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ÍNDICE

PRÓLOGO………………………………………………………………………….
Advertencias bibliográficas…………………………………………………………………

INTRODUCCIÓN. NIETZSCHE Y LA CUESTIÓN DEL LENGUAJE………


1. LA CONCEPCIÓN NIETZSCHEANA DEL LENGUAJE……………………………….
2. EL LENGUAJE COMO OBSTÁCULO DEL CONOCIMIENTO………………………….
3. LENGUAJE Y FILOSOFÍA…………………………………………………………
4. EL PODER DEL LENGUAJE……………………………………………………….
5. APÉNDICE. NIETZSCHE SOBRE EL LENGUAJE: ENTRE WITTGENSTEIN Y HEIDEGGER.

I. NIETZSCHE Y LA CIENCIA…………………………………………………….
1. LA CIENCIA SOMETIDA A LA CULTURA……………………………………………
2. CONTRA LA METAFÍSICA………………………………………………………….
3. LA CIENCIA NIEZSCHEANA…………………………………………………………
4. EL DESENMASCARAMIENTO DE LA CIENCIA………………………………………..

II. EL TEMA DE LA VERDAD………………………………………………………


1. VERDAD E ILUSIÓN EN EL SENO DE LA METAFÍSICA ARTÍSTICA…………………….
2. LA CUESTIÓN DE LA COSA EN SÍ…………………………………………………….
3. LA OPOSICIÓN «MUNDO APARENTE/MUNDO VERDADERO»…………………………
4. TRANSVALORACIÓN O
RESTABLECIMIENTO………………………………………………
5. EL VALOR DE LA VERDAD…………………………………………………………...
6. HACIA NUEVOS CRITERIOS DE VERDAD……………………………………………..

III. EL PERSPECTIVISMO…………………………………………………………
1. LA TENSIÓN CONOCIMIENTO-VIDA
2. LA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO.
3. CONCLUSIÓN: DISOLUCIONES FUNDAMENTALES

IV. VOLUNTAD DE PODER COMO CONOCIMIENTO…………………………


1. EL MODELO DE LA VOLUNTAD DE
PODER…………………………………………………….
2. EL CONOCIMIENTO DESDE LA VOLUNTAD DE PODER……………………………….
El conocimiento es un medio o instrumento de poder
El conocimiento es la actividad de poder más intensa y elevada
3. ALGUNAS EXPLICITACIONES
4. LA FILOSOFÍA COMO SUPREMA VOLUNTAD DE PODER

1
V. LAS DOS CLAVES DE LA TEORÍA NIETZSCHEANA DEL
CONOCIMIENTO…………………………………………………………………..
1. EL ARTE
2. EL HOMBRE DEL CONOCIMIENTO
Genio, erudito, filósofo
Lo que han sido los pensadores
El filósofo del futuro

CONCLUSIONES………………………………………………………………………

[¿BIBLIOGRAFÍA?]…………………………………………………………………..

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PRÓLOGO

La filosofía de Friedrich Nietzsche estaba ante nuestra mirada, y se nos presentaba


como una alternativa poderosamente atractiva. Tanto la llamada «filosofía analítica»
como el materialismo histórico constituían procedimientos intelectuales de escuela,
pertenecían a numerosísimas comunidades. El pensamiento nietzscheano, por el
contrario, se elevaba ante nosotros con el orgullo propio de lo único. Por eso parecía el
camino de ruptura más radical, lo revolucionario en sí, lo subversivo propiamente dicho,
en un estado cultural de transición donde había tanto que demoler. Como reiterando
fases recientes de la filosofía española, muchos nos adentramos decididamente en la
«zona tórrida de Nietzsche», para recordar la frase de Ortega. Teníamos la enorme
ventaja de la labor de limpieza que había sido realizada por estudiosos franceses e
italianos. Ellos corrigieron la imperdonable utilización, el indecoroso secuestro que del
pensamiento nietzscheano había perpetrado el Nacionalsocialismo alemán, su
falsificación en estúpidos eslóganes y en increíbles consignas.
Era patente la necesidad de incardinar a este pensador en la Historia de la Filosofía.
Había que tomarse a Nietzsche en serio, de una vez por todas. La enorme repercusión de
los escritos de Heidegger nos predisponía a estudiar cada aforismo nietzscheano como si
de un texto de Aristóteles se tratara. No obstante, la tarea no era nada sencilla.
Estábamos ante un pensamiento intratable, totalmente reacio al encasillamiento erudito
del historiador. Las vías de acceso ensayadas fueron muchas. Se intentó abordar a
Nietzsche desde la filosofía griega, desde Kant, desde Fichte incluso. Y los resultados
no eran muy alentadores. En la mayoría de los casos se perdía, o se oscurecía, lo
propiamente personal del filósofo. Cada vez estaba más clara la imposibilidad de
someter al pensamiento nietzscheano al nivel que la reflexión en torno al desarrollo de
los sistemas filosóficos necesita, a esa característica uniformidad que propicia el
distanciamiento, que permite el estudio. Nietzsche se obstinaba en no dejarse reducir a
la categoría de objeto: cada análisis se convertía en una discusión apasionada con él.
En efecto, al presuponer que el pensamiento nietzscheano podía ser convertido, sin
más, en objeto de estudio, al dar por sentado que se trataba simplemente de un pensador
más de los incontables que integran la Historia de la Filosofía, los estudios quedaban
sumidos en el desconcierto cuando se encontraban a sí mismos irritándose, o
entusiasmándose, con la propia persona del pensador alemán. Casi nadie ha sabido
utilizar conscientemente la técnica del escándalo como lo supo hacer Nietzsche, y esto
era inaudito, inaguantable para los historiadores profesionales.
La faceta crítica de esta filosofía, envuelta en un impresionante manto de ironías,
malicias, argumentos ad hominem y expresiones de cinco o seis sentidos, resultaba, no
obstante, mucho más asequible en su furor destructivo que la propiamente positiva,
creadora. La razón es muy fácil de descubrir. En sus declaraciones positivas Nietzsche
se expresa a sí mismo incondicionalmente, sin ningún tipo de trabas. En la tarea de
demolición, en cambio, siempre será posible reconstruir el camino que tomó el filósofo

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situándose en la perspectiva de aquello contra lo cual se dirige el ataque y la invectiva.
Resulta muy instructivo comparar, en este sentido, los comentarios que una legión de
intérpretes han realizado sobre temas como el Nihilismo, la crítica de los valores
cristianos, el rechazo del Racionalismo o la disección de los móviles que han guiado
históricamente la reflexión filosófica, por ejemplo, con los llevados a cabo sobre los
específicamente nietzscheanos: el Superhombre, la Transvaloración, la Voluntad de
Poder, etc. Los primeros suelen ser, con algunas excepciones, clarificadores e incisivos,
aunque a veces hagan demasiada insistencia en cuestiones psicopatológicas. Pero los
segundos pocas veces nos entregan la esencia del pensamiento-Nietzsche. Los
acercamientos a la cuestión del eterno retorno, por citar un caso evidente, se limitan a
dar extraños rodeos o a emitir toscas trivialidades que ponen en entredicho la supuesta
relevancia de tal pensamiento. No cabe la menor duda de que aquí Heidegger es una
magnífica excepción, pero su hermenéutica constituye el malentendido por excelencia
del mensaje nietzscheano. Y no es sorprendente en modo alguno este hecho, puesto que
la aproximación heideggeriana al pensamiento-Nietzsche parte de unas coordenadas
totalmente externas a él.
Esta situación hizo nacer la idea que motivó este trabajo. Era preciso un ajuste de
cuentas con Nietzsche. No sólo, y no principalmente, con su pensamiento, sino sobre
todo con él mismo como persona, como personalidad excepcional. Había que llevarlo a
cabo desde su mismo terreno, pues de lo contrario sería imposible, como lo demuestra
la extensa bibliografía en torno a su obra. La idea consistía en enfocar la parte más
positiva del pensamiento-Nietzsche desde la plataforma constituida por el pensador
Nietzsche, desde sus vivencias personalísimas. Y parecía claro que la realización
práctica de esta idea se concretaba en la minuciosa investigación de la teoría del
conocimiento del filósofo. Porque aquí se encontraba el eje que vertebraba su obra con
su personalidad. En lo que tradicionalmente se ha llamado epistemología, o teoría del
conocimiento, sospechábamos que se condensaba lo más propiamente personal del
filósofo Nietzsche. Y, a la vez, lo que mayor claridad podía arrojar sobre la totalidad de
su producción filosófica. Sobre lo más importante de ésta y lo más
reacio a la clasificación, la faceta positiva.
El presente trabajo aspira a cumplir dos objetivos fundamentales. Por un lado, la
reconstrucción de la teoría nietzscheana del conocimiento, nunca tematizada como tal, y
en bloque, por el autor. Por otro, la consideración de la temática nietzscheana positiva
desde los resultados obtenidos en la reconstrucción anterior. Hay una importante
precisión que hacer: en cuanto al primer objetivo, este estudio pretende, tal vez
haciendo gala de falta de modestia, una elaboración exhaustiva de la práctica totalidad
de los temas gnoseológicos nietzscheanos; en lo referente al segundo, la intención es,
más que nada, dejar abierto el espacio a investigaciones posteriores, inaugurar una vía
de aproximación que considero sumamente fructífera e interesante para la generalidad
de los estudiosos nietzscheanos. Vía que representa, quizás, una de las posibles
modalidades de tomarse a Nietzsche en serio, yendo más allá de la fascinación que su
lectura provoca, indefectiblemente, en los que por vez primera se acercan a él. Por lo
mismo, este ajuste de cuentas evita en la medida de lo posible caer en discursos
rapsódicos e incoherentes que lo único que tienen en su favor es el ardoroso entusiasmo
y la buena voluntad.
Por la misma índole de la producción del filósofo, ha sido necesario en todo
momento alternar dos procedimientos diferentes de interpretación. No era suficiente un
análisis de la temática epistemológica nietzscheana basado sobre el estudio, la selección
y la articulación de los textos relevantes del propio autor, y la recopilación de los
enfoques que a los mismos habían dado los intérpretes más destacados. Había que

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acudir también a una especie de «intuición» que permitiera asir con firmeza el
fundamento existencial subyacente a la, con mucha frecuencia, caótica multiplicidad
textual. Sólo obrando así podría conseguirse iluminar ésta con un sentido capaz de
hacerla coherente. A la base de semejante «intuición» se encontraba cierta simpatía, en
el sentido etimológico de término, hacia la personalidad del pensador, nacida de la
familiaridad con su obra y los avatares de su biografía. En definitiva, sin una especie de
«instinto» que ayudase a dar con lo específicamente nietzscheano de cada solución a los
problemas planteados, no habría podido hacerse nada medianamente digno.
El punto más importante que había que resolver para que el trabajo se pusiera en
camino de alcanzar los objetivos que se proponía no ha sido otro, sin duda, que el de la
correcta estructuración de la temática a estudiar. Por fortuna, los mismos textos han
sugerido la ordenación conferida a la tesis. Ellos han ido dibujando poco a poco los
diversos apartados, al mismo tiempo que se distribuían con mayor o menor claridad
entre ellos.
Naturalmente, no tiene mucho sentido una teoría del conocimiento que no dedique
buena parte de sus esfuerzos a intentar dilucidar el sentido que para ella tiene el hecho
de que el conocimiento humano quede plasmado necesariamente como conocimiento
lingüístico. La preocupación de Nietzsche por el lenguaje ha sido muchas veces ya
subrayada. Asombra la audacia de sus reflexiones en este terreno. Son verdaderamente
notables: en algunos casos se adelantan a los más recientes desarrollados de la Filosofía
del Lenguaje. Pues bien, la teoría nietzscheana del conocimiento se nos presenta en
buena medida como una investigación sobre el poder cognoscitivo del lenguaje
humano. La «Introducción» de este estudio está dedicada, por tal razón, a la concepción
nietzscheana del lenguaje. De ello surge tanto una caracterización del tipo de
conocimiento propio de la Filosofía como formación cultural e histórica, como la
anticipación de lo que podría ser un uso verdaderamente creador del lenguaje como
herramienta cognoscitiva. El intento de exponer la epistemología nietzscheana como
teoría del lenguaje se complementa con un ensayo de situar estas reflexiones en el
terreno de otras más recientes y cercanas a nosotros: las de Heidegger y el segundo
Wittgenstein.
En segundo lugar, abordando desde un frente diferente el mismo tema, se analizan
las tesis de Nietzsche acerca del conocimiento científico. De nuevo el objeto de análisis
queda fragmentado: si por un lado el filósofo considera la ciencia anterior a él, por otro
esboza los rasgos de un saber científico que ve acercarse en el futuro más inmediato. A
la consideración de la actividad del científico en su significado cultural sigue el estudio
del supuesto positivismo nietzscheano. El capítulo se cierra con la caracterización de lo
que aquí llamo «ciencia nietzscheana», ese dispositivo hermenéutico que constituye una
de las creaciones más importantes del filósofo. La «ciencia nietzscheana» lleva a cabo la
interpretación del cientifismo como ideología nihilista y sienta las bases de lo que sería
una actividad cognoscitiva radicalmente distinta, superadora del ideal nihilista de
conocimiento.
El capítulo segundo se concentra en el, a mi juicio, tema más decisivo de la teoría
nietzscheana del conocimiento, el tema de la verdad. Se trata de una cuestión
sumamente enmarañada y compleja, que ha hecho correr mucha tinta entre los
estudiosos. Casi se podría decir que el tema de la verdad es la obsesión típicamente
nietzscheana. Recorre todos los períodos de la producción del filósofo, desde los
entusiasmos juveniles por una metafísica artística hasta los escritos finales próximos al
final. En él se condensan todos los puntos de la reflexión nietzscheana en torno al
conocimiento humano y sobrehumano. El tratamiento adecuado de la cuestión de la
verdad es absolutamente decisivo para un trabajo como el que aquí se presenta. La

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prueba es que la disparidad de interpretaciones a que ha dado lugar la filosofía
nietzscheana se puede ordenar y juzgar con el máximo de nitidez desde este ángulo
visual privilegiado que es el tema de la verdad. A continuación se reconstruye la teoría
nietzscheana del conocimiento como radical perspectivismo. Aquí se pone de relieve el
acendrado vitalismo del filósofo. El conocimiento queda considerado en relación al
omnicomprensivo proceso vital. Partiendo del cuerpo humano como multiplicidad de
pulsiones en perspectiva, Nietzsche lleva a cabo las más claras formulaciones en torno a
la actividad cognoscitiva que en su obra pueden hallarse. El perspectivismo
epistemológico resultante opera una considerable transformación de los elementos
tradicionales con los que contaba una teoría del conocimiento: el sujeto, el objeto, la
causalidad eficiente y final, la «cosa»...
La primera parte del trabajo se cierra con la integración del perspectivismo y la
interpretación, o modelo, de la voluntad de poder. Tras examinar las bases
epistemológicas más importantes de la suprema generalización nietzscheana, se
comprueba que el modelo de la voluntad de poder reobra, nada más conformado, sobre
aquéllas dándoles todo su sentido. El conocimiento es tematizado finalmente como
voluntad de poder. A veces, como una manifestación más del modelo universal y otras
como la actividad más representativa de lo que Nietzsche quiso decir con él.
Tanto en la «Introducción» como en los cuatro primeros capítulos se utilizan las
conclusiones de carácter más puramente gnoseológico para dilucidar los temas
fundamentales y generales del pensamiento nietzscheano. Las páginas dedicadas a la
reconstrucción de la teoría del conocimiento del filósofo como Filosofía del Lenguaje,
Filosofía de la Ciencia, Doctrina de la Verdad, Perspectivismo y Voluntad de Poder
están por ello salpicadas de observaciones acerca del eterno retorno, la
transvaloración… De este modo se atiende al cumplimiento del segundo objetivo
general de esta tesis.
La segunda parte de la investigación está formada por el último capítulo, el quinto.
Aquí procedemos a un cambio de dirección importante. Si antes se había realizado la
reconstrucción de la teoría nietzscheana del conocimiento, ahora se intenta llevar a cabo
una penetración de mayor hondura, hasta aquellos elementos que, sin ser aparentemente
epistemológicos en sentido estricto, permiten conferir al material estudiado un último
fundamento de inteligibilidad y de sentido.
En efecto, desde el punto de vista que se ha conseguido alcanzar en el análisis
desarrollado en los capítulos precedentes, se contempla con nitidez la vertebración de
toda la teoría nietzscheana del conocimiento en el eje formado por dos núcleos
temáticos esenciales: el arte y el hombre del conocimiento. La estética y la teoría del
intelectual nietzscheanas son propuestas como las bases definitivas de la meditación
epistemológica del filósofo en todos sus diversos frentes.
La estética nietzscheana nos ofrece la clave del concepto capital de «conocimiento
creador». Sólo ella es capaz de esclarecer suficientemente en qué consiste la donación
de sentido en que la actividad cognoscitiva se concreta. Asimismo, la labor negativa y
crítica de la teoría del conocimiento que estudiamos recibe una total confirmación
cuando somos capaces de situarnos, con el autor, en el terreno de la creación artística.
Nietzsche identifica estética con fisiología, y los corolarios que se desprenden de este
hecho tienen la virtud de soldar multitud de consideraciones gnoseológicas que, de otro
modo, permanecerían un tanto deslavazadas.
La teoría nietzscheana del intelectual, como el presente trabajo denomina a la
tematización hecha por el filósofo de sus propias experiencias cognoscitivas, constituye
el último fundamento de toda la teoría nietzscheana del conocimiento. Más allá de él es

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imposible ir, como espero haber demostrado. Es el núcleo vital que moviliza todas las
tesis del filósofo.
Si con esta clarificación definitiva de la reconstrucción llevada a cabo es posible
aprehender el verdadero sentido de las grandes figuras casi mitológicas del pensamiento
nietzscheano, podemos afirmar que los objetivos de la tesis habrán sido cumplidos de
modo satisfactorio en su totalidad.

Advertencias bibliográficas
Para la confección de este trabajo se ha utilizado la edición de las Nietzsche Werke
de Giorgio Colli y Mazzino Montinari. Se trata, como es bien sabido, de la edición
crítica de las obras de Nietzsche que se considera definitiva, y que comenzó a aparecer
en 1968 (Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York).
El sistema de siglas empleado corresponderá a la siguiente clave:
 PH: La filosofía en la época trágica de los griegos (Die Philosophie in die
tragische Zeitalter der Griechen).
 GT: El nacimiento de la tragedia (Die Geburt der Tragödie).
 UZ: Sobre el porvenir de nuestras escuelas (Über die Zukunft unserer
Bildungsanstalten).
 UB (I, II, III, IV): Consideraciones intempestivas (I, II, III, IV) (Unzeitgemässe
Betrachtungen) (I, II, III, IV).
 PHB: El libro del filósofo (Das Philosophenbuch).
 MAM I: Humano, demasiado humano. Primera Parte (Menschlisches,
Allzumenschliches. Erster Band).
 MAM II: Humano, demasiado humano. Segunda Parte (Menschlisches,
Allzumenschliches. Zweiter Band).
 M: Aurora (Morgenröthe).
 FW: El gay saber (Die fröhliche Wissenschaft).
 Z: Así habló Zaratustra (Also sprach Zarathustra).
 JGB: Más allá del bien y del mal (Jenseits von Gut und Böse).
 GM: La genealogía de la moral (Zur Genealogie der Moral).
 GD: Crepúsculo de los ídolos (Götzen-Dämmerung).
 A: El Anticristo (Der Antichrist).
 EH: Ecce homo
 BW: Correspondencia (Briefwechsel).
 NF 3-4: Fragmentos póstumos desde el verano de 1872 hasta el final de 1874
(Nachgelassene Fragmente, 3-4).
 NF 7-1: Fragmentos póstumos desde julio de 1882 hasta el invierno de 1883-
1884 (Nachgelassene Fragmente, 7-1).
 NF 7-2: Fragmentos póstumos desde la primavera hasta el otoño de 1884
(Nachgelassene Fragmente, 7-2).
 NF 7-3: Fragmentos póstumos desde el otoño de 1884 hasta el otoño de 1885
(Nachgelassene Fragmente, 7-3).
 NF 8-1: Fragmentos póstumos desde el otoño 1885 hasta el otoño de 1887
(Nachgelassene Fragmente, 8-1).
 NF 8-2: Fragmentos póstumos desde el otoño 1887 hasta marzo de 1888
(Nachgelassene Fragmente, 8-2).

7
 NF 8-3: Fragmentos póstumos desde el comienzo de 1888 hasta el comienzo de
enero 1889 (Nachgelassene Fragmente, 8-3).
Siempre que ha sido posible se han ofrecido traducciones españolas de comprobada
fiabilidad (naturalmente, a la altura del año 1983, en que este trabajo fue presentado en
la academia). En algunas ocasiones, por el contrario, ha resultado imprescindible, o bien
más aconsejable, traducir personalmente de la edición alemana consignada. En
cualquier caso, la «Bibliografía» recogerá el volumen concreto al que las citas se
refieren.
El único escrito nietzscheano que no está en siglas es el que constituye los apuntes
para El Estado griego. Tan sólo aparece citado en una ocasión, en el último capítulo.

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INTRODUCCIÓN
NIETZSCHE Y LA CUESTIÓN
DEL LENGUAJE

Tarea previa a la consideración de la temática cognoscitiva propiamente dicha, el


análisis del fenómeno lingüístico parece imponerse a toda teoría del conocimiento como
algo de todo punto ineludible. En el cuerpo de la reflexión nietzscheana sobre el
conocimiento, tal requisito se viene a llenar de manera efectiva y satisfactoria,
encerrándose en su desarrollo, en forma condensada, no pocos de los puntos esenciales
de la elaboración posterior. En general, el vuelco que se aprecia en la concepción del
lenguaje y en su praxis filosófica preludia el vuelco más generalizado y esencial que
operará la teoría del conocimiento del pensador alemán.
Pasaremos revista acelerada a la concepción nietzscheana del lenguaje en general
(título 1), para después centrarnos en los descubrimientos específicos en torno a la
relación lenguaje-conocimiento: el lenguaje como tejido obstaculizador del
conocimiento en general (título 2) y la matriz lingüística como poderoso determinante
de la dirección de la especulación filosófica en particular (título 3). Por último,
enfocaremos de forma sucinta el intento nietzscheano de construir un nuevo lenguaje
filosófico, en el que se detecta una dimensión fundamental de la Umwertung aller
Werthe o transvaloración de todos los valores (título 4). A modo de conclusión de esta
introducción, la alusión a filosofías del lenguaje más cercanas a nosotros, y más
explícitamente elaboradas, ayudará a perfilar definitivamente la situación del
pensamiento nietzscheano en este terreno esencial.
Llegaremos a comprobar la declaración de Karl Schlechta: «La teoría del
conocimiento de Nietzsche implica una filosofía del lenguaje muy determinada»1.

1. LA CONCEPCIÓN NIETZSCHEANA DEL LENGUAJE


Acerca de la filosofía nietzscheana del lenguaje y su relevancia, oigamos para
empezar la opinión de Henri Lefebvre circunscrita exclusivamente al pequeño escrito
juvenil «Introducción teorética sobre la verdad y la mentira en sentido extra-moral»:

(…) teoría de la que hace poco se ha comprendido que anuncia y desborda las elaboraciones más
modernas de la lingüística, de la semántica, de la semiología o semiótica, de suerte que su
comprensión hubiera evitado muchos errores, muchas extrapolaciones2.

1
SCHLECHTA, Karl, «Nietzsche über den Glauben an die Grammatik», en Nietzsche-Studien, 1, pp. 353-
358, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1972, p. 358.

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La agudeza de Nietzsche en las cuestiones del lenguaje, su destreza consumada en
la práctica literaria, encuentra sin lugar a dudas su origen extrínseco en el hecho de que
adopta la filología clásica como el punto de mira del fenómeno lingüístico. Tal atalaya
impone una óptica propia, mucho más rica que la característica de los científicos del
lenguaje. Precisamente en el discurso inaugural ante la Universidad de Basilea del año
1869, «Homero y la filología clásica», se consagra entre otras cosas a establecer las
peculiaridades a través de las que el filólogo clásico contempla y vive el lenguaje. La
filología clásica impone tres exigencias fundamentales al estudio del lenguaje, dos de
índole científica, y una de carácter estético-moral. En primer lugar, su mirada conforma
este estudio como ciencia histórica, dado que el lenguaje aparece como manifestación,
regida por una ley en su desarrollo, de determinadas etnias. En segundo lugar, como
ciencia natural, desde el momento en que el llamado en el lenguaje de la época «instinto
lingüístico» es el más intrincado en el ser del hombre en cuanto especie. Pero, además
de conformarse el estudio del lenguaje como ciencia histórica y natural, la filología
clásica trae ante los ojos un modelo concreto considerado como ejemplar, del que nacen
unos criterios estéticos presentados como valiosos.
Es decir, el estudio del lenguaje como fenómeno natural e histórico no sólo estará
guiado por el interés meramente científico, como objeto privilegiado sobre el que se dan
cita y confluyen las ciencias naturales y las del «espíritu», sino también por un aliento
de tipo pedagógico. Y este tercer elemento, ausente por entero en las posteriores
filosofías del lenguaje, enderezará toda la teorización nietzscheana hacia la esfera
general de la cultura: se tratará de aprender a utilizar el lenguaje de forma creativa y
autónoma. No sólo, y no tanto, analizar teóricamente el lenguaje, sino aprender a
construir, a crear con él.
Lo más notable es que la disección del fenómeno lingüístico como objeto histórico
y natural aparecerá cada vez más y más subordinada al interés pedagógico del valor
estético, hasta el punto de quedar reducida a mero pretexto sobre el que se catapulta la
vivencia nietzscheana del lenguaje. Éste no sólo es objeto, sino que llega a identificarse
con la vida del pensador Nietzsche. Sus reflexiones tienden sobre todo a abrir el futuro
para una praxis lingüística totalmente diversa de la occidental dos veces milenaria. De
ahí que el aspecto creativo del lenguaje termine por invadir por completo el dominio de
la consideración teórica, estableciéndose en calidad de eje explicativo esencial.
Emprende Nietzsche sus análisis por la fijación de la genealogía del lenguaje desde
el punto de vista natural. El punto de partida está constituido por un fenómeno primario,
originario, pero no por ello menos enigmático: «Imágenes nacen en el espíritu». Esto es,
sensaciones nerviosas se metamorfosean en imágenes. En sus anotaciones, Nietzsche
pospone, y hace bien seguramente, la labor de explicar cómo nacen las imágenes en el
espíritu.
El segundo paso es el de la aplicación de la palabra en las imágenes. Aquélla
consiste en fundir una multiplicidad de imágenes por medio del salto de lo visible a lo
audible: el oído logra el prodigio de resumir enormes cantidades de imágenes separadas,
de soldar lo que para los ojos es en principio diverso.
La última fase viene dada por el concepto, sólo posible sobre la base de la
existencia de las palabras.
Lo común, que guía los diferentes pasos del proceso, es puesto por Nietzsche en una
tenue emoción, que nace ante la presencia de elementos semejantes.

2
LEFEBVRE, Henri, Hegel, Marx, Nietzsche, Siglo XXI, Madrid, 1976, p. 195.

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El hecho fundamental que hay que retener, lo encontramos ya en el nivel primario,
el de las sensaciones: sensaciones totalmente vecinas en la constatación de la corriente
de sensaciones son puestas como iguales, son sentidas como las mismas. El hecho
fundamental es la confusión de las sensaciones vecinas. Por eso puede afirmarse que en
toda impresión sensorial el principio primordial es el creer: una especie de decir-sí es
lo primero en toda actividad intelectual, en todo lenguaje. Algo así como «tener por
verdad» es lo que actúa ya en el comienzo; tener por verdadero cuyo nacimiento es un
misterio: ¿qué sensación hay tras el verdadero?
La fórmula, pues, sería la siguiente: la esencia del mecanismo originador del
lenguaje, desde el punto de vista natural, se sitúa en la confusión de la semejanza en la
identidad, fundamentada en el creer de la impresión sensible.
Desde un punto de vista histórico, apoyándose en una especie de corolario
metafísico de lo anteriormente asentado, Nietzsche sostiene que tanto las palabras como
los conceptos, y sobre todo las categorías, son creaciones («erdichten», «machen»,
«schaffen» serán los verbos empleados para caracterizar su aparición en el mundo
histórico del hombre) de la «fuerza inventora» que trabaja al servicio de la necesidad
vital, al servicio de la seguridad social posibilitada por la rápida comprensión de signos
y sonidos que son procedimientos de abreviación de situaciones.
Es decir: la sustancia histórica del lenguaje es la creación que lucha contra la
necesidad, y que es determinada por esta lucha.
Como representantes eminentes de la fuerza inventora, los poderosos (die
Mächtigen) son los que han puesto nombre a las cosas. Y, entre ellos, los más grandes
«artistas de la abstracción» han creado categorías.
Estamos ante una consideración a la vez pragmática y estética del origen del
lenguaje y su razón de ser, que en seguida desemboca en una concepción del mismo
como fenómeno de poder.

(…) se suele juzgar al lenguaje desde el punto de vista del que escucha. Nietzsche piensa en otra
filología, en una filología activa. El secreto de la palabra no está del lado del que escucha, como
tampoco el secreto de la voluntad está del lado del que obedece o el secreto de la fuerza del lado del
que reacciona. La filología activa de Nietzsche tiene tan sólo un principio: una palabra únicamente
quiere decir algo en la medida en que quien la dice quiere algo al decirla, y una regla tan sólo: tratar
la palabra como actividad real, situarse en el punto de vista del que habla 3.

Desde este punto de vista, se confirma la esencia de la palabra como compendio,


como signo de abreviación. Y el simple hecho de la multiplicidad lingüística —que
palabra y cosa no concuerdan cabal y necesariamente— nos informa del carácter
absolutamente arbitrario del signo lingüístico, en razón del cual hemos de guardarnos de
ver en los conceptos («cosa», «sustancia», «ser», «devenir»…) supuestas «verdades
metafísicas». Nietzsche expresa tal arbitrariedad en el nombre de «símbolo». Las
palabras son símbolos quiere decir: están referidas a representaciones, exclusivamente a
representaciones, entendiendo por éstas no sólo lo que entendía Schopenhauer. Para
Nietzsche, más allá de las representaciones es imposible acceder: el sentimiento, la vida
afectiva, la «voluntad» no constituyen, en modo alguno, puentes a lo que en verdad es,
sino representaciones de lo absolutamente incognoscible. Aunque, eso sí, en relación
con las vertebradas en el eje del espacio, el tiempo y la causalidad constituyen
manifestaciones que son calificadas de «primarias», y de este modo acompañan a todas
las demás. El lenguaje, encapsulado en el mundo de la representación, recoge esas
manifestaciones primarias en la modulación de la voz, en el tono, que es muy semejante
3
DELEUZE, Gilles, Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona, 1971, p. 107.

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en todas las lenguas, en un sentido fijo para simbolizar el placer y el dolor. Se refiere a
las demás por lo que Nietzsche llama simbolismo de los gestos, porque aquí los
símbolos aparecen constituidos por las posiciones de los órganos de la palabra. Y el
simbolismo de los gestos es diverso en cada etnia, en cada época para la misma
comunidad, dependiendo del repertorio de consonantes y de vocales disponible.
El carácter simbólico del lenguaje, tanto en el nivel de los términos como en el
estrato más profundo de la modulación y el tono, es, por lo tanto, absoluto. Las palabras
son símbolos: remiten a relaciones (de las cosas entre sí y con nosotros),
constituyéndose como lo que son en este remitir a la esfera de las representaciones. En
el lenguaje permanecemos en un terreno diverso del de la «cosa en sí», «verdad
absoluta» o «esencia del universo».

Mediante palabras y conceptos (…) no conseguimos nada que se parezca a una veritas aeterna4.

El término «ser», incluso, no apunta a algo más allá de toda relación, sino que, en su
uso filosófico, designa la relación más general que vincula entre sí, en último término,
a todos los seres. Y su origen es, como siempre en el lenguaje, rigurosamente empírico:
«esse» = respirar. A partir de aquí, se lleva a cabo la generalización antropomórfica que
pasa por alto todas las infinitas diferencias: «esse» = existir.
Prendido en la red de las relaciones, el lenguaje es necesariamente torpe más allá de
los límites impuestos por su razón de ser pragmática. Por ejemplo, edifica todo un
mundo de antítesis en donde sólo hay una escala sutilísima de gradaciones que es
incapaz de registrar.
Es absurdo hablar de un «significado en sí»: la exigencia de un modo de expresión
«adecuado» carece de sentido. Adecuado… ¿a qué?

Un hecho, una obra, tiene una elocuencia nueva para cada tiempo y para cada nueva especie de
hombre. La historia dice siempre verdades nuevas5.

