las demás cosas. Con ella se compra todo y se tiene todo: fortaleza, templanza, justicia; en una
palabra, la virtud no es verdadera sino con la sabiduría, independientemente de los placeres, de las
tristezas, de los temores y de todas las demás pasiones. Mientras que, sin la sabiduría, todas las demás
virtudes, que resultan de la transacción de unas pasiones con otras, no son más que sombras de
virtud; virtud esclava del vicio, que nada tiene de verdadero ni de sano. La verdadera virtud es una
purificación de toda suerte de pasiones. La templanza, la justicia, la fortaleza y la sabiduría misma
son purificaciones; y hay muchas señales para creer que los que han establecido las purificaciones no
eran personajes despreciables, sino grandes genios, que desde los primeros tiempos[9] han querido
hacernos comprender por medio de estos enigmas, que el que vaya a los infiernos sin estar iniciado y
purificado, será precipitado en el fango; y que el que llegue allí después de haber cumplido con las
expiaciones, será recibido entre los dioses; porque, como dicen los que presiden eh los misterios:
muchos llevan el cetro, pero son pocos los inspirados por el Dios; y estos en mi opinión no son otros
que los que han filosofado bien. Nada he perdonado por ser de este número, y he trabajado toda mi
vida para conseguirlo. Si mis esfuerzos no han sido inútiles, y si lo he alcanzado, espero en la
voluntad de Dios saberlo en este momento. He aquí, mi querido Cebes, mi apología para justificar
ante vosotros, por qué, dejándoos y abandonando a los señores de este mundo, ni estoy triste ni
desasosegado, en la esperanza de que encontraré allí, como he encontrado en este mundo, buenos
amigos y buenos gobernantes, y esto es lo que la multitud no comprende. Pero estaré contento si he
conseguido defenderme con mejor fortuna ante vosotros que ante mis jueces atenienses.
Después que Sócrates hubo hablado de esta manera, Cebes, tomando la palabra, le dijo:
—Sócrates, todo lo que acabas de decir me parece muy cierto. Hay, sin embargo, una cosa que
parece increíble a los hombres, y es eso que has dicho del alma. Porque los hombres se imaginan,
que cuando el alma ha abandonado el cuerpo, ella desaparece; que el día mismo que el hombre
muere, o se marcha con el cuerpo o se desvanece como un vapor, o como un humo que se disipa en
los aires y que no existe en ninguna parte. Porque si subsistiese sola, recogida en sí misma y libre de
todos los males de que nos has hablado, podríamos alimentar una grande y magnífica esperanza,
Sócrates; la de que todo lo que has dicho es verdadero. Pero que el alma vive después de la muerte
del hombre, que obra, que piensa; he aquí puntos que quizá piden alguna explicación y pruebas
sólidas.
—Dices verdad, Cebes —replicó Sócrates—: ¿pero cómo lo haremos? ¿Quieres que examinemos
esos puntos en esta conferencia?
—Tendré mucho placer —respondió Cebes— en oír lo que piensas sobre esta materia.
—No creo —repuso Sócrates— que cualquiera que nos escuche, aun cuando sea un autor de
comedias, pueda echarme en cara que me estoy burlando, y que hablo de cosas que no nos toquen de
cerca.[10] Ya que quieres, examinemos la cuestión.
»Preguntémonos, por lo pronto, si las almas de los muertos están o no en los infiernos. Según
una opinión muy antigua,[11] las almas, al abandonar este mundo, van a los infiernos, y desde allí
vuelven al mundo y vuelven a la vida, después de haber pasado por la muerte. Si esto es cierto, y los
hombres después de la muerte vuelven a la vida, se sigue de aquí necesariamente que las almas están
en los infiernos durante este intervalo, porque no volverían al mundo si no existiesen, y será una
prueba suficiente de que existen, si vemos claramente que los vivos no nacen sino de los muertos;
porque si esto no fuese así, sería preciso buscar otras pruebas.
—De hecho —dijo Cebes.
—Pero —replicó Sócrates—, para asegurarse de esta verdad, no hay que concretarse a
examinarla con relación a los hombres, sino que es preciso hacerlo con relación a los animales, a las
plantas, y a todo lo que nace; porque así se verá que todas las cosas nacen de la misma manera, es
decir, de sus contrarias, cuando tienen contrarias. Por ejemplo; lo bello es lo contrario de lo feo; lo
justo de lo injusto; y lo mismo sucede en una infinidad de cosas. Veamos, pues, si es absolutamente
necesario que las cosas que tienen sus contrarias sólo nazcan de estas contrarias; como también si
cuando una cosa se hace más grande, es de toda necesidad que antes haya sido más pequeña, para
adquirir después esta magnitud.
—Sin duda.
—Y cuando se hace más pequeña, si es preciso que haya sido antes más grande, para disminuir
después.
—Seguramente.
—Asimismo, lo más fuerte viene de lo más débil; lo más ligero de lo más lento.
—Es una verdad manifiesta.
—Y —continuó Sócrates— cuando una cosa se hace más mala, ¿no es claro que era mejor, y
cuando se hace más justa, no es claro que era más injusta?
—Sin dificultad, Sócrates.
—Así, pues, Cebes, todas las cosas vienen de sus contrarias; es una cosa demostrada.
—Muy suficientemente, Sócrates.
—Pero entre estas dos contrarias, ¿no hay siempre un cierto medio, una doble operación, que
lleva de este a aquél y de aquél a este? Entre una cosa más grande y una cosa más pequeña, el medio
es el crecimiento y la disminución; al uno llamamos crecer y al otro disminuir.
—En efecto.
—Lo mismo sucede con lo que se llama mezclarse, separarse, calentarse, enfriarse y todas las
demás cosas. Y aunque sucede algunas veces, que no tenemos términos para expresar toda esta clase
de cambios, vemos, sin embargo, por experiencia, que es siempre de necesidad absoluta que las cosas
nazcan las unas de las otras, y que pasen de lo uno a lo otro por un medio.
—Es indudable.
—¡Y qué! —repuso Sócrates—: ¿la vida no tiene también su contraria, como la vigilia tiene el
sueño?
—Sin duda —dijo Cebes.
—¿Cuál es esta contraria?
—La muerte.
—Estas dos cosas, si son contrarias, ¿no nacen la una de la otra, y no hay entre ellas dos
generaciones o una operación intermedia que hace posible el paso de una a otra?
—¿Cómo no?
—Yo —dijo Sócrates— te explicaré la combinación de las dos contrarias de que acabo de hablar,
y el paso recíproco de la una a la otra; tú me explicarás la otra combinación. Digo, pues, con motivo
del sueño y de la vigilia, que del sueño nace la vigilia y de la vigilia el sueño; que el paso de la vigilia
al sueño es el adormecimiento, y el paso del sueño a la vigilia es el acto de despertar. ¿No es esto
muy claro?
—Sí, muy claro.
—Dinos a tu vez la combinación de la vida y de la muerte. ¿No dices que la muerte es lo contrario
de la vida?
—Sí.
—¿Y que la una nace de la otra?
—Sí.
—¿Qué nace entonces de la vida?
—La muerte.
—¿Qué nace de la muerte?
—Es preciso confesar que es la vida.
—De lo que muere —replicó Sócrates— nace por consiguiente todo lo que vive y tiene vida.
—Así me parece.
—Y por lo tanto —repuso Sócrates—, nuestras almas están en los infiernos después de la muerte.
—Así parece.
—Pero de los medios en que se realizan estas dos contrarias, ¿uno de ellos no es la muerte
sensible? ¿No sabemos lo que es morir?
—Seguramente.
—¿Cómo nos arreglaremos entonces? ¿Reconoceremos igualmente a la muerte la virtud de
producir su contraria, o diremos que por este lado la naturaleza es coja? ¿No es toda necesidad que el
morir tenga su contrario?
—Es necesario.
—¿Y cuál es este contrario?
—Revivir.
—Revivir, si hay un regreso de la muerte a la vida —repuso Sócrates—, consiste en verificar este
regreso. Por lo tanto, estamos de acuerdo en que los vivos no nacen menos de los muertos, que los
muertos de los vivos; prueba incontestable de que las almas de los muertos existen en alguna parte de
donde vuelven a la vida.
—Me parece —dijo Cebes— que lo que dices es una consecuencia necesaria de los principios en
que hemos convenido.
—Me parece, Cebes, que no sin razón nos hemos puesto de acuerdo sobre este punto. Examínalo
por ti mismo. Si todas estas contrarias no se engendrasen recíprocamente, girando, por decirlo así,
en un círculo; y si no hubiese más que una producción directa de lo uno por lo otro, sin ningún
regreso de este último al primer contrario que le ha producido, ya comprendes que en este caso todas
las cosas tendrían la misma figura, aparecerían de una misma forma, y toda producción cesaría.
—¿Qué dices, Sócrates?
—No es difícil de comprender lo que digo. Si no hubiese más que el sueño, y no tuviese lugar el
acto de despertar producido por él, ya ves que entonces todas las cosas nos representarían
verdaderamente la fábula de Endimión, y no se diferenciaría en ningún punto, porque las sucedería lo
que a Endimión; estarían sumidas en el sueño. Si todo estuviese mezclado sin que esta mezcla
produjese nunca separación alguna, bien pronto se verificaría lo que enseñaba Anaxágoras: todas las
cosas estarían juntas. Asimismo, mi querido Cebes, si todo lo que ha recibido la vida, llegase a
morir, y estando muerto, permaneciere en el mismo estado, o lo que es lo mismo, no reviviese; ¿no
resultaría necesariamente que todas las cosas concluirían al fin, y que no habría nada que viviese?
Porque si de las cosas muertas no nacen las cosas vivas, y si las cosas vivas llegan a morir, ¿no es
absolutamente inevitable que todas las cosas sean al fin absorbidas por la muerte?
—Inevitablemente, Sócrates —dijo Cebes—; y cuanto acabas de decir me parece incontestable.
—También me parece a mí, Cebes, que nada se puede objetar a estas verdades, y que no nos
hemos engañado cuando las hemos admitido; porque es indudable, que hay un regreso a la vida; que
los vivos nacen de los muertos; que las almas de los muertos existen; que las almas buenas libran
bien, y que las almas malas libran mal.
Cebes, interrumpiendo a Sócrates, le dijo:
—Lo que dices es un resultado necesario de otro principio que te he oído muchas veces sentar
como cierto, a saber: que nuestra ciencia no es más que una reminiscencia. Si este principio es
verdadero, es de toda necesidad que hayamos aprendido en otro tiempo las cosas de que nos
acordamos en este; y esto es imposible, si nuestra alma no existe antes de aparecer bajo esta forma
humana. Ésta es una nueva prueba de que nuestra alma es inmortal.
Simmias, interrumpiendo a Cebes, le dijo:
—¿Cómo se puede demostrar este principio? Recuérdamelo, porque en este momento no caigo en
ello.
—Hay una demostración muy preciosa —respondió Cebes—, y es que todos los hombres, si se
les interroga bien, todo lo encuentran sin salir de sí mismos, cosa que no podría suceder, si en sí
mismos no tuvieran las luces de la recta razón. En prueba de ello, no hay más que ponerles delante
figuras de geometría u otras cosas de la misma naturaleza, y se ve patentemente esta verdad.
—Si no te das por convencido con esta experiencia, Simmias —replicó Sócrates—, mira si por
este otro camino asientes a nuestro parecer. ¿Tienes dificultad en creer que aprender no es más que
acordarse?
—No mucha —respondió Simmias—; pero lo que precisamente quiero es llegar al fondo de ese
recuerdo de que hablamos; y aunque gracias a lo que ha dicho Cebes, hago alguna memoria y
comienzo a creer, no me impide esto el escuchar con gusto las pruebas que tú quieres darnos.
—Helas aquí —replicó Sócrates—. Estamos conformes todos en que, para acordarse, es preciso
haber sabido antes la cosa de que uno se acuerda.
—Seguramente.
—¿Convenimos igualmente en que cuando la ciencia se produce de cierto modo es una
reminiscencia? Al decir de cierto modo, quiero dar a entender, por ejemplo, como cuando un
hombre, viendo u oyendo alguna cosa, o percibiéndola por cualquiera otro de sus sentidos, no
conoce sólo esta cosa percibida, sino, que al mismo tiempo piensa en otra, que no depende de la
misma manera de conocer sino de otra. ¿No diremos con razón que este hombre recuerda la cosa que
le ha venido al espíritu?
—¿Qué dices?
—Digo, por ejemplo, que uno es el conocimiento del hombre y otro el conocimiento de una lira.
—Seguramente.
—Pues bien —continuó Sócrates—: ¿no sabes lo que sucede a los amantes, cuando ven una lira,
un traje o cualquiera otra cosa, de que el objeto de su amor tiene costumbre de servirse? Al
reconocer esta lira, viene a su pensamiento la imagen de aquel a quien ha pertenecido. He aquí lo que
se llama reminiscencia; frecuentemente al ver a Simmias, recordamos a Cebes. Podría citarte un
millón de ejemplos.
—Hasta el infinito —dijo Simmias.
—He aquí lo que es la reminiscencia; sobre todo, cuando se llega a recordar cosas, que se habían
olvidado por el trascurso del tiempo, o por haberlas perdido de vista.
—Es muy cierto —dijo Simmias.
—Pero —replicó Sócrates—, al ver un caballo o una lira pintados, ¿no puede recordarse a un
hombre? Y al ver el retrato de Simmias, ¿no puede recordarse a Cebes?
—¿Quién lo duda?
—Con más razón, si se ve el retrato de Simmias, se recordará a Simmias mismo.
—Sin dificultad.
—¿No es claro, entonces, que la reminiscencia la despiertan lo mismo las cosas semejantes, que
las desemejantes?
—Así es en efecto.
—Y cuando se recuerda alguna cosa a causa de la semejanza, ¿no sucede necesariamente que el
espíritu ve inmediatamente si falta o no al retrato alguna cosa para la perfecta semejanza con el
original de que se acuerda?
—No puede menos de ser así —dijo Simmias.
—Fíjate bien, para ver si piensas como yo. ¿No hay una cosa a que llamamos igualdad? No hablo
de la igualdad entre un árbol y otro árbol, entre una piedra y otra piedra, y entre otras muchas cosas
semejantes. Hablo de una igualdad que está fuera de todos estos objetos. ¿Pensamos que esta igualdad
es en sí misma algo o que no es nada?
—Decimos ciertamente que es algo. Sí, ¡por Júpiter!
—¿Pero conocemos esta igualdad?
—Sin duda.
—¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿No es de las cosas de que acabamos
de hablar; es decir, que viendo árboles iguales, piedras iguales y otras muchas cosas de esta
naturaleza, nos hemos formado la idea de esta igualdad, que no es ni estos árboles, ni estas piedras,
sino que es una cosa enteramente diferente? ¿No te parece diferente? Atiende a esto: las piedras, los
árboles que muchas veces son los mismos, ¿no nos parecen por comparación tan pronto iguales
como desiguales?
—Seguramente.
—Las cosas iguales parecen algunas veces desiguales; pero la igualdad considerada en sí, ¿te
parece desigualdad?
—Jamás, Sócrates.
—¿La igualdad y lo que es igual no son, por consiguiente, una misma cosa?
—No, ciertamente.
—Sin embargo; de estas cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, has sacado la idea de la
igualdad.
—Así es la verdad, Sócrates —dijo Simmias.
—Y esto se entiende, ya sea esta igualdad semejante ya desemejante respecto de los objetos que
han motivado la idea.
—Seguramente.
—Por otra parte; cuando al ver una cosa, tú imaginas otra, sea semejante o desemejante, tiene
lugar necesariamente una reminiscencia.
—Sin dificultad.
—Pero —repuso Sócrates— dime: ¿cuando vemos árboles que son iguales u otras cosas iguales,
las encontramos iguales como la igualdad misma, de que tenemos idea, o falta mucho para que sean
iguales como esta igualdad?
—Falta mucho.
—¿Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que esta cosa, como la que
yo estoy viendo ahora delante de mí, puede ser igual a otra, pero que la falta mucho para ello, porque
es inferior respecto de ella, será preciso, digo, que aquel, que tiene este pensamiento, haya visto y
conocido antes esta cosa a la que dice que la otra se parece, pero imperfectamente?
—Es de necesidad absoluta.
—¿No nos sucede lo mismo respecto de las cosas iguales, cuando queremos compararlas con la
igualdad?
—Seguramente, Sócrates.
—Por consiguiente, es de toda necesidad que hayamos visto esta igualdad fintes del momento en
que, al ver por primera vez cosas iguales, hemos creído que todas tienden a ser iguales como la
igualdad misma, y que no pueden conseguirlo.
—Es cierto.
—También convenimos en que hemos sacado este pensamiento (ni podía salir de otra parte) de
alguno de nuestros sentidos, por haber visto o tocado, o, en fin, por haber ejercitado cualquiera otro
de nuestros sentidos, porque lo mismo digo de todos.
—Lo mismo puede decirse, Sócrates, tratándose de lo que ahora tratamos.
—Es preciso, por lo tanto, que de los sentidos mismos saquemos este pensamiento: que todas las
cosas iguales que caen bajo nuestros sentidos, tienden a esta igualdad inteligible, y que se quedan por
bajo de ella. ¿No es así?
—Sí, sin duda, Sócrates.
—Porque antes que hayamos comenzado a ver, oír, y hacer uso de todos los demás sentidos, es
preciso que hayamos tenido conocimiento de esta igualdad inteligible, para comparar con ella las
cosas sensibles iguales; y para ver que ellas tienden todas a ser semejantes a esta igualdad, pero que
son inferiores a la misma.
—Es una consecuencia necesaria de lo que se ha dicho, Sócrates.
—Pero ¿no es cierto que, desde el instante en que hemos nacido, hemos visto, hemos oído, y
hemos hecho uso de todos los demás sentidos?
—Muy cierto.
—Es preciso, entonces, que antes de este tiempo hayamos tenido conocimiento de la igualdad.
—Sin duda.
—Por consiguiente, es absolutamente necesario, que lo hayamos tenido antes de nuestro
nacimiento.
—Así me parece.
—Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, nosotros sabemos antes de nacer; y después
hemos conocido no sólo lo que es igual, lo que es más grande, lo que es más pequeño, sino también
todas las cosas de esta naturaleza; porque lo que decimos aquí de la igualdad, lo mismo puede decirse
de la belleza, de la bondad, de la justicia, de la santidad; en una palabra, de todas las demás cosas,
cuya existencia admitimos en nuestras conversaciones y en nuestras preguntas y respuestas. De suerte
que es de necesidad absoluta que hayamos tenido conocimientos antes de nacer.
—Es cierto.
—Y si después de haber tenido estos conocimientos, nunca los olvidáramos, no sólo naceríamos
con ellos, sino que los conservaríamos durante toda nuestra vida; porque saber, ¿es otra cosa que
conservar la ciencia, que se ha recibido, y no perderla?, y olvidar, ¿no es perder la ciencia que se
tenía antes?
—Sin dificultad, Sócrates.
—Y si después de haber tenido estos conocimientos antes de nacer, y haberlos perdido después de
haber nacido, llegamos en seguida a recobrar esta ciencia anterior, sirviéndonos del ministerio de
nuestros sentidos, que es lo que llamamos aprender; ¿No es esto recobrar la ciencia que teníamos, y
no tendremos razón para llamar a esto reminiscencia?
—Con muchísima razón, Sócrates.
—Estamos, pues, conformes en que es muy posible, que aquel que ha sentido una cosa, es decir,
que la ha visto, oído o, en fin, percibido por alguno de sus sentidos, piense, con ocasión de estas
sensaciones, en una cosa que ha olvidado, y cosa que tenga alguna relación con la percibida, ya se le
parezca o ya no se le parezca. De manera que tiene que suceder una de dos cosas: o que nazcamos con
estos conocimientos y los conservemos toda la vida; o que los que aprenden, no hagan, según
nosotros, otra cosa que recordar, y que la ciencia no sea más que una reminiscencia.
—Así es, Sócrates.
—¿Qué escoges tú, Simmias? ¿Nacemos con conocimientos, o nos acordamos después de haber
olvidado lo que sabíamos?
—En verdad, Sócrates, no sé al presente qué escoger.
—Pero ¿qué pensarías y qué escogerías en este caso? Un hombre que sabe una cosa, ¿puede dar
razón de lo que sabe?
—Puede, sin duda, Sócrates.
—¿Y te parece que todos los hombres pueden dar razón de las cosas de que acabamos de hablar?
—Yo querría que fuese así —respondió Simmias—; pero me temo mucho que mañana no
encontremos un hombre capaz de dar razón de ellas.
—¿Te parece, Simmias, que todos los hombres tienen esta ciencia?
—Seguramente no.
—¿Ellos no hacen entonces más que recordar las cosas que han sabido en otro tiempo?
—Así es.
—¿Pero en qué tiempo han adquirido nuestras almas esta ciencia? Porque no ha sido después de
nacer.
—Ciertamente no.
—¿Ha sido antes de este tiempo?
—Sin duda.
—Por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de este tiempo, antes de aparecer bajo
esta forma humana; y mientras estaban así, sin cuerpos, sabían.
—A menos que digamos, Sócrates, que hemos adquirido los conocimientos en el acto de nacer;
porque esta es la única época que nos queda.
—Sea así, mi querido Simmias —replicó Sócrates—; pero ¿en qué otro tiempo los hemos
perdido? Porque hoy no los tenemos según acabamos de decir. ¿Los hemos perdido al mismo tiempo
que los hemos adquirido?, ¿o puedes tú señalar otro tiempo?
—No, Sócrates; no me había apercibido de que nada significa lo que he dicho.
—Es preciso, pues, hacer constar, Simmias, que si todas estas cosas, que tenemos continuamente
en la boca, quiero decir, lo bello, lo justo y todas las esencias de este género, existen verdaderamente,
y que si referimos todas las percepciones de nuestros sentidos a estas nociones primitivas como a su
tipo, que encontramos desde luego en nosotros mismos, digo, que es absolutamente indispensable,
que así como todas estas nociones primitivas existen, nuestra alma haya existido igualmente antes que
naciésemos; y si estas nociones no existieran, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No es esto
incontestable? ¿No es igualmente necesario que si estas cosas existen, hayan también existido nuestras
almas antes de nuestro nacimiento; y que si aquellas no existen, tampoco debieron existir estas?
—Esto, Sócrates, me parece igualmente necesario e incontestable; y de todo este discurso resulta,
que antes de nuestro nacimiento nuestra alma existía, así como estas esencias, de que acabas de
hablarme; porque yo no encuentro nada más evidente que la existencia de todas estas cosas: lo bello,
lo bueno, lo justo; y tú me lo has demostrado suficientemente.
—¿Y Cebes? —dijo Sócrates—: porque es preciso que Cebes esté persuadido de ello.
—Yo pienso —dijo Simmias— que Cebes considera tus pruebas muy suficientes, aunque es el
más rebelde de todos los hombres para darse por convencido. Sin embargo, supongo que lo está de
que nuestra alma existe antes de nuestro nacimiento; pero que exista después de la muerte, es lo que a
mí mismo no me parece bastante demostrado; porque esa opinión del pueblo, de que Cebes te hablaba
antes, queda aún en pie y en toda su fuerza; la de que, después de muerto el hombre, su alma se disipa
y cesa de existir. En efecto, ¿qué puede impedir que el alma nazca, que exista en alguna parte, que
exista antes de venir a animar el cuerpo, y que, cuando salga de este, concluya con él y cese de
existir?
—Dices muy bien, Simmias —dijo Cebes—; me parece que Sócrates no ha probado más que la
mitad de lo que era preciso que probara; porque ha demostrado muy bien que nuestra alma existía
antes de nuestro nacimiento; mas para completar su demostración, debía probar igualmente que,
después de nuestra muerte, nuestra alma existe lo mismo que existió antes de esta vida.
—Ya os lo he demostrado, Simmias y Cebes —repuso Sócrates—; y convendréis en ello, si unís
esta última prueba a la que ya habéis admitido; esto es que los vivos nacen de los muertos. Porque si
es cierto que nuestra alma existe antes del nacimiento, y si es de toda necesidad que, al venir a la vida,
salga, por decirlo así, del seno de la muerte, ¿cómo no ha de ser igualmente necesario que exista
después de la muerte, puesto que debe volver a la vida? Así, pues, lo que ahora me pedís ha sido ya
demostrado. Sin embargo, me parece que ambos deseáis profundizar más esta cuestión, y que teméis,
como los niños, que, cuando el alma sale del cuerpo, la arrastren los vientos, sobre todo cuando se
muere en tiempo de borrascas.
Entonces Cebes, sonriéndose, dijo:
—Sócrates, supón que lo tememos; o más bien, que sin temerlo, está aquí entre nosotros un niño
que lo teme, a quien es necesario convencer de que no debe temer la muerte como a un vano
fantasma.
—Para esto —replicó Sócrates—, es preciso emplear todos los días encantamientos, hasta que se
haya curado de semejante aprensión.
—Pero, Sócrates, ¿dónde encontraremos un buen encantador, puesto que tú vas a abandonarnos?
—La Grecia es grande, Cebes —respondió Sócrates—; y en ella encontrareis muchas personas
muy entendidas. Por otra parte, tenéis muchos pueblos extranjeros, y es preciso recorrerlos todos e
interrogarlos, para encontrar este encantador, sin escatimar gasto, ni trabajo; porque en ninguna cosa
podéis emplear más útilmente vuestra fortuna. También es preciso que lo busquéis entre vosotros,
porque quizá no encontrareis otros más capaces que vosotros mismos para estos encantamientos.
—Haremos lo que dices, Sócrates; pero si no te molesta, volvamos a tomar el hilo de nuestra
conversación.
—Con mucho gusto, Cebes, ¿y por qué no?
—Perfectamente, Sócrates —dijo Cebes.
—Lo primero que debemos preguntarnos a nosotros mismos —dijo Sócrates— es cuáles son las
cosas que por su naturaleza pueden disolverse; respecto de que otras deberemos temer que tenga
lugar esta disolución; y en cuáles no es posible este accidente. En seguida, es preciso examinar a cuál
de estas naturalezas pertenece nuestra alma; y teniendo esto en cuenta, temer o esperar por ella.
—Es muy cierto.
—¿No os parece que son las cosas compuestas, o que por su naturaleza deben serlo, las que deben
disolverse en los elementos que han formado su composición; y que si hay seres, que no son
compuestos, ellos son los únicos respecto de los que no puede tener lugar este accidente?
—Me parece muy cierto lo que dices —contestó Cebes.
—Las cosas que son siempre las mismas y de la misma manera, ¿no tienen trazas de no ser
compuestas? Las que mudan siempre y que nunca son las mismas, ¿no tienen trazas de ser
necesariamente compuestas?
—Creo lo mismo, Sócrates.
—Dirijámonos desde luego a esas cosas de que hablamos antes, y cuya verdadera existencia
hemos admitido siempre en nuestras preguntas y respuestas. Estas cosas, ¿son siempre las mismas o
mudan alguna vez? La igualdad, la belleza, la bondad y todas las existencias esenciales,
¿experimentan a veces algún cambio, por pequeño que sea, o cada una de ellas, siendo pura y simple,
subsiste siempre la misma en sí, sin experimentar nunca la menor alteración, ni la menor mudanza?
—Es necesariamente preciso que ellas subsistan siempre las mismas sin mudar jamás.
—Y todas las demás cosas —repuso Sócrates—, hombres, caballos, trajes, muebles y tantas otras
de la misma naturaleza, ¿quedan siempre las mismas, o son enteramente opuestas a las primeras, en
cuanto no subsisten siempre en el mismo estado, ni con relación a sí mismas, ni con relación a los
demás?
—No subsisten nunca las mismas —respondió Cebes.
—Ahora bien; estas cosas tú las puedes ver, tocar, percibir por cualquier sentido: mientras que las
primeras, que son siempre las mismas, no pueden ser comprendidas sino por el pensamiento, porque
son inmateriales y no se las ve jamás.
—Todo eso es verdad —dijo Cebes.
—¿Quieres —continuó Sócrates— que reconozcamos dos clases de cosas?
—Con mucho gusto —dijo Cebes.
—¿Las unas visibles y las otras inmateriales? ¿Estas, siempre las mismas; aquellas, en un
continuo cambio?
—Me parece bien —dijo Cebes.
—Veamos, pues. ¿No somos nosotros un compuesto de cuerpo y alma? ¿Hay otra cosa en
nosotros?
—No, sin duda; no hay más.
—¿A cuál de estas dos especies diremos, que nuestro cuerpo se conforma o se parece?
—Todos convendrán en que a la especie visible.
—Y nuestra alma, mi querido Cebes, ¿es visible o invisible?
—Visible no es; por lo menos, a los hombres.
—Pero cuando hablamos de cosas visibles o invisibles, hablamos con relación a los hombres, sin
tener en cuenta ninguna otra naturaleza.
—Sí, con relación a la naturaleza humana.
—¿Qué diremos, pues, del alma? ¿Puede ser vista o no puede serlo?
—No puede serlo.
—Luego es inmaterial.
—Sí.
—Por consiguiente, nuestra alma es más conforme que el cuerpo con la naturaleza invisible; y el
cuerpo más conforme con la naturaleza visible.
—Es absolutamente necesario.
—¿No decíamos que, cuando el alma se sirve del cuerpo para considerar algún objeto, ya por la
vista, ya por el oído, ya por cualquier otro sentido (porque la única función del cuerpo es atender a
los objetos mediante los sentidos), se ve entonces atraída por el cuerpo hacia cosas, que no son nunca
las mismas; se extravía, se turba, vacila y tiene vértigos, como si estuviera ebria; todo por haberse
ligado a cosas de esta naturaleza?
—Sí.
—Mientras que, cuando ella examina las cosas por sí misma, sin recurrir al cuerpo, se dirige a lo
que es puro, eterno, inmortal, inmutable; y como es de la misma naturaleza, se une y estrecha con
ello cuanto puede y da de sí su propia naturaleza. Entonces cesan sus extravíos, se mantiene siempre
la misma, porque está unida a lo que no cambia jamás, y participa de su naturaleza; y este estado del
alma es lo que se llama sabiduría.
—Has hablado perfectamente, Sócrates; y dices una gran verdad.
—¿A cuál de estas dos especies de seres, te parece que el alma es más semejante, y con cuál está
más conforme, teniendo en cuenta los principios que dejamos sentados y todo lo que acabamos de
decir?
—Me parece, Sócrates, que no hay hombre, por tenaz y estúpido que sea, que estrechado por tu
método, no convenga en que el alma se parece más y es más conforme con lo que se mantiene
siempre lo mismo, que no con lo que está en continua mudanza.
—¿Y el cuerpo?
—Se parece más lo que cambia.
—Sigamos aún otro camino. Cuando el alma y el cuerpo están juntos, la naturaleza ordena que el
uno obedezca y sea esclavo; y que el otro tenga el imperio y el mando. ¿Cuál de los dos te parece
semejante a lo que es divino, y cuál a lo que es mortal? ¿No adviertes que lo que es divino es lo único
capaz de mandar y de ser dueño; y que lo que es mortal es natural que obedezca y sea esclavo?
—Seguramente.
—¿A cuál de los dos se parece nuestra alma?
—Es evidente, Sócrates, que nuestra alma se parece a lo que es divino, y nuestro cuerpo a lo que
es mortal.
—Mira, pues, mi querido Cebes, si de todo lo que acabamos de decir no se sigue necesariamente,
que nuestra alma es muy semejante a lo que es divino, inmortal, inteligible, simple, indisoluble,
siempre lo mismo, y siempre semejante a sí propio; y que nuestro cuerpo se parece perfectamente a
lo que es humano, mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre mudable, y nunca semejante a sí
mismo. ¿Podremos alegar algunas razones que destruyan estas consecuencias, y que hagan ver que
esto no es cierto?
—No, sin duda, Sócrates.
—Siendo esto así, ¿no conviene al cuerpo la disolución, y al alma el permanecer siempre
indisoluble o en un estado poco diferente?
—Es verdad.
—Pero observa, que después que el hombre muere, su parte visible, el cuerpo, que queda
expuesto a nuestras miradas, que llamamos cadáver, y que por su condición puede disolverse y
disiparse, no sufre por lo pronto ninguno de estos accidentes, sino que subsiste entero bastante
tiempo, y se conserva mucho más, si el muerto era de bellas formas y estaba en la flor de sus años;
porque los cuerpos que se recogen y embalsaman, como en Egipto, duran enteros un número
indecible de años; y en aquellos mismos que se corrompen, hay siempre partes, como los huesos, los
nervios y otros miembros de la misma condición, que parecen, por decirlo así, inmortales. ¿No es
esto cierto?
—Muy cierto.
—Y el alma, este ser invisible que marcha a un paraje semejante a ella, paraje excelente, puro,
invisible, esto es, a los infiernos, cerca de un Dios lleno de bondad y de sabiduría, y a cuyo sitio
espero que mi alma volará dentro de un momento, si Dios lo permite; ¡qué!, ¿un alma semejante y de
tal naturaleza se habrá de disipar y anonadar, apenas abandone el cuerpo, como lo creen la mayor
parte de los hombres? De ninguna manera, mis queridos Simmias y Cebes; y he aquí lo que realmente
sucede. Si el alma se retira pura, sin conservar nada del cuerpo, como sucede con la que, durante la
vida, no ha tenido voluntariamente con él ningún comercio, sino que por el contrario, le ha huido,
estando siempre recogida en sí misma y meditando siempre, es decir, filosofando en regla, y
aprendiendo efectivamente a morir; porque ¿No es esto prepararse para la muerte?…
—De hecho.
—Si el alma, digo, se retira en este estado, se une a un ser semejante a ella, divino, inmortal, lleno
de sabiduría, cerca del cual goza de la felicidad, viéndose así libre de sus errores, de su ignorancia,
de sus temores, de sus amores tiránicos y de todos los demás males afectos a la naturaleza humana; y
puede decirse de ella como de los iniciados, que pasa verdaderamente con los dioses toda la
eternidad. ¿No es esto lo que debemos decir, Cebes?
—Sí, ¡por Júpiter!
—Pero si se retira del cuerpo manchada, impura, como la que ha estado siempre mezclada con él,
ocupada en servirle, poseída de su amor, embriagada en él hasta el punto de creer que no hay otra
realidad que la corporal, lo que se puede ver, tocar, beber y comer, o lo que sirve a los placeres del
amor; mientras que aborrecía, temía y huía habitualmente ele todo lo que es oscuro e invisible para
los ojos, de todo lo que es inteligible, y cuyo sentido sólo la filosofía muestra; ¿crees tú que un alma,
que se encuentra, en tal estado, pueda salir del cuerpo pura y libre?
—No; eso no puede ser.
—Por el contrario, sale afeada con las manchas del cuerpo, que se han hecho como naturales en
ella por el comercio continuo y la unión demasiado estrecha que con él ha tenido, por haber estado
siempre unida con él y ocupándose sólo de él.
—Estas manchas, mi querido Cebes, son una cubierta tosca, pesada, terrestre y visible; y el alma,
abrumada con este peso, se ve arrastrada hacia este mundo visible por el temor que tiene del mundo
invisible, del infierno; y anda, como suele decirse, errante por los cementerios alrededor de las
tumbas, donde se han visto fantasmas tenebrosos, como son los espectros de estas almas, que no han
abandonado el cuerpo del todo purificadas, sino reteniendo algo de esta materia visible, que las hace
aún a ellas mismas visibles.
—Es muy probable que así sea, Sócrates.
—Sí, sin duda, Cebes; y es probable también que no sean las almas de los buenos, sino las de los
malos, las que se ven obligadas a andar errantes por esos sitios, donde llevan el castigo de su primera
vida, que ha sido mala; y donde continúan vagando hasta que, llevadas del amor que tienen a esa masa
corporal que les sigue siempre, se ingieren de nuevo en un cuerpo y se sumen probablemente en esas
mismas costumbres, que constituían la ocupación de su primera vida.
—¿Qué dices, Sócrates?
—Digo, por ejemplo, Cebes, que los que han hecho de su vientre su Dios y que han amado la
intemperancia, sin ningún pudor, sin ninguna cautela, entran probablemente en cuerpos de asnos o de
otros animales semejantes; ¿no lo piensas tú también?
—Seguramente.
—Y las almas, que sólo han amado la injusticia, la tiranía y las rapiñas, van a animar cuerpos de
lobos, de gavilanes, de halcones. Almas de tales condiciones, ¿pueden ir a otra parte?
—No, sin duda.
—Lo mismo sucede a las demás; siempre van asociadas a cuerpos análogos a sus gustos.
—Evidentemente.
—¿Cómo puede dejar de ser así? Y los más dichosos, cuyas almas van a un lugar más agradable,
¿no son aquellos que siempre han ejercitado esta virtud social y civil que se llama templanza y
justicia, a la que se han amoldado sólo por el hábito y mediante el ejercicio, sin el auxilio de la
filosofía y de la reflexión?
—¿Cómo pueden ser los más dichosos?
—Porque es probable que sus almas entren en cuerpos de animales pacíficos y dulces, como las
abejas, las avispas, las hormigas; o que vuelvan a ocupar cuerpos humanos, para formar hombres de
bien.
—Es probable.
—Pero en cuanto a aproximarse a la naturaleza de los dioses, de ninguna manera es esto
permitido a aquellos que no han filosofado durante toda su vida, y cuyas almas no han salido del
cuerpo en toda su pureza. Esto está reservado al verdadero filósofo. He aquí por qué, mi querido
Simmias y mi querido Cebes, los verdaderos filósofos renuncian a todos los deseos del cuerpo; se
contienen y no se entregan a sus pasiones; no temen ni la ruina de su casa, ni la pobreza, como la
multitud que está apegada a las riquezas; ni teme la ignominia ni el oprobio, como los que aman las
dignidades y los honores.
—No debería obrarse de otra manera, repuso Cebes.
—No sin duda —continuó Sócrates—; así, todos aquellos que tienen interés por su alma y que no
viven para halagar al cuerpo, rompen con todas las costumbres, y no siguen el mismo camino que los
demás, que no saben a dónde van; sino que persuadidos de que no debe hacerse nada que sea
contrario a la filosofía, a la libertad y a la purificación que ella procura, se dejan conducir por ella y
la siguen a todas partes a donde quiera conducirles.
—¿Cómo, Sócrates?
—Voy a explicároslo. Los filósofos, al ver que su alma está verdaderamente ligada y pegada al
cuerpo, y forzada a considerar los objetos por medio del cuerpo, como a través de una prisión
oscura, y no por sí misma, conocen perfectamente que la fuerza de este lazo corporal consiste en las
pasiones, que hacen que el alma misma encadenada contribuya a apretar la ligadura. Conocen también
que la filosofía, al apoderarse del alma en tal estado, la consuela dulcemente e intenta desligarla,
haciéndola ver que los ojos del cuerpo sufren numerosas ilusiones, lo mismo que los oídor y que
todos los demás sentidos; la advierte que no debe hacer de ellos otro uso que aquel a que obliga la
necesidad, y la aconseja que se encierre y se recoja en sí misma; que no crea en otro testimonio que
en el suyo propio, después de haber examinado dentro de sí misma lo que cada cosa es en su esencia;
debiendo estar bien persuadida de que cuanto examine por medio de otra cosa, como muda con el
intermedio mismo, no tiene nada de verdadero. Ahora bien; lo que ella examina por los sentidos es
sensible y visible; y lo que ve por sí misma es invisible e inteligible. El alma del verdadero filósofo,
persuadida de que no debe oponerse a su libertad, renuncia, en cuanto le es posible, a los placeres, a
los deseos, a las tristezas, a los temores, porque sabe que, después de los grandes placeres, de los
grandes temores, de las extremas tristezas y de los extremos deseos, no sólo se experimentan los
males sensibles, que todo el mundo conoce, como las enfermedades o la pérdida de bienes, sino el
más grande y el íntimo de todos los males, tanto más grande, cuanto que no se deja sentir.
—¿En qué consiste ese mal, Sócrates?
—En que obligada el alma a regocijarse o afligirse por cualquier objeto, está persuadida de que
lo que le causa este placer o esta tristeza es muy verdadero y muy real, cuando no lo es en manera
alguna. Tal es el efecto de todas las cosas visibles; ¿no es así?
—Es cierto, Sócrates.
—¿No es principalmente cuando se experimenta esta clase de afecciones cuando el alma está
particularmente atada y ligada al cuerpo?
—¿Por qué es eso?
—Porque cada placer y cada tristeza están armados de un clavo, por decirlo así, con el que sujetan
el alma al cuerpo; y la hacen tan material, que cree que no hay otros objetos reales que los que el
cuerpo le dice. Resultado de esto es que, como tiene las mismas opiniones que el cuerpo, se ve
necesariamente forzada a tener las mismas costumbres y los mismos hábitos, lo cual la impide llegar
nunca pura al otro mundo; por el contrario, al salir de esta vida, llena de las manchas de ese cuerpo
que acaba de abandonar, entra a muy luego en otro cuerpo, donde echa raíces, como si hubiera sido
allí sembrada; y de esta manera se ve privada de todo comercio con la esencia pura, simple y divina.
—Es muy cierto, Sócrates —dijo Cebes.
—Por esta razón, los verdaderos filósofos trabajan para adquirir la fortaleza y la templanza, y no
por las razones que se imagina el vulgo. ¿Piensas tú como este?
—De ninguna manera.
—Haces bien; y es lo que conviene a un verdadero filósofo; porque el alma no creerá nunca que
la filosofía quiera desligarla, para que, viéndose libre, se abandone a los placeres, a las tristezas, y se
deje encadenar por ellas para comenzar siempre de nuevo como la tela de Penélope. Por el contrario,
manteniendo todas las pasiones en una perfecta tranquilidad y tomando siempre la razón por guía, sin
abandonarla jamás, el alma del filósofo contempla incesantemente lo verdadero, lo divino, lo
inmutable, que está por encima de la opinión; y nutrida con esta verdad pura, estará persuadida de que
debe vivir siempre lo mismo, mientras permanezca adherida al cuerpo; y que después de la muerte,
unida de nuevo a lo que es de la misma naturaleza que ella, se verá libre de todos los males que
afligen a la naturaleza humana. Siguiendo estos principios, mis queridos Simmias y Cebes, y después
de una vida semejante, ¿temerá el alma que en el momento en que abandone el cuerpo, los vientos la
lleven y la disipen, y que, enteramente anonadada, no existirá en ninguna parte?
Después que Sócrates hubo hablado de esta suerte, todos quedaron en gran silencio, y parecía que
aquel estaba como meditando en lo que acababa de decir. Nosotros permanecimos callados, y sólo
Simmias y Cebes hablaban por lo bajo. Percibiéndolo Sócrates, les dijo: ¿de qué habláis? ¿Os parece
que falta algo a mis pruebas? Porque se me figura que ellas dan lugar a muchas dudas y objeciones,
si uno se toma el trabajo de examinarlas en detalle. Si habláis de otra cosa, nada tengo que deciros;
pero por poco que dudéis sobre lo que hablamos, no tengáis dificultad en decir lo que os parezca, y
en manifestar francamente si cabe una demostración mejor; y en este caso asociadme a vuestras
indagaciones, si es que creéis llegar conmigo más fácilmente al término que nos hemos propuesto.
—Te diré la verdad, Sócrates —respondió Simmias—; ha largo tiempo que tenemos dudas Cebes
y yo, y nos hemos dado de codo para comprometernos a proponértelas, porque tenemos vivo deseo
de ver cómo las resuelves. Pero ambos hemos temido ser importunos, proponiéndote cuestiones
desagradables en la situación en que te hallas.
—¡Ah!, mi querido Simmias —replicó Sócrates, sonriendo dulcemente—; ¿con qué trabajo
convencería yo a los demás hombres de que no tengo por una desgracia la situación en que me
encuentro, cuando de vosotros mismos no puedo conseguirlo, pues que me creéis en este momento
en peor posición que antes? Me suponéis, al parecer, muy inferior a los cisnes, por lo que respecta al
presentimiento y a la adivinación. Los cisnes, cuando presienten que van a morir, cantan aquel día aún
mejor que lo han hecho nunca, a causa de la alegría que tienen al ir a unirse con el dios a que ellos
sirven. Pero el temor que los hombres tienen a la muerte, hace que calumnien a los cisnes, diciendo
que lloran su muerte y que cantan de tristeza. No reflexionan que no hay pájaro que cante cuando
tiene hambre o frío o cuando sufre de otra manera, ni aun el ruiseñor, la golondrina y la abubilla,
cuyo canto se dice que es efecto del dolor. Pero estos pájaros no cantan de manera alguna de tristeza,
y menos los cisnes, a mi juicio; porque perteneciendo a Apolo, son divinos, y como prevén los
bienes de que se goza en la otra vida, cantan y se regocijan en aquel día más que lo han hecho nunca.
Y yo mismo pienso que sirvo a Apolo lo mismo que ellos; que como ellos estoy consagrado a este
dios; que no he recibido menos que ellos de nuestro común dueño el arte de la adivinación, y que no
me siento contrariado al salir de esta vida. Así pues, en este concepto, podéis hablarme cuanto
queráis, e interrogarme por todo el tiempo que tengan a bien permitirlo los Once.
—Muy bien, Sócrates —repuso Simmias—; te propondré mis dudas, y Cebes te hará sus
objeciones. Pienso, como tú, que en estas materias es imposible, o por lo menos muy difícil, saber
toda la verdad en esta vida; y estoy convencido de que no examinar detenidamente lo que se dice, y
cansarse antes de haber hecho todos los esfuerzos posibles para conseguirlo, es una acción digna de
un hombre perezoso y cobarde; porque, una de dos cosas: o aprender de los demás la verdad o
encontrarla por sí mismo; y si una y otra cosa son imposibles, es preciso escoger entre todos los
razonamientos humanos el mejor y más fuerte, y embarcándose en él como en una barquilla,
atravesar de este modo las tempestades de esta vida, a menos que sea posible encontrar, para hacer
este viaje, algún buque más grande, esto es, algún razonamiento incontestable que nos ponga fuera de
peligro. No tendré reparo en hacerte preguntas, puesto que lo permites; y no me expondré al
remordimiento que yo podría tener algún día, por no haberte dicho en este momento lo que pienso.
Cuando examino con Cebes lo que nos has dicho, Sócrates, confieso que tus pruebas no me parecen
suficientes.
—Quizá tienes razón, mi querido Simmias; pero ¿por qué no te parecen suficientes?
—Porque podría decirse lo mismo de la armonía de una lira, de la lira misma y de sus cuerdas;
esto es que la armonía de una lira es algo invisible, inmaterial, bello, divino; y la lira y las cuerdas
son cuerpos, materia, cosas compuestas, terrestres y de naturaleza mortal. Después de hecha pedazos
la lira o rotas las cuerdas, podría alguno sostener, con razonamientos iguales a los tuyos, que es
preciso que esta armonía subsista necesariamente y no perezca; porque es imposible que la lira
subsista una vez rotas las cuerdas; que las cuerdas, que son cosas mortales, subsistan después de rota
la lira; y que la armonía, que es de la misma naturaleza que el ser inmortal y divino, perezca antes
que lo que es mortal y terrestre. Es absolutamente necesario, añadiría, que la armonía exista en
alguna parte, y que el cuerpo de la lira y las cuerdas se corrompan y perezcan enteramente antes que
la armonía reciba el menor daño. Y tú mismo, Sócrates, te habrás hecho cargo sin duda, de que la
idea que nos formamos generalmente del alma es algo semejante a lo que voy a decirte. Como
nuestro cuerpo está compuesto y es mantenido en equilibrio por lo caliente, lo frío, lo seco y lo
húmedo, nuestra alma no es más que la armonía que resulta de la mezcla de estas cualidades, cuando
están debidamente combinadas. Si nuestra alma no es otra cosa que una especie de armonía, es
evidente que cuando nuestro cuerpo está demasiado laxo o demasiado tenso a causa de las
enfermedades o de otros males, nuestra alma, divina y todo, perecerá necesariamente como las demás
armonías, que son consecuencia del sonido o efecto de los instrumentos; mientras que los restos de
cada cuerpo duran aún largo tiempo; duran hasta que se queman o se corrompen. Mira, Sócrates, lo
que podremos responder a estas razones, si alguno pretende que nuestra alma, no siendo más que una
mezcla de las cualidades del cuerpo, es la primera que perece, cuando llega eso a que llamamos la
muerte.
Entonces Sócrates, echando una mirada a cada uno de nosotros, como tenía de costumbre, y
sonriéndose, dijo:
—Simmias tiene razón. Si alguno de vosotros tiene más facilidad que yo para responder a sus
objeciones, puede hacerlo; porque me parece que Simmias ha esforzado de veras sus razonamientos.
Pero antes de responderle querría que Cebes nos objetara, a fin de que, en tanto que él habla,
tengamos tiempo para pensar lo que debemos contestar; y así también, oídos que sean ambos,
cederemos, si sus razones son buenas; y en caso contrario, sostendremos nuestros principios hasta
donde podamos. Dinos, pues, Cebes; ¿qué es lo que te impide asentir a lo que yo he dicho?
—Voy a decirlo —respondió Cebes—. Se me figura que la cuestión se halla en el mismo punto en
que estaba antes, y que quedan en pie por tanto nuestras anteriores objeciones. Que nuestra alma
existe antes de venir a animar el cuerpo, lo hallo admirablemente probado; y si no te ofendes, diré
que plenamente demostrado; pero que ella exista después de la muerte, no lo está en manera alguna.
Sin embargo, no acepto por completo la objeción de Simmias, según el cual nuestra alma no es más
fuerte ni más durable que nuestro cuerpo; porque, a mi parecer, el alma es infinitamente superior a
todo lo corporal. ¿En qué consiste entonces tu duda, se me dirá? Si ves que muerto el hombre, su
parte más débil, que es el cuerpo, subsiste, ¿no te parece absolutamente necesario que lo que es más
durable dure más largo tiempo? Mira, Sócrates, yo te lo suplico, si respondo bien a esta objeción,
porque para hacerme entender, necesito valerme de una comparación, como Simmias. La objeción
que se me propone es, a mi parecer, como si, después de la muerte de un viejo tejedor, se dijese: este
hombre no ha muerto, sino que existe en alguna parte, y la prueba es que ved que está aquí el traje que
gastaba y que él mismo se había hecho; traje que subsiste entero y completo, y que no ha perecido.
Pues bien, si a alguno repugnara reconocer como suficiente esta prueba, se le podría preguntar: ¿cuál
es más durable, el hombre o el traje que gasta y de que se sirve? Necesariamente habría que
responder que el hombre, y sólo con esto se creería haber demostrado que, puesto que lo que el
hombre tiene de menos durable no ha perecido, con más razón subsiste el hombre mismo.
»Pero no hay nada de eso, en mi opinión, mi querido Simmias; y ve ahora, te lo suplico, lo que
yo respondo a esto. No hay nadie que no conozca a primer golpe de vista que hacer esta objeción es
decir un absurdo; porque este tejedor murió antes del último traje, pero después de los muchos que
había gastado y consumido durante su vida; y no hay derecho para decir que el hombre es una cosa
más débil y menos durable que el traje. Esta comparación puede aplicarse al alma y al cuerpo, y
decirse con grande exactitud, en mi opinión, que el alma es un ser muy durable, y que el cuerpo es un
ser más débil y que dura menos. Y el que conteste de este modo podrá añadir que cada alma usa
muchos cuerpos, sobre todo si vive muchos años; porque si el cuerpo está mudando y perdiendo
continuamente mientras el hombre vive, y el alma, por consiguiente, renueva sin cesar su vestido
perecible, resulta necesario que cuando llega el momento de la muerte viste su último traje, y este
será el único que sobreviva al alma; mientras que cuando esta muere, el cuerpo muestra
inmediatamente la debilidad de su naturaleza, porque se corrompe y perece muy pronto. Así, pues, no
hay que tener tanta fe en tu demostración, que vayamos a tener confianza de que después de la muerte
existirá aún el alma. Porque si alguno extendiese el razonamiento todavía más que tú, y se le
concediese, no sólo que el alma existe en el tiempo que precede a nuestro nacimiento, sino también
que no hay inconveniente en que las almas de algunos existan después de la muerte y renazcan
muchas veces para morir de nuevo; siendo el alma bastante fuerte para usar muchos cuerpos, uno
después de otro, como usa el hombre muchos vestidos; concediéndole todo esto, digo, no por eso se
negaba que el alma se gasta al cabo de tantos nacimientos, y que al fin acaba por perecer de hecho en
alguna de estas muertes. Y si se añadiese que nadie puede saber cuál de estas muertes alcanzará al
alma, porque es imposible a los hombres presentirlo; entonces todo hombre, que no teme la muerte y
la espera con confianza, es un insensato, salvo que pueda demostrar que el alma es enteramente
inmortal e imperecible. De otra manera, es absolutamente necesario que el que va a morir tema por
su alma, y tema que ella va a perecer en la próxima separación del cuerpo.
Cuando oímos estas objeciones, no dejaron de incomodarnos, como hubimos de confesarlo;
porque, después de estar convencidos por los razonamientos anteriores, venían tales argumentos a
turbarnos y arrojarnos en la desconfianza, no sólo por lo que se había dicho, sino también por lo que
se nos podía decir en lo sucesivo; porque en todo caso íbamos a parar en creer, o que no éramos
capaces de formar juicio sobre estas materias, o que estas materias no podrían producir otra cosa que
la incertidumbre.
EQUÉCRATES. —Fedón, los dioses te perdonen, porque yo al oírte me digo a mí mismo: ¿qué
podremos creer en lo sucesivo, puesto que las razones de Sócrates, que me parecían tan persuasivas,
se hacen dudosas? En efecto; la objeción que hace Simmias al decir que nuestra alma no es más que
una armonía, me sorprende maravillosamente, y siempre me ha sorprendido; porque me ha hecho
recordar que yo mismo tuve esta misma idea en otro tiempo. Así, pues, yo estoy como de nuevo en
esta cuestión, y necesito muy de veras nuevas pruebas para convencerme de que nuestra alma no
muere con el cuerpo. Por lo mismo, Fedón, dinos, ¡por Júpiter!, de qué manera Sócrates continuó la
disputa; si se vio e embarazado como vosotros, o si sostuvo su opinión con templanza; y, en fin, si os
satisfizo enteramente o no. Cuéntanos, te lo suplico, todos estos pormenores sin olvidar nada.
FEDÓN. —Te aseguro, Equécrates, que si siempre he admirado a Sócrates, en esta ocasión le
admiré más que nunca, porque el que estuviera pronto a satisfacer esto, no puede extrañarse en un
hombre como él; pero lo que me pareció admirable fue, en primer lugar, la dulzura, la bondad, las
muestras de aprobación con que escuchó las objeciones de estos jóvenes; y en seguida, la sagacidad
con que se apercibió de la impresión que ellas habían hecho en nosotros; y, en fin, la habilidad con
que nos curó, y cómo atrayéndonos como a vencidos fugitivos, nos hizo volver la espalda, y nos
obligó a entrar en discusión.
EQUÉCRATES. —¿Cómo?
FEDÓN. —Voy a decírtelo. Estaba yo sentado a su derecha, cerca de su cama, en un asiento bajo,
y él estaba en otro más alto que el mío; pasando su mano por mi cabeza, y cogiendo el cabello que
caía sobre mis espaldas, y con el cual tenía la costumbre de jugar, me dijo: Fedón, mañana te harás
cortar estos hermosos cabellos;[12] ¿no es verdad?
—Regularmente, Sócrates —le respondí.
—De ninguna manera, si me crees.
—¿Cómo?
—Hoy es —me dijo— cuando debo cortar yo mis cabellos y tú los tuyos, si es cierto que nuestro
razonamiento ha muerto y que no podemos resucitarle; y si estuviera yo en tu lugar y me viese
vencido, juraría, al modo de los de Argos,[13] no dejar crecer mis cabellos hasta que no hubiese
conseguido a mi vez la victoria sobre las objeciones de Simmias y de Cebes.
Yo le dije:
—¿Has olvidado el proverbio de que el mismo Hércules no basta contra dos?
—¡Ah! —dijo—, ¿por qué no apelas a mí, como tu Iolas?
—También yo apelo a ti, no como Hércules a su Iolas, sino como Iolas apela a su Hércules.
—No importa —replicó—; es igual.
—Pero ante todo estemos en guardia, para no incurrir en una gran falta.
—¿Qué falta? —le dije.
—En la de ser,[14] que los hay, como hay misántropos; porque el mayor de todos los males es
aborrecer la razón, y esta misología tiene el mismo origen que la misantropía. ¿De dónde procede si
no la misantropía? De que, después de haberse fiado de un hombre, sin ningún previo examen, y de
haberle creído siempre sincero, honrado y fiel, se encuentra uno al fin con que es falso y malvado; y
al cabo de muchas pruebas semejantes a esta, viéndose engañado por sus mejores y más íntimos
amigos, y cansado de ser la víctima, concluye por aborrecer todos los hombres igualmente, y llega a
persuadirse de que no hay uno solo sincero. ¿No has notado que la misantropía se forma de esta
manera y así por grados?
—Seguramente —le dije.
—¿No es esto una vergüenza? ¿No es evidente que semejante hombre se mete a tratar con los
demás sin tener conocimiento de las cosas humanas? Porque si hubiera tenido la menor experiencia,
habría visto las cosas como son en sí, y reconocido que los buenos y los malos son muy raros, lo
mismo los unos que los otros, y que los que ocupan un término medio son numerosos.
—¿Qué dices, Sócrates?
—Digo, Fedón, que con los buenos y los malos sucede lo que con los muy grandes o muy
pequeños. ¿No ves que es raro encontrar un hombre muy grande o un hombre muy pequeño? Así
sucede con los perros y con todas las demás cosas; con lo que es rápido y con lo que es lento; con lo
que es bello y lo que es feo; con lo que es blanco y lo que es negro. ¿No notas que en todas estas
cosas los dos extremos son raros, y que el medio es muy frecuente y muy común?
—Lo advierto muy bien, Sócrates.
—Si se propusiese un combate de maldad, serían bien pocos los que pudieran aspirar al primer
premio.
—Es probable.
—Seguramente —replicó—; pero no es en este concepto en el que los razonamientos se parecen a
los hombres, sino que por seguirte me he dejado ir un poco fuera del asunto. La única semejanza que
hay, es que cuando se admite un razonamiento como verdadero, sin saber el arte de razonar, sucede
que más tarde parece falso, séalo o no lo sea, y diferente de él mismo; y cuando uno ha contraído el
hábito de disputar sosteniendo el pro y el contra, se cree al fin hombre muy hábil, y se imagina ser el
único que ha comprendido que ni en las cosas ni en los razonamientos hay nada de verdadero ni de
seguro; que todo está en un flujo y reflujo continuo, como el Euripe;[15] y que nada permanece ni un
solo momento en el mismo estado.
—Es la pura verdad.
—Cuando hay un razonamiento verdadero, sólido, susceptible de ser comprendido, ¿no sería una
desgracia deplorable, Fedón, que por haberse dejado llevar de esos razonamientos, en que todo
aparece tan pronto verdadero como falso, en lugar de acusarse a sí mismo y de acusar a su propia
incapacidad, vaya uno a hacer recaer la falta sobre la razón, y pasarse la vida aborreciendo y
calumniando la razón misma, privándose así de la verdad y de la ciencia?
—Sí, eso sería deplorable, ¡por Júpiter! —dije yo.
—Estemos, pues, en guardia —replicó él—, para que esta desgracia no nos suceda; y no nos
preocupemos con la idea de que no hay nada sano en el razonamiento. Persuadámonos más bien de
que somos nosotros mismos los autores de este mal, y hagamos decididamente todos los esfuerzos
posibles para corregirnos. Vosotros estáis obligados a ello, tanto más cuanto que os resta mucho
tiempo de vida; y yo también me considero obligado a lo mismo, porque voy a morir. Temo mucho
que al ocuparme hoy de esta materia, lejos de conducirme como verdadero filósofo, voy a
convertirme en disputador terco, a la manera de todos esos ignorantes, que, cuando disputan, no se
cuidan en manera alguna de enseñar la verdad, sino que su único objeto es arrastrar a su opinión
personal a todos los que les escuchan. La única diferencia, que hay entre ellos y yo, es que yo no
intento sólo persuadir con lo que diga a los que están aquí presentes, si bien me complaceré en ello si
lo consigo, sino que mi principal objeto es el convencerme a mí mismo. Porque he aquí, mi querido
amigo, cómo razono yo, y verás que este razonamiento me interesa mucho: si lo que yo diga, resulta
verdadero, es bueno creerlo; y si después de la muerte no hay nada, habré sacado de todas maneras la
ventaja de no haber incomodado a los demás con mis lamentos, en el poco tiempo que me queda de
vida. Mas no permaneceré mucho en esta ignorancia, que miraría como un mal; sino que bien pronto
va a desvanecerse. Fortificado con estas reflexiones, mi querido Simmias y mi querido Cebes, voy a
entrar en la discusión; y si me creéis, que sea menos por respeto a la autoridad de Sócrates que por
respeto a la verdad. Si lo que os digo es verdadero, admitidlo; si no lo es, combatidlo con todas
vuestras fuerzas; teniendo mucho cuidado no sea que yo me engañe a mí mismo, que os engañe
también a vosotros por exceso de buena voluntad, abandonándoos como la abeja, que deja su aguijón
en la llaga.
»Comencemos, pues; pero antes habéis de ver, os lo suplico, si me acuerdo bien de vuestras
objeciones. Me parece que Simmias teme que el alma, aunque más divina y más excelente que el
cuerpo, perezca antes que él, como según ha dicho sucede con la armonía; y Cebes ha concedido, si
no me engaño, que el alma es más durable que el cuerpo, pero que no se puede asegurar que después
que ella ha usado muchos cuerpos, no perezca al abandonar el último, y que esta no sea una
verdadera muerte del alma; porque, con respecto al cuerpo, este no cesa ni un solo momento de
perecer. ¿No son estos los dos puntos que tenemos que examinar, Simmias y Cebes?
Convinieron ambos en ello.
—¿Rechazáis —continuó él— absolutamente todo lo que os he dicho antes, o admitís una parte?
Ellos dijeron que no lo rechazaban todo.
—Pero —añadió Sócrates—, ¿qué pensáis de lo que os he dicho de que aprender no es más que
recordar; y por consiguiente, que es necesario que nuestra alma haya existido en alguna parte antes de
haberse unido al cuerpo?
—Yo —dijo Cebes— he reconocido desde luego la evidencia de lo que dices, y no conozco
principio que me parezca más verdadero. Lo mismo digo yo, dijo Simmias; y me sorprendería
mucho si llegara a mudar de opinión en este punto.
—Tienes que mudar de parecer, mi querido Tebano, si persistes en la opinión de que la armonía
es algo compuesto, y que nuestra alma no es más que ama armonía, que resulta del acuerdo de las
cualidades del cuerpo; porque probablemente no te creerías a ti mismo si dijeras que la armonía
existe antes de las cosas de que se compone. ¿Lo dirías?
—No, sin duda, Sócrates —respondió Simmias.
—¿No notas, sin embargo —replicó Sócrates—, que es esto lo que dices cuando sostienes que el
alma existe antes de venir a animar el cuerpo, y que no obstante se compone de cosas que no existen
aún? Porque el alma no es como la armonía con la que la comparas, sino que es evidente que la lira,
las cuerdas, los sonidos discordantes existen antes de la armonía, la cual resulta de todas estas cosas,
y en seguida perece con ellas. Esta última proposición tuya, ¿conviene con la primera?
—De ninguna manera —dijo Simmias.
—Sin embargo —replicó Sócrates—, si en algún discurso debe haber acuerdo, es en aquel en que
se trata de la armonía.
—Tienes razón, Sócrates.
—Pues en este caso no hay acuerdo —dijo Sócrates—; y así mira cuál de estas dos opiniones
prefieres; o el conocimiento es una reminiscencia, o el alma es una armonía.
—Escojo la primera —dijo Simmias—; porque he admitido la segunda sin demostración,
contentándome con esa aparente verosimilitud que basta al vulgo. Pero estoy persuadido de que todos
los razonamientos que no se apoyan sino sobre la probabilidad, están henchidos de vanidad; y que si
se mira bien, ellos extravían y engañan lo mismo en geometría que en cualquiera otra ciencia. Mas la
doctrina de que la ciencia es una reminiscencia, está fundada en un principio sólido; en el principio
de que, según hemos dicho, nuestra alma, antes de venir a animar nuestro cuerpo, existe como la
esencia misma; la esencia, es decir, lo que existe realmente. He aquí por qué, convencido de que debo
darme por satisfecho con esta prueba, no debo ya escucharme a mí mismo, ni tampoco dar oídos a
los que digan que el alma es una armonía.
—Ahora bien, Simmias —dijo Sócrates—; ¿te parece que es propio de la armonía o de cualquier
otra cosa compuesta el ser diferente de las cosas mismas de que se compone?
—De ninguna manera.
—¿Ni el padecer o hacer otra cosa que lo que hacen o padecen los elementos que la componen?
—Conforme —dijo Simmias.
—¿No es natural que a la armonía precedan las cosas que la componen y no que la sigan?
—Así es.
—¿No son incompatibles con la armonía los sonidos, los movimientos y toda cosa contraria a los
elementos de que ella se compone?
—Seguramente —dijo Simmias.
—¿Pero no consiste toda armonía en la consonancia?
—No te entiendo bien —dijo Simmias.
—Pregunto si, según que sus elementos están más o menos de acuerdo, no resulta más o menos la
armonía.
—Seguramente.
—¿Y puede decirse del alma que una es más o menos alma que otra?
—No, sin duda.
—Veamos, pues, ¡por Júpiter! ¿No se dice que esta alma, que tiene inteligencia y virtud, es buena;
y que aquella otra, que tiene locura y maldad, es mala? ¿No se dice esto con razón?
—Sí, sin duda.
—Y los que sostienen que el alma es una armonía, ¿qué dirán que son estas cualidades del alma,
este vicio y esta virtud? ¿Dirán que la una es una armonía y la otra una disonancia? ¿Que el alma
virtuosa, siendo armónica por naturaleza, tiene además en sí misma otra armonía? ¿Y que la otra,
siendo una disonancia, no produce armonía?
—Yo no puedo decírtelo —respondió Simmias—; parece, sin embargo, que los partidarios de
esta opinión dirían algo semejante.
—Pero estamos de acuerdo —dijo Sócrates— en que un alma no es más o menos alma que otra;
es decir, que hemos sentado que ella no tiene más o menos armonía que otra armonía. ¿No es así?
—Lo confieso —dijo Simmias.
—Y que no siendo más o menos armonía, no existe más o menos acuerdo entre sus elementos.
¿No es así?
—Si, sin duda.
—Y no estando más o menos de acuerdo con sus elementos, ¿puede tener más armonía o menos
armonía? ¿O es preciso que la tenga igual?
—Igual.
—Por lo tanto, puesto que un alma no puede ser más o menos alma que otra, ¿no puede estar en
más o en menos acuerdo que otra?
—Es cierto.
—Se sigue de aquí necesariamente, que un alma no puede tener ni más armonía ni más disonancia
que otra.
—Convengo en ello.
—Por consiguiente, ¿un alma puede tener más virtud o más vicio que otra, si es cierto que el
vicio es una disonancia y la virtud una armonía?
—De ninguna manera.
—O, más bien, ¿la razón exige que se diga que el vicio no puede encontrarse en ninguna alma, si
el alma es una armonía, porque la armonía, si es perfecta armonía, no puede consentir la disonancia?
—Sin dificultad.
—Luego el alma, si es alma perfecta, no puede ser capaz de vicio.
—¿Cómo podría serlo conforme a los principios en que hemos convenido?
—Según estos mismos principios, las almas de todos los animales son igualmente buenas, si
todas son igualmente almas.
—Así me parece, Sócrates.
—¿Y consideras que esto sea incontestable, y como una consecuencia necesaria, si es cierta la
hipótesis de que el alma es una armonía?
—No, sin duda, Sócrates.
—Pero, dime, Simmias; entre todas las cosas que componen el hombre, ¿encuentras que mande
otra que el alma, sobre todo, cuando es sabia?
—No; sólo ella manda.
—¿Y manda aflojando la rienda a las pasiones del cuerpo, o resistiéndolas? Por ejemplo; cuando
el cuerpo tiene sed, ¿no le impide el alma de beber? O cuando tiene hambre, ¿no le impide de comer,
y lo mismo en mil cosas semejantes, en que vemos claramente que el alma combate las pasiones del
cuerpo? ¿No es así?
—Sin duda.
—¿Pero no hemos convenido antes en que el alma, siendo una armonía, no puede tener otro tono
que el producido por la tensión, aflojamiento, vibración o cualquiera otra modificación de los
elementos que la componen, y que debe necesariamente obedecerles sin dominarlos jamás?
—Hemos convenido en eso, sin duda —dijo Simmias. ¿Por qué no?
—Pero —repuso Sócrates—, ¿no vemos prácticamente que el alma hace todo lo contrario; que
gobierna y conduce las cosas mismas de que se la supone compuesta; que las resiste durante casi toda
la vida, reprendiendo a unas más duramente mediante el dolor, como en la gimnasia y en la medicina;
tratando a otras con más dulzura, contentándose con reprender o amenazar al deseo, a la cólera, al
temor, como cosas de distinta naturaleza que ella? Esto es lo que Homero ha expresado muy bien,
cuando dice en la Odisea que Ulises,[16] «dándose golpes de pecho, dijo con aspereza a su corazón:
sufre esto, corazón mío, qué cosas más claras has soportado». ¿Crees tú que Homero hubiera dicho
esto si hubiera creído que el alma es una armonía que debe ser gobernada por las pasiones del
cuerpo? ¿No piensas que más bien ha creído que el alma debe guiarlas y amaestrarlas, y que es de una
naturaleza más divina que una armonía?
—Sí, ¡por Júpiter!, yo lo creo —dijo Simmias.
—Por consiguiente, mi querido Simmias —replicó Sócrates—, no podemos en modo alguno
decir que el alma es una especie de armonía; porque no estaríamos al parecer de acuerdo ni con
Homero, este poeta divino, ni con nosotros mismos.
Simmias convino en ello.
—Me parece —repuso Sócrates— que hemos suavizado muy bien esta armonía tebana;[17] pero
en cuanto a Cebes ¿de qué medio me valdré yo para apaciguar a este Cadino?[18] ¿De qué
razonamiento me valdré para conseguirlo?
—Estoy seguro de que lo encontrarás —respondió Cebes—. Por lo que hace al argumento de que
acabas de servirte contra la armonía, me ha llamado la atención más de lo que yo creía; porque
mientras Simmias te proponía sus dudas, tenía por imposible que ninguno las rebatiera; y me he
quedado completamente sorprendido al ver que no ha podido sostener ni siquiera tu primer ataque.
Después de esto, es claro que no me sorprenderé si a Cadmo alcanza la misma suerte.
—Mi querido Cebes —replicó Sócrates—, no me alabes demasiado, no sea que la envidia
trastorne lo que tengo que decir; pero esto depende de Dios. Ahora nosotros, cerrando más las filas,
como dice Homero,[19] pongamos tu objeción a prueba. Lo que deseas averiguar se reduce a lo
siguiente: quieres que se demuestre que el alma es inmortal e imperecible, a fin de que un filósofo,
que va a morir y muere con valor y con la esperanza de ser infinitamente más dichoso en el otro
mundo, que si hubiera muerto después de haber vivido de distinta manera, no tenga una confianza
insensata. Porque el que el alma sea algo vigoroso y divino y el que haya existido antes de nuestro
nacimiento no prueba nada, dices tú, en favor de su inmortalidad, y todo lo que se puede inferir es
que puede durar por mucho tiempo, y que existía ya antes que nosotros en alguna parte y por siglos
casi infinitos; que durante este tiempo ha podido conocer y hacer muchas cosas, sin que por esto
fuera inmortal; que, por el contrario, el momento de su primera venida al cuerpo ha sido quizá el
principio de su ruina, y como una enfermedad que se prolonga entre las debilidades y angustias de
esta vida, y concluye por lo que llamamos la muerte. Añades que importa poco que el alma venga una
sola vez a animar el cuerpo o que venga muchas, y que esto no hace variar los justos motivos de
temor; porque, a no estar demente, el hombre debe temer siempre la muerte, en tanto que no sepa con
certeza y pueda demostrar que el alma es inmortal. He aquí, a mi parecer, todo lo que dices, Cebes; y
yo lo repito muy al por menor, para que nada se nos escape, y para que puedas todavía añadir o quitar
lo que gustes.
—Por ahora —respondió Cebes—, nada tengo que modificar, porque has dicho lo mismo que yo
manifesté.
Sócrates, después de haber permanecido silencioso por algún tiempo, y como recogido en sí
mismo, le dijo a Cebes:
—En verdad, no es tan poco lo que pides, porque para explicarlo es preciso examinar a fondo la
cuestión del nacimiento y de la muerte. Si lo deseas, te diré lo que me ha sucedido a mí mismo sobre
esta materia; y si lo que voy a decir te parece útil, te servirás de ello en apoyo de tus convicciones.
—Lo deseo con todo mi corazón —dijo Cebes.
—Escúchame, pues. Cuando yo era joven, sentía un vivo deseo de aprender esa ciencia que se
llama la física; porque me parecía una cosa sublime saber las causas de todos los fenómenos, de
todas las cosas; lo que las hace nacer, lo que las hace morir, lo que las hace existir; y no hubo
sacrificio que omitiera para examinar, en primer lugar, si es de lo caliente o de lo frío, después que
han sufrido una especie de corrupción, como algunos pretenden,[20] de donde proceden los animales;
si es la sangre la que crea el pensamiento,[21] o el aire,[22] o el fuego,[23] o ninguna de estas cosas; o
si sólo el cerebro [24] es la causa de nuestras sensaciones de la vista, del oído, del olfato; si de estos
sentidos resultan la memoria y la imaginación; y si de la memoria y de la imaginación sosegadas
nace, en fin, la ciencia. Quería conocer después las causas de la corrupción de todas estas cosas. Mi
curiosidad buscaba los cielos y hasta los abismos de la tierra, para saber qué es lo que produce todos
los fenómenos; y al fin me encontré todo lo incapaz que se puede ser para hacer estas indagaciones.
Voy a darte una prueba patente de ello. Y es que este precioso estudio me ha dejado tan a oscuras en
las mismas cosas que yo sabía antes con la mayor evidencia, según a mí y a otros nos parecía, que he
olvidado todo lo que sabía sobre muchas materias; por ejemplo, en la siguiente: ¿cuál es la causa de
que el hombre crezca? Pensaba yo que era muy claro para todo el mundo que el hombre no crece
sino porque come y bebe; puesto que por medio del alimento, uniéndose la carne a la carne, los
huesos a los huesos, y todos los demás elementos a sus elementos semejantes, lo que al principio no
es más que un pequeño volumen se aumenta y crece, y de esta manera un hombre de pequeño se hace
muy grande. He aquí lo que yo pensaba. ¿No te parece que tenía razón?
—Seguramente —dijo Cebes.
—Escucha lo que sigue. Creía yo saber por qué un hombre era más grande que otro hombre,
llevándose de diferencia toda la cabeza; y por qué un caballo era más grande que otro caballo; y otras
cosas más claras, como, por ejemplo, que diez eran más que ocho por haberse añadido dos, y que dos
codos eran más grandes que un codo por excederle en una mitad.
—¿Y qué piensas ahora? —dijo Cebes.
—¡Por Júpiter! Estoy tan distante de creer que conozco las causas de ninguna de estas cosas, que
ni aun presumo saber si cuando a uno se le añade otro uno, es este uno, al que se añadió el otro, el
que se hace dos; o si es el añadido y el que se añade juntos los que constituyen dos en virtud de esta
adición del uno al otro. Porque lo que me sorprende es que, mientras estaban separados, cada uno de
ellos era uno y no eran dos, y que después que se han juntado, se han hecho dos, porque se ha puesto
el uno al par del otro. Yo no veo tampoco como es que cuando se divide una cosa, esta división hace
que esta cosa, que era una antes de dividirse, se haga dos desde el momento de la separación; porque
aquí aparece una causa enteramente contraria a la que hizo que uno y uno fuesen dos. Antes este uno y
el otro uno se hacen dos, porque se juntan el uno con el otro; y ahora esta cosa, que es una, se hace
dos, porque se la divide y se la separa. Más aún; no creo saber, por qué el uno es uno; y, en fin,
tampoco sé, al menos por razones físicas, cómo una cosa, por pequeña que sea, nace, perece o existe;
así que resolví adoptar otro método, ya que este de ninguna manera me satisfacía.
»Habiendo oído leer en un libro, que según se decía, era de Anaxágoras, que la inteligencia es la
norma y la causa de todos los seres, me vi arrastrado por esta idea; y me pareció una cosa admirable
que la inteligencia fuese la causa de todo; porque creía que, habiendo dispuesto la inteligencia todas
las cosas, precisamente estarían arregladas lo mejor posible. Si alguno, pues, quiere saber la causa de
cada cosa, el por qué nace y por qué perece, no tiene más que indagar la mejor manera en que puede
ella existir; y me pareció que era una consecuencia de este principio que lo único que el hombre debe
averiguar es cuál es lo mejor y lo más perfecto; porque desde el momento en que lo haya
averiguado, conocerá necesariamente cuál es lo más malo, puesto que no hay más que una ciencia
para lo uno y para lo otro.
»Pensando de esta suerte tenía el gran placer de encontrarme con un maestro como Anaxágoras,
que me explicaría, según mis deseos, la causa de todas las cosas; y que, después de haberme dicho,
por ejemplo, si la tierra es plana o redonda, me explicaría la causa y la necesidad de lo que ella es; y
me diría cuál es lo mejor en el caso, y por qué esto es lo mejor. Asimismo si creía que la tierra está
en el centro del mundo, esperaba que me enseñaría por qué es lo mejor que la tierra ocupe el centro:
y después de haber oído de él todas estas explicaciones, estaba resuelto por mi parte a no ir nunca en
busca de ninguna otra clase de causas. También me proponía interrogarle en igual forma acerca del
sol, de la luna y de los demás astros, para conocer la razón de sus revoluciones, de sus movimientos
y de todo lo que les sucede; y para saber cómo es lo mejor posible lo que cada uno de ellos hace,
porque no podía imaginarme que, después de haber dicho que la inteligencia los había ordenado y
arreglado, pudiese decirme que fuera otra la causa de su orden y disposición que la de no ser posible
cosa mejor; y me lisonjeaba de que, después de designarme esta causa en general y en particular, me
haría conocer en qué consiste el bien de cada cosa en particular y el bien de todas en general. Por
nada hubiera cambiado en aquel momento mis esperanzas.
»Tomé, pues, con el más vivo interés estos libros, y me puse a leerlos lo más pronto posible, para
saber luego lo bueno y lo malo de todas las cosas; pero muy luego perdí toda esperanza, porque tan
pronto como hube adelantado un poco en mi lectura, me encontré con que mi hombre no hacia
intervenir para nada la inteligencia, que no daba ninguna razón del orden de las cosas, y que en lugar
de la inteligencia podía el aire, el éter, el agua y otras cosas igualmente absurdas. Me pareció como si
dijera: Sócrates hace mediante la inteligencia todo lo que hace; y que en seguida, queriendo dar razón
de cada cosa que yo hago, dijera que hoy, por ejemplo, estoy sentado en mi cama, porque mi cuerpo
se compone de huesos y de nervios; que siendo los huesos duros y sólidos, están separados por
junturas, y que los nervios, pudiendo retirarse o encogerse, unen los huesos con la carne y con la
piel, que encierra y abraza a los unos y a los otros; que estando los huesos libres en sus
articulaciones, los nervios, que pueden extenderse y encogerse, hacen que me sea posible recoger las
piernas como veis, y que esta es la causa de estar yo sentado aquí y de esta manera. O también es lo
mismo que sí, para explicar la causa de la conversación que tengo con vosotros, os dijese que lo era
la voz, el aire, el oído y otras cosas semejantes; y no os dijese ni una sola palabra de la verdadera
causa, que es la de haber creído los atenienses que lo mejor para ellos era condenarme a muerte, y
que, por la misma razón, he creído yo que era igualmente lo mejor para mí estar sentado en esta
cama y esperar tranquilamente la pena que me han impuesto. Porque os juro por el cielo, que estos
nervios y estos huesos míos ha largo tiempo que estarían en Megara o en Beocia, si hubiera creído
que era lo mejor para ellos, y no hubiera estado persuadido de que era mucho mejor y más justo
permanecer aquí para sufrir el suplicio a que mi patria me ha condenado, que no escapar y huir. Dar,
por lo tanto, razones semejantes me parecía muy ridículo.
»Dígase en buen hora que si yo no tuviera huesos ni nervios, ni otras cosas semejantes, no podría
hacer lo que juzgase conveniente; pero decir que estos huesos y estos nervios son la causa de lo que
yo hago, y no la elección de lo que es mejor, para la que me sirvo de la inteligencia, es el mayor
absurdo, porque equivale a no conocer esta diferencia: que una es la causa y otra la cosa, sin la que la
causa no sería nunca causa; y por lo tanto la cosa y no la causa es la que el pueblo, que camina
siempre a tientas y como en tinieblas, toma por verdadera causa, y a la que sin razón da este nombre.
He aquí por qué unos[25] consideran rodeada la tierra por un torbellino, y la suponen fija en el centro
del mundo; otros[26] la conciben como una ancha artesa, que tiene por base el aire; pero no se cuidan
de investigar el poder que la ha colocado del modo necesario para que fuera lo mejor posible; no
creen en la existencia de ningún poder divino, sino que se imaginan haber encontrado un Atlas más
fuerte, más inmortal y más capaz de sostener todas las cosas; y a este bien, que es el único capaz de
ligar y abrazarlo todo, lo tienen por una vana idea.
»Yo con el mayor gusto me habría hecho discípulo de cualquiera que me hubiera enseñado esta
causa; pero al ver que no podía alcanzar a conocerla, ni por mí mismo, ni por medio de los demás,
¿quieres, Cebes, que te diga la segunda tentativa que hice para encontrarla?
—Lo quiero con todo mi corazón —dijo Cebes.
—Cansado de examinar todas los cosas, creí que debía estar prevenido para que no me sucediese
lo que a los que miran un eclipse de sol; que pierden la vista si no toman la precaución de observar
en el agua o en cualquiera otro medio la imagen de este astro. Algo de esto pasó en mi espíritu; y
temí perder los ojos de la altura, si miraba los objetos con los ojos del cuerpo, y si me servía de mis
sentidos para tocarlos y conocerlos. Me convencí de que debía recurrir a la razón, y buscar en ella la
verdad de todas las cosas. Quizá la imagen de que me sirvo para explicarme, no es enteramente
exacta; porque yo mismo no estoy conforme en que el que mira las cosas en la razón, las mire más
aún por medio de otra cosa, que el que las ve en sus fenómenos; pero sea de esto lo que quiera, este
es el camino que adopté; y desde entonces, tomando por fundamento lo que me parece lo mejor,
tengo por verdadero todo lo que está en este caso, trátese de las cosas o de las causas: y lo que no está
conforme con esto, lo desecho como falso. Pero voy a explicarme con más claridad, porque me
parece que no me entiendes aún.
—No, ¡por Júpiter!, Sócrates —dijo Cebes—; no te comprendo lo bastante.
—Sin embargo —replicó Sócrates—, nada digo de nuevo; digo lo que he manifestado en mil
ocasiones, y lo que acabo de repetir en la discusión precedente. Para explicarte el método de que me
he servido en la indagación de las causas, vuelvo desde luego a lo que tantas veces he expuesto; por
ello voy a comenzar tomándolo por fundamento. Digo, pues, que hay algo que es bueno, que es bello,
que es grande por sí mismo. Si me concedes este principio, espero demostrarte por este medio que el
alma es inmortal.
—Te lo concedo —dijo Cebes—, y trabajo te costará llevar a cabo tan pronto tu demostración.
—Ten en cuenta lo que voy a decirte, y mira si estás de acuerdo conmigo. Me parece que si hay
alguna cosa bella, además de lo bello en sí, no puede ser bella sino porque participa de lo que es
bello en sí; y lo mismo digo de todas las demás cosas. ¿Concedes esta causa?
—Sí, la concedo.
—Entonces ya no entiendo ni puedo comprender esas otras causas tan pomposas de que se nos
habla. Y así, si alguno llega a decirme que lo que constituye la belleza de una cosa es la vivacidad de
los colores, o la proporción de sus partes u otras cosas semejantes, abandono todas estas razones que
sólo sirven para turbarme, y respondo, como por instinto y sin artificio, y quizá con demasiada
sencillez, que nada hace bella a la cosa más que la presencia o la comunicación con la belleza
primitiva, cualquiera que sea la manera como esta comunicación se verifique; porque no pasan de
aquí mis convicciones. Yo sólo aseguro que todas las cosas bellas lo son a causa de la presencia en
ellas de lo bello en sí. Mientras me atenga a este principio no creo engañarme; y estoy persuadido de
que puedo responder con toda seguridad que las cosas bellas son bellas a causa de la presencia de lo
bello. ¿No te parece a ti lo mismo?
—Perfectamente.
—En la misma forma, las cosas grandes, ¿no son grandes a causa de la magnitud, y las pequeñas
a causa de la pequeñez?
—Sí.
—Si uno pretendiese que un hombre es más grande que otro, llevándole la cabeza, y que este es
pequeño en la misma proporción, ¿no serías de su opinión? Pero sostendrías que lo que quieres decir
es que todas las cosas que son más grandes que otras, no lo son sino causa de la magnitud; que es la
magnitud misma la que las hace grandes; y en la misma forma, que las cosas pequeñas no son más
pequeñas sino a causa de la pequeñez, siendo la pequeñez la que hace que sean pequeñas. Y me
imagino que, al sostener esta opinión, temerías una objeción embarazosa que te podían hacer. Porque
si dijeses que un hombre es más grande o más pequeño que otro con exceso de la cabeza, te podrían
responder, por lo pronto, que el mismo objeto constituía la magnitud del más grande, y la pequeñez
del más pequeño; y que a la altura de la cabeza, que es pequeña en sí misma, es a lo que el más grande
debería su magnitud; y sería en verdad maravilloso que un hombre fuese grande a causa de una cosa
pequeña. ¿No tendrías este temor?
—Sin duda —replicó Cebes sonriéndose.
—¿No temerías por la misma razón decir que diez son más que ocho porque exceden en dos?
¿No dirías más bien que esto es a causa de la cantidad? Y lo mismo tratándose de dos codos, ¿no
dirías que son más grandes que uno a causa de la magnitud, más bien que a causa del codo más?
Porque aquí hay el mismo motivo para temer la objeción.
—Tienes razón.
—Pero ¿no tendrías dificultad en decir que si se añade uno a uno, la adición es la causa del
múltiple dos, o que si se divide uno en dos, la causa es la división? ¿No afirmarías más bien que no
conoces otra causa de cada fenómeno que su participación en la esencia propia de la clase a que cada
uno pertenezca; y que, por consiguiente, tú no ves que sea otra la causa del múltiple dos que su
participación en la dualidad, de que participa necesariamente todo lo que se hace dos, como todo lo
que se hace uno participa de la unidad? ¿No abandonarías las adiciones, las divisiones y todas las
sutilezas de este género, dejando a los más sabios sentar sobre semejantes bases sus razonamientos,
mientras que tú, retenido, como suele decirse, por miedo a tu sombra o más bien a tu ignorancia, te
atendrías al sólido principio que nosotros hemos establecido? Y si se impugnara este principio, ¿le
dejarías sin defensa antes de haber examinado todas las consecuencias que de él se derivan para ver si
entre ellas hay o no acuerdo? Y si te vieses obligado a dar razón de esto, ¿no lo harías suponiendo
otro principio más elevado hasta que hubieses encontrado algo seguro que te dejara satisfecho? ¿Y
no evitarías embrollarlo todo como ciertos disputadores, y confundir el primer principio con los que
de él se derivan, para llegar a la verdad de las cosas? Es cierto que quizá a estos disputadores les
importa poco la verdad, y que al mezclar de esta suerte todas las cosas mediante su profundo saber, se
contentan con darse gusto a sí mismos; pero tú, si eres verdadero filósofo, harás lo que yo te he
dicho.
—Tienes razón —dijeron al mismo tiempo Simmias y Cebes.
EQUÉCRATES. —¡Por Júpiter! Hicieron bien en decir esto, Fedón; porque me ha parecido que
Sócrates se explicaba con una claridad admirable, aun para los menos entendidos.
FEDÓN. —Así pareció a todos los que se hallaban allí presentes.
EQUÉCRATES. —Y a nosotros, que no estábamos allí, nos parece lo mismo, vista la relación que
nos haces. Pero ¿qué sucedió después?
FEDÓN. —Me parece, si mal no recuerdo, que después de haberle concedido que toda idea existe
en sí, y que las cosas que participan de esta idea toman de ella su denominación, continuó de esta
manera:
—Si este principio es verdadero, cuando dices que Simmias es más grande que Sócrates y más
pequeño que Fedón, ¿no dices que en Simmias se encuentran al mismo tiempo la magnitud y la
pequeñez?
—Sí —dijo Cebes.
—Habrás de convenir en que si tú dices: Simmias es más grande que Sócrates; esta proposición
no es verdadera en sí misma, porque no es cierto que Simmias sea más grande porque es Simmias,
sino que es más grande porque accidentalmente tiene la magnitud. Tampoco es cierto que sea más
grande que Sócrates, porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates participa de la pequeñez en
comparación con la magnitud de Simmias.
—Así es la verdad.
—Simmias, en igual forma, no es más pequeño que Fedón, porque Fedón es Fedón, sino porque
Fedón es grande cuando se le compara con Simmias, que es pequeño.
—Así es.
—Simmias es llamado a la vez grande y pequeño, porque está entre los dos; es más grande que el
uno a causa de la superioridad de su magnitud, y es inferior, a causa de su pequeñez, a la magnitud
del otro. Y echándose a reír al mismo tiempo, dijo:
—Me parece que me he detenido demasiado en estas explicaciones; pero al fin, lo que he dicho es
exacto.
Cebes convino en ello.
—He insistido en esta doctrina, porque deseo atraeros a mi opinión. Y me parece que no sólo la
magnitud no puede nunca ser al mismo tiempo grande y pequeña, sino también que la magnitud, que
está en nosotros, no admite la pequeñez, ni puede ser sobrepujada; porque una de dos cosas: o la
magnitud huye y se retira al aproximarse su contraria, que es la pequeñez; o cesa de existir y perece;
pero si alguna vez ella subsiste y recibe en sí la pequeñez, no podrá por esto ser otra cosa que lo que
ella era. Así, por ejemplo, después de haber recibido en mí la pequeñez, yo quedo el mismo que era
antes, con la sola diferencia de ser además pequeño. La magnitud no puede ser pequeña al mismo
tiempo que es grande; y de igual modo la pequeñez, que está en nosotros, no toma nunca el puesto de
la magnitud; en una palabra, ninguna cosa contraria, en tanto que lo es, puede hacerse o ser su
contraria, sino que cuando la otra llega, o se retira, o perece.
Cebes convino en ello; pero uno de los que estaban presentes, (no recuerdo quién era),
dirigiéndose a Sócrates, le dijo:
—¡Ah, por los dioses!, ¿no has admitido ya lo contrario de lo que dices? Porque, ¿no hemos
convenido en que lo más grande nace de lo más pequeño y lo más pequeño de lo más grande; en una
palabra, que las contrarias nacen siempre de sus contrarias? Y ahora me parece haberte oído que
nunca puede suceder esto.
Sócrates, inclinando un tanto su cabeza hacia adelante, como para oír mejor, le dijo:
—Muy bien; tienes razón al recordarnos los principios que hemos establecido; pero no ves la
diferencia que hay entre lo que hemos sentado antes y lo que decimos ahora. Dijimos que una cosa
nace siempre de su contraria, y ahora decimos que lo contrario no se convierte nunca en lo contrario
a sí mismo, ni en nosotros, ni en la naturaleza. Entonces hablábamos de las cosas que tienen sus
contrarias, cada una de las cuales podíamos designar con su nombre; y aquí hablamos de las esencias
mismas, cuya presencia en las cosas da a estas sus nombres, y de estas últimas es de las que decimos
que no pueden nunca nacer la una de la otra. Y al mismo tiempo, mirando a Cebes, le dijo: la objeción
que se acaba de proponer, ¿ha causado en ti alguna turbación?
—No, Sócrates; no soy tan débil, aunque hay cosas capaces de turbarme.
—Estamos, pues, unánime y absolutamente conformes —replicó Sócrates— en que nunca un
contrario puede convertirse en lo contrario a sí mismo.
—Es cierto —dijo Cebes.
—Vamos a ver si convienes en esto: ¿hay algo que se llama frío y algo que se llama caliente?
—Seguramente.
—¿Como la nieve y el fuego?
—No, ¡por Júpiter!
—¿Lo caliente es entonces diferente del fuego, y lo frío diferente de la nieve?
—Sin dificultad.
—Convendrás, yo creo, en que cuando la nieve ha recibido calor, como decíamos antes, ya no
será lo que era, sino que desde el momento que se la aplique el calor, le cederá el puesto o
desaparecerá enteramente.
—Sin duda.
—Lo mismo sucede con el fuego, tan pronto como le supere el frío; y así se retirará o perecerá,
porque apenas se le haya aplicado el frío, no podrá ser ya lo que era, y no será fuego y frío a la vez.
—Muy bien —dijo Cebes.
—Es, pues, tal la naturaleza de algunas de estas cosas, que no sólo la misma idea conserva
siempre el mismo nombre, sino que este nombre sirve igualmente para otras cosas que no son lo que
ella es en sí misma, pero que tienen su misma forma mientras existen. Algunos ejemplos aclararán lo
que quiero decir. Lo impar debe tener siempre el mismo nombre. ¿No es así?
—Sí, sin duda.
—Ahora bien, dime: ¿es esta la única cosa que tiene este nombre, o hay alguna otra cosa que no
sea lo impar y que, sin embargo, sea preciso designar con este nombre, por ser de tal naturaleza, que
no puede existir sin lo impar? Como, por ejemplo, el número tres y muchos otros; pero fijémonos en
el tres. ¿No te parece que el número tres debe ser llamado siempre con su nombre, y al mismo tiempo
con el nombre de impar, aunque lo impar no es lo mismo que el número tres? Sin embargo, tal es la
naturaleza del tres, del cinco y de la mitad de los números, que aunque cada uno de ellos no sea lo
que es lo impar, es, no obstante, siempre impar. Lo mismo sucede con la otra mitad de los números,
como dos, cuatro; aunque no son lo que es lo par, es cada uno de ellos, sin embargo, siempre par.
¿No estás conforme?
—¿Y cómo no?
—Fíjate en lo que voy a decir. Me parece que no sólo estas contrarias que se excluyen, sino
también todas las demás cosas, que sin ser contrarias entre sí, tienen, sin embargó, siempre sus
contrarias, no pueden dejarse penetrar por la esencia, que es contraria a la que ellas tienen, sino que
tan pronto como esta esencia aparece, ellas se retiran o perecen. El tres, por ejemplo, ¿no perecerá
antes que hacerse en ningún caso número par, permaneciendo tres?
—Seguramente —dijo Cebes.
—Sin embargo —dijo Sócrates—, el dos no es contrario al tres.
—No, sin duda.
—Luego las contrarias no son las únicas cosas que no consienten sus contrarias, sino que hay
todavía otras cosas también incompatibles.
—Es cierto.
—¿Quieres que las determinemos en cuanto nos sea posible?
—Sí.
—¿No serán aquellas, ¡oh Cebes!, que obligan a la cosa en que se encuentran, cualquiera que sea,
no sólo a retener la idea que es en ellas esencial, sino también a rechazar toda otra idea contraria a
ésta?
—¿Qué dices?
—Lo que decíamos antes. Todo aquello en que se encuentra la idea de tres, debe necesariamente,
no sólo permanecer tres, sino permanecer también impar.
—¿Quién lo duda?
—Por consiguiente, es imposible que en una cosa tal como ésta penetre la idea contraria a la que
constituye su esencia.
—Es imposible.
—Ahora bien, lo que constituye su esencia, ¿no es el impar?
—Sí.
—Y la idea contraria a lo impar, ¿no es la idea de lo par?
—Sí.
—Luego la idea de lo par no se encuentra nunca en el tres.
—No, sin duda.
—El tres, por lo tanto, no consiente lo par.
—No lo consiente.
—Porque el tres es impar.
—Seguramente.
—He aquí lo que queríamos sentar como base; que hay ciertas cosas, que, no siendo contrarias a
otras, las excluyen, lo mismo que si fuesen contrarias, como el tres que aunque no es contrario al
número par, no lo consiente, lo desecha; como el dos, que lleva siempre consigo algo contrario al
número impar; como el fuego, el frío y muchas otras. Mira ahora, si admitirías tú la siguiente
definición: no sólo lo contrario no consiente su contrario, sino que todo lo que lleva consigo un
contrario, al comunicarse con otra cosa, no consiente nada que sea contrario al contrario que lleva en
sí.
»Piénsalo bien, porque no se pierde el tiempo en repetirlo muchas veces. El cinco no será nunca
compatible con la idea de par; como el diez, que es dos veces aquel, no lo será nunca con la idea de
impar; y este dos, aunque su contraria no sea la idea de lo impar, no admitirá, sin embargo, la idea de
lo impar, como no consentirán nunca idea de lo entero las tres cuartas partes, la tercera parte, ni las
demás fracciones; si es cosa que me has entendido y estás de acuerdo conmigo en este punto.
»Ahora bien; voy a reasumir mis primeras preguntas: y tú, al responderme, me contestarás, no en
forma idéntica a ellas, sino en forma diferente, según el ejemplo que voy a ponerte; porque además
de la manera de responder que hemos usado, que es segura, hay otra que no lo es menos; puesto que
si me preguntases qué es lo que produce el calor en los cuerpos, yo no te daría la respuesta, segura sí,
pero necia, de que es el calor; sino que, de lo que acabamos de decir, deduciría una respuesta más
acertada, y te diría: es el fuego; y si me preguntas qué es lo que hace que el cuerpo esté enfermo, te
respondería que no es la enfermedad, sino la fiebre. Si me preguntas qué es lo que constituye lo
impar, no te responderé la imparidad, sino la unidad; y así de las demás cosas. Mira si entiendes
suficientemente lo que quiero decirte.
—Te entiendo perfectamente.
—Respóndeme, pues —continuó Sócrates—. ¿Qué es lo que hace que el cuerpo esté vivo?
—Es el alma.
—¿Sucede así constantemente?
—¿Cómo no ha de suceder? —dijo Cebes.
—¿El alma lleva, por consiguiente, consigo la vida a donde quiera que ella va?
—Es cierto.
—¿Hay algo contrario a la vida, o no hay nada?
—Sí, hay alguna cosa.
—¿Qué cosa?
—La muerte.
—El alma, por consiguiente, no consentirá nunca lo que es contrario a lo que lleva siempre
consigo. Esto se deduce rigurosamente de nuestros principios.
—La consecuencia es indeclinable —dijo Cebes.
—Pero ¿cómo llamamos a lo que no consiente nunca la idea de lo par?
—Lo impar.
—¿Cómo llamamos a lo que no consiente nunca la justicia, y a lo que no consiente nunca el
orden?
—La injusticia y el desorden.
—Sea así: y a lo que no consiente nunca la muerte, ¿cómo lo llamamos?
—Lo inmortal.
—El alma, ¿no consiente la muerte?
—No.
—El alma es, por consiguiente, inmortal.
—Inmortal.
—¿Diremos que esto está demostrado, o falta algo a la demostración?
—Está suficientemente demostrado, Sócrates.
—Pero, Cebes, si fuese una necesidad que lo impar fuese imperecible, ¿el tres no lo sería
igualmente?
—¿Quién lo duda?
—Si lo que no tiene calor fuese necesariamente imperecible, siempre que alguno aproximase el
fuego a la nieve, ¿la nieve no subsistiría sana y salva? Porque ella no perecería; y por mucho que se
la expusiese al fuego, no recibiría nunca el calor.
—Muy cierto.
—En la misma forma, si lo que no es susceptible de frío fuese necesariamente imperecible, por
mucho que se echara sobre el fuego algo frío, nunca el fuego se extinguiría, nunca perecería; por el
contrario, quedaría con toda su fuerza.
—Es de necesidad absoluta.
—Precisamente tiene que decirse lo mismo de lo que es inmortal. Si lo que es inmortal no puede
perecer jamás, por mucho que la muerte se aproxime al alma, es absolutamente imposible que el
alma muera; porque, según acabamos de ver, el alma no recibirá nunca en sí la muerte, jamás morirá;
así como el tres, y lo mismo cualquiera otro número impar, no puede nunca ser par; como el fuego
no puede ser nunca frío, ni el calor del fuego convertirse en frío. Alguno me dirá quizá: en que lo
impar no puede convertirse en par por el advenimiento de lo par, estamos conformes; ¿pero qué
obsta para que, si lo impar llega a perecer, lo par ocupe su lugar? A esta objeción yo no podría
responder que lo impar no perece, si lo impar no es imperecible. Pero si le hubiéramos declarado
imperecible, sostendríamos con razón que siempre que se presentase lo par, el tres y lo impar se
retirarían, pero de ninguna manera perecerían; y lo mismo diríamos del fuego, de lo caliente y de
otras cosas semejantes. ¿No es así?
—Seguramente —dijo Cebes.
—Por consiguiente, viniendo a la inmortalidad, que es de lo que tratamos al presente, si
convenimos en que todo lo que es inmortal es imperecible, el alma necesariamente es, no sólo
inmortal, sino absolutamente imperecible. Si no convenimos en esto, es preciso buscar otras pruebas.
—No es necesario —dijo Cebes—; porque, ¿a qué podríamos llamar imperecible, si lo que es
inmortal y eterno estuviese sujeto a perecer?
—No hay nadie —replicó Sócrates— que no convenga en que ni Dios, ni la esencia y la idea de la
vida, ni cosa alguna inmortal pueden perecer.
—¡Por Júpiter! Todos los hombres reconocerán esta verdad —dijo Cebes—; y pienso que mejor
aún convendrán en ello los dioses.
—Si es cierto que todo lo que es inmortal es imperecible, el alma que es inmortal, ¿no está
eximida de perecer?
—Es necesario.
—Así, pues, cuando la muerte sorprende al hombre, lo que hay en él de mortal muere, y lo que
hay de inmortal se retira, sano e incorruptible, cediendo su puesto a la muerte.
—Es evidente.
—Por consiguiente, si hay algo inmortal e imperecible, mi querido Cebes, el alma debe serlo; y
por lo tanto, nuestras almas existirán en otro mundo.
—Nada tengo que oponer a eso, Sócrates —dijo Cebes—; y no puedo menos de rendirme a tus
razones; pero si Simmias o algún otro tienen alguna cosa que objetar, harán muy bien en no callar;
porque ¿qué momento ni qué ocasión mejores pueden encontrar para conversar y para ilustrarse
sobre estas materias?
—Yo —dijo Simmias— nada tengo que oponer a lo que ha manifestado Sócrates, si bien confieso
que la magnitud del objeto y la debilidad natural al hombre me inclinan, a pesar mío, a una especie de
desconfianza.
—No sólo lo que manifiestas, Simmias —dijo Sócrates—, está muy bien dicho, sino que por
seguros que nos parezcan nuestros primeros principios, es preciso volver de nuevo a ellos para
examinarlos con más cuidado. Cuando los hayas comprendido suficientemente, conocerás sin
dificultad la fuerza de mis razones, en cuanto es posible a hombre; y cuando te convenzas, no
buscarás otras pruebas.
—Muy bien —dijo Cebes.
—Amigos míos, una cosa digna de tenerse en cuenta es que si el alma es inmortal, hay necesidad
de cuidarla, no sólo durante la vida, sino también para el tiempo que viene después de la muerte;
porque si bien lo reflexionáis, es muy grave el abandonarla. Si la muerte fuese la disolución de toda
existencia, sería una gran cosa para los malos verse después de su muerte, libres de su cuerpo, de su
alma, y de sus vicios; pero, supuesta la inmortalidad del alma, ella no tiene otro medio de librarse de
sus males, ni puede procurarse la salud de otro modo, que haciéndose muy buena y muy sabia.
Porque al salir de este mundo sólo lleva consigo sus costumbres y sus hábitos, que son, según se
dice, la causa de su felicidad o de su desgracia desde el primer momento de su llegada. Dícese, que
después de la muerte de alguno, el genio, que le ha conducido durante la vida, lleva el alma a cierto
lugar, donde se reúnen todos los muertos para ser juzgados, a fin de que vayan desde allí a los
infiernos con el guía, que es el encargado de conducirles de un punto a otro; y después que han
recibido allí los bienes o los males, a que se han hecho acreedores, y han permanecido en aquella
estancia todo el tiempo que les fue designado, otro conductor los vuelve a la vida presente después de
muchas revoluciones de siglos. Este camino no es lo que Telefo dice en Esquiles: «un camino
sencillo conduce a los infiernos». No es ni único ni sencillo; si lo fuese, no habría necesidad de guía,
porque nadie puede extraviarse cuando el camino es único; tiene, por el contrario, muchas revueltas y
muchas travesías, como lo infiero de lo que se practica en nuestros sacrificios y en nuestras
ceremonias religiosas. El alma, dotada de templanza y sabiduría, sigue a su guía voluntariamente,
porque sabe la suerte que le espera; pero la que está clavada a su cuerpo por sus pasiones, como dije
antes, y permanece largo tiempo ligada a este mundo visible, sólo después de haber resistido y
sufrido mucho, es cuando el genio que la ha sido destinado consigue arrancarla como por fuerza y a
pesar suyo. Cuando llega de esta manera al punto donde se reúnen todas las almas, si es impura, si se
ha manchado en algún asesinato o cualquiera otro crimen atroz, acciones muy propias de su índole,
todas las demás almas huyen de ella, y la tienen horror; no encuentra ni quien la acompañe, ni quien
la guíe; y anda errante y completamente abandonada, hasta que la necesidad la arrastra a la mansión
que merece. Pero la que ha pasado su vida en la templanza y en la pureza, tiene los dioses mismos por
compañeros y por guías, y va a habitar el lugar que le está preparado, porque hay lugares diversos y
maravillosos en la tierra, la cual, según he aprendido de alguien, no es como se figuran los que
acostumbran a describirla.
Entonces Simmias dijo:
—¿Qué dices, Sócrates? He oído contar muchas cosas de esa tierra, pero no las que te han
enseñado a ti. Te escucharé gustoso en adelante.
—Para referirte la historia de esto, mi querido Simmias, no creo haya necesidad del arte de
Glauco.[27] Mas probarte su verdad es más difícil, y no sé si todo el arte de Glauco bastaría al efecto.
Semejante empresa no sólo está quizá por encima de mis fuerzas, sino que aun cuando no lo
estuviese, el poco tiempo, que me queda de vida, no permite que entablemos tan larga discusión.
Todo lo que yo puedo hacer es darte una idea general de esta tierra y de los lugares diferentes que
encierra, tales como yo me los figuro.
—Eso nos bastará —dijo Simmias.
—En primer lugar —continuó Sócrates—, estoy persuadido de que si la tierra está en medio del
cielo y es de forma esférica, no tiene necesidad ni del aire ni de ninguno otro apoyo, para no caer;
sino que el cielo mismo, que la rodea por todas partes, y su propio equilibrio, bastan para que se
sostenga, porque todo lo que está en equilibrio, en medio de una cosa que le oprime igualmente por
todos puntos, no puede inclinarse a ningún lado, y por consiguiente subsiste fija e inmóvil. Ésta es mi
persuasión.
—Con razón —dijo Simmias.
—Por otra parte, estoy convencido de que la tierra es muy grande, y que nosotros sólo habitamos
la parte que se extiende desde el Faso hasta las columnas de Hércules, derramados a orillas de la mar
como hormigas o como ranas alrededor de una laguna. Hay otros pueblos, a mi parecer, que habitan
regiones que nos son desconocidas, porque en la superficie de la tierra se encuentran por todas partes
cavernas de todas formas y dimensiones, llenas siempre de un aire grueso, de espesos vapores y de
aguas que afluyen allí de todas partes. Pero la tierra misma está en lo alto, en ese cielo puro, en que se
encuentran los astros, y al que la mayor parte de los que hablan de esto llaman Éter, del cual es un
mero sedimento lo que afluye a las cavidades que habitamos. Sumidos en estas cavidades creemos,
sin dudarlo, que habitamos lo más elevado de la tierra, que es poco más o menos lo mismo que si
uno, teniendo su habitación en las profundidades del Océano, se imaginase que habitaba por encima
del mar; y viendo al través del agua el sol y los demás astros, tomase el mar por el cielo; y que no
habiendo, a causa de su peso y de su debilidad, subido nunca arriba, ni sacado en toda su vida la
cabeza fuera del agua, ignorase cuánto más puro y hermoso es este lugar que el que él habita, no
habiéndolo visto, ni tampoco encontrado persona que pudiera enseñárselo. He aquí justamente la
situación en que nos hallamos. Confinados en algunas cavidades de la tierra, creemos habitar en lo
alto; tomamos el aire por el cielo, y creemos que es el verdadero cielo, en el que todos los astros
verifican sus revoluciones. La causa de nuestro error es que nuestro peso y nuestra debilidad nos
impiden elevarnos por encima del aire, porque si alguno se fuera a lo alto y pudiese elevarse con
alas, apenas estuviese su cabeza fuera de nuestro espeso aire vería lo que pasa en aquella dichosa
estancia; en la misma forma que los peces, si se elevaran por encima de la superficie de los mares,
verían lo que pasa en el aire, que nosotros respiramos; y si fuese de una naturaleza capaz de larga
meditación, conocería que este era el verdadero cielo, la verdadera luz, la verdadera tierra. Porque
esta tierra que pisamos, estas piedras y todos estos lugares que habitamos, están enteramente roídos y
corrompidos, como lo que está bajo las aguas del mar, roído también por la acritud de las sales. Así
es que en el mar nada nace perfecto, ni tiene ningún valor; no hay allí más que cavernas, arena y
cieno; y si alguna tierra se encuentra, es sólo fango, sin que sea posible comparar nada de lo que allí
existe con lo que aquí vemos. Pero lo que se encuentra en la otra mansión está muy por encima de lo
que vemos en esta; y para claros a conocer la belleza de esta tierra pura, cine está en el centro del
cielo, os referiré, si queréis, una preciosa fábula, que bien merece que la escuchéis.
—La escucharemos con muchísimo placer, Sócrates —dijo Simmias.
—En primer lugar, mi querido Simmias, dícese que mirando esta tierra desde un punto elevado,
parece como una de nuestras pelotas de viento, cubierta con doce bandas de diferentes colores, de las
que no son sino una muestra las que usan los pintores; porque los colores de esta tierra son
infinitamente más brillantes y más puros. Una es de color de púrpura, maravilloso; otra de color de
oro; esta de un blanco más brillante que la nieve y el yeso; y así de todos los demás colores, que son
de una calidad y de una belleza, a que en manera alguna se aproximan los que aquí vemos. Las
cavidades mismas de esta tierra, llenas de agua y aire, muestran cierta variedad y son distintas entre
sí; de manera que el aspecto de la tierra presenta una infinidad de matices maravillosos
admirablemente diversificados. En esta otra tierra tan acabada, todo es de una perfección que guarda
proporción con ella, los árboles, las flores, los frutos; las montañas y las piedras son tan tersas y de
una limpieza y de un brillo tales, que no hay nada que se les parezca. Nuestras esmeraldas, nuestros
jaspes, nuestras ágatas, que tanto estimamos aquí, no son más que pequeños pedacitos de ella. No hay
una sola piedra en esta dichosa tierra que no sea infinitamente más bella que las nuestras; y la causa
de esto es, porque todas estas piedras preciosas son puras, no están roídas ni mordidas como las
nuestras por la acritud de las sales y por la corrupción de los sedimentos que de allí descienden a
nuestra tierra inferior, donde se acumulan e infestan no sólo las piedras y la tierra, sino también las
plantas y los animales. Además de todas estas bellezas, esta dichosa tierra es rica en oro, plata y otros
metales, que, derramados en abundancia por todas partes, despiden por uno y otro lado una brillantez
que encanta la vista; de manera que el aspecto de esta tierra es un espectáculo de bienaventurados.
Está habitada por toda clase de animales y por hombres derramados unos por el campo y otros
alrededor del aire, como estamos nosotros alrededor del mar. Los hay que habitan en islas, que el
aire forma cerca del continente; porque el aire es allí lo que son aquí el agua y el mar para nuestro
uso; y lo que para nosotros es el aire para ellos es el éter. Sus estaciones son tan templadas, que viven
más que nosotros y están siempre libres de enfermedades; y en razón de la vista, el oído, el olfato y
de todos los demás sentidos, y hasta en razón de la inteligencia misma, están tan por encima de
nosotros, como lo están el aire respecto del agua y el éter respecto del aire. Allí tienen bosques
sagrados y templos que habitan verdaderamente los dioses, los cuales dan señales de su presencia por
los oráculos, las profecías, las inspiraciones y por todos los demás signos, que acusan la
comunicación con ellos. Allí ven también el sol y la luna tales como son; y en lo demás su felicidad
guarda proporción con todo esto.
»He aquí lo que es esta tierra con todo lo que la rodea. En torno suyo, en sus cavidades, hay
muchos lugares; unos más profundos y más abiertos que el país que nosotros habitamos; otros más
profundos y menos abiertos; y los hay que tienen menos profundidad y más extensión. Todos estos
lugares están taladrados por bajo en muchos puntos, y comunican entre sí por conductos, al través de
los cuales corren como fuentes una cantidad inmensa de agua, ríos subterráneos inagotables,
manantiales de aguas frías y calientes, ríos de fuego y otros de cieno, unos más líquidos, otros más
cenagosos, como los torrentes de cieno y de fuego que en Sicilia preceden a la lava. Estos sitios se
llenan de una u otra materia, según la dirección que toman las corrientes, a medida que se derraman.
Todos estos surtidores se mueven bajando y subiendo como un balancín suspendido en el interior de
la tierra. He aquí cómo se verifica este movimiento. Entre las aberturas de la tierra hay una que es la
más grande, que la atraviesa por entero. Homero habla de ella cuando dice: muy lejos, en el abismo
más profundo que existe en las entrañas de la tierra.[28] Homero y la mayor parte de los poetas
llaman a este lugar el Tártaro. Allí es donde todos los ríos reúnen sus aguas, y de allí es de donde en
seguida salen. Cada uno de ellos participa de la naturaleza del terreno sobre que corre. Si estos ríos
vuelven a correr en sentido contrario es porque el líquido no encuentra allí fondo, se agita
suspendido en el vacío y hierve de arriba abajo. El aire y el viento, que los rodean, hacen lo mismo;
los siguen cuando suben y cuando bajan, y a la manera que se ve entrar y salir el aire incesantemente
en los animales cuando respiran, en la misma forma el aire que se mezcla con estas aguas entra y sale
con ellas, y produce vientos terribles y furiosos. Cuando estas aguas caen con violencia en el abismo
inferior, de que os he hablado, forman corrientes, que se arrojan, al través de la tierra, en los lechos
de los ríos que encuentran y que llenan como con una bomba. Cuando estas aguas salen de aquí y
vienen a los sitios que nosotros habitamos, los llenan de la misma manera; y derramándose por todas
partes sobre la superficie de la tierra, alimentan nuestros mares, nuestros ríos, nuestros estanques y
nuestras fuentes. En seguida desaparecen, y sumiéndose en la tierra, los unos con grandes rodeos y
los otros no con tantos, desaguan en el Tártaro, donde entran más bajos que habían salido, unos más,
otros menos, pero todos algo. Unos salen y entran de nuevo en el Tártaro por el mismo lado, y otros
por el opuesto a su salida; los hay que corren en círculo, y que después de haber dado vuelta a la
tierra una y muchas veces, como las serpientes que se repliegan sobre sí mismas, bajándose lo más
que pueden, marchan hasta la mitad del abismo, pero sin pasar de aquí, porque la otra mitad es más
alta que su nivel. Estas aguas forman muchas corrientes y muy grandes, pero hay cuatro principales,
la mayor de las cuales es la que corre más exteriormente y en rededor, y que se llama Océano. El que
está enfrente de este es el Aqueronte, que corre en sentido opuesto al través de lugares desiertos, y
que sumiéndose en la tierra, se arroja en la laguna Aquerusia, donde concurren la mayor parte de las
almas de los muertos, que después de haber permanecido allí el tiempo que se les ha señalado, a unas
más, a otras menos, son enviadas otra vez a este mundo para animar nuevos cuerpos. Entre el
Aqueronte y el Océano corre un tercer río, que no lejos de su origen va a precipitarse en un extenso
lugar lleno de fuego, y allí forma un lago más grande que nuestro mar, donde hierve el agua
mezclada con el cieno; y saliendo de aquí negra y cenagosa, recorre la tierra y desemboca a la
extremidad de la laguna Aquerusia sin mezclarse con sus aguas, y después de haber dado muchas
vueltas bajo la tierra, se arroja en la parte más baja del Tártaro. Este río se llama Puriflegetón, del
que se ven salir arroyos de llamas por muchas hendiduras de la tierra. A la parte opuesta el cuarto río
cae primeramente en un lugar horrible y salvaje, que es, según se dice, de un color azulado. Se llama
este lugar Estigio, y laguna Estigia la que forma el río al caer. Después de haber tomado en las aguas
de esta laguna virtudes horribles, se sume en la tierra, donde da muchas vueltas y dirigiendo su curso
frente por frente del Puriflegeton, le encuentra al fin en la laguna Aquerusia por la extremidad
opuesta. Este río no mezcla sus aguas con las de los otros; pero después de haber dado su vuelta por
la tierra, se arroja como los demás en el Tártaro por el punto opuesto al Puriflegeton. A este cuarto
río llaman los poetas Cocito.
»Dispuestas así todas las cosas por la naturaleza, cuando los muertos llegan al lugar a que les ha
conducido su guía, se les somete a un juicio, para saber si su vida en este mundo ha sido santa y justa
o no. Los que no han sido ni enteramente criminales ni absolutamente inocentes, son enviados al
Aqueronte, y desde allí son conducidos en barcas a la laguna Aquerusia, donde habitan sufriendo
castigos proporcionados a sus faltas, hasta que, libres de ellos, reciben la recompensa debida a sus
buenas acciones. Los que se consideran incurables a causa de lo grande de sus faltas y que han
cometido muchos y numerosos sacrilegios, asesinatos inicuos y contra ley u otros crímenes
semejantes, el fatal destino, haciendo justicia, los precipita en el Tártaro, de donde no saldrán jamás.
Pero los que sólo han cometido faltas que pueden expiarse, aunque sean muy grandes, como haber
cometido violencias contra su padre o su madre, o haber quitado la vida a alguno en el furor de la
cólera, aunque hayan hecho por ello penitencia durante toda su vida, son sin remedio precipitados
también en el Tártaro; pero, trascurrido un año, las olas los arrojan y echan los homicidas al Cocito,
y los parricidas al Puriflegetón, que los arrastra hasta la laguna Aquerusia. Allí dan grandes gritos, y
llaman a los que fueron asesinados y a todos aquellos contra quienes cometieron violencias, y los
conjuran para que les dejen pasar la laguna, y ruegan se les reciba allí. Si los ofendidos ceden y se
compadecen, aquellos pasan y se ven libres de todos los males; y si no ceden, son de nuevo
precipitados en el Tártaro, que los vuelve a arrojar a los otros ríos hasta que hayan conseguido el
perdón de los ofendidos, porque tal ha sido la sentencia dictada por los jueces. Pero los que han
justificado haber pasado su vida en la santidad, dejan estos lugares terrestres como una prisión y son
recibidos en lo alto, en esa tierra pura, donde habitan. Y lo mismo sucede con los que han sido
purificados por la filosofía, los cuales viven por toda la eternidad sin cuerpo, y son recibidos en
estancias aún más admirables. No es fácil que os haga una descripción de esta felicidad, ni el poco
tiempo que me resta me lo permite. Pero lo que acabo de deciros basta, mi querido Simmias, para
haceros ver que debemos trabajar toda nuestra vida en adquirir la virtud y la sabiduría, porque el
precio es magnífico y la esperanza grande.
»Sostener que todas estas cosas son como yo las he descrito, ningún hombre de buen sentido
puede hacerlo; pero lo que he dicho del estado de las almas y de sus estancias, es como os lo he
anunciado o de una manera parecida; creo que, en el supuesto de ser el alma inmortal, puede
asegurarse sin inconveniente; y la cosa bien merece correr el riesgo de creer en ella. Es un azar
precioso a que debemos entregarnos, y con el que debe uno encantarse a sí mismo. He aquí por qué
me he detenido tanto en mi discurso. Todo hombre, que durante su vida ha renunciado a los placeres
y a los bienes del cuerpo y los ha mirado como extraños y maléficos, que sólo se ha entregado a los
placeres que da la ciencia, y ha puesto en su alma, no adornos extraños, sino adornos que le son
propios, como la templanza, la justicia, la fortaleza, la libertad, la verdad; semejante hombre debe
esperar tranquilamente la hora de su partida para los infiernos, estando siempre dispuesto para este
viaje cuando quiera que el destino le llame. Respecto a vosotros, Simmias y Cebes y los demás aquí
presentes, haréis este viaje cuando os llegue vuestro turno. Con respecto a mí, la suerte me llama hoy,
como diría un poeta trágico; y ya es tiempo de que me vaya al baño, porque me parece que es mejor
no beber el veneno hasta después de haberme bañado, y ahorraré así a las mujeres el trabajo de lavar
mi cadáver.
Cuando Sócrates hubo acabado de hablar, Critón, tomando la palabra, le dijo:
—Bueno, Sócrates; pero ¿no tienes nada que recomendarnos ni a mí ni a estos otros sobre tus
hijos o sobre cualquier otro negocio en que podamos prestarte algún servicio?
—Nada más, Critón, que lo que os he recomendado siempre, que es el tener cuidado de vosotros
mismos, y así haréis un servicio a mí, a mi familia y a vosotros mismos, aunque no me prometierais
nada en este momento; mientras que si os abandonáis, si no queréis seguir el camino de que
acabarnos de hablar, todas las promesas, todas las protestas que pudieseis hacerme hoy, todo esto de
nada serviría.
—Haremos los mayores esfuerzos —respondió Critón— para conducirnos de esa manera; pero
¿cómo te enterraremos?
—Como gustéis —dijo Sócrates—; si es cosa que podéis cogerme y si no escapo a vuestras
manos.
Y sonriéndose y mirándonos al mismo tiempo, dijo:
—No puedo convencer a Critón de que yo soy el Sócrates que conversa con vosotros y que
arregla todas las partes de su discurso; se imagina siempre que soy el que va a ver morir luego, y en
este concepto me pregunta cómo me ha de enterrar. Y todo ese largo discurso que acabo de dirigiros
para probaros que desde que haya bebido la cicuta no permaneceré ya con vosotros, sino que os
abandonaré e iré a gozar de la felicidad de los bienaventurados; todo esto me parece que lo he dicho
en vano para Critón, como si sólo hubiera hablado para consolaros y para mi consuelo. Os suplico
que seáis mis fiadores cerca de Critón, pero de contrario modo a como él lo fue de mi cerca de los
jueces, porque allí respondió por mí de que no me fugaría. Y ahora quiero que vosotros respondáis,
os lo suplico, de que en el momento que muera, me iré; a fin de que el pobre Critón soporte con más
tranquilidad mi muerte, y que al ver quemar mi cuerpo o darle tierra no se desespere, como si yo
sufriese grandes males, y no diga en mis funerales: que expone a Sócrates, que lleva a Sócrates, que
entierra a Sócrates; porque es preciso que sepas, mi querido Critón, le dijo, que hablar
impropiamente no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino causar un mal a las almas. Es
preciso tener más valor, y decir que es mi cuerpo el que tú entierras; y entiérrale como te acomode, y
de la manera que creas ser más conforme con las leyes.
Al concluir estas palabras se levantó y pasó a una habitación inmediata para bañarse. Critón le
siguió, y Sócrates nos suplicó que le aguardásemos. Le aguardamos, pues, rodando mientras tanto
nuestra conversación ya sobre lo que nos había dicho, haciendo sobre ello reflexiones, ya sobre la
triste situación en que íbamos a quedar, considerándonos como hijos que iban a verse privados de su
padre, y condenados a pasar el resto de nuestros días en completa orfandad.
Después que salió del baño le llevaron allí sus hijos; porque tenía tres, dos muy jóvenes y otro
que era ya bastante grande, y con ellos entraron las mujeres de su familia. Habló con todos un rato en
presencia de Critón, y les dio sus órdenes; en seguida hizo que se retirasen las mujeres y los niños, y
vino a donde nosotros estábamos. Ya se aproximaba la puesta del sol, porque había permanecido
largo rato en el cuarto del baño. En cuanto entró se sentó en su cama, sin tener tiempo para decirnos
nada, porque el servidor de los Once entró casi en aquel momento y aproximándose a él, dijo:
—Sócrates, no tengo que dirigirte la misma reprensión que a los demás que han estado en tu caso.
Desde que vengo a advertirles, por orden de los magistrados, que es preciso beber el veneno, se
alborotan contra mí y me maldicen; pero respecto a ti, desde que estás aquí, siempre me has parecido
el más firme, el más dulce y el mejor de cuantos han entrado en esta prisión; y estoy bien seguro de
que en este momento no estás enfadado conmigo, y que sólo lo estarás con los que son la causa de tu
desgracia, y a quienes tú conoces bien. Ahora, Sócrates, sabes lo que vengo a anunciarte; recibe mi
saludo, y trata de soportar con resignación lo que es inevitable. Dicho esto, volvió la espalda, y se
retiró derramando lágrimas. Sócrates, mirándole, le dijo: y también yo te saludo, amigo mío, y haré
lo que me dices. Ved, nos dijo al mismo tiempo, qué honradez la de este hombre; durante el tiempo
que he permanecido aquí me ha venido a ver muchas veces; se conducía como el mejor de los
hombres; y en este momento, ¡qué de veras me llora! Pero, adelante, Critón; obedezcámosle de buena
voluntad, y que me traiga el veneno si está machacado; y si no lo está, que él mismo lo machaque.
—Pienso, Sócrates —dijo Critón—, que el sol alumbra todavía las montañas, y que no se ha
puesto; y me consta, que otros muchos no han bebido el veneno sino mucho después de haber
recibido la orden; que han comido y bebido a su gusto y aun algunos gozado de los placeres del
amor; así que no debes apurarte, porque aún tienes tiempo.
—Los que hacen lo que tú dices, Critón —respondió Sócrates—, tienen sus razones; creen que
eso más ganan, pero yo las tengo también para no hacerlo, porque la única cosa que creo ganar,
bebiendo la cicuta un poco más tarde, es hacerme ridículo a mis propios ojos, manifestándome tan
ansioso de vida, que intente ahorrar la muerte, cuando esta es absolutamente inevitable.[29] Así, pues,
mi querido Critón, haced lo que os he dicho, y no me atormentes más.
Entonces Critón hizo una seña al esclavo que tenía allí cerca. El esclavo salió, y poco después
volvió con el que debía suministrar el veneno, que llevaba ya disuelto en una copa. Sócrates viéndole
entrar, le dijo:
—Muy bien, amigo mío; es preciso que me digas lo que tengo que hacer; porque tú eres el que
debes enseñármelo.
—Nada más —le dijo este hombre— que ponerte a pasear después de haber bebido la cicuta, hasta
que sientas que se debilitan tus piernas, y entonces te acuestas en tu cama.
Al mismo tiempo le alargó la copa. Sócrates la tomó, Equécrates, con la mayor tranquilidad, sin
ninguna emoción, sin mudar de color ni de semblante; y mirando a este hombre con ojo firme y
seguro, como acostumbraba, le dijo: ¿es permitido hacer una libación con un poco de este brebaje?
—Sócrates —le respondió este hombre—, sólo disolvemos lo que precisamente se ha de beber.
—Ya lo entiendo —dijo Sócrates—; pero por lo menos es permitido y muy justo dirigir
oraciones a los dioses, para que bendigan nuestro viaje, y que le hagan dichoso; esto es lo que les
pido, y ¡ojalá escuchen mis votos! Después de haber dicho esto, llevó la copa a los labios, y bebió
con una tranquilidad y una dulzura maravillosas.
Hasta entonces nosotros tuvimos fuerza para contener las lágrimas, pero al verle beber y después
que hubo bebido, ya no fuimos dueños de nosotros mismos. Yo sé decir, que mis lágrimas corrieron
en abundancia, y a pesar de todos mis esfuerzos no tuve más remedio que cubrirme con mi capa para
llorar con libertad por mí mismo, porque no era la desgracia de Sócrates la que yo lloraba, sino la
mía propia pensando en el amigo que iba a perder. Critón, antes que yo, no pudiendo contener sus
lágrimas, había salido; y Apolodoro, que ya antes no había cesado de llorar, prorrumpió en gritos y
en sollozos, que partían el alma de cuantos estaban presentes, menos la de Sócrates.
—¿Qué hacéis —dijo—, amigos míos? ¿No fue el temor de estas debilidades inconvenientes lo
que motivó el haber alejado de aquí las mujeres? ¿Por qué he oído decir siempre que es preciso
morir oyendo buenas palabras? Manteneos, pues, tranquilos, y dad pruebas de más firmeza.
Estas palabras nos llenaron de confusión, y retuvimos nuestras lágrimas.
Sócrates, que estaba paseándose, dijo que sentía desfallecer sus piernas, y se acostó de espalda,
como el hombre le había ordenado. Al mismo tiempo este mismo hombre, que le había dado el
veneno, se aproximó, y después de haberle examinado un momento los pies y las piernas, le apretó
con fuerza un pie, y le preguntó si lo sentía, y Sócrates respondió que no. Le estrechó en seguida las
piernas y, llevando sus manos más arriba, nos hizo ver que el cuerpo se helaba y se endurecía, y
tocándole él mismo, nos dijo que en el momento que el frío llegase al corazón, Sócrates dejaría de
existir. Ya el bajo vientre estaba helado, y entonces descubriéndose, porque estaba cubierto, dijo, y
estas fueron sus últimas palabras:
—Critón, debemos un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda.[30]
—Así lo haré —respondió Critón—; pero mira si tienes aún alguna advertencia que hacernos.
No respondió nada, y de allí a poco hizo un movimiento. El hombre aquel entonces lo descubrió
por entero y vimos que tenía su mirada fija. Critón, viendo esto, le cerró la boca y los ojos.
—He aquí, Equécrates, cuál fue el fin de nuestro amigo, del hombre, podemos decirlo, que ha
sido el mejor de cuantos hemos conocido en nuestro tiempo; y por otra parte, el más sabio, el más
justo de todos los hombres.
GORGIAS
Argumento del Gorgias[1]
por Patricio de Azcárate

Igual al Fedón por la fuerza y elevación moral de las ideas, por el vigor de la dialéctica y por la
feliz aplicación de la mitología, el Gorgias es inferior a aquel en cuanto al interés dramático.
Sócrates también desempeña aquí el primer papel, pero en una situación enteramente distinta. En
cuanto a sus adversarios, Gorgias de Leoncio, Pólux de Agrigento y Calicles de Atenas, están lejos
de inspirar la misma simpatía que los fieles discípulos de Sócrates en el Fedón. No debe esperarse,
por consiguiente, una composición tan animada y tan viva como la de aquel dialogo; aunque no por
eso deja de ser el Gorgias una de las obras mas preciosas de Platón.
Su asunto no anuncia desde luego toda su importancia filosófica; es la Retórica. Pero Platón,
según su costumbre, agranda y eleva el objeto, y con motivo del examen que hace de lo que es
realmente la Retórica y de lo que debe de ser, se ve conducido a consideraciones superiores sobre lo
justo y lo injusto, lo bello y lo feo, considerados en sí mismos; después sobre el castigo y la
impunidad; y por último sobre el bien, no solo el que importa en los discursos del orador, sino el
relativo a la vida. De estas alturas a que le lleva la indagación de los principios que presiden al arte de
persuadir, sabe descender sin esfuerzo para hacer la aplicación de estas verdades generales a todos
los estados y a todas las acciones de la vida. Y después de haber establecido, en nombre de la razón,
su doctrina moral, invoca el apoyo de las tradiciones de los pueblos, trasmitidas de siglo en siglo,
bajo la forma de un mito, todo con un sentido no menos profundo que el del Fedón. Tal es el plan
general; y he aquí el desarrollo de la discusión.
Sócrates y Querefón encuentran delante de su casa a Calicles, que tenía de huéspedes a Gorgias y
a Pólux, y que les ofrecía presentarlos a estos dos extranjeros; y efectivamente en su casa tiene lugar
la conversación. Las primeras palabras que se cruzan entre Pólux y Querefón y el exordio
declamatorio de Pólux forman el preámbulo de la discusión, que no se empeña realmente hasta el
momento en que Sócrates sabe directamente de Gorgias lo que es y lo que enseña. Gorgias es
retórico y enseña la Retórica. ¿Cuál es el objeto de la Retórica? Los discursos ¿Toda especie de
discursos, como los que pueden hacer, a propósito de su arte el médico o el maestro de gimnasia?
No, sino todos los discursos, que sin estar mezclados con ningún hecho determinado, tienen por
único fin el persuadir. La persuasión es, por lo tanto, el objeto de la Retórica. Pero ¿cabe aún
preguntar qué especie de persuasión? Porque todas las ciencias intentan persuadir. La persuasión que
procura la Retórica, se refiere a lo justo y a lo injusto. Eso no es todavía bastante; es preciso saber
aún, si el orador se dirige a gentes instruidas, cuya persuasión ha de estar fundada en la ciencia, o a
ignorantes, cuya persuasión descanse solo en la creencia, y si debe instruir al persuadir o solamente
persuadir; porque si no se propone instruir a nadie, él mismo no tiene necesidad de ser instruido.
Pero si no es instruido, no podra consultársele sobre la justicia o injusticia de una causa; y entonces
¿de qué sirve la Retórica?
Gorgias no se rinde a este primer ataque. Sostiene, que la Retórica es por excelencia el arte de
persuadir, en el sentido de que proporciona los medios de hacer prevalecer su opinión en todas las
cosas, en pro o en contra de todos. Puede usarse de ella bien o mal; pero si el orador hace un mal
uso, no es a la Retórica y sí a él a quien es preciso culpar. Vana sutileza que no le libra de las
objeciones de Sócrates. En efecto; es preciso elegir. O la Retórica, extraña a la ciencia y a la verdad,
se limita a hacer creer a la multitud ignorante, que toda cosa es verdadera o falsa, justa o injusta, bella
o fea según la necesidad del momento, y en este caso es un arte pérfido e inmoral; o la Retórica se
inspira en la verdad, la propaga y persuade con ella. He aquí el punto decisivo.
Supongamos al orador instruido. Conociendo la justicia y la verdad, él mismo es justo, incapaz
de hacer nada contra su carácter, es decir, de inculcar nunca la injusticia, la falsedad, la fealdad, y
ejerce un arte profundamente moral, del que es imposible hacer mal uso. Ésta es la Retórica según
Sócrates, pero no según Gorgias y Pólux; es lo que debe ser, pero no lo que es realmente. Porque tal
como los retóricos la practican, no es un arte; es una rutina, sin otro objeto que proporcionar un
entretenimiento y un placer. Semejante Retórica es una de esas practicas degradadas, que aconseja la
adulación, y que se han deslizado entre las artes verdaderas ocupando su lugar. Hay en efecto
ciencias, que tienen por objeta la educación y el perfeccionamiento del alma y del cuerpo; la política
y la legislación en el orden moral; la medicina y la gimnasia en el orden físico. Éstas son artes
saludables, que la adulación, que acaricia todos los vicios de la naturaleza humana, ha sustituido con
remedos funestos para la salud del alma y del cuerpo, con la cocina a la medicina, con el tocador a la
gimnasia, con la sofística a la legislación, y a la política, en fin, la Retórica. Es preciso, por lo tanto,
tomarla como es, es decir, como una rutina, porque no descansando en ningún conocimiento de la
naturaleza de las cosas de que se trata, no puede dar razón de nada, y no tiene otro fin que el placer. El
orador que la ejerce, no es sino un adulador miserable, que solo merece el desprecio.
Más atrevido que Gorgias, cuya circunspección retrocedió delante de la tesis explícita del interés
personal, Pólux declara que la fuerza de la Retórica consiste en el poder que da al orador de hacer lo
que quiere. ¿Pero qué significa hacer lo que se quiere? Al parecer es querer lo que es ventajoso,
porque no hay nadie que no prefiera su provecho a todo lo demás. Mas es preciso convenir en que,
para un hombre desprovisto del sentido de discernir el bien del mal, no es un gran poder el de hacer
aquello que le es ventajoso. Es, por lo tanto, necesario que el orador esté dotado ante todo de buen
sentido, y aun admitido esto, no esta probado que haga aquello que quiere. Por lo menos no es esto lo
que sucede habitualmente. El orador, semejante en esto a todos los hombres, haciendo aquello que
hace de ordinario, no hace lo que quiere, puesto que no quiere lo que hace, sino aquello en vista de lo
que hace lo que hace. Es como un enfermo que toma una bebida amarga, no porque quiera tomarla,
sino porque quiere recobrar la salud. La salud, es decir, en general su bien; he aquí lo que cada uno
quiere verdaderamente. Luego si el orador quiere su bien, al hacer lo que hace todos los días, hace
aquello que quiere; sino, no. Y en este caso no hay semejante poder. Por ejemplo: ¿se dirá que el
orador hace lo que quiere, cuando hace desterrar o morir arbitrariamente a un ciudadano? No,
porque hace lo que es mas contrario a su bien, es decir, una injusticia. Luego no es poderoso, ni
tampoco mas feliz que Arquelao, usurpador del trono de Macedonia, ni mas que el mismo gran rey
de Persia, aunque pase porque hace todo lo que quiere; porque en el mundo solo es dichoso el
hombre que vive sin remordimientos, el hombre de bien. Quizá no es esta la opinión de la
muchedumbre ignorante, pero es la del hombre de buen sentido. Y no basta decir que el hombre
injusto no es dichoso; es preciso penetrarse también de esta verdad: que hay un hombre mas
desgraciado aún, que es el que comete la injusticia impunemente. No hay mayor desgracia para un
culpable, cualquiera que él sea, que escapar al castigo; ni hay para él un beneficio mas grande que
sufrir la pena que ha merecido.
Sócrates insiste con energía en esta idea: que es mas malo y mas feo cometer una injusticia que
ser víctima de ella; e insiste en nombre de la identidad de naturaleza del Mal y de lo Feo, de lo Bello
y del Bien. ¿Qué es lo que hace que una cosa sea bella? O el placer o la utilidad, o el placer y la
utilidad a la par. ¿Y de dónde procede la fealdad de una cosa? Del dolor o del mal, o del dolor y del
mal a la vez. Por consiguiente, una cosa es mas bella que otra en cuanto procura o mas placer o mas
bien, o mas bien y mas placer; una cosa es mas fea que otra, a causa del mayor dolor o del mayor
mal, o del mayor dolor y del mayor mal a la vez. Apliquemos estas premisas a la injusticia cometida
y a la injusticia recibida. Es evidente que es menos doloroso cometerla que sufrirla. Por consiguiente,
no es ni solo a causa del dolor, ni a causa del mal y del dolor juntos, por lo que la injusticia cometida
sobrepuja a la injusticia recibida. Resta, pues, que esto se verifique a causa del mal. Pero puesto que
en principio el mal es inseparable de lo feo, necesariamente es más feo cometer que sufrir la
injusticia, en tanto aquello es un mal mayor.
¿Y cual es la consecuencia a que venimos a parar? Que a causa del amor al bien y del horror al
mal, natural en todos los hombres, no hay uno solo, a no estar privado de buen sentido, que no
prefiera sufrir la injusticia a ser injusto. Esta conclusión, preciosa en sí misma, se hace mas aún por
el apoyo que da a la siguiente: «el mayor mal de los males es no ser castigado cuando se ha merecido
serlo». Sócrates se complace en sentar, sobre las pruebas mas solidas, este esfuerzo supremo de su
dialéctica. Es evidente, en efecto, que sufrir la pena y ser justamente castigado son una misma cosa.
Lo que es justo en sí es bello; lo que es bello es bueno y útil. La utilidad del castigo proviene de su
justicia. ¿Pero qué utilidad? La misma que en otro sentido el hierro y el fuego procuran a un
enfermo, cuando se ha puesto en manos del cirujano y ha recobrado la salud. Pero la ventaja que nace
del castigo esta por encima de ésta, y es tan superior como lo es el alma respecto del cuerpo; consiste
en librarse de una enfermedad moral, de la mayor de las enfermedades: de la injusticia. ¿Es posible
desconocer que es un bien infinito recobrar la salud del alma, si se ha perdido? Y entonces, ¿cómo se
niega que la impunidad hace del hombre injusto el mas desgraciado de los hombres, puesto que le
obliga a sufrir el peor de los males, y sin remedio?
Mediante un retroceso repentino, pero muy lógico, al principal objeto de la conversación,
Sócrates señala aquí a la Retórica su verdadero objeto, de acuerdo con los principios que ha puesto
en evidencia. Debe ser el arte de acusarse a sí mismo y de acusar igualmente a sus parientes, a sus
amigos; el arte saludable de traer sobre su cabeza y sobre todos aquellos que ama el soberano
remedio de las enfermedades del alma, el justo castigo. El mayor mal que puede hacer al que ejerce,
la mas cruel venganza que pueda poner en su poder contra sus enemigos es el convertirse en arte de
disimular la injusticia, de sustraer un culpable a la pena y de forzarle a vivir presa de un mal que
devora su alma. El silencio de Gorgias y de Pólux es la mejor confesión de que nada hay que
responder a esta refutación de la Retórica, desprovista del principio moral, o lo que es lo mismo,
sometida al interés, tal como ellos la habían presentado. Pero Platón no ha querido dejar en la sombra
argumentos de otra naturaleza contra la Retórica fundada en la justicia; argumentos débiles, pero que
no habrían dejado de tener apariencia de razón, si no hubieran sido directamente refutados. Éstos son
los que pone en boca de Calicles.
Calicles responde que Sócrates acaba de exponer en verdad la opinión de los filósofos, pero no la
de los políticos. Trata ligera y desdeñosamente a la filosofía, estudio muy bueno para formar el
espíritu de los jóvenes, pero perfectamente inaplicable por lo demás a la sociedad. En política es
preciso resolverse a estar en contradicción con ella y por tanto consigo mismo, si se piensa como
ella; porque una cosa es la teoría, y otra la practica. Si en lugar del punto de vista de la ley en que
Sócrates se ha colocado, mira la cuestión desde el punto de vista de la naturaleza, se llega a
conclusiones diametralmente opuestas. Es un hecho reconocido, por ejemplo, que los hombres tienen
por mas deshonroso recibir una injusticia que cometerla; porque en aquel caso se ve uno tratado
como esclavo y humillado delante del que es mas fuerte que él. Los débiles, incapaces de defenderse
solos, han inventado las leyes y las han puesto sobre la naturaleza. Pero ¿quién es el que se deja
engañar por estas leyes? A pesar de la filosofía y a pesar de la legislación, en toda sociedad el mas
fuerte es el que desempeña el mejor papel. Se descubre en estos razonamientos la eterna pretensión de
aquellos, para quienes los principios no son nada, la experiencia todo, y que se llaman positivos. Su
tesis esta de intento presentada aquí en toda su crudeza.
¿Qué responde Sócrates? Precisa, por lo pronto, el sentido de la frase el mas fuerte: que quiere
decir el mas poderoso y el mejor, según Calicles. Pero en la sociedad el mas fuerte es el mayor
número, porque es el mas poderoso; y el mayor número es el pueblo, que es el que hace las leyes, y
si hace leyes contra la injusticia, es porque cree que es un mal mayor cometerla que sufrirla. De
suerte que la ley esta en perfecto acuerdo con la naturaleza sobre este punto, y la tesis del positivismo
queda refutada.
Calicles vuelve sobre sí para dar a la expresión «más fuerte» el sentido de «mejor» solamente. El
mejor es el que debe mandar a los demás, porque es el mas sabio, y en este concepto el mas a
propósito de todos. ¿Pero en que es el mas a propósito de todos? ¿Es por razón de alimentos, de
bebidas, de vestidos? No, no es por eso. Es preciso que Calicles dé a su pensamiento un nuevo grado
de precisión, y manifieste claramente lo que entiende por el mas sabio: y dice que es el que tiene
mayor habilidad y mas valor para alcanzar el poder; mas claro aún, es el hombre absolutamente
dueño de realizar sus deseos, de saciar sus pasiones sin trabas ni miramientos. He aquí el héroe de la
Retórica positiva, el mas fuerte, el mejor, el mas sabio, el mas hábil, el mas valiente, el mas dichoso
de todos los hombres. Todo lo que no es conforme con este ideal del poder oratorio, no es mas que
una necedad ridícula y una convención contraria a la naturaleza.
Pero las objeciones se suceden con increíble profusión en boca de Sócrates. Si la felicidad
consiste en satisfacer los deseos, cuanto mas deseos tenga uno, tanto mas dichoso sera; de donde se
sigue que el mayor grado de felicidad sera el ser toda la vida presa del hambre, de la sed y de vivos y
extremos comezones, con tal que pueda uno perpetuamente comer, beber y rascarse; consecuencia
ridícula, pero lógica. En segundo lugar, la teoría no tiende nada menos que a identificar el placer con
el bien; y nada mas falso. El signo de la identidad entre dos cosas es su coexistencia en un mismo
objeto, como el signo de su diferencia esencial es la necesidad de existir en alguna parte la una sin la
otra ¿No es cierto que un placer no existe, sino a condición de que la necesidad que satisface continúe
subsistiendo, como la sed respecto del placer de apagarla? ¿Y la necesidad no es el dolor? Se sigue
de aquí, que el dolor y el placer existen al mismo tiempo, ya en el cuerpo, ya en el alma. Pero si el
placer es el bien, el dolor es el mal; de suerte que es preciso admitir que el bien y el mal pueden
encontrarse juntos en un mismo sujeto, mientras que en realidad lo contrario es lo verdadero, puesto
que el mal y el bien se excluyen esencialmente el uno al otro.
En fin, la pretendida identidad del placer y del bien destruye toda diferencia moral entre los
hombres. Puesto que todos son llamados a gozar en la misma medida de los mismos placeres y de los
mismos dolores, también son todos por el mismo título igualmente buenos e igualmente malos; o
mas bien, los mas sensuales, los mas entregados a toda clase de placeres, son solo por esto mejores
que los hombres moderados y que los sabios.
Y no se crea eludir esta consecuencia detestable, haciendo, como Calicles, una distinción entre los
placeres. Por lo pronto es una concesión improcedente, y ademas es un arma contra la misma teoría;
porque si lo que se quiere decir es que hay placeres útiles, que conviene disfrutar, y otros dañosos, de
los que conviene huir, se destruiría la identidad del placer y del bien. El que esto dijera vendría a
conceder, a pesar suyo, que no es el placer el que es preciso buscar con la mira del bien, sino el bien
con la mira del placer. Pero esta indagación exige reflexión, habilidad, todo un arte, en una palabra,
que tiene el bien por fin. Siendo esto así, todas las artes que no tienen por fin mas que el placer; el
arte del tocador de flauta, el del tocador de lira, el arte mismo del poeta, que compone ditirambos,
tragedias o comedias, tan pronto como se proponen mas bien entretener que instruir, son mas
dañosos que útiles. A este género pertenece la Retórica, cuando solo se propone halagar el oído o la
opinión. Esto es lo que hace que el número de los aduladores sea tan grande, y tan raro el de los
verdaderos oradores. Puede decirse sin temor que Temístocles, Milcíades, Pericles mismo, no son
dignos de este nombre, puesto que, lejos de instruir al pueblo, le han dejado, según su propia
confesión, mas indócil y mas corrompido que lo habían encontrado.
Calicles, en vista de esta vigorosa argumentación, guardo a su vez silencio; y entonces, dueño ya
Sócrates del terreno, se completa con lo que él solo dice el resto del dialogo. Concluyo con fuerza
contra su último adversario, haciéndole ver que lejos de depender la felicidad del hombre de la libre
satisfacción de sus pasiones, es la moderación el único resorte para conseguirla. La intemperancia
arroja en su alma el desorden y el desarreglo, mientras que la templanza establece el orden y la regla,
y con ellos la paz interior. El hombre moderado, esclavo voluntario de su deber para con los dioses y
para con sus semejantes, se guarda de todo exceso; es justo, es sabio, es valiente, y, por lo mismo,
dichoso. He aquí el modelo del orador, el cual no es verdaderamente grande sino a causa del bien que
puede hacer al pueblo, aconsejándole la justicia. La justicia es la regla de toda su vida privada y
pública; porque lo que un hombre de tales condiciones teme más, no es el verse acusado, condenado,
conducido a la muerte, sino el cometer una injusticia. Su único cuidado consiste en poner su alma al
abrigo de toda falta hasta el momento en que se sentirá dispuesto a comparecer ante los jueces que le
esperan.
En apoyo de estos principios, que no son contradichos, Sócrates apela a mayor abundamiento a la
tradición popular, sobre el repartimiento que se hizo del universo entre los hijos de Saturno, Júpiter,
Neptuno y Plutón, y del establecimiento en los infiernos de los tres jueces supremos Minos, Eaco y
Radamanto. Estos están encargados de decidir sin apelación del destino de las almas del justo y del
malo, según hayan vivido; purra fabula, si se quiere, como dice Sócrates, pero fabula que debe
creerse mientras no se encuentre otra cosa mejor. Pero los que no tienen nada de fabuloso son los
principios, que la tradición representa y que proceden de la razón, este guía que el sabio sigue con
preferencia a cualquiera otro.
Gorgias o de la retórica
CALICLES — SÓCRATES — QUEREFÓN — GORGIAS — PÓLUX

CALICLES. —Dícese comúnmente, Sócrates, que a la guerra y al combate es donde es preciso


llegar así, tarde.
SÓCRATES. —¿Es que, como suele decirse, hemos llegado después de la fiesta, y por tanto
demasiado tarde?
CALICLES. —Sí, y después de una magnífica fiesta. Porque Gorgias, hace apenas un momento,
estaba diciéndonos muchas y muy bellas cosas.
SÓCRATES. —Querefón ha sido la causa de nuestro retraso, Calicles, obligándonos a detenernos
en la plaza.
QUEREFÓN. —No hay nada perdido, Sócrates; porque en todo caso yo lo remediaré. Gorgias es
mi amigo, y si quieres, repetirá ahora mismo lo que haya dicho; y si lo prefieres, quedará aplazado
para otra vez.
CALICLES. — ¡Pero qué! Querefón, ¿desea Sócrates oír a Gorgias?
QUEREFÓN. —Precisamente hemos venido a eso.
CALICLES. —Pero cuando quiera que queráis venir a mi casa, en la que Gorgias se hospeda, él
os expondrá su doctrina.
SÓCRATES. —Gracias, Calicles; pero ¿Gorgias estará de humor para conversar con nosotros?
Querría saber de él cuál es la virtud del arte que profesa, lo que promete y lo que enseña. Por lo
demás, podrá hacer, como dices, la exposición de su doctrina en otra ocasión.
CALICLES. —Nada más fácil que interrogarle a él mismo, Sócrates; porque precisamente es este
uno de los puntos que acaba de tratar delante de nosotros. Decía hace poco a los que se hallaban
presentes, que podían preguntarle sobre la materia que quisieran, porque estaba dispuesto a
satisfacerles sobre cualquier punto.
SÓCRATES. —Vaya una cosa magnífica. Querefón, interrógale.
QUEREFÓN. —¿Qué le preguntaré?
SÓCRATES. —Lo que él es.
QUEREFÓN. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Por ejemplo, si su oficio consistiera en hacer zapatos, te respondería que es
zapatero; ¿comprendes mi pensamiento?
QUEREFÓN. —Le comprendo y voy a interrogarle. Dime, ¿es cierto según dice Calicles, que
estás dispuesto a responder a cuantas cuestiones te propongan?
GORGIAS. —Sí, Querefón; así lo manifesté hace un momento; y ahora añado que desde hace
muchos años, nadie me ha presentado cuestión alguna que fuese nueva para mí.
QUEREFÓN. —En ese caso tendrás mucha facilidad en responder a todo, Gorgias.
GORGIAS. —No tienes más, Querefón, que hacer la prueba por ti mismo.
PÓLUX. —Seguramente. Pero si lo crees conveniente, Querefón, haz el ensayo en mí, porque
Gorgias me parece que está fatigado, como que acaba de discurrir sobre machas cosas.
QUEREFÓN. —¡Pero qué! Pólux: ¿te lisonjeas de responder mejor que Gorgias?
PÓLUX. — ¿Qué importa, con tal que te responda bastante bien?
QUEREFÓN. —Nada importa. Responde, pues, ya que así lo quieres.
PÓLUX. —Interroga.
QUEREFÓN. —Es lo que voy a hacer. Si Gorgias fuese hábil en el mismo arte que su hermano
Heródico, ¿qué nombre le dañamos y con razón? El mismo que a Herodico; ¿no es así?
PÓLUX. —Sin duda.
QUEREFÓN. —Tendríamos motivo para llamarle médico.
PÓLUX. —Sí.
QUEREFÓN. —Y si fuese versado en el mismo arte que Aristofón, hijo de Aglaofón, o que su
hermano,[1] ¿con qué nombre debería llamársele?
PÓLUX. —Con el nombre de pintor, evidentemente.
QUEREFÓN. —Puesto que es hábil en un cierto arte, ¿qué nombre corresponde darle?
PÓLUX. —Entre los hombres, Querefón, hay muchas artes, cuyo descubrimiento se debe a la
experiencia; porque la experiencia hace que nuestra vida marche según las reglas del arte, y la
inexperiencia que marche al azar. Los unos están versados en un arte, los otros en otro, cada cual a su
manera; las mejores artes son el patrimonio de los mejores artistas. Gorgias es de este número, y el
arte que él posee es el más precioso de todos.
SÓCRATES. —Me parece, Gorgias, que Pólux está habituado a discurrir, pero no cumple la
palabra que dio a Querefón.
GORGIAS. —¿Porqué, Sócrates?
SÓCRATES. —Porque no responde, a mi parecer, a lo que se le pregunta.
GORGIAS. —Si te parece mejor, pregúntale tú mismo.
SÓCRATES. —No; pero si quisieras responder, te preguntaría a ti con más gusto, tanto más
cuanto que por lo que Pólux acaba de decir, me parece evidente que se ha aplicado más a lo, que se
llama la Retórica que al arte de conversar.
PÓLUX. —¿Por qué razón, Sócrates?
SÓCRATES. —Por la razón, Pólux, de que habiéndote preguntado Querefón en qué arte es hábil
Gorgias, haces el elogio de su arte, como si alguno lo despreciara, y no dices qué arte es.
PÓLUX. —¿No he respondido que era el más bello de todos los artes?
SÓCRATES. —Convengo en ello; pero nadie te interroga sobre la cualidad del arte de Gorgias;
sólo se te pregunta qué arte es, y con qué nombre debe llamarse a Gorgias. Querefón te ha puesto en
camino por medio de ejemplos, y al principio respondiste bien y en pocas palabras. Di nos, en igual
forma, qué arte profesa Gorgias y qué nombre conviene darle. O más bien, Gorgias, dinos tú mismo
con qué nombre hemos de llamarte y qué arte profesas.
GORGIAS. —La Retórica, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Luego es preciso llamarte retórico?
GORGIAS. —Y buen retórico, Sócrates, si quieres llamarme lo que me glorío de ser, sirviéndome
de la expresión de Homero.[2]
SÓCRATES. —Consiento en ello.
GORGIAS. —Pues bien, llámame de ese modo.
SÓCRATES. —¿Diremos que eres capaz de enseñar este arte a los demás?
GORGIAS. —Precisamente esa es mi profesión, no sólo aquí, sino en todas partes.
SÓCRATES. —¿Preferirías, Gorgias, continuar, ya interrogando, ya respondiendo, como
estamos haciendo ahora, y dejar para otra ocasión los discursos largos, tales como el que Pólux
había ya comenzado? Por favor, mantente en tu promesa y limítate a responder brevemente a cada
pregunta.
GORGIAS. —Sócrates, hay respuestas que exigen precisamente alguna extensión. Procuraré, sin
embargo, que sean lo más lacónicas que sea posible; porque una de las cosas de que yo me jacto es de
que no hay nadie que me gane a decir las cosas en menos palabras.
SÓCRATES. —Eso es lo que aquí conviene, Gorgias. Muestra hoy tu precisión, y otro día nos
darás pruebas de tu afluencia.
GORGIAS. —Te daré gusto; y convendrás en que nunca has oído a ninguno, que se explique con
más laconismo que yo.
SÓCRATES. —Puesto que te alabas de ser hábil en la Retórica, y que te consideras capaz de
enseñar este arte a otro, díme cuál es su objeto; que lo tendrá, a manera que el arte del tejedor tiene
por objeto las telas. ¿No es así?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Y la música, la composición de los cantos.
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¡Por Juno! Me admiran tus respuestas; no es posible darlas más lacónicas.
GORGIAS. —Me creo, Sócrates, hábil en este género.
SÓCRATES. —Con razón lo dices. Respóndeme, te lo suplico, del mismo modo respecto de la
Retórica, y dime cuál es su objeto.
GORGIAS. —Los discursos.
SÓCRATES. —¿Qué discursos, Gorgias? ¿Los que tienen por oficio explicar a los enfermos el
régimen que deben observar para restablecerse?
GORGIAS. —No.
SÓCRATES. —La Retórica, ¿no tiene por objeto toda especie de discursos?
GORGIAS. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Sin embargo, ella enseña a hablar.
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Pero la Retórica, ¿no enseña igualmente a pensar sobre los mismos objetos, sobre
que enseña a hablar?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Pero la medicina, que acabamos de poner por ejemplo, ¿no nos pone en estado de
pensar y hablar acerca de los enfermos?
GORGIAS. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Según eso la medicina, al parecer, tiene también por objeto los discursos.
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Los que conciernen a las enfermedades?
GORGIAS. —Seguramente.
SÓCRATES. —La gimnasia, ¿no tiene igualmente por objeto los discursos, relativos a la buena o
mala disposición del cuerpo?
GORGIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Y lo mismo sucede, Gorgias, con las demás artes; cada una de ellas tiene por
objeto los discursos relativos al objeto sobre que versan.
GORGIAS. —Parece que sí.
SÓCRATES. —¿Por qué no llamas Retórica a las demás artes, que tienen también por objeto los
discursos, puesto que das este nombre a un arte, cuyo asunto son los discursos?
GORGIAS. —Porque todas las demás artes, Sócrates, sólo se ocupan de obras mecánicas, obras
de mano y otras producciones semejantes; mientras que la Retórica no produce ninguna obra manual,
sino que todo su efecto, toda su virtud, está en los discursos. He aquí por qué digo, que el objeto de la
Retórica son los discursos; y sostengo que, al decir esto, digo verdad.
SÓCRATES. —Creo comprender lo que quieres designar por este arte; pero lo veré más claro
luego. Respóndeme: hay artes; ¿no es así?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Entre las artes hay unas que consisten, a mi parecer, principalmente en la acción y
necesitan pocos discursos; algunas, ninguno; como que pueden ejercerse en el silencio, como la
pintura, la escultura y otras muchas. Tales son, a mi parecer, las artes, que según dices, no tienen
ninguna relación con la Retórica.
GORGIAS. —Adivinas perfectamente mi pensamiento, Sócrates.
SÓCRATES. —Hay, por el contrario, otras artes, que ejecutan todo lo que es de su competencia
por medio del discurso, y no tienen, por otra parte, ninguna o casi ninguna necesidad de la acción.
Tales son la aritmética, el arte de calcular, la geometría, el juego de dados y otras muchas, algunas de
las cuales requieren tanto, y la mayor parte más, la palabra que la acción, como que toda su fuerza y
el efecto que causa descansa en los discursos. Me parece que, según tú, entre éstas se encuentra la
Retórica.
GORGIAS. —Es la verdad.
SÓCRATES. —Creo, sin embargo, que no es tu intención dar el nombre de Retórica a ninguna de
estas artes; a no ser que como dijiste antes en palabras terminantes que la Retórica es un arte, cuya
virtud descansa por entero en el discurso, alguno quiera, jugando con las palabras, sacar esta
conclusión: Gorgias, das el nombre de Retórica a la aritmética. Pero no creo que des este nombre ni a
la aritmética, ni a la geometría.
GORGIAS. —No te engañas, Sócrates, e interpretas mi pensamiento como debe hacerse.
SÓCRATES. —Adelante, termina tu respuesta a mi pregunta. Puesto que la Retórica es una de las
artes que se sirven mucho del discurso, y que otras muchas están en el mismo caso, trata de decirme
bajo qué punto de vista consiste todo el valor de la Retórica en el discurso. Si alguno me preguntase,
con respecto a una de las artes que acabo de nombrar: Sócrates, ¿qué es la numeración?, yo le
respondería, como tú hiciste ha poco, que es una de las artes cuyo valor todo consiste en el discurso.
Si me preguntase de nuevo: ¿con relación a qué?, yo le diría que es con relación al conocimiento del
par y del impar, para saber cuántas unidades hay en el uno y en el otro. En igual forma, si me
preguntase: ¿qué entiendes por el arte de calcular?, le diría que es igualmente una de las artes cuya
fuerza consiste por entero en el discurso. Y si continuase preguntando: ¿con relación a qué?, yo le
respondería, como hacen los que recogen los votos en las asambleas del pueblo, que el arte de
calcular es común en todo lo demás con la numeración, puesto que tiene el mismo objeto, a saber, el
par y el impar; pero con la diferencia de que el arte de calcular considera la relación que tienen el par
y el impar entre sí, respecto de la cantidad. Si se me interrogase también sobre la astronomía, y
después de haber respondido igualmente que es un arte que lleva a cabo mediante el discurso todo lo
que es de su competencia, se me preguntase: Sócrates, ¿a qué se refieren los discursos de la
astronomía? Diría que se refieren al movimiento de los astros, del sol y de la luna, y que explican en
qué proporción están la velocidad de sus respectivos movimientos.
GORGIAS. —Responderías muy bien, Sócrates.
SÓCRATES. —Respóndeme tú lo mismo, Gorgias. La Retórica es una de estas artes que llevan a
cabo todo su cometido mediante el discurso, ¿no es así?
GORGIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Dime, pues, ¿cuál es el objeto a que se refieren estos discursos de que hace uso la
Retórica?
GORGIAS. —Tiene por asunto los más grandes de todos los negocios humanos, Sócrates, y los
más importantes.
SÓCRATES. —Lo que dices, Gorgias, es una cosa controvertida y sobre la que no hay aún nada
decidido; porque yo creo que habrás oído en los banquetes la canción en la que, haciendo los
convidados una enumeración de los bienes de la vida, dicen que el primero es la salud, el segundo la
belleza, y el tercero la riqueza adquirida sin injusticia, como dice el autor de la canción.[3]
GORGIAS. —Lo he oído, pero ¿á qué fin dices esto?
SÓCRATES. —Lo digo, porque los productores de estos bienes cantados por el poeta, a saber: el
médico, el maestro de gimnasia y el propietario se pondrán en el momento a hacer lo que tú, y el
médico será el primero que me dirá: Sócrates, Gorgias te engaña. Su arte no tiene por objeto el
mayor de los bienes del hombre; eso toca al mío. Si yo repusiese: tú, que hablas de esa manera,
¿quién eres? Soy médico, me respondería. Y qué, ¿pretendes que sea el mayor de los bienes el que
produce tu arte? ¿Puede negarse eso, Sócrates, me dirá quizá, puesto que produce la salud?
¿Hay para los hombres un bien preferible a la salud? Despues de este saldría el maestro de
gimnasia y me diría: Sócrates, me sorprendería mucho que Gorgias fuese capaz de presentarte algún
bien, producto de su arte, que fuese mayor y más importante que el que resulta del mío. Y tú, amigo
mío, le replicaría yo, ¿quién eres?, ¿cuál es tu profesión? Soy maestro de gimnasia, respondería; y
mi profesión consiste en hacer el cuerpo humano bello y robusto. El propietario vendría después del
maestro de gimnasia, y, despreciando todas las otras profesiones, me figuro que me diría: juzga tú
mismo, Sócrates, si Gorgias ni otro alguno puede producir un bien más grande que la riqueza. Pero
qué, le diríamos, ¿eres tú productor de la riqueza? Sin duda; respondería él. ¿Quién eres? Soy
propietario. Y qué, le diríamos, ¿es que miras la riqueza como el más grande de todos los bienes?
Seguramente, diría él. Sin embargo, replicaría yo: Gorgias, que está aquí presente, pretende que su
arte produce un bien mucho más grande que el tuyo. Es claro que al oír esto, preguntaría: ¿cuál es ese
bien más grande?, que Gorgias se explique. Imagínate, Gorgias, que esta misma pregunta te hacen
ellos y te hago yo, y dime en qué consiste lo que consideras como el más grande bien para el
hombre, y que te jactas de poder producir.
GORGIAS. —Es, en efecto, el más grande de todos los bienes, porque es al que deben los
hombres su libertad; y al que se debe en el estado social la autoridad que se ejerce sobre los demás
ciudadanos.
SÓCRATES. —Pero, repito, ¿cuál es ese bien?
GORGIAS. —Es, en mi opinión, el de poder persuadir mediante sus discursos a los jueces en los
tribunales, a los senadores en el Senado, y al pueblo en las Asambleas; en una palabra, convencer a
todos los que componen cualquiera clase de reunión política. Ahora, un talento de esta especie pondrá
a tus plantas al médico y al maestro de gimnasia; y se verá que el propietario se ha enriquecido no
debiéndolo a sí, sino a un tercero, a ti, que posees el arte de hablar y ganar las voluntades de la
multitud.
SÓCRATES. —En fin, Gorgias, me parece que me has demostrado, en cuanto es posible, lo que tú
crees que es la Retórica; y si he comprendido bien, dices que es la obrera de la persuasión, que tal es
el objeto de todas sus operaciones, y, en suma, que esta es su aspiración. ¿Podrías probarme que el
poder de la Retórica se extiende a más que a crear esa persuasión en el ánimo de los oyentes?
GORGIAS. —De ninguna manera, Sócrates; y a mi parecer, la has definido bien, porque a eso
verdaderamente se reduce.
SÓCRATES. —Escúchame, Gorgias. Si hay alguno, que al conversar con otro desee vivamente
comprender bien aquello de que se habla, vive seguro de que yo me precio de ser uno de ellos, y creo
que lo mismo te sucederá a ti.
GORGIAS. —¿A qué viene eso, Sócrates?
SÓCRATES. —Y lo siguiente. Debes saber que no concibo en manera alguna de qué naturaleza es
la persuasión que atribuyes a la Retórica, ni relativamente a qué tiene lugar esta persuasión. No es
porque no sospeche a lo que quieres referirte; pero no por eso dejaré de preguntarte cuál es la
persuasión que crea la Retórica, y sobre qué. Si yo te interrogo en lugar de comunicarte mis
conjeturas, no es por ti, sino a causa de nuestra conversación, y para que marche de manera que
conozcamos con claridad el asunto de que estamos tratando. Mira ahora si tengo motivos fundados
para interrogarte. Si te preguntase a qué clase de pintores pertenece Zeuxis, y me respondieses que
pinta animales, ¿no tendría razón para preguntarte qué animales pinta y sobre qué los pinta?
GORGIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y esto, porque hay otros pintores que pintan también animales.
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Mientras que si Zeuxis fuese el único que los pintara, entonces hubieras
respondido bien.
GORGIAS. —Seguramente.
SÓCRATES. —Con relación a la Retórica, dime: ¿te parece que sólo ella persuade y que no hay
otras artes que hacen lo mismo? He aquí lo que yo pienso. Cualquiera que enseña, sea lo que sea,
¿persuade o no persuade en aquello mismo que enseña?
GORGIAS. —Persuade sin duda, Sócrates.
SÓCRATES. —Recordando las mismas artes de que hemos hecho mención, la aritmética y el
aritmético, ¿no nos enseñan lo relativo a los números?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y al mismo tiempo nos persuaden?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —La aritmética, por lo tanto, produce igualmente la persuasión.
GORGIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —Si se nos preguntase qué persuasión y sobre qué, diríamos: la que enseña la
cantidad del número, ya sea par, ya impar. Aplicando la misma respuesta a las otras artes, de que
hablamos, nos será fácil demostrar que producen la persuasión, y también marcar su especie y su
objeto; ¿no es así?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Luego la Retórica no es el único arte cuyo objeto es la persuasión.
GORGIAS. —Dices la verdad.
SÓCRATES. —Por consiguiente, puesto que no es la única que produce la persuasión, y que otras
artes hacen lo mismo, estamos en nuestro derecho al preguntar, como hacíamos respecto del pintor,
qué persuasión es el objeto del arte de la Retórica, y a qué se refiere esta persuasión. ¿No te parece
que esta pregunta está muy en su lugar?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Responde, pues, Gorgias; puesto que piensas lo mismo.
GORGIAS. —Hablo, Sócrates, de la persuasión que se procura en los tribunales y las demás
asambleas públicas, como dije antes, y que versa sobre las cosas justas e injustas.
SÓCRATES. —Sospechaba que, en efecto, tenías en cuenta esta persuasión y estos objetos,
Gorgias; pero no be querido decir nada, para que no puedas sorprenderte, si en el curso de la
discusión yo te interrogo acerca de cosas que parecen evidentes. No es por ti, ya lo be dicho, por lo
que obro de esta manera, sino a causa de la discusión, para que marche como es debido, y a fin de
que no contraigamos el hábito de prevenir y adivinar por meras conjeturas nuestros recíprocos
pensamientos; así acaba, como gustes, tu razonamiento, según los principios que tú mismo hayas
sentado.
GORGIAS. —Nada, Sócrates, a mi parecer, más sensato que tal conducta.
SÓCRATES. —Vamos adelante, y examinemos lo siguiente. ¿Admites lo que se llama saber?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y lo que se llama creer?
GORGIAS. —Lo admito.
SÓCRATES. —¿Te parece que saber y creer, la ciencia y la creencia, son una misma cosa o dos
cosas diferentes?
GORGIAS. —Pienso, Sócrates, que son dos cosas diferentes.
SÓCRATES. —Piensas bien, y de ello te daré una prueba. Si se te dijese: Gorgias, hay una
creencia falsa y una creencia verdadera; sin dudar convendrías en ello.
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Pero hay también una ciencia falsa y una ciencia verdadera?
GORGIAS. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Luego es evidente que saber y creer no son la misma cosa.
GORGIAS. —Es cierto.
SÓCRATES. —Sin embargo, los que saben están persuadidos lo mismo que los que creen.
GORGIAS. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿Quieres, por consiguiente, que admitamos dos clases de persuasión: una que
produce la creencia sin la ciencia, y otra que produce la ciencia?
GORGIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —De estas dos persuasiones, ¿cuál es la que la Retórica produce en los tribunales y
en las demás asambleas, a propósito de lo justo y de lo injusto? ¿Aquella de la que nace la creencia
sin la ciencia, o la que engendra la ciencia?
GORGIAS. —Es evidente, Sócrates, que es aquella de que nace la creencia.
SÓCRATES. —La Retórica, al parecer, es la autora de la persuasión, que hace creer, y no de la
que hace saber, respecto de lo justo y de lo injusto.
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el orador no se propone instruir a los tribunales y a las demás
asambleas acerca de lo justo y de lo injusto, sino únicamente atraerlos a la creencia. Bien que
tampoco podría en tan poco tiempo instruir a tantas personas a la vez y sobre objetos de tanta
gravedad.
GORGIAS. —No, sin duda.
SÓCRATES. —Sentado esto, veamos, te lo suplico, lo que debemos pensar de la Retórica. Yo no
puedo aún formar una idea cabal de lo que acabas de decir. Cuando un pueblo se reúne para elegir
médicos, constructores de buques, o cualquiera otra especie de operarios, ¿no es cierto que el orador,
en este caso, ningún consejo tiene que dar, puesto que evidentemente en todas estas elecciones hay que
acudir a los más hábiles? Ni cuando se trata de la construcción de muros, de puertos, o de arsenales,
porque se consultará a los arquitectos; ni cuando se delibere sobre la elección de un general, sobre el
orden en que deberá irse al encuentro del enemigo, o los puntos de que deberán apoderarse, porque
en todos estos casos serán los militares los que darán su dictamen, y no serán los oradores los
consultados. ¿Qué piensas de esto, Gorgias? Puesto que tú te llamas orador y capaz de formar otros
oradores, a ninguno mejor que a ti podemos dirigirnos, para conocer a fondo tu arte. Piensa además
que yo trabajo aquí por tus intereses. Quizá entre los presentes hay algunos que desean ser tus
discípulos, como lo sé de muchos, que tienen este deseo y que no se atreven a interrogarte. Está, por
consiguiente, persuadido de que cuando yo interrogo, es como si ellos mismos te preguntasen:
Gorgias, ¿qué nos sucedería si tomamos tus lecciones? ¿Sobre qué asuntos nos pondríamos en estado
de dar consejos a nuestros conciudadanos? ¿Será sólo sobre lo justo y lo injusto, o también sobre los
objetos, de que Sócrates acaba de hablarnos? Procura responderles.
GORGIAS. —Voy, en efecto, Sócrates a intentar desarrollar por entero toda la virtud de la
Retórica, ya que tú me has puesto en camino. Sabes, sin duda, que los arsenales de los atenienses, lo
mismo que sus murallas y sus puertos, han sido construidos siguiendo en parte los consejos de
Temístocles, en parte los de Pericles, y no los de los operarios.
SÓCRATES. —Sé, Gorgias, que así se dice de Temístocles. Respecto a Pericles, yo mismo lo he
oído, cuando aconsejó a los atenienses levantar las murallas que separan a Atenas del Pireo.
GORGIAS. —Ya ves, Sócrates, que cuando se trata de tomar una resolución sobre las cosas, que
antes decías, los consejeros son los oradores y su dictamen es el que triunfa.
SÓCRATES. —Pues eso es precisamente lo que me sorprende, Gorgias, y lo que motiva mi
terquedad en preguntarte sobre la virtud de la Retórica. Me parece que es maravillosamente grande, si
se la examina bajo este punto de vista.
GORGIAS. —Y no lo sabes todo; porque si lo supieras, verías que la Retórica abraza, por decirlo
así, la virtud de todas las demás artes. Voy a darte una prueba patente de ello. He entrado muchas
veces con mi hermano y otros médicos en casa de los enfermos, que no querían tomar una bebida o
sufrir alguna operación dolorosa mediante la aplicación del fuego o del hierro; y al paso que el
médico no podía convencerle, entraba yo, y sin otro auxilio que la Retórica, lo conseguía. A esto
añade, que si un orador y un médico se presentan en una ciudad, y se trata de disputar a viva voz,
delante del pueblo reunido o de cualquiera otra asamblea, sobre la preferencia entre el orador y el
médico, nadie se fijará en éste; y el hombre que tiene el talento de la palabra merecerá la preferencia,
si aspira a ella. En igual forma, en competencia con otro hombre de cualquiera otra profesión, el
orador alcanzará la preferencia, porque no hay materia sobre la que no hable en presencia de la
multitud de una manera más persuasiva que cualquiera otro artista, sea el que sea. Por consiguiente, la
virtud de la Retórica es tal y tan grande, como acabo de decir. Sin embargo, es preciso, Sócrates, usar
de la Retórica del mismo modo que de las demás profesiones, puesto que, no porque uno haya
aprendido la esgrima, el pugilato, la pelea con armas verdaderas, de manera que puedan vencer
igualmente los amigos que los enemigos, se ha de servir de estos medios contra todo el mundo, y
menos golpear, ni herir, ni dar muerte a sus amigos. Pero tampoco porque uno después de haber
frecuentado los gimnasios, adquiriendo robustez y haciéndose buen luchador, haya maltratado a su
padre y a su madre o a alguno de sus parientes o amigos, puede esto dar motivo para aborrecer y
arrojar de las ciudades a los maestros de gimnasia y de esgrima. Si estos han enseñado a sus
discípulos tales ejercicios, ha sido sólo para que hicieran buen uso de ellos contra los enemigos y
contra los hombres malos; para la defensa y no para el ataque. Y si estos discípulos, por el contrario,
abusan de su fuerza y de su maña contra la intención de sus maestros, no se infiere de esto que los
maestros sean malos, ni que lo sea el arte que profesan, ni que recaiga sobre ellos la falta, puesto que
debe pesar por completo sobre los que han abusado. El mismo juicio debe formarse de la Retórica. El
orador se halla en verdad dispuesto a hablar contra todos y sobre todos, de manera que ninguno está
en mejor posición para persuadir en un instante a la multitud sobre el objeto que quiera. Pero no es
una razón para que usurpe su reputación a los médicos, ni a los demás profesores, por más que esté
en posición de poderlo hacer. Por el contrario, debe usar de la Retórica, como se usa de las demás
profesiones, según las reglas de la justicia. Y si alguno instruido en el arte oratorio, abusa de esta
facultad y de este arte, para cometer una acción injusta, no creo que por esto haya derecho para
aborrecer y desterrar de las ciudades al maestro, de quien recibió las lecciones; porque no puso en
sus manos este arte sino para servirse de él en la defensa de causas justas, y no para hacer un uso
enteramente opuesto. Por consiguiente, ese discípulo, que abusa así del arte, es a quien la equidad
dicta que se le aborrezca, que se le arroje de la ciudad, que se le haga morir, y no al maestro.
SÓCRATES. —Pienso, Gorgias, que tú has asistido como yo a muchas disputas, y que has
observado una cosa; y es que, cualquiera que sea la materia de la conversación, encuentran gran
dificultad en fijar unos y otros sus ideas y en terminarla, consiguiendo instruirse o haber instruido a
los demás. Pero cuando se suscita entre ellos alguna controversia, y el uno pretende que su
adversario habla con poca exactitud y claridad, se incomodan y se imaginan que se les contradice por
pura frivolidad; que se disputa por sólo disputar, y no con intención de aclarar el punto que se
discute. Algunos concluyen por lanzar las más groseras injurias, y se separan después de haber dicho
y oído las personalidades más odiosas, hasta el punto de que los que los oyen se arrepienten de haber
presenciado semejantes altercados. ¿Con qué objeto digo yo esto? Es porque me parece que tú no
eres en este momento consecuente, ni hablas teniendo en cuenta lo que dijiste antes tocante a la
Retórica. Y así, te repito, temo que vayas a pensar que no es mi intención aclarar el punto que se
discute, sino disputar contra ti. Por lo tanto, si tienes mis condiciones de carácter, te interrogaré con
gusto; si no, no continuaré. ¿Pero cuál es mi carácter? Soy de aquellos que gustan que se les refute,
cuando no dicen la verdad; que gustan también en refutar a los demás, cuando los demás se separan
de lo verdadero; y que tienen, por consiguiente, igual complacencia en verse refutados que en refutar.
Tengo, en efecto, por un bien mucho mayor el ser refutado, porque verdaderamente es más ventajoso
verse uno mismo libre del mayor de los males, que librar a otro de él; porque no conozco en el
hombre un mal mayor que el de tener ideas falsas sobre la materia que tratamos. Si dices que estás
dispuesto con la forma que yo lo estoy, continuaremos la conversación; pero si crees que debe
quedar en este estado, consiento en ello y la pondremos término.
GORGIAS. —Me jacto, Sócrates, de ser de aquellos, cuyo retrato acabas de hacer; sin embargo,
es preciso no perder de vista a los que nos escuchan. Mucho antes que tú vinieras les había explicado
yo muchas cosas, y si volvemos a tomar el hilo de la conversación, quizá nos lleve muy lejos. Y así
conviene pensar en los que están presentes, para no retener a alguno que tenga otros negocios que
hacer.
QUEREFÓN. —Ya oís, Gorgias y Sócrates, las demostraciones que hacen los que están presentes,
para indicar que su deseo es oiros, si continuáis hablando. En cuanto a mí, no permitan los dioses que
tenga negocios tan importantes y exigentes, que me obliguen a abandonar una discusión tan
interesante y tan bien dirigida, por ir a evacuar algún negocio de imprescindible necesidad.
CALICLES. —Por todos los dioses, Querefón, tienes razón. He asistido a muchas discusiones,
pero ninguna me ha causado tanto placer como esta. Os agradecería, pues, de veras que continuaseis
la polémica todo el día.
SÓCRATES. —Si Gorgias consiente en ello, no encontrarás en mí ningún obstáculo, Calicles.
GORGIAS. —Sería ya vergonzoso para mí, Sócrates, no prestarme a lo mismo; sobre todo,
después que he empeñado mi palabra de responder a cuanto se me pregunte. Toma, pues, el hilo de la
conversación, si tanto place a nuestro auditorio, y proponme lo que creas conveniente.
SÓCRATES. —Escucha, Gorgias, lo que me llama la atención en tu discurso. Quizá has dicho la
verdad, y yo te habré comprendido mal. ¿Dices que te consideras capaz de instruir y formar un
hombre en el arte oratorio, si toma tus lecciones?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Es decir, a lo que me parece, que le harás capaz de hablar sobre cualquier negocio
de una manera plausible delante de la multitud, no para enseñarla, sino para persuadirla.
GORGIAS. —Justamente.
SÓCRATES. —Como consecuencia has añadido que, tocante a la salud del cuerpo, se creerá al
orador más que al médico.
GORGIAS. —Lo he dicho, es cierto; con tal que se trate de la multitud.
SÓCRATES. —Por la multitud entiendes sin duda los ignorantes; porque no parece que el orador
tendrá ventaja sobre el médico delante de personas instruidas.
GORGIAS. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Luego si el orador es más a propósito para persuadir que el médico, ¿no es más a
propósito para persuadir que el que sabe?
GORGIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Aunque él mismo no sea médico; ¿no es así?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Pero el que no es médico, ¿no es ignorante en las cosas respecto de las que el
médico es sabio?
GORGIAS. —Es evidente.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el ignorante será más propio para persuadir que el sabio,
tratándose de ignorantes, si es cierto que el orador es más propio para persuadir que el médico. ¿No
es esto lo que se deduce, o resulta otra cosa?
GORGIAS. —Sí, en el presente caso eso es lo que se deduce.
SÓCRATES. —Esta ventaja del orador y de la Retórica, ¿no es la misma con relación a las demás
artes? Quiero decir, que no es necesario que la Retórica instruya sobre la naturaleza de las cosas; y
que basta que invente cualquier medio de persuasión, de manera que parezca a los ojos de los
ignorantes más sabia que los que poseen estas artes.
GORGIAS. —¿No es una cosa muy cómoda, Sócrates, no tener necesidad de aprender otro arte
que éste, para no ceder en nada a los demás profesores?
SÓCRATES. —Si cede o no cede, en su cualidad de orador, a los demás profesores, lo
examinaremos luego, en caso que así lo exija el curso de la discusión. Pero antes veamos si con
relación a lo justo y a lo injusto, a lo honesto y a lo inhonesto, a lo bueno y a lo malo, el orador se
encuentra en el mismo caso que con relación a lo que es saludable al cuerpo y a los objetos de las
otras artes, de manera que ignore lo que es bueno o malo, honesto o inhonesto, justo o injusto, y que
sobre estos objetos sólo haya imaginado algún expediente, para persuadir y aparecer ante los
ignorantes mejor instruido en esta materia que los sabios, aunque él mismo sea un ignorante. Veamos
si es necesario, que el que quiera aprender la Retórica sepa todo esto y se haga en ello hábil antes de
tomar tus lecciones; o si caso de que no tenga ningún conocimiento de ello, tú, que eres maestro de
Retórica, no se lo enseñarás, porque no es de tu competencia, pero harás de manera que, no
sabiéndolo tú, parezca que tu discípulo lo sabe, y pase por hombre de bien sin serlo; o si no podrás
absolutamente enseñarle la Retórica, a menos que no haya aprendido con anterioridad estas materias.
¿Qué piensas de esto, Gorgias? En nombre de Júpiter, desenvuélvenos, como has prometido hace un
momento, todo el valor de la Retórica.
GORGIAS. —Pienso, Sócrates, que aun cuando tal discípulo no sepa nada de todo eso, lo
aprendería al lado mío.
SÓCRATES. —Alto, te lo suplico. Tú respondes muy bien. Mas para que puedas convertir alguno
en orador, es de toda necesidad que conozca lo que es justo o injusto, ya lo haya aprendido antes de ir
a tu escuela, ya lo aprenda de ti.
GORGIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero el que ha aprendido el oficio de carpintero, ¿es o no carpintero?
GORGIAS. —Lo es.
SÓCRATES. —Cuando se ha aprendido la música, ¿no es uno músico?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Cuando se ha aprendido la medicina, ¿no es uno médico? En una palabra, con
relación a todas las demás artes, cuando se ha aprendido lo que a cada una corresponde, ¿no es uno
tal como debe ser el discípulo en cada una de ellas?
GORGIAS. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Por la misma razón, el que ha aprendido lo que pertenece a la justicia, es justo.
GORGIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero el hombre justo hace acciones justas.
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es necesario que el orador sea justo, y que el hombre justo quiera
hacer acciones justas.
GORGIAS. —Por lo menos así parece.
SÓCRATES. —El hombre justo no querrá nunca cometer una injusticia.
GORGIAS. —Es una conclusión precisa.
SÓCRATES. —¿No se sigue necesariamente de lo dicho que el orador es justo?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, jamás querrá el orador cometer una injusticia.
GORGIAS. —Parece que no.
SÓCRATES. —¿Recuerdas haber dicho antes, que no debía tropezarse con los maestros de
gimnasia, ni arrojarlos de las ciudades, porque un atleta haya abusado del pugilato y cometido alguna
acción injusta, y que, en igual forma, si algún orador hace un uso indebido de la Retórica, no debe
hacerse recaer la falta sobre su maestro, ni desterrarle del Estado, sino sobre el autor mismo de la
injusticia, que no ha usado de la Retórica como debía? ¿Has dicho esto o no?
GORGIAS. —Lo he dicho.
SÓCRATES. —¿No acabamos de ver que este mismo orador es incapaz de cometer una
injusticia?
GORGIAS. —Acabamos de verlo.
SÓCRATES. —¿Y no decías, Gorgias, desde el principio, que la Retórica tiene por objeto los
discursos que tratan, no de lo par y de lo impar, sino de lo justo y de lo injusto? ¿No es cierto?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Cuando hablabas de esta manera, suponías que la Retórica no podía ser nunca una
cosa injusta, puesto que sus discursos versan siempre sobre la justicia. Pero cuando te he oído decir
un poco después, que el orador podía hacer un uso injusto de la Retórica, me sorprendí y creí que no
había conformidad entre los dos razonamientos, y esto es lo que me ha obligado a decir, que si
considerabas provechoso el verte refutado, podíamos continuar la controversia; pero que si no, era
preciso dejarla en tal estado. Habiéndonos puesto en seguida a examinar la cuestión, tú mismo ves
que hemos dejado sentado que el orador no puede usar injustamente de la Retórica, ni querer cometer
una injusticia. Y, ¡por el cielo!, no es esta materia, Gorgias, propia de una conversación ligera; y sí
asunto que debe examinarse a fondo para saber lo que se debe pensar sobre ella.
PÓLUX. —¡Pero Sócrates!, ¿tienes realmente acerca de la Retórica la opinión que acabas de
manifestar? ¿O crees más bien que Gorgias ha tenido empacho en confesar que el orador conoce ni
lo justo, ni lo honesto, ni lo bueno, y que si uno fuese a su casa sin saber estas cosas, él de ninguna
manera se las enseñaría? Esta confesión es probablemente la causa de la contradicción en que ha
incurrido, y de que tú lo celebres después de haberle envuelto en esta clase de cuestiones. ¿Pero
piensas que haya alguien en el mundo, que confiese que no tiene ningún conocimiento de la justicia, y
que no se halla en estado de enseñarla a los demás? En verdad, causa gran extrañeza que se produzcan
razonamientos sobre semejantes vaciedades.
SÓCRATES. —Encantador Pólux, nosotros procuramos de intento atraernos amigos y jóvenes a
fin de que, si, ya viejos, damos algún paso en falso, podáis vosotros, que sois jóvenes, rectificar
nuestras acciones y nuestros discursos. Así, pues, si Gorgias y yo nos hemos engañado en lo que
hemos dicho, tú, que lo has oído todo, vuélvenos al camino; estás en el deber de hacerlo. Si entre las
cosas que hemos concedido hay alguna que no deba admitirse, te autorizo para que vuelvas a ella, y
para que la reformes a tu mañera, siempre que procures una cosa.
PÓLUX. — ¿Qué cosa?
SÓCRATES. —Reprimir, Pólux, ese afán de hacer largos discursos, como estuviste a punto de
hacer al principio de esta conversación.
PÓLUX. — ¡Pero qué! ¿Es cosa que no podré hablar todo el tiempo que quiera?
SÓCRATES. —Sería portarse muy mal contigo, querido mío, si habiendo venido a Atenas, punto
de la Grecia donde hay más libertad de hablar, fueras tú el único, a quien se le privase de este
derecho. Pero ponte en mi lugar. Si tú discurres anchamente y rehúsas responder con precisión a lo
que se te propone, ¿no tendré yo motivo, a mi vez, para quejarme, si no me fuese permitido
marcharme y dejar de escucharte? Por lo tanto, si te interesas en la disputa precedente y quieres en
ella hacer rectificaciones, toca de nuevo, como te he dicho, el punto que te agrade, interrogando y
respondiendo a tu vez, como hemos hecho Gorgias y yo, combatiendo mis razones y permitiéndome
combatir las tuyas. Sin duda tú te supones sabedor de las mismas cosas que Gorgias; ¿no es así?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Por consiguiente te entregas a cualquiera que desea interrogarte sobre un objeto,
sea el que sea, y estás dispuesto a satisfacerle?
PÓLUX. — Seguramente.
SÓCRATES. —Pues bien; escoge de las dos cosas la que más te agrade; interrogar o responder.
PÓLUX. — Acepto la proposición; respóndeme, Sócrates. Puesto que Gorgias se muestra
embarazado para explicar lo que es la Retórica, dinos lo que tú piensas de ella.
SÓCRATES. —¿Me preguntas qué clase de arte es en mi opinión?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —A decir verdad, Pólux, yo no la tengo por un arte.
PÓLUX. —¿Entonces cómo la consideras?
SÓCRATES. —Como una cosa que tú mismo te jactas de haber reducido a arte, en un escrito que
hace poco he leído.
PÓLUX. —¿Pero qué cosa?
SÓCRATES. —Una especie de rutina.
PÓLUX. —¿Luego a tu juicio la Retórica es una rutina?
SÓCRATES. —Sí, a no ser que tú pienses de otro modo. ¿Y cuál es el objeto de esta rutina?
SÓCRATES. —Procurar el recreo y el placer.
PÓLUX. —¿No crees que la Retórica es una cosa bella, puesto que capacita para agradar a los
hombres?
SÓCRATES. —Pero, Pólux, ¿te he explicado lo que es la Retórica, para que vengas después a
preguntarme, como lo haces, si la encuentro bella?
PÓLUX. — ¿No te he oído decir que es una especie de rutina?
SÓCRATES. —Puesto que tanto mérito tiene a tus ojos el causar placer, ¿querrías
proporcionarme a mí uno, aunque sea pequeño?
PÓLUX. —Con gusto.
SÓCRATES. —Pregúntame por un momento, si considero la cocina como un arte.
PÓLUX. —Consiento en ello. ¿Qué arte es la cocina?
SÓCRATES. —No es arte, Pólux.
PÓLUX. —¿Pues qué es?, dilo.
SÓCRATES. —Voy a decírtelo. Es una especie de rutina.
PÓLUX. —¿Cuál es su objeto?
SÓCRATES. —El siguiente, mi querido Pólux: procurar el bienestar y el placer. La cocina y la
Retórica ¿son la misma cosa?
SÓCRATES. —Nada de eso; pero ambas forman parte de la misma profesión.
PÓLUX. — ¿De qué profesión, si tienes a bien decirlo?
SÓCRATES. —Temo que sea una grosería decir lo que es, y no me atrevo a hacerlo por Gorgias,
pues temo que se imagine que quiero poner en ridículo su profesión. Yo ignoro si la Retórica, que
Gorgias profesa, es la que yo imagino tanto más cuanto que la precedente disputa no ha dejado ver
claramente lo que piensa. En cuanto a lo que yo llamo Retórica, es una parte de cierta cosa, que no
tiene nada de bella.
GORGIAS. —¿De qué cosa, Sócrates?, di y no temas que me ofenda.
SÓCRATES. —Me parece, Gorgias, que es cierta profesión en la que el arte no entra para nada,
pero que supone en el alma tacto, audacia, y grandes disposiciones naturales para conversar con los
hombres. Yo llamo adulación al género en que ella está comprendida; género que me parece que está
dividido en no sé cuántas partes, una de las que es la cocina. Créese comúnmente que es un arte, pero
a mi parecer no lo es; sólo es una costumbre, una rutina. Cuento también entre las partes de la
adulación a la Retórica, así como el tocador y el arte del sofista; y atribuyo a estas cuatro partes
cuatro objetos diferentes. Ahora si Pólux quiere interrogarme, que lo haga; pues aún no le he
explicado qué parte de la adulación es, en mi juicio la Retórica. No se hace cargo de que aún no he
acabado de responder, y como si hubiera concluido, me pregunta si no tengo por una cosa bella la
Retórica. Yo no le diré si la tengo por bella o por fea ínterin no le baya dicho lo que es. Ni estaría en
el orden otra cosa, Pólux. Pregúntame, pues, si quieres saber qué parte de la adulación digo que es la
Retórica.
PÓLUX. —Sea así. Te lo pregunto. ¿Qué parte es?
SÓCRATES. —¿Comprenderás mi respuesta? La Retórica es, en mi opinión, el remedo de una
parte de la política.
PÓLUX. —Y bien, repito, ¿es bella o fea?
SÓCRATES. —Digo que es fea, porque ya que es preciso responderte como si comprendieses ya
mi pensamiento, te diré que llamo feo a todo lo que es malo.
GORGIAS. — ¡Por Júpiter! Sócrates; yo mismo no concibo lo que quieres decir.
SÓCRATES. —No lo extraño, Gorgias, puesto que no he desenvuelto mi pensamiento. Pero Pólux
es joven y ardiente.
GORGIAS. —Déjale, y explícame en qué sentido dices que la Retórica es el remedo o imitación
de una parte de la política.
SÓCRATES. —Voy a hacer una tentativa para explicarte sobre este punto mi pensamiento. Si no es
como yo digo, Pólux me refutará. ¿No hay una sustancia a que llamas cuerpo y otra a que llamas
alma?
GORGIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No crees que hay una buena constitución, así respecto de la una como de la otra
sustancia?
GORGIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿No reconoces igualmente, respecto de las mismas, una constitución que parece
buena y que no lo es? Me explicaré. Muchos, al parecer, tienen el cuerpo bien constituido, y el que no
sea ni médico ni maestro de gimnasia no nota fácilmente que está mal constituido.
GORGIAS. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Digo, pues, que hay en el cuerpo y en el alma un no sé qué, que hace que uno
juzgue que ambos están en buen estado, aunque realmente no lo estén.
GORGIAS. — Es cierto.
SÓCRATES. —Veamos si puedo hacerte entender con mayor claridad lo que quiero decir. Digo
que hay dos artes que responden a estas dos sustancias: el que corresponde al alma, le llamo política;
y respecto al otro, que mira al cuerpo, no puedo designarle con un solo nombre. Y aunque la cultura
del cuerpo sea una, yo la divido en dos partes, que son la gimnasia y la medicina. Y dividiendo
igualmente la política en dos, pongo la parte legislativa frente a frente de la gimnasia, y la parte
judicial frente a frente de la medicina; porque, de un lado, la gimnasia y la medicina y, de otro, la
parte legislativa y la judicial tienen mucha relación entre sí, porque recaen y se ejercen sobre el
mismo objeto. Sin embargo, difieren en algo la una de la otra. La adulación conoció que estas cuatro
artes son tales como he dicho, y que tienen siempre por objeto el mejor estado posible del cuerpo las
unas, del alma las otras; y lo conoció, no mediante conocimiento, sino a manera de conjetura; y
habiéndose dividido en cuatro, se ha insinuado en cada una de estas artes, pretendiendo ser el arte en
cuyo seno se ha deslizado. La adulación se cuida muy poco del bien, y mirando sólo al placer,
envuelve en sus redes a los insensatos, y los engaña; de suerte que la consideran como de gran valor.
La cocina o arte culinario se ha deslizado a la sombra de la medicina, atribuyéndose el
discernimiento de los alimentos más saludables al cuerpo. De manera que si el médico y el cocinero
disputasen delante de niños y delante de hombres tan poco razonables como los niños, para saber
quién de los dos, el cocinero o el médico, conoce mejor las cualidades buenas o malas de los
alimentos, indudablemente el médico se moriría de hambre. He aquí a lo que yo llamo adulación, y lo
que digo que es una cosa vergonzosa, Pólux (a ti es a quien me dirijo), puesto que sólo se cuida de lo
agradable, despreciando lo mejor. Añado que no es un arte, sino una rutina, tanto más cuanto no tiene
ningún principio cierto, tocante a la naturaleza de las cosas, que ella propone, y que pueda servirla de
guía; de suerte que no da razón de nada; y a lo que está desprovisto de razón, yo no lo llamo arte. Si
te atreves a negar esto, estoy dispuesto a responderte.
La adulación, en punto a alimentos, se oculta bajo la medicina, como ya he dicho. A la sombra de
la gimnasia se desliza igualmente el tocador, práctica falaz, engañosa, innoble y cobarde, que para
seducir emplea las farsas, los colores, el refinamiento y los adornos, de manera que sustituye con el
gusto de una belleza prestada al de la belleza natural que produce la gimnasia. Y para no extenderme
más, te diré como los geómetras, (quizá me comprenderás así mejor), que lo que el tocador es a la
gimnasia, es la cocina a la medicina; o mejor, que lo que el tocador es a la gimnasia es la sofística a
la parte legislativa, y lo que la cocina es a la medicina es la Retórica al arte judicial. La diferencia que
la naturaleza ha puesto entre estas cosas, es tal como acabo de explicarla; pero, a causa de su afinidad,
los sofistas y los oradores se confunden con los legisladores y los jueces, y se consagran a los
mismos objetos; de donde resulta que ni ellos mismos saben exactamente cuál es su profesión, ni los
demás saben para qué son buenos tales hombres. Si el alma no mandase al cuerpo y el cuerpo se
gobernase por sí mismo, y si el alma no examinase por sí propia y no pudiese discernir la diferencia
de la cocina y de la medicina, sino que el cuerpo fuese el juez único, y los estimase por el placer que
le causaran, nada más natural ni más común, mi querido Pólux, que lo que dice Anaxágoras, (y tú lo
sabes muy bien); todas las cosas estarían confundidas y mezcladas, y no se podrían distinguir ni los
alimentos sanos de los nocivos, ni los que prescribe el médico de los que prepara el cocinero. Ya
sabes el juicio que me merece la Retórica; es con relación al alma lo que la cocina con relación al
cuerpo. Quizá ha sido una inconsecuencia de mi parte el haber pronunciado discurso tan largo
después de habértelos prohibido a ti; pero merezco alguna excusa; porque cuando antes me expliqué
con pocas palabras, no me comprendiste, y no sabías qué partido tomar con mis respuestas; en una
palabra, necesitabas que desarrollara más mis ideas. Cuando respondas, si yo me encuentro en el
mismo embarazo respecto a tus respuestas, te permitiré extenderte a tu vez. Pero en tanto que pueda
yo sacar partido de ellas, déjame obrar, porque nada es más justo. Y ahora, si esta respuesta te da
alguna ventaja sobre mí, aprovéchala.
PÓLUX. —¿Qué dices? ¿La Retórica es, según tú, lo mismo que la adulación?
SÓCRATES. —Sólo he dicho que era una parte de ella. ¡Ah, Pólux!, ¿a tu edad eres flaco de
memoria? ¿Qué será cuando seas viejo?
PÓLUX. —¿Se te figura que en las ciudades se mira a los orado; es de fama como a viles
aduladores?
SÓCRATES. —¿Me haces una pregunta, o comienzas un razonamiento?
PÓLUX. —Es una pregunta.
SÓCRATES. —Pues bien; me parece que ni aun se les mira.
PÓLUX. —¿Cómo? ¿No se les mira? ¿No son, de todos los ciudadanos, los que ejercen un poder
más grande?
SÓCRATES. —No, si entiendes que el poderes un bien para el que lo tiene.
PÓLUX. — Así lo entiendo.
SÓCRATES. —Entonces digo que los oradores son de todos los ciudadanos los que menos
autoridad tienen.
PÓLUX. —¡Pues qué!, semejantes a los tiranos, ¿no hacen morir al que quieren? ¿No los
despojan de sus bienes, y no destierran de las ciudades a los que bien les parece?
SÓCRATES. —¡Por el cielo!, dudo, Pólux, a cada cosa que dices, si hablas por tu cuenta, y si me
expones tu manera de pensar, o si exiges que explique la mia.
PÓLUX. —Exijo la tuya.
SÓCRATES. —En buen hora, mi querido amigo. ¿Por qué entonces me haces dos preguntas a la
vez?
PÓLUX. —¿Cómo dos preguntas?
SÓCRATES. —¿No me decías antes que los oradores, como los tiranos, condenan a muerte a los
que quieren, los despojan de sus bienes, y los arrojan de las ciudades siempre que les place?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Pues bien; te digo que son dos preguntas, y voy a contestarte a ambas. Sostengo,
Pólux, que los oradores y los tiranos tienen muy poco poder en las ciudades, como dije antes; y que
no hacen casi nada de lo que quieren, aunque hagan lo que les parece que es lo más ventajoso.
PÓLUX. —¿Y no es esto tener un gran poder?
SÓCRATES. —No, atendido a lo que pretendes, Pólux.
PÓLUX. —¿Yo pretendo esto? Precisamente es todo lo contrario.
SÓCRATES. —Tú lo pretendes, te digo. ¿No has confesado, que un gran poder es un bien para
aquel que le posee?
PÓLUX. —Y lo sostengo.
SÓCRATES. —¿Crees que sea un bien para nadie el hacer lo que estime más ventajoso, cuando
está privado de buen sentido? ¿Llamas a esto tener un gran poder?
PÓLUX. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —Pruébame que los oradores tienen buen sentido, y que la Retórica es un arte y no
una adulación; y entonces me habrás refutado. Pero en tanto que no hagas esto, será siempre cierto,
que no es un bien para los oradores ni para los tiranos hacer en las ciudades lo que les agrade. El
poder es a la verdad un bien, como tú dices; pero estás conforme en que hacer lo que se juzgue
oportuno, cuando se está desprovisto de buen sentido, es un mal. ¿No es cierto?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Cómo, pues, los oradores y los tiranos habrán de tener gran poder en las
ciudades, a menos que Pólux obligue a Sócrates a confesar que ellos hacen lo que quieren?
PÓLUX. —¡Qué hombre!
SÓCRATES. —Digo, que no hacen lo que quieren; refútame.
PÓLUX. —¿No acabas de conceder, que hacen lo que creen más ventajoso para ellos?
SÓCRATES. —Lo concedo.
PÓLUX. —Luego ellos hacen lo que quieren.
SÓCRATES. —Lo niego.
PÓLUX. —¡Qué! Cuando hacen lo que juzgan oportuno, ¿no hacen lo que quieren?
SÓCRATES. —Sin duda que no.
PÓLUX. —En verdad, Sócrates, sientas cosas insostenibles y que excitan la compasión.
SÓCRATES. —No me condenes tan pronto, encantador Pólux, para usar tu lenguaje.[4] Y si tienes
alguna pregunta que hacerme, pruébame que me engaño; y si no respóndeme.
PÓLUX. —Consiento en responderte, a fin de poner en claro lo que acabas de decir.
SÓCRATES. —¿Estimas que los hombres quieren las mismas acciones que hacen habitual mente,
o quieren la cosa en vista de la que hacen estas acciones? Por ejemplo; los que toman una bebida de
mano del médico, ¿quieren, a juicio tuyo, lo que hacen, es decir, tragar la bebida y sentir dolor? ¿O
quieren más bien la salud, en vista de la que toman la medicina?
PÓLUX. —Es evidente que quieren la salud, teniendo en cuenta la cual toman la medicina.
SÓCRATES. —En igual forma, los que navegan y trafican en el mar, no quieren lo que hacen
diariamente, porque, ¿quién es el hombre que quiere navegar exponiéndose a mil peligros y a mil
dificultades? Lo que quieren, a mi parecer, es aquello en vista de lo que se embarcan, que es la
riqueza. Las riquezas, en efecto, son el objeto de estos viajes por la mar.
PÓLUX. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con relación a todo lo demás? De manera que el que hace
una cosa en vista de otra, no quiere la cosa misma que hace, sino aquella en vista de la que él la hace.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Hay algo en el mundo, que no sea bueno o malo, o que, estando en medio de lo
bueno y lo malo, no sea ni lo uno ni lo otro?
PÓLUX. —No puede ser de otra manera, Sócrates.
SÓCRATES. —Entre las cosas buenas, ¿no pones la sabiduría, la salud, la riqueza y todas las que
son Semejantes a éstas, así como entre las malas las que son contrarias a éstas?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y no entiendes que no son ni buenas ni malas aquellas, que tan pronto participan
del bien, como del mal, como ni del uno ni del otro? Por ejemplo; estar sentado, marchar, correr,
navegar, y también las piedras, las maderas y las demás cosas de esta naturaleza; ¿No es esto lo que
consideras que no es ni bueno ni malo, o es otra cosa distinta?
PÓLUX. —No, es eso mismo.
SÓCRATES. —Cuando los hombres hacen estas cosas indiferentes, ¿las hacen en vista de las
buenas o hacen las buenas en vista de las indiferentes?
PÓLUX. —Hacen las indiferentes en vista de las buenas.
SÓCRATES. —Es, por consiguiente, siempre el bien al que nos dirigimos; cuando marchamos es
con la idea de que nos será ventajoso; y en vista de este mismo bien nos detenemos, cuando nos
detenemos. ¿No es así?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Si uno hace que a otro se le quite la vida, se le destierro, o se le prive de sus
bienes, se verá inclinado a cometer estas acciones en la persuasión de ser lo mejor que puede hacer.
¿No es cierto?
PÓLUX. —Seguramente.
SÓCRATES. —Todo lo que se hace en este sentido, se hace, pues, en vista del bien que se hace.
PÓLUX. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No hemos convenido en que no se quiere la cosa que se hace en vista de otra,
sino de aquella en cuya vista se hace?
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —Así pues, no se quiere simplemente matar alguno, desterrarle de la ciudad, ni
privarle de sus bienes: sino que si esto es ventajoso, se quiere; y si es dañoso, no se quiere. Porque,
como tú mismo confiesas, se quieren las cosas que son buenas; y no se quieren a las que no son ni
buenas ni malas, ni a las que son malas. ¿Te parece o no cierto esto que digo, Pólux? ¿Por qué no
respondes?
PÓLUX. — Me parece cierto.
SÓCRATES. Puesto que estamos de acuerdo en este punto, cuando un tirano o un orador hace
morir a alguno, le condena a destierro o a la pérdida de sus bienes, creyendo que es lo más ventajoso
para él mismo, aunque realmente sea lo más malo, hace entonces lo que juzga oportuno. ¿No es así?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Hace por esto lo que quiere, si es cierto que lo que hace es malo? ¿Qué
respondes a esto?
PÓLUX. —Me parece que no hace lo que quiere.
SÓCRATES. —¿Puede semejante hombre tener gran poder en su ciudad, si, según tu confesión, es
un bien el estar revestido de un gran poder?
PÓLUX. —No puede ser.
SÓCRATES. —Por consiguiente, tenía razón al decir que es posible, que un hombre haga en una
ciudad lo que juzgue oportuno sin gozar, sin embargo, de un gran poder, ni hacer lo que quiere.
PÓLUX. —¡No parece sino que tú mismo, Sócrates, no preferirías tener la libertad de hacer en la
ciudad todo lo que quieras que no tenerla; y como si, cuando ves a alguno que hace morir al que
juzga conveniente o hace que lo despojen de sus bienes, o que lo echen cadenas, tú no le tuvieses
envidia!
SÓCRATES. —¿Supones que en esto obra justa o injustamente?
PÓLUX. —De cualquiera manera que obre, ¿no es siempre una cosa digna de envidia?
SÓCRATES. —Habla mejor, Pólux. ¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque no debe tenerse envidia a aquellos, cuya suerte no puede ser deseada ni
aun por los desgraciados; antes bien debe tenérseles compasión.
PÓLUX. —¡Qué!, ¿juzgas de tal modo la condición de las personas de que hablo?
SÓCRATES. —¿Que otra idea podría yo formar de ellas?
PÓLUX. —¿Consideras como desgraciado y digno de compasión al que hace morir a otro,
porque lo juzga oportuno, y hasta cuando lo condena a la muerte justamente?
SÓCRATES. —Nada de eso; pero tampoco en este caso me parece digno de envidia.
PÓLUX. —¿No acabas de decir que es desgraciado?
SÓCRATES. —Sí, querido mío, lo he dicho de aquel que condena a muerte injustamente, y digo
además que es digno de compasión. Respecto al que quita la vida a otro justamente, no debe causar
envidia.
PÓLUX. —El hombre que injustamente es condenado a muerte, ¿no es a la vez desgraciado y
digno de compasión?
SÓCRATES. —Menos que el autor de su muerte, Pólux, y menos aún que aquel que ha merecido
morir.
PÓLUX. —¿Cómo así, Sócrates?
SÓCRATES. —Porque el mayor de los males es cometer injusticias.
PÓLUX. —¿Es este mal el más grande? Sufrir una injusticia, ¿no es mucho mayor?
SÓCRATES. —De ninguna manera.
PÓLUX. —¿Querrías más ser víctima de una injusticia que hacerla?
SÓCRATES. —Yo no querría ni lo uno ni lo otro. Pero si fuera absolutamente preciso cometer
una injusticia o sufrirla, preferiría sufrirla a cometerla.
PÓLUX. ¿Es que tú no aceptarías la condición de tirano?
SÓCRATES. —No, si por tirano entiendes lo mismo que yo.
PÓLUX. Entiendo que es tirano, como decía antes, el que tiene el poder de hacer en una ciudad
todo lo que juzgue oportuno: matar, desterrar, en una palabra, obrar en todo según su deseo.
SÓCRATES. —Mi querido amigo, fíjate en lo que te voy a decir. Si cuando la plaza pública está
llena de gente, y teniendo yo un puñal oculto bajo el brazo, te dijese: ¡Me encuentro, en este
momento, Pólux, revestido de un poder maravilloso e igual al de un tirano; de todos estos hombres
que tú ves, el que yo juzgue que debe morir, morirá en el acto; si me parece que debo romper la
cabeza a alguno, se la romperé sobre la marcha; si quiero despedazar sus trajes, serán despedazados;
tan grande es el poder que tengo en esta ciudad! Si rehusases creerme, y te enseñase yo mi puñal,
quizá dirías al verlo: Sócrates, por ese medio no hay nadie que no tenga un gran poder. En igual
forma podrías quemar la casa de quien te viniera en mientes; poner fuego a los arsenales de los
atenienses, a sus galeras y a todos los buques pertenecientes al público y a los particulares. Pero lo
grande del poder no consiste precisamente en hacer lo que se considera oportuno. ¿Lo crees así?
PÓLUX. —No, seguramente, de la manera que acabas de exponer.
SÓCRATES. —¿Me darás la razón que tienes para desechar semejante poder?
PÓLUX. — Sí.
SÓCRATES. —Dilo, pues.
PÓLUX. — Porque inevitablemente el que usara de él, sería castigado.
SÓCRATES. —¿Ser castigado no es un mal?
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —Así, mi querido amigo, dices de nuevo que se tiene un gran poder, cuando,
haciendo lo que se juzga oportuno, no se hace nada que no sea ventajoso, y que entonces es una buena
cosa. En esto, en efecto, consiste el gran poder; en otro caso es una mala cosa y un poder raquítico.
Examinemos aún esto. ¿No convenimos en que algunas veces es lo mejor hacer aquello de que antes
hablábamos, como condenar a muerte a los ciudadanos, desterrarlos, quitarles sus bienes, y que otras
no lo es?
PÓLUX. — Sin duda.
SÓCRATES. —Estamos, pues, de acuerdo tú y yo, a lo que parece, sobre este punto.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿En qué casos, dices, que deben hacerse estas cosas? Señálame los límites que
pones.
PÓLUX. —Respóndete tú mismo a esa pregunta, Sócrates.
SÓCRATES. —Pues bien, Pólux, puesto que gustas más saber en este punto mi pensamiento, digo
que es un bien cuando se las hace justamente, y un mal cuando se las hace injustamente.
PÓLUX. —¡Verdaderamente es difícil refutarte, Sócrates! ¿No te probaría un niño que no dices
verdad?
SÓCRATES. —Yo se lo agradecería a ese niño, y no te estaré menos obligado, si me refutas y me
libras de mis extravagancias. No te detengas en hostigar a un hombre, que sabes que te ama; por
favor, demuéstrame que no tengo razón.
PÓLUX. — No hay necesidad, Sócrates, de recurrir para esto a sucesos antiguos. Lo que ha
pasado ayer y antes de ayer basta para confundirte, y para demostrar que muchos hombres culpables
de injusticia, son dichosos.
SÓCRATES. —¿Cuáles son esos sucesos?
PÓLUX. —Ya ves a Arquelao, hijo de Pérdicas, rey de Macedonia.
SÓCRATES. —Si no lo veo, por lo menos oigo hablar de él.
PÓLUX. —¿Y qué te parece?, ¿es dichoso o desgraciado?
SÓCRATES. —Yo no sé de esto nada, Pólux; no he tenido con él ninguna conversación.
PÓLUX. —¡Pero qué! ¿No puedes saber lo que es, sin haber conversado con él; y no puedes
conocer por otro medio y desde aquí mismo, si es dichoso?
SÓCRATES. —No, ciertamente.
PÓLUX. —Evidentemente, Sócrates, dirás que ignoras de igual modo si el gran rey es dichoso.
SÓCRATES. —Y diré la verdad; porque ignoro el estado de su alma con relación a la ciencia y a
la justicia.
PÓLUX. —¡Pues qué! ¿Es cosa que toda la felicidad consiste en eso?
SÓCRATES. —Sí, en mi opinión, Pólux. Sostengo que el que tiene probidad y virtud, hombre o
mujer, es dichoso; y que el que es injusto y malo es desgraciado.
PÓLUX. —Entónces este Arquelao, de que he hablado, ¿es desgraciado según tú?
SÓCRATES. —Sí, mi querido amigo, si es injusto.
PÓLUX. —¿Y cómo no ha de ser injusto un hombre, que ningún derecho tiene al trono que
ocupa, habiendo nacido de una madre, esclava de Alcetas, hermano de Pérdicas? ¿Un hombre que,
según las leyes, era esclavo de Alcetas, a quien debió servir en este concepto, si hubiera querido
llenar los deberes de la justicia, haciéndose así dichoso, según tú supones? Mientras que hoy se ha
hecho soberanamente desgraciado, puesto que ha cometido los mayores crímenes; porque habiendo
enviado a buscar a Alcetas, su amo y su tío, como para entregarle la autoridad de que Pérdicas le
había despojado, le recibió en su casa, embriagó a él y a su hijo Alejandro, que era primo suyo y
como de la misma edad, y habiéndoles metido en un calabozo y trasportado de noche fuera de
palacio, hizo degollar a ambos, desembarazándose de esta manera de ellos. Cometido este crimen, ni
se apercibió de la extrema desgracia en que se había sumido, ni sintió el menor remordimiento; en
términos que poco tiempo después, lejos de procurar hacerse dichoso, cuidando, como era justo, de
la educación de su hermano, hijo legítimo de Pérdicas, de edad de siete años, y a quien pertenecía la
corona de derecho, lejos de dársela, le arrojó a un pozo, después de haberle estrangulado; y dijo a su
madre Cleopatra, que había caído al pozo por perseguir un ganso, y que se había ahogado. Así, pues,
habiendo cometido más crímenes que ningún hombre de Macedonia, es hoy día, no el más dichoso,
sino el más desgraciado de todos los macedonios. Y quizá hay más de un ateniense, comenzando por
ti, que preferiría la condición de cualquiera otro macedonio a la de Arquelao.
SÓCRATES. —Desde el principio de esta conversación, Pólux, yo he reconocido con gusto que
eres hombre muy versado en la Retórica; pero te he dicho que habías despreciado el arte de discutir.
¿Son estas las razones, con las que un niño me refutaría, y al parecer crees que has destruido con
ellas lo que yo he sentado; que el hombre injusto no es dichoso? ¿Por dónde? Querido mío; yo no te
concedo nada absolutamente de lo que has dicho.
PÓLUX. —Es porque no quieres; por lo demás, piensas como yo.
SÓCRATES. —Me admiro al ver que intentas refutarme con argumentos de Retórica, como los
que producen los abogados ante los tribunales. Allí, en efecto, un abogado se imagina haber refutado
a otro, cuando ha presentado un gran número de testigos, mayores de toda excepción, para probar la
verdad que alega y que la parte contraria no ha producido sino uno solo o ninguno. Pero esta especie
de refutación no sirve de nada para descubrir la verdad; porque algunas veces un acusado puede ser
condenado injustamente por la deposición de muchos testigos, que parezcan ser de algún peso. Y así
sucedería en el presente caso, puesto que todos los atenienses y los extranjeros serán de tu dictamen
respecto de las cosas que refieres, y si quieres producir contra mí testimonios de ese género para
probarme que la verdad no está de mi parte, tendrás cuando quieras por testigos a Nicias, hijo de
Nicerate, y sus hermanos, que han dado esos trípodes que se ven colocados en el templo de Baco;
tienes también, si quieres, a Aristócrates hijo de Scellios, de quien es esta preciosa ofrenda que se ve
en el templo de Apolo Pitio; tendrás igualmente toda la familia de Pericles, y cualquiera otra familia
de Atenas, a tu elección. Pero yo, aunque sea solo, soy de otro parecer, porque nada me dices que me
obligue a variarle; sino que al producir contra mí una multitud de testigos, lo que intentas es
despojarme de mi bien y de la verdad. Respecto a mí, no creo haber dicho nada que merezca la pena
sobre el objeto de nuestra disputa, si no te obligo a ti mismo a dar testimonio de la verdad de lo que
digo; y a la vez tú tampoco has adelantado nada contra mí, si yo, solo como estoy, no depongo en tu
favor; no debiendo tú tener en cuenta para nada absolutamente el testimonio de los otros. He aquí dos
maneras de refutar: la una, que tienes por buena y contigo otros muchos; la otra, que es la que a mi
vez juzgo yo tal. Comparémoslas entre sí, y veamos si no difieren en nada; porque los puntos acerca
de los que no estamos de acuerdo, no son de escasa importancia; por el contrario, no hay quizá
ninguno más digno de ser sabido, ni que sea más vergonzoso el ignorarlo, puesto que el punto capital
a que ellos conducen, es a saber o ignorar quién es dichoso o desgraciado. Y volviendo al objeto de
nuestra disputa, pretendes, en primer lugar, que es posible que, siendo uno injusto, sea feliz en el seno
mismo de la injusticia; puesto que crees que Arquelao, aunque injusto, no es por eso menos dichoso.
¿No es ésta la idea que debemos formar de tu manera de pensar?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Yo sostengo que eso es imposible. He aquí un primer punto, sobre el cual no
estamos conformes. Sea así. Pero el culpable, ¿será dichoso, si se le hace justicia y es castigado?
PÓLUX. —Nada de eso; por el contrario, si estuviese en este caso, sería muy desgraciado.
SÓCRATES. —Si el culpable escapa al castigo que merece, ¿será dichoso según tu doctrina?
PÓLUX. —Seguramente.
SÓCRATES. —Yo pienso que el hombre injusto y criminal es desgraciado en todos conceptos;
pero que lo es más, si no sufre ningún castigo, y si sus crímenes quedan impunes; y que lo es menos,
si recibe, de parte de los hombres y de los dioses, el justo castigo de sus crímenes.
PÓLUX. —Sócrates, sostienes las paradojas más extrañas.
SÓCRATES. —Voy a intentar, querido mío, hacerte decir lo mismo que yo, porque te tengo por
mi amigo. He aquí, pues, los objetos acerca de los que no conforman nuestros pareceres. Júzgalo tú
mismo. He dicho antes, que cometer una injusticia es un mal mayor, que sufrirla.
PÓLUX. —Es cierto.
SÓCRATES. —Tú sostienes que es un mal mayor sufrirla.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —He dicho que los que obran injustamente son desgraciados, y tú me has
combatido.
PÓLUX. —Sí, ¡por Júpiter!
SÓCRATES. —A juzgar por lo que tú crees.
PÓLUX. —Probablemente tengo razón para creerlo.
SÓCRATES. —A la vez tú tienes a los hombres malos por dichosos, cuando no sufren el castigo
debido a su injusticia.
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —Yo digo que son muy desgraciados; y que los que sufren el castigo, que merecen,
lo son menos. ¿Quieres también refutar esto?
PÓLUX. —Esa aserción es aún más difícil de refutar que la precedente, Sócrates.
SÓCRATES. —Nada de eso, Pólux; una empresa imposible sí que es, porque la verdad no se
refuta nunca.
PÓLUX. —¿Qué es lo que dices? ¡Cómo! ¿Un hombre que, sorprendido en un crimen, como el de
aspirar a la tiranía, es sometido al tormento, se le despedaza, se le queman los ojos, se le hace sufrir
padecimientos sin medida, sin número, y de toda especie, ve sufrir otro tanto a su mujer y a sus hijos,
y por último, muere en una cruz, o empapado en resina, o es quemado vivo; este hombre será más
dichoso que si, escapando a estos suplicios, se hiciese tirano, fuese durante toda su vida dueño de la
ciudad, haciendo lo que quisiere, siendo objeto de envidia para sus conciudadanos y para los
extranjeros, y considerado como dichoso por todo el mundo? ¿Y pretendes que es imposible refutar
semejantes absurdos?
SÓCRATES. —Intentas acobardarme con palabras huecas, valiente Pólux, pero no me refutas; y
luego tendrás que apelar a los testigos para que te auxilien. Sea lo que quiera, recordemos una
pequeña indicación: ¿has supuesto que ese hombre aspiraba injustamente a la tiranía?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Siendo así, el uno no será más dichoso que el otro, ni el que ha conseguido
apoderarse injustamente de la tiranía, ni el que ha sido castigado; porque no puede suceder tratándose
de dos desgraciados que el uno sea más feliz que el otro. Pero el más desgraciado de los dos es el que
ha escapado a la pena y ha alcanzado la tiranía. ¿Por qué te ríes, Pólux? ¡Vaya un modo de refutar!
Reírse cara a cara de un hombre sin alegar ninguna razón contra lo que asienta.
PÓLUX. —¿No te crees suficientemente refutado, Sócrates, cuando supones cosas que ningún
hombre sostendrá nuuca? Pregunta sino a cualquiera de los que están presentes.
SÓCRATES. —No me cuento entre los hombres consagrados a la política, Pólux: y el año pasado,
habiéndome hecho la suerte senador, cuando a mi tribu tocó presidir las asambleas del pueblo, me fue
preciso recoger los votos de los concurrentes, y me puse en ridículo, porque no sabía cómo
manejarme. Y así me hables de recoger votos de los que están presentes; y si, como ya te he dicho, no
tienes mejores argumentos que oponerme, déjame interrogarte a mi vez e intenta refutarme a mi
manera, que creo es lo procedente. Yo no sé presentar más que un solo testigo en defensa de lo que
digo, y ese testigo es el mismo con quien converso, no teniendo en cuenta para nada la multitud. No
busco otro voto que el suyo, y ni aun dirijo la palabra a la muchedumbre. Mira, pues, si consientes
por tu parte en que yo te refute, comprometiéndote a responder a mis preguntas. Porque estoy
convencido de que tú y yo y todos los hombres, todos pensamos, que es un mal mayor cometer una
injusticia que sufrirla; así como el no ser castigado por sus crímenes lo es también más que el ser
castigado por ellos.
PÓLUX. —Yo sostengo, por el contrario, que esa no es mi opinión ni la de nadie. Tú mismo
¿preferirías que se te hiciese una injusticia a hacerla tú a otro?
SÓCRATES. —Sí, y tú lo mismo y todo el mundo.
PÓLUX. —Muy lejos de eso; ni tú, ni yo, ni nadie es de ese parecer.
SÓCRATES. —Pero ¿quieres responderme?
PÓLUX. —Consiento en ello, porque tengo gran curiosidad por saber lo que vas a decir.
SÓCRATES. —Si quieres saberlo, respóndeme, Pólux, como si comenzase por primera vez a
interrogarte. ¿Cuál es el mayor mal, a juicio tuyo: hacer una injusticia o sufrirla?
PÓLUX. —Sufrirla, en mi opinión.
SÓCRATES. —¿Qué es más feo: hacer una injusticia o sufrirla? Responde.
PÓLUX. —Hacerla.
SÓCRATES. —Si eso es lo más feo, es igualmente un mal mayor.
PÓLUX. —Nada de eso.
SÓCRATES. —Entiendo. ¿No crees, a lo que parece, que lo bello y lo bueno, lo malo y lo feo
sean la misma cosa?
PÓLUX. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y qué dices de esto? Todas las cosas bellas relativas al cuerpo, colores, figuras,
sonidos, profesiones, ¿las llamas bellas sin tener nada en cuenta? Y comenzando por los cuerpos
bellos, cuando dices que son bellos, ¿no es o con relación a su uso, a causa de la utilidad que se puede
sacar de cada uno, o en vista de un cierto placer, cuando su aspecto produce un sentimiento de alegría
en el alma de los que los miran? Fuera de esta, ¿hay alguna otra razón que te haga decir que un
cuerpo es bello? Yo conozco otras.
SÓCRATES. —¿No llamas, en igual forma, bellas todas las otras cosas, figuras, colores, en razón
del placer o de la utilidad que proporcionan, o de lo uno y de lo otro a la vez?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con los sonidos y con todo lo que pertenece a la música?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —De igual modo, lo bello, en las leyes y en otras cosas de la vida, no lo es por otra
razón que porque es útil o agradable o por ambas cosas a la vez.
PÓLUX. —Así me parece.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con relación a la belleza de las ciencias?
PÓLUX. —Sin duda; y defines bien lo bello, Sócrates, diciendo que es lo bueno o lo agradable.
SÓCRATES. —¿Lo feo, entonces, estará bien definido por las dos contrarias, diciendo que es lo
doloroso y lo malo?
PÓLUX. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Si de dos cosas bellas, una es más bella que otra, ¿no es porque la sobrepuja en
placer, o en utilidad, o en ambas cosas?
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y si de dos cosas feas, una es más fea que otra, será porque causa más dolor, o
más mal, o ambas cosas. ¿No es necesario que sea así?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Veamos ahora. ¿Qué decíamos antes tocante a la injusticia hecha o recibida? ¿No
decías tú, que es más malo sufrir una injusticia, y más feo cometerla?
PÓLUX. — Es cierto.
SÓCRATES. —Pues si es más feo hacer una injusticia que recibirla, es porque es más penoso, y
causa más dolor, o porque es un mayor mal, o por ambas cosas a la vez. ¿No es necesario que sea
así?
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —Examinemos, en primer lugar, si es más doloroso cometer una injusticia que
sufrirla, y si los que la hacen sienten más dolor que los que la sufren.
PÓLUX. —De ninguna manera, Sócrates.
SÓCRATES. —La acción de cometer una injusticia no sobrepuja entonces a la otra en cuanto al
dolor.
PÓLUX. —No.
SÓCRATES. —Si es así, tampoco la sobrepuja en cuanto al dolor y al mal a la vez. No me parece.
SÓCRATES. —Resta que la sobrepuje bajo el otro aspecto.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Bajo el aspecto del mal, ¿no es así?
PÓLUX. —Así parece.
SÓCRATES. —Puesto que la sobrepuja en cuanto al mal, es más malo hacer una injusticia que
sufrirla.
PÓLUX. —Es evidente.
SÓCRATES. —La mayor parte de los hombres ¿no lo reconocen?; y tú mismo ¿no has confesado
que es más feo cometer una injusticia que sufrirla?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿No acabamos de ver que es una cosa más mala?
PÓLUX. —Parece que sí.
SÓCRATES. —¿Preferirías tú lo que es más feo y más malo a lo que es menos? No tengas reparo
en responder, Pólux; que ningún mal te va a resultar; al contrario, entrégate sin temor a esta discusión
como a un médico; responde, y confiesa o niega lo que te pregunto.
PÓLUX. —No lo preferiría, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Hay alguien en el mundo que lo prefiera?
PÓLUX. —Me parece que no; por lo menos, teniendo en cuenta lo que acabamos de decir.
SÓCRATES. —Luego tenía yo razón cuando decía que ni tú, ni yo, ni nadie preferiría hacer una
injusticia a sufrirla, porque es una cosa más mala…
PÓLUX. —Así parece.
SÓCRATES. —Ya ves ahora, Pólux, que si comparas tu manera de refutar con la mia, en nada se
parecen. Todos los demás te conceden lo que asientas, excepto yo. A mí me basta tu sola confesión, tu
solo testimonio; yo no recojo otros votos que el tuyo, y me cuido poco de lo que los demás piensan.
Quede, pues, sentado este punto. Pasemos al examen del otro, sobre el que no estamos de acuerdo; a
saber, si el ser castigado por las injusticias que se han cometido es el mayor de los males, como tú
pensabas; o si es un mayor mal gozar de la impunidad, como yo creia. Procedamos de esta manera.
Sufrir la pena por una injusticia cometida y ser castigado con razón, ¿no son para ti una misma cosa?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Podrás negarme que todo lo que es justo, en tanto que es justo, es bello? Fíjate y
reflexiona antes de responder.
PÓLUX. —Me parece que así es, Sócrates.
SÓCRATES. —Atiende ahora a esto. Cuando alguno hace una cosa, ¿no es necesario que haya un
paciente que corresponda a este agente? Lo pienso así.
SÓCRATES. —Lo que el paciente sufre, ¿no es lo mismo y de la misma naturaleza que lo que
hace el agente? He aquí lo que quiero decir: si alguno hiere, ¿no es necesario que una cosa sea
herida?
PÓLUX. —Seguramente.
SÓCRATES. —Si hiere mucho o hiere de pronto, ¿no es necesario que la cosa sea herida en la
misma forma?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Lo que es herido experimenta, por lo tanto, una pasión de la misma naturaleza que
la acción del que hiere.
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —En igual forma, si alguno quema, es necesario que una cosa sea quemada.
PÓLUX. —No puede ser de otra manera.
SÓCRATES. —Y si quema mucho o de una manera dolorosa, que la cosa sea quemada
precisamente de la manera como se la quema.
PÓLUX. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —Lo mismo sucede si una cosa corta, porque precisamente ha de haber otra cosa
cortada.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Y si la cortadura es grande y profunda o dolorosa, la cosa cortada lo es
exactamente de la manera como se la corta.
PÓLUX. —Así parece.
SÓCRATES. —En una palabra, veamos si concedes, respecto a cualquiera otra cosa, lo que acabo
de decir; esto es que lo que hace el agente, lo sufre el paciente tal como el agente lo hace.
PÓLUX. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Hechas estas confesiones, dime si ser castigado es sufrir u obrar.
PÓLUX. —Necesariamente es sufrir, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Y procede de algún agente sin duda?
PÓLUX. —No hay para qué decirlo; procede del que castiga.
SÓCRATES. —El que castiga con razón, ¿no castiga justamente?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Hace, obrando así, una acción justa o no?
PÓLUX. —Hace una acción justa.
SÓCRATES. —De manera que el castigado, cuando se le castiga, sufre una acción justa.
PÓLUX. —Así parece.
SÓCRATES. —¿No hemos reconocido que todo lo que es justo es bello?
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —Lo que hace la persona que castiga y lo que sufre la persona castigada, es por
consiguiente bello.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Pero lo que es bello es al mismo tiempo bueno, porque o es agradable o es útil.
PÓLUX. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Así, lo que sufre el que es castigado, es bueno.
PÓLUX. —Parece que sí.
SÓCRATES. —Le es, por consiguiente, de alguna utilidad.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Y esta utilidad es como yo la concibo; es decir, que consiste en hacerse mejor en
cuanto al alma, si es cierto que es castigado con razón.
PÓLUX. —Es probable.
SÓCRATES. —Por lo tanto, el que es castigado se ve libre de la maldad, que está en su alma.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿No es librado por lo mismo del mayor de los males? Examina la cosa bajo este
punto de vista. ¿Conoces, con relación a la riqueza, otro mal mayor para el hombre que la pobreza?
PÓLUX. —No conozco otro.
SÓCRATES. —Y con relación a la constitución del cuerpo, ¿no llamas mal a la debilidad, a la
enfermedad, a la fealdad y de las demás cosas análogas?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Piensas, sin duda, que el alma tiene también sus males?
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —Estos males, ¿no son los que llamas injusticia, ignorancia, cobardía y otros
defectos semejantes?
PÓLUX. —Seguramente.
SÓCRATES. —Y estas tres cosas, la riqueza, el cuerpo y el alma, corresponden en tu opinión tres
males: la pobreza, la enfermedad y la injusticia.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —De estos tres males, ¿cuál es el más feo? ¿No es la injusticia, o para decirlo en una
palabra, el vicio del alma?
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —Si es el más feo, ¿no es el más malo?
PÓLUX. —¿Cómo entiendes eso, Sócrates?
SÓCRATES. —De esta manera. Como consecuencia de los precedentes, en que estamos de
acuerdo, lo más feo es siempre tal, o porque causa el más grande dolor o el más grande daño, o por
ambos motivos a la vez.
PÓLUX. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Pero no acabamos de reconocer, que la injusticia, y lo mismo todo vicio del
alma, es lo más feo posible?
PÓLUX. —En efecto, así lo hemos reconocido.
SÓCRATES. —¿Y no lo es tal, o porque no hay nada más doloroso, o porque no hay nada más
dañoso, o por una y otra razón a la vez?
PÓLUX. —Necesariamente.
SÓCRATES. —¿Pero es más doloroso ser injusto, intemperante, cobarde o ignorante, que ser
indigente o enfermo?
PÓLUX. —Me parece que no, Sócrates, teniendo en cuéntalo dicho.
SÓCRATES. —El vicio del alma es, por consiguiente, el más feo sino porque supera a los otros
en daño y en mal de un modo extraordinario y todo lo que es posible, puesto que no los supera en
cuanto al dolor.
PÓLUX. —Así parece.
SÓCRATES. —Pero lo que supera a todo en cuanto al daño, es el más grande de todos los males.
Sí.
SÓCRATES. —Luego la injusticia, la intemperancia y los demás vicios del alma son los más
grandes de todos los males.
PÓLUX. —Parece que sí.
SÓCRATES. —¿Qué arte nos libra de la pobreza? ¿No es la economía?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y de la enfermedad? ¿No es la medicina?
PÓLUX. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Y de la maldad y de la injusticia? Si no lo entiendes así, lo diré de otra manera.
¿Dónde y a casa de quién conducimos nosotros al que está enfermo?
PÓLUX. —A casa de los médicos, Sócrates.
SÓCRATES. —¿A dónde son conducidos los que se abandonan a la injusticia y al libertinaje?
PÓLUX. —Quieres decir probablemente que a casa de los jueces.
SÓCRATES. —¿No es para que se les castigue?
PÓLUX. —Sin duda.
SÓCRATES. —Los que castigan con razón, ¿no siguen en esto las reglas de una cierta justicia?
PÓLUX. —Es evidente.
SÓCRATES. —Asi la economía libra de la indigencia, la medicina de la enfermedad, la justicia de
la intemperancia y de la injusticia.[5]
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Pero de estas tres cosas de que hablas, ¿cuál es la más bella?
PÓLUX. —¿Qué cosas?
SÓCRATES. —La economía, la medicina y la justicia.
PÓLUX. —La justicia supera en mucho a las otras, Sócrates.
SÓCRATES. —Puesto que es la más bella, lo es porque proporciona un más grande placer Ó una
mayor utilidad, Ó por ambas cosas.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿Es cosa agradable ponerse en manos de los médicos? ¿Y el tratamiento que se da
a los enfermos, les causa placer?
PÓLUX. —Yo no lo creo.
SÓCRATES. —Pero es una cosa útil, ¿no es así?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Porque libra de un gran mal; de suerte que es ventajoso sufrir el dolor a fin de
recobrar la salud. Sin duda.
SÓCRATES. —¿El hombre, que en este estado se entrega en manos de los médicos, se halla en la
situación más dichosa posible con relación al cuerpo? ¿Ó es más bien el dichoso el que no está
enfermo?
PÓLUX. —Es evidente que el segundo es más feliz.
SÓCRATES. —En efecto, la felicidad no consiste, al parecer, en verse curado del mal, sino en no
tenerlo.
PÓLUX. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero de dos hombres enfermos, en cuanto al cuerpo o en cuanto al alma, ¿cuáles
el más desgraciado, aquel a quien se cuida, curándole de su mal; o aquel a quien no se pone en cura y
que continúa con su mal?
PÓLUX. —Me parece que es más desgraciado aquel a quien no se pone en cura.
SÓCRATES. —Así el castigo proporciona el verse libre del mayor de los males, de la maldad.
PÓLUX. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Porque obliga a volver en sí y hacerse justo; como que el castigo es la medicina
del alma.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —El más dichoso, por consiguiente, es aquel, que impide absolutamente la entrada
del mal en su alma; puesto que hemos visto, que este mal es el mayor de todos los males.
PÓLUX. —Es evidente.
SÓCRATES. —Después lo es el que se ha libertado de él.
PÓLUX. —Probablemente.
SÓCRATES. —El mismo que ha recibido consejos, reprensiones o sufrido castigos.
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el que abriga en sí la injusticia y no se libra de ella, es el que
pasa una vida más desgraciada.
PÓLUX. —Es lo más probable.
SÓCRATES. —¿Semejante hombre no es aquel, que habiéndose hecho culpable de los más
grandes crímenes, y permitiéndose las más terribles injusticias, prescinde y evita las reprensiones, las
correcciones y los castigos? Tal es, según decías, la situación de Arquelao, la de los demás tiranos, la
de los oradores, y la de todos los que gozan de un gran poder.
PÓLUX. —Parece que sí.
SÓCRATES. —Verdaderamente, mi querido Pólux, todas estas gentes hacen lo que aquel, que
viéndose acometido de las enfermedades más graves, hallase el medio de no sufrir que los médicos
le aplicaran el tratamiento oportuno para curar los vicios de su cuerpo, ni usase remedios, temiendo
como un niño la aplicación del hierro o del fuego por el mal que causan. ¿No te parece que es así?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —La raíz de semejante conducta está sin duda en la ignorancia de las ventajas de la
salud y de la buena constitución del cuerpo; y parece, si tenemos en cuenta nuestras precedentes
concesiones, que los que huyen del castigo Se conducen de la misma manera, mi querido Pólux; ven
lo que el castigo tiene de doloroso, pero están a ciegas en Cuanto a su utilidad; ignoran cuánto más
lamentable es vivir con un alma, no sana, sino corrompida, y además injusta e impía, que con un
cuerpo enfermo. Por esta razón hacen los mayores esfuerzos para escapar al castigo y para no verse
libres del mayor de los males; y sólo piensan en amontonar riquezas, procurarse amigos y en
adquirir el talento de la palabra y de la persuasión. Pero si todo aquello en que estamos de acuerdo es
cierto, Pólux, ¿ves ya lo que resulta de este discurso? ¿O quieres que deduzcamos juntos las
conclusiones?
PÓLUX. —Consiento en ello, a no ser que tú pienses otra cosa.
SÓCRATES. —¿No se sigue de aquí, que la injusticia es el más grande de los males?
PÓLUX. —Por lo menos, así me lo parece.
SÓCRATES. —¿No hemos visto que mediante el castigo nos libramos de este mal?
PÓLUX. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y que la impunidad no hace más que mantenerle?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —Cometer la injusticia no es, pues, más que el segundo mal en cuanto a la
magnitud; pero cometerla y no ser castigado, es el primero y el más grande de los males.
PÓLUX. —Así parece.
SÓCRATES. —Mi querido amigo, ¿no era este el punto sobre el que no opinábamos lo mismo?
Considerabas como dichoso a Arquelao, porque después de haberse hecho culpable de los mayores
crímenes, no sufría ningún castigo; y yo sostenía, por el contrario, que a Arquelao, y lo mismo a
otro cualquiera que no sufre castigo por las injusticias que comete, debe tenérsele por infinitamente
más desgraciado que ningún otro; que el autor de una injusticia es siempre más desgraciado que el
que la sufre; y el hombre malo, que queda impune, más que el que sufre el castigo. ¿No es esto lo que
yo decía?
PÓLUX. —Sí.
SÓCRATES. —¿No resulta demostrado que la verdad estaba de mi parte?
PÓLUX. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —Enhorabuena. Pero si esto es cierto, Pólux, ¿cuál es entonces la gran utilidad de la
Retórica? Porque es una consecuencia de nuestros razonamientos, que es preciso ante todo abstenerse
de toda acción injusta, porque es en sí un gran mal. ¿No es esto?
PÓLUX. —Seguramente.
SÓCRATES. —Y que si se ha cometido una injusticia, sea por uno mismo, sea por una persona
que nos interese, es preciso presentarse en el sitio, donde lo más pronto posible pueda recibir la
corrección conveniente, e ir apresuradamente en busca del juez, como si fuera un médico, no sea que
la enfermedad de la injusticia, llegando a estacionarse en el alma, engendre en ella una corrupción
secreta, que se haga incurable. ¿Qué otra cosa podemos decir, Pólux, si mantenemos las doctrinas que
hemos dejado sentadas? ¿No es necesario que lo que digamos concuerde con lo que hemos sentado
antes, y que no pueda pasarse por otro camino?
PÓLUX. —En efecto, ¿cómo es posible hablar de otro modo, Sócrates?
SÓCRATES. —La Retórica, Pólux, no nos es de ningún uso para defender, en caso de injusticia,
nuestra causa, como tampoco la de nuestros padres, de nuestros amigos, de nuestros hijos, de nuestra
patria: yo no veo que sea útil para otra cosa que para acusarse a sí mismo antes que nadie, y en
seguida a sus parientes y amigos tan pronto como hayan cometido alguna injusticia; para no ocultar
el crimen, antes bien para exponerlo a la luz del día, a fin de que el culpable sea castigado y recobre
la salud. En este caso sería preciso elevarse por encima de todos, haciéndose violencia, desechando
todo temor, y entregarse a cierra ojos y con corazón firme, como se entrega al médico para sufrir las
incisiones y quemaduras para consagrarse a la prosecución de lo bueno y de lo honesto, sin tener en
cuenta el dolor; de suerte que si la falta que se ha cometido merece latigazos, se presente a recibirlos;
si hierros, tienda las manos a las cadenas; si una multa, la pague; si destierro, se condene a él; y si la
muerte, la sufra; que sea el primero a deponer contra sí mismo y contra los suyos; que no se
favorezca a sí propio; y que para todo esto se valga de la Retórica, a fin de que, mediante la
manifestación de sus crímenes, llegue a verse libre del mayor de los males, de la injusticia.
¿Concederemos todo esto Pólux, o lo negaremos?
PÓLUX. —Todo esto me parece muy extraño, Sócrates. Sin embargo, quizá es una consecuencia
de lo que hemos dicho antes.
SÓCRATES. —Efectivamente, o hemos de echar abajo nuestros anteriores razonamientos, o
convenir en que esto es lo que resulta de ellos necesariamente.
PÓLUX. —Sí, así es la verdad.
SÓCRATES. —Se observará una conducta diametralmente opuesta, cuando se quiera causar mal a
alguno, sea enemigo o quien quiera que sea. Es preciso no exponerse a los tiros de su enemigo y
tratar de prevenirse contra ellos. Pero si él comete una injusticia para con otro, es preciso hacer los
mayores esfuerzos de palabra y de hecho, para sustraerle al castigo, e impedir que comparezca ante
los jueces; y en caso de que comparezca, hacer lo posible para librarle de la pena; de manera que si
ha robado una gran cantidad de dinero, no la vuelva, que la guarde y la emplee en gastos impíos e
injustos, para su uso y el de sus amigos; que si su crimen merece la muerte, no la sufra; y si puede
ser, que no muera nunca, sino que permanezca malvado y se haga inmortal; y sino que viva en el
crimen todo el tiempo que sea posible. He aquí, Pólux, para lo que la Retórica me parece útil; porque
para aquel, que no está en el caso de hacer ninguna injusticia, yo no veo que le pueda ser de una gran
utilidad, si es que alguna puede prestar, pues según vimos antes, la Retórica para nada es buena.
CALICLES. —Dime, Querefón ¿Sócrates habla seriamente o se burla?
QUEREFÓN. —Me parece, Calicles, que habla muy seriamente; pero nada más sencillo que
preguntárselo.
CALICLES. — ¡Por todos los dioses!, tienes razón; como que tengo deseos de hacerlo. Sócrates,
dime, ¿creeremos que has hablado sèriamente de todo esto, o que ha sido un puro pasatiempo?
Porque si hablas con sinceridad y lo que dices es verdad, la conducta que todos los presentes
observamos, ¿qué otra cosa es que un trastorno del orden y una serie de acciones contrarias, al
parecer, a nuestros deberes?
SÓCRATES. —Si los hombres, Calicles, estuviesen todos sujetos a las mismas pasiones, éstos de
una manera, aquellos de otra, pero teniendo cada uno de nosotros su pasión particular, diferente de la
de los demás, no sería fácil hacer conocer a otro lo que uno mismo experimenta. Digo esto, pensando
en que tú y yo nos vemos en este momento afectados de la misma manera, y que ambos amamos dos
cosas: yo a Alcibiades, hijo de Clinias, y a la filosofía; tú al pueblo de Atenas y al hijo de Pirilampo.
Observo todos los días que por más elocuente que seas, cualidad que yo te reconozco, cuando los
objetos de tu amor son de otro dictamen que tú, cualquiera que sea su manera de pensar, no tienes
fuerza para contradecirles, y que a placer suyo pasas de lo blanco a lo negro. En efecto, cuando
hablas a los atenienses reunidos, si sostienen que las cosas no son como tú dices, mudas en el
momento de opinión para conformarte con lo que dicen. Lo mismo te sucede con respecto al
precioso joven, al hijo de Pirilampo. No puedes resistir ni a sus deseos ni a sus discursos, de suerte
que si alguno, testigo del lenguaje que empleas ordinariamente para complacerle, se sorprendiese y
le encontrase absurdo, tú le responderías, si querías decir la verdad, que mientras el objeto de tus
amores y el pueblo no muden de opinión, tú no dejarías de hablar como hablas. Pues bien, figúrate
que la misma respuesta debes esperar de mí, y en lugar de asombrarte de mis discursos, lo que debes
hacer es comprometer a la filosofía, que son mis amores, a que no me inspire eso mismo. Porque
ella es, mi querido amigo, la que dice lo que me has oído, y es mucho menos atolondrada que el otro
objeto de mis amores. El hijo de Clinias habla tan pronto de una manera como de otra; pero la
filosofía usa siempre el mismo lenguaje. Lo que te parece en este momento tan extraño, procede de
ella; y tú has oído sus razonamientos. Por lo tanto, o refuta lo que decía ella antes por mi boca, o
prueba que cometer injusticias y vivir en la impunidad, después de haberlas cometido, no es el colmo
de todos los males; o si dejas subsistir ésta verdad en toda su fuerza, te juro por el Can,[6] dios de los
egipcios, que Calicles no se pondrá de acuerdo consigo mismo, y pasará su vida en una contradicción
perpetua. Sin embargo, me tendría mucha más cuenta, a mi parecer, que la lira de que haya de
servirme esté mal construida y poco de acuerdo consigo misma; que el coro de que haya de valerme
esté desentonado; y que la mayor parte de los hombres, en vez de pensar como yo, pensasen lo
contrario; que no el estar en desacuerdo conmigo mismo, y obligado a contradecirme.
CALICLES. —Me parecé, Sócrates, que sales triunfante en tus discursos, como si fueras un
declamador popular. Toda tu declamación se funda en que a Pólux ha sucedido lo mismo que él decía
que había acontecido a Gorgias contigo. Ha dicho, en efecto, que cuando tú preguntaste a Gorgias si,
en el supuesto de que alguno hubiera de ponerse bajo su dirección para aprender la Retórica, sin
tener conocimiento alguno de la justicia, le enseñaría lo que era esta justicia, Gorgias, no
atreviéndose a confesar la verdad, respondió que se lo enseñaría, diciendo esto a causa del uso
recibido entre los hombres, que tendrían por malo que se respondiera lo contrario; que esta respuesta
había puesto a Gorgias en contradicción consigo mismo, y que tú te habías complacido mucho de
ello; en una palabra, me pareció que se burlaba de ti con razón en éste punto. Pero he aquí que él se
encuentra ahora en el mismo caso que Gorgias. Yo te confieso que de ninguna manera estoy
satisfecho de Pólux en el hecho de haberte concedido que es más feo hacer una injusticia que sufrirla;
pues por haberte hecho esta confesión se ha visto embarazado en la disputa, y tú le has cerrado la
boca, porque no se ha atrevido a hablar según lo que piensa.
En efecto, Sócrates, con el pretexto de buscar la verdad, según tú dices, empeñas a aquellos con
quienes hablas en cuestiones propias de un declamador, y que tienen por objeto lo bello; no según la
naturaleza, sino según la ley. Pero en la mayor parte de las cosas la naturaleza y la ley se oponen
entre sí; de donde resulta, que si uno se deja llevar de la vergüenza y no se atreve a decir lo que
piensa, se ve obligado a contradecirse. Tú has percibido esta sutil distinción, y la haces servir para
tender lazos en la discusión. Si alguno habla de lo que pertenece a la ley, tú le interrogas sobre lo que
se refiere a la naturaleza; y si habla de lo que está en el orden de la naturaleza, tú le interrogas sobre
lo que está en el orden de la ley. Es lo que acabas de hacer con motivo dela injusticia sufrida y
cometida. Pólux hablaba de lo que es mas feo en este género, consultando la naturaleza. Tú, por el
contrario, te agarraste a la ley. Según la naturaleza, todo aquello que es más malo es igualmente más
feo. Sufrir, por tanto, una injusticia, es más feo que hacerla; pero según la ley es más feo cometerla.
Y en efecto, sucumbir bajo la injusticia de otro no es hecho propio de un hombre, sino de un vil
esclavo, para quien es más ventajoso morir que vivir, cuando, sufriendo injusticias y afrentas, no está
en disposición de defenderse a sí mismo, ni a las personas por las que tenga interés.
Respecto a las leyes, como son obra de los más débiles y del mayor número, a lo que yo pienso,
no han tenido al formarlas en cuenta más que a sí mismos y a sus intereses, y no aprueban ni
condenan nada sino con esta única mira. Para atemorizar a los fuertes, que podrían hacerse más e
impedir a los otros que llegaran a serlo, dicen que es cosa fea e injusta tener alguna ventaja sobre los
demás, y que trabajar por llegar a ser más poderoso es hacerse culpable de injusticia. Porque siendo
los más más débiles, creo que se tienen por muy dichosos, si todos están por un rasero. Por esta
razón es injusto y feo, en el orden de la ley, tratar de hacerse superior a los demás, y se ha dado a esto
el nombre de injusticia. Pero la naturaleza demuestra, a mi juicio, que es justo que el que vale más
tenga más que otro que vale menos, y el más fuerte más que el más débil. Ella hacer ver en mil
ocasiones que esto es lo que sucede, tanto respecto de los animales como de los hombres mismos,
entre los cuales vemos Estados y Naciones enteras, donde la regla de lo justo es que el más fuerte
mande al más débil y que posea más. ¿Con qué derecho Jerjes hizo la guerra a la Grecia, y su padre a
los escitas? Y lo mismo sucede con muchísimos ejemplos, que podrían citarse. En esta clase de
empresas se obra, yo creo, conforme a la naturaleza, y se sigue la ley de la naturaleza; aunque quizá
no se consulte la ley que los hombres han establecido. Nosotros escogemos, cuando son jóvenes, los
mejores y más fuertes; los formamos y los domesticamos como a leoncillos, valiéndonos de
discursos llenos de encanto y fascinación, para hacerles entender, que es preciso atenerse a la
igualdad, y que en esto consiste lo bello y lo justo. Pero yo me figuro que si apareciese un hombre,
dotado de grandes cualidades, que, sacudiendo y rompiendo todas estas trabas, encontrase el medio
de desembarazarse de ellas; que, echando por tierra vuestros escritos, vuestras fascinaciones,
vuestros encantamientos y vuestras leyes, contrarios todos a la naturaleza, aspirase a elevarse por
encima de todos, convirtiéndose de vuestro esclavo en vuestro dueño; entonces se vería brillar la
justicia, tal como la ha instituido la naturaleza. Píndaro me parece que viene a apoyar esta opinión en
la oda que dice: «pues la ley es la reina de los mortales y de los inmortales».
«Ella, prosigue, lleva consigo la fuerza, y con su mano poderosa la hace legítima. Juzgo de esto
por las acciones de Hércules que sin haberlas comprado…» Éstas son poco más o menos las palabras
de Píndaro, porque yo no sé de memoria la oda. Pero el sentido es que Hércules se llevó los bueyes
de Gerión, sin haberlos comprado, y sin que nadie se los diera; dando a entender, que esta acción era
justa consultando la naturaleza, y que los bueyes y todos los demás bienes de los débiles y de los
pequeños pertenecen de derecho al más fuerte y al mejor. La verdad es tal como yo la digo; tú mismo
lo reconocerás, si dejando aparte la filosofía, te aplicas a asuntos de mayor entidad. Confieso,
Sócrates, que la filosofía es una cosa entretenida cuando se la estudia con moderación en la juventud;
pero si se fija uno en ella más de lo que conviene, es el azote de los hombres. Por mucho genio que
uno tenga, si continúa filosofando hasta una edad avanzada, se le hacen necesariamente nuevas todas
las cosas, que uno no puede dispensarse de saber si quiere hacerse hombre de bien y crearse una
reputación. En efecto, los filósofos no tienen conocimiento alguno de las leyes que se observan en
una ciudad; ignoran cómo debe tratarse a los hombres en las relaciones publicas o privadas, que con
ellos se mantiene; no tienen ninguna experiencia de los placeres y pasiones humanas, ni, en una
palabra, de lo que se llama la vida. Así es que cuando se les encomienda algún negocio doméstico o
civil, se ponen en ridículo poco más o menos como los hombres políticos, cuando asisten a vuestras
controversias y a vuestras disputas. Porque nada más cierto que este dicho de Eurípides: «Cada cual
se aplica con gusto a las cosas para las que ha descubierto tener más talento; a ello consagra la mayor
parte del día, a fin de hacerse superior a sí mismo». Por el contrario, se aleja de aquellas en las que su
trabajo le ofrece malos resultados, y habla de ellas con desprecio; mientras que por amor propio
alaba las primeras, creyendo que así se alaba a sí mismo. Pero el mejor partido es, a mi entender,
tener algún conocimiento de las unas y de las otras. Es bueno tener una tintura de la filosofía, tanto
más, cuanto que la reclama el cultivo del espíritu, y no es vergonzoso para un joven el filosofar. Pero
cuando uno ha entrado en la declinación de la vida y continúa filosofando, se pone en ridículo,
Sócrates. Yo, a los que se aplican a la filosofía, los considero del mismo modo que a los que
balbucean y juguetean. Cuando lo veo en un niño, en quien es muy natural el tartamudear y el
divertirse, lo encuentro bien y me hace gracia, porque me parece muy en su lugar en aquella edad; así
como si oigo que un niño articula con precisión, me choca, me lastima el oído, y me parece ver en
esto cierto servilismo. Pero si es un hombre el que balbucea y enreda, esto se juzga por todos
ridículo, impropio de la edad y digno de castigo. Tal es mi manera de pensar respecto a los que se
consagran a la filosofía. Cuando veo a un joven consagrarse a ella, me encanta, me pongo en su
lugar, y juzgo que este joven tiene nobleza de sentimientos. Si, por el contrario, la desprecia, le
considero dotado de un alma pequeña, que nunca será capaz de una acción bella y generosa. Mas
cuando veo a un viejo que filosofa aún y que no ha renunciado a su estudio, le considero acreedor a
un castigo, Sócrates.
Como dije antes, por mucho genio que tenga, este hombre no puede menos de degradarse al huir
los sitios frecuentados de la ciudad y las plazas públicas, donde los hombres adquieren, según el
poeta,[7] celebridad; y al ocultarse, como suele hacer, para pasar el resto de sus días charlando en un
rincón con tres o cuatro jóvenes, sin que nunca salga de su boca ningún discurso noble; grande y que
valga la pena. Sócrates, yo pienso en tu bien y soy uno de tus amigos. En este momento se me figura
estar en la misma situación respecto de ti, que Zetos estaba respecto Amfión de Eurípides, de quien ya
hice mención; porque estoy casi tentado a dirigirte un discurso semejante al que Zetos dirigía a su
hermano. Desprecias, Sócrates, lo que debería ser tu principal ocupación, y haciendo el papel de
niño, rebajas un alma de tanto valor como la tuya. Tú no podrías dar un dictamen en las
deliberaciones sobre la justicia, ni penetrar lo que un negocio puede tener de más probable y
plausible, ni procurar a los demás un consejo generoso. Sin embargo, mi querido Sócrates (no te
ofendas de lo que voy a decirte, pues no tiene otro origen que mi cariño para contigo), ¿no adviertes
cuán vergonzoso es para ti el verte en la situación en que estoy persuadido que estás, lo mismo que
todos los demás que pasan todo el tiempo en el estudio de la filosofía? Si alguno en este momento te
echase mano, o la echase a los que siguen el mismo rumbo, y te condujese a una prisión, diciendo
que le has ocasionado un daño, aunque fuera falso, bien conoces cuán embarazado te verías; que se te
iría la cabeza y abrirías la boca todo lo grande que es sin saber qué decir. Cuando te presentaras
delante de los jueces, por despreciable y villano que fuera tu acusador, serías condenado a muerte, si
se empeñaba en conseguirlo. ¿Qué estimación, Sócrates, puede merecer un arte que reduce a la
nulidad a los que a él se dedican con las mejores cualidades, que les pone en estado de no poderse
socorrer a sí mismos, de no poder salvar de los mayores peligros, ni su persona, ni la de ningún
otro; que están expuestos a verse despojados de sus bienes por sus enemigos, y a arrastrar en su
patria una existencia sin honor? Es duro decirlo, pero a un hombre de estas condiciones puede
cualquiera abofetearle impunemente. Así créeme, querido mío; deja tus argumentos; cultiva los
asuntos bellos; ejercítate en lo que te dará la reputación de hombre hábil, abandonando a otros estas
vanas sutilezas, que suelen considerarse como extravagancias o puerilidades, y que concluirían por
reducirte a la miseria; y proponte por modelos, no los que disputan sobre esas frivolidades, sino las
personas que tienen bienes, que tienen crédito y que gozan de todas las ventajas de la vida.
SÓCRATES. —Si mi alma fuese de oro, Calicles, ¿no crees que sería un objeto de gran goce para
mí haber encontrado una de aquellas piedras excelentes que sirven para contrastar el oro; de manera
que aproximando mi alma a esta piedra, si el toque era favorable, reconociese sin dudar que estoy en
buen estado, y que no tengo necesidad de ninguna prueba?
CALICLES. —¿A qué viene esa pregunta, Sócrates?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo: creo haber encontrado en tu persona este dichoso hallazgo.
CALICLES. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Estoy seguro de que si tú te pones de acuerdo conmigo acerca de las opiniones
que yo tengo en el alma, estas opiniones son verdaderas. Observo, en efecto, que para examinar si un
alma se encuentra bien o mal, es preciso tener tres cualidades, que precisamente tú reúnes, y que son:
ciencia, benevolencia y franqueza. Encuentro a muchos que no son capaces de sondearme, porque no
son sabios como tú. Hay otros que son sabios, pero que como no se interesan por mí como tú, no
quieren decirme la verdad. En cuanto a estos dos extranjeros, Gorgias y Pólux, son hábiles ambos, y
ambos amigos mios; pero les falta decisión para hablar, y son más circunspectos de lo que conviene.
¿Cómo no han de serlo, si, por una indebida vergüenza, han llevado la timidez hasta el extremo de
contradecirse el uno al otro en presencia de tantas personas, y esto sobre objetos que son de los más
importantes? Tú, por el contrario, tienes por de pronto todo lo que los demás tienen. Eres
grandemente hábil, y en ello convendrán la mayor parte de los atenienses; y además, eres benévolo
para conmigo. He aquí por qué creo esto que digo. Sé, Calicles, que sois cuatro los que habéis
estudiado la filosofía juntos: tú, Tisandro de Afidne, Andrón, hijo de Androtión, y Nausicides de
Colargo. Os oí un día discutir hasta qué punto convenía cultivar la sabiduría, y tengo presente que el
dictamen que prevaleció, fue que no debía proponerse nadie llegar a ser un filósofo consumado; y
que mutuamente os encargasteis que cada cual procurara no hacerse demasiado filósofo, no fuera que
sin saberlo fuerais a perjudicaros. Hoy que al oírme me das el mismo conejo que el que diste a tus
más íntimos amigos, lo considero como una prueba decisiva del interés que tomas por mí. Que por
otra parte tienes lo que se necesita para hablar con toda libertad y no ocultarme nada por
encogimiento de genio, además de confesarlo tú mismo, el discurso que acabas de dirigirme lo
prueba perfectamente. Sentados estos preliminares, es evidente que lo que me concedas en esta
discusión sobre el objeto en que no estamos acordes, habrá pasado por una prueba suficiente de tu
parte y de la mia, y que no será necesario someterlo a nuevo examen; porque nada dejarás pasar, ni
por falta de luces, ni por exceso de encogimiento; ni tampoco harás ninguna concesión con intención
de engañarme, siendo mi amigo como dices. Así, pues, el resultado de tus concesiones y de las mias,
será la verdad plena y concreta. Ahora bien, de todas tus consideraciones, Calicles, la más preciosa
es, sin duda, la que concierne a los Objetos sobre los que me has dado una lección: qué se debe ser, a
qué es preciso dedicarse, y hasta qué punto, ya en la ancianidad, ya en la juventud. En cuanto a mí, si
el género di vida que yo llevo es reprensible en ciertos conceptos, vive persuadido de que la falta no
es voluntaria de mi parte, y que no reconoce otra causa que la ignorancia. No renuncies, pues, a
darme consejos, ya que con tan buen éxito has comenzado; pero explícame a fondo cuál es la
profesión que yo debo abrazar, y cómo tengo de gobernarme para ejercerla; y si después que nos
hayamos puesto de acuerdo, descubres con el tiempo que yo no soy fiel a mis compromisos, tenme
por un hombre sin palabra, y en lo sucesivo no me des más consejos, considerándome indigno de
ellos. Exponme de nuevo, te lo suplico, lo que tú y Píndaro entendéis por justo. Según dices, si se
consulta a la naturaleza, consiste en que el más poderoso tiene derecho a apoderarse de lo que
pertenece al más débil, el mejor para mandar al menos bueno, y el que vale más para tener más que el
que vale menos. ¿Tienes otra idea de lo justo? ¿O ha sido infiel mi memoria?
CALICLES. —Eso es lo que dije, y ahora lo sostengo.
SÓCRATES. —¿Es el mismo hombre al que llamas mejor y más poderoso? Porque te confieso
que no he podido comprender lo que querías decir, ni si por los más poderosos entendías los más
fuertes, y si es preciso que los más débiles estén sometidos a los más fuertes, como, a mi parecer
insinuaste al decir que los grandes Estados atacan a los pequeños en virtud del derecho de la
naturaleza, porque son más poderosos y más fuertes; todo lo que parece suponer, que más poderoso,
más fuerte y mejor son una misma cosa; ¿o puede suceder que uno sea mejor y al mismo tiempo más
pequeño y más débil; más poderoso e igualmente más malo? ¿O acaso el mejor y el más poderoso
están comprendidos en la misma definición? Distíngueme claramente si más poderoso, mejor y más
fuerte expresan la misma idea o ideas diferentes.
CALICLES. —Declaro terminantemente que estas tres palabras expresan la misma idea.
SÓCRATES. —En el orden de la naturaleza, ¿la multitud no es más poderosa que uno solo? Esta
misma multitud que, como decías antes, hace las leyes contra el individuo.
CALICLES. —Sin contradicción.
SÓCRATES. —Las leyes del mayor número son, por consiguiente, las de los más poderosos.
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —Y por consiguiente de los mejores; puesto que según tú, los más poderosos son
igualmente los mejores.
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Sus leyes son entonces bellas, conformes con la naturaleza, puesto que son las de
los más poderosos.
CALICLES. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Ahora bien, la generalidad ¿no cree que la justicia consiste, como tú decías hace
un momento, en la igualdad, y que es más feo cometer una injusticia que sufrirla? ¿Es cierto esto o
no? Y líbrate de mostrar aquí encogimiento. ¿No piensan los más que es justo tener tanto y no más
que los otros, y que es más feo hacer una injusticia que sufrirla? No rehúses responder a esta
pregunta, Calicles, a fin de que si convienes en ello, me afirme yo en mi opinión, viéndola apoyada
con el voto de un hombre competente.
CALICLES. —Pues bien, sí; la generalidad está en esa persuasión.
SÓCRATES. —Por lo tanto, no es sólo conforme a la ley, sino también conforme a la naturaleza,
que es más feo hacer una injusticia que sufrirla, y la justicia consiste en la igualdad. De manera que
resulta que tú no decías la verdad antes, y que me acusabas sin razón al sostener que la naturaleza y la
ley se oponían la una a la otra, que yo lo sabía muy bien, y que me servia de este conocimiento para
tender lazos en mis discursos, haciendo que recayera la disputa sobre la ley, cuando se hablaba de la
naturaleza, y sobre la naturaleza cuando se hablaba de la ley.
CALICLES. —Este hombre no cesará nunca de decir nimiedades. Sócrates, respóndeme: ¿no te da
rubor, a tu edad, andar a caza de palabras, y creer que has triunfado en la disputa por torcer el sentido
de una expresión? ¿Piensas que por los más poderosos entiendo otra cosa que los mejores? ¿No te be
dicho repetidamente, que tomo estos términos, mejor y más poderoso, en la misma acepción? ¿Te
imaginas, que pueda yo pensar que se deba tener por ley lo que se haya resuelto en una asamblea
compuesta de un montón de esclavos y de gentes de toda especie, que no tienen otro mérito quizá que
la fuerza de sus cuerpos?
SÓCRATES. —En buen hora, muy sabio Calicles. ¿Es así como tú lo entiendes?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Sospechaba efectivamente desde luego, querido mío, que tomabas el término, más
poderoso, en ese sentido, y yo no te interrogué sino por el deseo de conocer claramente tu
pensamiento; porque probablemente no crees que dos sean mejores que uno, ni tus esclavos mejores
que tú, porque son más fuertes. Dime de nuevo a quiénes llamas mejores, puesto que no son los más
fuertes; y por favor procura instruirme de una manera más suave, para que no me vaya de tu escuela.
CALICLES. —Te burlas, Sócrates.
SÓCRATES. —No, Calicles, no por Zeto, bajo cuyo nombre te burlaste antes de mí anchamente.
Pero adelante; dime a quiénes llamas tú mejores.
CALICLES. —Los que valen más.
SÓCRATES. —Observa que no dices más que palabras, y que no explicas nada. ¿No me dirás si
por los mejores y los más poderosos entiendes los más sabios ú otros semejantes?
CALICLES. —Sí, ¡por Júpiter!, eso es, precisamente.
SÓCRATES. —De esa manera, muchas veces un sabio es mejor a tu juicio que diez mil que no lo
son; a él es a quien corresponde mandar y a los otros obedecer; y en calidad de jefe debe saber más
que sus súbditos. He aquí, a mi parecer, lo que quieres decir, si es cierto que uno solo es mejor que
diez mil, y yo no estrujo las palabras.
CALICLES. —Es justamente lo que yo digo: y en mi opinión es justo, según la naturaleza, que el
mejor y más sabio mande, y que posea más que los que no tienen mérito.
SÓCRATES. —Mantente firme en eso. ¿Qué respondes ahora a lo siguiente? Si estuviéramos
muchos en un mismo sitio, como estamos aquí, y tuviéramos en común diferentes viandas y
diferentes bebidas; y nuestra reunión se compusiese de toda clase de gentes, los unos fuertes, los
otros débiles; y que uno entre nosotros, en su calidad de médico, tuviese más conocimiento que los
demás tocante al uso de estos alimentos; y que por otra parte fuese, como es probable, más fuerte que
unos y más débil que otros; ¿no es cierto que este hombre, siendo más sabio que los demás, será
igualmente el mejor y más poderoso con relación a estas cosas?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Porque es mejor, ¿deberá tener una parte mayor de alimentos que los demás? ¿O
más bien por su cualidad de jefe debe encargarse de la distribución de todo? Y en punto al consumo
de alimentos y de su uso para el sostenimiento de su propio cuerpo, ¿no es preciso que se abstenga de
tomar más que los demás, so pena de sentir alguna incomodidad?, ¿no debe tomar más que unos y
menos que otros, o menos que todos si es el más débil, aunque sea el mejor, Calicles? ¿No es así,
querido mío?
CALICLES. —Tú me hablas de alimentos, de brebajes, de medicinas y de otras necedades
semejantes. No es esto lo que yo quiero decir.
SÓCRATES. —¿No confiesas que el más sabio es el mejor? Concede o niega.
CALICLES. —Lo concedo.
SÓCRATES. —Y que el mejor debe tener más.
CALICLES. —Sí, pero no se trata de alimentos, ni de bebidas.
SÓCRATES. —Entiendo; quizá se trata de trajes; y es preciso que el más hábil en fabricar telas
lleve el traje más grande, y vaya cargado con un número mayor de vestidos y con los más preciosos.
CALICLES. —¿De qué trajes hablas?
SÓCRATES. —Al parecer el más entendido en hacer calzado y el que más sobresalga en este
género, es preciso que tenga más calzado que los otros; y el zapatero debe ir por las calles con más
zapatos y más grandes que los demás.
CALICLES. —¿Qué zapatos? ¡Tú chocheas!
SÓCRATES. —Si es esto lo que tienes en cuenta, quizá sea lo que voy a decir; por ejemplo: el
labrador entendido, sabio y hábil en el cultivo de las tierras debe tener más semillas y sembrar en sus
campos mucho más que los demás.
CALICLES. — Siempre sacas a colación las mismas cosas, Sócrates.
SÓCRATES. —No sólo las mismas cosas, sino sobre el mismo objeto.
CALICLES. — Pero ¡por todos los dioses! Sin cesar tienes en la boca los zapateros, bataneros,
cocineros, médicos, como si aquí se tratara de ellos.
SÓCRATES. —¿No me dirás, en fin, en qué debe ser más poderoso y más sabio aquel, a quien la
justicia autorice para tener más que los demás? ¿Consentirás que yo te sugiera la respuesta, o querrás
más bien darla tú?
CALICLES. —Ya hace tiempo que te lo dije. Por de pronto, por los más poderosos yo no
entiendo, ni los zapateros, ni los cocineros, sino los hombres entendidos en los negocios públicos y
en la buena administración del Estado; y no sólo entendidos, sino valientes, capaces de ejecutar los
proyectos que han concebido, sin cejar por molicie y debilidad de alma.
SÓCRATES. —Ya lo ves, mi querido Calicles, no son los mismos los cargos que uno a otro nos
hacemos. Tú me motejas porque digo siempre las mismas cosas, y lo calificas hasta de crimen. Y yo
me quejo, por el contrario, de que tú no hablas nunca de una manera uniforme sobre los mismos
objetos, y de que por los mejores y más poderosos entiendes tan pronto los más fuertes como los
más sabios. Y he aquí que ahora nos das una tercera definición, y al presente los más poderosos y los
mejores son en tu opinión los más valientes. Querido mío, dime de una vez a quiénes llamas mejores
y más poderosos y con relación a qué.
CALICLES. — Ya te he dicho, que son los hombres hábiles en los negocios políticos y valientes;
a ellos pertenece el gobierno de los Estados, y es justo que tengan más que los otros, puesto que ellos
mandan y éstos obedecen.
SÓCRATES. —¿Son, mi querido amigo, los que se mandan a sí mismos? ¿Ó en qué haces
consistir su imperio y su dependencia?
CALICLES. — ¿De qué hablas?
SÓCRATES. —Hablo de cada individuo, en tanto que se manda a sí mismo. ¿Es que no es
necesario ejercer ese imperio sobre sí mismo, sino solamente sobre los demás?
CALICLES. — ¿Qué entiendes por mandarse a sí mismo?
SÓCRATES. —Nada de extraordinario, sino lo que todo el mundo entiende; ser moderado, dueño
de sí mismo, y mandar en sus pasiones y deseos.
CALICLES. — ¡Estás encantador, Sócrates! Con el nombre de moderados vienes a hablarnos de
los imbéciles.
SÓCRATES. —¿Cómo? No hay nadie que no comprenda que no es eso lo que quiero decir.
CALICLES. — Es eso, Sócrates. En efecto, ¿cómo un hombre podría ser feliz si estuviera
sometido a algo, sea lo que sea? Pero voy a decirte con toda libertad en qué consiste lo bello y lo
justo en el orden de la naturaleza. Para pasar una vida dichosa es preciso dejar que las pasiones tomen
todo el crecimiento posible y no reprimirlas. Cuando estas han llegado a su colmo, es preciso
ponerse en situación de satisfacerlas con decisión y habilidad, y llenar cada deseo a medida que nace.
Es lo que la mayor parte de los hombres, a mi juicio, no pueden hacer; y de aquí nace que condenan a
todos aquellos que lo consiguen, ocultando, porque les da vergüenza, su propia impotencia. Dicen
que la intemperancia es una cosa fea; como dije antes, encadenan a los que han nacido con mejores
cualidades que ellos, y no pudiendo suministrar a sus pasiones con qué contentarlas, hacen el elogio
de la templanza y de la justicia por pura cobardía. Y a decir verdad, para el que ha tenido la fortuna de
nacer hijo de rey, o que ha tenido bastante grandeza de alma para procurarse alguna soberanía, como
una tiranía o un reinado, nada sería más vergonzoso y perjudicial que la templanza; toda vez que un
hombre de estas condiciones, pudiendo gozar de todos los bienes de la vida sin que nadie se lo
impida, sería un insensato si erigiese en sus propios dueños las leyes, los discursos y la censura del
público. ¿Cómo podía dejar de hacerle desgraciado esa pretendida belleza de la justicia y de la
templanza, puesto que le quitaba la libertad de dar más a sus amigos que a sus enemigos, y esto
siendo al mismo tiempo soberano en su propia ciudad? Tal es el estado de las cosas, Sócrates,
atendida la verdad, que es la que tú buscas, según dices. La molicie, la intemperancia, la licencia,
cuando nada les falta; he aquí en qué consisten la virtud y la felicidad. Todas esas otras bellas ideas y
esas convenciones, contrarias a la naturaleza, no son más que extravagancias humanas, en las que no
debe pararse la atención.
SÓCRATES. —Acabas, Calicles, de exponer tu opinión con mucho arranque y desenfado; te
explicas claramente sobre cosas que los demás piensan, es cierto, pero que no se atreven a decir. Te
conjuro a que no aflojes en manera alguna, a fin de que veamos en claro el género de vida que es
preciso abrazar. Dime: ¿sostienes que para ser tal como debe uno ser, no es preciso reñir con sus
pasiones, sino antes bien dejarlas que crezcan cuanto sea posible, y procurar por otra parte
satisfacerlas, y que en esto consiste la virtud?
CALICLES. — Sí, lo sostengo.
SÓCRATES. —Sentado esto, resulta que es un gran error el decir que los que no tienen necesidad
de nada son dichosos.
CALICLES. — De otro modo, nada sería más dichoso que las piedras y los cadáveres.
SÓCRATES. —Pero aun así sería una vida terrible esa de que hablas. En verdad, no me
sorprendería que lo que dice Eurípides fuese cierto: ¿Quién sabe si la vida es para nosotros una
muerte y la muerte una vida? Quizá nosotros morimos realmente, como he oído decir a un sabio, que
pretendía que nuestra vida actual es una muerte y nuestro cuerpo una tumba, y que esta parte del alma
donde residen las pasiones es naturalmente tornadiza en sus opiniones y susceptible de pasar de un
extremo al otro. Un hombre de talento, siciliano quizá o italiano,[8] explicando esto mediante una
fábula, en lo que era muy entendido, haciendo alusión al hombre, llamaba a esta parte del alma un
tonel, a causa de la facilidad con que cree y se deja persuadir,[9] y llamaba a los insensatos profanos
que no han sido iniciados. Comparaba la parte del alma de estos insensatos, en la que residen las
pasiones, en cuanto es intemperante y no puede retener nada, a un tonel sin fondo, a causa de su
insaciable avidez. Este hombre, Calicles, decía, en contra de tu opinión, que de todos los que están en
el infierno (entendía por esta palabra lo invisible),[10] los más desgraciados son estos profanos, que
llevan a un tonel agujereado el agua, que sacan con una criba igualmente agujereada. Ésta criba,
decía, explicándome su pensamiento, es el alma; y designaba por una criba el alma de estos
insensatos, para demostrar que está agujereada, y que la desconfianza y el olvido no le permiten
retener nada. Toda esta explicación es bastante extravagante. Sin embargo, ella patentiza lo que yo
quiero darte a conocer, para ver si puedo conseguir que mudes de opinión y que prefieras a una vida
insaciable y disoluta una vida arreglada, que se contenta con lo que se venga a la mano, y que no
desea más. ¿He ganado, en efecto, terreno sobre tu espíritu, y volviendo sobre ti mismo crees que los
hombres moderados son más dichosos que los relajados; o es cosa que nada he adelantado, y que aun
cuando refiriera muchas explicaciones mitológicas como ésta no por eso estás más dispuesto a
mudar de opinión?
CALICLES. —Dices verdad en cuanto al último punto, Sócrates.
SÓCRATES. —Permite que te proponga un nuevo emblema, que es de la misma escuela que el
precedente. Mira, si lo que dices de estas dos vidas, la moderada y la desarreglada, no es como si
supusieses que dos hombres tienen un gran número de toneles; que los toneles de uno están en buen
estado y llenos, éste de vino, aquél de miel, un tercero de leche, y los demás de otros muchos licores;
que, por otra parte, los licores son raros, difíciles de adquirir, y que no se puede uno hacer con ellos
sino con muchas dificultades; que una vez llenados los toneles no haya ningún derrame ni tenga el
dueño ninguna inquietud, y en este punto esté muy tranquilo; y que el otro pueda también, aunque con
la misma dificultad, hacerse con los mismos licores que el primero, pero que, por lo demás, estando
sus toneles agujereados y podridos, se vea en la precisión de estarlos renovando día y noche,
viéndose agitado con continuas molestias. Siendo este cuadro la imagen de una y otra vida, ¿dirás que
la del libertino es más dichosa que la del moderado? ¿Será posible que no convengas aún en que la
condición del segundo es preferible a la del primero? ¿O no causa esto ninguna impresión en tu
espíritu?
CALICLES. —Ninguna, Sócrates; porque este hombre, cuyos toneles permanecen llenos, no
disfruta ningún placer, y desde que los ve una vez llenos se verifica lo que dije antes: que vive el
dueño como una piedra, sin sentir en adelante ni placer ni dolor. Al contrario, la dulzura de la vida
consiste en derramar cuanto sea posible.
SÓCRATES. —¿No es necesario que si mucho se vierte, mucho se derrame, y no son precisos
grandes agujeros para estos derramamientos?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —La condición de que hablas no es ciertamente la de un cadáver o de una piedra,
sino que es la de un abismo. Además, dime: ¿no reconoces lo que se llama tener hambre, y comer
teniendo hambre?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Lo mismo que tener sed y beber teniendo sed?
CALICLES. — Sí; y sostengo que es vivir dichoso el experimentar estos deseos y otros
semejantes, y estar en situación de poderlos satisfacer.
SÓCRATES. —Muy bien, querido mío; continúa como has comenzado, y estate alerta, no sea que
la vergüenza se apodere de ti. Y también es preciso, por mi parte, que no me ruborice. Por lo pronto,
dime: ¿es vivir dichoso tener sarna y comezón, tener que rascarse en grande y pasar toda su vida en
este rascamiento?
CALICLES. —¡Qué absurdos dices, Sócrates, y qué hablador eres!
SÓCRATES. —Pues así impuse silencio e hice ruborizar a Pólux y a Gorgias. Tú, a fe que no hay
miedo de que te acobardes ni te ruborices, porque eres demasiado valiente; pero responde a mi
pregunta.
CALICLES. —Digo que el que se rasca vive agradablemente.
SÓCRATES. —Y si su vida es agradable, ¿no es dichosa?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Bastará que experimente comezón sólo en la cabeza? ¿O es preciso que le sienta
en alguna otra parte? Contéstame. Mira, Calicles, lo que respondes, si se han de llevar las cuestiones
de este género tan lejos cuanto puedan ir. Y para decirlo de una vez, concedido esto, ¿no es triste,
vergonzosa y miserable la vida de los hombres corrompidos? ¿Te atreverás a sostener que estos
hombres son dichosos, si tienen medios abundantes para satisfacer sus apetitos?
CALICLES. —¿No te avergüenzas, Sócrates, de hacer recaer la conversación sobre semejantes
objetos?
SÓCRATES. —¿Soy yo, querido mío, el que da motivo, o lo es el que sienta resueltamente por
base que el que siente placer, de cualquier naturaleza que sea, es dichoso, sin hacer ninguna distinción
entre los placeres honestos y los inhonestos? Explícame aún esto. ¿Pretendes que lo agradable y lo
bueno son una misma cosa? ¿O admites que hay cosas agradables, que no son buenas?
CALICLES. —Para que no haya contradicción en mi discurso, como la habría si dijera que lo uno
es diferente de lo otro, respondo que son la misma cosa.
SÓCRATES. —Echas a perder todo lo que se ha dicho precedentemente, y ya no podremos decir
que buscamos la verdad con sinceridad, si falseas tu pensamiento, mi querido Calicles.
CALICLES. —Tú me das el ejemplo, Sócrates.
SÓCRATES. —Si es así, yo obro mal lo mismo que tú. Pero mira, querido mío, si el bien sólo
consiste en el placer, cualquiera que él sea; porque si esta opinión es verdadera, resultan, al parecer,
todas las consecuencias vergonzosas, que acabo de indicar con palabras embozadas y otras muchas
semejantes.
CALICLES. —Sí, a lo que tú crees, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Y tú, Calicles, aseguras de buenas a buenas que esto es cierto?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Combatiré esta opinión considerando que la sostienes formalmente?
CALICLES. — Muy formalmente.
SÓCRATES. —En buen hora. Puesto que es tal tu manera de pensar, explícamelo. ¿No hay una
cosa a que llamas ciencia?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿No hablaste antes del valor unido a la ciencia?
CALICLES. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿No los has distinguido, en cuanto el valor es otra cosa que la ciencia?
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —Pero el placer, ¿es lo mismo que la ciencia, o difiere de ella?
CALICLES. —Difiere de ella, muy discreto Sócrates.
SÓCRATES. —Y el valor, ¿es igualmente diferente del placer?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Aguarda, para que se nos grave esto en la memoria: Calicles de Acarnea sostiene
que lo agradable y lo bueno son una misma cosa, y que la ciencia y el valor son diferentes entre sí, y
ambos, de lo bueno. Sócrates de Alopeces, ¿conviene o no en esto? No conviene.
SÓCRATES. —Tampoco creo yo que Calicles consienta en ello cuando reflexione seriamente
sobre sí mismo. Porque dime, ¿no crees que la manera de ser de los que son dichosos es contraria a
la de los desgraciados?
CALICLES. — Sin duda.
SÓCRATES. —Puesto que estas dos maneras de ser son opuestas, ¿no es necesario que suceda
con ellas lo que con la salud y con la enfermedad? Porque el mismo hombre no está al mismo tiempo
sano y enfermo, y no pierde la salud al mismo tiempo que está libre de la enfermedad.
CALICLES. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Lo siguiente: tomemos por ejemplo la parte del cuerpo que quieras. ¿No se padece
algunas veces una enfermedad que se llama oftalmía?
CALICLES. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —Es claro que al mismo tiempo no se tienen los ojos sanos.
CALICLES. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¡Y qué! Cuando uno se cura de la oftalmía, ¿pierde la salud de los ojos, y se ve
uno privado a la vez de lo uno y de lo otro?
CALICLES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Porque eso sería prodigioso y absurdo. ¿No es así?
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —Pero a mi entender, lo uno viene y lo otro se va sucesivamente.
CALICLES. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No debe decirse otro tanto de la fuerza y de la debilidad?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y lo mismo de la velocidad y de la lentitud?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Se adquieren, pues, a la vez y se pierden uno en pos de otro los bienes y los
males, la felicidad y la desgracia?
CALICLES. —Si, ciertamente.
SÓCRATES. —Y así, si descubrimos algunas cosas que se pierden y se poseen al mismo tiempo,
¿no será prueba evidente de que no son ni un mal ni un bien? ¿Confesaremos esto? Examínalo bien
antes de responder.
CALICLES. —Sin dudar lo confieso.
SÓCRATES. —Volvamos, pues, a lo que convinimos antes. ¿Has dicho del hambre que era una
sensación agradable o dolorosa? Hablo del hambre tomada en sí misma.
CALICLES. —Sí, es una sensación dolorosa. Y comer con hambre es una cosa agradable.
SÓCRATES. —Ya entiendo; pero el hambre en sí misma ¿es dolorosa o no?
CALICLES. —Digo que lo es.
SÓCRATES. —¿Y la sed también, sin duda?
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —¿Necesito hacerte nuevas preguntas? ¿O convienes en que toda necesidad y todo
deseo son dolorosos?
CALICLES. —Convengo en ello; no interrogues más.
SÓCRATES. —En buen hora. Beber teniendo sed, ¿no es, en tu opinión, una cosa agradable?
CALICLES. — Sí.
SÓCRATES. —¿No es cierto que tener sed causa dolor?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Beber ¿no es procurarse la satisfacción de una necesidad y un placer?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Luego beber es tener un placer.
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Lo es porque se tiene sed.
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Es decir, porque se experimenta dolor?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —De aquí resulta que cuando dices; beber, teniendo sed, es como si dijeses: sentir
placer, experimentando dolor. Estas dos sensaciones ¿no concurren al mismo tiempo y en el mismo
lugar, ya del alma, ya del cuerpo, como quieras, porque esto, a mi parecer, nada significa? ¿Es cierto
o no?
CALICLES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero ¿no has confesado que es imposible ser desgraciado al mismo tiempo que
uno es dichoso?
CALICLES. —Y lo sostengo aún.
SÓCRATES. —Acabas de reconocer también que se puede experimentar placer sintiendo dolor.
CALICLES. —Así parece.
SÓCRATES. —Luego sentir placer no es ser dichoso, ni sentir dolor ser desgraciado; y por
consiguiente, lo agradable es distinto de lo bueno.
CALICLES. —Yo no sé qué razonamientos capciosos empleas, Sócrates.
SÓCRATES. —Tú lo sabes muy bien, pero disimulas, Calicles. Todo es una broma de tu parte.
Pero pasemos adelante, para que veas en claro hasta qué punto eres sabio tú que me das consejos. ¿No
se cesa al mismo tiempo de tener sed y sentir el placer que se tiene en beber?
CALICLES. —No entiendo nada de lo que dices.
GORGIAS. —No hables así, Calicles; responde aunque sea sólo por respeto a nosotros, a fin de
que concluya esta disputa.
CALICLES. —Sócrates es siempre el mismo, Gorgias. Se vale de preguntas ligeras, que nada
importan, y después os refuta.
GORGIAS. —¿Qué te importa? No es cosa que te atañe, Calicles. Tú te has comprometido a dejar
a Sócrates argumentar a su manera.
CALICLES. —Continúa, pues, tus lacónicas y minuciosas preguntas, puesto que tal es el dictamen
de Gorgias.[11]
SÓCRATES. —Tienes la fortuna, Calicles, de haberte iniciado en los grandes misterios antes de
estarlo en los pequeños. Yo no hubiera creído que fuese esto permitido. Vuelve ahora al punto en que
lo dejaste, y dime si no se cesa al mismo tiempo de tener sed y de sentir placer.
CALICLES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿No se pierde, asimismo, a la vez la sensación del hambre y de los otros deseos y
la del placer?
CALICLES. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Se cesa al mismo tiempo de tener dolor y placer?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Ahora bien, no se pueden perder a la Tez, y de ello estás convencido, los bienes y
los males. ¿Convienes aún en esto?
CALICLES. — Sin duda; ¿qué se sigue de ahí?
SÓCRATES. —Se sigue de aquí, mi querido amigo, que lo bueno y lo agradable, lo malo y lo
doloroso, no son la misma cosa, puesto que se cesa al mismo tiempo de experimentar los unos y no
los otros, y esto prueba su diferencia. ¿Cómo, en efecto, lo agradable puede ser lo mismo que lo
bueno, y lo doloroso que lo malo? Examina aún esto, si quieres, de otra manera; porque no creo que
estés tampoco de acuerdo contigo mismo. Veámoslo. ¿No llamas buenos a los que son buenos a causa
del bien que hay en ellos, como llamas bellos a aquellos en quienes se encuentra la belleza?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Pero ¿llamas hombres de bien a los insensatos y a los cobardes? No hacías eso
antes, sino que dabas este nombre a los valientes inteligentes. ¿Sostienes aún que estos son los
hombres de bien?
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —¿No has visto, en la alegría, jóvenes desprovistos de razón? Sí.
SÓCRATES. —¿No has visto igualmente, en la alegría, hombres hechos que eran insensatos?
CALICLES. —Así lo pienso. ¿Pero a qué vienen estas preguntas?
SÓCRATES. —A nada; continúa respondiendo.
CALICLES. —Los he visto.
SÓCRATES. —¿Y no has visto hombres razonables en la tristeza y la alegría?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Cuáles sienten más vivamente la alegría y el dolor, los inteligentes o los
insensatos?
CALICLES. —No creo que haya gran diferencia.
SÓCRATES. —Me basta eso. ¿No has visto en la guerra hombres cobardes?
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —Cuando los enemigos se retiraban, ¿cuáles te han parecido manifestar más alegría,
los cobardes o los valientes?
CALICLES. —Me parecía que tan pronto los unos como los otros se regocijaban más, o por lo
menos casi igualmente.
SÓCRATES. —Eso nada importa. Los cobardes, ¿sienten, pues, igualmente alegría?
CALICLES. —Mucho.
SÓCRATES. —¿Y los insensatos lo mismo, a lo que parece?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Cuando el enemigo avanza, ¿son los cobardes solos los que se entristecen, o son
también los valientes?
CALICLES. —Los unos y los otros.
SÓCRATES. —¿Se entristecen igualmente?
CALICLES. —Los cobardes se entristecen más.
SÓCRATES. —Y cuando el enemigo se retira, ¿no son también ellos los más alegres?
CALICLES. —Quizá.
SÓCRATES. —De esa manera los insensatos y los sabios, los cobardes y los valientes, sienten el
dolor y el placer casi igualmente, por lo que tú dices, y los cobardes más que los valientes.
CALICLES. —Lo sostengo.
SÓCRATES. —Pero los sabios y los valientes son buenos; los cobardes y los insensatos son
malos.
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Los buenos y los malos experimentan entonces el placer y el dolor poco más o
menos igualmente. Lo sostengo.
SÓCRATES. —¿Pero los buenos y los malos son poco más o menos igualmente buenos o malos?
O más bien, los malos ¿no son mejores y peores que los buenos?
CALICLES. —¡Por Júpiter! No sé lo que dices.
SÓCRATES. —¿No sabes que has dicho que los buenos son buenos por la presencia del bien, y
los malos son malos por la del mal, y que el placer es un bien y el dolor un mal?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —El bien o el placer se encuentran en los que sienten la alegría, y al tiempo mismo
que la sienten.
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Luego los que sienten placer son buenos a causa de la presencia del bien?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Pero el mal y el dolor, ¿no se encuentran en los que sienten pena?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Sostienes aún que los malos son malos a causa de la presencia del mal?
CALICLES. —Lo sostengo aún.
SÓCRATES. —De manera que los que experimentan alegría, son buenos; y los que experimentan
dolor, malos.
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —Lo son más, si estas sensaciones son vivas; menos, si son más débiles; e
igualmente, si son iguales.
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿No pretendes que los sabios y los insensatos, los cobardes y los valientes, sienten
placer y dolor poco más o menos de igual modo; y aún más los cobardes?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Saca conmigo las consecuencias que se deducen de estas premisas concedidas;
porque es cosa muy preciosa, como suele decirse, considerar y decir basta dos y tres veces las cosas
bellas. Reconocemos que el sabio y el valiente son buenos; ¿no es así?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y que el insensato y el cobarde son malos?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Además, que el que gusta del placer, es bueno.
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —El que siente dolor, malo. Necesariamente.
SÓCRATES. —En fin, que el bueno y el malo experimentan igualmente placer y dolor, y el malo
quizá más.
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Luego el malo se hace igualmente bueno, y si quiere mejor que el bueno. Esto y lo
que se ha dicho antes ¿no es todo consecuencia necesaria de la opinión de los que confunden lo bueno
y lo agradable? ¿No son inevitables estas Consecuencias, Calicles?
CALICLES. —Ha mucho tiempo, Sócrates, que te escucho y te concedo muchas cosas,
reflexionando al mismo tiempo, que si se te concede algo, aunque sea por vía de pasatiempo, te
apoderas de ello con el mismo anhelo que los niños. ¿Piensas que mi opinión o la de cualquiera otro
hombre no es que los placeres son los unos mejores y los otros peores?
SÓCRATES. —¡Ah!, ¡ah, Calicles, eres muy astuto! Me tratas como un niño, diciéndome tan
pronto que las cosas son de una manera como de otra, y sólo procuras engañarme. No creía, cuando
comenzamos, que tuvieras semejante intención, porque te tenía por mi amigo. Pero me he
equivocado, y veo claramente que necesito contentarme, según el antiguo viejo proverbio, con las
cosas tales como son y tales como me las presentas. Dices ahora, al parecer, que unos placeres son
buenos y otros malos, ¿no es así?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Los buenos son ventajosos y los malos dañosos? Sin duda.
SÓCRATES. —¿Los ventajosos son, sin duda, los que procuran algún bien, y los malos los que
causan un mal?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Hablas de los placeres que voy a decirte, como por ejemplo, respecto del cuerpo,
los que se experimentan al comer y al beber? ¿Y no tienes por buenos los que procuran al cuerpo la
salud, la fuerza, o cualquiera otra cualidad semejante; y por malos los que engendran las cualidades
contrarias?
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con los dolores, siendo unos buenos y otros malos?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No debemos escoger y proporcionarnos los placeres y los dolores que causan
bien?
CALICLES. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y huir de los que causan mal?
CALICLES. —Es evidente.
SÓCRATES. —Porque, silo tienes presente, hemos convenido Pólux y yo en que en todas las
cosas se debe obrar en vista del bien. ¿Piensas igualmente, como nosotros, que el bien es el fin de
todas las acciones, y que todo lo demás a él debe referirse y no él referirse a todo lo demás? ¿Unes tu
voto a los nuestros?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Así, es preciso hacer todas las cosas, hasta las agradables, en vista del bien; y no
el bien en vista de lo agradable.
CALICLES. — Sin duda.
SÓCRATES. —¿Está cualquiera en estado de discernir, entre las cosas agradables, las buenas de
las malas? ¿Ó bien hay necesidad para esto de una persona experta en cada asunto?
CALICLES. —Hay necesidad de eso.
SÓCRATES. —Recordemos aquí lo que he dicho antes con este motivo a Pólux y Gorgias. Decía
yo, si lo recuerdas, que hay ciertas industrias que sólo proporcionan placer y, limitándose a
procurarlo, ignoran lo que es bueno y lo que es malo; y que hay otras que tienen este conocimiento.
Entre las industrias que tienen por objeto los placeres del cuerpo he puesto la cocina, no como un
arte, sino como una rutina; y he contado la medicina entre las artes que tienen el bien por objeto.
¡Pero en nombre de Júpiter, que preside a la amistad! No creo, Calicles, que debas divertirte
conmigo, ni responderme contra tu pensamiento lo que se te viene a la boca, ni tomar lo que yo digo
por una fruslería. Ya ves que nuestra conversación versa sobre una materia muy importante. ¿Y qué
hombre, en efecto, si tiene algún discernimiento, mostrará por cualquier objeto, sea el que sea,
mayor celo que por el de saber de qué manera debe de vivir; si debe abrazar la vida a la que tú le
invitas, y obrar como debe obrar un hombre, según tú, discurriendo delante del pueblo reunido,
ejercitándose en la Retórica y administrando los negocios públicos de la manera que hoy se
administran; o si debe preferir la vida consagrada a la filosofía; y en qué esta vida difiere de la
precedente? Quizá es mejor distinguir la una de la otra, como quise hacer antes; y después de
haberlas separado y haber convenido nosotros en que son dos vidas diferentes, examinar en qué
consiste esta diferencia y cuál de las dos debe ser preferida. Quizá no comprendes aún lo que quiero
decir.
CALICLES. —No, verdaderamente.
SÓCRATES. —Voy a explicártelo con mayor claridad. Estamos de acuerdo en qué existen lo
bueno y lo agradable, y en que lo agradable es distinto de lo bueno; y además en que hay ciertas
industrias y ciertos modos de procurarlos, que tienden los unos a la adquisición de lo agradable, los
otros a la de lo bueno. Comienza, por lo pronto, por concederme o por negarme este punto.
CALICLES. —Lo concedo.
SÓCRATES. —Veamos si me concedes igualmente que lo que yo decía a Pólux y a Gorgias te ha
parecido cierto. Les decía que la industria del cocinero no me parecía arte, sino una rutina; y que, por
el contrario, la medicina es un arte; fundándome para esto en que la medicina ha estudiado la
naturaleza del objeto sobre que se ejerce, conoce las causas de lo que ella hace, y puede dar razón de
cada una de sus operaciones; mientras que la cocina, consagrada por entero a los aderezos del placer,
tiende a este objeto sin ser dirigida por ninguna regla, y sin haber examinado ni la naturaleza del
placer, ni los motivos de sus operaciones; que está desprovista de razón; no da cuenta, por decirlo
así, de nada, y no es más que un hábito, una rutina, un simple recuerdo, que se conserva, de lo que se
acostumbra a practicar, y mediante el cual se procura el placer. Considera, por lo pronto, si esto té
parece exacto; y en seguida, si con relación al alma hay profesiones semejantes, caminando las unas
según las reglas del arte, y teniendo cuidado de procurar a aquella lo que le es ventajoso; y
desentendiéndose otras de este punto, y como dije antes respecto al cuerpo, ocupándose únicamente
del placer del alma y de los medios de procurarlo, sin examinar en manera alguna cuáles son los
buenos y los malos placeres, y pensando sólo en todo lo que afecte al alma agradablemente, sea o no
ventajoso para ella. Yo pienso, Calicles, que hay profesiones de esta clase, y digo que una de ellas es
la adulación, tanto con relación al cuerpo, como con relación al alma, como con relación a
cualquiera otra cosa a la que procure placer, sin hacer la menor indagación acerca de lo que la es
perjudicial o útil. ¿Eres tú del mismo dictamen que yo, o de opinión contraria?
CALICLES. —No, pero te concedo esto a trueque de que se termine la disputa y por complacer a
Gorgias.
SÓCRATES. —La adulación de que yo hablo, ¿tiene lugar respecto a un alma y no respecto a dos
o a muchas?
CALICLES. —Tiene lugar respecto a dos y a muchas.
SÓCRATES. —De esa manera se puede tratar de complacer a una multitud de almas reunidas, sin
cuidarse de lo que es más ventajoso para ellas.
CALICLES. —Así lo pienso.
SÓCRATES. —¿Podrías decirme cuáles son las profesiones que producen este efecto? O mejor,
si lo prefieres, yo te interrogaré, y a medida que te parezca que una profesión es de este género, tú
dirás: sí; y si juzgas que no lo es, dirás: no. Comencemos por el tocador de flauta. ¿No te parece,
Callcles, que esta profesión aspira sólo a procurar placer, y que no se cuida de otra cosa?
CALICLES. — Me lo parece.
SÓCRATES. —¿No formas el mismo juicio de todas las profesiones semejantes a ésta, como la
del tocador delira en los juegos públicos?
CALICLES. — Sí.
SÓCRATES. —¿No dirás otro tanto del canto de los coros y de la composición de los
ditirambos? ¿Crees que Cinesias, hijo de Méles, se cuide mucho de que sus cantos sirvan para hacer
mejores a los que los escuchan, y que aspire a otra cosa que a agradar a la multitud de espectadores?
CALICLES. — Eso es evidente, Sócrates, respecto a Cinesias.
SÓCRATES. —¿Y su hijo Méles? ¿Piensas que cuando cantaba, acompañado de la lira, tenía en
cuenta el bien? ¿No éralo agradable lo que tenía presente, hasta en el caso mismo de que su canto no
satisficiera a los espectadores? Examínalo bien. ¿No crees que todos los cantos con acompañamiento
de lira y todas las composiciones ditirámbicas han sido inventados para causar placer?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Y la tragedia, este poema imponente y admirable, ¿a qué tiende? Todos sus
esfuerzos, todos sus cuidados ¿no tienen a juicio tuyo por objeto único el agradar al espectador? O
cuando presenta algo de agradable y gracioso, pero que al mismo tiempo es malo, ¿procura
suprimirlo, y por el contrario, cuando se trata de algo desagradable, pero que es al mismo tiempo
útil, procura declamarlo y cantarlo sin cuidarse de que los espectadores experimenten o no placer?
¿Cuál de estas dos tendencias es a juicio tuyo la de la tragedia?
CALICLES. —Es claro, Sócrates, que se inclina más del lado del placer y del entretenimiento del
espectador.
SÓCRATES. —¿No acabamos de ver, Calicles, que todo esto no es más que adulación?
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —Pero si se quitase de la poesía, cualquiera que ella sea, el canto, el ritmo y la
medida, ¿quedaría otra cosa que las palabras?
CALICLES. —No.
SÓCRATES. —Estas palabras ¿no se dirigen a la multitud y al pueblo reunido?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —La poesía, por lo tanto, es una especie de declamación popular.
CALICLES. —Así parece.
SÓCRATES. —Es una Retórica, por consiguiente, esta declamación popular; porque ¿no te
parece que los poetas hacen en el teatro el papel de los oradores?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Por lo tanto, hemos encontrado una Retórica para el pueblo, es decir, para los
niños, las mujeres, los hombres libres y los esclavos, todos reunidos, Retórica de que no hacemos
gran caso, puesto que hemos dicho que no es otra cosa que una adulación.
CALICLES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Muy bien. ¿Y qué juicio formaremos de esta Retórica, hecha para el pueblo de
Atenas y para los demás pueblos, compuestos de personas libres? ¿Te parece, que los oradores se
proponen en sus arengas producir el mayor bien, y encaminar mediante sus discursos a sus
conciudadanos hacia la virtud, en cuanto les es posible? ¿O bien los oradores, procurando complacer
a sus conciudadanos y despreciando el interés público para ocuparse sólo de su interés personal, sólo
se conducen con los pueblos como si fueran niños, con el fin único de complacerles, sin inquietarse
en lo más mínimo pensando en si se harán mejores o peores?
CALICLES. —Aquí hay que hacer una distinción. Unos oradores hablan teniendo en cuenta el
interés público, y otros son como tú dices.
SÓCRATES. —Esa concesión me basta. Porque si hay dos maneras de arengar, una de ellas es una
adulación y una práctica vergonzosa, y la otra es honesta, que es la que trabaja para hacer mejores las
almas de los ciudadanos, y que se dedica en todas las ocasiones a decir lo que es más ventajoso, sea
bien o mal recibido por los espectadores. Pero tú nunca has visto una Retórica semejante; y si puedes
nombrar algún orador de estas condiciones, ¿por qué no me dices su nombre?
CALICLES. —¡Por Júpiter! Yo no conozco ninguno entre los actuales.
SÓCRATES. —Pero ¿no podrás nombrarme entre los antiguos uno siquiera de quien se haya
dicho, que los atenienses se hicieron mejores, desde que comenzó a arengarles, o que, por lo menos
continuaron siendo buenos, como lo eran antes? Porque yo no veo quién haya podido ser.
CALICLES. —¿Cómo? ¿No oyes decir que Temístocles fue un hombre de bien, como lo fueron
Cimón, Milcíades y este Pericles, que falleció hace poco, y cuyos discursos tú mismo has oído?
SÓCRATES. —Si la verdadera virtud consiste, como has dicho, Calicles, en contentar sus
pasiones y las de los demás, entonces tienes razón. Pero si no es así; si, como nos hemos visto
precisados a reconocer en el curso de esta discusión, la virtud consiste en satisfacer aquellos de
nuestros deseos, que, satisfechos, hacen al hombre mejor, y no conceder nada a los que le hacen peor;
y si, por otra parte, existe un arte destinado a esto, ¿podrás decirme si alguno de los que acabas de
citarme puede merecer el título de virtuoso?
CALICLES. —No sé qué respuesta darte.
SÓCRATES. —Tú la encontrarás, si la buscas con cuidado. Examinemos con toda calma si
alguno de ellos ha sido virtuoso. ¿No es cierto que el hombre virtuoso, que en todos sus discursos
tiene en cuenta sólo el bien, no hablará a la aventura, y que siempre se propondrá un fin? El orador se
conducirá, como todos los artistas, que, aspirando a la perfección de su obra, no toman a la aventura
lo que emplean para ejecutarla, sino que escogen lo que es más acomodado para darla la forma que
deba tener. Por ejemplo; si echas una mirada sobre los pintores, los arquitectos, los constructores de
naves, en una palabra, sobre cualquiera artista, verás que todos ellos colocan en cierto orden todo lo
que les viene bien, y obligan a cada parte a adaptarse y amoldarse a todas las demás hasta que el todo
reúne la armonía, la forma y la belleza que debe tener. Lo que los otros artistas hacen con relación a
su obra, esos da que antes hablamos, quiero decir, los maestros de gimnasia y los médicos, lo hacen
con relación al cuerpo, manteniendo en él el orden y el concierto debido. ¿Reconocemos o no que
esto es así?
CALICLES. —En buen hora, que sea así.
SÓCRATES. —¿No es buena uña casa, en la que reinan el orden y el arreglo, y si reina el
desorden no es mala?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —¿No debe decirse otro tanto de una nave?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —El mismo lenguaje usamos respecto a nuestro cuerpo.
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y nuestra alma, ¿será buena, si está desarreglada? ¿No lo estará, más bien, si todo
está en ella en orden y en debida regla?
CALICLES. —No puede negarse eso en vista de las concesiones precedentes.
SÓCRATES. —¿Qué nombre se dará al efecto que producen la regla y el orden con relación al
cuerpo? Lo llamas probablemente salud y fuerza.
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Procura ahora encontrar y decirme en igual forma el nombre del efecto, que la
regla y el orden producen en el alma.
CALICLES. —¿Por qué no lo dices tú mismo, Sócrates?
SÓCRATES. —Si lo prefieres, lo diré; pero espero, que si juzgas que tengo razón, convengas en
ello; y si no, me rebatas y no dejes pasar nada. Me parece, pues, que se da el nombre de saludable a
todo lo que mantiene en el cuerpo el orden de donde nacen la salud y las demás cualidades corporales
buenas. ¿Es o no cierto esto?
CALICLES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Y que se llama legítimo y ley todo lo que mantiene en el alma el orden y la regla,
mediante los que se forman los hombres morigerados y justos, y cuyo efecto es la justicia y la
templanza. ¿Lo concedes o lo niegas?
CALICLES. —Sea así.
SÓCRATES. —Por lo tanto, un buen orador, el que se conduce según las reglas del arte, aspirará
siempre a este objeto en los discursos que dirija a las almas y en todas sus acciones; si hace al pueblo
alguna concesión, la hará sin perder de vista este objeto; y si le priva de alguna cosa, lo hará por el
mismo motivo. Su espíritu estará constantemente ocupado en buscar los medios propios para hacer
que nazca la justicia en el alma de sus conciudadanos, y que se destierre la injusticia; en hacer
germinar en ella la templanza, y descartar la intemperancia; en introducir en ella todas las virtudes, y
excluir todos los vicios. ¿Convienes en esto?
CALICLES. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿De qué sirve, en efecto, Calicles, a un cuerpo enfermo y mal dispuesto que le
presenten viandas en abundancia y las bebidas más exquisitas o cualquiera otra cosa, que, según las
buenas reglas, no le es más ventajoso que dañoso, y quizá menos? ¿No es verdad?
CALICLES. —En buen hora.
SÓCRATES. —Porque no creo que sea una ventaja para un hombre vivir con un cuerpo
enfermizo, puesto que necesariamente ha de arrastrar en semejante situación una vida desgraciada.
¿No es así?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Así es que los médicos dejan generalmente a los sanos la libertad de satisfacer sus
apetitos, como la de comer lo que quieran cuando tienen hambre, y lo mismo la de beber cuando
tienen sed. Pero no permiten casi nunca a los enfermos saciarse de lo que desean. ¿Concedes
igualmente esto?
CALICLES. —Sí. Pero, querido mío, ¿no debe observarse la misma conducta respecto al alma?
Quiero decir, que mientras es mala, es decir, insensata, intemperante, injusta, impía, se la debe alejar
de lo que desea y sólo permitirla lo que la puede hacer mejor. ¿Es esta tu opinión?
CALICLES. —Es mi opinión.
SÓCRATES. —Porque esto es lo más ventajoso para el alma.
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero tener a alguno lejos de lo que desea, ¿no es corregirle?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Entonces vale más para el alma ser corregida, que vivir en la licencia, como tú lo
pensabas hace un momento.
CALICLES. —No comprendo nada de lo que dices, Sócrates; interroga a otro.
SÓCRATES. —He aquí un hombre, que no puede sufrir lo que se hace en su obsequio, ni aguantar
la cosa misma de que hablamos, es decir, la corrección.
CALICLES. —Yo he hecho poco aprecio de todos tus discursos; y si te he respondido, ha sido por
complacer a Gorgias.
SÓCRATES. —Sea así. ¿Pero qué haremos ahora? ¿Dejaremos esta discusión imperfecta?
CALICLES. —Lo que quieras.
SÓCRATES. —Pero se dice comúnmente, que no es permitido dejar incompletos ni aun los
cuentos, y que es preciso ponerles cabeza para que no marchen acéfalos de un lado a otro. Responde
a lo que resta por decir, para que no quede sin cabeza esta conversación.
CALICLES. —¡Eres apremiante, Sócrates! Si me creyeras, debías renunciar a esta disputa o
acabarla con otro.
SÓCRATES. —¿Qué otro ha de querer? Por favor, no abandonemos este discurso sin acabarle.
CALICLES. —¿No podrías acabarlo tú solo, ya hablando sin interrumpirte o ya respondiéndote a
ti mismo?
SÓCRATES. —No, por temor de que me suceda lo que a Epicarmo, y que no sea yo capaz de
decir solo lo que dos hombres estaban diciendo. Veo claramente que por necesidad tendré que llegar
a ese punto; pero si tomamos este partido, pienso que, por lo menos, todos los que estamos aquí
presentes, debemos estar ansiosos de conocer lo que hay de verdadero y de falso en el punto que
tratamos, porque es de interés común que el asunto se ponga en claro. Así, pues, voy a exponer lo que
pienso en esta materia. Si alguno advierte que reconozco como verdaderas cosas que no lo son, que
me interrumpa y me combata; porque yo no hablo como un hombre que está seguro de lo que dice,
sino que busco con vosotros y en común la verdad. Por lo tanto, si me parece que el que me niega
algo, tiene razón, seré el primero a ponerme de acuerdo con él. Por lo demás, yo no os propongo
esto sino en el concepto de que creáis que es preciso terminar la disputa; si no sois de esta opinión,
dejémosla en este estado y vámonos de aquí.
GORGIAS. — En cuanto a mí, Sócrates, no opino que debamos retirarnos sin que concluyas tu
discurso, y lo mismo creo que piensan los demás. Estaré complacido si te oigo exponer lo que te falta
por decir.
SÓCRATES. —Y yo, Grorgias, con el mayor gusto continuaré la conversación con Calicles,
basta que le baya vuelto el dicho de Amfión por el de Zetos. Pero toda vez que tú, Calicles, no quieres
acabar la disputa conmigo, escúchame por lo menos, y cuando diga yo algo que no te parezca en su
lugar, interrúmpeme; y si me pruebas que no tengo razón, no me enfadaré contigo; por el contrario,
te tendré por mi mayor bienhechor.
CALICLES. —Habla, querido mío, y acaba.
SÓCRATES. —Escucha, pues; voy a tomar nuestra disputa desde el principio. ¿Lo agradable y lo
bueno son una misma cosa? No, según hemos convenido Calicles y yo. ¿Debe hacerse lo agradable
en vista de lo bueno, o lo bueno en vista de lo agradable? Es preciso hacer lo agradable en vista de lo
bueno. ¿No es lo agradable lo que causa en nosotros un sentimiento de placer en el acto mismo en
que gozamos; y lo bueno, lo que nos hace buenos mediante su presencia? Sin duda. Ahora bien,
nosotros somos buenos y como nosotros todas las demás cosas que son buenas, a causa de la
presencia de alguna virtud. Esto me parece incontestable, Calicles. Pero la virtud de cualquier cosa,
sea mueble, cuerpo, alma, animal, no se encuentra en ella así a la aventura de una manera perfecta;
ella debe su origen al arreglo, a la colocación, al arte que conviene a cada una de estas cosas. ¿Es esto
cierto? Yo digo que sí. La virtud de cada cosa está por consiguiente arreglada y colocada con orden.
Yo convendría en ello. Así es que un cierto orden propio de cada cosa es lo que la hace buena, cuando
se encuentra en ella. Ésta es mi opinión. Por consiguiente, el alma en que se encuentra el orden que la
conviene, es mejor que aquella en que no hay ningún orden. Necesariamente. Pero el alma en la que
reina el orden está arreglada. ¿Cómo no lo ha de estar? El alma está arreglada, está dotada de
templanza. Es absolutamente necesario. Luego el alma dotada de templanza es buena. Yo no podría
oponerme a esto, mi querido Calicles. Mira si tienes tú algo que oponer; dímelo.
CALICLES. — Prosigue, querido mío.
SÓCRATES. —Digo, pues, que si el alma dotada de templanza es buena, la que está en una
disposición del todo contraria, es mala. Esta alma es la insensata e intemperante.
CALICLES. — Sin duda.
SÓCRATES. —El hombre moderado cumple con todos sus deberes para con los dioses y para
con los hombres, porque no sería templado si no los llenase. Es indispensable que así suceda.
Cumpliendo los deberes para con sus semejantes, hace acciones justas; y cumpliéndolos para con los
dioses, hace acciones santas. Cualquiera, que hace acciones justas y santas, es necesariamente justo y
santo. Esto es cierto. También necesariamente es valiente; porque no es propio de un hombre
templado, ni perseguir ni huir lo que no debe perseguir ni huir; sino que cuando el deber lo exige, es
preciso que deseche, que abrace, que lleve con paciencia las cosas y las personas, el placer y el dolor.
De manera que es absolutamente necesario, Calicles, que el hombre templado, siendo, como hemos
visto, justo, valiente y santo, sea por completo hombre de bien; que siendo hombre de bien, todas sus
acciones sean buenas y honestas; y que obrando bien, sea dichoso; y que, por el contrario, el malo,
cuyas acciones son malas, sea desgraciado; y el malo es el que está en una disposición contraria a la
del hombre templado; es el libertino, cuya condición alabas. He aquí lo que yo tengo por cierto, lo
que aseguro como verdadero. Y si esto es cierto, no tiene, a mi parecer, otro partido que tomar el que
quiera ser dichoso, que amar la templanza y ejercitarse en ella, y huir con todas sus fuerzas de la vida
licenciosa; debe obrar de manera que no tenga necesidad de corrección; y si la necesitase, ya él
mismo, ya alguno de sus allegados, ya en la vida privada o ya en los negocios públicos, es preciso
que sufra un castigo, y que se corrija, si desea ser dichoso. Tal es, a mi parecer, el objeto hacia el cual
debe dirigir su conducta, encaminando todas sus acciones y las del Estado a este fin; que la justicia y
la templanza reinen en el que aspira a ser dichoso; Y es preciso guardarse de dar rienda suelta a sus
pasiones, de esforzarse en satisfacerlas, lo cual es un mal que no tiene remedio, y expone a pasar una
vida de bandido. En efecto, un hombre de esta clase no puede ser amigo de los demás hombres ni de
los dioses; porque es imposible que tenga ninguna relación con ellos, y donde no existe relación, no
puede tener lugar la amistad. Los sabios, Calicles, dicen que un lazo común une al cielo con la tierra,
a los dioses con los hombres, por medio de la amistad, de la moderación, de la templanza y de la
justicia; y por esta razón, querido mío, dan a este universo el nombre de Orden[12] y no el de
desorden o licencia. Pero con toda tu sabiduría me parece no fijas la atención en esto, puesto que no
ves que la igualdad geométrica tiene mucho poder entre los dioses y los hombres. Así crees que es
preciso aspirar a tener más que los demás y despreciar la geometría. En buen hora.
Es preciso entonces, o refutar lo que acabo de decir, y probar que no es uno dichoso por la
posesión de la justicia y de la templanza, y desgraciado por el vicio; o si este razonamiento es
verdadero, es preciso examinar lo que de él resulta. Y lo que resulta, Calicles, es todo lo que dije
antes, que fue sobre lo que me preguntaste si hablaba seriamente, cuando senté que era preciso, en
caso de injusticia, acusarse a sí mismo, acusar a su hijo, a su amigo y servirse de la Retórica a este
fin. Y lo que tú has creído que Pólux me había concedido por pura complacencia, era verdad, a saber:
que, así como es más feo, así es también más malo hacer una injusticia que recibirla. No es menos
cierto que para ser un buen orador es preciso ser justo y estar versado en la ciencia de las cosas
justas, que es lo que Pólux dijo también que Gorgias me había concedido por pura complacencia.
Siendo esto así, examinemos algún tanto las objeciones que tú me haces, y si tienes o no razón para
decirme que no estoy yo en situación de defenderme a mí mismo ni a ninguno de mis amigos o
parientes, y librarme de los mayores peligros; que estoy, como los hombres declarados infames, a
merced del primero que llegue y quiera abofetearme (este era tu lenguaje), o arrancarme mis bienes,
o desterrarme de la ciudad, o, en fin, hacerme morir; y que no es posible cosa más fea que
encontrarse en semejante situación. Tal era tu opinión. He aquí la mia, que he manifestado ya más de
una vez, pero que no hay inconveniente en repetirla. Sostengo, Calicles, que no es lo más feo el verse
uno injustamente abofeteado, o mutilado el cuerpo, o cercenados los bienes, sino que es mucho más
feo y más malo que me abofeteen y me arranquen injustamente lo que me pertenece; porque robarme,
apoderarse de mi persona, allanar mi morada, en una palabra, cometer cualquiera especie de
injusticia contra mí o contra lo que es mio, es una cosa más mala y más fea para el autor de la
injusticia, que para mí que la sufro. Estas verdades que, a mi parecer, han sido demostradas en todo el
curso de esta polémica, están, a mi juicio, atadas y ligadas entre sí, valiéndome de una expresión un
poco grosera quizá, con razones de hierro y diamante. Si no conseguís romperlas, tú o otro más
vigoroso que tú, no es posible hablar sensatamente sobre estos objetos, si se habla de otra manera que
como yo lo hago. Porque repito lo que he dicho siempre en esta materia, a saber: que no tengo
certidumbre de que lo que digo sea verdadero; pero de todos cuantos han conversado conmigo, en la
forma que los dos acabamos de hacerlo, ninguno de ellos ha podido evitar ponerse en ridículo desde,
el momento en que ha intentado sostener una opinión contraria a la mía. Por lo tanto, supongo que mi
opinión es la verdadera; y si lo es, y la injusticia es el mayor de todos los males para el que la
comete; y si por grande que sea este mal, hay otro más grande aún, síes posible, que es el no ser
castigado por las injusticias cometidas; ¿qué clase de auxilio es él que no puede uno considerarse
incapaz de procurarse a sí mismo sin caer en el ridículo? ¿No es el auxilio, cuyo efecto es separar de
nosotros el mayor de los daños? Sí, y lo más feo, incontestablemente, es el no poder proporcionar
este auxilio a sí mismo, ni a sus amigos, ni a sus parientes. Es preciso poner en segundo lugar, en
razón de fealdad, la impotencia de evitar el segundo mal; en tercero, la impotencia de evitar el
tercero, y así sucesivamente, en proporción con la magnitud del mal. Todo lo que tiene de bello
poder evitar cada uno de estos males, lo tiene de feo el no poder hacerlo. ¿Es esto así, como yo digo,
Calicles, o es de otra manera?
CALICLES. — Es como tú dices.
SÓCRATES. —De estas dos cosas, cometer la injusticia y sufrirla, siendo la primera en nuestra
opinión un mayor mal, y la segunda uno menor; ¿qué es lo que el hombre deberá procurar hacer para
ponerse en situación de auxiliarse a sí mismo, y gozar de la doble ventaja de no cometer ni sufrir
ninguna injusticia? ¿Es el poder o la voluntad? Quiero decir lo siguiente. Pregunto si, para no sufrir
ninguna injusticia, basta no quererlo; o si es preciso hacerse bastante poderoso para ponerse al
abrigo de toda injusticia.
CALICLES. —Es claro que no llegará a estar seguro, sino haciéndose poderoso.
SÓCRATES. —Y con relación al otro punto, esto es, el de cometer la injusticia, ¿es bastante no
quererlo para no cometerla, de suerte que efectivamente no se cometerá? ¿O es preciso adquirir
además para esto cierto poder, cierto arte, de modo que si no se le aprende y se le lleva a la práctica,
se habrá de incurrir en injusticia? ¿Por qué no me respondes a esto, Calicles? ¿Crees que cuando
Pólux y yo nos pusimos de acuerdo en que nadie comete una injusticia voluntariamente, sino que
todos los malos son tales a pesar suyo, nos hemos visto forzados a hacer concesión por buenas
razones o no?
CALICLES. —Paso por esto, Sócrates, a fin de que termines tu discurso.
SÓCRATES. — Es preciso, pues, a lo que parece procurarse igualmente un cierto poder y cierto
arte, para no cometer injusticia.
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero ¿cuál es el medio de asegurarse en todo o parte contra la injusticia, que
pueda proceder de un tercero? Mira si en este punto eres de mi opinión. Creo que es preciso tener una
plena autoridad en su ciudad, en calidad de soberano o de tirano, o ser amigo de los que gobiernan.
CALICLES. —Ahí tienes, Sócrates, cómo estoy dispuesto a aprobar cuando hablas en regla. Lo
que acabas de decir me parece bien dicho.
SÓCRATES. —Examina si lo que yo añado es menos cierto. Me parece, según han dicho antiguos
y sabios personajes, que lo semejante es amigo de su semejante todo lo que es posible. ¿No piensas tú
lo mismo?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Donde quiera que se encuentra un tirano salvaje y sin educación, si hay en la
ciudad algún ciudadano mejor que él, le temerá; y nunca le será afecto con toda su alma.
CALICLES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Este tirano tampoco amará a ningún ciudadano de mérito muy inferior al suyo,
porque le despreciará; y jamás sentirá por él la afección que se siente por un amigo.
CALICLES. —También eso es cierto.
SÓCRATES. —El único amigo que le queda, por consiguiente, único, a quien dispensará su
confianza, es aquel que siendo del mismo carácter, aprobando y reprobando las mismas cosas, se
avendrá a obedecerle y vivir sometido a sus caprichos. Este hombre gozará de gran crédito en la
ciudad, y nadie le dañará impunemente. ¿No es así?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Si alguno de los jóvenes de esta ciudad se dijese a sí mismo: ¿de qué manera
podré yo alcanzar un gran poder y ponerme al abrigo de toda injusticia? El camino para llegar a ello,
a mi parecer, es acostumbrarse desde luego a alabar y vituperar las mismas cosas que el tirano, y
esforzarse por adquirir la más perfecta semejanza con él. ¿No es cierto?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Por este medio se pondrá bien pronto fuera de los tiros de la injusticia, y se hará
poderoso entre sus conciudadanos.
CALICLES. —Seguramente.
SÓCRATES. —¿Pero será esto igualmente una garantía de que no cometerá injusticias? ¿Ó estará
muy lejos de ser así, si se parece a su señor que es injusto, y tiene un gran poder cerca de él? Yo creo
que todos sus hechos tenderán a ponerse en situación de cometer las mayores injusticias, sin temor de
que le sobrevenga ningún castigo. ¿No es así?
CALICLES. —Así parece.
SÓCRATES. —Tendrá por consiguiente en sí mismo el más grande de los males, teniendo el
alma enferma y degradada por su semejanza con el tirano y por su poder.
CALICLES. —Yo no sé, Sócrates, qué secreto posees para volver y revolver el razonamiento en
todos sentidos. ¿Ignoras que este hombre, que se modela por el tirano, hará morir, si lo estima
conveniente, y despojará de sus bienes al que no le imite?
SÓCRATES. —Ya lo sé, mi querido Calicles, y sería preciso que fuese sordo para ignorarlo,
después de haberlo oído más de una vez de tu boca, de la de Pólux y de la de casi todos los habitantes
de esta ciudad. Pero escúchame ahora. Convengo en que condenará a muerte a quien quiera, pero él
será un hombre malo, y aquel a quien haga morir será un hombre de bien.
CALICLES. —¿Pues no es esto precisamente lo más triste?
SÓCRATES. —No, por lo menos para el hombre sensato, como lo prueba este discurso. ¿Crees
que el hombre debe aplicarse a vivir el mayor tiempo posible, y aprender las artes que nos salven de
los mayores peligros en todas las situaciones de la vida, como la Retórica, que me aconsejas que
estudie y que es una prenda de seguridad en los tribunales?
CALICLES. —Sí, ¡por Júpiter! Y es este un buen consejo que te doy.
SÓCRATES. Y —bien, querido mío, el arte de nadar, ¿te parece muy apreciable?
CALICLES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Sin embargo, salva a los hombres de la muerte, cuando se encuentra en
circunstancias, en que hay necesidad de acudir a este arte. Pero si este te parece despreciable, voy a
citarte otro más importante: el arte de dirigir las naves, que no sólo salva las almas sino también los
cuerpos y los bienes de los mayores peligros, como la Retórica. Este arte es modesto y nada
pomposo; no presume ni hace ostentación de producir efectos maravillosos; y aunque nos
proporciona las mismas ventajas que el arte oratorio, no exige, según creo, más que dos óbolos por
traernos sanos y salvos desde Egina a aquí; y si es desde Egipto o desde el Ponto, por un beneficio
tan grande y por haber conservado todo lo que acabo de decir, nuestra persona y nuestros bienes,
nuestros hijos y nuestras mujeres, no nos exige más que dos dracmas después de ponernos en tierra
en el puerto. En cuanto a la persona que poseé este arte, y que nos ha hecho un servicio tan grande,
después que desembarca, se pasea con aire modesto a lo largo de la ribera y de su buque; porque se
dice a sí mismo, a lo que yo imagino, que no sabe a qué pasajeros ha hecho bien impidiendo que se
sumergieran en el agua, y a quiénes ha hecho mal, sabiendo bien como sabe que ellos no han salido
de su buque mejores que entraron, ni respecto del cuerpo ni respecto del alma. El razona de esta
manera: si alguno, cuyo cuerpo esté atacado de enfermedades graves e incurables, no se ha ahogado
en el agua, es una desgracia para él el no haberse muerto, y no me debe ninguna consideración. Y si
alguno tiene en su alma, que es mucho más preciosa que su cuerpo, una multitud de males incurables,
¿es un bien para él vivir y se hace un servicio a un hombre de esta clase, salvándole del mar, o de las
manos de la justicia o de cualquier otro peligro? Por el contrario, el piloto sabe que no es ventajoso
para el hombre malo el vivir, porque necesariamente ha de vivir desgraciado.
He aquí por qué no está en uso que el piloto haga alarde de su arte, aunque le debamos nuestra
salud; de la misma manera, mi querido amigo, que el maquinista, que en ciertos lances puede salvar
tantas cosas, no digo como el piloto, sino como el general de ejército o cualquiera otro, sea el que
sea, puesto que algunas veces conserva y salva ciudades enteras. ¿Pretenderías compararle con el
abogado? Sin embargo, Calicles, si quisiese él usar el mismo lenguaje que tú, y alabar su arte, te
oprimiría con sus razones, probándote que debes hacerte maquinista, y exhortándote a que te hagas,
porque las demás artes no son nada cotejadas con ella, y tendría ancho campo para discurrir. Tú, sin
embargo, le despreciarías a él y a su arte, y le dirías, creyendo injuriarle, que no es más que un
maquinista; y a fe que no querrías dar en matrimonio tu hija a su hijo, ni tu hijo a su hija. Sin
embargo, si te fijas en las razones que tienes para estimar en tanto tu arte, ¿con qué derecho
desprecias al maquinista y a los demás de que te he hablado? Conozco que vas a decirme que eres
mejor que ellos y de mejor familia. Pero si por mejor no debe entenderse lo que yo entiendo, y si
toda la virtud consiste en poner en seguridad su persona y sus bienes, tu desprecio por el maquinista,
por el médico y por las demás artes, cuyo objeto es vigilar por nuestra conservación, es digno de
risa. Pero, querido mío, mira que el ser virtuoso y bueno no sea otra cosa distinta que asegurar la
salud de los demás y la propia. En efecto, el que es verdaderamente hombre, no debe desear vivir por
el tiempo que se imagine ni tener cariño a la vida, sino que, dejando a Dios el cuidado de todo esto y
teniendo fe en lo que dicen las mujeres: que nadie se ha librado nunca de su destino, lo que necesita es
ver de qué manera deberá conducirse para pasar lo mejor posible el tiempo que quede de vida. ¿Y
esto debe hacerlo conformándose con las costumbres del país en que se encuentre? Pues es preciso
entonces que desde este momento te esfuerces en parecerte lo más posible al pueblo de Atenas, si
quieres ser por él estimado y tener gran crédito en la ciudad. Mira si no es esto ventajoso para ti y
para mí. Pero es de temer, mi querido amigo, no nos suceda lo que a las mujeres de Tesalia,[13]
cuando hacen bajarla luna, y que nosotros no podamos alcanzar este poder en Atenas sino a costa de
lo más precioso que tenemos. Y si crees que hay alguno en el mundo que pueda enseñarte el secreto
de hacerte poderoso entre los atenienses, diferenciándote de ellos, sea en bien, sea en mal, mi
dictamen es que te engañas, Calicles. Porque no basta imitar a los atenienses; es preciso haber nacido
con un carácter igual al suyo, para contraer una verdadera amistad con ellos, como con el hijo de
Pirilampo. Así, si encuentras uno que te comunique esta perfecta conformidad con ellos, hará de ti un
político y un orador, que es lo que deseas. Los hombres, en efecto, se complacen con los discursos
que se amoldan a su carácter, y todo lo que es extraño a éste les ofende; a menos que tú seas de
distinta opinión, mi querido amigo. ¿Tenemos algo que oponer a esto, Calicles?
CALICLES. —El cómo no lo sé, Sócrates, pero me parece que tienes razón; mas a pesar de eso,
estoy en el mismo caso que la mayor parte de los que te escuchan; no me convences.
SÓCRATES. —Eso procede, Calicles, de que el amor al pueblo y al hijo de Pirilampo, arraigado
en tu corazón, combate mis razones. Pero si reflexionamos juntos muchas veces y a fondo sobre los
mismos objetos, quizá te entregarás. Recuerda que como hemos dicho, hay dos maneras de cultivar el
cuerpo y el alma; la una, que tiene por objeto el placer; la otra, que se propone el bien; y que, lejos de
querer lisonjear las inclinaciones de la primera, por el contrario, las combate. ¿No es esto lo que
antes explicamos con la mayor claridad?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —La que corresponde al placer es baja y no es otra cosa que una pura adulación.
¿No es así?
CALICLES. —En buen hora, puesto que tú lo quieres.
SÓCRATES. —Mientras que la otra sólo piensa en hacer mejor el objeto de sus cuidados, ya sea
el cuerpo, ya el alma.
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No es así como debemos llevar a cabo la cultura del Estado y de los ciudadanos,
trabajando para hacerlos todo lo buenos que sea posible? Puesto que sin esto, como vimos antes,
cualquiera otro servicio que se les hiciese no les sería de ninguna utilidad; a no ser que el alma de
aquellos que hubieran de reunir riquezas o un aumento de poder, o cualquiera otro género de
dominio, sea buena y honesta. ¿Sentaremos esto como cierto?
CALICLES. —Sí, si es cosa que lo deseas.
SÓCRATES. —Si mutuamente nos excitáramos, Calicles, para encargarnos de alguna obra
pública, por ejemplo, de la construcción de murallas, arsenales, templos, edificios de primer orden,
¿no sería indispensable, que nos sondeáramos el uno al otro, y examináramos, en primer lugar, si
somos o no entendidos en arquitectura y de quién hemos aprendido este arte? ¿Sería esto
indispensable; sí o no?
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Lo segundo, que habría que examinar, ¿no sería si habíamos dirigido nosotros
mismos la construcción de alguna casa para nosotros o para nuestros amigos, y si esta casa estaba
bien o mal construida? Y hecho este examen, si resultaba que hemos tenido maestros hábiles y
célebres; que bajo su dirección hemos construido numerosos y bellos edificios; que también los
hemos construido por nosotros mismos después de dejar a los maestros; con todos estos
preliminares, ¿no sería muy prudente que nos encargáramos de las obras públicas? Por el contrario,
si no pudiéramos decir quiénes habían sido nuestros maestros, ni mostrar ningún edificio, como obra
maestra; o si, mostrando muchos, resultaran mal construidos; ¿no sería una locura, de nuestra parte,
emprender ninguna obra pública, y animarnos el uno al otro? ¿Confesaremos que esto es exacto, o
no?
CALICLES. — Seguramente.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con todas las demás cosas? Por ejemplo; si tuviéramos
intención de servir al público como médicos y mutuamente nos animáramos considerándonos
suficientemente versados en este arte, ¿no nos estudiaríamos recíprocamente tú y yo? Veamos, dirías
tú, cómo se porta Sócrates, y si hay algún hombre libre o esclavo, que haya sanado de cualquier
enfermedad mediante los cuidados de Sócrates. Otro tanto haría yo respecto de ti. Y si resultaba, que
no habíamos dado la salud a nadie, ni extranjero, ni ciudadano, ni hombre, ni mujer; ¡en nombre de
Júpiter! Calicles, ¿no sería verdaderamente ridículo y llegar al extremo de la extravagancia querer,
como suele decirse, hacerlas mejores piezas de loza en el aprendizaje del oficio de alfarero;
consagrarse al servicio del público y exhortar a los demás a hacer lo mismo antes de haber dado en
particular pruebas de suficiencia con buenos ensayos y en gran número, y de haber ejercido
suficientemente su arte? ¿No crees que sería insensata semejante conducta?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Ahora, pues, que tú, el mejor de los hombres, has comenzado a mezclarte en los
negocios públicos, que me comprometes a imitarte, y que me echas en cara el no tomar parte en
ellos, ¿no deberemos examinarnos el uno al otro? Veamos, pues. ¿Calicles ha hecho antes de hoy a
algún ciudadano mejor? ¿Hay alguno, que siendo antes malo, injusto, libertino e insensato, se haya
hecho hombre de bien gracias a los cuidados de Calicles, ya sea extranjero, ciudadano, esclavo u
hombre libre? Dime, Calicles, si te preguntaran esto, ¿qué responderías? ¿Dirás que tu trato ha hecho
alguno mejor? ¿Tienes pudor en declararme que, no siendo más que un simple particular, y antes de
mezclarte en el gobierno del Estado, nada de estas cosas has practicado, ni nada que se le parezca?
CALICLES. —Tú eres un disputador, Sócrates.
SÓCRATES. —No es por espíritu de disputa el interrogarte, sino por el sincero deseo de saber
cómo crees que debe uno conducirse entre nosotros en el manejo de la administración pública; y si,
al mezclarte en los negocios del Estado, no te propones otro objeto que hacernos a todos perfectos
ciudadanos. ¿No hemos convenido repetidas veces en que tal debe ser el objeto de la política?
¿Estamos en esto de acuerdo, sí o no? Responde. Estamos de acuerdo, ya que es preciso que yo
responda por ti. Sí, pues, tal es la ventaja, que el hombre de bien debe tratar de proporcionar a su
patria, reflexiona un poco, y dime si te parece aún que esos personajes, de que hablabas antes,
Pericles, Cimón, Milciades y Temístocles, han sido buenos ciudadanos.
CALICLES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Si han sido buenos ciudadanos, es claro y es consiguiente que han hecho a sus
compatriotas mejores de peores que eran antes. ¿Los han hecho, sí o no?
CALICLES. —Los han hecho.
SÓCRATES. —Cuando Pericles comenzó a hablar en público, ¿los atenienses eran más malos,
que cuando les arengó la última vez?
CALICLES. —Quizá.
SÓCRATES. —No hay que decir quizá, amigo mío; esto es consecuencia necesaria de las
premisas admitidas, si es cierto que Pericles fue un buen ciudadano.
CALICLES. —¡Y bien! ¿Qué significa eso?
SÓCRATES. —Nada. Pero dime algo más; ¿se cree comúnmente que los atenienses se han hecho
mejores mediante los cuidados de Pericles? ¿O todo lo contrario; esto es que los ha corrompido?
Oigo decir, en efecto, que Pericles ha hecho a los atenienses perezosos, cobardes, habladores e
interesados, habiendo sido él el primero que puso a sueldo las tropas.
CALICLES. —Ese lenguaje, Sócrates, sólo le oyes a los que tienen entorpecidos los oídos.[14]
SÓCRATES. —Por lo menos, lo que voy a decir no es un simple se dice. Yo sé positivamente, y tú
mismo lo sabes, que Pericles se granjeó al principio una gran reputación; y que los atenienses, en los
tiempos en que eran más malos, no dictaron contra él ninguna sentencia infamatoria, pero que al fin
de la vida de Pericles, cuando ya se habían hecho buenos y virtuosos por su mediación, le
condenaron por el delito de peculado, y poco faltó para que le condenasen a muerte, sin duda
considerándolo como un mal ciudadano.
CALICLES. —¡Y qué! ¿Por esto lo era Pericles?
SÓCRATES. —Se tendría por un mal guarda a todo hombre que tuviese a su cargo asnos,
caballos y bueyes, si imitase a Pericles; y si estos animales, hechos feroces en sus manos, coceasen,
corneasen y mordiesen, cuando ninguna de estas cosas hacían antes de habérselos confiado. ¿No
crees que, en efecto, se da pruebas de gobernar mal un animal, cualquiera que él sea, cuando
habiéndole recibido manso, se le devuelve más intratable que se había recibido? ¿Es esta tu opinión,
sí o no?
CALICLES. — Por darte gusto digo que sí.
SÓCRATES. —Pues hazme el favor de decirme, si el hombre entra o no en la clase de los
animales.
CALICLES. — ¿Cómo no ha de entrar?
SÓCRATES. —¿No eran hombres los que Pericles tomó a su cargo?
CALICLES. — Sí.
SÓCRATES. — Y bien: ¿no era preciso, según hemos ya convenido, que de injustos que eran, se
hiciesen justos bajo su dirección, puesto que los tomaba a su cargo, si realmente hubiera sido buen
político? Seguramente.
SÓCRATES. —Pero los justos son suaves, como dice Homero; y tú, ¿qué dices?, ¿piensas lo
mismo?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Pero Pericles los ha hecho más feroces que eran cuando se encargó de ellos, y
feroces contra él mismo, lo cual ha debido ser muy contra sus intenciones.
CALICLES. —¿Quieres que te lo conceda?
SÓCRATES. —Sí, si te parece que digo verdad.
CALICLES. —Concedido.
SÓCRATES. —Haciéndolos más feroces, ¿no los ha hecho consiguientemente más injustos y más
malos?
CALICLES. —Concedido.
SÓCRATES. —En este concepto, Pericles no era un buen político.
CALICLES. —Tú lo dices.
SÓCRATES. —Y tú también seguramente, si se juzga por las concesiones que has hecho. Dime
ahora, a propósito de Cimón: los que tenía a su cuidado ¿no le hicieron sufrir la pena del ostracismo,
para estar durante diez años sin oír su voz? ¿No observaron la misma conducta respecto a
Temístocles, y además no le condenaron al destierro? Milcíades, el vencedor de Maratón, ¿no le
condenaron a ser sumido en un calabozo como se hubiera realizado, si no lo hubiera impedido el
primer pritano? Sin embargo, si estos hubieran sido buenos ciudadanos, como pretendes, nada de
esto les hubiera sucedido. Es natural que los conductores hábiles de los carros caigan de sus caballos
al principio, y no que caigan después de haberles ensenado a ser dóciles y de hacerse ellos mejores
cocheros. Esto sucede lo mismo en la conducción de los carros que en cualquiera otra cosa. ¿Qué
piensas de esto?
CALICLES. —Así es.
SÓCRATES. —Lo que hemos dicho antes era cierto a lo que parece; esto es que no conocemos en
esta ciudad a ningún hombre que haya sido buen político. Tú mismo confesabas que boy día no le
hay, pero sostenías que los había habido en otro tiempo, y designaste con preferencia los que acabo
de nombrar. Pero ya hemos visto, que éstos no llevan ninguna ventaja a los de nuestros días. Y esto
porque, si eran buenos oradores, no hicieron uso ni de la verdadera Retórica, pues en este caso no
hubieran perdido su poder, ni de la Retórica aduladora.[15]
CALICLES. —Sin embargo, Sócrates, mucho falta para que ninguno de los políticos de hoy lleve
a cabo las grandes acciones de cualquiera de aquellos, el que te acomode elegir.
SÓCRATES. —Noes querido mío, que yo los desprecie en concepto de servidores del pueblo. Me
parece, por el contrario, que son muy superiores a los de nuestros días, y que han demostrado mayor
celo al procurar al pueblo lo que deseaba. Pero en cuanto a hacer que éste mude de deseos, a no
permitirle satisfacerlos, y a encaminar a los ciudadanos, valiéndose ya de la persuasión, ya de la
coacción, hacia lo que podía hacerles mejores; en esto es en lo que no hay, por decirlo así, ninguna
diferencia entre ellos y los actuales. Y esta es la única empresa digna de un buen ciudadano. Respecto
a los buques, murallas, arsenales y otras cosas semejantes, convengo contigo en que los de los
tiempos pasados se esforzaban más en procurárnoslo que los de nuestros días. Pero nos sucede a ti y
a mí una cosa particular en esta disputa. Desde que comenzamos, no hemos cesado de girar alrededor
del mismo objeto, y no nos entendemos el uno al otro. Así me imagino que has confesado y
reconocido muchas veces, que, con relación al cuerpo y al alma, hay dos modos de cuidarlos: el uno
servil, que se propone suministrar por todos los medios posibles alimento a los cuerpos cuando
tienen hambre, bebida cuando tienen sed, vestidos para el día y para la noche, calzado cuando hace
frío, en una palabra, todas las cosas de que el cuerpo puede tener necesidad. Me sirvo expresamente
de estas imágenes, a fin de que comprendas mejor mi pensamiento. Cuando se está en posición de
atender a cada una de estas necesidades como mercader, como traficante, como productor de alguna
de estas cosas, panadero, cocinero, tejedor, zapatero, curtidor, no es extraño, que siendo así, se
imagine ser el proveedor de las necesidades de los cuerpos, y que se le considere de esta suerte por
cualquiera que ignore que, además de todas estas artes, hay una, cuyas partes son la gimnasia y la
medicina, a la que pertenece verdaderamente el sostenimiento del cuerpo; que a ella corresponde el
mandar a todas las demás, aprovechándose de sus trabajos, porque sabe lo que hay de saludable y de
perjudicial a la salud en la comida y bebida, lo cual ignoran las otras artes.
Por esta razón, en lo relativo al cuidado del cuerpo, deben reputarse las otras artes como
funciones serviles y bajas, y la gimnasia y la medicina deben ocupar, como es justo, el rango de
maestras. Que lo mismo tiene lugar respecto del alma, me parece a veces que comprendes que tal es
mi pensamiento, pues tú me haces concesiones, como haría uno que entendiera perfectamente lo que
yo digo. Pero has añadido un momento después que ha habido en esta ciudad excelentes hombres de
Estado, y cuando te pregunté quiénes eran ellos, tú me presentaste algunos, que para los negocios
políticos son precisamente tales, como si preguntándote cuáles han sido o cuáles son los más hábiles
en la gimnasia y capaces de conservar el cuerpo, tú me nombraras muy seriamente a Tearión el
panadero, a Mitecos, que ha escrito sobre la cocina de Sicilia, a Sarambos el mercader de vinos,
pretendiendo que estos han sobresalido en el arte de cuidar el cuerpo, porque sabían admirablemente
preparar el uno el pan, el otro los condimentos, y el tercero el vino. Quizá te enfadarías conmigo si
yo te dijese con este motivo: Tú no tienes, mi querido amigo, ninguna idea de la gimnasia; me citas
servidores de nuestras necesidades, cuya única ocupación es satisfacerlas; pero que no conocen lo
que hay de bueno y de honesto en este género, que después de proporcionar toda clase de alimentos y
engordar el cuerpo de los hombres, y de haber por ello recibido elogios, concluyen por arruinar
hasta su temperamento primitivo. No acusarán, vista su ignorancia, a estos sostenes de su glotonería
de ser causa de las enfermedades que los sobrevienen y de la pérdida de su primer robustez, sino que
harán recaer la falta sobre los que, presentes entonces, les han dado algunos consejos. Y cuando los
excesos gastronómicos que han hecho, sin consideración a la salud, hayan producido mucho después
enfermedades, se fijarán en estos últimos, los insultarán, y les causarán mal, si son capaces de ello;
para los primeros, por el contrario, que son la verdadera causa de sus males, no habrá más que
alabanzas.
He aquí precisamente la conducta que tú observas al presente, Calicles. Exaltas a hombres que han
hecho buenos servicios a los atenienses, prestándose a todo lo que deseaban. Han engrandecido el
Estado, dicen los atenienses; pero no echan de ver que este engrandecimiento no es más que una
hinchazón, un tumor lleno de corrupción, y que esto es todo lo que han hecho los políticos antiguos
con haber llenado la ciudad de puertos, de arsenales, de murallas, de tributos y otras necesidades
semejantes, sin unir a esto la templanza y la justicia. Cuando se descubra la enfermedad, la tomarán
con aquellos que en aquel momento se pongan a darles consejos, y no tendrán más que elogios que
prodigar a Temístocles, Cimón y Pericles, que son los verdaderos autores de sus males. Quizá la
tomarán contigo si no te precaves, y con mi amigo Alcibíades, cuando, además de lo adquirido,
hayan perdido lo que poseían en otro tiempo, no siendo vosotros los primeros autores, aunque quizá
sí los cómplices de su ruina. Por lo demás, veo que hoy día pasa una cosa completamente irracional,
y entiendo que lo mismo debe decirse de los hombres que nos han precedido. Observo, en efecto, que
cuando el pueblo castiga a alguno de los que se mezclan en los negocios públicos como culpable de
malversación, se sublevan y se quejan amargamente los castigados de los malos tratamientos que
reciben, después de los servicios sin número que han hecho al Estado. ¿Y es tan injusto como
suponen que el pueblo les haga perecer? No, nada más falso. Jamás puede ser oprimido injustamente
un hombre, que se halla a la cabeza del Estado, por el Estado mismo que gobierna. Con los que se dan
por políticos, sucede lo que con los sofistas. Los sofistas, hábiles por otra parte, observan hasta cierto
punto una conducta desprovista de buen sentido. Al mismo tiempo que hacen profesión de enseñar la
virtud, acusan muchas veces a sus discípulos de que son culpables para con ellos de injusticia, en
cuanto les defraudan el dinero que se les debe, y no muestran por otra parte para con ellos ninguna
clase de reconocimiento después de los beneficios que de ellos han recibido. ¿Y hay nada más
inconsecuente que semejante razonamiento? ¿No juzgas tú mismo, mi querido amigo, que es absurdo
decir, que hombres que se han hecho buenos y justos, gracias a los cuidados de sus maestros, que han
hecho que en sus almas remplazara la justicia a la injusticia, obren injustamente a causa de un vicio
que no existe ya en ellos? Me has comprometido, Calicles, a pronunciar un discurso en forma de
arenga por negarte a contestarme.
CALICLES. —¿Pero es posible que no puedas hablar sin que yo te responda?
SÓCRATES. —Parece que sí puedo, puesto que desde que no quieres responderme, me extiendo
en largos discursos. Pero, querido mío, en nombre de Júpiter que preside la amistad, dime: ¿no
encuentras absurdo, que un hombre que se alaba de haber hecho a otro virtuoso, se queje de él como
de un malvado, cuando por sus cuidados se ha hecho y es realmente bueno?
CALICLES. —Me parece absurdo.
SÓCRATES. —¿No es éste, sin embargo, el lenguaje que oyes a los que hacen profesión de
educar a los hombres para la virtud?
CALICLES. —Es cierto; pero ¿qué otra cosa puede esperarse de gentes despreciables, tales como
los sofistas?
SÓCRATES. —Y bien: ¿qué dirás de los que, alabándose de estar a la cabeza de un Estado y de
consagrar todos sus cuidados a hacerle muy virtuoso, acusen en seguida a la primer ocasión al
Estado mismo de ser muy corrompido? ¿Crees tú que haya alguna diferencia entre ellos y los
precedentes? El sofista y el orador, querido mío, son una misma cosa o dos cosas muy parecidas,
como dije a Pólux. Pero por no conocer esta semejanza, piensas que la Retórica es lo más bello del
mundo, y desprecias la profesión del sofista. Sin embargo, la sofistica, a la verdad, está en belleza
por encima de la Retórica, como lo está la función del legislador sobre la del juez, y la gimnasia
sobre la medicina. Creía yo que los sofistas y los oradores eran los únicos que no tenían derecho a
echar en cara al que educan el ser malo para ellos, o que acusándole, se acusarían a sí mismos por no
haber hecho ningún bien a los que creían haber hecho mejores. ¿No es esto cierto?
CALICLES. — Sí.
SÓCRATES. —Son igualmente los únicos que podrían no exigir salario por las ventajas que
proporcionan, si lo que ellos dicen fuese verdad. En efecto; otro que hubiese recibido cualquiera otra
clase de beneficio, por ejemplo, que se hubiere hecho ligero en la carrera mediante los cuidados de
un maestro de gimnasia, podría quizá faltar a éste al reconocimiento que le debe, si el maestro de
gimnasia le dejase a su discreción, y si no hubiese hecho con él un convenio oneroso en virtud del
cual debía de recibir dinero en cambio de la agilidad que le comunicaba; porque no es, a mi parecer,
la lentitud de la carrera, sino la injusticia la que hace los hombres malos. ¿No es así?
CALICLES. — Sí.
SÓCRATES. —Si alguno, por lo tanto, destruyese este principio de maldad, quiero decir, la
injusticia, no tendría que temer que se portasen con él injustamente; y sería el único que con
seguridad podría dispensar gratuitamente su beneficio, si estaba realmente en su poder hacer los
hombres virtuosos. ¿No convienes en esto?
CALICLES. — Sí.
SÓCRATES. —Probablemente por esta razón no es vergonzoso recibir un salario por otros
consejos, que se dan, relativos a la arquitectura, por ejemplo, o a cualquiera otro arte semejante.
CALICLES. —Así parece.
SÓCRATES. —Mientras que, si lo que se intenta es inspirar a un hombre toda la virtud de que sea
capaz, y enseñarle a gobernar perfectamente su familia o su patria, se tiene por cosa vergonzosa
rehusar la enseñanza hasta no haber asegurado la paga. ¿No es así?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Es evidente que la razón de esta diferencia consiste en que de todos los beneficios,
este es el único que obliga a la persona que le ha recibido a desear hacer bien a su vez a su
bienhechor; de suerte que se mira como un buen signo dar al autor de semejante beneficio señales de
su reconocimiento, y como mal signo no darle ninguna. ¿No es así?
CALICLES. —Sí.
SÓCRATES. —Explícame claramente a cuál de estas dos maneras de procurar el bien del Estado
me invitas; si es la de combatir las tendencias de los atenienses, con la mira de hacer de ellos
excelentes ciudadanos en calidad de médico, o la de ser el servidor de sus pasiones, y no tratar con
ellos sino con la intención de adularlos. Dime sobre este punto la verdad, Calicles; es justo que,
habiendo comenzado a hablarme con franqueza, continúes basta el fin, diciéndome lo que piensas. Y
así, respóndeme sincera y generosamente.
CALICLES. —Digo, que a lo que te invito es a que seas el servidor de los atenienses.
SÓCRATES. —Es decir, muy generoso Calicles, que me exhortas a que me haga su adulador.
CALICLES. —Si prefieres tratarlos como Misios,[16] en hora buena. Pero si no tomas el partido
de adularlos…
SÓCRATES. —No me repitas lo que me has dicho muchas veces: que un cualquiera me condenará
a muerte, si no quieres que, a mi vez, yo te replique, que será un malvado el que haga morir a un
hombre de bien; ni me digas que me arrancará los bienes que poseo, para que no te diga yo que, si
me despoja de los bienes, no sabrá qué hacer de ellos; y que habiéndomelos arrancado injustamente,
si los usa, usará de ellos injustamente, y por tanto de una manera fea, y por consiguiente mala.
CALICLES. —Me parece, Sócrates, que estás en la firme confianza de que no te sucederá nada
semejante, como si estuvieses lejos de todo peligro; y como si ningún hombre, por muy malo quizá y
muy despreciable que sea, no pudiera arrastrarte ante los tribunales.
SÓCRATES. —Sería seguramente insensato, Calicles, si no creyese que en una ciudad como
Atenas no hay nadie que no esté expuesto a toda clase de accidentes. Pero lo que yo sé es que si
comparezco delante de algún tribunal por uno de estos accidentes, el que me cite será un malvado,
porque nunca un ciudadano virtuoso citará en justicia a ningún inocente. Y no sería extraño que fuese
yo condenado a muerte. ¿Quieres saber por qué lo creo así?
CALICLES. — Sí, lo quiero.
SÓCRATES. —Pienso que me consagro a la verdadera política con un pequeño número de
atenienses, (por no decir que me consagro yo solo) y que hoy sólo yo lleno los deberes de un
hombre de Estado. Como no trato en manera alguna de adular a aquellos con quienes converso todos
los días; como me fijo en lo más útil y no en lo más agradable, y no quiero hacer todas esas
preciosas cosas que me aconsejas, no sabría qué decir cuando me encontrase delante de los jueces, y
lo que yo decía a Pólux viene aquí muy a cuento: seré juzgado como lo sería un médico acusado
delante de niños por un cocinero. Examina, en efecto, lo que un médico, en medio de semejantes
jueces, tendría que decir en su defensa, si se le acusaba en estos términos: «Jóvenes, este hombre os
ha hecho mucho mal; os pierde a vosotros y a los que son más jóvenes que vosotros; os hace
desesperar, cortando, quemándoos, debilitándoos y sofocándoos; os da bebidas muy amargas, y os
hace morir de hambre y de sed; no os sirve, como yo, alimentos de todas clases en gran cantidad y
agradables al paladar». ¿Qué piensas que diría el médico en semejante aprieto? Responderá lo que es
cierto: «Jóvenes, yo no he hecho todo eso sino para conservaros la salud». ¿No crees tú que tales
jueces prorrumpirían en exclamaciones con semejante respuesta?; con todas sus fuerzas, ¿no es así?
CALICLES. — Debe creerse.
SÓCRATES. —Este médico ¿no se encontraría grandemente embarazado, a juicio tuyo, al pensar
lo que tenía que decir?
CALICLES. — Seguramente.
SÓCRATES. —Sé muy bien que lo mismo me sucedería a mí, si compareciese en justicia. Porque
no podría hablar a los jueces de los placeres que les he proporcionado, placeres que miran como
otros tantos beneficios y servicios, y yo no tengo envidia ni a los que los suministran ni a los que
gozan de ellos. Sise me acusa de corromper la juventud, provocando dudas en su espíritu; o de hablar
mal de ciudadanos ancianos, pronunciando a propósito de ellos discursos mordaces, ya en particular,
ya en público, no podré decir, como es cierto, que si obro y hablo de esta manera es con justicia,
teniendo en cuenta vuestra ventaja, ¡oh jueces!, y no otra cosa. Y de esta manera me someteré a lo que
quiera la suerte.
CALICLES. —¿Y juzgas, Sócrates, que sea bueno para un ciudadano el verse en una situación que
le imposibilita de auxiliarse a sí mismo?
SÓCRATES. —Sí, Calicles, con tal que pueda responder de una cosa en que has convenido más de
una vez; con tal, digo, que pueda alegar para su defensa el no haber pronunciado ningún discurso, ni
ejecutado ninguna acción injusta de que se avergüence, ni para con los dioses ni para con los
hombres; porque muchas veces hemos reconocido que este recurso es por sí mismo el más poderoso
de todos. Si se me probase que soy incapaz de procurarme este auxilio a mí mismo o a cualquier
otro, me avergonzaría al verme cogido en esta falta, ya sea delante de pocos, ya delante de muchos, y
aunque sea delante de mí solo; y me desesperaría si semejante impotencia fuese causa de mi muerte.
Pero si perdiese la vida por no haber hecho uso de la Retórica aduladora, estoy seguro de que tú me
verías soportar con gusto la muerte. Cuando es así, el hombre no teme la muerte, a no ser un
insensato o un cobarde. Lo que es temible es cometer injusticias; puesto que el mayor de los males es
bajar a los infiernos con un alma cargada de crímenes. Si lo deseas, tengo ansia de probarte, por
medio de la historia, que lo que digo es cierto.
CALICLES. — Puesto que en todo lo demás has dado la última mano, dala también en esto.
SÓCRATES. —Escucha, como suele decirse, una preciosa historia, que, a lo que imagino, vas a
tomar por una fábula, y que yo creo que es una verdad, pues que como cierto te digo lo que voy a
referirte. Júpiter, Neptuno y Plutón se dividieron el imperio, según Homero refiere,[17] después de
haberlo recibido de manos de su padre. Pero en tiempo de Saturno regia entre los hombres una ley
que ha subsistido siempre y subsiste aún entre los dioses, según la cual el que entre los mortales ha
observado una vida justa y santa va después de su muerte a las Islas Afortunadas, donde goza de una
felicidad perfecta al abrigo de todos los males; y, por el contrario, el que ha vivido en la injusticia y
en la impiedad, va al lugar del castigo y del suplicio, llamado Tártaro. Bajo el reinado de Saturno y
en los primeros años del de Júpiter, estos hombres eran juzgados en vida por jueces vivos que
pronunciaban sobre su suerte el día mismo que debían morir. Pero estos juicios tenían graves
inconvenientes. Así es que Plutón y los gobernadores de las Islas Afortunadas acudieron a Júpiter y le
dijeron que se les enviaban hombres, que no merecían ni las recompensas ni los castigos que se les
habla impuesto. Haré cesar esta injusticia, respondió Júpiter; lo que hace que los juicios no salgan
bien boy, es que se juzga a los hombres con el vestido de su cuerpo, porque se les juzga estando
vivos. De aquí resulta, prosiguió él, que muchos, que tienen el alma corrompida, se hallan revestidos
de cuerpos bien formados, de nobleza, de riquezas, y cuando se trata de pronunciar la sentencia, se
presentan en su favor una multitud de testigos dispuestos a declarar que han vivido bien. Los jueces se
dejan alucinar cou todo esto, y además juzgan también estando vestidos de carne, y teniendo delante
de su alma ojos, oídos y toda la masa del cuerpo que los rodea. Sus propios vestidos, por
consiguiente, y los de aquellos a quienes juzgan son para ellos otros tantos obstáculos.
Por lo tanto, es preciso comenzar, añadió, por quitar a los hombres la presciencia de su última
hora, porque ahora lo conocen de antemano. He dado mis ordenes a Prometeo, para que los despoje
de este privilegio. Además, es mi voluntad que se los juzgue en una desnudez absoluta, libre de lo que
les rodea, y que para ello no sean juzgados sino después de la muerte. También es preciso que el juez
mismo esté desnudo, es decir, muerto, y que examine inmediatamente por su alma el alma de cada
uno después que haya muerto, y que, separada de su parentela, haya dejado sobre la tierra todo este
ajuar, para que así el juicio sea justo. Antes que vosotros, ya había advertido yo este abuso, y para
remediarlo he nombrado por jueces a tres de mis hijos: dos deAsia, Minos y Radamanto, y uno de
Europa, Éaco. Cuando hayan muerto, celebrarán sus juicios en la pradería,[18] allí donde afluyen dos
caminos, uno de los cuales conduce a las Islas Afortunadas y el otro al Tártaro. Radamanto juzgará
los hombres de Asia, Éaco los de Europa; y daré a Minos la autoridad suprema para decidir en último
recurso en los casos en que se encuentren indecisos el uno o el otro, para que el destino definitivo,
que los hombres hayan de recibir después de la muerte, sea determinado con toda la equidad posible.
Tales, Calicles, la narración que he oído y que tengo por verdadera. Razonando sobre esta historia,
he aquí lo que me parece que resulta. La muerte no es otra cosa, a lo que yo creo, que la separación
de estas dos cosas, del alma y del cuerpo. En el momento en que se separan la una de la otra, cada una
de ellas no es muy diferente de lo que era cuando vivía el hombre. El cuerpo conserva su naturaleza y
los vestigios bien señalados del cuidado que de él se ha tenido o de los accidentes que ha
experimentado; por ejemplo, si alguno en vida tenía un gran cuerpo, ya fuese obra de la naturaleza o
de la educación o de ambas, después de la muerte su cadáver será grande; si era robusto, su cadáver
lo es igualmente, y así en todo lo demás. En igual forma, si tuvo gusto en cuidar su cabellera, su
cadáver tendrá mucho pelo. Si era un quimerista, que llevaba en su cuerpo las huellas y las cicatrices
de los golpes y heridas recibidas, cuando se muera se encontrarán las mismas huellas en su cadáver.
Si tuvo en vida algún miembro roto o dislocado, los mismos defectos aparecen después de la muerte.
En una palabra, tal como se ha querido ser durante la vida, en lo relativo al cuerpo, tal aparece en
todo o en gran parte después de la muerte.
Me parece, Calicles, que lo mismo sucede respecto del alma, y que cuando Se ve despojada de su
cuerpo, lleva las señales evidentes de su carácter y de las diversas afecciones que cada uno ha
experimentado en su alma, como resultado del género de vida que ha abrazado. Así, después que se
presentan delante de su juez, como los deAsia delante de Radamanto, éste, haciéndoles aproximar,
examina el alma de cada uno sin saber a quién pertenece. Muchas veces, teniendo entre manos al gran
rey o algún otro soberano o potentado, descubre que no hay nada sano en su alma, sino que los
perjurios y las injusticias la han en cierta manera azotado y cubierto de cicatrices, grabando cada
hecho de estos un sello sobre su alma; que los torcidos rodeos de la mentira y de la vanidad aparecen
allí trazados, y que nada recto se encuentra en ella, porque se ha educado muy lejos de la verdad. Ve
que un poder sin límites, una vida muelle y licenciosa, una conducta desarreglada, han llenado esta
alma de desorden y de infamia. Tan pronto como haya visto todo esto, le enviará a una vergonzosa
prisión, donde, apenas llegue, recibirá el condigno castigo. Cuando uno sufre una pena, y es
castigado por otro con justo motivo, sucede que el castigado, o se hace mejor y se convierte el
castigo en provecho propio, o sirve de ejemplo a los demás, a fin de que, siendo testigos de los
tormentos que sufre, teman otro tanto por sí mismos y procuren enmendarse. Los que sacan provecho
de los castigos que sufren de parte de los hombres y de los dioses, son aquellos cuyas faltas admiten
expiación naturalmente; pero esta enmienda no se verifica en ellos, sea en la tierra, sea en los
infiernos, sino por medio de dolores y sufrimientos, porque no es posible purgarse de otra manera
de la injusticia. En cuanto a los que han cometido los más grandes crímenes y que por esta razón son
incurables, sirven de ejemplo a todos los demás. Su castigo no es para ellos mismos de ninguna
utilidad, porque son incapaces de curación; es útil a los demás, que ven los muy grandes, dolorosos y
terribles tormentos, que sufren para siempre por sus faltas, estando en cierta manera como arrestados
en la mansión de los infiernos, como un ejemplo que sirve a la vez de espectáculo y de instrucción a
todos los malos que llegan allí incesantemente. Yo sostengo que Arquelao será de este número, si lo
que Pólux ha dicho de él es cierto, y lo mismo sucederá con cualquier otro tirano que se le parezca. Y
creo también que la mayor parte de los que son así presentados en espectáculo como incorregibles,
son tiranos, reyes, potentados, hombres de Estado. Porque estos son los que, a la sombra del poder de
que están revestidos, cometen las acciones más injustas y más impías. Homero me sirve de testigo.[19]
Los que presenta como sufriendo tormentos para siempre en los infiernos son reyes y potentados,
tales como Tántalo, Sísifo y Ticio. En cuanto a Tersites, y lo mismo sucede con los otros malos, que
no han salido de la vida privada, ningún poeta le ha presentado sufriendo los más terribles tormentos,
ni le ha supuesto como un culpable incorregible, sin duda porque no estaba revestido de poder
público; en lo cual era más dichoso que los que impunemente podían ser malos. En efecto, Calicles,
los mayores criminales se forman de los que tienen en su mano la autoridad. No es decir que entre
ellos no se encuentren hombres virtuosos; y los que lo son, no hay palabras con que ponderarlos.
Porque es muy difícil, Calicles, y digno de los mayores elogios el no salir de la justicia, cuando se
tiene una plena libertad de obrar mal, y son bien pocos los que se encuentran de estas condiciones. Ha
habido, sin embargo, en esta ciudad y en otros puntos, y habrá sin duda aún, personajes excelentes en
este género de virtud, que consiste en administrar, según las reglas de la justicia, lo que les está
confiado. De este número ha sido Arístides, hijo de Lisímaco, que en este mismo concepto ha
adquirido reputación en toda la Grecia; pero la mayor parte de los hombres, querido mío, se hacen
malos en el poder. Volviendo a lo que antes decía, cuando alguno de estos cae en manos de
Radamanto, no sabe quién es, ni quiénes son sus parientes, y sólo descubre una cosa: que es malo; y
después de reconocerle como tal, le relega al Tártaro, no sin marcarle con cierta señal, según se le
juzgue capaz o incapaz de curación. Cuando llega al Tártaro, el culpable es castigado según merece.
Otras veces, viendo un alma que ha vivido santamente y en la verdad, ya sea el alma de un particular
o la de cualquiera otro, pero sobre todo, Calicles, a lo que yo pienso, la de un filósofo, ocupado
únicamente de sí mismo, y que durante su vida ha evitado el trajín de los negocios, se entusiasma por
ella y la envía a las Islas Afortunadas. Éaco hace lo mismo por su parte. Uno y otro ejercen sus
funciones de jueces, teniendo en las manos una vara. Minos está sentado solo, vigila a los otros, y
tiene un cetro de oro, que Ulises de Homero dice haber visto: Teniendo en la mano un cetro de oro, y
administrando justicia a los muertos.[20]
Tengo una fe completa en lo dicho, y estoy resuelto a comparecer delante del juez con el alma tan
pura como pueda. Por lo tanto, despreciando lo que la mayor parte de los hombres estiman, y no
teniendo otra guía que la verdad, haré cuanto pueda por vivir y morir, cuando el tiempo se haya
cumplido, tan virtuoso como me sea posible. Invito a todos, y te invito a ti mismo, a mi vez, para
adoptar este género de vida, y ejercitarte en este combate el más interesante a mi juicio de todos los
de este mundo. Te digo que no estarás en estado de auxiliarte a ti mismo, cuando sea preciso
comparecer y sufrir el juicio de que hablo; y que cuando hayas llegado a la presencia de tu juez, el
hijo de Egina; cuando te haya cogido y llevado delante de su tribunal, bostezarás y perderás la cabeza
allí, ni más ni menos que yo la perdería delante de los jueces de esta ciudad. Quizá entonces te
abofetearán ignominiosamente y te dirigirán toda clase de ultrajes.
Probablemente miras todo esto como un cuento de viejas, y no haces de ello ningún aprecio, y no
sería extraño, que no lo tomáramos en cuenta, sí, después de muchas indagaciones, pudiéramos
encontrar algo más verdadero y mejor. Pero ya ves, que vosotros tres, que sois hoy día los más
sabios de la Grecia, tú, Pólux y Gorgias, no podéis probar, que se deba adoptar otra vida que la que
nos será útil allá abajo. Por el contrario, de tantas opiniones como hemos discutido, todas las demás
han sido combatidas, y la única que subsiste inquebrantable es ésta: que se debe antes sufrir una
injusticia que hacerla; y que en todo caso es preciso procurar, no parecer hombre de bien, sino serlo
en realidad, tanto en público como en privado; que si alguno se hace majo en algo, es preciso
castigarle; y que después de ser justo, el segundo bien consiste en volver a serlo, recibiendo el
castigo que se ha merecido; que es preciso huir de toda adulación, tanto respecto de sí mismo como
respecto de los demás, sean muchos o pocos; y que jamás se debe hacer uso de la Retórica, ni de
ninguna otra profesión, sino en obsequio a la justicia. Ríndete, pues, a mis razones, y sígueme en el
camino que te conducirá a la felicidad en esta vida y después de la muerte, como mis razonamientos
lo acaban de demostrar. Sufre que se te desprecie como un insensato, que se te insulte, si se quiere, y
déjate con grandeza de alma maltratar de esa manera, que te parece tan ultrajante. Ningún mal te
resultará, si eres realmente hombre de bien, y te consagras a la práctica de la virtud. Después que la
hayamos cultivado en común, entonces, si nos parece conveniente, tomaremos parte en los negocios
públicos; y cualquiera que sea aquel sobre que tengamos que deliberar, deliberaremos con más
acierto que podríamos hacerlo ahora. Porque es una vergüenza para nosotros, que en la situación, en
que al parecer estamos, presumamos como si valiéramos algo, siendo así que mudamos de opinión a
cada instante sobre los mismos objetos, y hasta sobre lo que hay de más importante; ¡tan profunda es
nuestra ignorancia! Por lo tanto, sirvámonos de la luz que arroja esta discusión, como de un guía que
nos hace ver que el mejor partido que podemos tomar es vivir y morir en la práctica de la justicia y
de las demás virtudes. Marchemos por el camino que nos traza, y comprometamos a los demás a que
nos imiten. No demos oídos al discurso, que te ha seducido y que me suplicabas que yo admitiese
como bueno; porque no vale nada, mi querido Calicles.
EL BANQUETE
Argumento de El banquete[1]
por Patricio de Azcárate

