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El Cordero y el Beso que salvan

El extenso y colorido relato de la parábola —tantas veces leído, tantas veces


comentado— incluye tres términos que tal vez puedan aportarnos alguna “novedad”,
en esa acepción de impacto imprevisto, de asombro, de descubrimiento. Dos de ellos
son términos bastante raros (en su griego original incluso) y el tercero, aunque usual
como término, carga su anomalía a cuenta de su aplicación. Ellos, a su vez, se engarzan
cual tres diamantes enhebrables en preciosa alhaja.

Los términos son: insalvo; rebeso y becerro.

Un relato de más de cien palabras, está literalmente montado sobre estos tres
curiosos pivotes. Veamos de qué se trate:

El primero, un término muy en el centro, muy en el vórtice de todo el relato,


que amerita una profunda atención si uno quiere superar lecturas fáciles, psicologistas,
emocionales de la parábola.

Y refiere a cómo vivía este joven rico, el independizado heredero, en aquel


lejano país. Dirá san Lucas que vivía “asótos”. Es un adverbio. Es decir, un término que
modifica el obrar del sujeto. Se suele traducir “licenciosamente” o “inmoralmente” y
hasta, con mayor torpeza, por “lujuriosamente”. Pues nada de eso especifica el término
a-sotos que —como se ve sin mayores dificultades— alude a la negación de soter, de
salvación. Vivía sin salvador, sin protector, sin respaldo. Libremente, este hombre,
opta, elige, escoge la “insalvencia”, si se me permite neologar. Nadie lo condena: él se
insalva, abraza la lejura salvífica.

Surge así de la parábola un concepto de lo malo muy importante: no está mal


algo porque esté prohibido; está prohibido porque hace mal. El hijo no contraviene una
norma: más bien arruina su calidad de vida; vive mal. Malo es quien vive mal, quien
no goza de un buen vivir. De una vida “a salvo”.

Dios no lo castiga. Su propio error lo automargina de la felicidad. Dios no sabe


castigar; sólo sabe proveer salutífera felicidad, a quien, en su cercanía, la quiera recibir.
Lo que llamamos “castigo divino” no es más que lejura divina —como el frío es lejura
de calor—; y esa lejura la viandamos nosotros mismos: no Él.

Lo a salvo o insalvo se da, en definitiva, no tanto por tal o cual conducta, sino
en razón de relación, en razón de distancia (cercanía o lejura). Es iluminado no quien se
las ingenia en alumbrar sino quien se mantiene cerca de la lumbre. Por eso —como
hemos comentado con recurrencia— más que un hijo pródigo, el drama en cuestión es
el de un hijo prófugo. Fugarse lejos del Salvador nos hace desgraciados “asotos”,
insalvos.

El segundo término es una perla preciosa; de esas que vale guardar solas, sobre
negrísimo terciopelo y contemplarla ahí, reluciente, mil veces…

No hay mucho más cristianismo fuera de este neologismo lucano, fundante de


la vera Religión: katefílesen; que es un reduplicativo del verbo besar. Es recontrabesar.
Tras correr, tras colgársele del cuello, lo recontrabesa. No solemos hacer eso los padres.
Ni los según la carne, ni los espirituales. Entendemos que el perdón es esencial a
nuestro Credo, incluso entendido en todo su “setenta veces siete”. Pero que el hijo debe
entender también la gravedad de su error para evitar reincidencias. A lo más, solemos
arrojar un: “está bien; borrón y cuenta nueva; demos vuelta la hoja.” El Padre de la
Parábola no quiere hacer eso. Es ésta la mejor página del vínculo: ¡darla vuelta sería
como adelantar una película en su escena más intensa y bella! La vida cristiana no
comienza al día siguiente de este beso: la vida cristiana vive de este beso.

Ese beso tan especial —el recontrabeso— es un beso generativo. O mejor aún:
regenerativo. Toda la herencia perdida, como en una implosión galáctica, es
reabsorbida, rejuntada, restablecida en un mágico Génesis. La Creatio ex nihilo da paso
a la Re-creatio ex amore. La Boca de Dios dice haya vestido y hubo vestido; haya anillo
y hubo anillo; haya calzado y lo hubo. Y vio Dios que era bueno. Y fue ese el Octavo
día.

Y nos queda el tercer término: “mosjon”, novillo, becerro. Sustantivo que


admite un verbo (mosjopoieo), por aquellos judíos que hicieron, fabricaron un becerro
(de metal). Dios también sabe de mosjopóiesis. Crea uno antes de la creación del
mundo, como nos avisa misteriosamente san Pedro en su Carta. Y este Cordero festivo
es el verdadero protagonista de todo el relato. No sólo una suerte de broche final.
Ya que “venimos del futuro”, toda la Parábola hay que atreverse a leerla en su
curso invertido (del versículo 31 al 11) y entender entonces varias cosas: que es este
Cordero “el primero en todo”. Es la prolepsis con que ocurre la economía salvífica:
porque como el Cordero de Dios, puedo entrar dentro de mí, puedo aborrecer de las
bellotas, puedo no echarme a morir debajo de la retama de Elías, y hasta puedo —oh
Misterio— alejarme de la Casa paterna y descubrirme insalvo.

Que el Cordero y el Beso nos revistan de la Salvación.

Diego de Jesús

10-III-2013

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