El significado de una palabra, la remisión simbólica a representaciones que la


constituye, está afectado de historicidad de modo radical, como no puede menos que
ocurrir tras los análisis llevados a cabo hasta este punto.
El carácter simbólico del lenguaje, del que Nietzsche tuvo una dolorosa experiencia,
queda comprendido como medida de legítima defensa de Dios contra el hombre en la
lectura nietzscheana de la leyenda vétero-testamentaria de la expulsión del paraíso y la
construcción de la torre de Babel. El hombre, llamado a su ser por la serpiente, rehúsa
permanecer en una estúpida inmortalidad. Tras la expulsión, el intento de tomar el cielo
por asalto simbolizado en la torre de Babel significa la labor del conocimiento en pos de
la recuperación de la inmortalidad, esta vez de una inmortalidad sabia. Pero lo que con
esto se persigue no es otra cosa que la Gottgleichkeit, la igualdad con Dios que queda
identificada con la fusión del lenguaje y del ser. La inmortalidad sabia es la posesión de
un lenguaje no simbólico, sino adecuado. Dios, presa de la angustia, desbarata el
sacrílego propósito con el surgimiento del símbolo, de la multiplicidad lingüística, del
«conocimiento» entre comillas. Maniobra divina con la que el ser humano cae
definitivamente en el mundo, atomizándose en pueblos, enfrentándose la humanidad a
la humanidad y renunciando con ello al asalto del cielo: ya no existe «el hombre», sólo
una palabra, un símbolo. El conocimiento pasa a ser «conocimiento» entre comillas,

4
PH, pp. 509-510.
5
NF 7-1, 16 (78), p. 551.

12
dispositivo para la lucha contra la naturaleza, para la guerra entre los pueblos y entre los
hombres, perdiéndose de vista la inmortalidad. Dictamen divino: la inmortalidad ha de
ser estúpida. El «conocimiento» sólo lo es en la menesterosidad, en la necesidad y en la
muerte. El lenguaje simbólico es la causa del pueblo, del dolor y de la muerte.
Nietzsche entiende por tanto el signo lingüístico como tropo, es decir, como
designación impropia. Pero va mucho más allá, naturalmente: ¿cómo simboliza la
palabra? La respuesta va a ser decisiva en todos los aspectos. A la manera de la
metáfora, entendiendo por tal el procedimiento siguiente, ya apuntado al tratar de la
genealogía del lenguaje como fenómeno natural:

Metáfora: tratar como idéntico lo que en un punto se ha reconocido como semejante 6.

Aquí tenemos el cómo del símbolo-palabra. Las palabras son metáforas de


imágenes, que en absoluto corresponden a las entidades originales. Nietzsche acude
para ilustrar esto a dos metáforas de la metáfora. En primer lugar, las famosas figuras
acústicas de Chladni. En segundo lugar, el pintor sin manos que expresa cantando la
imagen que tiene ante los ojos. El tratamiento de lo análogo como equivalente,
procedimiento absolutamente injustificado desde el punto de vista de la lógica, tiene
lugar en un salto de un terreno a otro diverso: de lo visual a lo acústico.
La metáfora da a luz a la palabra y al concepto. La lógica tiene un origen
esencialmente ilógico. La innovación representada por una teoría del lenguaje como la
nietzscheana es subrayada por Sarah Kofman con estos sencillos términos: «La
metáfora ya no es, como la tradición metafísica heredera de Aristóteles, referida al
concepto, sino el concepto a la metáfora»7. En el origen de la palabra se halla un acto
creador. Más tarde lo creado se fija, y se consolida su uso según unas reglas inventadas
por el hombre. Entre las palabras y lo que llamamos «mundo real» se da una relación
metafórica, es decir, estética.
Porque, lógicamente, en realidad nada tiene que ver lo semejante con lo igual. Y,
por otra parte, las «cosas» sólo aparecen en el horizonte de esta actividad metafórica
originaria, son construidas en este proceso de igualación de lo parecido. El hombre
pone, hace la igualdad y la identidad, presupuestos básicos del lenguaje y de la lógica.
Por eso, la actividad esencialmente humana no es en modo alguno la actividad racional,
sino la de la fantasía: el hombre es un artista en el núcleo de su ser, que, en palabras de
Bernard Pautrat, mediante el proceso de identificación encaminado al dominio de la
impresión sensible y de la diferencia lleva a cabo la desnaturalización suprema8.
De la modalidad metafórica de la simbolización, del «cómo» de la palabra, nace la
filosofía del lenguaje genuinamente nietzscheana, que, partiendo de una reflexión sobre
la figura retórica de la metáfora, afirma la esencia metafórica del lenguaje. Esta
filosofía del lenguaje subraya constantemente el «para qué» de la actividad lingüística,
desembocando en una radical negación de toda «naturalidad» lingüística y de la
posibilidad de aprehensión lingüística de lo «en sí». Para ella, no existe el discurso
normal en relación al seductor de la retórica: la función comunicativa engulle por
completo a la designativa. La razón de ser del lenguaje, teniendo siempre en cuenta su
esencia metafórica, se encuentra en la eficacia en el dominio de situaciones y hombres.

6
NF 3-4, 19 (249), p. 86.
7
KOFMAN, Sarah, Nietzsche et la métaphore, Payot, París, 1972, p. 27.
8
Cfr. PAUTRAT, Bernard, Versions du Soleil. Figures et système de Nietzsche, Éditions du Seuil, París,
1971.

13
Lenguaje es Verführung, seducción, dominio. «Comunicar es seducir a golpes de
signo», en aforismo de Eugenio Trías9.
Toda la reflexión de Nietzsche sobre el lenguaje se condensa en una frase de
juventud:

El lenguaje es la retórica10.

De los alcances de esta afirmación no cabe sino decir que son gigantescos. Aquí nos
vamos a limitar a poner de manifiesto tres tipos de derivaciones inmediatas de la misma,
particularmente relevantes desde el punto de vista del interés gnoseológico.
Derivaciones en el orden antropológico, en el estético y en el metafísico.
La índole esencialmente retórica del lenguaje, puesta al descubierto con el
señalamiento de su origen metafórico, recluye a éste en la esfera de lo social, de la
comunicación entre los hombres. Hay, pues, una total imbricación, casi identificación
entre lenguaje y conciencia. La exégesis nietzscheana de la conciencia hace de ésta en
lo fundamental un instrumento de comunicación, que, como tal, se ha desarrollado bajo
la constante presión de la necesidad de comunicarse del hombre. Es ésta precisamente la
que determina la simplificación «desnaturalizadora» del caso idéntico, susceptible de
reconocimiento, que hace posible la memoria como facultad social.

Brevemente, la evolución del lenguaje y la evolución de la conciencia (…) van de la mano 11.

Cosa que queda bien patente en el hecho de que sólo el pensamiento consciente, por
otra parte la más pequeña región del pensamiento, es palabra, es articulado: a una con el
psicoanálisis, habría que decir que tanto el lenguaje como la conciencia que le
acompaña y que en él se instaura, son fenómenos superficiales (totalmente alejados del
texto básico, meras traducciones).
Por otra parte, es necesario concluir que el estado estético (lo que Nietzsche llama
der aesthetische Zustand) es la fuente del lenguaje. Constitutiva de ese estado es una
desmesurada riqueza de medios de comunicación y una extrema receptividad de
estímulos y de signos. El tono y el gesto son las expresiones comunicativas primordiales
en las que se vuelca el estado estético. Nietzsche hace de éste un suceso fisiológico
fundamental de todo lo vivo, caracterizándolo como sugestión, simpatía, capacidad de
vivirse en otras almas. De este modo, el lenguaje, al menos en su origen, nada tiene que
ver con los estados antiestéticos típicos, la objetividad o la voluntad desinteresada de
verdad.
Por último, la filosofía nietzscheana del lenguaje lleva aparejada la metafísica del
caos, que se construye sobre la tesis de la disparidad entre el mundo de las
representaciones y la esfera de lo «en sí». Ésta queda caracterizada como «aquello» no
fijo, no precisable, absurdo (la Undeutlichkeit del fondo de las cosas). Zona amorfa del
caos de las sensaciones, totalmente informulable. Nada igual a nada, nada igual a sí
mismo. Mundo del devenir, así denominado a partir del mundo construido, del mundo
del ser, mundo de la absoluta multiplicidad y diferencia. Falso, contradictorio,
excluyente del conocimiento (por lo menos, si se mantiene la tradicional concepción del
conocimiento: … por tanto, el conocimiento tiene que ser otra cosa).

9
TRÍAS, Eugenio, La dispersión, Taurus, Madrid, 1971, p. 128.
10
PHB, p. 140.
11
FW, 354, p. 370.

14
Por su parte, el lenguaje, el pensamiento consciente, instaura el cosmos, el mundo
artificial, fingido, imaginado, «falso» (si se mantiene la concepción vigente de la
verdad). Un mundo edificado por el procedimiento de la simplificación sistemática.
Como pieza importante de la metafísica artística del joven filósofo, la música
vendría a suplir entonces la total imposibilidad del acceso lingüístico al caos originario.

La música como suplemento del lenguaje: la música reproduce multitud de sensaciones (Reizen) y
estados enteros de sensación que el lenguaje no puede representar 12.

Ya se sabe, en El nacimiento de la tragedia, la música, a diferencia del lenguaje


articulado, indicaría una esfera más allá de toda apariencia y representación. Esfera que,
en la metafísica juvenil, quedó caracterizada como «contradicción primordial y dolor
primordial, en el corazón del Uno Primordial».
Con el paso del tiempo, ya en su madurez, Nietzsche mantiene la música como
recinto de la comunicación superior, diversa de la lingüística, al margen y por encima de
la despersonalización socializante del lenguaje que se ve forzado por su esencia a la
consolidación de las primitivas metáforas, sacrificando la creación única en aras de la
vinculación social que obliga. En efecto, de lo dicho hasta aquí se deduce que de un
modo inevitable

La palabra hace común lo único (das Ungemeine)13.

2. EL LENGUAJE COMO OBSTÁCULO DEL CONOCIMIENTO


El que está en camino de conocer, percatado de que la fantasía es la madre de todo
lenguaje, expresa su desconfianza hacia el fenómeno lingüístico con las palabras
siguientes:

Toda palabra es un prejuicio14.

Como dice Nietzsche en un aforismo que lleva el título de «Peligro del lenguaje
para la libertad espiritual». Y no quiere esta frase constituir en modo alguno una
lamentación ante la incapacidad de llegar en el lenguaje a la entraña del «ser». Aquí nos
las habemos con un dictum procedente de una fase en que toda esta temática romántica
ha sido superada. Más bien se trata de la expresión de un amante apasionado del
conocimiento, de las «cosas mismas», que desea situarse ante las relaciones en estado
bruto y reacciona cuando toma conciencia de que existe lingüísticamente, esto es,
prisionero de la sociedad y de la historia, prisionero de toda la ingente muchedumbre de
arbitrariedades metafóricas de los antepasados. El lenguaje es la cárcel del pensamiento
humano. Aquel que pretende realizar cognoscitivamente la libertad espiritual
conquistada ha de evitar caer entre las rejas de las palabras. (Y no se trata sólo del
lenguaje «de término medio» que Heidegger caracteriza con el nombre de
«habladurías»).
En el lenguaje se sustancian multitud de tradiciones milenarias. Y como hemos
visto, el origen de la palabra no se coloca precisamente en el interés del conocimiento.

12
NF 3-4, 19 (143), p. 53.
13
NF 8-2, 10 (60), p. 313.
14
MAM II, 55, p. 474.

15
Lo que no hay que perder nunca de vista es que el tejido social e histórico del lenguaje
ha sido confeccionado por los hombres, no es algo «ahí», caído del cielo. Y ha sido
confeccionado por los hombres en épocas no muy asistidas intelectualmente. Lo único a
priori en lo concerniente al lenguaje es la necesidad de su constitución, la índole
esencialmente creadora a las órdenes del enseñoramiento de la indigencia y de la
muerte.
De su carácter social recibe el lenguaje la cualidad de estructura férrea y obligatoria.
Las primitivas metáforas elásticas se han tornado duras, pétreas, constituyendo el medio
del pensamiento consciente. Para poder ver a través de las palabras es preciso
deshacerlas previamente: pero el hombre del conocimiento no lo tiene nada fácil.

En todas partes donde los antiguos colocaban una palabra, creían haber hecho un descubrimiento.
¡Qué distinto en verdad! — habían dado con un problema, y mientras ellos pensaban haberlo
resuelto, habían creado un obstáculo para su solución--. Ahora, en cada conocimiento, es necesario ir
tropezando con palabras que se han vuelto eternas y son duras como piedras, y antes se romperá una
pierna que una palabra15.

(De donde queda patente que el conocimiento representa una tarea que, en sus
primeros pasos, es esencialmente destructora y asocial. Se trata de recuperar lo único
enterrado, lo inaudito, lo aún no visto).
Nietzsche señala, por otra parte, el carácter de «consabido» de las palabras con el
que pretendemos aquietarnos en nuestra ignorancia. Incluso hay términos cuya más
sobresaliente razón estriba en enmascarar lo inquietante, en disfrazar los límites.
Máxima falsificación culpable: poner lo más desconocido, lo más temible, como lo más
obvio, y, por ello, no digno de cuestión. En el bautizo lingüístico se logra la engañosa
apariencia de la domesticación. Nos las habemos, por ejemplo, con términos tales como
«yo», «hacer», «padecer»…
En las palabras no tenemos en modo alguno el conocimiento del mundo: el orgullo
de definir al hombre como «animal que posee logos» es ridículo y digno de lástima.
Porque el logos no abre, sino que cierra, aísla al hombre en sus reductos humanos: no
es, no puede ser el lenguaje el lugar del desvelamiento, de la verdad, como en
Heidegger. Fue la locura de grandeza propia del hombre la que ha visto en los nombres
de las cosas aeternae veritates, dando así pie al desarrollo de la razón y de la lógica, la
creencia pocas veces puesta en tela de juicio según la que merced al lenguaje el hombre
se abría al ser. Por el hecho lingüístico, el ser humano no se eleva al conocimiento por
encima de las bestias.
Porque la preocupación que dirige la construcción del lenguaje determina una
modalidad de fabricación que en nada favorece la labor penosa del conocimiento.
Nietzsche ilustra esto con asiduidad acudiendo al caso concreto del estudio de la vida
anímica del hombre. En este recinto, las palabras se muestran absolutamente
inadecuadas, enturbiando todo el panorama. Por ejemplo, en lo referente al repertorio de
las pulsiones y a su funcionamiento y dinámica, sólo contamos con palabras para las
manifestaciones extremas de los instintos, para los grandes superlativos de su actividad.
Esto significa la atrocidad de decretar automáticamente la no-existencia de lo que en
esta esfera es en realidad lo esencial: todos los grados menores preparatorios.
En un nivel de mayor generalidad, se observa que el lenguaje es incapaz también de
registrar, siquiera de modo aproximado, la paulatina gradación en el paso de una
15
M, 47, p. 49.

16
cualidad a otra. Por ello, nos introduce a la fuerza en un mundo repartido todo él
antitéticamente: esto y aquello, esto y su contrario.
Y es que toda palabra es, en su origen y esencialmente, un tropo, una figura retórica
que tiene la estructura fundamental de la metáfora. La razón y la lógica tienen su origen
a su vez en el lenguaje, poniéndose ahora al descubierto la inmensa ironía de que la
condición de posibilidad de la razón, el lenguaje, se constituye en una operación
absolutamente irracional: identificar lo semejante con lo igual. Es decir, desde la óptica
de la lógica nacida de él, la esencia del lenguaje no es otra que la confusión. Y, como no
podía menos que ocurrir, al no contentarnos con conservar la actividad lingüística en el
interior de su esfera pragmática, al pretender hacer de ella organon del conocimiento,
llevamos a cabo constantes falsificaciones al establecer continuamente identidades
aisladas las unas de las otras.

El lenguaje nos continúa engañando cuando procede a la identificación de realidades que, en su


textura íntima, son necesariamente desiguales (en ninguna parte existen casos absolutamente
idénticos): el lenguaje engendra, por ello, la ilusión funesta según la cual existiría un prototipo ideal
de las cosas, prototipo colocado en un tras-mundo inteligible. El lenguaje es el cómplice del
platonismo. ¡Somos todos platónicos, desde el momento en que hablamos 16!

El conjunto de nuestra actividad constituye una corriente continua. Fabricamos


lingüísticamente unidades idénticas a sí mismas y aisladas unas de otras. (Y no hay que
olvidar que un procedimiento semejante es el fundamento de una enorme colección de
construcciones teóricas con pretensiones de verdad en los más diversos campos, desde
el derecho a la psicología: por ejemplo, Nietzsche llama nuestra atención sobre el hecho
evidente, pero no por ello menos importante, de que doctrinas tales como la libertad de
la voluntad jamás habrían podido aparecer sin la creencia, no hecha consciente, en
identidades aisladas).
Todo el lenguaje científico, por conceptual, es esencialmente mendaz, al pretender
la objetividad cuando es tan sólo el producto de la fantasía más subjetiva: en el concepto
la diferencia es olvidada, lo diverso igualado, lo individual ficticiamente generalizado y
la forma hipostasiada frente al contenido.
Müller-Lauter nos indica los dos «fallos» esenciales del concepto como
instrumento o recipiente cognoscitivo: en primer lugar, el lenguaje conceptual opera la
fijación de lo que en verdad es un acontecimiento fluido (en términos nietzscheanos, el
lenguaje crea la ilusión del «ser»); en segundo lugar, y esto es fundamento de lo
anterior, el concepto subsume los casos semejantes y diferentes como iguales17.
Desde este punto de vista, podemos decir que el lenguaje nos impide el acceso a
«las cosas mismas» mediante la continua construcción de «cosas», precisamente. La
confusión de lo semejante en lo igual que da nacimiento a la palabra ha determinado en
este sentido, desde la pretensión de sacar al lenguaje de sus carriles haciendo de él un
uso cognoscitivo, la aparición de toda una concreta metafísica del sentido común (en el
sentido simple de «imagen del mundo»), que Nietzsche califica como «metafísica del
lenguaje». Consiste ésta en una basta «mitología filosófica» oculta en las palabras, que
reaparece a cada instante, por muchas precauciones que se tomen. Es «mitología»
porque crea sus personajes: las cosas, los sujetos. Sustratos que permanecen iguales a sí
mismos. El lenguaje nos los sirve a cada palabra: de ahí que otro calificativo de la

16
GRANIER, Jean, Le problème de la vérité dans la philosophie de Nietzsche, Éditions du Seuil, París,
1966, p. 99.
17
Cfr. MÜLLER-LAUTER, Wolfgang, Nietzsche. Seine Philosophie der Gegensätze und die Gegensätze
seiner Philosophie, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1971.

17
metafísica del lenguaje sea el de «grosero fetichismo». Fetichismo, mitología, que
empapan el sentido común, el discurso conceptual que circunscribe a un territorio y que
guarda pretensiones de objetividad, la especulación global que construye imágenes
generales del universo…
Bernard Pautrat contempla la metafísica de la identidad, el fetichismo de la cosa,
concentrándose en un terreno puramente lingüístico, en el sentido de la línea
saussureana. Pero, a la vez, con la utilización de la dualidad, específicamente
nietzscheana, de la «servidumbre/soberanía». En la metafísica lingüística, en el empleo
cognoscitivo de la lengua, el hombre ha sido reducido a la servidumbre, dejando de ser
el dueño del signo lingüístico. La servidumbre se define como el «embrujo del
significado», la adoración crédula y religiosa del significado que lleva de la mano el
rechazo, el olvido y el «borramiento» (l’effacement) del significante. El significado se
hincha hasta cubrir toda la dimensión del signo, originando la creencia de que en la voz
del hombre se entrega repentinamente el cuerpo impoluto de la cosa. Con la metafísica
lingüística tendría lugar, en término también nietzscheano, la total subversión de la
situación originaria del lenguaje, puesto que en el interior del signo el que
verdaderamente «trabaja» es el significante. La original soberanía reside en la sujeción
absoluta del signo al trabajo del significante, de modo que la situación subvertida es
servidumbre. El fetiche del significado es introducido en la reflexión nietzscheana con
la famosa metáfora de la moneda, índice de una capital intuición que se adelantó casi
cien años al desarrollo de la filosofía del lenguaje.

La metáfora de la moneda nos habrá ayudado al menos a encontrar otra analogía a este fenómeno
económico, a trazar sobre este punto la posibilidad de una economía general: la palabra, como la
mercancía, como la moneda, tiene un carácter fetiche, y nos hace acceder al mundo nebuloso de la
religión. El sentido es, él mismo, una sombra de Dios. Nietzsche fue el primero en hacer la
demostración18.

La metafísica del lenguaje aparece constituida en este punto como una creencia
(irracional) en unidades idénticas, forzada por la solidificación de la metáfora original
que son las palabras y los conceptos. Y ocurre que este fetichismo es el terreno en que
se desenvuelve la actividad «racional»: para Nietzsche, los presupuestos básicos de la
metafísica del lenguaje son la razón.
En tanto instrumento fabricado el margen de toda preocupación por las «cosas
mismas», compuesto de capas que datan de épocas de psicología rudimentaria y de
ingenuos prejuicios, el hombre del conocimiento extrae la mayor parte del combustible
para su actividad del «encontronazo» entre la visión del mundo encapsulada en las
palabras y el resultado del contacto directo con (y el comportamiento real de) los
sucesos. Es decir, el choque entre la complejidad infinita y cambiante de lo
verdaderamente existente y las simplificaciones brutales del pensamiento consciente,
del lenguaje, que se basa en la creencia en la verdad eterna de la lógica, en la realidad de
la identidad, las antítesis y el «ser».
Para el hombre del conocimiento la situación es, en principio, desesperada:
pretender salir de la red lingüística es lo mismo que pretender abandonar la esfera del
pensamiento, del pensamiento consciente.

Cuando no queremos hacerlo en la coerción lingüística, cesamos de pensar 19.

18
PAUTRAT, Bernard, op. cit, p. 191.
19
NF 8-1, 5 (22), p. 202.

18
Si en el resultado de nuestras actividades cognoscitivas aparecen por todas partes
problemas, contradicciones y desajustes, ello es porque la misma naturaleza del
pensamiento lingüístico, social y consciente los genera continuamente. Pero, si salimos
del lenguaje, salimos en la misma medida del pensar social y consciente. Por lo tanto,
concluirá Nietzsche, la metafísica lingüística, esa interpretación involucrada
necesariamente en el origen metafórico y la posterior solidificación de la palabra, en
tanto metafísica implícita en el pensar racional, no podrá ser desarraigada por completo
si queremos mantenernos pensantes.

El pensamiento racional es una interpretación según un esquema que no podemos arrojar


(abwerfen)20.

Ahora bien, en todo este importantísimo contexto «mantenerse pensante» no


significa otra cosa que «conservar el hueco en la sociedad humana», «conservarse
consciente», «conservarse cuerdo».

3. LENGUAJE Y FILOSOFÍA

Hemos visto que la consideración del lenguaje como marco general del
conocimiento la lleva Nietzsche a cabo a partir de su tesis demoledora sobre el origen y
la esencia de las palabras. Ahora bien, la reflexión sobre la situación del pensar
filosófico en tanto filosofía hecha con y a partir del lenguaje se desarrolla, sin prescindir
del hallazgo de la identidad como falsificación fundamental, en un nivel lingüístico
diferente: el de la gramática, el sintáctico. Porque precisamente, el pensar que llamamos
filosófico, al expresar e instituir históricamente las formas de vida de las comunidades
humanas, apunta en su dinamismo al corazón del funcionamiento del lenguaje. Como
metáfora directiva de toda la reflexión aparece la de la red, la de la tela de araña: red y
tela de la gramática que impone unas direcciones, que prohíbe otras, que abre espacios
al pensar, que cierra otros muchos. Si, dada con cada palabra, la ilusión de la identidad y
del «ser» era una «cárcel» en la que todos, en cuanto hombres, estamos encerrados, la
gramática se relaciona con el filósofo como trampa.

El filósofo capturado en la red del lenguaje21.

Es el filósofo que se debate atrapado en la gramática.


Si las palabras conllevan en su esencia la irracional creencia en el «ser», y la
imponen necesariamente en forma de «metafísica lingüística», las estructuras
gramaticales no actúan imponiendo su ley, sino a través de la seducción y del engaño.
Es decir, la tiranía gramatical es evitable en mucho mayor grado: el filósofo habrá de
comportarse críticamente, sin bajar nunca la guardia, para no quedar, como Ulises y sus
compañeros, fascinado por la Circe sintáctica. Ha sido el filósofo dogmático quien ha
edificado sus sistemas sobre la base de las seducciones de la gramática. La inmensa
mayoría de los filósofos hasta el presente se han dejado engañar por las estructuras
gramaticales del lenguaje.
De ahora en adelante, constituirá un imperativo inexcusable la constante prevención
contra los encantamientos del lenguaje.
20
Ibid.
21
NF 3-4, 19 (135), p. 51.

19
Como limpieza previa necesaria a la adopción por parte del filósofo de tal
imperativo, Nietzsche se lanza a pensar la implicación que se da entre el lenguaje y su
gramática, y el contenido de las metafísicas tradicionales. Los filósofos han creído
ciegamente en el lenguaje, como si en sus estructuras se les entregaran las de la
realidad, y a esta creencia han sido llevados, invitados, por el lenguaje mismo: de un
modo espontáneo han proyectado sobre lo real las articulaciones gramaticales de la
lengua. Nietzsche ha sido consciente de esto hasta tal punto, que, viendo en la gramática
(englobando en este término tanto la sintaxis como la morfología) el nivel esencial de la
lengua en relación con la filosofía, ha encontrado en todas las especulaciones sobre el
ser tan sólo puros ejercicios gramaticales. Es preciso, por tanto, adherirse a Mary
Warnock cuando emite el siguiente juicio bien fundamentado:

Él [Nietzsche], más que Hume, sabe perfectamente que estamos totalmente dominados por el
lenguaje que usamos al describir el mundo. No ha habido ningún filósofo, aparte de Wittgenstein,
tan claramente seguro de que los problemas filosóficos están de algún modo ocultos en la
gramática22.

Es de todos conocida la acusación que Nietzsche lanza una y otra vez contra los
filósofos, su «falta de filología», su incapacidad de leer un texto como texto, sin
intercalar una interpretación venida de fuera. Así, en la lectura de la «experiencia
interna», tanto como en la de los acontecimientos del «mundo físico», los filósofos han
estado absolutamente condicionados por dos esquemas interpretativos estrechamente
emparentados entre sí, de raíz exclusivamente gramatical: el del sujeto y el objeto; el de
la causa y el efecto.
Ahora bien, el imperio del «grosero fetichismo» de la metafísica tradicional resulta
poco menos que constitutivo para el pensamiento racional y consciente: salir de la
tiranía de la identidad, ya lo vimos, es como ingresar en el manicomio, fuera de la
sociedad y la conciencia. Se trata de una interpretación de la que no podemos prescindir
en tanto hombres. Mientras tanto, las presiones ejercidas por las seducciones
gramaticales, aun básicas (sujeto/objeto; causa/efecto; autor/ actividad/hecho), actúan
inconscientemente en la conformación de los sistemas filosóficos. Por eso, una vez
traídas a la conciencia, el filósofo del futuro no caerá en la trampa sin, por lo menos,
presentar feroz batalla. En la dimensión utópica del pensamiento nietzscheano, la
determinación gramatical de la tarea filosófica, una vez desenmascarada, podrá quedar
relegada al pasado: se trata de una cuestión, más que otra cosa, de arqueología del
pensamiento filosófico. Bastará, como en el psicoanálisis, con cobrar conciencia de la
coerción que opera inconscientemente.
Por tanto, cuando ahora penetramos en el «relativismo lingüístico» nietzscheano,
habremos de evitar tomar éste en el sentido de una necesidad imposible de eludir, en lo
que hacer referencia al «a priori» de la gramática en el pensamiento filosófico del
futuro.

Justo allí donde existe un parentesco lingüístico resulta imposible en absoluto evitar que, en virtud
de la común filosofía de la gramática —quiero decir, en virtud del dominio y la dirección
inconscientes ejercidos por funciones gramaticales idénticas— todo se halle predispuesto de
antemano para un desarrollo y sucesión homogéneos de los sistemas filosóficos: lo mismo que
parece estar cerrado el camino para ciertas posibilidades distintas de interpretación del mundo 23.

22
WARNOCK, Mary, «Nietzsche‟s Conception of Truth», en Nietzsche: Imagery and Thought, pp. 33-64,
Methuen, Londres, 1978, p. 43.
23
JGB, 20, pp. 41-42.

20
Aquí está formulado el relativismo lingüístico nietzscheano: el espacio infinito de
posibles interpretaciones del mundo recibe un acotamiento, una determinada
concreción, en virtud de la presión inconsciente ejercida por las funciones gramaticales.
Éstas dirigen la mirada del filósofo en una dirección particular, o, mejor dicho,
construyen tal dirección. La llamada nietzscheana a la liberación de la filosofía de la
gramática significa la rebelión contra la tiranía de unos esquemas muy frecuentados que
ya no abren, sino que en todo caso cierran posibilidades.

El lenguaje contiene una imagen muy determinada de la realidad. Dado que estamos acostumbrados
a expresarnos en términos de sujeto y objeto, sustancia y accidente, yo y tú, espíritu y naturaleza,
etc., hemos permitido que tales interpretaciones, útiles en un tiempo, se solidificaran en una
estructura inflexible que ahora representa un obstáculo considerable para la creación de
interpretaciones mejores más útiles24.

Estas palabras de Grimm, pensadas al hilo de una investigación sobre la teoría


nietzscheana del conocimiento, ponen bien de manifiesto cómo nuestro pensador se
sitúa en la línea abierta por W. von Humboldt en 1823 con su estudio Del origen de las
formas gramaticales y de su influencia en el desarrollo de las ideas: aquello que piensa
el pensamiento es lo que le hace decir la lengua natural que lo expresa.
En efecto, J. Albrecht ha puesto de manifiesto el paralelismo sorprendente entre
Nietzsche y Sapir-Whorf25. El material que estudió Nietzsche, y que le hizo desembocar
en una línea paralela a la de los dos famosos relativistas, es sumamente amplio e
instructivo: abarca desde obras de carácter filosófico general (sobre todo las debidas a
Afrikan Spir y Friedrich Albert Lange), hasta estudios científicos sobre la relación del
lenguaje con el conocimiento científico (entre otros, los de Max Müller, Hermann Paul
y Georg Runze destacan por su importancia).
Albrecht ha subrayado, por otra parte, los puntos esenciales de contacto en este
tema entre Nietzsche y Whorf. Lo que aquí nos interesa de un modo especial es que
tanto uno como otro articulan sus tesis relativistas no tanto en el terreno del léxico como
sobre todo en el dominio sintáctico, haciendo hincapié especialísimo, como a
continuación tendremos ocasión de comprobar con más detalle, en la estructura de la
frase (Sujeto/Objeto o Predicado). El léxico está determinado por la sintaxis que
estructura las llamadas «partes de la oración» desde tiempo inmemorial: es lo que
Albrecht denomina en su trabajo «preparación sintáctica del léxico mediante la
provisión de lexemas»26.
La analogía se hace tan marcada que incluso en los ejemplos de sus tesis Nietzsche
y Whorf coinciden (en ambos se encuentra un uso constante del ejemplo «el relámpago
brilla».
Por otra parte, el acentuar constantemente el carácter determinante o «de fondo»
que tendría el lenguaje en relación a todo pensamiento posible—para lo cual, en el caso
Nietzsche, se acude a expresiones tales como «costumbre», «seducción», «credulidad»,
«prejuicio de la razón», etc.—tanto uno como otro muestran la marcada tendencia a

24
GRIMM, Rüdiger, Nietzsche’s Theory of Knowledge, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1977, p.
101.
25
ALBRECHT, Jörn, «Friedrich Nietzsche und das “Sprachliche Relativitätsprinzip”», en Nietzche-Studien,
8, pp. 225-245, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1979.
26
Ibid., p. 238.