El objeto de este diálogo es el Amor. He aquí por de pronto el preámbulo, ninguna de cuyas
circunstancias es indiferente. El ateniense Apolodoro cuenta a varias personas, que no se citan, la
historia de una comida dada por Agatón a Sócrates, a Fedro, al médico Erixímaco, al poeta cómico
Aristófanes y a otros, cuando alcanzó el premio por su primera tragedia. Apolodoro no asistió a la
comida, pero supo los pormenores por un tal Aristodemo, uno de los convidados, cuya veracidad
está comprobada con el testimonio de Sócrates. Estos pormenores están tanto más presentes en su
memoria, cuanto que de allí a poco tuvo ocasión de referirlos. Hasta los más sencillos tienen su
importancia.
Ya tenemos los convidados reunidos en casa de Agatón; sólo Sócrates se hace esperar. Se le ve
dirigirse pensativo a la casa de Agatón, detenerse largo rato a la puerta, inmóvil y absorto, a pesar de
las repetidas veces que se le llama mientras se da principio a la comida. ¿No es esto una imagen
sensible de su frugalidad proverbial, de su tendencia decidida a la meditación más que a esa actividad
exterior que distrae a los demás hombres? Entra, por fin, en casa de Agatón al terminarse la comida,
y su llegada imprime a la reunión un carácter de sobriedad y de gravedad desacostumbradas.
Siguiendo el consejo de Erixímaco, los convidados acuerdan beber moderadamente, despedir a la
tocadora de flauta y entablar alguna conversación. ¿De qué se hablará? Del Amor. He aquí a Platón en
su elemento. ¡Con qué arte prepara al espíritu para oír la teoría que va a desarrollar naturalmente, y al
propio tiempo con rigor lógico, en el discurso que cada uno de los convidados debe pronunciar
sobre el Amor! ¡Y qué esmero para evitar la monotonía, conservando a estos sagaces contrincantes la
manera de pensar y de decir acomodada al carácter y profesión de cada uno! Fedro habla como un
joven, pero joven cuyas pasiones se han purificado con el estudio de la filosofía; Pausanias, como
hombre maduro, a quien la edad y la filosofía han enseñado lo que no sabe la juventud; Erixímaco se
explica como médico; Aristófanes tiene la elocuencia del poeta cómico, ocultando bajo una forma
festiva pensamientos profundos; Agatón se expresa como poeta. En fin, después de todos los demás y
cuando la teoría se ha elevado por grados, Sócrates la completa y la expresa en un lenguaje
maravilloso, propio de un sabio, de un inspirado.
Fedro toma primero la palabra, para hacer del Amor un elogio muy levantado. Este panegírico es
el eco del sentimiento de esos pocos hombres, a quienes una educación liberal ha hecho capaces de
juzgar al amor aparte de su sensualidad grosera y en su acción moral. El Amor es un dios, y un dios
muy viejo, puesto que ni los prosistas, ni los poetas, han podido nombrar a su padre ni a su madre; lo
que significa, sin duda, que es muy difícil sin estudio explicar su origen. Es el dios que hace más
bienes a los hombres, porque no consiente la cobardía a los amantes y les inspira la abnegación. Es
como un principio moral que gobierna la conducta, sugiriendo a todos la vergüenza del mal y la
pasión del bien. «De manera que si por una especie de encantamiento, un Estado o un ejército sólo se
compusiesen de amantes y amados, no habría pueblo que sintiera más hondamente el horror al vicio
y la emulación por la virtud». En fin, es un dios que procura la felicidad al hombre, en cuanto le hace
dichoso sobre la tierra y dichoso en el cielo, donde el que ha obrado bien recibe su recompensa.
«Concluyo, dice Fedro, diciendo que, de todos los dioses, el amor es el más antiguo, el más augusto
y el más capaz de hacer al hombre virtuoso y feliz durante la vida y después de la muerte».
Pausanias es el segundo en turno. Corrige, por lo pronto, lo que hay de excesivo en este entusiasta
elogio. Después precisa la cuestión, y coloca la teoría del Amor a la entrada del verdadero camino,
del camino de una indagación filosófica. El Amor no camina sin Venus, es decir, que no se explica
sin la belleza; primera indicación de este lazo estrecho, que se pondrá después en evidencia, entre el
Amor y lo Bello. Hay dos Venus: la una antigua, hija del cielo y que no tiene madre, es la Venus
Urania o celeste; la otra, más joven, hija de Júpiter y de Dione, es la Venus popular. Hay por tanto dos
Amores, que corresponden a las dos Venus: el primero, sensual, brutal, popular, sólo se dirige a los
sentidos; es un amor vergonzoso y que es necesario evitar. Pausanias, después de haber señalado
desde el principio este punto olvidado por Fedro, estimando bastante estas palabras, no se fija más en
él en todo el curso de su explicación. El otro amor se dirige a la inteligencia, por lo tanto, al sexo que
participa más de la inteligencia, al sexo masculino. Este amor es digno de ser honrado y deseado por
todos. Pero exige, para que sea bueno y honesto, de parte del amante, muchas condiciones difíciles de
reunir. —El amante no debe unirse a un amigo demasiado joven, pues que no puede prever lo que
llegarán a ser el cuerpo y el espíritu de su amigo; el cuerpo puede hacerse deforme, agrandándose, y
el espíritu corromperse; y es muy natural evitar estos percances, buscando jóvenes ya hechos y no
niños. —El amante debe conducirse para con su amigo conforme a las reglas de lo honesto. «Es
inhonesto conceder sus favores a un hombre vicioso por malos motivos». No lo es menos
concederlos a un hombre rico o poderoso por deseo de dinero o de honores. El amante debe amar el
alma, y en el alma la virtud. El amor entonces está fundado en un cambio de recíprocos servicios
entre el amante y el amigo, con el fin «de hacerse mutuamente dichosos». Estas reflexiones de
Pausanias, cada vez más elevadas, han extraído el elemento de la cuestión, que habrá de ser el asunto
en los demás discursos, elemento a la vez psicológico y moral, susceptible aún de transformación y
de engrandecimiento.
El médico Erixímaco, que habla en tercer lugar, guarda, en su manera de examinar el amor, en la
naturaleza del desarrollo que da a su pensamiento y hasta en su dicción, todos los rasgos familiares a
su sabia profesión. Acepta desde luego la distinción de los dos amores designados por Pausanias;
pero camina mucho más adelante. Se propone probar, que el amor no reside sólo en el alma de los
hombres sino que está en todos los seres. Le considera como la unión y la armonía de los contrarios
y demuestra la verdad de su definición con los ejemplos siguientes. El Amor está en la medicina, en
el sentido de que la salud del cuerpo resulta de la armonía de las cualidades que constituyen el
temperamento bueno y el malo; y el arte de un buen medico consiste en ser hábil para restablecer esta
armonía cuando es turbada, y para mantenerla. —El Amor está en los elementos, puesto que es
preciso el acuerdo de lo seco y de lo húmedo, de lo caliente y de lo frío, naturalmente contrarios,
para producir una temperatura dulce y regular. —¿No se da igualmente el Amor en la música, esta
combinación de sonidos opuestos, del grave y del agudo, del lleno y del tenue? —Lo mismo en la
poesía, cuyo ritmo no es debido sino a la unión de las sílabas breves y de las largas. —Lo mismo en
las estaciones, que son una feliz combinación de los elementos, una armonía de influencias, cuyo
conocimiento es el objeto de la astronomía. —Lo mismo, en fin, en la adivinación y en la religión,
puesto que su objeto es mantener en proporción conveniente lo que hay de bueno y de vicioso en la
naturaleza humana, y hacer que vivan en buena inteligencia los hombres y los dioses. El Amor está en
todas partes; malo y funesto, cuando los elementos opuestos se niegan a unirse, y predominando el
uno sobre el otro, hacen imposible la armonía; bueno y saludable, cuando esta armonía se realiza y
se mantiene. Como fácilmente se ve, el punto culminante de este discurso es la definición nueva del
amor; la unión de los contrarios. La teoría ha ganado en extensión, abriendo al espíritu un horizonte
muy vasto, puesto que saliendo del dominio de la psicología, en que estaba encerrada al principio,
tiende a abrazar el orden de las cosas físicas por entero.
Aristófanes, que en lugar de hablar en su turno, había cedido la palabra a Erixímaco, sin duda
porque lo que él tenía que decir sobre el Amor, debía relacionarse con el lenguaje del sabio médico
mejor viniendo después que no antes, Aristófanes, digo, entra en un orden de ideas que parecen
diametralmente opuestas, y que, sin embargo, en el fondo concuerdan con aquellas. El Amor es, a su
parecer, la unión de los semejantes. Para confirmar su opinión y dar a su vez pruebas completamente
nuevas de la universalidad del amor, imagina una mitología a primera vista muy singular.
Primitivamente había tres especies de hombres, unos todo hombres, otros todo mujeres, y los
terceros hombre y mujer, dos Andróginos, especie en todo inferior a las otras dos. —Estos hombres
eran dobles: dos hombres unidos, dos mujeres unidas, un hombre y una mujer unidos. Estaban unidos
por el ombligo, y tenían cuatro brazos, cuatro piernas, dos semblantes en una misma cabeza,
opuestos el uno al otro y vueltos del lado de la espalda, los órganos de la generación dobles y
colocados del lado del semblante, por bajo de la espalda. Los dos seres unidos de esta manera,
sintiendo amor el uno por el otro, engendraban sus semejantes, no uniéndose, sino dejando caer la
semilla a tierra como las cigarras. Esta raza de hombres era fuerte. Se hizo orgullosa y atrevida hasta
el punto de intentar, como los gigantes de la fábula, escalar el cielo. Para castigarles y disminuir su
fuerza, Júpiter resolvió dividir estos hombres dobles. Comenzó por cortarles haciendo de uno dos, y
encargó a Apolo la curación de la herida. El dios arregló el vientre y el pecho, y para humillar a los
culpables, volvió el semblante del lado en que se hizo la separación, para que tuvieran siempre a la
vista el recuerdo de su desgracia. Los órganos de la generación habían quedado del lado de la
espalda, de suerte que cuando las mitades separadas, atraídas por el ardor del amor, se aproximaban
la una a la otra, no podían engendrar: la raza se perdía. Júpiter intervino, puso estos órganos en la
parte anterior e hizo posibles la generación y la reproducción. Pero desde entonces la generación se
hizo mediante la unión del varón con la hembra, y la sociedad hizo que se separaran los seres del
mismo sexo primitivamente unidos. Sin embargo, en el amor que sienten el uno por el otro, han
guardado el recuerdo de su antiguo estado los hombres, nacidos de hombres dobles, se aman entre sí;
como las mujeres, nacidas de mujeres dobles, se aman a su vez; como las mujeres, nacidas de los
andróginos, aman a los hombres, y como los hombres, nacidos de los mismos andróginos, aman a
las mujeres.
¿Cuál es el objeto de este mito? Al parecer explicar y clasificar todas los especies del amor
humano. Las conclusiones, que bajo este doble punto de vista se sacan, están tan profundamente
grabadas con el sello de las costumbres griegas en la época de Platón, que resultan en completa
contradicción con los sentimientos que el espíritu moderno y el cristianismo han hecho prevalecer.
Porque tomando por punto de partida la definición de Aristófanes de que el amor es la unión de los
semejantes, se llega a esta consecuencia: que el amor del hombre por la mujer y de la mujer por el
hombre es el más inferior de todos, puesto que es la unión de dos contrarios. Es preciso poner por
encima de él el amor de la mujer, apetecido por las Tríbades, y sobre estos dos amores el del hombre
por el hombre, el más noble de todos. No sólo es más noble, sino que en sí mismo es el único amor
verdadero y durable. Y así, cuando las dos mitades de un hombre doble, que se buscan sin cesar,
llegan a encontrarse, experimentan en el acto el más violento amor, y no tienen otro deseo que el de
unirse íntima e indisolublemente para volver a su primitivo estado. Éste es el extremo en que la
opinión de Aristófanes se aproxima a la de Erixímaco. Hay entre ellos este punto común: que el amor
considerado por uno como la armonía de los contrarios y por otro como la unión de los semejantes,
es para ambos el deseo de la unidad. Esta idea saca la teoría de la psicología y de la física para
elevarla a la metafísica.
Agatón toma a su vez la palabra. Es poeta y hábil retórico también, y su discurso exhala un
perfume de elegancia. Anuncia que va a completar lo que falta aún a la teoría del Amor,
preguntándose desde luego cuál es su naturaleza, y atendida su naturaleza cuáles sus efectos. El Amor
es el más dichoso de los dioses; es de naturaleza divina. ¿Y por qué el más dichoso? Porque es el más
bello, y el más bello porque es el más joven, escapa siempre a la ancianidad y es compañero de la
juventud. Es el más tierno y el más delicado, puesto que no escoge su estancia sino en el alma de los
hombres, que es después de los dioses lo más delicado y lo más tierno que existe. Es también el más
sutil, sin lo cual no podría, como lo hace, deslizarse por todas partes, penetrar en todos los corazones
y salir de ellos; y el más gracioso, puesto que, fiel al viejo adagio, que el Amor y la fealdad están en
guerra; va siempre acompañado por la hermosura. El Amor es el mejor de los dioses, como que es el
más justo, puesto que no ofende nunca ni nunca es ofendido; el más moderado, puesto que la
templanza consiste en dominar los placeres, y no hay un placer mayor que el amor; el más fuerte,
porque ha vencido al mismo Marte, al dios de la victoria; el más hábil, en fin, porque a su arbitrio
crea los poetas y los artistas y es el maestro de Apolo, de las Musas, de Vulcano, de Minerva y de
Júpiter. Después de esta ingeniosa pintura de la naturaleza del Amor, Agatón quiere, como se había
propuesto, celebrar sus beneficios. Lo hace en una peroración brillante, grabada con ese sello de
elegancia un tanto amanerada, que caracterizaba su talento, y del cual Platón ha querido presentar una
copia fiel y algún tanto irónica. «La elocuencia de Agatón, va a decir Sócrates, me recuerda a
Gorgias».
Todos los convidados han expresado libremente sus ideas sobre el amor; Sócrates es el único que
continúa silencioso. No sin razón habla el último. Evidentemente es el intérprete directo de Platón, y
en su discurso es donde expresamente debe buscarse la teoría platoniana. He aquí por qué se compone
de dos partes: la una crítica, en la que Sócrates rechaza lo que le parece inadmisible en todo lo que se
había dicho y especialmente en el discurso de Agatón; la otra dogmática, donde da, respetando la
división de Agatón, su propia opinión sobre la naturaleza y sobre los efectos del amor. Veamos el
análisis.
El discurso de Agatón es muy bello, pero quizá tiene más poesía que filosofía; quizá es más
aparente que verdadero. Sienta, en efecto, que el Amor es dios, que es bello y que es bueno; pero nada
de esto es cierto. El Amor no es bello, porque no posee la belleza por lo mismo que la desea; y sólo
se desea lo que no se tiene. Tampoco es bueno, puesto que siendo lo bueno inseparable de lo bello,
todas las cosas buenas son bellas. Se sigue de aquí, que el Amor no es bueno, porque no es bello.
Resta, probar que no es dios. Aquí, por un artificio de composición que parece una especie de
protesta implícita contra el papel tan inferior que la mujer ha hecho hasta este momento en esta
conversación sobre el amor, Platón expone sus opiniones por boca de una mujer, la extranjera de
Mantinea, antes de dejarlas expresar a Sócrates.
De boca de Diotima, «entendida en amor y en otras muchas cosas», dice Sócrates que ha
aprendido todo cuanto sabe sobre el Amor. Primero le ha hecho entender, que el amor no es ni bello,
ni bueno, como lo ha probado, y por consiguiente que no es dios. Si fuese dios, sería bello y bueno;
porque los dioses, como nada les falta, no pueden estar privados ni de la bondad ni de la belleza.
¿Quiere decir esto que el Amor sea un ser feo y malo? Esto no se sigue necesariamente de lo dicho,
porque entre la belleza y la fealdad, entre la bondad y la maldad, hay un medio, como le hay entre la
ciencia y la ignorancia. ¿Pues qué es, en fin? El Amor es un ser intermedio entre el mortal y el
inmortal, en una, palabra, un demonio. La función propia de un demonio consiste en servir de
intérprete entre los dioses y los hombres, llevando de la tierra al cielo los votos y el homenaje de los
mortales, y del cielo a la tierra las voluntades y beneficios de los dioses. Por esta razón, el Amor
mantiene la armonía entre la esfera humana y la divina, aproxima estas naturalezas contrarias, y es,
con los demás demonios, el lazo que une el gran todo. Esto equivale a decir, que el hombre, por el
esfuerzo del Amor, se eleva hasta Dios. Es el fondo, que se presiente, del verdadero pensamiento de
Platón; pero falta desarrollarlo y aclararlo.
De nada serviría conocer la naturaleza y la misión del Amor, si se ignorase su origen, su objeto,
sus efectos y su fin supremo. Platón no quiere dejar estas cuestiones en la oscuridad. El Amor fue
concebido el día del nacimiento de Venus; nació del dios de la abundancia, Poros, y del de la pobreza,
Penia; esto explica a la vez su naturaleza divina y su carácter. De su madre le viene el ser flaco,
consumido, sin abrigo, miserable; y de su padre el ser fuerte, varonil, emprendedor, robusto, hábil y
afortunado cazador, que sigue sin cesar la pista a las buenas y bellas acciones. Es además apasionado
por la sabiduría, que es bella y buena por excelencia; no siendo ni bastante sabio para poseerla, ni
bastante ignorante para creer que la posee. Su objeto, en último resultado, es lo bello y el bien, que
Platón identifica bajo una sola palabra: la belleza. Pero es preciso saber bien lo que es amar lo bello:
es desear apropiárselo y poseerlo siempre, para ser dichoso. Y como no hay un solo hombre, que no
ande en busca de su propia felicidad, es preciso distinguir, entre todos, aquel de quien puede decirse
que prosigue la felicidad mediante la posesión de lo bello. Es el hombre que aspira a la producción
de la belleza mediante el cuerpo y según el espíritu; y como no se cree completamente dichoso, si no
se perpetúa esta producción sin interrupción y sin fin, se sigue, que el amor no es realmente otra cosa
que el deseo mismo de la inmortalidad. Ésta es la única inmortalidad posible al hombre respecto del
cuerpo. Se produce por el nacimiento de los hijos, por la sucesión y sustitución de un ser viejo por un
ser joven. Este deseo de perpetuarse es el origen del amor paterno, de esta solicitud para asegurar la
transmisión de su nombre y de sus bienes. Pero por encima de esta producción y de esta inmortalidad
mediante el cuerpo, hay las que tienen lugar según el espíritu. Éstas son las propias del hombre que
ama la belleza del alma, y que trabaja para producir en un alma bella, que le ha seducido, los rasgos
inestimables de la virtud y del deber. De esta manera perpetúa la sabiduría, cuyos gérmenes estaban
en él, y se asegura una inmortalidad muy superior a la primera.
Las últimas páginas del discurso de Sócrates están consagradas a expresar la serie de esfuerzos,
mediante los que el amor se eleva de grado en grado hasta su fin supremo. El hombre, poseído por el
amor, se encanta desde luego de un cuerpo bello, después de todos los cuerpos bellos, cuyas bellezas
son hermanas entre sí. Es el primer grado del amor. Luego se enamora de las almas bellas y de todo
lo que en ellas es bello: sus sentimientos y sus acciones. Franquea este segundo grado para pasar de la
esfera de las acciones a la de la inteligencia. Allí se siente enamorado de todas las ciencias, cuya
belleza le inspira, con una fecundidad inagotable, los más elevados pensamientos y todas esas
grandes ideas que constituyen la filosofía. Pero, entre todas las ciencias, hay una que cautiva toda su
alma, que es la ciencia misma de lo Bello, cuyo conocimiento es el colmo y la perfección del amor.
¿Y qué es esta belleza que tanto se desea y que tan difícil es de conseguir? Es la belleza en sí, eterna,
divina, única belleza real, y de la que no son todas las demás sino un reflejo. Iluminado con su pura e
inalterable luz, el hombre privilegiado, que llega a contemplarla, siente al fin nacer en él y engendra
en los demás toda clase de virtudes. Este hombre es el verdaderamente dichoso, el verdaderamente
inmortal.
Después del discurso de Sócrates, parece que nada queda por decir sobre el amor, y que el
Banquete debe concluir. Pero Platón tuvo por conveniente poner de relieve, cuando no se esperaba, la
elevación moral de su teoría mediante el contraste que presenta con la bajeza de las inclinaciones
ordinarias de los hombres. Por esto en este instante se presenta Alcibíades, medio ebrio, coronada su
cabeza con hiedra y violetas, acompañado de tocadoras de flauta y de una porción de sus compañeros
de embriaguez. ¿Qué quiere decir esta orgía en medio de estos filósofos? ¿No pone a la vista, para
usar las expresiones de Platón, el eterno contraste de la Venus popular y de la Venus celeste? Pero el
ingenioso autor del Banquete ha hecho que produjera otro resultado importante. La orgía, que
amenazaba ya hacerse contagiosa, cesa como por encanto en el instante en que Alcibíades ha
reconocido a Sócrates. ¡Qué imagen del poder, a la vez que de la superioridad de esta moral de
Sócrates, se muestra en el discurso en que Alcibíades hace, como a su pesar, el elogio más magnífico
de este hombre encantador, dejando ver su cariño para con la persona de Sócrates, su admiración al
contemplar esta razón serena y superior, y su vergüenza al recordar sus propios extravíos!
Después que Alcibíades concluye de hablar, comienza a circular la copa entre los convidados,
hasta que todos, unos en pos de otros, fueron cayendo en la embriaguez. Sócrates, único invencible,
porque su pensamiento, extraño a estos desórdenes, preserva de ellos a su cuerpo, conversa sobre
diferentes asuntos con los que resisten hasta los primeros albores del día. Entonces, y cuando todos
los convidados se han entregado al sueño, abandona la casa de Agatón, para ir a dedicarse a sus
ocupaciones diarias: última manifestación de esta alma fuerte, que la filosofía había hecho
invulnerable a las pasiones.
El banquete o del amor
APOLODORO — EL AMIGO DE APOLODORO — SÓCRATES — AGATÓN — FEDRO —
PAUSANIAS — ERIXÍMACO — ARISTÓFANES — ALCIBÍADES

APOLODORO. —Me considero bastante preparado para referiros lo que me pedís, porque ahora
recientemente, según iba yo de mi casa de Faléreo [1] a la ciudad, un conocido mío, que venía detrás
de mí, me avistó, y llamándome de lejos:
—¡Hombre de Faléreo! —gritó en tono de confianza—; ¡Apolodoro!, ¿no puedes acortar el paso?
Yo me detuve, y le aguardé. Me dijo:
—Justamente andaba en tu busca, porque quería preguntarte lo ocurrido en casa de Agatón el día
que Sócrates, Alcibíades y otros muchos comieron allí. Dícese que toda la conversación rodó sobre
el amor. Yo supe algo por uno, a quien Fénix, hijo de Filipo, refirió una parte de los discursos que se
pronunciaron, pero no pudo decirme el pormenor de la conversación, y sólo me dijo que tú lo sabías.
Cuéntamelo, pues, tanto más cuanto es un deber en ti dar a conocer lo que dijo tu amigo. Pero, ante
todo, dime: ¿estuviste presente a esa conversación?
—No es exacto, y ese hombre no te ha dicho la verdad —le respondí—; puesto que citas esa
conversación como si fuera reciente, y como si hubiera podido yo estar presente.
—Yo así lo creía.
—¿Cómo —le dije—, Glaucón; no sabes que ha muchos años que Agatón no pone los pies en
Atenas? Respecto a mí aún no hace tres años que trato a Sócrates, y que me propongo estudiar
asiduamente todas sus palabras y todas sus acciones. Antes andaba vacilante por uno y otro lado, y
creyendo llevar una vida racional, era el más desgraciado de los hombres. Me imaginaba, como tú
ahora, que en cualquier cosa debía uno ocuparse con preferencia a la filosofía.
—Vamos, no te burles, y dime cuándo tuvo lugar esa conversación.
—Éramos muy jóvenes tú y yo; fue cuando Agatón consiguió el premio con su primera tragedia,
al día siguiente en que sacrificó a los dioses en honor de su triunfo, rodeado de sus coristas.
—Larga es la fecha, a mi ver; ¿pero quién te ha dicho lo que sabes? ¿Es Sócrates?
—No, ¡por Júpiter! —le dije—; me lo ha dicho el mismo que se lo refirió a Fénix, que es un
cierto Aristodemo, del pueblo de Cidátenes; un hombre pequeño, que siempre anda descalzo. Éste se
halló presente, y si no me engaño, era entonces uno de los más apasionados de Sócrates. Algunas
veces pregunté a este sobre las particularidades que me había referido Aristodemo, y vi que
concordaban.
—¿Por qué tardas tanto —me dijo Glaucón— en referirme la conversación? ¿En qué cosa mejor
podemos emplear el tiempo que nos resta para llegar a Atenas?
Yo convine en ello, y continuando nuestra marcha, entramos en materia. Como te dije antes, estoy
preparado, y sólo falta que me escuches. Además del provecho que encuentro en hablar u oír hablar
de filosofía, nada hay en el mundo que me cause tanto placer; mientras que, por el contrario, me
muero de fastidio cuando os oigo a vosotros, hombres ricos y negociantes, hablar de vuestros
intereses. Lloro vuestra obcecación y la de vuestros amigos; creéis hacer maravillas, y no hacéis
nada bueno. Quizá también por vuestra parte os compadeciereis de mí, y me parece que tenéis razón;
pero no es una mera creencia mía, sino que tengo la seguridad de que sois dignos de compasión.
EL AMIGO DE APOLODORO. —Tú siempre el mismo, Apolodoro; hablando mal siempre de ti
y de los demás, y persuadido de que todos los hombres, excepto Sócrates, son unos miserables,
principiando por ti. No sé por qué te han dado el nombre de Furioso; pero sé bien que algo de esto se
advierte en tus discursos. Siempre se te encuentra desabrido contigo mismo y con todos, excepto con
Sócrates.
APOLODORO. —¿Te parece, querido mío, que es preciso ser un furioso y un insensato, para
hablar así de mí mismo y de todos los demás?
EL AMIGO DE APOLODORO. —Déjate de disputas, Apolodoro. Acuérdate ahora de tu promesa,
y refiéreme los discursos que pronunciaron en casa de Agatón.
APOLODORO. —He aquí lo ocurrido poco más o menos; o mejor es que tomemos la historia
desde el principio, como Aristodemo me la refirió.
Encontré a Sócrates, me dijo, que salía del baño y se había calzado las sandalias contra su
costumbre. Le pregunté a dónde iba tan apuesto.
—Voy a comer a casa de Agatón —me respondió—. Rehusé asistir a la fiesta que daba ayer para
celebrar su victoria, por no acomodarme una excesiva concurrencia; pero di mi palabra para hoy, y
he aquí por qué me encuentras tan en punto. Me he embellecido para ir a la casa de tan bello joven.
Pero, Aristodemo, ¿no te dará la humorada de venir conmigo, aunque no hayas sido convidado?
—Como quieras —le dije.
—Sígueme, pues, y cambiemos el proverbio, probando que un hombre de bien puede ir a comer a
casa de otro hombre de bien sin ser convidado. Con gusto acusaría a Homero, no sólo de haber
cambiado este proverbio, sino de haberse burlado de él,[2] cuando después de representar a
Agamenón como un gran guerrero, y a Menelao como un combatiente muy débil; hace concurrir a
Menelao al festín de Agamenón, sin ser convidado; es decir, presenta un inferior asistiendo a la mesa
de un hombre, que está muy por encima de él.
—Tengo temor —dije a Sócrates— de no ser tal como tú querrías, sino más bien según Homero;
es decir, una medianía que se sienta a la mesa de un sabio sin ser convidado. Por lo demás, tú eres el
que me guías y a ti te toca salir a mi defensa, porque yo no confesaré que concurro allí sin que se me
haya invitado, y diré que tú eres el que me convidas.
—Somos dos[3] —respondió Sócrates—, y ya a uno ya a otro no nos faltará qué decir.
Marchemos.
Nos dirigimos a la casa de Agatón durante esta plática, pero antes de llegar, Sócrates se quedó
atrás entregado a sus propios pensamientos. Me detuve para esperar, pero me dijo que siguiera
adelante. Cuando llegué a la casa de Agatón, encontré la puerta abierta, y me sucedió una aventura
singular. Un esclavo de Agatón me condujo en el acto a la sala donde tenía lugar la reunión, estando
ya todos sentados a la mesa y esperando sólo que se les sirviera. Agatón, en el momento que me vio,
exclamó:
—¡Oh, Aristodemo!, seas bienvenido si vienes a comer con nosotros. Si vienes a otra cosa, ya
hablaremos otro día. Ayer te busqué para suplicarte que fueras uno de mis convidados, pero no pude
encontrarte. ¿Y por qué no has traído a Sócrates?
Miré para atrás y vi que Sócrates no me seguía, y entonces dije a Agatón que yo mismo había
venido con Sócrates, como que él era el que me había convidado.
—Has hecho bien —replicó Agatón—; ¿pero dónde está Sócrates?
—Me seguía y no sé qué ha podido suceder.
—Esclavo —dijo Agatón—, llégate a ver dónde está Sócrates y condúcele aquí. Y tú, Aristodemo,
siéntate al lado de Erixímaco. Esclavo, lavadle los pies para que pueda ocupar su puesto.
En este estado vino un esclavo a anunciar que había encontrado a Sócrates de pie en el umbral de
la casa próxima, y que habiéndole invitado, no había querido venir.
—¡Vaya una cosa singular! —dijo Agatón—. Vuelve y no le dejes hasta que haya entrado.
—No —dije yo entonces—, dejadle.
—Si a ti te parece así —dijo Agatón—, en buena hora. Ahora, vosotros, esclavos, servidnos.
Traed lo que queráis, como si no tuvierais que recibir órdenes de nadie, porque ese es un cuidado que
jamás he querido tomarme. Miradnos lo mismo a mí que a mis amigos como si fuéramos huéspedes
convidados por vosotros mismos. Portaos lo mejor posible, que en ello va vuestro crédito.
Comenzamos a comer, y Sócrates no aparecía. A cada instante Agatón quería que se le fuese a
buscar, pero yo lo impedí constantemente. En fin, Sócrates entró después de habernos hecho esperar
algún tiempo, según su costumbre, cuando estábamos ya a media comida. Agatón, que estaba solo
sobre una cama al extremo de la mesa, le invitó a que se sentara junto a él.
—Ven, Sócrates —le dijo—, permite que esté lo más próximo a ti, para ver si puedo ser partícipe
de los magníficos pensamientos que acabas de descubrir; porque tengo una plena certeza de que has
descubierto lo que buscabas, pues de otra manera no hubieras dejado el dintel de la puerta.
Cuando Sócrates se sentó, dijo:
—¡Ojalá, Agatón, que la sabiduría fuese una cosa que pudiese pasar de un espíritu a otro, cuando
dos hombres están en contacto, como corre el agua, por medio de una mecha de lana, de una copa
llena a una copa vacía! Si el pensamiento fuese de esta naturaleza, sería yo el que me consideraría
dichoso estando cerca de ti, y me vería, a mi parecer, henchido de esa buena y abundante sabiduría
que tú posees; porque la mía es una cosa mediana y equívoca; o, por mejor decir, es un sueño. La
tuya, por el contrario, es una sabiduría magnífica y rica en bellas esperanzas como lo atestigua el
vivo resplandor que arroja ya en tu juventud, y los aplausos que más de treinta mil griegos acaban de
prodigarte.
—Eres muy burlón —replicó Agatón—, pero ya examinaremos cuál es mejor, si la sabiduría tuya
o la mía; y Baco será nuestro juez. Ahora de lo que se trata es de comer.
Sócrates se sentó, y cuando él y los demás convidados acabaron de comer, se hicieron libaciones,
se cantó un himno en honor del dios, y después de todas las demás ceremonias acostumbradas, se
habló de beber. Pausanias tomó entonces la palabra:
—Veamos —dijo—, cómo podremos beber, sin que nos cause mal. En cuanto a mí, declaro que
me siento aún incomodado de resultas de la francachela de ayer, y tengo necesidad de respirar un
tanto, y creo que la mayor parte de vosotros está en el mismo caso; porque ayer erais todos de los
nuestros. Prevengámonos, pues, para beber con moderación.
—Pausanias —dijo Aristófanes—, me das mucho gusto en querer que se beba con moderación,
porque yo fui uno de los que se contuvieron menos la noche última.
—¡Cuánto celebro que estéis de ese humor! —dijo Erixímaco, hijo de Acúmenes—; pero falta
por consultar el parecer de uno. ¿Cómo te encuentras, Agatón?
—Lo mismo que vosotros —respondió.
—Tanto mejor para nosotros —replicó Erixímaco—, para mí, para Aristodemo, para Fedro y
para los demás, si vosotros, que sois los valientes, os dais por vencidos, porque nosotros somos
siempre ruines bebedores. No hablo de Sócrates, que bebe siempre lo que le parece, y no le importa
nada la resolución que se toma. Así, pues, ya que no veo a nadie aquí con deseos de excederse en la
bebida, seré menos importuno, si os digo unas cuantas verdades sobre la embriaguez. Mi experiencia
de médico me ha probado perfectamente, que el exceso en el vino es funesto al hombre. Evitaré
siempre este exceso, en cuanto pueda, y jamás lo aconsejaré a los demás; sobre todo, cuando su
cabeza se encuentre resentida a causa de una orgía de la víspera.
—Sabes —le dijo Fedro de Mirrinos, interrumpiéndole—, que sigo con gusto tu opinión, sobre
todo, cuando hablas de medicina; pero ya ves que hoy todos se presentan muy racionales.
No hubo más que una voz; se resolvió de común acuerdo beber por placer y no llevarlo hasta la
embriaguez.
—Puesto que hemos convenido —dijo Erixímaco— que nadie se exceda, y que cada uno beba lo
que le parezca, soy de opinión que se despache desde luego la tocadora de flauta. Que vaya a tocar
para sí, y si lo prefiere, para las mujeres allá en el interior. En cuanto a nosotros, si me creéis,
entablaremos alguna conversación general, y hasta os propondré el asunto si os parece.
Todos aplaudieron el pensamiento, y le invitaron a que entrara en materia.
Erixímaco repuso entonces:
—Comenzaré por este verso de la Melanipa de Eurípides: este discurso no es mío sino de Fedro.
Porque Fedro me dijo continuamente, con una especie de indignación: ¡Oh Erixímaco!, ¿no es cosa
extraña, que de tantos poetas que han hecho himnos y cánticos en honor de la mayor parte de los
dioses, ninguno haya hecho el elogio del Amor, que sin embargo es un gran dios? Mira lo que hacen
los sofistas que son entendidos; componen todos los días grandes discursos en prosa en alabanza de
Hércules y los demás semidioses; testigo el famoso Pródico, y esto no es sorprendente. He visto un
libro, que tenía por título el Elogio de la sal, donde el sabio autor exageraba las maravillosas
cualidades de la sal y los grandes servicios que presta al hombre. En una palabra, apenas encontrarás
cosa que no haya tenido su panegírico. ¿En qué consiste que en medio de este furor de alabanzas
universales, nadie hasta ahora ha emprendido el celebrar dignamente al Amor, y que se haya olvidado
dios tan grande como este? Yo, continuó Erixímaco, apruebo la indignación de Fedro. Quiero pagar
mi tributo al Amor, y hacérmele favorable. Me parece, al mismo tiempo, que cuadraría muy bien a
una sociedad como la nuestra honrar a este dios. Si esto os place, no hay que buscar otro asunto para
la conversación. Cada uno improvisará lo mejor que pueda un discurso en alabanza del Amor.
Correrá la voz de izquierda a derecha. De esta manera Fedro hablará primero, ya porque le toca, y ya
porque es el autor de la proposición, que os he formulado.
—No dudo, Erixímaco —dijo Sócrates—, que tu dictamen será unánimemente aprobado. Por lo
menos, no seré yo el que le combata, yo que hago profesión de no conocer otra cosa que el Amor.
Tampoco lo harán Agatón, ni Pausanias, ni seguramente Aristófanes, a pesar de estar consagrado por
entero a Baco y a Venus. Igualmente puedo responder de todos los demás que se hallan presentes,
aunque, a decir verdad, no sea partido igual para los últimos, que nos hemos sentado. En todo caso, si
los que nos preceden, cumplen con su deber y agotan la materia, a nosotros nos bastará prestar
nuestra aprobación. Que Fedro comience bajo los más felices auspicios y que rinda alabanzas al
Amor.
La opinión de Sócrates fue unánimemente adoptada. Daros en este momento cuenta, palabra por
palabra, de los discursos, que se pronunciaron, es cosa que no podéis esperar de mí; pues no
habiéndome Aristodemo, de quien los he tomado, referido tan perfectamente, ni retenido yo, algunas
cosas de la historia que me contó, sólo os podré decir lo más esencial. He aquí poco más o menos el
discurso de Fedro, según me lo refirió.
—«El Amor es un gran dios, muy digno de ser honrado por los dioses y por los hombres por mil
razones, sobre todo, por su ancianidad; porque es el más anciano de los dioses. La prueba es que no
tiene padre ni madre; ningún poeta ni prosador se le ha atribuido. Según Hesíodo,[4] el caos existió al
principio, y enseguida apareció la tierra con su vasto seno, base eterna e inquebrantable de todas las
cosas, y el Amor. Hesíodo, por consiguiente, hace que al caos sucedan la Tierra y el Amor.
Parménides habla así de su origen: el Amor es el primer dios que fue concebido.[5] Acusilao [6] ha
seguido la opinión de Hesíodo. Así, pues, están de acuerdo en que el Amor es el más antiguo de los
dioses todos. También es de todos ellos el que hace más bien a los hombres; porque no conozco
mayor ventaja para un joven, que tener un amante virtuoso; ni para un amante, que el amar un objeto
virtuoso. Nacimiento, honores, riqueza, nada puede como el Amor inspirar al hombre lo que necesita
para vivir honradamente; quiero decir, la vergüenza del mal y la emulación del bien. Sin estas dos
cosas es imposible que un particular o un Estado haga nunca nada bello ni grande. Me atrevo a decir
que si un hombre, que ama, hubiese cometido una mala acción o sufrido un ultraje sin rechazarlo,
más vergüenza le causaría presentarse ante la persona que ama, que ante su padre, su pariente, o ante
cualquiera otro. Vemos que lo mismo sucede con el que es amado, porque nunca se presenta tan
confundido como cuando su amante le coge en alguna falta. De manera que si, por una especie de
encantamiento, un Estado o un ejército pudieran componerse de amantes y de amados, no habría
pueblo que llevase más allá el horror al vicio y la emulación por la virtud. Hombres unidos de este
modo, aunque en corto número, podrían en cierta manera vencer al mundo entero; porque, si hay
alguno de quien un amante no querría ser visto en el acto de desertar de las filas o arrojar las armas,
es la persona que ama; y preferiría morir mil veces antes que abandonar a la persona amada viéndola
en peligro y sin prestarla socorro; porque no hay hombre tan cobarde a quien el Amor no inspire el
mayor valor y no le haga semejante a un héroe. Lo que dice Homero [7] de que inspiran los dioses
audacia a ciertos guerreros, puede decirse con más razón del Amor que de ninguno de los demás
dioses. Sólo los amantes saben morir el uno por el otro. Y no sólo hombres sino las mismas mujeres
han dado su vida por salvar a los que amaban. La Grecia ha visto un brillante ejemplo en Alceste, hija
de Pelias: sólo ella quiso morir por su esposo, aunque éste tenía padre y madre. El amor del amante
sobrepujó tanto a la amistad por sus padres, que los declaró, por decirlo así, personas extrañas
respecto de su hijo, y como si fuesen parientes sólo en el nombre. Y aun cuando se han llevado a cabo
en el mundo muchas acciones magníficas, es muy reducido el número de las que han rescatado de los
infiernos a los que habían entrado; pero la de Alceste ha parecido tan bella a los ojos de los hombres
y de los dioses, que, encantados éstos de su valor, la volvieron a la vida. ¡Tan cierto es que un Amor
noble y generoso se hace estimar de los dioses mismos!
»No trataron así a Orfeo, hijo de Eagro, sino que le arrojaron de los infiernos, sin concederle lo
que pedía. En lugar de volverle su mujer, que andaba buscando, le presentaron un fantasma, una
sombra de ella, porque como buen músico le faltó el valor. Lejos de imitar a Alceste y de morir por
la persona que amaba, se ingenió para bajar vivo a los infiernos. Así es que, indignados los dioses,
castigaron su cobardía haciéndole morir a manos de mujeres. Por el contrario, han honrado a
Aquiles, hijo de Tetis, y le recompensaron, colocándole en las islas de los bienaventurados, porque
habiéndole predicho su madre que si mataba a Héctor moriría en el acto, y que si no le combatía
volvería a la casa paterna, donde moriría después de una larga vejez, Aquiles no dudó, y prefiriendo
la venganza de Patroclo a su propia vida, quiso, no sólo morir por su amigo, sino también morir
sobre su cadáver.[8] Por esta razón los dioses le han honrado más que a todos los hombres,
mereciéndo su admiración por el sacrificio que hizo en obsequio de la persona que le amaba.
Esquiles se burla de nosotros, cuando dice que el amado era Patroclo. Aquiles era más hermoso, no
sólo que Patroclo, sino que todos los demás héroes. No tenía aún pelo de barba y era mucho más
joven, como dice Homero.[9] Verdaderamente si los dioses aprueban lo que se hace por la persona
que se ama, ellos estiman, admiran y recompensan mucho más lo que se hace por la persona por
quien es uno amado. En efecto, el que ama tiene un no sé qué de más divino que el que es amado,
porque en su alma existe un dios; y de aquí procede el haber sido tratado mejor Aquiles que Alceste,
después de su muerte en las islas de los afortunados. Concluyo, pues, que de todos los dioses el Amor
es el más antiguo, el más augusto, y el más capaz de hacer al hombre feliz y virtuoso durante su vida
y después de su muerte».
Así concluyó Fedro. Aristodemo pasó en silencio algunos otros, cuyos discursos había olvidado,
y se fijó en Pausanias, que habló de esta manera:
—Yo no apruebo, ¡oh Fedro!, la proposición de alabar el Amor tal como se ha hecho. Esto sería
bueno, si no hubiese más Amor que uno, pero como no es así, hubiera sido mejor decir antes cuál es
el que debe alabarse. Es lo que me propongo hacer ver. Por lo pronto diré cuál es el Amor, que
merece ser alabado; y después lo alabaré lo más dignamente que me sea posible. Es indudable que no
se concibe a Venus sin el Amor, y si no hubiese más que una Venus, no habría más que un Amor; pero
como hay dos Venus, necesariamente hay dos Amores. ¿Quién duda de que hay dos Venus? La una de
más edad, hija del cielo, que no tiene madre, a la que llamaremos la Venus celeste; la otra más joven,
hija de Júpiter y de Dione, a la que llamaremos la Venus popular. Se sigue de aquí que de los dos
Amores, que son los ministros de estas dos Venus, es preciso llamar al uno celeste y al otro popular.
Todos los dioses sin duda son dignos de ser honrados, pero distingamos bien las funciones de estos
dos Amores.
»Toda acción en sí misma no es bella ni fea; lo que hacemos aquí, beber, comer, discurrir, nada
de esto es bello en sí, pero puede convertirse en tal, mediante la manera como se hace. Es bello, si se
hace conforme a las reglas de la honestidad; y feo, si se hace contra estas reglas. Lo mismo sucede
con el amor. Todo amor, en general, no es bello ni laudable, si no es honesto. El Amor de la Venus
popular es popular también, y sólo inspira acciones bajas; es el amor que reina entre el común de las
gentes, que aman sin elección, lo mismo las mujeres que los jóvenes, dando preferencia al cuerpo
sobre el alma. Cuanto más irracional es, tanto más os persiguen porque sólo aspiran al goce, y con
tal que lleguen a conseguirlo, les importa muy poco por qué medios. De aquí procede que sienten
afección por todo lo que se presenta, bueno o malo, porque su amor no es el de la Venus más joven,
nacida de varón y de hembra. Pero no habiendo nacido la Venus celeste de hembra, sino tan sólo de
varón, el amor que la acompaña sólo busca los jóvenes. Ligado a una diosa de más edad, y que, por
consiguiente, no tiene la sensualidad fogosa de la juventud, los inspirados por este Amor sólo gustan
del sexo masculino, naturalmente más fuerte y más inteligente. He aquí las señales, mediante las que
pueden conocerse los verdaderos servidores de este Amor; no buscan los demasiado jóvenes, sino
aquellos cuya inteligencia comienza a desarrollarse, es decir, que ya les apunta el bozo. Pero su
objeto no es, en mi opinión, sacar provecho de la imprudencia de un amigo demasiado joven, y
seducirle para abandonarle después, y, cantando victoria, dirigirse a otro; sino que se unen sí ellos en
relación con el propósito de no separarse y pasar toda su vida con la persona que aman. Sería
verdaderamente de desear que hubiese una ley que prohibiera amar a los demasiado jóvenes, para, no
gastar el tiempo en una cosa tan incierta; porque, ¿quién sabe lo que resultará un día de tan tierna
juventud; qué giro tomarán el cuerpo y el espíritu, y hacia qué punto se dirigirán, si hacia el vicio o si
hacia la virtud? Los sabios ya se imponen ellos mismos una ley tan justa; pero sería conveniente
hacerla observar rigurosamente por los amantes populares de que hablamos, y prohibirles esta clase
de compromisos, como se les impide, en cuanto es posible, amar las mujeres de condición libre.
Éstos son los que han deshonrado el amor hasta tal punto, que han hecho decir que era vergonzoso
conceder sus favores a un amante. Su amor intempestivo e injusto por la juventud demasiado tierna es
lo único que ha dado lugar a semejante opinión, siendo así que nada de lo que se hace según
principios de sabiduría y de honestidad puede ser reprendido justamente.
»No es difícil comprender las leyes que arreglan el amor en otros países, porque son precisas y
sencillas. Sólo las costumbres de Atenas y de Lacedemonia necesitan explicación. En la Elides, por
ejemplo, y en la Beocia, donde se cultiva poco el arte de la palabra, se dice sencillamente que es
bueno conceder sus amores a quien nos ama, y nadie encuentra malo esto, sea joven o viejo. Es
preciso creer que en estos países está autorizado así el amor para allanar las dificultades y para
hacerse amar sin necesidad de recurrir a los artificios del lenguaje, que desconoce aquella gente.
Pero en la Jonia y en todos los países sometidos a la dominación de los bárbaros se tiene este
comercio por infame; se proscriben igualmente allí la filosofía y la gimnasia, y es porque los tiranos
no gustan ver que entre sus súbditos se formen grandes corazones o amistades y relaciones
vigorosas, que es lo que el amor sabe crear muy bien. Los tiranos de Atenas hicieron en otro tiempo
la experiencia. La pasión de Aristogitón y la fidelidad de Harmodio trastornaron su dominación. Es
claro que en estos Estados, donde es vergonzoso conceder sus amores a quien nos ama, esta
severidad nace de la iniquidad de los que la han establecido, de la tiranía de los gobernantes y de la
cobardía de los gobernados; y que en los países, donde simplemente se dice que es bueno conceder
sus favores a quien nos ama, esta indulgencia es una prueba de grosería. Todo esto está más
sabiamente ordenado entre nosotros. Pero, como ya dije, no es fácil comprender nuestros principios
en este concepto. Por una parte, se dice que es mejor aunar a la vista de todo el mundo que amar en
decreto, y que es preciso amar con preferencia los más generosos y más virtuosos, aunque sean
menos bellos que los demás.
»Es sorprendente cómo se interesa todo el mundo por el triunfo del hombre que ama; se le anima,
lo cual no se haría si el amar no se tuviese por cosa buena; se le aprecia cuando ha triunfado su amor,
y se le desprecia cuando no ha triunfado. La costumbre permite al amante emplear medios
maravillosos para llegar a su objeto, y no hay ni uno solo de estos medios que no le haga perder la
estimación de los sabios, si se sirve de él para otra cosa que no sea para hacerse amar. Porque si un
hombre con el objeto de enriquecerse o de obtener un empleo o de crearse cualquiera otra posición
de este género, se atreviera a tener por alguno la menor de las complacencias que tiene un amante
para con la persona que ama; si emplease las súplicas, si se valiese de las lágrimas y los ruegos, si
hiciese juramento, si durmiese en el umbral de su puerta, si se rebajase a bajezas que un esclavo se
avergonzaría de practicar, ninguno de sus enemigos o de sus amigos dejaría de impedir que se
envileciera hasta este punto. Los unos le echarían en cara que se conducía como un adulador y como
un esclavo; otros se ruborizarían y se esforzarían por corregirlo. Sin embargo, todo esto sienta
maravillosamente a un hombre que ama; no sólo se admiten estas bajezas sin tenerlas por
deshonrosas, sino que se mira como un hombre que cumple muy bien con su deber; y lo más extraño
es que se quiere que los amantes sean los únicos perjuros que los dioses dejen de castigar, porque se
dice que los juramentos no obligan en asuntos de amor. Tan cierto es que en nuestras costumbres los
hombres y los dioses todo se lo permiten a un amante. No hay en esta materia nadie que no esté
persuadido de que es muy laudable en esta ciudad amar y recíprocamente hacer lo mismo con los que
nos aman. Por otra parte, si se considera con qué cuidado un padre pone un pedagogo cerca de sus
hijos para que los vigile, y que el principal deber de este es impedir que hablen a los que los aman;
que sus camaradas mismos, si les ven sostener tales relaciones, los hostigan y molestan con burlas;
que los de más edad no se oponen a tales burlas, ni reprenden a los que las usan; al ver este cuadro,
¿no se creerá que estamos en un país donde es una vergüenza el mantener semejantes relaciones? He
aquí por qué es preciso explicar esta contradicción.
»El Amor, como dije al principio, no es de suyo ni bello ni feo. Es bello, si se observan las reglas
de la honestidad; y es feo, si no se tienen en cuenta estas reglas. Es inhonesto conceder sus favores a
un hombre vicioso o por malos motivos. Es honesto, si se conceden por motivos justos a un hombre
virtuoso. Llamo hombre vicioso al amante popular que ama el cuerpo más bien que el alma; porque
su amor no puede tener duración, puesto que ama una cosa que no dura. Tan pronto como la flor de
la belleza de lo que amaba ha pasado, vuela a otra parte, sin acordarse ni de sus palabras ni de sus
promesas. Pero el amante de un alma bella permanece fiel toda la vida, porque lo que ama es durable.
Así, pues, la costumbre entre nosotros quiere que uno se mire bien antes de comprometerse; que se
entregue a los unos y huya de los otros; ella anima a ligarse a aquellos y huir de estos, porque
discierne y juzga de qué especie es así el que ama como el que es amado. Por esto se mira como
vergonzoso el entregarse ligeramente, y se exige la prueba del tiempo, que es el que hace conocer
mejor todas las cosas. Y también es vergonzoso entregarse a un hombre poderoso y rico, ya se
sucumba por temor, ya por debilidad; o que se deje alucinar por el dinero o la esperanza de optar a
empleos; porque además de que estas razones no pueden engendrar nunca una amistad generosa,
descansa por otra parte sobre fundamentos poco sólidos y durables. Sólo resta un motivo por el que
en nuestras costumbres se puede decentemente favorecer a un amante; porque así como la
servidumbre voluntaria de un amante para con el objeto de su amor no se tiene por adulación, ni
puede echársele en cara tal cosa; en igual forma hay otra especie de servidumbre voluntaria, que no
puede nunca ser reprendida y es aquella en la que el hombre se compromete en vista de la virtud. Hay
entre nosotros la creencia de que si un hombre se somete a servir a otro con la esperanza de
perfeccionarse mediante él en una ciencia o en cualquiera virtud particular, esta servidumbre
voluntaria no es vergonzosa y no se llama adulación.
»Es preciso tratar al amor como a la filosofía y a la virtud, y que sus leyes tiendan al mismo fin,
si se quiere que sea honesto favorecer a aquel que nos ama; porque si el amante y el amado se aman
mutuamente bajo estas condiciones, a saber: que el amante, en reconocimiento de los favores del que
ama, esté dispuesto a hacerle todos los servicios que la equidad le permita; y que el amado a su vez,
en recompensa del cuidado que su amante hubiere tomado para hacerle sabio y virtuoso, tenga con él
todas las consideraciones debidas; si el amante es verdaderamente capaz de dar ciencia y virtud a la
persona que ama, y la persona amada tiene un verdadero deseo de adquirir instrucción y sabiduría; si
todas estas condiciones se verifican, entonces únicamente es decoroso conceder sus favores al que
nos ama. El amor no puede permitirse por ninguna otra razón, y entonces no es vergonzoso verse
engañado. En cualquier otro caso es vergonzoso, véase o no engañado; porque si con una esperanza
de utilidad o de ganancia se entrega uno a un amante, que se creía rico, que después resulta pobre, y
que no puede cumplir su palabra, no es menos indigno, porque es ponerse en evidencia y demostrar
que mediando el interés se arroja a todo, y esto no tiene nada de bello. Por el contrario, si después de
haber favorecido a un amante, que se le creía hombre de bien, y con la esperanza de hacerle uno
mejor por medio de su amistad, llega a resultar que este amante no es tal hombre de bien y que carece
de virtudes, no es deshonroso verse uno en este caso engañado; porque ha mostrado el fondo de su
corazón; y ha puesto en evidencia que por la virtud y con la esperanza de llegar a una mayor
perfección, es uno capaz de emprenderlo todo, y nada más glorioso que este pensamiento. Es bello
amar cuando la causa es la virtud. Este amor es el de la Venus celeste; es celeste por sí mismo; es
inútil a los particulares y a los Estados, y digno para todos de ser objeto de principal estudio, puesto
que obliga al amante y al amado a vigilarse a sí mismos y a esforzarse en hacerse mutuamente
virtuosos. Todos los demás amores pertenecen a la Venus popular. He aquí, Fedro, todo lo que yo
puedo decirte de improviso sobre el Amor».
Habiendo hecho Pausanias aquí una pausa, (y he aquí un juego de palabras,[10] que vuestros
sofistas enseñan), correspondía a Aristófanes hablar, pero no pudo verificarlo por un hipo que le
sobrevino, no sé si por haber comido demasiado, o por otra razón. Entonces se dirigió al médico
Erixímaco que estaba sentado junto a él y le dijo: es preciso Erixímaco, que o me libres de este hipo
o hables en mi lugar hasta que haya cesado.
—Haré lo uno y lo otro —respondió Erixímaco—, porque voy a hablar en tu lugar, y tú hablarás
en el mío, cuando tu incomodidad haya pasado. Pasará bien pronto, si mientras yo hable, retienes la
respiración por algún tiempo, y si no pasa, tendrás que hacer gárgaras con agua. Si el hipo es
demasiado violento, coge cualquiera cosa, y hazte cosquillas en la nariz; a esto se seguirá el
estornudo; y si lo repites una o dos veces, el hipo cesará infaliblemente, por violento que sea.
—Comienza luego —dijo Aristófanes.
—Voy a hacerlo —dijo Erixímaco—, y se explicó de esta manera:
»Pausanias ha empezado muy bien su discurso, pero pareciéndome que a su final no lo ha
desenvuelto suficientemente, creo que estoy en el caso de completarlo. Apruebo la distinción que ha
hecho de los dos amores, pero creo haber descubierto por mi arte, la medicina, que el amor no reside
sólo en el alma de los hombres, donde tiene por objeto la belleza, sino que hay otros objetos y otras
mil cosas en que se encuentra; en los cuerpos de todos los animales, en las producciones de la tierra;
en una palabra, en todos los seres; y que la grandeza y las maravillas del dios brillan por entero, lo
mismo en las cosas divinas que en las cosas humanas. Tomaré mi primer ejemplo de la medicina, en
honor a mi arte.
»La naturaleza corporal contiene los dos amores; porque las partes del cuerpo que están sanas y
las que están enfermas constituyen necesariamente cosas desemejantes, y lo desemejante ama lo
desemejante. El amor, que reside en un cuerpo sano, es distinto del que reside en un cuerpo enfermo,
y la máxima, que Pausanias acaba de sentar: que es cosa bella conceder sus favores a un amigo
virtuoso, y cosa fea entregarse al que está animado de una pasión desordenada, es una máxima
aplicable al cuerpo. También es bello y necesario ceder a lo que hay de bueno y de sano en cada
temperamento, y en esto consiste la medicina; por el contrario, es vergonzoso complacer a lo que
hay de depravado y de enfermo, y es preciso combatirlo, si ha de ser uno un médico hábil. Porque,
para decirlo en pocas palabras, la medicina es la ciencia del amor corporal con relación a la
repleción y evacuación; el médico, que sabe discernir mejor en este punto el amor arreglado del
vicioso, debe ser tenido por más hábil; y el que dispone de tal manera de las inclinaciones del cuerpo,
que puede mudarlas según sea necesario, introducir el amor donde no existe y hace falta, y quitarlo
del punto donde es perjudicial, un médico de esta clase es un excelente práctico; porque es preciso
que sepa crear la amistad entre los elementos más enemigos, e inspirarles un amor recíproco. Los
elementos más enemigos son los más contrarios, como lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo, lo
amargo y lo dulce y otros de la misma especie. Por haber encontrado Esculapio, jefe de nuestra
familia, el medio de introducir el amor y la concordia entre estos elementos contrarios, se le tiene
por inventor de la medicina, como lo cantan los poetas y como yo mismo creo. Me atrevo a asegurar
que el Amor preside a la medicina, lo mismo que a la gimnasia y a la agricultura. Sin necesidad de
fijar mucho la atención, se advierte su presencia en la música, y quizá fue esto lo que Heráclito quiso
decir, si bien no supo explicarlo. La unidad, dice, que se opone a sí misma, concuerda consigo
misma; produce, por ejemplo, la armonía de un arco o de una lira. Es un absurdo decir que la
armonía es una oposición, o que consiste en elementos opuestos, sino que lo que Heráclito al parecer
entendía es que de elementos, al pronto opuestos, como lo grave y lo agudo, y puestos después de
acuerdo, es de donde el arte musical saca la armonía. En efecto, la armonía no es posible en tanto que
lo grave y lo agudo permanecen en oposición; porque la armonía es una consonancia; la consonancia
un acuerdo, y no puede haber acuerdo entre cosas opuestas, mientras permanecen opuestas; y así las
cosas opuestas, que no concuerdan, no producen armonía. De esta manera también las sílabas largas y
las breves, que son opuestas entre sí, componen el ritmo, cuando se las ha puesto de acuerdo. Y aquí
es la música, como antes era la medicina, la que produce el acuerdo, estableciendo la concordia o el
amor entre las contrarias. La música es la ciencia del amor con relación al ritmo y a la armonía. No
es difícil reconocer la presencia del amor en la constitución misma del ritmo y de la armonía. Aquí
no se encuentran dos amores, sino que, cuando se trata de poner el ritmo y la armonía en relación
con los hombres, sea inventando, lo cual se llama composición música, sea sirviéndose de los aires y
compases ya inventados, lo cual se llama educación, se necesitan entonces atención suma y un artista
hábil. Aquí corresponde aplicar la máxima establecida antes: que es preciso complacer a los hombres
moderados y a los que están en camino de serlo, y fomentar su amor, el amor legítimo y celeste, el de
la musa Urania. Pero respecto al de Polimnia, que es el amor vulgar, no se le debe favorecer sino con
gran reserva y de modo que el placer que procure no pueda conducir nunca al desorden. La misma
circunspección es necesaria en nuestro arte para arreglar el uso de los placeres de la mesa, de modo
que se goce de ellos moderadamente, sin perjudicar a la salud.
»Debemos, pues, distinguir cuidadosamente estos dos amores en la música, en la medicina y en
todas las cosas divinas y humanas, puesto que no hay ninguna en que no se encuentren. También se
hallan en las estaciones, que constituyen el año, porque siempre que los elementos, de que hablé
antes, lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco, contraen los unos para con los otros un amor
ordenado y componen una debida y templada armonía, el año es fértil y es favorable a los hombres, a
las plantas y a todos los animales, sin perjudicarles en nada. Pero cuando el amor intemperante
predomina en la constitución de las estaciones, casi todo lo destruye y arrasa; engendra la peste y
toda clase de enfermedades que atacan a los animales y a las plantas; y las heladas, los hielos y las
nieblas provienen de este amor desordenado de los elementos. La ciencia del amor, en el movimiento
de los astros y de las estaciones del año, se llama astronomía. Además los sacrificios, el uso de la
adivinación, es decir, todas las comunicaciones de los hombres con los dioses, sólo tienen por objeto
entretener y satisfacer al amor, porque todas las impiedades nacen de que buscamos y honramos en
nuestras acciones, no el mejor amor, sino el peor, faz a faz de los vivos, de los muertos y de los
dioses. Lo propio de la adivinación es vigilar y cuidar de estos dos amores. La adivinación es la
creadora de la amistad, que existe entre los dioses y los hombres, porque sabe todo lo que hay de
santo o de impío, en las inclinaciones humanas. Por lo tanto, es cierto decir, en general, que el Amor
es poderoso, y que su poder es universal; pero que cuando se consagra al bien y se ajusta a la justicia
y a la templanza, tanto respecto de nosotros como respecto de los dioses, es cuando manifiesta todo
su poder y nos procura una felicidad perfecta, estrechándonos a vivir en paz los unos con los otros, y
facilitándonos la benevolencia de los dioses, cuya naturaleza se halla tan por encima de la nuestra.
Omito quizá muchas cosas en este elogio del Amor, pero no es por falta de voluntad. A ti te toca,
Aristófanes, suplir lo que yo haya omitido. Por lo tanto, si tienes el proyecto de honrar al dios de otra
manera, hazlo y comienza, ya, que tu hipo ha cesado».
Aristófanes respondió:
—Ha cesado, en efecto, y sólo lo achaco al estornudo; y me admira que para restablecer el orden
en la economía del cuerpo haya necesidad de un movimiento como este, acompañado de ruidos y
agitaciones ridículas; porque realmente el estornudo ha hecho cesar el hipo sobre la marcha.
—Mira lo que haces, mi querido Aristófanes —dijo Erixímaco—, estás a punto de hablar y parece
que te burlas a mi costa; pues cuando podías discurrir en paz, me precisas a que te vigile, para ver si
dices algo que se preste a la risa.
—Tienes razón, Erixímaco —respondió Aristófanes sonriéndose—. Haz cuenta que no he dicho
nada, y no hay necesidad de que me vigiles, porque temo, no el hacer reír con mi discurso, de lo que
se alegraría mi musa para la que sería un triunfo, sino el decir cosas ridículas.
—Después de lanzar la flecha —replicó Erixímaco—, ¿crees que te puedes escapar? Fíjate bien en
lo que vas a decir, Aristófanes, y habla como si tuvieras que dar cuenta de cada una de tus palabras.
Quizá, si me parece del caso, te trataré con indulgencia.
—Sea lo que quiera, Erixímaco, me propongo tratar el asunto de una manera distinta que lo
habéis hecho Pausanias y tú.
»Figúraseme, que hasta ahora los hombres han ignorado enteramente el poder del Amor; porque
si lo conociesen, le levantarían templos y altares magníficos, y le ofrecerían suntuosos sacrificios, y
nada de esto se hace, aunque sería muy conveniente; porque entre todos los dioses él es el que
derrama más beneficios sobre los hombres, como que es su protector y su médico, y los cura, de los
males que impiden al género humano llegar a la cumbre de la felicidad. Voy a intentar daros a
conocer el poder del Amor, y queda a vuestro cargo enseñar a los demás lo que aprendáis de mí.
Pero es preciso comenzar por decir cuál es la naturaleza del hombre, y las modificaciones que ha
sufrido.
»En otro tiempo la naturaleza humana era muy diferente de lo que es hoy. Primero había tres
clases de hombres: los dos sexos que hoy existen, y uno tercero compuesto de estos dos, el cual ha
desaparecido conservándose sólo el nombre. Este animal formaba una especie particular, y se
llamaba andrógino, porque reunía el sexo masculino y el femenino; pero ya no existe y su nombre
está en descrédito. En segundo lugar, todos los hombres tenían formas redondas, la espalda y los
costados colocados en círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomías, unidas a un cuello
circular y perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reunía estos dos semblantes opuestos entre
sí, dos orejas, dos órganos de la generación, y todo lo demás en esta misma proporción. Marchaban
rectos como nosotros, y sin tener necesidad de volverse para tomar el camino que querían. Cuando
deseaban caminar ligeros, se apoyaban sucesivamente sobre sus ocho miembros, y avanzaban con
rapidez mediante un movimiento circular, como los que hacen la rueda con los pies al aire. La
diferencia, que se encuentra entre estas tres especies de hombres, nace de la que hay entre sus
principios. El sol produce el sexo masculino, la tierra el femenino, y la luna el compuesto de ambos,
que participa de la tierra y del sol. De estos principios recibieron su forma y su manera de moverse,
que es esférica. Los cuerpos eran robustos y vigorosos y de corazón animoso, y por esto concibieron
la atrevida idea de escalar el cielo, y combatir con los dioses, como dice Homero de Efialtes y de
Oto.[11] Júpiter examinó con los dioses el partido que debía tomarse. El negocio no carecía de
dificultad; los dioses no querían anonadar a los hombres, como en otro tiempo a los gigantes,
fulminando contra ellos sus rayos, porque entonces desaparecerían el culto y los sacrificios que los
hombres les ofrecían; pero, por otra parte, no podían sufrir semejante insolencia. En fin, después de
largas reflexiones, Júpiter se expresó en estos términos: Creo haber encontrado un medio de
conservar los hombres y hacerlos más circunspectos, y consiste en disminuir sus fuerzas. Los
separaré en dos; así se harán débiles y tendremos otra ventaja, que será la de aumentar el número de
los que nos sirvan; marcharán rectos sosteniéndose en dos piernas sólo, y si después de este castigo
conservan su impía audacia y no quieren permanecer en reposo, los dividiré de nuevo, y se verán
precisados a marchar sobre un solo pie, como los que bailan sobre odres en la fiesta de Caco.
»Después de esta declaración, el dios hizo la separación que acababa de resolver, y la hizo lo
mismo que cuando se cortan huevos para salarlos, o como cuando con un cabello se los divide en dos
partes iguales. En seguida mandó a Apolo que curase las heridas y colocase el semblante y la mitad
del cuello del lado donde se había hecho la separación, a fin de que la vista de este castigo los hiciese
más modestos. Apolo puso el semblante del lado indicado, y reuniendo los cortes de la piel sobre lo
que hoy se llama vientre, los cosió a manera de una bolsa que se cierra, no dejando más que una
abertura en el centro, que se llama ombligo. En cuanto a los otros pliegues, que eran numerosos, los
pulió, y arregló el pecho con un instrumento semejante a aquel de que se sirven los zapateros para
suavizar la piel de los zapatos sobre la horma, y sólo dejó algunos pliegues sobre el vientre y el
ombligo, como en recuerdo del antiguo castigo. Hecha esta división, cada mitad hacia esfuerzos para
encontrar la otra mitad de que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se
unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de
hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra. Cuando la una de las dos mitades
perecía, la que sobrevivía buscaba otra, a la que se unía de nuevo, ya fuese la mitad de una mujer
entera, lo que ahora llamamos una mujer, ya fuese una mitad de hombre; y de esta manera la raza iba
extinguiéndose. Júpiter, movido a compasión, imagina otro expediente: pone delante los órganos de
la generación, porque antes estaban detrás, y se concebía y se derramaba el semen, no el uno en el
otro, sino en tierra como las cigarras. Júpiter puso los órganos en la parte anterior y de esta manera
la concepción se hace mediante la unión del varón y la hembra. Entonces, si se verificaba la unión del
hombre y la mujer, el fruto de la misma eran los hijos; y si el varón se unía al varón, la saciedad los
separaba bien pronto y los restituía a sus trabajos y demás cuidados de la vida.
»De aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los otros; él nos recuerda nuestra
naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra
antigua perfección. Cada uno de nosotros no es más que una mitad de hombre, que ha sido separada
de su todo, como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan siempre sus mitades. Los hombres
que provienen de la separación de estos seres compuestos, que se llaman andróginos, aman las
mujeres; y la mayor parte de los adúlteros pertenecen a esta especie, así como también las mujeres
que aman a los hombres y violan las leyes del himeneo. Pero a las mujeres, que provienen de la
separación de las mujeres primitivas, no llaman la atención los hombres y se inclinan más a las
mujeres; a esta especie pertenecen las tribactes. Del mismo modo los hombres, que provienen de la
separación de los hombres primitivos, buscan el sexo masculino. Mientras son jóvenes aman a los
hombres; se complacen en dormir con ellos y estar en sus brazos; son los primeros entre los
adolescentes y los adultos, como que son de una naturaleza mucho más varonil. Sin razón se les echa
en cara que viven sin pudor, porque no es la falta de este lo que les hace obrar así, sino que dotados
de alma fuerte, valor varonil y carácter viril, buscan sus semejantes; y lo prueba que con el tiempo
son más aptos que los demás para servir al Estado. Hechos hombres a su vez aman los jóvenes, y si se
casan y tienen familia, no es porque la naturaleza los incline a ello, sino porque la ley los obliga. Lo
que prefieren es pasar la vida los unos con los otros en el celibato. El único objeto de los hombres de
este carácter, amen o sean amados, es reunirse a quienes se les asemeja. Cuando el que ama a los
jóvenes o a cualquier otro llega a encontrar su mitad, la simpatía, la amistad, el amor los une de una
manera tan maravillosa, que no quieren en ningún concepto separarse ni por un momento. Estos
mismos hombres, que pasan toda la vida juntos, no pueden decir lo que quieren el uno del otro,
porque si encuentran tanto gusto en vivir de esta suerte, no es de creer que sea la causa de esto el
placer de los sentidos. Evidentemente su alma desea otra cosa, que ella no puede expresar, pero que
adivina y da a entender. Y si cuando están el uno en brazos del otro, Vulcano se apareciese con los
instrumentos de su arte, y les dijese: “¡Oh hombres!, ¿qué es lo que os exigís recíprocamente?”, y si
viéndoles perplejos, continuase interpelándoles de esta manera: “Lo que queréis, ¿no es estar de tal
manera unidos, que ni de día ni de noche estéis el uno sin el otro? Si es esto lo que deseáis, voy a
fundiros y mezclaros de tal manera, que no seréis ya dos personas, sino una sola; y que mientras
viváis, viváis una vida común como una sola persona, y que cuando hayáis muerto, en la muerte
misma os reunáis de manera que no seáis dos personas sino una sola. Ved ahora si es esto lo que
deseáis, y si esto os puede hacer completamente felices”.
»Es bien seguro, que si Vulcano les dirigiera este discurso, ninguno de ellos negaría, ni
respondería, que deseaba otra cosa, persuadido de que el dios acababa de expresar lo que en todos los
momentos estaba en el fondo de su alma; esto es, el deseo de estar unido y confundido con el objeto
amado, hasta no formar más que un solo ser con él. La causa de esto es que nuestra naturaleza
primitiva era una, y que éramos un todo completo, y se da el nombre de amor al deseo y prosecución
de este antiguo estado. Primitivamente, como he dicho, nosotros éramos uno; pero después en castigo
de nuestra iniquidad nos separó Júpiter, como los arcadios lo fueron por los lacedemonios.[12]
Debemos procurar no cometer ninguna falta contra los dioses, por temor de exponernos a una
segunda división, y no ser como las figuras presentadas de perfil en los bajorrelieves, que no tienen
más que medio semblante, o como los dados cortados en dos.[13] Es preciso que todos nos
exhortemos mutuamente a honrar a los dioses, para evitar un nuevo castigo, y volver a nuestra unidad
primitiva bajo los auspicios y la dirección del Amor. Que nadie se ponga en guerra con el Amor,
porque ponerse en guerra con él es atraerse el odio de los dioses. Tratemos, pues, de merecer la
benevolencia y el favor de este dios, y nos proporcionará la otra mitad de nosotros mismos, felicidad
que alcanzan muy pocos. Que Erixímaco no critique estas últimas palabras, como si hicieran alusión
a Pausanias y a Agatón, porque quizá estos son de este pequeño número, y pertenecen ambos a la
naturaleza masculina. Sea lo que quiera, estoy seguro de que todos seremos dichosos, hombres y
mujeres, si, gracias al Amor, encontramos cada uno nuestra mitad, y si volvemos a la unidad de
nuestra naturaleza primitiva. Ahora bien, si este antiguo estado era el mejor, necesariamente tiene que
ser también mejor el que más se le aproxime en este mundo, que es el de poseer a la persona que se
ama según se desea. Si debemos alabar al dios que nos procura esta felicidad, alabemos al Amor, que
no sólo nos sirve mucho en esta vida, procurándonos lo que nos conviene, sino también porque nos
da poderosos motivos para esperar, que si cumplimos fielmente con los deberes para con los dioses,
nos restituirá él a nuestra primera naturaleza después de esta vida, curará nuestras debilidades y nos
dará la felicidad en toda su pureza. He aquí, Erixímaco, mi discurso sobre el Amor. Difiere del tuyo,
pero te conjuro a que no te burles, para que podamos oír los de los otros dos, porque aún no han
hablado Agatón y Sócrates».
—Te obedeceré —dijo Erixímaco—, con tanto más gusto, cuanto tu discurso me ha encantado
hasta tal punto que si no conociese cuán elocuentes son en materia de amor Agatón y Sócrates,
temería mucho que habrían de quedar muy por bajo, considerando agotada la materia con lo que se
ha dicho hasta ahora. Sin embargo, me prometo aún mucho de ellos.
—Has llevado bien tu cometido —dijo Sócrates—; pero si estuvieses en mi lugar en este
momento, Erixímaco, y sobre todo después que Agatón haya hablado, te pondrías tembloroso, y te
sentirías tan embarazado como yo.
—Tú quieres hechizarme —dijo Agatón a Sócrates—, y confundirme haciéndome creer que
esperan mucho los presentes, como si yo fuese a decir cosas muy buenas.
—A fe que sería bien pobre mi memoria, Agatón —replicó Sócrates—, si habiéndote visto
presentar en la escena, con tanta seguridad y calma, rodeado de comediantes, y recitar tus versos sin
la menor emoción, mirando con desembarazo a tan numerosa concurrencia, creyese ahora que habías
de turbarte delante de estos pocos oyentes.
—¡Ah! —respondió Agatón—, no creas, Sócrates, que me alucinan tanto los aplausos del teatro,
que pueda ocultárseme que para un hombre sensato el juicio de unos pocos sabios es más temible que
el de una multitud de ignorantes.
—Sería bien injusto, Agatón, si tan mala opinión tuviera formada de ti; estoy persuadido de que si
tropezases con un pequeño número de personas, y te pareciesen sabios, los preferirías a la multitud.
Pero quizá no somos nosotros de estos sabios, porque al cabo estábamos en el teatro y formábamos
parte de la muchedumbre. Pero suponiendo que te encontrases con otros, que fuesen sabios, ¿no
temerías hacer algo que pudiesen desaprobar? ¿Qué piensas de esto?
—Dices verdad —respondió Agatón.
—¿Y no tendrías el mismo temor respecto de la multitud, si creyeses hacer una cosa vergonzosa?
Entonces Fedro tomó la palabra y dijo:
—Mi querido Agatón, si continúas respondiendo a Sócrates, no se cuidará de lo demás, porque él,
teniendo con quien conversar, ya está contento, sobre todo si su interlocutor es hermoso. Sin duda yo
tengo complacencia en oír a Sócrates, pero debo vigilar para que el Amor reciba las alabanzas, que
le hemos prometido, y que cada uno de nosotros pague este tributo. Cuando hayáis cumplido con el
dios, podréis reanudar vuestra conversación.
—Tienes razón, Fedro —dijo Agatón—, y no hay inconveniente en que yo hable, porque podré en
otra ocasión entrar en conversación con Sócrates. Voy, pues, a indicar el plan de mi discurso, y luego
entraré en materia.
»Me parece, que todos los que hasta ahora han hablado, han alabado, no tanto al Amor, como a la
felicidad que este dios nos proporciona. ¿Y cuál es el autor de tantos bienes? Nadie nos lo ha dado a
conocer. Y sin embargo, la única manera debida de alabarle es explicar la naturaleza del asunto de
que se trata, y desarrollar los efectos que ella produce. Por lo tanto, para alabar al Amor, es preciso
decir lo que es el Amor, y hablar en seguida de sus beneficios. Digo, pues, que de todos los dioses, el
Amor, si puede decirse sin ofensa, es el más dichoso, porque es el más bello y el mejor. Es el más
bello, Fedro, porque, en primer lugar, es el más joven de los dioses, y él mismo prueba esto, puesto
que en su camino escapa siempre a la vejez, aunque esta corre harto ligera, por lo menos más de lo
que nosotros desearíamos. El Amor la detesta naturalmente, y se aleja de ella todo lo posible,
mientras que acompaña a la juventud y se complace con ella, siguiendo aquella máxima antigua muy
verdadera: que lo semejante se une siempre a su semejante. Estando de acuerdo con Fedro sobre
todos los demás puntos, no puedo convenir con él en cuanto a que el Amor sea más anciano que
Saturno y Japeto. Sostengo, por el contrario, que es el más joven de los dioses, y que siempre es
joven. Esas viejas querellas de los dioses, que nos refieren Hesíodo y Parménides, si es que son
verdaderas, han tenido lugar bajo el imperio de la Necesidad, y no bajo el del Amor; porque no
hubiera habido entre los dioses ni mutilaciones, ni cadenas, ni otras muchas violencias, si el Amor
hubiera estado con ellos, porque la paz y la amistad los hubieran unido, como sucede al presente y
desde que el Amor reina sobre ellos. Es cierto, que es joven y además delicado; pero fue necesario un
poeta, como Homero, para expresar la delicadeza de este dios. Homero dice que Ate es diosa y
delicada. “Sus pies, dice, son delicados, porque no los posa nunca en tierra, sino que marcha sobre la
cabeza de los hombres”.[14]
»Creo que queda bastante probada la delicadeza de Ate, diciendo que no se apoya sobre lo que es
duro, sino sobre lo que es suave. Me serviré de una prueba análoga para demostrar cuán delicado es
el Amor. No marcha sobre la tierra, ni tampoco sobre las cabezas, que por otra parte no presentan un
punto de apoyo muy suave, sino que marcha y descansa sobre las cosas más tiernas, porque es en los
corazones y en las almas de los dioses y de los hombres donde fija su morada. Pero no en todas las
almas, porque se aleja de los corazones duros, y sólo descansa en los corazones delicados. Y como
nunca toca con el pie ni con ninguna otra parte de su cuerpo sino en lo más delicado de los seres más
delicados, necesariamente ha de ser él de una delicadeza extremada; y es, por consiguiente, el más
joven y el más delicado de los dioses. Además es de una esencia sutil; porque no podría extenderse en
todas direcciones, ni insinuarse, desapercibido, en todas las almas, ni salir de ellas, si fuese de una
sustancia sólida; y lo que obliga a reconocer en él una esencia sutil, es la gracia, que, según común
opinión, distingue eminentemente al Amor; porque el amor y la fealdad están siempre en guerra.
Como vive entre las flores, no se puede dudar de la frescura de su tez. Y, en efecto, el Amor jamás se
detiene en lo que no tiene flores, o que las tiene ya marchitas, ya sea un cuerpo o un alma o
cualquiera otra cosa; pero donde encuentra flores y perfumes, allí fija su morada. Podrían
presentarse otras muchas pruebas de la belleza de este dios, pero las dichas bastan. Hablemos de su
virtud. La mayor ventaja del Amor es que no puede recibir ninguna ofensa de parte de los hombres o
de los dioses, y que ni dioses ni hombres pueden ser ofendidos por él, porque si sufre o hace sufrir es
sin coacción, siendo la violencia incompatible con el amor. Sólo de libre voluntad se somete uno al
Amor, y a todo acuerdo, concluido voluntariamente, las leyes, reinas del Estado, lo declaran justo.
Pero el Amor no sólo es justo, sino que es templado en alto grado, porque la templanza consiste en
triunfar de los placeres y de las pasiones; ¿y hay un placer por encima del Amor? Si todos los
placeres y todas las pasiones están por bajo del Amor, precisamente los domina; y si los domina, es
necesario que esté dotado de una templanza incomparable. En cuanto a su fuerza, Marte mismo no
puede igualarle, porque no es Marte el que posee el Amor, sino el Amor el que posee a Marte, el
Amor de Venus, como dicen los poetas; porque el que posee es más fuerte que el objeto poseído; y
superar al que supera a los demás, ¿no es ser el más fuerte de todos?
»Después de haber hablado de la justicia, de la templanza y de la fuerza de este dios, resta probar
su habilidad. Tratemos de llenar en cuanto sea posible este vacío. Para honrar mi arte, como
Erixímaco ha querido honrar el suyo, diré que el Amor es un poeta tan entendido, que convierte en
poeta al que quiere; y esto sucede aun cuando sea uno extraño a las Musas, y en el momento que uno
se siente inspirado por el Amor; lo cual prueba que el Amor es notable en esto de llevar a cabo las
obras que son de la competencia de las Musas, porque no se enseña lo que se ignora, como no se da
lo que no se tiene. ¿Podrá negarse que todos los seres vivos son obra del Amor bajo la relación de su
producción y de su nacimiento? ¿Y no vemos que en todas las artes el que ha recibido lecciones del
Amor se hace hábil y célebre, mientras que se queda en la oscuridad el que no ha sido inspirado por
este dios? A la pasión y al Amor debe Apolo la invención de la medicina, de la adivinación, del arte
de asaetear; de modo que puede decirse que el Amor es el maestro de Apolo; como de las Musas, en
cuanto a la música; de Vulcano, respecto del arte de fundir los metales; de Minerva, en el de tejer; de
Júpiter, en el de gobernar a los dioses y a los hombres. Si se ha restablecido la concordia entre los
dioses, hay que atribuirlo al Amor, es decir, a la belleza, porque el amor no se une a la fealdad. Antes
del Amor, como dije al principio, pasaron entre los dioses muchas cosas deplorables bajo el reinado
de la Necesidad. Pero en el momento que este dios nació, del amor a lo bello emanaron todos los
bienes sobre los dioses y sobre los hombres. He aquí, Fedro, por qué me parece que el Amor es muy
bello y muy bueno, y que además comunica a los otros estas mismas ventajas. Terminaré con un
himno poético.
»El Amor es el que da paz a los hombres, calma a los mares, silencio a los vientos, lecho y sueño
a la inquietud. Él es el que aproxima a los hombres, y los impide ser extraños los unos a los otros;
principio y lazo de toda sociedad, de toda reunión amistosa, preside a las fiestas, a los coros y a los
sacrificios. Llena de dulzura y aleja la rudeza; excita la benevolencia e impide el odio. Propicio a los
buenos, admirado por los sabios, agradable a los dioses, objeto de emulación para los que no lo
conocen aún, tesoro precioso para los que le poseen, padre del lujo, de las delicias, del placer, de los
dulces encantos, de los deseos tiernos, de las pasiones; vigila a los buenos y desprecia a los malos. En
nuestras penas, en nuestros temores, en nuestros disgustos, en nuestras palabras es nuestro consejero,
nuestro sostén, y nuestro salvador. En fin, es la gloria de los dioses y de los hombres, el mejor y más
precioso maestro, y todo mortal debe seguirle y repetir en su honor los himnos de que él mismo se
sirve, para derramar la dulzura entre los dioses y entre los hombres. A este dios, ¡oh Fedro!,
consagro este discurso que ha sido ya festivo, ya serio, según me lo ha sugerido mi propio ingenio».
Cuando Agatón hubo concluido su discurso, todos los presentes aplaudieron y declararon que
había hablado de una manera digna del dios y de él. Entonces Sócrates, dirigiéndose a Erixímaco,
dijo:
—Y bien, hijo de Acúmenes, ¿no tenía yo razón para temer, y no fui buen profeta, cuando os
anuncié, que Agatón haría un discurso admirable, y me pondría a mí en un conflicto?
—Has sido buen profeta —respondió Erixímaco—, al anunciarnos que Agatón hablaría bien;
pero creo que no lo has sido al predecir que te verías en un conflicto.
—¡Ah!, querido mío —repuso Sócrates—, ¿quién no se ve en un conflicto, teniendo que hablar
después de oír un discurso tan bello, tan variado y tan admirable en todas sus partes, y principalmente
en su final, cuyas expresiones son de una belleza tan acabada, que no se las puede oír sin
conmoverse? Me siento tan incapaz de decir algo tan bello, que lleno de vergüenza, habría
abandonado el puesto, si hubiera podido, porque la elocuencia de Agatón me ha recordado a
Gorgias, hasta el punto de sucederme realmente lo que dice Homero: temía que Agatón, al concluir,
lanzase en cierta manera sobre mi discurso la cabeza de Gorgias,[15] este orador terrible, petrificando
mi lengua. Al mismo tiempo he conocido que ha sido una ridiculez el haberme comprometido con
vosotros a celebrar a mi vez el Amor, y el haberme alabado de ser sabio en esta materia, yo que no sé
alabar cosa alguna. En efecto, hasta aquí he estado en la inocente creencia de que en un elogio sólo
deben entrar cosas verdaderas; que esto era lo esencial, y que después sólo restaba escoger, entre
estas cosas, las más bellas, y disponerlas de la manera más conveniente. Tenía por esto gran
esperanza de hablar bien, creyendo saber la verdadera manera de alabar. Pero ahora resulta que este
método no vale nada; que es preciso atribuir las mayores perfecciones al objeto, que se ha intentado
alabar, pertenézcanle o no, no siendo de importancia su verdad o su falsedad; como si al parecer
hubiéramos convenido en figurar que cada uno de nosotros hacía el elogio del Amor, y en realidad
no hacerlo. Por esta razón creo yo atribuís al Amor todas las perfecciones, y ensalzándole, le hacéis
causa de tan grandes cosas, para que aparezca muy bello y muy bueno, quiero decir, a los ignorantes,
y no ciertamente a las personas ilustradas. Esta manera de alabar es bella e imponente, pero me era
absolutamente desconocida, cuando os di mi palabra. Mi lengua y no mi corazón es la que ha
contraído este compromiso.[16] Permitidme romperlo, porque no me considero en posición de poder
hacer un elogio de este género. Pero si lo queréis, hablaré a mi manera, proponiéndome decir sólo
cosas verdaderas, sin aspirar a la ridícula pretensión de rivalizar con vosotros en elocuencia. Mira,
Fedro, si te conviene oír un elogio, que no traspasará los límites de la verdad, y en el cual no habrá
refinamiento ni en las palabras ni en las formas.
Fedro y los demás de la reunión le manifestaron, que podía hablar como quisiera.
—Permíteme aún, Fedro —replicó Sócrates—, hacer algunas preguntas a Agatón, a fin de que
con su asentimiento pueda yo hablar con más seguridad.
—Con mucho gusto —respondió Fedro—, no tienes más que interrogar.
Dicho esto, Sócrates comenzó de esta manera.
—Te vi, mi querido Agatón, entrar perfectamente en materia, diciendo que era preciso mostrar
primero cuál es la naturaleza del Amor, y en seguida cuáles son sus efectos. Apruebo esta manera de
comenzar. Veamos ahora, después de lo que has dicho, todo bello y magnífico, sobre la naturaleza
del Amor, algo más aún. Dime: ¿el Amor es el amor de alguna cosa o de nada?[17] No te pregunto si
es hijo de un padre o de una madre, porque sería una pregunta ridícula. Si, por ejemplo, con motivo
de un padre, te preguntase si es o no padre de alguna cosa, tu respuesta, para ser exacta, debería ser
que es padre de un hijo o de una hija; ¿no convienes en ello?
—Sí, sin duda —dijo Agatón.
—¿Y lo mismo sería de una madre?
Agatón convino en ello.
—Permite aún —dijo Sócrates—, que haga algunas preguntas para poner más en claro mi
pensamiento: un hermano, a causa de esta misma cualidad, ¿es hermano de alguno o no lo es?
—Lo es de alguno —respondió Agatón.
—De un hermano o de una hermana.
Convino en ello.
—Trata, pues —replicó Sócrates—, de demostrarnos si el Amor es el amor de nada o si es de
alguna cosa.
—De alguna cosa, seguramente.
—Conserva bien en la memoria lo que dices, y acuérdate de qué cosa el Amor es amor; pero
antes de pasar adelante, dime si el Amor desea la cosa que él ama.
—Sí, ciertamente.
—Pero —replicó Sócrates—, ¿es poseedor de la cosa que desea y que ama, o no la posee?
—Es probable —replicó Agatón— que no la posea.
—¿Probable?, mira si no es más bien necesario que el que desea le falte la cosa que desea, o bien
que no la desee si no le falta. En cuanto a mí, Agatón, es admirable hasta qué punto es a mis ojos
necesaria esta consecuencia. ¿Y tú qué dices?
—Yo, lo mismo.
—Muy bien; así, pues, ¿el que es grande deseará ser grande, y el que es fuerte ser fuerte?
—Eso es imposible, teniendo en cuenta aquello en que ya hemos convenido.
—Porque no se puede carecer de lo que se posee.
—Tienes razón.
—Si el que es fuerte —repuso Sócrates— desease ser fuerte, el que es ágil, ágil, el que es robusto,
robusto… quizá alguno podría imaginarse en este y otros casos semejantes que los que son fuertes,
ágiles y robustos, y que poseen estas cualidades, desean aún lo que ellos poseen. Para que no
vayamos a caer en semejante equivocación, es por lo que insisto en este punto. Si lo reflexionas,
Agatón, verás que lo que estas gentes poseen, lo poseen necesariamente, quieran o no quieran; y
¿cómo entonces podrían desearlo? Y si alguno me dijese: rico y sano deseo la riqueza y la salud; y,
por consiguiente, deseo lo que poseo, nosotros podríamos responderle: posees la riqueza, la salud y
la fuerza, y si tú deseas poseer estas cosas, es para el porvenir, puesto que al presente las posees ya,
quiéraslo o no. Mira, pues, si cuando dices: deseo una cosa, que tengo al presente, no significa esto:
deseo poseer en el porvenir lo que tengo en este momento. ¿No convendrías en esto?
—Convendría —respondió Agatón.
—Pues bien —prosiguió Sócrates— ¿No es esto amar lo que no se está seguro de poseer, aquello
que no se posee aún, y desear conservar para el porvenir aquello que se posee al presente?
—Sin duda.
—Por lo tanto, lo mismo en este caso que en cualquiera otro, el que desea, desea lo que no está
seguro de poseer, lo que no existe al presente, lo que no posee, lo que no tiene, lo que le falta. Esto es,
pues, desear y amar.
—Seguramente.
—Resumamos —añadió Sócrates—, lo que acabamos de decir. Primeramente, el Amor es el
amor de alguna cosa; en segundo lugar, de una cosa que le falta.
—Sí —dijo Agatón.
—Acuérdate ahora —replicó Sócrates— de qué cosa, según tú el Amor es amor. Si quieres, yo te
lo recordaré. Has dicho, me parece, que se restableció la concordia entre los dioses mediante el amor
a lo bello, porque no hay amor de lo feo. ¿No es esto lo que has dicho?
—Lo he dicho, en efecto.
—Y con razón, mi querido amigo. Y si es así, ¿el Amor es el amor de la belleza, y no de la
fealdad?
Convino en ello.
—¿No hemos convenido en que se aman las cosas cuando se carece de ellas y no se poseen?
—Sí.
—Luego el Amor carece de belleza y no la posee.
—Necesariamente.
—¡Pero qué! ¿Llamas bello a lo que carece de belleza, a lo que no posee en manera alguna la
belleza?
—No, ciertamente.
—Si es así —repuso Sócrates—, ¿sostienes aún que el Amor es bello?
—Temo mucho —respondió Agatón— no haber comprendido bien lo que yo mismo decía.
—Hablas con prudencia, Agatón; pero continúa por un momento respondiéndome: ¿te parece que
las cosas buenas son bellas?
—Me lo parece.
—Entonces el Amor carece de belleza, y si lo bello es inseparable de lo bueno, el Amor carece
también de bondad.
—Es preciso, Sócrates, conformarse con lo que dices, porque no hay medio de resistirte.
—Es, mi querido Agatón, imposible resistir a la verdad; resistir a Sócrates es bien sencillo. Pero
te dejo en paz, porque quiero referirte la conversación que cierto día tuve con una mujer de Mantinea,
llamada Diotima. Era mujer muy entendida en punto a amor, y lo mismo en muchas otras cosas. Ella
fue la que prescribió a los atenienses los sacrificios, mediante los que se libraron durante diez años
de una peste que los estaba amenazando. Todo lo que sé sobre el amor, se lo debo a ella. Voy a
referiros lo mejor que pueda, y conforme a los principios en que hemos convenido Agatón y yo, la
conversación que con ella tuve; y para ser fiel a tu método, Agatón, explicaré primero lo que es el
amor, y en seguida cuáles son sus efectos. Me parece más fácil referiros fielmente la conversación
que tuve con la extranjera. Había yo dicho a Diotima casi las mismas cosas que acaba de decirnos
Agatón: que el Amor era un gran dios, y amor de lo bello; y ella se servía de las mismas razones que
acabo de emplear yo contra Agatón, para probarme que el Amor no es ni bello ni bueno. Yo la
repliqué: ¿qué piensas tú, Diotima, entonces? ¡Qué!, ¿será posible que el Amor sea feo y malo?
—Habla mejor —me respondió—: ¿crees que todo lo que no es bello, es necesariamente feo?
—Mucho que lo creo.
—¿Y crees que no se puede carecer de la ciencia sin ser absolutamente ignorante? ¿No has
observado que hay un término medio entre la ciencia y la ignorancia?
—¿Cuál es?
—Tener una opinión verdadera sin poder dar razón de ella; ¿no sabes que esto, ni es ser sabio,
puesto que la ciencia debe fundarse en razones; ni es ser ignorante, puesto que lo que participa de la
verdad no puede llamarse ignorancia? La verdadera opinión ocupa un lugar intermedio entre la
ciencia y la ignorancia.
Confesé a Diotima, que decía verdad.
—No afirmes, pues —replicó ella—, que todo lo que no es bello es necesariamente feo, y que
todo lo que no es bueno es necesariamente malo. Y por haber reconocido que el Amor no es ni bueno
ni bello, no vayas a creer que necesariamente es feo y malo, sino que ocupa un término medio entre
estas cosas contrarias.
—Sin embargo —repliqué yo—, todo el mundo está acorde en decir que el Amor es un gran dios.
—¿Qué entiendes tú, Sócrates, por todo el mundo? ¿Son los sabios o los ignorantes?
—Entiendo todo el mundo sin excepción.
—¿Cómo —replicó ella sonriéndose— podría pasar por un gran dios para todos aquellos que ni
aun por dios le reconocen?
—¿Cuáles —le dije— pueden ser esos?
—Tú y yo —respondió ella.
—¿Cómo puedes probármelo?
—No es difícil. Respóndeme. ¿No dices que todos los dioses son bellos y dichosos? ¿O te
atreverías a sostener que hay uno que no sea ni dichoso ni bello?
—¡No, por Júpiter!
—¿No llamas dichosos a aquellos que poseen cosas bellas y buenas?
—Seguramente.
—Pero estás conforme en que el Amor desea las cosas bellas y buenas, y que el deseo es una
señal de privación.
—En efecto, estoy conforme en eso.
—¿Cómo entonces —repuso Diotima— es posible que el Amor sea un dios, estando privado de
lo que es bello y bueno?
—Eso, a lo que parece, no puede ser en manera alguna.
—¿No ves, por consiguiente, que también tú piensas que el Amor no es un dios?
—¡Pero qué! —le respondí—, ¿es que el Amor es mortal?
—De ninguna manera.
—Pero, en fin, Diotima, dime qué es.
—Es, como dije antes, una cosa intermedia entre lo mortal y lo inmortal.
—¿Pero qué es por último?
—Un gran demonio, Sócrates; porque todo demonio ocupa un lugar intermedio entre los dioses y
los hombres.
—¿Cuál es —le dije— la función propia de un demonio?
—La de ser intérprete y mediador entre los dioses y los hombres; llevar al cielo las súplicas y los
sacrificios de estos últimos, y comunicar a los hombres las órdenes de los dioses y la remuneración
de los sacrificios que les han ofrecido. Los demonios llenan el intervalo que separa el cielo de la
tierra; son el lazo que une al gran todo. De ellos procede toda la esencia adivinatoria y el arte de los
sacerdotes con relación a los sacrificios, a los misterios, a los encantamientos, a las profecías y a la
magia. La naturaleza divina como no entra nunca en comunicación directa con el hombre, se vale de
los demonios para relacionarse y conversar con los hombres, ya durante la vigilia, ya durante el
sueño. El que es sabio en todas estas cosas es demoníaco;[18] y el que es hábil en todo lo demás, en las
artes y oficios, es un simple operario. Los demonios son muchos y de muchas clases, y el Amor es
uno de ellos.
—¿A qué padres debe su nacimiento? —pregunté a Diotima.
—Voy a decírtelo, respondió ella, aunque la historia es larga.
Cuando el nacimiento de Venus, hubo entre los dioses un gran festín, en el que se encontraba,
entre otros, Poros[19] hijo de Metis.[20] Después de la comida, Penia[21] se puso a la puerta, para
mendigar algunos desperdicios. En este momento, Poros, embriagado con el néctar (porque aún no
se hacía uso del vino), salió de la sala, y entró en el jardín de Júpiter, donde el sueño no tardó en
cerrar sus cargados ojos. Entonces, Penia, estrechada por su estado de penuria, se propuso tener un
hijo de Poros. Fue a acostarse con él, y se hizo madre del Amor. Por esta razón el Amor se hizo el
compañero y servidor de Venus, porque fue concebido el mismo día en que ella nació; además de que
el Amor ama naturalmente la belleza y Venus es bella. Y ahora, como hijo de Poros y de Penia, he
aquí cuál fue su herencia. Por una parte es siempre pobre, y lejos de ser bello y delicado, como se
cree generalmente, es flaco, desaseado, sin calzado, sin domicilio, sin más lecho que la tierra, sin
tener con qué cubrirse, durmiendo a la luna, junto a las puertas o en las calles; en fin, lo mismo que
su madre, está siempre peleando con la miseria. Pero, por otra parte, según el natural de su padre,
siempre está a la pista de lo que es bello y bueno, es varonil, atrevido, perseverante, cazador hábil;
ansioso de saber, siempre maquinando algún artificio, aprendiendo con facilidad, filosofando sin
cesar; encantador, mágico, sofista. Por naturaleza no es ni mortal ni inmortal, pero en un mismo día
aparece floreciente y lleno de vida, mientras está, en la abundancia, y después se extingue para volver
a revivir, a causa de la naturaleza paterna. Todo lo que adquiere lo disipa sin cesar, de suerte que
nunca es rico ni pobre. Ocupa un término medio entre la sabiduría y la ignorancia, porque ningún
dios filosofa, ni desea hacerse sabio, puesto que la sabiduría es aneja a la naturaleza divina, y en
general el que es sabio no filosofa. Lo mismo sucede con los ignorantes; ninguno de ellos filosofa,
ni desea hacerse sabio, porque la ignorancia produce precisamente el pésimo efecto de persuadir a
los que no son bellos, ni buenos, ni sabios, de que poseen estas cualidades; porque ninguno desea las
cosas de que se cree provisto.
—Pero, Diotima, ¿quiénes son los que filosofan, si no son ni los sabios, ni los ignorantes?
—Hasta los niños saben —dijo ella— que son los que ocupan un término medio entre los
ignorantes y los sabios, y el Amor es de este número. La sabiduría es una de las cosas más bellas del
mundo, y como el Amor ama lo que es bello, es preciso concluir que el Amor es amante de la
sabiduría, es decir, filósofo; y como tal se halla en un medio entre el sabio y el ignorante. A su
nacimiento lo debe, porque es hijo de un padre sabio y rico, y de una madre que no es ni rica ni sabía.
Tal es, mi querido Sócrates, la naturaleza de este demonio. En cuanto a la idea que tú te formabas, no
es extraño que te haya ocurrido, porque creías, por lo que pude conjeturar en vista de tus palabras,
que el Amor es lo que es amado y no lo que ama. He aquí, a mi parecer, por qué el Amor te parecía
muy bello, porque lo amable es la belleza real, la gracia, la perfección y el soberano bien. Pero lo
que ama es de otra naturaleza distinta como acabo de explicar.
—Y bien, sea así, extranjera; razonas muy bien, pero el Amor, siendo como tú acabas de decir,
¿de qué utilidad es para los hombres?
—Precisamente eso es, Sócrates, lo que ahora quiero enseñarte. Conocemos la naturaleza y el
origen del Amor; es como tú dices el amor a lo bello. Pero si alguno nos preguntase: ¿qué es el amor
a lo bello, Sócrates y Diotima, o hablando con mayor claridad, el que ama lo bello a qué aspira?
—A poseerlo —respondí yo.
—Esta respuesta reclama una nueva pregunta —dijo Diotima—; ¿qué le resultará de poseer lo
bello?
Respondí que no me era posible contestar inmediatamente a esta pregunta.
—Pero —replicó ella—, si se cambiase el término, y poniendo lo bueno en lugar de lo bello te
preguntase: Sócrates, el que ama lo bueno, ¿a qué aspira?
—A poseerlo.
—¿Y qué le resultaría de poseerlo?
—Encuentro ahora más fácil la respuesta; se hará dichoso.
—Porque creyendo las cosas buenas, es como los seres dichosos son dichosos, y no hay
necesidad de preguntar por qué el que quiere ser dichoso quiere serlo; tu respuesta me parece
satisfacer a todo.
—Es cierto, Diotima.
—Pero piensas que este amor y esta voluntad sean comunes a todos los hombres, y que todos
quieran siempre tener lo que es bueno; ¿o eres tú de otra opinión?
—No, creo que todos tienen este amor y esta voluntad.
—¿Por qué entonces, Sócrates, no decimos que todos los hombres aman, puesto que aman todos y
siempre la misma cosa?, ¿por qué lo decimos de los unos y no de los otros?
—Es esa una cosa que me sorprende también.
—Pues no te sorprendas; distinguimos una especie particular de amor, y le llamamos amor,
usando del nombre que corresponde a todo el género; mientras que para las demás especies,
empleamos términos diferentes.
—Te suplico que pongas un ejemplo.
—He aquí uno. Ya sabes que la palabra[22] tiene numerosas acepciones, y expresa en general la
causa que hace que una cosa, sea la que quiera, pase del no-ser al ser, de suerte que todas las obras de
todas las artes son poesía, y que todos los artistas y todos los obreros son poetas.
—Es cierto.
—Y sin embargo, ves que no se llama a todos poetas, sino que se les da otros nombres, y una sola
especie de poesía tomada aparte, la música y el arte de versificar, han recibido el nombre de todo el
género. Ésta es la única especie, que se llama poesía; y los que la cultivan, los únicos a quienes se
llaman poetas.
—Eso es también cierto.
—Lo mismo sucede con el amor; en general es el deseo de lo que es bueno y nos hace dichosos, y
este es el grande y seductor amor que es innato en todos los corazones. Pero todos aquellos, que en
diversas direcciones tienden a este objeto, hombres de negocios, atletas, filósofos, no se dice que
aman ni se los llama amantes; sino que sólo aquellos, que se entregan a cierta especie de amor,
reciben el nombre de todo el género, y a ellos solos se les aplican las palabras, amar, amor, amantes.
—Me parece que tienes razón —le dije.
—Se ha dicho —replicó ella— que buscar la mitad de sí mismo es amar. Pero yo sostengo, que
amar no es buscar ni la mitad ni el todo de sí mismo, cuando ni esta mitad ni este todo son buenos; y
la prueba, amigo mío, es que consentimos en dejarnos cortar el brazo o la pierna, aunque nos
pertenecen, si creemos que estos miembros están atacados de un mal incurable. En efecto; no es lo
nuestro lo que nosotros amamos, a menos que no miremos como nuestro y perteneciéndonos en
propiedad lo que es bueno, y como extraño lo que es malo, porque los hombres sólo aman lo que es
bueno. ¿No es ésta tu opinión?
—¡Por Júpiter!, pienso como tú.
—¿Basta decir que los hombres aman lo bueno?
—Sí.
—¡Pero qué! ¿No es preciso añadir, que aspiran también a poseer lo bueno?
—Es preciso.
—¿Y no sólo a poseerlo, sino también a poseerlo siempre?
—Es cierto también.
—En suma, el amor consiste en querer poseer siempre lo bueno.
—Nada más exacto, respondí yo.
—Si tal es el amor en general; ¿en qué caso particular la indagación y la prosecución activa de lo
bueno toman el nombre de amor? ¿Cuál es? ¿Puedes decírmelo?
—No, Diotima, porque si pudiera decirlo, no admiraría tu sabiduría ni vendría cerca de ti para
aprender estas verdades.
—Voy a decírtelo: es la producción de la belleza, ya mediante el cuerpo, ya mediante el alma.
—Vaya un enigma, que reclama un adivino para descifrarle; yo no le comprendo.
—Voy a hablar con más claridad. Todos los hombres, Sócrates, son capaces de engendrar
mediante el cuerpo y mediante el alma, y cuando han llegado a cierta edad, su naturaleza exige el
producir. En la fealdad no puede producir, y sí sólo en la belleza; la unión del hombre y de la mujer
es una producción, y esta producción es una obra divina, fecundación y generación, a que el ser
mortal debe su inmortalidad. Pero estos efectos no pueden realizarse en lo que es discordante. Porque
la fealdad no puede concordar con nada de lo que es divino; esto sólo puede hacerlo la belleza. La
belleza, respecto a la generación, es semejante al Destino [23] y a Lucina.[24] Por esta razón, cuando el
ser fecundante se aproxima a lo bello, lleno de amor y de alegría, se dilata, engendra, produce. Por el
contrario, si se aproxima a lo feo, triste y remiso, se estrecha, se tuerce, se contrae, y no engendra,
sino que comunica con dolor su germen fecundo. De aquí, en el ser fecundante y lleno de vigor para
producir, esa ardiente prosecución de la belleza que debe libertarle de los dolores del alumbramiento.
Porque la belleza, Sócrates, no es, como tú te imaginas, el objeto del amor.
—¿Pues cuál es el objeto del amor?
—Es la generación y la producción de la belleza.
—Sea así —respondí yo.
—No hay que dudar de ello —replicó.
—Pero ¿por qué el objeto del amor es la generación?
—Porque es la generación la que perpetúa la familia de los seres animados, y le da la
inmortalidad, que consiente la naturaleza mortal. Pues conforme a lo que ya hemos convenido, es
necesario unir al deseo de lo bueno el deseo de la inmortalidad, puesto que el amor consiste en
aspirar a que lo bueno nos pertenezca siempre. De aquí se sigue que la inmortalidad es igualmente el
objeto del amor.
Tales fueron las lecciones que me dio Diotima en nuestras conversaciones sobre el Amor. Me
dijo un día:
—¿Cuál es, en tu opinión, Sócrates, la causa de este deseo y de este amor? ¿No has observado en
qué estado excepcional se encuentran todos los animales volátiles y terrestres cuando sienten el deseo
de engendrar? ¿No les ves como enfermizos, efecto de la agitación amorosa que les persigue durante
el emparejamiento, y después, cuando se trata del sostén de la prole, no ves cómo los más débiles se
preparan para combatir a los más fuertes, hasta perder la vida, y cómo se imponen el hambre y toda
clase de privaciones para hacerla vivir? Respecto a los hombres, puede creerse que es por razón el
obrar así; pero los animales, ¿de dónde les vienen estas disposiciones amorosas? ¿Podrías decirlo?
Le respondí que lo ignoraba.
—¿Y esperas —replicó ella— hacerte nunca sabio en amor si ignoras una cosa como esta?
—Pero repito, Diotima, que esta es la causa de venir yo en tu busca; porque sé que tengo
necesidad de tus lecciones. Explícame eso mismo sobre que me pides explicación, y todo lo demás
que se refiere al amor.
—Pues bien —dijo—, si crees que el objeto natural del amor es aquel en que hemos convenido
muchas veces, mi pregunta no debe turbarte; porque, ahora como entes, es la naturaleza mortal la que
aspira a perpetuarse y a hacerse inmortal, en cuanto es posible; y su único medio es el nacimiento que
sustituye un individuo viejo con un individuo joven. En efecto, bien que se diga de un individuo,
desde su nacimiento hasta su muerte, que vive y que es siempre el mismo, sin embargo, en realidad
no está nunca ni en el mismo estado ni en el mismo desarrollo, sino que todo muere y renace sin
cesar en él, sus cabellos, su carne, sus huesos, su sangre, en una palabra, todo su cuerpo; y no sólo su
cuerpo, sino también su alma, sus hábitos, sus costumbres, sus opiniones, sus deseos, sus placeres,
sus penas, sus temores; todas sus afecciones no subsisten siempre las mismas, sino que nacen y
mueren continuamente. Pero lo más sorprendente es que no solamente nuestros conocimientos nacen
y mueren en nosotros de la misma manera (porque en este concepto también mudamos sin cesar),
sino que cada uno de ellos en particular pasa por las mismas vicisitudes. En efecto, lo que se llama
reflexionar se refiere a un conocimiento que se borra, porque el olvido es la extinción de un
conocimiento; porque la reflexión, formando un nuevo recuerdo en lugar del que se marcha,
conserva en nosotros este conocimiento, si bien creemos que es el mismo. Así se conservan todos los
seres mortales; no subsisten absolutamente y siempre los mismos, como sucede a lo que es divino,
sino que el que marcha y el que envejece deja en su lugar un individuo joven, semejante a lo que él
mismo había sido. He aquí, Sócrates, cómo todo lo que es mortal participa de la inmortalidad, y lo
mismo el cuerpo que todo lo demás. En cuanto al ser inmortal sucede lo mismo por una razón
diferente. No te sorprendas si todos los seres animados estiman tanto sus renuevos, porque la
solicitud y el amor que les anima no tiene otro origen que esta sed de inmortalidad.
Después que me habló de esta manera, le dije lleno de admiración:
—Muy bien, muy sabia Diotima, pero ¿pasan las cosas así realmente?
Ella, con un tono de consumado sofista, me dijo:
—No lo dudes, Sócrates, y si quieres reflexionar ahora sobre la ambición de los hombres, te
parecerá su conducta poco conforme con estos principios, si no te fijas en que los hombres están
poseídos del deseo de crearse un nombre y de adquirir una gloria inmortal en la posteridad; y que
este deseo, más que el amor paterno, es el que les hace despreciar todos los peligros, comprometer
su fortuna, resistir todas las fatigas y sacrificar su misma vida. ¿Piensas, en efecto, que Alceste
hubiera sufrido la muerte en lugar de Admete, que Aquiles la hubiera buscado por vengar a Patroclo,
y que vuestro Codro se hubiera sacrificado por asegurar el reinado de sus hijos, si todos ellos no
hubiesen esperado dejar tras sí este inmortal recuerdo de su virtud, que vive aún entre nosotros? De
ninguna manera, prosiguió Diotima. Pero por esta inmortalidad de la virtud, por esta noble gloria, no
hay nadie que no se lance, yo creo, a conseguirla, con tanto más ardor cuanto más virtuoso sea el que
la prosiga, porque todos tienen amor a lo que es inmortal. Los que son fecundos con relación al
cuerpo aman las mujeres, y se inclinan con preferencia a ellas, creyendo asegurar, mediante la
procreación de los hijos, la inmortalidad la perpetuidad de su nombre y la felicidad que se imaginan
en el curso de los tiempos. Pero los que son fecundos con relación al espíritu… Aquí Diotima,
interrumpiéndose, añadió: porque los hay que son más fecundos de espíritu que de cuerpo para las
cosas que al espíritu toca producir. ¿Y qué es lo que toca al espíritu producir? La sabiduría y las
demás virtudes que han nacido de los poetas y de todos los artistas dotados del genio de invención.
Pero la sabiduría más alta y más bella es la que preside al gobierno de los Estados y de las familias
humanas, y que se llama prudencia y justicia. Cuando un mortal divino lleva en su alma desde la
infancia el germen de estas virtudes, y llegado a la madurez de la edad desea producir y engendrar, va
de un lado para otro buscando la belleza, en la que podrá engendrar, porque nunca podría
conseguirlo en la fealdad. En su ardor de producir, se une a los cuerpos bellos con preferencia a los
feos, y si en un cuerpo bello encuentra un alma bella, generosa y bien nacida, esta reunión le
complace soberanamente. Cerca de un ser semejante pronuncia numerosos y elocuentes discursos
sobre la virtud, sobre los deberes y las ocupaciones del hombre de bien, y se consagra a instruirle,
porque el contacto y el comercio de la belleza le hacen engendrar y producir aquello, cuyo germen
se encuentra ya en él. Ausente o presente piensa siempre en el objeto que ama, y ambos alimentan en
común a los frutos de su unión. De esta manera el lazo y la afección que ligan el uno al otro son
mucho más íntimos y mucho más fuertes que los de la familia, porque estos hijos de su inteligencia
son más bellos y más inmortales, y no hay nadie que no prefiera tales hijos a cualquiera otra
posteridad, si considera y admira las producciones que Homero, Hesíodo y los demás poetas han
dejado; si tiene en cuenta la nombradía y la memoria imperecedera, que estos inmortales hijos han
proporcionado a sus padres; o bien si recuerda los hijos que Licurgo ha dejado tras sí en
Lacedemonia y que han sido la gloria de esta ciudad, y me atrevo a decir que de la Grecia entera.
Solón, lo mismo, es honrado por vosotros como padre de las leyes, y otros muchos hombres grandes
lo son también en diversos países, ya en Grecia, ya entre los bárbaros, porque han producido una
infinidad de obras admirables y creado toda clase de virtudes. Estos hijos les han valido templos,
mientras que los hijos de los hombres, que salen del seno de una mujer, jamás han hecho engrandecer
a nadie.
»Quizá, Sócrates, he llegado a iniciarte hasta en los misterios del amor; pero en cuanto al último
grado de la iniciación y a las revelaciones más secretas, para las que todo lo que acabo de decir no es
más que una preparación, no sé si, ni aún bien dirigido, podría tu espíritu elevarse hasta ellas. Yo, sin
embargo, continuaré sin que se entibie mi celo. Trata de seguirme lo mejor que puedas.
»El que quiere aspirará este objeto por el verdadero camino, debe desde su juventud comenzar a
buscar los cuerpos bellos. Debe además, si está bien dirigido, amar uno sólo, y en el engendrar y
producir bellos discursos. En seguida debe llegar a comprender que la belleza, que se encuentra en un
cuerpo cualquiera, es hermana de la belleza que se encuentra en todos los demás. En efecto, si es
preciso buscar la belleza en general, sería una gran locura no creer que la belleza, que reside en
todos los cuerpos, es una e idéntica. Una vez penetrado de este pensamiento, nuestro hombre debe
mostrarse amante de todos los cuerpos bellos, y despojarse, como de una despreciable pequeñez, de
toda pasión que se reconcentre sobre uno sólo. Después debe considerar la belleza del alma como
más preciosa que la del cuerpo; de suerte, que una alma bella, aunque esté en un cuerpo desprovisto
de perfecciones, baste para atraer su amor y sus cuidados, y para ingerir en ella los discursos más
propios para hacer mejor la juventud. Siguiendo así, se verá necesariamente conducido a contemplar
la belleza que se encuentra en las acciones de los hombres y en las leyes, a ver que esta belleza por
todas partes es idéntica a sí misma, y hacer por consiguiente poco caso de la belleza corporal. De las
acciones de los hombres deberá pasar a las ciencias para contemplar en ellas la belleza; y entonces,
teniendo una idea más amplia de lo bello, no se verá encadenado como un esclavo en el estrecho
amor de la belleza de un joven, de un hombre o de una sola acción, sino que lanzado en el océano de
la belleza, y extendiendo sus miradas sobre este espectáculo, producirá con inagotable fecundidad los
discursos y pensamientos más grandes de la filosofía, hasta que, asegurado y engrandecido su
espíritu por esta sublime contemplación, sólo perciba una ciencia, la de lo bello.
»Préstame ahora, Sócrates, toda la atención de que eres capaz. El que en los misterios del amor se
haya elevado hasta el punto en que estamos, después de haber recorrido en orden conveniente todos
los grados de lo bello y llegado, por último, al término de la iniciación, percibirá como un
relámpago una belleza maravillosa, aquella ¡oh Sócrates!, que era objeto de todos sus trabajos
anteriores; belleza eterna, increada e imperecible, exenta de aumento y de disminución; belleza que
no es bella en tal parte y fea en cual otra, bella sólo en tal tiempo y no en tal otro, bella bajo una
relación y fea bajo otra, bella en tal lugar y fea en cual otro, bella para estos y fea para aquellos;
belleza que no tiene nada de sensible como el semblante o las manos, ni nada de corporal; que
tampoco es este discurso o esta ciencia; que no reside en ningún ser diferente de ella misma, en un
animal, por ejemplo, o en la tierra, o en el cielo, o en otra cosa, sino que existe eterna y
absolutamente por sí misma y en sí misma; de ella participan todas las demás bellezas, sin que el
nacimiento ni la destrucción de estas cansen ni la menor disminución ni el menor aumento en
aquellas ni la modifiquen en nada. Cuando de las bellezas inferiores se ha elevado, mediante un amor
bien entendido de los jóvenes, hasta la belleza perfecta, y se comienza a entreverla, se llega casi al
término; porque el camino recto del amor, ya se guíe por sí mismo, ya sea guiado por otro, es
comenzar por las bellezas inferiores y elevarse hasta la belleza suprema, pasando, por decirlo así,
por todos los grados de la escala de un solo cuerpo bello a dos, de dos a todos los demás, de los
bellos cuerpos a las bellas ocupaciones, de las bellas ocupaciones a las bellas ciencias, hasta que de
ciencia en ciencia se llega a la ciencia por excelencia, que no es otra que la ciencia de lo bello
mismo, y se concluye por conocerla tal como es en sí. ¡Oh, mi querido Sócrates!, prosiguió la
extranjera de Mantinea, si por algo tiene mérito esta vida, es por la contemplación de la belleza
absoluta, y si tú llegas algún día a conseguirlo, ¿qué te parecerán, cotejado con ella, el oro y los
adornos, los niños hermosos y los jóvenes bellos, cuya vista al presente te turba y te encanta hasta el
punto de que tú y muchos otros, por ver sin cesar a los que amáis, por estar sin cesar con ellos, si
esto fuese posible, os privaríais con gusto de comer y de beber, y pasaríais la vida tratándolos y
contemplándolos de continuo? ¿Qué pensaremos de un mortal a quien fuese dado contemplar la
belleza pura, simple, sin mezcla, no revestida de carne ni de colores humanos y de las demás
vanidades perecibles, sino siendo la belleza divina misma? ¿Crees que sería una suerte desgraciada
tener sus miradas fijas en ella y gozar de la contemplación y amistad de semejante objeto? ¿No crees,
por el contrario, que este hombre, siendo el único que en este mundo percibe lo bello, mediante el
órgano propio para percibirlo, podrá crear, no imágenes de virtud, puesto que no se une a imágenes,
sino virtudes verdaderas, pues que es la verdad a la que se consagra? Ahora bien, sólo al que produce
y alimenta la verdadera virtud corresponde el ser amado por Dios; y si algún hombre debe ser
inmortal, es seguramente este.
—Tales fueron, mi querido Fedro, y vosotros que me escucháis, los razonamientos de Diotima.
Ellos me han convencido, y a mi vez trato yo de convencer a los demás, de que, para conseguir un
bien tan grande, la naturaleza humana difícilmente encontraría un auxiliar más poderoso que el
Amor. Y así digo, que todo hombre debe honrar al Amor. En cuanto a mí, honro todo lo que a él se
refiere, le hago objeto de un culto muy particular, le recomiendo a los demás, y en este mismo
momento acabo de celebrar, lo mejor que he podido, como constantemente lo estoy haciendo, el
poder y la fuerza del Amor. Y ahora, Fedro, mira si puede llamarse este discurso un elogio del
Amor; y si no, dale el nombre que te acomode.
Después de haber Sócrates hablado de esta manera se le prodigaron los aplausos; pero
Aristófanes se disponía a hacer algunas observaciones, porque Sócrates en su discurso había hecho
alusión a una cosa que él había dicho, cuando repentinamente se oyó un ruido en la puerta exterior, a
la que llamaban con golpes repetidos; y parecía que las voces procedían de jóvenes ebrios y de una
tocadora de flauta.
—Esclavos —gritó Agatón—, mirad qué es eso; si es alguno de nuestros amigos, decidles que
entren; y si no son, decidles que hemos cesado de beber y que estamos descansando. Un instante
después oímos en el patio la voz de Alcibíades, medio ebrio, y diciendo a gritos:
—¿Dónde está Agatón? ¡Llevadme cerca de Agatón! —entonces algunos de sus compañeros y la
tocadora de flauta le cogieron por los brazos y le condujeron a la puerta de nuestra sala. Alcibíades
se detuvo, y vimos que llevaba la cabeza adornada con una espesa corona de violetas y hiedra con
numerosas guirnaldas.
—Amigos, os saludo —dijo—; ¿queréis admitir a vuestra mesa a un hombre que ha bebido ya
cumplidamente? ¿O nos marcharemos después de haber coronado a Agatón, que es el objeto de
nuestra visita? Me ha sido imposible venir ayer, pero heme aquí ahora con mis guirnaldas sobre la
cabeza, para ceñir con ellas la frente del más sabio y más bello de los hombres, si me es permitido
hablar así. ¿Os reís de mí porque estoy ebrio? Reíd cuanto queráis; yo sé que digo la verdad. Pero
veamos, responded: ¿entraré bajo esta condición o no entraré? ¿Beberéis conmigo o no?
Entonces gritaron de todas partes:
—¡Qué entre, qué tome asíento!
Agatón mismo le llamó. Alcibíades se adelantó conducido por sus compañeros; y ocupado en
quitar sus guirnaldas para coronar a Agatón, no vio a Sócrates, a pesar de que se hallaba frente por
frente de él, y fue a colocarse entre Sócrates y Agatón, pues Sócrates había hecho sitio para que se
sentara. Luego que Alcibíades se sentó, abrazó a Agatón, y le coronó.
—Esclavos —dijo este—, descalzad a Alcibíades; quedará en este escamo con nosotros y será el
tercero.
—Con gusto —respondió Alcibíades—, ¿pero cuál es vuestro tercer bebedor?
Al mismo tiempo se vuelve y ve a Sócrates. Entonces se levanta bruscamente y exclama:
—¡Por Hércules! ¿Qué es esto? ¡Qué! ¡Sócrates, te veo aquí a la espera para sorprenderme, según
tu costumbre apareciéndote de repente cuando menos lo esperaba! ¿Qué has venido a hacer aquí hoy?
¿Por qué ocupas este sitio? ¿Cómo, en lugar de haberte puesto al lado de Aristófanes o de cualquiera
otro complaciente contigo o que se esfuerce en serlo, has sabido colocarte tan bien que te encuentro
junto al más hermoso de la reunión?
—Imploro tu socorro, Agatón —dijo Sócrates—. El amor de este hombre no es para mí un
pequeño embarazo. Desde la época en que comencé a amarle, yo no puedo mirar ni conversar con
ningún joven, sin que, picado y celoso, se entregue a excesos increíbles, llenándome de injurias, y
gracias que se abstiene de pasar a vías de hecho. Y así, ten cuidado, que en este momento no se deje
llevar de un arrebato de este género; procura asegurar mi tranquilidad, o protégeme, si quiere
permitirse alguna violencia; porque temo su amor y sus celos furiosos.
—No cabe paz entre nosotros —dijo Alcibíades—, pero yo me vengaré en ocasión más oportuna.
Ahora, Agatón, alárgame una de tus guirnaldas para ceñir con ella la cabeza maravillosa de este
hombre. No quiero que pueda echarme en cara que no le he coronado como a ti, siendo un hombre
que, tratándose de discursos, triunfa de todo el mundo, no sólo en una ocasión, como tú ayer, sino en
todas. Mientras se explicaba de esta manera, tomó algunas guirnaldas, coronó a Sócrates y se sentó en
el escaño. Luego que se vio en su asíento, dijo: y bien, amigos míos, ¿qué hacemos? Me parecéis
excesivamente comedidos y yo no puedo consentirlo; es preciso beber; este es el trato que hemos
hecho. Me constituyo yo mismo era rey del festín hasta que hayáis bebido como es indispensable.
Agatón, que me traigan alguna copa grande si la tenéis; y si no, esclavo, dame ese vaso,[25] que está
allí. Porque ese vaso ya lleva más de ocho cotilas.
Después de hacerle llenar Alcibíades, se lo bebió él primero, y luego hizo llenarle para Sócrates,
diciendo:
—Que no se achaque a malicia lo que voy a hacer, porque Sócrates podrá beber cuanto quiera y
jamás se le verá ebrio. Llenado el vaso por el esclavo, Sócrates bebió. Entonces Erixímaco, tomando
la palabra: ¿qué haremos Alcibíades? ¿Seguiremos bebiendo sin hablar ni cantar, y nos
contentaremos con hacer lo mismo que hacen los que sólo matan la sed? Alcibíades respondió: Yo te
saludo, Erixímaco, digno hijo del mejor y más sabio de los padres. También te saludo yo, replicó
Erixímaco; ¿pero qué haremos?
—Lo que tú ordenes, porque es preciso obedecerte: Un médico vale el solo tanto como muchos
hombres.[26] Manda, pues, lo que quieras.
—Entonces escucha —dijo Erixímaco—; antes de tu llegada habíamos convenido en que cada uno
de nosotros, siguiendo un turno riguroso, hiciese elogios del Amor, lo mejor que pudiese,
comenzando por la derecha. Todos hemos cumplido con nuestra tarea, y es justo que tú, que nada has
dicho y que no por eso has bebido menos, cumplas a tu vez la tuya. Cuando hayas concluido, tú
señalarás a Sócrates el tema que te parezca; este a su vecino de la derecha; y así sucesivamente.
—Todo eso está muy bien, Erixímaco —dijo Alcibíades—; pero querer que un hombre ebrio
dispute en elocuencia con gente comedida y de sangre fría, sería un partido muy desigual. Además,
querido mío, ¿crees lo que Sócrates ha dicho antes de mi carácter celoso, o crees que lo contrario es
la verdad? Porque si en su presencia me propaso a alabar a otro que no sea él, ya sea un dios, ya un
hombre, no podrá contenerse sin golpearme.
—Habla mejor —exclamó Sócrates.
—¡Por Neptuno!, no digas eso Sócrates, porque yo no alabaré a otro que a ti en tu presencia.
—Pues bien, sea así —dijo Erixímaco—; haznos, si te parece, el elogio de Sócrates.
—¡Cómo, Erixímaco!, ¿quieres que me eche sobre este hombre, y me vengue de él delante de
vosotros?
—¡Hola!, joven —interrumpió Sócrates—, ¿cuál es tu intención? ¿Quieres hacer de mí alabanzas
irónicas? Explícate.
—Diré la verdad, si lo consientes.
—¿Si lo consiento? Lo exijo.
—Voy a obedecerte —respondió Alcibíades—. Pero tú has de hacer lo siguiente: si digo alguna
cosa que no sea verdadera, si quieres me interrumpes, y no temas desmentirme, porque yo no diré a
sabiendas ninguna mentira. Si a pesar de todo no refiero los hechos en orden muy exacto, no te
sorprendas; porque en el estado en que me hallo, no será extraño que no dé una razón clara y
ordenada de tus originalidades.
»Para hacer el elogio de Sócrates, amigos míos, me valdré de comparaciones. Sócrates creerá
quizá que yo intento hacer reír, pero mis imágenes tendrán por objeto la verdad y no la burla. Por lo
pronto digo, que Sócrates se parece a esos Silenos, que se ven expuestos en los talleres de los
estatuarios, y que los artistas representan con una flauta o caramillo en la mano. Si separáis las dos
piezas de que se componen estas estatuas, encontrareis en el interior la imagen de alguna divinidad.
Digo más, digo que Sócrates se parece más particularmente al sátiro Marsias. En cuanto al exterior,
Sócrates, no puedes desconocer tu semejanza, y en lo demás escucha lo que voy a decir. ¿No eres un
burlón descarado? Si lo niegas, presentaré testigos. ¿No eres también tocador de flauta, y más
admirable que Marsias? Éste encantaba a los hombres por el poder de los sonidos, que su boca sacaba
de sus instrumentos, y eso mismo hace hoy cualquiera que ejecuta las composiciones de este sátiro; y
yo sostengo que las que tocaba Olimpos son composiciones de Marsias, su maestro. Gracias al
carácter divino de tales composiciones, ya sea un artista hábil o una mala tocadora de flauta el que las
ejecute, sólo ellas tienen la virtud de arrebatarnos también a nosotros y de darnos a conocer a los que
tienen necesidad de iniciaciones y de dioses. La única diferencia que en este concepto puede haber
entre Marsias y tú, Sócrates, es que sin el auxilio de ningún instrumento y sólo con discursos haces lo
mismo. Que hable otro, aunque sea el orador más hábil, y no hace, por decirlo así, impresión sobre
nosotros; pero que hables tú u otro que repita tus discursos, por poco versado que esté en el arte de la
palabra, y todos los oyentes, hombres, mujeres, niños, todos se sienten convencidos y enajenados.
Respecto a mí, amigos míos, si no temiese pareceros completamente ebrio, os atestiguaría con
juramento el efecto extraordinario, que sus discursos han producido y producen aún sobre mí.
Cuando le oigo, el corazón me late con más violencia que a los coribantes; sus palabras me hacen
derramar lágrimas; y veo también a muchos de los oyentes experimentar las mismas emociones.
Oyendo a Pericles y a nuestros grandes oradores, he visto que son elocuentes, pero no me han hecho
experimentar nada semejante. Mi alma no se turbaba ni se indignaba contra sí misma a causa de su
esclavitud. Pero cuando escucho a este Marsias, la vida que paso me ha parecido muchas veces
insoportable. No negarás, Sócrates, la verdad de lo que voy diciendo, y conozco que en este mismo
momento, si prestase oídos a tus discursos, no lo resistiría, y producirías en mí la misma impresión.
Este hombre me obliga a convenir en que, faltándome a mí mismo muchas cosas, desprecio mis
propios negocios, para ocuparme de los de los atenienses. Asíes que me veo obligado a huir de él
tapándome los oídos, como quien escapa de las sirenas.[27] Si no fuera esto, permanecería hasta el fin
de mis días sentado a su lado. Este hombre despierta en mí un sentimiento de que no se me creería
muy capaz y es el del pudor. Sí, sólo Sócrates me hace ruborizar, porque tengo la conciencia de no
poder oponer nada a sus consejos; y sin embargo, después que me separo de él, no me siento con
fuerzas para renunciar al favor popular. Yo huyo de él, procuro evitarle; pero cuando vuelvo a verle,
me avergüenzo en su presencia de haber desmentido mis palabras con mi conducta; y muchas veces
preferiría, así lo creo, que no existiese; y sin embargo, si esto sucediera, estoy convencido de que
sería yo aún más desgraciado; de manera que no sé lo que me pasa con este hombre.
»Tal es la impresión que produce sobre mí y también sobre otros muchos la flauta de este sátiro.
Pero quiero convenceros más aún de la exactitud de mi comparación y del poder extraordinario que
ejerce sobre los que le escuchan; y debéis tener entendido que ninguno de nosotros conoce a
Sócrates. Puesto que he comenzado, os lo diré todo. Ya veis el ardor que manifiesta Sócrates por los
jóvenes hermosos; con qué empeño los busca, y hasta qué punto está enamorado de ellos; veis
igualmente que todo lo ignora, que no sabe nada, o por lo menos, que hace el papel de no saberlo.
Todo esto, ¿no es propio de un Sileno?
»Enteramente. Él tiene todo el exterior que los estatuarios dan a Sileno. Pero abridle, compañeros
de banquete; ¡qué de tesoros no encontrareis en él! Sabed, que la belleza de un hombre es para él el
objeto más indiferente. No es posible imaginar hasta qué punto la desdeña, así como la riqueza y las
demás ventajas envidiadas por el vulgo. Sócrates las mira todas como de ningún valor, y a nosotros
mismos como si fuéramos nada; y pasa toda su vida burlándose y chanceándose con todo el mundo.
Pero cuando habla seriamente y muestra su interior al fin, no sé si otros han visto las bellezas que
encierra, pero yo las he visto, y las he encontrado tan divinas, tan preciosas, tan grandes y tan
encantadoras, que me ha parecido imposible resistir a Sócrates. Creyendo al principio que se
enamoraba de mi hermosura, me felicitaba yo de ello, y teniéndolo por una fortuna, creí que se me
presentaba un medio maravilloso de ganarle, contando con que, complaciendo a sus deseos,
obtendría seguramente de él que me comunicara toda su ciencia. Por otra parte, yo tenía un elevado
concepto de mis cualidades exteriores. Con este objeto comencé por despachar a mi ayo, en cuya
presencia veía ordinariamente a Sócrates, y me encontré solo con él. Es preciso que os diga la verdad
toda; estadme atentos, y tú, Sócrates, repréndeme si falto a la exactitud. Quedé solo, amigos nidos,
con Sócrates, y esperaba siempre que tocara uno de aquellos puntos, que inspira a los amantes la
pasión, cuando se encuentran sin testigos con el objeto amado, y en ello me lisonjeaba y tenía un
placer. Pero se desvanecieron por entero todas mis esperanzas. Sócrates estuvo todo el día
conversando conmigo en la forma que acostumbraba y después se retiró. A seguida de esto, le desafié
a hacer ejercicios gimnásticos, esperando por este medio ganar algún terreno. Nos ejercitamos y
luchamos muchas veces juntos y sin testigos. ¿Qué podré deciros? Ni por esas adelanté nada. No
pudiendo conseguirlo por este rumbo, me decidí a atacarle vivamente. Una vez que había comenzado,
no quería dejarlo hasta no saber a qué atenerme. Le convidé a comer como hacen los amantes que
tienden un lazo a los que aman; al pronto rehusó, pero al fin concluyó por ceder. Vino, pero en el
momento que concluyó la comida, quiso retirarse. Una especie de pudor me impidió retenerle. Pero
otra vez le tendí un nuevo lazo; después de comer, prolongué nuestra conversación hasta bien entrada
la noche; y cuando quiso marcharse, le precisé a que se quedara con el pretexto de ser muy tarde. Se
acostó en el mismo escaño en que había comido; este escaño estaba cerca del mío, y los dos
estábamos solos en la habitación.
»Hasta aquí nada hay que no pueda referir delante de todo el mundo, pero respecto a lo que tengo
que decir, no lo oiréis, sin que os anuncie aquel proverbio de que los niños y los borrachos dicen la
verdad; y que además ocultan rasgo admirable de Sócrates, en el acto de hacer su elogio, me
parecería injusto. Por otra parte me considero en el caso de los que, habiendo sido mordidos por una
víbora, no quieren, se dice, hablar de ello sino a los que han experimentado igual daño, como únicos
capaces de concebir y de escuchar todo lo que han hecho y dicho durante su sufrimiento. Y yo que me
siento mordido por una cosa, aún más dolorosa y en el punto más sensible, que se llama corazón,
alma o como se quiera; yo, que estoy mordido y herido por los razonamientos de la filosofía, cuyos
tiros son más acerados que el dardo de una víbora, cuando afectan a un alma joven y bien nacida, y
que le hacen decir o hacer mil cosas extravagantes; y viendo por otra parte en torno mío a ferro,
Agatón, Erixímaco, Pausanias, Aristodemo, Aristófanes, dejando a un lado a Sócrates, y a los demás,
atacados como yo de la manía y de la rabia de la filosofía, no dado en proseguir mi historia delante
de todos vosotros, porque sabréis excusar mis acciones de entonces y mis palabras de ahora. Pero
respecto a los esclavos y a todo hombre profano y sin cultura poned una triple puerta a sus oídos.
»Luego que, amigos míos, se mató la luz, y los esclavos se retiraron, creí que no debía andar en
rodeos con Sócrates, y que debía decirle mi pensamiento francamente. Le toqué y le dije:
—Sócrates, ¿duermes?
—No —respondió él.
—Y bien, ¿sabes lo que yo pienso?
—¿Qué?
—Pienso —repliqué— que tú eres el único amante digno de mí, y se me figura que no te atreves a
descubrirme tus sentimientos. Yo creería ser poco racional, si no procurara complacerte en esta
ocasión, como en cualquiera otra, en que pudiera obligarte, sea en favor de mí mismo, sea en favor
de mis amigos. Ningún pensamiento me hostiga tanto como el de perfeccionarme todo lo posible, y
no veo ninguna persona, cuyo auxilio pueda serme más útil que el tuyo. Rehusando algo a un hombre
tal como tú, temería mucho más ser criticado por los sabios, que el serlo por el vulgo y por los
ignorantes, concediéndotelo todo. A este discurso Sócrates me respondió con su ironía habitual:
—Mi querido Alcibíades, si lo que dices de mí es exacto; si, en efecto, tengo el poder de hacerte
mejor, en verdad no me pareces inhábil, y has descubierto en mí una belleza maravillosa y muy
superior a la tuya. En este concepto, queriendo unirte a mí y cambiar tu belleza por la mía, tienes
trazas de comprender muy bien tus intereses; puesto que en lugar de la apariencia de lo bello quieres
adquirir la realidad y darme cobre por oro.[28] Pero, buen joven, míralo más de cerca, no sea que te
engañes sobre lo que yo valgo. Los ojos del espíritu no comienzan a hacerse previsores hasta que los
del cuerpo se debilitan, y tú no has llegado aún a este caso.
—Tal es mi opinión, Sócrates —repuse yo—; nada he dicho que no lo haya pensado, y a ti te toca
tomar la resolución que te parezca más conveniente para ti y para mí.
—Bien —respondió—, lo pensaremos, y haremos lo más conveniente para ambos, así sobre este
punto como sobre todo lo demás.
Después de este diálogo, creí que el tiro que yo le había dirigido había dado en el blanco. Sin
darle tiempo para añadir una palabra, me levanté envuelto en esta capa que me veis, porque era en
invierno, me ingerí debajo del gastado capote de este hombre, y abrazado a tan divino y maravilloso
personaje pasé junto a él la noche entera. En todo lo que llevo dicho, Sócrates, creo que no me
desmentirás. ¡Y bien!, después de tales tentativas permaneció insensible, y no ha tenido más que
desdén y desprecio para mi hermosura, y no ha hecho más que insultarla; y eso que yo la suponía de
algún mérito, amigos míos. Sí, sed jueces de la insolencia de Sócrates; pongo por testigos a los
dioses y a las diosas; salí de su lado tal como hubiera salido del lecho de mi padre o de mi hermano
mayor.
Desde entonces, ya debéis suponer cuál ha debido ser el estado de mi espíritu. Por una parte me
consideraba despreciado; por otra, admiraba su carácter, su templanza, su fuerza de alma, y me
parecía imposible encontrar un hombre que fuese igual a él en sabiduría y en dominarse a sí mismo,
de manera que no podía ni enfadarme con él, ni pasarme sin verle, si bien veía que no tenía ningún
medio de ganarle; porque sabía que era más invulnerable en cuanto al dinero, que Áyax en cuanto al
hierro, y el único atractivo a que le creía sensible nada había podido sobre él. Así, pues, sometido a
este hombre, más que un esclavo puede estarlo a su dueño, andaba errante acá y allá, sin saber qué
partido tomar. Tales fueron mis primeras relaciones con él. Después nos encontramos juntos en la
expedición contra Potidea, y fuimos compañeros de rancho. Allí veía a Sócrates sobresalir, no sólo
respecto de mí, sino respecto de todos los demás, por su paciencia para soportar las fatigas. Si
llegaban a faltar los víveres, cosa muy común en campaña, Sócrates aguantaba el hambre y la sed con
más valor que ninguno de nosotros. Si estábamos en la abundancia, sabía gozar de ello mejor que
nadie. Sin tener gusto en la bebida, bebía más que los demás si se le estrechaba, y os sorprenderéis, si
os digo que jamás le vio nadie ebrio; y de esto creo que tenéis ahora mismo una prueba. En aquel
país el invierno es muy riguroso, y la manera con que Sócrates resistía el frío es hasta prodigiosa. En
tiempo de heladas fuertes, cuando nadie se atrevía a salir, o por lo menos, nadie salía sin ir bien
abrigado y bien calzado, y con los pies envueltos en fieltro y pieles de cordero, él iba y venía con la
misma capa que acostumbraba a llevar, y marchaba con los pies desnudos con más facilidad que
todos nosotros que estábamos calzados, hasta el punto de que los soldados le miraban de mal ojo,
creyendo que se proponía despreciarlos. Así se conducía Sócrates en el ejército.
Pero ved aún lo que hizo y soportó este hombre valiente[29] durante esta misma expedición; el
rasgo es digno de contarse. Una mañana vimos que estaba de pie, meditando sobre alguna cosa. No
encontrando lo que buscaba, no se movió del sitio, y continuó reflexionando en la misma actitud. Era
ya medio día, y nuestros soldados lo observaban, y se decían los unos a los otros, que Sócrates estaba
extasiado desde la mañana. En fin, contra la tarde, los soldados jonios, después de haber comido,
llevaron sus camas de campaña al paraje donde él se encontraba, para dormir al fresco (porque
entonces era el estío), y observar al mismo tiempo si pasaría la noche en la misma actitud. En efecto,
continuó en pie hasta la salida del sol. Entonces dirigió a este astro su oración, y se retiró.
¿Queréis saber cómo se porta en los combates? En esto hay que hacerle también justicia. En aquel
hecho de armas, en que los generales me achacaron toda la gloria, él fue el que me salvó la vida.
Viéndome herido, no quiso de ninguna manera abandonarme, y me libró a mí y libró a mis
compañeros de caer en manos del enemigo. Entonces, Sócrates, me empeñé yo vivamente para con
los generales, a fin de que se te adjudicara el premio del valor, y este es un hecho que no podrás
negarme ni suponerlo falso, pero los generales, por miramiento a mi rango, quisieron dármele a mí,
y tú mismo los hostigaste fuertemente, para que así lo decretaran en perjuicio tuyo. También, amigos
míos, debo hacer mención de la conducta que Sócrates observó en la retirada de nuestro ejército,
después de la derrota de Delio. Yo me encontraba a caballo, y el a pie y con armas pesadas. Nuestras
tropas comenzaban a huir por todas partes, y Sócrates se retiraba con Laques. Los encontré y los
exhorté a que tuvieran ánimo, que yo no les abandonaría. Aquí conocí yo a Sócrates mejor que en
Potidea, porque encontrándome a caballo, no tenía necesidad de ocuparme tanto de mi seguridad
personal. Observé desde luego lo mucho que superaba a Laques en presencia de ánimo, y vi que allí,
como si estuviera en Atenas, marchaba Sócrates altivo y con mirada desdeñosa, valiéndome de tu
expresión, Aristófanes. Consideraba tranquilamente ya a los nuestros, ya al enemigo, haciendo ver de
lejos por su continente que no se le atacaría impunemente. De esta manera se retiraron sanos y salvos
él y su compañero, porque en la guerra no se ataca ordinariamente al que muestra tales disposiciones,
sino que se persigue más bien a los que huyen a todo correr.
Podría citar en alabanza de Sócrates gran número de hechos no menos admirables; pero quizá se
encontrarían otros semejantes de otros hombres. Mas lo que hace mí Sócrates digno de una
admiración particular, es que no se encuentra otro que se le parezca, ni entre los antiguos, ni entre
nuestros contemporáneos. Podrá, por ejemplo, compararse a Brásidas[30] o cualquiera otro con
Aquiles, a Pericles con Néstor o Antenor; y hay otros personajes entre quienes sería fácil reconocer
semejanzas. Pero no se encontrará ninguno, ni entre los antiguos, ni entre los modernos, que se
aproxime ni remotamente a este hombre, ni a sus discursos, ni a sus originalidades, a menos que se
comparen él y sus discursos, como ya lo hice, no a un hombre, sino a los silenos y a los sátiros;
porque me he olvidado decir, cuando comencé, que sus discursos se parecen también perfectamente a
los silenos cuando se abren. En efecto, a pesar del deseo que se tiene por oír a Sócrates, lo que dice
parece a primera vista enteramente grotesco. Las expresiones con que viste su pensamiento son
groseras, como la piel de un impudente sátiro. No os habla más que de asnos con enjalma, de
herreros, zapateros, zurradores, y parece que dice siempre una misma cosa en los mismos términos;
de suerte que no hay ignorante o necio que no sienta la tentación de reírse. Pero que se abran sus
discursos, que se examinen en su interior, y se encontrará desde luego que sólo ellos están llenos de
sentido, y en seguida que son verdaderamente divinos, y que encierran las imágenes más nobles de la
virtud; en una palabra, todo cuanto debe tener a la vista el que quiera hacerse hombre de bien. He
aquí, amigos míos, lo que yo alabo en Sócrates, y también de lo que le acuso, porque he unido a mis
elogios la historia de los ultrajes que me ha hecho. Y no he sido yo sólo el que se ha visto tratado de
esta manera; en el mismo caso están Cármides, hijo de Glaucón, Eutidemo, hijo de Diocles, y otros
muchos, a quienes ha engañado también, figurando querer ser su amante, cuando ha desempeñado
más bien para con ellos el papel de la persona muy amada. Y así tú, Agatón, aprovéchate de estos
ejemplos: no te dejes engañar por este hombre; que mi triste experiencia te ilumine, y no imites al
insensato que, según el proverbio, no se hace sabio sino a su costa.
Habiendo cesado Alcibíades de hablar, la gente comenzó a reírse al ver su franqueza, y que
todavía estaba enamorado de Sócrates.
Éste, tomando entonces la palabra dijo:
—Imagino que has estado hoy poco expansivo, Alcibíades; de otra manera no hubieras
artificiosamente y con un largo rodeo de palabras ocultado el verdadero motivo de tu discurso,
motivo de que sólo has hablado incidentalmente a lo último, como si no fuera tu único objeto
malquistarnos a Agatón y a mí, porque tienes la pretensión de que yo debo amarte y no amar a ningún
otro, y que Agatón sólo debe ser amado por ti solo. Pero tu artificio no se nos ha ocultado; hemos
visto claramente a donde tendía la fábula de los sátiros y de los silenos; y así, mi querido Agatón,
desconcertemos su proyecto, y haz de suerte que nadie pueda separarnos al uno del otro.
—En verdad —dijo Agatón—, creo que tienes razón, Sócrates; y estoy seguro de que el haber
venido a colocarse entre tú y yo, sólo ha sido para separarnos. Pero nada ha adelantado, porque ahora
mismo voy a ponerme al lado tuyo.
—Muy bien —replicó Sócrates—; ven aquí a mi derecha.
—¡Oh, Júpiter! —exclamó Alcibíades—, ¡cuánto me hace sufrir este hombre! Se imagina tener
derecho a darme la ley en todo. Permite, por lo menos, maravilloso Sócrates, que Agatón se coloque
entre nosotros dos.
—Imposible —dijo Sócrates—, porque tú acabas de hacer mi elogio, y ahora me toca a mí hacer
el de mi vecino de la derecha. Si Agatón se pone a mi izquierda, no hará seguramente de nuevo mi
elogio antes que haya yo hecho el suyo. Deja que venga este joven, mi querido Alcibíades, y no le
envidies las alabanzas que con impaciencia deseo hacer de él.
—No hay modo de que yo permanezca aquí, Alcibíades —exclamó Agatón—; quiero
resueltamente mudar de sitio, para ser alabado por Sócrates.
—Esto es lo que siempre sucede —dijo Alcibíades—. Donde quiera que se encuentra Sócrates,
sólo él tiene asíento cerca de los jóvenes hermosos. Y ahora mismo, ved qué pretexto sencillo y
plausible ha encontrado para que Agatón venga a colocarse cerca de él.
Agatón se levantaba para ir a sentarse al lado de Sócrates, cuando un tropel de jóvenes se presentó
a la puerta en el acto mismo de abrirla uno de los convidados para salir; y penetrando en la sala
tomaron puesto en la mesa. Hubo entonces gran bullicio, y en el desorden general los convidados se
vieron comprometidos a beber con exceso. Aristodemo añadió, que Erixímaco, Fedro y algunos
otros se habían retirado a sus casas; él mismo se quedó dormido, porque las noches eran muy largas,
y no despertó hasta la aurora al cauto del gallo después de un largo sueño. Cuando abrió los ojos vio
que unos convidados dormían y otros se habían marchado. Sólo Agatón, Sócrates y Aristófanes
estaban despiertos y apuraban a la vez una gran copa, que pasaban de mano en mano, de derecha a
izquierda. Al mismo tiempo Sócrates discutía con ellos. Aristodemo no podía recordar esta
conversación, porque como había estado durmiendo, no había oído el principio de ella. Pero
compendiosamente me dijo, que Sócrates había precisado a sus interlocutores a reconocer que el
mismo hombre debe ser poeta trágico y poeta cómico, y que cuando se sabe tratar la tragedia según
las reglas del arte, se debe saber igualmente tratar la comedia. Obligados a convenir en ello, y
estando como a media discusión comenzaron a adormecerse. Aristófanes se durmió el primero, y
después Agatón, cuando era ya muy entrado el día, Sócrates, viendo a ambos dormidos, se levantó y
salió acompañado, como de costumbre, por Aristodemo; de allí se fue al Liceo, se bañó, y pasó el
resto del día en sus ocupaciones habituales, no entrando en su casa hasta la tarde para descansar.
EL POLÍTICO
Argumento de El político[1]
por Patricio de Azcárate

Definido el sofista, falta hacerlo mismo con el político, para pasar después al filósofo, que es lo
que Platón había ofrecido tratar por medio de tres diálogos, el último de los cuales no llevó a efecto.
¿Qué es el político? Un hombre de ciencia.
Pero hay dos órdenes de ciencias: las que no van más allá del puro conocimiento, y las que se
refieren a los actos; las primeras se llaman especulativas, las segundas prácticas. La ciencia de la
política pertenece a las especulativas.
Entre las ciencias especulativas, unas juzgan simplemente; por ejemplo, el cálculo, que se limita a
hacer declaraciones sobre la diferencia en cuanto a los números; las otras mandan; por ejemplo, la
ciencia de la arquitectura, que, conociendo lo que es preciso hacer, ordena a los obreros su ejecución.
La ciencia del político pertenece al rebaño de las que mandan u ordenan.
Las ciencias de mandato se dividen en dos clases, según que el que manda trasmite sólo las
órdenes de un tercero, como el heraldo, el intérprete; o impone las suyas, como el arquitecto. La
ciencia del político se refiere a las ciencias de mandato directo.
Las ciencias de mandato directo se dirigen a seres inanimados o a seres animados; la ciencia del
político es de las que se dirigen a seres animados. Las ciencias que mandan a seres animados se
dirigen a individuos o a rebaños; la ciencia del político es de las que se dirigen a rebaños. Las
ciencias que mandan a rebaños, se dirigen a rebaños acuáticos o terrestres: la ciencia del político es
de las que se dirigen a rebaños terrestres. Las ciencias que mandan a rebaños terrestres, se dirigen a
los que vuelan o a los que andan: la ciencia del político es de las que se dirigen a rebaños que andan.
Las ciencias que mandan a rebaños que andan, se dirigen a rebaños con cuernos o sin cuernos; la
ciencia del político es de las que se dirigen a rebaños sin cuernos. Las ciencias que mandan a rebaños
sin cuernos, se dirigen a rebaños que se mezclan con otras especies para engendrar, o que no se
mezclan; la ciencia del político es de aquellas que se dirigen a rebaños que no se mezclan. Las
ciencias que mandan a rebaños que se mezclan, se dirigen a rebaños de cuadrúpedos o de bípedos; la
ciencia del político es de las que se dirigen a rebaños de bípedos. En fin, la ciencia que manda a
rebaños de bípedos se dirigen a bípedos con pluma o a bípedos sin pluma, es decir, a hombres; la
ciencia del político es la que se dirige a bípedos sin plumas, es decir, a hombres.
Tal es la ciencia política: una ciencia especulativa, de mandato, de mandato directo, que tiene por
objeto seres animados, que viven en rebaños, terrestres, andadores, sin cuernos, que no se mezclan,
bípedos, sin plumas, hombres. El que posee esta ciencia es el verdadero político, el verdadero rey.
Ésta es en verdad una definición del político, pero no es completa ni profunda. No basta decir que
el político es el pastor de los hombres, puesto que el labrador que le suministra trigo y víveres, el
médico que cuida de su salud y muchos otros pueden aspirar al mismo título. Es preciso separarle de
todo lo que es él y presentarle en toda la pureza de su esencia.
Los demás pastores procuran alimento a sus rebaños, por ejemplo, el vaquero a sus bueyes; el
político tiene que inquietarse por el alimento de los hombres. Su deber y su función se reducen sólo a
vigilarlos y mirar por ellos. Este arte de mirar por ellos es doble, según que es ejercido con
violencia o libremente aceptado. Ejercido con violencia, es el arte del tirano; libremente aceptado, es
el arte del político y del rey. De donde se sigue que el político es el que gobierna a buenas a los
hombres reunidos en sociedad.
El político gobierna a buenas los hombres reunidos en sociedad; ¿pero cómo lo hace?
No lo hace fabricando como los artesanos instrumentos para producir, o vasos para conservar, o
asientos para descansar, o carruajes para trasportar, o adornos para agradar, etc. Ni como esa clase de
servidores, que se llaman esclavos, obedeciendo a sus dueños; ni como los mercaderes, servidores
también, cambiando objetos por objetos o por dinero; ni como los mercenarios, trabajando por un
salario; ni como los magistrados, redactando sentencias; ni como los adivinos, anunciando a los
hombres la voluntad de los dioses; ni como los sacerdotes, ofreciendo nuestros dones a la divinidad
y reclamando sus favores; ni tampoco, para agotar la lista de los servidores de todas clases, tratando
en los asuntos públicos a la manera de ese grupo compuesto de mil especies diversas, semejantes los
unos a leones y a centauros, los otros a sátiros y a animales débiles y astutos, y que por otra parte
mudan sin cesar entre sí de formas y de cualidades.
Ha lugar, en efecto, a distinguir el gobierno de uno solo, el del pequeño número y el de la
multitud, como igualmente en el primero el tirano y el rey, en el segundo la oligarquía y la
aristocracia. Ninguno de estos gobiernos es el verdadero gobierno.
En efecto, como ya se ha dicho, el verdadero gobierno supone una ciencia, a saber, la ciencia de
mandar a los hombres. Esta ciencia, la más difícil de todas, necesariamente está lejos del alcance de la
multitud y de la generalidad; se encuentra difícilmente en uno solo; más difícilmente en muchos. El
verdadero gobierno es el de uno solo o de muchos que posean la ciencia de mandar; y poco importa
que los que manden sean ricos o pobres, que gobiernen en pro o en contra de la voluntad general,
con o sin leyes escritas o no escritas. La ley por la fuerza de las cosas es siempre imperfecta, puesto
que se aplica a hombres del todo diferentes y a casos sin cesar variables. El gobierno de un rey, que
prescribiera a cada individuo lo que le conviniera, sería muy superior al que gobierna conforme a
leyes generales. ¿Y por qué el legislador ha de mudar las leyes para hacerlas mejores, aun sin el
consentimiento del pueblo, aun contra la voluntad del pueblo? ¿Se ha criticado nunca al médico que
cura al enfermo contra su voluntad?
Repito, el verdadero gobierno es el de uno solo o el de muchos; pero mejor el de uno solo, que
gobierna, no según la voluntad general, no según las leyes, sino según la ciencia. Los demás
gobiernos no son otra cosa que imitaciones de éste, más o menos imperfectas.
Leyes más o menos conformes a la ciencia de mandar: uno solo, un pequeño número, o la
multitud encargados de la aplicación y de la ejecución de estas leyes; he aquí lo que constituye
esencialmente estos gobiernos. Y como en cada uno de ellos las leyes pueden ser fielmente
observadas o indignamente infringidas, es preciso distinguir en el gobierno de uno solo el reinado y
la tiranía; en el gobierno de un pequeño número, la aristocracia y la oligarquía; y en el gobierno de
la multitud o democrático, dos formas análogas.
Notad que de estas tres especies de gobiernos, el mismo es a la vez el mejor y el peor. ¿Hay un
gobierno mejor que la monarquía sometida a leyes sabias, es decir, que la institución real? ¿Hay un
gobierno peor que la monarquía sin leyes, es decir, que la tiranía? El gobierno del pequeño número,
término medio entre los otros, no puede ser ni muy bueno cuando es bueno, ni muy malo cuando es
malo. En cuanto al de la multitud, como en él la autoridad está desparramada entre tantas manos, es la
debilidad misma, es la misma incapacidad. De aquí nace que si los demás gobiernos obedecen a las
leyes, entonces éste es el peor; así como es el mejor, si las violan.
Ahora bien, ninguno de cuantos toman parte en estos gobiernos imperfectos es un verdadero
político. Son facciosos, revestidos de vanas apariencias; son imitadores mágicos y sofistas por
excelencia.
El verdadero político es el que está a la cabeza de un gobierno perfecto, del gobierno de la
ciencia. No hay que confundirle con el orador, ni con el general, ni con el magistrado, por más que la
retórica, el arte militar y la jurisprudencia tengan estrechas relaciones con la política.
Por cima de la retórica hay una ciencia maestra, que decide si debe emplearse la fuerza o la
persuasión, o si es preciso abstenerse de ambas. Ésta es la ciencia del verdadero político, que, sin ser
orador, manda a la retórica y se sirve de los oradores.
Por cima del arte militar hay una ciencia maestra que discierne si es preciso hacer la guerra o
llevar a cabo una alianza. Ésta es la ciencia del verdadero político, que, sin ser general, manda al arte
militar y se sirve de los generales.
Por cima de la jurisprudencia hay una ciencia maestra que prescribe lo que conviene y lo que no
conviene. Ésta es la ciencia del verdadero político, que, sin ser magistrado, manda a la jurisprudencia
y se sirve de los magistrados.
Esta ciencia del verdadero político, semejante al arte del tejedor, reuniendo las cosas que
convienen y desechando las que no convienen, forma, en interés del Estado, un verdadero tejido
regio. Por lo pronto, se desembaraza de los que no pueden contraer costumbres buenas ni adquirir
hábitos virtuosos, condenándolos a muerte, al destierro, a penas infamantes; y reduce a la condición
de esclavos a los que se arrastran en la extrema ignorancia y abyección. Con todos los demás forma
una maravillosa mezcla. Une, mediante un lazo divino y mediante lazos humanos, la fuerza, que hay
necesidad de contener, a la moderación; y la moderación, que necesita ser excitada, a la fuerza. El
lazo divino es la opinión verdadera y fundada en razón acerca de lo bello, de lo justo y del bien: lo
cual, produciendo un efecto contrario, dulcifica las almas fuertes y da energía a las almas moderadas.
Los lazos humanos son la unión de los sexos y el matrimonio. Si el matrimonio une caracteres
semejantes, ligando caracteres moderados a caracteres moderados, fuertes a fuertes, resultará un
doble exceso, el de la fuerza, es decir, la violencia; el de la moderación, es decir, la debilidad; un
doble peligro para el Estado. Pero la ciencia del verdadero político, cruzando, por el contrario, los
caracteres, casando la fuerza con la moderación, da a los Estados jefes excelentes y excelentes
ciudadanos.
Tal es la ciencia del verdadero político, tal es la verdadera política.
Este resumen, fiel si sólo se atiende al fondo, tiene el inevitable defecto de despreciar los detalles,
que constituyen la variedad y una parte del interés de este diálogo. Platón ha derramado en él picantes
alusiones al gobierno de su país, y bajo el trasparente emblema del médico y del piloto se descubre
una delicada crítica y una mordaz ironía. Y sin embargo, a pesar de su imperfección, el análisis que
precede deja ver desde luego el doble carácter, el doble objeto del Político. El método y la doctrina
marchan a la par, en buen acuerdo, lo cual es uno de los rasgos del genio de Platón.
El método del Político es el método del Sofista, aunque con menos rigor y aridez. Platón, al
emplearle por segunda vez, podía disimularle más, y parecía invitarle a ello el título mismo del
diálogo, puesto que el político es un personaje menos abstracto y sutil que el sofista. Pero no por ser
de menos valor quiso darle menos importancia. Y para que el lector en este punto no se engañe, hay
un pasaje en que, poniendo esta pregunta en boca del extranjero: «¿Estas indagaciones sobre el
político tienen por objeto enseñarnos qué es la política, o el hacernos más hábiles dialécticos
respecto de todas las materias?», pone luego en la del joven Sócrates la respuesta siguiente:
«Evidentemente el hacernos más hábiles dialécticos en todas las materias».
La doctrina es ya la verdadera y definitiva doctrina política de Platón, la misma de la República y
de las Leyes. Por lo pronto, contiene la distinción capital que ha dado lugar a estos dos diálogos: de
un lado, un gobierno perfecto, que es el de la ciencia; y de otro, una serie de gobiernos más o menos
imperfectos, según que se aproximan o se alejan más del primero. En seguida traza el gobierno de la
ciencia, que en los términos en que lo presenta en el Político, es, aunque en limitadas proporciones, el
original del cual el gobierno de la República no es sino una copia, si bien agrandada y desenvuelta.
En la República ¿no está el mando en manos de un pequeño número de sabios, formados muy de
antemano en el arte difícil de la dialéctica; conducidos por grados de las ciencias abstractas, la
geometría, la astronomía, la música, a la ciencia ideal de lo bello, del ser, del bien; encargados de
hacer que las cosas, los sucesos, las costumbres, las almas y los hombres sean a semejanza de los
modelos divinos que ellos contemplan? Los magistrados ¿no presiden a la unión de los sexos, atentos
a engrandecer los caracteres y a suavizarlos mediante la mezcla de los contrarios? Y si la teoría de
las diversas formas de gobierno no es idéntica, ¿no son tratadas con la misma severidad la tiranía y la
democracia? En fin, ¿cuál es el objeto de las Leyes, sino trazar la imagen del gobierno mejor después
del perfecto, es decir, el que más se le parezca? En vista de estos rasgos y de muchos otros, ¿no es
fácil reconocer el mismo pensamiento en camino de formación y de desarrollo?
El Político contiene el germen que se ha de desarrollar en la República y en las Leyes; y esto es lo
que constituye su principal interés.
El político o de la soberanía
SÓCRATES — TEODORO — EL EXTRANJERO — SÓCRATES EL JOVEN.

SÓCRATES. —En verdad, te estoy sumamente reconocido, Teodoro,[1] por haberme puesto en
relación con Teeteto,[2] así como con el extranjero.[3]
TEODORO: —¿Y quién sabe, Sócrates, si me deberás tres veces más reconocimiento, cuando te
hayan explicado la política y la filosofía?[4]
SÓCRATES. —Perfectamente, mi querido Teodoro; pero ¿es ese el lenguaje que corresponde a
un hombre, que sobresale en el cálculo y en la geometría?
TEODORO. —¿Qué quieres decir con eso, Sócrates?
SÓCRATES. —¿Qué? Que pones en igual lugar a dos hombres, que difieren por su mérito mucho
más allá de las proporciones conocidas en nuestro arte.
TEODORO. —Muy bien, Sócrates, ¡por nuestro Dios, por Ammón![5] Con razón y con justicia
me echas en cara una falta de cálculo; pero tranquilízate, porque día vendrá en que tome yo mi
desquite. Con respecto a ti, ¡oh, extranjero!, no te esfuerces en nuestro obsequio, y ya prefieras hablar
de política o de filosofía, escoge inmediatamente y prosigue tu discurso.
EXTRANJERO. —Eso es, en efecto, Teodoro, lo que conviene hacer. Puesto que hemos puesto
manos a la obra, no debemos detenernos hasta no haber llegado al término de nuestras indagaciones.
[6] Pero en cuanto a Teeteto que está presente, ¿cómo me conduciré con él?

TEODORO. —¿Qué quieres decir con eso?


EXTRANJERO. —¿Le dejaremos descansar, y pondremos en su lugar a este apreciable Sócrates,
[7] su compañero de ejercicios? ¿O eres tú de otra opinión?

TEODORO. —Hagamos lo que dices, y pongámosle en su lugar. Como son jóvenes, pueden
soportar fácilmente toda especie de trabajo, con tal que de tiempo en tiempo se les deje descansar.
SÓCRATES. —Por otra parte, ¡oh, extranjero!, parece que hay entre ellos y yo una especie de
parentesco. Respecto del uno, ya me decís que se parece a mí por los rasgos del semblante; en cuanto
al otro, la identidad de nombre crea entre nosotros como un vínculo de familia. Si somos parientes,
ellos y yo debe nos desear estrechar nuestras relaciones, conversando juntos. Con respecto a Teeteto,
he tenido ayer con él una larga conversación, y vengo, después de escucharle, a responderte;[8] pero
Sócrates no nos ha dicho aún nada ni al uno, ni al otro. Sin embargo, es preciso que le examinemos
también. Otra vez será a mí; hoy que sea a ti a quien responda.
EXTRANJERO. —Así es. Y bien, Sócrates, ¿te haces cargo de lo que dice Sócrates?
SÓCRATES EL JOVEN: —Sí.
EXTRANJERO. —¿Estás conforme con lo que ha dicho?
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Por tu parte no parece que haya obstáculo, y convendría menos aún que le
hubiera por la mia. Después del sofista, a mi juicio, debe tratarse del hombre político. Dime, pues;
¿le, incluiremos también en el número de los sabios o no?
SÓCRATES EL JOVEN. —Le incluiremos.
EXTRANJERO. —Necesitamos dividir las ciencias, como lo hicimos cuando examinamos el
primer punto.
SÓCRATES EL JOVEN. —Quizá.
EXTRANJERO. —Pero, Sócrates, no es preciso el mismo sistema de división.
SÓCRATES EL JOVEN. —No, ciertamente.
EXTRANJERO. —Debe seguirse otro.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así me parece.
EXTRANJERO. —¿Cómo encontraremos el camino que conduce a la ciencia política?
Necesitamos, en efecto, encontrarlo; y después de separarlo de los otros, es preciso caracterizarlo
mediante una sola y única idea, y luego, marcando los otros senderos que se alejan de ésta por seguir
otra idea, también única, inclinar nuestro espíritu a que conciba todas las ciencias como formando
dos especies.
SÓCRATES El JOVEN. Eso, extranjero, te toca a ti y no a mí.
EXTRANJERO. —También será preciso que te toque a ti cuando lo veamos claro.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien dicho.
EXTRANJERO. —Y bien, ¿la aritmética y algunas otras ciencias del mismo género no son
independientes de la acción, y no se refieren únicamente al conocimiento?
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto.
EXTRANJERO. —La arquitectura, por el contrario, y todas las artes manuales implican una
ciencia, que tiene, por decirlo así, su origen en la acción; y producen cosas, que sólo mediante ellas
existen y que antes no existían.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Conforme a esto, es preciso dividir todas las ciencias en dos categorías, y
denominar las unas prácticas, las otras exclusivamente especulativas.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sea así; distingamos en la ciencia en general estas dos especies.
EXTRANJERO. —Pues bien; el hombre político, el rey, el dueño de esclavos y aun el jefe de
familia; ¿los abrazaremos todos a la vez en una unidad, o contaremos tantas artes diferentes como
nombres hemos citado? Pero mejor es que me sigas por este otro lado.
SÓCRATES EL JOVEN. ¿Por dónde?
EXTRANJERO. —Por aquí. Si encontrásemos, un hombre en estado de dar consejos aun médico
que estuviera ejerciendo públicamente su arte, aunque aquel fuera un simple particular, ¿no sería
preciso dar a este hombre el mismo nombre que al que él aconseja y tomarlo del mismo arte?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Pero el que es capaz de dirigir al rey de un país cualquiera, aun cuando sea un
simple particular, ¿no diremos que tiene la ciencia, que debería poseer el que ejerce el mando?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, lo diremos.
EXTRANJERO. —La ciencia de un verdadero rey ¿no es una ciencia real?
SÓCRATES ÉL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —El que la posee, por consiguiente, jefe o particular, deberá por completo a esta
ciencia el ser llamado con razón persona real.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es exacto.
EXTRANJERO. —Y el jefe de familia y el dueño de esclavos igualmente.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —¿Pero el estado de una gran casa y el de una pequeña ciudad son diferentes
respecto al gobierno?
SÓCRATES EL JOVEN. —Nada de eso.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, con relación al objeto de nuestro examen, es evidente que
una sola ciencia abraza todas estas cosas; y nos importa poco que se la llame real, política o
económica.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto.
EXTRANJERO. —También es evidente, que a un rey le sirven poco las manos y el cuerpo para
retener el mando, al contrario de lo que sucede con la inteligencia y la fuerza de alma.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es claro.
EXTRANJERO. —¿Quieres que digamos, que el rey o la ciencia real se aproximan más a la
ciencia especulativa, que a las artes manuables y a la práctica en general?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin dificultad.
EXTRANJERO. —Entonces ¿reuniremos todo esto, la ciencia política y la política, la ciencia real
y el rey, en una sola y misma cusa?
SÓCRATES EL JOVEN. —Seguramente.
EXTRANJERO. —¿No procederemos con orden si dividimos ahora la ciencia especulativa?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. Fija tu atención y mira si podemos descubrir alguna distinción natural.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué distinción?
EXTRANJERO. —Esta. ¿Hay una ciencia del cálculo?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Y a mi juicio, es una de las ciencias especulativas.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo negarlo?
EXTRANJERO. Teniendo por objeto el cálculo conocer la diferencia respecto de los números,
¿le atribuiremos otra función que la de juzgar sobre lo que conoce?
SÓCRATES EL JOVEN. —No, ciertamente.
EXTRANJERO. —Pero un arquitecto no trabaja él mismo, sino que manda a los operarios.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Lo que presta es su ciencia, no sus brazos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, es exacto decir que la ciencia del arquitecto es una ciencia
especulativa.
SÓCRATES EL JOVEN. —Seguramente.
EXTRANJERO. —Pero cuando ha formado su juicio, no creo que por esto debe considerarse
como concluida su tarea, ni puede retirarse, como sucede con el calculador; sino que es preciso que
ordene aún a cada uno de los ofttyarios lo que conviene hacer hasta que hayan ejecutado sus órdenes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es verdad.
EXTRANJERO. —¿No resulta de aquí, por lo tanto, que si todas las ciencias en este concepto son
especulativas, lo mismo que las que dependen del cálculo, hay, sin embargo, dos especies de ciencias,
que difieren en cuanto las unas juzgan y las otras ordenan o mandan?
SÓCRATES EL JOVEN. —Así parece.
EXTRANJERO. —Si dividimos por lo mismo la ciencia especulativa en general en dos partes,
llamando a la una ciencia de mandato y a la otra ciencia de juicio, nos podremos lisonjear de haber
hecho la división perfectamente.
SÓCRATES EL JOVEN. —A mi parecer, sí.
EXTRANJERO. —Bien; a los que hacen alguna cosa en común, como cuando discuten, basta que
haya acuerdo entre ellos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —Así, pues, en tanto que nosotros estemos de acuerdo, ningún cuidado deben
darnos las opiniones de los demás.
SÓCRATES EL JOVEN. —Exacto.
EXTRANJERO. —Veamos ahora en cuál de estas dos clases incluiremos al rey. ¿Será en la del
juicio, como si fuera un simple teórico? ¿O le colocaremos más bien en la del mandato puesto que
ejerce imperio?
SÓCRATES EL JOVEN. —En esta última, sin duda.
EXTRANJERO. —Examinemos ahora, si la ciencia que manda, admite alguna división. A mi
juicio admite una y es la siguiente. La misma diferencia, que hay entre el oficio del revendedor y el
del fabricante, hay entre la especie de los reyes y la especie de los heraldos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Los revendedores, después de haberse proporcionado los productos de los que
se los han vendido, los venden a su vez.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, ciertamente.
EXTRANJERO. —Del mismo modo los heraldos, tomando las órdenes de un superior y
recibiendo el pensamiento de otro, dan en seguida órdenes a los demás a su vez.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente exacto.
EXTRANJERO. —¡Pero qué! ¿Confundiremos la ciencia real con la del intérprete, la del
ordenador, la del adivino, la del heraldo y con otras muchas de la misma clase, que se refieren al
mando? ¿O antes bien quieres que demos un nombre nuevo al rey y a todos los que se le parecen,
puesto que los que mandan por sí mismos no tienen aún nombre; que mediante una nueva división,
pongamos la especie real en la categoría del mando directo; y que, sin cuidarnos de lo demás,
dejemos[9] al primero que llegue el cuidado de darle nombre? Porque el objeto de nuestras
indagaciones es el que gobierna y ño su contrario.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda alguna.
EXTRANJERO. —Ahora que hemos distinguido claramente esta clase de las demás, y que,
separando de ella lo que le es extraño, hemos fijado su propia esencia, ¿será necesario volverla a
dividir, por si es en sí misma aún un todo complejo?
SÓCRATES EL JOVEN. —Seguramente.
EXTRANJERO. —Ahora bien, me parece que así sucede. Sígueme, pues, y dividámosla juntos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Representémonos todos los jefes posibles en el ejercicio del mando. ¿No es
cierto que si ellos mandan, es para crear alguna cosa?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es imposible negarlo.
EXTRANJERO. —Se puede sin dificultad dividir en dos especies las cosas que se crean.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Las unas son necesariamente inanimadas y las otras animadas.
SÓCRATES. —En efecto.
EXTRANJERO. —Pues bien, si queremos dividir la parte de la ciencia especulativa, que tiene por
objeto el mando, lo haremos de esta manera.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿De qué manera?
EXTRANJERO. —Refiriendo una de sus especies a la producción de los seres inanimados, y otra
a la de los seres animados; y de este modo el todo aparecerá dividido en dos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Dejemos una de estas especies y tomemos la otra; y después de esto,
dividamos en dos partes este nuevo todo.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuál quieres que tomemos?
EXTRANJERO. —Seguramente la que manda a los seres animados. La ciencia real no ejerce su
imperio sobre la simple materia, como la arquitectura; más grande y más noble, tiene por objeto los
seres animados, y en esta esfera es donde ejerce su poder.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Pero en la formación y educación de los seres animados, debe distinguirse la
educación individual de la educación común de los que viven en rebaño.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Pero no parece que el político se dedique a la educación de un individuo,
como el que educa un solo buey o un solo caballo; sino que se parece más bien al que dirige una
vacada o una yeguada.
SÓCRATES EL JOVEN. —Me parece que es cierto lo que acabas de decir.
EXTRANJERO. —Y bien, esta parte del arte de educar los seres animados, que consiste en la
educación en común de muchos de ellos, ¿la llamaremos educación de rebaños o educación en
común?
SÓCRATES EL JOVEN. —Usaremos uno u otro término, según ocurra la palabra en el discurso.
EXTRANJERO. —Perfectamente, mi querido Sócrates. Si evitas fijarte demasiado en las palabras,
te harás más rico en sabiduría en tu ancianidad. Por ahora es preciso hacer lo que aconsejas. ¿Te
parece posible que, después de haber demostrado que el arte de cuidar rebaños tiene dos partes,
pudiera suceder que lo que antes se buscaba en las dos mitades confundidas, se quisiera buscar ahora
en una de ellas tan solamente?
SÓCRATES EL JOVEN. —Ayudaré a ese fin con todas mis fuerzas. Yo pondría de una parte la
educación de los hombres, y de otra la de las bestias.
EXTRANJERO. —No es posible dividir con más prontitud y resolución. Sin embargo, evitemos
caer, si es posible, una segunda vez en la misma falta.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué falta?
EXTRANJERO. —No separemos una pequeña parte para oponerla a otras grandes y numerosas,
sin que forme una especie, sino de modo que cada parte constituya al mismo tiempo una especie.
Nada más precioso, en efecto, que distinguir desde luego de todo lo demás lo que se busca, cuando se
hace con acierto. Esto te ha sucedido a ti hace un instante, cuando creyendo hacer una verdadera
división, te has apurado a decidir, al ver que el discurso iba derecho a los hombres Pero, querido
mío, no es seguro proceder por pequeñas porciones; lo mejor es dividir por mitades; así se
encuentran mejor las especies; esto es lo esencial en nuestras indagaciones.
SÓCRATES EL JOVEN. —Extranjero, ¿qué quieres decir con eso?
EXTRANJERO. —Me explicaré con más claridad por amor a ti, mi querido Sócrates. Al presente
es imposible aclarar este objeto de manera que no deje nada que desear. Es preciso dar algunos pasos
adelante, para encontrar la luz que nos falta.
SÓCRATES EL JOVEN. —Pues ¿en qué es, a tu juicio, defectuosa nuestra división?
EXTRANJERO. —En esto. Hemos procedido como aquel que, proponiéndose dividir en dos el
género humano, obrase a la manera de las gentes de este país,[10] que distinguen los griegos de todos
los demás pueblos como una raza aparte, después de lo que, reuniendo todas las demás naciones,
aunque son numerosas e infinitas, sin contacto ni relaciones entre sí, las designan con el solo nombre
de bárbaros; imaginándose que porque hacen esta designación, valiéndose de un solo término,
forman una sola raza. O como un hombre, que creyese dividir el número en dos especies, poniendo
de una parte diez mil, considerándole como una especie, y dando a todo lo demás un solo nombre,
persuadido de que mediante este solo nombre, tiene ya una segunda especie diferente de la anterior, y
única también. ¡Con cuánta más sabiduría y verdad se dividiría por especies y por mitades, si se
dividiese el número en par e impar, y la raza humana en varones y hembras; no distinguiendo los
lidios y los frigios o cualquiera otro pueblo, ni oponiéndolos a todos los demás, sino cuando no
hubiese medio de dividir a la vez por especies y por partes!
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente. Pero eso mismo, ¡oh extranjero!, que tú llamas parte y
especie; ¿cómo reconocer, que no es una misma cosa, sino dos cosas diferentes?
EXTRANJERO. —¡Excelente hombre! ¿Sabes, que no es fácil lo que ahora me preguntas,
Sócrates? Estamos demasiado extraviados ya del objeto que proseguimos, y quieres que nos
extraviemos aún más. No; volvamos al camino. En otra ocasión, cuando tengamos tiempo,
seguiremos estos rastros hasta el fin; pero no te imagines, Sócrates, que me has oído explicarme con
claridad sobre este punto.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué punto?
EXTRANJERO. —Que la especie y la parte son cosas muy diferentes.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —La especie es necesariamente una parte de la cosa, de que se dice que es una
especie; pero no es necesario que la parte sea al mismo tiempo una especie. Sabes muy bien,
Sócrates, que yo procedo por el primer método, más bien que por el segundo.[11]
SÓCRATES EL JOVEN. —Lo tendré presente.
EXTRANJERO. —Explícate ahora.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué quieres que diga?
EXTRANJERO. —De qué punto hemos partido, para venir a extraviarnos hasta aquí en esta
digresión. Yo creo que ha sido del siguiente. Te había preguntado cómo convendría dividir la
educación de los rebaños, y me contestaste, con tu ardor precipitado, que hay dos especies de seres
animados: una, que no comprende más que los hombres; y otra, que abraza todas las bestias en
general.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Tú crees, a mi parecer, que una vez separada una parte, todo lo que queda debe
formar una sola especie; porque sólo das a este resto un solo nombre, el de bestias.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así es la verdad.
EXTRANJERO. —Pero ¡oh tú, el más arrojado de los hombres! Has obrado como obraría
cualquier animal dotado de razón. La grulla, por ejemplo, haría lo que tú, si distribuyendo los
nombres según tu procedimiento, designase las grullas como una especie distinta de todos los demás
animales, honrándose a sí misma; y al mismo tiempo, envolviendo a todos los demás seres en una
misma categoría, inclusos los hombres, confundiese todos bajo el nombre de bestias. Procuremos en
lo sucesivo incurrir en semejantes errores.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —No dividiendo el género animal todo entero; no sea que vayamos a
engañarnos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Pues no lo hagamos así.
EXTRANJERO. —Ésa es, sin embargo, la falta que hemos cometido.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Toda la parte de la ciencia especulativa que se refiere al mando, ya hemos
dicho, que tiene por objeto la educación de los animales, de los que viven en rebaño. ¿No es cierto?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Con esto, pues, ya hemos dividido todo el género animal, poniendo a un lado
los animales salvajes, y a otro los que se amansan; porque a los que son susceptibles de este
amansamiento se llama animales domesticados y a los otros salvajes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Pero la ciencia que buscábamos, se ocupaba y ocupa de los animales que se
domestican; y donde debe buscarse es en los animales que viven en rebaño.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto.
EXTRANJERO. —No hagamos, por tanto, como antes hicimos, una sola división del todo, y no
nos apuremos por llegar luego a la ciencia política; porque de aquí ha resultado que ahora nos
sucede lo que dice el proverbio.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Que por habernos apresurado demasiado al hacer nuestra división, llegamos
más tarde al fin.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien merecido lo tenemos, extranjero.
EXTRANJERO. —Sea así. Intentemos ahora dividir la educación, tomándola desde su principio.
Quizá el discurso, en su desarrollo, mostrará naturalmente con mayor claridad lo que deseas saber.
Dime…
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Una cosa que has debido oír machas veces. Porque si bien no sé que hayas
concurrido en persona a las operaciones de los que domestican los pescados en el Nilo y en los
estanques del gran rey, has debido ver por ti mismo una cosa parecida en las fuentes.
SÓCRATES EL JOVEN. —He observado, en efecto, lo que pasa en las fuentes, y lo demás lo he
aprendido oyendo a muchos.
EXTRANJERO. —Y de las bandadas de patos y de grullas habrás oído hablar, aun cuando no
hayas recorrido las llanuras de Tesalia; y creerás que existen.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Te he hecho estas preguntas, porque de los animales, que se reúnen en grupos,
los unos viven en el agua y otros en tierra firme.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así es.
EXTRANJERO. —¿No te parece que es preciso dividir en dos, la ciencia que se refiere a la
educación en común, y asignando a cada una de estas partes un objeto particular, llamar a la una
educación de los animales acuáticos, y a la otra educación de los animales terrestres?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —No indagaremos a cuál de ditas dos ciencias se refiere la ciencia real, porque
es una cosa demasiado clara para todo el mundo.
SÓCRATES EL JOVEN. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —Y todo el mundo dividirá igualmente la parte de la educación común, que
hemos llamado educación de los animales terrestres…
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Distinguiendo los que vuelan de los que andan.
SÓCRATES EL JOVEN. —Nada más cierto.
EXTRANJERO. —¿Y sería posible someter a discusión si la ciencia política se refiere a los
animales que andan? ¿No te parece que no puede haber hombre, por insensato que sea, que piense de
otra manera?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Pero es preciso dividir, como si se tratara del número,[12] la educación de los
animales que andan, y señalar sus dos partes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Evidentemente.
EXTRANJERO. —Creo percibir dos caminos, que conducen igualmente a la parte a que tiende
nuestra indagación. El uno, más corto, opone una parte grande a una pequeña; y otro, que satisface
mejor a la regla que hemos sentado de dividir, en cuanto es posible, por la mitad; pero éste es más
largo. A gusto nuestro podemos tomar el uno o el otro.
SÓCRATES EL JOVEN. —¡Pero qué! ¿Es imposible seguirlos ambos?
EXTRANJERO. —A la vez, sí, es imposible, mi maravilloso amigo; pero uno en pos de otro, no
lo es ciertamente.
SÓCRATES EL JOVEN. —Pues tomo ambos caminos, uno en pos de otro.
EXTRANJERO. —Eso es fácil, porque lo que resta por andar es muy corto. Al principio, y lo
mismo cuando estábamos a medio viaje, tu petición hubiera podido embarazarnos, pero ahora siendo
éste tu deseo, nos lanzaremos por el camino más largo. Tranquilos y dispuestos como estamos, le
recorreremos sin dificultad. He aquí cómo es necesario proceder.
SÓCRATES EL JOVEN. —Ya escucho.
EXTRANJERO. —Todos los animales que andan, entre los cuales están los domesticados y que
viven en grey, se dividen naturalmente en dos especies.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuáles?
EXTRANJERO. —Los unos tienen cuernos; los otros no los tienen.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto.
EXTRANJERO. —En estas divisiones de la educación de los animales que andan, es preciso
valerse de perífrasis para designar las diversas partes; porque querer dar a cada una un nombre
propio, sería tomarse un trabajo innecesario.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Pues cómo debe decirse?
EXTRANJERO. —De esta manera. Dividida en dos partes la educación de los animales que andan,
la una se refiere a la especie de animales que viven en grupos y que tienen cuernos, y la otra a la
especie que no los tiene.
SÓCRATES EL JOVEN. —Téngase eso por sentado, y no es preciso volver a hablar de ello.
EXTRANJERO. —Ahora bien; es claro que el rey conduce un rebaño desprovisto de cuernos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo ha de ser eso claro?
EXTRANJERO. —Descompongamos esta especie, y hagamos de manera que le designemos lo
que le pertenece.
SÓCRATES EL JOVEN. —Conforme.
EXTRANJERO. ¿Quieres que la dividamos según que los animales tienen o no la pata hendida; o
bien, según que la generación se verifica entre especies diferentes o sólo entre los de la misma
especie? ¿Me comprendes?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Por ejemplo, los caballos y los asnos engendran naturalmente entre sí.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Por el contrario; los demás animales domesticados, que viven en rebaño,
engendran cada uno en su especie y no se mezclan con las otras.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es preciso convenir en ello.
EXTRANJERO. —¿Pero te parece que el político se cuida de una especie que engendra en común
con otras, o de una especie que no se mezcla con las demás?
SÓCRATES EL JOVEN. —Evidentemente de una especie que no se une con las otras.
EXTRANJERO. —Ahora bien, es preciso dividir en dos partes esta especie, como hicimos antes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es preciso, en efecto.
EXTRANJERO. —He aquí, pues, todos los animales domesticados y que viven en rebaño, a
excepción de dos especies,[13] completamente divididos. Porque los perros no deben ser incluidos
entre los animales que viven en sociedad.
SÓCRATES EL JOVEN. —No, ciertamente. ¿Pero cómo obtendremos nuestras dos especies?
EXTRANJERO. —Procediendo, como haríais vosotros; Teeteto y tú, puesto que os ocupáis de
geometría.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿De qué manera?
EXTRANJERO. —Mediante la diagonal; y después mediante la diagonal de la diagonal.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué quieres decir?
EXTRANJERO. —La naturaleza propia de la especie humana, en lo relativo a su marcha, ¿no
consiste en ser como la diagonal, sobre la que puede construirse un cuadrado de dos pies?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Y la naturaleza de la otra especie, relativamente al mismo objeto, ¿no es como
la diagonal del cuadrado de nuestro cuadrado, puesto que tiene dos veces dos pies?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo puede ser de otra manera? Comprendo poco más o menos lo
que quieres demostrarme.
EXTRANJERO. —Está bien; pero no advertimos, Sócrates, que en nuestra división hay algo que
es ridículo.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué?
EXTRANJERO. —He aquí nuestra especie humana al lado y en compañía con la más noble a la
vez que la más ágil[14] de las especies.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es, en efecto, ya lo veo, una consecuencia absurda.
EXTRANJERO. ¿No es lo más natural que lo más lento llegue más tarde?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, sin duda.
EXTRANJERO. —¿Y no nos ha de parecer más ridículo aún presentar al rey corriendo con su
rebaño, y luchando a la carrera con el hombre más ejercitado en el oficio de corredor?
SÓCRATES EL JOVEN. —No puede darse cosa más ridícula, en efecto.
EXTRANJERO. —Ahora aparece en claro, Sócrates, lo que ya se ha dicho con motivo del sofista.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Que este método no hace caso ni de lo que es noble ni de lo que no lo es, y sin
cuidarse de si el camino es corto o largo, se dirige con todas sus fuerzas a procurarse la verdad.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así parece.
EXTRANJERO. —Pues bien; después de todo esto, y antes de que te vengas preguntándome cuál
era este camino más corto de que hablabas antes, que conduce a la definición del rey, me adelantaré
yo.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Digo, pues, que hubiera sido preciso comenzar por dividir los animales que
andan, en bípedos y cuadrúpedos; y después, como que la primera categoría sólo comprende los
pájaros además del hombre, dividir la especie de bípedos en bípedos desnudos y bípedos con pluma;
[15] y por último, hecha esta operación, y puesto en claro el arte de educar o de conducir los hombres,

colocar al político y al rey a la cabeza de este arte, confiándole las riendas del Estado, como legítimo
poseedor de esta ciencia.
SÓCRATES EL JOVEN. —Excelente discusión, ¡oh extranjero!, con la que te has desquitado
respecto a mí como de una deuda, añadiendo una excelente digresión a guisa de intereses.
EXTRANJERO. —Pues bien, resumamos nuestro discurso desde el principio hasta el fin, y demos
así la explicación de esta palabra: la ciencia del político.
SÓCRATES EL JOVEN. —Conforme.
EXTRANJERO. —En la ciencia especulativa hemos distinguido, por lo pronto, la parte que
manda, y hemos llamado a una porción de esta ciencia de mandato directo. El arte de educar los
animales nos ha parecido que era una especie importante de la ciencia de mandato directo. En el arte
de educar los animales, hemos considerado el arte de educar los que viven en rebaño; y en éste, el
arte de educar los que andan; y en éste, el arte de educar los animales desprovistos de cuernos. En este
último arte es preciso coger de una sola vez una parte, que es nada menos[16] que triple, si se la quiere
comprender bajo un solo nombre, llamándola el arte de conducir las razas que no se mezclan.[17]
Otra división más, y nos encontramos con esta parte de la educación de los bípedos, que es el arte de
conducir la especie humana. Esto es precisamente lo que buscábamos, y a lo que hemos llamado a la
vez la ciencia real y política.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Pero ¿estás bien seguro, Sócrates, de que realmente hemos hecho lo que
acabas de decir?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Pues qué falta?
EXTRANJERO. —¿Hemos resuelto completamente la cuestión? ¿O acaso esta indagación tiene el
defecto de que aunque hemos definido bien el político, no lo hemos hecho de una manera completa y
perfecta?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué quieres decir?
EXTRANJERO. —Veamos: voy a explicarte con mayor claridad lo que tengo en mi pensamiento.
SÓCRATES EL JOVEN. —Habla.
EXTRANJERO. —¿No era la política una de estas artes de educar los numerosos rebaños que
hemos considerado, y no se ocupaba de una especie particular de rebaños?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Y por esta razón la hemos definido el arte de educar en común, no caballos u
otras bestias, sino hombres.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así es.
EXTRANJERO. —Pues bien; examinemos en qué se diferencian los reyes de los demás pastores.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿En qué?
EXTRANJERO. —¿No encontraremos algún personaje, que tomando su nombre de otro arte,
pretenda concurrir en alto grado al sostenimiento de la grey?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué es lo que dices?
EXTRANJERO. —Por ejemplo; los mercaderes, los labradores, los que suministran al público
los comestibles y aun los maestros de gimnasia, la clase entera de los médicos; ¿no sabes que todos
estos son capaces de combatir con los pastores de hombres, que hemos llamado políticos, y
demostrar que son ellos los que tienen cuidado de la vida humana, y que vigilan no sólo sobre la
multitud y la grey sino también sobre los jefes mismos?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Y no tendrían razón?
EXTRANJERO. —Quizá. Sin embargo, lo examinaremos; pero por lo menos sabemos que nadie
entra en contestaciones con el vaquero en lo relativo a sus funciones. Él es el que provee al
sostenimiento del rebaño y el que le mantiene; es su médico; corre con los cruzamientos; y versado
en el arte de partear, vigila los partos y cuida de las crias. Y en cuanto a los juegos y a la música al
alcance de las crias que él educa, nadie es más entendido para darles gusto, ni tan capaz de
domesticarlas con el halago; tan ducho está en el arte de ejecutar, ya valiéndose de instrumentos, ya
de la boca sola, la música apropiada a su ganado. Ahora bien, lo mismo puede decirse de otros
pastores; ¿no es así?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es muy cierto.
EXTRANJERO. —Por consiguiente, no había exactitud ni verdad en lo que decíamos del rey,
cuando le proclamábamos pastor y alimentador de la grey humana, poniéndole solo y aparte, entre
otros mil que aspiran al mismo título.
SÓCRATES EL JOVEN. —No, de ninguna manera.
EXTRANJERO. —¿No eran fundados nuestros temores de hace un instante, cuando
sospechábamos que, aun cuando encontrásemos algunos rasgos de carácter real, no por eso
conseguiríamos dar una definición completa del político, ínterin no le separáramos de los que le
rodean y que pretenden concurrir con él a la educación de los hombres, para mostrarle solo y en toda
su pureza?
SÓCRATES EL JOVEN. —Seguramente.
EXTRANJERO. —He aquí, Sócrates, lo que es preciso hacer, si no queremos, cuando lleguemos
al fin, avergonzarnos de nuestro discurso.
SÓCRATES EL JOVEN. —Pues bien; evitemos que suceda eso.
EXTRANJERO. —Necesitamos entonces tomar otro punto de partida, y seguir un camino
diferente.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Introduzcamos aquí una especie de historieta agradable. Tomemos una buena
parte de una extensa fábula, y en seguida, separando siempre, como en las indagaciones precedentes,
una parte de otra parte, hagamos de manera que encontremos al último el objeto de nuestra
indagación. ¿No es así como debemos proceder?
SÓCRATES EL JOVEN. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —Pues bien, escucha atentamente mi fábula, como hacen los niños. Así como así,
no estás muy distante de la infancia.
SÓCRATES EL JOVEN. —Habla.
EXTRANJERO. —Una de las antiguas tradiciones, que se recuerda aún y se recordará por mucho
tiempo, es la del prodigio, que apareció en la querella de Atreo y Tieste. Tú lo has oído referir, y
recordarás lo que se dice que sucedió entonces.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es quizá la maravilla de la oveja de oro [18] de lo que quieres hablar.
EXTRANJERO. —Nada de eso, sino del cambio de la salida y de la puesta del sol y de los demás
astros, los cuales se ponían entonces en el punto mismo donde ahora salen, y salían por el lado
opuesto. Queriendo el dios atestiguar su presencia a Atreo, por un cambio repentino, estableció el
orden actual.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así se cuenta, en efecto.
EXTRANJERO. —También hemos oído referir muchas veces otra historia, que es la del reinado
de Saturno.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, muchas veces.
EXTRANJERO. —Pero ¿no se dice todavía que los hombres de otro tiempo eran hijos de la
tierra, y que no nacían los unos de los otros?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, esa es también una de nuestras antiguas tradiciones.
EXTRANJERO. —Todos estos prodigios se refieren a un mismo orden de cosas, y con ellos
otros mil aún más maravillosos; pero el largo trascurso del tiempo ha hecho olvidar los unos, y ha
desprendido del conjunto otros, que dan lugar en adelante a otras tantas historias separadas. En cuanto
al orden de cosas, que es la causa común de todos estos fenómenos, nadie ha hablado de él, y hay
necesidad de exponerlo ahora. Esto nos servirá de gran auxilio para hacer conocer lo que es el rey.
SÓCRATES EL JOVEN. —No es posible hablar mejor; cuenta, pues, sin omitir nada.
EXTRANJERO. —Escucha. Este universo es unas veces dirigido en su marcha por Dios mismo,
que le imprime un movimiento circular; y otras le abandona, como cuando sus revoluciones han
llenado la medida del tiempo marcado. El mundo entonces, dueño de su movimiento, describe un
círculo contrario al primero, porque es un ser vivo y ha recibido la inteligencia de aquel que desde el
principio le ordenó con armonía. La causa de esta marcha retrógrada es necesaria e innata en él
mismo, y es la siguiente.
SÓCRATES EL JOVEN. —Veamos.
EXTRANJERO. —Ser siempre de la misma manera, en igual forma y el mismo ser, es privilegio
de los dioses por excelencia. La naturaleza del cuerpo no pertenece a este orden. El ser a que
llamamos cielo y mundo, ha sido dotado, desde su principio, de una multitud de cualidades
admirables, pero participa al mismo tiempo de la naturaleza de los cuerpos. De aquí procede que le es
absolutamente imposible escapar a toda especie de mudanza; pero por lo menos, en cuanto es posible,
se mueve en el mismo lugar, en el mismo sentido y siguiendo un solo movimiento. He aquí por qué
el movimiento circular es en él el propio, porque es el que se aleja menos del movimiento de lo que
se mueve por sí mismo. Moverse por sí mismo por toda una eternidad sólo puede hacerlo aquel que
conduce todo lo que se mueve, y este ser no puede mover tan pronto de una manera como de otra
contraria. Todo esto prueba que ni se puede decir que el mundo se da a sí mismo el movimiento de
toda eternidad, ni que recibe de la divinidad dos impulsos y dos impulsos contrarios, ni que es puesto
alternativamente en movimiento por dos divinidades de opiniones opuestas. Sino que como decíamos
antes, y es la única hipótesis que nos queda, tan pronto es dirigido por un poder divino, superior a su
naturaleza, recobra una nueva vida y recibe del supremo artífice una nueva inmortalidad; como,
cesando de ser conducido, se mueve por sí mismo y se ve de este modo abandonado durante todo el
tiempo necesario para realizar miles de revoluciones retrógradas; porque su masa inmensa,
suspendida igualmente por todas partes, gira sobre un punto de apoyo muy estrecho.
SÓCRATES EL JOVEN. —Todo lo que acabas de decir me parece muy verosímil.
EXTRANJERO. —Prosigamos, pues, considerando, entre los hechos que acaban de referirse, el
fenómeno que, según hemos dicho, es la causa de todos los prodigios. Es el siguiente.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —El movimiento del mundo, que tan pronto describe un círculo en el sentido
actual, como en sentido contrario.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Es preciso convencerse de que este cambio constituye la más grande y
completa de las revoluciones celestes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Me parece probable.
EXTRANJERO. —Es preciso, pues, pensar que entonces es también cuando se verifican los
cambios más trascendentales para los que habitamos en este mundo.
SÓCRATES EL JOVEN. —También eso es probable.
EXTRANJERO. —Pero ¿no sabemos que la naturaleza de los animales soporta difícilmente el
concurso de cambios graves, numerosos y de diversa índole?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Quién no lo sabe?
EXTRANJERO. —Entonces necesariamente hay gran mortandad entre los demás animales, y de
los hombres son pocos los que sobreviven. Estos últimos experimentan mil fenómenos sorprendentes
y nuevos; pero el más extraordinario es el que resulta del movimiento retrógrado del mundo, cuando
al curso actual de los astros sucede otro contrario.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —En tales circunstancias se vio desde luego que la edad de los diversos seres
vivos se detuvo repentinamente; que todo lo que era mortal dejó de caminar hacia la vejez, y que
mediante una marcha contraria se hizo más delicado y más joven. Los cabellos blancos de los
ancianos se volvieron negros; las mejillas de los que no tenían barba, al recobrar su tersura,
restituían a cada cual su pasada juventud; los miembros de los jóvenes, haciéndose más tiernos y más
reducidos de día en día y de noche en noche, tomaron la forma de los de un recién nacido; y el
cuerpo y el alma a la par se metamorfosearon. Al término de este progreso todo se desvaneció y
entró en la nada. En cuanto a los que perecieron violentamente en el cataclismo, sus cuerpos pasaron
por las mismas transformaciones, con una rapidez que no permitía distinguir nada, y desaparecían
completamente en pocos días.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Y cómo, extranjero, tenía entonces lugar la generación, y cómo se
reproducían los seres animados?
EXTRANJERO. —Es claro, Sócrates, que la reproducción de los unos por los otros no existía
entonces en la naturaleza; sino que, según lo que se cuenta, hubo en otro tiempo una raza de hijos de
la tierra, y los hombres salían del seno de la misma que los había recibido; y el recuerda de estas
cosas nos ha sido trasmitido por nuestros primeros antepasados, vecinos a la revolución precedente,
y nacidos en los principios de ésta. A ellos debemos esta tradición, que muchos, sin motivo, se niegan
a creer a pesar de lo racional y consecuente que es en mi opinión. Porque es necesario hacerse esta
reflexión. Si los ancianos volvían a las formas de la juventud, era natural que los que habían muerto y
estaban enterrados resucitaran, volvieran a la vida y siguieran el movimiento general, que renovaba
en sentido contrario la generación; y estos desde su origen fueron llamados hijos de la tierra, por lo
menos todos aquellos, que los dioses no reservaron para un más alto destino.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto, todo eso concuerda perfectamente con lo que precede. Pero
este género de vida que refieres al reinado de Saturno, ¿pertenece a las otras revoluciones del cielo o
a las actuales? Porque con respecto a la mudanza en el curso de los astros y del sol, es evidente que
ha debido realizarse en una y otra época.
EXTRANJERO. —Has seguido perfectamente mi razonamiento. En cuanto al tiempo a que te
refieres, en el que todas las cosas nacían por si mismas para los hombres, no pertenece al estado
actual del universo, porque corresponde también al que le ha precedido. Entonces Dios, vigilando
sobre el universo entero, presidia a su primer movimiento. Como hoy, las diferentes partes del
mundo estaban divididas por regiones entre los dioses, que las dirigían. Los animales, divididos en
géneros y en grupos, eran dirigidos por demonios, que, como pastores divinos, sabían proveer a
todas las necesidades del rebaño, que les estaba encomendado; de suerte, que ni se veían bestias
feroces, ni los animales se devoraban unos a otros, ni había guerra ni riña de ninguna clase. Todos
los demás bienes, que resultan de este orden de cosas, serían infinitos si se fueran a contar. Por lo que
hace a la facilidad que los hombres tenían para proporcionarse el alimento, he aquí el origen. Dios
mismo conducía y vigilaba a los hombres; en la misma forma que hoy los hombres, a título de
animales de una naturaleza más divina, conducen las especies inferiores. Bajo este gobierno divino
no había ni ciudades, ni matrimonios, ni familia. Los hombres resucitaban todos del seno de la tierra
sin ningún recuerdo de lo pasado. Extraños a nuestras instituciones, recogían en los árboles y en los
bosques frutas abundantes, no debidas al cultivo y que la tierra producía por su propia fecundidad.
Desnudos y sin abrigo, pasaban casi toda su vida al aire libre; las estaciones, templadas entonces, les
eran agradables; y el espeso césped con que se cubría la tierra les proporcionaba blandos lechos. He
aquí, Sócrates, ya lo oyes, la vida que pasaban los hombres bajo Saturno. Laque, según se dice, es
presidida por Júpiter, la de nuestros días, ya la conoces por ti mismo. ¿Podrías y querrías decidir
ahora cuál de las dos es la más dichosa?
SÓCRATES EL JOVEN. —Verdaderamente no.
EXTRANJERO. —¿Quieres que ocupe tu lugar, y que de algún modo lo decida?
SÓCRATES EL JOVEN. —No puedes darme mayor gusto.
EXTRANJERO. —Si las hechuras de Saturno, con tanto tiempo libre, con la facultad de
comunicar por la palabra no sólo entre sí, sino con los animales, utilizaban todas estas ventajas en el
estudio de la filosofía, viviendo en relación con los animales y con sus semejantes, informándose, si
alguno de ellos, gracias a esta o aquella facultad particular, hacia algún descubrimiento que pudiese
contribuir al adelantamiento de la ciencia, es fácil comprender que los hombres de entonces gozarían
de una felicidad mil veces más grande que la nuestra. Pero si, por el contrario, esperaban a hartarse
comiendo y bebiendo, para conversar entre sí y con los animales, según las fábulas que hoy mismo
se nos refieren, la cuestión es también a mi parecer muy sencilla de resolver.
Pero dejemos esto hasta que se nos presente un mensajero, que pueda decirnos por cuál de estas
dos maneras los hombres de aquel tiempo manifestaban su gusto por la ciencia y la discusión. Ahora
debemos decir la razón que nos ha movido a traer a cuento esta fábula, para que podamos caminar
adelante. Cuando terminó la época que comprende todas estas cosas, y sobrevino una revolución, y la
raza nacida de la tierra hubo perecido toda entera, y cada alma hubo pasado por todas las
generaciones, y entregado a la tierra las semillas que la debía, sucedió que el señor de este universo,
a la manera del piloto que abandona el timón, se echó fuera ocupando como un punto de
observación; y la fatalidad, y también su propio impulso, arrastraron al mundo siguiendo un
movimiento contrario.
Todos los dioses, que de acuerdo con la divinidad suprema, gobernaban las diversas regiones,
testigos de estos hechos, abandonaron a su vez las partes del universo que les habían sido confiadas.
Éste, reobrando sobre sí mismo en un movimiento retrógrado, arrastrado en dos direcciones
opuestas, la del orden de cosas que comenzaba y la del que concluía, y agitándose con sacudimientos
continuos sobre sí mismo, fue causa de una nueva destrucción de los animales de toda especie. En
seguida, después de un suficiente intervalo de tiempo, la turbación, el tumulto y la agitación cesaron;
la paz se restableció, y el mundo comenzó de nuevo y ordenadamente su marcha acostumbrada,
atento a sí mismo y a todo lo que encierra, y recordando, en cuanto le era posible, las lecciones de su
autor y de su padre. En un principio se ajustaba a estas con exactitud, pero después ya con
negligencia. La causa de esto era el elemento material de su constitución, que tiene su origen en la
antigua naturaleza, entregada durante largo tiempo a la confusión, antes de llegar al orden actual. En
efecto, todo lo que el mundo tiene de bello, lo ha recibido de aquel que le ha creado; y todo lo malo e
injusto, que sucede en la extensión de los cielos, procede de su estado anterior, del cual lo recibe para
trasmitirlo a los animales.
Mientras que el mundo dirige, de concierto con su guía y señor, los animales que encierra en su
seno, produce poco mal y mucho bien. Mas cuando llega a separarse del guía, en el primer instante de
su aislamiento gobierna aún con sabiduría; pero a medida que el tiempo pasa y que el olvido llega, el
antiguo estado de desorden reaparece y domina; y por último, el bien que produce es de tan poco
precio y la cantidad de mal, que se mezcla con él, es tan grande, que él mismo, con todo lo que
encierra, se pone en peligro de perecer. Entonces es cuando el dios, que ha ordenado el mundo, al
verle en este peligro, y no queriendo que sucumba en la confusión y vaya a perderse y disolverse en
el abismo de la desemejanza, entonces, repito, es cuando, tomando de nuevo el timón, repara las
alteraciones que ha sufrido el universo, restableciendo el antiguo movimiento por él presidido,
protegiéndole contra la caducidad, y haciéndole inmortal. He aquí todo lo que se cuenta, y que es lo
bastante para definir al rey, si se tiene en cuenta todo lo que precede. Porque habiendo entrado el
mundo en el camino de la actual generación, la edad se detuvo de nuevo y se vio que reaparecía la
marcha contraria. Aquellos animales, que por su pequeñez estaban casi reducidos a la nada,
empezaron a crecer; y los que habían salido de la tierra encanecieron de repente, murieron y
volvieron a la tierra misma. Todo lo demás sufrió la misma mudanza, imitando y siguiendo todas las
modificaciones del universo.
La concepción, la generación, la nutrición, se acomodaron necesariamente a la revolución
general. No era ya posible que un animal se formase en la tierra por la combinación de elementos
diversos, y así como se había ordenado al mundo que moderara por sí mismo su movimiento, así se
ordenó a sus partes que se reprodujeran por sí mismas en cuanto las fuese posible y que engendrasen
y se alimentasen mediante un procedimiento análogo. He aquí que hemos llegado al punto a que se
encamina todo este discurso. Porque en lo relativo a los demás animales, habría no poco que decir, y
se necesitaría mucho tiempo para explicar el punto de partida y las causas de sus cambios; pero con
respecto a los hombres, el camino es más corto, y está en una relación más directa con nuestro
objeto. Privados de la protección del demonio, su pastor y señor, entre animales naturalmente
salvajes y que se habían hecho feroces, los hombres débiles y sin defensa eran despedazados por
ellos. Se vieron desprovistos además de las artes y de la industria en estos primeros tiempos, porque
la tierra había cesado de suministrarles espontáneamente el alimento, sin que tuviesen medios de
procurárselo, pues antes nunca habían sentido esta necesidad. Por esta causa vivían en la mayor
estrechez, hasta que los dioses nos proporcionaron, con la instrucción y las enseñanzas necesarias,
estos presentes de que hablan las antiguas tradiciones: Prometeo, el fuego; Vulcano y la diosa que le
acompaña en los mismos trabajos,[19] las artes; otras divinidades, las semillas y las plantas. He aquí
cómo aparecieron todas las cosas que prestan auxilio al hombre para vivir, cuando los dioses, como
hemos dicho, cesaron de gobernarlos y protegerlos directamente; cuando les fue preciso conducirse
y protegerse a sí mismos, como hace este universo, que imitamos y que seguimos, naciendo y
viviendo tan pronto de una manera como de otra. Pongamos fin a nuestra historia, y que nos sirva
para reconocer hasta qué punto nos hemos engañado antes al definir al rey y al político.
SÓCRATES EL JOVEN. —¡Engañados! ¿Cómo? ¿Dónde está ese gran error de que hablas?
EXTRANJERO. —En un sentido es insignificante, pero en otro es mucho más grave y de más
consecuencia que el de antes.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Se deseaba saber de nosotros qué son el rey y el político de la revolución y de
la generación actual, y haciendo indagaciones en la época contraria, hemos mostrado el pastor de la
raza humana de entonces, es decir, un dios en lugar de un mortal; con lo cual no nos hemos
extraviado poco. Además, atribuyéndole el gobierno del Estado entero, sin explicar qué gobierno,
hemos dicho la verdad, pero no la hemos dicho completa y claramente. También es esta una falta,
aunque menos importante que la precedente.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —A mi parecer, sólo cuando se haya determinado la naturaleza del gobierno del
Estado, será cuando nos convenceremos de que está completamente definido el hombre político.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Al introducir aquí esta fábula, no ha sido nuestro único objeto probar que todo
el mundo disputa la educación de los rebaños al que es objeto de la presente indagación; sino que
hemos querido presentar con mayor claridad a aquel que, cuidando él sólo de la salud de la especie
humana a la manera de los pastores y vaqueros, es el único digno del título de político.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Pero yo creo, Sócrates, que es demasiado elevada para un rey esta imagen del
divino pastor; y que los políticos de nuestros días se parecen más por su naturaleza a sus
subordinados, así como se aproximan más a ellos por su instrucción y por su educación.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es muy exacto.
EXTRANJERO. —Pero debemos indagar su verdadero carácter, cualquiera que él sea, ni más ni
menos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Volvamos a tomar el hilo del discurso. Al arte que, según hemos dicho,
consiste en mandar por sí mismo a los animales, y que se ocupa, no de individuos aislados, sino de
muchos reunidos, hemos llamado sin vacilar el arte de educar rebaños. No te habrás olvidado de esto.
SÓCRATES EL JOVEN. —No, ciertamente.
EXTRANJERO. —Pero en esto hemos cometido un error. Porque no hemos hecho mención ni
nombrado al político, y no nos hemos apercibido de que se nos ocultaba bajo el nombre que le
dábamos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Alimentar su ganado es un deber de todos los pastores, pero no del político, al
cual hemos atribuido así un nombre que no le conviene; y lo que debía hacerse era escoger uno que
fuese común a todos los pastores a la vez.
SÓCRATES EL JOVEN. —Dices verdad, si existe tal nombre.
EXTRANJERO. El cuidar, sin especificar ni el alimento ni ninguna otra acción particular, ¿no es
una cosa común a todos los pastores? Y diciendo el arte de conducir los rebaños o de servirlos, o de
tener cuidado de ellos, expresiones que convienen a todos, ¿no estaríamos seguros de comprender al
político con todos los demás, como la discusión ha probado que debe hacerse?
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien. Pero ¿cómo debe precederse, para hacer la división?
EXTRANJERO. —Lo mismo que antes distinguimos en el arte de alimentar los ganados el de
alimentar los animales terrestres, los animales sin plumas, los animales sin cuernos, los animales que
no se mezclan con otras especies; así también dividiendo de un modo semejante el arte de conducir
los rebaños, habríamos comprendido igualmente en nuestro discurso, el reinado actual y el del
tiempo de Saturno.
SÓCRATES EL JOVEN. —Lo creo; ¿pero después?
EXTRANJERO. —Es evidente que definiendo el reinado el arte de conducir los rebaños, nadie se
hubiera atrevido a negar que el reinado tiene cuidado de algo; así como antes se nos objetaba con
razón que no hay entre los hombres arte que merezca llamarse alimenticia, y que si la hubiera,
pertenecería este título a otros muchos con más razón que al del rey.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Relativamente al cuidado que debe tomarse de la sociedad humana, no hay arte
que pueda rivalizar con el reinado, ya sea bajo el punto de vista de la dulzura, ya bajo el del poder.
SÓCRATES EL JOVEN. —No se puede hablar mejor.
EXTRANJERO. —¿No ves ahora, Sócrates, cuánto nos hemos engañado al hacer las últimas
divisiones?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿En qué?
EXTRANJERO. —En lo siguiente. Aun cuando hubiésemos sentado que existe un arte de
alimentar los rebaños de animales de dos pies, no sería esta una razón para declarar que tal arte fuese
verdaderamente el arte real y político.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Porque era preciso, como ya hemos dicho, mudar por lo pronto el nombre, y
sustituir a la palabra «alimento», la palabra «cuidado»; porque era necesario después dividir el arte
de tener cuidado, puesto que no comprende en verdad pocas divisiones.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuáles?
EXTRANJERO. —Es preciso poner de un lado el pastor divino y de otro el simple mortal, que
tiene cuidado de su ganado.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —En seguida, este arte humano de tener cuidado hay que dividirlo en dos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Según que se impone con violencia, o que libremente se acepta.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué dices?
EXTRANJERO. —Que hemos incurrido inocentemente en el mismo error que antes; esto es,
hemos confundido al rey con el tirano, que son tan diferentes, ya se los considere en sí mismos, ya en
su manera de gobernar.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Impongámonos la pena de corregirnos, conforme a lo que acabo de decir, y
dividamos en dos el arte humano de tener cuidado, Según que hay violencia o acuerdo mutuo.
SÓCRATES EL JOVEN. —Enhorabuena.
EXTRANJERO. —Llamemos, pues, al arte de gobernar mediante la violencia, tiranía; y al arte de
gobernar voluntariamente a animales bípedos, que se prestan a ello con gusto, política; y
proclamemos que el que posee este arte, es el verdadero rey y el verdadero político.
SÓCRATES EL JOVEN. —Me complazco, Sócrates, en que hayamos expuesto completamente el
carácter del hombre político.
EXTRANJERO. Ojalá fuera así, Sócrates. Pero no basta que te des tú por satisfecho; es preciso
que también me dé yo. Porque no creo, que la figura del rey esté bastantemente delineada. Así como
los estatuarios, a veces, por una precipitación intempestiva, hacen ciertas partes demasiado grandes y
otras demasiado pequeñas, retrasándose así por apresurarse más de lo debido; así nosotros,
queriendo demostrar con harta ligereza y de una manera evidente el error de nuestra precedente
división, y creyendo que convenía comparar el rey con los modelos más notables, hemos puesto en
acción la masa inmensa de esta fábula, y nos hemos visto precisados a emplear una parte de ella más
grande que la que se necesitaba. De esta manera, la exposición se ha hecho demasiado larga, y no
hemos podido poner término a nuestra historia. Este discurso se parece verdaderamente a la imagen
de un animal, cuyos contornos apareciesen suficientemente delineados, pero que careciese de relieve
y de la distinción que da la combinación de las tintas y de los colores. Notad, que el dibujo y los
procedimientos manuales, cuando se trata de representar un animal, están distantes de valer lo que la
palabra y el discurso, por lo menos respecto a aquellos que saben manejarlos, porque en cuanto a los
demás, los procedimientos manuales son preferibles.
SÓCRATES EL JOVEN. —¡Perfectamente! Pero dinos lo que no ha sido suficientemente aclarado.
EXTRANJERO. —Es difícil, querido mío, explicar con claridad las cosas grandes sin acudir a
ejemplos. Porque, a mi parecer, lo que sabemos es como en sueños, y no al modo del que está
despierto.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Por qué dices eso?
EXTRANJERO. —Ciertamente que soy muy necio al remover ahora la cuestión de la manera
cómo se forma la ciencia en nosotros.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Mi mismo ejemplo, querido Sócrates, tiene necesidad de otro ejemplo.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo? Habla, te lo suplico, y no omitas nada por mi causa.
EXTRANJERO. —Voy a hablar porque estás pronto a seguirme. Ya sabemos que los niños
cuando apenas han comenzado a leer… ¿Qué?
EXTRANJERO. —Saben muy bien reconocer cada una de las letras en las sílabas más cortas y
más fáciles, y son capaces de designarlas con exactitud.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto.
EXTRANJERO. —Pero, por el contrario, vacilan acerca de estas mismas letras, cuando las ven en
otras sílabas, y se engañan y se equivocan.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es muy cierto.
EXTRANJERO. —¿No sería muy fácil y muy bueno conducirles de esta manera hacia aquello que
ignoran?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿De qué manera?
EXTRANJERO. —Primero, llamándoles la atención sobre las sílabas, en las que han sabido
reconocer estas mismas letras, y colocando al lado, en el mismo instante, las sílabas, que ellos no
conocen aún; hacerles ver mediante la comparación, que las letras tienen la misma forma y la misma
naturaleza en unas que en otras sílabas; de manera que, colocadas las palabras conocidas cerca de las
desconocidas, aparezcan con toda claridad, y apareciéndo claramente, sean como otros tantos
ejemplos, que les enseñarán en toda clase de sílabas a enunciar como diferentes las letras que son
diferentes, y como idénticas las que son idénticas.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Haz la aplicación a lo presente, puesto que tenemos un ejemplo; y así, cuando,
encontrándose lo mismo en dos cosas separadas, nosotros lo reconozcamos como lo mismo
concibiendo su unidad en medio de la misma diversidad, entonces formamos una sola opinión y una
opinión verdadera.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así parece.
EXTRANJERO. —¿Extrañaremos, pues, que nuestra alma, que está naturalmente en el mismo
estado con relación a los elementos[20] de todas las cosas, encuentre tan pronto la verdad en ciertos
compuestos de estos elementos, como se extravíe, desconociéndolos, cuando recaen en otros
objetos? ¿Extrañaremos que forme una opinión exacta sobre determinados elementos, cuando los
encuentra en ciertos todos, y que los desconozca enteramente, cuando aparecen en otras
composiciones, o por decirlo así, en las sílabas largas y difíciles, que constituyen los cosas?
SÓCRATES EL JOVEN. —No, no hay que extrañarlo.
EXTRANJERO. —En efecto, querido mío, ¿cómo será posible, cuando se parte de una opinión
falsa, aspirar a la menor partícula de verdad, ni adquirir tampoco la sabiduría?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es casi imposible.
EXTRANJERO. —Así es, y no obraremos mal tú y yo, si procedemos de la manera siguiente:
estudiemos primero la naturaleza del tipo del rey en general en cualquier ejemplo particular; después
elevémonos desde aquí a la idea de rey, que por grande que sea, no difiere de la que hayamos
examinado en menores proporciones, y de este modo llegaremos a reconocer regularmente en qué
consiste el cuidado de los asuntos del Estado; y pasaremos así del sueño a la vigilia.
SÓCRATES EL JOVEN. —No es posible explicarse mejor.
EXTRANJERO. —Es preciso retroceder a lo que dijimos antes; esto es que disputando muchos a
la raza de los reyes el cuidado de las ciudades, es preciso descartar a todos, y dejar sólo aparte al rey.
Y para hacer esto, ya sabemos que tenemos necesidad de un ejemplo.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —¿De qué ejemplo nos valdremos, que, encerrando en muy limitadas
proporciones los mismos elementos que el arte político, nos haga conocer claramente el objeto de
nuestra indagación? ¿Quieres, ¡por Júpiter! Sócrates, que si no tenemos a la mano otra cosa mejor,
tomemos como ejemplo el arte del tejedor, y aun si te parece, el arte en toda su extensión? Creo que
el arte de tejer la lana nos bastará, y sin duda esta parte, que preferirnos a todas las demás, nos
enseñará lo que queremos saber.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Por qué no?
EXTRANJERO. —Si antes hemos dividido nuestro asunto y distinguido las partes y las partes de
las partes, ¿por qué no hemos de obrar lo mismo respecto al arte de tejer? ¿Por qué no hemos de
recorrer toda la extensión de este arte, lo más rápidamente posible para ir a parar en lo que puede
servirnos para descubrir la verdad?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué es lo que dices?
EXTRANJERO. —Comenzando a hacer lo que digo es como voy a responderte.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —Todas las cosas que nosotros hacemos o que poseemos, son instrumentos para
obrar, o preservativos para no sufrir. Los preservativos son remedios divinos o humanos, medios de
defensa. Los medios de defensa son armas para la guerra o antemurales. Los antemurales son velos
para impedir la luz, o abrigos contra el frío y el calor. Los abrigos son techos o telas. Las telas son
tapices o trajes. Los trajes son de una sola pieza o compuestos de muchas partes. Los que son
compuestos de muchas partes, son abiertos o ajustados y sin abertura. Los que no tienen abertura
están hechos con las fibras de las plantas de la tierra o con pelo. Los que están hechos con pelo, están
pegados con agua y tierra, o unidos hilo a hilo. Ahora bien, a estos preservativos y a estas telas, así
formados por el simple trabazón de los hilos, hemos dado el nombre de vestido; y en cuanto al arte,
que se refiere a la hechura de los vestidos, a la manera que antes dimos el nombre de política[21] a lo
que se refiere al gobierno de los pueblos, así llamamos a esto, valiéndonos del nombre de la cosa
misma, el arte de vestir.[22] Digamos, en fin, que el arte del tejedor, abrazando la porción más
considerable del arte de hacer vestidos, no difiere de éste sino en el nombre, absolutamente en lo
mismo que, según dijimos, el arte del rey difiere del del político.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Fijémonos ahora en que el arte de tejer los vestidos, así definido, sólo
parecería estarlo suficientemente a los que no sean capaces de percibir que por haberle separado de
muchas artes de la misma familia, no le hemos distinguido aún de otras artes, que le prestan su
concurso.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿De qué artes lo hemos separado?
EXTRANJERO. —No has seguido mi razonamiento al parecer. Es preciso, si no me engaño,
volver atrás, comenzando por el fin; porque si reflexionas en el parentesco de las especies, ve aquí
una que acabamos de separar del arte de tejer los trajes, a saber, la de fabricación de las alfombras,
distinguiendo lo que se aplica a las personas de lo que se pone en el suelo.
SÓCRATES EL JOVEN. —Entiendo.
EXTRANJERO. —También hemos separado las artes, que emplean el lino, el esparto, y
generalmente todo lo que hemos llamado con razón los filamentos de las plantas. El arte de abatanar
ha sido eliminado a su vez, así como el arte de fabricar, agujereando y cosiendo, y cuya principal
parte es el arte del zapatero.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —El arte del manguitero, que prepara las cubiertas de una sola pieza, la
construcción de abrigos, todas las artes, que en la arquitectura y en el arte de construir en general
tienen por objeto preservarnos del agua y de la humedad, todas estas las hemos descartado de una
vez; y asímismo las artes que, por medio de cerramientos, nos defienden de robos y violencias; las
que nos enseñan a construir coberteras; y las que reúnen sólidamente las diferentes piezas de las
puertas, y que forman parte del arte de clavar. También hemos separado la fabricación de armas, que
es una parte del arte tan vasto y tan diverso de preparar los medios de defensa; lo mismo hemos
hecho desde luego con la magia, que tiene por objeto la preparación de remedios; de suerte, que no
hemos conservado, a lo que parece, más que el arte reservado por nosotros, para preservarnos de la
intemperie del aire con un muro de lana, y que se llama arte del tejedor.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así parece, en efecto.
EXTRANJERO. —Sin embargo, querido mío, lo que he dicho no es aún completo, porque
evidentemente el que pone la primera mano en la fabricación de los vestidos hace todo lo contrario
que un tejedor.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Tejer es entrelazar.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Ahora bien, la otra operación consiste en separar lo que está unido y
entrelazado.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué operación?
EXTRANJERO. —La de cardar. ¿O nos atreveremos a llamar al arte de cardar arte de tejer, y al
cardador tejedor?
SÓCRATES EL JOVEN. —No, ciertamente.
EXTRANJERO. —La elaboración de la urdimbre y de la trama, ¿puede llamarse arte de tejer?
¿No sería servirse de una denominación falsa e impropia?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, sin duda.
EXTRANJERO. —¿Pero negaremos que el arte del batanero en general y el arte de coser se
ocupan y hacen relación a los vestidos, o bien diremos que son todos artes de tejer?
SÓCRATES EL JOVEN. —Nada de eso.
EXTRANJERO. —No es menos cierto, que estas disputarán al arte del tejedor el cuidado y la
fabricación de los vestidos; y que aun concediendo a la última la parte principal, se atribuirán a sí
propias una buena parte.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto.
EXTRANJERO. —Además de todas estas artes, téngase entendido, que todos los que fabrican los
instrumentos que emplea el arte de tejer, no dejarán de pretender, que también concurren a la
formación de los vestidos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Esa observación es muy justa.
EXTRANJERO. —Y bien, ¿la definición del arte del tejedor o de la parte que hemos escogido
quedará suficientemente deslindada, si la declaramos la más bella y la más grande de todas las artes
relativas a los vestidos de lana? ¿O mas bien, nuestras palabras, aun cuando sean exactas, serán
oscuras e imperfectas, hasta que hayamos distinguido las demás artes de ésta?
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —¿No es esto precisamente lo que tenemos que hacer, si queremos proceder en
nuestra discusión con orden?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Luego debemos distinguir desde luego en todo lo que hacemos dos artes
diferentes.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuáles?
EXTRANJERO. —La que ayuda a producir y la que produce.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Las artes, que no fabrican la cosa misma, pero que proporcionan a los que
fabrican los instrumentos, sin los cuales ningún arte llenaría su cometido, no son más que artes
auxiliares; y las que ejecutan la cosa misma son artes productoras.
SÓCRATES EL JOVEN. —Eso es muy razonable.
EXTRANJERO. —Y las artes que construyen los usos, las lanzaderas y todos los instrumentos,
que se refieren a la fabricación de los vestidos, las llamaremos artes auxiliares; y a las que tienen por
objeto la confección de los vestidos, artes productoras.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Entre las artes productoras conviene comprender las artes de lavar, remendar,
y todas las que se ocupan de operaciones análogas, que forman parte del arte tan vasto del adorno, y
llamarlas a todas con el nombre común de arte de abatanar.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Y las artes de cardar, hilar, y todas aquellas que tienen relación con esta
fabricación de los vestidos de que se trata, forman en conjunto un arte único, al cual todo el mundo
llama arte de trabajar la lana.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo negarlo?
EXTRANJERO. —Pero el arte de trabajar la lana tiene dos divisiones, cada una de las cuales
forma por sí misma parte de dos artes diferentes.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Por una parte el arte de cardar, la mitad del arte de tejer, el de los que separan
lo que estaba reunido, todo esto, para designarlo con una sola palabra, forma parte del arte de
trabajar la lana; y hay para nosotros en todas las cosas dos artes muy vastas, la que divide y la que
reúne.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Al arte de dividir pertenecen el arte de cardar y todas las que acabamos de
nombrar; porque cuando se trabaja sobre la lana y los hilos, sea abatanando, sea con la mano sola,
recibe el arte, que divide, todos los diferentes nombres que enunciamos antes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Por otra parte, tenemos ahora una parte del arte de reunir, que está al mismo
tiempo comprendida en el arte de trabajar la lana. Despreciemos todas las demás partes del arte que
divide, y distingamos en el arte de trabajar la lana, el que divide y el que reúne.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, hagamos esta distinción.
EXTRANJERO. —Y bien, Sócrates, en el arte de trabajar la lana es preciso que distingamos el
arte que reúne, si queremos llegar a concebir claramente este arte del tejedor, que nos hemos
propuesto por ejemplo.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es preciso.
EXTRANJERO. —Sin duda lo es. Digamos, pues, que el arte, que reúne, comprende el arte de
torcer y el arte de entretejer.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Te he comprendido bien? Me parece que refieres al arte de torcer la
preparación del hilo de la urdimbre.
EXTRANJERO. —No sólo la preparación del hilo de la urdimbre, sino también la de la trama
misma. ¿Habría medio de formar la trama sin torcerla?
SÓCRATES EL JOVEN. —No, ciertamente.
EXTRANJERO. —Divide aún estas dos partes,[23] porque quizá esta división te será útil para algo.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —De la manera siguiente: lo que produce el arte de cardar, y que tiene largura y
anchura, lo llamaremos hilaza.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Y bien, a esta hilaza puesta en el huso y convertida en hilo sólido, llámala hilo
de la urdimbre; y al arte que preside a esta operación llámale arte de formar el hilo de la urdimbre.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Por otra parte, todos los hilos que son objeto de una débil torcedura, y que
entrelazados en la urdimbre, se hacen, mediante la operación del batan, suaves y lisos hasta cierto
punto, llamémoslos trama cuando están yuxtapuestos; y al arte, que precede a este trabajo,
llamémosle el arte de formar la trama.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —La parte del arte del tejedor, que hemos intentado examinar, aparece ya con
toda claridad. En efecto, cuando la porción del arte de reunir, que se refiere al arte de trabajar la lana
por el enlace perpendicular de la trama y de la urdimbre, forma un tejido, llamamos a este tejido un
vestido de lana; y al arte de fabricarlo, arte del tejedor.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —En buen hora. Pero ¿por qué en lugar de responder desde luego, que el arte del
tejedor es el de entrelazar la trama y la urdimbre, hemos dado estas vueltas, y hecho mil divisiones
inútiles?
SÓCRATES EL JOVEN. —Me parece, extranjero, que nada de cuanto hemos dicho es inútil.
EXTRANJERO. —No me sorprendo de que así te parezca; pero quizá en otra ocasión, querido
mio, no pensarás como ahora. Quizá con el tiempo este mal pueda acometerte más de una vez, lo que
no me sorprendería; y así, por si llega el caso, escucha un razonamiento, que se aplica a todos los
casos de esta especie.
SÓCRATES EL JOVEN. —Veamos, habla.
EXTRANJERO. —Comencemos por considerar de una manera general el exceso y el defecto,
para aprender a alabar o Vituperar con razón lo que peca por demasiado largo o por demasiado
corto en las discusiones de esta clase.
SÓCRATES EL JOVEN. —Eso es lo que debemos hacer.
EXTRANJERO. —Un razonamiento, que recaiga sobre esta materia, no puede ser, a mi juicio, un
razonamiento superfluo.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Sobre qué materia?
EXTRANJERO. —La extensión y la brevedad, y en general el exceso y el defecto; porque todas
estas cosas pertenecen al arte de medir.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Dividámoslo en dos partes, porque esto es indispensable para llegar al objeto
que nos proponemos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Pero ¿cómo se hace esta división? Habla.
EXTRANJERO. —De la manera siguiente. La una considerará la magnitud y la pequeñez en sus
relaciones recíprocas; la otra en su esencia necesaria, la que hace que sean lo que son.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —¿No te parece natural, que lo más grande se diga que es más grande con relación a
lo que es más pequeño; y que lo más pequeño se diga más pequeño con relación a lo que es más
grande?
SÓCRATES EL JOVEN. —Así me parece.
EXTRANJERO. —¿Pero podremos negar que lo que va más allá o queda más acá del justo medio
en los discursos y en las acciones existe verdaderamente, y que es lo que distingue entre nosotros
principalmente los buenos de los malos?
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto.
EXTRANJERO. —Nos es, pues, indispensable sentar esta doble naturaleza y este doble juicio de
lo grande y de lo pequeño, y en lugar de limitarnos, como dijimos antes, a observarlos en sus
relaciones, compararlos a la vez, como decimos ahora, el uno con el otro y con el justo medio. ¿Por
qué? ¿Quieres saberlo?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Si nos fuese posible considerar la naturaleza de lo más grande de otra manera
que con relación a lo más pequeño, no se tendría para nada en cuenta el justo medio. ¿No es así?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Si se procediera de esta manera, ¿no suprimiríamos las artes mismas y todas
sus obras, y anonadaríamos la política, objeto al presente de nuestras indagaciones, y aun el arte de
tejedor de que acabamos de hablar? Porque todas estas artes no niegan la existencia del más ni del
menos del justo medio; por el contrario los admiten, si bien procuran en sus operaciones mirarlos
como un peligro, y por este medio, es decir, manteniéndose en este justo medio, producen sus obras
maestras.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Pero si suprimimos la política, ¿cómo podremos indagar después en qué
consiste la ciencia real?
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto, no podríamos.
EXTRANJERO. —Pues bien; lo mismo que en el Sofista probamos que el no-ser existe, porque
es el único medio de salvar el discurso, lo mismo probaremos ahora que el más y el menos son
conmensurables; no sólo entre sí, sino también con el justo medio. Porque es imposible admitir, que
ni el hombre político, ni ningún otro, muestren sabiduría y habilidad en sus acciones, sino se
conviene desde luego en este punto.
SÓCRATES EL JOVEN. —Entonces es necesario hacer esta explicación ahora mismo.
EXTRANJERO. —He aquí, Sócrates, un nuevo asunto de más consideración que el otro, aunque
no hayamos podido olvidar cuán extenso fue éste. Pero, por lo menos, es muy justo dar por respuesta
una cosa.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué cosa?
EXTRANJERO. —Que no solamente podremos algún día tener necesidad de lo que liemos dicho,
para exponer en qué consiste la exactitud; sino que para llegar además a la demostración clara y
completa del objeto de nuestra indagación presente, encontraremos un auxiliar maravilloso en esta
idea de que no se puede admitir la existencia de ningún arte sin reconocer la de un más y la de un
menos, susceptibles de ser medidos, no solamente entre sí, sino también con relación a un medio que
existe realmente. Porque si este medio existe, el más y el menos existen; y si estos existen, aquel
existe igualmente; pero si uno u otro de estos términos perece, entonces perecen ambos a la vez.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien dicho; pero y luego ¿qué haremos?
EXTRANJERO. —Es evidente que dividiremos el arte de medir conforme a lo que se ha dicho,
separándole en tres partes; colocando en la una todas las artes, en las que el número, la longitud, la
latitud, la profundidad y el espesor se miden por sus contrarias; y en la otra, las que toman por
medida el justo medio, la conveniencia, la oportunidad, la utilidad y generalmente todo lo que está
colocado a igual distancia de los extremos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Citas dos divisiones muy vastas y profundamente diferentes.
EXTRANJERO. —Sí, Sócrates, lo que muchos hombres hábiles declaran, en la persuasión de que
enuncian una sabia máxima, a saber, que el arte de medir se extiende a todo lo que pasa en el
universo,[24] es precisamente lo que decimos ahora. Todas las obras de arte, en efecto, participan en
cierta manera de la medida. Pero como los que dividen tienen el hábito de proceder teniendo en
cuenta las especies, se apresuran a reunir las cosas más diversas, mezclándolas y juzgándolas
semejantes; y por un error contrario, dividen en muchas partes cosas que no difieren entre sí. Para
obrar bien, sería preciso, después de haber reconocido en una multitud de objetos caracteres
comunes, fijarse en ellos, hasta haber percibido, bajo esta semejanza, todas las diferencias que se
encuentran en las especies; y sería preciso, con respecto a las diferencias que pueden percibirse en
una multitud de objetos, que no se las deje de la mano hasta que se hayan reunido todos los objetos de
una misma familia bajo una semejanza única, y se los haya encerrado en la esencia de un género.
Basta lo dicho sobre estas cosas, así como sobre el exceso y el defecto. Tengamos, sí, presente que
hemos encontrado dos especies del arte de medir, y procuremos recordar lo que se ha dicho.
SÓCRATES EL JOVEN. —Nos acordaremos.
EXTRANJERO. —A estas reflexiones añadamos una última sobre el objeto que indagamos, y en
general sobre lo que tiene lugar en todas las discusiones análogas.
SÓCRATES EL JOVEN. ¿Y qué es?
EXTRANJERO. —Si a propósito de los niños, que se reúnen para aprender las letras, nos
preguntase cualquiera, si cuando se interroga a alguno de ellos sobre las letras de que se compone
una palabra, no tendría este otro deseo que el de satisfacer a esta pregunta, o si querría habilitarse
para contestar a todas las preguntas análogas; ¿qué le responderíamos?
SÓCRATES EL JOVEN. —Que ha querido evidentemente hacerse capaz de responder a todas las
preguntas análogas.
EXTRANJERO. —¡Y qué!, ¿será posible que nos consagremos a esta indagación sobre la política
sólo para aprender la política, o lo haremos para llegar a ser más hábiles dialécticos sobre todas las
cosas?
SÓCRATES EL JOVEN. —Evidentemente para hacernos más hábiles dialécticos en todas las
cosas.
EXTRANJERO. —Seguramente ningún hombre sensato querría estudiar la definición del arte del
tejedor sólo por ella misma. Lo que se ha ocultado a los más, a mi entender, es que cuando se trata de
ciertas cosas fácilmente accesibles, existen imágenes sensibles, que fácilmente se muestran al que
pregunta sobre cualquier cosa, cuando se intenta hacérsela comprender sin trabajo, sin indagación y
sin el auxilio del razonamiento; mientras que, por el contrario, para las cosas grandes y elevadas, no
hay imagen que pueda llevar la evidencia al espíritu de los hombres, ni basta para satisfacer al
interrogante, remitirle a tal o cual de sus sentidos. Por esta razón es preciso trabajar, para adquirir la
capacidad de explicar y de comprender una cosa por el mero razonamiento; porque las cosas
incorporales, por bellas y grandes que sean, sólo se las puede concebir por el simple razonamiento y
no por otro medio; y a ellas se refiere cuanto aquí decimos. Pero es más fácil ejercitarse en las cosas
pequeñas que en las grandes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien dicho.
EXTRANJERO. —¿Por qué hemos referido todo esto? Recordémoslo.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Por qué?
EXTRANJERO. —Ha sido principalmente a causa de la impaciencia, que en nosotros ha causado
lo manoseado de nuestros razonamientos sobre el arte del tejedor, y antes sobre la revolución de los
astros, y en el Sofista sobre la existencia del no-ser. Estamos persuadidos de que en todo esto nos
hemos extendido demasiado, y nos hemos acusado a nosotros mismos, temiendo haber dicho cosas A
la vez demasiado largas y superfluas. Ten presente que para no volver a incurrir en lo sucesivo en el
mismo error, acabamos de decir lo que precede.
SÓCRATES EL JOVEN. —Lo entiendo. Continúa.
EXTRANJERO. —Continúo, y digo, que debemos, tú y yo, acordarnos de lo que acaba de decirse,
y tener cuidado en adelante de alabar o censurar la brevedad o extensión de nuestros discursos,
tomando como regla de nuestros juicios, no la extensión relativa, sino esta parte del arte de medir,
que, según hemos dicho, debe estar constantemente presente en el espíritu, y que descansa en la
consideración de lo que es conveniente.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Sin embargo, nos ceñiremos por completo a esta regla. No nos privaremos de
ciertas digresiones que pueden ser agradables, a menos que sean extrañas a la cuestión. Y con
respecto al medio de encontrar del modo más fácil y más prontamente posible la solución del
problema de que se trata, la razón nos aconseja ponerlo en segunda línea y no en primera. El honor
del primer rango pertenece incontestablemente al método, que nos pone en estado de dividir por
especies, y nos enseña, si una discusión prolongada debe hacer al oyente más inventivo, a
consagrarnos a ella sin impacientarnos por su extensión; así como, si la discusión debe ser corta, nos
enseña a preferir la brevedad. Añadamos que si se encuentra un hombre, que, en esta clase de
discusiones, censura los discursos largos y no aprueba estos perpetuos rodeos y estas vueltas, es
preciso no dejarle marchar a seguida de haber criticado la extensión de lo que se dice, sino que debe
exigírsele que pruebe claramente de qué modo una discusión más breve habría hecho a los que
discuten mejores dialécticos y más hábiles para hallar la demostración de las cosas mediante el
razonamiento. En cuanto a los demás elogios o censuras, no hay que cuidarse de ellos, ni aun mostrar
que se oyen. Me parece que sobre este punto basta con lo dicho; y si piensas como yo, volvamos al
hombre político, para aplicar al caso nuestro ejemplo del tejedor de que acabamos de hablar.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien; hagamos lo que dices.
EXTRANJERO. —Hemos separado ya al rey de las artes numerosas, que tienen por objeto la
educación y el alimento, o más bien, de todas las artes que se ocupan de los rebaños. Ahora sólo nos
quedan, por decirlo así, en el Estado las artes auxiliares y productoras, y es preciso comenzar por
distinguir unas de otras.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —¿Sabes que es difícil dividirlas en dos clases? El por qué, se verá con más
claridad, cuando haya avanzado más la discusión.
SÓCRATES EL JOVEN. —Pues avancemos.
EXTRANJERO. —Dividámoslas por miembros, como las víctimas, ya que no podemos dividirlas
en dos; porque es preciso preferir siempre el número más próximo a éste.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Y cómo lo haremos?
EXTRANJERO. —Como antes, cuando colocamos todas las artes, que suministran instrumentos
al tejedor, en la clase de artes auxiliares.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Lo que entonces hicimos, es más indispensable hacerlo ahora. Todos las artes,
que fabrican para el Estado instrumentos, chicos o grandes, es preciso considerarlas como artes
auxiliares. Sin ellas, en verdad, no habría ni Estado, ni política; y sin embargo, ninguna de ellas
forma parte de la ciencia real.
SÓCRATES EL JOVEN. —No, ciertamente.
EXTRANJERO. —Vamos a intentar una empresa difícil al ensayar distinguir esta especie de las
otras; porque si alguno dijese que nada hay que no sea instrumento de otra cosa, enunciaría una
proposición muy probable, y sin embargo entre las cosas que posee el Estado hay una, que no tiene
este carácter.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Una cosa que no tiene esta virtud. En efecto, ella no está formada, como un
instrumento, para producir, sino sólo para conservar lo que ha sido producido y elaborado.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuál es?
EXTRANJERO. —Esta especie múltiple y diversa, compuesta de elementos secos y húmedos,
calientes y fríos, que llamamos con un solo nombre, con el de vasijas; especie muy extensa, y que no
tiene; que yo sepa, ninguna relación con la ciencia que buscamos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Ninguna, seguramente.
EXTRANJERO. —Es preciso considerar también una tercera especie de objetos, diferente de los
precedentes, muy variada, terrestre y acuática, móvil e inmóvil, noble y vil, pero que no tiene más
que un nombre, porque tiene un solo destino, que es el de suministrarnos asientos para sentarnos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Es lo que llamamos carruaje. Ciertamente no es obra de la política, sino más
bien del arte del carpintero, del alfarero y del herrero.
SÓCRATES EL JOVEN. —Entiendo.
EXTRANJERO. —¿No procede también considerar una cuarta especie? ¿No es preciso decir, que
hay una especie diferente de las precedentes, que comprende la mayor parte de las cosas, de que acaba
de hablarse, vestidos de toda clase, un gran número de armas, los muros, las murallas y otros mil
objetos análogos? Estando hechas todas estas cosas para protegernos, sería muy justo designarlas en
general con el nombre de abrigos; y sería mucho más exacto referirlas en su mayor parte al arte del
arquitecto y del tejedor más bien que a la ciencia política.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —¿No colocaremos en una quinta especie el arte de la ornamentación, la pintura,
la música, todas las imitaciones que se realizan con el concurso de estas artes, que tienen por único
objeto el placer, y que con razón se las podría reunir bajo una sola denominación?
SÓCRATES ÉL JOVEN. ¿Cuál?
EXTRANJERO. Las artes de recreo.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —He aquí el nombre que conviene a todas estas cosas y por el que es preciso
designarlas, porque ninguna tiene un objeto serio, y lo único que se proponen es la distracción.
SÓCRATES EL JOVEN. —También comprendo eso.
EXTRANJERO. —¿Pero no formaremos una sexta especie con esta otra que suministra a cada
una de las artes, de que acabamos de hablar, los cuerpos, con los cuales y sobre los cuales ellas
operan, especie muy variada y que procede de otras muchas artes?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué quieres decir?
EXTRANJERO. El oro, la plata y todos los metales que se extraen de las minas; todo lo que el
arte de cortar y tallar los árboles suministra a la carpintería y a la ebanistería; el arte que arranca a las
plantas su corteza; el del zurrador que despoja los animales de su piel; todas las artes análogas que
nos preparan el corcho, el papel y las maromas; todo esto suministra especies simples de trabajo con
los que podemos formar especies compuestas. Llamemos a todo esto junto propiedad primitiva del
hombre, por naturaleza simple y completamente extraña a la ciencia real.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Con la posesión de los alimentos y con todo lo que, al mezclarse con nuestro
cuerpo, tiene la virtud de fortificar con sus partes las partes de este cuerpo, hagamos una séptima
especie y designémosla en toda su extensión con el nombre de abastecimiento, si no encontramos
otro mejor que darle. Ahora bien, a la agricultura, a la caza, a la gimnasia, a la medicina y a la cocina
referiremos esta especie con más razón que a la política.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es imposible negarlo.
EXTRANJERO. Todo lo que se puede poseer, a excepción de los animales domesticados, me
parece estar comprendido en estas siete especies. Examínalo en efecto. Desde luego las materias
primeras procedía colocarlas al principio; y después de esto los instrumentos, las vasijas, los
carruajes, los abrigos, los adornos y la alimentación. Omitamos lo que ha podido olvidársenos, que
es de poca importancia y entra en las precedentes divisiones; por ejemplo, las monedas, los sellos y
en general las estampas; porque todas estas cosas no se unen entre sí, de manera que formen un nuevo
género. Las unas se refieren a los adornos, y las otras a los instrumentos, no sin resistencia quizá,
pero empujándolas con energía hacia una u otra de estas especies, concluyen por acomodarse en
ellas. En cuanto a la posesión de los animales domesticados, no contando los esclavos, el arte de
educar los ganados, que hemos distinguido precedentemente, los abraza todos de una manera
indudable.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es incontestable.
EXTRANJERO. —Sólo nos falta la especie de los esclavos, y en general de los servidores, entre
los cuales, a lo que sospecho, van a aparecer los que disputan al rey la elaboración del tejido mismo
que está llamado a formar; a la manera que vimos antes, que los que hilan, los que cardan y los que
hacen alguna de las operaciones de que antes hablamos, disputaban el título a los tejedores. En cuanto
a todos los demás, que hemos llamado auxiliares, los hemos descartado con todas las obras de que
acaba de hablarse, y les hemos rehusado positivamente las funciones de rey y de político.
SÓCRATES EL JOVEN. —Por lo menos así me parece.
EXTRANJERO. —Pues bien; examinémoslos que restan, aproximándonos más a ellos para
verlos mejor.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, hagamos lo que dices.
EXTRANJERO. —Por lo pronto encontramos que los servidores más notables, a juzgar desde
este punto, tienen ocupaciones y una condición del todo contrarias a lo que nosotros hemos creído.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué servidores?
EXTRANJERO. —Los que se adquieren y compran por dinero. Sin dificultad podemos llamarlos
esclavos, y decir que no participan absolutamente nada de la ciencia real.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es incontestable.
EXTRANJERO. —Pero todos esos hombres libres, que voluntariamente se afilian con los
anteriores en la clase de servidores, trasportando y distribuyendo entre sí los productos de la
agricultura y de las demás artes; fijándose estos en las plazas públicas; comprando y vendiendo
aquellos de ciudad en ciudad, por mar o por tierra; cambiando unos objetos por moneda, y moneda
por moneda otros; los cambistas, los comerciantes, los patronos de naves, los traficantes, como
nosotros los llamamos; todas estas gentes ¿tienen pretensiones de aspirar a la ciencia política?
SÓCRATES EL JOVEN. —A la ciencia mercantil, quizá sí.
EXTRANJERO. —Pero los mercenarios que reciben gajes y que están dispuestos a servir al
primero que reclame sus servicios, ¿creeremos que participan en algo de la ciencia política?
SÓCRATES EL JOVEN. —No es posible que puedan pretenderlo.
EXTRANJERO. —¿Y los que incesantemente llenan por nosotros ciertas funciones?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué funciones y qué hombres son esos?
EXTRANJERO. —La clase de los heraldos, los hombres hábiles en redactar escritos, y que
frecuentemente nos prestan su ministerio, y otros tantos muy versados en el arte de desempeñar
ciertas funciones cerca de los magistrados; ¿qué diremos de todos estos?
SÓCRATES EL JOVEN. —Lo que tú dijiste antes; que estos son servidores, pero no jefes del
Estado.
EXTRANJERO. —Sin embargo, no he sido, que yo sepa, juguete de un sueño, cuando he dicho
que en esta categoría veríamos aparecer los que tienen las mayores pretensiones a la ciencia política;
y eso que parecerá extraño en verdad, que los busque nos en la clase de los servidores.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es extraño, en efecto.
EXTRANJERO. —Aproximémonos, y miremos más de cerca a aquellos que no hemos sometido
aún a la piedra de toque. Encontramos los adivinos, que tienen una parte de la ciencia del servidor,
porque se los considera como los intérpretes de los dioses cerca de los hombres.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Tenemos también la clase de los sacerdotes, que, según opinión recibida,
saben presentar en nuestro nombre ofrendas a los dioses en los sacrificios de manera que les sean
agradables, y saben también pedir por nosotros a los mismos dioses los bienes que deseamos. Ahora
bien, estas son verdaderamente las dos partes de la ciencia del servidor.
SÓCRATES EL JOVEN. —Eso parece claro.
EXTRANJERO. —Si no me engaño, hemos al fin dado con un rastro, que podemos seguir. En
efecto, el orden de los sacerdotes y el de los adivinos tienen una alta opinión de sí mismos e inspiran
un profundo respeto a causa de lo elevado de sus funciones. En Egipto nadie puede reinar sin
pertenecer a la clase sacerdotal; y si un hombre de una clase inferior se apodera del trono por la
violencia, necesariamente tiene que concluir por entrar en este orden. Entre los griegos, en muchas
partes, son los primeros magistrados y presiden a los principales sacrificios. Y entre vosotros,[25]
precisamente se observa con más claridad lo que estoy diciendo; porque, según se asegura, al que es
designado rey por la suerte[26] se confía el cuidado de ofrecer los más solemnes sacrificios antiguos,
especialmente los que datan de vuestros antepasados.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Estos reyes sacados a la suerte, estos sacerdotes y sus servidores, he aquí lo
que es preciso considerar al presente; así como otro grupo muy numeroso, que nos aparece
manifiestamente después de las eliminaciones precedentes.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿A quiénes te refieres?
EXTRANJERO. —A seres grandemente maravillosos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Según a primera vista me parece, es un género múltiple y muy variado.
Muchos de estos hombres se parecen a leones, a centauros y a otros animales semejantes; muchos
más a sátiros, a bestias sin fuerza, pero llenas de astucia; en un abrir y cerrar de ojos mudan entre sí
de formas y de atributos. En fin, me parece, Sócrates, que estoy viendo a estas gentes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Habla, porque tienes trazas de ver algo muy sorprendente.
EXTRANJERO. —En efecto, sorprende siempre lo que no se conoce. Esto es lo que a mi me
sucede. Tuve un momento de estupor la primera vez que vi el grupo que se ocupa de los negocios
públicos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué grupo?
EXTRANJERO. —El mayor mágico de todos los sofistas, el más hábil en este arte, y que es
preciso distinguir, por más que sea difícil, del verdadero político y del verdadero rey, si queremos
ver en claro el objeto de nuestras indagaciones.
SÓCRATES EL JOVEN. —Pues manos a la obra.
EXTRANJERO. —Ése es también mi dictamen. ¿Dime?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué?
EXTRANJERO. —La monarquía, ¿no es uno de los gobiernos políticos?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Después de la monarquía, puede citarse, a mi juicio, la dominación de los
menos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —¿No es una tercera forma de gobierno el mando de la multitud, o la
democracia, como se la llama?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Pero estas tres formas ¿no son en cierto modo cinco, puesto que dos de ellas
se crean a sí mismas otros nombres?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué nombres?
EXTRANJERO. —Considerando estos gobiernos con relación a la violencia o al libre
consentimiento, a la pobreza o a la riqueza, a las leyes o a la licencia, que en ellos aparecen, se les
divide en dos; y como se encuentran dos formas en la monarquía, se las designa con dos nombres: la
tiranía y el reinado.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —En la misma forma, todo Estado gobernado por unos pocos se llama
aristocracia y oligarquía.
SÓCRATES EL JOVEN. —Enhorabuena.
EXTRANJERO. —En cuanto a la democracia, que la multitud gobierne por fuerza o con
consentimiento de los demás, que los que la ejercen observen escrupulosamente las leyes o no, nunca
ha habido costumbre de darla nombres diferentes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Pero dime; ¿debemos creer que el verdadero gobierno se encuentra entre los
que acabamos de definir por estos caracteres: un solo hombre, un pequeño número, la multitud, la
riqueza o la pobreza, la fuerza o el libre consentimiento, el uso de las leyes escritas o la falta de
leyes?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Por qué no?
EXTRANJERO. —Reflexiona, y para mayor claridad sígueme.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Por dónde?
EXTRANJERO. —¿Nos atendremos a lo que dijimos al principio o nos desentenderemos de ello?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿De qué se trata?
EXTRANJERO. —Creo que hemos dicho que el gobierno real es una ciencia.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Pero no una ciencia cualquiera, sino que hemos distinguido entre todas una
ciencia de juicio y una ciencia de mando.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Y en esta última hemos distinguido una ciencia que manda a cuerpos sin vida,
y otra que manda a los animales; y procediendo siempre según este método de división, hemos
llegado hasta el punto en que nos encontramos, sin perder nunca de vista nuestra ciencia, pero
también sin habernos puesto en situación de poder determinar suficientemente su naturaleza.
SÓCRATES EL JOVEN. —No es posible hablar mejor.
EXTRANJERO. —¿No deberemos comprender ahora, que ni en el pequeño número, ni en el gran
número, ni en el libre consentimiento o en la coacción, ni en la pobreza o en la riqueza, debemos
buscar nuestra definición, y que sólo la hallaremos en la ciencia, si queremos ser consecuentes?
SÓCRATES EL JOVEN. —Ciertamente no podemos obrar de otra manera.
EXTRANJERO. —Es necesario examinar ahora en cuál de estos gobiernos se encuentra la ciencia
de mandar a los hombres, ciencia acaso la más difícil y la más preciosa de todas las que pueden
adquirirse. En esta ciencia, en efecto, debe fijarse nuestra atención, para ver qué hombres, entre los
que aspiran a ser políticos y lo quieren hacer creer a los demás sin serlo realmente, debemos
distinguir del rey sabio.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es lo que debe hacerse en vista de lo que hemos dicho antes.
EXTRANJERO. —Y bien, ¿te parece que en un Estado la multitud será capaz de adquirir esta
ciencia?
SÓCRATES EL JOVEN. —Y ¿por qué medio?
EXTRANJERO. —Pero en una ciudad de mil hombres ¿será posible que ciento, o solamente
cincuenta, la posean de una manera suficiente?
SÓCRATES EL JOVEN. —En ese caso, de todas las artes sería esta la más fácil. Sabemos
positivamente que de mil hombres no encontraremos cien jugadores de ajedrez superiores a todos
los de la Grecia, y ¡podrían encontrarse cien reyes! Porque al que posee la ciencia real, gobierne o no
gobierne, debe llamársele rey, conforme a lo que ya hemos dicho.
EXTRANJERO. —He aquí un recuerdo oportuno. Se sigue de lo dicho, si no me engaño, que sólo
en un hombre o en dos, o a lo más, en un pequeño número, puede buscarse el verdadero gobierno, si
es que existe gobierno verdadero.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es evidente.
EXTRANJERO. —Y es preciso creer, a lo que parece en este momento, que estos jefes del Estado,
ya manden sin coacción o por fuerza, con o sin leyes escritas, ya sean ricos o pobres, ejercen el
mando según cierto arte. Del mismo modo hacemos con los médicos; que curen sus enfermos de
grado o por fuerza, cortando, quemando o produciendo cualquier otro dolor, según reglas escritas o
sin ellas; sean ricos o pobres; nosotros no podemos menos dé llamarlos médicos; y esto mientras
procediendo con arte, purgando, disminuyendo o aumentando la gordura, procurando lo que interesa
al cuerpo y haciéndole mejor de peor que era, alivien ellos mediante sus cuidados los males que se
proponen curar. Por este camino y no por otro, salvo error, es como encontraremos la verdadera
definición de la medicina y de cualquiera otra ciencia de mando o de precepto.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Lo mismo sucede con los gobiernos. El más completo y único verdadero será
aquel, en el que se encuentren jefes instruidos en la ciencia política, no sólo en la apariencia, sino en
la realidad, sea que reinen con leyes o sin leyes, con la voluntad general o a pesar de esta voluntad, y
ya sean ricos o pobres; porque ninguna de estas cosas añade ni quita nada a la perfección de la
ciencia.
SÓCRATES EL JOVEN. —Exactamente.
EXTRANJERO. —Y ya sea que estos jefes purguen al Estado para su bien, condenando a muerte
o desterrando a algunos ciudadanos; o que lo aminoren, enviando fuera colonias a manera de
enjambres de abejas; o que lo aumenten, llamando a su seno extranjeros, que convierten en
ciudadanos; desde el momento que conservan el Estado con el auxilio de su ciencia y de la justicia,
haciéndole mejor de peor que era, en cuanto de ellos ha dependido, debemos de proclamar, que este
es el único gobierno verdadero, y que así es como se define. En cuanto a las demás formas, que
conocemos con el mismo nombre, no son legítimas ni reales; no hacen más que imitar al verdadero
gobierno; cuando están organizadas con prudencia, le imitan en lo que tiene de mejor; cuando no, en
lo que tiene de peor.
SÓCRATES EL JOVEN. —En todo lo demás, extranjero, tu lenguaje me parece muy exacto; pero
eso de gobernar sin leyes es lo que no puedo escuchar en silencio.
EXTRANJERO. —Te has anticipado, Sócrates, con tu observación, porque iba a preguntarte si
aceptas todo lo que se ha dicho, o si hay algo que te sorprenda. Pero ahora es claro que lo que
deseamos saber es cuál puede ser el valor de un gobierno sin leyes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así es.
EXTRANJERO. —En cierto sentido es evidente que el legislar es una de las atribuciones del
reinado. El ideal, sin embargo, no es que la autoridad resida en las leyes, sino en un rey sabio y hábil.
¿Sabes por qué?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué quieres decir?
EXTRANJERO. —Que no pudiendo la ley abrazar nunca lo que es verdaderamente mejor y más
justo en todas ocasiones, no puede tampoco ordenar lo más excelente. Porque las diferencias que
distinguen a todos los hombres y a todas las acciones, y la incesante variación de las cosas humanas,
que siempre están en movimiento, no permiten a un arte, cualquiera que él sea, establecer una regla
sencilla y única, que convenga en todos tiempos y a todos los hombres. ¿Convenimos en esto?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Éste es, sin embargo, según vemos, el carácter de la ley, igual al de un hombre
obstinado y sin educación, que no sufre que nadie haga cosa alguna contra su voluntad, ni inquiera
nada, aun cuando a alguno se le ocurra una idea nueva y preferible a lo que él tiene resuelto.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto; la ley obra realmente respecto de cada uno de nosotros,
como acabas de decir.
EXTRANJERO. —¿No es imposible que lo que es siempre lo mismo, convenga a lo que no es
siempre lo mismo?
SÓCRATES EL JOVEN. Así me lo temo.
EXTRANJERO. —¿Cómo, pues, puede ser necesario hacer leyes, si las leyes no son lo mejor
posible? Busquemos la causa.
SÓCRATES EL JOVEN. —Busquémosla.
EXTRANJERO. —En vuestra ciudad, lo mismo que en todas las demás, ¿no hay hombres que se
ejercitan en común, ya en la carrera, ya en otras luchas, con la esperanza de conseguir la victoria?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, y mucho que los hay.
EXTRANJERO. —Pues bien, traigamos a la memoria las prescripciones de los que dirigen estos
ejercicios según los principios del arte, y ejercen esta especie de gobiernos.
SÓCRATES EL JOVEN. ¿Cómo?
EXTRANJERO. —No creen posible tener en cuenta a cada uno en particular, ni prescribir a cada
cual lo que le conviene especialmente. Creen que es preciso considerar a los hombres en masa, y
ordenar lo que es útil al cuerpo en la mayor parte de los casos y para el mayor número de ellos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Por esta razón, señalando los mismos trabajos a todos los que se presentan,
quieren que todos comiencen juntos y descansen a la par en la carrera, en la lucha, y en todos los
ejercicios corporales.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así pasan las cosas.
EXTRANJERO. —Admitamos, pues, que el legislador, que debe obligar a rebaños de hombres a
respetar la justicia y arreglar sus relaciones recíprocas, nunca será capaz, al mandar a la multitud
entera, de prescribir precisamente a cada uno lo que le conviene.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es muy probable.
EXTRANJERO. —Pero lo que conviene al mayor número de individuos y de circunstancias será
lo que constituirá la ley, y el legislador lo impondrá a toda la multitud, sea que lo formule por
escrito, o que lo haga consistir en las costumbres no escritas de los antepasados.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —Sí, ciertamente. ¿Cómo el legislador, mi querido Sócrates, podría pasar su
vida al lado de cada uno, para prescribirle a cada momento lo que pudiera convenirle? Porque si esto
estuviera en poder de alguno de los que poseen la verdadera ciencia real, no creo que
voluntariamente se hubiera impuesto trabas, escribiendo estas leyes, de que se ha hablado.
SÓCRATES EL JOVEN. —Eso es, extranjero, una consecuencia de lo que acabamos de decir.
EXTRANJERO. —Y aún más, mi excelente amigo, de lo que vamos a decir ahora.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Y qué es?
EXTRANJERO. —Lo siguiente. ¿No deberemos creer, que un médico, y lo mismo un maestro de
gimnasia, en el acto de emprender un viaje y de dejar por un tiempo, quizá largo, sus enfermos y
discípulos, si tiene razones para temer, que si no les deja sus prescripciones por escrito, las olvidarán
indudablemente?; ¿se las dejará en esta forma, o bien obrará de otra manera?
SÓCRATES EL JOVEN. —No; no obrará de otro modo.
EXTRANJERO. —Pero si vuelve más pronto de lo que había creído, ¿no se atreverá a reemplazar
las prescripciones, que había dejado por escrito, con otras nuevas, si encuentra que son estas más
saludables a los enfermos a causa de los vientos o de cualquier otro cambio de temperatura, ocurrido
sin poder preverlo en el curso ordinario de las estaciones? ¿O bien, persuadido de que no debe
alterarse nada de lo que había dejado ordenado, persistiría en que no deben prescribirse otros
remedios, y que el enfermo no debe separarse de lo que se le dio escrito, como si tales preceptos
fuesen los únicos saludables y conformes a la medicina, y todo lo demás insalubre y contrario al
arte? Si tal cosa sucediese en una ciencia o en un arte verdadero, ¿no se recibiría con carcajadas
semejante procedimiento?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda alguna.
EXTRANJERO. —Y el que ha escrito estas prescripciones sobre lo justo y lo injusto, lo bello y lo
feo, lo bueno y lo malo, o que, sin escribirlas, ha impuesto leyes a las agrupaciones de, hombres, que
son gobernados encada Estado conforme a las leyes escritas; este mismo que las ha redactado con
arte, u otro semejante a él, después de una ausencia, ¿no podrá establecer otras leyes contrarias a las
primeras? Una prohibición de esta clase ¿no sería tan ridícula como la anterior?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Y bien, ¿sabes cómo se explican la mayor parte de los hombres sobre este
punto?
SÓCRATES EL JOVEN. —En este momento no lo sé.
EXTRANJERO. —De una manera muy especial. Dicen que si alguno conoce leyes mejores que
las existentes, debe darlas a su patria, pero a condición de convencer de su bondad a cada uno de sus
conciudadanos; y si no, que no.
SÓCRATES EL JOVEN. —Pues qué, ¿no dicen bien?
EXTRANJERO. —Quizá. Si alguno, sin haber convencido a los demás, les impone por fuerza lo
que es mejor, dime, ¿qué nombre daremos a esta violencia? Pero no, aguarda, consideremos antes lo
que precede.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Si un médico, sin haber apelado a la persuasión, en virtud de su arte que
conoce a fondo precisa al enfermo, niño, hombre o mujer, a tomar un remedio mejor que el que
estaba ordenado por escrito, ¿qué nombre se dará a esta violencia? ¿Cualquiera menos el de falta
contra el arte o el de atentado a la salud? Y el que ha sufrido esta violencia, podrá decir todo lo que
quiera, menos que tal tratamiento es dañoso a su salud y contrario al arte.
SÓCRATES EL JOVEN. —No puede ser más exacto lo que dices.
EXTRANJERO. —Pero ¿cómo llamamos a lo que constituye una falta en el arte de la política?
¿No es, a decir verdad, lo que es vergonzoso, malo e injusto?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda alguna.
EXTRANJERO. —En cuanto a los que, a pesar de las leyes escritas y de las costumbres de los
antepasados, se ven obligados por fuerza a hacer cosas más justas, mejores y más bellas, dime, ¿no
sería el colmo del ridículo criticar esta violencia, de la que podrá decirse cuanto se quiera, pero
nunca que se les ha obligado a ejecutar cosas vergonzosas, injustas y malas?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es perfectamente cierto.
EXTRANJERO. Y la violencia, ¿es justa si su autor es rico, e injusta si es pobre? O más bien si un
hombre, valiéndose o no de la persuasión, rico o pobre, con o contra las leyes escritas, hace lo que es
útil, ¿no debe decirse, que esta es la verdadera definición del buen gobierno, y que según ella se
dirigirá el hombre sabio y virtuoso, que consulta el interés de los gobernados? Así como el piloto,
preocupado constantemente con la salvación de su nave y de la tripulación, sin escribir leyes, sino
formando una ley de su arte, conserva sus compañeros de viaje; en igual forma el Estado se vería
próspero, si fuese administrado por hombres que supieran gobernar de esta manera, haciendo
prevalecer el poder supremo del arte sobre las leyes escritas. Y hagan lo que quieran estos jefes
prudentes, no se les puede hacer cargo alguno, en tanto que cuiden de la única cosa que importa, que
es hacer reinar con inteligencia y con arte la justicia en las relaciones de los ciudadanos, y en tanto
que sean capaces de salvarlos, y de hacerlos en lo posible mejores de lo que antes eran.
SÓCRATES EL JOVEN. —Nada tengo que decir a tus palabras.
EXTRANJERO. —¿No tienes nada que reponer a esto?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿A qué?
EXTRANJERO. —Que ni la multitud ni un cualquiera poseerán nunca semejante ciencia, ni serán
jamás capaces de gobernar con inteligencia un Estado; que sólo en un pequeño número, o en algunos,
o en uno sólo puede encontrarse esta ciencia única del verdadero gobierno; y que los demás
gobiernos no son más que imitaciones de este, como ya hemos dicho; imitaciones, que reproducen a
aquel unas veces mejor, otras menos mal.
SÓCRATES EL JOVEN. ¿Cómo entiendes esto? Porque yo no he comprendido bien antes lo que
has dicho de estas imitaciones.
EXTRANJERO. —Después de haber suscitado esta cuestión, será prudente dejarla en este estado y
no caminar adelante, antes de haber patentizado un error, que acaba de deslizarse en nuestro discurso.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Y cuál es?
EXTRANJERO. —Lo que es preciso indagar ahora no está en nuestros hábitos, ni es fácil de ver.
Hagamos, sin embargo, un esfuerzo para comprenderlo. Dime, puesto que a nuestros ojos no hay
más gobierno perfecto que el que hemos dicho, ¿no comprendes que los otros gobiernos no pueden
conservarse sin tomar de éste sus leyes, haciendo lo que se aprueba en nuestro tiempo, aunque con
bien poca razón?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Que ningún miembro del Estado se atreve a hacer nada contra las leyes; y si
alguno se atreviera, sería castigado con pena de muerte y con los mayores suplicios. Esta regla es
muy justa y muy bella, puesta en segunda línea, y cuando no se tiene en cuenta la primera, de que
antes hablamos. Expliquemos de qué manera se establece esta regla, que, en nuestra opinión, sólo
puede ocupar la segunda línea. ¿No es éste tu dictamen?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Volvamos otra vez a estas imágenes, con las que es preciso constantemente
comparar a los jefes de Estado y a los reyes.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué imágenes?
EXTRANJERO. —El piloto hábil y el médico, que vale por mil ejemplos. Figurémosnoslos en un
caso particular y observémoslos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿En qué caso?
EXTRANJERO. Supongamos que estemos todos en la creencia de que debemos sufrir de su parte
los más indignos tratamientos; por ejemplo, que conserven entre nosotros al que quieran conservar,
que atormenten al que se hayan propuesto atormentar, cortando o quemando sus miembros, y
obligando a que se les entreguen, a manera de impuesto, sumas de dinero, destinando poco o nada en
provecho del enfermo, y el resto a sí mismos y a sus servidores; en fin, que reciban de los parientes y
de los enemigos del enfermo un salario y luego le hagan morir. De otro lado, supongamos que los
pilotos cometan mil acciones semejantes, como dejar en tierra con intención los pasajeros en el acto
de levar anclas, cometer toda clase de faltas en la navegación, arrojando los hombre al mar, o
haciéndolos pasar por toda especie de sufrimientos. Supongamos ahora que, imbuido el espíritu en
estas ideas, determináramos, después de una madura deliberación, que no se permitiera ni al arte del
médico ni al arte del piloto mandar, como dueños absolutos, ni en los esclavos ni en los hombres
libres; que se formara una asamblea, ya con nosotros solamente, ya con el pueblo entero, ya con los
ricos; y que los ignorantes y los artesanos tuvieran el derecho de emitir su dictamen sobre la
navegación y sobre las enfermedades, sobre la manera como deben usarse las medicinas y los
instrumentos médicos para bien de los enfermos, y de las naves e instrumentos de mar para la
navegación; sobre lo que debe hacerse en los momentos de peligro, ya proceda éste de los vientos y
de las olas, o de encuentros con los piratas; y si conviene en una batalla naval oponer a buques largos
otros semejantes. Y después de esto, lo que haya parecido bueno a la multitud, sea que proceda de
proposición de los médicos y de los pilotos, o de los ignorantes en estas artes, inscribámoslo en
tablas triangulares y en columnas, o consagrémoslo como costumbres no escritas de nuestros
antepasados, y que en lo sucesivo que se navegue y se trate a los enfermos conforme a todas estas
reglas.
SÓCRATES EL JOVEN. —He ahí una suposición perfectamente absurda.
EXTRANJERO. —Cada año sacaremos a la suerte jefes entre los ricos o entre el pueblo entero, y
los jefes elegidos así, arreglando su conducta a las leyes establecidas como hemos dicho, dirigirán
las naves y cuidarán los enfermos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Eso es más difícil de admitir.
EXTRANJERO. —Atiende a lo que sigue. Cuando estos magistrados hayan terminado el año, es
preciso crear tribunales, escogiendo los jueces entre los ricos, o sacándolos a la suerte de todo el
pueblo, y hacer comparecer a los magistrados para que respondan de su conducta. Todo el que quiera
podrá acusarles por no haber dirigido las naves durante el año según las leyes escritas o según las
antiguas costumbres de los antepasados. Lo mismo puede suceder respecto a los enfermos. En cuanto
a los que hayan de ser condenados, los mismos jueces decidirán qué pena deberán sufrir o qué multa
pagar.
SÓCRATES EL JOVEN. —El que con plena voluntad hubiera ejercido magistratura semejante,
sería muy justamente castigado, cualquiera que fuera la pena o la multa que se le impusiera.
EXTRANJERO. —Será preciso además establecer una ley ordenando que si hay alguien que,
independientemente de las leyes escritas, estudia el arte del piloto y de la navegación, el arte de curar
y la medicina, relativamente a los vientos o a lo caliente y a lo frío, y se dedica a indagaciones
profundas sobre esto, debe comenzarse por declararle, no médico ni pilotó, sino visionario
extravagante e inútil sofista. En seguida, el que quiera podrá acusarle porque corrompe a los jóvenes,
enseñándoles a practicar el arte del piloto y el arte del médico sin tener en cuenta las leyes escritas, y
porque dirige a su voluntad naves y enfermos; y se los citará delante de un tribunal de justicia. Y si
resulta que da, sea a los jóvenes, sea a los ancianos, consejos opuestos a las leyes y a los reglamentos
escritos, será castigado con los más terribles suplicios. Porque nada debe haber más sabio que las
leyes, y porque nadie debe ignorar lo que concierne a la medicina y a la salud o al arte de conducir
una nave y de navegar, puesto que es posible a todo el mundo aprender las leyes escritas y las
costumbres de los antepasados. Si las cosas, Sócrates, respecto a estas ciencias, sucediesen como
acabamos de decir y lo mismo respecto del arte militar, del de la caza en general, del de la pintura,
así como respecto de las diversas partes del arte de imitación, del arte de carpintero, y en general de
la fabricación de utensilios, de la agricultura y de todas las artes que se refieren a los frutos de la
tierra; si viéramos practicar, conforme a las leyes escritas, el arte de educar los caballos y los
ganados de todas clases, el de la adivinación, todas las partes que abraza el arte de los servidores, el
juego de ajedrez, la aritmética toda, lo mismo la pura que la que se aplica a los planos, a las
profundidades y a los sólidos; ¿qué juicio formaríamos de todas estas cosas, tratadas de esta manera,
es decir, según las leyes escritas, y de ninguna manera conforme al arte?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es claro que acabarían todas las artes, y desaparecerían de entre
nosotros, sin que pudieran renacer jamás, efecto de esta ley, que prohibiese toda indagación; y la vida
humana, penosa de suyo, se haría bajo tal régimen insoportable.
EXTRANJERO. —¿Pero qué dices a esto? Si exigiésemos que todas las cosas, que acabamos de
decir, se verificasen conforme a reglas escritas, y si encargáramos su ejecución a un hombre,
escogido por el sufragio, o designado por la suerte; y si este hombre por codicia o por favor se
propusiese obrar enteramente en contra, despreciando dichas reglas, desconociéndolas todas, ¿no
resultaría un mayor mal que el mal precedente?
SÓCRATES, EL JOVEN. Eso es muy cierto.
EXTRANJERO. —Porque, si no me engaño, cuando se establecen leyes inspiradas por una larga
experiencia o por los consejos de personas entendidas, que convencen a la multitud de lo que
conviene hacer, el que se atreve a quebrantarlas, comete cien faltas en lugar de una; y turba y
pervierte la práctica de las artes más gravemente que lo hacen las leyes escritas.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es indudable.
EXTRANJERO. —Por esta razón, los que hacen leyes y dan reglas escritas, cualquiera que sea el
objeto, no tienen más que un segundo medio de arribar a puerto seguro, que es el no permitir ni a un
solo hombre, ni a la multitud, ni a nadie intentar nada que sea contrario a ellas.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien.
EXTRANJERO. —¿Y no serían imitaciones de la verdadera naturaleza de cada cosa las leyes que
los hombres instruidos hubiesen redactado como mejor pudieran?
SÓCRATES EL JOVEN. —Necesariamente.
EXTRANJERO. —Pero el hombre instruido, hemos dicho, (si no nos engaña la memoria) el
verdadero político no dejará de obrar según su arte, sin cuidarse de los reglamentos, siempre que una
disposición le parezca mejor que lo que él mismo había establecido y formulado para sus
conciudadanos alejados de él.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así lo hemos dicho.
EXTRANJERO. —Pero si un ciudadano cualquiera o un pueblo, teniendo leyes establecidas,
intentasen realizar, en oposición con estas leyes, alguna cosa que valga mas que ellas, ¿no obrarán, en
cuanto de ellos depende, a la manera de este verdadero político?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —¿Son ignorantes los que tal hacen? Entonces ensayan imitar la verdad, pero la
imitan muy mal. ¿Son hábiles? Entonces no es una simple imitación, sino la realidad misma.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Pero ha tiempo, que es cosa convenida entre nosotros que la multitud no puede
poseer nunca ningún arte.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto, es cosa convenida.
EXTRANJERO. —Luego si existe algún arte real, ni todos los ricos ni el pueblo entero pueden
poseer nunca esta ciencia política.
SÓCRATES EL JOVEN. —Imposible.
EXTRANJERO. —Es preciso, por consiguiente, a mi parecer, que estos gobiernos, si deben
imitar felizmente, en cuanto de ellos dependa, al verdadero gobierno, al de uno solo, inspirándose en
su arte, es preciso, repito, que una vez establecidas las leyes, se abstengan con el mayor cuidado de
hacer nada contra las reglas escritas y las costumbres de los antepasados.
SÓCRATES EL JOVEN. —No es posible hablar mejor.
EXTRANJERO. —Cuando los ricos imitan al verdadero gobierno, llamamos al suyo
aristocracia; y cuando se burlan de las leyes, oligarquía.
SÓCRATES EL JOVEN. —Conforme.
EXTRANJERO. —Cuando manda uno solo conforme a las leyes, a imitación del que posee la
ciencia, le llamamos rey, sin distinguir con nombres diferentes al jefe que reina mediante la ciencia y
al que reina mediante la opinión formulada en las leyes.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Resulta, pues, que si uno solo, poseyendo verdaderamente la ciencia política,
gobierna, le daremos este mismo nombre de rey y no otro; y los cinco nombres de los gobiernos
precitados no constituirán relativamente a él más que uno.
SÓCRATES EL JOVEN. —Aprobado.
EXTRANJERO. —Pero si el monarca no obra conforme a las leyes, ni según las costumbres de
los antepasados, y finge preferir, como hace el verdadero sabio, a las leyes escritas lo que le parece
mejor, siendo así que en esta imitación no tiene otros guias que la pasión y la ignorancia, ¿no es
acreedor a que se le dé el nombre de tirano?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda alguna.
EXTRANJERO. —Tenemos, pues, según vemos, el tirano, el rey, la oligarquía, la aristocracia y
la democracia; porque los hombres no consienten con gusto el ser gobernados por uno solo, por un
monarca, pues tienen perdida la esperanza de que se encuentre nunca un hombre, digno de ejercer
este poder, que a la vez tenga voluntad y fuerza para mandar con la virtud y con la ciencia, y para dar
equitativamente a cada uno lo que sea justo, que es lo que se llama bien; debiendo presumirse que se
verá arrastrado más bien a maltratarnos, degollarnos, y causarnos daño según su capricho. En efecto,
si se encontrase un monarca tal como nosotros le hemos descrito, se le amaría, y se consideraría uno
dichoso viviendo bajo tan excelente forma de gobierno, única conforme con la razón.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es evidente.
EXTRANJERO. —Pero hoy día, ya que no se ve aparecer en las ciudades, como en los enjambres
de abejas, un rey tal como le hemos pintado, que sobresalga desde luego sobre todos los demás por
el alma y por el cuerpo, no queda otro recurso que el de reunirse en consejo para escribir las leyes,
siguiendo las huellas del verdadero gobierno.
SÓCRATES EL JOVEN. —Conforme.
EXTRANJERO. —¿Nos sorprenderemos, Sócrates, al ver los males que suceden y sucederán en
semejantes gobiernos, cuando por principios y por condición tienen que seguir en sus
procedimientos, no la ciencia/sino las leyes escritas y las costumbres de los antepasados, siendo así
que en cualquiera otro negocio semejante conducta sería evidentemente una causa de ruina? ¿No
debemos más bien admirar que un Estado con tales condiciones sea una cosa sólida y poderosa?
Porque hace mucho tiempo, que los Estados son víctimas de estos males; y, sin embargo, permanecen
en pie, estables y firmes. Muchos, es verdad, sumergidos, como las naves anegadas, perecen, han
perecido y perecerán por la necedad de los pilotos y de los tripulantes, que acerca de las cosas más
importantes no tienen sino una grande ignorancia; y que, siendo por completo extraños a la política,
creen que de todas las ciencias es esta la que poseen mejor.
SÓCRATES EL JOVEN. —Nada más cierto.
EXTRANJERO. —Entre estos gobiernos, que la razón desaprueba y bajo los cuales es difícil
vivir, ¿en cuál de ellos es la vida menos penosa, y en cuál es más insoportable? ¿Es preciso que nos
ocupemos de esta cuestión, aunque sea extraña a nuestro objeto? Sin embargo, en su fondo tiende
verdaderamente a él.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Por qué no hemos de discutirlo?
EXTRANJERO. —Pues bien, habrás de reconocer que las tres formas de gobierno hacen una, que
es a la vez la más difícil y la más fácil.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué dices?
EXTRANJERO. —Ninguna otra cosa, sino que el gobierno monárquico, el de los pocos y el de la
multitud son los tres de que hemos tratado desde el principio de este discurso.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto.
EXTRANJERO. —Dividamos cada uno de ellos en dos, de manera que formemos seis y
pongamos aparte, haciendo el séptimo, el verdadero gobierno.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —De la monarquía hemos dicho, que nacen el reinado y la tiranía; del gobierno
de pocos, la aristocracia, que es nombre de buen agüero, y la oligarquía; y en cuanto al gobierno de
la multitud, le hemos llamado simplemente solo con el nombre de democracia, pero ha llegado el
caso de dividirlo en dos a su vez.
SÓCRATES EL JÓ EN. ¿Cómo le dividiremos?
EXTRANJERO. —Lo mismo absolutamente que los demás, aun cuando no tengamos un doble
nombre que darle; porque se puede mandar según las leyes o con desprecio de ellas en este gobierno
como en los demás.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es cierto.
EXTRANJERO. —Cuando buscábamos el gobierno perfecto, esta división no ofrecía utilidad,
como hemos hecho ver; pero ahora que hemos puesto éste a un lado, y que hemos asentado la
necesidad de los otros gobiernos, conviene dividir cada uno de estos en dos especies, según que las
leyes son respetadas o violadas.
SÓCRATES EL JOVEN. —Efectivamente, eso se sigue de lo que precedentemente hemos
asentado.
EXTRANJERO. —Ahora bien, encadenada por estos sabios reglamentos, que llamamos leyes, la
monarquía es el mejor de los seis gobiernos; sin leyes, es el más duro y el más insoportable.
SÓCRATES EL JOVEN. —Bien podrá suceder.
EXTRANJERO. —En cuanto al gobierno de algunos, como algunos es un término medio entre
uno solo y la multitud, debe creerse que este gobierno es intermedio entre los otros dos. Y en cuanto
al de la multitud, todo es en él débil, y no es capaz de ningún gran bien ni de ningún gran mal
comparativamente a los otros; porque el poder está dividido en mil partes entre mil individuos. Y por
esta razón es el peor de estos gobiernos, cuando los otros obedecen a las leyes; y el mejor cuando las
violan. Cuando los otros se entregan a la licencia, entonces es mejor vivir bajo la democracia; pero si
impera el orden, no es en éste donde debe vivirse mejor, sino en el primero que hemos nombrado,
exceptuando siempre el séptimo, porque este se distingue de los otros gobiernos como un dios de los
hombres.
SÓCRATES El JOVEN. Parece, en efecto, que las cosas son y suceden de esa manera y es preciso
hacer lo que dices.
EXTRANJERO. —Es necesario, por tanto, descartar a los que toman parte en estos gobiernos,
excepto el que se funda en la ciencia; puesto que no son verdaderos políticos sino facciosos,
consagrados a vanos artificios, artificios ellos también, como que son los primeros entre los
imitadores y mágicos, y, en fin, los más grandes sofistas entre los sofistas.
SÓCRATES EL JOVEN. —He aquí nombres, que a mi juicio pueden con razón aplicarse a los
políticos.
EXTRANJERO. —En buen hora. Esto a nuestros ojos es un drama, donde se ve, ya lo hemos
dicho, un coro de centauros y de sátiros, que importaba distinguir de la ciencia política; y he aquí
que, aun cuando con dificultad, hemos podido hacer esta distinción.
SÓCRATES EL JOVEN. Así parece.
EXTRANJERO. —Falta otro punto aún más trabajoso; falta descartar una especie, tanto más
difícil de separar de la especie real, cuanto tiene con ella más estrecho parentesco. Me parece que a
nosotros nos sucede lo mismo que a los que purifican el oro.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Estos operarios separan primero la tierra, las piedras y mil cosas semejantes;
pero después de esta operación, queda el oro mezclado con lo que es de la misma familia y que sólo
pueden separarse con el fuego, como los metales preciosos, el cobre, la plata, algunas veces el acero,
los cuales separados no sin dificultad, gracias al refino y acción del fuego, nos permiten ver el oro
puro y sin mezcla.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así se dice, en efecto, que se hace eso.
EXTRANJERO. —Siguiendo el mismo razonamiento, resulta que hemos separado de la ciencia
política todo lo que difiere de ella esencialmente y no tiene con ella ninguna afinidad, y sólo han
quedado las cosas preciosas de la misma familia. Tales son la ciencia militar, la jurisprudencia y este
arte de la palabra, que hace causa común con el reinado, defendiendo la justicia y concurriendo con
ella a administrar los negocios de los Estados. Sólo después de haber puesto aparte, de una a otra
manera, estas cosas, será fácil ver lo que buscamos, tal como es en sí mismo y en su pura esencia.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda, y he aquí lo que es preciso averiguar.
EXTRANJERO. —Poniendo manos a la obra, podremos concebirlo claramente. Para ello
fijémonos en la música. Dime…
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué?
EXTRANJERO. —La música exige un aprendizaje, y lo mismo en general todas las ciencias que
reclaman el uso de las manos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Pero aquello que nos enseña si es preciso o no estudiar tal o cual de estas
ciencias, ¿diremos que es también una ciencia y en relación con ellas o no?
SÓCRATES EL JOVEN. —Lo diremos.
EXTRANJERO. —¿No reconoceremos, sin embargo, que difiere de ellas?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Y qué decidiremos? ¿Qué ninguna ciencia debe mandar a las demás, o qué las
primeras deben mandar a esta última, o qué esta última debe vigilar y reinar sobre todas las otras
juntas?
SÓCRATES EL JOVEN. —Debe mandar la que enseña si es preciso o no aprender las demás.
EXTRANJERO. —¿Sostienes que debe ella mandar, ya se trate de aprender, ya de enseñar?
SÓCRATES EL JOVEN. —Exactamente.
EXTRANJERO. —Y la ciencia, que juzga si es preciso o no persuadir, debe mandar a la que tiene
el poder de persuadir.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Sea así. ¿A qué ciencia referiremos el poder de persuadir a la multitud y a la
generalidad mediante bellos discursos y no mediante la exposición de la verdad?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es claro, si no me engaño, que ese es el privilegio de la retórica.
EXTRANJERO. —Pero decidir si es preciso recurrir a la persuasión o a la fuerza, para con
quién, y en qué casos, o abstenerse enteramente de hacerlo, ¿a qué ciencia pertenece?
SÓCRATES EL JOVEN. —A la que manda al arte de persuadir y de hablar.
EXTRANJERO. —¿Y qué ciencia será esta, sino la misma del político?
SÓCRATES EL JOVEN. —Eso es muy cierto.
EXTRANJERO. —De esta manera la retórica se distingue desde luego de la política, y aparece
como una especie diferente, pero subordinada a ésta.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —¿Y qué diremos de este otro poder?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —El que enseña cómo debe hacerse la guerra a los que haya necesidad de
hacerla; ¿es un arte o no lo es?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo es posible concebirlo sino como un arte, cuando comprende
toda la táctica del general y toda la práctica de la guerra?
EXTRANJERO. —Y al arte, que sabe examinar y decidir si es preciso declarar la guerra o
contraer una alianza, ¿le consideraremos como distinto del precedente o como idéntico?
SÓCRATES EL JOVEN. —Como distinto; es una consecuencia necesaria de lo dicho.
EXTRANJERO. —¿No debemos reconocer también que es superior a él si hemos de ser
consecuentes?
SÓCRATES EL JOVEN. —Seguramente.
EXTRANJERO. —¿Y a qué ciencia daremos la superioridad sobre el arte de la guerra, tan grande
y tan poderoso, sino a la verdadera ciencia real?
SÓCRATES EL JOVEN. —A ninguna otra, en efecto.
EXTRANJERO. —No confundiremos la ciencia del general con la del político, puesto que ella no
es más que auxiliar de ésta.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así parece.
EXTRANJERO. —Pues bien, consideremos el poder de los jueces, que administran justicia con
equidad.
SÓCRATES EL JOVEN. —Conforme.
EXTRANJERO. —No tienen otro poder que el de aceptar del rey legislador las leyes establecidas
sobre las relaciones sociales, y juzgar conforme a lo que ha sido declarado justo o injusto, haciendo
consistir su virtud en la firme resolución de decidir las pretensiones de las partes según las
prescripciones del legislador y sin dejarse influir por los presentes, ni por el temor, ni por la
compasión, ni por otro sentimiento hostil o benévolo.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto, la función del juez se reduce poco más o menos a lo que
acabamos de decir.
EXTRANJERO. —Nos encontramos, pues, con que el poder de los jueces no se confunde con el
del rey, y que no es otra cosa que el guardián de las leyes y el servidor de aquel.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así parece.
EXTRANJERO. —Considerando todas las ciencias, que acabamos de citar, es preciso convenir en
que ninguna de ellas nos ha parecido la ciencia política. En efecto, la verdadera ciencia real no debe
obrar por sí misma, sino mandar a las que tienen el poder de obrar; a ella corresponde discernir las
ocasiones favorables o desfavorables, para comenzar y proseguir en el Estado las empresas vastas; y
corresponde a las otras ejecutar lo que ella ha decidido. Bien.
EXTRANJERO. —Así las ciencias, que acabamos de recorrer, no se mandan a sí mismas, ni las
unas a las otras; cada una se refiere a una función que le es propia, y justamente toma su nombre
particular de esta función también particular.
SÓCRATES EL JOVEN. —Así parece.
EXTRANJERO. —Pero respecto de la ciencia, que manda a todas estas y a las leyes y dirige los
intereses del Estado, y que de todas estas cosas forma un maravilloso tejido, ¿no sería procedente, a
lo que parece, comprendiendo todo su poder bajo una denominación común, llamarla ciencia
política?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin la menor duda.
EXTRANJERO. —¿Y no podríamos explicarla mediante el ejemplo del arte del tejedor, ahora que
todas las clases de ciencias, que se pueden encontrar en el Estado, se nos han ido mostrando?
SÓCRATES EL JOVEN. —Ciertamente.
EXTRANJERO. —Por lo tanto, debemos exponer la operación del rey cómo la ejecuta, y qué
tejido forma.
SÓCRATES EL JOVEN. —Evidentemente.
EXTRANJERO. —Es una cosa difícil, pero estamos en la necesidad de hacer por comprenderla, a
lo que parece.
SÓCRATES EL JOVEN. —No podemos menos de hacerlo así.
EXTRANJERO. —En efecto, que una parte de la virtud difiere en cierta manera de otra parte de la
misma, es una idea contra la que los espíritus, que se complacen en disputar, se sublevarán con gusto
apoyados en la opinión del vulgo.
SÓCRATES EL JOVEN. —No comprendo.
EXTRANJERO. —Procedamos de otra manera. Yo supongo que consideras el valor como una
parte de la virtud.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí, ciertamente.
EXTRANJERO. —Y la templanza, como diferente del valor, pero siendo como él una parte de la
virtud.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Pues bien, con estas dos partes, templanza y valor, sucede una cosa muy
extraña, que es preciso atreverse a declarar.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cuál?
EXTRANJERO. —Es que en muchas circunstancias hay entre ellas, si así puede decirse, gran
discordia y enemistad.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué dices?
EXTRANJERO. La cosa más extraordinaria del mundo. Dícese comúnmente que todas las partes
de la virtud concuerdan entre sí.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. Examinemos, con todo el cuidado de que somos capaces, si es esto
absolutamente verdadero, o si más bien tal o cual parte está en guerra con sus hermanas.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí; ¿pero cómo hacerlo?
EXTRANJERO. —Es preciso buscaren todas las cosas lo que llamamos bello, y que lo dividamos
en dos especies contrarias.
SÓCRATES EL JOVEN. —Habla con más claridad aún.
EXTRANJERO. —La prontitud y la vivacidad, sea en los cuerpos, sea en el espíritu, sea en la
emisión de la voz, sea en sí misma o en las imágenes que producen la música y la pintura en sus
imitaciones; ¿has hecho tú alguna vez el elogio de estas cualidades, o las ha alabado otro delante de
ti?
SÓCRATES EL JOVEN. —Ahí sin duda.
EXTRANJERO. —¿Y te acuerdas de la forma en que se alababa cada una de estas cualidades?
SÓCRATES EL JOVEN. —No me acuerdo.
EXTRANJERO. —¿Seré yo capaz de explicarte con mis palabras cómo lo concibo yo?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Por qué no?
EXTRANJERO. —Te imaginas, a lo que veo, que es una cosa fácil. Considerémoslo en géneros
que son casi contrarios. En las más de las circunstancias, cuando admiramos la vivacidad y la
prontitud del pensamiento o del cuerpo, y lo mismo de la voz, empleamos para alabarlas un solo
término, el de fuerza.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Decimos vivo y fuerte, pronto y fuerte, y lo mismo vehemente y fuerte.
Generalmente, dando a todas estas cualidades el nombre común, que acabo de enunciar, es como
hacemos su elogio.
SÓCRATES EL JOVEN. —Sí.
EXTRANJERO. —Pero qué, ¿no hemos alabado muchas veces y en muchas ocasiones todo lo que
se refiere a una naturaleza pacífica?
SÓCRATES EL JOVEN. —Seguramente.
EXTRANJERO. —¿No nos servimos de expresiones contrarias a las precedentes, cuando
hablamos de ella?
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Llamamos a ciertas cosas tranquilas y moderadas, y las admiramos en su
relación con el pensamiento; admiramos igualmente en las acciones lo que es dulce y lento, y en la
voz lo que es fluido y grave y todos los movimientos rítmicos; y en las artes, en general, lo que se
verifica con una oportuna lentitud. Todo esto no lo llamamos fuerte, sino templado.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es completamente exacto.
EXTRANJERO. —Pero si, por el contrario, estas dos maneras de ser se verifican
inoportunamente, llevamos a mal una y otra; y, mudando de expresión, las designamos con nombres
opuestos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Lo que es más vivo, más rápido y más rudo que lo que pide en aquel momento
la razón, lo declaramos violento e insensato; y lo que es demasiado blando o demasiado lento, lo
declaramos flojo y torpe. Y en general la mayor parte del tiempo estas cualidades, así como la
moderación y la fuerza, nos aparecen como ideas contrarias, hostiles, que se hacen la guerra, sin
poder asociarse jamás las unas con las otras; y los que llevan estas cualidades en su alma, los
veremos en lucha entre sí, por poco que los sigamos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Y a dónde seguirlos?
EXTRANJERO. —En todas las circunstancias que acabamos de referir, y probablemente en
muchas otras. Me parees, en efecto, que dejándose llevar de la pendiente de su naturaleza, ellos alaban
las cosas que les son propias y personales; y vituperan las demás, porque les son extrañas; y por esto
se originan con frecuencia muchas enemistades entre los hombres.
SÓCRATES EL JOVEN. —Temores tengo de eso.
EXTRANJERO. —Podría creerse que la oposición de estas ideas no es más que un juego, pero en
las cosas importantes es la mayor enfermedad que puede sobrevenir a un Estado.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿A qué cosas te refieres?
EXTRANJERO. —A mi juicio, a toda la economía de la vida humana. Los unos son de un natural
extremadamente moderado, inclinados a pasar una vida pacífica, dirigiendo solos y por sí mismos
sus negocios, obrando en sus relaciones interiores y exteriores del modo más propio para conservar
la paz entre los suyos y los Estados vecinos. Engañados por este amor excesivo al reposo y por la
satisfacción de sus deseos, no se hacen cargo de que se incapacitan para hacer la guerra, que educan a
los jóvenes en la misma molicie, y que se ponen a merced del enemigo; de manera que al cabo de
pocos años, ellos, sus hijos y el Estado entero, de libres que eran, caen, sin sentirlo, en la esclavitud.
SÓCRATES EL JOVEN. —Hablas de una lamentable y terrible disposición.
EXTRANJERO. —¿Y qué diremos de los otros, que se inclinan más del lado de la fuerza? ¿No
lanzan sin cesar a su patria en nuevas guerras, efecto de su pasión inmoderada por este género de
vida; y, a fuerza de suscitar enemigos, no la conducen a su ruina total o a la pérdida de su libertad?
SÓCRATES EL JOVEN. —Así sucede.
EXTRANJERO. —¿Cómo no confesar que entre estas dos especies hay una profunda enemistad y
una inmensa discordia?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es imposible no reconocerlo.
EXTRANJERO. —¿No hemos encontrado lo que buscábamos al principio, a saber, que ciertas
partes de la virtud, las más importantes, están naturalmente opuestas entre sí, y que dan lugar a la
misma oposición entre los que las poseen?
SÓCRATES EL JOVEN. —Lo creo.
EXTRANJERO. —Examinemos, pues…
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué?
EXTRANJERO. —Veamos si entre las artes que juntan, hay alguna, que con propósito deliberado
componga su obra, por humilde que sea, con elementos buenos y malos; o si todo arte, por el
contrario, desecha, en cuanto es posible, lo que es malo, para escogerlo que es bueno y conveniente,
y, reuniendo en un todo estos elementos diversos, semejantes y desemejantes, producir una sola y
misma cosa, una sola y misma idea.
SÓCRATES EL JOVEN. —¡Ah!, sin duda.
EXTRANJERO. —Entonces tampoco la política, la verdadera por lo menos y la más conforme
con la naturaleza, consentirá que un Estado se componga de ciudadanos buenos y malos; sino que,
por el contrario, primero los probará mediante la educación, y después de esta prueba los confiará a
hombres capaces de instruirles bajo su propia dirección. Ella lo vigilará todo, presidirá a todo, como
el arte del tejedor vigila a los que urden y preparan los objetos necesarios para sus telas, y preside a
sus trabajos, señalando a cada uno su tarea, y disponiendo todo para lo mejor en vista del resultado
definitivo.
SÓCRATES EL JOVEN. —Muy bien.
EXTRANJERO. —En la misma forma, a mi parecer, la ciencia real, teniendo el poder de mandar,
no permitirá a ninguno de los que en nombre de la ley tienen a su cargo la instrucción y la educación,
establecer ejercicios que no produzcan hábitos convenientes para la combinación que medita, y que
los que tal hagan serán los únicos que autorizará al efecto. Y en cuanto a los que no pueden formarse
como los demás adquiriendo estos hábitos de valor, de templanza y en general de virtud, y a quienes
un natural violento y perverso arrastra a la impiedad, a la injusticia y al desorden, se desembaraza de
ellos, imponiéndoles la muerte, el destierro y los más terribles castigos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Por lo menos así se dice generalmente.
EXTRANJERO. —Y los que se arrastran en la ignorancia y en la abyección los somete al yugo de
la esclavitud.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —En cuanto a los otros, cuya naturaleza es capaz de acciones generosas, a poco
que les ayude la educación, y que con el auxilio del arte pueden entrar en una mezcla conveniente, la
ciencia real los conserva; toma el carácter firme y sólido de los que aman la fuerza, para formar
como una especie de cadena; y con respeto a los que se inclinan hacia la moderación y que muestran
un carácter dulce y afable, semejante al hilo de la trama, pero que se encuentran por sus tendencias en
oposición con los primeros, he aquí la manera como trata de ligar y enlazar a los unos con los otros.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿De qué manera?
EXTRANJERO. —En primer lugar, uniendo con un lazo divino la parte inmortal de sus almas; y
en seguida, la parte animal mediante lazos humanos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Explícame más lo que quieres decir.
EXTRANJERO. —A la opinión verdadera sobre lo bello, lo justo, el bien y sus contrarias, cuando
radica sólidamente en las almas, la llamo divina, si se encuentra en una especie de la naturaleza de los
demonios.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Ahora bien, ya sabemos que sólo el hombre político y el buen legislador,
auxiliados por la musa de la ciencia real, son capaces de producir esta disposición en los ciudadanos,
que han recibido una buena educación, como hace un instante decíamos.
SÓCRATES EL JOVEN. —Tienes razón.
EXTRANJERO. —En cuanto al que es incapaz de obtener este resultado, no le apliquemos nunca
los nombres, cuya definición intentamos averiguar ahora.
SÓCRATES EL JOVEN. —Perfectamente.
EXTRANJERO. —Y bien, ¿el alma fuerte, penetrada así de la verdad, no se dulcificará y no
querrá para lo sucesivo entrar en relación con la justicia? Y por el contrario, si no participa de este
elemento de verdad, ¿no tenderá a hacerse más y más salvaje?
SÓCRATES EL JOVEN. —Es imposible que suceda de otra manera.
EXTRANJERO. —El carácter moderado, al participar a su vez de la opinión verdadera, ¿no se
hará más sabio y prudente, como conviene al Estado? Y si está privado de tal elemento, ¿no adquirirá
y no merecerá la vergonzosa reputación de necio y simple?
SÓCRATES EL JOVEN. —Completamente.
EXTRANJERO. —¿No deberemos añadir que ningún tejido, ningún lazo sólido y durable puede
nunca unir a los malos con los malos, ni los buenos con los malos, y que no hay ciencia que pueda
intentar jamás empresa semejante?
SÓCRATES EL JOVEN. —Sin duda.
EXTRANJERO. —Sólo los hombres, que nacen con instintos generosos y cuya educación es
conforme a la naturaleza, pueden ser formados de esta suerte por las leyes; y en esto consiste el
remedio que procuran el arte y la ciencia; este es el lazo divino, que según hemos dicho, pone en
armonía las partes desemejantes y contrarias de la virtud.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es muy cierto.
EXTRANJERO. —Con respecto a los otros lazos, a los humanos, una vez establecido el lazo
divino, no es difícil concebirlos; y, después de concebirlos, formarlos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo y qué lazos?
EXTRANJERO. —La unión de los sexos, la propagación de los hijos, los casamientos y los
matrimonios. Porque los más de los hombres y de las mujeres no se unen convenientemente bajo el
punto de vista de la generación de los hijos.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Qué quieres decir con eso?
EXTRANJERO. —En cuanto a los que buscan en este asunto el dinero y el poder, ¿merecen que
tomemos el trabajo de vituperarlos seriamente?
SÓCRATES EL JOVEN. —De ninguna manera.
EXTRANJERO. —Importa más hablar de los que fijan su atención en los caracteres, y ver si
hacen algo contra la razón.
SÓCRATES EL JOVEN. —En efecto, importa más esa indagación.
EXTRANJERO. —Ahora bien, ellos se conducen contra el buen sentido, al dejarse llevar del
placer del momento buscando a los que se les parecen, huyendo de los que difieren de ellos, y al
preocuparse demasiado con el modo de evitar las dificultades.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Los hombres moderados buscan en los demás su propio carácter; se casan, en
cuanto es posible, con mujeres de las mismas condiciones y casan en la misma forma a sus hijas; y
los hombres fuertes y enérgicos hacen lo mismo: buscan en los demás su propio carácter; cuando lo
conveniente sería que estas dos clases de hombres hiciesen todo lo contrario.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo y por qué?
EXTRANJERO. —Porque es tal la naturaleza del carácter fuerte y enérgico, que, lleno de vigor
en un principio, si se reproduce sin mezcla durante muchas generaciones, concluye por dejarse
arrastrar a verdaderos accesos de furor.
SÓCRATES EL JOVEN. —Es muy probable.
EXTRANJERO. —De otro lado, el alma que se deja llevar de un pudor excesivo, que no se asocia
a una audacia varonil, y que se reproduce así durante muchas generaciones, se hace más débil que lo
que es de razón, y concluye por caer en un completo desfallecimiento.
SÓCRATES EL JOVEN. —También es probable que así suceda. He aquí por qué lazos, diría yo,
que no es difícil ligar estas dos especies de hombres, siempre que sus naturalezas tengan una misma
opinión sobre lo bello y sobre el bien. Porque esta es la única tarea, y al mismo tiempo toda la tarea
del tejedor real; no permitir jamás que el carácter prudente se divorcie del carácter fuerte y enérgico;
unirlos mediante la comunidad de sentimientos, honores, penas, opiniones, así como por un cambio
de uniones y compromisos; componer un tejido suave y sólido según hemos dicho; y confiar a todos
en común los diferentes poderes en el Estado.
SÓCRATES EL JOVEN. —¿Cómo?
EXTRANJERO. —Donde se requiera un solo jefe, escogiendo un hombre que reúna en su
persona estos dos caracteres; y donde se requieran muchos, mezclándolos por partes iguales. Los
jefes moderados tienen, en efecto, costumbres prudentes, justas y conservadoras, pero carecen de
energía y de la audacia que reclama la acción.
SÓCRATES EL JOVEN. —Todo eso me parece muy exacto.
EXTRANJERO. —Los jefes fuertes y enérgicos, a su vez, dejan algo que desear del lado de la
justicia y de la prudencia, pero sobresalen en la acción. Es imposible que todo marche bien en los
Estados, así respecto de los particulares, como respecto del público, sin la combinación de estos dos
caracteres.
SÓCRATES EL JOVEN. —Evidentemente.
EXTRANJERO. —Digamos, pues, que la acción política ha conseguido su fin legítimo, que es
cruzar los caracteres fuertes con los moderados formando un sólido tejido, cuando el arte real,
uniendo estos hombres diversos en una vida común mediante los lazos de la concordia y de la
amistad, realizando el más magnífico y el mejor de los tejidos hasta formar un todo, y abrazando a la
vez cuanto hay en los Estados, lo mismo los esclavos que los hombres libres, lo estrecha todo en sus
mallas, y manda y gobierna sin despreciar nada de lo que puede contribuir a la prosperidad del
Estado.
SÓCRATES EL JOVEN. —No era posible, extranjero, definir mejor al rey y al político.
TIMEO
Argumento del Timeo[1]
por Patricio de Azcárate