21
considerar como central el nivel pragmático. Esto es, tanto Nietzsche como Whorf van a
anteponer la dimensión intersubjetiva del lenguaje a la que podríamos llamar objetiva.
Las reglas y las estructuras gramaticales nada tienen que ver con una realidad
exterior. En su funcionamiento imponen una legalidad exclusivamente intralinguística,
que absolutamente nada puede decirnos de una presunta racionalidad del «ser». Pero el
caso es que nosotros, para comprender las cosas construidas por el lenguaje, pues en la
realidad no existen en absoluto, las subsumimos bajo formas y estructuras que son
nuestras formas y estructuras gramaticales.
Si, para decirlo con el título de una obra de Manuel Granell, el hombre es un
falsificador, lo es en primer lugar porque habla y escribe. Ya hemos hecho alusión a lo
que Nietzsche considera el esquema gramatical fundamental, cuyo peso ha llegado a ser
asfixiante para el pensar de la filosofía occidental. Se trata de la separación, impuesta
por la legalidad sintáctica que rige el funcionamiento del verbo, entre la acción y el
agente. Esta idiosincrasia gramatical determina nada más y nada menos un modo de
«racionalizar» los acontecimientos, diseñando, por tanto, toda una concepción general
del mundo.
El procedimiento de racionalización, verdaderamente sencillo, consiste en duplicar
el suceso, poniéndolo una vez como causa y otra como efecto. Como cuando el lenguaje
corriente nos dice «el relámpago brilla», esto es, «el relámpago lanza un resplandor»,
para describir el fenómeno que precede al trueno en las tormentas. Como cuando los
investigadores de la naturaleza afirman que «la fuerza mueve», «la fuerza causa». El
esquema gramatical hacer/agente nos fuerza a construir el acontecimiento mediante la
introducción de un elemento ficticio, un sustrato permanente, un «ser» que, no
permaneciendo estático como en el caso del que nos es entregado por cada palabra,
causa y se sitúa tras su hacer, su actuar: el sujeto-causa. Este procedimiento de
racionalización es de una relevancia esencial, puesto que constituye la piedra de toque,
entre otras cosas, de los edificios teóricos occidentales en lo referente a la moral y al
derecho (el libre arbitrio como interpretación propia de la debilidad; los conceptos de
responsabilidad y de castigo, etc.). Si lográsemos, aunque sólo fuera momentáneamente,
pensar al margen de la coerción gramatical, habría que afirmar con Nietzsche:

Pero tal sustrato no existe; no hay ningún «ser» detrás del hacer, del actuar, del devenir; «el agente»
ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo 27.

La liberación del pensar respecto del seductor influjo de las estructuras gramaticales
del lenguaje, junto con el derrumbamiento de la filosofía, la ciencia y las instituciones
fundamentales de Occidente, se encuentran contenidos en estas tres palabras a primera
vista inocuas: «El hacer es todo». Imposibilidad de interpretar, de seguir interpretando
la impotencia como libertad, el triste ser-así-y-así como mérito.
Tomar conciencia de la índole puramente gramatical del esquema hacer/agente
comporta gigantescas consecuencias para la filosofía. En efecto, a partir de él ha nacido
la ficción del yo-ser, del «yo-sustancia», ha nacido la ficción de una facultad de ese yo,
la voluntad, concebida como causa general. Y, desde el yo-ser, se le ha prestado a la
cosa carácter de sustancia, carácter de «ser».

El ser es añadido con el pensamiento, es introducido subrepticiamente en todas partes como causa,
del concepto «yo» es del que se sigue, como derivado, del concepto «ser»28.

27
GM, I, 13, p. 52.
28
GD, «La “razón” en la filosofía», 5, p. 49.

22
«Yo-sustancia», «voluntad-causa», «ser»… tienen como condición de posibilidad la
presión ejercida por una seducción gramatical. Tanto desde la sintaxis como desde la
morfología, el lenguaje impone la concepción del «ser». Esto es: el «ser» es una ficción,
un constructo lingüístico que falsea los acontecimientos —supuesto, comprobado el
abismo que separaría a la malla lingüística del comportamiento de lo verdaderamente
real, como reveló el análisis del mecanismo metafórico del nacimiento de las palabras—
.
El cogito cartesiano representa, en el umbral de todo el pensamiento moderno, la
elevación de un «hecho de creencia muy fuerte»—la convicción urgida por la gramática
del contenido ontológico del esquema hacer/agente— al rango de postulado lógico-
metafísico. Con la filosofía moderna, se hace explícito el dogma operante en todo el
pensamiento occidental desde sus orígenes griegos. El modelo del yo-sustancia pasa a
determinar abiertamente el concepto de «ser» de la Modernidad, extendiéndose por si
fuera poco en el plano de la certeza absoluta. La costumbre gramatical (gramatische
Gewöhnung) está tan arraigada en nosotros que lo a su luz elaborado aparece a nuestra
mirada como lo en sí indubitable.
Nietzsche descubre en el cogito moderno la presencia de una creencia,
racionalmente injustificada, en el concepto de sustancia (yo), que actúa como
determinante para todo el pensar, limitándose después a señalar que

(…) cuando se piensa debe haber algo «que piensa» es simplemente una formulación de nuestra
costumbre gramatical, que pone a una acción un actor 29.

El origen del yo-sustancia, afirmado al cabo en la Modernidad como «ser-


absolutamente-cierto», se encuentra «simplemente» en una costumbre gramatical.
Prosiguiendo con este tono desdeñoso que en el «simplemente» se expresa, y que
nos da fe nuevamente de la posibilidad de un pensar emancipado de la gramática,
Nietzsche liquida de un plumazo las teorías del conocimiento que toman como esencial
punto de partida la estructura consabida del sujeto y el objeto. Tal punto de partida nos
indica que los teóricos del conocimiento han de evitar en el futuro que los lazos de la
gramática sujeten sus reflexiones, originando distinciones mistificadoras como la de
«cosa en sí» y «fenómeno», que representa otra traducción filosófica del esquema
sintáctico fundamental de los idiomas del tronco indoeuropeo. La gramática queda
caracterizada, en tanto seducción del pensar, como «la metafísica del pueblo».
La lógica proposicional pertenece toda ella a este ámbito, determinado por la
«metafísica del pueblo», que deberá ser superado por el filósofo del futuro. Entendamos
bien: éste habrá de escapar a la trampa tendida por las implicaciones metafísicas de la
lógica. Poner el suceso como propiedad, como predicado, como ser; inventar una
esencia (Wesen) en la que el suceso, falsificado su ser, inhiera. La lógica hace del
sujeto, y ya este término surge por causa de la metafísica gramatical, un agente; y del
agente, un ser.

Poner el suceso como efecto y el efecto como ser: éste es el doble error, o interpretación, del que nos
hacemos culpables30.

29
NF 8-2, 10 (158), p. 215.
30
NF 8-1, 2 (84), p. 102.

23
La misma «interpretación culpable» constituiría el esquema explicativo de la
causalidad eficiente. Representa éste la suprema tentativa de minimizar y desvalorizar el
devenir, ofrecida gramaticalmente.

Comprende el suceso como una especie de desplazamiento y cambio de posición de lo que es, de lo
que permanece31.

La causalidad tiene sus raíces en la ficticia separación de la acción y el agente, y


toma como modelo general el fenómeno mal interpretado del querer. En efecto, la
voluntad nos entrega el prototipo de la causa en general. El esquema de la causa y el
efecto guarda una relación muy estrecha con la idea de sustancia, contribuyendo a llevar
más adelante el contenido de la misma. En la palabra, el concepto, la multiplicidad ha
sido reducida a la unidad idéntica de la sustancia: el esquema causal interviene ahora,
haciendo de la palabra, del concepto, los autores de lo diverso que encierran en una
unidad. A partir de aquí, queda establecido lo que significa «explicación»:

Explicar es entonces solamente nombrar, llevar sobre una rúbrica; es reducir las diferencias y los
diferentes poniendo de acuerdo un cierto número de actos vistos como las acciones innumerables de
una misma cualidad32.

Como conclusión, hacemos nuestras las palabras de Monika Funke, que abarcan los
dos elementos fundamentales en que nuestro autor centra sus tesis relativistas, la palabra
y la gramática.

Nietzsche muestra que todo lenguaje (…) ha de trabajar con ficciones (…). No sólo que «toda
palabra es un prejuicio», sino que la gramática, la lógica del lenguaje no corresponde a la conexión
de los hechos, sino a la relación práctica entre el hombre y el mundo: Sujeto y Objeto, Agente y
Acción, Causa y Efecto, Unidad y Contradicción tienen significado psicológico en tanto «modos del
hombre, no de los objetos»33.

También el nivel sintáctico del lenguaje, aunque esta vez por modo de seducción, lo
que implica que existe la posibilidad de triunfar sobre ella, pone el ser (permanencia de
la presencia), a través del pensamiento (causalidad, proposiciones de la lógica, teoría del
conocimiento, metafísica de la «cosa en sí», yo sustancia, cosa, voluntad…). Esto, una
vez más, nos está diciendo: el hacer, el devenir, lo es todo. El «ser», entendido como
presencia permanente de lo igual a sí mismo, es una ficción, un error. Pero

¡ (…) ese error tiene en favor suyo, en efecto, cada palabra, cada frase que nosotros pronunciamos!
(…) La razón en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra engañadora! Temo que no vamos a
desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática 34.

Dios, en verdad, se muestra desde este punto de vista como el compendio y la


culminación de toda la «mitología filosófica» de la «metafísica del lenguaje», ese
grosero fetichismo del pueblo que tanto trabajo costará extirpar.

31
NF 8-1, 2 (139), p. 134.
32
KOFMAN, Sarah, op. cit., p. 63.
33
FUNKE, Monika, Ideologiekritik und ihre Ideologie bei Nietzsche, Frommann-Holzboog, Stuttgart,
1974, p. 131.
34
GD, «La “razón” en la filosofía», 5, p. 49.

24
4. EL PODER DEL LENGUAJE

Actividad crítica, corrosiva, demoledora, denuncia la naturaleza lingüística de ese


«grosero fetichismo» constituido por la «metafísica del pueblo» que es la mitología del
ser. Consecuencias de alcance fuera de toda medida, imposible de abarcar de un solo
golpe de vista: sentido común, ciencia, filosofía, moral, derecho… todo profundamente
sumergido en la mitología. La ideología más general de las lenguas indoeuropeas es
puesta al descubierto desde la atalaya de la reflexión sobre, y dentro de todavía, la
noción tradicional vigente de conocimiento. Consideración del lenguaje como
instrumento cognoscitivo. Como fenómeno en cuyo origen, constitución,
comportamiento, estado ajenos a todo interés cognoscitivo, se cierra, y no se abre, el
acceso al ser de lo que verdaderamente es. Es decir, el mero análisis del origen,
constitución y comportamiento del lenguaje anularía desde el comienzo toda
justificación del concepto vigente de conocimiento.
Cerrada esta vía, tras de caracterizaciones negativas de lo real, negativas antes de la
«transvaloración» (devenir, acción, caos, diferencia…), se abre otro camino ipso facto:
el lenguaje ha de situarse en el horizonte de la relación entre los sucesos y la sociedad
humana, entre los componentes de esa sociedad; relación que jamás es de indiferencia,
sino que se da como apreciación, como valoración, bases de toda vida. En la historia del
lenguaje lo primario constitutivo es la valoración, representando la pretensión
cognoscitiva esgrimida tradicionalmente tan sólo una falsificación (necesaria tal vez) de
carácter derivado. No la «realidad» de las cosas, sino su «nombre»: tal es ahora el
objetivo del hombre del conocimiento. Sin duda, el lenguaje es «conocimiento», pero
muy otro del que se ha venido teniendo por tal.

Esto es lo que más me ha preocupado y sigue preocupándome continuamente todavía al máximo:


tratar de darse cuenta que es más difícil saber cómo se llaman las cosas que lo que son. La voz, el
nombre y la apreciación, la aceptación, la medida usual y el peso de una cosa, en un principio fueron
para la mayoría un error y una arbitrariedad sobrepuesta a las cosas como un vestido, plenamente
extraño a su ser y aún a la propia piel de las cosas. Por la fe en ello y su propagación de generación
en generación, poco a poco arraigó en la cosa, por así decirlo, le quedó adherido y se hizo algo de su
propio cuerpo.
La apariencia del principio al fin se hace casi siempre su naturaleza y actúa como naturaleza
(Wesen)35.

El origen del lenguaje no se sitúa, pues, en la verdad sino en la validez, determinada


social e históricamente. Si ésta se muestra arbitraria desde el punto de vista de aquélla,
termina por constituir la esencia, en virtud de la creencia consolidada «de generación en
generación». La «mentira» acabará funcionando como «verdad»: el vestido trasmuta su
tela en carne y sangre.
Ahí reside el poder, el tremendo poder del lenguaje. Instaura mundos, literalmente.
Pero lo que no es sino al modo del «ser instaurado», se convierte nada más aparecer en
blanco propicio de una empresa destructora generalizada, como la nietzscheana.

(…) aniquilar el mundo que se tiene por verdaderamente válido, lo que se dice «realidad» 36.

Si la «realidad» es social e histórica, construida por y en el lenguaje desde el punto


de vista de la validez, entonces atentar contra el lenguaje (esto es, contra el poder del

35
FW, 58, pp. 174-175
36
Ibid.

25
ser) es lo mismo que atentar contra la «realidad». Y aniquilar el lenguaje, aniquilar la
«realidad», en tanto este lenguaje y esta realidad, es abrir la posibilidad de otros
lenguajes: de otras «realidades».

Sólo en tanto creadores podemos aniquilar. Pero no olvidemos tampoco esto: es suficiente crear
nuevos nombres, nuevas apreciaciones y verosimilitudes para crear, a la larga, nuevas cosas37.

Crear nuevos nombres (valoraciones, verosimilitudes), es decir, crear nuevas


«cosas», un mundo nuevo, es la insólita tarea que Nietzsche acomete con Así habló
Zaratustra. Insólita por el hecho de que se quiere expresar en el lenguaje algo que, por
naturaleza, el lenguaje no puede expresar. Hasta ese momento, desde que Nietzsche
tomó conciencia de la determinación lingüística del filósofo, el aforismo representaba el
intento desesperado de trascender todas las opiniones y todos los conceptos para llegar a
«las cosas mismas», el regreso del pensamiento desde lo pensado, ya hecho concepto y
palabra, hasta el acto mismo de pensar. El aforismo expresaba la resistencia contra la
conceptualización, contra lo acabado. Quizás precisamente por su idolatría a lo acabado
y perfecto, Lukács vea en el aforismo la prueba de la incoherencia y el oscurantismo de
la filosofía burguesa, demostrando por su parte una total incomprensión que no remite a
la incapacidad intelectual (desde luego), sino que es índice de estrechez vital más que
otra cosa38.
Nuevas valoraciones, exteriorizaciones, de una calidad de poder diversa de la
elaboradora del mundo hasta el presente, dan origen a nuevos nombres, voluntad de
poder, eterno retorno, Dionisos, gran mediodía, vida, superhombre… Se trata de un
lenguaje que no sólo quiere romper con la atracción gramatical, sino incluso con la
tiranía de la identidad, es decir, un lenguaje de la discontinuidad que sitúa el emisor en
ese espacio intermedio entre la razón y la locura, que Trías denomina «lenguaje de la
sinrazón»: el loco tiene la palabra39.
Hacia el final de la cuarta parte del Zaratustra, en «Los siete sellos» reaparece la
dualidad juvenil de la música y la palabra. Pero aquí todo ha cambiado: la oposición es
ahora consciente de su carácter metafórico, aun cuando utilice, no obstante, los mismos
ingredientes que antes. El lenguaje articulado fija un mundo, la palabra abre cerrando:
lo posible y lo imposible, lo lógico y lo absurdo… El comportamiento lingüístico ha de
guardar necesariamente relación de conformidad con las estructuras sintácticas
trascendentales. El lenguaje es la luz rodeada de tinieblas, es inevitablemente
metafísico.
Pero en la música no cabe negación: la sucesión sonora se permite una y otra vez la
violación de sus propias «reglas», incluso puede prescindir totalmente de ellas. El
espacio abierto en la música no implica que en la inmensidad de lo aún virgen reine la
sombra. La música puede todo, se adapta al caos y al devenir originario. No rechaza, no
expulsa, no crea asesinando posibilidades. Nietzsche expresa aquí la oposición entre la
metafísica del lenguaje y el lenguaje que él pretende forjar, a imagen de la música,
mediante un contraste de resonancias ancestrales, presocráticas: pesantez/ligereza. La
pesantez de la palabra metafísica determina el arriba y el abajo, la horizontal y la
vertical, el sí y el no, la «cordura» y la «demencia», la izquierda y la derecha: sujeta los
pies al suelo. La ligereza del lenguaje de Zaratustra ignora las antítesis, las dualidades

37
Ibid.
38
Cfr. LUKÁCS, Georg, El asalto a la razón: la trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta
Hitler, Grijalbo, Barcelona 1968, pp. 249-323.
39
Cfr. TRÍAS, Eugenio, Filosofía y carnaval, Anagrama, Barcelona, 1973.

26
que determina la orientación. Porque en él, el hombre deja de ser hombre para
constituirse en dueño absoluto de la Tierra, haciendo suyas todas las direcciones. El
nuevo lenguaje queda caracterizado con la metáfora de la danza, que a su vez pretende
señalar la esencia de toda metáfora. Llevar la danza a la escritura significa extraer la
riqueza del mecanismo de metaforización antes de coagular la creación en la palabra o
en concepto. El hombre va más allá de sí, del «último hombre», cuando aprende a
liberar su creatividad en la escritura metafórica, la que devuelve al significante su
originaria soberanía en el interior del signo, volviendo imposible la distinción entre
«forma» y «contenido».

—y así es como habla la sabiduría de pájaro: «¡Mira, no hay ni arriba ni abajo! ¡Lánzate de acá para
allá hacia delante, hacia atrás, tú ligero! ¡Canta! ¡No sigas hablando!
—¿Acaso todas las palabras no están hechas para los pesados? ¿No mienten, para quien es
ligero, todas las palabras? ¡Canta! ¡No sigas hablando!»40.

No por casualidad, puesto que todos los términos del filósofo son términos
esencialmente pensados, expone Nietzsche el carácter metafórico del lenguaje del
Zaratustra bajo el subtítulo de «la canción Sí y Amén».
Ha quedado reconocida la naturaleza falsificadora del lenguaje y de la escritura. Tal
reconocimiento fuerza a situarse en otro terreno expresivo, en una forma de
comunicación esotérica, que Nietzsche cree poder alcanzar por medio de una
zambullida en lo que, para él, constituía la misma raíz del lenguaje: la retórica. El
«nuevo lenguaje» al que nos enfrentamos lleva a cabo la operación de desgarrar toda
hipócrita veleidad de objetividad y de verdad metafísica. Consciente de sí, constituido
por un tejido palpitante de inusitadas metáforas, se hace aparecer como el discurso del
más grande retórico de todos los tiempos. La dimensión intersubjetiva absorbe para sí
toda huella de referencialismo.
Entre los numerosos estudios del lenguaje de Zaratustra, encontramos en un primer
acercamiento los que se centran en exclusiva en el aspecto literario y estilístico.
Después, aquellos que asocian estrechamente sus descubrimientos formales al sentido
general de una «metafísica» del autor.
De los primeros, merecen ser mencionados los ensayos de Stern y Reed,
Sonderegger, Lowell Howey y Bernd Bräutigam.
J.P. Stern y T.J. Reed centran sus análisis en lo que este último denomina
«modalidad intermedia del lenguaje», caracterizadora de la escritura nietzscheana, como
fusión perfecta de lo que llamaríamos la dimensión literaria y filosófica. La interacción
de pensamiento y de imagen se hace tan estrecha que alcanzaría en los momentos más
felices algo inédito: la formulación de un pensamiento en imágenes, la utilización de
éstas como conceptos. Por otra parte, mientras que Stern nos llama la atención sobre el
hecho de que tal lenguaje inusitado se autoconstruye una teoría según la cual la
expresión metafórica es la única que logra situarse en las entrañas de las cosas, Reed
conecta su análisis del modo intermedio de lenguaje con la naturaleza retórica de la
filosofía nietzscheana: las imágenes son las que hacen de Nietzsche «dinamita»41.
Por su parte, S. Sonderegger toma como punto de partida lo que según él constituye
el procedimiento utilizado por Nietzsche para la determinación conceptual. En lugar de

40
Z, IV, p. 318.
41
Cfr. STERN, Joseph Peter, «Nietzsche and the Idea of Metaphor», en Nietzsche: Imagery and Thought,
pp. 64-83.
Cfr. REED, Terence James, «Nietzsche‟s Animals: Idea, Image and Influence», en Nietzsche:
Imagery and Thought, pp. 159-220.

27
la definición, el nuevo lenguaje acudiría constantemente a la perífrasis, a la descripción
y a la imagen como mecanismos anteriores a toda definición y que subyacen a ésta. De
este modo, en un nivel primario en relación al concepto ya solidificado, la
comunicación alcanzaría dimensiones verdaderamente pedagógicas. Además
Sonderegger procede al análisis de los recursos lingüísticos más sobresalientes del
lenguaje del Zaratustra, tras caracterizarlo como un «lenguaje superlativo» de un estilo
fundamentalmente nominal. Algunos de estos recursos son la parataxis y la hipotaxis, la
utilización constante de antítesis, los juegos de palabras, la utilización del subrayado, la
acuñación continua de palabras, la conexión asindética… El análisis de la fonética lleva
a la conclusión de que el nuevo lenguaje es más para escuchar que para leer en voz baja.
La conclusión la refleja el siguiente esquema:

Lenguaje poético —
F. Nietzsche – Lenguaje de la ciencia – Lenguaje de la filosofía
Lenguaje bíblico luterano —42

Tanto Richard Lowell Howey como Bernd Bräutigam se consagran al estudio de un


recurso estilístico nietzscheano al que quizás no se ha dedicado la atención que sin duda
merece: la ironía. Lowell Howey llega a distinguir hasta siete tipos de ironía
nietzscheana: ad hominem, histórica, filosófica, existencial, sofística, pedagógica y
teleológica. Establece que la finalidad de la ironía nietzscheana es la seducción, y que se
constituye en una yuxtaposición contextual o implícita de los elementos entre los que
Nietzsche crea una enorme tensión, lo que se dice y lo que se quiere dar a entender.
Concluye Howey afirmando que la ironía es tan esencial en la filosofía nietzscheana que
puede asimismo constituir una posibilidad para un pensar genuino43.
En una línea muy semejante, Bernd Bräutigam nos habla del «perspectivismo
irónico» nietzscheano, considerándolo como el único modo posible para utilizar el
lenguaje y destruirlo al mismo tiempo. Toda afirmación deberá querer decir al mismo
tiempo otra cosa que se vuelva contra ella, en lo que tiene de «metafísica del lenguaje».
No es, pues, la ironía un recurso literario que venga desde fuera, sino algo
esencialmente constitutivo del filosofar nietzscheano, que ayuda, por otra parte, a que
tal filosofar no se tome en serio a sí mismo dogmáticamente44.
En otro derrotero distinto, trabajos como los de Sonoda o Ferruccio Masini
pretenden un acercamiento lingüístico al sentido general de la filosofía nietzscheana.
Muneto Sonoda sostiene que el nuevo lenguaje del Zaratustra no es un instrumento de
comunicación, sino el puro suceder de la verdad. Símbolos y metáforas ofrecen a la
comunicación una dimensión totalmente nueva, como la total expresión de la vida. El
eterno retorno es la superación de la antítesis entre teoría y poesía, su expresión se
remonta al hablar originario, lugar del desvelamiento45.
Por su parte, Parma Ferruccio Masini denomina al lenguaje de Zaratustra «lenguaje
total», que logra fundir el pensamiento con la significatividad lírica, dramática y

42
Cfr. SONDEREGGER, Stefan, «Friedrich Nietzsche und die Sprache. Eine sprachwissenschaftliche
Skizze», en Nietzsche-Studien, 2, pp. 1-30, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1973.
43
LOWELL HOWEY, Richard, «Some Reflections on Irony in Nietzsche», en Nietzsche-Studien, 4, pp. 36-
51, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1975.
44
BRAUTIGAM, Bernd, «Verwegene Kunststücke. Nietzsches ironiches Perspektivismus als
schriftstellerisches Verfahren», en Nietzsche-Studien, 6, pp. 45-63, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva
York, 1977.
45
SONODA, Muneto, «Zwischen Denken und Dichten (Zur Weltstruktur des Zarathustra)», en Nietzsche-
Studien, 1, pp. 234-237, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1972.

28
narrativa. Es el habla del «oráculo». Este lenguaje total es, al mismo tiempo, un
«lenguaje metasemántico» en el que los términos remiten por encima de sí a un
horizonte en el cual la «articulación rítmica de la tensión expresiva» determina la
medida de una totalidad que engloba al hablante, absorbiéndolo. La metáfora significa
el retorno del hombre a la naturaleza del Todo, más allá de la barrera antropomórfica del
lenguaje conceptual y lógico46.
Este lenguaje que lo puede todo, que nada expulsa, no establece por tanto su criterio
constructor en la comprensibilidad «de término medio» propia del lenguaje metafísico,
sino en lo que Nietzsche llama «la fuerza embriagadora del presentimiento» (Ahnung).
Porque en él no son determinantes ni la conciencia ni el tiempo: no se trata
primeramente de comunicación sino de expresión, de que el lenguaje quede
espiritualizado hasta la expresión más poderosa. Lo social no lleva la dirección. Las
vivencias auténticas son incomunicables, les falta la palabra, la aniquilación de la
riqueza de la multiplicidad en el seno de la identidad falsificadora. De otro modo, se
perdería lo genuino en la igualación de lo semejante en que la palabra consiste. Nada
tiene que ver el lenguaje de Dionisos con lo ordinario, lo comunicable. Sus vocablos no
son palabras. Todo aquello para lo que el hombre tiene palabras lo ha dejado debajo de
sí.
Si el criterio fundamental es de la fuerza expresiva, la cuestión de la inspiración,
secundaria en la escritura consciente y social, cuando no sospechosa, adquirirá una
relevancia capital. Aquí, como es lógico, entramos en el terreno de lo absolutamente
excepcional. La total necesidad aparece fundida, como en la expresión mística, con la
libertad más absoluta. Ésta es la índole de las experiencias de Nietzsche como escritor
de Zaratustra.

Todo acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tormenta de sentimiento de
libertad, de incondicionalidad, de poder, de divinidad… La involuntariedad de la imagen, del
símbolo, es lo más digno de atención: no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que es
símbolo, todo se ofrece como la expresión más cercana, más exacta, más sencilla47.

En la inspiración, «todo se ofrece» como fuerza expresiva. Nietzsche, para


acercarnos a su experiencia, acude al concepto religioso de «revelación» (Offenbarung).
Conservando siempre la expresión toda la primacía, Nietzsche se impone además la
obligación, verdaderamente cruel, de la comunicación. No comunicación lógica,
conceptual, que busca la sociedad. Comunicación a través del estilo, del «gran estilo»,
que busca a todos y a ninguno, el único lector posible. En el arte del estilo, la capacidad
de lanzarse en pos del igual, rehuyendo a todos los demás, llega a ser Nietzsche, ya se
sabe, un maestro consumado.

Comunicar un estado, una tensión interna de pathos, por medio de signos, incluido el tempo de esos
signos —tal es el sentido de todo estilo; y teniendo en cuenta que la multiplicidad de los estados
interiores es en mí extraordinaria, hay en mí muchas posibilidades de estilo—, el más diverso arte
del estilo de que un hombre ha dispuesto nunca 48.

46
FERRUCCIO MASINI, Parma, «Rhythmisch-metaphorische “Bedeutungsfelder” in Also sprach
Zarathustra (Die metasemantische Sprache des Also sprach Zarathustra)», en Nietzsche-Studien, 2, pp.
276-308, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1973.
47
EH, «Así habló Zaratustra», 3, p. 98.
48
EH, «Por qué escribo tan buenos libros», 4, p. 61.

29
En la inspiración «todo se ofrece» a la expresión, más allá de la conciencia
personal; ésta emerge tras un esfuerzo titánico que consiste en dominar la inusitada
«multiplicidad de estados internos», brindándose para la comunicación como estilo,
como Pathos que implica necesariamente la vertebración en signos de lo abierto en la
experiencia. Ilustración suprema del momento de la inspiración, constituye lo que, tras
el estadio de la recuperación, más o menos afortunada según la inmensidad de lo
entregado, quedará relativamente fijado con la fórmula de «pensamiento del eterno
retorno». La desmesurada riqueza de lo visto es puesta de relieve negativamente con la
siguiente anotación «a seis mil pies más allá del hombre y del tiempo». Por encima de la
mediocre realidad fabricada humanamente, socialmente; tan por encima, que el pilar
fundamental del mundo consciente, el tiempo, nada tiene que hacer en el espacio
«desbrozado», para decirlo a la manera heideggeriana.
Con todo, lo ofrecido en la experiencia apunta en esencia al hombre, a la
conciencia, al tiempo, al lenguaje de las sociedades humanas. De modo que, si la
participación es aquí posible, amenaza con poner cabeza abajo toda la esfera de lo
humano.
Ya sabemos: la capacidad estilística de Nietzsche, con ser «el más diverso arte del
estilo de que un hombre ha dispuesto nunca», retrocederá espantada una y otra vez ante
la dificultad del enfrentamiento con lo arrojado por el éxtasis del retorno. Es ésta la
prueba de fuego para el poder del nuevo lenguaje que se pretende.
Lo importante aquí es anotar la característica fundamental de la dicción dionisíaca:
un lenguaje que encuentra el modo de permanecer en el nivel de «lo que
verdaderamente es», a costa de la total modificación de lo que se entiende por «función
comunicativa», es decir, por «lenguaje». Encuentra ese acceso en el rechazo de toda
palabra y de todo concepto, por un lado; y de toda seducción gramatical del tipo
hacer/agente, por otro. Encuentra ese acceso aferrándose con obstinación al primer paso
del proceso de nacimiento del lenguaje, la fase de la imagen, donde no hace sino
iniciarse el alejamiento de lo original, antes de la identificación de lo semejante y la
solidificación que implican la palabra y el concepto. Encuentra ese acceso en el empleo
sistemático del símbolo (Gleichniss) como símil o como parábola y alegoría (no
olvidemos la intencionada proximidad expresiva del lenguaje dionisíaco al lenguaje del
Antiguo Testamento).
De lo que se trata es de salvaguardar a toda costa la integridad de lo ofrecido en la
«intuición» original, manteniendo siempre la guardia para respetar lo esencial: la
diferencia, la enigmática semejanza de lo que nunca es idéntico.
Por otra parte, el mito preserva constantemente la tentación representada por los
mecanismos de la gramática, corruptores del pensar. Zaratustra mismo como personaje
asaltó a Nietzsche (überfiel mich), quiere decir: la expresión del mito ha dejado muy
atrás las seducciones gramaticales en las que casi con necesidad perece todo lenguaje
abstracto y conceptual. Aquí no obliga la gramática, sino la figura del personaje del
mito.
Si preguntamos, en fin, una vez más, por el núcleo del lenguaje dionisíaco, no habrá
que ir muy lejos para dar con la respuesta:

La más poderosa fuerza para el símbolo existida con anterioridad resulta pobre y mero juego frente a
este retorno del lenguaje a la naturaleza de la figuración 49.

Imágenes puras, símbolos, mitos… no son susceptibles de muerte, ni de


obsolescencia, pues en ellos un pathos transmite el contenido de una inspiración única e

49
EH, «Así habló Zaratustra», 6, p. 102.

30
irrepetible por encima de la consciente sociedad humana parlante. El lenguaje toma todo
su poder creador, mejor dicho: retoma, en este regreso a la etapa primigenia de la
imagen. Construye un universo radicalmente diverso de los anteriores, puesto que no
cierra posibilidades, no puede llegar a ser socialmente obligatorio, vinculante. Tal
universo abierto por el lenguaje dionisíaco podrá ser traducido al lenguaje de la palabra
y del concepto, y Nietzsche mismo llevó a cabo repetidamente la traducción, ganando
así en amplitud comunicativa lo que pierde en fuerza expresiva, arrojándonos una
concepción de las cosas de nuevo cuño, en línea con las habidas.
Zaratustra es traducido al concepto en los escritos posteriores, en el deseo de hacer
socialmente operativo el cosmos nietzscheano. Ciertamente, es demasiado lo que tal
deseo deja atrás. No obstante, hay que llamar la atención sobre el incomparable talento
lógico y conceptual de Nietzsche que se emplea en el lenguaje de la precisión y la
inferencia.
La comunicación del pathos lleva casi inexorablemente a la soledad del «todos y
ninguno», mientras que la argumentación y la exposición conceptual adquieren el brillo
social de «lo que convence», «lo que obliga». Nietzsche abandonó la primera llegando a
la perfección en la segunda, anhelando ser oído: pero lo visto por él se concentra más
genuinamente, desde luego, en el lenguaje expresivo.
Al no encontrar su estatura en un interlocutor, cayó en la trampa filosófica por
excelencia: obligar a los hombres a golpes de razonamiento. Sin embargo, seguía siendo
consciente de que la comunicación que demandaba su obra era muy otra de la
propiciada por el concepto.

A propósito de mi Zaratustra creo que acaso sea la obra más profunda que exista en lengua alemana,
y la más acabada desde el punto de vista del lenguaje. Sin embargo, para que esto se perciba es
preciso el transcurso de generaciones enteras que recuperen las experiencias íntimas gracias a las
cuales pudo surgir esta obra50.

5. APÉNDICE. NIETZSCHE SOBRE EL LENGUAJE: ENTRE WITTGENSTEIN Y


HEIDEGGER
La esfera diseñada por la filosofía nietzscheana del lenguaje, considerada en su
totalidad desde un punto de vista muy particular (que es el que aquí vamos a adoptar),
engloba elementos que parecen dispares o incluso excluyentes entre sí. No sólo esto: lo
auténticamente inaudito es que están forzados a habitar un mismo espacio, ya que aquí,
porque sería exagerado en cierta medida, evitamos hablar de unidad. Algunos de estos
elementos, los que se sitúan en un nivel más o menos uniforme, nos llevan en seguida
hacia el terreno wittgensteiniano, a fijar allí nuestra atención. Y parte de lo que sobra
nos invita a orientarnos, por sorprendente que al principio pueda parecer, a ciertas
dimensiones relevantes en este contexto de las reflexiones de Heidegger sobre el
lenguaje.
Desde hace algún tiempo, varios estudiosos nietzscheanos de formación
anglosajona, como no podía por menos que suceder, han venido aludiendo con
insistencia a diversas semejanzas reveladoras entre el enfoque del fenómeno lingüístico
que es propio de Nietzsche y alguna de las posiciones adoptadas por el Wittgenstein de
las Investigaciones filosóficas a propósito del lenguaje y de la actividad filosófica.

50
De la carta a Karl Knots (21-6-1888), en BW, p. 143.

31
Traigamos aquí a la memoria, mencionándolos, tan sólo dos únicos casos: los análisis
llevados a cabo en Estados Unidos por Erich Heller y Arthur C. Danto51.
Tales semejanzas resultarán obvias tras lo desarrollado hasta aquí. Lo que hay que
subrayar cuidadosamente es que no por pertenecer Wittgenstein, al menos según lo que
nos dice la historia de la filosofía, a un conglomerado histórico de preocupaciones e
intereses radicalmente diverso al nietzscheano, debe permanecer oculto el hecho
evidente de que algunos de los «aires de familia» que la más superficial observación es
capaz de detectar, afectan a cuestiones de fondo capitales, de ningún modo a puntos
accesorios.
En efecto, todo el análisis de los language-games se fundamenta en la tesis según la
cual el lenguaje es un tejido artificial, un constructo humano. Algo muy diferente de un
«subyacente» natural caído del cielo que el hombre encuentra ya dado ante sí. Los
hombres han hecho el lenguaje, con diversas finalidades y guiados por propósitos
concretos. No hay poderes extraños que hayan decretado desde fuera una estructura
gramatical como obligatoria, o que hayan dotado a cada palabra de un significado.
Wittgenstein, como Nietzsche, nos llama la atención sobre lo más evidente y cercano,
que justo por ello amenaza con pasarnos desapercibido: «Una palabra tiene el
significado que alguien le ha dado»52.
«Alguien», esto es, un hombre en una sociedad y un tiempo determinados.
Por otra parte, la multiplicidad insospechada de language-games es irreductible a
unidad. La manía de buscar el «elemento común», tan característica de los filósofos,
queda remitida aquí por Wittgenstein a esa región constituida por las ideas primitivas
acerca de la estructura del lenguaje. Tal conjunto de «ideas primitivas acerca de la
estructura del lenguaje» conformarían para Nietzsche la «metafísica del pueblo»
edificada a partir de la palabra y la sintaxis. Precisamente, en El cuaderno azul se
destaca como una de estas ideas primitivas aquélla según la cual el concepto representa
una propiedad común a todos sus casos particulares. A partir de tal noción, cuando la
propiedad se hace esencia causante de los casos particulares, tenemos, en Nietzsche, el
platonismo deducido de la metafísica del lenguaje: la belleza como ingrediente de todas
las cosas bellas es la causa de las cosas bellas, será la ilustración wittgensteiniana.
La noción de language-games, de su multiplicidad irreductible, es una
consideración instrumental y pragmática de la esencia del fenómeno lingüístico. Es la
adopción del criterio del uso como determinante de lo que se había venido llamando
«significado». En Nietzsche encontramos la expulsión del interés cognoscitivo del
proceso de originación del lenguaje, y, por tanto, de la utilización de la verdad como
criterio determinante, en cuanto adecuación, de la constitución y del sentido del
«lenguaje corriente». Wittgenstein se expresa a este respecto del siguiente modo:

No nos imaginemos el significado como una conexión oculta que hace la mente entre una palabra y
una cosa, ni que esta conexión contiene todo el uso de la palabra, como podría decirse que la semilla
el árbol53.

En otros aspectos importantes, podemos trazar un intento de asimilación de ambos


discursos. El «filósofo atrapado en las redes del lenguaje» es el que ha sucumbido a la
«fascinación» de una forma de expresión confusa, adscribiéndola, por poner un ejemplo,

51
Cfr. HELLER, Erich, The Artist’s Journey into the Interior and other Essays, Nueva York, Random
House, 1965.
Cfr. DANTO, Arthur C., Nietzsche as Philosopher, Nueva York, Macmillan, 1965.
52
WITTGENSTEIN, Ludwig, Los cuadernos azul y marrón, Tecnos, Madrid, 1976, p. 57.
53
Op. cit., p. 108.

32
a un juego lingüístico nominativo, cuando en realidad pertenece a otro diferente. A su
vez, el filósofo que permanece «embrujado» por los medios lingüísticos se halla bajo el
hechizo de la identidad y de la causalidad por haber tomado las formas de expresión
como vehículos del conocimiento, por haber pensado que las proposiciones abren
camino hacia la naturaleza de las cosas, cuando en verdad «uno está tan solo dando
vueltas alrededor de la urdimbre a través de la cual las contemplamos»54.
Cuando nos volvemos a las palabras y a las formas gramaticales con ánimo de
exprimir un supuesto contenido cognoscitivo, lo único que en realidad estamos
haciendo es internarnos más y más en la laberíntica prisión que constituye el lenguaje
para el conocimiento. Porque, evidentemente, y diciéndolo ahora en términos
wittgensteinianos, en nuestro lenguaje se nos da una imagen general de las cosas que
nos es, además, repetida una y otra vez hasta la saciedad, de modo que resulta muy
difícil salir con éxito del laberinto.
Wittgenstein realiza toda su andadura en filosofía a partir de la llamada que
Nietzsche dirige al que está en camino de conocer: ¡no te dejes atrapar por los lazos del
lenguaje! Es la filosofía concebida como actividad que describe los «problemas
filosóficos», señalando en su origen un «malentendido» de los language-games, y así
los disuelve, haciéndolos desaparecer. Todo queda en no emplear el lenguaje, en su
multiplicidad irreductible, de modo ilegítimo, pidiéndole lo que no puede dar. De lo
contrario, la gramática seguirá construyendo para nosotros esencias y dioses.
Pasando a otra cuestión, podemos visualizar desde Wittgenstein el otro nivel de la
reflexión lingüística nietzscheana. La negación tajante de la posibilidad de un lenguaje
privado como lenguaje de sensaciones se plantea en el filósofo austríaco como una serie
encadenada de interrogantes a los que quizás el autor de Zaratustra podría haber dado
alguna respuesta:

Ahora, ¿qué hay del lenguaje que describe mis experiencias internas y que sólo yo mismo puedo
comprender? ¿Cómo uso palabras para que ocupen el lugar de (stand for) mis sensaciones? ¿Del
mismo modo como lo hacemos corrientemente 55?

Es decir, el lenguaje dionisíaco, incluso allí donde es silencio, o música, o sonido


inarticulado, no constituiría en modo alguno un «lenguaje privado» en el que se
relacionarían entre sí las diferentes pulsiones más o menos enlazadas a que llamamos
«Nietzsche». Tal noción sería, en tanto sinsentido, una imposibilidad. En todo caso, el
lenguaje dionisíaco representaría un nuevo juego del lenguaje susceptible, por tanto, de
descripción. Algo semejante a la invención de un nuevo modo de pintura, de un nuevo
método de medida o de una nueva clase de canción.
Algo, pues, factible en todo momento para quien disponga de la excepcional
capacidad requerida: el lenguaje, en su multiplicidad, ofrece posibilidades infinitas de
las que no somos conscientes a causa de la uniformidad en la que el lenguaje cotidiano
enmascara su riqueza como uniformidad de la dimensión enunciativa. «Algo nuevo
(espontáneo, “específico”), es siempre un language-game»56.
Al hilo de una vía solamente insinuada de pasada por Wittgenstein en El cuaderno
marrón57, se podría ofrecer un curioso modo de justificar la «idea» del eterno retorno de

54
WITTGENSTEIN, Ludwig, Philosophical Investigations, Basil Blackwell, Oxford, 1976, p. 48.
55
Op. cit., p. 91.
56
Op. cit., p. 224.
57
Los cuadernos azul y marrón, p. 141.

33
lo mismo. Se partiría de suponer la invención de un juego de lenguaje cuya clave
consistiría en emplear expresiones del tipo «él ha hecho tal y tal», en las mismas
ocasiones en que se emplearan expresiones del tipo «él puede hacer tal y tal». Por tanto,
el juego del lenguaje en cuestión afectaría al uso de «poder» en tanto «ser capaz de». «X
puede hacer esto y lo otro» significaría en este contexto lo mismo que «X ha hecho esto
y lo otro». Pero lo relevante es que la primera expresión se refiere al futuro y la segunda
al pasado. El verbo «poder» tomado en este uso relacionaría de forma especial el pasado
con el futuro. Tal relación implicaría la noción general del tiempo como un círculo en el
que todo se va para regresar en su exacta identidad y orden, pues, en el seno de este
juego de lenguaje, todo lo que puede suceder tiene que haber sucedido. De otro modo,
no podría suceder en absoluto. La alusión de Wittgenstein, al señalar un tipo de juego de
lenguaje que generaría la idea del retorno, se muestra extraordinariamente aguda y
sagaz. En efecto, todo el modelo universal de la voluntad de poder se nos presenta como
un juego de fuerzas puras, en cuyo interior cada punto de fuerza es el desarrollo fatal, y
hasta el final, de sí misma. Queda eliminada de este cosmos la concepción de un algo
que subyazca a la acción, un algo que «pueda» actuar o no actuar, que «pueda» actuar
de este modo o este otro. En efecto, el lenguaje dionisíaco hace equivalentes los usos de
«poder», en el sentido de «ser capaz de» y de «haber sucedido». En un cosmos de puras
fuerzas sin sujetos idénticos a sí mismos a través del devenir, el tiempo parece diseñarse
necesariamente como un retorno de lo mismo repetido por toda la eternidad. Aquí, el
futuro sólo puede ser si es el regreso del pasado.
Tal vez una sucinta referencia a las meditaciones de Heidegger sobre el lenguaje,
motivo de preocupación constante a lo largo de toda la trayectoria del filósofo ya desde
la composición de su tesis de licenciatura, contribuya a la problematización del sector
máximamente creativo nietzscheano, el discurso dionisíaco.
También podemos destacar el interés pedagógico de Heidegger en este respecto;
también y su premiosa y exasperante «de-construcción» del discurso del pensar
representativo y del la metafísica en general, prescindiendo ahora de su tan combatida
«territorialización» del pensamiento nietzscheano en bloque.
En efecto, se trata de reflexionar sobre la esencia del lenguaje, «diciéndole lo
suyo»58; se trata de transformar nuestra relación con el lenguaje. ¿Qué relación es ésta?
La que se establece, por ejemplo, y para decirlo en los términos de la época de Ser y
Tiempo, en una ciencia del lenguaje que toma el «habla» (Rede) como proposición, en
vez de ver en ella una estructura «de igual originalidad existenciaria que el encontrarse
y el comprender»59. La que se establece al considerar el lenguaje como expresión o
como «acción» del hombre, en lugar de la que se origina en el esfuerzo de «traer el
lenguaje como el lenguaje al lenguaje»60.
Un tal cambio de nuestra relación con el lenguaje, el cesar de ver en él, a la manera
representativo-expresiva, un «ser ante los ojos» o un «ser a la mano», no puede forzarse
ni inventarse a través de la creación de nuevos conjuntos de palabras61; sólo podrá tener
lugar en el respetuoso y silencioso oír el hablar del lenguaje.
De este modo, la relación dejará de ser meramente a la manera de la Beziehung para
pensarse desde el Acontecimiento (Ereignis), desde «la relación de todas las
relaciones»62.

58
HEIDEGGER, Martin, Unterwegs zur Sprache, Neske, Pfullingen, 1971, p. 267.
59
HEIDEGGER, Martin, El ser y el tiempo, FCE, México, 1974, p. 179.
60
Unterwegs zur Sprache, p. 242.
61
Loc. cit., p. 267.
62
Ibid.

34
El «tañer del silencio», modo como «el lenguaje habla»63, no se escucha,
naturalmente, en ese lenguaje «de término medio», en esas «habladurías» que hunden
sus raíces ontológicas en el «estado de yecto», en la «caída» del Dasein, sino en el decir
primigenio de la poesía, ámbito en el que los mortales habitan como «los necesitados
para el hablar del lenguaje»64. La relación, como Acontecimiento, de los mortales con el
lenguaje, se asimila a la de éstos con el Ser.

Tal vez podamos preparar un poco el cambio de nuestra relación (Bezug) al lenguaje. La experiencia
podría despertar: todo pensar pensante (alles sinnende Denken) es un poetizar (Dichten), pero toda
poesía un pensar. Ambos se pertenecen uno a otro desde ese decir, que ya se ha prometido a lo No-
dicho, porque el pensamiento es a la manera de las gracias (weil es der Gedanke ist als Dank)65.

En la palabra poética, que llama convocando, el hablar del lenguaje de los mortales
corresponde a la demanda del hablar del lenguaje que aquél se esfuerza por escuchar.
Heidegger nos llama la atención sobre el misterio del lenguaje. Y este misterio fue
el que provocó la doble dirección de la mirada, característica de la reflexión
nietzscheana. Porque por un lado encontramos el lenguaje como un sistema de signos
arbitrarios, uniformemente usable por cualquiera, que vincula a los miembros de una
sociedad lingüística en la obligación, y que se ofrece como instrumento o útil
posibilitador de la comunicación; y por otro, como la más elevada potencia creadora a la
que el hombre sólo puede corresponder desde una situación excepcional, como
excepcional es habitar la vecindad del Ser.
De modo semejante, Nietzsche vive intensamente la dualidad y, sobre todo, el
abismo que separa ambos polos. Su actividad desbarata las pretensiones imperialistas
del lenguaje ordinario, del lenguaje «de término medio», con el cual edificaron la
inmensa mayoría de los arquitectos de sistemas. Porque el lenguaje ordinario, que se
erige en regla y expulsa a las tinieblas lo sublime de las altas posibilidades no
frecuentadas, ha sido generado asimismo en uno de esos arranques inauditos de creación
que con tanta audacia osa condenar ahora. Sitúa Nietzsche su labor pedagógica
precisamente en el hablar y el escribir, destruyendo, que no «de-construyendo», el
lenguaje ordinario, que es el de la metafísica. Eso sí: con una violencia impaciente que
nada tiene que ver con el incansable rumiar heideggeriano.
Para Heidegger, el momento propiamente lingüístico del lenguaje acontece cuando
éste se rescata a sí mismo y se recobra, como lenguaje de los mortales, en un recogerse
desde el que se instaura el escuchar-pertenecer en relación respetuosa de
correspondencia al Lenguaje del Lenguaje, casa del Ser. En sí, nada humano es el
lenguaje, aunque el Lenguaje «requiere» el lenguaje de los mortales a fin de que
acontezca el Acontecimiento, como paso de la Sage a la Wort, del silencio al sonido que
convoca.
La religiosa escucha que corresponde porque es pertenencia nada tiene que ver con
el proyecto nietzscheano de transformar la relación del hombre con el lenguaje. Desde
cierta perspectiva, que quizás sea arriesgado calificar de definitiva, el lenguaje
dionisíaco se sitúa en las antípodas del lenguaje-habitación heideggeriano. Y ello
porque el superhombre no es en ningún modo la plenitud de la esencia del hombre, una
especie de plenificación entitativa proyectada a partir de lo caminado en la metafísica
occidental del animal representativo que da-razón, como Heidegger mismo pretende. El
lenguaje del superhombre es el lenguaje de la absoluta instauración de poder, de la total
63
Op. cit., p. 30.
64
Op. cit., p. 266.
65
Loc. cit., p. 267.

35
creación, en contra del animalillo enajenado de la metafísica cuyo lenguaje es un
vampiro que le mantiene en el lamentable bienestar del estado de hombre. La poesía
dionisíaca no es escucha-correspondencia religante, sino recuperación de un poder
perdido de la creación originaria. Se podría decir que si el hombre (de la metafísica)
creía hacer uso del lenguaje, creía ejercer en él y por él una acción propia, era
precisamente porque en él hablaba el lenguaje. La poesía dionisíaca, contra el lenguaje
técnico del dominio, contra la escucha del hablar del lenguaje heideggeriana, es
expresión de un no-sujeto, expresión idéntica a la voluntad de poder que no es de
ninguna manera un hacer exterior lo interno. Expresión de nadie.
Lo que Nietzsche pretende a toda costa evitar, tanto en la actividad creadora como
en la indicación o exhortación pedagógica, es precisamente que el lenguaje hable, mejor
dicho, que el lenguaje siga hablando. El nuevo discurso inaugura, preparándolo, el
lenguaje de la supra-humanidad: reapropiación, desalienación. El servilismo del
significado, que es la tiranía metafísica, corresponde a la voluntad de poder
descendente, corresponde al ser humano. La liberación vertiginosa de los significantes,
conquista del señorío, se cumple en el hablar del superhombre, en cuanto éste es el
dueño de la(s) Tierra(s), como constante instauración de sentidos. Es decir, como
voluntad de poder ascendente. Hablar no es escuchar-pertenecer, es un suceder de la
voluntad de poder sin trabas, una instauración, un imperio.
El hombre ha hecho un lenguaje; el superhombre hace otro.
Heidegger retrotrae lenguaje a logos. Logos como hacer aparecer y dejar subyacer
contiene una noción muy determinada, muy griega, de creación, de poyesis, que
entiende el lenguaje como terreno de la verdad, como algo propiamente no humano,
como casa del Ser. Crear es, de nuevo, co-responder al significado, a la requisitoria que
requiere del Ser de los entes, y que no es alienante porque con ella se modifica de raíz la
idea de hombre, haciéndose quizás de la alienación la esencia de lo humano en cuanto
a tal. Muy otro es el sentido nietzscheano de la creación, que tendremos ocasión de
examinar. Asimismo, el superhombre se coloca en las antípodas del hombre
heideggeriano que pastorea el Ser, estando también alejado, contra Heidegger, de una
mera potenciación conscientemente llevada a cabo de la noción de «animal que
representa».

36
[PÁG. IMPAR]

1
NIETZSCHE Y LA CIENCIA

La actitud de Nietzsche hacia el conocimiento científico muestra una gran


complejidad, en ocasiones aparentemente contradictoria. Son muchos los elementos que
convergen en ella. En general, es necesario subrayar que el enfoque nietzscheano es el
propio de un filósofo de la cultura. Son precisamente las reflexiones acerca de la
situación de la cultura europea las que le llevan a enfrentarse cara a cara con el
fenómeno de la ciencia, considerado tanto en su vertiente institucional como
epistemológica. Así, cuando Nietzsche piensa sobre la ciencia, piensa al mismo tiempo
sobre la filosofía, la religión y la moral.
Comenzaremos por acercarnos al cuestionamiento de la actividad científica que
tiene lugar en el universo trágico de la metafísica artística, la primera toma de posición
del joven Nietzsche, complementada por la consideración «inactual» del historicismo
como momento culminante del proceso cultural de Occidente (título 1).
A continuación intentaremos penetrar en la esencia de ese «cambio de óptica»
respecto de la ciencia y de la metafísica que tiene lugar a partir de Humano, demasiado
humano. Esta penetración disolverá la aparente contradicción con las tesis juveniles
mediante un adecuado enfoque del valor estratégico de las posiciones ilustradas
nietzscheanas, que desembocan en la utopía de una cultura de la inocencia (título 2).
El análisis de lo que aquí denominamos «ciencia nietzscheana», de la estructura
metódica y la esfera fenoménica de la misma, nos ocupará en tercer lugar. Nietzsche
localiza en este sitio el punto preciso cuya remoción tendrá el efecto de una aceleración
vertiginosa del nihilismo inherente a la ciencia como producto cultural (título 3).
Por último, será necesario poner de relieve el contraste entre la vieja y la nueva
ciencia, fundamentado en un giro radical del concepto de conocimiento científico: la
nueva ciencia dibujará la imagen de la efectiva superación del nihilismo. Algunas
disquisiciones sobre el sentido de la presentación «científica» del pensamiento del
eterno retorno cerrarán el presente capítulo (título 4).

1. LA CIENCIA SOMETIDA A LA CULTURA


Cuando entramos en el contradictorio repertorio de actitudes nietzscheanas respecto
del conocimiento científico, hallamos toda una corriente de consideraciones que
encuadran la ciencia, vista como resultado de una actividad humana, en el ámbito
general de la cultura de Occidente. Pertenecientes en su mayoría, aunque no
exclusivamente, al periodo de juventud, estas reflexiones contribuyen a delimitar los

37
contornos de una actividad cognoscitiva radicalmente diversa de la propiamente
científica, al mismo tiempo que trazan las relaciones entre una y otra: oposición,
subordinación o conversión dialéctica de los polos enfrentados.
En un primer momento, esta doble investigación nietzscheana centrada en torno al
núcleo del conocimiento científico adopta un proceder arqueológico, estableciéndose
como una especie de buceo en los albores de Occidente. De este modo, la figura de
Sócrates aparecerá con un sentido unívoco para la interpretación, a diferencia de la
equivocidad que el filósofo griego mostrará en la totalidad del pensamiento
nietzscheano. El revolucionario del concepto y de la lógica, una vez liquidada la
tradición helena que apuntaba hacia otro terreno, escucha en sueños al final de su
trayectoria vital una voz que le dice: «¡Aprende música!». La anécdota referida en el
Fedón queda atrapada en las artes hermenéuticas de nuestro pensador. Son los dioses
helenos quienes atormentan con sus recriminaciones la conciencia socrática, asesina de
mitos. Son ellos los que sumen al racionalismo triunfante en una perplejidad sumamente
peligrosa para sí mismo. Tras la aparición onírica, Sócrates tuvo que dudar de toda su
labor filosófica, tuvo que preguntarse angustiado:

¿Acaso ocurre (…) que lo incomprensible para mí no es ya también lo ininteligible sin más? ¿Acaso
hay un reino de la sabiduría del cual está desterrado el lógico 66?

La crítica del socratismo es la disección arqueológica del impulso cientificista de la


civilización occidental. Es un poner de relieve los límites de la lógica y de la razón,
abriendo al mismo tiempo toda una zona de sabiduría antilógica. Supone enfrentar
ciencia a sabiduría, o descubrir que en modo alguno «conocimiento» equivale a
«conocimiento científico». Éste tiene un origen y una génesis; una constitución histórica
codeterminada por dos factores fundamentales: por un lado, el interés, convertido en
pasión directiva, por la búsqueda de la verdad (la actividad de desvelar, no el
desvelamiento mismo y lo dado en él, se convierte en el motor de la existencia que se
presenta como existencia científica: ahí tenemos a Sócrates); por otro lado, una creencia
temeraria que Nietzsche califica de «sublime ilusión metafísica», aquélla según la cual
el pensamiento que ajuste su mecanismo a las exigencias de la Lógica y que se dedique
a rastrear pacientemente el hilo de la causalidad será capaz de llegar al corazón del ser
de las cosas. Y no sólo esto, sino que semejante pensar hará posible que el hombre
racionalista, el revolucionario clásico, corrija el ser de las cosas.
Esta creencia se convierte en la sangre misma de la ciencia y de la técnica como
formaciones culturales de Occidente. La tecnología surge como suplemento que
reafirma el esencial optimismo que guía la actividad científica, en calidad de mecanismo
de reajuste, de correctivo del posible desfase entre naturaleza y hombre.
Nos las habemos, pues, desde Sócrates, con una pasión dominante fundamentada en
una creencia metafísica desmedidamente optimista. Nos las habemos, pues, con un
modelo muy particular de «conocimiento», que se levanta contra toda la tradición
anterior del mito, de la música, de la tragedia. Ya Empédocles pudo explicar la finalidad
y el orden de la Naturaleza sin recurrir a una causa inteligente trascendente. Ha nacido
el espíritu científico, basado en el optimismo inherente a la metafísica de las categorías
de la razón. Y en el mismo momento de su aparición da muestras de un talante
furiosamente imperialista y tiránico. La sabiduría, término empleado en este contexto
para designar toda modalidad cognoscitiva diferente de la científica, es negada con
ardor por el racionalismo optimista.

66
GT, 14, p. 124.

38
Ya conocemos el resultado de la arqueología nietzscheana encauzada por el espíritu
pesimista de su maestro Schopenhauer: antes de todo socratismo se extiende el universo
de la sabiduría dionisíaca, tal es el «otro» por antonomasia del conocimiento científico,
el «otro» a quien ha tenido que asesinar para instaurar su imperio de milenios. Porque la
sabiduría trágica se fundamenta en una «metafísica artística» enteramente opuesta a la
que encarna el sublime optimismo cientificista. La sabiduría trágica problematiza
infinitamente el tema de la verdad, viendo al pensar que acude a la lógica y a la
causalidad con pretensiones cognoscitivas como un burdo recurso defensivo del hombre
contra el carácter terrorífico de la verdad originaria.
El nacimiento de la tragedia se torna ahora renacimiento. Siglos y siglos desde el
crimen perpetrado por el socratismo. A su través, la actitud cientificista ha edificado en
lo esencial la inmensa realidad cultural que es Europa. Pero en el momento en que
escribe, Nietzsche presiente que todo eso se acabó: Sócrates va a verse obligado a
aprender música. Los síntomas del apocalipsis cultural han quedado recogidos en la
obra de Kant y en los escritos de Schopenhauer.
El conocimiento y el pensar del optimismo lógico son esencialmente limitados,
porque la pasión cognoscitiva que informa la ciencia occidental ha de volverse
necesariamente contra la creencia-madre sustentadora tras el espectacular fracaso de la
tecnología mesiánica.
La ciencia occidental es, entonces, en esencia nihilista. Su desarrollo cultural está
predeterminado en la matriz metafísica que la fundamenta.

Los comienzos de la ciencia griega son por tanto para Nietzsche paradigmáticos: ya en ellos se
puede poner al descubierto la esencia fundamental de todo conocimiento científico; ya allí se
muestra su fundamental carácter nihilista 67.

El proceso es con claridad dialéctico, como el mismo Nietzsche reconocerá más


tarde al referirse al insoportable hegelianismo de su primera publicación. Sócrates da
muerte a la tragedia, pero para que se inicie fatalmente el camino de la síntesis. En su
límite, el conocimiento científico se niega a sí mismo en la orgía nihilista. Después,
Sócrates aparece tañendo el arpa.

Pero ahora la ciencia, aguijonada por su vigorosa ilusión, corre presurosa e indetenible hasta
aquellos límites contra los cuales se estrella su optimismo escondido en la esencia de la lógica. Pues
la periferia del círculo de la ciencia tiene infinitos puntos, y mientras aún no es posible prever en
modo alguno cómo se podría alguna vez medir completamente el círculo, el hombre noble y dotado
tropieza de manera inevitable, ya antes de llegar a la mitad de su existencia, con tales puntos límites
de la periferia, donde su mirada queda fija en lo imposible de esclarecer. Cuando aquí ve, para su
espanto, que, llegada a estos límites, la lógica se enrosca sobre sí misma y acaba por morderse la
cola—entonces irrumpe la nueva forma de conocimiento, el conocimiento trágico, que, aun sólo
para ser soportado, necesita del arte como protección y remedio68.

Entre la consideración teorética y la consideración trágica del mundo tiene lugar una
lucha eterna, que vemos desplegarse dialécticamente. Por otra parte, el nihilismo se
insinúa con nitidez como la auténtica lógica interna del desarrollo científico, detectada
ya por los mejores en la hora presente de nuestra cultura.
La sabiduría trágica representa en el Nietzsche juvenil la forma del conocimiento
futuro, basada en unas coordenadas metafísicas opuestas a las implícitas en todo el

67 1
SCHLECHTA, Karl y ANDERS, Anni, Friedrich Nietzsche. Von den verborgenen Anfangen seines
Philosophierens. F. Fromann Verlag, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1962, p. 62.
68 1
GT, 15, pp.129-130.

39
desarrollo científico occidental. Una metafísica que, tras fijar la mirada en el todo del
mundo y de la vida, se enfrenta con el eterno padecer con un sentimiento amoroso que
intenta aprehenderlo como sufrimiento propio69.
La investigación del significado cultural de la actitud científica desde un terreno
opuesto nos hace asistir a una ligera variación cuando el enfrentamiento entre
conocimiento teorético y conocimiento trágico se traduce como contraposición de
ciencia y filosofía. Ya quedó claro que a lo que propiamente se dirige Nietzsche es a los
fundamentos metafísicos, vale decir filosóficos, de la estructura cultural de la actividad
científica. Por lo tanto, la discusión entre ciencia y filosofía se desvelará en su mayor
parte como discusión entre dos tipos de filosofía: por ejemplo, entre la filosofía
presocrática y la platónica o aristotélica, entre la filosofía schopenhaueriana y la
historicista.
Así, ante lo que Nietzsche llama «filósofo puro» (Heráclito, por ejemplo) nos
encontramos sobre todo con una poderosa personalidad expresada en concepciones cuyo
conocimiento jamás podrá impugnar ningún desarrollo científico, por amplio que sea.
Aristóteles, por el contrario, representa la figura del filósofo mixto, cuya persona está
desligada de sus tesis. De ahí que las proposiciones del corpus physicum aristotélico
hayan podido ser barridas por los posteriores análisis de la ciencia renacentista.
Este simple hecho se muestra muy revelador acerca de la esencia de la cultura
edificada sobre la ciencia y la técnica: se trata de una cultura desvinculada de sus
creadores, de una cultura autónoma, y, por tanto, muy vulnerable, fácilmente demolible.
En cambio, la cultura de los griegos de la época trágica se centraba en la intuición
mística de un hombre genial, o de un grupo de hombres geniales (por ejemplo, la
formulada en la tesis presocrática de que todo es una y la misma cosa), es decir, en unos
modos de conocimiento inseparables de la carga personal del cognoscente, y, por
consiguiente, de resultados irrefutables.
El pensar de la ciencia es esencialmente un pensar calculador, un pensar que mide;
el de la filosofía está impulsado por la fantasía, potencia extraña a las rigideces de la
Lógica, que trabaja a base de vislumbres geniales obtenidas en la fulminante captación
de analogías. Como vemos, el pensar filosófico propiamente dicho es previo a toda
sustitución de las analogías por las identidades y de las yuxtaposiciones por las
causalidades, que opera el pensar lógico de la ciencia y de la filosofía «mixta».
Además de constituirse en un estado de absoluta alienación, la cultura científica
desconoce la cuestión del valor, del gusto y de la jerarquía, la cuestión fundamental de
la vida. Porque la ciencia ignora la diferencia entre lo grande y lo pequeño, lo útil y lo
nocivo, lo bello y lo feo. Obliga al hombre a abalanzarse sobre todo lo que puede
saberse, degradando la actividad humana hasta extremos difícilmente reconocibles.

Dentro de la polaridad que existe entre la filosofía y la ciencia, la primera debe ser conductora. En
efecto, la ciencia en general (las metas y el significado de la misma) depende de las concepciones
filosóficas; incluso los caminos (los métodos) se originan en la filosofía 70.

En definitiva, sea desde el terreno de la sabiduría trágica, sea desde el de la filosofía


presocrática, a Nietzsche le corresponde el honor de haber hecho de la ciencia realmente
un problema y un enigma, en tanto actividad cultural. Y ello en una época deslumbrada
por los avances científicos. Además, la problematización nietzscheana del hecho

69
GT, 18, pp.148 y ss.
70
JASPERS, Karl, Nietzsche. Introducción a la comprensión de su filosofar, Editorial Sudamericana,
Buenos Aires, 1963, p. 273.

40
científico tiene la ventaja, frente a Kant, de haber sido llevada a cabo forzando ópticas
extracientíficas, como la artística, por ejemplo. Porque la ciencia no puede tornarse
cuestionable desde el interior de sí misma, desde la pretendida crítica del pensamiento
conceptual por el pensamiento conceptual. Esto Nietzsche lo sabía perfectamente, y
tuvo que pagar muy caro su desplazamiento de la mirada cuando sintió la necesidad de
introducirse de lleno en el espíritu de la cultura científica para acelerar el proceso
intrínseco que él mismo denominó «nihilismo».
Así, podemos leer en el «Ensayo de autocrítica», redactado muchos años después de
la primera aparición de El nacimiento de la tragedia:

Y la ciencia misma, nuestra ciencia— sí, ¿qué significa en general, vista como síntoma de vida, toda
ciencia? ¿Para qué, peor aún, de dónde—toda ciencia? ¿Cómo? ¿Acaso es el cientifismo nada más
que un miedo al pesimismo y una escapatoria frente a él? ¿Una defensa sutil obligada contra la
verdad? ¿Y hablando en términos morales, algo así como cobardía y falsedad? ¿Hablando en
términos no-morales, una astucia? Oh Sócrates, Sócrates, ¿fue ese acaso tu secreto? Oh, ironista
misterioso, ¿fue ésa acaso tu —ironía71?— — .