Este diálogo tiene poco de tal. Sócrates, Critias, Hermócrates, sólo hacen uso de la palabra para
presentar una especie de cuadro dramático, y la ceden bien pronto a Timeo, que no la deja hasta la
conclusión.
La víspera, Sócrates había entretenido a sus amigos con una larga conversación sobre el Estado,
que es la misma que constituye La República; y sus amigos estaban en el compromiso de
corresponderle a su vez con otra conversación semejante. A este fin se reunieron. Critias refiere una
antigua tradición, según la cual, Atenas tuvo en otro tiempo un gobierno perfecto, tal como del que se
acaba de hablar antes de la catástrofe y del temblor de tierra, de cuyas resultas desapareció la
Atlántida, sumiéndose en las aguas. Otro día, es decir, en otro diálogo (el Critias), expondrá este
gobierno perfecto, este ideal realizado; pero antes es preciso hacer conocer el origen de la especie
humana y de la naturaleza, y del mundo en general. Éste es el verdadero objeto del discurso de
Timeo, que en resumen y en sustancia se reduce a lo siguiente. Por lo pronto, es preciso distinguir
entre lo que es y existe siempre sin devenir jamás, y lo que deviene o pasa siempre, sin subsistir lo
mismo. Es preciso decir que lo que es y subsiste lo mismo, es comprendido por el puro pensamiento,
y puede ser conocido con certeza; que lo que deviene siempre, objeto mudable de los sentidos y de la
opinión, no puede ser conocido sino de una manera conjetural. De aquí se sigue que no hay ciencia
posible de la naturaleza y en general del mundo; y no será poca fortuna, si se llega a dar una
explicación probable de la formación del universo inmenso.
Dios es bueno y no conoce la envidia. He aquí por qué ha hecho el mundo y el mejor posible. He
aquí por qué ha puesto en el cuerpo del mundo un alma para animarle, y en esta alma una inteligencia
para iluminarle. He aquí por qué ha querido que el mundo fuese un animal racional. Un animal
racional era el único digno de la Providencia divina.
¿Pero este ser racional, este mundo, según qué modelo ha sido formado? Este modelo es el
animal perfecto, es decir, no tal o cuál animal inteligible, sino el que comprende todos los anímalos
inteligibles particulares. Por esta razón no hay más que un mundo, que lo abarca todo; y no hay más
que un animal racional visible, que comprende todos los animales visibles particulares.
El cuerpo del mundo, habiendo comenzado a existir, es necesariamente visible y tangible. Es
visible, luego se compone de fuego; es tangible, luego se compone de tierra. Pero dos cosas no
pueden estar unidas sino mediante una tercera, que les sirve de término medio, y si estas dos cosas
deben formar un sólido, no pueden estar unidas sino por dos términos medios. Fue, por lo tanto,
indispensable colocar el agua y el aire entre la tierra y el fuego. De suerte que el cuerpo del mundo
comprende estos cuatro cuerpos particulares. Los comprende en su totalidad. No se trata del fuego, de
la tierra, del aire, del agua, sino de todo el fuego, de toda la tierra, de todo el agua, de todo el aire.
Fuera de él no hay nada. A esto debe el ser completo, el ser único; y a esto debe también el verse libre
de enfermedades, de la ancianidad, de la muerte; porque nada exterior puede obrar sobre él, para
alterarlo o disolverlo. Es esférico, porque es la forma más conveniente, tratándose de un cuerpo que
comprende todos los cuerpos, y en sí la más hermosa; completamente liso en su superficie, porque
no teniendo nada que ver, nada que escuchar, nada que coger, no tiene necesidad de ojos, ni de oídos,
ni de manos, ni de ningún órgano ni sentido. Como es esférico, se mueve uniforme y circularmente,
girando sobre sí mismo, es decir, según el movimiento por excelencia.
Antes del cuerpo del mundo, Dios había formado ya el alma del mismo, esta alma racional de que
ya se ha hablado; porque ella es primera por su nacimiento, así como por su virtud. De la esencia
indivisible y de la esencia divisible mezcladas, formó una tercera esencia intermedia; después mezcló
esta esencia intermedia con las otras dos, con lo mismo y con lo otro; después dividió esta esencia en
partes, compuestas todas de lo mismo y de lo otro y de la esencia intermedia; después combinó estas
partes en proporciones numéricas; después cortó la mezcla definitiva en dos bandas, cruzó estas dos
bandas, dobló sus extremidades en círculos, imprimió al círculo exterior el movimiento de la
naturaleza de lo mismo, y al círculo interior el movimiento de la naturaleza de lo otro, y dio la
supremacía al primero de estos movimientos. Y esta fue el alma del mundo. Según que encuentra en
su doble movimiento las cosas que subsisten o las cosas que pasan, y expresa su opinión sobre las
unas o las otras, tiene opiniones sólidas y verdaderas, o la inteligencia y la ciencia perfecta. Ahora
bien, Dios puso esta alma en el cuerpo del universo, o más bien, puso el cuerpo del universo en esta
alma, haciendo que sus centros coincidieran; y de esta manera resultó acabado y completo el animal
racional, que es el mundo.
Pero siendo el modelo del mundo un animal eterno, faltábale al mundo participar de esta
eternidad, en la proporción que permite su naturaleza. Dios le dio el tiempo, móvil imagen de la
inmoble eternidad, y colocó en el cielo, en el círculo de la naturaleza de lo otro, el sol, la luna y los
otros cinco astros errantes, destinados a fijar y mantener los números que le miden.
Pero siendo el modelo del mundo un animal inteligible, que comprende todos los animales
inteligibles particulares, faltaba al mundo todavía comprender todos los animales visibles
particulares. Los hay de cuatro especies; la raza celeste de los dioses, la raza que vuela por los aires,
la raza que nada en las aguas, la raza que marcha sobre la tierra. Dios dio sucesivamente al mundo
estas cuatro razas. Formó primero la especie divina, y la formó del fuego principalmente, para que
fuese brillante y bella; la hizo perfectamente redonda, para que se pareciese al universo; y la
concedió la inteligencia del bien, para que marchase de acuerdo con este mismo universo. Estos
dioses, dotados de un doble movimiento de rotación y de traslación, fueron dispersados por toda la
extensión de los cielos; animales divinos que se distinguen entre los astros por la regularidad de su
carrera. En cuanto a las tres especies mortales, no pudiendo formarlas con sus propias manos, sin
hacerlas iguales a los dioses, encomendó a éstos ese cuidado. Como los hombres debían unir a una
parte mortal otra inmortal y divina, Dios confió la semilla de esta última a los dioses subalternos. Los
dioses subalternos se pusieron a la obra. Tomaron del mundo partículas de fuego, de tierra, de agua y
de aire, y uniéndolas, compusieron el cuerpo humano. Redondearon la cabeza, para hacerla estancia
del alma, o por lo menos, de la inteligencia, y la colocaron a la cima del cuerpo, para que la
condujera como si fuera un carro. En la parte anterior de la cabeza, en el semblante, acomodaron los
principales órganos de los sentidos, y singularmente los ojos, portadores de la luz; porque los ojos
encierran un fuego interior que no quema, y que es propiamente la luz; y del choque de la luz de
dentro con la luz de fuera resulta la sensación de la vista. ¡La vista, sentido maravilloso, que nos
permite contemplar en los cielos las revoluciones de la inteligencia, y arreglar por este medio las
revoluciones interiores de nuestro propio pensamiento! El oído, haciéndonos sensibles a la armonía,
nos procura la misma ventaja.
Tal es el universo en toda la perfección de que es susceptible, y tal es su verdadero origen.
Sí, estos son el universo y su origen, pero sólo bajo el punto de vista de la inteligencia que ha
presidido a su formación. Pero la inteligencia no obra sola; hay que dar su parte a la necesidad. Es
precisa pues, tomar las cosas desde el principio, para dar una nueva y más completa explicación.
Por lo pronto no se han distinguido mas que dos cosas, el modelo, que es inteligible, y la
imitación, que es visible; en otros términos, el ser y la generación; y ahora hay que añadir un tercero,
que es como el receptáculo y la nodriza de todo lo que pasa o deviene. En efecto, el fuego, el agua, el
aire, la tierra, todos los cuerpos mudan y pasan sin cesar de un estado a otro estado. Estas perpetuas
transformaciones se realizan necesariamente en un medio que permanece idéntico, que no es ningún
cuerpo, pero que puede hacerse sucesivamente todos los cuerpos; que no tiene ninguna cualidad, pero
que puede adquirir sucesivamente todas las cualidades; naturaleza invisible, sin forma, que no cae
bajo los sentidos; perceptible sólo a una especie de razón bastarda, y que puede llamarse el espacio,
el espacio eterno. De este lugar eterno es de donde han salido todas las cosas particulares. He aquí
cómo.
Los cuerpos que nos rodean nacen ciertamente del fuego, de la tierra, del agua y del aire; pero el
fuego, la tierra, el agua y el aire son a su vez cuerpos compuestos, cuyos elementos es preciso
determinar. Los elementos son triángulos de una infinita pequeñez. Los triángulos son escalenos o
isósceles. Los escalenos, mediante sus combinaciones, engendran tres sólidos, a saber: la pirámide, el
octaedro y el icosaedro. Los isósceles no engendran más que uno: el cubo. Estos sólidos, mediante
otras combinaciones, engendran a su vez cuatro cuerpos elementales, de donde salen en seguida
como hemos dicho, los cuerpos particulares.
De la relación de los cuerpos particulares con el nuestro nacen las impresiones acompañadas o no
de sensación, y desde luego las impresiones comunes al cuerpo entero, (las del tacto).
La impresión de lo caliente se explica a su vez por la naturaleza del fuego, que es su principio, y
por el efecto producido sobre los órganos, que son su instrumento. Nada más sutil que las partes del
fuego, ni nada tan rápido como su movimiento; nada tan fino como sus espinas, ni tan agudo como
sus puntas. Su impresión es como la de un cuerpo acerado. Corta, trincha y divide los órganos; y esta
acción, sentida por el alma, es a lo que, con admirable propiedad, se llama calor.
Los elementos húmedos, que rodean nuestro cuerpo, se esfuerzan por penetrar en él. El humor
derramado en los órganos se encuentra comprimido y resiste. De este contacto y de la conmoción
que se sigue, nace el temblor, y de éste la sensación del frío.
Cuando los cuerpos, que están en contacto con el nuestro, son muy densos, es decir, están
formados de partes que tienen bases triangulares, nuestra carne se ve forzada a ceder a su acción, y la
impresión sentida es la de la dureza. Pero si se forman, por el contrario, de pequeñas bases, entonces
ceden a nuestra presión, y tiene lugar la sensación de la blandura. No se comprendería lo que son la
pesantez y la ligereza, sino supiésemos con precisión lo que debe entenderse por lo alto y lo bajo. Lo
cierto, o por lo menos lo probable, es que en el mundo cada uno de los elementos ocupa un puesto
aparte; que las cosas de la misma naturaleza se atraen mutuamente; que si se intenta arrancar a la
masa de fuego, o a la del aire, o a la de la tierra, dos partes, una más grande, otra más pequeña,
ambas resistirán en virtud de la atracción de los semejantes; pero la primera más, la segunda menos.
Ahora bien; la mayor resistencia de la primera la obliga a tender hacia bajo (es decir, hacia la masa
de la misma naturaleza) y he aquí la pesantez; la menor resistencia de la segunda la obliga a elevarse
a lo alto, (es decir hacia una masa heterogénea) y he aquí la ligereza.
En cuanto a las impresiones de lo áspero y de lo liso, que nos hacen experimentar ciertos
cuerpos, son producidas, aquellas por la dureza unida a la desigualdad de las partes, y éstas por la
uniformidad unida a la densidad. Es preciso decir por qué, entre estas impresiones comunes al cuerpo
entero, algunas van acompañadas de sensación, y singularmente de placer y de dolor. No son todos
los cuerpos igualmente favorables al movimiento. Si un cuerpo fácil de mover recibe una impresión,
aunque sea ligera, cada parte la comunica a las que forman un círculo en torno de ella, produciendo
sobre estas partes la misma impresión que ella ha recibido, hasta que el movimiento, llegando a la
inteligencia, la advierte del poder del agente. Entonces tiene lugar la sensación. Pero si el cuerpo es
firme y estable, no produce ninguna trasmisión circular y concentra la afección en la parte afectada;
entonces no hay sensación. Si la sensación es violenta y brusca, si encuentra resistencia en los
órganos, si es contraria a su naturaleza, es un dolor. Si, aun siendo violenta y brusca y encontrando
resistencia en los órganos, los restablece en su estado normal, es un placer. La sensación no es
agradable ni penosa, cuando se verifica con facilidad.
Las impresiones propias de tal o cual parte del cuerpo (las de los otros cuatro sentidos) se
verifican de una manera análoga. Las impresiones del gusto: lo agrio, lo amargo, lo acedo, etc., son
producidas, como la mayor parte de las otras, por contracciones y dilataciones, en las que lo áspero y
lo liso desempeñan el principal papel. Las del olor no tienen especies determinadas. La razón de esto
es, porque el olor es cosa imperfecta. Como las venas afectadas por el olor, son demasiado estrechas
para las partes de tierra y agua, y demasiado anchas para las de fuego y aire, sólo pueden exhalarse
olores de los cuerpos corrompidos, fundidos, o volatilizados. En general, el sonido es un impulso
trasmitido por el aire, al través de los oídos, del cerebro y la sangre, hasta el alma. El sonido es
grave, si el movimiento es lento; agudo, si es rápido; dulce, si es igual y uniforme, etc. En general, el
color es el fuego que se introduce en los cuerpos, y cuyas partículas, proporcionadas al fuego de la
vista, se unen en ésta. Si las partículas exteriores son iguales a las del fuego visual, se produce el
color trasparente; si más gruesas o más pequeñas, contraen o dilatan el fuego visual, el blanco y el
negro; si, dividiendo el fuego Visual hasta los ojos mismos, hacen derramar lágrimas, el brillante; si
se mezclan con el líquido contenido en los ojos, el encarnado. De estos colores combinados, nacen
todos los demás.
Tal es el universo y tal su origen bajo el punto de vista de la necesidad. Es preciso ahora, teniendo
en cuenta a la vez la necesidad y la inteligencia, acabar de exponer la formación del hombre y de los
animales inferiores.
Los dioses subalternos no se limitaron a encerrar en la cabeza el alma inmortal que habían
recibido de su padre; compusieron además un alma mortal, y la colocaron en el tronco del cuerpo,
separado de la cabeza por el istmo del cuello. Y como esta alma mortal era doble, dividieron el
tronco en dos cavidades con el tabique del diafragma, y la colocaron en estas dos cavidades. La parte
viril de esta segunda alma ocupó el tórax, próximo a la cabeza, para estar en mejor posición de
prestar apoyo a la razón contra las exigencias de los deseos y apetitos. El corazón, nudo de las venas
y origen de la sangre, fue puesto cerca, para trasmitir las órdenes y las impresiones a toda la
máquina; y el pulmón se injertó en el corazón para refrescar y dulcificar las palpitaciones de éste. La
parte, que desea comer, beber y demás, la colocaron a su vez entre el diafragma y el ombligo, y allí
la adhirieron para que pudiera alimentarse y alimentar el cuerpo. Al hígado denso, liso y brillante se
le dio la misión de reflejar los pensamientos de la inteligencia, y presentar, como en un espejo
imágenes de los mismos, a esta alma irracional; y el bazo no tuvo otro objeto que conservar limpia y
resplandeciente la superficie del hígado. El vientre bajo debió recibir el sobrante de los alimentos,
reteniéndolo por largo tiempo mediante las numerosas circunvoluciones de los intestinos, a fin de
que pudiesen ser renovadas aquellos menos veces.
También en vista del alma se formaron las demás partes del cuerpo y se añadieron a las
precedentes. Los dioses hicieron desde luego la médula para ligar mediante ella los lazos vitales, que
unen el alma al cuerpo; redondeando la parte superior de la misma, el encéfalo, y allí se depositó la
semilla divina, es decir, el alma inmortal; dividieron en formas redondas y prolongadas el resto de la
médula, que conserva este nombre, y encadenaron con ellas como con anclas él alma mortal. En
seguida hicieron los huesos y la carne; los nervios, para ligar todos los miembros, y dar a las
articulaciones el poder de plegarse en tal o cual sentido; la carne, para escudar el cuerpo contra lo
caliente y lo frío, y para que hiciera en las caídas las veces de un vestido embutido de lana.
Distribuyeron esta carne desigualmente según el punto y uso a que pudiera destinarse; y así es que la
cabeza apenas la tiene por interés de la sensibilidad y de la inteligencia para las que la carne hubiera
sido un obstáculo. Hicieron, en fin, la piel, corteza de la carne, los cabellos y las uñas, como otros
tantos medios de protección.
Formado el cuerpo de esta manera, necesitaba alimentarse. Para esto crearon los dioses una nueva
especie de seres, análoga a la especie humana, pero con otras formas, otros sentidos animales; puesto
que tienen alma, pero sólo tienen la tercera alma. Éstas son las plantas, que viven inmóviles,
arraigadas en el suelo.
Una vez asegurada la subsistencia del cuerpo humano, los dioses abrieron en él canales, como se
hace en nuestros jardines, para regarle mediante el curso de esta especie de arroyo. Estos canales son
las venas, que colocaron a lo largo de la espina dorsal, hacia la cabeza, y en general en todas las
partes del cuerpo. Prepararon en seguida el líquido que debía recorrerlas. Este líquido es la sangre,
formada de los alimentos, divididos en partículas en el vientre, y llevadas por la corriente de la
respiración a las venas, donde se convierten en jugo nutritivo. Nuestro cuerpo, en su contacto con las
cosas exteriores, experimenta pérdidas perpetuas; que son constantemente reparadas por la sangre,
cuyas partes llenan el vacío a medida que se verifica en los órganos. Si las pérdidas superan a la
reparación, el animal perece; si, por el contrario, ésta supera, el animal crece. Es fácil por este medio
explicar el crecimiento progresivo de la juventud, el decrecimiento progresivo de la ancianidad, las
enfermedades y la muerte, su fatal resultado.
La primera clase de enfermedades tiene por causa el exceso o defecto, el desarreglo, y en fin las
alteraciones de los cuatro géneros de sustancias que entran en la constitución del cuerpo: el aire, el
fuego, el agua y la tierra. Estas enfermedades, entre las que se encuentran las fiebres, son desde luego
las más numerosas. La segunda clase de enfermedades, menos frecuentes, pero más graves y
dolorosas, tiene su origen en las composiciones secundarias, es decir, en las sustancias animales, la
carne, la sangre, los huesos, la médula etc. Tienen lugar, cuando estas sustancias, lejos de producirse
unas y otras en su estado natural, se descomponen, y vuelven cada una a la sustancia de donde
procede. Así es que de la corrupción de la carne y de la sangre nacen la bilis y la flema. La más
terrible de estas enfermedades es la que ataca la médula. En fin, la tercera clase comprende las
enfermedades, que proceden del aire respirado, de la flema y de la bilis. Una de ellas es la
enfermedad sagrada.
Tales son las enfermedades corporales. El alma tiene también las suyas, que dependen del estado
del cuerpo. No hay mayor desgracia para el alma, que la ignorancia y la sinrazón. Y así nada más
funesto que el exceso de placer y de dolor, que llevan la turbación a nuestros pensamientos. Si la
médula engendra el semen en demasiada abundancia, el alma es presa de los desarreglos del amor, y
se ve igualmente turbada. Lo mismo sucede, cuando la bilis, la flema y los humores, no encontrando
salida al exterior, inundan con sus vapores las revoluciones del alma entorpeciéndolas. De aquí nacen
la sombría tristeza, la audacia o la cobardía, la estupidez o el olvido. El vicio es involuntario; resulta
fatalmente de la influencia del cuerpo o de una mala educación. El vicioso es un enfermo, que tiene
derecho a ser compadecido y a quien nosotros no tenemos derecho a maldecir.
¿Cómo curar o más bien evitar estas enfermedades? ¿Cómo conservar la salud física y moral?
Manteniendo por lo pronto la armonía entre el cuerpo y el alma. La desigualdad de las piernas de un
cojo, no es mas chocante, ni más funesta, que la desproporción del cuerpo y del alma en la naturaleza
humana. El alma es mejor que el cuerpo; se irrita al verse en él encerrada; conmueve todo el interior
y le llena de enfermedades. Por el contrario, un cuerpo demasiado poderoso hace estúpida al alma.
He aquí el precepto de ejercitar a la vez el cuerpo y el alma; el cuerpo con la gimnasia, el alma con la
música; debiendo cuidarse igualmente estas dos partes de nosotros mismos, consideradas
aisladamente, para producir una armonía análoga a la del universo. El cuerpo sólo se puede librar de
las influencias extrañas, mediante el movimiento. El más saludable es el de la gimnasia: el segundo,
el del paseo, embarcado o en carruaje; el tercero, la purga. En general, es preciso usar de los
medicamentos con una extrema sobriedad. Pero como la que gobierna es el alma, ésta es la que
principalmente debe ser vigilada. El alma comprende tres almas. Es preciso hacer empeño en que se
ejerciten todas tres con armonía, dando a cada una los movimientos y las conversiones que le sean
propios. Honremos sobre todo al alma inmortal, que es para nosotros como un genio divino. Así
llegaremos al soberano bien; y obtendremos la inmortalidad, que permite nuestra naturaleza.
Después de los hombres vienen los animales. Pero los animales no son más que hombres
castigados y degradados. Las mujeres mismas son más que hombres que fueron cobardes, y pasaron
su vida faltando a la justicia. La raza de los pájaros proviene de esta clase de hombres ligeros,
exentos de malicia, grandes anunciadores de las cosas celestes, de las que sólo juzgan por lo que ven
con sus ojos. La raza de los animales terrestres proviene de los hombres extraños a la filosofía,
esclavos de sus pasiones. Los más estúpidos han recibido cuatro pies para estar más firmemente
adheridos a la tierra; los todavía más estúpidos se arrastran bajamente por el suelo. La raza de los
animales acuáticos representa hombres enteramente desprovistos de inteligencia, juguete de los más
groseros apetitos; indignos de respirar un fluido puro, están condenados a vivir en el fondo de las
aguas.
Tal es en sus elementos y en su variedad, en su origen y en su estado actual, el universo, animal
visible que encierra todos los demás; Dios sensible a semejanza de la inteligencia; Dios muy grande,
muy bello, muy bueno y muy perfecto, que vemos por todas partes, bajo nuestros pies, sobre nuestras
cabezas, el cielo, en fin.
Éste es en resumen el contenido del Timeo, que difiere notablemente de todos los demás diálogos
por muchos conceptos. Por lo pronto, nos presenta, en el discurso de Timeo, una verdadera
exposición didáctica, extraña absolutamente a los hábitos de Platón, y que convierte este escrito, uno
de los últimos que compuso,[2] en un tratado a la manera de los de Aristóteles. Este cambio en la
forma lleva consigo otro en el fondo. Las ideas se ligan aquí con un rigor, se encadenan con un
método, que en vano se buscarían en las otras partes de la obra platoniana. El desorden de que habla
M. Martin,[3] es más aparente que real. Si Platón parece volver al mismo asunto dos y tres veces, en
realidad no es así. Su objeto es el universo. Le estudia sucesivamente bajo el punto de vista de la
inteligencia que le ha formado, de la materia de que ha sido hecho, y de los seres que comprende.
Este plan no puede ser rechazado por la lógica más exigente. Y si Platón describe por extenso al
hombre, alma y cuerpo, uniendo a ello lo que creyó oportuno decir de los vegetales y de los animales
inferiores, no olvidemos que el Timeo no es en su pensamiento más que una transición de la
República al Critias, y que en él se propone principalmente, remontándose al origen del mundo,
explicar el origen de la especie humana.
Este diálogo tiene además un carácter de universalidad filosófica, que falta a los otros. Para dar
razón de la naturaleza, para exponer la formación de los seres particulares, Platón se ve obligado a
subir hasta las ideas, que son los modelos; hasta la inteligencia, que es la causa; hasta Dios, que es el
autor. La cosmogonía implica la teología, y como ella tiene allí sus principios, tiene su luz propia. De
suerte que el Timeo encierra hasta cierto punto toda la doctrina platoniana, sus diversas partes en sus
relaciones naturales, y tales como Platón las concebía al fin de su carrera, después de una dilatada
vida consagrada a la indagación de la verdad y a la meditación.
En fin, el carácter ecléctico, que es uno de los rasgos principales de la filosofía de Platón, así
como de cada uno de sus diálogos, aparece aquí con más claridad. Platón acude a todos los orígenes
de la tradición filosófica. Se aprovecha ampliamente de las doctrinas de Anaxágoras y de la escuela
jónica, de Parménides y de los eléatas, de Leusipo y de los atomistas, de Empédocles, y sobre todo de
los pitagóricos. Pero precisamente en medio de todos estos elementos prestados, es donde brilla
notablemente su gran poder de asimilación. No es, ni por un solo instante, jónico, eléata, pitagórico;
Platón es siempre el mismo. De los descubrimientos de los demás hace una obra nueva a la que
imprime el sello de su genio, y que es incontestablemente suya. No se puede menos de compararle a
las abejas de que habla Montaigne «que pican acá y allá las flores, pero después hacen la miel, que es
obra suya».
¿Qué valor tiene esta doctrina compuesta de mil doctrinas diversas? No es este el lugar de
apreciar las ideas cosmogónicas de Platón, y de deslindar la verdad del error. Sólo diremos, que
todos los errores están dominados por un error capital, que consiste en declarar que no siendo la
naturaleza mas que una oleada de apariencias fugitivas, no puede ser científicamente conocida; que
sombre todas las verdades que encierra, hay una verdad suprema, la que Platón expresa en esta
forma: «Dios es bueno, extraño a la envidia; y lo que ha hecho, lo ha hecho lo mejor posible».
Timeo o de la naturaleza
SÓCRATES — TIMEO — HERMÓCRATES — CRITIAS

SÓCRATES. —Uno, dos, tres. Pero, mi querido Timeo,[1] ¿dónde está el cuarto de los que fueron
ayer mis convidados y que se proponen hoy obsequiarme?
TIMEO. — Precisamente debe estar indispuesto, Sócrates, porque voluntariamente de ninguna
manera hubiera faltado a esta reunión.
SÓCRATES. —A ti, pues, y a todos vosotros os corresponde ocupar su lugar, y desempeñar su
papel a la par que el vuestro.
TIMEO. — Sin dificultad; y haremos todo lo que de nosotros dependa. Porque no sería justo que,
después de haber sido tratados ayer por ti como deben serlo los que son convidados, no lo
tomáramos con calor nosotros, los que aquí estamos, para pagarte obsequio con obsequio.
SÓCRATES. —¿Recordareis qué cuestiones eran y qué importantes, las que comenzamos a
examinar?
TIMEO. —Sólo en parte; pero lo que hayamos podido olvidar, tú nos lo traerás a la memoria. O
más bien, si esto no te desagrada, comienza haciendo un resumen en pocas palabras, para que
nuestros recuerdos sean más precisos y más exactos.
SÓCRATES. —Conforme. Ayer os hablé del Estado, y quise exponeros muy particularmente lo
que debe ser, y de qué hombres debe componerse, para alcanzar lo que, en mi opinión, es lo más
perfecto posible.[2]
TIMEO. — Es, en efecto, eso mismo lo que dijiste, y que nos satisfizo cumplidamente.
SÓCRATES. —¿No separamos en el Estado desde luego la clase de labradores y de artesanos de
la gente de guerra?
TIMEO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y no hemos atribuido a cada uno, según su naturaleza, una sola profesión y un
solo arte? ¿No hemos dicho, que los que están encargados de combatir por los intereses públicos,
deben de ser los únicos guardadores del Estado, y que si algún extranjero o los mismos ciudadanos
producen algún desorden, deben tratar con dulzura a los que están bajo su mando, por ser sus amigos
naturales, y herir sin compasión en la pelea a todos los enemigos que se pongan a su alcance?
TIMEO. —Seguramente.
SÓCRATES. —He aquí, por qué hemos dicho, que estos guardadores del Estado debían unir a un
gran valor una grande sabiduría, para mostrarse como es justo, suaves para con los unos y duros
para con los otros.
TIMEO. —Sí.
SÓCRATES. —Y en cuanto a su educación, ¿no hemos resuelto, que debía educárseles en la
gimnasia, en la música y en todos los conocimientos que puedan serles convenientes?
TIMEO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Además hemos añadido, que una vez educados de esta manera, no deben mirar
como propiedad, suya particular ni el oro, ni la plata, ni cosa alguna; sino que, recibiendo estos
defensores de los que protegen un salario por su vigilancia, salario modesto, cual conviene a sabios,
deben gastarle en común, porque en comunidad tienen que vivir, sin correr con otro cuidado que el
cumplimiento de su deber, y despreciando todo lo demás.
TIMEO. —Es lo mismo que dijimos, y de la manera que lo dijimos.
SÓCRATES. —Respecto a las mujeres, declaramos, que sería preciso poner sus naturalezas en
armonía con la de los hombres, de la que no difieren, y dar a todas las mismas ocupaciones que a los
hombres, inclusas las de la guerra, y en todas las circunstancias de la vida.
TIMEO. — Sí, también eso se dijo, y de esa misma manera.
SÓCRATES. —¿Y la procreación de los hijos? ¿No es fácil retener lo que se dijo a causa de su
novedad: que todo lo que se refiere a los matrimonios y a los hijos sea común entre todos; que se
tomen tales precauciones, que nadie pueda conocer sus propios hijos, sino que se consideren todos
padres, no viendo más que hermanos y hermanas en todos los que puedan serlo por la edad, padres y
abuelos en los que hayan nacido antes, hijos y nietos en los que han venido al mundo más tarde?
TIMEO. —Sí, y todo eso es fácil retenerlo, por la misma razón que tú das.
SÓCRATES. —Y para conseguir en todo lo posible hijos de un carácter excelente, ¿no
recordamos haber dicho, que los magistrados de ambos sexos, deberían, para la formación de los
matrimonios, combinarse secretamente, de manera que, haciéndolo depender todo de la suerte, se
encontrasen los malos de una parte, los buenos de otra, unidos a mujeres semejantes a ellos, sin que
nadie pudiese experimentar sentimientos hostiles hacia los gobernantes, por creer todos que los
enlaces eran obra de la suerte?
TIMEO. —De todo eso nos acordamos.
SÓCRATES. —¿Y no hemos dicho también, que sería preciso educar(l) los hijos de los buenos, y
trasladar, por el contrario, en secreto a una clase inferior los de los malos? ¿Después, cuando se
hayan desarrollado, examinar con cuidado a unos y a otros, para exaltar a los que sean dignos, y
enviar a donde convenga a los que se hiciesen indignos de permanecer entre vosotros?[3]
TIMEO. — Es cierto.
SÓCRATES. —Y bien, todo lo que ayer se expuso, ¿no lo hemos recorrido ahora, aunque
sumariamente? ¿O acaso, mi querido Timeo, se nos ha olvidado algo?
TIMEO. —De ninguna manera; hemos recordado toda la discusión, Sócrates.
SÓCRATES. —Escuchad ahora cuál es mi parecer y lo que creo respecto del Estado, que
acabamos de describir. Mi opinión es poco más o menos la misma que se experimenta, cuando,
considerando preciosos animales representados por la pintura, o si se quiere, reales y vivos, pero en
reposo, se desea verlos ponerse en movimiento, y entregarse a los ejercicios que requieren sus
facultades corporales. He aquí precisamente lo que yo experimento respecto al Estado descrito.
Tendría mucho gusto en oír contar, respecto a estas luchas que sostienen las ciudades, que el Estado
que hemos descrito las arrostra contra los demás, marchando noblemente al combate, y mostrándose
durante la guerra digno de la instrucción y de la educación dada a los ciudadanos, sea en acción sobre
el campo de batalla, sea en los discursos y en las negociaciones con las ciudades vecinas.
Seguramente, mis queridos Critias[4] y Hermócrates,[5] me confieso incapaz para alabar dignamente,
como se merecen, tales hombres y tal Estado. En mí no es esto extraño; pero me imagino que lo
mismo sucede a los poetas de los antiguos tiempos y los poetas de hoy día. No es que desprecie yo la
raza de los poetas; pero es una cosa sabida por todo el mundo, que la clase de imitadores imitará
fácilmente y bien las cosas en que ha sido educada; mientras que respecto a las cosas extrañas al
género de vida que ha observado, es difícil reproducirlas en las obras, y más difícil aún en los
discursos. En cuanto a la raza de los sofistas, los tengo por gentes expertas en muchas clases de
discursos y en otras cosas muy buenas; pero temo que, errantes como viven de ciudad en ciudad, sin
domicilio fijo, no pueden dar su parecer sobre lo que los filósofos y los políticos deban hacer o
decir en la guerra y en los combates, y en las relaciones que tienen con los demás hombres, ya en
cuanto a la acción, ya en cuanto a la palabra. Resta la raza de los hombres de vuestra condición, que
participan por su carácter y por su educación de los unos y de los otros.[6] ¿Hay en la culta Locres, en
Italia,[7] un ciudadano que supere por la fortuna o el nacimiento a Timeo, que ha sido revestido con
los más importantes cargos y las mayores dignidades de su patria, y que en mi opinión ha subido
también a la cima de la filosofía? Con respecto a Critias, ¿quién de nosotros ignora que está
familiarizado con todos los asuntos de estas conversaciones? En cuanto a Hermócrates, su carácter y
su educación hacen que esté al alcance de todas estas cuestiones, y de ello tenemos numerosos
testimonios. En esta persuasión accedí ayer con gusto a la súplica que me hicisteis de que hablara del
Estado, convencido de que cada uno de vosotros podía, si quería, tomar parte en la discusión. Porque
ahora que hemos puesto nuestra república en estado de hacer noblemente la guerra, sólo vosotros,
entre todos los hombres de nuestro tiempo, podéis acabar de darle todo lo que la conviene. Ahora que
he concluido mi tarea, a vosotros toca llevar a cabo la vuestra. Habéis convenido y concertado
obsequiarme con un discurso en cambio del que yo os dirigí, y heme aquí pronto y completamente
dispuesto a recibir lo que queráis ofrecerme.
HERMÓCRATES. —Sin duda, como ha dicho Timeo, mi querido Sócrates, nosotros no buscamos
falsos pretextos, ni queremos más que hacer lo que tú exijas. Desde ayer al salir de aquí, aun antes de
haber llegado a la casa de Critias, durante todo el camino, examinamos de nuevo esta cuestión. Critias
nos refirió entonces una historia de los antiguos tiempos. Repítela, Critias, para que Sócrates vea si se
refiere o no a nuestro asunto.
CRITIAS. —Lo haré, si Timeo, nuestro tercer compañero, opina lo mismo.
TIMEO. —Seguramente sí.
CRITIAS. —Escucha, Sócrates, una historia muy singular, pero completamente verdadera, que
referia en otro tiempo el más sabio de los siete sabios, Solón. Era a la vez padre y amigo de mi
bisabuelo Dropido,[8] como él mismo lo dice repetidas veces en sus versos.[9] Refirió a Critias, mi
abuelo, y éste en su ancianidad nos lo repetía, que en otro tiempo habían tenido lugar en esta
ciudad[10] grandes y admirables cosas, que babian caído en el olvido por el trascurso de los tiempos y
las grandes destrucciones de los hombres, y que entre tales cosas había una más digna de
consideración que todas las demás. Quizá recordándola, podremos justamente atestiguarte nuestro
razonamiento; y celebrar en esta asamblea del pueblo,[11] de una manera conveniente a la diosa, como
si la cantáramos un himno.
SÓCRATES. —Muy bien. Pero ¿qué suceso es este que Critias contaba, con referencia a Solón, no
como una fábula, sino como un hecho de nuestra antigua historia?
CRITIAS. —Voy a referir esta historia, que no es nueva, y que oí a un hombre, que no era joven.
Critias, según él mismo lo decía, tocaba entonces en los noventa años, cuando yo apenas contaba diez.
Era el día Cureotis de las fiestas Apaturias.[12] En la fiesta tomamos parte los que éramos jóvenes, en
la forma acostumbrada, y nuestros padres propusieron premios para los que sobresalieran entre
nosotros en la declamación de versos. Se recitaron muchos poemas de varios poetas, y como
entonces eran nuevas las poesías de Solón, muchos las cantaron. Alguno de nuestra tribu, fuera
porque así lo creyese o porque quisiera complacer a Critias, dijo que Solón no sólo le parecía el más
sabio de los hombres, sino también el más noble de los poetas. Elanciano Critias, me acuerdo bien, se
entusiasmó al oír esto, y dijo complacido: «Aminandro, si Solón, en lugar de hacer versos por
pasatiempo, se hubiera consagrado seriamente a la poesía como otros muchos; si hubiera llevado a
cabo la obra que trajo de Egipto; si no hubiera tenido precisión de dedicarse a combatir las facciones
y los males de toda clase, que encontró aquí a su vuelta; en mi opinión, ni Hesíodo, ni Homero, ni
nadie le hubieran superado como poeta».
—¿Y qué obra era esa Critias? —preguntó Aminandro.
—Es la historia del hecho más grande y de más nombradla, que fue realizado por esta ciudad, y
cuyo recuerdo, a causa del trascurso del tiempo y de la muerte de sus autores, no ha llegado hasta
nosotros.
—Repítenos desde el principio —replicó el otro— lo que contaba Solón, qué tradición era esa, y
quién se lo contó como una historia verdadera.
—Hay —dijo Critias— en Egipto, en el Delta, en cuyo extremo divide el Nilo sus aguas, un
territorio llamado Saitico, distrito cuya principal ciudad es Sais, patria del rey Amasis,[13] Los
habitantes honraban como fundadora de su ciudad a una divinidad, cuyo nombre egipcio es Neith, y
el nombre griego, si se les ha de dar crédito, es Atena.[14] Aman mucho a los atenienses, y pretenden
en cierto modo pertenecer a la misma nación. Solón decía que cuando llegó a aquel país, había sido
acogido perfectamente; que había interrogado sobre las antigüedades a los sacerdotes más versados
en esta ciencia; y que había visto, que ni él ni nadie, entre los griegos, sabía, por decirlo así, ni una
sola palabra de estas cosas. Un dia, queriendo comprometer a los sacerdotes a que se explicaran
sobre las antigüedades, Solón se propuso hablar de todo lo que nosotros conocemos como más
antiguo, de Foroneo, llamado el primero,[15] de Niobe,[16] y después del diluvio,[17] de Deucalión y
Pyrro, con todo lo que a esto se refiere; explicó la genealogía de todos los descendientes de aquellos,
y ensayó, computándolos años, fijar la fecha de los sucesos. Pero uno de los sacerdotes más
ancianos, exclamó:
—¡Solón! ¡Solón! ¡vosotros los griegos seréis siempre niños; en Grecia no hay ancianos!
—¿Qué quieres decir con eso? —replicó Solón
—Sois niños en cuanto al alma —respondió el sacerdote—, porque no poseéis tradiciones
remotas ni conocimientos venerables por su antigüedad. He aquí la razón. Mil destrucciones de
hombres han tenido lugar y de mil maneras, y se repetirán aún, las mayores por el fuego y el agua, y
las menores mediante una infinidad de causas. Lo que se refiere entre vosotros, de que en otro tiempo
Faetonte, hijo del Sol, habiendo uncido el carro de su padre y no pudiendo conservarle en la misma
órbita, abrasó la tierra y pereció él mismo, herido del rayo, tiene todas las apariencias de una fábula;
pero lo que es muy cierto e innegable, es que en el espacio que rodea la tierra y en el cielo se realizan
grandes revoluciones, y que los objetos que cubren el globo a largos intervalos desaparecen en un
vasto incendio. En tales circunstancias los que habitan las montañas, y en general los lugares elevados
y áridos, sucumben más bien que los que habitan las orillas de los ríos y del mar. Con respecto a
nosotros, el Nilo, nuestro constante salvador, nos salvó también de esta calamidad desbordándose.
Cuando por otra parte, los dioses, purificando la tierra por medio de las aguas, la sumergen, los
pastores en lo alto de las montañas y sus ganados de toda clase se ven libres de este azote; mientras
que los habitantes de vuestras ciudades se ven arrastrados al mar por la corriente de los ríos. Pues
bien, en nuestro país, ni entonces, ni en ninguna ocasión, las aguas se precipitan nunca desde las
alturas a las campiñas; por el contrario, manan de las entrañas de la tierra. Por estos motivos, se dice,
que entre nosotros es donde se han conservado las más antiguas tradiciones. La verdades que en todos
los países, donde los hombres no tienen precisión de huir por un exceso de agua o por un calor
extremado, subsisten siempre en más o en menos, pero siempre en gran número. Así es que, sea entre
vosotros, sea aquí, sea en cualquiera otro país de nosotros conocido, no hay nada que sea bello, que
sea grande, y que sea notable en cualquiera materia, que no haya sido consignado desde muy antiguo
por escrito, y que no se haya conservado en nuestros templos. Pero entre vosotros y en los demás
pueblos, apenas habéis adquirido el uso de las letras y de todas las cosas necesarias a los Estados,
cuando terribles lluvias, a ciertos intervalos, caen sobre vosotros como un rayo, y sólo dejan
sobrevivir hombres iliteratos y extraños a las musas; de manera que comenzáis de nuevo, y os hacéis
niños sin saber nada de los sucesos de este país o del vuestro, que se refieran a los tiempos antiguos.
Ciertamente esas genealogías, que acabas de exponer, Solón, se parecen mucho a cuentos de niños;
porque además de que sólo hacéis mención de un solo diluvio, aunque fue precedido por otros
muchos, ignoráis que la mejor y más perfecta raza de hombres ha existido en vuestro país, y que de
un solo germen de esta raza que escapó a la destrucción, es a lo que debe vuestra ciudad su origen.
Vosotros lo ignoráis, porque los que sobrevivieron, murieron durante muchas generaciones, sin
dejar nada por escrito. En efecto, en otro tiempo, mi querido Solón, antes de esta gran destrucción
mediante las aguas, esta misma ciudad de Atenas, que vemos hoy día, sobresalía en las cosas de la
guerra, y superaba en todo por la sabiduría de sus leyes; y a ella se atribuyen las acciones más
grandes, y las mejores instituciones de todos los pueblos de la tierra.
Solón, sorprendido y lleno de curiosidad al oír este discurso, decía que había suplicado a los
sacerdotes que le expusieran en todo su desarrollo y con toda exactitud la historia de sus antepasados.
A lo que el sacerdote respondió: «Con mucho gusto, Solón; lo haré, no sólo por respetos a ti y a tu
patria, sino sobre todo, en consideración a la diosa, que ha protegido, instruido y engrandecido
vuestra ciudad y la nuestra; la vuestra mil años antes, formándola de una semilla tomada de la tierra y
de Vulcano, y la nuestra después; y nota que según nuestros libros sagrados, han pasado ocho mil
años desde nuestra fundación. Voy a darte a conocer las instituciones que tenían tus conciudadanos de
hace nueve mil años, y en cuanto a sus hechos, te referiré los más gloriosos. Con respecto a los
detalles, otra vez, cuando tengamos más espacio, te lo contaré todo minuciosamente, teniendo a la
vista los libros sagrados. Compara las leyes de la antigua Atenas con las nuestras, y hallarás que la
mayor parte de ellas están hoy en vigor entre nosotros. Por lo pronto, la casta de los sacerdotes está
separada de todas las demás; después sigue la de los artesanos, cada uno de los cuales ejerce su
profesión sin confundirse con los demás; y a seguida la de los pastores, la de los cazadores y la de
los labradores. La clase de guerreros, ya lo sabes, es también distinta de todas las demás clases; y la
ley no permite que se consagren éstos a otros cuidados que a los de la guerra. Con respecto a las
armas, nosotros hemos sido los primeros pueblos delAsia que hemos usado del broquel y de la lanza,
habiendo aprendido su uso de la diosa, que desde un principio nos lo enseñó. En cuanto a la ciencia,
ya ves el cuidado que a ella presta la ley desde su origen, elevándonos desde el estudio del orden del
mundo hasta la adivinación y la medicina, que cuidan de la salud; caminando así de las ciencias
divinas a las humanas, y poniéndonos en posesión de todos los conocimientos que se refieren a éstas.
Tal es la constitución y tal el orden que la diosa había establecido desde un principio entre vosotros,
después de haber escogido el país en que habéis nacido, sabiendo bien que la admirable temperatura
de las estaciones produciría en él hombres excelentes para la sabiduría. Amiga de la guerra y de la
ciencia, la diosa debía escoger, para fundar un Estado, el país más capaz de producir hombres que se
parecieren a ella. Vosotros erais gobernados por estas leyes y por instituciones mejores aún;
superabais al resto de los hombres en todo género de virtud, cual convenía a hijos y discípulos de los
dioses.
»Entre la multitud de hazañas que honran a vuestra ciudad, que están consignadas en nuestros
libros, y que admiramos nosotros, hay una más grande que todas las demás, y que revela una virtud
extraordinaria. Nuestros libros refieren cómo Atenas destruyó un poderoso ejército, que, partiendo
del Océano Atlántico, invadió insolentemente la Europa y elAsia. Entonces se podía atravesar este
Océano. Había, en efecto, una isla, situada frente al estrecho, que en vuestra lengua llamáis las
columnas de Hércules. Esta isla era más grande que la Libia y elAsia reunidas; los navegantes
pasaban desde allí a las otras islas, y de estas al continente, que baña este mar, verdaderamente digno
de este nombre. Porque lo que está más acá del estrecho de que hablamos, se pareced un puerto, cuya
entrada es estrecha, mientras que lo demás es un verdadero mar, y la tierra que le rodea un verdadero
continente. Ahora bien en esta isla Atlántida los reyes habían creado un grande y maravilloso poder,
que dominaba en la isla entera, así como sobre otras muchas islas y hasta en muchas partes del
continente. Además en nuestros países, más acá del estrecho, ellos eran dueños de la Libia hasta el
Egipto, y en la Europa hasta la Tirrenia. Pues bien; este vasto poder, reuniendo todas sus fuerzas,
intentó un día someter de un solo arranque nuestro país y el vuestro, y todos los pueblos situados de
este lado del estrecho. En tal coyuntura, Solón, fue cuando vuestra ciudad hizo brillar, a la faz del
mundo entero, su valor y su poder. Ella superaba a todos los pueblos vecinos en magnanimidad y en
habilidad en las artes de la guerra; y primero a la cabeza de los griegos, y después sola por la
defección de sus aliados, arrostró los mayores peligros, triunfó de los invasores, levantó trofeos,
preservó de la esclavitud a los pueblos, que aún no estaban sometidos, y con respecto a los situados,
como nosotros, más acá de las columnas de Hércules, a todos los devolvió su libertad. Pero en los
tiempos, que siguieron a estos, grandes temblores de tierra dieron lugar a inundaciones; y en un solo
día, en una sola fatal noche, la tierra se tragó a todos vuestros guerreros, la isla Atlántida desapareció
entre las aguas, y por esta razón hoy no se puede aún recorrer ni explorar este mar, porque se opone
a su navegación un insuperable obstáculo, una cantidad de fango, que la isla ha depositado en el
momento de hundirse en el abismo».
He aquí, Sócrates, en pocas palabras, la historia del viejo Critias, que la había oído a Solón.
Cuando hablabas ayer del Estado y de sus ciudadanos, me sorprendía al recordar lo que acabo de
deciros, pensando en mi interior que por una rara casualidad, sin saberlo ni quererlo, estabas tú de
acuerdo en la mayor parte de los puntos con las palabras de Solón; palabras de que no quise daros
conocimiento en el acto, esperando a tomarme el tiempo necesario, para precisar bien mi recuerdo.
Me pareció, pues, oportuno, repasarlas primero en mi memoria, para después referirlas. Por esta
razón, acepté desde luego la tarea, que ayer me impusiste, persuadido de que lo esencial, en esta clase
de conversaciones, es ofrecer a nuestros amigos un objeto conforme con sus deseos, y que éste, de
que ahora se trata, debe por su naturaleza satisfacer vuestros planes. Así es que ayer, al salir de aquí,
como ha dicho Hermócrates, yo les referí lo que en aquel acto me vino a la memoria; y después de
haberme separado de ellos, reflexionando por la noche, he podido recordar todo lo demás. ¡Qué
cierto es que tenemos la maravillosa facultad de acordarnos de lo que aprendimos siendo jóvenes! Lo
que oí ayer, no estoy seguro en verdad de recordarlo por entero hoy; pero lo que aprendí hace
muchos años, gran chasco llevaría si dejara de recordar la menor cosa; tenía entonces tanto placer,
tanto gozo infantil, en oír esta historia al anciano; me instruía con tan decidida voluntad, y respondía
con tanto gusto a mis preguntas, que ha quedado grabado en mi memoria con caracteres indelebles.
Así que esta mañana ya se la he contado para tener con ellos un objeto de conversación. Ahora, y este
es el punto a que quería venir a parar, estoy dispuesto, Sócrates, a exponer todo esto, no de una
manera compendiosa, sino como yo mismo la oí, con todos sus detalles. Trasportaremos a la esfera
de la realidad los ciudadanos, la ciudad misma, que nos has presentado ayer como una ficción;
colocaremos tu ciudad en esta antigua ciudad ateniense, y declararemos que tus ciudadanos, tales
como tú los has concebido, son verdaderamente nuestros antepasados, aquellos de que hablaba el
sacerdote. Entre los unos y los otros habrá un acuerdo perfecto, y no nos separaremos de la verdad,
diciendo que los ciudadanos de tu república son los atenienses de los antiguos tiempos. Haremos
todos un esfuerzo y cuanto nos sea posible para llevar a cabo nuestra tarea. Ahora a ti toca, Sócrates,
decidir, si el asunto es oportuno o si es preciso buscar otro.
SÓCRATES. —¿Cuál otro, mi querido Critias, podemos preferir, que corresponda mejor al
sacrificio que en este día se ofrece a la diosa, sobre todo cuando no se trata de una leyenda sino de
una historia verdadera? ¿Dónde y cómo encontrar un objeto mejor, si abandonamos éste? No hay
medio. A vosotros corresponde tomar la palabra bajo tan favorables auspicios; y con respecto a mí,
después de mi discurso de ayer, debo a mi vez descansar y prestaros toda mi atención.
CRITIAS. —Observa, Sócrates, de qué manera hemos ordenado el festín hospitalario, que
debemos ofrecerte. Hemos decidido que Timeo, el más sabio entre nosotros en astronomía y el que
más ha trabajado para conocer la naturaleza de las cosas, tome el primero la palabra, comenzando
por la formación del universo, y concluyendo por la del hombre; y que yo, en seguida, recibiendo en
cierta manera de sus manos los hombres creados por su palabra, y algunos de los tuyos
superiormente instruidos por tus discursos, los haga comparecer delante de vosotros, como delante
de jueces, conforme a las leyes y a las instituciones de Solón, a fin de que los declaréis ciudadanos de
nuestra república, como si fueran atenienses de los antiguos tiempos, que han desaparecido, pero
cuyo recuerdo ha quedado en los libros sagrados; y que en adelante figuren en nuestros discursos
como conciudadanos, como verdaderos atenienses.
SÓCRATES. —Con usura, según veo, me vais a devolver el discurso, con que os obsequié ayer. A
ti, Timeo, te corresponde tomar la palabra, después de haber invocado a los dioses como debe
hacerse según costumbre.
TIMEO. —En efecto, Sócrates, todo hombre por escasos que sean sus conocimientos, en el acto
de intentar una empresa pequeña o grande, implora el auxilio de los dioses. En cuanto a nosotros, que
vamos a discurrir acerca del universo, de cuál es su origen o si no le tiene, si no queremos
extraviarnos, debemos sentir la necesidad de implorar el auxilio de los dioses y de las diosas, y de
suplicarles que nos inspiren palabras que satisfagan primero a ellos y después a nosotros. Lo que
pido a los dioses respecto a ellos acabo de decirlo, y lo que pido respecto de nosotroses que permitan
que vosotros me comprendáis fácilmente, y que yo os exponga con claridad mi pensamiento sobre el
objeto que nos ocupa.
Si no me engaño, es preciso comenzar por distinguir dos cosas; lo que existe siempre sin haber
nacido, y lo que nace siempre sin existir nunca. Lo primero es comprendido por el pensamiento
acompañado del razonamiento,[18] porque subsiste lo mismo; lo segundo es conjeturado por la
opinión[19] acompañada de la sensación irracional, porque nace y perece sin existir jamás
verdaderamente. Todo lo que nace, proviene necesariamente de una causa, porque sin causa nada
puede nacer. Cuando un obrero, con la vista fija en lo que no cambia, trabaja conforme a este modelo
y se esfuerza en reproducir la idea y la virtud del mismo, hace necesariamente una obra bella; y por
el contrario, si sólo se fija en aquello que pasa, y trabaja conforme a un modelo perecible, no hace
nada que sea bello.
En cuanto al universo, que llamamos cielo o mundo o con cualquiera otro nombre, lo primero
que debemos averiguar es aquello, por lo que, según hemos dicho, debe comenzarse en todos los
casos, a saber: si ha existido siempre, no habiendo tenido principio; o si, habiendo tenido principio,
no ha existido siempre. El mundo ha tenido principio. En efecto, el mundo es visible, tangible,
corporal; todo lo que tiene estas cualidades es sensible: y todo lo que es sensible y está sometido a la
opinión acompañada de la sensación, ya lo sabemos, nace y es engendrado. Además decimos que
todo lo que nace procede de una causa necesariamente. ¿Cuál es en este caso el autor y el padre de
este universo? Es difícil encontrarle; y, cuando se le ha encontrado, es imposible hacerle conocer a la
multitud.
En segundo lugar, es preciso examinar conforme a qué modelo el arquitecto del universo lo ha
construido; si ha sido según un modelo inmutable y siempre el mismo, o si ha sido según un modelo
que ha comenzado a existir. Si el mundo es bello y si su autor es excelente, es claro que tuvo fijos sus
ojos en el modelo eterno; si, por el contrario, no lo son, lo que no es permitido decir, entonces se ha
servido de un modelo perecible. Pero es evidente que el imitado ha sido el modelo eterno. En efecto,
el mundo es la más bella de todas las cosas creadas; su autor la mejor de las causas. El universo
engendrado de esta manera ha sido formado según el modelo de la razón, de la sabiduría y de la
esencia inmutable, de donde se desprende, como consecuencia necesaria, que el universo es una
copia.
Importa extraordinariamente principiar en todas las cosas por el comienzo natural. Por esta razón
debe distinguirse desde luego entre la copia y el modelo, teniendo en cuenta que las palabras tienen
una especie de parentesco con las cosas que expresan. Los discursos, que se refieren a objetos
estables, inmutables, inteligibles, deben ser ellos también estables, inquebrantables, invencibles, si
puede ser, ante todos los esfuerzos de la refutación, y esto de una manera absoluta. En cuanto a los
discursos que se refieren a lo que ha sido copiado de estos objetos, como no son más que una copia,
basta que sean probables[20] mediante la analogía con el objeto. En efecto, lo que la existencia es a la
generación, es la verdad a la creencia.[21] Por lo tanto, Sócrates, después de tantos como han hablado
de los dioses y del origen de las cosas, si no puedo llegar a darte una explicación exacta de todo
punto y exenta de toda contradicción, no lo extrañes; y antes bien, si adviertes que mi explicación no
cede a ninguna otra en el terreno de la probabilidad, date con eso por satisfecho, y acuérdate de que
yo, que hablo, y vosotros, que me juzgáis, todos somos hombres; y que en asuntos de esta naturaleza
debemos aceptar una explicación probable, sin aspirar a profundizar más.
SÓCRATES. —Perfectamente, Timeo, es indispensable atenerse a lo que dices. Estamos
encantados con el preludio; acaba ahora tu canto sin interrumpirlo.
TIMEO. —Veamos por qué causa o motivo el Ordenador de todo este universo le ha formado.
Era bueno, y el que es bueno no puede experimentar ningún género de envidia.
Extraño a este sentimiento, quiso que todas las cosas, en cuanto fuese posible, fueran semejantes a
él mismo. Cualquiera que, instruido por hombres sabios, admitiera que ésta es la principal razón de
la formación del mundo, admitiría indudablemente la verdad.
Dios quería, pues, que todo fuese bueno y nada malo, en cuanto de él dependiese; y por esto,
habiendo tomado todas las cosas visibles, que lejos de estar en reposo se agitaban en un movimiento
sin regla ni medida, las hizo pasar del desorden al orden, estado que le pareció preferible. Un ser
bueno no podía ni puede hacer nada que no sea excelente. A la luz de la razón encontró que de todas
las cosas visibles no podía absolutamente sacar ninguna obra, que fuese más bella que un ser
inteligente, y que en ningún ser podría encontrarse la inteligencia sin tener un alma. En consecuencia
puso la inteligencia en el alma, el alma en el cuerpo; y ordenó el universo de manera que resultara
una obra de naturaleza excelente y perfectamente bella. De suerte que la probabilidad nos obliga a
decir que este mundo es verdaderamente un ser animado e inteligente, producido por la providencia
divina.
Sentado esto, el orden de las ideas nos conduce a la averiguación de cual es el ser, a cuya
semejanza Dios ha formado el mundo. No creeremos que haya sido a semejanza de ninguna de las
especies particulares que existen. Nada de lo que se parece a lo imperfecto, puede ser bello. El ser que
comprende como partes todos los animales tomados individualmente o por géneros; he aquí,
diremos, el modelo del universo. Este modelo, en efecto, encierra en sí todos los animales
inteligibles, como el mundo abraza a nosotros mismos y a todos los seres visibles. Porque Dios,
queriendo hacerle lo más semejante posible a lo más bello y a lo más perfecto entre las cosas
inteligibles, ha hecho un solo animal visible, el cual envuelve a la vez todos los animales particulares,
unidos por lazos de parentesco.
¿Hemos tenido razón al no hablar sino de un solo cielo, o acaso sería más razonable, que
contáramos muchos y, si se quiere, hasta un número infinito? Si está formado según al modelo, no
hay más cielo que uno. Lo que contiene en sí todos los animales inteligibles, no consiente un segundo
ser semejante; porque en tal caso sería preciso admitir un tercer animal, que encerrase los otros dos
como partes, y entonces el mundo sería la copia, no de estos dos, sino de estaque los comprende. Por
lo tanto, para que este mundo fuese semejante por su unidad al anima perfecto, el autor de Jos
mundos no ha formado dos ni un número infinito de ellos; y así no hay más que un solo cielo creado,
y no habrá nunca otro.
Lo que ha comenzado a ser es necesariamente corporal, visible y tangible. Pero nada puede ser
visible sin fuego, ni tangible sin solidez, ni sólido sin tierra. Dios, al comenzar a formar el cuerpo
del universo, le hizo primero de fuego y tierra. Pero es imposible combinar bien dos cosas sin una
tercera, porque es preciso que entre ellas haya un lazo que las una. No hay mejor lazo que aquel que
forma de él mismo y de las cosas que une un solo y mismo todo. Ahora bien; tal es la naturaleza de la
proporción que ella realiza perfectamente esto. Porque cuando de tres números, de tres masas o de
tres fuerzas cualesquiera, el medio es al último lo que el primero es al medio, y al primero lo que el
último es al medio; y si el medio se hace el primero y el último, y el primero y el último se hacen
medios, todo subsiste necesariamente tal como estaba, y como las partes están entre sí en relaciones
semejantes, no forman más que uno como antes. Por consiguiente, si el cuerpo del universo hubiera
debido ser una simple superficie, y no tener profundidad, un solo medio término hubiera bastado
para unir sus dos extremidades, uniéndose a ellas él mismo. Pero en el actual estado de las cosas,
como convenía que el cuerpo del mundo fuese un sólido, y para unir los sólidos, es preciso, no uno,
sino dos medios términos,[22] Dios puso el agua y el aire entre el fuego y la tierra; y habiendo
establecido, en cuanto era posible, entre estas cosas una exacta proporción, de tal manera que él aire
fuese al agua lo que el fuego es al aire, y el agua a la tierra lo que el aire es al agua, construyó y
encadenó, por medio de estas relaciones, el cielo visible y tangible.
He aquí como de estos cuatro elementos ha sido formado el cuerpo del mundo. Lleno de armonía
y de proporción, sostiene por naturaleza esta amistad, mediante la cual está tan íntimamente unido
consigo mismo, que ningún poder le puede disolver, como no sea aquel que ha encadenado sus
partes.
Para componer el mundo ha sido precisa la totalidad de cada uno de los cuatro elementos. Porque
con todo el fuego, con toda el agua, con todo el aire, con toda la tierra, le ha formado el Supremo
Ordenador; no ha dejado, fuera del universo, ninguna parte, ningún poder, para que el animal entero
fuese lo más perfecto posible, como compuesto de partes perfectas; y también para que fuese único,
no quedando nada de donde pudiese nacer algún otro ser semejante; y por último, para que no
estuviese sometido a la vejez y a las enfermedades. Dios sabe, en efecto, que los principios que unen
los cuerpos, lo caliente y lo frío y todos los agentes de gran energía, si llegan a rodearles
exteriormente y a unirse a ellos fuera de tiempo, ocasionan inmediatamente las enfermedades y la
decrepitud, y los hacen perecer.
He aquí el porqué y por qué razones Dios formó con muchos todos un todo único perfecto, no
sujeto a la vejez ni a las enfermedades.
En cuanto a la forma, le dio la más conveniente y apropiada a su naturaleza; porque la forma más
conveniente a un animal, que debía encerrar en sí todos los animales, sólo podía ser la que abrazase
todas las formas. Así, pues, dio al mundo la forma de esfera, y puso por todas partes los extremos a
igual distancia del centro, prefiriendo así la más perfecta de las figuras y la más semejante a ella
misma; porque pensaba que lo semejante es infinitamente más bello que lo desemejante. Y alisó con
cuidado la superficie de este globo por varios motivos. El mundo no tenía, en efecto, necesidad de
ojos, puesto que nada queda que ver en el exterior; ni de oídos, porque nada queda fuera que
escuchar. Sin aire exterior, ¿qué necesidad tenía de respirar? Tampoco tenía necesidad de ningún
órgano, ni para recibir los alimentos, ni para arrojar el residuo de la digestión, porque ¿cómo podía
entrar ni salir en él cosa alguna, cuando nada tiene que admitir ni desechar? El mundo encuentra su
nutrimento en sí mismo, en sus propias pérdidas, y todas sus maneras de ser, activas y pasivas, nacen
de él y en él. El autor de las cosas ha creído, que el mundo sería más perfecto, bastándose a sí mismo,
que no necesitando el auxilio de otro. ¿Para qué dar manos a quien nada tiene que coger ni desechar?
Dios no se las dio, como no le dio pies, ni nada de lo necesario para andar. Le aplicó un movimiento
apropiado a la forma de su cuerpo, aquel de los siete que más relación tiene con la inteligencia y el
pensamiento. Quiso, por consiguiente, que el mundo girase sobre sí mismo en torno de un mismo
punto, y con un movimiento uniforme y circular. Le negó los demás movimientos, privándole así de
medios para andar errante de un punto para otro.[23] Y como para realizar esta especie de evolución
no hacen falta pies, le creó sin pies y sin piernas. Fundado en estas razones el dios, que existe
eternamente, meditando en el dios que existiría un día, le dio un cuerpo liso, uniforme, con extremos
igualmente distantes del centro, completo, perfecto y compuesto de cuerpos perfectos. Ahora bien; en
medio de este cuerpo universal puso un alma, la extendió por todas las partes de aquel, y hasta le
envolvió con ella exteriormente. De este modo formó un cielo esférico que se mueve circularmente,
único y solitario, que tiene la virtud de unirse consigo mismo y de bastarse a sí propio, sin tener
necesidad de nada que le sea extraño; y que se conoce y se ama en la medida conveniente. De este
modo produjo un dios completamente dichoso.
Pero esta alma, de que acabamos de hablar, no fue la última que Dios formó. No hubiera
permitido, al unir el alma al cuerpo, que el más viejo recibiese la ley del más joven. No es extraño
que nosotros, que tanto dependemos del azar, hablemos en ocasiones a la aventura; pero Dios hizo el
alma anterior y superior al cuerpo en edad y en virtud, porque debía mandar como jefe y el cuerpo
obedecer como esclavo; y he aquí cómo y de qué principios la compuso.
De la esencia indivisible y siempre la misma[24] y de la esencia divisible y corporal[25] Dios
formó, combinándolas, una tercera especie de esencia intermedia,[26] la cual participa a la vez de la
naturaleza de lo mismo [27] y de la de lo otro,[28] y se encuentra así colocada a igual distancia de la
esencia indivisible y de la esencia corporal y divisible. Tomando en seguida estos tres principios,
formó una sola especie, uniendo a viva fuerza la naturaleza rebelde de lo otro con la de lo mismo.
Después de lo cual y de haber mezclado lo indivisible y lo divisible con la esencia,[29] y compuesto
con estas tres cosas un solo todo, dividió por último este todo en tantas partes como convenía, cada
una de las cuales contenía a la vez de lo mismo, de lo otro y de la esencia.[30] Ahora ved cómo hizo
esta división. Del todo separó primero una parte; después una segunda parte, doble de la primera; una
tercera, equivalente a vez y media la segunda y tres veces la primera; una cuarta, doble de la segunda;
una quinta, triple de la tercera; una sexta, óctuplo de la primera; una séptima, equivalente veintisiete
veces la primera. Después de esto llenó los intervalos dobles y triples, quitando del mismo todo
partes nuevas y colocándolas en estos intervalos, de manera que hubiese en cada uno dos términos
medios, el primero de los cuales es superior a uno de sus extremos e inferior al otro en una misma
parte de cada uno de ellos, y el segundo excede a uno de sus extremos y es inferior al otro en un
número igual. Pero como de la interposición de estos términos medios en los precedentes intervalos,
resultaron intervalos nuevos, de tal modo que cada número valió el precedente multiplicado por uno
más una mitad, o por uno más un tercio, o por uno más un octavo; llenó me tas dos esencias
incorporales, con que Dios ha formado el alma del mundo, la una, la esencia individual, imagen
sobre todo de la forma de las ideas y en la cual domina la identidad, no es otra cosa que el intelecto
eterno e inmutable que existe en Dios mismo; la otra, esencia divisible, imagen de la materia de las
ideas más que de su forma y en la que el principio de diversidad tiene más parte, no es otra cosa que
el poder sensitivo y motriz derramado en la materia segunda de los cuerpos; es un alma móvil y
mudable, que nace siempre y no es o existe nunca, y que Dios ha sometido al orden forzándola a
unirse con el intelecto. Pero como esta unión era difícil de hacer, Dios al pronto sólo obró sobre una
parte de esta esencia desordenada, y uniéndola a la esencia indivisible más estrechamente que hubiera
podido hacerlo con la totalidad, formó de este modo una esencia intermedia. En fin, la esencia del
alma del mundo, tal como Dios la ha compuesto, es a la vez una y triple, y resulta de la asociación de
la esencia divisible, de la esencia intermedia y de la esencia indivisible; y cada una de estas tres
esencias explica la existencia de las tres facultades intelectuales que Platón distingue en las almas
inmortales, a saber: la opinión, la ciencia, y el intelecto.
Mediante intervalos de uno más un octavo los intervalos de uno más un tercio, dejando de cada
uno de estos una parte tal que el último inserto estuviese con el número siguiente en la relación de
doscientos cincuenta y seis a doscientos cuarenta y tres. Y de esta manera la mezcla primitiva,
sucesivamente dividida en estas diversas partes, resultó empleada por entero.[31] Dios cortó esta
composición nueva en dos en el sentido de su longitud; cruzó estas dos partes, aplicando una banda
sobre el medio de la otra, formando una X:[32] las arqueó, haciendo dos círculos; unió las dos
extremidades de cada una entre sí y con las de la otra en el punto opuesto a su intersección, y las
imprimió un movimiento de rotación uniforme y siempre sobre el mismo punto. Hizo de manera que
uno de estos círculos fuese exterior y el otro interior;[33] y llamó al movimiento del círculo exterior
movimiento de la naturaleza de lo mismo; y al del círculo interior movimiento de la naturaleza de lo
otro.[34] Dirigió el movimiento de la naturaleza de lo mismo siguiendo el lado de un paralelogramo,
hacia la derecha; y el movimiento de la naturaleza de lo otro, siguiendo la diagonal, hacia la
izquierda.[35] Dio la supremacía al movimiento de lo mismo y de lo semejante, no dividiéndolo; por
el contrario, dividió en seis partes el movimiento interior; y de esta manera formó siete círculos
desiguales, de los cuales unos siguen la progresión de los dobles, otros la de los triples, de manera
que cada progresión tenga tres, intervalos.[36] Dio a estos círculos movimientos contrarios, y quiso
que tres de ellos marchasen con una misma velocidad, y los otros cuatro con velocidades que fueran
diferentes entre sí y diferentes de las de los otros tres, pero todos con medida y armonía.[37]
Cuando el autor de las cosas hubo formado el alma del mundo a su gusto, arregló dentro de ella
el cuerpo del universo, y los unió ligando el centro del uno con el del otro. El alma derramada así
por todas las partes, desde el centro a las extremidades del cielo, hasta excederle y envolverle en
todas direcciones, estableció, al girar sobre sí misma, el principio divino de una vida perpetua y sabia
por todo el curso de los tiempos. Así nacieron el cuerpo visible del cielo y el alma invisible, la cual
participa de la razón y de la armonía de los seres inteligibles y eternos, y es la más perfecta de las
cosas que el Ser perfecto ha formado: Compuesta de la combinación de los tres principios, la
naturaleza de lo mismo, de la de lo otro y de la esencia (intermedia); dividida y unida en sus partes
con proporción; girando siempre sobre sí misma, sea que el alma encuentre algún objeto, cuya
esencia es divisible, o cualquiera otro, cuya esencia es indivisible, ella declara por el movimiento de
todo su ser a que se parece cada cosa y en que se diferencia, por qué, dónde, cuándo y de qué manera
sucede que esta cosa existe o sostiene algunas relaciones con las cosas particulares sujetas a la
generación y con las que son siempre las mismas. La razón, que no es capaz de conocer la verdad
sino por su relación con lo que es lo mismo, puede tener por objeto lo mismo y lo otro; y cuando en
los movimientos a que se entrega sin voz y sin eco, entra en relación con lo que es sensible, y el
círculo de lo otro, en su marcha regular, lleva al alma entera nuevas de su mundo, entonces se
producen opiniones y creencias sólidas y verdaderas. Y cuando se liga a lo que es racional y el
círculo de lo mismo, girando oportunamente, lo descubre al alma, hay necesariamente conocimiento
y ciencia perfectos. ¿Dónde se produce este doble conocimiento? Si alguno pretende que es en otra
parte que en el alma, no puede estar más distante de la verdad.
Cuando el padre y autor del mundo vio moverse y animarse esta imagen de los dioses eternos,[38]
que él había producido, se gozó en su obra, y lleno de satisfacción, quiso hacerla más semejante aún
a su modelo. Y como este modelo era un animal eterno, se esforzó para dar al universo, en cuanto
fuera posible, el mismo género de perfección. Pero esta naturaleza eterna del animal inteligible no
había medio de adaptarla a lo que es engendrado. Así es que Dios resolvió crear una imagen móvil de
la eternidad, y por la disposición que puso en todas las partes del universo, hizo a semejanza de la
eternidad, que descansa en la unidad, esta imagen eterna, pero divisible, que llamamos el tiempo. Los
días y las noches, los meses y los años no existían antes, y Dios los hizo aparecer, introduciendo el
orden en el cielo. Éstas son partes del tiempo, y como el tiempo huye el futuro y el pasado son
formas que en nuestra ignorancia aplicamos muy indebidamente al Ser eterno. Nosotros decimos de
él: ha sido, es y será; cuando sólo puede decirse en verdad: él es. Las expresiones «ha sido, será»,
sólo convienen a la generación, que pasa y se sucede en el tiempo. Tales expresiones representan
movimientos, y el Ser eterno inmutable, inmóvil, no puede ser más viejo ni más joven; no existe, ni
ha existido, ni existirá en el tiempo; en una palabra, no está sujeto a ninguno de los accidentes que la
generación pone en las cosas que se mueven y están sometidas a los sentidos; éstas son formas del
tiempo que imita la eternidad, realizando sus revoluciones medidas por el número. Las demás
locuciones: lo pasado es lo pasado, lo presente es lo presente, lo futuro es lo futuro, el no-ser es el
no-ser, no tienen tampoco exactitud alguna.[39] Pero no son ni este lugar ni este momento oportunos
para entrar en más detalles sobre este punto.
El tiempo fue, pues, producido con el cielo, a fin de que, nacidos juntos, perezcan juntos, si es que
deben algún día perecer; y fue hecho según el modelo de la naturaleza eterna, para que se pareciese a
ésta todo lo posible. Porque el modelo está siendo de toda eternidad, y el tiempo es desde el principio
hasta el fin, habiendo sido, siendo y debiendo ser. Con este designio y con este pensamiento, Dios,
para producir el tiempo, hizo nacer el Sol, la Luna y los otros cinco astros, que llamamos planetas, y
que están destinados a marcar y mantener la medida del tiempo. Después de haber formado sus
cuerpos, colocó hasta el número de siete en las siete órbitas que describe el círculo de la naturaleza
de lo otro: la Luna en la órbita más cerca a la tierra, el Sol en la segunda, y en seguida Venus y el
astro consagrado a Mercurio, que recorren sus órbitas con tanta rapidez como el Sol, pero en sentido
contrario. De donde resulta, que el Sol, Mercurio y Venus se alcanzan, y son alternativamente
alcanzados los unos por los otros en sus evoluciones. Con respecto a los otros astros, si quisiéramos
exponer dónde y por qué los ha colocado Dios, sería una digresión, que nos ocuparía más que el
punto principal; volveremos en otra ocasión, cuando haya espacio, a hablar de este punto, y lo
trataremos entonces con la extensión que merece.
Luego que estos astros, necesarios todos para la existencia del tiempo, emprendieron cada uno el
curso conveniente; cuando estos cuerpos, unidos por los lazos del alma, se hicieron animales, y
aprendieron la tarea que les fue impuesta, recorrieron, siguiendo el movimiento de lo otro, oblicuo
con relación al movimiento de lo mismo y dominado por él, los unos órbitas más grandes, los otros
órbitas más pequeñas; y el movimiento de aquellos, cuya órbita era más pequeña, fue más rápido; y
menos rápido, el de los de órbita más grande. Y en el movimiento de lo mismo pareció que los astros
más rápidos eran alcanzados por los más lentos. En efecto, como este movimiento hace girar todos
los círculos en espiral, y como estos círculos se mueven al mismo tiempo en dos direcciones
contrarias, resulta, que los que se alejan más lentamente de este movimiento, el más rápido de todos,
parece que le siguen de más cerca. Ahora bien, para que hubiese una medida evidente de la lentitud y
de la velocidad relativas de los astros, y para que sus ocho revoluciones pudiesen realizarse
regularmente, Dios encendió en el segundo círculo, por encima de la tierra, esa luz que llamamos
Sol; iluminó de esta manera con un vivo resplandor toda la extensión del cielo, e hizo participar de la
ciencia del número a todos los seres vivos, a quienes convenía, los cuales la aprendieron por el
estudio de lo mismo y de lo semejante; así nacieron el día y la noche, la revolución uniforme y
regular del movimiento circular;[40] el mes, cuando la Luna después de haber recorrido su órbita, se
encuentra con el Sol; y el año, cuando el Sol mismo ha recorrido el círculo en que se mueve.
Respecto a los demás planetas, como los hombres no han procurado estudiar sus revoluciones,
excepto las de un pequeño número, no les han dado nombres, ni saben determinar sus relaciones por
números; si bien, a decir verdad, no saben que el tiempo es medido también por estos movimientos
infinitos en número y de una admirable variedad. También es posible concebir que la unidad perfecta
del tiempo, el año perfecto,[41] se realiza, cuando las ocho revoluciones de velocidades diferentes han
vuelto a su punto de partida, después de una duración, medida por el círculo de lo mismo y de lo
semejante. Ved cómo y por qué han sido producidos aquellos astros que, en su marcha al través del
cielo, debieron volver periódicamente sobre sí mismos,[42] a fin de que el universo se pareciese todo
lo más posible al animal perfecto e inteligible, mediante esta imitación de su naturaleza eterna.
El mundo entero, antes de la generación dél tiempo, fue copiado exactamente del modelo de que
debía ser fiel imagen; pero como no abrazaba todos los animales, pues que aún no habían nacido, le
faltaba este último rasgo de semejanza. Dios reparó este defecto, y acabó su obra conforme al
ejemplar que tenía a la vista. Creyó que todas las especies, que el espíritu concibe en el animal
realmente existente, debían existir en el mismo número y las mismas en el universo. Y bien, estas son
cuatro; primero, la raza celeste de los dioses; en seguida, la raza alada, que vive en los aires; en
tercer lugar, la que vive en las aguas; y en fin, la que marcha en la tierra en que habita.
La especie divina la compuso Dios casi enteramente de fuego, para que apareciese muy brillante y
muy bella; la hizo perfectamente redonda, para que remedase al universo; le dio el conocimiento del
bien, para que marchase de acuerdo con el mundo; y la distribuyó por toda la extensión del cielo,
para derramar por todas partes la variedad y la hermosura. Cada uno de estos dioses recibió dos
movimientos; en virtud del uno, se mueven sobre sí mismos con uniformidad y sin mudar de lugar,
[43] porque perseveran en la contemplación de lo que no pasa; en virtud del otro, marchan hacia

adelante,[44] porque son dominados por la revolución de lo mismo y de lo semejante. Pero les quitó
los otros cinco movimientos,[45] a fin de que cada uno de ellos tuviese toda la perfección posible. Por
este motivo formó Dios los astros, que no son errantes,[46] animales divinos, eternos, y que, situados
siempre en el mismo punto, giran sin cesar sobre sí mismos. Respecto de los otros, que son errantes
y que van y vuelven de aquí para allá, ya hemos explicado su origen. En cuanto a la Tierra, nuestra
nodriza, que gira alrededor del eje que atraviesa todo el universo, Dios la hizo la productora y la
guardiana del día y de la noche, así como también la primera y la más antigua de las divinidades
nacidas en el interior del cielo.[47] Pero los coros de danzas formados por estos dioses, los círculos
que describen, cómo retroceden o avanzan, se aproximan o se alejan los unos de los otros; en qué
épocas estos se ocultan detrás de aquellos para reaparecer en seguida; las alarmas y los presagios que
inspira este espectáculo a los que están versados en estos cálculos: todo esto sería una empresa vana,
si se quisiera explicar sin tener a la vista una imagen.[48] Lo que precede debe bastar, y no entraremos
en más detalles sobre los dioses visibles y engendrados.
En cuanto a las otras divinidades, no nos creemos capaces de explicar su origen. Lo mejor es
referirse a los que en otro tiempo han hablado de ellos, y que, nacidos de estos dioses, según ellos
mismos dicen, deben conocer a sus antepasados. ¿Y qué medio hay para no creer a los hijos de los
dioses, aun cuando sus razones no sean probables ni sólidas? Lo que refieren es la historia de sus
familias, y es preciso aceptarlo con confianza según es costumbre.[49] He aquí, según dicen, y no
debemos ponerlo en duda, la genealogía de estos dioses. De la Tierra y del Cielo nacieron el Océano
y Tetis; de estos, Forcis, Saturno, Rea y otros muchos; de Saturno y Rea, Júpiter y Juno, y todos los
hermanos que se les atribuye, lo mismo que toda su posteridad.
Cuando todos estos dioses vinieron a la vida, lo mismo los que realizan manifiestamente sus
evoluciones, que los que sólo hacen su aparición cuando quieren, el Autor del universo les habló de
esta manera:

«Dioses, hijos de los dioses,[50] vosotros, de quienes soy yo autor y padre, vosotros sois
indisolubles, porque yo lo quiero. Todo lo que es compuesto puede ser disuelto; pero sólo un
mal intencionado puede querer disolver lo que es bello y bien proporcionado. Vosotros, por
lo mismo que habéis nacido, no sois inmortales, ni naturalmente indisolubles, y sin embargo
no seréis disueltos, ni sufriréis la muerte, porque mi voluntad es para vosotros un lazo más
poderoso y más fuerte, que el que os encadenó en el instante de vuestro nacimiento. Ahora
escuchadme y sabed lo que espero de vosotros. Tres razas mortales quedan aún por nacer. Si
no existiesen, el mundo sería imperfecto, porque no encerraría todas las especies de animales,
y sin esto no puede darse la perfección. Ahora bien, si recibiesen de mí la existencia y la vida,
serían semejantes a los dioses. Para que sean inmortales, y que este universo sea naturalmente
el universo, aplicaos, según vuestra naturaleza, a formar estos animales, imitando el poder a
que debéis vosotros la existencia. Con respecto a los animales, que habrán de alcanzar el
nombre de inmortales, poseer una parte divina y servir de guías a los demás animales que
quieran ser justos, siguiendo vuestros pasos, yo os daré la semilla y el principio para su
formación. Después vosotros ligareis una parte mortal a la inmortal, formareis de esto los
animales, los liareis crecer, suministrándoles alimentos; y cuando mueran, los recibiréis en
vuestro seno».
Así dijo; y en la misma copa, donde había compuesto el alma del mundo con la primera mezcla,
puso lo que quedaba de los mismos elementos y los mezcló de una manera análoga. Sólo que, lejos
de ser tan puros como antes, lo eran dos y tres veces menos. Después de haberlos fundido en un todo,
dividió éste en tantas almas, como astros hay; dio una a cada uno de ellos, y haciendo que estas almas
ascendieran como si fueran en un carro, les mostró la naturaleza del universo, y les reveló sus
eternos decretos, que son los siguientes. El primer nacimiento sería el mismo primitivamente para
todos a fin de que ninguno pudiese quejarse de Dios. Las almas, colocadas en aquel órgano del
tiempo que más conviene a su naturaleza,[51] producirían necesariamente el más religioso de los
seres animados; y siendo la naturaleza humana doble, el sexo, que más tarde se llamará viril, sera la
parte más noble de aquella. Cuando por una ley fatal las almas estén unidas a cuerpos, y que estos
cuerpos reciban y pierdan sin cesar nuevas partes, estas impresiones violentas producirán, en primer
lugar, la sensación común a todos; en segundo lugar, el amor mezclado con placer y con pena; y
después, el temor, la cólera, y todas las pasiones que nacen de éstas o son sus contrarias; que los que
lleguen a dominarlas, vivirán en la justicia, así como en la injusticia los que se dejen dominar por
ellas; que el que haga buen uso del tiempo, que se le haya concedido para vivir, volverá al astro que
le sea propio, permanecerá allí y pasará una vida feliz; que el que delinquiese, será transformado en
mujer en un segundo nacimiento, y si aun así no cesa de ser malo, será convertido en un nuevo
nacimiento y según la naturaleza de sus vicios, en el animal, a cuyas costumbres se haya asemejado
más; y en fin, que ni sus metamorfosis ni sus tormentos concluirán en tanto que, dejándose gobernar
por la revolución de lo mismo y de lo semejante y domando mediante la razón esta masa irracional,
esta oleada tumultuosa de las partes del fuego, agua, aire y tierra, añadidas más tarde a su naturaleza,
no se haga digno de recobrar su primera y excelente condición.
Promulgadas estas leyes, y con el objeto de no responder, para lo sucesivo, de la maldad de estas
almas, Dios las sembró, estas en la Tierra, aquellas en la Luna, y otras en los demás órganos del
tiempo. Hecha esta distribución, Dios dejó a los dioses jóvenes el cuidado de formar cuerpos
mortales, añadir al alma humana lo que aún le faltaba, proveer a todas sus necesidades y, en fin, guiar
y conducir este animal mortal lo mejor y lo más sabiamente posible, a menos que no se haga él
mismo causa de sus propias desgracias.
Establecido este orden, el Autor de las cosas entró de nuevo en su reposo acostumbrado. Mientras
descansaba, sus hijos, conformándose con el plan de su padre, tomaron el principio inmortal del
animal mortal; y a imitación del artífice de su ser, tomando del mundo partes de fuego, tierra, agua y
aire, que en su día habrían de volver a él, las pusieron juntas, uniéndolas, no por lazos indisolubles
como los que ligaban a ellos, sino mediante mil clavijas invisibles a causa de su pequeñez. Habiendo
compuesto así con estos diversos elementos cuerpos particulares, colocaron los círculos del alma
inmortal en estos cuerpos, que sin cesar pierden partes y sin cesar las renuevan. Estos círculos,
sumidos como en un río, sin ser vencedores ni vencidos, tan pronto arrastraban como se veían
arrastrados por la corriente, de suerte que todo el animal se veia agitado sin orden, sin objeto, sin
razón, llevado por los seis movimientos. Hecho presa de las aguas en todos rumbos, caminaba
adelante, atrás, a la derecha a la izquierda, a lo alto, a lo bajo. La ola, que avanzando y retirándose,
daba al cuerpo su nutrimento, estaba ya bastante agitada; ¡pero cuánto mayor fue la agitación
producida por el impulso que recibió de fuera, cuando el cuerpo se vio afectado por un fuego
exterior, por la dureza de la tierra, por las exhalaciones húmedas del agua, o por la violencia de los
vientos llevados por el aire, movimientos que pasan todos del cuerpo al alma, y que han sido y son
hoy todavía llamados en general sensaciones![52] Estas sensaciones excitaron entonces grandes y
numerosas emociones, y viniendo a encontrarse con la corriente interior, agitaron con violencia los
círculos del alma; detuvieron enteramente por su tendencia contraria el movimiento de lo mismo; le
impidieron proseguir y terminar su carrera, e introdujeron el desorden en el movimiento de lo otro;
de suerte, que los tres intervalos dobles y los tres intervalos triples, con los intervalos de uno más un
medio, de uno más un tercero, y de uno más un octavo, que les sirven de lazos y de términos medios,
no pudiendo ser completamente destruidos sin la intervención del que los ha formado, fueron por lo
menos separados de su curso circular y extraviados en todos sentidos y siguiendo movimientos
desordenados, en cuanto era posible. Permaneciendo aún un tanto unidas entre sí estas partes del
alma, se movían bien, pero se movían sin razón; tan pronto opuestas, tan pronto oblicuas, tan pronto
trastornadas, a la manera de un hombre, que puesta su cabeza en el suelo y los pies para arriba, mira a
otro: en esta situación recíproca del paciente y del espectador, cada cual se figura que la derecha del
otro es la izquierda, y la izquierda la derecha. En medio de estos desordenes y otros semejantes,
cuando los círculos llegan a encontrar de la parte de fuera algún objeto de la especie de lo otro, dan a
estos objetos los nombres de lo mismo y de lo otro en oposición con la verdad; se hacen mentirosos
y extravagantes, y no hay entre ellos ningún círculo que dirija y conduzca a los demás. Sucede a
veces, que sensaciones, venidas de fuera, conmueven el alma y la invaden en toda su extensión; y
entonces, destinadas como están a obedecer, quieren al parecer mandar.[53]
A causa de todas estas diversas impresiones, parece el alma, hoy como en los primeros tiempos,
privada de inteligencia en el acto de ser encadenada a un cuerpo mortal. Pero cuando la corriente de
alimento y de crecimiento disminuye, y los círculos del alma, entrando en reposo, siguen su via
propia y se moderan con el tiempo, entonces arreglando sus movimientos a imitación del de los
círculos, que abraza toda la naturaleza, no se engañan ya sobre lo mismo y sobre lo otro, y hacen
sabio al hombre, en quien se encuentran. Y si a esto se agrega una buena educación, el hombre
completo y perfectamente sano nada tiene que temer de la más grande de las enfermedades. El que,
por el contrario, ha despreciado el cuidado de su alma y recorrido con paso vacilante el camino de la
vida, vuelve a la estancia de Plutón, sin haberse perfeccionado y sin haber alcanzado ninguna ventaja
sobre la tierra. He aquí lo que ocurre en la sucesión de los tiempos. Pero es preciso volver a nuestro
objeto y tratarlo con más precisión. Remontándonos más, tratemos de describir, en cuanto al cuerpo,
las partes de que se forma, y en cuanto al alma, las miras y los designios de la Providencia divina, sin
separarnos jamás, ni de lo que ofrezca mayor probabilidad, ni del plan que nos hemos trazado.
Los dioses encerraron los dos círculos divinos del alma en un cuerpo esférico, que construyeron
a imagen de la forma redonda del universo, que es a lo que nosotros llamamos cabeza, la parte más
divina de nuestro cuerpo y la que manda a todas las demás. Así es que los dioses sometieron a ella el
cuerpo entero, haciéndole su servidor, en concepto de que participaría ella de todos sus movimientos
en diversos sentidos. Temiendo que si la cabeza rodaba sobre la tierra, que está erizada de eminencias
y cortada en cavidades, le sería difícil salvar las unas y salir de las otras, le dieron el cuerpo para que
la condujera como en un carro. Ésta es la razón porque el cuerpo tiene longitud y está provisto de
cuatro miembros extensos y flexibles, que los dioses fabricaron, a fin de que pudiese atraer y
rechazar los objetos, marchar en todas direcciones, llevando en lo alto la estancia donde mora lo más
divino y más sagrado que hay en nosotros. He aquí por qué tenemos pies y manos. Persuadidos de
que las partes anteriores del cuerpo son más nobles que las posteriores y más dignas del mando, los
dioses han establecido que ordinariamente marchemos hacia adelante. Era preciso, por lo tanto, que
la parte anterior del cuerpo humano se distinguiese y se diferenciase de la otra. Por esta causa
colocaron desde luego el semblante sobre esta parte del globo de la cabeza, y distribuyeron en
seguida por el semblante los órganos de todas las facultades del alma; después de lo cual, decidieron
que esta sección, naturalmente anterior, tendría una parte en la dirección del individuo.
Antes que ningún otro órgano, los dioses fabricaron y colocaron los ojos, que nos procuran la
[54]
luz. Ved cómo. De la parte de fuego, que no tiene la propiedad de quemar sino tan sólo la de
producir esta luz dulce, de que se forma el dia, compusieron un cuerpo particular. Los dioses
hicieron que el fuego puro, igual en naturaleza al precedente, que está dentro de nosotros, corriera al
través de los ojos en partes muy finas y delicadas; pero para conseguir esto, tuvieron cuidado de
estrechar el centro del ojo, de manera que retuviese toda la parte grosera de este fuego, y sólo dejase
pasar la parte más sutil. Cuando la luz del día encuentra la corriente del fuego visual,[55] uniéndose
íntimamente lo semejante a su semejante,[56] se forma en la dirección de los ojos un cuerpo único,
donde se confunden la luz, que sale de dentro, y la que viene de fuera. Este cuerpo luminoso, sujeto a
las mismas afecciones en toda su extensión, a causa de la semejanza de sus partes, ya toque a
cualquier objeto, o sea tocado, trasmite los movimientos, que recibe al través de todo nuestro cuerpo,
hasta el alma, y nos hace experimentar la sensación que llamamos vista.[57] Cuando sobreviene la
noche, el fuego exterior se retira, y el cuerpo luminoso desaparece; el fuego interno, no encontrando
fuera más que cosas desemejantes, se altera y se extingue y no puede ya unirse al aire que le rodea,
porque este aire no contiene ya fuego. El ojo entonces cesa de ver, y en cierta manera llama al sueño.
Cuando los párpados, que los dioses han dado a la vista para su conservación, llegan a cerrarse,
retienen dentro el fuego interno; y éste, calmando y dulcificando las agitaciones interiores, nos
procura el reposo por medio de este adormecimiento. Si es profundo este reposo, entonces nuestro
sueño lo es también y lo turban poco los ensueños; por el contrario, si continúan las fuertes
agitaciones, según su naturaleza y según la parte del cuerpo en que obran, así provocan diversas
representaciones, relativas a lo de dentro o a lo de fuera, y cuyo recuerdo se prolonga aún después de
haber despertado.
En cuanto a las imágenes, que aparecen en los espejos y en todas las superficies brillantes y
pulimentadas, no es difícil[58] dar razón de este fenómeno. Cuando el fuego interior y el fuego
exterior, a causa de la afinidad que hay entre ellos, se unen en una superficie pulimentada, y se
mezclan el uno con el otro de mil maneras, resultan de aquí necesariamente imágenes fieles, puesto
que el fuego de la vista se une sobre la superficie lisa y brillante con el fuego de la imagen. Sin
embargo, la derecha de los objetos parece la izquierda, porque las partes del fuego visual no se
oponen a las del fuego exterior en el orden acostumbrado, sino inversamente. Por el contrario, la
derecha parece la derecha, y la izquierda la izquierda, cuando la luz interior vuelve y se aplica sobre
lo otro; pero esto sucede cuando estando la superficie pulimentada de los espejos doblada hacia
adelante por ambos lados, la luz de la derecha es despedida hacia la izquierda del fuego visual, y
recíprocamente. Cuando se vuelven los espejos de esta naturaleza en el sentido de lo ancho de la cara,
la imagen, que allí se refleja, aparece al revés, porque la luz de la parte inferior del semblante es
despedida hacia lo alto de la luz visual, y la de lo alto hacia lo bajo.
Éstas no son más que causas secundarias, de que Dios se sirve para realizar, en cuanto es posible,
la idea del bien. A los ojos de la mayor parte de los hombres, no son sólo secundarias sino
principales, porque ellas calientan, enfrian, condensan, dilatan y producen muchos efectos análogos.
[59] Pero estas causas son incapaces de obrar nunca con razón e inteligencia. Entre todos los seres, la

inteligencia sólo puede pertenecer al alma, y el alma es invisible, mientras que el fuego, el agua, el
aire y la tierra son cuerpos esencialmente visibles. Y el deber del amigo de la inteligencia y de la
ciencia consiste en indagar, en primer lugar, las causas racionales; y sólo en segundo lugar, las que
mueven y son movidas por una especie de necesidad. He aquí los principios porque debemos
gobernarnos. Debemos exponer estas dos especies de causas, distinguiendo las que realizan con
inteligencia lo bello y lo bueno, y las que, desprovistas de razón, se ejercitan siempre al azar y sin
orden.
Las causas secundarias, que concurren a las operaciones de la vista, han sido suficientemente
expresadas. Cuál es la principal ventaja, que Dios se propuso procurarnos al concedernos la vista, es
un punto que vamos a tratar. La maravillosa utilidad de la vista, a mi parecer, es que jamás
hubiéramos podido discurrir, como lo hacemos, acerca del cielo y del universo, si no hubiéramos
estado en posición de contemplar el Sol y los astros, La observación del día y de la noche, las
revoluciones de los meses y de los años nos han suministrado el número, revelado el tiempo, e
inspirado el deseo de conocer la naturaleza y el mundo. Así ha nacido la filosofía, el más precioso de
los presentes que los dioses han hecho y pueden hacer a la raza mortal. Éste es el gran beneficio de la
vista, y yo lo proclamo así. En cuanto a los demás beneficios, infinitamente menores, ¿para qué
celebrarlos? Sólo aquel, que no es filósofo, y que se vea privado de la vista y de estas últimas
ventajas, podría quejarse, pero se quejaría sin razón. Lo que nosotros diremos, es que Dios, al crear
la vista y al dárnosla, no ha tenido otro fin que el de capacitarnos para que, después de haber
contemplado en el cielo las revoluciones de la inteligencia, podamos sacar partido de esto para las
revoluciones de nuestro propio pensamiento, las cuales son de la misma naturaleza que las primeras,
por más desordenadas que sean aquellas y ordenadas éstas; a fin de que, instruidos por este
espectáculo y atendiendo a la rectitud natural de la razón, aprendamos, al imitar los movimientos
perfectamente regulares de la divinidad, a corregir la irregularidad de los nuestros.
La misma observación cabe respecto de la voz y del oído, y son las mismas las razones que han
tenido en cuenta los dioses al hacernos este presente. La palabra ha sido instituida para el mismo fin
que la vista, y concurre a él notablemente; y si el oído ha recibido la facultad de percibir los sonidos
músicos, cuya importancia es incontestable, es a causa de la armonía. La armonía, cuyos
movimientos son semejantes a los de nuestra alma, no juicio de los que con inteligencia cultivan el
comercio de las musas, destinada a servir, como lo hace ahora, a placeres frívolos. Las musas nos
han dado la armonía, para ayudarnos a arreglar según ella y someter a sus leyes los movimientos
desordenados de nuestra alma; como nos han dado el ritmo, para reformar las maneras desprovistas
de medida y de gracia que se notan en la mayor parte de los hombres. En lo que precede,[60] aparte
quizá de algunas palabras, sólo se ha tratado de las operaciones de la inteligencia. Es preciso dar
ahora a la necesidad, la parte que la corresponde. El origen de este mundo se debe, en efecto, a la
acción doble de la necesidad y de la inteligencia. Superior a la necesidad, la inteligencia la convenció
de que debía dirigir al bien la mayor parte de las cosas creadas, y por haberse dejado persuadir la
necesidad por los consejos de la sabiduría, se formó en el principio el universo. Si queremos, por
consiguiente, explicar el verdadero origen de las cosas, nos es preciso recurrir también a esta especie
de causa vagabunda, y seguirla a donde quiera que nos lleve. Necesitamos rehacer el camino, dar al
mismo objeto un principio diferente, y como en la discusión precedente, tomar las cosas desde el
principio. Hay precisión de explicar cuál era, antes de la creación del mundo, la naturaleza del fuego,
del agua, del aire, de la tierra, y cuáles sus cualidades; porque hasta ahora nadie ha estudiado su
formación; y sin embargo, como si el fuego y los demás cuerpos semejantes fuesen perfectamente
conocidos, declaramos que estos son los principios y los elementos del universo, siendo así que el
hombre menos inteligente deberá comprender que ni aun pueden compararse con los elementos
reunidos para formar sílabas.[61]
Ahora, escuchad lo que me propongo hacer. No intentaré exponeros la causa o causas y las
razones, cualesquiera que ellas sean, de todo lo que existe; y me abstengo de hacerlo, porque me
sería muy difícil explicar sobre este punto mi opinión, sin salir del plan de esta discusión. No
esperéis que os hable de esto, porque no podré persuadirme fácilmente de que pueda serme
conveniente el emprender tarea semejante. Según os anuncié desde un principio, aspiraré sólo a lo
probable; pero intentaré en esta esfera llegar todo lo más allá que me sea posible, y con este
propósito voy a estudiar de nuevo mi asunto en los pormenores y en el conjunto. Invoquemos
también a la divinidad, al entrar en estas nuevas indagaciones; pidámosle que nos libre de los
razonamientos extraños e infundados, y que nos guíe hacia opiniones verosímiles; y volvamos a
nuestra conversación.
Necesitamos esta vez hacer grandes divisiones en nuestro asunto. Hasta ahora sólo habíamos
reconocido dos especies de seres, y ahora tenemos que admitir una tercera. En nuestro precedente
discurso nos bastaron las dos especies: la una inteligible y siempre la misma, el modelo; la otra
visible y producida, la copia; nada dijimos de la tercera, porque no teníamos necesidad. Pero el curso
de esta discusión me obliga a explicaros, en cuanto me sea posible, una especie muy difícil de
entender y muy oscura. ¿En qué consiste? ¿Cuál es su naturaleza? Consiste, sin duda, en ser el
receptáculo y, por decirlo así, la nodriza de todo lo que nace. Ésta es la verdad; pero es preciso
exponerla con mayor claridad. Lo que hace sobre todo difícil este trabajo, es la necesidad de
profundizar la naturaleza del fuego y de las otras tres especies de cuerpos. A cuál debe llamarse agua
más bien que fuego; qué denominación conviene a una mejor que a las demás, o a cada una de ellas;
cómo, en fin, puede emplearse un lenguaje firme y seguro; todos estos son puntos a que es más
difícil contestar. ¿Qué debe hacerse entonces? ¿Cómo salir de este embarazo? ¿Dónde encontrar lo
más probable?
Por lo pronto, el agua, como hoy la llamamos, al condensarse, se convierte al parecer en piedras
y tierra; y al fundirse y dividirse, en viento y aire; el aire inflamado se hace fuego; a su vez el fuego,
cuando se comprime y extingue, se transforma en aire; el aire reconcentrado y condensado da origen
a las nubes y a las nieblas; cuando estas se comprimen y chocan, se convierten en agua, y del agua se
forman de nuevo la tierra y las piedras; de suerte, que estos cuerpos giran en círculo y parecen
engendrarse los unos a los otros. No apareciendo nunca bajo una misma figura, ¿quién se atreverá a
sostener, que tal o cuál de estos cuerpos tiene derecho a llevar un nombre con exclusión de los
demás? Nadie. Mucho más seguro es explicarse de esta manera. Si vemos que un objeto pasa sin cesar
de un estado a otro, el fuego, por ejemplo, no digamos: este es fuego, sino que parece fuego; y del
agua no digamos: esto es agua, sino que parece agua; y en fin, procedamos de la misma manera
respecto a todas las cosas variables, a las que atribuimos, al parecer, estabilidad al designarlas por las
palabras esto y aquello. Porque, no subsistiendo siempre las mismas, repugnan las expresiones: esto,
de esto, a esto, y todas las demás, que las representan como fijas y constantes. No debe hablarse de
esta clase de cosas como individuos distintos, sino que es preciso llamar a todas y a cada una
apariencias sometidas a perpetuos cambios. Así, pues, llamaremos fuego a cierta apariencia que se
encuentra por todas partes; y lo mismo haremos respecto a todo lo que está sometido a la generación.
El principio, en cuyo seno se muestran todas estas apariencias, para desvanecerse en el acto, es el
único que puede designarse con exactitud con las palabras esto, aquello; pero no a las cualidades,
tales como lo caliente, lo blanco, o sus contrarias, o sus derivadas, pues de ninguna manera pueden
convenirles aquellos términos. Procuremos explicarnos aún más claramente.
Si a un lingote de oro se le diese toda especie de formas, se mudase sin cesar cada una de ellas en
todas las demás, y, presentando una de estas formas, se preguntase: ¿qué es esto? Diría verdad el que
respondiese: es oro. En cuanto al triángulo y todas las demás figuras que este oro pudiera revestir, no
sería preciso designarlas como seres, puesto que mudan a medida que se las producen; y si alguno
quisiera saber el nombre de tal o de cual apariencia, se le diría que era apariencia y nada más. Todo
esto es perfectamente aplicable al principio que contiene todos los cuerpos en sí mismo. Es preciso
llamarle siempre con el mismo nombre, porque no muda jamás de naturaleza. Recibe continuamente
todas las cosas en su seno, sin tomar absolutamente ninguna de sus formas particulares. Es el fondo y
la sustancia de todo lo que existe y no tiene otro movimiento, ni otra forma, que la forma y el
movimiento de los seres que él encierra. De ellos es de donde toma sus diferencias. En cuanto a estos
seres, que sin cesar entran y sin cesar salen, son copias de los seres eternos, formados a semejanza de
sus modelos de una manera maravillosa y difícil de explicar; pero más tarde hablaremos de ello.
Ahora debemos concebir tres géneros diferentes: lo que es producido, aquello en lo que es
producido, aquello de dónde o a semejanza de lo que es producido. Puede compararse con exactitud
lo que recibe, a la madre; lo que suministra el modelo, al padre; y al hijo toda la naturaleza
intermedia. Pero es preciso concebir bien, que debiendo mostrarse las copias bajo los aspectos más
diversos, el ser, en cuyo seno aparecen así formadas, no llenaría su destino, si no estuviera privado
de todas las formas que debe recibir. Porque si revistiese cualquiera de las formas que en él se
imprimen, cuando llegase una contraria o del todo diferente, se avendría mal con ella y la
desnaturalizaría, metamorfoseándola a su propia imagen. Es preciso, por consiguiente, que no haya
ninguna figura propia en el principio, que debe adoptar indiferentemente todas las figuras; así como
para componerlos perfumes que por su olor forman un producto del arte, se comienza por hacer
completamente inodoros los líquidos destinados a recibir el olor; y así como para imprimir ciertas
figuras sobre una sustancia blanda, se comienza por no darla ninguna forma determinada, y se
procura más bien amalgamarla y pulimentarla cuanto es posible. En la misma forma conviene, que lo
que está destinado a recibir en toda su extensión representaciones exactas de los seres eternos, sea
naturalmente extraño a todas las formas. Por consiguiente, esta madre de las cosas, este receptáculo
de todo lo visible y sensible, no lo llamaremos tierra, ni aire, ni fuego, ni agua, ni ninguna otra cosa
de las que proceden de ellos ni de las que ellos proceden. No nos engañaremos, si decimos que es una
especie de ser invisible e informe, propio para recibir en su seno todas las cosas, que participa de lo
inteligible de una manera oscura e inexplicable. En cuanto es posible concebir su naturaleza, por lo
que precede, sería exactísimo decir, que deviene o se hace fuego, inflamándose; agua, liquidándose;
tierra y aire, recibiendo sus formas. Pero es indispensable tratar de llegar, por medio del
razonamiento, a definiciones más precisas aún.
¿Hay un fuego en sí, y existen también en sí todas las cosas, que según dijimos, existen
separadamente? ¿Ó acaso los objetos que vemos y que sentimos, mediante las diversas partes de
nuestro cuerpo, son los únicos verdaderos? ¿No hay absolutamente otros? ¿No tenemos razón al
decir, que cada uno de ellos se refiere a una esencia inteligible, y no son estas otra cosa que vanas
palabras? No podemos en este momento resolver esta cuestión sin haberla examinado y discutido, ni
añadir a lo largo de nuestro discurso lo largo de una digresión. Pero si nos fuese posible
circunscribirnos dentro de estrechos límites, y condensar muchas cosas en pocas palabras,
obraríamos perfectamente. He aquí mi dictamen. Si la inteligencia y la opinión verdadera son dos
géneros diferentes, existen ciertamente en sí mismas estas ideas, que no caen bajo los sentidos, y son
sólo accesibles a la inteligencia. Si, por el contrario, como creen algunos, la opinión verdadera no
difiere en nada de la inteligencia, entonces, lo que percibimos por nuestros órganos, es lo que hay de
más sólido y real. Pero es preciso decir que son dos cosas distintas, puesto que se forman
separadamente y no tienen ninguna semejanza. En efecto, la una nace de la ciencia, la otra de la
persuasión. La una es verdadera y conforme a la razón, la otra no conforma con ésta. La una produce
una convicción inquebrantable, la otra mudable. Y mientras que la opinión pertenece a todos los
hombres, la inteligencia es el privilegio de Dios y de un pequeño número de aquellos. Siendo esto
así, es preciso reconocer que existe una especie, que es siempre la misma, sin nacimiento y sin fin,
que no recibe nada extrañó en sí misma, ni se ingiere jamás en nada que la sea extraño, indivisible,
inaccesible a los sentidos, y objeto propio de las contemplaciones de la inteligencia. Es preciso
reconocer, en seguida, una segunda especie, semejante a la primera y con el mismo nombre que ella,
pero sensible, engendrada, siempre móvil, naciendo en cierto lugar, para después desaparecer y
morir, y que nosotros conocemos mediante la opinión unida a la sensibilidad. Es preciso, en fin,
reconocer una tercera especie, la del lugar eterno, que no puede ser destruido, que sirve de teatro a
todo lo que nace, que sin estar sometido a los sentidos, es sólo perceptible a una especie de
razonamiento bastardo,[62] al que apenas damos crédito, y que vislumbramos como un sueño, al
decirnos que es de absoluta necesidad que todo lo que existe, esté en algún lugar y ocupe algún
espacio; que lo que no existe ni en la tierra ni en ningún punto del cielo, es nada. Nosotros
confundimos todas estas concepciones y sus análogas con la naturaleza, que no sólo soñamos, sino
que existe en realidad, de suerte que no nos hallamos en estado de determinar y decir la verdad a la
manera de los que están despiertos. La verdad es que la imagen, diferente de la sustancia, en cuyo
seno ella nace, y representación mudable de un ser superior, debe por lo mismo producirse en alguna
otra cosa, de la que hasta cierto punto recibe la existencia, o bien no ser absolutamente nada. En
cuanto al ser, que es verdaderamente ser, la razón viene justamente en su apoyo, declarando con
exactitud, que mientras dos cosas difieran entre sí, no puede la una existir en la otra, de manera que
puedan ser a la vez dos cosas y una sola cosa.
He aquí el resultado de mis reflexiones, y en resumen mi opinión. El ser, el lugar y la generación
son tres principios distintos, anteriores a la formación del mundo.[63] La nodriza de la generación,
humedecida, inflamada, recibiendo las formas de la tierra y del aire, sufriendo a la vez todas las
modificaciones, que son su resultado, presentaba a la vista una maravillosa variedad; sometida a
fuerzas desemejantes y desequilibradas, no podía ella mantenerse en equilibrio; entregada al azar en
todos sentidos, recibía a la vez el impulso de estas fuerzas y las imprimía una agitación desordenada.
Arrojadas las unas a un lado, las otras a otro, las partes diferentes se separaban. Así como, al manejar
los bieldos y demás instrumentos propios para limpiar el trigo, se ve que lo más pesado, cuando se
limpian las mieses, se va a una parte, y lo más ligero a otra; en la misma forma, las cuatro especies
de cuerpos agitadas en la sustancia, que las había recibido en su seno, y que se movía ella misma a la
manera del bieldo, se separaron, aislándose las partes desemejantes, buscándose y reuniéndose las
semejantes; de suerte que estos cuerpos ocupaban ya regiones diferentes antes del nacimiento del
orden y del universo. Pero entonces estaban dispuestos sin razón y sin medida. Cuando Dios decidió
ordenar el universo, el fuego, la tierra, el aire y el agua, llevaban ya señales de su propia naturaleza;
pero estaban en la situación en que deben encontrarse las cosas, en que falta Dios, que comenzó por
distinguirlas por medio de formas y de números. Dios sacó las cosas de la agitación y confusión en
que estaban, y las dio la mayor belleza, la mayor perfección posible. No nos separemos nunca de este
principio. En este momento necesito exponeros la formación y colocación de los cuerpos
(elementales) en un lenguaje, que no es habitual; pero no siendo vosotros extraños a los métodos y a
los procedimientos, que me veré obligado a emplear en mis demostraciones, me seguiréis sin
dificultad.
Por lo pronto, el fuego, el aire, la tierra y el agua son cuerpos; esto es evidente para todo el
mundo. Todo lo que tiene la esencia del cuerpo, tiene igualmente profundidad. Todo lo que tiene
profundidad, contiene necesariamente en sí la naturaleza de lo plano. Una base, cuya superficie es
perfectamente plana, se compone de triángulos. Todos los triángulos proceden de dos triángulos
solamente; cada uno de los cuales tiene un ángulo recto y los otros dos agudos.[64] Uno de estos
triángulos tiene de cada lado una parte igual de un ángulo recto, dividido por lados iguales;[65] el
otro, dos partes desiguales de un ángulo recto, dividido por lados desiguales.[66] He aquí el origen
que asignamos al fuego y a los otros tres cuerpos; quiero decir, lo verosímil con algo de
certidumbre. En cuanto a los principios superiores, que son los de los triángulos, Dios los conoce, y
un pequeño número de hombres amados por los dioses.[67]
Es preciso que expongamos cómo han nacido estos cuatro preciosos cuerpos, cómo difieren
entre sí, y cómo, disolviéndose, pueden recíprocamente engendrarse. Procediendo así, sabremos la
verdadera formación de la tierra y del fuego, así como de los dos cuerpos que les sirven de términos
medios;[68] y entonces a nadie concederemos que puedan darse cuerpos más preciosos que estos, cada
uno de los cuales pertenece a un género aparte. Necesito emplear todo el esmero posible, para
constituir armónicamente estos cuatro géneros de cuerpos tan excelentes por su belleza, a fin de
demostraros que be comprendido bien su naturaleza.
De los dos triángulos, de que os he hablado, el isósceles no puede tener más que una sola forma;
[69] el triángulo prolongado [70] puede admitir un número infinito.[71] Ésta es la razón porque, entre
esta multitud de triángulos, debemos escoger el más bello, si queremos comenzar de una manera
conveniente. Si alguno nos puede mostrar uno más bello que el que hemos preferido, nos
someteremos a su opinión y le miraremos como un amigo y no como un enemigo. Declaramos,
pues, que entre todos estos triángulos[72] hay uno más bello, que los supera a todos, y es aquel de que
se compone el triángulo equilátero, el tercero.[73] El por qué sería largo de contar. Pero el que nos
demostrase que estamos en un error, recibiría de nosotros una favorable acogida. Quede, pues,
sentado, que los triángulos, de que están formados el fuego y los otros cuerpos (elementales), son el
isósceles, y aquel en el que el cuadrado del lado mayor es triple del cuadrado del pequeño.
Es llegado el momento de aclarar lo que aún no hemos expuesto sino de una manera oscura. Nos
había parecido que las cuatro especies de cuerpos (elementales) nacían los unos de los otros; pero
esta es una ilusión. En efecto, estas cuatro especies nacen justamente de los triángulos que hemos
mencionado; pero tres son formadas de uno mismo, a saber: del que tiene los lados desiguales; y
sólo la cuarta procede del isósceles. Por consiguiente, no es posible que los cuatro cuerpos, al
disolverse, nazcan los unos de los otros, mediante la reunión de un gran número de pequeños
triángulos en un menor número de otros más grandes y recíprocamente. Esto sólo puede tener lugar
respecto de tres de ellos. En efecto; estando formados estos tres cuerpos de un mismo triángulo, nada
impide que de la disolución de amalgamas más grandes, nazca un mayor número de pequeñas
amalgamas, compuestas de los mismos elementos, y presentando la misma configuración. Por el
contrario, cuando la disolución tiene lugar en cuerpos compuestos de un gran número de pequeños
triángulos, se forma un número único, y toda la masa se reúne en otro género más grande. Baste lo
dicho sobre la transformación de unos géneros en otros.
Para seguir nuestro discurso, debemos explicar ahora cómo se forma cada género, y con el
concurso de qué números. Comencemos por el primero, cuya composición es la más simple. Tiene
por elemento el triángulo, cuya hipotenusa es doble del lado menor. Unid dos de estos triángulos,
siguiendo la diagonal; haced tres veces esta operación, de manera que todas las diagonales y todos
los lados menores concurran en un mismo punto, que les sirva de centro común, y tendréis un
triángulo equilátero, compuesto de seis triángulos particulares. Cuatro de estos triángulos
equiláteros, mediante la reunión de tres ángulos planos, forman un ángulo sólido, cuya magnitud
supera a la del ángulo plano más obtuso; y cuatro de estos nuevos ángulos componen juntos la
primera especie de sólido, que divide en partes iguales y semejantes la esfera en que está inscrito.[74]
El segundo sólido se compone de los mismos triángulos reunidos en ocho triángulos equiláteros y
formando un ángulo sólido de cuatro ángulos planos; y seis de estos ángulos constituyen este
segundo cuerpo.[75] El tercer sólido se forma de ciento veinte triángulos elementales de doce ángulos
sólidos, rodeados cada uno de cinco triángulos equiláteros, con veinte triángulos equiláteros por
bases.[76] Este elemento [77] no debe producir otros sólidos. En cuanto al triángulo isósceles, a él
corresponde engendrar la cuarta especie de cuerpos. Reunidos cuatro triángulos isósceles, poniendo
en el centro los cuatro ángulos rectos, de manera que compusieran un tetrágono equilátero, seis
tetrágonos dieron ocho ángulos sólidos, estando formado cada ángulo sólido de tres ángulos planos,
y de esta amalgama resultó el cubo, que tiene por base seis tetrágonos regulares.[78] Restaba una
quinta combinación, y Dios se sirvió de ella para trazar el plan del universo.[79] Esta primera especie
de sólido es el tetraedro regular o pirámide de base triangular equilátera. Puesto que este sólido
comprende cuatro triángulos equiláteros, que comprenden a su vez seis triángulos elementales
escalenos, es claro que se compone de veinticuatro triángulos elementales escalenos.
¿Existe un número infinito de mundos o solamente un número limitado? El que reflexione
atentamente sobre lo que precede, comprenderá que no se puede sostener la existencia de un número
infinito, sin que esto arguya desconocimiento de cosas que nadie puede ignorar. ¿Pero no hay más
que un mundo, o es preciso admitir que hay cinco? Es esta una cuestión difícil de resolver. A nosotros
nos parece que la opinión de un mundo único es la más probable; pero otros, mirando la cuestión
bajo un punto de vista diferente, podrían muy bien pensar de otra manera.
Pero demos treguas a estas indagaciones, y asignemos cada una de las figuras de que acabamos
de hablar, al fuego, a la tierra, al agua y al aire.
Demos a la tierra la figura cúbica. La tierra es, en efecto, el más noble de los cuatro cuerpos
(elementales) y el más capaz de recibir una forma determinada; y estas cualidades suponen en el
cuerpo que las tiene, las bases más firmes. Ahora bien, entre los triángulos, que desde el principio
distinguimos, los que tienen los lados iguales tienen una base naturalmente más firme que los que los
tienen desiguales; y de las dos figuras planas que ellos forman, el tetrágono equilátero es una base
más estable que el triángulo equilátero; porque así en sus partes como en su totalidad, está más
sólidamente constituido. No nos separamos, pues, de lo probable al atribuir esta forma a la tierra. No
es menos probable que debe atribuirse la forma menos móvil al agua, la más móvil al fuego, y la que
es un término medio al aire; el cuerpo más sutil al fuego, el más grueso al agua, y el que ocupa un
lugar intermedio al aire. En la misma forma debe referirse el cuerpo más agudo al fuego; el que
sigue a éste, al aire; y el tercero, al agua. De todos estos cuerpos[80] el que tiene las bases más
pequeñas es necesariamente más móvil y más delicado, porque es igualmente más agudo en todos
sentidos y más ligero que todos los demás, como formado de los mismos elementos, pero en mucho
menor número. El que tiene menos bases, después del precedente, ocupa el segundo rango bajo todas
estas relaciones; y el que está en tercer lugar, según las bases, está igualmente en tercer lugar con
respecto a las cualidades. Digamos, pues, conforme a lo que dictan la recta razón y la probabilidad,
que el sólido, que tiene la forma de una pirámide, es el elemento y el germen del fuego; que el
segundo, cuya formación hemos expuesto,[81] es el del aire; y el tercero [82] el del agua. Es preciso
concebir todos estos elementos de tal modo pequeños, que, tomados uno a uno en cada género,
escapen a la vista por su pequeñez, y no se hagan visibles, sino a condición de reunirse en gran
número y de formar masas. En cuanto a sus relaciones, sus números, sus movimientos y sus demás
propiedades, Dios, por todos los medios a que se prestó la necesidad, convencida por la inteligencia,
arregló y ordenó todas estas cosas con una perfecta exactitud, haciendo que reinaran por todas partes
la proporción y la armonía.
Si nos referimos a lo que se ha dicho antes, con relación a los cuatro géneros de cuerpos, he aquí
lo que nos parecerá más probable. La tierra puesta en contacto con el fuego y dividida por sus agudas
puntas, erraba acá y allá en estado de disolución, sea en el fuego mismo, sea en el aire, sea en el agua,
hasta que, llegando a encontrarse sus partes en algún punto, se reunieron de nuevo y volvieron a ser
otra vez tierra, porque jamás podrían transformarse en otro género.[83] Otra cosa sucede con el agua:
dividida por el fuego y aun por el aire, puede, recomponiéndose, convertirse en un cuerpo de fuego o
en dos cuerpos de aire. Si el aire está en disolución, de los fragmentos de una sola de sus partes
pueden nacer dos cuerpos de fuego. Recíprocamente, si se encierra fuego en el aire, en el agua o en
la tierra, en pequeña cantidad relativamente a la masa ambiente, y es arrastrado por el movimiento de
esta masa, vencido a pesar de su resistencia y hecho trizas, entonces dos cuerpos de fuego pueden
reunirse y componer una sola parte de aire. Si resulta vencido, roto y disuelto el aire, entonces se
necesitan dos cuerpos y medio de aire para producir una sola parte de agua. Pero consideremos aún
estas cosas de otra manera.
Cuando uno de los otros tres géneros, envuelto en el fuego, es cortado por el filo agudo de sus
ángulos sólidos y de sus ángulos planos, apenas ha tomado, al descomponerse, la naturaleza del
fuego, cuando cesa de estar dividido; porque en cada género, semejante e idéntico a sí mismo, ningún
individuo puede modificar a otro individuo semejante e idéntico a él mismo, ni ser modificado por
él. Pero siempre que un género se mezcla con otro, y siendo más débil lucha con otro más fuerte, está
en una incesante disolución. En igual forma, cuando cuerpos más pequeños y en pequeño número se
encuentran envueltos en cuerpos más grandes y en gran número, y son despedazados y extinguidos en
su seno, basta que tomen la forma de los vencedores, para que cesen inmediatamente de ser
destruidos y despedazados; y así es como se forma el aire del fuego, y el agua del aire. Pero, en
general, cuando un género está en lucha con otro, la disolución no se detiene sino cuando,
enteramente pulverizados y divididos, se refugian en cuerpos de la misma naturaleza que ellos; o
cuando los vencidos han formado, reuniéndose, un cuerpo semejante al vencedor, del cual ya no se
separan.[84]
Otro efecto de estas modificacioneses que todas las cosas mudan de lugar. Porque, por lo pronto,
los corpúsculos de cada género se separan de los de los otros géneros, y van a reunirse al lugar que
les es propio, bajo la influencia del movimiento de la sustancia que los contiene en su seno; y en
seguida, cuando los corpúsculos de un género cesan de parecérsele, por hacerse semejantes a otro
género, se ven arrastrados a causa de la sacudida que han recibido, hacia el lugar ocupado por
aquellos, con los cuales se han hecho semejantes.
He aquí de qué causas proceden los cuerpos simples y primitivos. En cuanto a las especies
diversas, que se han formado en cada uno de estos géneros, tienen su razón de ser en la naturaleza de
los dos elementos constitutivos de las cosas.[85] Como cada uno de estos triángulos no tenía siempre
la misma magnitud, engendraron, desde el principio, cuerpos tan pronto más pequeños como más
grandes, y cuyas variedades no son menos numerosas que las especies contenidas en los cuatros
géneros. Después de lo cual, estas variedades, combinándose entre sí en cada género y con las de los
otros géneros, han dado origen a una diversidad infinita. El que no se consagre a observar estos
fenómenos, no será capaz de decir nada probable acerca de la naturaleza.
¿Qué es el movimiento y qué el reposo? ¿Cómo y por qué medios se han producido? Si no
discutiéramos ahora este punto, nos veríamos en graves dificultades después. Aunque ligeramente, ya
lo hemos tocado, pero conviene insistir en él. Donde reina la uniformidad, no puede haber
movimiento. En efecto, que haya una cosa movida sin un motor, o un motor sin una cosa movida,
esto es muy difícil o más bien imposible. Luego sin estas dos condiciones no puede haber
movimiento; y ellas excluyen la uniformidad. Se sigue de aquí, que es preciso referir el reposo a la
uniformidad, y a la diversidad el movimiento. La diversidad tiene su causa en la desigualdad, y ya
hemos expuesto el origen de la desigualdad. Pero ¿de dónde procede que los cuerpos, después de
haberse separado por géneros, no cesan de moverse y de trasladarse de un punto a otro? Esto no lo
hemos explicado; y he aquí lo que tenemos que decir.
El contorno del universo, envolviendo todos los géneros de seres, y tendiendo, por la naturaleza
de su forma esférica, a concentrarse en sí mismo, estrecha todos los cuerpos, y no permite que quede
lugar alguno vacío. Por esto el fuego está principalmente derramado por todo el espacio; después el
aire, porque es el que ocupa el segundo lugar por su tenuidad; y así de los demás géneros. Porque las
cosas compuestas de partes grandes, dejan también los mayores vacíos, y las más pequeñas, los más
pequeños, al ordenarse y colocarse. El movimiento de condensación lleva las cosas pequeñas a los
intervalos de las grandes. Las pequeñas se encuentran de esta manera colocadas al lado de las
grandes; las pequeñas se desvían de las grandes; las grandes comprimen las pequeñas; y subiendo y
bajando todas, se trasladan al punto que las conviene. Mudando de dimensiones, es indispensable que
muden de posición en el espacio. Por estos medios una diversidad, que sin cesar se renueva, produce
un movimiento, que se repite y se repetirá sin cesar también.
Es preciso pensar además, que se han formado muchas especies de fuego: la llama; luego lo que,
saliendo de la llama y no quemándose, proporciona la luz a los ojos; y en fin, lo que, una vez
extinguida la llama, subsiste en los cuerpos inflamados.[86] asimismo hay en el aire una parte muy
pura que se llama éter, otra muy densa que se llama nube y niebla, y otras que no tienen nombre y que
resultan de la desigualdad de los triángulos. A su vez, el agua se divide por lo pronto en dos especies,
una líquida y otra fusible. La especie líquida, que se compone de partes de agua muy pequeñas y
desiguales, se mueve fácilmente y fácilmente se deja mover, gracias a la diversidad de sus elementos
y a la naturaleza de su forma. La especie fusible, que se compone de partes grandes e iguales, es más
estable y pesada, gracias a la uniformidad de sus elementos; pero cuando el fuego la penetra y la
disuelve, cuando destruye su uniformidad, se presta mejor al movimiento; y adquirido éste, es
arrastrada por el aire que la rodea, y precipitada sobre la tierra. Se designa entonces la división de
sus partes, diciendo, que primero se derrite, y luego se desprende sobre la tierra; dos palabras, que
expresan este cambio. Y luego, como el fuego contenido en el agua fusible se escapa y no puede
evaporarse en el vacío, comprime al aire que le rodea, el cual lleva el agua, aún fluida, a los puntos
que ocupaba el fuego, y él mismo se une con ella. El agua comprimida de esta maneta, recobrando su
uniformidad mediante la retirada del fuego, que le había ocasionado la desigualdad, vuelve sobre sí
misma y recobra su naturaleza. Este desprendimiento del fuego se ha llamado enfriamiento, y
congelación la condensación que es su resultado. De todas las aguas que hemos llamado fusibles, la
que tiene partes más tenues y más iguales, que es la más densa, género único, cuyo color es un
amarillo brillante y el más precioso de los bienes, es el oro, que se ha formado filtrándose a través de
la piedra. El nudo del oro, cuando se ha hecho muy duro y negro a causa de su densidad, es llamado
adamas.[87] Otro cuerpo, cercano al oro por la pequeñez de las partes, pero que tiene muchas
especies, cuya densidad es superior a la del oro, que encierra una escasa liga de tierra muy ligera,
siendo por esto más duro que el oro y al mismo tiempo más ligero, gracias a los poros que tiene su
masa, es una de estas aguas brillantes y condensadas, que se llama bronce. Cuando la porción de
tierra que contiene es separada por la acción del tiempo, ella se muestra a la vista, y se la da el
nombre de orín. No tendríamos mayor dificultad en explicar, tomando por regla la verosimilitud,
otros fenómenos análogos; y si alguno para distraerse, despreciando el estudio de los seres eternos,
quiere e intenta formarse ideas probables sobre la generación, proporcionándose así un placer sin
remordimientos, se procurará un entretenimiento sabio y moderado. Prosigamos, pues, nuestras
indagaciones, y lo mismo a las cuestiones que siguen que a las que han precedido, procuremos dar
respuestas probables.
El agua mezclada con el fuego, que se llama líquido a causa del movimiento que la hace
derramarse y rodar sobre la tierra, y blanda a causa de sus bases, que, menos estables que las de la
tierra, ceden fácilmente, si se encuentra separada del fuego y del aire y aislada, se hace más uniforme,
se contrae por el desprendimiento de estos dos cuerpos y se condensa; y entonces se transforma en
granizo si la operación tiene lugar por encima de la tierra, y en hielo si se verifica en la tierra. Si las
partes son más pequeñas y están medio coaguladas, dan origen, por encima de la tierra, a la nieve; y
en la tierra, mezcladas con el rocío, a lo que se llama escarcha. La mayor parte de las especies de
aguas tienen su origen en las plantas de la tierra que las destilan, y se las llama generalmente jugos.
Estos jugos, diversificados al infinito a causa de sus combinaciones, forman una multitud de especies
innumerables; pero hay cuatro que contienen fuego, y que por ser más notables han recibido nombres
particulares. Una, que calienta al alma al mismo tiempo que al cuerpo, es el vino; otra, que es sólida y
divide el fuego visual y a causa de esto parece lustrosa, brillante y vistosa, es la especie oleosa, a la
que corresponden la goma, el jugo de ricino y el aceite mismo, y todos los demás jugos dotados de
propiedades análogas; el que mezclándose a las especies alimenticias tiene la virtud de hacerlas más
agradables al paladar, recibe frecuentemente el nombre de miel; en fin, el que disuelve la carne y que
bajo el influjo del calor se hace espumoso, es distinto de todos los demás jugos y se le ha llamado
opio.
Pasemos a las especies de la tierra. Ved cómo la tierra, purificada por el agua, da origen a los
cuerpos pétreos. Cuando el agua, mezclada con la tierra, está dividida en porciones, en el seno mismo
de la mezcla se transforma en aire; hecha aire, asciende al lugar que le es propio; no existiendo el
vacío, este aire comprime el aire vecino; éste, en virtud de su pesantez, oprime fuertemente la masa
de la tierra, en cuyo derredor está repartida y la precisa a llenar los lugares dejados libres por el aire
nuevamente formado. Comprimida así por el aire, sin que por esto esté completamente privada de
agua,[88] la tierra se transforma en piedra: bella, si es trasparente con partes iguales y uniformes;[89]
fea, en caso contrario. Toda la humedad se evapora bajo la acción del fuego, y la tierra se condensa
en un cuerpo más seco que la tierra, y aparece lo que llamamos teja. Sucede algunas veces, que, sin
perder su humedad, la tierra es derretida por el fuego; entonces, enfriándose, produce una piedra de
color negro.[90] O bien cuando, evaporándose la mayor parte del agua, la tierra se reduce a partes
muy tenues y saladas, nace entonces un cuerpo medio sólido y susceptible de disolverse de nuevo en
el agua, que es, de una parte, el nitro, bueno para quitar las manchas de aceite y tierra; y de otra, la sal
que se une tan bien a los alimentos, para hacerles agradables al gusto; y que, según los términos de la
ley, es una ofrenda estimada por los dioses.
En cuanto a los cuerpos compuestos de tierra y agua, que insolubles en el agua no pueden ser
disueltos sino por el fuego, he aquí cómo se coagulan. Ni el fuego ni el aire pueden disolver un
volumen de tierra. En efecto, siendo más delgados que los intervalos de sus partes, pasan al través de
sus anchos poros sin violencia y no causan ninguna descomposición, ninguna disolución. Por el
contrario, siendo las partes del agua más grandes, se abren paso violentamente, y por consiguiente
disuelven y funden la tierra. Así cuando la tierra no está condensada fuertemente, sólo el agua puede
disolverla; el fuego sólo tiene este poder, cuando está compacta, porque es el único que puede
penetrar en ella. El agua sólo puede ser disuelta por el fuego, si sus partes están fuertemente unidas;
puede serlo por el fuego y por el aire a la vez, si lo están débilmente, introduciéndose éste en los
intervalos, y aquel entre los triángulos que la constituyen. Si el aire está fuertemente condensado,
nada puede disolverle, como no sea dividiendo sus elementos;[91] no condensado, sólo es soluble
mediante el fuego.[92] Por lo tanto, en los cuerpos compuestos de tierra y agua, como ocupan el agua
los intervalos de la tierra, aun la comprimida con fuerza, las partes de agua, que llegan de fuera, no
encuentran abertura y se deslizan alrededor de la masa entera sin poder fundirla; por el contrario, las
partes de fuego se introducen en los intervalos del agua, obran sobre ella, como el agua sobre la
tierra y el mismo fuego sobre el aire, y sólo ellas tienen la virtud de fundir el cuerpo compuesto y de
hacerle de naturaleza líquida. Entre estos cuerpos compuestos, unos contienen menos agua que tierra,
como el vidrio y todas las piedras que se llaman fusibles; otros contienen más, como la cera y todas
las sustancias aromáticas.
Las especies diversas, que nacen de las figuras (matemáticas), de sus mezclas, de sus
transformaciones, acaban de ser explicadas; qué impresiones producen sobre nosotros y por qué: he
aquí lo que conviene que expliquemos ahora. La primera condición es que los cuerpos, de que se
habla, ténganla propiedad de ser sentidos. En cuanto a la carne y a la formación de ésta; en cuanto a la
parte mortal del alma,[93] nada hemos dicho aún. Pero no es posible hablar de ello, de una manera
conveniente, sin tratar de las impresiones acompañadas de sensación y recíprocamente. Sin embargo,
no pueden abrazarse estos dos objetos a la vez. Es preciso exponer el uno primero, y volver
enseguida al que haya sido aplazado.
A fin de estudiar las impresiones en el mismo orden que los géneros de los cuerpos que las
producen, comencemos por los que se refieren al cuerpo (en su totalidad) y al alma.[94]
Por lo pronto, ¿por qué decimos que el fuego es caliente? Esto es lo que hay precisión de
examinar, indagando qué clase de separación y de división opera en nuestro cuerpo. Porque casi
todos sentimos que la impresión del fuego es la de un cuerpo acerado. Debemos, pues, considerar
que son tales la delicadeza de sus espinas y de sus puntas y la rapidez de su movimiento, que, fuerte y
afilado, corta cuanto encuentra. Nos es preciso recordar su forma y su origen, a fin de concebir, que
su naturaleza, haciéndole más propio que cualquiera otro objeto, para dividir en porciones los
cuerpos, da perfectamente razón de la impresión del calor, y del nombre con que le distinguimos.[95]
La impresión contraria es fácil de comprender, y sin embargo, es preciso hablar de ella. Nuestro
cuerpo está rodeado de líquidos; los que de ellos tienen partes muy grandes, al penetrar en nosotros,
rechazan los líquidos, que tienen partes muy pequeñas. Como no pueden ocupar su lugar, los
comprimen; de móviles que eran, los hacen inmóviles; de desiguales, uniformes; y en fin, los
coagulan. Un combate se traba naturalmente entre lo que se aproxima así contra naturaleza y los
elementos opuestos. Este combate, esta conmoción, es el temblor, el escalofrío; y se ha dado el
nombre de frío a todas estas impresiones reunidas, así como a su causa.
Si cede nuestra carne a un cuerpo, el cuerpo es duro; si cede el cuerpo a nuestra carne, el cuerpo
es blando. Lo mismo sucede con los cuerpos comparados entre sí.[96] Pues bien, ceden los que tienen
pequeñas bases; por el contrario, los que tienen bases triangulares, teniendo en su virtud una gran
estabilidad, forman la especie más sólida; y como adquiere más densidad, ella opone la mayor
resistencia.
Para explicar claramente la pesantez y la ligereza, es preciso desde luego dar razón de lo que se
llama lo alto y lo bajo. Que existen naturalmente en el universo dos regiones distintas, opuestas, en
que está dividido: lo bajo, hacia lo que cae todo lo que tiene una cierta masa corporal; lo alto, a
donde nada sube sino por fuerza, son cosas que no pueden admitirse con verdad. En efecto, puesto
que el cielo entero es esférico, todas las partes, que, colocadas a igual distancia del centro, son
extremidades, son en igual forma y por la misma razón sus extremidades; y el centro, colocado a
igual distancia de las extremidades, está necesariamente en la misma situación con relación a todas.
Construido así el mundo, ¿cuál de las regiones, que acabamos de citar, puede ser llamada lo alto, cuál
lo bajo, sin exponerse a dar un nombre, que de ninguna manera le convenga? Porque el centro del
mundo no es naturalmente ni lo alto ni lo bajo, es el centro; y la circunferencia no es el centro; y
ninguna parte tiene con el centro otra relación que la que tiene la parte opuesta. Siendo, pues,
semejantes todas las partes del mundo, y estando semejantemente dispuestas, ¿con qué derecho las
aplicaremos denominaciones contrarias? Supongamos un cuerpo sólido, regular, colocado en el
centro del universo; no se inclinará más hacia una extremidad que hacia otra a causa de su perfecta
semejanza. Que cualquiera dé la vuelta alrededor de ese cuerpo y encontrará que, si se detiene en
puntos opuestos, llamará sucesivamente con los nombres de alto y de bajo a la misma parte de este
cuerpo. Siendo el universo esférico, como acabamos de decir, es contrario a la razón distinguir en él
una región inferior y otra superior.
Y entonces, ¿de dónde nacen estas denominaciones de alto y de bajo? ¿Cuál es el origen de esta
costumbre de dividir el mundo en dos partes distintas? Para comprender el valor de estas preguntas,
es preciso sentar los principios siguientes. Si alguno estuviese colocado en la región del mundo,
ocupada particularmente por el fuego,[97] en donde se encuentra reunido en masa y a donde tienden a
reunirse todas sus demás partes,[98] y colocada así esta persona por encima del fuego, tuviese poder
para arrancar porciones de él y depositarlas en los platillos de una balanza; si levantase el fiel y
colocase por fuerza estas porciones de fuego en el aire, que es una sustancia del todo diferente;[99] es
evidente que una porción más pequeña de fuego cedería con más facilidad que una grande. Porque
siempre que una misma fuerza obra sobre dos cuerpos, es inevitable que el menor siga más
dócilmente el impulso, y que el mayor resista más; y se dice del uno [100] que es pesado y que tira
hacia abajo; y del otro [101] que es ligero y que tira hacia arriba.
Pues bien, observémonos a nosotros mismos, obrando de la misma manera en el lugar que nos
está asignado. En la tierra en que habitamos, sucede a veces que tomamos sustancias terrestres, y
algunas veces porciones de tierra, y las lanzamos al aire desemejante, haciendo violencia a su
naturaleza, porque las unas y las otras tienden a permanecer unidas a la masa homogénea; en este
caso, la parte que sea más pequeña resiste menos, y penetra la primera en el elemento desemejante.
Llamamos ligera a esta pequeña parte, y llamamos lo alto al lugar a donde sube; y llamamos pesado
y bajo a lo contrario de lo ligero y de lo alto.
De donde resulta que necesariamente estas relaciones no son siempre las mismas, ocupando las
masas de los cuerpos elementales lugares diferentes. Comparad un objeto ligero en una región con
un objeto ligero en la región contraria, un objeto pesado con otro objeto pesado, lo bajo con lo bajo,
y lo alto con lo alto; y encontrareis, que se hacen y son contrarios, oblicuos, totalmente diferentes los
unos relativamente a los otros. Pero se observa una cosa, que es común a todos los cuerpos, sean los
que sean; que la dirección de un cuerpo hacia la masa de la misma naturaleza, es lo que hace que se le
llame pesado, y lo que hace que se llame bajo al lugar a donde se dirige; y la dirección contraria
produce nombres contrarios. Éstas son las causas a que atribuimos estas maneras de ser.
En cuanto a lo áspero y a lo liso, basta dirigir una mirada sobre los cuerpos, para dar razón de
estas impresiones. La dureza, unida a la diversidad de las partes, produce lo primero;[102] la
uniformidad, unida a la densidad, lo segundo.[103] Resta ahora explicar lo más notable que hay en las
impresiones comunes al cuerpo entero; es a saber: la causa de lo que hay de agradable y de penoso en
esas mismas de que acabamos de hablar, y por qué ciertas impresiones hacen nacer, en las diversas
partes del cuerpo, sensaciones acompañadas de placer y dolor. Comencemos por exponer por qué
razones las impresiones son seguidas o no de sensación,[104] recordándolo que antes dijimos de las
cosas fáciles de mover; porque así es preciso proceder en la indagación que nos proponemos.
Cuando un órgano, que por naturaleza se mueve fácilmente, llega a recibir una impresión, aun
cuando sea ligera, esta impresión se trasmite a las partes que le rodean, y por estas a otras; de suerte
que, llegando hasta el alma inteligente, ésta se penetra del poder del agente. Pero si el órgano es de
naturaleza contraria,[105] como entonces es estable y no da lugar a ninguna trasmisión circular, sólo
él es el impresionado, y no pone en movimiento nada de lo que le rodea; de suerte que no comunican
unas partes a otras la primera impresión recibida, la cual subsiste inmóvil en el animal; el paciente
queda insensible.[106] Este último fenómeno tiene lugar en los huesos, eu los cabellos, y en todas las
partes de nuestro cuerpo, compuestas principalmente de tierra; mientras que el primero se observa en
la vista y el oído, sentidos en los que el fuego y el aire desempeñan un gran papel.
Veamos ahora cómo es preciso concebir el placer y el dolor. La impresión contra naturaleza y
violenta, si tiene lugar repentinamente y con fuerza, es dolorosa. La impresión, que vuelve las cosas a
su estado natural, si tiene también lugar repentinamente y con fuerza, es agradable.[107] La que se
produce suavemente y poco a poco, es insensible. Lo contrario sucede en las impresiones contrarias.
Pero siempre que una impresión se produce con facilidad, es perfectamente sensible, sin participar
nada, ni del placer ni del dolor.[108] Tales son las impresiones que se refieren al fuego visual, el cual
forma, como se ha dicho, durante el día, un cuerpo estrechamente unido a nuestro cuerpo. Ni
cortaduras, ni quemaduras, ni otras afecciones del mismo género le hacen experimentar dolor
alguno,[109] ni siente tampoco placer, cuando vuelve a su forma primitiva. Nosotros, sin embargo,
tenemos sensaciones muy vivas y muy claras,[110] según que el fuego visual recibe tal o cual
impresión, y que en su emisión encuentra tal o cual objeto; y es que él se separa y se reúne sin
ninguna especie de violencia. Por el contrario, los cuerpos compuestos de partes más grandes,
cediendo con dificultad al agente y trasmitiendo los movimientos recibidos a todo el animal,
experimentan placer y dolor; dolor, cuando son alterados; placer, cuando vuelven a su estado
primitivo. Todos los órganos, cuyas pérdidas y evacuaciones se verifican con lentitud, y que reciben
bruscamente partes nuevas y numerosas, insensibles a la salida de los elementos antiguos, sensibles a
la salida de Jos nuevos, no causan ningún dolor al alma mortal, y la procuran grandes placeres. Esto
es precisamente lo que sucede con los olores buenos. Los órganos que, por el contrario, se alteran de
repente y con fuerza, y que vuelven con dificultad y poco a poco a su primer estado, son el asíento de
sensaciones opuestas a las precedentes.[111] Esto es precisamente lo que tiene lugar en las quemaduras
y cortaduras del cuerpo.
Quedan expuestas las impresiones comunes a todo el cuerpo,[112] y los nombres dados a sus
causas.[113] Ahora debemos dar a conocer, según podamos, las impresiones propias de ciertas partes
del cuerpo,[114] y las causas que las hacen nacer.
Pongamos por lo pronto en claro, en cuanto sea posible, lo que hemos omitido antes al hablar de
los jugos; a saber: las impresiones particulares que se refieren a la lengua.[115] Es claro, que estas
impresiones, como la mayor parte de las otras, resultan de ciertas contracciones y expansiones; pero
además de esto, ellas están más estrechamente ligadas que las demás a lo áspero y a lo liso. En efecto,
cuando partes compuestas de tierra y líquidas se introducen por las pequeñas venas, que, a manera de
mensajeros, van de la lengua al corazón, y encuentran las partes húmedas y tiernas de la carne,
estrechan y desecan las venas, y nos parecen agrias, si son más ásperas; acedas, si lo son menos. A las
que son detergentes, que lavan toda la superficie de la lengua, y que a causa de su acción excesiva la
arrancan algo y disminuyen su sustancia, como hace el nitro, se las llama amargas. Las que tienen en
menor grado la propiedad del nitro y limpian moderadamente la lengua, nos parecen saladas sin
amargura, y más amigas de nuestra naturaleza. Las que se calientan y ablandan mediante la
temperatura de la boca, y después de haber recibido de ella el fuego y el calor, la queman a su vez, y
se suben por su ligereza hacia las partes superiores de la cabeza despedazando todo lo que
encuentran, a causa de estas propiedades, se las llama picantes. Sucede algunas veces, que estas partes,
aminoradas por la putrefacción, penetran en las venas estrechas; encuentran en ellas partes terrosas y
partes de aire en cierta proporción, las mezclan agitándolas; después de mezcladas todas estas partes,
se encuentran, se infiltran las unas en las otras, forman vacíos, extendiéndose en torno de las partes
que entran en las venas; y entonces, haciéndose el líquido cóncavo y extendiéndose alrededor del
aire, tan pronto terroso, como puro, se forman vasos redondos y huecos, compuestos de agua y
llenos de aire, de los cuales unos, los puros, parecen como trasparentes y llevan el nombre de
ampollas; otros, los terrosos, se agitan y remontan, y se los designa con los nombres de levadura y
fermentación. La causa de todas estas impresiones es lo que se llama lo ácido. La impresión contraria
a todas las precedentes,[116] procede de una causa contraria. Cuando las partes, que entran líquidas,
son de tal manera, que convienen á, la naturaleza de la lengua, si ésta se halla irritada, la calman; si
está dilatada, la estrechan; si está contraída, la ensanchan; restableciéndola de esta manera a su estado
natural. Este remedio universal de las impresiones violentas, agradable y estimado por todos los
hombres, es lo que se llama lo dulce.
Tales son los sabores. El sentido que se ejercita por la nariz no tiene especies determinadas. ¿Por
qué? Porque el género de los olores es imperfecto, puesto que ningún cuerpo está proporcionado de
manera que tenga un olor. Las venas, afectadas por el olor, son demasiado estrechas para las partes de
tierra y de agua, y demasiado anchas para las partes de fuego y de aire. Así es que nadie ha
encontrado olor a estas partes, y para ser odoríferas, es preciso que se mojen, o que se pudran, o que
se fundan, o que se volatilicen. Cuando el agua se convierte en aire o el aire en agua, el olor se forma
en el tránsito de cada uno de estos cuerpos al otro, y no es ni más ni menos que un humor o un vapor.
Lo que siendo aire, se convierte en agua, es lo que se llama vapor; lo que siendo agua, se convierte
en aire, es lo que se llama humor. De aquí procede, que los olores son más finos que el agua, y más
gruesos que el aire. Esto es lo que manifiestamente sucede, cuando un hombre poniendo un obstáculo
a su respiración,[117] otro aspira con fuerza el hálito del primero; ningún olor se mezcla con el aire,
y el soplo llega completamente inodoro. Se han distinguido sólo dos géneros de olor, cuyas
variedades no han recibido nombre, porque no se componen de un mayor o menor número de
especies simples; y estos dos géneros, que aparecen en claro, han sido llamados lo agradable y lo
desagradable; el uno irrita y atormenta toda la cavidad, que se extiende desde la coronilla de la
cabeza hasta el ombligo; y el otro acaricia esta misma parte y la restituye con un sentimiento de
placer a su estado natural.
Un tercer sentido,[118] un tercer órgano, se ofrece a nuestro examen, que es el oído. ¿Cuáles son
las causas de las impresiones que a él se refieren? He aquí lo que tenemos que explicar. Digamos, en
general, que el sonido es un impulso trasmitido por el aire, a través de los oídos, del cerebro y de la
sangre[119] hasta el alma. El movimiento producido de esta manera, que parte de la cabeza y termina
en la región del hígado, es la impresión del oído.[120] Si el movimiento es rápido, el sonido es agudo;
si es lento, el sonido es grave; si es uniforme, el sonido es igual y dulce, y es rudo en el caso
contrario. En cuanto a la armonía entre unos y otros sonidos, es asunto que trataremos más adelante.
Resta un cuarto sentido, un cuarto órgano, en el que es preciso distinguir mil variedades, que
llamamos colores; especie de llama que sale de los cuerpos, y cuyas partículas, proporcionadas al
fuego de la vista, se unen a él para producir la sensación. Las causas y el origen del fuego visual han
sido precedentemente explicadas, y es llegado el momento de dar razón de los colores de la manera
más verosímil. De las partículas que se desprenden del cuerpo y vienen a encontrar al fuego visual,
unas son más pequeñas que las partes del fuego, visual, otras son más grandes y otras iguales. Las
partículas iguales no causan sensación, y se las llama trasparentes; pero las que son más grandes y
más pequeñas, las unas contraen, las otras dilatan, el fuego visual, obrando sobre él como obran lo
caliente y lo frío sobre la carne, y como lo agrio y todas las sustancias activas que hemos llamado
picantes sobre la lengua. Lo blanco y lo negro son impresiones análogas a las precedentes, pero
relativas a un órgano distinto, y por esta razón nos parecen diferentes. Es preciso definirlas de esta
manera: lo blanco es lo que dilata el fuego visual, y lo negro lo que tiene la propiedad contraria.
Cuando el fuego exterior, encontrando el de la vista con un movimiento más rápido, le dilata hasta
los ojos, cuyas aberturas disuelve y divide violentamente y hace correr esta mezcla de fuego y agua,
que llamamos lágrimas; cuando el fuego visual, a su vez, sale al encuentro y salta como la llama de
un relámpago; cuando el fuego, que se introduce de la parte de fuera, se extingue en la humedad del
ojo; cuando, en fin, mil colores nacen de estas combinaciones, entonces decimos que la impresión
experimentada es la del rayo, y llamamos brillante y resplandeciente a la causa que lo produce. Hay
otro género de fuego, intermedio entre los precedentes que llega hasta el líquido contenido en los
ojos, que se mezcla con él, que no brilla, pero que por su esplendor, combinado con esta humedad en
que penetra, presentad color de la sangre, y es lo que llamamos lo encarnado. Lo brillante, unido a lo
encarnado y a lo blanco, da origen al color leonado. La proporción de esta mezcla, aunque se
supiese, no sería prudente decirla, puesto que no se puede dar de ella una razón cierta, ni aun
probable. Lo encarnado, combinado con lo negro y lo blanco, produce el color púrpura. La misma
composición, más encendida y con una dosis mayor de negro, produce un color más oscuro. Lo rojo
es una mezcla de lo leonado y de lo moreno. Lo moreno, de lo blanco y de lo negro. Lo amarillo, de
lo blanco y de lo leonado. Lo blanco, unido a lo brillante y cayendo en lo negro recargado, da origen
al azul oscuro. Éste, combinado con el blanco, da el azul claro; y lo rojo combinado con lo negro, da
el verde. Con respecto a los demás colores, estos ejemplos dejan ver suficientemente, por qué
mezclas se puede dar razón de su formación de una manera verosímil. Pero si se intentase verificar
estas indicaciones mediante la experiencia, se desconocería la diferencia que separa la naturaleza
humana de la divina. Son tales la esencia y el poder de la divinidad, que es para ella un juego el reunir
una multitud de elementos; siendo así que no hay hombre, ni le habrá jamás, que sea capaz de realizar
ni una ni otra de estas operaciones.
Éstos son los principios que existían por virtud de la necesidad, y el Artífice de lo mejor y más
bello, que existe, tomó estos elementos de entre las cosas que devienen o tienen comienzo, cuando
engendró el dios que se basta a sí mismo, porque es perfecto.[121] Se sirvió de ellos, como causas
auxiliares, para ejecutar sus designios, y él, por su parte, se esforzó en formar todas sus obras a
imagen del bien. He ahí por qué es preciso que distingamos dos clases de causas, la una necesaria, la
otra divina; y que indaguemos en todas las cosas la causa divina, a fin de obtener una vida dichosa en
la medida que permite nuestra naturaleza, pero sin despreciar la causa necesaria por respetos a la
otra; debiendo estar persuadidos de que sin ellas jamás seremos capaces de comprender este supremo
objeto de nuestros estudios y de nuestros deseos; ni, por consiguiente, de poseerle y de participar de
él en cierta manera.
Ahora que, a manera de obreros, hemos reunido en estos dos géneros de causas los materiales
necesarios para acabar el tejido de nuestro discurso, apresurémonos a volver al punto de partida, a
recorrer de nuevo el camino andado, y llevemos esta discusión al fin y al término que le convienen.
[122]
Como dijimos al principio, todas las cosas estaban en desorden, cuando Dios puso en cada una,
tomada aparte, y en todas, tomadas en junto, toda la medida y toda la armonía que estaban en su
poder, y que la naturaleza de aquellas consentía. Porque antes ninguna de ellas mostraba el menor
rastro de este orden, como no fuera por casualidad; y en general puede decirse que nada merecía ser
llamado con los nombres con que hoy día designamos las cosas, tales como el fuego, el agua y otras.
Dios, por lo pronto, puso orden en esta confusión; después se sirvió de todo ello para formar este
universo, animal único, que encierra todos los animales mortales e inmortales. Él mismo fue el
artífice de los animales divinos; pero respecto a los animales mortales, encargó a sus propios hijos el
cuidado de producirlos.
Estos dioses siguieron el ejemplo de su padre. Habiendo recibido de sus manos el principio
inmortal del alma, construyeron y dieron a ésta un cuerpo mortal, como un carro, para conducirla.
En este mismo cuerpo colocaron además otra especie de alma, la que es mortal, asiento de las
pasiones violentas y fatales; por lo pronto, el placer, el mayor cebo para el mal; después el dolor, que
nos aleja del bien; la audacia y el temor, imprudentes consejeros; la cólera, rebelde a la persuasión;
la esperanza, que se deja seducir por la sensación irracional y por el amor desenfrenado. De todas
estas cosas, mezcladas según las leyes de la necesidad, compusieron la especie mortal. Por temor de
manchar el principio divino más de lo necesario, señalaron al alma mortal una estancia distinta en
otra parte del cuerpo, después de haber colocado como un istmo y un límite entre la cabeza y el
pecho, el cuello, para separarlos.
En el pecho y en lo que se llama tórax sujetaron el género mortal del alma. Pero como en esta
alma había todavía una parte mejor y otra peor, dividieron en dos estancias la cavidad del tórax, al
modo como se hace para separar el departamento de las mujeres del de los hombres, y pusieron en
medio el diafragma a manera de tabique. La parte del alma, que participa del ardor viril y del valor,
dispuesta a atrevidas empresas, la colocaron más cerca de la cabeza, en el intervalo que media entre
el diafragma y el cuello, a fin de que, subordinada a la razón y de acuerdo con ella, comprimiese
mediante la fuerza los deseos violentos, cuando no se sometían espontáneamente a las ordenes que la
razón les envía de lo alto de su ciudadela. El corazón, nudo de las venas y origen de la sangre que se
derrama desde allí con fuerza por todos los miembros, fue colocado en la estancia de estos satélites
de la razón; a fin de que, siempre que el alma belicosa se irrite, advertida por la razón de que se va a
realizar alguna acción injusta bajo la influencia de las excitaciones exteriores o de las pasiones de
dentro, el corazón trasmita sobre la marcha, por todos los canales y a todas las partes del cuerpo, los
consejos y las amenazas de la razón, para que todas estas partes se sometan a ella y sigan exactamente
el impulso recibido, y que se asegure la autoridad de aquello que es lo mejor que existe en nosotros.
Y después, como el corazón debía estremecerse en la espera del peligro y en el calor de la cólera, y
como sabían de antemano que todo este furor tendría su causa en la acción del fuego, los dioses
vinieron en auxilio del corazón; formaron y colocaron sobre él el pulmón, órgano blando y
desprovisto de sangre, y que además está lleno interiormente de poros, como una esponja, a fin de
que, recibiendo el aire y las bebidas, refrescase el corazón, le calmase y le aliviase del calor en que
arde. He aquí por qué dirigieron los conductos de la traquearteria hacia el pulmón, y colocaron a éste
próximo al corazón, a manera de una blanda almohada; a fin de que, cuando la cólera hiciese latir el
corazón con fuerza, encontrase éste un órgano que cede ante él y lo refresca, y pudiese obedecer con
menos fatiga a la razón al mismo tiempo que al alma belicosa.
Con respecto a la parte del alma, que desea los alimentos y las bebidas, cosas todas que
constituyen una necesidad, atendida la naturaleza del cuerpo, los dioses la colocaron en la región que
se extiende desde el diafragma hasta el ombligo. Construyeron en todo este espacio como una
despensa, donde el cuerpo pudiese encontrar su alimento. Le encadenaron allí como una bestia feroz,
que era necesario alimentar, si la raza mortal había de subsistir. Para que pudiese alimentarse sin
cesar en tal departamento, y para que, estando situada lo más lejos posible del alma, que tiene el
gobierno, causase la menor turbación y el menor ruido posible, y pudiese escoger en paz el partido
más prudente consultando el interés común; los dioses, por todos estos motivos, la redujeron a
ocupar este puesto. Vieron que no estaba en su naturaleza el comprender la razón de las cosas; que si
llegaba a experimentar alguna sensación, no se molestaría en indagar las causas; que día y noche se
dejaría seducir por imágenes y fantasmas, y entonces, con la idea de prestarle auxilio, los dioses
formaron el hígado, y lo colocaron en su misma estancia. Le hicieron denso, liso, brillante, suave, y
le dieron al mismo tiempo amargor, a fin de que el poder del pensamiento, al salir de la inteligencia,
fuese a reflejar sobre su superficie, como sobre un espejo, que, recibiendo las impresiones de los
objetos, presenta a la vista las imágenes. De esta suerte el pensamiento sujeta esta tercera alma y la
amedrenta con sus amenazas, cuando, utilizando la parte amarga del hígado, la derrama o esparce
sutilmente por el órgano entero, que toma el color de la bilis; le estrecha y le comprime; le hace
áspero y le cubre de arrugas; y entonces también, doblando el gran lóbulo que estaba recto,
contrayéndole, cerrando y obstruyendo las puertas y los depósitos del hígado, nos causa dolor y
disgusto. Pero cuando una inspiración serena, nacida de la inteligencia, pinta en el hígado imágenes
contrarias; cuando deja en reposo la parte amarga, evitando mover y tocar nada que contrarié su
naturaleza; cuando utiliza y se sirve de la dulzura contenida en el hígado; cuando restituye a las partes
del mismo su posición recta, su lisura y su libertad; entonces hace gozosa al alma, que habita cerca
del hígado, y le da durante la noche la calma y la tranquilidad; y durante el sueño, le da la
adivinación, que ocupa el lugar de la razón y de la sabiduría, de que no participa.
De este modo, los autores de nuestro ser,[123] teniendo en cuenta las ordenes de su padre, que
mandó dar a la raza mortal toda la perfección posible, organizaron de un modo excelente hasta la
parte inferior de nuestra naturaleza; y para que pudiese al menos vislumbrar la verdad, le dieron la
adivinación. Es evidente que la adivinación no es más que un modo de suplir la imperfección
intelectual del hombre. En efecto, nadie en el pleno ejercicio de la razón, ha llegado nunca a una
adivinación inspirada y verdadera, porque para esto es preciso que el pensamiento esté entorpecido
por el sueño, o extraviado por la enfermedad o por el entusiasmo.[124] Pero al hombre sano es a
quien toca examinar las palabras pronunciadas durante el sueño o la vigilia, cuando el espíritu es
trasportado por la adivinación o por el entusiasmo; discutir y someter a la prueba del razonamiento
las visiones y las apariciones; e indagar cómo y para quiénes anuncian un bien o un mal presente,
pasado o futuro. El que ha estado delirando y aún le dura el delirio, no se baila en estado de juzgar
sus propias visiones y sus propias palabras; y se ha dicho con razón, hace ya mucho tiempo, que sólo
el sabio obra bien, se conoce a sí mismo, y sabe lo que le concierne. Ved por qué la ley ha instituido
los profetas, jueces de las adivinaciones inspiradas. A veces se los llama adivinos, ignorando que en
realidad son los intérpretes de las palabras y de las visiones enigmáticas, y que lejos de ser adivinos,
su verdadero nombre es el de profetas de las cosas reveladas por la adivinación.[125] Tal es, pues, la
razón de la naturaleza del hígado, y del lugar en que ha sido colocado; a saber, la adivinación.
Durante la vida, presenta los signos más claros de este hecho; privado de la vida, se hace oscuro: y
los indicios que suministra aparecen demasiado borrados, para que puedan deducirse presagios
ciertos.[126]
En cuanto a la víscera vecina, oíd la razón de su formación y del lugar que ocupa al lado
izquierdo. Su misión consiste en mantener el hígado siempre puro y brillante, como una esponja,
destinada a limpiar un espejo, y siempre dispuesto a llenar este oficio. Por esta razón, cuando estando
enfermo el cuerpo, el hígado se encuentra sucio, la sustancia esponjosa del bazo que está hueco y sin
sangre, recibe estas impurezas y vuelve al órgano su primera limpieza. Lleno de estas impurezas, el
bazo se agranda y se infla; pero desde el momento en que el cuerpo recobra la salud, vuelve a su
volumen natural. En cuanto a la naturaleza del alma, a la distinción entre una parte mortal y otra parte
divina, a su separación y a su localización, y en cuanto a las razones que han determinado esta
distribución, para poder decir: he aquí la verdad, sería preciso haberlo aprendido de Dios mismo.
Pero por lo menos, que deben tenerse por probables todas estas consideraciones, es lo que tanto más
se puede afirmar, cuanto más en ello se reflexiona. Prosigamos, pues, nuestros estudios, siguiendo el
mismo método. Es preciso que acabemos de explicar la formación del cuerpo. He aquí el
razonamiento según el que se puede conocer mejor su estructura.
Los autores del género humano sabían la intemperancia con que nos arrojaríamos a comer y
beber, y que en nuestra glotonería iríamos más allá de lo conveniente y de lo que reclaman nuestras
necesidades. Para alejar de nosotros las enfermedades y la muerte, y para que la especie mortal no
pereciese desde el instante de su nacimiento, los dioses previsores hicieron lo que se llama el bajo
vientre, para que sirviera de receptáculo al sobrante de las bebidas y de los alimentos. Colocaron los
intestinos formando circunvoluciones, temerosos de que si pasaba el alimento con excesiva rapidez,
el cuerpo experimentaría demasiado pronto la necesidad de un nuevo alimento; y esta insaciable
avidez y esta glotonería habrían hecho a nuestra especie incapaz para la filosofía, extraña a las musas
e indócil con relación a la parte divina de nosotros mismos.
Sobre los huesos, la carne y las demás cosas de esta naturaleza, he aquí lo que debemos decir.
Todas tienen su principio en la formación de la médula. Por estar ligados a la médula, es por lo que
los lazos de la vida, mediante los cuales el alma está unida al cuerpo, son como las raíces de la
especie mortal; en cuanto a la médula misma, proviene de diversos elementos. Dios tomó, entre los
triángulos, aquellos, que siendo primitivos, regulares y lisos, fuesen capaces de producir lo más
exactamente el fuego, el agua, el aire y la tierra; los separó de los géneros a que pertenecían; mezcló
en debida proporción los unos con los otros; y preparando así la semilla universal de la especie
mortal, formó la médula. En seguida plantó en la médula y unió a ella todos los géneros de almas, y
como debía recibir [127] diferentes formas y diferentes figuras, la dividió desde esta primera
operación, en estas mismas formas. Una parte debía, como un campo fértil, encerrar la semilla
divina; la redondeó por todas partes, y dio a esta porción de la médula el nombre de encéfalo;
porque, la cabeza[128] sería, en el animal completo, como la vasija que habría de contenerla. La otra
parte de la médula destinada a servir de asiento al alma mortal, fue dividida en formas redondas y
anchas, y retuvo el nombre de médula en toda su extensión. Dios ligó a ella, a manera de anclas, los
lazos de la vida,[129] construyendo todo el cuerpo en torno de la misma, después de haberla puesto al
abrigo mediante una cubierta ósea.
Compuso los huesos de la manera siguiente. Después de haber acribado una tierra pura y suave al
tacto, la roció y la deslió con la médula; la expuso al fuego y la templó en el agua; volvió a
exponerla al fuego y a templarla en el agua; y mediante esta doble operación, muchas veces repetida,
la hizo de modo que no pudiera ser disuelta ni mediante el fuego, ni mediante el agua. Lo primero
que hizo con esta composición, fue construir alrededor del cerebro una esfera ósea, dejándola una
estrecha abertura. En seguida, para proteger la médula del cuello y de la espalda, formó vértebras,
colocando las unas encima de las otras, a manera de ejes, desde la cabeza hasta la extremidad del
tronco. Puso igualmente en seguridad la esperma, que queda encerrada[130] en un recinto óseo, que
tuvo cuidado de proveer de articulaciones, y recurrió a una sustancia de la naturaleza de lo otro,[131]
que colocó en medio de estas articulaciones, a fin de hacerlas más propias para los diversos
movimientos e inflexiones.
Pero Dios pensó que los huesos son demasiado secos y demasiado duros naturalmente, y que,
bajo la influencia de las alternativas de lo caliente y de lo frío, se gastarían y corromperían la semilla
que encierran, y entonces formó los nervios y la carne; los nervios, para ligar unos miembros a
otros, y por medio de su tensión y su relajamiento alrededor de las vértebras procurar al cuerpo la
facultad de doblarse y enderezarse; la carne, para defenderle contra los excesivos calores,
garantizarle contra los fríos excesivos, y preservarle en las caídas, a manera de un vestido embutido
de lana. Porque la carne cede suave y fácilmente al choque de los cuerpos, y contiene en su sustancia
un líquido caliente, que exhala y traspira en el estío, proporcionando a todo el cuerpo una frescura
natural, y en el invierno lo defiende por su calor propio de la influencia del frío exterior.
Considerando estas cosas, el autor de nuestro cuerpo mezcló en debida proporción agua, fuego y
tierra; añadió a esta mezcla una levadura, compuesta de partes agrias y saladas, y formó de esta
manera la carne blanda y llena de jugo. En cuanto a los nervios, los compuso combinando huesos y
carne sin levadura, lo que produjo una nueva sustancia intermedia entre las otras dos, a la que dio un
color leonado. De esto resulta, que los nervios tienen una estructura más tensa y más viscosa que la
carne, más blanda y más húmeda qué los huesos. Dios rodeó los huesos y la médula con los nervios y
con la carne, ligando con los nervios las diferentes partes del cuerpo, y cubriéndolas todas con la
carne. Los huesos, que contenían más alma, recibieron una capa más delgada de carne; los que
contenían menos alma, recibieron una capa más espesa. También las junturas de los huesos, en tanto
que la razón no aconsejase obrar de otra manera, fueron provistas de una pequeña cantidad de carne,
porque esta sino, siendo un obstáculo a las inflexiones del cuerpo, le hubiera hecho pesado y difícil
para moverse; porque una carne compacta, maciza y apretada, hubiera a causa de su densidad
impedido la sensación, adormecido la memoria y paralizado la inteligencia.
He aquí por qué los muslos, las piernas, las caderas, los brazos y antebrazos, todos los huesos no
articulados, todos los que, encerrando poca alma en la médula, están vacíos de pensamiento; he aquí,
repito, porque todos estos huesos han sido cubiertos con mucha carne; y por el contrario, las partes
que sirven más al pensamiento, son menos carnosas, a no ser cuando ha querido Dios componer de
carne un órgano de sensaciones, tal como la lengua. Pero la regla general es la que dejamos
consignada. Ningún ser, formado y desenvuelto conforme a las leyes naturales, puede unir a huesos
abultados y a una carne maciza la finura y la delicadeza de las sensaciones. Porque, más que parte
alguna del cuerpo, la cabeza era acreedora a haber reunido estas tres ventajas, si hubieran sido
compatibles; y el género humano, con una cabeza carnosa, nerviosa y fuerte, hubiera alargado su
vida dos veces, cien veces más que lo que hoy dura, y hubiera estado menos sujeta a enfermedades y
dolores. Pero, los artífices de nuestro ser, comparando una vida más larga, pero peor, con una vida
más breve, pero mejor, creyeron que valía más vivir bien poco tiempo, que vivir mal mucho.
Fundados en esto, formaron la cabeza de un hueso delgado; y como no tenía que doblarse, le dieron
ni carne ni nervios. De aquí nace, que ninguna parte del cuerpo humano es más débil que la cabeza,
pero ninguna es tampoco más apta para las sensaciones y para el pensamiento.
De la misma manera y por los mismos motivos, Dios juntó los nervios a la extremidad (inferior)
de la cabeza, los reunió simétricamente alrededor del cuello, y ligó con ellos la parte inferior de las
quijadas por bajo de la cara; los demás nervios, los dispersó entre todos los miembros, para unir
unas articulaciones con otras. En cuanto a la boca, los dientes, la lengua y los labios, los divinos
ordenadores arreglaron todas estas cosas, como lo están boy dia, consultando a la vez la necesidad y
el bien; la necesidad, para la entrada; el bien, para la salida. Porque la necesidad exige, que al cuerpo
se le den alimentos para nutrirse; y el chorro de palabras, que sale de nuestros labios y que sirve para
el desarrollo de la inteligencia, es el más precioso y el mejor de los arroyos.
Pero la cabeza no podía ni quedar con su caja ósea desnuda, expuesta sin defensa a la intemperie
de las estaciones, ni recibir por abrigo una masa de carne, que la hubiera hecho estúpida e incapaz
para las sensaciones. Por esta razón, en la superficie de la carne, siempre húmeda, se formó una
corteza, que se distingue de ella y que es lo que llamamos piel. Esta piel, creciendo y desarrollándose
a causa de la humedad del cerebro, ocupó bien pronto toda la cabeza. Infiltrándose la humedad al
través de las junturas del cráneo, humedeció la piel y reunió las extremidades como con un nudo en
la coronilla de la cabeza. Estas junturas o costuras de formas muy diversas son el resultado del doble
poder de los círculos del alma y del alimento; cuando estos dos movimientos se combaten más, las
junturas son mayores; y cuando se combaten menos, son más pequeñas.
La Divinidad, con el auxilio del fuego, abrió en esta piel, que rodea la cabeza, una multitud de
poros. Agujereada de esta manera la piel, y esparramándose por aquí el humor, todo cuanto contenía
de puro líquido y de puro calor desapareció; pero las partes que contenían elementos semejantes a los
de la piel, elevándose por su propio movimiento, se extendieron hacia fuera tenues como los poros
por que salían; rechazados a causa de su pesantez por el aire exterior, volvieron hacia la piel,
echando en ella raíces, y de este modo los cabellos nacieron en el tejido mismo de la piel. Se parecen
a correhuelas de la misma sustancia de la piel, pero son más duras y más compactas merced a la
acción del frío, que condensa los cabellos, enfriándolos cuando salen de la piel. Ved cómo y por qué
causas el autor de nuestro ser nos dio una cabeza velluda, persuadido de que, mejor que la carne, los
cabellos serían una cubierta ligera, que protegería el cerebro, que le abrigaría contra los rayos del
sol y contra el frío, sin oponer nunca dificultades a la vivacidad de la sensación.
Los dedos están formados de nervios, de piel y de huesos entrelazados; de estas tres sustancias
mezcladas, y desecadas después, se compuso una piel dura que participa de todas tres.[132] Éstas son
las causas segundas; pero la verdadera causa es la Providencia que lo ha hecho así, teniendo en cuenta
el porvenir. Los autores del género humano sabían, en efecto, que de los hombres debían nacer las
mujeres y los demás animales,[133] y que los más de éstos tendrían necesidad de uñas para la mayor
parte de las cosas que habrían de hacer. Por esta razón quisieron que las uñas comenzasen a formarse
al mismo tiempo que el hombre, y aquí tenéis la razón y los motivos de que nos dieran y formaran la
piel, los cabellos y las uñas a la extremidad de los miembros.
Cuando todas las partes y todos los miembros del animal mortal estuvieron unidos, como debía
indispensablemente sacar la vida del fuego [134] y del aire, los dioses, temerosos de que no pareciese
consumido o disuelto por ellos, le procuraron al efecto un recurso. Crearon una nueva especie de
seres, análoga a la especie humana, aunque con otras formas y otros sentidos, y que era como una
especie distinta de animales. Son estos los árboles, las plantas, los granos, producidos y recogidos
por la agricultura y sometidos a nosotros, porque primitivamente no existían más que especies
salvajes, que son el origen de las especies domesticadas. Y en efecto, todo lo que participa de la vida,
con razón debe llamarse un animal. Los seres de que hablamos participan ciertamente de la tercera
especie de alma; de la que está colocada entre el diafragma y el ombligo; la que, privada de opinión,
de razonamiento y de inteligencia, experimenta al menos las sensaciones agradables y desagradables,
así como los apetitos respectivos. Porque el vegetal constantemente experimenta todas estas
impresiones, pero como toda su agitación se reconcentra en él mismo;[135] como se resiste a todo
movimiento extraño, y sólo usa del que le es propio,[136] no le es permitido razonar sobre lo que le
es útil o dañoso, ni tampoco conocerse a sí mismo. Vive a manera de un animal, pero vive inmóvil y
arraigado en el suelo, porque está desprovisto de la facultad de trasladarse de un lugar a otro.
Cuando los dioses, que tan superiores son a nosotros, produjeron, para alimento de sus
inferiores, todas estas especies (vegetales), abrieron canales en nuestro cuerpo, como se hace en los
jardines, a fin de regarle como con la corriente de un arroyo. Hicieron, por lo pronto, dos conductos
ocultos bajo la carne y la piel; a saber, las venas dorsales, que corresponden a los costados derecho e
izquierdo del cuerpo.[137] Los extendieron a lo largo de la espina dorsal, con la médula genital en
medio, a fin de que ésta tuviese el mayor grado de vigor posible, y que la sangre, regando el cuerpo
de arriba a abajo, derramase en todas ditas partes una gran humedad. Dividieron en seguida hacia la
cabeza estas venas en muchas ramas, cruzaron unas con otras, dirigiendo las de la derecha hacia el
lado izquierdo del cuerpo, las de la izquierdo hacia el lado derecho, y obtuvieron así un doble
resultado; sirvieron ellas y la piel de lazo de unión entre el resto del cuerpo y la cabeza, que no
envuelven los nervios hasta la coronilla; y las impresiones de la sensibilidad, nacidas en partes
opuestas, pudieron ser trasmitidas por toda la extensión del cuerpo. Por último, ved cómo hicieron
circular el líquido (nutridor) por los canales. Comprenderemos mejor la explicación que sigue, si
comenzamos por observar que los cuerpos, compuestos de elementos más pequeños, retienen los que
se componen de elementos más grandes, mientras que estos no pueden retener aquellos; y que el
fuego es, entre todos los cuerpos, el que consta de partes más pequeñas; de donde se sigue que se
escapa al través del agua, de la tierra y del aire, sin que nada pueda retenerlo.
Pues bien, esto es lo que pasa precisamente en nuestro vientre. Cuando entran en él los alimentos
y las bebidas, los retiene, pero el aire y el fuego, que son más delicados que las partes de que el
vientre se compone, no pueden ser detenidas por éste. Dios se sirve de ellos para hacer pasar el
líquido (nutridor) del vientre a las venas.[138]
Con el aire y el fuego compuso una red, semejante a una nasa, que tenía en su abertura dos bolsas
interiores, siendo una de ellas también doble,[139] y a partir de estas bolsas, extendió circularmente
una especie de cordones hasta el extremo de la nasa y en toda su extensión. Hizo de fuego el interior
de la nasa, y de aire las bolsas; y tomando todo esto, lo colocó de la manera siguiente en el cuerpo
del animal, formado por él. Puso la abertura de una de las bolsas en la boca, y como esta bolsa era
doble, hizo bajar una parte por las arterias[140] al pulmón, y la otra al vientre,[141] siguiendo el curso
de las arterias. La segunda bolsa la dividió en dos, pero hizo pasar una y otra parte por los canales de
la nariz, y la puso así en comunicación con la primera. De esta manera, si la bolsa, que abre en la
boca, cesase de funcionar, la otra llenaría los vasos de ésta al mismo tiempo que los suyos. El resto
de la red[142] fue extendido por la cavidad de nuestro cuerpo. De estas disposiciones resulta que tan
pronto el fuego de la nasa o red corre suavemente por las bolsas compuestas de aire, como el aire de
las bolsas refluye hacia la nasa; que el tejido todo de la nasa puede igualmente entrar y salir a la vez
al través del cuerpo, que se presta a ello; que los rayos del fuego interior siguen el doble movimiento
del aire[143] con que están mezclados; y, en fin, que todas estas operaciones no cesan un instante de
realizarse, mientras subsiste el animal mortal. El que ha dado nombre a las cosas, ha dado a este
doble fenómeno los nombres de inspiración y espiración; y a este trabajo activo y pasivo es al que
nuestro cuerpo, regado y refrescado, debe la nutrición y la vida. Porque en este vaivén de la
respiración, el fuego interior sigue el mismo movimiento, penetra en el vientre, toma los alimentos y
las bebidas, los disuelve, los divide en partículas, los trasporta a los canales que recorre, y
tomándolos como de un manantial, para derramarlos en las venas, hace que corran estos arroyos al
través del cuerpo, como si fuera al través de un valle.
Es indispensable continuar examinando el fenómeno de la respiración, e indagar a qué causas
debe ser tal como es hoy. Hélas aquí. Como no existe vacío que reciba los cuerpos en movimiento, es
evidente que el aliento que se exhala de nuestros labios no entra en el vacío, sino que desaloja el aire
vecino del punto que ocupa. Este aire desalojado empuja a su vez al aire próximo; el aire empujado
así en toda su extensión y de una manera necesaria hacia el punto de donde ha salido el hálito, se
precipita en él y le llena a continuación del soplo espirado; y todo este movimiento se realiza
consecutivamente, semejante al de una rueda, y esto es porque no existe el vacío. He aquí cómo el
pecho y el pulmón, después de haber espirado el hálito, se llenan del aire que rodea al cuerpo, y que
estrechado por todas partes, penetra al través de los poros de la piel; y a su vez el aire, que perdemos
y que sale de nuestro cuerpo, produce la espiración, empujando al aire hacia los conductos de la boca
y de las narices. ¿Cuál es la causa que determina este movimiento? Es la siguiente. Todo animal posee
en la sangre y en las venas un calor muy intenso, el cual es para él como una fuente de fuego. Es lo
que hemos comparado con el tejido de una red o nasa, cuya parte interior está formada de fuego, así
como la exterior de aire. Ahora bien, es indudable que el calor ha de dirigirse naturalmente al
exterior, hacia la región que le es propia, y tiende a reunirse a la masa de la misma naturaleza. Y
como existen dos salidas, una al través del cuerpo, y otra por la boca y las narices, cuando el calor
hace esfuerzo por uno de estos puntos, rechaza el aire hacia el otro. El aire rechazado encuentra al
fuego y se calienta; el aire que sale, se enfría. Mudando así el calor de lugar, y haciéndose el aire, que
ocupa una de las salidas, más caliente, el fuego interior que tiende a reunirse con lo que le es
semejante, se dirige en el acto hacia él, y empuja el aire exterior que rodea la otra salida; éste sufre el
mismo cambio y produce el mismo efecto; y llevado así de una parte para otra, en una continua serie
de acciones y de reacciones, da origen al acto de la respiración.[144]
Según esta misma ley, se explican las ventosas que aplican los médicos; la deglución, los
movimientos de los cuerpos, sea que se eleven por los aires, sea que se arrastren por la tierra; los
sonidos rápidos o lentos, que parecen agudos o graves, y que forman tan pronto disonancias, cuando
los movimientos que excitan en nosotros son desemejantes, como consonancias, cuando estos
movimientos son semejantes; porque cuando los primeros sonidos más rápidos están a punto de
extinguirse y se hacen unísonos, sobrevienen sonidos más lentos, que se unen a los que les han
precedido, y cuyo movimiento continúan. No turban el primer movimiento por el movimiento nuevo,
que ellos producen, sino que ponen en armonía el movimiento más lento que comienza, con el
movimiento más rápido que concluye; y de esta manera componen, con un tono agudo y un tono
grave, una resultante que causa placer al vulgo, y un goce verdadero a los sabios, porque representan
la armonía divina en los movimientos mortales. No de otra manera se explica el curso de las aguas,
la caida del rayo, y la maravillosa propiedad de atraer los cuerpos que tienen el ámbar y la piedra de
Heráclea;[145] porque en vano sería buscar en estos cuerpos una fuerza de atracción, sino que no
existiendo el vacío, todos los cuerpos se empujan sucesivamente los unos a los otros; se dilatan, se
contraen, mudan de lugar entre sí y vuelven a él; y a causa de todas estas acciones y reacciones se
verifican los fenómenos más sorprendentes, como verán cuantos sepan conducir con orden su
pensamiento.
Así pues, la respiración, volviendo a nuestro punto de partida, tiene lugar de esta manera y por
estas causas, en la forma que hemos expuesto. El fuego divide los alimentos, se agita en el interior
del cuerpo, siguiendo el movimiento de la respiración; por esta agitación llena las venas de lo que el
vientre contenía, sacando de éste lo que está en él disuelto, y de este modo corrientes cargadas de
alimentos, convertidos en partículas, recorren el cuerpo entero de todos los animales. Estas partículas
nutritivas, unidas con sustancias de la misma naturaleza, yerbas o frutos, que Dios ha producido
expresamente para alimentarnos, presentan colores muy diversos a causa de su mezcla; sin embargo,
es el rojo el que domina, efecto de la acción enérgica del fuego y de la impresión que deja en el
líquido (nutritivo). Este líquido, que corre al través del cuerpo, tiene el aspecto que hemos descrito,
[146] y es lo que llamamos sangre. Alimenta la carne y el cuerpo todo; y regándole, repara sus

pérdidas.
Como todos los movimientos del universo, la evacuación y la repleción tienen lugar según la ley
que exige que lo semejante busque su semejante. Las cosas exteriores, que nos rodean, no cesan de
disolver nuestro cuerpo y de dispersar las partes, que van a unirse con las masas de la misma
naturaleza. Y la sangre, a su vez, dividida dentro de nosotros, y encerrada en la organización de cada
animal, como en un pequeño mundo, se encuentra en la necesidad de imitar el movimiento del
universo. Cada una de sus partes se dirige hacia las materias semejantes, y de esta manera llena los
vacíos a medida que se forman. Si las pérdidas superan al principio reparador, el animal perece; si
son menores, el animal crece. En la juventud, cuando la constitución del animal es aún reciente, como
hay triángulos nuevos, que conservan exactamente su forma primitiva, los mantiene estrechamente
ligados, sólidamente unidos; y, sin embargo, el animal es blando y delicado en toda su sustancia,
porque está formado de médula y alimentado con leche. Entonces los triángulos, que vienen de fuera
y penetran en él, cualquiera que sea el origen de los alimentos y bebidas que los suministren, más
viejos y más débiles que los triángulos de dentro, se ven vencidos, divididos por estos triángulos
nuevos, y el animal se desarrolla en mayores proporciones, porque es nutrido por numerosos
triángulos semejantes. Pero cuando la punta de estos triángulos se embota, a causa de los numerosos
combates que han tenido que sostener en los múltiples encuentros con innumerables adversarios, se
hacen incapaces de dividir los que se introducen con el alimento y de asimilárselos; por el contrario,
son divididos ellos mismos por los que llegan después; el animal vencido en esta lucha desigual
desfallece, y este estado es el que se llama la ancianidad. En fin, cuando relajados por la fatiga los
lazos que mantienen unidos los triángulos de la médula, no pueden resistir más, abandonan a su vez
los lazos del alma. Libre y restituida a su primitiva naturaleza, el alma vuela entonces llena de gozo;
porque todo lo que es contra la naturaleza, es doloroso; y todo lo que es natural, agradable. Por esta
razón la muerte, resultado de las enfermedades y de las heridas, es dolorosa y violenta; pero la que
sobreviene a la vejez, al término marcado por la naturaleza, es la más dulce de todas las muertes y va
más bien acompañada de placer que de pena.
De dónde provienen las enfermedades, es cosa que cualquiera puede ver claramente. En efecto,
estando formado el cuerpo de cuatro géneros de sustancias, la tierra, el fuego, el agua y el aire; su
exceso, su falta, su trasposición del punto que les es propio a otro distinto, las transformaciones
inconvenientes, puesto que el fuego y los otros géneros comprenden muchas especies, y otros mil
accidentes semejantes; he aquí otras tantas causas de desorden y de las enfermedades. Cada uno de
estos cuerpos (elementales) se encuentra, en efecto, modificado en contra de su naturaleza; de frío se
hace caliente; de seco, húmedo; de pesado, ligero; y experimentan otros mil cambios. Sólo se
mantiene sano y salvo el que se junta a su semejante, o se separa de él uniforme, idéntica y
proporcionalmente. Lo que no se conforma a estas reglas, que va y viene sin orden, causa toda clase
de alteraciones, enfermedades y males sin cuento.
Pero como además de las composiciones primitivas, existen composiciones secundarias, que
tienen igualmente su armonía natural, cualquiera que reflexione en ello, deberá reconocer una
segunda clase de enfermedades. La médula, los huesos, la carne, que se forman de los primeros
géneros; la sangre, que también tiene la misma procedencia, aunque por una combinación diferente;
[147] he aquí el asíento de las enfermedades más graves y más terribles, de que somos víctimas; las

más numerosas tienen el origen precedentemente indicado. Si estas composiciones secundarias se


forman contrariando el orden natural, entonces es cuando ellas se corrompen. Naturalmente la carne
y los nervios nacen de la sangre; los nervios de las fibras a causa de la analogía de naturaleza; la
carne del resto de la sangre que se coagula separándose de las fibras. De los nervios y de la carne
proviene una sustancia viscosa y espesa, que sirve a la vez para unir la carne a los huesos, y para
nutrir y acrecentar la cubierta ósea, que cubre la médula. En fin, al través del espesor de los huesos,
se infiltra un jugo, compuesto de los triángulos más puros, más lisos y más brillantes, cuyo destino
es humedecer la médula. Si las cosas pasan de esta manera, resulta la salud; si lo contrario, la
enfermedad. En efecto, cuando la carne se corrompe; cuando el líquido de ella procedente entra
corrompido en las venas, una sangre muy abundante circula con el aire por estos vasos; sangre
formada de especies diversas, de diferentes colores, de un sabor amargo, agrio y salado, y que
contiene toda clase de bilis, de serosidades y de flemas. Estos humores desnaturalizados y viciados
alteran por lo pronto la sangre, y después, sin suministrar ningún alimento, marchan errantes y a la
aventura por las venas, trastornan el orden de las revoluciones naturales, se hacen la guerra en lugar
de auxiliarse mutuamente, atacan lo más consistente y durable del cuerpo, lo disuelven y lo
corrompen. Las partes más viejas de la carne, que han sido disueltas, difícilmente se corrompen, y
toman un color negro a causa de la combustión que han sufrido, y hechas amargas, como resultado
de la corrupción que las ha roído, dañan a todas las demás partes del cuerpo, que no se habían aún
corrompido.
Algunas veces, las partes ennegrecidas, en lugar de ser amargas, son agrias cuando se demacran.
Otras veces las partes amargas, sumidas en la sangre, presentan el color rojo; y mezcladas con lo
negro, el color verde. Sucede también, que el color amarillo se encuentra mezclado con el sabor
amargo, cuando la carne nuevamente formada se funde al fuego de la inflamación. La bilis es el
nombre común que se ha dado a todos estos humores, ya por los médicos, ya por cualquiera hombre
que ha sido capaz de abrazar muchos objetos desemejantes con una sola mirada, y de ver en ellos un
género único, digno de una sola denominación. En cuanto a las diversas especies de bilis, han
recibido nombres particulares tomados de sus colores. La serosidad, que viene de la sangre, es dulce;
la que procede de la bilis negra y agria, es amargo, cuando, efecto del calor, está mezclada con un
sabor salado, y es la llamada flema agria. Otra nace de la disolución de una carne nueva y tierna
mediante el concurso del aire. El aire, que se introduce en ella, se encuentra rodeado de humedad; se
forman una multitud de burbujas invisibles, separadamente a causa de su pequeñez, pero visibles
miradas en masa, y cuyo aspecto se ha hecho blanquizco por la espuma que las mismas engendran.
Este líquido, resultado de la licuefacción de una carne tierna y mezclada de aire, es el que designamos
con el nombre de flema blanca. De la flema nuevamente formada, nacen el sudor, las lágrimas y todas
las demás secreciones, que salen del cuerpo constantemente. Estos humores son otras tantas causas de
enfermedades, cuando en lugar de renovarse la sangre, como pide la naturaleza, mediante la
asimilación de los alimentos y de las bebidas, la reparación se verifica en sentido contrario y contra
las leyes de la naturaleza. Mientras la carne atormentada por estas enfermedades conserva, sin
embargo, sus bases, el mal es sólo a medias, y puede reponerse sin gran trabajo. Pero cuando el
humor, que une la carne con los huesos, está enfermo; cuando la sangre secretada por las fibras y por
los nervios no suministra ya nutrimento a los huesos, ni sirve de lazo entre los huesos y la carne;
cuando de gruesa, compacta y viscosa se hace agria, salada y seca bajo el influjo de un mal régimen;
entonces este jugo, alterado de esta manera, se retira de la carne y de los nervios; se separa de los
huesos; las carnes se desprenden de sus raíces; dejan al descubierto los nervios en medio de este jugo
salado; y arrastradas en el movimiento de la sangre, hacen más terribles las enfermedades, de que
hemos hecho mención. Sin embargo, por funestas que sean estas afecciones del cuerpo, otras las
preceden que son más terribles; y esto sucede cuando el hueso, a causa de la densidad de la carne, no
es suficientemente refrescado por la respiración; pues entonces se recalienta, se corrompe y se
gangrena; no recibe ya el nutrimento de que tiene necesidad; pierde, por el contrario, su propia
sustancia, que se desprende, como si se la arrancase con las uñas; los jugos nutritivos, así alterados,
vuelven a la carne, la carne a la sangre, y sobrevienen entonces enfermedades más graves que todas
las que hemos mencionado. Pero ninguna tan peligrosa como la que afecta a la médula por exceso o
por defecto. De todas las enfermedades es la que conduce más infaliblemente a la muerte, porque toda
la armonía del cuerpo es necesariamente trastornada y sin remedio posible.
Existe también una tercera clase de enfermedades, que es preciso dividir en tres series, según que
son producidas por el aire respirado, o por la flema, o por la bilis. Cuando el pulmón encargado de
distribuir el aire por el cuerpo, no tiene sus conductos libres, sino que estando obstruido por
corrimientos, este aire, no llegando a ciertos puntos y penetrando con exceso en otros, deja
corromperse los que no son refrescados; y además, se introduce con violencia en las venas, las tuerce
con fuerza, disuelve el cuerpo, se encierra en la región interior ocupada por el diafragma, y
engendra mil enfermedades dolorosas, acompañadas de sudores excesivos. Muchas veces, cuando la
carne se encuentra dividida en el interior del cuerpo, se forma allí aire, que no pudiendo escapar,
produce los mismos dolores que el aire que se introduce desde fuera; y estos sufrimientos son aún
más grandes, cuando este aire, rodeando los nervios y las venas de estas partes e hinchando los
tendones y los nervios correspondientes, produce una tensión en sentido inverso. De esta tensión han
tomado estas enfermedades el nombre de tétano [148] y de opistotonos.[149] Poner remedio a esto, no
es fácil; casi siempre se curan merced a las fiebres que sobrevienen. La flema blanca es peligrosa, si
el aire de sus ampollas está retenido en el interior: y benigna, cuando se abre paso al través del
cuerpo; pero mancha la piel con erupciones blancas y otras afecciones análogas, engendradas por
ella. Mezclada con la bilis negra, y esparciéndose entre las revoluciones divinas, que se realizan en la
cabeza, turba su armonía; desarreglo ligero, cuando se verifica durante el sueño; pero que
difícilmente sé repara, y se hace invencible a los esfuerzos del arte, cuando tiene lugar en la vigilia.
Esta enfermedad, atacando lo más sagrado de nuestra naturaleza, ha sido llamada con razón
enfermedad sagrada.[150] La flema agria y salada es el origen de todas las enfermedades catarrales.
Según las diversas partes del cuerpo en que se desenvuelve, recibe también diversos nombres. Las
inflamaciones, que ordinariamente se achacan a la flema, proceden de verse el cuerpo atormentado
por la bilis. Si encuentra salida la bilis, produce en el exterior, al hervir, toda clase de tumores; si se
queda encerrada en los órganos, es origen de un gran número de enfermedades inflamatorias; sobre
todo, cuando mezclada con la sangre pura, separa de su sitio regular las fibras que están derramadas
en la sangre, a fin de hacerla participar en medida igual de la tenuidad y espesor, para evitar que por
demasiado líquida se evapore y marche de los cuerpos ligeros por la acción del calor, o que por ser
demasiado espesa y difícil de moverse, apenas corra en las venas. Las fibras son las que conservan la
sangre en este justo medio. En efecto; quítense las fibras de una sangre, de la que se haya retirado la
vida, y se hará fluida y líquida; que se la vuelvan las fibras, ellas la coagularán con el concurso del
frío exterior. Siendo tal el papel de las fibras en la composición de la sangre, la bilis que por su
origen no es más que una sangre vieja, y que vuelve de la carne a la sangre, ligeramente caliente y
húmeda en el momento en que se mezcla con ella, sufre la influencia de las fibras y se condensa; y
condensada así y extinguida por una fuerza extraña, produce en el interior frío y temblores. Si corre
en la sangre en mucha abundancia, entonces triunfa de las fibras mediante el calor que le es propio,
las conmueve con agitación e introduce en ellas la confusión; y si es bastante poderosa para
completar la victoria, penetra hasta la médula, rompe los lazos que retienen el alma como las anclas
de un navío, y la dan la libertad. Por el contrario; si corre en pequeña cantidad, el cuerpo resiste a la
disolución, y vencida a su vez, o sucumbe en todo el cuerpo, o reobrando al través de las venas sobre
la parte superior y la inferior del vientre y forzada a abandonar el cuerpo como se huye de un pueblo
agitado por las sediciones, es causa de las diarreas, de las disenterías y de todas las enfermedades de
esta especie.
El exceso de fuego en el cuerpo produce ardores y fiebres continuas; el de aire, fiebres diarias; el
del agua, fiebres intermitentes; porque el agua es más lenta que el aire y el fuego. En cuanto a la
tierra, como es más lenta que las otras tres, necesita intervalos de un tiempo cuádruplo para
purificarse, y produce las cuartanas, difíciles de curar.[151] Tal es el origen de las enfermedades del
cuerpo. Ved ahora cómo las del alma nacen de nuestras disposiciones corporales. Por lo pronto
reconoceremos, que la enfermedad del alma consiste en general en la falta de inteligencia. Esta falta
de inteligencia tiene dos modos, que son la locura y la ignorancia. Siempre que se experimente
cualquiera de estas dos afecciones, se tiene una enfermedad. Por esta razón los placeres y los
sentimientos profundos deben ser considerados como las mayores enfermedades del alma. Porque en
el exceso de la alegría y de la pena, el hombre, al apurarse para conseguir tal o cual objeto, ya no es
capaz, ni de ver, ni de entender bien; y a la manera de un furioso, para nada se vale de la razón.
Aquel, cuya médula engendra una esperma abundante e impetuosa, semejante a un árbol cargado de
fruto, experimenta grandes dolores y grandes placeres en las pasiones y sus resultados; pasa, como
un insensato, la mayor parte de su vida en medio de estos placeres y de estas penas; su alma sufre,
arrastrada lejos de la sana razón por el cuerpo; y es mirado indebidamente como un malvado, cuando
se le debe mirar como un enfermo. La verdad es que el desarreglo en los goces del amor, producido
en gran parte por el semen que se derrama al través de los poros de los huesos y humedece todo el
cuerpo, es una enfermedad del alma. La mayor parte de los cargos que se dirigen a los intemperantes,
como si lo fuesen voluntariamente, son injustos. Ninguno es malo porque quiera serlo;[152] una mala
disposición del cuerpo, una mala educación, he aquí lo que hace que el malo sea malo. No evita esta
desgracia el que quiere. Los dolores, que atormentan al cuerpo, pueden causar igualmente en el alma
los más grandes desordenes. Cuando la flema agria y salada y, en general, cuando los humores
amargos y biliosos andan errantes al través del cuerpo sin encontrar salida; cuando, retenidos en el
interior, confunden sus emanaciones y las mezclan con los movimientos del alma, entonces nacen de
esto mil enfermedades en más o menos número, más o menos graves. Estos humores, dirigiéndose a
los tres departamentos del alma, según en el que fijan su residencia, provocan en nosotros mil
tristezas y mil disgustos, la audacia y la cobardía, y también el olvido y la dificultad de aprender.
Además de esto, cuando los vicios de temperamento son reforzados por malas instituciones, por
discursos pronunciados en público y en particular, y las doctrinas enseñadas a la juventud no ponen
ningún remedio a estos males, los malos se hacen más malos por la sola influencia de estas dos
causas, sin que entre en ello para nada su voluntad. Los culpables son menos los hijos que los padres,
menos los discípulos que los maestros. Cada cual debe hacer cuanto pueda por medio de la
educación, de las costumbres y del estudio, para huir del mal y buscar el bien, pero no es este el lugar
en que debe tratarse esta cuestión.
Respecto de lo que precede, conviene exponer los medios por los que se conservan en buen
estado el cuerpo y el alma, porque vale más que demos mayores explicaciones sobre el bien que
sobre el mal. Al bien acompaña siempre lo bello, y a lo bello la armonía; de donde se infiere, que un
animal no puede ser bueno sino mediante la armonía. Pero no somos sensibles a la armonía, ni la
tenemos en cuenta sino en las cosas pequeñas; en las grandes, en las más importantes, las
despreciamos enteramente. En efecto; lo mismo respecto a la salud y a la enfermedad, que respecto a
la virtud y al vicio, todo depende de la armonía del alma y del cuerpo o de su oposición. Sin
embargo, no nos curamos de esto, y no tenemos en cuenta que si una alma grande y poderosa es
conducida por un cuerpo débil y miserable, o si se verifica lo contrario, el animal todo carece de
belleza, porque le falta la primera de las armonías; en el caso contrario, es para el que lo ve el
espectáculo más bello y agradable. Que el cuerpo tenga las piernas desiguales o cualquiera otra
desproporción, además de ser causa de fealdad, experimenta en las acciones, que los miembros deben
realizar en común, mil fatigas, mil estirones, hasta que vacila y cae, y se causa a sí mismo una
porción de males. Notemos bien, que lo mismo sucede con este ser doble, que llamamos animal. Si el
alma, más poderosa que el cuerpo, se irrita al verse allí encerrada, le agita interiormente y le llena de
enfermedades. Si se consagra con ardor a adquirir conocimientos y a hacer indagaciones, entonces le
consume. Si emprende el instruir a los demás, entonces se entrega a luchas de palabras en público y
en particular, y entre combates y querellas le inflama y le disuelve, y le ocasiona catarros, dando
ocasión a que los médicos achaquen estos males a causas imaginarias. Si, por el contrario, el cuerpo,
por demasiado desenvuelto, supera al alma, animada por un pensamiento flaco y débil, como que en
la naturaleza humana hay dos pasiones, la del cuerpo por los alimentos y la de la parte más divina de
nuestro ser por la sabiduría; el esfuerzo del más fuerte, paraliza el del otro; y triunfando del alma,
hace a ésta estúpida, incapaz de aprender y de acordarse, y engendra finalmente la peor de las
enfermedades, la ignorancia. No hay más que un remedio para los males de estos dos principios: no
ejercitar el alma sin el cuerpo, ni el cuerpo sin el alma, a fin de que, defendiéndose el uno contra el
otro, conserven el equilibrio y la salud. El que se aplica a la ciencia o a cualquiera otro trabajo
intelectual, debe tener cuidado de procurar al cuerpo movimientos convenientes y dedicarse a la
gimnasia; y el que se preocupa demasiado de su cuerpo, debe igualmente proporcionar a su alma
movimientos convenientes, acudiendo a la música y a la filosofía; y sólo así merecerá que se le llame
a la vez bueno y bello.
Es preciso cuidar las partes lo mismo que el conjunto, y para ello imitar lo que pasa en el
universo. El cuerpo es de tal condición, que todo lo que penetra en él, le calienta o le enfría; los
objetos exteriores le desecan o le humedecen, y bajo esta doble influencia experimenta mil
modificaciones análogas. Si se deja debilitar el cuerpo en el reposo; si se le abandona dejándole que
sea presa de las impresiones extrañas, no tardará en sucumbir y perecer. Pero si, por el contrario, a
imitación de la que hemos llamado nodriza y madre del universo,[153] no permitimos que el cuerpo
se debilite nunca en el reposo; si le damos sacudidas y movimientos saludables; si procuramos
establecer una armonía natural entre la agitación de fuera y la de dentro; si por medio de una acción
moderada establecemos un orden conveniente en las partes del cuerpo y las impresiones que sufre,
respetando sus relaciones mutuas, entonces, como dijimos antes hablando del universo, no
permitiremos que el enemigo en lucha con el enemigo engendre en el cuerpo guerras y
enfermedades, sino que uniendo al amigo con el amigo, nos mantendremos en salud. Ahora bien, de
todos los movimientos, el mejor es el que uno produce en sí mismo y por sí mismo,[154] porque
ningún otro se parece tanto al movimiento del pensamiento y del universo; no es tan bueno el
movimiento que viene de los demás.[155] El peor es el que se experimenta en tal o cual parte del
cuerpo, mediante una intervención extraña, estando acostado y en reposo.[156] Por esta razón, de
todos los esparcimientos, el primero por excelencia es la gimnasia; el segundo el paseo sin fatiga en
bote, en carro o en cualquier otro vehículo; y el tercero, que sólo es útil cuando le aconseja la
necesidad y que fuera de este caso no debe usarse, es el que se obtiene mediante las drogas
medicinales.[157] Siempre que una enfermedad no ofrezca grave peligro, debe uno guardarse de
irritarla con medicamentos.[158] La naturaleza de las enfermedades se parece hasta cierto punto a la de
los animales. Es tal la constitución de los animales, que la duración de su vida está determinada de
antemano, y es la misma para todos los individuos de su especie; de manera que cada animal tiene un
cierto tiempo de vida determinado por el destino, salvos los accidentes inevitables. Porque los
triángulos, que son el principio y la fuerza del animal, no tienen virtualidad sino para durar un
tiempo determinado, más allá del cual no hay vida posible. No sucede otra cosa con las
enfermedades. Si contra el orden irrevocable del tiempo, se las violenta con remedios, se ve que nace
de una pequeña enfermedad una grande, y de una sola muchas. Es preciso tratarlas según un régimen
prudente, en cuanto sea posible, y no irritar con medicamentos un mal caprichoso. Pero baste lo
dicho sobre el animal complejo y su parte corporal, y sobre la manera de gobernar su cuerpo y de
gobernarse a sí mismo, para conformar todo lo posible su vida con la recta razón.
Parece que debería tratarse desde luego y sobre todo de la parte destinada para gobernar al
hombre, a fin de que adquiera toda la perfección posible en este punto. Para tratar convenientemente
este punto, se necesitaría una obra especial; pero algunas consideraciones rápidas, que son
consecuencias de los principios establecidos, no estarán fuera de lugar al final de esta conversación.
Hemos dicho y repetido que existen en nosotros tres almas, que habitan lugares diferentes y que
tienen movimientos propios. Añadamos ahora en pocas palabras, que la que entre ellas permanece en
la inacción y no se mueve como debe hacerlo, se hace necesariamente la más débil; y la que se
ejercita, la más fuerte. Es preciso, pues, vigilar para que se muevan con armonía las unas en relación
con las otras. En cuanto a la más perfecta de las tres almas, tenemos que decirnos a nosotros mismos,
que Dios nos la ha dado como un genio, porque ocupa la cumbre del cuerpo, y, merced a su
parentesco con el cielo, nos eleva por encima de la tierra, como plantas que nada tienen de terrestres,
y que pertenecen al cielo. Dios, al dirigir hacia los lugares en que tuvo su primer origen a nuestra
alma, que es para nosotros como la raíz de nuestro ser, dirige igualmente nuestro cuerpo todo. El que
se abandona a las pasiones y a las querellas, sin cuidarse de lo demás, sólo puede dar de sí
naturalmente opiniones mortales, y él mismo se hace mortal en cuanto es posible; ¿ni cómo puede ser
de otra manera cuando trabaja sin cesar en desarrollar esta parte de su naturaleza? Pero el que aplica
su espíritu al estudio de la ciencia y a la indagación de la verdad, y dirige a este objeto todos sus
esfuerzos, necesariamente no tendrá sino pensamientos inmortales y divinos. Si llega al término de
sus deseos, participará de la inmortalidad en la medida permitida a la naturaleza humana; y como
consagra todos sus cuidados a la parte divina de sí propio, y honra el genio que reside en su seno,
llegará al colmo de la felicidad. Por otra parte, no hay más que una sola y misma manera de cultivar
todas las partes de nuestra naturaleza, que es dar a cada una el alimento y los movimientos que le
convengan. Los movimientos, que cuadran con nuestra parte divina, son los pensamientos y las
revoluciones del universo. Es preciso que cada uno de nosotros se comprometa a seguir estas
revoluciones. Los movimientos, que se realizan en nuestra cabeza, han sido turbados desde el instante
del nacimiento; es preciso que cada uno de nosotros los rectifique, aplicando su espíritu al estudio de
las armonías y de las revoluciones del universo. Contemplándolas se hará semejante a los objetos que
contempla, según el orden primitivo, y alcanzará toda la perfección de esta vida excelente, que los
dioses han concedido a los hombres para el presente y para el porvenir.
Ya hemos casi llegado, a mi parecer, al término de la discusión, que habíamos anunciado al
comenzar a hablar sobre la historia del universo hasta la formación del hombre. Sólo nos resta
exponer en pocas palabras el origen de otros animales. No por eso nos detendremos demasiado.
Guardaremos la medida que conviene al objeto. He aquí lo que vamos a decir.
Entre los hombres, que recibieron la existencia, los que fueron cobardes y pasaron su vida en la
injusticia, fueron, según todas las probabilidades, metamorfoseados en mujeres en su segundo
nacimiento.[159] En esta época y por esta razón los dioses crearon el deseo de la cohabitación, e
hicieron de ella una especie de animal vivo, que pusieron en el hombre, y otro, también a modo de
animal, que pusieron en la mujer; y ved cómo procedieron. El conducto por el cual los líquidos,
después de haber atravesado el pulmón, penetran por bajo de los riñones en la vejiga, para ser en
seguida expulsados de allí por la presión del aire y arrojados fuera por un conducto apropiado,
recibe en este mismo punto la médula que desciende de la cabeza por el cuello y la espina dorsal, y
que ya llamamos antes esperma. Esta esperma, viva y animada, encontrando en esta salida el aire
necesario para la respiración, causa entonces un vivo deseo de emisión y produce así el amor a la
generación. He aquí porque las partes genitales, naturalmente sordas a la persuasión, enemigas de
todo yugo y de todo freno, se parecen en el hombre a un animal rebelde a la razón, y que, arrastrado
por apetitos furiosos, se esfuerza en someterlo todo y mandar en todas partes. Por el mismo motivo,
en las mujeres la matriz y la vulva no se parecen menos a un animal ansioso de procrear; de manera,
que si permanece sin producir frutos mucho tiempo después de pasada la sazón conveniente, se irrita
y se encoleriza; anda errante por todo el cuerpo, cierra el paso al aire, impide la respiración, pone al
cuerpo en peligros extremos, y engendra mil enfermedades; y esto no se remedia sino cuando el
hombre y la mujer, reunidos por el deseo y por el amor, hacen que nazca un fruto, y le recogen como
se recoge el de los árboles. Ellos siembran en la matriz, como en un campo fértil, animales invisibles
por su pequeñez y sin forma, cuyas partes se aclaran después al desarrollarse; los nutren en el
interior, y finalmente, los dan a luz, y aparecen seres completos. Tal fue el origen de la mujer y de
todo el sexo femenino.
La raza de los pájaros provistos de plumas en lugar de pelos, no es más que una ligera
metamorfosis de esos hombres sin malicia, frívolos, que hablan mucho de las cosas celestes, y que en
su simplicidad creen, que sólo el testimonio de la vista puede dar sólidas demostraciones.[160] Los
animales que andan y las bestias bravas proceden originariamente de los hombres extraños a la
filosofía, que para nada tienen en cuenta las cosas del cielo, porque incapaces de utilizar los
movimientos que se realizan en la cabeza, se dejan ciegamente conducir por el alma, que reside en el
pecho. A causa de estos hábitos, tienen los miembros anteriores y la cabeza inclinados hacia la tierra,
con la que tienen una especie de parentesco; su cabeza es prolongada, y toma mil formas diversas,
según la manera con que la pereza ha comprimido en ellos los círculos del alma; si han recibido
cuatro pies o más, es porque Dios ha querido que los más estúpidos tuviesen más apoyos, y
estuviesen por lo mismo ligados más estrechamente a la tierra. Los más groseros, cuyo cuerpo se
extiende en toda su longitud sobre la tierra, no tuvieron necesidad de pies, y por lo tanto los dioses
los crearon sin ellos, y tienen que arrastrarse por la tierra. El cuarto género, que vive en el agua,
proviene de los hombres más desprovistos de inteligencia y de conocimientos. Los dioses no han
creído dignas de respirar un hálito puro a las almas manchadas por su culpable negligencia; y en
lugar de darles un aliento puro y sutil, los han condenado a respirar en el fondo de las aguas un
líquido espeso. Tal es la raza de los pescados, de las ostras, y en general de los animales acuáticos,
relegados a causa de su ignorancia a esas profundas estancias. Por estas mismas razones hoy mismo
vemos transformarse unos animales en otros, según que descienden de la inteligencia a la estupidez,
o suben de la estupidez a la inteligencia.
Pongamos aquí fin a nuestro discurso sobre el universo. Así ha sido formado este mundo, que
comprende los animales mortales e inmortales, dé que está lleno; animal visible donde están
encerrados todos los animales visibles; Dios sensible, imagen del Dios inteligible; mundo único y de
una sola naturaleza, que es muy grande, muy bueno, muy bello y absolutamente perfecto.
CRITIAS
Argumento del Critias[1]
por Patricio de Azcárate

El Critias comienza ex abrupto. Puede decirse que el Timeo continúa en él sin interrupción. El
preámbulo, de que ningún diálogo de Platón carece, falta en éste. ¿Será porque el Critias apenas está
comenzado y bosquejado? ¿Será, porque no es realmente otra cosa que la misma conversación
continuada por los mismos interlocutores, sin intervalo y sin reposo?
Las pocas páginas escritas por Platón pueden resumirse en muy pocas palabras. Critias, que
sucede en el uso de la palabra a Timeo, se excusa, como éste, haciendo notar la dificultad que ofrece
la materia. Después de este preliminar, comienza a referir la guerra que se suscitó en otro tiempo
entre los pueblos situados más acá de las columnas de Hércules y los situados más allá de las mismas.
Pero para despertar interés por este suceso, es preciso conocer los adversarios, es decir, los
atenienses de aquellos tiempos y los habitantes de la Atlántida. Por lo pronto, describe los antiguos
atenienses, su gobierno, su país, su ciudad. Enseguida, describe los habitantes de la Atlántida, su
origen, que se remonta hasta Neptuno, su isla y sus productos, sus reyes y sus gigantescos trabajos, su
estado político, su organización y su poder militar; cómo fueron intachables en sus principios y
cómo degeneraron después, de tal manera, que Júpiter, irritado con sus crímenes, resolvió
castigarlos, y para ello reunió los dioses en el santuario del cielo, en el centro del mundo, para darles
a conocer sus irrevocables decretos. A este discurso está reducido el diálogo.
Este pequeño fragmento no bastaría para adivinar el objeto del Critias. Pero Platón lo ha indicado
claramente en las primeras páginas del Timeo. En efecto, allí se dice: «Los ciudadanos y la ciudad que
nos has presentado ayer como una ficción, nosotros los trasportaremos a la realidad; colocaremos tu
ciudad en esta antigua ciudad ateniense; y declararemos que esos ciudadanos, que tú has concebido,
son verdaderamente nuestros antepasados, aquellos de que hablaba el sacerdote. Habrá un perfecto
acuerdo entre los unos y los otros; y no nos separaremos de la verdad, si decimos que los ciudadanos
de tu república son los atenienses de los antiguos tiempos».
Estas palabras, sobre todo, si se tiene en cuenta el lugar en que se hallan, son perfectamente claras.
Es evidente que Platón se proponía, al escribir el Critias, dar realidad al ideal de la República, y
hacer así más sensibles con un ejemplo sus consideraciones teóricas, presentando a los antiguos
atenienses como vencedores de los habitantes de la Atlántida.
Lo que Platón ha podido escribir de este diálogo en proyecto, ¿es muy interesante, al menos bajo
el punto de vista filosófico? No nos atrevemos a decirlo. Pero bien que sea difícil darse cuenta de lo
que hubiera debido seguir y de los desarrollos de un diálogo, cuyo objeto y detalles son de todo
punto imaginarios, se puede, sin embargo, afirmar, bajo la fe del genio de Platón, que él habría
podido ejecutar una obra de gran valor, quizá una obra maestra.
Critias o de la Atlántida

TIMEO — CRITIAS — SÓCRATES — HERMÓCRATES


TIMEO. —Cuán agradable me es, Sócrates, poder, como sucede después de un largo viaje,
descansar anchamente al ver terminado este discurso. Yo suplico a ese Dios, cuya existencia es muy
antigua, pero que en cierta manera acaba de nacer de nuestra misma conversación, que si lo que
hemos dicho ha sido oportuno, nos lo tome en cuenta; y que nos imponga el castigo a que nos
hayamos hecho merecedores, si hemos pronunciado, sin quererlo, alguna palabra inconveniente.
Pero ningún castigo más justo para el que se engaña, que ilustrarle. A fin, pues, de que en lo sucesivo
nuestros razonamientos sobre la generación de los dioses sean verdaderos, suplicamos a este dios,
que nos conceda el mejor de los talismanes, el talismán por excelencia, la ciencia. Hecha esta
invocación, cedo la palabra a Critias, conforme a lo acordado.
CRITIAS: La acepto, mi querido Timeo. Pero la misma indulgencia que has reclamado, cuando
principiaste tu discurso, reclamo yo ahora. Querría alcanzarla mayor aún, atendido el objeto que
debo tratar. No se me oculta que pueda tenerse por ambiciosa, y si se quiere, hasta por un poco
inconveniente mi súplica; mas, sin embargo, estoy resuelto a hacerla. No se trata de negar las
verdades, que tú nos has expuesto; ¿ni qué hombre sensato se atrevería a hacerlo? Pero debo
esforzarme para convenceros de que mi tarea es aún más difícil; y, por consiguiente, que tengo
necesidad de mayor indulgencia.
Cuando se habla de los dioses a los hombres, mi querido Timeo, es infinitamente más fácil
satisfacerlos, que cuando se les habla de los mortales, es decir, de ellos mismos. En efecto, la
inexperiencia, o más bien, la completa ignorancia de los oyentes, deja el campo libre al que quiere
hablarles de cosas que ellos no conocen; y tratándose de los dioses, ya sabemos a qué atenernos.[1]
Concebiréis más claramente esto, si fijáis vuestra atención en lo que voy a decir. Nuestras
palabras son necesariamente una imitación o imagen de alguna cosa. Supóngase un pintor, que se
proponga representar las cosas humanas o las obras de la divinidad en general;[2] desde luego vemos
la facilidad o dificultad que experimenta al imitar estos diversos objetos, para poder contentar al
espectador.
Si pinta la tierra, las montañas, los ríos, los buques, el cielo entero y todo lo que él comprende,
así como todo lo que en él se mueve, nos daremos desde luego por satisfechos, por poco que haya
sido su arte y escasa la semejanza conseguida al reproducir estos objetos; y en tal caso, desprovistos
nosotros de todos los conocimientos precisos, no pensamos en examinar nada, ni en criticar nada, y
nos damos por satisfechos con un bosquejo incierto y engañoso. Pero que el pintor trace los rasgos
de la humanidad, nuestros hechos propios, como el hábito de verlos nos los ha hecho familiares,
notamos inmediatamente las más ligeras faltas, y nos convertimos en jueces severos del cuadro, si no
ha reproducido su modelo con una completa fidelidad. Lo mismo sucede con los discursos. Cuando
se trata de las cosas celestes y divinas, basta que se hable de ellas con alguna verosimilitud; pero
cuando se trata de las cosas mortales y humanas, las examinamos con un espíritu riguroso. Por lo
tanto, si a causa de que voy a hablar sin preparación, se nota que se me escapa o que incurro en
alguna inexactitud, es preciso perdonármela; porque no es fácil, y antes bien es muy difícil, expresar
las cosas que nos conciernen de una manera conveniente. No hay que olvidarse de esto.
He aquí, Sócrates, lo que deseaba recordaros. He aquí cómo quería reclamar para mi discurso, no
un poco, sino un mucho de indulgencia. Mis palabras no tienen otro objeto; y si os parece que tengo
algún derecho a exigiros este favor, concedédmelo de buena voluntad.
SÓCRATES. —¿Por qué no concedértelo, Critias? También habremos de dispensar la misma
gracia a Hermócrates, que hablará el tercero. Porque es seguro que apenas le llegue el turno, nos
hará la misma súplica que tú. Y para que piense en otro exordio, y no se crea obligado a repetir tus
palabras, tenga entendido desde ahora, que le dispensamos la misma indulgencia. Por lo demás, te
daré a conocer, mi querido Critias, las condiciones del público, a quien vas a dirigirte. El actor, que
acaba de representar su pieza, ha alcanzado un maravilloso éxito, y agotaremos toda nuestra
benevolencia, para ponerte en estado de poder rivalizar con él.
HERMÓCRATES. —Me doy ya por prevenido, Sócrates, al mismo tiempo que Critias. Pero dime,
Critias: ¿no sabes que jamás los cobardes alcanzaron trofeos? Así, pues, es preciso que marches de
frente y que discurras con resolución; es preciso que después de haber invocado a Apolo y a las
Musas, hagas la pintura de nuestros conciudadanos y celebres su valor.
CRITIAS. —Bien, mi querido Hermócrates; como tu vez no llegará hasta mañana, y otro debe aún
precederte, te presentas ahora muy valiente, pero no tardarás en saber por ti mismo si la tarea es fácil.
Sin embargo, no me haré sordo ni a tus exhortaciones ni a tus excitaciones, y sin olvidar las
divinidades que acabas de nombrar, llamaré en mi auxilio a todas las demás y singularmente a
Mnemósine; porque de ella depende la mayor parte de mi discurso. Si la memoria me acompaña; si
puedo referiros fielmente las antiguas historias de los sacerdotes egipcios importadas a estos lugares
por Solón, creo que mi público quedará convencido de que he cumplido mi deber. Es preciso, pues,
entrar en materia sin más demora.
Ante todas cosas recordemos, que han pasado nueve mil años después de la guerra, que, según
dicen, se suscitó entre los pueblos que habitan más acá y más allá de las columnas de Hércules. Es
preciso que os dé una explicación de esta guerra desde el principio hasta el fin. De una parte estaba
esta ciudad;[3] ella tenía el mando y sostuvo victoriosamente la guerra hasta lo último.
De la otra parte estaban los reyes de la isla Atlántida. Ya hemos dicho, que esta isla era en otro
tiempo más grande que la Libia[4] y elAsia; pero que hoy día, sumergida por los temblores de tierra,
no es más que un escollo que impide la navegación y que no permite atravesar esta parte de los
mares. En el curso de mi historia hablaré por su orden de todos los pueblos griegos y bárbaros que
existían entonces, pero debo comenzar por los atenienses y por sus enemigos, y daros razón de sus
fuerzas respectivas y de sus gobiernos. En su vista, pues, de nuestra ciudad es de la que debemos
ocuparnos desde luego.
Los dioses dividieron entre sí en otro tiempo la tierra toda, comarca por comarca, y esto sin que
se suscitara alguna querella, porque no puede admitirse racionalmente, ni que los dioses ignoraran lo
que a cada uno de ellos convenía, ni que, sabiéndolo, se robaran los unos a los otros el lote que les
pertenecía. Habiendo obtenido como resultado de la justicia y de la suerte lo que querían, se
establecieron en cada país; y después de haberse fijado en ellos, a la manera de lo que los pastores
hacen con sus ganados, se consagraron a procurar el alimento y la educación a los hombres, que eran
a la vez sus hijos y su propiedad.
Sin embargo, no emplearon la violencia como los pastores que castigan suavemente a su ganado
para conducirle.
Sabían que el hombre es un animal dócil, e imitando al piloto que conduce la nave, y sirviéndose
de la persuasión como de un timón para mover el alma a su gusto, dirigieron y gobernaron así la
raza toda de los mortales.
Así gobernaron las demás divinidades en los países que les tocaron en suerte. Pero Efesto y
Atenea, que tienen la misma naturaleza, como hijos que son de un mismo padre, y que están animados
del mismo amor a las ciencias y a las artes, recibieron como lote en común nuestro país, que les
convenía y se adaptaba maravillosamente a su virtud y a su sabiduría. De los indígenas hicieron
hombres de bien, y pusieron en su corazón el amor al orden político. Los nombres de estos hombres
se han conservado, pero el recuerdo de sus acciones ha perecido con la ruina de sus sucesores y con
el trascurso de los tiempos. La única raza, que ha escapado a estos desastres, ya lo hemos dicho, es la
que habita las montañas, y que, sin letras y sin cultura, sólo recordaba los nombres de los que habían
sido dominadores del país, sin saber nada o casi nada de sus grandes hechos. Haciéndolo por punto
de honra dieron estos nombres a sus hijos; pero en cuanto a las virtudes y a las instituciones de sus
antepasados, sólo conocían lo que les había sido trasmitido por una oscura tradición. Dada la escasez
de subsistencias para el sostenimiento de la vida, escasez que duró por espacio de muchas
generaciones; ocupados ellos y sus hijos en procurarse la satisfacción de sus necesidades, y
entregado el espíritu a este solo objeto, para nada se cuidaron de los sucesos, que en otro tiempo se
habían realizado.
El estudio y la historia de las cosas antiguas se introdujeron con el ocio en las ciudades, cuando
cierto número de ciudadanos, teniendo aseguradas las cosas necesarias para la vida, no tuvieron
después que preocuparse bajo este punto de vista, Y he aquí como los nombres de los antiguos héroes
se han conservado sin el recuerdo de sus acciones.
Lo que me autoriza a hablar así, es que los nombres de Cécrope, de Erecteo, de Erictonio, de
Erisictón y de muchos otros, que remontan más allá de Teseo, son precisamente aquellos de que,
según la relación de Solón, se servían los sacerdotes egipcios, cuando le refirieron esta guerra. Lo
mismo sucede con respecto a los nombres de mujeres. Los trabajos de la guerra eran entonces
comunes a las mujeres y a los hombres, y por esta causa la diosa era representada en sus imágenes y
en sus estatuas con una armadura; era como una advertencia, para indicar que desde el momento en
que el varón y la hembra están destinados a vivir juntos, la naturaleza ha querido que pudiesen ejercer
igualmente las facultades, que son el atributo de su especie.
Diferentes clases de ciudadanos, entregados a los oficios mecánicos y a la agricultura, habitaban
entonces nuestro país; la de los guerreros, separada desde el principio de las demás, como hombres
divinos, habitaba aparte. Provistos de todas las cosas necesarias a su subsistencia y a la educación de
sus hijos, estos guerreros no poseían nada en particular; consideraban todos los bienes como
pertenecientes a todos; no exigían de los demás ciudadanos más que lo que justamente necesitaban
para vivir, y desempeñaban con el mayor esmero las funciones diarias del Estado, tales como las
hemos concebido.
Y también se dice como muy probable y quizá verdadero, que nuestro país en aquel tiempo tenía
por límites el istmo,[5] por una parte, y por otra los montes Citerón[6] y Parnaso,[7] abrazando toda la
parte del continente comprendida en este intervalo; que de aquí descendía, por la derecha, hasta
Oropo,[8] y por la izquierda, hacia el mar, hasta el río Asopo;[9] estos eran sus límites extremos.
Sobresalía entre todos los demás países por su fertilidad, lo cual le hacía capaz de sostener un
numeroso ejército, compuesto de pueblos vecinos dependientes de nosotros. Es este un testimonio
imponente de su fecundidad. Y, en efecto, lo que subsiste aún de esta dichosa tierra, no tiene igual en
cuanto a la diversidad de producciones, excelencia de frutos y abundancia de pastos.
Tales eran entonces la belleza y la riqueza del Ática.
¿Podríais creerlo? ¿Ni cómo puede formarse una idea de lo que fue, por lo que es? Toda el Ática
se desprende en cierta manera del continente, se mete por el mar y se parece a un promontorio. El
mar que la envuelve, como si estuviera colocada en una vasija, es por todas partes muy profundo. En
medio de las numerosas y terribles inundaciones que han tenido lugar durante nueve mil años, porque
nueve mil años han pasado desde aquella época, las tierras, que estas revoluciones arrastraban desde
las alturas, no se amontonaban en el suelo, como en otros países, sino que, rodando sobre la ribera,
iban a perderse en las profundidades del mar. De suerte que, como sucede en las islas poco extensas,
nuestro país, comparado con lo que era, se parece a un cuerpo demacrado por la enfermedad;
escurriéndose por todas partes la tierra vegetal y fecunda, sólo nos quedó un cuerpo descarnado.
Pero antes el Ática, cuyo suelo no había experimentado ninguna alteración, tenía por montañas
altas colinas; las llanuras, que llamamos ahora campos de Felleo,[10] estaban cubiertas de una tierra
abundante y fértil; los montes estaban llenos de sombríos bosques, de los que aún aparecen visibles
rastros. Las montañas, donde sólo las abejas encuentran hoy su alimento, en un tiempo no muy lejano
estaban cubiertas de árboles poderosos, que se cortaban para levantar vastísimas construcciones,
muchas de las cuales están aún en pie. Encontrábanse también allí árboles frutales de mucha elevación
y extensos pastos para los ganados. Las lluvias, que se alcanzaban de Zeus cada año, no se perdían sin
utilidad, corriendo de la tierra estéril al mar; por el contrario, la tierra, después que venían a ella
abundantemente, las conservaba en su seno, las tenía en reserva entre capas de arcilla; las dejaba
correr desde las alturas a los valles, y se veían por todas partes miles de fuentes, de ríos y de cauces
de agua. Los monumentos sagrados, que se encuentran aún junto a los antiguos lechos de los ríos,
atestiguan la verdad de mis palabras. He aquí lo que eran por naturaleza nuestros campos; los que los
cultivaban, eran sin duda verdaderos labradores, entregados exclusivamente a sus labores, amigos del
bien, de un natural excelente, y poseedores de una tierra fértil, regada por aguas abundantes y
favorecida con el más benigno de los climas.
En cuanto a la ciudad, ved la manera con que se gobernaba en aquel tiempo. En primer lugar, la
Acrópolis[11] estaba muy distante de tener el aspecto que hoy tiene. En una sola noche torrentes de
lluvia arrastraron las tierras con que estaba revestida, y la dejaron desnuda y despojada, en medio de
temblores de tierra y de una inundación, que es la tercera antes del diluvio de Deucalión. Pero antes,
en otra época, era tal la extensión de la Acrópolis, que se extendía hasta el Heridán[12] y el Iliso,[13]
comprendía el Pnyx[14] y tenía el Licabete[15] por límite por el lado opuesto al Pnyx.[16] Estaba
cubierta de una espesa capa de tierra, y, fuera de algunos puntos, presentaba en las alturas una llanura
no interrumpida. Estaba habitada, a los costados según se bajaba, por artesanos y labradores, que
cultivaban los campos vecinos.
En la altura sólo vivía la clase de los guerreros alrededor del templo de Atenea y de Efesto,
después de haber rodeado esta meseta con un solo vallado, como se hace con el jardín de una sola
familia. Habitaban en común en casas situadas a la parte del Norte; en invierno tenían salas donde
comían juntos; y tenían todo lo que reclama la vida en común, sea con relación a las habitaciones de
los ciudadanos, sea con respecto a los templos de los dioses, a excepción del oro y de la plata de que
no hacían ningún uso. Vivían tan lejos de la opulencia como de la pobreza; habitaban casas decentes,
donde vegetaban ellos y los hijos de sus hijos, y las trasmitían sucesivamente tales como las habían
recibido a hijos semejantes a sus padres.
La parte meridional de la Acrópolis estaba destinada ajardines, gimnasios, salas de refectorio,
que dejaban de ocupar durante el estío. En el punto, que ocupa hoy la Acrópolis,[17] manaba una
fuente; y así como ahora sólo salen de ella pobres arroyos por uno u otro lado, entonces
suministraba una agua abundante, tan saludable en invierno como en verano, pero que desapareció a
consecuencia de los temblores de tierra. Tal era el género de vida de estos guardas de sus propios
conciudadanos, de estos jefes respetados por los demás griegos. Procuraban tener siempre a su
disposición, en cuanto fuese posible, un número igual de hombres y mujeres en estado de llevar ya
las armas y poderlas llevar aún, es decir, veinte mil.
He aquí cómo gobernaban según las reglas de la justicia su ciudad y la Grecia; he aquí lo que
eran estos hombres, celebrados y admirados de toda la Europa y de toda elAsia por la belleza de sus
cuerpos y por las virtudes de todos géneros, que adornaban sus almas. Pero ¿quiénes eran sus
enemigos, remontando hasta el origen de su historia? Esto es, amigos míos, lo que voy a exponeros y
daros a conocer, si es que no se ha borrado en mí el recuerdo de las cosas que oí contar cuando era
joven.
Antes de entrar en materia, debo haceros una prevención.
No os sorprendáis al oírme muchas veces dar nombres griegos a los bárbaros, pues ved la razón
que tengo para hacerlo. Cuando Solón pensaba consignar esta relación en sus poemas, quiso conocer
la significación de los nombres, y encontró que los egipcios, primeros autores de esta historia, los
habían traducido a su propia lengua; y el mismo Solón, a su vez, buscando el sentido de cada nombre,
le escribió en la nuestra. Estos manuscritos de Solón estaban en poder de mi abuelo y ahora los poseo
yo, que los he estudiado mucho siendo joven. Y así, si me oís pronunciar nombres griegos, no os
sorprendáis, puesto que ya sabéis la razón. Esta larga historia comenzaba poco más o menos de la
manera siguiente:
Ya dijimos antes, que los dioses echaron suertes sobre las diferentes partes de la tierra; que los
unos obtuvieron un territorio grande, otros uno pequeño, y que todos establecieron templos y
sacrificios. Poseidón, a quien correspondió la Atlántida, colocó en una parte de esta isla los hijos que
había tenido de una mortal. Esta parte era una llanura situada no lejos del mar, hacia el medio de la
isla, la más bella, según se dice, y la más fértil de las llanuras. A cincuenta estadios poco más o
menos de esta llanura, también en medio de la isla, había una montaña muy poco elevada. Allí
habitaba uno de estos hombres, que en el origen de las cosas nacieron de la tierra, Evenor, con su
mujer Leucipa. Éstos engendraron una sola hija, llamada Clito, que era núbil, cuando murieron sus
padres; y con la que se casó Poseidón, que se enamoró de ella. La colina,[18] donde vivía Clito, fue
fortificada por Poseidón, que la aisló de todo lo que la circundaba. Hizo muros y fosos con tierra y
agua del mar alternativamente, unos más pequeños, otros más grandes, dos de tierra y tres de agua,
ocupando el centro de la isla, de manera que todas sus partes se encontraran a igual distancia del
mismo. La hizo por lo tanto inaccesible, porque entonces no se conocían ni las naves ni el arte de
conducirlas. Como era un dios, le fue fácil ordenar y embellecer esta nueva isla, formada en medio
de la otra, haciendo que salieran del suelo dos manantiales, uno caliente y otro frío; y que produjera
la tierra alimentos variados y abundantes. Tuvo sucesivamente de Clito cinco parejas de hijos, todos
varones y mellizos, y los educó. Dividió toda la isla Atlántida en diez partes: dio al hijo mayor de los
primeros gemelos la estancia de su madre con toda la campiña circundante, que era la más vasta y la
más rica de toda la isla, y le hizo rey de todos sus hermanos. Entre estos eligió jefes, y dio a cada uno
de ellos el gobierno sobre un crecido número de hombres y una gran extensión de territorio. Todos
ellos recibieron un nombre. El hijo mayor, el rey, de quien la isla y este mar, llamado Atlántico, han
tomado su nombre, por haber sido el primero que reinó en ella, fue llamado Atlas. A su hermano
gemelo le tocó la extremidad de la isla, hacia las columnas de Hércules, la parte del país que se llama
Gadírica, que se llamó en griego Eumelos y en la lengua indígena Gadir, donde tiene su origen el
nombre de este país. Los hijos de la segunda pareja se llamaron Aniferes y Evemón; los terceros,
Mneseo, el mayor, y el otro Autóctono; los cuartos, Elasipo el primero y el segundo Méstor; y en fin,
los quintos Azaes y Diaprepes.
Estos hijos de Poseidón y sus descendientes habitaron en este país durante muchas generaciones;
sometieron en estos mares otras muchas islas, y extendieron su dominación más allá, según hemos
dicho, hasta el Egipto y la Tirrenia. La posteridad de Atlas continuó siendo siempre muy respetada; el
mayor en edad era el rey y trasmitía su autoridad al mayor de sus hijos, de suerte que conservaron el
reinado en su familia durante largos años. Era tal la inmensidad de riquezas, de que eran poseedores,
que ninguna familia real ha poseído ni poseerá jamás una cosa semejante. Todo lo que la ciudad y los
otros países podían suministrar, todo lo tenían ellos a su disposición.
Gracias a su poder, eran importadas muchas cosas en la isla, si bien producía ésta las que son
necesarias a la vida, y por lo pronto los metales, ya fueran sólidos o fusibles, y hasta aquel del cual
sólo conocemos el nombre, pero que en la isla existía realmente, extrayéndose de mil parajes de la
misma, el oricalco,[19] que era entonces el más precioso de los metales después del oro. La isla
suministraba en abundancia todos los materiales de que tienen necesidad las artes, y mantenía un gran
número de animales salvajes y domesticados, y se encontraban entre ellos muchos elefantes. Todos
los animales tenían pasto abundante, lo mismo los que vivían en los pantanos, en los lagos y en los
ríos, como los que habitaban las montañas y llanuras, y lo mismo el elefante que los otros, a pesar de
su magnitud y de su voracidad. Además de esto, todos los perfumes que la tierra produce hoy, en
cualquier lugar que sea, raíces, yerbas, plantas, jugos destilados por las flores o los frutos, se
producían y criaban en la isla. Asimismo los frutos blandos[20] y los duros,[21] de que nos servimos
para nuestro alimento; todos aquellos con que condimentamos las viandas y que generalmente
llamamos legumbres; todos estos frutos leñosos que nos suministran a la vez brebajes, alimentos y
perfumes;[22] todos esos frutos de corteza con que juegan los niños y que son tan difíciles de
conservar;[23] y todos los frutos sabrosos que nos servimos a los postres para despertar el apetito
cuando el estómago está saciado y fatigado; todos estos divinos y admirables tesoros se producían en
cantidad infinita en esta isla, que florecía entonces en algún punto a la luz del sol. Utilizando, pues,
todas estas riquezas de su suelo, los habitantes construyeron templos, palacios, puertos, dársenas para
las naves, y embellecieron toda la isla en la forma siguiente:
Comenzaron por echar puentes sobre los fosos circulares, que llenaba la mar, y que rodeaban la
antigua metrópoli, poniendo así en comunicación la estancia real con el resto de la isla. Muy al
principio construyeron este palacio en el punto mismo donde habían habitado el dios y sus
antepasados. Los reyes, al trasmitírselo, no cesaron de añadir nuevos embellecimientos a los
antiguos, haciendo cada cual los mayores esfuerzos para dejar muy atrás a sus predecesores; de
suerte que no se podía, sin llenarse de admiración, contemplar tanta grandeza y belleza tanta.
A partir desde el mar abrieron un canal de tres arpentos de ancho, de cien pies de profundidad y
de una extensión de cincuenta estadios, que iba a parar al recinto exterior; hicieron de suerte que las
embarcaciones que viniesen del mar pudiesen entrar allí como en un puerto, disponiendo la
embocadura de modo que las más grandes naves pudiesen entrar sin dificultad. En los cercos de
tierra, que separaban los cercos de mar, al lado de los puentes, abrieron zanjas bastante anchas, para
dar paso a una trirreme: y como de cada lado de estas zanjas los diques se levantaban a bastante altura
por encima del mar, unieron sus bordes con techumbre, de suerte que las naves las atravesaban a
cubierto. El mayor cerco, el que comunicaba directamente con el mar, tenía de ancho tres estadios, y
el de tierra contiguo tenía las mismas dimensiones.
De los dos cercos siguientes, el del mar tenía dos estadios de ancho, y el de tierra tenía las
mismas dimensiones que el precedente. En fin, el que rodeaba inmediatamente la isla interior, tenía de
ancho un estadio solamente. En cuanto a la isla interior misma, donde se ostentaba el palacio de los
reyes, su diámetro era de cinco estadios. El ámbito de esta isla, los recintos y el puerto de los tres
arpentos de ancho, todo estaba revestido en derredor con un muro de piedra. Construyeron torres y
puertas a la cabeza de los puentes y a la entrada de las bóvedas, por donde pasaba el mar. Para llevar a
cabo todas estas diversas obras, arrancaron alrededor de la isla interior y en cada lado de las
murallas, piedras blancas, negras y encarnadas. Arrancando así aquí y allá, abrieron en el interior de
la isla dos receptáculos profundos, que tenían la misma roca por techo. De estas construcciones, unas
eran sencillas; otras, formadas de muchas especies de piedras y agradables a la vista, tenían todo el
buen aspecto de que eran naturalmente capaces. Cubrieron de bronce, a manera de barniz, el muro del
cerco exterior en toda su extensión; de estaño, el segundo recinto; y la Acrópolis misma, de oricalco,
que relumbraba como el fuego. En fin, ved cómo construyeron el palacio de los reyes en el interior
de la Acrópolis.
En medio se levantaba el templo consagrado a Clito y a Poseidón, lugar imponente, rodeado de
un muro de oro, donde en otro tiempo habían ellos engendrado y dado a luz los diez jefes de las
dinastías reales. A este sitio concurrían todos los años de las diez provincias del imperio a ofrecer a
estas dos divinidades las primicias de los frutos de la tierra. Él templo sólo tenía un estadio de
longitud, tres arpentos de anchura, y una altura proporcionada; en su aspecto había un no sé qué de
bárbaro. Todo el exterior, estaba revestido de plata, fuera de los extremos, que eran de oro. Por
dentro, la bóveda, que era toda de marfil, estaba adornada de oro, plata y oricalco. Los muros, las
columnas, los pavimentos estaban revestidos de marfil. Se veían estatuas de oro, siendo de notar la
del dios,[24] de pie sobre su carro, conduciendo seis corceles alados, tan alto, que su cabeza tocaba a
la bóveda del templo, y rodeado de cien nereidas sentadas sobre delfines.
Se creía entonces, que tal era el número de estas divinidades. A esto se agregaban un gran número
de estatuas, que eran ofrendas hechas por particulares. Alrededor del templo, en la parte exterior,
estaban colocadas las estatuas de oro de todas las reinas y de todos los reyes descendientes de los diez
hijos de Poseidón, así como otras mil ofrendas de reyes y de particulares, ya de la ciudad, ya de
países extranjeros, reducidos a la obediencia. Por su grandeza y por su trabajo, el altar estaba en
armonía con estas maravillas; y el palacio de los reyes era tal cual convenía a la extensión del
imperio y a los ornamentos del templo. Dos fuentes, una caliente, otra fría, abundantes e inagotables,
gracias a la suavidad y a la virtud de sus aguas satisfacían admirablemente todas las necesidades; en
las cercanías de las casas se encontraban árboles, qué mantenían la frescura; depósitos de agua a cielo
abierto, y otros cubiertos con su techumbre para tomar baños calientes en invierno, aquí los dé los
reyes, allí los de los particulares, en otra parte los de las mujeres; y otros, en fin, destinados a
caballos y en general a las bestias de carga, adornados todos y decorados según su destino.
El agua, que salía de aquí, iba a regar el bosque de Poseidón, donde árboles de una magnitud y de
una belleza en cierta manera divina se ostentaban sobre un terreno fértil y vegetal; y pasaba después a
los cercos exteriores por acueductos abiertos en la dirección de los puentes. Numerosos templos,
consagrados a varias divinidades; muchos jardines; gimnasios para los hombres; hipódromos para
los caballos; todo esto había sido construido en cada uno de los cercos o murallas[25] que formaban
como islas.
Era de notar, sobre todo en el centro de la mayor de éstas islas, un hipódromo de un estadio de
largo, que en su longitud abrazaba toda la vuelta de la isla, y donde se presentaba vasto campo para la
carrera de los caballos y para la lucha. A derecha e izquierda había cuarteles destinados a la mayor
parte de la gente armada; las tropas, que inspiraban más confianza, se alojaban en la más pequeña de
las murallas, que era también la más próxima a la Acrópolis; y en fin, la tropa de más confianza vivía
en la Acrópolis misma cerca de los reyes. Las dársenas para las naves estaban llenas de trirremes y de
todos los aparatos que reclaman estas embarcaciones; y estaba todo, en perfecto orden.
He aquí cómo estaba dispuesto todo alrededor del palacio de los reyes. Más allá, y a la parte
exterior de los tres puertos, un muro circular comenzaba en el mar, seguía el curso del mayor cerco
y del mayor puerto a una distancia de cincuenta estadios, y volvía al mismo punto, para formar la
embocadura del canal situado hacia el mar.
Multitud de habitaciones, próximas las unas a las otras, llenaban este intervalo; el canal y el
puerto rebosaban de embarcaciones y mercaderes, que llegaban de todas las partes del mundo, y de
esta muchedumbre nacía día y noche un ruido de voces y un tumulto continuos.
Creo haber referido fielmente en este momento lo que cuenta la tradición sobre esta ciudad,
antigua estancia de los reyes. Ahora necesito exponer lo que la naturaleza hizo en el resto de este
país, y las bellezas que le añadió el arte.
Por lo pronto, se dice que el suelo estaba muy elevado sobre el nivel del mar, y las orillas de la
isla cortadas a pico; que alrededor de la ciudad se extendía una llanura que la rodeaba, y que esta
misma estaba rodeada de montañas, que se prolongaban hasta el mar; que esta llanura era plana y
uniforme y prolongada, y que tenía de un lado tres mil estadios, y del mar al centro más de dos mil.
Esta parte de la isla miraba al Mediodía, y no tenía nada que temer de los vientos del Norte. Eran
objeto de alabanza las montañas que formaban como una cintura, y excedían en número, en grandor y
en belleza a todas las que se conocen hoy día. Abrazaban ricas y populosas poblaciones, ríos, lagos,
praderías, donde los animales salvajes y domesticados encontraban un abundante alimento, así como
encerraban numerosos y vastos bosques, donde las artes encontraban materiales de toda especie para
obras de todas clases.
Tal era esta llanura, gracias a los beneficios de la naturaleza y a los trabajos de gran número de
reyes durante un largo trascurso de tiempo. Tenía la forma de un cuadrilongo recto y prolongado, y
si faltaban estas condiciones en algún punto, esta irregularidad había sido corregida al trazar el foso
que la rodeaba. En cuanto a la profundidad, anchura y longitud de este foso es difícil creer lo que se
cuenta, cuando se trata de un trabajo hecho por la mano del hombre, y si se compara con las demás
obras del mismo género; sin embargo, es preciso que os repita lo que he oído decir. Estaba abierto
hasta la profundidad de un arpento; tenía de ancho un estadio, rodeaba toda la llanura, y no tenía de
largo menos de diez mil estadios. Recibía todos los cauces de agua, que se precipitaban de las
montañas, rodeaba la llanura, tocaba en la ciudad por sus dos extremidades, y de allí iba a
desembocar en el mar. Del borde superior de este foso, partían otros de cien pies de ancho, que
cortaban la llanura en línea recta y volvían al mismo foso, al aproximarse al mar; estos fosos
particulares distaban entre sí cien estadios. Para trasportar por agua las maderas de las montañas y los
diversos productos de cada estación a la ciudad, hicieron que los fosos comunicaran entre sí y con la
ciudad misma por medio de canales abiertos trasversalmente.
Notad que la tierra daba dos cosechas por año, porque era regada en invierno por las lluvias de
Zeus, y en verano era fecundada por el agua de los estanques.
El número de soldados, con que debían contribuir los habitantes de la llanura que estuvieran en
estado de llevar las armas, se había fijado de esta manera. Cada división territorial, debía elegir un
jefe. Cada división tenía una extensión de cien estadios, y había sesenta mil de estas divisiones. En
cuanto a los habitantes de las montañas y de las otras partes del país, la tradición cuenta que eran
infinitos en número; fueron distribuidos, según las localidades y las poblaciones, en divisiones
semejantes, cada una de las que tenía un jefe. El jefe debía suministrar, en tiempo de lucha la sexta
parte de un carro de guerra, de manera que se reunieran diez mil; dos caballos con sus jinetes, un tiro
de caballos, sin carro; un combatiente armado con un pequeño broquel; un jinete para conducir dos
caballos; infantes pesadamente armados, arqueros, honderos, dos de cada especie; soldados armados
a la ligera o con piedras o con azagayas, tres de cada especie; cuatro marinos para maniobrar en una
nota compuesta de mil doscientas naves. Tal era la organización de las fuerzas militares en la ciudad
real. Respecto a las otras nueve provincias, cada una tenía la suya, y nos extenderíamos demasiado, si
habláramos de ello.
En cuanto al gobierno y a la autoridad, he aquí el orden que se estableció desde el principio. Cada
uno de los diez reyes tenía en la provincia, que le había correspondido y en la ciudad en que residía,
todo el poder sobre los hombres y sobre la mayor parte de las leyes, imponiendo penas y la muerte a
su capricho. En cuanto al gobierno general y a las relaciones de los reyes entre sí, las ordenes de
Poseidón eran su regla. Estas ordenes les habían sido trasmitidas en la ley soberana; los primeros de
ellos las habían grabado en una columna de oricalco, levantada en medio de la isla en el templo de
Poseidón. Los diez reyes se reunían sucesivamente el quinto año y el sexto, alternando los números
par e impar. En estas asambleas discutían los intereses públicos, averiguaban si se había cometido
alguna infracción legal, y daban sus resoluciones. Cuando tenían que dictar un fallo, ved como se
aseguraban de su fe recíproca.
Después de dejar en libertad algunos toros en el templo de Poseidón, los diez reyes quedaban
solos y suplicaban al dios, que escogiera la víctima que fuese de su agrado, y comenzaban a
perseguirlos sin otras armas que palos y cuerdas. Luego que cogían un toro, le conducían a la
columna y le degollaban sobre ella en la forma prescrita.
Además de las leyes estaba inscripto en esta columna un juramento terrible e imprecaciones
contra el que las violase. Verificado el sacrificio y consagrados los miembros del toro según las
leyes, los reyes derramaban gota a gota la sangre de las victimas en una copa, arrojaban lo demás en
el fuego, y purificaban la columna. Sacando en seguida sangre de la copa con un vaso de oro, y
derramando una parte de su contenido en las llamas, juraban juzgar según las leyes escritas en la
columna, castigar a quien las hubiere infringido, hacerlas observar en lo sucesivo con todo su poder,
y no gobernar ellos mismos ni obedecer al que no gobernase en conformidad con las leyes de su
padre. Después de haber pronunciado estas promesas y juramentos por si y por sus descendientes;
después de haber bebido lo que quedaba en los vasos y haberlos depositado en el templo del dios, se
preparaban para el banquete y otras ceremonias necesarias. Llegada la sombra de la noche y
extinguido el fuego del sacrificio, después de vestirse con trajes azulados y muy preciosos, y de
haberse sentado en tierra al pie de los últimos restos del sacrificio, cuando el fuego estaba extinguido
en todos los puntos del templo, dictaban sus juicios o eran ellos juzgados, si alguno había sido
acusado de haber violado las leyes. Dictados estos juicios, los inscribían, al volver de nuevo el día,
sobre una tabla de oro, y la colgaban con los trajes en los muros del templo, para que fueran como
recuerdos y advertencias.
Además había numerosas leyes particulares relativas a las atribuciones de cada uno de los reyes.
Las principales eran: no hacerse la guerra los unos a los otros; prestarse recíproco apoyo en el caso
de que alguno de ellos intentase arrojar a una de las razas reales de sus Estados; deliberar en común,
a ejemplo de sus antepasados, sobre la guerra y los demás negocios importantes, dejando el mando
supremo a la raza de Atlas. El rey[26] no podía condenar a muerte a ninguno de sus parientes,[27] sin
el consentimiento de la mayoría absoluta de los reyes.
Tal era el poder, el formidable poder, que en otro tiempo se creó en este país, y que la divinidad
según la tradición, volvió contra el nuestro por la razón siguiente.
Durante muchas generaciones, mientras se conservó en ellas algo de la naturaleza del dios a que
debían su origen, los habitantes de la Atlántida obedecieron las leyes que habían recibido y
respetaron el principio divino, que era común a todos. Sus pensamientos eran conformes a la verdad
y de todo punto generosos; se mostraban llenos de moderación y de sabiduría en todas las
eventualidades, como igualmente en sus mutuas relaciones. Por esta razón, mirando con desdén todo
lo que no es la virtud, hacían poco aprecio de los bienes presentes, y consideraban naturalmente
como una carga el oro, las riquezas y las ventajas de la fortuna. Lejos de dejarse embriagar por los
placeres, de abdicar el gobierno de sí mismos en manos de la fortuna, y de hacerse juguete de las
pasiones y del error, sabían perfectamente que todos los demás bienes acrecen cuando están de
acuerdo con la virtud; y que, por el contrario, cuando se los busca con demasiado celo y ardor
perecen, y la virtud con ellos. Mientras los habitantes de la Atlántida razonaban de esta manera, y
conservaron la naturaleza divina de que eran participes, todo les salía a satisfacción, como ya hemos
dicho. Pero cuando la esencia divina se fue aminorando por la mezcla continua con la naturaleza
mortal; cuando la humanidad la superó en mucho; entonces, impotentes para soportar la prosperidad
presente, degeneraron. Los que saben penetrar las cosas, comprendieron que se habían hecho malos y
que habían perdido los más preciosos de todos los bienes; y los que no eran capaces de ver lo que
constituye verdaderamente la vida dichosa, creyeron que habían llegado a la cima de la virtud y de la
felicidad, cuando estaban dominados por una loca pasión, la de aumentar sus riquezas y su poder.
Entonces fue cuando el Dios de los dioses, Zeus, que gobierna según las leyes de la justicia y cuya
mirada distingue por todas partes el bien del mal, notando la depravación de un pueblo antes tan
generoso, y queriendo castigarle para atraerle a la virtud y a la sabiduría, reunió todos los dioses en
la parte más brillante de las estancias celestes, en el centro del universo, desde donde se contempla
todo lo que participa de la generación, y teniéndolos así reunidos, les habló de esta manera…
LA REPÚBLICA
Argumento de La República[1]
por Patricio de Azcárate

Platón se propuso en La República el estudio de lo justo y de lo injusto. Su objeto es demostrar la


necesidad moral, así para el Estado como para el individuo, de regir toda su conducta según la
justicia, esto es, según la virtud, es decir, según la idea del bien, principio de buen orden para las
sociedades y para las almas, origen de la felicidad pública y privada; principio, que es el Dios de
Platón. El plan de su demostración, si bien aparece muchas veces interrumpido a causa de la libertad
con que se mueve el diálogo, es muy sencillo. Considerando desde luego el Estado como una persona
moral en todo semejante, excepto en las proporciones, a una persona humana, Platón hace ver a
grandes rasgos la naturaleza propia y los efectos inmediatos de la justicia. Para él el ideal de una
sociedad perfecta y dichosa consiste en que la política esté subordinada a la moral. En seguida
emprende, con relación al alma, especie de gobierno individual, la misma indagación que le conduce
al mismo resultado, esto es, al ideal de un alma perfectamente regida y completamente dichosa,
porque es justa. De aquí, como consecuencia, que el Estado y el individuo, que al obrar se inspiran en
un principio contrario a la justicia, son tanto más desarreglados, a la vez que desgraciados, cuanto
son más injustos. Y así es ley de las sociedades y de las almas, que a su virtud vaya unida la felicidad,
como la desgracia a sus vicios. Esta ley tiene su sanción suprema en una vida futura, sanción, cuya
idea conduce a Platón a probar en el último libro de la República, que nuestra alma es inmortal.
Tal es, en general, el contenido de esta grande composición. He aquí ahora la marcha y el
desarrollo fielmente indicados.

Después de un preámbulo elegante y sencillo, relativo a una fiesta religiosa, y después de algunas
palabras de cortesía que mediaron entre los ancianos Céfalo y Sócrates, se vio éste precisado a
discutir sucesivamente con Polemarco y con el sofista Trasímaco varias definiciones de la justicia. El
carácter de las preguntas, de las réplicas y de algunos de los argumentos de Sócrates es irónico, y
algunas veces sofístico. Salvo las últimas líneas del primer libro, como para dar a entender, que estas
primeras páginas no son más que un preludio, entre ligero y serio, para entrar en la indagación de la
naturaleza de lo justo. Ante todo ¿puede definirse simplemente lo justo: la obligación de decir la
verdad y de dar a cada uno lo que de él se ha recibido? No, porque no es justo dar sus armas a un
hombre que se ha vuelto loco, ni decirle la verdad sobre su estado. Lo justo tampoco es, como se
supone que ha dicho Simónides, la obligación de dar a cada uno lo que se le debe; puesto que, si se
trata de un amigo, no es justo restituirle un depósito que le sea perjudicial; y si se trata de un
enemigo, ¿qué se le debe? Lo que conviene, según Simónides; y lo que conviene es causarle mal. Lo
justo ¿consistirá, pues, en hacer bien a sus amigos y mal a sus enemigos? Siendo el hombre justo,
podrá cumplir su deber en la guerra, defendiendo a los unos y atacando a los otros. Pero en tiempo
de paz ¿cómo tendrá ocasión de hacer bien a sus amigos? En los negocios, sin duda; ¿mas qué
negocios? ¿Será el juego? Pero el jugador de profesión está bien distante de ser el único hombre de
buen consejo. ¿La construcción de una casa? Pero este negocio corresponde a un arquitecto. ¿Será un
asunto de dinero? El hombre justo no servirá para el caso, si uno quiere emplear su dinero; porque el
corredor de caballos, el piloto, el hombre de oficio, cualquiera que él sea, deberán ser consultados
antes que él. Si se trata de un depósito, el hombre justo es útil sin duda; pero sucede que comienza a
serlo en el momento en que el dinero no lo es ya. Aún todavía peor, si es cierto que el hombre que
mejor guarda una cosa es el que mejor la sustrae. En este caso el hombre justo no es más que un
bribón; y la justicia se convierte en el arte de robar, para hacer bien a sus amigos y mal a sus
enemigos. Este género de sofisma, familiar a los griegos y casi intraducibie, es un ejemplo del arte
de Sócrates para poner de manifiesto, desenmascarándole, el equívoco ordinario de la escuela
sofística.
Por otra parte, ¿cuáles son los amigos a quienes es justo hacer bien? Los que nos parecen
hombres de bien, sin duda. ¿Y cuáles los enemigos a quienes es justo hacer daño? Los que tenemos
por malos. Conforme; pero cuidado que las apariencias engañan. Si nos equivocamos, tendremos por
amigos a hombres malos a quienes haremos bien, y por enemigos a hombres de bien inofensivos, a
quienes procuraremos ofender, de suerte que será justo hacer mal al que no nos lo hace; conclusión
nueva y absurda, pero lógica, sin embargo, que denota un vicio en la definición, contra la que se ha
retorcido el argumento. Éste fue su objeto. Pero aun cuando se suponga a nuestro amigo hombre de
bien y a nuestro enemigo siempre malo, no por eso es mejor la definición. En efecto, no es aplicable
al hombre justo por lo pronto, porque es incapaz de hacer mal a nadie ni aun a su enemigo, y además
por otra razón sutil. Puede razonarse sobre el hombre por analogía con el perro y el caballo, los
cuales con los malos tratamientos se hacen peores en la virtud que les es propia; de suerte que,
mirada la justicia como la virtud propia del hombre, se hará más injusto en proporción del mal que
se le haga. Pero es imposible a un hombre justo hacer injusto a su semejante, como lo es hacer a un
músico ignorante en la música, o a un picador en el arte de montar a caballo, es decir, que le es
imposible hacer mal. También este es un argumento irónico tomado del arsenal de los sofistas. La
verdades que nunca es permitido al justo hacer mal, y esto basta para probar que la definición no es
buena. En fin, no es más que una mentira impudente, que no hay que atribuir ni a Simónides, ni a
Homero, ni a ningún otro sabio, sino a tiranos embriagados con su poder.
¿Cuál es el valor de esta otra definición, presentada por un interlocutor más formal: la justicia es
lo que es ventajoso al más fuerte? En este caso se confunde la justicia con el interés del poder,
cualquiera que él sea. Esto sería razonable, si los hombres poderosos no se engañasen nunca en
provecho propio. Pero todas las veces que se engañan, resulta que es verdadero lo contrario de lo que
dice la definición. Es más conforme a la verdad decir, que en general el que gobierna no tiene otro
interés que el de la cosa que le está sometida, como el médico el del enfermo, el picador el del
caballo, el piloto el del marinero, y en general el más fuerte el del más débil. Se objeta, que el pastor
al cuidar su ganado, se preocupa de las ventajas que él obtendrá, y que el ganado no es más que el
instrumento de su fortuna. De aquí se concluye, que en todas las cosas la justicia se resuelve en interés
del fuerte y en perjuicio del débil; y por último, que el hombre injusto, porque tiene la superioridad
en todos los negocios públicos y privados sobre el hombre justo, es en definitiva más dichoso, el
único dichoso. El ideal de esta doctrina, resultado de un materialismo consecuente, es un poder
absoluto, es la tiranía, árbitra de echar por tierra la justicia, porque la justicia es más débil que ella.
He aquí la respuesta. El ejemplo del pastor no es más que un sofisma. En tanto que pastor, el que
cuida un rebaño, no se propone otro fin que el bien del ganado. Si le resulta alguna utilidad, ¿es
efecto propio de su oficio? No; sino que, semejante en esto al médico, al piloto o a cualquiera otro
profesor, el pastor es al mismo tiempo mercenario. No debe confundirse el fin de un arte con su
fruto. En el fondo, es la ley de todas las artes el proponerse sólo el bien propio de su objeto, y la ley
del más fuerte, el trabajar en ventaja del más débil. La prueba es la repugnancia, que los cargos
públicos inspiran por sí mismos, porque se sabe que son estériles para les que los ejercen. Para
hacerlos aceptar, es preciso estimular el interés de los unos por medio de salarios, la vanidad de los
otros por medio de honores, y el temor de los hombres de bien por medio de castigos. En efecto,
para el hombre justo el peor de los males, el castigo, consiste en que se le niegue parte en el gobierno
por el poder de uno menos justo que él o de un hombre malo. Si todos los hombres fueran buenos,
nadie querría ejercer la autoridad, tan pequeña es la ventaja que produce el ejercerla, y tan falso es
que la injusticia y el interés de la autoridad sean cosas idénticas.
Examinemos ahora si no es igualmente falso el sostener, que el hombre injusto es más dichoso
que el justo. Para ser consecuente, es preciso llegar hasta decir, que la justicia es todo lo que hace
desgraciado, es decir, la debilidad, el vicio, la fealdad, la incapacidad, el mal; y que la injusticia es
todo lo que hace dichoso, es decir, a la vez la fuerza, la virtud, la belleza, la destreza, el bien; ¿es
necesario mostrar contra tal teoría otra cosa que este trastorno monstruoso de todas las nociones
morales? Apresurémonos a restablecerlas en nombre de la razón y de la lógica. Lo natural en el
hombre injusto es querer dominar a todo el mundo, lo mismo a su semejante que a su contrario,
como es la pretensión del ignorante al saber a la vez más que el sabio y que el ignorante. El hombre
justo se parece al sabio; no quiere sobrepujar sino a su contrario. Es, como el sabio, prudente y hábil;
y si tiene sobre el hombre injusto la superioridad, que dan la discreción y la habilidad, es ciertamente
más poderoso y más fuerte. Luego la justicia es fuerza y la injusticia debilidad. La prueba está en los
hechos mismos. ¿No es cierto, que los Estados que quieren someter otros Estados, conociendo que no
lo conseguirían por sola la injusticia, no prosiguen ni alcanzan su objeto sino a la sombra de cierta
justicia, que constituye su fuerza? ¿No es cierto también, que los bandoleros mismos se reconocen
obligados a ser justos entre sí, por la única razón de que la injusticia haría nacer en medio de ellos
enemistades, sediciones y luchas que serían seguramente la ruina de sus empresas? Lo mismo
sucedería con dos hombres divididos por la injusticia, porque el odio y la lucha pondrían a uno y a
otro en la impotencia de hacer nada útil. ¿Y hay alguna razón para que suceda otra cosa tratándose de
un hombre injusto frente a frente de sí mismo? ¿No es, por el contrario, necesario que, presa de la
injusticia, viva en lucha consigo mismo y sea incapaz para todo, así para el mal como para el bien,
enemigo de los dioses justos y de los hombres y enemigo de sí mismo? Queda probado de hecho y
de derecho, que es la injusticia, y no la justicia, la que está condenada a la impotencia. Ya se entreve
que la injusticia no es más dichosa que fuerte. Probémoslo sin embargo. En este mundo todas las
cosas tienen sus funciones propias, y una cierta virtud con la que realizan bien dichas funciones, y sin
la cual las realizan mal. Así, los ojos tienen por función el ver, en virtud de lo que, a falta de un
nombre exacto, se puede llamar lo contrario de la ceguedad. El alma tiene como función propia el
pensar, deliberar, querer y, en una palabra, vivir; tiene su virtud también mediante la que vive bien, y
sin la que vive mal, y esta virtud es la justicia. Se sigue de aquí que el hombre justo vivirá bien; y que
viviendo bien, será dichoso. ¿Y el hombre injusto? Evidentemente vivirá mal, y será desgraciado.
Concluyamos, por lo tanto, en favor del justo contra el injusto, porque es mejor vivir dichoso que
desgraciado. Esto es lo que hace Sócrates; pero no exagera el valor de su victoria. En efecto,
comprendiendo que todo lo dicho hasta ahora no era más que una escaramuza, por decirlo así, contra
los partidarios y adversarios de la justicia en sí misma, y un ejemplo de esa purificación platoniana,
que descarta desde luego los errores groseros indignos de una extensa refutación, para preparar el
camino y entrar en una discusión profunda, añade en seguida: nada he aprendido en toda esta
conversación, y no sabiendo lo que es la justicia, ¿cómo podré saber si es una virtud o no, y si el que
la posee es dichoso o desgraciado?

II

Desde este momento el lenguaje siempre severo, el diálogo menos interrumpido, la palabra de
que libremente usan Glaucón y Adimanto, marcan distintamente el antagonismo de las dos doctrinas,
entre las que va a empeñarse la discusión. Por una parte, aparece el materialismo sosteniendo
resueltamente su sistema de egoísmo absoluto; y por otra, una doctrina que quiere que la justicia sea
regla de conducta y, por añadidura, el bien del hombre.
¿Vale más ser justo que injusto? Éste es el problema que se va a ventilar.
El medio decisivo de resolverlo es examinar por su orden la naturaleza propia de la justicia y de
la injusticia y sus efectos inmediatos sobre el alma, y decidir con conocimiento de causa cuál es
preferible. Glaucón deja a Sócrates el cuidado de hacer prevalecer la causa de la justicia. Por su parte
acude a la escuela materialista; de ella toma el tejido claro, preciso y especioso de sus argumentos en
favor de la injusticia, y lo hace en términos que es imposible presentar una teoría bajo un aspecto más
favorable. Es el carácter constante de la dialéctica de Platón, y uno de los rasgos que justifican el
poder de su inteligencia, el hacer aparecer a sus adversarios ocupando una fuerte posición. Es verdad
que también después la refutación es más completa y más firme.
¿Qué dice Glaucón? Según la naturaleza, cometerla injusticia es un bien, sufrirla un mal; pero es
mayor mal el sufrirla que bien el cometerla. Los hombres han sufrido y cometido alternativamente la
injusticia. Pero llegó un día en que los que no se consideraban bastante fuertes, ni para entregarse a
ella, ni para combatirla, establecieron leyes y convenciones, para proteger a los débiles contra los
fuertes. De aquí los términos nuevos de Justo y de Legítimo. La justicia no existe por la naturaleza;
existe por la ley. No se la quiere por sí misma como un bien, sino que se la sufre como impuesta.
Porque el que llega a poder más que ella, la infringe sin escrúpulo; y el que no puede a su capricho
violarla, no logra a sus ojos y a los de todos los hombres otra cosa que el desprecio por su
impotencia. La prueba es que, si se diese al hombre de bien y al hombre malo el poder de hacerlo
todo y el anillo maravilloso de Giges, que aseguraba la impunidad, se vería a ambos seguir un
mismo camino y con igual energía, es decir, trabajar sin escrúpulo en la realización de todos sus
deseos; de suerte que en nada se distinguirían uno de otro. El que en posición semejante se encontrase
perplejo, quizá sería en público objeto de alabanzas hipócritas, pero en secreto ¿quién no se reiría de
su simplicidad? Este común sentimiento demuestra, que si es uno justo, lo es por necesidad, no por
elección. Primera ventaja de la injusticia.
No es menos cierto, que la injusticia hace al hombre tan dichoso, cuanto la justicia le hace
miserable. Para convencerse de esto, compárense el hombre de bien y el hombre malo en el más alto
grado de justicia y de injusticia. Considérese, de una parte, el hombre malo, hábil, apercibido,
disimulado, ducho en el arte de parecer justo sin serlo, pronto para acudir a todo, esforzado,
elocuente, persuasivo, poderoso, capaz, en una palabra, de todo, lo mismo en su favor que en el de
sus amigos; de otra parte, el hombre de bien, sencillo, generoso, celoso en ser justo y no en
parecerlo, y por esto mismo siempre y en todas partes desconocido, de alma pura, pero tenido por
criminal, virtuoso toda su vida, pero arrostrando la nota de infamia. ¿Cuál es el más dichoso? No es
difícil adivinarlo. Tarde o temprano el justo se verá abofeteado, atormentado, cargado de cadenas,
quemados sus ojos y condenado a morir en cruz, ejemplo terrible para los demás, ya que él mismo
no se convenza de que entre los hombres se trata menos de ser justo que de parecerlo. El hombre
injusto, omnipotente en el Estado, bajo la máscara engañosa de la justicia, se casará y contraerá para
sí y los suyos relaciones a su gusto, se divertirá, se enriquecerá, se pondrá por encima de todo y de
todos, hará bien a sus amigos y mal a sus enemigos, atraerá a los hombres con dones magníficos, y a
fuerza de sacrificios ganará a los dioses mismos. ¿Qué puede faltarle cerca de los hombres y de los
dioses para ser más feliz que el justo condenado, después de su triste vida, a una muerte afrentosa?
Nada; esta es la opinión común.
Glaucón se calla; pero Adimanto toma al momento la palabra, para sostener, con argumentos
nuevos, esta apología vigorosa y atrevida de la injusticia. Tan distante está de creer que la justicia se
mire como un bien, que todos los que intervienen en la educación de los jóvenes, padres, parientes,
maestros, amigos, están unánimes en recomendar la práctica que procura, no la justicia misma, sino
tan solo el renombre de hombre justo: consideración, dignidades, alianzas honrosas y otros favores
semejantes. Si es necesario, invocan la autoridad de los antiguos poetas, Museo y su hijo Eumolpo,
Hesíodo y Homero para engrandecer, hasta ante los mismos dioses, las ventajas de esta, justicia
figurada. Según ellos, los dioses colman al justo en esta vida con todos los bienes de la tierra, le
aseguran la dulzura de una posteridad sin fin, y le convidan, después de la muerte, a su divino
banquete y a su embriaguez eterna. Si vituperan a los hombres malos, no es porque sean injustos, sino
porque se entregan, después de la vida, al suplicio de los infiernos. Y así, la esperanza y el temor, en
una palabra, el interés, he aquí el secreto de las alabanzas que se prodigan al justo, y del vituperio que
cae sobre los malvados.
Aún hay más. Si estos maestros antiguos y modernos de la juventud alaban a porfía la belleza de
la templanza y de la justicia, no ocultan que son virtudes difíciles, mientras que la injusticia y la
licencia son fáciles, dulces y fecundas en ventajas. Dicen sí, que el hombre justo es mejor que el
hombre malo; pero como alaban la condición del malo, que es rico y poderoso, enseñan el desprecio
del justo, que es débil e indigente. A esto se agregan por añadidura los discursos de ciertos ministros
de los dioses, que se consideran capaces de obtener, mediante el poder de misteriosas purificaciones,
el indulto de todos los crímenes de los vivos y de los muertos. He aquí lo que se susurra al oído de
los jóvenes.
Adimanto tiene razón al decir que este es el punto esencial, que Glaucón ha omitido. Algo era
haber probado que los hombres en su conducta cometen a porfía la injusticia, cuando no se ven
precisados a ser justos; ¿pero no es penetrar aún más en el fondo de la cuestión poner al descubierto
el principio de su conducta en el vicio de la educación? Nada demuestra mejor su importancia. En
esta todo conspira a alabar la justicia en voz alta, y en silencio la injusticia. Es un consejo disfrazado
para dejar la una por la otra. Se imprime fácilmente en el alma de los jóvenes el resultado de tales
discursos, puestos en boca de los que desde sus más tiernos años están acostumbrados a considerar
como consejeros y oráculos de la sabiduría. ¿Cómo no han de hacer esfuerzos para sustraerse de la
triste suerte del justo, y para tomar de la justicia sólo las exterioridades, con el objeto de asegurar
para sí impunemente la suerte brillante del hombre malo? Así obtendrán la estimación de los
hombres. ¿Qué pueden temer? ¿La cólera de los dioses? ¿Pero quién sabe si hay dioses? Y si existen,
se puede comprar con sacrificios la felicidad de la vida futura después de la de este mundo. La
elección no es dudosa, pues es evidente que el mejor cálculo no consiste en ser justo a sus expensas,
sino en ser injusto en su provecho. Éste es el fruto de la educación en una sociedad egoísta, cuyo
principio en el fondo es el siguiente: la injusticia es un bien y la justicia un mal.
¿Qué medio hay de refutar este principio, que resume secamente la moral materialista y atea? Ya
se ha dicho: estudiar y comparar profundamente la naturaleza de la justicia y de la injusticia,
prescindiendo de todas esas consideraciones sugeridas por el interés, que han venido como a ahogar
la idea. He aquí lo que Adimanto y Glaucón reclaman de Sócrates con insistencia: «Haznos ver cómo
por su naturaleza propia son en el alma en que habitan, tengan o no conocimiento de ello los dioses y
los hombres, la una un bien y la otra un mal». Sócrates, estrechado de esta manera e indeciso al
principio, no tuvo valor, a pesar de las dificultades de la empresa, para hacer traición a la causa de la
justicia.
Al pronto suspende el plan de su indagación. Partiendo de la idea de que la justicia se da en un
Estado como en un hombre, y que en aquel debe mostrarse con caracteres más señalados y más
fáciles de discernir «indagaremos desde luego», dijo, «cual es la naturaleza de la justicia en los
Estados, después la estudiaremos en cada hombre, y reconoceremos en pequeño lo que hemos visto
ya en grande». Asistamos, pues, por el pensamiento al nacimiento de este Estado, para ver cómo la
justicia y la injusticia pueden nacer en él.
¿Cuáles serán sus fundamentos? Los de toda sociedad humana; es decir, las necesidades del
hombre. Estas necesidades de todas clases son primero las materiales, y después las intelectuales y
morales. Éstas son las que obligan a los hombres a reunirse a causa de la impotencia en que está cada
uno de satisfacerlas, y por el auxilio que puede pedir y prestar a sus semejantes a este fin. El Estado
está así desde el origen compuesto de cuatro o cinco individuos, que ejercen industrias diferentes;
labrador, arquitecto, tejedor y zapatero. Se agranda poco a poco por la necesidad de nuevas
industrias, propias para auxiliar a las primeras y para permitir a cada uno que se entregue sólo a la
suya. Porque el primer principio del Estado será, que cada industria, para ser convenientemente
ejercida, sea ocupación exclusiva del que la ejerce. De aquí el aumento de los carpinteros, de los
herreros, de los zagales, de los pastores y de otros artesanos, que se suministran recíprocamente las
primeras materias y las herramientas; de los comerciantes, para las exportaciones e importaciones;
de los mercaderes, para las ventas; de los mercenarios, tanto más numerosos, cuanto que cada uno
vivirá sometido a la ley que le obliga a consagrarse exclusivamente al mismo trabajo.
Constituido el Estado, importa arreglar la manera de vivir, que será laboriosa, frugal, religiosa, y
por lo mismo feliz. «El verdadero Estado, aquel cuya constitución es sana, es tal como acabo de
describirle». Ésta es la primera concepción de Platón sobre el austero modelo de Creta y de
Lacedemonia. Es evidente que se hubiera fijado en estos pueblos, si hubiera podido dejar de pensar en
Atenas. Pero una sociedad semejante ¿no es demasiado primitiva? Conviene a hombres sencillos,
pero no está en relación con esa multitud de necesidades, que la marcha de los tiempos y la acción del
hombre, la civilización, en una palabra, ha hecho nacer inevitablemente. Si nos fijamos bien, es una
necesidad dar entrada en la sociedad a las innumerables industrias y artes que trabajan para satisfacer
estas nuevas necesidades. Pintores, músicos, poetas, rapsodas, actores, empresarios, obreros de todos
géneros, médicos, aumentan y diversifican prodigiosamente la asociación. «Éste no es ya el Estado
sano; es un Estado lleno de humores». Sus límites se estrechan demasiado, y es preciso ensancharlos
a costa de los Estados vecinos. De aquí la guerra, y con ella la necesidad de los guerreros,
guardadores del Estado. Si por un momento Platón no parece estar satisfecho con la necesidad de una
asociación tan diferente de la primera, lo hace más bien para marcar el contraste. Las reglas severas,
que van a convertirse en otras tantas leyes del Estado, le conducirán, en cuanto es posible, a su primer
modelo ¿Cuál será el principio de esta reforma? El plan de educación, que traza para los guerreros.
Guardar al Estado es un oficio difícil. ¿Quién le ejercerá? Sólo aquellos que reúnan las cualidades
más opuestas; dulzura para con sus compatriotas, irascibilidad con los enemigos, y además el deseo
de aprender, lo que Platón llama un natural filosófico. Los jóvenes, que den esperanza de estar
dotados de estas cualidades, serán sometidos a una educación cuyo examen hará ver quizá cómo la
justicia y la injusticia nacen en un Estado. Esta educación consiste en formar al hombre
sucesivamente mediante la gimnasia y la música, que abraza, en un sentido general, todas las artes
inspiradas por las Musas.
Comenzará esa educación por la música y por la parte que comprende los discursos. Platón
arregla con un cuidado escrupuloso todos los elementos de los primeros discursos, que se dirigirán a
los guerreros jóvenes, a saber: el fondo, la forma, la armonía y el ritmo. Estos discursos serán
fábulas, pero no todas las que se vengan a la mano, y menos las que hagan nacer en el alma de los
jóvenes ideas que no deban tener cuando lleguen a edad madura. La primera idea que se les inculcará
será la de la divinidad. Es preciso que esta idea sea exacta y por tanto deben desaparecer esas
invenciones poéticas esparcidas por los versos de Hesíodo y Homero «que desfiguran a los dioses y
a los héroes», representándolos como padres injustos e hijos detestables, crueles, pendencieros,
pérfidos, embusteros, siempre en discordia o en guerra. Se les representará a Dios como un ser
esencialmente bueno y benéfico, incapaz de ningún mal, autor de todo bien, que no engaña, que no
muda, en el cual no puede ni faltar ni debilitarse ninguna perfección, en una palabra, inmutable. De
esta manera se hará a los jóvenes religiosos. ¡Qué superioridad de miras en esta concepción tan firme
y tan clara de la simplicidad, de la bondad, de la veracidad y de la inmutabilidad divinas! A su vista
¡cuán rebajados quedan el grosero antropomorfismo y la mitología pueril de aquella época! La
religión será el primer objeto de la educación, y la naturaleza absolutamente perfecta de Dios será el
ideal de perfección, de que se penetrará desde luego la inteligencia de los futuros guardadores del
Estado.
III

Después es preciso inspirarles el valor. A este fin nunca deben llegar a sus oídos esas horribles
pinturas, que los mismos poetas han hecho de los infiernos; esos suplicios bárbaros, espantajos de la
imaginación, capaces de inspirar la cobardía y el miedo a la muerte. También deberán ignorar los
versos en que Homero y sus imitadores hacen a los dioses y a los héroes llorar, lamentarse, reír
inmoderadamente, irritarse, blasfemar, mentir, porque semejantes patrañas son tanto más peligrosas,
cuanto son más poéticas. Por el contrario, se les leerán aquellos pasajes, en que los héroes aparecen
leales, valientes, templados, desinteresados, dóciles a sus jefes. Estos serán sus modelos. La verdad,
que se debe a los hombres, es también debida a los jóvenes, y así se procurará impedir que crean que
los hombres injustos son dichosos y los justos miserables, que la justicia es un mal y la injusticia un
bien. Pero en el momento de hacer de esta enseñanza moral una ley, Platón observa con razón, que
sería tener por verdadero lo que está en cuestión, a saber, la superioridad de lo justo sobre lo injusto.
Platón deja, por lo mismo, este punto para otra ocasión. Pero estos intencionados recuerdos del
objeto o de la conversación tienen por fin el impedir que se le pierda de vista. He aquí ahora el fondo
del discurso.
¿Cuál será la forma? No es cuestión indiferente, porque tal o cual forma puede dar al discurso un
resultado saludable o funesto. Es preciso escoger entre la narración sencilla, que no admite ninguna
imitación, la narración puramente imitativa, propia de los trágicos y cómicos, y la narración
compuesta, mezcla de una y de otra, que es la de la epopeya. Desterrando de la educación la narración
imitativa, Platón quiere prohibir en el Estado la tragedia y la comedia; ¿por qué? Porque son
imitaciones, que llevan consigo el peligro común a todo lo que desfigura la verdad sencilla, el
peligro de enseñar a desempeñar un papel, a salir en cierta manera de sí y de su condición; vicio
funesto en un Estado, cuyo principio es que cada uno viva y muera en su profesión. Tampoco, por lo
tanto, se admitirán en el Estado esos encantadores y maravillosos imitadores que se llaman poetas.
Pero no los despide sin rendir antes a su genio un brillante homenaje, y sin haber derramado
perfumes sobre su cabeza y coronado su frente con guirnaldas. Consecuente consigo mismo, adopta
para los discursos la narración sencilla y directa.
Resta la parte de la música propiamente dicha, la armonía y el ritmo, que son de importancia en
un pueblo, en que el canto y los instrumentos acompañan siempre al discurso. La reglaes que la
armonía y el ritmo respondan a las palabras y estén a ellas subordinadas; porque a una narración
simple corresponde y conviene una armonía sencilla y varonil, que penetra, sin turbarla, el alma de
los guerreros. Y así nada de esas armonías lastimeras, muelles y alucinadoras tomadas de los Lidios.
El ritmo a su vez deberá expresar, lo mismo que las palabras, la bondad del alma, «y no entiendo por
esta palabra la estupidez, que por una especie de miramiento se llama inocentada, sino que entiendo
un verdadero carácter moral de bondad y de belleza». El sentimiento de lo bello es efectivamente el
que es preciso cultivar desde muy temprano y desarrollar en el alma de los jóvenes, para que
aprendan, no sólo a amar la belleza, sino también a ponerse con ella en el más perfecto acuerdo. A
este fin se ofrecerán a sus ojos objetos bellos, y se les separará de todos los que tengan visos de
fealdad. Es preciso recordar que en la filosofía de Platón el amor a lo bello se confunde con la idea
de lo bueno y de lo verdadero. En este concepto debe entenderse el sentido profundo y completo de
esta última reflexión: «es natural que lo que se refiere a la música conduzca al amor de lo bello».
Con este mismo sentido debe enseñárseles la gimnasia. Se dejará a cargo del alma el cuidado de
todo lo relativo al cuerpo, «porque no es el cuerpo, por bien constituido que esté, el que por su virtud
hace buena al alma, sino que, por el contrario, el alma, cuando es buena, es la que da al cuerpo, por
su virtud propia, toda la perfección de que es susceptible». De aquí la necesidad de una gimnasia
varonil y vigorosa, que ejercite el cuerpo sin exceso, y de un alimento fácil sin condimentos
refinados, causa segura de desarreglos y enfermedades. Cuando un Estado necesita médicos y jueces
para remediar los desordenes del cuerpo y del alma, es una señal de que tal Estado carece de fuerza.
Si es preciso aceptar la medicina en los casos de necesidad, debe procurarse que sea sencilla,
expedita, tal como Esculapio, que era tan buen político como buen médico, la practicó y la enseñó a
sus hijos. Si se necesita una judicatura para los casos en que se susciten diferencias entre unos y otros,
debe procurarse, que esté compuesta de ancianos, dotados de un alma virtuosa y buena, que no
encontrarán dificultad en arreglar inmediatamente los conflictos, que son siempre raros entre
ciudadanos bien constituidos de cuerpo y alma. Platón añade con un rigorismo, que recuerda a
Dracón y a Licurgo, lo que no puede menos de condenarse: «En cuanto a los demás, dice, debe
dejarse que mueran los mal constituidos de cuerpo, y condenar a muerte a todos aquellos, cuya alma
sea mala e incorregible». Éste es un tributo que se paga a las leyes de Lacedemonia, en las que tanto
se inspiró Platón. Esta educación mixta de música y de gimnasia no producirá todo su efecto, si de
intento no se procura neutralizar la una con la otra. El escollo, que debe evitarse, es el afeminarlas
almas más varoniles mediante el abuso de la música, así como el hacer brutales y bravíos los mejores
temperamentos por el exceso en los ejercicios del cuerpo. Es imprescindible un acuerdo armonioso
entre el desarrollo físico y moral de los guerreros, si se quiere alcanzar un buen resultado de la
educación nacional.
La flor de los jóvenes, en quienes esta educación vaya dado sus frutos, formará el ejército del
Estado, y el resto le formará la clase de artesanos y mercenarios. Pero este ejército necesita jefes, y el
Estado necesita una magistratura soberana. ¿Quién obedecerá? Los jóvenes. ¿Quién mandará? Los
ancianos, y entre los ancianos los mejores, los que hayan permanecido fieles a la siguiente máxima
fundamental: «El deber consiste en hacer todo lo que se considere ventajoso para el Estado». Entre
estas almas fuertes y dispuestas al sacrificio, que han salido victoriosas de un largo encadenamiento
de numerosas pruebas, debe escogerse el jefe del Estado. El elegido y otros semejantes que con él
habrán de gobernar, serán los únicos que en realidad merecerán el nombre de guardadores del
Estado. Formarán el orden de los magistrados, de los que los jóvenes guerreros serán instrumentos y
ministros.
Más de una objeción ocurre contra este modelo único de educación. Una enseñanza, tan
perfectamente ordenada en su conjunto y en cada una de sus partes y tan completa, ¿no es demasiado
elevada para el mayor número de los ciudadanos? Supone las más felices condiciones de inteligencia
y de carácter, que son raras en la mayor parte de los hombres, sobre todo, en tan alto grado. Mientras
la constitución del Estado no mude las leyes de la naturaleza humana, la mayoría de los ciudadanos
permanecerá siempre muy por bajo, al parecer, de esta única educación; y esta es la primera
dificultad. Pero supongamos en todos una aptitud igual. Sin duda esta educación conviene
perfectamente a la aristocracia de los guardadores del Estado, y los prepara muy bien para las
funciones de guerreros y de gobernantes; ¿pero hay necesidad de tales enseñanzas para la clase
dedicada a las ocupaciones inferiores como las de labradores, tejedores y mercenarios? Esta
objeción no es menos seria. Además, si ha de existir una clase tan por encima del resto de los
ciudadanos, como resultado de la educación, ¿no es de temer que ella desprecie a estos? Y cuando es
uno fuerte, del desprecio a la opresión no hay más que un paso. Tercera objeción que es una de las
más graves.
La ficción ingeniosa, que Platón presenta como ejemplo de las fábulas que convienen a la
juventud, está compuesta expresamente para responder con ella a estas diversas objeciones. Se dirá a
los jóvenes, que son todos hijos de la tierra, y que por esta razón deben defenderla como a su madre
y como a su nodriza, y tratarse entre sí como hermanos, que han salido del mismo seno. Se les dirá
en seguida: «el Dios que os ha formado, ha puesto “oro en la composición de los que, entre vosotros,
son a propósito para gobernar a los demás, y que por lo tanto son los predilectos; plata en la
composición de los guerreros; hierro y metal en la de los labradores y artesanos”». Estas fábulas les
acostumbrarán, desde la más tierna edad, a mirar la distinción de las clases del Estado como efecto de
una voluntad divina, y esto hará que las miren con el mayor respeto. Sin embargo, estas clases no
estarán separadas las unas de las otras por infranqueables barreras, y aunque, por una trasmisión
natural, los hijos deben de ordinario parecerse a sus padres y perpetuar de esta manera el carácter y
la diferencia propios de las clases, esto no impedirá a los individuos pasar de unas clases a otras en
caso necesario, ya subiendo o ya bajando. También será una ley del Estado esta libre trasmisión,
«porque de una generación a otra, el oro se “hará algunas veces plata, como la plata se cambiará en
oro, y lo mismo sucederá con los demás metales”».
Platón no necesita decir cómo se operarán estas transformaciones. Serán evidentemente efecto de
la educación, que agrandará las naturalezas bien dispuestas, cualquiera que sea la clase a que tales
hijos pertenezcan; y educación que será estéril respecto de los hijos mal nacidos, cualquiera que sea
su padre. Los magistrados harán subir o bajar a los jóvenes de la primera clase a la segunda, y de la
segunda a la primera, según hayan dado pruebas de aptitud o de incapacidad. Esta ley reúne
incontestables ventajas, que destruyen el efecto de las objeciones que se propuso combatir. En efecto,
no será necesario prolongar mucho la educación para fijar desde luego, según el carácter de cada
cual, la condición conveniente a cada uno. Para los futuros artesanos será limitada a su debido
tiempo, y sólo para los futuros guerreros será completada.
Desde este momento y conforme a la naturaleza de las cosas, no aparece la desproporción
chocante de una educación igual para naturalezas y condiciones desiguales. También es preciso tener
en cuenta el verdadero valor, que debe tener esto a los ojos de los ciudadanos, quienes verán
claramente que la elevación en el orden político y social está en razón del desarrollo físico,
intelectual y moral, que ellos mismos alcancen. ¡Qué aguijón para el estudio, y qué estímulo para la
emulación! El Estado está así seguro de verse siempre defendido y gobernado con celo y por los más
dignos. Sólo queda en pie el peligro de la tiranía de los guerreros. Pero ¿no le ahogará el sentimiento
de fraternidad y de afección recíproca, nacido desde la infancia de la idea de un común origen?
Además, será un obstáculo perenne, para que esto suceda, la manera de vivir impuesta a los
guerreros. Será tal que les quitará todos los medios de dañar. No poseerán nada propio, ni tierras, ni
habitación, ni fortuna: vivirán juntos como los soldados en campaña, sentándose en mesas comunes,
servidas a expensas del Estado, sin dinero ni adornos de oro y plata, y recibirán de todos los demás
ciudadanos, o por mejor decir, también del Estado, todos los medios de subsistencia. El sacrificio
absoluto de la propiedad, la sobriedad, el desinterés serán sus leyes y sus virtudes; y, por
consiguiente, resultará afianzada la seguridad del Estado. En suma ¿cuál es el privilegio de la
aristocracia de los guerreros? Se limita, sin peligro de ellos mismos ni de los demás, a ser los
protectores naturales del suelo nacional, y a ocupar, después de los magistrados supremos, el primer
rango en el Estado. ¿Pero no compran este privilegio a precio de la vida más dura?

IV

Ésta es la objeción de Adimanto: la condición de estos guerreros, privados de todos los bienes
que se refieren a la vida, más semejantes a mercenarios que a ciudadanos, no será muy dichosa.
Sócrates responde, que tal cual es, quizá puede ser feliz, pero que de todos modos esto nada importa.
Al constituirlos en guardadores del Estado, no es su felicidad la que se tiene en cuenta, sino el bien
del Estado. El interés de algunos no merece ninguna consideración cuando se trata del interés
general. Tan pronto como éste se halle asegurado, cada uno gozará, según su ocupación, de la
felicidad que esté naturalmente unida a ella. Lo importante es que cada ciudadano y cada clase se
mantengan en su puesto. A este fin se fijarán de antemano en leyes expresas todas las causas posibles
de mudanza en la economía del Estado: leyes contraía opulencia y la pobreza, de donde saldrían
inevitablemente lo que es el azote más terrible para el Estado, la división, el deslinde entre
ciudadanos ricos y pobres, incompatible con la supresión de la propiedad; leyes contra la extensión
de los límites del Estado más allá de los que pudieran comprometer su unidad; ley contra toda clase
de innovaciones en la educación; ley sobre los juegos de los jóvenes mediante los que se deslizan las
novedades en los hábitos y en las costumbres.
Pero no habrá leyes para arreglar las relaciones puramente civiles, las de los ciudadanos entre sí,
cómo contratos, ventas, compras, convenios, tráfico, comercio, en razón de que entre hombres
justos, tales como los hará la educación pública, estas relaciones son de suyo conformes al derecho.
¿Para qué semejante arreglo? Una de dos cosas ha de suceder: o los ciudadanos son hombres de bien
y todo se arregla entre ellos decorosamente; o están corrompidos, y en este caso los reglamentos no
les dará la probidad, cuando la idea de la misma ha desaparecido. Estas reflexiones dan la medida de
las esperanzas, que debe fundar el legislador sobre la eficacia de una primera enseñanza moral.
Ya tenemos fundado el Estado. Resta saber «en qué punto residen la justicia y la injusticia, en qué
difieren la una de la otra, y a cuál de las dos es conveniente ateniense para ser feliz». Si el Estado está
bien constituido, debe tener todas las virtudes, es decir, la prudencia, el valor, la templanza, la justicia,
que son las cuatro partes constitutivas de la virtud. Determinemos las tres primeras, y la que quede no
puede ser otra que la justicia. En primer lugar, la prudencia se encuentra siempre en el Estado, puesto
que le asiste el buen consejo y con el buen consejo la ciencia. ¿En qué parte reside la ciencia que
merece el nombre de prudencia? En esa clase que es como la cabeza del Estado, la menos numerosa y
la más capaz de todas para aconsejar y dirigir a las demás, la clase de magistrados. Se encuentra en él
igualmente la fortaleza; porque el valor reside en esta clase de ciudadanos, que conserva
invariablemente, en las cosas que deban temerse, la opinión que el legislador ha inspirado en la
educación, esto es, en la clase de guerreros. Lo que distingue la templanza de las dos virtudes
precedentes, es que se parece más a una especie de acuerdo y de armonía. ¿Se encuentra en el Estado?
Sí, si es cierto que en él se da cabida a cierta virtud, a un acuerdo entre la parte superior y la parte
inferior, a una armonía entre los que deben gobernar y los que deben obedecer. Cuando ella reina
conforme a la voluntad del legislador, es porque el Estado es templado. Y como la templanza supone
una voluntad común, un concierto de todos los ciudadanos, no reside en tal o cual parte
exclusivamente, sino en el Estado todo. Falta determinar la cuarta virtud, objeto de esta penosa
indagación, la justicia. Pero si bien nos fijamos ¿No es esto lo que precisamente ha tiempo es asunto
de nuestra indagación? Si no es esta la justicia en sí, por lo menos es una imagen consignada en este
principio, que reconocimos desde que comenzamos: «cada ciudadano no debe entregarse más que a
una función en el Estado, a aquella para la que ha nacido». De aquí esta definición: la justicia consiste
en ocuparse de sus propios negocios. Ella es evidentemente el origen de lastres virtudes, prudencia,
fortaleza, templanza, es decir, la virtud que concurre con las otras a la perfección del Estado. La
prueba es que nada sería más funesto para el Estado que la invasión de los unos en las funciones de
los otros; que el carpintero pretendiera ejercer el oficio de zapatero y el artesano quisiera elevarse al
rango del guerrero. Esta confusión de papeles produciría el trastorno y la ruina del Estado. ¿Y qué
nombre se da a semejante usurpación de los derechos de otro, a este azote de los Estados? El de
injusticia. Luego la virtud pública, que produce precisamente el efecto contrario, la virtud
conservadora de la sociedad, es verdaderamente la justicia.
Demostrada ya en el Estado, es preciso, para ser consecuente con el plan que nos hemos
propuesto en esta indagación, reconocerla en el hombre. Si la encontramos en éste con caracteres
idénticos, será una prueba de que no nos hemos engañado sobre su naturaleza y sus efectos propios.
Es natural que el hombre justo, en tanto que lo es, no difiera del Estado justo. En su alma deben
encontrarse tres partes que corresponden a los tres ordenes del Estado, y tres disposiciones
semejantes a las que engendran la prudencia, el valor y la templanza en el mismo. Todas estas
circunstancias no pueden menos de encontrarse en el alma, puesto que necesariamente el carácter y
las costumbres del Estado proceden de los individuos que le componen. ¿De dónde nace, que el
Estado de los escitas esté caracterizado por el gusto de la instrucción, sino porque el escita tiene
placer en instruirse? Y si el Egipto está tildado de codicioso, ¿no es a causa de la codicia natural en
un egipcio? Éste es, pues, un punto resuelto: las disposiciones morales son las mismas en el individuo
que en el Estado. El otro punto es más oscuro, a saber: si en todos los actos el individuo obra en
virtud de tres principios diferentes o en virtud de uno solo. En términos más claros: «existe un
principio mediante el que conocemos, otro mediante el que nos irritamos, y otro a causa del que nos
dejamos arrastrar por el placer; ¿o está el alma toda en cada uno de estos tres departamentos?
Invoquemos a la vez el razonamiento y la observación. Partamos de la idea de que el mismo
principio no puede producir a la vez por sí mismo dos efectos opuestos sobre el mismo objeto.
Observemos además cómo pasan las cosas en nuestra alma. Cuando tengo deseo de beber, si algo
contiene la impetuosidad de mi deseo, es evidente que el principio, que me llama a satisfacer mi sed,
no es el mismo que el que me lo impide. ¿De dónde nace el primero? Del apetito y del sufrimiento.
¿Y el segundo? De la razón. Éstas son dos fuerzas distintas, y nada más conforme a su naturaleza, que
llamar a la una la parte racional y a la otra la parte irracional del alma. Pero ¿no hay en esta otra
fuerza diferente, principio de la cólera, y que puede llamarse su parte irascible? Sin duda alguna. Esta
parte no se confunde con la razón, puesto que existe antes que ella, como se ve en los niños, que se
irritan mucho antes de que puedan razonar. Tampoco se confunde con el apetito y con el deseo,
puesto que se pone muchas veces en lucha con ellos, cuando, por ejemplo, nos irritamos contra
nosotros mismos por una falta a que el deseo nos ha arrastrado. Es una verdad, por consiguiente, que
las partes del alma corresponden a las del Estado. Pero observemos que ellas no destruyen en manera
alguna la unidad, en la misma forma que la distinción de los tres ordenes no destruye la unidad del
Estado».
El resultado de estas semejanzas es que el individuo está dotado de las virtudes del Estado; que es
prudente, valiente, templado en el mismo concepto que el Estado. La razón representa en él a los
magistrados, el valor a los guerreros, y el apetito a los mercenarios. Es prudente, cuando la parte
racional de su alma ordena lo que conviene; es valiente, cuando la parte irritable se subordina a la
racional: y es templado cuando reina el acuerdo entre estas partes y la parte irracional, de manera que
haya entre ellas una especie de concierto. ¿Qué se sigue de aquí, por último? Que el hombre es justo
absolutamente lo mismo que el Estado, siempre que cada una de las partes de su alma desempeñe su
papel propio, y no invada el de las otras. Por lo tanto, «prescribir a cada una que “haga su oficio”, sin
mezclarse en otra cosa, es trazar una “imagen de la justicia”… es algo semejante, a condición de que
no se limite a las acciones exteriores del hombre, sino que arregle el interior».
¿Descubriremos en igual forma la injusticia en el hombre? Es fácil, puesto que es por su
naturaleza lo contrario de la justicia. Si la una es el acuerdo, la otra es el conflicto entre las partes del
alma. Definámosla, pues, «el ansia de usurpar», de la que nacen tres vicios opuestos a las virtudes del
hombre, a saber, la ignorancia, la cobardía y la intemperancia.
Una vez conocida la naturaleza de la justicia y de la injusticia, es justo deducir sus efectos
inmediatos respecto del alma. La primera produce en ella el efecto, que las cosas sanas producen en
el cuerpo, es decir, la salud moral, la virtud en general; la segunda, comparable a un alimento
corrompido, engendra en ella el vicio, de suerte que «la virtud parecida a la salud, constituye la
belleza, la buena disposición del alma; y el vicio, por el contrario, que equivale a la enfermedad, es la
fealdad y la debilidad».
Después de esto, preguntémonos si es ventajoso ser justo, sea o no uno conocido como tal, o ser
injusto aunque sea impunemente. La respuesta no es dudosa. No es posible decidirse por el desorden
contra el orden, por su mal contra su bien, por la turbación de un alma corrompida contra la
seguridad de un alma en paz consigo misma. Bajo el punto de vista del buen sentido, y lo que es más,
bajo el del interés, la ventaja de la justicia es incontestable. Tal es la conclusión moral hábilmente
conducida y sólidamente sentada, en la que pudo Platón detenerse lícitamente sin caminar más
adelante. En efecto, ¿no era bastante haber refutado en su principio y en sus consecuencias el
materialismo egoísta, que sólo sostiene la ventaja de la injusticia sobre la justicia, desfigurando la
una y la otra por consideraciones extrañas a su naturaleza propia? Sin embargo, Platón cree muy
conveniente fortificar sus conclusiones por medio de un análisis profundo de todas las formas del
vicio, que la injusticia desenvuelve, sea en el Estado, sea en el hombre. Esta indagación es el reverso
de la precedente. La comienza declarando, que la forma de la justicia le parece ser una, mientras que
las del vicio son innumerables. Es una nueva manera de expresar la superioridad de lo justo sobre lo
injusto respecto de los Estados como de los individuos; puesto que ha afirmado repetidas veces, que
la unidad moral y racional es la condición de un buen gobierno de sí mismo y de los demás.

Al llegar aquí, Polemarco, Adimanto y Glaucón, puestos de acuerdo, llamaron la atención de


Sócrates sobre un punto delicado, del que sólo había hablado como de paso: «dinos lo que piensas
sobre la manera en que debe verificarse la comunidad de las mujeres y de los hijos entre los
guardadores del Estado, y sobre el modo de educar a los niños en el intervalo que media entre el
nacimiento y la educación propiamente dicha». Prescindiendo de que esta comunidad es una
consecuencia lógica del principio de que todo debe ser común en la sociedad, Platón no podía
guardar silencio sobre la condición de las mujeres, cuya influencia es de tan alta consideración.
Platón arregla la condición de las mujeres conforme a su idea fundamental de la unidad del Estado. El
arte y los rodeos infinitos de que se vale para abordar la exposición de sus ideas sobre este punto, no
permiten dudar que ha comprendido la extrañeza y presentido el descrédito de su doctrina. Pero
también el cuidado minucioso y la firmeza con que la desenvuelve, prueban que su lógica le arrastra.
A sus ojos la comunidad de las mujeres y de los hijos «es cosa decisiva respecto del Estado», y no
omite nada para asegurar su establecimiento. Pero a despecho de su decisión irrevocable, la dificultad
le ahoga. En lugar de la exposición tranquila, que emplea en las páginas precedentes, a las que el
asentimiento tácito de los interlocutores dejaba casi por todas partes un libre desarrollo, el discurso
de Sócrates en este momento toma ya el carácter de discusión. Tan grande es la dificultad que
encuentra para abrirse paso, por decirlo así, al través de escrúpulos y de objeciones.
En primer lugar, las mujeres participarán de todos los ejercicios de los guerreros. ¿Es esto
posible? ¿Es esto ventajoso? Sócrates lo afirma y se esfuerza en demostrarlo una y otra vez. En
nombre de esta ley de la naturaleza, que ha pasado al Estado, de que un individuo sólo debe destinarse
a aquello para lo que ha nacido, se objeta que naturalezas diferentes no son propias para los mismos
ejercicios. Por consiguiente, someter las mujeres a ejercicios reservados a los hombres, es ir contra
la naturaleza de las cosas, y además es contradecirse. Porque no hay dos naturalezas más diferentes
que las del hombre y la mujer. Esto es cierto, en general; pero la cuestión es saber si esta diferencia
puede o no producir naturalmente la incapacidad de las mujeres para cualquier ejercicio o función
del Estado. Un hombre calvo y uno cabelludo se diferencian, pero ¿impide esto de que ambos ejerzan
el oficio de tejedor? No, porque ambos tienen la misma aptitud natural. La diferencia de sexos con
todos sus resultados entre los hombres y las mujeres no tiene ninguna importancia, si se demuestra
que sus aptitudes y sus cualidades naturales son las mismas en todo lo relativo a las funciones del
Estado. Esta semejanza es un hecho indudable. Hay mujeres a propósito para la medicina, para la
gimnasia, para la guerra y las hay que no lo son; mujeres valientes, mujeres filósofas, y otras que no
son ni lo uno ni lo otro, lo mismo que sucede entre los hombres. Y así, no es contra naturaleza el que
practiquen los mismos ejercicios los individuos de ambos sexos, que sean naturalmente capaces de
verificarlo. Luego esto es posible.
¿Pero dónde está la ventaja de esta comunidad de educación? En formar mujeres superiores y
escogidos guerreros, y suministrar al Estado numerosos y excelentes ciudadanos de ambos sexos. Lo
que ganará en ello la causa pública es bastante para no detenerse en escrúpulos y en conveniencias de
pura convención: «por lo tanto, las mujeres de nuestros guerreros deberán dejar sus vestidos, puesto
que la virtud ocupará el lugar de estos, y compartir con sus esposos los trabajos de la guerra, y todos
los cuidados que requiere la guarda del Estado… En cuanto al que se burle al ver mujeres desnudas,
cuando sus ejercicios tienen un fin excelente, recoge fuera de sazón los frutos de su sabiduría…
porque sólo es vergonzosa la maldad». Aquí se estrellan ya el arte y la lógica de Platón; porque el
pudor de las mujeres no espera, para protestar, más que a verse sometido a una prueba más imposible
aún.
Esta aparece consignada en el objeto de esta segunda ley: «las mujeres de los guerreros serán
comunes todas y para todos; ninguna de ellas habitará en particular con ninguno de ellos. En igual
forma los hijos serán comunes y los padres no conocerán a sus hijos, ni éstos a sus padres». Platón
reconoce en seguida que se le negará desde luego la posibilidad de aplicar semejante ley, aun antes de
poner en duda sus ventajas. Pero demostrar que es útil es más fácil que probar que es posible. Esto le
decide a suponerla establecida, y explicar desde luego cómo la entiende y qué ventajas reportará al
Estado, reservando para después de este examen la cuestión de la posibilidad.
Se formarán naturalmente uniones entre jóvenes de ambos sexos, que vivirán juntos en la misma
estancia, comerán a una misma mesa, y recibirán en los gimnasios la misma educación. Pero estas
uniones no serán obra de la casualidad. Los magistrados tomarán ciertas medidas para unir caracteres
análogos, y para hacer los matrimonios lo más santos que sea posible. Instituirán fiestas solemnes
con sacrificios e himnos a los dioses, a las que concurrirán los futuros esposos. Se les hará creer que
la suerte debe decidir las uniones, para evitar celos y querellas. Pero en realidad, una superchería,
justificada por el interés general, habrá salvado con antelación los graves inconvenientes del azar, y
unido las índoles y méritos de los dos sexos, para que de su unión nazcan hijos bien constituidos de
cuerpo y de alma. En igual forma, los jóvenes más distinguidos tendrán el doble privilegio de
escoger su compañera y de tener con las hembras un comercio más frecuente. Las mujeres darán
hijos al Estado de veinte a cuarenta años, y los hombres desde el primer fuego de la juventud hasta
los cuarenta y cinco años. En cuanto a los ciudadanos, que por un vergonzoso libertinaje infrinjan la
ley sobre los matrimonios, se les declarará sacrílegos, y sus hijos serán tenidos por ilegítimos,
«nacidos de un concubinato, y sin los auspicios religiosos». Los hijos legítimos, dichosamente
nacidos, serán conducidos al redil común y confiados a la guarda de hombres y mujeres encargados
en común del cuidado de alimentarlos y educarlos. Los hijos contrahechos y deformes serán
encerrados en un punto oculto, que nadie debe saber. Ésta es Otra idea, que Platón tomó de la
legislación inhumana de Esparta, y que es tan execrable como la anterior.
Pasada la edad de los matrimonios, el comercio entre los dos sexos será libre, pero bajo la
extraña condición de que de él no habrán de nacer hijos. Sin embargo, se prohíbe a las mujeres todo
comercio con sus hijos, con sus padres, con sus nietos, y con sus abuelos; y a los hombres con sus
hijas, sus madres, sus nietas y sus abuelas. Pero ¿cómo sabrán que están ligados con tales relaciones?
Éste es un punto previsto por una ley expresa; todos los hijos nacidos entre el séptimo y décimo mes,
a contar desde el matrimonio de un guerrero, serán considerados los varones como sus hijos y las
hembras como sus bijas. Los hijos y las hijas de éstos serán mirados como nietos y nietas de
aquellos. Todos aquellos, que nazcan en el tiempo en que su padre y su madre daban hijos al Estado,
se tratarán entre sí como hermanos y hermanas. Se prohibirá toda unión entre estos parientes, salvo,
sin embargo, entre hermanos y hermanas, si la suerte y el oráculo así lo decidiesen.
Después de haber establecido la comunidad de bienes, estas leyes establecen la de las personas.
Todo es para todos en el Estado. ¿Cuál es la ventaja de esta legislación? La de suprimir toda causa de
división, haciendo al Estado tan perfectamente uno cuanto puede serlo. En efecto, libres los
ciudadanos de pensar en sus intereses particulares, están al abrigo de todo sentimiento de egoísmo; se
regocijarán y se afligirán juntos en las felicidades y desgracias públicas y particulares; y la misma
palabra de particular no tendrá aplicación ni sentido en esta universal comunidad. Semejante a un
solo hombre, el Estado se sentirá interesado en la suerte de cada uno de sus miembros y cada
miembro en la suerte del Estado, como el cuerpo en cada una de sus partes y cada parte en el cuerpo
entero. No habrá sino hombres iguales o parientes entre sí, pero no amos ni esclavos. Porque los
magistrados serán, no tanto los jefes, como los guardas y salvadores del rebaño. En semejante
comunidad de sentimientos y de intereses, de derechos y de deberes, ¡cuánto resplandece la armonía
moral, qué unidad tan completa, y cuántos males se precaven! ¿Los celos, las intrigas, los procesos,
los robos, las violencias, las luchas entre pobres y ricos, la bajeza de los unos, la ambición de los
otros, el libertinaje con todos sus funestos resultados, no aparecen aquí arrancados hasta de raíz? Una
paz profunda e inalterable asegurará la felicidad de esta asociación, en la que gozará cada uno con
seguridad, en razón de su mérito y de las funciones que le correspondan desempeñar, toda la
felicidad que lleva naturalmente consigo un orden de cosas semejante. Un Estado en tales condiciones
será dichoso.
Desgraciadamente todo esto no es más que un sueño. Llevando a la exageración la realización de
la unidad nacional, a pesar de la violencia que se hace a los más imperiosos instintos y a los mejores
sentimientos de la naturaleza humana, Platón ha destruido su obra con sus propias manos. El que
sentó con tanta razón como base, que nada se encuentra en el Estado que no se encuentre en el
hombre, ¿no vio, que, sofocando todo sentimiento particular y suprimiendo todo interés privado,
destruía de un golpe todo sentimiento y todo interés público? La familia y la propiedad son los
elementos esenciales, sin los cuales el Estado no tiene ya su razón de ser; y reducirlos a vanos
nombres, es reducir el Estado mismo a una abstracción; es estrellarse en el escollo, que en todos los
tiempos y en todos países hará que se desvanezca ese sueño de la comunidad de bienes y de personas,
porque arrancar a cada cual sus tierras, su mujer y sus hijos para trasportarlas al Estado, no es
constituir, sino disolver el Estado mismo.
Viene en seguida una serie de prescripciones, unas pueriles y otras concepciones de un espíritu
verdaderamente sublime, tales como la moderación en el derecho de represalias y la prohibición
absoluta de la esclavitud. Tales prescripciones arreglan hasta los más pequeños pormenores la
conducta de los guerreros, de sus mujeres y de sus hijos en campaña. Después Platón se pregunta si es
posible un Estado tal como él lo ha concebido. Dice que sí; pero a condición de que los filósofos
sean reyes o que los reyes se hagan filósofos. Con este objeto distingue tres clases de hombres; los
ignorantes, que no saben nada; los que creen saber, pero que realmente no saben, que son aquellos
que en lugar de ciencia tienen opiniones, porque se dejan llevar de la apariencia de las cosas, sin
penetrar jamás en su esencia; en fin, los verdaderos sabios, los que se aplican al conocimiento del
son en sí; estos son entre los hombres, los únicos que poseen la ciencia de lo bello, del bien, de lo
justo y de lo injusto. Éstos son los filósofos y los políticos llamados por Platón a fundar y gobernar
el magnífico Estado, cuya idea ha concebido «porque mientras el poder político y la filosofía no se
encuentren juntos, jamás nuestro Estado podrá nacer y ver la luz del día».

VI

Para hacer comprenderla posibilidad del advenimiento de la filosofía al gobierno, Platón entra en
una serie de consideraciones profundas sobre sus caracteres generales, sobre sus relaciones actuales
con la sociedad, y sobre las condiciones de sus relaciones para el porvenir.
Un amor ardiente por la ciencia, que tiene por objeto el ser, es decir, el espíritu de especulación,
es lo que sobre todo distingue un alma propia para la filosofía. Las demás cualidades intelectuales y
morales, que ésta posee en el más alto grado, son el amor a la verdad, el horror a la mentira, la
facilidad de aprender, la penetración, la memoria, aquel desden por las cosas exteriores que produce
la fuerza, la templanza, la compostura, la gracia, la grandeza de alma. Estas cualidades superiores,
perfeccionadas por la educación y la experiencia, dan derecho al primer rango en la sociedad. Y sin
embargo, los filósofos viven aislados. Se encuentran en un abandono casi universal; de suerte que no
se puede negar que no sean perfectamente inútiles. Antes de indagar lo que deberá ser en otro caso,
averigüemos las causas de este descrédito de la filosofía; las unas tocan a la sociedad, las otras al
carácter de los filósofos. La primera es que, viendo los demás al filósofo absorbido constantemente
en sus especulaciones, le tienen por un visionario, y no pueden comprender que pueda serles útil;
porque el verdadero político a sus ojos es el que se entrega activamente a los negocios. La segundaes
que hay también falsos filósofos, hombres perversos, que hacen que sean despreciados los que lo son
verdaderamente. La tercera, que disuena al pronto, es que el alma del filósofo se altera, se corrompe
y concluye por desprenderse de la filosofía en virtud de sus mismas cualidades. ¿Cómo así? Porque
una índole o carácter que no encuentra la cultura que le conviene, se altera y se corrompe tanto más
cuanto es más vigorosa. Porque la mala educación, la falsedad de las ideas derramadas en la sociedad
sobre lo que es el bien o el mal, los discursos sofísticos y los malos ejemplos de los maestros
encargados de educar a la juventud, los padres, los amigos, ¿no conspira todo, en el estado actual de
la sociedad, a arrancar un alma excelente de la vocación filosófica, y hacerla a causa de su excelencia
misma peor que las medianas? De aquí procede, que el número de los filósofos sea tan pequeño, y
que estos pocos, amigos de la verdadera ciencia, aterrados al ver la obcecación y perversidad del
gran número, se aíslen más y más, y se crean dichosos viviendo lejos de la sociedad. De esta
lastimosa separación de la filosofía y de la sociedad, ¿es responsable el filósofo? No; y sería
profundamente injusto hacerle responsable de su inutilidad. Porque si no llena su alta misión, esto
procede de la falta de un estado social y de una forma de gobierno convenientes. El único gobierno
digno de él no es otro, que aquel cuyo plan hemos trazado antes.
Se trata de determinar la manera cómo deberá conducirse este gobierno con la filosofía, para que
ésta no perezca. Pero esto es suponer que existe un Estado semejante, lo que no puede admitirse
gratuitamente. Es preciso, por lo tanto, indicar antes cómo es posible que se establezca, reemplazando
a los gobiernos actuales. Esta revolución saludable se realizará, cuando por cualquier coyuntura
favorable, que no es difícil prever, o por una inspiración de los dioses, un filósofo o un jefe de
gobierno se vea en la feliz necesidad de remediar los males que arruinan los Estados. Puesto en
posesión del gobierno un hombre de estas condiciones, producirá desde luego en las ideas de sus
conciudadanos una transformación necesaria para acreditar la filosofía. Les hará entender, que el
filósofo, cuyo pensamiento ha estado siempre fijo en objetos que no mudan y que guardan
constantemente entre sí el mismo orden, es decir, en las ideas, se ha esforzado desde el principio en
imitar y expresar en sí mismo la bella armonía de aquellas. Esta comunicación con lo que es divino,
con lo que existe bajo la ley del orden, le ha hecho más capaz que ninguno otro para infiltrar este
orden en las costumbres públicas y privadas de sus semejantes. En su virtud arreglará la forma de
gobierno, fijando sus miradas, de una parte, en la esencia de la justicia, de la belleza, de la templanza,
y también de las demás virtudes; y de otra, en lo que la humanidad puede realizar de este ideal. De
esta manera disipará poco a poco las preocupaciones de la multitud contra la filosofía, y la hará
completamente dócil a sus benéficas leyes.
Una vez establecida la filosofía en el Estado, a éste toca asegurar su reinado para el porvenir. Tal
debe ser el fin de la educación reservada a la clase de ciudadanos, que deben gobernar un día, es
decir, a los magistrados. Si esta educación filosófica llega a establecerse y enseñarse en el Estado, de
modo que perpetúe en cierta manera la filosofía en el gobierno, no hay temor de que ella perezca,
por escaso que sea el número de los filósofos.
¿Y en qué consistirá esta educación? En dirigir la inteligencia hacia la única idea, que puede dar a
la inteligencia misma la facultad de conocer la esencia real de las cosas inteligibles.
¿Y qué idea es esa? La idea del Bien.
La idea del Bien es para el mundo inteligible lo que es el sol para el mundo sensible. El sol es a la
vez el principio de la luz y el principio del calor y de la vida. La idea del Bien es el sol del mundo
inteligible. Ella es la que da al espíritu capacidad para comprender las cosas susceptibles de ser
comprendidas, a la manera que la luz del sol da a los ojos la facultad de ver, y a los objetos la
propiedad de ser visibles. Pero así como el sol no es sólo el origen de la luz sino también el
principio del calor y de la vida, en la misma forma la idea del Bien es algo más que origen de la
inteligencia y de la verdad, es el principio del ser y de la esencia. ¿Quién sabe si tomada en sí, no está
por encima de la esencia, no siendo el bien mismo esencia, sino una cosa muy por encima de la
esencia en dignidad y en poder?
Después de estas palabras un tanto enigmáticas, de que los filósofos de Alejandría han abusado
tanto, Platón desenvuelve una teoría precisa y regular del conocimiento, en el cual reconoce cuatro
grados: la conjetura, la creencia o la fe, el razonamiento y la razón. Hay dos mundos respecto del
conocimiento: el mundo de los sentidos y el mundo del pensamiento. Representémonos una línea
geométrica dividida en dos partes desiguales, y cada una de estas partes cortada igualmente en dos.
Cada división representa uno de los mundos del conocimiento con los grados del mismo que a él se
refieren. En la división del mundo de los sentidos, una de las secciones abraza las imágenes de los
objetos visibles, y la otra los mismos objetos visibles animados e inanimados. El conocimiento, que
se refiere a las imágenes y que no pasa de aquí, es la creencia. Sus caracteres son la confusión y la
incertidumbre. El conocimiento, que se refiere a los objetos mismos, es la conjetura, menos ciega
que la creencia. En la división del mundo del pensamiento, la primera sección abraza las figuras
visibles, tales como las que los geómetras emplean, representando las ideas abstractas y las hipótesis,
sobre que la inteligencia razona; la otra sección abraza los principios, las verdades eternas e
inmutables, las ideas. El conocimiento, que tiene por objeto las hipótesis, es el razonamiento; y el que
tiene por objeto las ideas, es la razón. Estas cuatro divisiones representan las cuatro operaciones
intelectuales del alma, cuando de la ignorancia se eleva progresivamente hasta la ciencia.

VII

Platón explica el estado del alma con relación a cada especie de conocimiento, valiéndose de la
siguiente comparación. Los hombres son como unos prisioneros encadenados en una caverna
subterránea, donde la luz penetra por una abertura hecha en la parte alta y detrás de ellos. Esta luz es
producida por un fuego, que no pueden ellos percibir, porque las cadenas les impiden moverse y
volver la cabeza. Entre el fuego y los cautivos y delante de la abertura hay un camino, y a lo largo de
este camino un pequeño muro, sobre el que aparecen objetos conducidos por hombres, que pasan por
detrás. La sombra de estos objetos se refleja sobre el muro de la caverna, que miran los cautivos.
Estos pensarán que estas sombras son realidades; y si se produce dentro de aquella prisión un eco,
siempre que alguno de los transeúntes bable, ¿no creerán los cautivos que son las sombras mismas
las que hablan? Ésta es una figura del primer grado del conocimiento, del que se verifica mediante
los sentidos.
Ahora, si se arranca de esta prisión subterránea a alguno de esos cautivos contra su voluntad, y se
le lleva por fuerza por todo lo largo del sendero escarpado, hasta la luz del sol, ¿no se quejará?
Ofuscado por la luz brillante del sol, ¿no se resistirá a creer en la realidad de los objetos que aquel
ilumina, por no poder distinguirlos? Seguramente. Es preciso, por lo tanto, darle tiempo para que se
acostumbre por grados a esta luz, completamente nueva para él. Primero, discernirá sin dificultad las
sombras; después, las imágenes de los hombres y de los objetos reflejadas sobre la superficie de las
aguas; y, por último, los hombres y los objetos mismos. Entonces podrá fijar sus miradas en el cielo,
sobre todo durante la noche, a la dulce claridad de la luna y de las estrellas. En fin, podrá contemplar
el sol, no sólo en sus representaciones, sino en sí mismo y en el verdadero punto que ocupa. — Ésta
es la imagen del segundo grado del conocimiento sensible.
Sin embargo, ¿cuál será la situación de este hombre? Es evidente que se tendrá por dichoso, en
razón de haber mudado de estancia, y que lamentará la suerte de los cautivos, que permanecen aún
encadenados en la caverna. Pero que se traslade a la caverna y que se proponga sacarles del error en
que están, que consiste en tomar las sombras por realidades; y es seguro que no le comprenderán.
Más aún; excitará la risa, mientras no consiga hacer capaces de comprenderle a estas inteligencias,
rebeldes a la verdad. Tal es el destino del filósofo. Respecto a sí propio, elevará su alma hasta el más
alto grado del conocimiento inteligible, para fijar así las miradas de su espíritu en ese foco, de donde
irradia toda luz, y de donde nace toda realidad visible e inteligible: «En los confines del mundo
intelectual está la idea del bien, que se percibe con dificultad, pero que no es posible percibir, sin
deducir que ella es la causa de todo cuanto existe de bello y de bueno; que en el mundo visible
produce la luz y el astro de que esta procede; que en el mundo invisible produce directamente la
verdad y el conocimiento; y, en fin, que es preciso fijar bien las miradas en esta idea, para conducirse
con sabiduría en la vida pública y en la privada». Esta idea es Dios mismo, principio eterno e
inmutable del orden moral y del orden político. Ahora se comprenderá por qué el fin de la educación
filosófica, destinada a formar los jefes futuros del Estado, debe ser el de dirigir la inteligencia de
estos hacia la idea del Bien. Esto es lo mismo que presentar el orden divino como modelo de
gobierno.
¿Cómo se elevará el alma progresivamente de las primeras tinieblas a esta pura luz? Esto será
objeto de ciertas ciencias, que los magistrados futuros cultivarán con preferencia, como una especie
de aprendizaje intelectual. En primera línea entra la aritmética, en lo que tiene de más elevada, «no
para hacerla servir, como sucede entre los mercaderes y comerciantes, para las compras y las
ventas», sino «para elevarse por medio de la pura inteligencia a la contemplación de la esencia de los
números». Después viene la geometría, muy propia para formar en el alma «ese espíritu filosófico,
que eleva nuestras miradas hacia las cosas de lo alto, en lugar de abatirlas sobre las cosas de este
mundo», con tal que procuremos fijarnos, no en las figuras, sino en la ideas que representan. En
tercer lugar, será preciso crear una ciencia, aún no inventada, pero necesaria para completar la
precedente, una geometría de los sólidos de tres dimensiones. Y en cuarto lugar, la astronomía,
estudiada con el mismo espíritu que las tres primeras ciencias. Pero todas éstas no serán más que
preludios de la verdadera ciencia filosófica, la que pone al hombre en situación de dar y entender la
razón de todas las cosas. ¿Cuál es? La dialéctica, ciencia y método a la vez, que da al alma la facultad
de elevarse desde los objetos más humildes hasta la idea del bien, y de descender luego de la idea del
bien hasta los más humildes objetos, recorriendo así en su marcha todos los grados del ser. Ésta es la
ciencia última, «la cima y el coronamiento de las demás ciencias». ¿A quién se dará y cómo se dará
esta educación? De entre los jóvenes deberán ser escogidos los que estén dotados de un alma propia
para la filosofía, tal como se ha descrito, uniendo a una superior penetración la memoria, el amor al
trabajo, tanto del cuerpo como del espíritu, el gusto por la verdad, el horror a la mentira, aunque sea
involuntaria, la templanza, el valor, la grandeza de alma y las demás virtudes. Cuando estos jóvenes,
después de los ejercicios de la gimnasia y de la música, hayan llegado a los veinte años, serán
destinados a las ciencias abstractas y a la dialéctica por espacio de cinco años. Trascurrido este plazo,
tomarán parte, durante quince, en todos los trabajos de los guerreros. A continuación de estas
pruebas, no interrumpidas y soportadas con dignidad, aquellos de entre ellos, que, habiendo llegado a
los cincuenta años, hayan salido de ellas con honor, serán llamados para consagrarse únicamente al
objeto supremo de la filosofía, a gobernar, inspirándose en la idea de bien, el resto de los
ciudadanos; porque entonces serán los mejores de los hombres, y los más hábiles políticos del
mundo.
Platón, fiel hasta lo último al principio de la comunidad de todas las cosas en el Estado,
comprende a las mujeres lo mismo que a los hombres en el número de los ciudadanos propios para
recibir la educación filosófica, y destinados a tomar parte en el gobierno: «No creas que yo haya
querido hablar de los hombres más bien que de las mujeres, siempre que estén éstas dotadas de la
aptitud conveniente».
He aquí bajo qué condiciones el Estado perfecto habrá de pasar de la pura concepción a la
realidad. Sin duda es cosa difícil, pero no imposible, y esto importaba demostrarlo.
Agotada ya la materia en todo lo relativo a la formación, organización y posibilidad del Estado
sobre la base de la justicia, Sócrates vuelve a la cuestión, que estuvo a punto de tratar al final del libro
IV, cuando sus oyentes le interrumpieron.

VIII

Se trata de examinar la condición de los Estados, que no están fundados sobre el mismo principio
que éste, y en seguida la condición de los individuos, cuyo carácter corresponde a estos Estados, a la
manera que el del hombre justo corresponde al Estado justo. ¿Cuál es el fin de este análisis? Es
probar, primero, que las formás de los gobiernos, que no descansan en la justicia, son diversas, y
todas más o menos defectuosas, a diferencia del buen gobierno que es uno. En segundo lugar, probar
que los individuos, cuyo carácter corresponde a cada una de estas formas, son diversamente viciosos,
mientras que el hombre justo es la pura virtud. Y por último, terminado este doble examen, se podrá
decidir con conocimiento de causa cuál es más dichoso, si el justo o el malo.
Platón reconoce cinco formas de gobierno: la Aristocracia, fundada sobre la justicia, cuyo plan él
ha desarrollado, y después otras cuatro más y más defectuosas a medida que más se alejan de este
ideal de las sociedades políticas: la Timocracia, establecida en Creta y en Esparta, la Oligarquía, la
Democracia y, por último, la Tiranía. A. estos cinco Estados corresponden cinco caracteres
individuales: primero, el hombre justo, cuya naturaleza moral ya conocemos; y después de éste
cuatro clases de hombres más y más enemigos de la justicia, a saber: el hombre timocrático, el
hombre oligárquico, él hombre democrático y, en último lugar, el tirano.
Los cuatro últimos gobiernos son alteraciones sucesivas del gobierno perfecto. Es preciso
señalar desde luego el origen de su degeneración en general. La primera razón descansa en el
carácter necesariamente mudable y perecible de todas las cosas humanas. La segunda está en la causa
misma del cambio, que siempre será alguna falta de parte de los ciudadanos que gobiernan a los
demás. Que por un mal cálculo, por ejemplo, los magistrados ordenen extemporáneamente la
celebración de los matrimonios anuales, y nacerá una generación mal dotada, inferior a las
precedentes, y de cuyo decaimiento participará el Estado todo en un próximo porvenir. El hierro se
mezclará con la plata, el bronce con el oro; de esta mezcla resultará por lo pronto una falta natural de
armonía, y en fin, la división entre las dos razas superiores y las dos razas inferiores. La revolución
será inevitable, y esta, mediante un primer cambio, hará pasar el gobierno aristocrático al Estado
timocrático, es decir, a una forma política mezclada de bien y de mal, que retendrá algo del primer
gobierno, y se inclinará en todo lo demás a la oligarquía. ¿Y cuáles serán sus caracteres principales?
La desorganización progresiva de la jerarquía de las clases, el descrédito de los más dignos, el
crédito de los más fuertes, un respeto a los gobernantes más político que sincero, la preeminencia de
los guerreros, el amor a la guerra, el desden por la ciencia, sobre todo por la Dialéctica, el desprecio
de las ocupaciones pacíficas. A esto se seguirán las pasiones disolventes, la prosecución secreta aún
pero ardiente de los placeres, el amor al oro y a la plata con que aquellos se pagan, la ambición y el
espíritu de intriga. El hombre que corresponde a esta clase de Estado tendrá caracteres análogos. Será
vano, más amigo de las musas que culto, duro con sus esclavos, suave para con los hombres libres,
con una deferencia interesada para con sus superiores, ambicioso, ansioso de ascender mediante los
trabajos y las artes de la guerra, sacrificando la música y la dialéctica a la pasión por los ejercicios
del cuerpo. No nacerá con estas tendencias, pero poco a poco su buena índole se corromperá con el
ejemplo de sus parientes, de sus amigos y de sus conciudadanos.
La timocracia, arrastrada tarde o temprano por la resbaladiza pendiente de la corrupción, se
cambia en oligarquía, que es «una forma de gobierno, donde el censo decide de la condición de cada
ciudadano, donde los ricos, por consiguiente, tienen el poder en el que ninguna parte toca a los
pobres». Lo que la caracteriza es la sustitución del amor de la gloria con el amor de las riquezas. Los
más ricos pasan por ser los más dignos. El gobierno se divide en dos Estados, es decir, entre los
ricos y los pobres. El pequeño número de los primeros y la multitud siempre creciente de los
segundos producen inevitablemente la formación de una especie de ejército de mendigos y ladrones,
envidiosos, hostiles, turbulentos, contenidos sólo por el temor. — El hombre oligárquico, tipo de un
Estado semejante, es ávido y avaro. El oro es su dios. Hay en él dos hombres siempre en lucha, el
uno, que querría echar mano de los bienes ajenos para aumentar los suyos; y el otro, que teme
comprometer su fortuna y contiene al primero, no por virtud, sino por miedo.
«El insaciable deseo de este bien supremo, que todos tienen delante de los ojos, es decir, la mayor
riqueza posible, hace que un gobierno pase de la oligarquía a la democracia». Un día el ejército de
pobres se cuenta, reconoce su fuerza en frente del pequeño número de ricos, les ataca, ahuyenta a
unos, degüella a otros, se reparte sus bienes y sus cargos, y se apodera del gobierno. He aquí la
democracia establecida. Su principio, el más seductor de todos, es la libertad. En realidad esta es su
desgracia, porque la libertad llevada como los precedentes principios hasta los últimos extremos,
engendra la servidumbre. Veamos cómo. Es un punto que Platón ha esclarecido con tanto más gusto,
cuanto que ha excluido toda libertad de su Estado ideal. Sin duda contaba con muy buenas razones
para temer y para prevenir sus efectos.
Por lo pronto, cada uno es dueño de hacer lo que quiera, y escoger el género de vida que más le
agrade. A nadie se le obliga a aceptar un cargo, cualquiera que sea el mérito que tenga para
desempeñarlo. Ninguno está obligado a dejarse gobernar, si no quiere. No hay traba, ni obligación
para nadie, y el capricho se constituye en ley universal. En esta relajación general de toda autoridad,
los penados mismos son tratados con dulzura; son libres, por más que estén condenados a muerte o al
destierro; se pasean en público, porque no hay un poder que les haga sufrir su castigo.
Insensiblemente todas las máximas de honestidad, de virtud, de belleza moral caen en el descrédito y
bien pronto en el desprecio universal delante del poder supremo, sin que cause impresión a nadie.
Tales son las ventajas de la democracia: «Es un gobierno “encantador”, donde nadie manda; una
mezcolanza singular, que ha encontrado el medio de establecer la igualdad así entre las cosas
desiguales como entre las iguales». —Por su parte el hombre democrático, cuyo verdadero nombre
es el de demagogo, formado en esta escuela sin trabas, reúne en su alma caracteres análogos.
Aprende a hacerse sordo a la voz de la razón, y bien pronto se rebela contra su autoridad. Todos sus
deseos, buenos o malos, son para él otras tantas leyes. A sus ojos la virtud es una quimera, el pudor
una imbecilidad, la templanza una cobardía, la frugalidad y la moderación rusticidad y bajeza. A su
vez los vicios reciben nombres magníficos; a la insolencia se llama buenas maneras; a la anarquía
libertad, al libertinaje magnificencia, a la desvergüenza valor. Satisfaciendo todos sus caprichos vive
a salir del día, hoy entregado a los placeres, mañana a juegos gimnásticos; e indistintamente se le ve
ocioso, filósofo, hombre de Estado, guerrero, financiero a la aventura «en una palabra, ningún
orden, ninguna ley preside a su conducta, y este género de vida, que él llama de hombre libre, se le
presenta de continuo como el más agradable y afortunado».
¿Y qué sucede con un gobierno compuesto de tales hombres? Lo propio que con el precedente;
que perece por el exceso mismo de su principio. La libertad, que le ha hecho nacer, degenera en el
extremo contrario, es decir, en la servidumbre, convirtiéndose así la democracia en tiranía. Veamos
cómo se verifica este cambio.
La democracia se compone de tres clases: los ricos, hombres entendidos y económicos, que
deben su fortuna al trabajo; el pueblo, que vive del trabajo de sus manos y que es, en el Estado, el
verdadero soberano; los demagogos o aduladores del pueblo, unos valientes, «zánganos armados de
aguijón». Otros, cobardes, «zánganos sin aguijón», todos igualmente desocupados, ambiciosos y
prontos a apoderarse de la cosa pública. Esta clase es el azote de la democracia. Excita al pueblo
contra los ricos; provoca su injusticia contra ellos, y de esta situación resultan las protestas secretas y
la conspiración de los ricos contra la democracia. Llega un día, en que uno de estos zánganos armado
de aguijón, más hábil y más atrevido que los demás, se proclama el protector del pueblo y de la
democracia amenazada. He aquí ya el futuro tirano. Cuando, como sucede de ordinario, ha obtenido
una guardia, lo primero que hace es atacar a los ricos y ahuyentarlos; después la emprende con los
hombres de bien, donde quiera que los encuentre, para no tener ni jueces ni rivales de su usurpación.
Concluye por ejercer un poder sin límites y sin oposición, servido por un grupo de malvados como
él, interesados en el sostén de una opresión, que hacen pesar, en provecho suyo, sobre el pueblo
entero, y que es la más amarga y la más dura servidumbre. «El tirano es, pues, un hijo ingrato, un
parricida; y he aquí que hemos llegado a encontrar lo que todo el mundo llama tiranía».

IX

¿Quién es el hombre tiránico, cuya alma muestra los vicios del gobierno tiránico? Es aquel que,
después de haber perdido todo sentimiento de pudor, se ha puesto, por decirlo así, a la cabeza de sus
deseos más crueles, más insociables, más desenfrenados, y cuyos esfuerzos todos sólo tienden a la
intemperancia y a la satisfacción de la carne. El artificio, el fraude, la violencia, todos los medios le
parecen bien para llegar al fin que se propone. No retrocederá, aunque tenga que emplear el robo y la
rapiña en daño hasta desús mismos parientes. Sise resisten, no parará hasta tratarles como los tiranos
tratan a su patria; ¡tan fuera de sí y tan ebrio le ha hecho el vergonzoso amor propio que le domina!
Cuando haya disipado los bienes de sus parientes, recurrirá al robo y al asesinato, y se arrojará sin
escrúpulo en los últimos extremos, para satisfacer este amor sensual, verdadero tirano de su alma.
Sin amistad, sin fe, sin justicia, será el verdadero tipo del perfecto malvado. Él será el hombre más a
propósito para convertirse en tirano de su patria, después de haberlo sido de sí propio, y será tanto
más perverso, cuánto más tiempo haya vivido en el ejercicio de la tiranía de sí mismo.
La condición de hombre semejante ¿será dichosa o desgraciada? Juzguémoslo por la del Estado
tiránico. La mayor y más sana parte de los ciudadanos se ve en él reducida a una dura y vergonzosa
esclavitud por una minoría depravada y furiosa. Es un Estado pobre, lleno siempre de necesidades,
donde se oyen más quejas, más lágrimas, más gemidos y dolores amargos que en ningún otro. ¡Es el
más desgraciado de los Estados! Lo mismo sucederá al alma del tirano, en la que las mejores
facultades serán esclavizadas por las peores, y será una alma desarreglada, sin cesar dividida entre
sentimientos contrarios, la pasión, la turbación, el arrepentimiento; alma pobre e insaciable,
despedazada, atormentada y siempre infeliz. Pero no lo será tanto como es posible, basta el día en que
el hombre, que ella anima, se convierta en tirano de su patria. Desde aquel momento, la sospecha, el
temor, las alarmas continuas a que le obligarán sus súbditos, a quienes considerará como otros tantos
enemigos; la necesidad de gobernar, que le tendrá encadenado; el tormento de ver a los demás
espaciarse a su gusto sin poderlo hacer él mismo; y con el tiempo la envidia, la perfidia, la injusticia,
la impiedad, los vicios de toda clase que tomarán más y más posesión de su alma: todos estos males
reunidos, ¿no harán del tirano el más desgraciado de los hombres, así como el más depravado?
Entre los cinco caracteres, que acabamos de estudiar, a saber: el real o aristocrático, el
timocrático, el oligárquico, el democrático y el tiránico, ¿a cuál de ellos corresponde ocupar el
primer lugar y a cuál el último, en razón de felicidad? Es evidente, que el hombre justo y el tirano
son aquí los dos extremos. Digamos, pues: «el más dichoso de los hombres es el más justo; y el más
virtuoso, aquel cuya alma es más noble; y el más desgraciado es el más injusto y el más depravado,
es decir, aquel que, dotado de carácter tiránico, ejerce sobre sí mismo y sobre el Estado todo la más
absurda de las tiranías». Éste es el primer resultado de la demostración que buscamos hace tiempo, y
es la primera victoria que el justo consigue sobre el injusto.
Pasemos a la segunda. A las tres partes del alma, aquella mediante la que el hombre conoce,
aquella mediante la que se irrita y gusta dominar, y aquella mediante la que desea, corresponden tres
ordenes de deseos análogos, deseo de conocimiento y de verdad, deseo de gloria y de poder, deseo
de ganancias de todos géneros. A estos deseos corresponden tres caracteres o clases de hombres, el
filósofo, el ambicioso y el interesado, cada uno de los cuales tiene sus placeres propios. Ninguno de
ellos duda que su vida es la más dichosa, y cada cual desprecia la vida de los otros dos. Sin embargo,
¿cuál es, no la mejor en sí, sino la más agradable y la menos mezclada de penas? Para decidir este
punto veamos cuál es el mejor juez de los tres. Las condiciones que se requieren para juzgar bien,
son evidentemente la experiencia, la reflexión y el razonamiento. Con respecto a la experiencia, es
evidentemente el filósofo el que más disfruta de los tres géneros de placer; porque nada le impide
gustar, con el placer de la ciencia, los placeres de la utilidad y de los honores que pertenecen a los
otros dos. El hombre interesado y el ambicioso no estiman el placer, que da la ciencia; porque no lo
permite su naturaleza. Luego el filósofo será el más capaz de unir la experiencia a la reflexión, para
juzgar los placeres de los otros dos. En cuanto a la razón, tercera condición para juzgar bien, es
precisamente el instrumento mismo del filósofo. Es preciso, por lo tanto, referir a él como al mejor
juez, el mayor de los placeres y mirar la vida, que él estima más dichosa, como la más feliz en
realidad. La vida del ambicioso ocupa el segundo lugar y la del interesado el último, según el juicio
del sabio. Y como el interesado no es otro que el hombre injusto, es esta una segunda victoria de la
justicia sobre la injusticia.
Veamos la tercera victoria, «verdaderamente olímpica; que consiste en que, a excepción de los
placeres del sabio, los de los otros no son ni placeres verdaderos ni placeres puros, sino que, por el
contrario, no son más que fantasmas de placer». En efecto, lo que se llama placer no es otra cosa que
una negación del dolor pasado, como lo que se llama dolor no es más que una negación del placer
que ha desaparecido. Son dos movimientos del alma, que cuando no obedece ni al uno ni al otro, no
sabe si experimenta placer o pena, o más bien cree experimentar placer y pena a la vez. Ahora bien,
lo que no es lo uno ni lo otro, lo que no es más que una negación, no puede ser lo uno o lo otro, ni lo
uno y lo otro a la vez; luego el placer no es nada real en sí, es una ilusión. Pero es preciso establecer
la diferencia entre los placeres del alma y los del cuerpo. Los últimos no tienen ninguna realidad en
sí, porque los objetos materiales, que los proporcionan, no la tienen ellos mismos; y los placeres no
son puros, porque sus objetos no lo son. Los placeres del alma, que nacen del conocimiento, es decir,
de la verdad, se refieren, por el contrario, a los únicos objetos reales, a las esencias de las cosas
eternas, inmutables, y a ellas deben su realidad propia y su pureza. Por consiguiente, el justo, el
verdadero filósofo, tiene sobre los demás hombres el privilegio inestimable de beber, por decirlo
así, su felicidad en la fuente misma que puede procurar los únicos y verdaderos placeres.
Ya se puede marcar el intervalo que le separa del hombre malo, del tirano. Platón lo hace por
medio de un singular cálculo, cuya conclusión es que «la condición del rey es setecientas veintinueve
veces más agradable que la del tirano, y que este último es más desgraciado en la misma
proporción». Añade a esto una comparación enérgica, cuyo sentidoes que los que creen que la
injusticia es ventajosa al completo malvado, con tal que pase por hombre de bien, incurren en un
error grosero. No saben que en el acto mismo de hacerse rico, omnipotente y a sus ojos dichoso, el
hombre malo alimenta dentro de sí mismo un monstruo devorador, la injusticia misma, que le hace
interiormente desgraciado. Y no está en su interés alimentar la injusticia impunemente, porque cuanto
más se huelgue con la impunidad, tanto más malo se hará el hombre injusto. No se diga, pues, que le
es ventajoso no parecer culpable y evitar el castigo. Lo mejor que le puede suceder es el verse
castigado. Porque cuando el crimen se descubre y recibe el condigno castigo, el monstruo se
dulcifica. La parte humana del alma se somete, como es debido, a la parte divina; y el alma toda,
acogiéndose al principio mejor, se purifica, se eleva y vuelve al ejercicio de todas las virtudes. El
alma entonces es tal como el sabio debe procurar que sea, es decir, prudente, fuerte, templada y justa.
¿Y no es la más útil y la más noble de las victorias la que el hombre injusto consigue sobre sí
mismo? «Resulta de todo esto que el que elogia la justicia, tiene razón; y el que alaba la injusticia, no
la tiene».