La autentica sabiduría supone peligro, es un sacrilegio semejante al de Edipo, que el


sabio ha de expiar con su propia destrucción.
La cultura científica se manifiesta como oculta barbarie, como potencia
esencialmente anticultural, en el historicismo decimonónico, que llega a impregnar toda
la vida y la formación de la sociedad. Ahora no se trata de reconstrucción arqueológica,
sino de la labor de un francotirador del presente, de un Nietzsche intempestivo que
arremete contra el ídolo cultural desde el recinto del schopenhauerianismo. Con la
intervención de la ciencia en la memoria histórica de las comunidades, con la exigencia
de una Historia subordinada a la verdad científica, con la imposición a todos los niveles
de una filosofía historicista, se cumple el designio nihilista de la cultura científica. «Las
tendencias decadentes de la ciencia histórica son interpretadas entonces como
manifestaciones de la fase tardía del nihilismo», nos dice Müller-Lauter72.
El hombre se hunde en el devenir ilimitado, evaporándose las perspectivas que le
constituían como ser vivo histórico. Todo lo que alguna vez fue parece desplomarse
sobre su cabeza. El historicismo, que tanto habla de vida, es rabiosamente antivital. La
divisa de la educación histórica incorpora con pasmosa lucidez todo el núcleo de la
cultura científica occidental: «Fiat veritas, pereat vita». Aquí, la concupiscencia de la
curiosidad científica se desvincula por entero de las ataduras que la controlaban, que la
sujetaban a las necesidades vitales. Se trata de un saber sin medida y sin hambre,
producto de hombres de interior caótico y tempestuoso como el mar: hombres
orgullosos de su absoluta incertidumbre, de su total imparcialidad.
Protegido en la filosofía de Schopenhauer, contra la ciencia histórica que sofoca la
vitalidad de las sociedades al despojarlas de todo entusiasmo firme, de toda ingenuidad
necesaria de las metas y de los ideales, Nietzsche reivindica el poder del olvido como
terapia ahistórica que contribuye a mantener al ser vivo dentro de los límites del
horizonte histórico que, en cada caso, le es propio, y el poder del arte y de la religión
como potencias suprahistóricas «eternizadoras», como compensación de los efectos
disolventes de una ciencia que sumerge en el caos de lo indiferente y comprensible73.

71
GT, «Ensayo de autocrítica», 1, p. 27.
72
MÜLLER-LAUTER, Wolfgang, Nietzsche. Seine Philosophie der Gegensätze und die Gegensätze seiner
Philosophie, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1971, p. 64.
73
Cfr. UB II (Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben).

41
En la época histórica del comienzo de la culminación de su lógica nihilista, la pasión
por la verdad se va desligando cada vez en mayor medida de la «sublime ilusión
metafísica» que la sustentaba, iniciándose así la degeneración de la cultura científica
occidental. Sus miembros humanos se convierten en receptores de información, en
espectadores que van perdiendo poco a poco vida propia. Saber por saber es un vicio en
el que cae una cultura que retrocede con espanto ante sus propias consecuencias, que
enmascara hipócritamente el hecho esencial de la total pérdida de fe en sí misma.
Nietzsche resume la situación, refiriéndose al conjunto de la actividad científica
contemporánea, en un apunte de juventud que recogemos en parte.

Nuestra ciencia natural va a la ruina en la meta del conocimiento.


Nuestra educación histórica a la muerte de toda cultura. Combate a las religiones —de paso, niega
las culturas74.

Tanto en una como en otra alcanza su máxima expresión la ceguera ante el valor, la
indiferencia selectiva. Es decir, la muerte de toda cultura.
En lo que se refiere a la labor pedagógica, Nietzsche se manifiesta una y otra vez
contra los perniciosos efectos de una educación exclusivamente científica, de una
formación desvinculada de una imagen global del conjunto de las cosas. El cultivo de
las ciencias particulares necesita de una imagen general reguladora, sin la cual la vida
espiritual de la juventud se convierte en un laberinto del que resulta imposible hallar la
salida, desembocando en el saber por el saber y en la nociva avidez de novedades. La
formación filosófica podría proporcionar el requerido elemento compensador de la
fragmentación anímica a la que las ciencias arrastran. Pero, desgraciadamente, el erudito
especializado, el científico, ha llevado hasta extremos incomprensibles la declaración de
independencia respecto a la filosofía, proponiéndose a sí mismo como cabeza de una
cultura democratizada. La filosofía, retrocediendo ante el furor de estos ataques, se ve
reducida al lamentable y tímido papel de ayuda de cámara de la labor científica,
convertida en «teoría de la abstinencia».
La educación científica centrará sus esfuerzos, por tanto, en remitir el trato de los
jóvenes con las ciencias a unas máximas pedagógicas que dirigirán y limitarán
convenientemente ese comercio. Esto es, si ha de frenarse la catástrofe nihilista (meta
del joven Nietzsche) en las instituciones de enseñanza, será preciso evitar a toda costa
que la pasión de conocer se separe de una creencia general sustentadora y conferidora
de sentido. De otro modo, la desnaturalización de la actividad científica sólo
reconocería el principio de «cuanto más, mejor». Principio que, para Nietzsche, produce
en los hombres de conocimiento idénticos efectos nefastos que la máxima del
liberalismo económico, el laisser faire, en la salud colectiva de las sociedades75.
Como puede inferirse, la preocupación juvenil del filósofo por el problema del valor
del conocimiento en general, y del conocimiento científico en particular, no puede
minimizarse de ninguna manera. Concluyendo esta apresurada reseña de las
consideraciones nietzscheanas acerca del conocimiento científico en cuanto a síntoma
del desarrollo cultural de Occidente, de la lectura del mismo (tanto arqueológica como
intempestiva) intentaremos abordar la cuestión central de todo el asunto. ¿Por qué la
cultura científica se revela como deficiente e insatisfactoria para el hombre que en ella
desenvuelve su vida? ¿Por qué, en una palabra, la pretendida cultura amenaza con
preparar las condiciones de una gigantesca y soberana barbarie?

74
NF 3-4, 19 (198), p. 68.
75
Cfr. UB III (Shopenhauer als Erzieher), 2, p. 340.

42
La respuesta nos viene dada en un breve texto de Schopenhauer como educador: el
hombre es un ser que padece, y la ciencia no se hace cuestión real del sufrimiento.

Puesto que bajo cultura se entiende esencialmente la promoción de la ciencia, pasa junto al hombre
sufriente con frialdad despiadada, porque la ciencia sólo ve por todas partes problemas de
conocimiento, y porque el sufrimiento dentro de su mundo es propiamente algo inconveniente e
incomprensible, por tanto, como máximo, un nuevo problema 76.

2. CONTRA LA METAFÍSICA
En su ensayo sobre Nietzsche, John Wilcox reconoce que «es evidente que el lado
científico y empirista de Nietzsche no pueda ser pasado por alto»77.
Teniendo presentes las preocupaciones juveniles de Nietzsche por la actividad
científica en el contexto de la cultura de Occidente, el estudioso recibe la máscara
«ilustrada» que el filósofo se coloca repentinamente a partir de Humano, demasiado
humano, como si de un insulto contra su persona se tratara, una especie de malvada
burla que se hace más fácil de perdonar al pensar en la crisis de enfermedad que
acompaña al disfraz positivista. En realidad, nos hallamos ante una genial maniobra de
un pensamiento estratégico de una filosofía de combate. Hasta el momento, el nihilismo
ha sido detectado como la lógica profunda de la cultura científica mediante una
excavación de los orígenes. Además, el comienzo de la culminación del proceso ha sido
identificado en el estado contemporáneo de la actividad científica.
Lo que se pronuncia en la máscara ilustrada no es sino la decisión de abandonar la
vertiente pedagógica de la propia actividad intelectual. Violento y doloroso abandono,
que encuentra su repercusión en toda clase de padecimientos corporales y espirituales.
Ya no se trata de dictar recetas para retardar en lo posible la separación de pasión y
creencia, la consumación de la catástrofe, desde una filosofía artística, pesimista o
romántica. Cambia la táctica: acelerar la ruina nihilista es el objetivo; introducirse en el
seno de la «filosofía científica» para desde allí no sólo fomentar la desconexión de
pasión y creencia, sino incluso, y sobre todo, proceder a una destrucción sistemática de
la creencia por la pasión cognoscitiva misma, tal es el método. La crítica llevada a cabo
por tal filosofía actuará corrosivamente sobre la creencia metafísica optimista de la que
la ciencia naciera.
Como vemos, y esto es lo que hay que subrayar a toda costa, lo que cambia
radicalmente es el programa. Pero el objetivo sigue siendo el mismo, una vez el filósofo
consigue imponerse la deserción de toda actividad docente: la demolición de la cultura
occidental. Objetivo formulado ya sin reservas, sin el subterfugio sentimental de
supuestas y románticas síntesis. Era la enseñanza, el interés por la actividad docente, la
causa del esfuerzo por retardar lo inevitable, lo que oscurecía y enmascaraba la
auténtica misión del filósofo.
En este momento encontramos a un Nietzsche inflamado de pasión cognoscitiva.
Pero no en forma de receptor ávido de novedades y enfermo de frívola curiosidad, sino
como un estilete despiadado vuelto hacia la creencia sustentadora, hacia la metafísica
occidental. Así, la filosofía de inspiración científica se dedicará programáticamente a

76
UB III, 6, p. 390.
77
WILCOX, John T., Truth and Value in Nietzsche: A Study of his Metaethics and Epistemology, Ann
Arbor, The University of Michigan Press, 1974, p. 50.

43
diseccionar el cuerpo de creencia producido por la mentalidad metafísica desde los
albores de la filosofía occidental.
La historia y las ciencias naturales dan pie a una filosofía determinada, con unos
modos de conocimiento muy aprovechables en el enfrentamiento crítico con la filosofía
metafísica. En virtud de su cualidad de acelerar el nihilismo, la historia será aceptada
con entusiasmo:

En resumen, Nietzsche, aproximadamente desde 1875, ha negado la historia, especialmente la


Historia con historia, el Historicismo, porque es la expresión de un instinto nihilista; por el contrario,
la ha aprobado a partir de 1876 porque conduce al nihilismo, a ese estado final que se le aparece
cada vez más nítidamente como la circunstancia indiscutiblemente necesaria a su nuevo punto de
partida78.

Estas modalidades cognoscitivas señalan el origen material de las ilusiones más


sublimes arremetiendo contra la manía metafísica por excelencia, la manía de las
antítesis.

Por el contrario, la filosofía histórica, que en absoluto puede pensarse ya separada de la ciencia
natural, el más joven de todos los métodos filosóficos, descubrió en casos singulares (y
presumiblemente su resultado será éste en todos), que no hay contrarios (Gegensätze), a no ser en la
habitual exageración de la concepción popular metafísica 79.

Tanto la filosofía histórica como la biología evolucionista se imponen como


instrumentos necesarios al pensamiento empeñado en la destrucción de esa «sublime
ilusión metafísica» de la que ha emanado y que ha fundamentado la ciencia durante
siglos y siglos. Por lo tanto, tal destrucción de la base supone, a largo plazo, la
autoaniquilación de la misma filosofía histórica y de la biología evolucionista: acabarán
por volverse contra sí mismas. Por de pronto, junto a la negación de la existencia de
antítesis, con el establecimiento de un continuo sutil de gradaciones en la multiplicidad
de cualidades y de fenómenos, el pensamiento basado en «el más joven de todos los
métodos filosóficos» concederá naturalmente a la temporalidad y a la finitud los
privilegios de categorías principales. Nada hay que pueda ser considerado bajo el punto
de vista de la eternidad, ni como duración sin término ni como esencia de aquello
supuestamente situado más allá de los condicionamientos temporales. No hay hechos
eternos, no hay esencias ni modos del ser exentos de la marca de la caducidad. Por
tanto, la filosofía histórica echa por tierra toda pretensión de conquistar verdades
absolutas: éstas no existen, no pueden existir. El pensar queda vinculado estrechamente
a la finitud más radical, penetrado por la virtud de la modestia.
La negación de la estructura antitética del mundo y el rechazo tajante de hechos
eternos y verdades absolutas acentúa de forma extrema el enfrentamiento entre la pasión
de conocer y la creencia metafísica sobre la que aquélla apareció en la estructura del
racionalismo científico. Hasta tal punto esto es así, que el nuevo pensamiento no puede
por menos que enfocar la construcción de «hipótesis metafísicas» como creaciones de
métodos cognoscitivos pueriles constituidos a base de deseos, autoengaños y
precipitaciones lamentables. El conjunto de estas hipótesis diseñaron el mundo del ser,
el universo metafísico de la creencia occidental. Pero ahora es absolutamente necesario
que la función fundante de esta creencia, como conferidora de sentido, acabe por

78
SCHLECHTA, Karl, Le cas Nietzsche, Gallimard, París, 1960, p. 82.
79
MAM I, 1, p. 19.

44
sucumbir. Se requiere una actividad científica consciente de la inutilidad, de la
obsolescencia de tal creencia.

Si la existencia de un mundo tal se hubiera demostrado completamente, asimismo quedaría patente


que su conocimiento sería el más indiferente de todos los conocimientos: incluso más indiferente de
lo que sería para el navegante en medio del peligro de la tormenta el conocimiento del análisis
químico del agua80.

El científico de la historia o de la biología, el nuevo filósofo de talante ilustrado,


pueden dejar atrás, deben olvidar incluso, todo el conglomerado de las ideas metafísicas
en que la ciencia ha encontrado su sustento hasta el momento presente para Nietzsche.
Ni tan siquiera hacerse problema de la metafísica occidental: aun cuando tal metafísica
fuese verdadera, el filósofo científico se encontraría con respecto a ella en una relación
semejante a la que se establece entre el marinero y la composición química del agua del
mar. Esto es: absoluta indiferencia.
La filosofía científica y el progreso de la ciencia pueden arrojar luz sobre la
estructura antitética de la metafísica que condensa a todas las demás: la que opone
apariencia a cosa en sí. Es preciso enfocarla desde su génesis, desde un punto de vista
histórico. El mundo de la vida y de la experiencia ha sido esquematizado
metafísicamente como apariencia estática, dada de una vez para siempre a partir de lo
incondicionado. Pero su estructura es cultural e histórica, generada a partir de una
delgada capa por la sucesión temporal continua de las sociedades humanas. Nos muestra
una complejidad y una riqueza inusitadas, algo así como un tesoro acumulado del
pasado en el que reside todo lo valioso de nuestra humanidad. Esta complejidad y esta
riqueza posibilitan el error de suponer una inmensa distancia, una radical diversidad
entre el universo cultural, humano, y las dimensiones primigenias, prehumanas, de la
realidad, traduciéndose esta suposición como oposición de apariencia y cosa en sí,
estableciéndose, por si fuera poco, una relación causal entre lo incondicionado y lo
condicionado. Semejante modo de proceder sólo es concebible a partir del empleo
sistemático de los peores métodos de conocimiento. Nietzsche esboza el proyecto de
estudiar científicamente la oposición metafísica de apariencia y cosa en sí, con todos sus
diversos avatares y modificaciones, en una historia de la génesis del pensamiento.
Liberados gracias a ella de lo que se llama «hábitos antiguos del pensamiento», podría
precisarse con claridad la génesis del llamado «mundo de la representación». Así, la
famosa oposición metafísica quedaría traducida a otra, la de sentido-sinsentido.

Quizás entonces reconozcamos que la cosa en sí merece una carcajada homérica, que parecía tanto,
incluso todo, y está propiamente vacía, a saber, vacía de sentido81.

Los nuevos desarrollos científicos cuestionan a fondo concepciones metafísicas


tradicionales. Por ejemplo, el discurso de la identidad tiene a la base una creencia,
heredada de las fases inferiores de la evolución espiritual: la creencia en las cosas
idénticas; la creencia en las sustancias, creencia impugnada por la filosofía científica
más elevada como una burda superstición82. Asimismo, la hipótesis del alma pertenece
a los errores fundamentales de la metafísica, habiéndose generado a partir de las aporías
insolubles nacidas de una observación anticientífica del cuerpo83. La psicología

80
MAM I, 9, pp. 25-26.
81
MAM I, 16, p. 34.
82
Cfr. MAM I, 18, pp. 34-36.
83
NF 8-1, 2 (102), p. 110.

45
metafísica ha asignado al alma la facultad de la voluntad, con todo el suplemento de
especulaciones en torno a la libertad, a la finalidad, a la causalidad eficiente, etc. Pero la
ciencia considera la creencia en la voluntad como una ilusión: descompone la acción en
un agregado mecánico de fenómenos y busca la prehistoria del mismo sin hacer
referencia a los «motivos», ni tampoco a los sentimientos, sensaciones o pensamientos.
Para la ciencia no hay voluntad alguna.
Como consecuencia, la filosofía de inspiración científica habrá de poner en tela de
juicio los esquemas de la causalidad final y eficiente, en tanto dispositivos de
explicación generados por la creencia en una «voluntad libre», tomada como causa,
desde la que se pone el efecto como necesario. Por tanto, distanciándose de la
concepción popular por el mismo ataque a la base de sustentación metafísica, la pasión
de conocer desvinculada, en forma de «filosofía científica», niega la voluntad y
cuestiona las nociones seculares de causa y efecto, de libertad y necesidad84.
La ciencia se enfrenta, como pura pasión de conocimiento informada por métodos
nuevos, al universo edificado por la ciencia como pasión apoyada en las creencias
occidentales más nucleares. La filosofía de combate nietzscheana se pone con decisión
del lado de la ciencia, en su dirección más devastadora, y si antes se acudía incluso a la
religión como contrapeso del naufragio cultural, ahora exige su expulsión del ámbito del
conocimiento, viendo en ella un obstáculo de primer orden en la encarnizada batalla
contra la metafísica occidental.

En realidad, no existe entre la religión y la verdadera ciencia ni parentesco ni amistad, ni siquiera


enemistad: viven en planetas diferentes. Toda filosofía que permite que una cola de cometa religioso
resplandezca en la oscuridad de sus perspectivas últimas, vuelve en sí sospechoso todo lo que
propone como ciencia: todo esto es probablemente también religión, aunque bajo el atavío de la
ciencia85.

Por el momento, la religión permanecerá todavía al margen de la lucha de la ciencia


contra la metafísica. Jürgen Habermas afirma que el concepto nietzscheano de ciencia
es totalmente positivista. Igual que Comte, Nietzsche entendería las consecuencias
críticas del progreso científico y técnico como una liquidación de toda la tradición, que
quedaría conceptuada de «mitología», como una real superación de la metafísica. No
obstante la parte de verdad que estas afirmaciones indudablemente encierran, la
caracterización tajante del concepto nietzscheano de ciencia como «positivista» es
sumamente discutible, como más adelante veremos: en el ámbito del pensamiento
nietzscheano, la actividad científica llega a cobrar un sentido absolutamente
insospechado para el vulgar positivismo86.
No se puede negar, empero, que en esta fase de desenvolvimiento del pensar
nietzscheano, anterior a la llamada «época de la transvaloración», aparece ante nosotros
una forma de superación cultural determinada, más adelante desechada. Es muy
comprensible que surgiera en Nietzsche la esperanza de una total renovación cultural,
ofrecida precisamente por una nueva práctica científica, y un cambio radical en la
fundamentación de la filosofía, inspirada en esa práctica.
Desde la perspectiva posibilitada por esa esperanza, el proceso de la ciencia seguiría
dos pasos fundamentales, situándose entre ambos ese «estado intermedio» que es el
nihilismo, para decirlo en los términos de Heidegger. En primer lugar, la ciencia en

84
NF 7-1, 24 (15), pp. 693-695, y 24 (21), p. 700.
85
MAM I, 110, p. 111.
86
Cfr. HABERMAS, Jürgen, Erkenntnis und Interesse, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1968, pp.
332-365.

46
tanto pasión cognoscitiva dirigida por métodos, y desvinculada de la creencia, perforaría
la base científica de sustentación, considerada como rémora y obstáculo. En segundo
lugar, la superación de la ruina y del caos cultural adoptaría la forma de una génesis de
ideales nuevos a partir de la pasión de conocer pura, que de esta manera sabría
proporcionarse a sí misma un fundamento, una posibilidad de edificar una cultura
nueva.
Correspondería al filósofo de filiación científica, madurado entre los métodos
cognoscitivos de las ciencias naturales e históricas, una semejante deducción de nuevas
«leyes de la vida y de la conducta». Esta esperanza nietzscheana concibe la actualidad
de la cultura europea como «estado intermedio», como «interregno moral», en
expresión que da título al siguiente aforismo de Aurora, cuyo valor indicativo es lo
suficientemente esclarecedor:

Construir de nuevo las leyes de la vida y del obrar, nuestras ciencias de la fisiología, de la medicina,
de la sociedad y de la soledad todavía no son lo suficientemente seguras para esta tarea: y solamente
de ellas pueden tomarse los sillares para nuevos ideales (cuando no los nuevos ideales mismos). De
manera que vivimos una existencia provisional o una existencia rezagada, según el gusto y el
talento, y lo mejor que hacemos en este interregno es ser en la medida de lo posible nuestros propios
reyes y fundar pequeños Estados de prueba. Nosotros somos experimentos: ¡queramos también
serlo87!

Lo que ante todo exige la nueva filosofía científica constructora de ideales, tras
explicitar una vez más y hacer suya la consideración cartesiana según la cual el
problema no radica en una carencia consustancial a la razón humana, es guiar
adecuadamente la actividad racional del hombre. Se impone una revaloración de lo
hasta ahora considerado como no importante y como indiferente, que aparte la práctica
científica de la «dirección falsa y artificialmente desviada», a la que le ha constreñido la
metafísica sustentadora. La ciencia de los ángeles ha de dejar paso al conocimiento
sistemático de lo más pequeño y cotidiano, para que la vida del género humano deje de
ser un «valle de lágrimas»88.
El interés de la ciencia habrá de centrarse en cuestiones como la higiene, la
alimentación, las relaciones personales, etc., encargándose la filosofía científica de
fomentar en la sociedad un espíritu de indiferencia respecto de las supuestas
«ultimidades».
Hay que volver a los objetos inmediatos, evitando en la medida de lo posible el
enorme despilfarro de energía cerebral que implicaban las meditaciones en torno al fin
del hombre, a la reconciliación con la divinidad y otras cuestiones de parecido cariz. La
creencia metafísica dirigía la actividad racional humana, desnaturalizándola, hacia
supuestas trascendencias. Los nuevos ideales de la filosofía científica se proponen de
antemano circunscribirse en la voluntad de la finitud y de la inmanencia. Bien es cierto
que las especulaciones de la metafísica tenían ciertos efectos positivos, como, por
ejemplo, revestir al hombre de interés por las cosas, o, en el caso de los determinismos,
hacerle sentir la dulce alegría de la irresponsabilidad. Pero estos mismos sentimientos
culturales, incluso más potenciados, pueden ser promovidos por las explicaciones
físicas e históricas89.
Por lo demás, es digna de resaltarse una de las grandes ventajas de la futura cultura
anticipada por Nietzsche. Mientras que la actividad cognoscitiva humana, mal dirigida

87
M, 453, p. 278.
88
MAM II, 6, p. 180.
89
MAM I, 17, p. 34.

47
hacia cuestiones irrelevantes, era sumida por la misma credulidad infantil de la
metafísica en auténticos océanos de inseguridad, la ciencia histórica y natural incorpora
a sus métodos el talante esencial de la duda y la desconfianza, proporcionándose así
conocimientos que hayan resistido todas las acometidas del escepticismo.
Conocimientos firmes, fruto de rigurosos análisis, que ofrecerán a la filosofía la
posibilidad de fundar sobre ellos obras culturales prácticamente inmortales. Nietzsche
cita como ilustración lo que se ha conseguido, y se puede conseguir todavía, con el
desarrollo de la medicina en el terreno de la dietética90.
La esperanza que surge en el filósofo hace derivar la detectada situación de ruina
cultural simplemente del hecho de que la apoyatura metafísica milenaria ha desviado la
pasión que mueve la actividad cognoscitiva humana hacia terrenos totalmente
inadecuados a la razón de ser y a la estructura de la misma. Se impone la necesidad de
una reconducción en la que las ciencias de la historia y de la naturaleza hagan brotar de
sí, por mediación del filósofo, nuevos ideales capaces de establecer el paraíso en la
Tierra. Nietzsche llega a la entusiasta afirmación del ideal científico, la nueva cultura
que él ve como la única salida de la insoportable situación europea y mundial.
El progreso científico no sólo es posible, sino que está inserto en la entraña misma
del conocimiento humano. Se trata de un progreso accidental y no controlable desde el
mismo terreno de la ciencia. Pero de un desarrollo consciente y controlable desde el de
la filosofía científica. La nueva cultura expulsa de su seno todo vestigio de azar
histórico: la planificación económica del planeta, la mejora de las condiciones de vida
en lo que respecta a la alimentación, a la educación, etc., todas estas tareas de la
tecnología se inscriben en una concepción general de necesitarismo en el reino del
cálculo. Nietzsche incluso llega a hacerse eco de la fantasía ilustrada de la inteligencia
omnisciente calculadora91. Y a declarar que, tras el retroceso idealista alemán, es hora
de volver a enarbolar la bandera de las luces, en la que están estampados los nombres de
Petrarca, Erasmo y Voltaire92.
Sin embargo, semejante profesión de fe en la nueva cultura de la ciencia no supone
en modo alguno un mero retorno a posiciones racionalistas. Toda la ingenuidad
optimista ilustrada es mantenida constantemente a raya: se trata de una utopía, de una
cultura nueva, que no teme reconocer el carácter fundamentalmente irracional del
mundo, que no teme ver en palabras como «libertad» o «verdad» nada más que
instrumentos de humanización. Así, un aforismo titulado «La razón del mundo»
contribuye a prevenirnos contra interpretaciones desvirtuadoras.

Que el mundo no es la esencia de una racionalidad eterna, se puede demostrar definitivamente por el
hecho de que ese fragmento del mundo que conocemos —me refiero a nuestra razón humana— no es
demasiado racional. Y si ella no es siempre y totalmente sabia y racional, del mismo modo el resto
del mundo tampoco lo será; aquí tiene su valor, y con una fuerza decisiva, el razonamiento a minori
ad majus, a parte ad totum93.

De todos modos, si la filosofía se deja inspirar por los nuevos desarrollos científicos,
el progreso cultural no sólo es posible, sino incluso necesario. Algo que habría que
negar desde el punto de vista del artista plástico, o del filósofo metafísico. Porque la
metafísica ha sujetado el despliegue cognoscitivo, encaminándolo hacia lo indiferente,
la cultura científico-metafísica es la enfermedad de las cadenas, cuya superación en la

90
Cfr. MAM I, 22.
91
MAM I, 106, p. 101.
92
MAM I, 26, p. 43.
93
MAM II, 2, p. 178.

48
nueva ciencia determinará la definitiva separación del hombre y del animal94. Para el
filósofo de la cultura, el contenido liberador de la nueva ciencia se condensa en la
noción de necesidad, que paradójicamente se establece como la máxima posibilidad de
progreso humano al destruir los imperativos de la moralidad y de las costumbres,
liquidando de una vez para siempre el esquema interpretativo del castigo. La noción de
necesidad funda una nueva e insólita cultura, la cultura de la inocencia.

Todo es necesidad —así habla el nuevo conocimiento: y este conocimiento mismo es necesidad—.
Todo es inocencia: y el conocimiento es el camino que lleva a penetrar en esta inocencia 95.

3. LA CIENCIA NIETZSCHEANA
Por «ciencia nietzscheana» entendemos un concreto modo de trabajo intelectual
aparecido en la filosofía de Nietzsche al calor de la actividad contemporánea de tres
esferas científicas particulares: la filología, en tanto crítica textual sobre todo; la
historia, en la vertiente propia de la escuela positivista; y la biología, en sus desarrollos
evolucionistas.
Ante todo, la denominación de «ciencia nietzscheana» ha de caracterizar un método.
Para el filósofo alemán, la conquista que más hay que valorar de todas las logradas por
la investigación científica, y el resultado que deberá fundamentar el mismo espíritu de la
ciencia, sobre el que se alzará la futura cultura occidental, son precisamente los métodos
de pensamiento. Sin ellos, sin un acuerdo sobre ellos, todos los demás logros no podrían
impedir el nuevo triunfo de la superstición y del absurdo. Toda filosofía de inspiración
científica habría de constituirse ante todo como método de investigación. Desde esta
necesidad del método es posible proceder a la caracterización del giro emprendido por
la ciencia decimonónica, diferenciando así su espíritu del que presidió el movimiento
ilustrado.

Lo que caracteriza a nuestro siglo XIX no es la victoria de la ciencia, sino la victoria de los métodos
científicos sobre la ciencia96.

La cientificidad auténtica consiste en el afianzamiento del método por encima de la


base metafísica que reclama y sigue reclamando a toda ciencia.

Sería difícil exagerar la estima de Nietzsche por las esencias del método científico, como diferente
de los conceptos de ciencia. Él declara que los métodos son los más valiosos de todos los
descubrimientos, y a ese método científico es a lo que llama «verdad»97.

El método que define esencialmente lo que aquí llamamos «ciencia nietzscheana»


está recogido del proceso crítico de la filología del siglo XIX. Se establece como un
«leer» los fenómenos, que se propone ir más allá de los mismos, pero no en el sentido
de que su sustrato permanente y oculto se erija en la meta de la búsqueda, tal sustrato no
existe. La fenomenología se convierte en genealogía. De lo que se trata es de reconstruir
la génesis del fenómeno a partir de su origen, y de ir anotando minuciosamente las
intervenciones culturales y los desplazamientos de sentido que han tenido lugar hasta la

94
MAM II, 350, p. 340.
95
MAM I, 107, p. 101.
96
NF 8-3, 15 (51), p. 236.
97
MORGAN, George A., What Nietzsche means, Harper Torchbooks, Nueva York, 1965, p. 251.

49
forma actual que él mismo es, y nos ofrece. Un método de lectura que introduce al
pensador en un universo poblado de sentidos y de desvirtuaciones sistemáticas de
sentidos.
El signo esencial de la ciencia es el método, y la filología nos ofrece la posibilidad
de un método de interpretación, denominado genealógico, semiológico o, incluso,
trágico. Con Deleuze, convenimos en que es preciso resaltar tres aspectos
fundamentales de la «ciencia nietzscheana», relacionados unitariamente: se nos revela
ante todo como sintomatología (filósofo médico), pero también, y por ello, como
tipología (filósofo artista) y como genealogía (filósofo legislador del rango). Se trata de
un método consistente en lanzar el interrogante por el «quién» del fenómeno, un método
trágico o de «dramatización», descrito de modo muy esclarecedor de la siguiente
manera:

Dado un concepto, un sentimiento, una creencia, se los tratará como síntomas de una voluntad que
quiere algo (…). El método consiste en esto: relacionar un concepto con la voluntad de poder para
hacer de él el síntoma de una voluntad sin la cual no podría ni siquiera ser pensado (ni el sentimiento
experimentado, ni la acción llevada a cabo)98.

Al actuar con este método indagador del origen, Nietzsche se llama a sí mismo
«historiador». En realidad, los resultados de la actividad metódica se concretan en una
tremenda «nihilización». Estamos ante una labor de un refinado «terrorismo cultural»,
por completo desfondadora y aniquiladora, que precipita todo fenómeno en la nada del
torbellino de sentidos históricamente sedimentado. Porque la descripción del juego
genético de transformaciones del significado remite por fuerza a un grado cero de
sentido, llevando de esta manera a cada fenómeno al pozo sin fondo de su origen
exclusivamente humano y cultural. El hombre es referido al mono, la civilización a la
barbarie, la actividad del espíritu a la crueldad, y cada «cosa» aparece como el campo
de batalla, en sí vacío, de significaciones opuestas. El complejo universo del sentido
pende en su totalidad del sinsentido.
Este «historiador» es muy consciente de la índole «terrorista» de su actividad.

Todas las cosas que viven mucho se van impregnando poco a poco de razón, y por esto su
descendencia de la sinrazón parece inverosímil. ¿No suena como una paradoja y una blasfemia para
el sentimiento casi toda la historia precisa de un origen? ¿El buen historiador no es en el fondo una
contradicción continua99?