Al final de esta larga indagación vuelve Platón a lo que había dicho en los libros segundo y
tercero sobre la poesía y sobre los poetas. Y no hace esto por un escrúpulo tardío de su severidad,
nada de eso. Quiere, por el contrario, confirmar y fortificar con sólidas razones el juicio que había
ya manifestado. Va a probar que la poesía no es más que una imitación, y la más peligrosa de todas
para los individuos y para el Estado. Además de la ventaja de darnos a conocer su opinión razonada y
su pensamiento definitivo sobre punto tan interesante, este pasaje tiene otra de más consideración.
Consiste en suministrarnos preciosas explicaciones sobre el método habitual de Platón, no su método
metafísico, que es la Dialéctica, sino su método de discusión, inventado por Sócrates y trasmitido por
él a su discípulo. He aquí cómo le describe: «Tenemos costumbre de abrazar bajo una idea general
esta multitud de seres, cada uno de los cuales tiene una existencia diferente, comprendiéndolos todos
bajo un mismo nombre… Por ejemplo, hay una multitud de camas y de mesas, pero todos estos
muebles están comprendidos solamente bajo dos ideas, la de cama y la de mesa». Este método tiene
por objeto, como se ve, descubrir la unidad en la pluralidad y llegar a una definición que determine
el carácter esencial de cada género. Después de haber generalizado, es preciso dividir cada género en
sus distintas especies a fin de establecer entre ellas la diferencia propia. Dado el género cama,
distingamos la cama esencialmente existente, cuyo autor es Dios; la cama hecha sobre la idea de la
primera, y cuyo constructor es el obrero; la cama hecha por el pintor, imitación de la anterior, y que
no es otra cosa que una imitación de segundo grado.
El pintor no es, pues, ni un productor, ni siquiera un obrero; es un imitador distante de la verdad
en tres grados, como la cama pintada es la tercera con relación a la cama esencialmente existente. Tal
es también el carácter de los poetas y de los autores de tragedias; todos son imitadores, todos se
alejan igualmente de la verdad. De aquí se sigue, que no es posible exigir a Homero y a los demás
poetas una cuenta estrecha de lo que han dicho en sus versos, puesto que su arte les condena a solo
presentar fantasmas y sombras de lo verdadero. Pero también se sigue, que es justo no darles ningún
crédito, ninguna importancia, ningún puesto en el Estado, porque ni sirven para mejorar, ni para
reformar, ni para dar buenas leyes. Su inutilidad no es menos patente respecto a los particulares,
porque no son capaces de instruirles, ni de formarles en la virtud, que no conocen mejor que todas
las demás cosas.
Pero esta inutilidad de la poesía es su menor defecto. Si con justicia debe condenarse y
desterrarse, es porque es peligrosa. En efecto, la poesía no se dirige a la parte racional del alma,
capaz naturalmente de apreciarla por lo que vale, sino a esta parte móvil, ciega y apasionada, que las
ficciones poéticas no tienen reparo en extraviar. Y el efecto peor de estas ficciones, que son tanto más
dañosas cuanto más poéticas, es que llegan a ablandar el alma misma de los sabios. Haciéndola
interesarse en desgracias y debilidades imaginarias, la acostumbran suavemente a sentir por sí misma
la compasión, que ella ha dispensado a los dolores de otro. El legislador filósofo, que sólo estima la
verdad, que se sirve de los medios más propios para hacer brillar su luz pura en el alma de los
ciudadanos, ¿admitirá a su lado al ingenioso, al brillante, al seductor inventor y propagador de la
mentira? Esto sería contradictorio; o sería preciso, que el poeta, sometido a la ley común, renunciase
a la ficción, es decir, a su arte, lo que equivaldría en realidad a renegar de sí mismo. Por lo demás, la
poesía ha dado a conocer, ha mucho tiempo, su antipatía natural a la filosofía; y las injurias, que en
muchas ocasiones le ha dirigido, son una venganza anticipada del destierro, a que la filosofía la ha
condenado irremisiblemente.
Terminado este debate, Platón se ocupa de los últimos puntos que son objeto de la República; la
inmortalidad del alma, los castigos reservados a los malos, y las grandes recompensas debidas a la
virtud, primero en esta vida y después en la otra.
Presenta dos demostraciones de la inmortalidad del alma. He aquí en sustancia la primera. Hay
para todas las cosas un bien y un mal; el uno conserva, el otro altera o destruye. El cuerpo tiene su
mal, la enfermedad, bajo cuya acción se debilita y acaba por disolverse. El alma tiene también su mal,
que es el vicio. Pero si es cierto que el vicio la altera, la corrompe y la hace mala, ¿lo es igualmente
que pueda hacerla perecer mediante la disolución? No, porque el alma no se compone de elementos
capaces de ser disueltos. El alma es simple, y lo que es simple no es susceptible de disolución. No
pereciendo el alma por su mal propio, menos podrá perecer por el mal del cuerpo, que es a ella
extraño. Luego el alma es inmortal. Y verdaderamente esto está en el orden de las cosas, puesto que
«si la injusticia fuese capaz de dar de suyo la muerte a los malos, no sería esto una cosa tan terrible,
porque sería un remedio para todos los males».
La segunda demostración se funda en el gusto que tiene el alma por la verdad. Esta tendencia a
unirse con la esencia de las cosas, con lo bello, con lo verdadero, con lo bueno, con lo justo en sí,
¿no es una prueba de que el alma por su naturaleza pertenece a la misma familia que estos seres
divinos, inmortales, imperecederos? Ésta es la opinión de Platón. Si nuestra alma no perece en el
momento de la muerte, hay una vida y un destino futuros para el hombre justo y para el malo.
Pero antes de hablar de lo que el porvenir les tenga reservado, ¿no es conveniente examinar por
última vez, si su condición en esta vida está o no de acuerdo con el estado de su alma? No hay que
olvidar la opinión presentada anteriormente por los partidarios de la moral y de la política
interesadas, según la que el hombre justo puede pasar por malo y el hombre malo por justo. Pero este
es un error grosero, que puede ahora ponerse en evidencia. ¿No es claro que los dioses no pueden
engañarse sobre la naturaleza de un alma? ¿Y no es justo pensar que querrán al hombre de bien y
aborrecerán al hombre injusto? El uno ciertamente sólo puede esperar de ellos bienes, y el otro sólo
males «y así, respecto a los dioses, los frutos de la victoria pertenecen al justo». ¿Y de parte de los
hombres? Sucederá lo mismo. El malo podrá engañarles durante su juventud, ganar por sorpresa en
provecho propio su estimación; pero, a semejanza de los malos atletas, no llegará a la meta, y no será
premiado. Al fin de su carrera verá su ancianidad deshonrada, ultrajada por los extranjeros y
castigada por sus conciudadanos con la nota de infamia y con tratamientos ignominiosos, de suerte
que entonces ya no engañará a nadie. ¿Y puede creerse que el hombre de bien, al llegar a la edad
madura, no será tratado en la sociedad como debe serlo? Tarde o temprano se le conocerá y se le
tendrá por lo que es; y entonces, si él lo desea, le serán ofrecidas de todas partes honrosas amistades,
honores, dignidades. De suerte que, además de los bienes que le proporcionará la práctica misma de
la justicia, gozará de todos aquellos que los hombres pueden dar como recompensa a los más dignos
de sus semejantes.
Pero los bienes y los males de esta vida no están en relación, ni con los méritos del hombre justo,
ni con los deméritos del hombre malo. Esta sanción insuficiente de la ley, que ordena el bien y
prohíbe el mal, no es más que el preludio de la sanción inevitable y divina, que espera al alma en el
momento que se separe del cuerpo. Para dar una idea de ella, Platón se vale de las imágenes, ya
terribles, ya placenteras, de un mito, que pone en boca del Armenio, y en el cual aparecen los
hombres dueños de escoger libremente su destino, con la obligación de dar cuenta de él; porque,
como dice la Parca: «cada uno es responsable de su elección; Dios es inocente».
Libro I de La República[1]
SÓCRATES — GLAUCÓN — POLEMARCO — TRASÍMACO — ADIMANTO — CÉFALO —
CLITOFONTE

I. SÓCRATES. —Bajé ayer al Pireo con Glaucón,[2] hijo de Aristón, para dirigir mis oraciones a
la diosa[3] y ver cómo se verificaba la fiesta que por primera vez iba a celebrarse. La Pompa[4] de los
habitantes del lugar me pareció preciosa; pero a mi juicio, la de los tracios no se quedó atrás.
Terminada nuestra plegaria, y vista la ceremonia, tomamos el camino de la ciudad. Polemarco, hijo
de Céfalo, al vernos desde lejos, mandó al esclavo que le seguía que nos alcanzara y nos suplicara
que le aguardásemos. El esclavo nos alcanzó y, tirándome por la capa, dijo:
—Polemarco os suplica que le esperéis.
Me volví, y le pregunté dónde estaba su amo.
—Me sigue —respondió—; esperadle un momento.
—Le esperamos —dijo Glaucón.
Un poco después llegaron Polemarco y Adimanto,[5] hermano de Glaucón; Nicérato, hijo de
Nicias[6] y algunos otros que volvían de la Pompa. Polemarco, al alcanzarnos, me dijo:
—Sócrates, me parece que os retiráis a la ciudad.
—No te equivocas —le respondí.
—¿Has reparado cuántos somos nosotros?
—¿Cómo no?
—Pues o sois más fuertes que nosotros o permaneceréis aquí.
—¿Y no hay otro medio, que es convenceros de que tenéis que dejarnos marchar?
—¿Cómo podríais convencernos si no queremos escucharos?
—En efecto —dijo Glaucón—, entonces no es posible.
—Pues bien, estad seguros de que no os escucharemos.
—¿No sabéis —dijo Adimanto— que, esta tarde, la carrera de las antorchas encendidas en honor
de la diosa se hará a caballo?
—¿A caballo? Es una cosa nueva. ¡Cómo! ¿Correrán a caballo, teniendo en la mano las antorchas
que en la carrera habrán de entregar los unos a los otros?[7]
—Sí —dijo Polemarco—, y además habrá una velada[8] que merece la pena de verse. Iremos allá
después de cenar, y pasaremos el rato alegremente con muchos jóvenes que allí encontraremos.
Quedaos, pues, y no os hagáis más de rogar.
—Ya veo que es preciso quedarse —dijo Glaucón.
—Puesto que lo quieres así —le respondí—, nos quedaremos.
II. Nos fuimos, pues, a la casa de Polemarco, donde encontramos a sus dos hermanos Lisias[9] y
Eutidemo con Trasímaco de Calcedonia, Carmántides, del pueblo de Peanea, y Clitofonte, hijo de
Aristónimo; Céfalo,[10] padre de Polemarco, también estaba allí. Hacía mucho tiempo que no lo había
visto, y me pareció muy envejecido. Estaba sentado, apoyada su cabeza en un cojín, y llevaba en ella
una corona, porque en aquel mismo día había hecho un sacrificio doméstico. Junto a él nos situamos
en los asientos que estaban colocados en círculos. Apenas me vio Céfalo, me saludó y me dijo:
—Sócrates, muy pocas veces vienes al Pireo, a pesar de que nos darías mucho gusto en ello. Si yo
tuviese fuerzas para ir a la ciudad, no te haría falta venir aquí, sino que iríamos a verte. Como no es
así, has de venir con más frecuencia a verme, porque debes saber que, a medida que los placeres del
cuerpo me abandonan, encuentro mayor encanto en la conversación. Ten, pues, conmigo este
miramiento, y al mismo tiempo conversarás con estos jóvenes, sin olvidar por eso a un amigo que
tanto te aprecia.
—Yo, Céfalo —le dije—, me complazco infinito en conversar con los ancianos. Como se hallan
al término de una carrera que quizá habremos de recorrer nosotros un día, me parece natural que
averigüemos de ellos si el camino es penoso o fácil, y puesto que tú estás ahora en esa edad, que los
poetas llaman el umbral de la vejez,[11] me complacería mucho que me dijeras si consideras
semejante situación como la más penosa de la vida, o cómo la calificas.
III. —Por Zeus, Sócrates —me respondió—, te diré mi pensamiento sin ocultarte nada. Me sucede
muchas veces, según el antiguo proverbio,[12] que me encuentro con muchos hombres de mi edad, y
toda la conversación por su parte[13] se reduce a quejas y lamentaciones; recuerdan con sentimiento
los placeres del amor, de la mesa, y todos los demás de esta naturaleza, que disfrutaban en su
juventud. Se afligen de esta pérdida, como si fuera la pérdida de los más grandes bienes. La vida de
entonces era dichosa, dicen ellos, mientras que la presente no merece ni el nombre de vida. Algunos
se quejan, además, de los ultrajes a que les expone la vejez de parte de los demás. En fin, hablan sólo
de ella para acusarla, considerándola causa de mil males. Tengo para mí, Sócrates, que no dan en la
verdadera causa de esos males, porque si fuese sólo la vejez, debería producir indudablemente sobre
mí y sobre los demás ancianos los mismos efectos. Porque he conocido a algunos de carácter bien
diferente, y recuerdo que, encontrándome en cierta ocasión con el poeta Sófocles, como le
preguntaran en mi presencia si la edad le permitía aún gozar de los placeres del amor y estar en
compañía de mujer, «Dios me libre —respondió—, ha largo tiempo he sacudido el yugo de ese
furioso y brutal tirano». Entonces creía que decía la verdad, y la edad no me ha hecho mudar de
opinión. La vejez, en efecto, es un estado de reposo y de libertad respecto de los sentidos. Cuando la
violencia de las pasiones se ha relajado y se ha amortiguado su fuego, se ve uno libre, como decía
Sófocles, de una multitud de furiosos tiranos. En cuanto a las lamentaciones de los ancianos que se
quejan de los allegados, hacen muy mal, Sócrates, en achacarlos a su ancianidad, cuando la causa es
su carácter. Con cordura y buen humor, la vejez es soportable; pero con un carácter opuesto, lo
mismo la vejez que la juventud son desgraciadas.
IV. Me encantó esta respuesta, y para animarle más y más a la conversación, añadí:
—Estoy persuadido, Céfalo, de que al hablar tú de esta manera los más no estimarán tus razones,
porque se imaginan que contra las incomodidades de la vejez encuentras recursos, más que en tu
carácter, en tus cuantiosos bienes, porque los ricos, dicen ellos, pueden procurarse grande alivio.
—Dices verdad: ellos no me escuchan, y ciertamente tienen alguna razón en lo que dicen, pero no
tanto como se imaginan. Ya sabes la respuesta que Temístocles dio a un habitante de Serifo [14] que le
echaba en cara que su reputación la debía a la ciudad donde había nacido, más bien que a su mérito: le
respondió que ni él mismo sería famoso de haber nacido en Serifo, ni lo sería su interlocutor de
haber nacido en Atenas. La misma observación puede hacerse a los ancianos poco ricos y de mal
carácter, diciéndoles que la pobreza haría quizá la vejez insoportable al sabio mismo, pero que sin la
sabiduría nunca las riquezas la harían más dulce.
—Pero —repliqué yo— esos grandes bienes que tú posees, Céfalo, ¿te han venido de tus
antepasados o los has adquirido tú en su mayor parte?
—¿Qué he adquirido yo, Sócrates? En este punto ocupo un término medio entre mi abuelo y mi
padre, porque aquél, cuyo nombre llevo, habiendo heredado un patrimonio poco más o menos igual
al que yo poseo ahora, hizo adquisiciones que excedieron en mucho a los bienes que había recibido;
y mi padre Lisanias la redujo a menos de lo que ahora es. Yo me daré por contento si mis hijos
encuentran, después de mi muerte, una herencia que no sea inferior, sino algo superior a la que yo
encontré a la muerte de mi padre.
—Lo que me ha obligado a hacerte esta pregunta —le dije— es que me parece que no tienes
mucho apego a las riquezas, cosa muy ordinaria en los que no han creado su propia fortuna, mientras
que los que la deben a su industria están doblemente apegados a ella; porque le tienen cariño, en
primer lugar, por ser obra suya, como aman los poetas sus versos y los padres a sus hijos, y le tienen
también cariño como los demás hombres, por la utilidad que les reporta. También es más difícil
comunicar con ellos, y sólo tienen en estima el dinero.
—Tienes razón —dijo Céfalo.
V. —Muy bien —añadí yo—. Pero dime ahora, ¿cuál es, a tu parecer, la mayor ventaja que las
riquezas procuran?
—No espero convencer a muchos de la verdad de lo que voy a decir. Ya sabrás, Sócrates, que
cuando se aproxima el hombre al término de la vida tiene temores e inquietudes sobre cosas que antes
no le daban ningún cuidado; entonces se presenta al espíritu lo que se cuenta de los infiernos y de la
pena que allí ha de sufrir quien aquí ha delinquido. Se comienza por temer que estos discursos, hasta
entonces tenidos por fábulas, sean otras tantas verdades, ya proceda esta aprensión de la debilidad de
la edad, o ya que se ven con más claridad tales objetos a causa de su proximidad. Lo cierto es que está
uno lleno de inquietudes y de terror. Se recuerdan todas las acciones de la vida, para ver si se ha
causado daño a alguien. El que, al examinar su conducta, la encuentra llena de injusticia, tiembla y se
deja llevar de la desesperación, y algunas veces, durante la noche, el terror le despierta despavorido
como a los niños. Pero el que no tiene ningún remordimiento ve sin cesar en pos de sí una dulce
esperanza, que sirve de nodriza a su ancianidad, como dice Píndaro, que se vale de esta graciosa
imagen, Sócrates, al hablar del hombre que ha vivido justa y santamente:

La esperanza le acompaña, meciendo dulcemente


su corazón y amamantando su ancianidad;
la esperanza, que gobierna a su gusto
el espíritu fluctuante de los mortales.[15]

Está esto admirablemente dicho. Y porque las riquezas preparan tal porvenir y son, a este fin, un
gran auxilio, es por lo que a mis ojos son tan preciosas, no para todo el mundo, sino para el discreto.
Porque a ellas debe en gran parte el no haberse visto expuesto a hacer daño a tercero, ni aun sin
voluntad, a usar de mentiras, con la ventaja, además, de abandonar este mundo libre del temor de no
haber hecho todos los sacrificios convenientes a los dioses, o de no haber pagado sus deudas a los
hombres. Las riquezas tienen, además, otras ventajas, sin duda; pero bien pesado todo, creo que daría
a éstas la preferencia sobre todas las demás, oh Sócrates, por el bien que proporcionan al hombre
sensato.
—Nada más precioso —repuse yo— que lo que dices, Céfalo. Pero ¿está bien definida la justicia
haciéndola consistir simplemente en decir la verdad, y en dar a cada uno lo que de él se ha recibido?
¿O, más bien, son estas cosas justas o injustas según las circunstancias? Por ejemplo, si uno, después
de haber confiado en estado de cordura sus armas a su amigo, se las reclama estando demente, todo
el mundo conviene en que no debiera devolvérselas, y que cometería un acto injusto dándoselas.
También están todos acordes en que obraría mal si no disfrazaba algo la verdad, atendida la situación
en que su amigo estaba.
—Todo eso es cierto.
—Por consiguiente, la justicia no consiste en decir la verdad, ni en dar a cada uno lo que le
pertenece.
—Sin embargo, en eso consiste —dijo interrumpiendome Polemarco—, si hemos de creer a
Simónides.
—Pues bien, continuad la conversación —dijo Céfalo—. Yo os cedo mi puesto; tanto más cuanto
que voy a concluir mi sacrificio.
—Y ¿soy yo el que te sustituirá? —dijo Polemarco.
—Sí —repuso Céfalo, sonriéndose; y al mismo tiempo salió para ir a terminar su sacrificio.
VI. —Dime, pues, Polemarco —dije yo—, puesto que ocupas el lugar de tu padre, lo que dice
Simónides de la justicia, y dime también en qué compartes su opinión.
—Dice que el atributo propio de la justicia es dar a cada uno lo que se le debe,[16] y en esto
encuentro que tiene razón.
—Difícil es no someterse a Simónides, porque era un sabio, un hombre divino. Pero ¿entiendes
quizá, Polemarco, lo que quiere decir con esto? Yo no lo comprendo. Es evidente que no entiende que
deba devolverse un depósito, cualquiera que él sea, como dijimos antes, cuando lo pide un hombre
que no está en su razón. Sin embargo, este depósito es una deuda; ¿no es así?
—Sí.
—Luego es preciso guardarse de volverle al que lo pide, si no está en su razón.
—Es cierto.
—Así, pues, al parecer, Simónides dice cosa distinta de ésta al sostener que es justo devolver lo
que se debe.
—Sin duda, puesto que piensa que debe hacerse bien a sus amigos y no dañarles en nada.
—Ya entiendo —dije yo—. No es volver a su amigo lo que se le debe el entregarle el dinero que
nos ha confiado, cuando sólo puede recibirlo en perjuicio suyo. ¿No es éste el sentido de las palabras
de Simónides?
—Sí.
—Pero ¿debe darse a los enemigos lo que se les debe?
—Sí, sin duda, lo que se les debe; pero a un enemigo no se debe más que lo que conviene que se
le deba, es decir, el mal.
VII. —Simónides, por lo tanto, se ha explicado como poeta y de una manera enigmática sobre la
justicia, puesto que ha creído, al parecer, que consistía en dar a cada uno lo que le conviene, aunque
lo haya expresado como lo debido.
—Así parece.
—¡Oh, por Zeus! —exclamé—. Si alguno le hubiese preguntado: «Simónides, la medicina, ¿a
quién da lo que le conviene y qué es lo que le da?», ¿qué crees que habría respondido?
—Que da al cuerpo alimentos, bebidas y los remedios convenientes.
—¿Y el arte del cocinero, qué da, y a quién da lo que le conviene?
—Da a cada manjar su sazón.
—¿Y este arte que se llama justicia, qué da y a quién da lo que le conviene?
—Sócrates, si hemos de atenernos a lo que se ha dicho más arriba, la justicia produce ventajas
para los amigos y daño para los enemigos.
—Entonces, Simónides llama justicia a hacer beneficios a los amigos y daño a los enemigos.
—Por lo menos, así me lo parece.
—¿Quién puede hacer bien a sus amigos y mayor mal a sus enemigos, en caso de enfermedad?
—El médico.
—¿Y en el mar a los navegantes, en caso de peligro?
—El piloto.
—Y el hombre justo, ¿en qué y en qué ocasión puede hacer mayor bien a sus amigos y mayor mal
a sus enemigos?
—En la guerra a mi parecer, atacando a los unos y defendiendo a los otros.
—Muy bien; pero mi querido Polemarco, no hay necesidad del médico cuando no hay
enfermedad.
—Eso es cierto.
—Ni del piloto cuando no se navega.
—También es cierto.
—Por la misma razón, ¿es inútil el hombre justo cuando no se hace la guerra?
—Yo no lo creo.
—Entonces la justicia, ¿sirve también para tiempo de paz?
—Sí.
—Pero la agricultura sirve también en este tiempo; ¿no es así?
—Sí.
—¿En la recolección de los frutos de la tierra?
—Sí.
—Y en el oficio de zapatero, ¿sirve en igual forma?
—Sí.
—Me dirás que sirve para obtener calzado.
—Sin duda.
—Dime ahora para provecho y obtención de qué es útil la justicia durante la paz.
—Es útil en los contratos.
—¿Entiendes por esto las asociaciones o alguna otra cosa?
—Las asociaciones, ciertamente.
—Cuando se quiere jugar a las fichas, ¿a quién conviene asociarse: a un hombre justo o a un
jugador de profesión?
—A un jugador de profesión.
—Y para la colocación de ladrillos y piedras, ¿vale más dirigirse a un hombre justo que al
arquitecto?
—Todo lo contrario.
—Mas así como para aprender la música me dirigiré al músico con preferencia al hombre justo,
¿en qué caso me dirigiré más bien a éste que a aquél o al albañil?
—Cuando se trate de emplear dinero, me parece.
—Quizá no cuando sea preciso hacer uso de él; porque si quiero comprar o vender un caballo en
unión con otro, me asociaré con preferencia a un chalán.
—Yo pienso lo mismo.
—Y con el piloto o el armador, si se trata de una nave.
—Sí.
—¿En qué, pues, me será el hombre justo particularmente útil cuando quiera yo dar con otro
algún destino a mi dinero?
—Cuando se trate, Sócrates, de ponerlo en depósito y de conservarlo.
—Es decir, ¿cuando no quiera hacer ningún uso de mi dinero, sino dejarlo ocioso?
—Sí, verdaderamente.
—De esa manera la justicia me será útil cuando mi dinero no me sirva para nada.
—Al parecer.
—Luego la justicia me servirá cuando sea preciso conservar una podadera en común o
particularmente; pero si quiero servirme de ella, me dirigiré al viñador.
—En buena hora.
—Asimismo, me dirás que si quiero guardar un broquel o una lira, la justicia me será buena para
esto; pero que si quiero servirme de estos instrumentos, deberé cultivar la música o el arte militar.
—Forzosamente.
—Y, en general, trátese de la cosa que se quiera, la justicia me será inútil siempre que quiera
servirme de esa cosa, y útil cuando no me sirva de ella.
—Quizá.
VIII. —Pero querido mío, la justicia no es de gran importancia si sólo es útil para las cosas de que
no hacemos uso. Atiende a lo que te voy a decir. El que es el más diestro para dirigir golpes, sea en la
guerra, sea en la lucha, ¿no lo es también para librarse de los que le dirijan?
—Sí.
—El que es hábil para preservarse de una enfermedad y prevenirla, ¿no es, al mismo tiempo, el
más capaz de pasarla a otro?
—Eso creo.
—¿Quién es el más a propósito para guardar un campamento? ¿No lo es el que sabe robar los
planes y los proyectos del enemigo?
—Sin duda.
—Por consiguiente, el mismo hombre que es a propósito para guardar una cosa, lo es también
para robarla.
—Así parece.
—Luego, si el justo es a propósito para guardar el dinero, lo será también para disiparlo.
—Por lo menos, es una consecuencia de lo que acabamos de decir —dijo.
—Luego el hombre justo es un bribón. Esta idea pudiste tomarla de Homero,[17] que alaba mucho
a Autólico, abuelo materno de Ulises, y dice que superó a todos los hombres en el arte de robar y de
engañar. Por consiguiente, según Homero, Simónides y tú, la justicia no es otra cosa que el arte de
robar para hacer bien a los amigos y mal a los enemigos: ¿no es así como tú lo entiendes?
—No, ¡por Zeus!, no sé lo que he querido decir. Me parece, sin embargo, que la justicia consiste
siempre en favorecer a sus amigos y dañar a sus enemigos.
—Pero ¿qué entiendes por amigos? ¿Son los que nos parecen hombres de bien o los que lo son en
realidad, aun cuando no los juzguemos tales? Otro tanto digo de los enemigos.
—Me parece natural amar a los que se cree buenos, y aborrecer a los que se cree malos.
—¿No es frecuente que los hombres se engañen sobre este punto y tengan por hombre de bien al
que lo es sólo en la apariencia o por un bribón al que es hombre de bien?
—Convengo en ello.
—Aquellos a quienes esto sucede, ¿tienen por enemigos hombres de bien, y por amigos hombres
malos?
—Sí.
—Y así, respecto de ellos, la justicia consiste en hacer bien a los malos y mal a los buenos.
—Así parece.
—Pero los buenos, ¿son justos e incapaces de dañar a nadie?
—Así es.
—Es justo, por consiguiente, según dices, causar mal a los que no nos lo causan.
—Nada de eso, Sócrates, y es un crimen decirlo —respondió.
—Luego será preciso decir que es justo hacer daño a los injustos y hacer bien a los justos —dije
yo.
—Eso es más conforme a la razón que lo que decíamos antes.
—De aquí resultará, Polemarco, que para todos aquellos que se engañan en los juicios que
forman de los hombres será justo dañar a sus amigos, porque los mirarán como malos, y hacer bien
a sus enemigos por la razón contraria: conclusión completamente opuesta a lo que supusimos que
decía Simónides.
—La consecuencia es necesaria; pero alteremos algo la definición que hemos dado del amigo y
del enemigo, porque no me parece exacta.
—¿Qué era lo que decíamos, Polemarco?
—Dijimos que nuestro amigo es el que nos parece hombre de bien.
—¿Qué alteración quieres hacer?
—Quisiera decir que nuestro amigo debe, a la vez, parecernos hombre de bien y serlo realmente,
y que el que lo parece, sin serlo, sólo es nuestro amigo en apariencia. Lo mismo debe decirse de
nuestro enemigo.
—En este concepto el verdadero amigo será el hombre de bien, y el malo el verdadero enemigo.
—Sí.
—¿Quieres, por consiguiente, que mudemos algo lo que dijimos tocante a la justicia, al decir que
consistía en hacer bien al amigo y mal al enemigo, y que añadamos: que es justo hacer bien al amigo
que sea bueno y mal al enemigo que sea malo?
—Sí, encuentro eso muy en su lugar.
IX. —Pero ¿es posible —dije yo— que el hombre justo haga mal a otro hombre, cualquiera que
él sea?
—Sin duda; debe hacerlo a los perversos y malvados.
—Cuando se maltrata a los caballos, ¿se hacen peores o mejores?
—Se hacen peores.
—Pero ¿se hacen tales en la virtud que es propia de esta especie de animales, o en la que es propia
de los perros?
—En la propia de los caballos.
—Y así también los perros, cuando reciben daño, ¿se hacen peores respecto, no a la virtud de los
caballos, sino a la de los perros?
—Por fuerza.
—¿No diremos, igualmente, que los hombres a quienes se causa mal se hacen peores en la virtud
que es propia del hombre?
—Sin duda.
—¿No es la justicia la virtud propia del hombre?
—También esto es forzoso.
—Así, pues, mi querido amigo, necesariamente los hombres a quienes se causa mal se han de
hacer más injustos.[18]
—Eso parece.
—Pero ¿un músico puede, en virtud de su arte, hacer a alguno ignorante en la música?
—Eso es imposible.
—¿Un picador puede, mediante su arte, hacer de alguno un mal jinete?
—No, imposible.
—¿El hombre justo puede, mediante la justicia, hacer a un hombre injusto? ¿Y, en general, los
buenos pueden por su virtud hacer a otros malos?
—Eso no puede ser.
—Porque el enfriamiento, pienso, no es efecto de lo caliente, sino de su contrario.
—Así es.
—Así como la humedad no es efecto de lo seco, sino de su contrario.
—Sin duda.
—El efecto de lo bueno no es tampoco el dañar; éste es el efecto de su contrario.
—Exacto.
—Pero ¿el hombre justo es bueno?
—Seguramente.
—Luego no es propio del hombre justo, Polemarco, el dañar ni a su amigo ni a ningún otro, sino
que lo es de su contrario, es decir, del hombre injusto.
—Me parece, Sócrates, que tienes razón —repuso.
—Por consiguiente, si alguno dice que la justicia consiste en dar a cada uno lo que se le debe, y si
por esto entiende que el hombre justo no debe más que mal a sus enemigos, así como bien a sus
amigos, este lenguaje no es el propio de un sabio, porque no es conforme a la verdad, y nosotros
acabamos de ver que nunca es justo hacer daño a otro.
—Estoy de acuerdo —dijo él.
—Y si alguno se atreve a sostener —dije— que semejante máxima es de Simónides, de Biante, de
Pítaco o de cualquier otro sabio, tú y yo lo desmentiremos.
—Estoy dispuesto a ponerme de tu lado —contestó.
—¿Sabes de quién es esta máxima: que es justo hacer bien a sus amigos y mal a sus enemigos?
—¿De quién? —preguntó.
—Creo que es de Periandro,[19] de Pérdicas,[20] de Jerjes, de Ismenias el Tebano o de cualquier
otro rico y supuestamente poderoso.
—Dices verdad —apuntó.
—Sí —dije yo—, pero puesto que la justicia y lo justo no consisten en esto, ¿en qué consisten?
X. Durante nuestra conversación, Trasímaco había abierto muchas veces la boca, para
interrumpirnos. Los que estaban sentados cerca de él se lo impidieron, porque querían oírnos hasta la
conclusión; pero cuando nosotros cesamos de hablar, no pudo contenerse, y volviéndose de repente,
se vino a nosotros como una bestia feroz para devorarnos. Polemarco y yo nos sentimos como
aterrados. Y él, alzando la voz en medio de todos, dijo:
—Sócrates, ¿a qué viene toda esa palabrería? ¿A qué ese pueril cambio de mutuas concesiones?
¿Quieres saber sencillamente lo que es la justicia? No te limites a interrogar y a procurarte necia
gloria de refutar las respuestas de los demás. No ignoras que es más fácil interrogar que responder.
Respóndeme ahora tú. ¿Qué es la justicia? Y no me digas que es lo que conviene, lo que es útil, lo que
es ventajoso, lo que es lucrativo, lo que es provechoso; responde neta y precisamente; porque yo no
admitiré vaciedades como buenas respuestas.
Al oír estas palabras yo quedé como absorto. Le miraba temblando y creo que hubiera perdido el
habla si él me hubiera mirado primero;[21] pero yo había fijado en él mi vista en el momento en que
estalló su cólera. De esta manera me consideré en estado de poderle responder, y le dije, no sin algún
miedo:
—Trasímaco, no te irrites contra nosotros. Si Polemarco y yo hemos errado en nuestra
conversación, vive persuadido de que ha sido contra nuestra intención. Si buscáramos oro, no nos
cuidaríamos de engañarnos uno a otro, haciendo así imposible el descubrimiento; y ahora que
nuestras indagaciones tienen un fin mucho más precioso que el oro, esto es, la justicia, ¿nos crees tan
insensatos que gastemos el tiempo en engañarnos, en lugar de consagrarnos seriamente a
descubrirla? Guárdate de pensar así, querido mío. No por eso dejo de conocer que esta indagación es
superior a nuestras fuerzas. Y así, a vosotros todos, que sois hombres entendidos, debe inspiraros un
sentimiento de compasión y no de indignación nuestra flaqueza.
XI. —¡Por Heracles! —replicó Trasímaco con una risa sarcástica—; he aquí la ironía
acostumbrada de Sócrates. Sabía bien que no responderías, y ya había prevenido a todos que apelarías
a tus conocidas mañas y que harías cualquier cosa menos responder.
—Avisado eres, Trasímaco —le dije—; sabías muy bien que si preguntases a uno de qué se
compone el número doce, añadiendo: «No me digas que es dos veces seis, tres veces cuatro, seis
veces dos, o cuatro veces tres, porque no me contentaré con ninguna de estas vaciedades»; sabías,
digo, que no podría responder a una pregunta hecha de esta manera. Pero si él te decía a su vez:
«Trasímaco, ¿cómo explicas la prohibición que me impones de no dar ninguna de las respuestas que
tú acabas de decir? ¿Y si la verdadera respuesta es una de ésas, quieres que diga otra cosa que la
verdad? ¿Cómo entiendes tú esto?». ¿Qué podrías responderle?
—¿Tiene verdaderamente eso —dijo Trasímaco— algo que ver con lo que yo dije?
—Quizá. Pero aun cuando la cosa sea diferente, si aquel a quien se dirige la pregunta juzga que es
semejante, ¿crees tú que no responderá según él piense, ya se lo prohibamos nosotros o ya dejemos
de prohibírselo?
—¿Es esto lo que tú intentas hacer? ¿Vas a darme por respuesta una de las que te prohibí desde
luego que me dieras? —preguntó.
—Bien examinado todo, no tendré por qué sorprenderme si lo hago así —dije.
—Y bien; si te hago ver —dijo él— que hay una respuesta tocante a la justicia mejor que ninguna
de las precedentes, ¿a qué te condenas?
—A la pena —repuse— que merecen los ignorantes, es decir, a aprender de los que son más
entendidos que ellos. Me someto con gusto a esta pena.
—En verdad que eres complaciente —dijo—. Pero además de la pena de aprender, me darás
dinero.
—Sí, cuando lo tenga —dije.
—Nosotros lo tenemos —dijo Glaucón—. Si es el dinero lo que te detiene, habla, Trasímaco;
todos nosotros pagaremos por Sócrates.
—Conozco vuestra intención —dijo él—. Queréis que Sócrates, según su costumbre, en lugar de
responder, me interrogue y me haga caer en contradicciones.
—Pero de buena fe —dije yo—, ¿qué respuesta quieres que te dé quien, en primer lugar, no sabe
ninguna ni la oculta? En segundo, un hombre nada despreciable ha prohibido todas las respuestas que
podían darle. A ti te toca más bien decir lo que es la justicia, puesto que te alabas de saberlo. Y así, no
te hagas rogar. Responde por amor a mí y no hagas desear a Glaucón y a todos los que están aquí la
instrucción que de ti esperan.
XII. En el momento de decir yo esto, Glaucón y todos los presentes le conjuraron para que se
explicara. Sin embargo, Trasímaco se hacía el desdeñoso, aunque se conocía bien que ardía en deseos
de hablar para conquistarse aplausos; porque estaba persuadido de que respondería cosas
maravillosas. Al fin accedio.
—Tal es —dijo— el gran secreto de Sócrates; no quiere enseñar nada a los demás, mientras que
va por todas partes mendigando la ciencia, sin tener que agradecerlo a nadie.
—Tienes razón, Trasímaco —repuse yo—, en decir que yo aprendo de los demás, pero no la
tienes en añadir que no les esté agradecido. Les manifiesto mi reconocimiento en cuanto de mí
depende, y les aplaudo, que es todo lo que puedo hacer, careciéndo como carezco de dinero. Verás
cómo te aplaudo con gusto en el momento que respondas, si lo que dices me parece bien dicho,
porque estoy convencido de que tu respuesta será excelente.
—Pues bien, escucha. Digo que la justicia no es otra cosa que lo que es provechoso al más fuerte.
¡Y bien!, ¿por qué no aplaudes? Ya sabía yo que no lo habías de hacer.
—Espera, por lo menos —repliqué—, a que haya comprendido tu pensamiento, porque aún no lo
entiendo. La justicia dices que es lo que es útil al más fuerte. ¿Qué entiendes por esto, Trasímaco?
¿Quieres decir que, porque el atleta Polidamante es más fuerte que nosotros, y es ventajoso para el
sostenimiento de sus fuerzas comer carne de buey, sea igualmente provechoso para nosotros, que
somos inferiores, comer la misma carne?
—Eres un burlón, Sócrates —dijo—, y sólo te propones dar un giro torcido a lo que se dice.
—¿Yo? Nada de eso —repuse—; pero por favor, explícate más claramente.
—¿No sabes que los diferentes Estados son tiránicos, democráticos o aristocráticos?
—Lo sé.
—El gobierno de cada Estado, ¿no es el que tiene la fuerza?
—Sin duda.
—¿No hace leyes cada uno de ellos en ventaja suya, el gobierno del pueblo leyes populares, la
tiranía leyes tiránicas y así los demás? Una vez hechas estas leyes, ¿no declaran que la justicia para
los gobernados consiste en lo conveniente para ellos? ¿No se castiga a los que las traspasan como
culpables de una acción injusta? Aquí tienes mi pensamiento. En cada Estado la justicia no es más que
la conveniencia del que tiene la autoridad en sus manos y, por consiguiente, del más fuerte. De donde
se sigue, para todo hombre que sabe discurrir, que la justicia y lo que es conveniente al más fuerte en
todas partes y siempre es una misma cosa.
—Comprendo ahora lo que quieres decir —dije yo—; pero ¿eso es cierto? Examinémoslo.
Defines la justicia como lo que es conveniente, a pesar de que me habías a mí prohibido definirla de
esa manera. Es cierto que añades: al más fuerte.
—¿Eso no es nada? —dijo.
—Yo no sé aún si es una gran cosa; lo que sé es que preciso ver si lo que dices es verdad.
Convengo contigo en que la justicia es una cosa provechosa; pero añades que lo es sólo para el más
fuerte. He aquí lo que yo ignoro, y lo que es preciso examinar.
—Examínalo, pues —dijo.
XIII. —Desde luego —repliqué—. Respóndeme: ¿no dices que la justicia consiste en obedecer a
los que gobiernan?
—Sí.
—Pero los que gobiernan en los diferentes Estados, ¿pueden engañarse o no?
—Pueden engañarse —dijo.
—Luego cuando hacen las leyes unas estarán bien hechas y otras mal hechas.
—Así lo creo.
—Es decir, que hacerlas bien será hacerlas convenientes para ellos y hacerlas mal,
inconvenientes. O ¿cómo lo concibes?
—Así.
—Sin embargo, los súbditos deben obedecerlas, y en esto consiste la justicia, ¿no es así?
—Sin duda.
—Luego es justo, en tu opinión, hacer, no sólo lo que es conveniente, sino también lo que es
inconveniente para el más fuerte.
—¿Qué es lo que dices? —preguntó.
—Lo mismo que tú, creo. Pero pongamos la cosa más en claro. ¿No estás conforme en que los
que gobiernan se engañan algunas veces sobre sus intereses al dar las leyes que imponen a sus
súbditos y que es justo que éstos hagan sin distinción todo lo que se les ordena y manda? ¿No
estábamos de acuerdo en eso?
—Así lo creo —dijo.
—Cree también, por consiguiente, que sosteniendo tú que es justo que los súbditos hagan todo lo
que se les manda, tienes que convenir en que la justicia consiste en hacer lo que es inconveniente para
los que gobiernan, es decir, para los más fuertes, en el caso en que, aunque sin quererlo, manden
cosas contrarias a sus intereses. De aquí, ¿no debe concluirse, sapientísimo Trasímaco, que es justo
hacer todo lo contrario de lo que decías al principio? Puesto que en este caso lo que se ordena y
manda al más débil es inconveniente para el más fuerte.
—Sí, por Zeus; eso es evidente, Sócrates —dijo Polemarco.
—Sin duda —repuso Clitofonte—, puesto que tú lo atestiguas.
—¡Ah!, ¿qué necesidad tiene de testigos? El propio Trasímaco conviene en que los que gobiernan
mandan algunas veces cosas contrarias a sus intereses, y que es justo, hasta en este caso, que los
súbditos obedezcan.
—Trasímaco ha dicho sólo que era justo que los súbditos hiciesen lo que se les ordenaba,
Polemarco.
—Pero también, Clitofonte, que la justicia es lo que es conveniente para el más fuerte. Habiendo
sentado estos dos principios, convino en seguida en que los más fuertes hacen algunas veces leyes
contrarias a sus intereses para que las ejecuten los inferiores por ellos gobernados. Y hechas estas
concesiones, se sigue que la justicia es lo mismo lo que es conveniente que lo que es inconveniente
para el más fuerte.
—Pero por conveniencia del más fuerte —dijo Clitofonte—, ha entendido lo que el más fuerte
cree serle conveniente, y esto es, en su opinión, lo que el inferior debe practicar, y en lo que consiste
la justicia.
—Trasímaco no se ha explicado de ese modo —dijo Polemarco.
—No importa, Polemarco —repliqué yo—; si Trasímaco hace suya esta explicación, nosotros la
admitiremos.
XIV. Dime, pues, Trasímaco: ¿entiendes así la definición que has dado de la justicia? ¿Quieres
decir que la justicia es lo que el más fuerte estima su conveniencia tanto si le conviene como si no?
¿Diremos que ésas fueron tus palabras?
—¿Yo? Nada de eso —dijo—. ¿Crees que llame yo más fuerte[22] al que se engaña en tanto que se
engaña?
—Yo —dije— creía que esto era lo que decías cuando confesabas que los que gobiernan no son
infalibles, y que se engañan algunas veces.
—Eres un sicofanta,[23] Sócrates, en la argumentación —contestó—. ¿Llamas médico al que se
equivoca respecto a los enfermos en tanto que se equivoca, o calculador al que se equivoca en un
cálculo en tanto que se equivoca? Es cierto que se dice: el médico, el calculador, el gramático se han
engañado, pero ninguno de ellos se engaña nunca en tanto que él es lo que decimos que es. Y
hablando rigurosamente, puesto que es preciso hacerlo contigo: ningún profesional se engaña,
porque no se engaña sino en tanto que su saber lo abandona, y entonces ya no es profesional. Así
sucede con el sabio y con el hombre que gobierna, aunque en el lenguaje ordinario se diga: el médico
se ha engañado, el gobernante se ha engañado. Aquí tienes mi respuesta precisa. El que gobierna,
considerado como tal, no puede engañarse; lo que ordena es siempre lo más ventajoso para él, y eso
mismo es lo que debe ejecutar el que a él está sometido. Por lo tanto, es una verdad, como dije al
principio, que la justicia consiste en lo que es conveniente para el más fuerte.
XV. —¿Soy un sicofanta en tu opinión? —dije yo.
—Sí, lo eres —dijo.
—¿Crees que he intentado tenderte lazos en la argumentación valiéndome de preguntas
capciosas?
—Lo he visto claramente —dijo—, pero no por eso adelantarás nada, porque no se me oculta tu
mala fe, y por lo mismo no podrás abusar de mí en la disputa.
—Ni quiero intentarlo, bendito —repliqué yo—; mas para que en lo sucesivo no ocurra cosa
semejante, dime si deben entenderse según el uso ordinario o con la más refinada precisión, según
decías, estas expresiones: el que gobierna, el más fuerte, aquel cuya conveniencia es, como decías, la
regla de lo justo respecto del inferior.
—Al que gobierna es preciso tomarlo en sentido riguroso —dijo—. Ahora pon en obra todos tus
artificios para refutarme; no quiero que me des cuartel; pero no lo lograrás.
—¿Me crees tan insensato —dije—, que intente[24] engañar a Trasímaco?
—Has intentado hacerlo, pero te ha salido mal la cuenta —contestó.
—Dejemos esto y respóndeme —dije yo—. El médico, tomado en sentido riguroso, tal como
decías hace un momento, ¿es el hombre que intenta enriquecerse o se propone curar a los enfermos?
—Curar a los enfermos —dijo.
—Y el piloto, hablo del verdadero piloto, ¿es marinero o jefe de los marineros?
—Es su jefe.
—Poco importa, creo, que esté con ellos en la misma nave; no por esto se le ha de llamar
marinero, porque no lo llamamos piloto por ir embarcado, sino a causa de su arte y de la autoridad
que tiene sobre los marineros.
—Es cierto —dijo.
—¿No tiene cada uno su propia conveniencia?
—Sin duda.
—Y el objeto del arte —dije yo—, ¿no es el buscar y procurarse esta conveniencia?
—Ése es su objeto —dijo.
—Pero un arte cualquiera, ¿tiene otro interés que su propia perfección?
—¿Qué quieres decir?
—Si me preguntases si bastaba al cuerpo ser cuerpo —dije—, o si le falta aún alguna cosa, te
respondería que sí, y que por faltarle se ha inventado el arte de la medicina, porque el cuerpo es
imperfecto y no le basta ser lo que es. Y la medicina ha sido inventada para procurar al cuerpo lo que
le conviene. ¿Tengo o no razón? —pregunté.
—La tienes.
—Te pregunto, en igual forma, si la medicina o cualquier otra arte está sometido a alguna
imperfección y si tiene necesidad de alguna otra facultad, como los ojos necesitan de la vista y las
orejas del oído, y tienen necesidad de un arte que examine y provea a lo que les es útil. ¿Está cada arte
igualmente sujeta a algún defecto, y tiene necesidad de otra arte que vigile por su interés, y la que
vigila, de otra semejante y así hasta el infinito? ¿O bien, cada arte provee por sí misma a su propia
conveniencia? O más bien, ¿no necesita ni de sí misma ni del auxilio de ninguna otra para examinar
lo conveniente a su propia imperfección, estando por su naturaleza exenta de todo defecto y de toda
imperfección, de suerte que no tiene otra mira que la conveniencia del objeto a que está consagrada,
mientras que ella subsiste siempre entera, sana y perfecta durante todo el tiempo que conserva su
esencia? Examina con todo el rigor convenido cuál de estas dos opiniones es la más verdadera.
—La última parece serlo —dijo.
—La medicina no piensa, pues, en su conveniencia, sino en la del cuerpo —dije.
—Así es —dijo.
—Sucede lo mismo con la equitación, que no se interesa por sí misma, sino por los caballos; y lo
mismo otras artes, que no teniendo necesidad de nada para ellas mismas, se ocupan únicamente de la
ventaja del objeto sobre que se ejercitan.
—Así parece —dijo.
—Pero, Trasímaco, las artes gobiernan y dominan aquello sobre lo que se ejercen.
Dificultad tuvo para concederme este punto.
—No hay, pues, disciplina que examine ni ordene lo que es conveniente para el más fuerte, sino el
interés del inferior objeto sobre que se ejercita.
Al pronto quiso negarlo, pero al fin se vio obligado a admitir este punto como el anterior; y una
vez admitido, dije yo:
—Por lo tanto, el médico como médico no se propone ni ordena lo que es una ventaja para él,
sino lo que es ventajoso para el enfermo, porque estamos conformes en que el médico como médico
gobierna el cuerpo, y no es mercenario; ¿no es cierto?
Convino en ello.
—Y que el verdadero piloto no es marinero, sino jefe de los marineros.
Lo concedió también.
—Semejante piloto, pues, no ordenará ni se propondrá como fin su propia ventaja, sino la del
marinero subordinado.
Lo confesó, aunque con dificultad.
—Por consiguiente, Trasímaco —dije yo—, todo hombre que gobierna, considerado como tal, y
cualquiera que sea la naturaleza de su autoridad, jamás examina ni ordena lo conveniente para él sino
para el gobernado y sujeto a su arte. A este punto es al que se dirige, y para procurarle lo que le es
conveniente y ventajoso dice todo lo que dice y hace todo lo que hace.
XVI. Llegados aquí, y viendo todos los presentes claramente que la definición de la justicia era
diametralmente opuesta a la de Trasímaco, éste, en lugar de responder, exclamó:
—Dime, Sócrates, ¿tienes nodriza?
—¿A qué viene eso? —dije yo—. ¿No sería mejor que respondieras en vez de hacer semejantes
preguntas?
—Lo digo —replicó— porque te deja mocoso y sin haberte sonado. Tienes verdaderamente
necesidad de ello, cuando no sabes siquiera lo que son ovejas y lo que es un pastor.
—¿Por qué razón? —dije yo.
—Porque crees que los pastores o vaqueros piensan en el bien de sus ovejas y vacas, y que las
engordan y las cuidan teniendo en cuenta otra cosa que su interés o el de sus amos. También te
imaginas que los que gobiernan —entiendo siempre los que gobiernan verdaderamente— tienen
respecto de sus súbditos otra idea que la que tiene cualquiera respecto a las ovejas que cuida, y que
día y noche se ocupan de otra cosa que de su provecho personal. Estás tan adelantado acerca de lo
justo y de lo injusto, que ignoras que la justicia es en realidad un bien ajeno, conveniencia del
poderoso que manda, y daño para el súbdito, que obedece; que la injusticia es lo contrario, y ejerce
su imperio sobre las personas justas, que por sencillez ceden en todo ante el interés del más fuerte, y
sólo se ocupan en cuidar los intereses de éste abandonando a los suyos. He aquí, hombre inocente,
cómo es preciso tomar las cosas. El hombre justo siempre lleva la peor parte cuando se encuentra
con el hombre injusto. Por lo pronto, en las transacciones y negocios particulares hallarás siempre
que el injusto gana en el trato y que el hombre justo pierde. En los negocios públicos, si las
necesidades del Estado exigen algunas contribuciones, el justo con fortuna igual suministrará más
que el injusto. Si, por el contrario, hay algo en que se gane, el provecho todo es para el hombre
injusto. En la administración del Estado, el primero, porque es justo, en lugar de enriquecerse a
expensas del Estado, dejará que se pierdan sus negocios domésticos a causa del abandono en que los
tendrá. Y aun se dará por contento si no le sucede algo peor. Además, se hará odioso a sus amigos y
parientes, porque no querrá hacer por ellos nada que no sea justo. El injusto alcanzará una suerte
enteramente contraria, porque teniendo, como se ha dicho, un gran poder, se vale de él para dominar
constantemente a los demás. Es preciso fijarse en un hombre de estas condiciones para comprender
cuánto más ventajosa es la injusticia que la justicia. Conocerás mejor esto si consideras la injusticia
en su más alto grado, cuando tiene por resultado hacer muy dichoso al que la comete y muy
desgraciados a los que son sus víctimas, que no quieren volver injusticia por injusticia. Hablo de la
tiranía, que se vale del fraude y de la violencia con ánimo de apoderarse, no poco a poco y como en
detalle de los bienes de otro, sino echándose de un solo golpe, y sin respetar lo sagrado ni lo
profano, sobre las fortunas particulares y la del Estado. Los delincuentes comunes, cuando son
cogidos in fraganti, son castigados con el último suplicio y se les denuesta con las calificaciones más
odiosas. Según la naturaleza de la injusticia que han cometido, se les llama sacrílegos,
secuestradores, butroneros, estafadores o ladrones; pero si se trata de uno que se ha hecho dueño de
los bienes y de las personas de sus conciudadanos, en lugar de darle estos epítetos detestables, se le
mira como el hombre más feliz, lo mismo por lo que él ha reducido a la esclavitud, que por los que
tienen conocimiento de su crimen; porque si se habla mal de la injusticia, no es porque se tema
cometerla, sino porque se teme ser víctima de ella. Tan cierto es, Sócrates, que la injusticia, cuando se
la lleva hasta cierto punto, es más fuerte, más libre, más poderosa que la justicia, y que, como dije al
principio, la justicia es la conveniencia del más fuerte, y la injusticia es por sí misma útil y
provechosa.
XVII. Trasímaco, después de habernos, a manera de un bañero, inundado los oídos con este largo
y terrible discurso, se levantó con ademán de marcharse; pero los demás le contuvieron y le
comprometieron a que diera razón de lo que acababa de decir. Yo también se lo suplicaba con
instancia y le decía:
—Pues, ¿qué, divino Trasímaco, puedes imaginarte salir de aquí después de lanzarnos un discurso
semejante? ¿No es indispensable que antes aprendamos nosotros de ti, o que tú mismo veas si las
cosas pasan como tú dices? ¿Crees que es de tan poca importancia el punto que nos ocupa? ¿No se
trata de decidir la regla de conducta que cada uno debe seguir para gozar durante la vida la mayor
felicidad posible?
—¿Quién os ha dicho que yo piense de otra manera? —dijo Trasímaco.
—Parece —dije yo— que te merecemos poca consideración, y que te importa poco que vivamos
dichosos o no; todo por ignorar lo que tú pretendes saber. Instrúyenos, por favor, y no perderás el
beneficio que nos hagas, siendo tantos como somos. En cuanto a mí, declaro que no pienso como tú y
que no podré persuadirme jamás de que sea más ventajosa la injusticia que la justicia, aunque tenga
todo el poder del mundo para obrar impunemente. Dejemos, amigo, que el injusto tenga el poder de
hacer el mal, sea por fuerza o sea por astucia: nunca creeré que su condición sea más ventajosa que la
del hombre justo. No soy seguramente el único de los presentes que piensa así. Pruébanos, por lo
tanto, de una manera decisiva que estamos en un error al preferir la justicia a la injusticia.
—¿Y cómo quieres que yo lo pruebe? —dijo—. Si lo que he dicho no te ha convencido, ¿qué más
puedo decir en tu obsequio? ¿Es preciso que yo haga que mis razones entren por fuerza en tu
espíritu?
—¡No, por Zeus! Pero por lo pronto, sostente en lo que has dicho, o si mudas algo, hazlo con
franqueza y no trates de sorprendernos, porque volviendo a lo que se dijo antes, ya ves, Trasímaco,
que después de haber definido el médico con la mayor precisión, tú no te has creído en el deber de
definir con la misma exactitud el verdadero pastor. Nos has dicho que el pastor, como pastor, no tiene
cuidado de su ganado por el ganado mismo, sino como un glotón dispuesto al banquete, para su
propio regalo o para venderlo como mercader, no como pastor. Pero esto es contrario a su profesión
de pastor, cuyo único fin es procurar el bien del ganado que le ha sido confiado; porque en tanto que
esta profesión conserve su esencia, es perfecta en su género, y para esto tiene todo lo que necesita.
Por la misma razón creía yo que no podíamos menos de convenir en que toda administración, sea
pública o privada, debe ocuparse únicamente del bien de la cosa que ha tomado a su cargo. ¿Crees, en
efecto, que los que gobiernan los Estados —entiendo los que merecen ese título— estén muy
contentos mandando?
—Por Zeus que no lo creo, sino que estoy seguro de ello.
XVIII. —¿Cómo? —contesté yo—. ¿No has observado, Trasímaco, respecto a los otros cargos
públicos, que nadie quiere ejercerlos por lo que ellos son, sino que se exige un salario por entender
que por su naturaleza sólo son útiles a aquellos sobre los que se ejercen? Y dime, te lo suplico, ¿no se
distinguen unas de otras las artes por sus diferentes efectos? Y no contestes, bendito mío, contra tu
opinión, a fin de que adelantemos algo.
—Eso es distinto —dijo.
—Cada una de ellas procura a los hombres una utilidad que le es propia, no común a otras; la
medicina, la salud; el pilotaje, la seguridad en la navegación, y así todas las demás. ¿No es así?
—Sin duda.
—Y la ventaja que procura el arte del mercenario, ¿no es el salario? Éste es el efecto propio de
este arte. ¿Confundes la medicina con el pilotaje? O si quieres continuar hablando en términos
precisos, como hiciste al principio, ¿dirás que el pilotaje y la medicina son la misma cosa porque un
piloto recobre la salud, ejerciendo su arte, a causa de lo saludable que es el navegar?
—No, por cierto —dijo.
—Tampoco dirás que el arte del mercenario y el del médico son la misma cosa porque ocurra
que el mercenario goce de salud ejerciendo su arte.
—Tampoco.
—¿Y la profesión del médico será la misma que la del mercenario porque el médico exija alguna
recompensa por la cura de los enfermos?
Lo negó.
—¿No hemos reconocido que cada arte tiene su utilidad particular?
—Sí —dijo.
—Si existe una utilidad común a todos los practicantes de un arte, es evidente que sólo puede
proceder de algo idéntico que todos ellos añaden al arte que ejercen.
—Seguramente es así —repuso.
—Digamos, pues, que el salario que reciben los artistas lo adquieren en calidad de mercenarios.
Convino en ello a duras penas.
—Por consiguiente, no es su arte el que da origen a este salario, sino que, hablando con exactitud,
es preciso decir que el objeto de la medicina es dar la salud, y el del mercenariado, rendir un salario,
y el de la arquitectura, construir casas; y si el arquitecto recibe un salario, es porque además es
mercenario. Lo mismo sucede en las demás artes. Cada una de ellas produce su efecto propio,
siempre en ventaja del objeto a que se aplica. En efecto, ¿qué provecho sacaría un artista de su arte si
lo ejerciese gratuitamente?
—Ninguno, parece —dijo.
—¿Su arte dejaría de aprovecharle si trabajara gratis?
—Creo que sí le aprovecharía.
—Así, pues, Trasímaco es evidente que ningún arte, ninguna autoridad consulta su propio interés
sino, como ya hemos dicho, el interés de su objeto; es decir, del más débil y no del más fuerte. Ésta es
la razón que he tenido, Trasímaco, para decir que nadie quiere gobernar ni curar los males de otro
gratuitamente, sino que exige una recompensa; porque si alguno quiere ejercer su arte como es
debido, no trabaja para sí mismo, sino en provecho del gobernado. Por esto, para comprometer a los
hombres a que ejerzan el mando, ha sido preciso proponerles alguna recompensa, como dinero,
honores o un castigo si rehúsan aceptarlo.
XIX. —¿Cómo entiendes eso, Sócrates? —dijo Glaucón—. Yo conozco bien las dos especies
primeras de recompensas, pero no ese castigo, cuya exención propones como una tercera clase de
recompensa.
—No conoces entonces la propia de los sabios, la que les decide a tomar parte en los negocios
públicos. ¿No sabes que ser interesado o ambicioso es cosa vergonzosa y que por tal se tiene?
—Lo sé —dijo.
—Por eso —dije yo— los sabios no quieren tomar parte en los negocios con ánimo de
enriquecerse ni de tener honores, porque temerían que se les mirara como mercenarios si exigían
manifiestamente algún salario por el mando, o como ladrones si convertían los fondos públicos en su
provecho. Tampoco tienen en cuenta los honores, porque no son ambiciosos. Es preciso, pues, que se
les obligue a tomar parte en el gobierno so pena de algún castigo. Y por esta razón se mira como
cosa poco delicada el encargarse voluntariamente de la administración pública sin verse
comprometido a ello. Porque el mayor castigo para el hombre de bien, cuando rehúsa gobernar a los
demás, es el verse gobernado por otro menos digno; y este temor es el que obliga a los sabios a
encargarse del gobierno, no por su interés ni por su gusto, sino por verse precisados a ello a falta de
otros, tanto o más dignos de gobernar; de suerte que, si se encontrase un Estado compuesto
únicamente de hombres de bien, se solicitaría el alejamiento de los cargos públicos con el mismo
calor con que hoy se solicitan éstos; se vería claramente en un Estado de este género que el verdadero
magistrado no mira su propio interés, sino el de sus administrados; y cada ciudadano, convencido de
esta verdad, preferiría ser feliz mediante los cuidados de otro, a trabajar por la felicidad de los
demás. No concedo, pues, a Trasímaco que la justicia sea el interés del más fuerte, pero ya
examinaremos este punto en otra ocasión. Lo que ha añadido, tocante a la condición del hombre
malo, la cual, según él, es más dichosa que la del hombre justo, es punto de mayor importancia aún.
Tú, Glaucón, ¿tienes esa misma opinión? Entre estas dos afirmaciones, ¿cuál te parece más
verdadera?
—La condición del hombre justo es más ventajosa —dijo Glaucón.
—¿Has oído —pregunté yo— la enumeración que Trasímaco acaba de hacer de los bienes afectos
a la condición del hombre injusto?
—Sí, pero yo no los creo —contestó.
—¿Quieres que busquemos, si podemos, algún medio de probarle que se engaña?
—¿Cómo no he de quererlo? —repuso.
—Si oponemos —dije yo— al largo discurso que acaba de pronunciar otro discurso también
largo en favor de la justicia, y luego otro él y otro nosotros, será preciso contar y pesar las ventajas
de una y otra parte, y además serían necesarios jueces para pronunciar el fallo; mientras que, tratando
el punto amistosamente, hasta convenir en lo que nos parezca verdadero o falso, como antes hicimos,
seremos a la vez jueces y abogados.
—Es cierto —dijo.
—¿Cuál de estos dos métodos te agrada más? —dije yo.
XX. —El segundo —contestó.
—Pues bien, respóndeme de nuevo, Trasímaco —dije yo—. ¿Pretendes que la completa injusticia
es más ventajosa que la justicia perfecta?
—Lo afirmo de plano —dijo Trasímaco—, y ya he dado mis razones.
—Muy bien; pero ¿qué piensas de estas dos cosas? ¿No das a la una el nombre de virtud y a la
otra el de vicio?
—Sin duda.
—¿Das probablemente el nombre de virtud a la justicia y el de vicio a la injusticia?
—Eso parece, querido —exclamó—, puesto que yo pretendo que la injusticia es útil y que la
justicia no lo es.
—¿Qué es lo que dices, pues?
—Todo lo contrario —replicó.
—¡Qué! ¿La justicia es un vicio?
—No; es una generosa candidez.[25]
—¿Luego la injusticia es una maldad?
—No; es discreción —respondió.
—¿Luego los hombres injustos son buenos y sabios a tu parecer?
—Por lo menos —dijo— los que lo son en sumo grado, y que son bastante fuertes para someter a
las ciudades y a los pueblos. Quizá crees que quiero hablar de los rateros. No es porque este oficio no
tenga también sus ventajas, mientras cuente con la impunidad; pero estas ventajas no son nada
cotejadas con las que acabo de mencionar
—Concibo muy bien tu pensamiento —dije—; pero lo que me sorprende es que das a la injusticia
los nombres de virtud y de sabiduría, y a la justicia nombres contrarios.
—Pues eso es lo que pretendo.
—Eso es bien duro, amigo, y ya no sé qué camino tomar para refutarte —dije yo—. Si dijeses
sencillamente, como otros, que la injusticia, aunque útil, es una cosa vergonzosa y mala en sí, podría
responderte lo que de ordinario se responde. Pero toda vez que llegas hasta el punto de llamarla
virtud y sabiduría, no dudarás en atribuirle la fuerza, la belleza y todos lo demás títulos que se
atribuyen comúnmente a la justicia.
—No es posible adivinar mejor.
—Pero mientras tenga motivos para creer que hablas seriamente, no me es dado renunciar a este
examen, porque se me figura, Trasímaco, que esto no es una burla tuya, sino que piensas realmente lo
que dices.
—¿Qué te importa —replicó— que sea así o no? ¿No refutas mi argumento?
—Poco me importa, en efecto —dije yo—; pero permíteme hacerte aún otra pregunta. ¿El
hombre justo querría tener en algo ventaja sobre el hombre injusto?
—No, verdaderamente; de otra manera —dijo— no sería ni tan encantador ni tan cándido como
es.
—Pero ¿qué? ¿Ni siquiera con respecto a una acción justa?
—Ni con respecto a ella —replicó.
—¿No querría, por lo menos, sobrepujar al hombre injusto, y no creería poderlo hacer
justamente?
—Lo creería y lo querría, pero sus esfuerzos serían inútiles —repuso.
—No es eso lo que quiero saber —dije—. Yo te pregunto solamente esto: si el justo tendrá la
pretensión y la voluntad de tener ventaja, no sobre otro justo, sino solamente sobre el hombre injusto.
—Sí, tiene esta última pretensión —dijo.
—¿Y el injusto querría aventajar al justo y a la acción justa?
—¿Cómo no —dijo—, puesto que quiere prevalecer sobre todo el mundo?
—¿Querrá, por consiguiente, el injusto tener ventaja sobre el hombre y la acción injustos y se
esforzará para tenerla sobre todos?
—Eso es.
XXI. —Por consiguiente, digamos —proseguí— que el justo no quiere tener ventaja sobre su
semejante, sino sobre su contrario, mientras que el hombre injusto quiere tenerla sobre uno y sobre
otro.
—Eso está muy bien dicho —asintió.
—¿Y no es el injusto inteligente y bueno —pregunté—, y el justo ni lo uno ni lo otro?
—También es exacto —contestó.
—¿El hombre injusto se parece, por consiguiente —dije—, al hombre inteligente y bueno, y el
justo no se parece a éste?
—¿Cómo no ha de parecerse el que es de tal o de cual manera a los que son lo que él es, y el que
no es tal, no parecerse?
—Muy bien, ¿cada uno de ellos es, por lo tanto, tal como aquellos a quienes se parece?
—¿Cómo podría ser de otra manera? —dijo.
—Trasímaco, ¿no dices de un hombre que es músico y de otro que es no-músico?
—Sí.
—¿A cuál de los dos llamas inteligente y a cuál no?
—Al músico lo llamo inteligente; al otro no.
—¿Y al uno, como inteligente, bueno; al otro malo por la razón contraria?
—Sí.
—¿No sucede lo mismo respecto del médico?
—Sí.
—¿Crees tú, hombre excelente, que un músico que arregla su lira, querrá, al aflojar o estirar las
cuerdas de su instrumento, sobrepujar a otro músico?
—No me parece.
—¿Y al no-músico?
—A ése, por fuerza.
—Y el médico, en la prescripción de la comida y de la bebida, ¿querría llevar ventaja a otro
médico o al arte mismo que profesa?
—No, sin duda.
—¿Y al que no es médico?
—Sí.
—Mira, pues, con respecto a cualquier saber e ignorancia, si te parece que el entendido querrá
aventajar en lo que dice y en lo que hace a otro versado en el mismo saber, o si sólo aspira a hacer lo
mismo en las mismas ocasiones.
—Podrá suceder que así sea —dijo.
—¿El ignorante no quiere, por el contrario, tener ventajas sobre el entendido y sobre el
ignorante?
—Probablemente.
—Pero ¿el entendido es sabio?
—Sí.
—¿Y el sabio es bueno?
—Sí.
—Por lo tanto, el que es bueno y sabio no quiere tener ventaja sobre su semejante, sino sobre su
contrario.
—Así parece —dijo.
—Mientras que el que es malo e ignorante quiere tener ventajas sobre el uno y sobre el otro.
—Es cierto.
—¿No nos ha parecido, Trasímaco —dije yo—, que el injusto quiere tener ventaja sobre su
semejante y sobre su desemejante? ¿No era eso lo que decías?
—Lo he dicho —reconoció.
—¿Y que el justo no quiere tener ventaja sobre su semejante, y sí sólo sobre su desemejante?
—Sí.
—Se parecen, pues, el justo al hombre sabio y bueno —dije—, y el injusto al que es malo e
ignorante.
—Puede suceder.
—Pero hemos convenido en que ambos son como aquellos a quienes se parecen.
—Sí, hemos convenido en eso.
—Luego es evidente que el justo es bueno y sabio, y el injusto ignorante y malo.
XXII. Trasímaco convino en todo esto, aunque no con tanta facilidad como yo lo refiero, pues le
arranqué estas confesiones con un trabajo infinito. Sudaba en grande, con tanto más motivo cuanto
que era verano, y entonces vi que por primera vez Trasímaco se ruborizaba. Pero cuando estuvimos
de acuerdo en que la justicia es virtud y sabiduría, y la injusticia vicio e ignorancia, le dije:
—Demos este punto por decidido. Pero además hemos dicho que la injusticia es fuerte; ¿te
acuerdas, Trasímaco?
—Me acuerdo —contestó—; pero no estoy satisfecho de lo que acabas de decir, y se me ocurre
algo con que responderte. Pero sé muy bien que, sólo con que abra la boca, ya dirás que hago una
arenga. Déjame, por lo tanto, la libertad de hablar, o si quieres interrogarme, hazlo; te responderé
«sí», y aprobaré o desaprobaré con signos de cabeza, como se hace en los cuentos de viejas.
—Pero te conjuro —dije yo— a que no digas nada contrario a lo que piensas.
—Puesto que no quieres que hable como es de mi gusto, diré lo que sea del tuyo —contestó—,
¿quieres más?
—Nada, por Zeus, sino que, si has de hacerlo así, así lo hagas. Voy a interrogarte.
—Interroga, pues.
—Te pregunto, pues, tomando el hilo de nuestra discusión, qué es la justicia comparada con la
injusticia. Me parece que has dicho que ésta era más fuerte y más poderosa que la justicia; pero si la
justicia es sabiduría y virtud, me será fácil demostrar que es más fuerte que la injusticia, y no puede
haber nadie que no convenga en ello, puesto que la injusticia es ignorancia. Pero sin detenerme en
esta prueba tan fácil, Trasímaco, he aquí otra. ¿No hay Estados que llevan la injusticia hasta atentar
contra la libertad de otros Estados y someter muchos a la esclavitud?
—Sin duda los hay —dijo—. Pero eso sucede en un Estado muy bien gobernado y que sabe ser
injusto hasta el más alto grado.
—Sé que eso es lo que piensas —dije—. Lo que quería saber yo es si un Estado que se hace dueño
de otro Estado puede llevar a cabo esta empresa sin emplear la justicia, o si se verá precisado a
valerse de ella.
—Si la justicia es sabiduría, como decías antes —respondió—, será preciso que este Estado acuda
a ella; pero si las cosas pasan como yo he dicho, empleará la injusticia.
—Te agradezco, Trasímaco, que me respondas explícitamente y no sólo por signos de cabeza —
dije yo.
—Lo hago para complacerte —contestó.
XXIII. —Lo agradezco, pero hazme el favor de decirme si un Estado, un ejército o una cuadrilla
de bandidos y ladrones, o cualquiera otra sociedad de este género, podrían triunfar en sus empresas
injustas si los miembros que la componen actuasen, los unos respecto de los otros, con injusticia.
—No podrían —dijo él.
—Y si no se hicieran injusticia, ¿no les iría mejor? —Desde luego.
—¿No sería porque la injusticia da origen a sediciones, odios y combates entre unos y otros, al
paso que la justicia mantiene entre los mismos la paz y la concordia?
—Lo concedo, para no disputar contigo —dijo él.
—Haces bien, hombre excelente; pero dime: si es propio de la injusticia el engendrar odios y
disensiones en todas partes donde se encuentra, ¿no producirá indudablemente el mismo efecto entre
hombres, sean libres o esclavos, y no les hará impotentes para emprender cosa alguna en común?
—Desde luego.
—Y si se encuentra en dos hombres, ¿no estarán éstos siempre en discusión y en guerra? ¿No se
aborrecerán mutuamente tanto cuanto aborrecen a los justos?
—Así será —dijo.
—Y ¿qué, hombre admirable? Cuando se encuentre en un solo hombre, ¿perderá la injusticia su
propiedad, o bien la conservará?
—En buena hora la conserve —dijo.
—Es tal, pues, el poder de la injusticia, ya se encuentre en un Estado o familia, ya en un ejército o
en cualquier otro lugar que, en primer lugar, lo hace absolutamente impotente para emprender nada a
causa de las querellas y sediciones que provoca; y, en segundo lugar, lo hace enemigo de sí mismo y
de todo lo que es a ello contrario, es decir, del hombre de bien. ¿No es esto verdad?
—Totalmente.
—Aun cuando no se encuentre más que en un hombre solo, producirá sus efectos naturales, le
pondrá, por lo pronto, en la imposibilidad de obrar a causa de las sediciones que excitará y por la
oposición continua en que lo pondrá consigo mismo; y será después su propio enemigo y el de todos
los justos. ¿No es así?
—Sí.
—Pero los dioses, amigo, ¿no son también justos?
—Sea —dijo.
—Luego el injusto será enemigo de los dioses, Trasímaco, y el justo será su amigo.
—Disfruta tranquilamente —dijo— de tu argumentación; no me opondré a ella, a trueque de no
tener que enredarme con los que nos escuchan.
—Lleva pues tu complacencia hasta el fin —dije yo— y continúa respondiéndome como hasta
ahora. Acabamos de ver que los hombres de bien son mejores, más sabios y más capaces de actuar;
mientras que los injustos no pueden emprender nada en unión de otros, y cuando hemos supuesto que
la injusticia no les impedía ejecutar en común algún designio, esta suposición no descansaba en la
verdad, porque si fueran totalmente injustos emplearían mutuamente la injusticia los unos contra los
otros. Es evidente que conservan entre ellos un resto de justicia que les impide dañarse unos a otros,
al mismo tiempo que causan daño a los demás, y que mediante la justicia es como llevan a cabo sus
empresas. A la verdad, la injusticia es la que les hace idear empresas criminales; pero sólo son malos
a medias, porque los que son injustos a toda prueba están también en una imposibilidad absoluta de
obrar. Así pasan las cosas y no como dijiste tú al principio. Nos resta examinar si la condición del
justo es mejor y más dichosa que la del injusto. Tengo motivos para creerlo, conforme a lo que
queda dicho. Pero examinemos esta cuestión más a fondo, tanto más cuanto que no se trata de una
bagatela, sino de lo que ha de ser la regla de nuestra vida.
—Examínala, pues —dijo.
—Es lo que voy a hacer —repliqué—. Respóndeme. El caballo, ¿no tiene una función que le es
propia?
—Sí.
—¿No llamas función propia de un caballo o de cualquier otra cosa a aquello que no se puede
hacer, o por lo menos hacer bien, sino por su medio?
—No entiendo —dijo.
—De otro modo: ¿puedes ver de alguna manera que no sea por los ojos?
—No, por cierto.
—¿Oír de otra manera que por los oídos?
—En modo alguno.
—¿Podremos decir, pues, con razón que éstas son sus funciones?
—Sí, sin duda.
—Y ¿qué? ¿Podrías cortar un sarmiento de una cepa con un cuchillo, un cincel o cualquier otro
instrumento?
—¿Cómo no?
—Pero con nada será más cómodo hacerlo que con una podadera fabricada expresamente para
esto, creo yo.
—Sin duda.
—¿No estableceremos, pues, que ésta es su función propia?
—Así lo estableceremos.
XXIV. —Comprenderás ahora, supongo, lo que últimamente inquiría: si la función de una cosa es
aquello que sólo ella puede hacer o hacerlo mejor que ninguna otra.
—Comprendo —dijo—, y me parece que ésa es efectivamente la operación propia de cada una.
—Muy bien —dije—. Todo lo que tiene una función particular, ¿no tiene igualmente una virtud
que le es propia? Y volviendo a los ejemplos de que ya me he servido, ¿no dijimos que los ojos
tienen su función?
—Así es.
—Luego, ¿tienen también una virtud que les es propia?
—También una virtud.
—¿No hay también una operación propia de los oídos?
—Sí.
—Y, por tanto, ¿hay también una virtud?
—También.
—¿Y no ocurrirá lo mismo con todas las demás cosas?
—Así es.
—Detente un momento. ¿Podrían los ojos desempeñar sus funciones si no tuviesen la virtud que
les es propia, o si, en lugar de esta virtud, tuviesen el vicio contrario?
—¿Cómo habían de poder? —dijo—. Porque tú hablas, sin duda, del caso en que la ceguera
hubiera sustituido a la facultad de ver.
—Cualquiera que sea la virtud de los ojos, poco importa —dije yo—; no es eso lo que yo quiero
saber. Pregunto sólo, en general, si cada cosa desempeña bien su función a causa de la virtud que le es
propia y mal a causa del vicio contrario.
—Verdad es lo que dices —asintió.
—De esa manera, ¿los oídos, privados de esa virtud propia, desempeñarán mal su función?
—Desde luego.
—¿No puede decirse otro tanto de cualquier otra cosa?
—Yo lo pienso así.
—Sigamos y pasemos a esto otro. ¿No tiene el alma su función, que ninguna otra cosa que no sea
ella puede realizar, como hacerse cargo, gobernar, deliberar, y así lo demás? ¿Pueden atribuirse estas
funciones a otra cosa que al alma? ¿No tenemos el derecho para decir que son propias de ella?
—De ninguna otra cosa.
—Vivir, ¿no es una de las funciones del alma?
—Ciertamente —dijo.
—El alma, ¿no tiene también su virtud particular?
—Eso diremos.
—El alma, privada de su propia virtud, ¿acaso podrá, Trasímaco, desempeñar bien sus funciones
o bien le resultará imposible?
—Imposible.
—Luego es una necesidad que el alma mala se haga cargo y gobierne mal; por el contrario, que
la que es buena haga bien todas esas cosas.
—Es necesario.
—Pero ¿no estamos de acuerdo en que la justicia es una virtud y la injusticia un vicio del alma?
—Sí. Nos pusimos de acuerdo en eso.
—Por consiguiente, el alma justa y el hombre justo vivirán bien, y el hombre injusto vivirá mal.
[26]
—Así debe suceder, conforme tú dices —asintió.
—Pero el que vive bien es dichoso; el que vive mal, lo contrario.
—¿Cómo no?
—Luego el justo es dichoso y el injusto desgraciado.
—Sea —dijo.
—Pero no es ventajoso ser desgraciado; lo es, por el contrario, el ser dichoso.
—¿Quién te dice que no?
—Luego jamás, bendito Trasímaco, será la injusticia más provechosa que la justicia.
—Regálate con estos discursos, Sócrates, y que éste sea tu festín de las Bendidias.
—Banquete por ti preparado, Trasímaco —observé yo—, que tanto te has suavizado y que has
desechado esa cólera que tenías contra mí. Sin embargo, no he sido tan agasajado como yo hubiera
querido; pero la falta no es tuya, sino mía. Me ha sucedido lo que a los glotones, que se arrojan sobre
todas las viandas que se les presentan y no saborean ninguna. Antes de haber resuelto perfectamente
la primera cuestión que se ha propuesto sobre la naturaleza de la justicia, he procurado indagar
detenidamente si era vicio e ignorancia o sabiduría y virtud. Otra cuestión nos ha salido al encuentro,
a saber: si la injusticia es más ventajosa que la justicia, y no he podido menos de abandonar la
primera y pasar a la segunda. De manera que nada he aprendido de toda esta conversación; porque no
sabiendo lo que es la justicia, ¿cómo podría yo saber si es una virtud o no, y si el que la posee es
desgraciado o dichoso?
Libro II de La República

I. Después de haber hablado de esta manera, creí que se daría por terminada la conversación;
pero, al parecer, todo lo dicho no fue más que el preludio. Glaucón dio en esta ocasión una prueba de
su valor acostumbrado, y lejos de rendirse, como Trasímaco, tomó la palabra y dijo:
—Sócrates, ¿te contentas con figurarte que nos has convencido de que ser justo es, de todas
maneras, preferible a ser injusto, o quieres realmente convencernos?
—Yo querría —le contesté— convenceros realmente, si esto estuviera en mi mano.
—Entonces —dijo— tú no haces lo que quieres, Sócrates; porque, dime, ¿no hay una clase de
bienes que deseamos y que buscamos por lo que ellos son, sin cuidarnos para nada de sus resultados,
como la alegría y otros placeres puros y sin mezcla, aunque no producen consecuencia alguna
duradera, sino el placer de gozar de ellos?
—Sí —respondí—, hay, a mi parecer, bienes de esta naturaleza.
—Y ¿qué? ¿No hay otros que amamos a la vez por sí mismos y por sus resultados, como, por
ejemplo, la inteligencia, la vista, la salud? Aquellos dos motivos, en mi opinión, nos mueven
igualmente a procurárnoslos.
—Es cierto —asentí.
—Y por último —dijo— ¿no encuentras una tercera clase de bienes, como el entregarse a los
ejercicios del cuerpo, el recuperar la salud, el ejercer la medicina o cualquier otra profesión
lucrativa? Estos bienes, diremos que son penosos, pero útiles, y los buscaremos, no por sí mismos,
sino por las ganancias y demás ventajas que nos proporcionan.
—Reconozco —dije— esta tercera clase de bienes. Pero ¿a dónde quieres ir a parar?
—¿En cuál de estas tres clases —preguntó— incluyes la justicia?
—Creo que en la mejor de las tres —respondí—, en la de los bienes que deben amar por ellos
mismos y por sus resultados los que quieren ser verdaderamente dichosos.
—No es esa —dijo— la opinión común de las gentes, que ponen la justicia en el rango de
aquellos bienes penosos que no merecen nuestros cuidados sino por la gloria y las recompensas que
producen, y de los que debe huirse porque cuestan demasiado.
II. —Sé —respondí— que se piensa así ordinariamente, y en esto se fundó Trasímaco para
rechazar la justicia y hacer tantos elogios de la injusticia. Pero eso yo no puedo entenderlo, y
precisamente debe ser muy torpe mi inteligencia, a lo que parece.
—Pues bien —exclamó—, quiero ver si te adhieres a mi opinión. Escúchame. Me parece que
Trasímaco, a manera de la serpiente que se deja fascinar, se ha rendido demasiado pronto al encanto
de tus discursos.[1] Yo no he podido darme por satisfecho con lo que se ha dicho en pro y en contra
de cada una de las dos cosas. Quiero saber cuál es su naturaleza, y qué efecto producen ambas
inmediatamente en el alma, sin tener en cuenta ni las recompensas que llevan consigo ni tampoco
ninguno de sus resultados, buenos o malos. He aquí, pues, lo que me propongo hacer, si no lo llevas a
mal. Tomaré de nuevo la objeción de Trasímaco. Diré por lo pronto lo que es la justicia, según la
opinión común, y en dónde tiene su origen. En seguida haré ver que todos los que la practican no la
miran como un bien, sino que se someten a ella como a una necesidad. Y, por último, demostraré que
tienen razón de obrar así, porque la vida del injusto es infinitamente mejor que la del justo, a lo que
se dice; porque yo, Sócrates, aún estoy indeciso sobre este punto, pues tan atronados tengo los oídos
con discursos semejantes al de Trasímaco que no sé a qué atenerme. Por otra parte, no he encontrado
a ninguno que me pruebe, como desearía, que la justicia es preferible a la injusticia. Deseo oír a
alguien que la alabe en sí misma y por sí misma, y es de ti de quien principalmente espero este
elogio; y por esta razón voy a extenderme sobre las ventajas de la vida injusta. Así te indicaré el
modo en que yo deseo oírte atacar la injusticia y alabar la justicia. Mira si son de tu agrado estas
condiciones.
—Al máximo —dije yo—. ¿Y de qué otro objeto puede un hombre inteligente hablar y escuchar
con más gusto?
—Muy bien dicho —señaló—. Escucha ahora cuáles son, como anuncié al principio, la naturaleza
y el origen de la justicia. Se dice que es un bien en sí cometer la injusticia y un mal el padecerla. Pero
resulta mayor mal en padecerla que bien en cometerla. Los hombres cometieron y sufrieron la
injusticia alternativamente; experimentaron ambas cosas, y habiéndose dañado por mucho tiempo los
unos a los otros, no pudiendo los más débiles evitar los ataques de los más fuertes, ni atacarlos a su
vez, creyeron que era un interés común impedir que se hiciese y que se recibiese daño alguno. De
aquí nacieron las leyes y las convenciones. Se llamó justo y legítimo lo que fue ordenado por la ley.
Tal es el origen y tal es la esencia de la justicia, la cual ocupa un término medio entre el más grande
bien, que consiste en poder ser injusto impunemente, y el más grande mal, que es el no poder
vengarse de la injuria que se ha recibido. Y se ha llegado a amar la justicia, no porque sea un bien en
sí misma, sino en razón de la imposibilidad en que nos coloca de cometer la injusticia. Porque el que
puede cometerla y es verdaderamente hombre no se cuida de meterse en tratos para evitar que se
cometan o sufran injusticias, y sería de su parte una locura. He aquí, Sócrates, cuál es la naturaleza de
la justicia, y he aquí en dónde se pretende que tiene su origen.
III. Y para probarte aún más que sólo a pesar suyo y en la impotencia de violarla abraza uno la
justicia, hagamos una suposición. Demos a todos, justos e injustos, un poder igual para hacer todo lo
que quieran; sigámoslos, y veamos a dónde conduce la pasión al uno y al otro. No tardaremos en
sorprender al hombre justo siguiendo los pasos del injusto, arrastrado como él por el deseo de
adquirir sin cesar más y más, deseo a cuyo cumplimiento aspira toda la naturaleza como a una cosa
buena en sí, pero que la ley reprime y limita por fuerza, por respeto a la igualdad. En cuanto al poder
de hacerlo todo, yo les concedo que sea tan extenso como el que se cuenta de Giges, uno de los
antepasados del lidio. Giges era pastor del rey de Lidia. Después de una borrasca seguida de violentas
sacudidas, la tierra se abrió en el paraje mismo donde pacían sus ganados; lleno de asombro a la vista
de este suceso, bajó por aquella hendidura y, entre otras cosas sorprendentes que se cuentan, vio un
caballo de bronce, en cuyo vientre había abiertas unas pequeñas puertas, por las que asomó la cabeza
para ver lo que había en las entrañas de este animal, y se encontró con un cadáver de talla
aparentemente superior a la humana. Este cadáver estaba desnudo, y sólo tenía en un dedo un anillo
de oro. Giges lo cogió y se retiró. Posteriormente, habiéndose reunido los pastores en la forma
acostumbrada al cabo de un mes, para dar razón al rey del estado de sus ganados, Giges concurrió a
esta asamblea, llevando en el dedo su anillo, y se sentó entre los pastores. Sucedio que habiéndose
vuelto por casualidad la piedra preciosa de la sortija hacia el lado interior de la mano, en el momento
Giges se hizo invisible, de suerte que se habló de él como si estuviera ausente. Sorprendido de este
prodigio, volvio la piedra hacia afuera, y en el acto se hizo visible. Habiendo observado esta virtud
del anillo, quiso asegurarse repitiendo la experiencia y otra vez ocurrió lo mismo: al volver hacia
dentro el engaste, se hacía invisible; cuando ponía la piedra por el lado de afuera se volvía visible de
nuevo. Seguro de su descubrimiento, se hizo incluir entre los pastores que habían de ir a dar cuenta al
rey. Llega a palacio, corrompe a la reina, y con su auxilio se deshace del rey y se apodera del trono.
Ahora bien; si existiesen dos anillos de esta especie, y se diesen uno a un hombre justo y otro a uno
injusto, es opinión común que no se encontraría probablemente un hombre de un carácter bastante
firme para perseverar en la justicia y para abstenerse de tocar los bienes ajenos, cuando impunemente
podría arrancar de la plaza pública todo lo que quisiera, entrar en las casas, abusar de todas las
personas, matar a unos, liberar de las cadenas a otros y hacer todo lo que quisiera con un poder igual
al de los dioses en medio de los mortales. En nada diferirían, pues, las conductas del uno y del otro:
ambos tenderían al mismo fin, y nada probaría mejor que ninguno es justo por voluntad, sino por
necesidad, y que el serlo no es un bien para él personalmente, puesto que el hombre se hace injusto
tan pronto como cree poderlo ser sin temor. Y así los partidarios de la injusticia concluirán de aquí
que todo hombre cree en el fondo de su alma, y con razón, que es más ventajosa que la justicia; de
suerte que, si alguno, habiendo recibido un poder semejante, no quisiese hacer daño a nadie, ni tocara
los bienes de otro, se le miraría como el más desgraciado y el más insensato de todos los hombres.
Sin embargo, todos harían en público el elogio de su virtud, pero con intención de engañarse
mutuamente y por el temor de experimentar ellos mismos alguna injusticia. Esto es lo que quería
decir.
IV. Sentado esto, sólo veo un medio de decidir con seguridad acerca de la condición de los dos
hombres de que hablamos, y es el considerarles aparte el uno del otro en el más alto grado de justicia
y de injusticia; si no, imposible. Y ¿cómo hacer esa separación? Así: no rebajemos al hombre injusto
ninguna parte de la injusticia, ni al hombre justo ninguna parte de la justicia, y supongamos a ambos
perfectos en el género de vida que han abrazado. Que el hombre malo actúe como los mejores
artífices, semejante a esos pilotos hábiles o a esos grandes médicos, que ven inmediatamente todo lo
que puede su arte, que en el acto conocen lo que es posible y lo que es imposible, y que cuando han
cometido una falta saben diestramente repararla; que el hombre malo, digo, conduzca sus empresas
injustas con tanta destreza que no se ponga en evidencia, porque si se deja sorprender y coger en falta
ya no es un hombre hábil. El gran mérito de la injusticia consiste en parecer justo sin serlo. Hay que
dotar, pues, al hombre perfectamente injusto de la injusticia perfecta sin quitar nada de ella, y que
cometiendo los más grandes crímenes sepa crearse una reputación de hombre de bien; que si llega a
dar un paso en falso se rehaga inmediatamente; que sea tan elocuente que convenza de su inocencia a
los mismos ante quienes sus crímenes habrán de acusarle; bastante atrevido y bastante poderoso, ya
por sí mismo, ya por sus amigos, para conseguir por la fuerza lo que no podría obtener de otra
manera. He aquí el hombre injusto.
Pongamos ahora frente a frente al hombre justo, cuyo carácter es sencillo y noble, el hombre,
como dice Esquilo:
Más ansioso de ser bueno que de parecerlo.[2]

Quitémosle hasta la reputación de hombre de bien; porque si pasa por justo, se verá, como
consecuencia, colmado de honores y de bienes, y de esta manera no podremos juzgar si ama la
justicia por sí misma o a causa de los honores y bienes que ella le proporciona. En una palabra,
despojémoslo de todo, menos de la justicia, y para que haya entre él y el injusto una completa
oposición, que pase por el más malvado de los hombres sin haber cometido jamás la más pequeña
injusticia; de suerte que su virtud se vea sometida a las más duras pruebas, sin que se conmueva ni
por la infamia ni por los malos tratos, sino que marche con paso firme por el sendero de la justicia
hasta la muerte, pasando toda su vida por un malvado, aunque sea un hombre justo. Teniendo a la
vista estos dos modelos, el uno de justicia, el otro de injusticia consumada, quiero yo que decidamos
acerca de cuál de los dos es más dichoso.
V. —¡Con qué precisión —exclamé— y con qué rigor, mi querido Glaucón, nos has presentado
estos dos hombres, desnudos como estatuas, para que los juzguemos!
—He procurado —contestó— ser todo lo más exacto que he podido. Después de haberlos
supuesto tales como acabo de decir, no será malo, a mi parecer, consignar mi juicio sobre la suerte
que espera al uno y al otro. Digámoslo, por lo tanto, y si lo que yo acabo de decir te parece muy
fuerte, acuérdate, Sócrates, de que no hablo por mi cuenta, sino en nombre de los que prefieren la
injusticia a la justicia. El justo, dicen, el que es tal como yo lo he pintado, será azotado, atormentado,
encadenado, se le quemarán los ojos y, en fin, después de haberle hecho sufrir toda clase de males, se
le empalará, y por este medio se le hará comprender que no hay que cuidarse de ser justo y sí sólo de
parecerlo. Al hombre injusto es más bien a quien deben aplicarse las palabras de Esquilo, porque al
no ajustar su conducta a la opinión de los hombres, sino a la verdad, no quiere parecer injusto sino
serlo en efecto:

Cosechando en el profundo surco de su corazón,


del que brotan sus nobles designios.[3]

Y con la reputación de hombre de bien tiene grande autoridad en el Estado, se enlazan él y sus
hijos con las mejores familias y llevan a cabo todas las uniones que le agradan, sacando ventaja de
todo esto, porque el crimen no le asusta. Cualquier cosa por la que dispute, sea en público o en
privado, la consigue sobreponiéndose a todos los concurrentes; se enriquece, hace bien a sus amigos,
mal a sus enemigos, ofrece a los dioses sacrificios y presentes magníficos, y se atrae la benevolencia
de los dioses y de los hombres con más facilidad y seguridad que el justo. De donde puede deducirse,
como cosa probable, que es también más querido de los dioses. De esta suerte, Sócrates, es más
dichosa que la del justo la vida que al injusto le deparan tanto los dioses como los hombres.
VI. Luego que Glaucón acabó de hablar, me preparaba a contestarle, pero su hermano Adimanto,
tomando la palabra, me dijo:
—Sócrates, no creerás que la tesis está suficientemente discutida, ¿verdad?
—¿Y por qué no? —le dije.
—Mi hermano ha olvidado lo esencial —dijo.
—Pues bien —dije—, ya conoces el proverbio: venga el hermano en auxilio de su hermano.
Suple tú lo que él ha omitido. Sin embargo, ha dicho lo bastante para ponerme fuera de combate y
dejarme sin medios para defender la justicia.
—Todos tus subterfugios son inútiles; es preciso que me escuches a mí también. Voy a exponerte
una tesis contraria a la suya, la tesis de los que toman el partido de la justicia contra la injusticia. Esta
oposición hará más patente lo que Glaucón, a mi parecer, se ha propuesto mostrar. Los padres
recomiendan la justicia a sus hijos y los maestros a sus discípulos. ¿Y lo hacen en vista de la justicia
misma? No, sino a causa de la buena reputación que va unida a ella, a fin de que dicha reputación de
hombres justos les proporcióne dignidades, uniones honrosas y todos los demás bienes de que
Glaucón ha hecho mención. Pero van aún más lejos, y les hablan de los inagotables favores que los
dioses derraman a manos llenas sobre los justos. Citan al buen Hesíodo y a Homero; el primero dice
que los dioses han hecho las encinas para los hombres justos, y que para ellos

Su copa tiene bellotas y su tronco abejas.


Sus corderos sucumben bajo el peso de su vellón.[4]

y otras mil cosas semejantes.


Y el segundo dice, de manera semejante:

Cuando un buen rey, imagen de los dioses,


hace justicia a sus súbditos, para él la negra tierra
da trigo y cebada, y los árboles se cargan de frutos,
sus ganados se multiplican, y el mar le suministra pesca.[5]

Museo y su hijo van más allá y prometen a los justos recompensas mayores aún. Los conducen
después de la muerte al Hades; los sientan a la mesa coronados de flores, y pasan su vida en medio de
festines, como si una embriaguez eterna fuese la más bella recompensa para la virtud. Según otros,
estas recompensas no se limitan a sus personas. El hombre sano y fiel a sus semejantes revive en su
posteridad, que se perpetúa de edad en edad.[6] Tales o parecidos son los motivos que tienen para
elogiar la justicia. A los malos y a los impíos, en cambio, los sumen en el cieno del Hades y los
condenan a sacar agua con una criba. Añaden que, durante su vida, no hay afrentas y suplicios a que
sus crímenes no les expongan, y todo lo que Glaucón ha dicho de los justos que pasan por injustos lo
dicen de los injustos. He aquí lo que aducen en favor del justo y contra el injusto.
VII. Escucha ahora, Sócrates, un lenguaje muy diferente sobre la justicia y la injusticia, lenguaje
que el pueblo y los poetas tienen sin cesar en la boca. Cantan todos a una lo bello, y al mismo tiempo
lo difícil y penoso de la templanza y la justicia; que, por el contrario, nada hay más dulce que la
injusticia y el libertinaje, ni nada que cueste menos a la naturaleza; que estas cosas sólo son
vergonzosas en la opinión de los hombres y porque la ley lo ha querido así; que las acciones injustas
son más útiles que las justas; que la mayor parte de los hombres se inclinan a honrar sin escrúpulos,
en público o en privado, y a mirar como dichoso al hombre malo que tiene riquezas y crédito, a
menospreciar y vilipendiar al hombre justo, si es débil e indigente; aunque convengan en que el justo
es mejor que el malvado. Pero de todos estos razonamientos, los más extraños son los que se
relacionan con los dioses y con la virtud. Los dioses, dicen, no tienen, muchas veces, para los
hombres virtuosos más que males y desgracias, mientras que colman a los perversos de
prosperidades. Por su parte los sacrificadores y adivinos, asediando las casas de los ricos, les
persuaden de que si ellos o sus antepasados han cometido alguna falta, pueden expiarla por medio de
sacrificios y encantamientos, de fiestas y de juegos en virtud del poder que los dioses les han
conferido. Si alguno tiene un enemigo al que quiere hacer daño, sea justo o injusto, lo cual importa
poco, puede a poca costa hacerle mal, porque los tales sacrificadores y adivinos tienen ciertos
secretos para atraerse el poder de los dioses y disponer de él a su gusto. Y todo esto lo comprueban
valiéndose de la autoridad de los poetas, confiriendo a la maldad fácil acceso:

Se marcha fácilmente por el camino del vicio;


el camino es llano y cercano a cada uno de nosotros.
Por el contrario, los dioses han puesto
el sudor como condición de la virtud.[7]

Y el camino, en este caso, es largo y escarpado. Y si quieren hacer ver que es fácil aplacar a los
dioses, citan estos versos de Homero:

Los dioses mismos se dejan aplacar


por sacrificios y oraciones aduladoras,
y cuando se les ha ofendido,
se les aquieta con libaciones y con humo de grasa.[8]

En cuanto a los ritos de los sacrificios producen una multitud de libros, compuestos por Museo y
Orfeo, que hacen descender al uno de las Musas y al otro de la Luna, y hacen creer falsamente no
sólo a los particulares, sino a ciudades enteras, que por medio de víctimas y de juegos se pueden
expiar las faltas de los vivos y de los muertos. Llaman purificaciones[9] a los sacrificios instituidos
para librarnos de los males de la otra vida; y sostienen que a los que no los practican les aguardan los
más terribles tormentos.
VIII. Todo eso, amigo Sócrates —prosiguió—, es lo que se dice de la virtud y del vicio, así como
de la estimación que hacen los dioses de una y otro.
¿Qué impresión, mi querido Sócrates, deberán causar semejantes razonamientos en el alma de un
joven de felices condiciones y cuyo espíritu sea capaz, como libando, de sacar consecuencias de todo
lo que oye, tanto con relación a lo que él mismo debe ser como al género de vida que debe abrazar
para ser dichoso? ¿No es probable que se diga a sí mismo aquello de Píndaro:

Subiré a la alta fortaleza por el camino de la justicia,


o marcharé por el torcido sendero del fraude?[10]
Para así vivir luego en ella atrincherado. Todo lo que oigo me hace creer que nada me acarreará
ser justo si no adquiero la reputación de tal, salvo trabajos y penalidades. Se me asegura, por el
contrario, que alcanzaré la suerte más dichosa, si sé conciliar la injusticia con la reputación de
hombre de bien. Yo debo atenerme a lo que dicen los sabios, y puesto que afirman que la apariencia
vence a la realidad y es dueña de la dicha, acepto resueltamente este camino; vestiré formas
exteriores de virtud, y llevaré detrás de mí el zorro astuto y engañador del sabio Arquíloco.[11] Si se
me dice que es difícil al hombre malo ocultarse por mucho tiempo, responderé que todas las grandes
empresas tienen sus dificultades, y que, suceda lo que quiera, si deseo ser dichoso, no tengo otro
camino a seguir que el trazado por los discursos que oigo. Por lo demás, para escapar de las
pesquisas, se pueden organizar sectas y hermandades. Hay maestros que nos enseñarán el arte de
seducir con discursos artificiosos al pueblo y a los jueces. Emplearemos la elocuencia y, a falta de
ella, la fuerza para escapar al castigo de nuestros crímenes. Pero la fuerza y el engaño nada pueden
contra los dioses. Aunque si no hay dioses o si no se mezclan en las cosas de este mundo, ¿para qué
preocuparse de engañarles? Si los hay y toman parte en los negocios humanos, sólo sabemos de ellos
de oídas y por los poetas que han escrito su genealogía; y precisamente estos mismos poetas nos
dicen que es posible aquietarlos y aplacar su cólera por medio de sacrificios, de votos y de ofrendas.
[12] Es preciso, pues, creerlos por entero o no creerlos en nada; y si es cosa de que se les ha de creer,

seamos criminales y con el fruto de los crímenes hagamos sacrificios a los dioses. Es cierto que
siendo justos nada tendríamos que temer de su parte, pero también perderíamos las ventajas que
ofrece la injusticia, mientras que ganamos indudablemente en ser injustos; sin que, por otra parte,
haya que temer nada de parte de los dioses, si nos procuramos el perdón de los crímenes con votos y
súplicas. Pero seremos castigados, dicen, en el Hades en nuestra persona o en las de los descendientes
por el mal cometido sobre la tierra. Pero, amigo mío, se nos responderá con cálculo: también hay
dioses liberadores y sacrificios místicos que tienen un gran poder, al decir de ciudades enteras y de
los poetas, hijos de los dioses y profetas inspirados.
IX. ¿Por qué, pues, habríamos de inclinarnos más a la justicia que a la suma injusticia, cuando,
según la opinión de los sabios y del pueblo, todo nos saldrá bien siendo injustos, durante la vida y
después de la muerte, así respecto de los dioses como de los hombres, con tal que demos a los
crímenes la apariencia de virtud?
Después de todo lo que acabo de decir, ¿cómo es posible, Sócrates, que un hombre con capacidad
de espíritu, riquezas, vigor corporal o buen linaje se declare respetuoso de la justicia, y no se burle
de los elogios que puedan prodigarse a la misma en su presencia? Digo más: aun cuando un hombre
estuviera persuadido de que lo que he dicho es falso, y de que la justicia es el más grande de todos los
bienes, lejos de enfadarse contra los que viese comprometidos en el partido contrario, no podría
menos de disculparlos; porque sabe que, a excepción de aquellos cuya excelencia de carácter hace
que el vicio les inspire horror natural, o que se abstienen de él por su acendrado saber, nadie es justo
por propia voluntad; y que si alguno combate la injusticia es porque la cobardía, la vejez o cualquiera
otra debilidad le hacen impotente para obrar mal. Y la prueba de esto es que de todos cuantos se
encuentran en este caso, el primero que consigue el poder de hacer mal es el primero también en
servirse de él hasta donde le es posible.
La causa de todo esto es precisamente lo que nos ha comprometido a éste y a mí en la presente
discusión; quiero decir, varón extraordinario, que, comenzando por los antiguos héroes, cuyos
discursos se han conservado hasta nosotros en la memoria de los hombres, todos los que se han
proclamado, como tú, defensores de la justicia, no han reprobado la injusticia y alabado la justicia
sino en vista de la reputación, los honores y recompensas que de ellas derivan. Nadie ha considerado
la justicia y la injusticia tales como son en sí mismas, en el alma del justo y del injusto, ignoradas de
los dioses y de los hombres; y nadie ha probado aún, ni en prosa, ni en verso, que la injusticia sea el
mayor mal del alma y la justicia su mayor bien. Porque si os hubierais puesto de acuerdo para usar de
este lenguaje desde el principio, y desde la infancia nos hubierais inculcado esta verdad, en lugar de
prevenirnos contra la injusticia de otro, cada uno de nosotros se pondría en guardia contra sí mismo,
y temería obrar injustamente por no convivir así con el mayor de los males. Trasímaco o cualquier
otro ha podido decir, sin duda, Sócrates, tanto o más que yo sobre este objeto, confundiendo
ciegamente, a mi parecer, la naturaleza de la justicia y de la injusticia. Respecto a mí, no te ocultaré
que lo que me ha movido a extenderme en estas objeciones es el deseo de oír lo que me vas a
responder. No te limites a probarnos que la justicia es preferible a la injusticia; explícanos los efectos
que ambas producen por sí mismas en quien las practica y que hacen que la una sea un bien y la otra
un mal. No tengas ningún miramiento con la opinión, como Glaucón te ha recomendado; porque si
no te desprendes en ambos casos de la opinión verdadera y llegas, en cambio, a admitir la falsa,
diremos que no alabas la justicia, sino lo que se opina de la justicia; que tampoco combates de la
injusticia más que las apariencias; que nos aconsejas que seamos injustos con tal que sea en secreto y
que convienes con Trasímaco en que la justicia es un bien, pero para los demás, útil al más fuerte y
no al que la posee, y que, por el contrario, la injusticia, útil y ventajosa para quien la practica, sólo es
dañosa al más débil. Puesto que convienes en que la justicia es uno de estos bienes excelentes que se
deben buscar por sus ventajas y, aún más, por sí mismos, como la vista, el oído, la inteligencia, la
salud y los demás que son fecundos por su naturaleza, independientemente de la opinión de los
hombres, alaba la justicia por lo que tiene en sí de ventajosa para el justo, y vitupera la injusticia por
lo que tiene en sí de perjudicial para el injusto. Deja que los demás hagan esos elogios que se fundan
en las recompensas y en la reputación. Podría yo, quizá, sufrir en la boca de cualquier otro esta
manera de alabar la justicia y de reprender la injusticia por el renombre y las ganancias que acarrean;
pero no podría perdonártelo a ti, a menos que así me lo mandases, teniendo en cuenta que la justicia
ha sido hasta ahora el único objeto de tus reflexiones. Y así no te contentes con demostrarnos que es
mejor que la injusticia. Haznos ver cuáles son los efectos de una y otra por sí mismas, en virtud de
qué son por sí mismas la una un bien y la otra un mal, tengan o no conocimiento de ello los dioses y
los hombres.
X. Quedé agradablemente sorprendido al oír los discursos de Glaucón y de Adimanto. Nunca
como en esta ocasión admiré tanto sus dotes naturales, y les dije:
—Hijos de un padre ilustre: con razón el amante de Glaucón comenzó la elegía que compuso para
vosotros, cuando os distinguisteis en la jornada de Mégara, diciendo: Hijos de Aristón, linaje de una
raza divina. Porque es preciso que haya en vosotros algo de divino, si después de lo que acabáis de
decir en favor de la injusticia no estuvierais persuadidos de que vale infinitamente más que la justicia.
Pero no; en mi opinión no estáis realmente persuadidos de tal cosa, porque vuestras costumbres y
vuestra conducta me lo prueban bastante, aun cuando vuestros discursos me hicieran dudar; y cuanto
más profunda es mi convicción en este sentido, tanto más embarazado me veo sobre el partido que
debo tomar. Por una parte, no sé cómo defender los intereses de la justicia. Esto es superior a mis
fuerzas. Y si lo creo así es porque pensaba que había probado suficientemente contra Trasímaco que
aquélla es preferible a la injusticia; y, sin embargo, mis pruebas no os han satisfecho. Por otra parte,
hacer traición a la causa de la justicia y sufrir que se la ataque delante de mí sin defenderla mientras
que me quede un soplo de vida y bastante fuerza para hablar es lo que yo no puedo consentir sin
incurrir en un crimen; y así, lo mejor será defenderla hasta donde pueda.
En el momento, Glaucón y los demás me conjuraron a que emplease todas mis fuerzas en su
defensa, y para que, en vez de dejar la discusión, indagara con ellos la naturaleza de la justicia y de la
injusticia, y lo que hay de real en las ventajas que se les atribuyen. Les dije que me parecía que la
indagación en que querían empeñarse era muy espinosa y exigía un entendimiento muy claro.
—Así pues —añadí—, puesto que no me parece que estemos muy dotados, he aquí de qué manera
pienso proceder en esta indagación. Si se diese a leer a personas de vista corta letras en pequeños
caracteres, y ellas supiesen que estas mismas letras se encuentran escritas en otro punto en caracteres
gruesos, indudablemente sería para ellas una ventaja ir a leer las letras grandes y confrontarlas en
seguida con las pequeñas, para ver si eran las mismas.
—Es cierto —dijo Adimanto—. Pero ¿qué relación tiene esto con la investigación sobre lo justo?
—Voy a decírtelo —respondí—. ¿No existe la justicia propia de un solo hombre y también la de
un Estado entero?
—Ciertamente —dijo.
—Pero el Estado es más grande que el hombre particular.
—Más grande —asintió.
—Por consiguiente, la justicia se mostrará en él con caracteres mayores y más fáciles de
discernir. Y así indagaremos primero, si os parece, cuál es la naturaleza de la justicia en los Estados,
en seguida, la estudiaremos en cada particular; y comparando estas dos especies de la justicia,
veremos la semejanza de la pequeña con la grande.
—Muy bien dicho —aseguró él.
—Pero si examináramos con el pensamiento —proseguí— la manera de formarse un Estado,
quizá descubriríamos cómo la justicia y la injusticia nacen en él.
—Podría ser —dijo.
—Entonces, ¿tendremos la esperanza de descubrir más fácilmente lo que buscamos?
—Mucho más.
—Pues bien, ¿queréis que comencemos? No es pequeña empresa la que emprendemos. Pensadlo.
—Estamos resueltos. Haz lo que acabas de decir —dijo Adimanto.
XI. —Pues bien —comencé yo—, lo que da origen al Estado, ¿no es la impotencia en que cada
hombre se encuentra de bastarse a sí mismo y la necesidad de muchas cosas que experimenta? ¿O hay
otra causa?
—Ninguna otra —contestó.
—Así es que, habiendo la necesidad de una cosa obligado a un hombre a unirse a otro hombre, y
otra necesidad a otro hombre, la aglomeración de estas necesidades reunió en una misma vivienda a
muchos hombres con la mira de auxiliarse mutuamente, y a esta sociedad hemos dado el nombre de
Estado; ¿no es así?
—Sí.
—Pero ¿acaso no se hace partícipe a otro de lo que uno tiene o se recibe de él lo que no se tiene
porque se cree que de ello ha de resultar ventaja?
—Sin duda.
—Construyamos, pues —continué—, un Estado con el pensamiento. Nuestras necesidades serán
evidentemente su base.
—¿Cómo no?
—Ahora bien, la primera y mayor de nuestras necesidades, ¿no es el alimento, del cual depende la
conservación de nuestro ser y de nuestra vida?
—Naturalmente.
—La segunda necesidad es la de la habitación; la tercera, la del vestido y cosas similares.
—Es cierto.
—Bueno —dije yo—. ¿Y cómo podrá nuestro Estado proveer a tantas necesidades? Será
necesario para esto que uno sea labrador, otro constructor y otro tejedor. ¿Añadiremos también un
zapatero o cualquier otro artesano semejante?
—En buena hora.
—Todo Estado se compondrá, pues, esencialmente de cuatro o cinco personas.
—Así parece.
—Pero ¿será preciso que cada uno ejerza en provecho de los demás el oficio que le es propio?
¿Que el labrador, por ejemplo, prepare el alimento para cuatro, y destine para ello cuatro veces más
de tiempo y de trabajo? ¿O sería mejor que, sin cuidarse de los demás, emplease la cuarta parte del
tiempo en preparar su alimento, y las otras tres partes en construir su casa y hacerse vestidos y
calzado?
Y Adimanto contestó:
—Me parece, Sócrates, que el primer procedimiento será más cómodo para él.
—No me extraña, por Zeus —dije yo—, porque en el mismo momento de hablar se ha fijado mi
pensamiento en que no todos nacemos con el mismo talento, y que uno tiene más disposición para
hacer una cosa y otro la tiene para otra. ¿No lo crees así?
—Lo creo.
—¿Cómo irán mejor las cosas, haciendo uno solo muchos oficios, o limitándose cada uno al
suyo propio?
—Cada uno al suyo propio —dijo.
—Es también evidente, a mi parecer, que una cosa se frustra cuando no está hecha oportunamente.
—Eso es evidente.
—Porque la obra no debe depender de la disponibilidad del obrero, sino que es el obrero el que
debe acomodarse a las exigencias de su obra.
—Necesariamente.
—De donde se sigue que se hacen más cosas, mejor y con más facilidad, cuando cada uno hace la
que le es propia en el tiempo debido y sin cuidarse de todas las demás.
—Totalmente de acuerdo.
—Pero entonces necesitamos más de cuatro ciudadanos para las necesidades de que acabamos de
hablar. Si queremos, en efecto, que todo marche bien, el labrador no debe hacer por sí mismo su
arado, su azadón, ni los demás aperos de labranza. Lo mismo sucede con el constructor, el cual
necesita muchos instrumentos; y lo mismo con el zapatero y con el tejedor; ¿no es así?
—Sí.
—He aquí, por tanto, que tenemos ya necesidad de carpinteros, herreros y otros obreros de esta
clase, que tienen que entrar en nuestro pequeño Estado, que de este modo se agranda.
—Sin duda.
—Sin embargo, no aumentaremos mucho el Estado si le añadimos boyeros, ovejeros y pastores
de todas las especies, a fin de que el labrador tenga bueyes para la labor; el constructor y el
campesino, bestias de carga para el transporte de materiales; el zapatero y el tejedor, pieles y lanas.
—Un Estado en que se encuentren tantas gentes no es ya un Estado pequeño —dijo.
—No es esto todo —continué—. Es casi imposible que un Estado encuentre un punto de la tierra
en el que no sean necesarias las importaciones.
—Es imposible, en efecto.
—También tendrá necesidad nuestro Estado, por consiguiente, de que vayan algunas personas a
los Estados vecinos a buscar lo que le falta.
—Lo necesitará.
—Pero estas personas darán la vuelta sin haber recibido nada si no llevan para cambiar cosas que
allí se necesiten. ¿No es así?
—Así parece.
—Por lo tanto, la producción del país no habrá de ser suficiente tan sólo para sus habitantes, sino
también, en calidad y cantidad, para aquellos extranjeros de quienes se tiene necesidad.
—Es cierto.
—Por consiguiente, nuestro Estado tendrá necesidad de un número mayor de labradores y de
otros obreros.
—Sin duda.
—Habrá necesidad también de gentes que se encarguen de la importación y exportación de los
diversos objetos que se cambian. Los que tal hacen se llaman comerciantes; ¿no es así?
—Sí.
—Necesitamos, pues, comerciantes.
—Desde luego.
—Y si este comercio se hace por mar, se necesitará una infinidad de personas para la navegación.
—Es cierto.
XII. —Pero en el Estado mismo, ¿cómo se comunicarán unos ciudadanos a otros el fruto de su
trabajo? Porque ésta es la primera razón que tuvieron para vivir en sociedad y construir un Estado.
—Es evidente que será por medio de la compra y de la venta —contestó.
—Luego se necesitará un mercado y una moneda, signo del valor de los objetos cambiados.
—Sin duda.
—Pero si el labrador o cualquier otro artesano, al llevar al mercado lo que pretende vender, no
acude precisamente en el momento en que los demás tienen necesidad de su mercancía, ¿su trabajo
quedará interrumpido durante este tiempo, y permanecerá ocioso en el mercado esperando
compradores?
—Nada de eso —respondió—. Hay gentes que se encargan de salvar este inconveniente, y en las
ciudades bien administradas son de ordinario las personas débiles de cuerpo y que no pueden
dedicarse a otros oficios. El suyo consiste en permanecer en el mercado y comprar a unos lo que
llevan a vender, para volverlo a vender a otros que quieren comprar.
—Es decir, que nuestra ciudad no puede pasar sin mercaderes. ¿No es éste el nombre que se da a
los que, permaneciendo en la plaza pública, no hacen más que comprar y vender, reservando el
nombre de comerciantes para los que viajan y van de un Estado a otro?
—Exactamente.
—Hay, también, a mi parecer, algunos que no prestan un gran servicio a la sociedad por su
inteligencia, pero que son robustos de cuerpo y capaces de los mayores trabajos. Trafican con la
fuerza de su cuerpo y tienen opción a un salario en dinero por este tráfico, de donde les viene, yo
creo, el nombre de asalariados. ¿No es así?
—Así es.
—Son, pues, los asalariados, en mi opinión, el complemento del Estado.
—Así lo creo.
—Pues bien, Adimanto, ¿tenemos ya un Estado bastante grande y puede mirársele como perfecto?
—Quizá.
—¿Cómo podremos, pues, encontrar en él la justicia y la injusticia? ¿Y dónde crees que tienen su
origen en medio de todos estos diversos elementos?
—No lo veo claro, Sócrates —contestó—, a menos que no sea en las relaciones mutuas, que
nacen de las diversas necesidades de los ciudadanos.
—Quizá —dije yo— has dado precisamente en ello; veámoslo y no nos desanimemos.
Comencemos por echar una mirada sobre la vida que harán los habitantes de este Estado. Su primer
cuidado será procurarse grano, vino, vestidos, calzado y habitación; trabajarán, durante el estío,
desnudos y sin calzado; y, durante el invierno, bien vestidos y bien calzados. Su alimento será de
harina de cebada y de trigo, con la que harán panes y tortas, que se les servirán sobre juncos o sobre
hojas muy limpias; comerán acostados ellos y sus hijos en lechos de verdura, de nueza y de mirto;
beberán vino, coronados con flores, cantando alabanzas de los dioses; juntos pasarán la vida
agradablemente; y, en fin, procurarán tener el número de hijos proporcionado al estado de su
fortuna, para evitar las incomodidades de la pobreza o de la guerra.
XIII. Entonces Glaucón interrumpió diciendo:
—Me parece que no les das nada para comer con el pan.
—Tienes razón —le dije yo—; se me olvidó decir que, además de pan, tendrán sal, aceitunas,
queso, y hervirán cebollas y otras legumbres que produce la tierra. No quiero privarles ni aun de
postres. Tendrán higos, guisantes, habas y después bayas de mirto y bellotas, que harán asar al fuego
y que comerán bebiendo con moderación. De esta manera, llenos de gozo y de salud, llegarán a una
avanzada vejez, y dejarán a sus hijos herederos de una vida semejante.
Pero él repuso:
—Si formases un Estado de cerdos, ¿los alimentarías de otra manera?
—Pues entonces, ¿qué es lo que debe hacerse, mi querido Glaucón? —pregunté.
—Lo que se hace de ordinario —respondió—. Si no quieres que vivan miserablemente, haz que
coman en la mesa, acostados en lechos, y que se sirvan las viandas y postres que están hoy en uso.
—Muy bien, ya te entiendo —exclamé—. No es solamente el origen de un Estado el que
buscamos, sino el de un Estado que rebose en placeres. Quizá no obraremos mal en esto, porque
podremos de esta manera descubrir por dónde la justicia y la injusticia se han introducido en la
sociedad. Sea de esto lo que quiera, el verdadero Estado, el Estado sano, es el que acabamos de
describir. Si quieres ahora que echemos una mirada sobre el Estado enfermo y lleno de humores,
nada hay que nos lo impida. Es probable que muchos no se den por contentos con el género de vida
sencilla que hemos prescrito. Añadirán camas, mesas, muebles de todas especies, viandas bien
condimentadas, perfumes, sahumerios, cortesanas y golosinas de todas clases y con profusión. No
será preciso incluir sencillamente en el rango de las cosas necesarias esas de que hemos hablado
antes —habitación, ropa y calzado—, sino que, yendo más adelante, se contará con la pintura y el
bordado. Habrá necesidad del oro, del marfil y de otras materias preciosas de todas clases; ¿no es
así?
—Sí —dijo.
—El Estado sano, de que hablé al principio, va a resultar demasiado pequeño. Será preciso
agrandarlo y hacer entrar en él una multitud de gentes, que el lujo, no la necesidad, ha introducido en
los Estados, como los cazadores de todos los géneros y aquellos cuyo arte consiste en la imitación
mediante figuras, colores o sonidos; además, los poetas, con todo su cortejo, los rapsodos, los
actores, los danzantes, los empresarios. También fabricantes de artículos de todos los géneros, sobre
todo los que trabajan para las mujeres. También precisaremos de nuevos servidores: ¿no crees que
harán falta ayos y ayas, nodrizas y camareras, peluqueros, pinches, cocineros y hasta porquerizos?
En el primer Estado no había que pensar en todas estas cosas; pero en éste, ¿cómo es posible pasar
sin ellas, lo mismo que sin toda esa clase de animales destinados a regalar el gusto de los
gastrónomos?
—En efecto, ¿cómo no?
—Pero con este género de vida, los médicos, ¿no se hacen más necesarios que antes?
—Mucho más.
XIV. —Y el país que bastaba antes para el sostenimiento de sus habitantes, ¿no será desde este
momento demasiado pequeño?
—Es cierto —dijo.
—Luego, si queremos tener bastantes pastos y tierra de labor, nos será preciso robarla a nuestros
vecinos; y nuestros vecinos harán otro tanto respecto a nosotros, si traspasando los límites de lo
necesario, se entregan también al deseo insaciable de tener.
—No puede suceder otra cosa, Sócrates —dijo.
—Como consecuencia de esto, ¿haremos la guerra, Glaucón? Porque, ¿qué otro partido puede
tomarse?
—El que tú dices —respondió.
—No hablemos aún —proseguí— de los bienes y de los males que la guerra lleva consigo.
Digamos solamente que hemos descubierto su origen en aquello que, cuando se produce, origina los
mayores males para los Estados y para los particulares.
—Exactamente.
—Ahora es preciso, querido amigo, dar cabida en nuestro Estado a un numeroso ejército, que
pueda ir al encuentro del enemigo y defender el Estado y todo lo que posee, de las invasiones del
mismo.
—¡Pues qué! —arguyó él—, ¿no podrán los ciudadanos mismos atacar y defenderse?
—No —repliqué—, si el principio en que hemos convenido, cuando formamos el plan de un
Estado, es verdadero. Convinimos, si te acuerdas, en que era imposible que un mismo hombre tuviese
muchos oficios a la vez.
—Tienes razón —dijo.
—¿Y qué? —continué—. ¿No es, a juicio tuyo, un oficio el de la guerra?
—Sí, ciertamente —dijo.
—¿Crees que merece más atención el oficio de zapatero que el de militar?
—No, seguramente.
—Ahora bien, no hemos querido que el zapatero fuese al mismo tiempo labrador, tejedor o
constructor, sino sólo zapatero, para que desempeñe mejor su oficio. Al mismo tiempo, hemos
asignado a los demás artesanos una sola tarea, la más adecuada a sus aptitudes, sin permitirle a
ninguno mezclarse en el oficio de otro, ni tener, durante su vida, otra ocupación que la perfección del
suyo. ¿No crees que también el oficio de las armas es de la mayor importancia, o que es tan fácil de
aprender, que un labrador, un zapatero o cualquier otro artesano pueda al mismo tiempo ser guerrero
y que, en cambio, no es posible ser buen jugador de dados o de chaquete si uno no se ejercita desde
joven, o cuando sólo se juega a intervalos? ¿Y basta con coger un broquel o cualquiera otra arma
para estar en condiciones de pelear en seguida como hoplita o en cualquier otra arma, siendo así que
en vano se cogerían en la mano instrumentos de cualquier otro arte, creyendo, con esto, hacerse
artesano, o atleta, puesto que de nada servirán no teniendo un conocimiento exacto de cada arte y no
habiéndose ejercitado en ellas por mucho tiempo?
—Si así fuese, todo el mérito de un artesano estaría en los instrumentos de su arte —dijo.
XV. —Por consiguiente —dije yo—, cuanto más importante es el cargo de estos guardianes del
Estado, tanto más han de estar exentos de otras actividades y dedicarse a la suya con competencia y
celo.
—Lo creo así —dijo.
—¿Pero no se necesita disposición natural para desempeñar semejante cargo?
—¿Cómo no?
—A nosotros, pues, nos corresponde escoger, si podemos, entre los diferentes caracteres, los que
son más propios para la guardia del Estado.
—Esta elección es de nuestra incumbencia, en efecto.
—¡Difícil cosa es, por Zeus! —dije—; sin embargo, no hay que desanimarse; caminemos hasta
donde nuestras fuerzas lo permitan.
—Es preciso no desalentarse —dijo.
—¿Encuentras que hay diferencia entre las cualidades de guardián de un joven noble y las de un
perro de raza?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que ambos deben tener un sentido fino para descubrir al enemigo, actividad para
perseguirle y fuerza para pelear después de haberle alcanzado.
—Es cierto —asintió—, todo ello es necesario.
—Y bravura también para combatir bien.
—¿Cómo no?
—Pero un caballo, un perro o cualquier otro animal, ¿puede ser valiente si no es fogoso? ¿No has
observado que fogosidad es algo indomable, que hace al alma intrépida, e incapaz de retroceder ante
el peligro?
—Sí. Lo he observado.
—Tales son, pues, las cualidades corporales que debe tener un guardián.
—Sí.
—Así como también cierta tendencia a la fogosidad respecto al alma.
—También.
—Pero, mi querido Glaucón —dije yo—, si ellos son tales como acabas de decir, ¿no serán
feroces los unos para con los otros, así como respecto a los demás ciudadanos?
—Es muy difícil que no lo sean, por Zeus —dijo él.
—Sin embargo, es preciso que sean suaves para con sus conciudadanos, y que guarden toda su
ferocidad para los enemigos; de no obrar así, no habrá que esperar que otros los aniquilen, porque
no tardarán en destruirse los unos a los otros.
—Es cierto —dijo.
—Entonces, ¿qué partido deberá tomarse? —pregunté—. ¿Dónde encontraremos un carácter que
sea a la vez dulce y fogoso? Al parecer, una de estas cualidades destruye la otra.
—Así parece.
—Y como no se puede ser buen guardián del Estado si falta una de ellas, y como tenerlas ambas
parece cosa imposible, se infiere de aquí que en ninguna parte se encuentra un buen guardián.
—Me temo que así es —dijo.
Después de haber dudado por algún tiempo y reflexionado sobre lo que acabábamos de decir,
continué:
—Mi querido amigo, si nos vemos en este conflicto, nos está bien merecido por habernos
separado del ejemplo que pusimos antes.
—¿Cómo?
—No hemos reflexionado que, efectivamente, se encuentran esos caracteres, que hemos tenido
por quiméricos, y que reúnen estas dos cualidades opuestas.
—¿Dónde están?
—Se observan en diferentes animales y, sobre todo, en el que tomamos por ejemplo. Sabes que el
carácter de los perros de buena raza consiste en que no hay animales más mansos con la familia y
con los que conocen y todo lo contrario con los de fuera.
—Lo sé.
—La cosa es, por lo tanto, posible —dije yo—; cuando queremos un guardián de este carácter, no
exigimos, pues, nada que sea contra naturaleza.
—No parece.
XVI. —¿No crees que le falta aún algo más a nuestro guardián, y que además de fogoso conviene
que sea naturalmente filósofo?
—¿Cómo? No te entiendo —dijo.
—Es fácil observar también este instinto en el perro, y en este concepto es muy digno de nuestra
admiración —dije.
—¿Qué instinto?
—Que ladra a los que no conoce, aunque no haya recibido de ellos ningún mal, y halaga a los que
conoce, aunque no le hayan hecho ningún bien; ¿no has admirado este instinto en el perro?
—No he fijado hasta ahora mi atención en este punto —dijo—, pero lo que dices es exacto.
—Sin embargo, esto prueba en el perro un natural feliz y verdaderamente filosófico.
—¿En qué?
—En que no distingue al amigo del enemigo —dije—, sino porque conoce al uno y no conoce al
otro; y no teniendo otra regla para discernir el amigo del enemigo, ¿cómo no ha de estar ansioso de
aprender?
—No puede ser de otra manera —respondió.
—Pero estar ansioso de aprender y ser filósofo —continué—, ¿no es una misma cosa?
—Lo mismo, en efecto —convino.
—¿Podemos decir, pues, con confianza del hombre que, para ser suave con sus familiares y con
los que conoce, es preciso que tenga un carácter filosófico ansioso de conocimiento?
—Sea así —dijo.
—Y, por consiguiente, que un buen guardián del Estado debe tener, además de valor, rapidez y
fuerza, filosofía.
—Convengo en ello —dijo.
—Tal será el carácter de nuestros guardianes. Pero ¿de qué manera formaremos su espíritu y su
cuerpo? Examinemos antes si esta indagación puede conducirnos al fin de nuestra búsqueda, que es el
conocer cómo la justicia y la injusticia nacen en la sociedad, para no despreciar este dato, si puede
servir, o para omitirle, si es inútil.
Intervino entonces el hermano de Glaucón:
—Creo que esta indagación contribuirá mucho al descubrimiento de lo que buscamos.
—No dejemos, pues, por Zeus, este examen, mi querido Adimanto, aunque sea operación larga —
dije yo.
—No.
—Formemos, pues, a nuestros hombres como si tuviéramos tiempo para narrar cuentos.
—Así ha de ser.
XVII. —¿Qué educación, pues, conviene darles? ¿No será difícil darles otra mejor que la
practicada entre nosotros tradicionalmente, y que consiste en formar el cuerpo mediante la gimnasia
y el alma mediante la música?
—En efecto.
—¿Comenzaremos su educación por la música más bien que por la gimnasia?
—Sin duda.
—Los discursos, a tu parecer —pregunté—, ¿son una parte de la música?
—Sí, por cierto.
—Y los hay de dos clases, unos verdaderos, otros falsos.
—Sí.
—¿Entrarán unos y otros igualmente en nuestro plan de educación, comenzando por los discursos
falsos?
—No comprendo tu pensamiento —dijo.
—¿No sabes —dije yo— que lo primero que se hace con los niños es contarles fábulas, y que aun
cuando se encuentre en ellas a veces algo de verdadero, no son ordinariamente más que un tejido de
falsedades? Así intervienen las fábulas en la educación de los niños antes que los gimnasios.
—Es cierto.
—Ésta es la razón que tuve para decir que era preciso comenzar su educación por la música antes
que por la gimnasia.
—Tienes razón —asintió.
—Tampoco ignoras que todo depende del comienzo, sobre todo tratándose de los niños, porque
en esta edad su alma, aún tierna, recibe fácilmente todas las impresiones que se quieran.
—Nada más cierto.
—¿Llevaremos, por tanto, con paciencia que esté en manos de cualquiera contar indiferentemente
toda clase de fábulas a los niños, y que su alma reciba impresiones contrarias en su mayor parte a las
ideas que queremos que tengan en una edad más avanzada?
—Eso no debe consentirse.
—Comencemos, pues, ante todo por vigilar a los forjadores de mitos. Escojamos los mitos
convenientes y desechemos los demás. En seguida comprometeremos a las nodrizas y a las madres a
que entretengan a sus niños con los mitos autorizados, y formen así sus almas con más cuidado aun
que el que ponen para formar sus cuerpos. En cuanto a las fábulas que les cuentan hoy, deben
desecharse en su mayor parte.
—¿Cuáles? —preguntó.
—Juzgaremos de los pequeños por los grandes, porque todos están hechos por el mismo modelo
y caminan al mismo fin. ¿No es cierto?
—Sí, pero no veo cuáles son esos grandes mitos de que hablas —dijo.
—Los que Hesíodo, Homero y demás poetas han divulgado —dije—; porque los poetas, lo
mismo los de ahora que los de los tiempos pasados, no hacen otra cosa que divertir al género
humano con falsas narraciones.
—Pero ¿qué clase de narraciones? —preguntó—. ¿Y qué tienes que reprender en ellas?
—Lo que merece serlo y mucho —dije—, especialmente si son invenciones indecorosas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que nos representan con palabras a los dioses y a los héroes distintos de como
son, como cuando un pintor hace retratos sin parecido.
—Convengo que eso es reprensible —dijo—, pero ¿a qué caso concreto te refieres?
—Ante todo —respondí—, ¿no es una falsedad de las más enormes y de las más graves la de
Hesíodo [13] relativa a los actos que refiere de Urano, a la venganza que provocaron en Crono, a las
hazañas de éste y los malos tratamientos que recibió éste de su hijo? Aun cuando todo esto fuera
cierto, no son cosas que deban contarse delante de niños desprovistos de razón; es preciso
condenarlas al silencio; o si se ha de hablar de ellas, sólo debe hacerse en secreto delante de un corto
número de oyentes, con prohibición expresa de revelar nada, y después de haberles hecho inmolar,
no un puerco,[14] sino una víctima preciosa y rara a fin de limitar el número de los iniciados.
—Sin duda —dijo—, porque semejantes historias son peligrosas.
—Por lo mismo no deben oírse nunca en nuestro Estado —dije—. No quiero que se diga en
presencia de un joven que, cometiendo los más grandes crímenes y hasta vengándose cruelmente de
su mismo padre por las injurias que de él hubiera recibido, no hará nada de extraordinario, ni nada
de que los primeros y más grandes dioses no hayan dado el ejemplo.
—¡No, por Zeus! No me parece tampoco —dijo— que tales cosas puedan decirse.
—Y si queremos que los defensores de nuestra república tengan horror a las disensiones y
discordias —seguí—, tampoco les hablaremos de los combates de los dioses, ni de los lazos que se
tendían unos a otros; además de que no es cierto todo esto. Menos aún les daremos a conocer ni por
medio de narraciones, ni de pinturas o de tapicerías, las guerras de los gigantes y todas las querellas
que han tenido los dioses y los héroes con sus parientes y sus amigos. Si nuestro propósito es
persuadirles de que nunca la discordia ha reinado entre los ciudadanos, ni puede reinar sin cometer
un crimen, obliguemos a los poetas a no componer, y a los ancianos de uno y otro sexo a no referir a
tales jóvenes, nada que no tienda a este fin. Que jamás se oiga decir entre nosotros que Hera fue
aherrojada por su hijo y Hefesto precipitado del cielo por su padre, por haber querido socorrer a su
madre cuando éste la maltrataba,[15] ni contar todos esos combates de los dioses inventados por
Homero, haya o no alegorías ocultas en el fondo de estos relatos, porque un niño no es capaz de
discernir lo que es alegórico de lo que no lo es, y todo lo que se imprime en el espíritu en esta edad
deja rastros que el tiempo no puede borrar. Por esto es importantísimo que los primeros discursos
que oiga sean a propósito para conducirle a la virtud.
XVIII. —Lo que dices es muy sensato —asintió—; pero si se nos preguntase cuáles son esas
fábulas admisibles, ¿qué responderíamos?
Yo contesté:
—Adimanto, ni tú ni yo somos poetas. Nosotros fundamos una república, y en este concepto nos
toca conocer según qué modelo deben los poetas componer sus fábulas, y además prohibir que se
separen nunca de él; pero no nos corresponde a nosotros componerlas.
—Tienes razón —dijo—; pero ¿qué deberán enseñarnos esas fábulas en orden a la divinidad?
—Por lo pronto, es preciso que los poetas nos representen por todas partes a Dios tal cual es, sea
en la epopeya, sea en la oda, sea en la tragedia.
—Sin duda.
—Pero la divinidad, ¿no es esencialmente buena? ¿Debe hablarse de ella nunca en otro sentido?
—¿Quién lo duda?
—Lo que es bueno no es nocivo, ¿verdad?
—No.
—Lo que no es nocivo, ¿perjudica?
—En modo alguno.
—Lo que no perjudica, ¿hace algún daño?
—Tampoco.
—Y lo que no hace daño alguno, ¿podrá ser causa de algún mal?
—¿Cómo podría?
—Y lo que es bueno, ¿no es benéfico?
—Sí.
—¿Es causa, pues, del bien que se hace?
—Sí.
—Lo que es bueno no es, por tanto, causa de todas las cosas; es causa del bien, pero no es causa
del mal.
—No cabe duda —dijo.
—Por consiguiente —proseguí— Dios, siendo esencialmente bueno, no es causa de todas las
cosas, como se dice comúnmente. Y si los bienes y los males están de tal manera repartidos entre los
hombres que el mal domina, Dios no es causa más que de una pequeña parte de lo que sucede a los
hombres y no lo es de todo lo demás. A él sólo deben atribuirse los bienes; en cuanto a los males es
preciso buscar otra causa que no sea la divinidad.
—Nada más cierto que lo que dices —contestó.
—No hay, pues, que dar fe a Homero ni a ningún otro poeta, bastante insensato para disparatar
acerca de los dioses y para decir, por ejemplo, que:

Sobre el umbral del palacio de Zeus hay dos toneles,


uno lleno de destinos dichosos
y otro de destinos desgraciados,[16]
si Zeus toma de uno y otro para un mortal,
Su vida será una mezcla de buenos y malos días;[17]
pero si toma sólo de uno u otro sin mezclarlos,
una terrible miseria le perseguirá
sobre la divina tierra.[18]
No hay que creer tampoco que Zeus es
El distribuidor de los bienes y de los males.[19]

XIX. Si alguno dice también que por instigación de Zeus y de Atenea violó [20] Pándaro sus
juramentos y rompió la tregua, nosotros nos guardaremos bien de aprobarlo. Lo mismo digo de la
querella de los dioses provocada por Temis y por Zeus,[21] y de estos versos de Esquilo, que no
consentiríamos que se dijeran delante de nuestra juventud:

La divinidad hace crecer la culpa entre los hombres


cuando quiere arruinar una familia totalmente.[22]

Y si alguno canta en yambos como éstos las desgracias de Níobe, de los Pelópidas o de Troya, no
le dejaremos decir que estas desgracias son obra divina, sino, como antes dijimos, que si Dios es el
autor, no ha hecho nada que no sea justo y bueno, y que este castigo se ha convertido en provecho de
los mismos que lo han recibido. Lo que no debe permitirse decir a ningún poeta es que aquellos a
quienes Dios castiga son desgraciados; digan en buena hora que los malos son dignos de compasión
por la necesidad que han tenido del castigo, y que las penas que Dios les envía son un bien para ellos.
Y cuando alguno diga delante de nosotros que Dios, que es bueno, ha causado mal a alguno, nos
opondremos con todas nuestras fuerzas, si queremos que nuestra república esté bien gobernada; y no
permitiremos ni a los viejos ni a los jóvenes decir ni escuchar semejantes discursos, estén en verso o
en prosa, porque son injuriosos a Dios, inconvenientes al Estado e inconsistentes.
—Me agrada esta ley y suscribo con gusto su establecimiento —dijo.
—Por lo tanto —dije—, nuestra primera ley y nuestra primera regla tocante a los dioses será
obligar a nuestros ciudadanos a reconocer, lo mismo cuando hablen que cuando escriban, que Dios
no es el autor de todas las cosas, sino sólo de las buenas.
—Con eso basta —dijo.
—¿Qué dices ahora de la segunda ley? ¿Debe mirarse a Dios como un encantador, que se
complace en tomar mil formas diferentes, y que tan pronto aparece bajo una figura extraña, como
nos engaña afectando nuestros sentidos cual si realmente estuviera presente? ¿No es más bien un ser
simple y, entre todos los seres, el menos capaz de mudar de forma?
—En este momento no sé aún qué responderte —dijo.
—Pues ¿qué? Cuando alguno abandona su forma natural, ¿no es necesario que ese cambio venga
de él mismo o de otro?
—Sí.
—Pero las cosas mejor constituidas, ¿no son las que están menos expuestas a cambios
procedentes de causas extrañas? Por ejemplo, los cuerpos sufren la acción del alimento, la bebida y el
trabajo. Lo primero sucede con las plantas con relación a los vientos, al ardor del sol y a otros
trastornos similares. Pues bien, ¿no son los más sanos y robustos los menos expuestos a la
alteración?
—¿Cómo no?
—¿Y el alma no es tanto menos alterada y turbada por los accidentes exteriores, cuanto más
enérgica e inteligente?
—Sí.
—Por la misma razón los artefactos, que son producto de la mano del hombre, los utensilios, los
edificios, los vestidos, resisten al tiempo y a todo lo que puede destruirlos en la proporción en que
están bien trabajados y formados de buenos materiales.
—Sin duda, así es.
—En general, todo lo que es perfecto, ya nazca su perfección de la naturaleza, ya del arte, o de
ambos, está muy poco expuesto a cambios por efectos de una causa extraña.
—Así debe de ser.
—Pero Dios, así como todo lo que pertenece a su naturaleza, es perfecto.
—¿Cómo no ha de serlo?
—Luego considerado Dios desde este punto de vista, de ninguna manera es susceptible de adoptar
muchas formas.
—No, desde luego.
XX. —¿Recibirá el cambio y la alteración de sí mismo?
—Es evidente que si tuviera lugar algún cambio en Dios —dijo—, no podría venir de otra parte.
—Pero ¿este cambio se verificaría para mejorar y embellecerse o para empeorar y desfigurarse?
—Necesariamente para empeorar, si es que se altera —dijo—, porque no supondremos que a
Dios falte ningún grado de belleza ni de virtud.
—Dices bien —asentí—. Y sentado esto, ¿crees, Adimanto, que nadie, sea hombre o dios, tome de
suyo una forma peor en algún sentido que la suya?
—Eso es imposible —repuso.
—Luego es imposible que Dios quiera cambiar —concluí—. Y cada uno de los dioses, muy
bueno y muy bello por naturaleza, conserva siempre la forma que le es propia.
—Me parece que las cosas no pueden suceder de otra manera —dijo.
—Por consiguiente, amigo —dije—, que ningún poeta venga diciéndonos que

Los dioses, disfrazados bajo formas extrañas,


andan por todas partes, de ciudad en ciudad,[23]

ni divulgando falsedades con motivo de la metamorfosis de Proteo [24] y de Tetis.[25] Que no se


nos represente en la tragedia o en cualquier otro poema a Hera bajo la figura de sacerdotisa,
mendigando

Para los hijos benéficos del río Ínaco de Argos,[26]

y que no se nos cuenten mentiras de esta naturaleza. Que las madres, ilusionadas con estas
ficciones poéticas, no amedrenten a sus hijos, haciéndoles creer falsamente que los dioses van a todas
partes, porque eso es a la vez blasfemar contra los dioses y hacer a sus hijos cobardes y tímidos.
—Es preciso que se abstengan de hacer cosas semejantes —dijo.
—Pero ¿quizá los dioses —dije yo—, no pudiendo mudar de figura, pueden por lo menos influir
sobre nuestros sentidos, y hacernos creer en estos cambios por medio de prestigios y
encantamientos?
—Eso podría suceder —admitió.
—¿Y acaso un dios puede querer mentir de hecho o de palabra, presentándonos un fantasma en
lugar de su personalidad?
—No lo sé —contestó.
—¡Qué! ¿No sabes que la verdadera mentira —pregunté—, si puede decirse así, es igualmente
detestada por los hombres que por los dioses?
—¿Qué entiendes por eso? —dijo.
—Entiendo —aclaré— que nadie quiere acoger la mentira en la parte más noble de sí mismo,
sobre todo con relación a las cosas de la mayor importancia; por el contrario, no hay cosa que más
se tema.
—Aún no te comprendo —dijo.
—Crees que digo algo demasiado sublime —apunté—. Lo que digo es que nadie quiere ser ni
haber sido engañado en su alma tocante a la naturaleza de las cosas, y que no hay nada que más
temamos y más detestemos, que abrigar la ignorancia y la mentira en nosotros mismos.
—Tienes mucha razón —dijo.
—La mentira, hablando con propiedad, es la ignorancia, que afecta el alma del que es engañado;
porque la mentira en las palabras no es más que una expresión del sentimiento que el alma
experimenta; no es una mentira pura, sino un fantasma hijo del error. ¿No es cierto?
—Sí.
XXI. —¿La verdadera mentira es, por lo tanto, igualmente detestada por los hombres que por los
dioses?
—Así lo creo.
—Pero ¿qué decir de la mentira en las palabras? ¿No hay circunstancias en que la mentira de
palabra pierde lo que tiene de odioso, porque se hace útil? ¿No tiene su utilidad cuando, por ejemplo,
se sirve uno de ella para engañar a su enemigo, y lo mismo a su amigo, a quien el furor y la
demencia arrastran a cometer una acción mala en sí? ¿No es en este caso la mentira un remedio que
se emplea para separarle de su designio? Y aun en lo tocante a la mitología de la que estábamos
hablando, la ignorancia en que estamos en punto a los hechos antiguos, ¿no nos autoriza para acudir
a la mentira que hacemos útil, dándole el colorido que la aproxime más a la verdad?
—Cierto —asintió—. Así es.
—Pero ¿por cuál de estas razones puede ser la mentira útil a Dios? ¿La ignorancia de lo que ha
pasado en tiempos lejanos le obligaría a disfrazar la mentira o a mentir bajo las apariencias de lo
verosímil?
—¡Eso sería ridículo decirlo! —exclamó.
—¿Luego Dios no es un poeta embustero?
—No lo creo.
—¿Mentiría por temor a sus enemigos?
—Nada de eso.
—¿O a causa de sus amigos furiosos o insensatos?
—Pero los furiosos y los insensatos no son amados por los dioses —apuntó.
—Luego ninguna razón obliga a Dios a mentir.
—No.
—Luego todo lo que es espiritual y divino, ¿es enemigo de la mentira?
—Totalmente —dijo.
—Dios, por tanto, es esencialmente recto y veraz en sus palabras y en sus acciones, no muda de
forma, ni puede engañar a los demás, ni mediante fantasmas, ni mediante discursos, ni valiéndose de
signos, sea durante el día y la vigilia, sea durante la noche y en sus sueños.
—Me parece que tienes razón al decir eso —asintió.
—¿Apruebas, por consiguiente, nuestra segunda ley, que prohíbe hablar y escribir, respecto a los
dioses, como si fueran encantadores que toman diferentes formas y que intentan engañarnos con sus
discursos y sus acciones?
—La apruebo.
—Por tanto, aunque haya en Homero muchas cosas dignas de alabanza, nunca aprobaremos el
pasaje en que refiere que Zeus envió un sueño a Agamenón,[27] ni el pasaje de Esquilo, donde hace
decir a Tetis que Apolo, cantando en sus bodas, celebró su feliz descendencia:

que mis hijos, libres de enfermedades, tendrían larga vida.


Me había anunciado una suerte protegida por los dioses,
con el canto de un peón que me colmó de alegría.
Que la mentira pudiera salir de la boca divina de Febo,
que pronuncia tantos oráculos, yo no lo temía.
Pero este dios, que cantó y asistió a mis bodas,
que me había prometido tanto, es,
él mismo, el asesino de mi hijo.[28]

Siempre que alguno hable de los dioses de esta manera lo rechazaremos con indignación. No
consentiremos tampoco tales discursos en bocas de los maestros encargados de la educación de los
jóvenes si queremos que los guardianes guarden el respeto a los dioses, hasta hacerlos semejantes a
ellos en cuanto lo consiente la debilidad humana.
—Apruebo todas estas reglas —dijo él—, y soy de opinión que todas ellas deben convertirse en
leyes.
Libro III de La República

I. —Tales son —concluí—, en orden a la naturaleza de los dioses, los discursos que conviene, a
mi parecer, que oigan y que no oigan, desde la infancia, hombres cuyo principal fin debe ser honrar a
los dioses y a sus padres, y mantener entre sí la amistad como un bien nada pequeño.
—Lo que hemos dispuesto sobre este punto —dijo— me parece muy razonable.
—Ahora, si queremos hacerlos valientes, ¿no es preciso que lo que se les diga tienda a hacerles
despreciar la muerte? ¿Crees que se puede temer la muerte y tener valor?
—No, ¡por Zeus! —exclamó.
—Ahora bien, un hombre que está persuadido de que existe el Hades y es horrible, ¿podrá dejar
de temer la muerte? ¿Podrá preferirla en los combates a una derrota y a la esclavitud?
—Eso es imposible.
—Luego nuestro deber es estar muy en guardia respecto a los discursos que tengan esta tendencia
y recomendar a los poetas que no denigren tan simplistamente todo lo del Hades, con tanto más
motivo cuanto que lo que refieren ni es verdadero ni beneficia a los que han de ser guerreros.
—Sin duda —asintió.
—Borremos, pues, de sus obras —dije yo— todos los versos que siguen, comenzando por los
siguientes:

Yo preferiría la condición de labrador


al servicio de un hombre pobre,
que viva del trabajo de sus manos,
a reinar sobre la multitud
toda de los muertos.[1]

Y éstos:

Se mostraría a las miradas


de los mortales y de los inmortales
esta estancia de tinieblas y de horrores,
aborrecida por los dioses mismos.[2]

Y después:

¡Ay de mí!, en las estancias


de Hades aún nos queda
un alma y una imagen, pero
privada de todo entendimiento.[3]
Y también:

Él sólo piensa; los demás


son sombras errantes.[4]

Y éstos:

Su alma, al salir del cuerpo, voló al Hades


llorando su destino y echando de menos
su virilidad y su juventud.[5]

Y también:

Su alma, como el humo, se sume


bajo la tierra dando gemidos.[6]

Y, en fin:

Como los murciélagos, que en el fondo


de un antro sagrado revolotean dando chillidos,
cuando uno de ellos ha caído
de la roca, y se enganchan los unos a los otros,
así ellas se iban dando gemidos.[7]

Conjuremos a Homero y a los demás poetas a que no lleven a mal que borremos de sus obras
estos pasajes y otros semejantes. No es porque no sean muy poéticos y que no halaguen
agradablemente el oído público; pero cuanto más bellos son, tanto son más peligrosos para los niños
y para los hombres que, destinados a vivir libres, deben preferir la muerte a la servidumbre.
—Tienes razón.
II. —Borremos también estos nombres odiosos y formidables de Cocito, Estigia, Infiernos,
Manes y otros semejantes, que hacen temblar a los que los oyen. Quizá tienen su utilidad para otro
objeto; pero es de temer que el terror que ellos inspiran enfríe y debilite el valor de nuestros
guardianes.
—Este temor es muy fundado —dijo.
—¿Los suprimes, pues?
—Sí.
—Y ¿nos serviremos, lo mismo en la conversación que en poesía, de expresiones enteramente
contrarias?
—Evidentemente.
—¿Quitaremos igualmente esas lamentaciones y sollozos que se ponen en boca de los grandes
hombres?
—Es una consecuencia necesaria —convino— de lo que acabamos de decir.
—Veamos antes si la razón autoriza o no esta supresión —seguí—. ¿No admitimos que el hombre
de bien no mirará como un mal la muerte de un amigo semejante a él?
—Es cierto, lo admitimos.
—No llorará, por consiguiente, por él, como si le hubiera sucedido una desgracia.
—No, ciertamente.
—Digamos igualmente que ese hombre se basta a sí mismo para vivir bien, y que tiene sobre los
demás hombres la ventaja de no necesitar de nadie para ser dichoso.
—Nada más cierto —dijo.
—Luego no será para él una desgracia perder un hijo, un hermano, riquezas o cualquier otro bien
de esta naturaleza. Cuando esto le suceda, no se lamentará, sino que lo soportará con toda la paciencia
posible.
—Sin duda.
—Luego con razón suprimimos en los hombres ilustres las lamentaciones, y las reservamos a las
mujeres, y no a las más dignas entre ellas, así como a los hombres viles; puesto que queremos que
los que destinamos para guardar nuestro país se avergüencen de semejantes debilidades.
—En esto obramos perfectamente —dijo.
—Conjuremos una vez más a Homero y a los demás poetas para que no nos representen a
Aquiles, el hijo de una diosa,

Tan pronto echado sobre el costado, tan pronto


boca arriba o boca abajo sobre la tierra,
tan pronto errante, presa del dolor,
sobre la ribera del mar estéril,[8]

ni

Tomando el polvo negruzco con dos manos,


y cubriéndose con él la cabeza,[9]

o llorando y gimiendo; ni a Príamo, rey casi igual a los dioses, suplicando y

Revolcándose por el estiércol,


y llamando uno tras otro
a cada uno por su nombre.[10]

También les suplicamos que no nos representen a los dioses llorando y exclamando:

¡Ay de mí! ¡Cuán lamentable es mi suerte,


madre desgraciada de un héroe![11]

Y si no respetan a los demás dioses, que no tengan al menos el atrevimiento de poner en la boca
del más grande de ellos estas palabras:

¡Ay de mí! Veo con sentimiento


a un mortal que me es querido,
huyendo alrededor de las murallas;
mi corazón está turbado.[12]

Y en otro pasaje:

¡Desgraciado de mí! He aquí el momento


en que Sarpedón, el mortal que más quiero,
va por la voluntad del destino a perecer
en manos de Patroclo el Menecíada.[13]

III. Porque, mi querido Adimanto, si nuestros jóvenes toman en serio esta clase de historias, y si
no se burlan de todas estas debilidades, como indignas de los dioses, les será difícil creerlas indignas
de sí mismos; puesto que de todas maneras no son más que hombres, no se avergonzarán de tales
acciones y discursos, y a la menor desgracia que les suceda, se abandonarán cobardemente a los
gemidos y a las lágrimas, sin vergüenza ni entereza.
—Nada más cierto que lo que dices —asintió.
—Acabamos de ver que no debe ser así, y debemos atenernos a las razones expuestas mientras no
se nos presenten otras mejores.
—Sin duda, no debe ocurrir.
—Pero tampoco será conveniente que se sientan inclinados a la hilaridad. Una risa excesiva da
lugar casi siempre a una alteración también violenta.
—Lo creo así —dijo.
—Luego no debemos consentir que se nos represente a los hombres grandes, y menos aún a los
dioses, dominados por una risa que no puedan contener.
—Mucho menos —dijo.
—Y no aceptaremos a Homero cosas como ésta:

Una risa inextinguible estalló entre los dioses,


cuando vieron a Hefesto agitarse cojeando.[14]

Esto, según tu razonamiento, es inadmisible.


—Si tú dices que es mío… —dijo—. Sea, no hay que admitirlo.
—Sin embargo, la verdad tiene derechos, que es preciso respetar. Porque, si no nos engañamos
cuando dijimos que la mentira nunca es útil a los dioses, pero que lo es algunas veces a los hombres,
cuando se sirven de ella como de un remedio, es evidente que su uso sólo puede confiarse a los
médicos y no a todo el mundo indiferentemente.
—Es evidente —dijo.
—Sólo a los magistrados supremos pertenece el poder mentir, a fin de engañar al enemigo o a
los ciudadanos para bien de la república. La mentira no debe nunca permitirse a los demás hombres,
y así diremos que un particular que engaña al magistrado es tanto o más culpable que un enfermo que
engaña a su médico, que un atleta que oculta al maestro encargado de su formación las disposiciones
de su cuerpo, y que un marinero que disimula al piloto el estado de la nave y de sí mismo o del resto
de la tripulación.
—Es muy cierto —dijo.
—Por consiguiente, si el magistrado coge en mentira a algún ciudadano,

sea de la condición de los artesanos,


sea adivino, sea médico, sea carpintero,[15]

le castigará severamente, como a quien introduce en el Estado lo mismo que en la nave un mal
capaz de trastornarle y perderle.
—Este mal indudablemente perdería al Estado, si los actos correspondiesen a las palabras —dijo.
—¿No deberemos también desarrollar en nuestros jóvenes la templanza?
—¿Cómo no?
—¿No son los principales efectos de la templanza para la mayoría hacernos sumisos para con los
que mandan y dueños de nosotros mismos en todo lo relativo a comer y beber y en los placeres
amorosos?
—Sí, así me lo parece.
—Por lo mismo, aprobaremos el pasaje de Homero en que Diomedes dice:

Amigo, siéntate, guarda silencio


sigue mis consejos.[16]

Y este otro:

Los griegos marchan llenos


de ardor y de valor,
en silencio, mostrando
su respeto a los jefes,[17]

y todos los demás pasajes semejantes.


—Los aprobaremos.
—¿Diremos lo mismo de estas palabras?:
Borracho, que tienes
los ojos de un perro
y el corazón de un ciervo,[18]

¿y lo que sigue, así como todas las injurias que los poetas y los demás escritores ponen en boca
de los inferiores en contra de los superiores?
—Ésos no están bien.
—Semejantes discursos no son a propósito, creo, para inspirar moderación a nuestros jóvenes,
aunque si les inspiran algún deleite, no debe sorprendernos. ¿Qué piensas?
—Pienso como tú —respondió.
IV. —¡Pero qué! Cuando Homero hace decir al sabio Ulises que nada le parecía más bello

Que mesas cubiertas


de pan y carne,
y un escanciador sacando
el vino de la crátera
para llevarlo y derramarlo
en las copas,[19]

¿te parece apto para que el joven que lo oiga tenga autodominio?
Y en otra parte,

Que la muerte más triste


es perecer de hambre.[20]

O cuando nos presenta a Zeus olvidando, por el exceso de la pasión, los proyectos que había
formado cuando sólo él vigilaba durante el sueño de los dioses y de los hombres; y de tal manera
impresionado a la vista de Hera que no espera a retirarse a su palacio, sino que quiere yacer con ella
en aquel mismo sitio, protestándole que jamás había sentido tanto cariño por ella, ni cuando por
primera vez se vieron sin saberlo sus padres[21] o cuando se refiere a la aventura de Ares y Afrodita,
sorprendidos en las redes de Hefesto.[22]
—De ninguna manera, por Zeus, me parece apto.
—En cambio —dije yo—, cuando nos pinta sus héroes hablando y obrando con espíritu
invencible, entonces sí que es preciso admirarle y escucharle; como, por ejemplo, cuando dice:

Golpeándose el pecho, reprendió


a su corazón con estas palabras:
Mantente firme, corazón mío,
tú has soportado los más terribles males.[23]
—Sí, ciertamente —asintió.
—Tampoco debe consentirse que nuestros hombres sean ansiosos de riqueza, ni que se dejen
corromper por presentes.
—No, sin duda.
Que no se cante delante de ellos que

Los presentes ganan a los dioses,


ganan a los reyes venerables.[24]

Y que no se tenga por sabio el consejo que Fénix, ayo de Aquiles, dio a éste, diciéndole que
socorriera a los aqueos si le hacían presentes, y que les guardara resentimiento si no se los hacían.[25]
También nos negaremos a creer y confesar que Aquiles haya sido codicioso hasta el punto de recibir
presentes de Agamenón,[26] y de no entregar un cadáver hasta no haber recibido el rescate.[27]
—Tales hechos no son dignos de alabanza —dijo.
—Me abstengo de decir por respeto a Homero que es una impiedad atribuir tales hechos a Aquiles
y haber dado crédito a lo que otros antes que él habían publicado. Otro tanto digo de las amenazas
que este héroe dirige a Apolo:

Tú me has engañado, arquero,


el más funesto de los dioses:
yo te castigaría si tuviera
poder para ello.[28]

Y de su resistencia frente a un dios, el río Janto, contra el que estaba dispuesto a batirse;[29] y de
lo que dijo con ocasión de su cabellera, que estaba consagrada a otro río, el Esperqueo:

Al héroe Patroclo
quiero dar mi cabellera.[30]

No es creíble que haya hecho eso cuando murió Patroclo, ni que haya arrastrado el cadáver de
Héctor alrededor de la tumba de aquél,[31] ni que haya inmolado y hecho quemar en la hoguera
troyanos cautivos.[32] Sostendremos que nada de esto es cierto, y no consentiremos que se haga creer
a los nuestros que Aquiles, el hijo de una diosa y del sabio Peleo, y descendiente éste en tercer grado
de Zeus,[33] Aquiles, el discípulo del sapientísimo Quirón, haya tenido un alma tan desarreglada que
se dejara dominar por dos pasiones tan contrarias, como lo son una miserable avaricia y un orgullo
que le llevaba a despreciar a los dioses y a los hombres.
—Tienes razón —dijo.
V. —Guardémonos de creer eso y de permitir que se diga que Teseo, hijo de Poseidón, y Pirítoo,
hijo de Zeus, hayan intentado los raptos sacrílegos que se les atribuyen,[34] ni que ningún otro hijo de
Zeus, ningún héroe se haya hecho culpable de las crueldades y de las impiedades de que les acusan
falsamente ahora. Obliguemos a los poetas a reconocer que los héroes nunca han cometido
semejantes acciones; o que, si las han cometido, ya no son descendientes de los dioses. Pero no les
permitamos decir que son a la vez hijos de los dioses y culpables de semejantes crímenes, ni que
persuadan a nuestros jóvenes de que los dioses han producido algo malo y que los héroes no valen
más que los hombres. Porque, como dijimos antes, esta clase de discursos ofenden a la verdad y a la
religión y ya hemos demostrado lo repugnante que es suponer que los dioses sean autores de mal
alguno.
—¿Cómo no?
—Añadamos que tales discursos son muy peligrosos para los que los escuchan. En efecto,
cualquier hombre justificará a sus ojos su propia maldad cuando esté persuadido de que no hace más
que lo que han hecho los descendientes de los dioses, los parientes de Zeus, que tienen en la cima del
Ida, en medio del puro éter, un altar en que hacen sacrificios a su padre, y que llevan aún en sus venas
la sangre de los inmortales.[35] Por todas estas razones desterremos de nuestra ciudad esta clase de
ficciones, por temor de que engendren en la juventud una lamentable facilidad para cometer los
mayores crímenes.
—Desde luego —dijo.
—Puesto que hemos comenzado a fijar —continué— los discursos que deben decirse y los que
no, ¿hay todavía algunos de otra especie de que tengamos que hablar? Ya hemos tratado todo lo que
hace relación a los dioses, a los genios, a los héroes y al Hades.
—Ciertamente.
—Aquí correspondería agregar lo relativo a los discursos que se refieren a los hombres, ¿no es
así?
—Sin duda.
—Pero, mi querido amigo, en este momento esto es imposible.
—¿Por qué?
—Porque yo creo que diríamos que los poetas y los autores de fábulas se engañan gravemente
con relación a los hombres cuando dicen que los malos son dichosos en su mayor parte y los
hombres de bien desgraciados; que la injusticia es útil en tanto que permanece oculta y, por el
contrario, que la justicia es dañosa al que la practica y útil a los demás. Les prohibiríamos semejantes
discursos y les prescribiríamos que en lo sucesivo cantaran y relataran lo contrario, ¿no es verdad?
—Estoy persuadido de ello —dijo.
—Pero si confiesas que en esto tengo razón, ¿no deberé concluir que convienes en lo que se
cuestiona desde el principio de esta conversación?
—Es justa tu reflexión —dijo.
—Por consiguiente, ¿reservaremos el tratar de cuáles son los discursos que deben admitirse
respecto de los hombres para cuando hayamos descubierto lo que es la justicia y si es ventajoso en sí
ser justo, sea uno o no tenido por tal?
—Tienes mucha razón —dijo.
VI. —Basta lo dicho sobre los discursos, y pasemos a la dicción. De esta manera habremos
tratado a fondo lo que debe ser materia de los discursos y la forma que conviene darle.
—No entiendo eso que dices —replicó Adimanto.
—Pues hay que entenderlo —respondí—. Veamos si me entenderás mejor de otra manera. Todo
lo que dicen los poetas y los autores de fábulas, ¿es otra cosa que una narración de las cosas pasadas,
presentes o futuras?
—¿Qué otra cosa puede ser? —dijo.
—Para ello, ¿no emplean o una narración simple, o una imitativa, o una compuesta de una y otra?
—Te suplico que te expliques más claramente también en esto —dijo.
—Soy un maestro singular, a lo que parece, porque no puedo hacerme entender —exclamé—.
Voy a ver, siguiendo el ejemplo de los que no tienen facilidad en explicarse, si puedo hacerte
comprender mi pensamiento presentándotelo, no en general, sino en ejemplos sucesivos.
Respóndeme. ¿Sabes los primeros versos de la Ilíada, donde Homero refiere que Crises fue en busca
de Agamenón para suplicarle que le entregara su hija, y que como Agamenón se negara con
aspereza, él se retiró y conjuró al dios para que enviara males a los aqueos?
—Lo sé.
—Sabes también que hasta en estos versos:

Imploraba a todos los aqueos,


y sobre todo a los dos hijos de Atreo,
jefes de pueblos,[36]

el poeta habla en su nombre, y no trata de hacernos creer que sea otro el que habla y no él. Pero
después de estos versos habla en nombre de Crises y emplea todo su arte para persuadirnos de que no
es Homero el que habla sino el anciano sacerdote. La mayor parte de las relaciones de lo ocurrido en
Ilión e Ítaca y de la Odisea entera son de este género.
—Es cierto —dijo.
—Ahora bien, ¿no es siempre una narración, ya hable el poeta por sí o ya lo haga por boca de
otros?
—¿Cómo no ha de serlo?
—Y cuando habla por boca de otros, ¿no diremos que trata de conformarse todo lo posible con el
lenguaje de aquel en cuyo nombre habla?
—Sí lo diremos.
—Ahora bien, asimilarse uno mismo a otro por el gesto o por la palabra, ¿no es imitarle?
—¿Qué, si no?
—Por lo tanto, en estos casos las narraciones, tanto del poeta considerado como de los demás,
son narraciones imitativas.
—En efecto.
—Por el contrario, si el poeta no se ocultase nunca bajo la persona de otro, todo su poema y su
narración serían simples y sin imitación; y para que no me digas que no comprendes cómo puede
hacerse esto, voy a explicártelo. Si Homero, después de haber dicho que Crises había venido al
campo con el rescate de su hija y que había suplicado a los aqueos, sobre todo a los dos reyes,
hubiera continuado la relación como tal Homero, y no como Crises, reconocerás que no sería ya una
imitación sino una narración sencilla. He aquí, por ejemplo, cómo se hubiera explicado; y me serviré
de la prosa, porque no soy poeta:

«El sacerdote, al llegar al campamento, suplicó a los dioses que permitieran a los griegos
tomar a Troya, y qué les concedieran una vuelta feliz. Al mismo tiempo conjuró a los griegos,
por respeto al dios, a que le devolvieran a su hija y aceptaran su rescate. Todos los griegos
llenos de respeto por este anciano, consintieron en su demanda; pero Agamenón se levantó
contra él, le mandó que se retirara y que no se presentara jamás en su presencia, no fuese que
ni el cetro ni las ínfulas del dios le librasen de su cólera. Que antes de entregar la hija, ella
envejecería con él en Argos; que se marchase y no le irritase más, si quería volver sano y
salvo a su casa. El anciano se retiró temblando y sin decir nada. Luego que se alejó del
campamento dirigió una súplica a Apolo, invocándole con todos sus nombres, recordándole
todo lo que había hecho por agradarle, ya construyendo templos, ya inmolándole víctimas
escogidas; y en recompensa de su piedad le suplicó que lanzara sus flechas sobre los aqueos,
para vengar las lágrimas que le habían hecho derramar».

A esto llamo yo una narración simple y sin imitación.


—Lo entiendo —dijo.
VII. —Comprende igualmente —añadí— que hay una especie de narración que es opuesta a ésta.
Es aquella en la que el poeta, suprimiendo todo lo que intercala por su cuenta en los discursos de
aquellos a quienes hace hablar, sólo deja el diálogo.
—Comprendo también eso —dijo—. Esta narración es la propia de la tragedia.
—Justamente —dije—. Creo ahora haberte hecho entender lo que no comprendías al principio; a
saber, que en la poesía y en toda ficción la primera clase de narración es imitativa y, como acabas de
decir, pertenece a la tragedia y a la comedia. La segunda se hace en nombre del poeta, y la verás
empleada en los ditirambos. La tercera es una mezcla de una y otra, y nos servimos de ella en la
epopeya y en otras cosas, ¿me entiendes?
—Sí, entiendo lo que querías decir —asintió.
—Recuerda también lo que dijimos antes: que después de haber establecido lo que se debe decir,
nos faltaba examinar el modo de decirlo.
—Lo recuerdo.
—Quería decirte que necesitábamos discutir juntos si hemos de dejar a los poetas la libertad de
servirse de narraciones puramente imitativas o de unas y otras a la vez, y qué reglas les
prescribiremos para esta clase de narraciones, o si les prohibiremos toda imitación.
—Adivino tu intención —dijo—: quieres ver si admitiremos o no la tragedia y la comedia en
nuestro Estado.
—Quizá —dije yo—, y acaso algo más. En este momento no lo sé aún. Pero iré adonde el soplo
de la argumentación me lleve.
—Bien dicho —señaló.
—Examina ahora, mi querido Adimanto, si será conveniente que nuestros guardianes sean
imitadores o no. ¿No resulta, de lo que antes dijimos, que cada uno sólo puede hacer bien una sola
cosa, y que si se aplica a muchas no conseguirá ser bien considerado en ninguna?
—¿Cómo no va a ser así?
—¿No sucede lo mismo con respecto a la imitación, que un hombre solo no puede imitar muchas
cosas tan bien como una sola?
—No, ciertamente.
—Menos podría aplicarse a una función importante y al mismo tiempo imitar muchas cosas y
sobresalir en la imitación, cuando se ve que en dos cosas, que tanto se dan la mano como la comedia
y la tragedia, es difícil que un mismo hombre sobresalga en ambas. ¿No las llamabas antes
imitaciones?
—Sí, y tienes razón en decir que no se puede sobresalir a la vez en estos dos géneros.
—Tampoco se ve que un mismo hombre pueda ser a la vez rapsodista y actor.
—Es cierto.
—Los mismos actores no son siquiera buenos por igual para lo trágico y para lo cómico. Y, sin
embargo, estos dos géneros no son más que imitaciones, ¿no?
—Lo son.
—Es más, me parece, Adimanto, que las facultades del hombre se dividen con relación a
aplicaciones más limitadas aún; de suerte que le es imposible imitar bien muchas cosas o hacer
seriamente las cosas que reproduce por la imitación.
—Nada más cierto —dijo.
VIII. —Si nos atenemos, pues, al primer principio establecido, según el cual nuestros guardianes,
libres de toda otra ocupación, deben ser únicamente artesanos hábiles de la libertad del Estado por
todos los medios propios a este efecto, no les conviene hacer ni imitar ninguna otra cosa; o si imitan
algo, que sea, desde niños, aquello que puede conducirles a su fin, es decir, el valor, la templanza, la
piedad, la grandeza de alma y las demás virtudes; pero que no imiten nada que sea bajo y
vergonzoso, no sea que se hagan tales como los que imitan. ¿No has observado que la imitación,
cuando se contrae el hábito desde la juventud, trasciende a las costumbres y a la naturaleza,
modificando el aspecto corporal, la voz y el pensamiento?
—Eso sucede comúnmente —dijo él.
—No consintamos, pues —seguí—, que los que son objeto de nuestro cuidado y para quienes es
un deber llegar a ser hombres de bien, se complazcan, siendo varones, en imitar a una mujer, sea
joven o vieja, querellosa para con su marido o llena de orgullo, que pretenda igualarse a los dioses,
jactanciosa de su supuesta felicidad, o que se abandone en la desgracia a quejas y lamentaciones.
Menos imitarán a la enferma, a la enamorada o a la que está con los dolores del parto.[37]
—De ningún modo —dijo él.
—Que tampoco imiten a los esclavos, hombres o mujeres, en las acciones propias de su
condición.
—Tampoco eso.
—Ni a los hombres malos y cobardes, o con cualidades opuestas a las que antes citábamos, que se
querellan, se dirigen burlas u obscenidades unos a otros, ya cuando están embriagados, ya a sangre
fría; ni las demás acciones o discursos en que tales gentes faltan a lo que se deben a sí mismos y a los
demás. No creo tampoco que deban acostumbrarse a remedar lo que dicen o hacen los dementes.
Debe conocerse a los dementes y a los malos hombres y mujeres, pero no se les debe imitar ni
parecérseles.
—Es cierto —dijo.
—Pues ¿qué? —proseguí—. ¿Deben imitar a los herreros o a cualquier otro obrero, a los
remeros de trirremes o a los que les marcan el ritmo, en fin, a personas semejantes?
—¿Cómo han de poder hacerlo —dijo—, cuando no les es permitido ni aun prestar atención a
ninguna de estas profesiones?
—Y ¿qué hay del relincho de los caballos, el mugido de los toros, el murmullo de los ríos, del
mar, del rayo y todo lo demás? ¿Les conviene imitar todo esto?
—¡Pero si se les ha vedado que sean locos y que imiten a los que lo son!
—Entonces —dije—, si comprendo bien tu pensamiento, hay un modo de hablar y de narrar de
que se sirve el hombre de bien cuando tiene algo que decir; y hay otro modo muy diferente de éste,
del cual se sirven los hombres cuyo natural o educación son opuestos a aquéllos.
—¿Cuáles son esos modos? —preguntó.
—En mi opinión —dije— el hombre cabal, cuando su discurso le lleva a referir lo que ha dicho o
hecho un hombre semejante a él, se esforzará por representarle en su persona, y no se avergonzará
de semejante imitación, sobre todo cuando tenga por objeto pintarle en una situación en que haya
mostrado sabiduría y firmeza, y no lo hará con tanto gusto y asiduidad cuando se haya visto abatido
por la enfermedad, vencido por el amor, embriagado o en cualquier otra situación análoga. Pero
cuando se le presente un personaje que esté por bajo de él, nunca se rebajará hasta el punto de
imitarlo seriamente, y lo hará sólo como de paso y cuando aquél haya de realizar una buena acción; y
aun en este caso no dejará de ruborizarse, porque no está acostumbrado a imitar esta clase de
personas, y se querría muy mal si se amoldase y formase según un modelo inferior a sí mismo; y
sólo por ser cosa momentánea no rechazará esta imitación con desprecio.
—Es natural —dijo.
IX. —Su narración será, pues, como la que referimos antes de Homero, en parte simple y en parte
imitativa, si bien haciendo que aparezca pocas veces la imitación en todo el desarrollo del discurso;
¿tengo razón?
—Sí, así es como debe hablar un hombre de ese carácter —dijo.
—Con respecto al que tiene un carácter opuesto, en cambio —continué—, cuanto más malo sea,
mayor será su tendencia a imitarlo todo; creerá que no hay nada que sea inferior a él, y así hará
estudio en imitar en público a todas las cosas que antes enumeramos: el ruido del trueno, de los
vientos, del granizo, de los ejes de los carros, de las ruedas; el sonido de las trompetas, de las flautas,
siringes y toda suerte de instrumentos, incluso las voces de los perros, los corderos y las aves; todo
su discurso se reducirá a imitar el tono y las expresiones de otro, sin que apenas entre en él la
narración simple.
—No puede ser de otra manera —convino.
—Tales son las dos clases de narración de que quería hablarte.
—Así son, en efecto —dijo.
—La primera, como ves, admite pocos cambios y tan pronto como se ha encontrado la armonía y
el ritmo que le convienen, al recitador le basta con ceñirse a la misma cadencia y armonía —pues son
escasas las variaciones— y a un ritmo también muy uniforme.
—Así es —dijo.
—La segunda clase, por el contrario, ¿no te parece que necesita de todas las armonías y de todos
los ritmos para expresar bien lo que quiere decir, puesto que abraza todos los cambios imaginables?
—Es cierto también, en efecto.
—Pero ¿acaso todos los poetas, y en general los que refieren alguna cosa, no emplean ya una, ya
otra de estas narraciones, o las mezclan?
—Forzosamente —admitió.
—¿Qué haremos en este caso? —pregunté—. ¿Daremos cabida en nuestro Estado a estas tres
clases de narraciones o sólo admitiremos una u otra de las simples o la mixta?
—Si ha de vencer mi opinión —dijo—, nos atendremos a la imitación simple, hecha para
representar al hombre de bien.
—Sí; pero mi querido Adimanto, la narración mixta es también muy grata; pero la narración
opuesta a la que tú escoges es la que agrada más a los niños, a los que gobiernan a la juventud y al
pueblo en general.
—En efecto, es la que más agrada.
—Aunque quizá alegarás —dije— que no se conforma esto con nuestro plan de gobierno, porque
entre nosotros no hay un hombre que reúna en sí los talentos de dos o más hombres, y cada uno sólo
puede hacer una cosa.
—En efecto, no se ajusta.
—Por este mismo motivo, sólo en nuestro Estado el zapatero es simplemente zapatero y no
piloto; el labrador, labrador y no juez; el guerrero, guerrero y no comerciante; y así de los demás.
—Es cierto —dijo.
—Luego, si uno de estos hombres, hábiles en el arte de imitarlo todo y de adoptar mil formas
diferentes, viniese a nuestra ciudad para exhibir su arte y sus obras, nosotros le rendiríamos
homenaje como a un hombre divino, maravilloso y arrebatador; pero le diríamos que nuestro Estado
no puede poseer un hombre de su condición y que no nos era posible admitir personas semejantes. Le
despediríamos después de haber derramado mirra sobre su cabeza y de haberla adornado con ínfulas
de lana; y nos daríamos por contentos con tener un poeta y recitador más austero y menos agradable,
si bien más útil, que imitara el tono del discurso que conviene al hombre de bien, y siguiera
escrupulosamente las fórmulas que hemos prescrito al trazar el plan de la educación de nuestros
guerreros.
—Si se nos dejara la elección, preferiríamos el último sin dudar —dijo.
—Pues bien, me parece, mi querido amigo —continué—, que hemos tratado a fondo esta parte de
la música que corresponde a los discursos y a las fábulas, puesto que hemos hablado de lo que hay
que decir y de la forma de decirlo.
—Soy de tu parecer yo también —dijo.
X. —Nos resta hablar —proseguí— de esta otra parte de la música que corresponde al canto y a la
melodía, ¿no?
—Sí, evidentemente.
—¿Quién no ve, desde luego, lo que deberemos decir sobre este punto y qué reglas habremos de
prescribir, si seguimos nuestros principios?
Entonces Glaucón, echándose a reír, dijo:
—No soy de este número, me temo, Sócrates, porque no podría decir con exactitud a qué
debemos atenernos sobre esta materia, aunque lo entrevea confusamente.
—Por lo menos —repliqué—, puedes decirnos algo primordial: que la melodía se compone de
tres elementos: las palabras, la armonía y el ritmo.[38]
—¡Ah, eso sí! —dijo.
—En cuanto a las palabras cantadas, ¿no deben, como las no acompañadas de música,
componerse según las leyes que hemos ya prescrito?
—Sin duda —dijo.
—Es preciso que la armonía y el ritmo, por su parte, correspondan a las palabras.
—¿Cómo no?
—Pero hemos dicho ya que no hacían ninguna falta en el discurso las quejas y las lamentaciones.
—Ninguna, en efecto.
—¿Cuáles son las armonías lastimeras? Dímelo, ya que eres músico.
—La lidia mixta, la lidia tensa y otras semejantes —enumeró.
—Es preciso, por consiguiente, suprimirlas como malas —dije yo— no sólo para los hombres,
sino también para aquellas mujeres que se precian de ser sabias y moderadas.
—Totalmente de acuerdo.
—Nada más indigno de los guardianes, asímismo, que la embriaguez, la molicie y la indolencia.
—¿Cómo no?
—¿Cuáles son, pues, las armonías muelles y usadas en los festines?
—Algunas variedades de la jónica y la lidia, consideradas armonías relajantes.
—¿Pueden ser de algún uso para los guerreros, querido?
—De ninguno —aseguró—, y, por lo tanto, no quedan otras que la dórica y la frigia, me temo.
—Yo no conozco todas las especies de armonía —dije—, escoge sólo éstas: una fuerte, que
traduzca el tono y las expresiones de un hombre de corazón, sea en la pelea, sea en cualquier otra
acción violenta, como cuando, sin que le detengan las heridas ni la muerte o estando sumido en la
desgracia, espera en tales ocasiones, con firmeza y sin abatirse, los azares de la fortuna; otra más
tranquila, propia de las acciones pacíficas y completamente voluntarias de alguien que intenta
convencer a otro de algo, con súplicas si es un dios, con advertencias o amonestaciones, si es un
hombre; o que, al contrario, se rinde a sus súplicas, escucha sus lecciones y sus dictámenes, y que por
lo mismo nunca experimenta el menor contratiempo, y que, en fin, lejos de enorgullecerse con sus
triunfos, se conduce con sabiduría y moderación y está siempre contento con su suerte. Reservemos
estas dos armonías, violenta y pacífica, que pueden imitar las voces de los desdichados o los felices,
los prudentes o los valerosos.
—Las que pides son precisamente las dos últimas que yo he nombrado —dijo.
—¿Tampoco tendremos necesidad de instrumentos de numerosas cuerdas ni de la técnica
panarmónica en nuestros cantos y en nuestra melodía?
—No, sin duda —aseguró.
—¿Ni sostendremos fabricantes de triángulos, de plectros y otros instrumentos de cuerdas
numerosas y de muchas armonías?
—No lo parece.
—¿Pero consentirías en nuestra república a los constructores y tocadores de flauta? ¿No equivale
este instrumento a los que tienen el mayor número de cuerdas? Y los que reproducen todos los tonos,
¿son otra cosa que imitaciones de la flauta?
—Lo son, en efecto —dijo.
—Así, no nos quedan más que la lira y la cítara para la ciudad —dije— y para los campos la
siringa, que usarán los pastores.
—Es evidente, después de lo que acabamos de decir —reconoció.
—Por lo demás, mi querido amigo, no haremos nada extraordinario al dar preferencia a Apolo
sobre Marsias, y a los instrumentos inventados por este dios a los del sátiro.
—No, ciertamente, por Zeus —exclamó.
—¡Por el Can![39] —exclamé yo—, ya tenemos reformado, sin apercibirnos de ello, este Estado,
que decíamos que rebosaba en delicias.
—Y lo hemos hecho sabiamente —asintió.
XI. —Reformémoslo, pues, por entero —dije— y digamos del ritmo como dijimos de la
armonía, que es preciso desterrar la variedad y multiplicidad de medidas; indagar qué ritmos
expresan el carácter de la vida ordenada y valerosa, y después de haberlos encontrado, someter el pie
y la melodía a las palabras, y no las palabras al pie y a la melodía. A ti te toca decir cuáles son estos
ritmos, como lo has hecho respecto a las armonías.
—¡Por Zeus! No me es fácil satisfacerte —replicó—. Sólo te diré que todas las medidas se
reducen a tres tipos, así como todas las armonías resultan de cuatro tonos principales; eso lo digo
porque lo he observado, pero no podré decirte qué medidas convienen a los diferentes caracteres que
se quieren expresar.
—Examinaremos más adelante con Damón[40] qué medidas expresan la bajeza, la insolencia, la
demencia y otros defectos semejantes, así como las que convienen a las virtudes opuestas. Creo
haberte oído hablar algo confusamente de cierto metro compuesto que llamaba enoplio, de un dáctilo
y un heroico, y que componía, no sé cómo, igualando la parte tónica con la átona y terminando en
sílabas largas o breves; además, formaba otro que llamaba yambo, a lo que creo, y yo no sé qué otro
que llamaba troqueo, que se componían de largas y breves. Observé también que en algunas
ocasiones aprobaba o condenaba tanto el metro como el ritmo mismo, o un no sé qué que resultaba
del uno y del otro, porque no puedo decir con claridad lo que es; pero dejemos este punto, como te
dije antes, para discutirlo con Damón. Me parece que esta discusión exige mucho tiempo; ¿o piensas
otra cosa?
—En absoluto, por Zeus.
—Por lo menos, podrás decirnos si se encuentra gracia allí donde se encuentra la perfección del
ritmo, y lo contrario allí donde esta perfección falta.
—¿Cómo no?
—Pero la perfección del ritmo sigue de ordinario a la belleza de las palabras y la arritmia a lo
contrario; porque, como dijimos antes al hablar de lo armónico y lo inarmónico, el ritmo y la
armonía están hechos para las palabras, y no las palabras para el ritmo y la armonía.
—Es cierto que uno y otro deben acomodarse al discurso —dijo él.
—Pero el género de la dicción y el discurso mismo, ¿no se siguen del carácter del alma?
—¿Cómo no?
—Y todo lo demás, ¿no sigue también a la expresión?
—Sí.
—Por consiguiente, la belleza de la dicción, la armonía, la gracia y el buen ritmo del discurso
son consecuencia de la simplicidad del alma. Y no entiendo por esta palabra la estupidez, como con el
fin de suavizar la expresión se llama a la necedad, sino que entiendo el carácter de un alma cuyas
costumbres son verdaderamente bellas y buenas.
—Es cierto —dijo.
—Nuestros jóvenes, ¿no deben proponerse, pues, adquirir todas estas cualidades, si quieren
cumplir sus deberes?
—Sin duda deben perseguirlas.
—Por lo menos, éste es el objeto de la pintura y de toda artesanía análoga, del arte de tejer y
bordar, de la arquitectura y de la naturaleza misma en la producción de las plantas y de los cuerpos
vivos. La gracia o la falta de gracia se encuentra en sus obras; y así como la falta de gracia, de ritmo
y de armonía se hermanan con el lenguaje grosero y el mal carácter, así las cualidades opuestas son
la imagen y la expresión del carácter opuesto, sensato y bondadoso.
—Tienes toda la razón —dijo.
XII. —No bastará, pues, que vigilemos a los poetas, obligándoles a que nos presenten en sus obras
modelos de buen carácter o a no divulgarlas en absoluto. Será preciso que fijemos nuestras miradas
sobre todos los demás artistas, para impedir que copien en pintura, en arquitectura o en cualquier
otro género, la maldad, la intemperancia, la vileza o la fealdad. En cuanto a los que no pueden obrar
de otra manera, deberemos prohibirles que trabajen entre nosotros por temor de que los encargados
de la guarda de nuestro Estado, educados en medio de estas imágenes viciosas, como en malos
pastos, y alimentándose, por decirlo así, cada momento con la vista de tales objetos, no contraigan al
fin algún mal vicio en el alma, sin apercibirse de ello. Nos interesa, por el contrario, buscar artistas
hábiles, capaces de seguir la huella de la naturaleza de lo bello y de lo gracioso, a fin de que nuestros
jóvenes, educados en medio de sus obras como en una atmósfera pura y sana, reciban sin cesar
saludables impresiones por los ojos y por los oídos, y que desde la infancia se vean insensiblemente
conducidos a imitar y amar lo bello, y a establecer entre éste y ellos mismos un perfecto acuerdo.
¿No es así?
—Nada puede ser preferible a una educación semejante —respondió.
—¿No es por esta misma razón, mi querido Glaucón —dije yo—, la música la parte principal de
la educación, porque insinuándose desde muy temprano en el alma, el ritmo y la armonía se apoderan
de ella, y consiguen que la gracia y lo bello entren como un resultado necesario en ella, siempre que
se dé esta parte de educación como conviene darla, puesto que sucede todo lo contrario cuando se la
desatiende? Y también porque, educado un joven cual conviene, en la música, advertirá con la mayor
exactitud lo que haya de imperfecto y de defectuoso en las obras de la naturaleza y del arte, y
experimentará a su vista una impresión justa y penosa; alabará por la misma razón con entusiasmo la
belleza que observe, le dará entrada en su alma, se alimentará con ella, y se hará, por este medio,
excelente; mientras que en el caso opuesto mirará con desprecio y con una aversión natural lo
indecoroso; y como esto sucederá desde la edad más tierna, antes de que le ilumine la luz de la razón,
apenas haya ésta aparecido la verá venir con más alegría que nadie al reconocerla como algo
familiar.
—He aquí, a mi parecer, las ventajas que se buscan al educar a los niños en la música —dijo él.
—Pues bien —continué—, en la misma forma que no podemos suponernos instruidos en la
lectura mientras no conozcamos perfectamente todas las letras elementales, que son pocas, en todas
sus combinaciones, sin despreciar ninguna, pequeña o grande, como indigna de atención, y no nos
dediquemos a reconocer por todas partes estas letras, porque de no saberlo así nunca llegaríamos a
saber leer…
—Es cierto.
—Lo mismo que, si no conociésemos las letras en sí mismas, jamás podríamos reconocer su
imagen representada en el agua y en los espejos, siendo lo uno y lo otro objeto de la misma ciencia y
del mismo estudio…
—Del todo cierto.
—De la misma manera, en nombre de los dioses inmortales, ¿no podré decir que nunca seremos
nosotros, ni serán los guardianes que nos proponemos formar, excelentes músicos, si no nos
familiarizamos con las formas específicas de la templanza, de la valentía, de la generosidad, de la
grandeza de alma y demás virtudes, hermanas de éstas, que se nos presentan en mil objetos diferentes,
así como de sus contrarias respectivas; si no las distinguimos a primer golpe de vista, así como sus
imágenes, dondequiera que estén, en grande o en pequeño, sin despreciar ninguna, persuadidos de
que, cualquiera que sea la forma en que se presenten, son el objeto de la misma ciencia y del mismo
estudio?
—No puede ser de otra manera —dijo.
—¿Y no será, por tanto —dije—, el más bello de los espectáculos para el que pueda
contemplarlo, ver un alma y un cuerpo igualmente bellos, unidos entre sí, y en los que se encuentren
todas las virtudes en un perfecto acuerdo?
—Sí, ciertamente.
—Pero lo que es muy bello es también muy digno de ser amado.
—Sin duda.
—El verdadero músico, por consiguiente, no puede menos de amar a todos aquellos en quienes
encuentre esta armonía; pero no amará a aquellos que carezcan de esa armonía.
—Si esta falta de acuerdo está en el alma —objetó—, convengo en ello; pero si sólo se encuentra
en el cuerpo, el músico por esto no dejará de amarlo.
—Veo —repliqué— que tú has amado o que amas en este momento a alguna persona de esas
condiciones, y lo comprendo; pero dime: la templanza y el placer excesivo, ¿pueden estar juntos?
—¿Cómo puede ser esto —dijo—, cuando el exceso de placer no turba menos el alma que el
dolor?
—¿Se concierta, por lo menos, con la virtud en general este abuso de los placeres?
—En absoluto.
—¿Concuerda entonces con la desmesura y la incontinencia?
—Más que con ninguna otra cosa.
—¿Conoces un placer más grande y más vivo que el amor sensual?
—No; ni tampoco otro más próximo a la locura —respondió.
—Por el contrario, el recto amor es un amor sensato y concertado de lo bello y lo honesto.
—Efectivamente —respondió.
—Luego no debe dejarse que se una a este recto amor nada que adolezca de locura o
incontinencia.
—No —dijo él.
—Luego el placer de que hablábamos no puede mezclarse con él ni intervenir entre los que se
aman como es debido.
—No, Sócrates —convino—, no deben mezclarse, por Zeus.
—Por consiguiente, en el Estado cuyo plan estamos formando, ordenarás por una ley expresa que
el amante bese al amado, esté con él y le toque como un padre a su hijo, para un fin honesto, de suerte
que, en la comunicación que el amante tenga con el que ama, jamás dé lugar a sospechar que han ido
más adelante, porque, en otro caso, se le habrá de echar en cara su poca delicadeza y su falta de
educación.
—Consiento en ello —dijo.
—¿Te parece —concluí— que aún nos resta algo que decir sobre la música? Por lo menos
nuestro discurso ha concluido por donde debía concluir, porque toda conversación sobre la música
debe venir a parar en el amor a lo bello; ¿no es así?
—Estoy de acuerdo —dijo.
XIII. —Después de la música, formaremos a nuestros jóvenes en la gimnasia.
—¿Cómo no?
—Es preciso que se consagren a ella seriamente desde muy temprano y por toda la vida. He aquí
mi pensamiento sobre este punto; mira si es también el tuyo. No es, a mi parecer, el cuerpo, por bien
constituido que esté, el que por su propia virtud hace al alma buena; por el contrario, el alma, cuando
es buena, es la que da al cuerpo, por su propia virtud, toda la perfección de que es susceptible; ¿qué te
parece?
—Soy de tu dictamen —respondió.
—Si después de haber cultivado el alma con el mayor esmero, le encargamos que forme el
cuerpo, contentados con indicarle de qué manera general para no extenderlo demasiado, ¿no
obraremos bien?
—Sin duda.
—Ya dijimos que habían de renunciar a la embriaguez, porque a nadie conviene menos
embriagarse y no saber dónde se encuentra que al que está encargado de guardar la república.
—En efecto, sería ridículo que un guarda tuviese necesidad de ser guardado —apuntó.
—En cuanto al alimento, ¿no han de ser nuestros hombres atletas destinados al más fuerte de
todos los combates?
—Sí.
—¿Les convendría el régimen de los atletas ordinarios?
—Quizá.
—Este régimen, sin embargo —objeté—, concede demasiado al sueño y hace depender la salud
de los menores accidentes. ¿No ves que los atletas pasan la vida durmiendo, y que, por poco que se
separen del régimen que se les prescribe, contraen peligrosas enfermedades?
—Lo tengo observado.
—Necesitamos, pues —dije—, un régimen de vida más flexible para los atletas guerreros, que
deben estar, como los perros, siempre alerta, verlo todo, oírlo todo, mudando sin cesar en campaña
el alimento y la bebida, sufrir el frío y el calor y, por consiguiente, tener un cuerpo a prueba de todas
las fatigas.
—Pienso como tú.
—La mejor gimnasia, ¿no será, pues, hermana de esa música de que hablamos hace un momento?
—¿Cómo quieres decir?
—Entiendo una gimnasia sencilla, moderada, tal como debe ser para los guerreros.
—¿Y en qué consiste?
—En Homero lo puedes aprender. Sabes que en la mesa de sus héroes nunca se sirvieron
pescados aunque estuviesen acampados en el Helesponto, ni carne guisada, sino sólo asada, alimento
cómodo para las gentes de guerra, a quienes les es más fácil en todas partes hacer fuego que llevar
consigo útiles de cocina.
—Mucho más.
—Tampoco recuerdo que Homero haga mención jamás de golosinas; los atletas mismos, ¿no
saben que es preciso abstenerse de ellas, si quieren estar en buenas condiciones?
—Lo saben, y efectivamente se abstienen de ellas —asintió.
—Si este género de vida te agrada, no aprobarás —creo—los festines de Siracusa, ni esa variedad
de guisados tan de moda en Sicilia.
—No, según creo.
—También censurarás que tengan una joven amiga corintia gentes que quieren gozar de una salud
robusta.
—Por supuesto que lo censuro.
—¿Llevarás también a mal las golosinas tan estimadas de la pastelería ática?
—Por fuerza.
—Puede entonces decirse con razón, creo, que ese género de vida y de manjares es respecto a la
gimnasia lo que es para la música una melodía y un canto en que entran todos los tonos y todos los
ritmos.
—Pues ¿cómo no?
—¿No vimos que allí la variedad producía licencia y aquí engendra enfermedad? En la música, la
sencillez hace, en cambio, al alma continente; en la gimnasia, hace al cuerpo sano.
—Es muy cierto —dijo.
—Pero en un Estado donde reinan la licencia y la enfermedad no tardarán en hacerse necesarios
los tribunales y los hospitales. Y la jurisprudencia y la medicina se verán bien pronto honradas,
cuando un gran número de ciudadanos bien nacidos las cultiven con ardor.
—¿Cómo no ha de ser así?
XIV. —¿Hay en un Estado señal más segura de una mala y viciosa educación que la necesidad de
médicos y de jueces hábiles no sólo para los artesanos y pueblo bajo, sino también para los que se
precian de haber sido educados como hombres libres? ¿No es cosa vergonzosa y una prueba insigne
de ignorancia el verse forzado a acudir a una justicia extraña por no ser uno mismo justo, y el
convertir a los demás en dueños y jueces de su derecho?
—Nada más vergonzoso —convino.
—¿No lo es aún mucho más —seguí— no sólo pasar casi toda la vida litigando ante los
tribunales, sino también, dando muestras de bajeza de sentimientos, jactarse de ello y hacer alarde de
ser injusto, como si fuera bueno saber todas las trampas curiales y giros tortuosos, acudir a toda
clase de subterfugios y escapar doblándose como el mimbre a fin de evitar el castigo, aun en asuntos
intrascendentes. Y todo esto se hace porque no se calcula que es infinitamente mejor y más decoroso
conducirse de manera que no haya necesidad de acudir a un juez soñoliento?
—Sí, eso aún es más vergonzoso —afirmó.
—¿Y lo será menos el acudir sin cesar al médico —proseguí—, no en caso de heridas o de
cualquier enfermedad producida por la estación, sino por tener el cuerpo lleno de humores y de
vapores, como los pantanos, a causa de esa vida muelle que hemos descrito, obligando a los
ingeniosos Asclepíadas[41] a inventar para tales enfermedades las palabras nuevas de «flatulencia» y
«catarro»?
—Es cierto —dijo— que estas palabras son nuevas y estrambóticas.
—Y desconocidas, en mi opinión —dije yo—, en tiempo de Asclepio. Lo que me obliga a pensar
así es que sus dos hijos,[42] que se encontraron en el sitio de Troya y que se hallaron presentes cuando
una mujer dio a Eurípilo, que estaba herido,[43] una bebida hecha de vino de Pramno, de harina y de
queso, cosas todas a propósito para engendrar inflamaciones, no reprendieron ni a esta mujer ni a
Patroclo, que curó la herida.
—Sin embargo, era una bebida bien extraña, dado el estado del hombre —comentó.
—Juzgarás de otra manera —repliqué—, si reflexionas que antes de Heródico los Asclepíadas no
conocían este método tan de moda hoy día, que consiste en conducir «pedagógicamente» las
enfermedades. Heródico había sido maestro de gimnasia; cuando se encontró valetudinario, hizo una
mezcla de la medicina y la gimnasia, de que se sirvio primero para atormentarse a sí mismo, y
después para atormentar a muchos más.
—¿Cómo? —inquirió.
—Procurándose una muerte lenta —respondí—; como su enfermedad era mortal y no podía
curarla enteramente, se obstinó en seguirla paso a paso, despreciando todo lo demás, para consagrar
a ella toda su atención, y siempre estaba devorado por la inquietud, a poco que se separara de su
régimen; de suerte que, a fuerza de arte y de cuidado, llegó hasta la vejez, arrastrando una vida
moribunda.
—Su arte le prestó un gran servicio… —observó.
—Lo merecía bien —dije— por no haber sabido que no fue por ignorancia ni por falta de
experiencia el no haber transmitido Asclepio a sus discípulos este medio de tratar las enfermedades,
sino porque sabía que en todo Estado bien ordenado cada cual tiene una ocupación que es necesario
que desempeñe; y que nadie debe pasar la vida enfermo y haciéndose cuidar como tal. Vemos lo
ridículo de este uso en los artesanos, pero tratándose de los ricos, que se tienen por dichosos, no nos
apercibimos de ello.
—¿Cómo es eso? —preguntó.
XV. —Que caiga enfermo un carpintero, y verás cómo pide al médico que le dé un vomitivo o un
purgante o, si es necesario, recurra al hierro o el fuego. Pero si le prescribe un largo tratamiento, a
base de cubrirse con un gorrito de lana la cabeza y lo demás que se estila, dirá bien pronto que no
tiene tiempo para estar malo y que le tiene más cuenta morir que renunciar a su trabajo para ocuparse
de su mal. En seguida despedirá al médico y volverá a su método ordinario de vida, con lo que o bien
recobrará la salud viviendo para su trabajo, o si el cuerpo no puede resistir la enfermedad, vendrá la
muerte en su auxilio y quedará libre de preocupaciones.
—En efecto —dijo— ese modo de tratar las enfermedades parece convenir a esa clase de gentes.
—¿Y acaso —dije yo— no es porque tienen un oficio, y que sin trabajar no pueden vivir?
—Claro —dijo.
—En cambio, el rico, según se dice, no tiene ninguna clase de tarea a la que no pueda renunciar
sin renunciar a la vida.
—Eso es lo que se dice, al menos.
—¿Has oído, pues, lo que dice Focílides?:

Es preciso cultivar la virtud cuando se tiene con qué vivir.[44]

—Creo que así debe hacerse, aun antes de tener con qué vivir.
—No le discutamos a Focílides —dije— la verdad de esta máxima; pero investiguemos nosotros
mismos si el rico debe practicar la virtud, de modo que le sea imposible vivir cuando no la practique,
o si la manía de atender a la enfermedad, que impide al carpintero y a otros artesanos atender sus
oficios, impide igualmente al rico cumplir con la exhortación de Focílides.
—Sí, ¡por Zeus!, se lo impide —exclamó—. Y hasta puede que nada haya que ponga a este fin más
obstáculos que este excesivo cuidado del cuerpo, que va más allá de las reglas de la gimnástica, pues
este cuidado excesivo es verdaderamente una rémora, tanto en el manejo de las cosas domésticas
como en las militares y en el desempeño de cargos sedentarios en la ciudad.
—Pero lo peor es que es incompatible con el estudio de cualquier disciplina, con la meditación y
con la reflexión. Pues tememos sin cesar los dolores de cabeza y los desvanecimientos, que se
imputan a la filosofía, de modo que, dondequiera que este cuidado del cuerpo se dé, será un
impedimento para ejercitarse en la virtud y distinguirse en ella, porque hace que uno se crea enfermo
y que no se preocupe sino del mal estado de su salud.
—Es natural que suceda —dijo.
—Digámoslo de una vez; éstas son las razones que obligaron a Asclepio a no prescribir
tratamiento alguno, como no fuese para los que, dotados de buena complexión y observando una vida
frugal, se veían acometidos de alguna enfermedad pasajera, limitando sus remedios a bebidas e
incisiones, y sin alterar nada el método ordinario de vida del paciente, para que la república no
recibiese ningún daño. Respecto a los cuerpos radicalmente enfermizos, no creyó conveniente
alargarles la vida y los sufrimientos por medio de un régimen constante de infusiones y evacuaciones
bien dispuestas, ni ponerles tampoco en el caso de tener descendientes que se les pareciesen. Creyó,
en fin, que no deben curarse aquellos que por su mala constitución no pueden aspirar al término
ordinario de la vida marcado por la naturaleza, porque esto no es conveniente ni para ellos ni para el
Estado.
—Tú conviertes a Asclepio en un gran político —dijo.
—Es claro que lo era —dije—, y sus hijos son una prueba de ello. ¿No ves que, además de
portarse con bravura en el sitio de Troya, siguieron en el ejercicio de su arte las reglas que acabo de
decir? ¿No recuerdas que cuando Menelao fue herido con una flecha por Pándaro, se contentaron

Con exprimir la sangre de la llaga,


y aplicar a ella remedios calmantes.[45]

sin prescribir, ni a él, ni a Eurípilo lo que habían de comer y beber después? Sabían que para
curar a hombres que antes de sus heridas eran sobrios y de buen temperamento, bastaban remedios
sencillos, aun cuando en aquel mismo acto hubiesen tomado el brebaje de que hablamos antes. En
cuanto a los que están sujetos a las enfermedades y a la intemperancia, no creyeron que estaba en su
interés ni en el interés público el prolongarles la vida, ni que la medicina estuviera hecha para ellos;
ni tampoco que se debiera asistirles aunque fuesen más ricos que lo era Midas.
—¡Dices cosas maravillosas de los hijos de Asclepio! —exclamó.
XVI. —Nada digo que no sea exacto —dije—; sin embargo, los poetas trágicos y Píndaro no son
de nuestro dictamen. Dicen que Asclepio era hijo de Apolo, y además que se comprometió a precio
de oro a curar a un hombre rico atacado de una enfermedad mortal, y que por esta razón fue herido
del rayo.[46] Nosotros, según lo que sentamos arriba, no daremos crédito a las dos partes de esta
historia. Si Asclepio era hijo de un dios, no pudo cegarle la codicia; y si le cegó, no era ya hijo de un
dios.
—Tienes razón, Sócrates —dijo—, pero respóndeme a esto: ¿no es preciso que nuestro Estado se
halle provisto de buenos médicos? ¿Y pueden hacerse tales de otro modo que tratando a la mayor
cantidad de personas, sanas y enfermas? En igual forma, ¿puede uno ser buen juez si no ha tratado
con toda clase de caracteres?
—Sin duda —convine—; quiero que tengamos muy buenos médicos, pero ¿sabes lo que yo
entiendo por esto?
—Si tú me lo dices —respondió.
—Es lo que voy a hacer —dije—; pero tú has complicado en la misma cuestión dos cosas bien
diferentes.
—¿Cómo? —preguntó.
—Se hará más hábil médico —dije— aquel que, después de haber aprendido a fondo los
principios de su arte, haya tratado desde su juventud el mayor número de cuerpos mal constituidos, y
que, enfermizo él mismo, haya tenido toda clase de enfermedades. Porque no es mediante el cuerpo
como los médicos curan el cuerpo, porque entonces nunca deberían ellos estar natural o
accidentalmente enfermos; es mediante el alma, la cual no puede curar, como es preciso, cualquier
mal, si ella, a su vez, está enferma.
—Eso es exacto —asintió.
—Mientras que el juez, amigo mío, como tiene que gobernar el alma de otro mediante la suya, no
necesita haber frecuentado desde muy temprano el trato de almas perversas, ni haber cometido él
mismo toda clase de crímenes para conocer desde luego la injusticia de los demás por la suya propia,
como puede el médico juzgar por sus enfermedades de las de los demás. Es preciso, por el contrario,
que su alma sea pura, exenta de vicio en la juventud, para que su bondad le haga discernir más
seguramente lo que es justo. Por esa razón los hombres de bien son en su juventud sencillos y están
expuestos a ser seducidos por la astucia de los malos, porque no tienen en sí mismos ningún modelo
que les permita identificar a los malos.
—Es cierto que son muchas veces engañados —dijo.
—Así —proseguí— que un buen juez no puede ser joven, sino anciano, que haya aprendido tarde
lo que es la injusticia, que la haya estudiado por mucho tiempo, no en sí mismo, sino en los demás, y
que la distinga bien, antes por ciencia que por experiencia.
—Sí, ése es un juez excelente, según parece —dijo.
—Un buen juez, tal como tú reclamabas —proseguí—; porque el que tiene el alma buena es
bueno. Pero el hombre hábil y suspicaz, avezado a la práctica de la injusticia, y que se cree astuto e
inteligente, no aparece tal sino cuando tiene que habérselas con otros semejantes a él, porque su
propia conciencia le advierte la necesidad de estar entonces en guardia. Mas cuando se encuentra con
hombres de bien, avanzados ya en edad, entonces su incapacidad se muestra en sus desconfianzas y en
sus sospechas indebidas; se ve que ignora lo que son la rectitud y la franqueza por no tener en sí
mismo un modelo de estas virtudes, y que, si pasa más bien por inteligente que por ignorante a sus
ojos y a los del vulgo, es porque tiene más tratos con los malos que con los hombres de bien.
—Eso es exactamente cierto —convino.
XVII. —No es, pues, el juez bueno y sabio que necesitamos, sino uno que sea tal como yo lo he
descrito antes; porque la maldad no puede conocerse a fondo a sí misma y conocer la virtud, sino que
la virtud, auxiliada por la educación y al cabo de los años, se conocerá a sí misma y conocerá al
vicio. Y así, la verdadera sabiduría es patrimonio del hombre virtuoso y no del hombre malo.
—Pienso como tú —dijo.
—Por consiguiente, establecerás en nuestra república una medicina y una judicatura que sean
como acabamos de decir, y que se limiten al cuidado de los que han recibido de la naturaleza un
cuerpo sano y un alma bella. En cuanto a aquellos cuyo cuerpo está mal constituido, se los dejará
morir, y se castigará con la muerte a aquellos cuya alma es naturalmente mala e incorregible.
—Es lo más conveniente para ellos y para el Estado —aprobó.
—Es evidente que nuestros jóvenes —continué—, educados en los principios de esta sencilla
música que hace nacer en el alma la templanza, obrarán de manera que no tendrán necesidad de los
jueces.
—Sin duda —respondió.
—Y el músico, si observa las mismas reglas respecto de la gimnasia, podrá pasarse sin médicos,
fuera de los casos de necesidad.
—Así me parece.
—En los ejercicios del cuerpo se propondrá, empero, sobre todo, aumentar la fuerza moral más
bien que el vigor físico, a diferencia de los otros atletas que, fieles observantes de un régimen, sólo
se proponen hacerse más robustos.
—Muy bien —dijo él.
—¿No es cierto, mi querido Glaucón —continué—, que, en contra de lo que muchos otros se
imaginan, la música y la gimnasia no han sido creadas, la una para formar el alma, la otra para
formar el cuerpo?
—¿Para qué, si no? —preguntó.
—Me parece que ambas han sido creadas para formar el alma principalmente —dije.
—¿Cómo?
—¿Has tenido cuidado de observar —pregunté— las condiciones de carácter de los que durante
toda su vida se consagran en exclusiva a la gimnasia o a la música?
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó a su vez.
—Que los unos son duros e intratables, y los otros, blandos y muelles —aclaré.
—En efecto —dijo—, he observado que los que únicamente se dedican a la gimnasia adquieren,
por lo ordinario, más rudeza de la debida; y que los que sólo han cultivado la música tienen una
suavidad que no les hace mucho honor.
—Y, sin embargo, semejante rudeza —dije yo— no puede darse sino en un carácter ardiente y
lleno de fuego, que produciría el valor si estuviese bien cultivado; pero que cuando se hace
demasiado tirante, degenera en dureza y brutalidad.
—Así lo pienso yo —asintió.
—¿Y la dulzura no es señal de un carácter filosófico que, si se relaja demasiado, se convierte en
excesiva suavidad, pero que si se le cultiva como es debido se convierte en mansedumbre y gentileza?
—Es cierto.
—Pero nosotros queremos que nuestros guardianes reúnan estos dos caracteres.
—Sí, es necesario.
—Es preciso, pues, buscar el medio de ponerlos en armonía.
—Sin duda.
—Porque el acuerdo entre ellos hace al alma a la vez valiente y moderada.
—Sí.
—Y su desacuerdo la hace cobarde y grosera.
—Desde luego.
XVIII. —Así, pues, cuando un hombre, dedicándose por entero a la música, sobre todo a las
armonías dulces, suaves y lastimeras, la deja insinuarse y deslizarse suavemente en el alma por el
canal del oído, y pasa toda su vida cantando y dejándose llevar por la belleza del canto, ¿no es cierto
que el primer efecto de la música es dulcificar su valor, lo mismo que el fuego ablanda el hierro, y
aflojar esa tirantez que le inutilizaba antes y le hacía de difícil trato? Pero si continúa entregándose a
su hechizo sin contenerse, ese mismo valor desaparece y se derrite poco a poco, cortados, por así
decir, los nervios del alma, y el tal no es ya más que un guerrero pusilánime.[47]
—Tienes razón —asintió.
—Este efecto no tardará en producirse —continué—, si ha recibido de la naturaleza un alma sin
fogosidad. Si es fogosa, en cambio, bien pronto su coraje, al debilitarse, se hace inestable; el más
pequeño motivo lo irrita o lo calma, y en lugar de ser fogoso se vuelve colérico, irascible, lleno de
malhumor.
—Es cierto.
—Pero que el mismo hombre se dedique a la gimnasia, que se ejercite, que coma mucho y que
desprecie enteramente la música y la filosofía. ¿No le infundirá su buen estado corporal, al pronto,
arrogancia y coraje? ¿No se tornará más valiente que antes?
—Sin duda.
—Pero si no se ocupa de nada más, si no tiene comunicación con las musas; y si su alma, aun
cuando tenga algún deseo de aprender, no cultiva ninguna ciencia, ningún estudio, ninguna
conversación, ni, en fin, parte alguna de la música, ¿no se hará insensiblemente débil, sorda y ciega, a
causa del poco cuidado que ella pone en despertarse, alimentarse y purificar sus sensaciones?
—Así es —dijo.
—Pues ahí le tienes ya, enemigo de las letras y de las musas. No seguirá el camino de la
convicción por argumentos para llegar a los fines que se proponga; sino que, a manera de una bestia
feroz, empleará en todas ocasiones la fuerza y la violencia. Vivirá en la ignorancia y en la rusticidad,
y ajeno al ritmo y a la gracia,
—Absolutamente —dijo.
—Los dioses han hecho a los hombres, pues, según parece, el presente de la música y de la
gimnasia, no con objeto de cultivar el alma y el cuerpo (porque si este último saca alguna ventaja, es
sólo indirectamente); sino para cultivar el alma sola, y perfeccionar en ella el amor al saber y el
coraje, concertándolos, ya dándoles expansión, ya conteniéndolos dentro de justos límites.
—Me parece que así es —convino.
—Por consiguiente, el que ha llegado a encontrar el debido acuerdo entre gimnástica y música, y
las aplica como conviene a su alma, merece mucho más el nombre de músico y posee mejor la
ciencia de las armonías que aquel que se limita a templar las cuerdas de su instrumento.
—Probablemente, Sócrates —dijo.
—Así, pues, ¿podrá subsistir, mi querido Glaucón, nuestra constitución si el Estado no tiene a su
cabeza a un hombre de este carácter que la gobierne?
—Es de absoluta necesidad una persona de tales condiciones.
XIX. —Aquí tienes ya, pues, las pautas de la crianza y la educación que ha de impartirse, porque
sería inútil que nos extendiéramos ahora en todo lo relativo a la danza, a la caza y a las
competiciones ecuestres y gimnásticas. Es evidente que en todos estos puntos es preciso seguir los
principios que hemos establecido, y que es fácil prescribir las reglas consiguientes.
—No creo que eso sea dificultoso —dijo.
—¿Qué es lo que ahora tenemos que arreglar? —proseguí—. ¿No es la elección de los que deben
gobernar o ser gobernados?
—¿Por qué no?
—Es claro que los ancianos deben ser los gobernantes y los jóvenes los gobernados.
—Sin duda.
—Y que entre los ancianos deben escogerse los mejores.
—También.
—Los mejores labradores, ¿no son los más dotados para la agricultura?
—Sí.
—Puesto que es preciso entonces escoger igualmente por jefes a los mejores guardadores del
Estado, escogeremos los que tienen en más alto grado las cualidades de excelentes guardadores.
—Sí.
—Para esto es preciso que, además de la prudencia y de la energía necesaria, tengan mucho celo
por el bien público.
—Así es.
—Pero de ordinario se consagra uno sobre todo a aquello que ama.
—Forzosamente.
—Y amamos sobre todo las cosas cuyos intereses son inseparables de los nuestros, y de cuya
desgracia o felicidad estamos persuadidos que depende nuestra felicidad o nuestra desgracia.
—Es cierto —dijo.
—Escojamos, pues, entre todos los guardianes, aquellos que, previo un maduro examen de toda
su vida, nos parezcan más dispuestos a procurar el bien público y de ningún modo a lo contrario.
—En efecto, esos son los que nos convienen —convino.
—Creo que será oportuno seguirles en sus diferentes edades, observar si son constantemente
fieles a esta máxima, y si la seducción o la coacción no les ha hecho perder alguna vez de vista y
arrojar de sí la obligación de trabajar por el bien público.
—Pero ¿qué entiendes por «arrojar de sí»? —preguntó.
—Voy a explicártelo —contesté—. Las opiniones abandonan nuestro espíritu de dos maneras: o
de buen grado, o a pesar nuestro. Renunciamos de buen grado a las opiniones falsas, cuando se nos
desengaña, y abandonamos, a pesar nuestro, las que son verdaderas.
—Concibo fácilmente el primer punto; pero no comprendo el segundo —dijo.
—¿Qué? ¿No concibes —proseguí— que los hombres renuncian al bien, a pesar suyo, y
renuncian al mal de buen grado? ¿No es un mal separarse de la verdad y un bien el encontrarla? ¿No
es encontrarla tener una opinión exacta de cada cosa?
—Tienes razón —dijo—. Concibo ahora que los hombres renuncian a pesar suyo a las opiniones
verdaderas.
—Esta desgracia no puede, pues, sucederles sino mediante robo, por encantamiento o por
violencia.
—No entiendo tampoco esto muy bien —dijo.
—Me sirvo, al parecer, de expresiones trágicas[48] —aclaré—. Por robo entiendo la disuasión y el
olvido; éste es obra del tiempo, y aquélla, obra de las palabras. ¿Me entiendes ahora?
—Sí.
—Por violencia entiendo la pena y el dolor, que obligan a mudar de opinión.
—Lo concibo, y tienes razón —dijo.
—Creo que comprenderás sin dificultad que el encantamiento obra sobre los que mudan de
opinión seducidos por el atractivo del placer y por el temor de algún mal.
—Sin duda —dijo—, puede mirarse como un encantamiento todo lo que produce en nosotros
engaño.
XX. —A nosotros toca, pues, observar, como dije antes, los que guardan más fielmente su propia
convicción de que debe hacerse todo lo que se juzgue que exige el bien público; experimentarlos
desde la infancia, poniéndolos en circunstancias en que más fácilmente pueden olvidar esta máxima y
dejarse engañar; y aprobaremos a aquel que más fácilmente la conserve en la memoria, y que sea,
por lo tanto, el más difícil de seducir; y desecharemos al que no. ¿No te parece?
—Sí.
—En seguida los pondremos a prueba de trabajos, de combates, de dolor, y veremos cómo la
soportan.
—Muy bien —asintió.
—En fin —seguí—, ensayaremos en ellos una tercera clase de prueba: la seducción; y a
semejanza de lo que se hace con los caballos jóvenes, que se los lleva en medio del ruido y del
tumulto, para ver si son espantadizos, los llevaremos, cuando aún son jóvenes, a lugares terribles y
luego a otros placenteros; y procuraremos probarlos con más cuidados que se prueba el oro por el
fuego; y si en todos estos lances el encanto no puede nada sobre ellos y se mantienen en la decencia;
si, atentos siempre a vigilarse a sí mismos y sin olvidar las lecciones de la música que han recibido,
hacen ver en toda su conducta que su alma se arregla según las leyes del ritmo y de la armonía; en
una palabra, que son tales como deben ser para servir eficazmente a su patria y para ser útiles a sí
mismos. Y haremos jefe y guardador de la república al que, en la infancia, en la juventud y en la edad
viril, haya pasado por todas estas pruebas y salido de ellas puro; le colmaremos de honores durante
su vida y le levantaremos, después de su muerte, un magnífico mausoleo con todos los demás
monumentos a propósito para perpetuar su memoria. Los que no reúnan estas condiciones los
desecharemos. He aquí, a mi parecer, mi querido Glaucón, en suma e imperfectamente, de qué
manera debemos conducirnos en la elección de gobernantes y guardianes del Estado.
—Soy de tu dictamen —dijo.
—¿No son estos los que debemos mirar como los verdaderos y los primeros guardianes, tanto
respecto de los enemigos como de los ciudadanos, para quitar a éstos la voluntad y a aquéllos el
poder de dañar, no siendo los jóvenes, a quienes damos el título de guardianes, realmente más que
ministros e instrumentos del pensamiento de los magistrados?[49]
—Lo pienso así —dijo.
XXI. —¿De qué manera nos gobernaremos ahora —seguí— para inventar para los magistrados o,
por lo menos, para los demás ciudadanos, una mentira del género de aquellas que, según hemos
dicho, son de grande utilidad?
—¿Cuál es ese género de mentira? —preguntó.
—No es nuevo —dije—, tiene su origen en Fenicia; y, por lo que dicen los poetas, que al parecer
hablan convincentemente, es un hecho real que se ha verificado en muchos puntos. Pero en nuestros
días no ha tenido lugar, ni sé que pueda tenerlo en lo sucesivo. No es poco, si se consigue el hacerlo
creer.
—Parece que tienes dificultad en decírnoslo —observó.
—Cuando lo hayas oído, verás que no me falta razón para ello —repliqué.
—Habla y no temas nada —dijo.
—Voy a decirlo; pero en verdad, no sé a dónde acudir, para cobrar ánimo y encontrar las
expresiones que necesito para convencer a los magistrados y a los guerreros, y después al resto de
los ciudadanos, de que la educación que les hemos dado no es más que un sueño; que donde han sido
efectivamente educados y formados ha sido en el seno de la tierra, así ellos como sus armas, como
todo lo que les pertenece; que después de haberles formado la tierra, su madre, les ha dado a luz; y
que, por lo tanto, deben considerar la tierra en que habitan como su madre y su nodriza, defenderla
contra todo el que intente atacarla, y tratar a los demás ciudadanos como hermanos salidos del mismo
seno.
—No sin razón dudabas, al pronto —dijo—, en contarnos esta mentira.
—Convengo en ello —observé—. Pero ya que he comenzado, escucha lo demás. «Vosotros, que
sois todos parte del Estado, vosotros —les diré continuando la ficción— sois hermanos; pero el dios
que os ha formado ha hecho entrar el oro en la composición de aquellos que están destinados a
gobernar a los demás, y así son los más preciosos. Mezcló plata en la formación de los auxiliares, y
hierro y bronce en la de los labradores y demás artesanos. Como poseéis todos un origen común,
aunque tendréis, por lo ordinario, hijos que se os parezcan, podrá suceder, sin embargo, que una
persona de la raza de oro tenga un hijo de la raza de plata, que otra de la raza de plata dé a luz un hijo
de raza de oro, y que lo mismo suceda respecto a las demás razas. Ahora bien, este dios previene,
principalmente a los magistrados, que, de todas las cosas de las que deben ser buenos guardianes, se
fijen sobre todo en el metal de que se compone el alma de cada niño. Y si sus propios hijos tienen
alguna mezcla de hierro o de bronce, no quiere que se les dispense ninguna gracia, sino que les
releguen al estado que les conviene, sea al de artesano, sea al de labrador. Quiere igualmente que, si
estos últimos tienen hijos en quienes se muestren el oro o la plata, se los eduque a los de plata en la
condición de auxiliares, y a los de oro, en la dignidad de guardianes,[50] porque hay un oráculo que
dice que perecerá la república cuando sea gobernada por el hierro o por el bronce». ¿Sabes de algún
medio para hacerles creer esta fábula?
—No veo que sea posible —respondió— convencer a las personas de que hablamos; pero creo
que se podrá conseguir de sus hijos y de todos los que después nazcan.
—Comprendo lo que quieres decir. Esto sería excelente para inspirarles más aún el amor al
Estado y a sus conciudadanos.
XXII. Que esta invención tenga todo el éxito que la fama quiera darle. Respecto a nosotros,
armemos desde luego a estos hijos de la tierra y hagámoslos avanzar conducidos por sus jefes. Que
se aproximen y que escojan en nuestro Estado un sitio para campamento, desde el que puedan
reprimir mejor las sediciones de dentro y rechazar los ataques de fuera, si el enemigo viene como un
lobo a echarse sobre el rebaño. Que después de haber designado el sitio para acampar y hecho
sacrificios a quien convenga, monten sus alojamientos; ¿no es así?
—Sin duda —respondió.
—Que sean tales que los libren del frío y del calor, ¿no es eso?
—¿Cómo no? Porque supongo que hablas de habitaciones.
—Sí —dije—; pero habitaciones de guerreros y no de negociantes.
—¿Qué diferencia encuentras entre unas y otras? —preguntó.
—Voy a explicártelo —respondí—. No habría cosa más peligrosa ni más vergonzosa para los
pastores que el alimentar, para la guarda de sus rebaños, perros cuya intemperancia, hambre o
cualquier otro apetito desordenado les arrastrara a dañar a los ganados, y que en lugar de perros,
fuesen más bien lobos.
—Sería terrible —asintió—. ¿Cómo no?
—Procuremos, pues, a todo trance, que los ministros no hagan lo mismo respecto a sus
conciudadanos, tanto más cuanto que tienen en su mano la fuerza, y que en lugar de ser sus
defensores y protectores, puedan convertirse en sus dueños y tiranos.
—Es preciso prevenir este desorden —convino.
—Pero ¿no es el modo más seguro de prevenirlo darles una excelente educación?
—Pero ya la han recibido —exclamó.
Entonces dije yo:
—Aún no tenemos plena seguridad, mi querido Glaucón. Lo que hay de cierto es, como antes
dijimos, que una buena educación, cualquiera que ella sea, les es necesaria, especialmente en un punto
muy importante, que consiste en que tengan dulzura tanto los unos respecto de los otros, como
respecto de todos aquellos cuya defensa les está encomendada.
—Tienes razón —dijo.
—Además de esta educación, todo hombre sensato habrá de convenir en que las habitaciones y
bienes que se les asignen deben ser tales que no les impidan ser excelentes guardadores, ni les
induzcan a dañar a sus conciudadanos.
—Y tendrá razón.
—Mira, pues —dije yo—, si el género de vida y la clase de habitación que les propongo son
propios para este objeto. En primer lugar, que ninguno de ellos tenga nada suyo, a no ser lo
absolutamente necesario; que no tengan ni casa ni despensa donde no pueda entrar todo el mundo. En
cuanto al alimento que necesitan guerreros sobrios y valientes, sus conciudadanos se encargarán de
suministrárselo en justa remuneración de sus servicios, y en términos que ni sobre ni falte durante el
año. Que coman sentados en mesas comunes, y que vivan juntos como deben vivir los guerreros en el
campo. Que se les haga entender que los dioses han puesto en su alma oro y plata divina y, por
consiguiente, que no tienen necesidad del oro y de la plata de los hombres; que no les es permitido
manchar la posesión de este oro inmortal con la del oro terrestre; que el oro que ellos tienen es puro,
mientras que el de los hombres ha sido en todos tiempos origen de muchos crímenes. En el Estado
serán ellos los únicos, entre los demás ciudadanos, a quienes esté prohibido manejar y hasta tocar el
oro y la plata, guardarlos para sí, adornar con ellos sus vestidos, beber en copas de estos metales, y
éste será el único medio de conservación así para ellos como para el Estado. Porque desde el
momento en que se hicieran propietarios de tierras, de casa y de dinero, de guardianes que eran se
convertirían en empresarios y labradores, y de defensores del Estado se convertirían en sus enemigos
y sus tiranos; pasarían la vida aborreciéndose mutuamente y armándose lazos unos a otros; entonces
los enemigos que más deberían temerse serían los de dentro, y el Estado y ellos mismos correrían
rápidamente hacia su ruina. He aquí las razones que nos han obligado a establecer este régimen sobre
la habitación y las posesiones de nuestros guerreros. ¿Haremos de esto una ley?
—Desde luego —dijo Glaucón.
Libro IV de La República

I. Tomando entonces la palabra, Adimanto dijo:


—¿Qué responderás, Sócrates, si se te objeta que no haces a esos hombres muy dichosos, y esto
por falta suya, pues son realmente dueños del Estado y, sin embargo, están privados de todas las
ventajas de la sociedad, no poseyendo como los demás ni tierras, ni casas grandes, bellas y bien
amuebladas; no pudiendo ni sacrificar a los dioses en una habitación doméstica, ni tener donde
recibir huéspedes, ni poseer oro y plata, y en fin, nada de lo que en opinión de los hombres sirve para
hacer una vida cómoda y agradable? En verdad se dirá que los tratas como auxiliares mercenarios
que están a sueldo del Estado, sin otro destino que el de guardarle.
—Sí. Y añade —le dije yo— que su sueldo sólo consiste en el alimento y que además de esto no
tienen paga como los demás y, por lo tanto, no pueden ni viajar por su cuenta ni regalar a libertinas,
ni disponer de nada a su gusto, como hacen los que presumen de dichosos. ¿Por qué pasas en silencio
estos capítulos de acusación y otros muchos semejantes?
—Únelos, si quieres, a lo que he dicho —contestó.
—¿Me preguntas qué defensa podemos oponer a todo esto?
—Sí.
—Sin separarnos del camino que hasta aquí hemos seguido —respondí—, creo que
encontraremos en nuestro mismo plan recursos para justificarnos. Por lo pronto diremos que no
sería una cosa sorprendente que la condición de los recién descritos fuese muy dichosa a pesar de
todos estos inconvenientes. Que de todos modos, al formar un Estado, no nos hemos propuesto como
fin la felicidad de un cierto orden de ciudadanos, sino la del Estado entero, porque hemos creído
deber encontrar la justicia en un Estado gobernado de esta manera y la injusticia en un Estado mal
constituido y por medio de este descubrimiento ponernos en posición de decidir la cuestión que es
objeto de nuestra polémica. Ahora bien, en este momento nuestra tarea consiste en fundar un
gobierno dichoso, a nuestro parecer por lo menos, un Estado en el que la felicidad no sea patrimonio
de un pequeño número de particulares, sino común a toda la sociedad. Examinaremos bien pronto la
forma de gobierno que se opone a ésta. Si nos ocupáramos en pintar estatuas y alguno nos objetara
que no empleábamos los más bellos colores para pintar las más bellas partes del cuerpo, por
ejemplo, que no pintábamos los ojos con bermellón, sino con negro, creeríamos responder
cumplidamente a este censor diciéndole: no te imagines, hombre sorprendente, que nosotros
habíamos de pintar los ojos tan bellos que dejaran de ser ojos, y lo que digo de esta parte del cuerpo
debe entenderse de todas las demás, y así lo que debes examinar es si damos a cada parte el color que
le conviene, de suerte que resulte un conjunto perfecto. Y ahora te digo a ti otro tanto: no nos
obligues a hacer que vaya unida a la condición de nuestros guardianes una felicidad que les haría
dejar de ser lo que son. Podríamos, si quisiéramos, vestir a nuestros labradores con mantos
señoriales, cargarlos de oro y no hacerles trabajar la tierra sino por placer. Podríamos acostar a los
alfareros al pie del horno, cerca de sus ruedas, en reposo, comiendo y bebiendo anchamente, y con la
libertad de trabajar cuando quisieran. Podríamos hacer dichosos de la misma manera a todos los de
las demás condiciones, para que el Estado entero gozase de una perfecta felicidad; pero no nos des
semejante consejo, porque si lo siguiésemos, el labrador cesaría de ser labrador, el alfarero de ser
alfarero; cada cual saldría de su condición y no habría ya sociedad. Además, que los otros artesanos
se mantengan o no en sus respectivos oficios, no es negocio de gran importancia; que el zapatero sea
mal zapatero, que se deje corromper, o que alguno se tenga por zapatero sin serlo, la comunidad no
sufrirá por esto un gran daño. Pero si los que están designados para guardar el Estado y las leyes
sólo son guardadores en el nombre, ya conoces que conducirán la república a la ruina, porque de
ellos es de quienes depende su buena administración y su felicidad. Por consiguiente, si queremos
formar buenos guardianes, pongámoslos en la imposibilidad de dañar en lo más mínimo a la
comunidad. El que sea de otro dictamen y quiera hacer de ellos labradores o alegres convidados a
una fiesta pública, tendrá en cuenta todo lo que se quiera menos la idea de un Estado. Por lo tanto,
veamos si nuestro propósito, al establecer los guardianes, es proporcionarles la mayor felicidad
posible, o si es más bien el proveer a la felicidad de todo el Estado, y de convencer y precisar a los
auxiliares y guardianes, como a todos los demás ciudadanos, a que cumplan lo mejor posible la tarea
que les está asignada; de suerte que cuando el Estado se haya robustecido y esté bien administrado,
todos participarán de la felicidad pública, unos más, otros menos, según la naturaleza les procure.
II. —Lo que dices me parece muy sensato —convino.
—No sé si este otro razonamiento, que es del mismo género, te parecerá menos exacto —dije yo.
—¿De qué se trata?
—Mira si lo que voy a decir no es lo que corrompe y pierde de ordinario a los artesanos.
—¿Qué es lo que les pierde?
—La opulencia y la pobreza —contesté.
—¿Cómo?
—De la manera siguiente: el alfarero, si se hace rico, ¿se ocupará mucho de su oficio?
—De ningún modo —respondió.
—Se hará, por lo tanto, cada día más holgazán y más negligente.
—Mucho, sin duda.
—Y, por consiguiente, peor alfarero.
—También —dijo—. Mucho peor.
—Por otra parte, si la pobreza le quita los medios de proporcionarse instrumentos y todo lo
necesario para su arte, se resentirá su trabajo, y sus hijos y los demás obreros a quienes él enseñe
serán menos hábiles.
—¿Cómo no?
—Y así, las riquezas y la pobreza dañan igualmente a las artes y a los que las ejercen.
—Así parece.
—He aquí dos cosas en que nuestros guardianes deberán poner gran cuidado para que no entren
en nuestro Estado.
—¿Cuáles son?
—La opulencia y la pobreza —dije—, porque la una engendra la molicie, la holgazanería y el
amor a las novedades; y la otra este mismo amor a las novedades, la bajeza y el obrar mal.
—Convengo en ello —dijo—; pero Sócrates, te suplico que fijes tu atención en una cosa. ¿Cómo
podrá nuestro Estado sostener la guerra si no tiene tesoros, sobre todo si tiene que habérselas con una
república rica y poderosa?
—Es cierto que habrá dificultad para defenderse contra una sola —dije—; pero se defenderá más
fácilmente contra dos.
—¿Qué es lo que dices? —preguntó.
—Por lo pronto, si es preciso luchar —dije—, nuestras gentes, ejercitadas en la guerra, ¿no
tienen que habérselas con enemigos ricos?
—Sí, por cierto —replicó.
—Pero Adimanto, un luchador ejercitado al máximo en su oficio, ¿no vencerá fácilmente a dos
adversarios no púgiles, ricos y obesos? —pregunté.
—Quizá no, si ha de habérselas con los dos a la vez —contestó.
—¡Qué! —señalé—, si tuviese la posibilidad de huir y pudiese herir, volviéndose, al que le
siguiese más de cerca, y si emplease muchas veces esta estrategia a la luz del sol y en medio de un
calor ardiente, ¿le sería difícil batir a muchos, unos en pos de otros?
—Verdaderamente no tendría nada de extraño —dijo.
—¿No crees tú que los ricos de que hablamos estén más ejercitados en la guerra que en la lucha?
—No creo —contestó.
—Por consiguiente, a lo que parece, nuestros atletas se batirán sin dificultad contra un ejército
dos o tres veces más numeroso.
—Estoy conforme —dijo—, porque me parece que tienes razón.
—Y si pidiesen socorro a los habitantes de uno de los dos Estados vecinos, diciéndoles lo que es
verdad: nosotros no tenemos necesidad de oro ni de plata, y nos está prohibido tenerlo; venid a
nuestro socorro, y os abandonaremos los despojos de nuestros enemigos; ¿crees tú que aquellos a
quienes se hiciesen tales ofrecimientos querrían más hacer la guerra a perros flacos y robustos, que
unirse a ellos contra un ganado gordo y delicado?
—No lo creo —dijo—; pero si algún Estado vecino reúne de esa manera todas las riquezas de los
demás, temo que se haga temible al que carece de ellas.
—¡Dichoso tú, que crees que el nombre de Estado pueda convenir a otro que al que nosotros
formamos!
—¿Por qué no? —preguntó.
—Es preciso —dije— dar a los demás un nombre de significación más extensa; porque cada uno
de ellos no es uno sino muchos,[1] como se dice en el juego. Por lo menos encierra dos que se hacen
la guerra: el uno compuesto de ricos, el otro compuesto de pobres; y cada uno de ellos se subdivide
en otros muchos. Si los tratas como si formaran un solo Estado, errarás por completo: pero si
consideras cada uno de estos Estados como compuesto de muchos y abandonas las riquezas, el poder
y aun la vida de los unos a los otros, tendrás siempre muchos aliados y pocos enemigos. Todo Estado
gobernado por leyes sabias, como las nuestras, será muy grande, no digo en apariencia, sino en
realidad, aun cuando no pueda poner sobre las armas más que mil combatientes. Con dificultad
encontrarás otro mayor entre los griegos y los bárbaros, aunque haya muchos que parezcan serlo.
¿Crees tú lo contrario?
—No, por Zeus —dijo.
III. —Ya tenemos, pues, fijado el límite más perfecto —proseguí— que nuestros magistrados
pueden poner al acrecentamiento del Estado y de su territorio, el cual no deben traspasar nunca.
—¿Cuál es su límite? —preguntó.
—Es, a mi juicio —dije—, el dejarle agrandar cuanto pueda ser, pero sin que jamás deje de ser
uno con perjuicio de la unidad.
—Muy bien —asintió.
—Y así ordenaremos a nuestros guardianes que obren de tal manera que el Estado no parezca
grande ni sea pequeño, sino que deba permanecer en un justo medio y siempre uno.
—¡Eso no es de mucha importancia! —dijo.
—De menos es lo que arriba les recomendamos —continué—, cuando dijimos que era preciso
hacer descender a la condición más humilde al hijo degenerado del guardián, y elevar al rango de los
guardianes a los hijos de baja condición que se hiciesen dignos de ello. Quisimos por este medio
hacerles entender que cada ciudadano sólo debe aplicarse a una cosa, aquella para la que está dotado,
a fin de que cada particular, ajustándose a la profesión que le conviene, sea uno; para que el Estado
sea también uno, y no haya ni muchos ciudadanos en un solo ciudadano, ni muchos Estados en un
solo Estado.
—Es cierto que este punto es más insignificante que el primero —dijo.
—Todo lo que nosotros, Adimanto, les ordenamos aquí no es tan importante como pudiera
imaginarse, sino de poca monta. Interesa solamente observar un punto, el único grande, o más bien
suficiente en vez de grande —dije.
—¿Cuál es? —preguntó.
—La educación y la crianza —contesté—. Si nuestros ciudadanos son bien educados y se hacen
hombres en regla, verán por sí mismos fácilmente la importancia de todos estos puntos y de muchos
otros que omitimos aquí, como todo lo relativo a las mujeres, al matrimonio y a la procreación de
los hijos; y verán, digo, que según el proverbio, todas las cosas deben ser comunes entre los amigos.
—Sería lo mejor —dijo él.
—Más aún —dije—: en un Estado, si el primer impulso va bien, sigue agrandándose como el
círculo. Una buena crianza y educación forman buenos caracteres y éstos, así imbuidos, se hacen
capaces, entre otras cosas, de dar a luz hijos que les superan a ellos mismos en mérito, como sucede
en los animales.
—Así debe ser —dijo.
—Por lo tanto, para decirlo todo en dos palabras, los que hayan de cuidar de nuestro Estado
vigilarán especialmente para que la educación se mantenga pura; y, sobre todo, para que no se haga
ninguna innovación irregular ni en la gimnasia ni en la música; temiendo que, si algún poeta dice:

Los cantos más nuevos que surgen de boca de los aedos son los que más agradan,[2]

no sea porque el poeta se refiere a canciones nuevas, sino a una manera nueva de cantar, y por lo
mismo no deben aprobar semejantes innovaciones. No debe alabarse ni introducirse alteración
ninguna de esta especie. En materia de música han de estar muy prevenidos para no admitir nada,
porque corren el riesgo de perderlo todo, o como dice Damón, y yo soy en esto de su dictamen, no se
puede tocar las reglas de la música sin conmover las leyes fundamentales del gobierno.
—Cuéntame entre los que piensan así —dijo Adimanto.
IV. —Nuestros guardianes, pues —dije—, establecerán en la música, según parece, su cuerpo de
guardia.
—En efecto, ahí es donde el desprecio de las leyes se desliza insensible con más facilidad —dijo.
—Eso es cierto —asentí—. Al pronto parece que es un juego y que no hay ningún mal que temer.
—En efecto —señaló—; en un principio no hace más que insinuarse poco a poco y deslizarse
suavemente en los hábitos y en las costumbres. Después sigue aumentándose, y se introduce en las
relaciones que tienen entre sí los miembros de la sociedad, y desde aquí avanza hasta las leyes y
principios de gobierno, que ataca, mi querido Sócrates, con la mayor insolencia; concluyendo por
producir la ruina del Estado y de los particulares.
—¿Sucede esto? —pregunté.
—Por lo menos, así me lo parece —contestó.
—Por consiguiente, y tal como decíamos, habrá que someter muy en tiempo los juegos de los
niños a la más severa disciplina, porque por poco que ésta llegue a relajarse y que nuestros niños se
extravíen en este punto, es imposible que en la edad madura sean virtuosos y sumisos a las leyes.
—¿Cómo no? —dijo.
—Mientras que si los juegos de los niños se someten a regla desde el principio; si el amor al
orden entra en su corazón con la música, sucederá al contrario que antes: que aquél los seguirá por
doquier y los hará perfeccionarse y enderezará la anterior postración del Estado.
—Es cierto —dijo.
—Y ellos mismos restablecerán estas reglas que pasan por minuciosas, y que sus predecesores
habrán dejado caer enteramente en desuso —añadí.
—¿Cuáles son esas reglas?
—Las siguientes: estar los jóvenes callados delante de los ancianos, levantarse cuando éstos se
presentan, cederles siempre el puesto de honor, respetar a los padres, conservar el modo de vestir, de
cortarse el pelo y de calzarse, todo lo relativo al cuidado del cuerpo y otras mil cosas semejantes,
¿no te parece?
—Ciertamente.
—Sería una locura hacer leyes sobre tales objetos, pues ya se impongan por escrito o a viva voz,
no por eso serían mejor observadas. Por otra parte, ningún legislador ha descendido nunca a
semejantes pormenores.
—¿Cómo iban a ser observadas?
—Parece, pues, mi querido Adimanto —dije yo—, que todas estas prácticas son un resultado
natural de la educación, porque lo semejante, ¿no atrae siempre a su semejante?
—¿Qué otra cosa, si no?
—Por consiguiente, al término del proceso surgirá algo pleno y vigoroso, sea bueno o al revés.
—¿Cómo no? —dijo él.
—Por esta razón yo no querría estatuir nada sobre esta clase de cosas —añadí.
—Tienes razón —dijo él.
—Pero en nombre de los dioses —proseguí—, ¿emprenderemos el formar reglamentos sobre el
contrato de compra y venta, los convenios, los tratos sobre la mano de obra, los insultos, las
violencias, los procesos, el nombramiento de los jueces, la imposición o supresión de derechos por
la entrada o salida de las mercancías por mar o tierra y, en una palabra, sobre todo lo relativo al
tráfico, a la ciudad y al puerto? ¿Nos atreveremos a legislar sobre ello?
—No es necesario —repuso— prescribir nada sobre eso a los hombres de bien; ellos encontrarán
por sí mismos sin dificultad los reglamentos que sean precisos.
—Sí, mi querido amigo —dije—, si Dios les da el don de conservar en toda su pureza las leyes
que nosotros hemos establecido al principio.
—Si no, pasarán su vida redactando cada día nuevos reglamentos sobre todos estos artículos, los
adicionarán haciendo correcciones sobre correcciones, imaginándose siempre que así conseguirán la
perfección —dijo.
—Es decir, que su conducta —respondí— se parecerá a la de aquellos enfermos que por
intemperancia no quieren renunciar a un género de vida que altera su salud.
—Justamente.
—La vida de tales enfermos es ciertamente encantadora. Todos los remedios que toman no hacen
más que complicar y empeorar su enfermedad y, sin embargo, esperan siempre la salud en cada
remedio que se les aconseja.
—Ése es precisamente su estado —dijo.
—¿Y no es lo más singular en ellos —proseguí— el que consideren como su más mortal
enemigo al que les anuncia que si no cesan de comer y beber con exceso y de vivir en el libertinaje y
en la desidia, de nada les servirán ni las medicinas, ni los cauterios, ni las sajaduras, ni los
encantamientos, ni los amuletos?
—No tiene nada de encantadora, pues la gracia que tenga el irritarse contra los que nos dan
buenos consejos brilla por su ausencia —dijo.
—Me parece que no eres partidario muy decidido de esta clase de gente —dije.
—No, ¡por Zeus! —dijo.
V. —Tampoco aprobarás, pues, volviendo a nuestro asunto, un Estado que observe una conducta
semejante. ¿Qué te parece? ¿No es ésta la conducta que observan los Estados mal gobernados cuando
prohíben a los ciudadanos bajo pena de muerte tocar la Constitución, mientras que, por otra parte, el
que sabe adular suavemente los vicios del Estado, adelantándose a sus deseos, previendo muy en
tiempo sus intenciones, y que es bastante hábil para atenderlas, pasa por un ciudadano virtuoso, por
un gran político, y se ve colmado de honores?
—Eso mismo hacen precisamente —dijo—, y estoy distante de aprobarlo.
—¿No admiras, sin embargo, el valor y la complacencia de los que se avienen y hasta se
apresuran a consagrar todos sus cuidados a tales Estados?
—Sí los admiro —dijo—, pero exceptúo a aquellos que, dejándose engañar por la multitud, se
imaginan ser grandes políticos a causa de los aplausos que les prodigan.
—¡Qué! ¿No quieres excusarles? —pregunté—. ¿Crees que un hombre que ignora el arte de
medir, y a quien la multitud dice que tiene cuatro codos de alto, pueda dejar de creerlo?
—No es posible —dijo.
—No te irrites, pues, contra ellos; son las gentes más divertidas del mundo con sus reglamentos
minuciosos, que modifican sin cesar, persuadidos de que remediarán así los abusos que se infiltran en
los contratos y en todos los puntos que he hablado. No pueden imaginarse que realmente no hacen
más que cortar las cabezas de la hidra.
—Efectivamente, no hacen otra cosa —dijo.
—Por lo tanto —dije—, no creo que, cualquiera que sea el Estado de que se trate, esté bien o mal
gobernado, deba un legislador sabio entrar en este pormenor de leyes y de reglamentos; en el uno,
porque es inútil y nada se gana con esto; y en el otro, porque están al alcance de cualquiera o se
deducen por sí mismos de las formas de vida precedentes.
—¿Qué ley nos corresponde hacer ahora? —preguntó.
—Ninguna —contesté—. Pero demos a Apolo Délfico el cuidado de hacer las legislaciones más
grandes, más bellas y más primordiales.
—¿Cuáles son? —preguntó.
—Las relativas a la construcción de templos, a los sacrificios, al culto de los dioses, los genios y
los héroes, a las sepulturas de los muertos y a las ceremonias que sirven para aplacar a los del más
allá. Nosotros no sabemos cómo se deben arreglar estas cosas, y puesto que fundamos un Estado, no
sería de razón que acudiésemos a otros hombres, ni consultáramos otro intérprete que el paterno; y el
intérprete natural en materia de religión para todos los hombres es este dios, que ha escogido el
centro y como el ombligo de la tierra para gobernar desde allí estos asuntos.[3]
—Dices bien; sólo a él debemos acudir —convino.
VI. —Así, pues, hijo de Aristón, nuestro Estado está por fin formado. Llama a tu hermano, a
Polemarco y a todos los que aquí se encuentran. Tratad de descubrir juntos, con el auxilio de alguna
antorcha, en qué punto residen la justicia y la injusticia, en qué se diferencia la una de la otra, y a cuál
de las dos debe uno atenerse para ser sólidamente dichoso, ya pueda o no evitar las miradas de los
hombres y de los dioses.
—En vano intentas comprometernos en esta indagación —dijo Glaucón—; porque tú mismo te
has ofrecido a hacerlo, al declararte impío si no defendías la justicia con todas tus fuerzas.
—Son mis propias palabras las que me recuerdas —repuse yo—. Voy, pues, a hacer lo que he
prometido; pero es preciso que me ayudéis.
—Te ayudaremos —replicó.
—Me prometo de este modo encontrar lo que buscamos. Si está bien constituido, nuestro Estado
debe ser perfecto.
—Sin duda —replicó.
—Por lo tanto, es claro que nuestro Estado es prudente, valeroso, templado y justo.
—Es evidente.
—Si descubrimos cualquiera de estas cualidades en él, lo que quede será lo que no hayamos
descubierto.
—¿Qué, si no?
—Si de cuatro cosas buscamos una, por ejemplo, y se nos muestra desde luego, limitaremos a
ella nuestras indagaciones; pero si conociésemos de igual modo las tres primeras, conoceríamos
también la cuarta, que sería evidentemente la que quedara por encontrar.[4]
—Tienes razón —observó.
—Apliquemos, pues, este método a nuestra indagación, puesto que las virtudes de que se trata son
cuatro.
—Apliquémoslo.
—No es difícil, en primer lugar, descubrir la prudencia, pero encuentro algo de singular con
relación a ella.
—¿Qué? —preguntó.
—La prudencia reina en nuestro Estado, porque el buen consejo reina en él; ¿no es así?
—Sí.
—No es menos claro que es un tipo de ciencia, este buen consejo, puesto que no es la ignorancia
sino la ciencia la que enseña a bien deliberar.
—Eso es claro.
—Pero hay en nuestro Estado ciencias de todas clases.
—Sin duda.
—¿Es debido a la ciencia de los constructores el que el Estado sea prudente y sabio en sus
consejos?
—Por ese saber no se la llamaría así, sino hábil en las construcciones —dijo.
—Tampoco se llamará prudente al Estado cuando delibere sobre la manera de hacer muebles de
forma óptima según las reglas de este oficio.
—No, por cierto.
—Ni por el saber sobre las obras de bronce o de cualquier otro metal.
—Por ninguno de éstos —aseveró.
—Ni cuando se trate de la producción de los bienes de la tierra, porque esto corresponde a la
agricultura.
—Así parece.
—¿Hay, pues, en el Estado que acabamos de formar —pregunté— una ciencia que resida en
algunos de sus miembros y cuyo fin sea deliberar, no sobre alguna parte del Estado, sino sobre el
Estado todo y sobre su gobierno, tanto interior como exterior?
—Sin duda, la hay.
—¿Qué ciencia es ésta y en quién reside? —pregunté.
—Es la que tiene por objeto la conservación del Estado —dijo—, y reside en aquellos
magistrados que llamamos guardianes perfectos.
—Con relación a esta ciencia, ¿cómo llamas a nuestro Estado?
—Verdaderamente prudente y sabio en sus consejos —repuso.
—¿Y de qué crees que haya más entre nosotros: excelentes broncistas o auténticos guardianes?
—Muchos más broncistas —repuso.
—En general, de todos los cuerpos que toman su nombre del saber que profesan, ¿no será el
cuerpo de los magistrados el menos numeroso?
—Con mucho.
—Por consiguiente, todo Estado organizado naturalmente debe su prudencia a la ciencia que
reside en la más pequeña parte de él mismo; es decir, en aquellos que están a la cabeza y que mandan.
Y al parecer la naturaleza produce en mucho menos número los hombres a quienes toca consagrarse
a esta ciencia; ciencia que es, entre todas las demás, la única que merece el nombre de prudencia.
—Es muy cierto lo que dices —convino.
—No sé por qué especie de fortuna hemos encontrado esta cosa, primera de las cuatro que
buscábamos, así como el punto de la sociedad en que reside.
—Me parece suficientemente indicada —dijo.
VII. —En cuanto al valor, no es difícil descubrirlo, así como el cuerpo en que reside, y que obliga
a dar al Estado el nombre de valeroso.
—¿Cómo?
—¿Hay otro medio —dije yo— de asegurarse de si un Estado es cobarde o animoso que
examinar el carácter de los que están encargados de su defensa?
—Nadie podría examinando otra cosa —dijo.
—Porque los demás ciudadanos, sean cobardes o valientes, en nada son dueños de hacer al Estado
de una manera u otra.
—No, en efecto.
—El Estado es valiente, pues, mediante aquella parte de él mismo en la que reside cierta virtud
que conserva en todo tiempo, respecto de las cosas temibles, la idea que ha recibido del legislador en
su educación. ¿No es ésta, en efecto, la definición del valor?
—No he comprendido bien lo que acabas de decir. Explícalo más —contestó.
—Digo que el valor es una especie de conservación —señalé.
—¿De qué?
—De la idea que las leyes nos han dado por medio de la educación tocante a las cosas que son de
temer. Digo «en todo tiempo» porque, en efecto, el valor conserva siempre esta idea, y no la pierde
jamás de vista ni en el dolor, ni en el placer, ni en los deseos, ni en el temor. Voy, si quieres, a
explicarte esto con una comparación.
—Sí quiero.
—¿Sabes —dije— la manera como se arreglan los tintoreros cuando quieren teñir la lana de
púrpura? Entre las lanas de toda clase de colores escogen la blanca, la preparan en seguida con el
mayor cuidado, a fin de que tome el color más brillante posible, y después de esto la tiñen. Esta clase
de tintura no se borra; y la tela, ya se lave simplemente o ya se la jabone, no pierde su brillantez;
mientras que si la lana que se intenta teñir tiene ya otro color, o si se sirve de la blanca sin la
conveniente preparación, ya sabes lo que sucede.
—Sí —repuso—, ni el color dura, ni tiene brillantez.
—Imagínate ahora —repliqué yo— que nosotros nos hemos esforzado para hacer lo mismo,
escogiendo nuestros guerreros con las mayores precauciones y preparándolos mediante la música y
la gimnasia. Nuestra intención al obrar así no es otra, créelo, sino que tomen una tintura sólida de las
leyes; que su alma, bien nacida y bien educada, se penetre de tal manera de la idea de las cosas que
son de temer, lo mismo que todas las demás, que ninguna clase de lejía pueda borrarla: ni la del
placer, que para este efecto tiene una virtud mayor que la de la sosa calestrana,[5] ni el dolor, ni el
temor, ni el deseo, más poderosos que cualquier otro detergente. Esta fuerza y preservación en toda
circunstancia de la idea justa y legítima de lo que es de temer y de lo que no lo es, eso es a lo que yo
llamo valor, si tú no opinas otra cosa.
—No —dijo—, porque me parece que darás a esta idea un nombre distinto del de valor si no es
fruto de la educación, si tiene un carácter brutal y servil; entonces no la considerarás como legítima.
—Dices verdad —observé.
—Por tanto, admito que eso es el valor.
—Admite igualmente —añadí— que es una virtud política,[6] y no te engañarás. En otra ocasión
hablaremos más por extenso sobre este punto, si te parece bien. Por ahora ya hemos dicho lo
bastante, porque no es eso lo que buscamos, sino la justicia.
—Tienes razón —dijo.
VIII. —Aún nos restan dos cosas —dije— que descubrir en nuestro Estado: la templanza y
después la justicia, que es el objeto principal de nuestras indagaciones.
—Muy bien.
—¿Cómo haremos para encontrar directamente la justicia sin tomarnos antes el trabajo de
indagar qué sea la templanza?
—Yo no lo sé —dijo—, no me gustaría que se nos mostrara aquélla la primera, si entonces ya no
nos tomamos el trabajo de examinar lo que es la templanza. Y así te agradecería que comenzaras por
ésta.
—Haría yo mal en no consentir en ello —repliqué.
—Comienza, pues, el examen —dijo.
—Es lo que voy a hacer —dije—. A lo que puedo alcanzar, esta virtud consiste en cierto acuerdo
y armonía en mayor grado que las precedentes.
—¿Cómo?
—La templanza no es otra cosa que un cierto orden, un dominio que el hombre ejerce sobre sus
placeres y apetitos. De aquí viene probablemente esta expresión, que no entiendo bastante bien: ser
dueño de sí mismo; y algunas otras semejantes, que son, por decirlo así, vestigios de esta virtud. ¿No
es así?
—Sin duda —contestó.
—Esta expresión: dueño de sí mismo, tomada a la letra, ¿no es ridícula? ¿Porque quien es dueño
de sí es también esclavo de sí mismo, y el que es esclavo, también dueño, puesto que esta expresión se
refiere a la misma persona?
—¿Cómo no?
—He aquí, a mi parecer, sin embargo, el sentido en que debe tomarse —dije yo—. Hay en el alma
del hombre dos partes: una superior y otra inferior. Cuando la parte superior por naturaleza manda a
la inferior, se dice del hombre que es dueño de sí mismo, y es un elogio. Pero cuando, por falta de
educación o por cualquier mala compañía, la parte inferior, que es mayor, impera sobre la superior,
que es menor, se dice del hombre que es desarreglado y esclavo de sí mismo, lo cual se tiene por
vituperable.
—Esa explicación me parece exacta —dijo.
—Echa ahora una mirada —dije— sobre nuestro nuevo Estado, y encontrarás en él una de esas
dos situaciones, y verás que puede decirse con razón de él que es dueño de sí mismo, si es cierto que
debe llamarse templado y dueño de sí propio a todo hombre, a todo Estado, en el que la parte mejor
manda a la peor.
—Ya miro y encuentro que dices verdad —respondió.
—Sin embargo, no quiere decir esto que no se encuentren en él pasiones sin número y de todas
clases, lo mismo que placeres y penas en los niños y las mujeres, en los esclavos y hasta en la mayor
parte de los que se dicen ser de condición libre y que valen poca cosa.
—Sin duda.
—Pero con respecto a los sentimientos sencillos y moderados, fundados sobre opiniones exactas
y gobernados por la razón y el buen juicio, sólo se encuentran en un pequeño número de personas,
que unen a un extenso natural una excelente educación.
—Es cierto —dijo.
—Pero ¿no ves que también en nuestro Estado ocurre esto: que los deseos y las pasiones de la
multitud, que es la parte inferior, son dominados por la prudencia y la voluntad del pequeño número,
que es el de los más aptos?
—Lo veo —dijo.
IX. —Si de alguna sociedad puede decirse, pues, que es dueña de sí misma, de sus placeres y de
sus pasiones, es preciso decirlo de ésta.
—Enteramente —dijo.
—Y que por esta razón es temperante; ¿no es así?
—En alto grado —dijo.
—Y si hay alguna sociedad en la que los magistrados y los súbditos tengan la misma opinión
acerca de los que deben mandar, es seguramente la nuestra. ¿No te parece?
—Sin duda alguna —dijo.
—Cuando los miembros de la sociedad están así de acuerdo, ¿en quiénes dirás que reside la
templanza, en los que mandan o en los que obedecen?
—En unos y en otros, seguramente —repuso.
—Ya ves —dije yo— cuán fundada era nuestra conjetura, cuando comparábamos la templanza
con una cierta armonía.
—¿Por qué razón?
—Porque no sucede con ella lo que con la prudencia y la valentía, puesto que encontrándose cada
una de éstas sólo en una parte del Estado, hacen, sin embargo, que el Estado entero sea prudente y
valiente; mientras que la templanza está derramada por todos los miembros del Estado,[7] desde los
de más baja condición hasta los de la más alta, entre los cuales establece la templanza un acuerdo
perfecto desde el punto de vista de la prudencia, de la fortaleza, del número, de las riquezas de los
ciudadanos o de cualquier otra cosa semejante. De manera que puede decirse con razón que la
templanza consiste en este buen acuerdo, y que es una armonía establecida por la naturaleza entre la
parte superior y la parte inferior de una sociedad o de un particular, para decidir cuál es la parte que
debe mandar a la otra.
—Soy decididamente de tu dictamen —repuso.
—Ya hemos encontrado, a mi parecer —dije yo—, tres cualidades del Estado. Quédanos ahora
por descubrir lo que debe completar su virtud, y que es claro que tiene que ser la justicia.
—Eso es evidente.
—Hagamos como los cazadores, mi querido Glaucón, rodeando el matorral; averigüemos el
punto donde la justicia debe encontrarse, tomemos todas las medidas para impedir que se escape y
desaparezca a nuestros ojos. En verdad, debe estar en algún punto. Mira, y avísame si la ves primero.
—Pluguiera a los dioses —dijo él—, pero bastante haré si puedo seguirte y percibir las cosas a
medida que me las muestres.
—Invoquemos a los dioses y sígueme —dije yo.
—Es lo que voy a hacer. Marcha tú delante —replicó.
—El lugar me parece oscuro, embarazoso y de difícil acceso. Sin embargo, avancemos —dije yo.
—Pues adelante —exclamó.
Después de haber mirado por algún tiempo:
—¡Ea, ea, mi querido Glaucón! —exclamé yo—. Me parece que sigo la pista, y creo que no se nos
escapa la justicia.
—¡Buena noticia! —dijo él.
—En verdad, que lo que me ha pasado es harto estúpido —dije.
—¿Qué cosa?
—Hace mucho tiempo, mi querido amigo, que, según parece, la tenemos a nuestros pies y no la
habíamos visto. Merecemos que se rían de nosotros como de los que buscan lo que tienen entre
manos. Fijamos nuestras miradas allá lejos, en lugar de mirar cerca de nosotros, que es donde está.
Quizá es ésta la causa de habérsenos ocultado por tanto tiempo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Digo —respondí— que ha mucho tiempo que hablamos de nuestro asunto sin fijar nuestra
atención en que es de él de lo que hablamos.
—Largo es ese exordio —apremió— para las ganas que tengo de escuchar.
X. —Pues bien, escucha y ve si tengo razón —dije—. Lo que estatuimos al principio, cuando
fundamos nuestro Estado, como un deber universal e indispensable, es la justicia misma o, por lo
menos, algo que se le parece. Dijimos y hemos repetido muchas veces, si te acuerdas, que cada
ciudadano no debe tener más que un oficio, aquel para el que desde su nacimiento ha descubierto
mejores disposiciones.
—Eso es lo que dijimos, en efecto.
—Pero hemos oído decir a otros, y nosotros mismos lo hemos repetido muchas veces, que la
justicia consiste en ocuparse únicamente en sus negocios sin afanarse en mil actividades.
—Así lo hemos dicho.[8]
—Entonces, mi querido amigo —dije—, me parece que la justicia consiste en que cada uno haga
lo que tiene obligación de hacer. ¿Sabes lo que me induce a creerlo?
—No; dilo —repuso.
—Me parece —dije— que después de la templanza, de la fortaleza y de la prudencia, lo que nos
falta examinar en nuestro Estado debe ser el principio mismo de estas tres virtudes, lo que las
produce y, después de producidas, las conserva mientras subsiste en ellas. Ya dijimos que, si
encontrábamos estas tres virtudes, lo que quedara, puestas éstas aparte, sería la justicia.
—Precisamente tiene que ser ella —dijo.
—Si nos viéramos en la necesidad —añadí— de decidir qué es lo que contribuirá más a hacer
nuestro Estado perfecto, si la concordia entre los magistrados y los ciudadanos, o la idea legítima e
inquebrantable de nuestros guerreros de lo que debe temerse y de lo que no debe temerse, o la
prudencia y la vigilancia de los que gobiernan o, en fin, esta virtud mediante la que todos los
ciudadanos, mujeres, niños, hombres libres, esclavos, artesanos, magistrados y súbditos, se limitan
cada uno a su oficio sin mezclarse en los demás, nos sería difícil dar nuestro fallo.
—Muy difícil —dijo—. Y ¿cómo no había de serlo?
—Y así esta virtud, que contiene a cada uno en los límites de su propia tarea, no contribuye
menos, según parece, a la perfección del Estado que la prudencia, la fortaleza y la templanza.
—Desde luego —dijo.
—Así, pues, ¿tendrás a la justicia como igualmente importante para el bien del Estado que
aquellas otras?
—Enteramente.
—Asegurémonos de esta verdad por otro camino. Los magistrados en nuestro Estado, ¿no han de
estar encargados de dar sus fallos en los juicios?
—Sin duda.
—¿Y qué otro fin pueden proponerse en sus juicios, sino el impedir que nadie se apodere de los
bienes ajenos, ni tampoco que se le prive de los suyos propios?
—Ningún otro.
—¿Pensando que esto es lo justo?
—Sí.
—Luego la posesión y práctica de lo que a cada uno corresponde será lo que consideramos
justicia.
—Eso es.
—Mira si eres tú del mismo dictamen que yo. Que el carpintero se injiera en el oficio del
zapatero o el zapatero en el del carpintero; que cambien sus instrumentos y sus retribuciones o que el
mismo hombre desempeñe los dos oficios a la vez, ¿crees tú que este desorden cause un gran mal a la
sociedad?
—No, sin duda —dijo.
—Pero si el que la naturaleza ha destinado a ser artesano o negociante, ensoberbecido con sus
riquezas, su crédito, su fuerza o cualquiera otra ventaja semejante, se injiere en el oficio del
guerrero, o el guerrero en las funciones del consejero y del guardián, sin capacidad para ello; si
hiciesen un cambio con los instrumentos propios de su oficio y con las ventajas que van unidas a
ellos, o si un mismo hombre quisiese desempeñar a la vez estos oficios diferentes, entonces creo yo,
y tú indudablemente creerás conmigo, que semejante trastorno y tal confusión producirán
infaliblemente la ruina del Estado.
—Infaliblemente.
—La confusión y mezcla de estos tres ordenes de funciones es, por tanto, el acontecimiento más
funesto que puede tener lugar en un Estado. Puede decirse que es un verdadero crimen.
—Totalmente cierto.
—Y bien, el más grande crimen contra el Estado, ¿no dirás que es injusticia?
—¿Cómo no?
XI. —En esto, pues, consiste la injusticia. De donde se sigue, a la inversa, que cuando cada uno de
los ordenes del Estado, el de los negociantes, el de los auxiliares y el de los guardianes, se mantiene
en los límites de su oficio y no los traspasa, esto debe ser lo contrario de la injusticia; es decir, la
justicia, y lo que hace que un Estado sea justo.
—Me parece que no puede ser de otra manera —dijo él.
—No lo afirmemos aún demasiado alto —observé—. Veamos antes si lo que acabamos de decir
de la justicia así considerada puede aplicarse a cada hombre en particular, porque ¿qué más podemos
exigir? En el caso contrario, será preciso encaminar nuestras indagaciones en otra dirección. Pero en
este momento procuraremos dar fin y cabo a la indagación que hemos emprendido en la seguridad de
que nos sería más fácil conocer cuál es la naturaleza de la justicia en el hombre, si ensayábamos antes
contemplarla y encontrarla en un modelo más grande. Hemos creído que un Estado nos ofrecería el
modelo que deseábamos, y sobre este fundamento hemos formado uno, el más perfecto que nos ha
sido posible, porque sabíamos bien que la justicia habría de encontrarse necesariamente en un Estado
bien constituido. Traslademos a nuestro pequeño modelo, es decir, al hombre, lo que hemos
descubierto en el grande, y si en el uno corresponde todo al otro, las cosas marcharán bien. Si hay en
el hombre algo que no convenga a nuestro gran modelo, repetiremos el ensayo, y comparándolos de
nuevo, frotando el uno con el otro, por decirlo así, haremos salir la justicia como salta la chispa del
frote de dos astillas, y a la claridad que arroje la reconoceremos en nosotros mismos sin temor de
engañarnos.
—Así procederemos con método, y así hay que hacerlo —dijo.
—Ahora bien —dije—, cuando se dice de dos cosas, de las cuales una es más grande y otra más
pequeña, que son la misma cosa, ¿son o no semejantes en razón de lo que hace que se diga que son
una misma cosa?
—Semejantes —contestó.
—Luego el hombre justo, en tanto que es justo, no se diferenciará en nada de un Estado justo, sino
que será perfectamente semejante a él.
—Lo será —convino.
—Pero ya hemos hecho ver que nuestro Estado es justo porque cada uno de los tres ordenes que
lo componen obra conforme a su naturaleza y a su destino; y hemos visto también que participa de
ciertas cualidades y disposiciones de estos tres ordenes por su prudencia, su valor y su templanza.
—Es cierto —dijo.
—Luego si encontramos, amigo mío, en el alma del hombre estas tres especies, y entre ellas hay
la misma subordinación, le daremos la misma consideración que hemos dado al Estado con idéntica
disposición de sus tres cualidades.
—No podremos menos de hacerlo así —dijo.
—Aquí nos tienes envueltos, mi querido amigo —dije—, en una cuestión trivial relativa al alma.
Se trata de saber si tiene o no en sí las tres especies de que acabamos de hablar.
—No es tan trivial —replicó—, según creo, porque al parecer, Sócrates, el proverbio tiene razón:
lo bello es difícil.
—Pienso como tú —dije—, pero ten entendido, Glaucón, que si continuamos aplicando el mismo
método, nos será imposible descubrir lo que buscamos. El camino que debe conducirnos al término
es mucho más largo y mucho más complicado. Sin embargo, este método puede darnos aún una
solución que convenga a nuestra investigación anterior.
—Me parece que eso que dices debe bastar por el momento —dijo.
—Sea así; yo me daré también por satisfecho —añadí.
—Entra, pues, en materia —dijo— y no te desanimes.
—¿No debemos necesariamente convenir —proseguí—en que el carácter y las costumbres de un
Estado se encuentran en cada uno de los individuos que lo componen, puesto que sólo por medio de
ellos han podido pasar al Estado? En efecto, sería ridículo que ese carácter ardiente e indómito
atribuido a ciertas naciones, como a los tracios, a los escitas y en general a los pueblos del Norte, o
ese espíritu curioso y ávido de ciencia que con razón se puede atribuir a nuestra nación o, en fin, ese
espíritu de interés que caracteriza a los fenicios y a los egipcios tengan su origen en otra parte que en
los particulares que componen cada una de estas naciones.
—Sin duda —dijo.
—Esto es muy cierto y no ofrece ninguna dificultad —añadí.
—No.
XII. —Lo verdaderamente difícil es decidir si nosotros obramos en virtud de una o de tres
especies diferentes. Si es uno el elemento que en nosotros conoce, otro el que se irrita y un tercero el
que se deja llevar del placer que va unido a la alimentación o a la reproducción y a los demás
placeres de la misma naturaleza; o bien es el alma toda la que produce en nosotros cada uno de estos
efectos cuando nos aplicamos a ello. He aquí lo que es difícil explicar de una manera satisfactoria.
—Convengo en ello —dijo.
—Ensayemos decidir por este camino si hay en el alma tres elementos distintos o uno.
—¿Por qué camino?
—Es cierto que el mismo sujeto no es capaz, al mismo tiempo, en la misma parte y con respecto
al mismo objeto, de acciones y pasiones contrarias. Y así, si encontramos en el alma algo semejante a
esto, concluiremos con toda certidumbre que hay en ella tres elementos distintos.
—Muy bien.
—Fíjate en lo que te voy a decir.
—Habla —dijo.
—La misma cosa, considerada bajo la misma relación, ¿puede estar al mismo tiempo en
movimiento y en reposo?
—De ningún modo.
—Asegurémonos más de esto para no vernos después embarazados. Si alguno nos objetase que
un hombre, puesto en pie y que sólo mueve las manos y la cabeza, está a la vez en reposo y en
movimiento, le contestaríamos que no habla con exactitud, y que lo que debe decirse es que una parte
de su cuerpo se mueve, mientras que la otra está en reposo; ¿no es así?
—Sí.
—Si para dar muestras de sutileza sostuviese que la peonza o cualquier otro de los cuerpos que
giran sobre su eje sin mudar de sitio está a la vez toda ella en reposo y en movimiento, nosotros no
confesaríamos que estos cuerpos estén a la vez en reposo y en movimiento bajo la misma relación.
Diríamos que es preciso distinguir en ellos dos cosas, el eje y la circunferencia, que en cuanto a su
eje están en reposo, puesto que éste no se inclina a ningún lado; pero que, en cuanto a su
circunferencia, se mueven con un movimiento circular; y que si el eje llegara a inclinarse a la
derecha o la izquierda, hacia delante o hacia atrás, entonces sería absolutamente falso el decir que
estos cuerpos estaban en reposo.
—Ésa sería una respuesta oportuna —dijo.
—No debemos, pues, detenernos por esta clase de dificultades, porque nunca nos convencerán de
que la misma cosa, mirada bajo la misma relación, y respecto al mismo objeto, sea al mismo tiempo
susceptible de acciones y de pasiones contrarias.
—A mí no, desde luego —aseguró.
—Sin embargo —dije—, para no detenernos mucho en enumerar todas estas objeciones y en
demostrar su falsedad, pasemos adelante suponiendo cierto el principio de que hablamos.
Convengamos tan sólo en que, si después se demostrase que era falso, todas las conclusiones que
hubiésemos deducido serán nulas.
—Así hay que hacerlo —dijo.
XIII. —Dime ahora: mostrar asentimiento y disentimiento, tender hacia un objeto y alejarse de él,
atraerle a sí y rechazarle, ¿son cosas opuestas, sean acciones o pasiones (porque, para el caso, es lo
mismo)?
—Son opuestas —dijo.
—¿Y qué? —proseguí—. El hambre, la sed y, en general, los apetitos naturales, el deseo, la
voluntad, todo esto, ¿no está referido a las especies de que acabamos de hablar? Por ejemplo, ¿no se
dirá, de un hombre que tiene algún deseo, que su alma tiende a lo que ella desea, que atrae a sí la cosa
que ella querría tener, y que en tanto que desea que se le dé una cosa, se da a sí misma señales de que
la quiere, como si se le preguntase, anticipándose ella misma en cierto modo al cumplimiento de su
deseo?[9]
—Sí.
—Y el no querer, no anhelar, no desear, ¿no es lo mismo que rechazar y alejar de sí? Y estas
operaciones del alma, ¿no son contrarias a las precedentes?
—Sin duda.
—Sentado esto, ¿no diremos que tenemos una cierta clase de apetitos y, sobre todo, dos que están
más a la vista, que son la sed y el hambre?
—Eso diremos —admitió.
—¿No tienen por objeto el uno el beber y el otro el comer?
—Sí.
—La sed, en tanto que sed, ¿es otra cosa en el alma que el deseo de lo dicho? En otros términos,
la sed en sí, ¿tiene por objeto una bebida caliente o fría, en grande o en pequeña cantidad, y en
general tal o cual bebida? ¿O no es cierto más bien que si se une a la sed el calor, este calor añade al
deseo de beber el de beber frío; que si se le une el frío, este frío añade el deseo de beber caliente; que
si la sed es grande, se quiere beber mucho, y si pequeña, se quiere beber poco; mientras que la sed en
sí misma no es otra cosa que el deseo de la bebida, que es su objeto propio, como el comer es el
objeto del hambre?
—Es cierto —dijo—. Cada deseo, considerado en sí mismo, se dirige a su objeto, considerado
también en sí mismo; y las cualidades accidentales son las que, uniéndose a cada deseo, hacen que se
dirija hacia tal o cual modificación de su objeto.
—No nos dejemos alucinar, pues —dije yo—, por la objeción siguiente: nadie desea meramente
la bebida, sino una buena bebida: ni meramente la comida, sino una buena comida, porque todos
desean las cosas buenas; por lo tanto, si la sed es un deseo, es el deseo de algo bueno, cualquiera que
sea su objeto, sea la bebida, sea otra cosa, y lo mismo sucede con los demás deseos.
—Esta objeción, sin embargo, parece que es de alguna importancia —observó.
—Pero ten en cuenta —concluí— que las cosas que tienen alguna relación con otras, se refieren a
tal o cual otra cosa, como resultado de ser ellas de tal o cual manera, a lo que me parece; y que, por
el contrario, tomada cada cosa en sí, sólo se refiere a su objeto en sí.
—No entiendo lo que dices —dijo.
—¿No entiendes que lo que es más grande no lo es sino a causa de la relación que tiene con una
cosa más pequeña? —pregunté.
—Lo entiendo.
—Y esa otra cosa, ¿será algo más pequeño?
—Sí.
—Y si es mucho más grande, lo es con relación a una cosa mucho más pequeña. ¿No es cierto?
—Sí.
—¿Y que si ha sido o si algún día ha de ser más grande, es con relación a una cosa que ha sido o
que será más pequeña?
—Sin duda —replicó.
—En la misma forma, lo más tiene relación con lo menos, lo doble con la mitad, lo más pesado
con lo más ligero, lo más rápido con lo más lento, lo caliente con lo frío, y así de lo demás. ¿No es
así?
—Enteramente.
—Y ¿qué decir respecto de las ciencias? ¿No ocurre lo mismo? La ciencia en sí tiene por objeto
todo lo que puede o debe ser conocido en sí, sea lo que sea; pero una ciencia particular tiene por
objeto tal o cual conocimiento. Por ejemplo, cuando se inventó la ciencia de construir casas, ¿no se le
dio el nombre de arquitectura para distinguirla de las otras ciencias?
—Es cierto.
—¿Y no procedía esta distinción de que esta ciencia especial en nada se parecía a ninguna otra?
—Sí.
—¿Y por qué era así, repito, sino porque tenía tal objeto particular? Lo mismo digo de las demás
artes y de las demás ciencias.
—Así es.
XIV. —Ya comprendes ahora, sin duda alguna —dije yo—, cuál era mi pensamiento cuando decía
que las cosas referidas en sí mismas a un objeto sólo se refieren a ese objeto en sí mismo; y que
teniendo tal o cual relación con un objeto, son ellas tales o cuales. Por lo demás, no quiero decir por
esto que una cosa sea tal como su objeto; que, por ejemplo, la ciencia de las cosas que sirven o dañan
a la salud sea sana o enferma, ni que la ciencia del bien y del mal sea buena o mala; lo único que
pretendo es que, puesto que tal ciencia no tiene el mismo objeto que la ciencia en general, sino que
tiene uno determinado, es decir, lo que es útil o dañoso a la salud, esta ciencia resulta así también
determinada, lo que hace que no se le dé simplemente el nombre de ciencia, sino el de medicina,
caracterizándola por su objeto.
—Comprendo tu pensamiento, y lo tengo por verdadero —dijo.
—¿No incluyes la sed —pregunté— en el número de las cosas que tienen relación con otras, y
que se refieren a alguna cosa?
—Sí —dijo—, a la bebida.
—De manera que tal sed tiene relación con tal bebida, mientras que la sed en sí no es la sed de una
tal bebida, buena o mala, en grande o en pequeña cantidad, sino simplemente de la bebida.
—Totalmente de acuerdo.
—Por consiguiente, el alma de un hombre que meramente tiene sed, no desea otra cosa que beber.
Esto es lo que quiere y esto es lo único a que se dirige.
—Es evidente.
—Y así, cuando busca la bebida y hay algo que le separa de su propósito, es imposible que sea el
mismo principio el que le obliga a abstenerse y el que le excita a la sed y le arrastra como una bestia
hacia la bebida. Porque ya dijimos que una misma cosa no puede hacer lo contrario en la misma parte
de sí misma, con relación al mismo objeto y al mismo tiempo.
—Eso no puede ser.
—Lo mismo que no habría razón para decir, a mi juicio, de un arquero, que con sus dos manos
atrae el arco hacia sí y lo rechaza al mismo tiempo, sino que debe decirse que atrae el arco hacia sí
con una mano y lo rechaza con la otra.
—Muy bien —dijo.
—¿No hay personas que tienen sed y no quieren beber?
—Se encuentran muchas veces y en gran número —dijo.
—¿Qué puede pensarse de tales personas, sino que hay en su alma un principio que les ordena
beber, y otro que se lo prohíbe y que puede más que el primero?
—Yo así lo pienso —dijo.
—Este principio que les prohíbe beber, ¿no nace, cuando nace, del razonamiento? El que los lleva
y arrastra a ello, ¿no es un resultado de sufrimientos y enfermedades?
—Tal parece.
—Tenemos, pues, derecho —proseguí— a decir que son éstas dos cosas distintas, y llamar
racional a esta parte de nuestra alma que razona, y apetitiva, privada de razón, amiga de los goces y
de los placeres, a esta otra parte del alma que es el principio del amor, del hambre, de la sed y de los
demás deseos.
—No sin razón los consideraremos así.
—Sentemos, pues, como cierto —seguí— que estas dos especies se encuentran en nuestra alma.
Pero la fogosidad y aquello por lo que nos enardecemos, ¿es una tercera especie?, ¿o será de la
misma naturaleza que las otras dos?
—Quizá de la misma que la parte apetitiva.
—Pero me contaron una cosa —dije yo— que tengo por prueba verdadera, y es la siguiente:
Leoncio, hijo de Aglayón, volviendo un día del Pireo, percibió de lejos, a lo largo de la muralla
septentrional, unos cadáveres tendidos junto al verdugo, y sintió a la vez un deseo violento de
aproximarse para verlos y un temor mezclado de aversión a la vista de cuadro semejante. Al pronto
resistió y se tapó la cara, pero cediendo al fin a la violencia de su deseo, se dirigió hacia los
cadáveres, y abriendo los ojos cuanto pudo, exclamó: «¡Y bien! ¡Desgraciados, gozad anchamente de
tan magnífico espectáculo!».
—He oído referir lo mismo —dijo.
—Este suceso —observé— indica que la fogosidad se opone algunas veces en nosotros al apetito,
y por consiguiente que es una cosa distinta.
—Eso indica —dijo.
XV. —¿No observamos también, en muchas ocasiones —dije—, que cuando uno es arrastrado por
sus deseos a pesar de la razón, se dirige cargos a sí mismo, se irrita contra lo que le hace violencia
interiormente, y que en esta especie de discordia la fogosidad se pone de parte de la razón? No creo,
en cambio, que hayas experimentado en ti mismo, ni observado en los demás, que la cólera se ponga
jamás de parte del deseo cuando la razón decide que algo no debe hacerse.
—No, por Zeus —dijo.
—¿No es cierto que cuando se cree obrar injustamente —pregunté— se nota, a más generosidad
de sentimientos, menos motivo para enfadarse, aun en medio de sufrimientos como el hambre, el
frío, o cualquer mal trato de otro, cuando se cree que ese tal tiene razón para conducirse de esta
manera, contra el cual, para decirlo de una vez, la cólera no puede despertarse?
—Nada más cierto —dijo.
—Pero si estamos persuadidos de que se comete con nosotros una injusticia, ¿no se inflama
entonces nuestra cólera y no se inclina del lado de lo que nos parece justo? En lugar de dejarse
dominar por el hambre, el frío o cualquier otro mal trato, ¿no intenta sobreponerse a todo? ¿Cesa ni
un solo momento de hacer esfuerzos generosos hasta que ha obtenido satisfacción, o la muerte le ha
quitado el poder, o la razón, siempre presente en nosotros, la ha apaciguado y dulcificado como un
pastor tranquiliza a su perro?
—Esa comparación es tanto más justa —dijo—, cuanto que, como hemos dicho, los auxiliares en
nuestro Estado deben estar sometidos a los magistrados como los perros están a los pastores.
—Comprendes muy bien lo que quiero decir —observé—. Pero he aquí una reflexión que te
suplico me oigas.
—¿Qué reflexión?
—Que la fogosidad nos parece ahora una cosa distinta de como la entendimos al principio.
Pensábamos que era parte de lo apetitivo, y ahora estamos muy distantes de pensarlo así, y vemos que
cuando se suscita en el alma alguna rebelión, la cólera toma siempre las armas en favor de la razón.
—Del todo cierto —dijo.
—¿Y es diferente de la razón o tiene algo de común con ella, de suerte que no haya en el alma
tres, sino dos especies, la razonable y la concupiscible? O más bien, así como nuestro Estado se
compone de tres ordenes, el negociante, el auxiliar y el deliberante, ¿el apetito irascible entra también
en el alma como un tercer principio, cuyo destino es secundar la razón, siempre que no haya sido
corrompido por una mala educación?
—Necesariamente es un tercer elemento.
—Muy bien. Pero necesitamos demostrar que es distinto del racional, como hemos demostrado
que es distinto del apetitivo —dije.
—Eso no es difícil —dijo—. Vemos que los niños, apenas salen al mundo, están ya sujetos a la
cólera, y que para algunos nunca luce la razón, y en la mayor parte muy tarde.
—Dices muy bien, por Zeus —observé—. También puede servir de prueba lo que pasa con los
animales. Y asímismo podemos traer a colación el testimonio de Homero citado más arriba:

golpeándose el pecho, reprende así a su alma.[10]

Es evidente que Homero presenta aquí dos principios distintos increpándose mutuamente: lo que
razona sobre qué es mejor o peor contra lo que se enardece irracionalmente.
—Perfectamente dicho —convino.
XVI. —En fin, hemos llegado, aunque con gran dificultad, a mostrar claramente que hay en el
alma de cada hombre las mismas partes que en el Estado y en igual número.
—Es cierto.
—¿No es ahora necesario que el particular sea prudente de la misma manera y en la misma forma
que el Estado?
—¿Cómo si no?
—¿Y que, igual que el particular es valiente, de la misma manera lo sea también el Estado? En una
palabra, que todo lo que contribuye a la virtud se encuentre lo mismo en uno que en otro.
—Por fuerza.
—Por lo tanto, mi querido Glaucón, diremos que el hombre es justo del mismo modo que el
Estado.
—También ésa es una consecuencia necesaria —dijo.
—No hemos olvidado tampoco que el Estado es justo cuando cada uno de los tres ordenes que lo
componen hace únicamente lo que le corresponde.
—No creo que lo hayamos olvidado —dijo.
—Acordémonos, pues, de que cada uno de nosotros será justo y cumplirá su deber cuando cada
una de las partes de sí mismo realice su tarea.
—Sí; es preciso no olvidarlo —dijo.
—¿No pertenece a lo racional mandar, puesto que en ello es donde reside la prudencia, y que a
ello toca también la inspección sobre toda el alma? ¿Y no toca a la fogosidad obedecerlo y
secundarlo?
—Enteramente.
—¿Y cómo se podrá mantener un perfecto acuerdo entre estas dos partes sino mediante esa
mezcla de la música y de la gimnasia de que hablamos más arriba, y cuyo efecto será, de una parte,
nutrir y fortificar la razón con buenos preceptos y enseñanzas, y de otra, dulcificar y apaciguar el
valor por el encanto del ritmo y de la armonía?
—Bien seguro —dijo.
—Estas dos partes, así educadas e instruidas en lo que les es propio, gobernarán la apetitividad,
que ocupa la mayor parte de nuestra alma y que es insaciable por su naturaleza. Tendrán buen cuidado
de que, después de haberse aumentado y fortificado con el goce de los placeres del cuerpo, no salga
de sus límites propios y no pretenda arrogarse sobre el alma una autoridad que no le pertenece, y que
produciría en el conjunto un extraño desorden.
—Sin duda —dijo.
—En caso de un ataque exterior, tomarán las mejores medidas para la seguridad del alma y del
cuerpo. La una deliberará; la otra combatirá; y, secundada por el valor, ejecutará las ordenes de
aquélla.
—Eso es.
—El hombre merece el nombre de valiente, según pienso, cuando este segundo elemento, el
fogoso, sigue constantemente en medio de los placeres y de las penas los juicios de la razón sobre lo
que es o no es de temer.
—Exactamente —dijo.
—Es prudente mediante esta pequeña parte de su alma que manda y da ordenes, y que es la única
que sabe lo que es útil a cada una de las otras tres partes y a todas juntas.
—Es cierto.
—¿Y no es también templada mediante la amistad y la armonía que reinan entre la parte que
manda y las que obedecen, cuando estas dos últimas están de acuerdo en que a la razón corresponde
mandar y que no debe disputársele la autoridad?
—La templanza no puede tener otro principio —dijo—, sea en el Estado, sea en el particular.
—En fin, mediante todo lo que hemos dicho repetidas veces, será también justo.
—Forzosamente.
—¿Qué, pues? ¿Hay, por ahora —dije—, algo que nos impida reconocer que la justicia en el
individuo es la misma que en el Estado?
—No lo creo —replicó.
—Si en este punto nos quedase alguna duda, la haríamos desaparecer del todo aportando ciertas
ideas corrientes.
—¿Cuáles?
—Por ejemplo, si respecto de nuestro Estado y del varón formado sobre este modelo por la
naturaleza y por la educación, se tratase de examinar si este hombre podría quedarse para él un
depósito de oro o de plata prestado, ¿crees que nadie le supondría capaz de un hecho semejante, sino
aquellos que no están como él formados según el modelo de un Estado justo?[11]
—Nadie —dijo.
—¿No estará, asímismo, lejos de profanar los templos, dilapidar y hacer traición en la vida
pública al Estado o en la privada a sus amigos?
—Bien lejos.
—¿De faltar en manera alguna a sus juramentos y a otros compromisos?
—Sin duda.
—El adulterio, la falta de respeto para con sus padres y de veneración para con los dioses: he aquí
faltas de las que será menos capaz que otro cualquiera.
—Que cualquier otro —convino.
—La causa de todo esto, ¿no es la subordinación establecida entre las partes de su alma y la
aplicación de cada una de ellas a cumplir su obligación, tanto de gobernar como de obedecer?
—No puede ser otra.
—Pero ¿conoces tú alguna otra virtud que no sea la justicia, que pueda formar hombres y Estados
de este carácter?
—No, por Zeus —dijo.
XVII. —Vemos, pues, ahora con toda claridad lo que al principio no hacíamos más que entrever.
Apenas habíamos echado los cimientos de nuestro Estado, cuando, gracias a alguna divinidad, hemos
encontrado como un modelo de la justicia.
—Enteramente cierto.
—Y así, mi querido Glaucón, cuando exigíamos que el que hubiese nacido para zapatero o
carpintero, o para cualquier otra cosa, desempeñase bien su oficio y no se mezclase en otra cosa,
nosotros trazábamos una imagen de la justicia que nos ha sido de provecho.
—Es patente.
—La justicia, en efecto, es algo semejante a lo que prescribíamos, aunque no se refiere a las
acciones exteriores del hombre, sino a su interior, no permitiendo que ninguna de las partes del alma
haga otra cosa que lo que le concierne y prohibiendo que las unas se entremetan en las funciones de
las otras. Quiere que el hombre, después de haber ordenado cada una las funciones que le son
propias: después de haberse hecho dueño de sí mismo y de haber establecido el orden y la concordia
entre estas tres partes, haciendo que reine entre ellas perfecto acuerdo, como entre los tres términos
de una armonía, el grave, el agudo y el medio, y los demás intermedios, si los hubiere; después de
haber ligado unos con otros todos los elementos que lo componen, de suerte que de su reunión
resulte un todo bien templado y bien concertado; entonces es cuando comienza a obrar, ya se
proponga reunir riquezas o cuidar su cuerpo, ya consagrarse a la vida privada o la vida pública; que
en todas estas circunstancias dé el nombre de acción justa y buena a la que crea y mantiene en él este
buen orden, y el nombre de prudencia a la ciencia que preside las acciones de esta naturaleza; que,
por el contrario, llame acción injusta a la que destruye en él este orden, e ignorancia a la opinión que
preside una acción semejante.
—Mi querido Sócrates, nada más verdadero que lo que dices —observó.
—Por lo tanto —dije—, no se dirá que mentimos si aseguramos que hemos encontrado lo que es
un hombre justo, un Estado justo, y en qué consiste la justicia.
—No, por Zeus —dijo.
—¿Lo afirmaremos, pues?
—Lo afirmaremos.
XVIII. —Sea así —dije—, y ahora me parece que nos falta examinar lo que es la injusticia.
—Claro está.
—¿Puede ser otra cosa que una sedición de aquellos tres elementos, que se extralimitan entrando
en lo que no es de su incumbencia, usurpando atribuciones ajenas; una sublevación de la parte contra
el todo del alma, para arrogarse una autoridad que no le pertenece, porque, por su naturaleza, está
hecha para obedecer a lo que está hecho para mandar? Y diremos nosotros que este extravío y
turbación es injusticia, indisciplina, cobardía, ignorancia, en una palabra, total perversidad.
—Eso es —convino.
—Así, pues —dije yo—, el cometer acciones injustas y actuar injustamente, así como el realizar
acciones justas, ¿sabemos distinguirlo con claridad si realmente tenemos clara la injusticia y la
justicia?
—¿Cómo?
—En realidad —dije— sucede con ellas respecto al alma lo que sucede con las cosas sanas y
nocivas al cuerpo.
—¿En qué aspecto? —preguntó.
—En que las cosas sanas dan la salud y las cosas nocivas dan la enfermedad.
—Sí.
—Lo mismo que las acciones justas producen la justicia, las acciones injustas la injusticia.
—Necesariamente.
—Dar la salud es establecer entre los diversos elementos de la constitución humana el equilibrio
natural, que somete los unos a los otros; engendrar la enfermedad es hacer que uno de estos
elementos domine a los demás contra las leyes de la naturaleza o sea dominado por ellos.[12]
—Es cierto.
—Por la misma razón, producir la justicia —dije— ¿no es establecer entre las partes del alma la
subordinación que la naturaleza ha querido que haya; y producir la injusticia es dar a una parte sobre
las otras un imperio que es contra la naturaleza?
—Exactamente —admitió.
—La virtud, por consiguiente, es, si puedo decirlo así, la salud, la belleza, la buena disposición
del alma; el vicio, por el contrario, es la enfermedad, la deformidad y la flaqueza.
—Así es.
—¿No contribuyen las acciones buenas a crear en nosotros la virtud y las acciones malas a
producir el vicio?
—Forzosamente.
XIX. —Por consiguiente, lo único que nos queda por examinar es si es útil ejecutar acciones
justas, consagrarse a lo que es honesto, y ser justo, sea o no tenido uno por tal; o si lo es cometer
injusticias y ser injusto, con tal que no tenga uno que temer el castigo ni verse forzado a hacerse
mejor mediante el mismo.
—Pero, Sócrates —dijo—, me parece ridículo detenerse en semejante examen; porque, si cuando
la naturaleza del cuerpo está enteramente destruida, la vida se hace insoportable aun en medio de los
placeres de la mesa, de la opulencia y de los honores, con mucha más razón debe ser para nosotros
pesada carga cuando el alma, que es su principio, esté alterada y corrompida, aun cuando por otra
parte tenga el poder de hacerlo todo menos el de librarse a sí misma del vicio y alcanzar la justicia y
la virtud. Esto suponiendo que la injusticia y la justicia se revelen tales como hemos explicado.
—Sería, en efecto, ridículo —acepté— detenerse en este examen; pero ya que hemos llegado al
punto de darnos por completamente convencidos de esta verdad, no debemos pararnos aquí por
cansancio.
—Guardémonos mucho de perder el ánimo, por Zeus —dijo.
—Atiende y mira, pues —dije—, bajo cuántas formas, entiendo formas dignas de ser observadas,
se presenta el vicio.
—Te sigo —dijo—. Habla.
—Pues bien —dije—, mirando desde la altura a que nos ha conducido esta conversación, me
parece ver, como desde una atalaya, que la forma de la virtud es una, y que las del vicio son
innumerables; sin embargo, pueden reducirse a cuatro las que merecen que nos ocupemos de ellas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Quiero decir que el alma tiene tantas formas diferentes como el gobierno —dije.
—¿Cuántas?
—Cinco las del gobierno —repuse— y cinco las del alma.
—Di cuáles son —pidió.
—Digo, por lo pronto —respondí—, que la forma de gobierno que nosotros hemos establecido
es una, pero que se le pueden dar dos nombres. Si gobierna uno solo, se dará al gobierno el nombre
de monarquía; y si la autoridad se divide entre muchos se llamará aristocracia.
—Verdad es —dijo.
—Digo que aquí no hay más que una sola forma de gobierno —proseguí—; porque el que el
mando esté en manos de uno solo o en las de muchos, esto no alterará en nada las leyes
fundamentales del Estado, si los principios de crianza y educación que hemos establecido son
rigurosamente observados.
—No parece que las vaya a alterar —convino.
Libro V de La República

I. —Considero este tipo de Estado y de constitución, pues, y a este tipo de hombre, bueno y recto,
y añado que si esta forma es buena, todas las demás son malas, tanto con relación a los Estados como
con relación a los particulares. Y se las puede reducir a cuatro.
—¿Cuáles son? —preguntó Glaucón.
Iba yo a hacer la enumeración de las mismas, en el orden en que, en mi opinión, se derivan unas
de otras, cuando Polemarco, que estaba sentado a cierta distancia de Adimanto, extendiendo el brazo,
le tiró de la parte superior del manto e, inclinándose hacia él, le dijo al oído algunas palabras, de las
cuales sólo oímos las siguientes: «¿Le dejaremos pasar adelante —dijo— o qué hacemos?».
—Nada de eso —respondió Adimanto, levantando ya la voz.
—¿Qué es eso —intervine yo— que no queréis dejar pasar adelante?
—Tú.
—¡Yo!, ¿y por qué? —pregunté.
—Nos parece —dijo Adimanto— que vas perdiendo el ánimo y que quieres robarnos una parte de
esta conversación, que no es la menos interesante. Has creído quizá librarte de nosotros diciendo
sencillamente que respecto a las mujeres y a los niños era evidente que todo debía ser común entre
amigos.[1]
—¡Y qué!, ¿no he tenido razón para decirlo, mi querido Adimanto? —pregunté.
—Sí —respondió—, pero este punto, lo mismo que algunos otros, necesita explicación. Esta
comunidad puede practicarse de muchas maneras. Dinos, pues, de cuál quieres hablar. Ha mucho
tiempo que estamos en espera, aguardando siempre a que hagas mención de la procreación de los
hijos, de la manera de educarlos, en una palabra, de todo lo que pertenece a la comunidad de las
mujeres y de los hijos; porque estamos persuadidos de que la decisión que pueda tomarse sobre este
punto es de una gran importancia o, más bien, es completamente decisiva con respecto a la sociedad.
Por lo tanto, ahora que te vemos dispuesto a pasar a otra forma de gobierno sin haber desenvuelto
suficientemente este punto, hemos resuelto, como acabas de oír, no dejarte pasar adelante mientras no
hayas dado explicaciones sobre dicha materia como lo has hecho respecto a los demás puntos.
—Pues ponedme a mí también como votante de ese acuerdo —dijo Glaucón.
—Sí, Sócrates; es cosa acordada por todos los que aquí nos hallamos —dijo a su vez Trasímaco.
II. —¿Qué hacéis —exclamé yo— echándoos sobre mí de ese modo? ¿En qué discusión me
queréis envolver de nuevo en torno al Estado? ¡Yo que me felicitaba de haber salido de ese mal paso,
y me creía feliz por la buena acogida que ha merecido lo que dije entonces! Al obligarme a
ocuparme nuevamente de este asunto no sabéis el enjambre de nuevas disputas que vais a despertar.
Ya había previsto yo este resultado y, para evitarlo, no quise decir más que lo que dije.
—¿Crees tú —dijo Trasímaco— que éstos han venido aquí a fundir oro [2] y no a oír tus
razonamientos?
—Sí —dije—, pero es preciso hablar con mesura.
—Para hombres sabios, Sócrates —dijo Glaucón—, la medida para conversar sobre materias tan
importantes es la vida entera. Y así, créeme, deja a nosotros lo que a nosotros toca, y procura sólo
decirnos tu pensamiento respondiéndonos sobre la manera como ha de tener lugar esta comunidad de
mujeres y de hijos entre nuestros guardianes, y sobre la manera como habrán de ser educados los
hijos desde el día de su nacimiento hasta aquel en que sean capaces de recibir una educación, es decir,
durante la época en que exigen los más penosos cuidados. Explícanos, pues, por favor cómo ha de
tener lugar todo esto.
—No es fácil, mi querido Glaucón —dije—, porque se dará por los espíritus menos crédito aún a
lo que tengo que decir que a todo lo que ha precedido. Lo que voy a manifestar, o no se considerará
nunca posible, o aun cuando se vea la posibilidad, se dudará de su bondad. Aquí tienes lo que me
impide decir libremente mi pensamiento. Temo, mi querido amigo, que se lo tome por un vano
deseo.
—No temas nada —dijo—, pues no son hombres ignorantes, obstinados ni malintencionados los
que te van a escuchar.
—Al hablarme de esta manera, excelente Glaucón, ¿te propones tranquilizarme? —pregunté yo
entonces.
—Sí —replicó.
—Pues bien; tus palabras producen en mí —dije— un efecto completamente contrario. Si yo
mismo estuviese bien persuadido de la verdad de lo que voy a decir, tus exhortaciones estarían en su
lugar; porque puede hablarse con seguridad y confianza delante de oyentes benévolos e inteligentes
cuando se cree que se dirá la verdad sobre objetos importantes y que les interesan. Pero cuando se
habla, como yo lo hago, dudando y titubeando, es peligroso y debe temerse, no provocar la risa (este
temor sería pueril), sino separarse de lo verdadero y arrastrar consigo a sus amigos, para caer en el
error sobre cosas respecto de las que es funesto equivocarse. Conjuro a Adrastea,[3] Glaucón, a que
me perdone lo que voy a decir, porque considero como un crimen menor matar a uno sin quererlo
que engañarle sobre lo bello, lo bueno, lo justo de las instituciones; y valdría más correr este riesgo
con los enemigos que con los amigos. He aquí por qué haces mal al apurarme así.
—Sócrates —replicó Glaucón riéndose—, si tus discursos nos llevan al error, desistiremos de
perseguirte, como sucede en el caso del homicidio; jamás te miraremos como un engañador;
explícate, pues, sin temor.
—En buena hora —dije—, y puesto que en el primer caso la ley declara limpio al absuelto, es
bastante probable que suceda lo mismo en el caso presente.
—Ésa es una razón para que hables —dijo.
—Es preciso que volvamos, pues, a ocuparnos de un asunto que hubiera sido mejor haber tratado
cuando se presentó la ocasión. Sin embargo, no estará fuera de su lugar sacar a la escena a las
mujeres después de haberlo hecho con los hombres,[4] tanto más cuanto que tú me invitas a ello. Para
dar a los hombres nacidos y educados de la manera que hemos dicho buenas reglas sobre la posesión
y uso de las mujeres y de los niños, no tenemos otra cosa que hacer, en mi opinión, que mandarles
que sigan el mismo camino que hemos trazado al comenzar. Ahora bien, hemos presentado a los
hombres como los guardadores de un rebaño.
—Sí.
—Sigamos, pues, esta idea, dando a los hijos un nacimiento y una educación que correspondan a
ella, y veamos si esto nos sale bien o mal.
—Y ¿cómo lo haremos? —preguntó.
—De la manera siguiente: ¿Creemos que las perras deben vigilar como los perros guardando los
rebaños, ir a la caza con ellos, y hacerlo todo en común, o bien que deban permanecer en casa, como
si, ocupadas en parir y alimentar cachorros, fuesen incapaces de otra cosa, mientras que el trabajo y
cuidado de los rebaños han de pesar exclusivamente sobre los perros?
—Nosotros queremos que todo sea común —dijo—; sólo que en los servicios deben tomarse en
cuenta la mayor debilidad de las hembras y la mayor fuerza de los machos.
—¿Se puede exigir de un animal los servicios que pueden obtenerse de otro, cuando no ha sido
alimentado y enseñado de la misma manera? —pregunté yo.
—No es posible.
—Por consiguiente, si pedimos a las mujeres los mismos servicios que a los hombres, es preciso
darles la misma educación.
—Sí.
—¿No hemos educado a los hombres en el ejercicio de la música y la gimnasia?
—Sí.
—Será preciso, por lo tanto, hacer que las mujeres se consagren al estudio de estas dos artes,
formarlas para la guerra, y tratarlas en todo como a los hombres.
—Es un resultado de lo que dijiste —aseguró.
—Pero si se pusiera en práctica, parecería quizá una cosa ridícula, porque es opuesta a la
costumbre —dije.
—Muy ridícula, ciertamente —admitió.
—Pero en todo esto, ¿qué te parece más ridículo? —pregunté yo—. Será, sin duda, el ver a las
mujeres desnudas ejercitándose en la gimnasia con los hombres, y no hablo sólo de las jóvenes, sino
de las viejas, a ejemplo de aquellos ancianos que se complacen en estos ejercicios, a pesar de lo
arrugados y desagradables que se presentan a la vista.
—Sí, por Zeus —exclamó—. En nuestro tiempo, al menos, eso sería el colmo del ridículo.
—Pero ya que hemos comenzado —dije—, no temamos las bromas de ciertos graciosos por
mucho que comenten una innovación de esta especie respecto a la música y a la gimnasia, y no
digamos al manejo de las armas y la monta de caballos.
—Tienes razón —dijo.
—Empero, puesto que hemos comenzado, sigamos nuestro rumbo y vayamos derechos a lo que
esta institución parece tener de chocante. Para ello conjuremos a esos burlones para que dejen a un
lado, por un momento, sus gracias y examinen seriamente el asunto. Recordemos que no ha mucho
que los griegos creían aún, como lo cree hoy día la mayor parte de las naciones bárbaras, que la vista
de un hombre desnudo es un espectáculo vergonzoso y ridículo; y que cuando los gimnasios fueron
abiertos por primera vez en Creta, y después en Lacedemonia, los burlones de aquel tiempo tuvieron
motivo para chancearse. ¿No crees?
—Sí, por cierto.
—Pero después que la experiencia, creo, ha hecho ver que era mejor hacer los ejercicios
desnudos que ocultar ciertas partes del cuerpo, la razón, descubriendo lo que era más conveniente, ha
disipado el ridículo que a la vista producía la desnudez, y ha demostrado que es necio el que halla el
ridículo en otra cosa que en lo que es malo en sí, el que sólo intenta mover a risa, tomando por
objeto de sus burlas otra cosa que lo irracional y lo malo, o el que se dirige seriamente a un fin que
no es el bien.
—Es cierto por completo —dijo.
IV. —¿No es preciso, entonces, que nosotros decidamos primero si lo que proponemos es posible
o no, y conceder a quienquiera que sea, hombre serio o burlón, la libertad de examinar si las mujeres
son capaces de los mismos ejercicios que los hombres, o si no son acomodadas para ninguno o, en
fin, si son capaces de unos ejercicios e incapaces de otros? Después veremos en cuál de estas clases
es preciso colocar los ejercicios de la guerra. Si comenzamos tan bien este examen, ¿no podremos
lisonjearnos de llegar felizmente al término?
—Desde luego —dijo.
—¿Quieres, pues —pregunté—, que nos hagamos cargo de las razones de nuestros adversarios,
para que su causa no quede sin defensa ante nuestro ataque?
—No hay inconveniente —dijo.
—Digamos, pues, en su nombre: «Sócrates y Glaucón, no hay necesidad de que otros os
contradigan. Cuando sentasteis las bases de vuestra república, ¿no convinisteis en que cada uno debía
limitarse al oficio que más se conformase con su naturaleza? —Es cierto; en eso convinimos. —¿Y
es posible dejar de reconocer que entre la naturaleza de la mujer y la del hombre hay una inmensa
diferencia? —¿Cómo no han de ser diferentes? —¿Es preciso, por lo tanto, destinarlos a oficios
diferentes según su naturaleza? —Sin duda. —Por consiguiente, ¿no es un error y una contradicción
de vuestra parte decir que es necesario destinar a los mismos empleos y oficios a los hombres y a las
mujeres, a pesar de la gran diferencia que hay entre sus naturalezas?». Mi inteligente amigo, ¿tienes
algo que responder a esto?
—No sería fácil —dijo— responder en el acto, pero te suplicaría y te suplico, en efecto, que
interpretes nuestra argumentación como mejor te parezca.
—Ha largo tiempo, Glaucón, que había previsto esta objeción y otras muchas semejantes a ella —
dije—. Y aquí tienes la razón de mi reparo en entrar en pormenores sobre la manera de adquirir y
tener mujeres e hijos.
—¡Por Zeus!, la objeción no me parece fácil de resolver —dijo.
—Verdaderamente, no —dije—. Pero tanto si un hombre cae en un estanque como en alta mar, no
por eso deja de verse igualmente precisado a nadar.
—Sin duda.
—Hagamos, pues, como él; echémonos a nado para salir de esta dificultad. Quizá algún delfín
vendrá a recogernos,[5] o recibiremos algún otro auxilio imprevisto.
—Parece que sí —dijo.
—Veamos, por lo tanto —dije—, si encontramos alguna salida. Hemos convenido en que es
preciso consagrar las naturalezas diferentes a oficios diferentes. Por otra parte, estamos también
conformes en que el hombre y la mujer son de naturaleza distinta, y a pesar de esto queremos
destinar a ambos a unos mismos oficios. ¿No es ésta la objeción que se nos hace?
—Exactamente.
—En verdad, mi querido Glaucón, el arte de la disputa tiene un maravilloso poder.
—¿Por qué?
—Porque se me figura —dije— que se cae muchas veces en la disputa sin quererlo, y que cuando
se cree discutir no se hace más que disputar. Esto procede de que por no distinguir los diferentes
sentidos de una proposición, se deducen contradicciones aparentes, tomando aquéllos a la letra, y de
aquí la disputa; cuando lo que se debe hacer es ilustrarse interrogándose mutuamente.
—Ése es ciertamente —dijo— un desliz en que incurren muchos; pero ¿afecta en algo a la
presente cuestión?
—De lleno, y corremos el riesgo de vernos arrastrados a la disputa, a pesar nuestro —dije.
—¿Cómo así?
—Porque, obrando como verdaderos disputadores, nos ceñimos a la letra de esta proposición:
que las funciones deben ser diferentes según la diversidad de naturalezas; cuando no hemos
examinado aún en qué consiste esta diversidad, ni lo que tuvimos en cuenta cuando decidimos que las
mismas naturalezas debían tener los mismos oficios, y las naturalezas diferentes, oficios diferentes.
—Es cierto —dijo—; aún no hemos examinado este punto.
—Estamos, pues, a tiempo —dije— para preguntarnos si los calvos y los cabelludos son de la
misma naturaleza o de naturaleza opuesta; y, después de haber respondido que son de naturaleza
opuesta, si los calvos hacen el oficio de zapateros, se lo prohibiremos a los cabelludos, y
recíprocamente.
—Pero semejante prohibición sería ridícula —dijo.
—¿Por qué? —dije—. ¿No es porque en dicha ocasión no habríamos considerado la diferencia o
la identidad de naturalezas por sí mismas, sino bajo la relación que tienen con los mismos oficios?
Por ejemplo, ¿no nos fundábamos en esto para decir que eran una misma cosa la naturaleza del
médico y la de la médica con almas aptas para la medicina?
—Sí.
—¿Y de naturaleza diferente el médico y el carpintero?
—Totalmente.
V. —Luego, si nos encontramos —dije— con que el sexo del hombre difiere del de la mujer con
relación a ciertas artes y a ciertos oficios, inferiremos que tales oficios y artes deben asignarse cada
uno al sexo respectivo. Pero si entre ellos no hay otra diferencia que la de que el varón engendra y la
mujer pare, no por esto consideraremos como cosa demostrada que la mujer difiere del hombre en el
punto de que aquí se trata; y nos sostendremos en la creencia de que no debe hacerse ninguna
distinción respecto a los oficios entre nuestros guerreros y sus mujeres.
—Tendremos razón para ello —dijo.
—Ahora que nos diga nuestro argumentante cuál es en la sociedad el arte u oficio para el que las
mujeres no hayan recibido de la naturaleza las mismas disposiciones que los hombres.
—Es justo hacerle esa pregunta.
—Quizá nos respondería algún otro lo que tú hace poco decías; que no es fácil contestar en el
acto, pero que, después de algunos momentos de reflexión, nada más sencillo que responder.
—Podría muy bien darnos esa respuesta.
—Supliquémosle, si quieres, que nos escuche, mientras intentamos demostrarle que no hay en la
república oficio alguno que sea propio únicamente de las mujeres.
—Consiento en ello.
—Responde, le diremos: la diferencia que hay entre el que tiene aptitud para una cosa y el que no
la tiene, ¿consiste, según tú, en que el primero aprende fácilmente y el segundo con dificultad; en que
el uno, con un ligero estudio, lleva sus descubrimientos más allá de lo que se le enseña, mientras que
el otro, con mucha aplicación y cuidado, no puede retener lo que ha aprendido; y, en fin, en que en el
uno las disposiciones del cuerpo secundan las operaciones del espíritu, y que en el otro las
entorpecen? ¿Hay otros signos mediante los cuales puedas distinguir al dotado para cada tarea de
aquel que no lo está?
—Nadie —dijo— afirmará que haya otros.
—Entre las diferentes artes a que los dos sexos se consagran a la par, ¿hay una sola en la que los
hombres no tengan una superioridad señalada sobre las mujeres? ¿Habrá necesidad de que nos
detengamos en algunas excepciones, como el trabajo textil, la preparación de tortas y de las viandas,
trabajos en que las mujeres llevan ventaja a los hombres y en que la inferioridad sería lo más
ridículo?
—Tienes razón de decir —convino— que, en general, un sexo es muy inferior al otro en todo. No
es que muchas mujeres no tengan superioridad en muchos puntos y sobre muchos hombres, pero
hablando en general, lo que dices es exacto.
—Ya ves, mi querido amigo, que en el gobierno de un Estado no hay ocupación que sea propia de
la mujer o del hombre en cuanto tales, sino que, habiendo dotado la naturaleza de las mismas
facultades a los dos sexos, todos los oficios pertenecen en común a ambos, sólo que en todos ellos la
mujer es más débil que el hombre.
—Es cierto.
—¿Impondremos, pues, todos a los hombres, y no reservaremos ninguno para las mujeres?
—¿Qué razón habría para ello?
—Hay mujeres, diríamos nosotros, según creo, que tienen aptitud para la medicina y para la
música, y otras que no la tienen.
—¿Cómo no?
—¿No las hay que tienen disposición para los ejercicios gimnásticos y militares, y otras que no
tienen ninguna?
—Así lo creo.
—Y, en fin, ¿no las hay amantes y enemigas del saber, fogosas y carentes de arrojo?
—También las hay.
—Por lo tanto hay mujeres a propósito para ser guardianas, y otras que no lo son; porque ¿no
son aquellas las cualidades que exigimos en nuestros guerreros?
—Ésas son.
—La naturaleza de la mujer es, pues, tan propia para la guarda de un Estado como la del hombre,
y no hay más diferencia sino que aquélla es más débil y éste, más fuerte.
—Así parece.
VI. —Éstas son las mujeres que nuestros guerreros deben escoger por compañeras y con las que
deben compartir el cuidado de la vigilancia, porque son capaces de ello, y han recibido de la
naturaleza las mismas disposiciones.
—Totalmente de acuerdo.
—¿Y no es preciso asignar las mismas tareas a las mismas naturalezas?
—Las mismas.
—Henos aquí otra vez en el punto de partida, y habremos de confesar de nuevo que no es
contrario a la naturaleza ejercitar las mujeres de nuestros guerreros en la música y en la gimnasia.
—Verdaderamente.
—La ley que nosotros establezcamos, pues, por ser conforme a la naturaleza, no es ni una
quimera, ni un vano deseo. Lo que verdaderamente choca con la naturaleza es el uso opuesto que se
sigue hoy.
—Así parece.
—¿No nos habíamos propuesto examinar si esta nueva institución era posible y, al mismo tiempo,
si era óptima?
—Sí.
—Pues ya acabamos de ver que es posible.
—Sí.
—Nos resta ahora convencernos de que es óptima.
—Sin duda.
—¿No es cierto que no otra sino la misma educación, que ha servido para formar nuestros
guerreros, deberá servir igualmente para formar sus mujeres, puesto que es la misma la base sobre la
que actúan?
—No son distintas.
—¿Cuál es tu opinión sobre esto?
—¿Sobre qué?
—¿Crees que los hombres son, unos, mejores, y otros, peores; o que no hay entre ellos ninguna
diferencia?
—De ningún modo.
—En el Estado, pues, cuyo plan trazamos, el guardián que haya recibido la educación que hemos
dicho, ¿valdrá, en tu opinión, más que el zapatero educado de una manera correspondiente a su
profesión?
—Ésa es una pregunta ridícula —repuso.
—Entiendo —respondí—. ¿No son éstos los mejores ciudadanos?
—Sin comparación.
—Sus mujeres, ¿no tendrán la misma superioridad sobre las demás mujeres?
—Sin duda también —dijo.
—Pero ¿hay nada más ventajoso para el Estado que tener muchos y excelentes ciudadanos de uno
y otro sexo?
—No lo hay.
—¿Y no lograrán este grado de excelencia la música y la gimnasia, como ya hemos dicho?
—Sin duda.
—Nuestro sistema, pues, no es sólo posible, sino que, además, es el mejor para el Estado.
—Así es.
—Por consiguiente, las mujeres de nuestros guerreros deberán despojarse de sus vestidos, puesto
que la virtud ocupará su lugar. Participarán de los trabajos de la guerra y de todos los que exija la
guarda del Estado, sin ocuparse de otra cosa. Sólo se tendrá en cuenta la debilidad de su sexo, al
asignarles cargas más ligeras que a los hombres. En cuanto al que se burle a la vista de las mujeres
desnudas que ejercitan su cuerpo para un fin bueno;[6] no sabe ni lo que hace, ni por lo que se ríe;
porque hay y habrá siempre razón para decir que lo útil es bello, y que es feo lo que es dañoso.
—Tienes razón.
VII. —Digamos, pues, que el reglamento que acabamos de establecer sobre la posición legal de
las mujeres puede ser comparado a una oleada de la que hemos podido escapar a nado; y que, lejos
de haber sido sumergidos al sentar por base que todos los oficios deben ser comunes entre nuestros
guardianes y guardianas, creemos haber probado que esta disposición es, a la vez, posible y
ventajosa.
—Ciertamente, no era pequeña esa oleada que has esquivado —dijo.
—No dirás eso si la comparas con la que nos viene encima —dije yo.
—Veamos, habla, que la vea yo —dijo.
—La ley que voy a proponerte se liga con la precedente, a mi entender, y con todas las demás —
comencé.
—¿Cuál es?
—Las mujeres de nuestros guerreros serán comunes todas y para todos; ninguna de ellas
cohabitará en particular con ninguno de ellos; los hijos serán comunes y los padres no conocerán a
sus hijos ni éstos a sus padres.
—Mayor dificultad vas a encontrar —dijo— para hacer creer que esta ley sea posible y útil.
—No creo —repliqué— que se me nieguen las ventajas que el Estado sacaría de la comunidad de
las mujeres y de los hijos, si la ejecución de esta ley es posible; pero creo también que lo que se
discutirá mucho es esta posibilidad.
—Podrá muy bien discutirse lo uno y lo otro —dijo.
—Es decir, que son dos dificultades las que se agolpan contra mí —respondí—. Esperaba
salvarme de una de las dos creyendo que convendrías en la utilidad de este sistema, y que sólo tendría
que discutir la posibilidad misma.
—No te escaparás merced a esa excusa; responderás, si gustas —dijo—, a estas dos dificultades.
—Veo que no hay más remedio que sufrir el castigo —dije—. Concédeme sólo una gracia:
consiente que tenga yo carta blanca para espaciarme, como aquellos espíritus ociosos que tienen
costumbre de alimentarse con sus ilusiones cuando se abandonan a sí mismos. Sabes que esta clase de
personas, cuando tienen en la cabeza algún proyecto, antes de examinar por qué medios podrán
conseguir su objeto, y por temor de molestarse discutiendo si la cosa es posible o imposible, lo dan
por hecho a medida de sus deseos; levantan sobre este fundamento el resto del edificio,
regocijándose de antemano con las ventajas que habrán de resultarles de la ejecución, y aumentan por
este medio la indolencia natural de sus almas. Aterrado como ellos, en vista de las dificultades que se
presentan a mi espíritu, deseo dejar para otra ocasión el examen de la posibilidad de lo que
propongo. Quiero suponerla demostrada, y voy a ver qué medidas tomarán nuestros magistrados
para la ejecución. Trataré de convencerte de que no hay cosa más útil para el Estado y para los
guardianes. Después demostraremos la posibilidad, si te parece conveniente.
—Haz lo que quieras —dijo—; investígalo.
—Me concederás, por lo tanto, sin dificultad, que nuestros magistrados y sus auxiliares, si son
dignos del nombre que llevan, estarán en disposición, éstos de hacer lo que se les mande, y aquéllos
de no ordenar nada que no esté prescrito en la ley, y de seguir el espíritu de ésta en los reglamentos,
que abandonamos a su prudencia.
—Así debe ser —dijo.
—Por lo tanto tú, en calidad de legislador —dije—, después de haber escogido las mujeres como
lo has hecho con los hombres, las unirás a ellos, en cuanto sea posible, según sus caracteres. Ahora
bien; unos y otros, como no poseen nada en propiedad y todo es común entre ellos, casa y mesa,
vivirán siempre juntos, y encontrándose de esta manera confundidos en el gimnasio y en todos los
demás puntos, la inclinación natural de un sexo hacia el otro les llevará, sin duda, a formar uniones.
¿No es necesario que suceda esto?
—No será una necesidad geométrica —dijo—, pero sí erótica, cuyas razones tienen más fuerza
para persuadir y arrastrar a «grandes multitudes»[7] que las demostraciones de los geómetras.
VIII. —Dices verdad. Pero ¡qué!, mi querido Glaucón, ¿sufrirán nuestros magistrados que en estas
uniones no haya orden ni decencia? ¿Podría permitirse este desorden en una república en la que todos
los ciudadanos deben ser dichosos?
—Nada sería más contrario a la justicia —dijo.
—Luego es evidente que deberemos formar los matrimonios más santos que nos sea posible; y
los más ventajosos serán, indudablemente, los más santos.
—Eso es evidente.
—Pero ¿cuáles serán los más ventajosos? A ti te toca decirlo, Glaucón. Veo que en tu casa crías
perros de caza y aves de raza en gran número. ¿Te has fijado, por Zeus, en lo que se hace cuando se
los quiere aparear para tener hijos de ellos?
—¿Qué se hace? —preguntó.
—¿No hay siempre entre estos animales, aunque todos sean de buena raza, algunos que superan a
los demás?
—Los hay.
—¿Y es indiferente para ti tener hijos de todos, o prefieres tenerlos de los mejores?
—De los mejores.
—¿De los más jóvenes, de los más viejos, o de los que están en la flor de la edad?
—De los que están en la flor.
—Si no se tomaran todas estas precauciones, ¿no estás persuadido de que la raza de tus perros y
de tus aves degeneraría bien pronto?
—Sí —admitió.
—¿Crees que sucederá algo distinto —pregunté— con los caballos y con los demás animales?
—Sería absurdo —dijo.
—¡Pues ay! Si sucede lo mismo respecto a la especie humana, mi querido amigo, ¿cuánta
habilidad no necesitan tener nuestros magistrados?
—Seguramente, el caso es igual —dijo—, pero ¿por qué exiges de nuestros magistrados tanta
habilidad?
—A causa del gran número de remedios que habrán de emplear —dije—. Un médico cualquiera,
aun el más adocenado, basta para curar un cuerpo que sólo tiene necesidad de régimen para
restablecerse; pero cuando llega el caso de aplicar remedios, se exige un médico más hábil.
—Convengo en ello; pero ¿a qué viene eso?
—A lo siguiente: me parece que nuestros magistrados se verán obligados muchas veces a acudir a
engaños y mentiras mirando el bien de los ciudadanos, y hemos dicho ya[8] que la mentira es útil
cuando nos servimos de ella como de un remedio.
—Muy razonable —dijo.
—Pues en lo tocante al matrimonio y la reproducción parece que eso tan razonable será no poca
cosa.
—¿Cómo?
—Es preciso, según nuestros principios —dije—, que las relaciones de los individuos más
sobresalientes de uno y otro sexo sean muy frecuentes, y las de los individuos inferiores muy raras;
además, es preciso criar los hijos de los primeros y no los de los segundos, si se quiere que el rebaño
sea excelente. Por otra parte, todas esas medidas deben ser conocidas sólo de los magistrados, porque
de otra manera sería exponer el rebaño de los guardianes a muchas discordias.
—Muy bien —dijo.
—Habrá, pues, que instituir fiestas, donde reuniremos a los esposos futuros. Estas fiestas irán
acompañadas de los convenientes sacrificios e himnos compuestos por nuestros poetas. Dejaremos a
los magistrados el cuidado de arreglar el número de matrimonios, a fin de que haya siempre el
mismo número de ciudadanos, reemplazando las bajas que produzcan la guerra, las enfermedades y
los demás accidentes, y que nuestro Estado, en cuanto sea posible, no sea ni demasiado grande ni
demasiado pequeño.
—Bien —dijo.
—En seguida se sacarán a la suerte los esposos, haciéndolo con tal maña, que los súbditos
inferiores achaquen a la fortuna y no a los magistrados lo que les ha correspondido.
—En efecto —dijo.
IX. —En cuanto a los jóvenes que se hayan distinguido en la guerra o en otras cosas, se les
concederá, supongo, entre otras recompensas, el permiso de unirse con más frecuencia a las mujeres.
Éste será un pretexto legítimo para que el Estado sea en la mayor parte posible poblado por ellos.
—Bien.
—Los hijos, a medida que nazcan, serán puestos en manos de organismos formados por hombres
o por mujeres, o por hombres y mujeres reunidos, encargados de educarlos; porque las funciones
públicas deben ser comunes a ambos sexos.
—Sí.
—Llevarán al hogar común[9] los hijos de los mejores ciudadanos, y los confiarán a ayas, que
habitarán en un sector separado del resto de la ciudad. En cuanto a los hijos de los súbditos
inferiores, lo mismo que respecto de los que nazcan con alguna deformidad, se los ocultará, pues así
es conveniente, en algún sitio secreto que estará prohibido revelar.
—Es el medio de conservar en toda su pureza —dijo— la raza de nuestros guardianes.
—Esas mismas personas tendrán cuidado del alimento de los niños, conducirán las madres al
hogar común en la época de asomar la leche, y harán de modo que ninguna de ellas pueda reconocer
a su hijo. Si las madres no bastan para lactarles, harán que las auxilien otras; y respecto a las que
tienen suficiente leche, procurarán que no la prodiguen demasiado. En cuanto a las veladas y demás
cuidados menores, correrían a cargo de nodrizas mercenarias y de las ayas.
—En verdad, haces bien cómoda la maternidad para las mujeres de los guardianes —exclamó.
—Es conveniente —dije—; pero prosigamos lo que hemos comenzado. Hemos dicho que la
procreación de los hijos debía tener lugar en la flor de la edad.[10]
—Cierto.
—Y la duración ordinaria de ese florecimiento, ¿no es de veinte años para la mujer y treinta para
el varón?
—Pero ¿qué punto de partida fijas? —dijo.
—La mujer —dije— dará hijos al Estado desde los veinte a los cuarenta años, y el hombre desde
que haya pasado el «momento de mayor ímpetu de su carrera»[11] hasta los cincuenta y cinco años.
—Es, en efecto, la época de la vida en que la mente y el cuerpo están en su mayor vigor —dijo.
—Si un ciudadano, antes o después de este plazo, da hijos al Estado, le declararemos culpable de
injusticia y de sacrilegio por haber engendrado un hijo cuyo nacimiento es obra de tinieblas y de
libertinaje; por no haber sido precedido ni de los sacrificios ni de las oraciones que los sacerdotes,
las sacerdotisas y todo el pueblo dirigirán a los dioses por la prosperidad de cada matrimonio,
pidiéndoles que hagan que nazca de ciudadanos virtuosos y útiles a la patria una progenie más
virtuosa y más útil aún.
—Tienes razón —dijo.
—Esta ley va también con el que, teniendo aún la edad de engendrar, entre en contacto con
mujeres que estén en el mismo caso sin el consentimiento de los magistrados. Pues se tendrá por
ilegítimo, como nacido de un concubinato y sin los auspicios religiosos, al hijo que él dé al Estado.
—Muy bien —dijo.
—Pero cuando ambos sexos hayan pasado la edad fijada por las leyes para dar hijos a la patria,
dejaremos a los hombres en libertad de tener relaciones con las mujeres que les parezca, menos con
sus abuelas, sus madres, sus hijas y sus nietas. Las mujeres tendrán la misma libertad con relación a
los hombres, menos con sus abuelos, sus padres, sus hijos y sus nietos. Pero no se les permitirá sino
después de habérseles prevenido expresamente que no han de dar a luz ningún fruto concebido
mediante tal unión, y si a pesar de sus precauciones naciese alguno, deberán tener en cuenta que nadie
se encargará de alimentarlo.
—Muy adecuado lo que dices —comentó—. Pero ¿cómo distinguirán a sus padres, a sus hijas y a
los demás parientes de que acabas de hablar?
—No los distinguirán —dije—. Cuando un guardián se haya unido a una mujer, a contar de este
día hasta el séptimo o décimo mes, mirará a todos aquellos que nazcan en uno y otro de estos
períodos, a los varones como sus hijos y a las hembras como sus hijas, y estos hijos le darán el
nombre de padre. Los hijos de éstos serán sus nietos y le considerarán como su abuelo; y todos
aquellos que nazcan en el intervalo en que sus padres y sus madres daban hijos al Estado, se tratarán
como hermanos y como hermanas. Todo contacto carnal, como ya hemos dicho, estará prohibido
entre parientes. Sin embargo, los hermanos y las hermanas podrán unirse si la suerte o la Pitia lo
deciden.
—Muy bien —dijo.
X. —Tal es, mi querido Glaucón, la comunidad de mujeres y de hijos que es preciso establecer
entre los guardadores del Estado. Resta hacer ver que esta institución será muy ventajosa, y que
concierta perfectamente con las demás leyes que hemos establecido. ¿No es esto lo que tengo que
demostrar?
—Sí, eso es, ¡por Zeus! —asintió.
—Para convenir en ello, preguntémonos a nosotros mismos cuál es el mayor bien de un Estado,
aquel que el legislador debe proponerse como fin de sus leyes, y cuál es el mayor mal. Examinemos
después si esta comunidad, que acabo de explicar, nos conduce a este gran bien y nos aleja de este
gran mal.
—Sientas bien la cuestión —dijo.
—¿Tenemos mayor mal para un Estado que lo que lo divide, haciendo de uno solo muchos?, ¿o
mayor bien, por el contrario, que el que liga todas sus partes, haciéndolo uno?
—No tenemos otro.
—¿Y qué cosa más propia para formar esta unión que la comunidad de placeres y de penas entre
todos los ciudadanos, cuando todos se regocijan con las mismas felicidades y se afligen con las
mismas desgracias?
—Seguramente —dijo.
—¿Y no se divide un Estado, por el contrario, cuando la alegría y el dolor son personales, y lo
que ocurre al Estado y a los particulares es objeto de suma alegría para unos y de suma tristeza para
otros?
—¿Cómo no?
—¿De dónde nace esta oposición de sentimientos, sino de que todos los ciudadanos no dicen al
unísono las palabras «mío» y «no mío», y otras análogas respecto a lo ajeno?
—Exactamente.
—El Estado en que más personas digan igual y respecto a lo mismo las palabras «mío» y «no
mío», ¿no será el mejor gobernado?
—Con mucho.
—¿Y no será porque todos sus miembros no constituirán, si puede decirse así, más que un solo
hombre? Cuando hemos recibido, por ejemplo, una herida en el dedo, en el momento toda la
comunidad corporal, en virtud de su unión íntima con el alma rectora, lo advierte y el hombre entero
se aflige del mal de una de sus partes, y así se dice de un hombre que tiene el dedo dolorido. Lo
mismo se dice respecto de los demás sentimientos de alegría y de dolor, que tenemos con ocasión del
bien o del mal que experimente alguna parte de nosotros mismos.
—Exactamente lo mismo —dijo—. Pero volviendo a lo que decías, ésa es la imagen de un Estado
bien gobernado.
—Que un particular experimente algo bueno o malo; todo el Estado lo sentirá y lo compartirá,
porque siempre se regocijará y se afligirá con él, supongo.
—Así debe suceder en un Estado bien constituido —dijo.
XI. —Pasemos ahora al nuestro —dije—, y veamos si lo que acabamos de decir le conviene
mejor que a ningún otro.
—Veámoslo —dijo.
—En los demás Estados, lo mismo que en el nuestro, ¿no hay magistrados y pueblo?
—Los hay.
—¿No se dan todos unos a otros el nombre de ciudadanos?
—Sin duda.
—Pero además de este nombre común, ¿qué título particular da el pueblo en los demás Estados a
los gobernantes?
—En la mayor parte los llaman dueños o señores; y en los gobiernos democráticos, ese mismo
nombre de «gobernantes».[12]
—Entre nosotros, ¿qué nombre dará el pueblo a sus gobernantes, además del de ciudadanos?
—El de salvadores y defensores —dijo.
—Éstos, a su vez, ¿qué nombre darán al pueblo?
—Pagadores de salario y sustentadores.
—En los demás Estados, ¿cómo llaman los gobernantes a los pueblos?
—Siervos.
—Y entre sí, ¿cómo se llaman?
—Colegas de gobierno.
—¿Y los nuestros?
—Compañeros de guarda.
—¿Podrías decirme si en los otros Estados los magistrados se tratan entre sí ya como amigos, ya
como extraños?
—Sí, en muchos casos.
—Y así, ¿a los amigos los consideran y tratan como de los suyos, y a los demás como extraños?
—Sí.
—Entre tus guardianes, ¿hay uno solo que pudiera decir o pensar que alguno de los que vigilan
como él por la seguridad de la patria le sea extraño?
—Nada de eso —dijo—, puesto que cada uno de ellos creerá ver en los demás un hermano o una
hermana, un padre o una madre, un hijo o una hija, o cualquier otro pariente en línea ascendente o
descendente.
—Muy bien, pero dime —pregunté—: ¿les prescribirías que se traten como parientes sólo de
palabra? ¿No exigirás además que las acciones correspondan a las palabras, y que los ciudadanos
tengan, para con aquellos a quienes dan el nombre de padre, todo el respeto, todas las atenciones y
toda la sumisión que la ley prescribe a los hijos para con sus padres? ¿No declararás que faltar a
estos deberes es hacerse culpable de injusticia y de impiedad y, por consiguiente, merecer el
aborrecimiento de los dioses y de los hombres? ¿Harán resonar todos los ciudadanos en los oídos de
sus hijos otras máximas que éstas, en razón de la conducta que deben observar para con los que se les
designe como padres o parientes?
—No, sino ésas; y sería ridículo que tuviesen sin cesar en los labios los nombres que expresan el
parentesco, sin cumplir los deberes consiguientes —dijo.
—Por lo tanto, éste será el Estado en que, como dijimos antes, cuando sobrevenga un bien o un
mal a alguno, dirán todos más a la par: «mis cosas van bien» o «mis cosas van mal».
—Es muy cierto —dijo.
—¿No hemos añadido que, como resultado de esta convicción y de esta manera de hablar, habría
entre ellos comunidad de placeres y de penas?
—Con razón lo hemos dicho.
—Nuestros ciudadanos, más que los de cualquier otra parte, participarán, por consiguiente, en
común de los intereses de cada particular, que mirarán como suyos personales, y en virtud de esta
unión se regocijarán o se afligirán todos por unas mismas cosas.
—Muy cierto.
—Tan admirables efectos, ¿a qué pueden atribuirse sino a la constitución de nuestro Estado, y
particularmente a la comunidad de las mujeres y de los hijos entre los guardianes?
—No pueden atribuirse a ninguna otra causa —dijo.
XII. —Pero ya hemos reconocido cuál era el mayor bien para un Estado, y hemos comparado
sobre este punto un Estado bien gobernado con el cuerpo, cuyos miembros experimentan a la vez el
placer y el dolor de un solo miembro.
—Con razón —dijo.
—Luego la comunidad de mujeres y de hijos entre los auxiliares es la causa del mayor bien para
nuestro Estado.
—Conclusión exacta —dijo.
—También quedamos de acuerdo en lo que dijimos antes; porque hemos dicho que ellos no deben
tener en propiedad ni casas, ni tierras, ni posesiones, sino que tienen que recibir de los demás su
mantenimiento, como justo pago de su vigilancia, y consumir en común, si quieren ser
verdaderamente guardianes.
—Perfectamente —dijo.
—Ahora bien, ¿puede dudarse que lo que hemos dispuesto ya y lo que acabamos de disponer
respecto de ellos es lo procedente para hacer que sean más y más unos verdaderos guardadores, y
que impedirá que dividan el Estado, lo cual sucedería si cada uno de ellos no dijese respecto a los
mismos objetos que eran suyos, sino que éste dijese una cosa, aquél otra, uno procurase para sí todo
lo que pudiese adquirir sin compartirlo con nadie, otro hiciese lo mismo a su vez, y cada uno tuviese
aparte sus mujeres y sus hijos, que serían para ellos necesariamente una fuente de placeres y de penas
que ningún otro sentiría? Mientras que teniendo cada uno por máxima que el interés de otro no es
diferente del suyo, tenderán todos a un mismo fin con todas sus fuerzas y experimentarán un goce y
un dolor que serán comunes.
—Esto es incontestable —dijo.
—De este modo, ¿qué cabida tendrán las demandas y los procesos en un Estado donde nadie
tendrá más propiedad que su cuerpo y donde todo lo demás será común? A los tales no alcanzarán las
disensiones, que nacen entre los hombres por la posesión de sus bienes, de sus mujeres y de sus hijos.
—Forzosamente —dijo— estarán exentos de todos estos males.
—No conocerán tampoco los procesos por violencias y ultrajes, porque les diremos que es justo
y bueno que las personas de una misma edad se defiendan recíprocamente, y les impondremos como
un deber el proveer a la seguridad de sus cuerpos.
—Muy bien —dijo.
—Esta ley tendrá de bueno también —añadí— que si alguno, en el primer movimiento de la
cólera, maltrata a otro, este choque no tendrá mayores consecuencias.
—Sin duda.
—Porque daremos al de más edad autoridad sobre el más joven con el derecho de castigarle.
—Eso es evidente.
—No lo es menos, creo yo, que los jóvenes no se atreverán, sin una orden expresa de los
magistrados, ni a poner la mano en los ancianos, ni a hacerles ninguna especie de violencia, ni a
ultrajarles en ninguna ocasión. El temor y el respeto son dos guardianes poderosos que los
contendrán; el respeto, mostrándoles que es un padre a quien intentan ofender; el temor, haciéndoles
recelar que los demás tomen la defensa del ofendido, éstos en calidad de hijos, aquéllos en calidad de
hermanos y de padres.
—Así ha de ocurrir, en efecto —dijo.
—Nuestros hombres gozarán, por lo tanto, de una paz inalterable en virtud de las leyes.
—Gran paz, en efecto.
—Suprimidas, pues, las reyertas entre éstos, no hay que temer que se introduzca la discordia entre
ellos y las demás clases de ciudadanos, ni que divida tampoco a estas últimas.
—No, ciertamente.
—Está fuera de lugar entrar en detalles sobre los males menores de que se librarán. Los pobres
no se verán obligados a adular a los ricos. No se experimentarán los obstáculos, ni los disgustos, que
llevan consigo la educación de los hijos y el ansia de amontonar riqueza, que obligan a sostener un
gran número de esclavos, y a tomar para ellos crecidos préstamos, algunas veces a negar las deudas,
y casi siempre, adquirir dinero sin reparar en los medios, para dejarlo después a disposición de las
mujeres y de los esclavos y confiarles la administración. ¡Qué bajezas en todo esto, mi querido
amigo, lamentables e indignas de repetirse!
XIII. —Sería preciso ser ciego para no verlo —dijo.
—Al abrigo de todas estas miserias, pasarán una vida mil veces más dichosa que la de los atletas
coronados en los juegos olímpicos.
—¿Por qué?
—Porque aquéllos no tienen más que una pequeña parte de las ventajas de que gozan nuestros
hombres. La victoria que consiguen estos últimos es infinitamente más gloriosa, y el sustento que les
da el Estado, más completo. Su triunfo es la salvación del pueblo entero y obtienen el propio
sostenimiento y el de sus hijos durante su vida, y después de su muerte les hacen funerales dignos de
sus méritos en prueba de reconocimiento.
—Estas distinciones son, en efecto, muy lisonjeras —dijo.
—¿Recuerdas —pregunté— la objeción que se nos hacía antes,[13] de que no procurábamos lo
bastante la felicidad de los guardianes, pues pudiendo poseer todo lo de los demás no tenían nada en
propiedad? Creo que respondimos que examinaríamos la verdad de esta objeción, si la ocasión se
presentaba; que nuestro objeto por el momento era el formar verdaderos guardadores, crear el
Estado más dichoso que fuese posible y no trabajar únicamente por la felicidad de uno de los ordenes
que lo componen.
—Ya me acuerdo —dijo.
—¿Te parece ahora que la condición del zapatero, del labrador o de cualquier otro artesano
puede compararse con la de nuestros auxiliares, que acaba de parecernos más honrada y más feliz
que la de los atletas que han ganado el premio?
—No me lo parece —dijo.
—Por lo demás, es muy justo que yo repita ahora lo que dije entonces: si el guardián busca una
felicidad que le hace perder el carácter de su empleo; si, descontento de las ventajas modestas, pero
ciertas, que su estado le procura, se deja seducir por ideales pueriles y quiméricos de felicidad hasta
el punto de servirse del poder con que le hemos revestido para hacerse dueño de todo en el Estado,
conocerá entonces con cuánta razón Hesíodo ha dicho que la mitad es más que el todo.[14]
—Si quiere creerme, se mantendrá en su condición —dijo.
—Apruebas, por consiguiente, que todo sea común entre los hombres y las mujeres, de la manera
que acabo de explicar, en todo lo relativo a la educación, a los hijos y a la guarda de los otros
ciudadanos, de suerte que permanezcan ellas con ellos en la ciudad, que juntos vayan a la guerra y
que compartan, como hacen las hembras de los perros, las fatigas de las vigilias y de la caza; en una
palabra, que vayan a medias, en cuanto sea posible, en todas las empresas con ellos, institución que
no es contraria a la naturaleza del hombre y de la mujer, pues que ambos están destinados a vivir en
común.
—Convengo en ello —dijo.
XIV. —Por consiguiente, sólo resta examinar —dije— si es posible establecer entre los hombres
esta comunidad que la naturaleza ha establecido entre los demás animales, y por qué medios se podrá
conseguir.
—Te me has adelantado; iba a hablarte de eso —dijo.
—Porque, con respecto a la guerra —señalé—, se comprende bien cómo la han de hacer.
—¿Cómo? —preguntó.
—Es evidente que la harán en común, y que llevarán consigo aquellos hijos que sean bastante
robustos para soportar las fatigas de la misma, a fin de que, a ejemplo de los artesanos, vean desde
luego lo que un día tendrán que hacer ellos mismos, y además, que ayuden a sus padres y madres,
haciéndoles los servicios que estén a su alcance en todo lo relativo a la guerra. ¿Has observado lo
que se practica en todos los demás oficios? ¿Cuánto tiempo, por ejemplo, no pasa el hijo del alfarero
ayudando a su padre y mirando cómo trabaja, antes de tocar la rueda él mismo?
—Lo he observado.
—Y ¿han de poner más empeño estos alfareros en educar a sus hijos que los guardianes a los
suyos con la práctica y observación de lo propio de su oficio?
—Sería una extravagancia —dijo.
—¿No es también cierto que todo animal combate con más valor cuando sus hijos están
presentes?
—Sí, pero es de temer, Sócrates, que si llegan a ser vencidos, como puede muy bien suceder,
perezcan ellos y sus hijos en el combate, y que el Estado no pueda reparar la pérdida.
—Convengo en ello —dije—, pero ¿crees que nuestro primer cuidado debe ser el no exponerles
nunca a ningún riesgo?
—En modo alguno.
—Y si se presenta la ocasión de hacerlo, ¿no será esto cuando, si el resultado es próspero, se
hagan mejores?
—Es evidente.
—¿Crees que sea poca ventaja, y que no merezca correr algún riesgo, el que jóvenes que han de
llevar algún día las armas, asistan a un combate y sean testigos de lo que allí pasa?
—Creo, por el contrario, que es una gran ventaja desde este punto de vista.
—Se hará, pues, a los hijos espectadores de los combates, sin perjuicio de proveer a su seguridad
en forma conveniente, y todo marchará bien; ¿no es así?
—Sí.
—Por lo pronto, sus padres sabrán prever, en cuanto es posible al hombre, cuáles son las
ocasiones peligrosas y las que no lo son.
—Naturalmente —dijo.
—Conducirán a sus hijos a las unas, y no los expondrán en las otras.
—Exacto.
—Les darán por jefes y conductores —dije— a hombres no indignos, sino de edad madura y de
una experiencia consumada para dirigir a los niños.
—Así debe ser.
—Pero se dirá que ocurren todos los días mil accidentes imprevistos.
—Sí, por cierto.
—¡Y bien, amigo mío! Para preservar a los hijos de todos los percances, es preciso darles desde
muy temprano alas, para que puedan escapar de los peligros volando.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
—Quiero decir —aclaré— que desde sus primeros años es preciso enseñarles a montar, y después
conducirles a la pelea como espectadores, no en caballos ardientes y belicosos, sino en caballos
dóciles y muy ligeros en la carrera. De esta manera verán muy bien lo que tienen que ver; y si el
peligro apura, se salvarán fácilmente con sus ayos veteranos.
—Me parece bien ese recurso —dijo.
—Ahora, ¿qué disciplina estableceremos para la guerra y cómo se servirán los soldados de ella
respecto al enemigo? Mira si pienso o no con acierto sobre estos dos puntos.
—Explícate —dijo.
—¿No es conveniente que el que por cobardía abandone las filas, arroje el escudo o cometa
cualquier otro hecho indigno de un hombre de corazón, sea degradado y relegado entre los artesanos
o labradores?
—Sin duda.
—¿Que se abandone al enemigo, como trofeo de guerra, al que haya caído vivo en sus manos,
para que haga de él lo que quiera?
—Sin duda.
—En cuanto al que se haya distinguido por su bravura, ¿no crees muy justo que los guerreros
jóvenes y los hijos pongan sucesivamente una corona sobre su cabeza en el mismo campo de batalla?
—Sí.
—¿Qué más? ¿Que le den la mano?
—También.
—Se me figura que no vas a admitir lo que voy a decir ahora —agregué.
—¿Qué es?
—Que todos lo besen y sean por él besados.
—Consiento en ello con todo mi corazón. Y a esto añado —dijo— que, mientras dure la campaña,
a nadie sea permitido rechazar sus besos. Será para todos los que amen a alguien, sea de un sexo o de
otro, un aliciente para esforzarse con más ardor por merecer el premio del valor.
—Muy bien; eso conviene perfectamente —dije— con lo que hemos dicho antes, de que es
preciso dejar a los ciudadanos de más mérito la libertad de aproximarse a las mujeres con más
frecuencia que a los demás y de escoger aquellas que se les parezcan, a fin de que su raza se haga tan
numerosa cuanto sea posible.
—Recuerdo que hemos dicho eso —dijo.
XV. —Homero quiere también que los guerreros jóvenes, que se distinguen por su bravura, sean
honrados de otra manera. Dice que después de un combate, en que Áyax se había distinguido, se le
sirvio para honrarle el ancho lomo de la víctima[15] como una recompensa acomodada a un joven y
valiente guerrero, puesto que era a la vez una distinción y un medio de aumentar sus fuerzas.
—Muy bien —dijo.
—En este punto seguiremos, pues, la autoridad de Homero —dije—. En los sacrificios y en las
fiestas se celebrarán con cantos las empresas de los guerreros; se les dará asientos preferentes,
carnes y copas rebosantes,[16] distinciones todas propias a la vez para lisonjearlos y hacerlos más
robustos, ya sean hombres o mujeres.
—Muy bien dicho —asintió.
—Con respecto a los que han muerto generosamente con las armas en la mano, ¿no deberemos
decir desde luego que pertenecen a la raza de oro?[17]
—Más que ningún otro.
—Y ¿no nos conformaremos con la opinión de Hesíodo que asegura que los de esta raza, cuando
mueren,

Se convierten en genios
que moran en la tierra,
genios bienhechores,
que combaten los males
que amenazan a los hombres
de voz articulada,
y cuidan de su conservación?[18]

—Nos persuadiremos de ello —dijo.