Trazar la evolución de la razón a partir de la no-razón originaria equivale en este


contexto a diseñar el continuo tránsito del sinsentido al sentido. Equivale a sumergir el
sentido en el absurdo. Lo que propiamente tiene significado, en toda su riqueza y toda
su complejidad, es lo próximo y lo inmediato. Cuando el método desmonta el fenómeno
en su contextura concreta, y se esfuerza por retrotraer su entidad al origen, a la
primigenia manifestación, esa contextura se revela a los ojos del filósofo historiador
sólo como una densidad de sentido culturalmente coagulada, y ese origen como el punto
mínimo de sentido, como raíz insignificante.
Es preciso preguntar ahora: ¿hacia qué esfera temática, o recinto fenoménico,
aparece orientada, en virtud de la misma naturaleza del método que ella es, la «ciencia
nietzscheana»? Forzosamente, hacia la constituida por el conjunto de fenómenos que
conforman el corazón, lo más vivo que proporciona vida, de la cultura occidental. Y ello

98
DELEUZE, Gilles, op. cit., pp. 108 y 111-112.
99
M, 1, p. 15.

50
porque en ese núcleo palpitante se encierran los fenómenos de mayor poder
significativo, de más densa carga de sentido, que confieren razón de ser a todo el
gigantesco artefacto cultural de Occidente.
Los mismos presupuestos del método iluminan el hecho de que los fundamentos de
una cultura son los elementos más plenos de sentido.
Socavar el fundamento es, para Nietzsche, socavar la moral, los llamados
«fenómenos morales».

(…): bajé a las profundidades, horadé el fundamento (Grund), comencé a investigar y a socavar una
antigua confianza sobre la cual desde hace un par de milenios nosotros los filósofos
acostumbrábamos a construir como sobre el fundamento más seguro, — [¿guión??] siempre, una y
otra vez, aunque hasta ahora todo edificio se hundiera: comencé a socavar nuestra confianza en la
moral100.

Sobre la fe en los «fenómenos morales» se ha construido el universo dos veces


milenario de Occidente. Hacia ellos, por tanto, está necesariamente volcada la lectura
«nihilizadora» de la «ciencia nietzscheana», como hacia las condensaciones de sentido
de mayor grosor. La «ciencia nietzscheana» se orienta, por otra parte, hacia lo que ha
dado color a la existencia, hacia lo propiamente «interesante». Nietzsche pide una
historia de la avaricia, del amor, de la envidia, de la conciencia moral…, y está
dispuesto a que la pasión de conocimiento encendida por esta temática le lleve hasta la
enfermedad o hasta el deshonor.
Una vez diseñada la esfera fenoménica en la que el método ejerce su función
demoledora, la «ciencia nietzscheana» emite tres declaraciones de carácter general
sobre la ciencia y la filosofía de inspiración científica.
La primera hace referencia al imperativo según el cual el conocimiento científico
estará pegado a la «realidad» a través de la aceptación del testimonio de los sentidos. La
declaración sensualista pretende diferenciar la ciencia auténtica, en primer lugar, de la
«teoría de los signos» o ciencia formal, la lógica y la matemática. Y, en segundo lugar,
de lo que Nietzsche denomina «aborto», y «todavía-no-ciencia», aludiendo de esta
manera a un variopinto conglomerado: metafísica, teología, psicología y teoría del
conocimiento101.
La lógica y la matemática, concebida como lógica aplicada, representan un
convencionalismo que nada tiene que ver con la realidad, es decir, se sitúan totalmente
al margen de los sentidos: la «ciencia nietzscheana» habrá de establecer el valor de tal
convención. Metafísica y teología quedan calificadas de abortos, en el sentido de que
dirigen el conocimiento humano hacia objetos «no reales», extrasensoriales, y lo
vertebran en métodos desviados y erróneos. Psicología y teoría del conocimiento
todavía no han accedido, en la época en que el filósofo piensa, a un estatuto
metodológico claro y adecuadamente perfilado.
La segunda declaración está destinada a situar el terreno de la tarea filosófica,
fundamentada en y preparada por los resultados de la investigación de las ciencias
particulares. Este terreno es abierto para la marcha misma de la «ciencia nietzscheana»
como método de la lectura del sentido. Son los problemas del valor y de la jerarquía de
los valores, sobre los que el filósofo llevará a cabo su función cultural102.
Concluye la «ciencia nietzscheana» interrogándose sobre la misma posibilidad de la
ciencia y del método científico como focos generadores de una nueva cultura. Esta

100
M, «Vorrede», 2, p. 4.
101
GD, «La “razón” en la filosofía», 3, p. 47.
102
GM, nota al «Tratado Primero», p. 62.

51
cuestión es capital, y resume todo el sentido del pensamiento «ilustrado» nietzscheano y
de la «ciencia nietzscheana» misma, en tanto metodología de la «nihilización», nacida al
amparo de las ciencias naturales e históricas. Tras determinar en qué consiste la
auténtica ciencia mediante la estrecha conexión establecida entre el nuevo espíritu
científico y el refinamiento del testimonio sensorial, tras situar la labor del filósofo de la
nueva cultura, parece por fin, en efecto, que la «ciencia nietzscheana» ha cobrado la
lucidez necesaria para plantear «la pregunta más escabrosa de todas».

(…) ¿es la ciencia capaz de proporcionar metas al obrar, después de haber demostrado que puede
quitar y anular tales metas?103.

Es decir, tras acelerar la catástrofe de la cultura nihilista, ¿podrá la ciencia, será


capaz de llevar el estandarte de la superación del nihilismo?
En otro orden de cosas, no deja Nietzsche de insistir en el decisivo papel que la
pasión cognoscitiva desempeña en la actividad destructora de la «ciencia nietzscheana»:
acompaña a ésta la alegría del conocimiento, jamás se presenta como una actividad
indiferente. Ni el científico ni el filósofo de la cultura se comportan como sujetos puros
de conocimiento. El «método científico» se constituye como «ciencia alegre», como
«gay saber», capaz de «encender nuevos mundos siderales de alegría»104.
La «ciencia nietzscheana» opera la insólita unión de sabiduría y risa, aun cuando
desbarata toda posibilidad de creer en el sentido de la vida, aun cuando sabe que la
especie humana no puede desarrollarse sin una fe en la «razón vital» (Nietzsche:
«Vernunft im Leben»)105. Y precisamente por eso.
La tarea de demolición de la cultura occidental es, por lo tanto, inseparable de una
real superación del pesimismo, por virtud de la «ciencia nietzscheana».
En efecto, el proceder metódico que se enfrenta a los llamados «fenómenos
morales» asigna a la ciencia nada más y nada menos que la función de entregar el
mundo al hombre. Por eso la «ciencia nietzscheana» se ha cuidado de situar la auténtica
investigación científica del lado de la actitud que acepta el testimonio de los sentidos.
Este es el sentido profundo del aparente cariz positivista de la declaración sensualista
examinada antes. La ciencia es un devenir-señor-del-mundo del hombre, enmarcándose
su despliegue en unas coordenadas generales que establece la psicología, entendida
como teoría evolutiva de las formas de la voluntad de poder, como reina de las ciencias.
Prescindiendo ahora del entendimiento heideggeriano de la psicología propuesta por
Nietzsche como metafísica, es conveniente sin embargo afirmar, con Monika Funke,
que la psicología nietzscheana asume el papel crítico decisivo, en tanto se presenta
como un instrumento político desenmascarador de ideologías106.
Los sentidos son las vías de la humanización. Así concebido, como tendremos
ocasión de ver en el siguiente apartado de este capítulo, el conocimiento científico deja
de ser aclaración o explicación del mundo para definirse como interpretación o arreglo
del mundo por el hombre. Incluso la física es una Welt-Auslegung y una Welt-
Zurechtlegung107. Esta nueva interpretación de la ciencia desde la atalaya de la «ciencia
nietzscheana», que supone entre otras muchas cosas la posibilidad de introducir la
noción de «sujeto mortal como pluralidad de pulsiones y de afectos» en el coto cerrado
de los conceptos científicos, representa en realidad la toma de consciencia de sí del
103
FW, 7, p. 124.
104
FW, 12, p. 129.
105
FW, 1, p. 115.
106
Cfr. FUNKE, Monika, Ideologiekritik und ihre Ideologie bei Nietzsche, Fromman-Holzboog. Stuttgart,
1974.
107
JGB, 14, p. 35.

52
trabajo científico. El método de lectura señalador del origen desmonta la base metafísica
de la antigua ciencia, incrustada en una noción correspondencialista del conocimiento, y
disuelve la visión que hacía de la actitud cognoscitiva algo así como una pasión
desveladora. Queda únicamente, ya es bastante, la ciencia nueva como proceso que
humaniza lo de por sí inhumano. De ahí las declaraciones nietzscheanas acerca de la
ciencia como refinamiento de la fundamental voluntad de ignorancia, o como actividad
que, al contrario de lo pretendido en la concepción tradicional, se encarga de resolver lo
«conocido» en lo desconocido. Declaraciones en las que el juego de la paradoja y el
efecto de la ironía aparecen basados en la utilización sistemática de las viejas categorías
epistemológicas al lado del sentido fundamental de la concepción propiamente
nietzscheana del conocimiento. Ya veremos con más detalle, intentando aislarlas en su
fundamento de posibilidad, las líneas generales de la oposición entre vieja y nueva
ciencia. Baste aquí con subrayar que la «ciencia nietzscheana» invalida las pretensiones
de la ciencia que cree en la verdad, en el mundo verdadero, al mismo tiempo que
construye la noción de «ciencia nueva» como dispositivo de humanización del Caos.
Porque aquí reaparece definitivamente la metafísica del Caos, tan frecuentada en la
etapa de juventud. Y lo que entendemos por «ciencia nueva» cobra desde ella la
plenitud de su sentido en tanto autonaturalización del hombre.

El carácter total del mundo es, por el contrario, caos por toda la eternidad, no en el sentido de que
falte la necesidad, sino que falta orden, configuración, forma, belleza, sabiduría y cuanto se
considera nuestras humanidades estéticas (…).
Pero, ¡cuándo acabaremos con nuestra precaución y vigilancia! ¿Cuándo no nos oscurecerán
más todas estas sombras de Dios? ¡Cuándo tendremos la naturaleza completamente desdivinizada!
¡Cuándo nos será lícito comenzar a naturalizarnos a nosotros los hombres con la pura naturaleza,
encontrada y liberada de nuevo108!

Por lo tanto, si la nueva ciencia remonta y supera el pensamiento nihilista es a costa


de una transformación radical del concepto mismo de conocimiento.
La «ciencia nietzscheana» también se ocupa, por último, de poner en guardia a la
nueva ciencia contra sus enemigos naturales. La moral occidental impide la toma de
consciencia de sí de la ciencia, sujeta la autonaturalización del hombre, y obstaculiza la
humanización jubilosa del Caos. Pretende encadenar la ciencia a la base metafísica
milenaria, sofocar su despliegue con la noción del conocimiento como adecuación o
como desvelamiento.
Para Nietzsche, toda moral se reduce a y se resume en el imperativo de «no
conocerás» (no harás del mundo, mundo del hombre). Lo demás se sigue de ahí109. Toda
moral es enemiga de la ciencia, de la ciencia que ya no está dirigida hacia el «mundo
verdadero». Y, a la inversa, toda ciencia, nietzscheanamente interpretada, se nos revela
amoral de raíz. En muchas ocasiones, la moral que formaba el núcleo de los sistemas
filosóficos ha dirigido al filósofo contra la ciencia, armándola con una «teoría del
conocimiento» cualquiera. Ésta ha encontrado su razón de ser en menospreciar la
utilidad como criterio de conocimiento, en calificar de nimios e infantiles los resultados
de la actividad científica, en burlarse del pathos científico de la objetividad. O en
encerrar, mucho más arteramente, el conocimiento científico en el interior de unos

108
FW, 109, pp. 226 y 227.
Cfr. ROSSET, Clément, La anti naturaleza. Elementos para una filosofía trágica, Taurus, Madrid,
1974, que constituye un espléndido comentario a este famoso aforismo.
109
A, 48, p. 84.

53
supuestos «límites» declarados infranqueables, como en el caso de Kant (y tal vez de
Wittgenstein).

El filósofo contra los rivales, por ejemplo contra la ciencia:


 aquí se hace escéptico,
 aquí se reserva una forma de conocimiento que desmiente al hombre científico,
 aquí va de la mano con el sacerdote, para no levantar la sospecha de ateísmo o materialismo
(…),
 aquí va de la mano con el poder110.

(Hasta el momento, habíamos encontrado la teoría del conocimiento como síntoma


de filosofía agonizante. Ahora estamos frente a la teoría del conocimiento como ardid
de la Moral).

4. EL DESENMASCARAMIENTO DE LA CIENCIA

El procedimiento metódico de lectura que hemos denominado «ciencia


nietzscheana» no sólo despliega su actividad en el terreno de los supuestos fenómenos
morales propiamente dichos, sino que emprende también la tarea de rastrear el trasfondo
moral de productos culturales en apariencia libres de toda «contaminación». Así por
ejemplo, los sistemas filosóficos. La ciencia conceptuada como enemiga de la moral es
o bien la nueva actividad cognoscitiva consciente de sí con que Nietzsche sueña, o bien
la vieja labor cognoscitiva occidental que se ensaña, por moralidad, contra el soporte
metafísico-moral que le servía de sostén, es decir, que acaba por volverse contra sus
propios presupuestos en una especie de suicidio.
Por consiguiente, «la ciencia es enemiga de lo moral» es una proposición equívoca:
se trataría de dos ciencias distintas, y dos modos muy diferentes de enemistad. En el
siglo XIX, la vieja ciencia supone la culminación de la lógica nihilista occidental,
cumplida como autodestrucción. La nueva ciencia, el comienzo de una actividad
cognoscitiva que, en cuanto nihilismo extremo, significa la superación de la ruina
cultural europea.
Comenzaremos por examinar más de cerca la primera de estas dos modalidades
científicas, esencialmente encontradas. La vieja ciencia obstruye el camino que lleva a
la toma de conciencia plena del conocimiento científico; y ello es así porque,
dependiendo de la fase de evolución en que se encuentre cada ciencia particular, o bien
cree todavía en la verdad, en el mundo verdadero, o bien se constituye en adversario
resignado de esa creencia, en lo que entendemos por «nihilismo pasivo». La «ciencia
nietzscheana» empleará aquí una estrategia consistente en llevar a la vieja ciencia desde
la creencia a la no-creencia. Para ello, mostrará en primer lugar el incumplimiento, en
algunos puntos particulares de importancia, del contenido de la fe en el mundo
metafísico. Como nos dice Jean Granier, la ciencia muestra su dependencia respecto de
la Metafísica y de la Moral en su concepción general del conocimiento y en los medios
cognoscitivos que dispone para llegar a una verdad totalmente divinizada, que ostenta
los atributos que antes correspondían sólo a Dios:

Pues ciertos aspectos de la ciencia (todo aquello que, en la ciencia, entronca con la probidad
filológica), permiten ser utilizados efectivamente contra el Idealismo, pero esto no impide que la

110
NF 8-3, 14 (194), p. 172.

54
ciencia, considerada en su proyecto esencial, sea el cumplimiento del destino de la Metafísica
misma111.

La indicación de los puntos de incumplimiento puede ser observada ya desde


Humano, demasiado humano. En el aforismo sobre el número, por ejemplo, después de
considerar Nietzsche la existencia de una pluralidad de entidades dotadas en sí de
unidad como una ficción, encontramos la declaración tajante de que

En todas las verificaciones científicas contamos siempre inevitablemente con algunas dimensiones
falsas112.

De forma tímida, se hace alusión a «algunas dimensiones falsas», utilizando el


mismo concepto de verdad que la vieja ciencia, el de adecuación. Porque la indicación
de la imposibilidad del cumplimiento de los supuestos científicos tiene lugar del interior
de esos supuestos.
En efecto, es imposible una ciencia libre de presupuestos. A la base de la ciencia
nihilista hay una concreta filosofía, una determinada metafísica, que la impele, por
ejemplo, a asignar «existencia» a entidades pensadas como unidades. Además, en los
resultados de la actividad científica se expresan necesariamente, aunque disfrazadas, las
valoraciones propias de la idiosincrasia del científico. La pretensión de objetividad, tan
ardorosamente formulada, oculta este hecho, ignorando que el culto a la impersonalidad
es una valoración como otra cualquiera, encaminada tal vez a enmascarar otras
valoraciones efectivas. La ciencia es un aparato ideológico al servicio de la
conservación de la moral dominante, la moral de los esclavos: la física, la psicología, la
historia… están contaminadas por el sentimiento de culpa, por el concepto de pena, por
el dispositivo explicativo generado por ambos. Otras veces, la superficie manifiesta de
los resultados de la ciencia aparece dominada totalmente por el odio a lo excepcional y
lo incomparable. El conocimiento, en sus categorías y criterios, toma así partido por los
«instintos de rebaño», convirtiéndose los protocolos aceptados por el mayor número en
objetivos, reduciéndose la objetividad del conocimiento a mera intersubjetividad. Por lo
demás, la actividad científica hace con frecuencia de la fe en la verdad un pretexto con
el que encubrir el deseo de aturdimiento, el anhelo del no-tener-que-tomar-partido del
científico.
Un texto de Deleuze nos resume perfectamente el sentido profundo de todos estos
«señalamientos» nietzscheanos:

La respuesta es: la ciencia, por vocación, entiende los fenómenos a partir de las fuerzas reactivas y
los interpreta desde este punto de vista. La física es reactiva, como lo es también la biología; siempre
las cosas vistas desde el lado pequeño, desde el lado de las reacciones. El instrumento del
pensamiento nihilista es el triunfo de las fuerzas reactivas. Y es también el principio de las
manifestaciones del nihilismo: la física reactiva es una física del resentimiento, al igual que la
biología reactiva es una biología del resentimiento113.

Esta estrategia nietzscheana, este apuntar condicionamientos y poner de manifiesto


lo imposible de las pretensiones cognoscitivas de la vieja ciencia, se desarrolla como
una primera avalancha ofensiva, podríamos decir que a la manera anárquica de la
guerrilla. Es en 1887, en el quinto de los libros de El gay saber, donde asistimos a la

111
GRANIER, Jean, op. cit., pp. 82 y 75.
112
MAM I, 19, p. 37.
113
DELEUZE, Gilles, op. cit., p. 68.

55
penetración definitiva en el mismo corazón de la actividad científica nihilista, lo que
aquí hemos denominado su «desenmascaramiento».

Se ve que también la ciencia se apoya sobre una fe, no existe ciencia alguna «libre de presupuestos».
La pregunta de si es necesaria la verdad no sólo tiene que responderse afirmativamente ya con
anterioridad, sino que ha de afirmarse hasta el extremo de que con ello se expresa al mismo tiempo
el juicio, la fe y la convicción de que «nada es más necesario que la verdad y todo lo demás, con
relación a ella, tiene solamente un valor secundario»114.

La valoración fundamental de la vieja ciencia, el sagrado presupuesto que la


informa, es el que procede a colocar la verdad por encima de y antes de toda apariencia.
Aquí se pone al descubierto la identidad esencial de la ciencia nihilista con la metafísica
occidental, cuyo gesto paradigmático consistió en distinguir entre un mundo verdadero
y un mundo aparente como entre lo en sí valioso y lo en sí despreciable (o valioso sólo
como escala, como puente, como superficie de signos que remiten a). Al igual que la
metafísica, porque ha nacido de ella, y vive de ella, la vieja ciencia constituye un
producto de la difamación nihilista del mundo, de la refinada negación de nuestro
mundo: Dios es la Verdad. Por eso, cuando ahora la verdad se revela como la mayor de
las mentiras, como la más cara de todas, la ciencia ha de volverse necesariamente contra
sí misma: nihilismo pasivo, mera destrucción.
En la medida en que la ciencia se ha propuesto descubrirnos cómo es realmente el
mundo, en la medida en que ha pretendido establecer «hechos» y explicar el mundo de
este modo, habría constituido una actividad peligrosísima y funesta.
Nietzsche resume, en forma condensada y de un modo magistral, la situación de la
vieja ciencia, poniendo su esencia al descubierto, y deduciendo de ella la ambigüedad
significativa que es, en cuanto fenómeno a interpretar. Esa ambigüedad se revela
necesaria.

La verdad es cabalmente lo contrario de lo que aquí se afirma: la ciencia no tiene hoy sencillamente
ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí, —y allí donde aún es pasión,
amor, fervor, sufrimiento, no representa lo contrario de aquel ideal (el ideal ascético), sino más bien
la forma más reciente y más noble del mismo115.

En esta duplicidad se nos da contemporáneamente la actividad científica. Y si una


forma sigue de modo necesario a la otra, es porque la lógica que preside el
desenvolvimiento de la vieja ciencia se contiene toda ella en el presupuesto
fundamental: la fe en la inestimabilidad, en el valor supremo de la verdad. La vieja
ciencia queda desenmascarada como actividad del resentimiento, como última
transformación del ideal ascético (expresión que compendia el diagnóstico nietzscheano
de toda la cultura occidental), como la más reciente, la más noble y la más sutil de todas
las metamorfosis.
El ideal ascético toma aquí la forma de la creencia en la existencia de un mundo
verdadero accesible para el conocimiento científico: un mundo de perfiles idénticos
diseñado por los conceptos del pensamiento racional humano. Se trata de una ideología
de la redención, que pone un mundo del ser como valor supremo, como punto de
llegada definitivo, y que posee inclusive a los científicos de la naturaleza que se
proclaman materialistas. Tal ideología, naturalmente, sólo encuentra su razón de ser en

114
FW, 344, p. 350.
115
GM, III, 23, p. 170.

56
el sufrimiento, en la desesperación ante el único mundo real, contradictorio y, por tanto,
«injusto» (o, mejor dicho, porque injusto contradictorio).
Todo esto recibe adecuada expresión en una noción adecuacionista del
conocimiento. Sólo hay una posibilidad de interpretar el mundo. Es decir: no hay
interpretación alguna, sino reflejo de lo previamente desvelado. Para Nietzsche,
semejantes pretensiones se hallan en el núcleo más íntimo de lo que ha sido la ciencia
occidental. Son audaces y megalómanas, y han recibido pábulo constante del afán del
poder del hombre del conocimiento (emparentado por línea directa de descendencia con
la casta sacerdotal). Son ingenuas y simplistas: ¿acaso síntomas de idiotismo, de
enfermedad mental116?
En total oposición a la vieja ciencia, la actividad cognoscitiva científica que
Nietzsche ve perfilarse en el horizonte representaría la superación del nihilismo, el paso
del nihilismo pasivo al nihilismo clásico. El mundo verdadero se desvela como la más
grande de las mentiras: a partir de aquí es posible caracterizar el contraste entre la
ciencia nihilista de la vieja metafísica y una nueva actividad científica que ya no se verá
obstaculizada ni por la creencia en la verdad como valor supremo, ni por la depresión
paralizante promovida por la autoliquidación de la misma.

Algunos tienen todavía necesidad de la metafísica, pero también de ese impetuoso anhelo de certeza
que hoy se descarga científico-positivamente en amplias masas, el anhelo de querer tener algo
absolutamente firme117.

Sin tener ni la menor sospecha de ello, el desarrollo positivista de las ciencias


particulares, guiado por la teoría del reflejo, traduce con extraordinaria literalidad la
repuesta a la demanda de seguridad y de redención que se encontraba a la base de la
metafísica, de esa metafísica contra la que el positivismo dirige ahora sus más
encarnizados ataques.
El positivismo no conduce a la nueva ciencia: es también encarnación del ideal
ascético. ¿Cómo caracteriza Nietzsche el adversario de ese ideal todopoderoso en la
Tierra de los hombres?

Lo contrario sería pensar en un placer y una fuerza de la propia determinación, una libertad de la
voluntad por la cual un espíritu desecha toda fe, todo deseo de certeza, ejercitado como está en poder
sostenerse sobre cuerdas y posibilidades ligeras y hasta a bailar sobre los abismos. Tal espíritu sería
el espíritu libre par excellence118.

La actividad científica que se desencadenó en los últimos siglos a escala occidental


ha tenido que conllevar necesariamente la autoaniquilación de la ciencia como
institución milenaria. Porque a la base de su sentido se encontraba un gigantesco
malentendido. Se pretendía constituir un «corpus» de explicaciones científicas, referidas
a la mayor variedad posible de esferas fenoménicas. Explicaciones físicas, biológicas,
psicológicas, históricas en último término, llamadas en su esencia a someter la índole
excepcional de todo acontecimiento, a sofocar lo inaudito a golpes de la ley, natural o
histórica, que constituyen y que las constituye. Aperturas a la realidad de lo real, o más
bien a lo real de la realidad. Intervenciones quirúrgicas en el corazón de las cosas: no
otra cosa pretenden ser las explicaciones científicas, en tanto subsunciones de la
multiplicidad en la articulación unívoca del dispositivo legalizante.

116
FW, 373, p. 409.
117
FW, 347, pp. 357-358.
118
Loc. cit., p. 359.

57
La ciencia se tenía a sí misma, y se tiene en buena medida, por empresa
descubridora. Pero su «explicar» requería necesariamente una previa traducción, una
obligatoria transformación, que en realidad es sólo conformación: «todo» adoptaba
forma, es decir, aspecto, desde, por y para el hombre. De lo contrario, el caos
impenetrable.
Una tarea supuestamente descubridora de la estructura legal de la realidad, que va
cumpliéndose como un imprimir-forma a lo amorfo: suprema contradicción de la
ciencia consigo misma.
Nietzsche se pregunta: ¿cómo es posible que la ciencia explique (erklärt) fenómenos
incluso tan «simples» como una transformación química cualquiera, un cambio de
cualidad o el movimiento a que da lugar el choque? La ciencia establece un complejo
dispositivo de nombres, sin ser lo bastante poderosa como para admitir el carácter
metafórico de «línea», «superficie», «cuerpo», «átomo», «tiempo divisible», «espacio
divisible», etc.: nombres de cosas que no existen, nombres que no explican nada. Acude
al esquema exclusivo de explicación, el esquema causal. Deduce leyes a partir del
mismo, terminando por imponérselas al acontecimiento como si de disposiciones
jurídicas se tratara.
Las designaciones dan forma (humana) al suceso, consisten justamente en eso. El
esquema de la causalidad corresponde a la creencia en un mundo de «almas» que actúan
unas sobre otras: el concepto de «causa y efecto» pertenece a una manera de pensar, a
una idiosincrasia, demasiado humana. La consideración mecanicista del mundo traduce
este concepto a una fórmula matemática: un paso más en la «humanización» (con la
matemática no se «comprende» nada, sino que se designa, se «anota» «algo»). El
esquema causal se retrotrae a la creencia en la separación del hacer y del agente,
contenida en las funciones gramaticales de nuestro lenguaje119.
Las leyes científicas suponen el máximo poder (capacidad) de la
«antropomorfización» del mundo; con ellas la ciencia se convierte en el dominio vital
donde el hombre es, en verdad, medida de todas las cosas.
Las leyes de la naturaleza no significan otra cosa que el sometimiento del suceso a
las leyes de la sensación humana. En efecto, para Nietzsche las leyes de la sensación
son el núcleo de las leyes de la naturaleza120.
La noción de conocimiento que preside y determina la novedad radical de la nueva
ciencia implica no sólo este cambio en la consideración de las leyes científicas, sino
algo más, también de gran importancia: las llamadas «leyes históricas», por expresar y
regir el comportamiento de las sociedades humanas, manifiestan una preeminencia de
rango en relación con las condensadas por las ciencias naturales. Éstas son posibles a
partir de aquéllas: si las masas humanas, en sus conductas, revelan una regularidad
estadística que permite la predicción, entonces el dispositivo cognoscitivo de la ciencia,
según el cual todo suceso queda categorizado como «desplazamiento» del ser, se origina
en el seno de los usos y las costumbres sociales del hombre.
El odio que toda sociedad humana pone de manifiesto respecto de aquello
inclasificable dentro del orden estadístico, lo excepcional, está a la base del programa
inherente a la ciencia natural: la domesticación del devenir al que se teme. Por tanto,
podríamos decir sin temor a exagerar que, en la cuestión de las leyes de la ciencia, el
punto de vista nietzscheano es puramente político, entendiendo por política la teoría-
práctica de las relaciones de poder. Si es lícito hablar aquí de una fundamentación
estadística de las leyes naturales (algo que Nietzsche jamás declaró explícitamente), lo

119
Cfr. NF 8-1, 2 (139), pp. 133-134.
120
Cfr. NF 3-4, 29 (8), p. 233.

58
hacemos sólo para subrayar la absoluta ficción que supone afirmar una ciencia cuya
esencia vendría dada por la capacidad explicativa. Siguiendo el hilo de la causalidad,
terminamos por enfrentarnos a un último «por qué» para el que la única respuesta
posible es el señalamiento del sinsentido.
Las masas dan a luz el orden (social) estadístico. Ese mismo orden es llevado
posteriormente sobre la naturaleza. Y la adverbialización temporal indica no una
posterioridad cronológica, sino sólo el sentido o la dirección de la fundamentación.
En una palabra, la ciencia se hace consciente de sí como descripción de las cosas.
Como conversión de las equis (o de los interrogantes, de los signos de interrogación) en
cosas (humanas). La descripción de las cosas es ya, como tal, autodescripción del
hombre.

Es suficiente considerar la ciencia como la humanización más fiel posible de las cosas, aprendemos a
describirnos a nosotros mismos cada vez con mayor exactitud al describir las cosas y cómo se
suceden unas a otras121.

Esta toma de conciencia supone, por supuesto, un giro radical de toda la actividad
científica: en efecto, al imponerse una noción de conocimiento científico tan diversa, tan
opuesta a la tradicional, la ciencia ante la que nos encontramos es ya «nueva ciencia»,
superadora del nihilismo, nacida del conducir al nihilismo hasta su última consecuencia.
Ante ella puede opinarse, con Habermas, que constituye en realidad la negación de la
posibilidad del conocimiento en general (y no una determinación lógico-trascendental
del conocimiento posible)122. O bien, con Klossowski, que la utopía nietzscheana de la
nueva ciencia supone una «conspiración» o una «conjura» entre el arte y la ciencia,
cuyas consecuencias subversivas para las instituciones y los medios de producción
serían difíciles de imaginar123.
En todo caso, deja el espacio libre a todo esquema interpretativo alternativo al
representado por la causalidad. Imponiendo tal vez la condición a la que Nietzsche se
refiere cuando nos habla de la «humanización» lo más fiel posible (en el sentido de una
posibilitación máxima del crecimiento humano). La nueva ciencia redefine su aparato
metódico, ocupando así un terreno muy concreto, desde el que se hace evidente la
necesidad de otra actividad cognoscitiva, la filosófica.
Porque con la nueva ciencia desaparecen las absurdas querellas promovidas contra la
filosofía y el papel del filósofo. El conocimiento filosófico obtiene ahora su plenitud de
sentido como condición de posibilidad y como potenciación del conocimiento
científico. La «superioridad» recobrada por la filosofía nos hace volver la atención una
vez más hacia la tesis sorprendente que establecía la fundamentación de las leyes
naturales en las regularidades estadísticas del comportamiento de las sociedades.
Análogamente a como la conducta de las masas humanas significaba la instauración de
un orden social vinculante, la ciencia nueva se desarrolla como progresiva implantación
de mundos (humanos). Pero para el aristocratismo nietzscheano, el fin de la cultura no
tiene que ver con las masas, sino con las excepciones. Aquéllas son medios para éstas, y
la filosofía se sitúa en el marco de los fines, de lo excepcional: el conocimiento
científico es medio para el filosófico. Las masas (la ciencia) hacen la estabilidad; el
personaje único (la filosofía) empuja toda estabilidad dada al caos originario, haciendo

121
FW, 112, p. 232.
122
Cfr. HABERMAS, Jürgen, op. cit., p. 360.
123
Cfr. KLOSSOWSKI, Pierre, Nietzsche y el círculo vicioso, Seix Barral, Barcelona, 1972, p. 208.

59
posible el recambio. Y se erige en tribunal selectivo de las implantaciones
interpretativas.

Ciencia —transformación de la naturaleza en conceptos con el fin de la dominación (Beherrschung)


de la naturaleza— esto pertenece a la rúbrica «medio».
Pero el fin y la voluntad del hombre tienen que crecer también, la intención en dirección al todo124.

Comparando el conocimiento con el juego del niño se expresa magistralmente el


reparto que tiene lugar entre la ciencia y la filosofía. La ciencia es un «volver-a-
encontrar» en la naturaleza y en la historia lo que antes se ha introducido allí. El
conocimiento filosófico es ese originario «introducir». Trátase de juegos correlativos,
pero subordinados: uno depende del otro. Deben ser jugados con la mayor de las
seriedades, ya que representan las dos modalidades cognoscitivas esenciales del
hombre125.
La situación en que la nueva actividad científica aparece respecto de la filosofía nos
ha de dar la clave necesaria para el adecuado entendimiento de lo que la mayoría de los
intérpretes encaran como un problema: las diversas presentaciones «científicas» del
tema del eterno retorno de lo mismo, y su significado.
En efecto, tras la «revelación» extática del «pensamiento», éste quedó recogido por
escrito con el carácter de una posibilidad, de una hipótesis cuyo sentido total conectaba
con el tema del nihilismo, y cuyo entronque, muchas veces él mismo problemático, con
la voluntad de poder, arrojaba como resultado la configuración de una filosofía global y
compacta. En los escritos póstumos, el pensamiento-posibilidad del eterno retorno de lo
mismo parecía adquirir pretensiones de transcribir la realidad adecuadamente, mediante
el recurso a pretendidos apoyos de naturaleza científica, tales como los principios de la
termodinámica.
Uno de estos fragmentos póstumos, correspondiente a la primavera del año 1888,
incluye los títulos de La nueva concepción del mundo y de La filosofía del eterno
retorno. El lenguaje figurativo de Zaratustra deja aquí paso a un discurso lógico, en
línea con la más pura tradición filosófica alemana. El mundo tiene existencia: ni se hace
ni perece. Es decir, se hace y perece, pero no tiene ni comienzo ni fin: se alimenta de
sus excrementos. La hipótesis de la creación se rechaza a causa de que el concepto
«crear» se muestra totalmente indefinible e «inaplicable», dada su procedencia de la
época de la superstición. Por otra parte, no habiendo nada que impida remontarse desde
este momento hacia atrás o hacia adelante (siendo la dirección totalmente indiferente: la
ideología del «progreso» no queda aquí reflejada en absoluto), hasta el infinito, se
establece la infinitud temporal del mundo.
El mundo se concibe como un sistema cerrado en sí mismo y funcionando en una
infinitud temporal. A partir de estas dos caracterizaciones serían posibles múltiples
precisiones posteriores, habría que dar cabida a una serie numerosísima de hipótesis
acerca de la constitución del mundo. Por ejemplo, ahí está la concepción mecanicista,
que incluye, aparte de las dos tesis, la que sostiene un estado final del sistema como
necesario. El filósofo se vería obligado a dar cabida en sus interpretaciones a la imagen
mecanicista del mundo, si no fuese asistido por la certeza por la «prueba» siguiente: en
caso de que el mundo pudiera alcanzar un «estado de equilibrio», tendría que haber sido
alcanzado ya. Por tanto…

124
NF 7-2, 26 (170), p. 192.
125
Cfr. NF 8-1, 2 (174), pp. 151-152.

60
Descartada la posibilidad del estado final (hablando metafísicamente, dice
Nietzsche, la posibilidad de que el devenir pudiera desembocar en el ser o en la nada),
conservando las dos tesis capitales en mente, y añadiendo la noción de fuerza y de
centros de poder, llegaríamos a la deducción «científica» del eterno retorno de lo
mismo:

Si el mundo puede ser pensado como cantidad determinada de fuerza y como número determinado
de centros de fuerza —y toda otra representación permanece indeterminada y por tanto inutilizable—
, se sigue de ahí que el mundo ha pasado por un número calculable de combinaciones en el gran
juego de dados de su existencia. En un tiempo infinito cada posible combinación sería alcanzada
alguna vez; más aún, sería alcanzada infinitas veces.
Y como entre cada «combinación» y su próximo «retorno» tendrían que haber transcurrido
todas las demás posibles combinaciones, y cada una de estas combinaciones condiciona la sucesión
entera de combinaciones en la misma serie, quedaría demostrado con ello una circulación de series
absolutamente idénticas: el mundo como círculo que se ha repetido ya infinitamente, y que juega su
juego in infinitum126.

Desde el punto de vista de su génesis, que es el que aquí resulta decisivo, no cabe
duda ninguna de que el eterno retorno no es una teoría cosmológico-científica, ni
tampoco una concepción filosófica extraída de los resultados de la física. Su pleno
sentido epistemológico quedará de manifiesto al final de este trabajo. Casi todos los
comentaristas están de acuerdo en que los desarrollos científicos no influyeron más en
Nietzsche que lo que pudo influir el estudio que llevó a cabo de las doctrinas de los
pitagóricos, entre las que se encuentra una especie de afirmación del eterno círculo
teñida de misticismo y de religiosidad. Aunque el mismo Nietzsche alude a estas
doctrinas antiguas como determinantes (lo cual se podría pensar que es otra de sus
bromas enmascaradoras).
Así, Jean Granier sostiene que si Nietzsche buscó el apoyo de la ciencia lo hizo para
aprovechar ciertas dimensiones de la física en la lucha contra el finalismo idealista127, lo
cual queda bien patente en el hecho de que el filósofo jamás dejó de mantenerse a
distancia del mecanicismo.
Para Heidegger, como es sabido, la prueba ofrecida no tiene nada de científica:
pertenece como tal al desarrollo del proyecto en que la nueva interpretación del mundo
consiste, pero en modo alguno significa su motivación128. Por lo demás, la aparición del
pensamiento en el filósofo es explicada recurriendo a los esquemas, demasiado sui
géneris, de la filosofía heideggeriana.
Hollingdale llega a afirmar que el eterno retorno no es una hipótesis, sino una
declaración de fe dionisíaca, y, por consiguiente, la inadecuada evidencia científica
resulta redundante e innecesaria: bien hizo Nietzsche en no publicarla129.
Si ya Peter Gast había intentado destruir el fundamento científico del eterno retorno
mediante la hipótesis de la «muerte de calor», Müller-Lauter renuncia a emprender
caminos semejantes, afirmando que lo que más bien hay que preguntar es si el hecho
mismo de buscar fundamentos científicos no supone una contradicción con las premisas
fundamentales del mismo pensamiento nietzscheano130.
Podríamos concluir diciendo que, tras lo hasta aquí expuesto, no ha de verse una
inconsecuencia en estas versiones «científicas» del pensamiento capital nietzscheano.

126
NF 8-3, 14 (188), pp. 166-168.
127
GRANIER, Jean, op. cit., p. 115.
128
HEIDEGGER, Martin, Nietzsche I, Gallimard, París, 1971, pp. 290 y 295.
129
HOLLINGDALE, Reginald John, Nietzsche, Routledge y Kegan Paul, Londres y Boston, 1973, p. 126.
130
MÜLLER-LAUTER, Wolfgang, op. cit., pp. 175 y 180.

61
Se trataría de modalizar una misma interpretación en dos dimensiones cognoscitivas
complementarias, la filosófica y la científica. La primera supone el «introducir», la
segunda el «volver a encontrar». Y Nietzsche pretendía demostrar la posibilidad de
«volver a encontrar» el eterno retorno, es decir: «hacer funcionar» el pensamiento
«introducido» en el éxtasis de Sils Maria. Tenía que quedar claro que el mundo permitía
ser pensando como eterno retorno, que si el filósofo creaba el pensamiento «abismal»,
la ciencia, la nueva ciencia, funcionaría también a partir de él.
Lo que sí queda claro, tras el esbozo de las relaciones entre la ciencia-humanización
y la filosofía, es que el eterno retorno no representa en modo alguno la transposición
ideológica de un concepto científico a una categoría filosófica. Pensar que los principios
de la termodinámica intervienen en la génesis efectiva del pensamiento del eterno
retorno, aunque sea sólo al modo del estímulo exterior, significa en verdad permanecer
prisionero del «más peligroso malentendido»131.

131
Cfr. LARUELLE, François, Nietzsche contre Heidegger. Théses pour une politique nietzschéenne,
Payot, París, 1977, pp. 122 y ss.

62
[PÁG. IMPAR]

2
EL TEMA DE LA VERDAD

Sería extenderse en exceso llevar a cabo la tarea de buscar apoyo a la siguiente


afirmación: la cuestión de la verdad constituye el centro de la teoría nietzscheana del
conocimiento. Los mejores comentaristas están de acuerdo, muy larga sería la
enumeración. La cuestión de la verdad atraviesa todos los otros temas de la gnoseología
nietzscheana, erigiéndose para muchos en la esencia del pensamiento del filósofo en
general. Y no sólo según la tradición llamada «existencialista», que naturalmente gusta
de hacer hincapié en los temas de la verdad y de la veracidad.
En este momento aparece ante nosotros el Nietzsche más genuino: trágico,
apasionado y terrible. El tema de la verdad recorre todos los avatares de su pensamiento,
desde el principio al fin, entroncado con las grandes creaciones nietzscheanas, dando
todo su sentido a la «voluntad de poder», acercándonos el escurridizo retorno eterno de
lo mismo, originándose en su seno la transvaloración, consumándose aquí la historia del
nihilismo, matizando adecuadamente la figura del superhombre.
En definitiva, si el estudio de la temática gnoseológica nietzscheana no quiere
convertirse en una sublimación del terrible significado de esta filosofía, en un avieso
tornar-inofensivo lo escabroso, ha de encontrar su centro de gravedad necesariamente en
el tema de la verdad.
Pseudo-verdad de la Metafísica, verdad pragmática, verdad originaria: tres niveles
que intervendrán conjuntamente, unos al lado de los otros, unos contra otros, y que se
retrotraerán sin cesar al hombre, a la veracidad, a la voluntad que quiere la verdad132.
El tema de la verdad es por naturaleza inabarcable: abstengámonos de la absurda
pretensión de aclararlo en último término, de dominarlo. Sería como aclarar y dominar a
Nietzsche mismo. El tema de la verdad es la piedra de toque del abismo-Nietzsche.
Nietzsche fue ante todo un filósofo (y no, por ejemplo, un escritor de aforismos, un
poeta o un profeta laico) cuya contribución distintiva al pensamiento europeo fue
reconocer y afrontar las consecuencias de un cambio radical en la aprehensión de la
verdad y en la actitud hacia la verdad propias del hombre occidental133.

1. VERDAD E ILUSIÓN EN EL SENO DE LA METAFÍSICA ARTÍSTICA


Primera aparición textual de la obsesión nietzscheana: el hombre enfrentado a la
naturaleza, no obstante depender su ser del de ella, en calidad de hijo rebelde. Hay un
132
Esta «división» ha sido tomada, por sus virtualidades aclarativas, de GRANIER, Jean, op. cit., p. 30.
133
HOLLINGDALE, Reginald John, Nietzsche, Routledge y Kegan Paul, Londres y Boston, 1973, p. 1.

63
reparto muy borroso: «verdad» se dice, aunque también ilusión, de natura; «ilusión» se
dice, aunque también verdad, de homo.
«Verdad» es la actividad pasional —dura contradictio in adjecto para la tradición
pensante— originaria, la unidad primigenia entendida como dolor a la que convienen
dos calificaciones: eternidad y contradicción. Ser más allá del tiempo, como unidad que
sufre en la contradicción consigo misma, auténtico escándalo y monstruosa
contradicción de una unidad sufriente de sí misma. «Verdad» es dolor del artista que se
aborrece. La necesidad de la «apariencia» ilusoria es concebida, a partir de la verdad
originaria, como una redención y un «salvarse». El mundo de la representación, la
realidad empírica, es una gigantesca obra de arte ontológica. La verdad originaria es la
diferencia de la unidad: dolor. El alivio se encuentra en la individuación ilusoria. El
sufrimiento genera el continuo devenir en el Tiempo, el Espacio y la Causalidad. Y, de
este modo, la apariencia queda justificada estéticamente.
Duplicidad del ser: la entraña de verdad originaria (Dionisos), la periferia de ilusión
necesaria (Apolo). El ser es pasión artística. Primado de Dionisos sobre Apolo: Apolo
no podría vivir sin Dionisos. La belleza, la medida, el «cada cosa en sus límites», no
podría ser sin el «fondo oculto del dolor y del conocimiento». Verdad y apariencia se
relacionan como dolor y placer, como música y palabra.
Aparece el hombre. Está sumergido en las primeras capas de la periferia del ser: en
la ilusión transcurre la vida humana, en el devenir de las figuras individualizadas. En
principio, primado de Apolo, el poderoso dios del principio de individuación, sobre
Dionisos, el portador de la terrible verdad. Pero no es tan sencillo, hay también una
duplicidad del ser hombre. Arte y conocimiento (en realidad, dos modalidades artísticas
de dirección contraria: hacia más allá o hacia más acá de la periferia). «Hombre» se
puede ser como delegado de Apolo, un productor de segundo grado: la cultura como
reiteración jubilosa de la ilusión. «Hombre» se puede ser como nostalgia de la unidad
dionisíaca originaria: el conocimiento como arte de la desmesura, de la destrucción de
todo límite. Y en este segundo caso, el destino humano es un destino trágico.
Conocimiento es suicidio, arte sacrílego, violación del sagrado secreto del dolor, que ha
de expiarse con la aniquilación. El conocimiento trágico, alteración del orden de la
naturaleza y cumplimiento de la meta de la nostalgia, se nos revela, en la embriaguez,
como el «encontrarse» del espanto y del éxtasis delicioso.
La verdad humana es desmesura, retorno a la indiferenciación oceánica. El hombre
vuelve al padre-dolor, dejando de ser hombre.

La púa de la sabiduría se vuelve contra el sabio; la sabiduría es una transgresión de la naturaleza 134.

(El optimismo de la teoría, al hacer del conocimiento la medicina por antonomasia, y


del error el mal en sí, supone una subversión de todo el esquema trágico).
Todo este apasionado romanticismo de la tragedia encarnaría el talante fundamental
de la vida de Nietzsche, el talante trágico. El juego de las relaciones entre verdad e
ilusión originarias, entre verdad e ilusión humanas; la duplicidad (dionisíaco-apolínea)
del ser y del ser humano: brillantes elaboraciones que testimonian un modo de ser, el
nietzscheano, que no es exclusivo en absoluto de la persona que vivió, desde 1844 hasta
1900, con el nombre de «Nietzsche».
El «modo de ser» nietzscheano podría quedar expresado en dos tesis de muy sencilla
formulación, que reduce el espacio del ser al terreno del hombre, lo único que importa, a
través de la apropiación del aquél por éste.

134
GT, 9, p. 91.

64
El sufrimiento es el sentido de la existencia. (…)
Pero la esfera de la verdad no coincide con la del bien135.

Estas dos afirmaciones, fechadas en torno al año 74, serán mantenidas a lo largo de
toda la producción nietzscheana. Más que la secuela del pesimismo emanado de la
metafísica artística, suponen, como dijimos, un espíritu fundamental que preside la obra
y la vida del filósofo. Sólo parecen desdibujarse ligeramente en los fervores
cientificistas de la etapa «ilustrada».
Nietzsche plantea a la filosofía occidental la siguiente cuestión: ¿por qué el mundo
verdadero ha de ser el del bien? ¿Por qué no al contrario? «La verdad es fea»: estribillo
nietzscheano por excelencia, referido a la verdad originaria, que se opone
necesariamente a la pseudo-verdad metafísica y que puede contradecir en muchas
ocasiones a la verdad pragmática (en el nivel de la verdad originaria, la vida humana no
es criterio a tener en cuenta).
Se trata de conocer que todos tenemos miedo a la verdad, a la verdad del temible
poder, «a la verdad simple, áspera, fea, repugnante, no-cristiana, no-moral…»136.
El filósofo se enfrenta a tales verdades, completamente diferentes de las del
científico.
La veracidad, el lujo más noble y peligroso, es la virtud propia de la primera
transformación del espíritu, del camello que todo lo soporta.
¿Por qué, en absoluto, el conocimiento? (El conocimiento filosófico de la verdad
originaria). ¿Por qué, si, como dicen los versos de Byron, el árbol del conocimiento no
es el árbol de la vida? ¿Por qué desmontar la verdad pragmática, por qué
desenmascararla como error, por qué el suicidio? Nietzsche coloca ante estas cuestiones
los puntos suspensivos más plenos de sentido. También gusta de referirse a la demencia
del conocimiento, a la heroicidad del conocimiento. Con relación a la verdad de la vida,
el filósofo se comporta con crueldad; respecto de la pseudoverdad de la Metafísica, con
valentía (la suprema fuerza es la afirmación absoluta del amor fati: amar la verdad
terrible). Porque la pseudoverdad metafísica, la mendacidad del ideal, consiste en el
cobarde no querer ver lo que se ve.
Necesita el filósofo de antídotos y bálsamos: el arte, como buena voluntad para con
la apariencia, consigue mantener alejada la demencia, pone freno a la destrucción. Los
que alguna vez se han situado ante la verdad originaria pueden incluso convertir esa
buena voluntad del arte en auténtico culto y adoración de las formas (griegos), y así
soportar el enfrentamiento cognoscitivo con el «terrible texto básico homo natura».
La vida necesita del «error»: denominación de la verdad pragmática a partir del
terreno originario. Hay que establecer la escuela obligatoria del «error», aprender a
hacer posible la vida con la adquisición de la voluntad de ignorancia. Los «errores» son
las mayores potencias consoladoras: la ilusión no es sólo el fundamento de la vida, sino
también de la cultura específicamente humana.
Por el contrario la «verdad» del conocimiento lógico-metafísico, mediatizada por la
moral, es error sin signos atenuantes, sin las comillas. El humanitarismo, entendido aquí
como la investigación de la «verdad» que se dirige en su último término a hacer el bien,
no es sólo una imbecilidad, sino una ceguera voluntaria, una mendacidad necesaria para
el hombre moral. La condición existencial de los buenos es la mentira. Su «verdad» no

135
NF 3-4, 32 (67), p. 392, y 35 (2), p. 429.
136
GM, I, 1, p. 30.

65
es «error», sino mentira, el no querer ver lo originario, el afirmar la constitución
«bonachona» de la realidad.
Zaratustra el malvado quiere concebir la realidad, por el contrario, tal como es, sin
expulsar nada, sin odiar lo diferente, duro, problemático. Y sólo así, con el
restablecimiento de la primigenia situación trágica del conocimiento, puede el hombre
conquistar de nuevo su grandeza.
El enfrentamiento de la verdad originaria con la pseudoverdad metafísica, el
desplazamiento de ésta por aquélla, es la esencia de la «transvaloración de todos los
valores».

Pero mi verdad es terrible: pues hasta ahora a la mentira se la ha venido llamando verdad.—
Transvaloración de todos los valores: ésta es mi fórmula para designar un acto de suprema
autognosis de la humanidad, acto que en mí se ha hecho carne y genio. Mi suerte quiere que yo tenga
que ser el primer hombre decente, que yo me sepa en contradicción a la mendacidad de milenios…
Yo soy el primero que ha descubierto la verdad, debido a que he sido el primero en sentir —en
oler— la mentira como mentira…137.

La transvaloración de los niveles de verdad y apariencia equivale a la defenestración


del dios cristiano. Semejante divinidad humanitaria es absolutamente indemostrable, se
hace absurda desde la nueva valoración de la verdad y de la ilusión. Los buenos, en vez
de contentarse aquí con la skepsis del conocimiento, han convertido su cobardía en
cobardía creadora con la invención de un mundo que corresponde al dios humanitario,
la más culpable de las mendacidades. Pero Dionisos ha vencido, el dios del cristianismo
es una de sus dimensiones, interpretable sólo a partir de él. Dionisos se ha impuesto
como dios de la totalidad verdad-apariencia/bueno-malo. Esto es, más allá de la verdad
y la apariencia, más allá del bien y del mal.
Las manifestaciones del «modo de ser» nietzscheano pueden ser contempladas desde
un punto de vista que las entronca en su conjunto con otros talantes similares de
pensadores históricos, como hace Wiebrecht Ries al afirmar que «la recepción de Kant
por parte de Nietzsche origina respecto del carácter de validez de la actividad
cognoscitiva humana la misma “desesperación ante la verdad” que la lectura kantiana de
Heinrich von Kleist»138.
Calando más hondo en el sentido propiamente innovador del pensamiento
nietzscheano, podemos ver en estas manifestaciones el signo de una nueva experiencia
de la verdad, y afirmar, con Jean Granier, que la verdad originaria nietzscheana es el
abismo de la muerte, y que, consiguientemente, la pasión de conocimiento es tánatos,
pulsión de muerte139.

2. LA CUESTIÓN DE LA COSA EN SÍ

Si por «verdad» entendemos la «Ding an sich», si hacemos de este constructo


metafísico el núcleo de la noción de una verdad pura y exenta de consecuencias (por
tanto, algo que nada tiene que ver con la verdad originaria, radicalmente destructiva), el
análisis de las piezas maestras del dispositivo cognoscitivo humano desembocará
necesariamente en la tesis de la absoluta inasequibilidad de la verdad. La esencial

137
EH, «Por qué soy un destino», 1, p. 124.
138
RIES, Wiebrecht, Friedrich Nietzsche: wie die «wahre Welt» endlich zur Fabel wurde, Schlüter,
Hannover, 1977, p. 80.
139
Cfr. GRANIER, Jean, op. cit., p. 518.

66
negatividad del concepto de «cosa en sí» hace de semejante acuñación metafísica un
auténtico absurdo.
Teniendo siempre presente la cosa en sí, Nietzsche procede a construir todo su
nominalismo artístico. El punto de partida del mismo es la ubicación del intelecto en el
domino correspondiente a la verdad pragmática o vital. Con el término de «Intellekt»,
Nietzsche quiere referirse al entero mecanismo del conocimiento «lógico» humano,
abarcando con él desde la recepción del estímulo hasta la actividad racional más
desligada, más «pura».
Pues bien, el sentido de este intelecto no es otro que el de la conservación del
individuo: se trata de un artefacto biológico. Para cumplir satisfactoriamente su misión,
el intelecto procede por sistema a base del engaño y la ilusión. El conocimiento
intelectual consiste en la desfiguración, el disimulo y el encubrimiento de la odiosa
verdad originaria. Esto es, en el hacer-posible la vida humana.
Así, la sensación se encarga de entregar al individuo las formas superficiales de las
cosas. La intuición sensible, siguiendo la fundamental innovación de Schopenhauer, es
ya actividad intelectual. Traducido al lenguaje nietzscheano, esto significa que las
impresiones sensoriales se cumplen como metáforas: la creencia en su «verdad» es el
fruto de una ilusión. Las sensaciones no nos llevan a la verdad. El estímulo es el
presupuesto de la intuición, y ésta incluye ya el factor metafórico de la igualación de lo
semejante. Tal vez incluso la simple estimulación, por implicar la separación de unos
estímulos de otros, sea ya un fenómeno intelectual, aunque la discriminación puede
llevarse a cabo según el criterio del placer y del displacer.
Por su parte, el pensamiento conceptual, fundamentándose en el lenguaje (tejido
metafórico convencional que no expresa adecuadamente la realidad), y edificándose
sobre la intuición sensible (de naturaleza asimismo metafórica), supone un nuevo salto
metafórico, que se viene a sumar a los anteriores como renovado distanciamiento de la
supuesta cosa en sí. El concepto se origina en el igualar lo no igual, lo semejante. Y a
este carácter metafórico, en el proceso abstractivo que suprime todo lo individual (todo
lo real para el nominalismo nietzscheano), se añade en el concepto la más flagrante
metonimia. Es decir, la confusión de causa y efecto: naciendo de las propiedades y de
las cualidades, el concepto se erige en causa de las unas y de las otras.
La naturaleza no conoce ni formas, ni especies ni causas, constituyendo una X
inaccesible para nosotros. Tanto la causalidad como el tiempo y el espacio son
contemplados, en este contexto, como procedimientos de humanización metafórica.
Si ya el nivel de la sensibilidad constituye una barrera entre el hombre y la Ding an
sich, el mundo de la conciencia es, respecto de esa pura verdad, un recinto carcelario, un
encierro en el que la naturaleza ha confinado al hombre antes de arrojar la llave.
El conocimiento no nos acerca en absoluto a una pretendida realidad de las cosas. El
nominalismo de la metáfora, expresado en la genial Introducción teorética sobre la
verdad y la mentira en sentido extramoral, puede quedar resumido, por lo que hace
referencia al tema que nos ocupa, del siguiente modo:

(…) no tenemos más que metáforas de las cosas, metáforas que no corresponden en absoluto a las
entidades originarias140.

El conocimiento intelectual queda enclaustrado en el mundo de la representación, de


la ilusión, de la apariencia. Su verdad no es la propia, negativamente caracterizada, de la
cosa en sí, sino una verdad política. Una verdad que se define, en el comportamiento
ante las designaciones socialmente válidas de las cosas y ante la jerarquía de las rúbricas

140
PHB, p. 90.

67
que son los conceptos, como corrección, como la renuncia a atentar contra las normas
que posibilitan la convivencia en la continuidad temporal de las comunidades humanas.
Son las convenciones de la sociedad política las que determinan qué es ente (das
Seiende), qué es verdadero (en el sentido de «permanente»: das Bleibende), en
oposición a lo que no debe ser considerado real. Naturalmente, estos decretos necesitan
olvidar su carácter de determinaciones convencionales; necesitan, en definitiva, de la
noción metafísica de la Ding an sich.
El intelecto, como instrumento del individuo, se refiere a la verdad pragmática de la
vida. Pero como posibilitador de la vinculación social, hace de esta verdad pragmática
una verdad política.
Por consiguiente, el conocimiento intelectual no sólo no logra el acceso a la cosa en
sí, sino que lo impide: su trabajo es esencialmente falsificador. La verdad pura y sin
consecuencias no interesa al hombre. El problema de la cosa en sí y de la apariencia,
desde esta perspectiva, es puramente teórico. Lo relevante equivale al espacio de la
representación, y no hay ninguna «intuición» (Ahnung) de naturaleza moral, religiosa o
artística que nos transporte más allá de él.
Cabría un entendimiento muy diferente del problema de la diferencia, un
entendimiento científico de la misma, como constatación del abismo que media entre lo
que llamaríamos mundo de la actitud natural y cotidiana y lo que se revelaría como la
estructura del mundo científico. Para Nietzsche, correspondería a la fisiología y a la
«historia del desarrollo de los organismos y de las ideas» el estudio de las condiciones
de posibilidad de esa diferencia141.
También sería posible concebir la apariencia de otro modo, no como lo contrario de
un «ser real» sino como totalidad del mundo de la vida y como defensa del mismo
frente a la verdad originaria y sus zarpazos. El conocimiento se propondría entonces,
tomando partido por la vida humana, mantener la inteligibilidad y la duración de la
fiesta onírica de la existencia. Porque

¡Qué puedo yo enunciar acerca de un ser cualquiera si no es puramente los predicados de su


apariencia142!

La totalidad del mundo de la vida y de la acción tienen el carácter esencial del


parecer, relucir, brillar (scheinen) en la luz, en la claridad (Schein). La totalidad del
mundo de la vida y de la acción reclama la fidelidad humana: tal es el imperativo del
Zaratustra. Cuando el cuerpo desesperó de la Tierra creyó que el vientre del Ser le
hablaba, creyó oír la llamada del mundo deshumanizado e inhumano, la nada celestial.
Y en verdad sólo habla lo que tiene forma de hombre: ese mundo es también creación
humana143.
El parecer se constituye en única realidad como Scheinen, cesando de concebirse al
modo del fenómeno o aparición, al modo del síntoma o la Erscheinung, con la exigencia
necesaria de un referente incondicionado, fundamento de su ser y responsable de su
sentido. Hay que ceñirse al ámbito luminoso del parecer, eliminando todo lo no
susceptible de prueba, de experimentación.
El parecer, que abarca el nombre y la apreciación, se hace naturaleza y funciona
como naturaleza. Desde el punto de vista tradicional, habría que ver en el concepto de
naturaleza la acumulación progresiva de todos los errores del intelecto. Así lee el

141
Cfr. MAM I, 10, p. 26.
142
FW, 54, p. 168.
143
Z, I, «De los trasmundanos», pp. 56-59.

68
vitalismo de nuestro filósofo la tesis kantiana según la cual el entendimiento no toma
sus leyes de la naturaleza, sino que las prescribe. La cosa en sí está vacía, carece de
sentido. Pero la actividad intelectual, al introducir sus construcciones fundamentales
(«erróneas») en las cosas, ha puesto la condición de posibilidad del surgimiento del
concepto de apariencia, como contrapartida del de lo incondicionado.
Se procede, por tanto, de la negación de la accesibilidad de la verdad como Ding an
sich, a la destrucción de todo el sentido de la distinción metafísica tradicional. La tesis
de la exclusividad del scheinen, de la construcción humana de la realidad, del hombre
como iluminador del sentido; la tesis, en último término, según la que todo scheinen
remite a la actividad humana como a su condición de posibilidad, y no a un más allá
incondicionado, como ser donador de ser, podrá levantar contra ella los escrúpulos de
los que se llaman a sí mismos «realistas»: esos respetuosos hombres «sobrios» que se
postran ante el fetiche de lo «real». A ellos se dirige la palabra nietzscheana: «¿Qué es
“realidad” para un artista enamorado?», convocando así a la radical antítesis de la
sobriedad como la base misma de la supuesta virtud.

Se mantiene todavía una secreta e inextinguible embriaguez incorporada a vuestra sobriedad. Por
ejemplo, vuestro amor a la realidad, ¡ay!, éste es un amor antiguo, antiquísimo. En cada percepción,
en cada impresión sensible hay algún elemento de este viejo amor, y del mismo modo cualquier
fantasía tiene un prejuicio, irracionalidad, ignorancia, temor y quién sabe qué más. Con eso se
elabora y se teje, ¡aquí una montaña!, ¡allí una nube!, ¿qué hay en ello de real? Quitadle de una vez
el fantasma y todos los aditamentos humanos, ¡hombres sobrios! Ahora bien, si podéis hacer esto, si
sois capaces de olvidar vuestra procedencia, vuestro pasado, vuestro aprendizaje primario ¡toda
vuestra humanidad y vuestra animalidad! entonces para nosotros no hay «realidad» alguna, ni
tampoco para vosotros, hombres sobrios144.

Todo el inmenso espacio del parecer, más allá de la oposición Erscheinung/Ding


and sich, cuyo Schein como posibilidad del scheinen tendría la forma de la actividad
humana, reclama para sí el calificativo de real, en el sentido de «lo que actúa», «lo que
vive». El mundo es una obra poética del hombre, todos nosotros hemos creado el
mundo, «lo importante». La vida y la acción humanas son proyecciones de sentido, que
abren el espacio del parecer.
Por lo tanto, el concepto de cosa en sí es contradictorio, se alza como una mentira
(metafísica) frente a los presupuestos y a las exigencias de la verdad vital humana.
Constituye la refutación de la fuerza que lo originó, la retirada o el robo perpetrado
contra el hombre. Un sentido que niega a su dispensador, la contradicción suprema,
aunque necesaria para el cumplimiento de los alienantes destinos de la metafísica.
Para desmantelar la oposición es imprescindible volver a colocar las causas en su
lugar «propio». Tal re-acomodación disolvente toma la forma de respuesta a la siguiente
cuestión decisiva: ¿qué significa la noción de «coseidad» (Dingheit)? Simplemente un
instrumento fabricado por el hombre, inscrito, por consiguiente, en el terreno de las
necesidades de la acción y de la vida. Es el dispositivo que hace posible la unión de la
multiplicidad de las relaciones, que permite pensarlas como «propiedades» o como
«actividades». Aquí las necesidades lógicas coinciden con las de la vida, derivándose,
en realidad, de ellas.
Queda trastocada la situación real cuando se hace de la «coseidad» nada más y nada
menos que la supresión de todas las relaciones. Suprimirlas es suprimir la cosa, negar la
naturaleza instrumental de un instrumento. La cosa en sí es la negación de la cosa,
máxima contradicción.

144
FW, 57, p. 174.

69
Pero el enredo tiene una amplitud de alcances asombrosa. Se ha concebido el
conocimiento como conocimiento de lo en sí, como trayecto de lo condicionado a lo
incondicionado.
Aquí se sitúan las declaraciones nietzscheanas más gnoseológicamente nihilistas. El
conocimiento es una fábula, el más grande de los engaños. Carecemos de un órgano
para el conocimiento (de la verdad): el mundo de que podemos llegar a ser conscientes
es un mundo de superficie, de signos, porque sólo «sabemos» en la medida en que es
útil para la supervivencia de la especie (y el mismo valor de la utilidad es, a su vez,
mera creencia, mera imaginación).
Es imposible, por otra parte, la crítica del intelecto por el intelecto, ya que supone
necesariamente que hay algo, que hay un en sí, y no sabemos de nada que permita
justificar la oposición de apariencia y cosa en sí.
El carácter absurdo de esta concepción del conocimiento, la que Nietzsche se
esfuerza por destrozar, queda patente al atender a la esencia relacional de la actividad
llamada cognoscitiva. No hay cosa en sí, la deducción «psicológica» de la creencia en la
«coseidad» nos prohíbe de ella. Pero si la hubiera desmentiría nihilistamente la
posibilidad del conocimiento como un «entrar en relación con algo». Si hubiera un
incondicionado, todo desarrollo cognoscitivo quedaría descartado, anulado de raíz.
Conocer es determinar y ser determinado, condicionar y ser condicionado.
Concluye Nietzsche viendo en la cosa en sí una representación insostenible.

Cosas que tienen un estado en sí —representación dogmática, con la que se tiene que romper
absolutamente145.

Según esto, aquí se adelanta una nueva caracterización general del conocimiento,
que muestra una cara negativa y otra positiva:

El conocimiento es por tanto, bajo toda circunstancia, una fijación, una designación, una toma de
conciencia de condiciones (no una averiguación de seres, cosas «en sí»)146.