—Así, pues, consultaremos el oráculo sobre el culto funerario que debe darse a estos hombres
superiores y divinos, y arreglaremos las ceremonias conforme a la respuesta que nos dé.
—¿Qué habremos de hacer, si no?
—Los honraremos como genios tutelares, y les dirigiremos nuestras súplicas sobre su tumba. Los
mismos honores dispensaremos a los que mueran por enfermedad o por vejez después de haber
pasado su vida en el ejercicio de la más noble virtud.
—Es justicia hacerlo —dijo.
—Pero ¿cuál será, además, la conducta de nuestros guerreros respecto del enemigo?
—¿En qué?
—En primer lugar, en punto a la esclavitud. ¿Te parece justo que los griegos reduzcan a la
servidumbre a ciudades griegas? ¿No deberían más bien prohibirlo a todos los demás, en cuanto
fuera posible, y sentar por principio que no haya esclavitud para los pueblos griegos, para evitar que
caigan en la esclavitud de los bárbaros?
—Ciertamente es de grande interés hacerlo así —dijo.
—Y, por lo tanto, no debe tenerse ningún esclavo griego y se debe aconsejar a todos los demás
griegos que sigan este ejemplo.
—Sin duda. Por este medio, en lugar de destruirse unos a otros, volverán todas sus fuerzas contra
los bárbaros —dijo.
—¿Y te parece bien —pregunté— que despojen a los muertos y que quiten a sus enemigos
vencidos otra cosa que sus armas? ¿No es un pretexto para que los cobardes dejen de atacar a los que
aún se defienden haciendo como que cumplen un deber cuando están inclinados sobre los cadáveres
para despojarlos? Por otra parte, esta codicia por el botín ha sido ya funesta a más de un ejército.
—Es cierto.
—¿Y no es una bajeza y una concupiscencia innoble el despojar a un muerto? ¿No es una
pequeñez de espíritu, que apenas sería perdonable a una mujer, el tratar como enemigo al cadáver del
adversario, cuando la calidad de enemigo ha desaparecido, quedando sólo el instrumento de que se
servía para combatir? Los que obran de esta manera hacen lo que los perros, que muerden la piedra
que los ha herido sin hacer ningún mal a la mano que la ha arrojado.
—Ni más ni menos —convino.
—Por lo tanto, hay que acabar con el despojo de los muertos, y con el rehusar al enemigo el
permiso para llevárselos.
—Hay que acabar, por Zeus —dijo.
XVI. —Tampoco llevaremos a los templos de los dioses las armas de los vencidos, sobre todo si
son griegos, como para hacer con ellas ofrendas, si en algo apreciamos la benevolencia de los demás
griegos. Temeríamos manchar los templos, adornándolos con los despojos de nuestros vecinos, a
menos, sin embargo, que la divinidad disponga lo contrario.
—Muy bien —dijo.
—¿Qué piensas de la devastación del territorio griego y del incendio de las casas? ¿Qué harán tus
soldados respecto a los enemigos?
—Deseo saber tu opinión en este punto —dijo.
—Mi opinión es que no se debe devastar ni quemar; y sí contentarse con tomarles todos los
granos y frutos del año. ¿Quieres saber la razón?
—Con mucho gusto.
—Me parece que así como la guerra y la discordia[19] tienen dos nombres diferentes, son también
dos cosas distintas que hacen relación a dos objetos también diferentes. La una se da en lo que está
unido a nosotros por lazos de la sangre y de la amistad, la otra, en lo que nos es extraño. La
enemistad entre allegados se llama discordia; entre extraños, se llama guerra.
—No vas errado en lo que dices —admitió.
—Mira si lo que voy a decir no lo es tampoco. Digo que los griegos son entre sí allegados y
parientes, y extranjeros respecto a los bárbaros.
—Bien dicho —señaló.
—Por consiguiente, cuando entre griegos y bárbaros surja cualquier desavenencia y vengan a las
manos, ésa, en nuestra opinión, será una verdadera guerra; pero cuando sobrevenga una cosa
semejante entre los griegos, diremos que son naturalmente amigos, que es una enfermedad, una
división intestina, la que turba la Hélade, y daremos a esta enemistad el nombre de discordia.
—Soy completamente de tu opinión —dijo.
—Por consiguiente, si siempre que se suscite cualquier discordia en el Estado, los ciudadanos han
de arrasar las tierras y quemar las casas los unos a los otros, considera, te lo suplico, cuán funesto
sería y cuán poco sensible se mostraría cada partido a los intereses de la patria. Si la miraran como
su madre y como su nodriza, ¿cometerían contra ellas tales excesos? ¿No deberían los vencedores
darse por satisfechos, en razón del mal que debe causarse a los vencidos, arrancándoles la cosecha
del año? ¿No deberían tratarlos como a amigos con los que no han de sostener una guerra perpetua, y
con quienes han de reconciliarse algún día?
—Esa manera de pensar —dijo— es mucho más propia de gentes civilizadas que la primera.
—Pero ¡qué!, ¿no es un Estado griego el que intentas fundar? —pregunté.
—Tiene que serlo —repuso.
—Los ciudadanos de este Estado, ¿no han de ser buenos y civilizados?
—Bien cierto.
—¿No han de ser también amigos de la Hélade? ¿No la mirarán como la patria común? ¿No
tendrán la misma religión que los otros griegos?
—Sin duda igualmente.
—Luego sus desavenencias con los demás griegos las considerarán como discordias y no les
darán el nombre de guerras.
—No.
—Y en estas desavenencias deberán conducirse teniendo en cuenta que llegará un día en que se
reconciliarán con sus adversarios.
—A buen seguro.
—Los traerán suavemente a la razón, sin que para castigarlos tengan necesidad de hacerlos
esclavos ni aniquilarlos. Los corregirán como amigos para hacerlos prudentes, y no como enemigos.
—Así lo harán —dijo.
—Puesto que son griegos, no asolarán ningún pueblo o sitio de Grecia; no quemarán las casas;
no mirarán como adversarios a todos los habitantes de un Estado, hombres, mujeres y niños, sin
excepción, sino a los autores de la discordia, y en consecuencia, respetando las tierras y las casas de
los habitantes, porque el mayor número se compone de amigos, no usarán de la violencia en cuanto
no sea necesaria para obligar a los inocentes a que tomen ellos mismos venganza de los culpables.
—Reconozco contigo que los ciudadanos de nuestro Estado deben seguir esta conducta en sus
querellas con los adversarios —dijo—; y respecto a los bárbaros, hacer con ellos lo que hoy están
haciendo los pueblos griegos unos con otros.
—Así, pues, prohibimos a nuestros guardianes por una ley expresa las talas y los incendios de
casas.
—Con mucho gusto —dijo—; doy mi aprobación a esta ley y a las que preceden. XVII. Pero
Sócrates, se me figura que si se te deja proseguir, nunca llegarás al punto esencial cuya explicación
aplazaste antes, por haberte engolfado en todos estos desarrollos. Se trata de saber si un Estado
semejante es posible y cómo lo es. Convengo en que todos los bienes de que has hecho mención se
encontrarían en nuestro Estado, si pudiese existir. Y aún yo añado otras ventajas que tú has omitido;
por ejemplo, que sus guerreros serían tanto más valientes, cuanto que conociéndose todos y dándose
en la pelea los nombres de hermanos, de padres y de hijos, volarían los unos al socorro de los otros.
También conozco que la presencia de las mujeres los harían invencibles, sea que ellas combatan con
ellos en las mismas filas, sea que se las coloque a retaguardia para imponer al enemigo y para
servirse de ellas en un caso extremo. Veo también que disfrutarían, durante la paz, otros muchos
bienes de que no has hecho mención. Todo esto te lo concedo y otras mil cosas aún, si la ejecución
corresponde al proyecto. Por lo tanto, abandona estos pormenores que son superfluos y haznos ver
más bien que tu proyecto no es una quimera, y cómo puede llevarse a cabo. De todo lo demás te
eximo completamente.
—¡Cómo has caído de repente sobre mi discurso sin dejarme respirar después de tantas
divagaciones! Quizá no sabes que después de haber escapado, no sin dificultad, de dos oleadas
furiosas, tú me expones a una tercera mucho más grande y terrible. Cuando la hayas visto y hayas
oído su ruido, no extrañarás mi terror y todos los rodeos que he tomado antes de abordar una
proposición tan extraña.
—Cuantos más pretextos alegues —dijo—, tanto más te estrecharemos para que nos expliques
cómo es posible realizar tu Estado; habla, pues, y no nos tengas más en espera.
—Sea así —dije—. Es bueno, por de pronto, recordaros que lo que nos ha conducido hasta aquí
es la indagación de la naturaleza de la justicia y de la injusticia.
—Sin duda; pero ¿a qué viene eso? —preguntó.
—A nada; pero cuando hayamos descubierto la naturaleza de la justicia, ¿exigiremos del hombre
justo que no se separe nada de la justicia y que se mantenga en perfecta armonía con ella, o bastará
que se aproxime a ella en cuanto es posible y que reproduzca un mayor número de rasgos de la
misma que el resto de los hombres?
—Eso nos bastará —replicó.
—Por tanto —dije—, cuando indagábamos cuál era la esencia de la justicia y cómo debía ser el
hombre justo, suponiendo que existía, y cuáles la injusticia y el hombre injusto, nos proponíamos
nada más que encontrar modelos, fijar nuestras miradas en el uno y en el otro, para juzgar la
felicidad o desgracia que acompaña a cada uno de ellos, y obligarnos a concluir con relación a
nosotros mismos que seremos más o menos dichosos según que nos parezcamos más al uno o al
otro; pero nuestro designio nunca ha sido el aprobar que estos modelos puedan existir.
—Verdad dices —admitió.
—¿Crees que un pintor, después de haber pintado el más bello modelo de hombre que pueda verse
y de haber dado a cada rasgo la última perfección, sería menos hábil porque no le fuera posible
probar que la naturaleza puede producir un hombre semejante?
—No, por Zeus —contestó.
—Y nosotros, ¿qué hemos hecho en esta conversación sino trazar el modelo de un Estado
perfecto?
—No hemos hecho otra cosa.
—Y lo que hemos dicho, ¿pierde algo si no podemos demostrar que se puede formar un Estado
según este modelo?
—No, por cierto —dijo.
—Ésta es, pues, la verdad —dije—; pero si quieres que te haga ver cómo y hasta qué punto un
Estado semejante puede realizarse, lo haré para que me quedes obligado, con tal que me concedas una
cosa que me es necesaria.
—¿Cuál?
—¿Es posible ejecutar una cosa precisamente como se la describe? ¿No está, por el contrario, en
la naturaleza de las cosas que la ejecución se aproxime menos a lo verdadero que el discurso?[20]
Otros no piensan lo mismo; pero ¿tú qué dices?
—Soy de tu dictamen —dijo.
—No exijas, por tanto, de mí que realice con una completa precisión el plan que he trazado; y si
puedo hacer ver cómo un Estado puede ser gobernado de una manera muy aproximada a la que he
dicho, confiesa entonces que he probado, como me exiges, que nuestro Estado es posible. ¿No te
darás por satisfecho si llego a conseguirlo? Por mi parte lo estaré.
—Y yo también —dijo.
XVIII. —Trataremos ahora de descubrir por qué los Estados actuales están mal gobernados y qué
cambio mínimo sería posible introducir en ellos, para que su gobierno se hiciese semejante al
nuestro. No cambiemos sino un solo punto o dos; o, en todo caso, un pequeño número y de los
menos considerables por sus efectos.
—Muy bien —asintió.
—Encuentro que, con sólo cambiar un punto —proseguí—, ya puedo demostrar que los Estados
mudarían completamente de aspecto. Es cierto que este punto ni es de poca importancia, ni se presta
fácilmente al cambio, aunque sí es posible.
—¿Qué punto es ése? —preguntó.
—He aquí —repuse— que he llegado a lo que he comparado con la tercera oleada; pero aun
cuando hubiese de verme agobiado y como sumergido en el ridículo, voy a hablar; escúchame.
—Habla —dijo.
—Como los filósofos no gobiernen los Estados —dije—, o como los que hoy se llaman reyes y
soberanos no sean verdadera y seriamente filósofos, de suerte que la autoridad pública y la filosofía
se encuentren juntas en el mismo sujeto, y como no se excluyan absolutamente del gobierno tantas
personas que aspiran hoy a uno de estos dos términos con exclusión del otro; como todo esto no se
verifique, mi querido Glaucón, no hay remedio posible para los males que arruinan los Estados ni
para los del género humano; ni este Estado perfecto, cuyo plan hemos trazado, aparecerá jamás sobre
la tierra, ni verá la luz del día. He aquí lo que ha mucho dudaba si debería decir, porque preveía que
la opinión pública se sublevaría contra semejante pensamiento, porque es difícil concebir que la
felicidad pública y la privada sólo puedan realizarse en un Estado así.
—Al proferir un discurso semejante, mi querido Sócrates —exclamó—, debes esperar que
muchos, y entre ellos gentes de gran mérito, se despojen, por decirlo así, de sus ropas, y armados
con todo lo que se les venga a las manos, se arrojen sobre ti con todas sus fuerzas y dispuestos a
todo. Si no los rechazas con las armas de la razón, te vas a ver agobiado por sus burlas, y recibirás el
castigo de tu temeridad.
—¿No serás también tú la causa, si tal sucede? —pregunté.
—No me arrepiento; pero prometo no abandonarte —dijo—, y sí apoyarte con todas mis fuerzas,
es decir, alentándote e interesándome en tus triunfos. Quizá responderé yo a tus preguntas con más
oportunidad que ningún otro, y con este auxilio procura combatir a tus adversarios y hacerles ver que
la razón está de tu parte.
—Lo haré —dije—, puesto que me ofreces un auxilio que estimo en mucho. Si queremos
salvarnos de los que nos atacan, me parece que es indispensable explicarles cuáles son los filósofos a
quienes nos atrevemos a entregar el gobierno de los Estados. Conocidos éstos, podremos ya
defendernos con más facilidad y probar que sólo a tales hombres pertenece la cualidad de filósofos y
de magistrados, y que todos los demás no deben ni filosofar ni mezclarse en el gobierno, sino seguir
al que dirige.
—Ya es tiempo de que expliques tu pensamiento sobre este punto —dijo.
—Es lo que voy a hacer. Sígueme y repara si te conduzco bien.
—Vamos —dijo.
—¿Será necesario que recuerdes o te recuerde —pregunté— que cuando se dice de alguno que
ama una cosa, si habla con exactitud, debe entenderse por esto, no que ama una parte sí y otra no, sino
que ama el todo entero?
XIX. —Haces bien en recordármelo, porque no sé dónde vas a parar —dijo.
—En verdad, Glaucón, propio de cualquier otro y no de ti es lo que acabas de decir, pero un
hombre experto como tú en materias de amor debería saber que todo lo que es joven causa impresión
sobre un corazón amante y lo considera digno de sus cuidados y de su ternura. ¿No es esto lo que os
sucede a todos vosotros respecto a jóvenes bien apuestos? ¿No decís de una nariz roma que es
graciosa, de la aguileña, que es una nariz regia, y de la que ocupa un término medio, que es
perfectamente proporcionada? ¿Que los morenos tienen un aire marcial, y que los blancos son los
hijos de los dioses? ¿Y qué otro que un amante complaciente pudo inventar la expresión por la que se
compara al color de la miel la palidez de los que están en la flor de la edad? En una palabra, no hay
registros de voz que no empleéis, ni pretextos a que no echéis mano, para que no se os escape
ninguno de los que están en la primera juventud.
—Si quieres tomarme como ejemplo de lo que los demás hacen en esta materia, te lo concedo,
para no interrumpir el curso de esta discusión —dijo.
—Y ¿qué? ¿No adviertes que los aficionados al vino observan la misma conducta y hacen el
elogio de toda clase de vinos?
—Es cierto.
—¿No ves también que los ambiciosos, cuando no pueden tener el mando general, mandan un
tercio, y que cuando no pueden ser honrados por los grandes se contentan con los honores que les
hacen los pequeños, porque están ávidos de distinciones, cualesquiera que ellas sean?
—Exactamente.
—Ahora respóndeme sí o no: cuando se dice de alguno que desea una cosa, ¿quiere decirse que
no desea más que una parte o que la desea toda ella?
—Toda —dijo.
—Por lo tanto, diremos del filósofo [21] que ama la sabiduría, no en parte, sino toda y por entero.
—Sin duda.
—No diremos, por consiguiente, del que no tiene afición al estudio, sobre todo si es joven y no
está en disposición de dar razón de lo que es útil o no loes que es filósofo ansioso de adquirir
conocimientos; lo mismo que de un hombre que come con repugnancia no se dice que tiene hambre,
ni que tiene gusto en comer, sino que no tiene apetito.
—Eso diremos con razón.
—Pero el que tiene buena disposición para todas las ciencias con un ardor igual, que desearía
abrazarlas todas y que tiene un deseo insaciable de aprender, ¿no merece el nombre de filósofo?
¿Qué piensas de esto?
—Según te explicas —respondió Glaucón—, tendría que ser infinito el número de filósofos, y
todos de un carácter bien extraño; porque sería preciso comprender bajo este nombre a todos los que
son aficionados a los espectáculos, que también gustan de saber, y sería cosa singular ver entre los
filósofos a estas gentes que gustan de audiciones, que ciertamente no asistirían con gusto a esta
conversación, pero que tienen como alquilados los oídos para oír todos los coros y concurrir a todas
las fiestas de Dioniso sin faltar a una sola, sea en la ciudad, sea en el campo. ¿Y llamaremos filósofos
a los que no muestran ardor sino para aprender tales cosas o que se consagran al conocimiento de las
artes más ínfimas?
—En modo alguno —dije—; sólo son filósofos en apariencia.
XX. —Entonces, ¿quiénes son, en tu opinión —preguntó—, los verdaderos filósofos?
—Los que gustan de contemplar la verdad —respondí.
—Tienes razón, sin duda —dijo—, pero explícame lo que quieres decir con eso.
—No sería fácil si hablara con otro —dije—; pero creo que tú me concederás lo siguiente.
—¿Qué?
—Que siendo lo bello lo opuesto de lo feo, son éstas dos cosas distintas.
—Y ¿cómo no?
—Por consiguiente, siendo dos, ¿cada una de ellas es una?
—También.
—Lo mismo sucede respecto a lo justo y a lo injusto, a lo bueno y a lo malo, y a todas las demás
ideas. Cada una de ellas, tomada en sí misma, es una; pero consideradas todas en las relaciones que
tienen con nuestras acciones, con los cuerpos y entre sí, revisten mil apariencias.
—Dices bien —asintió.
—He aquí cómo distingo —continué— esas gentes curiosas que mencionabas, que tienen manía
por los espectáculos y por las artes y se limitan a la práctica, de aquellos a quienes conviene en
exclusiva el nombre de filósofos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Los primeros, cuya curiosidad está por entero en los ojos y en los oídos —dije—, se
complacen en oír bellas voces, ver bellos colores, bellas figuras y todas las obras del arte o de la
naturaleza en que entra lo bello; pero su mente es incapaz de ver y gustar la esencia de la belleza
misma, reconocerla y unirse a ella.
—Así es, sin duda —dijo.
—¿No son muy escasos los que pueden elevarse hasta lo bello en sí y contemplarlo en su esencia?
—Muy raros.
—Un hombre, pues, que cree en las cosas bellas, pero que no tiene ninguna idea de la belleza en sí
misma, ni es capaz de seguir a los que quieran hacérsela conocer, ¿vive en un sueño o despierto?
Fíjate. ¿Qué es soñar? ¿No consiste, sea que se duerma, sea que se esté despierto, en tomar la imagen
de una cosa por la cosa misma?
—Sí, eso es lo que yo llamaría soñar —dijo.
—Por el contrario, el que cree que hay algo bello en sí y puede contemplar la belleza, sea en sí
misma, sea en lo que participa de su esencia, que no confunde dichas cosas participantes con lo bello
de lo que participan ni viceversa, ¿vive como en un sueño o en vela?
—Bien en vela —repuso.
—El pensamiento, pues, de éste diremos que es conocimiento de buen conocedor; y el de aquél,
en cambio, parecer de quien opina.
—Exacto.
—Pero si este último, que en nuestro juicio juzga en vista de la apariencia y no conoce, se
volviese contra nosotros y sostuviese que no decimos la verdad, ¿no tendríamos nada que
responderle para tranquilizarle y persuadirle suavemente de que se engaña, ocultándole, sin embargo,
que no está en su juicio?
—Así convendría hacerlo —dijo.
—Veamos lo que hemos de decirle. ¿Quieres que le interroguemos, asegurándole que, lejos de
tenerle envidia por su saber, si es que sabe, tendremos, por el contrario, la mayor satisfacción en oír
a alguien que tenga conocimiento de algo? Yo le preguntaré: «Dime, el que conoce, ¿conoce algo o
nada?». Respóndeme por él.
—Respondo que conoce algo —dijo.
—¿Que existe o que no existe?
—Algo que existe, porque, ¿cómo podría conocer lo que no existe?
—De manera que, sin llevar más adelante nuestras indagaciones, sabemos, a no dudar, que lo que
existe absolutamente es absolutamente cognoscible, y lo que de ninguna manera existe, de ninguna
manera puede ser conocido.
—Perfectamente.
—Pero si hubiese una cosa que a la vez existiera y no existiera, ¿no ocuparía un lugar intermedio
entre lo que puramente existe y lo que no existe en absoluto?
—En medio estaría.
—Luego, si la ciencia tiene por objeto el ser, y la ignorancia el no-ser, es preciso buscar, respecto
a lo que ocupa el medio entre el ser y el no-ser, una manera de conocer que sea intermedia entre la
ciencia y la ignorancia, suponiendo que la haya.
—Sin duda.
—¿Sostendremos que hay algo llamado opinión?
—Y ¿cómo no?
—¿Es una facultad distinta de la ciencia, o bien la misma?
—Es distinta.
—Luego la opinión tiene su propio objeto, y la ciencia tiene el suyo, manifestándose cada una de
ellas siempre como una facultad distinta.
—Así es.
—La ciencia, ¿no versa por naturaleza sobre lo que existe para conocerlo en tanto que existe? O,
más bien, antes de pasar adelante, me parece indispensable hacer una distinción.
—¿Cuál?
XXI. —Digo que las facultades son una especie de seres por los que nosotros somos capaces de
hacer lo que podemos, y lo mismo cualquier otro que pueda algo. Por ejemplo, llamo facultades a la
vista y al oído. ¿Comprendes lo que quiero decir al usar este nombre específico?
—Comprendo —dijo.
—Escucha lo que pienso acerca de ellas. En cada facultad no veo ni color, ni figura, ni nada
semejante a lo que se encuentra en otras mil cosas de que puedan ayudarse mis ojos para distinguir
una facultad de otra. Sólo considero en cada una de ellas su destino y sus efectos, y así es como las
distingo. Llamo facultades idénticas a las que tienen el mismo objeto y producen los mismos efectos,
y distintas a las que tienen objetos y efectos diferentes. Y tú, ¿cómo las distingues?
—De la misma manera —dijo.
—Ahora volvamos al punto principal. ¿Colocas tú la ciencia en el número de las facultades o en
otra especie de seres?
—La miro como la más poderosa de todas las facultades —dijo.
—Y la opinión, ¿es también una facultad, o bien alguna otra especie de ser?
—De ninguna manera; la opinión no es otra cosa que la facultad que tenemos de opinar.
—Pero tú confesaste antes que la ciencia difería de la opinión.
—Sin duda. ¿Cómo un hombre sensato —dijo— podría confundir lo que es infalible con lo que
no lo es?
—Muy bien —dije—. ¿Hemos reconocido que la ciencia y la opinión son dos facultades distintas?
—Distintas.
—Cada una de ellas tiene un objeto diferente, pues tienen diferentes capacidades.
—Por fuerza.
—La ciencia, ¿no tiene por objeto lo que existe para conocerlo tal como existe?
—Sí.
—Pero la opinión no tiene otro fin, según hemos dicho, que el opinar.
—Sí.
—¿Tiene el mismo objeto que la ciencia, de suerte que una misma cosa puede someterse a la vez
al conocimiento y a la opinión? ¿O, antes bien, esto es imposible?
—Según lo convenido, es imposible; porque si facultades diferentes tienen naturalmente objetos
diferentes, y si, por otra parte, la ciencia y la opinión son dos facultades diferentes, se sigue que el
objeto de la ciencia no puede ser el de la opinión.
—Luego si el ser es objeto de la ciencia, el de la opinión será otra cosa distinta del ser.
—Otra distinta.
—¿Será el no-ser? ¿O es imposible que el no-ser sea el objeto de la opinión? Atiende a lo que
voy a decir: el que tiene una opinión, ¿no la tiene sobre algo? ¿Puede tenerse una opinión que recaiga
sobre nada?
—Eso no puede ser.
—Luego el que tiene una opinión, la tiene sobre algo.
—Sí.
—Pero el no-ser, ¿es alguna cosa? ¿No debe llamarse más bien nada?
—Exacto.
—Por esta razón hemos designado el ser como objeto de la ciencia, y el no-ser como objeto de la
ignorancia.
—Hemos hecho bien —dijo.
—Luego el objeto de la opinión, ni es el ser, ni el no-ser.
—No, ciertamente.
—Por consiguiente, la opinión no será ciencia ni ignorancia.
—No parece.
—Pero la opinión, ¿va más allá que la una o que la otra, de manera que sea más luminosa que la
ciencia o más oscura que la ignorancia?
—Ni lo uno ni lo otro.
—¿Sucede, pues, todo lo contrario; es decir, que tiene más oscuridad que la ciencia y más
claridad que la ignorancia?
—Desde luego —replicó.
—Luego ¿la opinión está en mitad de ambas?
—Sí.
—Será, pues, un término medio entre ellas.
—Sin duda.
—¿Pero no dijimos antes que, si encontrábamos una cosa que fuese y no fuese al mismo tiempo,
esta cosa ocuparía un medio entre el puro ser y la pura nada, y que no sería el objeto ni de la ciencia
ni de la ignorancia, y sí de alguna facultad que juzgábamos intermedia entre la una y la otra?
—Exactamente.
—¿No acabamos de ver que esta facultad intermedia es lo que se llama opinión?
—Eso parece.
XXII. —Resta, pues, por investigar aquello que participa de ambas cosas, del ser y del no-ser, y
que propiamente no es ni lo uno ni lo otro, y si descubriéramos que éste era el objeto de la opinión,
entonces asignaríamos a cada una de estas facultades sus objetos, los extremos a los extremos, y el
objeto intermedio a la facultad intermedia. ¿No es así?
—Sin duda.
—Sentado esto, que me responda ese hombre que no cree que haya nada bello en sí, ni que la idea
de lo bello sea inmutable, y que sólo admite cosas bellas; ese apasionado de los espectáculos que no
puede consentir que se le diga que lo bello es uno y lo justo es uno. «Respóndeme —le diré yo—, ¿no
te parece que estas cosas mismas, que tú juzgas bellas, justas y puras, bajo otras relaciones no son
bellas, ni justas, ni puras?».
—No —dijo—; las mismas cosas, examinadas diversamente, parecen bellas y feas, y así sucede
con lo demás.
—Y las cantidades dobles, ¿acaso nos parecen menos veces mitades que dobles?
—Para nada.
—Otro tanto digo de las cosas que se llaman grandes o pequeñas, pesadas o ligeras: cada una de
estas calificaciones, ¿les conviene mejor que la calificación contraria?
—No, porque participan de la una y de la otra —dijo.
—¿Estas cosas son más bien que no son aquello que se dicen ser?
—Se parecen a esas proposiciones de doble sentido, que están en boga en los banquetes, y al
acertijo infantil sobre la manera como el eunuco tira al murciélago, en que se ha de adivinar con qué
y sobre qué le tira.[22] Las palabras tienen dos sentidos contrarios, porque no se puede decir con
certidumbre, ni sí, ni no, ni lo uno, ni lo otro, ni dejar de decir lo uno y lo otro.
—¿Qué debe hacerse con esta clase de cosas —dije— y dónde pueden colocarse mejor que entre
el ser y el no-ser? Porque, en verdad, no parecen más oscuras que el no-ser para tener menos
existencia que la nada, ni más luminosas que el ser para existir más que él.
—Es cierto —dijo.
—Hemos visto, pues, al parecer, que este cúmulo de cosas, a las que el vulgo atribuye la belleza y
demás cualidades semejantes, ruedan, por decirlo así, en el espacio que separa al puro ser de la nada.
—Lo hemos descubierto.
—Pero ya de antemano hemos convenido en que estas cosas que fluctúan entre el ser y la nada
debían de ser el objeto, no de la ciencia, sino de la facultad intermedia, de la opinión.
—Así convinimos.
—Por consiguiente, para los que ven la multitud de cosas bellas, pero que no distinguen lo bello
en su esencia, ni pueden seguir a los que intentan demostrárselo, que ven la multitud de cosas justas,
pero no la justicia misma, y lo mismo todo lo demás, diremos que todos sus juicios son opiniones y
no conocimientos.
—Sin duda —dijo.
—Por el contrario, los que contemplan la esencia inmutable e idéntica a sí misma de las cosas
tienen conocimientos y no opiniones.
—Es igualmente indudable.
—¿Unos y otros no gustan y abrazan, éstos las cosas que son objeto de la ciencia, y aquéllos las
cosas que son objeto de la opinión? ¿No recuerdas lo que dijimos de estos últimos, que se complacen
en oír preciosas voces, en ver preciosos colores, pero que no pueden sufrir que se les hable de la
belleza absoluta como de una cosa real?
—Me acuerdo.
—Ninguna injusticia les haremos, por tanto, llamándoles amigos de la opinión, más bien que
amigos de la sabiduría.[23] ¿Crees que se enojarán con nosotros si los tratamos de esta manera?
—Si me creen, no lo harán, porque nunca es permitido ofenderse porque le digan a uno la verdad
—dijo.
—Por consiguiente, será preciso dar el nombre de filósofos, y no el de amantes de la opinión, a
los que se consagran a la contemplación de cada ser en sí.
—Totalmente de acuerdo.
Libro VI de La República

I. —Al fin, pues —dije yo—, después de muchas dificultades y de un rodeo de palabras bastante
largo, hemos fijado, mi querido Glaucón, la diferencia entre los verdaderos filósofos y los que no lo
son.
—Quizá no era fácil conseguir por otro medio el objeto, en efecto —dijo.
—No lo creo yo así —dije—. A mi parecer, hubiéramos podido llevar en este punto la evidencia
más alta aún, si sólo de esta cuestión hubiéramos tenido que tratar, y si no tuviéramos que recorrer
ahora otras muchas para saber en qué difiere la vida justa de la injusta.
—Después de esto, ¿qué es lo que nos falta por examinar? —preguntó.
—¿Qué —respondí—, sino lo que sigue inmediatamente? Puesto que los verdaderos filósofos
son aquellos que pueden alcanzar lo que existe siempre de una manera inmutable, y que todos los
demás que giran sin cesar en torno de mil objetos siempre mudables serán todo menos filósofos, es
preciso ver a quiénes hemos de escoger para gobernar nuestro Estado.
—¿Y qué deberíamos dejar sentado —preguntó— para acertar en ello?
—Designar para guardianes a los que nos parezcan más a propósito para mantener las leyes y las
instituciones del Estado —dije yo.
—Muy bien —dijo.
—Y ¿no es cuestión clara —proseguí— decidir si un buen guardián debe ser ciego o perspicaz?
—¿Cómo no ha de ser clara? —replicó.
—¿Y qué diferencia encuentras entre los ciegos y los que, privados del conocimiento de lo que
existe de una manera simple e inmutable, y no teniendo en su alma ningún modelo claro, no pueden, a
semejanza de los pintores, fijar sus miradas sobre el ejemplar eterno de la verdad, y después de
haberlo contemplado con toda la atención posible, trasladar a este mundo, cuando corresponda, lo
que han observado, y servirse de ello como de una regla segura para fijar por medio de leyes lo que
es honesto, justo y bueno, y vigilar para conservar estas leyes después de haberlas establecido?
—Ninguna diferencia encuentro, por Zeus —dijo.
—¿Y serán estos los que habremos de escoger para guardianes? ¿O más bien, deberemos escoger
a los que conocen la esencia de las cosas, y que además no ceden a los otros ni en experiencia, ni en
ninguna clase de mérito?
—Sería una locura escoger a otros, si, por otra parte, éstos en nada son inferiores a los primeros,
puesto que los superan en la cualidad más importante.
—Ahora nos toca a nosotros explicar por qué medios podrán unir ambas ventajas.
—Perfectamente.
—Como ya dijimos al principio de nuestra conversación, es preciso comenzar por tener un
perfecto conocimiento del carácter que les es propio, porque estoy convencido de que si llegamos a
ponernos de acuerdo, no dudaremos un momento en reconocer que pueden reunir ambas cualidades y
que no hay nadie que pueda ser preferido a ellos para el gobierno.
—¿Cómo?
II. —Convengamos, por lo pronto, en que el primer signo de la naturaleza filosófica es amar con
pasión la ciencia, que puede conducirle al conocimiento de esta esencia inmutable, inaccesible a las
vicisitudes de la generación y de la corrupción.
—Convengo en ello.
—Con ellos sucede además lo que con los enamorados y ambiciosos con relación al objeto de su
ambición y de su amor, porque aman todo lo que afecta a esta esencia, sin despreciar ninguna parte,
grande o pequeña, más o menos imperfecta.
—Tienes razón —admitió.
—Examina después si no es necesario que los que hayan de ser como hemos dicho estén dotados
por naturaleza de esta otra condición.
—¿Cuál?
—El horror a la mentira, a la que negarán toda entrada en el alma, al paso que habrán de tener un
amor igual por la verdad.
—Así parece.
—No sólo así parece, mi querido amigo, sino que es absolutamente necesario que el que ama a
alguno ame todo lo que le pertenece y todo lo que tiene relación con él.
—Exacto —dijo.
—¿Y encontrarás algo que esté más estrechamente ligado con la ciencia que la verdad?
—¿Cómo podría encontrarlo? —dijo.
—¿Es posible que tengan la misma naturaleza el amante de la sabiduría y el de la falsedad?
—De ningún modo.
—Por consiguiente, el espíritu verdaderamente ávido de ciencia debe, desde la primera juventud,
amar y buscar la verdad.
—Conforme en todo.
—Pero sabemos que cuando los deseos se dirigen con violencia hacia un objeto, tienen menos
vivacidad respecto a todo lo demás, porque el torrente corre, por decirlo así, en esta sola dirección.
—Sin duda.
—Por consiguiente, aquel cuyos deseos se dirigen hacia las ciencias sólo gusta de los placeres
puros, que pertenecen al alma. Respecto a los del cuerpo, los desdeña, si no es filósofo fingido sino
auténtico.
—Forzosamente.
—Un hombre de tales condiciones es templado y enteramente extraño a la avaricia, porque las
razones que obligan a los demás a correr tras las riquezas con todo su dispendio no tienen ninguna
influencia sobre él.
—Sí.
—Para distinguir el verdadero filósofo del que no lo es precísase fijarse también en otra cosa.
—¿En cuál?
—Que no haya en su alma nada que lo envilezca, porque la pequeñez no puede tener
absolutamente cabida en un alma que debe abrazar en sus indagaciones todas las cosas divinas y
humanas.
—Nada más cierto —dijo.
—Pero ¿crees que un alma grande, que abraza en su pensamiento todos los tiempos y todos los
seres, mire la vida del hombre como cosa importante?
—Es imposible —dijo.
—Luego un alma de este temple, ¿no temerá la muerte?
—En modo alguno.
—De esta manera, un alma cobarde y vil jamás tendrá ni la más pequeña comunicación con la
verdadera filosofía.
—No lo creo.
—Pero ¡qué!, un hombre ordenado, exento de avaricia, de vileza, de vanidad y de cobardía,
¿puede ser injusto o de un carácter intratable?
—No puede.
—Cuando se trate, pues, de discernir cuál es el alma nacida para la filosofía, observarás si desde
los primeros años da muestras de equidad y de dulzura, o si es huraño e intratable.
—Totalmente de acuerdo.
—Tampoco dejarás, a mi juicio, de fijar tu atención en otro punto.
—¿Cuál?
—Si tiene facilidad o dificultad para aprender. ¿Puedes esperar que un hombre tome gusto por
cosas que hace con gran trabajo y con escaso resultado?
—No sería factible.
—Pero si no retiene nada de lo que aprende, si todo lo olvida, ¿es posible que salga de su
vaciedad de saber?
—¿Cómo podría?
—Viendo que trabaja sin fruto, ¿no se verá, al fin, precisado a odiarse a sí mismo y a odiar tal
ejercicio?
—¿Cómo no?
—Por lo tanto, no incluiremos en el rango de las almas nacidas para la filosofía a aquella que
todo lo olvida, porque queremos que esté dotada de una excelente memoria.
—Absolutamente.
—Pero un alma sin armonía y sin gracia, ¿no se ve naturalmente arrastrada a observar un
comportamiento sin mesura?
—¿Qué otro, si no?
—La verdad, ¿es amiga de la desmesura o de la mesura?
—De la mesura.
—Busquemos, pues, una mente amiga de la gracia y de la medida, y cuya tendencia natural apunte
a la contemplación de la esencia de las cosas.
—¿Cómo no?
—Y todas las cualidades cuyo deslinde acabamos de hacer, ¿no se ligan entre sí, y no son todas
ellas necesarias al alma que debe elevarse al más perfecto conocimiento del ser?
—Todas le son necesarias —dijo.
—¿Merecerá ser criticada bajo ningún concepto una profesión para la que no puede ser capaz
sino el que está dotado de memoria, de penetración, de grandeza de alma, de afabilidad, y que es
amigo y, en cierto modo, aliado de la verdad, de la justicia, de la fortaleza y de la templanza?
—El mismo Momo no encontraría nada que observar —dijo.[1]
—A tales hombres, perfeccionados por la educación y por la experiencia, y sólo a ellos, deberás
confiar el gobierno del Estado.
III. Adimanto, tomando entonces la palabra, me dijo:
—Sócrates, nadie puede negarte la verdad de lo que acabas de decir. Pero he aquí una cosa que
sucede de ordinario a los que conversan contigo sobre esto. Se imaginan que, por no estar versados
en el arte de interrogar y de responder, se ven conducidos poco a poco al error mediante una serie de
preguntas cuyas consecuencias no ven al pronto, pero que, ligadas las unas a las otras, concluyen por
hacerles caer en un error contrario enteramente a lo que habían creído al principio. Y así como en el
juego de fichas los malos jugadores se ven de tal manera entorpecidos por los hábiles, que concluyen
por no saber qué pieza mover, en la misma forma tu habilidad en manejar, no las piezas, sino las
palabras, concluye por poner a los interlocutores en la imposibilidad de saber qué decir, sin que por
ello haya verdad en tus palabras; y digo esto con motivo de lo que acabo de oírte. En efecto, se te
debe decir que es imposible en verdad oponer nada a cada una de tus preguntas en particular, pero
que si se examina la cosa en sí, se ve que los que se consagran a la filosofía, no los que lo hacen sólo
durante su juventud para completar su educación, sino los que envejecen en este estudio son, en su
mayor parte, de un carácter extravagante e incómodo, por no decir otra cosa peor, y los más capaces
de ellos se hacen inútiles para la sociedad por haber abrazado este estudio de que haces tantos
elogios.
—Adimanto, ¿crees que los que hablan de esta manera no dicen la verdad? —dije yo al oírle.
—Yo no lo sé; pero tendré gusto en oír tu opinión —contestó.
—Pues bien; mi opinión es que dicen verdad.
—Si es así, ¿en qué has podido fundarte para decir antes que no hay remedio para los males que
arruinan los Estados mientras no sean gobernados por esos mismos filósofos, que tú reconoces que
son inútiles?
—Me haces una pregunta —dije— a la que no puedo responder sin valerme de una comparación.
—Pues no es, sin embargo, tu costumbre, a mi parecer, emplear comparaciones en tus discursos
—exclamó.[2]
IV. —Muy bien. Veo que te burlas después de haberme comprometido en tan difícil discusión.
Escucha la comparación de que voy a servirme, y así conocerás mejor aún mi poco talento en este
género. El trato que se da a los sabios en los Estados es tan cruel, que nadie ha experimentado nunca
algo que se aproxime a ello; de suerte que me veo obligado a formar con muchas partes, que no
tienen entre sí ninguna relación, un cuadro que debe servir para su justificación, imitando a los
pintores, cuando nos presentan animales mitad cabras y mitad ciervos, u otras monstruosidades.
Figúrate, pues, un patrón de una o de muchas naves, tal como voy a pintártelo; más grande y más
robusto que el resto de la tripulación, pero un poco sordo, de vista corta, y poco versado en el arte de
la navegación. Los marineros se disputan el timón; cada uno de ellos pretende ser piloto, sin tener
ningún conocimiento de timonel, y sin poder decir ni con qué maestro ni en qué tiempo lo ha
adquirido. Además dicen que no es una ciencia que pueda aprenderse, y estarán dispuestos a hacer
trizas al que intente sostener lo contrario. Imagínate que los ves alrededor del patrón, sitiándole,
conjurándole y apurándole para que les confíe el timón. Los excluidos matan y arrojan al mar a los
que han sido preferidos: después embriagan al patrón o le adormecen haciéndole beber la
mandrágora, o se libran de él por cualquier otro medio. Entonces se apoderan de la nave, se echan
sobre las provisiones, beben y comen con exceso, y conducen la nave del modo que semejantes
gentes pueden conducirla. Además, consideran como un hombre entendido, como un hábil marino, a
todo el que pueda ayudarles a obtener por la persuasión o por la violencia la dirección de la nave;
desprecian como inútil al que no sabe lisonjear sus deseos; ignoran, por otra parte, que un piloto
auténtico ha de tener conocimiento exacto de los tiempos, de las estaciones, del cielo, de los astros,
de los vientos y de todo lo que pertenece a este arte; y en cuanto al talento de gobernar una nave, haya
o no oposición de parte de la tripulación, no creen que sea posible adquirirlo ni como ciencia ni
como práctica del pilotaje. En las naves que pasan tales cosas, ¿qué idea quieres que se tenga del
verdadero piloto? Los marineros, en la disposición de espíritu en que yo los supongo, ¿no le
considerarán como visionario que pierde el tiempo en contemplar los astros, charlatán e inútil?
—A buen seguro —dijo Adimanto.
—No creo —dije— que haya necesidad de examinar en detalle la comparación para ver que es la
imagen fiel del tratamiento que se da a los verdaderos filósofos en los diversos Estados.
Comprendes, sin duda, mi pensamiento.
—Por supuesto —dijo.
—Presenta, pues, esta comparación al que se asombre de ver a los filósofos tratados en los
Estados de una manera tan poco honrosa; trata de hacerle comprender que sería una maravilla mucho
mayor que sucediera lo contrario.
—Se la presentaré —dijo.
—Dile también que tiene razón al considerar a los más sabios de los filósofos como agentes
inútiles para el Estado; pero que no es a estos a quienes es preciso atacar echándoles en cara su
inutilidad, sino a los que no se dignan emplearlos, porque no es natural que el piloto suplique a la
tripulación que le permita conducir la nave, ni que los sabios vayan de puerta en puerta a hacer la
misma súplica a los ricos.[3] El que se ha atrevido a emitir esta idea se ha engañado. La verdad es que
al enfermo, sea rico o pobre, es al que corresponde acudir al médico; y, en general, lo natural es que
el que tiene necesidad de ser gobernado vaya en busca del que puede gobernarle, y no que aquellos
cuyo gobierno pueda ser útil a los demás supliquen a estos que se pongan en sus manos. Y así no te
engañarás comparando los políticos que están hoy a la cabeza de los negocios públicos con los
marineros de que acabo de hablar; y a los que éstos consideran como gentes inútiles, perdidas en la
contemplación de los astros, con los verdaderos pilotos.
—Muy bien —dijo.
—Se sigue de aquí que es difícil que la mejor profesión se vea honrada por los que siguen un
camino del todo opuesto. Pero las mayores y más fuertes calumnias que a la filosofía se han inferido
son debidas a esos que dicen practicarla. A ellos se refiere tu acusador de la filosofía al decir que la
mayor parte de los que la cultivan son hombres perversos, y que los mejores de ellos son, cuando
menos, inútiles; acusación que tú y yo hemos tenido por fundada. Di, ¿no es así?
—Sí.
V. —¿No acabamos de ver la razón de la inutilidad de los buenos?
—En efecto.
—¿Quieres que indaguemos ahora la causa inevitable de la perversidad de la mayoría de los
filósofos, y que nos esforcemos en demostrar, si es posible, que no es la filosofía sobre la que ha de
recaer la falta?
—Por supuesto que sí.
—Sigamos, pues, dialogando, pero no sin antes recordar lo que dio origen a esta digresión, es
decir, cuáles son las cualidades necesarias para llegar a ser un hombre de bien. La primera y
principal es, como recordarás, la verdad, que debe buscarse en todo y por todo, siendo la verdadera
filosofía absolutamente incompatible con el espíritu de mentira.
—Eso es lo mismo que dijiste.
—Y sobre este punto, ¿no opinan de muy distinta manera la mayor parte de los hombres al
referirse al filósofo?
—En efecto —dijo.
—A tu parecer, ¿no tendremos razón para responder que el que tiene verdadero amor a la ciencia
no se detiene en las cosas que no existen más que en apariencia, sino que, nacido para reconocer lo
que existe realmente, tiende hacia lo mismo con un amor y con un denuedo infatigables, hasta llegar a
unirse a ello mediante la parte del alma que tiene más íntima relación con la misma realidad que se
busca; y hasta que, por último, creando en él esta unión y este divino consorcio el conocimiento y la
verdad, alcanza una vista clara y distinta del ser, y vive mediante éste una verdadera vida, dejando de
ser su alma presa de los dolores del alumbramiento?
—No es posible responder mejor —dijo.
—¿Y puede amar la mentira un hombre de estas condiciones? ¿No le causará, por el contrario, un
grande odio?
—La odiará —dijo.
—Y cuando es la verdad la que abre el camino, jamás diremos que pueda llevar tras sí el cortejo
de los vicios.
—¿Cómo podría?
—Antes bien, a la verdad van unidas siempre costumbres puras y arregladas, siendo la templanza
su compañera.
—Exacto —dijo.
—¿Y habrá necesidad de poner por segunda vez en fila el coro de las cualidades inseparables de
la natural condición del filósofo? Debes recordar, creo yo, que el valor, la grandeza de alma, la
facilidad en aprender y la memoria eran sus cualidades esenciales; y entonces tú nos interrumpiste,
diciendo que, en verdad, era imposible resistir a nuestras razones, pero que si, dejando aparte los
discursos, se echaba una mirada sobre la conducta de los seres en cuestión, no se podía menos de
confesar que unos son inútiles y otros, que son los más, enteramente perversos. Después de habernos
ocupado de indagar la causa de esta acusación, hemos llegado a examinar por qué la mayor parte de
ellos son perversos, y esto nos ha obligado a trazar de nuevo el carácter del verdadero filósofo.
—Eso es —dijo.
VI. —Ahora es preciso examinar —proseguí— cómo una índole tan bella se corrompe y se
pervierte, de suerte que son muy pocos los que escapan a la corrupción general, y éstos son,
precisamente, aquellos a quienes se mira, no como perversos, sino como hombres inútiles. Después
consideraremos cuál es el carácter de esos que imitan y suplantan en sus menesteres esa naturaleza y
qué clase de almas son quienes, usurpando una profesión de que son indignos y que está fuera de sus
alcances, incurren en mil extravíos y ocasionan, en tu opinión, el descrédito universal de la filosofía.
—¿Cuáles son, entonces, las causas de corrupción a que te refieres? —preguntó.
—Voy a decírtelas, si soy capaz de ello —dije—. Por lo pronto, todo el mundo convendrá
conmigo en que muy raras veces aparecen sobre la tierra hombres de índole natural tan feliz que
reúnan en sí todas las cualidades que exigimos en un verdadero filósofo; ¿no crees?
—En efecto.
—Mira ahora las causas poderosas que influyen para que se malogre este pequeño número.
—¿Cuáles son?
—Lo que más te ha de sorprender es que estas mismas cualidades que hacen tan apreciables estos
caracteres corrompen algunas veces el alma del que las posee, y le separan de la filosofía; me refiero
al valor, a la templanza y a las demás cualidades de que hemos hecho mención.
—Eso es, en verdad, bien extraño —dijo.
—Además de esto —continué—, todo lo que los hombres consideran como bienes: la belleza, las
riquezas, la fuerza del cuerpo, las grandes uniones, que dan poder político, y todas las demás ventajas
de esta naturaleza, no contribuyen menos a pervertir el alma. Debes comprender a lo que me refiero.
—Sí, pero quisiera que me lo explicaras más por extenso —dijo.
—Fíjate bien y directamente en este principio general, y lejos de parecerte extraño cuanto acabo
de decirte, será para ti completamente evidente.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó.
—De todo germen o ser vivo, sea planta o animal, sabemos que, si nacen en un clima poco
favorable y, por otra parte, no tienen ni el alimento ni la temperatura que necesitan, se corrompen
tanto más cuanto su naturaleza es más robusta, porque el mal es más contrario a lo que es bueno que a
lo que no lo es.[4]
—Y ¿cómo no?
—También es una verdad que un mal régimen daña más a lo que es excelente por su naturaleza
que a lo que no es más que mediano.
—Eso es.
—Podemos asegurar igualmente, mi querido Adimanto, que las almas mejor nacidas se hacen las
peores mediante una mala educación. ¿Crees tú que los grandes crímenes y la maldad consumada
parten de un alma ordinaria, o más bien de una naturaleza noble que la educación ha corrompido? De
las almas vulgares puede decirse que jamás harán ni mucho bien ni mucho mal.
—No opino sino como tú —dijo él.
—Por consiguiente, creo yo, una de dos: si la índole natural filosófica es cultivada de forma
adecuada, necesariamente ha de llegar de grado en grado hasta la misma virtud; si, por el contrario,
es sembrada, crece y se desenvuelve en un suelo extraño, llega a todo lo contrario, a no ser que algún
dios vele por su conservación de una manera especial. ¿Crees, como se imaginan muchos, que los
que pierden a algunos jóvenes son algunos sofistas, que actuando en privado los corrompen
grandemente, o más bien los que lo atribuyen a los sofistas son ellos mismos sofistas mucho más
peligrosos, porque valiéndose de sus propias máximas saben formar y torcer a su gusto el espíritu de
los hombres y de las mujeres, de los jóvenes y de los ancianos?
—Pero ¿en qué ocasión lo hacen? —preguntó.
—Cuando en las asambleas públicas, en el foro, en el teatro, en el campo, o en cualquier otro sitio
donde la multitud se reúne —repuse—, aprueban o desaprueban ciertas palabras y ciertas acciones
con gran estruendo, grandes gritos y palmadas, redoblados al retumbar los ecos en las piedras del
lugar. ¿Qué efecto producirán tales escenas en el corazón de un joven? Por excelente que sea la
educación que haya recibido en particular, ¿no tiene que naufragar por precisión en medio de estas
oleadas de alabanzas y de críticas? ¿Podrá resistir a la corriente que le arrastra? ¿No conformará sus
juicios con los de la multitud sobre lo que es bueno o vergonzoso? ¿No hará estudio en imitarla?
—Forzoso será, Sócrates —dijo él.
VII. —Sin embargo —dije—, no he querido hablar aún de la prueba más violenta a que se somete
su virtud.
—¿Cuál es? —inquirió.
—Ella tiene lugar cuando estos hábiles maestros y estos grandes sofistas, no pudiendo nada con
sus discursos, añaden los hechos a los dichos. ¿No sabes que castigan con la pérdida de derechos, con
multas y con la muerte a los que rehúsan someterse a sus razones?
—Lo sé muy bien —dijo.
—¿Qué otro sofista, pues, ni qué instrucción particular podrían prevalecer en su resistencia
contra ellos?
—Creo que nadie —dijo.
—No, sin duda; y sería una locura intentarlo —dije—. No hay, ni ha habido, ni habrá jamás un
carácter distinto en cuanto a la virtud, mientras su educación se vea combatida por las lecciones de
tales maestros. Esto debe entenderse hablando de caracteres humanos y poniendo aparte, según el
proverbio, a los divinos; porque si en un Estado gobernado según estas máximas se encuentra alguno
que se escape del naufragio común y sea lo que debe ser, se puede asegurar, sin temor de engañarse,
que es deudor a los dioses de su salvación.
—No opino diferente —dijo.
—Entonces creerás también lo que voy a decir —seguí.
—¿Qué?
—Todos esos particulares mercenarios que el pueblo llama sofistas, y que juzga que las lecciones
que dan son opuestas a lo que el mismo pueblo cree, no hacen otra cosa que repetir a la juventud las
máximas que el pueblo profesa en sus asambleas, y a esto llaman sabiduría. Figúrate un hombre que
hubiese observado los movimientos instintivos y los apetitos de un animal grande y robusto, el punto
por el que se podrá aproximar a él y tocarle, cuándo y por qué se enfurece o se aplaca, qué voz
produce en cada ocasión, y por qué y qué tono de la de otros le apacigua o le irrita, y que, después de
haber aprendido todo esto con el tiempo y la experiencia, formase una ciencia que, como un sistema,
se pusiese a enseñar, sin servirse, por otra parte, de ninguna regla para discernir lo que en estos
hábitos y apetitos es hermoso o feo, bueno o malo, justo o injusto; conformándose en sus juicios con
el instinto del animal, llamando bien a todo lo que le halaga y causa placer, mal a todo lo que le irrita;
justo y bello a lo que es inevitable; sin hacer otra distinción, porque no sabe la diferencia esencial que
hay entre lo que es bueno y lo que es inevitable; diferencia que no conoció jamás, ni está en estado de
hacerla conocer a los demás. ¿No te parecería, por Zeus, bien ridículo un maestro semejante?
—En efecto —dijo.
—¿Y no es ésta, punto por punto, la imagen de los que hacen consistir la sabiduría en conocer lo
que desea la multitud reunida, lo que la lisonjea, sea en pintura, sea en música, sea en política? ¿No es
evidente que si alguno presenta en estas reuniones alguna obra de poesía o de arte, o cualquier
proyecto de utilidad pública, remitiéndose al juicio de la multitud, tiene una necesidad diomedea[5] de
conformarse en todo a lo que ella ha de aprobar? ¿Has oído jamás a uno solo de los que las
componen probar de otro modo que valiéndose de razones ridículas y lamentables que lo que así
juzga bueno y honesto sea tal en efecto?
—Ni espero oírselo nunca —dijo.
VIII. —A todas estas reflexiones une la siguiente: ¿es posible que la multitud oiga con gusto y
mire como verdadero este principio: que existe lo bello en sí, pero no la pluralidad de las cosas
bellas, y cada cosa en sí, pero no la multitud de cosas particulares?
—En modo alguno —dijo.
—Por consiguiente, es imposible que el pueblo sea filósofo —dije.
—Imposible.
—Y, por lo tanto, necesariamente ha de despreciar a los que se dedican a la filosofía.
—Necesariamente.
—Y los despreciarán también esos particulares que viven entregados al pueblo y que se
consagran a complacerle.
—Es evidente.
—Ahora bien: ¿cuál es el asilo donde el verdadero filósofo pueda retirarse para perseverar en la
profesión que ha abrazado y llegar al punto de perfección a que aspira? Júzgalo por lo que acabamos
de decir. Hemos convenido en que el verdadero filósofo debe recibir de la naturaleza la facilidad de
aprender, la memoria, el valor y la grandeza del alma.
—Sí.
—Desde la infancia, ¿será el tal el primero entre sus iguales, sobre todo si las perfecciones del
cuerpo corresponden en él a las del alma?
—¿Por qué no? —dijo.
—Cuando haya llegado a la edad madura, sus padres y sus conciudadanos se apresurarán a
servirse de sus talentos y a confiarle sus intereses.
—¿Cómo no?
—Le abrumarán con halagos y súplicas, previendo de antemano el crédito que algún día
alcanzará en su patria, y le obsequiarán para tenerlo seguro de antemano.
—Así sucede de ordinario —dijo.
—¿Qué quieres que haga en medio de tantos aduladores —dije yo—, sobre todo si ha nacido en
un Estado poderoso, si es rico, de distinguido nacimiento, hermoso de cara y de ventajosa talla? ¿No
alimentará las más locas esperanzas, hasta imaginarse que tiene todo el talento necesario para
gobernar a los griegos y a los bárbaros, exaltándose a sí mismo, henchido de orgullo y arrogancia
así como de huera y loca vanidad?
—Sin duda —dijo.
—Si mientras se encuentra en tal disposición de espíritu, alguno, aproximándose a él con dulzura,
se atreviese a hacerle oír la verdad, diciéndole que le falta la razón y que tiene gran necesidad de ella
para gobernarse, pero que no se adquiere sino a precio de mayores esfuerzos, ¿crees tú que en medio
de tan halagüeñas ilusiones preste con gusto oídos a semejante discurso?
—Muy lejos de eso —dijo.
—Sin embargo —dije yo—, si a causa de su buena índole y las relaciones que existen entre estos
discursos y las facultades de su alma, llega a atenderlos y se deja convencer y arrastrar hacia la
filosofía, ¿qué crees que harán entonces los persuadidos de que este cambio les va a hacer perder sus
favores y todas las ventajas que de él se prometían? Discursos, acciones, de todo se valdrán para
disuadirle, al paso que dirigirán todos sus esfuerzos contra el importuno consejero, para perderle,
sea armándole lazos en secreto, sea llevándole ante los tribunales.
—No puede menos de ser así.
—Y bien, ¿esperas aún que nuestro hombre se consagre a la filosofía?
—Rotundamente, no.
IX. —Ya ves —seguí— la razón que yo tenía para decir que las cualidades que constituyen al
filósofo, si están pervertidas por una mala educación, contribuyen en cierta manera a separarle de su
destino natural y lo mismo sucede con las riquezas y las demás pretendidas ventajas de esta especie.
—Reconozco que no se dijo sin razón —contestó.
—Tantas y tan grandes son, mi querido amigo —dije—, las causas de que se corrompan y se
pierdan esas naturalezas privilegiadas tan bien constituidas para la mejor de las profesiones;
naturalezas que, por otra parte, son muy raras, como hemos dicho. Estos hombres, así pervertidos,
son los que causan los mayores males al Estado y a los particulares, y los que, por el contrario,
cuando cambian de dirección en buen sentido, producen los mayores bienes. Una medianía no es
capaz de nada grande, ni para el particular ni para el Estado.
—Muy cierto —dijo.
—De modo que estos mismos hombres, después de haber abandonado la profesión para que
nacieron, y de haber condenado la filosofía a la soledad y al desprecio, llevan una vida contraria a
sus tendencia naturales y a la verdad; y, al mismo tiempo, la filosofía, abandonada de esta manera por
sus propios hijos, ve que éstos son reemplazados por otros supuestos que la deshonran y atraen sobre
ella todos esos cargos de que hablabas; y de todos los que la cultivan, los unos no sirven para nada, y
la mayor parte son dignos de los mayores males.
—Eso es, ciertamente, lo que se dice de continuo —asintió.
—Y no sin fundamento —dije yo—. Hombres de poco valor, al ver el puesto desocupado, y
alucinados por los nombres distinguidos y títulos que lleva consigo, abandonan con gusto una
profesión oscura, llegando acaso a mostrar gran habilidad en su modesta técnica, y se echan en
brazos de la filosofía, a la manera de esos criminales fugados de las prisiones que van a refugiarse
en los templos. Porque la filosofía, a pesar del estado de abandono a que se ve reducida, conserva aún
sobre las demás artes un ascendiente y una superioridad que hacen que la busquen esos que no
nacieron para ella, esos viles artesanos que con un trabajo servil han desfigurado el cuerpo y, al
mismo tiempo, degradado el alma. ¿No es forzoso que así sea?
—Por supuesto —dijo.
—Al verlos —pregunté—, ¿dirás que esto difiere de cuando un herrero calvo y de menguada
estatura que acaba de verse libre de las cadenas y de los grillos, que ha reunido un poco de dinero,
después de limpiarse en el baño y de vestirse con un traje nuevo, va a casarse con la hija de su amo,
reducida a la pobreza y el abandono?
—No hay ninguna diferencia —dijo.
—¿Qué hijos saldrán de semejante matrimonio? Indudablemente hijos contrahechos y
degenerados.
—Por fuerza.
—En igual forma, ¿qué pensamientos y opiniones han de salir del comercio de estas almas bajas
y sin cultura con la filosofía? ¿No serán pensamientos dignos de ser llamados sofismas, desprovistos
de nobleza y de toda verdadera inteligencia?
—Absolutamente —dijo.
X. —Queda, pues, mi querido Adimanto, reducido el número bien escaso de verdaderos filósofos
—dije— a algún espíritu elevado, perfeccionado por la educación, que, aislado por el destierro, debe
su perseverancia en el estudio de la sabiduría al cuidado que ha tenido de alejarse de los corruptores;
o bien a alguna alma grande que, nacida en un Estado pequeño, se consagre a la filosofía por el
desprecio que, con razón, le inspiran los asuntos públicos o cualquier otra profesión. Otros, en fin, se
ven contenidos por las mismas causas que retienen en el campo de la filosofía a nuestro amigo
Teages.[6] Todo cuanto puede alejar a un hombre de la filosofía parece haberse reunido contra él,
pero su cuerpo enfermo le impide mezclarse en los asuntos públicos. Con respecto a mí, no vale la
pena hablar de ese genio que me acompaña y me aconseja sin cesar. Apenas se encontrará otro
ejemplo en todo el pasado. Ahora bien, el que, entre este pequeño número de hombres, gusta y ha
gustado la dulzura y la felicidad que se encuentran en la sabiduría, viendo la locura del resto de los
hombres y el desorden introducido en los Estados por los que se mezclan en su gobierno; no
percibiendo, por otra parte, en torno suyo nadie que quiera secundarle en los esfuerzos que habría de
hacer para sacar la justicia de la opresión, de suerte que no tuviese que temer nada por sí mismo;
viéndose, como quien dice, en medio de una multitud de bestias feroces, de cuyas injusticias no
quiere hacerse partícipe, y a cuya saña en vano intentaría oponerse, seguro de ser inútil a sí mismo y
a los demás, y de perecer antes de haber podido hacer servicio alguno a la patria y a sus amigos;
haciéndose todas estas reflexiones, se mantiene en reposo y entregado exclusivamente a sus propios
negocios; y así como un viajero, asaltado por una violenta borrasca, se considera dichoso si
encuentra un paredón que le sirva de abrigo contra el agua y los vientos, en la misma forma, viendo
que la injusticia reina por todas partes impunemente, se da por satisfecho si puede, exento de
iniquidad y de crímenes, pasar sus días en la inocencia, y salir de esta vida tranquilo, alegre y
henchido de bellas esperanzas.
—No es poco el conseguir salir de este mundo después de haber vivido de esa manera —dijo.
—Pero no ha cumplido —dije— el fin más grande que encerraba su destino, por no haber
encontrado una forma de gobierno que le cuadrase. En un gobierno de tales condiciones, el filósofo
se hubiera desenvuelto más y hubiera sido útil a sí mismo y a la comunidad. XI. Creo, sin embargo,
que hemos demostrado suficientemente la causa y la injusticia de los cargos que se hacen a la
filosofía. ¿Tienes aún alguna dificultad que oponer?
—Nada tengo que añadir sobre esta materia —contestó—. Pero dime: de todos los gobiernos
actuales, ¿cuál es el que convendría a un filósofo?
—Ninguno —dije—; precisamente lo que lamento es que no encontramos ni una sola forma de
gobierno que convenga a un filósofo. Así es que le vemos alterarse y corromperse y, a la manera que
un grano sembrado en una tierra extraña degenera y toma la calidad del suelo a donde ha sido
transportado, así el verdadero filósofo pierde la virtud que le es propia y cambia de naturaleza. Si,
por el contrario, se encuentra con un gobierno cuya perfección corresponda a la suya, entonces se
verá que encierra verdaderamente en sí algo divino, mientras todos los demás caracteres y todas las
demás profesiones sólo participan de lo humano. Indudablemente, me vas a preguntar de qué forma
de gobierno quiero hablar.
—No acertaste —dijo—. No te iba a preguntar eso, sino que lo que yo querría saber es si el
Estado cuyo plan hemos trazado es el mismo que el que tienes en tu mente, o si es otro distinto.
—Es el mismo —dije yo—, salvo un punto que le falta aún. Hemos dicho, en verdad, que era
preciso buscar el medio de conservar en el gobierno de nuestro Estado el mismo espíritu con que tú,
el legislador, estableciste sus leyes.
—Lo hemos dicho, en efecto —asintió.
—Pero no quedó del todo claro —dije—, porque tuve miedo de las objeciones mismas que habéis
hecho, y cuya solución es tan larga y difícil como vosotros habéis mostrado, sin contar con que lo
que falta por decir no es en manera alguna fácil de explicar.
—Pues ¿de qué se trata?
—De cómo practicar la filosofía un Estado que no quiera perecer; porque las empresas grandes
son azarosas y, como suele decirse, las cosas bellas son difíciles.
—Sin embargo, hay que culminar el argumento aclarando este punto.
—Si no llego a hacer una demostración clara, no será por falta de voluntad —dije—, sino por no
poder más. Te hago juez del empeño que pongo en complacerte. Mira, por lo pronto, con qué valor, o
más bien, con qué audacia siento por principio que es preciso para ello observar una conducta
enteramente contraria a la que se sigue en nuestros días respecto a la filosofía.
—¿Cómo?
—Se dedican ahora a ella gentes demasiado jóvenes, recién salidas de la niñez, que renuncian a
ella cuando están a punto de entrar en la parte más difícil, quiero decir, en la dialéctica, para
dedicarse a la casa y a los negocios, pasando ya con eso por grandes filósofos. Después creen hacer
mucho con asistir a conversaciones filosóficas, cuando a ellas son invitados, y miran esto, más que
como una ocupación, como un pasatiempo. Cuando llegan a la vejez, salvas muy pocas excepciones,
su ardor por esta ciencia se extingue más pronto que el sol de Heráclito,[7] puesto que no vuelve a
lucir más.
—¿Y cómo debe procederse? —preguntó.
—Haciendo todo lo contrario. Es preciso que los niños y los jóvenes se dediquen a los estudios
propios de su edad,[8] y que en este período de la vida, en que crece y se fortifica el cuerpo, se tenga
un cuidado particular del mismo, a fin de que pueda, en su día, auxiliar mejor al espíritu en sus
trabajos filosóficos. Con el tiempo, y a medida que el espíritu se forma y madura, se reforzarán los
ejercicios a que haya de sujetársele. Y cuando, gastadas las fuerzas, no les sea posible ir a la guerra ni
ocuparse de los negocios del Estado, entonces se les permitirá que pazcan en libertad sin hacer otra
cosa, como no sea de paso, a fin de alcanzar así una vida dichosa en este mundo, y obtener, después
de la muerte, otra que corresponda a la felicidad de que se habrá gozado sobre la tierra.
XII. —Sócrates, pareces, en verdad, hablar de esta materia con gran ardor. Creo, sin embargo, que
la mayor parte de los que te escuchan, comenzando por Trasímaco, lo mostrarán mayor aún en
combatirlo y en resistirse a aceptar tus razones.
—Te suplico que no trates de ponerme a mal con Trasímaco —dije—; somos amigos de poco
tiempo a esta parte, aunque jamás hemos sido enemigos. Por lo tanto, no hay esfuerzo que debamos
escatimar para convencer a él y a los demás; o, cuando menos, que lo que digamos les sirva para otra
vida, cuando comenzando una nueva carrera, se encuentren tomando parte en conversaciones
semejantes.
—En buena hora. ¡Corto es el plazo de que hablas! —dijo.
—Di más bien que no es nada en comparación con la totalidad de los siglos —dije—. Sobre todo,
no es extraño que semejantes discursos no merezcan crédito a la mayor parte. No se ha visto aún
puesto en planta lo que decimos. Lejos de ello, sobre estas materias no se oyen ordinariamente más
que discursos estudiados de forma que los miembros de cada frase se correspondan en una exacta
consonancia, y no compuestos fortuitamente, como los nuestros. Pero lo que, sobre todo, no se ha
visto es un hombre cuyos hechos y palabras estén en real consonancia con la virtud, con toda la
exactitud que la debilidad humana consiente. ¿No crees?
—De ningún modo.
—Tampoco habrá asistido nadie con asiduidad a conversaciones verdaderamente hermosas y
nobles, en las que se busque la verdad con ardor por todas las vías posibles con el solo objeto de
conocerla; en la que se rechacen los vanos adornos y la falsa sutileza, que no buscan sino causar
efecto y provocar discordia en el foro y en las conversaciones particulares.
—Tampoco eso —dijo.
—Todas estas razones son las que antes preveíamos —dije— y nos causaban temor. Sin embargo,
la verdad ha podido más, y hemos dicho que no era posible esperar sobre la tierra un Estado, un
gobierno, y si se quiere, un hombre perfecto, a menos que una dichosa necesidad obligase a este
pequeño número de filósofos acusados, no de perversos, sino de inútiles, a encargarse, con voluntad
o sin ella, del gobierno, y al Estado a escucharles; o, al menos, que los dioses inspiren un amor
sincero por la verdadera filosofía a los hijos de los que gobiernan en nuestros días las monarquías y
los demás Estados o a ellos mismos. Decir que una u otra de estas cosas o ambas son imposibles es
sentar un hecho extraño a la razón. En otro caso, seríamos nosotros muy necios al entretenernos en
formar aquí vanos deseos. ¿No es así?
—Sí.
—Luego si en los infinitos siglos pasados se ha visto un verdadero filósofo en la necesidad de
regir el timón de un Estado, o si esto mismo se verifica en algún país bárbaro tan distante que se
oculte a nuestras miradas, o si llega a verificarse algún día, estamos prontos a sostener que ha
habido, que hay, o que habrá un Estado tal como el nuestro, cuando esta musa[9] ejerza en él la
suprema autoridad. Nada de imposible ni de quimérico hay en nuestro proyecto; aunque somos los
primeros en confesar que la ejecución es difícil, pero no irrealizable.
—Soy de tu dictamen —dijo.
—Pero ¿me vas a decir que la generalidad de los hombres, en cambio, no piensa lo mismo? —
pregunté.
—Tal vez —dijo.
—¡Oh, mi querido amigo! —dije—. No tengas formada tan mala opinión de la multitud.
Cualquiera que sea su manera de pensar, en lugar de disputar con ella, trata de reconciliarla con la
filosofía, destruyendo las malas impresiones que le ha inspirado. Muéstrale los filósofos de que
quieres hablar; define, como acabamos de hacer, su carácter y el de su profesión, no sea que se
imagine que hablas de los filósofos que son como ella piensa. ¿Dirás que, aun cuando vean en claro
lo que son, siempre formarán de ellos una idea conforme con la que tenían? ¿Crees que corazones
que no conocen la hiel ni la envidia se irritarán contra el que no se irrita, y que querrán hacer mal a
quien no lo quiere para nadie? Preveo tu objeción y te declaro que un carácter tan intratable no es el
de la multitud, y sí el de muy pocos.
—Convengo en ello por completo —dijo.
—Pues bien, entonces convendrás también en que los que indisponen a tantos con la filosofía son
esos intrusos que, después de irrumpir indebidamente en ella, se llenan de injurias mutuamente, y
cuyos discursos no tratan sino cuestiones personales. Semejante conducta es bien impropia de un
filósofo.
—Sí —dijo.
XIII. —Porque, mi querido Adimanto, el que mira como su único estudio la contemplación de la
verdad, no tiene tiempo para hacer descender sus miradas sobre la conducta de los hombres ni para
ponerse a luchar con ellos lleno de envidia y acritud, sino que, teniendo sin cesar fijo el espíritu
sobre los objetos que guardan entre sí un orden constante e inmutable, los cuales, sin perjudicarse los
unos a los otros, conservan siempre los mismos puestos y las mismas relaciones, consagra toda su
atención a imitar y a expresar en sí este orden invariable. ¿Es posible, en efecto, que se admire y se
conviva con una cosa sin hacer esfuerzos por imitarla?
—Eso no puede ser —dijo.
—Por lo tanto, el filósofo, gracias a la estrecha relación en que vive con los objetos divinos,
entre los que reina un orden inmutable, se hace un hombre divino y ajustado en todo lo que puede
serlo un hombre; aunque en todo se encuentra excusa para la calumnia.
—Tienes razón.
—Si, pues, algún motivo poderoso —dije— le obligase a no limitar sus cuidados a su propia
perfección, y sí a hacerlos extensivos al gobierno y a las costumbres de sus semejantes,
introduciendo el orden que ha admirado en la esencia de las cosas, ¿crees tú que sería un mal maestro
en todo lo relativo a la templanza, justicia y demás virtudes públicas?
—En modo alguno —dijo.
—Pero si el pueblo llega a penetrarse una vez de la verdad de lo que decimos de él, ¿se irritará
contra los filósofos y rehusará creer con nosotros que un Estado no puede ser dichoso, a menos que
el plan del mismo sea trazado por estos artistas según el modelo divino, que constantemente tienen a
la vista?
—No se irritará —dijo— si se da cuenta de ello. Pero ¿de qué manera trazarán los filósofos ese
plan de que hablas?
—Mirarán al Estado —dije— y el alma de cada ciudadano como una tablilla que es preciso ante
todo limpiar, lo cual no es fácil; porque los filósofos, a diferencia de los legisladores ordinarios, no
querrán ocuparse de dictar leyes a un Estado o a un individuo si no los han recibido puros y limpios,
o si los mismos filósofos no los han hecho tales.
—Harán bien —dijo.
—Y después, ¿no crees que esbozarán las líneas generales de gobierno?
—¿Cómo no?
—Trabajarán en seguida sobre este lienzo, dirigiendo sus miradas repetidamente ya sobre lo
naturalmente justo, bello y temperante y todas las demás virtudes, ya sobre el punto a que el hombre
puede arribar en la realización de este ideal; y mediante la mezcla y combinación de instituciones,
formarán el hombre verdadero conforme a aquel modelo, que Homero llama divino y semejante a
los dioses cuando lo encuentra en un hombre.
—Muy bien —dijo.
—Y pienso que será preciso borrar muchas veces y otras añadir nuevos rasgos, hasta que el alma
del hombre se aproxime lo más posible a este estado de perfección, que la hace agradable a los
dioses.
—No puede haber una pintura más hermosa —dijo.
—¿Qué te parece? —pregunté—. ¿Hemos probado suficientemente a los que tú me presentabas
antes[10] marchando en orden de batalla para atacarnos que el único que puede trazar el plan de una
república es ese mismo filósofo a quien sentían ellos que nosotros entregásemos el gobierno de los
Estados? Lo que acaban de oír, ¿no contribuirá a apaciguarlos?
—Mucho más si dan los oídos a la razón —dijo.
—¿Qué podrán ya objetarnos? ¿Que los filósofos no son amantes del ser y de la verdad?
—Eso sería un absurdo —dijo.
—¿Que su índole natural, tal como la hemos pintado, no se aproxima a lo más perfecto?
—Tampoco.
—¿O que un natural semejante, favorecido por una educación conveniente, no es más propio que
cualquier otro para adquirir la virtud y la sabiduría? ¿Concederán más bien esta ventaja a los que
nosotros hemos excluido del número de los filósofos?
—No, por cierto.
—¿Se irritarán cuando nos oigan decir que no hay remedio para los males públicos y particulares
y que el proyecto de un Estado tal como nosotros hemos imaginado no se realizará jamás mientras
los filósofos no ejerzan toda la autoridad?
—Quizá se irritarán menos —dijo.
—¿Prefieres —inquirí— que dejemos a un lado ese menos y digamos que los hemos aplacado y
persuadido enteramente para que, si no otra cosa, la vergüenza sola les obligue a confesarlo?
—Convengo en ello —dijo.
XIV. —Démoslos, pues, por convencidos en este punto. Y ahora, ¿quién puede dudar que los hijos
de los reyes y de los jefes de los Estados pueden nacer con disposiciones naturales para la filosofía?
—Nadie —dijo.
—Y ¿podría decirse que, aun cuando nazcan con semejantes disposiciones, es una necesidad
inevitable el que se perviertan? Convinimos en que es difícil que se salven de la corrupción general,
pero que en todo el curso de los tiempos no se salve ni uno solo, ¿hay nadie que se atreva a decirlo?
—¿Cómo va a hacerlo?
—Por lo tanto, basta que se salve uno —dije— y que encuentre sus súbditos dispuestos a
obedecerle, para ejecutar lo que se tiene hoy por imposible.
—Basta uno solo —dijo.
—Si llega el caso de que el jefe de un Estado —dije— haga las leyes y los reglamentos de que
hemos hablado, no es imposible que sus súbditos consientan someterse a ellos.
—No, sin duda.
—¿Y es una cosa extraña y chocante que el proyecto que hemos concebido nosotros lo conciba un
día el pensamiento de otro?
—No lo creo —dijo.
—¿No hemos demostrado, a mi juicio suficientemente, que una vez que se tenga por posible
nuestro sistema, es muy ventajoso?
—Sí, suficientemente.
—Concluyamos, por lo tanto, que si nuestro plan de legislación puede tener lugar, es excelente; y
que si la ejecución es difícil, por lo menos no es imposible.
—Así es —dijo.
XV. —Puesto que después de muchos esfuerzos hemos llegado ya al término que apetecíamos,
veamos lo que sigue, es decir, con el auxilio de qué ciencias y con qué clase de ejercicios
formaremos hombres capaces de mantener la constitución política en su integridad, y a qué edad
deberán consagrarse a este servicio.
—Veámoslo —dijo.
—Entonces de nada me ha servido hasta ahora —dije— mi maña para dejar de hablar de la
posesión de mujeres, de la procreación de los hijos y de la elección de los magistrados, sabiendo
cuán delicada era esta materia y cuál sería la dificultad en la ejecución de un sistema enteramente
conforme a la verdad, puesto que me veo ahora precisado a tocar estos puntos. Es cierto que he
hablado de lo relativo a las mujeres y a los hijos; pero con relación a los magistrados tengo que
volverlo a tratar de lleno. Dijimos, si te acuerdas, que debían mostrar un gran celo por el bien
público, y que este celo debía probarse en medio del placer o del dolor, de tal manera que ni los
trabajos, ni el temor, ni ninguna otra situación crítica les hiciese perder de vista esta máxima: que era
preciso desechar a aquel que hubiera sucumbido en estas pruebas y escoger por magistrado al que
saliera tan puro como el oro pasado por el fuego, colmándole de honores y de distinciones durante
su vida y después de su muerte.[11] Entonces no dije más y disfracé mi pensamiento y me valí de
rodeos por temor a comprometerme en la discusión en que ahora nos encontramos.
—Dices verdad; me acuerdo de ello —dijo.
—Temía entonces, mi querido amigo, decir lo que al fin he decidido declarar, pero ahora
digamos abiertamente que los mejores guardadores del Estado deben ser otros tantos filósofos —dije
yo.
—Sostengámoslo con resolución —dijo.
—Te suplico que observes cuán corto será su número, porque raras veces sucede que las
cualidades que en nuestra opinión deben entrar en el carácter del filósofo se encuentren reunidas en
un solo hombre, porque por lo ordinario se reparten entre muchos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—No ignoras que los que tienen facilidad de aprender y retener y que están dotados de un espíritu
sagaz, vivo y dotado de otras cualidades semejantes no unen comúnmente a ello una nobleza y
grandeza de ánimo que los predisponga al orden, la calma y la constancia; sino que dejándose llevar
adonde les arrastra su vivacidad, no tienen en sí mismos nada estable, seguro y fijo.
—Tienes razón —dijo.
—Por lo contrario, los hombres de un carácter consistente, que no muda, con el que puede
contarse siempre, y que en la guerra se manifiestan impasibles en medio de los mayores peligros,
son por esto mismo poco a propósito para las ciencias. De espíritu tardo, poco sensible y embotado,
por decirlo así, bostezan y se duermen tan pronto como intentan dedicarse a algún estudio serio.
—Es cierto —dijo.
—Sin embargo, hemos dicho que nuestros magistrados debían tener ambos tipos de cualidades, y
que sin ello no había para qué cuidarse de su educación, ni elevarlos a los honores y a las primeras
dignidades.[12]
—Razón tuvimos para decirlo —convino.
—¿Y no crees que hay pocas naturalezas de esta condición?
—¿Cómo no?
—Ahora diremos lo que antes omitimos, y es que además de la prueba a que se les ha de someter
en medio de los trabajos, de los peligros y de los placeres, habrán de ejercitarse en un gran número
de ciencias, para ver si su espíritu es capaz de sostener los estudios más profundos, o si se acobarda
como sucede a las almas débiles en otros ejercicios.
—Es justo someterlos a esa prueba —dijo él—; pero ¿cuáles son esos estudios profundos de que
hablas?
XVI. —Recordarás, sin duda —dije yo—, que después de haber distinguido tres especies en el
alma, nos servimos de esta distinción para explicar la naturaleza de la justicia, de la templanza, de la
fortaleza y de la sabiduría.
—Si no lo recordara, no sería merecedor de oír lo que te falta por exponer —dijo.
—¿Recordarás también lo que dijimos antes?
—¿Qué?
—Que se podía tener de estas virtudes un conocimiento más exacto, pero que para llegar a
conseguirlo era indispensable hacer un largo rodeo, y que podíamos conocerlas también por una vía
que nos separase menos del camino que habíamos emprendido. Al parecer, os disteis por contentos, y
en consecuencia traté este punto, a mi entender, muy imperfectamente, y ahora os toca a vosotros
decir si quedasteis satisfechos.
—Con respecto a mí, lo quedé —dijo—; y me pareció que los otros lo quedaron igualmente.
—Pero en materias de esta importancia, mi querido amigo —dije—, toda medida a la que falta
algo ya no es suficiente: porque de ninguna cosa puede ser justa medida lo imperfecto. Sin embargo,
es achaque ordinario en muchos el darse desde luego por satisfechos, y creer que no hay necesidad
de llevar más adelante las indagaciones.
—Ése es un defecto común a muchos —dijo—, que tiene por origen la indolencia.
—Pero también, si hay alguno que deba estar libre de este defecto, es el guardián del Estado y de
las leyes.
—Naturalmente —dijo.
—Es preciso, por lo mismo, que dé este gran rodeo de que acabamos de hablar —dije— y que se
ejercite lo mismo en aprender que en los demás ejercicios, o jamás llegará al más alto grado de esta
ciencia sublime, que conviene a él más que a ningún otro, como poco ha decíamos.
—Pero ¿hay conocimiento más sublime que el de la justicia y el de las demás virtudes de que
hemos hablado? —preguntó.
—Sin duda; y añado que respecto a estas virtudes el bosquejo que hemos trazado no basta y que
no se debe renunciar a un cuadro más acabado. Pues ¿no sería ridículo que se esforzara uno por dar
la máxima precisión a cosas poco importantes, y que no pusiera un especial cuidado en dar la
máxima exactitud a las cosas más elevadas?
—Esta reflexión es muy sensata, pero ¿crees —dijo— que vamos a dejar que pases adelante sin
preguntarte cuál es ese conocimiento superior a todos los demás y cuál es su objeto?
—En modo alguno, y puedes preguntarlo —dije—; después de todo, me lo has oído hasta la
saciedad, y ahora o no tienes memoria o, lo que me parece más probable, sólo intentas entorpecerme
con objeciones. Me inclino por esto último, pues me has oído decir muchas veces que la idea del bien
es el objeto del más sublime conocimiento y que la justicia y las demás virtudes deben a esta idea su
utilidad y todas sus ventajas. Sabes muy bien que esto mismo, poco más o menos, es lo que tengo que
decirte ahora, añadiendo que no conocemos esta idea sino imperfectamente, y que si no llegáramos a
conocerla, de nada nos serviría todo lo demás; así como la posesión de cualquier cosa es inútil para
nosotros sin la posesión del bien. ¿Crees, en efecto, que sea ventajoso poseer algo, sea lo que sea, si
no es bueno, o conocer todas las cosas a excepción de lo bello y de lo bueno?
—No, por Zeus; no lo creo —dijo.
XVII. —Tampoco ignoras que los más hacen consistir el bien en el placer, y otros, más ilustrados,
en el conocimiento.
—¿Cómo no?
—También sabes, mi querido amigo, que los que son de esta última opinión se ven embarazados
para explicar lo que es el conocimiento, y al fin se ven reducidos a decir que es el conocimiento del
bien.
—Sí, y eso es muy chistoso —dijo.
—Sin duda es una cosa muy graciosa de su parte echarnos en cara nuestra ignorancia respecto al
bien, y hablarnos en seguida de él como si lo conociéramos. Dicen que es el conocimiento del bien,
como si nosotros debiésemos entenderles desde el momento en que pronuncian la palabra bien.
—Es muy cierto —dijo.
—Pero los que definen la idea de bien por la de placer, ¿incurren en un error menor que el de los
otros? ¿No están precisados a confesar que hay placeres malos?
—En efecto.
—Y, por consiguiente, ¿no les pasa que llegan a admitir que las mismas cosas son buenas y
malas?
—¿Qué otra cosa, si no?
—Es evidente que esta materia está llena de numerosas y grandes dificultades.
—¿Cómo no?
—¿Y no es evidente también que respecto a lo justo y lo bello muchos se atendrán a las simples
apariencias en sus palabras y en sus acciones; pero que cuando se trate del bien, aquéllas no satisfarán
a nadie, y se buscará algo real sin dejarse llevar de tales apariencias?
—Efectivamente —dijo.
—Y este bien, a cuyo goce aspira toda alma, en vista del cual lo hace todo, cuya existencia
sospecha, pero en medio de la incertidumbre y sin poder definirlo con exactitud, ni con esa fe
inquebrantable que tiene en las demás cosas, lo cual le priva de las ventajas que podría sacar de ellas;
este bien, tan grande y tan precioso, ¿será conveniente que la parte escogida del Estado, a la que
deberemos confiar todo, lo desconozca como la generalidad de los hombres?
—De ninguna manera —dijo.
—Pienso efectivamente —dije yo— que no será un seguro guardián de lo justo y de lo bello el
que no conozca las relaciones que mantienen con el bien; y auguro que nadie podrá conocer
suficientemente lo bello y lo justo sin conocer previamente el bien.
—Tienes razón al augurarlo —dijo.
—Nuestro Estado estará, por tanto, bien gobernado, si lo guarda un guardián que posea el
conocimiento de todas estas cosas.
XVIII. —Así debe ser —dijo—. Pero Sócrates, ¿en qué haces consistir tú el bien: en la ciencia, en
el placer o en qué otra cosa?
—¡Vaya con éste! —dije—. Hace rato que conocía que no querías atenerte a lo que han dicho
aquellos de cuyas opiniones nos hemos ocupado.
—Lo que no me parece razonable, mi querido Sócrates —dijo—, es que un hombre que ha
reflexionado durante toda su vida sobre esta materia, diga cuál es la opinión de los demás y no diga
la suya.
—Pero ¿qué? ¿Te parece más razonable —dije yo— que un hombre hable de lo que no sabe
como si lo supiese?
—No como si lo supiese —dijo—, pero puede acceder a expresar como una opinión lo que cree.
—¡Cómo! ¿No te haces cargo —pregunté— de lo defectuosas que son todas esas opiniones que
no están fundadas en ningún principio cierto? Las mejores de ellas, ¿no son completamente oscuras?
Y los hombres que por causalidad encuentran la verdad, pero sin poder dar razón de ella, ¿se
diferencian en algo de los ciegos que siguen el camino recto?
—En nada —dijo.
—¿Quieres ver, entonces, cosas informes, oscuras y mal fundadas, cuando puedes oírlas claras y
magníficas de otros?
—¡Por Zeus, Sócrates! —me dijo entonces Glaucón—. No te pares aquí, como si hubieras llegado
al término. Nosotros nos daremos por satisfechos si nos explicas la naturaleza del bien en la forma
que has explicado la de la justicia, la de la templanza y la de las demás virtudes.
—También yo me daría por contento, compañero —dije—, pero temo que semejante cuestión sea
superior a mis fuerzas, y que por el empeño de querer daros gusto, vaya a exponerme a vuestras
burlas. Creedme, mis queridos amigos; dejemos por esta vez la indagación del bien tal como es en sí
mismo, porque nos llevaría muy lejos y sería muy penoso para mí explicaros su naturaleza tal como
yo la concibo, siguiendo el camino que hemos traído. Y en su lugar, si os parece, conversaremos
sobre una especie de hijo del bien, que es la representación exacta del bien mismo; y si no os agrada,
pasaremos a otro asunto.
—No. Háblanos del hijo, y en otra ocasión nos hablarás del padre. Esta deuda la reclamaremos a
su tiempo —dijo.
—Bien quisiera —dije— pagaros principal y réditos en lugar de ofreceros sólo el simple
interés[13] de la deuda que hoy os ofrezco. Sin embargo, aceptad este interés, este hijo del bien, y
cuidad de que no os engañe, sin quererlo, pagándoos en moneda falsa.
—Procuraremos poner todo el cuidado que nos sea posible; pero explícate ya —dijo.
—Sí —contesté— pero después de haberos recordado lo que hemos dicho precedentemente en
muchos pasajes, y de haceros convenir en ello.[14]
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Que hay cosas que llamamos bellas y otras que llamamos buenas, y otras muchas de las demás
clases —dije— lo afirmamos y definimos en nuestra argumentación.
—Es cierto que lo afirmamos.
—Existe además lo bello en sí, lo bueno en sí, y lo mismo respecto a las otras múltiples cosas, a
lo que referimos todas estas bellezas y todas estas bondades particulares como a una idea simple y
una, y llamamos a cada cosa «lo que es».
—Tal sucede.
—De las cosas múltiples decimos que son vistas pero no concebidas, y de las ideas, en cambio,
decimos que son concebidas, pero no vistas.
—Conforme del todo.
—¿Y por qué sentido percibimos los objetos visibles?
—Por la vista —dijo.
—Y percibimos los sonidos por el oído —dije—, y todas las demás cosas sensibles por los otros
sentidos, ¿no es así?
—¿Cómo no?
—¿Has observado —pregunté— que el autor de nuestros sentidos ha hecho un gasto mayor para
el órgano de la vista que para los demás sentidos?
—En modo alguno —dijo.
—Pues bien, nótalo. ¿Tienen el oído y la voz necesidad de una tercera cosa, el uno para oír, y la
otra para ser oída, de suerte que si esta tercera cosa llega a faltar, el oído no oírá ni tampoco la voz
será oída?
—De ninguna —dijo.[15]
—Creo también —dije yo— que la mayor parte de los demás sentidos, por no decir todos, no
tienen necesidad de un medio semejante. ¿Hay alguna excepción?
—No, por cierto —dijo.
—Pero respecto de la vista, ¿no te has dado cuenta de que esta sí lo necesita?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que aun cuando haya vista en los ojos y se los aplique a su uso, y el objeto tenga
color, sin embargo, si no interviene una tercera cosa destinada a concurrir a la visión, los ojos no
verán nada y los colores serán invisibles.
—¿Cuál es esa cosa que dices? —preguntó.
—Lo que llamas luz —contesté.
—Tienes razón —dijo.
—El sentido de la vista no tiene, por lo tanto, pequeña ventaja sobre los demás, que es la de estar
unido a su objeto por un lazo de muchísimo valor, a no ser que se diga que la luz es una cosa
despreciable.
—Está muy distante de serlo —dijo.
XIX. —De todos los dioses que están en el cielo, ¿cuál es el dueño de estas cosas y productor de
la luz, que hace que nuestros ojos vean y que los objetos sean vistos con la mayor perfección
posible?
—En mi opinión, como en la tuya y en la de todo el mundo, es el sol —dijo.
—Ahora bien, mira si la relación que une a la vista con este dios es tal como voy a decir.
—¿Cómo?
—La vista, lo mismo que la parte en que se forma y que se llama ojo, no es el sol.
—No, en efecto.
—Pero de todos los órganos de nuestros sentidos, el ojo es, a mi parecer, el que más semejanza
tiene con el sol.[16]
—Con mucho.
—La facultad que tiene de ver, ¿no la posee como una emanación cuya fuente es el sol?
—Absolutamente.
—Y el sol, que no es la vista, pero que es el principio de ella, es percibido por la misma.
—Así es —dijo.
—Pues ten en cuenta —continué— que cuando hablo del hijo del bien, es del sol del que quiero
hablar. El hijo tiene una perfecta analogía con su padre. El uno es en la esfera visible con relación a la
vista y a sus objetos lo que el otro es en la esfera ideal con relación a la inteligencia y a los seres
inteligibles.
—¿Cómo? Te suplico que me lo expliques algo más —dijo.
—Sabes —dije— que cuando se dirigen los ojos a objetos que no están iluminados por el sol y sí
sólo por los astros de la noche, apenas se los puede distinguir; parece uno casi ciego, y la vista no
está clara.
—Así sucede —dijo.
—Pero cuando los ojos miran a cosas iluminadas por el sol, las ven distintamente y la vista se
muestra presente en ellos.
—¿Cómo no?
—Pues considera, que lo mismo sucede respecto al alma. Cuando fija sus miradas en objetos
iluminados por la verdad y por el ser, los ve claramente, los conoce y muestra que está dotada de
inteligencia; pero cuando vuelve sus miradas sobre lo que está envuelto en tinieblas, sobre lo que
nace y perece, su vista se turba, se oscurece, y ya no tiene más que opiniones, que mudan a cada
momento; en una palabra, parece completamente privada de inteligencia.
—Así parece, en efecto.
—Ten por cierto, pues, que lo que derrama sobre los objetos del conocimiento la luz de la
verdad, lo que da al cognoscente la facultad de conocer, es la idea del bien, que es el principio de la
ciencia y de la verdad, a la vez que objeto de conocimiento. Por bellos que sean, pues, el
conocimiento y la verdad, puedes asegurar, sin temor de engañarte, que la idea del bien es distinta de
ellos, y los supera en belleza. Y así como en el mundo visible hay razón para creer que la luz y la
vista tienen analogía con el sol, pero sería falso decir que son ellas el sol; en la misma forma, en el
mundo inteligible pueden considerarse la ciencia y la verdad como imágenes del bien, pero no habrá
razón para tomar la una o la otra por el bien mismo, cuya naturaleza es de valor infinitamente más
elevado.
—¡Qué inefable belleza —dijo— le atribuyes! Puesto que es el origen de la ciencia y de la verdad,
y es aún más bello que ellas. Por consiguiente, no quieres decir que el bien sea el placer.
—¡Ten tu lengua! —dije—. Pero considera su imagen con más atención y de esta manera.
—¿Cómo?
—Indudablemente tú crees, como yo, que el sol no sólo hace visibles las cosas que lo son, sino
que les da también la generación, el crecimiento y el alimento, sin ser él mismo generación.
—¿Cómo habría de serlo?
—Lo mismo puedes decir que los seres inteligibles no sólo reciben del bien su inteligibilidad,
sino también su ser y su esencia, aunque el bien mismo no sea esencia, sino una cosa muy por encima
de la esencia en razón de dignidad y de poder.
XX. — ¡Gran Apolo! —exclamó Glaucón con suma gracia—. ¡Qué excelencia maravillosa!
—Tú tienes la culpa —repliqué yo—. ¿Por qué se me ha obligado a decir lo que pienso sobre esta
materia?
—No te detengas, te lo suplico —dijo—, y acaba la comparación del bien con el sol, si aún falta
algo.
—Verdaderamente sí, y aún falta mucho —dije.
—Pues te ruego que no omitas el menor detalle.
—Me temo —dije— que no dejarán de escapárseme muchos rasgos de semejanza, muy a pesar
mío. Pero nada que pueda ser dicho ahora lo omitiré a sabiendas.
—No lo hagas —rogó.
—Imagínate que el bien y el sol son dos reyes, el uno del mundo inteligible y el otro del mundo
visible; no digo del cielo por temor de que creas que, con ocasión de esta palabra, quiero dar lugar a
un equívoco.[17] Aquí tienes, por consiguiente, dos especies de seres, unos visibles y otros
inteligibles.
—Las tengo.
—Toma, pues, una línea cortada en dos partes desiguales, y cada una de éstas, que representan el
mundo visible y el mundo inteligible, cortada a su vez en otras dos, proporcionales a las primeras, y
tendrás de un lado la parte clara y del otro la parte oscura de cada uno de ellos.[18] Una de las
secciones, en el mundo visible, te dará las imágenes; entiendo por imágenes, en primer lugar, las
sombras, y después las figuras que se forman en las aguas y sobre la superficie de los cuerpos
compactos, tersos y brillantes. ¿Comprendes mi pensamiento?
—Sí que lo comprendo.
—En la segunda sección pon los objetos que estas imágenes representan, quiero decir, los
animales que nos rodean, las plantas y todas las obras de la naturaleza y del arte.
—Los pongo —dijo.
—¿Admites —seguí— que, aplicando esta división a lo verdadero y a lo falso, resulta la
proporción siguiente: lo que las apariencias son a las cosas que ellas representan es la opinión al
conocimiento?
—Convengo en ello —dijo.
—Veamos ahora cómo debe dividirse el segmento de lo inteligible.
—¿Cómo?
—En dos partes: la primera de las cuales no puede alcanzar el alma sino sirviéndose de las cosas
del mundo visible, que antes considerábamos imitadas, como de otras tantas imágenes, partiendo de
ciertas hipótesis, no para remontarse al principio, sino para descender a las conclusiones más
remotas; mientras que para obtener la segunda parte, va de la hipótesis hasta el principio
independiente de toda hipótesis sin hacer ningún uso de las imágenes como en el primer caso y
procediendo únicamente mediante las ideas consideradas en sí mismas.
—No comprendo bien lo que acabas de decir —dijo.
—Lo comprenderás luego de lo que voy a decir ahora. No ignoras, creo yo, que los geómetras y
los aritméticos suponen dos clases de números, los pares y los impares, figuras, tres especies de
ángulos, y así otras cosas semejantes, según la demostración que intentan hacer; que miran en
seguida estas suposiciones como otros tantos principios ciertos y evidentes, de los que no se dan
razón a sí mismos ni la dan a los demás; y en fin, que partiendo de estas hipótesis, descienden por una
cadena no interrumpida de proposición en proposición hasta llegar a la que intentaban demostrar.
—Eso ya lo sé —dijo.
—Sabes también que se valen para esto de figuras visibles, a las que refieren sus razonamientos,
aunque no piensen en ellas, sino en otras figuras representadas por aquéllas. Por ejemplo, no recaen
sus razonamientos sobre la diagonal que ellos trazan, sino sobre el cuadrado tal cual es en sí mismo
con su diagonal. Lo mismo digo de las demás figuras que representan, sea en relieve, sea por el
dibujo, y que se reproducen también, ya en su sombra, ya en las aguas. Los geómetras las emplean
como otras tantas imágenes, que les sirven para conocer las verdaderas figuras, que sólo pueden
conocer por el pensamiento.
—Dices verdad —admitió.
XXI. —Ésta es la primera clase de las cosas inteligibles. El alma, para llegar a conocerlas, se ve
precisada a valerse de suposiciones, no para remontarse a un primer principio, porque no puede ir
más allá de las hipótesis que ha hecho, sino que empleando como imágenes los objetos terrestres y
sensibles, imitados a su vez por los de abajo, y suponiendo que son claros y evidentes, se sirve de
ellos.
—Veo que el método de que hablas es el de la geometría y demás ciencias de esta clase —dijo.
—Hazte cargo ahora de lo que yo sitúo en el segundo segmento de lo inteligible. Es lo que el
alma comprende inmediatamente por medio del poder dialéctico, haciendo algunas hipótesis que no
considera como principios, sino como simples suposiciones, y que le sirven de grados y de puntos de
apoyo para elevarse hasta un primer principio independiente de toda hipótesis. Se apodera de este
principio, y adhiriéndose a todas las conclusiones que de él dependen, desciende desde allí hasta la
última conclusión; pero sin apoyarse en nada sensible, sino sólo en ideas puras, por las que su
demostración comienza, procede y termina.
—Comprendo algo —replicó—, pero no lo bastante; me parece enorme esta empresa. Sin
embargo, figúraseme que lo que te propones es probar que el conocimiento que del ser y lo
inteligible se adquiere por la dialéctica es más claro que el que se adquiere por medio de las artes,
que se sirven de ciertas hipótesis como principios. Es cierto que estas artes están obligadas a valerse
del pensamiento y no de los sentidos; pero como están fundadas en suposiciones y no se elevan hasta
un principio, crees que no tienen ese claro convencimiento que tendrían si se remontaran a un
principio; y llamas pensamiento discursivo, pero no intelección, a mi parecer, el que se adquiere por
medio de la geometría y demás artes semejantes, y le colocas entre la opinión y la intelección.
—Has comprendido perfectamente. Aplica ahora a estas cuatro secciones las cuatro diferentes
operaciones del alma, a saber: a la primera, la pura intelección; a la segunda, el pensamiento
discursivo; a la tercera, la creencia, y a la cuarta, la figuración, y concede a cada una de estas
maneras de conocer más o menos evidencia según que sus objetos participen más o menos de la
verdad.[19]
—Entiendo —dijo—, estoy de acuerdo contigo y adopto el orden que me propones.
Libro VII de La República

I. —Ahora —proseguí— represéntate el estado de la naturaleza humana, con relación a la


educación y a su ausencia, según el cuadro que te voy a trazar. Imagina un antro subterráneo, que
tenga en toda su anchura una abertura que dé libre paso a la luz, y en esta caverna, hombres
encadenados desde la infancia, de suerte que no puedan mudar de lugar ni volver la cabeza a causa de
las cadenas que les sujetan las piernas y el cuello, pudiendo solamente ver los objetos que tienen
enfrente. Detrás de ellos, a cierta distancia y a cierta altura, supóngase un fuego cuyo resplandor los
alumbra, y un camino elevado entre este fuego y los cautivos. Supón a lo largo de este camino un
tabique, semejante a la mampara que los titiriteros ponen entre ellos y los espectadores, para exhibir
por encima de ella las maravillas que hacen.
—Ya me represento todo eso —dijo.
—Figúrate ahora unas personas que pasan a lo largo del tabique llevando objetos de toda clase,
figuras de hombres, de animales de madera o de piedra, de suerte que todo esto sobresale del tabique.
Entre los portadores de todas estas cosas, como es natural, unos irán hablando y otros pasarán sin
decir nada.
—¡Extraños prisioneros y cuadro singular! —dijo.
—Se parecen, sin embargo, a nosotros punto por punto —dije—. Por lo pronto, ¿crees que
puedan ver otra cosa, de sí mismos y de los que están a su lado, que las sombras que el fuego
proyecta enfrente de ellos en el fondo de la caverna?
—¿Cómo habían de poder ver más —dijo—, si desde su nacimiento están precisados a tener la
cabeza inmóvil?
—Y respecto de los objetos que pasan detrás de ellos, ¿pueden ver otra cosa que las sombras de
los mismos?
—¿Qué otra cosa, si no?
—Si pudieran conversar unos con otros, ¿no convendrían en dar a las sombras que ven los
nombres de las cosas mismas?
—Por fuerza.
—Y si en el fondo de su prisión hubiera un eco que repitiese las palabras de los transeúntes, ¿se
imaginarían oír hablar a otra cosa que a las sombras mismas que pasan delante de sus ojos?
—¡No, por Zeus! —exclamó.
—En fin, no creerían que pudiera existir otra realidad que estas mismas sombras de objetos
fabricados —dije yo.
—Es forzoso por completo —dijo.
—Mira ahora —proseguí— lo que naturalmente debe suceder a estos hombres, si se les libra de
las cadenas y se les cura de su ignorancia. Que se desligue a uno de estos cautivos, que se le fuerce de
repente a levantarse, a volver la cabeza, a marchar y mirar del lado de la luz; hará todas estas cosas
con un trabajo increíble; la luz le ofenderá a los ojos, y el alucinamiento que habrá de causarle le
impedirá distinguir los objetos cuyas sombras veía antes. ¿Qué crees que respondería si se le dijese
que hasta entonces sólo había visto fantasmas y que ahora tenía delante de su vista objetos más reales
y más aproximados a la verdad? Si en seguida se le muestran las cosas a medida que se vayan
presentando y a fuerza de preguntas se le obliga a decir lo que son, ¿no se le pondrá en el mayor
conflicto y no estará él mismo persuadido de que lo que veía antes era más real que lo que ahora se le
muestra?
—Mucho más —dijo.
II. —Y si se le obligase a mirar la luz misma, ¿no sentiría dolor en los ojos? ¿No volvería la vista
para mirar a las sombras, en las que se fija sin esfuerzo? ¿No creería hallar en éstas más distinción y
claridad que en todo lo que ahora se le muestra?
—Así es —dijo.
—Si después se le saca de allí a la fuerza y se le lleva por el sendero áspero y escarpado hasta
encontrar la claridad del sol, ¿qué suplicio sería para él verse arrastrado de esa manera? ¡Cómo se
enfurecería! Y cuando llegara a la luz del sol, deslumbrados sus ojos con tanta claridad, ¿podría ver
ninguno de estos numerosos objetos que llamamos seres reales?
—Al pronto no podría —dijo.
—Necesitaría indudablemente algún tiempo para acostumbrarse a ello. Lo que distinguiría más
fácilmente sería, primero, sombras; después, las imágenes de los hombres y demás objetos reflejados
sobre la superficie de las aguas, y por último, los objetos mismos. Luego, dirigiría sus miradas al
cielo, al cual podría mirar más fácilmente durante la noche a la luz de la luna y de las estrellas que en
pleno día a la luz del sol.
—¿Cómo no?
—Y al fin podría, creo yo, no sólo ver la imagen del sol en las aguas y dondequiera que se
refleja, sino fijarse en él y contemplarlo allí donde verdaderamente se encuentra y tal cual es.
—Necesariamente —dijo.
—Después de esto, comenzando a razonar, llegaría a concluir que el sol es el que crea las
estaciones y los años, el que gobierna todo el mundo visible y el que es, en cierta manera, la causa de
todo lo que se veía en la caverna.
—Es evidente que llegaría, después de aquéllas, a hacer todas estas reflexiones —dijo.
—Y ¿qué? Si en aquel acto recordaba su primera estancia, la idea que allí se tiene de la sabiduría
y a sus compañeros de esclavitud, ¿no se regocijaría de su mudanza y no se compadecería de la
desgracia de aquéllos?
—Efectivamente.
—¿Crees que envidiaría aún los honores, las alabanzas y las recompensas que allí, supuestamente,
se dieran al que más pronto reconociera las sombras a su paso, al que con más seguridad recordara
el orden en que marchaban yendo unas delante y detrás de otras o juntas, y que en este concepto fuera
el más hábil para adivinar su aparición; o que tendría envidia a los que eran en esta prisión más
poderosos y más honrados? ¿No preferiría, como Aquiles en Homero,[1] «trabajar la tierra al
servicio de un pobre labrador» y sufrirlo todo antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?
—No dudo que estaría dispuesto a sufrir cualquier destino antes que vivir de esa suerte —dijo.
—Fija tu atención en lo que voy a decirte —seguí—. Si este hombre volviera de nuevo a su
prisión para ocupar su antiguo puesto, al dejar de forma repentina la luz del sol, ¿no se le llenarían
los ojos de tinieblas?
—Ciertamente —dijo.
—Y si cuando no distingue aún nada, antes de que sus ojos hayan recobrado su aptitud, lo que no
podría suceder en poco tiempo, tuviese precisión de discutir con los otros prisioneros sobre estas
sombras, ¿no daría lugar a que éstos se rieran, diciendo que por haber salido de la caverna se le
habían estropeado los ojos, y no añadirían, además, que sería para ellos una locura el intentar
semejante ascensión, y que si alguno intentara desatarlos y hacerlos subir sería preciso cogerle y
matarle?
—Sin duda —dijo.
III. —Y bien, mi querido Glaucón —dije—, ésta es precisamente la imagen que hay que aplicar a
lo que se ha dicho antes. El antro subterráneo es este mundo visible; el fuego que le ilumina es la luz
del sol; en cuanto al cautivo, que sube a la región superior y que la contempla, si lo comparas con el
alma que se eleva hasta la esfera inteligible, no errarás, por lo menos, respecto a lo que yo pienso, ya
que quieres saberlo. Sabe Dios sólo si es conforme con la verdad. En cuanto a mí, lo que me parece
en el asunto es lo que voy a decirte. En los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien,
que se percibe con dificultad; pero una vez percibida no se puede menos de sacar la consecuencia de
que ella es la causa primera de todo lo que hay de bello y de recto en el universo; que, en este mundo
visible, ella es la que produce la luz y el astro de que ésta procede directamente; que en el mundo
invisible engendra la verdad y la inteligencia; y en fin, que ha de tener fijos los ojos en esta idea el
que quiera conducirse sabiamente en la vida pública y en la vida privada.
—Soy de tu dictamen en cuanto puedo comprender tu pensamiento —dijo.
—Admite, por lo tanto, también y no te sorprenda —dije— que los que han llegado a esta sublime
contemplación desdeñan tomar parte en los negocios humanos, y sus almas aspiran sin cesar a fijarse
en este lugar elevado. Así debe suceder si es que ha de ser conforme con la imagen que yo he trazado.
—Sí, así debe ser —dijo.
—¿Es extraño que un hombre —dije yo—, al pasar de esta contemplación divina a la de los
miserables objetos que nos ocupan, se turbe y parezca ridículo cuando, antes de familiarizarse con
las tinieblas que nos rodean, se vea precisado a entrar en discusión ante los tribunales o en cualquier
otro paraje sobre sombras y figuras de justicia, reflejos las unas de las otras, y explicar cómo él las
concibe delante de personas que jamás han visto la justicia en sí misma?
—No veo en eso nada que me sorprenda —dijo.
—Antes bien —dije—, un hombre sensato reflexionará que la vista puede turbarse de dos
maneras y por dos causas opuestas: por el tránsito de la luz a la oscuridad o por el de la oscuridad a
la luz; y aplicando a los ojos del alma lo que sucede a los del cuerpo, cuando vea a aquélla turbada y
entorpecida para distinguir ciertos objetos, en vez de reír sin razón al verla en tal embarazo,
examinará si éste procede de que el alma viene de un estado más luminoso, o si es que al pasar de la
ignorancia a la luz, se ve deslumbrada por el excesivo resplandor de ésta. En el primer caso, la
felicitará por su turbación; y en el segundo lamentará su suerte; y si quiere reírse a su costa, sus
burlas serán menos ridículas que si se dirigiesen al alma que desciende de la estación de la luz.
—Lo que dices es muy razonable —asintió.
IV. —Si todo esto es cierto —dije—, debemos concluir que la ciencia no se aprende de la manera
que ciertas gentes pretenden. Se jactan de poder hacerla entrar en un alma donde no existe, poco más
o menos del mismo modo que se volvería la vista a un ciego.
—Lo dicen resueltamente —convino.
—Pero lo que estamos diciendo nos hace ver —dije— que cada cual tiene en su alma la facultad
de aprender mediante un órgano destinado a este fin; que todo el secreto consiste en llevar este
órgano, y con él el alma toda, de la vista de lo que nace a la contemplación de lo que es, hasta que
pueda fijar la mirada en lo más luminoso que hay en el ser mismo, es decir, según nuestra doctrina,
en el bien; en la misma forma que si el ojo no tuviere un movimiento particular, sería necesario que
todo el cuerpo girase con él al pasar de las tinieblas a la luz; ¿no es así?
—Sí.
—En esta evolución, que se hace experimentar al alma, todo el arte consiste en hacerla girar de la
manera más fácil y más eficaz. No se trata de darle la facultad de ver, porque ya la tiene; sino que lo
que sucede es que su órgano está mal dirigido y no mira a donde debía mirar, y esto es precisamente
lo que debe corregirse.
—Tal parece —dijo.
—Y así, mientras con las demás virtudes del alma sucede poco más o menos como con las del
cuerpo: cuando no se han obtenido de la naturaleza, se adquieren mediante la educación y la cultura;
respecto a la facultad de saber, en cambio, como es de una naturaleza más divina, jamás pierde su
poder: se hace solamente útil o inútil, ventajosa o perjudicial, según la dirección que se le da. ¿No has
observado hasta dónde llevan su sagacidad los hombres conocidos como malos pero inteligentes?
¿Con qué penetración su alma ruin discierne todo lo que les interesa? Su vista no está ni debilitada ni
turbada, y como la obligan a servir como instrumento de su malicia, son tanto más maléficos cuanto
son más sutiles y perspicaces.
—En efecto —dijo.
—Pues bien —dije—, si desde la infancia se hubieran atajado estas tendencias naturales, que
como otros tantos pesos de plomo innatos arrastran al alma, por adherencia a los placeres sensuales
y groseros, y la obligan a mirar siempre hacia abajo; si después de haberla librado de estos pesos, se
hubiera dirigido su mirada hacia la verdad, aquella misma alma la habría distinguido con la misma
sagacidad que ve ahora aquello hacia lo que mira.
—Así parece —dijo.
—¿No es una consecuencia natural —dije—, o más bien necesaria, de todo lo que hemos dicho,
que ni los que no han recibido educación alguna y que no tienen conocimiento de la verdad, ni
aquellos a quienes se ha dejado que pasaran toda su vida en el estudio y la meditación, son a
propósito para el gobierno de los Estados; los unos, porque en su conducta no tienen un punto fijo
por el que puedan dirigir todo lo que hacen en la vida pública y en la vida privada; y los otros porque
no consentirán nunca que se eche sobre ellos semejante carga, creyéndose ya en vida en las Islas de
los Bienaventurados?
—Es verdad —dijo.
—A nosotros que fundamos una república —dije yo— nos toca obligar a los hombres de
naturaleza privilegiada a que se consagren a la más sublime de todas las ciencias, contemplando el
bien en sí mismo y elevándose hasta él por ese camino áspero de que hemos hablado; pero después
que hayan llegado a ese punto y hayan contemplado el bien durante cierto tiempo, guardémonos de
permitirles lo que hoy se les permite.
—¿Qué?
—No consentiremos que se queden en esta región superior —dije—, negándose a bajar al lado de
los desgraciados cautivos, para tomar parte en sus trabajos, y aun en sus honores, cualquiera que sea
la situación en que se vean.
—Pero ¿habremos de ser tan duros con ellos? —preguntó—. ¿Por qué condenarles a una vida
miserable cuando pueden gozar de una suerte más dichosa?
V. —Vuelves, mi querido amigo —dije—, a olvidar [2] que la ley no debe proponerse por objeto la
felicidad de una determinada clase de ciudadanos con exclusión de las demás, sino la felicidad del
Estado todo; que a este fin debe unirse a todos los ciudadanos en los mismos intereses,
comprometiéndose por medio de la persuasión o de la autoridad a que se comuniquen unos a otros
todas las ventajas que están en posición de procurar a la comunidad; y que al formar con cuidado
semejantes ciudadanos, no se pretende dejarlos libres para que hagan de sus facultades el uso que les
acomode, sino servirse de ellos con el fin de fortificar los lazos del Estado.
—Es verdad —dijo—; se me había olvidado.
—Por lo demás, ten presente, mi querido Glaucón —dije—, que nosotros no vamos a perjudicar
a los filósofos que se formen entre nosotros, sino que podremos exponerles muy buenas razones
para obligarles a que se encarguen de la guarda y de la dirección de los demás. Les diremos: en otros
Estados puede excusarse a los filósofos que evitan la molestia de los negocios públicos, porque
deben su sabiduría sólo a sí mismos, puesto que se han formado solos, a pesar del gobierno y, por lo
tanto, es justo que lo que sólo se debe a sí mismo en su origen y en su desarrollo no esté obligado a
ninguna clase de retribución para con nadie; pero a vosotros, en cambio, os hemos formado
consultando el interés del Estado y el vuestro, para que, como en la república de las abejas, seáis en
ésta nuestros jefes y nuestros reyes, y con esta intención os hemos dado una educación más perfecta,
que os hace más capaces que todos los demás para unir ambos aspectos. Descended, pues, uno tras
otro, cuanto sea necesario, a la vivienda de los demás, acostumbrad vuestros ojos a las tinieblas que
allí reinan; y cuando os hayáis familiarizado con ellas, veréis infinitamente mejor que los de allí;
distinguiréis mejor que ellos las imágenes y aquello que reflejan, porque habéis visto en otra parte la
verdad de lo bello, de lo justo y de lo bueno. Y así, el Estado nuestro y vuestro vivirá a la luz del día,
y no en sueños, como la mayor parte de los demás Estados, donde los jefes se baten por sombras
vanas y se disputan con encarnizamiento la autoridad, que miran como un gran bien. Pero la verdad
es que todo Estado en que los que deben mandar no muestren empeño por engrandecerse
necesariamente ha de ser el que viva mejor, y ha de reinar en él la concordia; mientras que al que
tenga otra clase de gobernantes no puede menos de sucederle todo lo contrario.
—Es cierto —dijo.
—¿Se resistirán, pues, nuestros discípulos a estas razones? ¿Se negarán a cargar alternativamente
con el peso del gobierno, para ir después a pasar juntos la mayor parte de su vida en la región de la
luz pura?
—Es imposible que lo rehúsen —dijo—, porque son justos y justas también nuestras exigencias;
pero entonces cada uno de ellos, al contrario de lo que sucede en todas partes, aceptará el mando
como un yugo inevitable.
—Así es, mi querido amigo —dije yo—. Si puedes encontrar para los que deben obtener el
mando una condición que ellos prefieran al mando mismo, también podrás encontrar una república
bien ordenada, porque en ella sólo mandarán los que son verdaderamente ricos, no en oro, sino en
sabiduría y en virtud, riquezas que constituyen la verdadera felicidad. Pero dondequiera que hombres
pobres, hambrientos de bienes y que no tienen nada por sí mismos, aspiren al mando, creyendo
encontrar en él la riqueza que buscan, allí no ocurrirá así. Cuando se disputa y se usurpa la autoridad,
esta guerra doméstica e intestina arruinará al fin al Estado y a sus jefes.
—Nada más cierto —dijo.
—¿Conoces alguna condición —pregunté—, como no sea la del verdadero filósofo, que pueda
inspirar el desprecio de las dignidades y de los cargos públicos?
—No conozco otra, ¡por Zeus! —dijo.
—Además no conviene confiar la autoridad a los que están ansiosos de poseerla, porque en tal
caso la rivalidad hará nacer disputas entre ellos.
—Pues ¿cómo no?
—¿A quién obligarás a aceptar el mando, entonces, sino a los que, instruidos mejor que nadie en
la ciencia de gobernar, cuentan con otra vida y otros honores que prefieren a los que ofrece la vida
política?
—No me dirigiría a otros —dijo.
VI. —¿Quieres ahora que examinemos juntos de qué manera formaremos los hombres de este
carácter, y cómo los haremos pasar de las tinieblas a la luz, como se dice de algunos que pasaron del
Hades a la estancia de los dioses?
—¿Cómo no había de querer? —dijo.
—No se trata aquí de un lance de tejo como en el juego,[3] sino de imprimir al alma un
movimiento que la eleve de la luz tenebrosa que la rodea hasta la verdadera luz del ser por el camino
que por esto mismo llamaremos verdadera filosofía.
—Muy bien.
—Conviene ahora ver cuál es, entre las ciencias, la propia para producir este efecto.
—¿Cómo no?
—Y bien, mi querido Glaucón, ¿cuál es la ciencia que eleva el alma desde lo que nace hasta lo que
es? Al mismo tiempo, fijo mi reflexión en otra cosa. ¿No hemos dicho que era preciso que nuestros
filósofos se ejercitasen durante su juventud en el ejercicio de las armas?
—Sí que lo dijimos.
—Por lo tanto, es preciso que la ciencia que busquemos, además de esta primera ventaja, tenga
otra.
—¿Cuál?
—La de no ser inútil a los guerreros.
—Sin duda así debe ser, si es posible —dijo.
—Ahora bien, ¿no hemos comprendido ya en nuestro plan de educación la música y la gimnasia?
[4]
—Eso es —dijo.
—Pero la gimnasia tiene por objeto, si recuerdas, lo que está expuesto a la generación y a la
corrupción, toda vez que su destino es examinar lo que puede aumentar o disminuir las fuerzas del
cuerpo.
—Eso parece.
—Luego no es ésta la ciencia que buscamos.
—No, no lo es.
—¿Será la música tal como queda explicada más arriba?
—Pero recordarás —dijo— que la música corresponde a la gimnasia, aunque en un género
opuesto. Su fin, decíamos, es el de arreglar las costumbres de los guerreros, comunicando a su alma,
no una ciencia, sino un cierto acuerdo mediante el sentimiento de la armonía, y una cierta regularidad
de movimientos mediante la influencia del ritmo y de la medida. La música emplea con un propósito
semejante los discursos, sean verdaderos o fabulosos —siguió—, pero no he visto que comprenda
ninguna de las ciencias que buscas, o sea las propias para elevar el alma hasta lo que tú investigas
ahora.
—Me recuerdas exactamente lo que ya hemos dicho —dije yo—; en efecto, no hemos creído que
la música comprenda nada semejante a lo que buscamos. Pero mi querido Glaucón, ¿dónde
encontraremos esa enseñanza? No es ninguna de las artes mecánicas, porque nos han parecido
demasiado innobles para el caso.
—¿Cómo no? Sin embargo, si descartamos la música, la gimnasia y las artes, ¿qué más
enseñanzas nos quedan?
—Si no encontramos nada más fuera de ésas, acudamos a una que se aplique a todas ellas.
—¿Cuál?
—La que es tan común, por ejemplo, que todas las artes y razonamientos se sirven de ella, y que
es imprescindible aprender entre las primeras.
—¿Qué es ello? —preguntó.
—Conocer lo que es uno, dos, tres; esa ciencia tan vulgar. Yo lo llamo, en general, números y
cálculo: ¿no es cierto que toda ciencia y arte deben participar de ella?
—Muy cierto —dijo.
—¿No lo hace también el arte militar? —pregunté. —Le es absolutamente necesaria —dijo.
—En verdad —dije— Palamedes,[5] en las tragedias, nos representa siempre a Agamenón como
un raro general. ¿No has observado que se alaba, por haber inventado los números, de haber
formado el plan de campaña delante de Ilión, y de haber hecho la enumeración de las naves y de todo
lo demás, como si antes de él hubiera sido imposible practicar todo esto, y como si, al mismo
tiempo, Agamenón no supiese cuántos pies tenía, puesto que, si hemos de creerle, no sabía ni aun
contar? ¿Qué idea crees que debería formarse de un general semejante?
—Si es cierto eso, resultaría ciertamente extravagante —dijo.
VII. —¿Pondremos, pues, como otra enseñanza necesaria a un guerrero la de los números y del
cálculo?
—Le es indispensable, más que ninguna otra —dije—, a aquel que quiera entender algo sobre el
modo de ordenar un ejército; o, más bien, al que quiera ser hombre.
—¿Tienes la misma idea que yo con relación a esta enseñanza? —dije.
—¿Qué idea?
—Parece tener por naturaleza la ventaja que buscamos: la de llevar a la comprensión; pero nadie
sabe servirse de ella como es debido, pese a que es la más apta para atraer hacia la esencia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Trataré de explicarte lo que pienso —dije—. A medida que vaya yo distinguiendo las cosas que
creo propias para conducir a donde decimos de las que no lo son, considera tú sucesivamente el
mismo objeto que yo; después concede o niega según lo tengas por conveniente, y por este medio
veremos mejor si la cosa es tal como yo me imagino.
—Ve mostrándolo —dijo.
—Mira, pues —dije—, si quieres, lo que te muestro: que, entre las cosas sensibles, unas no invitan
en manera alguna al entendimiento a fijar en ellas su atención, porque los sentidos son los jueces
competentes en este caso; y otras obligan al entendimiento a reflexionar, porque los sentidos no
podrían pronunciar un juicio sano sobre ellas.
—Hablas, sin duda, de los objetos lejanos y de las pinturas sombreadas —dijo.
—No has comprendido bien lo que quiero decir —contesté.
—Pues ¿qué quieres decir? —preguntó.
—Entiendo por objetos que no invitan al alma a la reflexión —dije— aquellos que no excitan al
mismo tiempo dos sensaciones contrarias; y por objetos que invitan al alma a reflexionar entiendo
aquellos que dan origen a dos sensaciones contrarias, puesto que los sentidos no se dan cuenta de que
sea tal cosa o tal otra opuesta, ya hiera el objeto los sentidos de cerca o de lejos. Para hacerte
comprender mejor mi pensamiento, he aquí lo que llamaríamos tres dedos: el pequeño, el siguiente y
el del medio.
—Muy bien —dijo.
—Ten entendido que los supongo vistos de cerca; y ahora haz conmigo esta observación.
—¿Cuál?
—Cada uno de ellos nos parece igualmente un dedo; poco importa en este concepto que se le vea
en medio o al extremo, blanco o negro, gordo o delgado, y así de lo demás. Nada de esto obliga al
alma de la mayoría a preguntar al entendimiento qué es un dedo; porque jamás la vista ha atestiguado
que un dedo fuese, al mismo tiempo, lo contrario de un dedo.
—No, sin duda —dijo.
—Es natural, pues —dije—, que en este caso nada excite ni despierte al entendimiento.
—Es natural.
—Pero ¿la vista juzga como es debido de la magnitud o de la pequeñez de estos dedos? Para
juzgar bien, ¿es indiferente que el uno de ellos esté en medio o a los extremos? Lo mismo digo de lo
grueso y de lo delgado, de la blandura y de la dureza por lo que respecta al tacto. En general, la
relación de los sentidos sobre todos estos puntos, ¿no es muy defectuosa? ¿Lo que pasa con cada uno
de ellos no es lo siguiente: que el sentido destinado a juzgar lo que es duro no puede hacerlo sino
después de haber juzgado lo que es blando, y dice al alma que el cuerpo que la afecta es al mismo
tiempo duro y blando?
—Así es —dijo.
—¿No es inevitable entonces —dije— que el alma se encuentre embarazada al preguntarse qué
entiende esta sensación por duro, ya que también lo llama blando? La sensación de pesantez y de
ligereza, ¿no produce en el alma igual incertidumbre acerca de la naturaleza de la pesantez y de la
ligereza, cuando la misma sensación le dice que el mismo cuerpo es pesado y ligero?
—Semejantes testimonios deben parecer bien extraños al alma, en efecto —dijo—, y exigen de su
parte un serio examen.
—Es, pues, natural que el alma —dije—, llamando entonces en su auxilio al entendimiento y al
cálculo, trate de examinar si cada uno de estos testimonios recae sobre una sola cosa o sobre dos.
—¿Cómo no?
—Mas si resulta que son dos cosas, ¿no le parecerá cada una de ellas distinta de la otra?
—Sí.
—Ahora bien, si cada una de ellas es una, y ambas juntas son dos, las concebirá ambas como
separadas; porque, si las concibiese como no separadas, no sería ya la concepción de dos cosas, sino
la de una sola.
—Muy bien.
—La vista, decíamos, percibe, pues, la magnitud y la pequeñez, no como dos cosas separadas,
sino como cosas confundidas, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y para distinguir esta sensación confusa, el entendimiento, haciendo lo contrario de lo que hace
la vista, se ve precisado a considerar la magnitud y la pequeñez, no confundidas, sino como distintas
la una de la otra.
—Es cierto.
—Y así ves aquí la causa de que nos preguntemos a nosotros mismos qué es magnitud y qué es
pequeñez.
—Totalmente de acuerdo.
—Por esto también hemos podido distinguir una cosa como visible y otra como inteligible.
—Muy bien —dijo.
VIII. —Pues aquí tienes lo que yo quería hacerte comprender cuando decía que, entre los objetos
sensibles, hay unos que incitan a la reflexión, que son los que producen, a la vez, dos sensaciones
contrarias; y otros que no incitan a reflexionar porque sólo producen una sensación.
—Comprendo ahora, y pienso como tú —dijo.
—Y ¿en cuál de estas dos clases colocas el número y la unidad?
—No tengo idea —dijo.
—Juzga —dije— por lo que acabamos de decir. Si obtenemos un conocimiento suficiente de la
unidad en sí por la vista o por cualquier otro sentido, este conocimiento no podrá dirigirnos hacia la
contemplación de la esencia, como dijimos antes del dedo. Pero si la vista nos ofrece siempre en la
unidad alguna contradicción, de suerte que no parezca más una unidad que lo opuesto a la unidad, en
este caso hay necesidad de un juez que decida; el alma embarazada despierta al entendimiento y se ve
precisada a hacer indagaciones y a preguntarse a sí misma lo que es la unidad en sí. El conocimiento
de la unidad, en este caso, es una de las cosas que elevan al alma y la vuelven hacia la contemplación
del ser.
—Pero la vista de la unidad —dijo— produce en nosotros el efecto de que hablas; porque vemos
la misma cosa a la par una y múltiple hasta el infinito.
—Pero lo que sucede con la unidad —dije yo—, ¿no sucede igualmente con todo número,
cualquiera que él sea?
—¿Cómo no?
—Pero la aritmética y la ciencia del cálculo tienen por objeto el número.
—En efecto.
—Por consiguiente, una y otra son aptas para conducir al conocimiento de la verdad.
—Perfectamente aptas.
—He aquí ya, pues, dos de las enseñanzas que buscamos. En efecto, ellas son necesarias al
guerrero para disponer bien un ejército, y al filósofo para salir de lo que nace y muere, y elevarse
hasta la esencia misma de las cosas, porque sin esto no será nunca un verdadero calculador.
—Así es —dijo.
—Pero ocurre que nuestro guardián es, a la vez, guerrero y filósofo.
—¿Cómo no?
—Demos, por lo tanto, Glaucón, una ley a los que hemos destinado en nuestro plan a desempeñar
los primeros puestos, para que se consagren a la ciencia del cálculo, para que la estudien, no
superficialmente, sino hasta que, por medio de la pura inteligencia, hayan llegado a conocer la
esencia de los números, no para servirse de esta ciencia en las compras y ventas, como hacen los
mercaderes y negociantes, sino para aplicarla a las necesidades de la guerra y facilitar al alma el
camino que debe conducirla desde la generación a la contemplación de la verdad y de la esencia.
—Muy bien dicho —contestó.
—Ahora advierto —dije— cuán sutil es esta ciencia del cálculo y cuán útil al objeto que nos
proponemos, cuando se la estudia en sí misma y no para hacer un negocio.
—¿Por qué? —preguntó.
—Por la virtud que tiene de elevar el alma, como acabamos de decir, obligándola a razonar sobre
los números, tales como son en sí mismos, sin consentir jamás que sus cálculos recaigan sobre
números visibles y palpables. Sabes, sin duda, lo que hacen los que están versados en esta ciencia. Si
intentas dividir en su presencia la unidad propiamente dicha, se burlan de ti y no te escuchan; y si la
divides, ellos la multiplican otras tantas veces, temiendo que la unidad no parezca como ella es, es
decir, una, sino un conjunto de partes.
—Gran verdad es la que dices —asintió.
—Si se les pregunta: «Varones admirables, ¿de qué número habláis?, ¿dónde están esas unidades
tales como suponéis, perfectamente iguales entre sí sin que haya la menor diferencia, y que no se
componen de partes, mi querido Glaucón?», ¿qué crees que responderán?
—Creo que responderían que ellos hablan de cosas que no se pueden comprender de otra manera
que por el pensamiento.
—Ya ves, mi querido amigo —dije yo—, que no podemos absolutamente pasar sin esta ciencia,
puesto que es evidente que obliga al alma a servirse del entendimiento para conocer la verdad en sí.
—Así lo hace, efectivamente —dijo.
—¿No has observado también que los que han nacido para calculistas tienen mucha facilidad para
aprender casi todas las ciencias, y que hasta los espíritus tardos, cuando se han ejercitado con
constancia en el cálculo, alcanzan, por lo menos, la ventaja de adquirir mayor facilidad y penetración
para aprender?
—Así es —dijo.
—Por lo demás, no te sería fácil encontrar muchas ciencias más penosas de aprender y de
practicar que ésta.
—No, en efecto.
—Por todas estas razones no debemos despreciarla y sí dedicar a ella a los que nazcan con un
excelente natural.
—Consiento en ello —dijo.
IX. —Por consiguiente, la adoptamos —dije—. Veamos si esta otra ciencia, que se relaciona con
aquélla, nos conviene o no.
—¿Cuál es? ¿Será la geometría? —preguntó.
—La misma —dije yo.
—Es evidente que nos conviene, por lo menos en cuanto tiene relación con las operaciones de
guerra; porque, en condiciones iguales, un geómetra podrá mejor que ningún otro acampar, tomar
plazas fuertes, concentrar o desplegar un ejército, y hacer que ejecute todas las evoluciones que están
en uso en una acción o en una marcha.
—A decir verdad —observé—, no se necesita mucha geometría ni mucho cálculo para todo esto.
Pero es preciso ver si la parte más elevada de esta ciencia tiende a hacer más fácil para el espíritu la
contemplación de la idea del bien, porque éste es, según dijimos, el resultado de las ciencias que
obligan al alma a volverse hacia el lugar donde se encuentra este ser, que es el más dichoso de los
seres, y que el alma debe esforzarse en contemplar en todos conceptos.
—Tienes razón —asintió.
—Luego si la geometría mueve al alma a contemplar la esencia de las cosas, nos conviene; si se
detiene en la generación, no nos conviene.
—Así hemos quedado.
—Pues bien, ninguno de los que tienen la más pequeña experiencia de geometría nos negará que
el objeto de esta ciencia es directamente contrario al lenguaje que usan los que la tratan —dije yo.
—¿Cómo? —dijo.
—En efecto, su lenguaje es ridículo y forzado. Hablan pomposamente de cuadrar, aplicar,[6]
añadir, y así de lo demás, como si ellos obrasen realmente, y como si todas sus demostraciones
tendiesen a la práctica, siendo así que esta ciencia, toda ella, no tiene otro objeto que el conocimiento.
—Desde luego —dijo.
—Has de convenir también en otra cosa.
—¿En qué?
—En que tiene por objeto el conocimiento de lo que existe siempre, y no de lo que nace y perece
en algún momento.
—No tengo dificultad en convenir en ello —dijo—, porque la geometría tiene por objeto el
conocimiento de lo que existe siempre.
—Por consiguiente, noble amigo, la geometría atrae al alma hacia la verdad, forma en ella el
espíritu filosófico, obligándola a dirigir a lo alto sus miradas, en lugar de abatirlas, como suele
hacerse, sobre las cosas de este mundo.
—Sí, y en gran manera —dijo.
—Por tanto, ordenaremos también en gran manera a los ciudadanos de tu Calípolis[7] que no
desprecién el estudio de la geometría, tanto más cuanto que, además de esta ventaja principal, tiene
otras que no son despreciables.
—¿Cuáles son? —preguntó.
—No sólo, por lo pronto, las relativas a la guerra, de que hablaste antes —dije yo—. Además, da
al espíritu facilidad para aprender las otras ciencias, y así vemos que hay desde este punto de vista
una completa diferencia entre el que está versado en la geometría y el que no lo está.
—La diferencia es absoluta, por Zeus —dijo.
—Por lo tanto, ¿la estableceremos como segunda enseñanza para nuestros jóvenes alumnos?
—Establezcámosla.
X. —Y la astronomía será la tercera. ¿O no te parece bien?
—Soy de tu opinión —dijo—, tanto más cuanto que no es menos necesario al guerrero que al
labrador y al piloto tener un exacto conocimiento de las estaciones, de los meses y de los años.
—Verdaderamente, me haces gracia —dije—. Parece como que temes que el vulgo te eche en cara
que incluyas ciencias inútiles en tu plan de educación. Las ciencias de que hablamos tienen una ventaja
inmensa, pero que pocos sabrán apreciar; y consiste en que purifican y reaniman un órgano del alma
extinguido y embotado por las demás ocupaciones de la vida; órgano cuya conservación nos importa
mil veces más que los ojos del cuerpo, puesto que sólo por él se percibe la verdad. Cuando digas
esto, los que piensan como nosotros en esta materia te aplaudirán; pero no te atengas al voto de los
que jamás se han empleado en reflexiones de esta clase, y que no ven en estas ciencias otra utilidad
que aquella de que tú hablaste. Mira ahora para quién hablas, a no ser que tú no razones, ni en
consideración a los unos, ni en consideración a los otros, sino para ti mismo, sin que por eso lleves a
mal la utilidad que los demás puedan sacar de tus palabras.
—Es cierto que prefiero esto último: interrogar y responder sobre todo para mi propio provecho.
—Si es así, volvamos atrás —dije yo—, porque nos hemos equivocado al tomar la ciencia que
sigue inmediatamente a la geometría.
—Pues ¿cómo lo hemos hecho?
—De las superficies hemos pasado a los sólidos en movimiento —dije yo—, antes de ocuparnos
de los sólidos en sí mismos. El orden exigía que, después del segundo desarrollo, hubiéramos
tomado el tercero, es decir, el cubo y todo lo que tiene profundidad.[8]
—Eso es cierto —dijo—. Pero me parece, Sócrates, que en este campo aún no se ha hecho ningún
descubrimiento.
—Eso procede de dos causas —dije yo—. La primera es que ningún Estado hace aprecio de estos
descubrimientos y que se trabaja en ellos débilmente, porque son penosos. La segunda, es porque los
que se dedican a ella tendrían necesidad de un guía, sin el cual sus indagaciones serán inútiles.
Encontrar uno bueno es difícil, y aun cuando se encontrase, en el estado actual de cosas, los que se
ocupan de estas indagaciones tienen demasiada presunción para querer obedecerle. Pero si un Estado
presidiese a estos trabajos y les diera estimación, los individuos se prestarían a sus miras, y mediante
trabajos concertados y sostenidos no se tardaría en descubrir la verdad; puesto que hoy mismo, a
pesar del desprecio que se hace de estas cuestiones por no comprender su utilidad, ni siquiera los
pocos que a ellas se consagran, sólo por la fuerza del encanto que producen, triunfan de todos los
obstáculos y hacen cada día nuevos progresos. No sería, pues, extraño que salieran algún día a la luz.
—Convengo —dijo— en que es un estudio sumamente atractivo. Pero explícame, te lo suplico, lo
que decías antes. Pusiste en primer término la geometría o estudio de las superficies.
—Sí —dije yo.
—Inmediatamente después —dijo—, la astronomía; y luego te volviste atrás.
—Es porque, queriendo apresurarme demasiado, voy más despacio —dije—. Después de la
geometría debí hablar del desarrollo en profundidad; pero viendo que en esta materia no se han
hecho sino descubrimientos ridículos, la he dejado aparte, para pasar a la astronomía, es decir, al
movimiento en profundidad.
—Muy bien —asintió.
—Pongamos la astronomía en cuarto lugar, entonces —dije—, suponiendo que la disciplina aquí
omitida será accesible desde el momento en que un Estado se ocupe de ella.
—Es, en efecto, muy probable —dijo él—. Pero como me has echado en cara, Sócrates, el haber
hecho un elogio indebido de la astronomía, voy a alabarla de una manera conforme con tus ideas. Es
evidente, a mi parecer, para todo el mundo, que la astronomía obliga al alma a mirar a lo alto, y a
pasar de las cosas de aquí a la contemplación de las de allá.
—Eso quizá es evidente para cualquier otro que no sea yo, porque no pienso lo mismo —dije.
—Pues ¿cuál es tu opinión? —preguntó.
—Creo que, de la manera que la estudian los que la erigen en filosofía, hace mirar, no hacia
arriba, sino hacia abajo.
—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió.
—Me parece que te formas una idea no precisamente mezquina de lo que yo llamo conocimiento
de las cosas de lo alto. ¿Crees que si uno distinguiese algo al considerar de abajo arriba los adornos
de un techo, miraría con la inteligencia y no con los ojos? Quizá tengas razón y yo me engaño
groseramente. Pero yo no puedo reconocer otra ciencia que haga al alma mirar a lo alto que la que
tiene por objeto lo que es y lo que no se ve. Mientras que, ya sea a lo alto con la boca abierta, ya
bajando la cabeza y teniendo medio cerrados los ojos, si alguno intenta conocer algo sensible, niego
que llegue a conocer nada, porque nada de lo sensible es objeto de la ciencia, y sostengo que su alma
no mira a lo alto, sino hacia abajo, aunque esté nadando boca arriba sobre la tierra o sobre el mar.
XI. —Tienes razón en reprenderme, porque bien lo merezco —dijo—. Pero dime: ¿qué es lo que
encuentras de reprensible en la manera con que se enseña hoy la astronomía, y qué variación
convendría hacer que fuera útil a nuestro designio?
—La siguiente —dije yo—. Que se admire la belleza y el orden de los astros que adornan el cielo,
nada más justo; pero como, después de todo, no dejan de ser objetos sensibles, quiero que se ponga
su belleza muy por bajo de la belleza verdadera, de la que producen la velocidad y la lentitud reales
en sí en sus relaciones mutuas y en los movimientos que comunican a los astros, según el verdadero
número y todas las verdaderas figuras. Estas cosas escapan a la vista, y no pueden comprenderse sino
por la razón y por el pensamiento: ¿crees tú lo contrario?
—De ninguna manera —dijo.
—Quiero, pues, que el cielo recamado —dije— no sea más que una imagen que nos sirva para
nuestra instrucción como servirían a un geómetra las figuras ejecutadas por Dédalo o por cualquier
otro escultor o pintor. Considerándolas, en efecto, como obras maestras de arte, un geómetra tendría
por ridículo, sin embargo, estudiarlas seriamente, para descubrir en ellas la verdad absoluta de las
relaciones de igualdad, de lo doble o cualquier otra.
—Seguramente sería ridículo —dijo.
—Pues bien —dije yo—, el verdadero astrónomo, ¿no pensará lo mismo respecto a las
revoluciones celestes? Creerá, sin duda, que el que ha hecho el cielo ha reunido en él y en lo que
contiene la mayor belleza que es dado reunir en cosas semejantes; pero en cuanto a las relaciones del
día a la noche, de los días a los meses, de los meses a los años, y en fin, de unos astros con otros, o
de ellos con aquéllos,[9] ¿no crees que mirará como una extravagancia que se imagine que estas
relaciones sean siempre las mismas y que jamás muden, aun cuando sólo se trata de fenómenos
materiales y visibles y de buscar por todos los medios en todo esto el descubrimiento de la verdad
misma?
—Ahora ya te entiendo, y creo que tienes razón —dijo.
—Y así nos serviremos de los astros en el estudio de la astronomía —dije yo— como nos
servimos de los problemas en la geometría, sin detenernos en lo que pasa en el cielo, si queremos
hacernos verdaderos astrónomos y sacar algún provecho de la parte inteligente de nuestra alma, que
sin esto no nos sería de utilidad alguna.
—De esta manera haces el estudio de la astronomía mucho más difícil que lo es en la actualidad
—dijo.
—Y aun me parece que debemos prescribir el mismo método —dije yo— respecto a las demás
ciencias, pues de no ser así, ¿qué utilidad tendríamos como legisladores? XII. ¿Puedes recordarme
aún alguna otra ciencia que pueda servir a nuestros planes?
—Ninguna viene ahora a mi memoria —dijo.
—Sin embargo —dije—, el movimiento, a mi parecer, no presenta una sola forma, porque tiene
muchas. Un sabio podría enumerarlas todas, pero nosotros sólo nombraremos las dos que
conocemos.
—¿Cuáles son?
—La ya citada es la primera; la otra es la que corresponde a ésta —dije yo.
—¿Cuál es esa otra?
—Parece que los oídos han sido hechos para los movimientos armónicos —dije—, como los
ojos para los movimientos astronómicos; y los pitagóricos dicen que estas dos ciencias, la
astronomía y la música, son hermanas, y nosotros somos de su opinión; ¿no es así, Glaucón?
—Así es —dijo.
—Pues bien —dije yo—, como la labor es grande, les preguntaremos a aquéllos su opinión sobre
estas cosas y algunas otras si es preciso, pero observando cuidadosamente nuestra máxima.
—¿Qué máxima?
—Vigilar para que no se den a nuestros discípulos enseñanzas en esta materia que sean
imperfectas y no conduzcan al punto a donde deben ir a parar todos nuestros conocimientos, como
dijimos antes, con motivo de la astronomía. ¿No sabes que la armonía es hoy tratada igual que
aquélla? Se limita esta ciencia a la medida de los tonos y de los acordes sensibles, trabajo tan inútil
como el de los astrónomos.
—Por los dioses que es también harto ridículo —dijo—. Nuestros músicos hablan sin cesar de
intervalos condensados,[10] extienden su oído como para sorprender los sonidos al paso; y unos
dicen que oyen un sonido medio entre dos tonos, y que este sonido es el más pequeño intervalo que
los separa y hay que medir con él; otros sostienen, por el contrario, que las cuerdas han dado dos
tonos perfectamente semejantes; y todos prefieren el juicio del oído al de la mente.
—Hablas de esos famosos músicos —dije yo— que no dan descanso a las cuerdas, que las ponen
en tortura y las atormentan por medio de las clavijas. Podría llevar más adelante esta descripción y
hablar de los golpes que con el plectro dan a las cuerdas y de las acusaciones que dirigen a éstas y
que éstas niegan, desafiando a sus verdugos; pero dejando este punto declaro que no es de éstos de
los que quiero hablar, sino de aquellos a quienes nos hemos propuesto interrogar sobre la armonía.
Éstos, por lo menos, hacen lo mismo que los astrónomos; indagan los números de que resultan los
acordes que hieren el oído; pero no llegan a ver solamente en estos acordes un medio de descubrir
cuáles números son armónicos y cuáles no lo son, ni de dónde procede esta diferencia.
—Esa indagación sería verdaderamente digna de un genio —dijo.
—Ella conduce, indudablemente —dije yo—, al descubrimiento de lo bello y de lo bueno; pero si
se lleva a cabo con otro fin, no servirá de nada.
—Es natural —dijo.
XIII. —Pienso, en efecto —dije—, que si el estudio de todas las ciencias de que acabamos de
hablar tuviese por efecto hacer conocer las relaciones íntimas y generales que tienen unas con otras,
este estudio sería entonces un gran auxiliar para el fin que nos hemos propuesto, pues en otro caso no
merecería la pena consagrarse a él.
—Soy de tu opinión —dijo—; pero Sócrates, semejante trabajo será muy largo y muy penoso.
—¿Hablas del preludio —dije yo— o de otra cosa? ¿No sabemos que todo esto no es más que una
especie de preludio del canto que debemos aprender? En efecto; ¿son a tu parecer dialécticos todos
los que están versados en estas ciencias?
—No, por Zeus; he encontrado muy pocos entre ellos —dijo.
—Y bien; el que no está en posición de dar o de entender la razón de cada cosa, ¿crees que pueda
conocer jamás lo que, según hemos dicho, era necesario saber? —pregunté.
—No creo tampoco eso —dijo.
—Aquí tienes, pues, mi querido Glaucón —dije—, el canto mismo que interpreta la dialéctica.
Ésta, aun siendo inteligible, puede ser representada por el órgano de la vista que, según hemos
demostrado, se eleva gradualmente del espectáculo de los animales al de los astros y, en fin, a la
contemplación del mismo sol. Y así, el que se dedica a la dialéctica, renunciando en absoluto al uso
de los sentidos, se eleva, sólo mediante la razón, hasta lo que es cada cosa en sí, y si continúa sus
indagaciones hasta que haya percibido mediante el pensamiento el bien en sí, ha llegado al término de
los conocimientos inteligibles, así como el que ve el sol ha llegado al término del conocimiento de
las cosas visibles.
—Exactamente —dijo.
—Y ¿no es este viaje lo que tú llamas marcha dialéctica?
—¿Cómo no?
—Y —dije yo— el verse libre de sus cadenas y después, abandonando las sombras, dirigirse
hacia las figuras artificiales y hacia la luz que las alumbra; salir de este lugar subterráneo para subir
hasta los sitios que ilumina el sol; y al no poder fijarse, desde luego, ni en los animales, ni en las
plantas, ni en el sol, recurrir a las divinas imágenes de los mismos, pintadas en la superficie de las
aguas y en sus sombras, aunque estas sombras pertenezcan a seres reales, no a objetos artificiales
como sucedía en la caverna, y no estén formadas por aquella luz, que nuestro prisionero tomaba por
el sol: he ahí el efecto del estudio de las ciencias de que hemos hablado. Eleva la parte más noble del
alma hasta la contemplación del más excelente de los seres; como en el otro caso, el más penetrante
de los órganos del cuerpo se eleva a la contemplación de lo más luminoso que hay en el mundo
material y visible.
—Estoy conforme en todo lo que dices —admitió—; sin embargo, desde cierto punto de vista me
parece difícil de aceptar, y desde otro me parece difícil de desechar. Pero como no es ésta la única
vez que hablaremos de esta materia, y más adelante volveremos muchas veces a ella, doy por sentado
que así sea; y ahora pasemos a otro canto y estudiémoslo con el mismo esmero que el preludio.
Dinos, pues, en qué consiste la dialéctica, en cuántas especies se divide, y por qué camino se llega a
ella. Porque hay trazas de que el término adonde van a parar estos caminos es el reposo del alma y el
fin de su viaje.
—No podrías seguirme hasta ese punto, mi querido Glaucón —dije—; por más que no te faltara
mi decidida voluntad. No sería ya la imagen lo que yo te haría ver, sino la verdad misma, por lo
menos tal como yo la pienso. Si al pensar así me engaño o no, esto no hace al caso; lo que se trata de
probar es que existe algo semejante digno de ver; ¿no es así?
—¿Cómo no?
—¿Y no es cierto que sólo la dialéctica puede descubrirlo a un espíritu ejercitado en lo que ha
poco enumerábamos, sin que se conozca otro camino?
—También eso merece ser probado.
—Por lo menos hay un punto que nadie puede negar —dije yo—, y es que este método es el único
por el que puede llegarse con regularidad a descubrir la esencia de cada cosa; porque, por lo pronto,
la mayor parte de las artes sólo se ocupan de las opiniones de los hombres y de sus gustos, de la
producción y de la fabricación, y si se quiere, sólo de la preparación de los productos de la
naturaleza o del arte. En cuanto a las otras artes, como la geometría y todas las de la misma clase, que
a nuestro parecer tienen alguna relación con el ser, vemos que el conocimiento que de éste tienen se
parece a un sueño; que les será siempre imposible verlo con esa vista clara que distingue la vigilia
del ensueño, mientras no se eleven por encima de sus hipótesis, de las que no dan la razón. ¿Cómo es
posible que lleguen nunca a ser conocimiento demostraciones fundadas en principios inciertos, y que
sirven, sin embargo, de base a conclusiones y proposiciones intermedias mezcladas con lo que no se
sabe?
—No es posible —dijo.
XIV. —El método dialéctico es, pues, el único —dije— que, dejando a un lado las hipótesis, se
encamina hacia el principio mismo para afirmar su pie, sacando poco a poco el ojo del alma del
cieno en que estaba sumido, y elevándole a lo alto con el auxilio y por el ministerio de las artes de
que hemos hablado. Hemos distinguido éstas muchas veces con el nombre de ciencias, para
conformarnos al uso; pero sería preciso darles otro nombre, que ocupase un punto medio entre la
oscuridad de la opinión y la evidencia de la ciencia. Antes nos servimos del nombre de pensamiento
discursivo. Pero a mi juicio tenemos cosas demasiado importantes de que tratar, para que nos
detengamos ahora en una disputa de palabras.
—No te equivocas —dijo.
—Pero ¿bastará que el alma emplee sólo aquel nombre que de alguna manera haga ver
claramente la condición de la cosa?
—Bastará.
—Mi dictamen es que continuemos llamando ciencia a la primera y más perfecta manera de
conocer —dije yo—; pensamiento discursivo a la segunda; creencia a la tercera; figuración a la
cuarta; comprendiendo las dos últimas bajo el nombre de opinión, y las dos primeras bajo el de
inteligencia; de suerte que la generación sea el objeto de la opinión, y la esencia el de la inteligencia;
y que la inteligencia sea a la opinión, la ciencia a la creencia, el pensamiento discursivo a la
figuración, lo que la esencia es a la generación. Dejemos por ahora, mi querido Glaucón, el examen
de las razones en que se funda esta analogía, así como la manera de dividir en dos especies la clase de
objetos sometidos a la opinión y la que pertenece a la inteligencia, para no vernos envueltos en
discusiones más largas que todas aquellas de que ya hemos salido.
—Por mi parte —dijo— convengo también en esto en la medida en que puedo seguirte.
—¿No llamas dialéctico al que posee noción de la esencia de cada cosa? ¿Y no dices de un
hombre que no tiene inteligencia de una cosa cuando no puede dar razón de ella ni a sí mismo ni a los
demás?
—¿Cómo podría decir otra cosa? —aseguró.
—Razonemos del mismo modo respecto al bien. Un hombre que no puede separar por el
entendimiento la idea del bien de todas las demás, ni dar de ella una definición precisa, ni vencer
todas las objeciones, como un hombre de corazón en un combate, ni fundar sus argumentos en la
esencia, no en la apariencia, destruyendo todos los obstáculos mediante un razonamiento irresistible,
¿no dirás de él que ni conoce el bien en sí, ni ningún otro bien; que si percibe alguna imagen del bien,
no es mediante la ciencia sino mediante la opinión como él la comprende; que su vida se pasa en un
profundo sueño, acompañado de ensueños, del que no saldrá en este mundo antes de bajar al Hades,
donde dormirá un sueño verdadero?
—Sí, por Zeus, lo diré con toda vehemencia —exclamó.
—Pero si alguna vez te encargases realmente de la educación de estos hijos imaginarios, que
formas aquí de palabra, no los pondrías a la cabeza del Estado y no los revestirías con un gran poder
para disponer de los negocios públicos, si eran incapaces de dar razón de sus pensamientos, siendo
estos para ellos como en geometría las líneas que se llaman irracionales.[11]
—No, seguramente —dijo.
—¿Les ordenarías, por consiguiente, que se dedicasen especialmente a la ciencia de interrogar y
de responder de la manera más sabia posible?
—Sí, se lo prescribiré de concierto contigo —dijo.
—Por lo tanto —dije yo—, ¿juzgas que la dialéctica es, por decirlo así, el coronamiento y el
colmo de las demás ciencias; que no hay ninguna que pueda colocarse por encima de ella, y que
cierra la serie de las ciencias que importa aprender?
—Sí —dijo.
XV. —Por consiguiente —dije yo—, te falta ahora designar las personas a quienes debemos hacer
partícipes de estas enseñanzas, y de qué manera.
—Es evidente —dijo.
—¿Recuerdas cuál es el carácter de los que hemos escogido para gobernar?[12]
—¿Cómo no?
—Entonces considera que también en otras cosas debemos escoger hombres de aquel temple, y
que era preciso preferir los más firmes, los más valientes y, si es posible, los más hermosos; pero
estas ventajas corporales y la nobleza de sentimientos no eran bastante, y se exigió que tuviesen las
disposiciones convenientes para la educación que queríamos darles.
—¿Cuáles son estas disposiciones?
—Buen amigo —dije—, la sagacidad necesaria para el estudio de las ciencias y la facilidad para
aprender; porque al alma repugnan más presto las dificultades que presentan las ciencias abstractas,
que las que ofrece la gimnasia, porque el trabajo es sólo para el alma, que no lo comparte con el
cuerpo.
—Cierto —dijo.
—Además es preciso que tengan memoria y tesón, que amen toda especie de trabajo sin
distinción; pues de no ser así, ¿cómo crees que habrían de consentir la amalgama de tantos trabajos
corporales y tantas reflexiones y ejercicios?
—Jamás lo consentirían de no haber nacido dotados de las condiciones más felices —contestó.
—En efecto, el error en que se incurre en nuestros días —dije yo— y que tanto daño ha causado a
la filosofía procede, como ya hemos dicho,[13] de la poca consideración en que se la tiene porque no
está hecha para espíritus bastardos, sino para verdaderos y legítimos talentos.
—¿Cómo? —preguntó.
—Por lo pronto, los que quieran dedicarse a ella deben ser de tal suerte que nada haya en ellos de
cojera en amor al trabajo. No basta que en parte sean laboriosos y en parte indolentes, que es lo que
sucede cuando un joven, lleno de ardimiento por la gimnasia, por la caza y por todos los ejercicios
del cuerpo, rechaza todo estudio y las conversaciones e indagaciones científicas, esquivando esta
clase de trabajos. Igualmente cojean de amor al trabajo los que tienen un carácter enteramente
opuesto.
—Nada más cierto —asintió.
—¿Y no deberemos colocar —pregunté— en el rango de las almas lisiadas con relación al
estudio de la verdad las que, detestando la mentira voluntaria y no pudiendo sufrirla sin sentir
repugnancia dentro de sí e indignación para los demás, no tienen el mismo horror por la mentira
involuntaria, ni se consideran rebajados a sus propios ojos cuando se los convence de su ignorancia,
y antes bien se revuelcan en ella con la misma complacencia que un puerco en el fango?
—Sí, sin duda —dijo.
—No menos atención es preciso prestar —dije yo— para discernir los caracteres nobles de los
caracteres bastardos en razón de la templanza, de la fortaleza, de la grandeza de alma y de las demás
virtudes. Por no saber distinguirlos, los particulares y los Estados someten sus intereses, éstos a
magistrados débiles e incapaces, y aquéllos a amigos de iguales condiciones, por servirse de ellos
inconscientemente.
—Eso sucede, en efecto —dijo.
—Tomemos, pues —dije—, todas las precauciones para hacer una buena elección, porque si sólo
dedicamos a los estudios y ejercicios de esta importancia a personas a quienes nada falte ni con
relación al cuerpo ni con relación al alma, la misma justicia nada tendrá que echarnos en cara, y
nuestro Estado y nuestras leyes se mantendrán firmes; pero si dedicamos a estos trabajos personas
indignas, sucederá todo lo contrario, y pondremos aún en más completo ridículo a la filosofía.
—Eso sería para nosotros una vergüenza —dijo.
—Sin duda, pero no me hago cargo de que yo mismo estoy dando lugar a que se rían a mi costa
—dije.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque olvido que todo esto no es más que un juego —dije— y hablo con demasiado calor. Lo
que me ha irritado es que al echar una mirada a la filosofía y verla tratada con el mayor desprecio, no
he podido contener mi indignación contra los que la ultrajan y he hablado con demasiada seriedad.
—Tu auditorio no advierte que te hayas excedido, por Zeus —dijo.
—No lo cree así el orador —dije—. Pero sea de esto lo que quiera, no olvidemos que nuestra
primera elección recaía sobre ancianos, y que aquí no estaría muy en su lugar, porque no hay que
creer a Solón cuando dice que un anciano puede aprender muchas cosas;[14] más fácil sería para él
correr. No; todos los grandes trabajos están reservados a la juventud.
—Por fuerza —dijo.
XVI. —Desde la edad más tierna es preciso destinar nuestros discípulos al estudio de los
números, de la geometría y demás ciencias que sirven de preparación a la dialéctica; pero es
necesario desterrar de la enseñanza todo lo que sean trabas y coacciones.
—¿Por qué razón?
—Porque un espíritu libre —dije yo— no debe aprender nada como esclavo. Que los ejercicios
del cuerpo sean forzosos o voluntarios, no por eso el cuerpo deja de sacar provecho; pero las
lecciones que se hacen entrar por fuerza en el alma no tienen en ella ninguna fijeza.
—Es cierto —dijo.
—No emplees la violencia, pues, con los niños cuando les des las lecciones —dije—; haz de
manera que se instruyan jugando, y así te pondrás mejor en situación de conocer las disposiciones de
cada uno.
—Lo que dices me parece muy sensato —asintió.
—Y ¿recuerdas —pregunté— que, según dijimos antes, es preciso llevar a los niños a la guerra a
caballo, hacer que presencien el combate, y hasta aproximarlos a la pelea cuando no haya en ella gran
peligro, y procurar en cierta manera que gusten la sangre, como se hace con los perros jóvenes de
caza?
—Me acuerdo de eso —dijo.
—Pondrás, pues, a un lado los que hayan mostrado más agilidad en estos trabajos, estudios y
peligros —dije.
—¿A qué edad? —preguntó.
—Cuando hayan concluido su curso de ejercicios gimnásticos —dije—, porque durante este
tiempo, que será de dos a tres años, les es imposible dedicarse a otra cosa, porque no hay nada más
enemigo de las ciencias que la fatiga y el sueño. Por otra parte, los ejercicios gimnásticos son una
prueba a la que importa mucho someterlos.
—¿Cómo no? —dijo.
—Pasado este tiempo, y cuando hayan llegado a los veinte años —seguí—, concederás, a los que
hayas escogido, distinciones honrosas, y les presentarás en conjunto los conocimientos que hayan
adquirido por separado durante la infancia, a fin de que se acostumbren a ver de una ojeada y desde
un punto de vista general las relaciones que las disciplinas guardan entre sí, y a conocer la naturaleza
del ser.
—Este método es el único que puede afirmar en ellos los conocimientos que habrán adquirido —
dijo.
—También es el medio más seguro de distinguir la naturaleza dialéctica de cualquier otra —dije
—; porque el que sabe reunir los objetos desde un punto de vista general ha nacido para la dialéctica;
los que no están en este caso, no.
—Soy del mismo parecer —dijo.
—Después de haber observado —continué— cuáles son los mejores de este género, a los que
hayan mostrado más constancia y firmeza, ya en el estudio, ya en los trabajos de la guerra, ya en las
demás pruebas prescritas, cuando hayan llegado a los treinta años, les concederás mayores honores;
y dedicándolos a la dialéctica, distinguirás los que, sin auxiliarse de los ojos y de los demás sentidos,
puedan por la sola fuerza de la verdad elevarse hasta el conocimiento del ser; y aquí es, mi querido
amigo, donde es preciso tomar las mayores precauciones.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿No has fijado tu atención —pregunté— en el gran mal que reina en nuestros días en la
dialéctica?
—¿Qué mal? —dijo.
—Creo —dije— que está inficionada de iniquidad.
—Es cierto —dijo.
—¿Crees que haya nada de sorprendente en este desorden? ¿No excusas a los que se entregan a
él? —pregunté.
—¿En qué concepto son excusables? —dijo.
—Les sucede lo mismo —dije— que a un hijo supuesto que, educado en el seno de una familia
noble y opulenta, en medio del fausto y rodeado de adulaciones, se apercibiese, cuando fuese ya
grande, de que los que se dicen sus padres no lo son, sin poder descubrir los verdaderos. ¿Podrías
decirme qué pensaría de sus aduladores y de sus pretendidos padres antes de conocer su posición y
después de haberla conocido? ¿O prefieres saber lo que yo pienso?
—Prefiero esto último —dijo.
XVII. —Me imagino que en el primer caso tendría respeto a su padre —dije—, a su madre y a los
demás que miraba como parientes, que no a sus aduladores; que estaría más dispuesto a socorrerlos
si los veía en la indigencia; que lo estaría menos a maltratarlos de palabra o de hecho; y, en una
palabra, que en las cosas esenciales les obedecería antes que a sus aduladores durante todo el tiempo
que ignorase la verdad.
—Es natural —dijo.
—Pero apenas supiera la verdad, en el momento, sus respetos y sus atenciones disminuirían para
con aquéllos y aumentarían para con los aduladores; se entregaría a éstos con menos reservas que
antes, siguiendo en todo sus consejos, y viviendo con ellos públicamente en la mayor familiaridad,
mientras que nada le importaría ni su padre ni sus supuestos parientes, a no estar dotado de un natural
muy bueno.
—Las cosas no dejarían de pasar como dices. Pero ¿cómo se relaciona esta imagen con los que se
consagran a la dialéctica?
—De la manera siguiente: ¿no se nos educa desde la infancia en los principios de justicia y de
honestidad, principios que honramos y obedecemos como a nuestros padres?
—Así es.
—¿No hay también —seguí— máximas opuestas a estos principios, máximas que sólo prometen
placer y que asedian nuestra alma como otros tantos aduladores, pero que no arrastran a los que
tengan un mínimo de mesura, que conservan siempre el mismo respeto y la misma sumisión a
aquellos otros principios paternos?
—Así es.
—¿Y qué? —dije yo—. Si llega a preguntarse al que está en esta disposición de espíritu qué es lo
que se llama honroso, y si después de haber respondido conforme a lo que aprendio de boca del
legislador, se le rebate su respuesta, se le confunde en repetidas ocasiones y se le pone en la
necesidad de dudar si aquello es más honroso que deshonroso; si se repite esta escena con respecto a
lo justo, a lo bueno y a las demás cosas que él reverenciaba, ¿qué partido te parece que tomará en
razón del respeto y de la sumisión que prestaba antes a los principios?
—Necesariamente los honraría y obedecería menos que antes —dijo.
—Pues bien —dije yo—, cuando llegue el caso de no sentir el mismo respeto por tales principios
y de no reconocer las relaciones íntimas que con él tienen, y si, por otra parte, le es imposible
descubrir por sí mismo la verdad, ¿cómo puede menos de abrazar otra vida sino aquella que le
lisonjea?
—No puede menos —dijo.
—Se hará, por consiguiente, rebelde a las leyes a que era antes sumiso.
—Por fuerza.
—Por consiguiente, los que se dedican a la dialéctica de esta manera, ¿no deben caer en este
inconveniente y, después de todo, merecer que se les perdone?
—Y además que se les tenga compasión —dijo.
—Pues para no exponer a nuestros discípulos a la misma compasión, cuando hayan llegado a los
treinta años y antes de destinarlos a la dialéctica, procurarás tomar todas las precauciones necesarias.
—Desde luego —dijo.
—¿No es una excelente precaución que no gusten de la dialéctica cuando son demasiado jóvenes?
No ignoras, sin duda, que los jóvenes, cuando han gustado de los primeros argumentos, se sirven de
ellos como de un pasatiempo, y tienen fruición en provocar controversias sin cesar. A ejemplo de los
que los han confundido en la disputa, ellos, a su vez, confunden a los demás y, semejantes a los
perros jóvenes, se complacen en dar tirones y mordiscos verbales a cuantos se les aproximan.
—Sí, gozan soberanamente —dijo.
—Después de muchas disputas en que han salido unas veces vencidos y otras vencedores,
concluyen, de ordinario, por no creer nada de lo que creían antes. De esta manera dan ocasión a que
los demás los desacrediten a ellos y a la filosofía.
—Nada más cierto —dijo.
—En una edad más madura, en cambio —dije yo—, no se incurrirá en esta manía; se imitará, más
bien, a los que trabajan para descubrir la verdad, que a los que contradicen sólo por entretenimiento y
diversión. De esta manera se comportará él de forma más moderada y se pondrá la profesión
filosófica en un grado de estimación que no tenía antes.
—Muy bien —dijo.
—Por vía de precaución dijimos antes que a los ejercicios de la dialéctica sólo debían admitirse
espíritus sólidos y graves, en vez de admitir, como se hace en nuestros días, al primero que llega, aun
cuando muchas veces no tenga disposición para ello.
—Totalmente cierto —dijo.
XVIII. —¿Será bastante dar a la dialéctica un tiempo doble del que se ha dado a la gimnasia, y
consagrarse a ella sin tregua y tan exclusivamente como se hizo con los ejercicios del cuerpo?
—¿Cuántos años? ¿Cuatro o seis? —preguntó.
—No importa: pon cinco. Después de esto los harás descender de nuevo a la caverna, en efecto,
obligándoles a pasar por los empleos militares y por las demás funciones propias de su edad, a fin de
que no cedan a nadie en experiencia. Observarás si en todas estas pruebas se mantienen firmes,
aunque estén distraídos y sean solicitados por todas partes, o si vacilan.
—¿Y cuánto tiempo han de durar estas pruebas? —dijo.
—Quince años —contesté—. Entonces es llegada la ocasión de conducir al término a aquellos que
a los cincuenta años hayan salido indemnes de estas pruebas, y se hayan distinguido en el estudio y en
toda su conducta, precisándoles a dirigir el ojo del alma hacia aquello que alumbra todas las cosas, a
contemplar el bien y a servirse de él toda su vida como de un modelo para gobernar, cada cual en su
día, sus costumbres, las del Estado y las de los particulares, ocupándose casi siempre del estudio de la
filosofía, pero cargando, cuando toque el turno, con el peso de la autoridad y de la administración de
los negocios sin otro fin que el bien público, y en la persuasión de que se trata menos de ocupar un
puesto de honor que de cumplir un deber indispensable. Entonces es cuando, después de haber
trabajado sin descanso en formar y dejar al Estado sucesores dignos de reemplazarles, podrán pasar
de esta vida a las Islas de los Bienaventurados. El Estado les erigirá magníficos mausoleos y, si la
Pitia lo autoriza, se les harán sacrificios como a genios tutelares o, por lo menos, como a almas
bienaventuradas y divinas.
—Acabas, Sócrates —exclamó—, de fabricar, como un hábil escultor, perfectos hombres de
Estado.
—Di también mujeres, mi querido Glaucón —dije yo—, porque no creas que haya hablado yo
más bien de hombres que de mujeres, siempre que estén dotadas de una aptitud conveniente.[15]
—Así debe ser, puesto que en nuestro sistema es preciso que todo sea común entre los dos sexos
—dijo.
—Y bien, amigos míos —dije—, ¿me concederéis ahora que nuestro proyecto de Estado y de
gobierno no es una vana quimera? La ejecución es difícil, sin duda, pero es posible; y sólo lo es,
como se ha dicho, cuando estén a la cabeza de los gobiernos uno o muchos verdaderos filósofos que,
mirando con desprecio los honores que hoy con tanto ardor se solicitan, en la convicción de que no
tienen ningún valor, no estimando sino lo recto y los honores que de ello dimanan, poniendo la
justicia por encima de todo por su importancia y su necesidad, sometidos en todo a sus leyes y
esforzándose en hacerlas prevalecer, acometan la organización de su propio Estado.
—¿De qué manera? —preguntó.
—Enviarán al campo a todos los ciudadanos que pasen de diez años; y después de haber, de esta
suerte, sustraído al influjo de las actuales costumbres a los hijos de estos ciudadanos, los educarán
conforme a sus propias costumbres y a sus propias leyes, que son las que nosotros hemos expuesto
antes. Por este medio establecerán en el Estado, en poco tiempo y sin dificultad, el gobierno de que
hemos hablado, brindando así grandes beneficios al pueblo.
—Desde luego —dijo—. Creo, Sócrates, que has encontrado la manera como debe llevarse a
cabo nuestro proyecto, en el supuesto de que algún día se verifique.
—¿Daremos, pues, aquí por terminado nuestro discurso sobre el Estado y sobre el hombre que se
le parece? Pues es fácil también ver ahora cuál debe ser este hombre según nuestros principios.
—Está claro —dijo—; y, en lo tocante a tu pregunta, la materia está agotada.
Libro VIII de La República

I. —Es, pues, cosa convenida por nosotros, mi querido Glaucón, que en un Estado bien
constituido todo debe ser común; mujeres, hijos, educación, ejercicios propios de la paz y de la
guerra, y que debe designarse como reyes del mismo a hombres consumados en la filosofía y en la
ciencia militar.
—Convenido está —dijo.
—También hemos convenido en que, una vez designados los gobernantes, hay que asentar a los
guerreros en casas del género que hemos dicho, que serán comunes y en las que nadie tendrá nada
propio. Además de la habitación recordarás lo que dispusimos sobre la clase de bienes que poseerán.
—Sí —dijo—. Recuerdo que nos pareció necesario que ninguno de ellos fuese propietario de
nada, que es lo contrario de lo que sucede actualmente con los demás; y que, considerándose como
atletas destinados a combatir y vigilar por el bien público, debían proveer a su seguridad y a la de sus
conciudadanos, y recibir de los demás, en retribución de sus servicios, lo que necesitaran cada año
para su manutención.[1]
—Bien —repuse—. Pero puesto que sobre esta materia hemos dicho ya cuanto había que decir,
recordemos la altura a que estaba nuestra polémica cuando dimos cabida a la presente digresión, y
tomemos de nuevo el hilo del debate para continuarlo.
—No es difícil hacerlo —dijo—. Parecía, en efecto, que habías agotado todo lo relativo al Estado,
y concluías poco más o menos lo mismo que ahora,[2] diciendo que un Estado, para ser perfecto,
debía parecerse al que acabas de describir, y que sería hombre de bien el que se condujese conforme
a los mismos principios, si bien te pareció posible dar del uno y del otro un modelo más acabado
aún.[3] Pero añadías que, si esta forma de gobierno era buena, todas las demás serían defectuosas. En
cuanto alcanza mi memoria, recuerdo que contabas cuatro especies cuyos defectos era conveniente
examinar, comparándolos con los de los individuos cuyo carácter respondía a cada una de estas
especies, a fin de que, después de haberlos considerado todos con cuidado y de estar seguro acerca de
cuál es el mejor y cuál el peor, nos fuese posible juzgar si el primero es el más dichoso y el segundo
el más desgraciado de los hombres, o si las cosas pasan de otra manera. Y en el punto mismo en que
te suplicaba yo que nos dieras a conocer esas cuatro especies de gobierno, Adimanto y Polemarco
nos interrumpieron y te comprometieron a entrar en la digresión que ha concluido en este momento.
—Me lo has recordado —dije— con toda exactitud.
—Haz como los luchadores; dame el mismo asidero, y responde ahora a la misma pregunta a que
te proponías contestar entonces.
—Lo haré, si puedo —dije.
—Deseo saber cuáles son esos cuatro gobiernos de que hablabas —dijo.
—No tendré dificultad en satisfacerte —respondí—, porque todos ellos son bien conocidos. El
primero y más alabado es el de Creta y Lacedemonia. El segundo, que ocupa también el segundo
rango en fama, es la oligarquía, gobierno expuesto a un gran número de vicios. El tercero, opuesto
enteramente al segundo, es la democracia. En seguida viene la gloriosa tiranía, que aventaja a todos
los otros tres gobiernos, como cuarta y postrera enfermedad que puede padecer un Estado. ¿Puedes
nombrarme, si no, algún otro gobierno que tenga una forma propia y distinta de éstos? Porque las
dinastías y los reinos venales y otros gobiernos semejantes entran como intermedios entre esos
mismos de que hemos hablado, y no se hallan menos entre los bárbaros que entre los griegos.
—Efectivamente, se citan muchos y muy extraños —dijo.
II. —¿Sabes ahora —proseguí— que hay necesariamente otros tantos caracteres de hombres
como especies de gobiernos; porque no creerás que las constituciones de los Estados procedan de las
encinas o de las piedras,[4] sino de los caracteres mismos de los miembros que los componen, y de la
dirección que este conjunto imprime a todo lo demás, por así decir, al inclinarse?
—Efectivamente, no creo que vengan sino de ahí —dijo.
—Por lo tanto, puesto que hay cinco especies de gobiernos, debe haber otros tantos caracteres del
alma individual que correspondan a aquéllos.
—¿Cómo no?
—Ya hemos tratado del carácter que corresponde a la aristocracia, y hemos dicho con razón que
es bueno y justo.
—Descrito lo tenemos.
—Ahora tenemos que recorrer los caracteres viciados; en primer lugar, el que ansía victorias y
honores, formado según el modelo del gobierno de Lacedemonia; y en seguida, los caracteres
oligárquico, democrático y tiránico. Cuando hayamos reconocido cuál es el más injusto de estos
caracteres, lo pondremos frente a frente del más justo, y comparando la justicia pura con la injusticia
también sin mezcla, concluiremos por ver hasta qué punto la una y la otra nos hacen dichosos o
desgraciados, y si deberemos acogernos a la injusticia, siguiendo el consejo de Trasímaco, o
cederemos a la fuerza de las razones que nos precisan a abrazar el partido de la justicia.
—Es preciso hacerlo así —dijo.
—Y así como habíamos comenzado a examinar las costumbres del Estado antes de pasar a las de
los individuos porque creímos que este método era más claro, ahora, ¿qué será más conveniente, que
continuemos en la misma forma y que después de haber considerado, desde luego, el gobierno
ambicioso (porque no sé qué otro nombre darle, como no sea, quizá, el de timocracia o de
timarquía), pasemos en seguida al hombre que se le parece? ¿Observaremos la misma conducta
respecto a la oligarquía y al hombre oligárquico, después de haber echado una mirada sobre la
democracia, nos fijaremos en el hombre democrático y, por último, llegaremos al gobierno tiránico
y examinaremos su constitución, en la cual se nos presentará el alma tiránica, y trataremos de
pronunciar nuestro fallo con conocimiento de causa sobre la cuestión que nos hemos propuesto
resolver?
—Sí —dijo—; así se hará con más orden este examen y este juicio.
III. —Procuremos, pues, por lo pronto —dije yo— explicar de qué manera puede tener lugar el
paso de la aristocracia a la timocracia. ¿No es cierto, en general, que los cambios de todo gobierno
político tienen su origen en el partido que gobierna, cuando se suscita en él alguna escisión, y que,
por pequeño que se suponga este partido, mientras mantenga en su seno la armonía, es imposible que
tenga lugar alguna innovación en el Estado?
—Tal sucede, en efecto.
—Por consiguiente —dije—, ¿cómo en un Estado de las condiciones del nuestro podrá darse un
movimiento, Glaucón? ¿Por dónde la discordia, infiltrándose entre los auxiliares y los gobernantes
enfrentará cada una de estas clases contra la otra y contra sí misma? ¿Quieres que, a imitación de
Homero,[5] conjuremos a las musas para que nos expliquen el origen de la querella, y que las
hagamos hablar en tono trágico y sublime, cuando lo que hacen es jugar y divertirse, tratándonos
como niños?
—¿Cómo?
—Poco más o menos de la manera siguiente: «Es difícil que en un Estado así constituido haya
movimientos; pero como todo lo que nace está destinado a perecer, tampoco ese sistema de gobierno
subsistirá eternamente, sino que se disolverá algún día, y he aquí cómo. Hay, no sólo para las plantas
que nacen del seno de la tierra, sino también para el alma y el cuerpo de los animales que viven sobre
su superficie, cambios de fertilidad y de esterilidad. Estos cambios tienen lugar cuando cada especie
termina y vuelve a comenzar su revolución circular, la cual es más corta o más larga según que la
vida de cada especie sea más larga o más corta.[6] Vuestros magistrados, por hábiles que sean y por
mucho que los auxilien la experiencia y el cálculo, podrán no determinar exactamente el instante
favorable o contrario a la propagación de su especie. Se les escapará este instante, y darán al Estado
hijos en épocas desfavorables. Las generaciones divinas tienen un período que comprende un número
perfecto, pero, respecto a la raza humana, hay otro número que es el primero en el cual se producen
incrementos de potencia simple y reforzada,[7] con tres intervalos y cuatro términos, semejantes y
desemejantes, crecientes y menguantes, y que hacen aparecer todas las cosas como acordadas y
racionales entre sí. La base, cuatro, conjugada con el cinco y aumentada tres veces, produce dos
armonías: la una, uniforme, multiplicada otras tantas veces por cien; la otra, equilátera en un sentido,
pero oblonga en conjunto, resultante de cien números de la diagonal racional de cinco, disminuidos
en uno, o de diagonales irracionales de cinco, disminuido cada número en dos, así como cien cubos
de tres. He aquí el número geométrico, que de este modo domina todo él sobre los nacimientos
mejores o peores. Ignorando la virtud de este número, vuestros magistrados harán contraer en épocas
indebidas matrimonios de los que nacerán bajo funestos auspicios hijos de mala índole. Sus padres
escogerán, es cierto, los mejores de entre ellos para que ocupen su lugar; pero como serán indignos
de sucederles en sus puestos, apenas se vean elevados, cuando ya comenzarán a despreciarnos a
nosotras (las Musas), no haciendo de la música el caso que debieran, y despreciando en igual forma
la gimnasia, de donde resultará que la educación de vuestros jóvenes será mucho menos perfecta. Y
así los magistrados que fueren escogidos de entre ellos no tendrán el talento de discernir las razas de
oro, de plata, de bronce y de hierro, de que habla Hesíodo,[8] y que se encuentran entre vosotros.
Llegando, pues, a mezclar el hierro con la plata y el bronce con el oro, resultará de esta mezcla una
falta de conveniencia, de regularidad y de armonía, defecto que, allí donde aparece, engendra
siempre la enemistad y la guerra. Ésta es la raza origen de la discordia en todas partes donde surge».
—Y nosotros diremos que no se engañan —aseveró.
—Nada más natural, pues son Musas —dije yo.
—Pues bien, ¿qué es lo que dicen las Musas después? —inquirió.
—«Una vez producida la disensión, las razas de hierro y de bronce trataban de enriquecerse y de
adquirir tierras, casa —dije yo—, oro y plata, mientras que las razas de oro y plata, ricas por
naturaleza, y no estando desprovistas, intentaban llevar las almas a la virtud y al sostenimiento de la
constitución primitiva. Después de muchas luchas y violencias entre unos y otros, convinieron en
dividir entre sí las tierras y las casas, destinando como esclavos al cuidado de sus tierras y sus casas
al resto de los ciudadanos, a quienes consideraban antes como hombres libres, como sus amigos y
como proveedores de su mantenimiento, y continuando ellos mismos haciendo la guerra y
proveyendo a la común seguridad».
—Me parece que semejante mutación —dijo— tiene ahí la causa.
—Un gobierno de esta clase, ¿será un término medio entre la aristocracia y la oligarquía? —
pregunté.
—En efecto.
IV. —El cambio se hará, pues, del modo que yo he explicado; pero ¿cuál será la forma de este
nuevo gobierno? ¿No es evidente que, por ser un término medio, retendrá algo de lo antiguo y que
tomará algo del gobierno oligárquico pero que, en fin, tendrá algo que sea propio y distintivo?
—Así es —dijo.
—Conservará del régimen anterior el respeto a los magistrados, la aversión de los guerreros a la
agricultura, a los oficios manuales y a las profesiones lucrativas, la costumbre de las comidas
públicas y el cuidado de practicar los ejercicios gimnásticos y militares. ¿No?
—Sí.
—Lo que tendrá de propio, ¿no será el temor de elevar a los sabios a las primeras dignidades,
porque ya no se formarán en su seno caracteres de una virtud sencilla y pura, sino que aparecerán
caracteres compuestos de diversos elementos; el elegir para el mando espíritus más fogosos y
simples, nacidos más para la guerra que para la paz; el tener muy en cuenta las estratagemas y ardides
de la guerra, y el estar siempre con las armas en la mano?
—Sí.
—Hombres de esta condición —dije yo— estarán ansiosos de riquezas, como en los Estados
oligárquicos. Ciegos adoradores del oro y de la plata, los honrarán en la oscuridad, y los tendrán
secretamente encerrados en cofres. Ellos mismos, atrincherados en el recinto de sus casas como en
otros tantos nidos, gastarán en mujeres y en todo lo que halague sus pasiones.
—Es muy cierto —dijo.
—Serán, pues, avaros de su dinero, porque lo aman y lo poseen clandestinamente, y al mismo
tiempo serán pródigos de los bienes de los demás a causa del deseo que tienen de satisfacer sus
pasiones. Entregados en secreto a todos los placeres, se ocultarán de la ley, como un hijo relajado se
oculta de su padre; y todo esto gracias a una educación fundada, no en la persuasión, y sí en la fuerza,
por haber despreciado la verdadera Musa, la que preside a la dialéctica y a la filosofía, y por haber
preferido la gimnasia a la música.
—Ése de que hablas es un gobierno mezclado de bien y del mal —dijo.
—En efecto, es una mezcla —dije—. Pero dado que domina aquí la fogosidad, lo que más
sobresale es la ambición y la sed de honores.
—En gran manera —dijo.
—Tales serían, pues —dije yo—, el origen y las costumbres de este gobierno. No he hecho una
pintura exacta de él sino sólo un bosquejo, porque esto basta a nuestro propósito, que es conocer el
hombre justo y el injusto; y porque, por otra parte, tendríamos que entrar en interminables
pormenores si quisiéramos describir con completa exactitud cada gobierno y cada carácter.
—Tienes razón —dijo.
V. —¿Cuál es el hombre que corresponde a este gobierno? ¿Cómo se forma y cuál es su carácter?
—Me imagino —dijo Adimanto— que debe parecerse a Glaucón, por lo menos en punto a
ambición.
—Podrá ser —le dije yo—; pero me parece que difiere bajo otros muchos conceptos.
—¿Cuáles?
—Debe ser más obstinado —dije yo— y menos educado con las Musas, aunque las ama bastante.
Oirá con gusto, pero no tendrá ningún talento para hacer uso de la palabra. Duro con los esclavos, en
vez de sentirse superior a ellos, como hacen los que han recibido buena educación, será dulce con los
hombres libres y respetuoso con los gobernantes. Aspirará a los honores y dignidades, no por la
elocuencia ni por ningún otro medio del mismo género, sino por las virtudes guerreras, y así tendrá
pasión por la caza y por los ejercicios gimnásticos.
—He ahí —dijo— el carácter de este Estado.
—Durante su juventud podrá muy bien despreciar las riquezas —proseguí—, pero su apego a
ellas crecerá con la edad, porque su carácter le inclina a la avaricia, y porque, privada su virtud del
más excelente guardián, no es pura ni desinteresada.
—¿De qué guardián? —preguntó Adimanto.
—La razón combinada con música, porque sólo ella puede conservar la virtud en un corazón que
la posee —dije yo.
—Dices bien —asintió.
—Tal es el joven timocrático —dije yo—, imagen del Estado que le corresponde.
—Exacto.
—He aquí ahora —dije— de qué manera se forma. Tendrá a veces por padre un hombre de bien,
ciudadano en un Estado mal gobernado, que huye de los honores, de las dignidades, de las
magistraturas y de todas las molestias que los cargos llevan consigo; y, en fin, que prefiere perder
derechos a sufrir molestias.
—¿Cómo se forma el carácter de este joven? —preguntó.
—En primer lugar —dije yo—, por los discursos de su madre, a quien oye quejarse a todas horas
de que su marido no tiene cargo alguno en el Estado; que así es ella menos considerada entre las
demás mujeres; que su marido no se afana por aumentar su riqueza; que no quiere pelea con nadie ni
en procesos privados ni en públicos; y que ella ve claramente que, consagrado a sí propio, tiene para
ella la mayor indiferencia. Esta madre, resentida de una conducta semejante, repite sin cesar al hijo
que su padre es un hombre indolente y sin carácter, y otras cien frases semejantes de las que las
mujeres acostumbran a decir en tales ocasiones.
—Es cierto que se valen de tales lamentos, porque están en su carácter —dijo Adimanto.
—Tampoco ignoras —proseguí— que también los criados, aun pasando por ser leales, con el
hijo de la casa usan en secreto el mismo lenguaje. Cuando ven, por ejemplo, que el padre no entabla
reclamación para el pago de una deuda o la reparación de alguna injuria, le dicen al hijo que «cuando
sea grande, haga valer sus derechos, y procure ser más hombre que su padre». Cuando sale de casa,
oye por todas partes el mismo lenguaje; ve que son despreciados y considerados como imbéciles los
que se ocupan en lo que les importa, mientras que son honrados y alabados los que se mezclan en lo
que no les interesa. Este joven, que escucha y ve todo esto, y que oye de boca de su padre un lenguaje
enteramente distinto, y que observa que la conducta de éste es opuesta a la de los demás, es atraído, a
la vez, por dos fuerzas: por su padre, que cultiva y fortifica la parte racional de su alma, y por los
demás, que inflaman su fogosidad y sus deseos. Como su natural no es malo de suyo y, si es
solicitado por el mal, es sólo por los hombres malos con quienes trata, adopta un término medio
entre los dos partidos extremos, y entrega el mando de su alma a esta parte de sí mismo en que
residen la fogosidad y la ambición, que ocupa un término medio, y de esta manera se hace un hombre
ambicioso y altanero.
—Me parece —dijo— que has explicado perfectamente el origen y desarrollo de este carácter.
—Ya tenemos, pues, la segunda especie de hombre y de gobierno —dije yo.
—La tenemos.
VI. —Pasemos revista, como dice Esquilo, a otro hombre formado frente a otra ciudad,[9] y para
seguir el mismo orden, comencemos por la ciudad.
—Conforme.
—El gobierno que corresponde examinar ahora creo que es la oligarquía.
—¿Qué clase de constitución llamas tú oligarquía?
—Entiendo una forma de gobierno donde el censo —dije yo— decide de la condición de cada
ciudadano; donde los ricos, por consiguiente, ejercen el mando sin que los pobres participen de él.
—Comprendo —dijo.
—¿No deberemos decir, ante todo, cómo la timarquía se convierte en oligarquía?
—Sí.
—Pues no hay nadie —seguí—, por poca perspicacia que tenga, que no vea cómo se verifica la
transición de la una a la otra.
—¿Cómo?
—Aquellas riquezas,[10] acumuladas en los cofres de cada particular, son una causa de la ruina de
aquel gobierno. Su primer efecto es arrastrar a cada ciudadano a gastar en lujo para sí y para su
mujer y, por consiguiente, a desconocer y eludir la ley.
—Es natural —dijo.
—En seguida, excitados los unos con el ejemplo de los demás, y queriendo imitarles, en poco
tiempo el contagio se hace general, según creo.
—Naturalmente.
—En fin —dije yo—, se dejan dominar más y más por la pasión de amontonar riquezas, y cuanto
más aumenta el crédito de éstas, tanto más disminuye el de la virtud. La riqueza y la virtud, ¿no son
como dos pesos puestos en una balanza, que se mueven en opuestas direcciones?
—En efecto —dijo.
—Por consiguiente, la virtud y los hombres de bien son menos estimados en un Estado en la
proporción en que se estiman más los ricos y las riquezas.
—Eso es evidente.
—Pero se practica lo que se estima y se descuida lo que se desestima.
—Tal sucede.
—Por consiguiente, los ciudadanos, de ambiciosos y amigos de honores que eran, concluyen por
hacerse codiciosos y avaros. Reservan todos sus elogios y toda su admiración para los ricos; los
empleos son para ellos solos, y basta ser pobre para verse despreciado.
—Completamente.
—Entonces se fijan por una ley las condiciones necesarias para participar del poder oligárquico,
y estas condiciones se resumen en la cuota de la renta. La cuota que se requiere es más o menos
grande, según que el principio oligárquico esté más o menos en vigor, y está prohibido aspirar a los
cargos públicos a todos aquellos cuya renta no asciende a la tasa señalada. Y hacen que pase esta ley
valiéndose de la fuerza y de las armas, o bien se acepta por temor de que ellos cometan alguna
violencia. ¿No pasan así las cosas?
—Así es, ciertamente.
—He aquí, pues, cómo se establece por lo general ésta.
—Sí; pero ¿cuáles son sus costumbres y cuáles los vicios que nosotros le echamos en cara? —
preguntó.
VII. —El primero es el principio mismo de este Estado —dije—. Escucha lo que voy a decir. Si en
la elección de un piloto se atendiese únicamente al censo, y se excluyese del gobierno del timón al
pobre, a pesar de su experiencia…
—¡Las naves llevarían muy mala navegación! —dijo.
—¿No será lo mismo respecto a otra gobernación, cualquiera que ella sea?
—Lo creo así.
—¿Y deberemos exceptuar el gobierno de un Estado? —pregunté—. ¿O también en éste?
—Mucho más que en ningún otro —dijo—, porque es el más difícil y el más importante de todos
los gobiernos.
—Luego la oligarquía tiene este vicio capital.
—Tal parece.
—¿Y es menos grave este otro?
—¿Cuál?
—Que este Estado no sea uno, sino que encierre necesariamente dos Estados, uno compuesto de
ricos y otro de pobres, que habitan el mismo suelo y que se esfuerzan sin cesar en destruirse los unos
a los otros.
—Ciertamente —exclamó— este vicio no es menos grave que el primero, por Zeus.
—Tampoco es una gran ventaja para este gobierno la impotencia en que está de hacer la guerra,
porque necesita para ello, o armar a la multitud, a la que tiene que temer más que al enemigo, o no
servirse de ella y entrar en lucha con un ejército que merecerá entonces verdaderamente el nombre de
oligárquico,[11] prescindiendo de que los ricos se niegan por avaricia a pagar los gastos de la guerra.
—Está muy lejos de ser una ventaja.
—Además, ¿no ves que los mismos ciudadanos son, a la vez, en este régimen, labradores,
guerreros y comerciantes? ¿Y no hemos proscrito esta acumulación de muchos oficios en manos de
un solo individuo? ¿O acaso te parece bien?
—En modo alguno.
—Mira ahora si el mayor y primer vicio de esta constitución no es el que voy a decir.
—¿Cuál?
—La libertad en que se deja a cada uno de deshacerse de sus bienes o de adquirir los de los
demás; de permanecer en el Estado el que los ha vendido sin tener ninguna ocupación, sin ser
artesano, ni comerciante, ni soldado, ni otro título, en fin, que el de pobre e indigente.
—Sí que es el primer vicio —asintió.
—En los Estados oligárquicos no se trata de impedir este desorden, porque si se hiciese, los unos
no poseerían riquezas inmensas mientras los otros se ven reducidos a la última miseria.
—Es cierto.
—Fija tu atención en lo que voy a decir. Cuando este hombre, rico en otro tiempo, se arruinaba
haciendo gastos insensatos, ¿qué ventaja sacaba de ello el Estado? ¿Pasaba por uno de sus jefes, o no
era ni jefe ni servidor, ni tenía otro destino que el de gastar sus bienes?
—Era un pródigo y nada más, pese a la apariencia —dijo.
—¿Quieres entonces —pregunté— que digamos de este hombre que, al igual que en su celdilla
nace un zángano, azote de la colmena, nace él en su casa como otro zángano, azote del Estado?
—Así es, Sócrates —dijo.
—Pero ¿acaso no hay esta diferencia, mi querido Adimanto: que Dios ha querido que los
zánganos alados nazcan sin aguijón, mientras que si entre los zánganos de dos pies los hay que no
tienen aguijón, otros, por el contrario, lo tienen muy punzante? Los que no lo tienen, ¿acaso no
envejecen y mueren en la indigencia, mientras que entre los que lo tienen se encuentran todos los
malhechores?
—Nada es más cierto —dijo.
—Es claro que en todo Estado en que veas pobres —dije yo—, hay ladronzuelos, rateros,
sacrílegos y malvados de todas especies.
—Evidente —dijo.
—Pero en los gobiernos oligárquicos, ¿no hay pobres?
—Casi todos los ciudadanos lo son —dijo— a excepción de los gobernantes.
—Por consiguiente —dije—, ¿no estamos autorizados para creer que en tales Estados se
encuentran muchos malhechores armados de aguijón, a quienes los magistrados vigilan y contienen
por fuerza?
—Así lo pensamos —dijo.
—Pero ¿no diremos que la ignorancia, la mala educación y el vicio mismo del régimen son la
causa de que exista esa mala gente?
—Lo diremos.
—Tal es el carácter del Estado oligárquico, tales son sus vicios, y quizá tiene aún más.
—Quizá —dijo.
—De esta manera resulta acabado —dije yo— el cuadro de este sistema que se llama oligarquía,
en el que el censo determina los gobernantes. Pasemos ahora al hombre oligárquico. Veamos cómo
se forma y cuál es su carácter.
—Veámoslo —dijo.
VIII. —El cambio del espíritu timárquico en oligárquico en un individuo, ¿no se verifica de esta
manera?
—¿De qué manera?
—El hijo de un timócrata quiere, por lo pronto, imitar a su padre y seguir sus pasos; pero después
ve que su padre se ha estrellado contra el Estado, como una nave contra un escollo; que después de
haber zozobrado en sus bienes y su persona, ya a la cabeza de los ejércitos, ya en otro cargo
importante, es conducido delante de los jueces y, calumniado por impostor, es condenado a muerte, al
destierro, a la pérdida de su honor o de sus bienes…
—Eso suele suceder —dijo.
—Viendo, digo, caer sobre su padre tantas desgracias, que también llegan a él; despojado de su
patrimonio, y atemorizado, arroja de cabeza aquella ambición y aquella fogosidad del trono que les
había levantado en su alma; y humillado por el estado de indigencia en que se encuentra, ya no piensa
sino en amontonar bienes de fortuna, y por medio de un trabajo asiduo y de mezquinos ahorros
consigue al cabo enriquecerse. ¿No crees que entonces hará subir a aquel mismo trono el espíritu de
codicia y de avaricia, convirtiéndole en su gran rey, y ciñéndole la tiara, el collar y la cimitarra?
—Ciertamente —dijo.
—Poniendo en seguida a los pies de este nuevo señor, de una parte la razón, de otra el valor, y
encadenados ambos como viles esclavos, obliga a la una a no reflexionar, a no pensar sino en los
medios de acumular nuevos tesoros; y obliga al otro a no admirar ni honrar más que las riquezas y a
los ricos, a poner toda su gloria en la posesión de una gran fortuna y en el arte de acumularla.
—En un joven no hay cosa más rápida y violenta que el paso de la ambición a la avaricia —dijo.
—¿No es éste el carácter oligárquico? —dije.
—Por lo menos la metamorfosis parte de un hombre semejante a la constitución que, según
hemos visto, concluye en oligarquía.
—Veamos si es igual a ella.
—Veámoslo.
IX. —Por lo tanto, ¿no tiene como primer rasgo de semejanza el colocar las riquezas por encima
de todo?
—¿Cómo no?
—Además, se le parece por el espíritu de ahorro y por la industria; no concede a la naturaleza
más que la satisfacción de los deseos necesarios; se priva de todo otro gasto, y domina todos los
demás deseos considerándolos como insensatos.
—Exactamente.
—Es sórdido —dije yo—, en todo busca ganancia, no piensa más que en atesorar; en fin, es de
aquellos a quienes el vulgo admira. ¿No es éste un retrato fiel del carácter análogo a aquel sistema?
—Así lo creo —dijo—, porque ni para aquel Estado ni para aquel hombre hay nada que deba ser
preferido a las riquezas.
—Sin duda que este hombre —dije— apenas si ha pensado en instruirse.
—No hay trazas de ello —dijo—, porque en tal caso no se dejaría conducir por un guía ciego ni
lo tendría en tal estima.[12]
—Bien —dije—. Atiende a lo que voy a decir. ¿No podremos afirmar que la falta de educación ha
hecho nacer en él deseos que corresponden a la naturaleza de los zánganos, unos siempre indigentes,
otros inclinados siempre a obrar mal, deseos que contiene con gran violencia por tener otros
intereses?
—Desde luego —dijo.
—¿Sabes dónde has de mirar para ver sus deseos maléficos?
—¿Dónde?
—A las tutorías de huérfanos o a cualquier otra comisión en que tenga libertad de obrar mal.
—Tienes razón.
—¿No es claro que, si en otros negocios goza de buena reputación por parecer un hombre justo,
es porque contiene sus malos deseos con una especie de prudente violencia, no por virtud ni por
exigencia de la razón, sino por necesidad o por temor de perder sus otros bienes?
—Es cierto —dijo.
—Pero cuando se trata de gastar bienes ajenos —dije yo—, entonces es, por Zeus, mi querido
amigo, cuando descubrirás en los hombres de esta condición deseos propios de la naturaleza de los
zánganos.
—Estoy convencido de ello —dijo.
—Un hombre de tal carácter experimentará necesariamente rebeliones dentro de sí mismo; habrá
en él dos hombres diferentes, cuyos deseos combatirán entre sí, y de ordinario los mejores podrán
más que los peores.
—Así es.
—Por esta razón, creo yo, en el exterior aparecerá más moderado y más dueño de sí mismo que
muchos otros. Pero la verdadera virtud, la que produce la armonía y la unidad, está muy distante de
encontrarse en su alma.
—Pienso como tú.
—Si se suscita alguna cuestión de honor entre particulares o una lucha entre conciudadanos, este
hombre, por tacañería, no será un rival de cuidado. No gusta de gastar su dinero por cosas de honor
ni por esta clase de combates, porque teme despertar en su alma deseos pródigos y llamarlos en su
auxilio. Se presenta, pues, en la lid a la manera oligárquica, es decir, con una pequeña parte de sus
fuerzas; queda casi siempre derrotado; pero sigue rico.
—A buen seguro —dijo.
—¿Dudaremos aún de la perfecta semejanza que hay entre el hombre avaro y negociante y el
gobierno oligárquico?
—En modo alguno —dije.
X. —Me parece que corresponde ahora examinar el origen y las costumbres de la democracia, y
observar después estas mismas cualidades en el hombre democrático, a fin de que podamos
compararlos entre sí y juzgarlos.
—Eso es, si hemos de seguir nuestro método acostumbrado —dijo.
—Pues bien —dije yo—, ¿no se pasa de la oligarquía a la democracia a causa del deseo insaciable
de estas mismas riquezas, que se miran como el primero de todos los bienes en el gobierno
oligárquico?
—¿Cómo?
—Los gobernantes, que deben los cargos que ocupan, creo yo, a las inmensas riquezas que
poseen, se guardan bien de reprimir mediante la severidad de las leyes el libertinaje de los jóvenes
corrompidos, ni de impedir que se arruinen con sus despilfarros, porque su plan es comprarles los
bienes, hacerles préstamos con crecidos intereses, y aumentar por este medio sus riquezas y su
crédito.
—Sin duda.
—Pero ¿no es evidente que en todo Estado, cualquiera que él sea, es imposible que los ciudadanos
estimen las riquezas y practiquen al mismo tiempo la templanza, sino que es una necesidad que
sacrifiquen una de estas dos cosas a la otra?
—Eso es completamente evidente —dijo.
—Así es que en las oligarquías, los magistrados, por su tolerancia con el libertinaje, han reducido
muchas veces a la indigencia a hombres bien nacidos.
—Ciertamente.
—Esto da origen a que haya en el Estado gentes provistas de aguijones, unos oprimidos con las
deudas, otros despojados de sus derechos y algunos que padecen de ambas cosas, todos los cuales se
hallan en permanente hostilidad contra los que se han enriquecido con los despojos de su fortuna y
contra el resto de los ciudadanos, no aspirando más que a promover una revolución.
—Así es.
—Sin embargo, los negociantes van con la cabeza gacha, preocupados con su negocio y sin
reparar en los que han arruinado; hieren, hincándoles el aguijón de su dinero a los que se ponen a su
alcance y recogen los multiplicados intereses que engendra su capital, multiplicando por este medio
en el Estado la raza de los zánganos y de los pobres.
—¿Cómo no ha de multiplicarse? —dijo.
—No quieren, a pesar de eso, contener esta plaga creciente —dije yo—, ya impidiendo a los
particulares disponer de sus bienes a su capricho, o ya mediante una ley que impida igualmente el
progreso del mal.
—¿Y cuál es esa ley?
—Una que es natural emplear a falta del primer remedio, y que obligaría a los ciudadanos a
preocuparse de su virtud; porque si los contratos voluntarios se celebrasen a cuenta y riesgo del
prestamista, la usura se ejercería con menos descaro y en el Estado no abundarían tanto los males de
que he hablado.
—Muy cierto —dijo.
—Así se ven los ciudadanos reducidos a este triste estado —dije yo— por culpa de los
gobernantes, y como una consecuencia necesaria, estos mismos se corrompen y corrompen a sus
hijos, los cuales, pasando una vida voluptuosa sin ejercitar su alma ni su cuerpo, se hacen débiles e
incapaces de resistir al placer y al dolor.
—¿Cómo no?
—Ocupados sus padres únicamente en enriquecerse, desprecian todo lo demás, y no toman más
interés por la virtud que los indigentes.
—No, en efecto.
—Con esta disposición de espíritu, cuando gobernantes y gobernados se encuentran juntos en
viajes, u otras ocasiones, como en una teoría,[13] en el ejército, tanto en mar como en tierra, o en
cualquier otra coyuntura, y se observan mutuamente en circunstancias peligrosas, los ricos entonces
no tienen ningún motivo para despreciar a los pobres; por el contrario, cuando un pobre, flaco y
quemado por el sol, se ve en una pelea al lado de un rico educado a la sombra y muy obeso, viéndole
jadeante y agobiado, ¿qué crees que pensará? ¿No se dirá a sí mismo que estas gentes sólo deben sus
riquezas a la cobardía de los pobres? Y cuando se encuentran juntos, ¿no se dicen unos a otros: «En
verdad, estos hombres son nuestros, pues son bien poca cosa»?
—Estoy persuadido de que hablan y piensan de esa manera —dijo.
—Y así como a un cuerpo enfermizo le basta el más pequeño empujón para caer en la
enfermedad, y en ocasiones cae sin que sobrevenga ninguna causa exterior, así un Estado que se
encuentra en la situación que acabo de decir no tarda en ser presa de sediciones y guerras intestinas
en el momento en que, con el menor pretexto, unos y otros, llaman en su auxilio a aliados exteriores
de Estados oligárquicos y de Estados democráticos; y algunas veces las dos facciones se despedazan
con sus propias manos, sin que los extranjeros tomen parte en sus querellas.
—Sí, ciertamente.
—El gobierno se hace democrático cuando los pobres, consiguiendo la victoria sobre los ricos,
degüellan a los unos, destierran a los otros y reparten con los que quedan los cargos y la
administración de los negocios, reparto que en estos gobiernos se arregla de ordinario por la suerte.
—Así es, en efecto, como la democracia se establece —dijo él—, sea por la vía de las armas, sea
que los ricos, temiendo por sí mismos, tomen el partido de retirarse.
XI. —Y ¿cuál será la administración —dije yo—, cuál la constitución de este nuevo sistema?
Veremos luego el hombre que se parece a él y podremos llamarle el hombre democrático.
—Evidentemente —dijo.
—¿No serán, ante todo, hombres libres en un Estado lleno de libertad y de franqueza, y no tendrá
cada uno libertad para hacer lo que le venga en gana?
—Así se dice —contestó.
—Pero dondequiera que exista esta licencia, es claro que cada ciudadano dispone de sí mismo y
escoge a su placer el género de vida que más le agrada.
—Evidente.
—Por consiguiente, éste será el régimen con más clases distintas de hombres.
—¿Cómo no?
—En verdad, esta forma de gobierno —dije— tiene trazas de ser la más bella de todas, y esta
diversidad prodigiosa de caracteres es de admirable efecto, como las flores bordadas que hacen
resaltar la belleza de una tela. Por lo menos lo será —seguí diciendo— para aquellos que juzgan de
las cosas como las mujeres y los niños cuando se emboban ante los objetos abigarrados.
—En efecto —dijo.
—En este Estado, mi querido amigo, puede cada uno buscar el género de gobierno que le
acomode —proseguí.
—¿Por qué?
—Porque los comprende todos, gracias a la licencia que cada cual tiene para vivir como quiera.
Efectivamente, si alguno quisiera formar el plan de un Estado, como antes hicimos nosotros, no
tendría más que trasladarse a un Estado democrático, porque es éste un mercado donde se vende toda
clase de regímenes. No tendría más que escoger, y después realizar su proyecto bajo el plan que
hubiera preferido.
—Seguramente no le faltarían modelos —dijo.
—Si hemos de juzgar a primer golpe de vista, ¿no es una condición agradable y cómoda en
semejante gobierno el no poder ser uno obligado a desempeñar un cargo público, aunque tenga
méritos para ello; el no estar sometido a ninguna autoridad, si no se quiere; el no ir a la guerra
cuando los otros van; el no estar en paz, si hay gusto en ello, mientras los demás viven en paz; y el
ser juez y magistrado si se le pone a uno en la cabeza, por más que la ley prohíba el ejercicio de tales
funciones?
—A primera vista, sin duda, así parece —dijo.
—¿No tiene también algo de admirable la tranquilidad con que se toman algunos su condena?
¿No has visto hombres condenados a muerte o al destierro permanecer y pasearse en público, con
una desenvoltura y un continente de héroes, sin que nadie preste atención ni haga caso de ellos?
—Yo he visto a muchos —dijo.
—¡Y esta indulgencia, esta manera de pensar ajena a todo escrúpulo mezquino, que hace que se
desdeñen aquellas máximas de que nosotros hemos tratado con tanto respeto al trazar el plan de
nuestro Estado, cuando dijimos que, a no estar dotado de una naturaleza extraordinaria, ninguno
podría hacerse virtuoso si desde la infancia no había jugado rodeado de cosas bellas para después
aplicarse a cosas semejantes!… ¡Ah! ¡Con qué magnífica indiferencia se pisotean todas estas
máximas, sin tomarse el trabajo de examinar cuál ha sido la educación de los que se injieren en el
manejo de los negocios públicos! ¡Qué empeño, por el contrario, en acogerlos y en honrarlos, con
tal que se digan amigos del pueblo!
—¡Noble régimen, sin duda! —dijo.
—Tales son, entre otras muchas, las características de la democracia —dije yo—: Es, como ves,
un gobierno muy cómodo, donde nadie manda; en el que reina una mezcla encantadora y una
igualdad perfecta, lo mismo entre las cosas desiguales que entre las iguales.
—Nada dices que no sepa todo el mundo —dijo.
XII. —Considera ahora —proseguí— este carácter en un individuo particular, o más bien, para
seguir siempre el mismo orden, ¿no debemos ver antes cómo se forma?
—Sí —dijo.
—¿No se forma de esta manera? El hombre avaro y oligárquico tiene un hijo al que educa en sus
mismas costumbres.
—¿Cómo no?
—Este hijo, a ejemplo de su padre, domina por la fuerza los deseos que podrían conducirle al
despilfarro y que son enemigos de la ganancia, los que se llaman superfluos.
—Evidentemente —dijo.
—¿Quieres que para no avanzar a tientas —dije yo— comencemos por distinguir bien los deseos
necesarios de los deseos superfluos?
—Sí, lo quiero —asintió.
—¿No hay razón para llamar deseos necesarios a aquellos de los que no podemos prescindir, y
cuya satisfacción por otra parte nos es útil? Porque evidentemente estos deseos son necesidades de
nuestra naturaleza; ¿no es así?
—En efecto.
—Con justa razón los llamaremos, por consiguiente, deseos necesarios.
—Con razón.
—En cuanto a aquellos de que es fácil deshacerse, si desde joven se toman precauciones, y cuya
presencia, lejos de producir en nosotros ningún bien, nos causa muchas veces grandes males, ¿no
diremos bien si los llamamos deseos superfluos?
—Muy bien.
—Tomemos un ejemplo de unos y otros, para formarnos de ellos una idea más exacta.
—Conviene hacerlo.
—El deseo de comer algo condimentado, en cuanto es indispensable para mantener la salud y las
fuerzas, ¿no es necesario?
—Creo que sí.
—El simple deseo de alimentarse es necesario por dos razones: porque es útil comer, y porque en
otro caso sería imposible vivir.
—Sí.
—Y el del condimento también, en cuanto viene bien a la salud.
—Es cierto.
—Pero el deseo de toda clase de comidas y de guisados, deseo que se puede reprimir y hasta
quitar por entero mediante una buena educación desde la juventud, deseo dañoso al cuerpo y al alma,
a la razón y a la templanza, ¿no debe ser comprendido con razón entre los deseos superfluos?
—Con muchísima razón.
—¿Diremos, por tanto, que éstos son deseos pródigos, y aquéllos, deseos provechosos, porque
nos sirven para hacernos más capaces de obrar?
—¿Qué otra cosa, si no?
—El mismo juicio formaremos de los apetitos sexuales y de todos los demás.
—Así es.
—¿No hemos dicho, de aquel a quien hemos dado el nombre de zángano, que estaba dominado
por los deseos superfluos, mientras que el hombre ahorrativo y oligárquico sólo es gobernado por
los deseos necesarios?
—¿Cómo no?
XIII. —Expliquemos de nuevo cómo este hombre oligárquico se hace democrático; y he aquí de
qué manera, a mi juicio, se verifica esto ordinariamente.
—¿Cómo?
—Cuando un joven mal educado, en la forma que hemos dicho, y alimentado en el amor al lucro,
llega a gustar la miel de los zánganos, y a vivir en relación con estos insectos ávidos y hábiles para
procurar toda clase de placeres, ¿no sufre entonces el gobierno interior de su alma un cambio,
pasando de oligárquico que era a democrático?
—Es una necesidad inevitable —dijo.
—Así como el Estado ha mudado de forma, porque una facción ha sido auxiliada por extranjeros
que favorecían sus designios, del mismo modo, ¿no es una necesidad que este joven mude también de
costumbres a causa del apoyo que sus pasiones encuentran en las pasiones ajenas de la misma
naturaleza?
—Totalmente de acuerdo.
—Si su padre o sus parientes enviasen por su parte auxilios a la facción de los deseos
oligárquicos, y para sostenerla reprendiesen y afeasen su conducta, ¿no sería su corazón entonces
teatro de una guerra intestina entre revolución y contrarrevolución?
—¿Cómo no?
—Algunas veces sucede que la facción democrática cede ante la oligárquica, y entonces ciertos
deseos son en parte destruidos, en parte arrojados del alma, efecto de un pudor que se despierta en el
joven, que entra así de nuevo en la senda del deber.
—Algunas veces sucede eso —dijo.
—Pero bien pronto, a causa de la mala educación que ha recibido de su padre, nuevos deseos, más
fuertes y numerosos, suceden a los que ha desterrado.
—Así suele ocurrir —convino.
—Estos nuevos deseos le arrastran otra vez a buscar los mismos compañeros, y de esta relación
clandestina nace una multitud de otros deseos.
—¿Cómo no?
—Por último, se apoderan de la ciudadela del alma de este joven, después de haber visto que
estaba vacía de ciencia, de nobles costumbres, de máximas verdaderas, que son la salvaguardia más
segura y más fiel de la razón de los mortales amados de los dioses.
—Sin duda —dijo.
—Bien pronto juicios falsos y presuntuosos y opiniones atrevidas acuden en tropel y ocupan el
lugar de aquéllos.
—Es cierto —dijo.
—¿No es entonces cuando vuelve a unirse a aquellos comedores de lotos,[14] no se ruboriza ya de
mantener relación íntima con ellos? Si de parte de sus amigos o de sus parientes llega algún refuerzo
al elemento parco de su alma, las máximas presuntuosas, cerrando prontamente las puertas del
castillo real,[15] niegan la entrada a este socorro; ni siquiera escuchan los consejos que, a manera de
embajada, envían ancianos llenos de buen sentido y de experiencia. Secundadas estas máximas
presuntuosas por una multitud de perniciosos deseos, consiguen la victoria, y calificando el pudor de
imbecilidad, lo rechazan ignominiosamente, destierran la templanza después de haberla ultrajado
dándole el nombre de cobardía, y proscriben la moderación y la frugalidad, a las que califican de
rusticidad y bajeza.
—Sí, verdaderamente.
—Después de haber creado este vacío en el alma del desgraciado joven y de haberlo purgado
como a quien se inicia en los más grandes misterios, introducen en su alma, con numeroso
acompañamiento, ricamente adornadas y con coronas sobre la cabeza, la insolencia, la anarquía, el
desenfreno y la desvergüenza, de los que hacen mil elogios, encubriendo su fealdad con los nombres
más preciosos: la insolencia, con el de buena educación; la anarquía, con el de libertad; el
desenfreno, con el de magnificencia; la desvergüenza, con el de valor. ¿No es de esta manera —dije
— como un joven, acostumbrado desde la infancia a no satisfacer otros deseos que los necesarios,
pasa al estado de libertad, en el que se deja dominar por una infinidad de placeres superfluos y
perniciosos?
—Esto es patente —dijo.
—Después de todo esto, vive, creo yo, sin distinguir los placeres superfluos de los placeres
necesarios, se entrega a los unos y a los otros, y no ahorra, para satisfacerlos, bienes, cuidados ni
tiempo. Si tiene la fortuna de no llevar el desorden al exceso, y si la edad, habiendo apaciguado un
tanto sus pasiones, le obliga a llamar del destierro a la facción perseguida y a no entregarse sin
reserva al invasor, entonces establece una especie de equilibrio entre sus deseos, y haciéndoles, por
decirlo así, echar suertes, entrega su alma al primero que ha sido por ésta favorecido. Satisfecho este
deseo, se somete al imperio de otro, y así sucesivamente; y sin fijarse en ninguno, atiende a todos por
igual.
—Sin duda.
—Si alguno llega a decirle —seguí— que hay placeres de dos clases, unos que son resultado de
deseos justos y legítimos y otros que son fruto de deseos perversos, y que es preciso estimar y buscar
los primeros, reprimir y domar los segundos, vuelve la cabeza a todo esto y sólo responde a ello por
signos desdeñosos, y sostiene que todos los placeres son de la misma naturaleza y merecen ser
satisfechos.
—Tal debe ser, en efecto, su conducta, dada la disposición de espíritu en que se encuentra —
reconoció.
—Vive al día. El primer deseo que se presenta es el primero que satisface. Hoy tiene deseo de
embriagarse entre canciones báquicas y mañana ayunará y no beberá más que agua. Tan pronto se
ejercita en la gimnasia como está ocioso y sin cuidarse de nada. Algunas veces es filósofo, las más es
hombre de Estado; sube a la tribuna, habla y obra sin saber lo que dice ni lo que hace. Un día envidia
la condición de los guerreros y hele aquí convertido en guerrero; otro día se convierte en
negociante, por envidia de los negociantes. En una palabra, en su conducta no hay nada fijo, nada de
arreglado; y llama a la vida que pasa, vida libre y agradable, vida dichosa.
—Nos has pintado al natural la vida de un amigo de la igualdad —dijo.
—Este hombre, que reúne en sí toda clase de costumbres y de caracteres, tiene toda la gracia y la
variedad del Estado popular; y no es extraño que tantas personas de uno y otro sexo encuentren tan
encantador un género de vida en el que aparecen unidas casi todas las clases de gobiernos y
caracteres.
—Así es —dijo.
—¿Pondremos, pues, frente a frente de la democracia a este hombre, que se puede con razón
llamar democrático?
—Pongámoslo —dijo.
XIV. —Ahora nos queda por examinar —dije yo— la forma más bella[16] de gobierno y el
carácter más acabado; quiero decir, la tiranía y el tirano.
—De acuerdo por completo —dijo.
—Veamos, mi querido amigo, cómo se forma el gobierno tiránico; por lo pronto parece que
debe su origen a la democracia.
—Es cierto.
—El paso de la democracia a la tiranía, ¿no se verifica poco más o menos lo mismo que el de la
oligarquía al de la democracia?
—¿Cómo?
—Lo que en la oligarquía se considera como el mayor bien, y lo que puede decirse que es el
origen de esta forma de gobierno, es la riqueza; ¿no es así?
—Sí.
—Lo que causa su ruina, sin embargo, ¿no es el deseo insaciable de enriquecerse, y la
indiferencia que por esto mismo se siente por todo lo demás?
—Es verdad —dijo.
—Por la misma razón, para la democracia es la causa de su ruina el deseo insaciable de lo que
mira como su verdadero bien.
—Y ¿qué es eso que define como tal?
—La libertad —repliqué—. En un Estado democrático oírás decir por todas partes que la libertad
es el más precioso de los bienes, y que por esta razón todo hombre que haya nacido libre fijará en él
su residencia antes que en ningún otro punto.
—En efecto, es muy frecuente oír semejante lenguaje —dijo.
—¿No es, pues, y esto es lo que quería decir, este amor a la libertad, llevado hasta el exceso y
acompañado de una indiferencia extremada por todo lo demás, lo que pierde al fin a este régimen y
hace la tiranía necesaria? —dije yo.
—¿Cómo? —preguntó.
—Cuando un Estado democrático, devorado por una sed ardiente de libertad, está gobernado por
malos escanciadores, que la derraman pura y la hacen beber hasta la embriaguez, entonces, si los
gobernantes no son complacientes, dándole toda la libertad que quiere, son acusados y castigados, so
pretexto de que son traidores que aspiran a la oligarquía.
—Efectivamente eso es lo que hacen —dijo.
—Con el mismo desprecio —dije— tratan a los que muestran aún algún respeto y sumisión a los
magistrados, echándoles en cara que para nada sirven y que son esclavos voluntarios. Pública y
privadamente alaban y honran la igualdad que confunde a los magistrados con los ciudadanos. En un
Estado semejante, ¿no es natural que la libertad se extienda a todo?
—¡Cómo no ha de extenderse!
—¿No penetrará en el interior de las familias la anarquía, y al fin, no se comunicará hasta a los
animales? —dije.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Que los padres —dije— se acostumbran a tratar a sus hijos como a sus iguales y, si cabe, a
temerles; estos a igualarse con sus padres, a no tenerles ni temor ni respeto, para gozar de completa
libertad; y que los simples metecos se igualan a los ciudadanos y viceversa, y hasta los extranjeros
aspiran a los mismos derechos.
—Así sucede —dijo.
—Eso y otras pequeñeces por el estilo —dije—: los maestros, en semejante Estado, temen y
adulan a sus discípulos; éstos se burlan de sus maestros y de sus ayos. En general, los jóvenes quieren
igualarse con los viejos y pelearse con ellos, ya de palabra, ya de hecho. Los viejos, a su vez,
condescendiendo con los jóvenes, se llenan de humor y jocosidad para imitar sus maneras, temiendo
pasar por personas de carácter altanero y despótico.
—Es cierto por completo —dijo.
—Pero el abuso más intolerable que la libertad introduce en la democracia —dije yo— es que los
esclavos de ambos sexos no son menos libres que los que los han comprado. Y ya casi se me
olvidaba decir qué grado de libertad y de igualdad alcanzan las relaciones entre los hombres y las
mujeres.
—No olvidemos nada y, según la expresión de Esquilo, digamos todo lo que nos venga a la
boca[17] —dijo.
—Muy bien —dije—; es lo mismo que estoy haciendo. Dificultad habrá en creer, a no haberlo
visto, que los animales domésticos son en este gobierno más libres que en ningún otro. Las perras,
según el proverbio, se hacen como sus dueñas; y los caballos y los asnos, acostumbrados a marchar
con la cabeza erguida y sin agacharse, chocan con todos los que encuentran, si no se les permite el
paso.[18] En fin, todo goza aquí de una plena y entera libertad.
—Me refieres —dijo— mi propio sueño. Más de una vez, cuando voy al campo, me sucede eso.
—¿No ves —dije— los males que resultan de todo esto? ¿No ves cómo se hacen suspicaces los
ciudadanos hasta el punto de rebelarse e insurreccionarse a la menor apariencia de coacción? Y por
último llegan, como tú sabes, hasta no hacer caso de las leyes, escritas o no escritas, para no tener así
ningún señor.
—Lo sé muy bien —contestó.
XV. —De este principio tan bello y tan encantador es de donde nace la tiranía, por lo menos a mi
entender —dije.
—Encantador en verdad; pero continúa explicándome sus efectos —pidió.
—El mismo azote que ha perdido a la oligarquía —seguí—, tomando nuevas fuerzas y nuevos
crecimientos a causa de la licencia general, arrastra a la esclavitud al Estado democrático; porque
puede decirse con verdad que no se puede incurrir en un exceso sin exponerse a caer en el exceso
contrario. Esto mismo es lo que se observa en las estaciones, en las plantas, en nuestros cuerpos, y en
los Estados lo mismo que en todas las demás cosas.
—Es natural —dijo.
—Por consiguiente, lo mismo con relación a un Estado que con relación a un simple particular, la
libertad excesiva debe producir, tarde o temprano, una extrema servidumbre.
—Eso parece, sin duda.
—Por lo tanto —proseguí—, es natural que la tiranía tenga su origen en el gobierno popular; es
decir, que a la libertad más completa y más ilimitada suceda el despotismo más absoluto y más
intolerable.
—Está en el orden de las cosas —dijo.
—Pero no es esto lo que tú me preguntas, según creo —dije—. Quieres saber cuál es ese azote
que, formado en la oligarquía y aumentado después en la democracia, acaba esclavizando a ésta.
—Tienes razón —dijo.
—Por este azote entiendo —dije— ese linaje de personas pródigas y ociosas, unas más valientes
que marchan a la cabeza, y otras más cobardes que les siguen. Hemos comparado los valientes a los
zánganos armados de aguijón, y los cobardes a zánganos sin aguijón.
—Me parece exacta esa comparación —observó.
—Estas dos especies de hombres causan en el cuerpo político —proseguí— los mismos estragos
que la flema y la bilis en el cuerpo humano. Un legislador sabio, como médico hábil del Estado,
tomará respecto de ellos las mismas precauciones que un hombre que cuida abejas toma respecto a
los zánganos. Su primer cuidado será impedir que nazcan, y si a pesar de su vigilancia nacen,
procurará erradicarlos lo más pronto posible, así como las celdillas que han infestado.
—Sí, por Zeus, desde luego —dijo.
—Para comprender mejor aún lo que queremos decir, enfoquémoslo de otro modo —dije yo.
—¿Cómo?
—Separemos con el pensamiento el Estado democrático en las tres clases de que efectivamente se
compone. La primera es la que nace de la licencia pública, que hace que su número no sea menor que
en la oligarquía.
—Así es.
—Sin embargo, hay la diferencia de que es aquí mucho más maléfica que en aquélla.
—¿Por qué razón?
—Porque como en el otro Estado no tiene ningún crédito y se procura alejarla de los cargos
públicos, queda sin acción y sin fuerza; mientras que en el Estado democrático es ella la que
exclusivamente está a la cabeza de todo. Los más ardientes hablan y obran; los demás murmujean
alrededor de la tribuna y cierran la boca a todo el que intente manifestar una opinión contraria; de
suerte que en este gobierno todos los negocios pasan por sus manos con raras excepciones.
—Es cierto —dijo.
—La segunda clase vive aparte, y no se comunica con la multitud.
—¿Cuál es?
—Como en este Estado todo el mundo trabaja por enriquecerse, los más organizados son también
de ordinario los más ricos.
—Es natural.
—De éstos, sin duda, es de donde los zánganos sacan más miel y con más facilidad.
—¿Qué podrían sacar, en efecto, de los que tienen poco o nada? —dijo.
—Así es que dan a los ricos el nombre de pasto para los zánganos.[19]
—Eso parece —dijo.
XVI. —La tercera clase es la plebe, compuesta de artesanos, ajenos a los negocios públicos y que
apenas tienen con qué vivir. En la democracia, esta clase es la más numerosa y la más poderosa
cuando está reunida en asamblea.
—Sí, pero no se reúne como no tenga esperanza de recibir alguna miel —dijo.
—Por esto los que presiden a estas asambleas hacen los mayores esfuerzos por proporciónársela.
Con esta idea se apoderan de los bienes de los ricos, que reparten con el pueblo, procurando siempre
quedarse ellos con la mejor parte.
—Así es como el pueblo recibe la miel —dijo.
—Sin embargo, los ricos, viéndose despojados de sus bienes, sienten la necesidad de defenderse,
se quejan del pueblo, y emplean todos los medios posibles para ello.
—¿Cómo no?
—Los otros, a su vez, los acusan, inocentes y todo como son, de querer introducir la turbación en
el Estado, de conspirar contra el pueblo y de formar una facción oligárquica.
—¿Qué otra cosa cabe?
—Pero cuando los acusados se aperciben de que el pueblo, más que por mala voluntad, por
ignorancia, y seducido por los artificios de sus calumniadores, se pone de parte de estos últimos,
entonces quieran ellos o no quieran, se hacen de hecho oligárquicos. No es a ellos a quienes hay que
culpar por esto, sino a los zánganos que los pican con sus aguijones.
—Totalmente de acuerdo.
—En seguida vienen las denuncias, los procesos y las luchas entre los partidos.
—En efecto.
—¿No es natural que el pueblo tenga entonces alguno a quien confíe especialmente sus intereses,
y a veces procure engrandecer y hacer poderoso?
—Eso suele hacer en efecto.
—Es evidente, pues —dije—, que de esta estirpe de protectores del pueblo es de la que nace el
tirano, y no de ninguna otra.
—La cosa es clara.
—Pero el protector del pueblo, ¿por qué principia a hacerse tirano? ¿No será evidentemente
cuando comienza a hacer una cosa parecida a lo que se dice que pasaba en Arcadia en el templo de
Zeus Liceo?
—¿Qué dicen que pasaba allí? —preguntó.
—Se dice que el que comía entrañas humanas, mezcladas con las de otras víctimas, se convertía
en lobo.[20] ¿No has oído decirlo?
—Sí.
—En la misma forma, cuando el protector del pueblo, encontrando a éste completamente sumiso
a su voluntad, empapa sus manos en la sangre de sus conciudadanos; cuando en virtud de acusaciones
calumniosas, que son demasiado frecuentes, arrastra a sus adversarios ante los tribunales y hace que
expiren en los suplicios, bañando su lengua y su boca impía en la sangre de sus hermanos, valiéndose
del destierro y de las cadenas, y propone la abolición de las deudas y una nueva división de tierras,
¿no es para él una necesidad el perecer a manos de sus enemigos o hacerse tirano del Estado y
convertirse en lobo?
—Forzosamente —dijo.
—Ya le tienes aquí en guerra abierta con los que poseen grandes bienes —dije.
—Es cierto.
—Y si se consiguiese expulsarlo, y volviese a pesar de sus enemigos, ¿no vendría hecho un tirano
completo?[21]
—Sin duda.
—Pero si los ricos no pueden conseguir echarlo ni hacer que le condenen a muerte, acusándole
delante del pueblo, naturalmente conspirarán sordamente contra su vida.
—Al menos suele suceder así —dijo.
—Entonces el hombre ambicioso, que ha llegado a este punto extremo, aprovecha la ocasión para
hacer al pueblo una petición. Le pide una guardia personal para proteger al defensor del pueblo.
—Sí, verdaderamente —dijo.
—El pueblo se la concede, temiéndolo todo por su defensor, y no temiendo nada por sí mismo.
—Sin duda también.
—Cuando las cosas llegan a este punto, todo hombre que posee grandes riquezas y que por esta
razón pasa por enemigo del pueblo, toma para sí el oráculo dirigido a Creso: huye siguiendo el río
Hermos, de lecho pedregoso, y no temas la tacha de cobardía.[22]
—En efecto —dijo—, porque no tendría ocasión de temerla dos veces.
—Si le prenden en su huida, le cuesta la vida —dije yo.
—No es otra la suerte que le espera.
—En cuanto al protector del pueblo, no creas que «yace grande en gran espacio»;[23] sube
descaradamente al carro del Estado, destruye a derecha e izquierda a todos aquellos de quienes
desconfía, y se declara abiertamente tirano.
—¿Quién puede impedírselo? —dijo.
XVII. —Veamos ahora cuál es la felicidad de este hombre y la del Estado que le sufre —dije.
—Conforme, veámoslo —dijo.
—Por lo pronto, en los primeros días de su dominación —dije—, ¿no sonríe graciosamente a
todos los que encuentra, y no llega hasta decir que ni remotamente piensa en ser tirano? ¿No hace las
más pomposas promesas en público y en particular, librando a todos de sus deudas, repartiendo las
tierras entre el pueblo y sus favoritos, y tratando a todo el mundo con benevolencia y mansedumbre?
—Es natural que empiece de esta manera.
—Cuando se ve libre de sus enemigos exteriores, en parte por transacciones, en parte por
victorias, y se cuenta seguro de este lado, tiene cuidado de mantener siempre en pie algunas semillas
de guerra para que el pueblo sienta la necesidad de un jefe.
—Naturalmente.
—Y, sobre todo, para que los ciudadanos, empobrecidos por los impuestos que exige la guerra,
sólo piensen en sus diarias necesidades, y no se hallen en estado de conspirar contra él.
—Claro.
—Y también hace esto, creo yo, para tener un medio seguro de deshacerse de los de corazón
demasiado altivo para someterse a su voluntad, exponiéndolos a los ataques del enemigo. Por todas
estas razones es preciso que un tirano tenga siempre entre manos algún proyecto de guerra.
—A la fuerza.
—Pero semejante conducta no puede sino hacerle más y más odioso a sus conciudadanos.
—¿Cómo no?
—Y algunos de los que contribuyeron a su elevación, y que son los que, después de él, tienen
mayor autoridad, ¿no hablarán con él o entre sí con mucha libertad de lo que pasa, censurándolo, al
menos los más atrevidos?
—Parece que sí.
—Es preciso que el tirano se deshaga de ellos si quiere reinar en paz; y que, sin distinguir amigos
de enemigos, haga que desaparezcan todos los hombres de algún mérito.
—Es evidente.
—Debe ser muy perspicaz para distinguir los que tienen valor, grandeza de alma, inteligencia y
riqueza; y su felicidad estriba, quiera o no quiera, en hacer a todos la guerra, y tenderles lazos sin
tregua hasta que haya purgado de ellos al Estado.
—¡Extraña manera de purgar! —dijo.
—Hace lo contrario de los médicos, que purgan el cuerpo quitándole lo malo y dejándole lo
bueno.
—Tiene que obrar así si quiere gobernar —dijo.
XVIII. —En verdad, ¡bendita necesidad la suya de perecer o vivir con canalla, que tampoco puede
evitar que le aborrezca! —dije.
—Tal es su situación —dijo.
—¿No es claro que cuanto más odioso se haga a sus conciudadanos, a causa de sus crueldades,
tanta más necesidad tendrá de una fiel y numerosa guardia?
—¿Cómo no?
—Pero ¿dónde encontrará esas gentes fieles? ¿De dónde las hará venir?
—Si paga bien, acudirán en gran número de todas partes —dijo.
—Me parece que ya te entiendo, por el Can[24] —exclamé—: acudirán enjambres de zánganos de
todos los países.
—Es verdad lo que te parece —dijo.
—¿Pero por qué no a gente de su país…?
—¿Cómo?
—Formando su guardia de esclavos, a quienes declararía libres después de haber hecho morir a
sus dueños.
—Muy bien, porque tales esclavos le serían enteramente adictos —dijo.
—¡Dichosa, pues —dije—, la condición de un tirano si se ve obligado a destruir a aquellos
ciudadanos y a convertir éstos en sus amigos y fieles servidores!
—Pero de ellos se sirve —dijo.
—Estos nuevos ciudadanos le admiran y viven con él en la más íntima familiaridad, mientras que
los hombres de bien le aborrecen y huyen de él —dije.
—¿Cómo no han de hacerlo?
—Con razón se alaba la tragedia como una escuela de sabiduría —dije—, y particularmente las de
Eurípides.[25]
—¿A propósito de qué dices eso?
—Porque de Eurípides es esta máxima que tiene un sentido profundo: los tiranos se hacen sabios
mediante el trato con los sabios, con lo que, sin duda, ha querido decir que los que componen su
sociedad son sabios.
—Es cierto que él[26] y los demás poetas califican la tiranía de divina en muchos pasajes de sus
obras.
—Pero como los poetas trágicos son también sabios, nos perdonarán que en nuestro Estado, y en
todos aquellos que están gobernados según principios análogos, se rehúse admitirlos a causa de sus
elogios a la tiranía —dije.
—En cuanto yo alcanzo, creo que los más razonables de ellos nos lo perdonarán —dijo.
—Pero nadie les quita de recorrer como quieran los demás Estados. Allí, reuniendo al pueblo, y
pagando las voces más elocuentes, más enérgicas y más insinuantes, inspiran a la multitud el gusto de
la tiranía y de la democracia.
—Sin duda.
—Con esto conseguirán dinero y honores, en primer lugar de parte de los tiranos, como es
natural que suceda; y en segundo lugar, de parte de las democracias. Pero a medida que remonten su
vuelo hacia gobiernos más perfectos, su nombradía se debilitará y no podrá seguirles.
—Tienes razón.
XIX. —Pero dejemos esta digresión —dije—: volvamos al tirano, y veamos cómo podrá proveer
el sostenimiento de su preciosa, numerosa y multicolor guardia, renovada a cada momento.
—Es evidente que comenzará por saldar los tesoros de los templos, si los hay, y mientras dure la
venta de las cosas sagradas y le produzca lo suficiente, no impondrá al pueblo grandes
contribuciones —dijo.
—Muy bien; pero cuando le falte este recurso, ¿qué hará?
—Entonces vivirán con los bienes de su padre él, los suyos, sus convidados, sus favoritos y sus
queridas —contestó.
—Entiendo: es decir que el pueblo, que ha engendrado al tirano, le alimentará a él y a los suyos
—dije.
—Así tendrá que suceder —afirmó.
—Pero ¿qué dices? —pregunté—: si el pueblo se cansase al fin, y le dijese que no es justo que un
hijo ya grande y fuerte sea una carga para su padre; que, por el contrario, a él toca procurar el
mantenimiento a su padre; que, al formarle y educarle, no ha sido su ánimo que se convirtiera en
dueño cuando fuera grande, ni ser él, el padre, esclavo de sus esclavos, ni alimentarle a él y a esa
muchedumbre de extranjeros que le rodean; que lo que se propuso fue solamente libertarse por su
medio del yugo de los ricos y de los que se llaman en la sociedad hombres de bien; ¿no deberá en
este concepto mandarle que se retire con sus amigos, con la misma autoridad que un padre arroja de
casa a su hijo con sus compañeros de libertinaje?
—Entonces, ¡por Zeus! —exclamó él—, el pueblo verá qué hijo ha engendrado, acariciado y
encumbrado, y que los que intenta arrojar son más fuertes que él.
—Pero ¿qué dices? —pregunté—. ¿Se atrevería el tirano a emplear la violencia con su padre, y
hasta maltratarle si no cedía?
—Sí —dijo—, si antes lo ha desarmado.
—¿Llamas al tirano, por consiguiente —dije—, parricida y perverso sustentador de la vejez? Y he
aquí que hemos llegado a lo que todo el mundo llama tiranía. El pueblo, queriendo evitar, como suele
decirse, el humo de la esclavitud de los hombres libres, cae en el fuego del despotismo de los
esclavos, y ve que la servidumbre más dura y más amarga sucede a una libertad excesiva y
desordenada: la esclavitud bajo esclavos.
—Castigo casi siempre irremediable —dijo.
—Y bien —dije—, ¿podremos lisonjearnos de haber explicado de una manera satisfactoria la
transición de la democracia a la tiranía y a las costumbres de este gobierno?
—La explicación es completa —dijo.
Libro IX de La República

I. —Nos queda por examinar —dije— el carácter del tirano en sí mismo, cómo del hombre
democrático sale el hombre tiránico, cuáles son sus costumbres, y si su suerte es dichosa o
desgraciada.
—Es lo único que nos falta por considerar —asintió.
—¿Sabes lo que echo de menos ahora? —dije.
—¿Qué?
—No hemos expuesto, a mi parecer, con bastante claridad, la naturaleza y las diferentes especies
de deseos. Mientras falte algo que decir sobre este punto, el descubrimiento de lo que buscamos
quedará siempre envuelto en tinieblas.
—Aún estamos a tiempo de tratarlo, ¿no? —dijo.
—Sin duda. He aquí principalmente lo que yo querría conocer de una manera más clara. Entre los
deseos y los placeres superfluos los hay que son ilegítimos. Estos deseos nacen en el alma de todos
los hombres; pero en unos, reprimidos por las leyes o por otros deseos mejores, se desvanecen
enteramente, gracias a la razón, o son débiles o pocos en número, mientras que en otros, por el
contrario, estos deseos son más numerosos y, al mismo tiempo, más fuertes.
—¿De qué deseos hablas? —preguntó.
—Hablo de los que se despiertan durante el sueño —repuse—; cuando esta parte del alma, que es
racional, pacífica y a propósito para mandar, está como dormida, y la parte animal y feroz, excitada
por el vino y por la buena comida, se rebela y, rechazando el sueño, intenta escaparse y satisfacer sus
apetitos. Sabes que en tales momentos esta parte del alma a todo se atreve, como si se hubiera
liberado violentamente de todas las leyes de la conveniencia y del pudor; no se contiene, en su
fantasía, de cohabitar con su madre ni con ningún otro ser, humano, divino o bestial. Ningún
asesinato, ningún alimento indigno le causa horror; en una palabra, no hay acción, por extravagante y
por infame que sea, que no esté pronta a ejecutar.
—Dices gran verdad —convino.
—Pero cuando un hombre observa una conducta sobria y arreglada; cuando antes de entregarse al
sueño reanima la antorcha de su razón, alimentándola con reflexiones saludables, conversando
consigo mismo; cuando, sin saciar a la parte animal, le concede lo que no puede rehusarse, para que
se tranquilice y no turbe con su alegría o su tristeza la parte inteligente del alma, sino, antes bien, la
deje en su propio ser y pura naturaleza, para continuar en sus observaciones sobre lo que ignore de
lo pasado, de lo presente y de lo venidero; cuando este hombre, apaciguada así la parte en que reside
la fogosidad, se acuesta tranquilo y sin resentimiento contra nadie; en fin, cuando, mientras las otras
dos partes están quietas, pone en movimiento aquella tercera en la que reside el juicio, entonces ve
más fácilmente la verdad y no se siente turbado por fantasmas impuros y sueños criminales.
—Estoy persuadido de eso —dijo.
—Quizá me he extendido demasiado. Lo único que importa saber es que hay en cada uno de
nosotros, incluyendo a los que parecen más dueños de sus pasiones, una especie de deseos crueles,
brutales, sin freno, como lo prueban los sueños. Examina si lo que digo es válido y si estás conforme.
—Estoy conforme.
II. —Recuerda ahora el retrato que hemos hecho del hombre democrático.[1] Dijimos que había
sido educado en su juventud por un padre tacaño, que sólo estimaba la pasión por el dinero, cuidando
poco de satisfacer los deseos superfluos, cuyo objeto no es otro que el lujo y los placeres; ¿no es así?
—Sí.
—Que encontrándose después en relación con gentes frívolas y entregadas a esos placeres
superfluos de que acabo de hablar, sentía aversión por las lecciones de su padre y se entregaba a la
embriaguez y al libertinaje; que, sin embargo, como su índole era mejor que la de sus corruptores,
viéndose atraído en dos direcciones opuestas, tomaba un término medio entre la de sus corruptores y
la de su padre; que, proponiéndose seguir ya una, ya otra, con moderación, creía observar un género
de vida igualmente lejano, a su juicio, de una sumisión servil y del desorden que no conoce ley, y
que, de esta manera, de oligárquico que era se convertía en democrático.
—Es cierto. Tal es la idea que nosotros nos hemos formado de él —dijo.
—Supón ahora —dije— que este hombre, ya anciano, tiene un hijo educado en las mismas
costumbres.
—Lo supongo.
—Imagina en seguida que le sucede lo mismo que a su padre; quiero decir, que se encuentra
empeñado en una vida licenciosa, que llaman libre los que le seducen; que, de una parte, su padre y
sus parientes apoyan de firme a la facción de los deseos moderados, mientras que, de otra, estos
encantadores hábiles, que poseen el secreto de hacer tiranos, secundan con todo su poder la facción
contraria. Cuando desesperen de encontrar otro medio de retener a este joven en su partido, harán
nacer en su corazón, por medio de artificios, el amor que preside a los deseos ociosos y pródigos, y
que en mi opinión no es más que un gran zángano alado. ¿Crees tú que sea otra cosa el amor en estos
hombres?
—Nada más que eso —dijo.
—Bien pronto los demás deseos, coronados de flores, perfumados, brillantes, embriagados con
licores y acompañados de placeres frenéticos, vienen a zumbar en rededor de ese zángano, le
alimentan, le engrandecen y, por último, le arman el aguijón de la pasión, y desde aquel acto el tirano
del alma no tiene ningún freno. Escoltado por la demencia, extermina y arroja fuera de sí todos los
sentimientos honestos, todos los deseos virtuosos, hasta que, después de haber borrado de su alma
todo vestigio de sensatez, la ve henchida de un furor que no conocía antes.
—Es ésa una fiel pintura de la manera como se forma el hombre tiránico —dijo.
—¿No es ésta la razón por que se ha dado después a Eros el nombre de tirano? —pregunté.
—Así parece —respondió.
—El hombre embriagado, ¿no tiene también tendencias tiránicas? —inquirí.
—Sí las tiene.
—En igual forma, un hombre demente, ¿no se imagina que es capaz de mandar a los hombres y
también a los dioses?
—Sin duda —dijo.
—Entonces, mi querido amigo —dije yo—, ¿qué es, hablando propiamente, el hombre tiránico,
sino aquel a quien la educación o la naturaleza o ambas han hecho borracho, enamorado y loco?
—Totalmente cierto.
III. —Acabas de ver, me parece, cómo se forma el hombre tiránico. Pero ¿cómo vive?
—Tal como se acostumbra a decir en broma —replicó—: tú eres el que me lo has de decir.
—Sea así. Todo se volverán fiestas —seguí—, juegos, festines, francachelas, cortesanas y
placeres de todos géneros, a que le arrojará Eros tiránico, que ha dejado penetrar en su alma y que
dirige todas sus facultades.
—Necesariamente —dijo.
—¿Y no sentirá nacer junto a estos, día y noche, una multitud de nuevos deseos tan indómitos
como insaciables?
—Multitud, en efecto.
—Y así sus rentas, si es que las tiene, se verán bien pronto agotadas en satisfacerlos.
—¿Cómo no?
—Detrás vendrán los préstamos y, como consecuencia, la disipación de su fortuna.
—¿Qué remedio?
—Y cuando no tenga ya nada, ¿no será importunado por los gritos tumultuosos de esta
muchedumbre de deseos que se agitan en su alma como en su nido? Estrechado por sus aguijones, y
sobre todo por el del amor, al que sirven los demás deseos, por decirlo así, como de escolta, ¿no
correrá de un lado para otro como un furioso buscando por todas partes alguna presa, que pueda
sorprender por artificio o arrancar por la fuerza?
—Sí, ciertamente —dijo.
—Y así será para él una necesidad, o agarrar cuanto se le venga a las manos, o verse despedazado
por los más crueles dolores.
—Es forzoso.
—Y lo mismo que los nuevos placeres han suplantado a los antiguos en su corazón,
enriqueciéndose con sus despojos, así, aunque más joven, ¿no querrá apoderarse de los bienes de su
padre y de su madre, y aprovecharse del patrimonio que queda a éstos después de haber disipado su
parte?
—¿Cómo sería de otro modo? —dijo.
—Y si sus padres rehúsan satisfacer sus deseos, ¿no empleará, por de pronto, contra ellos el hurto
y el fraude?
—Desde luego.
—Si por este medio no consigue nada, ¿no apelará al robo y a la fuerza?
—Lo creo —dijo.
—Si se oponen a la violencia el anciano y la anciana, si resisten, ¿respetará su ancianidad?
¿Dejará de cometer con ellos algún acto tiránico?
—Temo mucho por los padres de un joven semejante —dijo.
—Por Zeus, mi querido Adimanto, ¿crees tú que por una amiga superflua, a quien por capricho
obsequia desde la víspera, o por un joven a quien persigue también desde el día anterior
innecesariamente, será capaz de poner las manos en su padre o en su madre, en sus amigos más
antiguos y más necesarios,[2] sin miramiento a sus muchos años; y llegará hasta someterlos como
esclavos a esta mujer y a ese joven, que habrá introducido en la casa de sus padres?
—Sí lo hará, por Zeus —dijo.
—Luego gran fortuna es para los padres el haber dado a luz un hijo de ese carácter —dije.
—Desde luego —dijo.
—Pero ¡qué!, cuando haya consumido todos los bienes de su padre y de su madre, y el enjambre
de pasiones se haya multiplicado y fortificado en su corazón, ¿no se verá reducido a forzar las casas,
despojar de noche a los transeúntes y robar los templos? Las opiniones sobre el honor y la probidad,
consideradas como justas, que le habían inspirado en su infancia, desaparecerán entonces delante de
aquellas otras, con el amor a la cabeza, que se harán dueñas de su alma, apenas liberadas de la
esclavitud. Estas mismas opiniones, que cuando estaba él sometido a la autoridad de las leyes y a la
voluntad de su padre, apenas se atrevían a emanciparse en los sueños de la noche, hoy que el amor se
ha hecho su tirano, le conducirán cien veces al día a las mismas acciones que antes experimentaba
raras veces durante el sueño. Ni los asesinatos, ni las horribles orgías, ni los crímenes de ninguna
clase le detendrán, porque reinando en su alma sólo el amor tiránico, le inspirará la licencia y el
desprecio a las leyes, y mirando esta alma como un Estado sometido a su imperio, le obligará a
emprenderlo todo, para tener con que alimentarle a él y a esa turba que lleva tras de sí, venida en
parte de fuera por las malas compañías, y nacida en parte dentro, desencadenada por su propia
audacia o liberada por él mismo. ¿No será ésta la vida que hará éste?
—Ésa, sin duda —dijo.
—Si en un Estado se encuentran —dije— pocos ciudadanos de este carácter, siendo todos los
demás prudentes y arreglados en sus costumbres, entonces esos pocos saldrán y se pondrán al
servicio de cualquier tirano extranjero; o para venderse como auxiliares dondequiera que haya
guerra; y si en todas partes hay paz y tranquilidad, producirán en su patria un número infinito de
pequeños males.
—¿Qué males?
—Por ejemplo, robar, forzar las casas, escamotear las bolsas, despojar a los transeúntes, cometer
sacrilegios y raptos de hombres libres. Si son elocuentes, harán el oficio de acusadores, presentarán
testigos falsos y se venderán al que más les dé.
—Pequeños males son éstos, si ellos son en corto número.
—Sí, ya sabes —dije— que las cosas pequeñas lo son en comparación con las grandes; y todos
estos males, puestos al lado de los que sufre un Estado oprimido por un tirano, son una bagatela. Pero
cuando en un Estado hay muchos ciudadanos de este carácter, y aumentándose cada día su partido ven
que tienen mayoría, entonces es cuando, apoyados en un populacho insensato, dan al Estado por
tirano a aquel de entre ellos que tiene en su propia alma el más fuerte e imperioso tirano.
—Sí, porque semejante hombre sabrá perfectamente el oficio de tirano —dijo.
—Si los demás ceden, no pasa nada. Pero si no, al menor movimiento que haga la ciudad, el
tirano cometerá contra su patria las mismas violencias que usó contra su padre y su madre; la
maltratará, la entregará al poder de los nuevos amigos que le rodean, y reducirá a la esclavitud más
dura a esta patria, o matria,[3] sirviéndome de la expresión de los cretenses. A este punto irán a parar
sus deseos.
—Tienes toda la razón —dijo.
—Por lo demás —proseguí—, en ese hombre, antes de gobernar, su carácter se deja ver en su
condición privada de la manera siguiente. O bien se ve rodeado de una multitud de aduladores,
dispuestos a obedecerle en todo; o arrastrándose él mismo impúdicamente a sus pies, cuando tiene
necesidad de los demás, no habrá cosa que no haga para convencerles de su decidido afecto; pero
apenas habrá obtenido lo que deseaba, cuando les volverá la espalda.
—Muy cierto.
—Y así estos hombres pasan la vida sin ser amigos de nadie, siendo dueños o esclavos de
voluntades ajenas, porque es un signo del carácter tiránico el no conocer ni la verdadera libertad ni la
verdadera amistad.
—Desde luego.
—¿No puede llamarse a estos hombres con razón desleales?
—¿Cómo no?
—¿Y no puede decirse también que son injustos en sumo grado, si lo que hemos dicho antes a
propósito de la justicia es verdadero?
—Verdadero es, sin duda —dijo.
—Resumamos, pues —proseguí—, los rasgos que constituyen al perfecto criminal. Debe ser en
vela tal como lo describimos en sueños.
—Sin duda.
—Es el hombre que, teniendo el carácter más tiránico que puede concebirse, está revestido con la
autoridad tiránica; y cuanto más tiempo ejerza la tiranía, más se afirmará en su manera de ser.
—Ésa es una consecuencia necesaria —exclamó Glaucón por su parte.
IV. —Y si es el más malo de los hombres, ¿no será también el más desgraciado —dije—, y no lo
será tanto más cuanto por más tiempo y de una manera más absoluta haya ejercido la tiranía? Distinta
es, a este respecto, la opinión del vulgo.
—No puede ser de otra manera —observó.
—La condición del hombre tiranizado por sus pasiones es la misma que la de un Estado oprimido
por un tirano; como la condición del hombre democrático se parece a la de un Estado democrático, y
así sucede con los demás.
—¿Cómo no?
—Y lo que un Estado es con relación a otro Estado, en razón, ya de la virtud, ya de la felicidad, un
hombre lo es con relación a otro hombre.
—¿Qué otra cosa cabe?
—Pero ¿cuál es la diferencia en virtud del Estado gobernado por un tirano con el Estado
gobernado por un rey[4] tal como nosotros lo describimos al principio?
—Son enteramente opuestos; el uno es el mejor, el otro el peor.
—No te preguntaré cuál de los dos es el mejor o el peor —dije yo—, porque es cosa clara; lo que
yo te pregunto es si el que tienes por mejor es también dichoso, y el que tienes por peor el más
desgraciado. No nos alucinemos en este punto por fijarnos sólo en el tirano y en el corto número de
favoritos que le rodean; entremos en el Estado mismo, examinémosle todo entero, penetremos en él
por todas partes, y en seguida demos nuestro fallo a lo observado.
—Pides una cosa muy justa. Es cosa evidente para todo el mundo que no hay un Estado más
desgraciado que el que obedece a un tirano, ni más dichoso que el que está gobernado por un rey.
—¿No tendré razón —dije— para exigir que se vaya con el mismo pulso cuando se trate de dar
parecer sobre la felicidad de los individuos, y para querer que nos atengamos a la decisión del que
pueda penetrar con el pensamiento hasta el interior del hombre, sin dejarse llevar, como los niños, de
apariencias, ni tampoco de las exterioridades fastuosas de que el poder tiránico se reviste para
imponerse a la multitud, sino penetrando en el fondo de las cosas? ¿Si pretendiese yo, por
consiguiente, que en la cuestión presente no deberíamos dar oídos a otro juez que al que a las luces
del juicio une las de la experiencia, al que ha vivido con los tiranos, que los ha visto en su interior
despojados del aparato y pompa teatral, y que sabe la impresión que le causan las crisis políticas; si
comprometiese a este hombre a dar su fallo sobre la felicidad o desgracia de la condición del tirano,
comparada con todas las demás?
—Sería muy correcto exigirlo —dijo.
—¿Quieres que supongamos por un momento —dije— que nosotros mismos nos encontramos en
estado de juzgar, y que hemos vivido con los tiranos, para que de esta manera tengamos alguien que
responda a nuestras preguntas?
—Sí, lo quiero.
V. —Sígueme, pues, y recordando la semejanza que existe entre el Estado y el individuo,
considera el uno después del otro, y dime cuál debe ser la situación de ambos.
—¿Qué situación? —preguntó.
—Comenzando por el Estado, dime: un Estado sometido a un tirano, ¿es libre o esclavo? —
inquirí.
—Digo que es todo lo esclavo que se puede ser —replicó. — Sin embargo, en semejante Estado,
¿ves personas que son dueñas de lo que tienen y libres en sus acciones?
—Sí; las veo, pero en muy corto número —dijo—, pues a decir verdad, la mayor y más sana
parte de los ciudadanos se ve reducida a la más dura y vergonzosa esclavitud.
—Luego si con el individuo pasa lo mismo que con el Estado —dije—, ¿no es una necesidad que
se verifiquen en él las mismas cosas, que su alma gima en una servidumbre baja y vergonzosa, que la
parte más excelente de esta alma esté sometida a los caprichos de la parte más despreciable, más
depravada y más furiosa?
—Así debe suceder —dijo.
—¿Qué dirás de un alma que se halla en este estado? ¿Es libre o esclava?
—Esclava, sin duda.
—Pero un Estado esclavo y dominado por un tirano no hace lo que quiere.
—No, ciertamente.
—A decir verdad, un alma tiranizada, hablando de ella en su totalidad, tampoco hace lo que
quiere, sino que arrastrada sin cesar por la violencia del aguijón, se sentirá llena de turbación y de
arrepentimiento.
—¿Cómo no?
—El Estado en que reina un tirano, ¿es rico o pobre?
—Es pobre.
—Luego un alma tiranizada es también siempre pobre e insaciable.
—Así es —dijo.
—¿No es una necesidad que este Estado y este individuo estén en un temor y en un terror
continuos?
—Sin duda.
—¿Crees que sea posible encontrar ningún otro Estado en que sean más las quejas, las lágrimas,
los gemidos y los amargos dolores que en éste?
—De ningún modo.
—¿Ni ningún otro individuo en quien lo sean más que en este hombre tiránico, a quien el amor y
las demás pasiones hacen furioso?
—¿Cómo podría ser de otro modo? —dijo.
—Así, pues, pensando en todos estos males y en otros mil, has creído que este Estado era el más
desgraciado de todos los Estados…
—¿No he tenido razón? —preguntó.
—Sin duda, pero colocándote en el mismo punto de vista, ¿qué dices del hombre tiránico? —dije
yo.
—Que es el más desgraciado de los hombres —afirmó.
—En eso —dije— ya no tienes razón.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque no es aún ése el más desgraciado, a mi modo de ver —dije.
—Pues ¿quién lo será entonces?
—El que te voy a citar te parecerá más desgraciado, quizá.
—¿Quién?
—Aquel que, estando tiranizado ya de por sí, no pasa su vida en la esfera privada, sino que su
mala estrella le presenta la ocasión de hacerse tirano de un Estado.
—Visto lo que hemos dicho, conjeturo que tienes razón —dijo.
—Así puede suceder —dije—, pero en una materia de esta importancia, donde se trata nada
menos que de examinar de qué depende la felicidad o la desgracia de la vida, no hay que andar con
conjeturas, sino llegar, si puede ser, hasta una completa certidumbre.
—Muy bien —dijo.
—Mira si razono con exactitud. Para juzgar bien la condición de un tirano, he aquí, a mi parecer,
cómo es preciso considerarle.
—¿Cómo?
—Sucede con un tirano lo que con esos particulares ricos que tienen muchos esclavos; porque
tienen de común con él que mandan a muchos; la diferencia está sólo en el número.
—En eso difieren, en efecto.
—Ya sabes que estos particulares viven tranquilos, no temen nada de parte de sus esclavos.
—Pues ¿qué han de temer?
—Nada; pero ¿sabes la razón? —dije.
—Sí; es porque todo el Estado cuida de la seguridad de cada ciudadano.
—Muy bien —asentí—. Pero si algún dios, arrancando del seno de esta sociedad a uno de estos
hombres que tienen a su servicio cincuenta esclavos o más, con su mujer, sus hijos y domésticos, le
transportara con su casa y bienes a un desierto, donde no pudiera esperar auxilio de ningún hombre
libre, ¿no estaría continuamente temiendo que iban a perecer a manos de sus esclavos él, su mujer y
sus hijos?
—Estaría aterrado —dijo.
—Se vería precisado a agasajar a algunos de entre ellos, a ganarlos a fuerza de promesas, y a
darles libertad, aunque no la mereciesen; en una palabra, a convertirse en adulador de sus esclavos.
—Tendría que hacer eso o perecer —dijo.
—¿Y qué sucedería —proseguí— si ese mismo dios colocase alrededor de la estancia de ese rico
un gran número de gentes decididas a no sufrir que un hombre ejerciera imperio alguno sobre sus
semejantes, y a castigar con el último suplicio al que sorprendiera intentando una cosa semejante?
—Rodeado por todas partes de tantos enemigos, sería para él un motivo mayor aún para temer
por sus días —dijo.
—¿No está encadenado en una prisión semejante el tirano? Suponiéndole con el carácter con que
le hemos pintado, ¿no debe verse devorado incesantemente por temores y deseos de toda clase? Por
viva que sea su curiosidad, no puede viajar como los demás ciudadanos, ni ir a ver mil cosas que
llamen su atención. Encerrado en el recinto de su palacio, como una mujer, envidia la felicidad de sus
súbditos cuando sabe que hacen algún viaje, y que van a ver cosas que excitan su curiosidad.
—Es muy cierto —dijo.
VI. —Mayores aún son los males que cosecha el hombre tiránico, que has considerado tú como el
más desgraciado de los hombres, gobernándose mal a sí mismo, cuando la suerte le obliga a
renunciar a la vida privada, y le eleva a la condición de tirano; es incapaz de conducirse a sí mismo y
habrá de conducir a los demás. Su condición se parece a la de un enfermo que no teniendo bastantes
fuerzas propias, en lugar de pensar sólo en su salud se viese precisado a pasar toda su vida en
combates atléticos.
—Esa comparación, Sócrates, es muy exacta y muy verdadera —dijo.
—Semejante situación, mi querido Glaucón —dije yo—, ¿no es la más triste que puede
imaginarse y la condición de tirano no añade un aumento de desgracia al mismo que, en tu opinión,
era ya el más desgraciado de los hombres?
—Convengo en ello —dijo.
—Y así en realidad, y cualesquiera que sean las apariencias, el tirano no es más que un esclavo,
esclavo sometido a las más dura y baja servidumbre, y el adulador de lo más abyecto de la sociedad.
Jamás podrá satisfacer por completo sus deseos, porque lo que le falta excede a lo que posee; y el que
pudiera penetrar en el fondo de su alma encontraría que es verdaderamente pobre, y vive siempre
sobresaltado, y siempre presa de dolores y angustias: tal es su situación, si es cierto que es parecida a
la del Estado de que él es dueño; y se parece, en efecto, o ¿no lo crees así?
—Y mucho —dijo.
—A tantas miserias añadamos sobre todo lo que ya hemos dicho; que de día en día, y en razón del
rango que ocupa, se hace necesariamente más envidioso, más pérfido, más injusto, más falto de
amigos, más impío, más dispuesto a recibir y alimentar en su corazón todos los vicios, siguiéndose
de aquí que es el más desgraciado de los hombres, y que comunica su desgracia a los mismos que le
rodean.
—Ningún hombre de buen sentido te puede contradecir en este punto —contestó.
—Revístete ahora, pues —dije yo—, con el carácter de juez último y dictamina quiénes de entre
los cinco caracteres, el real, el timocrático, el oligárquico, el democrático y el tiránico, son más
dichosos y quiénes lo son menos.
—El fallo es fácil de pronunciar —dijo—. Doy a cada uno más o menos virtud, más o menos
felicidad, según el orden en que se nos han presentado, como los coros que entran en la escena.
—¿Quieres que hagamos venir un heraldo —dije—, o que publique yo en alta voz que el hijo de
Aristón ha declarado que el más dichoso de los hombres es el más justo y más virtuoso, es decir, el
que reina sobre sí mismo y que se gobierna según los principios del Estado monárquico; y que el
más desgraciado es el más injusto y más depravado, es decir, aquel que, teniendo el carácter más
tiránico, ejerce sobre sí mismo y sobre los demás la tiranía más absoluta?
—Proclámalo —dijo.
—¿Y podré añadir —pregunté— que uno y otro son lo que hemos dicho, aun cuando ni los
hombres ni los dioses tengan conocimiento alguno de ello?
—Añádelo —dijo él.
VII. —Por consiguiente, he aquí que hemos llegado al término de la primera demostración. Voy,
si quieres, a darte una segunda.
—¿Cuál es?
—Si el alma de cada uno de nosotros se divide realmente —dije— en tres especies a la manera
que el Estado se divide en tres, ello da lugar, a mi parecer, a una nueva demostración.
—¿Cuál?
—La siguiente. A estas tres partes del alma corresponden tres placeres propios de cada una de
ellas: y por consiguiente, tres clases de deseos y de dominaciones.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Lo primero es aquello por lo que el hombre comprende; lo segundo es aquello por lo que el
hombre se irrita; lo tercero tiene demasiadas formas para que pueda ser comprendido bajo un
nombre particular; pero ya lo hemos designado por lo más notable y por lo que más predomina. Lo
hemos llamado concupiscible a causa de la violencia de los deseos que nos arrastran a comer, beber,
al amor y a los demás placeres de los sentidos; y lo hemos llamado amigo de las riquezas, porque el
dinero es el medio más eficaz para satisfacer esta clase de deseos.
—Razón hemos tenido para ello —dijo.
—Si añadiésemos que el placer y querencia propios de esta facultad es el lucro, ¿no sería fijar la
idea y designarla con toda claridad? ¿Qué otro nombre, en verdad, puede convenirle mejor que el de
amor a las riquezas y al lucro?
—Bien me parece —dijo.
—Y la parte irascible, ¿no nos arrastra de manera total y constante a la dominación, a la victoria y
a la gloria?
—Muy cierto.
—Luego podemos con razón llamarla arrogante y ambiciosa.
—Le conviene perfectamente.
—En cuanto a la parte que comprende, es evidente que tiende sin cesar y por completo a conocer
la verdad, tal cual es, importándole bien poco las riquezas y la gloria.
—Es cierto.
—¿No tendremos, por lo tanto, razón para llamarla filosófica y amiga de la instrucción?
—¿Cómo no?
—¿No es cierto, igualmente —proseguí—, que, según el caso, unas veces domina este elemento
recién nombrado, otras veces, uno de los otros dos?
—Así es —dijo.
—Por eso, ¿diremos que hay tres principales caracteres entre los hombres, que son: el filosófico,
el ambicioso y el avaro?
—Totalmente de acuerdo.
—¿Y tres especies de placeres radicados en ellos?
—Muy cierto.
—Si preguntaras a cada uno de estos hombres en particular —dije—: «¿cuál es la vida más
dichosa?», ya conocerás que habrá de decir que la suya; y que el interesado colocará el placer del
lucro por encima de todos los demás placeres, y que despreciará la ciencia y los honores, a menos
que no crea que son un medio de reunir dinero.
—Es cierto —dijo.
—Por su parte, ¿qué dirá el ambicioso? —proseguí—. ¿No tratará de bajeza el placer de
acumular tesoros, y de humo vano el estudio de las ciencias, a excepción de las que puedan acarrear
honra?
—Así es —repuso.
—En cuanto al filósofo —seguí—, diremos resueltamente que de nada hace aprecio en
comparación del placer que le proporciona el conocimiento de la verdad tal cual es, y su aplicación
continua a este estudio; y con respecto a los demás placeres, si los llama necesidades, es porque no se
los procuraría, si la naturaleza no los exigiese.
—Hay que estar convencido de ello.
VIII. —Ahora, puesto que se trata —dije— de decidir cuál de estas tres especies de placeres y de
condiciones es, no digo la más honesta o vergonzosa o mejor o peor, sino la más agradable y exenta
de pesar, ¿cómo podremos saber, entre estas pretensiones opuestas, de qué lado se encuentra la
verdad?
—Yo no podría decirlo —replicó.
—Veamos la cuestión de esta manera: ¿cuáles son las cualidades que se requieren para juzgar
bien? ¿No son la experiencia, la reflexión y el razonamiento? ¿Es posible seguir mejores guías
cuando se trata de formar un juicio?
—¿Cómo podría serlo? —dijo.
—Atiende, pues: ¿cuál de nuestros tres hombres tiene más experiencia de las tres clases de
placeres de que acabamos de hablar? ¿Crees que el avaro, si se dedicase al conocimiento de la
verdad, sería más capaz de juzgar de la naturaleza del placer que acompaña a la ciencia, que lo es el
filósofo de juzgar el placer que causa el lucro?
—De ninguna manera —dijo—, porque el filósofo se ha encontrado desde la infancia en la
necesidad de gustar otros placeres que los de la inteligencia; mientras que ninguna necesidad ha
tenido el hombre interesado de experimentar, al estudiar los seres, la dulzura del placer de conocer y
de adquirir la experiencia: difícil le resultaría, pese a todos sus esfuerzos para conseguirlo.
—Luego el filósofo tiene mayor experiencia que el avaro respecto de ambos placeres —dije yo.
—Mucho mayor.
—¿No conoce también el filósofo por experiencia el placer que va unido a los honores mejor que
conoce el ambicioso el placer que produce el comprender?
—Cada uno de estos tres hombres —dijo— está seguro de la honra que le resultará si llega a
conseguir el objeto que se propone, porque las riquezas tienen muchos admiradores, como los tienen
el valor y la sabiduría. Y así respecto al placer que resulta de verse honrado, todos tres tienen igual
experiencia. Pero es imposible que ningún otro, como no sea el filósofo, guste el placer que resulta
de la contemplación del ser de las cosas.
—Por consiguiente —dije—, si sólo se atiende a la experiencia, el filósofo está en mejor
posición de juzgar que los otros dos.
—Con mucho.
—Y es el único que a las luces de la experiencia une las de la comprensión.
—¿Cómo no?
—En cuanto al instrumento necesario para juzgar, no pertenece en propiedad ni al avaro ni al
ambicioso, y sí sólo al filósofo.
—¿Cuál es ese instrumento?
—¿No hemos dicho que es preciso emplear el razonamiento en los juicios?
—Sí.
—Pero el razonamiento, hablando con propiedad, es el instrumento del filósofo.
—¿Cómo no?
—Si la riqueza y el lucro fuesen la regla más segura para juzgar bien de cada cosa, lo que el
avaro estima o desprecia contendría efectivamente la máxima verdad.
—Convengo en ello.
—Si fuesen los honores, las victorias o el valor, ¿no sería preciso someterlos a la decisión del
hombre ambicioso y arrogante?
—Es evidente.
—Pero puesto que a la reflexión y a la experiencia y a la razón pertenece juzgar…
—No puede menos de reconocerse que lo que merece la estimación del filósofo, del amigo de la
razón, es verdaderamente estimable.
—Luego de los tres placeres de que se trata, el más dulce es el que depende de esta parte del alma
por la que adquirimos conocimientos, y el hombre que da a esta parte el mando sobre sí mismo pasa
la vida más dichosa.
—¿Cómo va a ser de otro modo? —dijo—: como apreciador soberano, el hombre inteligente
alaba su propia vida.
—¿Qué vida y qué placer deberán ponerse en segundo lugar? —dije.
—Es claro que será el placer del guerrero y del ambicioso, el cual se aproxima mucho más al del
filósofo que el del hombre interesado.
—Según todas las apariencias, al avaro le corresponderá el último rango de vida.
—¿Qué otra cosa cabe? —dijo.
IX. —Por lo tanto, he aquí dos pruebas y dos victorias consecutivas que el justo consigue sobre el
injusto. Pero va a conseguir una tercera verdaderamente olímpica, por la que deberá dar gracias a
Zeus Salvador y Olímpico. Es la siguiente: todo otro placer que no sea el del sabio no es un placer
completo, ni puro, sino como sombreado, según lo que he oído decir a alguno de los sabios.[5] Y si
es así, la derrota del injusto es completa.
—Seguramente, pero ¿cómo lo explicas?
—Basta para ello que yo pregunte y tú me respondas —dije.
—Interroga, pues —dijo.
—Dime —proseguí—: el dolor ¿no es lo contrario del placer?
—Sin duda.
—¿No se reconoce un estado en el que no se experimenta placer ni dolor?
—Lo hay, sin duda.
—Este estado, que es un medio entre aquellos dos contrarios, ¿no consiste en un cierto reposo en
que se encuentra el alma respecto de los otros? ¿No te parece así?
—Eso es —repuso.
—¿Recuerdas lo que dicen de ordinario los enfermos en los accesos de su mal? —pregunté.
—¿Qué dicen?
—Que el bien más grande es la salud, pero que no han conocido todo su valor antes de enfermar.
—Lo recuerdo —dijo.
—¿No oyes a todos los que sufren un dolor que nada hay más dulce que el cese del dolor?
—Lo oigo.
—Y observarás, creo yo, que en todas las circunstancias de la vida no es el placer lo que los
hombres doloridos miran como la cosa más deliciosa, sino la cesación del dolor y el reposo.
—Es porque ese reposo —dijo— les resulta agradable y apetecible en comparación del estado en
que se encuentran.
—Por la misma razón, la cesación del placer debe ser un dolor para aquel que disfrutaba antes del
placer —dije.
—Seguramente —dijo.
—Por consiguiente, esa calma del alma que, según dijimos antes, ocupa un término medio entre
el placer y el dolor, nos parece ahora que es lo uno y lo otro.
—Así parece.
—Pero ¿es posible que lo que no es ni lo uno ni lo otro, sea a la vez lo uno y lo otro?
—Yo no lo pienso así.
—Además, el placer y el dolor, ¿no son ambos un movimiento del alma?
—Sí.
—Pero ¿no acabamos de decir que este estado en que no se siente placer ni dolor es un reposo del
alma y cierta cosa intermedia entre estos dos sentimientos?
—Es cierto, así se nos ha mostrado.
—¿Cómo, pues, se puede creer racionalmente que la negación del dolor sea un placer y la de un
placer un dolor?
—No puede creerse.
—Por consiguiente —dije yo—, este estado no es en sí mismo ni agradable ni desagradable; pero
se le juzga agradable por oposición al dolor, y desagradable por oposición al placer. En todas estas
apariencias no hay placer real; todo esto no es más que un alucinamiento.
—Por lo menos, el razonamiento lo demuestra —dijo.
—Para que no te sientas tentado a creer —dije— que en esta vida la naturaleza del placer y del
dolor se reduce a no ser más que, el uno, la cesación del dolor, y el otro, la cesación del placer,
considera los placeres que no son resultado de ningún dolor.
—¿Dónde están y cuál es su naturaleza? —dijo.
—Son numerosos y de diferentes especies —dije—: fíjate, por ejemplo, en los placeres del olfato.
La viva sensación que causan en el alma no es precedida de dolor alguno; y cuando cesan, no dejan
tampoco ninguno tras de sí.
—Esto es muy cierto —admitió.
—No nos dejemos, pues, persuadir de que el placer puro no sea más que una simple cesación del
dolor y el dolor puro una simple cesación del placer.
—No, en efecto.
—Con todo eso, aquellos placeres —dije— que pasan al alma por el cuerpo, y que son quizá los
más numerosos y los más vivos, son de esta naturaleza; son verdaderas cesaciones de dolor.
—Lo son, en efecto.
—¿No sucede lo mismo respecto a los presentimientos de alegría y de dolor, causados por la
expectación?
—Lo mismo.
X. —¿Sabes lo que debe pensarse de estos placeres y con qué se los puede comparar? —pregunté.
—¿Con qué? —dijo.
—¿Sabes que en las cosas hay un punto alto, uno medio y uno bajo? —dije.
—Eso creo.[6]
—El que pasa de una región inferior a una región media, ¿no se imagina subir a lo más alto? Y
cuando ha llegado a la región media, y echa una mirada al punto de donde ha partido, ¿qué otra idea
puede ocurrírsele sino que está en lo alto, porque no conoce aún la región verdaderamente alta?
—No creo que pueda imaginarse otra cosa, por Zeus —exclamó.
—Si desde allí volviese a descender a la región baja, creería descender, y no se engañaría —
proseguí.
—¿Qué otra cosa cabe?
—¿A qué puede atribuirse su error, sino a la ignorancia en que está respecto a la región
verdaderamente alta, verdaderamente media, verdaderamente baja?
—Es evidente.
—¿Y es extraño que hombres que no conocen la verdad se formen ideas falsas de mil cosas, entre
otras, del placer, del dolor y de lo que es intermedio entre uno y otro, de suerte que cuando pasan al
dolor, creen sufrir y sufren en efecto, y cuando del dolor pasan al estado intermedio, se persuaden
que han llegado al pleno goce del placer? ¿Es extraño que gentes que jamás han percibido el
verdadero placer y que no consideran el placer sino por oposición, como la cesación del dolor, se
engañen en sus juicios, poco más o menos como si no conociendo el color blanco tomasen el color
gris por lo opuesto al negro?
—Todo eso no es extraño; y lo que me sorprendería sería que vieran lo contrario, por Zeus —
dijo.
—Reflexiona sobre lo que voy a decir —seguí—. El hambre, la sed y las demás necesidades
naturales, ¿no son una especie de vacío en el cuerpo?
—¿Qué otra cosa cabe?
—En igual forma, la ignorancia y la sinrazón, ¿no son un vacío en el alma?
—Sin duda.
—¿No se llena la primera clase de vacío tomando alimento y la segunda adquiriendo
inteligencia?
—¿Cómo no?
—¿Cuál es la más real y verdadera plenitud, la que proviene de las cosas que tienen más realidad
o la que proviene de las cosas que tienen menos?
—Es evidente que la de las que tienen más.
—Pero el pan, la bebida, las viandas y, en general, todo lo que alimenta el cuerpo, ¿tiene más
realidad, participa más de la verdadera esencia que las opiniones ciertas, la ciencia, la inteligencia, en
una palabra, todas las virtudes? He aquí el juicio que debe formarse. Lo que corresponde a algo
igual, inmortal y verdadero y representa en sí estos caracteres y se produce en un objeto semejante,
¿no tiene más realidad que lo que nace de una naturaleza sujeta al cambio y a la corrupción, y se
produce en una sustancia igualmente mortal y mudable?[7]
—Lo que más participa del ser igual a sí mismo tiene infinitamente más realidad —dijo.
—Según eso, el ser de lo siempre mudable, ¿tiene más realidad que el de la ciencia?
—De ningún modo.
—¿Y qué, tiene acaso más verdad?
—Tampoco.
—Si este ser tuviese menos verdad, tendría menos realidad.
—Por fuerza.
—Luego, en general, todo lo que sirve para el sostenimiento del cuerpo participa menos de la
verdad y de la realidad que lo que sirve para el sostenimiento del alma.
—Mucho menos.
—Y del cuerpo, ¿no crees lo mismo respecto al alma?
—Sí, por cierto.
—Luego lo que está lleno de cosas más reales y es más real en sí mismo, ¿no está más realmente
lleno que lo lleno de cosas menos reales y menos real en sí mismo?
—¿Cómo no?
—Por consiguiente, si el placer consiste en llenarse de cosas conforme a su naturaleza, lo que se
puede llenar verdaderamente de cosas que tienen más realidad debe gozar de un placer más real y
más sólido; y lo que participa de cosas menos reales debe llenarse de una manera menos verdadera y
menos sólida, y gozar de un placer menos seguro y verdadero.
—Todo eso es forzoso —dijo.
—Por consiguiente, los que no conocen ni la inteligencia ni la virtud, y están siempre entregados
a los festines y demás placeres sensuales, pasan sin cesar de la región baja a la región media, y de la
media a la baja; viven errantes entre estos dos términos, sin poder nunca traspasarlos. Jamás se han
elevado a la alta región ni han levantado hasta allí sus miradas; jamás han estado en posesión del ser;
jamás han experimentado un gozo puro y verdadero. Sino que, inclinados siempre hacia la tierra
como animales y fijos sus ojos en el pasto que reciben, se entregan brutalmente a la buena mesa y al
amor; y disputándose el goce de estos placeres, se cornean y cocean entre sí, concluyendo por
matarse unos a otros con sus pezuñas de hierro y sus cuernos, llevados de la insatisfacción de sus
apetitos; porque no se cuidan de llenar con objetos reales su propio ser ni la parte de ellos mismos
que es la única capaz de una verdadera plenitud.
—Hablas como un oráculo, Sócrates, y acabas de pintar fielmente la vida de la mayor parte de los
hombres —dijo Glaucón.
—¿No es una necesidad que sólo gusten de placeres mezclados de dolores, fantasmas de placer
verdadero, que sólo tienen color y brillo cuando se les coteja entre sí, y cuya vista excita en el
corazón de los insensatos un amor tan vivo y transportes tan violentos que se baten por poseerlos,
como se batían los troyanos, según Estesícoro, por el fantasma de Elena,[8] por ignorancia de la
verdad?
—Es forzoso que sucedan las cosas de esta manera —dijo.
XI. —Pero ¡qué! ¿No sucede lo mismo respecto a esa parte del alma donde reside el valor, cuando
la envidia movida por la ambición, la violencia movida por la soberbia y la cólera movida por el mal
humor hacen al hombre correr sin reflexión y sin discernimiento tras una vana plenitud de honor, de
victoria y de venganza?
—Eso mismo tiene que suceder necesariamente —dijo.
—Por consiguiente —seguí—, podemos decir con confianza que cuando los deseos que
pertenecen a la codicia y la ambición se dejan conducir por la ciencia y la razón, y bajo sus auspicios
sólo van en busca de los placeres que les indica la sensatez, entonces experimentan los verdaderos
placeres y los más conformes con su naturaleza en todo lo posible; porque de una parte les guía la
verdad y, por otra, lo que es más ventajoso a cada cosa es igualmente lo que tiene más conformidad
con su naturaleza.
—Lo más conforme, en efecto —dijo.
—Cuando el alma entera marcha guiada por el elemento filosófico, sin que se suscite en ella
rebelión alguna, cada una de sus partes se mantiene en los justos límites de su acción, aún le queda el
goce de los placeres más puros y más verdaderos de que puede gozar.
—Totalmente de acuerdo.
—Mientras que, cuando una de las otras dos partes usurpa la autoridad, no puede proporcionarse
los placeres que le convienen y, para colmo, obliga a las otras partes a procurarse placeres falsos y
que les son extraños.
—Así es —dijo.
—Lo que más se aleja de la filosofía y de la razón, ¿no es igualmente lo más capaz de producir
estos funestos efectos?
—Sin duda.
—Pero lo que se separa más del orden y de la ley, ¿no se separa de la razón en la misma medida?
—Es cierto.
—¿No hemos dicho que nada se alejaba más de la razón que los deseos tiránicos y los eróticos?
—Con mucho.
—¿Y que nada se separaba menos que los deseos moderados y monárquicos?
—Sí.
—Por consiguiente, el tirano será el que esté más lejos del placer verdadero y apropiado,
mientras que el otro se aproximará a él cuanto es posible.
—Forzosamente.
—Luego la condición del tirano será —dije— la más ingrata, y la del rey la más placentera.
—Es del todo necesario.
—¿Sabes hasta qué punto la condición del tirano es más desagradable que la del rey? —pregunté.
—Lo sabré si tú me lo dices —respondió.
—Nos parece que hay tres especies de placeres: una de placeres legítimos y dos de placeres
bastardos; y el tirano, enemigo de la ley y de la razón, sitiado siempre por un cortejo de deseos
esclavos y rastreros, está colocado en la extremidad de los placeres bastardos. Ahora, hasta qué
grado es inferior en felicidad al otro, es un punto difícil de determinar, a no ser de esta manera.
—¿De qué manera? —preguntó.
—El tirano es el tercero después del hombre oligárquico, porque entre los dos se encuentra el
hombre democrático.
—Sí.
—Por consiguiente, si lo que dijimos antes es verdadero, el fantasma del placer que goza el tirano
está tres veces más distante de la verdad que el que goza el oligárquico.
—Así es.
—Pero si contamos por uno el hombre monárquico y el hombre aristocrático, el oligárquico es
igualmente el tercero después de él.[9]
—Lo es, en efecto.
—Luego el tirano está alejado del verdadero placer el triple del triplo.
—Sí, a mi parecer.
—Por consiguiente —dije—, la apariencia de placer del tirano, conforme a este número lineal,
puede expresarse por un número plano.[10]
—Desde luego.
—Porque multiplicando este número por sí mismo, y elevándolo a la tercera potencia, es fácil ver
cuántos grados está distante.
—Nada más fácil para un calculista —dijo.
—Ahora bien; si se considera al revés esta progresión y se quiere averiguar en cuántos grados el
placer del rey es más verdadero que el del tirano, resultará, hecho el cálculo, que la vida del rey es
setecientas veintinueve veces[11] más grata que la del tirano, y que la de éste es más ingrata en la
misma proporción.
—Acabas de encontrar, por medio de un cálculo completamente sorprendente, el intervalo que
separa, en cuanto a placer y dolor, al hombre justo del injusto —dijo.
—Este número expresa exactamente, sin embargo —dije—, la diferencia de la condición de
ambos, si por una y otra parte están acordes en los días, en las noches y los meses y los años.
—De acuerdo están por una y otra parte —dijo.
—Pero si la condición del hombre justo y bueno sobrepuja tanto en placer a la del malvado e
injusto, ¡cuánto más la sobrepujará en honestidad, en belleza y en virtud!
—Infinitamente, por Zeus —dijo.
XII. —Ahora bien: puesto que hemos llegado ya a este punto, volvamos a lo que se dijo más
arriba y que dio ocasión a esta conversación.[12] Se dijo, si mal no recuerdo, que la injusticia era
ventajosa al perfecto malvado, con tal que pasase por hombre justo. ¿No es esto mismo lo que se
dijo?
—Así se dijo, en efecto.
—Pues vamos —dije— a dialogar con quien sostuvo eso, ahora que hemos convenido en los
efectos que producen las acciones justas y las acciones injustas.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó.
—Para que el que lo ha sostenido [13] vea bien lo que ha dicho, formemos con el pensamiento una
imagen del alma.
—¿Qué clase de imagen? —dijo.
—Una imagen hecha por el modelo de la Quimera, de Escila, del Cerbero y de otros monstruos,
que la tradición nos representa mediante la unión de muchas naturalezas diferentes.[14]
—Eso es lo que se dice —convino.
—Forma, por lo tanto, un monstruo variopinto de muchas cabezas, unas de animales pacíficos y
otras de bestias feroces; dale también el poder de producir todas estas cabezas y de cambiarlas a su
capricho.
—Una obra de esta calidad —observó— exige un artista muy entendido; pero como es más fácil
trabajar con la imaginación que con cera o cualquier otra materia semejante, me lo figuro tal como
le pintas.
—Forma, en seguida, la imagen de un león y de un hombre; pero es preciso que aquella primera
sea más grande y la segunda la siga en tamaño.
—Eso es fácil, y dado por hecho —dijo.
—Reúne estas tres imágenes de manera que constituyan un todo.
—Ya las he reunido —dijo.
—Por último, envuelve este compuesto modelándolo con la imagen externa de un hombre, de
manera que el que no pueda ver el interior tome el todo por un hombre, juzgando sólo por las
apariencias.
—Está ya —dijo.
—Responde ahora al que sostiene que la injusticia es ventajosa al hombre formado de esta
manera, y que de nada le sirve ser justo. Digamos que es como si se pretendiese que es ventajoso para
él alimentar con esmero y fortificar al monstruo y al león, y debilitar al hombre, dejándolo pasar
hambre, de manera que esté a merced de los otros dos y puedan llevarle y traerle a donde les
acomode; y añadiremos, ¿no equivale esto a sostener y afirmar que en lugar de acostumbrarles a
vivir juntos en un perfecto acuerdo, vale más dejarles batirse y devorarse los unos a los otros?
—El que alaba la injusticia, en realidad, dice eso exactamente —asintió.
—Recíprocamente, decir que es útil el ser justo equivale a sostener que el hombre debe, con sus
discursos y sus acciones, trabajar para dar mayor fuerza al hombre interior dentro del otro hombre y
conducirse con este monstruo de muchas cabezas como un entendido labrador, auxiliándose de la
fuerza del león, para impedir el crecimiento de los aspectos feroces, y alimentar y fomentar los
pacíficos, distribuyendo sus cuidados entre todos, para que se mantenga una perfecta inteligencia
entre unos y otros y entre todos y él mismo.
—He aquí, precisamente, lo que dice el partidario de la justicia.
—Por consiguiente, el que elogia la justicia tiene razón y el que alaba la injusticia no la tiene. En
efecto, ya se atienda al placer, o a la gloria y a la utilidad, la verdad toda está por entero de parte del
defensor de la justicia. Nada sólido se encuentra en los razonamientos del que la censura, ni tiene idea
ninguna de la cosa misma que censura.
—A mi parecer, ninguna —dijo.
—Como su error no es voluntario, tratemos de desengañarle suavemente. Le preguntaremos: «Mi
querido amigo, ¿sobre qué fundamento descansa la distinción establecida entre lo digno y lo
indigno? ¿No consiste en que lo uno somete la parte salvaje de nuestra naturaleza a la parte humana,
o más bien, divina, y que lo otro somete a la parte salvaje la que es mansa?»; ¿no convendrá en esto?
—Sí, si quiere creerme —repuso.
—«Sentado esto —dije—, ¿puede ser útil a nadie tomar dinero injustamente, si no puede hacerlo
sin someter la mejor parte de sí mismo a la más despreciable? ¡Qué! Si por recibir este oro
sacrificara la libertad de su hijo o de su hija y los pusiera en manos de amos feroces y crueles,
creería perder en ello y rehusaría adquirir por este medio las mayores riquezas; y cuando lo que hay
en él de más divino se convierte en esclavo de lo más depravado y más enemigo de los dioses, ¿no
había de ser esto para él el colmo de la desgracia? Y el oro que recibe a este precio, ¿no le cuesta más
caro que lo que costó a Erifila el collar fatal por el que sacrificó la vida de su esposo?».[15]
—Yo respondo por él que no cabe comparación —dijo Glaucón.
XIII. —Dime, pues, ¿por qué razón se ha condenado en todos tiempos una vida licenciosa, sino
porque el libertinaje afloja la rienda a este monstruo enorme, cruel y polimorfo?
—Es claro que por esa razón —dijo.
—¿Por qué ofenden y se critican la insolencia y el humor irritables, sino porque desenvuelven
con exceso en el hombre el modo leonino y colérico?
—Sin duda.
—Si se condena la vida muelle y voluptuosa, ¿no es porque enerva y hace que degenere este
mismo natural en cobardía?
—¿Qué otra cosa cabe?
—¿Por qué se vitupera la adulación y la bajeza, sino porque producen el efecto de sojuzgar la
fogosidad a este monstruo turbulento, y porque la sed inextinguible de las riquezas, envileciéndole
desde su juventud, hace que el león se convierta en mono?
—Es cierto —dijo.
—¿De dónde nace, según tú, el vituperio al artesanado y al trabajo manual? ¿No es porque estas
gentes la parte mejor la tienen débil por naturaleza, no pudiendo adquirir el ascendiente sobre esas
bestias interiores y viéndose precisada a servirlas, y que sólo ejercen la industria para inventar
nuevos medios de satisfacerlas?
—Así parece —asintió.
—Luego para dar a tales hombres un dueño semejante al que gobierna al hombre superior
exigimos que obedezcan en todo a este hombre, que obedece él mismo interiormente a la voz de la
divinidad, y ello no porque pretendamos que el esclavo haya de ser gobernado en su perjuicio, como
Trasímaco pretendía al decir que era en perjuicio de los súbditos en general; sino que creemos, por
el contrario, que nada es más ventajoso para todo hombre que dejarse conducir por un guía sabio y
divino, ya lo tenga dentro de sí mismo y disponga de él como de bien suyo propio, que sería lo
mejor, o ya, a falta de esto, se someta a un guía extraño; porque nuestro designio es establecer entre
los hombres esta conformidad de costumbres, que es el origen de la amistad, sometiendo a todos a un
mismo régimen.
—Exactamente —dijo.
—No es menos evidente —dije yo— que la ley se propone el mismo objeto cuando presta
igualmente su auxilio a todos los miembros del Estado. La dependencia en que están los hijos se
funda en el mismo principio. No permitimos que dispongan de sí mismos hasta que hayamos
establecido en su alma, como en un Estado, una forma fija de gobierno, y hasta que su parte mejor,
como cultivada por la nuestra, pueda, como ésta hace respecto a nosotros, vigilar sobre ellos y
arreglar su conducta; entonces es cuando los dejamos en libertad.
—El designio de la ley es claro —dijo.
—¿En qué y por qué razón, mi querido Glaucón, podríamos decir que sea ventajoso a alguno
cometer una acción injusta, u obrar con intemperancia o cometer acciones ignominiosas, por más
que al empeorar en maldad se hiciera uno más rico y más poderoso?
—De ninguna manera —dijo.
—¿De qué serviría que la injusticia quedase oculta e impune? La impunidad, ¿no hace al hombre
malo más malo aún? Mientras que, descubierto un crimen y castigado, la parte animal se apacigua y
se amansa y lo pacífico se libera. El alma entera, volviendo al régimen del principio mejor, se eleva,
mediante la adquisición de la templanza, de la justicia y del buen juicio, a un estado tanto más
superior al de un cuerpo dotado de fuerza, belleza y salud, cuanto que el alma misma está muy por
encima del cuerpo.
—Totalmente cierto —dijo.
—Por consiguiente, todo hombre sensato dirigirá todas sus acciones a este mismo fin. En primer
lugar, cultivará y estimará por encima de todo las enseñanzas propias para perfeccionar su alma,
despreciando todas aquellas que no producen el mismo efecto.
—Es evidente —dijo.
—En segundo lugar, en su régimen corporal —proseguí— no buscará el goce de los placeres
brutales e irracionales, ni tampoco buscará la salud, por mor de ser fuerte, sano y hermoso, en cuanto
todas estas ventajas no sean para él medios para la salud de su mente; y, en una palabra, no mantendrá
una perfecta armonía entre las partes de su cuerpo, sino en cuanto pueda servir para mantener el
acuerdo que debe reinar en su alma.[16]
—No se propondrá otro objeto, si quiere ser verdaderamente músico —dijo.
—En consecuencia, ¿no buscará —pregunté— la misma armonía y orden respecto a las riquezas,
o bien se dejará deslumbrar por la idea que la multitud se forma de la felicidad? ¿Acaso aumentará
sus riquezas hasta el infinito para aumentar sus males en la misma proporción?
—No lo creo —dijo.
—Por contra —seguí—, teniendo siempre fijos los ojos en su gobierno interior, atento a impedir
que la opulencia de una parte y la indigencia de otra desarreglen los resortes, hará estudio en
conservar siempre el mismo plan de conducta en las adquisiciones y gastos que pueda hacer.
—Exactamente —dijo.
—Rigiéndose por estos mismos principios respecto de los honores, participará y, si se quiere,
gustará incluso de los que puedan hacerle mejor; y huirá lo mismo en la vida privada que en la
pública de los que puedan relajar la disposición de su ser.
—Pero teniendo siempre fijos sus ojos en lo dicho, no querrá actuar en política —dijo.
—No, ¡por el Can! —reconocí—. En su propio Estado interior se encargará con gusto del
gobierno; pero dudo que lo haga así del de su patria, a no sobrevenir una situación de origen divino.
—Entiendo —dijo—. Hablas de este Estado cuyo plan hemos trazado y que sólo existe en nuestro
pensamiento; porque no crees que exista uno semejante sobre la tierra.
—Por lo menos —dije—, quizá haya en el cielo un modelo para los que quieran mirarlo y fundar
a su imagen su ciudad interior. Por lo demás, poco importa que tal Estado exista o haya de existir
algún día; lo cierto es que el sabio no consentirá jamás gobernar otro que no sea éste.
—Es muy probable —dijo él.
Libro X de La República

I. —Por cierto —dije— que entre todos los motivos que me obligan a creer que el plan de nuestro
Estado es tan perfecto cuanto es posible, lo tocante a la poesía no es el que menos me llama la
atención.
—¿Qué es ello? —preguntó.
—El no admitir aquella parte de la poesía que es puramente imitativa. Ahora que hemos fijado
con toda claridad la distinción que existe entre las especies del alma, este reglamento me parece más
que nunca de una incontestable necesidad.
—¿Qué quieres decir?
—Puedo decíroslo con confianza, porque no temo que vayáis a denunciarme a los poetas trágicos
y a los demás poetas imitadores. Nada es más capaz de corromper el espíritu de los que lo escuchan
que este género de poesía cuando aquéllos no están provistos del antídoto conveniente, que consiste
en saber apreciar este género tal cual es.
—¿Qué es lo que te obliga a hablar de esta manera? —dijo.
—Voy a decírtelo —repliqué—, si bien mi lengua se ve contenida por cierto cariño y cierto
respeto que desde niño he tenido a Homero, porque éste es sin duda el maestro y el jefe de todos estos
bellos poetas trágicos; pero como los miramientos debidos a un hombre son siempre menores que
los que deben tenerse a la verdad, es preciso que yo hable.
—Muy bien —dijo.
—Escucha, pues; o, más bien, respóndeme.
—Interroga.
—¿Puedes decirme lo que es la imitación en general? Por mi parte, te confieso que tengo
dificultad en comprender qué ha de ser.
—¿Y crees que pueda yo comprenderla mejor que tú? —exclamó.
—No tendría nada de extraño —dije—. Muchas veces los de vista débil perciben los objetos antes
que los que la tienen muy penetrante.
—Así es —admitió—. Pero jamás me atreveré a decir en tu presencia mi opinión sobre ninguna
materia. Tú verás, por tanto.
—¿Quieres que procedamos en nuestra indagación según nuestro método ordinario? Tenemos
costumbre de abrazar bajo una idea general cada multitud de seres, comprendidos todos bajo un
mismo nombre. ¿Entiendes?[1]
—Entiendo.
—Tomemos de esas multitudes de seres la que tú quieras. Por ejemplo, hay una multitud de camas
y de mesas.
—¿Cómo no?
—Pero estas dos especies de muebles están comprendidas, la una, bajo la idea de cama, y la otra,
bajo la idea de mesa. Sí.
—También tenemos costumbre de decir que el artesano que fabrica una u otra de estas clases de
muebles hace la cama o la mesa de que nos servimos conformándose a la idea que de ellas tiene,
porque no es la idea misma la que el artesano fabrica, pues ¿cómo podría hacerlo?
—De ningún modo.
—Mira ahora qué nombre conviene dar al artesano que te voy a decir.
—¿A cuál?
—Al que hace él solo todo lo que los demás obreros hacen separadamente.
—En verdad que hablas de un hombre admirable y extraordinario.
—Aguarda, que aún te ha de causar mayor admiración. Este mismo obrero no sólo tiene el talento
de hacer todos los muebles, sino que hace también las obras de la naturaleza, todos los seres vivos y,
en fin, hasta se hace a sí mismo. Y no para aquí, porque hace la tierra, el cielo, los dioses, todo lo que
hay en el cielo y bajo la tierra, en el Hades.
—Hablas —dijo— de un artista verdaderamente admirable.
—¿Dudas de lo que yo digo? —pregunté—. Pero respóndeme: ¿crees que no existe absolutamente
un obrero semejante, o crees sólo que el hacedor de todo esto puede existir en cierto sentido, y en
otro sentido no? ¿No ves que tú mismo podrías hacer todas estas cosas de cierta manera?
—Dime de qué manera —rogó.
—No es cosa difícil —contesté—, se ejecuta frecuentemente y en muy poco tiempo. ¿Quieres
hacer la prueba en el acto? Coge un espejo, dirígelo a todas partes, y en el momento harás el sol y
todos los astros del cielo, la tierra, a ti mismo, los demás animales, los utensilios, las plantas y todo
lo que antes mencionamos.
—Sí; haré todo lo que dices en apariencia. Pero nada de eso existirá ni tendrá realidad —dijo.
—Muy bien. Comprendes perfectamente mi pensamiento —dije yo—. El pintor es un operario de
esta especie. ¿No es así?
—¿Cómo no?
—Me dirás quizá que no tiene realidad nada de lo que hace; sin embargo, el pintor hace también
una cama en cierta manera. ¿No es así?
—Sí, pero es una cama aparente —dijo.
II. —Y el fabricante de camas, ¿qué hace? ¿No acabas de decir que no hace la idea misma que
dijimos que era la esencia de la cama, sino una tal cama en particular?
—Eso he dicho.
—Luego, si no hace la esencia, no hace nada real, sino tan sólo una cierta cosa que representa lo
real, pero no lo es. Y si alguno sostuviese que la obra del fabricante de camas o de cualquier otro
obrero tiene una existencia real, muy probablemente se engañaría.
—Por lo menos ésa es la opinión de los versados en estas materias —dijo.
—Por lo mismo, no debemos extrañar que estas obras, comparadas con la verdad, valgan bien
poco.
—No debemos extrañarlo.
—Partiendo, pues, de esas obras —dije—, ¿quieres que examinemos qué idea debe formarse del
imitador de que hablábamos antes?
—Convengo en ello si lo crees oportuno —dijo.
—Hay tres clases de camas: una, que está en la naturaleza[2] y cuyo autor podemos, a mi parecer,
decir que es Dios. Pues ¿a qué otro puede atribuirse?
—A ningún otro, creo.
—La segunda es la que hace el carpintero.
—Sí —dijo.
—Y la tercera, la que es obra del pintor. ¿No es así?
—En buena hora.
—Por lo tanto, el pintor, el fabricante de camas y Dios son los tres artistas que dirigen la
elaboración de cada una de estas tres camas.
—Sí, los tres.
—Respecto de Dios, ya porque no haya querido, ya porque haya sido una necesidad para él el no
hacer sino una sola cama por naturaleza, el resultado es que no ha hecho más que una, que es la cama
esencial. Jamás ha producido ni dos ni muchas, ni nunca las producirá.
—¿Por qué razón? —dijo.
—Porque si hiciese siquiera dos, aparecería una tercera —dije— cuya idea sería común a las
otras dos, y aquélla sería la cama esencial, y no las otras dos.
—Es cierto —dijo.
—Sabiendo Dios esto, y queriendo ser verdaderamente autor, no de tal cama realmente existente y
no cualquier fabricante de camas, ha producido la cama que es una por naturaleza
—Tal parece.
—¿Le daremos, pues, el título de productor de la naturaleza de ésta, u otro semejante?
—Ese título le pertenece, en justicia —dijo—, tanto más cuanto que la ha hecho por naturaleza, así
como todas las demás cosas.
—Y al carpintero, ¿cómo le llamaremos? ¿No es también artífice de camas?
—Sí.
—Respecto del pintor, ¿diremos también que es artífice y productor de lo mismo?
—De ninguna manera.
—Pues ¿qué es con relación a la cama?
—Creo que el único nombre que razonablemente se le puede dar —dijo— es el de imitador de la
cosa respecto de la que los otros son artífices.
—Muy bien. ¿Llamas, por lo tanto, imitador al autor de una obra que se aleja de la naturaleza tres
grados? —dije.
—Justamente —repuso.
—En la misma forma, el autor de tragedias, en calidad de imitador, será tercero en la sucesión del
[3]
rey y de la verdad. Lo mismo sucede con todos los demás imitadores.
—Así parece.
—Puesto que estamos de acuerdo acerca de la idea que debe formarse del imitador, responde, te
lo suplico, a la pregunta siguiente: ¿el pintor se propone como objeto de imitación lo que en la
naturaleza es la esencia de cada cosa, o lo que sale de las manos del artesano?
—La obra del artesano —dijo.
—¿Tal como es o tal como parece? Explícame este punto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Lo siguiente: una cama, ¿no es siempre la misma cama, ya se la mire directamente, ya de
perfil? Pero aunque sea la misma en sí, ¿no parece diferente? Otro tanto digo de las demás cosas.
—Sí; la apariencia puede ser diferente, aunque el objeto sea el mismo —dijo.
—Fíjate ahora en lo que voy a decir. ¿Qué es lo que se propone la pintura? ¿Es representar lo que
es, tal como es, o lo que parece, tal como parece? La pintura, ¿es la imitación de la apariencia o de la
realidad?
—De la apariencia —dijo.
—El arte de imitar está, por consiguiente, muy distante de lo verdadero, y si ejecuta tantas cosas
es porque no toma sino una pequeña parte de cada una; y aun esta pequeña parte no es más que un
fantasma. El pintor, por ejemplo, nos representará un zapatero, un carpintero o cualquier otro
artesano, sin conocer nada de estos oficios. A pesar de esto, si es un excelente pintor, alucinará a los
niños y al vulgo ignorante, mostrándoles de lejos el carpintero que haya pintado, de suerte que
tomarán la imitación por la verdad.
—¿Por qué no?
—Y así, mi querido amigo, cuando alguno venga a decirnos que ha encontrado un hombre que
sabe todos los oficios y que reúne él solo en grado eminente todos los conocimientos repartidos
entre los demás hombres, es preciso responderle que se equivoca; que se ha dejado engañar por un
charlatán, por un imitador a quien ha creído un hombre hábil, por no poder distinguir la verdadera
ciencia, la ignorancia y la imitación.
—Es muy cierto —dijo.
III. —Nos falta ahora —proseguí— examinar la tragedia y a Homero, que es su guía. Como
oímos decir todos los días a ciertas gentes que los poetas trágicos están muy versados en todas las
artes, en todas las ciencias humanas que tienen por objeto el vicio y la virtud, y lo mismo en todo lo
concerniente a los dioses; que es indispensable a un buen poeta conocer perfectamente los asuntos
que trata, si quiere componer bien, y que, de no ser así, es imposible que componga, debemos
nosotros averiguar si los que hablan de esta manera se han dejado engañar por esta clase de
imitadores; si su error procede de que, al ver las producciones de estos poetas, han olvidado la
observación de que están tres grados distantes de la realidad, y que sólo componen fácilmente para
quien no conoce la verdad, pues sus obras, en último término, no son más que fantasmas que no
tienen ninguna realidad. O, en otro caso, averiguar si hay algo de verdad en lo que estas personas
dicen, y si, efectivamente, los buenos poetas entienden las materias sobre que el común de los
hombres estima que han escrito bien.
—Es lo que debemos examinar cuidadosamente —dijo.
—¿Crees que si alguno fuese igualmente capaz de hacer la representación de una cosa y la cosa
misma representada, preferiría consagrar su talento y su vida a no hacer más que vanas imágenes,
como si no pudiera emplear el tiempo en otra cosa mejor?
—No lo creo.
—Porque si estuviera realmente versado en el conocimiento de lo que imita, creo que querría más
dedicarse a producir por sí, que no imitar lo que hacen los otros; que haría un esfuerzo en
distinguirse, dejando para la posteridad, como otros tantos monumentos, numerosos trabajos y
preciosas obras; en una palabra, que preferiría merecer elogios de los demás a tener que tributarlos
él a éstos.
—Lo creo así —dijo—, porque son muy diferentes la honra y la utilidad de cada uno de esos
ejercicios.
—No exijamos, sin embargo, de Homero ni de los demás poetas que nos den razón de las mil
cosas de que nos han hablado. No les preguntemos si eran médicos o si sabían únicamente imitar el
lenguaje de los mismos; si algún poeta antiguo o moderno ha curado enfermos, como Asclepio, o si
ha dejado a su muerte discípulos sabios en medicina, como el mismo Asclepio hizo con sus hijos.
Demos de mano todas las demás artes, y no les hablemos de ellas. Pero puesto que Homero se ha
arrojado a hablar sobre las materias más importantes y más preciosas, tales como la guerra, la
conducción de los ejércitos, la administración de los Estados y la educación del hombre, quizá sea
justo interrogarle y decirle: «Querido Homero, si es cierto que eres un artista alejado en tres grados
de la verdad, incapaz de fabricar otra cosa que apariencias (porque tal es la definición que hemos
dado del imitador); si ocupas, en cambio, el segundo orden; si has podido conocer lo que puede
mejorar o empeorar los Estados o los particulares, dinos, ¿qué Estado te debe la mejora de su
constitución, como Lacedemonia es deudora a Licurgo y numerosos Estados grandes y pequeños la
deben a muchos otros? ¿Qué país habla de ti como de un sabio legislador, y se gloría de haber sacado
ventaja de tus leyes? Italia y Sicilia señalan a Carondas; nosotros a Solón, pero ¿dónde está el pueblo
que te señala a ti?».
—Creo que no hay ni uno solo; ni siquiera los homéridas dicen nada.
—¿Se hace mención de alguna guerra dirigida con fortuna en tiempo de Homero por él mismo o
según sus consejos?
—De ninguna.
—¿Se distinguió por esas múltiples invenciones útiles en las artes o en los demás oficios que son
propias de un hombre sabio, como se cuenta de Tales de Mileto y del escita Anacarsis?
—Nada de eso se cuenta de él.
—Si Homero no ha prestado ningún servicio a la sociedad, ¿lo ha hecho siquiera a los
particulares? ¿Se sabe que haya influido en la educación de algunos jóvenes a él adictos, y que hayan
transmitido a la posteridad un plan de vida homérico, como se refiere de Pitágoras, que durante su
vida fue buscado con ese objeto, y que ha dejado discípulos que se distinguen aún hoy entre todos los
demás hombres por el género de vida que llaman ellos mismos pitagórico?
—No, Sócrates —dijo—, nada que se parezca a lo que dices se cuenta de aquél. Creófilo, su
compañero, ha debido de ser aún más ridículo, oh Sócrates, por sus costumbres que por el nombre[4]
que llevaba, si lo que se cuenta es exacto. Se dice, en efecto, que Homero fue en vida completamente
abandonado por este personaje.
IV. —Así se cuenta, efectivamente. Pero ¿crees, Glaucón —dije yo—, que si Homero hubiera
estado en situación de instruir a los hombres y de hacerles mejores; si hubiera tenido un perfecto
conocimiento de las cosas que sólo sabía imitar; crees, digo, que no se hubiera atraído un gran
número de personas que le habrían honrado y querido? ¡Qué! Protágoras de Abdera, Pródico de Ceos
y tantos otros tuvieron toda la influencia necesaria sobre el espíritu de sus contemporáneos para
convencerles en conversaciones particulares de que jamás serían capaces de gobernar su patria, ni su
familia, si no se hacían sus discípulos; son queridos y respetados por su saber, hasta el punto de
marchar, por decirlo así, en triunfo por los puntos por donde pasan; en cambio, ¿los que vivían en
tiempo de Homero y Hesíodo habrían permitido a estos poetas andar solos de ciudad en ciudad,
recitando sus versos, si hubieran podido sacar de ellos saludables lecciones de virtud? ¿No se habrían
sentido atraídos hacia ellos más que hacia todo el oro del mundo? ¿No hubieran hecho los mayores
esfuerzos por retenerlos cerca de sí y, caso de no conseguirlo, no les habrían seguido a todas partes
hasta haber logrado una educación conveniente?
—Lo que dices, Sócrates, me parece completamente cierto —asintió.
—¿Diremos, por lo tanto, de todos los poetas, comenzando por Homero, que ya traten en sus
versos de la virtud o de cualquier otra materia, no son más que imitadores de imágenes, sin llegar
jamás a la verdad. Y lo mismo que dijimos antes del pintor, el cual hará un retrato de un zapatero,
aunque ningún conocimiento tenga de este oficio, con un parecido tal que los ignorantes, engañados
por el dibujo y por el colorido, creerán ver un verdadero zapatero?
—Sin duda alguna.
—Diremos, creo yo, en la misma forma, que el poeta, sin otro talento que el de imitar, sabe, con
un barniz de palabras y de expresiones figuradas, dar tan bien a cada arte los colores que le
convienen, ya hable de zapatería, ya trate del arte de la guerra o de cualquier otro objeto, que con la
medida, el ritmo y la armonía de su lenguaje convence a los que le escuchan, y que juzgan, sólo por
los versos, que está perfectamente instruido en las cosas de que habla; ¡tan poderoso es el prestigio de
la poesía! Por lo demás, ya sabes, por otra parte, el papel que hacen las palabras de los poetas cuando
se les quita el colorido musical; no puedes menos de haberlo observado.
—Sí —dijo.
—¿No se parecen —dije yo— a esos semblantes que, no teniendo otra belleza que un cierto
aspecto de juventud, llegan a perderlo?
—Exactamente —dijo.
—Pasemos adelante. El autor de imágenes, es decir, el imitador, decimos que sólo conoce la
apariencia de los objetos, y de ninguna manera lo que tienen de real; ¿no es así?
—Sí.
—No nos contentemos con tratar someramente esta materia, y examinémosla a fondo.
—Habla —dijo.
—El pintor, dijimos, pintará una brida y un bocado.
—Sí.
—Pero el guarnicionero y el herrero los fabricarán.
—Bien cierto.
—Pero en cuanto a la forma que es preciso dar a la brida y al bocado, ni el pintor, ni el
guarnicionero, ni el herrero son competentes. El que sabe servirse de estas prendas, es decir, el
caballista, ¿no es el único que debe saberlo?
—Es muy cierto.
—¿Y no diremos que sucede lo mismo con todas las demás cosas?
—¿Cómo?
—Quiero decir que hay tres artes que responden a cada cosa: el arte que se sirve de ella, el que la
construye y el que la imita.
—Es cierto.
—Pero ¿a qué tienden la excelencia, la belleza, la perfección de un mueble, de un animal, de una
acción cualquiera, sino al uso a que cada cosa está destinada por su naturaleza o por la intención con
que se hizo?
—Así es.
—Luego es una necesidad que el que se sirve de una cosa conozca sus propiedades mejor que
ningún otro, y que dirija al fabricante en su trabajo, enseñándole lo que su obra tiene de bueno y de
malo con relación al uso que debe hacerse de ella. El tocador de flauta, por ejemplo, enseñará al que
fabrica este instrumento cuáles son las flautas que ofrecen más ventajas, y le prescribirá la manera de
hacerlas, y éste le obedecerá.
—¿Cómo no?
—Y así, el primero hablará como un hombre que conoce lo que constituye una flauta buena o
mala, y el segundo trabajará bajo la fe del primero.
—Sí.
—Respecto de un mismo objeto, todo productor habrá de tener, pues, una creencia sobre su buena
o mala calidad, fundada en las instrucciones que recibió del que se sirve de ella, y a cuyos
conocimientos tiene precisión de someterse; mientras que este tiene un conocimiento real de las
cualidades y de los defectos del instrumento.
—Es cierto.
—En cuanto al imitador, ¿es mediante el uso de la cosa que pinta como aprende a juzgar si es
bella y si está bien o mal hecha? ¿Adquiere, por lo menos, una opinión exacta a causa de la necesidad
en que se encuentra de conversar con el que conoce la materia y que le prescribe lo que debe imitar?
—Ni lo uno ni lo otro.
—Luego el imitador no tendrá ni saber ni una opinión fija tocante a la buena o mala calidad de lo
que imita.
—No parece.
—Siendo así, el imitador debe poseer, sin duda, un bonito conocimiento de las cosas sobre las
que compone.
—No muy bonito, la verdad.
—Sin embargo, no por eso dejará de imitar, aunque no sepa lo que hay de bueno y de malo en
cada cosa; y se pondrá a imitar lo que parece bello a la multitud ignorante
—¿Qué otra cosa cabe?
—Parece, pues, que hemos quedado totalmente de acuerdo en esto: que todo imitador no tiene
sino un conocimiento muy superficial de lo que imita, que su arte no tiene nada de serio, y que no es
más que un juego de niños; y la segunda, que todos los que se dedican a la poesía trágica, ya
compongan en yambos, ya en versos épicos, son todo lo imitadores que se puede ser.[5]
—Sin duda.
—Pero ¡qué!, ¿esta imitación —exclamé yo— no está distante de la verdad tres grados, por Zeus?
—Sí.
—Por otra parte, ¿sobre qué facultad del hombre ejerce la imitación el poder que tiene?
—¿Qué quieres decir?
—Vas a saberlo. Una cosa del mismo tamaño, mirada de cerca o de lejos, no parece igual.
—Ciertamente no.
—Y lo que parece derecho o torcido, convexo o cóncavo, visto fuera del agua, no parece lo
mismo cuando se ve dentro de ella, a causa de la ilusión que los colores producen en los sentidos, lo
cual ocasiona evidentemente una gran perturbación en el alma. Pues bien, a esta disposición de
nuestra naturaleza es a la que el arte del dibujo sombreado, el de los prestidigitadores y otros
semejantes tienden los lazos, sin olvidar ningún artificio que pueda valer para seducirla.
—Tienes razón.
—Y ¿no se ha encontrado como remedio más seguro contra esta ilusión la medida, el número y el
peso, para impedir que la relación de los sentidos, tocante a lo que es más o menos grande, más o
menos numeroso, más o menos pesado, prevaleciese sobre el juicio de la parte del alma que calcula,
que pesa y que mide?
—¿Cómo no?
—Todas estas operaciones, ¿no son obra del elemento calculador de nuestra alma?
—Suya son.
—Pero cuando ese elemento ha medido bien una cosa, y ha reconocido que es más grande, más
pequeña o igual, se dan entonces en nosotros dos apariencias opuestas, relativas a las mismas cosas.
—Sí.
—¿Y no hemos dicho que era imposible que a la misma facultad se le mostrasen al mismo tiempo
y sobre la misma cosa dos cosas opuestas?[6]
—Sí, y hemos tenido razón para decirlo.
—Por consiguiente, lo que juzga en nosotros sin consideración a la medida no es lo mismo que
lo que juzga conforme a la medida.
—No, en modo alguno.
—Pero la facultad que se atiene a la medida y al cálculo es la parte mejor del alma.
—¿Cómo no?
—Luego la facultad opuesta es alguna de las cosas inferiores en nosotros.
—Es preciso que así sea.
—A esta confesión quería conduciros cuando decía que, de una parte, la pintura, y en general toda
arte que consiste en la imitación, está muy distante de la verdad en todo lo que ejecuta; y que, de otra,
esta parte de nosotros mismos con la que el arte de imitar está en relación, se encuentra también muy
distante de la sabiduría, y no aspira a nada sano ni verdadero.
—Estoy conforme —dijo.
—Por consiguiente, la imitación, siendo mala de suyo y uniéndose a lo que hay de malo en
nosotros, sólo puede producir efectos malos.
—Así debe de ser.
—Pero esto, ¿es cierto tan sólo —pregunté— respecto a la imitación que hiere la vista? ¿No
puede decirse otro tanto de la que hiere el oído y que llamamos poesía?
—Creo que se puede decir lo mismo —admitió.
—No nos detengamos —dije— en semejanzas fundadas en la analogía con la pintura; penetremos
hasta esa parte del alma con la cual tiene la poesía un comercio íntimo, y veamos si ella es deleznable
o valiosa.
—Así conviene hacerlo.
—Consideremos el punto de esta manera. Diremos que la poesía imitativa nos presenta a los
hombres entregados a acciones forzosas o voluntarias, de cuyo resultado depende que se crean
dichosos o desgraciados y que se abandonen a la alegría o a la tristeza. ¿Hay en lo que ella hace más
que lo que digo?
—Nada más.
—Y bien; ¿en todas estas situaciones el hombre está de acuerdo consigo mismo? ¿No se
encuentra, por el contrario, en razón de su conducta, en contradicción, en lucha consigo mismo,
como se encontraba antes con ocasión de la vista cuando formaba a la vez, sobre un mismo objeto,
dos juicios contrarios? Pero recuerdo que es inútil disputar sobre este punto, porque convinimos en
que nuestra alma estaba llena de una infinidad de contradicciones que reinan en ella al mismo tiempo.
[7]
—Razón teníamos al convenir en ello —dijo.
—Sin duda. Pero me parece imprescindible examinar ahora lo que entonces omitimos —dije.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Dijimos entonces que un hombre discreto —respondí—, a quien hubiera sucedido alguna
desgracia, como la pérdida de un hijo o de algún otro ser extremadamente querido, sufrirá esta
pérdida con más resignación que cualquier otro.[8]
—Seguramente.
—Veamos ahora si será completamente insensible a esta pérdida, o si, no pudiendo existir
semejante insensibilidad pondrá, por lo menos, límites a su dolor.
—A decir verdad, me parece que tomará este último partido —dijo.
—Dime ahora: ¿en qué momentos se hará más violencia para disimular su dolor? ¿Será cuando
se encuentre en presencia de otros, o cuando esté solo frente a sí mismo?
—Mucho más cuando lo vean —dijo.
—Pero viéndose sin testigos, dejará escapar quejas que sentiría se le oyeran; y hará otros muchos
extremos en que no querría ser sorprendido.
—Así es —dijo.
VI. —Lo que le ordena mantenerse firme es la ley y la razón; por el contrario, lo que le obliga a
abandonarse a él es la pasión, ¿no?
—Cierto.
—Pero cuando el hombre experimenta dos movimientos contrarios con relación al mismo
objeto, es una prueba, decimos, de que hay en él dos partes opuestas.
—¿Cómo no?
—Una, que está pronta a obedecer a la ley en todo aquello que ella prescribe.
—¿Cómo?
—Por ejemplo, la ley dice que es bueno mantenerse firme en las desgracias y no dejarse llevar de
la desesperación, y las razones que tiene son que se ignora si los accidentes son bienes o males; que
nada se adelanta con afligirse; que los sucesos de la vida humana no merecen que tomemos por ellos
un gran interés; y, sobre todo, que la aflicción es un obstáculo para aquello que ha de ayudarnos en
tales circunstancias.
—¿A qué te refieres?
—A la reflexión sobre lo que acaba de suceder —dije—, al reparar los efectos de la mala suerte,
como se repara una mala jugada de dados; es decir, por los medios que la razón haya demostrado que
son los mejores, y no obrar como los niños, que cuando sufren una caída llevan la mano a la parte
herida y pierden el tiempo en llorar; antes bien, acostumbrar su alma a aplicar prontamente el
remedio a la herida, levantar lo caído y enfermo y suprimir con la cura los plañidos.
—Es el mejor partido que podemos tomar cuando acaecen desgracias —dijo.
—Y es la parte mejor de nosotros mismos la que sigue de grado a la razón.
—Eso es evidente.
—Y esta otra parte que nos recuerda sin cesar nuestras desgracias, que nos hace exhalar lamentos,
y que nunca se sacia, ¿temeremos decir que es una irracional perezosa y cobarde?
—Sin dudar lo diremos.
—Porque nada se presta mejor a una imitación variada que el elemento irritable; mientras que un
carácter sabio, tranquilo, siempre semejante a sí mismo, hay dificultad en imitarle, y la pintura que de
él se hiciese no le llegaría a esa multitud confusa que se reúne de ordinario en los teatros; porque
sería presentarle la imagen de una clase de sentimientos que le es completamente extraña.
—De acuerdo en todo.
—Por otra parte, es evidente que el genio del poeta imitador no le llama en manera alguna a
representar esta parte del alma, y que, en su afán de agradar a la multitud, no le atrae esa sabiduría, y
más bien se inclina a expresar los caracteres apasionados, cuya variedad hace que sea más fácil el
representarlos.
—Es evidente.
—Luego tenemos justos motivos para condenarle y ponerle en la misma clase que el pintor. Tiene
de común con él el componer sólo obras sin valor, si se las coteja con la verdad; y también se le
parece en su relación estrecha con una parte del alma que no es la mejor; y, por lo tanto, tenemos
fundados motivos para rehusarle la entrada en un Estado que debe ser gobernado por leyes sabias,
puesto que remueve y despierta la parte mala del alma, y al fortificarla destruye el imperio de la
razón, tal como sucedería en un Estado en que a los más malos se les revistiese de toda la autoridad,
traicionando al Estado y haciendo perecer a todos los ciudadanos de más valía. Ésta es la imagen del
desorden que el poeta imitador introduce en el gobierno interior de cada hombre, por la excesiva
complacencia que tiene para con la parte irracional de nuestra alma, que no sabe distinguir lo que es
más grande de lo que es más pequeño; que sobre un mismo objeto se forma ideas tan pronto
demasiado grandes como demasiado pequeñas; que produce apariencias, y que permanece siempre a
una distancia infinita de la verdad.
—Es muy cierto.
VII. —Pero aún no hemos dicho nada del mayor mal que causa la poesía. ¿No es, en efecto, una
cosa bien triste ver que es capaz de deshonrar a las personas discretas, a excepción de muy pocas?
—¿Cómo no, si produce semejante efecto?
—Escucha, y luego juzga. Sabes que hasta los más razonables, cuando oímos recitar pasajes de
Homero o de cualquier otro poeta trágico, en que se representa a un héroe angustiado, deplorando su
suerte en un largo discurso, prorrumpiendo en gritos y dándose golpes de pecho, sabes, repito, que
en aquel acto percibimos un vivo placer, del que nos dejamos llevar insensiblemente, y alabamos el
talento del poeta que nos transporta con más fuerza a ese estado.
—Lo sé; y ¿cómo no?
—Sin embargo, has podido observar que en nuestras propias desgracias presumimos de lo
contrario, de mantenernos firmes y tranquilos, cual conviene a la condición del hombre,
abandonando a las mujeres esas mismas lamentaciones que acabamos de aplaudir.
—Sí, lo he observado —dijo.
—Pero ¿acaso está bien —proseguí— aprobar con entusiasmo en otro una condición que no
consentiríamos en nosotros mismos, avergonzándonos del parecido, y no sentir repugnancia, sino
gozarla y celebrarla?
—En verdad, no es razonable, por Zeus —dijo.
—Sobre todo si miramos la cosa como debe mirarse —dije.
—¿Cómo?
—Si consideramos que esta parte de nuestra alma, contra la que nos mantenemos firmes en
nuestras propias desgracias, que está sedienta de lágrimas y lamentaciones de las que querría
saciarse, y a las que busca por naturaleza, es la misma que los poetas adulan y a la que hacen estudio
en complacer; y que, en tales ocasiones, esta otra parte de nosotros mismos, que es la mejor, no
estando aún bastante fortificada por la razón y por el hábito, afloja la rienda a la otra parte llorona,
excusándose con que no es más que simple espectadora de las desgracias de otro, y que no es
vergonzoso para ella dar señales de aprobación y de compasión, al ver las lágrimas que otro, que se
dice hombre de bien, derrama indebidamente; de suerte que tiene por un bien el placer que disfruta en
aquel momento, y no consentiría verse privado de él, como se vería si condenara absolutamente esta
clase de poemas. Esto procede de que son pocos los que fijan su reflexión en que los sentimientos de
otro se hacen infaliblemente nuestros, y que, después de haberse mantenido y fortificado nuestra
sensibilidad mediante la vista de los males ajenos, es difícil moderarla en los propios.
—Es muy cierto —dijo.
—¿No diremos otro tanto cuando se trata de lo cómico? Si manifiestas un placer excesivo en oír
bufonadas sobre lo que en ti mismo te avergonzarías de tomar a risa y no detestarías como malo, sea
en el teatro, sea en conversaciones particulares, te sucederá lo mismo que en las emociones patéticas.
Porque entonces das rienda suelta al deseo de hacer reír que la razón reprimía antes en ti por temor
de pasar por bufón; y después de haber alimentado ese deseo en la comedia, no tardarás en dejarlo
escapar en tus relaciones con los demás, hasta convertirte en un farsante de profesión.
—Tienes razón —dijo.
—La poesía imitativa produce en nosotros el mismo efecto con respecto al amor, a la cólera y a
todas las pasiones del alma que tienen por objeto el placer y el dolor, y que siguen, según decimos, a
todas nuestras acciones. En lugar de hacer que se seque lo que ha de secarse, lo rocía y alimenta,
instaura como gobernante lo que había de ser gobernado para asegurar nuestra virtud y nuestra
felicidad, y no hacernos peores y más desdichados.
—No puedo menos de convenir en ello —aseguró.
—Y así, mi querido Glaucón —proseguí—, cuando oigas decir a los admiradores de Homero que
este poeta ha educado a Grecia, y que, leyéndole, se aprende a gobernar y conducir bien los negocios
humanos, y que lo mejor que se puede hacer es someterse a sus preceptos, deberás tener toda clase de
miramientos y de consideraciones con los que empleen este lenguaje, como si estuvieran dotados del
mayor éxito, y hasta concederles que Homero es el más grande poeta y el primero entre los trágicos;
pero al mismo tiempo no pierdas de vista que en nuestro Estado no podemos admitir otras obras de
poesía que los himnos a los dioses y los elogios de los héroes; porque tan pronto como des cabida a
la musa voluptuosa, sea lírica, sea épica, el placer y el dolor reinarán en tu Estado en lugar de las
leyes, en lugar de aquella razón cuya excelencia la comunidad reconozca en cada caso.
—Nada más cierto —dijo.
VIII. —Puesto que por segunda vez —dije— se ha presentado la ocasión de hablar de la poesía, he
aquí lo que tenía que decir para justificarnos por haberla desterrado de nuestro Estado: la razón nos
obliga a ello, por lo demás, y para que la poesía misma no nos acuse de haberla tratado con rudeza y
tosquedad, será bueno decirle que no es de ahora su disensión con la filosofía. Sirvan de testigos las
frases siguientes: Aquella perra arisca que ladra contra su dueño… Ese gran hombre que brilla en un
círculo de dementes… La cuadrilla de sabios que quiere elevarse por encima de Zeus… Estos hombres
contemplativos, sutiles, cuyo ingenio aguza la pobreza[9] y otras mil que prueban lo antiguo de esta
querella. A pesar de esto, protestamos resueltamente que si la poesía imitativa, que tiene por objeto el
placer, puede probarnos con buenas razones que no se la debe desechar de un Estado bien gobernado,
nosotros la recibiremos con los brazos abiertos, porque no podemos ocultarnos a nosotros mismos la
fuerza y la dureza de sus encantos; pero en ningún caso es permitido hacer traición a la verdad. En
efecto; tú mismo, mi querido amigo, ¿no eres uno de los apasionados por la poesía, sobre todo si se
trata de la de Homero?
—Sobremanera.
—¿No es justo, por lo tanto, que le demos el derecho de venir a defender su causa delante de
nosotros, sea en un poema lírico, sea en cualquiera otra clase de metro?
—Sin duda.
—En cuanto a sus defensores oficiosos, esos que, sin hacer versos, son amantes de la poesía, les
permitiremos que demuestren en prosa, no sólo que es agradable, sino que también es útil a los
regímenes políticos y a los particulares para el régimen de la vida; los escucharemos con gusto y
ganaremos en ello, si se nos hace ver que une lo útil a lo agradable.
—¿Cómo no habríamos de ganar? —dijo.
—Pero si no consiguen probarnos esto, imitaremos la conducta de los enamorados, que se hacen
violencia para libertarse de la pasión después que la han reconocido no provechosa. Efecto del amor
que hemos concebido por la poesía desde la infancia, y que se nos ha inspirado en estas bellas
repúblicas en que hemos recibido nuestra educación, desearíamos que nos pudiera parecer muy
buena y verdadera, pero mientras ella no tenga razones sólidas que alegar en su defensa, la
escucharemos precaviéndonos contra sus encantos por las razones que acabo de exponer, y
procuraremos no volver a caer en la pasión que por ella hemos sentido en nuestra juventud, y de cuya
influencia no se libra el común de los hombres. La escucharemos, pues, persuadidos de que no se
debe mirar esta especie de poesía como una cosa seria, ni que se atenga a la verdad; que todo hombre
que teme por el gobierno interior de su alma debe estar en guardia contra ella y escucharla con
precaución; y, en fin, observar todo lo que hemos dicho de la poesía.
—Consiento en ello con todo mi corazón —dijo.
—Porque, mi querido Glaucón, es un gran combate —dije—, y más grande de lo que se piensa,
aquel en que se trata de ser honrado o malo. Ni la gloria, ni las riquezas, ni las dignidades, ni, en fin,
la poesía merecen que despreciemos por ellas la justicia y las demás virtudes.
—No puedo menos de conformarme a ello —dijo— después de lo que hemos dicho, ni creo que
se pueda pensar de otra manera.
IX. —Sin embargo —dije—, aún no hemos hablado de las mayores recompensas ofrecidas a la
virtud, de los premios que le esperan.
—Es preciso que sean de una magnitud infinita, si superan a las que acabamos de exponer —
repuso.
—¿Puede —dije yo— llamarse grande lo que pasa en un pequeño espacio de tiempo? En efecto,
el intervalo que separa nuestra infancia de la vejez es bien poco en comparación con la totalidad del
tiempo.
—Puede decirse que no es nada —admitió.
—¡Y qué! ¿Piensas que un ser inmortal debe limitar sus cuidados y sus miradas a un tiempo tan
corto en vez de extenderlas a la eternidad?
—No lo creo —dijo—, pero ¿a qué viene esta observación?
—¿No sientes que nuestra alma es inmortal —dije— y que no perece jamás?
Al oír estas palabras, mirándome con aire de sorpresa, me dijo:
—No, por Zeus, y tú ¿puedes asegurarlo?
—Sí —repuse yo—, si no me engaño; creo que tú podrías hacer otro tanto, porque no es un punto
difícil.
—Para mí lo es; pero escucharía de ti con gusto un punto que crees tan fácil.
—Escucha, pues —dije.
—Habla, sin más —dijo.
—¿Hay algo a lo que llamas bien y mal?
—Sí.
—¿Tienes de lo uno y de lo otro la misma idea que yo?
—¿Qué idea?
—¿Que el mal es todo principio de corrupción y de disolución; y el bien, todo principio de
conservación y de mejoramiento?
—Eso creo —dijo.
—¿Y qué? ¿No admites que tiene cada cosa su mal y su bien? La oftalmía, por ejemplo, es el mal
de los ojos; la enfermedad, el mal de todo el cuerpo; el tizón es el mal del trigo; la podredumbre, el
de la madera; el orín, el del hierro y el bronce; en una palabra, hay para cada cosa un mal y una
enfermedad connaturales; ¿no admites esto conmigo?
—Así es —dijo.
—Este mal, ¿no daña a la cosa a que afecta? ¿No concluye por disolverla y destruirla totalmente?
—¿Cómo no?
—Por consiguiente, cada cosa es destruida por su mal connatural y por el principio de corrupción
que lleva en sí; de suerte que, si este mal no tiene fuerza para destruirla, no hay nada que sea capaz de
hacerlo; porque el bien no puede producir este efecto respecto a ninguna cosa, como no puede
producirlo lo que no es ni bien ni mal.
—¿Cómo podría hacerlo? —dijo.
—Luego si encontramos en la naturaleza una cosa a la que un mal pueda hacer miserable, pero no
puede disolverla ni destruirla, desde este momento, ¿no podremos asegurar que esta cosa no puede
perecer?
—Así parece —dijo.
—Pero ¡qué!, ¿no hay algo que hace perversa al alma? —pregunté.
—Sí, ciertamente; los vicios de que hemos hecho mención; la injusticia, la intemperancia, la
cobardía, la ignorancia —replicó.
—¿Entre estos vicios hay alguno que pueda alterarla y disolverla? Ten cuidado, no sea cosa que
incurramos en error imaginándonos que cuando el hombre injusto e insensato es sorprendido en su
injusticia, su muerte sea efecto de ésta, que es el mal de su alma. He aquí de qué manera es preciso
examinar este punto. ¿No es cierto que la enfermedad, que es el principio disolvente del cuerpo, lo
mina poco a poco, lo destruye y lo reduce hasta el punto de perder la forma de cuerpo? ¿No lo es que
todas las demás cosas de que hemos hablado tienen su mal propio, que las corrompe por la estancia
que en ellas hace, y las reduce al extremo de no ser?
—Sí.
—En la misma forma, pues, haciendo la aplicación de esto al alma, es preciso ver si la injusticia y
los demás vicios, llegando a aposentarse y fijarse en ella, la corrompen, la arruinan hasta conducirla
a la muerte, separándola del cuerpo.
—De ningún modo es así —dijo.
—Por otra parte, sería contra toda razón decir que un mal extraño destruye una sustancia que su
propio mal no puede destruir —observé.
—Absurdo.
—En efecto; fija tu reflexión, mi querido Glaucón —proseguí— en que ni aun respecto a los
cuerpos creemos que su destrucción haya de ser el efecto inmediato de la mala calidad de los
alimentos, ya por tener demasiado tiempo, ya por estar corrompidos o por cualquier otra razón. Si el
alimento malo engendra en el cuerpo el mal que le es propio, lo que diremos será que, con ocasión
del alimento, el cuerpo ha sido arruinado por la enfermedad, la cual es propiamente su mal; y jamás
sostendremos que los alimentos, que son de una naturaleza diferente de la del cuerpo, tengan por su
mala calidad la virtud de destruirlo, a menos que este mal extraño no haga nacer en él el mal que le es
propio.
—Muy exacto es lo que dices —asintió.
X. —Por la misma razón, a menos que la enfermedad del cuerpo no engendre la del alma —dije
—, jamás podremos decir que el alma pueda perecer por un mal extraño sin la intervención del mal
que le es propio, es decir, ésta por el mal de aquél.
—Nada más razonable —dijo.
—Por lo tanto, asentemos la falsedad de esta demostración, o mientras se mantenga en toda su
fuerza, sostengamos que ni por la fiebre, ni por ninguna otra especie de enfermedad, ni por degüello,
ni aun cuando resultare el cuerpo hecho pedazos, puede sobrevenir la muerte al alma, a menos que no
se nos haga ver que el efecto de estos accidentes del cuerpo consiste en hacer el alma injusta y más
impía. Y no consintamos que se diga que ni el alma ni cualquiera otra sustancia perecen por el mal
que la sobrevenga de una sustancia de naturaleza diferente, si el mal que le es propio no llega a
juntarse con aquél.
—Nadie nos demostrará jamás que las almas de los que mueren se hacen más injustas por la sola
razón de morir —afirmó.
—Si alguno —dije yo— fuese tan atrevido que combatiese lo que acabamos de decir, y sostuviese
que la muerte hace al hombre más malo y más injusto, para no verse obligado a reconocer la
inmortalidad del alma, nosotros le obligaríamos a convenir en que si lo que dice es cierto, se sigue
de aquí que la injusticia, como la enfermedad, conduce naturalmente a la muerte, que mata por su
propia naturaleza; y que los que dan entrada en su alma a la injusticia mueren más o menos pronto
pero de manera distinta a como la causa ordinaria de la muerte de los injustos es la justicia que se les
aplica.
—¡Por Zeus! —exclamó—, si la injusticia fuese un mal capaz de dar por sí misma la muerte a los
hombres malos, no habría razón para mirarla como una cosa terrible, puesto que sería un remedio
para todos los males. Pienso, por el contrario, que evidentemente la injusticia mata a los demás en
cuanto ella puede, mientras que conserva lleno de vida y, además, muy despierto a aquel en quien fija
su estancia. ¡Tan distante está la injusticia de darle la muerte!
—Dices verdad —observé—, porque si la corrupción del alma, si su propio mal no puede matarla
y destruirla, ¿cómo un mal, destinado por su naturaleza a la destrucción de otra sustancia, podría
hacer perecer al alma o cualquier otra cosa que no sea aquella sobre la que puede producir
naturalmente este efecto?
—Difícilmente, me parece —dijo.
—Pero es evidente que una cosa que no puede perecer ni por su propio mal ni por un mal
extraño, debe necesariamente existir siempre, y que si existe siempre es inmortal.
—Necesariamente —dijo.
XI. —Sentemos, por lo tanto, esto como un principio incontestable —dije—. Ahora bien, si es así,
es fácil de concebir que estas mismas almas deben de existir siempre, ya que no pueden ser menos,
puesto que no perece ninguna; ni tampoco más, pues ya comprendes que, si el número de los seres
inmortales se hiciese más grande, estos nuevos seres se formarían de lo que fuese mortal, y que
entonces todas las cosas acabarían por ser inmortales.[10]
—Dices verdad.
—No nos permite la razón creer eso, ni tampoco pensar que nuestra alma, considerada en el
fondo mismo de su ser, sea de una naturaleza compuesta, llena de desemejanza y diversidad consigo
misma.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Es difícil que lo que resulta de la reunión de muchas partes sea eterno, y con una composición
que no es la más conveniente, como acaba de parecernos la del alma —dije.
—En efecto, eso no es probable.
—Las razones que acabamos de alegar y muchas otras demuestran, por lo tanto, de una manera
invencible la inmortalidad del alma. Mas para conocer su verdadera naturaleza no se la debe
considerar, como lo estamos haciendo, en el estado de degradación a que la conducen su unión con el
cuerpo y todos los males que son resultado de esta unión, sino que debe contemplársela atentamente
con el raciocinio, tal como es en sí misma, desprendida de todo lo que a ella es extraño. Entonces se
verá que es infinitamente más bella; se conocerá con más claridad la naturaleza de la justicia, de la
injusticia y de las demás cosas de que hemos hablado. Todo lo que hemos dicho del alma es
verdadero con relación a su estado presente; pero así como los que viesen ahora a Glauco [11] el
marino tendrían dificultad en reconocer su primera forma, porque las antiguas partes de su cuerpo
han sido unas rotas, otras gastadas y totalmente desfiguradas por las olas, y se han formado otras
nuevas de conchas, yerbas marinas y chinarros, de suerte que más bien parece un monstruo que un
hombre, tal como antes era, de igual modo el alma se presenta a nosotros desfigurada por mil males.
Por ello, mi querido Glaucón, es preciso mirar a otra parte.
—¿Adónde? —preguntó.
—A su amor por el saber. Es preciso que fijemos nuestra reflexión en las cosas a que el alma se
dirige, en los objetos con que quiere comunicarse, en el enlace íntimo que naturalmente tiene con
todo lo que es divino, inmortal, imperecedero, y en lo que debe convertirse cuando, entregándose por
entero a este sublime fin, se eleve mediante un noble esfuerzo desde el fondo de este mar en que está
sumida, y se desembarace de las conchas y guijarros que se pegan a ella a causa de la necesidad en
que está de alimentarse con las cosas terrenas, costra térrea, rocosa y silvestre que merece el aplauso
de muchos, considerándola como un feliz banquete. Entonces es cuando verás claramente cuál es la
naturaleza del alma, si es simple o compuesta; en una palabra, cuáles son su esencia y su manera de
ser. En cuanto al presente, hemos explicado, a mi parecer bastante bien, las pasiones y las
inclinaciones a que está sujeta en este mundo.[12]
—Muy bien —convino.
XII. —En esta indagación —pregunté—, ¿no hemos resuelto las dificultades propuestas y
despojado la justicia de todo lo que es accesorio y puesto aparte los honores y las recompensas que
vosotros le habéis atribuido bajo la fe de Homero y de Hesíodo? ¿No hemos demostrado que la
justicia es por sí misma el mayor bien del alma, considerada en su esencia, que ésta debe realizar lo
que es justo, ya posea o no el anillo de Giges, y si se quiere también el casco de Hades?[13]
—Pura verdad dices —respondió.
—Así, pues —dije—, ¿parecerá mal, mi querido Glaucón, que ahora restituyamos a la justicia y a
las otras virtudes, además de estas ventajas que son propias de ellas, las recompensas que los
hombres y los dioses han unido a las mismas, y que el hombre justo recibe durante la vida y después
de la muerte?
—No, ciertamente —dijo él.
—Ahora, ¿me devolveréis a su vez lo que os presté al principio de esta conversación?
—¿Qué es ello?
—Quise concederos que el hombre justo pasara por injusto y el injusto por justo, porque creísteis
que si bien era imposible engañar en este punto a los hombres y a los dioses era, sin embargo,
indispensable suponerlo por mor de la argumentación, para que se pudieran apreciar plenamente la
justicia y la injusticia tomadas en sí mismas. ¿No te acuerdas?[14]
—Sería en mí grave falta el no acordarme —dijo.
—Por tanto —seguí—, puesto que ahora ya están juzgados, pido nuevamente, en nombre de la
justicia, que reconozcamos que esta se nos muestra tal como corresponde a la buena fama de que
goza entre dioses y hombres, para que así recoja al fin los trofeos que obtiene por su apariencia y
que otorga a los que la poseen, puesto que ya se ha hecho evidente que concede las bondades
procedentes de la realidad, sin engaño para quienes de veras la abrazan.
—Pides algo que es muy razonable —dijo.
—Así —dije—, me concedéis en primer lugar que el hombre virtuoso y el hombre malo son
conocidos por los dioses tales como son.
—Te lo concedemos —dijo.
—Y que si no se ocultan, el uno es querido de los dioses y el otro aborrecido, como convinimos
desde el principio.
—Así es.
—¿No me concederás también que el hombre querido de los dioses sólo puede esperar de su
parte bienes, y que si algunas veces recibe males es en expiación de las faltas de su vida pasada?
—Totalmente seguro.
—Es preciso reconocer, por lo tanto, respecto del hombre justo, ya se encuentre pobre o enfermo
o en cualquier otra situación que se considere como desgraciada, que sus pretendidos males se
convertirán en ventaja suya durante su vida o después de su muerte. Porque la providencia de los
dioses necesariamente se fija en el que se esfuerza en hacerse justo y en llegar mediante la práctica de
la virtud a la más perfecta semejanza que puede tener el hombre con la divinidad.
—Es de creer —dijo— que un hombre de este carácter no será abandonado por su semejante.
—Del hombre injusto, ¿no debe pensarse lo contrario?
—Sin duda.
—Y así, de parte de los dioses, éstos serán los galardones que pertenecen al justo.
—Por lo menos, ésa es mi opinión —dijo.
—Y de parte de los hombres, ¿no sucede lo mismo, puesto que es preciso decir la verdad? ¿No
sucede a los hombres redomados e injustos lo que a los atletas, que corren perfectamente a la ida,
pero que no hacen lo mismo a la vuelta? Al pronto se lanzan con rapidez, pero al final de la carrera
dan lugar a que se burlen de ellos, cuando se los ve, con las orejas caídas, retirarse precipitadamente
sin ser coronados, mientras que los verdaderos corredores llegan al término, consiguen el premio y
reciben la corona.[15] ¿Los justos no tienen, de ordinario, la misma suerte, quiero decir, que al
término de cada una de sus empresas, de su carrera y de su vida reciben de los hombres el tributo de
gloria y de recompensa que les es debido?
—Tienes razón.
—¿Consentirás, pues, en que yo aplique a los justos lo que tú mismo has dicho de los injustos?[16]
En efecto, sostengo que los justos, cuando han alcanzado la edad madura, llegan a obtener en el
Estado en que viven todas las dignidades a que aspiran; que contraen uniones a su elección ellos y sus
hijos; en una palabra, todo lo que tú has dicho de aquéllos lo digo yo de éstos. En cuanto a los
injustos, sostengo que aun cuando de jóvenes hayan conseguido ocultar lo que son, en su mayor parte
se descubren al fin de su carrera; que cuando llegan a la vejez, ven caer sobre sí el ridículo y el
oprobio; que son el juguete de los extranjeros y de sus conciudadanos, y para servirme de
expresiones que considerabas demasiado fuertes respecto del justo, pero que son verdaderas respecto
del perverso, digo que serán azotados y sometidos al tormento; en una palabra, imagínate que oyes
de mi boca todos los géneros de suplicios de que tú hacías mención entonces. Veamos si quieres
concederme que habrán de sufrir todo esto.
—Sí, tanto más cuanto que nada dices que no sea razonable —admitió.
XIII. —Tales son —dije— las ventajas, el salario y las recompensas que el justo recibe durante su
vida de parte de los hombres y de los dioses, además de los bienes que le proporciona la práctica de
la justicia.
—Estas ventajas son a la vez gloriosas y positivas —dijo.
—Pero no son nada, ni por el número ni por la magnitud —dije yo—, en comparación de lo
reservado tras la muerte a cada uno de esos hombres. Necesitamos hacer mérito de ello para dar al
justo y al malo lo que tienen derecho a esperar de nosotros en esta conversación.
—Pocas cosas hay que esté yo más deseoso de escuchar —dijo—, habla, pues.
—No es la historia de Alcínoo.[17] la que voy a referir, sino la de un hombre de corazón, Er el
Armenio, originario de Panfilia. Después de haber muerto en una batalla, como a los diez días se
fuera a recoger los cadáveres, que ya estaban corrompidos, se encontró el suyo sano y entero; y
conducido a su casa, cuando el duodécimo día estaba sobre la hoguera, volvió a la vida y refirió a los
circunstantes lo que había visto en el otro mundo. Dijo que en el momento que su alma salió del
cuerpo, llegó con otra infinidad de ellas a un sitio de todo punto maravilloso, donde se veían en la
tierra dos aberturas, la una frente a la otra, y en el cielo, otras dos, que se correspondían con las
primeras. Entre estas dos regiones estaban sentados jueces, y así que pronunciaban sus sentencias
mandaban a los justos tomar su camino por la derecha, por una de las aberturas del cielo, después de
ponerles por delante un rótulo que contenía el juicio dado en su favor; y a los injustos les obligaban a
tomar el camino de la izquierda, por una de las aberturas de la tierra, llevando a la espalda otro
rótulo semejante, donde iban consignadas todas sus acciones. Cuando él se presentó, los jueces
decidieron que era preciso llevase a los hombres la noticia de lo que pasaba en el otro mundo, y le
mandaron que oyera y observara en aquel sitio todas las cosas de que iba a ser testigo. Y así vio, en
primer lugar, a las almas de los que habían sido juzgados, unas subir al cielo, otras descender a la
tierra por las dos aberturas que se correspondían; mientras que por la otra abertura de la tierra vio
salir almas cubiertas de suciedad y de polvo, al mismo tiempo que por la del cielo descendían otras
almas puras y sin mancha. Parecían venir todas de un largo viaje y detenerse con gusto en la pradera
como las acampadas en una feria. Las que se conocían se pedían unas a otras, al saludarse, noticias
acerca de lo que pasaba, respectivamente, en el cielo y en la tierra. Unas referían sus aventuras con
gemidos y lágrimas, que les arrancaba el recuerdo de los males que habían sufrido o visto sufrir a
los demás durante su estancia en la tierra, cuya duración era de mil años. Otras, que volvían del cielo,
hacían la historia de los deliciosos placeres que habían disfrutado y de las cosas maravillosas que
habían visto. Sería muy largo, mi querido Glaucón, referirte por entero el discurso. Pero lo
principal, decía, era que cada uno era castigado diez veces por cada una de las injusticias que había
cometido durante la vida; que la duración de cada castigo era de cien años, duración natural de la
vida humana, a fin de que el castigo fuese siempre décuplo para cada crimen. Y así, los que se han
manchado con muchos asesinatos, que han vendido los Estados y los ejércitos, que los han reducido a
la esclavitud o que se han hecho culpables de cualquier otro crimen semejante, eran atormentados con
el décuplo por cada uno de estos crímenes.[18] Aquellos, por el contrario, que habían hecho bien a los
hombres, que habían sido justos y piadosos, recibían en la misma proporción la recompensa de sus
buenas acciones. Respecto a los niños muertos luego de su nacimiento, daba detalles que es superfluo
referir. Había, según su historia, recompensas más grandes aún para los que habían honrado a los
dioses y respetado a sus padres, y suplicios extraordinarios para los impíos, los parricidas y los
homicidas a mano armada.
Había estado presente, añadía, cuando uno preguntó a otro dónde estaba el gran Ardieo. Ardieo
había sido tirano de una ciudad de Panfilia mil años antes; había dado muerte a su padre, que era de
avanzada edad, y a su hermano mayor, y cometido, según se decía, otros muchos crímenes enormes.
«No viene, respondió el preguntado, ni vendrá jamás. XIV. Todos fuimos testigos en esa ocasión del
espectáculo más aterrador. Cuando estábamos a punto de salir del abismo subterráneo, después de
haber purgado nuestras culpas y sufrido nuestros castigos, vimos a Ardieo y a muchos más, que eran
en su mayor parte tiranos como él, y también vimos a algunos particulares, que en su condición
privada habían sido grandes criminales. En el momento que intentaron salir, la abertura les impidió el
paso, y todas las veces que alguno de estos miserables, cuyos crímenes no tenían remedio o no
habían sido suficientemente expiados, se presentaba para salir, se dejaba oír en la abertura un
bramido. Al producirse este estruendo, contaba, acudieron unos hombres salvajes que parecían como
de fuego. Por lo pronto, condujeron a viva fuerza a un cierto número de aquéllos, se apoderaron de
Ardieo y de los demás, les ataron los pies, las manos y la cabeza, y después de haberlos arrojado en
tierra y desollarlos a fuerza de golpes, los arrastraron fuera del camino sobre sangrientas zarzas,
diciendo a los que pasaban el motivo por que trataban así a estos criminales, y que iban a
precipitarlos en el Tártaro». Esta alma añadía que entre los diversos terrores por que se veían
agitadas durante el camino, ninguno les causaba tanto espanto como el temor de que se oyera el
bramido en la abertura en el momento de salir, y que había sido para ellas un placer inexplicable el
no haberlo oído al tiempo de su salida.
Tales eran, poco más o menos, las penas y suplicios y las recompensas correspondientes. Después
que cada uno había pasado siete días en esa pradera, al octavo debían levantarse y ponerse en marcha,
y en cuatro días de jornada llegaban a un punto desde el que se veía una luz que atravesaba el cielo y
la tierra, recta como una columna y semejante al arco iris, pero más brillante y más pura.[19] A esta
luz llegaron después de otro día de jornada. Allí vieron que las extremidades de las cadenas venían a
parar del cielo al centro de esta luz, que les servía de lazo y que abrazaba toda la circunferencia del
cielo, poco más o menos, como esas ligaduras que ciñen los costados de las trirremes y sostienen
toda la armadura. De estas extremidades está pendiente el huso de la Necesidad, el cual da impulso a
todas las revoluciones celestes. El cuerpo del huso y el gancho eran de acero, y la tortera era una
mezcla de ésta y otras materias. Esta tortera se parecía por la forma a las de este mundo. Mas para
tener de ella una idea exacta, es preciso representársela como una tortera hueca por dentro, en la que
esté engastada otra más pequeña, como las cajas que entran una en otra. En la segunda tortera había
una tercera, en ésta una cuarta, y así sucesivamente hasta el número de ocho, dispuestas entre sí a
manera de círculos concéntricos. Se veía por arriba el borde superior de cada una, y todas
presentaban al exterior la superficie continua de una sola tortera alrededor del huso, cuyo tronco
pasaba por el centro de la octava. Los bordes circulares de la tortera primera y exterior eran los más
anchos, después los de la sexta, los de la cuarta, los de la octava, los de la séptima, los de la quinta,
los de la tercera y los de la segunda iban disminuyendo en anchura en este mismo orden. El círculo
formado por los bordes de la tortera más grande era estrellado.[20] El de la séptima era de un color
muy brillante.[21] El de la octava tomaba de la séptima su color y su brillo.[22] El color de los círculos
segundo y quinto era casi el mismo, y tiraba a amarillo.[23] El tercero era el más blanco de todos.[24]
El cuarto era un poco encarnado.[25] En fin, el sexto, era segundo en blancura.[26] El huso entero
rodaba sobre sí mismo con un movimiento uniforme, mientras que en el interior los siete círculos
concéntricos se movían lentamente en una dirección contraria. El movimiento del octavo era el más
rápido. Los del séptimo, el sexto y el quinto eran menores e iguales entre sí. El cuarto era al parecer
el tercero en velocidad; el tercero era el cuarto, y el movimiento del segundo era el quinto. El huso
mismo giraba entre las rodillas de la Necesidad. En cada uno de estos círculos había una sirena que
giraba con él, haciendo oír una sola nota de su voz siempre con el mismo tono; de suerte que de estas
ocho notas diferentes resultaba un acorde perfecto.[27] Alrededor del huso y a distancias iguales
estaban sentadas en tronos las tres Parcas, hijas de la Necesidad: Láquesis, Cloto y Atropo, vestidas de
blanco y ceñidas sus cabezas con cintillas. Acompañaban con su canto al de las sirenas; Láquesis
cantaba lo pasado, Cloto lo presente y Atropo lo venidero. Cloto, tocando por intervalos el huso con
la mano derecha, le obligaba a hacer la revolución exterior. Atropo, con la mano izquierda, imprimía
el movimiento a cada uno de los círculos interiores. Y Láquesis, ora con una ora con otra mano,
tocaba tan pronto el círculo exterior como los interiores.
XV. Luego que llegaron allá, contaba, les fue preciso presentarse delante de Láquesis. Por lo
pronto, un profeta los colocó en fila; en seguida, habiendo tomado del regazo de Láquesis la distinta
suerte y las diferentes condiciones humanas, subió a un tablado elevado y habló de esta manera: «He
aquí lo que dice la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: “Almas pasajeras, vais a comenzar una
nueva carrera y a entrar en un cuerpo mortal. No será el hado quien os escogerá, sino que cada una
de vosotras escogerá el suyo. La primera que la suerte designe escogerá la primera y su elección será
irrevocable. La virtud, empero, no tiene dueño; cada quien participa de ella según si la honra o la
desprecia. Cada cual es responsable de su elección, porque Dios es inocente”».
Dichas estas palabras, echó las suertes, y cada alma recogió la que cayó delante de ella, excepto el
propio Er, pues no se le permitió hacerlo. Entonces conoció cada cual en qué orden debía escoger. En
seguida el mismo profeta arrojó en tierra, delante de ellos, géneros de vida de todas clases, cuyo
número era mucho mayor que el de quienes debían escoger, porque todas las condiciones, tanto de
los hombres como de los animales, se encontraban allí revueltas. Había tiranías, unas que debían
durar hasta la muerte, otras que habían de verse bruscamente interrumpidas y concluir en la pobreza,
el destierro y la mendicidad. Se veían igualmente condiciones de hombres célebres, éstos por la
belleza, por la fuerza, por su reputación en los combates; aquéllos por su nobleza y las grandes
cualidades de sus antepasados; se veían también condiciones oscuras bajo todos estos conceptos.
Había, asímismo, destinos de mujeres igualmente varios. Pero nada había dispuesto sobre el rango de
las almas, porque cada una debía necesariamente mudar de naturaleza según su elección. Por lo
demás, las riquezas, la pobreza, la salud, las enfermedades se encontraban en todas las condiciones;
aquí sin ninguna mezcla, allá justamente compensados los bienes y los males.
Aquí tienes evidentemente, mi querido Glaucón, la prueba de mayor riesgo para el hombre. Y así,
cada uno de nosotros, despreciando todos los demás estudios, debe dedicarse sólo a aquel que le haga
conocer al hombre cuyas lecciones puedan ponerle en estado de discernir las condiciones dichosas y
desgraciadas y escoger siempre la mejor; y llegará a conseguirlo siempre que repase en su espíritu
todo lo que hemos dicho hasta ahora y juzgue de lo que puede contribuir más a la felicidad de la vida
por el examen que hemos hecho de las diferentes condiciones consideradas junta o separadamente.
Así es como aprenderá, por ejemplo, qué grado de belleza, mezclado con una cierta dosis de riqueza
o de pobreza y una cierta disposición del alma, hace al hombre bien o mal, qué efecto deben producir
el nacimiento ilustre y el nacimiento oscuro, la vida privada y las dignidades, la fuerza del cuerpo y
la debilidad, la mayor o menor aptitud para las ciencias; en una palabra, las diferentes cualidades
naturales o adquiridas, cotejadas las unas con las otras. De suerte que, después de haber reflexionado
sobre todo esto, sin perder de vista la naturaleza del alma, podrá distinguir el género de vida mejor
del peor; llamará peor al que le conduzca a hacer su alma más injusta, y mejor al que la haga más
justa, sin tener en cuenta todo lo demás; porque ya hemos visto que éste es el mejor partido que puede
tomarse, sea en esta vida, sea para la otra. Y al ir al Hades es preciso conservar firme como el acero
esta opinión, para no dejarse alucinar allí ni por las riquezas ni por los demás males de esta
naturaleza; para no caer en tiranías o prácticas semejantes, y cometer así un gran número de males
sin remedio, y sufrirlos aún mayores; antes bien, debe uno saber fijarse para siempre en un estado
intermedio, evitando igualmente los dos extremos, en cuanto sea posible, así en la vida presente
como en todas las demás por las que habrá de pasar. En esto consiste la felicidad del hombre.
XVI. Además, según la relación del mensajero del más allá, el profeta había añadido: «Incluso
aquel que escoja el último, con tal que lo haga con discernimiento y que después sea cuidadoso con
su conducta, puede prometerse una vida dichosa y buena. Así, pues, que ni el primero que haya de
escoger se entregue a una excesiva confianza, ni el último desespere».
Después que el profeta hubo hablado de esta manera, contaba, el primero a quien tocó la suerte se
adelantó apresuradamente, y sin más examen cogió la tiranía de más cuenta que encontró allí,
arrastrado por su avidez y su imprudencia; pero cuando hubo considerado y visto que su destino era
el devorar a sus propios hijos y el cometer otros crímenes enormes, se lamentó y, olvidando las
advertencias del profeta, acusó de su suerte a la fortuna, a los dioses, en fin, a todos menos a sí
mismo. Éste era uno de los que venían del cielo; había vivido antes en un Estado bien gobernado, y
había debido su virtud a la fuerza del hábito más bien que a la filosofía. He aquí por qué los
procedentes del cielo no eran los menos entre los que se engañaban en su elección por no tener
experiencia de penalidades. Por el contrario, la mayor parte de los que habían permanecido en la
región subterránea, y que a la experiencia de sus propios sufrimientos unían el conocimiento de los
males de otros, no escogían tan a la ligera. Esta experiencia, aparte de la suerte que les tocaba, hacía
que la mayor parte de las almas cambiasen una buena condición por una mala, o viceversa. Así un
hombre que cada vez que volviese a este mundo se aplicase constantemente a la sana filosofía, con tal
que su turno de elección no fuese el último de todos, sería muy probablemente, conforme a esta
historia, no sólo feliz en la tierra, sino también en su viaje a este mundo, y al volver, marcharía por el
camino llano del cielo y no por el sendero subterráneo y penoso.
Tal, decía, era el curioso espectáculo de ver de qué manera cada alma hacía su elección de vida;
nada más extraño ni más digno a la vez de compasión y de risa. Las más se guiaban en la elección por
los hábitos de la vida precedente. Dijo que había visto el alma de Orfeo escoger la condición de cisne
en odio a las mujeres, que le habían dado muerte en otro tiempo, no queriendo por ello nacer
engendrado por ninguna de ellas; y el alma de Támiras escoger la condición de ruiseñor. Vio
también a un cisne adoptar la condición humana, y lo mismo hicieron otros animales cantores. Otra
alma escogió la condición de león, que fue la de Áyax, hijo de Telamón, el cual, recordando el juicio
de las armas, rehusó tomar un cuerpo humano. Después llegó el alma de Agamenón, que teniendo
también aversión al género humano a causa de sus pasadas desgracias, escogió la condición de
águila. El alma de Atalanta, que sacó su turno hacia la mitad, como se fijara en los grandes honores
que reciben los atletas, no pudo resistir el deseo de hacerse ella también atleta. Después vio el alma de
Epeo,[28] hijo de Panopeo, que prefirió la condición de una mujer laboriosa; el alma del bufón
Tersites, que se presentó de los últimos, vistió el cuerpo de un mono. El alma de Ulises, que fue el
último llamado por la suerte, vino también a escoger, pero recordando sus infortunios pasados y ya
sin ambición, anduvo buscando por mucho rato, hasta que al fin la descubrió en un rincón, como
despreciada, la condición pacífica de un simple particular, que todas las demás almas habían dejado;
y exclamó al verla que, aun cuando hubiera sido la primera en escoger, no habría hecho nunca otra
elección. Había igualmente almas de animales que mudaban su condición por la nuestra o por la de
otros animales; los animales injustos se cambiaban en especies feroces, los justos, en especies
domesticadas; lo cual daba lugar a mezclas de toda clase.
Después que todas las almas escogieron su género de vida, se aproximaron, en el mismo orden
que les había tocado, a Láquesis, la cual dio a cada uno el hado que ella había preferido, para que le
sirviese de guarda durante el curso de su vida mortal y le ayudase a cumplir su destino. Este hado la
conducía primero a Cloto, para que con su mano y una vuelta de huso confirmase el destino
escogido. Después que el alma había tocado el huso, el genio la llevaba desde aquí al hilado de
Atropo, para hacer irrevocable lo dispuesto. En seguida, no siendo ya posible volver atrás, se dirigía
al trono de la Necesidad, por bajo del cual pasaba. En el momento que todos habían pasado, se
encaminaban a la llanura del Olvido,[29] donde hacía un calor insoportable, porque en este llano no
había plantas ni árboles. Llegada la tarde, pasaron en seguida la noche al pie del río de la
Despreocupación, cuya agua no puede ser contenida por ninguna vasija. Era preciso que cada uno
bebiera de esta agua hasta cierta cantidad. Las que por imprudentes no se contienen y beben más allá
de la medida prescrita, pierden absolutamente la memoria. En seguida se entregaron todos al sueño,
pero a medianoche se oyó un trueno acompañado de temblores de tierra, y cada uno se elevaba acá y
allá, como estrellas errantes, marchando a los distintos puntos en que debían renacer. En cuanto a Er,
se le impidió beber el agua del río; pero sin embargo, sin saber por dónde ni cómo, su alma se había
unido a su cuerpo; y al abrir sus ojos de repente en la madrugada vio que estaba tendido sobre la pira.
Esta fábula, mi querido Glaucón, se ha preservado así del olvido, y si le damos crédito, puede
preservarnos a nosotros mismos, porque pasaremos con felicidad el río del Olvido, y mantendremos
nuestra alma libre de toda mancha. Por lo tanto, si queréis creerme, convencidos de que nuestra alma
es inmortal y capaz por su naturaleza de todos los bienes como de todos los males, marcharemos
siempre por el camino que conduce a lo alto, y nos consagraremos con todas nuestras fuerzas a la
práctica de la justicia y de la sabiduría. Por este medio viviremos en paz con nosotros mismos y con
los dioses, y después de haber alcanzado en la tierra el premio destinado a la virtud, a semejanza de
los atletas victoriosos, que son llevados en triunfo, seremos dichosos en este mundo y durante ese
viaje de mil años, cuya historia acabamos de referir.
LAS LEYES
Argumento de Las Leyes[1]
por Patricio de Azcárate

Platón trazó en la República el ideal del Estado; demostrar cómo este ideal puede realizarse en la
práctica, es el objeto de las Leyes.
Entre estas dos concepciones hermanas, hay necesariamente estrechas relaciones, si bien también
hay diferencias. Una teoría, cualquiera que sea su objeto, cuando se la sujeta a la prueba de las
aplicaciones positivas, debe ciertamente permanecer fiel a sus principios, pero no puede imponerse a
los hombres y a las cosas sino hasta donde la imperfecta realidad se presta a la imitación de una
perfección ideal. Platón lo comprendió perfectamente; y así, manteniendo en el fondo las ideas
morales y políticas, que son el alma del estado social de la República, ha suavizado en las Leyes su
rigor, para hacerlas pasar mejor de la esfera del libre pensamiento al mundo real. A medida que el
curso del diálogo nos precise a entrar en materia, patentizaremos las diversas modificaciones
introducidas por Platón en el plan de su primera obra, y ellas mismas serán otras tantas pruebas de las
afinidades profundas, que se ocultan bajo las diferencias de ambos monumentos.
El diálogo de las Leyes es el monumento más vasto de la filosofía platoniana, pero no el más
acabado; sobre todo, si se le compara con las demás grandes composiciones del maestro. Debe
tenerse presente, que corresponde a la ancianidad de Platón; y que, según el testimonio de Diógenes
Laercio, la muerte no le permitió dar a esta obra la última mano. Es preciso no sorprenderse de su
aparente confusión, que al pronto produce algún desconcierto, y menos dejarse engañar por ella.
Cualesquiera que sean los rodeos, las digresiones, amplificaciones y marcha interrumpida de esta
composición, sigue, sin embargo, un orden, y está concebida conforme a un plan determinado. Para
reconocerlo, se puede, sin sujetarse a una precisión rigurosa, dividir en tres partes los doce libros de
que se compone. Los cuatro primeros son una especie de introducción general, en que Platón se
propone dar a conocer el espíritu de su legislación. En los cuatro libros siguientes da al Estado sus
instituciones políticas y sus leyes. Los cuatro últimos contienen la sanción penal de las leyes, es decir,
el conjunto de castigos y de recompensas de que dispone el gobierno del Estado. En uno de estos, que
es el sexto, es donde se encuentra la exposición de la Teodicea de Platón con sus pruebas
fundamentales de la existencia y de la providencia de Dios.
Resumamos, en el orden mismo de la composición, cada una de estas tres partes.

Tres personajes, Clinias de la isla de Creta, Megilo de Lacedemonia, representantes de las dos
legislaciones más antiguas de la Grecia, y un ciudadano de Atenas, que no nombra Platón, porque
este personaje le representa a él mismo con sus nuevas ideas políticas, caminan juntos desde la ciudad
de Cnosa al templo de Júpiter. Se empeña una conversación entre los tres viajeros sobre el origen y
los caracteres de la legislación de la isla de Creta. Después de algunas reflexiones sobre la tendencia
esencialmente militar de las instituciones establecidas por Minos, el Ateniense, es decir, Platón,
declara que las mejores leyes no son las que tienen por objeto desarrollar en el Estado una sola parte
de la virtud, como el valor, sino las que son propias para despertar en el alma de los ciudadanos, y
por consiguiente en el Estado, todas las virtudes a la vez, o por mejor decir, la virtud. Sostiene que
este debe de ser el designio del verdadero legislador, y que tal ha sido el pensamiento del de Creta.
Esto le conduce a trazar a su manera la marcha seguida por Minos, marcha que es la única que debe
seguirse en el establecimiento de las instituciones políticas; y se ve ya en este importante pasaje el
espíritu y el contenido mismo de las Leyes. Lo citaremos en toda su extensión.
No sin razón las leyes de Creta son singularmente estimadas en toda la Grecia, porque tienen la
ventaja de hacer dichosos a los que las observan, procurándoles todos los bienes. Los bienes son de
dos especies, unos humanos y otros divinos. Los primeros están ligados a los segundos; de suerte que
un Estado, que alcanza los más grandes, adquiere al mismo tiempo los más pequeños, y no
alcanzándolos, queda privado de los unos y de los otros. A la cabeza de los bienes de menor valía está
la salud, a ella sigue la belleza, y después el vigor, ya en la carrera, ya en cualquiera otro movimiento
del cuerpo. La riqueza entra en cuarto lugar, no el Pluto ciego, sino el Pluto previsor, que camina
tomando por guía la prudencia.
En el orden de los bienes divinos, entra en primer lugar la prudencia, después viene la templanza,
y de la unión de estas dos virtudes y de la fortaleza nace la justicia, que ocupa el tercer lugar, siendo
la fortaleza la cuarta. Estos últimos bienes merecen por su naturaleza la preferencia sobre los
primeros, y el legislador está en el deber de conservársela. Es preciso, en fin, que haga ver, que todas
las disposiciones de las leyes se refieren a estas dos clases de bienes; que los bienes humanos se
refieren a los divinos, y éstos a la prudencia, que ocupa el primer lugar.
Según este plan, el legislador arreglará primero lo concerniente a los matrimonios, después el
nacimiento y la educación de los hijos de ambos sexos; los seguirá desde la niñez hasta la ancianidad,
indicando lo que es digno de estimación o de represión en todas sus relaciones, observando y
estudiando sus penas, sus placeres, sus deseos y todas sus tendencias, y aprobándolas o
condenándolas en sus leyes según lo dicte la recta razón. Y lo mismo respecto de la cólera, del temor,
de las turbaciones, que la adversidad produce en el alma, y de la embriaguez que la prosperidad hace
nacer en ella, y hasta de todos los accidentes a que los hombres están sujetos en las enfermedades, en
las guerras, en la pobreza, y en las situaciones adversas, siendo de su cargo decir y determinar lo que
hay de honesto o de vergonzoso en la manera de conducirse en todas estas ocasiones.
Después de esto, es indispensable que fije su atención en las fortunas, para arreglar su adquisición
y su uso; que en todas las asociaciones y pactos, ya libres, ya involuntarios, que el trato mutuo
ocasione, distinga lo justo de lo injusto, y las convenciones fundadas en la equidad de las que no lo
están; que establezca recompensas para los fieles observadores de las leyes y penas para los
infractores. Después de haber arreglado sucesivamente todas las partes de la legislación, concluirá
por ordenar lo perteneciente a las sepulturas de los muertos, y a los honores que hayan de hacérseles.
Una vez establecidas estas leyes, propondrá para vigilar su sostenimiento, ciertos magistrados; de
éstos, unos poseerán el espíritu y la plena inteligencia; los otros no pasarán más allá de la verdadera
opinión; de suerte que este cuerpo de instituciones, unido y afianzado en todas sus partes por la
razón, camine tomando por guía la templanza y la justicia, y no la riqueza y la ambición.
Aquí se encuentran tres de los principios generales de la política y de la moral de la República. En
primer término aparece la omnipotencia del Estado, encargado por la voluntad del legislador del
destino público y privado de los ciudadanos; y así la libertad individual está limitadísima, como se ve
sin dificultad al considerar que desde el nacimiento basta la muerte todos los actos importantes de la
vida están arreglados o inspeccionados de antemano por la ley. En segundo término entra la
obligación impuesta al gobierno de desarrollar por medio de la educación en el alma de los
ciudadanos las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que constituyen
todas juntas la virtud misma. Y por último, aparece la prudencia, es decir, la filosofía, ocupando el
primer lugar entre todas las virtudes que contribuyen a la perfección y felicidad del Estado.
Se trata de indagar, si estas prescripciones esenciales se encuentran en las leyes de Minos y en las
de Licurgo, que se suponen inspiradas por un dios; y Platón indica en las líneas siguientes el orden
que debe observarse a este fin: «Creo que debemos recorrer de nuevo todos los ejercicios que
pertenecen a la fortaleza, en la forma que hemos comenzado a hacerlo; de aquí pasaremos, si queréis,
a otra especie de virtud, y de ésta a una tercera. El método que hayamos observado en el examen de la
primera, nos servirá de modelo para la discusión de las siguientes. En fin, después de haber
considerado la virtud toda entera, haremos ver, permitiéndolo Dios, cuáles el centro a que debe ir a
parar todo lo que dijimos antes».
La critica de las leyes de Minos y de Licurgo prosigue así, pero con la libertad propia de una
conversación amistosa, en la mayor parte de los cuatro primeros libros. Se fija, por lo pronto, en la
fortaleza o el valor y en la templanza, que son objeto del libro primero.
Los dos legisladores de Creta y de Esparta nada han omitido para inspirar y distinguir esta clase
de valor, que consiste en hacerse superior al dolor, y en su elogio pueden citarse los numerosos y
diversos ejercicios que han establecido con este objeto, como la sobriedad de las comidas en común,
los gimnasios, la caza, las luchas; y en Esparta particularmente el robo y la criptia,[2] estos
aprendizajes peligrosos de la guerra. Pero estos dos legisladores incurrieron en la falta de no haber
creado ninguna institución a propósito para ejercitar esta otra especie de valor, que consiste en
vencer el placer. Este vacío es tanto mas grave, cuanto que es mucho más importante para el
individuo y para el Estado vencerse a sí mismo que triunfar de las cosas exteriores. Este valor moral
es el más raro y el más difícil de todos, y se expone al Estado a los mayores peligros cuando no se le
hace objeto principal de la educación. ¿Cómo suplir esta falta de aprendizaje de la templanza? Platón
propone el establecimiento de banquetes en común, en los que, puestos los ciudadanos frente a frente
de la intemperancia misma, se acostumbrarán a vencerla. En estos banquetes, presididos por un jefe
de una sobriedad probada, se les hará pasar por la inocente prueba de la embriaguez. Esta prueba
tendrá la doble ventaja de dejar conocer los caracteres en medio de la expansión, que el vino produce
naturalmente, y de dar a cada ciudadano ocasión de hacerse dueño de sus deseos y de sus pasiones en
la mayor exaltación de los mismos, y cuando hay mayor dificultad, se necesita más fuerza, y resulta
más honor en vencerlos. El legislador ganará en ello, porque se ilustrará acerca de las disposiciones
e inclinaciones de aquellos a quienes tiene obligación de hacer mejores; y éstos, después de haberse
creado hábitos de moderación delante de los demás por pudor y por honor, tendrán poca dificultad en
ser templados por sí mismos.
II

El deseo de justificar esta institución nueva de los banquetes conduce a Platón a extensas
consideraciones sobre la educación, de que aquellos deben formar parte. La educación se define, lo
mismo en las Leyes que en la República, como la mejor dirección que debe darse a las primeras
inclinaciones morales, a los primeros sentimientos y a los primeros ejercicios físicos de los niños.
Por esto comprende dos partes distintas por su objeto, pero idénticas por su común espíritu de
disciplina moral: la música y la gimnasia. Ambas responden a esa necesidad imperiosa que tiene el
niño de manifestar sus alegrías y sus temores, ya con gritos, ya con cantos, ya con movimientos y
danzas que la educación debe regular. Ésta se ve auxiliada a este fin por el sentimiento natural de la
circunspección y de la armonía, que es un privilegio del hombre. Platón, para hacer conocer el
espíritu en que debe estar basada esta educación, desenvuelve aquí, insistiendo sobre la música, que
abraza a la vez el canto, el ritmo y las palabras, lo que estos elementos tienen de más aceptable para el
perfeccionamiento del alma.
Sólo es verdaderamente bella la música, que expresa las buenas cualidades del alma y del cuerpo;
pues la que expresa los vicios, es necesariamente, como aquello que ella expresa, fea y rebajada. En
esta expresión de lo que es bello y bueno, y no en el placer que cause, es donde debe buscarse el
carácter de la mejor música. Porque si se toma el placer por guía, es claro que ninguna música podrá
ser considerada como absolutamente bella, puesto que los mismos cantos, los mismos ritmos, las
mismas melodías producen en los que las oyen impresiones del todo contrarias, agradables en unos,
desagradables en otros, de suerte que les es imposible convenir en un mismo juicio. Pero la causa
misma de esta diversidad de opiniones es una prueba más del peligro que hay en fiarse del placer
para determinar el carácter de la música.
Efectivamente, cada cual, siguiendo en esto su inclinación natural, encuentra belleza en los cantos,
ritmos y melodías que responden al estado de su alma, que acarician, por decirlo así, sus cualidades o
defectos, y tiene por fea la música de carácter contrario. Esta disposición es una fortuna para las
almas bien inclinadas y natural o voluntariamente virtuosas; pero ¡cuán peligrosa es en las almas
viciosas y de malas inclinaciones! En lugar de una sana inspiración en el sentido de mejores
sentimientos, buscan y encuentran en la música una excitación funesta a las pasiones violentas o a las
afeminadas afecciones que la naturaleza o el hábito han hecho nacer en ellas. Importa por lo mismo
alejar de tan falsa dirección el mayor número de almas, porque son raras las que son naturalmente
sanas, y arreglar prudentemente el empleo del arte, que ha de ser como el primer instrumento de la
educación. Para ello se tomarán por jueces los ancianos, y entre éstos los más sabios y más virtuosos.
Esta asamblea de sabios arreglará soberanamente el carácter de los cantos, de los ritmos y de las
melodías que sean más convenientes para la disciplina moral de las almas. Y cuando las hayan
establecido, habrán de observarse escrupulosamente sin mudar nada, imitando en esto la sabiduría de
los egipcios, entre los cuales las formas da la música, de la escultura y de la pintura, una vez
consagradas, no han variado durante diez mil años. Debería extrañarse este elogio que se hace aquí
de la teoría y de la práctica de la inmovilidad en el arte. Pero es preciso tener presente que Platón se
preocupa ante todo de las inspiraciones saludables y elevadas, que excita en las almas el espectáculo
de las obras verdaderamente bellas, cuando por fortuna se han producido en las artes de un pueblo
tipos de una completa belleza, tales, por ejemplo, como esa maravillosa serie de inmortales obras
maestras de la estatuaria griega, que en nuestros días sirven aún de modelos. Además también le
preocupa el peligro de las innovaciones necesariamente inferiores y de funestos resultados, cuando
vienen después de obras de una perfección que desafía al progreso, y cuyos modelos no pueden
menos de desfigurarse al modificarlos. Por lo tanto, nada de cambios en lo que los sabios hayan
decidido respecto a la música piara la educación. Sólo ellos serán también los encargados de fijar las
palabras de los cantos, de los himnos, de las fábulas y de los discursos de toda clase con que haya de
alimentarse la inteligencia de los niños. Y lo mismo que la música, propiamente dicha, deberá
componerse con el objeto de desarrollar en ellos el sentimiento de lo bello, así los discursos se
dirigirán a inspirarles el amor al bien y a lo verdadero. Serán concebidos de tal manera, que se haga
en ellos familiar la idea de que el hombre justo vive dichoso, y que el hombre injusto es un
miserable; que los verdaderos bienes no son, como lo piensa el vulgo, la salud, la hermosura, la
fuerza, la riqueza, porque se convierten en males para los hombres malos, y que la perfecta felicidad
es inseparable de la perfecta justicia; de suerte que se vean arrastrados, no sólo a buscar, sino también
a amar la virtud. Estas ideas son una reproducción exacta del plan de educación de la República.
De aquí nace el establecimiento de las tres especies de coros; uno de las musas, compuesto de
niños que repetirán en público estas santas máximas; el segundo de Apolo, compuesto de jóvenes que
pondrán al dios por testigo de su verdad y de su santidad; el tercero de Baco, compuesto de ancianos,
que cantarán las mismas cosas en los banquetes convenientemente instituidos y arreglados. Como los
ancianos no están dispuestos de ordinario, a causa de su edad y de su gravedad, a mezclarse en los
cantos de los demás ciudadanos, es cierto que el legislador los excite suavemente mediante el calor
vivificante del vino. Bajo la inspiración de Baco, no tendrán repugnancia en cantar en medio de un
corto número de amigos reunidos alrededor de una misma mesa. Y así todos los ciudadanos, desde
los más jóvenes hasta los más ancianos, celebrarán a porfía las mismas máximas de virtud, acerca de
las que el Estado todo entero no tendrá más que una opinión aceptada por todos.
Después de la música convendría arreglar lo que corresponde a la gimnasia. Pero Platón,
satisfecho con haber dicho su pensamiento sobre la parte más importante de la educación, deja para
otra ocasión las disposiciones relativas a los ejercicios del cuerpo. Sabemos por la República, que
subordina a la música, es decir, a la disciplina moral, todo lo que tiene relación con los gimnasios,
con la danza y con el desarrollo físico de los ciudadanos.

III

A continuación de estas consideraciones generales sobre el espíritu, en que debe inspirarse el


legislador al dictar leyes y proveer a su durable afianzamiento, Platón prosigue en otro orden de
ideas su indagación acerca de las mejores condiciones del gobierno. Acude a la historia, y de los
estados sucesivos por que el género humano ha pasado desde los tiempos más remotos, deduce la
prueba de este principio capital en política y en moral; que sólo a su propia virtud son deudores
siempre los pueblos de su prosperidad, de su bienestar, del sostenimiento de su buen estado social y
político; y que todas las revoluciones han nacido de sus vicios. Extiende sus conjeturas hasta la época
tan oscura como remota en que, efecto de un cataclismo que ha conservado la tradición en muchos
pueblos bajo la idea de un diluvio universal, sólo quedaron «débiles restos del género humano
conservados sobre las cimas de algunas montañas». ¿Y cuál fue la condición de este pequeño número
de hombres? Ni absolutamente buena ni absolutamente mala, que es lo propio de la naturaleza
humana considerada en sí misma. Vivieron, como los hombres primitivos, ignorando todo lo que
constituye la vida civilizada: sociedad, gobierno, legislación, artes, industria, comercio; pero también
con las ventajas de esa sencillez propia de la humanidad renaciente, sin indigencia y sin opulencia, sin
libertinaje, sin guerra, sin litigios; naturalmente puros, valientes, moderados y justos, no teniendo
por lo mismo necesidad de leyes. La única autoridad en estos tiempos antiguos, la primera en la
historia, fue la de los patriarcas o jefes de familia, cada una de las cuales se gobernaba aisladamente.
El gobierno patriarcal duró hasta el momento en que habiéndose constituido una sociedad mediante
el contacto de las familias y la aglomeración de muchos hombres, fue preciso entenderse, para
arreglar las relaciones sociales y políticas. De aquí nació un nuevo gobierno, la aristocracia o la
monarquía.
Cuando con el tiempo se aumentó el número de los hombres, y el olvido del diluvio pudo
desvanecer todo temor de otra catástrofe semejante, descendieron de las montañas para derramarse
por la llanura, donde se formaron diversas clases de Estados, entre ellos Ilión y esa multitud de
Estados griegos, que más tarde combatieron a aquella. El Ateniense obliga a sus dos interlocutores a
trasladarse con el pensamiento a aquella época, en que tuvo lugar la confederación Dórica, cuando
después de la guerra de Troya y de la derrota de los aqueos por los dorios, los tres Estados de
Lacedemonia, Argos y Mesene, gobernados todos tres por reyes, juraron prestarse mutuo auxilio.
Los reyes prometieron a sus súbditos no hacer más pesado el yugo del gobierno, y los súbditos se
comprometieron a sostener los derechos de sus soberanos, y en fin, los reyes y los súbditos de cada
uno de estos Estados juraron tomar las armas en caso de ataque en defensa de los otros dos. Platón
encuentra en esta clase de constitución política una gran ventaja, que en su opinión no puede hallarse
en ninguna otra, y es,, «que hay siempre dos Estados protectores y vengadores de las leyes contra el
tercero, si éste se atreve a infringirlas». Además, la confederación se había formado bajo los más
felices auspicios gracias al repartimiento igual de las tierras, a no conocerse las deudas, a los lazos
de la sangre que unían a los tres reyes, y a la comunidad de los peligros y fatigas anteriores de que
habían sido partícipes los tres pueblos. Todo les prometía un porvenir próspero. Y, sin embargo, la
confederación se disolvió inmediatamente, sus leyes desaparecieron al momento, y nada ha quedado
de ellas como no sea en el Estado de Lacedemonia. ¿Cuál ha sido la causa de esta mudanza? Platón la
investiga, porque «si no se intentara profundizar este suceso, en vano sería indagar en otro lugar qué
leyes y qué formas de gobierno son las que conservan a los Estados su esplendor y cuáles precipitan
su ruina». En efecto, las razones de la disolución de la confederación Dórica serán las mismas que
demuestren la decadencia de todo gobierno semejante o Análogo, porque allí donde reinan los
mismos vicios, el mismo destino es inevitable. Ahora bien, lo que perdió a los reyes dorios de
Mesene y de Argos es, en primer lugar, lo que Platón llama la ignorancia, entendiendo por esto la
falta de aquella sabiduría, que hace al hombre capaz de someter a la razón sus deseos y sus pasiones.
El sabio es el hombre prudente, que sabe guardar en todas ocasiones cierta circunspección. Temeno y
Cresfonte no fueron, ni sabios, ni prudentes, por no haber sabido comprender los justos limites,
dentro de los que debían ejercer la autoridad real, de que estaban investidos con juramento de no
traspasarlos. Los traspasaron, y esta fue su ruina. La causa de esto fue que en Mesene y Argos no se
puso ninguna barrera a las demasías del poder real. Por el contrario, en Esparta este poder fue
conservado, mantenido y fortificado gracias a las providencias sucesivas, que algunos sabios
supieron dictar a tiempo. El poder real fue, por lo pronto, dividido en dos ramas; limitado en seguida
por la creación del Senado; y tuvo por último otro freno en la saludable institución de los Éforos. Su
virtud y su salvación han descansado por consiguiente en su sabia moderación. De aquí esta
conclusión general, incontestable después del análisis precedente: «jamás se debe establecer una
autoridad demasiado poderosa, y que no esté moderada». Éste es el fondo del pensamiento de Platón.
No es partidario de lo que él mismo llama gobiernos simples, fundados exclusivamente en un
principio político, como son, por ejemplo, la monarquía absoluta y la democracia; él las califica
enérgicamente con el nombre de facciones. Los Estados, en que los distintos poderes se equilibran
unos con otros, son, a su parecer, los únicos que merecen el nombre de gobiernos, y el primer
cuidado del legislador debe de ser establecer estos poderes y concordarlos entre sí. Para Platón no
cabe emplear más medio que éste, para que reinen en el Estado los tres bienes esenciales, sin los
cuales no puede prosperar ni ser dichoso, que son la concordia, la cultura y la libertad.
Si se quiere otra prueba de esto, estúdiese la constitución de los dos gobiernos que han llevado al
exceso, el uno, que es el persa, el poder monárquico; y el otro, que es el ateniense, la libertad
democrática. Se reconocerá, que ni uno ni otro han podido llegar a fundar y mantener en sus Estados
una libertad y un orden verdaderos, tan necesarios para el bienestar de los individuos como para el de
las sociedades; que no han podido en definitiva establecer un verdadero gobierno, porque se han
dejado llevar siempre del lado a que los arrastraba su principio exclusivo, sin encontrar un principio
contrario que le sirviera como de contrapeso. El secreto de la ciencia del legislador no está en la
sencillez de un medio de gobierno, sino en la combinación de medios contrarios. Esto es lo que
Platón demuestra con escrupuloso esmero en una serie de profundas reflexiones sobre las
revoluciones de la Persia y de Atenas, en las que no nos es posible seguirle.
Como prueba del convencimiento que este modo de entender el arte de gobernar produjo en su
alma, uno de los interlocutores, Clinias, declara al Ateniense, que, encargado por la ciudad de Cnosa
de presidir a la fundación de una nueva colonia, le suplica que le auxilie para hacer la elección de las
mejores leyes: «formemos una ciudad por vía de conversación, como si echáramos nosotros mismos
sus fundamentos». Ésta es la ficción en que descansa lo que sigue del diálogo.

IV

Al parecer, Platón va a ocuparse en dar leyes a la misma ciudad; pero aún no ha concluido su
preludio, el nombre que él da a esta larga introducción, y lo continúa en todo el libro cuarto y parte
del quinto. No quiere abordar el asunto de la legislación propiamente dicha, sino después de haber
fijado ciertas condiciones físicas, morales o políticas, con las que es bueno que el Estado comience a
establecerse, para que llegue a ser todo lo perfecto que sea posible.
He aquí los puntos sobre que insiste. En primer lugar, él sitio que ha de ocupar la ciudad. Quiere
que esté distante del mar ochenta estadios por lo menos, para librarla de los peligros propios de las
ciudades marítimas, como son la importación de costumbres extranjeras, el espíritu de negocio y de
lucro, la corrupción, el gusto por los viajes y empresas de mar. Platón es exagerado en su
desconfianza y en su desden respecto de las condiciones marítimas; está convencido de que las
virtudes cívicas no pueden desarrollarse ni sostenerse sino en tierra firme, y llega hasta negar los
brillantes servicios de las flotas griegas durante las guerras médicas, quitando a las victorias de
Salamina y Artemisio la parte que les corresponde en la liberación de la Grecia, para atribuir toda la
gloria a las batallas de Maratón y de Platea. En seguida se ocupa de la población, la cual desearía que
fuese toda de un mismo origen y de una misma nacionalidad, con lengua, religión y costumbres
comunes, porque de esta manera reinaría desde el principio la unión entre todos los miembros del
Estado. Sin embargo, reconoce que una población compuesta de elementos diversos tiene la ventaja
de estar mejor dispuesta para recibir nuevas leyes, no teniendo tradiciones comunes, circunstancia
favorable para un reformador. Después entra en consideraciones sobre la parte que tiene siempre la
fortuna en los negocios humanos, y sobre su influencia tan pronto favorable como desfavorable.
Cuando es preciso obligar a los hombres a aceptar leyes sabias en sustitución de otras malas, es una
fortuna que se halle al frente del Estado un tirano joven, con memoria, penetración, valor,
sentimientos elevados, y sobre todo templanza; un tirano que, con el ejemplo al principio y la energía
después, haga que la nueva legislación pase inmediatamente del espíritu del legislador al Estado. Éste
es el camino más corto para la realización de una reforma; y es preciso tener presente que sólo en
este caso particular se ve a Platón inclinado a elogiar la tiranía. Por otra parte, como considera la
templanza la principal virtud de ésta, se comprende que no puede menos de ser beneficiosa esta
tiranía. Está tan distante de querer fundar un gobierno tiránico, que en este mismo lugar repite, que no
hay otros verdaderos gobiernos que aquellos a los que es difícil dar un nombre preciso, como los de
Creta y Lacedemonia, precisamente porque no son gobiernos simples, como la tiranía, sino que se
componen de diversos elementos de gobierno hábilmente combinados.
Después de algunas elocuentes invitaciones dirigidas a los futuros habitantes de la ciudad acerca
de sus primeros deberes para con Dios, a quien el hombre justo y sabio debe imitar, para con los
demonios, los héroes y los dioses domésticos, para con los padres y para con los muertos, Platón
toca un punto muy interesante. Se pregunta a sí mismo, si el legislador deberá limitarse a publicar el
texto de sus leyes pura y simplemente, o si hará preceder cada ley de un preámbulo, que sea como
una explicación popular de ella. No titubea en declarar que es mejor método el segundo. Es justo que
el que ha de obedecer la ley, comprenda bien su espíritu, y es un deber del legislador auxiliarle a este
fin por medio de preámbulos. Es preciso agradecer a Platón el haber insistido en esta conveniencia,
muy humana, de quitar a la ley el carácter de una intimación imperiosa, para darle el de una especie
de invitación razonada, más conforme a la vez con la sabiduría del legislador y con la dignidad del
ciudadano.

Las páginas admirables que siguen, son como el preámbulo de la primera ley del hombre, la ley
de su dignidad moral. Son un llamamiento a todas las virtudes que hacen al hombre justo en la vida
privada y buen ciudadano. Señalemos de pasada estos consejos de la más sublime moral. «El alma,
después de los dioses, es lo que el hombre tiene de más divino y lo que le toca de más cerca. Hay dos
partes en nosotros: la una, más poderosa y mejor, destinada a mandar; la otra, inferior y menos
buena, a la que corresponde obedecer. Es preciso dar siempre la preferencia a la parte que debe
mandar sobre la que debe obedecer. Y así, tengo razón para ordenar, que nuestra alma ocupe el
primer puesto en nuestra estimación después de los dioses y de los seres que les siguen en dignidad».
Después de los últimos preliminares sobre la necesidad de purgar la nueva colonia antes de darle
leyes, es decir, de desterrar como indignos a todos aquellos cuyas malas disposiciones morales o
vicios incurables sean un obstáculo para el legislador y un peligro inminente para los ciudadanos; y
después de exponer las razones que le obligan a fijar en cinco mil cuarenta el número de habitantes.
Platón entra al fin en el asunto que le importa.
Aquí efectivamente concluyen las generalidades, y comienza con la segunda parte de la obra lo
que se refiere directamente a la constitución y a la legislación de la ciudad. No será este Estado, como
tiene cuidado de decirlo expresamente, el más perfecto a sus ojos, as decir, aquel en que reine la
unidad y donde «todo será verdaderamente común entre amigos», según el modelo de la República;
sino que será un Estado que se alejará todo lo menos posible de este modelo ideal, y al cual concede
el segundo rango. También habla de un tercer Estado, cuyo plan ofrece exponer; pero es una promesa
que no cumplió, si es que poseemos todas las obras de Platón. Sigámosle tan fielmente como nos sea
posible en su difícil empresa de convertir en hechos las ideas de la República.
La primera ley organiza la propiedad. Aquí, al contrario de lo que establece la legislación de la
República, todos los ciudadanos poseen en propiedad una tierra y una habitación, puesto que deben
formarse cinco mil cuarenta lotes y establecerse otros tantos hogares; pero es preciso observar, que
cada ciudadano debe estar convencido de «que la porción que le ha cabido en suerte, no es menos del
Estado que suya». Por consiguiente, la propiedad no es plena y completa; lo cual sobradamente lo
prueba el que el jefe de familia no puede disponer a su voluntad de su parte. No puede venderla,
enajenarla, ni repartirla entre sus hijos, y la ley le obliga a dejarla toda entera a uno de sus hijos
varones a su elección. El número de las porciones primitivas no debe ser aumentado ni disminuido;
para lo cual es indispensable que el número de ciudadanos sea poco más o menos el mismo. Está
determinado por las leyes, que en caso de haber exceso de ciudadanos, se envíen a las colonias los
que no puedan vivir en el suelo del Estado, y que en caso de esterilidad o falta, se fomente la
generación por todos los medios posibles. Provista cada familia de todo lo necesario, ninguno debe
tener en su casa ni oro ni plata. Sólo circulará una moneda de poco valor para las compras, las
transacciones y salarios de los obreros. De este modo la fortuna de cada uno no podrá aumentar
mucho, lo cual es un bien para el Estado, porque su fortuna y prosperidad no descansan en sus
riquezas sino en su virtud. No se crea por eso que todas las fortunas hayan de ser iguales. Platón tiene
en cuenta los más o los menos bienes que cada colono haya llevado consigo al entrar en la colonia,
sin dar explicaciones sobre la naturaleza de estos bienes, y divide los ciudadanos en cuatro clases por
razón de sus rentas. Tampoco se opone a que la porción, primitivamente obtenida por cada uno,
pueda aumentarse hasta el cuádruplo, sin indicar tampoco de qué manera puedan producirse estos
aumentos. Pero prohíbe expresamente despojar bajo ningún pretexto a ninguno de los ciudadanos de
su parte primitiva. Éste será, como él mismo dice, el limite de la pobreza.
Estas diversas prescripciones tienen por fin el poner a los ciudadanos al abrigo de esas excesivas
desigualdades de fortuna, que engendran en todo Estado la división de ricos y pobres con todos los
males morales y políticos que de aquí se siguen. En esto se advierte el espíritu de la República. La
división de tierras se hará según ciertas condiciones, que tienen por objeto establecer, en cuanto sea
posible, una igualdad primordial. Y así, la parte de cada cual se compondrá de dos porciones; una
situada en la ciudad y otra lejos, de manera que cada jefe de familia esté interesado en amar y
defender igualmente el centro que los extremos del territorio. Además, se tendrá en cuenta la
naturaleza del suelo, para evitar que unos ocupen la tierra buena y otros la mala. Lo mismo se hará
con las habitaciones, y cada uno tendrá su casa en el centro y su casa en los extremos.
Prescripciones, demasiado minuciosas para ser aquí mencionadas, disponen lo relativo a la
distribución del Estado primero en doce tribus y después en subdivisiones secundarias, y al cuidado
que debe tener el legislador en utilizar todas las circunstancias exteriores que le parezcan favorables.
Platón toca aquí como de paso la oscura cuestión de la influencia de los climas en las costumbres.
Cree, que todos los países no son igualmente favorables para la virtud, y que los hay afortunados, que
el legislador debe buscar, así como hay climas desdichados de que debe apartarse.

VI

Una vez escogido y deslindado el territorio, fijado el número de habitantes, y arreglado también
lo relativo a la organización, trasmisión, aumento y diminución de la propiedad, se ocupa Platón en
la constitución definitiva del Estado mediante la institución de los magistrados hecha antes de la
promulgación de las leyes. Las magistraturas que crea son políticas, militares, civiles, religiosas y
judiciales. Platón da a cada una su nombre, sus atribuciones, su modo de organización y renovación
en el que no le seguiremos, limitándonos a enumerarlas por su orden y apreciar su carácter.
1.º Los guardadores de las leyes, que serán treinta y siete, magistratura política encargada de
mantener en su integridad la constitución del Estado y de impedir que se introduzca en ella novedad
alguna.
2.º Los generales de ejército, en número de tres, encargados de nombrar los demás oficiales para
la infantería, la caballería y las demás clases de tropa.
3.º El Senado, compuesto de trescientos sesenta senadores, suministrando cada una de las cuatro
clases del Estado la cuarta parte. Es esta una magistratura política más activa que la de los
guardadores de las leyes; pero análoga y que debe concertarse con ella. La doceava parte de los
senadores está encargada durante un mes del año, por turno riguroso, de vigilar la observancia de las
leyes y todo lo relativo al bien público, ocupándose entre tanto los demás senadores en sus negocios
domésticos.
4.º Los sacerdotes y las sacerdotisas en número necesario para el ejercicio del culto de los dioses
y cuidado de los templos. Al lado de ellos los interpretes de los oráculos y además ecónomos,
consagrados a la administración de las rentas de cada templo.
5.º En el orden civil, los astinomos, que son los ediles de la ciudad; los agoranomos, que corren
con la policía de los mercados; los agrónomos, que tienen a su cargo la guarda y policía del resto del
territorio.
6.º Una magistratura especial está encargada de dirigir la música y la gimnasia, es decir, la
educación. Al frente de estas enseñanzas está un ciudadano de cincuenta años por lo menos, padre de
familia, y, si puede, ser que tenga hijos e hijas, todos legítimos. Estará encargado de la dirección
general de la educación, y sólo por esta razón debe ser el más justo, el más sabio, el más virtuoso de
todos los ciudadanos.
7.º La judicatura comprende tres grados y tres tribunales. El primero se formará de los
ciudadanos mismos, encargados de arreglar sus diferencias, tomando sus vecinos por árbitros.
Después de este tribunal, que debe ser el más sagrado de todos, se crearán otros dos; uno para las
diferencias entre particulares que no hayan podido allanarse por el primer tribunal; otro para
juzgarlos crímenes de Estado, el cual se compondrá de jueces tomados de las doce tribus. Es un
verdadero jurado político, que decidirá sin apelación.
Debe observarse que todas estas magistraturas se crean por elección, a que concurren todos los
ciudadanos, y que el Estado por lo mismo es democrático. Pero Platón evita el exceso de la
democracia, haciendo pasar por tres grados el voto de las magistraturas principales, de suerte que el
número de los ciudadanos que las confieren aparece más y más limitado. Además de las cuatro clases
de ciudadanos, que el censo ha establecido en el Estado, sólo a las dos primeras, es decir, a los más
ilustrados, impone la obligación de votar, bajo pena de multa o de deshonra, dejando a las dos
últimas libres de tomar parte en las elecciones o de abstenerse. De este modo se mezcla en la elección
un principio aristocrático, que deja en definitiva a los ciudadanos más acomodados, más instruidos y
más capaces de apreciar los hombres por su mérito, la elección tan importante de los magistrados
supremos. Platón, por lo tanto, ha permanecido en este plan fiel a su justa desconfianza respecto de
los gobiernos simples; y ha conseguido, mediante ingeniosas combinaciones, dar su parte a cada uno
de los principios democrático y aristocrático, de manera que quede equilibrada la influencia del
pueblo, es decir, del gran número, mediante la superioridad dada en el fondo a la minoría ilustrada.
He aquí ahora la legislación propiamente dicha.
Por lo pronto, regala lo concerniente a la religión. El Estado todo está colocado bajo la
protección del principio divino, y cada una de sus distintas partes está consagrada a un dios o a un
hijo de los dioses. Fiestas religiosas, que se celebran dos veces al mes, dan lugar a sacrificios
públicos, después a coros de baile de jóvenes de ambos sexos, que encuentran allí la ocasión de
conocerse. Esto da origen al arreglo de los matrimonios y de la procreación de los hijos. Platón
insiste mucho sobre estos dos puntos delicados. Observemos, por lo pronto, que no se trata aquí,
como en la República, de la comunidad de las mujeres y de los hijos. En efecto, todas las
prescripciones que impone, todos los consejos que da sobre la manera de vivir antes, durante y
después de la unión de los jóvenes de ambos sexos, suponen verdaderos matrimonios, en los que los
esposos deben de vivir el uno sólo para el otro. Ésta es una de las concesiones más importantes hecha
por el autor de la República al espíritu de su tiempo; pero no ha renunciado al derecho de arreglar
minuciosamente la vida de los esposos, dejándoles poca libertad, puesto que extiende sus
indicaciones hasta las relaciones más íntimas entre marido y mujer, a este propósito se encuentran
páginas, por otra parte bellas, sobre la manera de engendrar hijos hermosos. Los jóvenes podrán
casarse de veinticinco a treinta años; las jóvenes de diez y seis a veinte; y el tiempo destinado a dar
hijos al Estado será el de diez años. El poner este límite a la fecundidad de los matrimonios fue para
asegurar el nacimiento de hijos bien constituidos y vigorosos, puesto que deberán la vida a padres
jóvenes y en la fuerza de la edad. Los esposos vivirán en estancias distintas, separándose uno y otro
de su familia el día de la boda, para ir a formar, en una nueva habitación, una nueva familia. Su
género de vida deberá ser sobrio y modesto, y el legislador ha evitado además que el matrimonio no
se convierta en un recurso para hacer fortuna, prohibiendo a los padres dar dote a sus hijas, y
limitando lo que deben darles a lo necesario para su equipo, que se fija rigurosamente para cada una
de las cuatro clases de ciudadanos. Los esposos sólo deberán poseer lo que constituye una fortuna
decorosa. Aquí nos encontramos con los esclavos, que, según el dicho de Platón, son «una posesión
embarazosa». Se ve que no piensa en abolir la esclavitud, y que acepta sin dudar esta iniquidad de los
tiempos antiguos. Sin embargo, queriendo evitar las dificultades de este género de propiedad,
dulcifica y ennoblece un poco la condición de los esclavos. No sucede esto cuando, por una recelosa
prudencia, aconseja que se les escoja de diferentes naciones, con el objeto sin duda de que no se
puedan confabular contra sus dueños; pero sí aparecen sus buenos sentimientos, cuando aconseja que
se los trate bien, no tanto por humanidad, cuanto por un interés bien entendido; también quiere que se
los recompense o castigue oportunamente; en fin, que no sean ultrajados.
No parece que Platón esté decidido a limitar la condición de las mujeres a los cuidados de la vida
doméstica, pero si les da, como en la República, participación en las funciones del Estado, tiene
cuidado de advertir, que no se las destine en caso de necesidad a la guerra sino después de que hayan
cesado de tener hijos; y la prueba más positiva de que toma en cuenta consideraciones, que antes no
había tenido presentes, es que dice aquí «que no se ordenará a la mujer nada, que no sea
proporcionado a sus fuerzas y conforme con la honestidad de su sexo». Y así el papel de las mujeres
es más decoroso y más digno en las Leyes que en la República; en ésta pertenecían a todos, por lo
menos, en las clases aristocráticas; y en aquellas pertenecen a un solo esposo, siendo verdaderamente
esposas y madres; en ésta debían de tomar parte, a pesar de su sexo, en todos los ejercicios y en todos
los cargos de los ciudadanos, mientras que en aquella sólo la toman dentro de ciertos límites; y por
una compensación feliz, lo que pierden con justicia del lado del Estado, lo ganan respecto a la vida de
familia, que es donde está su verdadero puesto según la naturaleza y la razón.

VII

Después del nacimiento de los hijos, viene el arreglo de su educación. La solicitud del legislador
por un objeto, que es el más caro para él, acompaña a los futuros ciudadanos desde el seno de la
madre, cuando aún no son más que embriones, hasta el completo desarrollo de la juventud. Bajo la
expresión de estas leyes materiales, por decirlo así, que presiden a la educación e instrucción de la
infancia, se advierte un alma verdaderamente humana, y pueden considerarse como un modelo
admirable de pedagogía. Por lo demás, Platón las presenta, más que en forma de leyes preceptivas, en
la de consejos y como un resumen de ese conjunto de cuidados y previsoras atenciones que la terneza
en todo tiempo ha inspirado a los padres y que se han trasmitido de edad en edad de unas familias a
otras. Eh este sentido dice él mismo: «Hemos hablado con exactitud al decir más arriba, que no debía
darse el nombre de leyes a estas prácticas, ni tampoco pasarlas en silencio, porque son los lazos de
todo gobierno; son, en una palabra, usos muy antiguos derivados del gobierno paternal, que,
establecidos con sabiduría y observados con rigor, mantienen bajo su salvaguardia las leyes escritas;
y que, por el contrario, mal establecidos y mal observados, las arruinan».
A este fin, las mujeres que hayan concebido, darán largos paseos, para fortificar mediante el
movimiento el cuerpo blando y tierno de sus hijos. Hasta la edad de dos años envolverán los recién
nacidos en pañales, y los cuidarán como a plantas delicadas, para evitar todo accidente y todo mal
hábito, que pudiera perjudicar a los cuerpos. Desde los tres a los seis años, los hijos de ambos sexos
se consagrarán, vigilados de cerca por las madres y sus nodrizas, a juegos que son indispensables
para su desarrollo físico e intelectual. A los seis años serán separados los hijos de las hijas y
sometidos unos y otros a ejercicios convenientes a su sexo. Estos ejercicios serán de dos clases: los
de la gimnasia, propios para fortificar el cuerpo, y los de la música, necesarios para el desarrollo del
alma. Aquí se encuentran de nuevo las ideas expresadas sobre este punto en la República. La danza, la
lucha y el ejercicio diario en el manejo de las armas, forman la parte gimnástica de la educación, y
aparece aquí arreglada con el más minucioso cuidado. Los cantos, los himnos, las ciencias,
corresponden a la música, y son objeto de una atención no menos escrupulosa. El legislador no
consiente innovaciones en los objetos de la educación, una vez que hayan sido sabiamente arreglados.
A pesar de haber separado los sexos desde muy temprano, lo cual constituye un cambio respecto de
lo ordenado en la República, Platón insiste en tener por bueno, que se sometan a estos ejercicios de la
educación así las niñas como los niños, porque quiere que, mujeres ya, puedan en caso de necesidad
tomar parte en la defensa del Estado y animar a sus maridos en la guerra. Pero puede decirse que más
bien lo aconseja que lo manda. A los diez años se los dedicará a las letras, en concurrencia con la
música propiamente dicha, es decir, el canto y la lira que estudiarán durante tres años. Se procurará
no recargar su memoria con esa multitud de poemas, unos buenos y otros malos, que han sido
compuestos por una muchedumbre de autores; sino que se hará para sus lecturas ordinarias una
juiciosa elección, que no deje penetrar en su alma nada que pueda ser contrario al espíritu general de
la educación.
Platón no es menos severo con los poetas en las Leyes que en la República. No consiente que sean
libres de presentar en público todas sus fantasías bajo la forma de composiciones poéticas, de
tragedias o de comedias, porque pueden, valiéndose de máximas falsas o corrompidas, ejercer sobre
el espíritu de los ciudadanos la influencia más funesta. Si se les ha de permitir permanecer en el
Estado, será bajo la condición expresa de que se someterán a una censura previa.
«Y así, hijos de la musas voluptuosas, comenzad por presentar vuestros cantos a los magistrados,
para que ellos los comparen con los nuestros; y si creen que decís las mismas cosas, os permitiremos
representar vuestras obras, pero sino, mis queridos amigos, nosotros no podremos permitíroslo».
Entre las ciencias, que han de enseñarse a los niños, hay tres, cuyas ventajas explica Platón
delicadamente, y son la aritmética y el cálculo primero, después la geometría, y por último la
astronomía. Se les preparará para ellas desde la más tierna edad, instituyendo juegos en que los
elementos de estas ciencias entrarán como por vía de entretenimiento. De este modo tendrán después
menos trabajo en comprender las dificultades de aquellas.
En fin, como para formar verdaderos hombres es preciso que el cuerpo se fortifique al mismo
tiempo que el espíritu, se hará de la caza un ejercicio frecuente para la juventud, y con este motivo se
extiende en observaciones ingeniosas sobre la especie de caza que debe fomentarse y la que debe
prohibirse, para que con este ejercicio se consiga lo que se desea; porque en el desarrollo físico va
siempre envuelto un fin moral.
VIII

Las leyes siguientes hacen relación a objetos muy diversos; las fiestas, el aprendizaje de la guerra
durante la paz, las costumbres privadas y públicas, particularmente el libertinaje, las comidas en
común, la agricultura, los oficios mecánicos, el comercio interior y exterior. Recorramos los puntos
más importantes.
Se instituirá para cada día del año un sacrificio en honor de uno de los dioses o de los genios
protectores del Estado. Además se celebrarán doce fiestas, para honrar las doce divinidades
protectoras de las tribus. En las unas tendrán cabida sólo los hombres, y en las otras sólo las mujeres.
Se distinguirá con cuidado el culto de los dioses celestes y el de los dioses subterráneos, entre los
cuales Plutón, dios de los muertos, tendrá derecho a honores privilegiados; y he aquí la razón
fundamental de esto. «Debe honrársele como un dios bienhechor del género humano; porque, si he de
deciros seriamente lo que pienso, la unión del alma y del cuerpo no es bajo ningún punto de vista más
ventajosa al hombre que su separación».
A fin de estar siempre dispuestos para la guerra, es indispensable que durante la paz, por lo
menos un día por mes, los ciudadanos se ejerciten en el oficio de las armas; y además habrá en todas
las fiestas públicas combates simulados, en los que las cosas pasarán, en cuanto sea posible, como si
fuesen verdaderos, con recompensas para los vencedores y reprensión pública para los soldados
cobardes. Estos duros ejercicios exigen en los que a ellos se consagren un vigor poco común, y
sobre todo, ese patriotismo, que pone por encima de todo el amor de la patria. Con este motivo el
legislador indaga con gran cuidado, para descartarlas, las causas que atenúan o anonadan estas
grandes cualidades en un Estado. Dos son las que designa: en primer lugar, el amor insaciable del oro
y de la plata, que no permite a los ciudadanos ocuparse de otra cosa que de su fortuna, y que los
obliga a desempeñar los más mecánicos y viles oficios, con desprecio de la profesión del soldado,
penosa o improductiva. Después, la desconfianza que reina en los gobiernos, cuyos jefes,
considerando a los demás ciudadanos como otros tantos esclavos, temen dejarles las armas en las
manos, y sobre todo desconfían del valor y talento militar. Estos gobiernos son los mismos que
Platón llama facciones constituidas, como la democracia, la oligarquía, la tiranía. Para conjurar estos
peligros, es para lo que ha querido un Estado, que viva desahogado, sin riquezas, y libre bajo el
imperio de las leyes.
Quiere igualmente que las costumbres privadas y públicas se mantengan honestas y puras. Así se
subleva con energía increíble contra esa desviación de la ley natural del amor, que en su tiempo
comprometía a los hombres y a las mujeres en relaciones estériles, llaga infame de la Grecia entera.
Las páginas, llenas de indignación, en que recuerda a sus conciudadanos las primeras leyes del pudor,
estaban sobradamente justificadas, harto se sabe, por el general contagio que dio lugar a que cierto
libertinaje se creyera con derecho a producirse sin reparo. Hace gran honor a Platón el haber usado
en frente de este desorden atrevidamente reconocido, el lenguaje enérgico del hombre de bien, que
no comparte ni transige con la corrupción de su siglo y que además tiene el valor de atacarlo
directamente. Sin embargo, no propone leyes a este respecto. Sólo invita a los magistrados a que
hagan que sobre las costumbres infames recaiga el desprecio de los hombres de bien; a que pongan
en una clase aparte (tan convertida en hábito estaba esta corrupción) a aquellos ciudadanos que no
puedan reprimir esta clase de deseos; y a que se opongan a sus efectos mediante el hábito de las
penosas fatigas del cuerpo, que son propias para comprimir los ardores indiscretos del
temperamento. En fin, quiere que se esfuercen, valiéndose de la persuasión, en traer al verdadero
camino el sentimiento del amor, cuyo objeto es la unión fecunda de los dos sexos.
Aquí debían tener cabida los banquetes en común; pero Platón se refiere sobre este punto
importante a lo dicho ya con tanta extensión en los libros primero y segundo.
Las disposiciones generales referentes a la agricultura son doblemente interesantes, bajo el punto
de vista de las medidas que toma el legislador para garantir a cada ciudadano la integridad de su
propiedad primitiva, y bajo el de la subsistencia pública, cuyo fundamento es la agricultura.
Encontramos leyes muy severas contra los que usurpan el campo de su vecino o se apropian
indebidamente los frutos de una tierra que no les pertenece. Al lado de esto se observa una notable
liberalidad para con los extranjeros, pues, en virtud de la ley natural de la hospitalidad, el legislador
les da el derecho de alimentarse libremente con cierta parte de los frutos de la tierra, que está
destinada a este servicio. Como la subsistencia de cada cual está asegurada, ninguno debe ejercer en
el Estado una profesión mecánica. Tales oficios están reservados a los esclavos, porque la única
ocupación conveniente al ciudadano es la de trabajar por su parte en conservar el buen orden en el
Estado, es decir, hacerse tan virtuoso cuanto sea posible, puesto que aquel buen orden descansa en la
virtud de los ciudadanos. Por consiguiente, todas las disposiciones que siguen sobre el comercio, las
ventas, las compras, ya con relación al exterior, ya de los ciudadanos entre si, están dictadas con la
idea de prevenir todo lo que pudiera turbarlo. No se dictan en vista de la riqueza, sino de la paz
interior.
Hemos llegado al término de las leyes políticas y civiles, y entramos en la tercera parte, que tiene
por objeto las leyes judiciales, hechas para asegurar la ejecución de las precedentes. A este objeto está
consagrado todo el final de la obra.

IX

Se caracteriza esta sanción penal por una severidad extrema y hasta desapiadada para la clase de
los esclavos, tan duramente tratados por todos los legisladores antiguos y por Platón mismo, por más
que haya mostrado respecto de ellos, como se habrá observado, algún sentimiento de justicia y de
humanidad. Paro este rigor se explica por la rudeza de costumbres de aquellos tiempos, bien lejanos
de esta moderación general que el progreso de la civilización ha producido en las costumbres, y
consiguientemente en los códigos. También debe agradecerse a Platón el cuidado que se toma para
prevenir la frecuente aplicación de estas leyes por los medios de que se vale, ilustrando acerca de los
deberes para con los dioses, para con el Estado y para consigo mismos a las personas a quienes van
dirigidas. Haciendo así más raros los crímenes y los delitos, substrae a los ciudadanos a las rigurosas
penas que constituyen su sanción. Éste es el objeto del preámbulo que precede a cada ley, siguiendo
en esto el consejo que ha dado a los magistrados. Declara desde el principio que desearía no verse en
la necesidad de dictar tales leyes, porque nada probaría mejor la virtud de los ciudadanos que el
silencio del legislador sobre los crímenes y los delitos, sobre las penas y sobre los tribunales. Pero
como los ciudadanos no son ni dioses ni héroes impecables, sino hombres expuestos a faltar, y como
habrá también algunos que nazcan con un carácter vicioso e indomable, es forzosamente precisa una
represión en interés de los culpables, porque les lava una mancha, y en interés de los ciudadanos, a
quienes el crimen castigado sirve de ejemplo. Y tan pronto como se hace necesaria una pena, ¿no es
claro que cuanto más severa sea, mejor se conseguirá su objeto, que es el asegurar el respeto de las
leyes y el buen orden del Estado? Cuanto mayores sean los castigos, mayores serán el temor y el
respeto.
Los tres delitos previstos en primer lugar, son el sacrilegio, los crímenes de Estado y la traición.
El sacrilegio es el robo o la profanación de las cosas sagradas, Las penas son: contra un
extranjero o contra un esclavo, la marca en la frente, los azotes, el ser expulsado en cueros del
territorio del Estado; contra un ciudadano, la muerte, la infamia póstuma, y la de ser arrojado el
cadáver fuera de la frontera. No hay confiscación, porque los hijos deben conservar siempre la parte
del suelo de su padre, ni nada de transmisibilidad de la infamia paterna a los hijos, quienes serán
tratados según su conducta personal.
Los crímenes de Estado son la usurpación violenta del poder con menosprecio de las leyes, y la
excitación a la formación de facciones y a la sedición. Pena: la muerte a pluralidad de votos. Los
hijos del culpado son perdonados; pero si ha habido en la familia un crimen semejante, cometido por
un abuelo, los hijos serán arrojados del territorio con todos sus bienes, menos la parte primitiva del
suelo y los muebles anejos a ella. El lugar del muerto y de los desterrados será ocupado por otro.
La traición es el crimen del magistrado, que ya sepa o ignore una conspiración contra las leyes,
no hace, por complacencia o cobardía, todo lo que está en su poder para vengar la patria. Pena: la
muerte. Los hijos son perdonados o desterrados como en el caso anterior.
Sólo dos tribunales tienen derecho para condenar a muerte: el de los guardadores de las leyes y
otro compuesto de los mejores magistrados del año precedente. Los jueces están sometidos, en la
manera de instruir el proceso y de dictar su fallo, a prescripciones cuya prudente lentitud dejan ver un
respeto verdadero para con la vida humana; porque las sentencias de muerte nunca pueden
pronunciarse sino después de un examen de muchos días y de jurar todos los jueces que decidirán
ajustándose a la justicia y a la verdad.
Los robos, grandes y pequeños, privados y públicos, están sujetos indistintamente a las mismas
penas, porque la ley no se funda tanto en el daño ocasionado, que es según los casos muy desigual,
como en el sentimiento culpable, que arrastra al ladrón a cometer un acto injusto.
Su pena es la restitución del doble con sus bienes, hasta llegar a su lote primitivo, y, a falta de
esto, la prisión hasta el pago completo o hasta la remisión del querellante.
Platón entra aquí en una digresión, que tiene por objeto exponer lo que debe tener en cuenta el
legislador en la apreciación de los crímenes y de los delitos y en la fijación de las penas. Por lo
pronto, debe penetrarse bien de los móviles que arrastran al alma humana fuera de las vías de la
justicia, y distinguir después con cuidado los estados en que ella ha delinquido voluntaria o
involuntariamente, con o sin premeditación; y, en fin, proporcionar su decisión a la gravedad de cada
caso. Ahora bien; en el alma hay tres principios malos, que ejercen sobre ella una especie de tiranía,
que Platón llama propiamente injusticia, dando el nombre de justicia a la fuerza que la resiste,
permaneciendo fiel a la idea del bien. Estos tres tiranos interiores son la cólera con el temor, el
placer con todas las pasiones que su seguimiento suscita, y la ignorancia, que tan pronto es simple y
ocasiona sólo faltas ligeras, como es doble porque va unida a una falsa presunción de sabiduría. De
aquí tres géneros de crímenes, que no son iguales y que conviene poner en orden de menor a mayor:
los crímenes violentos y públicos, los crímenes tenebrosos y fraudulentos, y los crímenes a la vez
violentos y tenebrosos. Estas distinciones, unidas a todas las que suministra el conocimiento del alma,
guiarán al magistrado encargado de aplicar una ley penal. Por ejemplo, volviendo a los tres primeros
crímenes de sacrilegio, usurpación del poder y traición, si el legislador reconoce en el delincuente
causas que atenúen su culpabilidad, como la locura, la enfermedad, la vejez, la imbecilidad, se
guardará bien de imponer la pena capital escrita en la ley. Sólo exigirá una reparación razonable.
Estas reflexiones denotan la ciencia consumada de un moralista y la superioridad de miras de un
legislador filósofo.
La serie de crímenes y delitos previstos se completa con los asesinatos, homicidios, suicidio,
parricidio, heridas y violencias. La aplicación de la ley está indicada en conformidad con las ideas
que preceden. He aquí, por ejemplo, los diversos casos de homicidio y las penas impuestas.
1.º Homicidios violentos e involuntarios. —De un hombre libre por otro hombre libre, por
accidente: absuelto. —De un esclavo por su dueño; absuelto, después de purificarse. —De un esclavo
por un hombre libre, indemnización con expiación. —De un hombre libre por otro hombre libre a
mano armada o indirectamente: destierro por un año, y si resiste, dos años; y al próximo pariente de
la victima, si no acusa al homicida, cinco años. —De un extranjero domiciliado en el Estado por otro
extranjero también domiciliado: un año de destierro. —De un extranjero o de un ciudadano por un
extranjero no domiciliado: destierro perpetuo. Si vuelve voluntariamente, la muerte y la confiscación
de sus bienes en provecho del próximo pariente de la victima. Si vuelve involuntariamente «levantará
una tienda en la ribera, de modo que tenga los pies en el mar, y esperará así la ocasión de
reembarcarse». Si la vuelta ha sido a viva fuerza, se le pondrá en libertad y se le arrojará del Estado.
—De un hombre libre por otro hombre libre por cólera, la pena del homicidio involuntario, y
además dos años de destierro; si ha habido resentimiento o traición, tres años. —De un dueño por un
esclavo; muerte con tormentos a voluntad de los parientes. —De un hombre libre por un esclavo:
muerte a voluntad de los parientes. —De un hijo o de una hija por el padre o la madre: destierro por
tres años, y después separación de los esposos. —De un esposo por otro: tres años de destierro. —De
un padre o de una madre por un hijo en un arrebato de cólera: si le perdonan antes de morir, absuelto;
si no le perdonan, la muerte. —De un hermano por otro hermano en legitima defensa: absuelto. —De
una persona libre por un esclavo, aun en el caso de defensa: la pena de los parricidas; es decir, si ha
habido perdón, absuelto después de un año de destierro; si no le ha habido, muerte.
2.º Homicidios voluntarios y premeditados. —El legislador comienza por señalar como causas
ordinarias de ellos el placer, la envidia, la codicia, la ambición y el temor de ser denunciado por
algún crimen. En seguida fija las penas siguientes. —Por el homicidio de un ciudadano por otro:
primero, exclusión de la sociedad civil, luego juicio solemne, y por fin la muerte sin sepultura. Si el
homicida es contumaz: destierro perpetuo, y derecho de todos para matarle. —Homicidio no
ejecutado, pero resuelto o pagado: las mismas penas, salvo el derecho a la sepultura. — De un
hombre libre por un esclavo; azotes hasta producir la muerte. —De un esclavo por un hombre libre,
sin necesidad de defensa: la muerte. Éste es el único caso en que se considera al esclavo como un
hombre.
Contra el parricida la pena es terrible: se le quita la vida en público, y se arroja el cadáver
desnudo fuera de la ciudad: «Todos los magistrados, en nombre de todo el Estado, llevando cada cual
una piedra en la mano, la arrojarán sobre la cabeza del cadáver, y así purificarán todos los
ciudadanos. Se le conducirá en seguida fuera de los límites del territorio, y se le dejara allí sin
enterrar según lo ordena la ley».
Contra el suicida no hay ley expresa, pero hay expiaciones para los parientes. Además su cuerpo
será enterrado en un lugar inculto e ignorado con prohibición de erigir columna alguna y de grabar
su nombre sobre la tumba.
Consecuencia de un sentimiento elevado de la dignidad humana, hay penas que se imponen, a los
animales y a los sé res inanimados, que hayan causado la muerte de un ciudadano. Estas causas de
muerte serán, como los homicidas, arrojadas fuera del territorio, salvo el rayo que es lanzado por la
mano de Dios.
3.º Homicidios voluntarios permitidos por la ley. — Todo ciudadano puede matar a un ladrón
cogido in fraganti, o al que en pleno día quiera robarle. —El que atente al pudor de una mujer puede
ser matado por ella o por su padre, su hermano o sus hijos. —El marido puede matar al que
sorprenda forzando a su mujer. — El homicidio es permitido para defender la vida de un padre, de
una madre, de un hermano, de una hermana, de la mujer y de los hijos. En estos casos expresos, nadie
queda sometido a pena alguna.
A continuación, en el mismo sentido y con las mismas distinciones, sigue la penalidad
correspondiente a las heridas y a las violencias, cuyos pormenores son infinitos.

La ley siguiente, que tiene por objeto las ofensas contra los dioses, distintas del sacrilegio,
desenvuelven en forma de un preámbulo una verdadera Teodicea. Antes de castigar las palabras o las
acciones impías, el legislador quiere prevenirlas, ilustrando a los ciudadanos acerca de los principios
de la religión en un admirable discurso sobre la existencia, la providencia y la incorruptibilidad de
los dioses. Éstos son los tres puntos que toca sucesivamente, persuadido como está de que una palabra
o una acción impía sólo pueden ser inspiradas por uno de estos tres errores derramados en el pueblo,
ya por los poetas farsantes y ya por los falsos filósofos; primero, que no hay dioses; segundo, que si
los hay, no se mezclan en los negocios humanos; tercero, que a los dioses se les puede ganar, bien
con sacrificios, bien con oraciones. El fondo de estas tres causas de impiedad ¿es otra cosa que la
ignorancia? Por esto el legislador se cree en el deber de disipar ésta ignorancia en nombre de la
razón.
Por lo pronto ¿cómo reconoce la razón que existen dioses? Porque a la vista de este universo
móvil, en que se operan tantos cambios por generación y por corrupción, por composición y por
división, por aumento y por diminución, por revolución y por traslación, por una infinidad de
vicisitudes, que Platón abraza con una sola palabra, el movimiento, la razón concibe que este
movimiento tiene una causa. ¿Qué es una causa motriz? ¿Es una sustancia que imprime el
movimiento a otra, después de haberle recibido ella misma? De esta manera un cuerpo comunica su
movimiento a otro cuerpo, pero esta no es más que una causa segunda de movimiento, que supone
otra, y ésta también otra, hasta que se conciba el movimiento como el atributo de una sustancia, que,
no habiéndola recibido de ningún otro, se mueve por sí misma. La razón no puede, pues, explicarse
el movimiento en el universo, sino mediante la idea de un primer principio motor. Platón llama a este
principio alma, y la declara anterior a todo aquello que en el universo participa del movimiento sin
moverse por sí mismo, en una palabra, a la materia. Así es como obliga desde luego al pensamiento a
elevarse del espectáculo mudable del universo material, que hiere nuestros sentidos, a la idea de lo
divino: «Cada uno de nosotros debe mirar esta alma como un ser de un rango superior y como una
divinidad». Platón presenta todos los cuerpos de la naturaleza, así los más humildes como los más
elevados, como animados por otras tantas almas; y así cada astro del cielo es un dios, y el universo
está lleno de dioses; en lo cual parece conformarse con el politeísmo de su tiempo. Pero cuando en
seguida dice que por encima de la naturaleza y por encima de los astros hay un alma soberanamente
inteligente y benéfica, que preside a todos los movimientos de cualquier naturaleza que sean, que
domina y encadena otra alma maléfica y desordenada, anuncia entonces su verdadero pensamiento.
Se descubre éste claramente, cuando, en lugar de detenerse en probar que existen dioses, abandona al
vulgo este politeísmo ya transformado, y trazando al verdadero filósofo el camino que debe de
seguir, se eleva en un sublime arranque hasta la idea de un Dios. Dios es el nombre que da a este
ordenador supremo, invisible, eterno, omnipotente, a este rey del universo, cuando llega a demostrar
la necesidad de creer en la providencia divina.
¿Cómo, en efecto, negarse a admitir este gobierno superior del mundo, no sólo en las cosas más
grandes, sino también en las más pequeñas, cuando se ha concebido y admitido la existencia de un ser
infinitamente perfecto, omnipotente, soberanamente inteligente y benéfico? Sustraer a su influjo la
menor parte del universo, sería poner limites a sus atributos infinitos, sería contradecirse. Porque
implica contradicción, que un Dios infinitamente inteligente ignore algo, sea lo que quiera; y si lo
sabe todo, que siendo perfectamente bueno, desprecie nada por flojedad o por pereza. Estos vicios
son propios de la naturaleza imperfecta del hombre, pero no pueden entrar en la naturaleza divina.
Penetrado de esta idea Platón, celebra en elocuentes palabras los beneficios de esta providencia, que
se extiende a todos los seres animados e inanimados, y cuya acción, respecto al hombre en particular,
no queda circunscrita a los límites de esta vida terrestre. ¿No es el espiritualismo más profundo, más
puro y más elocuente el que ha inspirado estas páginas, que parecen tomadas de algún padre de la
Iglesia, cuando se observa que no sólo las ideas sino hasta las mismas palabras respiran, por decirlo
así, el dogma y el sentimiento cristiano? No hagamos a Dios la injuria de ponerle por bajo de los
operarios mortales, y si éstos, la proporción que sobresalen en su arte, se aplican también más a
concluir y a perfeccionar, sólo mediante los recursos del arte mismo, todas las partes de sus obras,
sean grandes o pequeñas, no digamos que Dios, que es muy sabio, que quiere y puede tener cuidado
de todo, desprecia las cosas pequeñas a que puede más fácilmente proveer como pudiera hacerlo un
operario indolente o flojo, disgustado del trabajo, y que sólo presta su atención a las cosas grandes…
Convenzamos a este joven de que el que tiene cuidado de todas las cosas, las ha dispuesto para la
conservación y el bien del conjunto; que cada parte sólo hace o experimenta lo que le conviene hacer
o experimentar; que ha encomendado a seres que vigilen sin cesar en cada individuo hasta la menor
de sus acciones o de sus afecciones, procurándoles la perfección hasta en los más pequeños
pormenores. Tú mismo, miserable mortal, por mucha que sea tu pequeñez, entras para algo en el
orden universal, y constantemente dependes de él. Pero no ves, que toda generación se verifica en
vista del todo, para que alcance éste una vida dichosa; que el universo no existe para ti, sino que tú
mismo existes para el universo. Todo médico, todo artista hábil dirige todas sus operaciones en vista
de un todo; ejecuta la parte a causa del todo, y no el todo a causa de la parte; y si murmuras, es
porque no sabes que tu bien propio se refiere a la vez a ti mismo y al todo según las leyes de la
existencia universal…
Habiendo observado el rey del mundo, que todas nuestras operaciones nacen del alma, y que están
mezcladas de virtud y de vicio; que el alma y el cuerpo, aun cuando no sean eternos, no deben sin
embargo perecer nunca, porque si el cuerpo o el alma llegasen a perecer cesaría toda generación de
los seres animados, y que el bien es útil por naturaleza en tanto que procede del alma, mientras que el
mal es siempre funesto; el rey del mundo, repito, habiendo visto todo esto, imaginó en la distribución
de cada parte el sistema que ha creído más fácil y mejor, para que el bien domine y el mal sea
dominado en el universo. En relación con esta vista del todo formó la combinación general de los
puestos y lugares, que cada ser debe tomar y ocupar conforme a sus cantidades distintivas; pero ha
dejado a disposición de nuestra voluntad las causas de que dependen las cualidades de cada uno de
nosotros; y cada hombre es ordinariamente tal como le place ser, según las inclinaciones a que se
abandona y el carácter de su alma.
Y así, todos los seres animados están sujetos a diversos cambios, cuyo principio reside dentro de
ellos mismos, y a consecuencia de estos cambios, cada cual se encuentra en el orden y en el punto
marcados por el destino. Aquellos, cuya conducta sólo ha sufrido ligeras alteraciones, se alejan
menos de la superficie de la región intermedia. Con respecto a aquellos cuya alma ha sufrido más
cambio y se ha hecho más mala, se sumen en el abismo y en esas estancias subterráneas conocidas
con el nombre de infierno y otros semejantes, y se ven sin cesar turbados por terrores y sueños
funestos durante su vida y después de haberse separado de su cuerpo. Y cuando un alma ha hecho
progresos señalados, sea en el mal, sea en el bien, con voluntad firme y hábitos constantes, si se ha
unido infinitamente a la virtud, llegando a ser como ella, divina hasta un grado superior, entonces del
lugar que ocupaba pasa a otra estancia completamente santa y más dichosa; pero si ha vivido
entregada al vicio, va a habitar una estancia conforme a su estado. Tal es la justicia de los habitantes
del Olimpo.
En vista de esto ¿se puede racionalmente pensar y sostener, que los dioses se dejan ganar con
sacrificios y oraciones? Los dioses son la justicia misma. En nada son comparables a esos débiles
guardadores, que se dejan corromper con donativos, ni inferiores a los hombres de mediana virtud,
que no se doblegarían por súplicas, ni por presentes en favor de la injusticia. ¿Es esta la idea que la
razón se forma de la divinidad? No; la razón la concibe inflexible e incorruptible en su equidad,
precisamente porque es la providencia del mundo y porque en él hace que reine el bien en todas las
cosas. Y así de todos los impíos, el que pone en duda, no la existencia, no la providencia, sino la
justicia de los dioses, es, a los ojos del legislador, el más malo y el más impío. A. esta, triple
demostración siguen las disposiciones penales. Las penas son la reprensión, la prisión y la muerte.
Hay tres prisiones: un lugar de depósito, donde se detiene seguro al culpable; un lugar de reclusión y
de corrección llamado sofronisterio; y un lugar de suplicio. Cada una de estas prisiones responde a
un orden de culpables según la gravedad de la ofensa inferida a la religión y a los dioses. Los delitos
son juzgados por magistrados designados al efecto, y las penas son proporcionadas al mal que
causen al Estado. Las hay de tres clases:
1.º Al que no cree en los dioses, sin alarde de su error, y sin vicios por otra parte: la reprensión y
el sofronisterio. Al ateo decidido, astuto, simulado, corruptor: la muerte.
2.º Al que no cree en la providencia de los dioses, o que intenta probar que los dioses son fáciles
de ablandar: el sofronisterio durante cinco años. En caso de reincidencia, la muerte.
3.º Al que haga profesión de evocar los muertos, aplacar los dioses con encantamientos; prisión
perpetua sin sepultura después de la muerte. Si tiene hijos, los magistrados serán sus tutores desde el
día de la condena. Además, por una ley general, cuyo fin es prevenir los progresos de la impiedad,
evitar la superstición y mantener en una palabra, el culto en su integridad, se prohíbe a todos los
ciudadanos erigir templos ni altares particulares. No se deben hacer sacrificios ni oraciones sino en
los templos públicos. Hay una penalidad expresa contra estos dos peligros de corrupción y de
innovación en el culto. Al que erija un altar particular se le obliga a trasladarlo a los templos con
pena de multa hasta la ejecución. Al que ha sacrificado en secreto, y aún en público, a divinidades,
cualesquiera que ellas sean, usurpando las atribuciones de los ministros del culto, se le castiga con la
muerte.
Este rigor de Platón prueba cuán lejana estaba la antigüedad del espíritu de tolerancia religiosa y
de libertad de conciencia.

XI

Ahora vienen una porción de leyes, casi todas precedidas de un pequeño preámbulo, sobre los
delitos cometidos con motivo de las relaciones ordinarias de ciudadano a ciudadano. Nos
desentenderemos de los pormenores, limitándonos a mencionarlas por su orden con sus
disposiciones esenciales.
Ley contra el que roba un tesoro particular: deferido al oráculo de Delfos, y castigado según su
respuesta. —Contra el que roba en la vía pública: si es esclavo, azotado; si es libre, restituirá el
décuplo.
Ley sobre el derecho de los dueños respecto a sus esclavos fugitivos o de sus libertos, que han
faltado a sus obligaciones precisas.
Ley sobre las compras y ventas. Ordena la venta siempre pública y al contado y no reconoce el
crédito. Fija todos los casos de rescisión legitima y prohíbe y castiga las falsificaciones y las
alteraciones de todas clases.
Ley prohibiendo a todo hombre libre las profesiones de mercader y de artesano, abandonadas a
los extranjeros, reglamentadas y vigiladas de cerca.
Ley sobre los testamentos. Los ciudadanos no tienen libertad de testar a su gusto, sino con la
limitación de que sus disposiciones no alteren en nada la organización del Estado. El padre instituye
heredero de la primitiva propiedad de la familia a uno de sus hijos varones a su elección. Si posee
otros bienes, puede dejar porciones de ellos a sus demás hijos. Si sólo tuviese hijas, toma un yerno, y
le instituye heredero a título de hijo. El legislador no quiere dejar a un ciudadano la posibilidad de
modificar por disposiciones arbitrarias la distribución primitiva del territorio, que debe permanecer
siempre del mismo modo de padre a hijo; y no se opone a la partición de los otros bienes, porque
cuanto más se dividan, menos puede temerse la acumulación de riquezas excesivas en unas mismas
manos. Siempre aparece el mismo pensamiento; ni pobreza, ni opulencia en el Estado.
Ley sobre los deberes de los tutores para con los pupilos huérfanos, por los cuales vela aun con
solicitud después de la muerte el alma de sus padres a quienes no heriría impunemente la injusticia.
Ley sobre el respeto debido a los padres, a las madres, a los abuelos, estas estatuas vivas de los
antepasados, cuyas maldiciones son escuchadas por los dioses que las oyen.
Ley sobre los maleficios, sobre las rapiñas, sobre el tratamiento que debe de darse a los
dementes, sobre las injurias, sobre las burlas, sobre la crítica de buen o de mal género, con
prohibición a todo poeta y a todo actor de ridiculizar a un ciudadano en la escena; sobre la
mendicidad que no debe consentirse en un Estado, en que el reparto primitivo de las tierras y las
demás disposiciones políticas han asegurado a todo ciudadano su parte de recursos propia y
suficiente para vivir; sobre los daños causados a otro directa o indirectamente, y sobre la especie de
reparación debida.
Ley sobre los testimonios en juicio. Todo habitante de la ciudad y del territorio, libre o esclavo,
puede ser llamado a declarar y está obligado a presentarse ante el juez. Después de dos falsos
testimonios justificados, no se le podrá obligar a declarar; después de tres, no será admitido.
Ley sobre la profesión de abogado, muy envilecida en tiempo de Platón, lo cual explica el
desprecio y rigor con que los trata. Convicto un abogado de haberse impuesto a los jueces por
codicia, será desterrado para siempre, si es extranjero; y si es un ciudadano, será castigado con la
muerte. El abogado dos veces convicto de falsedad para embrollar la justicia, será condenado a
muerte.

XII

Después de estas leyes sobre los delitos particulares, hay otras que preven y castigan ciertos
delitos públicos. La usurpación del título de embajador o de heraldo, la infidelidad en el desempeño o
en el modo de dar cuenta de su cometido, son hechos sujetos a la responsabilidad de una multa o a
una pena. La distracción de los caudales del Estado es castigada con igual rigor, cualquiera que sea su
suma, que los robos grandes o pequeños. El culpable, si es extranjero o esclavo, se le condena sólo a
la restitución a costa de sus bienes o a una reparación a costa de su cuerpo; pero si es un ciudadano
del Estado, se le castiga con pena de muerte. El servicio de la guerra, la obediencia pasiva de los
soldados a su jefe, la disciplina militar, los castigos y las recompensas a los soldados y oficiales, las
casos de deserción y de pérdida de las armas voluntaria o involuntaria son objeto de prescripciones
especiales. En las Leyes como en la República, la condición de los guerreros guardadores del Estado
es objeto de una escrupulosa atención.
La creación de censores, encargados de pedir cuentas a los magistrados de su administración, es
un punto muy importante. Todos los que por cualquier título han recibido del Estado una misión en el
interior o en el exterior, son responsables de todos los actos de su cometido, y esto delante del
tribunal de los censores, ante el cual puede todo ciudadano llamarlos a juicio, para que, al espirar su
cargo, reciban del público el elogio o la censura, y por consiguiente la recompensa o el castigo
merecidos. Esta magistratura que tiene, en sus manos por decirlo así, el honor de todas las demás,
que es como la salvaguardia de la virtud y de la equidad del Estado, no puede ser confiada sino a los
hombres más virtuosos, ni dejar de ser muy vigilada por el legislador. Y así ha puesto gran cuidado
en fijar las condiciones de la elección de los censores, su modo de ejercer la jurisdicción, las
recompensas y los castigos que le son debidos al salir de su cargo, los honores que se les habrá de
dispensar durante su vida y después de su muerte, si se les considera dignos de ellos, como resultado
de un juicio solemne que recuerda el de los reyes de Egipto, y que dictará un tribunal compuesto de
los guardadores de las leyes, de los censores que aún vivan y de los jueces mejores.
Con respecto a las relaciones de unos Estados con otros, a los viajes de los ciudadanos y a la
admisión de los extranjeros en el Estado, es digno de notarse el espirita de desconfianza que ha
inspirado al legislador, y las infinitas precauciones que ha tomado para entorpecer las excursiones de
unos y otros, permitiéndolas raras veces. Nadie puede viajar por el extranjero antes de la edad de
cuarenta años sin autorización expresa, ni por motivos particulares; y para salir de los límites del
Estado es preciso estar encargado de alguna misión para el exterior. Pero lo más notable es el
carácter de interés público que la ley ha dado a los viajes, al decretar la creación de observadores
escogidos, que, cuando estén entre los cincuenta y sesenta años, irán a estudiar las costumbres y las
leyes de los pueblos extraños, para dar a su vuelta razón de lo que hubieren observado delante del
más importante de los tribunales, el de los magistrados inspectores de las leyes. Con esto se abre una
puerta a las importaciones políticas; pero si las costumbres extranjeras penetran en el Estado, no será
sino después de un examen lento y profundo de su carácter y bajo la inspección del legislador. Lo que
teme más que nada son las innovaciones irreflexivas; y así le veremos volver a tratar de este objeto
esencial de su solicitud al fin de su obra, donde estudiaremos con alguna detención la composición de
este tribunal supremo de los inspectores de las leyes, que Platón deja tras de si como para que le
represente. Pero antes de llegar a este punto, necesita dictar sus últimas leyes.
Aún le quedan algunos puntos de importancia que arreglar. Por lo pronto las contribuciones
públicas, con cuyo motivo exige, que todo ciudadano entregue por escrito, independientemente del
registro general de las propiedades primitivas, una nota exacta del producto de su cosecha anual. En
seguida trata de la administración de justicia; fija la jurisdicción de cada tribunal, los deberes de los
jueces, el modo de ejecutar las sentencias pronunciadas, con las penas impuestas a los que han
intentado evadirlas. Por último, trata de las sepulturas y de los honores que deben hacerse a los
muertos; exige que en los funerales particulares se haga sólo un gasto regular, y con este motivo
señala el que corresponde a las cuatro clases de ciudadanos. La razón que da para probar la inutilidad
de los cuidados excesivos para con los restos mortales del hombre, es verdaderamente filosófica.
Dice, que siendo el alma distinta del cuerpo, y la muerte la separación de uno del otro, la persona del
muerto no está allí donde está el cuerpo, sino que está donde está el alma. El cuerpo no es más que
una apariencia, y por lo tanto ¿a que llenarle de honores que no recaen en un objeto real? Por esto el
que no se preste en esta materia dócilmente a las miras del legislador, será castigado con una pena
proporcionada al delito. Es la última ley penal.
Para la perfección de la obra, resta asegurar el mantenimiento de la legislación establecida e
impedir que las leyes se tuerzan en un sentido contrario a su espíritu y a su fin, que es la virtud
privada y pública de los ciudadanos. Tal es el objeto de la institución del consejo de los magistrados
encargados de la inspección de las leyes, la más elevada, la más importante y la más difícil de las
magistraturas, puesto que en ella descansa el buen orden del Estado. He aquí en qué términos se
expresa el legislador acerca de la organización y de las funciones de este tribunal conservador: «Este
consejo, compuesto de jóvenes y de ancianos, se reunirá necesariamente todos los días desde la salida
hasta la puesta del sol en el horizonte. Se compondrá, en primer lugar, de los sacerdotes, que pasen
por ser los más virtuosos del Estado; además de los diez guardadores de las leyes más antiguos; y, en
fin, del que dirija en la actualidad la educación de la juventud y de los que le han precedido en este
cargo. Ninguno de ellos irá solo al consejo, sino que irá acompañado por un joven de treinta a
cuarenta años, escogido por él mismo. Cuando estén reunidos, sus discusiones versarán siempre
sobre las leyes, sobre el gobierno del Estado y sobre las instituciones extranjeras, si conocen que hay
entre ellas alguna que sea interesante. También conversarán sobre las ciencias que crean tener
relación contales indagaciones; ciencias, cuyo estudio contribuirá a facilitarles el conocimiento de
las leyes, y cuyo abandono haría ese mismo conocimiento más espinoso y más oscuro. Después que
los ancianos hayan hecho la elección de estas ciencias, los jóvenes se consagrarán a ellas con todo el
ardor de que sean capaces». ¿Cuáles serán estas ciencias destinadas a perfeccionar la educación
superior de la flor de los ciudadanos, que deben convertirse un día, según la expresión de Platón, en
la inteligencia del Estado?
Primero, la ciencia de la virtud, dividida en las cuatro partes que la componen: fortaleza,
templanza, justicia y prudencia; después la ciencia de lo bueno y de lo bello, es decir la moral y la
estética. A la par que éstas, el arte de dar razón de lo que se sabe y de comunicar su ciencia a los
demás, que es el arte de hablar y de razonar. En seguida el conocimiento de lo que hace relación a los
dioses y a la religión, que es la teodicea, uniendo a ella todo lo que sea propio para demostrar la
existencia y providencia de los dioses y su acción sobre el universo; la astronomía y la física. En fin,
la música, que abraza todas las artes reunidas, inspiradas por las Musas, y que, reglando el espíritu, le
prepara para poner en las instituciones orden y armonía. Tantos y tan sublimes convencimientos sólo
pueden ser privilegio de ese pequeño número de espíritus raros, que Platón llama en la República
filósofos. A estos es, en efecto, a quienes se confía también en las Leyes la salvación de un Estado,
que no puede sostenerse en su perfección relativa sino por medio de la sabiduría casi divina de los
magistrados, nutridos con los fuertes y sanos alimentos de su filosofía. Platón lo dice expresamente:
«El que no tenga bastante talento para unir estos conocimientos a las virtudes civiles, no será nunca
digno de gobernar el Estado con el carácter de magistrado».
¿Cuáles son, para concluir, las relaciones y las diferencias notables entre las Leyes y la
República? Reuniéndolas y cotejándolas es como se podrá graduar la importancia de las
modificaciones, que la transición de la teoría del gobierno al gobierno positivo ha impuesto al libre
pensamiento de Platón. Un principio común a las dos obras, principio políticamente falso y del cual
se desprenden todos los errores de Platón, es el del poder absoluto del Estado sobre los ciudadanos.
Es la negación de la libertad y de la iniciativa individual sin reserva alguna. Aceptado resueltamente
en la República este principio con todas sus consecuencias, constituye al Estado en una especie de
persona moral, que lo posee todo, la tierra, los habitantes, los bienes de toda clase; y que lo decide
todo, el nacimiento, la educación y la condición social, civil y política de los ciudadanos. El Estado es
todo, el individuo nada; no se pertenece uno a sí mismo; no se posee nada en propiedad, no dispone
de nada, ni nace, ni crece, ni vive, sino mediante la voluntad del Estado y bajo el régimen uniforme
establecido por él para las clases las más elevadas, el de la comunidad. No es posible que nunca los
hombres puedan someterse a un gobierno de esta naturaleza, el más despótico que jamás ha existido.
Platón lo comprendió así, puesto que escribió las Leyes. En éstas el mismo principio subsiste sin
duda, pero no está aplicado con el mismo rigor. Seguramente el Estado es el señor, puesto que
preside a la partición de las tierras, al matrimonio, al nacimiento, a la educación y al gobierno,
gracias a una legislación que debe ser inmutable. Pero no es menos cierto, que el Estado ha perdido
algo de aquella soberanía absoluta de la República, y que todo lo que el Estado ha perdido, el
ciudadano, a consecuencia de esta mudanza conforme con la razón y con la humanidad, lo ha
recobrado. Ésta es la diferencia general que abraza todas las diferencias particulares. No puede en
verdad negarse, que en las Leyes el individuo se pertenece más a sí mismo, puesto que tiene una
tierra, una casa, bienes propios; puesto que funda una familia, que se perpetúa de varón en varón;
puesto que, en fin, participa por el derecho de elección en el gobierno. También hay aún clases en el
Estado, pero también la nueva barrera del censo, que es la base de la distinción, ¡cuánto más móvil es
que las de las actitudes naturales establecida en la República! La condición de las mujeres ¿no aparece
sensiblemente mejorada por la constitución de la familia? Éstas son las mudanzas que a pesar del
visible esfuerzo de Platón por conservar en todo lo posible su primera concepción, no modifican
menos profundamente el carácter absoluto de la misma. En realidad, a la idea fundamental del
despotismo del Estado se ha sustituido una idea completamente liberal, la más fecunda ciertamente de
la obra, puesto que ha pasado de las Leyes a la política moderna. Es la excelencia de los gobiernos
mixtos, es decir, templados. El arte de asociar con habilidad formas políticas opuestas, de constituir
sólidamente el Estado sin aniquilar al individuo, conciliando el principio de autoridad con el
principio de libertad en el gobierno, de mantener en equilibrio poderes que se limitan entre sí y se
completan el uno por el otro, a fin de prevenirlos excesos inevitables de los gobiernos simples, es la
idea más original, y puede añadirse, la lección más instructiva y aun en nuestros días más oportuna
que resulta de las Leyes.
Libro I de Las Leyes
UN EXTRANJERO (ATENIENSE)[1] — CLINIAS (CRETENSE) — MEGILO (LACEDEMONIO).[2]

ATENIENSE: Extranjeros, ¿quién pasa entre vosotros por el primer autor de vuestras leyes? ¿Es
un dios? ¿Es un hombre?
CLINIAS. —Extranjero, es un dios; y no podemos conceder semejante título a otro que no sea un
dios. Aquí es Júpiter; en Lacedemonia, patria de Megilo, se dice, según creo, que es Apolo.[3] ¿No es
cierto, Megilo?
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE: ¿Refieres el hecho como Homero, el cual dice que de nueve en nueve años iba
Minos puntualmente a ver a su padre, y que en vista de las respuestas de este dios, redactó las leyes
para las ciudades de Creta?[4]
CLINIAS. —Tal es, en efecto, la tradición admitida entre nosotros. También se dice que
Radamanto, hermano de Minos, cuyo nombre no os es sin duda desconocido, fue el más justo de los
hombres; y creemos nosotros, los cretenses, que ha merecido este elogio por su integridad en la
administración de justicia.
ATENIENSE: Muy digno es ese elogio, y cuadra perfectamente a un hijo de Júpiter. Yo espero,
que habiendo sido educados vosotros, lo mismo uno que otro, en Estados tan bien administrados, no
llevaréis a mal, que durante el camino conversemos sobre las leyes y la política. Por otra parte, según
he oído decir, el viaje es largo desde Cnosa hasta la gruta[5] y templo de Júpiter. Los grandes árboles,
que encontraremos por el camino, nos proporcionarán bajo su sombra lugar para descansar y para
librarnos del calor de la estación. En nuestra edad será más oportuno que nos detengamos con
frecuencia para tomar aliento; y así entreteniéndonos mutuamente con el encanto de la conversación
llegaremos sin fatigarnos al término de nuestro viaje.
CLINIAS. —Extranjero, más adelante encontraremos en los bosques consagrados a Júpiter
cipreses de una altura y de una belleza admirables y praderías en donde podremos sentarnos y
descansar.
ATENIENSE. —Tienes razón.
CLINIAS. —Sí, pero cuando lleguemos allá, entonces diremos esto con más gusto. Marchemos,
pues, bajo los auspicios de la fortuna.
ATENIENSE. —Sea así. Y bien; dime, te lo suplico, ¿por qué ha establecido la ley entre vosotros
las comidas en común, los gimnasios y la clase de armas de que os valéis?
CLINIAS. —Es fácil, extranjero, a mi entender, conocer cuál ha sido entre nosotros la razón de
estas instituciones. Observad la calidad del terreno en toda la Creta, y veréis que no hay en él llanuras
como las de Tesalia. Y por lo tanto, así como en Tesalia están en uso las carreras de caballos, aquí lo
están las carreras a pie, siendo estas entre nosotros un ejercicio más propio a causa de los accidentes
del terreno. En este caso se encuentran las armas, cuya ligereza debe corresponder a este ejercicio,
para que su peso no perjudique a la velocidad; y bajo este concepto no podían inventarse unas armas
más convenientes que el arco y las flechas.[6] Estas instituciones, por otra parte, han sido creadas en
consideración a la guerra; y se me figura, que en todas las demás nuestro legislador no se propuso
otro fin que este mismo; porque al ordenar las comidas en común, figúraseme, que tuvo en cuenta lo
que pasa en todos los demás pueblos, que cuando están en campaña procuran comer juntos por vía de
seguridad por todo el tiempo que dura. Y con esto ha querido condenar el error de la mayor parte de
los hombres, que no ven, que entre todos los Estados hay siempre una guerra permanente; y si es
indispensable para la pública seguridad, en tiempo de guerra, que los ciudadanos coman en común, y
que tengan jefes y soldados siempre dispuestos a cuidar de la defensa de la patria, no lo es menos en
tiempo de paz; y así es efectivamente, porque lo que suele llamarse paz lo es sólo en el nombre, y
realmente sin que exista declaración alguna de guerra, cada Estado está naturalmente armado siempre
contra todos los que le rodean. Considerando la cuestión bajo este punto de vista, veréis que el plan
del legislador de los cretenses, en todas las instituciones públicas y privadas, parte de la suposición
de un estado de guerra continuo; y que al recomendarnos la observancia de sus leyes, ha querido
hacernos comprender, que ni las riquezas, ni el cultivo de las artes, ni ningún otro bien nos servirían
de nada si no fuéramos los más fuertes en la guerra, porque la victoria traspasa a los vencedores
todas las ventajas de los vencidos.
ATENIENSE. —Veo, extranjero, que has hecho un estudio profundo de las leyes de tu país. Pero
explícame eso mismo con más claridad. A mi juicio no consideras que un Estado está perfectamente
ordenado, sino cuando su constitución le da sobre los demás Estados una marcada superioridad en la
guerra.
CLINIAS. —Si, y creo que Megilo en este punto es de mi dictamen.
MEGILO. —Mi querido Clinias, ¿cómo podría un lacedemonio pensar de otra manera?
ATENIENSE. —Pero está máxima, que es buena tratándose de unos Estados respecto de otros ¿no
será mala si se trata de una población respecto de otra?
CLINIAS. —Nada de eso.
ATENIENSE. —¿Quieres decir que están en igual caso?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¡Pero qué!, ¿está en el mismo caso cada familia de una población respecto de las
demás familias, que cada particular respecto de los demás particulares?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿Y será preciso que el particular mismo se mire a sí propio como enemigo?
¿Qué diremos a esto?
CLINIAS. —Extranjero ateniense (te injuriaría si te llamara habitante del Ática, y creo que
mereces que se te llame más bien con el mismo nombre de la diosa),[7] has dado a nuestra discusión
nueva claridad volviéndola a su principio; de suerte que ahora te será más fácil reconocer si tenemos
razón en decir, tanto respecto de los Estados como de los particulares, que todos son enemigos de
todos y que cada individuo está en guerra consigo mismo.
ATENIENSE. —Explica eso; te lo suplico.
CLINIAS. —Con relación a cada individuo, la primera y más brillante de las victorias es la que se
consigue sobre sí mismo; como igualmente de todas las derrotas, la más vergonzosa y la más funesta
es la de verse vencido por sí mismo; todo lo cual supone, que cada uno de nosotros vive dentro de sí
en una guerra intestina.
ATENIENSE. —Cambiemos, pues, el orden de nuestro razonamiento. Puesto que cada uno de
nosotros es superior o inferior a sí mismo, ¿diremos que esto tiene lugar igualmente respecto de las
familias, de las poblaciones y de los Estados?, ¿o no lo diremos?
CLINIAS. ¿Qué quieres decir? ¿Que los unos son superiores a sí mismos, y los otros inferiores?
ATENIENSE. —Sí.
CLINIAS. —Con mucha razón me haces esta pregunta, porque los Estados en este punto están
absolutamente en el mismo caso que los particulares. En efecto, allí donde los buenos ciudadanos se
sobreponen a los malos, que son los más, puede decirse de semejante Estado que es superior a sí
mismo, y una victoria de esta especie merece con razón los mayores elogios; lo contrario se verifica
donde lo contrario sucede.
ATENIENSE. —No examinemos ahora si alguna vez puede suceder que el bien sea superior al
mal, porque esto nos llevaría muy lejos. Comprendo tu pensamiento; quieres decir, que en un Estado
compuesto de ciudadanos que forman una especie de familia, sucede algunas veces, que la
muchedumbre de los malos, llegando a reunirse, hace uso de la fuerza para subyugar al pequeño
número de los buenos; que cuando los malos tienen la superioridad, puede decirse con razón que el
Estado es inferior a sí mismo y malo; y, por el contrario, que cuando están debajo, el Estado es bueno
y superior a sí mismo.
CLINIAS. —Es cierto que a primera vista parece eso difícil de concebir; sin embargo, es
necesario convenir en que eso es lo que pasa.
ATENIENSE. —Sea así, y ahora examinemos este punto. Supongamos muchos hermanos nacidos
de un mismo padre y una misma madre. No sería una cosa extraordinaria, que los más de ellos fuesen
malos, y que los menos fuesen buenos.
CLINIAS. —No.
ATENIENSE. —No estaría bien ni en vosotros ni en mí el indagar si, siendo los malos los más
fuertes, debería decirse que toda la casa, toda la familia, es inferior a si misma, y que si son los más
débiles, es superior; porque no se trata aquí de examinar qué expresión conviene o no según el uso,
lo cual sería cuestión de palabras, sino lo que es bien o mal en materia de leyes según la naturaleza de
las cosas.
CLINIAS. —Nada más cierto que lo que dices, extranjero.
MEGILO. —Por lo que a mi hace, hasta ahora estoy contento de lo que acabo de oír.
ATENIENSE. —Consideremos ahora lo siguiente. ¿No puede suponerse que estos hermanos, de
que he hablado, tienen un juez?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Cuál sería mejor juez? ¿El que hiciese morir a todos los malos, y mandase a los
buenos que se gobernasen por sí mismos; o el que poniendo toda la autoridad en manos de los
buenos, dejase vivir a los malos, después de haberlos obligado a someterse voluntariamente a los
primeros? Y si se encontrase un tercero, que, tomando a su cargo poner el oportuno remedio a las
disensiones de dicha familia, sin hacer morir a nadie, imaginase un medio de reconciliar los espíritus
y hacerlos amigos para lo sucesivo, obligándolos a observar ciertas leyes, este tercero superaría
indudablemente a los anteriores.
CLINIAS. —Ese juez, ese legislador, sería el mejor sin comparación.
ATENIENSE. —Sin embargo, en las leyes que les propusiese, tendría un fin que sería
diametralmente opuesto al de la guerra.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —¡Pero qué!, cuando se trata de constituir un Estado, ¿llegará el legislador a
conseguir su objeto con más seguridad, dictando todas sus leyes en vista de las guerras exteriores
más bien que de esta guerra intestina, llamada sedición, que tiene lugar de tiempo en tiempo en el
interior de un Estado, y que todo buen ciudadano debe desear que no nazca jamás en su patria, o si
nace verla sofocada en su raíz?
CLINIAS. —Es evidente, que conseguirá mejor su objeto, formando su plan en vista de esta
Segunda clase de guerra.
ATENIENSE. —Y en el caso de una sedición ¿hay alguien, que prefiera una paz comprada con la
ruina de uno de los partidos y la victoria de otro, mas bien que con la unión y la amistad restablecidas
entre ellos por medio de un buen acuerdo, volviendo toda su atención sobre los enemigos exteriores?
CLINIAS. —No hay nadie que no prefiera para su patria esta segunda situación a la primera.
ATENIENSE. —¿Y puede el legislador desear otra cosa?
CLINIAS. —No, ciertamente.
ATENIENSE. —¿No es consultando al mayor bien, como todo legislador debe formar sus ley es?
CLINIAS. —Sin contradicción.
ATENIENSE. —El mayor bien para un Estado no es la guerra ni lo es la sedición (por el
contrario, se deben hacer votos porque no haya necesidad de ellas), sino la paz y la buena inteligencia
entre los ciudadanos. La victoria, que un Estado consigue, por decirlo así, sobre sí mismo, puede
pasar por un remedio necesario, pero no por un bien. Eso equivaldría a suponer, que la mejor
situación posible del cuerpo humano es aquella en que se encuentra, cuando, estando enfermo, es
purgado cuidadosamente por el médico, sin tener en cuenta que su mejor situación es aquella en la
que no necesita remedios. Cualquiera que se atenga a esos mismos principios con relación a los
Estados y a los particulares, y considere como su objeto único y principal las guerras exteriores, no
será nunca buen político, ni sabio legislador; antes bien es indispensable, que todo lo relativo a la
guerra lo arregle en vista de la paz, en vez de subordinar la paz a la guerra.
CLINIAS. —Extranjero, lo que acabas de decir es muy exacto; sin embargo, o mucho me
equivoco, o nuestras leyes, lo mismo que las de Lacedemonia, se preocupan enteramente de lo que
pertenece a la guerra.
ATENIENSE. —Quizá es así, pero no es este el momento oportuno para hacer cargos a vuestros
dos legisladores, antes bien interroguémonos pacíficamente, como si su fin y el nuestro fuesen uno
mismo, y prosigamos nuestra conversación. Hagamos comparecer aquí al poeta Tirteo, nacido en
Atenas y ciudadano de Lacedemonia, el hombre que más aprecio ha hecho de las virtudes guerreras,
como se ve en el verso que dice: Creo indigno de elogio y no hago caso alguno del que no se
distingue en la guerra, aun cuando por otra parte sea el más rico de los hombres y posea todas las
preeminencias. Y aquí el poeta las enumera casi todas. Sin duda, Clinias, tú has oído recitar las
poesías de Tirteo; en cuanto a Megilo, eré o que estará cansado de oírlas.
MEGILO. —Dices verdad.
CLINIAS. —También de Lacedemonia han pasado a nosotros.
ATENIENSE. —Interroguemos los tres a este poeta, y digámosle: Tirteo, poeta divino, tú has
mostrado tu talento y tu virtud, colmando de elogios a los que se han distinguido en la guerra.
Megilo, Clinias y yo estamos conformes contigo en que esos elogios son justos, pero quisiéramos
saber si tus alabanzas y las nuestras recaen sobre unas mismas personas. Dinos, por lo tanto, si
reconoces, como nosotros, que hay dos clases de guerra. Creo que no hay necesidad de tener el
espíritu de Tirteo, para responder que es cierto que las hay; una, que todos llamamos sedición y que,
como antes dijimos, es la más cruel de todas las guerras. También creo que estamos conformes en la
segunda clase de guerra, que es la que se hace a los enemigos exteriores y a las naciones extranjeras,
la cual es mucho más suave que la primera.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿De qué guerra hablabas, Tirteo, y a qué hombres querías alabar o censurar? A
mi juicio hablabas de las guerras exteriores, porque dices en tus poemas, que no puedes tolerar a
aquellos que no se atreverían a mirar de frente la muerte sangrienta y venir a las manos con el
enemigo. Con el texto de estos versos estamos autorizados para decir, que tus alabanzas se dirigen a
los que se distinguen en las guerras exteriores, de nación a nación. ¿No se verá Tirteo precisado a
convenir en esto?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Nosotros, por el contrario, haciendo justicia a los guerreros de Tirteo,
sostenemos, que deben ser preferidos, y en mucho, los que se distinguen honrosamente en el otro
género de guerra, que es la más violenta; y tenemos en nuestro apoyo al poeta Teognis, ciudadano de
Megara de Sicilia,[8] que dice

Cirno, el hombre que es fiel, en el día de una sedición


Es más precioso que la plata y el oro.

Sostenemos que el que se distingue en esta guerra, mucho más peligrosa que la otra, supera en
tanto al guerrero de Tirteo, como la justicia, la templanza y la prudencia, unidas a la fuerza, superan a
la fuerza sola; porque para ser fiel e incorruptible en la sedición, es preciso reunir todas las virtudes;
mientras que, entre soldados mercenarios, que son todos, salvo un corto número, insolentes, injustos,
sin costumbres y los más insensatos de todos los hombres, se encuentran muchos que, según la
expresión de Tirteo, se presentarán al combate con altivo continente y arrostrarán la muerte. ¿A qué
conduce todo este razonamiento, y qué nos proponemos probar con él, sino que todo legislador un
poco hábil, y sobre todo el de Creta, instruido como estaba por Júpiter mismo, no se propone otro
objeto que la más acrisolada virtud, la cual, según Teognis, no es otra que una fidelidad a toda prueba
en circunstancias difíciles, fidelidad que se puede llamar con razón justicia perfecta? Respecto a la
virtud que Tirteo tanto ha alabado, tiene indudablemente su mérito, y este poeta supo elegir la mejor
época para cantarla; pero a pesar de eso, sólo puede ocupar el cuarto lugar en orden y dignidad.
CLINIAS. —Siendo así, ¿excluimos a Minos de entre los legisladores de primer orden?
ATENIENSE. —No es a él, y sí a nosotros mismos, mi querido Clinias, a quienes tratamos de esa
manera, cuando creemos que Licurgo y Minos han tenido principalmente la guerra por objeto en las
leyes que han dado, el uno en Creta y el otro en Lacedemonia.
CLINIAS. —¿Y entonces que deberá decirse de Minos?
ATENIENSE. —Lo que creo conforme a la verdad, y lo que es justo que digamos de una
legislación hecha por un dios; a saber, que Minos, al formar el plan de sus leyes, no se ha fijado en
una sola parte de la virtud, en la que es quizá la menos estimable, sino en la virtud toda entera; y que
se ha inspirado en cada una de las especies que la componen en los pormenores de sus leyes,
siguiendo en esto un camino bien diferente del que siguen los legisladores actuales, que se ocupan
únicamente del punto que tienen necesidad de arreglar y proponer en el acto; éste, de herencias y
herederos; aquél, de las violencias; otros, en fin, de una multitud de cosas de esta naturaleza; mientras
que, en nuestra opinión, la mejor manera de proceder en materia de leyes es comenzar por donde
nosotros hemos comenzado, porque me ha gustado mucho la manera como entraste a hablar de las
leyes de tu país. Es justo, en efecto, comenzar por la virtud, y decir, como tú has hecho, que Minos no
se ha propuesto otro objeto que éste en sus leyes. Pero lo que no me ha parecido justo, es que tú has
supuesto que sus miras se limitaban a una parte sola de la virtud, y la menos considerable, y aquí
tienes lo que me ha comprometido a entrar en la presente discusión. ¿Quieres que te diga cómo
hubiera deseado que tú me hubieses explicado esto y lo que yo esperaba de ti?
CLINIAS. —Sí, dímelo.
ATENIENSE. —Extranjero, me habrías dicho, no sin razón las leyes de Creta son singularmente
apreciadas en toda la Grecia, puesto que tienen la ventaja de hacer dichosos a los que las observan,
procurándoles todos los bienes. Hay bienes de dos clases: unos humanos, otros divinos. Los primeros
están ligados a los segundos; de suerte que un Estado que consigue los más grandes adquiere al
mismo tiempo los más pequeños, y no teniendo aquellos, está privado de los unos y de los otros. A la
cabeza de los bienes pequeños está la salud, después sigue la belleza, luego el vigor ya en la carrera,
ya en los demás movimientos del cuerpo. La riqueza entra en cuarto lugar; no el Pluto ciego, sino él
Pluto perspicaz que se ajusta a las reglas de la prudencia. En el orden de los bienes divinos, el
primero es la prudencia, después viene la templanza, y de la mezcla de estas dos virtudes y de la
fuerza nace la justicia, que ocupa el tercer lugar; la fuerza es la cuarta. Estos últimos bienes merecen
por su naturaleza la preferencia sobre los primeros, y es un deber del legislador el conservársela.
Por último, es preciso que enseñe, que todas las disposiciones de las leyes se refieren a estas dos
clases de bienes, en concepto de que los bienes humanos se refieren a los divinos, y estos a la
prudencia, que ocupa el primer lugar.
Según este plan, arreglará primero lo concerniente a los matrimonios; después el nacimiento y
educación de los hijos de ambos sexos, siguiéndoles desde su juventud hasta su ancianidad, indicando
lo que es digno de estimación o de reprensión en todas sus relaciones, observando y estudiando sus
dolores, sus placeres, sus deseos y todas sus inclinaciones, y aprobándolas o condenándolas en sus
leyes conforme a la recta razón. Y lo mismo respecto a sus enojos, a sus temores, a las turbaciones
que la adversidad excita en el alma, y a la embriaguez que la prosperidad provoca, y a todos los
accidentes a que los hombres están sujetos en las enfermedades, en las guerras, en la pobreza y en las
situaciones adversas; es preciso que les enseñe y determine lo que hay de digno y de vergonzoso en
la manera con que se ha de conducir en todos estos conflictos.
Después es necesario que fije su atención en las fortunas, para arreglar su adquisición y su uso;
que en todos los convenios y pactos, libres o involuntarios, que el comercio ocasione, distinga lo
justo de lo injusto, y las convenciones equitativas de las que no lo son; que establezca recompensas
para los fieles observadores de las leyes, y penas para los que las violen; y arregladas de esta manera
todas las partes de la legislación, concluirá por ordenar lo relativo a la sepultura de los muertos y a
los honores que deben dispensárseles. Una vez establecidas estas leyes, propondrá, para que cuiden de
su observancia, magistrados, de los cuales unos poseerán el espíritu y el pleno conocimiento, y otros
no pasarán de lo que constituye la verdadera opinión; de manera que este cuerpo de instituciones,
unido y ligado en todas sus partes según las prescripciones de la razón, se le vea marchar conforme a
las reglas de la templanza y de la justicia y no de la riqueza y de la ambición.
Tales, extranjeros, la manera como deseaba, y deseo aún, que os hubieseis explicado,
demostrándome cómo todo lo que acabo de decir se encuentra en las leyes de Minos y de Licurgo,
atribuidas a Júpiter y a Apolo Pitio; y cómo el orden mismo, que acabo de indicar, se patentiza en
ellas a los ojos de un hombre, a quien el estudio y la práctica han hecho hábil en la legislación,
mientras que se oculta a las miradas de todos los demás.
CLINIAS. —Extranjero, ¿qué método deberá observarse en lo que, después de lo expuesto, resta
por decir?
ATENIENSE. —Creo, que debemos de recorrer de nuevo todos los ejercicios que pertenecen a la
fuerza y de que ya comenzamos a ocuparnos; luego pasaremos, si queréis, a otra especie de virtud, y
de ésta a una tercera. El método, que observemos en el examen de la primera, nos servirá de modelo
para la discusión de las siguientes, y discurriendo de esta manera, haremos más agradable nuestro
viaje. Concluiremos por considerar la virtud en general, y demostraremos, si los dioses lo permiten,
cuál es el centro a donde va a parar todo lo que hemos dicho hasta ahora.
MEGILO. —Muy bien. Comienza por nuestro compañero Clinias, que es el abogado de Minos.
ATENIENSE. —Sea así, pero también será preciso, que tú y yo nos sometamos a la misma
prueba, porque en este punto todos estamos igualmente interesados. Y así respóndeme. ¿Estamos
conformes en que el legislador ha establecido las comidas en común y los gimnasios en
consideración a la guerra?
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE. —¿Y qué ha establecido en tercero y cuarto lugar? Permitidme esta enumeración,
porque quizá nos veremos precisados a emplearla siempre que tengamos que hablar de lo que yo
llamo partes de la virtud, y lo mismo podría emplearse cualquiera otro nombre, con tal que exprese
el sentido que yo le doy.
MEGILO. —Diré con gusto, y todo lacedemonio lo dirá también, que la tercera cosa que el
legislador ha establecido es la caza.
ATENIENSE. —Tratemos, si es posible, de decir cuál es la cuarta o la quinta.
MEGILO. —Colocaría en cuarto lugar los ejercicios que tienen por fin resistir el dolor,
ejercicios muy frecuentes entre nosotros, como las luchas, y ciertos robos, que no se pueden ejecutar
sin exponerse a graves compromisos. Además tenemos un ejercicio llamado Criptia, que es de un
efecto maravilloso para acostumbrar el alma al dolor.[9] Otro tanto digo del hábito que tenemos de
marchar con los pies desnudos en el invierno, dormir sin abrigarnos, servirnos a nosotros mismos
sin valemos de esclavos, y marchar acá y allá por todo el país, lo mismo de noche que de día. Los
juegos, que se verifican con el cuerpo desnudo, son también admirables, porque nos obligan a
soportar el exceso del calor. No concluiría jamás, si me propusiera recorrer todos los ejercicios que
tienden al mismo fin.
ATENIENSE. —Tienes razón, extranjero lacedemonio. Pero dime; ¿haremos consistir la fuerza
únicamente en la resistencia que se opone a los objetos terribles y dolorosos? ¿No se ejercita
igualmente luchando contra los deseos, los placeres y las seducciones, que enervando el corazón
hasta de los que se creen más firmes, los amoldan como la cera a todas sus impresiones?
MEGILO. —Creo que la fuerza se ejercita también en todo esto.
ATENIENSE. —Recordemos lo que se dijo antes. Clinias sostenía, que hay Estados y particulares
inferiores a sí mismos. ¿No es así, extranjero de Cnosa?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE Cuál de los dos, a tu parecer, merece con más motivo el nombre de cobarde, ¿el que
se rinde al dolor, o el que se deja vencer por un placer?
CLINIAS. —Me parece que este último; y todo el mundo está conforme en decir, que el hombre
que cede al placer es inferior a sí mismo de una manera más vergonzosa que el que cede al dolor.
ATENIENSE. —¡Y qué!, vuestros dos legisladores, inspirados por Júpiter y por Apolo ¿sólo han
establecido una fuerza coja, que sólo puede sostenerse por el lado izquierdo y se cae del lado derecho
hacia los objetos agradables y lisonjeros? ¿O esta fuerza puede sostenerse por uno y otro lado?
CURIAS. Yo creo que por uno y otro lado.
ATENIENSE. —Así como acabáis de mostrarme las instituciones de vuestro país, que lejos de
permitiros huir del dolor, os ponen en frente de él, y os obligan a triunfar mediante la esperanza de
las recompensas y el temor de los castigos, mostradme en igual forma cuáles son en vuestras dos
ciudades las instituciones que os enseñan a vencer el placer, no evitándole, sino gustándole. ¿Hay en
vuestras leyes alguna cosa semejante con relación al placer? Dime lo que os hace igualmente fuertes
contra el placer y el dolor, y por consiguiente lo que os coloca en posición de vencer todo lo que es
preciso vencer, y no ceder a enemigos terribles y que sin cesar nos rodean por todas partes.
MEGILO. —Me ha sido fácil referirte las numerosas leyes, que nos dan armas contra el dolor;
pero no me será tan fácil mostrarte otras respecto al uso de los placeres, quiero decir, leyes notables
y sobre objetos importantes, porque sobre objetos de poco interés ya podría presentar algunas.
CLINIAS. —También por mi parte convengo en que me sería muy difícil mostrarte algo de eso en
las leyes de Creta.
ATENIENSE. —¡Oh, vosotros, los mejores de todos los extranjeros nada de lo que decís me
sorprende! Sin embargo, si alguno de los presentes, buscándolo verdadero y lo más perfecto,
encuentra algo que criticar en las leyes de nuestra patria, no nos ofendamos por ello, y tomemos su
crítica en buen sentido.
CLINIAS. —Exigencia justa, extranjero ateniense, que no debe perderse de vista.
ATENIENSE. —Con tanta más razón, Clinias, cuanto que no sería propio de nuestra edad
disgustarnos por un motivo semejante.
CLINIAS. —No, sin duda.
ATENIENSE. —No se trata aquí de decidir si se critica con razón o sin ella el gobierno de
Lacedemonia y de Creta; y quizá estoy yo en mejor posición que vosotros para saber lo que se dice
en los demás países. En efecto, por sabias que puedan ser las demás leyes vuestras, una de las mejores
es la que prohíbe a los jóvenes toda indagación sobre lo que puedan aquellas tener de bueno y de
defectuoso, y que les ordena, que, a una voz y de concierto, digan que son perfectamente buenas,
como que tienen los dioses por autores, y que no escuchen a quien en su presencia hable de ellas de
otro modo; permitiendo sólo a los ancianos someter sus observaciones sobre este objeto a los
magistrados y a los que sean de su edad, pero siempre estando ausentes los jóvenes.
CLINIAS. —Perfectamente, tienes razón, extranjero; y como un adivino hábil, que sabe lo que
pasa lejos de él, tú has conjeturado muy bien la intención que tuvo el legislador cuando hizo está ley,
y a mi entender nada has dicho que no sea cierto.
ATENIENSE. —Puesto que no hay presente ningún joven, y que nuestra edad nos da derecho para
usar del permiso que nos dispensa el legislador, no pecaremos contra su ley comunicándonos aquí
unos a otros nuestro modo de pensar sobre esta materia.
CLINIAS. —No; y así critica sin escrúpulo todo lo que encuentres reprensible en nuestras leyes,
tanto más cuanto que nunca es deshonroso reconocer que una cosa es defectuosa; sino que antes, por
el contrario, la censura hace posible el remedio de los abusos para el que la escucha sin ofenderse, o
más bien, con reconocimiento.
ATENIENSE. —Muy bien. Por lo demás os declaro, que no me resolveré a censurar vuestras
leyes, sino después de haberlas examinado con toda la atención posible, o más bien, no haré más que
proponeros mis dudas. Vosotros (cretenses y lacedemonios) sois los únicos entre todos los griegos y
los bárbaros que conocemos, a quienes el legislador ha prohibido el uso de las diversiones y de los
placeres más vivos; mientras que en cuanto a las fatigas, a los peligros y al dolor, ha creído, como
dijimos antes, que si desde la infancia se intenta evitarlos, cuando después se expone uno por
necesidad a ellos, se huye delante de los que están en ellos ejercitados y se hace uno esclavo de los
mismos. Me parece, sin embargo, que un pensamiento igual debía ocurrir al espíritu con relación a
los placeres, y que debía decirse a sí mismo: si mis ciudadanos no procuran desde su juventud
experimentar los más grandes placeres, si no están de antemano ejercitados en vencerlos cuando se
ven expuestos a ellos, de suerte que la tendencia, que a todos nos arrastra hacia el placer, no les
mueva a cometer una acción vergonzosa, les sucederá lo mismo que aquellos a quienes el peligro
abate. Caerán de otra manera y con mayor vilipendio en la esclavitud de aquellos, que serán bastante
fuertes para resistir a los placeres, de aquellos mismos a quienes se permite libremente el goce de
ellos, y que algunas veces están completamente corrompidos; su alma será en parte libre y en parte
esclava; y no merecerán el título de hombres verdaderamente valientes y verdaderamente libres. Ved
si lo que digo os parece razonable.
CLINIAS. —Me parece tal mientras hablas; pero creer sobre la marcha y a la ligera en materias
de tanta importancia ¿no cuadraría mejor a jóvenes y a hombres imprudentes que a nosotros?
ATENIENSE. —Ahora, Clinias y tú, extranjero de Lacedemonia, si pasamos, como nos hemos
propuesto, de la fuerza a la templanza, ¿qué diferencia hay en este respecto, así como acabamos de
verlo en cuanto a la guerra, entre vuestras repúblicas y las demás que sólo se gobiernan a la
aventura?
MEGILO. —No es fácil decirlo.
CLINIAS. —Yo encuentro, que las comidas en común y los gimnasios están muy bien ideados
para inspirar a la vez valor y templanza.
ATENIENSE. —Veo bien, extranjeros, que en punto a leyes es difícil arreglar todas las cosas, ni
en teoría, ni en la práctica, de modo que nadie tenga nada que decir; y me parece, que con la política
sucede lo que con la medicina, en la que es imposible prescribir para cada temperamento un régimen,
que no sea al mismo tiempo dañoso y saludable en ciertos conceptos. En efecto, vuestros gimnasios y
vuestras comidas públicas son ventajosas a los Estados bajo muchos puntos de vista, pero tienen
graves inconvenientes con relación a las sediciones. Los milesios, los beodos y los turienses
suministran la prueba.[10] Otro mal gravísimo han causado los gimnasios, que ha sido el pervertir el
uso de los placeres del amor, tai como se halla arreglado por la naturaleza, no sólo para los hombres
sino también para los animales; y vuestras dos ciudades, en primer término, y los demás Estados en
que se han introducido los gimnasios, son la causa de este desorden. Bajo cualquier aspecto que se
examinen los placeres del amor, sea en serio, sea en chanza, es indudable, que la naturaleza los ha
ligado a la unión de los dos sexos, que tiene por objeto la generación; y que cualquiera otra unión de
varones con varones y de hembras con hembras es un atentado contra la naturaleza, que sólo ha
podido producir el exceso de la intemperancia. Todo el mundo acusa a los cretenses de haber
inventado la fábula de Ganímedes. Pasando Júpiter por el autor de sus leyes, ellos han imaginado esta
fábula aplicándosela a él, a fin de poder disfrutar este placer a ejemplo de su dios; pero abandonemos
esta ficción. Cuando los hombres se proponen hacer leyes, casi toda su atención debe fijarse sobre
estos dos grandes objetos, el placer y el dolor, tanto con relación a las costumbres públicas como a
las de los particulares.
Son dos fuentes abiertas por la naturaleza que corren incesantemente. Todo Estado, todo hombre,
todo animal, que bebe en ellas en el sitio, en el tiempo y en la medida oportunos, es dichoso; y por el
contrario, el que lo haga sin discernimiento y fuera de propósito, es desgraciado.
EXTRANJERO. —Todo eso es verdad mirado bajo cierto punto de vista, y cuando buscamos
medios de combatirlo, nos vemos muy embarazados. Sin embargo, creo que no sin razón el
legislador de Lacedemonia nos ha prescrito huir de los placeres. Dejo a Clinias el cuidado de
defender las instituciones de Cnosa; con respecto a las de Esparta, me parece que no es posible
prescribir reglas mejores que las que allí rigen tocante al uso de los placeres. La ley ha desterrado de
todo el país lo que puede dar a los hombres ocasión para entregarse a los excesos del placer, de la
intemperancia y de la brutalidad. Y así en los campos y en las ciudades dependientes de Esparta no
verás banquetes, ni nada de lo que es consiguiente a ellos, y que excita en nosotros el sentimiento de
toda especie de placeres. Si uno encuentra un conciudadano, que haya llevado su diversión hasta el
punto de embriagarse, le castiga sobre la marcha con la mayor severidad, sin que sirva de disculpa al
embriagado el haberlo hecho en las fiestas de Baco. No es esto lo que sucede en vuestro país, donde
vi días pasados hombres en este estado en carrozas;[11] ni lo que sucede en Tarento, una de nuestras
colonias, donde vi, el día de las bacanales, toda la población entregada a la embriaguez. Nada de eso
acontece entre nosotros.
ATENIENSE. —Extranjero lacedemonio, esta clase de diversiones son laudables cuando se
entrega uno a ellas con moderación; y sólo perjudican cuando se llevan al exceso. Por otra parte,
nuestros atenienses podrían también volver ataque por ataque echándoos encara el abandono en que
dejáis vivir a vuestras mujeres.[12] En fin, en Tarento, lo mismo que entre nosotros y entre vosotros,
una sola razón basta para justificar todos esos usos y probar que están bien establecidos. Al
extranjero, que se sorprenda a la vista de una costumbre a que no está habituado, todo el mundo tiene
derecho a responderle: Extranjero, no lo extrañes; tal es la ley entre nosotros; quizá entre vosotros
será otra distinta. Pero en esta conversación, mis queridos amigos, no se trata de las preocupaciones
del vulgo, sino de la sabiduría y de la ignorancia de los legisladores mismos. Entremos, por lo tanto,
en algunos pormenores en punto a los excesos de la mesa en general. Éste es un punto de grande
importancia, y el arreglarlo bien no es para un legislador vulgar. No hablo del uso del vino
precisamente, ni de si vale más beberlo que abstenerse de él. Hablo del abuso en este punto y
pregunto si es más conveniente usarlo como los escitas, los persas, los cartagineses, los celtas, los
iberos y los tracios, naciones todas belicosas, o como vosotros. Vosotros os abstenéis completamente
de este licor, según tú dices, mientras que, por el contrario, los escitas y los tracios lo beben siempre
puro así ellos como sus mujeres; y llegan hasta derramar el vino sobre sus vestiduras, persuadidos de
que este uso nada tiene de particular, y que en esto consiste la felicidad de la vida. Los persas, aunque
más moderados, tienen también en esto un prurito que vosotros repugnáis.
MEGILO. —Asíes que a todos esos pueblos los hacemos huir cuantas veces nos vamos a las
manos con ellos.
ATENIENSE. —Créeme, amigo mío; no des tanto valor a ese hecho, porque ha habido y habrá
aún muchas derrotas y victorias, cuya causa es difícil señalar. No nos sirvamos de batallas ganadas o
perdidas como si fueran una prueba decisiva de la buena o mala disposición de las leyes, porque esta
prueba es muy dudosa. En tiempo de guerra, los grandes Estados vencen y subyugan a los pequeños.
Y así los siracusanos han subyugado a los locrios, que pasan por el pueblo más culto de esos países,
y de igual modo los atenienses han sometido a los habitantes de Ceos. Podrían citarse otros mil
ejemplos semejantes. Lo que más bien debemos examinar es cada institución en sí misma y sin fijarse
en las derrotas y victorias. Digamos que tal costumbre es buena en sí, que cual otra es mala; y, ante
todo, escuchadme sobre la manera como creo que debe examinarse lo que es bueno en este género y
lo que es malo.
MEGILO. —¿Cómo deberemos conducirnos en este examen?
ATENIENSE. —Me parece, que todos aquellos que, discurriendo sobre cualquiera costumbre
comienzan por aprobarla o desaprobarla apenas han oído el nombre, no se conducen como deben.
Esto es precisamente lo mismo que si, diciendo alguno que el trigo es buen alimento, se pusiera otro
a contradecirle, sin haberse informado antes de sus efectos, ni de la manera como debe aprovecharse,
ni cómo, a quién, con qué, en qué estado, tanto respecto de la cosa como de las personas, es preciso
usarle. He aquí lo que vosotros y yo hacemos en este momento. No hemos hecho más que hablar de
excesos de la mesa, y ya vosotros habéis prorrumpido en exclamaciones, al paso que yo lo he
aprobado, lo cual acredita poco juicio en vosotros y en mí, porque para sostener nuestra opinión, no
hemos hecho otra cosa que acudir a testigos y autoridades; yo he creído decir algo concluyente en
favor de esta práctica, haciendo ver que está en uso en muchas naciones; y vosotros, por el contrarío,
os habéis apoyado en que los pueblos, que desconocen semejante práctica, son superiores a los demás
en los combates, prueba muy equívoca, como ya hemos visto. Si siguiéramos este mismo método en
el examen de las demás leyes, no caminaría nuestra conversación en la forma que yo deseo. Para
ventilar la cuestión que nos ocupa, quiero proponeros otro método, que, a mi parecer, es el que debe
seguirse, y por este medio intentaré daros una idea de la verdadera manera como debe tratarse esta
clase de asuntos; siendo tanto más imprescindible esto, cuanto que si siguiéramos por el primer
camino que habíamos tomado, nos encontraríamos con una infinidad de naciones, que de ningún
modo estañan de acuerdo en este punto con vuestras dos ciudades.
MEGILO. —Si el camino que propones nos conduce más directamente a nuestro objeto, habla;
estamos dispuestos a oírte.
ATENIENSE. —Examinemos la cuestión de esta manera. Si alguno dijese que era bueno criar
cabras, porque de este animal se puede sacar gran provecho, y otro pensase lo contrario por haber
visto pastar las cabras en terrenos cultivados y causar en ellos grandes daños, y formase el mismo
juicio sobre cualquier otro animal, por haberle visto sin pastor o con mal pastor, ¿creeríamos que
semejante oposición pudiera tener de su parte razón alguna, cualquiera que fuera el objeto sobre que
recayera?
MEGILO. —No, seguramente.
ATENIENSE. —¿Basta, para ser buen piloto, tener un conocimiento exacto de la navegación, aun
cuando por otra parte esté uno expuesto a marearse? ¿Qué diremos a esto?
MEGILO. —Nada de eso; la ciencia no sirve de nada al piloto que esté expuesto a esa enfermedad.
ATENIENSE. —Un general de ejército, que posee el arte de la guerra, ¿se hallará en estado de
mandar, si es tímido en el peligro y el miedo turba su cabeza?
MEGILO. —De ninguna manera.
ATENIENSE. —¿Y si a la vez fuese cobarde y sin experiencia?
MEGILO. —Sería muy mal general; más a propósito para mandar a mujerzuelas que a hombres
de corazón.
ATENIENSE. —¡Pero qué!, si alguno aprobase o desaprobase una asamblea cualquiera, que por
su naturaleza debiese tener un jefe y que podría ser útil estando bien gobernada, pero a la cual no ha
visto nunca ordenada y bajo la dirección de un jefe y sí abandonada a si misma o mal conducida,
¿creeremos nosotros que la estimación o el menosprecio, que le merezca semejante asamblea, tenga
algún peso?
MEGILO. —¿Cómo podría tenerle, si nunca ha tenido ocasión de ver ninguna asamblea bien
gobernada, ni de asistir a ella?
ATENIENSE. —Pues bien; los banquetes y los convidados que los componen ¿no forman una
especie de asamblea?
MEGILO. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Pero hay alguien que haya visto nunca orden y regla en estos banquetes? Fácil
os es a ambos responder, que jamás lo habéis visto; esto no está en práctica entre vosotros, y la ley os
lo prohíbe. Pero yo que he asistido a muchos banquetes en diversos parajes, y que he procurado ver
lo que pasa, os puedo asegurar, que no he visto, ni he oído de uno solo donde todo pasase con
regularidad. Es verdad que en ciertos lugares se observa algo de orden en algunos puntos, pero son
estos contados y de poca importancia; mas lo esencial, o por mejor decir, el todo, de ninguna manera
está arreglado.
CLINIAS. —¿Qué quieres decir con esto, extranjero? Explícate con más claridad; porque no
teniendo nosotros, como has dicho, ninguna experiencia de estas asambleas, aun cuando asistamos a
ellas, seremos quizá incapaces de reconocer inmediatamente lo bueno o malo que encierran.
ATENIENSE. —Así debe de ser. Escúchame, pues, porque voy a ponerte al corriente en este
asunto. Comprendes que en toda asamblea, en toda sociedad, cualquiera que sea su objeto, si ha de ser
ordenada, necesita un jefe.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Acabamos de decir que el jefe de un ejército ha de ser valiente.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —El hombre valiente estará menos expuesto a turbarse en frente del peligro.
CLINIAS. —Es evidente.
ATENIENSE. —Si hubiere medio de poner a la cabeza de un ejército un hombre, que no temiese
nada y que no se turbase por nada, ¿no haríamos los mayores esfuerzos para servirnos de él?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Pero no Se trata aquí de un jefe que mande un ejército enfrente del enemigo en
tiempo de guerra, sino de un jefe, que en el seno de la paz presida a sus amigos, reunidos para pasar
algunos momentos en una fiesta.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Una asamblea semejante no puede tener lugar sin que baya algún tumulto, si los
excesos de la mesa aparecen en ella; ¿no es así?
CLINIAS. —Ciertamente, debe ser muy tumultuosa.
ATENIENSE. —Luego lo primero que necesita una asamblea semejante es un jefe.
CLINIAS. —Si; no hay nada que lo necesite tanto.
ATENIENSE. —¿No es preciso, si es posible, proporcionar a la asamblea un jefe enemigo de
tumultos?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —También es necesario que sea conocedor de las leyes de semejante asamblea,
puesto que su deber es, no sólo el de vigilar porque se mantenga la buena amistad entre los
convidados, sino también el de trabajar para que estas reuniones estrechen más y más los lazos que
los unen.
CLINIAS. —Nada más cierto.
ATENIENSE. —Por lo tanto, es preciso poner al frente de esta reunión, enardecida con el vino, un
jefe sobrio y entendido, porque si tiene las cualidades contrarias, si es joven, poco entendido, y se
embriaga como los demás, será una fortuna que no resulten de esto graves males.
CLINIAS. —Convengo en ello.
ATENIENSE. —Si alguno, suponiendo estas asambleas arregladas en el Estado tan perfectamente
como sea posible, las condena fundado en sus condiciones fundamentales, quizá semejante censura
sea racional. Pero si su censura no tiene otra base que los grandes desordenes que en ellas ha visto, es
evidente, en primer lugar, que ignora que las cosas no pasan como deberían pasar; y en segundo
lugar, que todo aquello a que falte un superior o jefe sobrio, está expuesto a los mismos
inconvenientes. ¿No observáis, en efecto, que un piloto o cualquier otro jefe, si está ebrio, todo lo
trastorna, nave, carruaje, ejército, en una palabra, lo que se le ha confiado?
CLINIAS. —Lo que acabas de decir, extranjero, es perfectamente exacto. Pero desearía saber aún,
qué ventaja podría resultar de que en los banquetes se observasen las reglas que tú has dado. Y, para
servirme de los ejemplos que acaban de citarse, un buen general a la cabeza de un ejército es para
éste una prenda segura de la victoria, la cual no es un bien pequeño, y lo mismo sucede con todo lo
demás. De igual modo, ¿qué ventaja deberá resultar a los Estados y a los particulares de un banquete
arreglado con todo el orden posible?
ATENIENSE. —¿Qué gran bien creéis vosotros que resultará a un Estado de la buena educación
de un niño o de una cuadrilla de niños? Si se nos hiciese esta pregunta, ¿no responderíamos que un
solo niño bien educado es poca cosa para todo el Estado? Pero si me preguntases qué interés resulta
al bien público de la educación de toda la juventud, no sería difícil responderte, que los jóvenes bien
educados serán un día buenos ciudadanos; que siéndolo, se conducirán bien en todas ocasiones; y que
particularmente en la guerra conseguirán la victoria sobre el enemigo. Y así la buena educación es
causa de la victoria, pero la victoria a su vez pervierte algunas veces la educación, porque se ha visto
con frecuencia que las empresas militares engendran la insolencia, y ésta en seguida produce las
mayores desgracias. Nunca una buena educación ha sido funesta para nadie, mientras que las victorias
han sido y serán más de una vez funestas para los vencedores.
CLINIAS. —Figúraseme, que estás convencido deque los banquetes, como reine en ellos el orden,
son de gran trascendencia para la educación.
ATENIENSE. —No lo dudo.
CLINIAS. —¿Y podrás probarme la verdad de lo que dices?
ATENIENSE. —Como hay muchos, que son de dictamen contrario al mío, sólo un Dios puede
asegurar que en efecto sea exacto lo que yo digo. Pero si queréis saber mi modo de pensar sobre este
punto, os lo comunicaré con gusto, ya que estamos resueltos a pasar el tiempo hablando de las leyes y
de la política.
CLINIAS. —Por lo mismo deseamos saber tu dictamen sobre un asunto en que están tan divididas
las opiniones.
ATENIENSE. —Es preciso satisfacer vuestros deseos, y para ello prestadme mucha atención; por
mi parte redoblaré mis esfuerzos para explicaros claramente mi pensamiento, pero ante todo es
bueno haceros una advertencia. Los atenienses, según opinión de toda la Grecia, gustan de hablar y
hablan mucho; los lacedemonios, por el contrario, tienen fama de hablar poco; y los cretenses de ser
más pensadores que habladores. Temo, por lo tanto, que me tengáis a mí por un vano charlatán,
cuando veáis, que doy comienzo a un largo discurso tratándose de un objeto tan fútil como los
banquetes. Pero me es imposible explicaros clara y suficientemente cómo deben ordenarse, sin
deciros algo tocante a la verdadera naturaleza de la música, y no puedo hablar de música, sin abrazar
todas las partes de la educación, lo cual me obligará a entrar necesariamente en largas discusiones. Y
así deliberad sobre lo que deberemos hacer, y si convendrá que, dejando este asunto por el momento,
pasemos a cualquiera otra consideración sobre las leyes.
MEGILO. —Extranjero ateniense, quizá no sabes, que mi familia está encargada en Lacedemonia
de la hospitalidad pública para con Atenas.[13] Se ve con frecuencia que los jóvenes, cuando son
hospedados en una ciudad, la toman afecto y la miran como una segunda patria después de la que les
dio la existencia; por lo menos yo he experimentado este sentimiento. Desde mi más tierna juventud,
cuando oía a los lacedemonios alabar o censurar a los atenienses, o cuando se me decía: Megilo,
vuestra ciudad nos ha servido bien o mal en tal ocasión; tomaba yo sobre la marcha la defensa de
vuestros conciudadanos contra los que hablaban mal de ellos, guardando siempre a Atenas toda clase
de miramientos. Vuestro acento me encanta, y lo que se dice comúnmente de los atenienses, deque
cuando son buenos lo son en el más alto grado, me ha parecido siempre exacto. Son efectivamente
los únicos que no deben su virtud a una educación forzada; nacen con ella y la reciben de los dioses
como un presente; es una virtud franca y no afectada. Y así, por lo que a mi toca, puedes hablar con
confianza todo lo que tengas por conveniente.
CLINIAS. —Extranjero, cuando hayas oído y recibido favorablemente lo que tengo que decirte
por mi parte, creo que no tendrás embarazo en hablar cuanto te parezca delante de mi. Conoces sin
duda de oídas a Epiménides; este hombre divino era de Cnosa y de mi familia. Diez años[14] antes de
la guerra de los persas, habiendo ido a Atenas por orden del oráculo, hizo allí varios sacrificios que
le había prescrito el dios, y como los atenienses estaban esperando la invasión de los persas, les
predijo, que éstos no vendrían en diez años y que después de ver frustrada su empresa, se volverían a
su país, habiendo causado a los griegos menos mal que el que ellos recibieran de éstos. Entonces
vuestros antepasados concedieron a mi familia el derecho de hospitalidad, y desde aquella época ha
continuado siendo de padres a hijos muy amiga de los atenienses.
ATENIENSE. —Os veo muy bien dispuestos a escucharme, y yo respondo de mi buena voluntad;
pero temo que las fuerzas me falten; sin embargo, hagamos un ensayo. Comencemos por definir lo
que es la educación, y cuál es su virtud. No podemos dispensarnos de comenzar por aquí la discusión
que traemos entre manos, hasta que ella nos conduzca por grados al dios del vino.
CLINIAS. —Entremos en materia, si te parece conveniente.
ATENIENSE. —Mirad si la idea que me formo de la educación es de vuestro gusto.
CLINIAS. —¿Cuál es?
ATENIENSE. —La siguiente. Digo, que para ser un hombre completo en cualquiera profesión, es
preciso que se ejercite en ella desde la infancia, lo mismo en sus diversiones que en los actos serios,
sin despreciar nada de lo que tenga relación con la misma; por ejemplo, el que quiera ser un buen
labrador o un buen arquitecto, es preciso que se entretenga desde los primeros años, el uno en
construir pequeños castillos, el otro en remover la tierra; que el maestro que los enseñe, facilite a
uno y a otro pequeños instrumentos modelados por los instrumentos verdaderos; que haga que
aprendan desde luego lo que es necesario que sepan antes de ejercer la profesión; por ejemplo, el
carpintero a medir y nivelar; y el guerrero a montar a caballo o cualquier otro ejercicio semejante
por vía de pasatiempo; en una palabra, es preciso que por medio de juegos dirija el gusto y la
inclinación del niño hacia aquello a que debe consagrarse, para cumplir su destino. Defino, por lo
tanto, la educación: una disciplina bien entendida, que por vía de entretenimiento conduce el alma del
niño a amar aquello que, cuando sea grande, debe hacer de él un hombre cabal en el género de
ocupación que ha abrazado.
CLINIAS. —Sí, sin duda.
ATENIENSE. —Pero no dejemos con una significación vaga lo que llamamos educación. Muchas
veces, en forma de alabanza o de censura, decimos de ciertas gentes, que tienen o que no tienen
educación, siendo así que han recibido una muy buena para el tráfico, para el comercio marítimo y
para otras profesiones semejantes. A lo que parece, al hablar así, no nos hemos fijado en esa
educación propiamente dicha, que tiene por objeto formarnos en la virtud desde nuestra infancia, y
que inspira al hombre el deseó ardiente de ser un completo ciudadano y de saber mandar u obedecer
conforme a las reglas de la justicia. Ahora bien; ésta es la que intentamos definir y que, a mi parecer,
es la única que merece el nombre de educación. En cuanto a la que tiene por objeto la riqueza, la
fuerza del cuerpo y el talento, cualquiera que él sea, pero en la que la sabiduría y la justicia no entran
para nada, esta es una educación baja y servil, o más bien, una educación indigna de este nombre.
Pero no disputemos sobre el valor de las palabras con el vulgo. Tengamos como positivo lo que
acabamos de sentar; que los que han sido bien educados se hacen por lo común hombres estimables;
que por lo mismo no debe despreciarse jamás la educación, porque es para un hombre virtuoso la
primera de las ventajas; y que si se está desprovisto de ella, es preciso hacer los mayores esfuerzos,
durante toda la vida, para reparar esta desgracia, si es que es posible.
CLINIAS. —Tienes razón, y en todo estamos conformes.
ATENIENSE. —Pero ya convinimos en que los hombres de bien son aquellos que tienen un
imperio absoluto sobre sí mismos, y los malos los que no le tienen.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Reproduzcamos y desarrollemos más lo que entendemos por esto, y permitidme
que haga un ensayo para ver si con el auxilio de una imagen puedo ser más claro en mi explicación.
CLINIAS. —Con mucho gusto.
ATENIENSE. —¿No admitimos que cada hombre es uno?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿Y que dentro de él hay dos consejeros insensatos, en oposición uno con el otro,
que se llaman placer y dolor?
CLINIAS. —Así es.
ATENIENSE. — A esto es preciso añadir el presentimiento del placer y del dolor futuro, al que se
da el nombre común de espera; pero la espera del dolor se llama propiamente temor; y la del placer,
esperanza. La razón preside a todas estas pasiones, y ella declara lo que tienen de bueno y de malo; y
cuando el juicio de la razón se convierte en una decisión general para un Estado, entonces toma el
nombre de ley.
CLINIAS. —Alguna dificultad tengo en seguirte; pero no por eso dejes de continuar.
MEGILO. —En el mismo caso que Clinias me encuentro yo.
ATENIENSE. —De todo esto formemos ahora el concepto siguiente. Figurémonos, que cada uno
de vosotros es una máquina animada, que sale de la mano de los dioses, ya la hayan hecho por
divertirse, ya en vista de un plan serio, porque en este punto nada sabemos. Lo que si sabemoses que
las pasiones, de que acabamos de hablar, son otras tantas cuerdas o hilos que tiran cada uno por su
lado, y que a consecuencia de la oposición de sus movimientos, nos arrastran a cometer acciones
opuestas; que es lo que constituye la diferencia entre el vicio y la virtud. En efecto, el buen sentido
nos dice, que es un deber nuestro obedecer sólo a uno de estos hilos, siguiendo siempre su dirección,
y resistir con firmeza a todos los demás. Este hilo no es otro que el hilo de oro y sagrado de la razón,
llamado ley común del Estado. Los otros hilos son de hierro y ásperos, mientras que éste es suave,
porque es de oro; además no tiene más forma que una, mientras los otros tienen muchas y de muchas
especies. Es preciso sujetar y someter todos estos hilos a la dirección perfecta del hilo de la ley,
porque la razón, aunque excelente por su naturaleza, como es dulce y extraña a toda violencia, tiene
necesidad de auxiliares para que el hilo de oro gobierne a; los demás. Esta manera de representarnos
cada uno de nosotros como una máquina animada, mantiene a la virtud todos sus derechos, explica lo
que quiere decir ser superior o inferior a sí mismo, y hace ver, que todo hombre, que sabe cómo
deben moverse todos estos hilos, ha de conformar su conducta a este conocimiento; y que todo
Estado, ya sea deudor de este conocimiento a un dios, ya lo sea a un sabio que por sí mismo lo haya
adquirido, debe convertirlo en ley de su administración, así interior como exterior. Este
conocimiento nos da nociones más claras del vicio y de la virtud, y estas nociones a su vez nos harán
quizá conocer mejor lo que es la educación y las demás instituciones humanas; y en cuanto a los
banquetes, que podía uno sentirse tentado a admirar como un objeto de muy escasa importancia, para
que nos hayamos ocupado de él mucho tiempo.
CLINIAS. —No; todo lo contrario; bien merecen que lo hayamos tratado por despacio.
ATENIENSE. —Muy bien; procuremos llegar en ese punto a alguna conclusión digna de tan largo
discurso.
CLINIAS. —Habla, pues.
ATENIENSE. —Dime ¿qué sucedería a esta máquina, si se la hiciese beber mucho vino?
CLINIAS. —¿Con qué intención me haces esa pregunta?
ATENIENSE. —No es aún tiempo de explicarla. Sólo pregunto en general qué efecto producirá la
bebida en la máquina; y para que comprendas mejor el sentido de mi pregunta, te suplico me digas, si
el efecto del vino es dar un nuevo grado de vivacidad a nuestros placeres y a nuestras penas, a
nuestros enojos y a nuestros amores.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Da asímismo una nueva actividad a nuestros sentidos, a nuestra memoria, a
nuestras opiniones y a nuestros razonamientos? ¿O más bien el vino, cuando se bebe basta
embriagarse, extingue en nosotros todo esto?
CLINIAS. —Enteramente lo extingue.
ATENIENSE. La embriaguez reduce, pues, al hombre, en cuanto al alma, al mismo estado que
cuando era niño.
CLINIAS. —Precisamente.
ATENIENSE. —Sin duda que en tal situación está muy distante de ser dueño de sí mismo.
CLINIAS. —Sí, ciertamente.
ATENIENSE. —La disposición de un hombre que se encuentra en tal estado, ¿no es muy mala?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Y así, al parecer, no es sólo el anciano el que se vuelve niño, sino que lo mismo
sucede a todo el que se embriaga.
CLINIAS. —Tienes razón, extranjero.
ATENIENSE. —En vista de esto, ¿crees que haya alguno tan atrevido, que intente probar, no sólo
que no debe huirse, cuanto sea posible, de la embriaguez, sino que es conveniente satisfacer algunas
veces esta pasión?
CLINIAS. —Es preciso probarlo, puesto que a ello te has comprometido.
ATENIENSE. —Me he comprometido, es cierto; y estoy dispuesto a cumplir mi palabra, visto el
gran deseo de oírme que manifestasteis ambos.
CLINIAS. —¿Cómo no hemos de estar deseosos de oírte, aunque no fuera más que por lo
sorprendente y extraño que es el decir que un hombre debe de buena gana ponerse en el estado más
vergonzoso?
ATENIENSE. —¿Sin duda hablas del estado del alma?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Pero aquél con relación al cuerpo, ¿te parecería extraordinario que se consintiese
en reducirle a un estado de demacración, de deformidad y de debilidad, que causase compasión?
CLINIAS. —Ciertamente.
ATENIENSE. —¡Qué! ¿Creeremos que los que van a casa de los médicos a tomar medicinas,
ignoran que estos remedios, desde el acto de tomarlos, los pondrán por muchos días en una situación
tan mala, que si hubiera de durar siempre, preferirían la muerte? ¿No sabemos también que los que se
dedican a los penosos ejercicios gimnásticos, se ven en los primeros días dominados por la
debilidad?
CLINIAS. —Todo eso lo sabemos.
ATENIENSE. —Y además sabemos que ellos hacen de suyo esto a causa de la utilidad que debe
resultarles.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —¿No debe formarse el mismo juicio acerca de todas las demás cosas de la vida?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Y en consecuencia ¿no sucede lo mismo respecto al uso de los banquetes, si es
cierto que tienen igualmente sus ventajas?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Luego si encontramos que esta costumbre encierra tanta utilidad como la
gimnasia, será justo que sea preferida a ésta, puesto que la una va acompañada de dolores, y la otra
está exenta de ellos.
CLINIAS. —Tienes razón; pero me sorprendería mucho si encontrases en el uso de los banquetes
la utilidad que pretendes.
ATENIENSE. —He ahí lo que es preciso que demuestre ahora. Respóndeme: ¿notamos nosotros
dos clases de temores completamente opuestos?
CLINIAS. —¿Cuáles son?
ATENIENSE. —Los siguientes. En primer lugar, tememos los males de que nos vemos
amenazados.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Además tememos en muchas ocasiones la opinión desventajosa que pueda
formarse de nosotros, cuando damos motivo para ello con acciones y palabras poco decorosas. A
este temor le llamamos pudor, y creo que sea éste el nombre que se le da en todas partes.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Tales son las dos clases de temores a que me refería. El segundo ataca y combate
en nosotros la impresión producida por el dolor y por los demás objetos terribles, y no es menos
opuesto a la mayor parte de los placeres, y sobre todo a los más grandes.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —¿No es cierto, que el legislador y todo hombre de buen sentido tienen a este
temor las mayores consideraciones y que, dándole el nombre de pudor, califican de impudencia la
confianza que se le opone, mirándola como el mayor mal que pueden experimentar los Estados y los
particulares?
CLINIAS. —Dices verdad.
ATENIENSE. —Este mismo temor constituye nuestra seguridad en muchas ocasiones
importantes; en la guerra, a él más que a ninguna otra cosa se debe la salvación y la victoria. En
efecto, dos cosas contribuyen a conseguir la victoria; la confianza enfrente del enemigo y el temor de
desacreditarse para con sus amigos.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Es preciso, pues, que cada uno de nosotros no tenga miedo y sea temeroso a la
vez, y ya hemos dicho por qué.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Cuando se quiere hacer a alguno intrépido, ¿no se consigue exponiéndole con
precaución a toda clase de temores?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Y qué haremos nosotros para inspirar a alguno el temor de lo que debe temer?
¿No le pondremos frente a frente de la impudencia? Y ejercitándole contra ella, ¿no le enseñaremos a
combatirse a sí mismo ya triunfar de los placeres? ¿No es, luchando sin cesar contra sus tendencias
habituales y reprimiéndolas, como es preciso que adquiera la perfección de la fuerza? El que no
tenga ninguna experiencia, ninguna costumbre de este género de combates, sólo será virtuoso a
medias; jamás será perfectamente moderado, si no ha estado en pugna con una multitud de
sentimientos voluptuosos y de deseos, que nos arrastran a no avergonzarnos de nada y a cometer toda
clase de injusticias; si no se ha ejercitado en vencerlas mediante la reflexión y un método constante,
así en sus pasatiempos como en sus ocupaciones serias; y sí, por el contrario, nunca ha
experimentado los ataques de las pasiones.
CLINIAS. —Así debe de ser al parecer.
ATENIENSE. —Pero aquél ¿ha dado algún dios a los hombres algún brebaje para inspirar temor,
de suerte que cuanto más de él se beba, tanto más desgraciados se consideren, y tanto más sientan
aumentar el terror a cerca del presente y del porvenir; que, tomado hasta el exceso, llene de espanto
al hombre más intrépido; y que, sin embargo, sea tal que el hombre vuelva a su primer estado tan
pronto como se duerme y cesa de beber?
CLINIAS. —Extranjero, ¿existe en la tierra un brebaje semejante?
ATENIENSE. —No. Pero si lo hubiese, ¿no se valdría de él con utilidad el legislador para
inspirar valor? ¿Y no tendríamos motivo para decirle: Legislador, cualquiera que sea el pueblo a que
dé leyes, sea Creta u otro, no será el principal objeto de tus cuidados conocer, por medio de una
prueba cierta, su modo de ser con respecto al valor y a la cobardía?
CLINIAS. —No hay nadie que no responda que sí.
ATENIENSE. —¡Qué!, ¿no querrías también, que esta prueba pudiese hacerse sin riesgo ni
peligro grave más bien que de otra manera?
CLINIAS. —Todo legislador preferirá hacerlo sin riesgo.
ATENIENSE. —Y te servirías de este brebaje para probar el alma de tus ciudadanos, asegurándote
de sus disposiciones, empleando los estímulos, los consejos y las recompensas para hacerlos
superiores a todo temor, llenando por el contrario de oprobio a todo el que no se esfuerce en ser
absolutamente tal como quieres tú que sea; y si en estos ejercicios mostrasen buena voluntad y valor,
nada tendrías que temer de tu parte, mientras que en otro caso no podrían esperar otra cosa que
castigos, ¿o bien renunciarías a emplear absolutamente este brebaje, aun cuando por otra parte no
estuviese sujeto a ningún inconveniente?
CLINIAS. —¿Y por qué razón, extranjero, no había de emplearlo un legislador?
ATENIENSE. —Esta clase de prueba, mi querido amigo, sería de una maravillosa facilidad, en
comparación de las de hoy día, para todo el que quiera ejercitarse solo, frente a frente de sí mismo, o
con otros, en grande o en pequeño número. Y si por pudor y temeroso de ser apercibido en este
estado antes de estar suficientemente aguerrido, prefiriese ejercitarse en la soledad, en lugar de
valerse de otras mil cosas, no tendría que hacer más que echar mano de este brebaje y podría estar
seguro del buen éxito. Lo mismo sucedería, si fiando bastante en sus disposiciones naturales y en los
ensayos hechos, no temiese ejercitarse con otros y dar en su presencia una prueba de su fuerza, para
superar las penosas e inevitables impresiones de este brebaje; de suerte que no dejase escapar
ninguna acción indecente, y que tuviese bastante virtud para preservarse de toda alteración, y con tal
que se retirase antes de haber bebido con exceso, temiendo los efectos de este brebaje capaz al fin de
echar por tierra a cualquiera hombre.
CLINIAS. —Si, sería prudente usar de él de ese modo.
ATENIENSE. —Volvamos a nuestro legislador. Es cierto, le diremos, que los dioses no han hecho
a los hombres el presente de un remedio semejante contra el miedo, y que tampoco nosotros hemos
podido imaginarle, (porque yo no cuento con los encantadores), ¿pero no tenemos un brebaje, cuyo
efecto es inspirar una seguridad y una confianza temerarias e indebidas? ¿Qué dices a esto?
CLINIAS. —Tenemos uno, responderá; y éste es el vino.
ATENIENSE. —¿No tiene esta bebida una virtud completamente opuesta al brebaje de que
acabamos de hablar, haciendo por lo pronto al hombre más alegre que estaba antes, llenando su alma,
a medida que bebe, de mil bellas esperanzas; dándole una idea más ventajosa de su poder, y, por
último, inspirándole una plena seguridad de hablar de todo como si nada ignorara, y haciéndole de
tal manera libre, de tal manera superior a todo temor, que sin detenerse, dice y hace todo lo que le
viene a la imaginación?
CLINIAS. —Todo el mundo convendrá contigo en eso.
MEGILO. —Sin duda.
ATENIENSE. —Recordemos ahora lo que hemos dicho ha poco: que hay dos cosas, en las que es
preciso aguerrir nuestra alma; la una, no temer nada es ciertas ocasiones; y la otra, temerlo todo en
otras.
CLINIAS. —Me parece que a este segundo temor le dabas el nombre de pudor.
ATENIENSE. —Justamente. Puesto que la fuerza y la intrepidez no pueden adquirirse sino
ejercitándose en arrostrar las cosas terribles, veamos si para el objeto opuesto es indispensable
emplear medios contrarios.
CLINIAS. —Así parece.
ATENIENSE. —Por consiguiente, en las cosas que tienen la virtud de producir en nosotros una
confianza y un atrevimiento extraordinarios, es donde debemos buscar un remedio a la impudencia y
al desenfreno, aprendiendo a ser tímidos y circunspectos, para no decir, hacer, ni sufrir nada de que
tengamos que avergonzarnos.
CLINIAS. —Así debe de ser.
ATENIENSE. —¿Qué es lo que expone a incurrir en semejantes faltas? ¿No es la cólera, el amor,
la intemperancia, la ignorancia, la codicia, la cobardía, y también las riquezas, la belleza, la fuerza?
¿No es, en fin, todo lo que nos embriaga con el placer y nos hace perder la razón? Ahora bien; para
ensayar desde luego estas pasiones y ejercitarse después en vencerlas, ¿hay una prueba más fácil y
más inocente que la del vino? Y cuando se toman las precauciones convenientes, ¿hay una diversión
más propia a este efecto que la de los banquetes? Examinémoslo de más cerca. Para reconocer un
carácter excéntrico y huraño, capaz de mil injusticias, ¿no es más peligroso tratar con él a nuestro
riesgo y ventura, que examinarle en un festín báquico? Para asegurarnos si un hombre es esclavo de
los placeres del amor, ¿le confiaremos nuestras hijas, nuestros hijos y nuestras mujeres, y haremos
un ensayo de sus costumbres con riesgo de lo que nos es más querido? No concluiría nunca, si me
propusiese exponer todas las razones que prueban lo ventajoso que es estudiar los diversos caracteres
así, en una diversión, sin parecer quererlo y sin correr ningún peligro; y estoy convencido de que no
hay nadie, sea cretense o de otro país, que no reconozca que esta manera de sondear el alma de otro
es muy conveniente y, entre todas las pruebas, la menos costosa, la más segura y la más corta.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Ahora bien; aquello que permite conocer el carácter y la disposición de los
hombres, es sin duda la cosa más útil al arte, cuyo objeto es hacerles mejores; y éste es, A mi juicio,
uno de los objetos de la política. ¿No es así?
CLINIAS. —Seguramente.
Libro II de Las Leyes

ATENIENSE. —Es indispensable, a mi parecer, examinar ahora, si la única ventaja que se saca del
uso ordenado de los banquetes, es la de ver en claro los diferentes caracteres de las personas, o si aún
se puede sacar alguna otra de consideración. ¿Qué pensáis de esto? Yo sostengo, que esta otra ventaja
se encuentra en ellos, como ya lo be indicado; pero ¿por qué razón y cómo se encuentra? Esto
necesita de explicación; y así redoblemos nuestra atención para no incurrir en error.
CLINIAS. —Habla.
ATENIENSE. —Deseo traeros antes a la memoria la definición que hemos dado de una buena
educación, porque sospecho que ésta es la consecuencia de los banquetes convenientemente
ordenados.
CLINIAS. —Eso es mucho decir.
ATENIENSE. —Digo, pues, que los primeros sentimientos de los niños son los del placer y el
dolor, y que en ellos la virtud y el vicio se confunden al principio con estos dos sentimientos. Porque
con respecto a la sabiduría y a las opiniones, verdaderas bien fijas, dichoso el hombre que en edad
avanzada llega a conseguirlas, y el poseer estos bienes con todos los demás que llevan consigo es el
colmo de la perfección. Llamo educación a la virtud, tal como se muestra en los niños, ya sea que los
sentimientos de alegría o de tristeza, de amor o de odio, que se despiertan en su alma, sean
conformes al orden, sin que ellos puedan darse cuenta de ellos, sea que, sobreviniendo la razón, se
den cuenta a sí mismos de los buenos hábitos a que se han acostumbrado. Esta armonía del hábito y
de la razón es en lo que consiste la virtud, tomada en su totalidad. En cuanto a esa parte de la virtud,
que nos enseña a hacer un uso legítimo del placer y del dolor, y que desde el principio hasta el fin de
la vida nos hace amar o aborrecer lo que merece nuestro amor o nuestra aversión, yo la separo con
el pensamiento de todo lo demás, y no creo que uno se engañe, dándole el nombre de educación.
CLINIAS. —Extranjero, estamos satisfechos así de lo que dijiste antes sobre la educación, como
de lo que acabas de añadir ahora.
ATENIENSE. —Me alegro de ello. Esta dirección de los sentimientos de placer y dolor hacia el
orden, que constituye la educación, se relaja en seguida y se corrompe en muchos puntos en todo el
curso de la vida. Pero los dioses, movidos a compasión por el género humano, condenado por su
naturaleza al trabajo, nos han proporcionado intervalos de reposo en la sucesión regular de las
fiestas instituidas en su honor, y han querido, que las Musas, Apolo su jefe, y Baco las celebrasen de
concierto con nosotros, a fin de que con su auxilio pudiésemos reparar en estas fiestas las pérdidas de
nuestra educación. Veamos, pues, si lo que yo pretendo es verdadero y conforme con la naturaleza.
Digo, que no hay casi animal alguno que, cuando joven, pueda mantener su cuerpo o su lengua
tranquilos y que no haga sin cesar esfuerzos para moverse y gritar. Y así se ve a unos saltar y brincar,
como si yo no sé qué impresión de placer los arrastrase a bailar y retozar, mientras que otros hacen
resonar el aire con mil gritos diferentes. Pero ningún animal tiene el sentimiento del orden y del
desorden, de que es susceptible el movimiento y a que nosotros llamamos medida y armonía,
mientras que estas mismas divinidades, que presiden a nuestras fiestas, nos han dado el sentimiento de
esta medida y de esta armonía con el del placer. Este sentimiento arregla nuestros movimientos bajo
la dirección de estos dioses, y nos enseña a formar unos con otros una especie de cadena mediante la
unión de nuestros cantos y de nuestras danzas. De aquí el nombre de coro, derivado naturalmente de
la palabra que significa alegría.[1] ¿Os satisface este razonamiento y convenís en que recibimos de
Apolo y de las Musas nuestra primera educación?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Por lo tanto, no tener ninguna educación y ser extraño a los ejercicios corales,
estar bien educado y estar suficientemente versado en estos ejercicios, serán en nuestra opinión una
misma cosa.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Pero la corea[2] comprende el canto y la danza.
MEGILO. Necesariamente.
ATENIENSE. —Luego la buena educación consiste ea saber cantar bien y danzar bien.
CLINIAS. —Así parece.
ATENIENSE. —Fijémonos un poco en lo que significan estas últimas palabras.
CLINIAS. —¿Qué palabras?
ATENIENSE. —Decimos que el que ha recibido una buena educación canta bien y baila bien;
¿podremos añadir que las palabras que canta y los bailes que ejecuta son bellos?
CLINIAS. —Añadámoslo.
ATENIENSE. —Pero el que, formando un juicio exacto sobre lo que es bello en este género y
sobre lo que no lo es, se conforma a este juicio en la práctica, ¿no os parece mejor educado con
relación al baile y a la música, que el que pudiendo, ya cantando, ya bailando, ejecutar perfectamente
lo que hubiere juzgado bello, no tiene por otra parte ni amor por lo bello ni aversión por su
contrario, así como también mejor que el que no puede ni discernir lo que es bello, ni expresarlo por
los movimientos ya del cuerpo ya de la voz, pero que tiene un sentimiento profundo de la belleza que
leí hace amar lo que es bello y detestar lo que no lo es?
CLINIAS. —Extranjero, no es posible la comparación entre ellos en punto a educación.
ATENIENSE. —Ahora que conocemos todos tres en qué consiste la belleza del canto y del baile,
nos será fácil discernir el que está bien y el que está mal educado. Pero si lo ignoramos, nos será
imposible reconocer si alguno es fiel a las leyes de la educación y en qué lo es. ¿No es cierto?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Necesitamos, por lo tanto, indagar, o por decirlo así, seguir la pista de lo que se
llama bella figura y bella melodía en el baile y en el canto. Si no lo conseguimos, todo lo que
podamos decir respecto a buena educación, sea de los griegos, sea de los bárbaros, no conducirá a
nada sólido.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Bien. ¿Pero en qué haremos consistir la belleza de una figura o de una melodía?
Dime: ¿los gestos y el tono de voz de un hombre de corazón, en una situación penosa y violenta, se
parecen a los de un hombre cobarde en iguales circunstancias?
CLINIAS. —¿Cómo podría ser, puesto que en tal caso ni aun en el color se parecen?
ATENIENSE. —Muy bien, mi querido Clinias; pero teniendo por objeto la música la medida y la
armonía, por más que se diga de una figura que está bien acompasada, y de una melodía que es
armoniosa, no se puede decir igualmente, que una u otra estén bien coloreadas, y los maestros de
coro no tienen razón al usar esta metáfora.[3] Sin embargo, respecto del hombre cobarde y del
hombre valeroso, con razón puede decirse, que la figura y el acento, que caracterizan a éste, son
bellos, y que los propios del primero no lo son. En una palabra, para no extendernos demasiado en
esta materia, toda figura y toda melodía que expresan las buenas cualidades del alma o del cuerpo,
sea en si mismas, sea en su imagen, son bellas; y son todo lo contrario, si expresan malas cualidades.
CLINIAS. —Dices verdad, y ambos somos de tu opinión.
ATENIENSE. —Dime otra cosa; ¿producen en todos nosotros un placer igual los mismos cantos
y las mismas danzas? ¿O no sucede nada de esto?
CLINIAS. No sucede nada de eso.
ATENIENSE. —Entonces ¿a qué atribuiremos nuestros errores en este punto? Lo que es bello ¿no
lo es para todo el mundo? O sea lo que quiera, ¿no lo parece? Porque jamás se atreverá nadie a decir,
que las danzas y los cantos del vicio sean más bellos que los de la virtud; ni que le produzcan placer
las figuras que expresan el vicio, mientras que a todos los demás se lo produce la musa opuesta. Es
cierto, sin embargo, que los más hacen consistir la esencia y la perfección de la música en el poder
que tiene de afectar agradablemente al alma. Pero esta explicación no es sostenible, ni siquiera es
permitido usar este lenguaje. He aquí más bien cuál es el origen de nuestros errores sobre este punto.
CLINIAS. —¿Cuál?
ATENIENSE. —Como el baile y el canto no son más que una imitación de las costumbres y una
pintura de las acciones de los hombres, de sus caracteres y de las diversas situaciones en que se
encuentran, es una necesidad que los que oyen palabras y cantos o ven bailes análogos al carácter que
han recibido de la naturaleza o de la educación, o de ambas, tengan placer en ello, las aprueben y
digan que son bellos; y que, por el contrario, aquellos que por carácter, por sus costumbres y por
cierto hábito están en pugna con estos hechos, no puedan, ni gustar de ellos, ni alabarlos, y digan que
son feos. Respecto a los que tienen naturalmente un gusto sano coa malos hábitos, o buenos hábitos
con un gusto naturalmente malo, es también una necesidad, que sus elogios recaigan sobre objetos
diferentes de aquellos que les causan placer, porque dicen de unas mismas cosas que afectan
agradablemente, que son malas; y cuando están en presencia de personas que ellos creen capaces de
juzgar bien, tienen vergüenza de ejecutar esta clase de bailes y de cantos, recelosos de que su apuro
por hacerlo se tenga por una prueba de que los consideran bellos; sin embargo, en su interior tienen
placer en ello.
CLINIAS. —Dices verdad.
ATENIENSE. —Pero el placer que producen las figuras y cantos viciosos, ¿no causa algún
perjuicio, mientras que resultan grandes ventajas al que se complace en los bailes y cantos opuestos?
CLINIAS. —Así parece.
ATENIENSE. —¿Sólo parece así, o es efectivamente necesario que suceda en este caso lo que a
aquel que, viviendo en íntima relación con hombres malos y corrompidos, se complace en esta
amistad en vez de detestarla, y condena, es cierto, su corrupción naciente, pero la condena en broma y
como si fuera un sueño? ¿No es indispensable, que tarde o temprano se parezca a aquellos con
quienes se complace en vivir, sean buenos o malos, aun cuando tenga pudor en alabarlos
francamente? ¿Creeremos que pueda haber para nadie un mayor bien o un mayor mal que éste?
CLINIAS. —No lo creo.
ATENIENSE. —¿Podremos creer que en un Estado cualquiera, que está o habrá de, estar
gobernado algún día por buenas leyes, se deje a disposición de los poetas[4] lo que concierne a la
educación y a las diversiones, que debemos a las Musas; y que respecto del ritmo, de la melodía, o de
las palabras, se les da libertad de escoger lo que más les agrade, para enseñarlo en seguida en los
coros a jóvenes hijos de ciudadanos virtuosos, sin cuidarse apenas de si estas lecciones los formaron
para la virtud o para el vicio?
CLINIAS. —Eso no sería en modo alguno razonable.
MEGILO. No, seguramente.
ATENIENSE. —Pues, sin embargo, boy todo esto se ha abandonado a su discreción en casi todos
los países, excepto en Egipto.
CLINIAS. —¿Pues cómo se arreglan estas cosas en Egipto?
ATENIENSE. —De una manera que os va a sorprender. Ha largo tiempo, a lo que parece, que los
egipcios han reconocido la verdad de lo que aquí decimos, esto es que en todo Estado la juventud
sólo debe ejercitarse habitualmente en lo más perfecto en figuras y en melodía. Ésta es la razón por
qué, después de escogidos y determinados los modelos, se los expone en los templos, y está
prohibido a los pintores y artistas, que hacen figuras o cosas semejantes, innovar. Entre los griegos el
poeta era músico y componía al mismo tiempo las palabras, el canto y las danzas, cuando los versos
habían de ser cantados bailando. Además, la palabra poeta se decía en general de todo compositor,
fuera de verso, fuera de cantos, fuera de danzas, nada, ni separarse en nada de lo que ha sido
arreglado por las leyes del país, y lo mismo sucede en lo relativo a la música. En prueba de esto, es
fácil encontrar en Egipto obras de pintura y escultura, hechas hace diez mil años, (cuando digo diez
mil años, entiéndase literalmente) que no son más ni menos bellas que las que se hacen hoy, que han
sido llevadas a cabo según las mismas reglas.
CLINIAS. —He aquí, en efecto, una cosa admirable.
ATENIENSE. —Si; es una obra maestra de legislación y de política. Las demás leyes suyas no
están quizá exentas de defectos, pero ésta referente a la música nos prueba una cosa verdadera y muy
digna de ser notada, yes que es posible fijar, por medio de leyes, qué cantos son bellos por su
naturaleza y prescribirlos con seguridad como modelos. Es cierto que esto sólo lo puede hacer un
dios o un ser divino, y así los egipcios atribuyen a Isis estas melodías, que se conservan entre ellos
hace ya mucho tiempo. Si, como yo decía, hubiese alguno bastante hábil para conocer lo que hay de
perfecto en este género, debe seguramente hacer una ley y ordenar su ejecución, persuadido de que el
gusto por el placer, que inclina sin cesar a los hombres a inventar nuevos modos de música, no tendrá
fuerza bastante para abolir modelos ya consagrados con el pretexto de ser antiguos. Por lo menos
vemos, que en Egipto, lejos de que el gusto por el placer haya prevalecido sobre la antigüedad,
sucede todo lo contrario.
CLINIAS. —Parece, a juzgar por lo que dices, que así debe de ser.
ATENIENSE. —Y bien, ¿tendremos valor para explicar cuál es el legítimo uso de la música y de
este placer mezclado de danzas y de cantos, y explicarlo, digo, poco más o menos de esta manera?
¿No es cierto, que se siente alegría cuando se cree uno dichoso, y recíprocamente que se cree dichoso
cuando se siente alegría?
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —El efecto natural de la alegría, ¿no es el causar una cierta conmoción, que no
permite permanecer en reposo?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —En tales momentos ¿no se ve a los jóvenes dispuestos a danzar y a cantar?
Respecto a nosotros, como somos ya ancianos, creemos propio de nuestra dignidad el permanecer
tranquilos, mirando y siguiendo con placer los juegos y las fiestas de la juventud, viendo con
sentimiento debilitadas nuestras fuerzas, y proponiendo premios para los que despiertan con más
fuerza en nosotros el recuerdo de nuestros buenos años.
CLINIAS. —Nada más cierto.
ATENIENSE. —Lo que se dice ordinariamente de los actores, que el que nos divierte y nos
regocija más debe pasar por el más hábil y que merece ser coronado, ¿es por ventura un dicho que
carezca de fundamento? En efecto, puesto que el placer es el objeto de estas fiestas, está muy en el
orden que la victoria y los honores sean, como ya he dicho, para aquél que más haya contribuido al
placer del público. ¿No está en su lugar este razonamiento? Y si se siguiese esta regla, ¿habría nada
que decir en contra?
CLINIAS. —No lo creo.
ATENIENSE. —No decidamos ligeramente sobre esta materia, mi querido Clinias; consideremos
antes nuestro asunto bajo todas sus fases, obrando de esta manera. Supongamos que se proponen
juegos, sin expresar los que serán, si gimnásticos, ecuestres o líricos, y que, reuniendo todos los
ciudadanos, se les dijese que lo que iba a tener lugar era puramente un combate de placer, que
cualquiera de ellos podía acudir a disputar el premio, y que la victoria sería de aquel que mejor
hubiera divertido a los espectadores, no importa de qué manera, y que más hubiese satisfecho a todos
los concurrentes. ¿Qué efecto crees tú que produciría semejante declaración?
CLINIAS. —¿Con relación a qué?
ATENIENSE. Según todas las apariencias, unos vendrían a recitar algún poema heroico, como
hubiera podido hacerlo Homero; otros cantarían versos acompañándose con el laúd; éste
representaría una tragedia, aquél una comedia, y no me sorprendería ver llegar algún charlatán con
títeres, lisonjeándose más que ningún otro con la esperanza de la victoria. Entre todos estos
aspirantes y otros muchos que no dejarían de concurrir, ¿podréis decirme cuál merecería con razón
el premio?
CLINIAS. —Esa pregunta es absurda; ¿qué hombre se atrevería a decidirla con conocimiento de
causa, antes de haber oído a cada uno de los concurrentes y juzgado por sí mismo de su mérito?
ATENIENSE. —¿Queréis que responda yo a esa pregunta que os parece tan absurda?
CLINIAS. —Veámoslo.
ATENIENSE. —Si se toma a los niños por jueces, ¿no es claro que se decidirán por el charlatán?
CLINIAS. —Sin contradicción.
ATENIENSE. —¿Que el voto de los niños de más edad estará por el poeta cómico, y que el de las
mujeres de espíritu cultivado y el de los jóvenes, en una palabra, el de la mayor parte de los
espectadores por el poeta trágico?
CLINIAS. —Es probable.
ATENIENSE. —En cuanto a nosotros, los ancianos, no hay duda de que tendríamos más placer en
oír a un rapsoda que nos recitara bien la Ilíada, la Odisea, o cualquier trozo de Hesíodo, y que le
daríamos la preferencia. ¿A quién debe concederse la victoria? Ésta es la cuestión; ¿no es así?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Es evidente que ni vosotros ni yo no podríamos dispensarnos de dar el premio al
que hubiese obtenido el voto de los espectadores de nuestra edad, porque, como ancianos, creemos
que nuestras costumbres tienen un valor infinitamente mayor que todo lo que se hace hoy en todos los
Estados y en todos los países.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Estoy conforme con el vulgo en que es preciso juzgar de la música por el placer
que causa, no precisamente al primero que llega, sino que la musa más preciosa es aquella que más
agrada a los hombres de bien, que estén por otra parte suficientemente instruidos; y más aún la que
agrada a uno solo, que se distinga entre todos los demás por su virtud y por su educación. Y la razón
que tengo para exigir la virtud en los que deben fallar en estas materias, es porque además de cultura
tienen, también necesidad de valor. No es propio, en efecto, de un verdadero juez juzgar por las
lecciones del teatro, dejándose alucinar por las aclamaciones de la multitud y por su propia
ignorancia. Menos aún conviene que falle contra su propio modo de pensar por cobardía y por
debilidad y que la misma boca, que puso a los dioses por testigos de decir verdad, sea perjura,
haciendo indignamente traición a su pensamiento; porque el juez no preside a los juegos para tomar
lecciones de los espectadores, sino para darlas, y para oponerse a los que no satisfagan debidamente
al público. El abuso contrario, autorizado en otro tiempo en la Grecia, como lo está hoy en Sicilia y
en Italia, que somete el juicio de estos juegos a la multitud reunida, y declara vencedor a aquel en
cuyo favor se han levantado más manos, ha producido dos malos efectos; el primero, echar a perder
el gusto de los autores, que se arreglan al mal gusto de sus jueces, de manera que son los
espectadores los que se educan a sí mismos; y el segundo, corromper el placer del teatro, porque en
vez de depurarse el gusto de la multitud cada vez más y más, viendo piezas en las que aparecieran
representadas costumbres mejores que las suyas, sucede hoy todo lo contrario por culpa de los
autores. ¿Pero a qué tiende esta observación? Mirad si es a lo que sigue.
CLINIAS. —¿A qué?
ATENIENSE. —Me parece que nos conduce por tercera o cuarta vez al mismo punto, quiero
decir, al convencimiento de que la educación no es otra cosa que el arte de atraer y conducir a los
jóvenes hacia lo que la ley dice ser conforme con la recta razón, y a lo que ha sido declarado tal por
los más sabios y más experimentados ancianos. Para que el alma de los jóvenes no se acostumbre a
sentimientos de placer o de dolor contrarios a la ley y a lo que ésta recomienda, y que antes bien en
sus gustos y aversiones acepte o deseche los mismos objetos que la ancianidad, se han inventado con
esta mira los cantos, que son verdaderos encantamientos, destinados a producir esta conformidad de
que hablamos. Y como los jóvenes no pueden sufrir nada que sea serio, ha sido preciso disfrazar
estos encantamientos con el nombre de juegos y de cantos, y de esta manera hacérselos aceptar. A
semejanza del médico, que, para volver la salud a los débiles y a los enfermos, mezcla con los
alimentos y brebajes agradables al paladar los remedios propios para curarlos y mezcla lo amargo
con lo que podría serles dañoso, para acostumbrarles, consultando su propio bien, a que gusten del
alimento saludable y repugnen el que no lo es; en la misma forma, un legislador hábil comprometerá
al poeta y hasta le obligará, si es preciso, mediante el rigor de las leyes, a expresar en palabras bellas
y dignas de alabanza, así como en sus ritmos, figuras y acordes, el carácter de un alma moderada,
fuerte y virtuosa.
CLINIAS. —En nombre de Júpiter, ¿crees, extranjero, que estas realas estén en uso en los demás
Estados? Yo puedo decir que no conozco ningún punto del mundo, donde se practique esto, salvo
entre nosotros y en Lacedemonia. En las demás partes cada día hay nuevas mudanzas en la danza y
demás ramos de la música, y no son las leyes las que dirigen estas innovaciones, sino que es no sé
qué gusto extravagante y desarreglado que, lejos de complacerse constantemente en las mismas
cosas, como sucede entre los egipcios, varía a cada momento.
ATENIENSE. —Nada más cierto, mi querido Clinias. Si has creído que yo quería indicar que esto
se practicaba hoy día, tu equivocación nace sin duda de que yo no he explicado con bastante claridad
mi pensamiento. Sólo be querido decir lo que desearía que se observase con relación a la música, y tú
has creído que jo hablaba de una cosa existente. Cuando los males son desesperados y llegan a su
colmo, es a veces necesario, aunque es siempre penoso, censurarlos. Puesto que piensas como jo en
este punto, Respóndeme: dices que en tu ciudad y en Esparta se observa mejor que en el resto de la
Grecia lo que acabo de prescribir respecto de la música.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Si los demás griegos se conformasen con este uso, ¿las cosas marcharían entre
ellos en este punto mejor que marchan hoy día?
CLINIAS. —No sería posible la comparación, si siguiesen lo que aquí y en Lacedemonia se
practica lo que tú acabas de decir.
ATENIENSE. —Veamos si mis ideas concuerdan con las vuestras. El plan de vuestra educación y
de las lecciones de vuestra música se reduce a lo siguiente: ¿obligareis a vuestros poetas a decir que
desde el acto que es uno moderado, justo y virtuoso, es feliz; que importa poco, por otra parte, que
sea uno de corta o de grande talla, de una complexión débil o robusta, rico o pobre; y que aun cuando
tuviese más tesoros que Ciniras y Midas, como sea injusto, no dejará de ser menos desgraciado ni
menos digno de compasión? A lo cuál se añadirá lo que ha de decir el poeta de Esparta, si quiere
hablar como es debido:

Creería yo indigno de mis elogios


y no haría caso de cualquiera que,
poseyendo lo que el vulgo llama bienes,
no uniese a éstos la posesión
y la práctica de la justicia.
Si es justo, que arda en deseos
de llegar de las manos con el enemigo;
pero si es injusto, que los dioses
no permitan, que se atreva de mirar
frente de frente la muerte sangrienta
y la carnicería, que no gane
en la carrera de Bóreas de Tracia,
ni que goce de ninguna de las ventajas
que se miran ordinariamente
como verdaderos bienes,
porque los hombres se engañan
en la idea que de ellos se forman.[5]

El primero de los bienes, dicen, es la salud; el segundo, la belleza; el tercero, la fuerza; el cuarto, la
riqueza; además cuentan otros muchos, como tener la vista, el oído y los demás sentidos en buen
estado; la de poder hacer todo lo que se quiera siendo tirano; y, en fin, el colmo de la felicidad, según
ellos, sería hacerse inmortal tan pronto como se hubiesen adquirido todos los bienes de que acabo de
hablar. Y vosotros y yo, por el contrario, decimos que el goce de estos bienes es útil para los que son
justos y piadosos, pero que se convierten en verdaderos males para los malvados, comenzando por la
salud; que lo mismo sucede con la vista, el oído y los demás sentidos, en una palabra, con la vida; que
la mayor de todas las desgracias sería para un hombre ser inmortal y poseer todos los demás bienes
menos la justicia y la virtud; y que en tal estado tanto menos podría quejarse cuanto más corta fuera
la vida. Vosotros, a mi parecer, comprometeréis y hasta obligareis a vuestros poetas a usar este
mismo lenguaje para la instrucción de vuestra juventud y a ajustar a él sus ritmos y sus armonías.
Atended: yo os declaro terminantemente, que lo que es un mal en la idea del vulgo, es un bien para
los hombres malos, y sólo es un mal para los justos; y por el contrario, que lo que se reputa bien,
sólo lo es para los buenos y es un mal para los malvados; ¿estamos vosotros y yo de acuerdo sobre
todo esto?
CLINIAS. —A mi parecer lo estamos en unos puntos y en otros no.
ATENIENSE. —¿Será posible que no consiga convenceros de que la salud, la riqueza, una
autoridad ilimitada por su extensión y duración, aun cuando se añada a esto un vigor extraordinario,
el valor, y por encima de todo la inmortalidad, con exclusión de lo que se tiene comúnmente por
males, lejos de contribuir a la felicidad de la vida, harían por el contrario soberanamente desgraciado
al hombre que diera abrigo al mismo tiempo en su alma a la injusticia y al desorden?
CLINIAS. —Has adivinado exactamente.
ATENIENSE. —Sea así. ¿Pero de qué medio me valdré para convenceros? ¿No os parece, que
este hombre a quien concedo la belleza, la fuerza del cuerpo, las riquezas, el valor, un poder
ilimitado y de por vida para hacer todo lo que desea, si de otro lado es injusto y está entregado al
desorden, hace necesariamente una vida vergonzosa? ¿Quizá me concederéis esto?
CLINIAS. —Desde luego.
ATENIENSE. —¿Y por consiguiente que su vida es mala?
CLINIAS. —Un poco menos.
ATENIENSE. —¿Y por tanto, una vida desagradable y penosa para él?
CLINIAS. —En este punto ¿cómo quieres que convengamos?
ATENIENSE. ¿Cómo? Ojalá algún dios quiera ponernos de acuerdo, porque al presente no lo
estamos. A mí, querido Clinias, la cosa me parece tan evidente, como es evidente que Creta es una
isla; y si fuese legislador, nada omitiría para obligar a los poetas y a mis conciudadanos a hablar del
mismo modo; y no hallaría penas bastante grandes para castigar al que se atreviese a decir que hay
hombres malos que viven dichosos, y que lo útil es una cosa y lo justo otra; e inspiraría a mis
conciudadanos sobre otros mil objetos ideas bien distantes, a mi parecer, de las de los cretenses, de
los lacedemonios y del resto de los hombres. Permitidme, ¡oh vosotros, los mejores de los hombres!
En nombre de Júpiter y de Apolo, que consulte aquí esos mismos dioses que son vuestros
legisladores, y que les pregunte si no es la más dichosa de las condiciones la del hombre justo; o si es
preciso distinguir dos clases de condiciones, siendo lo propio de la una el placer y lo propio de la
otra la justicia. Si nos responden que son dos condiciones diferentes, volveremos a preguntarles, para
proceder como es debido, cuál de las dos es preferible; si nos dicen que la que corresponde al placer,
entonces sostengo que esta respuesta es absurda en sus labios. Pero guardémonos de suponer en los
dioses semejante lenguaje, y pongámoslo en boca de nuestros padres y de nuestros legisladores.
Supongamos también, que las preguntas, que acabo de hacer, se dirigen únicamente al legislador y
que es este el que nos ha respondido, que la vida más voluptuosa es la más feliz. Padre mío, le diría
yo, tú no quieres que yo pase la vida más dichosa, puesto que no has cesado de exhortarme para que
viva en la práctica de la justicia. El que sentase un principio semejante, sea legislador, sea padre, se
pondría a mi juicio en la más evidente contradicción consigo mismo. Por otra parte, si conviniese en
que la perfecta felicidad va unida a la justicia perfecta, cualquiera podría preguntarle qué es lo que la
ley encuentra de bello y de bueno en la justicia, que la hace preferir al placer. En efecto, se diría: si el
placer no entra para nada en la condición del justo, ¿qué bien le queda? ¡Qué, la estimación de los
hombres y de los dioses será buena y bella, pero incapaz de producir placer alguno! ¿Y la infamia
habrá de tener las cualidades opuestas? Divino legislador, esto no es posible, diríamos nosotros.
¿Puede ser bello y bueno y al mismo tiempo penoso el no cometer ni sufrir injusticias? ¿Y hay, por el
contrario, placer en la condición opuesta, aunque mala y vergonzosa?
CLINIAS. —¿Cómo puede ser eso?
ATENIENSE. —El razonamiento que no separa lo agradable de lo justo, de lo bueno y de lo
bello, tiene por lo menos la ventaja de que mueve a los que lo escuchan a abrazar la justicia y la
virtud; y el legislador no puede usar otro lenguaje sin cubrirse de vergüenza y sin contradecirse,
porque nunca se avendrá nadie espontáneamente a abrazar un género de vida, que debe procurarle
menos placer que pena. Ahora bien, lo que sólo se ve en lontananza da vértigos a casi todo el mundo,
especialmente a los jóvenes; y así el cuidado del legislador deberá consistir en disipar las nubes que
puedan ofuscar el espíritu de los ciudadanos, y valerse de todos los medios prácticos, de los elogios
y de las razones más eficaces, para convencerles de que la justicia y la injusticia estén, por decirlo
así, representadas en dos cuadros colocados el uno frente al otro; que el hombre injusto y malo,
fijando sus miradas en estos dos cuadros, encontrará el de la injusticia encantador y él de la justicia
insoportable, mientras que el justo, mirándolos a su vez, formará un juicio completamente opuesto.
CLINIAS. —Así debe de ser.
ATENIENSE. —De estos dos juicios ¿cuál es el más conforme a la verdad, el del alma depravada
o el del alma sana?
CLINIAS. —Es evidente que el segundo.
ATENIENSE. —También ea evidente, que la condición del injusto, además de ser más vergonzosa
y más criminal, es en realidad más mala que la del hombre justo y piadoso.
CLINIAS. —Así parece ser por lo que dices.
ATENIENSE. —Y aun cuando no fuese esto tan cierto como la razón nos lo acaba de demostrar,
si un legislador, aun suponiéndole poco hábil, se ha creído algunas veces autorizado para engañar a
los jóvenes por su bien, ¿hubo jamás una mentira más útil que ésta y más propia para encaminarlos
naturalmente y sin coacción a la práctica de la virtud?
CLINIAS. —Extranjero, nada más bello ni más sólido que la verdad, pero me parece difícil
hacerla penetrar en los espíritus.
ATENIENSE. —Podrá ser así. Sin embargo, se ha conseguido hacer que las gentes crean en la
fábula de Sidonio Cadmo,[6] a pensar de ser absurda, y en otras mil semejantes.
CLINIAS. —¿Qué fábula?
ATENIENSE. —La que refiere que de los dientes de una serpiente echados en la tierra salieron
hombres armados. Ésta es una prueba bien patente para todo legislador de que no hay cosa de que no
pueda persuadir a la juventud. Lo único de que debe ocuparse es de encontrar el punto respecto del
cuál importa más a la felicidad de los ciudadanos que estos estén convencidos plenamente; y cuando
le haya encontrado, idear los medios oportunos para que sobre este punto usen un lenguaje uniforme
en todo tiempo y en todas ocasiones, en sus cantos, en sus discursos y en sus fábulas. Si en este
respecto vuestro dictamen es contrario al mío, ninguna pena tendré en que rebatáis mis razones.
CLINIAS. —No creo que podamos ni uno ni otro oponer nada que sea razonable.
ATENIENSE. —Vuelvo a tomar el hilo de mi discurso, y digo, que el objeto de todos los coros,
que son de tres especies, debe de ser encantar en cierta manera el alma de los niños mientras es tierna
y dócil, repitiéndoles sin cesar las bellas máximas que acabamos de exponer, y muchas más que
podrían añadirse. Pero reduciéndolas a un solo punto, les diremos que la vida más justa es igualmente
la más dichosa a juicio de los dioses; y no sólo diremos la verdad, sino que este razonamiento, mejor
que ninguno otro, entrará fácilmente en el espíritu de aquellos a quienes nos importa convencer.
CLINIAS. —No se puede menos de convenir en lo que dices.
ATENIENSE. —Lo mejor que debemos de hacer es establecer en primer lugar el coro de las
Musas, compuesto de niños que cantarán estás máximas con singular esmero ante el público y ante
todos los ciudadanos. A éste seguirá el segundo coro, compuesto de jóvenes que no pasen de treinta
años, los cuales tomarán a Apolo por testigo de la verdad de estas máximas, suplicándole que les sea
propicio, y que se las grabe profundamente en su alma. Un tercer coro, compuesto de hombres
formales desde treinta basta sesenta años, cantará también las mismas cosas. Para los que hayan
pasado de esta edad, como les cuadra mal el canto, es preciso encomendarles la tarea de componer
sobre los mismos objetos fábulas, que se inspiren en oráculos divinos.
CLINIAS. —¿Cuál es, extranjero, esa tercera especie de coro? No comprendemos bien la
significación que quieres darle.
ATENIENSE. —Sin embargo, ese es el fin de todo lo que hemos dicho hasta ahora.
CLINIAS. —Tampoco te comprendemos; trata de explicarnos más claramente tu pensamiento.
ATENIENSE. —Dijimos, si os acordáis, al principio de esta conversación, que la juventud,
naturalmente viva y ardiente, no podía tener en reposo ni el cuerpo ni la lengua; que gritaba y saltaba
continuamente sin regla ni método; que a excepción del hombre, los demás animales no tenían
ninguna idea del orden, que debe regular los movimientos del cuerpo y los de la voz; que con
relación a los movimientos del cuerpo, este orden se llama medida; que respecto de la voz, se daba a
la combinación de tonos graves y agudos el nombre de armonía; y el de corea[7] a la unión del canto
y de la danza. Los dioses, dijimos, movidos de compasión por nosotros, enviaron las Musas y a
Apolo, para que tomarán parte en nuestras fiestas y las presidieran. También contamos con Baco; ¿lo
recordáis?
CLINIAS. —Hemos procurado no olvidarlo.
ATENIENSE. —Lo que pertenece a los primeros coros, el de las Musas y el de Apolo, ya ha sido
explicado. Sólo nos resta hablar del tercero, que no puede ser otro que el de Baco.
CLINIAS. —¿Cómo es eso, si gustas decírnoslo? La idea de un coro de ancianos, consagrado a
Baco, es tan singular, que el espíritu al pronto no puede acostumbrarse a ella. ¡Qué!, ¿se compondrá,
en efecto, este coro de gentes que tendrán desde treinta años y aun cincuenta basta sesenta?
ATENIENSE. —Sí, pero es preciso entrar en algunas explicaciones sobre la manera como debe
ordenarse esto, para que sea digno de aplauso.
CLINIAS. —Veámoslo.
ATENIENSE. —¿Estáis de acuerdo conmigo sobre lo que dijimos antes?
CLINIAS. —¿Sobre qué?
ATENIENSE. —Que era preciso, que cada ciudadano, sin distinción de edad, de sexo, ni de
condición, en una palabra, que todo el Estado en cuerpo se repitiese sin cesar a sí mismo las máximas
de que hemos hablado, y que en ciertos conceptos variase y diversificase sus cantos de tantas
maneras, que no diera lugar al cansancio, y que se encontrase en ellos siempre motivo de nuevos
placeres.
MEGILO. ¿Quién no ha de convenir en que eso sería lo mejor?
ATENIENSE. —¿Y en qué ocasión la parte más excelente de los ciudadanos, aquella a que la edad
y la sabiduría dan mayor autoridad, podrá, cantando las mejores máximas, contribuir más que
ninguna otra al bien general del Estado? ¡Qué! ¿Seremos nosotros tan indiscretos, que vayamos a
despreciar las ventajas de estos cantos tan bellos y tan útiles?
CLINIAS. —Por lo que tú dices, no es posible despreciarlos.
ATENIENSE. —¿Y cuál será el medio de ejecución más conveniente? Observad si será el que voy
a proponer.
CLINIAS. —¿Cuál? .
ATENIENSE. —¿No es cierto que a medida que se hace uno viejo, se va disgustando del canto, y
que no se presta a cantar sino con mucha repugnancia, y que cuando se ve precisado a ello, cuanto
más ancianos y virtuosos somos tanto más bochornoso nos parece?
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Con mucha más razón un anciano de esta condición se ruborizaría si hubiese de
cantar, saliendo a las tablas en un teatro, en presencia de la muchedumbre; sobre todo, si para dar más
fuerza y extensión a su voz, se le sometiese al régimen y a la abstinencia de los coros, que disputan y
aspiran a la victoria. Es claro, que en este caso cantaría con una repugnancia, un disgusto, y un rubor
extremos.
CLINIAS. —No es dudoso.
ATENIENSE. —¿Cómo nos arreglaremos, pues, para hacer que canten de buena voluntad? ¿No
prohibiremos, por lo pronto, por una ley el uso del vino a los jóvenes hasta la edad de diez y ocho
años, haciéndoles comprender que no es conveniente añadir fuego al fuego que ya devora su cuerpo
y su alma antes de la edad del trabajo y de las fatigas, temerosos de la exaltación que es natural en la
juventud? Les permitiremos después, que beban moderadamente hasta los treinta años, ordenándoles
que se abstengan de toda clase de libertinaje y de todo exceso. Cuando toquen en los cuarenta años,
será cuando podrán entregarse al goce de los banquetes e invitar a Baco, para que venga con los
demás dioses a tomar parte en sus fiestas y en sus orgías, trayendo consigo ese divino licor, que es el
presente que ha hecho a los hombres como un remedio para dulcificar la austeridad de la ancianidad,
restituirle el vigor de los primeros años, disipar sus pesares, ablandar la dureza de sus costumbres,
como el fuego ablanda el hierro, y darle un no sé qué de soltura y flexibilidad. Enardecidos con este
licor nuestros ancianos, ¿no se prestarán con más alegría y con menos repugnancia a cantar, y
empleando la expresión que hemos usado con frecuencia, a encantar, no en presencia de muchas
personas ni de extranjeros, sino delante de unos cuantos amigos?
CLINIAS. —Sin contradicción.
ATENIENSE. —Este medio de que nos valemos para inclinarlos a mezclar su canto con el de los
demás, no tiene nada que choque con el bien parecer.
CLINIAS. —Absolutamente nada.
ATENIENSE. —¿Pero qué canto pondremos en su boca? ¿Cuál será su musa? ¿No es evidente,
que también en esto deben observarse las reglas de la conveniencia, atendida su edad?
CLINIAS. Seguramente.
ATENIENSE. —¿Cuál es pues la música que conviene a hombres divinos? ¿Será la de los coros?
CLINIAS. —Sería muy sensible, así para nosotros los cretenses como pata los lacedemonios,
emplear en esta ocasión otros cantos, que los que se han enseñado en los coros y a los que estamos
acostumbrados.
ATENIENSE. —Así debe de ser, porque, en efecto, vosotros jamás os habéis encontrado en el
caso de hacer caso del más precioso de los cantos. Según vuestra organización, os parecéis, más que
a ciudadanos que habitan una ciudad, a soldados acampados en tiendas. Vuestra juventud se asemeja a
una piara de potros, que se lleva a pastar a una pradería al cuidado de un guarda común. Los padres
no tienen entre vosotros derecho para separar a su hijo de la compañía de los demás, a pesar de su
carácter bravío y salvaje, ni para educarle en la casa paterna, encomendarle a un ayo particular,
dirigirle acariciándole, suavizándole y usando de los demás medios propios para la educación de
hijos. De esta manera no sólo se haría buen soldado, sino también un buen ciudadano capaz de
administrar los negocios públicos, y un guerrero mejor, según hemos dicho, que el guerrero de
Tirteo, y que miraría la fuerza, no como la principal parte de la virtud, sino como la cuarta siempre y
en todas ocasiones, así respecto de los particulares como del Estado.
CLINIAS. —Extranjero, no sé por qué rebajas otra vez a nuestros legisladores.
ATENIENSE. Si es que lo hago, mi querido Clinias, no es con intención. Pero deja a un lado ese
cargo, créeme; y sigamos a la razón a donde quiera que ella nos conduzca. Si efectivamente
descubrimos una música más perfecta que la de los coros y de los teatros públicos, hagamos por
proporcionarla a aquellos, que, en nuestra opinión, repugnan la otra y desean servirse sólo de la
mejor.
CLINIAS. —Así debemos de hacerlo.
ATENIENSE. —En todo aquello que va acompañado de algún placer ¿no es una necesidad, o que
este placer sea la única cosa que lo haga digno de nuestra solicitación, o que haya además alguna
razón de bondad intrínseca o de utilidad? Por ejemplo, el comer, el beber y todo alimento en general,
tienen una cierta dulzura que es inseparable de ellos y que llamamos placer; pero su bondad
intrínseca y su utilidad consisten en lo que tienen de saludable para el cuerpo.
CLINIAS. —Convengo en ello.
ATENIENSE. —La ciencia tiene también su atractivo y su placer; en cuanto a su bondad, a su
utilidad, a su belleza, todas estas cualidades las debe a la verdad.
CLINIAS. —Así es.
ATENIENSE. —¡Pero qué!, ¿las artes de imitación no proporcionan placer mediante la
reproducción de la realidad? Y a la impresión causada por esta reproducción, cuando se verifica, ¿no
hay razón para llamarla agradable?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Sin embargo, la bondad intrínseca de las obras de estas artes no dependen del
placer que causan, sino, para decirlo con una palabra, de la relación de igualdad y de semejanza que
hay entre la imitación y la cosa imitada.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —El placer no es, por tanto, una regla segura de estimación, sino respecto de las
cosas que no tienen por objeto la utilidad, ni la verdad, ni la semejanza, y que por otra parte no
producen de suyo ningún daño, sino que sólo se intenta procurárselas en vista de este gusto que
acompaña algunas teces a la utilidad, a la verdad y a la semejanza, y que puede llamarse muy bien
placer, cuando nada de lo dicho va unido a aquel.
CLINIAS. —Tú sólo hablas del placer que no tiene nada de perjudicial.
ATENIENSE. Sí, y le doy el nombre de diversión, cuando por otra parte no va seguido de ningún
mal ni de ningún bien de consideración.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —¿No debe inferirse de estos principios, que ni al placer ni a ninguna opinión
fundada en sólo la apariencia pertenece juzgar de las artes, que consisten en la imitación y en las
relaciones de igualdad? Porque la igualdad y la proporción no se fundan, ni en el juicio que de ellas
forman los sentidos, ni en el placer que pueden proporcionar, sino principalmente en la verdad, y casi
en ninguna otra cosa más.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Y qué es la música sino un arte de representación y de imitación?
CLINIAS. —Completamente.
ATENIENSE. —No debe, pues, darse oídos a los que dicen, que se debe juzgar de la música por el
placer; ni debemos considerar digna de nuestras indagaciones la que tenga sólo este objeto, sino la
que es en sí misma conforme a lo bello.
CLINIAS. —Eso es muy cierto.
ATENIENSE. —Y así nuestros ancianos, que andan en busca de la más perfecta música, no estarán
por la que es más agradable, sino por la que sea más exacta, y la exactitud de la imitación consiste
efectivamente, como hemos dicho, en la perfecta representación de la cosa imitada.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Y todo el mundo viene a convenir en que las obras de la música no son más que
imitaciones y representaciones. ¿No estarán sobre este punto fácilmente de acuerdo los poetas, los
espectadores y los actores?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Por consiguiente; para no engañarse en el juicio que se forme de cada una de
estas obras, es preciso conocer lo que expresan; porque si no se conoce la cosa misma que se quiere
traducir y representar, no es posible juzgar bien si se ha conseguido su objeto o si adolece de algún
defecto de imitación.
CLINIAS. —¿Cómo ha de ser posible?
ATENIENSE. Si no se puede juzgar de la exactitud y de la verdad de una obra, ¿cómo se podrá
juzgar de su belleza? No me explico con bastante claridad, y quizá me haré entender mejor de esta
otra manera.
CLINIAS. —¿De qué manera? Dínoslo si gustas.
ATENIENSE. —Hay un número infinito de imitaciones que se dirigen a la vista.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Si no se conocen en manera alguna los objetos que han servido de modelo el
artista, ¿se puede juzgar bien la exactitud de su trabajo, si ha guardado las debidas proporciones, si
cada parte ocupa el lugar que debe, y lo mismo con respecto A los colores y figuras; o si acaso todas
estas circunstancias han faltado y aparece todo confundido? ¿Concebís que se pueda formular un
juicio, si no se tiene ninguna idea del objeto, que el artista se ha propuesto imitar?
CLINIAS. —¿Cómo ha de poderse?
ATENIENSE. —Pero cuando se sabe que el objeto, que ha querido representar con la tela o con el
mármol, es un hombre cuyas partes ha dibujado fielmente con el color y la forma oportunos, ¿no es
una necesidad, que con estos conocimientos se halle cualquiera en estado de juzgar de una ojeada si
la obra está bien acabada o le falta algo?
CLINIAS. —En este caso todos seríamos entendidos en pintura.
ATENIENSE. —Tienes razón. En general, con respecto a toda imitación sea en pintura, sea en
música o en cualquiera otro género, ¿no es preciso, para formar un juicio sano, conocer estas tres
cosas: en primer lugar, el objeto imitado; en segundo, si la imitación es fiel; y por último, si es bella,
sea en razón de las palabras, o de la melodía; o de la medida?
CLINIAS. —Me parece que sí.
ATENIENSE. —Veamos, pues, en dónde está la dificultad de juzgar bien con relación a la música,
y no nos desanimemos. Como de todas las imitaciones es la más elevada, es por lo mismo la que
exige más cuidado y atención. El error en esta materia sería muy funesto, porque trasciende a las
costumbres, y al mismo tiempo es muy difícil percibirle, porque los poetas no pueden ser tan hábiles
en su arte como las Musas mismas. Nunca las Musas se separarán de lo verdadero, hasta el punto de
adaptar a palabras formadas para hombres, figuras y melodías que sólo pueden convenir a mujeres; o
de unir a compases propios de esclavos y de personas viles, aires y figuras convenientes sólo a
hombres libres; o, en fin, de acomodar a figuras y compases llenos de nobleza melodías o palabras
que sólo respiran bajeza. Jamás las Musas serán capaces de mezclar gritos de animales, voces
humanas y sonidos de instrumentos, ni emplear esta confusión de toda clase de sonidos para expresar
una sola cosa; mientras que nuestros poetas, los humanos, al confundir y mezclar todas estas cosas
sin gusto y sin principios, merecerían la befa de todos aquellos, que, como dice Orfeo, han recibido
de la naturaleza el sentimiento de la armonía. Nuestros poetas añaden a esta confusión el defecto
contrario; si tocan el laúd o la flauta, tan pronto presentan compases, figuras y versos sin melodía,
como compases y melodías sin acompañamiento de palabras. De aquí resulta que es muy difícil
adivinar lo que significan estos compases y estas melodías desnudas de palabras, ni a qué género de
imitación un tanto razonable se parecen. Por el contrario, no pueden menos de reconocerse que en
todo esto hay una falta completa de gusto, sobre todo en esa afectación de acumular sonidos
parecidos a gritos de animales con una extrema rapidez y sin detenerse; no puede ser sino resultado
de una manía bárbara y de un verdadero charlatanismo ese empeño de tocar el laúd y la flauta para
otra cosa que para acompañar la danza y el canto. He aquí lo que yo tenía que decir. Por lo demás no
examinaremos ahora el género de música, que no conviene a nuestros conciudadanos de treinta a
cincuenta años, sino que examinaremos el que es propio de ellos; y lo que me parece resultar de esta
conversaciones que los ancianos quincuagenarios, que se hallen en disposición de cantar, deben de
estar mucho más instruidos que ningún otro en todo lo relativo a la música de los coros, porque
tienen necesidad de discurrir y sentir con la más extrema delicadeza todas las especies de medidas y
de armonías, pues que sin esto ¿cómo podrían conocer la precisión de una melodía, cuándo se
necesita del dórico y cuándo no, y si el compás acomodado por el músico a la melodía es el debido o
no?
CLINIAS. —Es evidente que sin eso no se podría hacerlo.
ATENIENSE. —En verdad, la mayor parte de los espectadores son muy ridículos, si se imaginan,
que son capaces de juzgar si un aire está bien o mal compuesto, sea en cuanto al compás, sea en
cuanto a la armonía, porque han aprendido a la fuerza a cantar y a bailar; siendo así que, como esto
lo hacen por rutina y sin principios, no pueden llegar a comprender, que toda melodía es buena,
cuando tiene el carácter que le es propio; y que tan pronto como lo pierde, es defectuosa.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Y qué, ¿el que no conoce la naturaleza de una cosa, podrá jamás en este concepto
juzgar de su bondad?
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —Todo esto nos demuestra, que es preciso que los que nosotros invitamos a cantar,
y a quienes, a este fin hacemos una suave violencia, sean por lo menos bastante hábiles en esta parte,
para poder seguir las cadencias de los compases y los diferentes tonos de una melodía, a fin de que,
conociendo todas las especies de armonías y de compases, sean capaces de escoger los más
proporcionados a su edad y a su carácter; y que así, prestándose a cantar de buena voluntad,
experimenten ellos mismos un placer inocente, y enseñen con su ejemplo a la juventud a abrazar todo
lo que es a propósito en este género para formar las costumbres. Si poseen la habilidad, que aquí
suponemos, tendrán necesariamente luces superiores a las que da la educación común y a las de los
poetas mismos; porque no es necesario, que el poeta conozca si su imitación es bella o no, que es el
tercer punto; pero de lo que no puede dispensarse es de poseer los otros dos, que corresponden al
compás y a la armonía; mientras que nuestros ancianos deben tener un conocimiento igual de los tres
puntos en cuestión, a fin de poder escoger lo más excelente y lo que más se aproxime a ello. De otra
manera nunca serán capaces de inspirar a los jóvenes el encanto de la virtud. Ya hemos explicado,
hasta donde nos ha sido posible y según nos propusimos en un principio, los medios de remediar los
inconvenientes del coro de Baco. Veamos silo hemos conseguido. Necesariamente en una asamblea
semejante ha de reinar el tumulto, que se ha de aumentar a medida que se continúe bebiendo;
inconveniente que desde el principio nos ha parecido inevitable en los banquetes de nuestros días,
visto lo que en ellos pasa.
CLINIAS. —Es inevitable, en efecto.
ATENIENSE. —En tales momentos se encuentra uno más vivo, más alegre, más libre y más
atrevido que de ordinario; no se escucha a nadie; y se cree uno capaz de gobernarse a sí mismo y a
los demás.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Entonces es, dijimos, cuando las almas de los bebedores, enardecidas por el vino,
como el hierro se calienta al fuego, se hacen más blandas y en cierta manera más jóvenes; de modo
que podrían hacerse tan dóciles y tan flexibles como las de los jóvenes en manos de un hombre que
tenga la autoridad y la capacidad necesarias para dirigirlas y formarlas. Este hombre hace
precisamente el mismo papel que el buen legislador. El resultado de sus leyes, en punto a banquetes,
debe de ser que este bebedor, lleno de confianza y de atrevimiento, que lleva la impudencia más allá
de los limites regulares, y que es incapaz de someterse al orden, de hablar, de callar, de beber y de
cantar cuando le toque el turno, pase a un estado completamente opuesto. Es preciso que tales leyes se
insinúen mañosamente en su cora2on, para oponer a la invasión de la impudencia, el más precioso de
los temores, ese temor divino a que hemos dado los nombres de vergüenza y de pudor.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —También es indispensable que estas mismas leyes tengan por guardianes y
cooperadores a hombres, que siendo enemigos del tumulto y amigos de la sobriedad, presidan a la
cuadrilla de bebedores; porque sin tales jefes es más difícil combatir la embriaguez que derrotar al
enemigo que combate sin un general que tenga sangre fría. Es preciso, en fin, que resulte igual, y si
se quiere, mayor deshonra de desobedecer a estos jefes y representantes del dios Baco, que serán
ancianos de más de sesenta años, que de desobedecer a los representantes de Marte.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Si todo pasase de esta suerte en los banquetes y en las reuniones festivas; si los
bebedores se conformasen enlodo a las leyes y a la voluntad de los que son sobrios, ¿no es cierto que
los concurrentes sacarían de ello grandes ventajas, y que en lugar de salir de los banquetes, como hoy
sucede, enemigos los unos de los otros, se separarían siendo más amigos que lo eran antes?
CLINIAS. —Convengo en ello, con tal que llegue día en que se observen las disposiciones que
acabas de exponer.
ATENIENSE. —No condenemos, pues, sin restricción este uso de los presentes de Baco, como si
fuese una cosa absolutamente mala y que debiese proscribirse de todos los Estados. Podría hasta
decirse mucho en su favor, y yo no me atrevería a descubrir a la multitud el mayor bien, que este dios
proporciona a los hombres, porque los más se forman de él una idea poco exacta y toman en mal
sentido lo que se les dice.
CLINIAS. —¿De qué se trata?
ATENIENSE. —Es común opinión y rumor vulgar que Juno, madrastra de Baco, le arrancó el
sentido y la razón; y que éste, para vengarse de ella, inventó las orgías y todos los bailes
extravagantes, y que con este objeto nos hizo el presente del vino. Por lo que a mí hace abandono este
lenguaje a los que creen poder contar con segundad tales cosas de los dioses. Lo que sées que ningún
hombre viene al mundo con toda la razón que habrá de tener el día en que haya llegado a la edad
madura; que entre tanto no ha adquirido aún todo el conocimiento que conviene a su naturaleza, que
vive en una especie de demencia, que grita sin regla y salta lo mismo, tan pronto como se pone en
movimiento. Recordemos que, según dijimos, de aquí proceden la música y la gimnasia.
CLINIAS. —Ya lo recordamos.
ATENIENSE. Y que de aquí nació el haberse formado los hombres la idea del compás y de la
armonía bajo los auspicios de Apolo, de las Musas y de Baco.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Según las preocupaciones vulgares, el vino fue dado a H los hombres a
consecuencia de una venganza de Baco, para turbar su razón; pero las presentes reflexiones prueban,
por el contrario, que los hombres le han recibido como un especifico, cuya virtud consiste en
inspirar el pudor al alma y mantener la salud y las fuerzas del cuerpo.
CLINIAS. —Extranjero, he ahí un resumen exacto de lo que se dijo anteriormente.
ATENIENSE. —Hemos explicado una mitad de lo que constituye la corea; ¿explicaremos la otra
mitad o la dejaremos?
CLINIAS. —¿Cuál es esa otra mitad, y cómo haces esa división?
ATENIENSE. —El arte de los coros o la corea, tomada en su conjunto, abraza, en mi opinión, la
educación también toda y entera. Una de sus partes comprende el compás y la armonía, que sirven
para arreglar la voz.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —La otra parte, cuyo objeto es el movimiento del cuerpo, tiene de común con el
movimiento de la voz el compás, y tiene de propio la figura, como el movimiento de la voz tiene de
propio la melodía.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Se ha dado, no se sabe por qué razón, nombre de música al arte que, regulando la
voz, llega hasta el alma y le inspira el gusto por la virtud.
CLINIAS. —Se ha hecho bien en nombrarla así.
ATENIENSE. —En cuanto a los movimientos del cuerpo, cuya combinación constituye lo que
llamamos el baile, cuando tienen por objeto el perfeccionamiento de aquel, llamamos gimnasia al
arte que a esto preside.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Decía, pues, y lo repito, que hemos tratado lo bastante, de esta mitad de la corea
que se llama música. Con respecto a la otra mitad, ¿deberemos hablar de ella? Ved lo que hemos de
hacer.
CLINIAS. —¿Qué crees, extranjero, que deberán responder a una pregunta semejante cretenses y
lacedemonios, cuando, después de haber conversado por extenso sobre la música, no se les ha dicho
aún nada de la gimnasia?
ATENIENSE. —Al interrogarme de esa suerte, lo que haces es responderme claramente, y veo
que tu pregunta no sólo es una respuesta a la mia, sino también un mandato para que hable de
gimnasia.
CLINIAS. —Has penetrado perfectamente mi intención y te suplico que la tomes en cuenta.
ATENIENSE. —Lo haré con tanto más gusto, cuanto que siendo una materia que conocéis
vosotros como yo, tendré menos dificultad en hacerme entender, porque vosotros tenéis más
experiencia de la gimnasia que de la música.
CLINIAS. —Dices verdad.
ATENIENSE. —Esta diversión es debida a la naturaleza, que enseña a todo animal a saltar cuando
es joven. Sólo el hombre, entre todos los animales, teniendo, como hemos dicho, la idea del compás,
se ha servido de ella para inventar y, crear el baile. Despertando después en él la melodía el recuerdo
y el sentimiento del compás, de la unión de ambos se ha formado la corea con todas las
combinaciones de este género.
CLINIAS. —Es muy cierto.
ATENIENSE. —Ya hemos explicado una de estas cosas; y en lo que sigue trataremos de explicar
la otra.
CLINIAS. —Sea así.
ATENIENSE. —Pero antes de pasar adelante, dictemos, si os parece bien, una disposición final
sobre el uso de los banquetes.
CLINIAS. —¿Qué disposición? Dínoslo, si gustas.
ATENIENSE. —En todo Estado, en que, considerando como objeto de grande importancia el uso
de los banquetes, se conduzcan todos conforme a las leyes y reglas que hemos prescrito; en que se
ejercite y aprenda la templanza; y en que se permita de la misma manera y con las mismas
limitaciones el uso de los demás placeres, para acostumbrarse a vencerlos; en un Estado, repito, en
que se observe una práctica semejante, no puede menos de ser tal uso autorizado. Pero si sólo se
consideran los banquetes como una diversión; si es permitido a cada cual beber cuanto quiera y con
los que quiera, sin guardar otra regla que su capricho, jamás autorizaré con mi voto el uso de
banquetes ya se trate de particulares ya de Estados, que se bailen en tales condiciones; por el
contrario, preferiría en este caso a lo que se practica en Creta y en Lacedemonia, la ley establecida
entre los cartagineses, ley que prohíbe el vino a todos los que llevan las armas, y les obliga a no
beber más que agua todo el tiempo que dure la guerra; y que dentro de murallas impone la misma
prohibición a los esclavos de ambos sexos, a los magistrados durante el año que desempeñan su
encargo, a los pilotos y a los jueces que están en el ejercicio de sus funciones, y a todos aquellos que
deben asistir a una asamblea para deliberar sobre algún objeto importante; prohibiendo además a
todos el beber durante el día, a no ser los enfermos y los que tengan que reparar sus fuerzas, y a los
casados durante la noche, cuando traten de engendrar hijos. Y aún podrían señalarse otras mil
circunstancias, en que el buen sentido y las leyes deben prohibir el uso del vino. En tal caso, se
necesitarían pocos viñedos en una ciudad, por grande que se la suponga; y en la distribución de
tierras para el cultivo de las demás semillas y de todo lo que sirve para las necesidades de la vida, la
parte destinada a viñedo sería la más pequeña. Tal es la disposición con que quería terminar nuestra
conversación sobre este punto.
CLINIAS. —Muy bien.
Libro III de Las Leyes

ATENIENSE. —Basta ya sobre este asunto, y ahora indaguemos el origen de los gobiernos; y
para descubrirle ¿no os parece el medio más fácil y más seguro el siguiente?
CLINIAS. —¿Cuál?
ATENIENSE. —El que debe seguirse cuando se intenta examinar los diversos cambios, que
sucesivamente han sobrevenido en los Estados, sea para bien o para mal.
CLINIAS. —Y bien, ¿cuál es?
ATENIENSE. —Consiste, a mi juicio, en remontarse al origen de los tiempos casi infinitos que
han pasado y a las revoluciones que han tenido lugar en tan largo trascurso.
CLINIAS. —¿Qué quieres decir?
ATENIENSE. —Dime: ¿serías capaz de computar el tiempo que hace que se fundaron las primeras
sociedades, y que viven los hombres bajo la protección de las leyes?
CLINIAS. —No es en modo alguno fácil.
ATENIENSE. —Es indudablemente una época muy remota, que se pierde en el infinito.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿No es cierto que desde entonces se ha formado un número prodigioso de
Estados, mientras que otros tantos han sido completamente destruidos? Y mientras subsistieron ¿no
han cambiado muchas veces de gobierno? ¿No han tenido periodos de engrandecimiento y de
decadencia? ¿Las costumbres no han pasado sucesivamente de la virtud al vicio y del vicio a la
virtud?
CLINIAS. —Todo eso ha debido suceder necesariamente.
ATENIENSE. —Tratemos de descubrir, si es posible, la causa de todas estas vicisitudes; quizá ella
nos patentice la formación y el desarrollo de los gobiernos.
CLINIAS. —Tienes razón; dinos lo que piensas sobre este punto, y por nuestra parte haremos un
esfuerzo para seguirte.
ATENIENSE. —¿Dais crédito a lo que dicen las antiguas tradiciones?
CLINIAS. —¿Qué dicen?
ATENIENSE. —Que el género humano ha sido destruido muchas veces por diluvios,
enfermedades y otros accidentes semejantes, de que sólo se pudieron salvar muy pocas personas.
CLINIAS. —Es muy probable.
ATENIENSE. —Representémonos alguna de estas catástrofes generales; por ejemplo, la causada
antiguamente por un diluvio.
CLINIAS. —¿Qué idea deberemos formar de él?
ATENIENSE. —Los que escaparon entonces de esta desolación universal, debieron ser habitantes
de las montañas, sobre cuyas cimas se conservaron de esta manera pequeños restos del género
humano.
CLINIAS. —Es claro.
ATENIENSE. —Era una necesidad, que estos montañeses ignorasen completamente las artes y
todas las invenciones, que la ambición y la avaricia habían imaginado en las ciudades, y todos esos
recursos de que los hombres civilizados sé han valido para dañarse los unos a los otros.
CLINIAS. —Así debía de suceder.
ATENIENSE. —Sentemos como una verdad, que todas las ciudades situadas en llanuras y A
orillas del mar fueron enteramente sumergidas y destruidas en tal catástrofe.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿No podremos sostener, que los instrumentos de todos géneros, que todos los
descubrimientos hechos basta entonces en las artes útiles, en la política y en las demás ciencias, que
todo se perdió sin que quedara el menor vestigio?
CLINIAS. —Sin duda; ¿cómo se hubiera inventado después nada nuevo en ningún género, si los
conocimientos humanos hubiesen subsistido en el mismo estado en que se hallan hoy? Los que
sobrevivieron al diluvio no dudaron que antes que ellos habían pasado millares de años, y no pasa de
mil o de dos mil que se han hecho los descubrimientos atribuidos a Dédalo, a Orfeo, a Palamedes, la
invención de la flauta que se debe a Marsias y a Olimpo, la de la lira que pertenece a Anfión y
muchos otros que nacieron, como quien dice, ayer.
ATENIENSE. —¿Sabes, Clinias, que olvidas un hombre que te toca de cerca, y que no es
verdaderamente más que de ayer?
CLINIAS. —¿Hablas de Epiménides?
ATENIENSE. —Sí, del mismo. Según vosotros, ha sobrepujado a los más hábiles en punto a
industria; y como soléis decir vosotros, Epiménides ejecutó lo que Hesíodo no hizo más que
vislumbrar en sus escritos.
CLINIAS. —Sí, así lo decimos.
ATENIENSE. —Tal era la situación de los negocios humanos al salir de esta desolación general;
por todas partes se ofrecía a la vista la imagen de una vasta y horrible soledad; países inmensos se
hallaban inhabitados, y habiendo perecido todos los demás animales no quedó a aquellos hombres
otro recurso para subsistir que algunos rebaños de bueyes y de cabras.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Por lo que hace a la sociedad, al gobierno, a la legislación, que es el objeto de
esta conversación; ¿creéis que conservaran el menor recuerdo?
CLINIAS. —Nada de eso.
ATENIENSE. —De este estado de cosas es de donde resultó lo que vemos hoy, sociedades,
gobiernos, artes, y leyes, muchos vicios y muchas virtudes.
CLINIAS. —¿Cómo? Explícanoslo, te lo suplico.
ATENIENSE. —¿Crees que aquellos hombres, que no conocían por experiencia una infinidad de
bienes y de males producidos en el seno de nuestras sociedades, fuesen completamente buenos o
completamente malos?
CLINIAS. —Tienes razón; comprendemos tu pensamiento.
ATENIENSE. —Con el tiempo, y a medida que nuestra especie se multiplicó, es cómo las cosas
han llegado al punto en que las vemos.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Este cambio, según todas las apariencias, no se verificó de repente, sino poco a
poco y en un gran espacio de tiempo.
CLINIAS. —No ha podido verificarse de otra manera.
ATENIENSE. —En efecto, la memoria del diluvio debía inspirar demasiado temor, para que se
atrevieran a bajar de las montañas a las llanuras.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Siendo tan escaso el número de personas, las entrevistas no debían ser muy
agradables. Por otra parte, ¿cómo era posible comunicarse, perdidas las artes que proporcionan los
medios para ir los unos al punto en que están los otros, por mar o por tierra? Tampoco era posible
que hubiera comercio entre ellos, porque las aguas habían tragado el hierro, el bronce y todas las
minas, y no tenían ningún medio de extraer los metales. También se veían muy embarazados para el
corte de maderas, porque los pocos instrumentos, que pudieron conservarse en las montañas, se
gastaron en poco tiempo, y no pudieron ser reemplazados con otros basta que se hubo inventado de
nuevo la metalurgia.
CLINIAS. —No podía ser de otra manera.
ATENIENSE. —¿Después de cuántas generaciones creéis que se habrá hecho este
descubrimiento?
CLINIAS. —No ha podido ser evidentemente sino al cabo de muchas.
ATENIENSE. —Y así todas las artes, que no pueden prescindir del hierro, del cobre y de los
demás metales, han debido ser ignoradas durante este intervalo, y aun por mucho más tiempo.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Por consiguiente, la discordia y la guerra estaban también desterradas de casi
todos los puntos de la tierra.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —Por lo pronto lo escaso del número de hombres era un motivo para que se
amaran y quisieran. Luego no debían dar ocasión a luchas los alimentos, porque, a excepción de
algunos en los principios, todos tenían en abundancia pastos de donde sacaban principalmente su
subsistencia, y así no les faltaba ni carne ni leche; y además la caza les suministraba manjares
delicados y abundantes. También tenían vestidos para el día y para la noche, cabañas y vasijas de
todas especies, tanto de las que se utilizan cerca del fuego, como de las demás clases, porque no se
necesita del hierro para amasar el barro ni para tejer; y los dioses han querido que estas dos artes
proveyesen a nuestras necesidades en este punto, a fin de que la especie humana, cuando se encontrase
en semejantes apuros, pudiese conservarse y acrecentarse. Contando con tantos medios, su pobreza
no podía ser tan extremada que causara entre ellos querellas. De otro lado, no puede decirse que eran
ricos, puesto que no poseían oro ni plata. Ahora bien; en toda sociedad, en que no se conocen la
opulencia, ni la riqueza, las costumbres deben de ser muy puras, porque ni el libertinaje, ni la
injusticia, ni los celos, ni la envidia pueden tener allí cabida. Serían virtuosos por esto mismo y
también a causa de su extrema sencillez, que no les permitía desconfiar de los discursos que se les
dirigía sobre el vicio y la virtud; por el contrario, les daban el mayor crédito y arreglaban por ellos
buenamente su conducta. Tampoco eran bastante perspicaces para sospechar, como sucede hoy, que
semejantes discursos fuesen embustes, y teniendo por verdadero lo que se les decía tocante a los
dioses y a los hombres, lo convertían en regla de vida. Por esta razón eran por completo tales como
acabo de presentarlos.
CLINIAS. —Somos de tu opinión Megilo y yo.
ATENIENSE. —Podemos, pues, asegurar que durante muchas generaciones los hombres de este
tiempo han debido de ser menos industriosos que los que habían vivido inmediatamente antes del
diluvio y que los que viven ahora; que han sido más ignorantes en una infinidad de artes, en
particular, en el de la guerra y en los combates de mar y tierra, tales como están en uso hoy día; que
no conocían los procesos y las disensiones, que sólo tienen lugar en la sociedad civil, y en los que se
emplean, tanto en las palabras como en las acciones, todos los artificios imaginables para dañarse y
hacerse recíprocamente mil injusticias, sino que eran más sencillos, más valientes, más templados y
más justos en todo. La razón de esto ya la hemos dado.
CLINIAS. —Todo eso es cierto.
ATENIENSE. —Estos pormenores, y los que vamos a añadir, tienden a hacernos conocer cómo
los hombres de aquella época advirtieron que no podían pasar sin leyes y cuál fue su legislador.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. ¿No es cierto que en aquellos tiempos no tenían ninguna necesidad de legislador, y
que no es en tales circunstancias cuando las leyes suelen aparecer? Porque la escritura era
desconocida en aquella época; el uso y lo que se llama tradición oral eran las únicas reglas de la
conducta.
CLINIAS. —Así parece.
ATENIENSE. —En cuanto al gobierno de entonces, he aquí cuál ha debido ser su forma.
CLINIAS. ¿Cuál?
ATENIENSE. —Me parece que los de aquel tiempo no conocían otro gobierno que el patriarcal,
del cual existen aún algunos vestigios en muchos puntos entre los griegos y entre los bárbaros.
Homero dice en cierto pasaje[1] que este gobierno era el de los cíclopes: «No hay entre ellos
deliberaciones en asambleas, ni se administra justicia. Viven en cavernas profundas en las cimas de
las más altas montañas, y allí cada uno da leyes a su mujer y a sus hijos, sin curarse de su vecino».
CLINIAS. —Vuestro país tiene en Homero un poeta admirable. Nosotros hemos recorrido
algunos de sus pasajes muy bellos, pero en corto número; porque los cretenses hacemos poco uso de
las poesías extranjeras.
MEGILO. —Pues nosotros leemos mucho a Homero,[2] y nos parece superior a todos los demás
poetas, aunque en general las costumbres que describe son más bien jónicas que lacedemonias. El
pasaje que citas viene perfectamente en apoyo de tu discurso; el poeta se vale de una fábula, para
presentar el estado primitivo como un estado salvaje.
ATENIENSE. —Es cierto que Homero viene en mi apoyo, y su testimonio puede servirnos para
probar, que hubo en otro tiempo gobiernos de esta clase.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Estos gobiernos ¿no se forman de familias que habitan independientemente y que
se han dispersado a consecuencia de una catástrofe universal? Y el más anciano ¿no es el que tiene la
autoridad por habérsela trasmitido sus padres como una herencia, de suerte que reunidos los demás
en rededor suyo, como pollos alrededor de su madre, forman una sola grey, y viven sometidos al
poder paterno y al más justo de los reinados?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Con el tiempo estas familias, al hacerse más numerosas, se reúnen; la comunidad
se extiende, se dedican a la agricultura, se cultivan al principio las vertientes de las montañas; se
levantan a manera de murallas vallados de espinos, que sirven de recinto y abrigo contra los animales
feroces; y de todo esto se forma una habitación bastante extensa y común a todos.
CLINIAS. —Es natural que las cosas pasen así.
ATENIENSE. —Lo que yo añado, ¿es menos natural?
CLINIAS. —Y ¿qué es lo que vas a añadir?
ATENIENSE. —Formándose estas grandes familias mediante la reunión de las familias
primitivas, cada una de éstas ha debido presentarse con el más anciano a la cabeza en cualidad de jefe.
Además, habiendo vivido hasta entonces separadas las unas de las otras, y habiendo recibido de sus
padres principios diferentes tocante al culto de los dioses y a las relaciones sociales, mostrando éstas
costumbres más suaves, aquellas costumbres más rudas, según el genio de los padres que grababan su
carácter y sus inclinaciones en el corazón de sus hijos y en el de los hijos de sus hijos, debió cada
familia traer sus usos particulares a la gran comunidad.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Y como un resultado necesario, cada una debió preferir sus usos a los de las
demás.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —No me engaño; he aquí que sin pensar hemos llegado al origen de la legislación.
CLINIAS. —Lo creo.
ATENIENSE. —En efecto, como resultado de esta variedad de usos, fue indispensable que las
numerosas familias se reuniesen en común, y que encargasen a algunos de sus miembros el eximen
de los diversos usos particulares. Éstos, después de tomar lo mejor de cada uno de estos usos,
debieron proponerlo a los jefes y directores de las familias, como a otros tantos reyes, y de esta
manera conquistaron el titulo de legisladores. En seguida debieron nombrarse jefes, y el gobierno
patriarcal cedió el puesto a la aristocracia o a la monarquía.
CLINIAS. —El orden de las cosas los habrá conducido como por grados hasta ese punto.
ATENIENSE. —Hablemos aún de una tercera especie de gobierno, que abraza todas las demás y
todos los accidentes a que los Estados están sujetos.
CLINIAS. —¿Cuál es?
ATENIENSE. —La que Homero [3] indica después de la segunda; ved cómo se explica: «Dárdano
construyó una ciudad llamada Dardania. Las murallas sagradas de Ilión, ciudad formada por la
reunión de diferentes pueblos, aún no se habían levantado en la llanura; continuábase viviendo al pie
del monte Ida, de donde nacen tantas fuentes». Estos versos y los que hemos visto sobre los cíclopes
le han sido sin duda inspirados por los dioses, y están completamente conformes con la naturaleza;
porque los poetas son de raza divina, y cuando cantan, las Gracias y las Musas les revelan muchas
veces la verdad.
CLINIAS. —Estoy persuadido de eso.
ATENIENSE. —Examinemos con más atención esta historia de Homero, revestida con una
corteza fabulosa; quizá descubriremos en ella rastros de lo que buscamos. ¿Consentís en ello?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Después que fueron abandonadas las alturas, se construyó a Ilión en una bella y
extensa llanura, sobre una pequeña eminencia, regada por diferentes ríos, que bajaban del monte Ida.
CLINIAS. —Así se cuenta.
ATENIENSE. —¿No crees que esto ha debido suceder muchos siglos después del diluvio?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Era preciso que los hombres de aquella época hubiesen perdido absolutamente el
recuerdo de este terrible suceso, para haberse atrevido a situar su ciudad por bajo de muchos ríos,
que corrían de un punto muy elevado, y para creerse seguros en un terreno tan poco alto.
CLINIAS. —Ninguna prueba mejor de lo lejanos que estaban del tiempo en que pudo tener lugar
ese acontecimiento.
ATENIENSE. —Como el género humano se multiplicaba, se construyeron por entonces otras
muchas ciudades en distintos puntos.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Se puede contar entre ellas las fundadas por los que hicieron una expedición
contra Ilión, y que no temieron hacerla por mar, porque éste ya no causaba espanto y todos los
pueblos navegaban.
CLINIAS. —Parece que sí.
ATENIENSE. —Los aqueos no destruyeron a Troya, sino después de haberla tenido sitiada
durante diez años.
MEGILO. —Es cierto.
ATENIENSE. —Pero durante este largo tiempo que duró el sitio de Troya, sucedió que en la
patria de la mayor parte de los sitiadores tuvieron lugar grandes males, por haberse sublevado los
jóvenes, que habían permanecido allí y que recibieron muy mal a los vencedores, cuando regresaron
a su país y al seno de sus familias; de suerte que por todas partes no se oía hablar de otra cosa, que de
muertes, asesinatos y destierros. Algún tiempo después los desterrados recobraron el poder a mano
armada, y abandonaron el nombre de aqueos, para tomar el de dorios, porque el que se puso a la
cabeza de los desterrados reunidos era Dorio. Por aquí es, por lo menos, por donde comienza vuestra
historia fabulosa; hablo de la de vosotros, los lacedemonios.
MEGILO. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Después de una larga digresión sobre la música y el uso de los banquetes, he aquí
que hemos vuelto, no sé por qué feliz casualidad, a nuestra primera conversación sobre las leyes; y el
discurso nos da ocasión para ir a parar de nuevo, por decirlo así, al gobierno de Lacedemonia, cuja
excelencia tanto alabáis, y al de Creta que se parece mucho al precedente. En la larga digresión que
hemos hecho, nos hemos remontado hasta el origen de los Estados y de las sociedades, hemos
considerado tres diferentes formas de gobierno, nacidas unas de otras, según creemos, y que se han
sucedido a través de tiempos casi infinitos. Ahora aquí tenéis una cuarta forma, que nos ofrece una
ciudad, o más bien, un pueblo, cuya organización primitiva dura aún. Todas las consideraciones que
hemos hecho hasta aquí, nos ayudarán quizá a conocer lo que hay de bueno y de malo en la
constitución de este pueblo; cuáles de sus leyes son conservadoras y cuáles destructoras; y en fin,
mediante qué cambios y qué sustituciones podría llegar a constituir un gobierno perfecto. He aquí lo
que tiene que ser nueva materia de nuestra conversación; pero quizá no estáis satisfechos de lo que
hemos dicho hasta ahora.
MEGILO. —Extranjero, si algún dios nos garantizase que el nuevo camino en que vamos a entrar,
nos suministrará tan bellas consideraciones sobre las leyes, como las que acabamos de oír, yo me
comprometería a hacer contigo una larga jornada, y tendría ésta corta a pesar de que estamos en la
estación en que el sol pasa de los signos del estío a los signos del invierno.
ATENIENSE. —Ya veo que os agrada que entablemos esta nueva conversación.
MEGILO. —Sí, sin duda.
ATENIENSE. —Trasportémonos, pues, con el pensamiento al tiempo en que vuestros antepasados
se hicieron enteramente dueños de Lacedemonia, de Argos, de Mesenia y de sus territorios. Entonces,
como lo refiere la historia fabulosa de este tiempo, creyeron oportuno dividir su ejército en tres
partes y establecerse en cada una de estas ciudades.
MEGILO. —Es cierto.
ATENIENSE. —Se hizo a Temeno rey de Argos; a Cresfonte de Mesenia; a Proeles y Eurísteno
de Lacedemonia.
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE. —Antes de separarse, todo el ejército juró auxiliarles contra todo el que intentara
destruir sus reinados.
MEGILO. —Es cierto.
ATENIENSE. —Pero ¡en nombre de Júpiter!, cuando el reinado o cualquiera otra clase de
gobierno llega a destruirse, ¿no es él mismo causa de su destrucción? ¿Habremos olvidado que,
habiendo recaído poco ha nuestra conversación sobre este punto, hemos supuesto que esto era
incontestable?
MEGILO. —No lo hemos olvidado.
ATENIENSE. —Vamos, por lo tanto, a robustecer esta verdad con los hechos, que vienen aquí en
apoyo de lo que sentamos. Y así nuestros razonamientos no recaerán sobre vanas conjeturas, sino
sobre sucesos reales y positivos. He aquí lo que ha sucedido. Los soberanos y los súbditos de estos
tres Estados, sometidos al gobierno monárquico, juraron recíprocamente, según las leyes dictadas
por ellos para arreglar la autoridad de un lado y la sumisión de otro, los primeros, no hacer más
pesado el yugo del mando en lo sucesivo, cuando se engrandeciese su familia, y los segundos, no
intentar ni consentir que se intentara nada contra los derechos de sus soberanos, mientras se
mantuviesen fieles a su promesa. Además, los reyes y los súbditos de cada uno de estos Estados
juraron, que en caso de ataque, tomarían las armas para defender los reyes y los súbditos de los otros
dos Estados. ¿No es cierto, Megilo?
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE. —Este convenio, ya partiera de los reyes, ya procediera de otros, era para los tres
Estados origen de la mejor condición que puede tener una constitución política.
MEGILO. —¿Qué condición?
ATENIENSE. —La de haber siempre dos Estados protectores y vengadores de las leyes contra el
tercero, si intentase infringirlas.
MEGILO. —Es evidente.
ATENIENSE. —Sin embargo, se recomienda ordinariamente a los legisladores que las leyes que
hagan sean tales, que el pueblo y la nación se sometan a ellas voluntariamente; lo cual es poco más o
menos como si se recomendase a los maestros de gimnasia y a los médicos que desarrollasen el
cuerpo y curasen las enfermedades por medios suaves y agradables.
MEGILO. —Es precisamente lo mismo.
ATENIENSE. —Siendo así que, por el contrario, se considera uno dichoso la mayor parte de las
veces si consigue volver a alguno la salud y darle un temperamento robusto, no haciéndole sufrir
sino muy poco.
MEGILO. —Sin duda.
ATENIENSE. —Ved otra cosa que debió allanar mucho en los tres Estados las dificultades de la
legislación.
MEGILO. —¿Qué?
ATENIENSE. —Aquellos legisladores, al procurar establecer una especie de igualdad en el
repartimiento de los bienes, no tropezaron con la mayor de las contradicciones, aquella a que están
expuestos en todas partes cuando quieren tocará la propiedad territorial y abolir las deudas,
persuadidos de que éste es el único medio de que haya entre todos la igualdad necesaria. Porque tan
pronto como un legislador quiere hacer alguna innovación de esta naturaleza, todo el mundo se
opone a ella; de todas partes se le dice a gritos que no debe remover lo que debe ser inmóvil, y se
llena de imprecaciones a todo el que se atreve a hacer mención de la repartición de tierras y del
perdón de deudas; de manera que el más hábil político no sabe a qué lado inclinarse. Pero, respecto
de los dorios, las cosas pasaron pacíficamente y sin obstáculos por lo que hace a la división de las
tierras, y ninguno de ellos había contraído antiguas y crecidas deudas.
MEGILO. —Es cierto.
ATENIENSE. —¿Por qué y cómo su sistema de gobierno y de legislación ha tenido tan mal
resultado?
MEGILO. —¿Qué dices? ¿En qué fundas ese cargo?
ATENIENSE. —En que de estos tres Estados, dos han perdido en poco tiempo sus leyes y la
forma de su constitución, que sólo se ha conservado en Lacedemonia.
MEGILO. —No es fácil dar la razón de ese acontecimiento.
ATENIENSE. —A nosotros nos corresponde indagar la causa, puesto que en este momento nos
ocupamos de legislación; indagación, que es acomodada a nuestra edad, y como dijimos al principio,
será un pasatiempo honesto, que suavizará mucho las fatigas de nuestra expedición.
MEGILO. —Tienes razón, y consiento en lo que propones.
ATENIENSE. —¿Podríamos tampoco elegir para asunto de nuestras reflexiones leyes mejores
que las que han servido para civilizar estos tres Estados, ni fijar nuestras miradas en otras ciudades
que pudieran competir con éstas en poder y fama?
MEGILO. —Difícil sería traer a la memoria otros pueblos tan ilustres.
ATENIENSE. —Me parece evidente que los dorios creían, que con el arreglo que habían hecho
estaban en situación de defender, no sólo el Peloponeso, sino también toda la Grecia, si alguna nación
bárbara se atrevía a insultarlos, como acababan de hacerlo los habitantes de Ilión, que, contando con
el apoyo del poderoso imperio de Asiria, fundado por Nino, produjeron por sus temerarias empresas
la guerra de Troya. Porque aún eran dignos de respeto los restos de este gran imperio, y los griegos
de entonces le temían, como los de hoy temen al gran rey, tanto más cuanto que habían dado motivo a
los asirios para una guerra por haber saqueado por segunda vez[4] a Troya, que era una ciudad
sometida a su dominación. Los dorios creían estar suficientemente garantidos contra el peligro que
les amenazaba con esta distribución de sus fuerzas entre los tres Estados, gobernados por reyes
hermanos, hijos de Hércules, y tenían a su ejército por muy superior al que había puesto sitio a
Troya. Estaban efectivamente persuadidos de que tenían mejores jefes en los Heraclidas que en los
Pelópidas; y además miraban al ejército que había llevado la guerra a Troya como muy inferior en
bravura al suyo, puesto que aquél, compuesto de aqueos, después de haber vencido a los troyanos,
había sido batido por los dorios. ¿Y no fue de esta manera y teniendo esto en cuenta como hicieron el
arreglo de que hemos hablado?
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE. —También es de creer que juzgarían que esta nueva organización sería estable y
subsistiría por largo tiempo, fundándose en que todos habían sido participes de los mismos trabajos y
de los mismos peligros; en que sus reyes eran de la misma sangre y hermanos; y en fin, en que tenían
en su favor muchos oráculos, sobre todo, el de Apolo Délfico.
MEGILO. —Así es.
ATENIENSE. —Sin embargo, este poder, que se suponía tan sólidamente establecido, se hundió
bien pronto, a lo que parece; y según hemos dicho, de todo este poder no ha quedado más que una
pequeña parte, la de Esparta, que desde entonces hasta ahora no ha cesado de hacer la guerra a los
otros dos, en vez de que, si la liga formada entonces hubiera subsistido, los tres Estados unidos
hubieran sido invencibles en campaña.
MEGILO. —Es cierto.
ATENIENSE. —¿Cómo se disolvió y por qué fatalidad fue destruido un sistema que tanto
prometía? ¿No merece este punto un detenido examen?
MEGILO. Sin duda, y si dejáramos de profundizar este suceso, en vano trataríamos de otro lado
de instruirnos en la ciencia de la legislación y en el arte de gobernar y de conocer qué es lo que
conserva a los Estados su esplendor o precipita su ruina.
ATENIENSE. —Es, pues, una fortuna para nosotros que se haya ofrecido a nuestras reflexiones
una cuestión tan importante.
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE. —No nos suceda por casualidad en este momento lo que comúnmente sucede a la
mayor parte de los hombres sin que se aperciban de ello; que nos imaginemos que tales proyectos
están bien concertados, y que habrían producido admirables efectos, si hubieran sido ejecutados
como debían ejecutarse; cuando quizá no vemos las cosas bajo su verdadero aspecto y conforme a su
naturaleza; error en el que incurren en mil ocasiones los que razonan como razonamos ahora
nosotros.
MEGILO. —¿Qué quieres decir con eso y con qué idea te viene al espíritu esa reflexión?
ATENIENSE. —En verdad, no puedo menos de reírme de mí mismo, viendo que al echar una
mirada sobre el ejército dórico, me ha parecido que era muy bueno, y que la Grecia hubiera
encontrado en él un maravilloso auxilio, si hubiera sabido entonces hacer un buen uso del mismo.
MEGILO. —Todo lo que has dicho sobre este punto ¿no está basado en la verdad y en el buen
sentido y no hemos tenido razón para aplaudirlo?
ATENIENSE. —Lo creo. Sin embargo, me ocurre que muy comúnmente el hombre, cuando ve
alguna cosa grande, fuerte y poderosa, se imagina en el momento que si el que es dueño de esta cosa
supiese servirse de ella como conviene, haría maravillas y llegaría al colmo de la felicidad.
MEGILO. —¿Y no tendría razón para imaginarlo así? Explícate.
ATENIENSE. —Comienza por examinar hasta qué punto puede ser razonable esta idea ventajosa
que se forma de una cosa cualquiera; y limitándonos por lo pronto al objeto que tratamos, observa
con cuánta razón puede decirse, que si los jefes de este ejército hubieran sabido servirse de él
convenientemente, todo hubiera salido a medida de sus deseos. Esto no podía ser de otro modo que
dando a su ejército una organización sólida, manteniéndole siempre bajo el mismo pie para asegurar
su independencia, estar ellos y sus descendientes en disposición de subyugar al pueblo que quisiera, y
dar la ley a los griegos y a los bárbaros. ¿No era éste el fondo de sus deseos?
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE. —Cuando en vista de la gran fortuna de un hombre, de sus muchos bienes, del
rango ilustre que le da su nacimiento, y de las demás ventajas de esta naturaleza, se dice que este
hombre sería dichoso, si supiese hacer buen uso de todo esto, ¿se quiere decir otra cosa sino que todo
esto le pone en posición de satisfacer todos sus deseos o, por lo menos, los más de ellos y los más
importantes?
MEGILO. —Me parece que no se quiere decir otra cosa.
ATENIENSE. —Pero un deseo común a todos los hombres ¿no es este mismo de que hablamos y
que lo dicho obliga a reconocer?
MEGILO. —¿Qué deseo?
ATENIENSE. —El que nos hace apetecer que todas las cosas acaezcan a gusto de nuestra alma, y
si no todas, por lo menos las que son compatibles con la condición humana.
MEGILO. —Convengo en ello.
ATENIENSE. —Y puesto que esto es lo que todos queremos, chicos y grandes, jóvenes y viejos,
es también necesariamente lo que sin cesar pedimos a los dioses.
MEGILO. —Conforme.
ATENIENSE. —También deseamos a las personas que nos son queridas, lo que ellas mismas
desean para sí.
MEGILO. —Sin duda.
ATENIENSE. —Un hijo joven, ¿no es querido de su padre?
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE. —Sin embargo, ¿no hay mil ocasiones en que un padre conjurará a los dioses, para
que no concedan a su hijo lo que les pida?
MEGILO. —¿Sin duda te refieres al caso en que este hijo no tiene aún el uso de la razón?
ATENIENSE. —Muchos más; cuando un padre anciano o poco sensato, sin tener idea de lo justo y
de lo bello, hace votos ardientes en una disposición de espíritu semejante a aquella en que se
encontraba Teseo respecto del desgraciado Hipólito, ¿crees que su hijo, si tuviese conocimiento de
ello, uniría sus votos a los de su padre?
MEGILO. —Ya te entiendo: quieres decir, que no debe pedirse a los dioses, ni desear con empeño,
que los sucesos se sometan a nuestra voluntad, sino más bien que nuestra voluntad misma siga nuestra
razón, y que la sabiduría es la única cosa que los Estados y los particulares deben pedir a los dioses y
tratar de adquirir.
ATENIENSE. —Sí. Ya os lo he dicho, y os suplico que lo recordéis; la sabiduría es el único
objeto que debe tener en cuenta todo legislador en sus leyes. Pretendimos que sólo debía tener por
objeto la guerra, pero por mi parte dije entonces que eso era limitarlo a una sola virtud, siendo así
que hay cuatro; que, por el contrario, debía legislar en vista de todas, principalmente la primera, que
por su excelencia está a la cabeza de las demás, a saber: la sabiduría, la razón, el juicio, con todos los
gustos y deseos que con ella se relacionan. Y así este razonamiento se refunde en el precedente, y lo
que yo decía antes acercado lo peligroso que es tener deseos que la razón no guía, y que en este caso
es conveniente que suceda lo contrario de lo que se desea, lo repito en este momento, en serio o en
broma, como os agrade, aunque me haréis un obsequio en creer que hablo seriamente. Espero ahora
que, siguiendo los principios que acabamos de sentar, veréis que lo que perdió a los reyes de que
hablamos o hizo abortar su proyecto, no fue la falta de valor, ni la inexperiencia en la guerra, tanto
de su parte como de la de sus súbditos, sino que fueron otros muchos vicios, y sobre todo la
ignorancia de los negocios humanos más importantes. Si gustáis, os demostraré, como amigos que
sois, en el curso de esta conversación, que tal fue, en efecto, el origen de sus desgracias, y que en
cualquier tiempo, presente o futuro, y en todas partes donde reinen los mismos vicios, las cosas no
pueden tener otro resultado.
CLINIAS. —Extranjero, las alabanzas que te tributásemos a viva voz te ofenderían quizá, pero la
atención con que habremos de escucharte, te probará el placer que tenemos en oír tus razones. Ésta es
la manera en que los hombres de bien prestan su aprobación o su desaprobación.
ATENIENSE. —Muy bien dicho, mi querido Clinias; hagamos lo que dices.
CLINIAS. —Lo haré, si Dios quiere. Y tú, extranjero, habla.
ATENIENSE. —Digo, pues, volviendo a tomar el hilo de mi discurso, que la más grande
ignorancia arruinó totalmente este formidable poder, y que naturalmente debe producir los mismos
efectos donde quiera que aparezca; de suerte que, subsistiendo un orden de cosas semejante, el
principal cuidado de un legislador debe de ser el hacer que reine la sabiduría en el Estado que intenta
civilizar y desterrar de él la ignorancia.
CLINIAS. —Eso es evidente.
ATENIENSE. —¿Cuál es la mayor ignorancia? Hela aquí en mi opinión; ved si lo es según la
vuestra.
CLINIAS. —Di.
ATENIENSE. —Tiene lugar cuando, a pesar de juzgar que una cosa es bella o buena, en lugar de
amarla, se la tiene aversión; y también cuando se ama y acéptalo que se reconoce malo e injusto. Esta
oposición, que se encuentra entre nuestros sentimientos de amor o de aversión y el juicio de nuestra
razón, es lo que yo llamo una ignorancia extrema. Es también la más grande, porque si se mira
nuestra alma como un pequeño Estado, afecta y hiere a la parte móvil de la misma, aquella en que
residen nuestros placeres y nuestras penas, y que puede compararse a la multitud y al pueblo. Llamo,
pues, ignorancia a esta disposición del alma, que hace que ella se rebele contra la ciencia, el juicio y
la razón, que son sus dueños legítimos; reina en un Estado, cuando el pueblo se amotina contra los
magistrados y las leyes; y reina en un particular, cuando los buenos principios que residen en su
alma, no tienen sobre él ninguna influencia, y hace todo lo contrario de lo que ellos le prescriben. Y
esta especie de ignorancia, sea en el cuerpo del Estado, sea en cada ciudadano, es la que miro como la
cosa más funesta, y no la de los artesanos en lo relativo a su oficio. ¿Extranjeros, comprendéis mi
pensamiento?
CLINIAS. —Sí, y le tenemos por exacto.
ATENIENSE. —Por lo tanto, sentemos como cierto e incontestable, que no debe darse ninguna
parte en el gobierno a los ciudadanos a quienes alcance esta ignorancia; y que aun cuando fuesen los
más sutiles razonadores y muy ejercitados en todo lo que es propio para dar brillantez al espíritu y
rapidez a sus operaciones, no por eso merecen menos la tacha de ignorantes; que, por el contrario, se
debe dar el nombre de sabios y admitir en los primeros cargos a los que se encuentran en una
disposición opuesta, aun cuando, según el proverbio, no sepan ni leer ni remar. En efecto, mis
queridos amigos, ¿cómo podría la sabiduría encontrar ni aun el puesto más insignificante en un alma,
que no está de acuerdo consigo misma? Eso es imposible, puesto que la sabiduría más perfecta no es
otra cosa que la más bella y perfecta de las armonías, y no es posible poseerla como no se viva según
la recta razón. En cuanto al que carece de ella, sólo servirá para arruinar sus negocios domésticos: y
lejos de ser el salvador del Estado, le perderá infaliblemente a causa de su incapacidad de que dará
pruebas en todas ocasiones. Tal es, como decía ha poco, el principio de que no debemos separarnos.
CLINIAS. —Convenimos en ello.
ATENIENSE. —En todo cuerpo político, ¿no es indispensable, que unos gobiernen y que otros
sean gobernados?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Muy bien. Pero en los Estados grandes o pequeños y lo mismo en las familias,
¿en virtud de qué títulos unos mandan y otros obedecen? ¿No es el primero de estos títulos la
cualidad de padre y de madre? ¿Y no admiten todas las naciones, que los padres tienen por naturaleza
imperio sobre sus hijos?
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —El segundo título es la nobleza, que somete los de condición inferior a los de las
superiores. El tercero es la edad, en virtud de la cual los más viejos deben obtener el mando, y los
más jóvenes deben obedecer.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿No es el cuarto el que da a los dueños derechos sobre sus esclavos?
CLINIAS. —Sin contradicción.
ATENIENSE. —El quinto es, en mi juicio, el que quiere que el más fuerte mande sobre el débil.
CLINIAS. —Ése es un mando a que es fuerza someterse.
ATENIENSE. —Es también el más común entre todos los seres, y como dice Píndaro, tiene su
fundamento en la naturaleza.[5] Pero el más justo de todos los títulos es el sexto, que ordena que el
ignorante obedezca y que el sabio gobierne y mande. Este imperio, sapientísimo Píndaro, ajeno a
toda violencia, y que no emplea otra fuerza que la de la ley, lejos de ser contrario a la naturaleza, me
parece muy conforme con ella.
CLINIAS. —Tienes completa razón.
ATENIENSE. —Pongamos la suerte como séptimo titulo, el cual tiene por fundamento la fortuna
y una cierta predilección de los dioses; y digamos, que es muy justo que la autoridad siga el resultado
de la suerte, y que aquél a quien la suerte no ha favorecido, obedezca.
CLINIAS. —Nada más cierto.
ATENIENSE. —Bien, legislador, (podríamos decir como en forma de pasatiempo a cualquiera de
los que con facilidad toman a su cargo esta tarea importante de hacer leyes), ya ves cuán opuestos son
entre si los títulos, en que descansa el derecho de mandar. Entre ellos acabamos de descubrir una
fuente de sediciones, al cual es preciso que apliques un remedio. Considera por lo pronto con
nosotros qué faltas han cometido los reyes de Argos y de Mesenia contra los principios que
acabamos de establecer, y cómo estas faltas causaron su ruina y la de los negocios de la Orecia,
entonces muy florecientes. ¿No nació su perdición de haber desconocido este magnifico dicho de
Hesíodo: muchas veces la mitad es más que el todo?[6] Hesíodo pensaba sin duda que cuando hay
peligro en tomar el todo y la mitad basta, lo que basta es más que lo que excede de esto, puesto que
vale más.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Qué pensáis de esto? ¿Es en los reyes, más bien que en los súbditos, en quienes
se encuentra esta ansia de excederse, que los pierde?
CLINIAS. —Semejante enfermedad probablemente es más común en los reyes, en quienes la
molicie engendra el fausto y el orgullo.
ATENIENSE. —Es pues evidente, que los reyes serán los primeros que violen las convenciones,
queriendo tener más que las leyes les dan, no conformándose con lo que han aceptado y jurado. Está
contradicción consigo mismos, que bautizaron con el nombre de sabiduría, aunque fue, como ya
dijimos, una grande ignorancia, lea hizo incurrir en los extravíos y excesos deplorables que los
perdieron.
CLINIAS. —Así ha debido de suceder.
ATENIENSE. —Bien. ¿Qué precauciones debió tomar entonces el legislador para prevenir esta
desgracia? ¿No es cierto, que ahora es muy fácil reconocer y decir lo que debió hacer? Pero el que lo
hubiera previsto en tiempo, habría sido mucho más hábil que nosotros.
MEGILO. —¿Y qué es lo que debió de hacer?
ATENIENSE. —Echando una mirada sobre lo que ha pasado entre vosotros, Megilo, no será
difícil comprenderlo y decirlo.
MEGILO. —Habla más claro.
ATENIENSE. —No puedo ser más claro que diciendo lo siguiente.
MEGILO. —¿Qué?
ATENIENSE. —Si en lugar de dar a una cosa lo que le basta, se va mucho más allá; por ejemplo,
si a una nave se le dan velas demasiado grandes, al cuerpo demasiado alimento, al alma demasiada
autoridad, ¿qué sucederá? Que la nave se ira a pique; el cuerpo caerá enfermo por exceso de
gordura; y el alma se abandonará a la injusticia, bija de la licencia. ¿Qué quieres que diga sobre esto?
Es claro, que habré de decir que no hay hombre sobre la tierra, que siendo joven y no teniendo que
dar cuenta a nadie de sus actos, pueda sostener el peso del poder soberano sin que la mayor de todas
las enfermedades, la ignorancia, se apodere de su alma, y sin que se convierta en un objeto de
aversión para sus más fíeles amigos, lo cual le conducirá bien pronto a su ruina y hará desaparecer
todo su poder. Sólo jos más grandes legisladores, conocedores del justo medio que es preciso
guardar en todas las cosas, pueden prevenir este inconveniente. En cuanto a la manera como pasaron
en aquel entonces las cosas, es fácil hoy día conjeturarlo; he aquí lo que puede decirse.
MEGILO. —¿Qué?
ATENIENSE. —Creo que un dios, por una providencia particular en vuestro favor, previendo lo
que debía suceder, ha limitado entre vosotros la autoridad real, repartiéndola entre dos ramas nacidas
de un mismo tronco. En seguida un hombre, dotado de una virtud divina,[7] viendo que en vuestro
gobierno había yo no sé qué inflamación, templó la autoridad demasiado absoluta, que el nacimiento
da a los reyes, comunicando una parte de ella a veintiocho ancianos de una sabiduría consumada,
cuyo poder servia de contrapeso al de los reyes en las materias más importantes. En fin, un tercer
salvador del Estado,[8] creyendo que aún había ea las condiciones del gobierno algo de fogoso y
ardiente, le puso un freno con el establecimiento de los éforos, a los cuales revistió con una autoridad
casi igual a la de los reyes. De esta manera el reinado, reducido a justos límites y templado en forma
conveniente, se conservó y salvó al Estado con la institución real, mientras que con las leyes de
Temeno, de Cresfonte y de otros legisladores de aquel tiempo, cualesquiera que ellos fuesen, no
hubieran sacado a salvo ni aun la parte de Aristodemo.[9] No eran bastante entendidos en legislación,
porque si lo hubieran sido, no habrían creído que la religión del juramento fuese suficiente para
retener en los limites del deber a un príncipe joven, revestido de un poder que podía extremar hasta la
tiranía. Ahora que un dios ha hecho ver cómo era preciso constituir entonces, y también ahora, la
autoridad, no es difícil para nosotros, como dije antes, juzgar lo que debe hacerse, puesto que
tenemos a la vista un modelo en lo que ya se practicó. Si se hubiera encontrado en aquellos tiempos
un hombre capaz de prever los sucesos y de poner trabas al poder, y que de estas tres monarquías
hubiera formado una sola, habría realizado todos los grandes proyectos y todas las esperanzas que se
habían concebido. Jamás el ejército de los persas ni de ninguna otra nación se hubiera atrevido a caer
sobre la Grecia, ni se nos hubiera despreciado como a gentes de quienes nada podía temerse.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Además, los griegos no quedaron en el lugar que les correspondía por la manera
como rechazaron los persas. Cuando hablo de esta suerte, no pretendo quitarles la gloría de haber
conseguido sobre ellos brillantes victorias por mar y por tierra, sino que lo que encuentro de
vergonzoso en la conducta que entonces observaron es lo siguiente. Por lo pronto, de estas tres
ciudades, Argos; Mesenia y Lacedemonia, esta última fue la única que acudió en socorro de la
Grecia. Tanto habían degenerado las otras dos que Mesenia puso obstáculos al auxilio que se
esperaba de Lacedemonia, sosteniendo en aquel mismo tiempo contra ésta una guerra encarnizada; y
Argos, que ocupaba el primer lugar cuando la partición de las tres ciudades, no atendió la invitación
que se le hizo para que se uniera a las demás contra los bárbaros, y no envió ningún socorro. Podrían
citarse aún otros hechos ocurridos cou ocasión de esta guerra, que no son honrosos para la Grecia; y
lejos de que se pueda decir, que se defendió en regla en esta ocasión, es casi cierto que si los
atenienses y lacedemonios no se hubieran unido para libertarla de la esclavitud que la amenazaba,
todos los pueblos que la componen se verían hoy confundidos entre si y con los bárbaros, como lo
están hoy los pueblos griegos, que han sido subyugados por los persas, y que dispersos y mezclados
no se pueden distinguir. He aquí, Megilo y Clinias, lo que me parece reprensible en los antiguos
legisladores y hombres de Estado y en los de nuestros días. He entrado en estos pormenores, a fin de
que el conocimiento de sus faltas nos hiciese descubrir qué otro camino debe seguirse; por ejemplo,
acabamos de asentar que no debe crearse nunca una autoridad demasiado poderosa y que no esté
moderada, y lo que nos hace pensar de esta manera es que importa a un Estado ser libre, sabio, unido,
y que estos grandes fines no deben dejar nunca de estar presentes en el espíritu del legislador. Por lo
demás, no hay que extrañar que hayamos dicho muchas veces, que el legislador debe de tener en
cuenta en sus leyes tal o cual objeto, aunque estos objetos no nos parezca que se refieren siempre a
una misma cosa. Fijémonos más bien en que cuando decimos que debe dirigir sus miradas tan pronto
a la templanza, como a la prudencia, como a la concordia, no son estos objetos diferentes, sino un
mismo y único objeto. Y así, cuando usemos de otras muchas expresiones semejantes, no os cause
esto la menor turbación.
CLINIAS. —Lo tendremos presente, y compararemos estas expresiones con el resto del discurso.
Explicanos ahora qué querías expresar al decir que el legislador debía esforzarse por mantener en el
Estado la concordia, la cultura y la libertad.
ATENIENSE. —Escuchadme. Puede decirse con razón, que hay en cierta manera dos clases de
constituciones políticas, de las cuales nacen todas las demás; la una es la monarquía y la otra la
democracia. La monarquía entre los persas, y entre nosotros, los atenienses, la democracia, aparecen
con todo el desarrollo posible; y casi todas las demás constituciones son, como decía, composiciones
y mezclas de estas dos. Ahora bien, es absolutamente imprescindible que un gobierno tome de la una
y de la otra, si se quiere que la libertad, la cultura y la concordia reinen en él; y aquí quería yo venir a
parar, cuando decía que un Estado, en que no se encuentran estas tres cosas, no puede ser un pueblo
oculto.
CLINIAS. —Es imposible, en efecto.
ATENIENSE. —Los persas y los atenienses se han separado de este término medio, que les
hubiera proporcionado estas ventajas, llevando al extremo, los unos los derechos de la monarquía, y
los otros el amor a la libertad. Este término medio se ha guardado mejor en Creta y en Lacedemonia.
Los atenienses mismos y los persas estuvieron en otro tiempo menos lejanos de este medio, que lo
están hoy día. ¿Queréis que indaguemos el origen de estos cambios?
CLINIAS. —Es necesario hacerlo, si queremos llegar al término que nos hemos propuesto.
ATENIENSE. —Entremos en materia. Cuando los persas comenzaron en tiempo de Ciro a
marchar por una senda igualmente lejana de la servidumbre que de la independencia, obtuvieron la
doble ventaja de libertarse del yugo que habían sufrido hasta entonces y de hacerse en seguida dueños
de muchas naciones. Los jefes, haciendo a sus subordinados partícipes de la libertad y poniéndose,
por decirlo así, un nivel con ellos, ganaron con esta conducta el corazón de los soldados, que
arrostraron en su obsequio todos los peligros. Como el mérito no hacía sombra al rey, que daba a
todos el derecho de exponer libremente su opinión y colmaba de honores a los buenos servidores,
todos los sabios y de buena cabeza que había entre los persas no tuvieron dificultad en comunicar sus
luces, de suerte que al favor de esta libertad, de esta nueva armonía y de esta comunicación de mutuos
sentimientos, todo salía a medida de sus deseos.
CLINIAS. —Es probable que las cosas hayan pasado como tú dices.
ATENIENSE. —¿Cómo después desapareció todo en tiempo de Cambises, y cómo se intentó
restablecer después en el de Darío? ¿Queréis que os exponga sobre esto mis sospechas y mis
conjeturas?
CLINIAS. —Si; de esta manera tendremos nuevos datos para ilustrarnos acerca del punto de que
se trata.
ATENIENSE. —Conjeturo, que Ciro, que por otra parte era un gran general y amante de su patria,
no había sido instruido en los principios de la verdadera educación, y que nunca se consagró a la
administración de sus negocios domésticos.
CLINIAS. —¿Qué quieres decir?
ATENIENSE. —Figúraseme que, ocupado toda su vida en hacer la guerra, dejó a las mujeres el
cuidado de educar a sus hijos, y que aquellas, teniendo a éstos por seres perfectos y acabad os desde
la cuna, que no necesitaban de ningún género de cultura, no consintieron que les contradijera nadie,
obligando a los que se les aproximaban a, que aprobaran todas sus palabras y todas sus acciones. Ésta
es la educación que ellas les dieron.
CLINIAS. —Magnifica manera de educar niños
ATENIENSE. —De mujeres, que como por encanto y repentinamente se vieron elevadas a
princesas y a tan alta fortuna, no podía esperarse que los educasen de otra manera en ausencia de los
hombres, ocupados por otra parte en correr los riesgos de la guerra y de los peligros.
CLINIAS. —Es eso, en efecto, muy natural.
ATENIENSE. —Así, mientras que Ciro, su padre, adquiría para ellos inmensos rebaños de
animales y también de hombres y otras mil cosas, no sabía que aquellos a quienes debía encomendar
después la dirección de los mismos no estaban educados según el modo de vivir de los persas, pueblo
pastor, originario de un país salvaje; y en lugar de esta educación dura, propia para hacer de ellos
pastores robustos, capaces de dormir al aire Ubre, de soportar las vigilias y de hacer expediciones
militares, consintió que mujeres y eunucos les dieran otra a la manera de los medos, en medio de los
placeres a que se da el nombre de felicidad. Es claro, que una educación semejante dio los resultados
que debían de esperarse. Apenas los hijos de Ciro subieron al trono después de su muerte con los
defectos consiguientes a la molicie y licencia en que se habían criado, uno de los dos hermanos mató
al otro, celoso de ver en él un igual.[10] En seguida Cambises, convertido en un hombre furioso por
el exceso del vino y por su ignorancia en los negocios, fue despojado desús Estados por los medos y
por cierto eunuco, que así se le llamaba, a cuyos ojos se había hecho un objeto de desprecio por sus
extravagancias.
CLINIAS. —Por lo menos así se cuenta, y es muy probable que sean verdaderos todos estos
hechos.
ATENIENSE. —Se refiere también, que posteriormente el imperio volvio a poder de los persas
por la conspiración de Darío y de los siete sátrapas.[11]
CLINIAS. —Es verdad.
ATENIENSE. —Consideremos los resultados de esta nueva revolución, aplicando nuestros
principios. Darío no era hijo de rey y no había recibido una educación voluptuosa y afeminada.
Apenas se vio dueño del imperio con consentimiento de los otros seis, le dividió en siete porciones
de cuya división aún se conservan hoy algunos vestigios. En seguida hizo leyes, a las que se sujetó él
mismo en la administración de su imperio, introduciendo así una especie de igualdad. Fijó por una
ley la distribución que Ciro había prometido a los persas; estableció entre ellos la unión y la facilidad
del comercio; y se atrajo los corazones de los persas con sus presentes y beneficios. También éstos le
ayudaron con buena voluntad en todas las guerras que emprendió y se hizo dueño de todos los
Estados que Ciro había dejado a su muerte. Después de Darío vino Jerjes, educado como Cambises en
la pompa y el fausto del reinado. ¡Oh Darío!, puede echársete en cara con mucha justicia el no haber
conocido la falta que había cometido Ciro, y el haber dado a tu hijo la misma educación que Ciro
consintió que se diera al suyo. Ésta es la razón por qué Jerjes, educado como Cambises, tuvo una
suerte poco más o menos igual. Desde entonces la Persia no ha tenido casi ningún rey
verdaderamente grande sino en el nombre. Por lo demás, sostengo que esto no es efecto del azar, sino
de la vida afeminada y voluptuosa que hacen ordinariamente los hijos de los reyes y de los ricos.
Nunca joven, ni adulto, ni anciano, que se ha educado en semejante escuela, ha sido virtuoso. Éste es
el punto, en que el legislador y nosotros debemos fijar la atención en este momento. En cuanto a
vosotros los lacedemonios, es preciso haceros justicia, y confesar que en vuestra ciudad no hay otras
distinciones en razón de empleos y de educación entre el rico y el pobre, el rey y el particular, que las
que han sido establecidas desde el principio por vuestro divino legislador en nombre de Apolo. En
efecto, ninguna necesidad hay de que en un Estado haya honores afectos a las riquezas, ni tampoco a
la belleza, a la fuerza, a la agilidad, si la virtud no enaltece estas cualidades, ni tampoco a la virtud si
no la acompaña la templanza.
MEGILO. —¿Qué dices, extranjero?
ATENIENSE. —¿El valor no es una de las partes de la virtud?
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE. —Pues bien, te hago juez a ti mismo. ¿Querrías admitir en tu casa o tener por
vecino a un hombre lleno de valor, pero intemperante y poco dueño de sus pasiones?
MEGILO. —¡No lo permita Dios!
ATENIENSE. —¿Te gustaría otro, que fuese inteligente y hábil en algún arte, pero que fuese
injusto?
MEGILO. —Tampoco.
ATENIENSE. —Por lo que hace a la justicia, no puede existir allí donde no existe la templanza.
MEGILO. —No.
ATENIENSE. —El sabio, por lo menos tal como nosotros le hemos definido, este hombre en
quien los sentimientos de amor y de aversión están siempre de acuerdo con la recta razón y
sometidos a sus máximas, ¿puede existir sin la templanza?
MEGILO. —De ninguna manera.
ATENIENSE. —Es también oportuno que examinemos una cosa, para juzgar con seguridad si lo
que se estima de ordinario en la sociedad civil es o no digno de estimación.
MEGILO. —¿Qué cosa?
ATENIENSE. —La templanza, cuando se encuentra sola en un alma que está desnuda de toda otra
virtud, ¿es o no es digna de estimación?
MEGILO. —No sé qué decir.
ATENIENSE. —Has respondido como debías; si hubieras dicho si o no, hubieras respondido mal.
MEGILO. —¿Luego he obrado bien?
ATENIENSE. —Sí. Este accesorio, que da o quita su valor a las otras cualidades, considerado
solo, no merece que se hable de él; todo lo que puede hacerse, es no decir ni bien ni mal de la misma.
MEGILO. —Sin duda es la templanza eso que designas con el nombre de accesorio.
ATENIENSE. —La misma; y entre todas las buenas cualidades, aquellas que unidas a este
accesorio nos proporcionan las mayores ventajas, son también las más dignas de nuestra estimación;
las que no nos las proporcionan tan grandes merecen una menor estimación, y así sucesivamente en
proporción siempre el grado de estimación del grado utilidad.
MEGILO. —Tienes razón.
ATENIENSE. —¿Pero no pertenece al legislador señalar a cada cosa su verdadero rango?
MEGILO. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Quieres que le dejemos el cuidado de arreglarlo todo en este punto, hasta los
más pequeños pormenores, y que por lo que a nosotros corresponde, ya que tenemos deseo de
instruirnos en la ciencia de las leyes, ensayemos indicar por medio de una división general las cosas
que deben ocupar el primero, el segundo y el tercer rango?
MEGILO. —Convengo en ello.
ATENIENSE. —Digo, pues, que si se quiere crear un Estado durable y perfecto, en cuanto es
posible a la humanidad, es indispensable hacer una justa distribución de la estimación y del desprecio.
Esta distribución será justa si se ponen en primera línea, en la más honrosa, las buenas cualidades del
alma, cuando van acompañadas de la templanza; en segunda linea, las del cuerpo; y en tercera, la
fortuna y las riquezas. Todo legislador o Estado que trastorna este orden, poniendo en el primer
grado de estimación las riquezas o cualquiera otro bien de una clase inferior, pecará contra las reglas
de la justicia y de la sana política. ¿Afirmaremos esto, sí o no?
MEGILO. —Nosotros lo afirmamos sin dudar.
ATENIENSE. —El examen del gobierno de los persas nos ha precisado a extendernos un tanto
sobre este punto. Veo además que con el tiempo su poder ha ido debilitándose; lo que procede, en mi
opinión, de que habiendo puesto los reyes limites demasiado estrechos a la libertad de sus súbditos y
llevado su autoridad hasta la tiranía, arruinaron por este medio la unión y la mancomunidad de
intereses, que debe reinar entre todos los miembros del Estado. Una vez destruida esta unión, los
príncipes no toman consejo, ni dirigen ya sus deliberaciones, en vista del bien de sus súbditos y del
interés general; sólo piensan en agrandar su dominación, y les importa poco arrasar ciudades y
llevar el hierro y el fuego a las naciones amigas, cuando creen que les resultará de esto la más
pequeña ventaja. Como son crueles e inhumanos en sus odios, se les aborrece de igual modo; y
cuando tienen necesidad de que los pueblos se armen y combatan en su defensa, no encuentran en
ellos ni concierto, ni ardor para arrostrar los peligros. Aunque pongan sobre las armas millones de
combatientes, estos ejércitos innumerables no les prestan ningún auxilio en la guerra. Obligados a
tomar extranjeros a sueldo, como si les faltasen hombres, ponen en estos mercenarios toda la
esperanza del triunfo. Además, se ven precisados a incurrir hasta tal punto en la extravagancia, que
con su conducta proclaman, que lo que pasa por precioso y estimable entre los hombres no es nada
en cotejo del oro y de la plata.
MEGILO. —Todo eso es cierto.
ATENIENSE. —Hemos demostrado suficientemente, que el desorden de los negocios en Persia
nace de haberse llevado hasta el extremo la esclavitud de los pueblos y él despotismo de los
soberanos. No diremos mis; basta con esto.
MEGILO. —En buen hora.
ATENIENSE. —Paso a la república de Atenas; y aquí, por el contrario, tengo que probar, que la
democracia absoluta e independiente de todo otro poder, es infinitamente menos ventajosa que la
democracia templada. En efecto, cuando los persas amenazaron a los griegos con el propósito quizá
de invadir después todas las naciones de Europa, los atenienses sostenían la antigua forma de
gobierno, según la que los cargos públicos se daban según el censo dividido en cuatro secciones.
Reinaba cierto pudor en todos los espíritus, y él hacia que deseáramos vivir bajo el imperio de
nuestras leyes. Además, el aparato formidable del ejército de los persas que nos amenazaba con una
invasión por mar y por tierra, habiendo infundido terror en todos los corazones, aumentó la
sumisión a las leyes y a los magistrados. Todas estas razones unieron estrechamente a unos
ciudadanos con otros. En efecto, cerca de diez años antes del combate naval de Salamina, Datis vino a
Grecia con un numeroso ejército enviado por Darío, que le había dado orden expresa de apoderarse
de todos los atenienses y eretrianos, y llevárselos cautivos, añadiendo que respondería de la
ejecución con su cabeza. Dató, teniendo a sus ordenes tantos miles de hombres, no tardó en hacerse
dueño de todos los eretrianos, y no se descuidó en hacer que cundiera entre nosotros la terrible nueva
de que no se le había escapado uno solo, y que cogidos de las manos sus soldados, había cazado a
todos los habitantes como en una red. Esta nueva, verdadera o falsa, fuese quien quiera el autor, dejó
helados de espanto a todos los griegos y en particular a los atenienses. Éstos pidieron auxilio a todas
partes, y de todas se lo negaron, excepto los lacedemonios; y aun éstos, ocupados en la guerra que
sostenían entonces con los mesenios y detenidos por otros obstáculos que alegaron y sobre los que
nada sabemos de cierto, llegaron al día siguiente de la batalla de Maratón. Después se supo que el rey
de Persia hacia grandes preparativos y que estaba resentido cual nunca contra los griegos.
Pero a poco tiempo llegó la nueva de la muerte de Darío, que dejaba el imperio al hijo, joven,
activo y resuelto a continuar los proyectos de su padre. Los atenienses, persuadidos de que todo este
aparato les interesaba principalmente a ellos, a causa de lo que había pasado en Maratón, y sabiendo
por otra parte que este príncipe había hecho horadar el monte Athos, que había unido las dos riberas
del Helesponto, y que el número de sus buques era prodigioso, creyeron que ya no les quedaba
ninguna esperanza de salvación ni por mar ni por tierra. Por tierra no contaban con el auxilio de
ningún pueblo de la Grecia, porque, recordando lo ocurrido en la primera invasión de los persas y
ruina de Eretrea, no podían contar con que se les uniera nadie para participar de sus peligros, y así
temían con razón que les sucediera lo mismo. Por mar, atacados por una flota de mil naves y quizá
más, no veían absolutamente ningún medio de salvarse. Una sola esperanza les quedaba, bien débil y
bien incierta a la verdad, y era, que, echando una mirada sobre los sucesos precedentes, veían que
contra todo lo que era de esperar, ellos habían conseguido la victoria; y apoyados en esta débil
esperanza, comprendieron que su único refugio debían encontrarlo en sí mismos y en los dioses.
Todo conspiraba, pues, a fortalecer la unión entre los ciudadanos, el temor del peligro presente y el
respeto de las leyes, grabado de antemano en sus almas, y que era el fruto de la fidelidad con que las
observaban. Si este temor de que hemos hablado antes muchas veces, denominándole pudor,
sentimiento, que, como dijimos, hace a las almas virtuosas, así como libres e intrépidos a los que los
abrigan; si este temor no hubiese existido entonces en el corazón de los atenienses, jamás se habrían
reunido para volar, como lo hicieron, a la defensa de sus templos, de las tumbas de sus antepasados,
de su patria, de sus parientes y de sus amigos; se hubieran dispersado, y cada cual habría buscado su
seguridad en la fuga, cuando se presentara el enemigo.
MEGILO. —Extranjero, todo eso es cierto, y todo digno de ti y de tu patria.
ATENIENSE. —Convengo en ello, Megilo; y a ti es A quien debo referir esta historia; a ti, que
compartes los sentimientos hereditarios de tu familia respecto de Atenas. Examinad tú y Clinias, si lo
que aquí expongo tiene alguna relación con la legislación; porque no hablo sólo por hablar, sino
para probar lo que antes he afirmado según veis vosotros mismos. Como nos ha sucedido la misma
desgracia en cierta manera que a los persas, por haber extremado la libertad tanto como ellos han
extremado el despotismo, no ha sido sin intención el haberos referido lo que acabáis de escuchar; y
esta era la mejor preparación para exponeros lo que me resta que decir.
MEGILO. —Has hecho bien. Trata de desarrollar más claramente aún tu pensamiento.
ATENIENSE. —Haré a este fin lo que pueda. Bajo el antiguo régimen, el pueblo no era entre
nosotros dueño de nada, sino que era, por decirlo así, esclavo voluntario de las leyes.
MEGILO. —¿De qué leyes?
ATENIENSE. —En primer lugar, de las concernientes a la música; y para mejor explicar el
origen y los progresos de la licencia que reina hoy día, nos remontaremos hasta ellas. Nuestra
música estaba antiguamente dividida en muchas especies y formas particulares. Las súplicas dirigidas
a los dioses formaban la primera especie de canto, y se les daba el nombre de himnos. La segunda,
que era de un carácter completamente opuesto, se llamaba treno.[12] Los peanes[13] constituían la
tercera; y el ditirambo [14] consagrado a celebrar el nacimiento de Baco, creo que era la cuarta. A toda
especie de canto se daba el nombre de ley, y para distinguirlas de las otras leyes, se las denominaba
leyes de laúd. Una vez arreglados estos cantos y otros semejantes, a nadie era permitido mudar la
melodía. Los silbidos y los clamoreos de la multitud, los palmoteos y los aplausos no eran entonces,
como son hoy día, jueces que decidían si las reglas habían sido bien observadas, ni sobre el castigo
que hubiera de imponerse a los que de ellas se separaran; esta tarea correspondía a hombres
consumados en la ciencia de la música, los cuales oían silenciosos hasta el final, y tenían en la mano
una vara, que bastaba para contener dentro de los límites del decoro a los jóvenes, a sus pedagogos y
a todo el pueblo. Los ciudadanos se dejaban gobernar así pacíficamente, y no se atrevían a expresar
su juicio por medio de aclamaciones tumultuosas.
Los poetas fueron los primeros que con el tiempo introdujeron en el canto un desorden indigno
de las Musas. No fue porque les faltase genio, sino porque, conociendo mal la naturaleza y las
verdaderas reglas de la música, se abandonaron a un entusiasmo insensato y se dejaron llevar
demasiado lejos por el sentimiento del placer. Confundieron los himnos y los trenos, los peanes y los
ditirambos; imitaron con el laúd el sonido de la flauta; y mezclándolo todo, llegaron en su
extravagancia hasta imaginar que la música no tiene ninguna belleza intrínseca, y que el placer, que
causa al primero que llega, sea o no hombre de bien, es la regla más segura para juzgarlas con
acierto. Como componían sus piezas conforme a estos principios y acomodaban a ellos sus
discursos, hicieron que desapareciera poco a poco el miramiento y decoro que la multitud había
observado hasta entonces, y se creyó ésta en estado de juzgar por si misma en materia de música; de
donde resultó, que los teatros, mudos hasta entonces, han levantado la voz, como si fueran entendidos
para graduar las bellezas musicales, y que el gobierno de Atenas, de aristocrático que era, se haya
convertido, para desgracia suya, en teatrocrático. Y aún el mal no habría sido tan grande, si la
democracia se hubiera extendido sólo entre los hombres libres; pero, pasando el desorden de la
música a todo lo demás, y creyéndose cada cual capaz de juzgar de todo, esto produjo un espíritu
general de independencia. La buena opinión de sí mismo hizo desaparecer en cada ciudadano todo
rubor, y la falta de rubor engendró la impudencia; y la peor de todas las impudencias, como que tiene
su origen en una independencia desenfrenada, consiste en llevar la audacia hasta el punto de no
respetar los juicios de los que valen más que nosotros.
MEGILO. —Cuanto dices es la pura verdad.
ATENIENSE. —Detrás de esta especie de independencia viene la de sustraerse a la autoridad de
los magistrados, de donde se pasa al desprecio del poder paterno y a no prestar la debida sumisión a
la ancianidad y a sus consejos. A medida que se aproxima al término de una libertad exagerada, se
llega a sacudir el yugo de las leyes; y cuando se ha llegado a ese término, no se respetan ni las
promesas, ni los juramentos; se desconoce a los dioses; se imita y se renueva la audacia de los
antiguos titanes, y a su semejanza se viene a parar en el suplicio de una existencia horrible, que no es
otra cosa que un encadenamiento de males. ¿Pero a qué viene todo esto? Me parece indispensable de
cuando en cuando tirar de la brida a este discurso, como se hace con un caballo fogoso, no sea que
desbocándose, nos lleve más allá de nuestro objeto y nos exponga a caídas ridículas. Ésta es la causa
de que nos preguntemos algunas veces; ¿por qué motivo decimos tal o cual cosa?
MEGILO. —Tienes razón.
ATENIENSE. —He aquí el fin de esta discusión.
MEGILO. —¿Qué fin?
ATENIENSE. —Hemos dicho, que el legislador debe proponerse tres cosas en la institución de
sus leyes, a saber; que la libertad, la concordia y la cultura reinen en el Estado que intenta organizar.
¿No es así?
MEGILO. —Sí.
ATENIENSE. —Para probarlo, hemos escogido dos gobiernos, el más despótico y el más libre;
hemos indagado lo que uno y otro valen; y habiendo considerado a ambos dentro de debidos limites,
de autoridad el primero y de libertad el segundo, hemos visto, que mientras las cosas han subsistido
en esta forma, todo ha marchado perfectamente; y que, por el contrario, tan pronto como la
obediencia en un punto y la independencia en otro han ido más adelante de lo que podían ir, nada
bueno ha resultado ni en uno ni en otro Estado.
MEGILO. —Nada más cierto.
ATENIENSE. —Con la misma mira hemos echado también una ojeada sobre el establecimiento
formado por el ejército dórico, sobre el de Dardania al pie del Ida, y sobre el de Ilión cerca del mar,
y nos hemos remontado hasta los pocos hombres que se salvaron del diluvio. En una palabra, todo lo
que dijimos antes con motivo de la música y de los banquetes, así como lo que precede, todo tiende al
mismo fin. Nuestro único objeto en esta conversación ha sido ver cuál es para un Estado la mejor
forma de gobierno, y para cada particular la mejor regla de conducta que debe de seguir. ¿Podréis
probarme uno u otro, que algún pasaje de esta conversación nos ha sido completamente inútil?
CLINIAS. —Extranjero, me parece que de ello puedo darte una prueba, y considero una fortuna el
que nuestra conversación haya recaído sobre esta materia. Estoy hoy en el caso de aprovechar esta
conversación y es una suerte para mí el haberos encontrado a ti y a Megilo. No os ocultaré la
situación en que me hallo, y me parece de buen agüero la ocasión que se me presenta de
comunicároslo. Sabed, pues, que la mayor parte de la nación cretense tiene intención de fundar una
colonia; los cnosianos están encargados de dirigir esta empresa, y la ciudad de Cnosa se ha fijado al
efecto en mí y en otros nueve. Tenemos el encargo de escoger de entre nuestras leyes las que más nos
satisfagan y de recurrir a las de los extranjeros, sin reparar en que sean o no extranjeras, con tal que
las juzguemos mejores que las nuestras. Ayudadme, por lo tanto, a elegir entre todo lo que se ha
hablado, y construyamos una ciudad así en conversación, como si echáramos sus cimientos. Por este
medio llegaremos igualmente al descubrimiento de lo que buscamos, y al mismo tiempo este plan
podrá servirme para la ciudad que se me ha encargado fundar.
ATENIENSE. —Sea así, mi querido Clinias; si Megilo no se opone por su parte, vive persuadido
de que te ayudaré en todo cuanto pueda.
CLINIAS. —Muy bien dicho.
MEGILO. —También puedes contar conmigo.
CLINIAS. —Os doy gracias a ambos. Ensayemos, pues, construir nuestra ciudad de palabra antes
de llegar a la ejecución.
Libro IV de Las Leyes

ATENIENSE. —Dime, te lo suplico: ¿qué idea debemos formar de nuestra futura ciudad? No
creas que te pregunte por el nombre que tiene hoy, ni por el que podrá dársele en lo sucesivo; lo
tomará indudablemente o de su fundación, o de cualquier sitio, o río, o fuente, o en fin, de cualquiera
divinidad adorada en el país. Lo que quiero saber, lo que yo exijo, es que me digas si ha de estar
próxima al mar o estar situada tierra adentro.
CLINIAS. —Extranjero, la ciudad de que hablamos, debe de estar distante del mar como ochenta
estadios.
ATENIENSE. —¿Hay cerca algún puerto o la costa es impracticable?
CLINIAS. —La costa es por todos los puntos de acceso muy cómodo y fácil.
ATENIENSE. —¡Por los dioses!, ¿qué es lo que me dices? ¿Y su territorio produce todo lo
necesario a la vida o falta algo?
CLINIAS. —De casi nada carece.
ATENIENSE. —¿Cerca de ella habrá alguna otra ciudad?
CLINIAS. —No, y esta es la causa de enviar allí una colonia. Los habitantes de este país fueron en
otro tiempo trasplantados, y por esto aquel punto es un desierto hace muchísimos años.
ATENIENSE. —¿Cuál es la disposición del país en cuanto a las llanuras, a las montañas y a los
bosques?
CLINIAS. —La misma absolutamente que la del resto de la Grecia.
ATENIENSE. —Es decir, que será más montañoso que llano.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Siendo así, no será del todo imposible que sus habitantes sean virtuosos; porque
si fuese una ciudad marítima con buen puerto, y cuyo suelo sólo produjese una pequeña parte de las
cosas indispensables para la vida, necesitaría nada menos que un genio poderoso que cuidase de su
conservación, y legisladores verdaderamente divinos para impedir, que, en semejante posición,
dejase entrar toda clase de costumbres extravagantes y viciosas. Lo que me consuela es que está
lejana del mar ochenta estadios, si bien está aún demasiado próxima por lo accesible de las costas;
pero, en fin, siempre es algo. En efecto, la vecindad del mar es cosa dulce para una ciudad, si sólo se
atiende a lo presente, pero a la larga se hace realmente amarga. El comercio, que este elemento
facilita, el aliciente de la ganancia que ofrece, y los mercaderes, que atrae de todas partes, corrompen
las costumbres de los habitantes, les hacen de un carácter doble y dispuesto al fraude, y destierran la
buena fe y la cordialidad de las relaciones que tienen unos con otros y con los extranjeros. Para
salvar esta inconveniente, tenemos un recurso en la bondad del suelo, que suministra a todos lo
necesario para la vida; y como por otra parte el terreno es desigual, ea evidente que no puede dar
cosechas en abundancia, lo cual expondría a nuestra ciudad a otro inconveniente; porque si se hallaba
en el caso de hacer grandes exportaciones del sobrante de sus productos, se llenaría de monedas de
oro y de plata. Y ya os dije más arriba, como recordareis, que, entre todos los males de un Estado, la
opulencia es quizá el más incompatible con la generosidad y con la rectitud.
CLINIAS. —Sí, nos acordamos y asentimos a lo que entonces dijiste y a lo que dices ahora.
ATENIENSE. —Dime: ¿ese país suministra mucha madera, acomodada para la construcción de
naves?
CLINIAS. —El abeto y los demás árboles de esta especie no son cosa; el ciprés es raro; y se
encuentran también algunos pinos y plátanos, de los cuales hay precisión de servirse por lo común
para el interior de las naves.
ATENIENSE. —Tanto mejor; no es un mal para ese país que el terreno sea como dices.
CLINIAS. —¿Por qué?
ATENIENSE. —Porque es ventajoso a un Estado el no tener facilidad en imitar a sus enemigos en
lo que tienen de malo.
CLINIAS. —¿Qué relación tiene esto con todo lo que hemos hablado hasta ahora?
ATENIENSE. —Mi querido Clinias, sígueme de cerca, sin perder de vista lo que se ha dicho sobre
las leyes de Creta; que se dirigían a un solo y único fin. Vosotros decíais, que este fin era la guerra.
Yo os respondí, que no podía menos de aprobar estas leyes en cuanto tenían la virtud por objeto; pero
también os repliqué, que en lugar de abrazar todas las partes de la virtud, se limitaban a una sola.
Ahora seguidme ambos en el plan de leyes que os trace, y observad bien si se me escapa alguna
disposición que no tienda a la virtud, o que sólo la considere parcialmente. Estoy en la persuasión de
que una ley no es buena mientras, como un buen arquero, no ponga siempre la mira en el punto de
que dependen los verdaderos bienes, despreciando las riquezas y las demás cosas de esta naturaleza,
si están separadas de la virtud. En cuanto a lo que decía de imitar a sus enemigos en lo que tenían de
malo, entiendo por esto lo que sucede de ordinario a un pueblo próximo al mar y expuesto por lo
tanto a los insultos de sus enemigos. Por ejemplo (no creáis que me deje llevar de un espíritu de
rencor al referir este hecho), Minos se servia en otro tiempo de las grandes fuerzas de mar que tenía,
para obligar a los habitantes del Ática a pagarle un oneroso tributo. Los atenienses no tenían entonces
buques de guerra como los tienen hoy; y como el país no les suministraba madera de construcción,
no les era fácil equipar una flota. No estaban en disposición de rechazar sus enemigos a causa de la
dificultad de poderse hacer de repente, a ejemplo de estos, hombres de mar. Y les hubiera sido
conveniente perder repetidamente siete jóvenes, primero que adquirir en los combates navales la
experiencia que ya tenían en los de tierra y a pie firme; primero que acostumbrarse a hacer
desembarcos e incursiones en el país enemigo, y reembarcarse en seguida atropelladamente; primero
que persuadirse de que no era vergonzoso el no hacer frente al enemigo, evitar la muerte, tener
siempre a mano algún pretexto para justificarse por haber perdido las armas, y haber huido en unas
circunstancias, en las que, según se dice, el hacerlo no es deshonroso. Porque esta clase de
consideraciones son muy comunes entre la gente de mar, y lejos de merecer alabanza, son dignas de
censura; pues que no es bueno que los ciudadanos, especialmente los de la clase más distinguida,
adquieran malos hábitos. Y que no es efectivamente honrosa esta práctica, lo sabemos por Homero.[1]
Ulises, dice Homero, dirige severos cargos a Agamenón, porque en el momento en que los
griegos se veían vivamente estrechados por los troyanos, había dado a las naves orden para salir al
mar; se irrita contra él, y le dice: «¡Qué! ¿Quieres que en lo más fuerte de la pelea salgan al mar las
naves, para que se realicen mejor los deseos de los troyanos, demasiado seguros ya de la victoria,
condenándonos nosotros a una derrota infalible? Nunca los griegos resistirán los esfuerzos del
enemigo, cuando vean que se apresta la flota; miraran en torno suyo y perderán todo su ardor para
combatir. Entonces conocerás cuán funesta es la orden que das». Homero estaba igualmente
persuadido de que no es conveniente, que tropas de tierra tengan en el mar galeras preparadas en el
momento del combate. Los leones mismos, si se valieran de este recurso, se acostumbrarían a huir
delante de los ciervos. Además, en los Estados que deben su poder y su seguridad a las fuerzas
navales, no se distribuyen los honores entre los que más lo merecen, porque se debe la victoria a los
pilotos, a los jefes de los remeros, a los remeros mismos, gentes todas de profesión y condición
oscuras, y a los cuales no está bien por esta razón concederlos honores de la guerra. Y cuando un
gobierno peca en este sentido, ¿cómo puede concebirse que esté bien ordenado?
CLINIAS. —Es imposible. Sin embargo, nosotros, los cretenses, decimos que lo que salvó a la
Grecia fue la batalla naval que tuvo lugar entre griegos y bárbaros cerca de Salamma.
ATENIENSE. —E8 cierto que la mayor parte de los griegos y de los bárbaros son de tu opinión,
pero Megilo y yo creemos que la victoria conseguida en Maratón fue el fundamento de la salvación
de la Grecia, y que la de Platea la consumó; que estos combates por tierra sirvieron para hacer
mejores a los griegos, lo cual no puede decirse de las batallas navales, ni aun de las de Salamina y
Artemisio, que contribuyeron a nuestra redención. Porque lo que tenemos aquí en cuenta al examinar
la naturaleza del terreno en que debe situarse nuestra ciudad y las leyes que para ella hacemos, es la
virtud cívica, convencidos como estamos de que el punto más importante para los hombres no es,
como se imaginan los más, la existencia y la mera conservación de su ser, sino el llegar a ser tan
virtuosos cuanto sea posible y el serlo durante toda la existencia. En esta materia, ya me parece que
hemos expresado antes lo que es cierto.
CLINIAS:
ATENIENSE. —Fijémonos, pues, en este punto único, si queremos marchar siempre por la misma
vía, que es sin duda la mejor con relación a la fundación y a la legislación de los Estados.
Sea la población de vuestra nueva ciudad. ¿Se compondrá de todos los cretenses que quieran dar
su nombre, caso de que el número de habitantes haya aumentado tanto en cada ciudad, que no
suministre el territorio lo necesario para alimentarlos? Probablemente no admitiréis sin excepción a
todos los griegos que se presenten, aunque veo entre vosotros a gentes de Argos, de Egina y de otros
muchos puntos de la Grecia. ¿De dónde sacareis vuestra nueva colonia?
CLINIAS. —Creo que saldrá de toda la Creta; y en cuanto a los demás griegos, presumo que se
aceptarán con preferencia los que procedan del Peloponeso; porque, copio acabas de decir, hay entre
nosotros gentes de Argos; y los habitantes de Cortina, procedentes de una ciudad del Peloponeso que
lleva el mismo nombre, son de los de más fama entre los cretenses.
ATENIENSE. —Siendo así, no encontraremos, al llevar a cabo la fundación proyectada, la misma
facilidad que si la trasplantación de los colonos se hubiese hecho a manera de los enjambres; quiero
decir, si fuesen todos hijos del mismo país, que, a causa de los límites demasiado estrechos de u tierra
natal o de otros inconvenientes semejantes, se hubiesen visto obligados a separarse de sus
conciudadanos sin que por eso dejen de ser amigos. También la discorde produce algunas veces el
mismo efecto, y una parte de los ciudadanos se ve obligada a ir a establecerse en otro punto.
Asimismo, otras veces todos los habitantes de una ciudad, hostigados en una guerra por fuerzas
superiores, han tomado el partido de desterrarse de su patria. En todos estos casos es en parte más
fácil y en parte más difícil fundar una colonia y darle leyes. Si los habitantes son de la misma raza,
hablan la misma lengua, han vivido bajo las mismas leyes y observan el mismo culto, y están
conformes en otras muchas cosas de esta naturaleza, todo esto forma entre ellos una especie de unión.
Por otro lado, tienen reparo a otras leyes y a un gobierno diferente del de su patria.
El fundador y el legislador de una colonia encuentran muchos obstáculos y muchas resistencias
de parte de aquellos, que habiendo sido victimas de una sedición por la mala constitución de un
gobierno, tienen aún, efecto del hábito, empeño en someterse de nuevo a las mismas leyes que han
sido causa de su desgracia. Por el contrario, una muchedumbre confusa, procedente de diversos
países, estará más dispuesta a recibir nuevas leyes; pero cuando se trate de reunirlos a todos en unos
mismos propósitos y de dirigir todos sus esfuerzos, a la manera de los de un tiro de caballos, hacia
un mismo punto, no será el conseguirlo cosa fácil ni obra de un día. Sin embargo, la legislación y la
fundación de ciudades son los elementos más favorables para hacer a los hombres virtuosos.
CLINIAS. —Lo creo. Te suplico, sin embargo, que me expliques con más claridad lo que te
obliga a hablar de esa manera.
ATENIENSE. —Mi querido Clinias, al elogiar el legislador me veo en la necesidad de mezclar
cosas poco favorables en el examen que hago de sus cualidades. Sin embargo, si nada digo que no
sea conveniente, no debo esperar tampoco que se me reprenda. Y sobre todo, ¿por qué he de
preocuparme con esto, cuando lo mismo pasa con todas las cosas de este mundo?
CLINIAS. —¿Qué es lo que te obliga a usar ese lenguaje?
ATENIENSE. —Estaba a punto de decir que, hablando con toda propiedad, no es a los hombres y
sí a la combinación de circunstancias y a los diversos acontecimientos de la vida a los que las leyes
deben su origen. Tan pronto una guerra violenta trastorna los Estados e introduce cambios en su
constitución, como la extrema pobreza produce el mismo efecto. Muchas veces también las
enfermedades obligan a hacer innovaciones, como cuando sobrevienen pestes o las estaciones se
desarreglan durante muchos años. Echando una mirada sobre los accidentes de esta especie, se ve uno
precisado a decir, como acabo yo de hacerlo, que ninguna ley es obra de mortal alguno, y que casi
todos los negocios humanos están en manos de la fortuna. Me parece que con razón puede decirse lo
mismo de la navegación, de la cosmografía, de la medicina, del arte de la guerra. Sin embargo,
respecto a estas artes puede decirse también y con la misma razón lo siguiente.
CLINIAS. —¿Qué?
ATENIENSE. —Dios es señor de todo, y la suerte y la ocasión gobiernan con Dios todos los
negocios humanos. Sin embargo, es más razonable tomar un tercer partido, y decir, que es preciso
hacer entrar el arte en todas las cosas. Tengo efectivamente por una gran ventaja, cuando se ve uno
envuelto en una tormenta, el poder llamar en su auxilio la ciencia del piloto. ¿Qué dices a esto?
CLINIAS. —Que soy de tu dictamen.
ATENIENSE. —¿No sucede lo mismo en todas ocasiones? Y con respecto a la legislación, ¿no
debe reconocerse que para una buena constitución de un Estado es indispensable que a la cooperación
de todas las demás causas, que pueden contribuir a su felicidad, debe unirse el hallazgo de un
verdadero legislador?
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —¿Qué otro deseo puede tener el que posee alguna de las artes, de que se acaba de
hablar, sino que la fortuna le proporcione una coincidencia tal de circunstancias que no necesite de
otra cosa que de su talento para lograr su propósito?
CLINIAS. —No puede desear otra cosa.
ATENIENSE. —Si comprometiéramos a todos los demás que hemos mencionado, a que nos
dijeran cuál sería el objeto de su deseo, no se verían embarazados para responder: ¿no es así?
CLINIAS. —No se verían.
ATENIENSE. —Tampoco se vería embarazado el legislador.
CLINIAS. —No creo que se viera.
ATENIENSE. —Dirijámosle, pues, la palabra: legislador, dinos: ¿qué condiciones exiges y en qué
situación quieres que se te entregue un Estado, para poderte prometer que le darás leyes sabias? ¿Qué
más debe agregarse a esto? ¿Haremos que responda el mismo legislador?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —He aquí lo que dirá: dadme un Estado gobernado por un tirano; que este tirano
sea joven; que tenga memoria, penetración, valor, elevación de sentimientos; y para que todas estas
cualidades puedan ser útiles al plan que yo me propongo, que posea además esta otra que, como
dijimos antes, debe acompañar a todas las partes de la virtud.
CLINIAS. —Me parece, Megilo, que por esta cualidad que debe acompañar a las demás, el
extranjero entiende la templanza; ¿no es así?
ATENIENSE. —Sí, la templanza, mi querido Clinias, no la que se reviste con la denominación de
prudencia,[2] sino la que se conoce con este nombre vulgarmente; la que se advierte por lo pronto en
ciertos jóvenes y en ciertos animales, que parece que ha nacido con ellos, y que los hace moderados
en el uso de los placeres, mientras que otros se entregan a los mismos sin medida; aquella templanza,
en una palabra, de la que hemos dicho, que, separada de los otros bienes, no tiene ningún mérito. ¿Me
entendéis?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Que el tirano tenga esta cualidad a la par de las otras, y entonces será muy fácil
dar en poco tiempo al Estado, de que es señor, una forma de gobierno que le hará muy dichoso. No
hay ni puede haber en un Estado una disposición más favorable para poder legislar bien y pronto.
CLINIAS. —Extranjero, ¿cómo y con qué razones nos convencerás de la verdad de lo que dices?
ATENIENSE. —Es fácil, Clinias, comprender que así debe de ser naturalmente.
CLINIAS. —¡Pero qué! ¿En tu opinión basta para ello un tirano joven, moderado, dotado de
penetración, de memoria, de valor y de grandes sentimientos?
ATENIENSE. —Añade: afortunado, pero afortunado no en otro sentido sino en el de que durante
su reinado aparezca un gran legislador, y que una feliz casualidad los reúna. En el caso en que esto se
verifica, Dios ha hecho casi todo lo que puede hacer cuando quiere hacer un Estado completamente
dichoso. La segunda eventualidad para una buena legislación es que se encuentren dos jefes tales,
como los que yo he pintado; la tercera, cuando aparecen tres; en una palabra, la dificultad de la
empresa crece con el número de los gobernantes; y, por el contrario, cuanto más disminuye este
número, tanto más fácil es.
CLINIAS. —¿De manera que tú pretendes que la situación más favorable en un Estado para pasar
a un buen gobierno es la tiranía, cuando el tirano es moderado y es secundado por un hábil
legislador; que en ningún otro caso puede ser la transición ni más pronta ni más fácil; y que detrás de
esto está la oligarquía, y por fin la democracia. No es así como tú lo entiendes?
ATENIENSE. —De ninguna manera. Yo pongo en primera línea la tiranía; en segunda, el
gobierno monárquico; en tercera, una especie de democracia; en cuarta, la oligarquía, que es de suyo
la menos acomodada para dar origen a este gobierno perfecto, porque en la oligarquía es donde
aparecen más gobernantes. Este cambio no puede operarse mientras no se encuentre un buen
legislador, que ejercerá en común la autoridad con los que lo pueden todo en el Estado. Y así, cuando
la autoridad está resumida en el menor número de cabezas posible, y por consiguiente es más
absoluta, que es el carácter propio de la tiranía, el cambio no puede menos de ser muy pronto y muy
fácil.
CLINIAS. —¿Cómo es eso? No comprendemos tu pensamiento.
ATENIENSE. —Pues ya os lo he explicado, no una, sino muchas veces. Quizá jamás habéis visto
lo que pasa en un Estado gobernado por un tirano.
CLINIAS. —No, ni tampoco estoy ansioso de ver semejante espectáculo.
ATENIENSE. —Allí encontrarías la prueba de lo que acabo de decir.
CLINIAS. —¿De qué?
ATENIENSE. —Qué un tirano, que quiere cambiar las costumbres de todo un Estado, no tiene
necesidad de grandes esfuerzos ni de mucho tiempo. No tiene más que romper la marcha por donde
desee que le sigan sus súbditos ya los conduzca por el camino de la virtud, ya por el del vicio; baste
que les trace con su conducta la que ellos han de seguir que apruebe y recompense ciertas acciones,
que condene otras, y que llene de ignominia a los que se nieguen a obedecer.
CLINIAS. —Creemos sin dificultad, que los ciudadanos de un Estado cualquiera se conformarán
al poco tiempo a los deseos de un hombre, que tiene en su mano el poder y la persuasión a la vez.
ATENIENSE. —Mis queridos amigos, que nadie intente convenceros de que cuando se trata de
mudar las leyes de un Estado, haya otro camino más corto ni más fácil que el ejemplo de los que
están revestidos de autoridad; ni tampoco de que semejante cambio se haga ni pueda hacer de otra
manera. No hay en esto imposibilidad ni aun dificultad. Lo qué si es muy difícil que suceda, lo que
raras veces se ha verificado en el largo trascurso de los tiempos y que, cuando se realiza, es para un
Estado origen de infinitos bienes, es lo siguiente.
CLINIAS. —¿Qué?
ATENIENSE. —Esto se realiza, cuando los dioses inspiran el amor de una vida ajustada a la
templanza y a la justicia a jefes poderosos, ya reinen monárquicamente, ya descanse su autoridad en
sus riquezas o en su nobleza, o cuando alguno hace revivir en su persona el carácter de Néstor, que,
según se dice, superaba a todos los hombres en templanza y moderación más aún que en elocuencia.
Este prodigio, a lo que se cuenta, apareció durante el sitio de Troya; pero en nuestros días, no se ve
nada que se le parezca. Por consiguiente, si se ha encontrado, si debe encontrarse para lo venidero, o
si hoy día se encuentra y existe sobre la tierra un hombre de este carácter, se dirá que es dichosa su
vida y dichosos aquellos, que se muestren dóciles a las lecciones de moderación que se desprendan
de sus labios. En general, es exacto decir respecto a cualquier gobierno, sea el que sea, que cuando la
sabiduría y la templanza están unidas en el mismo hombre con el poder soberano, se producen la
buena gobernación y las buenas leyes, que no pueden tener otro origen. Sea esto dicho a manera de
oráculo, como una fábula; pero téngase por demostrado, que bajo ciertos puntos de vista es difícil
establecer una buena legislación en un Estado, y que en otros nada sería más breve ni más fácil en la
suposición que acabamos de hacer.
CLINIAS. —¿Cómo es eso?
ATENIENSE. —Ensayemos formar leyes de palabra y aplicarlas a tu ciudad, ni más ni menos que
hacen los ancianos cuando dan lecciones a un niño.
CLINIAS. —Entremos en materia, y no lo dilatemos por más tiempo.
ATENIENSE. —Invoquemos a Dios para que tenga un feliz éxito nuestra legislación; que se digne
escuchar nuestras súplicas, y que, lleno de bondad y de benevolencia, nos ayude a establecer nuestra
ciudad y nuestras leyes.
CLINIAS. —Uno mis votos a los vuestros.
ATENIENSE. —¿Qué gobierno nos proponemos establecer en nuestra ciudad?
CLINIAS. —Desenvuélveme más el sentido de esa pregunta. ¿Quieres hablar del gobierno
democrático, del oligárquico, del aristocrático o del monárquico? Porque por lo que hace a la
tiranía, no creemos que la tengas en cuenta.
ATENIENSE. —Deseo qué el primero de vosotros que quiera responder, me diga a cuál de los
gobiernos, que acaban de nombrarse, se parece el de su país.
MEGILO. —¿No me corresponde a mi, que soy el de más edad, responder el primero?
CLINIAS. —Sí.
MEGILO. —Extranjero, cuando fijo mis miradas en el gobierno de Lacedemonia, no sé qué
nombre debo darle. Se me figura, que participa de la tiranía en razón del poder de los éforos, que es
verdaderamente tiránico. Bajo otro concepto me parece que tiene allí cabida la democracia, tanto
como en cualquiera otro Estado. También sería un absurdo negarle el título de aristocracia. Con
respecto al reinado, es negocio vital entre nosotros y es común opinión en Esparta como en todas
partes, que es el más antiguo de los gobiernos. Y así me es imposible, como ya he dicho, contestar
sobre la marcha a tu pregunta y decirte precisamente cuál es la constitución de nuestro Estado.
CLINIAS. —Me encuentro, Megilo, en el mismo embarazo que tú, y no puedo determinar con
exactitud cuál de estos gobiernos es el de Cnosa.
ATENIENSE. —Vuestro embarazo nace, mis queridos amigos, de que vuestros gobiernos son
verdaderos gobiernos. Este título no conviene en manera alguna a los que hemos nombrado, como
que no son más que una aglomeración de ciudadanos, una parte de los cuales es señora y otra
esclava; y cada uno de estos gobiernos toma su nombre de la parte en que reside la autoridad. Pero si
es de aquí de donde la constitución de cada Estado ha de tomar su nombre, sería más justo que lo
tomase del dios, que es el verdadero dueño de todos los que hacen uso de su razón.
CLINIAS. —¿Cuál es ese dios?
ATENIENSE. —Tendremos aún que acudir a la fábula, para explicar debidamente lo que me
preguntáis. ¿Recurriremos a ella? ¿Qué os parece?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Dícese que en tiempo de Saturno, muchos siglos antes de que se establecieran los
gobiernos de que hemos hablado, hubo un reinado, una administración perfecta, respecto de la que el
mejor gobierno de hoy día no es más que un remedo.
MEGILO. —En este caso escucharemos con la mayor atención lo que vas a decir.
ATENIENSE. —Por eso mismo he querido hacerlo objeto de una digresión.
MEGILO. —Has tenido razón, y nos harás un favor en contarnos toda esa fábula, en cuanto se
relaciona con nuestro asunto.
ATENIENSE. —Es preciso obedeceros. Sabemos por tradición cuán dichosa era la vida de los
hombres de aquel siglo en que la tierra suministraba de suyo en abundancia todo lo que necesitaban.
He aquí, según se dice, cuál era la causa de esto. Saturno convencido de que ningún hombre, como
hemos observado más arriba, era capaz de gobernar a sus semejantes con una autoridad absoluta sin
incurrir en la licencia y en la injusticia, puso por jefes y por reyes en las ciudades, no a hombres,
sino a inteligencias de una naturaleza más exquisita y más divina que la nuestra, los demonios, para
hacer con nosotros lo que nosotros hacemos con los rebaños, sean de carneros o de cualesquiera
otros animales domésticos. En efecto, nosotros no damos a los bueyes y a las cabras animales de su
especie para mandarles, sino que nuestra especie, que tanto sobrepuja a la suya, se toma este cuidado.
En la misma forma, este dios, lleno de bondad para con los hombres, designó para gobernarnos seres
de una especie superior a la nuestra, los demonios, los cuales, gobernándonos con una facilidad igual
por su parte que por la nuestra, hicieron reinar sobre la tierra la paz, el pudor, la libertad, la justicia,
y nos procuraron días dichosos, exentos de turbaciones y de discordias. Esta historia es verdadera, y
aun hoy día nos hace ver que no tienen remedio los vicios y los males de los Estados gobernados por
hombres, y no por dioses; que nuestro deber es aproximarnos todo lo posible al gobierno de
Saturno, confiar la dirección de nuestra vida pública y privada a la parte inmortal de nuestro ser, y
dar el nombre de leyes a los preceptos emanados de la razón, tomándolos por guía en la
administración de las familias y de los Estados. Por el contrario, en cualquier gobierno, sea
monárquico, oligárquico o popular, si el que manda tiene el alma sometida a una multitud de deseos y
pasiones, que en vano se esfuerza en satisfacer, porque su alma siempre siente un vacío y el mal que
le devora es insaciable y no tiene remedio; un hombre semejante, ya mande sobre un particular, ya en
un Estado, pisoteará todas las leyes; y es imposible, como antes dijimos, vivir dichosos bajo su
gobierno. Debemos nosotros ver, mi querido Clinias, qué partido habremos de tomar, y si nos
aprovecharemos de las lecciones que nos suministra esta historia.
CLINIAS. —No podremos dispensarnos de hacerlo así.
ATENIENSE. —¿Te has fijado en que algunos sostienen que hay tantas especies de leyes como de
gobiernos? Acabamos de examinar las diversas formas conocidas de gobiernos. Para la cuestión que
aquí se presenta, no creas que semejante pregunta sea de poco interés; por el contrario, es muy
importante y nos lleva de nuevo a la gran cuestión de la naturaleza de lo justo y de lo injusto. Las
leyes, dicen, no deben tener por objeto la guerra, ni la virtud tomada en su conjunto, sino el interés
del gobierno establecido, cualquiera que él sea, y el sostenimiento de su autoridad; y he aquí, según
ellos, la verdadera definición de la justicia deducida de la naturaleza misma.
CLINIAS. —¿Qué definición?
ATENIENSE. —El interés del más fuerte.
CLINIAS. —Explícate con más claridad.
ATENIENSE. —¿No es cierto que, en cada Estado, es el más fuerte el que hace las leyes?
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —¿Crees, prosiguen ellos, que ningún gobernante, sea el pueblo, un tirano o
cualquiera otro, se proponga voluntariamente en sus leyes otro fin que el de mantener su autoridad?
CLINIAS. —No, sin duda.
ATENIENSE. —Y el que se atreva a violar las leyes, ¿no debe esperar ser castigado por esta
infracción, considerada como una injusticia por el legislador, que sólo reconoce como justo lo que
es conforme a sus leyes?
CLINIAS. —Así parece.
ATENIENSE. —Tal es, concluyen los mismos, y será siempre la naturaleza de la justicia.
CLINIAS. —Sí, si les hemos de dar crédito.
ATENIENSE. —También es una de las máximas en que se funda el derecho de mandar.
CLINIAS. —¿Qué máximas?
ATENIENSE. —Aquellas de que hemos hablado cuando examinábamos qué personas deben
mandar y cuáles obedecer. Entonces creíamos, que los padres debían mandar en sus hijos, los
ancianos en los jóvenes, y los hombres de ilustre nacimiento en los de oscura condición. También
recordareis que se citaron otras muchas máximas, que se combatían las unas a las otras, entre las
cuales se hallaba ésta de que hablamos; y con este motivo dijimos, que, según Píndaro, el dominio de
la fuerza es justo y conforme a la naturaleza.
CLINIAS. —Es efectivamente eso lo que dijimos.
ATENIENSE. —Entre tantos pretendientes, mira a cuál hemos de confiar nuestra ciudad; porque
aquí tienes lo que ha sucedido una infinidad de veces en muchos Estados.
CLINIAS. —¿Qué ha sucedido?
ATENIENSE. —Que disputándose en ellos la autoridad, de tal manera se han apoderado los
vencedores de todos los negocios, que no han dejado parte alguna en la gobernación a los vencidos,
ni aun a sus descendientes, y han pasado su vida en una desconfianza continua, temiendo siempre que
si alguno del partido vencido llegaba a dominar a su vez, el resentimiento por sus males pasados le
arrastraría a actos de venganza. Y nosotros afirmamos que semejantes gobiernos son indignos de este
nombre, y que no hay más leyes verdaderas que las que tienden al bien universal del Estado; que las
leyes, que sólo tienen por objeto el provecho de algunos, son propias de las facciones y no de los
gobiernos; y que lo que en este caso se llama justicia no es más que una vana palabra. Todo lo que
aquí digamos es para afirmarnos en nuestra resolución de no conferir en nuestra ciudad los cargos
públicos, ni a la riqueza, ni al nacimiento, ni a la fuerza, ni a la elevada estatura, ni a ninguna de las
dotes exteriores, sino únicamente al ciudadano que se muestre más dócil a las leyes establecidas y que
sobresalga en este punto entre todos los demás; a éste será a quien haremos el primer servidor de las
leyes. En segundo lugar es preciso colocar al que, después del precedente, se haya distinguido más en
este mismo concepto, y así con todos los otros, guardando el mismo orden y en la misma
proporción. Por lo demás, si he llamado a los magistrados servidores de las leyes, no es porque haya
querido alterar los términos recibidos por el uso, sino porque estoy persuadido de que la salud de un
Estado depende principalmente de esto, y que lo contrario causa infaliblemente su ruina, y veo
próximo a ella a todo Estado en que la ley carece de fuerza y está sometida a los que gobiernan; y por
el contrario, donde quiera que la ley es la única soberana y donde los magistrados son sus primeros
súbditos, veo afianzada la salud pública con el cortejo de todos los bienes que los dioses han
derramado siempre sobre los Estados.
CLINIAS. —Extranjero, nada más cierto, y tienes una vista perspicaz cual conviene a tu edad.
ATENIENSE. —El ojo de los jóvenes percibe con dificultad los objetos de esta naturaleza,
mientras que el de los viejos los ve con toda claridad.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —¿No podremos suponer ahora, que cada uno de nuestros ciudadanos ocupa su
puesto en la nueva fundación, que están reunidos delante de nosotros, y que en lo sucesivo a ellos va
dirigido todo lo que vamos a decir?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Ciudadanos, les diremos, Dios, según una antigua tradición,[3] es el principio, el
medio y el fin de todos los seres; él marcha siempre en linea recta conforme a su naturaleza,
abrazando al mismo tiempo el mundo; la justicia le sigue, dispuesta siempre a castigar a los
infractores de la ley divina. El que quiera ser dichoso, debe abrasarse a ella, siguiendo humilde y
modestamente sus pasos. Pero el que se engríe con el orgullo, las riquezas, los honores, las dotes del
cuerpo; aquel, cuyo corazón joven e insensato se ve devorado por deseos ambiciosos, hasta el punto
de creer que no tiene necesidad de maestro ni de guía, y que se considera capaz de conducir a los
demás, a un hombre semejante Dios le abandona a sí mismo; y desamparado de esta manera, se une a
otros presuntuosos como él, evita toda clase de dependencia, y lleva la turbación a todas partes. Por
algún tiempo deslumbra algo los ojos del vulgo; pero no tarda la justicia en presentar en él una
ejemplar venganza, y de esta manera concluye por perderse a sí mismo y por perder a su familia y o
su patria. ¿Y si tal es el orden inmutable de las cosas, qué debe pensar y qué debe hacer el sabio?
CLINIAS. —Es evidente que todo hombre sensato pensará que es preciso marchar siempre
siguiendo las inspiraciones de la Divinidad.
ATENIENSE. —¿Pero cuál es la conducta que nos hace agradables a Dios? No veo más que una
fundada en este principio antiguo; que lo semejante agrada a su semejante, cuando uno y otro se
mantienen en un justo medio; porque todas las cosas que salen de este justo medio, no pueden ni
complacerse las unas a las otras, ni agradar a las que no se separan de él. Ahora bien; Dios es la justa
medida de todas las cosas, mucho más que un hombre, cualquiera que él sea; luego no hay otro
medio de hacerse amar de Dios, que esforzarse todo lo posible por parecérsele. Según esta máxima,
el hombre moderado es amigo de Dios, porque se le parece; por el contrario, el hombre
intemperante, lejos de parecérsele, es enteramente opuesto a él y por lo mismo es injusto. Otro tanto
debe decirse de las demás virtudes y de los demás vicios. Esta máxima nos conduce a otra que es la
más bella y la más verdadera de todas, a saber: que de parte del hombre virtuoso es una acción loable
y excelente, que contribuye infinitamente a la felicidad de su vida y que está completamente conforme
con el orden, el hacer sacrificios a los dioses y comunicarse con ellos por medio de oraciones, de
ofrendas y de un culto asiduo; pero que respecto del hombre malo es todo lo contrario, porque el
alma de éste es impura y no pura como la del justo; y no está bien en un hombre de bien, y menos en
Dios, recibir las ofrendas que le presenta una mano manchada de crímenes. Todos los cuidados que
los malos se toman para ganarla benevolencia de los dioses, son inútiles, mientras que el justo
alcanza lo que desea. Tal es el fin a cuya consecución nosotros debemos dirigirnos. ¿Pero cuáles son,
si puedo hablar así, las señales que deben guiarnos, y cuál es la vía más recta para conseguirlo? Por
lo pronto me parece, que después de los honores debidos a los dioses habitantes del Olimpo y a los
dioses protectores del Estado, se conseguirá el objeto de la verdadera piedad, inmolando a los dioses
subterráneos víctimas de segundo orden en número par [4] y las partes de las víctimas que están al
lado izquierdo; reservando para los dioses celestes las victimas de primer orden en número impar y
las partes de las mismas del lado derecho. Después de los dioses, el sabio tributará también un culto
conveniente a los demonios, y después a los héroes. Los dioses de cada familia tendrán igualmente
altares particulares con un culto prescripto por la ley. Luego es preciso honrar a los autores de
nuestros días durante toda la vida, siendo esta la primera, la más grande, la más indispensable de
todas las deudas, porque es preciso convencerse de que todos los bienes que se poseen pertenecen a
aquellos de quienes se ha recibido el nacimiento y la educación, y que conviene consagrarlos sin
reserva a su servicio, comenzando por los bienes de fortuna, siguiendo después con los del cuerpo, y
concluyendo con los del alma; pagándoles así con usura los cuidados, penalidades y trabajos que
nuestra infancia les causó en otro tiempo, y redoblando nuestras atenciones para con ellos a medida
que las debilidades de la edad las hace más necesarias. Además es preciso hablar constantemente a los
padres con respeto religioso, porque a las palabras, cosa ligera, va unida siempre una pena dura, y
Némesis, mensajera de la justicia, está encargada de vigilar esta clase de faltas.
Así es preciso ceder ante su cólera, dejar libre paso a su resentimiento, ya lo muestren por
palabras o por hechos, y excusarlos, teniendo en cuenta que un padre, que se cree ofendido por su
hijo, tiene un derecho legítimo a irritarse contra él. Respecto a la sepultura después de su muerte, la
mejor será la que salga lo menos posible de los límites de la medianía. No debe salirse de la forma
ordinaria de los monumentos de esta especie, ni tampoco hacerse menos por nuestros padres que lo
que estos hicieron por los suyos. Tampoco despreciemos las ceremonias anuales instituidas para
honrar la memoria de los muertos, y antes bien procuremos si es posible hacerla inmortal,
cumpliendo por nuestra parte con exactitud todo lo que le debemos, y consagrando a tan justo objeto
una parte de los bienes que hemos recibido de la fortuna. Obrando así y viviendo según estas reglas,
recibiremos de los dioses y de los seres de una naturaleza más perfecta que la nuestra la recompensa
de nuestra piedad, y pasaremos la mayor parte de la vida en medio de la más dulce esperanza.
En cuanto a nuestros deberes para con los hijos, los parientes, los amigos, los conciudadanos, a la
hospitalidad recomendada por los dioses, y a los demás deberes sociales, que, cumplidos conforme a
las miras de la ley, deben aumentar las delicias de la vida, corresponden a las leyes determinar los
pormenores así como el hacérnoslos observar mediante la persuasión, o emplear la fuerza y los
castigos, para someter al orden a los que resisten entrar en él por el camino de la dulzura, y para
contribuir de este modo con la asistencia de los dioses a la perfecta felicidad del Estado.
Hay aún otros muchos objetos, de los que no puede menos de hablar el legislador, si sus ideas
conforman con las mías; pero como no sería conveniente presentarlas desde luego en forma de leyes,
me parece mejor, tanto para él mismo como para sus administrados, que comience por trazar un plan
general de ellas, sin omitir nada en cuanto sea posible, y después pensar en hacer las leyes. Difícil es,
por lo demás, reunir tantos objetos diferentes bajo una sola idea como en un modelo que los resuma
todos. Intentemos, sin embargo, encontrar algún punto fijo en que podamos detenernos.
CLINIAS. —Habla.
ATENIENSE. —Yo querría que nuestros ciudadanos se consagrasen con toda la docilidad posible
a la práctica de la virtud; y es evidente que el legislador tratará de encaminarlos en este sentido en
toda la serie de sus leyes.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Me parece que un lenguaje semejante al que acabamos de usar, si se dirige a un
alma que no sea completamente salvaje, puede hacerla más dulce y más dócil a las lecciones que se le
den; y sería siempre una gran ventaja si consiguiésemos aumentar, si no mucho, por lo menos algo,
la docilidad de nuestros discípulos, granjeándonos su benevolencia. Hay, en efecto, muy pocas
personas que se dirijan a la virtud por el camino más directo y con todo el esfuerzo de su alma. La
mayor parte tienen a Hesíodo por un sabio cuando ha dicho que el camino que conduce al vicio es
llano, que se marcha por él sin sudores y que se llega pronto al término; que, por el contrario, los
dioses inmortales han hecho que los sudores se precedan a la virtud, que el sendero que a ella
conduce es largo, escarpado y escabroso al principio, pero que, cuando se ha llegado a la cima, se
hace cómodo de áspero que era antes.[5]
CLINIAS. —Me parece que el poeta tiene razón.
ATENIENSE. —Convengo en ello. Pero quiero poneros a la vista el efecto que he querido
producir con la consideración precedente.
CLINIAS. —Hazlo.
ATENIENSE. —Dirijamos a este fin la palabra al mismo legislador: Legislador, ¿no es cierto,
que si supieses lo que nos conviene decir o hacer, no dudarías en comunicárnoslo?
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —¿No hemos oído de tu boca hace poco, que no es conveniente dejar a los poetas la
libertad de decir lo que quieran, porque, por no conocer lo que sus discursos pueden tener de
contrario a las leyes, causarían muy grandes desordenes en el Estado?
CLINIAS. —Nada más cierto.
ATENIENSE. —Luego si nosotros nos dirigiéramos a él, en nombre de los poetas, en los
términos siguientes, ¿le diríamos cosa que no fuera razonable?
CLINIAS. —¿En qué términos?
ATENIENSE. —Legislador, hay un dicho, que en todo tiempo ha estado en boca de los poetas, y
en el que todo el mundo está de acuerdo con nosotros; que cuando un poeta está sentado en el trípode
de las Musas, no es dueño de sí mismo; que, semejante a una fuente, deja correr todo lo que se le
viene al espíritu; y que como su arte no es más que una imitación, cuando pinta los hombres en
situaciones opuestas, se ve obligado muchas veces a decir lo contrario de lo que ha dicho sin saber de
qué lado está la verdad. Pero el legislador no puede en sus leyes hablar de dos modos acerca de una
misma cosa; no debe hacerlo sino de uno solo. Juzga de esto por lo que has dicho hace un momento
con relación a las sepulturas. Aun cuando hay tres clases, una suntuosa, otra pobre y otra que ocupa
un término medio, tú te has fijado en esta última, para prescribirla y darle tu aprobación. Pero yo, si
introdujese en mis versos una mujer opulenta, que ordenase el aparato de sus funerales, la haría
hablar de una sepultura magnífica; si fuese un hombre pobre y económico, escogería la sepultura
pobre; en fin, aquel, cuya fortuna y cuyos deseos fuesen moderados, se atendría a una sepultura
media. Tú no quieres más que una sepultura mediana, pero no es esta una explicación suficiente; es
preciso decir lo que entiendes por esto y qué límites precisos señalas. De otra manera no creas que
semejante máxima pueda ser considerada como una ley.
CLINIAS. —Todo lo que dices es muy cierto.
ATENIENSE. —¿Nuestro legislador pondrá algún preámbulo semejante a la cabeza de cada ley, o
se limitará a expresar lo que se debe hacer o evitar? Y después de haber amenazado con una pena a
los contraventores, ¿pasará en seguida a fijar otro mandato o prohibición sin añadir ningún motivo,
que sea eficaz para persuadir a sus conciudadanos y hacer que sea para ellos más dulce el yugo de la
obediencia? Como los médicos tratan las enfermedades, éste de una manera, aquel de otra… Pero
antes de terminar esta comparación, recordemos las dos maneras como se tratan los enfermos, y en
seguida haremos al legislador la misma súplica que harían los niños a un médico; la de que empleara
para su curación los remedios más suaves. He aquí lo que quiero decir. Y sabéis que los médicos
propiamente dichos tienen personas a su servicio, a quienes el uso da también el nombre de médicos.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Sabéis también que estos últimos, ya sean libres o esclavos, sólo aprenden el arte
por rutina ejecutando las ordenes de sus principales y viéndoles operar, mientras que los verdaderos
médicos han aprendido su ciencia por vocación natural y la enseñan igualmente a sus hijos.
¿Reconoces que hay estas dos clases de médicos?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Los enfermos de las ciudades son libres o esclavos; ¿y no has observado que los
esclavos se dejan curar ordinariamente por otros esclavos, que van de un punto a otro por la ciudad,
o que reciben los enfermos en la oficina de sus maestros? El médico de esta clase no entra en
pormenores con el enfermo a propósito de su mal, ni sufre que él razone sobre el mismo; y después
de haberle prescrito, a modo de verdadero tirano y dándose aire de hombre entendido, los remedios
que la rutina le sugiere, le abandona bruscamente para ir a visitar otro enfermo, descargando así a su
maestro de una parte de los cuidados de su profesión. Por el contrario, el verdadero médico sólo
visita y cuida de los enfermos que son de condición libre como él; se informa de ellos mismos o de
sus amigos acerca del origen y del progreso del mal; y después de haber obtenido todas las
aclaraciones convenientes, instruye al enfermo hasta donde le es posible, no prescribiéndole
remedios sino después de haberle decidido con buenas razones a tomarlos; y procura volverle poco a
poco la salud, dulcificando su espíritu y disponiéndole para todo por medio de la persuasión. ¿Cuál
es, a tu parecer, el mejor de estos dos médicos? Y lo mismo digo de los maestros de gimnasia, ¿cuál
es el mejor?, ¿el que emplea dos medios para llegar a su objeto, o el que emplea uno solo, que es
además el peor y el más duro?
CLINIAS. —No es posible la comparación, porque es mejor el primero.
ATENIENSE. —¿Quieres que consideremos el uso de estos dos métodos, el doble y el sencillo,
con relación a la legislación?
CLINIAS. —Con mucho gusto.
ATENIENSE. —En nombre de los dioses, dime cuál será la primer ley que dictará el legislador.
¿No comenzará por ordenar el punto, que según el orden de la naturaleza, es el fundamento y el
principio de la sociedad política?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Dónde tienen los Estados su origen y su nacimiento? ¿No es en los matrimonios
y en la unión de los dos sexos?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Luego en todo Estado es bueno comenzar por las leyes que arreglan los
matrimonios.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Veamos, por lo pronto, cuáles el método sencillo que el legislador puede
emplear; poco más o menos es el siguiente. Todo el mundo está obligado a casarse entre los treinta y
los treinta y cinco años. El que no lo haga será castigado en sus bienes y en su honor, pagará tal o
cual multa y sufrirá tal o cual ignominia. Tal es el método sencillo de las leyes sobre el matrimonio;
pasemos al método doble. Todo el mundo se casará desde la edad de treinta a treinta y cinco años. Es
preciso, que cada cual reflexione, que la naturaleza humana participa en cierto sentido de la
inmortalidad, a la que todo hombre aspira naturalmente con el mayor ardor, porque éste es el
fundamento del amor a la gloria y del ansia de no verse condenado al olvido después de la muerte. La
duración del género humano es la misma que la del tiempo; los hombres se suceden y se sucederán
sin interrupción con los años, porque se procuran así una especie de inmortalidad, reemplazando una
generación con otra, de suerte que la especie siempre es la misma.[6] Es un crimen en todo hombre
privarse voluntariamente de esta ventaja, y lo hace el que se niega a tomar una mujer y a tener hijos.
Y así el que se conforme a la ley, nada tendrá que temer por su persona; pero el que sea rebelde y no
haya contraído enlace a los treinta y cinco años, pagará cada año tal o cual suma, para que no se
figure que el celibato es un estado cómodo y ventajoso; y no tendrá tampoco parte alguna en los
honores que la juventud tributa entre nosotros a los hombres de edad avanzada. Ya veis los dos
modelos de ley, y ahora a vosotros os toca juzgar si vale más que adoptemos el método doble,
proponiendo lo más brevemente que sea posible los motivos de persuasión y las amenazas, o si
preferiremos el método sencillo y más breve, limitándonos a emplear solamente la intimación.
MEGILO. —Extranjero, el lacedemonio ordinariamente prefiere en todo la brevedad; sin
embargo, si se me diera a elegir entre estas dos formas de ley y se me consultase sobre lo que
debiera emplearse respecto de mí, escogería la más larga, y lo mismo haría con cualquiera otra ley,
si se me presentase bajo ambas formas. Pero en esta materia es preciso que sepamos el dictamen de
Clinias, tanto más cuanto que estas leyes están destinadas a su patria.
CLINIAS. —Soy completamente de tu dictamen, Megilo.
ATENIENSE. —Además tengo por una puerilidad reparar en lo más o menos largo de un
discurso. No es ni en lo largo ni en lo corto, y sí en lo que tenga de mejor, en lo que debemos de
fijarnos. Es evidente, que de las dos fórmulas de leyes en una vicisitud continua que acabo de
proponer, la una tiene sobre la otra una ventaja más que doble por la utilidad que hay derecho a
esperar de ella; y la comparación que he hecho de las dos clases de medios, es enteramente exacta. A
mi juicio hasta ahora ningún legislador se ha fijado en este punto. Tienen dos medios para hacer
observar las leyes, la persuasión y la fuerza; y sólo emplean la última para con la multitud ignorante.
No saben lo que es moderar la fuerza por medio de la persuasión, y la fuerza es el único resorte de
que se sirven. Yo, amigos mios, veo que aún es necesario emplear un tercer medio, de que no se hace
hoy día uso.[7]
CLINIAS. —¿De qué hablas?
ATENIENSE. —De una cosa a que no sé por qué feliz casualidad nuestra conversación ha dado
origen. En efecto, esta conversación sobre las leyes ha comenzado por la mañana, es ya medio día, y
henos aquí que hemos llegado a este sitio delicioso y tan a propósito para descansar sin haber
hablado de otra cosa que de las leyes; y sin embargo, hablando propiamente, sólo hace un instante
que hemos entrado en materia, porque todo lo que ha precedido sólo puede mirarse como un
preludio. ¿Qué entiendo yo por esto? Quiero decir, que en todas las conversaciones, y generalmente
donde quiera que interviene la voz, hay preludios o ejercicios preparatorios mediante los que se
ensaya uno según las reglas del arte para la ejecución de lo que debe seguir. Vemos que para los aires
que se tocan en el laúd, a que se da el nombre de leyes, y lo mismo para cualquiera otra clase de
música, hay estos preludios compuestos con un arte maravilloso. Pero nadie ha pensado hasta ahora
en poner preludios a las verdaderas leyes, que en nuestra opinión son las leyes políticas; nadie los ha
compuesto y dado a luz, como si por su misma naturaleza no debiesen tenerlos. Sin embargo, si no
me engaño, todo lo que hemos dicho hasta ahora es una prueba de lo contrario, y esta fórmula de ley,
que hemos llamado doble, contiene, entendiéndola bien, dos cosas muy distintas, la ley y el preludio
de la ley. La intimación tiránica, que hemos comparado a las disposiciones de los esclavos que
ejercen la medicina, es, propiamente hablando, la ley pura; lo que la precede y está destinado a
producir el convencimiento en los espíritus, lo produce en efecto, y es lo mismo respecto de la ley
que el exordio respecto al discurso. Porque el fin del legislador en este preámbulo, con el que intenta
persuadir, es preparar a aquel a quien se dirige la ley, para que reciba con benevolencia y con
docilidad la intimación, que es la ley misma. Este preámbulo debería llamarse, en mi opinión, el
preludio más bien que la razón de la ley. Después de todo lo dicho ¿no hay nada que añadir? Yo
querría, que el legislador no propusiese ninguna ley que no fuese precedida de un preludio, de suerte
que estás dos cosas fuesen tan distintas en su trabajo, como lo son los dos métodos legislativos que
hemos citado.
CLINIAS. —Yo sometería a este método a todo hombre que se ocupa de legislación.
ATENIENSE. —Me parece, Clinias, que tienes razón, si sólo quieres decir, que cada ley tiene su
preludio, y que en todo trabajo de legislación es preciso poner a la cabeza de cada ley el preludio
conveniente, tanto más cuanto que lo que debe seguir al mismo no es de escaso interés, y no es poco
importante que esté expuesto clara u oscuramente. Sin embargo, haríamos mal, si exigiésemos que se
pusiesen preludios a todas las leyes grandes y pequeñas, pues tampoco se ponen a todos los cantos ni
a todos los discursos; no es que cada una de estas cosas no tenga el suyo, pero no por eso debe
ponerse en todas, y conviene dejar a la sagacidad del orador, del músico y del legislador el decidir
cuando hay o no necesidad de un preludio.
CLINIAS. —Todo eso me parece muy cierto, pero no dilatemos por más tiempo el entrar en
materia. Volvamos a nuestro asunto, y comencemos, si te parece bien, por aquello de que hablabas ha
poco y que creías sin dudar que era el preludio. Volvamos a comenzar, como dicen los jugadores,
para obrar mejor; demos principio esta vez, no a una conversación cualquiera como antes, sino a un
verdadero preludio, ya que hemos convenido en que lo que va a seguir lo es. Lo que se ha dicho
sobre el culto de los dioses, sobre el respeto debido a los padres y, en este momento, sobre los
matrimonios, es suficiente. Entremos en el examen de lo que viene después basta que hayas dado a
este preludio toda la extensión que juzgues necesaria; y en seguida entrarás en el pormenor de las
leyes propiamente dichas.
ATENIENSE. —Por lo que dices, hemos tratado suficientemente de lo que se debe a los dioses, a
los demonios y a los padres durante su vida y después de su muerte; y me invitas a que explique en
cierta manera lo que falta a este preludio.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Pues bien; es oportuno ahora que examinemos, yo hablando y vosotros
escuchando, el mayor o menor cuidado que debe tener cada cual de su alma, de su cuerpo y de los
bienes de fortuna; y de esta manera llegaremos, en cuanto de nosotros depende, a la verdadera
educación. Tal es el campo que se abre desde este momento a nuestra conversación.
CLINIAS. —Muy bien.
Libro V de Las Leyes

ATENIENSE. —Vosotros, que habéis oído lo que he dicho acerca de los dioses, y de aquellos a
quienes debemos la existencia, prestadme de nuevo vuestra atención. Después de los dioses, el alma
es lo más divino que el hombre tiene, y lo que le toca más de cerca. Hay en nosotros dos partes; la
una, más poderosa y mejor, está destinada a mandar; a la otra, inferior y menos buena, le toca
obedecer. Es preciso dar siempre la preferencia a la parte que tiene derecho a mandar sobre la que
debe obedecer. Y así, tengo razón para ordenar, que nuestra alma ocupe el primer lugar en nuestra
estimación después de los dioses y de los seres que les siguen en dignidad. Se cree hacer al alma todo
el honor que se merece, pero en realidad casi nadie lo hace; porque el honor es un bien divino, y
nada malo es digno de ser honrado. Por lo tanto el que cree ensalzar su alma por medio de los
conocimientos, las riquezas, el poder, y no trabaja en hacerla mejor, se imagina que la honra; pero no
hay nada de eso.
Desde la infancia se persuade todo hombre de que está en estado de conocerlo todo; cree que las
alabanzas que prodiga a su alma, son otros tantos honores que le hace y se apresura a concederle la
libertad de hacer todo lo que quiera. Pero nosotros decimos, por el contrario, que obrar de esta
manera es perjudicar a su alma en lugar de honrarla; al alma que, como hemos dicho, merece ocupar
el primer puesto después de los dioses. Tampoco es honrar a su alma, por más que nos hagamos la
ilusión de creerlo así, achacar siempre a los demás sus propias faltas y la mayor parte de sus
defectos, hasta los más graves, y Creerse absolutamente inocente; lejos de esto, se le causa un grande
mal. Tampoco se la honra, cuando a pesar de las razones y de las indicaciones del legislador, se
abandona uno a los placeres; entonces más bien se la deshonra, llenándola de males y de
remordimientos. También se la degrada en vez de honrarla, cuando en lugar de hacerse superior, por
medio de la paciencia, a los trabajos, a los temores, al dolor y a los disgustos, a que la ley
recomienda que resistamos, se cede ante ellos por cobardía. Tampoco se la honra, cuando se cree que
la vida es el mayor de los bienes; antes por el contrario se la deshonra, porque mirando entonces lo
que pasa en el otro mundo como un mal, se sucumbe a esta funesta idea, no se tiene valor para
resistirla, ni para razonar consigo mismo, ni para convencerse de que no sabemos si los dioses, que
reinan en los infiernos, nos reservan allá los más preciosos bienes.
Es también deshonrar el alma de la manera más positiva y más completa el preferir la belleza a la
virtud, porque esta preferencia da ventaja al cuerpo sobre el alma, lo cual es contra toda razón,
puesto que nada de lo terrestre debe superará lo que tiene su origen en el cielo; y todo el que se
forme otra idea distinta de su alma, ignora lo magnifico del bien que desdeña. Tampoco se honra al
alma por medio de presentes, cuando se aspira a amontonar riquezas por medios pocos honrosos, y
cuando no se indigna uno contra sí mismo por haberlas adquirido de esta manera; y no se la honra
ciertamente de este modo, puesto que equivale a vender por un poco de oro lo más precioso que tiene
el alma, y todo el oro que hay sobre la tierra y que se encierra en sus entrañas, no puede ponerse en
parangón con la virtud. En una palabra, todo el que no se abstiene, en cuanto de él dependa, de las
cosas que el legislador prohíbe como vergonzosas y malas, y no se apega, por el contrario, con todo
su poder a las que el mismo le propone como bellas y buenas, no advierte que, obrando de esta
manera, trata a su alma, este ser completamente divino, del modo más ignominioso y más ultrajante.
Casi ninguno de los que así se conducen fija su atención en el terrible castigo que el crimen lleva
consigo, castigo que consiste en la asimilación con los malos, y en la aversión que esta asimilación
hace que nos inspiren los hombres de bien y las pláticas sobre la virtud, obligándonos a romper todo
trato con ellos y a buscar con empeño la compañía de los que son malos como nosotros hasta
pegarnos a ellos en cierta manera; y cuando se ha llegado a este punto, es una necesidad que se haga y
se sufra lo que es natural que los malos hagan y digan entre sí. Y aún no es éste el verdadero castigo,
porque todo lo que es justo es bello, y el castigo, que forma parte de la justicia, es igualmente bello.
El verdadero castigo es la vindicación que se sigue a la injusticia. El malo que la experimenta y el que
no la experimenta son igualmente desgraciados; éste, por verse privado del único remedio que puede
sanarle; y aquél, porque perece para servir de ejemplo saludable.
Lo que nos honra verdaderamente es atender a lo mejor que hay en nosotros y dar toda la
perfección posible a lo que es menos bueno, pero susceptible de enmienda. Ahora bien, nada hay en
el hombre que tenga naturalmente más disposición para huir del mal y para aspirar al soberano bien,
y una vez conseguido, para mantenerse siempre unido a él, que el alma. Ésta es la razón que he tenido
para darle el segundo lugar en nuestra estima. El que reflexione un poco, hallará que en el orden
natural el cuerpo merece el tercer puesto. Pero es preciso examinar qué honores le corresponden y
discernir los verdaderos de los falsos. Este discernimiento pertenece al legislador, y he aquí, a mi
juicio, lo que nos dice sobre esta materia. No son la belleza, ni la fuerza, ni la soltura, ni la esbeltez
del cuerpo, ni, como muchos imaginan, la salud, lo que constituye el mérito del cuerpo, ni tampoco
seguramente las cualidades contrarias. Un justo medio entre todas estas cualidades opuestas es mucho
más seguro y más propio para inspirarnos la moderación, porque las primeras llenan el alma de
orgullo y de presunción, y las segundas dan origen a sentimientos bajos y serviles.
El mismo juicio se debe formar de la posesión del dinero y demás bienes de fortuna, que sólo son
apreciables dentro de la misma medida. Las riquezas excesivas son para los Estados y para los
particulares un origen de sediciones y de enemistades, y el extremo opuesto conduce de ordinario a
la esclavitud. Que nadie acumule tesoros en consideración a sus hijos, para dejarles después una rica
herencia, lo cual no es ventajoso, ni para ellos, ni para el Estado. Una renta módica, que no exponga
su juventud a los lazos de los aduladores, ni les prive de lo necesario, es lo mejor y lo más
conveniente, porque el acuerdo y armonía que este término medio mantiene, libra la vida de infinitos
disgustos. No son montones de oro y si un gran fondo de pudor lo que es preciso dejar a los hijos. Se
cree inspirarles esta virtud, reprendiéndolos cuando ofenden este pudor con su conducta; pero estas
máximas por medio de las que seles dice, que la modestia sienta bien a un joven en todas ocasiones,
no son lo más eficaz para el caso. Un sabio legislador exhortará más bien a los que han llegado a la
edad madura a que respeten a los jóvenes, teniendo gran cuidado de no decir ni hacer en su presencia
nada que no sea decente, porque necesariamente la juventud aprende a no ruborizarse por nada,
cuando la ancianidad le da el ejemplo. La verdadera educación, lo mismo de la juventud que de todas
las demás edades de la vida, no consiste en reprender, sino en hacer constantemente lo que se diría a
los demás al reprenderlos.
El que honra y respeta a sus padres y a todos aquellos que, procedentes de la misma sangre, están
protegidos por los mismos dioses penates, tiene motivo para esperar que los dioses, que presiden a la
generación, le serán propicios en la procreación de sus hijos. En razón de amistades y relaciones en
el comercio de la vida, la verdadera manera de granjearse amigos es ensalzar y estimar los servicios
que se reciben de los demás, más que lo que ellos mismos los estiman; y aminorar los servicios que
se prestan, poniéndolos por bajo del verdadero valor que tengan. El mayor servicio que se puede
hacer a su patria y a su conciudadanos, no es tanto el distinguirse en los juegos olímpicos o en los
demás combates guerreros o pacíficos, como obedecer a las leyes y mostrarse toda la vida su más
fiel servidor.
Estamos bien persuadidos de que nada hay más sagrado que los deberes de la hospitalidad, y que
todo lo que a ellos se refiere está bajo la protección de un dios, que vengará con más severidad las
faltas cometidas contra los extranjeros que las que se cometan contra un conciudadano; porque el
extranjero, encontrándose lejos de sus parientes y de sus amigos, interesa más a los hombres y a los
dioses, y así el que tiene más poder para vengarle lo hace con más ardor. Este poder ha sido
especialmente confiado a demonios y a dioses consagrados de antemano a la guarda de cada hombre,
y que sirven de comitiva a Júpiter hospitalario. Por esta razón, por poco que atienda el hombre a sus
propios intereses, no debe omitir ningún cuidado para llegar al término de la vida sin tener que
acusarse de ninguna falta contra los extranjeros. Pero de todas las faltas de que puede uno hacerse
culpable, tanto respecto a los extranjeros como a sus conciudadanos, la más grave es la que concierne
a los suplicantes; porque el mismo dios, que el suplicante ha puesto por testigo de las promesas que
se le han hecho, cuida particularmente de los ultrajes que pueda recibir y no deja ni uno sólo impune.
Hemos hablado de lo que cada uno debe a sus padres, a sí mismo, a su patria, a sus amigos, a sus
parientes, a sus conciudadanos y a los extranjeros. Ahora debemos examinar los deberes que hacen la
vida más agradable, y que no pueden ser objeto de una ley, pero que la opinión debe recomendar para
hacer más fácil la observancia de las leyes. La verdad, para los dioses como para los hombres, es el
primero de todos los bienes. Al que quiera ser feliz, debe parecerle poco cuanto haga para adherirse
a la verdad y vivir unido a ella todo el tiempo posible, porque el hombre verídico inspira confianza;
el que se complace diciendo mentiras voluntarias es indigno de esa confianza; y el que miente
involuntariamente es un insensato. Ninguno de estos caracteres debe excitar la envidia, porque el
perverso y el ignorante no tienen amigos; y cuando con el tiempo llega a conocerse lo que son, se
preparan para la época más triste de la vida una soledad horrible, hasta tal punto que se los puede
mirar como abandonados de todo el mundo, ya vivan o no sus hijos y las personas que les sean más
queridas. El que no comete ninguna injusticia merece ser honrado; pero el que no sufre ni aún que los
demás sean injustos, merece doblemente tantos y más honores que el primero; el uno no es justo sino
para sí mismo, mientras que el otro lo es para otros muchos, es decir, para todos aquellos cuya
injusticia revela a los magistrados. En cuanto al que se une a los magistrados para castigar con todo
su poder a los malos, deseo que sea considerado en la ciudad como un gran ciudadano y como
modelo completo de virtud. Lo que digo de la justicia, debe entenderse también de la templanza, de la
prudencia y de las demás virtudes, que puede uno, no sólo poseer para sí mismo, sino también
inspirar a lo demás. Se dispensarán, por tanto, los mayores honores a quien haga germinar estas
virtudes en el corazón de sus conciudadanos. En segundo lugar se pondrá a aquel que, teniendo la
misma voluntad, no tenga el mismo talento para realizarlo. En cuanto al envidioso, que se niegue a
comunicar a los demás por favor las dotes que posee, merecerá el desprecio, teniendo cuidado, sin
embargo, de no pasar del desprecio de la persona al del bien que ella posee, sino que antes por el
contrario deben hacerse los esfuerzos posibles para adquirirlo. Que haya entre todos los ciudadanos
un combate de virtud, pero sin celos. La gloria de un Estado consiste en tener habitantes que disputan
con todas sus fuerzas el precio de la virtud, pero que no se valgan de ningún manejo indigno para
impedir a demás aspirar al mismo bien. Por el contrario, el envidioso, que no cuenta tanto con sus
propios esfuerzos como con los obstáculos que opone a los de sus rivales, tiene él mismo menos
entusiasmo por la verdadera virtud y des alienta a sus rivales con las censuras injustas con que los
abruma; y privando de esta manera al Estado de la noble emulación de la virtud, rebaja cuanto puede
el honor de su patria.
Es preciso saber unir a una gran dulzura una gran firmeza. En efecto, cuando los vicios de los
demás han llegado a tal extremo, que es difícil y quizá imposible mejorarlos, el único partido que
debe tomarse para evitar el caer en ellos, es triunfar de los mismos rechazando sus ataques y
reprimirlos sin tregua. Es imposible q un alma llegue a realizar semejante empresa, si no es
secundada por un valor a prueba. Respecto a aquellos cuyos vicios no son incurables, es bueno saber
ante todo que ninguno es injusto voluntariamente, porque nadie gusta de mantener en si los más
grandes males que se conocen en el mundo, y menos cuando afectan a la parte más preciosa de uno
mismo. El alma es, como ya hemos dicho, lo más precioso que hay en nosotros, y nadie puede
admitir en ella voluntariamente el mayor de los males y pasar toda la vida con tan desdichado
huésped. Y así el hombre malo y todo el que alimenta en su alma el mal son dignos de compasión; y
sobre todo, debe reservarse esta compasión para el que ofrece alguna esperanza de enmienda.
Respecto de éste conviene reprimir su cólera, pero sin entregarse a arrebatos y agrias reprensiones,
que sólo cuadran a una mujer. Si en algún caso hay que dar rienda suelta a la indignación, esto sólo
puede tener lugar contra los perversos, entregados enteramente al vicio e incapaces de enmienda. Por
esto hemos dicho que el carácter del hombre de bien debe ser una mezcla de severidad y de dulzura.
La mayor de todas las enfermedades del hombre es un defecto, que trae consigo al nacer, con el
que todo el mundo transige, y del cual, por consiguiente, nadie procura deshacerse, y es lo que se
llama amor propio; amor, que según se dice, es natural, legítimo, y hasta necesario. Pero no es
menos cierto que cuando es excesivo, es la causa ordinaria de todos nuestros errores; porque el
amante es ciego con relación a lo que ama, y juzga mal de lo que es justo, bueno y bello, cuando cree
deber preferir siempre sus intereses a los de la verdad. El que quiera hacerse un gran hombre, no
debe embriagarse con el amor de sí mismo y con todo lo que le pertenece; sólo debe amar el bien y
la justicia, que percibe en sí mismo o en los demás. Como resultado de este defecto, el ignorante
parece sabio a sus propios ojos, se persuade de que lo sabe todo, aunque, por decirlo así, no sepa
nada; y rehusando confiar a los demás el manejo de los negocios, que él no puede administrar, cae en
mil errores inevitables. Es un deber de todo hombre el estar prevenido contra este amor desordenado
de Sí mismo y de no avergonzarse de unirse a los que valen más que él.
Hay aún otros preceptos de menor importancia, y muchas veces repetidos, que es bueno
recordemos de nuevo, para que apenas acabe un discurso empiece otro; porque la memoria es un
manantial que repara incesantemente las pérdidas que experimentamos en sabiduría. Digamos, pues,
que es preciso abstenerse de todo exceso en el reír y el llorar; que todos los ciudadanos deben
observarse mutuamente para moderar sus transportes de alegría o de dolor, manifestando siempre
serenidad en los acontecimientos prósperos que el destino les depare, y lo mismo en los reveses,
cuando el mismo destino opone a sus empresas montañas insuperables; y, en fin, tener la firme
confianza de que suceda lo que suceda a los hombres de bien, si son males, los dioses los harán más
suaves y cambiarán su condición presente en otra mejor; mientras que, por el contrario, si son
bienes, lejos de ser pasajeros, su goce les será asegurado para siempre. Con estas dulces esperanzas
es preciso vivir; con estos recuerdos es preciso fortificarse representándolos distintamente a sí
mismo y a los demás en todas las ocasiones, lo mismo en las situaciones serias que en los momentos
de desahogo y de placer.
Tal es el ideal de perfección a que el hombre debe aspirar; pero esta perfección es más propia de
los dioses que de los hombres, y es preciso por lo tanto proporcionar nuestras ordenanzas a la
debilidad humana, puesto que tratamos de hombres y no de dioses. El placer, el dolor y el deseo, todo
esto es lo propio de la naturaleza humana; estas son las energías de todo animal mortal, y las que
determinan todos sus grandes movimientos. Y así, cuando se trata de ensalzar la virtud a los ojos de
los hombres, no basta mostrarles que es en sí lo más honroso que hay, sino que es preciso hacerles
también ver que, si se la quiere gustar desde los primeros años y no renunciar a ella apenas pasen
éstos, tiene sobre todas las demás cosas superioridad por el lado mismo que más afecta a nuestro
corazón, en cuanto nos procura mayores placeres y menos penas durante todo el curso de la vida, lo
cual no tardará en experimentarse de una manera sensible, si se quiere hacer el ensayo cual conviene.
Pero ¿cómo conviene hacerlo? Para esto es preciso consultar a la razón y examinar con ella si lo que
voy a decir es conforme o no con nuestra naturaleza. En la comparación de las diversas condiciones
relativamente al placer o al dolor, he aquí las reglas que es preciso seguir. Nosotros queremos gustar
el placer, no preferimos ni queremos el dolor; y con respecto al estado intermedio, damos al placer
la preferencia sobre él y le preferimos al dolor. Queremos toda condición, en que haya mucho placer
y poco dolor, y no queremos aquella en que el dolor sobrepuja al placer. En cuanto a aquella
condición, en que los placeres y los dolores se equilibran, es difícil decidir si la deseamos. Nuestra
elección y nuestra voluntad se determinan o quedan en suspenso, según que los placeres y los dolores
son más o menos numerosos, más o menos grandes, más o menos vivos, en una palabra, según que
subsiste o no el equilibrio entre ellos. Puesto que este es el orden necesario de las cosas, se sigue que
en toda condición, en que los placeres y los dolores son muy numerosos y muy vivos, si domina el
placer, la queremos; y si domina el dolor, no la queremos; que, por el contrario, en toda condición en
que los placeres y los dolores son pocos en número, débiles y tranquilos, si los dolores superan, no
la queremos; y si los placeres tienen la superioridad, la queremos. En fin, cuando todo es igual de una
y otra parte, nos vemos condenados, como dijimos antes, a no saber qué querer, pues que nuestra
voluntad no se determina en pro o en contra, sino en cuanto predomina el objeto de su amor o el de
su aversión.
Ahora es preciso fijarse en que todos los géneros de vida están encerrados necesariamente en los
limites que acabo de señalar, y sólo se trata de saber hacia cuál de ellos se inclina el hombre
naturalmente. Si alguno se atreviese a decir que lo que desea está fuera de estos límites, acreditaría, al
hablar de esta manera, su ignorancia y su poca experiencia de los diversos estados de la vida. Pero
entre estos estados diversos, ¿cuál es el que debe abrazarse con conocimiento de causa tomándolo
para sí mismo como regla de vida, con la confianza de haber escogido el más agradable, más
querido y al mismo tiempo más honroso para vivir tan dichosamente como un hombre puede
prometerse?
Reduzcámoslos a cuatro: uno, en el que reina la templanza; otro segundo, en el que reina la
razón; otro tercero, en el que reina el valor; y otro cuarto, en el que entra como base la salud. A estas
condiciones opongamos otras cuatro, en las que entran la demencia, la cobardía, la intemperancia y
las enfermedades. Todo el que se haya formado la idea de la vida templada, convendrá en que es
moderada en todo; que sus placeres y sus dolores son tranquilos, sus deseos parcos, y sus amores sin
arrebato; que, por el contrario, en la vida intemperante todo es excesivo; los placeres y los dolores
son muy vivos; los deseos fogosos y arrebatados, y los amores violentos hasta el furor; que en la
primera los placeres superan a los dolores, y en la segunda los dolores a los placeres, sea por su
magnitud, sea por su número, sea por su vivacidad; que, por lo tanto, la primera es por su naturaleza
necesariamente más agradable, la segunda más incómoda; y que el que quiera ser feliz, no puede
abrazar voluntariamente la vida desarreglada. De donde se sigue evidentemente, si lo que acabamos
de decir es cierto, que el hombre no se abandona al desorden sino a pesar suyo, y que la ignorancia o
la violencia de las pasiones, o una y otra a la vez, son las que alejan a la mayor parte de los hombres
de las reglas que prescribe la templanza. Respecto de los estados de salud y de enfermedad, he aquí el
juicio que de ellos debe formarse. Tiene cada cual sus placeres y sus dolores, mas en la salud superan
los placeres a los dolores, y en la enfermedad los dolores superan a los placeres. Pero nuestra
inclinación no nos lleva hacia la vida en que superan los dolores, y tenemos por más agradable
aquella eh que el placer domina. También, según nosotros, los placeres y los dolores son menores en
número y en magnitud en la condición del hombre templado, sabio o fuerte, que en la del
intemperante, del insensato y del cobarde; y al mismo tiempo en la condición en que reinan la
sabiduría y la fuerza, los placeres superan a los dolores, como los dolores superan a los placeres en
la condición del cobarde y del insensato. Por consiguiente, la vida que participa de la templanza, del
valor, de la sabiduría o de la salud, es más agradable que aquella en que se encuentran la
intemperancia, la cobardía, la demencia o la enfermedad. Y para comprender todo esto bajo una idea
general, la vida que participa de las buenas cualidades del alma o del cuerpo, es preferible en razón
del placer a la que participa de las malas disposiciones del uno y de la otra, sin contar que tiene
también otra ventaja en razón de la belleza, de la honestidad, de la virtud y de la gloria. Y así,
semejante vida proporciona al que la adopta una felicidad mayor en todos conceptos que la vida
opuesta. Cerremos aquí el preludio general de nuestras leyes.
Al preámbulo es necesario que siga la ley, o hablando con más exactitud, el croquis y bosquejo de
la ley. Así como en toda clase de tejido no puede suceder que el hilo de la trama y el de la urdimbre
sean de la misma naturaleza, y es absolutamente preciso que el hilo de la urdimbre sea más fuerte y
más firme, y el otro más suave y más capaz de ceder basta un cierto punto; de igual modo, teniendo
en cuenta estas mismas cualidades, debe hacerse en política el discernimiento de los que deben ser
elevados a los primeros cargos y de aquellos cuya conducta habitual atestigua una mediana
educación. Hay, en efecto, en todo gobierno dos cosas fundamentales; una es el establecimiento de los
magistrados, y otra las leyes, según las que los magistrados deben gobernar. Pero antes de llegar a
estos dos puntos, será bueno hacer la observación siguiente. Ningún zagal, ningún pastor, ningún
hombre que cuide caballos u otros animales semejantes consentirá jamás en cargar con esta
responsabilidad, sin hacer antes un espurgo en sus ganados de una manera conveniente. Comenzará
por separar las bestias sanas y vigorosas de las débiles y enfermas, y echando estas a otros rebaños,
se consagrará al cuidado de las otras, persuadido de que, a no obrar así, el trabajo que se tomase
cuidando almas y cuerpos mal constituidos o mal educados sería vano e inútil, y que la parte enferma
o viciosa no tardaría en corromper a la parte sana y entera si no se tomara esta precaución. Esto es
menos importante respecto de los animales y sólo puede traerse aquí por vía de ejemplo; pero
cuando se trata de hombres, toda la atención, que el legislador pueda prestar, será poca, cuando trate
de indagar y explicar bien lo que concierne a la manera de depurar un Estado y a los demás deberes
de su cargo. He aquí lo que puede decirse sobre esta materia. Entre los numerosos medios de llevar a
cabo esta purificación, unos son más suaves, otros más violentos. El legislador puede hacer uso de
estos últimos, que son los más eficaces, cuando es al mismo tiempo señor absoluto en el Estado. Pero
si establece un gobierno nuevo y nuevas leyes sin tener la autoridad suprema, será mucha empresa
para él el llegar a purificar el Estado por medios suaves. En política como en medicina los mejores
remedios son más dolorosos. Se corrigen los desordenes según las reglas de la más severa justicia, y
el castigo termina muchas veces en el destierro o la muerte. Así es cómo se acostumbra a deshacerse
de los grandes criminales, que son incorregibles y perjudiciales al bien público. La purificación más
suave se practica de esta manera. Se despide con las mayores muestras de benevolencia a todos
aquellos que por su indigencia tienen precisión de darse un jefe, y que, no teniendo nada, están
dispuestos a apoderarse de los bienes de los que tienen; y de esta manera, digo, es posible deshacerse
de ellos, como de un mal engendrado en el Estado, cubriendo el expediente con el pretexto laudable
de fundar en otra parte una colonia. Por aquí es por donde debe comenzar todo el que quiera dar
leyes a un Estado. Pero el caso en que nosotros nos hallamos, tiene algo que es más embarazoso.
Nosotros no podemos enviar a otra parte colonias, ni hacer ningún escogimiento, ninguna elección
de ciudadanos. Los que deben poblar nuestra nueva ciudad pueden compararse con los diferentes
arroyos, formados unos por fuentes y otros por avenidas, que van todos a derramar sus aguas a un
gran lago; y nuestro deber es hacer el mayor esfuerzo para que esta reunión de aguas sea la más pura
que sea posible, ya sacando agua de los arroyos, ya separándola de su lecho.
Una fundación política lleva consigo, como veis, muchos trabajos y peligros. Pero como hasta
ahora la ejecución es sólo de palabra y no de realidad, no tenemos más que suponer que nuestra
elección está hecha y que es tan pura como podíamos desear, gracias a las precauciones que hemos
tomado para cerrar la entrada de nuestra ciudad a los malos, que hubieran querido introducirse en
ella para apoderarse del gobierno, después de habernos asegurado suficientemente de su carácter con
repetidas pruebas y de haber intentado en vano hacerlos mejores; y gracias también a la acogida
favorable y previsora que nosotros habríamos dispensado a los hombres de bien. No pasemos en
silencio una gran ventaja, que por casualidad se encuentra en nuestra fundación, y es que nos
ponemos a salvo de las querellas, siempre violentas y peligrosas, que se suscitan con ocasión del
repartimiento de tierras, de la abolición de las deudas y de la propiedad. La colonia de los heráclidas
tiene también esta fortuna, como ya hemos observado. Todo Estado, que se ve precisado a dar leyes
sobre esta materia, se encuentra en la imposibilidad de dejar intacto ninguno de los antiguos
reglamentos, y al mismo tiempo en la imposibilidad de tocará ellos en cierto modo; de manera que
todo se reduce, por decirlo así, a deseos de hacer, y hay que limitarse a pequeños cambios caminando
despacio y con infinitas precauciones.
Las reformas, tales como la abolición de las deudas y el repartimiento de tierras, dependen
enteramente de los ricos, que, además de sus bienes inmensos, tienen una multitud de deudores,
cuando por un espíritu de moderación consienten en hacer partícipes de sus riquezas a los que
carecen de todo, sacrificando una parte de sus bienes para asegurar la otra; y cuando, reduciendo su
fortuna a una honesta medianía, se persuaden de que no es disminuyendo aquella, y sí aumentando sus
deseos, como uno se empobrece. Esta disposición de espíritu en los ricos es el principal fundamento
de la salud de un Estado, y sobre este fundamento, como sobre una base sólida, se puede levantar el
edificio político que se juzgue conveniente en tales circunstancias; mientras que si la reforma se hace
de una manera viciosa, sería muy difícil que pudiera subsistir después ningún sistema de gobierno.
Dijimos ya que nosotros hemos evitado este inconveniente, o por mejor decir, que hemos
indicado el medio único de evitarlo, que es amar la justicia y procurar no enriquecerse. No conozco
ningún otro camino, ni ancho, ni estrecho, por el que pueda precaverse este mal. Miremos esta
disposición de los ricos como el muro más firme de nuestro Estado; porque es preciso que las
posesiones de los ciudadanos estén al abrigo de toda murmuración, o si tienen en esta materia
antiguas razones para quejarse los unos de los otros, por poco sentido y prudencia que tengan, no
irán más adelante, ni se ocuparán de otra cosa que de lo que no hayan remediado bajo este punto de
vista. Pero para aquellos a quienes Dios ha dado facultad, como a nosotros, de fundar un Estado
nuevo, exento de todo motivo de discordias entre los habitantes, sería de su parte resultado de una
ignorancia y de una maldad más que humana arrojar entre si semillas de enemistades con el pretexto
del repartimiento de las tierras y de las habitaciones.
¿Y qué es lo que debe hacerse para que tenga lugar un buen repartimiento? Es necesario en
primer lugar fijar el número de ciudadanos, después distribuirlos en diferentes clases, una vez
convenidos en el número y naturaleza de estas clases, y en fin, es preciso dividir la tierra y las
habitaciones en porciones iguales en cuanto sea posible. No hay otro medio de arreglar con exactitud
el número de ciudadanos de que debe constar nuestra ciudad, que el de tener en cuenta la extensión de
su territorio y las ciudades circunvecinas. Con tal que el territorio baste al sostenimiento de un cierto
número de habitantes moderados en sus deseos, es ya bastante grande, y no debe extenderse a más. En
razón del número de habitantes debe ser tal, que puedan, en caso de ataque, defenderse de los de las
ciudades vecinas, así como prestarles también auxilio si se vieren atacados por otros. Nosotros
determinaremos este número de palabra y de hecho cuando hayamos visto cuál es el territorio de
nuestra nueva ciudad y cuáles son las fuerzas de los pueblos vecinos. Por ahora fijaremos el número
sólo por vía de ejemplo y de modelo, para no detenernos en la exposición de nuestro plan de
legislación. Sean, pues, los ciudadanos, entre quienes habrá de hacerse el repartimiento de tierras y
que combatirán por la defensa de la parte que les toque en suerte, cinco mil cuarenta; y tengo mis
razones para preferir este número. Divídase la tierra y las habitaciones en otras tantas porciones, de
suerte que haya tantas como cabezas.
En seguida divídase este número en dos, luego en tres, y también se le puede dividir por cuatro,
por cinco, y sucesivamente hasta por diez. Es indispensable, en efecto, por lo que hace a los números,
que todo legislador conozca sus propiedades y sepa por lo menos cuál es aquel de que los Estados
pueden sacar mayores ventajas. Indudablemente es éste el que mejor se presta a un mayor número de
divisiones en orden progresivo. Sólo el número infinito es susceptible de toda clase de divisiones.
Con respecto al número cinco mil cuarenta no tiene más que cincuenta y nueve divisores; pero entre
ellos hay diez que son correlativos comenzando por la unidad, lo cual es sumamente conveniente, ya
en la guerra, ya en la paz, con relación a las diversas especies de convenciones y sociedades de
interés, a las contribuciones y a las distribuciones. A los que están encargados por la ley de hacer este
estudio, corresponde adquirir por despacio un conocimiento exacto de esta clase de propiedades
numéricas. Por lo demás, lo que acabo de decir es exacto, y es necesario por las razones que ya he
expuesto que el fundador de un Estado esté instruido en esta materia.
Ya se construya una ciudad nueva, ya se restablezca una antigua que se encuentre en decadencia, si
se obra con buen sentido, es preciso respecto de los dioses y de los templos que se levanten en su
honor, cualesquiera que sean los dioses o los demonios, bajo cuya advocación se intente erigirlos, no
hacer innovación alguna que sea contraria a lo que haya sido arreglado por el oráculo de Delfos, de
Dodona, de Júpiter Ammón, o por antiguas tradiciones, cualquiera que sea el fundamento en que éstas
se apoyen, ya sean apariciones o inspiraciones. Desde el momento en que, como resultado de esta
clase de creencias, hubo sacrificios instituidos con ceremonias, ya procedan éstas del país, ya hayan
sido tomadas de los tirrenos, de Chipre o de cualquier otro punto, y que conforme a estas tradiciones
se han consagrado ciertas respuestas de los dioses, erigido estatuas, altares y templos, y plantado
bosques sagrados, de ninguna manera es permitido al legislador tocar a tan sagrados objetos.
Además será indispensable, que cada clase de ciudadanos tenga su divinidad, su demonio, o su
héroe particular, y en el repartimiento de tierras el primer cuidado del legislador será reservar el
emplazamiento necesario para los bosques sagrados y fijar todo lo conveniente al culto, a fin de que
en las épocas señaladas cada clase de ciudadanos celebre en ellos asambleas que les faciliten todos
los recursos necesarios para sus mutuas necesidades, y también con el objeto de que en las fiestas que
acompañarán a los sacrificios se den unos a otros pruebas de mutua benevolencia y contraigan
conocimientos y relaciones. Nada más ventajoso para un Estado que este trato y familiaridad entre los
ciudadanos, porque donde quiera que la luz no alumbra las costumbres de los particulares, y allí
donde viven en las tinieblas los unos respecto de los otros, no es posible que se tribute a cada cual los
honores y que se le haga la justicia que merece, ni que los cargos públicos se pongan en manos del
más digno de desempeñarlos. Y así, bien comparado todo, no hay cosa de que todo ciudadano deba
cuidarse tanto como de mostrarse a todos sin ningún disfraz, sencillo y verídico siempre, y de no
dejarse engañar por las falsías de los demás.
Siendo la manera como vamos a entrar ahora en la formación de nuestras leyes tan extraordinaria
como la entrada por el golpe sagrado [1] en el juego de dados, causará quizá al pronto alguna
sorpresa a los que nos escuchen. Sin embargo, después de que hayan reflexionado y de que hayan
hecho el ensayo de aquellas, verán que si la constitución que vamos a establecer no es la mejor de
todas, sólo cede en valor a una sola. Quizá también algunos tendrán dificultad en conformarse con lo
que digamos por no estar acostumbrados a un legislador que no emplea un tono absoluto y tiránico.
Lo mejor que puede hacerse es proponer la forma más excelente de gobierno, después una segunda, y
luego una tercera, y dejar la elección a quien corresponda decidir. Éste es el rumbo que vamos a
tomar, exponiendo primero el gobierno más perfecto, después el segundo, después el tercero, y
dando la libertad de escoger a Clinias y a todos aquellos que, tomando parte en esta polémica,
quieran conservar, atendiendo cada cual a su inclinación, lo bueno que hayan encontrado en las leyes
de su patria.
El Estado, el gobierno y las leyes, que es preciso colocar en primera linea, son aquellos donde se
practica más a la letra y en todas las partes que constituye el Estado el antiguo proverbio, que dice,
que entre amigos verdaderos todo es común. En cualquier punto, pues, en que suceda o pueda llegar a
suceder, que las mujeres sean comunes, los hijos comunes, los bienes de todas clases comunes, y que
se hagan los mayores esfuerzos para quitar del comercio de la vida hasta el nombre de propiedad; de
suerte que las cosas mismas que la naturaleza ha dado a cada hombre, se hagan en cierta manera
comunes a todos, en cuanto sea posible, como los ojos, los oídos, las manos, y que todos los
ciudadanos se imaginen que ven, oyen y obran en común; que todos aprueben y desaprueben de
concierto las mismas cosas; que sus goces y sus penas recaigan sobre los mismos objetos; en una
palabra, que las leyes se propongan con todo su poder hacer el Estado perfectamente uno, y puede
asegurarse que esto es el colmo de la virtud política, y que nadie podría en este concepto dar a las
leyes una dirección mejor ni más justa. En una ciudad de tales condiciones, ya tenga por habitantes a
dioses, ya a hijos de los dioses, que sean más de uno, la vida es completamente dichosa. Por esta
razón, no hay necesidad de buscar en otra parte el modelo de un gobierno, sino que es preciso fijarse
en éste, aproximándose a él cuanto sea posible. El Estado, que nos hemos propuesto fundar, se alejará
muy poco de este modelo inmortal, si la ejecución corresponde al proyecto, y debe colocársele en
segunda línea. Con respecto al tercero, trazaremos el plan más adelante, si Dios nos lo permite. Pero
ahora hablemos del segundo, exponiendo cuál es y cómo se forma.
Por lo pronto, que nuestros ciudadanos repartan entre sí la tierra y las habitaciones y que no
trabajen en común, puesto que, como se ha dicho, sería exigir demasiado de hombres nacidos,
alimentados y educados en la forma en que lo son hoy. Pero que al hacer este repartimiento se
persuada cada cual de que la porción que le ha tocado en suerte, no es más suya que del Estado, y que
siendo la tierra su patria, debe sentir por ella más respeto aún que por una madre, tanto más cuanto
que es una divinidad y, por esta razón, soberana de sus habitantes,[2] que no son más que mortales.
Que tengan la misma veneración a los dioses y a los demonios del país; y para que estos sentimientos
se conserven siempre en su corazón, se servirán de los medios siguientes. El número de hogares, que
hemos fijado, será siempre el mismo, y no se permitirá aumentarlo ni disminuirlo, y para que esta
disposición sea constantemente observada en toda la ciudad, cada padre de familia no instituirá
heredero de la porción de tierra y habitación, que le haya tocado en suerte, sino a uno solo desús
hijos, al que mejor le parezca, el cual le sustituirá en su puesto para cumplir en él los mismos deberes
para con los dioses, su familia y su patria, para con los vivos y los muertos. Los que tengan muchos
hijos acomodarán las hembras según las disposiciones de la ley, que daremos luego; con respecto a
los varones los cederán a aquellos de sus conciudadanos que no tengan hijos varones, y
particularmente a aquellos a quienes quieran dar una prueba de su reconocimiento. A falta de este
motivo, si el número de hijas o de hijos fuere excesivo en cada familia, o si, por el contrario, a causa
de una esterilidad general fuese demasiado pequeño, en todos estos casos el más elevado de los
poderes que estableceremos se encargará de tomar las medidas oportunas con respecto a este
aumento o disminución de ciudadanos, para hacer de modo que no haya nunca ni más ni menos de
cinco mil cuarenta familias. Hay muchos medios de conseguirlo. Se puede por una parte prohibir la
generación, cuando es demasiado prolífica; y por otra favorecer el aumento de la población mediante
toda clase de cuidados y de esfuerzos, de distinciones honrosas, de reprensiones y avisos dados con
oportunidad a los jóvenes por los ancianos.
En fin, si fuese absolutamente imposible atenerse al número siempre igual de cinco mil cuarenta
familias y la unión entre los dos sexos produjese una gran afluencia de ciudadanos, en tal conflicto es
potestativo recurrir al antiguo expediente, de que tantas veces hemos hablado; quiero decir, de enviar,
previas las demostraciones recíprocas de amistad, el excedente de ciudadanos a establecerse en
cualquier otro punto, que se haya creído conveniente. Y si, por un accidente contrario, el Estado,
afligido con una plaga de enfermedades o arrasado por la guerra, viese que el número de ciudadanos
era mucho menor que el que debía de ser, no debe suplirse, en cuanto sea posible, esta escasez
introduciendo extranjeros, que sólo hayan recibido una educación adulterada. Sin embargo, como
suele decirse, Dios mismo no puede hacer violencia a la necesidad.
He aquí la lección que de las presentes consideraciones se desprende para los ciudadanos de
nuestro Estado: ¡Oh, los mejores de los hombres!, les dice; esforzaos por ser siempre semejantes a
vosotros mismos; honrad la igualdad, la uniformidad y el concierto establecidos por la naturaleza,
tanto en lo que concierne a vuestro número, como en todo lo que es bello y laudable. Por lo pronto,
con respecto al número, no salgáis jamás de los limites que os han sido asignados. Tampoco
despreciéis nunca la parte proporcional que os ha tocado en suerte, y que no sea objeto de ningún
contrato de compra o venta. Si lo hacéis, ni el dios que presidió al reparto, ni el legislador ratificarán
semejantes contratos.[3]
Aquí es donde la ley comienza por primera vez a hablar como quien manda, prescribiendo las
condiciones a que es preciso someterse so pena de no ser partícipe del repartimiento. Estas
condiciones consisten, en primer lugar, en mirar su partija como consagrada a todos los dioses; en
segundo lugar, en tener por bueno, que los sacerdotes y las sacerdotisas, en los primeros, en los
segundos, y aun en los terceros sacrificios, pidan a los dioses que castiguen con una pena
proporcionada a su faltó al que venda sus tierras y su casa, y lo mismo al que la compre. Era, dice
Heráclides, cosa vergonzosa entre los lacedemonios vender sus tierras, y estaba prohibido por la ley
a todo ciudadano dividir entre muchos la porción de heredad que le hablado asignada al principio.
Se grabará el nombre de cada ciudadano, con la designación de la parte que le tocó en suerte, en
tablas de ciprés, que se expondrán en los templos para instrucción de la posteridad; y la guarda de
estos monumentos se confiará a los magistrados que tengan más reputación de previsores, a fin de
que no se les oculte nada de lo que podría hacerse en fraude de la ley, y de que castiguen al culpable
que contravenga a las ordenes del legislador y de los dioses. Por lo demás, sirviéndome del antiguo
proverbio, jamás un hombre malo comprenderá hasta qué punto así esta disposición como las demás
que se dirán, son ventajosas a un Estado que las practique fielmente; es preciso para esto haber hecho
la prueba de las mismas y estar dotado de un carácter muy moderado. En efecto, esta disposición
aleja la pasión de enriquecerse, y de aquí resulta que ninguno de los medios bajos y sórdidos de
hacer fortuna es legítimo ni permitido, no habiendo cosa más opuesta a la nobleza de sentimientos
que las profesiones mecánicas y serviles, y debiendo tener todo el mundo a menos amontonar
riquezas por semejantes medios.
A esta ley sigue naturalmente otra, que prohíbe a todo particular tener en su casa oro ni plata;
pero, como es indispensable una moneda para los cambios diarios, sea para pagar a los obreros el
precio de sus mercancías o para otros usos semejantes, sea para dar el salario a los mercenarios, a
los esclavos, a los arrendadores, se tendrá para esto una moneda, que corra en el país, pero que no
será de ningún valor a los ojos de los extranjeros.[4] En cuanto a la que tiene curso en toda la Grecia,
el Estado no se servirá de ella sino para las expediciones militares, las embajadas, legacías y gastos
públicos de esta naturaleza. Si algún particular se ve en la necesidad de viajar, no lo hará sino después
de haber obtenido el permiso del magistrado; y si a su vuelta se encuentra con algunas monedas
extranjeras, las llevará al Tesoro público para recibir su importe en especies del país. Si se descubre
que alguno ha dado un giro torcido a este dinero, tendrá lugar la confiscación; el que habiéndolo
sabido no lo denuncie a la autoridad, estará sujeto a las mismas imprecaciones y a los mismos
oprobios que el culpable, y será condenado además a una multa, cuyo importe no será menor que la
moneda extranjera que haya sido importada.
Se prohíbe igualmente al que casa una hija darle dote y al novio recibirla.[5] Queda también
prohibido el poner dinero en depósito como caución o prestar a interés, y en este último caso
autorizaremos al que toma el dinero para no volver niel capital ni los réditos. Para juzgar con acierto
de la sabiduría de estas instituciones, es preciso remontar hasta el principio de ellas y penetrar la
intención del legislador. La intención de éste, si es prudente y buen político, no es la que piensan los
más, que pretenden que un buen legislador, celoso del bien de la ciudad que administra, debe querer
hacerla todo lo rica que sea posible, que rebose en ella el oro y la plata, y que extienda su dominación
por mar y por tierra tan lejos como pueda; y añadirían también, que, para darle nuevas leyes, debería
tenerse en cuenta la necesidad de hacerla muy virtuosa y muy feliz. Una u otra de estas cosas es
posible, pero la reunión de las dos es imposible. El legislador se limitará por lo tanto a lo que es
posible, y no se propondrá lo que no lo es, ni intentará una empresa inútil. Y así encontrándose la
felicidad necesariamente en la virtud, podrá querer que sus ciudadanos sean a la vez dichosos y
virtuosos; pero es imposible que sean al mismo tiempo muy ricos y virtuosos, si se toma este
término de rico en el sentido que se le da comúnmente. Ahora bien; se entiende por esto la condición
de los pocos hombres que poseen en abundancia esta clase de bienes, que se estiman en dinero, y que
puede poseer un hombre malo lo mismo que cualquiera otro. Si se me pregunta la razón, responderé,
que al que no distingue lo justo dé lo injusto, es doblemente fácil el enriquecerse, a diferencia del que
no quiere adquirir nada sino mediante justo título; y que el que no quiere hacer gasto alguno,
cualquiera que sea el motivo, legítimo o no, debe necesariamente ahorrar el doble que el hombre de
bien, dispuesto siempre a gastar su fortuna en fines honestos. De donde se sigue, que con la mitad
menos de ganancia y el doble de gastó no puede hacerse uno más rico que el que tiene una ganancia
doble y la mitad menos de gasto. Y bien; el que es menos rico y gasta más es el hombre de bien; con
respecto al otro, no es malo, si es económico, pero algunas veces también es completamente malo,
cosa que no puede suceder al hombre de bien, como se acaba de probar. Porque el que toma a manos
llenas justa o injustamente y no hace ningún gasto ni justo ni injusto, no puede menos de
enriquecerse, si es económico, mientras que el que es completamente malo, siendo de ordinario
desarreglado y pródigo, es muy pobre. Pero el hombre que no se niega a hacer ningún gasto honesto
y no conoce otros medios de adquirir que los que son justos, no pueden hacerse ni excesivamente
rico, ni excesivamente pobre. Tenemos, por lo tanto, razón para decir que los que poseen enormes
riquezas no son hombres de bien, y si no son hombres de bien, no son dichosos. Sin embargo, entra
en el plan de nuestras leyes que nuestros ciudadanos sean perfectamente dichosos y que reine entre
ellos la unión más perfecta. Pero jamás los ciudadanos estarán unidos allí donde haya muchos litigios
y se cometan muchas injusticias, y esta unión no puede encontrarse más que en donde los litigios sean
raros y sobre objetos de poco interés. Por esta razón no queremos que haya entre nosotros oro ni
plata; que nadie quiera enriquecerse por medid de oficios mecánicos, ni con la usura, ni con el tráfico
vergonzoso de bestias, sino tan sólo por el comercio de las cosas que produce la agricultura; y esto
de modo que el cuidado de amontonar riquezas no haga descuidar el alma y el cuerpo, para los que
han sido hechas las riquezas, y los cuales nunca valdrían nada sin el auxilio de la gimnasia y de las
demás partes de la educación. He aquí por qué no nos cansamos de repetir que el último de nuestros
cuidados debe ser el de los bienes de fortuna. En efecto, rodando toda la atención del hombre sobre
tres objetos, el tercero y último en que debe fijarse es la riqueza justamente adquirida, siendo el
cuerpo el segundo y el alma el primero. Si en el plan de legislación que trazamos, se llega a observar
este orden respecto de todo lo que merece nuestra estimación, nada habrá que censurar en nuestras
leyes. Pero si alguna de las que establecemos en este momento se fija más en la salud que en la
templanza, o en las riquezas más que en la templanza y en la salud, habrá razón para decir que es
defectuosa. Por consiguiente, es preciso que el legislador se diga muchas veces a sí mismo: ¿qué es
lo que pretendo hacer aquí? Si se verifica tal o cual cosa, ¿no se frustrará el objeto que me
propongo? Sólo así puede salir con honor de su empresa y ahorrar a otros el trabajo de reformarla.
Volviendo a nuestras leyes, ninguno entrará en posesión de la porción, que le ha cabido en suerte,
sino bajo las condiciones convenidas. Sería de desear que, al llegar todos a nuestra colonia, no
tuviesen unos más que otros; pero como esto no es posible y uno llevará consigo más riquezas y otro
menos, es indispensable por muchas razones, y también para que haya igualdad en los elementos del
Estado, que los censos sean desiguales, a fin de que en la designación para los cargos, en la
imposición de los subsidios y en las distribuciones se atienda, no sólo al mérito personal y al de los
antepasados de cada individuo, a la fuerza y a la belleza del cuerpo, sino también a las riquezas y a la
indigencia; y para que, por lo que hace a los honores y dignidades, estando establecida la igualdad
entre los ciudadanos mediante un reparto, que es desigual en sí, pero proporcionado a la situación de
cada cual, no haya disensiones sobre este punto. A este fin necesitamos distribuir los ciudadanos en
cuatro clases en razón de sus rentas. Se los llamará primeros, segundos, terceros y cuartos, o se
adoptará cualquiera otra denominación que sojuzgue conveniente, ya permanezcan en la misma clase,
o ya, por hacerse de pobres ricos o de ricos pobres, pasen de unas clases a otras según sus rentas.
Daré a esta ley la forma siguiente: en una ciudad tal como la nuestra, que debe estar libre del
mayor de los males, quiero decir, de la sedición,[6] no es preciso que los ciudadanos sean unos
excesivamente pobres y otros excesivamente ricos, porque estos dos extremos conducen directamente
a la sedición. Por consiguiente, es un deber del legislador fijar un límite a lo uno y a lo otro. El límite
de la pobreza será, pues, la parte que haya tocado a cada cual en suerte. Tiene obligación de
conservarla íntegra, y ni los magistrados ni los hombres celosos por la virtud consentirán que a
dicha parte se la toque en lo más mínimo. Fijado este límite, el legislador no debe llevar a mal que se
adquiera el doble, el triplo, y si se quiere, hasta el cuádruplo de lo señalado. Pero el que posea más,
sea que lo haya encontrado, o que se le haya donado, o que lo haya adquirido por su industria o de
cualquiera otra manera, dará este exceso al Estado y a los dioses protectores del mismo; y obrando
así, se honrará a sí mismo y se pondrá a cubierto de las persecuciones de la ley. Si se niega a
obedecer, el que le denuncie tendrá como recompensa la mitad de dicho sobrante, la otra mitad irá a
los dioses, y el culpable será además condenado a pagar una suma igual a la que ha poseído en fraude
de la ley. Todo lo que cada cual tenga, además de su porción hereditaria, será inscripto en un paraje
público, guardado por magistrados nombrados de antemano para este efecto por la ley, a fin de que
los litigios, que se promuevan con motivo de los bienes, sean claros y fáciles de decidir.
Pasemos a otro punto. La ciudad, en cuanto sea posible, debe estar situada en el centro del país, y
para su emplazamiento debe escogerse un sitio que reúna todas las comodidades que una población
puede desear, cosa fácil de concebir y explicar. En seguida, después de haber levantado en el mismo
corazón de la ciudad un edificio, que se llamará ciudadela y que se rodeará de murallas, partiendo de
este edificio, como centro, consagrado a Vesta primero, y después a Júpiter y a Minerva, se dividirá
la ciudad y todo su territorio en doce partes, que serán iguales entre sí, haciendo más pequeñas las
porciones de tierra de buena calidad y más grandes las de mala. El todo se dividirá en cinco mil
cuarenta porciones, y cada una de estas porciones en dos partes, que se unirán para formar el lote de
cada ciudadano, y que estarán situadas la una cerca y la otra lejos de la ciudad; uniendo la más
próxima con la más lejana; la segunda partiendo de la ciudad con la segunda partiendo de las
extremidades, y así sucesivamente.[7] En esta distribución de las porciones se atenderá también a la
buena o mala calidad del terreno, compensando la ventaja de un campo sobre otro con la desigualdad
de la distribución. También es preciso que el legislador, después de haber dividido los demás bienes
en doce partes, tan iguales cuanto sea posible, y de haber formado con todo un cuadro, divida los
ciudadanos también en doce partes. En seguida, asignadas estas doce partes a doce divinidades, se
dará a cada una de aquellas el nombre de la divinidad que le haya correspondido en suerte con el
nombre de la tribu que se incorporará a ella. La ciudad se dividirá igualmente en doce partes, lo
mismo que el resto del territorio, y cada ciudadano tendrá dos casas, una hacia el centro de la ciudad
y otra hacia los extremos.[8] De esta manera queda arreglado lo relativo a la habitación.
Por lo demás, no podemos dispensarnos de observar aquí que es imposible que las circunstancias
ayuden a la ejecución de este plan de manera que todo salga a medida de nuestros deseos; que
dejemos de encontrar gentes que murmuren, que sufran que se ponga tasa a sus bienes, y se les
condene para siempre a una fortuna media; que acepten las condiciones propuestas en lo relativo a la
producción de los hijos, y se vean con harto sentimiento privados del oro y de otras muchas cosas,
que el legislador les prohibirá, como puede inferirse por lo que se acaba de decir. Quizá serán
consideradas como un sueño nuestras disposiciones referentes a la ciudad y a su territorio, a sus
habitaciones, colocadas las unas hacia el medio, las otras hacia los extremos, y se creerá que esto es
disponer de un Estado y de sus habitantes como si se tratara de la cera. Estas reflexiones no están del
todo desprovistas de razón; pero es preciso tener muy presente en el espíritu lo que el legislador nos
respondería a esto. Mis queridos amigos, nos diría, no creáis que yo ignore lo que tienen de exacto
las objeciones que se acaban de hacer. Pero creo que en toda empresa es muy conforme con el buen
sentido, que el que forma su plan haga entrar en él todo lo más bello y más verdadero que existe, y
que si después en la ejecución encuentra alguna cosa impracticable, lo deje a un lado y no trate de
realizarlo, sin que por eso deje de adoptar lo que más se aproxime y se parezca más a lo que debería
hacerse; y es, por lo tanto, preciso permitir al legislador seguir su idea hasta el fin, sin perjuicio de
examinar después, de acuerdo con él, lo que está en el caso de ejecutarse y lo que encontraría grandes
dificultades, puesto que, aun en las más pequeñas obras, el artista que quiere adquirir reputación, debe
trabajar siempre según el mismo plan y ponerse en todo de acuerdo consigo mismo.
Ahora, después de esta división general en doce partes, tenemos que ver cómo a estas doce partes
se subordinan un gran número de subdivisiones, que a su vez producen otras, hasta que hayamos
agotado el número de cinco mil cuarenta. De aquí las tribus, las curias, los barrios, después la
distribución y el movimiento de las tropas, las monedas, las medidas de todos los géneros de
consumo, secos y líquidos, los pesos y todo lo demás que la ley deberá arreglar en proporción y en
correspondencia perfectas. Y no hay que temer que se nos acuse de minuciosos, si descendemos a los
más pequeños pormenores hasta ordenar que entre todos los vasos destinados al uso de los
ciudadanos no haya ninguno que no tenga una medida determinada. Obramos así por el
convencimiento que tenemos de lo útil que es en todos conceptos conocer las divisiones de los
números y las diversas combinaciones de que son susceptibles, tanto en sí mismos como en su
aplicación a las magnitudes, a los sonidos y a las diferentes especies de movimiento, tanto en línea
recta, ascendente o descendente, como en línea circular. El legislador debe tener este orden siempre
presente en el espíritu y prescribir a sus conciudadanos que jamás se separen de él en cuanto les sea
posible. En efecto, de todas las ciencias que sirven para la educación, no hay ninguna más útil que la
de los números para la administración de los negocios domésticos o públicos y para el cultivo de
todas las artes. Pero la mayor ventaja, que esta ciencia proporciona, consiste en despertar el espíritu
adormecido e indócil, darle facilidad, memoria, penetración, y por un artificio verdaderamente
divino obligarle a hacer progresos a despecho de la naturaleza.
En tal concepto puede colocarse esta ciencia entre los mejores y más poderosos medios de
educación, con tal que, por otra parte, se tenga cuidado de sofocar por medio de otros reglamentos y
otra disciplina todo sentimiento bajo y todo espíritu de interés en el alma de aquellos para quienes se
quiera que el estudio de los números sea provechoso. Sin esto, en lugar de luces, se les dará, sin
apercibirse de ello, esa habilidad miserable que sólo sirve para engañar a los demás, como lo vemos
entre los egipcios, los fenicios y otras muchas naciones, que se han hecho lo que son por medio de la
bajeza de otras profesiones y por medios que han adoptado para enriquecerse, ya se atribuya esta
falta a algún legislador poco previsor o a algún accidente lamentable, o a una disposición de espíritu
natural en estos pueblos. En efecto, Megilo y Clinias, es preciso no olvidar, que todos los lugares no
son igualmente propios para hacer los hombres mejores o peores. La legislación no debe ponerse en
contradicción con la naturaleza. En un punto son los hombres de un carácter caprichoso y arrebatado
a causa de los vientos de todos géneros y de los calores excesivos que reinan en el país que habitan;
en otro es la excesiva abundancia de aguas la que produce los mismos efectos; en otro punto influye
la calidad de los alimentos que suministra la tierra, que no sólo afectan al cuerpo, fortificándolo o
debilitándolo, sino también al alma produciendo en ella los mismos resultados. De todos los países,
los más favorables para la virtud son aquellos donde reina yo no sé qué soplo divino y que han
tocado en suerte a demonios, que acogen siempre con benevolencia a los que llegan a establecerse en
ellos. Hay también países en que sucede todo lo contrario. Un buen legislador tendrá en cuenta en sus
leyes estas diferencias, después de haberlas observado y reconocido en cuanto es dado al hombre
poderlas reconocer. He aquí, mi querido Clinias, lo que tú debes también hacer y por dónde tienes
que comenzar, ya que corre a tu cargo el fundar una colonia.
CLINIAS. —Extranjero Ateniense, tienes razón; seguiré tus consejos.
Libro VI de Las Leyes

ATENIENSE. —Es tiempo, después de todo lo que acabamos de decir, de que pensemos en
establecer magistrados en tu ciudad.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —El orden político abraza los dos objetos siguientes. El primero es la institución
de las magistraturas, con la elección de las personas destinadas para desempeñarlas, el número de
ellas y la manera de establecerlas. El otro objeto son las leyes, que es preciso prescribir a cada una de
estas magistraturas, su naturaleza, su número y su calidad. Pero antes de proceder a la elección de los
magistrados, detengámonos un momento, y digamos a este propósito algo, que no estará fuera de su
lugar.
CLINIAS. —¿De qué se trata?
ATENIENSE. —De lo siguiente. Nadie ignora, que todo Estado, que se ha dado a sí mismo el
mejor gobierno y las mejores leyes, si pone después a la cabeza magistrados incapaces, no sólo no
sacará ningún provecho de la bondad de sus leyes y se expondrá a la burla de todo el mundo, sino que
su mala elección será para él fuente de una infinidad de males y de calamidades.
CLINIAS. —Estoy de acuerdo contigo.
ATENIENSE. —Consideremos, mi querido Clinias, que este es precisamente el inconveniente a
que están expuestos tu gobierno y tu nueva ciudad. ¿Ves, en efecto, que para merecer uno ser elevado
a los cargos públicos, es preciso, por lo pronto, que dé cuenta cumplida de su conducta, así respecto
de sí mismo, como de su familia, desde su juventud hasta el momento de la elección; y por otra parte,
que los que hayan de verificar ésta, hayan recibido una educación conforme al espíritu de las leyes,
para estar en situación de hacer un deslinde acertado de los candidatos que merezcan ser admitidos o
desechados. Y es posible que hombres reunidos repentinamente, que no se conocen unos a otros, y no
educados aún, puedan conducirse en la elección de una manera irreprensible?
CLINIAS. —Eso no es posible.
ATENIENSE. —Sin embargo, ya no es posible retroceder. Es para ti y para mi cuestión de honra
el salir de este mal paso; para ti, por la palabra que diste a los cretenses de trabajar con otros nueve
en el establecimiento de la nueva colonia; y para mí, por la palabra que te he dado de auxiliarte en tu
empresa en esta conversación. Y así, en cuanto de mí dependa, no dejaré imperfecto nuestro trabajo,
porque no tendría ninguna gracia que se produjera con semejante imperfección.
CLINIAS. —Hablas muy bien, extranjero.
ATENIENSE. —Pero no me contento con palabras; vayamos en busca de resultados.
CLINIAS. —Sí, hagamos lo que hemos dicho.
ATENIENSE. —Así será, si Dios nos favorece, y si nosotros podemos dominar los hábitos de
nuestra edad.
CLINIAS. —Trazas hay de que Dios nos ayudará.
ATENIENSE. —No lo dudo; entreguémonos a su voluntad, y por lo pronto observemos lo
siguiente.
CLINIAS. —¿Qué?
ATENIENSE. —Con qué arranque y con qué decisión vamos a levantar el edificio de nuestra
nueva ciudad.
CLINIAS. —¿Qué mira y qué intención llevas al hablar así?
ATENIENSE. —Me fijo en la facilidad y seguridad con que damos leyes a hombres que no tienen
ninguna experiencia, sin que nos ocurra la menor duda de si las aceptarán. Sin embargo, mi querido
Clinias, no es necesario ser muy sagaz para prever que al pronto presentarán grandes dificultades
antes de someterse a ellas. Pero si pudiéramos mantener este estado de cosas durante un cierto
tiempo, hasta que sus hijos, una vez ensayadas las leyes, entradas éstas suavemente en sus hábitos y
adquirida una buena educación, tengan la edad conveniente para dar sus votos en las elecciones con el
resto de los ciudadanos; partiendo de esta suposición, y si encontráramos algún expediente
acomodado para salir del paso, creo que podríamos prometernos con seguridad que nuestra ciudad,
gobernada de esta manera, se conservaría así por mucho tiempo.
CLINIAS. —Tendríamos razón para esperar que fuera así.
ATENIENSE. —Veamos, pues, si encontramos alguna luz para la ejecución de este proyecto. Yo
creo, mi querido Clinias, que es indispensable que los cnosienses, más que los otros cretenses, no se
contenten con interesarte débilmente y a modo de descargo de una obligación en la creación de la
nueva colonia, y que pongan todo su cuidado en que las primeras elecciones de los magistrados se
bagan con toda la formalidad y perfección posibles. Hay menos dificultades respecto de los demás
cargos; pero el punto capital, el que exige las mayores precauciones, es la elección de los
guardadores de las leyes.
CLINIAS. —¿Cómo y por qué medios llegaremos a conseguirlo?
ATENIENSE. —De la manera siguiente: Hijos de los cretenses, yo os digo que es preciso que los
cnosienses, en virtud de su superioridad sobre las otras ciudades de Creta, escojan de concierto con
los que hayan de trasladarse a la nueva colonia treinta y siete personas, de las cuales diez y nueve han
de tomarse de entre los nuevos ciudadanos, y las diez y siete restantes de la misma Cnosa. Tú serás de
este número, Clinias, y los cnosienses emplearán las insinuaciones y hasta una suave violencia, para
comprometerte a que tomes con los diez y siete la condición de ciudadano en esta colonia.
CLINIAS. —¿Pero qué, extranjero, Megilo y tú no vendréis con nosotros?
ATENIENSE. —Atenas y Esparta son demasiado altivas para consentirlo; además están demasiado
lejos una y otra, mientras que tú y los otros fundadores de la colonia tenéis fácil acceso. Acabamos de
exponer lo mejor que debe hacerse en las presentes circunstancias; pero con el tiempo y cuando el
nuevo Estado se haya consolidado algún tanto, la elección de los guardadores de las leyes se hará de
la manera siguiente. Todos los que lleven las armas, ya pertenezcan a la caballería o a la infantería, o
que por orden de edad han ido ya a la guerra, tendrán derecho a votar en esta elección. Ésta se hará en
el templo estimado como el más santo en toda la ciudad. Cada cual depositará sobre el altar del dios
su voto escrito sobre una tablilla, con el nombre del elegido, de su tribu y de la decuria en que habita;
y expresará además su propio nombre con los mismos detalles. Cualquiera que juzgue, que el voto no
ha sido dado en debida forma, puede recogerle del altar y exponerlo en la plaza pública, por lo
menos durante treinta días. Los magistrados, después de haber recogido los nombres de los
trescientos que hayan tenido mayor número de votos, los manifestarán a toda la ciudad, que
libremente hará una nueva elección entre estos trescientos. Se publicarán por segunda vez los
nombren de los ciento que hayan sido preferidos, y el pueblo hará una tercera elección entre estos
cien elegidos, y así sucesivamente hasta llegar a la última subdivisión; y entonces los treinta y siete
candidatos que tengan más votos, serán declarados magistrados.
¿Pero a quienes nos dirigiremos, Clinias y Megilo, para arreglar todo lo que pertenece a las
elecciones y a las pruebas sucesivas, que los candidatos deben de sufrir? ¿No vemos que en las
ciudades nuevamente constituidas, cuanto más indispensable es que haya personas que se encarguen
de este cuidado, tanto más es imposible encargarlo a la magistratura, puesto que ésta aún no existe.
Sin embargo, es preciso encontrarlos a todo trance, y no han de ser hombres ordinarios, sino de
mérito superior porque, según el proverbio, el principio es la miad de la obra,[1] y todo el mundo
está conforme en elogiar un buen comienzo; pero en el negocio presente me parece que él es más de
la mitad del todo, y que el acierto en este género jamás ha sido alabado todo lo que se merece?
CLINIAS. —Tienes completa razón.
ATENIENSE. —Puesto que estamos convencidos de esta verdad, no omitamos un punto tan
esencial y no dejemos de explicar de qué manera deberemos obrar. Yo no veo en el caso que nos
ocupa más que una solución a la par necesaria y provechosa.
CLINIAS. —¿Cuál es?
ATENIENSE. —Digo, que ninguna otra ciudad debe ocupar, por decirlo así, el lugar de padre o
madre de nuestra nueva colonia, que la que concibió el proyecto de fundarla. No ignoro yo que
muchas veces se han suscitado y se suscitarán aún grandes diferencias entre las colonias y sus
metrópolis; pero no es menos cierto que toda colonia en su origen es como un niño, que por la
debilidad de su edad no puede proveer a sus necesidades; que se une a los que le dieron el ser, quienes
por esta razón le miran con cariño por más que algún día pueda haber desavenencias; pero siempre
serán ellos a quienes acudirá, y sólo de ellos recibe y tiene derecho a recibir auxilio. Tales son los
sentimientos que deseo que los cnosienses tengan para con la nueva ciudad, en razón de los cuidados
que desplegarán en su obsequio, y también los que la nueva ciudad tenga para con Cnosa. Y
repitiendo lo que dije precedentemente (porque ningún inconveniente hay en decir dos veces lo que
está bien dicho), es preciso que los cnosienses provean a todo esto, y que escojan entre los
ciudadanos de la nueva colonia cien personas que sean las más respetables por su edad y su probidad,
agregando un número igual de los suyos, los cuales se trasladarán a la colonia y se encargarán con
los otros de la institución de los magistrados con arreglo a las formalidades prescriptas por las leyes
y de las pruebas a que habrá de sometérseles. Hecho esto, los cnosienses no se mezclarán más en los
negocios de la nueva colonia, porque ésta procurará proveer para lo sucesivo a su conservación y
felicidad.
Respecto a los treinta y siete, he aquí cuáles serán ahora y en el porvenir sus funciones.
Primeramente cuidarán de la guarda de las leyes; en segundo lugar, serán los depositarios de los
registros, donde estará sentado el importe de la fortuna de cada ciudadano, que no debe exceder de
cuatro minas[2] para la primera clase, de tres para la segunda, de dos para la tercera y de una para la
cuarta. Si se descubre que alguno posee más que lo que consta del registro, se confiscará el exceso.
Además, será permitido a todo ciudadano intentar contra él una acción ignominiosa e infamante, si
resulta convicto de haber querido enriquecerse con desprecio de las leyes. Cualquiera podrá acusarle
como reo de ganancia sórdida, y esta acusación se seguirá delante de los guardadores de las leyes. Si
resulta culpable el acusado, no tendrá ya parte en los bienes que se poseen en común; será excluido de
las distribuciones cuando éstas tengan lugar, quedando reducido a su porción primitiva; y la sentencia
dada contra él se extenderá por escrito y estará fija en un punto donde todo el mundo pueda leerla.
El cargo de guardadores de las leyes no durará más de veinte años, y no se conferirá antes de los
cincuenta.[3] El que sea elegido a los sesenta años sólo permanecerá en el cargo diez años, y así se
hará con los demás, guardando la misma proporción; de suerte que se pierda toda esperanza de
conservar un cargo de tanta importancia pasados los setenta años.[4] Limitémonos por ahora a estos
tres puntos, por lo que hace a los guardadores de las leyes, y a medida que avancemos en nuestra
legislación, ellos encontrarán los demás deberes consignados en diferentes leyes.
Para proceder con orden, es preciso que hablemos ahora de la institución de los demás cargos. Ya
es tiempo de crearlos generales de ejército y de darles, como auxiliares para la guerra, comandantes
de caballería, filarcas[5] y oficiales de infantería, a los cuales no se les puede dar un nombre más
adecuado que el de taxiarcas,[6] en uso hoy día. Los generales de ejército, que deben ser de la ciudad
misma, serán propuestos por los guardadores de las leyes; el derecho de elección pertenecerá a todos
los que han llevado o lleven actualmente las armas. Si alguno cree, que entre los no propuestos los
hay que tienen más méritos que algunos de los que lo han sido, designará el que desecha y aquel con
que le sustituye, y propondrá a este último después de jurar que le prefiere al otro. Toda la asamblea
decidirá acerca de la preferencia levantando la mano, y el más digno será admitido a la elección. Los
tres, que hayan obtenido mayor número de votos, serán declarados generales y encargados de las
operaciones de la guerra. La prueba, después de la elección, se hará en la misma forma que la de los
guardadores de las leyes. En seguida los generales elegidos propondrán doce taxiarcas, uno para
cada tribu. En esta elección, como en la de los generales, tendrán también lugar la sustitución, los
votos y la prueba. Esta asamblea, hasta que se hayan creado los pritanos[7] y un Senado, será presidida
por los guardadores de las leyes, que la convocarán en el paraje más sagrado y más a propósito para
contener tan inmensa multitud. La infantería y la caballería tendrán cada una un campamento aparte, y
habrá otro para todas las demás clases de tropa. Todos tendrán voto en la elección de los generales y
comandantes de caballería. Con respecto a los taxiarcas, serán elegidos por los que están armados de
un escudo, y los filarcas lo serán por toda la caballería. Con respecto a los jefes de tropas ligeras,
como los arqueros y otros semejantes, se dejará la elección a los generales. Réstanos decir algo de la
elección de los comandantes de la caballería. Serán propuestos por los mismos que han propuesto los
generales. La sustitución y la designación se harán en esta elección de la misma manera que en la
otra. La caballería dará su voto en presencia de la infantería, y resultarán elegidos los dos ciudadanos
que hayan reunido mayor número de votos. Si los votos se empatan, se procederá a nueva elección
hasta dos veces; a la tercera, si no se dirime el empate, el presidente de la asamblea decidirá.
El Senado se compondrá de treinta docenas, es decir, de trescientos sesenta senadores; y como
este número es muy cómodo para las divisiones, se dividirá por lo pronto este cuerpo en cuatro
partes, de noventa cada una, de manera que se tomen de cada clase noventa senadores. El primer día
todos los ciudadanos estarán obligados a tomar parte en la elección de los senadores de la primera
clase e incurrirá en una multa fija todo el que se niegue a hacerlo. Entregadas que sean las papeletas
de votación, se las sellará. Al día siguiente propondrán todos también los senadores de la segunda
clase como el día anterior. Al otro día propondrán los de la tercera clase. También en este caso será
forzoso a las tres primeras clases proponer, so pena de multa; pero los de la última y más baja clase
no serán condenados a nada, si se niegan a dar su voto. En el cuarto día todos propondrán los de la
última clase, y no habrá multa para los de la tercera y cuarta clase que no quieran presentar a nadie;
pero los de la segunda pagarán el triplo de la multa del primer día, y los de la primera el cuádruplo.
En el quinto día los magistrados abrirán las papeletas y las expondrán al público. Entonces todos sin
excepción estarán obligados a hacer una nueva elección entre los que resulten nombrados so pena de
pagar la primera multa. Ciento ochenta candidatos serán elegidos de esta manera en cada una de las
clases, y después de éstos se sacará la mitad a la suerte. Los señalados por ésta, después de sufrir las
pruebas ordinarias, serán los senadores durante el año.
La elección hecha de esta manera es un término medio entre las que se practican en las
monarquías y en las democracias, término medio esencial a todo buen gobierno; porque es imposible
que haya unión verdadera, de una parte, entre dueños y esclavos y, de otra, entre hombres de mérito y
hombres nulos elevados a los mismos honores. En efecto, no hay igualdad entre cosas desiguales,
sino en cuanto se guarde la debida proporción, y lo que provoca en los Estados las sediciones son los
dos extremos de la igualdad y de la desigualdad. Nada es más conforme con la recta razón, con el
buen orden y con la verdad, que aquella antigua máxima que dice: que la igualdad engendra la
amistad. Lo que nos embaraza es que no es fácil asignar exactamente la especie de igualdad propia
para producir este efecto, porque hay dos clases de igualdad que se parecen en el nombre, pero que
son muy diferentes en el fondo. La una consiste en el peso, número y medida, y no hay Estado ni
legislador a quienes no sea fácil hacerla efectiva en la distribución de los honores, dejándolos a
disposición de la suerte. Pero no sucede así con la verdadera y perfecta igualdad, que no es a todos
fácil conocer y cuyo discernimiento pertenece a Júpiter y a muy pocos hombres. Pero lo poco que de
ella hay, ya en la administración pública, ya en la vida privada, es la que produce lo bueno que se
hace. Ella es la que da más al que es grande, menos al que es menor, y a ambos con arreglo a la
medida de su naturaleza. Proporcionando así los honores al mérito, da los mayores a los que tienen
más virtud, los menores a los que tienen menos virtud y educación, y a todos según la razón.
Aquí tenéis en lo que consiste la justicia política, a la que debemos tender, mi querido Clinias,
teniendo siempre fija nuestra mirada en esta especie de igualdad al establecer nuestra nueva colonia.
Cualquiera que intente fundar un Estado debe proponerse el mismo fin en su plan de legislación, y no
el interés de uno o de muchos tiranos o la autoridad de la multitud, sino siempre la justicia, que,
como acabamos de decir, no es otra cosa que la igualdad establecida entre las cosas desiguales
conforme a la naturaleza de las mismas. Sin embargo, es indispensable en todo Estado, si se quiere
estar libre de sediciones, hacer también uso de otras especies de justicia, llamadas así abusivamente,
porque los miramientos y la condescendencia son brechas que se abren en la rigurosa justicia. Ésta es
la razón porque, para no exponerse al mal humor de la multitud, se recurre por necesidad a la
igualdad de la suerte, y entonces debe suplicarse a los dioses y a la buena fortuna, que dirijan las
decisiones de la suerte en el sentido de lo más justo. Se ve así uno obligado a hacer uso de estas dos
especies de igualdad; pero la que está sometida a la suerte debe escasearse todo lo posible Tales son,
mis queridos amigos, las razones en virtud de las que en todo Estado, que quiera subsistir, debe
seguir las prescripciones que acabamos de establecer. Pero así como una nave en plena mar exige que
se vigile día y noche por su seguridad, así un Estado, rodeado de otros Estados que le amenazan sin
cesar, como las olas, expuesto a mil ataques imprevistos y que corre a cada instante el riesgo de
perecer, tiene necesidad de magistrados y de guardadores, que se sucedan sin interrupción del día a la
noche y de la noche al día, remplazándose y confiándose los unos a los otros la seguridad pública;
porque la multitud es incapaz de hacer todo esto con la prontitud que se necesita. Por lo tanto es
imprescindible que mientras los más de los senadores vacan la mayor parte del año para consagrarse
a sus negocios particulares y a la administración de su familia, la doceava parte de este cuerpo se
encargue durante un mes de la guarda del Estado, y sucesivamente una doceava en pos de otra durante
los doce meses del año. Y así habrá facilidad de dirigirse a ellos desde cualquier punto o desde la
ciudad misma, sea que haya que comunicarles cualquier nueva, o que se les quiera consultar sobre la
manera en que el Estado debe responder a las peticiones de los otros Estados y recibir las respuestas
de éstos a las preguntas que se les haga; y también a causa de los movimientos tumultuosos que el
amor a la novedad suele promover en las ciudades para prevenirlos, o por lo menos, sofocarlos en
su origen, porque de esta manera el Estado tiene conocimiento de todo inmediatamente. Por esta
misma razón estos vigilantes públicos deben de ser siempre árbitros de convocar las asambleas y de
disolverlas, ya de una manera regular, ya acomodándose a las circunstancias. Tal será durante un mes
la ocupación de la doceava parte de los senadores, los cuales durante los otros once meses del año
habrán de descansar. Por lo demás, es preciso que esta parte del Senado obre en la guarda del Estado
que le está encomendada de concierto con los demás magistrados. Me parecen suficientes estás
disposiciones por lo que hace a la ciudad misma.
¿Pero qué precauciones tomaremos y qué arreglos haremos con relación al resto del Estado?
Puesto que la ciudad y todo su territorio están divididos en doce partes, ¿no es indispensable que haya
personas destinadas a tener cuidado en la ciudad misma de las vías públicas, de las habitaciones, de
los edificios, de los puertos, de los mercados, de las fuentes, de los lugares sagrados, de los templos
y de otras cosas semejantes?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Digamos, pues, que los templos deben tener por guardadores a sacerdotes y a
sacerdotisas. En cuanto a los caminos, edificios y cuidado de las demás cosas de esta clase, para
impedir que los hombres y los animales causen daño y para que el buen orden se observe
exactamente, tanto en el recinto de la ciudad como en las afueras, es indispensable establecer tres
clases de magistrados: astinomos[8] para las cosas que acabamos de decir, agoranomos[9] para la
policía del mercado, y sacerdotes para los templos. No se tocará al sacerdocio de aquellos o de
aquellas que lo hayan recibido de sus antepasados como una herencia. Pero si como debe
naturalmente suceder en ciudades nuevamente fundadas, nadie o casi nadie está revestido de esta
dignidad, se crearán, según la necesidad lo exija, sacerdotes y sacerdotisas para el servicio de los
dioses. La creación de todos estos cargos se hará en parte por elección y en parte por suerte. Se
procurará que así en la ciudad como en el resto del Estado tomen parte en esta elección lo mismo el
pueblo que lo que no constituye el pueblo, para mantener la amistad y la armonía entre todas las
clases. Con respecto a los sacerdotes, dejando al dios la elección de los que le sean agradables, se
someterá la decisión a la suerte; pero se examinará cuidadosamente al que haya sido favorecido por
ella, observando por de pronto si tiene algún defecto de cuerpo y si su nacimiento tiene tacha, y
después si pertenece a una familia pura y sin pecado; si él, su padre o su madre han manchado sus
manos con algún asesinato o cualquiera otro crimen semejante de que pueda ofenderse la divinidad.
Se consultará al oráculo de Delfos en lo tocante a las leyes y a las ceremonias del culto divino, y
serán observadas después de haber establecido intérpretes para explicarlas. La función de sacerdote
durará un año y no más, y a fin de que cumplan sus deberes con toda la santidad debida, según el
espíritu de las leyes sagradas, es preciso que el que sea promovido al sacerdocio no baje de sesenta
años. Las mismas disposiciones regirán respecto a las sacerdotisas.
En punto a los intérpretes, las doce tribus, de cuatro en cuatro, propondrán cuatro en tres tandas;
cada una, uno de su tribu. Después que se hayan aprobado los tres que hayan tenido más votos, se
enviarán los nueve restantes a Delfos, a fin de que el dios escoja uno de cada tres. El examen, con
relación a la edad y a las otras cualidades requeridas, será el mismo que para los sacerdotes. El cargo
de intérprete será vitalicio. Si alguno de ellos llega a faltar, las cuatro tribus que le habían nombrado
y a que pertenecía, nombrarán un sucesor. Se establecerá igualmente para los templos ecónomos que
administrarán las rentas, harán que prodúzcanlos lugares sagrados, los arrendarán y dispondrán del
producto. Saldrán éstos de la primera clase, tres para los grandes templos, dos para los medianos, y
uno para los más pequeños. En su elección y examen se seguirán las mismas formalidades que para
los generales de ejército. Esto es lo que tenía que ordenar con respecto a las cosas sagradas.
La vigilancia ha de ser tan grande cuanto sea posible; y la guarda de la ciudad ha de estar confiada
a los generales, a los taxiarcas, a los comandantes de la caballería, a los filarcas, a los pritanos, y
también a los astinomos y a los agoranomos, después que se haya hecho su elección. Se cuidará de la
seguridad del resto del país de la manera siguiente. Todo el territorio ha sido dividido, como hemos
dicho, en doce partes, tan iguales cuanto ha sido posible. Cada una de las tribus a que la suerte haya
asignado una de estas partes, presentará todos los años cinco ciudadanos, que serán como otros tantos
agrónomos[10] y jefes de guarda. Luego cada uno de estos escogerá en su tribu doce jóvenes, que no
bajen de veinticinco años y no pasen de treinta, a los que se señalará todos los meses una parte del
territorio, para que de este modo adquieran un conocimiento exacto de todo el país. Los jefes y los
guardas durarán en sus cargos dos años. Cualquiera que sea la parte del país, que por primera vez se
les haya asignado, cuando llegue el caso de mudar, es decir, que haya pasado el mes, los jefes con sus
subordinados se trasladarán al lugar más próximo, tomando a la derecha, quiero decir, al oriente,
corriéndose todos en esta forma hasta dar vuelta a todo el territorio. Y para que los más de ellos se
instruyan acerca de lo que pasa en cada lugar, no sólo durante una estación, sino en todas las
estaciones, pasado el primer año, los jefes retrocederán y turnarán tomando a la izquierda hasta
concluir el segundo año. En el tercero se escogerán otros cinco agrónomos y jefes de guarda, que
tendrán a sus ordenes doce guardas.
Mientras permanezcan en cada punto, cuidarán en primer lugar de que el país esté por todas partes
bien fortificado contra las incursiones de los enemigos, y harán abrir fosos en donde sea necesario,
levantar trincheras y construir fortificaciones para contener a los que intentasen robar y devastar el
país. Para estas obras se servirán de bestias de carga y de los esclavos del mismo lugar; harán que
todo se ejecute por ellos; dirigirán los trabajos, procurando, en cuanto sea posible, que estos se
hagan cuando menos apuren las labores domésticas. Mientras que por una parte harán el país
inaccesible al enemigo, por otra no omitirán nada que pueda facilitar el paso libre a los ciudadanos, a
las bestias de carga y a los ganados, teniendo cuidado de que los caminos sean suaves y cómodos;
que la lluvia, en lugar de causar daño a la tierra, aumente su fertilidad, proporcionando a las aguas
que bajan de los sitios elevados salida por los valles que se encuentran al pie de las montañas, y
reteniéndolas por medio de diques y fosos. Por este medio el agua, detenida en estos depósitos,
llegará a infiltrarse en el seno de la tierra, brotará en fuentes y manantiales en los campos y parajes
situados por bajo, y el terreno más árido por naturaleza se hará fecundo en aguas puras. Con respecto
a las aguas corrientes, sea de río, sea de fuente, levantarán las orillas haciendo preciosas calzadas
plantadas de árboles; y reuniendo muchos arroyos por medio de canales, llevarán por todas partes la
abundancia. Si en las cercanías hay algún bosque, algún campo consagrado a los dioses, harán que
pasen por ellos los arroyos, para regarlos y embellecerlos en todas estaciones. Cuidarán de que los
jóvenes construyan por todas partes en estos lugares sagrados gimnasios y baños calientes, con
provisión de madera seca y combustible para los ancianos, para los enfermos y para los trabajadores
debilitados, remedio más saludable que el que pudiera dar un mediano médico. Todas estas obras y
las demás de esta naturaleza contribuirán al embellecimiento y utilidad del país, y procurarán además
un pasatiempo muy agradable a los encargados de ejecutarlas.
Con respecto a sus ocupaciones formales, consistirán en lo que voy a decir. Los sesenta
agrónomos cuidarán de la Seguridad del territorio, no sólo con relación a los enemigos, sino
también con relación a los que se dicen amigos. Si alguno se queja a ellos de haber recibido daño de
alguno de sus vecinos o de cualquier otro, sea libre o esclavo, en las causas de menor importancia
los cinco agrónomos de la tribu administrarán por sí mismos justicia a los que se consideren
perjudicados. En las causas más graves, basta tres minas de interés, se asociarán con doce guardas, y
juzgarán así siendo diez y siete en número.
Todos los jueces y todos los magistrados están obligados a responder de sus juicios y de su
administración, menos los que juzgan en última instancia a semejanza de los reyes. Si los agrónomos
cometen alguna injusticia con las personas que están bajo su cuidado, ya violando la igualdad en la
distribución de los servicios personales, ya apoderándose por la fuerza y contra la voluntad de sus
dueños de los instrumentos de labor, ya recibiendo presentes ofrecidos con la mira de corromperles,
ya faltando a la justicia en la decisión de las cuestiones que se susciten, los agrónomos, que se hayan
dejado seducir de esta manera, serán afrentados ignominiosamente en presencia de todos los
ciudadanos. Con respecto a las otras injusticias de que se hayan hecho culpables, cuando el daño no
exceda de una mina, serán juzgados por los vecinos y habitantes del punto mismo donde se haya
cometido la falta. En las acusaciones más graves y aun en las más ligeras, cuando rehúsen someterse
al juicio con la esperanza de librarse del procedimiento por la circunstancia de mudar de localidad
todos los meses, el que se considere perjudicado podrá quejarse ante los tribunales públicos; y si
gana en ellos el recurso, hará pagar al acusado el doble de la multa a cuyo pago no había querido
someterse de buena voluntad. Los agrónomos y sus guardas vivirán de la manera siguiente durante
los dos años que dura su cargo. En primer lugar, en cada cantón habrá comedores para todos; el que
coma en otra parte, aun que sea un solo día, o duerma en otro punto, aunque sea una sola noche, sin
orden de los jefes o sin una necesidad urgente, si es denunciado por los cinco agrónomos y expuesto
su nombre en la plaza pública por haber abandonado su puesto, incurrirá en la nota de infamia por
haber hecho traición al Estado en cuanto de él dependía; y cualquiera tiene derecho, si quiere, a
vapulearle impunemente. Si alguno de los jefes comete la misma falta, sus colegas están encargados
de hacerle entrar en orden. Aquel de entre ellos que se haya apercibido de esto o lo haya sabido y no
denuncie al culpable, quedará sometido a las mismas penas que el que cometió la falta, y se le
castigará con más severidad que a los simples guardas, y se le declarará inhábil para ejercer ninguno
de los cargos encomendados a los jóvenes. A los guardadores de las leyes corresponde vigilar con el
mayor esmero para que no tengan lugar tales desordenes y para que, si los hay, no queden impunes.
Es cosa esencial que todo el mundo se persuada de que nadie, sea quien sea, puede hacer un uso
digno de la autoridad, si no ha sabido antes obedecer, y que más debe uno envanecerse de saber
obedecer bien, y en primer lugar a las leyes, lo cual es obedecer a los dioses mismos, que de mandar
bien; y que mientras es uno joven, es preciso obedecer a los hombres de mayor edad que han hecho
una vida digna. Además, durante los dos años de la guarda de los campos, es indispensable hacerla
experiencia de lo que es una vida dura y privada de comodidades.
Y así los doce guardas y los cinco agrónomos desde el momento de su elección deben reunirse
para arreglarse unos con otros, puesto que no han de tener criados, ni esclavos, ni podrán emplearlos
en servicio de sus personas, sino únicamente para las obras públicas, para los labradores y demás
habitantes del campo; y además deben de estar en todo lo que les concierne en disposición de hacerlo
todo por sí mismos, sirviéndose los unos a los otros, y también de recorrer el país en invierno y en
verano, siempre armados, así para conocerle bien como para guardarle de igual modo. Figúraseme
efectivamente, que el conocimiento exacto del país es una ciencia, que en razón de utilidad no cede a
ninguna otra, y ésta es una de las razones que debe obligar a los jóvenes a dedicarse al ejercicio de la
caza con perros o de otra manera tanto como el placer y el provecho que saquen de esta diversión.
Que procuren todos cumplir con celo los deberes de este empleo, cualquiera que sea el nombre que
se les dé, sea criptos,[11] sea agrónomos, si quieren contribuir en su día eficazmente a la conservación
de su patria.
El orden de las cosas exige ahora que pasemos a la elección de los agoranomos y de los
astinomos. Después de los sesenta agrónomos, crearemos tres astinomos, que dividiendo entre si las
doce partes de la ciudad, como los agrónomos lo hicieron del territorio, cuiden de las calles, de los
caminos públicos que conducen a la ciudad, así como de los edificios, para que se construyan todos
conforme a las leyes. También cuidarán de las aguas, haciendo que, por medio de los guardas del
campo, lleguen a la ciudad en buen estado, y las distribuirán en las diferentes fuentes públicas en la
cantidad y con la pureza convenientes, para que contribuyan a la par al embellecimiento y a la utilidad
de la población. Es preciso, que estos astinomos tengan una fortuna regular y tiempo sobrado para
que puedan consagrarse enteramente al bien público. Por esta razón, los ciudadanos deberán escoger
en la primera clase al que quieran proponer para astinomo. Dados los votos, cuando se baya llegado
al sexto de los que más han tenido, los presidentes de la elección sacarán a la suerte los tres que hayan
de desempeñar el cargo, y que después de las pruebas ordinarias entrarán en su ejercicio según las
leyes prescritas.
En seguida se elegirán cinco agoranomos entre los ciudadanos de la primera y la segunda clase.
Su elección se hará como la de los astinomos, es decir, que entre los diez que hayan tenido más votos,
la suerte designará cinco, y hechas las pruebas correspondientes, entrarán en posesión de su cargo.
Todos estarán obligados a proponer alguno, y el que rehúse hacerlo, si es denunciado a los
magistrados, se le reputará por mal ciudadano, y además se le condenará a una multa de cincuenta
dracmas.
La entrada en la asamblea pública estará abierta a todo el mundo, y los ciudadanos de la primera y
segunda clase no podrán dispensarse de asistir, incurriendo en la multa de diez dracmas los que
falten. Pero los de la tercera y cuarta clase no tendrán esta obligación, y caso de no concurrir, no se
les impondrá multa alguna, a no ser que los magistrados por razones muy especiales ordenen que
todos concurran. Los agoranomos harán observar en el mercado el orden establecido por las leyes,
vigilarán los templos y las fuentes, que están en los parajes públicos, y harán que no se cause en ellos
ningún daño. Si tal sucede, ya sea esclavo o extranjero el culpable, se le prenderá y se le apaleará. Si
el autor del daño es un ciudadano, le juzgarán ellos mismos, si se trata de un valor hasta de cien
dracmas. Si se trata de una pena más fuerte y hasta un doble, le juzgarán en unión con los astinomos.
El poder de los astinomos, en lo de su competencia, tampoco se extenderá a más que esto en sus
multas y castigos; es decir, que cuando la multa no pase de una mina, juzgarán solos, y en unión con
los agoranomos cuando llegue al doble.
Conviene después de esto instituir magistrados que presidan a la música y a la gimnasia, divididos
en dos clases, y de los cuales estarán destinados los unos a la parte de instrucción y los otros a la de
los ejercicios. Por los primeros entiende la ley los que habrán de ponerse al frente de los gimnasios y
de las escuelas, para cuidar del buen orden, del modo en que se da la instrucción y de la conducta de
los jóvenes de ambos sexos, ya al ir a las escuelas, ya durante su permanencia en ellas; y por los
segundos entiende los que habrán de dirigir los ejercicios de la música y de la gimnasia, que serán de
dos clases, unos sólo para la música y otros sólo para la gimnasia. Los ejercicios gimnásticos, sean
de hombres o de caballos, tendrán los mismos directores. En cuanto a los ejercicios de música, es
conveniente establecer directores de dos clases, unos para la monodia[12] y para el canto imitativo
como los rapsodas, los tocadores de laúd, de flauta y otros instrumentos semejantes; y los otros para
el canto de los coros. Y por lo pronto, en lo que concierne al recreo de los coros, en que toman parte
los niños, los hombres formales y las jóvenes, es preciso elegir los que deben dirigir las danzas y la
orquesta. Para esto nos bastará uno sólo, que convendrá que pase de cuarenta años. También para la
monodia convendrá que sea uno sólo, que tenga por lo menos treinta años, el cual admitirá a los
ejercicios a los que crea más a propósito y decidirá de la superioridad entre los concurrentes.
Ved ahora de qué manera será preciso escoger el presidente y el árbitro de los coros. Todos los
que tengan gusto por esta clase de cosas se presentarán en la asamblea, y se castigará con una multa al
que no lo baga, correspondiendo a los guardadores de las leyes el conocer de este negocio. En cuanto
a los demás, asistirán los que quieran. Cada cual a su elección propondrá por presidente a alguno de
los más hábiles en este género; y en la prueba que sigue a la elección, no se alegará otra razón, para
elegir o para desechar al presentado, que su habilidad o su incapacidad. El que de entre los diez
presentados haya tenido mayor número de votos, y cuya elección haya sido confirmada por la
prueba, presidirá a los coros durante un año según la ley. Las mismas formas se observarán en la
elección de un árbitro de monodias y de concierto de instrumentos. El que de entre los que han
llegado a obtener el honor de la prueba, haya sido escogido después de haber sufrido la prueba
exigida, será presidente durante un año.
Necesitamos escoger después en la segunda y en la tercera clase de ciudadanos árbitros de
ejercicios gimnásticos, tanto de hombres como de caballos. Los de la tercera clase estarán obligados
a asistir a la elección, y sólo la cuarta es la que impunemente puede dejar de asistir. Entre los veinte
candidatos que hayan sido presentados, los tres, que merezcan la preferencia, serán elegidos, si han
merecido la aprobación de los examinadores. Si alguno sucumbe en esta prueba, cualquiera que sea
el cargo de que se trate, se le sustituirá con otro candidato en la misma forma, y haciéndose el
examen del mismo modo.
Nos falta instituir el magistrado, que correrá con la vigilancia general de la educación de los
jóvenes de ambos sexos. La ley quiere que sólo se elija uno, que no debe tener menos de cincuenta
años. Necesita tener descendencia legítima, hijos e hijas, si es posible. La persona en quien recaiga la
elección y los que eligen deben persuadirse de que este cargo ocupa sin duda entre los más
importantes del Estado el primer lugar. Vemos, en efecto, que en las plantas todo depende de las
primeras semillas; si se arrojan por mano de un agricultor hábil, puede esperarse que en su día darán
los mejores frutos. Lo que es cierto respecto de las plantas, no lo es menos respecto de los animales
feroces o domesticados y de los hombres; porque bien que el hombre sea naturalmente suave, sin
embargo, cuando a un buen carácter se une una educación excelente, se hace el más dulce de los
animales, el más aproximado a la divinidad; mientras que si no ha recibido ninguna educación o la ha
recibido mala, se hace el más feroz de los animales que ha criado la tierra.[13] Por esta razón el
legislador debe considerar la enseñanza de los hijos como el primero y el más serio de sus cuidados.
Por lo tanto, si quiere cumplir este deber como es preciso, comenzará por echar la vista sobre el
ciudadano más completo en todas las virtudes, para ponerle al frente de la educación de la juventud.
Así, pues, todos los cuerpos de la magistratura, menos el Senado y los pritanos, reunidos en el
templo de Apolo, escogerán por escrutinio, entre los guardadores de las leyes, a aquel que juzguen
más capaz de dirigir bien la educación de la juventud; y el que haya obtenido mayor número de
votos, después de haber sido examinado por los magistrados que le han elegido, es decir, por todos,
excepto los guardadores de las leyes, que entre a desempeñar el cargo por cinco años. Al sexto año se
elegirá otro, siguiendo las mismas reglas.
Si alguno de los que desempeñan destinos públicos muriese antes de espirar el tiempo de su cargo
y faltasen más de treinta día3 para la renovación, aquellos a quienes compete harán el nombramiento
de un sucesor. Si los huérfanos llegan a perder su tutor, los parientes y allegados de parte de padre y
de madre hasta los primeros hermanos nombrarán otro en el término de diez días, o pagarán cada
uno un dracma de multa por día hasta que le hayan nombrado. Un Estado no sería Estado, si lo que
concierne a los tribunales no estuviese arreglado como es debido. Además, un juez, que en la
discusión de las causas no añadiese nada a lo que dicen los defensores, como sucede en los juicios
arbitrales, no estaría en estado de administrar justicia; siguiéndose de aquí, que no es posible juzgar
bien, haya muchos jueces o pocos, si son ignorantes. Es indispensable siempre, que los puntos sobre
que versa el litigio sean suficientemente aclarados. Nada más propio para poner en claro una causa
como el tiempo, la lentitud y los frecuentes informes. Por todas estas razones es preciso que los que
tienen entre sí alguna diferencia se dirijan primero a sus vecinos, a sus amigos, a todos aquellos que
tengan conocimiento de lo que es objeto de su contienda. Si no se resuelve la cuestión por medio de
estos árbitros, se acudirá a otro tribunal. En fin, si en estos dos tribunales no se termina el negocio,
un tercer tribunal resolverá sin apelación. Por lo demás, la erección de los tribunales es en cierta
manera una creación de magistrados, puesto que todo magistrado necesariamente es juez en ciertas
materias, y el juez, sin ser magistrado, lo es sin embargo, y con una autoridad considerable el día en
que termina las cuestiones con su sentencia.[14] Y así, contando los jueces como magistrados,
digamos algo de sus cualidades personales, de las materias que son de su competencia y del número
de jueces que ha de tener cada tribunal.
El más sagrado de todos los tribunales debe de ser el que las partes mismas hayan creado y hayan
elegido de común acuerdo. Además de éste, se establecerán dos; uno para juzgar las causas entre
particulares, cuando un ciudadano, suponiéndose perjudicado por otro en sus derechos, le cite delante
de los jueces creyéndose con razón para ello; y el otro para el caso en que uno celoso del bien
público denuncie a los que crea que han causado perjuicios al Estado.
Debemos hablar de la calidad y elección de los jueces. El primer tribunal, abierto a todos los
particulares que después de dos instancias no hayan podido avenirse, se formará de esta manera. El
último día antes del mes que sigue al solsticio de estío, mes en que comienza el año nuevo,[15] todos
los que desempeñan algún cargo, sea por un solo año, sea para más tiempo, se reunirán en uno de los
templos de la ciudad, y allí, previo el juramento al dios, le ofrecerán en cierta manera las primicias
de todos los cuerpos de la magistratura, escogiendo por juez en cada uno de ellos al magistrado que
goce de la mayor reputación de probidad, y que crean que hará justicia a los ciudadanos con más
inteligencia e integridad en el curso del año siguiente. Esta elección irá acompañada del examen de
cada uno de los elegidos por los mismos que han sido electores, y si alguno ha sido desechado, se le
sustituirá con otro ciudadano observando las mismas formalidades. Estos jueces dictarán sus fallos
con respecto a aquellos que no hayan estado conformes con los de los otros tribunales; darán sus
votos públicamente; los senadores y todos los demás magistrados, que les han elegido, estarán
obligados a asistir al juicio y a ser testigos de la sentencia; los demás ciudadanos serán libres de
asistir o no según les parezca. Si un juez fuese acusado de haber dictado a sabiendas una sentencia
injusta, la acusación se presentará ante los guardadores de las leyes; y el juez, que resultase convicto
de su injusticia, será condenado a pagar al perjudicado la mitad del daño, y si se cree que merece
mayor pena, se dejará ésta a discreción de los guardadores de las leyes, que juzgarán la que debe
sufrir ya en su persona, ya en sus bienes por medio de una multa, que redunde en provecho del
público o del particular que ha formulado la queja.
Con respecto a los crímenes de Estado, es indispensable que el pueblo tome parte en el juicio,
puesto que todos los ciudadanos resultan lesionados cuando lo es el Estado, y tendrían razón para
considerar como indebida su exclusión de esta clase de causas. Y así deberán llevarse éstas desde
luego ante el pueblo, el cual las decidirá en última instancia, si bien habrá de instruirse antes el
proceso por tres de los primeros cuerpos de la magistratura, escogidos de común acuerdo por el
acusador y el acusado. Si no están conformes en la elección, el Senado lo arreglará, decidiéndose por
uno o por otro. También es preciso, en cuanto sea posible, que todos tomen parte en los juicios
referentes a las causas privadas, porque los que se ven excluidos de todo derecho de juzgar, se
imaginan que están privados enteramente de los derechos de ciudadano. Por esta razón es
indispensable que se establezcan tribunales para cada tribu, y que jueces inflexibles, designados por la
suerte, decidan sobre la marcha las diferencias que se susciten. La decisión definitiva de esta clase de
causas pertenecerá al tribunal de que hemos hablado más arriba; tribunal compuesto de los jueces
más íntegros que sea posible encontrar, y destinado a terminar los litigios, que no hayan podido
serlo, ni por la sentencia arbitral de los vecinos, ni por los jueces de la tribu.
He aquí lo que por ahora tenía que decir de los tribunales, respecto de los cuales es igualmente
difícil decidir si son o no son magistraturas. Esto no es más que un bosquejo, en el que sólo aparecen
algunas de sus funciones, pasándose todo lo demás en silencio. Cuándo hayamos llegado al término
de nuestra legislación, entonces será ocasión de presentar un largo desarrollo de todas las leyes que
conciernen a los tribunales y al orden judicial. Hasta entonces no entraremos en ningún pormenor
sobre este punto. En cuanto a la institución de los demás cargos públicos, ya hemos arreglado casi
todo lo que había que arreglar. Pero no es posible formar una idea exacta y completa del conjunto y
de cada una de las partes del gobierno y de la administración pública, mientras nuestra conversación
no haya abrazado las primeras y las segundas piezas de este edificio, las del centro, en una palabra,
todas, y que haya llevado la obra a su término final. Hemos concluido, por decirlo así, la fachada al
terminar lo relativo a la elección de magistrados. Comencemos, por lo tanto, sin más tardanza
nuestra obra legislativa propiamente dicha.
CLINIAS. —Extranjero, aunque estoy completamente satisfecho de todo lo que he oído hasta
ahora, nada me llama la atención tanto como ese trabazón que se advierte entre el final del discurso
que concluye y el principio del que le sigue.
ATENIENSE. —Hasta ahora nuestra conversación, pasatiempo acomodado a ancianos, ha salido
muy bien.
CLINIAS. —Di mejor que es la ocupación más digna que los hombres pueden proponerse.
ATENIENSE. —En buen hora. Pero veamos, te lo suplico, si te parece lo mismo que a mí.
CLINIAS. —¿Qué y con relación a qué?
ATENIENSE. —Sabes que el trabajo de los pintores, en las diversas figuras que representan, al
parecer no concluye nunca, que no hacen otra cosa que cargar el color o suavizarlo, o lo que se
llame en el lenguaje del arte; y que jamás sus cuadros son tan perfectos, que no puedan añadir algo,
haciéndolos más bellos aún y más expresivos.
CLINIAS. —Lo sé por haberlo oído decir; pues yo no tengo ningún conocimiento de los
principios de ese arte.
ATENIENSE. —Nada has perdido por eso. Sin embargo, haremos uso de la observación que
acabamos de hacer sobre este arte. Si alguno se propusiese hacer una figura perfectamente bella, de
manera que, lejos de ir perdiendo, adquiriese de día en día una nueva perfección, concibes que siendo
mortal, si no dejase tras de sí un pintor que le remplazase para reparar el daño que los años hubieren
causado a su pintura y para concluir los trozos que él mismo hubiere dejado imperfectos por falta de
habilidad; en una palabra, si no hubiere dejado tras de sí, repito, un artista capaz de aumentar las
bellezas de su obra, comprendes que un cuadro, que tanto trabajo le costó, no se conservara mucho
tiempo, si no toma semejante precaución.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —¡Y qué! ¿La empresa del legislador no se parece a la de este pintor? Aquel se
propone desde luego formar el cuerpo de leyes más perfecto que sea posible; pero con el tiempo,
cuando la experiencia le haya enseñado a juzgar su obra, ¿crees que haya un solo legislador tan
desprovisto de sentido, que desconozca que ha dejado necesariamente una porción de trazos
imperfectos, que hay necesidad de que corrija algún otro que venga detrás, a fin de que la poli cía y el
buen orden que ha establecido en el Estado, en lugar de decaer, vayan siempre perfeccionándose?
CLINIAS. —¡Ahí! ¿Quién podría dejar de experimentar semejante necesidad?
ATENIENSE. —Luego si un legislador encontrase el secreto de formar, ya mediante sus
discursos, ya mediante sus acciones, algún discípulo más o menos hábil que él, y enseñarle el arte de
sostener las leyes y rectificarlas, es bien seguro que le utilizaría antes de abandonar la vida.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Y no es esto lo que tenemos que hacer ahora tú y yo?
CLINIAS. —¿Qué quieres decir con eso?
ATENIENSE. —Digo que, puesto que estamos a punto de formar las leyes, que ya hemos
escogido sus guardadores, y que nosotros nos encontramos casi al terminar de la vida, mientras que
estos magistrados son jóvenes en comparación de nosotros, es preciso que al mismo tiempo que
hacemos nuestras leyes, los instruyamos, para hacer que sean hombres capaces de mantenerlas y de
hacerlas nuevas en caso necesario.
CLINIAS. —Convengo en ello con tal que podamos conseguirlo.
ATENIENSE. —Por lo menos es preciso hacer una tentativa, y procurar con todas nuestras
fuerzas el conseguirlo.
CLINIAS. —Seguramente.
ATENIENSE. —Dirijámosles, pues, la palabra.
«Queridos conciudadanos, protectores de las leyes; las que nosotros vamos a proponer serán
defectuosas bajo muchos conceptos, cosa que es inevitable. Trataremos, sin embargo, de no omitir
nada qué sea importante, y en cuanto sea posible, trazaremos un bosquejo completo de las leyes. A
vosotros os tocará acabarle, pero aprended de nosotros el fin a que debéis atender en vuestro trabajo.
Hemos hablado muchas veces Megilo, Clinias y yo, y estamos conformes en que no debe ser otro
este fin; pero queremos que penséis como nosotros, y que siguiendo nuestras lecciones, tengáis
constantemente a la vista el objeto que hemos creído que el legislador y los guardadores de las leyes
no pueden jamás perder de vista. Pues bien, aquello en que estamos conformes se reduce a un solo
punto esencial, que es conocer bien el hábito, la posición, el deseo, el sentimiento o el conocimiento
que son propios para hacer al hombre completo con relación a todas las virtudes que tocan al alma,
de suerte que todos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, dirijan todos sus esfuerzos hacia este
objeto durante toda la vida, y que jamás prefiera nadie lo que pudiera ser un obstáculo para
conseguirlo; y, en fin, que si fuese preciso dejarse expulsar de su patria antes que consentir en verla
bajo el yugo de la esclavitud y sometida a malos gobernantes, y si fuese necesario condenarse
voluntariamente al destierro, debe sufrirse todo esto antes que someterse a otra forma de gobierno,
cuyo efecto sería pervertir las almas. He aquí en lo que todos tres hemos convenido; he aquí la regla
según la que debéis juzgar nuestras leyes, sea para aprobarlas, sea para desaprobarlas. Condenad las
que no sean eficaces para producir este efecto; y respecto a las que lo sean, adoptadlas y aceptadlas
con gusto, y conformad a ellas vuestra conducta. Pero en cuanto a las demás prácticas, cuyo fin sería
adquirir lo que el vulgo llama bien, renunciad a ellas para siempre».
Vengamos ahora a las leyes y entremos en materia empezando por las relativas a la religión. Pero
antes tenemos que recordar nuestro número de cinco mil cuarenta, y la multitud de cómodas
divisiones de que es susceptible, ya se le tome en conjunto, ya se tome sólo la doceava parte, que es el
número de las familias de cada tribu, y el producto exacto de veintiuno por veinte. Así como el
número entero se divide en doce partes iguales, cada una de ellas, que forma una tribu, puede también
dividirse en otras doce, y cada parte debe mirarse como un don sagrado de la divinidad, puesto que
todas ellas responden al orden de los meses y a la revolución anual del universo; y así el Estado todo
está bajo la dirección del principio divino que lleva en si y que consagra todas sus partes. Por lo
demás los diferentes legisladores han hecho divisiones más o menos exactas, y han consagrado estas
divisiones de una manera más o menos afortunada. Nosotros pretendemos haber preferido con razón
el número cinco mil cuarenta, visto que tiene por divisores todos los números desde la unidad hasta
el doce, menos el once, y aun esto es fácil de remediar porque si se ponen aparte dos familias
quitándolas de la totalidad, se tendrán de ambos lados dos divisores exactos.[16] Con un poco de
espacio puede cualquiera convencerse de la verdad de lo que digo. Prestando fe a este discurso, como
si fuera un oráculo, dividamos ahora nuestra ciudad; demos a cada porción por protector un dios o
un hijo de los dioses; erijámosle altares con todo lo que conviene al culto, y que dos veces al mes
haya reunión para hacer sacrificios; de suerte que haya doce por año para cada tribu, y doce para las
doce porciones de cada tribu.
Estas asambleas se celebrarán, en primer lugar, para honrar a los dioses y en obsequio de la
religión; en segundo lugar, para facilitar la familiaridad, el conocimiento reciproco y toda clase de
relaciones entre los ciudadanos; porque para los matrimonios y las uniones es necesario conocer la
familia de que se ha de tomar la esposa, y la persona y la parentela de aquel a quien se ha de entregar
la hija; y en esta clase de cosas debe tenerse el mayor escrúpulo, para no verse engañado en lo más
mínimo, en cuanto sea posible. A este mismo fin es preciso organizar diversiones y danzas entre los
jóvenes de ambos sexos, que suministrarán a unos y a otros razones plausibles y fundadas en las
relaciones de la edad, para dejarse ver y ver a los otros en toda la desnudez que permite un prudente
pudor. Todo pasará a la vista y bajo la dirección de los presidentes de los coros, que, de acuerdo con
los guardadores de las leyes, arreglarán los pormenores que nosotros omitimos; porque, como
hemos dicho, es una necesidad que el legislador omita en este género una porción de pequeñeces, y
que los que tengan ocasión de instruirse todos los años, se auxilien de la experiencia para hacer los
arreglos necesarios, corrijan y muden cada año y hasta que tales arreglos y ejercicios hayan
adquirido la perfección conveniente. El término de diez años es, a mi parecer, razonable y suficiente
para adquirir toda la experiencia requerida en lo que concierne al conjunto y a los detalles de los
sacrificios y de las danzas. Mientras viva el legislador, todo esto se arreglará de acuerdo con él;
después de su muerte, cada cuerpo de magistrados dará parte a los guardadores de las leyes de lo que
crea que debe rectificarse en las diversas funciones de su cargo, hasta que haya motivo para creer que
están las cosas como deben de estar. Entonces se dará a estos reglamentos una forma inmutable, y de
esta manera se conformarán con las otras leyes ordenadas desde el principio por el legislador, leyes
que jamás deben tocarse sin necesidad. Si hubiere precisión de hacer en ellas alguna variación, no se
hará sino después de haber consultado todos los oráculos de los dioses y de que convengan en ello;
sin esto no se tocará a ellas, y la oposición de uno solo bastará para impedir la innovación.
En cualquier tiempo y en cualquier familia que un joven de veinticinco años, después de ver y
dejádose ver suficientemente, crea haber encontrado una persona de su agrado, a la que pueda unirse
con decencia, para tener y educar hijos en común, puede casarse desde los veinticinco hasta los
treinta y cinco años, pero sabiendo antes cómo debe buscar lo que le conviene y lo que le habrá de
asegurar un enlace afortunado; porque, como dice Clinias, es preciso poner a la cabeza de cada ley el
preludio oportuno.
CLINIAS. —Recuerdas perfectamente lo que dije, extranjero, y has hecho de ello una exacta
aplicación.
ATENIENSE. —Muy bien, hijo mío, diremos al que ha nacido de padres honrados: es preciso
contraer un matrimonio, que merezca la aprobación de los sabios; ellos te harán conocer que no debe
huirse de los enlaces con los pobres, y ansiar extremadamente los de los ricos: sino que, habiendo
igualdad en todo lo demás, debes preferir siempre el enlace con los que tienen pocos bienes, porque
un enlace semejante es igualmente ventajoso al Estado y a las familias que le contraen; que la virtud
se encuentra mil veces más fácilmente en la proporción y en la igualdad que en los extremos; y por
lo tanto el que se reconoce impetuoso y demasiado precipitado en sus acciones, debe procurar
hacerse yerno de ciudadanos moderados; y el pero si no se quiere someter, y si para el equipo de su
futura esposa da o recibe más de cincuenta dracmas en la última clase, una mina en la tercera, mina y
media en la segunda, y dos minas en la primera, se pagará el doble al tesoro público, y lo que se haya
dado o recibido se consagrará a Júpiter y a Juno. Los ecónomos de los templos de estos dioses
tendrán cuidado de recoger este dinero en la forma que, según hemos dicho, debían hacer los
ecónomos de Juno con los que no se casan; y si no lo hacen, pagarán esta multa de su propio peculio.
La garantía valedera respecto de la promesa de matrimonio corresponde darla en primer lugar al
padre, a falta de éste al abuelo, y a falta de éste a los hermanos por parte de padre. Si no hay parientes
por parte de padre, la caución de parte de los del lado de la madre será válida en el mismo orden. Y si
por un accidente extraordinario no hubiese parientes por uno ni otro lado, entonces los allegados
más próximos con los tutores prestarán la caución.
En cuanto a los desposorios y demás ceremonias que deben preceder, acompañar o seguir al
matrimonio, debe persuadirse todo el mundo de que lo mejor es en este punto consultar a los
intérpretes de la religión, y ejecutar punto por punto lo que ellos dispongan. El esposo y la esposa no
podrán convidar al festín más de cinco amigos por cada parte, ni podrán exceder de un número igual
los parientes y allegados invitados.[17]
Además de ser indecente el beber hasta embriagarse, a no ser en las fiestas del dios que nos ha
regalado el vino, también es peligroso sobre todo tratándose de personas que piensan en casarse. Se
necesita la mayor presencia de espíritu en el esposo y en la esposa al contraer un compromiso qué
los va a hacer pasar a un estado de vida del todo distinto del precedente; de otro lado, es muy
importante que los hijos sean engendrados por padres sobrios y dueños de su razón; y no puede
saberse en qué día o en qué noche será concebido el hijo con la cooperación de Dios. Además de
esto, no deben engendrarse los hijos, cuando la embriaguez tiene al cuerpo en un estado de
disolución, sino que es preciso que la concepción se haga en tiempo útil, con consistencia, estabilidad
y calma. El hombre ebrio, cuya alma y cuyo cuerpo están entregados a una especie de rabia, no es
dueño de sus movimientos ni de sus acciones. En semejante estado no es conveniente engendrar, y
probablemente los hijos concebidos en tal caso estarán mal constituidos y no serán robustos, ni
rectos de espíritu ni de cuerpo.[18] Por consiguiente, es indispensable que durante el curso del año, y
si se quiere, de la vida, sobre todo cuando se está en el caso de tener hijos, estar muy sobre sí y no
hacer voluntariamente nada que exponga a la enfermedad o que tienda al libertinaje y a la injusticia;
porque es de necesidad que la disposición en que entonces se encuentra, pase y se imprima en el
cuerpo y en el alma de los hijos, y que nazcan con muchos defectos. Principalmente el primer día y la
primera noche de la boda es preciso abstenerse de un exceso semejante. En efecto, el comienzo es
como una divinidad, que asegura el éxito de nuestras empresas siempre que le honramos como
merece.
Que el que se case tenga en cuenta, que de las dos casas que le han correspondido en la partición,
la una está destinada al nacimiento y educación de sus hijos; y que debe separarse de su padre y de su
madre, para ir a celebrar allí sus bodas, fijar su morada, y vivir en ella él y su familia, tanto más
cuanto que en la amistad el deseo, que nace de la ausencia, hace las relaciones más fuertes y la unión
más intima, mientras que el disgusto sigue de cerca a la relación asidua, no reanudada nunca por una
separación de algún tiempo, sucediendo bien pronto que se alejan uno del otro. Por esta razón el
nuevo esposo, dejando a sus padres y a los padres de su mujer la casa que ocupen, se retirara con ella
a otra, como en una colonia, y allí visitados por unos y otros padres, a quienes ellos visitarán a su
vez, engendrarán y educarán a sus hijos, trasmitiendo a otros la antorcha de la vida, que ellos han
recibido dé sus padres, y observando religiosamente el culto de los dioses tal como la ley le
prescribe.
Veamos ahora qué cosas constituyen una fortuna honesta. No es difícil imaginarlas ni adquirirlas,
pero el artículo de los esclavos es embarazoso en todos conceptos. Las razones que a este propósito
se dan son justas en un sentido y no lo son en otro, porque se habla ordinariamente de los esclavos de
una manera que prueba a la vez la utilidad y el peligro de tenerlos.
MEGILO. —¿Cómo lo entiendes tú? Nosotros no comprendemos, extranjero, lo que quieres
decir.
ATENIENSE. —No lo extraño, mi querido Megilo, porque si hay alguna dificultad en justificar o
en condenar el uso de los esclavos, tal como existe en los demás pueblos de la Grecia, semejante
dificultad es incomparablemente mayor respecto de los ilotas de Lacedemonia, y el embarazo es
menor con respecto a los mariandinos esclavos de los habitantes de Heraclea, y a los de Tesalia,
llamados penestes.[19] Cuando echo una mirada sobre lo que pasa en estos y en otros puntos, no sé
qué reglas adoptar tocante a la posesión de los esclavos. En cuanto a lo que acabo de decir con este
motivo como de paso, y que te ha dado ocasión para suplicarme que te explique mi pensamiento, he
aquí lo que es. Sabemos que todos dicen que se necesitan esclavos fieles y afectuosos, y que se han
encontrado muchos que han mostrado respecto de sus dueños más cariño que los hermanos y los
hijos, y que han salvado la vida, los bienes y la familia entera de los mismos; y sabemos, digo, que
así se habla de los esclavos.
MEGILO. —Es cierto.
ATENIENSE. —Por otra parte, se dice también, que un esclavo no ofrece garantía alguna; que su
alma no es capaz de ningún sentimiento virtuoso; y que ningún hombre sensato se fiará de él nunca.
Esto mismo es lo que el más sabio de los poetas nos da a entender cuando nos dice, que al hombre
que cae en esclavitud, Júpiter le arranca la mitad de su alma.[20] Según que los hombres compartan
uno u otro de estos dictámenes contrarios, los unos, no fiándose de sus esclavos, los tratan como a
bestias feroces y a fuerza de zurras y latigazos hacen su alma, no tres, sino veinte veces más esclava;
los otros observan una conducta completamente opuesta.
MEGILO. —Tienes razón.
CLINIAS. —Mas, puesto que los hombres piensan y obran tan diversamente en este punto, ¿qué
deberemos hacer, extranjero, en nuestra nueva colonia con relación a la adquisición de esclavos y a
la manera de gobernarlos?
ATENIENSE. —¿Que qué es lo que haremos, mi querido Clinias? Es evidente que el hombre,
animal difícil de manejar, no consiente sino con una pena inmensa en prestarse a esta distinción de
hombre libre o esclavo, dueño y servidor, introducida por la necesidad.
CLINIAS. —¿Y qué?
ATENIENSE. —Por consiguiente, el esclavo es una posesión muy embarazosa. La experiencia lo
deja ver más de una vez; y las frecuentes revueltas acaecidas entre los mesenios, los males a que están
sujetos los Estados en que hay muchos esclavos que hablan la misma lengua, y hasta lo que pasa en
Italia, donde esclavos vagabundos ejercen toda clase de bandolerismo, son una prueba evidente de
ello. En vista de todos estos desordenes no es extraño que uno esté incierto acerca del camino que
deba tomarse, y no veo más que dos expedientes: el primero consiste en no tener esclavos de una sola
y misma nación, sino, en cuanto sea posible, esclavos que hablen diferentes lenguas, si se quiere que
lleven con paciencia el peso de la servidumbre; el segundo consiste en tratarlos bien, no sólo por
ellos mismos, sino más aún por interés de los dueños. Este buen trato consiste en no ultrajarlos, y en
ser, si es posible, más equitativo con ellos que con nuestros iguales. En efecto, la manera de portarse
con los que impunemente puede uno maltratar, es lo que deja ver si se ama natural y sinceramente la
justicia y si se tiene un verdadero odio a todo lo que lleva el sello de la injusticia.[21] Aquel, pues, que
nada de injusto ni de criminal tenga que echarse en cara en sus relaciones con sus esclavos, será
también para ellos el más hábil maestro de virtud. El mismo juicio se puede formar y con tanta razón
acerca de la conducta que observe todo amo, todo tirano, todo superior en general para con los que
están a él sometidos. Cuando un esclavo ha faltado, es preciso castigarle y no limitarse a meras
reprensiones, como se haría si se tratase de persona libre, porque esto le haría más insolente. Para
decirle cualquier cosa, es preciso tomar siempre el tono de dueño, y jamás familiarizarse con sus
esclavos, sean hombres o mujeres. Los dueños, que incurren en este defecto (y son muchos), debilitan
su autoridad y hacen la obediencia más penosa a sus esclavos.
CLINIAS. —Nada más sensato que lo que dices.
ATENIENSE. —Después que cada uno tenga un número suficiente de esclavos, dedicados a todos
los servicios que pueda exigírseles, ¿no será tiempo de trazar el plan de las habitaciones?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Me parece también, que en una ciudad completamente nueva y aun no habitada, es
preciso comenzar por los templos y por los muros de defensa. Debimos tratar este punto antes que de
los matrimonios, mi querido Clinias, pero como lo que aquí hacemos es todo de palabra, no hay
inconveniente en tratarlo ahora; y cuando lleguemos a ejecutarlo realmente, entonces con la ayuda de
los dioses pensaremos en las casas antes de pensar en los matrimonios, y lo mismo en este punto que
en los demás procuraremos toda la perfección posible. Pero ahora limitémonos a trazar un modelo
en pocas palabras.
CLINIAS. —Convengo en ello.
ATENIENSE. —Se construirán los templos en derredor de la plaza pública y toda la ciudad en
círculo en los sitios elevados, tanto por razones de seguridad como de limpieza. Cerca de los templos
estarán los edificios destinados a los magistrados y a los tribunales, en los cuales darán audiencia a
los ciudadanos y administrarán justicia. Tales edificios serán considerados como lugares sagrados,
ya por razón de las funciones de los magistrados que son santas, y ya por la santidad de los dioses
que en ellos habitan; especialmente los tribunales en que deben juzgarse las causas de asesinatos y
otros crímenes que merecen la muerte. Respecto a las murallas de la ciudad, Megilo, yo,
conformándome con la opinión de Esparta, las dejaría dormir acostadas en tierra y no las levantaría;
ved las razones que tengo para ello. Nada más exacto que lo que en esta materia se dice en lenguaje
poético: que vale más que los muros de las ciudades sean de bronce y de hierro que no de tierra.
Además, por lo que toca a nosotros en particular, sería exponernos a la risa de los hombres sensatos,
si después de haber enviado cada año nuestros jóvenes a las fronteras del Estado, para hacer allí
fosos, trincheras y construir hasta torres para detener al enemigo e impedir que ponga sus plantas en
nuestro territorio, fuesemos a cerrar nuestra ciudad con un recinto de murallas. Más aún, esto es
dañoso a la salud de los habitantes y produce ordinariamente en el alma cierto hábito de cobardía,
porque se sienten inclinados a refugiarse detrás de las murallas en lugar de dar la cara al enemigo y a
buscar su salvación, no en una vigilancia continua de día y de noche, sino detrás de murallas y de
puertas, a cuyo abrigo se cree poder dormir sin temor, como si hubiéramos nacido para no hacer
nada, y como si el reposo no fuese verdaderamente el fruto del trabajo, mientras que una vergonzosa
ociosidad engendra de ordinario trabajos y penalidades. Pero, en fin, si es absolutamente imposible el
pasar sin murallas, es preciso desde el principio disponer las casas de los particulares de tal manera,
que toda la ciudad forme un muro continuo, y que, teniendo todas la misma forma y estando en una
misma linea, presenten facilidad para la defensa. Sería indudablemente un magnífico espectáculo el
de una ciudad, que a la vista apareciera como si fuese una sola casa; la defensa entonces sería más
fácil y más segura. Mientras se construya la ciudad de nuevo, el cuidado de dar a las casas esta forma
corresponderá principalmente a los particulares que deben ocuparlas; y los astinomos se encargarán
de estar a la mira, obligando con la fuerza y con las multas a los que no quieran obedecer. También
será de su cargo mantener la limpieza en los diferentes cuarteles de la ciudad o impedir que los
ciudadanos ocupen, ya construyendo, ya haciendo excavaciones, parte alguna de los sitios públicos.
Procurarán también facilitar el curso de las aguas pluviales; en una palabra, su atención se fijará en
todos los puntos que la reclamen así en el interior de la ciudad como en las afueras. Los guardadores
de las leyes, a medida que adviertan la necesidad, dictarán sobre estas cosas y todas las demás, en
cuyo detalle no puede entrar el legislador, las disposiciones que juzguen necesarias.
Ahora que todos estos edificios, así los de la plaza Pública como los demás, están construidos y
que los gimnasios, las escuelas y los teatros están preparados, y sólo aguardan la llegada de
discípulos y espectadores, ¿volveremos otra vez a nuestras leyes, para ver lo que ha de venir después
del matrimonio?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Supongamos que los matrimonios están ya celebrados, mi querido Clinias. Ahora
es preciso arreglar la manera como el nuevo esposo y la nueva esposa habrán de vivir juntos, por lo
menos el primer año, antes de que tengan hijos. ¿Cuál será este arreglo en una ciudad que debe
distinguirse entre todas las demás ciudades? Lo que tenemos que decir en esta materia es un punto
difícil de nuestra s legislación, y por mucho que nos lo hayan parecido antes otros muchos, la
multitud encontrará aún mayor repugnancia en someterse a éste. Sin embargo, mi querido Clinias, es
preciso decir sin titubear lo que juzgamos conforme a la recta razón y a la verdad.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Sería un error el creer que basta hacer leyes sobre los actos referentes al orden
público; que no es preciso, a no haber necesidad, descender hasta las familias: que se debe dejar a
cada uno una libertad completa para vivir a su manera en la vida Intima; que no hay necesidad de
someterlo todo a reglamentos; y que, abandonados los ciudadanos a sí mismos en sus acciones
privadas, no por esto dejarán de ser fieles observadores de las leyes en todo lo que afecta al orden
público. ¿A qué conduce este preámbulo? A lo siguiente. Queremos que los recién casados coman en
comedores comunes, ni más ni menos que lo hacían antes de su matrimonio. Esta disposición pareció
sin duda extraña la primera vez que se puso en planta en Creta y Esparta, ya porque la guerra, según
se sospecha, hizo precisa la formación de esta ley, ya porque cualquier otro azote no menos grave
redujo vuestro país a un pequeño número de habitantes. Pero después que se hizo el ensayo lo esta
vida común y que tuvieron precisión de practicaría se creyó que era de una utilidad maravillosa para
el astado, y de esta manera es como se estableció este uso entre vosotros.
CLINIAS. —Es probable.
ATENIENSE. —Esta regla, que según acabo de decir, debió parecer extraña entonces y que con
temor fue propuesta a algunos hoy día no causaría esa sorpresa, ni el legislador tendría que vencer
las mismas dificultades; pero hay un punto que costaría mucho proponerlo y Aun más el hacerlo
ejecutar, que es el que está relacionado con el precedente y que merecería nuestros elogios sí
estuviese en vigor; pero por desgracia en ninguna parte está establecido, y por esta causa el
legislador se ve reducido, como se dice familiarmente, a dar porrazos en el agua y a hacer otras mil
cosas semejantes que no conducen a nada.
CLINIAS. —Extranjero, ¿cuál es ese punto de que deseas hablar y que al parecer te cuesta trabajo
el hacerlo?
ATENIENSE. —Vais a oírlo; no quiero que estéis en espera tanto tiempo. Todo lo que se hace en
un Estado según el orden y bajo la dirección de la ley es para el Estado mismo origen de una
infinidad de bienes; por el contrario, lo que no está arreglado o lo está mal perjudica a la mayor
parte de los demás reglamentos, que han sido formados con más Sabiduría. Tenemos la prueba en lo
mismo que oíamos. Entre vosotros, Megilo y Clinias, las comidas en comunidad para los hombres
han sido sabiamente introducidas y, según he dicho, de una manera extraordinaria y como resultado
de alguna necesidad impuesta por los dioses. Pero no se pensó en extender la misma ley a las
mujeres, ni hacer un reglamento para someterlas a la vida común, y en esto ciertamente no han tenido
razón. Este sexo, que es de un carácter muy diferente del nuestro, por la razón misma de su debilidad
se ve más inclinado que nosotros los hombres a ocultarse y caminar por vías torcidas. Por esta razón,
el legislador, viendo que era más difícil de gobernar, cometió una falta al abandonarle a sí mismo. El
abandono en este punto ha sido causa de que se hayan deslizado no pocos abusos en otros muchos
pormenores, que marcharían mejor que marchan hoy, si el primer punto hubiera sido arreglado por
las leyes. No prescribir ningún orden a las mujeres en razón de su conducta, no es sólo, como podría
creerse, dejar la obra imperfecta; el mal trasciende de aquí y va tanto más lejos cuanto este sexo tiene
menos inclinación que el nuestro a la virtud. Por consiguiente, interesa al bien público volver sobre
este punto, reparar esta omisión, y prescribir en común a los hombres y a las mujeres las mismas
prácticas. Pero hoy son tan poco favorables las circunstancias bajo este punto de vista, que en otros
puntos y ciudades, donde jamás han conocido las comidas en común, la prudencia ño permite ni aun
hablar de ello. ¿Cómo evitar el ponerse en ridículo si se intentase sujetar las mujeres a comer y beber
en público? Sería cosa que este sexo no podría llevar con paciencia. Acostumbrado como está a una
vida oculta y retirada, no habría resistencia que no opusiera al legislador que intentara sacarle a la luz
del día, y al fin triunfaría su terquedad. Y así, por las razones que acabo de exponer, la sola
indicación de este proyecto, por razonable que fuese, no sería oído en ningún otro punto por las
mujeres sin grandes exclamaciones; pero aquí quizá se prestarían a ello. Si creéis oportuno que
nuestro plan de legislación no quede imperfecto, por lo menos de palabra, voy a exponeros cuán
conveniente será alguna disposición de esta clase, con tal que tengáis gusto en escucharme; si no,
pasaremos a otra cosa.
CLINIAS. —Extranjero, deseamos ardientemente saber en este punto tu opinión.
ATENIENSE. —Vais a quedar satisfechos. Pero no os sorprenda, si tomo la cuestión desde más
lejos; tenemos tiempo sobrado, y nada nos hostiga ni impide examinar a fondo el asunto de las leyes.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Volvamos, por consiguiente, a lo que se dijo al principio. Es necesario que cada
uno comprenda, o que el género humano nunca ha comenzado ni nunca concluirá, sino que ha
existido y existirá siempre, o por lo menos que su origen se pierde allá en tiempos tan remotos, que
es casi imposible fijar la época.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —¿No es natural creer, que en este intervalo inmenso ha habido en todos los
rincones de la tierra una infinidad de Estados fundados y destruidos, usos de todas clases, unos llenos
de sabiduría, otros llenos de desorden, con costumbres diferentes en cuanto a comer y beber, y esto
sin hablar de quién sabe cuántos trastornos en las estaciones, que han debido causar alteraciones de
toda clase en la naturaleza de los animales?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Daremos fe también a aquello que se dice, de que hubo un tiempo, en que la
viña, basta entonces desconocida, comenzó a existir? Y otro tanto digo del olivo y de los presentes de
Ceres y Proserpina, presentes que han hecho estas diosas a los hombres por el ministerio de
Triptólemo. ¿No creéis que antes los animales se devoraban unos a otros como lo hacen aún hoy día?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Vemos también, que la costumbre de sacrificar hombres se ha conservado hasta
nuestros días en muchos países; y sabemos que, por el contrario, en otros no se atreverían a tocar ni
la carne de buey. En ellos no se inmolaban animales sobre los altares de los dioses; se contentaban
con ofrecerles panales, frutos empapados en miel y otros dones incruentos; se abstenían del uso de la
carne, creyendo que no era licito comerla, ni manchar con sangre los altares de los dioses; en una
palabra, que la vida de aquellos tiempos se parecía a la que se nos recomienda en los misterios de
Orfeo, que consiste en alimentarse con lo que es inanimado y abstenerse de todo lo que tiene vida.
CLINIAS. —En efecto, eso es lo que se cuenta, y no deja de ser muy verosímil.
ATENIENSE. —Se me preguntará quizá que a dónde intento ir a parar con estas consideraciones
traídas de tan lejos.
CLINIAS. —Esa observación, extranjero, está muy en su lugar.
ATENIENSE. —Y bien, mi querido Clinias, voy a esforzarme en llegar a la conclusión.
CLINIAS. —Habla.
ATENIENSE. —Veo que, respecto a los hombres, todo se reduce a tres clases de apetitos y
necesidades; que de su buen uso nace la virtud; y el vicio, del uso contrario. Las dos primeras
necesidades, los dos primeros apetitos, son en nosotros los de comer y beber; nacen con nosotros y
producen en todo animal un cierto deseo natural, lleno de impetuosidad, incapaz de escuchar al que
diga que es preciso hacer algo más que satisfacer la inclinación y el deseo que nos arrastra hacia esos
objetos y librarse a todo trance del tormento que causan. La tercera y más grande de nuestras
necesidades, como igualmente el más vivo de nuestros deseos, es el de la propagación de nuestra
especie; no se declara sino después de los otros; pero a su aproximación el hombre se ve envuelto en
el acceso de una fiebre ardiente, que le saca fuera de sí mismo y le abrasa con una extrema violencia.
Tales son las tres enfermedades que arrastran al hombre a lo que se llama placer, y de cuya influencia
debemos sacudirnos, para encaminarnos a la virtud, haciendo un esfuerzo para dominarlas, extinguir
su ardor y contenerlas en su carrera por medio de los tres remedios más poderosos que hay, que son
el temor, la ley y la recta razón, a los que debe unirse el auxilio de las Musas y el de los dioses que
presiden a los combates. Después del matrimonio, pongamos la generación de los hijos, y en seguida
la manera de alimentarlos y educarlos. Guardando este orden, nuestras leyes se formarán poco a
poco, y su desarrollo nos conducirá insensiblemente a las comidas en común. Cuando hayamos
llegado allí, mirando los objetos de más cerca, quizá veremos mejor, si esta vida común sólo debe de
tener lugar respecto de los hombres o si debe comprender las mujeres. De esta manera pondremos en
el lugar que naturalmente les corresponde los puntos que deben preceder a éste y que no han sido aún
ordenados; y como dije antes, veremos los objetos de una manera más clara y dictaremos sobre cada
uno de ellos las leyes que más les convenga.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Y así conservemos en la memoria lo que se acaba de decir, porque quizá
tendremos necesidad de ello para más adelante.
CLINIAS. —¿Qué es lo que debe conservarse en la memoria?
ATENIENSE. —Las tres cosas que hemos designado con los nombres de comer, beber, y la
inclinación a los placeres del amor.
CLINIAS. —No lo olvidaremos, extranjero.
ATENIENSE. —Muy bien. Volvamos a los recién casados: enseñémosles cómo habrán de
conducirse para engendrar hijos, y establezcamos amenazas en forma de leyes para los que no
quisiesen obedecer.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —Es preciso que el esposo y la esposa se convenzan de que están obligados, en
cuanto de ellos dependa, a dar a la república hijos bien formados de cuerpo y de alma. Ahora bien, en
las cosas que los hombres hacen en común, si cada uno está atento a sí mismo y a lo que hace, no
puede menos de salir la obra perfecta y acabada; y sucede lo contrario cuando no se presta atención o
no se está en disposición de tenerla.
Que el marido se ocupe, pues, seriamente de su mujer y de la producción de sus hijos, y que la
mujer haga otro tanto por su parte, principalmente mientras no hayan tenido aún fruto alguno de su
matrimonio. Escogeremos mujeres para que vigilen, y los magistrados determinarán el número de
ellas y los casos en que habrán de hacerlo. Se reunirán todos los días en el templo de Ilitia[22] durante
la tercera parte de una hora; allí se darán cuenta recíprocamente de la negligencia que hubieren
observado de parte de los maridos o de las mujeres, que dan hijos al Estado, en el cumplimiento de
los deberes que les han sido prescritos en los sacrificios y ceremonias del matrimonio. El espacio de
tiempo para que los esposos procreen hijos, y durante el cual deberán ser vigilados en este concepto,
será de diez años, y no pasará de este término cuando el matrimonio haya sido fecundo. Aquellos
que, durante este intervalo, no hayan tenido hijos, se les separará, consultando al bien de ambos
después de haber oído el dictamen de sus parientes y de matronas nombradas de antemano para este
fin. Si se suscita alguna duda sobre lo que es conveniente y ventajoso al marido o a la mujer, se
tomarán por jueces diez de entre los guardadores de las leyes y se someterán a su decisión. Las
matronas se encargarán también de visitar a los matrimonios jóvenes que se conduzcan mal, y
emplearán sucesivamente la dulzura y las amenazas, para sacarlos del desorden e ignorancia en que
se hallen. Si no pueden conseguir la enmienda, se quejarán a los guardadores del Estado, los cuales
harán entrar en la senda del deber a los culpables. Si ni aun así se consiguiese, los denunciarán al
público, fijando su nombre por las esquinas y protestando con juramento no haber podido corregir a
tal o cual ciudadano. Aquel, cuyo nombre haya salido a las esquinas, será declarado infame, a menos
que convenza de calumnia ante el tribunal a sus acusadores; y no haciéndolo así, se le privará del
derecho de asistir a las bodas y a los sacrificios con motivo del nacimiento de hijos, y si tiene valor
para presentarse en tales actos, todo el mundo puede pegarle impunemente. Lo mismo tendrá lugar
respecto a las mujeres, que no podrán aparecer en público con las personas de su sexo, ni tendrán
parte alguna en los honores, y serán excluidas de las ceremonias de las bodas y del nacimiento de
hijos, si llegan a ser denunciadas públicamente por una falta semejante de que no puedan justificarse.
Si un hombre, después de haber tenido hijos según las reglas prescritas por las leyes, tiene
comercio carnal con una mujer respecto de la que no ha espirado aún el término para tener hijos, o
una mujer con otro hombre, quedarán sometidos a las mismas penas que los que aún engendran hijos.
Concédanse toda clase de distinciones a los esposos que, espirado este término, se conduzcan con
prudencia; niéguense estas distinciones a los que se condujeren mal, o más bien, que sean cubiertos
de ignominia. En tanto que los más se mantengan en este punto dentro de los límites del deber, el
legislador guardará silencio; pero si sucede todo lo contrario, dictará leyes conforme a lo que se
acaba de decir.
Siendo el primer año para cada uno el principio de la carrera de la vida, es preciso que se
inscriban en las capillas domésticas los nombres, tanto de los niños como de las niñas. También se
los inscribirá en cada tribu sobre un muro blanco, en que se halla la serie de los magistrados que
marcan los años. Y a medida que en cada tribu se inscriban por su orden los nombres de los vivos, se
borrarán los de los muertos. Las hijas podrán casarse desde los diez y seis hasta los veinte años,
siendo este el plazo más largo que se les pueda conceder, y los varones desde treinta hasta treinta y
cinco.[23] Con respecto a los cargos públicos, las mujeres no podrán entrar en ellos hasta los cuarenta
años y los hombres hasta los treinta. Los hombres llevarán las armas desde los veinticinco hasta los
sesenta años; y si en algunas ocasiones hay precisión de emplear las mujeres en la guerra, no se hará
esto sino después de que hayan cesado de tener hijos, y aun así, sólo se dispondrá de ellas hasta los
cincuenta años y no se las mandará nada que no sea proporcionado a sus fuerzas y conforme con la
honestidad de su sexo.
Libro VII de Las Leyes

Después del nacimiento de los hijos de ambos sexos, está en el orden que tratemos de la manera
de alimentarlos y educarlos. Es absolutamente imposible pasar este punto en silencio; pero lo que
sobre él habremos de decir tendrá, no tanto el carácter de ley, como el de instrucción y de consejo. En
la vida privada y en el interior de las casas pasan infinidad de cosas de poca importancia, que no
aparecen a los ojos del público, y que no se conforman con las intenciones del legislador; por
dejarse llevar del mal humor, del placer o de cualquiera otra pasión, resulta que las costumbres de los
ciudadanos no tienen nada de parecido ni de semejante entre sí, lo cual es un mal muy grande para los
Estados. Como las acciones de esta clase son tan repetidas y de tan poca monta, no es conveniente ni
digno de un legislador hacer leyes para castigarlas; pero por otra parte el hábito que se adquiere de
traspasar lo justo en cosas pequeñas, que se repiten continuamente, hace que de esto se pase
fácilmente a la viciación de las leyes escritas, de manera que es muy difícil hacer reglamentos sobre
esta materia y al mismo tiempo es imposible dejar de hablar de ella. Pero es indispensable que os
explique mi pensamiento, procurando hacerle patente por medio de ejemplos, tanto más cuánto que lo
que acabo de decir es algo oscuro.
CLINIAS. —Veamos.
ATENIENSE. —Hemos dicho, y con razón, que una educación buena es la que puede dar al
cuerpo y al alma toda la belleza y toda la perfección de que son susceptibles.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Mas para adquirir esta belleza, es de necesidad, en mi opinión, que el cuerpo se
desenvuelva con perfecta regularidad desde la primera infancia.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —¡Y qué!, ¿no habéis observado en todo animal, que su primer desarrollo es
siempre el mayor y el más enérgico, hasta el punto que muchos disputan y sostienen que el cuerpo
humano no adquiere en los veinte años siguientes el doble de la altura que tiene a los cinco años?
CLINIAS. —Es exacto.
ATENIENSE. —¿No sabemos también, que cuando el cuerpo se desarrolla más, si no se procura
someterle a ejercicios frecuentes y proporcionados a sus fuerzas presentes, queda expuesto a una
infinidad de enfermedades?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Y así, cuando el cuerpo se desarrolla más, es cuando tiene mayor necesidad de
ejercicios.
CLINIAS. —Tero, extranjero, ¿impondremos más fatiga a los más jóvenes y hasta a los niños que
acaban de nacer?
ATENIENSE. —No sólo a esos, sino a los que están en el vientre de su madre.
CLINIAS. —¿Qué es lo que dices, mi querido amigo? ¿Te refieres a los embriones?
ATENIENSE. —Sí. No es extraño por lo demás, que no tengáis ninguna idea de la clase de
gimnasia que conviene a los embriones, y por extraña que os parezca, voy a tratar de explicárosla.
CLINIAS. —Veamos,
ATENIENSE. —A los atenienses es muy fácil comprender lo que voy a decir a causa de ciertas
diversiones de que ellos gustan hasta la execración. En Atenas, no sólo los jóvenes, sino hasta los
ancianos, educan los polluelos de ciertos pájaros y los adiestran en polcar los unos con los otros.
Están tan distantes de creer que el ejercicio que hacen los pájaros al hacerlos pelear, al azuzarlos, sea
suficiente, que tienen costumbre de llevar los pequeños en la mano y los más grandes bajo el brazo,
andando así muchos estadios, no para cobrar ellos fuerzas, sino para que las adquieran los pájaros.
Esto demuestra al que sabe reflexionar, que el movimiento y la agitación, cuando no se llevan hasta el
cansancio, son útiles a todos los cuerpos, ya se muevan por sí mismos, ya mediante los carruajes, las
naves, los caballos que monten, o, en fin, de cualquier otra manera; ejercicio que, ayudando a la
digestión de los alimentos, hace que los cuerpos adquieran salud, belleza y vigor. Esto supuesto, ¿qué
deberíamos hacer? ¿Queréis que, aunque nos pongamos en ridículo dictemos las leyes siguientes?
Las mujeres en cinta pasearán con frecuencia, darán forma a su hijo recién nacido, como si fuera un
trozo de cera, mientras es blando y flexible; y le envolverán en mantillas hasta que tenga dos años.
¿Obligaremos igualmente a las nodrizas, conminándolas con una multa, a llevar los niños en sus
brazos, ya al campo, ya a los templos, ya a la casa de sus padres, hasta que sean bastante fuertes para
tenerse en pie? Y aún entonces mismo, ¿las obligaremos, mientras estas débiles criaturas no hayan
llegado a los tres años, a tomar grandes precauciones y a continuar llevándolos en sus brazos, por
temor de que se les retuerza cualquier miembro al apoyar el pie haciendo un esfuerzo? ¿Será preciso
para esto elegir las nodrizas más robustas que sea posible y tomar más de una? ¿Sois de opinión que
además de todas estas disposiciones señalemos una pena para las nodrizas que se nieguen a someterse
a ellas? ¿O más bien pensáis lo contrario? Porque esto nos acarrearía de todas partes lo que os dije
antes.
CLINIAS. —¿Qué?
ATENIENSE. —La risa pública de que no nos libraríamos. Añadid a esto que las nodrizas, tanto
porque son mujeres como porque son esclavas, no querrían obedecernos.
CLINIAS. —Entonces, ¿por qué hemos dicho que no debía omitirse esta clase de pormenores?
ATENIENSE. —Con la esperanza de que los dueños y todos los que son de condición libre, al oír
nuestras razones, se harán esta reflexión llena de buen sentido: que si la administración doméstica no
está arreglada como debe estarlo en los Estados, en vano es contar con que las leyes, que tienen por
objeto el bien común, puedan dar al Estado la estabilidad que espera de ellas. Este pensamiento puede
decidirles a observar como leyes los consejos que se les acaba de indicar; y siguiéndolos fielmente,
procurarán su propia felicidad y la del Estado.
CLINIAS. —Lo que dices está muy en razón.
ATENIENSE. —No abandonemos esta parte de la legislación sin que hayamos explicado los
ejercicios que son oportunos para formar el alma de los niños, como hemos comenzado a hacerlo
con relación a los ejercicios del cuerpo.
CLINIAS. —Haremos bien.
ATENIENSE. —Sentemos como principio, que los primeros elementos de la educación de los
niños, tanto para el espíritu como para el cuerpo, consisten en el cuidado de lactarias y mecerles casi
a cada momento, de día y de noche; que esto les es siempre útil, sobre todo en la primera infancia;
que si fuese posible, sería preciso que estuviesen en casa como en una barca en el mar; y que con
respecto a los niños recién nacidos debe hacerse un esfuerzo para que se aproximen todo lo posible a
este movimiento continuo el que se les procure. Ciertas cosas nos permiten conjeturar que las
nodrizas saben por experiencia cuán bueno es el movimiento para los niños que están a su cuidado,
en la misma forma que las mujeres que saben curar el mal de los coribantes. En efecto, cuando los
niños tienen dificultad en dormirse, ¿qué hacen las madres para procurarles el sueño? Se guardan
mucho de dejarlos en reposo, y antes bien los agitan y mecen en sus brazos; y tampoco se callan, sino
que les cantan cualquier cantinela. En una palabra, los encantan y los adormecen valiéndose de los
mismos medios con que se curan los frenéticos; quiero decir, con un movimiento sometido a las
reglas del baile y de la música.
CLINIAS. —Extranjero, ¿cuál puede ser la verdadera causa de estos efectos?
ATENIENSE. —No es difícil de imaginar.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —El estado en que se encuentran entonces los niños y los furiosos, es un efecto del
temor; y estos vanos terrores tienen su principio en una cierta debilidad del alma. Cuando A estas
agitaciones interiores se opone un movimiento exterior, este movimiento sobrepuja a la agitación
que producían en el alma el temor y el furor, y hace renacer la calma y la tranquilidad, calmando las
pulsaciones violentas del corazón, que se producen en tales ocasiones. Por este medio se procura el
sueño a los niños y se obliga A los frenéticos a pasar del furor al buen sentido, valiéndose del baile y
de la música y cotí el auxilio de los dioses aplacados con sacrificios. He aquí en dos palabras la razón
más plausible de esta clase de efectos.
CLINIAS. —Estoy satisfecho.
ATENIENSE. —Puesto que tal es la virtud natural del movimiento, es bueno fijar la atención en
que un alma, que desde la juventud se ve agitada por estos vanos terrores, tiene que hacerse con el
tiempo más y más susceptible de experimentarlos, lo cual es a juicio de todo el mundo un aprendizaje
de cobardía y no de valor.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Así como es, por el contrario, ejercitar la infancia en el valor el acostumbrarla a
vencer estos temores y estos terrores a que estamos sujetos.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Y así podemos decir, que esta gimnasia infantil, que consiste en el movimiento,
contribuye mucho a producir en el alma esta parte de la virtud que se llama valor.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —También es cierto, que el humor dulce y el humor acre entran por mucho en la
buena y en la mala disposición del alma.
CLINIAS. —Seguramente.
ATENIENSE. —Es indispensable explicar el medio de que nos valdremos para influir en el
humor de los niños, tanto cuanto sea posible al hombre.
CLINIAS. —Explícanos ese medio.
ATENIENSE. —Pues bien, sentemos como un principio cierto que una educación condescendiente
hace seguramente a los niños acres, coléricos y siempre dispuestos a irritarse por el más pequeño
motivo; que, por el contrario, una educación rigurosa, que les tiene en dura esclavitud, sólo es buena
para inspirarles sentimientos de bajeza, de cobardía, de misantropía, y para hacer de ellos hombres
insociables.
CLINIAS. —¿Cómo deberá, pues, el Estado conducirse con seres que no están en estado de
entender lo que se les dice, ni de recibir ninguno de los principios de la educación común?
ATENIENSE. —De esta manera. Todos los animales, en el momento que nacen, acostumbran a
dar voces; lo cual es cierto sobre todo respecto del hombre, que no contento con gritar une también
las lágrimas a los gritos.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Entonces las nodrizas, presentando diversos objetos al niño, procuran adivinar lo
que quiere. Cuando se sosiega y calla a la vista de cualquier objeto, infieren ellas que han acertado; y
piensan todo lo contrario, si continúa llorando y gritando. Ahora bien; estos gritos y estas lágrimas
son en el niño signos, y muy tristes ciertamente, de que se sirve para hacer conocer lo que ama y lo
que aborrece. Y de esta manera trascurren los tres primeros años, parte bastante considerable de la
vida, si ge tiene en cuenta el término bueno o malo que la espera.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —¿No es cierto que el niño de humor difícil y acre ha de quejarse y lamentarse
mucho más de lo que conviene a un alma bien formada?
CLINIAS. —Así lo creo,
ATENIENSE. —SÍ, pues, durante estos tres años primeros se hiciese todo lo posible para evitar al
niño todo dolor, todo temor, todo disgusto, ¿no sería éste, a nuestro juicio, un medio seguro de
inspirarle un humor más alegre y más pacifico?
CLINIAS. —Es evidente, extranjero; sobre todo, si se le daba todo aquello que pudiese causarle
gusto.
ATENIENSE. —En ese punto no soy de tu opinión, mi querido Clinias; por el contrario, estoy
convencido de que ese prurito de halagar el gusto de los niños es lo más a propósito para
corromperles, y tanto más, cuanto más temprano se empiece. Veamos, te lo suplico, si tengo razón.
CLINIAS. —Consiento en ello; habla.
ATENIENSE. —Digo que no es este un punto de escasa importancia. Escúchanos, Megilo, y sé
juez entre Clinias y yo. Mi opiniónes que para vivir bien, no es preciso correr tras el placer, ni poner
el mayor cuidado en evitar el dolor, sino atenerse a un cierto término medio a que acabo de dar el
nombre de estado pacífico. Todos estamos conformes y con razón, bajo la fe de los oráculos, en
suponer este estado como algo propio de la divinidad. A este estado es al que debe aspirar, en mi
opinión, el que quiera tener algún rasgo de semejanza con los dioses. Por consiguiente, no debemos
entregarnos a una busca demasiado viva del placer, tanto más cuanto que jamás nos veremos por
completo exentos de dolor; ni consentir que cualquiera, sea hombre o mujer, joven o viejo, esté en
semejante disposición, y menos que ningún otro, en cuanto de nosotros dependa, el niño que acaba de
nacer; porque en esta edad el carácter se forma principalmente bajo el influjo del hábito. Y sí no
temiese que se tomase por una necedad de mí parte lo que voy a decir, añadiría, que durante los meses
del embarazo de las mujeres debe vigilárselas con particular cuidado, para impedir que se abandonen
a goces y pesares excesivos e insensatos, y para hacer de manera que durante este tiempo se
mantengan en un estado de tranquilidad y de dulzura.
CLINIAS. —Extranjero, no hay necesidad de que preguntes a Megilo, para decidir quién de
nosotros dos tiene razón. Soy el primero a concederte, que todo hombre debe huir de un género de
vida en que el placer y el dolor aparezcan sin mezcla, y marchar siempre por un camino igualmente
distante de estos dos extremos. Y así convengo con lo que has dicho, y debes de estar contento de mi
voto.
ATENIENSE. —Lo estoy, mí querido Clinias. Ahora hagamos sobre este punto todos tres la
reflexión siguiente.
CLINIAS. —¿Cuál?
ATENIENSE. —Que todas las prácticas de que hablamos, no son otra cosa que lo que se llama
comúnmente leyes no escritas, y que designamos con el nombre de leyes de los antepasados; y
también que hemos tenido razón cuando hemos dicho más arriba, que no debía darse el nombre de
leyes a estas prácticas, pero que tampoco debían pasarse en silencio; porque son los vínculos de todo
gobierno y ocupan un término medio entre las leyes que hemos dictado, las que dictamos y las que
deberemos dictar más adelante; en una palabra, que son unos usos muy antiguos, derivados del
gobierno paternal, que, establecidos con sabiduría y observados con exactitud, mantienen las leyes
escritas bajo su amparo; y que, por el contrario, mal establecidos o mal observados, las arruinan;
poco más o menos como cuando, por faltar los apoyos, vemos todas las partes de un edificio venirse
abajo empujándose las unas a las otras, hasta las más bellas que habían sido construidas las últimas.
Por esto es preciso, Clinias, que nos esforcemos en ligar bien todas las partes de la nueva ciudad,
procurando no omitir nada de lo que se llaman leyes, costumbres, usos, ya nos parezca su objeto de
mucha o poca importancia; porque efectivamente estos son los vínculos que unen el edificio político,
y ninguna de las leyes, escritas o no escritas, puede subsistir sino en cuanto se prestan todas un apoyo
mutuo. Y así no nos sorprendamos si nuestro plan de legislación se extiende insensiblemente a una
infinidad de costumbres y de usos, pequeños en apariencia, que se presentan pidiendo en ella un lugar.
CLINIAS. —Nada más sensato que lo que dices, y nos conformaremos con tu opinión.
ATENIENSE. —Por consiguiente, si se siguen exactamente las disposiciones que hemos
prescripto para los niños de ambos sexos hasta la edad de tres años, y no se las observa sólo de
ceremonia, se verá que son de grandísima utilidad para estas tiernas plantas. A los tres, a los cuatro, a
los cinco, y hasta a los seis años los juegos son necesarios a los niños; y desde este momento es
preciso curarles la falta de firmeza, corrigiéndolos, pero sin imponerles ningún castigo
ignominioso. Así como dijimos respecto de los esclavos, que no debía mezclarse el insulto con la
corrección, para no darles motivo para que se irritasen, ni, por otra parte, dejar que se hicieran
insolentes por falta día castigo, digo lo mismo con relación a los hijos de condición libre. A esta
edad se entretienen en juegos que, por decirlo así, les son naturales, y que encuentran por sí mismos
cuando están juntos. Por esta razón los niños de cada barrio, que tengan de tres a seis años, se
reunirán en los sitios consagrados a los dioses. Sus nodrizas estarán con ellos, para cuidar de que
todo se mantenga en orden y moderar sus pequeñas vivacidades. Cada una de estas asambleas y las
nodrizas mismas tendrán por inspectora una de las doce mujeres escogidas cada año de entre las
nodrizas que hubieren sido autorizadas por los guardadores de las leyes. Estas mujeres serán
escogidas por las que tienen la inspección de los matrimonios, las cuales nombrarán por cada tribu
una, que será de su misma edad. Todas las encargadas de esta comisión se presentarán todos los días
en el sitio sagrado donde se reúnen los niños, y se servirán del ministerio de cualquier esclavo
público, para castigar a aquellos o aquellas que cometan faltas, si son extranjeros o esclavos; pero si
se trata de un ciudadano que cree no merecer el castigo, le conducirán a los astinomos, para que le
castiguen; y si se somete, ellas mismas le impondrán la pena. Pasada la edad de seis años, se
comenzará a separar los dos sexos, y para lo sucesivo los niños irán con los niños y las niñas con las
niñas. Se les inclinará a los ejercicios propios de su edad y de su sexo; los varones aprenderán a
montar a caballo, a tirar el arco, y servirse de la azagaya y de la honda. Lo mismo se hará con las
hembras, si no lo repugnan; o por lo menos, se las enseñará la teoría. Lo que importa sobre todo es
manejar bien las armas pesadas, porque hay hoy una preocupación en este punto, en la que apenas
nadie se ha fijado.
CLINIAS. —¿Cuáles?
ATENIENSE. —Se cree con relación al uso de las manos y a todas las acciones que a ellas se
refieren, que la naturaleza ha establecido una diferencia entre la mano derecha y la izquierda; porque
respecto a los pies y demás miembros inferiores, no parece que haya ninguna diferencia entre el
derecho y el izquierdo para los ejercicios de los mismos. Pero respecto de las manos, somos en
cierta manera mancos por culpa de las nodrizas y de las madres. Habiendo dado la naturaleza a
nuestras dos manos igual aptitud para las mismas acciones, hemos hecho que sean muy diferentes una
de otra por el hábito y por el mal modo de servirnos de ellas. Es cierto que en muchos casos es esto
de poca importancia; por ejemplo, es indiferente coger la lira con la mano izquierda y el arco con la
derecha, y lo mismo de otras cosas semejantes. Pero es contrario al buen sentido autorizarse con
estos ejemplos, para aplicarlos a las demás cosas sin haber necesidad. Tenemos la prueba en los
escitas, que no emplean la mano izquierda únicamente para el arco y la derecha para la flecha, sino
que se sirven indiferentemente de las dos roanos para la flecha y para el arco. Podría citar otros
machos ejemplos, tomados de los que conducen los carros y de otros, los cuales demuestran
claramente, que se va contra las intenciones de la naturaleza al hacer la mano izquierda más débil que
la derecha. A. la verdad, mientras sólo se trata de un plectro de asta o de cualquier instrumento
semejante, no es, como dije antes, cosa grave; pero no sucede lo mismo, cuando se trata de servirse
en la guerra de instrumentos de hierro, de arcos, azagayas y otros así, sobre todo, cuando por una y
otra parte es preciso combatir con armas pesadas. Entonces el que ha aprendido A manejar estas
armas y se ha ejercitado en ellas, supera en mucho al que no las conoce ni en teoría ni en la práctica.
Ved lo que sucede a un atleta perfectamente ejercitado en el pancracio, en el pugilato o en la lucha; no
tiene dificultad en combatir con la mano izquierda; ni se hace repentinamente manco, ni se presenta
con esfuerzo, ni en posición desventajosa respecto de su adversario, cuando éste, atacándole por otro
lado, le obliga a volverse para hacerle frente; pues esto es, en mi juicio, lo que hay derecho a esperar
de los que manejan las armas pesadas o de cualquiera otra especie. En efecto, es indispensable que el
que ha recibido de la naturaleza dos brazos para defenderse y para atacar, no deje, en cuanto le sea
posible, el uno ocioso e inútil. Y si alguno naciese con las condiciones de un Gerión o de un Briareo,
sería preciso que con cien manos pudiese lanzar cien flechas. A los hombres y a las mujeres, que
dirigen la educación de la juventud, corresponde tomar las medidas oportunas sobre todo esto, y
éstas vigilando las diversiones de los niños y modo de educarlos, y aquellos dirigiendo sus
ejercicios, hacer de manera que todos los ciudadanos, hombres y mujeres, que nacen con la facultad
de servirse igualmente de las dos manos y de los dos pies, no malogren con malos hábitos estos
dones de la naturaleza.
Pueden comprenderse bajo dos denominaciones generales todos los ejercicios propios de la
juventud; bajo la de gimnasia los que tienen por objeto formar el cuerpo; y bajo la de música los que
tienden a formar el alma. La gimnasia tiene dos partes, el baile y la lucha. Hay también dos clases de
baile, el uno que nos da a conocer por sus movimientos las palabras de la Musa y que conserva
siempre cierto carácter de dignidad y de grandeza; el otro está destinado a dar al cuerpo y a cada uno
de sus miembros salud, agilidad y belleza, enseñándoles a ceñirse y extenderse en justa proporción
por medio de un movimiento cadencioso, acompasado y sostenido en todas las partes del baile. Con
respecto a la lucha, no hay necesidad de que mencionemos aquí todas las mañas que Anteo y Cerción
han inventado en este género llevados del deseo mal entendido de distinguirse, ni de lo que Epeo y
Amico han imaginado para perfeccionar el pugilato, pues no es todo esto de utilidad alguna para la
guerra. Pero respecto a la lucha en pie, que consiste en ciertas inflexiones del cuello, de las manos, de
los costados, cuyas posturas todas son decentes y muy laudables los esfuerzos que se hacen para
vencer, y cuyo objeto es adquirir fuerza y robustez, no hay que desecharla, porque sirve para todo
género de ejercicios; y cuando el curso de nuestras leyes nos obligue a hablar de este punto,
prescribiremos a los maestros que den benévolamente lecciones a sus discípulos sobre esta materia, y
a los discípulos que las reciban con agradecimiento. Tampoco despreciaremos los bailes imitativos,
que nos parezcan dignos de ser enseñados, como la danza armada de los Curetas,[1] y en
Lacedemonia la de Castor y Pólux.
Entre nosotros también la virgen Palas, protectora de Atenas, como gustara de los juegos
inocentes de la danza, no creyó que debía aparecer en ella con las manos vacías sino que era
conveniente que bailase revestida de todas armas. Sería por lo tanto oportuno que los jóvenes de
ambos sexos, para honrar el presente de la diosa, siguiesen su ejemplo, lo cual les sería provechoso
para la guerra y serviría para embellecer sus tiestas. También es indispensable, que los jóvenes desde
sus primeros años hasta la edad en que han de llevar las armas vayan en procesión a los templos de
los dioses y de los hijos de los dioses, montados en caballos, provistos de armas brillantes, y que ea
su marcha acompañen sus oraciones con evoluciones y pasos vivos o lentos. También a este mismo
fin, y no a otro alguno, deben tender los combates gimnásticos y los ejercicios que les preceden;
porque estos combates tienen su utilidad en la guerra como en la paz, así respecto del Estado como de
los particulares. Cualquiera otro ejercicio del cuerpo, sea serio o de puro entretenimiento, no
conviene a hombres libres. He dicho ya sobre lo que llamé antes gimnasia casi todo cuanto tengo que
decir, y es toda lo perfecto que puede desearse. Si a pesar de eso alguno de vosotros conoce otra
mejor, tendré particular gusto en que la proponga.
CLINIAS. —Extranjero, con respecto a la gimnasia y a los ejercicios, sería difícil encontrar una
cosa mejor que lo que acabamos de escuchar.
ATENIENSE. —El orden de materias nos lleva a los presentes de las Musas y de Apolo. Creímos
antes que este asunto estaba agotado, y que ya no nos quedaba de qué tratar más que de la gimnasia;
pero es evidente que hemos omitido algo que debió decirse antes de lo demás. Tratémoslo, pues,
ahora.
CLINIAS. —En efecto, es preciso hablar de ello.
ATENIENSE. —Escuchadme pues. Ya habéis oído lo que voy a decir; pero cuando se trata de una
opinión muy extraordinaria, muy opuesta a las ideas comunes, el que habla y los que escuchan deben
de hacer un esfuerzo en ser precavidos, y este es el caso en que nos encontramos. Hay algún riesgo
en presentaros claramente mi pensamiento; lo haré, sin embargo, después de haberme tranquilizado
un tanto.
CLINIAS. —¿Qué es lo que tienes que decirnos, extranjero?
ATENIENSE. —Digo, que hasta ahora se ha ignorado que la estabilidad y la movilidad de las
leyes dependen de los juegos más que de ninguna otra cosa; que cuando los juegos se hacen en regla,
cuando los mismos niños tienen en todas partes y en todo tiempo, respecto a unos mismos objetos y
de la misma manera, las mismas diversiones, no hay que temer que tenga nunca lugar la más pequeña
innovación en las leyes que tienen un objeto serio; que, por el contrario, si en los juegos no hay nada
estable, si se introducen en ellos sin cesar novedades, si se pasa continuamente de un cambio a otro, si
los jóvenes no encuentran gusto siempre en las mismas cosas, y no tienen una regla uniforme e
invariable, tocante a lo que estos llaman decente o indecente en el adorno del cuerpo y en las cosas
que son de su usó; si entre ellos se rinden honores extraordinarios al que inventa en este género
alguna cosa nueva, introduce aderezos, colores o modas diferentes de los hábitos establecidos,
podemos asegurar, sin temor de engañamos, que nada hay tan funesto a un Estado como semejantes
cambios. En efecto, ellos conducen imperceptiblemente a la juventud a aceptar otras costumbres, a
despreciar lo antiguo y a hacer caso de lo que es nuevo. Ahora bien, lo repito, el mayor mal, que
puede suceder a una ciudad, es que se llegue al punto de pensar y hablar de esta manera. Escuchad, os
lo suplico, cuán grave es este mal en mi opinión.
CLINIAS. —¿Hablas de cuando en un Estado se desprecia lo antiguo?
ATENIENSE. —Si, eso mismo.
CLINIAS. —Está seguro de que escucharemos con toda la atención y benevolencia posibles lo que
nos digas sobre este punto.
ATENIENSE. —La cosa merece la pena.
CLINIAS. —No tienes más remedio que hablar.
ATENIENSE. —Excitémonos mutuamente para estar más atentos que nunca. Si se exceptúa lo que
es malo por su naturaleza, tendremos que en todo lo demás no hay cosa más peligrosa que el cambio
en las estaciones, en los vientos, en el régimen del cuerpo y en las costumbres del alma; no digo
peligroso en una cosa y no en otra, sino peligroso en todo, menos en lo que es malo en sí. Y si se
echa una mirada a lo que pasa respecto de los cuerpos, se verá que, cualquiera que sea el género de
alimento, de bebida, de ejercicio que uno elija, su primer efecto ha sido el causar alguna turbación en
el temperamento; y que después trascurrido tiempo, una vez familiarizado y acostumbrado a este
tratamiento, se convierte en un régimen saludable y es un manantial de goces y de salud. Y si la
necesidad le obliga después a abandonar alguno de estos tratamientos probados, se ve desde luego
asaltado por enfermedades que desarreglan su constitución; y no sin gran dificultad consigue
restablecerse acostumbrándose de nuevo a otro régimen. Pues bien, es preciso tener en cuenta que
revoluciones semejantes tienen también lugar en el espíritu de los hombres y en la constitución de su
alma; que cuando un alma ha sido alimentada con ciertas leyes, y cuando por una fortuna,
verdaderamente divina, estas leyes vienen siendo desde mucho tiempo estables y permanentes, de
suerte que nadie recuerde ni baya oído decir que las cosas fueran arregladas antes de otra manera que
como están hoy; esta alma, digo, se siente penetrada de respeto a estas mismas leyes, y no le asalta la
menor idea de hacer la más pequeña innovación en el orden establecido.
Es, por lo tanto, un deber en el legislador descubrir algún expediente para procurar esta ventaja al
Estado que administra. He aquí el que yo pienso. Todo el mundo cree, como dije antes, que los juegos
de los niños no son más que juegos; que importa poco tocar a ellos, porque de los cambios que
puedan hacerse no puede resultar ni un gran bien ni un gran mal. Y así, lejos de quitarles de la cabeza
toda novedad en este punto, se accede a todo y se atienden sus caprichos; y no se reflexiona que
infaliblemente estos mismos niños, que han hecho innovaciones en sus juegos, cuando sean hombres,
serán diferentes de los que les han precedido; que siendo de otro modo, aspirarán también a otra
manera de vivir; lo cual les inclinará a desear otras leyes y otros usos; y todo esto vendrá a parar en
lo que yo he llamado el mayor mal de los Estados, mal al parecer de que nadie se apercibe. En
verdad, los cambios que sólo afectan a lo exterior no son de tan peligrosas consecuencias; pero los
que frecuentemente se verifican en las costumbres, y lo que en esta materia es objeto de alabanza o de
censura, son de grande importancia, y es poca cuanta atención se ponga en prevenirlos.
CLINIAS. —Pienso como tú.
ATENIENSE. —Pero ¿tenemos también por exacto lo que se dijo más arriba: que todo lo que
pertenece al compás y demás partes de la música es una imitación de las costumbres humanas, sean
buenas o malas? ¿Qué pensáis vosotros?
CLINIAS. —En ese punto no hemos mudado de opinión.
ATENIENSE. —Por consiguiente, será preciso, a nuestro juicio, hacer los mayores esfuerzos
para impedir que los niños se aficionen entre nosotros a nuevos géneros de imitación, sea en la
danza, sea en la melodía, y que nadie les azuce en este sentido mediante el aliciente de la variedad de
placeres.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —¿Conocéis un medio más eficaz, para conseguir este objeto, que aquel de que se
sirven los egipcios?
CLINIAS. —¿Cuál es?
ATENIENSE. —Consiste en consagrar todos los bailes y todos los cantos. Comenzaremos
primero por arreglar las fiestas, las épocas, los dioses, los hijos de los dioses, los genios que deben
ser objeto de ellas. En seguida determinaremos los himnos y las danzas, que deben acompañar a cada
sacrificio. Una vez arreglado todo, se hará un sacrificio a las Parcas y a todas las demás divinidades,
en el cual los ciudadanos consagrarán en común, por medio de libaciones, cada uno de los himnos al
dios o al genio a que aquel está destinado. Si en lo sucesivo alguno intentase introducir en honor de
algún dios nuevos cantos o nuevas danzas, los sacerdotes y las sacerdotisas, de concierto con los
guardadores de las leyes, se revestirán con la autoridad de la religión y de las leyes para impedirlo; y
si espontáneamente no desistiese, mientras viva tendrá todo ciudadano derecho para llevarle ante los
tribunales como culpable de impiedad.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Puesto que la conversación nos ha traído hasta este punto, justo es que haga en
nosotros el efecto que debe producir.
CLINIAS. —¿Qué quieres decir con eso?
ATENIENSE. —Ya sabéis, que no sólo los ancianos, sino también los jóvenes, cuando ven u oyen
algo muy notable y extraordinario, no aceptan desde luego lo que les causa tanta sorpresa, y que en
vez de correr hacia el objeto, se detienen por algún tiempo para considerarle; a la manera del viajero
que, encontrándose entre muchos caminos y sin saber cuál es el verdadero, ya viaje solo o en
compañía de otro, se consulta a sí mismo y consulta a los demás sobre el conflicto en que se
encuentra, y no continúa su camino hasta no asegurarse suficientemente de cuál es el que le ha de
conducir a su destino. He aquí exactamente lo que debemos de hacer nosotros en este momento.
Como hemos venido a parar, con motivo de las leyes, a una consideración que parece una paradoja,
es indispensable examinarla a fondo y no resolver fácilmente sobre un punto de esta importancia,
sobre todo dada nuestra edad, como si hubiéramos estado seguros de haber descubierto la verdad al
primer golpe.
CLINIAS. —Lo que dices es muy razonable.
ATENIENSE. —Y así examinaremos este punto por despacio, y no nos consideraremos seguros
de que la cosa es de esta manera, sino después de haberla maduramente reflexionado. Pero el temor
de que este eximen interrumpa el orden y enlace de nuestras leyes, nos obliga aplazar este punto para
otra ocasión y a apresurarnos a dar fin y cabo a nuestra obra. Podrá suceder, con el auxilio de Dios,
que, cuando lleguemos al término de nuestro camino, nos sea posible aclarar la duda que nos ocupa.
CLINIAS. —No es posible hablar mejor, extranjero; y debemos hacer lo que dices.
ATENIENSE. —Mientras tanto, por extraña que parezca la cosa, quede sentado que los cantos
serán para nosotros otras tantas leyes. Vemos que los antiguos daban el nombre de leyes a los aires
que se tocan en el laúd. Quizá en esto no estaban distantes de pensar como nosotros, y acaso el
primero que les aplicó este nombre,[2] entrevió, ya en sueños, ya estando muy despierto, la verdad de
lo que hemos dicho. Sentemos, pues, como una regla inviolable, que desde el momento en que la
autoridad pública ha determinado y consagrado los cantos y los bailes, que son propios de la
juventud, tan ilícito es a todo el mundo cantar y bailar de otra manera como violar cualquiera de las
otras leyes. El que se conforme fielmente con esta resolución, no tendrá que temer ningún castigo;
pero en alguno se separa de ella, los guardadores de las leyes, los sacerdotes y las sacerdotisas le
castigarán según ya se ha dicho. Tal es la disposición que dictamos desde este acto.
CLINIAS. —Conforme.
ATENIENSE. —¿Pero qué deberá hacerse para evitar el ridículo, si hacemos leyes sobre un
objeto semejante? Veamos si el medio más eficaz será imprimir antes en el espíritu de los ciudadanos
alguna imagen sensible de lo que hemos tenido en cuenta. He aquí un ejemplo: Si después de un
sacrificio y cuando se ha quemado la victima, el hijo o el hermano del que sacrifica, estando al pie
del altar y de la víctima, pronunciase mil palabras funestas,[3] ¿no llevaría de esta manera la
consternación al espíritu del padre y de toda la familia? ¿No se tendrían tales palabras por un mal
augurio y por un siniestro presagio?
CLINIAS. —Seguramente.
ATENIENSE. —Pues bien; eso es precisamente lo que pasa en casi todas las ciudades de Grecia.
Cuando algún cuerpo de magistrados hace un sacrificio en nombre del Estado, se ve venir, no un
coro, sino una multitud de coros, que aproximándose algunas veces demasiado a los altares, se
asocian al sacrificio, pronunciando toda clase de palabras funestas, y oprimen el corazón de los
concurrentes con términos, compases y armonías muy lúgubres; de suerte que el coro, que consigue
mejor derramar la consternación y las lágrimas por toda la ciudad, es el que sale victorioso.
¿Y no reprobaremos un uso semejante? Y si en algunas circunstancias conviene hacer escuchar a
los ciudadanos cantos lúgubres, como en ciertos días que no son puros y ni nefastos, ¿no valdría más
entonces tomar a salario para este triste empleo a cantores extranjeros? Y ¿no sería conveniente en
ocasiones semejantes y para tales cantos hacer lo que se practica en los convites fúnebres, para los
que se pagan músicos que acompañan al cuerpo hasta la hoguera cantando una armonía cariense?
Tampoco son propios de estos cantos lúgubres las coronas y los adornos, en que brillan el oro y la
plata, y ni lo es un traje talar, y para decirlo en una palabra, un atavío del todo contrario a aquel, pues
no quiero deteneros más sobre este punto. Sólo os pregunto si el primer carácter, que acabo de
asignar a nuestros cantos, es de vuestro gusto.
CLINIAS. —¿Qué carácter?
ATENIENSE. —El de la bendición en vez del de la maldición, y en general la exclusión en todos
nuestros castos de lo que no sea de buen agüero. ¿Habrá necesidad de que sobre este punto escuche
vuestro dictamen, y no podré, sin preguntarlo, formar desde luego una ley con lo dicho?
CLINIAS. —Sin duda puedes hacerlo; esa ley tiene de su parte todos los votos.
ATENIENSE. —Después de la bendición, ¿cuál es la segunda ley que dictaremos tocante a nuestra
música? ¿No será que los cantos contengan súplicas a los dioses a quienes se ofrece el sacrificio?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Creo que deberemos poner por tercera ley, que nuestros poetas, sabedores de que
las súplicas son peticiones que se hacen a los dioses, presten la mayor atención en no pedirles cosas
malas, como si fuesen buenas; porque el resultado de semejante súplica sería el ponerse en ridículo el
que la hubiere hecho.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —¿Pero no nos hemos convencido hace un momento de que no debía establecerse
ni dejarse habitar en nuestra ciudad un Pluto de oro o de plata?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿Sabéis por qué os recuerdo esto? Para servirme de ello como de un ejemplo,
que os haga conocer, que la raza de los poetas no es capaz generalmente de distinguir lo bueno de lo
malo. Si sucediese que nuestros poetas, en sus palabras o en sus cantos, se equivocasen en esta
materia, esto sería causa de que nuestros ciudadanos dirigiesen a los dioses súplicas mal concebidas,
pidiéndoles sobre las cosas más importantes todo lo contrario de lo que debería pedir; lo cual
constituiría, como hemos dicho, una de las más enormes faltas que pudieran cometerse. Por
consiguiente, pongamos esta prescripción en el número de las leyes y de las condiciones de nuestra
música.
CLINIAS. —¿Qué prescripción? Explícate con más claridad.
ATENIENSE. —La que obliga al poeta a no separarse en sus versos de lo que se tiene en el Estado
por legítimo, justo, bello y honesto; la que le prohíbe enseñar sus obras a ningún particular antes que
las hayan visto y aprobado los guardadores de las leyes y los censores establecidos para examinarlas.
Estos censores Bon aquellos, a quienes hemos confiado el cuidado de arreglar lo que pertenece a la
música, juntamente con el que dirige la educación de la juventud. Y bien, os pregunto de nuevo,
¿pondremos esta ley, este modelo, este carácter con los otros dos? ¿Qué os parece?
CLINIAS. —Sin duda es preciso ponerlo.
ATENIENSE. —A seguida de esto, lo mejor que podemos hacer es ordenar que con las súplicas se
mezclen himnos y cantos en alabanza de los dioses; y que, después de estos, se dirijan igualmente a
los genios y los héroes súplicas e himnos laudatorios cual corresponda a cada uno.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Luego dictaremos esta otra ley, que me parece justa y que no dará lugar a la
critica. Es oportuno honrar por medio de cantos la memoria de los ciudadanos, que han llegado al
término de la vida después de haberse distinguido con relación al alma y al cuerpo, por acciones
bellas y difíciles, y después de haber sido fieles observadores de las leyes.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Con respecto a los vivos, hay siempre peligro en dirigirles cantos y alabanzas,
antes de que hayan recorrido toda la carrera y terminado su vida de un modo honroso. Todo esto será
común a las personas de ambos sexos, que se hayan distinguido por su virtud. Con respecto a los
cantos y danzas, he aquí cómo deberemos establecerlos. Los antiguos nos han dejado un crecido
número de preciosas piezas de música y de preciosas danzas. Nada nos impide elegir las que nos
parezcan más conformes y más acomodadas al plan de nuestro gobierno. Es indispensable que los
que sean nombrados para hacer la elección, tengan lo menos cincuenta años. Entre las piezas de los
antiguos tomarán las que estimen conformes con nuestro proyecto, y desecharán las que de ninguna
manera puedan convenirnos. Si entre ellas encontrasen algunas, que sólo necesitaren una corrección,
se dirigirán para esto a hombres versados en la poesía y en la música y se servirán de sus talentos, sin
acceder a lo que pudiera ser en ellos inspiración del sentimiento del placer o de cualquiera otra
pasión, salvo en muy pocas cosas; mostrándoles las intenciones del legislador, y obligándoles por
tanto a dejarse dirigir en la composición de los cantos, de las danzas y de todo lo relativo a la corea.
Toda pieza de música, en la que el orden ha sustituido al desorden y en la que no se ha hecho uso
alguno de la musa aduladora, vale infinitamente más. Bajo el punto de vista del placer, es común a
todas las musas. En efecto, el que desde la infancia hasta la edad de la madurez y de la razón ha sido
educado con la musa amiga de la sabiduría y del orden, cuando llega a oír la musa opuesta, no puede
sufrirla y la encuentra indigna de un hombre libre. En igual forma, el que ha sido acostumbrado
desde muy temprano a la musa vulgar y llena de dulzura, se lamenta de lo fría e insoportable que es
la otra. Así que, como acabo de decir, no hay diferencia entre estas dos musas, con relación al placer
o al disgusto que pueden causar; pero la primera tiene la ventaja de hacer a sus discípulos mejores,
mientras que el efecto ordinario de la segunda es el corromperlos.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —También es necesario separar los cantos propios de los hombres de los que lo
son de las mujeres, después de haber fijado el carácter de los mismos y de haberles dado la armonía
y la medida que corresponden y porque sería una gran falta que pusiéramos en pugna todos los
principios de la armonía y del número, adaptándolos a los diferentes cantos de una manera que no
fuese conveniente. Es preciso que tracemos modelos de estos cantos en nuestras leyes, y esto no lo
podemos hacer de otro modo que atribuyendo a cada sexo lo que tiene más relación con su respectiva
naturaleza. Así es que este discernimiento debe hacerse tomando en cuenta lo que distingue el carácter
del hombre del de la mujer. Lo que tiene la música de elevado, de propio para enardecer el carácter,
estará reservado a los hombres; y lo que hay en ella de modesto, de comedido, la ley y la razón deben
destinarlo a la mujer. Aquí tenéis todo lo relativo al orden y distribución de los cantos. En cuanto a la
manera de enseñarlos, de dar lecciones a las personas que los aprendan, y del tiempo destinado a este
fin, vamos a tratar de ello. El arquitecto, que quiere construir una nave, comienza por trazar el plan
de la misma. Me parece que yo hago aquí lo mismo, y que habiéndome propuesto determinar lo que
pertenece a cada género de vida, según la naturaleza y las cualidades de las almas, debo ante todo
trazar el plan de la obra entera, para ver mejor por qué medios y según qué sistema de costumbres
conseguiré conducir con felicidad nuestros ciudadanos a puerto en la navegación de esta vida. En
verdad que los negocios humanos no merecen que se tomen por ellos tan grandes cuidados; y sin
embargo, hay precisión de tomarlos, lo cual es ciertamente lo más penoso que hay que hacer en este
mundo. Pero una vez comenzada la empresa, debemos tenernos por dichosos si conseguimos llevarla
a cabo de un modo conveniente. ¡Qué quiero decir con todo esto! Esta pregunta, que me hago a mí
mismo, cualquier otro podría quizá hacérmela con razón.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Digo, que es preciso apurarse por lo que merece nuestro anhelo, y no molestarse
por lo que es indigno de nuestros cuidados; que Dios por su naturaleza es el objeto más digno de
nuestro anhelo; pero que el hombre, como dije Antes, no es más que un juguete que ha salido de las
manos de Dios, y que esta es, en efecto, la más excelente de sus cualidades; que es preciso, por
consiguiente, que todos, hombres y mujeres, se conformen con este destino, y consagren su vida a los
más preciosos juegos y se dejen mover por sentimientos completamente opuestos a los que los
mueven en la actualidad.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —Se cree hoy que es preciso ocuparse de las cosas serias en vista de las que no lo
son; por ejemplo, se tiene la persuasión de que la guerra, que es un negocio serio, debe hacerse en
vista de la paz. Sucede todo lo contrario; en la guerra no hay ni puede haber naturalmente diversión
ni instrucción[4] dignas de nuestras indagaciones; siendo así que lo más interesante para nosotros es,
a mi parecer, pasar en el seno de la paz la mayor parte de nuestra vida y de la manera más virtuosa.
Con respecto a las reglas que deben seguirse en el juego de esta vida, y a la elección de las diferentes
especies de diversiones, sacrificios, cantos, danzas, que sean más acomodados para hacernos
propicios los dioses, ponernos en estado de rechazar al enemigo y salir victoriosos en los combates,
y respecto también de lo que debe ser materia de los cantos y de las danzas para procurar este doble
efecto, acabamos de trazar modelos y abrir en cierta manera sendas, por donde es preciso marchar en
la persuasión de que tuvo razón el poeta cuando dijo: Telémaco, encontrarás tú mismo parte de estas
cosas por la fuerza de tu espíritu, y algún dios te sugerirá las demás; porque no creo que hayas
recibido la existencia y la educación a pesar de los dioses.[5] Nuestros discípulos, compartiendo esta
opinión, creerán, digo, que lo que hemos dicho es suficiente, y, que algún genio o algún dios les
inspirará lo que les resta saber tocante a los sacrificios, a los cantos y a las danzas; por ejemplo, a
qué divinidades deben tributar honores en ciertas épocas con juegos particulares y hacerles propicios
con súplicas, para vivir toda su vida como conviene a su naturaleza y a seres que casi no son más que
autómatas, en los cuales apenas se encuentran pequeñas partes de verdad.
MEGILO. —Extranjero, hablas con demasiado desprecio de la naturaleza humana.
ATENIENSE. —No te sorprendas, Megilo, y permíteme esas expresiones, que son efecto de la
impresión que ha hecho en mí la vista de lo que es Dios en comparación de nosotros. ¿Quieres que el
hombre no sea una cosa despreciable, y que merezca alguna atención? Convengo en ello, y
prosigamos nuestra conversación.
Hemos hablado de la construcción de los gimnasios y de las escuelas públicas, que habrán de
edificarse en el centro de la ciudad en tres parajes diferentes. Fuera del recinto y alrededor de los
muros se establecerán tres escuelas de equitación, sin hablar de otros lugares espaciosos y cómodos,
donde nuestra juventud aprenderá y se ejercitará en tirar el arco y a lanzar toda clase de dardos; y si
antes no nos hemos explicado con suficiente claridad, queremos que lo que acaba de decirse tenga
fuerza de ley. Para todos estos ejercicios habrá maestros extranjeros, a quienes mediante fuertes
recompensas comprometeremos a que se fijen en nuestra ciudad y eduquen BUS discípulos,
enseñándoles los conocimientos que pertenecen a la música y a la guerra. Los padres no tendrán
libertad para enviar sus hijos a estos maestros o abandonar su educación, sino que es indispensable,
como ya se ha dicho, que todos, hombres y mujeres, en cuanto sea posible, se consagren a estos
ejercicios, por la sencilla razón de que pertenecen, más que a sus padres, a la patria. Si se me cree, la
ley prescribirá a las mujeres los mismos ejercicios que a los hombres, y no temo que se me objete,
con relación a las carreras a caballo y a la gimnasia, que tales ejercicios son propios sólo de los
hombres y no de las mujeres. Estoy persuadido de todo lo contrario, fundado en hechos antiguos que
he oído referir, y sé que hoy mismo, en las inmediaciones del Ponto, hay un número prodigioso de
mujeres, llamadas Sauromatas, que, conforme a las leyes del país, se ejercitan ni más ni menos que
los hombres, no sólo en montar a caballo, sino también en tirar el arco y manejar toda clase de
armas.[6] Además, ved cuál es mi manera de razonar en esta materia. Digo, que si la ejecución de esta
disposición es posible, nada más insensato que el uso admitido en nuestra Grecia, en virtud del cual
las mujeres están dispensadas de dedicarse con todas sus fuerzas y de concierto a los mismos
ejercicios que los hombres. De aquí resulta, que un Estado no es más que la mitad de lo que debería
ser y sería si todo el mundo tomase parte en los mismos trabajos y contribuyese igualmente a
sostener las cargas públicas: y esto debe mirarse como una falta enorme de parte de los legisladores.
CLINIAS. —Así parece. Sin embargo, extranjero, la mayor parte de tos disposiciones no se
conforman con la práctica de los demás Estados.
ATENIENSE. —A eso respondo, que es preciso dejar que continúe nuestra conversación todo lo
debido, y cuando haya terminado, escogeremos lo que mejor no aparezca,
CLINIAS. —Tu respuesta está en su lugar, y me arrepiento de haberte propuesto esta dificultad.
Continúa, pues, y dinos en esta materia lo que más te agrade.
ATENIENSE. —Mi pensamiento, mi querido Clinias, como dije antes, es que sí los hechos no
demuestran que es posible mi proyecto, entonces estará quizá muy en su lugar combatirle con
razonamientos. Pero los que no quieren admitirme esta ley, no les queda otro camino que buscar
otras dificultades que oponerme, y mientras tanto no cesaré de insistir en la necesidad de dar, en
cuanto es posible y en todo, la misma educación a las mujeres que a los hombres. En efecto, he aquí,
a mi parecer, lo que se debe pensar en esta materia. Si las mujeres no se consagran a los mismos
ejercicios que los hombres, ¿no se hace preciso que se les asigne un género de vida particular?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Pero entre los diferentes géneros de vida que se usan en nuestros días, ¿cuál
preferiremos a esta participación en los ejercicios que nosotros prescribimos aquí? ¿Imitaremos a
los tracios y a otros muchos pueblos que condenan A sus mujeres a trabajar la tierra y a apacentar los
ganados, y que exigen de ellas los mismos servicios que se exigirían de los esclavos? ¿O como
nosotros, que después de haber amontonado, como suele decirse, todas nuestras riquezas en un cofre
cerrado, las dejamos en guarda a las mujeres, poniéndolas en la mano la lanzadera y dedicándolas a
trabajar en lana? ¿Tomaremos, Megilo, un término medio entre estos dos extremos como en
Lacedemonia, prescribiendo a las jóvenes el cultivo de la gimnasia y de la música, dispensando a las
mujeres de trabajar la lana, dándoles al mismo tiempo otras ocupaciones, que no sean viles ni
despreciables, y compartiendo convenientemente con ellas los cuidados domésticos, así como lo
referente a los gastos de la casa y a la educación de los hijos, sin permitir que tomen parte en los
ejercicios de la guerra? Pero en este caso, si la necesidad las obliga a armarse en defensa del Estado
y de sus hijos, no podrán como otras tantas Amazonas servirse del arco, ni lanzar tiros diestramente,
ni tomar el escudo y la lanza a semejanza de Palas, ni oponerse generosamente a la ruina de su patria,
a infundir por lo menos el terror a los enemigos, cuando las vieran dirigirse contra ellos en buen
orden. Es evidente que, observando semejante género de vida, río se atreverían nunca a imitar a las
mujeres de los Saurómatas, que, comparadas con las demás mujeres, podrían pasar por hombres.
Que los que quieran aprobar las disposiciones de vuestros legisladores sobre este punto, las aprueben
en hora buena. Yo persisto en mi opinión. Quiero, que un legislador acabe su obra y que no haga las
cosas a medias, dejando a las mujeres entregadas a una vida muelle, magnífica, sin regla ni régimen;
y no quiero que, limitándose a dar a los varones una educación excelente, en lugar de trazar para el
Estado el plan completo de una vida dichosa, sólo trace la mitad.
MEGILO. —¿Qué haremos, Clinias? ¿Consentiremos que este extranjero haga estas incursiones
por Esparta?
CLINIAS. —Hay que consentirlo, puesto que le hemos dado permiso para decir lo que quiera, y
así dejémosle caminar hasta que hayamos llegado al término de nuestra legislación.
MEGILO. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Ahora me toca a mi explicar lo que debe de seguir a lo dicho.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿Cuáles deben ser las costumbres y la vida de los ciudadanos de un Estado, en el
que cada uno tiene los recursos necesarios y honestos para mantenerse; en el que las artes mecánicas
corren a cargo de otros; en el que el cultivo de la tierra se deja a los esclavos con la obligación de
dar a sus dueños una parte de los frutos que sea suficiente para procurarse un sostenimiento frugal;
en el que hay comedores comunes, unos para los hombres, otros contiguos para sus familias, es
decir, sus bijas y sus mujeres; en el que magistrados de ambos sexos están encargados de examinar
cada día lo que se pasa en estas asambleas, de reunirlas y de retirarse con todos los asistentes, das
pues de haber hecho juntos las libaciones a los dioses, a quienes aquel día y aquella noche estén
consagrados? ¿Y no falta nada, después de estas leyes, que sea conveniente y hasta indispensable
prescribir? ¿Vivirá cada uno en adelante como una bestia, ocupado únicamente en engordar? Esto no
sería justo ni digno, y observando una vida semejante, les sería imposible escapar a la suerte que les
espera, suerte que es la de todo animal perezoso y engordado en la ociosidad, el cual no puede menos
de ser presa de cualquier otro animal valiente y endurecido en el trabajo. Si pretendiésemos llevar las
cosas en este punto hasta una completa exactitud, como lo hicimos antes, quizá no podríamos
conseguirlo sino después de hacer que cada ciudadano tuviese una mujer, hijos, habitación; en una
palabra, una familia completamente establecida. Pero limitándonos a una menor perfección, nos
daremos por contentos si lo que vamos a proponer se ejecuta. Digo, pues, que lo que queda que hacer
a nuestros ciudadanos, si han de vivir de la manera que les hemos prescrito, no es el más pequeño ni
el menos importante de sus deberes; antes bien es el mayor de todos los que una ley justa puede
imponerles. En efecto, la vida de un hombre, que consagra a la adquisición de la virtud todo el
cuidado con que atiende a su cuerpo y a su alma, resulta doblemente ocupada y aún más que la de un
atleta que aspira a ser premiado en los juegos píticos u olímpicos y desprecia todo lo demás con la
mira de ejercitarse. Es preciso, que nada, que sea extraño a su fin, le impida dar a su cuerpo el
alimento y los ejercicios convenientes, y a su alma instrucción y hábitos virtuosos. Para el que se
consagra a este objeto, todos los momentos del día y de la noche apenas son suficientes para
adquirirlo en los debidos límites y con perfección.
Siendo esto así, debemos prescribir a todos los ciudadanos, para mientras vivan, un orden de
acciones desde que sale el sol hasta el día siguiente de madrugada. Sería indigno de un legislador
entrar en los pormenores de una multitud de pequeñas cosas, que ocurren a cada momento en todo lo
relativo a la administración doméstica y a otros objetos semejantes, como igualmente en la vigilancia
necesaria que durante la noche han de ejercer los encargados de proveer en todo tiempo y con el
mayor esmero a la salud del Estado; porque todo ciudadano debe tener por cosa vergonzosa e
indigna de un hombre libre pasar toda la noche durmiendo, y no aparecer entre sus domésticos como
el primero que despierta y el primero que se levanta en la casa. Por lo demás, que se dé a esta práctica
el nombre de ley o de uso, poco importa. Lo mismo digo de las mujeres; es preciso que los esclavos
de ambos sexos, que los hijos, en una palabra, que toda la familia piense que es vergonzoso para el
ama de la casa, que sean sus sirvientes los que la despierten, y no sea ella la primera a despertarlos.
La vigilia de la noche se repartirá entre los cuidados públicos y los cuidados domésticos. Los
magistrados se ocuparán de los negocios del Estado, y los padres y madres de familia del interior de
sus casas. El sueño excesivo no es saludable ni al cuerpo ni al alma, y no es compatible con las
ocupaciones que acabamos de exponer. Mientras se duerme, no sirve uno para nada; es lo mismo que
si se estuviera muerto. El que quiera tener el cuerpo sano y el espíritu libre, que se mantenga
despierto todo lo posible, no durmiendo más tiempo que el necesario para la salud; y poco es el que
se necesita, cuando se ha sabido crear a este respecto un buen hábito. Los magistrados, que vigilan
por la noche en defensa del Estado, son temibles para los malos, sean extranjeros o ciudadanos; y son
respetados y honrados por los justos y por los buenos, y útiles a sí mismos y a la patria. Además de
estas diversas ventajas, una noche pasada de este modo contribuye infinitamente a inspirar valor a
todos los habitantes de una ciudad. Apenas raya el día, los jóvenes se van de madrugada a casa de sus
maestros. Los rebaños de ovejas o de cualquiera otra clase de animales no pueden prescindir de los
pastores, ni los niños de los pedagogos, ni los sirvientes de los amos; con la diferencia de que de
todos los animales el niño es el más difícil de conducir, porque es tanto más enredador, travieso y
maligno, cuanto que lleva en sí un germen de razón, que aún no se ha desarrollado. Éste es el motivo,
porque es indispensable sujetarlo y tirarlo de la brida en más de un concepto; en primer lugar,
dándole un ayo para que dirija su infancia al salir de las manos de su madre y de las mujeres; y
después, dándole maestros, para que adquiera ciencias acomodadas a su condición. Además, todo
hombre de condición libre estará autorizado para castigar, como podría hacerlo con un esclavo, al
niño, al ayo y al maestro, a quienes sorprenda cometiendo alguna falta. Si no los castiga como lo
merecen, que sea para él esta negligencia un motivo poderoso de oprobio; y que aquel de entre los
guardadores de las leyes que preside a la educación de la juventud, observe cuidadosamente a los que
cuando es ocasión descuidan el corregir a las personas de que se acaba de hablar, o no las imponen
las convenientes correcciones. Este mismo magistrado, que debe de ser un hombre perspicaz y cuidar
más particularmente de la educación de los niños, enderezará su carácter y los inclinará sin cesar en
el sentido del bien según el espíritu de las leyes.
¿Pero de qué manera formará la ley este mismo magistrado? Porque sobre este particular la ley
no ha hablado aún de una manera precisa y suficiente, y si bien ha dicho ciertas cosas, ha omitido
otras. Pero en cuanto sea posible, no debemos callar nada de lo que tenga relación con este
magistrado, y sí enseñárselo todo, a fin de que a su vez pueda enseñar y educar a los demás. Lo
relativo a la corea, ya ha sido tratado, y hemos dado los modelos a que deben atenerse para escoger,
rectificar y consagrar los cantos y las danzas que hemos de usar. Pero nada hemos dicho del
excelente guardador de la juventud; de los escritos en prosa, en razón de la elección que de ellos ha
de hacerse y de la manera como sus discípulos deben de leerlos. Con respecto a la guerra, sabes ya
qué ciencias y qué ejercicios les convienen; pero respecto a las letras, a la lira y a las partes del
cálculo necesarias para la guerra, a la administración doméstica y a los negocios públicos, y aun a lo
que sirve para conocer las revoluciones del sol, de la luna y de los demás astros, tanto más cuanto
que este conocimiento es necesario en un Estado para distribuir los días según los meses y los meses
según los años, a fin de que, ocupando las estaciones, las fiestas y los sacrificios el lugar que les
corresponde y haciéndose cada cosa en el orden marcado por la naturaleza, lo cual dará al Estado
cierto aire de vida y de actividad, se honre como es debido a los dioses y se procure a los ciudadanos
un conocimiento mayor de estos objetos; sobre todas estas cosas, digo, no has recibido aún del
legislador las instrucciones suficientes. Presta, pues, te lo suplico, tu atención a lo que sigue.
Hemos dicho que aún no has recibido todas las instrucciones necesarias sobre las letras, y este
cargo debe recaer sobre esta parte de la conversación, por no haberte explicado distintamente si, para
ser un buen ciudadano, es preciso sobresalir en esta parte, o si no hay ninguna necesidad de
conocerla. Lo mismo sucede con relación a la lira. En este punto declaramos que es preciso dedicará
los niños a las letras de los diez a los trece años; que en seguida comenzarán a tocar la lira, pues
entonces es la época oportuna, durante otros tres años, sin que se permita al padre del niño ni al niño
mismo, ya tenga gusto o repugnancia en ello, consagrarse a esta enseñanza por más o menos tiempo
que el que esté prescripto por la ley, El que vaya contra está disposición ser privado de los honores
afectos a la infancia, de que luego hablaremos. Pero ¿qué es lo que los niños deben aprender y los
maestros enseñar durante este tiempo? Éste es un punto acerca del cual es oportuno enterarte. Los
niños deben dedicarse a las letras durante el tiempo que sea necesario para que aprendan a leer y
escribir. Por lo que hace a aquellos, que por sus condiciones naturales no hayan podido llegar en los
tres años a leer y escribir con propiedad y corrientemente, no debemos apurarnos por esto. En cuanto
a las obras de los poetas, que no están hechas para ser cantadas con acompañamiento de la lira, y de
las cuales unas tienen medida y otras no, y de los escritos en prosa destituidos de número y de
armonía, escritos funestos que nos han dejado una multitud de escritores sospechosos; ¡ilustres
guardadores de las leyes! ¿Qué uso pretendéis hacer de ellos y que creéis que el legislador, obrando
sabiamente, deberá prescribir sobre este punto? Figúraseme que se encontrará en el mayor conflicto
en este caso.
CLINIAS. —¿Extranjero, en qué consiste que te hablas a ti mismo con tanta perplejidad?
ATENIENSE. —A tiempo me interrumpes, Clinias. Puesto que formamos en común este plan de
legislación, es justo que yo os participe las facilidades y las dificultades que encuentro.
CLINIAS. —Pero, repito; ¿qué es lo que te obliga a hablar de esa manera?
ATENIENSE. —Voy a decírtelo. No es cosa tan fácil ir de frente contra la opinión de una
infinidad de personas.
CLINIAS. —¡Pues qué!, ¿crees que no hemos hecho ya un gran número de leyes importantes, que
está en oposición con la opinión general?
ATENIENSE. —Has tocado la verdadera dificultad. Quieres, a mi juicio, comprometerme a
seguir el mismo rumbo. Es cierto que se encuentran al paso muchos enemigos, pero también se puede
contar con amigos, que quizá no son inferiores en número, o por lo menos en mérito; y tú me
exhortas a que, siguiendo las aguas de estos, arrostre el peligro y marche con resolución por la vía
de la legislación que está abierta delante de nosotros.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —No creas que me acobarde. Digo, que tenemos un gran número de poetas que han
compuesto, éstos, versos hexámetros; aquellos, versos yambos; y otros, ya poemas serios, ya
composiciones festivas; y una infinidad de gentes, que se suponen hábiles en el arte de educar a la
juventud, sostienen que es preciso alimentar con todo esto a los niños hasta saciarlos, extendiendo y
multiplicando sus conocimientos con tales lecturas, hasta que todo lo sepan de memoria; y otros,
después de haber entresacado ciertos pasajes de cada poeta y reunido en un solo volumen trozos
enteros, obligan a los niños a que lo encomienden a su memoria, diciendo que el medio de que
lleguen a ser prudentes y virtuosos es que se hagan sabios y hábiles. ¿Quieres que me tome la libertad
de deciros en qué tienen razón unos y otros y en qué no la tienen?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿Cómo me explicaré en esta materia de una manera general y que abrace todo mi
pensamiento? Puedo decir que, a mi parecer y creo que todo el mundo estará de acuerdo conmigo, en
cada uno de estos poetas hay muchas cosas buenas y también muchas malas. Y si esto es cierto,
concluyo que es peligroso para los niños estudiarlas todas.
CLINIAS. —Y bien, ¿qué consejo darías tú sobre este punto al guardador de las leyes?
ATENIENSE. —¿Con relación a qué?
CLINIAS. —Con relación al modelo general que deba tener en cuenta para permitir a los niños
leer ciertas cosas y prohibirles otras. Habla y no temas nada.
ATENIENSE. —¡Oh, mí querido Clinias! Creo haber hecho un feliz hallazgo.
CLINIAS. —¿Cuál?
ATENIENSE. —No creas que carezco por completo del modelo que me pides. Echando una
ojeada a la conversación que hemos tenido desde por la mañana, y que sin duda ha sido inspirada por
los dioses, se me figura que ella tiene algo que la acerca a la poesía. Quizá no tiene nada de extraño,
que al considerar en su conjunto el desarrollo de nuestra conversación, sienta en mi alma un goce
singular, porque de todos los discursos en verso o en prosa, que yo he podido leer o escuchar, no he
conocido ninguno más sensato que éste, ni más digno de la atención de la juventud. Y así no creo
poder proponer otro modelo mejor al guardador de las leyes, director de la juventud, ni hacer cosa
mejor que exhortar a los maestros a que hagan que sus discípulos aprendan este nuestro discurso o
conversación. Y si el mismo legislador, sea leyendo los poetas o las obras en prosa, o asistiendo a
alguna conversación no escrita, tal como la nuestra, descubre algo que haga referencia al mismo
objeto y que esté dentro de los mismos principios, que no lo desprecie, sino antes bien que lo haga
poner en el momento por escrito; que comience por obligar a los maestros mismos a que lo
aprendan y lo elogien; que no se valga de aquellos maestros a quienes no gustan tales discursos; y
que no confíe la instrucción y la educación de los jóvenes más que a los que hagan de aquellos el
mismo caso que él. He aquí lo que tenía que decir en punto a las letras y a los que las enseñan.
CLINIAS. —Extranjero, en todo lo que acabo de escuchar nada veo que se separe del fin que nos
hemos propuesto; pero me parece difícil decidir si nuestro plan es en totalidad perfecto o no.
ATENIENSE. —Según todas las apariencias, mi querido Clinias, estaremos, como ya he dicho
repetidas reces, más al alcance de juzgar cuando hayamos llegado al término de nuestra legislación.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Después del gramático, ¿no es el maestro de lira de quien debemos tratar?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Antes de prescribirle reglas en punto a la parte de educación, que es de su
competencia, creo que es conveniente recordar lo que dijimos antes.
CLINIAS. —¿A propósito de qué?
ATENIENSE. —Me parece que dijimos, que nuestros cantores sexagenarios de la comitiva de
Baco debían de tener un gusto exquisito en todo lo que concierne a la medida y a las diferentes
combinaciones de la armonía, a fin de discernir las melodías que expresan bien o mal las afecciones
del alma; y que, encontrándose en estado de distinguir las que pintan el carácter de una alma virtuosa
de las que representan el carácter opuesto, desecharán éstas, honrarán aquellas, las cantarán a los
jóvenes, las introducirán suavemente en sus almas, y los excitarán a la adquisición de la virtud,
poniéndoles en cierta manera en el camino por medio de estas imitaciones.
CLINIAS. —Nada más cierto.
ATENIENSE. —Con el mismo propósito el maestro de lira y sus discípulo deben de tocar esté
instrumento a causa de la limpieza con que las cuerdas expresan los sonidos, esforzándose por
producir exactamente los mismos tonos que el músico ha marcado en sus obras. Respecto a las
variaciones en la lira, cuando se ejecutan con esto instrumento caprichos que no están en la
composición, y cuando mediante el contraste de taños suaves y fuertes, vivos y lentos, agudos y
graves, se hace que resulte un acuerdo de la discordancia misma, y lo mismo respecto a otras
variaciones rítmicas que se tocan con la lira, de ninguna manera deben exigirse semejantes primores
a niños que no tienen más que tres años para aprender lo que la música tiene de bueno y de útil. Todos
estos elementos opuestos confundirían sus ideas y los harían incapaces de aprender; por el contrario,
es preciso que los jóvenes aprendan las cosas con la posible facilidad, puesto que las ciencias, que no
pueden menos de adquirir, ni son pocas en número, ni poco importantes, como el curso de nuestra
conversación lo hará ver. Y así el institutor de nuestra juventud limitará sus cuidados, tocante a la
música, a lo que se acaba de decir. Con respecto a los cantos y letra que los maestros de coros deben
de enseñar a sus discípulos, ya hemos explicado más arriba la elección que era preciso hacer, y
hemos añadido que cada fiesta debe tener sus cantos propios y consagrados, cuyo efecto fuera
proporcionar provecho al Estado mediante un placer puro e inocente.
CLINIAS. —Sí, nos lo has explicado.
ATENIENSE. —Sólo falta que se cumpla nuestro deseo de que el magistrado elegido para dirigir
la música, al recibir nuestras instrucciones, desempeñe su cargo con el mejor éxito posible. Ahora,
nosotros, volviendo a la danza y demás partes de la gimnasia, añadamos algo a lo dicho, en la forma
que acabamos de hacerlo con los preceptos que nos faltaban respecto de la música. Los jóvenes de
ambos sexos deben aprender la danza y los ejercicios de gimnasia; ¿no es cierto?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Serán precisos maestros de baile para los varones y maestras para las hembras; a
fin de que éstas no resulten menos instruidas que aquellos.
CLINIAS. —En buen hora.
ATENIENSE. —Volvamos, pues, por segunda vez al institutor de la juventud, a quien por cierto
cargamos con muchísimas atenciones, puesto que, corriendo con el pormenor de la música y de la
gimnasia, no deberá sobrarle el tiempo.
CLINIAS. —Pero ¿cómo podrá, atendida su edad, cuidar de tantas cosas?
ATENIENSE. —Nada más fácil de remediar, mi querido Clinias. La ley le ha permitido ya y le
permitirá aún escoger entre los ciudadanos aquellos y aquellas que juzgue a propósito para que le
ayuden a llevar el peso de su cargo; conocerá a las personas que debe escoger, y convencido de la
importancia y elevación de su cargo no querrá nunca hacerse culpable de una mala elección; y sobre
todo, porque estando persuadido de que si los jóvenes anteriores y coetáneos son bien educados, todo
saldrá a medida de nuestros deseos; y lo contrario si la educación es mala. Pero guardémonos de
predecir nada siniestro y de imitar a los que se complacen en anunciar a un Estado naciente todo lo
que puede sucederle en el porvenir. Ya hemos dicho bastante tocante a la danza y demás movimientos
gimnásticos, porque llamamos también ejercicios gimnásticos a todos los del cuerpo que son útiles
para la guerra, tales como el arte de tirar el arco y de lanzar toda clase de dardos, la peltástica y toda
especie de hoplomaquia,[7] las diferentes evoluciones de la táctica, la ciencia de las marchas y de los
campamentos, y en fin, todos los ejercicios que tienen relación con el arte de la equitación. Para todo
esto habrá maestres públicos asalariados por el Estado; sus discípulos serán los jóvenes y los
hombres formales, las jóvenes y las mujeres, todos los cuales adquirirán habilidad en esta clase de
ejercicios. Se adiestrará a las hijas en toda especie de danzas y de combates de armas pesadas; las
mujeres aprenderán las evoluciones, los órdenes de batalla, cómo se dejan las armas y se vuelven a
recoger, y todo lo demás, aunque sólo haya de servir esto en las ocasiones en que todos los
ciudadanos estén obligados a abandonar la ciudad e ir a la guerra, para que puedan ellas entre tanto
cuidar de la seguridad de sus hijos y del resto de la ciudad. Y lo mismo si sucediese lo contrario
(porque no hay que fiarse de nada), esto es que enemigos exteriores, sean griegos o bárbaros,
viniesen a caer sobre el Estado con grandes fuerzas y pusiesen a todo el mundo en la necesidad de
combatir por sus propios hogares; en cuyo caso sería un vicio capital en el gobierno el que las
mujeres estuviesen tan mal educadas, que no se encontrasen dispuestas a morir y a exponerse a los
peligros por la salvación de la patria, en la misma forma que vemos a los pájaros combatir en
defensa de sus polluelos contra los animales más feroces; y que a la menor alarma corriesen a
refugiarse a los templos, para abrazarse allí a los altares y a las estatuas de los dioses, imprimiendo
así a la especie humana esta mancha, pues que daría lugar a que se la considerase como más cobarde
que todas las demás especies de animales.
CLINIAS. —Ciertamente que nada sería más vergonzoso para un Estado, aparte del mal que de
esto resultaría.
ATENIENSE. —Obligaremos, pues, por una ley a las mujeres, ya que no a ir a la guerra, por lo
menos a no desentenderse de los ejercicios guerreros; y dispondremos que el dedicarse a ello sea un
deber para todos los ciudadanos de ambos sexos.
CLINIAS. —Convengo en ello.
ATENIENSE. —Algo hemos dicho de la lucha, pero hemos callado lo más importante a mi juicio.
Es cierto que, no acompañando a las palabras los gestos y los movimientos del cuerpo, es difícil
hacerse entender; y por esta razón juzgaremos mucho mejor en este punto cuando la acción, unida ni
discurso, nos permita conocer perfectamente este ejercicio; y sobre todo nos hará comprender que
no hay ninguno que tenga más afinidad con la guerra que éste, y que es preciso dedicarse a él en
consideración a la guerra, en vez de aprender el ejercicio de las armas para hacerse buen luchador.
CLINIAS. —Soy de tu opinión.
ATENIENSE. —No diremos más por ahora sobre esta clase de ejercicios. Respecto de los demás
movimientos del cuerpo, cuya parte principal puede comprenderse muy bien bajo el nombre de
danza, debemos fijar nuestra atención en que las danzas son de dos clases: una que imita los cuerpos
mejor constituidos con movimientos suaves y decorosos, y otra que representa los cuerpos
contrahechos por medio de actitudes indignas y ridículas; que además cada una de estas dos especies
se divide en otras dos: la una relativa a la imitación seria, que expresa la situación de un cuerpo bien
hecho, dotado de un alma generosa en la guerra y en las demás circunstancias difíciles y violentas; y
la otra que representa el estado de un alma prudente en la prosperidad y en el goce moderado. Esta
segunda clase de danza puede llamarse pacifica, nombre que conviene perfectamente a su naturaleza;
y en cuanto a la otra, propia de la guerra y completamente diferente de la pacifica, no puede menos de
designársela con el nombre pírrica,[8] puesto que consiste en la representación de los gestos y de las
inflexiones del cuerpo, cuando se quieren evitar los golpes que se nos dirigen, sea de cerca o de
lejos, ya ladeándose, ya retrocediendo y saltando, ya agachándose, así como también de otros
movimientos contrarios, que se usan en el ataque, tales como la postura de un hombre, que despide
una flecha, que lanza una azagaya, o que hace cualquiera otra cosa análoga. La belleza en este caso
consiste en una exacta imitación de las actitudes naturales de los cuerpos bellos y de las almas bellas;
y ninguna actitud contraria puede merecer el nombre de bella. En cuanto a la danza pacífica, es
preciso examinarla en cada una de sus partes bajo este punto de vista general; a saber, si la belleza
consiste o no en merecer la aprobación de los hombres bien educados. Por lo pronto comencemos
por separar las danzas de carácter dudoso de las que lo tienen marcado e incontestable. ¿Cuáles son, y
cómo se han de distinguir unas de otras? Las danzas báquicas y las demás semejantes, que toman su
nombre de las ninfas, de los panes, de los silenos, de los sátiros, en las que se remedan personajes
ebrios y que tienen lugar en ciertas ceremonias religiosas, no tienen carácter ni pacífico ni guerrero,
y no es fácil definir su naturaleza. Me parece, sin embargo, que se las puede distinguir muy bien de
una manera, que consiste en formar con ellas un género a parte, que no tiene nada de común con la
danza guerrera ni con la pacífica, y en decir que ninguna relación tienen con la política. Por lo tanto
abandonémoslas, ya que son inútiles para nosotros, y volvamos a las danzas propias de la paz y de la
guerra, que son incontestablemente de nuestra competencia.
Los ejercicios de la musa enemiga de la guerra, que sirven para tributar honores por medio de la
danza a los dioses y a los hijos de los dioses, forman un género aparte que debe su origen al
sentimiento de la felicidad, Es preciso dividir este género en dos especies; la primera, en la que
aparece el sentimiento del placer mucho más vivo, que tiene lugar cuando de los trabajos y de los
peligros se pasa al seno de la prosperidad; y la segunda, en la que el placer se presenta más tranquilo,
y que tiene lugar cuando la felicidad de que gozamos se sostiene y se aumenta. En todo hombre, que
se halla en estas situaciones, los movimientos del cuerpo son más vivos, si la alegría es más grande;
y son más lentos, si la alegría es menor. Además el que es de un carácter más moderado y de una
alma más fuerte, es también más suave en sus movimientos; y, por el contrario, el hombre cobarde,
que no se ha ejercitado en dominarse a sí mismo, se entrega entonces a los arrebatos y a los
movimientos más violentos. En general no hay nadie, ya hable o ya cante, que pueda prescindir de
acompañar su canto o sus palabras con alguna acción del cuerpo, y la imitación de las palabras por
los gestos es lo que ha producido todo el arte de la danza. Ahora bien; en todas estas ocasiones loe
movimientos de los unos son regulares, mientras que los de los otros son irregulares. Cuando se fija
la reflexión en los nombres que los antiguos han dado a las cosas, no puede uno las más de las veces
menos de admirar su exactitud y la conformidad de los mismos con la cosa expresada. En particular,
el nombre que se ha dado a las danzas del que en la prosperidad sabe contener los trasportes de la
alegría, es notable por su exactitud. Se ha expresado perfectamente la naturaleza de estas danzas,
Comprendiéndolas todas bajo el nombre de emmelia; y se han distribuido las danzas de buenas
condiciones en dos clases, la una propia de la guerra y la otra propia de la paz, caracterizando a
ambas con nombres que las cuadran perfectamente; la primera con el de danza pírrica, y la segunda
con el de emmelia.[9]
Al legislador toca trazar los modelos de ellas y al guardador de las leyes esforzarse en
ejecutarlos; y cuando mediante sus indagaciones lo haya conseguido, amoldará estas danzas a las
demás partes de la música, las distribuirá en seguida entre todas las fiestas y sacrificios, dando a cada
fiesta la danza que sea propia, y después de haberlas consagrado con todo lo demás en el orden
dicho, no tocará ya en adelante a nada de lo que pertenece a la danza y al canto, a fin de que el Estado
y todos los ciudadanos, participando de la misma manera en los mismos placeres y siendo siempre
semejantes a sí mismos, en cuanto es posible, pasen una vida tan feliz como virtuosa. Ya hemos dicho
cuánto teníamos que decir tocante a la naturaleza de los cantos y de las danzas, que convienen a los
cuerpos bellos y a las bellas almas.
Con respecto a las palabras, cantos y danzas, cuyo objeto es imitar los cuerpos y los espíritus
contrahechos o inclinados a la bufonería y al ridículo, y a todas las imitaciones cómicas en general,
es indispensable estudiar su naturaleza y formar de ella una idea exacta; porque no se puede conocer
bien lo serio, si no se conoce lo ridículo, ni las cosas contrarias sino se conocen las opuestas, y esta
comparación sirve para formar el juicio. Pero si se quiere adquirir la más ligera tintura de la virtud,
es preciso que no mezclemos en nuestra conducta lo serio con lo ridículo, lo cual sólo debe
estudiarse para no incurrir imprudentemente en ello, ni en las palabras, ni en las acciones, porque es
indecoroso. Para semejantes imitaciones se emplearán esclavos y extranjeros, sin que convengan en
manera alguna a hombre ni mujer de condición libre mostrar jamás la menor inclinación por este
arte, ni recibir lecciones para aprenderle; antes por el contrario deben mostrarse siempre como
extraños a ellas o ignorantes en esta clase de imitaciones. Tal es la ley, que creo deber dictar en punto
a las diversiones, que tienen por objeto excitar la risa, y a que todos nosotros damos el nombre de
comedia.
Con relación a los poetas serios, quiero decir, a los trágicos, si algunos de ellos se presentasen a
nosotros y nos preguntasen: «¿Extranjeros, podremos ir o no a vuestra ciudad para representar en
ella nuestras piezas? ¿Qué habéis decidido?». ¿Qué creéis que convendría responderá estos
personajes divinos? Por lo que a mí hace, ved la respuesta que les daría: «Extranjeros, nosotros
mismos estamos ocupados en componer la más bella y la más perfecta de las tragedias; todo nuestro
plan de gobierno no es más que una imitación de lo más bello y excelente que tiene la vida, y
miramos con razón esta imitación como una verdadera tragedia. Vosotros sois poetas, y nosotros lo
somos también en el mismo género; somos vuestros rivales y vuestros competidores en la
composición del más acabado drama. Pues bien, creemos que sólo la verdadera ley puede llegar a
conseguir este objeto, y tenemos esperanza de que ella nos conducirá basta conseguirlo. No contéis,
pues, con que os dejemos, sin oponer resistencia, entrar en nuestra ciudad, ni levantar vuestro teatro
en la plaza pública y presentar en la escena actores dotados de voz sonora, que hablarán más alto que
nosotros; ni que consintamos que dirijáis la palabra en público a nuestros hijos, a nuestras mujeres y
a todo el pueblo, y que sobre los mismos objetos les inspiréis máximas, que, lejos de ser las nuestras,
son casi siempre las enteramente contrarias. Sería una extrema extravagancia de parte de nosotros y
de todo el Estado el concederos semejante permiso antes que los magistrados hayan examinado si lo
que contienen vuestras piezas es bueno y propio para ser dicho en público, o si no lo es. Y así, hijos y
engendros de las Musas voluptuosas, comenzad por presentar vuestros cantos a los magistrados, para
que los comparen con los nuestros, y si juzgan que decís las mismas cosas u otras mejores, os
permitiremos representar vuestras piezas; y sí no, mis queridos amigos, no podremos admitiros».
Tales serán, pues, las leyes y los usos que se establezcan tocante a los cantos, a la danza y al modo de
aprenderlos; de manera, que habrá un género, que corresponderá a los esclavos, y otro a sus dueños,
si es este vuestro parecer.
CLINIAS. —¿Cómo podría pensar yo de otra manera?
ATENIENSE. —Aún faltan tres ciencias que debe aprender el hombre libre: la primera es la
ciencia de los números y del cálculo; la segunda, la que mide la longitud, latitud y profundidad; la
tercera, la que nos enseña las revoluciones de los astros y las relaciones que guardan entre sí. Un
conocimiento exacto de estas ciencias no es necesario a todos, y sí sólo a unos pocos. ¿Quiénes han
de ser estos? Lo diremos al final de nuestra conversación, donde este punto tendrá su lugar propio.
Respecto a los demás, se limitarán a lo que no puede menos de saberse. Con mucha razón se dice de
estas ciencias, que es vergonzoso para todo hombre no tener las primeras nociones de ellas; pero que
no es fácil ni posible a todo el mundo poseerlas a fondo. En cuanto a lo que estas ciencias tienen de
necesario, no es posible despreciarlo, y sin duda tuvo esto en cuenta el primero que pronunció
aquella sentencia: que Dios mismo no puede combatir la necesidad, lo cual debe de entenderse de la
necesidad a que los dioses pueden estar sometidos; pues por lo que hace a las necesidades puramente
humanas, con cuya ocasión se cita algunas veces esta sentencia, hablar de esta manera es razonar de
un modo insensato.
CLINIAS. —Extranjero, ¿cuál es, por lo tanto, con relación a las ciencias la clase de necesidad
que no es humana y sí divina?
ATENIENSE. —Es, a mi parecer, la que exige que se hagan o se aprendan ciertas cosas, sin las
que ninguno pasará a los ojos de los hombres, ni por un dios, ni por un genio, ni por un héroe capaz
de proveer eficazmente al bien de la humanidad. Pues bien, se está muy lejos de llegar a ser un día
hombre divino cuando se ignora lo que es uno, dos, tres, y no se sabe distinguir el par del impar; en
una palabra, cuando no se tiene ningún conocimiento de los números, ni se puede contar los días ni
las noches, ni se comprende nada de las revoluciones periódicas del sol, de la luna y de los demás
astros. Sería una gran locura pensar que el estudio de estas cosas no es necesario al que quiere
adquirir buenos conocimientos. Pero ¿qué debe aprenderse en este género, hasta qué punto, en qué
tiempo, qué ciencias deben estudiarse con otras o aparte? En fin, ¿cómo es preciso combinar estos
diversos estudios? Esto debe saberse ante todo, para aprender el resto bajo la dirección de estos
conocimientos preparatorios. Tal es la necesidad que nos impone la naturaleza de las cosas;
necesidad que ningún dios, en mi opinión, ha combatido ni combatirá jamás.
CLINIAS. —Todo lo que acabas de decir, extranjero, me parece, en efecto, muy conforme con el
orden establecido por la naturaleza,
ATENIENSE. —Es cierto, Clinias, pero es difícil hacer leyes sobre todo esto teniendo en cuenta
este orden, Y así dejemos para otra ocasión, si os parece, el tratar con más detención esta parte de
nuestra legislación.
CLINIAS. —Extranjero, se me figura que recelas hablar sobre estas materias a causa del poco
conocimiento de ellas que tenemos nosotros, pero no es fundado tu temor. Prueba a decirnos tu
pensamiento, y que nuestra ignorancia no sea motivo para que nos ocultes algo.
ATENIENSE. —La razón que alegas me causa, en efecto, alguna sensación; sin embargo, temería
mucho más habérmelas con otros, que hubieran estudiado estas ciencias, pero que las hubieran
estudiado mal. La ignorancia absoluta no es el mayor de los males ni el más temible; una vasta
extensión de conocimientos mal digeridos es cosa mucho peor.
CLINIAS. —Dices verdad.
ATENIENSE. —Obliguemos por una ley a los ciudadanos a que aprenden de estas ciencias lo que
los niños en Egipto aprenden todos sin distinción a la par de las primeras letras. Se comenzará por
hacer que se ejerciten, jugando, en los pequeños cálculos inventados por los niños, y que consisten ya
en repartir con igualdad, tan pronto entre muchos como entre pocos de sus cantaradas, un cierto
número de manzanas o de coronas; ya en distribuir sucesivamente y por medio de la suerte, en sus
ejercicios de lucha y de pugilato, los papales de luchador par o impar;[10] ya en mezclar ampollitas
de oro, de plata, de bronce y de otras materias semejantes, distribuyéndolas como dije antes; de
suerte, que al mismo tiempo que se les divierte se les obligue a recurrir a la ciencia de los números.
Estos pasatiempos los pondrán para lo sucesivo en estado de dividir un campo, conducir y poner un
ejército en buen orden, y administrar bien sus negocios domésticos; y en general, producirán el
efecto de que el hombre se hará completamente diferente de lo que era con relación a la sagacidad del
espíritu y al provecho que puede sacar de su3 talentos; además de librarse de esa ignorancia ridícula
y vergonzosa, en que nacen los hombres en lo relativo a la medida de los cuerpos según su longitud,
latitud y profundidad.
CLINIAS. —¿De qué ignorancia hablaste?
ATENIENSE. —¡Oh, mi querido Clinias!, yo mismo supe ya demasiado tarde la disposición en
que estamos en este punto; mucha sorpresa me ha causado y me ha parecido que una ignorancia tan
grosera no convenía tanto a hombres como a animales estúpidos; y no sólo por mí, sino por todos
los griegos me ha dado vergüenza.
CLINIAS. —Pero repito, ¿en qué consiste? Explícate, te lo suplico.
ATENIENSE. —Voy a decírtelo, o más bien, a hacértelo tocar con el dedo, interrogándote.
Respóndeme por unos momentos. ¿Tienes la idea de la longitud?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Y de la latitud?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿Sabes que estas dos dimensiones son distintas entre si y distintas de una tercera,
que se llama profundidad?
CLINIAS. —Lo sé.
ATENIENSE. —¿Crees que estas tres dimensiones son conmensurables entre si?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Por ejemplo, que se pueden medir una por otra dos longitudes, dos latitudes y
dos profundidades.
CLINIAS. —Sin dificultad.
ATENIENSE. —Sin embargo, si fuese verdad que en ciertos casos estas dimensiones no son, ni en
poco ni en mucho, conmensurables, sino que tan pronto lo son como no lo son, tú, que crees que lo
son siempre, ¿qué juicio formarías de tus conocimientos en esta materia?
CLINIAS. —Creeré que mis conocimientos son bien escasos.
ATENIENSE. —¿Y no estamos convencidos todos nosotros, así como todos los griegos, de que la
longitud y la latitud son conmensurables con la profundidad y conmensurables entre sí?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Sin embargo, si estas dimensiones son absolutamente inconmensurables, y si
todos los griegos creen que son conmensurables, ¿no merecen que nos avergoncemos de su
ignorancia, y que se les diga: Griegos, he aquí una de esas cosas de que hablamos, que es vergonzoso
ignorar y que no hay mérito en saber, porque son cosas necesarias?
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Hay también otras cosas de la misma naturaleza que estas, respecto de las que
incurrimos casi en iguales yerros.
CLINIAS. —¿Cuándo?
ATENIENSE. —Cuando se trata de explicar por qué ciertas cantidades son conmensurables y
otras no lo son. Es preciso consentir en pasar por ignorantes o dedicarnos a descubrir la razón de
esta diferencia, proponiéndonos sin cesar unos a otros problemas sobre este punto, seguros de que no
podemos hacer cosa mejor que consagrar el tiempo que tenemos de sobra a estas indagaciones mil
veces más agradables que el juego de dados en que se entretienen los ancianos.
CLINIAS. —Quizá; por lo menos no veo una gran diferencia entre el juego de dados y esta clase
de estudio.
ATENIENSE. —En mi opinión, Clinias, los jóvenes deben aprender estas ciencias, tanto más
cuanto que no ofrecen peligros ni dificultad. Y como habrán de aprenderlas en medio de diversiones,
el Estado todo sacará de ello un gran provecho y no recibirá ningún daño. Si alguno es de otro
dictamen, no hay inconveniente en oír sus razones.
CLINIAS. —No.
ATENIENSE. —Y si después de esto, aquellas ciencias nos pareciesen siempre tales como se
acaba de decir, es claro que las admitiremos; y si formamos de ellas un juicio distinto, las
desecharemos.
CLINIAS. —Sin duda. Y así coloquemos desde este momento estas ciencias en el número de las
necesarias, para no dejar en nuestras leyes ningún vació.
ATENIENSE. —Consiento en ello a condición de que sean como una especie de prenda, que
pueda retirarse del resto de las leyes, si llega el caso de que este reglamento no satisfaga, ya a mi que
soy el autor, ya a vosotros para quienes se ha formado.
CLINIAS. —Tu condición es razonable.
ATENIENSE. —Examina ahora si lo que voy a prescribir a los jóvenes tocante al estudio de la
astronomía, será o no de tu gusto.
CLINIAS. —Habla.
ATENIENSE. —Sobre este punto hay un abuso grandemente extraño y que no es tolerable.
CLINIAS. —¿Cuál es?
ATENIENSE. —Se dice que no debe hacerse estudio en conocer el más grande de los dioses y
todo el universo, ni en escudriñar las causas de las cosas, porque tales indagaciones no son licitas. Me
parece, por el contrario, que está muy en su lugar el dedicarse a estas indagaciones.
CLINIAS. —¿Qué es lo que dices?
ATENIENSE. —Mi opinión pasará quizá por una paradoja, que no está bien en boca de ancianos
como nosotros; pero cuando está uno convencido de que una ciencia es bella, verdadera, útil al
Estado y agradable a la divinidad, no es posible en manera alguna pasarla en silencio.
CLINIAS. —Convengo en ello, pero ¿encontraremos todas estas cualidades en la astronomía?
ATENIENSE. —Mis queridos amigos, nosotros, los griegos, decimos casi todos con respecto a
los grandes dioses, quiero hablar del sol y de la luna, cosas desprovistas de verdad.
CLINIAS. ¿Qué cosas?
ATENIENSE. —Decimos, que estos dos astros y también algunos otros no tienen camino cierto, y
por esta razón los llamamos planetas.[11]
CLINIAS. —Así es la verdad, extranjero. He observado muchas veces en mi vida, que la estrella
de la mañana, la de la tarde y algunas otras no siguen un camino fijo y que marchan errantes a la
aventura. Lo mismo hacen el sol y la luna, como todo el mundo sabe. Precisamente esa preocupación
vulgar, Megilo y Clinias, es la que me hace desear que nuestros ciudadanos y nuestros jóvenes
aprendan lo que concierne a los dioses celestes; por lo menos, lo necesario para no blasfemar sobre
esta materia, y para que puedan hablar de una manera conveniente y piadosa en sus sacrificios y
oraciones.
CLINIAS. —Apruebo tu proyecto, con tal, en primer lugar, de que sea posible aprender lo que
dices; y añado, que si hablamos de estos dioses de una manera que no sea propia y sí se nos enseña a
hablar de ellos mejor, seré yo el primero en convenir en que esa ciencia no debe despreciarse.
Prueba, por lo tanto, a explicarnos lo que es esa ciencia, y procuraremos instruimos y seguirte.
ATENIENSE. —Por una parte lo que tengo que decir no es una cosa fácil de comprender, y por
otra tampoco es absolutamente difícil ni requiere un tiempo infinito, y la prueba es que, no obstante
no haberme ocupado de ella jamás, no necesitaría mucho tiempo para ponerme en estado de
enseñárosla. Porque si fuera muy difícil esta ciencia, en la edad en que nosotros estamos ni yo podría
explicarla ni vosotros comprenderla.
CLINIAS. —Dices verdad. ¿En qué consiste, pues, esa ciencia, que te parece tan admirable, que
nuestra juventud no puede dispensarse de aprender, y de la que nosotros, según tú, no tenemos ningún
conocimiento? Explícate sobre este punto lo más claramente que puedas.
ATENIENSE. —Haré lo posible. No es cierto, mis queridos amigos, que el sol y la luna ni ningún
otro astro anden errantes y sin carrera fija; sucede todo lo contrario. Cada uno de ellos tiene un solo
derrotero y no muchos; recorren siempre el mismo camino en linea circular, y sólo en la apariencia
recorren muchos. Tampoco hay razón para atribuir menos velocidad al astro que tiene más, y
movimiento más rápido al que camina más lentamente. Suponiendo exacto lo que yo digo y que
nosotros nos la figuremos de distinto modo, si incurriéramos en un error semejante en los juegos
olímpicos respecto de los hombres o los caballos, que corren en la carrera, llamando más lento al
que es más ligero, y más ligero al que es más lento, de suerte que, concluida la carrera, elogiáramos
al vencido como si fuera vencedor, me parece que nuestras alabanzas serían injustas y no agradarían
a los corredores. Y si elogios semejantes tributados a simples hombres están fuera de su lugar y son
ridículos, con cuanta más razón deben de serio los que tributemos a los dioses como resultado de
semejante error.
CLINIAS. —Pero semejante error no puede prestarse a la burla.
ATENIENSE. —Ni tampoco puede suponerse que sea cosa agradable a los dioses, que respecto de
ellos se incurra en tales equivocaciones.
CLINIAS. —No ciertamente, si lo que tú dices es verdad.
ATENIENSE. —Luego, si os pruebo que lo es en efecto, será indispensable instruirnos, por lo
menos lo bastante para rectificar nuestros errores sobre este punto; y si no os lo pruebo,
abandonaremos esta ciencia. Y así convengamos en dictar esta ley bajo esta condición.
CLINIAS. —En buen hora.
ATENIENSE. —Podemos considerar ahora como asunto concluido la parte de nuestras leyes
relativa a las ciencias y a la educación de la juventud. Respecto a la caza y demás ejercicios
semejantes, es preciso mirarlos bajo el mismo punto de vista; porque me parece que la función del
legislador exige de él algo más que establecer leyes; que no ha cumplido con un deber cuando sólo a
esto se ha limitado; que además de la ley hay otra cosa que ocupa un término medio entre la ley y la
mera instrucción. La prueba de esto, la hemos visto muchas veces en el curso de esta conversación,
sobre todo en lo que hemos dicho de la educación que debía darse a los hijos desde la más tierna
edad. Ésas no son cosas, dijimos, que necesiten mandato expreso; y aunque se habla de ellas, sería
una locura mirar todo lo que en tal sentido se dice como una serie de leyes. Suponiendo que el
legislador escriba sus leyes y forme su plan de gobierno tomando como modelo el nuestro, el elogio
del ciudadano virtuoso no sería completo si se le alabara sólo por ser fiel observador de las leyes y
completamente sumiso a lo que las mismas ordenen; y sí será completo, si se le alaba por haber
observado una vida irreprensible, conformándose con los propósitos del legislador no sólo en lo que
ordena por ley, sino en todo lo que él aprueba o reprueba. He aquí el mejor elogio que puede hacerse
de un ciudadano. El verdadero legislador no debe limitarse a hacer leyes; es preciso que interpole
consejos acerca de todo lo que juzgue digno de alabanza o de censura; y el perfecto ciudadano no
debe de observar con menos fidelidad estos consejos que las leyes cuya infracción lleva consigo una
pena.
La materia de que vamos a hablar servirá en cierta manera de justificación a lo dicho, porque
pondrá más en claro lo que está en mi mente. El nombre de caza tiene una significación muy extensa
y abraza en un solo género muchas especies particulares; porque hay diferentes cazas respecto de los
animales que viven en el agua, así como de los pájaros; y un gran número también en cuanto a los
animales terrestres, comprendida entre ellas la caza del hombre por el hombre, sea por medio de la
guerra, sea en la esfera de la amistad; ésta digna de alabanza, aquella digna de vituperio. Los
latrocinios y rapiñas, tanto los hechos por un hombre a otro hombre como los hechos por un ejército
a otro ejército, son una especie de caza. Un legislador que dicta leyes sobre esta materia, no puede
menos de explicar todo esto; pero tampoco puede dar ordenes, imponer penas y no hablar sino
amenazando de cada uno de estos puntos. ¿Qué debe de hacer? Lo siguiente. Es preciso que apruebe
ciertas especies de caza y que rechace otras, teniendo en cuenta los trabajos y demás ejercicios de la
juventud; que los jóvenes por su parte le escuchen, le obedezcan, y no dejen de ser sumisos ni por
amor al placer, ni por temor a la fatiga; que tengan mayor respeto y una obediencia más puntual
respecto de lo que se les recomiende por vía de instrucción que de lo que se les imponga con
amenazas y castigos. Después de este preludio, el legislador pasará a hacer el elogio y crítica
racional de las diversas partes de la caza, aprobando lo que sea propio para desarrollar et valor en
sus discípulos y rechazando todo lo que produzca un efecto contrario. Dirijamos ahora la palabra a
nuestros jóvenes en forma de súplica. Mis queridos amigos, ojalá no sintáis nunca gusto ni
inclinación a la caza de mar ni a esa pesca cómoda de los animales acuáticos, sea con anzuelo, sea
con nasa, de día o de noche. No entréis jamás en deseo de ir al mar a caza de hombres y a ejercer la
piratería, que os convertiría en cazadores crueles y sin ley; que nunca os venga a las mientes, ni
remotamente, abandonaros al robo en nuestra ciudad y su territorio. No os dejéis nunca atraer por la
caza de pájaros, que por atractiva que sea, no conviene a personas libres.
Sólo queda para nuestros discípulos una caza, que es la de los animales terrestres. Pero aquella
que se hace de noche y en la que los cazadores se relevan unos a otros, no merece que se la apruebe,
pues no es buena sino para los ociosos; y en el mismo caso está la que da lugar a intervalos de
reposo y que coge como con la mano las bestias más feroces, valiéndose de lazos y trampas en lugar
de vencerlas frente a frente como debe hacerlo un cazador infatigable. Y así, la única que queda para
todos los ciudadanos, y es la más excelente, es aquella en que con caballos y perros se persiguen las
fieras de cuatro pies y donde el cazador se expone, persigue su presa, y se apodera de ella a fuerza de
golpes y heridas. Los que quieran ejercitar su valor, este presente de los dioses, que no conozcan otra
caza. Lo dicho hasta ahora es lo que el legislador aprobará o reprobará relativamente a la caza. Y
ahora he aquí la ley misma. Nadie pondrá impedimento a estos cazadores verdaderamente sagrados
para que puedan cazar en todos los puntos que les acomode. En cuanto a los cazadores de noche, que
ponen su confianza en los lazos y en las trampas, no se les consentirá en ninguna parte; no se
impedirá la caza de pájaros en terrenos incultos y en montañas; pero todo ciudadano tiene derecho
para estorbar que se intente cazar en terrenos cultivados o consagrados a los dioses. Se prohibirá la
pesca en los puertos, en los ríos, en los lagos, y en los estanques sagrados; fuera de estos puntos todo
el mundo puede pescar, con prohibición sin embargo de usar de ciertas composiciones venenosas.
Podemos considerar ya como concluida la parte de nuestras leyes, que corresponde A la educación.
CLINIAS. —Muy bien.
Libro VIII de Las Leyes

ATENIENSE. —El orden de materias nos conduce a la formación de las leyes y de los
reglamentos relativos al culto divino, si bien deberemos hacerlo después de haber consultado al
oráculo de belfos sobre la naturaleza de los sacrificios y sobre las divinidades, a que será más
conveniente y más ventajoso para nuestra ciudad consagrarlos. Con respecto al tiempo y al número
de los sacrificios, quizá sea cosa que podremos arreglar por nosotros mismos.
CLINIAS. —Quizá, por lo menos en cuanto al número.
ATENIENSE. —Comencemos, pues, por fijar el número. Que no haya menos de trescientos
sesenta y cinco sacrificios, de suerte que cada día uno de los cuerpos de la magistratura ofrezca uno
por el Estado, por sus habitantes y por todo lo que poseen. Que los intérpretes, los sacerdotes, las
sacerdotisas y los adivinos se reúnan con los guardadores de las leyes, para arreglar en esta materia
lo que el legislador se ve obligado a omitir. En general, a todos estos pertenece el cuidado de advertir
todo aquello, que el legislador no tuvo en cuenta. Con respecto a lo que es de ley, ordena ésta que
haya doce fiestas en honor de las doce divinidades, que dan su nombre a cada tribu, y que todos los
meses se hagan sacrificios a las mismas con acompañamiento de coros y de combates musicales. En
cuanto a los combates gimnásticos, la distribución se hará asignando a cada divinidad y a cada
estación los que más convengan. Se fijarán igualmente las fiestas a que es oportuno que asistan las
mujeres solas y en unión con los hombres. Además se procurará no confundir el culto de los dioses
subterráneos con el de los dioses celestes, ni tampoco el culto de las divinidades subalternas del cielo
y de los infiernos, sino que se les separará cuidadosamente, asignando a Plutón el doceavo mes según
la ley. No es justo que los guerreros tengan aversión a este dios; antes, por el contrario, deben de
honrarle como bienhechor del género humano; porque si he de deciros seriamente lo que pienso, la
unión del alma con el cuerpo no es bajo ningún punto de vista más ventajosa al hombre que su
separación.
Además de esto, es preciso que los que quieran ordenar debidamente estas fiestas y estos juegos,
consideren que nuestra república habrá de tener un desahogo y una abundancia de las cosas
necesarias para la vida, que en vano se buscarían en todos los Estados que existen hoy, y que
queremos que sea tan dichosa como puede serlo un hombre solo. Ahora bien, para vivir dichoso, se
necesitan dos cosas; una, no ser injusto con nadie; y otra, que nadie lo sea con nosotros. Es fácil
asegurarse de la primera; pero no lo es adquirir el grado de poder necesario para ponerse al abrigo
de la segunda; y para llegar a ocupar este punto, no hay otro medio que estar dotado de una perfecta
probidad. Lo mismo sucede con relación a la república; si es virtuosa, gozará de una paz inalterable;
y si es corrompida, vivirá en guerra consigo misma y con las demás.
Y siendo esto lo que de ordinario pasa, no ea durante la guerra cuando los ciudadanos deben
consagrarse al aprendizaje de las armas, sino que deben hacerlo en tiempo de paz. Por esta razón, en
un Estado sabiamente gobernado, los habitantes deben cié ejercitarse en este oficio por lo menos un
día cada mes, y más si los magistrados lo juzgan conveniente, sin que ni el frío ni el calor lo
impidan, ya lo bagan todos juntos, ellos, sus mujeres y sus hijos, cuando lo estimen oportuno los
magistrados, ya lo hagan por secciones. También convendrá que a los sacrificios sigan ciertas
diversiones, de manera que en cada tiesta haya una especie de combates, que representen tan
naturalmente como sea posible a los combates verdaderos, distribuyéndose allí mismo premios y
recompensas a los vencedores. Nuestros ciudadanos se elogiarán y criticarán mutuamente, según el
comportamiento que cada uno haya observado en estos juegos y en todo el resto de su vida,
prodigando alabanzas a los que más se hayan distinguido, y severas censuras a los demás.[1]
No se encomendará indiferentemente a cualquier poeta el cuidado de componer estos elogios y
estas censuras; porque, en primer lugar, para esto es preciso que no tenga menos de cincuenta años; y
en segundo, que no sea de aquellos poetas que, aunque dotados de gusto y talento para la poesía, no se
han distinguido por otra parte por ninguna acción memorable. Entre los poetas serán escogidos
aquellos que son respetados en el Estado por su virtud y que han llevado a cabo bellas acciones, y sus
versos se cantarán con preferencia aunque sean menos perfectos. Esta elección la hará el magistrado
institutor de la juventud y los demás guardadores de las leyes. Darán a ciertos poetas el privilegio de
que su Musa pueda hablar en toda libertad, prohibiendo al mismo tiempo a los demás que se mezclen
en semejantes composiciones, y a los ciudadanos que canten ninguna pieza en verso, que no haya
tenido la aprobación de los guardadores de las leyes, aunque sea superior a los himnos de Támiras o
de Orfeo.[2] Entre nosotros no se conocerán otros cantos que los dedicados y consagrados a los
dioses y los versos en forma de elogio o de censura, compuestos por hombres virtuosos y estimados,
que sean propios y a propósito para llenar este objeto. Lo que he dicho de los ejercicios militares y
del derecho de cantar versos para alabar o censurar a los ciudadanos, se aplicará igualmente a los
hombres que a las mujeres.
También es indispensable que el legislador, recordando en su espíritu el fin que se propone, se
diga a sí mismo: ¿Qué república y qué ciudadanos pretendo formar? ¿No son atletas destinados a los
mayores combates y que tienen mil adversarios en frente? Sí, se me podría responder con razón. Pues
bien; si tuviéramos que adiestrar a atletas para combatir en el pugilato, en el pancracio o en
cualquiera otra especie de pelea, ¿los haríamos descender a la arena sin que se hubieren ejercitado
antes de cuando en cuando con alguno? Nosotros mismos, si pensáramos en dedicarnos al pugilato,
¿no tomaríamos lecciones mucho antes del día del combate? ¿No aprenderíamos todas las actitudes
que tendríamos que tomar, cuando llegara el caso de disputar la victoria? Y aproximándonos todo lo
posible a la realidad, en lugar de manoplas, ¿no armaríamos nuestros brazos con pelotas[3] para
ejercitarnos mejor en dar y parar los golpes? Y si no encontráramos persona con quien ensayarnos,
¿no llegaríamos, sin hacer caso de la burla que pudieran hacer los insensatos, hasta hacer a este fin un
hombre de paja? Y en fin, a falta de adversario vivo o inanimado, ¿no tomaríamos el partido de
batiros contra nosotros mismos? ¿No se ha inventado a este fin el arte de mover los brazos y las
manos según ciertas reglas?
CLINIAS. —Si, con el fin que acabas de indicarse ha inventado principalmente.
ATENIENSE. —Y qué, los guerreros de nuestra ciudad ¿serían tan temerarios que se presentaran
con menos preparación que los atletas comunes en el mayor de los combates, en aquel en que se trata
de su propia vida, de la de sus hijos, de sus bienes y de la salvación del Estado? El legislador, por
temor de que puedan ser objeto de burla los juegos destinados a educarlos ¿no se atrevería a dictar
una ley, ni a prescribirles para cada día ciertos ejercicios más ligeros, en que no se empleasen las
armas, dirigiendo hacia este objeto los coros y toda la gimnasia? Y respecto a los ejercicios más o
menos pesados, ¿no ordenará el legislador que se hagan por lo menos una vez al raes, y que en todo
el país los ciudadanos tengan pequeños combates, se disputen los puestos, se armen emboscadas a
imitación de lo que pasa realmente en la guerra; que se lancen cuerpos duros y otros proyectiles
aproximados a los verdaderos y cuyo golpe no deje de tener algún riesgo, a fin de que el temor entre
por algo en estas diversiones, y que el concepto que se forme del peligro dé a conocer los valientes y
los cobardes? ¿No deberá seguir a estos juegos una justa distribución de recompensas para los unos y
de ignominia para los otros, manteniendo así la ciudad en buen espíritu y preparada siempre para los
verdaderos combates? Si alguno muriere en estos juegos, se tendrá por involuntario el homicidio, y
se declarará que el autor conserva sus manos puras después de haber hecho las expiaciones señaladas
por la ley. El legislador deberá reflexionar, que si por una parte estos ejercicios cuestan la vida a un
corto número de hombres, por otra nacerán bien pronto otros que no serán inferiores a aquellos;
que, por el contrario, si el temor dejase de tener cabida en tales diversiones, sería imposible discernir
el valor de la cobardía, lo cual sería mucho más perjudicial al Estado que la pérdida de algunos
ciudadanos.
CLINIAS. —Convenimos con gusto, extranjero, en que es preciso consignar en la ley estos
ejercicios y obligar a todo el mundo a tomar parte en ellos.
ATENIENSE. —¿Sabemos todos por qué esta clase de juegos y de combates, con rarísimas
excepciones, no están en práctica en ninguno de los Estados que conocemos? ¿Será preciso atribuirlo
a la ignorancia así de los pueblos como de los legisladores?
CLINIAS. —Quizá.
ATENIENSE. —No es eso sólo, mi querido Clinias; porque también se debe atribuir a otras dos
causas, que son suficientes para producir ese efecto.
CLINIAS. —¿Cuáles son?
ATENIENSE. —La primera es esa pasión por las riquezas, que no permite ocuparse de otra cosa
que del cuidado de reunirlas, de suerte que el alma de cada ciudadano, absorbida en cierta manera en
este objeto, no puede pensar en ninguna otra cosa que en la ganancia del día. Están muy dispuestos a
aprender, a cultivar toda ciencia, todo ejercicio propio para acrecentar la riqueza y se burlan de todo
lo demás. Ésta es una de las razones porque no se observa en ninguna parte entusiasmo por los
ejercicios de que he hablado, ni por ninguna otra ocupación digna; mientras que, para satisfacer el
deseo insaciable del oro y de la plata, se abrazan con gusto todos los oficios, todas las industrias, sin
considerar si estos medios son dignos o no, con tal que sirvan para enriquecerse; y es causa también
de que sin repugnancia cometan toda clase de actos legítimos o prohibidos sin excluir los más
infames, si proporcionan, como si se tratara de las bestias, la ventaja de poder comer cuanto se les
antoje y beber lo mismo y de encenagarse en los placeres más inmundos.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —He aquí, repito, una de las causas que impiden a los Estados dedicarse a ningún
ejercicio honesto, y aplicarse, como conviene, al ejercicio de las armas, y causa que transforma los
ciudadanos de índole dulce y pacífica en mercaderes, en traficantes de mar, en comerciantes de toda
clase, y los de índole fogosa en bandidos y ladrones, que horadan las murallas y roban los templos,
en tiranos y en hombres que miran la guerra como un oficio; haciéndose desgraciados a pesar de las
buenas cualidades que han recibido a veces de la naturaleza.
CLINIAS. ¿Qué dices?
ATENIENSE. ¿Cómo puedo menos de mirar como desgraciados a hombres, que se ven
precisados a pasar toda la vida en un hambre continua, que devora su alma?
CLINIAS. Ésa es la primera causa; ¿cuál es la segunda, extranjero?
ATENIENSE. Haces bien en traérmela a la memoria.
CLINIAS. —Esta insaciable avidez de riquezas, que no deja a nadie descansar, es, según tú, uno de
los obstáculos que les impide dedicarse a los ejercicios militares. Sea así. Pero ¿cuál es el otro
obstáculo?
ATENIENSE. Quizá creéis que no quiero decirla y que estoy dando largas a la conversación para
evitar el explicarme.
CLINIAS. —Nada de eso. Pero me parece, que, habiendo tenido ocasión de hablar del amor a las
riquezas, has escuchado demasiado en tus invectivas a la aversión que tienes a este vicio.
ATENIENSE. Extranjero, vuestra observación está en su lugar. Pasemos, por lo tanto, a otra causa
y escuchadme.
CLINIAS. —Habla.
ATENIENSE. —Digo, que esta segunda causa es la naturaleza misma de los gobiernos, de que
hemos hablado ya más de una vez, a saber: la democracia, la oligarquía y la tiranía. En efecto, si se
les ha de dar su verdadero nombre, no son gobiernos, sino facciones constituidas. La autoridad no se
ejerce en ellos por mutuo consentimiento; sólo el poderes voluntario; la obediencia siempre es
forzada. Los gobernantes, desconfiando constantemente de sus súbditos, no ven sino con sentimiento
la virtud, las riquezas, la fuerza y el valor de los mismos; y sobre todo no consienten que se hagan
guerreros. Éstas son poco más o menos las dos causas principales de todos los males de los Estados,
y con seguridad del mal que aquí se trata. Pero el Estado, para el cual formamos nosotros leyes, no
está sujeto ni a uno ni a otro de estos inconvenientes; los ciudadanos vivirán en él con el mayor
desahogo, y gozarán respectivamente de libertad. Tampoco creo, si son fieles A nuestras leyes, que se
dejen nunca dominar por la pasión de las riquezas. Y así podemos decir con mucha probabilidad de
no engañarnos y con razón, que, de todos los gobiernos actuales, el nuestro es el único que puede
admitir el género de educación y los juegos militares, que acabamos de prescribir.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —¿No es ahora ocasión de hacer mención de todas las clases de combates
gimnásticos y de decir cuáles son los que de ellos tienen relación con la guerra, proponer premios
para los vencedores y despreciar todos los demás que serían inútiles para este objeto? Pero es preciso
que la ley determine en primer lugar cuáles son esos combates. Y comenzando por el de la carrera y
de la agilidad, ¿no deberemos darle un puesto entre nosotros?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Efectivamente, la rapidez en los movimientos, así de pies como de manos, es
cosa ventajosamente para la guerra; la ligereza de pies sirve para la fuga y la persecución; y en la
pelea y en los combates a pie firme se necesitan agilidad y fuerza en los brazos,
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Sin embargo, sin armas no se sacará de ninguna de estas cualidades toda la
ventaja que puede sacarse.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Y así, cuando el heraldo llame, según el uso de nuestros días, al que ha de tomar
parte en la carrera, debe presentarse armado, porque no propondremos premio para el que quiera
correr sin armas. El primero es el que debe correr armado el espacio de un estadio;[4] el segundo
debe correr el diaulo; el tercero el efipio; el cuarto el dólico; el quinto, armado por completo,
correrá el espacio dé sesenta estadios hasta un punto marcado, tal como un templo de Marte; el sexto,
cargado de armas más pesadas, recorrerá el mismo espacio por un camino más llano; en fin,
haremos que el séptimo, con todo el equipo del arquero, recorra al través de montañas y de toda clase
de caminos, cien estadios hasta llegar a algún templo de Apolo o de Diana. Abierto el palenque, los
esperaremos allí hasta que vuelvan, y daremos a cada uno de los vencedores el premio prometido.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Dividamos este ejercicio en tres clases; la primera para los niños, la segunda
para los adolescentes, y la tercera para los hombres formales. Como el espacio estará también
dividido en tres partes, los adolescentes recorrerán dos, y los niños uno, ya lleven armas pesadas o
ligeras. En cuanto a las hembras, antes de la edad de la pubertad entrarán desnudas en la carrera, y
recorrerán el estadio, el diaulo, el efipio y el dólico. Tomarán parte en los ejercicios de los hombres
desde la edad de trece años hasta que se verifique su matrimonio, que será antes de los veinte años y
después de los diez y ocho,[5] pero entonces se presentarán en la lid vestidas con un traje decente y a
propósito para la carrera. He aquí lo que tenía que disponer acerca de la carrera con relación a
hombres y mujeres.
En cuanto a los ejercicios de fuerza, tales como la lucha y otros semejantes, que hoy se usan y que
pueden llamarse pesados,[6] los sustituiremos con los combates de armas de uno contra uno, de dos
contra dos, y hasta de diez contra diez. Y así como los directores de la lucha han establecido ciertas
reglas, por medio de las que se distingue lo que es propio de un buen luchador de lo que no lo es,
tendremos nosotros que establecer otras semejantes, que nos ayuden a decidir de qué manera debe el
lidiador defenderse o atacar, para que se le pueda declarar vencedor. A este efecto tomaremos
consejo de los más hábiles en la hoplomaquia, y de concierto con ellos determinaremos los golpes
que es preciso parar o dirigir a su adversario, para merecer la victoria, así como las señales mediante
las que habrá de reconocerse que uno de los campeones ha quedado vencido. Estos combates tendrán
también lugar entre las mujeres basta que se casen.
El ejercicio llamado pancracio lo sustituiremos con el de la peltástica, en el que se combatirá
cubriéndose con pequeños escudos escolados, lanzándose flechas, azagayas y piedras con la mano o
con honda. Estos juegos tendrán igualmente sus leyes, y concederemos el honor de la victoria y el
premio al que mejor las hubiere observado.
Continuando, deberemos tratar ahora de los reglamentos relativos a los combates de caballos. El
uso de caballos no puede ser grande ni frecuente en Creta, de donde se sigue necesariamente que no
hay allí el mismo interés que en cualquier otro punto en educarse en esto, y que los combates a
caballo tienen en aquel país menos estimación. En efecto, entre vosotros no hay gentes que sostengan
carruaje, y sería muy raro que mostrasen interés por los ejercicios de esta clase. Por esta razón,
chocaríamos con el buen sentido y consentiríamos en pasar por insensatos, si intentáramos establecer
esta clase de carreras, que el país no admite, Pero, proponiendo premios para la carrera sobre un
solo caballo, ya sea un potro que no haya echado aún los primeros dientes, ya un caballo formado
delos que ocupan un término medio, no haríamos nada que no estuviese conforme con la disposición
del terreno. Y así la ley quiere, que haya esta clase de combates y de disputas, cuyo fallo, así en las
justas como en las carreras, pertenecerá a los filarcas y a los hiparcas.[7] Con respecto a los combates
sin armas, ya sean gimnásticos o ecuestres, sería un error de nuestra parte dictar reglamentos sobre
ellos.
Un arquero a caballo no es inútil en Creta, como no lo es un hombro diestro en el tiro, por
consiguiente estableceremos juegos y combates de este género. No sería conveniente obligar por ley
a las mujeres a tomar parte en esta clase de ejercicios, pero si, después de haberse acostumbrado a
aquellos de que hemos hablado antes, las jóvenes manifiestan inclinación por éstos y no encuentran
para dedicarse a ellos obstáculos en su constitución, lejos de reprenderlas por esto, lo autorizaremos
con mucho gusto.
Nada tenemos ya más que decir con respecto a la gimnasia, tanto con relación a los ejercicios
públicos, como a las lecciones particulares, que tomará cada cual bajo la dirección de los maestros.
También hemos tratado ya de la mayor parte de los ejercicios de la música. Con respecto a los
rapsodas y a todo lo concerniente a esta profesión, lo mismo que a las luchas que deberemos
establecer los días de fiesta entre los coros, luego que hayamos asignado a los dioses y a los seres de
inferior dignidad los años, los meses y los días que les corresponden, formaremos para todo esto
reglamentos, instituyendo estos certámenes cada tres años, o cada cinco, o de cualquiera otra manera,
según el pensamiento que nos inspiren los dioses. También debemos fijarnos en que habrá entonces
combates de música entre los ciudadanos, y el orden, que deberá observarse en ellos, será arreglado
por los que propongan los premios para estos combates, por el institutor de la juventud y por los
guardadores de las leyes. Todos estos se reunirán a este fin, y convertidos en legisladores
determinarán el tiempo, la manera y las personas que deben disputar el premio en todas las especies
decoros, de danzas y decanto. En cuanto a la naturaleza de las palabras, de las armonías y de los
compases, que entrarán en la composición de las danzas y cantos, ya se ha dicho más de una vez al
primer legislador lo que debe de hacer. Los legisladores que vengan detrás, seguirán sus huellas en
todas sus leyes, y después de hacer una justa distribución de los juegos y de las épocas convenientes
para cada fiesta, dejarán a los ciudadanos celebrar estas solemnidades.
No es difícil conocer cuál es la mejor forma que puede darse a estos juegos y a los demás objetos
de esta clase, y cualquiera que sea lo que a este propósito se establezca, no resultará al Estado ni gran
ventaja ni gran perjuicio. Pero hay otros objetos más importantes, acerca de los cuales es difícil
hacer escuchar la voz de la razón a los ciudadanos; y sólo Dios podría encargarse principalmente de
este cuidado, si fuese posible que ocupara nuestro puesto haciendo las veces de legislador. A falta de
Dios, tenemos necesidad de un hombre atrevido, que, poniendo por encima de todo la libertad y la
franqueza, proponga con confianza lo que juzgue mejor para el público y para los particulares, y
haga reinar en los corazones corrompidos el orden y la honestidad que hay derecho a esperar de
nuestras leyes; que se oponga con energía a las pasiones más violentas; y que, aun cuando no
encuentre entre los hombres nadie que le auxilie, esté resuelto a seguir solo el partido de la recta
razón.
CLINIAS. —¿De qué quieres hablar? No comprendemos tu pensamiento.
ATENIENSE. —No lo extraño, y procuraré explicarme con mayor claridad. Cuando nuestra
conversación nos condujo a tratar de la educación, vi con el pensamiento jóvenes de ambos sexos,
que vivían juntos con mucha familiaridad. Esta vista me ha inspirado cierto temor muy fundado, y me
ha puesto en el caso de hacer esta reflexión: ¿De qué manera deberemos conducirnos en una ciudad,
donde los jóvenes y las jóvenes, con un cuerpo sano y robusto, están exentos de aquel trabajo penoso
y servil, cuyo efecto es apagar el fuego de las pasiones, y que pasan la vida en los sacrificios en las
fiestas y en los coros? ¿Cómo se pondrá en semejante república un freno a pasiones que conducen a
cometer los mayores excesos a una multitud de personas de ambos sexos, pasiones que la razón debe
combatir, si quiere obtener la autoridad de una ley? Se concibe sin dificultad de qué manera las leyes,
que hemos formado antes, habrán de triunfar de otras pasiones; porque la prohibición de trabajar
para enriquecerse excesivamente es muy propia para inspirar la moderación, y porque todas las leyes
que entran en nuestro plan de educación tienden al mismo objeto; y añadid a esto la presencia de los
magistrados, obligados a no separar sus miradas de la juventud y a observarla continuamente. No es
posible, humanamente hablando, tomar más sabia a medidas, para tener a raya a las demás pasiones.
Pero respecto a esos amores insensatos, en los que hombres y mujeres pervierten el orden de la
naturaleza, pasiones funestas, origen de una infinidad de males para los particulares y para los
Estados, ¿cómo podrá prevenirse semejante desorden? ¿Qué remedio podrá emplearse para escapar a
tan gran peligro? La cosa no es tan fácil, mi querido Clinias.
Con respecto a otros muchos puntos de importancia, sobre los cuales hemos dictado leyes
contrarias a los usos establecidos, hemos encontrado un poderoso auxiliar en las instituciones de
Creta y Lacedemonia; pero con relación al punto que ahora tratamos, vuestros dos Estados se oponen
absolutamente a nuestros propósitos. En efecto, si alguno, atendiendo al instinto de la naturaleza
restableciese la ley, que estuvo en vigor hasta el tiempo de Layo,[8] diciendo que lo conforme con el
orden es que los hombres no tengan con los jóvenes un comercio que sólo debe existir entre los dos
sexos, alegando como prueba el instinto mismo de los animales, y haciendo observar que ningún
macho se aproxima nunca para este fin a otro macho, por no ser este el deseo de la naturaleza, nada
diría que no estuviera fundado en razones evidentes; y sin embargo, esto no se ajustaría a la manera
de pensar de Creta y de Lacedemonia. Además, vuestra práctica en este punto no está de acuerdo con
el fin que el legislador debe, en nuestra opinión, proponerse en todas las leyes; porque la única cosa,
que examinamos en cada una de ellas, es saber si conducen A la virtud o si se alejan de ella. Ahora
bien, decidme: aun cuando concediéramos que no hay nada de deshonesto, nada de vergonzoso en la
ley que autoriza este desorden, ¿cómo puede contribuir ésta a que Se adquiera la virtud? ¿Hará que
nazcan sentimientos generosos en el alma de aquel que se deja seducir? ¿Inspirará templanza al
seductor? ¿Hay alguno que pueda persuadirse de que semejante ley produzca tales efectos? Por el
contrario, ¿no está conforme todo el mundo en que sólo desprecio merece la voluptuosidad del que
se entrega a estos infames placeres y no tiene bastante imperio sobre sí mismo para contenerse, como
igualmente en condenar en el que imita a la mujer su vergonzosa semejanza con este sexo? ¿Quién
puede consentir, que un hecho de esta especie se convierta en ley? Nadie, por poca idea que tenga de
lo que es la verdadera ley. ¿Pero cómo convencerse de la verdad de lo que digo? Es necesario
conocer bien la naturaleza de la amistad, la de la pasión y de lo que se llama amor, si se quiere
examinar esto bajo su verdadero punto de vista; porque de estar la amistad, el amor y una tercera
especie de afección, que resulta de la mezcla de aquellas, comprendidas bajo el mismo nombre, nace
toda la dificultad y la oscuridad de esta materia.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —Decimos que dos cosas son amigas cuando se parecen por la virtud o que son
iguales entre sí. Decimos también, que la indigencia es amiga de la riqueza, aunque sean dos cosas
opuestas; y cuando una de estas cosas se dirige a la otra con energía, a esto llamamos amor.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —La amistad, pues, que resulta de dos cosas contrarias es una pasión cruel y feroz,
y es raro que sea reciproca. La que resulta de la semejanza es, por el contrario, dulce y propia para
unir a unos hombres con otros durante toda la vida. En cuanto a la amistad, que es mezcla de las dos
anteriores, no es fácil adivinar lo que desea el hombre dominado por esta tercera especie de amor.
Incierto en sus deseos se siente arrastrado hacia los dos lados opuestos por sentimientos contrarios.
Uno, que le lleva o recoger la flor del objeto que ama, y el otro que le prohíbe tocar a él. Porque el
que sólo ama el cuerpo y está hambriento de su belleza, como si fuera un fruto, se excita para
conseguir su goce, y no tiene en Cuenta ni el alma, ni las costumbres del objeto que ambiciona.
Mientras que el que se cuida poco del amor del cuerpo y mira la belleza del mismo con los ojos del
alma, lejos de desearla, se siente henchido de un amor legitimo por el alma de su amigo; creería
hacerle un insulto, si saciase sobre su cuerpo una pasión brutal; y lleno de respeto y estimación por la
templanza, la fuerza, la grandeza de alma y la sabiduría, desea que su relación cou el objeto amado
sea pura y casta. El amor compuesto de estos dos amores es el que hemos contado ha poco como el
tercero. Supuesto lo dicho, ¿la ley debe condenar igualmente estas tres clases de amores, y
prohibirnos que les demos entrada en nuestro corazón? ¿O más bien admitiremos con gusto en
nuestra república el amor fundado en la virtud, el cual sólo aspira a hacer lo más perfecto posible al
joven que es objeto de él; y prohibiremos, en cuanto de nosotros dependa, el acceso de los otros dos?
¿Qué piensas de esto, mi querido Megilo?
MEGILO. —Todo lo que acabas de decir sobre esta materia es muy sensato.
ATENIENSE. —Ya me lisonjeaba yo de que serías de mi dictamen, y veo que no me había
engañado en mi conjetura. No hay necesidad de que yo examine aquí cuáles son sobre este punto las
disposiciones de vuestras leyes; me atengo a tu confesión. Con respecto a Clinias, procuraré más
adelante convencerle con la fuerza de mis razones. Y así me atengo a lo que me concedéis uno y otro;
y sigamos con nuestras leyes.
MEGILO. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Se presenta a mi espíritu un medio de hacer pasar una ley sobre la materia que
nos ocupa, medio sencillo en ciertos conceptos y en otros de una ejecución en extremo difícil.
MEGILO. —¿Cómo es eso?
ATENIENSE. —Sabéis, que hoy mismo la mayor parte de los hombres, a pesar de la corrupción
de sus costumbres, se abstienen fiel y cuidadosamente en ciertas ocasiones de todo comercio de mal
género con personas hermosas, no sólo sin hacerse violencia, sino de buena voluntad.
MEGILO. —¿En qué ocasiones?
ATENIENSE. —Cuando se tiene un hermano O una hermana de una gran belleza. Una ley no
escrita pone a cubierto al hijo o a la hija de la pasión de su padre, prohibiendo a éste acostarse con
ellos ni en público ni en secreto y tocarlos de ningún modo con intención criminal; y no viene, ni
remotamente, a las mientes de la mayor parte de ellos el formar semejantes deseos.
MEGILO. —Dices verdad.
ATENIENSE. —Y así una sola palabra extingue en ellos todo deseo de esta naturaleza.
MEGILO. —¿Qué palabra?
ATENIENSE. —La que les hace conocer que semejantes acciones están prohibidas, son detestadas
de los dioses, y llevan consigo la más extrema infamia. ¿Y no es la causa de todo esto que nadie ha
usado jamás otro lenguaje, y que desde que uno nace oye siempre y por todas partes decir esto
mismo, sea en las conversaciones ligeras, sea en el teatro en medio del aparato se río de la tragedia,
cuando esta nos presenta en la escena los Fiestes, los Edipos o los Macareos, que han tenido con sus
hermanas un comercio clandestino, y que descubierto el hecho, no han dudado en darse la muerte
como justo castigo de su crimen?
MEGILO. —Con mucha razón dices que la voz pública tiene un poder maravilloso, puesto que
llega hasta impedirnos respirar contra la prohibición de la ley.
ATENIENSE. —Por consiguiente tengo razón para decir que cuando el legislador quiera
subyugar algunas de estas pasiones, que dominan a los hombres con más violencia, le es fácil
conocer la manera como debe hacerlo. Para ello no tiene más que consagrar esta misma voz pública,
haciendo que usen el mismo lenguaje todos los habitantes, libres y esclavos, mujeres y niños. Por este
medio dará a la ley el mayor grado de estabilidad.
MEGILO. —Muy bien; pero ¿cómo conseguirá que los ciudadanos hablen todos de la misma
manera sobre este punto?
ATENIENSE. —Tu objeción es justa: y yo mismo he dicho, que tenía un medio para hacer pasar
la ley que obliga a los ciudadanos a conformarse con la naturaleza en la unión de los dos sexos
destinada a la generación; que prohíbe áloe varones todo comercio con los varones, y les veda
trabajar con intención premeditada en extinguir la especie humana y arrojar entre piedras y rocas una
semilla, que no puede ni arraigar ni fructificar allí; y que les prohíbe igualmente con relación al sexo
femenino todo abuso que sea contrario al fin de la generación. Si esta ley llega un día a ser tan
universal y tan poderosa como la que prohíbe a los padres toda unión carnal con sus hijas, y si llega
hasta el punto de impedir todas las demás uniones ilícitas, producirá una infinidad de buenos efectos,
porque, en primer lugar, es conforme con la naturaleza; además, pone a salvo a los hombres de esa
rabia y de esos furores que acompañan al amor; se opone a todos los adulterios; obliga a evitar todo
exceso en la comida y la bebida; establece la concordia y la amistad en los matrimonios, y
proporciona otros muchos bienes a todo el que sea bastante dueño de sí mismo para poder
observarla. Pero se presentará quizá delante de vosotros algún joven violento y de temperamento
ardiente, el cual al oír proponer esta ley, nos echará en cara con insolencia que ordenamos cosas
desprovistas de razón e imposibles, y nos abrumará con sus exclamaciones. La posibilidad de estos
murmullos es lo que me ha obligado a decir que conocía un medio, muy fácil por una parte y muy
difícil por otra, de hacer adoptar esta ley y de hacerla estable. Nada más fácil, en efecto, que imaginar
cuán posible es esto y la manera como puede serlo; porque sostengo, que desde el momento en que
está ley haya sido consagrada de una manera suficiente, subyugará todos los corazones y los hará
dóciles y temerosos con relación a todas las ordenes del legislador. Las costumbres han llegado en la
actualidad a tal punto de corrupción, que se mira esta ley como impracticable, en la misma forma que
no se cree posible el establecimiento de las comidas en común en una ciudad, ni que todos sus
habitantes se sometan para siempre a este género de vida. Sin embargo, la experiencia ha demostrado
lo contrario, puesto que estas comidas están en uso entre vosotros, si bien en vuestros dos Estados
mismos no se ha tenido por practicable este uso de las comidas públicas respecto de las mujeres. Y
esta fuerza de la preocupación contraria me ha obligado a decir que las leyes sobre estos dos puntos
no subsistirían sino con gran dificultad.
MEGILO. —Nada has dicho que no sea exacto.
ATENIENSE. —¿Queréis que os pruebe con razones, que han de impresionar nuestros espíritus,
que lo que yo propongo no es imposible, ni superior a las fuerzas humanas?
CLINIAS. —Con mucho gusto.
ATENIENSE. —¿Quién creéis que se abstendrá más fácilmente de los placeres del amor y se
conformará con las disposiciones dictadas sobre esta materia, el que es sano de cuerpo y no ha sido
educado de una manera vulgar, o el que tiene un cuerpo mal constituido?
CLINIAS. —Mejor podrá abstenerse el primero.
ATENIENSE. —¿No habéis oído nunca decir lo que se cuenta de Iccos de Tarento, el cual ton la
mira de conseguir la victoria en los juegos olímpicos y en los demás, de tal manera se consagró a su
arte y tales progresos hizo en cuanto a adquirir fuerza y templanza, que durante el tiempo de sus
ejercicios no tocó a ninguna mujer ni a ningún joven? Lo mismo se refiere de Crisón, de Astilos, de
Diopompo y de muchos otros atletas. Sin embargo, mi querido Clinias, todas estas gentes estaban
peor educadas, en cuanto al alma, que tus conciudadanos y los míos; y con respecto al cuerpo, eran
de una complexión excesivamente ardiente.
CLINIAS. —Tienes razón; lo que dices de estos atletas lo han referido como cierto nuestros
antepasados.
ATENIENSE. —¡Y qué!, para conseguir el premio de la lucha, de la carrera y de otros ejercicios
semejantes, estos atletas han tenido el valor de abstenerse de placeres, cuyo goce consideran los más
como la felicidad de la vida, y ¿no podrán nuestros discípulos dominar sus deseos a la vista de una
victoria mil veces más gloriosa, que pintaremos ante sus ojos desde la infancia como la más preciosa
de todas las victorias, en nuestros y discursos en nuestras canciones, y cuyos encantos les haremos
gustar indudablemente?
CLINIAS. —¿Qué victoria?
ATENIENSE. —La que se consigue sobre los placeres, y a la que va unida la felicidad de la vida;
así como seremos por el contrario desgraciados, si nos dejamos vencer por ellos. Además, el temor
de cometer una acción ilícita en todos conceptos, ¿no tendrá fuerza bastante, para hacer que triunfen
de estas mismas tendencias, que otros con menos virtudes que ellos han sabido dominar?
CLINIAS. —Así debe de ser.
ATENIENSE. —Visto lo que hemos llegado a decir acerca de esta ley, y que en este punto hemos
encontrado dificultades en la corrupción de costumbres de nuestro tiempo, digo, que no debemos
dudar un momento en publicarla y en declarar a nuestros ciudadanos, que no es posible que los
pájaros y los demás animales los aventajen en este respecto. Muchos de estos animales, reunidos en
grandes rebaños, se mantienen puros y castos, y no conocen los placeres del amor hasta el tiempo
señalado por la naturaleza para la generación; y llegado este tiempo, el macho escoge la hembra que
le agrada, y la hembra su macho, y apareados de esta manera viven en adelante conforme a las leyes
de la santidad y de la justicia, permaneciendo fíeles en sus primeros compromisos; pues bien, es
preciso que nuestros habitantes superen en este punto a los animales. Ahora, si se dejan corromper
por el ejemplo de los otros griegos y de la mayor parte de los pueblos bárbaros; si a fuerza de oír
decir y de ver que los amores desordenados están en uso en las demás naciones, cesasen de ser
dueños de sus deseos, entonces es preciso que los guardadores de las leyes, convirtiéndose en
legisladores, contengan este desorden por medio de una segunda ley.
CLINIAS. —¿Qué ley deberían dictar en tu opinión si la nuestra se hiciese inútil?
ATENIENSE. —Es evidente, Clinias, que será una que depende inmediatamente de ésta.
CLINIAS. —Pero repito, ¿cuál es?
ATENIENSE. —Consiste en debilitar en ellos, en cuanto sea posible, la fuerza del deleite sensual,
separando de su rumbo por medio de la fatiga lo que la nutre y la sostiene, obligándola a
encaminarse hacia otro punto del cuerpo; y esto se conseguirá seguramente a no ser que a
consecuencia del uso de los placeres hayan perdido todo sentimiento de pudor. En efecto, si por
pudor usan de los placeres sólo raras veces, el deleite ejercerá sobre ellos por esta misma razón un
imperio más débil. La ley declarará, por lo tanto, que la honestidad exige que se ejecuten en secreto
tales actos, y que es infame cometerlos a vista de todo el mundo, apoyándose al determinar esto en la
costumbre y en la ley no escrita, que prescriben lo mismo; pero la ley no impondrá una abstención
completa. De esta manera tendremos una ley menos perfecta y de una moralidad de segundo orden,
que de las tres clases de ciudadanos para que se dará, contendrá por fuerza dentro del deber a la
tercera, es decir, a la de los hombres corrompidos e incapaces de vencerse a sí mismos, que es como
nosotros los hemos llamado.
CLINIAS. —¿Cuáles son las otras dos clases?
ATENIENSE. —Una es la de los ciudadanos piadosos y celosos del verdadero honor; y otra, la de
los que se sienten atraídos menos por las bellas cualidades del cuerpo que por las del alma. ¿Todo lo
que acabamos de decir no es quizá más que uno de esos deseos que se manifiestan en una
conversación? ¿Qué ventaja, sin embargo, sacarían todos los Estados de la observancia de estas
leyes? Por lo menos, si Dios secunda nuestros esfuerzos, llegaremos a obtener en este punto una de
dos cosas: o que nadie se atreverá a tocar a persona de condición libre, fuera de su mujer; que no se
contraerán con concubinas uniones no precedidas de ninguna ceremonia, y cuyos frutos serían
ilegítimos; y que no se tendrá con los del mismo sexo un comercio estéril, prohibido por la
naturaleza; o cuando no otra cosa, conseguiremos desterrar enteramente el amor por los jóvenes. En
cuanto al amor por las mujeres, si alguno conociese otra que la que ha entrado en su casa bajo el
auspicio de los dioses y con el titulo sagrado del matrimonio, ya la haya adquirido por compra o de
cualquiera otra manera, y si este comercio de mal género llega a conocimiento de cualquiera, sea
hombre o mujer, no haremos más que lo justo si le privamos por una ley, como a un infame, de todas
las distinciones y privilegios de ciudadano, reduciéndole a la condición de extranjero. Tal es la ley,
ya se la considere como una, ya como dos, que creo debe dictarse en lo relativo a los placeres del
amor y en todas las especies de uniones licitas e ilícitas, que esta clase de deseos ocasionan entre los
hombres,
MEGILO. —Extranjero, esa leyes completamente de mí gusto; pero que Clinias nos diga también
lo que piensa de ella.
CLINIAS. —Lo haré, Megilo, cuando llegue el tiempo oportuno. Por ahora, dejemos al
extranjero que continúe la exposición de sus leyes.
MEGILO. —Sea así.
ATENIENSE. —Continuando, pues, he aquí que hemos llegado al punto referente a las comidas en
común. Esta institución tropezaría en cualquiera otra parte con grandes dificultades; pero en Creta no
hay nadie que piense que se pueda vivir de otra manera. Lo principal es saber qué práctica
seguiremos, sí la de esta isla o la de Lacedemonia,[9] o bien si podrá encontrarse una tercera, que sea
preferible a las dos. No creo que sea difícil imaginar una; pero me parece al mismo tiempo que no
nos sería de grande utilidad estando como están muy bien arregladas las cosas en aquel país en este
punto. Pide el orden explicar ahora de dónde y cómo nuestros ciudadanos se proporcionarán su
subsistencia. Las otras ciudades tienen para vivir necesidad de mil cosas que hacen venir de una
infinidad de puntos. Por lo menos necesitan un surtido doble del que necesitará la nuestra; porque la
mayor parte de los griegos sacan sus alimentos del mar y de la tierra, siendo así que la tierra sola
suministrará el mantenimiento a nuestros habitantes, lo cual acorta mucho la obra del legislador,
puesto que de esta manera le bastan para llenar su cometido la mitad y aun menos de las leyes
necesarias en otros países y hasta de las leyes más convenientes a personas libres. En efecto, se ve
desembarazado de todo el aparato de leyes referentes a patronos de buques, traficantes, mercaderes,
hostelerías, aduanas, minas, préstamos, intereses usurarios, y otras mil cosas semejantes. El
legislador de una ciudad como la nuestra, pasando todo esto en silencio, se limitará a dictar leyes a
los labradores, a los pastores, a los que cuidan las colmenas, a los que están al frente de los
almacenes donde se depositan las producciones de estas artes o donde se fabrican los instrumentos;
con tanto más motivo cuanto que están ya arreglados los asuntos más importantes, tales como los
matrimonios, la generación, la educación o instrucción de los niños y la institución de los cargos de
la magistratura; así que sólo le faltan las leyes relativas a los que se ocupan inmediata o
mediatamente de la subsistencia del Estado.
Comencemos por las leyes de la agricultura. He aquí la primera que dictamos en nombre de
Júpiter, que preside los lindes. Que nadie toque a los linderos que separan su campo de el del
ciudadano su vecino, o del campo del extranjero, cuyas tierras están situadas en la frontera del
Estado; que todos se persuadan de que esto sería mover lo que debe permanecer inmóvil; y que cada
cual esté firmemente resuelto a remover las mayores rocas antes que tocar con un dedo el linde o la
pequeña piedra que marca los límites de la amistad y de la enemistad, y que nos hemos obligado con
juramento a dejar en su lugar. Júpiter, garante de los derechos del ciudadano y del extranjero, ha sido
testigo de estos juramentos y no puede irritársele sin exponerse a las más crueles guerras. El que sea
fiel a esta ley, no experimentará nunca los males que su infracción lleva consigo, pero el que la
menosprecie, sufrirá un castigo doble por su temeridad; el primero y más grande de parte de los
dioses, el segundo de parte de la ley. Que nadie toque voluntariamente a los linderos que haya entre
sus fincas y las de su vecino. Si alguno se atreve a hacerlo, todo ciudadano puede denunciarle a los
propietarios, quienes acudirán en queja ante los jueces. Si resulta culpable el acusado, los jueces
dispondrán la pena o multa que merece un hombre que procura sordamente o a viva fuerza confundir
las divisiones de las tierras.
En segundo lugar, los daños que los vecinos se hacen unos a otros, aunque no sean de
consideración, sin embargo, como las ocasiones se presentan tan a menudo, producen a la larga
grandes enemistades, que hacen la vecindad en extremo molesta e insoportable. Por esta razón debe
impedirse, en cuanto sea posible, que ningún ciudadano dé a su vecino ningún motivo de queja; y
cuidar sobre todo de que no usurpe parte del campo de éste labrándole, porque nada es más fácil que
dañar a otro, y todo hombre es capaz de ello, mientras que no todos están en disposición de hacer
bien a tos demás. Por lo tanto, todo el que, traspasando los linderos, trabaje como suyo el campo de
su vecino, pagará el daño; y para curarle su impudencia y la bajeza de sus sentimientos, pagará
además el doble del daño que le ha sufrido. El conocimiento, el juicio y el castigo de los delitos de
este género pertenecerán a los agrónomos. Los que sean graves serán juzgados por los inspectores,
juntamente con los doce guardas, en la forma que antes se dijo, y los ordinarios serán juzgadas
solamente por los inspectores. Si se causa algún daño haciendo pastar los ganados, los mismos jueces
harán la estimación de aquel e impondrán una multa. Si dejándose llevar por la pasión de robar
abejas, se apropia alguno el enjambre de otro, o le atrae a su casa metiendo ruido con vasos de
bronce, indemnizará al dueño del enjambre. Si al prender fuego a materias inútiles, no tomase las
medidas oportunas para no perjudicar al vecino, pagará el daño según la estimación de los jueces. Lo
mismo sucederá, si al poner árboles, no se guarda la distancia prescrita entre la planta y la heredad
del vecino, punto que ya ha sido arreglado suficientemente por otros legisladores,[10] y de cuyas
disposiciones legales ninguna dificultad tendremos en servirnos, persuadidos como estamos de que
no conviene al legislador o jefe del estado detenerse en hacer leyes sobre una multitud de pequeñas
cosas que cualquiera puede arreglar tan bien como él. Igualmente, como tocante a las aguas existen
muy buenas leyes dictadas hace mucho tiempo por los cultivadores, no es oportuno arrancarlas de
allí para traerlas a nuestra conversación. Pero el que quiera conducir un cauce de agua a su campo, lo
hará tomándola de manantiales públicos, sin interceptar los de ningún particular; y conducirá el agua
por el terreno que le acomode, evitando, sin embargo, que pase por casas, templos, monumentos, y
sin ocupar más que el terreno necesario para el paso de un pequeño arroyo. Sí en algún punto hay
escasez de agua y la tierra absorbe las aguas pluviales sin darlas salida, de suerte que se carezca allí
hasta de la necesaria, se cavará en aquel terreno hasta encontrar arcilla; y si a esta profundidad no se
halla agua, se tomará en la vecindad la que se requiera y sea suficiente para el gasto de la familia.
Pero si los vecinos no tuviesen tampoco la bastante para su servicio, se dirigirán a los agrónomos,
los cuales arreglarán el orden en que irá cada uno a hacer provisión de agua a casa de sus vecinos.
Si alguno sufre daño en su campo o en su casa de parte del vecino que habita más abajo, por
negarse a dar a las aguas llovedizas la necesaria salida; o por el contrario, si el habitante de la parte
de arriba causa daño al vecino de la parte inferior, por dejar correr las aguas a la aventura, y si por
otro lado no se arreglan amistosamente, el que se sienta agraviado se dirigirá a los astinomos, si es
en la ciudad, y a los agrónomos, si es en el campo, y trasladándose éstos al punto de la disputa,
dispondrán lo que cada parte debe de hacer. Hecho el arreglo, el que no se conforme con él, será
acusado como vecino incómodo y díscolo, y si se le convence de ello, será condenado a pagar a la
otra parte el doble del daño que le ha causado por haberse negado a obedecer a los magistrados. Con
respecto a los frutos de otoño, todos los compartirán con todos de la manera siguiente. La diosa, que
preside a la recolección, nos hace dos clases de presentes: uno es la uva que no puede conservarse, y
el otro la uva que por su naturaleza puede conservarse; y sobre esto he aquí lo que la ley ordena. El
que toque a las uvas o a los higos campestres, ya sea en su finca, ya en la ajena, antes del tiempo de la
recolección que cuadra con la aparición de Arturo, pagará una multa de cincuenta dracmas
consagradas a Baco, si cometió el exceso en su propio campo: una mina, si fue en campo de sus
vecinos: y dos tercios de mina si Fue en cualquiera otro campo. Con respecto a las uvas que no
pueden conservarse, y a los higos que se llaman delicados, el que quiera cogerlos, si es en su finca,
tomará los que quiera y cuando quiera; si es en finca de otro y lo hace sin permiso del dueño, será
castigado conforme a la ley que prohíbe tocar a lo que no se ha arrancado.[11] Si el culpable fuese
esclavo y hubiese cogido alguno de estos frutos en un huerto sin la voluntad del dueño, recibirá
tantos azotes como higos y granos de uva haya cogido. El extranjero establecido entre nosotros
tendrá derecho a tomar de esta clase de frutos, pagándolos. En cuanto al extranjero que va de paso y
desea refrescarse, podrán él y uno de los criados que le acompañen tomar sin pagar cuantos higos y
uvas quieran de los que no pueden conservarse, porque es un presente que se le debe por su calidad
de extranjero. Pero la ley le prohíbe absolutamente echar mano a los frutos que se llaman rústicos; y
si un extranjero o su esclavo tocan a ellos, no teniendo conocimiento de esta prohibición, el esclavo
será azotado y ningún daño se hará al dueño; pero se le advertirá que sólo puede tocar las uvas que
no sirven ni para secar ni para hacer vino, y a los higos que no pueden conservarse. Con respecto a
las peras, manzanas, granadas y otros frutos semejantes, no será cosa fea tomarlos ocultamente; pero
si alguno menor de treinta años, es cogido in fraganti, podrá impedirse que lo haga y pegarle con tal
que no resulte herida; y ni siquiera los hombres de condición libre tendrán acción alguna en justicia
en razón de los golpes recibidos con este motivo. El extranjero tendrá el mismo derecho sobre estos
frutos que sobre las uvas y los higos. El ciudadano de más de treinta años, que se contente con comer
y no intente llevarse nada, gozará del mismo derecho que el extranjero; pero si obra en fraude de la
ley, corre el riesgo de no poder disputar el premio de la virtud, si alguno se apercibe y recuerda a los
jueces cuando llegue el caso las faltas de este género que haya cometido.
El agua es la cosa más necesaria para el cultivo de las huertas, pero es fácil corromperla; porque
la tierra, el sol, los vientos, que concurren con el agua a alimentar las plantas, no pueden ser
emponzoñados, ni alterados, ni sustraídos, mientras que todo esto puede suceder con el agua, y por
esta razón hay necesidad de que venga la ley en su auxilio. He aquí la que yo propongo. Si alguno
corrompe el agua de otro, sea de fuente, sea de lluvia depositada, arrojando en ella ciertas drogas, o
tuerce su curso por medio de excavaciones, o en fin, la roba, el propietario irá a quejarse ante los
ancianos y hará él mismo la estimación del daño, y aquel que resulte convencido de haber
corrompido el agua, además de la indemnización de perjuicios, estará obligado a limpiar la fuente o
el depósito, conforme a las reglas prescritas por los intérpretes según la exigencia de los casos y de
las personas.
Con respecto al trasporte de las diversas especies de frutos, que cada cual las conduzca por donde
más le agrade, con tal que no cause daño a otro o que el provecho que le resulte sea triple del daño
que sufre su vecino. El conocimiento de esta clase de causas pertenecerá a los magistrados, así como
el de todas aquellas, en las que, al trasportar los frutos, se hubiere, valiéndose de la violencia y del
fraude, causado cotí intención daños a otro en su persona o en sus bienes. Todas estas causas, digo, se
ventilarán ante los magistrados, quienes tendrán derecho a fallar si el daño no excede de tres minas.
Si el motivo de queja es más grave, se dirigirán a los tribunales públicos para que castiguen al
culpable. En caso que los magistrados no se hayan atenido a las reglas de la equidad en la estimación
del daño, serán castigados al pago del duplo en favor de la parte ofendida; y en cualquier negocio en
que se crea alguno perjudicado por los magistrados, se podrá apelar siempre de su sentencia a los
tribunales públicos.
Deberíamos dictar un sinnúmero de pequeños reglamentos sobre la manera de administrar
justicia, sobre la naturaleza de las acciones, sobre las citaciones para comparecer, sobre los que han
de hacer estas citaciones, si basta que sean dos o han de ser más, y sobre otros pormenores análogos
de que no es posible desentenderse, pero que no son ya propios de un legislador de mi edad. Otros
más jóvenes se encargarán de este cuidado, y tomando nuestras leyes por modelos, cotejarán sus
pequeños reglamentos con los nuestros, que se ocupan de asuntos más importantes, y el uso y la
experiencia los guiarán hasta que hayan dado a sus leyes toda la perfección conveniente. Entonces las
declararán inquebrantables, y se conformarán a ellas exactamente en la práctica considerándolas
como una legislación acabada. En punto a los demás artesanos, he aquí lo que respecto de ellos debe
disponerse. Que ningún ciudadano, ni servidor de un ciudadano, ejerza profesión mecánica. El
ciudadano tiene una ocupación que exige de suyo mucho estudio y ejercicio, que consiste en procurar
establecer y conservar el buen orden en el Estado, y éste no es por su naturaleza uno de aquellos
trabajos que se pueden hacer ligeramente. Además, no hay hombre que reúna en si los talentos
necesarios para sobresalir en dos artes o en dos profesiones: ni tampoco para ejercer con éxito un
arte por sí mismo y dirigir a alguno en el aprendizaje de otro. Conforme a este principio, es preciso
que la siguiente ley sea fielmente observada entre nosotros. Que ningún obrero que trabaje hierro, lo
haga al mismo tiempo en madera; e igualmente que ninguno que trabaje en madera tenga bajo su
dirección obreros que trabajen en hierro, cuyas labores dirija abandonando la suya con el pretexto de
que teniendo un gran número de esclavos que trabajan bajo sus ordenes y para él, es natural que
consagre a aquellos principalmente su atención porque el oficio de los mismos es de mayor interés
para él que el suyo propio. Que nadie tenga en el Estado más que un solo oficio, del cual sacará su
subsistencia. Los astinomos cuidarán de que esta ley se mantenga en toda su fuerza; y respecto a los
ciudadanos, si observan que alguno desprecia el estudio de la virtud, para dedicarse a algún arte,
cualquiera que él sea, acósenle haciéndole cargos y tratándole ignominiosamente hasta que le hagan
entrar de nuevo en su deber. Si algún extranjero ejerce dos oficios a la vez, debe de ser condenado a
prisión y al pago de multas, arrojado de la ciudad y obligado por el temor a estos castigos a ser un
hombre solo y no muchos. Con respecto al salario que se les deba y a la aceptación de su trabajo, si
se les causa algún daño o si ellos le causan a los demás, los astinomos decidirán si el daño no pasa de
cincuenta dracmas, y si es mayor, se acudirá a los tribunales públicos, que juzgarán según la ley.
Que nadie pague en el Estado impuesto alguno por la importación o exportación de las
mercancías. Que no se traiga de fuera, cualquiera que sea la razón de necesidad que se alegue, ni
incienso, ni otros perfumes extranjeros de los que se queman en los altares de los dioses, ni púrpuras,
ni ninguna otra tintura que el país no suministre; ni, por último, ninguna otra materia extranjera de
que se sirven otras artes; y en igual forma, que no se exporte ninguno de los frutos que deben
permanecer en el país. Excepto los cinco guardadores de las leyes más ancianos, los doce restantes
habrán de estar ojo avizor, para hacer que se observe este reglamento.
En cuanto a las armas y demás instrumentos necesarios para la guerra, si para su fabricación hay
necesidad de tomar del extranjero obreros, maderas y metales de cierta clase, materiales para hacer
sogas, o ciertos animales útiles a este fin, los generales y los comandantes de caballería tendrán
facultades para hacer entrar y salir, dar o recibir, en nombre de la ciudad, todo lo que juzguen
necesario, debiendo dictar sobre esto los guardadores de las leyes las disposiciones que convengan y
basten. Que en nuestra ciudad y en todo su territorio nadie comercie con estas cosas ni con otra
alguna con ánimo de amontonar dinero, sino que la distribución de víveres y de las demás
producciones del país se hará, a mí entender, de una manera conveniente, si se tiene en cuenta en este
punto la ley establecida en Creta. Porque es preciso, que el total de los frutos de las doce partes del
territorio se distribuya entre todos y se consuma de la misma manera; que de cada doceava parte de
estas producciones, trigo, cebada, o cualquiera otra especie de frutos, propios de cada estación,
comprendiendo en ello todos los animales vendibles que se encuentren en cada parte del territorio, se
formen tres partes, una para las personas libres, otra para los esclavos, y la tercera para los artesanos
y en general para los extranjeros, tanto los que han venido a establecerse a nuestra ciudad para
ganarse la vida, como los que de tiempo en tiempo vienen a negocios, sean del Estado o de
particulares. Esta tercera parte de frutos, de que no puede prescindirse, se pondrá necesariamente en
venta, así como no hay semejante necesidad respecto de las otras dos. Pero ¿cómo haremos que esta
partición sea exacta? ¿No es evidente, por lo pronto, que en ciertos conceptos deberá ser igual y ea
otros desigual?
CLINIAS. —¿Cómo entiendes eso?
ATENIENSE. —Es una necesidad que lo que la tierra produce o mantiene sea mejor en unos
parajes y menos bueno en otros.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Pues bien, componiéndose las tres partes de iguales productos, no es preciso que
la parte de las personas libres, así como la de los esclavos o la de los extranjeros, sea mejor que las
otras, sino que debe hacerse que la distribución sea igual entre todos con una igualdad de calidad.
Después, cada ciudadano que ha recibido dos partes, será árbitro de distribuirlas entre las personas
libres y los esclavos de su familia, dando a cada uno lo que quiera y en la cantidad que quiera. Las
demás cosas se distribuirán a proporción y en la medida justa de la manera expresada, y fijado el
número de los animales que toman su alimento de la tierra, se hará de ellos la repartición en la
misma forma.
En seguida se determinará la habitación que cada uno debe de ocupar, y he aquí el arreglo que es
indispensable hacer. Es preciso que haya doce barrios, cada uno de los cuales estará situado en el
centro de cada doceava parte del Estado; que en cada barrio haya, alrededor de la plaza pública,
templos consagrados a los dioses y a los genios, ya ténganlos magnetes,[12] divinidades locales, o ya
adoren divinidades extranjeras introducidas ha largo tiempo en el país y cuyo culto se ha perpetuado
por una antigua tradición, tributándoles los honores que se les han venido rindiendo desde la más
remota antigüedad. En cada una de dichas divisiones habrá templos consagrados a Vesta, a Júpiter, a
Minerva, y a la divinidad que da su nombre a cada doceava parte del territorio. En los aledaños de
estos templos se construirán, en el punto más elevado, casas que sirvan como de retirada segura a los
encargados de la defensa del territorio. Del cuerpo de artesanos se harán trece secciones, que se
distribuirán por toda la extensión del Estado; de suerte que una sección habite en la ciudad, repartida
por igual entre los doce cuarteles, quedando las demás en los barrios de las afueras. Encada barrio
residirán los trabajadores de todas especies que sean necesarios para la agricultura. A. los
agrónomos corresponde cuidar de todo esto, ver el número y la calidad de obreros que necesite cada
cantón, cómo deben colocárseles para que no causen incomodidad y para que sean tan útiles a los
labradores como sea posible. Los astinomos tendrán este mismo cuidado con respecto a los obreros
que trabajan en la ciudad.
La inspección de la plaza pública correrá a cargo de los agrónomos. Además del cuidado de los
templos, de que están especialmente encargados, cuidarán en primer lugar de que no se cometa
ninguna injusticia en la venta y compra de las cosas necesarias para la vida; y en segundo lugar, de
que se conserve el orden y no se insulten unos a otros, procurando castigar a los culpables. En cuanto
a las mercancías examinarán ante todo si, respecto de las que los ciudadanos deben de vender a los
extranjeros, se hace todo conforme al orden establecido por la ley. He aquí cuál es éste. El primer día
de cada mes los ciudadanos harán llevar al mercado, valiéndose de extranjeros o de los esclavos,
encargados de la venta de sus frutos, la doceava parte del trigo destinado a los extranjeros, y estos
comprarán aquel mismo día para todo el mes el trigo y demás grano de esta naturaleza. El décimo día
del mes el ciudadano venderá y el extranjero comprará la provisión de líquidos que necesite para
todo el mes. El día veintitrés del mismo tendrá lugar el mercado de los animales, que unos han de
vender y otros de comprar. En aquel mismo día los labradores pondrán en venta diferentes muebles y
cosas varios, como pieles, telas de todas clases, sea de tejido o de materia abatanada, y otras cosas
semejantes, que los extranjeros necesitan comprar para su uso. Que nadie venda a los ciudadanos o a
sus esclavos, ni compre de ellos, estas cosas, ni tampoco trigo o cebada molidos, ni ninguna de las
mercancías necesarias para la vida. Pero se permitirá a los extranjeros vender en los mercados que se
verificarán sólo para ellos, a los obreros y a sus esclavos trigo y vino al pormenor. Generalmente se
da el nombre de mercaderes a los que hacen este comercio. Los carniceros venderán igualmente la
carne al por mayor a los extranjeros, a los artesanos y a sus obreros. Todos los días el extranjero
podrá comprar al por mayor toda clase de combustible a los encargados de esta venta, y podrán
revenderlo después a otros extranjeros en la cantidad y en el momento que les acomode. Respecto de
las demás cosas y de todos los muebles que puede uno necesitar, se les pondrá en venta en un
mercado público y en el local designado por los guardadores de las leyes de acuerdo con los
agrónomos y los astinomos, que escogerán para esto sitios convenientes y fijarán precios a las
mercancías. Allí se liarán los cambios de dinero por mercancías y de mercancías por dinero, sin que
sea permitido a nadie vender su mercancía a pagar a plazos. El que la venda en esta forma, contando
con la buena fe del comprador, no podrá reclamar, páguele o no le pague, porque no tendrá acción
para pedir en justicia el cumplimiento de esta clase de ventas. Si se vendiese o se comprase una cosa
en mayor cantidad o a más alto precio que los marcados por la ley, que fija el punto hasta donde se
puede subir o bajar el valor de las mercancías, sin permitir que se salga de estos límites, en este caso
se inscribirá el exceso ante los guardadores de las leyes y se borrará lo que falte para ser el justo
precio.
Lo mismo se hará con relación a los extranjeros establecidos en nuestra ciudad tocante al estado
que den de sus bienes. Todo el que quiera y pueda poner un establecimiento entre nosotros bajo las
condiciones prescritas, será libre de hacerlo. Estas condiciones son: que habrá de tener un oficio; que
sólo permanecerá en la ciudad por veinte años a contar desde el día en que fuere inscrito; que no se le
exigirá en cambio de esta autorización más que la promesa de conducirse bien; que no pagará ningún
derecho por nada de lo que pueda comprar o vender; y que trascurrido el plazo señalado, se retirará
con todo lo que le pertenece. Pero si en el espacio de estos veinte años hace al Estado algún servicio
de consideración y se lisonjea de poder obtener del Senado o del pueblo reunido alguna prórroga
para su salida, y hasta el permiso de permanecer en la ciudad por el resto de sus días, se dirigirá a la
ciudad, y será confirmado en aquello que de ella haya obtenido. En cuanto a los hijos de estos
extranjeros domiciliados, si saben algún oficio, se comenzará a contar el tiempo de su permanencia
desde el momento en que hayan cumplido quince años, y pasados los veinte irán a establecerse a
donde lo tengan por conveniente. Esto no obstante, si deseasen permanecer entre nosotros por más
tiempo, podrán hacerlo después de haber obtenido el permiso necesario. Antes de retirarse, se
presentarán en la casa de los magistrados, para que se borren las declaraciones, que han dado por
escrito, de los bienes que poseían.
Libro IX de Las Leyes

ATENIENSE. —El orden natural de nuestras leyes nos conduce a tratar ahora de las acciones en
justicia, que vienen a seguida de las materias de que nos hemos ocupado ya. En cuanto a los objetos
sobre que deben versar estas acciones, ya se ha explicado lo relativo a la parte de la agricultura y a
todo lo que de ella depende. Pero nada hemos dicho aún de objetos que son muy importantes, ni
hemos hablado de la naturaleza de cada delito en particular, ni de las penas que merecen, ni de los
tribunales que de ellos deben conocer. Éstos son los puntos de que vamos a tratar ahora.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —A primera vista parece vergonzoso dictar leyes sobre la materia que nos va a
ocupar, tratándose de una ciudad, que, a nuestro juicio, estará bien gobernada, y que encontrará en sus
instituciones todo lo que puede desearse para la práctica de la virtud. Suponer que en semejante
ciudad habrá hombres tan malos como los más malvados de los demás países, de suerte que sea
necesario que el legislador prevenga y contenga con amenazas a los que pudieran llegar a serlo, y
que dicte leyes para evitar ciertos crímenes y señalar penas para los mismos, como si realmente
debiesen de cometerse, es, como he dicho, una suposición injuriosa en cierto concepto. Pero como
nosotros no estamos en el caso de los antiguos legisladores, que eran descendientes de los dioses, y
daban, si es cierto lo que hoy se cuenta, leyes para héroes, hijos también de los dioses, y no somos
más que hombres que dictamos leyes para hijos de hombres, no debe extrañarse que temamos que
entre nosotros aparezcan algunos hombres de carácter indomable, que no sea posible suavizar ni
ablandar, y que, semejantes a ciertas semillas que resisten a la acción del fuego, estén dotados de una
dureza a prueba de las más severas leyes. Pensando en los hombres de este género voy, aunque con
mucha repugnancia, a dictar las leyes siguientes. La primera se refiere al robo de los templos, por si
llega el caso de que haya alguno tan atrevido que cometa este crimen. Estamos bien distantes de
esperar y casi basta de sospechar, que ningún ciudadano, que haya recibido una buena educación, se
vea atacado de una enfermedad semejante. Pero podría suceder, que sus esclavos o que los
extranjeros y los esclavos de los extranjeros cometieran atentados de esta clase, y éstos son los que
principalmente he tenido presentes. Sin embargo, desconfiando en general de la debilidad de la
naturaleza humana, dictaré contra todos, sin excepción, la ley sobre el sacrilegio y sobre todos los
demás crímenes de esta naturaleza, cuya curación es muy difícil y hasta imposible.
Pero es preciso, como ya convinimos antes, poner a la cabeza de estas leyes un preludio, el más
corto que sea posible. Podría dirigirse la palabra a aquel que se sienta movido por un criminal deseo
de robar las cosas sagradas, que le acosa durante el día y le desvela durante la noche, y probar a
apartarle de su mal propósito, habiéndole en estos términos: «Mi querido amigo, el deseo de robar
los templos que te devora, no es un mal natural al hombre ni enviado por los dioses; es un espíritu
vertiginoso debido a antiguas faltas, que no se han expiado, espíritu que uno lleva consigo a todas
partes y que inspira los más criminales deseos. Es preciso hacer los mayores esfuerzos para tío
dejarse seducir. Aprende de mi boca las precauciones que debes de tomar a este efecto Cuando te
venga al espíritu un pensamiento semejante, pide auxilio a las ceremonias que son propias para
conjurarle; vete en calidad de suplicante a los templos de los dioses que apartan de los hombres las
desgracias que los amenazan; busca la compañía de las personas reconocidas como virtuosas;
escucha de su boca que el deber de todo hombre es cultivar la justicia y la honestidad; acostúmbrate a
usar este mismo lenguaje; y evita resueltamente el trato de los picaros. Estos remedios te
proporcionarán quizá algún alivio a tu mal, y de no ser así, abandona la vida y mira la muerte como
un bien».
Después de que hayamos hecho que escuchen este preludio los que meditan acciones crimínales
de estas que destruirían la sociedad civil, con respecto al que se muestre dócil será preciso hacer que
la ley calle; pero al que se resista le diremos en alta voz a seguida del preludio: todo hombre, sea
extranjero o esclavo, a quien se sorprenda robando una cosa sagrada, será expulsado, desnudo, del
territorio del Estado, después de haberle grabado en la frente y en las manos el sello de su crimen y
de haber recibido los azotes que los jueces hubieren decretado. Este castigo podrá quizá corregirle y
hacerle mejor, porque ninguna pena, impuesta conforme al espíritu de la ley, tiene por fin el mal del
que la sufre, sino que su efecto es hacerle mejor o menos malo. Si algún ciudadano es sorprendido
cometiendo semejante crimen, y ha cometido contra los dioses, contra sus padres, contra el Estado
cualquiera de estas faltas enormes en que no se puede pensar sin horror, el juez, atendiendo a la
excelente educación que ha recibido desde la infancia, la cual, sin embargo, no ha sido bastante a
apartarle de los más grandes crímenes, le mirará como un enfermo incurable y le impondrá como
castigo la muerte, que para él es el menor mal que puede sufrir. Así servirá de ejemplo a los demás,
cuando vean infamada su memoria, y su cadáver arrojado lejos, fuera de los límites del Estado. Por
lo que hace a sus hijos y descendientes, si se alejan de la línea de conducta que ha seguido su padre,
serán colmados de honores y cubiertos de gloria por haber abandonado con fuerza y con valor el
camino del vicio por el de la virtud.
Respecto a los bienes de estos desgraciados, la forma de nuestro gobierno, que exige que la
porción hereditaria de cada familia no salga de ella ni sufra ninguna diminución, no nos permite
confiscarlos en provecho del público. Y así, cuando alguno haya cometido una falta, que merezca una
multa, si además de la suerte de tierra y muebles necesarios tiene algo, de este sobrante se tomará la
multa, pero no se pasará de aquí. Los guardadores de las leyes consultarán el cuadro estadístico, para
saber con exactitud el estado de los bienes de cada uno, dando cuenta a los jueces a fin de que nadie
sea despojado de su herencia por no tener otra cusa con que pagar la multa. Si fuere preciso condenar
a alguno a una multa que sea superior a sus recursos, y si sus amigos no se ofreciesen a fiarle y a
pagar una parte de la cantidad para que pueda ser puesto en libertad, continuará por largo tiempo
encadenado y sufrirá otros tratamientos ignominiosos.
Que ningún crimen, cualquiera que sea su naturaleza, quede impune, y que nadie pueda evitar el
castigo apelando a la fuga; y por lo mismo, los culpables deben de ser condenados a muerte, o a
cadena, o a llevar azotes, o a permanecer sentados o de pie en posición humillante a la entrada de los
lugares sagrados situados en la frontera, o a multas pecuniarias, que se exigirán según las reglas que
acabamos de prescribir. La condenación a muerte sólo podrán decretarla los guardadores de las leyes
o un tribunal compuesto de los mejores magistrados del año precedente. Dejamos a los legisladores
jóvenes el cuidado de arreglar las formalidades de las apelaciones, de las citaciones y demás
procedimientos; pero es deber nuestro hacer leyes sobre la forma del juicio. Que todos los jueces den
su voto en público, que se sienten unos al lado de otros, guardando el orden de antigüedad y teniendo
en frente al acusador y al acusado; y que todos los ciudadanos asistan y presten atención a estos
juicios a no tener otras ocupaciones graves. El acusador hablará el primero y el acusado responderá.
Después de haber hablado ambos, el más antiguo de los jueces comenzará a interrogarles,
examinando de esta manera más a fondo la solidez de sus razones. Todos los demás jueces harán lo
mismo después de él, exigiendo de cada parte las aclaraciones que deseen sobre lo que se ha dicho o
dejado de decir, y el que nada tenga que preguntar dejará que lo haga el siguiente. De todo lo que se
haya dicho se hará constar por escrito lo más sustancial, y el escrito, sellado y firmado por todos los
jueces, se depositará en el templo de Vesta. Al siguiente día se reunirán los jueces, proseguirán el
procedimiento haciendo un nuevo interrogatorio, y pondrán también su firma en lo que hubieren
escrito. En fin, después de haber hecho lo mismo por tres veces consecutivas y de haber recogido
suficientes pruebas y deposiciones, cada juez, en el momento de dar el voto sagrado, prestará
juramento invocando a Vesta de que, en cuanto le sea posible, juzgará según la justicia y la verdad; y
de este modo se dará por terminado el proceso.
Después de los crímenes contra los dioses, vienen los crímenes contra el Estado. Aquel que, para
elevar a un ciudadano a la magistratura, encadena las leyes, se hace dueño de la ciudad por medio de
las facciones, emplea la fuerza para la ejecución de su designio y atiza el fuego de la sedición, un
hombre semejante debe de ser considerado como el más peligroso enemigo del Estado. Debe ponerse
en segunda linea en razón de maldad al ciudadano, que revestido con alguno de los cargos
principales y aunque no tenga parte en los malos designios del primero, ja lo ignore o ya lo sepa, se
niegue por cobardía a vengar a su patria en esta ocasión. Y así todo hombre, por poco interés que le
inspire la causa pública, debe denunciar a los magistrados y llevar ante el tribunal al que sepa que
intenta suscitar turbaciones en el gobierno y hacer violencia a las leyes. Los jueces, que han de juzgar
este crimen, serán los mismos que entienden en el de sacrilegio; se procederá en el juicio conforme a
las mismas reglas; y el culpable será condenado a muerte a pluralidad de votos. En una palabra, el
oprobio y castigo del padre no se extenderán hasta los hijos, a menos que el padre, el abuelo y el
bisabuelo hayan sido condenados a muerte. En este caso el Estado les mandará que vuelvan a su
antigua patria, permitiéndoles llevar sus bienes, a excepción de la suerte de tierra asignada por la ley
y muebles a ella anejos. En seguida en las familias, que cuenten hijos varones que pasen de diez años,
se escogerán a la suerte diez de entre aquellos que su padre o su abuelo paterno o materno hayan
designado; se enviarán a Delfos los nombres de los diez favorecidos por la suerte; y el joven, que
merezca la designación del dios, será reconocido bajo los mejores auspicios como heredero de los
ciudadanos desterrados.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Con arreglo a una tercera ley, los mismos jueces dictarán también con iguales
formalidades sentencia de muerte contra los que sean acusados ante el tribunal como reos de traición.
Se decidirá de la misma manera si sus descendientes deben permanecer en el país e salir de él; en una
palabra, conforme a la misma ley serán juzgados el traidor, el sacrílego y el perturbador del buen
orden del Estado.
En cuanto al ladrón no habrá más que una ley para castigar todos los robos grandes y pequeños.
El que esté convicto de hurto, volverá el duplo de lo hurtado, si tiene bienes con que pagar, aparte de
su porción hereditaria; y si no tiene, permanecerá encadenado hasta que haya pagado al que le
persiguió en justicia o haya obtenido de éste el perdón. El acusado y convicto de haber robado al
público, será igualmente encadenado, a menos que obtenga gracia o que pague el duplo de lo que ha
robado.
CLINIAS. —Extranjero, ¿qué es lo que piensas cuando dices que es preciso no hacer diferencia
entre un robo grande y un robo pequeño, ni fijar tampoco la atención en si ha sido cometido en un
templo o en otro lugar sagrado, ni en ninguna de las demás circunstancias que alteran la condición
del robo? Me parece que el legislador debe dictar penas diferentes según la diversidad de las
condiciones del robo.
ATENIENSE. —Me has detenido muy a tiempo en medio de mi camino, mi querido Clinias. Tu
objeción me ha despertado y recordado otra idea, que ya había asaltado mi espíritu; y es, ya que he de
decirlo aquí, puesto que se me presenta la ocasión, que todos cuantos hasta ahora se han mezclado en
dictar leyes lo han hecho mal. Esto exige mayor explicación. Me he servido de una imagen bastante
exacta, cuando he comparado los que hacen hoy leyes con los esclavos que cuidan a otros esclavos en
sus enfermedades. Debéis figuraros, que si alguno de estos médicos, que ejercen la profesión sin
principios y sin tener otra guía que la experiencia, viese al verdadero médico conversar con su
enfermo, que es de condición libre como él, razonar casi como un filósofo, remontarse hasta el
origen del mal y hasta los principios generales relativos a la constitución del cuerpo humano, es
seguro que no se contendría y se echaría a reír a carcajadas, diciendo las mismas cosas que en tales
ocasiones dicen los más de los que se llaman médicos. «Insensato», diría, «eso no es curar al
enfermo, y sí darle lecciones, como sí se tratase de hacerle médico y no de procurarle la salud».
CLINIAS. —¿Haría tan mal en hablar de esa suerte?
ATENIENSE. —Según y conforme. Y si estuviese igualmente en la persuasión de que el que trata
la materia de las leyes en la forma que lo hacemos nosotros aquí, da a sus conciudadanos
instrucciones y no leyes, ¿no te parecería que también en este caso tendría razón para hablar así?
CLINIAS. —Quizá.
ATENIENSE. —Sentado esto, nos encontramos nosotros en una situación muy ventajosa.
CLINIAS. —¿Qué situación?
ATENIENSE. —Que no tenemos obligación de dictar leyes, y que nuestro fin es probar a
descubrir lo que es mejor y más necesario para el Estado y la manera en que convenga ponerlo en
ejecución. Y así estamos en plena libertad de fijarnos, sí queremos, en lo que hay de mejor, o de
atenernos sencillamente a lo que es más necesario. Veamos la elección que deberemos de hacer.
CLINIAS. —Extranjero, semejante alternativa no puede proponerse seriamente, porque nos
pareceríamos a esos legisladores. A quienes una extrema necesidad obliga a dictar leyes sobre la
marcha, porque si lo dejaran para el día siguiente, sería tarde. Nosotros, gracias a Dios, semejantes al
albañil que escoge en un montón de piedras las que necesita, o a cualquiera de los obreros que se
ocupan en la construcción de un edificio, nosotros, repito, estamos en el caso de amontonar
materiales, destinados al edificio de nuestras leyes, reservándonos hacer por despacio la elección de
lo que nos convenga. Por lo tanto pongámonos en este momento en el caso, no de los que construyen
apresuradamente estrechados por la necesidad, sino de los que con toda holgura reúnen bajo su mano
una parte de los materiales mientras que emplean la otra. De suerte que podemos con razón mirar
nuestras leyes, las unas como puestas y las otras como propuestas.
ATENIENSE. —Ése es el verdadero medio, mi querido Clinias, de que nuestro plan de legislación
sea más natural. Y en nombre de los dioses, fijaros conmigo en esta reflexión o propósito de los
legisladores.
CLINIAS. —¿Qué reflexión?
ATENIENSE. —En todos los Estados, además de los discursos del legislador que constan por
escrito, hay otros muchos escritos compuestos por diferentes personas.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿Y deberemos fijar nuestra atención en los otros escritos, así de los poetas, como
de los prosistas, que han dejado a la posteridad preceptos referentes a la manera de vivir bien, y
desentendemos de los escritos de los legisladores? ¿O más bien deberemos consultar estos últimos
con preferencia?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿No es el legislador el único, entre todos los escritores, a quien pertenece dar
instrucciones sobre lo que es bello, bueno y justo, enseñar las cosas que tienen estas condiciones y la
manera de ponerlas en práctica para gozar de una vida dichosa?
CLINIAS. —Sí. sin duda.
ATENIENSE. —¿Sería más vergonzoso para Homero, Tirteo y demás poetas el haberse engañado
en lo que han escrito sobre los deberes de la vida humana, que para Licurgo, Solón y demás
legisladores, que nos han dejado escritos? ¿No es, por el contrario, lo natural que de todas las obras
que corren en manos del público, pasen, y sin ninguna duda, las que tratan de las leyes como las más
bellas y excelentes, y que juzgando las demás por éstas, se las apruebe, si están conformes con ellas,
y se las deseche con desprecio, si contienen máximas contrarias a las mismas? No perdamos de vista
que el legislador, al escribir sus leyes, es preciso que haga, para con sus conciudadanos, o el papel de
un padre y de una madre llenos de prudencia y afección por sus hijos, o el de un tirano, de un
déspota, que manda, que amenaza y que cree que no hay nada que hacer uña vez escrita y promulgada
su ley, A nosotros corresponde ver si deberemos optar por el primer papel al componer nuestras
leyes. Que esta empresa supere o no nuestras fuerzas, por lo menos demos pruebas de valor
intentándola; y marchando por este camino resolvámonos a sufrir todo lo que venga. Pero no, la
empresa no puede salir mal; ella triunfará, contando con la voluntad de Dios.
CLINIAS. —No se puede hablar mejor; hagamos lo que dices.
ATENIENSE. —Por lo tanto, es indispensable entrar, y ya habíamos comenzado a hacerlo, en una
discusión exacta acercad de la naturaleza del sacrilegio, del robo y de las demás especies de
crímenes; y no debe parecer mal que en el curso de nuestra legislación hayamos estatuido sobre
ciertos puntos mientras que estamos aún perplejos sobre otros; porque nosotros nos estamos
amaestrando para legisladores, pero no lo somos aún; quizá algún día lo seremos. Si os agrada,
seguiremos en el examen de los objetos de que se trata el método que yo propongo.
CLINIAS. —Consiento en ello.
ATENIENSE. —Echemos ante todo una ojeada a la naturaleza de lo justo y de lo honesto; veamos
en qué estamos conformes y en qué no lo estamos, nosotros, que nos preciamos, si no de ser más
hábiles que el vulgo, por lo menos de hacer esfuerzos para conseguirlo; y veamos también en qué
este vulgo no está de acuerdo consigo mismo.
CLINIAS. —¿Cuáles son entre nosotros esas diferentes maneras de pensar, que has tenido en
cuenta al hablar así?
ATENIENSE. —Voy a decíroslas. Todos estamos conformes en decir que la justicia en general es
una cosa bella en sí, así como todo lo que de ella participa, sea en los hombres, sea en los negocios,
sea en las acciones, de suerte que, sí alguno sostuviese que el hombre justo, aunque sea contrahecho
de cuerpo, es muy bello por lo que hace a la posesión de justicia, no debería temer que se le
reprendiese por haber hablado mal.
CLINIAS. —¿Y no tendría razón?
ATENIENSE. —Ciertamente. Si es cierto que todo lo que afecta a la justicia es bello, ¿no se sigue
de aquí que lo que se dice de todo lo que se hace en este concepto, debe aplicarse igualmente a todo lo
que se padece?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Pero una acción justa no participa de la belleza, sino en proporción que participa
de la justicia.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Y así no hay contradicción en conceder, que si la cosa que se padece es justa, es
bella en el mismo grado que es justa.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Pero si al mismo tiempo que reconocemos, que una cosa que se padece es justa,
decimos que no es bella, ponemos la justicia en oposición con la belleza, puesto que equivale a decir
que una cosa justa no es bella.
CLINIAS. —¿A qué se encamina todo eso?
ATENIENSE. —No es difícil adivinarlo. Las leyes, que hemos dictado hace un instante, parecen
indicar todo lo contrario de lo que acaba de decirse.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —Suponíamos en aquellas, que el sacrílego y el enemigo de las leyes mejor
establecidas son con justicia castigados con la muerte; pero en el momento en que íbamos a dictar un
gran número de leyes semejantes, nos detuvimos, considerando que ellas dan lugar a que se sufran
mil cosas graves, que son a la vez las más justas y las menos bellas que se pueden padecer. Ahora
bien, de este modo ¿no resulta que tan pronto juzgamos que lo justo y lo bello son una misma cosa,
como que son cosas enteramente opuestas?
CLINIAS. —Así parece.
ATENIENSE. —Y he aquí cómo los más de los hombres no están de acuerdo consigo mismos al
establecer una gran diferencia entre lo justo y lo bello.
CLINIAS. —Así me lo parece, extranjero.
ATENIENSE. —Veamos ahora, Clinias, si nosotros nos entendemos mejor.
CLINIAS. —¿Sobre qué?
ATENIENSE. —Creo haber dicho antes con bastante claridad una cosa.
CLINIAS. —¿Qué cosa?
ATENIENSE. —Si no la dije antes, esperad, y la diré ahora.
CLINIAS. —¿Qué?
ATENIENSE. —Que todos los hombres malos, sin excepción, lo son involuntariamente y lo son
al hacer todo el mal que hacen. Sentado este principio, he aquí la consecuencia que de él
necesariamente resulta.
CLINIAS. —¿Qué consecuencia?
ATENIENSE. —El hombre injusto es malo, y el malo es tal involuntariamente; es así que lo
voluntario y lo involuntario están en pugna; luego, después de haber supuesto que la injusticia as
involuntaria, es preciso reconocer que el que comete una injusticia la comete involuntariamente. Esto
es lo que yo mismo tengo que reconocer, puesto que sostengo que toda injusticia es involuntaria,
aunque algunos, por espíritu de contradicción o por distinguirse, pretenden que si bien la injusticia es
involuntaria, muchos hombres son injustos voluntariamente. Esto es lo que ellos piensan, pero no lo
que pienso yo. Si vosotros, Clinias y Megilo, me preguntaseis cómo puedo ponerme yo de acuerdo
conmigo mismo y llegaseis a interrogarme de la manera siguiente: Extranjero, si lo que dices es
exacto, ¿qué nos aconsejas que hagamos respecto de la república de los Magnetes? Le daremos leyes
o no. Sin duda: responderé yo. Pero, replicareis vosotros, ¿distinguirás tú las injusticias en
voluntarias e involuntarias, y estatuiremos nosotros penas mayores para las faltas y para las
injusticias voluntarias, y menores penas para las demás, o impondremos a todas penas iguales,
suponiendo que no hay absolutamente faltas voluntarias?
CLINIAS. —Extranjero, tu observación es sensata. Y bien, ¿qué partido tomaremos en esta
cuestión?
ATENIENSE. —Tu pregunta es oportuna. He aquí por lo pronto el partido que tomaremos.
CLINIAS. —¿Cuál?
ATENIENSE. —Recordemos con cuánta verdad dijimos antes, que nuestras ideas en punto a la
justicia están llenas de confusión y de contradicciones; y sentado esto, preguntemos de nuevo: ¿cómo,
sin haber buscado ninguna solución a estas dificultades, sin haber explicado en qué consiste la
diferencia entre las faltas, diferencia que los legisladores de todos los países han hecho consistir en
que unas son voluntarias y otras involuntarias, calcando en esto sus leyes, cómo, repito, lo que
acabamos de manifestar podrá pasar sin otra explicación, como si hubiera salido de la boca de un
dios, ni cómo sin haber probado con razones la verdad de nuestras palabras, hemos de dictar leyes
contrarias en cierta manera a las de los demás legisladores? Eso no puede ser, y antes de pasar a las
leyes es necesario explicar cómo son de dos especies las faltas y cuáles son las demás diferencias que
hay entre ellas, a fin de que cuando señalemos penas para cada especie, todos puedan seguir el hilo de
nuestro discurso y puedan discernir lo que hay bien o mal ordenado en las leyes.
CLINIAS. —Extranjero, apruebo lo que dices. En efecto, una de dos cosas: o no debemos decir
que todas las injusticias son involuntarias, o es preciso comenzar por probar que tenemos razón para
decirlo.
ATENIENSE. —De esos dos caminos yo no puedo tomar el primero, porque no puedo
resolverme a no decir lo que creo verdadero, guardando un silencio que no es legítimo ni lícito. Es
indispensable, pues, que pruebe a explicar en qué consiste la distinción de las faltas, y si sólo estriba
en que unas son voluntarias y otras involuntarias, o si en cualquiera otro fundamento.
CLINIAS. —Sin duda, extranjero; a nosotros no nos es posible concebir que sea otro el
fundamento de esta distinción.
ATENIENSE. —Bien pronto lo concebiréis. Decidme: los ciudadanos, en su comunicación y
relaciones mutuas, se hacen muchas veces daño unos a otros; y en tales ocasiones lo voluntario y lo
involuntario se muestran a cada instante.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —No se diga, que toda especie de daño es una injusticia, ni se imagine en
consecuencia que en estos daños hay dos clases de injusticias, unas voluntarias y otras involuntarias,
no siendo los daños involuntarios menores ni por el número ni por la magnitud que los voluntarios.
Observad ambos, os lo suplico, si lo que voy a decir es infundado. Porque estoy muy distante de
decir, Megilo y Clinias, que si alguno hace daño a otro sin quererlo y contra su voluntad, cometa una
injusticia, aunque involuntariamente; y en mis leyes no colocaré este daño entre las injusticias
involuntarias; antes bien diré, por el contrario, que este daño, grande o pequeño, de ninguna manera
es una injusticia. Más aún, si mi dictamen prevalece, diremos que muchas veces el autor de un
servicio, hecho por malos medios, es culpable de injusticia. En efecto, mis caros amigos, de que uno
dé o tome de otro una cosa, no debe inferirse precisamente que su acción es justa o injusta, sino que
debe examinar el legislador si la intención del que hace bien o mal a otro es recta y justa, y no perder
de vista al mismo tiempo estas dos cosas, la injusticia y el daño causado. Respecto al daño, es deber
suyo repararlo por medio de las leyes, en cuanto le sea posible, recobrando lo que se ha perdido,
levantando lo que esté caído, curando lo que ha sido herido, e indemnizando lo que haya sido
matado; en una palabra, debe de intentar reconciliar, por medio de una compensación, al autor del
daño con el que lo ha sufrido.
CLINIAS. —Hasta aquí vamos bien.
ATENIENSE. —Pero con relación al daño y también al provecho agenciado injustamente, como
cuando se procura alguno una ganancia por medios ilícitos, el legislador, mirando estas injusticias
como enfermedades del alma, aplicará remedios a las que son susceptibles de curación, y he aquí el
fin que debe proponerse en el tratamiento de esta clase de enfermedades.
CLINIAS. —¿Qué fin?
ATENIENSE. —El de enseñar por medio de la ley al autor de la injusticia, sea grande o pequeña,
y precisarle a no cometer con propósito deliberado semejantes faltas, o por lo menos a cometerlas
pocas veces, exigiendo de todas maneras la reparación del daño. Todo cuanto haga para inspirar a los
hombres aversión a la injusticia, hacer que amen, o por lo menos que no aborrezcan, la equidad,
valiéndose para ello de hechos o de palabras, del placer o del dolor, de los honores o de la infamia,
dé las multas pecuniarias o de las recompensas, todo esto no puede menos de ser la obra de las más
bellas leyes. Pero si el legislador observa que el enfermo es incurable, ¿qué ley y qué pena dictará
contra él? Como sabe que para esta clase de personas la vida no es el estado más ventajoso, y que con
su muerto proporcionan una doble utilidad a los demás, puesto que para estos es un ejemplo que los
aparta de obrar mal, y se purga al mismo tiempo la república de los peores súbditos, no puede
dispensarse de imponer la pena de muerte para esta clase de crímenes y de criminales; pero fuera de
este caso no debe de usar este remedio.
CLINIAS. Lo que acabas de decir me parece muy razonable; pero desearía de tu parte una
explicación más clara acerca de la diferencia que encuentras entre el daño y la injusticia, y de los
diferentes caracteres de lo voluntario y de lo involuntario.
ATENIENSE. —Es preciso tratar de daros gusto. Es evidente que en vuestras conversaciones
sobre el alma, decís y oís decir a los demás, que hay en ella una cosa que se llama cólera, ya sea una
afección o una parte del alma; que esta cólera es por naturaleza fácil de irritar y difícil de aplacar, y
que, arrastrada por una violencia desprovista de razón, causa muchas veces grandes estragos.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Reconocemos además que el alma tiene el sentimiento del placer, que nada tiene
de común con la cólera, y el cual, ejerciendo sobre ella su imperio con una fuerza de un carácter
completamente opuesto al anterior, la compromete, por medio del engaño envuelto con violencia, a
ejecutar todo lo que la sugiere.
CLINIAS. —Sí, verdaderamente.
ATENIENSE. —A estos dos orígenes de todas nuestras faltas añadid un tercero, que es la
ignorancia, y no os engañaréis. Hay dos clases de ignorancia que importa al legislador distinguir
bien; una simple, que él mirará como causa de las faltas ligeras; otra doble, que es cuando se vive en
el error, no sólo por ignorancia, sino también por una falsa opinión científica, suponiendo que se
tiene un conocimiento perfecto de lo que se ignora enteramente. A estas tres causas, cuando están
apoyadas por la fuerza y por el poder, deben de atribuirse los grandes crímenes que atacan más
directamente al buen orden. Cuando van unidas a la debilidad, como las faltas de los niños y de los
ancianos, las tendrá por verdaderas faltas, las castigará como tales por medio de los leyes, pero
procurando que sean éstas las más suaves de todas y las más indulgentes.
CLINIAS. —Todo eso es conforme con el buen sentido.
ATENIENSE. —En cuanto al placer y a la cólera, decimos todos al hablar de los hombres, que
unos son superiores a sus impresiones y que otros se dejan vencer por ellas, y así sucede realmente.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Pero jamás hemos oído decir, que los unos son superiores a la ignorancia y que
los otros sucumben ante ella.
CLINIAS. —No, seguramente.
ATENIENSE. —Sin embargo, decimos que cada una de estas tres fuerzas nos arrastra hacia lo que
cada una desea; de suerte que muchas veces nos atraen en sentidos opuestos.
CLINIAS. —Muy frecuentemente.
ATENIENSE. —Ya puedo ahora explicarte claramente y sin embarazo lo que entiendo por justicia
y por injusticia. Llamo injusticia a la tiranía que ejercen sobre el alma la cólera, el temor, el placer, el
disgusto, la envidia y otras pasiones, sean o no perjudiciales a los demás por sus efectos; y digo, que
es preciso llamar justa a toda acción hecha en conformidad con la idea que tenemos del bien, a
cualquier objeto a que los Estados o los particulares hayan ligado la idea de bondad, cuando esta idea,
dominando en el alma, lo ordena todo en el hombre, aun cuando a veces se extravíe, y tengo también
por justa toda afección del alma que es dócil a esta idea, y por muy perfecta toda conducta humana
dirigida por la misma. No quiere decir esto que no huya personas que dan a estas acciones, que
perjudican al prójimo, el nombre de injusticia involuntaria. Pero no es esta ocasión de discutir sobre
cuestiones de palabra. Y puesto que acabamos de reconocer distintamente tres clases de orígenes de
nuestras faltas, es bueno, Antes de pasar adelante, repasarlas en nuestra memoria. La primera clase es
un sentimiento penoso, que nosotros llamamos cólera y temor.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —La segunda es el gusto por el placer y los demás deseos le esta naturaleza. La
tercera es la aberración de las opiniones y de las ideas relativamente al bien. Esta tercera clase abraza
otras dos, con lo cual resultan cinco, para las que es preciso dictar leyes diferentes, reduciendo estas
especies a dos géneros.
CLINIAS. —¿Cuáles?
ATENIENSE. —Uno compuesto de los crímenes que se ejecutan por medios manifiestos y
violentos; y otro de los que, se cometen ocultamente por medios oscuros y fraudulentos. Algunas
veces el mismo crimen se ejecuta por ambos caminos, y sí las leyes son justas, es preciso que sean en
este caso muy severas.
CLINIAS. —Así debe de ser.
ATENIENSE. —Volvamos ahora a donde estábamos al comenzar esta digresión, y sigamos con
nuestras leyes. Tratábamos, si no recuerdo mal, de los que saquean los templos de los dioses, de los
traidores, y de los que, trastornando las leyes, intentan disolver el gobierno establecido. Puede
suceder que se cometa alguno de estos crímenes en un acceso de locura, o a consecuencia de alguna
enfermedad, o de una vejez decrépita A de una imbecilidad que no se distinga en nada del estado de la
infancia; y entonces, si los jueces escogidos para fallar sobre estos crímenes, llegan a conocer por la
declaración del culpable o del que aboga en su defensa, que estas causas son las que han dado ocasión
al hecho, y se persuaden de que en efecto su autor se hallaba en una de esas situaciones cuando obró
contra la ley, le condenarán sólo a la reparación del daño que ha podido causar y le eximirán de los
demás castigos, Exceptúo el caso de homicidio, en que el culpable no sea inocente de la sangre que ha
derramado; al cual se le obliga a irse a otro país, donde permanecerá durante un año. Si vuelve antes
del término designado por la ley, y lo mismo si pone el pie en su país natal, será condenado por los
guardadores de las leyes a dos años de prisión pública, pasados los cuales será puesto en libertad. Ya
que hemos comenzado por los homicidios, probemos a dictar leyes sobre toda clase de homicidios,
comenzando por los violentos o involuntarios. Si alguno en los combates y en los juegos públicos
matare a su amigo sin intención, ya muera éste inmediatamente a consecuencia de los golpes que ha
recibido, ya poco después; lo mismo que si tiene la desgracia de que le suceda esto en la guerra o en
los ejercicios militares que se hagan por orden de los magistrados, sin armas o con ellas, para
representar mejor lo que pasa en la guerra verdadera, en todos estos casos será declarado inocente
conforme a lo que el oráculo de Delfos ha ordenado en esta clase de accidentes. La ley declarará
igualmente inocente a todo médico, en cuyas manos muera el enfermo, cuando no ha habido culpa
por su parte.
El que mate a un hombre con su mano, pero involuntariamente, empleando para esto sólo sus
miembros, sirviéndose de un instrumento o de una arma cualquiera, dándole cierto brebaje o ciertos
alimentos, valiéndose del fuego o del frío, quitándole la respiración, en una palabra, ya sea mediante
su propio cuerpo, ya por medio de un cuerpo extraño, será considerado como personalmente
culpable de homicidio y sufrirá las penas siguientes: Si ha matado a esclavo ajeno creyendo que era
suyo, compensará e indemnizará al dueño de este esclavo; si se niega a ello, será condenado en
justicia a pagar el doble del precio del esclavo, cuya estimación tocará hacer a los jueces. En cuanto a
las expiaciones, las hará mayores y más numerosas que los que han dado muerte a alguien en los
juegos públicos. A los intérpretes, escogidos por los dioses, corresponde arreglar estas expiaciones.
Si el muerto es su esclavo, la ley le declara libre de toda pena, después de que se haya purificado. El
que mate involuntariamente a una persona libre, estará sujeto a las mismas expiaciones que el que
mate a un esclavo. Además, que se guarde de despreciar una tradición que es muy antigua. Dícese, que
el que ha concluido su vida a consecuencia de una muerte violenta y después de haber gozado de la
condición de hombre libre, conserva resentimiento durante cierto tiempo contra el homicida; que
llenándole el accidente violento, que él ha experimentado, de temor y de espanto y viendo al autor de
su muerte continuar haciendo el mismo género de vida y tratando con las mismas personas que antes,
le aterra a su vez y hace todo lo posible para inspirarle la turbación de que sé ve él mismo envuelto,
llamando a este fin sin cesar en su auxilio a la memoria y a la conciencia del culpable. Por esta razón
el homicida debe ceder ante el muerto que le persigue, desterrándose voluntariamente durante un año
de su patria y de los sitios qué frecuentaba. Si mató a un extranjero, será desterrado por el mismo
tiempo del país de este extranjero. En el caso de que se someta de buen grado A esta ley, el más
próximo pariente del muerto, que observará todo lo que pasa, se conducirá según las reglas de la
moderación, perdonándole su crimen y entrando en buena relación con él. Pero si el culpable se
niega a obedecer, si se atreve a presentarse en los templos y sacrificar con sus manos manchadas con
sangre, si no quiere estar desterrado de su patria durante el tiempo prescrito, este mismo pariente le
acusará de homicida ante los tribunales, y si resulta convicto, sufrirá una pena doble. Y si el pariente
más próximo no persigue al homicida, contraerá él mismo la mancha del crimen, el muerto volverá
contra él su resentimiento, todo ciudadano podrá acusarle, y será condenado a destierro por cinco
años conforme a lo dispuesto por la ley.
Si un extranjero mata involuntariamente a otro extranjero establecido en el Estado, podrá
cualquiera perseguirle en virtud de estas leyes; si está domiciliado, será desterrado por un año; si es
simplemente extranjero, sea el que quiera el muerto, sea extranjero con domicilio o sin él o
ciudadano, además de las expiaciones ordinarias, será desterrado para siempre de todo el territorio
del Estado. Si volviese a pesar de la prohibición de la ley, los guardadores de las leyes le condenarán
a muerte, y sus bienes, si los tiene, se entregarán al más próximo pariente del muerto. Pero si su
vuelta fuese forzada, como si la tempestad le arrojase sobre el territorio del Estado, levantará una
tienda en la ribera, de modo que tenga los pies en el mar, y esperará así la ocasión de reembarcarse.
Si hubiese entrado por tierra, llevado a viva fuerza, el primer magistrado en cuyas manos caiga le
pondrá en libertad, y le echará más allá de los limites del Estado, sin hacerle daño.
Si alguno, arrastrado por la cólera, mata con su mano a persona Ubre, conviene en este caso
hacer una distinción. Se obra con cólera, cuando, en el primer arranque y sin intención de matar quita
uno lívida a un hombre de un porrazo o de cualquier otra manera, y al momento siguiente se
arrepiente de la acción que acaba de ejecutar. También se obra con cólera, cuando habiendo sido
insultado con palabras o hechos ultrajantes, se forma el proyecto de vengarse, y algún tiempo
después se mata con intención deliberada al que nos ha injuriado, sin manifestar después ningún
arrepentimiento de su acción. Y así, es preciso reconocer dos clases de homicidios, que tienen uno y
otro la cólera por principio, pudiendo decirse con razón que ocupan un término medio entre el
voluntario y el involuntario de los cuales son ambos como una imagen. Porque el que conserva su
resentimiento y no se venga en el acto, sino que aguarda para hacerlo la ocasión de coger
desprevenido a su enemigo, tiene mucho de homicida voluntario. Por el contrario, el que se abandona
sin ningún freno a su cólera, y la satisface en el instante mismo sin intención premeditada, se parece
al homicida involuntario; su acto no es, sin embargo, absolutamente involuntario, pero tiene una
semejanza con éste. Por esta razón es difícil decidir si los homicidios, que son un efecto de la cólera,
son todos voluntarios, o si el legislador debe colocar algunos entre los involuntarios. Lo mejor y
más exacto es decir, que son una imagen de ellos y dividirlos en dos especies; que se distinguen la
una por lo premeditado del propósito y la otra por la falta de una previa deliberación; imponiendo en
consecuencia las mayores penas a los que matan por cólera y con asechanzas, y más suaves a los que
matan en un primer movimiento indeliberado. En efecto, es justo castigar con mayor severidad al que
se aproxima a un mal más grande, y con menos severidad al que se aproxima a un mal menor, y a
esto debemos atenernos en nuestras leyes.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Volviendo por segunda vez atrás, decimos que el que en un primer movimiento
de cólera y sin premeditación mata con su mano a una persona libre, quedará sujeto por lo pronto a
las penas señaladas al homicidio cometido involuntariamente y sin cólera, y que además, para
enseñarle a moderar sus arrebatas, será condenado a destierro por dos años sin rebaja; y que al que
mata, impulsado por la cólera y con asechanzas, se impondrán las mismas penas que al precedente, y
será condenado a tres años de destierro como el anterior lo fue a dos, pues habiendo durado más
tiempo su cólera, es justo que el castigo sea más largo. He aquí ahora lo que disponemos acerca de la
vuelta de los desterrados. Es difícil sin duda llegar en este punto a una exacta precisión, porque
sucede algunas veces, que un homicidio comprendido por la ley en la especie más grave, debe ser
incluido en la más leve, y otro de la especie más leve en la más grave, y que, dentro de la misma
especie, de dos homicidas el uno puede obrar con más y el otro con menos brutalidad. Sin embargo,
las cosas generalmente pasan en la forma que nosotros hemos supuesto. Los guardadores de las leyes
procurarán rectificar lo que haya en todo esto de defectuoso.
Cuando haya espirado el tiempo por que han sido desterrados uno u otro homicida, los jueces
enviarán doce de entre ellos a las fronteras del Estado, los cuales, después de informarse de la
conducta que han observado los desterrados, decidirán si están arrepentidos de su falta y si es
oportuno admitirlos en el Estado, estando obligados aquellos a someterse a la decisión de estos
jueces. Si después de su vuelta se dejan dominar por la cólera, y de nuevo incurren en el mismo
crimen, serán desterrados para siempre; y si vuelven, serán tratados como en iguales circunstancias
se trataría a un extranjero.
El que mate a un esclavo, si es suyo, está libre de pena, purificándose; y si es ajeno y le ha matado
impulsado por la cólera, indemnizará al dueño pagando el duplo. Todo homicida, cualquiera que el
sea, que no obedezca a la ley, y que, sin haberse purificado, manche con su presencia la plaza pública,
los juegos y los lugares sagrados, podrá ser perseguido en juicio por cualquiera ciudadano, como
puede serlo el más próximo pariente del muerto que lo haya consentido. Ambos serán condenados al
doble, tanto en cuanto a las indemnizaciones como a las demás penas y la ley autoriza al acusador
para tomar la multa para sí.
Si un esclavo, en un movimiento de cólera, mata a su amo, los parientes del muerto harán sufrir a
este esclavo todos los padecimientos que quieran, con tal que no le dejen con vida; con esta condición
serán considerados como inocentes de este homicidio. En cuanto al esclavo que, impulsado por la
cólera, mata a una persona libre, los dueños le entregarán a los parientes del muerto, y éstos estarán
obligadas a hacerle morir empleando el género de muerte que les parezca.
Si sucede (como efectivamente puede suceder, aunque raras veces) que un padre o una madre
maten a su hijo o a su hija en un momento de arrebato, dándoles un golpe o de cualquiera otra
manera violenta, se les someterá a las mismas expiaciones que a los otros homicidas y además serán
desterrados por tres años. Cuando el homicida vuelva del destierro, la mujer se separará del marido o
el marido de la mujer, no podrán usar dé los derechos del matrimonio, ni vivir bajo el techo de
aquellos a quienes han privado de un hijo o de un hermano ni tomar parte en los mismos sacrificios.
Todo el que falte en este punto a lo que la piedad y la ley exigen, podrá ser acusado de impiedad por
cualquier ciudadano.
El marido que mata a su mujer impulsado por la cólera o la mujer que mata a su marido de igual
modo, además de las expiaciones ordinarias, estarán obligados a pasar tres años en el destierro. El
culpable a su vuelta no concurrirá ni a los mismos sacrificios ni a la misma mesa que sus hijos, y si
el padre o el hijo violan la ley en este punto, todo particular podrá demandarles en juicio como
impíos.
Si un hermano mata en un arrebato de cólera a su hermano o a su hermana, o la hermana a su
hermano o hermana, pasarán por las mismas expiaciones y sufrirán el mismo destierro que los
padres matadores de sus hijos; no concurrirán ni a la misma mesa, ni a los mismos sacrificios que
los que han sido privados de un hermano o de un hijo; y según la ley ya dictada, todo hombre tendrá
derecho a acusar de impiedad a los refractarios.
Si alguno se deja arrastrar a tal punto por la cólera contra los que le han dado la existencia, que
tenga el atrevimiento de matarles, entonces si el padre o madre antes de morir le perdonasen de
corazón, se le declarará inocente, después de haberse purificado como homicida involuntario y de
haber cumplido con las demás penas marcadas en este caso. Pero si sus padres no le perdonaron el
crimen, son muchas las leyes que en este caso claman venganza. En efecto, los mayores suplicios que
puedan merecerse, en razón de la violencia, de la impiedad, y del sacrilegio, todas vienen a caer
sobre la cabeza del hombre que ha tenido atrevimiento para matar al autor de sus días, de suerte que
si fuera posible hacer morir muchas veces al hijo encolerizado que ha matado a su padre o a su
madre, la justicia exigiría que se le hiciese morir otras tantas. Y en efecto, ¿de qué otro modo podría
la ley castigar suficientemente a aquel a quien las leyes no permiten matar a su padre o a su madre,
aun en el caso de no poder salvar su vida sino a costa de la de sus padres, viéndose atacado por éstos,
y a quien imponen el deber de sufrirlo todo primero que llegar a semejante extremo para con los
autores de sus días? Por lo tanto, todo el que arrastrado por la cólera mate a su padre o a su madre,
será condenado a muerte.
Si en un combate, ocasionado por una sedición u otro suceso semejante, un hermano mata a su
hermano, viéndose el primero atacado y teniendo que defender su cuerpo, se le declarará inocente,
como si hubiere matado a un enemigo. Lo mismo se hará con el ciudadano o extranjero que maten en
caso semejante a un ciudadano o a un extranjero; y lo mismo también si un ciudadano mata a un
extranjero o un extranjero a un ciudadano, o un esclavo a otro esclavo en fes mismas circunstancias.
Pero si un esclavo mata a una persona libre, defendiéndose de ella, estará sujeto a las mismas leyes
que el parricida. Y lo que hemos dicho del caso en que el padre perdona a su hijo el homicidio
cometido en su persona, tendrá también lugar en todos los casos precedentes, si el asesinado antes de
morir perdona a su asesino, cualesquiera que sean uno y otro. El homicidio en este caso será
considerado como involuntario, y además de las expiaciones señaladas, el culpable estará obligado
según la ley a abandonar el país por un año. Me parecen ya suficientes las leyes expuestas sobre los
homicidios cometidos con violencia pero sin premeditación y a impulsos de la cólera.
Vamos a hablar ahora de los homicidios cometidos con propósito deliberado, con plena y
completa maldad y con asechanzas y a que es conducido el hombre por dejarse dominar por el
placer, la envidia y las demás pasiones,
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Comencemos por lo pronto por distinguir sus causas con toda la precisión que
nos sea posible. La primera y más grave es la codicia cuando se ha apoderado de un alma que se ha
hecho indómita a causa de la violencia de sus deseos. Tal es de ordinario la situación de aquellos que
se sienten dominados por un excesivo y violento amor por las riquezas, el cual engendra en su
corazón una multitud de deseos insaciables y sin limites, cuyo origen está en su carácter y en las
preocupaciones de una mala educación. Estas preocupaciones nacen, a mi juicio, de la estimación
indebida en que los griegos y los bárbaros tienen las riquezas; porque prefiriéndolas a todos los
demás bienes, aunque no ocupan sino el tercer lugar, rebajan por este medio sus sentimientos y los de
sus descendientes. Nada sería mejor ni más útil a todos los Estados en punto a riquezas, que usar este
lenguaje que es conforme con la verdad; a saber, que están creadas para el cuerpo, como el cuerpo
loba sido para el alma; y por consiguiente, que sólo pueden ocupar el tercer lugar después de las
cualidades del cuerpo y de las del alma. Esta reflexión baria conocer a todos que para ser dichoso, no
hay que tratar meramente de enriquecerse, sino de enriquecerse por medios justos y con moderación.
Entonces no se cometerían en la sociedad estos homicidios que no pueden expiarse sino mediante
otros homicidios. Pero hoy esta codicia es, como decíamos el comenzar nuestra enumeración, la
principal causa de los homicidios voluntarios y aun de los que merecen los mayores suplicios. La
segunda causa es la ambición que produce en el alma por ella dominada la envidia, pasión funesta en
primer lugar al que la experimenta, y en seguida a los ciudadanos que más sobresalen en el Estado.
La tercera causa de un gran número de homicidios la constituyen esos temores cobardes e injustos,
que aparecen en el momento en que se cometen o se han cometido por algunos ciertas acciones, de
que se quiere que nadie sea testigo, resultando de aquí que a falta de cualquier otro recurso, se
deshacen por medio del asesinato de los que podrían revelarlos.
Todo esto debe mirarse como el preludio de nuestras leyes en esta materia. Es conveniente añadir
aquí la reflexión, a que muchos hombres dan gran fe cuando la oyen de boca de los iniciados en los
misterios, a saber: que hay en los infiernos suplicios reservados a esta clase de homicidas; que el
culpable, teniendo que comenzar en ellos una nueva vida, es una necesidad que sufra la pena de
derecho natural, que es ser sometido al mismo tratamiento que él hizo experimentar a otro, y que
termine sus días a manos de otros con el mismo género de muerte.
Si se muestran las gentes dóciles a este preámbulo, y si el temor de las penas que anuncia hace
impresión sobre los espíritus, no habrá necesidad de formular la ley siguiente, que dictamos
únicamente para los que no tomen en cuenta nuestras lecciones. Todo el que mate con propósito
deliberado e injustamente con su mano a un ciudadano, sea el que sea, será en primer lugar excluido
de la sociedad civil, y no manchará con su presencia ni los templos, ni el mercado, ni el pórtico, ni
ninguna asamblea pública, ya se le prohíba la entrada o no, porque se lo prohíbe la ley, que habla y
hablará siempre en este punto en nombre de todo el Estado. Todos los parientes del muerto, tanto del
lado paterno como del materno hasta los primos inclusive, que no persigan al culpable en justicia,
como deben, o no le hagan saber la interdicción a que está sometido, contraerán la mancha del
crimen, y atraerán sobre sí la cólera de los dioses, que la ley por medio de sus imprecaciones hace
que caiga sobre sus cabezas. En segundo lugar, el homicida estará obligado a comparecer en juicio
en virtud de citación de cualquiera que quiera vengar la muerte del difunto. El que tome a su cargo
esta acusación, después de haber cumplido exactamente con todo lo que el dios le haya prescrito
tocante a las purificaciones y demás ceremonias y después de haber formulado la denuncia necesaria,
empleará la coacción contra el homicida, para hacerle sufrir la pena impuesta por la ley.
Es fácil al legislador decidir en general que esta clase de ceremonias debe consistir en ciertas
oraciones y ciertos sacrificios dirigidos a las divinidades, cuyo oficio consiste en cuidar de que no se
cometan homicidios en las ciudades. Pero a los guardadores de las leyes corresponde arreglar, de
concierto con los intérpretes, con los adivinos y con el oráculo, cuáles son estas divinidades, cuál es
la manera de proseguir esta clase de causas más agradable para los dioses, y en seguida observar las
formalidades. Estas causas se ventilarán ante los mismos jueces que, según hemos dicho, deben de
entender en los sacrilegios. El culpable será condenado a muerte, y para castigar su audacia e
impiedad, no se le sepultará en el país de aquel a quien mató. Si se resiste a comparecer en juicio y
huye, será desterrado para siempre. Y si por casualidad pone el pie en el territorio del difunto, el
pariente de éste y también el primer ciudadano que le encuentre tendrán derecho para matarle
impunemente; o bien, después de asegurarle, le pondrán en manos de sus jueces, para que le quiten la
vida. ´
El acusador exigirá al mismo tiempo caución al acusado, y éste dará tres cauciones estimadas
suficientes por los jueces, y los fiadores se comprometerán a presentarle siempre que sea necesario.
Si no quisiese o no pudiese dar fianza, los magistrados asegurarán su persona, teniéndole en rigurosa
prisión, y haciéndole comparecer al tiempo de la ejecución de la sentencia. Menos las cauciones, las
mismas formalidades se observarán respecto de aquel, que no sea personalmente autor de un
homicidio, pero que hubiere resuelto matar a alguno y lo hubiere ejecutado a traición por mano
ajena, si tuviere valor para permanecer en la ciudad después de un crimen semejante, de que es causa
principal y de que su alma no es inocente. Si se le coge y resulta convicto, será castigado con igual
suplicio que el precedente, menos en lo tocante a ser sepultado en su patria, lo cual le será permitido.
Lo mismo se liará en los homicidios, cometidos por sí mismo o por medio de asesinos, de extranjero
por extranjero o de extranjero por ciudadano y recíprocamente, y aun de esclavo por esclavo,
excepto las cauciones, que no tendrán lugar, como ya hemos dicho, sino en el caso del homicidio
personal, en el que el acusador deberá exigir al mismo tiempo cauciones de parte del acusado.
Si un esclavo mata voluntariamente a un hombre libre, sea con su mano o con mano ajena, y se
prueba su crimen debidamente, el verdugo de la ciudad le conducirá a un sitio desde el cual pueda
verse la tumba del muerto, y después de haberle azotado durante el tiempo que quiera el acusador, le
dará muerte, si es que no ha espirado a consecuencia de los azotes.
Si alguno mata a un esclavo, que ningún daño le hacia, por temor de que revelase ciertas acciones
vergonzosas y malas o por cualquiera otra razón semejante, será castigado como si hubiera matado a
un ciudadano.
Si ocurriesen crímenes de estos contra los que es triste y doloroso a un legislador tener que dictar
leyes aunque no puede menos de hacerlo, de estos homicidios voluntarios y completamente
criminales, cometidos por sí mismo o por asesinos en la persona de sus padres; homicidios que son
demasiado frecuentes en los Estados mal gobernados y cuya educación es viciosa, pero que sin
embargo pueden tener también lugar en aquellos en que menos pueda esperarse; si semejantes
desgracias deben prevenirse, es preciso repetir aquí la reflexión de que hemos hecho mérito hace un
momento; y quizá repitiéndola al oído de nuestros ciudadanos, conseguiremos inspirarles una
aversión más profunda al más execrable de los homicidios. He aquí, pues la reflexión, fábula, o
llámese como se quiera, referida como cierta por los antiguos sacerdotes. Dicen, que la justicia, que
observa las acciones de los hombres, venga la efusión de sangre de los padres de la manera que he
referido, y que tiene ordenado que el que se manche con semejante homicidio, sufrirá
inevitablemente la misma suerte; que si ha quitado la vida a su padre, el será matado un día en otra
vida por sus hijos; que si ha hecho lo mismo con su madre, necesariamente habrá de renacer él un día
bajo la figura y con cuerpo de mujer, y se verá privado de la vida a manos de los mismos que la
hayan recibido de él; que no hay otro modo de expiar la sangre de los padres que se ha derramado, ni
puede borrarse la mancha mientras el alma del culpable no ha pagado el parricidio que ha cometido
recibiendo él una muerte semejante, y aplacando de esta manera la cólera de toda su parentela. El
temor de esta venganza divina debe alejar al hombre del crimen que la provoca, y si a pesar de eso
hay alguno tan desgraciado que se atreva a arrancar voluntariamente y con intención premeditada el
alma del cuerpo de su padre o de su madre, de sus hermanos o de sus hijos, he aquí la ley que el
legislador mortal dicta contra él. Por lo pronto le dice que queda privado de toda comunicación con
sus conciudadanos, exigiéndole las mismas cauciones que a los demás homicidas mencionados
anteriormente. Si resulta convicto de haber matado a alguno de los que acaban de mencionarse, será
condenado a muerte por los jueces, ejecutado por los verdugos, y su cadáver será arrojado desnudo
fuera de la ciudad en un sitio designado para esto. Todos los magistrados, en nombre de todo el
Estado, llevando cada cual una piedra en la mano, la arrojarán sobre la cabeza del cadáver, y
purificarán de esta manera a todos los ciudadanos. En seguida se le llevará a los limites del territorio,
y se le dejará allí sin sepultura, como lo ordena la ley.
¿Y qué pena dictaremos contra el homicida de lo más intimo y más querido que tenemos en el
mundo, quiero decir, contra el homicida de sí mismo, que corta, a pesar del destino, el hilo de sus
días, aunque el Estado no le haya condenado a morir, ni se haya visto reducido a tal situación por
alguna horrible e inevitable desgracia sobrevenida inopinadamente, ni por ningún oprobio de tal
calidad que hiciera para él odiosa e insoportable la vida, sino que por una debilidad y una cobardía
extremas se condena a sí mismo a esta pena que no merece? Los dioses sólo saben qué ceremonias
son necesarias para la expiación del crimen y sepultura del culpable. Y así, los más próximos
parientes del suicida consultarán sobre este punto a los intérpretes y las leyes relativas a esta materia,
y se conformarán con sus decisiones. Los que se suiciden serán enterrados aisladamente en lugar
aparte. Para su sepultura se escogerá, en los confines de las doce divisiones del territorio, algún
punto inculto e ignorado, donde seles enterrará sin ceremonias, con prohibición de erigir columnas
sobre su tumba y de grabar su nombre sobre un mármol.
Si una bestia de carga o cualquiera otro animal mata a un hombre, los parientes más próximos del
muerto llevarán el asunto ante los jueces, excepto en los casos en que semejante accidente tenga lugar
en los juegos públicos. Estos jueces, que serán escogidos entre los agrónomos a elección de los
parientes, que fijarán también el numero, examinarán el negocio, y el animal culpable será matado y
arrojado fuera de los límites del Estado.
Si una cosa inanimada (excepto el rayo y demás meteoros lanzados por la mano de los dioses)
quita la vida a un hombre, sea por su propia caída, sea a impulso del hombre, el más próximo
pariente del muerto tomará por juez a uno de sus vecinos, y ante él se justificarán de este accidente así
él como toda su familia. La cosa inanimada será echada fuera de los límites del territorio en la forma
que se ha dicho de los animales.
Si se encuentra un hombre muerto sin que se sepa quién le mató y sin que se pueda descubrir
después de las convenientes pesquisas, se harán las mismas declaraciones que en los demás casos; se
acusará de homicidio al culpable, cualquiera que él sea, y dictada la sentencia, un heraldo publicará
en alta voz en la plaza pública, que el que mató a tal o cual yes culpable de homicidio, se abstenga de
asistir a los lugares sagrados, que salga del país de la victima, conminándole con la pena de que si
llega a ser descubierto y reconocido, será condenado a muerte y arrojado sin darle sepultura fuera de
los límites de la patria del difunto. Tal es la ley que deberá observarse respecto a los homicidios, y no
diremos más sobre esta materia.
Pasemos ahora a las personas que se pueden matar y a las circunstancias en que puede ser esto
permitido. Si alguno sorprende de noche en su casa a un ladrón, que va en busca de dinero, y le mata,
será declarado inocente. Lo será igualmente, si en pleno día mata defendiéndose al que intenta
despojarle. El que atente al pudor de una mujer o de un hijo de familia puede impunemente ser
matado por la persona ultrajada, así como por su padre, por sus hermanos y por sus hijos. Todo
marido, que sorprenda a alguno haciendo violencia a su mujer, está autorizado por la ley para darle
muerte. El homicidio cometido para salvar la vida a su padre, a su madre, a sus hijos, a sus hermanos
y a su mujer en el caso de un ataque injusto, no será castigado con pena alguna.
Al fin, ya tenemos arreglado todo lo que concierne a la educación y cultura del alma, las cuales
deben hacer que sean para ésta la vida preciosa, si las posee, y desgraciada, si está privada de ellas; y
también tenemos arreglado lo relativo a los suplicios que se han de imponer a los autores de muertes
violentas. Hemos tratado igualmente de la educación y ejercicios del cuerpo. Siguiendo el orden de
materias, es preciso hablar de las violencias que los ciudadanos se hacen unos a otros, voluntaria o
involuntariamente, explicar lo mejor que nos sea posible su naturaleza, marcar sus especies, y
determinar los castigos que cada uno de ellos merezca.
Las heridas y la pérdida de algún miembro, que suele ser su resultado, son, después del
homicidio, lo más grave; y el hombre menos entendido puede hacer leyes sobre este objeto. Por lo
pronto es preciso, tanto con relación a las heridas como con relación a los homicidios, distinguir dos
clases: los unos que se llevan a cabo involuntariamente, efecto ya de la cólera, ya del temor; los otros
voluntariamente y con designio premeditado; y en seguida hacer sobre esta materia el siguiente
preliminar. Es imprescindible que los hombres tengan leyes y que se sometan a ellas; sin lo cual en
nada se diferenciarían de las bestias más feroces. La razón de esto es que el hombre, al salir de las
manos de la naturaleza, no tiene bastantes luces para conocer lo que es ventajoso a sus semejantes que
viven con él en sociedad, ni bastante imperio sobre sí mismo, ni buena voluntad, para hacer siempre
lo que han reconocido como tal. Porque, en primer lugar; es difícil conocer que la verdadera y sana
política debe tener en cuenta el bien público y no el bien particular, puesto que el interés común liga y
une las partes del Estado, mientras que el interés privado las desune; y consiguientemente, el público
y los particulares encuentran su provecho más en la buena administración del bien común que en la
del bien particular. Y en segundo lugar, Aun después de que se ha comprendido perfectamente que
esta es la naturaleza de las cosas, si supusiéramos un dueño absoluto del Estado, sin obligación de dar
cuenta a nadie de lo que hace, sería imposible que permaneciera fiel a esta máxima, y que arreglara
su conducta de tal manera que el bien público marchase siempre delante de todo lo demás, y que el
bien particular estuviera a él subordinado. La naturaleza mortal inclinará constantemente al hombre a
desear tener más que los demás y a pensar sólo en su interés personal, porque aquella huye del dolor
y busca el placer sin regla y sin razón. Dará cabida en su espíritu a ambos, poniéndolos muy por
encima de lo más justo y de lo mejor, y cegándose a sí propio se precipitará por último, y con él el
Estado que gobierne, en un abismo de desgracias. Si alguno, querido de los dioses desde su
nacimiento y dotado de un excelente carácter, pudiera percibir en toda su extensión el principio de
que se trata, no necesitaría de leyes para conducirse, porque no hay ley ni arreglo que sean
preferibles a la ciencia, y no está en el orden que la inteligencia esté sujeta o sea esclava de otra cosa,
sea la que quiera, estando destinada a mandar en todo, cuando se apoya en la verdad y es enteramente
libre, como debe de serlo por su naturaleza. Por desgracia, en nuestros días no lo es en ninguna parte,
si se exceptúa un cortísimo número de personas. A falta de ella, es preciso recurrir al orden y a la ley,
que ve y distingue muchas cosas, pero que no puede extender su vista sobre el todo. He aquí lo que
teníamos que decir en esta materia. Vamos ahora a legislar sobre las penas y las multas, a que dan
lugar las heridas y demás daños hechos a otro. Es natural que al llegar aquí, se nos pidan pormenores
sobre la clase de heridas, la persona herida, la manera, el tiempo y otras mil circunstancias que
varían hasta el infinito y constituyen otras tantas especies diferentes. Es tan imposible determinar este
pormenor, como abandonarlo por entero a la discreción de los jueces; porque hay por lo pronto un
punto que es preciso dejarlo absolutamente a su decisión; este punto es el de saber si el hecho es
verdadero o falso. Por otra parte, es casi imposible dictar leyes sobre todos los casos grandes y
pequeños, y fijar para cada uno las penas y las multas, de suerte que no quede absolutamente nada que
hacer a los jueces.
CLINIAS. —¿Y entonces qué partido tomaremos?
ATENIENSE. —El de decidir ciertos casos por nosotros mismos, y abandonar a los tribunales la
decisión de los demás.
CLINIAS. ¿Pero cuáles son los casos que debemos arreglar nosotros mismos, y cuáles los que
debemos dejar al juicio de los tribunales?
ATENIENSE. —Eso es lo que ahora conviene examinar. Uno de los mayores desordenes que
pueden suceder en un Estado, es que los tribunales, débiles y mudos, oculten sus fallos al público y
decidan las causas en secreto; o lo que es peor aún, que en estos mismos tribunales no se guarde
ningún silencio, que reine en ellos el tumulto como en el teatro, que se aplauda o se critique ya a un
orador ya a otro con destemplados gritos, y que en medio de esta confusión los jueces dicten su
sentencia. Es bien triste para un legislador verse en la necesidad de dictar leyes para semejantes
tribunales; pero, en fin, cuando no puede dispensarse de hacerlo, la única cosa en que debe fijarse al
dar leyes a un Estado tan mal gobernado, es no dejar a la discreción de los jueces la imposición de
penas sino en las cosas de poco interés, y arreglar y fijar casi todo por sí mismo y en términos
precisos. Por el contrario, en un Estado en que los tribunales están constituidos con toda la sabiduría
posible, donde los que están destinados a juzgar han recibido una buena educación y han pasado por
las más severas pruebas, nada más justo y más sensato que abandonar a tales jueces el cuidado de
arreglar las penas y las multas en la mayor parte de los casos. Por lo que a nosotros hace, no creo
que lleve nadie a mal, que no prescribamos nada a nuestros jueces sobre un gran número de objetos,
aun los más importantes, y que otros no tan instruidos como ellos podrían decidir, guardando en cada
caso la proporción conveniente entre la falta y el castigo. Y puesto que tenemos razones de todas
clases para suponer prudencia e ilustración en los jueces, a quienes habremos de encomendar el
cumplimiento de nuestras leyes, es preciso dejarles la decisión de la mayor parte de los casos. Sin
embargo, haremos aquí lo que ya hemos puesto en práctica en las leyes precedentes, y con lo que nos
ha ido muy bien; quiero decir, que trazaremos una reseña y las fórmulas de las penas, para que sirvan
de modelo a nuestros jueces, y para impedir de este modo que se separen de las vías de la justicia.
Veamos lo concerniente a las heridas. Si alguno, teniendo intención de matar a un ciudadano (excepto
el caso en que la ley lo permite), yerra el golpe y no hace más que herirle, no merece más gracia ni
compasión, ya que su intención fue matarle, que si le hubiese matado realmente, y podrá ser acusado
ante el tribunal como homicida. Sin embargo, por respeto a su signo, que no ha sido el de llegar al
colmo de la desgracia, y por respeto también al genio tutelar, que, teniendo compasión de él y del
herido, ha apartado de éste el golpe mortal y ha librado a aquel de la suerte más funesta, en
consideración, repito, a este, genio y para no contrariar su benéfica influencia, indultaremos al
culpable de la muerte, condenándole sólo a que vaya a vivir a cualquier ciudad vecina, dejándole el
goce de sus bienes por el resto de sus días. Además, si ha causado algún perjuicio al herido, le
indemnizará según lo estime el tribunal ante quien se siga la causa, que es el mismo que habría
fallado sobre el homicidio, si el herido hubiese muerto de las heridas.
Si un hijo hiere a su padre o a su madre, o un esclavo a su dueño, con premeditación, serán
condenados a muerte. También lo serán el hermano o hermana que hubiesen herido a su hermano o
hermana, si se les prueba que lo hicieron con intención. Si una mujer hiere a su marido f o un marido
a su mujer con intención de deshacerse de él o de ella, serán castigados a destierro perpetuo. Si tienen
hijos de poca edad, sean niños o niñas, se les nombrarán tutores para que administren sus bienes y
cuiden de sus personas, como si fueran huérfanos; si son ya grandes, se les dejará el goce de sus
bienes, y no estarán obligados a proveer a la subsistencia de su padre desterrado. Si al que sucede tal
desgracia no tiene hijos, los parientes del marido o los de la mujer, según el caso, tendrán una
reunión, en la que, con el consejo de los guardadores de las leyes y de los sacerdotes, harán la
elección de un heredero, el cual se hará dueño de la casa, número cinco mil cuarenta, en lugar del
desterrado, guiándose en esta elección por el principio de que ninguna de las cinco mil cuarenta casas
de que se compone la ciudad, pertenece en propiedad tanto al que la posee y a su parentela como al
Estado. Y como en cuanto sea posible, es preciso que todas las familias del Estado sean muy santas y
muy dichosas, por esta razón, cuando la desgracia y la impiedad han entrado en una casa, cuyo dueño
no tiene hijos, o que, casado o no casado, muere sin herederos condenado por homicidio
involuntario o por cualquiera otro gran atentado contra los dioses o contra los ciudadanos, a que la
ley ha impuesto la pena de muerte, o bien si es condenado a destierro perpetuo no dejando hijos, la
ley quiere que se comience ante todo por purificar la casa y alejar de ella todas las desgracias; en
seguida los parientes se reunirán, según acabamos de decir, con los guardadores de las leyes, y
echando una ojeada a todas las familias del Estado, se fijarán en la que esté más acreditada por su
virtud, sea más dichosa, y tenga mayor número de hijos; entre estos escogerán uno, le declararán hijo
adoptivo del padre y de los antepasados del que murió sin hijos, haciéndole tomar el nombre de la
familia en que entra; y después de haber conjurado a los dioses para que sea padre y jefe de familia
más dichoso que el padre adoptivo y más religioso observador del culto y de las ceremonias
sagradas, le proclamarán heredero legitimo, dejando al culpable sin nombre, sin posteridad y sin
herencia, siempre que tenga la desgracia de cometer semejantes crímenes.
Los límites de los objetos no se tocan siempre, a lo que parece; pero respecto a aquellos en los
que hay un espacio intermedio, tocando este espacio por uno y otro lado a cada uno de los límites, se
encuentra exactamente entre dos. Hemos dicho, que las acciones ejecutadas a impulsos de la cólera
son de este género, ocupando un término medio entre lo voluntario y lo involuntario. Y así el que
esté convicto de haber herido a alguno en un arrebato de cólera, si la herida es curable, pagará el
doble del daño; si no lo es, pagará el cuádruplo. Aun en el caso de que se pueda curar, si la cicatriz
produce una deformidad, que exponga al herido a la burla, también pagará el cuádruplo. Cuando la
herida sea perjudicial, no sólo al que la ha recibido, sino también a la república por inhabilitar al
herido para la defensa contra los enemigos, el culpable, además de otros castigos, será condenado en
consideración al público a una indemnización, que consistirá en prestar servicio en la guerra por sí y
por el herido, cuyo puesto tomará. Si no lo hace, todo el mundo tiene derecho a acusarle como a
quien se niega a prestar servicio. Los jueces que le hayan condenado decidirán igualmente si la multa
ha de ser doble, triple o cuádruple. Si el hermano hiere a su hermano a impulsos de la cólera, sus
parientes del lado paterno y del materno hasta los primos hermanos, tanto los hombres como las
mujeres, se reunirán, y después de haber juzgado al culpable, le entregarán al padre y a la madre para
que le castiguen como merezca. Si estuvieren divididos los pareceres sobre el castigo, prevalecerá el
de los parientes de la línea paterna. En fin, si la familia no se cree capaz de castigar por si misma al
culpable, le entregará a los guardadores de las leyes. Es preciso que los jueces, que habrán de fallar
sobre las heridas hechas a los padres por sus hijos y nietos, pasen de sesenta años, y tengan hijos no
adoptivos sino legítimos. Averiguado el crimen, decidirán si el culpable merece la muerte o
cualquiera otra pena, sea mayor o poco más o menos igual. Ninguno de los parientes del culpable
podrá ser juez, aunque tenga la edad marcada por la ley.
Si un esclavo hiere a impulso de la cólera a una persona Ubre, su dueño le entregará al herido,
para que le imponga el castigo que le acomode. Si no le entrega, estará obligado a pagar la
reparación del daño. Si alega que no es más que una ficción o confabulación entre el esclavo y el
herido, pasará el negocio a los tribunales de justicia. Si pierde, pagaré el triplo del daño; y si gana,
tendrá la acción de plagio contra el que ha llevado a cabo semejante convenio con su esclavo.
El que hiere a otro sin quererlo, pagaré solamente el daño, porque ningún legislador puede
disponer nada respecto de los casos fortuitos. Los jueces serán los mismos que los que entiendan en
las heridas hechas a los padres por sus hijos, y harán que la reparación sea proporcional al dolo.
Todos los delitos de que acaba de hablarse, están en la clase de los actos violentos, y entre ellos
deben de incluirse también los malos tratamientos de todas clases. Ved lo que todos, hombres,
mujeres y niños, deben tener presente en esta materia. Es preciso que tengan en cuenta que la
ancianidad es mucho más respetable que la juventud a los ojos de los dioses y de todo hombre que
quiere proveer a su seguridad y a su felicidad; que es, por consiguiente, un espectáculo indigno y
odioso a la Divinidad ver en una ciudad un anciano maltratado por un joven, y por el contrario, que
todo joven maltratado por un anciano debe sufrir con paciencia los efectos de su cólera, esperando
que él será objeto de la misma deferencia cuando llegue a la vejez. Por lo tanto, dictó las leyes
siguientes: Que todos honren con actos y con palabras a los que sean de mayor edad que ellos; que
miren y respeten como si fuera su padre o su madre a aquél o a aquella que le exceda en edad en
veinte años. En honor a los dioses que presiden al nacimiento de los hombres, que jamás pongan las
manos sobre personas que por su edad hayan podido engendrarlos y darles vida. Por una razón
parecida, que no toquen al extranjero, ya se halle establecido de mucho tiempo o haya llegado
recientemente, y que no tengan el atrevimiento de herirle ni atacándole ni defendiéndose. Pero si un
extranjero ha tenido la audacia de poner las manos en él, y cree que este hecho no puede quedar sin
castigo, debe presentarle ante el tribunal de los astinomos, absteniéndose de maltratarle, a fin de
inspirarle por este medio una mayor repugnancia al deseo de maltratar a un ciudadano. Los
astinomos a presencia del culpable instruirán el proceso con todos los miramientos debidos al dios
protector de los extranjeros; y si juzgan que ha maltratado indebidamente al ciudadano, le
condenarán, para reprimir en lo sucesivo su temeridad, a que reciba tantos golpes como los que él ha
dado. Si le juzgan inocente, después de reprender y amenazar severamente al que le presente ante
ellos, los despacharán a ambos libremente.
Si alguno golpea a otro de edad igual o mayor pero que no tenga hijos, y si un anciano maltrata a
otro anciano, o un joven a otro joven, el atacado se defenderá con sus manos, sin armas, para lo que
le autoriza el derecho natural. Si alguno de más de cuarenta años se atreved reñir con otro, ya ataque,
ya se defienda, será tratado como hombre grosero, sin educación y lleno de bajeza, y recibirá en esto
el castigo que merece.
Los que hagan caso de estas suaves instrucciones harán honor a su docilidad; pero el que no
obedezca y no tome en cuenta este preámbulo escuche con sumisión la ley siguiente. Si alguno
maltrata a un ciudadano, que le exceda en edad veinte años o más, en primer lugar, si alguien se
encuentra presente y no ea de la misma edad ni más joven que los combatientes, habrá de separarlos,
so pena de ser declarado culpable por la ley. Sí es de la misma edad o más joven que la persona
atacada, que la defienda como sí fuese su hermano, su padre, o su abuelo. Además, el que se haya
atrevido a poner la mano en otro de más edad, será, como se ha dicho, acusado de violencia ante el
tribunal, y si resulta convicto, se le tendrá en prisión por lo menos durante un año; pero si los jueces
le condenan a más, estará por todo el tiempo que determine la sentencia.
Si un extranjero, establecido o no en la ciudad, maltrata a alguno de más edad con veinte o más
años de exceso, se aplicará la misma ley por lo que hace al deber de prestar auxilio que tienen los
espectadores. El extranjero, que no está establecido entre nosotros, si se le condena en justicia por un
hecho semejante, sufrirá dos años de prisión; y el que tenga residencia fija, la sufrirá durante tres
años por haber faltado a las leyes, a menos que la sentencia fije un término más largo. Los que se
encuentren presentes y no presten auxilio al atacado, como quiere la ley, pagarán una minado multa,
si son de la primera clase; cincuenta dracmas, si son de la segunda; treinta, si son de la tercera; y
veinte, si de la cuarta. El tribunal, que ha de entender en esta clase de causas, se compondrá de los
generales del ejército, de los taxiarcas, de los filarcas y de los hiparcas.
Entre las leyes, hay unas que están hechas para los hombres de bien, y no tienen otro objeto que
enseñarles la manera de vivir en unión y en paz con sus conciudadanos; hay otras destinadas a los
malos, a quienes una buena educación no ha podido corregir, y cuyo carácter es de tal dureza que
nada puede ablandar, y tienen por objeto impedirles que lleguen hasta los últimos limites del crimen.
Las leyes que siguen a continuación son para estos últimos, porque, a decir verdad, ellos son los
autores de ellas. La necesidad obliga al legislador a dictarlas, y lo que desea es que nunca llegue la
ocasión de aplicarlas.
Todo el que se atreva a poner la mano en su padre, en su madre o en cualquiera de sus abuelos o
los haga violencia maltratándoles, sin temor a la cólera de los dioses del cielo ni a los castigos que le
aguardan en el infierno, violando las leyes, como si tuviera conocimiento de lo que ignora
absolutamente, y con desprecio de las creencias admitidas universalmente desde los tiempos más
antiguos, es indispensable, para apartarle del crimen, emplear remedios extremos. Ahora bien, la
muerte no es el último remedio, antes lo son más bien los tormentos que, según se dice, están
preparados en los infiernos, y que, aunque muy positivos, no causan ninguna impresión en las almas
de este temple, puesto que de otra manera no habría ni parricidas ni ningún otro atentado violento e
impío cometido por los hijos contra sus padres. Por lo tanto, es necesario que los suplicios con que
habrán de castigarse en esta vida tales crímenes, no sean inferiores en nada a los tormentos de los
infiernos. Sentado esto, he aquí la ley que creemos deber dictar. Si alguno, no siendo en un acceso de
frenesí, se atreve a poner la mano sobre su padre o su madre, o sobre sus abuelos, en primer lugar
todos los que lo presencien volarán a su socorro, como queda dicho. El extranjero establecido entre
nosotros, que haya prestado auxilio a los padres, será colocado en puesto de honor en los juegos
públicos; si no lo hizo, será desterrado para siempre. El extranjero no domiciliado será alabado si
los auxilió; si no, será reprendido. El esclavo, que haya prestado auxilio, será puesto en libertad, y si
no lo prestó, recibirá cien azotes por orden de los agoranomos, si el suceso ocurrió en la plaza
pública; por la de los astinomos, si pasó en cualquier otro punto de la ciudad; y sí fue en el campo,
por orden de los agrónomos. Todo ciudadano, que se halle presente a esta violencia, hombre, mujer
o niño, rechazará los ataques de este hijo desnaturalizado, gritando contra el implo. Si no lo hace,
incurrirá según la ley en la maldición de Júpiter vengador de los derechos de la paternidad y de la
sangre.
El convicto de haber maltratado a sus padres será por lo pronto desterrado para siempre de la
ciudad y excluido de todos los lugares sagrados en el resto del territorio. Los agrónomos harán
azotar a discreción a todo el que haya descuidado el excluirlo. Sí vuelve a presentarse en la ciudad, se
le impondrá la pena de muerte. Ninguna persona libre que haya comido o bebido, o haya tenido trato
con él, o que encontrándole le haya tocado voluntariamente, podrá poner los pies en los templos, ni
en la plaza pública, ni en la ciudad, mientras no se purifique, dado que se ha extendido a él la mancha
de este crimen. Si infringe, esta prohibición y mancha con su presencia los lugares sagrados y la
ciudad, el magistrado que, teniendo conocimiento de ello, no conduzca al culpable ante el tribunal,
dará cuenta de esto al cesar en su cargo como de un capitulo de acusación de la mayor importancia.
Si un esclavo golpea a un hombre libre, sea extranjero o ciudadano, los que se hallen presentes
acudirán en auxilio de éste, o pagarán la multa marcada según su clase, amarrarán al esclavo y le
entregarán al ofendido. Éste le pondrá grillos, y después de haberle zurrado todo el tiempo que le
acomode, pero sin causar perjuicio al dueño del esclavo, se lo entregará, para que él mismo le trate
conforme a la siguiente ley. Todo esclavo, que haya maltratado a una persona libre sin orden de los
magistrados, será amarrado y entregado al dueño por la persona ofendida, y su amo le tendrá
encadenado hasta que el esclavo baya obtenido el perdón de la persona a quien maltraté. Todas estas
leyes se aplicarán a las mujeres, ya se maltraten unas a otras, ya maltraten a los hombres o ya sean
ellas las maltratadas.
Libro X de Las Leyes

ATENIENSE. —Después de lo que se acaba de decir sobre los malos tratamientos, dictémosla
siguiente ley general contra toda especie de violencia: que nadie tome ni lleve nada de lo que
pertenece a otro; que no se sirva de ninguna cosa que sea de los vecinos sin su consentimiento
expreso; porque la infracción de esta ley es, ha sido y será origen de todos los males de que hemos
hablado. Con respecto a los demás desordenes, los más graves son el libertinaje y los excesos de la
juventud; son de grande trascendencia cuando recaen sobre las cosas sagradas, y llegan a su colmo
cuando estas cosas sagradas son de las que interesan al Estado todo o a toda una tribu, o a una clase
de la sociedad. En segundo lugar entran los crímenes que atacan al culto privado y doméstico y a la
santidad de los sepulcros. En tercero, la falta de respeto a los padres, crimen que no debe confundirse
con los otros de que hemos hablado más arriba. En cuarto, las ofensas inferidas a los magistrados,
cuando sin consideración a su carácter y sin haber obtenido su beneplácito, toma, quita o destina
alguno a su uso lo que a ellos pertenece. En quinto, toda acción que lastime los derechos del
ciudadano y provoque la severidad de la justicia. Es necesario reprimir por una ley cada uno de estos
excesos.
Respecto al robo de las cosas sagradas, sea violento, sea clandestino, ya hemos dicho la pena que
merece. Ahora hay que decidir a qué debe ser condenado el que ofende a los dioses con sus palabras
o con sus acciones, después que hayamos hecho preceder a la ley la instrucción siguiente.
Si un hombre cree, como las leyes se lo enseñan, que hay dioses, jamás se decidirá
voluntariamente a cometer ninguna acción impla, ni a hablar contraía religión. Este desorden sólo
puede proceder de una de estas tres causas: o de que no se cree, como acabo de decir, que existen
dioses; o de que se cree que existen, pero que no se mezclen en los negocios humanos; o en fin, de
que se cree que es fácil aplacarlos y ganarlos con sacrificios y oraciones.
CLINIAS. —¿Qué debe hacerse y decirse respecto de los que tienen semejantes ideas?
ATENIENSE. —Mi querido amigo, comencemos ante todo por escuchar lo que yo presumo que
ellos nos dirán en un tono a la par burlón e insultante.
CLINIAS. —¿Qué nos dirán?
ATENIENSE. —Poco más o menos lo siguiente, y lo dirán con aire festivo: «Extranjeros de
Atenas, de Lacedemonia y de Cnosa, decís la verdad. Entre nosotros unos creen que no hay dioses;
otros, que no toman parte en nuestras cosas; y otros, en fin, que se les gana con oraciones, como
dijisteis antes. Nosotros os exigimos que, conforme a la marcha que habéis seguido en las demás
leyes, antes de abrumarnos con duras amenazas, adoptéis para con nosotros el camino de la
persuasión, probándonos con buenas razones que existen dioses, y que son de una naturaleza
demasiado excelente para que los dobleguen los presentes y para comprometerse a hacer cosas
contrarias a la justicia. Porque esto, con otras muchas cosas semejantes, es precisamente lo que
oímos decir a gentes que pasan por muy capaces, poetas, oradores, adivinos, sacerdotes, sin hablar de
una infinidad de otras personas; y todo esto lejos de apartar a la mayor parte de nosotros de la
injusticia, no produce otro efecto que el de obligarnos a remediar el mal después de cometido.
Tenemos derecho A esperar de legisladores, como vosotros, que os preciáis de ser, no intratables, y
sí humanos, que hagáis un esfuerzo para persuadirnos, dirigiéndonos sobre la existencia de los
dioses un discurso que sea, si no más bello, por lo menos más verdadero que los de los demás, y así
quizá conseguiréis ganarnos a vuestro partido. Si lo que proponemos es razonable, procurad tomarlo
en consideración».
CLINIAS. —Extranjero, ¿no crees, que es fácil dar pruebas ciertas de la existencia de los dioses?
ATENIENSE. —¿Cuáles son esas pruebas?
CLINIAS. —En primer lugar, la tierra, el sol y todos los astros; este bello orden que reina entre
las estaciones; la división de años y meses; y por último, el consentimiento de todos los pueblos
griegos y bárbaros, que reconocen la existencia de los dioses.
ATENIENSE. —Mi querido amigo, temo mucho por vosotros dosel desprecio de esa mala gente,
porque decir que yo tenga vergüenza de vosotros es cosa que jamás haré. No conocéis lo que les hace
pensar de diferente manera que los demás. Creéis que esto tiene su origen únicamente en las pasiones
desenfrenadas y en una inclinación invencible al placer, y que es esto lo que empuja su alma a la
impiedad.
CLINIAS. —¿A qué otra causa que ésta puede atribuirse, extranjero?
ATENIENSE. —A una causa que no podéis adivinar y que debe ser desconocida para vosotros que
vivís separados del resto de los griegos.
CLINIAS. —Pero ¿cuál es?
ATENIENSE. —Una ignorancia pasmosa que disfrazan con el nombre de la más elevada
sabiduría.
CLINIAS. —¿Qué es lo que dices?
ATENIENSE. —Tenemos en nuestra Grecia un gran número de obras, escritas unas en verso y
otras en prosa, que, por lo que oigo decir, no son conocidas entre vosotros a causa de la bondad de
vuestro gobierno. Las más antiguas de estas obras nos dicen, al hablar de los dioses, que lo primero
que ha existido es el cielo y los demás cuerpos, A cierta distancia de este primer origen colocan la
generación de los dioses, nos cuentan su nacimiento y el modo cómo se han tratado los unos a los
otros. Que estos discursos sean o no en ciertos conceptos de alguna utilidad para los que los
escuchan, es punto sobre el cual no es fácil fijar la opinión a causa de su antigüedad. Lo que yo puedo
asegurares que jamás diré en su elogio, que sean propios para inspirarlas consideraciones y el
respeto debidos a los padres, ni que lo que a este propósito dicen esté bien dicho. Dejemos, por lo
tanto, lo que los antiguos han escrito en esta materia, que no se hable más de ello, y que se diga de sus
obras lo que quieran los dioses.[1] Vengamos a los escritos de nuestros sabios modernos, y
demostremos en qué sentido son un manantial de males. He aquí el efecto que producen sus discursos.
Cuando para probar que existen dioses, nosotros, vosotros y yo, presentamos el sol, la luna, los
astros, la tierra, como otros tantos dioses y seres divinos, los que están imbuidos en la doctrina de
estos nuevos sabios nos responden que todo esto no es más que lo mismo que son la tierra y las
piedras, incapaces de tomar parte en los negocios humanos, y las razones en que apoyan esta opinión
están expuestas de manera que parecen completamente plausibles.
CLINIAS. —Extranjero, el sistema que acabas de exponer es muy difícil de refutar, aun cuando
fuera sostenido por uno solo; y ¡cuánto más debe serio teniendo en su apoyo tan crecido número de
defensores!
ATENIENSE. —Y bien, ¿qué responderemos y qué es lo que conviene que hagamos?
¿Supondremos que uno de estos hombres impíos, al verse atacado por nuestras leyes, nos acuse de
que emprendemos una empresa nunca oída, puesto que asentamos en nuestra legislación la existencia
de los dioses como cierta, y produciremos nuestras pruebas? ¿O bien, desentendiéndonos de
justificarnos, tomaremos de nuevo el hilo de nuestras leyes para no dar a este preliminar demasiada
extensión? Y esto tanto más, cuanto que nos veríamos comprometidos a entrar en largas discusiones,
si nos propusiéramos demostrar suficientemente a los partidarios de la impiedad la verdad de los
puntos sobre que nos piden explicaciones, y si tuviéramos que dictar la ley después de haber impreso
en ellos un temor saludable e inspirado aversión a todo lo que lo merece.
CLINIAS. —Extranjero, hemos dicho muchas veces en poco tiempo que en el negocio que nos
ocupa debía preferirse la dilación a la brevedad. Como suele decirse, nadie nos hostiga ni nos
persigue, y sería tan ridículo como reprensible escoger en este caso lo más corto, dejando lo mejor.
Es de muchísima importancia dar todo el aire de verdad posible a lo que anticipamos: que hay dioses
que son buenos, y que aman la justicia infinitamente más que los hombres. Y así no nos
desanimemos, y sin apurarnos ni omitir nada, esforcémonos todo cuanto podamos en tratar esta
materia a fondo, valiéndonos de las razones que más puedan contribuir a producir la convicción.
ATENIENSE. —Tu discurso me parece casi una súplica; tan grande es el interés que muestras, y
así no me es permitido diferir por más tiempo el complacerte. ¿Cómo puede uno sin indignación
verse precisado a probar que los dioses existen? No se puede menos de mirar de reojo y de aborrecer
a los que han sido y son aún hoy causa de la discusión en que vamos entrar. ¡Qué!, ¿no se han
mostrado dóciles a las lecciones religiosas, que desde la infancia han mamado con la leche, que han
oído de boca de sus nodrizas y de sus madres, lecciones llenas de encanto, que se les daban ya en tono
festivo, ya en tono serio? En medio del aparato de los sacrificios ¿no han estado presentes a las
oraciones de sus padres? ¿No han asistido a los espectáculos, siempre deslumbradores y agradables
para los niños, que acompañan a los sacrificios? ¿No han visto las víctimas ofrecidas a los dioses por
sus padres con la más ardiente piedad en favor de ellos mismos y de sus hijos, y oído los votos y las
súplicas que dirigían a estos mismos dioses de un modo que hacia ver cuán intima era en ellos la
convicción de su existencia? ¿No saben y ven con sus propios ojos, que los griegos y los bárbaros se
prosternan y adoran los dioses al nacer y ponerse el sol, en todas las circunstancias felices o
desgraciadas de la vida, lo cual demuestra lo convencidos que están todos los pueblos de la existencia
de los dioses y cuán distantes están de dudar de esta verdad? Y ahora, despreciando tantas lecciones y
por motivos destituidos de todo fundamento, como lo estiman cuantos tienen una chispa de buen
sentido, nos precisan a hablarles en la forma en que lo hacemos. ¿Quién puede tener paciencia para
instruir con calma a semejantes gentes, y para comenzar de nuevo a enseñarles que existen los
dioses? Sin embargo, es preciso hacer un esfuerzo para hablarles con sangre fría, para que no se diga
que a la par que la embriaguez de las pasiones los hace a ellos irracionales, nos hacemos también
nosotros a causa de la indignación que contra ellos nos anima.
Procuremos, pues, esta instrucción sosegada a los que tienen el espíritu dañado con tales
principios; tomemos aparte a alguno de estos libertinos, y sofocando todo movimiento de cólera,
digámosle suavemente: hijo mío, tú eres joven; con la edad mudarás de opinión en muchas cosas y
adquirirás otras contrarias a las que tienes hoy. Aguarda hasta ese momento, para decidirte sobre el
objeto más importante de la vida. Lo que miras ahora como de ninguna consecuencia, es realmente lo
que más interesa al hombre, quiero decir, tener sobre la divinidad ideas exactas, de lo cual depende su
buena o mala conducta. Y por lo pronto no temo que se me acuse de inverídico cuando te diga sobre
este punto una cosa digna de ser notada, y es que ni tú ni tus amigos sois los primeros en pensar
como pensáis sobre la existencia de los dioses, y que en todo tiempo ha habido ya más ya menos
personas atacadas de esta enfermedad; y sobre este particular puedo asegurarte, por haber sido
testigo de ello en muchas ocasiones, que ninguno de los que en su juventud han negado que existieran
dioses, ha persistido hasta la vejez en esta opinión; que respecto a los otros dos errores, a saber, que
hay dioses pero que no se mezclan en los negocios humanos, o que si se mezclan, es fácil aplacarlos
con oraciones y sacrificios, si algunos han perseverado en estas opiniones hasta el fin, la mayor parte
no lo han hecho así. Y así, créeme, suspende tu juicio, examina maduramente este punto hasta que
veas con evidencia si es tal como tú piensas o no lo es, y sobre ello consulta a los demás y sobre todo
al legislador. Durante todo este intervalo, no te atropelles a adoptar ninguna opinión impía tocante a
los dioses; porque es un deber del legislador ahora y siempre instruirte sobre lo que hay de
verdadero en este asunto.
CLINIAS. —Hasta aquí, extranjero, todo tu discurso me parece admirable.
ATENIENSE. —Estoy asombrado, Megilo y Clinias; nos hornos metido sin saberlo en una
disputa dificilísima.
CLINIAS. —¿Qué disputa?
ATENIENSE. —Se trata de un sistema, que pasa e los ojos de muchos como el mejor ideado del
mundo.
CLINIAS. —Desarróllanos más eso.
ATENIENSE. —Algunos pretenden que todas las cosas que existen, existirán y han existido, deben
su origen unas a la naturaleza, otras al arte y otras al azar.
CLINIAS. —¿No tienen razón?
ATENIENSE. —Es probable que sabios, como lo son los autores de esta opinión, no se engañen.
Sin embargo, sigámosles la pista, y veamos a dónde llegan partiendo de este principio.
CLINIAS. —Es lo que yo quiero.
ATENIENSE. —Dicen que según todas las apariencias, la naturaleza y el azar son los autores de
lo más grande y más bello que hay en el universo, y que las cosas de menos mérito son producidas
por el arte, que recibiendo de las manos de la naturaleza las primeras y principales obras, se sirve de
ellas para formar y fabricar todas las de menos valor, que llamamos artificiales.
CLINIAS. —¿Qué dices?
ATENIENSE. —Os voy a explicar esto con más claridad aún. Dicen que el fuego, el agua, la tierra
y el aire son producciones de la naturaleza y del azar, y que el arte no tiene en esto ninguna parte; que
de estos elementos privados de vida se han formado en seguida los grandes cuerpos, el globo celeste,
el sol, la luna y todos los astros; que estos primeros elementos puestos acá y allá a la aventura, cada
uno según sus propiedades, habiendo llegado a encontrarse, y a ordenarse unos con otros conforme a
su naturaleza, lo caliente con lo frío, lo seco con lo húmedo, lo blando con lo duro, se han formado
mediante esta mezcla de los contrarios, que el azar ha debido producir según las leyes de la
necesidad, todas las cosas que vemos, el cielo entero con todos los cuerpos celestes, los animales y
las plantas con el orden de las estaciones, resultado de esta combinación, todo, dicen, y no en virtud
de una inteligencia, ni de ninguna divinidad, ni de las reglas del arte, sino que es únicamente producto
de la naturaleza y del azar. El arte, posterior a estos dos principios a que debe su existencia e
inventado por seres mortales como lo es también el mismo arte, ha dado origen mucho tiempo
después a esos vanos juguetes, que apenas tienen algunos rasgos de verdad, y que no son más que
apariencias que no tienen semejanza sino consigo mismas. En este caso se encuentran las obras que
producen la pintura, la música y las demás artes que se dirigen al mismo fin. Y si hay ciertas artes,
cuyas producciones son más positivas, son aquellas que unen su virtud a la de la naturaleza, como la
medicina, la agricultura y la gimnástica. La política misma tiene poco de común con la naturaleza, y
casi todo lo toma del arte; y por esta razón la legislación no es obra de la naturaleza, sino del arte,
cuyas obras nada tienen de verdadero.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —En primer lugar, mi querido amigo, respecto de los dioses pretenden que no
existen por naturaleza sino como obra del arte y en virtud de ciertas leyes; que aquellos son
diferentes en los distintos pueblos, según que cada pueblo se ha arreglado al establecerlos; que lo
bueno es lina cosa según la naturaleza y otra según la ley; que con respecto a lo justo, nada
absolutamente lo es por naturaleza, sino que los hombres, siempre divididos en opiniones en este
ponto, dictan sin cesar nuevas disposiciones con relación a los mismos objetos; que estas
disposiciones son la medida de lo justo en tanto que están en observancia, y que son debidas al arte y
a las leyes y de ninguna manera a la naturaleza. Tales son, mis queridos amigos, las máximas que así
los particulares como nuestros poetas sabios inspiran a la juventud, sosteniendo que nada es más
justo que lo que se impone por la fuerza. De aquí la impiedad que se desliza suavemente en el
corazón de los jóvenes, cuando llegan a persuadirse de que no existen esos dioses que la ley obliga a
reconocer; y de aquí las sediciones, pues que cada cual tiende por su parte hacia el estado de vida que
es conforme a la naturaleza, el cual consiste en el fondo en hacerse superior a los demás por la
fuerza y en evitar la subordinación establecida por las leyes.
CLINIAS. —Extranjero, ¡qué sistema acabas de exponernos! ¡Qué peste para los Estados y para
las familias, cuando se corrompe a la juventud con semejantes principios!
ATENIENSE. —Dices verdad, Clinias. ¿Qué crees que debe de hacer el legislador contra
enemigos preparados muy de antemano para recibirle? ¿Bastará que, puesto de pie en medio de la
ciudad, amenace a todos los ciudadanos con castigos si no reconocen la existencia de los dioses, y si
no se los figuran tales como la ley los pinta; que emplee el mismo lenguaje acerca de lo justo, de lo
honesto, en una palabra, sobre los objetos más importantes y sobre todo lo que tiene relación con la
virtud y el vicio, declarando, que es preciso formar de esto la idea que el legislador ha trazado en sus
leyes y seguir sus lecciones en la práctica; añadiendo que si se rehúsa a obedecer a las leyes, unos
serán condenados a muerte, otros a azotes y prisión, estos a la ignominia, aquellos a la indigencia y
al destierro, sin unir a sus discursos, al tiempo de dictar estas resoluciones, nada de insinuante y de
persuasivo, para dulcificar los espíritus tanto cuanto sea posible?
CLINIAS. —Nada de eso, extranjero. Antes, por el contrario, si hay un medio de hacer entrar, por
poco que sea, estas verdades en los espíritus, es preciso que el legislador, por poco que merezca este
nombre, no se desanime, antes bien debe, como suele decirse, tomar todos los caminos para venir
con sus razones en auxilio de la ley antigua, probando la existencia de los dioses y los demás puntos
que has recorrido; y tomar la defensa de la ley misma y del arte, para demostrar, que no existen
menos por naturaleza que la naturaleza misma, si es cierto que son producciones de la inteligencia,
como yo creo conforme a tus reflexiones, que me parecen fundadas en la recta razón.
ATENIENSE. —¡Pero qué!, mi querido Clinias, no obstante tu entusiasmo, ¿no encuentras que la
multitud tendrá mucha dificultad en atender a semejantes discursos, que por otra parte son de una
excesiva extensión?
CLINIAS. —¡Cómo, extranjero! Nos hemos extendido largamente en lo relativo a los banquetes y
a la música; y cuando se trata de los dioses y de otros objetos semejantes, ¿pondremos reparo en
extendernos? Además, no hay nada de que una legislación sabia pueda sacar mayor provecho, porque
de este modo la verdad, que se escribe en las leyes, subsiste inquebrantable, como que en todos
tiempos ellas pueden dar razón de sus disposiciones. Y así. si esta discusión presenta al pronto alguna
dificultad para los que la escuchan, no es motivo para alarmarse; los menos avisados podrán
meditarlo y estudiarlo en repetidas ocasiones. Y, sea lo larga que se quiera, si es útil, no es razonable
ni aun legítimo alegar lo extenso de esta discusión, para dispensarse de asentar con toda la fuerza
posible verdades de esta importancia. MEGILO. Me parece, extranjero, que Clinias tiene razón.
ATENIENSE. —Sí ciertamente, Megilo; hagamos por lo tanto lo que dice. Si el sistema que he
expuesto no estuviera, por decirlo así, en boca de todo el mundo, no habría necesidad de oponer al
mismo pruebas tocante a la existencia de los dioses; pero hoy no es posible dispensarse de hacerlo.
¿A quién mejor que al legislador toca venir en auxilio de las leyes más importantes, que hombres
perversos intentan destruir?
CLINIAS. —A nadie.
ATENIENSE. —Dime de nuevo, Clinias (porque es preciso que tú me ayudes) ¿no te parece que
sostener este sistema es sostener al mismo tiempo que el fuego, el agua, la tierra y el aire son los
primeros de todos los seres, que equivale a darles el nombre de naturaleza y a pretender que el alma
no ha existido sino después de ellos y por ellos? Y no sólo lo parece, sino que realmente eso es lo
que ese sistema nos da a entender.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¡En nombre de Júpiter!, ¿no acabamos de descubrir el origen de todas las
opiniones insensatas, en que han incurrido todos los que hasta hoy han hecho indagaciones sobre la
naturaleza? Presta a esto la mayor atención. Porque no sería una pequeña ventaja para nuestra causa,
si pudiésemos demostrar que los autores de estos sistemas impíos, cuyos pasos tantos han seguido,
no han razonado con exactitud, sino de una manera muy poco consecuente. Yo creo que es así.
CLINIAS. —Tienes razón; pero explícanos en qué se han engañado.
ATENIENSE. —Veo que es preciso que me resuelva a comenzar un tema que es muy extraño a las
conversaciones ordinarias.
CLINIAS. —No hay que vacilar, extranjero. Temes, a lo que parece, separarte de nuestro objeto,
que es la legislación, si entrasen este asunto. Pero si no hay otro medio de justificar lo que dicen
nuestras leyes, tocante a los dioses, es indispensable, mi querido amigo, tratar este punto.
ATENIENSE. —Voy, pues, a entrar, puesto que es irremediable, en esta cuestión tan poco común.
Los sistemas, que han dado origen a la impiedad, han trastornado el orden de las cosas quitando la
cualidad de primer principio a la causa primera de la generación y de la corrupción de todos los
aérea, colocando Antes que ella lo que no existe sino después de fila. De aquí proceden sus errores
sobre la verdadera naturaleza de los dioses.
CLINIAS. —No te comprendo aún.
ATENIENSE. —Me parece, mi querido amigo, que casi todos estos filósofos han ignorado lo que
es el alma, y cuáles son sus propiedades. No han visto, que por todo, principalmente por su origen, el
alma es uno de los primeros seres que han existido, que existía ya antes de los cuerpos, y que preside
más que ninguna otra cosa a los diversos cambios y combinaciones de éstos. Y si es así, ¿no debe
concluirse necesariamente, que todo lo que tiene afinidad con el alma es más antiguo que lo que
pertenece al cuerpo, puesto que el alma misma es anterior al cuerpo?
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —Por consiguiente, la opinión, la previsión, la inteligencia, el arte y la ley han
existido antes que la dureza, la blandura, la pesantez y la ligereza; y las grandes, las primeras obras,
como igualmente las primeras operaciones, pertenecen al arte. Todas las producciones de la
naturaleza y la naturaleza misma, según el falso sentido que ellos dan a este término, son posteriores
y están subordinadas al arte y a la inteligencia.
CLINIAS. —Explícate.
ATENIENSE. —Digo, que esos filósofos no tienen razón en entender por la palabra naturaleza la
generación de los primeros seres, y por primeros seres los cuerpos; porque si llegamos A demostrar,
que no han sido el fuego, ni el aire, ni el cuerpo los engendrados primero y sí el alma, ¿no podremos
sostener con toda clase de razones, que el alma ocupa el primer rango entre los seres, y que este es el
orden establecido por la naturaleza? Pero el alma es anterior al cuerpo, y si esto no se probara, no
podríamos pasar adelante.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Estamos, pues, en el caso de probar esta verdad.
CLINIAS. Sin duda.
ATENIENSE. —Ante todas cosas, estemos prevenidos contra ciertos sofismas engañosos, que,
con el atractivo de la novedad, podrían seducirnos a nosotros, ancianos como somos, y que una vez
escapados de nuestras manos, nos pondrían en ridículo, haciéndonos pasar por temerarios que
acometen las más altas empresas, y sucumben en las más insignificantes. Veamos ahora lo que
tenemos que hacer. Si los tres tratáramos de pasar a nado un río de rápida corriente, y si por ser yo el
más joven y por haber pasado antes muchos ríos semejantes os dijera que era conveniente que,
dejándoos seguros en la orilla, entrase yo el primero en el agua, y sondease para ver si había un
paraje que fuera vadeable para ancianos como nosotros, y en una palabra, viese lo que había; y si,
creyendo que podríais vadearlo, os llamase sirviéndoos de guía como hombre experimentado; o si,
por el contrario, el río me pareciese impracticable, corriera yo sólo el peligro de intentarlo, lo
mismo en uno que en otro caso yo no haría más que proponeros una cosa razonable. Pues este es el
caso en que nos hallamos. La disputa en que vamos a entrar es arrebatadora, quizá no es vadeable,
por lo menos para vosotros. Es de temer que os haga perder la cabeza, y os ponga en el mayor
conflicto cuando os encontréis en frente un torrente de preguntas a que no estáis acostumbrados a
responder, lo cual os pondría en una situación desagradable y poco propia de personas de vuestra
edad. Ved, por lo tanto, lo que creo que debe de hacerse. Primero me interrogaré a mí mismo y me
responderé: sin embargo, vosotros escuchad con atención. Proseguiré toda esta disputa hasta que
haya concluido lo que quiero demostrar; esto es que el alma es más antigua que el cuerpo.
CLINIAS. —Es ese un expediente admirable. Cumple, por lo tanto, lo que prometes.
ATENIENSE. —Si alguna vez hemos tenido necesidad de invocar a la divinidad, es
indudablemente en este momento. Imploremos, pues, con todas nuestras fuerzan el auxilio de los
dioses, para demostrar su existencia; y acogiéndonos a su protección, como a una áncora segura,
lancémonos a la cuestión presente. Escuchad lo más sólido que yo creo poder responder a las
preguntas siguientes. Si se me dice: Extranjero, ¿está todo en reposo y nada en movimiento? ¿O bien
sucede todo lo contrario? ¿O, en fin, unas cosas están en movimiento y otras en reposo? Yo respondo
que una parte de ellas está en movimiento y otra en reposo. Pero ¿no es en algún espacio donde están
unas en reposo y otras en movimiento? Sin duda. ¿No hay cuerpos que se mueven sin mudar de lugar
y otros que mudan? Al parecer responderemos que por cuerpos que se mueven sin mudar de lugar
entendéis aquellos, cuyo centro subsiste inmóvil, como se dice de ciertos círculos que están en
reposo, aunque su circunferencia gire en redondo, Sí; comprendemos bien que en esta revolución
circular, el mismo movimiento hace girar a la par el círculo grande y el círculo pequeño,
comunicándose en cierta proporción a los grandes y a los pequeños círculos, y aumentando o
disminuyendo según la misma relación, lo cual da origen a muchos fenómenos maravillosos, porque
imprime la misma fuerza impulsiva a un tiempo a los grandes y a los pequeños círculos una
velocidad y una lentitud proporcionadas, lo cual muchos tendrían por imposible. Tienes razón. Con
respecto a los cuerpos que mudan de lugar al moverse, me parece que entiendes que son aquellos,
que, por un movimiento de traslación, pasan sin cesar de un lugar a otro, y que tan pronto tienen más
que un centro por base de su movimiento como tienen muchos, porque ruedan acá y allá por el
espacio. También dices que en las colisiones de unos cuerpos con otros los que están en movimiento
se dividen al chocar con los que están en reposo; y por el contrario, si marchan uno contra otro
partiendo de puntos opuestos y dirigiéndose a uno mismo, se unen y forman un solo cuerpo que
adquiere entonces un movimiento compuesto. Convengo en que las cosas pasan como dices.
Convienes igualmente en que los cuerpos aumentan por la composición y disminuyen por la división,
mientras conservan su forma constitutiva; y que perecen a consecuencia de una o de otra, si llegan a
perder esta forma. ¿Cuándo y de qué manera se verifica, pues, la generación de los cuerpos? Es
evidente que tiene lugar cuando un elemento, después de haber recibido un primer aumento, recibe un
segundo y a seguida de éste un tercero, después del cual se hace sensible para todo el que es capaz de
sensación. Por medio de esta clase de transformaciones y transiciones de un movimiento a otro se
verifica todo en el universo. Cada cosa existe verdaderamente mientras subsiste su forma primitiva; y
cuando ha pasado a otra forma, aparece enteramente corrompida. Acabamos de hacer el deslinde de
todas las especies de movimientos, a excepción de dos.
CLINIAS. —¿Cuáles son?
ATENIENSE. —Son, mi querido amigo, precisamente aquellas sobre que gira toda la presente
disputa.
CLINIAS. —Habla con más claridad.
ATENIENSE. —¿No es el alma el objeto de esta cuestión?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Distingamos aún dos especies más de movimiento; uno el de las sustancias que
pueden comunicar su movimiento a otras, pero que no tienen la fuerza de moverse por sí mismas; y
otro el de las sustancias que se mueven siempre a si mismas, y tienen la virtud de poner en
movimiento a otras sustancias por medio de la composición o de la división, del aumento o
diminución, de la generación o corrupción.
CLINIAS. —Consiento en ello.
ATENIENSE. —Así contaremos como la novena especie de movimiento el de las sustancias que
comunican sin cesar el movimiento a las demás, y mudan ellas mismas mediante el movimiento que
reciben de otra parte; y como la décima especie el de las sustancias que se mueven ellas mismas y
mueven a las demás cosas, movimiento que adopta igualmente el estado activo que el pasivo, y que
puede llamarse verdaderamente principio de todos los cambios y de todos los movimientos que se
verifican en el universo.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿Cuál de estos diez géneros de movimientos debemos poner por encima de todos
los demás, por ser incomparablemente más poderoso y más activo?
CLINIAS. —Es incontestable que la especie, que tiene por sí misma la fuerza de moverse, es la
que sobresale, y que las otras están muy por bajo de ella.
ATENIENSE. —Tienes razón. ¿Pero no será conveniente reformar, mejorándolas, una o dos
cosas que hemos enunciado mal?
CLINIAS. —¿Qué cosas?
ATENIENSE. —Nos hemos expresado mal cuando hemos dicho que esta especie es la décima.
CLINIAS. —¿Por qué?
ATENIENSE. —La razón nos dice que ella es antes que todas las demás en razón de la existencia y
del poder. Después de ésta y en segunda línea viene la que indebidamente contamos como la novena.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —De la manera siguiente. Cuando una cosa produce un cambio en otra, ésta en una
tercera y así sucesivamente, ¿puede decirse que hay entre estas cosas un primer principio de cambio o
de mudanza? ¿Cómo lo que es movido por otra cosa podrá ser principio del cambio? Eso es
imposible. Pero cuando un motor, que no debe su movimiento más que a sí mismo, causa alteración
en otra cosa, ésta también en otra, y el movimiento se comunica así a una infinidad de sustancias,
¿hay otro principio de todos estos movimientos que el cambio que tuvo lugar en esa sustancia que
tiene la facultad de moverse a sí misma?
CLINIAS. —Dices verdad, y no es posible dejar de convenir en ello.
ATENIENSE. —Hagamos aún otra pregunta, y procuremos contestarla. Si, como se atreven a
suponer la mayor parte de aquellos a quienes nos dirigimos, todas las cosas existiesen a la vez en un
completo reposo, ¿por dónde debería necesariamente comenzar el movimiento?
CLINIAS. —Por lo que se mueve por sí mismo; porque es evidente que nada puede hacerle mudar
de estado antes de este momento, puesto que antes de su acción no tiene lugar ningún cambio en todo
lo demás.
ATENIENSE. —Por consiguiente, diremos que el principio de todos los movimientos, ya pasados
en lo que al presente está en reposo, ya actuales en lo que se mueve, el principio que tiene la virtud de
moverse, es necesariamente la más antigua y la más importante especie de cambio; y pondremos en
segunda linea la especie de cambio que, teniendo su causa fuera de sí, imprime el movimiento a otras
cosas.
CLINIAS. —Nada más cierto.
ATENIENSE. —Puesto que hemos llegado a este punto, respondamos a esto.
CLINIAS. —¿A qué?
ATENIENSE. —En el caso de que la primera especie de movimiento se encuentre en alguna
sustancia, sea la que sea, terrestre, acuática, ígnea, simple o compuesta, ¿cómo diremos que es
afectada esta sustancia? ¿Me preguntas si diremos que está viva esta sustancia en el hecho mismo de
moverse por sí misma?
ATENIENSE. —Sí, si está viva.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Pero cuando vemos sustancias animadas, ¿no es preciso reconocer que el
principio de la vida en ellas es el alma misma?
CLINIAS. —No puede ser otra cosa.
ATENIENSE. —En nombre de Júpiter, estate atento. ¿No podrías concebir en cada ser tres cosas?
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —La una es su sustancia; la otra, la definición de esa sustancia; la tercera, su
nombre. ¿Y sobre cada objeto no hay dos preguntas que hacer?
CLINIAS. —¿Cómo dos preguntas?
ATENIENSE. —Algunas veces se da el nombre de la cosa, y lo que se pide es la definición; otras
veces se da la definición, y lo que se quiere saber es el nombre. ¿Mira si no es esto lo que queremos
decir?
CLINIAS. —¿Qué?
ATENIENSE. —El nombre y la definición se distinguen en muchas cosas, por ejemplo, en el
doble; en tanto que número su nombre es par; y su definición es: un número divisible en dos partes
iguales.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Eso es lo mismo que quiero decir. ¿Y no es la misma cosa que designamos de
dos maneras, sea que se nos pida la definición y nosotros demos el nombre, o que se nos pida el
nombre y nosotros demos la definición, estando el mismo número igualmente designado por su
nombre, que es par, y por su definición, que es un número divisible en dos partes iguales?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Ahora, ¿cuál es la definición de lo que se llama alma? ¿Hay otra que la que se
acaba de determinar? Esto es; una sustancia que tiene la facultad de moverse por sí misma.
CLINIAS. —¡Qué!, ¿dices que la definición de esta sustancia, a que damos todos el nombre de
alma, estriba en eso de moverse por sí misma?
ATENIENSE. —Sí, lo sostengo. Y si esto es cierto, ¿no habremos demostrado plenamente, que el
alma es lo mismo que el primer principio de la generación y del movimiento, de la corrupción y del
reposo, en todos los seres pasados, presentes y futuros, puesto que hemos visto que ella es la causa de
todo cambio y de todo movimiento en todo lo que existe? ¿Queréis más pruebas aún?
CLINIAS. —No; está demostrado suficientemente, que el alma es el más antiguo de todos los
seres y el principio del movimiento.
ATENIENSE. —¿No es cierto que la especie de movimiento producido en una sustancia por una
causa extraña, en que no se apercibe nada que se mueva por sí mismo y que no es otra cosa que el
cambio de un cuerpo inanimado, debe ser puesta en segunda línea y por bajo de la primera tantos
grados como se quiera?
CLINIAS. —Convengo en ello.
ATENIENSE. —Nos hemos, pues, expresado de una manera exacta, propia, muy verdadera y muy
perfecta, al decir que el alma ha existido Antes del cuerpo y que tiene autoridad sobre el cuerpo, el
cual es inferior a aquella en razón de dignidad y del orden de existencia, y está naturalmente
sometido A ella.
CLINIAS. —Nada más cierto.
ATENIENSE. —Recordemos que hemos concedido antes, que una vez probado que el alma es
anterior al cuerpo, deberíamos concluir de aquí que lo que pertenece al alma es anterior a lo que
pertenece al cuerpo.
CLINIAS. —Lo recuerdo.
ATENIENSE. —Por consiguiente, los caracteres, las costumbres, las voliciones, los
razonamientos, las opiniones verdaderas, la previsión y la memoria han existido antes que la latitud,
la longitud, la profundidad y la fuerza de los cuerpos, puesto que el alma misma ha existido antes que
el cuerpo.
CLINIAS. —Ésa es una consecuencia necesaria.
ATENIENSE. —Supuesto eso, ¿no es una necesidad confesar que el alma es el principio del bien y
del mal, de lo honesto y de lo inhonesto, de lo justo y de lo injusto, y de todas las demás cosas así
contrarias, si la reconocemos como causa de todo lo que existe?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —¿No es preciso convenir también en que el alma, que habita en todo lo que se
mueve y gobierna sus movimientos, rige igualmente el cielo?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Esta alma, ¿es única o hay muchas? Yo respondo por vosotros que hay más de
una, sin designar menos de dos, una bienhechora y otra que tiene el poder de hacer el mal.
CLINIAS. —Perfectamente dicho.
ATENIENSE. —Sea así. El alma gobierna, pues, todo lo que existe en el cielo, en la tierra y en el
mar, mediante los movimientos que le son propios, y que nosotros llamamos voluntad, ex Amen,
previsión, deliberación, juicio verdadero A falso, alegría, tristeza, confianza, temor, aversión, amor,
y mediante otros movimientos semejantes, que son las primeras causas eficientes, que valiéndose de
los movimientos de los cuerpos, como de otras tantas causas secundarias, producen en todos los
seres sensibles el aumento o diminución, la composición y la división, y las cualidades que de ellas
resultan, como el calor, el frío, la pesantez, la ligereza, la dureza, la blandura, lo blanco, lo negro, lo
áspero, lo dulce y lo amargo. El alma, que es una divinidad, al llamar en su auxilio a otra divinidad, a
saber, a la inteligencia, para dirigirla en el uso de estos diversos movimientos, gobierna entonces
todas las cosas con sabiduría y las conduce hacia la verdadera felicidad; así como cuando pide
consejo a la imprudencia, sucede todo lo contrario. ¿Convendremos en la verdad de todo esto o
dudaremos aún si las cosas pasan de otra manera?
CLINIAS. —Nada de eso.
ATENIENSE. —¿Pero qué alma creemos nosotros que gobierna el cielo, la tierra y todo el
universo? Es el alma, que está dotada de sabiduría y de bondad, o la que no tiene ninguna de estas
cualidades. ¿Queréis que respondamos a esta pregunta de la manera siguiente?
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —Si es cierto, diremos nosotros, que los movimientos y las revoluciones del cielo
y de todos los cuerpos celestes son de una naturaleza semejante a la dé los movimientos,
revoluciones y razonamientos de la inteligencia; si es la misma la marcha en ambos casos, debe
concluirse evidentemente, que la buena alma gobierna al universo y lo conduce por el camino de la
perfección.
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —Por el contrario, que es la mala, si todo lo que pasa en este mundo tiene un
carácter de sinrazón y de desorden.
CLINIAS. —También es eso cierto.
ATENIENSE. —¿Cuál es, pues, la naturaleza del movimiento de la inteligencia? Esta pregunta,
mis queridos amigos, es difícil para cualquiera que desee contestar a ella con discernimiento. Por lo
mismo será muy conveniente que yo me una a vosotros, para ver si encontramos la respuesta.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —Al responder, guardémonos de imitar a aquellos que, por haber mirado de frente
al sol, se encuentran en medio de las tinieblas en pleno día. No nos fijemos en la inteligencia, como si
pudiéramos verla y conocerla perfectamente con los ojos del cuerpo. Es más seguro para nosotros
fijarnos en su imagen.
CLINIAS. —¿De qué imagen hablas?
ATENIENSE. —De entre las diez especies de movimiento de que hemos hecho mención, tomemos
aquella que tiene más afinidad con el movimiento de la inteligencia. Comencemos por recordarla, y
después daremos nuestra respuesta en común.
CLINIAS. —Está muy bien.
ATENIENSE. —De todo lo que se dijo entonces, por lo menos hemos retenido esto: que todos los
seres de este universo están unos en movimiento y otros en reposo.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Y que entre los cuerpos que se mueven, unos no mudan de lugar y otros pasan de
un lugar a otro.
CLINIAS. —También es cierto.
ATENIENSE. —De estos dos movimientos, el que se hace en el mismo lugar debe necesariamente
girar alrededor de un centro, a semejanza de estos círculos que se fabrican en el torno, y tener toda la
afinidad y semejanza posibles con la revolución de la inteligencia.
CLINIAS. —¿Cómo es eso? Te suplico que me lo digas.
ATENIENSE. —Nunca se nos acusará de que no sabemos emplear en nuestras conversaciones
imágenes propias para representar los objetos, si decimos que el movimiento de la inteligencia y el
que tiene lugar en un mismo lugar, semejantes al movimiento de una esfera que gira sobre si misma,
se ejecutan conforme a las mismas reglas, de la misma manera, en el mismo lugar, guardando
siempre las mismas proporciones, tanto respecto del centro como de las partes que le rodean, según
la misma proporción y en el mismo orden.
CLINIAS. —Dices bien.
ATENIENSE. —Por la razón contraria, el movimiento que nunca se verifica de la misma manera,
ni según las mismas reglas, ni en el mismo lugar, que no tiene un centro fijo, ni ninguna relación
constante con los cuerpos que le rodean, en una palabra, que no observa regla, ni orden, ni
uniformidad, se parece perfectamente al movimiento de la imprudencia.
CLINIAS. —Nada más cierto.
ATENIENSE. —Ahora ya no es difícil responder de una manera precisa, que, puesto que el alma
imprime a todo el universo el movimiento circular, es absolutamente necesario decir que las
revoluciones celestes son producidas y arregladas por la buena alma o por la mala.
CLINIAS. Extranjero, acerca de lo que acaba de decirse, no creo que sea permitido pensar otra
cosa, sino que una o muchas almas, muy completas en todo género de perfecciones, presiden al
movimiento del cielo.
ATENIENSE. —Has penetrado perfectamente en mi pensamiento, mi querido Clinias. Dispénsame
aún alguna atención a lo que sigue.
CLINIAS. —¿De qué se trata?
ATENIENSE. —Si el alma pone en movimiento todo el cielo, ¿no es el principio de las
revoluciones del sol, de la luna y de cada astro en particular?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Razonemos sobre uno de estos astros, de manera que lo que de él digamos pueda
aplicarse A todos los demás.
CLINIAS. —¿Sobre cuál?
ATENIENSE. —Sobre el sol. Todo hombre ve el cuerpo de este astro, pero nadie ve el alma,
como nadie ve el alma de ningún animal vivo o muerto. Pero hay motivos para creer, que esta clase
de sustancias es por naturaleza imperceptible a todos los sentidos corporales, y sólo os visible a los
ojos del espíritu. Probemos, pues, a formarnos de esto una idea, valiéndonos solamente de la
inteligencia y de la reflexión.
CLINIAS. —¿Qué idea?
ATENIENSE. —Si es un alma la que dirige los movimientos del sol, no podemos engañarnos al
asegurar que lo hace de una de estas tres maneras. ¿Cuáles son?
ATENIENSE. —Bien está dentro de esta masa redonda que vemos, y la conduce a todas partes,
como nuestra alma lleva a nuestro cuerpo; o bien, revestida de un cuerpo extraño de fuego o de aire,
como algunos pretenden, se sirve de este cuerpo para arrastrar por fuerza el del sol; o, en fin, libre
de todo cuerpo, dirige el sol mediante alguna virtud verdaderamente admirable.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Es una necesidad que el alma que gobierna todo el universo lo verifique de una
de estas tres maneras. Pero, sea que conduciendo el sol sobre un carro, distribuya la luz a los
hombres, sea que obre sobre él por un impulso exterior, en fin, de cualquier manera y por cualquier
camino que esto se haga, cada uno de nosotros debe mirar esta altura como un ser de un rango
superior y como una divinidad. ¿No es cierto?
CLINIAS. —Sin duda, y no incurrir en un extremo de locura.
ATENIENSE. —¿Qué otra cosa podremos decir con relación a la luna y a los demás astros, a los
años, a los meses y a las estaciones, sino que siendo la causa de todo esto una sola alma o muchas,
excelentes en todo género de perfección, como ya hemos visto, es preciso admitir que son otros
tantos dioses, sea que habiten en los cuerpos y que bajo la forma Je animales arreglen todo lo que
pasa en el cielo, sea que obren de otra manera? Ahora yo os pregunto: ¿puedo convenirse en todas
estas cosas, y dejar de reconocer que el universo está lleno de dioses? No, extranjero, nadie es tan
insensato que sea capaz de eso.
ATENIENSE. —Pues terminemos aquí, Megilo y Clinias, nuestra disputa contra los que no
quieren admitir ninguna divinidad, después de haberles marcado los límites en que deben encerrarse
para respondernos.
CLINIAS. —¿Qué límites?
ATENIENSE. —Es preciso que nos prueben, que no tenemos razón al decir que el alma es el
principio de la generación de todas las cosas, y deducir todas las demás consecuencias que de aquí se
siguen; O, si no están en disposición de razonar mejor que nosotros en esta materia, que se rindan a
nuestras razones, y vivan convencidos para lo sucesivo de la existencia de los dioses. Veamos, por
consiguiente, si lo que se ha dicho basta para refutar a los que niegan la existencia de los dioses, o si
falta algo.
CLINIAS. —Nada más se puede pedir, extranjero.
ATENIENSE. —Por lo tanto, demos por terminado este punto. Pasemos a ocupamos de aquel que,
reconociendo la existencia de los dioses, se imagina que no toman ningún interés en lo que pasa en
este mundo, e instruyámosle. Mi querido amigo, le diremos, la persuasión en que estás de que los
dioses existen viene quizá de una cierta afinidad divina que hay entre su naturaleza y la tuya, la cual te
obliga a honrarlos y reconocerlos. Pero tú te echas en brazos de la impiedad al ver la prosperidad de
que gozan en público y en particular los hombres injustos y malos; prosperidad, que en el fondo no
tiene nada de real, pero que contra toda razón pasa por tal en el espíritu del vulgo, y que los poetas y
demás escritores han celebrado a porfía en sus obras. Quizá por haber visto a hombres impíos llegar
felizmente al término de su ancianidad, dejando tras de sí los hijos en los puestos más honrosos, se ha
introducido la turbación en tu alma. Habrás oído hablar o habrás sido testigo de numerosas acciones
impías y criminales, que han servido a algunos de gradas para elevarse desde la más humilde
condición hasta las más altas dignidades, y si se quiere, hasta la tiranta.
Entonces, ya lo conozco, no queriendo, a causa de esta afinidad que te une con los dioses,
acusarlos de que ellos son la causa de estos desordenes, sintiéndote arrastrado por razonamientos
insensatos y no pudiendo descargar tu cólera sobre los dioses, te has visto conducido a adoptar esa
horrible opinión, que consiste en decir que en verdad los dioses existen, pero que desprecian los
negocios humanos y se desdeñan de ocuparse de ellos. Temerosos de que esta opinión impía haga en
ti el más funesto estrago, vamos a hacer esfuerzos para curarte y separarte de ese camino con
nuestros discursos, uniendo las reflexiones siguientes a las razones alegadas ya para probar la
existencia de los dioses a los que la negaban. Megilo y Clinias, a vosotros toca responder por este
joven, como ya lo habéis hecho otras vece3. Si se presenta alguna dificultad grave, os cogeré como
antes y os pasaré a la otra orilla.[2]
CLINIAS. —Muy bien; haz lo que dices, por nuestra parte te auxiliaremos todo lo que podamos.
ATENIENSE. —Por lo menos, no será quizá difícil probar a nuestro adversario, que los cuidados
de los dioses no se extienden menos a las cosas pequeñas que a las más grandes. Él ha oído, puesto
que estaba con nosotros, lo que se dijo sobre los dioses: que siendo eminentes en todo género de
perfecciones, están encargados de una manera muy especial del gobierno del universo.
CLINIAS. —Y lo escuchó con mucha atención.
ATENIENSE. —Sentado esto, que examine con nosotros de qué perfecciones queremos hablar
cuando reconocemos que los dioses son perfectos. Respóndeme: ¿la templanza y la inteligencia no
son virtudes, y las cualidades contrarias, vicios?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —El valor, ¿no es igualmente una virtud, y la cobardía un vicio?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —De estas cualidades, ¿no son unas inhonestas y las otras honestas?
CLINIAS. —Necesariamente.
ATENIENSE. —¿No convendremos también en que estos vicios son propios de nuestra
naturaleza; pero que de ninguna manera son patrimonio de los dioses?
CLINIAS. —No hay nadie que no lo reconozca.
ATENIENSE. —¡Pero qué! ¿Pondremos en el número de las perfecciones del alma la negligencia,
la pereza y la molicie? ¿Qué decís a esto?
CLINIAS. —¿Cómo en posible?
ATENIENSE. —¿Las incluiremos más bien entre los defectos?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿Colocaremos las cualidades contrarias en el orden contrario?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —El que se deja llevar de la molicie, de la negligencia, de la pereza, ¿no nos parece
semejante al que el poeta compara muy bien con los zánganos ociosos?[3]
CLINIAS. —La comparación es exacta.
ATENIENSE. —Guardémonos, por lo tanto, de decir que Dios está sujeto a tener defectos que no
puede menos de aborrecer; y no consintamos que se bable de semejante modo en nuestra presencia.
CLINIAS. —¡No ciertamente, ni cómo podríamos consentirlo!
ATENIENSE. —Pero si alguno, encargado especialmente de la dirección y administración de
ciertos negocios, pusiera su cuidado en los grandes y despreciara los pequeños, ¿qué razón
podríamos alegar que nos autorizase para aprobarlo? Examinemos el punto de este modo. ¿No es
cierto que cualquiera que obre de esta manera, hombre o dios, no podría tener para hacerlo así más
que uno de estos dos motivos?
CLINIAS. —¿Qué motivos?
ATENIENSE. —Bien estará en la persuasión de que la negligencia en las pequeñas cosas no
importa nada a la buena administración del todo; o convencido de los malos resultados de esta
negligencia, dejaría ir las cosas así por indolencia y molicie. ¿Puede tener la negligencia otra causa?
Porque cuando hay una verdadera impotencia de proveer a todo, no se llama entonces negligencia la
falta de cuidado respecto de algunos negocios, cualesquiera que ellos sean, grandes o pequeños, de
parte de un dios o de un hombre que no tiene poder para ello.
CLINIAS. —No, sin duda.
ATENIENSE. —Ahora que los dos adversarios que nos quedan y que, reconociendo la existencia
de los dioses, pretenden, el uno que es fácil aplacarles, y el otro que desprecia las cosas pequeños,
respondan a lo que nosotros tres les proponemos. En primer lugar, ¿confesáis que los dioses lo
conocen, lo ven, y lo entienden todo, y que nada de lo que cae bajo el imperio de los sentidos o de la
inteligencia puede ocultárseles? ¿No es así a vuestro juicio? Hablad.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —¿Confesáis además, que reúnen en sí todo el poder de los seres mortales e
inmortales?
CLINIAS. —¿Cómo no hemos de confesarlo?
ATENIENSE. —Por otra parte, hemos convenido todos cinco en que los dioses son buenos y
perfectos por naturaleza.
CLINIAS. —Si, ciertamente.
ATENIENSE. —Pero si ellos son tales como nosotros los reconocemos, ¿no ea imposible decir,
después de esto, que hacen las cosas perezosa y negligentemente? Porque la pereza es en nosotros un
efecto de la cobardía; y la indolencia de la pereza y de la molicie,
CLINIAS. —Dices mucha verdad.
ATENIENSE. —Luego ningún dios es negligente por pereza y por indolencia, puesto que los
dioses no son susceptibles de cobardía.
CLINIAS. —No es posible hablar mejor.
ATENIENSE. —Si es cierto, por consiguiente, que en el gobierno de este universo los dioses
desprecian las cosas pequeñas, debe suponerse que tienen por inútiles sus cuidados en esta clase de
cosas, o bien es preciso decir que están persuadidos de lo contrario. No hay remedio.
CLINIAS. —No.
ATENIENSE. —Pues bien, mi querido amigo, ¿cuál es tu opinión? ¿Prefieres decir que los dioses
ignoran de qué deben ser cuidadosos, y que su negligencia tiene su origen en esta ignorancia; o que,
conociendo cuán necesarios son sus cuidados, se niegan a dispensarlos, al modo de aquellos hombres
despreciables, que sabiendo que hay algo mejor que hacer que lo que hacen, dejan ese mejor por
procurarse algún placer o ahorrarse algún trabajo?
CLINIAS. —¿Cómo puede ser eso?
ATENIENSE. —¿Los negocios humanos no hacen relación a la naturaleza animada, y el hombre
no es entre todos los anímales el que honra más a la divinidad?
CLINIAS. —Parece que sí.
ATENIENSE. —Pero nosotros sostenemos que todos los animales no pertenecen menos a los
dioses que al universo entero.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Después de esto, dígase lo que se quiera sobre si nuestros negocios son pequeños
o grandes a los ojos de los dioses; es contrario a toda probabilidad en uno y otro caso que nuestros
dueños, siendo atentísimos y perfectísimos, no se tomen ningún cuidado por nosotros. Pero hagamos
todavía otra reflexión.
CLINIAS. —¿Sobre qué?
ATENIENSE. —Con relación al ejercicio de nuestros sentidos y a nuestras facultades, ¿no habéis
observado que lo que es fácil o difícil para los sentidos es todo lo contrario para las facultades?
CLINIAS. —¿Qué quieres decir con eso?
ATENIENSE. —Quiero decir, que es más difícil ver los objetos pequeños y oír los menores
sonidos que los grandes; y que, por el contrario, es más fácil a todo el mundo dirigir, abrazar y
administrar cosas pequeñas y en corto número que cosas grandes y muy numerosas.
CLINIAS. —Sin comparación.
ATENIENSE. —Si un médico, encargado de un enfermo a quien puede y quiere curar, se
consagrase a la curación de los grandes males, sin cuidarse de los pequeños ni de los que afectan a
algún miembro de escasa importancia, ¿gozaría nunca su enfermo de una perfecta salud?
CLINIAS. —No, seguramente.
ATENIENSE. —¿No sucede lo mismo con los pilotos, con los generales de ejército, con los
administradores, con los hombres de Estado, en una palabra, con todos aquellos que están encargados
de una administración cualquiera, si despreciando los objetos pequeños y poco numerosos, sólo se
dedican al grueso de las cosas y a las más importantes? Porque, como dicen los arquitectos, las
piedras grandes jamás se colocan bien sin las pequeñas.
CLINIAS. —No, sin duda.
ATENIENSE. —No hagamos a Dios la injusticia de ponerle por bajo de los obreros mortales; y si
éstos en proporción que sobresalen en su arte, se consagran más y más a concluir y perfeccionar,
sólo mediante los recursos del arte mismo, todas las partes de sus obras, sean grandes o pequeñas, no
digamos que Dios, que es muy sabio, que quiere y puede tener cuidado de todo, desprecie las cosas
pequeñas a las que le es más fácil proveer como podría hacerlo un artífice indolente o flojo y
disgustado del trabajo, y sólo fije su atención en las cosas grandes.
CLINIAS. —Extranjero, no adoptemos jamás tales opiniones sobre los dioses. Semejantes
pensamientos son tan criminales como contrarios a la verdad.
ATENIENSE. —Me parece que hemos agotado suficientemente la disputa que teníamos contra el
murmurador que acusa a los dioses de negligencia.
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —Que con nuestras razones le hemos precisado a reconocer que no debe emplear
jamás semejante lenguaje.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Pero me parece que aún hay que emplear ciertas reflexiones que sean eficaces
para producir el encanto en su alma.
CLINIAS. —¿Qué reflexiones? Dínoslas, te lo suplico.
ATENIENSE. Convenzamos a este joven de que el que tiene el cuidado de todas las cosas, las ha
dispuesto para la conservación y el bien del conjunto; que cada parte no hace ni padece nada más que
lo que debe hacer o padecer; que ha encomendado a ciertos seres que vigilen sin cesar en cada
individuo hasta la menor de sus acciones o afecciones, procurando así la perfección de la obra hasta
en los últimos detalles. Tú mismo, miserable mortal, pequeño como eres, entras para algo en el
orden general, y constantemente dependes de él. Pero no fijas tu reflexión en que toda generación
particular se verifica en vista del todo, a fin de que alcance éste una vida dichosa; que el universo no
existe para ti, sino que tú existes para el universo. Todo médico, todo artista hábil, dirige todas sus
operaciones en vista de un todo, tendiendo a la mayor perfección del mismo; ejecuta cada parte a
causa del todo, y no el todo a causa de la parte. Si murmuras, es porque ignoras lo que es mejor a la
vez para ti y para el todo según las leyes de la existencia universal. Como por otra parte la misma
alma es asignada tan pronto a un cuerpo como a otro, y experimenta toda clase de cambios por su
voluntad o por la de otra alma, no queda al jugador de dados más partido que poner lo que ha
mejorado en mejor lugar y en otro peor lo que se ha empeorado, tratando a cada cual según sus
obras, para que así experimenten todos la suerte que merecen.
CLINIAS. —¿Cómo entiendes eso?
ATENIENSE. —Me parece que he escogido el arreglo más cómodo para los dioses por lo que
hace a la providencia general. En efecto, si el obrero, por no atender siempre al todo, hiciese en la
formación de cada obra mudar todas las cosas de figura, convirtiese el fuego, por ejemplo, en agua
animada o hiciese muchas cosas de una sola o una de muchas, haciéndolas pasar por una primera, una
segunda y hasta por una tercera generación, las combinaciones y cambios serían infinitos; mientras
que en mi sistema el señor del universo puede arreglarlo todo con maravillosa facilidad.
CLINIAS. —Repito, ¿cómo es eso?
ATENIENSE. —Habiendo observado el rey del mundo que todas nuestras operaciones parten de
un principio animado, y que están mezcladas de vicio y de virtud; que el alma y el cuerpo, aunque no
sean eternos, como los verdaderos dioses, no deben sin embargo perecer jamás, porque si el cuerpo
o el alma llegasen a perecer, la generación de los cuerpos animados cesaría por entero; y que el bien
es útil por naturaleza en tanto que procede del alma, mientras que el mal es siempre perjudicial; el
rey del mundo, repito, viendo todo esto, ha imaginado en la distribución de cada parte el arreglo que
ha creído más fácil y mejor, para que el bien domine y el mal sea dominado en el universo. Teniendo
en cuenta esta vista del todo, formó la combinación general de los puestos y lugares que cada uno
debe tomar y ocupar conforme a sus cualidades distintivas; pero ha dejado a disposición de nuestra
voluntad las causas de que dependen las cualidades de cada uno de nosotros; porque cada hombre es
generalmente tal como quiere ser, según las inclinaciones a que se abandona y el carácter de su alma.
CLINIAS. —Así parece.
ATENIENSE. —Así todos los seres animados están sujetos a diversos cambios, cuyo principio
está dentro de ellos mismos; y como resultado de estos cambios, cada cual se encuentra en el orden y
puesto marcados por el destino. Aquellos, cuya conducta sólo ha experimentado cambios ligeros,
experimentan también menos alteraciones y menos se alejan de la superficie de la región intermedia.
Con respecto a aquellos, cuyo carácter ha sufrido más cambio y se ha hecho más malo, son
precipitados en la región profunda y en esas estancias subterráneas conocidas con el nombre de
infierno y otros semejantes; y se ven sin cesar turbados por terrores y sueños funestos durante su
vida y después de que se han separado de sus cuerpos. Y cuando un alma ha hecho progresos
señalados sea en el mal, sea en el bien con voluntad firme y hábitos constantes, si es en el bien y se ha
ligado a la divina virtud, haciéndose el alma en cierta manera divina como ella, es objeto de grandes
distinciones, y del lugar que ocupaba pasa a otra estancia completamente santa y más dichosa; pero si
ha vivido entregada al vicio, va a habitar una estancia que es conforme a su estado.
Tal es, mi querido hijo, tú que te crees abandonado de los dioses, la justicia de los habitantes del
Olimpo. Si uno se pervierte, es trasportado a la estancia de las almas criminales; si uno cambia de
bien en mejor, va a unirse con las almas santas; en una palabra, en la vida y en todas las muertes, que
se verifican sucesivamente, los semejantes hacen a sus semejantes y reciben de ellos todo lo que
naturalmente deben de los mismos esperar. Ni tú, ni nadie, cualquiera que sea la situación en que se
encuentre, podrá jactarse de haberse sustraído a este orden que los dioses han establecido para que
fuera observado más inviolablemente que ningún otro, y que es absolutamente preciso respetar.
Jamás te librarás de él, aun cuando seas demasiado pequeño para poder penetrar en las profundidades
de la tierra, ni aunque seas bastante grande para elevarte hasta el cielo; sino que sufrirás la pena que
te hayan impuesto, ya en la tierra, ya en los infiernos, ya en alguna otra estancia más horrible aún. Lo
mismo sucederá a aquellos que, por impiedades o por otros crímenes, se hayan hecho grandes de
pequeños que eran, y que tú juzgabas que pasaban de la desgracia a la felicidad; y por cuya razón has
creído ver en sus acciones, como en un espejo, que los dioses no se mezclan en las cosas de este
mundo; pero no sabías el tributo que estos hombres tan dichosos deben pagar en su día al orden
general. ¿Y cómo, joven presuntuoso, puedes persuadirte de que este conocimiento no es necesario,
siendo así que, no teniéndole, no se podrá jamás formar un plan de vida, ni concebir una idea justa de
lo que constituye la felicidad o la desgracia? Si conseguimos Clinias, que está presente, y estos otros
dos ancianos convencerte de que hablando de los dioses como lo haces, no sabes lo que dices, ¿no
recibirás esto como un beneficio de Dios mismo? Si deseas algo más, por poco buen sentido que
tengas, escucha lo que ramos A decir al impío de la tercera especie.
Creo no haber demostrado del todo mal que hay dioses y que su providencia se extiende a los
hombres. En cuanto A lo de que estos mismos dioses se hacen propicios A los malos en gracia de las
ofrendas que reciben, es punto que no debemos conceder a nadie, y que necesitamos combatir con
todas nuestras fuerzas y por todos los medios.
CLINIAS. —Tienes razón; hagamos lo que dices.
ATENIENSE. —En nombre de estos mismos dioses, si es cierto que tan fáciles son de ganar,
muéstranos cómo puede tener lugar esto; dinos cuáles son y a qué se parecen. Sin duda que si
gobiernan sin interrupción este universo, no se les puede negar el título de dueños de los hombres.
CLINIAS. —No sin duda.
ATENIENSE. —¿Pero A qué dueños se parecen, o más bien, qué dueños se parecen a ellos para de
este modo juzgar, en cuanto es posible, por comparación de lo pequeño con lo grande? ¿Deberán
compararse A los conductores de los carros que corren en la carrera o a los pilotos? ¿Encontraremos
en ellos rasgos de semejanza con los generales de ejército, o los compararemos con los médicos,
que están siempre en guardia contra la guerra que nos hacen las enfermedades; a los labradores que
esperan temblando la vuelta de ciertas estaciones perjudiciales a la producción de las plantas; o, en
fin, a los guardas de ganados? En efecto, puesto que estamos de acuerdo en que el universo está lleno
de bienes y de males, de suerte que la suma de los males sobrepuja a la de los bienes, debe haber
entre, unos y otros una guerra inmortal, que exige una extraordinaria vigilancia. Nosotros tenemos
de nuestra parte los dioses y los genios a que pertenecemos. La injusticia, la licencia y la imprudencia
nos pierden; la justicia, la templanza y la prudencia nos salvan. El alma de los dioses es la estancia de
estas virtudes; y en la tierra se encuentran algunos débiles vestigios de ellas. Vemos evidentemente
que ciertas almas, que habitan en este mundo, habiendo recibido la injusticia en partija, adulan
bajamente, a pesar de su ferocidad, a las almas de los guardadores, sean perros, sean pastores, sean,
si se quiere, los primeros guardadores del mundo, para obtener con sus adulaciones y mediante
ciertas súplicas encantadoras (por lo menos los hombres malos las tienen por tales) el derecho de
tener más que los demás hombres, sin que les sobrevenga ningún mal. Digo, pues, que el vicio que
acabo de nombrar, el cual conduce a poseer más que los demás, es lo que se llama enfermedad en los
cuerpos de carne, peste en las estaciones del año, y que, mudando de nombre, es conocido con el de
injusticia en las ciudades y en los gobiernos.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —He aquí cómo debe hablar necesariamente el que sostiene que los dioses están
siempre dispuestos a perdonar a los malos sus injusticias con tal que estos les den alguna parte del
fruto de sus crímenes. Esto equivale a decir que los lobos dan a los perros una pequeña parte de su
presa; y que los perros, ganados con esta dádiva, les abandonan el rebaño para que lo destrocen
impunemente. ¿No es éste el lenguaje que emplean los que dicen que los dioses son fáciles de
aplacar?
CLINIAS. —Sí.
ATENIENSE. —En este caso, ¿hay alguien que pueda, sin caer en el ridículo, poner a los dioses
en paralelo con los guardadores que antes nombramos? ¿Se compararán a pilotos que se dejarían
ganar para las libaciones y lo más pingüe de las víctimas, hasta sumergir la nave y la tripulación?
CLINIAS. —De ninguna manera.
ATENIENSE. —¿Se parecerán a los conductores de carros dispuestos a partir desde la barrera y
que, ganados con dádivas, abandonarían a otros el honor de la victoria?
CLINIAS. Esa comparación sería irritante.
ATENIENSE. —Tampoco se los comparará a los generales de ejército, ni a los médicos, ni a los
labradores, ni a los pastores, ni a los perros seducidos por las caricias de los lobos.
CLINIAS. —Habla de los dioses con más respeto. ¿Cómo es posible que ocurra ni siquiera pensar
semejante cosa?
ATENIENSE. —Los dioses, ¿no son los más grandes de todos los guardadores y no están
ocupados de las más grandes cosas?
CLINIAS. —Sin comparación.
ATENIENSE. —Estos dioses, por consiguiente, que vigilan sobre lo más bello que hay en la
naturaleza, y cuya vigilancia con nada es comparable, ¿los pondremos por bajo de los perros y de los
hombres de mediana virtud, que jamás consentirían en hacer traición a la justicia, aceptando los
indignos presentes que los malos les ofrecieran con esta mira?
CLINIAS. —Nada de eso. Semejante lenguaje no se puede tolerar; y de todos los impíos el que
tiene esta opinión de los dioses debe pasar con mucha razón por el más malo y el más implo de
todos.
ATENIENSE. —Podemos lisonjearnos de haber probado suficientemente los tres puntos
propuestos; a saber, la existencia de los dioses, su providencia y su inflexible equidad.
CLINIAS. —Si, ciertamente, y tus pruebas tienen en su favor nuestro voto.
ATENIENSE. —La terca indocilidad de los malos me ha obligado a hablar con más calor que de
ordinario; y el haberme irritado tanto, mi querido Clinias, ha sido por quitar a estos impíos todo
pretexto para atribuirse la victoria sobre nosotros, y creer que todo les es permitido conforme a la
opinión que se forman de los dioses. He aquí lo que nos ha hecho hablar, no obstante nuestra edad,
con tanta vehemencia como si fuéramos jóvenes. Por poco que hayamos conseguido llevar a cabo
nuestro propósito de convencer a nuestros adversarios, de hacer que tengan horror a sí mismos y
gusto por las virtudes contrarias a sus vicios, podemos dar por bien empleado este preliminar de
nuestras leyes contra la impiedad.
CLINIAS. —Debemos esperarlo así; y si no sucede, por lo menos este discurso no es indigno de
un legislador.
ATENIENSE. —Terminado este preludio, es ya tiempo de llegar al enunciado de la ley,
comenzando por ordenar a todos los impíos que renuncien a su impiedad y tengan sentimientos más
religiosos. En caso de que no se presten a ello, he aquí la ley general contra los mismos. Si alguno se
hace reo de impiedad, sea con palabras, sea con hechos, el que se halle presente se opondrá y le
denunciará a los magistrados; los primeros de entre estos que tengan conocimiento del hecho, citarán
al culpable ante el tribunal establecido por las leyes para resolver sobre esta clase de crímenes. Si un
magistrado sabedor del crimen no hace lo que acaba de decirse, será permitido a cualquiera acusarle
de impiedad y vengar la ley. Si alguno resulta convicto, el tribunal dictará una pena particular para
cada género de impiedad. La pena general será la prisión. Habrá en la ciudad tres clases de prisiones;
una cerca de la plaza pública, que servirá de depósito general para tener seguros a los que sean
encerrados en ella; otra en el punto en que ciertos magistrados se reunirán por la noche, y a la cuál se
dará el nombre de sofronisterio;[4] y una tercera, situada en medio del país, en un paraje desierto y lo
más inculto que pueda ser, y se llamará prisión del suplicio. De otro lado habrá, en materia de
impiedad, tres clases de delitos, que son los que acabamos de combatir; los cuales, dividiéndose cada
uno en dos especies, compondrán seis en junto. Será preciso que los jueces presten mucha atención
para discernir las faltas que se refieren a los dioses, porque no deben ser castigados igualmente ni de
una misma manera.
Hay, en efecto, hombres que no reconocen la existencia de los dioses, pero que, teniendo por otra
parte un carácter naturalmente amigo de la equidad, tienen odio a los hombres malos, y por un cierto
horror a la injusticia son incapaces de cometer acciones criminales, evitan asociarse con los
perversos y se unen con los hombres de bien. Hay otros que a la persuasión de que no existen dioses
unen la impotencia para moderar las pasiones que los arrastran al placer y los alejan del dolor, una
memoria excelente y una gran penetración de espíritu. Su común enfermedad consiste en no creer en
los dioses, pero los primeros son mucho menos perjudiciales a la sociedad que los segundos. A la
verdad, los primeros hablarán de los dioses con demasiada libertad, lo mismo que de los sacrificios
y de los juramentos; y como se burlan de la piedad de los demás, podrían quizá encontrar imitadores,
si no fuesen contenidos por algún castigo. Pero los segundos, profesando las mismas opiniones y
siendo además hombres de genio, emplean la astucia y el artificio para seducir. De estos salen los
adivinos y forjadores de prestigios; y también algunas veces los tiranos, los oradores, los generales
de ejército, los que tienden lazos a la credulidad pública por medio de ceremonias secretas, y los
solistas con sus razonamientos capciosos, porque las especies de esta segunda clase de impíos son
innumerables. Dos leyes bastarán contra unos y otros. El crimen de los últimos, que fingen una
religión que no tienen, merece, no una, sino muchas muertes. Para los primeros basta emplear la
reprensión y el arresto.
En igual forma los que piensan que los dioses desprecian los negocios humanos son de dos
clases, así como los que creen que los dioses son fáciles de aplacar. Hecha esta distinción, los jueces
condenarán, según la ley, a pasar cinco años por lo menos en el sofronisterio a los que se dejen guiar
por estas opiniones por falta de juicio y no por malos deseos y costumbres corrompidas. Durante este
tiempo, ningún ciudadano tendrá relación con el delincuente fuera de los magistrados del consejo de
noche, que irán a conversar con él para instruirle y procurar el bien de su alma. Cuando el tiempo
por que ha sido condenado a prisión haya espirado, si se ve que se ha hecho más prudente e instruido,
entrará en relación con los ciudadanos virtuosos; y si no se enmienda y de nuevo se le convence del
mismo crimen, será condenado a muerte.
Respecto a los demás que, semejantes a bestias feroces, no sólo no reconocerían la existencia de
los dioses, o su providencia, o la inflexibilidad de su justicia; sino que, por desprecio a los hombres,
seducirían a la mayor parte de los vivos, haciéndoles creer que saben evocar las almas de los
muertos, asegurándoles que está en su poder aplacar a los dioses, como si tuvieran el secreto de
alucinarles con sacrificios, con oraciones y encantamientos, y que intentasen de esta manera aniquilar
de raíz las fortunas particulares y las de los Estados para satisfacer su avaricia; si cualquiera de éstos
fuese acusado y convicto de estos crímenes, será condenado por los jueces de conformidad con la ley
a la prisión situada en el desierto; prohibiéndose a las personas libres comunicarse con él en ningún
tiempo, recibiendo por mano de los esclavos lo que los guardadores de las leyes le hayan señalado
para su alimento; y después de su muerte será arrojado fuera de los límites del territorio sin darle
sepultura; y el hombre libre que intente enterrarle, podrá ser perseguido en justicia como reo de
impiedad. Si deja hijos capaces de prestar algún día servicios al Estado, los magistrados, tutores de
los huérfanos, cuidarán de ellos como si fueran verdaderos huérfanos a contar desde el día mismo en
que su padre haya sido condenado en justicia.
También es conveniente dictar una ley general para contener los progresos de la impiedad,
mostrada en las palabras y en las acciones, y disminuir la extravagancia de la superstición,
prohibiendo los sacrificios que no estén permitidos por las leyes. Hela aquí; comprende a todos los
ciudadanos sin excepción. Que nadie tenga en su casa altar particular, y el que desee hacer sacrificios,
que acuda a los templos públicos; que se entreguen las víctimas a los sacerdotes y sacerdotisas
encargados especialmente de la pureza de los sacrificios; que él mismo ore con los sacerdotes y
sacerdotisas y con los demás asistentes que quieran hacerlo. Las razones que nos mueven a dictar esta
ley son, que no es fácil erigir altares a los dioses, y que para conseguirlo se necesitan luces
superiores. Además, es cosa frecuente, sobre todo entre las mujeres, los enfermos, los que corren
algún peligro y se hallan en circunstancias criticas, o, por el contrario, entre los que han tenido en
algo buena fortuna, el consagrar todo aquello que se les ocurre, prometer el ofrecimiento de
sacrificios, y erigir capillas a los dioses, a los genios y a los hijos de los dioses. Lo mismo sucede
con las personas a quienes aterran de día o de noche los espectros, y que al recordar diversas
visiones que han visto en sueños, creen remediar todo esto erigiendo capillas y altares, y llenan con
ello a todas las casas, todos los barrios, en una palabra, todos los lugares, ya estén o no purificados.
Para obviar estos inconvenientes, se observará la ley que acabo de prescribir. Además ella tiene
otro fin que es quitar a los impíos todo pretexto para construir en su casa capillas y altares secretos,
para hacer allí sacrificios a los dioses ocultamente, creyendo aplacarlos por medio de estas ofrendas
y oraciones, abriendo por este medio una senda más ancha a sus injusticias; también para no
provocar la cólera de los dioses tanto sobre su cabeza, como sobre la de los magistrados que les
dejen obrar, y que son más hombres de bien que ellos, y para que de esta suerte no se vea el Estado
justamente castigado por las impiedades de algunos particulares. Por lo menos Dios no tendrá motivo
para quejarse del legislador, puesto que prohíbe por una ley tener capillas domésticas. Si se descubre
que alguno las construye y que sacrifica en otros puntos y no en los templos públicos, en caso que «l
culpable, hombreó mujer, no sea tildado por sus crímenes y sus impiedades, todo el que se aperciba
de ello le denunciará a los guardadores de las leyes, que le darán orden de trasladar su capilla a los
templos consagrados al servicio público; si se niega a hacerlo, será multado hasta que cumpla. Si se
sorprende a alguno de los que hayan cometido, no pecados infantiles, sino crímenes de primer orden,
sacrificando en secreto en su casa, o aunque sea en público, a cualquiera divinidad, será condenado a
muerte por haber sacrificado con un corazón impuro. A los guardadores de las leyes corresponde
juzgar si las faltas de que es culpable son o no pecados de niño, y presentarle en seguida ante el
tribunal, para hacerle sufrir la pena merecida por su impiedad.
Libro XI de Las Leyes

ATENIENSE. —Se trata ahora de formar las leyes convenientes para los contratos a que dan lugar
las relaciones de la vida. La ley general es muy sencilla, y hela aquí: Que nadie toque, en cuanto le sea
posible, a lo que a mí me pertenece; que nadie saque las cosas de su sitio, ni en poco ni en mucho, sin
haber obtenido mi consentimiento; y si yo estoy en mi razón, haré lo mismo respecto de las cosas de
los demás.
Y comenzando por los tesoros que uno haya guardado para si o para sus descendientes, jamás
formaré el propósito de descubrirlos; y si los encuentro, no tocaré a ellos, a no ser que sea un
depósito de mis antepasados. Tampoco seguiré en este punto el dictamen de aquellos, que se llaman
adivinos, los cuales, alegando cualquier pretexto, me aconsejarían que echara mano al depósito;
porque no ganaría tanto en razón de riquezas al apropiármelo, como ganaría en razón de virtud y de
justicia no tocando a él; y la pérdida que tendré será compensada con la adquisición de un bien
mucho mayor, que se refiere a una parte más excelente de mí mismo, al preferir el aumento de
justicia en mi alma al acrecentamiento de riquezas en mis cofres. La máxima de que no debe moverse
lo que debe ser inmóvil alcanza a muchas cosas, y cuadra especialmente al caso de que hablamos.
También es bueno dar crédito a lo que se dice comúnmente a este respecto; que los que pecan por este
rumbo no son dichosos con sus hijos.
Pero ¿a qué pena condenaremos al que, sin cuidarse de sus hijos y con deprecio del legislador,
toque sin consentimiento del depositario a lo que ni él ni ninguno de sus antepasados ha depositado,
violando la más preciosa y más sencilla de todas las leyes y el precepto de un gran hombre,[1] que ha
dicho: no toques a lo que no has depositado? ¿Qué hacer con el que, despreciando la autoridad de
estos dos legisladores, se ha llevado no ya una pequeña suma que él no ha depositado, sino a veces
tesoros de consideración? Sólo los dioses conocen los castigos que les están reservados. Respecto a
nosotros, que el primero que le cojan in fraganti, le denuncie a los astinomos, si el suceso ha pasado
en la ciudad; a los agoranomos, si ha ocurrido en algún punto de la plaza pública; y a los agrónomos
ya sus guardas, si en cualquier otro punto. Hecha la denuncia, el Estado enviará a consultar al oráculo
de Delfos y se conformará exactamente con lo que el dios haya ordenado, tanto respecto al tesoro
como a la persona que se apoderó de él. Si el denunciador es de condición libre, tendrá la gloria de
pasar por hombre de bien como recompensa de su acción; y si no denuncia al culpable, se le
calificará de hombre malo. Si el denunciador es esclavo, el Estado le concederá con razón la libertad,
dando a su dueño el dinero que le haya costado; si no lo denuncia, su castigo será la muerte.
Después de esta ley viene inmediatamente la siguiente, que afecta igualmente a las cosas grandes
que a las pequeñas. Si alguno, con voluntad o sin ella, deja en un sitio público una cosa que le
pertenece, el que la vea no tocará a ella, persuadido de que esta clase de cosas está bajo la
salvaguardia de las divinidades de los caminos y que la ley las consagra. Si a pesar de esta
prohibición se atreviese alguno a cogerla y llevarla a su casa, si no es cosa de mucho valor y el
culpable es un esclavo, el que le sorprenda, siempre que sea mayor de treinta años, le dará todos los
latigazos que quiera. En caso de que sea un hombre libre, además de reputársele indigno de serlo y de
gozar del beneficio de las leyes, pagará al dueño de la cosa el décuplo de lo que vale.
Si sucede que por una parte uno se queja de que otro le detenta una porción grande o pequeña de
sus bienes, y por otra sostiene el detentador que la posee como suya, siempre que esté inscrita en los
registros de los magistrados, como exige la ley, debe citarse a dicho detentador para ante los
magistrados y obligarle a que comparezca. Se declarará pacifico poseedor a aquel de los dos en cuyo
registro aparezca la cosa litigiosa. Si se descubriese que pertenecen a un tercero ausente, el que de los
dos dé garantías suficientes por el ausente, comprometiéndose a entregársela dispondrá de ella como
lo haría el ausente mismo. Si la cosa litigiosa no está inscrita en los registros de los magistrados,
será depositada hasta el día del juicio en poder de los tres magistrados más antiguos; y en caso de que
sea un animal, la parte que lo perdió reembolsará lo que haya costado el alimentarle durante el
secuestro. Los jueces dictarán sentencia dentro de tres días.
Todo hombre, con tal que esté en su sano juicio, podrá recuperar a su esclavo donde quiera que se
encuentre, y castigarle como quiera, pero siempre de una manera lícita. Podrá también echar mano a
un esclavo fugitivo, que sea de otro, pariente o amigo, para conservárselo. Pero si en el momento
que presenta a alguno en concepto de esclavo, fuese reivindicado como libre por otro, el que le
presenta estará obligado a dejarle, y el que le reivindica se apoderará de él después de haber dado tres
cauciones suficientes y no de otra manera. Y si se apodera de él sin dar caución, habrá acción para
demandarle como reo de violencia; y si resulta convicto, indemnizará a la parte perjudicada pagando
el duplo del daño que haya reclamado.
Todo patrono tendrá igualmente derecho a recobrar a su liberto, si éste no tiene para con su
bienhechor ningún miramiento, o no tiene los que debe de tener. Estas consideraciones consisten en
que el liberto debe ir tres veces al mes a casa de su patrono a ofrecerle sus servicios para todo lo que
sea justo y al mismo tiempo posible; no determinar nada tocante a matrimonio sin el beneplácito de
su antiguo dueño; no hacerse más rico que aquel a quien debe su libertad; y si llega este caso, el
exceso lo adquirirá el patrono. El liberto no permanecerá en el Estado más de veinte años; espirado
este plazo se irá a otra parte como todos los demás extranjeros, llevando consigo todo lo que le
pertenece, a no ser que obtenga de los magistrados y del patrono permiso para permanecer. Todo
liberto, y lo mismo todo extranjero, cuyos bienes superen al tercer orden del censo, estará obligado,
en el término de treinta días a contar desde aquel en que haya llegado a este grado de riqueza, a salir
del Estado con todo lo que posee, y los magistrados no le permitirán que permanezca por más
tiempo. El que contravenga A esta ley, si es presentado y resulta convicto en juicio, será condenado a
muerte y sus bienes serán confiscados. Esta clase de causas se someterá a los tribunales de cada tribu,
a no ser que las partes hayan terminado sus diferencias valiéndose desús vecinos, como árbitros o de
otros ciudadanos escogidos a voluntad.
Si alguno echa mano a un animal o a otra cosa, pretendiendo que es suya, el poseedor de la cosa
la volverá a aquel que se la ha vendido, donado o entregado por cualquier otro concepto válido y
jurídico, en el término de treinta días, si es un ciudadano o un extranjero establecido en la ciudad; si
es un extranjero, en el de cinco meses, de los cuales el tercero ha de ser el mes en que el sol pasa de
los signos del estío a los del invierno. Todos los contratos de compra y venta se harán en el mercado
público y en el sitio señalado para cada clase de mercancías; el vendedor hará la entrega y recibirá el
precio en el acto; no se podrá comprar en otro lugar ni a plazo. Y si uno hace un contrato en otro
sitio y de otra manera contando con la buena fe de la otra parte contratante, hágalo si gusta, pero
teniendo entendido que la ley no da acción civil para pedir el cumplimiento de esta clase de contratos.
Lo mismo regirá con relación a los préstamos; el amigo podrá prestar a su amigo, pero si se suscita
alguna disputa, que la orille por cualquiera otro camino que no sea recurso civil, el cual no puede
tener cabida en semejantes casos.
El que venda al contado una cosa por valor de cincuenta dracmas, estará obligado a permanecer
en la ciudad durante diez días después de la venta, y es preciso que el comprador conozca la casa del
vendedor, para poder salir de las dudas que en tales casos se suscitan, y para que pueda tener lugar la
rescisión de la venta cuando la ley la autorice. He aquí los casos en que la rescisión podrá o no
verificarse según las leyes. Si alguno vende un esclavo que esté atacado de la tisis, del mal de piedra,
de la estangurria, del mal que se llama sagrado, o de cualquiera otra enfermedad corporal, larga, de
difícil curación y de la que no sea fácil a todo el mundo apercibirse, y también cuando esté atacado de
cualquier enfermedad de espíritu, no tendrá lugar la rescisión cuando el comprador sea médico o
maestro de gimnástica, ni cuando el vendedor haya declarado antes de la venta la verdad al
comprador. Pero si el vendedor es entendido y el comprador ignorante en estas cosas, tendrá éste
derecho a volver a aquel el esclavo dentro de los seis meses, a menos que se trate del mal sagrado, en
cuyo caso la rescisión tendrá lugar dentro de un año. La cuestión se ventilará en presencia de médicos
elegidos de común acuerdo, y el que resulte condenado pagará al otro el doble del precio de la cosa
vendida. Si el vendedor y el comprador no son hombres que lo entiendan, la rescisión y el juicio se
llevarán a cabo como en el caso precedente; pero el culpable no pagará al otro más que el simple
precio de la cosa. Si el esclavo que se vende ha cometido un homicidio, y lo saben tanto el
comprador como el vendedor, no tendrá lugar la rescisión; pero si el comprador no tenía
conocimiento de ello, tendrá lugar desde el momento en que lo sepa. Tocará entender en el juicio a
los cinco guardadores de las leyes más jóvenes; y si se prueba que el vendedor era sabedor del
suceso, estará obligado a purificar la casa del comprador, según las ceremonias prescritas por los
intérpretes, y a pagarle el triplo del precio.
En todo cambio de dinero por dinero, de animales o de cualquiera otra cosa, habrá de observarse
la ley que prohíbe dar ni recibir nada adulterado. Escuchemos el preludio concerniente a esta especie
de fraude, como hemos nido el de las demás leyes. Todo hombre debe de considerar igualmente
graves la alteración de las mercancías la mentira y el fraude, y es una máxima detestable la que corre
en boca del vulgo; a saber, que esta clase de engaños, cuando se hacen con oportunidad, no tienen
nada que no sea legitimo; y así, sin determinar ni arreglar los tiempos, los lugares y las
circunstancias de esta oportunidad, con esta bella máxima hacen daño a los demás y lo reciben a su
vez.
Por lo que hace al legislador, no le es permitido dejar este punto indeciso; Antes bien es preciso
que lo fije dentro de límites más o menos estrechos. He aquí los que nosotros establecemos: Que
nadie se haga con sus palabras o con sus acciones culpable de mentiras, de fraudes, de alteraciones,
tomando al mismo tiempo a los dioses por testigos de que no engaña, si no quiere ser execrado por
estos mismos dioses; porque se hace digno de su cólera el que presta falsos juramentos con
desprecio de su autoridad. También la merecen, aunque en menos grado, los que mienten en
presencia de los que valen más que ellos; porque los buenos valen más que los malos, y los ancianos,
generalmente hablando, más que los jóvenes. Según este principio, los padres tienen superioridad
sobre sus hijos, los hombres sobre las mujeres y los jóvenes, los magistrados sobre los simples
ciudadanos; y a todos se debe respeto en toda clase de gobierno, y principalmente en el gobierno
político que es objeto de nuestra conversación. El que pone en venta cosas falsificadas está obligado a
mentir y a engañar, toma los dioses por testigos, y sin tener temor a estos ni consideración a los
demás, viola con el perjurio las leyes y las ordenanzas de los agoranomos. Es una práctica digna de
alabanza la de no profanar con cualquier motivo el nombre de los dioses, visto sobre todo lo que los
más de nosotros pensamos con relación a la pureza y santidad que exige todo lo que concierne a los
dioses.
Si alguno no escucha con docilidad estas lecciones, he aquí la ley que dictamos: el que venda en
mercado público alguna cosa, sea la que quiera, que no ponga dos precios a sus mercancías; sino que
si, fijado el primer precio, no encuentra comprador, debe retirarla para sacarla a venta por segunda
vez; pero que en un mismo día no alce ni baje la primer estimación. Que se abstenga de alabar su
mercancía y menos con juramentos. Todo ciudadano mayor de treinta años podrá dar de golpes
impunemente al que viole esta ley en su presencia, y castigarle por sus juramentos temerarios. Si no
lo hace y se cuida poco de la observancia de esta disposición, se le podrá echar en cara que ha hecho
traición a las leyes. Si alguno por no dominarse para acatar nuestras ordenes, vende algún género
adulterado, el que tenga conocimiento del hecho y pueda probarlo, después de haberle convencido
del delito ante los magistrados, hará suya la mercancía, si es esclavo o extranjero establecido entre
nosotros. Si es ciudadano y no denuncia al culpable, se le tendrá por malo, como a quien priva a los
dioses de sus derechos; si le denuncia y lo prueba, consagrará la cosa vendida a las divinidades que
presiden a los mercados. En cuanto al vendedor de la cosa adulterada, probado que sea que la vendió,
además de la confiscación de su mercancía, recibirá tantos azotes como dracmas valga la cosa,
publicando el heraldo en alta voz en la plaza pública la razón por que se le castiga. Los agoranomos
y los guardadores de las leyes, después de haber tomado informes de varias personas respecto de las
falsificaciones y engaños que ocurren en las ventas, liarán reglamentos sobre lo que es permitido o
está prohibido a los vendedores; estos reglamentos, fijados en un poste delante de la casa de los
agoranomos, serán otras tantas leyes, que marcarán claramente las obligaciones de los que
comercian cu el mercado público.
Con respecto a las funciones de los astinomos, ya hemos hablado suficientemente más arriba. Si
creen, sin embargo, que falta alguna cosa, oirán el dictamen de los guardadores del Estado, y después
de haber dictado por escrito los reglamentos que juzguen necesarios, los fijarán en un poste delante
de la casa donde se reúnen, haciendo también lo mismo con los que proceden del legislador.
Después de lo que se ha dicho de la alteración de los géneros vendibles, es natural hablar de los
mercaderes. Comenzaremos por una instrucción, en la que daremos razón de nuestra manera de
pensar sobre este objeto, y concluiremos por proponer la ley. El fin de la institución de los
mercaderes en una ciudad no es el de perjudicar a los ciudadanos; todo al contrario. ¿No deben
mirar, en efecto, todos como un bienhechor común a aquel, cuya profesión es distribuir de una
manera uniforme y proporcionada a las necesidades de cada uno bienes de toda especie, que están
repartidos sin medida y sin igualdad? Esta distribución se hace sobre todo por medio de la moneda, y
por esto se han establecido los mercaderes ambulantes, los mercenarios, los posaderos y los demás,
cuyas profesiones, más o menos honestas, tienen todas el mismo fin, que es proveer a las necesidades
de los particulares, haciendo las cosas necesarias para la vida comunes a todos. Veamos por qué estas
profesiones no son consideradas como honestas ni como honrosas, y lo que ha dado lugar al
descrédito en que han caído, para poner por medio de nuestras leyes algún remedio, sino a todo el
mal, por lo menos a una parte.
CLINIAS. —La empresa, a mi entender, no es pequeña, y no es para un mediano talento.
ATENIENSE. —¿Qué dices, mi querido Clinias? Hay pocas personas que, uniendo una excelente
educación a un bello carácter, puedan contenerse en los limites de la moderación, cuando la
necesidad y el deseo de ciertas cosas se hacen sentir en ellos; y que, cuando se presenta la ocasión de
ganar mucho dinero, sean sobrios en esto y prefieran la honesta medianía a la opulencia.
Los más de los hombres observan una conducta completamente opuesta. No ponen límites a sus
necesidades, y cuando deberían contentarse con una ganancia moderada, aspiran a ganancias sin
término. He aquí lo que en todos tiempos ha desacreditado y puesto en el predicamento de
profesiones vergonzosas a las de revendedor, traficante y mesonero. En efecto, si por una ley que
jamás se dictará, ni permitan los dioses que se dicte, se precisase (lo que voy a decir es ridículo; sin
embargo, lo diré a todos los hombres de bien y a todas las mujeres virtuosas de cada país) tener
hostelería, ejercer la profesión de mercader, o ejercer cualquiera otra especie de tráfico durante un
cierto tiempo, de tal manera que no pudiesen dispensarse de hacerlo, conoceríamos entonces por
experiencia cuán queridas y preciosas son estas profesiones para la humanidad, y que, si fuesen
ejercidas honradamente y sin tacha, se tendrían para con estas personas los mismos miramientos que
se tienen a una madre y una nodriza. Pero hoy los mesoneros, después de haberse establecido en los
lugares poco frecuentados y junto a los grandes caminos para recibir los pasajeros, procurarles los
socorros de que tienen necesidad, preparar un asilo a los viajeros atormentados por terribles
borrascas, o un abrigo contra el calor del día, en lugar de tratarles como amigos, ejercer con ellos la
hospitalidad, y ofrecerles de buen grado lo que se acostumbra a ofrecer en tales ocasiones, los tratan
como si fuesen enemigos o cautivos, por los que exigen un rescate exorbitante, injusto e inhonesto.
Estos excesos y otros semejantes son los que han hecho que hayan caído con razón en tan gran
descrédito estos establecimientos destinados al alivio de nuestras necesidades. Al legislador toca
remediar tales inconvenientes. Es una máxima antigua y verdadera, que ea difícil combatir al mismo
tiempo dos cosas contrarias, como sucede algunas veces en las enfermedades y en otras muchas
ocasiones. Nosotros nos encontramos precisamente en este caso, al tener que luchar a la vez contra la
pobreza y la riqueza, de las cuales la una corrompe el alma de los hombres por los placeres, y la otra
la obliga, valiéndose de aguijón del dolor, a hacerse impudente. ¿Qué remedio debe aplicarse a
semejante enfermedad en un gobierno sabio? En primer lugar, es preciso disminuir cuanto sea
posible el número de los mercaderes; en segundo, se hará que ejerzan esta profesión gentes que sólo
causarán un pequeño perjuicio al Estado en caso de que lleguen a corromperse; en tercer lugar, es
necesario imaginar algún expediente para impedir que se contraiga con demasiada facilidad, en
semejante condición, un cierto hábito de impudencia y de bajeza de sentimientos.
Después de todas estas reflexiones, dictemos la ley siguiente. ¡Ojalá produzca los resultados que
apetecemos! Que ninguno de los magnetes, que por gracia de los dioses habrán de habitar nuestro
nuevo Estado y serán jefes de las cinco mil cuarenta familias, ejerza, ni por elección ni por su
voluntad, la profesión de mercader; que no trafique; que no sea agente de ningún ciudadano que sea
superior a él, a no ser de su padre, de su madre, de sus demás parientes mayores y de todos los de
más edad que él que siendo de condición libre vivan según su estado. No es fácil al legislador marcar
exactamente lo que sienta bien o no a una persona libre; a los ciudadanos que han obtenido el premio
de la virtud, corresponde juzgar en este punto según la aversión o inclinación que sientan por ciertas
cosas. Todo el que ejerza algún tráfico indigno de su condición, será citado ante el tribunal de los
ciudadanos que sean más virtuosos y se le acusará de que deshonra a su familia. Y si se cree que ha
manchado la casa paterna ejerciendo alguna profesión sórdida, será condenado a un año de prisión
con prohibición de ejercer semejante profesión. Si reincide, la prisión durará dos años; en una
palabra, se duplicará siempre el castigo cada vez que incurra en falta.
Ordenamos por una segunda ley que los que trafiquen en nuestra ciudad sean los extranjeros,
estén o no establecidos entre nosotros. La tercera ley tendrá por objeto hacer a esta clase de habitantes
tan virtuosa o por lo menos tan poco mala como sea posible. Para ello es preciso que los
guardadores de las leyes se persuadan de que no bosta procurar que los que son bien nacidos y bien
educados no se hagan impunemente malos e infractores de las leyes, cosa bien fácil de impedir, sino
que deben de redoblar su vigilancia respecto a aquellos que, no teniendo ni el mismo nacimiento ni la
misma educación, se ven fuertemente arrastrados a hacerse malos por la naturaleza de la profesión
misma que ejercen. Y como el tráfico con todas sus ramas contiene una multitud de profesiones de
este género, después de mantener entre nosotros solamente las que se juzguen de necesidad absoluta
para el sostenimiento del Estado, es preciso que los guardadores de las leyes, reunidos con personas
entendidas, tomen informes sobre cada especie de tráfico, en la misma forma que dijimos antes con
motivo de la alteración de las mercancías, materia que se roza con la de que ahora tratamos; y que
examinen juntos los ingresos y los gastos de que resulta para el mercader una ganancia razonable;
que en seguida pongan por escrito lo que debe exigirse en razón de lo que se ha desembolsado, y que
encomienden su observancia en parte a los agrónomos, en parte a los astinomos, y en parte a los
agoranomos. Tomando estas precauciones, el tráfico redundará en provecho de los ciudadanos, y
tendrá para los que lo ejercen muy pocos inconvenientes. Con respecto a los pactos celebrados y no
cumplidos, a excepción de los prohibidos por la ley o por algún decreto, de los que han sido exigidos
con violencia injusta, o, en fin, de aquellos cuyo cumplimiento ha hecho imposible un accidente
imprevisto; en todos los demás casos habrá la acción de convenio no cumplido ante los jueces de
cada tribu, si las partes no han podido arreglarse antes con el fallo de sus vecinos o de los árbitros
elegidos libremente.
La clase de artesanos está consagrada a Vulcano y a Minerva, de los cuales hemos recibido las
artes necesarias para la vida, así como está consagrada a Marte y a Minerva aquella cuyos individuos
protegen y garantizan los trabajos de los artesanos. Unos y otros trabajan por el bien de la patria y de
los ciudadanos, éstos combatiendo en la guerra por la común defensa, aquellos fabricando por un
precio razonable toda clase de obras y de instrumentos. Estos últimos, por respeto a los dioses de
quienes se glorían de descender, deben evitar toda mentira en lo relativo a su trabajo. Si algún
artesano no ha hecho por culpa propia su obra en el tiempo convenido sin ninguna consideración al
dios que le da el pan, figurándose por un exceso de obcecación que, estando especialmente
consagrado a él, cierra sus ojos y no ve las faltas que comete, además del castigo que debe esperar de
este mismo dios, ved al que la ley condena. Pagará el precio de la obra que se obligó a hacer y no
hizo, y además la hará de balde en el mismo tiempo convenido.
La ley da a todo el que emprende una obra el mismo consejo que ha dado al vendedor; que no
trate de engañar subiendo el precio de sus mercancías, sino que debe estimarla en lo que
verdaderamente valga; y lo mismo previene al obrero que se encarga de hacer una cosa, puesto que
él sabe bien lo que vale su trabajo. En un Estado, en que todos los ciudadanos son Ubres, no conviene
que el operario, para engañar a particulares que no conoce, emplee el artificio y abuse de su arte, es
decir, de una cosa que es de suyo recta y ajena a toda mentira. Y así el que sufra algún daño por este
concepto tendrá acción contra su causante. Si alguno, que ha encargado a un artesano una obra, no le
paga el precio según el convenio legítimo que han celebrado, y sí, faltando a lo que debe a Júpiter y a
Minerva, conservadores y protectores del Estado, rompe por el afán de una pequeña ganancia los
vínculos principales de las relaciones civiles, la ley se unirá a estos dioses para acudir en auxilio de
la sociedad que el infractor trata de disolver. Por esto el que habiendo utilizado el trabajo del
artesano, no le entregue el precio en el tiempo convenido, pagará el doble; y sí deja correr el arto,
pagará además los intereses, en razón de un sexto por cada dracma al mes, aun cuando el dinero que
se deba por cualquier otro concepto no puede producir interés. El tallo de esta clase de causas
pertenecerá a los tribunales de cada tribu.
Es bueno observar, aunque sea de paso, que lo que se acaba de arreglar con relación a los
artesanos en general, es también aplicable a los generales de ejército y a toda la gente de guerra, que
son, por decirlo así, los obreros de la salud de la patria. Por consiguiente, si alguno de ellos,
habiendo emprendido una obra pública, ya por su voluntad, ya porque se le haya impuesto, la
desempeña convenientemente, y por su parte la ley, cumpliendo aquello a que se obligó, le concede
honores, que son el salario Je la gente de guerra, no cesará de alabarla; así como, por el contrario, se
quejará de ella, sí después de haberle ordenado ejecutar algún hecho de armas glorioso, no le pagase
el precio debido. Por esta razón prescribimos a todos los ciudadanos en una ley llena de alabanzas a
los guerreros y que contiene más bien un consejo que una prescripción rigurosa, que honren a los
hombres de corazón, a cuya bravura es la patria deudora de su existencia. Éstos son los ciudadanos a
quienes es preciso honrar más después de aquellos que se han distinguido mostrando una especial
veneración a las leyes dictadas por sabios legisladores, y para los cuales están reservados los
mayores honores.
Hemos tratado casi de todos los principales convenios que los hombres llevan a cabo entre sí, sin
tocar a las convenciones pupilares y al cuidado que los tutores deben tener de los huérfanos. Estamos
en la precisión de dictar disposiciones sobre esta materia a seguida de las que acabamos de proponer.
El origen de todos los desordenes en este punto procede en parte de los caprichos de los moribundos
respecto de sus testamentos, y en parte de accidentes que no dan tiempo a algunos para dictar sus
disposiciones antes de morir. He dicho, mi querido Clinias, que estos reglamentos eran necesarios en
vista de los embarazos y dificultades que sobrevienen en esta materia y que no es posible pasarlo en
silencio sin ponerlo en orden. En efecto, si se deja a todo el mundo libertad para que haga su
testamento como quiera, declarando simplemente que las últimas voluntades de los moribundos,
cualesquiera que ellas sean, han de ser exactamente cumplidas, resultará que unos harán sus
disposiciones de una manera, otros de otra, la mayor parte de un modo contrario a las leyes, a la
opinión de los demás ciudadanos, y a la que ellos mismos tenían antes que pensasen en hacer su
testamento, porque casi todos nosotros carecemos en cierta manera de libertad de espíritu y de
firmeza de voluntad cuando estamos a punto de morir.
CLINIAS. —¿Qué quieres decir, extranjero?
ATENIENSE. —Mi querido Clinias, todo hombre, que se encuentra próximo a la muerte, está de
un humor singular, y tiene siempre en la boca palabras y dichos, que inquietan y embarazan a los
legisladores.
CLINIAS. —¿Por qué?
ATENIENSE. —Queriendo disponer de todo a su gusto, tiene la costumbre de decir con
arrebato…
CLINIAS. —¿Qué?
ATENIENSE. —«¡Oh, dioses!, exclama, ¿no es bien duro que no pueda yo disponer de mis bienes
en favor de quien me plazca, dejando más a éste, menos a aquel, según el mayor o menor afecto que
me han demostrado, y del cual he recibido pruebas bastantes en el curso de mi enfermedad, en mi
vejez y en los diversos acontecimientos de mi vida?».
CLINIAS. —¿No te parece, extranjero, que tienen razón para expresarse de esa manera?
ATENIENSE. —Encuentro, Clinias, que los antiguos legisladores han tenido demasiada
condescendencia, y que, al dictar sus leyes, no han extendido sus miradas bastante lejos sobre todo el
conjunto de los negocios humanos.
CLINIAS. —¿Qué quieres decir?
ATENIENSE. —Asustados con las quejas que acabamos de referir, han dictado una ley que
permite a todo el mundo disponer absoluta y enteramente de sus bienes como le agrade, Pero
vosotros y yo daremos una respuesta más sensata a nuestros ciudadanos, cuando estén a punto de
morir.
CLINIAS. —¿Qué respuesta?
ATENIENSE. —Mis queridos amigos, les diremos, vosotros que más que ninguno otro apenas
podéis contar con un día de existencia, os es difícil en el estado en que os halláis juzgar bien de
vuestros negocios, ni tampoco conoceros a vosotros mismos, como lo ordena Apolo Pitio. Por lo
tanto, os declaro, en cualidad de legislador, que no considero que os pertenecéis a vosotros mismos,
ni que os pertenecen vuestros bienes, sino que todo pertenece a toda vuestra familia, lo mismo a
vuestros antepasados que a vuestra posteridad: y con más razón aún declaro que toda vuestra familia
con sus bienes pertenece al Estado. Sentado esto, si mientras la enfermedad o la vejez os hacen
fluctuar entre la vida o la muerte, hay aduladores que, insinuándose en vuestro espíritu, os
comprometen a hacer vuestro testamento contra las buenas reglas, yo no lo consentiré en cuanto de
mí dependa; sino que haré mis leyes, teniendo esto en cuenta, consultando el bien público y el de
vuestra familia, y subordinando como es de razón a estos objetos el interés de cada particular.
Caminad hacia el término en que la naturaleza humana concluye, sin mostraros duros ni conservar
resentimientos contra nosotros; cuidaremos de vuestros parientes, empleando para ello todas nuestras
fuerzas, sin desatender a unos para favorecer a otros.
Tales son, Clinias, las instrucciones y el preludio que yo dirijo a los vivos y a los moribundos.
Pasemos a la ley. Todo hombre, que disponga de sus bienes por testamento, si tiene hijos, instituirá
heredero A aquel de los varones que juzgue conveniente; respecto a los otros, si da alguno a
cualquier ciudadano que quiera adoptarlo, lo expresará en su testamento. Si le queda todavía algún
otro hijo por no haber sido adoptado por otra familia, habrá de enviársele muy probablemente a
alguna colonia, podrá dársele todos los demás bienes a excepción de la herencia patrimonial y de
todos los muebles necesarios para el sostenimiento de la misma. Si aún le quedan más hijos, repartirá
entre ellos todos los bienes distintos de la porción hereditaria. El que tenga algún hijo varón ya
establecido, no le legará nada de sus bienes, así como tampoco a la hija que está prometida en
matrimonio; sí no lo está, entrará en la partija; y si después de hecho testamento adquiere algunas
heredades uno de sus hijos, sea varón o hembra, dejará su parte al heredero del testador. Si este no
deja lujos varones, y si sido hijas, escogerá algún joven para esposo de aquella que juzgue
conveniente, y después de haberle adoptado por hijo, le instituirá su heredero. Si alguno ha perdido
su hijo, sea natural, sea adoptivo, antes de que haya llegado a la edad viril, expresará esta
circunstancia en su testamento, y designará a quién quiere adoptar bajo mejores auspicios. Si uno
hace testamento sin tener hijos, podrá separar la décima parte de los bienes adquiridos y legarla a
quien quiera, dejando todo lo demás al que haya escogido por su hijo adoptivo; y de este modo se
pondrá a cubierto de toda critica y se hará su memoria digna de estimación conforme el propósito de
la ley.
Si el testador deja al morir hijos menores, les nombrará libremente tutores en su testamento,
tantos como quiera, con tal que ellos lo consientan y se comprometan a desempeñar la tutela. Toda
institución de tutor hecha de esta manera será válida. Pero si muere sin hacer testamento o sin haber
nombrado tutores, corresponderá la tutela a los más próximos parientes paternos y maternos, dos por
cada lado, a los cuales se agregará uno de los amigos del difunto. Los guardadores de les leyes
nombrarán tutores a los huérfanos que los necesiten, y los quince más antiguos de entre ellos serán
los encargados de todo lo concerniente a tutelas y huérfanos. Distribuirán esta carga de manera que
cada año la desempeñen tres de ellos, hasta que trascurridos cinco años haya tocado a todos. Que este
arreglo, en cuanto sea posible, se conserve siempre. Estas mismas leyes serán observadas en
provecho de los menores en todos los casos en que muera alguno sin hacer testamento, dejando hijos
que tengan necesidad de tutores.
El que fallezca de muerte imprevista dejando hijas, no tomará a mal que el legislador provea a
dos de tres cosas, a que es un deber en un padre atender: quiero decir, que dé sus hijas en matrimonio
a los más próximos parientes, y que conserve la porción hereditaria. Con respecto a la tercera cosa
de que se ocuparía un padre, que sería, después de haber echado una mirada al carácter y a las
costumbres de los ciudadanos, escoger entre ellos un hijo adoptivo que le conviniera y un esposo
para su hija, el legislador no se mezclará en ello a causa de la imposibilidad de adivinar las
intenciones del difunto. Tal es, por consiguiente, la ley que deberá observarse lo más exactamente que
sea posible. Si alguno muere sin testamento, dejando hijas, el hermano del difunto por parte de padre
o el hermano del lado materno, si no tiene patrimonio, se casará con una y obtendrá la herencia del
difunto. Si no tiene hermano y sí un sobrino del lado de su hermano, se hará lo mismo, con tal que
haya la debida proporción entre la edad de él y la de la hija. Si no hay hermano ni hijo de su hermano
y sí un hijo de su hermana, se hará lo propio. El cuarto será el tío del difunto por el lado paterno; el
quinto el hijo de este tío; el sexto el hijo de la hermana del padre y así sucesivamente, según los
grados de parentesco, comenzando por los hermanos y los sobrinos, y dando en el mismo grado la
preferencia a los parientes por los varones sobre los parientes por las hembras. A los jueces tocará
decidir si se está en edad núbil o no mediante la inspección del cuerpo así de los hijos como de las
hijas; pero a las hijas sólo se las descubrirá a este fin hasta el ombligo. Si la hija no tuviese parientes
entre los varones núbiles a contar de una parte hasta los hijos de sobrinos y de la otra hasta los hijos
de abuelo, el ciudadano que escoja la hija con consentimiento de los tutores y mutuo beneplácito, será
su esposo y heredero del difunto. Puede suceder que en nuestra ciudad y en esta materia se encuentren
entorpecimientos mayores que estos de que acabamos de hablar. Por ejemplo, si una hija no
encuentra entre los ciudadanos una persona que le agrade, y fijando sus miradas sobre alguno que
haya ido a las colonias, forma el propósito de hacerlo heredero del patrimonio de su padre, en caso
que éste sea pariente, entrará en posesión de la herencia, siguiendo el orden establecido por la ley; y
si lo es, le bastará el consentimiento de la hija y de los tutores para casarse y tomar posesión de la
herencia del difunto, volviendo a su patria primitiva.
Con respecto al que fallezca sin haber hecho testamento y sin dejar hijos ni hijas, se observará en
todo la ley que hemos enunciado arriba; y además se tomará en su parentela un varón y una hembra,
los cuales, casándose, levantarán estos casa, que ya estiba extinguida, y entrarán en posesión de la
herencia. La hermana del difunto ocupará el primer lugar en los llamamientos, después la hija del
hermano, después la hija de la hermana, después la hermana del padre, después la nieta del padre por
su hermano, y por último, la nieta del padre por su hermana. Se les dará por esposos los parientes del
difunto en los grados de proximidad permitidos conforme a lo que hemos dispuesto antes.
No dejemos de observar aquí lo que esta ley tiene de duro en cuanto ordena al más próximo
pariente del difunto el casarse con la más próxima parienta, cosa terrible en muchas ocasiones, y en
cuanto no parece fijar su atención en los mil obstáculos a que está sujeta esta clase de leyes y que
impiden conformarse con ellas; de suerte que se encuentran personas resuellas a arrostrarlo todo
antes que consentir en casarse con un joven o una joven atacados de ciertas enfermedades o mal
construidos de cuerpo o de espíritu, por más que la ley lo ordene. Podría creerse quizá, que el
legislador no ha tenido para nada en cuenta estas repugnancias, pero no hay razón para decirlo. He
aquí la especie de preludio común que temamos que decir en favor del legislador y de aquellos para
quienes ha sido hecha la ley. Es muy racional, que las personas a quienes tales disposiciones
legislativas se dirigen, disimulen al legislador que, ocupado del bien público, no pueda pararse en
ciertos inconvenientes que de sus leyes resultan a los particulares; así como es igualmente justo
disimular a éstos, que algunas veces estén en la imposibilidad de observar la ley a causa de ciertos
obstáculos, que el legislador no ha previsto.
CLINIAS. —Extranjero, ¿qué es lo que la prudencia aconseja hacer en tales circunstancias?
ATENIENSE. —Es necesario, Clinias, nombrar árbitros, que concilien a los ciudadanos con esta
clase de leyes.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —Puede suceder, por ejemplo, que el hijo del hermano, nacido de padre rico, no
quiera casarse con la hija de su tío, porque, orgulloso con sus riquezas, aspire a un partido más
ventajoso. Algunas veces puede también verse uno en la necesidad de desobedecer la ley, cuando lo
que le ordena es insoportable, como cuando el que el legislador le designa para cónyuge es
extravagante, o padece enfermedades de cuerpo o de espíritu, que hacen la vida más insoportable que
la muerte. Para remediar estos inconvenientes, dictaremos la siguiente ley: si alguno tiene motivo de
queja contra las leyes testamentarias sobre cualquier punto, especialmente en lo que se refiere al
matrimonio, pretendiendo que, si el legislador estuviera vivo y presente, jamás le obligaría a casarse
con las personas designadas por la ley, y si uno de los parientes del difunto o uno de los tutores de
sus hijas acude a los quince guardadores de las leyes, establecidos por el legislador como árbitros y
padres de los huérfanos de ambos sexos; las partes aducirán sus razones ante ellos y se atendrán a su
decisión. Si se creyese, que esto equivaldría a atribuir usa excesiva autoridad a los guardadores de las
leyes, se obligará a las partes a comparecer ante el tribunal de los jueces escogidos y defender su
causa ante ellos. El legislador declara desde luego que el que pierda queda cubierto de vergüenza e
ignominia, castigo más grande para un hombre sensato que una fuerte multa pecuniaria.
Los huérfanos nacen, por decirlo así, una segunda vez. Hemos hablado del alimento y de la
educación que deben recibir en su primer nacimiento, y ahora, con respecto a este segundo, en el que
se ven privados de sus padres, es indispensable buscar todos los medios propios para dulcificar la
desgracia de su situación. Y así, en primer lugar queremos, que los guardadores de las leyes ocupen
el lugar de padres y justifiquen cumplidamente este título. Les ordenamos que se encarguen por turno
riguroso y en cada año de los huérfanos, como si fueran sus propios hijos. Pero antes conviene dar
algunas instrucciones tocante a la educación de los huérfanos, así a ellos como a los tutores.
Me parece que dijimos antes con mucha oportunidad, que las almas de los muertos conservan un
cierto uso de sus facultades, y que toman también alguna parte en los negocios humanos. Por
incontestable que sea esta verdad, sería preciso un largo discurso para probarlo. Atengámonos a lo
que en este punto dicen muchas y antiguas tradiciones. También debe darse fe al testimonio de los
legisladores, que así lo aseguran, a menos que se los tenga por absolutamente irracionales. Sí esto es
cierto y está en la naturaleza que lo sea, los guardadores de las leyes deben de temer en primer lugar
a los dioses del cielo, que no ven con indiferencia el abandono de los huérfanos; que teman también a
las almas de los padres difuntos, los cuales, por un sentimiento natural, toman especial interés en todo
lo que toca a sus hijos, desean el bien a los que tienen atenciones con ellos, y mal a los que los
desprecian; que teman, en fin, las almas de los ciudadanos vivos que han llegado a la ancianidad, y
tienen la veneración general. En todo Estado en que la observancia de las leyes mantiene el bienestar
general, estos ancianos son queridos por los hijos de sus hijos, que tienen el mayor placer en vivir a
en lado; ancianos que conservan aún toda la integridad de sus sentidos para oír y ver de qué manera
se trata a los huérfanos; y persuadidos de que estos son el más importante y sagrado de todos los
depósitos, se manifiestan llenos de benevolencia para con los que cumplen este deber con justicia, y
de indignación para con los que insultan la debilidad y el abandono de estos desgraciados. Todo tutor
y todo magistrado, que conserve una chispa de razón, fijándose en todo esto, cuidará puntualmente
del alimento y de la educación de los huérfanos, y les prestarán todos los servicios que estén en su
mano, como si fuera un préstamo, cuyo fruto él mismo y sus hijos habrán de recoger un día.
Todo el que atendiendo dócilmente a esta instrucción que precede a la ley, no trate al huérfano
con dureza, no deberá temer el resentimiento del legislador. Pero el que no tomándola en cuenta
cometa alguna injusticia con un joven que no tiene padre ni madre, se le impondrá un castigo doble al
que se le habría impuesto, si el joven hubiese tenido aún padre y madre. En Manto a las disposiciones
que deben dictarse tocante a los deberes de los tutores para con sus pupilos, y a la inspección de los
magistrados sobre los tutores, si unos y otros no tuviesen en la educación que dan a sus propios hijos
y en la administración de sus negocios domésticos un modelo de la educación que debe darse a los
niños de condición libre, y si por otra parte no tuviesen sobre esta materia leyes bastante sabias, sería
quizá conveniente hacer dictar otras especiales sobre la tutela y distinguir mediante instituciones
particulares la educación de los huérfanos de la de los demás niños. Pero en la actualidad no hay
mucha diferencia entre la manera de educar los huérfanos y la que emplea un padre con sus hijos;
aunque en razón de honor o deshonor y de las penas que se imponen, no suceda lo mismo en uno que
en otro caso. Por esta razón, cuando se trata de los huérfanos, la ley fija en esto toda su atención,
uniendo las amenazas a las instrucciones.
La amenaza siguiente no estará fuera de su lugar. El que se encargue de la tutela de un niño o niña
y el guardador de las leyes establecido para vigilar la conducta del tutor, tratarán ambos al
desgraciado huérfano con la misma ternura que a uno de sus hijos; cuidarán de sus bienes como de
los suyos propios, y hasta harán todo lo posible para que estén mejor administrados. Tal es la ley
general que los tutores deben tener siempre a la vista en el desempeño de su cargo. Si el tutor se
separa de este camino, el magistrado, que es su inspector, le impondrá la conveniente pena. Si es el
magistrado, el tutor le citará ante el tribunal de los escogidos, y regulado por los jueces el daño
causado al huérfano, el culpable será condenado al doble. Si los parientes del pupilo o cualquier otro
ciudadano sospechan que el tutor es negligente o prevaricador, le citarán delante del mismo tribunal,
y será condenado a pagar el cuádruplo del daño que haya causado. La mitad de la multa será del
pupilo y la otra mitad del que llevara el asunto a los tribunales. Si el huérfano, cuando llegue a la
edad de la pubertad, cree que su tutor se ha conducido mal, tendrá acción contra él durante cinco
años, a contar desde el día en que salió de la tutela; y si el tutor es convencido de malversación, el
tribunal estimará la pena o la multa que corresponda. Si alguno de los magistrados incurre en falta y
por su negligencia ha causado daño al pupilo, será condenado a una indemnización que estimarán los
jueces. Pero si hay injusticia en el hecho, además de pagar la reparación del daño, será depuesto de su
Cargo de guardador de las leyes, y los ciudadanos reunidos en asamblea nombrarán otro para la
ciudad y su territorio.
Los padres tienen algunas veces con sus hijos y éstos coa sus padres contiendas que llegan a un
punto a donde no deberían llegar. En tales ocasiones, los padres se imaginan que el legislador debía
permitirles declarar, si lo creían conveniente, por boca de un heraldo y en presencia de todo el
mundo, que repudian a su hijo y que no le reconocen ya por tal según la ley; y los hijos por su parte
querrían que les fuera permitido acusar a su padre como demente ante el tribunal, cuando los males o
la vejez le han reducido a un estado de impotencia. Semejantes sentimientos sólo tienen cabida en
corazones completamente corrompidos como lo están los de ambos; porque si sólo uno fuese el
malo, quiero decir, si sólo el hijo fuese el malo y el padre no lo fuese, o al contrario, no se verían los
desordenes que tales enemistades llevan consigo. En ningún gobierno, menos en el nuestro, el hijo
repudiado por el padre pierde necesariamente la cualidad de ciudadano. Pero entre nosotros es una
necesidad, vistas nuestras leyes, que tal hijo abandone su patria para ir a establecerse en otra parte,
porque no debe formarse en nuestra república una familia más de las cinco mil cuarenta. Por esta
razón el que se ve jurídicamente condenado a esta pena, es de necesidad que le rechacen no sólo su
padre sino toda su familia. He aquí la ley que deberá observarse en esta materia. Cualquiera que con
razón o sin ella haya concebido el desgraciado propósito de separar de su familia al hijo que ha
engendrado y educado, no podrá ejecutarlo inmediatamente y sin observar ninguna formalidad; sino
que deberá ante todo reunir sus parientes hasta los primos, y todos los parientes del hijo por su madre
hasta el mismo grado; expondrá en seguida en su presencia las razones que tiene para creer que
merece el hijo ser excluido de la familia; y dejará, igualmente a su hijo en libertad de hablar y de
probar que no merece semejante tratamiento. Si las razones del padre se estiman más fuertes y tiene
éste de su parte la mitad de los votos de toda la parentela, es decir, de todas las personas de edad
madura, así hombres como mujeres, fuera del padre que acusa, de la madre y del acusado mismo,
entonces se permitirá al padre renunciar a su hijo; de otra manera no podrá hacerlo. Si algún
ciudadano quisiese adoptar a este hijo después de la renuncia de su padre, que ninguna ley se lo
impida; porque siempre hay que esperar algo del carácter de los jóvenes por estar sujetos a muchos
cambios. Pero si nadie le adopta y ha llegado a los diez años, los que están encargados de proveer al
establecimiento de los supernumerarios en las colonias, tendrán cuidado de proporcionarle en ellas
un acomodo conveniente.
Si la enfermedad, la ancianidad, un carácter insufrible, o todas estas cosas reunidas, privasen a
algún ciudadano del uso del buen sentido, pero de suerte que este suceso sólo fuese conocido de los
que viven con él; y si por otra parte, siendo dueño de sus bienes, arruinase a su familia a causa de la
mala administración, y su hijo no supiese qué partido tomar, no atreviéndose a denunciarle ante el
tribunal como atacado de demencia, he aquí lo que la ley dispone sobre este punto. En primer lugar,
el hijo acudirá a los más antiguos guardadores de las leyes y les enterará de la triste situación de su
padre. Éstos, después de haberse asegurado de la exactitud del hecho suficientemente, le dirán si es o
no conveniente que le acuse como demente, y en el caso de que le aconsejen que lo haga, ellos
mismos le servirán de testigos y de abogados. Si recae fallo contra el padre no podrá mientras viva
disponer válidamente ni de la más pequeña parte de sus bienes, y se le considerará en lo sucesivo
como si viviera en la niñez.
Si el marido y la mujer no viviesen en armonía a causa de la incompatibilidad de caracteres, diez
guardadores de las leyes y otras tantas mujeres escogidas de entre las encargadas de la inspección de
los matrimonios procurarán arreglar estas diferencias con su benévola intervención. Si consiguen
reconciliarlos, se respetará lo que hubieren hecho; pero si tropezasen con espíritus demasiado
díscolos, pensarán seriamente en unir cada uno de los cónyuges con otra persona; y como todas las
trazas son de que semejantes querellas proceden del carácter poco sufrido de uno y de otro,
procurarán asociarlos con personas de costumbres más pacíficas y más suaves. Si los esposos entre
quienes surjan tales discordias, no tuviesen hijos o tuviesen pocos, se tendrá en cuenta esta
circunstancia en las nuevas uniones que se formen. Si tienen suficiente número de ellos, el único fin
que se tendrá en cuenta en la separación de los cónyuges y en la unión con otros, será el de que los
nuevos esposos puedan llegar a la ancianidad viviendo juntos y respetándose mutuamente.
Si un marido llega a perder a su mujer y le quedan de ella muchos hijos y muchas hijas, la ley le
aconseja que los eduque sin darles madrastra, pero no se lo impone como deber. Si no ha tenido
hijos, la ley le obliga a volverse a casar, hasta que tenga los bastantes para el sostenimiento de su casa
y del Estado. Si muere el marido primero dejando un suficiente número de hijos, la madre los
educará, permaneciendo viuda. Sin embargo, si se creyese que por ser demasiado joven no podría
pasar sin marido sin comprometer su salud, los parientes más próximos consultarán el caso con las
mujeres encargadas del cuidado de los matrimonios, ateniéndose ella a lo que de común acuerdo
resuelvan. Pero si no tiene hijos del marido difunto, volverá a casarse para tenerlos. El número de
hijos suficiente y requerido por la ley es un varón y una hembra.
Cuando sea un hecho probado que un hijo ha nacido de aquellos que le han dado la existencia, y
se trate de decidir a cuál de ellos debe pertenecer, se seguirán las reglas siguientes: Si una esclava ha
tenido comercio carnal con un esclavo, con un hombre libre o con un liberto, el hijo pertenecerá al
dueño de la esclava. Si una mujer libre le ha tenido con un esclavo, el hijo pertenecerá al dueño de
este esclavo. Si un dueño tiene un hijo con su propia esclava, o una dueña con su esclavo, y el hecho
se ha hecho público, las mujeres que tienen el cuidado de los matrimonios relegarán a otro país al
hijo nacido de una mujer libre y también al padre, y los guardadores de las leyes harán otro tanto con
el hijo nacido de un padre libre, relegando también a la madre esclava.
No hay nadie, ni entre los dioses ni entre los hombres sensatos, que pueda aconsejar que se
desprecie a los padres. Es bueno tener en cuenta, que los mismos motivos que nos obligan a honrar a
los dioses, pueden aplicarse también al respeto o a la falta de respeto para con los padres. En todas
partes y desde la más remota antigüedad hay dos clases de leyes tocante a los dioses; porque hay
divinidades que vemos manifiestamente y que honramos en sí mismas; y hay otras, de las que sólo
vemos las imágenes y las estatuas fabricadas por nuestras manos, y honrando a estas estatuas, aunque
inanimadas, creemos que nuestros homenajes son agradables a los dioses vivos que ellas representan,
y que nos hacen acreedores a recibir favores de ellos. Por esta razón, si alguno tiene en su casa padre,
madre o abuelos cargados de años, debe tener en cuenta que no puede tener cerca de si una estatua
más digna de estimación, ni más poderosa, que el tesoro que posee en estos ancianos, si los honra de
una manera conveniente.
CLINIAS. —¿Cuál es, a tu parecer, la verdadera manera de honrarles?
ATENIENSE. —Te lo diré, y es cosa, amigos míos, que merece que la escuche.
CLINIAS. —Habla.
ATENIENSE. —Edipo, cuando vio que era un objeto de desprecio para sus hijos, los llenó de
imprecaciones, que los dioses, como todo el mundo sabe, oyeron y atendieron. Amintor y Teseo, en
un momento de cólera, maldijeron A Fénix y a Hipólito, y otros muchos hicieron lo mismo con sus
hijos. La historia ha demostrado con evidencia que los dioses oyen las súplicas que los padres les
dirigen contra sus hijos. En efecto, las imprecaciones de otro cualquiera son menos funestas que las
de un padre, y con razón. Y si se cree que es muy natural que Dios oiga las maldiciones que un padre
y una madre hacen caer sobre sus hijos, cuando son despreciados por ellos, ¿no debe creerse con más
motivo que cuando, gozosos en vista de los honores que reciben de ellos, dirijan a los dioses votos
ardientes por la prosperidad de estos mismos hijos, no han de ser menos eficaces sus súplicas para el
bien que para el mal? Si así no sucediera, ¿los dioses no serían equitativos en la distribución de los
bienes, lo cual en nuestra opinión está infinitamente distante de ser compatible con su naturaleza?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Traigamos al pensamiento lo que decía antes: que no hay estatua más venerable a
los ojos de la divinidad, que un padre, una madre o antepasados encorvados bajo el peso de losados;
y que ella goza con los honores que a ellos se tributan, puesto que de otra manera no oiría las
súplicas que ellos le dirigen. Estas estatuas vivas de nuestros mayores tienen una maravillosa ventaja
sobre las estatuas inanimadas. Las primeras, cuando las honramos, unen sus súplicas a las nuestras,
así como nos maldicen cuando las ultrajamos; mientras que las segundas no hacen ni lo uno ni lo
otro. Por esta razón, el que trate como debe a su padre, a su abuelo y a los demás antepasados vivos,
puede lisonjearse de poner en ellos las estatuas más poderosas para atraer sobre sí la bendición de los
dioses.
CLINIAS. —Perfectamente dicho.
ATENIENSE. —Por consiguiente, todo hombre sensato teme y honra a sus padres, sabiendo que
en mil ocasiones sus súplicas han sido escuchadas. Y puesto que tal es el orden natural de las cosas, es
verdaderamente un tesoro para los hombres de bien tener antepasados cargados de años, que alcanzan
una extrema ancianidad, y no es extraño que lloren amargamente su pérdida, cuando la muerte los ha
arrebatado en una edad poco avanzada. Por consiguiente, que todos atiendan estas razones, y tengan a
sus padres todo el respeto que las leyes les impone como un deber.
Pero si alguno se muestra sordo a tan sabias lecciones, todo nos autoriza para dictar contra él la
ley siguiente; Si alguno en nuestro estado no tiene para con sus padres la deferencia debida y no tiene
más respeto y más sumisión a la voluntad de ellos que a la de sus hijos, a la de todos BUS
descendientes y aun a la suya propia, el que sea víctima de semejante tratamiento se quejará por sí
mismo o por medio de otro a los tres guardadores de las leyes más antiguos, y si es mujer, a tres de
las que tienen a su cargo la inspección de los matrimonios. Se tomarán en consideración sus quejas, y
los culpables serán castigados con la pena del látigo y con la prisión, si son jóvenes, es decir, si no
pasan de treinta años los hombres y de cuarenta las mujeres; si continúan, pasada esta edad,
ultrajando a aquellos de quienes han recibido la existencia, de suerte que lleguen a maltratarlos, se
reunirán en asamblea los ciudadanos más ancianos; y ante este tribunal se les hará comparecer. Si
resultan convictos, el tribunal señalará la multa o pena corporal que merecen, sin librarles de ninguna
de las penas que un hombre puede sufrir en su persona o en sus bienes. Si la edad del anciano
ultrajado le impidiese formular por sí mismo la queja, que lo haga otro ciudadano que tenga
conocimiento de ello, el cual, si no lo hace, será declarado hombre malo y podrá ser perseguido en
justicia como hombre perjudicial al Estado. El denunciador, si es esclavo, obtendrá la libertad en
recompensa; si pertenece al autor del ultraje o a la persona ultrajada, los magistrados le declararán
libre; y si pertenece a cualquiera otro ciudadano, el Estado pagará lo que valga a su dueño. Además,
los magistrados estarán a la mira, para que nadie le cause mal para vengarse de su denuncia.
Con respecto al daño que pueda causarse con ciertas drogas, ya hemos hablado de las que son
mortíferas; pero nada hemos dicho de los demás modos de dañar voluntariamente y con designio
premeditado por medio de brebajes, alimentos y perfumes. En efecto, hay entre los hombres dos
especies de maleficios, cuya distinción es algún tanto embarazosa. Una es la que acabamos de
exponer con toda claridad, cuando se daña al cuerpo empleando la virtud natural de otros cuerpos. La
otra es la de aquellos en que se emplean ciertos prestigios, encantamientos y lo que se llaman
ligaduras, y que creen los que pretenden hacer daño a otros que son un medio eficaz de conseguirlo;
así como creen estos que esta clase de encantadores pueden hacerles daño y que lo hacen
efectivamente. Es difícil saber exactamente lo que hay de verdad en todo esto; y aun cuando se
supiera, sería muy difícil convencer a los demás. Es también inútil intentar probar a ciertos espíritus,
fuertemente prevenidos contra esta clase de cosas, que no deben ocuparse de las pequeñas figuras de
cera que puedan ponerse en su puerta, o en las encrucijadas, o sobre la tumba de sus antepasados, así
como decirles que desprecien todo esto, porque no tienen ningún principio cierto sobre la virtud de
estos maleficios.
Distinguiendo por lo tanto en dos ramas la ley tocante ¿los maleficios, ante todo suplicamos,
exhortamos y aconsejamos a los que puedan tener intención de emplear una u otra especie de
maleficios, que no lo hagan; que no causen vanos terrores a los demás hombres, como si fueran
niños; y que no precisen al legislador y a los jueces a aplicar remedios a semejantes terrores; porque,
en primer lugar, el que se sirve de ciertas drogas con la mira de dañar a otro, no puede saber el
efecto que debe producir sobre los cuerpos, si no está versado en la medicina; y en segundo lugar,
porque no puede conocer la virtud de los encantamientos, si no está ejercitado en la adivinación o en
el arte de observar los prodigios? Tal es el consejo que les damos, y he aquí además la ley. Todo el
que use de ciertos medicamentos, no para dar la muerte a un ciudadano o a alguno de su familia, sino
para matarle sus bestias o sus abejas, o causarle algún otro perjuicio, si es médico y resulta
plenamente convicto, será castigado con pena de muerte; si es un hombre cualquiera, los jueces
estimarán la pena o la multa a que debe ser condenado. El que se valga de ligaduras, hechizos y
encantamientos y demás maleficios de este género, con intención de dañar con tales prestigios, si es
adivino o versado en el arte de observar los prodigios, que muera; si no teniendo ningún
conocimiento de estas artes, está convencido de la verdad de esta clase de maleficios, el tribunal
decidirá lo que debe sufrir en su persona y en sus bienes.
Todo el que haya hecho daño a otro robándole o hurtándole, será condenado a una multa fuerte, si
el daño es grande; más pequeña, si es menor; y en general la pena será siempre lo bastante
proporcionada al daño, para que éste sea enteramente reparado. Además todo malhechor, será
condenado por cada delito que cometa a la pena que se estime justa en vista de su enmienda. Este
castigo será más suave para el que haya delinquido por imprudencia y por instigación de otro,
arrastrado por la inexperiencia de la edad o cosa semejante; y más fuerte para el que ha sido
conducido al crimen por su propia imprudencia, por haberse dejado vencer por el atractivo del
placer o por la aversión al dolor, el temor, la cobardía, los celos, la cólera o cualquiera otra pasión
difícil de curar; y digo, que serán castigados, no a causa del mal cometido (porque lo hecho hecho
queda) sino para inspirar a ellos y a los que sean testigos de su castigo, horror a la injusticia, o por lo
menos, para debilitar la funesta inclinación que los arrastra hacia ella.
Por todas estas razones es necesario que las leyes, poniendo, a semejanza de un arquero hábil, la
mira en las cosas de que se acaba de hablar, aumenten o disminuyan el castigo en razón de la falta, de
manera que haya siempre una exacta proporción. El juez debe igualmente seguir los pasos del
legislador y secundar sus miras, cuando la ley deja a su discreción la elección de la multa o pena que
merezca el culpable, formando sus juicios a semejanza del pintor por el modelo que tiene a la vista. A
nosotros, Megilo y Clinías, nos toca proponer el modelo más bello y más perfecto; a nosotros toca
fijar, según las inspiraciones que recibimos de los dioses y de los hijos de los dioses, las penas que él
debe de imponer en las diferentes especies de robos o de hurtos.
Que los furiosos no parezcan en público, y que sus parientes los guarden lo mejor que puedan so
pena de pagar una multa. La multa será de cien dracmas para los ciudadanos del primer orden, cuatro
quintas partes de una mina para los del segundo, tres quintas para los del tercero, y dos para los del
cuarto. Hay furiosos de muchas clases, y lo que hemos dicho hace relación a los que lo son por
enfermedad. Otros lo son a causa de un humor violento que la educación ha fortificado, tales como
loe que a la menor ofensa que se les hace prorrumpen en exclamaciones y exhalan su cólera unos
contra otros en torrentes de injurias. No conviene consentir semejante desorden en un Estado bien
constituido. Y así, he aquí la ley general que dictamos tocante a las injurias: Que nadie maltrate a los
demás de palabra; y el que tenga alguna contienda con otro, que exponga tranquilamente sus razones
y escuche las de su adversario en presencia de los concurrentes, absteniéndose de emplear todo
término injurioso. Sucede, en efecto, que como resultado de estas imprecaciones, que se dirigen
recíprocamente, y de estas injurias groseras que consisten en echar en cara vicios vergonzosos que
convierten al hombre en mujer, lo que en su origen no era más que una disputa de palabras y una cosa
ligera, degenera en odio y enemistad muy profundos; porque el que habla, abandonándose a la cólera
que sólo sugiere groserías y alimentándola con hiel y amargura, irrita y hasta espanta esta parte del
alma, que la educación había cuidado tanto de dulcificar; y en premio de haber escuchado demasiado
su resentimiento, vive devorado por el disgusto y por el mal humor.
Es también muy común entonces dirigir a su adversario burlas que hacen reír a los circunstantes.
Todos los que han contraído habitualmente este defecto, jamás han llegado, en manera alguna, a
adquirir gravedad en las costumbres, o por lo menos han perdido la mayor parte de los sentimientos
que caracterizan a un alma grande. Por lo tanto a nadie será permitido usar de semejantes burlas ni en
los lugares sagrados, ni en las fiestas públicas, ni en los juegos, ni en la plaza pública, ni delante de
los tribunales, ni en ninguna reunión. Si a alguno se le escapase alguna en cualquiera de estos parajes,
los magistrados los castigarán sin admitir oposición; y si no lo hacen, jamás podrán aspirar al
premio de la virtud, por no haber mostrado celo en la defensa de las leyes, ni fidelidad en ejecutar las
ordenes del legislador. Donde quiera y cuando quiera que alguno, atacando o defendiéndose, se valga
de términos injuriosos, los ciudadanos más ancianos, que se hallen presentes, vengarán la ley,
castigando con golpes esta clase de extravíos y conteniendo un mal con otro mal, pues de no hacerlo,
serán ellos mismos condenados al pago de cierta multa. Añadamos aún una cosa, y es que en estas
disputas es imposible sostener mucho tiempo la polémica, sin tratar de poner en ridículo a su
adversario con alguna palabra mortificante, y es lo que nosotros condenamos cuando tiene por
origen la cólera. ¡Y qué!, ¿consentiremos entre nosotros a los comediantes, dispuestos siempre a
hacer reír a expensas de los demás, si sus burlas de los ciudadanos no son dictadas por la cólera? ¿O
más bien distinguiendo dos clases de burlas, una chistosa y otra seria, permitiremos que se burlen de
alguno alegremente y sin cólera, limitándonos a prohibir solamente lo que se haga con animosidad e
intención de ofender como acabamos de decir? Con respecto a este último punto no hay que contar
con que revoquemos nuestro dictamen, pero sometamos a nuestras leyes los casos en que debe ser
permitida o prohibida la pura critica burlona. Prohibamos a todo poeta, autor de comedias, de
yambos o de otras piezas en verso, que ponga en ridículo algún ciudadano ni descaradamente ni
valiéndose de emblemas, ya tenga en ello parte la cólera o no la tenga; y queremos que los
magistrados, que presiden los espectáculos, arrojen del Estado en el mismo día a los infractores de
esta ley, bajo la pena de tres minas de multa, que serán consagradas al dios en cuyo honor se celebran
los juegos. En cuanto a los otros, a quienes hemos permitido más arriba el uso de la critica burlona,
queremos que la cólera nunca tenga cabida en ella, y que sólo sea por vía de chiste y diversión, pues
por poco que en ello se mezcle la animosidad y el propósito de chocar, nosotros la prohibimos. El
discernimiento de esta clase de burlas pertenecerá al magistrado encargado de la educación de la
juventud. Se podrán dar al público las piezas ligeras de este género que este magistrado haya
aprobado, pero no se enseñarán a nadie las que hubieren sido desechadas, ni se permitirá que nadie
las aprenda, sea libre o esclavo, si no se quiere que pase por hombre malo y rebelde a las leyes.
No es precisamente uno digno de compasión cuando sufre hambre o cualquiera otra
incomodidad, sino cuando, siendo templado y virtuoso en todo o en parte, se ve reducido a una triste
situación. Sería una especie de prodigio, que un hombre de esta condición, libre o esclavo, fuese
abandonado por todo el mundo hasta el punto de verse reducido a la última miseria en un Estado y
bajo un gobierno que pase por medianamente constituido. El legislador puede, por lo tanto, dictar
con toda seguridad la ley siguiente tratándose de ciudadanos de la condición de los nuestros: Que no
haya mendigos en nuestro Estado. Si alguno le ocurriese el mendigar y el procurarse con qué vivir a
fuerza de limosnas, que los agoranomos le arrojen de la plaza pública, los astinomos de la ciudad, y
los agrónomos de todo el territorio, a fin de que el país se vea completamente libre de esta especie de
animales.
Si un esclavo de uno u otro sexo, por su poca experiencia o poca disposición, causa algún daño a
otro, que no sea el dueño, sin que haya culpa de parte del que ha sufrido el daño, el dueño del esclavo
indemnizará a la persona perjudicada o le entregará el esclavo. Si el dueño se quejase de que había
habido connivencia entre el autor del daño y el perjudicado, y que se había hecho con intención de
arrancarle su esclavo, tendrá acción de dolo contra el que pretende haber recibido el daño; y si gana
el litigio, hará que le paguen el doble de lo que vale su esclavo según la estimación que hagan los
jueces; y si le pierde, está obligado a reparar el daño y entregar su esclavo al otro. Si el daño ha sido
causado por una bestia de carga, por un caballo, un perro o cualquiera otro animal, el dueño de estos
animales estará obligado a repararlo.
Si alguno se niega a declarar ante los tribunales, podrá ser citado por el que tiene necesidad de su
testimonio, y está obligado a comparecer en juicio. Entonces, si es sabedor del hecho y consiente en
prestar declaración, que lo haga; si dice que no le consta nada, ne se le despachará hasta que no haya
prestado juramento a Júpiter, Apolo y Temis, de que ningún conocimiento tiene del hecho en
cuestión. Todo el que, siendo llamado como testigo, no comparezca, será responsable conforme a la
ley del daño que de esto se haya seguido. Si es llamado como testigo alguno de los jueces, no podrá
ya entender en el litigio en que ha depuesto. Toda mujer de condición libre de más de cuarenta años,
que no tenga marido, podrá atestiguar, hacer valer el derecho de otro, y promover el suyo; pero
teniendo marido, sólo podrá ser testigo. Los esclavos de ambos sexos y los hijos de familia podrán
deponer como testigos y apoyar el derecho de otro sólo en causa de homicidio, con tal que den
caución de presentarse hasta el momento de la sentencia, en caso deque se les acuse como testigos
falsos. Cada una de las partes tendrá derecho A redargüir en todo o en parte de falsa la deposición de
los testigos de la parte adversa, siempre que se crea con fundamento para hacerlo antes de que
recaiga el fallo. Las tachas aducidas contra los testigos serán puestas por escrito, firmadas por las dos
partes, y depositadas en poder de los magistrados, quienes las presentarán cuando baya de fallarse
sobre la buena fe de los testigos. Si alguno es convencido dos veces de haber sido testigo falso, no
podrá obligarle ninguna ley a declarar; y si lo ha sido tres veces, no se le permitirá ya ser testigo. Si
se atreviese a hacerlo después de haber incurrido tres veces en perjurio, todo ciudadano tiene derecho
a denunciarle ante los magistrados, los cuales le entregarán a los jueces; y si resulta culpable, le
condenarán a muerte.
Cuando conste en un juicio la falsedad de las declaraciones de algunos testigos, las cuales han
servido de fundamento para que ganara el litigio una de las partes, el fallo dado sobre semejantes
deposiciones será nulo, si se prueba que más de la mitad de los testigos han prevaricado. Y ya se
hayan tenido o no en cuenta estos testimonios en la sentencia, el proceso se instruirá y se juzgará de
nuevo, de manera que se habrá de estar a lo que resuelva esta segunda sentencia, cualquiera que sea el
modo como los jueces fallen.
Aunque haya un gran número de cosas buenas en la vida humana, la mayor parte de ellas llevan
consigo una especie de peste que las corrompe y las infecta. ¿Hay en el mundo, por ejemplo, cosa
más excelente que la justicia, a la que se debe que se hayan suavizado las costumbres? Pero siendo la
justicia una cosa tan buena, ¿cómo la profesión de abogado puede dejar de ser una profesión
honesta? A pesar de eso, yo no sé qué mala práctica, disfrazada bajo el estimable nombre de arte, ha
desacreditado esta profesión. Se dice que hay en el foro una especie de rutina, por cuyo medio
abogando ya en favor de uno mismo o ya de otros, se gana fácilmente el litigio, téngase o no el
derecho de su parte. Sólo se trata de pagar con buen dinero y al contado las defensas que los que
poseen este arte hacen conforme a sus preceptos. Lo mejor para nuestro Estado será, que no haya en
él ningún hombre hábil en este arte, o más bien oficio y rutina sin arte; o si llega a haberlos, que por
lo menos atiendan las súplicas del legislador y no hablen jamás contra el derecho; y de no ser así, que
vayan a ejercer sus talentos a otra parte, Si obedecen, la ley callará; si no obedecen, la ley hablará en
estos términos: En caso de que alguno intente debilitar en el alma de los jueces el sentimiento de la
equidad, arrastrándoles a disposiciones contrarias, y que lo haga como por sistema, abogando en su
propia defensa o en la de otros, todo ciudadano tendrá derecho para acusarle de ser un mal orador o
un mal abogado. Se presentará la acusación ante el tribunal de los jueces escogidos; si resulta
convicto, los jueces examinarán qué motivos le obligan a obrar de esta manera, si es la avaricia o el
espíritu de embrollo. Si parece ser el espíritu de embrollo o enredo curial, el tribunal decidirá por
cuánto tiempo debe abstenerse de acusar a nadie o tomar la defensa de otros; si se cree que es la
avaricia, en caso que el culpable sea extranjero, se le ordenará, pena de la vida, que salga del Estado y
que no vuelva a él jamás. En caso que sea un ciudadano, será condenado a muerte, a causa de su
excesiva pasión por el dinero a que da la preferencia sobre todo. El que fuere convencido de haber
prevaricado por segunda vez en este punto por espíritu de enredo, será castigado con la muerte.
Libro XII de Las Leyes

ATENIENSE. —Si alguno usurpa, cerca de un gobierno extranjero, el título de embajador o de


heraldo enviado en nombre del Estado; o si siendo realmente enviado, no comunica fielmente la
misión que se le ha encomendado; o en fin, si A su vuelta no da cuenta sincera de lo que tiene que
decir departe de los enemigos o de los aliados, de cuyo lado viene, se le formará proceso, como si
hubiese violado a pesar de la prohibición de la ley ordenes e instrucciones recibidas de Mercurio o
de Júpiter; y si resulta convicto, los jueces determinarán la pena o multa que debe imponérsele.
Quitar ocultamente dinero es una acción baja; y arrebatarlo descaradamente es un rasgo de
desvergüenza. Ninguno de los hijos de Júpiter se ha complacido en hacer ni lo uno ni lo otro,
valiéndose del fraude o de la violencia. Por consiguiente, que nadie se deje engañar por lo que
propalan los poetas y los propagadores de fábulas, ni se atrevan a cometer cosas semejantes,
falsamente persuadidos de que el robo y el hurto no tienen nada de vergonzoso, y que al cometerlos
no hacen más que lo que hacen los dioses mismos, porque esto ni es verdadero ni verosímil, y el que
se atreve a cometer tales injusticias, no es dios ni hijo de los dioses. El legislador debe naturalmente
saber mejor lo que hay en esto que todos los poetas juntos.
El que dé crédito a esta reflexión será dichoso, y deseamos que lo sea siempre. Pero si alguno se
resiste a creerlo, sepa que se pone en frente de la ley siguiente: Todo el que distraiga los caudales
públicos, sea en mucha o en poca cantidad, debe ser castigado con una misma pena, porque la poca
cantidad prueba en el que la distrae, no menos codicia, y sí menos poder, y el que toma la mejor parte
de un dinero que no le pertenece, es tan culpable como si lo hubiera tomado todo. No es a la
magnitud del robo a lo que la ley quiere que se atienda para castigar al uno más que al otro, sino a la
circunstancia de que el uno es quizá más susceptible de curación, mientras que el otro no da a este
respecto ninguna esperanza. Por lo tanto, todo extranjero o todo esclavo que resulte convicto en
justicia de haber distraído los fondos públicos, será castigado en su persona o en sus bienes a
discreción de los jueces, pero partiendo del supuesto probable de que aún puede enmendarse. Por el
contrario, todo ciudadano convencido de haber robado a su patria por medios ocultos o violentos,
después de haber recibido una educación como la que le hemos dado nosotros, será considerado
como un enfermo sin esperanza de salvación, y por esta razón se le condenará a muerte, háyasele
cogido infraganti o no.
Con respecto a las expediciones militares muchos consejos habría que dar y muchas leyes que
proponer. Pero lo más importante es que nadie, sea hombre o mujer, sacuda en ninguna ocasión el
yugo de la obediencia, ni se acostumbre, lo mismo en los combates verdaderos que en los juegos, a
obrar solo y de su cuenta, sino que lo mismo en la paz que en la guerra deben de tener todos
constantemente fijas sus miradas en el que manda, no haciendo nada sino bajo su dirección, y
dejándose conducir por él aun en las cosas más pequeñas; de suerte que a la primera señal que se
haga se detengan, marchen, hagan ejercicio, tomen el baño o coman, se levanten de noche para
montar la guardia y dar la consigna; que no persigan en la pelea ni retrocedan a vista de ninguna cosa
a no tener la orden de su jefe; ea una palabra, que jamás sepan ni tengan deseo de saber lo que es
obrar uno por si solo y sin concierto, y menos formarse de ello un hábito; sitio antes bien, que todos
juntos se dirijan hacia las mismas cosas, y que siempre y en todo no tengan más que una manera
común de vivir. Es imposible encontrar ni imaginar nada más bello, ni más ventajoso, ni más
acomodado para asegurar al Estado la salud en la guerra y en la victoria que un arreglo semejante, y
en nada deben ejercitarse tanto desde la infancia nuestros ciudadanos en el seno de la paz como en la
adquisición de este hábito, aprendiendo los unos a mandar y los otros a obedecer, En cuanto a la
independencia, es preciso desterrarla de las relaciones de la vida, no sólo entre los hombres, sino
también entre los animales sometidos al hombre.
A este objeto deben encaminarse los juegos y las danzas destinados a formar excelentes
guerreros, y todos los ejercicios eficaces para dar a los miembros agilidad y soltura. Con la misma
mira es preciso acostumbrarse a sufrir el hambre, la sed, el frío, el calor, la cama dura, y sobre todo
a no debilitar la fuerza natural de la cabeza y de los pies teniéndolos envueltos con cuerpos extraños,
haciendo así inútiles los cabellos y la piel, que la naturaleza ha dado a estas partes para cubrirlas;
porque como están situadas en los dos extremos del cuerpo, influyen en su buena o mala disposición,
según que se las tiene en buen o en mal estado. Además, los pies más que ningún otro miembro están
hechos para obedecer al Testo del cuerpo, así como la cabeza lo está para mandar, puesto que en ella
ha colocado la naturaleza todos nuestros principales sentidos.
Tales son los consejos que es bueno dar a nuestros jóvenes tocante al ejercicio de las armas. He
aquí las leyes:
Todos los que estén alistados o tengan algún cargo en el ejército irán a lo guerra. Todo el que se
ausente por cobardía y sin permiso de los generales, será acusado ante los jefes del ejército al volver
de la expedición por haberse negado a prestar el servicio. Todo el ejército asistirá a este juicio, con
la debida separación entre la infantería y caballería, así como entre los demás cuerpos de tropa. El
infante será juzgado por la infantería, y el jinete por lo caballería, y lo mismo los de los demás
cuerpos. El que sea condenado no podrá en adelante aspirar al premio del valor, ni acusar a nadie de
haberse negado a prestar servicio haciendo en este concepto el oficio de denunciador. Además el
tribunal dispondrá la pena que debe sufrir en su persona y en sus bienes.
Después que hayan sido despachadas todas las causas relativas a la resistencia a prestar el
servicio, los jefes señalarán día para una nueva asamblea, en la que cada uno adjudicará el premio del
valor a aquel de su cuerpo que crea haberlo merecido. Para ello ninguna mención se hará de las
guerras precedentes, ni se citará ningún hecho de armas, ni testimonio alguno para dar más peso al
voto, sino que el juicio recaerá únicamente sobre lo que haya pasado en la guerra presente. La
recompensa del vencedor será una corona de olivo, que colgará en el templo de la divinidad guerrera
que guste, para que quede allí como monumento del juicio que se ha formado de su valor. Los que
hayan conseguido el segundo y tercer premio harán lo mismo.
Si alguno que ha ido a la guerra abandona el campo para volver a su casa sin permiso de sus
jefes, se le acusará como desertor ante los mismos jueces que han entendido en lo relativo a la
resistencia a prestar servicio; y si resulta convicto, será condenado a las mismas penas que los
precedentes.
En las acusaciones que se intenten, es preciso estar muy en guardia para no calumniar a nadie, ni
con propósito premeditado, ni sin él, en cuanto sea posible; porque la Justicia es llamada con razón
bija del Pudor, y el Pudor y la Justicia aborrecen naturalmente la mentira. Pero si se necesita mucha
circunspección en todos los casos de acusación para no pecar contra la justicia, debe tenerse mucha
más cuando se trata de acusar a alguno de haber arrojado sus armas en el combate, porque un
soldado puede verse precisado A ello en ciertos casos, y el cargo que entonces se le dirigiere por
equivocación, atribuyéndole una acción vergonzosa, le expondría a una pena que no merece. Estos
casos, hijos de la necesidad, es muy difícil distinguirlos de los demás. Sin embargo, es conveniente
que la ley, en cierta manera, haga ver la diferencia según las circunstancias particulares, y para esto
recurramos a la fábula. Si conducido Patroclo a su tienda sin armas hubiere dado algunas señales de
vida, como ha sucedido a muchos guerreros, al mismo tiempo que estaban en poder de Héctor las
mismas armas del hijo de Peleo, que los dioses, según el poeta, habían dado en dote a Tetis el día de
sus bodas, todos los cobardes que había en el ejército griego hubieran tenido ocasión de echar en
cara a Menecio la pérdida de sus armas. Otros las han perdido por haber sido precipitados desde
ciertos lugares escarpados, o combatiendo en el mar, o por verse en medio de una borrasca
arrastrados de repente por torrentes, o en fin, en otras mil circunstancias semejantes, que se pueden
alegar para justificarse de un cargo con el que tan fácilmente se desliza la calumnia.
Por lo tanto, es indispensable distinguir con el mayor cuidado lo que es verdaderamente
vergonzoso e imperdonable en este género de lo que no lo es. Encontramos en cierta manera esta
distinción establecida en los nombres injuriosos que suelen darse en tales ocasiones. Por ejemplo,
puede decirse de todos, sin excepción, que han perdido sus armas; pero no se puede echar en cara a
todos el haberlas arrojado, porque este cargo no puede hacerse lo mismo a aquel a quien han sido
arrancadas por la fuerza, que al que las ha entregado voluntariamente, porque la diferencia es
extraordinaria. Sobre esta materia la ley dispone lo siguiente: Si alguno, viéndose atacado por el
enemigo y teniendo las armas en la mano, en lugar de hacerle frente y defenderse, las abandona
cobardemente o tas arroja y prefiere salvar su vida apelando a una vergonzosa fuga a perecer
muriendo gloriosa y dignamente combatiendo con valor, habrá justicia y acción para acusarle por
haber arrojado sus armas perdiéndolas de esta manera. Pero los jueces no entrarán en el examen de la
pérdida de las armas en los casos de que se ha hablado más arriba. Es preciso castigar siempre a los
cobardes, para inspirarles más valor; y jamás a los poco afortunados, porque esto no conduce a nada.
¿Pero cuál será el castigo que convenga imponer a los que han arrojado las armas que les fueron
dadas para defenderse? No es posible a los hombres mudar una cosa en su contraria como hizo en
otro tiempo un dios, que metamorfoseó, según se dice, en hombre a Ceneo el Tesaliense que era
mujer antes.[1] Y, sin embargo, si la metamorfosis contraria de hombre a mujer pudiera tener lugar,
éste sería de todos los castigos el más natural para un guerrero que hubiese arrojado las armas. Pero
con el objeto de aproximarnos todo lo posible a eso, y a fin de favorecer el apego que este guerrero
tiene a la vida manteniéndole en lo sucesivo lejos de todo peligro y para que tanto como su existencia
duren su vergüenza y cobardía, la ley ordena lo siguiente: El guerrero convicto de haber perdido sus
armas vergonzosamente no podrá ser empleado en la guerra ni por los generales ni por ninguno de
los oficiales, ni obtendrá grados en ningún cuerpo militar. Y si se contraviene a esta prohibición, los
censores multarán al contraventor en mil dracmas, si es ciudadano de primera clase; a cinco minas, si
es de la segunda; a tres, si es de la tercera; y a una, si es de la cuarta. En cuanto al guerrero
condenado por cobardía, además del alejamiento en que se mantendrá en lo sucesivo, y que le vendrá
muy bien, de toda ocasión peligrosa, pagará una multa de mil dracmas, si es de la primer clase; claco
minas, si es de la segunda; tres, si es de la tercera; y una, si es de la cuarta.
Siendo los magistrados, los unos sacados a la suerte y anuales, los otros escogidos por votación y
por muchos años, ¿de qué medio nos valdremos para crear censores? ¿Dónde encontrar hombres
capaces de obligar a los demás a dar cuenta de su administración? Puede suceder que los
magistrados, abrumados bajo el peso de su cargo y sin fuerzas suficientes para sostenerle, den alguna
sentencia o cometen alguna acción injusta; y así por difícil que sea encontrar un hombre que, dotado
de una virtud superior, sea digno de vigilar su conducta, es preciso, sin embargo, a todo trance hacer
un esfuerzo para descubrir algunos de estos hombres divinos.
Tal es, en efecto, la naturaleza de las cosas. Un gobierno, lo mismo que una nave y un animal, se
compone de diferentes resortes, cuya dislocación puede deshacer toda la obra. Estos resortes, cuya
naturaleza es una misma, tienen diversos nombres, según las diversas cosas a que están aplicados,
aquí cables y ceñidores,[2] allá nervios y tendones. Pero de todos los resortes de que depende la salud
o la pérdida del Estado, no es el de menos interés éste de que tratamos; porque si los que obligan a
los magistrados a dar cuenta de su conducta son mejores que ellos, y si en su censura se conducen
con una equidad irreprensible, todo el Estado es, Ala parque su territorio, dichoso y floreciente. Pero
si los censores desempeñan mal sus funciones, entonces la justicia, que es el lazo común que liga
todas las partes del gobierno, llega a desaparecer, y es una necesidad que los magistrados, lejos de
conspirar al mismo fin, se separen y se dividan; que de una sola república hagan muchas; y que
dando lugar a frecuentes sediciones, precipiten su ruina. Por esta razón es preciso que nuestros
censores sean hombres admirables en todo género de virtudes.
Imaginémonos por un momento la manera como se procederá a su elección. Todos los años,
cuando el sol haya pasado de los signos del estío a los del invierno, toda la ciudad se reunirá en un
lugar consagrado al Sol y a Apolo, y allí votará cada uno tres ciudadanos mayores de cincuenta años,
que sean tenidos como los más virtuosos aunque ninguno pueda proponerse a sí mismo. Entre los
propuestos se escogerán los que hayan obtenido mayor número de sufragios hasta separar la mitad,
si el número es par, y si no lo es, se excluirá el que haya tenido menos votos; y se prescindirá de la
otra mitad que ha alcanzado menor votación. Si muchos han tenido un número igual de votos, de
suerte que una sección resulte más numerosa que la otra, se quitará el excedente, comenzando por los
más jóvenes. En seguida se procederá de nuevo a la votación, hasta que resulten tres que tengan más
votos que los demás. Si todos tres o dos de ellos tuviesen un número igual de votos, se dejará la
decisión a la suerte, y se coronará con olivo al favorecido por ella adjudicándole el primer puesto; se
hará otro tanto con el segundo y con el tercero; y después de que se le haya dado el premio debido a
la virtud, se hará publicar que la república de los Magnetos, conservada de nuevo por la protección
de Dios, acaba de escoger sus tres más virtuosos ciudadanos, que consagra, según el antiguo uso, al
Sol y a Apolo, como primicias del Estado y durante todo el tiempo que su conducta corresponda al
juicio que de ellos se ha formado. Estos crearán el primer año doce censores, que desempeñarán el
cargo hasta que cada uno de ellos haya llegado a los setenta y cinco años. Después sólo se crearán
cada año tres nuevos censores.
Estos censores, dividiendo todos los cargos públicos en doce secciones, examinarán la conducta
de los que los desempeñan empleando al efecto todos los medios dignos de personas libres. Durante
todo el tiempo de su censura tendrán la residencia en el lugar consagrado a Apolo y al Sol, donde
fueron elegidos. Juzgarán a los magistrados, cuando cesen en sus cargos, ya uno a uno, ya a todos
juntos, fijando en la plaza pública edictos en que esté marcada la pena o multa, a que cada uno de
ellos haya sido condenado por la sentencia de los censores. Si algún magistrado estima que no es
equitativa la sentencia dada contra él, citará a los censores ante los jueces escogidos; y si después de
haber hecho la defensa de su conducta ante el tribunal, resulta absuelto, podrá entablar su acción
contra los censores; pero si resulta culpable, si estos le han condenado a la pena de muerte, se le hará
simplemente morir, ya que no es posible doblar esta pena; pero con respecto a las otras penas, que
pueden ser dobladas, será condenado al doble.
También es conveniente averiguar cuáles son las recompensas y los castigos que esperan a los
censores al salir de su cargo. Aquellos que hayan merecido el premio de la virtud por el voto
unánime del pueblo, ocuparán mientras vivan el primer puesto en todas las asambleas solemnes.
Además en los sacrificios, en los espectáculos y en las demás ceremonias, que habrán de hacerse en
nombre de toda la Grecia, nuestra república escogerá de entre ellos los que debe enviar para
representarla. Sólo ellos, entre todos los ciudadanos, tendrán derecho A llevar una corona de laurel.
Serán todos sacerdotes de Apolo y del Sol, y cada año se elegirá para gran sacerdote al más digno de
entra los sacerdotes del año precedente. Su nombre será inscrito en los anales y servirá para contar el
número de años mientras el Estado subsista.
Después de la muerte, la exposición, conducción y sepultura de su cuerpo se distinguirán de las
pompas fúnebres que se hagan a los demás ciudadanos. Se los vestirá contraje blanco; y en sus
funerales no se oirán lágrimas ni gemidos. Dos coros, uno de quince jóvenes del sexo femenino y
otro de quince del masculino, colocados de cada lado del féretro, cantarán alternativamente un himno
compuesto en honor de los sacerdotes, y le bendecirán en sus cantos durante todo el día. Al siguiente
de madrugada cien jóvenes de los que frecuentan aún los gimnasios, escogidos por los parientes del
difunto, acompañarán su cuerpo al panteón. Los adolescentes marcharán a la cabeza del cortejo
fúnebre en traje de guerreros, y seguirán los caballeros montados en sus caballos, los infantes con
sus armas pesadas, y las tropas ligeras con sus armas distintivas. Los jóvenes, colocados
inmediatamente delante del féretro, cantarán un himno destinado al objeto, y detrás del féretro irán
las jóvenes y las mujeres, que han pasado ya del tiempo en que se pueden tener hijos. En seguida irán
los sacerdotes y las sacerdotisas, que bien que estén excluidos de los demás funerales, asistirán a
estos, porque no tienen nada de impuros, con tal, sin embargo, de que la Pitia consienta en ello. El
monumento labrado bajo de tierra tendrá la forma de bóveda oblongada y da cada lado nichos
paralelos construidos con piedras preciosas y capaces de resistir a la injuria del tiempo. Allí se
depositará el cuerpo de este dichoso mortal, y después de haber formado un montecillo circular, se
plantará un bosque sagrado alrededor, menos por un lado, para que pueda extenderse por él la
sepultura sin necesidad de nuevos monte cilios para los cuerpos que después habrán de depositarse
allí; y se celebrarán en cada año y en su honor combates músicos, gímnicos y ecuestres. Estas serán
las recompensas de los censores íntegros,
Pero si alguno de ellos, envanecido con la elección que ha recaído en su persona, deja percibir
que es hombre, y se hace malo después de su elección, en este caso ordena la ley a todo ciudadano
que le acuse, y la causa se instruirá de la manera siguiente. El tribunal se compondrá en primer lugar
de los guardadores de las leyes, en segundo de los censores vivos, y en tercero de los jueces
escogidos. La fórmula de acusación será concebida en estos términos: tal o cual persona es indigna
del premio de la virtud y de la censura. El acusado, si resulta convicto, será privado de su cargo, así
como de la sepultura y demás distinciones afectas al premio. Pero si el acusador no tiene de su parte
la quinta parte de los votos, será condenado a una multa de doce minas, si pertenece a la primera
clase, de ocho si a la segunda, de seis si a la tercera, y de dos si a la cuarta.
La manera como, según se refiere, Radamanto terminaba los procesos, era ciertamente digna de
ser notada. Como veía que los hombres de su tiempo estaban convencidos de la existencia de los
dioses, debiendo dudar tanto menos de esta verdad, cuanto que aún existían entonces sobre la tierra
muchos hijos de los dioses, a cuyo número perteneció el mismo Radamanto según la opinión común,
creía que el juicio en todos los procedimientos no debía encomendarse a los hombres y sí a los
dioses. De aquí nacía que su manera de administrar justicia era tan rápida como sencilla. Refería al
juramento de las partes los puntos litigiosos, y así terminaban las contiendas con tanta seguridad
como prontitud. Pero hoy que entre los hombres hay unos que no creen en la existencia de los dioses,
otros que se imaginan que no se mezclan en las cosas de este mundo, y otros, que son los más
numerosos y los más malos, que sostienen la opinión de que los dioses, agradeciendo sus pequeños
sacrificios y sus adulaciones, entran a la parte con ellos para robar los bienes ajenos, y les eximen de
los grandes suplicios debido a sus crímenes, la manera observada por Radamanto no podría tener
lugar con hombres de tal condición. Y así, puesto que las opiniones de los hombres respecto a los
dioses han cambiado, es preciso que nuestras leyes sean diferentes de las de aquella época. Cuando
hoy se intenta un procedimiento, el legislador, si tiene buen sentido, no exigirá juramento a ninguna
de las partes, sino que obligará a la que acusa a que ponga por escrito sencillamente los capítulos de
la acusación, y a la que se defiende a producir en la misma forma sus medios de justificación, sin
consentir a una ni a otra que añadan a esto el juramento. Verdaderamente sería una cosa terrible, si,
vista la multitud de los procesos que se suscitan en un Estado, tuviésemos, sin poder dudar de ello,
que casi la mitad de los ciudadanos son perjuros, que sin ningún escrúpulo comen en común con los
demás, y se encuentran en todas partes con ellos, así en público como en particular.
He aquí pues lo que dispone la ley. Todo juez prestará juramento antes de dictar sentencia. Se
prestará igualmente, cuando se trate de elegir magistrados por medio del juramento o por medio de
votos que se recojan sobre el altar. El presidente de los coros y de la música, los árbitros y los
distribuidores de premios en los juegos gimnásticos y ecuestres jurarán igualmente. En general se
exigirán en todas las ocasionas, en que según la opinión de los hombres nada se gana con ser perjuro.
Pero en todas aquellas en que aparece evidentemente que resulta un gran provecho de negar una cosa
y de negarla con juramento, se recurrirá a los medios ordinarios de los tribunales, donde estas
diferencias se terminarán sin que presten ningún juramento las partes; y los jueces no consentirán en
manera alguna, que nadie jure en su presencia para dar más crédito a sus palabras, ni que dirija
imprecaciones contra sí mismo y su familia, ni se degrade prorrumpiendo en súplicas indecorosas y
lamentaciones que sólo son propias de mujeres; sino que ordenarán a las partes, que expongan sus
razones con cortesía y escuchen de igual modo las de su adversario; pues todo lo que no se haga en
esta forma se considerará como cosa que no pertenece a la causa, y los jueces emplearán su autoridad
para hacerles que vuelvan a ella.
En cuanto a los extranjeros podrán prestar y aceptar mutuamente el juramento, como se practica
en la actualidad; porque no debiendo permanecer en nuestra república hasta que sean viejos, ni tener
en cierta manera en ella su nido para siempre, no puede temerse que dejen en pos de sí hijos
herederos de sus costumbres. Lo mismo se hará con relación a los juicios seguidos con motivo de
acciones intentadas entre ciudadanos, en los casos en que la desobediencia a las leyes del Estado no
merezca azotes, ni prisión, ni la muerte. Con respecto a la falta de asistencia a los coros, a las
procesiones solemnes y demás ceremonias públicas, y también la resistencia a contribuir a los
dispendios de los sacrificios en tiempo de paz y a los gastos en tiempo de guerra, el primer medio de
reparar estas faltas será el pago de la multa marcada. Si se niegan a satisfacerla, las personas a
quienes el Estado y las leyes han encomendado el exigirlas le obligarán a ello apelando al embargo;
y si a pesar de esto se obstina en no pagar, los efectos embargados serán puestos en venta en
provecho del tesoro público. Si hubiese necesidad de un castigo mayor, los magistrados a quienes
corresponda obligarán a los desobedientes a comparecer en justicia, y les impondrán la multa que
juzguen conveniente, hasta conseguir que hagan lo que se exige de ellos.
En un Estado tal como el nuestro, en el que no habrá otro comercio interior que el de los frutos
que produce la tierra y donde no habrá comercio exterior, es necesario dictar disposiciones tocante a
los viajes por país extranjero y a la manera cómo deben ser recibidos los extranjeros que vengan a
nuestra ciudad. He aquí por lo pronto la instrucción que es conveniente que el legislador dé en esta
materia a sus ciudadanos, y que debe esforzarse en hacer que la acepten. El efecto natural del
comercio frecuente entre los habitantes de diversos Estados es introducir una gran variedad en las
costumbres, a causa de las novedades que estas relaciones con los extranjeros hacen nacer
necesariamente, lo cual es el mayor mal que pueden experimentar los Estados gobernados por leyes
sabias. Como la mayor parte de los que existen actualmente no están bien gobernados, esta mezcla de
extranjeros, que reciben en su seno, no les importa nada, como tampoco la libertad que sus
ciudadanos tienen para ir a vivir a otras ciudades, cuando se les pone en su imaginación ir de viaje a
cualquier país, en cualquier tiempo, sea cuando son jóvenes, sea cuando están en edad más avanzada.
Por otra parte, negar a los extranjeros la entrada en nuestra ciudad, y a nuestros ciudadanos el
permiso para viajar por los demás países, es una cosa que no se puede hacer en absoluto, y que
además se calificaría de bárbara e inhumana por los demás hombres. Nos echarían en cara que
teníamos la horrible costumbre de arrojar de nuestro país a los extranjeros, y que nuestras
costumbres eran rudas y salvajes.[3] Y no es indiferente el pasar o no pasar por hombres de bien para
con las demás naciones; porque los hombres malos y viciosos tan distantes están de engañarse en el
juicio que forman de la virtud de los demás, como están ellos mismos distantes de practicarla; hay en
estos mismos hombres yo no sé qué perspicacia maravillosa; de suerte que muchos de ellos, a pesar
de la extrema corrupción de sus costumbres, aciertan en sus discursos y en sus juicios a formar un
exacto deslinde entre los hombres de bien y los que no lo son. Por esta razón, no puede menos de
aprobarse aquella máxima popular en la mayor parte de los Estados, según la que se debe hacer
mucho caso de la buena reputación quede uno tengan los demás. Pero lo mejor y más importante es
comenzar por ser realmente virtuoso, y no procurarse la reputación de tal sino con esta condición,
por lo menos si se aspira a la perfecta virtud. Conviene, pues, a la nueva república que vamos a
fundar en Creta, no descuidar nada para que los demás hombres formen la más alta y sólida
reputación de su virtud; y si nuestro proyecto se ejecuta tal como lo hemos concebido, debemos
prometernos, que el Sol y los demás dioses la verán dentro de poco ocupar un puesto entre las
ciudades y los Estados mejor constituidos.
He aquí, por consiguiente, lo que me parece necesario ordenar con relación a los viajes a otros
países y a la admisión de los extranjeros en el nuestro. En primer lugar, que no se permita a ningún
ciudadano, antes de que tenga cuarenta años, viajar fuera de los límites del Estado. Además, que nadie
viaje en nombre propio, sino en nombre del público, en calidad de heraldo, de embajador o de
observador. No deben contarse entre los viajes las correrías y expediciones militares, como si fuesen
de la misma condición. Se diputarán ciudadanos para asistir a los sacrificios y a los juegos que se
hacen en Pithos en honor de Apolo, en Olimpia en honor de Júpiter, en Nemes y en el Istmo; y se
elegirán en el mayor número posible los mejor formados y los más virtuosos; en una palabra, todos
aquellos que se consideren los más a propósito para que se forme una alta idea de nuestra república
en estas asambleas consagradas a la religión y a la paz, y para que se distinga en este sentido tanto
cuanto los demás aspiran a procurar esta preeminencia para su patria por medio de los ejercicios
relativos a la guerra. Cuando estén de vuelta en su patria, harán saber a nuestra juventud, que las leyes
de las demás naciones son muy inferiores a las de su país.
Es preciso igualmente, que los que se envíen por los guardadores de las leyes en calidad de
observadores sean de esta misma condición. Y si algunos ciudadanos tienen deseo de ir a estudiar
más por despacio lo que pasa entre los demás hombres, que ninguna ley se lo impida; porque jamás
nuestra república podrá llegar al verdadero punto de perfección, de cultura y virtud, si por no tener
relación con los extranjeros, carece de todo conocimiento de lo que hay de malo y de bueno entre
ellos; ni podrá observar fielmente las leyes, si se atiende sólo al uso y a la práctica de ellas, sin
penetrar bien en su espíritu. Se encuentran siempre entre la multitud personajes divinos, aunque son
pocos a la verdad, que nacen en países civilizados o no civilizados indistintamente, y la comunicación
con ellos es de un valor inestimable. Los ciudadanos, que viven bajo un buen gobierno, deben de
seguir la pista a estos hombres, que se han preservado de la corrupción, y buscarles por mar y por
tierra, en parte para afirmar lo que hay de bueno en las leyes de su país, en parte para rectificar lo que
en ellas se encuentre de defectuoso. No es posible que nuestra república sea nunca perfecta, si no se
hacen estas observaciones y estas indagaciones, o si se hacen mal.
CLINIAS. —¿Y cómo deberán de hacerse?
ATENIENSE. —De esta manera. En primer lugar, ea preciso que el observador, si ha de ser tal
como nosotros deseamos, tenga más de cincuenta años; en segundo lugar, que se baya distinguido en
todo lo demás, sobre todo en la guerra, para ofrecer en su persona a los demás Estados un modelo de
los guardadores de nuestras leyes. Pondrá término a sus observaciones tan pronto como haya tocado
en los sesenta años. Después de haber observado todo lo que haya querido por espacio de diez años,
al volver a su patria se presentará en el consejo de los magistrados encargados de la inspección de las
leyes.
Este consejo, compuesto de jóvenes y de ancianos, se reunirá necesariamente todos los días desde
el nacimiento del día hasta la puesta del sol. Se compondrá en primer lugar de los sacerdotes que
hayan sido considerados como los más virtuosos del Estado; luego de los diez guardadores de las
leyes más ancianos, y por último del que dirija actualmente la enseñanza de la juventud y de los que le
hayan precedido en este cargo. Ninguno de ellos irá solo al consejo, sino que irá acompañado de un
joven que tenga entre treinta y cuarenta años, que él mismo habrá escogido. Sus pláticas, cuando estén
juntos, versarán siempre sobre las leyes, sobre el gobierno del Estado, y sobre las instituciones
extranjeras, si tienen noticia de algunas que sean interesantes. También conversarán sobre las ciencias
que les parezca que tienen más relación con tales indagaciones, y cuyo estudio deba contribuir a
facilitar el conocimiento de las leyes, conocimiento que sin esto será más espinoso y más oscuro.
Hecha por los ancianos la elección de estas ciencias, los jóvenes se consagrarán a ellas con todo el
ardor de que sean capaces. Si se creyese que alguno de estos era indigno de asistir al consejo, toda la
asamblea reprenderá al anciano que le presentó. En cuanto a los demás jóvenes, que serán
considerados como del consejo, todos los ciudadanos fijarán sus miradas en ellos, tomando sus
acciones como regla de conducta; así como los mirarán con el más alto desprecio, si se hacen peores
que los demás.
A este consejo concurrirá el observador de las costumbres de los otros pueblos cuando vuelva de
sus viajes. Allí manifestará lo que haya averiguado sobre el establecimiento de ciertas leyes y sobre
la educación y cultura de la juventud, añadiendo las reflexiones que le hayan sugerido estos objetos.
Si no vuelve ni mejor ni peor que cuando marchó, se le deberá por lo menos agradecer su celo por el
bien público. Pero si se advierte que ha hecho adelantos, se le tributará los mayores elogios, y
después de su muerte todo el consejo le hará los honores debidos. Si se creyese, por el contrario, que
en vez de ganar, habla perdido en sus viajes, aparentando conocimientos que no tiene, se le prohibirá
toda comunicación con los demás, así con los jóvenes como con los ancianos. Si obedece en este
punto a los magistrados, se le dejará vivir como simple particular; pero si se le prueba en justicia que
ha querido introducir cambios en la educación y en las leyes, será condenado a muerte. El
magistrado, que note en él semejante falta y no lo ponga en conocimiento de los jueces, será
reprendido por esta negligencia cuando se trate de la adjudicación del premio a la virtud. Tal debe ser
el ciudadano a quien las leyes permitan viajar, y tales son las disposiciones que en esta materia
deberán observarse.
También es preciso acoger a los extranjeros que viajan por nuestro país. Son de cuatro clases que
conviene explicar aquí. Los primeros son aquellos que, semejantes a las aves de paso, sólo aparecen
durante el verano y escogen esta estación para hacer sus excursiones. La mayor parte de estos toman,
por decirlo así, su vuelo por mar, y revolotean de país en país en ciertos tiempos del año, para
comerciar y enriquecerse. Los magistrados, establecidos para este objeto, los admitirán en los
mercados, en los puertos y en los edificios públicos situados extramuros, pero no lejos de la ciudad.
Procurarán que estos extranjeros no intenten nada contra las leyes, juzgarán sus contiendas con
equidad, y sólo se comunicarán con ellos para las cosas necesarias y las menos veces que sea posible.
Los segundos son los que, atraídos por la curiosidad, sólo vienen para halagar sus ojos y sus
oídos con los encantos que ofrecen los espectáculos y la música. Para estos extranjeros debe haber
edificios situados cerca de los templos y amueblados cual conviene para recibirlos como es debido.
Los sacerdotes y los encargados del sostenimiento de los templos tendrán cuidado de que no les falte
nada, y durante el tiempo razonable que se les permita permanecer en la ciudad les proporcionarán el
placer de ver y oír las cosas que los ha atraído entre nosotros, haciendo de modo que se retiren sin
haber causado ni recibido daño alguno. Todas las contiendas que puedan suscitarse con motivo de su
venida, ya sea que se cometa alguna injusticia contra ellos o que la cometan ellos, serán decididas por
los sacerdotes, cuando el daño no pase de cincuenta dracmas; y si pasa de esto, la decisión
corresponderá a los agoranomos.
Los extranjeros de la tercera clase serán recibidos y mantenidos a expensas del público; son estos
los que vienen de otros países para negocios de astado. Los generales, los hiparcas y los taxiarcas
serán los únicos que tengan derecho a recibirles en sus casas, y el que los hospede tendrá cuidado de
su sostenimiento de acuerdo con los pritanos.
Los extranjeros de la cuarta clase, si es que llega a haberlos, que será muy raro, son los que
pueden venir de otros países para estudiar nuestras costumbres. El que se presente entre nosotros con
tal intención, en primer lugar es preciso que no tenga menos de cincuenta años; en segundo, que se
proponga o ver en nuestra ciudad alguna cosa mejor en punto a leyes que lo que haya visto en otra
parte, o invitarnos a adoptar alguna cosa mejor que hubiese observado en otros Estados. Podrán, sin
necesidad de ser invitado a entrar en las casas de los principales ciudadanos y de los sabios, puesto
que es semejante a ellos. Si se hospeda, por ejemplo, en casa del magistrado que dirige la educación
de la juventud, podrá lisonjearse de encontrar allí una hospitalidad digna de él, puesto que se hospeda
en la casa de uno de los que han alcanzado el premio de la virtud. Después de haber aprendido,
conversando con él, lo que deseaba saber, y de haber comunicado él también lo que sabe, volverá a su
país colmado de honores y de presentes, en la forma que un amigo tiene derecho a esperar de sus
amigos. Tales son las leyes que se observarán en la recepción de extranjeros de ambos sexos, y en el
envío de nuestros ciudadanos a otros países. Haciendo esto, honraremos a Júpiter Hospitalario, y nos
guardaremos mucho de alejar a los extranjeros, negándonos a admitirlos a nuestra mesa y en
nuestros sacrificios, como hacen actualmente los habitantes de las orillas de Nilo por medio de
prohibiciones bárbaras. Si alguno sale fiador de otro, pondrá su promesa por escrito, fijando
expresamente las condiciones bajo las cuales se compromete, en presencia de tres testigos por lo
menos, si la suma que garantiza sube a mil dracmas, y de cinco si pasa de aquí. El que vende en
nombre de otro será también fiador de éste, si se ha cometido algún fraude en la venta, o si no se
encuentra el principal en estado de responder; y ambos, tanto el vendedor como el que en su nombre
vendió la cosa, podrán ser citados en justicia.
El que haya perdido alguna cosa y quiera hacer pesquisas en la casa de otro, entrará en ella
desnudo o con una simple túnica sin ceñidor, después de haber puesto a los dioses por testigos de que
espera encontrar allí lo que ha perdido.[4] El otro estará obligado a abrirle su casa, y permitirle
registrar todos los sitios sellados o no sellados. Si a alguno no se le deja hacer esta pesquisa por el
dueño de la casa en que quiere hacerla, le citará en justicia, después de haber estimado el valor de lo
que busca; y si el que se opone resulta convicto, pagará el doble. En ausencia del dueño de la casa, su
familia permitirá el registro de lo que no esté sellado, y el interesado pondrá su sello en lo que
encuentre sellado por el dueño, reservándose el aguardarle durante cinco días. Si la ausencia del
dueño pasa de los cinco días, llamará a los astinomos, y después de haber roto los sellos en su
presencia, hará sus pesquisas y en seguida volverá a poner los sellos en presencia de los de la casa y
de los astinomos.
Respecto a las posesiones dudosas, habrá un término fijado de antemano, más allá del cual el que
haya poseído durante este intervalo no podrá ya ser inquietado. Con respecto a las tierras y a las casas
no puede haber duda entre nosotros. En cuanto a las demás cosas, si el que tiene la posesión se sirve
de ellas en la ciudad, en la plaza pública, en los templos, sin que nadie las reivindique, y el dueño de
estas cosas pretende haberlas hecho buscar durante este tiempo, sin que el otro por su parte haya
tratado nunca de ocultarlas; después de pasado un año, el uno disfrutando la cosa y el otro
buscándola, no será permitido reclamarla. Sí el poseedor de la cosa no se sirviese de ella en la
ciudad, ni en la plaza pública, sino sólo en el campo, al descubierto, y aquél a quien pertenece no se
ha apercibido de ello en el espacio de cinco años, pasado este término, no podré ya reivindicarla. Si
el poseedor hace uso de ella en la ciudad, pero sólo en su casa, la prescripción no tendrá lugar sino
después de tres años; y al cabo de diez, si solo usase de ella en el campo, en el interior de su casa. En
fin, si sólo se sirve de ella en país extranjero, no tendrá nunca lugar la prescripción, y la cosa volverá
a su primitivo dueño en cualquier tiempo que dé con ella. Si alguno emplea la fuerza para impedir al
que con él litiga o a los testigos que comparezcan en juicio, y la persona a quien hace esta violencia
es su esclavo o el esclavo de otro, la sentencia que obtenga en este caso a su favor será nula. Si es
persona libre, además de la nulidad de la sentencia, el detentador será condenado a cadena por un
año, y podrá todo ciudadano acusarle de plagio.
Si alguno impide a viva fuerza que su competidor venga a disputar el premio en los combates
gimnásticos, musicales o de cualquiera otra especie, se pondrá el hecho en conocimiento de los
presidentes de los juegos, los cuales facilitarán la libertad y entrada en los juegos al que quiera
combatir. Pero si esto no fuere posible, en caso que la victoria se haya declarado en favor del que
impidió venir al otro, se dará el premio a este último, y hará que se inscriba su nombre en calidad de
vencedor en el templo que quiera; se prohibirá al primero fijar en ninguna parte inscripción ni
monumento alguno que acredite su victoria; y ya salga en la disputa vencedor o vencido, el que ha
sido por él excluido tendrá acción contra él por el daño que ha recibido.
El que guarde y oculte una cosa hurtada sabiendo que lo es, por pequeña que sea, estará sujeto a la
misma pena que si la hubiera robado. Será condenado a muerte el que albergue en su casa a un
desterrado.
Que ninguno tenga otros amigos ni otros enemigos que los del Estado; y si alguno hiciese, en su
propio nombre y sin deliberación pública, la paz o la guerra con quien quiera que sea, será castigado
con la muerte. Si una parte de los ciudadanos de un Estado hiciese por si un tratado de paz o una
declaración de guerra, los generales citarán en justicia a los autores de semejante hecho, y si resultan
convictos, serán condenados a muerte.
Es preciso que los que tienen cualquier cargo público le ejerzan sin recibir presentes nunca ni
bajo ningún pretexto, y sin alegar la razón muy admitida de que se puede recibir para hacer bien,
pero no para hacer mal. Este discernimiento no es fácil siempre; y cuando se hace, no es más fácil el
dejar de tomar algo. Lo más seguro es atender a la ley, obedecerla, y desempeñar el cargo con
desinterés. El que la viole en este punto, aun cuando sea una sola vez, sí se le prueba en justicia, será
castigado con la muerte.
Respecto a las contribuciones para atender a las necesidades del Estado, es necesario por muchas
razones que se conozca con precisión el valor de los bienes de los ciudadanos, y que cada tribu dé
por escrito a los agoranomos un estado de su cosecha anual, a fin de que, como hay contribuciones
de dos géneros, el fisco pueda escoger cada año la que estime conveniente después de una madura
deliberación; sea que prefiera hacerse pagar en proporción de la estimación general de los bienes da
los particulares, o en proporción de la renta de cada año, sin comprender en esto, sin embargo, lo
que cada cual debe suministrar para las comidas en común.
Es conveniente que todo hombre que ame la medianía, no haga a los dioses más que ofrendas
modestas. La tierra y los hogares de cada habitación están ya consagrados a todos los dioses, y por lo
tanto que nadie los consagre por segunda vez. En las demás repúblicas el oro y la plata que brillan en
las casas particulares y en los templos excitan la envidia. El marfil, sacado de un cuerpo separado de
su sima, no es una ofrenda pura. El hierro y el bronce están destinados a los usos de la guerra. Que
todos bagan en madera o en piedra en los templos públicos la ofrenda que les parezca con tal que sea
en una sola pieza. Que el tejido que se ofrezca no exceda a lo que pueda hacer una mujer en un mes.
El color blanco, en los tejidos, como en todo lo demás, es lo más acepto a los dioses; y no se hará
uso de tintes que estarán reservados para los adornos militares. Las ofrendas más divinas son las aves
y las imágenes de ellas que un pintor puede hacer en un día. Todas las demás se harán tomando estas
por modelo.
Ahora que hemos señalado ya el número y el orden de las diversas partes del Estado, y que hemos
dictado lo mejor que hemos podido leyes sobre las convenciones más importantes, nos falta arreglar
lo relativo a la administración de justicia. Y para comenzar por los tribuna, los primeros jueces serán
los que el demandante y demandado hayan elegido de común acuerdo, a los cuales conviene, mejor
que el nombre de jueces, el de árbitros. El segundo tribunal se compondrá de los jueces de cada
barrio y de cada tribu, distribuidos en cada doceava parte del Estado. Se recurrirá a este tribunal
cuando no haya sido posible la avenencia en el primero, y la pena será mayor para el que pierda. El
demandado, que habiendo apelado a este tribunal sea condenado en él de nuevo, pagará por vía de
multa la quinta parte de la suma expresada en la fórmula de acusación. El que, no estando satisfecho
de estos jueces, quiera apelar por tercera vez, llevará su causa a los jueces escogidos; y si allí pierde
también, pagará la suma, que es objeto del litigio, y una mitad más de la misma. En cuanto al
demandante, si los árbitros le condenan, y no queriendo someterse a su fallo, apela al segundo
tribunal: si gana, la quinta parte de la suma será para él; y si pierde, pagará él otro tanto como multa.
Si uno se negare a aquietarse con el fallo de los dos primeros tribunales y recurriese al tercero, el
demandado, si llega a perder, pagará, como ja hemos dicho, la mitad sobre la suma que se le
reclama; y si es el demandante el que sucumbe, pagará la mitad de esta misma suma.
Se ha hablado más arriba de la creación de los tribuna, de la manera de constituirlos, del
establecimiento de aquellos que deben secundar a los magistrados en el ejercicio de su cargo, y del
tiempo en que debe de hacerse cada una de estas cosas. Hemos tratado igualmente de la manera como
los jueces habrán de dar sus votos, los sobreseimientos y demás formalidades indispensables en los
procesos, como las acciones intentadas en primera y segunda instancia, la necesidad de las réplicas y
de los debates y otros procedimientos semejantes, pero nada se pierde por decir las cosas buenas dos
y tres veces. Sin embargo, el legislador veterano no debe ocuparse de reglamentos poco importantes
y fáciles de idear, y sí dejar a cargo del legislador novel suplir su silencio en este punto.
Los tribunales particulares quedarán muy bien arreglados de la manera expresada. Respecto a los
tribunales públicos y comunes y a lo que deben hacer los magistrados para cumplirlos deberes de su
cargo, hay en muchas repúblicas numerosas instituciones que no deben despreciarse, y cuyos autores
han sido personajes Sabios. Los guardadores de las leyes escogerán entre estas instituciones las que
más convengan a nuestro gobierno naciente. La reflexión y la experiencia los auxiliarán para hacer la
elección y para llevar a cabo las reformas que hayan de introducirse, hasta que les parezca que cada
cosa ha alcanzado toda la perfección conveniente. Entonces, poniendo fin a su trabajo y el sello de su
autoridad a estos reglamentos para hacerlos inquebrantables, harán que se observen siempre en lo
sucesivo.
Con relación al silencio de los jueces, a su discreción aro en el hablar, y a los defectos contrarios,
así como a otras muchas prácticas diferentes de las que pasan por justas, buenas y honestas en otros
muchos Estados, ya hemos dicho algo sobre ello, y aún diremos algo más al final de esta
conversación. El que aspiro a la condición de juez perfecto, no apartará su vista de estos reglamentos,
los tendrá por escrito y los estudiará, porque entre todas las ciencias la de las leyes es sin
comparación la más eficaz para hacer mejor al que se consagra a su estudio. Si las leyes están
conformes con la recta razón, no pueden menos de producir este efecto, pues de no ser así, sería cosa
vana que la ley verdaderamente divina y admirable tuviese un nombre análogo al de inteligencia.[5] Y
ciertamente los escritos compuestos por el legislador son la mejor pauta para juzgar todos los demás
escritos, tanto en verso como en prosa, cuyo objeto es alabar o reprender, así como las
conversaciones familiares, en que vemos a cada momento, que por un espíritu de disputa se niega lo
que no debería negarse, y algunas reces también se conceden cosas que no deberían concederse. Es
necesario, por lo tanto, que el buen juez tenga el alma empapada en estos discursos relativos a las
leyes, para que le sirvan de antídoto contra todos los demás discursos; que se sirva de ellos para
conducirse él y conducir bien al Estado, facilitando a los hombres honrados la perseverancia y el
progreso en la justicia, trayendo a su deber a los malos que se extravían por ignorancia, por
libertinaje, por cobardía, y en general por cualquier otro principio de injusticia, en cuanto sea
posible, si la enfermedad de los mismos es susceptible de remedio. Respecto a aquellos en quienes el
vicio forma como un mismo tejido con su alma, la muerte es el único remedio para enfermos de este
género; y no nos cansaremos de repetirlo, los jueces y los magistrados que los presiden, al emplear
oportunamente este último recurso, sólo elogios tienen que esperar de parte de los ciudadanos.
A medida que se vayan terminando los procesos que se presenten durante el año, he aquí lo que
deberá de observarse. En primer lugar, el tribunal que haya dictado la sentencia, entregará a la parte
que gane todos los bienes de la parte adversa, a reserva de la tierra inalienable y de lo unido a la
misma necesariamente;[6] lo cual deberá ejecutarse por un heraldo y en presencia de los jueces a
seguida de dictada la sentencia. Si en el espacio de un mes, a contar desde que se dio la sentencia, el
que ha perdido el litigio no se arregla amistosamente con el que ha ganado, el tribunal que haya
conocido del negocio, en reconocimiento del derecho del que ha ganado le entregará todos los
bienes del que ha perdido. Si estos bienes no bastan, con sólo que falte un dracma, la parte que perdió
no podrá entablar acción contra nadie, hasta no haber pagado toda la deuda, al paso que todos los
demás ciudadanos podrán entablarla contra él.
Si alguno, después del juicio, ofende a los jueces que le han condenado, los ofendidos le
entregarán al tribunal de los guardadores de las leyes; y si resulta convicto, será condenado a muerte,
porque un crimen de esta naturaleza es un atentado contra el Estado y contra las leyes.
Después que un ciudadano, nacido y educado en nuestra ciudad, haya llegado a ser padre, haya
criado a sus hijos, se haya conducido con equidad en sus relaciones con los demás, o que, si ha
causado daño, lo ha reparado, y exigido igualmente la reparación de los que él haya sufrido; en una
palabra, que conforme a la ley del destino haya llegado a la vejez siendo observador de las leyes,
será preciso que por fin pague el tributo debido a la naturaleza y que muera. Respecto a los muertos,
sean hombres o mujeres, los intérpretes serán absolutamente los árbitros de arreglar las ceremonias
y los sacrificios que en tales ocasiones deben hacerse a las divinidades de la tierra y de los infiernos.
Por lo demás, no se abrirá tumba ni se levantará monumento, pequeño ni grande, en ninguna tierra
que sea buena para el cultivo, sino que se consagrará a este uso la tierra que no puede prestar otro
servicio que el de recibir y ocultaren su seno los cuerpos de los muertos, sin ninguna incomodidad
para los vivos. Ninguno, sea el que sea, puede durante su vida y después de su muerte privará ningún
ciudadano del alimento que la tierra, madre común de los hombres, está dispuesta a suministrarle. Al
monumento sólo se le dará de altura lo que cinco hombres puedan hacer en cinco días de trabajo. En
cuanto al mármol que haya de ponerse sobre la tumba, no debe exceder su extensión de lo preciso
para que pueda expresarse en él el elogio del difunto, que se encerrará en cuatro versos heroicos. El
cadáver sólo estará expuesto en ta casa el tiempo necesario para asegurarse de si parece que está
muerto o sí lo está realmente; y por lo general el término de tres días, a contar desde el momento de
la muerte hasta el del entierro fúnebre, es suficiente.
Es necesario tener fe en todo lo que dice el legislador, pero con especialidad cuando afirma que
el alma es enteramente distinta del cuerpo; que hasta en esta vida ella sola constituye lo que somos;
que nuestro cuerpo no es más que una imagen que acompaña a cada uno de nosotros; y que con razón
se ha dado el nombre de apariencias a los cuerpos de los muertos; que nuestra persona es una
sustancia inmortal por naturaleza, que se llama alma; que, según refiere la tradición, después de la
muerte esta alma va en busca de otros dioses, para darles cuenta de sus acciones, cuenta que es tan
consoladora para el hombre de bien, como temible para el hombre malo, que no encontrará en este
momento apoyo en nadie, porque durante su vida ha sido cuando debieron sus deudos venir en su
auxilio, para que viviese sobre la tierra tan justa y santamente como fuese posible, y se librara de esta
manera en la otra vida de los suplicios destinados a las acciones criminales. Siendo todo esto así, no
debe el hombre arruinarse con gastos, por estar en la falsa persuasión de que esta masa de carne, que
es conducida a la tumba, es la persona misma que nos es tan querida. Por el contrarío, debe tenerse en
cuenta que este hijo, este hermano, esta persona que tanto sentimos y para con la que cumplimos los
últimos deberes, nos ha abandonado después de acabar y terminar su carrera; y que al presente
cumpliremos con nuestro deber para con él, haciendo un modesto gasto para su tumba, así como para
erigir un altar inanimado consagrado a los dioses Subterráneos. Sólo el legislador puede graduar a
lo que debe extenderse este gasto. Ved, pues, la ley: los gastos funerarios no excederán de lo justo, si
no pasan de cinco minas para los ciudadanos de la primera clase, de tres para los de segunda, de dos
páralos de tercera, y de una para los de cuarta.
Los guardadores de las leyes tienen muchos deberes que cumplir y muchos asuntos a que debe
extenderse su cuidado; pero sobre todo es indispensable que velen continuamente sobre los jóvenes,
sobre los hombres formados, sobre los ciudadanos de cualquier edad; y cuando alguno haya muerto,
los parientes del difunto elegirán uno entre los guardadores de las leyes para que dirija los funerales.
Esto le honrará, si los funerales se verifican con el decoro y en los limites prescritos; y no le
honrará, si se hacen de otra manera. La exposición del cadáver y lo demás se hará conforme a lo que
las leyes hayan dispuesto. Es preciso permitir a la ley civil que dicte la disposición siguiente: Sería
indecoroso ordenar o prohibir que se derramaran lágrimas sobre el muerto; pero conviene prohibir
las lamentaciones y los gritos fuera de la casa e impedir que vaya el cadáver descubierto por las
calles; que se le dirija la palabra durante la procesión fúnebre, y que se esté fuera de la ciudad antes
del día. Tales son las leyes sobre este punto. El que las observe fielmente estará al abrigo de todo
castigo; pero si alguno desobedece en este punto a uno de los guardadores de las leyes, estos
magistrados le harán sufrir la pena que juzguen conveniente. Con respecto a los funerales particular
res que se hagan a ciertos muertos, y de los crímenes que dan lugar a la privación de sepultura, tales
como el parricidio, el sacrilegio y los demás de esta naturaleza, ya hemos hablado de ello más arriba.
Y así, el plan de nuestra legislación está casi acabado.
Sin embargo, una empresa cualquiera no se considera terminada ni cuando se ha ejecutado lo que
se quería hacer o adquirido lo que se proponía adquirir, ni cuando se ha llevado a cabo la fundación
que se proyectaba; sino que, sólo cuando se han encontrado recursos para mantener a perpetuidad la
obra en toda su perfección, es cuando uno puede lisonjearse de haber hecho todo lo que tenía que
hacer. Hasta no llegar a este punto, la empresa debe ser considerada como imperfecta.
CLINIAS. —Extranjero, nada más cierto; pero explícanos más claramente con qué propósito
hablas de esa manera.
ATENIENSE. —Mi querido Clinias, entre los nombres más preciosos que los antiguos han dado a
las cosas, admiro sobre todo los que dieron a las Parcas.
CLINIAS. —¿Cuáles son?
ATENIENSE. —Llamaron a la primera Láquesis, a la secunda Cloto, y a la tercera Átropos, que
es la que da la última mano al trabajo atribuido a sus dos hermanas. Este último nombre se toma de
las cosas torcidas al fuego, que tienen la virtud de no poder destorcerse. Esto es lo que debe hacerse
en todo Estado y en todo gobierno: no limitarse a dar a los cuerpos salud y seguridad, sino inspirar a
las almas el amor a las leyes, o más bien, hacer de modo que las leyes subsistan perpetuamente. Y me
parece, que para que nuestra obra sea perfecta, falta imaginar un medio de dar a nuestras leyes la
virtud de que no puedan torcerse jamás en sentido contrario.
CLINIAS. —No es ese un punto de pequeña importancia, si es cierto que puede conseguirse en las
cosas esa perfección.
ATENIENSE. —Es posible; por lo menos, en este momento así me lo parece.
CLINIAS. —Entonces no abandonemos en manera alguna nuestra empresa hasta haber
proporcionado esta ventaja a nuestras leyes; porque sería ridículo tomarse por una cosa, cualquiera
que ella sea, un trabajo inútil y que a nada estable parece conducir.
MEGILO. —Apruebo tu empeño, y me encontrarás dispuesto a secundarte.
CLINIAS. —Estoy entusiasmado con esto. ¿En qué consiste ese medio de dar consistencia a
nuestra república y a nuestras leyes, y qué recursos deberán adoptarse para conseguirlo?
ATENIENSE. —¿No hemos dicho que debía haber en nuestro Estado un consejo compuesto de los
diez guardadores de las leyes más antiguos y de todos aquellos que hayan obtenido el premio de la
virtud, al cual pertenecerían también los que, después de haber viajado para aprender lo que puede
contribuir al sostenimiento de las leyes, a su vuelta y después de las pruebas suficientes hayan sido
considerados dignos de tener un puesto en el consejo? ¿No hemos añadido, que cada uno de ellos
debía llevar consigo un joven, que no tendrá menos de treinta años, después de haberlo juzgado por
sí mismo digno de esta honra por su carácter y educación y de haberle propuesto luego a los demás,
de suerte que sólo es admitido de común consentimiento, y que si fuese desechado, ni los demás
ciudadanos ni el mismo joven, nada podrían contra el fallo dado acerca de su persona? Además
dijimos que este consejo debía celebrarse al rayar el alba, cuando todavía a nadie ocupan los
negocios públicos ni los privados. ¿No es esto todo lo que antes dijimos?
CLINIAS. —SÍ.
ATENIENSE. —Volviendo a este consejo, digo, que si se compone como es debido y si se le mira
como el áncora de todo el Estado, podra conservar por sí solo todo lo que queremos que se conserve.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —Yo me explicaré, y no dejaré nada por decir para que conozcáis mi pensamiento.
CLINIAS. —Muy bien, y dinos lo que piensas.
ATENIENSE. —Por lo pronto es preciso observar, mi querido Clinias, que nada existe que no
tenga en si una cosa destinada a su conservación; por ejemplo, en el animal el alma y la cabeza.
CLINIAS. —¿Qué es lo que dices?
ATENIENSE. —Digo, que a la virtud propia de estas dos cosas es a lo que debe todo animal la
conservación de su ser.
CLINIAS. —¿Cómo, repito?
ATENIENSE. —En el alma reside, entre otras facultades, la inteligencia; en la cabeza, entre otros
sentidos, la vista y el oído. Lo que resulta de la unión de la inteligencia y de estos dos sentidos
principales, puede llamarse con razón principio de la conservación que hay en cada uno de nosotros.
CLINIAS. —Así parece.
ATENIENSE. —Sin duda. Con relación a una nave ¿en quién reside esta mezcla de la inteligencia
y de los sentidos, que lo mismo la conserva en la tempestad que en la calma? ¿No es cierto que el
piloto y los marineros, reuniendo los sentidos de estos con la inteligencia que sólo reside en el
piloto, se salvan a si propios y a la nave?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —No hay necesidad de proponer en este punto muchos ejemplos. Veamos
solamente, con relación al arte militar y a la medicina, qué fin se proponen los generales de ejército y
los médicos para conseguir la conservación de aquello de que se ocupan. Mu; bien.
ATENIENSE. —El fin del general ¿no es conseguir la victoria y la derrota del enemigo? El del
médico y de los que ejecutan sus ordenes, ¿no es proporcionar a los cuerpos la salud?
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Pero si el médico ignorase en qué consiste lo que llamamos salud, y el general lo
que es la victoria, (otro tanto digo de las demás profesiones de que hemos hablado) ¿podría decirse
que tenían el conocimiento de estos objetos?
CLINIAS. —No, seguramente.
ATENIENSE. —¿Y qué? Cuando se trata de un Estado ¿se puede llamar con razón magistrado al
que ignora el fin a que tiende toda política, ni estará en posición de conservar una cosa cuyo fin no
conoce?
CLINIAS. —¿Cómo ha de poder?
ATENIENSE. —Por consiguiente, si queremos que nuestra colonia alcance toda la perfección, es
preciso que haya en el cuerpo del Estado una parte que conozca en primer lugar el fin a cuya
consecución debe tender nuestro gobierno; y en segundo, por qué caminos se puede llegar a
conseguir y cuáles son ante todo las leyes y después las personas, cuyos consejos le aproximen o le
alejen de él. Si un Estado está privado enteramente de este conocimiento, no debe extrañarse que al
verse sin inteligencia y sin sentidos para gobernarse, se deje conducir por el azar en todas sus
acciones.
CLINIAS. —Tienes razón.
ATENIENSE. —¿Podremos decir ahora cuál es en nuestro Estado la parte o la función
suficientemente provista de todo lo necesario, para conservar el conocimiento de que se trata?
CLINIAS. —Extranjero, yo no puedo decirlo con certidumbre, pero si es permitido conjeturar,
me parece que al hablar así tienes en cuenta ese consejo que, según decías antes, debía reunirse al
rayar el alba.
ATENIENSE. —Has adivinado perfectamente, Clinias; y es preciso, atendidas las razones que
acabamos de aducir, que este consejo reúna en sí todas las virtudes políticas, siendo la más principal
de ellas la de no vagar en la incertidumbre entre muchos fines diferentes, sino fijarse en uno solo, al
cual deben dirigir, por decirlo así, incesantemente todos sus tiros.
CLINIAS. —Así debe de ser.
ATENIENSE. —Ahora comprenderemos que no es extraño que no haya nada fijo en las
instituciones de la mayor parte de los Estados, porque en ellos las leyes tienden a diferentes objetos.
Ni tampoco es cosa sorprendente, que en ciertos gobiernos se haga consistir la justicia en elevar a los
primeros puestos cierto género de ciudadanos, tengan o no virtud; que en otros puntos no se piense
más que en enriquecerse, sin cuidarse de si se es esclavo o libre; que en otros Estados todos los
afanes tengan por fin la libertad; que algunos dicten sus leyes con el doble objeto de establecer la
libertad dentro y la dominación fuera; y en fin, que los que se creen más hábiles, se proponen todos
estos objetos diferentes a la vez, sin poder decir que aso tengan un objeto principal, al cual deba
referirse todo.
CLINIAS. —En este caso, extranjero, hemos tenido razón, cuando al principio de esta
conversación hemos dicho que todas nuestras leyes debían tender siempre a un solo y único objeto,
que según hemos convenido, no podía ser otro que la virtud.
ATENIENSE. —Sí.
CLINIAS. —Y cuando en seguida hemos dividido esta virtud en cuatro partes.
ATENIENSE. —Muy bien.
CLINIAS. —Y cuando hemos puesto a la cabeza de todas la inteligencia, por ser a la que deben
referirse las otras tres partes y todo lo demás.
ATENIENSE. —Has atendido perfectamente a lo que se ha dicho, Clinias, y dinos ahora lo que
falta. Hemos explicado cuál es el objeto a que debe tender la inteligencia del piloto, del médico y del
general, y ahora tratamos de indagar el objeto a que debe tender el hombre de Estado. Supongamos
por un momento que hablamos con uno de estos hombres de Estado, y preguntémosle: Tú, querido
mío, ¿cuál es tu fin?, ¿cuál es el punto único a que te diriges? El médico entendido en su arte sabe
muy bien decirnos cuál es el suyo. Tú, que te jactas de ser superior a todos los demás en sabiduría,
¿no podrás decirnos cuál es el tuyo? Megilo y Clinias, ¿podríais vosotros, haciendo sus veces,
decirme con precisión cuál es ese objeto, en la forma en que yo mismo lo he hecho, tomando el lugar
de otros para discutir con vosotros en muchas ocasiones?
CLINIAS. —Extranjero, eso yo no puedo hacerlo.
ATENIENSE. —¿Por lo menos me diréis que nada debe omitirse para conocerlo, y me enseñareis
dónde debemos buscarlo?
CLINIAS. —¿Dónde?
ATENIENSE. —Puesto que la virtud, como ya hemos dicho, se divide en cuatro especies, es
evidente que cada una de estas especies es una, puesto que son cuatro.
CLINIAS. —Sin duda.
ATENIENSE. —Sin embargo, damos a todas cuatro un nombre común; decimos que el valor es
virtud, la prudencia virtud, y así de las otras dos especies, como si no fuesen muchas cosas sino una
sola, a saber, la virtud.
CLINIAS. —Es cierto.
ATENIENSE. —No es difícil explicar en qué difieren la fortaleza y la prudencia, y por qué tienen
cada una su nombre, y lo mismo puede decirse de las otras dos especies. Pero no es igualmente fácil
decir por qué se ha dado a estas dos cosas y a las otras dos el nombre común de virtud.
CLINIAS. —¿Qué quieres decir?
ATENIENSE. —Una cosa que no es difícil de entender. Para esto interroguémonos, y
respondamos sucesivamente.
CLINIAS. —¿Cómo? Explícate, te lo suplico.
ATENIENSE. —Pregúntame por qué, después de haber comprendido bajo un solo nombre la idea
de virtud, la damos en seguida dos nombres, el de valor y el de prudencia. Te daré la razón, y es que
el valor recae sobre las cosas que se tercien; de donde resulta, que se encuentra en parte en las bestias
y en el alma de los niños desde sus primeros años, porque el alma puede ser valiente por naturaleza,
sin que en ello se mezcle la razón; mientras que, donde no existe la razón, no ha habido, ni hay, ni
habrá jamás un alma dotada de prudencia y de inteligencia, lo cual prueba que la prudencia no es
valor.
CLINIAS. —Dices verdad.
ATENIENSE. —Acabo de explicarte en qué difieren estas especies de virtud y cómo son dos; y
ahora a tu vez dame la razón de por qué son una misma cosa. Figúrate que a ti te corresponde
decirme cómo estas cuatro especies son una, y cuando me lo hayas mostrado, pregúntame a mí cómo
son cuatro. Consideremos en seguida, si para tener un conocimiento exacto de una cosa, cualquiera
que ella sea, que tiene un nombre y una definición, basta saber el nombre, aunque se ignore la
definición; o si no es vergonzoso para el que se estime en algo ignorar el nombre y la definición de
las cosas, sobre todo de las que se distinguen por su mérito y belleza.
CLINIAS. —Me parece que eso es vergonzoso.
ATENIENSE. —¿Hay para un legislador, para un guardador de las leyes, y para todo hombre que
se crea superior en virtud a los demás y que efectivamente haya conseguido el premio de aquella,
objetos de mayor interés que los que nos ocupan en este momento, el valor, la templanza, la
prudencia y la justicia?
CLINIAS. —¿Cómo puede haberlos?
ATENIENSE. —¿No es indispensable que sobre todos estos objetos los intérpretes, los jefes, los
legisladores, los guardadores de los demás ciudadanos sean más capaces que ningún otro de enseñar
y explicar en qué consisten la virtud y el vicio a los que deseen saberlo y a los que, separándose del
deber, tienen necesidad de ser encaminados y corregidos? ¿Consentiremos que un poeta, que venga a
nuestra ciudad, o cualquier otro que se dé el aire de institutor de la juventud, aparezca mejor instruido
en esta clase de cosas que un ciudadano sobresaliente en todo género de virtudes? Y visto esto, si los
guardadores de un Estado no cuidan suficientemente de su conservación, hablando y obrando; si no
tienen un conocimiento profundo de la virtud, ¿será extraño, que un Estado semejante, que vive en el
abandono, experimente los mismos males que la mayor parte de los Estados de nuestros días?
CLINIAS. —De ninguna manera, ni puede tampoco esperarse otra cosa.
ATENIENSE. —Bien, ¿ejecutaremos nosotros lo que acaba de decirse? ¿O de qué medio nos
valdremos para hacer que nuestros guardadores sean hombres que en punto a virtud sobrepujen al
resto de los ciudadanos, lo mismo en sus discursos que en su conducta? ¿Cómo haremos para que
nuestra ciudad se parezca a la cabeza y a los sentidos de las personas sabias, y tenga en si misma una
guarda en todo semejante a la de aquellas?
CLINIAS. —Extranjero, ¿cómo y de qué manera esta semejanza podría tener lugar?
ATENIENSE. —Es evidente que eso no puede verificarse sino en tanto que el Estado entero
represente la cabeza; que los guardadores jóvenes, los mejores entre los de su edad, colocados como
los ojos en lo alto de la cabeza, dotados de una gran penetración y sagacidad de espíritu, dirijan sus
miradas sobre el conjunto del Estado; que, estando de centinela, confíen a su memoria lo que hayan
observado sus sentidos y hagan sabedores a los guardadores ancianos de lo que pasa en la ciudad;
que estos, en razón de su singular prudencia y de la extensión de sus conocimientos, representen la
inteligencia, deliberen, y sirviéndose del ministerio de los guardadores jóvenes con la discreción
conveniente procuren de concierto unos con otros la salud del Estado. ¿No es así como debe de
hacerse? ¿O crees que pueda conseguirse nuestro objeto de otra manera? ¿Querrías, que los
ciudadanos se pareciesen y que entre ellos no fuesen unos mejor educados y mejor instruidos que
otros?
CLINIAS. —En ese caso, querido mío, todo lo que proyectamos sería imposible.
ATENIENSE. —Por lo tanto es preciso idear una educación más perfecta que aquella de que se ha
hablado antes.
CLINIAS. —Así parece.
ATENIENSE. —Pero quizá esa de que acabamos de hablar, aunque de paso, es la misma que
buscamos.
CLINIAS. —Podrá suceder.
ATENIENSE: ¿No dijimos que para ser un excelente obrero, un excelente guardador de cualquier
cosa, no basta ser capaz de dirigir la mirada sobre muchos objetos, sino que era preciso además
dirigirse a un punto único, conocerle bien, y después de haberle conocido, subordinar a él todo lo
demás, abrazando todos los objetos con una sola mirada?
CLINIAS. —Muy bien.
ATENIENSE. —¿Hay un método más exacto para examinar algo, sea lo que sea, que aquel que
nos hace capaces de abrazar bajo una sola idea muchas cosas que difieren entre sí?
CLINIAS. —Quizá.
ATENIENSE. —Deja a un lado ese quizá, querido mío, y di decididamente que no hay para el
espíritu humano método más luminoso que éste.
CLINIAS. —Créote bajo tu palabra, extranjero; prosigamos por ese camino nuestra conversación.
ATENIENSE. —Nos será preciso, por consiguiente, según todas las apariencias, obligar a los
guardadores de nuestra divina república, a que formen ante todo una justa idea de eso a que damos
con razón un solo nombre, el de virtud, y que bien que sea una por su naturaleza, se divide, según
decimos, en cuatro, fortaleza, templanza, justicia y prudencia. Y si queréis, mis queridos amigos,
apuremos de firme este punto, y no le abandonemos hasta que hayamos conocido suficientemente
cuál es ese objeto a que es preciso dirigirse, ya sea una cosa simple, ya un todo, ya lo uno y lo otro;
en una palabra, cualquiera que sea su naturaleza. Si ignoramos esto, ¿podremos lisonjearnos de tener
un conocimiento exacto de lo que pertenece a la virtud, no pudiendo explicar sí es cuatro cosas o
muchas o si es simple? Por esta razón, si seguís mi consejo, haremos los esfuerzos posibles para
introducir en nuestra república un conocimiento tan precioso; o si lo preferís, no hablemos más de
esto.
CLINIAS. —Nada de eso, extranjero: en nombre de Júpiter Hospitalario, no abandonemos esta
materia. Lo que dices nos parece enteramente exacto; ¿pero cómo llegar a lo que propones?
ATENIENSE. —No examinemos aún cómo podremos descubrirlo. Comencemos por decidir de
común acuerdo, si esto es necesario o no.
CLINIAS. —Si es posible, es necesario.
ATENIENSE. —¡Pero qué! ¿No pensamos lo mismo respecto de lo bello y de lo bueno que
respecto de la virtud? ¿Y es bastante que nuestros guardadores conozcan que estas cosas son muchas?
¿No es preciso además que sepan cómo y por dónde estas cosas son una?
CLINIAS. —Me parece indispensable que tengan el concepto de cómo ellas son una.
ATENIENSE. —¿Basta que lo conciban aunque por otra parte no pueden demostrarlo de palabra?
CLINIAS. —No, sin duda; eso serla parecerse a aquellos hombres groseros que no son capaces de
dar a conocer lo que piensan.
ATENIENSE. —¿No debe decirse otro tanto de todos los objetos de interés serio? ¿Y no es
indispensable que el que habrá de ser guardador verdadero de las leyes conozca a fondo la verdad en
cada uno de estos objetos, que pueda explicarla, que se conforme con ella en la práctica, y que forme
sobre ellos su juicio sobre lo que está o no está ajustado a las reglas de lo bello?
CLINIAS. Sin duda.
ATENIENSE. —¿No es uno de los conocimientos más preciosos el que tiene por objeto los dioses
y lo que hemos demostrado con tanto esmero tocante a su existencia y a la extensión de su poder, de
suerte que se sepa en esta materia todo lo que es permitido saber al hombre? Enhorabuena que la
mayor parte de los habitantes se limiten en este punto a lo que las leyes les enseñan; pero no es
posible que los destinados a ejercer el cargo de guardadores del Estado, dejen de dedicarse a la
adquisición de todo lo que es posible saber sobre los dioses. Debemos fijar toda nuestra atención en
no elevar a la dignidad de guardador de las leyes, ni contar entre los ciudadanos distinguidos por su
virtud, a nadie que no sea un hombre divino y que no esté profundamente versado en estas materias.
CLINIAS. —En efecto, es justo, como dices, declarar extraño a las cosas buenas al que no tiene ni
gusto ni disposición para ellas.
ATENIENSE. —¿Sabes qué dos cosas nos obligan a creer lo que se ha expuesto más arriba
tocante a los dioses?
CLINIAS. —¿Cuáles son?
ATENIENSE. —La primera es lo que hemos dicho del alma; que es el más antiguo y el más
divino de todos los seres, cuya generación ha sido dirigida por el movimiento, y a que éste ha dado
una esencia móvil. La otra es el orden que reina en las revoluciones de los astros y de todos los
demás cuerpos, gobernados por la inteligencia que ha ordenado el universo. No hay nadie, por
enemigo que se le suponga de la Divinidad, que, después de haber considerado este orden con sus
ojos, por poco atento e instruido que sea, no sienta venir a su espíritu ideas contrarias a las que en el
vulgo produce esta consideración. El vulgo se imagina, que aquellos que, auxiliados por la
astronomía y demás artes necesarias, se dedican a la contemplación de estos objetos, se hacen ateos,
porque por este medio descubren que todo lo que sucede en este mundo es obra de la necesidad, y no
de los designios de una Providencia que dirige todo hacia el bien.
CLINIAS. —¿Pues qué es lo que se piensa?
ATENIENSE. —Se piensa, como he dicho, todo lo contrario de lo que se pensaba cuando se
tenían los astros por cuerpos inanimados. No es que entonces no llamaran la atención de los espíritus
tantas maravillas y que no se sospechara lo que hoy pasa por averiguado entre los que han examinado
las cosas más de cerca, esto es que no era posible, que cuerpos destituidos de alma y de inteligencia
se moviesen según cálculos de una precisión admirable; antes bien algunos de ellos[7] se han
arriesgado hasta decir que la inteligencia ha combinado todos los movimientos celestes. Pero de otro
lado estos mismos filósofos, engañándose en lo relativo a la naturaleza del alma, que es anterior a
los cuerpos, e imaginándose que ha existido después de ellos, lo han trastornado todo, por decirlo
así, y se han creado a sí mismos las mayores dificultados. Todos los cuerpos celestes que velan con
sus ojos, les han parecido llenos de piedras, de tierra y de otras materias inanimadas, a las que han
atribuido las causas de la armonía del universo. Ved ahí lo que ha producido tantas acusaciones de
ateísmo, y ha quitado a tantas personas el gusto por esta ciencia. Ved ahí lo que ha dado origen a las
invectivas de los poetas, y a que compararan a los filósofos con los perros, que hacen resonar el aire
con sus vanos ladridos. Pero nada más infundado que semejantes injurias, y como ya he dicho, hoy
sucede todo lo contrario.
CLINIAS. —¿Cómo?
ATENIENSE. —No es posible que ningún mortal tenga una piedad sólida respecto de los dioses,
si no está convencido de las dos cosas de que hablamos; a saber, de que el alma es el más antiguo de
todos los seres que existen por vía de generación, que es inmortal y rige a todos los cuerpos; y
además, como muchas veces hemos dicho, que en los astros hay una inteligencia que dirige a todos
los seres. También es preciso que esté versado en las ciencias necesarias para prepararse a estos
conocimientos, y que después de haberse penetrado de la relación íntima que tales ciencias tienen con
la música, se sirva de ella para introducir la armonía en las costumbres y en las leyes; y en fin, que se
haga capaz de dar razón de las cosas que son susceptibles de una definición. Todo el que no tenga
bastante talento para unir estos conocimientos a las virtudes cívicas, jamás será digno de gobernar al
Estado en calidad de magistrado, y sólo servirá para ejecutar las ordenes de otro, A nosotros, Megilo
y Clinias, corresponde ver si a todas las leyes precedentes deberemos añadir una que establezca un
consejo nocturno de magistrados, que sean consumados en las ciencias de que acabamos de hablar,
para que sea el guardador de las leyes y de la salud pública, o si hemos de tomar otro rumbo.
CLINIAS. —¿Y cómo hemos de dejar de añadir esta ley a poco que podamos?
ATENIENSE. —Eso es a lo que debemos consagrarnos desde ahora; y yo me ofrezco de buena
voluntad a ayudaros en semejante empresa; y quizá, si se tienen en cuenta mi experiencia y las
indagaciones que he hecho sobre estas materias, no será extraño que encuentre otros que se unan a mí
con el mismo designio.
CLINIAS. —Extranjero, es preciso no abandonar este camino por el que Dios mismo parece
conducirnos. Se trata ahora de descubrir y de explicar los medios de realizar esa idea.
ATENIENSE. —Megilo y Clinias, no es posible aún dictar leyes sobre este objeto; cuando se
hayan formado los miembros de este supremo consejo, entonces será tiempo de fijar la autoridad que
deben tener. Por ahora, si queremos que la empresa salga bien, es preciso prepararla por medio de la
instrucción y de frecuentes conversaciones.
CLINIAS. —¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso?
ATENIENSE. —Comenzaremos desde luego por hacer la elección de los que sean más a
propósito para la guarda del Estado por su edad, sus conocimientos, su carácter y su conducta.
Después de esto, por lo que hace a las ciencias que deben aprender, no es fácil, ni el inventarlas por sí
mismo, ni el aprenderlas de otro que las haya inventado. Además, sería inútil fijar por medio de leyes
el tiempo en que se debe comenzar y concluir el estudio de cada ciencia, porque los mismos que se
dedican a una de ellas no pueden saber exactamente el tiempo necesario para aprenderla, sino cuando
se han hecho hábiles en la ciencia misma. Por esta razón es preciso no hablar de esto, ya que no
podríamos hacerlo como es debido, y sería inútil; y no hay que precipitarse a tratar de este asunto,
porque todo lo que se dijera antes de sazón no ilustraría nada.
CLINIAS. —Entonces, extranjero, ¿qué deberemos hacer?
ATENIENSE. —Amigos mios, como dice el proverbio, nada hay hecho y todo está aún entre
nuestras manos; pero si queremos arriesgar el todo por el todo, y obtener, como dicen los jugadores,
el punto más alto o el más bajo,[8] es preciso no descuidar nada. Compartiré con vosotros el peligro,
proponiéndoos y explicándoos mi pensamiento sobre la educación y la institución de que acabamos
de hablar. El peligro es grande en verdad, y no aconsejaré a otro que se exponga a él; pero a ti,
Clinias, te exhorto a que hagas un ensayo; porque si se establece una buena forma de gobierno en la
república de los Magnetes, o del nombre que los dioses quieran darle, adquirirás una gloria inmortal
por haber tenido parte en ella; o por lo menos, en el caso contrario, podrás estar seguro de adquirir
una reputación de valor, que no alcanzará ninguno de los que vengan después de ti. Así, pues, cuando
hayamos establecido este consejo divino, le confiaremos, mis queridos amigos, la guarda del Estado.
Esto no ofrece dificultad; y no hay un solo legislador en la actualidad que pueda ser de otro dictamen.
Entonces veremos convertido en realidad lo que nuestra conversación sólo nos ha presentado en idea
por medio del emblema de la unión de la cabeza y de la inteligencia, si los miembros que deben
componer este consejo viven unidos como deben, si se les da la conveniente educación, y si después
de haberla recibido, colocados en la ciudadela que es como la cabeza del Estado, se hacen perfectos
guardadores y salvadores del Estado, tales como no hemos visto otros semejantes en todo el curso de
nuestra vida.
MEGILO. Mi querido Clinias, después de todo lo que acabamos de oír, es preciso o abandonar el
proyecto da nuestro Estado, o no dejar marchar al extranjero y obligarle, por el contrario, apelando a
todo género de recursos y de súplicas, a que nos auxilie en nuestra empresa.
CLINIAS. —Dices verdad, Megilo; es lo mismo que yo quiero hacer; auxíliame por tu parte.
MEGILO. Te auxiliaré.
OBRAS VARIAS, DUDOSAS Y
APÓCRIFAS
SEGUNDO ALCIBÍADES
Argumento del Segundo Alcibíades[1]
por Patricio de Azcárate

No debe orarse ligeramente. Dirigir a los dioses súplicas sin saber si lo que les pedimos es bueno
o malo en sí, es exponerse a que el ruego de nuestras plegarias, si es escuchado, se convierta en
nuestro daño y no en nuestro provecho. Lo mejor es fiarse a los dioses mismos para todo lo que
podamos desear, y el hombre prudente debe imitar a aquel poeta, lleno de buen sentido, que hacía
todos los días la misma súplica: «Poderoso Júpiter, dadnos los verdaderos bienes, ya los pidamos o
no los pidamos; y aleja de nosotros los males, aun cuando nosotros te los pidiéramos». ¡Cuántos se
han arrepentido de haber hecho súplicas imprudentes! Esto consiste en que sólo es útil a los hombres
lo que es bueno, y que todas las ciencias son inútiles, a excepción de una, que es la ciencia del bien.
He aquí lo que Sócrates quiere hacer entender a Alcibíades. No deja de tener gracia la conclusión de
este diálogo, y la imagen de Alcibíades poniendo una corona sobre la cabeza de su maestro, termina
de buena manera una composición, menos indigna de Platón que otras también dudosas, y cuya
autenticidad no es ni reconocida ni rechazada unánimemente.
Segundo Alcibíades o de la oración
SÓCRATES — ALCIBÍADES

SÓCRATES. —Alcibíades, ¿vas a orar en este templo?


ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates.
SÓCRATES. —Te advierto meditabundo y fijos tus ojos en tierra, como el hombre que
reflexiona.
ALCIBÍADES. —¿Qué necesidad hay en este caso de reflexiones tan profundas, Sócrates?
SÓCRATES. —A mí me parece que hay materia para pensar seriamente, porque, ¡en nombre de
Júpiter!, ¿no crees que entre las cosas que pedimos a los dioses, sea en público, sea en secreto, hay
unas que se nos conceden y otras que se nos niegan, y que tan pronto atienden como desechan
nuestras súplicas?
ALCIBÍADES. —Sí lo creo.
SÓCRATES. —Y bien, ¿no te parece que la oración exige mucha prudencia, porque sin saberlo,
pueden pedirse a los dioses grandes males, creyendo pedirles bienes, y los dioses no encontrarse en
disposición de conceder lo que se les pide? Por ejemplo, Edipo les pidió en un arrebato de cólera,
que sus hijos decidiesen con la espada sus derechos hereditarios, y cuando debía pedir a los dioses
que le libraran de las desgracias de que era víctima, atrajo sobre sí otras nuevas; porque fueron
escuchados sus ruegos, y de aquí esas largas y terribles calamidades, que no necesito referirte aquí al
pormenor.
ALCIBÍADES. —Pero, Sócrates, me hablas de un hombre que deliraba. ¿Puedes creer que un
hombre de buen sentido hubiera dirigido semejante súplica?
SÓCRATES. —¿Pero el delirio te parece lo contrario del buen sentido?
ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —¿No te parece que los hombres son unos sensatos y otros insensatos?
ALCIBÍADES. —Seguramente.
SÓCRATES. —Pues bien; tratemos de distinguirlos bien. Estamos conformes en que hay hombres
sensatos, otros insensatos y otros que deliran.
ALCIBÍADES. —Sí, conformes.
SÓCRATES. —Además, ¿no hay hombres sanos?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Y hay, por consiguiente, otros enfermos.
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No son los mismos?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Hay otros que no están ni en uno ni en otro estado?
ALCIBÍADES. —No, seguramente.
SÓCRATES. —Porque todo hombre está necesariamente sano o enfermo.
ALCIBÍADES. —Por lo menos así me lo parece.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿piensas lo mismo respecto al buen sentido y a la locura?
ALCIBÍADES. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —¿Te pregunto si te parece imprescindible que todo hombre sea sensato o insensato,
o si hay un tercer estado intermedio, en el cual no se es ni sensato ni insensato?
ALCIBÍADES. —No, que yo sepa.
SÓCRATES. —¿Luego es indispensable ser lo uno o lo otro?
ALCIBÍADES. —Por lo menos, así me lo parece.
SÓCRATES. —¿No te acuerdas de que convinimos en que el buen sentido es lo contrario del
delirio?
ALCIBÍADES. —Me acuerdo.
SÓCRATES. —¿E igualmente en que no había un estado intermedio en el que el hombre no sea ni
sensato ni insensato?
ALCIBÍADES. —Estoy conforme.
SÓCRATES. —¿Pero es posible que una sola y misma cosa tenga dos contrarias?
ALCIBÍADES. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —Luego me parece muy probable que la falta de buen sentido y el delirio son una
sola y misma cosa.
ALCIBÍADES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Por consiguiente, Alcibíades, si decimos que todos los que no están dotados de
buen sentido deliran, diremos la verdad.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Y tomando el primer ejemplo que se viene a las manos, ¿lo diremos de los
hombres de tu edad, si entre ellos los hay que no son hombres de buen sentido, como indudablemente
sucede, y de los hombres de edad más avanzada? Porque, ¡en nombre de Júpiter!, ¿no ves que en esta
ciudad los hombres sensatos son raros, que los más carecen de buen sentido, y que desde este acto,
como tú mismo has declarado, es una multitud delirante?
ALCIBÍADES. —Así lo veo, en efecto.
SÓCRATES. —¿Pero crees que estaríamos muy seguros en medio de tantos furiosos, y que no
habríamos experimentado el castigo de nuestra imprudencia, recibiendo golpes, insultos y todo lo
que debe esperarse de gentes furiosas? Mira, pues, mi querido amigo, no sea que la cosa no sea así.
ALCIBÍADES. —¿Pues cómo es, Sócrates? Porque podría ser que no fuese como yo creía.
SÓCRATES. —Así me lo parece, y eso es lo que es preciso examinar de esta manera.
ALCIBÍADES. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo. Hay enfermos; ¿no es verdad?
ALCIBÍADES. —Quién lo duda.
SÓCRATES. —¿Te parece infalible que todo enfermo tenga gota, o fiebre o mal de ojos? ¿No
crees que se puede estar enfermo sin tener ninguna de estas enfermedades? Porque hay muchas
especies de ellas, y no son éstas las únicas.
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Todo mal de ojos te parece una enfermedad?
ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y toda enfermedad te parece un mal de ojos?
ALCIBÍADES. —No, en verdad. Pero no veo lo que pruebas con eso.
SÓCRATES. —Si quieres seguirme, lo encontraremos quizá buscándolo juntos.[1]
ALCIBÍADES. —Te sigo, Sócrates, en cuanto me es posible.
SÓCRATES. —¿No estamos conformes en que todo mal de ojos es una enfermedad, pero que no
toda enfermedad es el mal de ojos?
ALCIBÍADES. —Estamos conformes.
SÓCRATES. —Y con razón, a mi parecer, porque todos los que tienen fiebre están enfermos,
pero no todos los que están enfermos tienen fiebre, gota o mal de ojos. Indudablemente estas son
enfermedades, pero a juicio de los hombres, que llamamos médicos, difieren por la manera de
curarlas; porque no son todas semejantes, ni las tratan del mismo modo, sino a cada una según su
naturaleza propia, y sin embargo, todas son enfermedades. Otra pregunta aún: hay muchas clases de
artesanos; ¿no es así?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Hay zapateros, arquitectos, estatuarios y otros infinitos, que no hay necesidad de
nombrar. Entre ellos están repartidas las diferentes secciones de las artes; todos son artesanos pero
no son todos arquitectos, zapateros o estatuarios, por más que en conjunto sean todos artesanos.
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —En la misma forma los hombres se han repartido la locura. Al punto más alto de
la locura nosotros llamamos delirio, y en un grado menor, tan pronto estupidez como imbecilidad.
Pero los que quieren emplear palabras decorosas llaman a los hombres que deliran exaltados, y a los
imbéciles o estúpidos hombres sencillos; para otros son gente sin malicia, sin experiencia, niños. Si
buscas, encontrarás aún otros nombres; pero en fin estas no son más que otras tantas especies de
locura, que difieren como un arte difiere de otro arte y una enfermedad de otra enfermedad. ¿No lo
crees tú así?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Volvamos a nuestro punto de partida. Nuestro primer propósito era el distinguir
los insensatos de los hombres sensatos, porque estamos de acuerdo en que hay hombres sensatos e
insensatos; ¿no es así?
ALCIBÍADES. —Sí, estamos de acuerdo en eso.
SÓCRATES. —Los hombres sensatos ¿no son, en tu opinión, los que saben lo que se debe hacer y
decir?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y los insensatos los que no saben ni lo uno ni lo otro?
ALCIBÍADES. —Los mismos.
SÓCRATES. —Y los que no saben ni lo uno ni lo otro, ¿dicen y hacen, sin conocerlo, lo que no
se debe decir ni hacer?
ALCIBÍADES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Te decía, que Edipo era de este número, pero aún hoy día encontrarás muchos,
que sin verse arrastrados como él por la cólera, pedirán a los dioses males, creyendo pedirles bienes.
Porque, con respecto a Edipo, si no pedía bienes, tampoco creía pedirlos, mientras que otros hacen
todos los días lo contrario; y sin ir más lejos, Alcibíades, si el Dios a quien vas a orar se apareciese
de repente, y antes que expresases tus deseos te preguntase, si estarías contento con ser rey de Atenas,
y si esto te parecía demasiado poco, rey de toda la Grecia, y si aún no estabas contento, te prometiese
la Europa entera, y añadiese, para satisfacer tu ambición, que en aquel mismo día el universo entero
sabría que Alcibíades, hijo de Clinias, era rey; estoy persuadido de que saldrías del templo
trasportado de alegría, como quien acaba de recibir el mayor de los bienes.
ALCIBÍADES. —Estoy convencido de eso, Sócrates, y de que cualquier otro experimentaría el
mismo placer, si conseguía semejante fortuna.
SÓCRATES. —Y sin embargo, tú no darías tu vida ni por el imperio de la Grecia entera, ni por el
de los bárbaros.
ALCIBÍADES. —No, sin duda; ¿para qué?, si no había de poder disfrutarlo.
SÓCRATES. —Y si tuvieras que disfrutarlo mal y de una manera que te fuera funesta, ¿lo
querrías?
ALCIBÍADES. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —Ya ves que no es seguro aceptar al azar lo que se os ofrece, ni hacer por sí mismo
súplicas, si es cosa que de este modo ha de venirle a uno alguna desgracia hasta la de perder la vida.
Porque podría citarte muchos ambiciosos, que habiendo deseado con pasión la tiranía, sin perdonar
ningún recurso para conseguirlo, como si fuera un bien, no han sacado otro fruto de su elevación,
que el verse rodeados de asechanzas y perecer víctimas de ellas. Es imposible que no hayas oído
hablar de lo que sucedió ayer, esta mañana misma. Arquelao, rey de Macedonia, tenía un favorito que
amaba con pasión; este favorito, más enamorado del trono que lo estaba Arquelao de él, le mató para
reinar, en su lugar,[2] lisonjeándose de que desde aquel momento sería un hombre dichoso; pero
apenas disfrutó tres o cuatro días de la tiranía, cuando sucumbió víctima de las asechanzas que
fraguaron contra él otros ambiciosos. Y entre nuestros atenienses (refiriéndonos a hechos que no
sabemos de oídas, sino que los hemos visto con nuestros propios ojos), ¡cuántos hay que después de
haber deseado con ardor ser generales de ejército y haber obtenido lo que deseaban, viven ahora
desterrados o han sido condenados a muerte! ¡Cuántos, cuya suerte nos ha parecido dichosa, han
vivido en medio de infinitos peligros y de temores continuos, no sólo durante su mando, sino
también después de volver a su patria, en donde han tenido que sostener contra sus delatores un sitio
más cruel que todos los que hubiera podido sostener contra los enemigos del Estado! Así es que
muchos de ellos hubieran preferido no haber salido nunca de la vida privada a haber mandado
ejércitos a tanta costa. Y si todos estos peligros y todas estas fatigas debiesen producir algún
resultado útil, habría alguna razón para exponerse a ellos, pero sucede todo lo contrario. Y lo que
digo de los honores lo digo igualmente de los hijos. ¡Cuántos hemos visto, que después de haber
pedido con insistencia a los dioses tener sucesión, y haberla obtenido, han atraído sobre sí con esto
las desgracias y los tormentos más crueles! Unos, por haberlos tenido radicalmente viciosos, han
pasado toda su vida en el dolor; otros, que los han tenido buenos, no han sido más dichosos, porque
la muerte se los ha arrancado, y hubieran preferido no haberlos tenido nunca. Sin embargo, aunque
estos ejemplos y muchos otros semejantes sean tan claros, apenas se encontraría un solo hombre que
rehusase estos bienes, si los dioses se los concediesen, o que dejara de pedirlos, si estuviese seguro
de conseguirlos con oraciones. Los más no rehusarían ni la tiranía, ni el mando de los ejércitos, ni
todos los demás honores, cuya posesión es realmente más perniciosa que útil; ¿qué digo?, los
solicitarían, si de suyo no venían a las manos. Pero aguarda un momento; ellos cantarán la palinodia
y harán súplicas completamente contrarias a las primeras. Yo temo que los hombres no tienen
verdaderamente razón para achacar a los dioses la causa de sus desgracias. Ellos mismos son, es
preciso decirlo, los que, por sus faltas y por sus locuras, se hacen desgraciados a pesar de la suerte.[3]
Por esta razón, Alcibíades, tengo por muy sabio a aquel poeta que, teniendo amigos muy poco
sensatos y viéndoles hacer y pedir a los dioses cosas que ellos creían buenas, y que eran sin embargo
malas, les compuso una oración general concebida en estos términos: «Poderoso Júpiter, dadnos
bienes; ya te los pidamos o no, y aleja de nosotros los males, aun cuando te los pidamos». Esta
oración me parece muy preciosa y segura. Si encuentras en ella alguna cosa que observar, no calles.
ALCIBÍADES. —No se debe contradecir lo que está bien dicho. Pero no puedo menos de
considerar la multitud de males que la ignorancia causa a los hombres, porque no sólo ella nos
obliga, sin conocerlo nosotros mismos, a cometer las acciones más funestas, sino que, lo que es más
deplorable, nos las hace pedir a los dioses. Nadie se apercibe de ello. Lejos de eso, cada uno se cree
muy apto para pedir a los dioses las mejores y no las peores cosas; porque esta no sería una súplica y
sí una imprecación.
SÓCRATES. —Pero quizá, mi querido Alcibíades, si nos oyera un hombre más sabio que tú y que
yo, nos diría que no teníamos razón para combatir la ignorancia en general, sin añadir qué clase de
ignorancia condenábamos, y que hay casos, en que es un bien, así como hay otros en que es un mal.
ALCIBÍADES. —¿Qué es lo que dices? ¿Puede ser en ningún caso más útil ignorar una cosa que
saberla?
SÓCRATES. —Sí, por lo menos en mi opinión. ¿No es éste tu dictamen?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente, ¡por Júpiter!
SÓCRATES. —No te acusaré de querer rebelarte contra tu madre con el furor de un Orestes, de
un Alcmeón o de cualquier otro parricida.
ALCIBÍADES. —¡Habla mejor, Sócrates, en nombre de Júpiter!
SÓCRATES. —No es a mí, puesto que te declaro incapaz de semejante crimen, a quien es preciso
recomendar que hable mejor, Alcibíades; eso cuadraría bien al que dijese lo contrario. Pero puesto
que estas acciones te parecen tan abominables, que ni ligeramente puede hablarse de ellas, dime:
¿crees tú que Orestes, si hubiera estado en su buen sentido y hubiera sabido lo mejor que debía hacer,
se habría precipitado a cometer el crimen que cometió?
ALCIBÍADES. —No, seguramente.
SÓCRATES. —¿Ni él ni ningún otro?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Luego es un mal, a lo que parece; ignorar lo que es bien?
ALCIBÍADES. —Por lo menos, así pienso yo.
SÓCRATES. —¿Y lo fue para Orestes como para cualquiera otro?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Examinemos más aún esta cuestión. Figúrate que de repente te viniera al
pensamiento, creyendo obrar bien, ir a matar a Pericles, tu tutor y tu amigo, y tomando un puñal
fueras derecho a su puerta a preguntar si estaba en casa con intención de asesinarle, a él y no a otro, y
te respondiesen que sí estaba. No pretendo, al decir esto, que tengas tú jamás semejante intención;
pero comprenderás sin duda, que nada impide que un hombre, que ignora lo que es bien, tome por
bueno lo que es malo. ¿No lo crees así?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Entras, pues, en casa de Pericles, le ves, pero no le reconoces, y crees que es otro;
¿te atreverías a matarle?
ALCIBÍADES. —No, ¡por Júpiter!
SÓCRATES. —Porque tú no buscabas al primero que se presentara, sino a Pericles mismo. ¿No
es así?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Y cuantas veces fueses a su casa con la misma intención y no te asegurases de la
identidad de su persona, dejarías de dar el golpe.
ALCIBÍADES. —Sí, verdaderamente.
SÓCRATES. —¡Y qué!, ¿crees que Orestes hubiera puesto sus manos parricidas sobre su madre,
si no la hubiera reconocido?
ALCIBÍADES. —No lo creo.
SÓCRATES. —Porque no intentaba matar a la primera mujer que se le presentara, ni a la madre
de éste o de aquél, sino que quería matar a su propia madre.
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Esta clase de ignorancia es, por consiguiente, muy buena para los que están en la
disposición de animo de Orestes, y que tienen semejantes intenciones.
ALCIBÍADES. —Lo creo.
SÓCRATES. —Ya ves que en ciertos casos la ignorancia es un bien y no un mal, como creías
antes.
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Ya ves que en ciertos casos la ignorancia es un bien y no un mal, como creías
antes.
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Si quieres tomarte el trabajo de examinar lo que voy a decir, por extraño que
pueda parecerte, quizá lo encontrarás exacto.
ALCIBÍADES. —¿Qué es?
SÓCRATES. —Puede suceder, a decir verdad, que todas las ciencias, sin la ciencia del bien, sean
raras veces útiles a los que las poseen, y que muchas veces les sean perjudiciales. Presta atención:
cuando vamos a decir o hacer alguna cosa, ¿no es de toda necesidad, o que sepamos positivamente lo
que vamos a hacer o decir, o que por lo menos creamos saberlo?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y así se ve todos los días a los oradores, que no titubean en darnos consejos sobre
cosas que saben o creen saber. Unos nos dan consejos sobre la paz y la guerra, otros sobre las
fortificaciones que deben levantarse o sobre los puertos que deben construirse; en una palabra, todas
las medidas, que conciernen a las otras ciudades o a la república misma, se adoptan por consejo de
los oradores.
ALCIBÍADES. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Escucha lo que voy a decir, y veré si así llego a convencerte. ¿No dices, que los
hombres son unos sensatos y otros insensatos?
ALCIBÍADES. —Lo digo.
SÓCRATES. —¿No llamas insensatos a los más, o sensatos a los menos?
ALCIBÍADES. —Así los llamo.
SÓCRATES. —¿No tienes alguna razón para dividirlos en dos clases?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Llamas sensato al que sabe dar consejos, pero sin saber cuál es lo mejor, ni en
qué tiempo debe hacerse?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Ni, según creo, al que sabe hacer la guerra, pero sin saber ni cuándo, ni en qué
tiempo vale más hacerla. ¿No es así?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Ni al que sabe sentenciar a muerte, condenar al pago de multas, enviar a destierro,
pero que no sabe ni cuándo, ni respecto de quiénes son buenas semejantes medidas.
ALCIBÍADES. —No, verdaderamente.
SÓCRATES. —Sólo llamas sensato al que une a estos conocimientos la ciencia del bien. Pero esta
ciencia es la misma que aquella que trata de lo útil; ¿no es así?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —A este le llamaremos hombre sabio, y diremos que es capaz de aconsejarse a sí
mismo y de aconsejar a la república; pero diremos todo lo contrario de todo el que no posea ambas
ciencias. ¿Qué te parece de esto?
ALCIBÍADES. —Soy de tu opinión.
SÓCRATES. —Cuando alguno sabe montar a caballo o tirar el arco; cuando es hábil en la lucha o
en el pugilato, o en cualquiera otro ejercicio o arte, ¿qué nombre le das, si sabe perfectamente lo más
adecuado a las reglas de este arte? ¿Llamas picador al que es hábil en la equitación?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Luchador al que es hábil en la lucha, músico al que sabe la música, y así de los
demás; ¿o no los llamas así?
ALCIBÍADES. —Así los llamo.
SÓCRATES. —¿De que un hombre sea hábil en una de estas artes, se sigue necesariamente que
sea igualmente un hombre sensato o diremos que está muy distante de eso?
ALCIBÍADES. —Está muy distante, ¡por Júpiter!
SÓCRATES. —¿Qué dirías de un Estado compuesto de tiradores de arco, tocadores de flauta, de
atletas y otras gentes de esta clase, todos hábiles, mezclados con todos esos de que hemos hablado
más arriba que saben, unos hacer la guerra, otros condenar a muerte, y con esos oradores hinchados
con su pretendida disposición para la política, en el supuesto de que falte a todos la ciencia del bien y
que entre todos ellos no haya ni uno solo que sepa en qué ocasión ni con qué objeto es preciso
emplear cada una de estas artes?
ALCIBÍADES. —Diría, Sócrates, que ese sería un Estado bastante malo.
SÓCRATES. —Mucho más lo dirías cuando vieses cada uno de ellos, lleno de ambición,
consagrar todos los cuidados, que debe a la cosa pública, a superarse a sí mismo [4] en lo que es bien
según las reglas de su arte, pero extraviándose la mayor parte del tiempo con respecto a lo que es
realmente bien para sí mismo y para la república, como un hombre que se abandona ciegamente a la
opinión. Y en tal caso, ¿no tendremos mucha razón para decir, que en semejante Estado no es posible
que dejen de reinar el desorden y la injusticia?
ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente, ¡por Júpiter!
SÓCRATES. —¿No hemos visto que era indispensable o que creyésemos saber o que supiésemos
efectivamente lo que estamos dispuestos a decir o hacer?
ALCIBÍADES. —Sí, lo hemos visto.
SÓCRATES. —Luego si alguno hace lo que sabe o cree saber, resulta de aquí una gran ventaja
para el Estado y para sí mismo.
ALCIBÍADES. —¿Cómo no ha de ser así?
SÓCRATES. —Y cuando lo hace de otra manera, me parece que no resulta ventaja ni para el
Estado ni para él mismo.
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Pero ¿piensas aún lo mismo en este momento o piensas de otra manera?
ALCIBÍADES. —No, pienso lo mismo.
SÓCRATES. —¿No has dicho que la mayoría se compone de locos, y que los hombres sensatos
son pocos en número?
ALCIBÍADES. —Y lo digo aún.
SÓCRATES. —Repitamos, pues, que la mayoría, al abandonarse ciegamente a la opinión, se
extravía las más de las veces sobre lo que es el bien.
ALCIBÍADES. —Lo repetimos.
SÓCRATES. —Luego es ventajoso a esta mayoría el no saber nada y el no creer saber, porque
querrán ejecutar lo que sabrán o creerán saber, y al ejecutarlo, en lugar de sacar utilidad, sólo
recibirán perjuicio.
ALCIBÍADES. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Luego tenía razón, ya lo ves, cuando decía antes, que podría suceder que todas las
ciencias, sin la ciencia del bien, fuesen por casualidad útiles a los que las poseyesen, y que las más
veces les fuesen muy perjudiciales. Entonces no penetraste la verdad de mis palabras.
ALCIBÍADES. —Si entonces no la conocí, la conozco ahora, Sócrates.
SÓCRATES. —Una ciudad o un alma que quieran conducirse bien, se unen a esta ciencia como un
enfermo a su médico, y como un pasajero que quiere llegar a puerto seguro se entrega al piloto;
porque sin ella, cuanto más privada esté el alma de disposiciones dichosas, tanto más la posesión de
las riquezas, la fuerza del cuerpo y otras cualidades de este género le pondrán necesariamente, según
todas las apariencias, en peligro de cometer grandes faltas. El que posea todas las ciencias y todas las
artes, y se halle privado de la que tratamos, arrastrado por cada una de ellas, ¿no estará expuesto con
razón a una gran tormenta? Y en semejante mar y sin piloto ¿podrá navegar por mucho tiempo sin
perecer? Paréceme que se le puede aplicar lo que el poeta dice de un hombre, a quien quiere zaherir:
Sabía muchas cosas, pero las sabía todas mal.[5]
ALCIBÍADES. —¿Cómo puede tener aquí aplicación el verso del poeta, Sócrates? Porque a mi
juicio nada tiene que ver con lo que tratamos.
SÓCRATES. —Por el contrario, se relaciona con esto perfectamente. Pero, mi querido
Alcibíades, este es una especie de enigma. Tal es la manera de escribir de este poeta y de todos los
demás. Porque toda poesía es naturalmente enigmática, y no es fácil a un cualquiera penetrar su
sentido. Y, además de su naturaleza enigmática, si la poesía tiene por órgano un poeta envanecido con
su saber, y que en lugar de descubrírnoslo procura ocultarlo, entonces es casi imposible penetrar su
pensamiento. Ciertamente no acusarás a Homero, a este poeta tan sabio y verdaderamente divino, de
haber ignorado que no es posible saber mal lo que se sabe. Él mismo dice de Margites, que sabía
muchas cosas pero que las sabía todas mal, y aquí sin duda va envuelto un enigma, y dice mal en vez
de desgraciado y sabía por su saber; lo cual no podía entrar en la composición de su verso; y lo que
ha querido decir ciertamente es que Margites sabía muchas cosas, y que el saber era para él una
desgracia. Y si el saber mucho era una desgracia para él, es evidente que era un mal hombre, si
estamos en el caso de admitir como verdadero lo que hemos dicho más arriba.
ALCIBÍADES. —No puede manos de admitirse, Sócrates. Difícilmente me daría por satisfecho
con otras demostraciones, si no me diese con la que has hecho.
SÓCRATES. —Con razón te parece así. Pero ¡en nombre de Júpiter!, piensa en ello; porque debes
ver sin duda la naturaleza y la magnitud de la dificultad, y me parece que ella te embaraza. Yendo tan
pronto a la derecha como a la izquierda, no sabes en qué opinión fijarte; la misma que con gusto
admitías, la desechas; y ya no te parece la misma. Pero más aún, si el Dios a quien vas a orar,
apareciéndote de repente, te preguntase, antes que tú hubieses comenzado tu oración, si te contentarías
con algunas de las cosas de que hablamos al principio, o mejor que te permitiese pedirle lo que
quisieses, ¿qué es lo que tú tendrías por más ventajoso, recibir lo que el Dios te ofreciere, u obtener
lo que tú le hubieses pedido?
ALCIBÍADES. —¡Por todos los dioses, Sócrates, no sé qué responderte! Porque me parece que no
hay nada más insensato, ni que deba de evitarse con más cuidado, que el exponerse imprudentemente
a pedir a los dioses males, creyendo pedirles bienes, y como tú decías, exponerse a cantar la
palinodia un momento después, pidiendo todo lo contrario a lo que antes se pidió.
SÓCRATES. —¿No es por esta razón por la que el poeta, de que hablé al principio de esta
conversación y que sabía de esto más que nosotros, ha querido que todo hombre suplicase a los
dioses que alejasen de él los males, aun cuando él se los pidiera?
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Los lacedemonios, sea que hayan imitado a este poeta, o que por sí mismos hayan
descubierto esta verdad, hacen todos los días en público y en particular una oración semejante: piden
a los dioses que les dé lo bueno con lo útil; nunca les oirá nadie pedir más. Sin embargo, no han sido
hasta ahora menos felices que cualquiera otro pueblo; y si han visto algunas veces interrumpido el
curso de su prosperidad, no por eso hay que culpar a sus oraciones, porque los dioses son libres, y de
ellos depende conceder lo que se les pide o enviar lo contrario. Con este motivo quiero referirte una
historia que oí una vez contar a algunos ancianos. Estando los atenienses en guerra con los
lacedemonios, sucedió que aquellos fueron siempre vencidos en todos los combates que tuvieron
lugar por mar y tierra, sin poder conseguir jamás la superioridad. Irritados los atenienses con estas
derrotas, y no sabiendo por qué medio prevenir nuevas desgracias, después de haber deliberado,
creyeron que el mejor expediente era enviar a consultar al oráculo de Ammón, y suplicarle que les
dijera por qué los dioses concedían la victoria más bien a los lacedemonios que a nosotros, que les
ofrecemos más frecuentes y preciosos sacrificios que el resto de la Grecia; que decoramos sus
templos con más ricas ofrendas que ningún otro pueblo; que hacemos todos los años en su honor las
procesiones más suntuosas y más imponentes; y que, en una palabra, gastamos en el culto nosotros
solos más que todos los demás griegos juntos. Los lacedemonios, por el contrario, añadían, no se
toman ninguno de estos cuidados; son tan avaros para con sus dioses, que les ofrecen siempre
víctimas mutiladas, y hacen mucho menos gasto que los atenienses en todo lo concerniente a la
religión, aun cuando no son menos ricos. Luego que hubieron hablado de esta manera y preguntado
cómo podrían librarse de los males que afligían a su ciudad, el profeta por toda respuesta (el Dios sin
duda no permitía otra), dijo al enviado: He aquí lo que Ammón responde a los atenienses: «que
estima más las bendiciones de los lacedemonios que todos los sacrificios de los atenienses».
El profeta no dijo más. Por estas bendiciones de los lacedemonios entendía, a mi juicio, sus
oraciones, que en efecto difieren de las de los demás pueblos; porque todos los otros griegos, ya
ofrezcan toros con sus cuernos dorados, o ya consagren ricas ofrendas, piden en sus oraciones todo
lo que les sugieren las pasiones, sin averiguar si son bienes o males. Pero los dioses que oyen sus
blasfemias, no agradecen sus procesiones ni sus sacrificios suntuosos. Se necesita, a mi parecer,
mucha precaución y mucha atención para saber lo que se debe decir y lo que se debe callar. En
Homero encontrarás un ejemplo semejante al precedente: «Mientras construían un fuerte, dice, los
troyanos ofrecían a los inmortales grandes hecatombes, y los vientos llevaban de la tierra al cielo un
olor agradable; y sin embargo los dioses se negaron a gustarlo, porque tenían aversión a la ciudad
sagrada de Troya, a Príamo y al pueblo de este rey hábil en el manejo de la lanza[6]». Y así, en vano
era hacer sacrificios y ofrecer dones a los dioses, que les aborrecían; porque no es posible, dada la
naturaleza de los dioses, dejarse corromper por presentes como un codicioso usurero; y seríamos
unos insensatos, si pretendiéramos por este medio hacernos más agradables a sus ojos que los
lacedemonios. En efecto, sería cosa extraña, que los dioses atendiesen, para distinguir los que son
santos y justos, más a nuestros dones y a nuestros sacrificios que a nuestra alma. Pero no, en mi
opinión, ellos tienen más en cuenta el alma que las procesiones y los sacrificios suntuosos; porque
este último homenaje pueden los particulares y los Estados, que más han faltado a los dioses y a los
hombres, ofrecerle todos los años. Y así los dioses incorruptibles desprecian todas estas cosas, como
el Dios mismo y su profeta lo han declarado. Hay, pues, grandes trazas de que los dioses y los
hombres sensatos honran ante todo la justicia y la sabiduría. Ahora bien; verdaderamente justos y
verdaderamente sabios no son más que aquellos, que en sus palabras y en sus acciones saben cumplir
con lo que deben a los dioses y a los hombres. Tendría gusto en saber qué piensas sobre esto.
ALCIBÍADES. —Yo, Sócrates, no puedo menos de conformar mi modo de pensar con el tuyo y
con el del dios. ¿Sería razonable que fuese yo a contradecir sus oráculos?
SÓCRATES. —¿No recuerdas haberme dicho, que temías mucho pedir a los dioses males, sin tú
conocerlo y creyendo pedirles bienes?
ALCIBÍADES. —Me acuerdo.
SÓCRATES. —Ya ves que no puedes ir con seguridad a suplicar al dios; porque podría suceder
que, al oírte blasfemar, desechase tu sacrificio, y que te enviase una cosa muy distinta de la que le
hubieres pedido. Yo hallo que vale más que te mantengas quieto, porque no creo que la exaltación
actual de tu espíritu, que es el nombre más digno que puede darse a la locura, te permita servirte de la
oración de los lacedemonios. Por esta razón, debes esperar a que alguno te enseñe la conducta que
debes observar con los dioses y con los hombres.
ALCIBÍADES. —¿Y cuándo llegará ese tiempo, Sócrates, y quién será el que me instruya? ¡Con
cuánto placer lo veré!
SÓCRATES. —Lo hará el que vela por ti. Pero me parece que así como en Homero Minerva
disipa la nube que cubría los ojos de Diomedes, a fin de que pudiese conocer si era un dios o un
hombre,[7] lo mismo es preciso que aquel disipe las tinieblas que envuelven tu alma, para ponerte en
estado de discernir el bien del mal; porque al presente no me parece que estás en estado de hacerlo.
ALCIBÍADES. —Que disipe esas tinieblas y todo lo que guste; cualquiera que sea ese hombre,
por mi parte estoy dispuesto a obedecerle sin restricción, con tal que me haga yo mejor.
SÓCRATES. —Por lo demás, él te tiene un cariño entrañable.
ALCIBÍADES. —Lo mejor, a mi parecer, será aplazar hasta entonces mi sacrificio.
SÓCRATES. —Tienes razón, porque eso es más seguro que exponerse a correr tan gran peligro.
ALCIBÍADES. —Pues bien, sea así. Permíteme, sin embargo, Sócrates, que para recompensarte
por tus saludables consejos, coloque esta corona sobre tu cabeza. Daremos a los dioses coronas con
las demás ofrendas que les son debidas, cuando llegue ese día tan deseado. Si ellos lo quieren, no se
hará esperar mucho tiempo.
SÓCRATES. —Recibo esta corona, y recibiré siempre con placer lo que me venga de ti. Y como
en Eurípides, Creón, al ver a Tiresias con una corona ceñida a la frente y sabiendo que le fue dada
por los enemigos a causa de su arte, le dice: «Me parece de buen augurio esta corona triunfal, porque
estamos corriendo una gran tempestad, como sabes».[8] Así yo tomo por un feliz presagio esta
corona con que me honra tu mano; porque me encuentro en medio de una tempestad no menor que la
de Creón, puesto que trato de triunfar de todos los que te aman.
TEAGES
Argumento del Teages[1]
por Patricio de Azcárate

Demódoco, padre del joven Teages, suplica a Sócrates que sea maestro de su hijo y le enseñe todo
lo que no sabe. Teages sabía leer, luchar, tocar la lira; pero esta primera educación reclama otra más
elevada, que le enseñe cómo ha de conducirse en todas las circunstancias. Sócrates, sin negarse,
quiere enterarse de las disposiciones de este joven, y le pregunta qué es lo que quiere aprender.
Teages declara que desea aprender la política, el arte de gobernar a los hombres, como que esta era
la ambición de todo ateniense. ¿Quieres hacerte un tirano?, le dice Sócrates. El joven protesta, y
afirma que sólo aspira a hacerse igual a aquellos de sus camaradas que han tenido la fortuna de vivir
cerca de Sócrates, y que merced a su trato se han hecho más inteligentes y más hábiles que todos los
demás. El error de este joven consiste en creer que basta para hacerse hábil encontrar un buen
maestro. Sócrates le hace comprender que ante todo se necesitan disposiciones morales para que no
sean inútiles las enseñanzas del maestro. Sócrates no sabe nada; no enseña nada; pero ha recibido del
cielo el don maravilloso de discernir en qué jóvenes se encuentran estas disposiciones excelentes. Lo
que Sócrates llama su genio, su voz interior, le advierte cuándo ha de acceder a comunicarse con
unos, y cuando negarse respecto de otros, según que son o no capaces de sacar provecho de sus
discursos y de su ejemplo. Los que saben, como el nieto de Arístides el justo, hacerse hábiles con el
trato de Sócrates, están dotados de un feliz carácter, que naturalmente se amolda a su genio; y si
Teages quiere tentar fortuna, Sócrates no se niega a ello. No basta querer ser hábil para hacerse tal; ni
tampoco basta encontrar un buen maestro, sino que es indispensable que uno sea moralmente capaz
de llegar a ser hombre hábil.
Teages o de la ciencia[1]
DEMÓDOCO — SÓCRATES — TEAGES

DEMÓDOCO. —Sócrates, tengo gran necesidad de conversar un momento y privadamente


contigo, si tienes espacio para ello; y si no le tienes, te ruego que me le proporciones en
consideración a mi persona, a no ser que un negocio muy urgente te lo impida.
SÓCRATES: —Siempre tengo tiempo, y para ti más que para cualquiera otro. Si quieres decirme
algo, estoy dispuesto a escucharte.
DEMÓDOCO. —¿Quieres que nos retiremos al pórtico de este templo de Júpiter libertador?
SÓCRATES. —Como quieras.
DEMÓDOCO. —Vamos pues allí, Sócrates. Se me figura que todo lo que nace, lo mismo las
plantas que salen de la tierra, que los animales y todo lo demás, son como el hombre mismo; porque
a los que cultivamos la tierra nos es fácil preparar todas las cosas que son necesarias antes de plantar
y en el acto de la plantación; pero cuando se da el fruto, entonces el trabajo que hay que tomar es muy
grande y penoso. Lo mismo sucede con los hombres, porque mido a los demás por lo que a mí me
sucede. Ahí tienes a mi hijo; me ha venido como una planta, sin que me haya costado gran trabajo;
pero su educación es difícil y me tiene en continuo cuidado. Sin entrar en el pormenor de todos los
puntos en que estoy temeroso respecto a él, he aquí uno absolutamente nuevo, y es el deseo, que si no
es reprensible, es peligroso y a mí me aterra, de querer hacerse sabio. Sin duda algunos de sus
camaradas y algunos jóvenes de nuestro pueblo, que van a Atenas, refieren ciertos discursos que han
oído, y que le vuelven la cabeza. Lleno de emulación, no cesa de atormentarme, suplicándome con
instancia que mire por su educación y que pague a un sofista para que le instruya. No es el gasto el
que me detiene, pero temo que esta pasión le ponga en gran peligro. Hasta ahora le he contenido,
halagándole con buenas palabras; pero hoy que ya no puedo más, creo que el mejor partido que
puedo tomar es alzar el brazo y darle gusto, no sea que las relaciones que pueda tener en secreto y sin
mi conocimiento le corrompan. Esto es lo que hoy me trae a Atenas, para ponerle bajo la dirección
de algún sofista; y es una fortuna el haberte encontrado, porque tú eres con quien más deseaba yo
consultar este negocio. Si tienes algún consejo que darme, te lo pido por favor; tú no puedes
negármelo.
SÓCRATES. —Habrás oído muchas veces, Demódoco, que el consejo tiene algo de sagrado, y si
lo es en todas ocasiones, lo es más en ésta, porque de todas las cosas sobre que el hombre puede
pedir consejo, no hay una más divina que la que afecta a la educación de sí mismo y de los suyos.
Ahora en primer lugar convengamos en lo que ha de ser materia de consulta, no sea que tú entiendas
una cosa y yo otra, y que al final de nuestra conversación nos pongamos en ridículo, por haber
hablado largo rato sin habernos entendido.
DEMÓDOCO. —Dices verdad, y eso es lo que debemos de hacer.
SÓCRATES. —Seguramente digo verdad… Sin embargo, no es eso tan cierto como yo pensaba,
y me retracto en parte; porque me viene a la mente que ese joven podría tener otro deseo que el que
nosotros le atribuimos, lo cual nos pondría en una situación

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