Para Nietzsche, la distinción de apariencia y cosa en sí es el lado más débil del


criticismo. La misma concepción kantiana de la causalidad impide inferir del fenómeno
una causa transfenoménica. Por tanto, según sus mismos criterios, y no sólo según los
nietzscheanos, se hacía ilícita la deducción: el concepto de causalidad es de aplicación
exclusivamente intrafenoménica.
Es decir, el concepto de cosa en sí no fue deducido por la misma dinámica del
proceder kantiano, sino que le fue dado a Kant como creencia, como respuesta a
necesidades morales. Toda la formidable trabazón crítica estaba determinada en su
núcleo más íntimo por los factores extrateóricos de siempre.

Afirmar en el todo la existencia de cosas de las que nada sabemos en absoluto, precisamente porque
hay una ventaja en no saber nada de ellas, fue una ingenuidad de Kant, consecuencia de una presión
de necesidades, a saber, de necesidades metafísico-morales…147.

Como conclusión, hacemos nuestras las claras palabras de John T. Wilcox:

145
NF 8-2, 11 (134), p. 304.
146
NF 8-1, 2 (154), p. 140.
147
NF 8-2, 10 (205), p. 248.

70
En este punto, hay en los escritos de Nietzsche sugerencias de diversas perspectivas; pero, en
conjunto, su pensamiento parte de la posición kantiana según la cual hay una cosa-en-sí cuyo
carácter no podemos conocer, atraviesa después un período de duda acerca de si hay una cosa-en-sí,
para llegar a la conclusión de que el solo concepto de la cosa-en-sí es contradictorio o
fundamentalmente confuso 148.

3. LA OPOSICIÓN «MUNDO APARENTE/MUNDO VERDADERO»

La estructura metafísica «apariencia/cosa en sí» queda disuelta como elemento


teórico con pretensiones de verdad, pero la constatación del fundamento moral de los
sistemas filosóficos, el reconocimiento en la moral de la Circe del filósofo (referido en
este contexto especialmente a Kant), permitiría situar el problema de forma adecuada: si
en el ámbito teórico nos encontramos con la oposición «apariencia/cosa en sí», y si es
rechazada toda posibilidad de justificación para la misma, la estructura reaparece en un
ámbito del que podemos afirmar, para entendernos mejor, que es diferente. Se trata de la
dimensión propia del síntoma, en la cual la oposición teórica se lee como distinción
entre el «mundo verdadero» y el «mundo aparente».
Un salto de dimensión semejante es muy característico de Nietzsche, cuando se
enfrenta a la historia de la teoría del conocimiento. Toda gnoseología, tanto la escéptica
como la dogmática, aparece centrada en torno al problema de la certeza, y remite
siempre al enigma del significado de la voluntad de certeza. Es decir, el tema de la
certeza constituye una cuestión de segundo rango. Su tratamiento teórico continuo
enmascara la auténtica dimensión significante de toda teoría del conocimiento: la
dimensión moral. Así, la confianza en la razón y en sus categorías, la convicción de que
el pensamiento es la medida de lo real, que llegan incluso a decretar la inexistencia de
todo lo que no pueda ser pensando, reciben su justificación, exclusivamente, de un
prejuicio moral. Para Platón, el mundo inteligible es, ante todo, el mundo del bien.
Epicuro niega la posibilidad del conocimiento para mantener los valores hedonistas
como los supremos, al igual que Agustín y Pascal respecto de los valores cristianos.
El buen Dios, y su veracidad, es para Descartes la garantía de validez de nuestras
impresiones sensoriales. Cuando Kant afirma la naturaleza ideal del espacio y del
tiempo, preserva de este modo la «unidad» en la esencia de las cosas (no hay
imperfección, ni pecado ni mal: Dios es justificado)149.
Por lo tanto, el salto de dimensión que nos afecta en este momento se formula así: la
oposición de apariencia y cosa en sí carecería por completo de sentido, a no ser que
expresara un complejo de valoración/desvaloración de carácter moral. Y éste es el caso,
se trata de la posición de la inestimabilidad de un polo («mundo verdadero»), a
expensas de la total extracción del valor del otro («mundo aparente»).
Este mundo es aparente, condicionado y contradictorio. Es un mundo de cambio y
devenir constantes. Luego hay un mundo totalmente otro, verdadero, incondicionado,
exento de contradicción y de cambio: un mundo del ente, entendido como permanencia.
Se trata de un mundo que nos seduce por desconocido, porque en él todo es de otro
modo (incluso nosotros), porque no nos engaña. Un mundo religioso (santo), moral
(bueno). Un mundo lógico que corresponde perfectamente a las categorías y a las
valoraciones del pensamiento humano. Como su esencia es espiritual, las vías que a él
nos llevan son la razón y los hechos de conciencia: el tránsito es el conocimiento

148
WILCOX, John T., Truth and Value in Nietzsche: A Study of his Metaethics and Epistemology, Ann
Arbor, The University of Michigan Press, 1974, p. 114.
149
Cfr. NF 8-1, 2 (93), p. 105, y NF 8-2, 9 (160), p. 94.

71
absoluto. Los sentidos mienten, nos apartan del camino, nos ligan al devenir y a la
contradicción.
Tras siglos de fracaso continuo en el acceso al mundo de la felicidad, aparece
necesariamente el pensamiento pesimista, con la afirmación del carácter imposibilitador
de la vida del «mundo verdadero». Se trata de un mero «poner cabeza abajo» nacido del
desaliento. Por vez primera parecen entrar en conflicto la verdad y la vida. Pero lo que
con el pesimismo se manifiesta es aquello que da significado al síntoma que es la
oposición: la batalla de una especie de vida contra otra diversa. El síntoma «mundo
verdadero/mundo aparente» remite al problema fundamental de la jerarquía de la
especie de vida. Ésta se expresa en relaciones de valor, porque toda vida establece sus
condiciones de conservación y de crecimiento valorando. Y en este contexto la
actividad cognoscitiva guarda una conexión esencial con esas condiciones de la vida,
con las relaciones de valor.
¿Qué clase de vida se asegura aquí el mantenimiento? Una vida que anhela un
mundo permanente, cuya voluntad de verdad es, en primer lugar, desconfianza y temor
ante el devenir, y, en segundo lugar, creencia en el ser. Una vida que sostiene la
existencia de lo que debe ser y la inexistencia de lo que no debe ser. Esto es, diviniza la
nada, convirtiéndola en la verdad, y elimina los afectos y las pulsiones, el azar, el
cambio.
En realidad, lo que llamamos «apariencia» es una de las formas del ser de la
realidad: la verdad que le es propia sería la verdad vital o pragmática.

«Apariencia» es un mundo simplificado y arreglado, en el que han trabajado nuestros instintos


prácticos: para nosotros es totalmente legítimo: es decir, vivimos, podemos vivir en él: prueba de su
verdad para nosotros (…)150.

Y lo que el metafísico denomina «mundo verdadero» no es más que un espacio


amueblado en una elaboración de segundo grado, que sigue al método de introducir en
el ser, con sus predicados, nuestras condiciones de conservación y de crecimiento. En
una palabra, el mundo verdadero es el mundo aparente repetido. No el mundo aparente
seleccionado y reforzado en el que vive el artista, el discípulo de Apolo. La creación del
mundo verdadero consiste, pues, en la reiteración del mundo aparente que proyecta las
valoraciones humanas como elementos del «en sí» de las cosas.
La clase de vida que opera valoraciones metafísico-morales encuentra el motor de la
creación en el sufrimiento y en el odio. Es una vida que sufre en el mundo real, que odia
unas condiciones que no la favorecen. Una vida resentida contra la verdad vital, porque
la verdad vital no ha perdido, no puede perder, el contacto con la verdad originaria, y
ésta se hace insoportable para la vida que valora moralmente. Anhela la moral una
verdad absolutamente otra de la originaria. No un «arreglo» de la misma, no una
transacción que haga posible la vida del hombre, sino su total aniquilación. Anhela lo
imposible; por ello enmascara, por ello miente. Y enmascarar la verdad originaria
mediante la negación es segar toda posibilidad de la vida.
Por ejemplo: la razón se desenvuelve mediante exclusiones, estableciendo antítesis,
porque ello reportaría utilidad en la esfera de la vida humana donde se originó. Pero la
metafísica deduce de ello un origen sobrenatural de la razón, reuniendo bajo la rúbrica
«verdad» todos los polos respetados por las disyunciones exclusivas, predicándolos del
auténtico ser.

150
NF 8-3, 14 (93), pp. 62-63.

72
Encontramos en la vida que valora moralmente la puesta en primer plano de la
cuestión del sufrimiento. La correspondencia verdad-felicidad/error-dolor expresa este
hecho fundamental.

El resentimiento del metafísico contra lo real es aquí creador151.

La correspondencia verdad-felicidad/error-dolor (que no considera el sufrimiento y


el placer como circunstancias acompañantes y necesarias de todo proceso humano)
supone el prejuicio de los prejuicios. ¿Nunca se ha representado el metafísico la
posibilidad contraria, la que situaría en la verdadera constitución de las cosas el
supremo peligro para la vida humana? Esta suposición implica que conocemos una
jerarquía «en sí» de los valores, que tal jerarquía es moral. Y así, consecuentemente, a
mayor grado de valor, mayor grado de realidad. Según esto, la verdad sería un elemento
necesario para que todo valor fuera valor, y la apariencia, una objeción general contra el
valor.
Vida que sufre, odia y se desenvuelve como valoración del resentimiento: es toda la
historia de la filosofía la gran «escuela de la calumnia», la expresión de un poder
reactivo que toma partido necesariamente por la mentira del ideal, sumiendo al
cognoscente en los abismos de la pereza. En efecto, la afirmación de que la verdad
existe, de que termina con el error, con la ignorancia, en último término con el dolor y la
ansiedad, representa una de las más funestas seducciones para la actividad cognoscitiva.
Nietzsche subraya el origen empírico de las categorías de la razón, su procedencia
del mundo sensorial. Sólo es posible lo «superior» a partir de lo «inferior», y la
metafísica toma el principio por el final, el efecto por la causa. Incluso nuestros
conceptos de realidad (Realität) y de ser se originan en el ámbito de la experiencia.
Partiendo de nuestro sentimiento del sujeto (voluntad-causa-agente, poder de
determinación), los proyectamos al exterior, enmarcando la experiencia externa en sus
coordenadas.
Por eso, cuando el metafísico habla de Dios como espíritu, del mundo de la verdad
como mundo espiritual, contradice la perfección divina que él mismo supone. Dios-
espíritu como densidad suprema de valor para el instinto de decadencia, para la vida
representada por los agotados que de este modo se vengan de la vida sana, activa: Dios-
espíritu es Dios-nada, mundo verdadero es mentira.
De una vez por todas: sólo ese caso particular de la vida que es la vida que valora
moralmente mantiene impensada la posibilidad de que el mundo verdadero sea mucho
más inhumano, infame y cruel que el mundo «arreglado» en el que es posible la
existencia humana.
Una especie de vida muy otra, un hombre diferente del metafísico, establecería
firmemente su fe en los sentidos y los pensaría hasta el final, se propondría seguir
construyendo el mundo existente en lugar de denigrarlo. Daría rienda suelta a sus
valoraciones edificadoras, en las que expresaría su contento de sí. Reconocería en la
vida el fenómeno artístico fundamental, el espíritu constructor que se desenvuelve en
las circunstancias más adversas152.
El espíritu constructor de la vida, en forma de vida humana, es condición de
posibilidad tanto de las categorías de la razón como de las valoraciones de la moral. La
utilidad podría ser el término que señalara esa dependencia. Pero llega un punto en que
valoraciones determinadas y categorías determinadas se erigen en dominantes,

151
NF 8-1, 8 (2), p. 337.
152
NF 7-2, 25 (438), pp. 124-125.

73
enmascarando toda otra alternativa y presentándose las unas como dignas de veneración
y las otras como totalmente obligatorias. La marca inequívoca del dominio es el olvido
del origen, siempre humilde.
Tiene lugar, por tanto, una subversión de los términos de la situación real (verdad
originaria determinando a, y negándose en, la «verdad» vital humana), en la cual los
factores morales, como vimos, condicionan por entero a los teóricos. Ya no se sustenta
la «verdad» de la vida (humana) en el fondo tenebroso de la verdad originaria, sino que,
encubierta ésta totalmente, se pretende hacer derivar un «arreglo» de primer grado de
otro de segundo. Con ello, la vida humana amenaza convertirse en anémica. El atentado
del «mundo verdadero» es peligroso porque debilita (mientras que lo terrible de la
verdad originaria respecto de la vital consiste tal vez en suponer una carga excesiva de
fuerza, todo lo contrario).
La especie de vida subversiva, la enfermedad resentida, buscará el error justo allí
donde la vida activo-afirmativa coloca incondicionalmente la verdad. De ahí que, para
Zaratustra, «todo está falseado y deformado hasta el fondo por los buenos»153.
Quizás sea la dimensión religiosa de la subversión operada por la moral y la
metafísica la que revele con más nitidez la estructura de la misma, centrándose su
caracterización en el análisis del «mundo verdadero» como mentira. Si la razón era para
el metafísico el puente de tránsito al más allá, estando constituido el mundo verdadero
de acuerdo con los criterios que regían en el pensamiento lógico humano, para el
sacerdote ascético precisamente la razón está excluida del mundo del ser y de la verdad.
Con el sacerdote se nos da en toda su pureza el tipo de vida que aquí ha vencido. El
despliegue de la razón, sus operaciones de «descubrimiento» suponen la actividad de la
búsqueda, y todo esfuerzo implica cierto grado de placer. Cuando la voluntad de verdad
se hace incondicional, con la renuncia total a la actividad interpretativa se cumple la
exclusión de la razón (como modalidad de la general negación de la sensualidad).
El sacerdote ascético es el representante más puro de la subversión. La dominación
de la casta sacerdotal no significa sino que ella ha definido los conceptos de
«verdadero» y «no verdadero» para la humanidad. Incluso el éxito de Kant fue el éxito
del sacerdote: el derecho de la razón no llega tan lejos como para refutar la esencia
moral del mundo. La realidad es titulada «apariencia», y la mentira, «realidad».
(Es innecesario recordar que a la subversión de «verdadero/ falso» se añade
necesariamente la de «bueno/malo»).
En comparación con sus compañeros metafísicos y moralistas destaca en el hombre
religioso la incondicionalidad del anhelo, casi furiosa exigencia, del mundo del ser, de
la permanencia. Por ello sitúa Nietzsche en este terreno el estudio de la mentira. No se
trata sólo de enmascaramiento, sino de mortal enemistad a la verdad, al conjunto verdad
originaria-verdad vital. Un rencor que se expresa en juicios de valor sobre la totalidad
de la vida, algo que en sí es una «estupidez», que sólo interesa como síntoma.

Lo que un teólogo siente como verdadero, eso es, necesariamente, falso: en esto se tiene casi un
criterio de verdad. Es su más hondo instinto de autoconservación el que prohíbe que, en un punto
cualquiera, la realidad sea honrada o tome siquiera la palabra. Hasta donde alcanza el influjo de los
teólogos, el juicio de valor está puesto cabeza abajo, los conceptos «verdadero» y «falso» están
necesariamente invertidos: lo más dañoso para la vida es llamado aquí «verdadero», lo que la eleva,
intensifica, afirma, justifica y hace triunfar, es llamado falso (…)154.

153
Z, III, «De las tablas viejas y nuevas», 28, p. 294.
154
A, 9, p. 34.

74
La forma que adopta la dominación sacerdotal es el envenenamiento, el tornar-débil,
de la humanidad. Es decir, el procedimiento consiste en separarla, por sistema, de lo que
puede.
La mentira en estado puro, sin mezcla, la mentira ascética, se expresa en la
proposición que declara «La verdad existe». Esta «verdad» es una huida ante la verdad,
una rabiosa medida de protección y de defensa. La mentira consiste propiamente en no
querer ver algo que se ve, en no querer ver algo tal como se ve. Es decir, la mentira se
refiere primordialmente al autoengaño, a la propia ceguera voluntaria. Sólo en sentido
derivado se muestra como engaño al prójimo.
La mentira, condición existencial de los santos, los buenos y los sabios, adopta, en
tanto creencia o fe, la forma de un no-querer saber lo que es verdadero. El criterio de
toda creencia es funcional, se sitúa en la generación de felicidad, de bienaventuranza
(selig machen). Es la inversión, por tanto, de la relación real del hombre con la verdad
originaria. De ahí que el mayor peligro para el bienestar del creyente está en la verdad.
No querer ver lo que se ve, no quererlo ver como se lo ve: «Dios», «alma»,
«pecado», «virtud», «vida eterna», «verdad», «más allá» como mentiras nacidas de los
malos instintos de naturalezas enfermas, ante las que la humanidad se ha venido
postrando siglo tras siglo. El creyente, instalado en la prisión confortable que le protege,
acomodado en sus convicciones, no es libre de no mentir, pues permanece ciego para
toda la cuestión de la verdad y la falsedad.

En un terreno tan falso, en el que toda naturaleza, todo valor natural, toda realidad (Realität) tenían
en contra suya los instintos más hondos de la clase dominante, creció el cristianismo, una forma de
enemistad mortal, hasta ahora no superada, a la realidad155.

La subversión representada por la oposición «mundo verdadero/mundo aparente»


supone la mayor de las desnaturalizaciones imaginables de la real situación de las
relaciones de poder, de la auténtica situación política. La clase dominante envenena por
medio de la mentira, encuentra en el fraude el método infalible de la opresión.
Nietzsche acaba por preguntarse: si hasta ahora se ha denominado «verdad» a la
mentira, ¿bajo qué espantosos nombres habrán sido enterradas las verdades y sepultados
los veraces?
Toda la metafísica de Occidente es contemplada como una gigantesca manipulación
ideológica de los débiles, de los representantes de la vida negativo-reactiva. Heidegger
permanece ciego ante este hecho, el fundamento de toda la labor destructiva del
pensamiento-Nietzsche, en su no-querer-ver el carácter esencialmente diferencial de la
voluntad de poder (es la mentira heideggeriana). La fuerza de los malogrados estriba en
la producción ideológica156, y la invención del mundo de la verdad como lo idéntico,
permanente y racional supone la culminación y la perpetuación del dominio ideológico.

La metafísica hace así de Dios la figura suprema del Ideal: es «onto-teo-logía», porque al hacer del
discurso (logos) el criterio de la realidad y del valor, forja el concepto de un mundo diferente, que,
más allá del devenir de la naturaleza, identifica el ser y Dios según el deseo del ser humano que
hipostasia las formas apolíneas de su habla social, para exorcizar el devenir de las fuerzas
dionisíacas y la tragedia ineluctable de su finitud157.

155
A, 27, p. 55.
156
Ideologiekritik und ihre Ideologie bei Nietzsche, p. 142.
157
DIET, Emmanuel, Nietzsche et les métamorphoses du divin, Éditions du Cerf, París, 1972, p. 81.

75
4. UMWERTUNG O RESTABLECIMIENTO
Para salir del terreno de la mentira, para dejar hablar a una clase de vida diferente,
activa y afirmativa, el nuevo filósofo emprenderá su camino con una actitud escéptica,
enfrentándose a todas las «verdades» tenidas por tales hasta el presente. Abandonar el
terreno de la mentira es lo mismo que disolver los procedimientos de la filosofía
dogmática: no confiarse más a pretendidos «puntos de partida», que no son en realidad
otra cosa que seducciones gramaticales o juegos de palabras. Que no suponen más que
temerarias generalizaciones de un estrecho repertorio de hechos de carácter muy
personal y muy humano. Si el hombre no ve las cosas como son se debe a que se pone a
sí mismo entre su punto de mira y las cosas, enmascarándolas de tal suerte en su ser158,
introduciendo en el Todo el complejo humano de valoraciones morales y estéticas.
Valores condicionados, como lo bello, lo bueno y lo verdadero, inseparables de la
fuerza que interpreta (inventa, añade, falsifica), son predicados del supuesto «en sí» de
las cosas: desde el punto de vista de la teoría de la verdad-adecuación, sentir algo como
bello, bueno o verdadero es sentirlo de un modo necesariamente falso.
«Todo lo que se ha venido denominando verdad es falso» quiere significar: si algo
valió hasta aquí como verdadero, fue porque la moral lo sancionó, porque se puso en la
moralidad el criterio de verdad. Precisamente ahora, el nuevo filósofo da por inválida
una afirmación en el momento en que consigue demostrar su dependencia de la moral,
su «estar-inspirada» por «sentimientos nobles».
Nada de lo que antes valió como verdad es ahora verdadero. Y las expresiones de la
clase de vida opuesta, sofocadas por la vida que valora moralmente, rechazadas como
funestas y sospechosas y prohibidas al cognoscente, adornan en la actualidad, por
decirlo así, el sendero de la verdad.
La actitud desconfiada del nuevo filósofo, sus reservas a la intervención de
apresuradas humanizaciones en el tejido de lo real, generan una actividad detectora de
dependencias morales, un programa que invalida automáticamente todo punto de vista
que se desenmascare como perspectiva de la vida reactiva y negativa. Se acomete la
empresa de la transvaloración (Umwertung), como restauración de la situación real,
subvertida por la vida que valora moralmente. Esto es: carácter subordinado de la
posición negativa de valor, soberanía de las condiciones que aseguran una vida activa y
afirmativa.
Semejante especie de vida no necesita de la tajante oposición de la verdad y la
falsedad. Basta para su mantenimiento la aceptación de una escala graduada en la
«apariencia»: el testimonio de los sentidos, lo que éstos nos ofrecen, sería situado más
cerca de la verdad originaria que la manipulación racional de ese testimonio por parte de
la razón. Una especie de vida tal, incardinaría el mundo entre dos ejes, distendiéndolo
en una gradación de apariencias. En relación con las disposiciones racionales (unidad,
sustancialidad, permanencia), lo dado sensorialmente (diferencia, multiplicidad,
cambio) sería valorado como «más verdadero».
El ser de los filósofos, maestros en la calumnia, constituiría una ficción vacía. El ser,
entendido como presencia permanente, no existe. El mundo verdadero es una mera
imaginación. El restablecimiento de la situación real hace del devenir (Werden), del
cambio (Wechsel) y de la modificación (Veränderung) los distintivos fundamentales de
la realidad, viendo en lo que Nietzsche llama «prejuicios de la razón» (identidad,
coseidad, ser) errores necesarios: el único mundo se nos revela como la transacción,

158
M, 438, p. 272.

76
jamás alcanzada en plenitud, entre la verdad originaria y el error necesario que, desde
ella, supone la verdad pragmática.
El mundo verdadero de la metafísica es, por tanto, un mentiroso añadido al único
mundo. Su caída involucra necesariamente la caída del mundo aparente. Es decir, la
caracterización de este mundo como «aparente», como ilusorio, carece de sentido.
Podemos sintetizar en dos tesis esenciales el núcleo de la transvaloración de todos los
valores, ese acontecimiento restaurador en el cual la vieja verdad se acerca
inevitablemente a su fin.

Primera tesis. Las razones por las que «este» mundo ha sido calificado de aparente fundamentan,
antes bien, su realidad — otra especie distinta de realidad es absolutamente indemostrable.
Segunda tesis. Los signos distintivos que han sido asignados al «ser verdadero» de las cosas son
los signos distintivos del no-ser, de la nada — a base de ponerlo en contradicción con el mundo real
es como se ha construido el «mundo verdadero»: un mundo aparente de hecho, en cuanto es
meramente una ilusión óptico-moral159.

Hasta ahora, pues, se había venido llamando «verdad» a la mentira, «mentira» a la


verdad. El crepúsculo de los ídolos hace referencia a la indetenible descomposición de
las «verdades» caducas de la vida que valora moralmente, descomposición que consiste
en su desenmascaramiento, en su auto-revelarse mentiras. Todo consiste en una
intervención que corrige de un golpe el estado invertido de la realidad, que concluye
con el «cabeza abajo» de los valores.
El superhombre, en este contexto, ha de entenderse como ese agregado no humano
de pulsiones activas capaz de situarse ante la realidad y afirmarla tal como es. Como
representante, y expresión potenciada de la realidad misma, se contrapone
violentamente al hombre, en tanto éste obtiene su esencia de la alienación, del estar-
extrañado de la realidad.
Hay que calibrar con sumo cuidado los auténticos alcances de la transvaloración,
atender a su verdadero significado. La oposición de «mundo aparente» y «mundo
verdadero», en el restablecimiento de la situación real (de la que es abierta en la
soberanía de la vida activa y afirmativa), queda reducida, simplemente, a la oposición
del mundo y la nada.
La transvaloración no pretende en modo alguno asentar una nueva antítesis, de
diferente cuño. En todo caso, establece la esencial duplicidad de la verdad del ser. La
realidad (Wirklichkeit), ha de ser predicada del mundo fenoménico: tal mundo
confeccionado es percibido como real, en el nivel de la verdad pragmática. Esta realidad
estriba, sobre todo, en el incesante retorno de sucesos igualados y emparentados unos
con otros. (Constancia que define lo que la realidad ajustada tiene de «ente»).
Lo «Otro» de este mundo fenoménico del constante retornar no es una dimensión
no-fenoménica de la realidad. El caos de las sensaciones, la región amorfa e
informulable del devenir puro, constituye un «Otro» asimismo fenoménico, si bien, por
esencia, absolutamente incognoscible. Las leyes, los lazos causales, el tejido de
necesidades, la humanización del mundo en una palabra, se refieren esencialmente a
este Otro caótico e incognoscible, como la verdad pragmática se refiere, en su última
raíz, a la verdad originaria.
El mundo de la voluntad de poder constituye el diseño de la vida activa, tras la
transvaloración de todos los valores. Hay sólo un mundo, totalmente ajeno a nuestras
coordenadas (humanas). Para decirlo al modo nietzscheano, se trata de un mundo falso,
contradictorio y carente de todo sentido. La especificación humana de la voluntad de
159
GD, «La “razón” en la filosofía», 6, pp. 49-50.

77
poder requiere una incesante construcción de coordenadas, que, al suponer un novum
radical sobre el telón de fondo de la voluntad de poder como Todo, desde el punto de
vista de la verdad-adecuación, ha de ser calificada de falsificación: la verdad originaria
ha de ser «vencida». La voluntad de poder va de nuevo más allá de sí en forma de vida
humana, como autovencimiento: el cosmos de la voluntad de poder establece la esencial
duplicidad de la verdad, tras la aniquilación de la «verdad» de la vida que valora
moralmente.
La esencial duplicidad de la verdad se manifiesta en el conocimiento. Así, Nietzsche
entiende éste tanto como la fuerza de interpretación que pone el mundo (total
humanización), como la actividad interpretadora que, ajustándose a la «probidad
filológica», muestra una inaudita fidelidad al texto (total des-humanización). O, lo que
es lo mismo bajo un punto de vista diferente, se hace radicar el conocimiento en la
absolutización de la perspectiva humana, y, en otras ocasiones, por el contrario, se
construye el ideal de la objetividad del futuro como multiplicación de perspectivas,
haciendo del conocimiento un «mirar con la mayor diversidad de ojos posible».
Para Müller-Lauter, se trata de dos momentos constitutivos de la voluntad de poder,
que, en la imagen del superhombre como la íntima aproximación de la bestia y el sabio,
deben fundirse en una misma textura160. Sarah Kofman se refiere a estos dos momentos
con los términos de «vestido» y «desnudez», viendo en ellos «dos textos del mundo», y
no la oposición del error y la verdad161.
Al entender la Umwertung nietzscheana como la figura que expresa la consumación
del agotamiento de la esencia de la metafísica occidental, al concebir la verdad
nietzscheana, en tanto que «justicia», como el último de los avatares de la
correspondencia, de la adecuación griega, Martin Heidegger hace de esta filosofía una
mera inversión del esquema platónico. La duplicidad de la verdad que la transvaloración
trae consigo es falseada radicalmente con la formulación de dos proposiciones
(impensadas): «Verdad es la fijación de lo que deviene», «hay en verdad un mundo que
deviene». La culminación del malentendido es fundamentar la tesis nietzscheana del
superhombre-señor de la tierra en la pertenencia de la técnica al ámbito de la verdad,
sirviendo como coartada de esta fundamentación la ambigüedad del término heleno
«téjne»162.
La inmensa mayoría de los mejores estudiosos se alza contra la tiranía de la
interpretación heideggeriana. No es la filosofía nietzscheana del devenir una nueva
metafísica, porque los criterios de la verdad nietzscheana son totalmente diferentes a los
que definen la esfera de la Metafísica occidental. La Umwertung puede ser caracterizada
como la recuperación de la metáfora163, la concepción del devenir como «intuición»164.
Para señalar que no se trata de un volver del revés el esquema platónico, podemos
utilizar el término de conversión «metafísica»165. Lo que tiene que quedar claro es que
la aproximación nietzscheana del devenir a la verdad originaria desempeña papel

160
Nietzsche. Seine Philosophie der Gegensätze und die Gegensätze seiner Philosophie, pp. 116-124.
161
Nietzsche et la métaphore, pp. 140 y ss.
162
Cfr. HEIDEGGER, Martin, Nietzsche I y II, Neske, Pfullingen, 1961.
Cfr., además, «Die Frage nach der Technik» y «Wer ist Nietzsches Zarathustra?», en Vorträge und
Aufsätze II, Neske, Pfullingen, 1967.
163
KOFMAN, Sarah, op. cit., p. 42.
164
HELLER, Peter, «Chemie der  Begriffe und Empfindungen», en Nietzsche-Studien,1, pp. 210-239,
Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1972, p. 228.
165
GOYARD-FABRE, Simone, Nietzsche et la conversion métaphysique, La pensée universelle, París, 1972,
p. 207.

78
idéntico al del concepto fundamental de caos; esto es, subrayar que el ser se revela
absolutamente inadecuado a todas nuestras categorías.

5. EL VALOR DE LA VERDAD

La concepción metafísica del «mundo verdadero» como verdad ontológica sitúa en


el juicio la sede de la verdad (lógica), entendida como corrección, en el contexto
general de la milenaria doctrina de la adecuación. Se trata de que las proposiciones
correspondan, en su estructura lógica, a las coordenadas que diseñan el «mundo
verdadero».
La adecuación se presenta como un imperativo ineludible, colocado ante la actividad
del filósofo y del científico. Hay una obligatoriedad de carácter evidentemente moral,
un anhelo de sujeción por parte del investigador y del pensador, la necesidad de tener
algo absolutamente firme.
El espíritu libre, con el placer de la propia determinación, ha logrado superar
semejante anhelo. La autosuperación en que esencialmente consiste ha expulsado toda
necesidad de una determinación extrínseca. En la figura del espíritu libre expresa
Nietzsche la rebelión contra el todopoderoso imperativo de la correspondencia, la última
palabra de la rebelión contra la moral.
Por otra parte, la consumación del nihilismo, en tanto lógica intrínseca de Occidente,
sobreviene como auto-aniquilación de la doctrina que hace de la verdad adecuación, en
la figura histórica del pensador hipermoral, celoso y honrado amante de las cosas
mismas, cuya veracidad incondicionada se desata contra el mismo «mundo verdadero»,
y lo desenmascara como la mentira en sí.
Este ateo sincero se aparta de la moralidad por moralidad: en él se cumple la auto-
supresión de la moral. La bimilenaria educación del pensador para la verdad
(adecuación) se manifiesta al fin en una veracidad exacerbada, que se prohíbe a sí
misma la mentira de Dios, la mentira de la verdad ontológica como «mundo verdadero».
La veracidad, última virtud cristiana que efectivamente opera, termina por corroer el
fundamento que permite seguir hablando del «mundo verdadero». El valor supremo de
la verdad, jamás cuestionado, sufre el espectacular proceso de la pérdida del valor
cuando la veracidad se enfrenta al fin consigo misma.
Todo pensador y todo científico veraz representan la última fase evolutiva de la fe
de Platón, de la fe del cristianismo: la verdad es divina, Dios es la verdad. Todo
pensador, todo científico veraz, afirma con su fe un mundo diverso del mundo vital,
histórico-natural. Todo pensador, todo científico veraz, niega este único mundo.
La figura que anuncia la posibilidad del espíritu libre, la liberación de la verdad
pensada metafísicamente, es la del artista. Mucho menos moral que el pensador y que el
científico de la veracidad, el artista da señales de una gran debilidad en el respeto al
imperativo de la adecuación. Es el único capaz de liberar sus interpretaciones vitales
antes de que la superación del nihilismo se haga siquiera pensable. Siempre ha preferido
la profundidad y la brillantez al cumplimiento de la norma.
La veracidad niega el «mundo verdadero». Con la caída de la verdad metafísica, con
la posición de la misma como mentira en el restablecimiento de la situación real que
describe el término de Umwertung, adviene el no-creer en la verdad (ontológica), la
suprema liberación del espíritu humano, o el efectivo dejar-de-ser-humano de tal
espíritu. No es la creencia en la falta de sentido universal, no es el desaliento la
consecuencia necesariamente definitiva de la ruina del «mundo verdadero». Es también
posible la adopción jubilosa, por parte de la vida activa y afirmativa, de la fórmula

79
«nada es verdadero: todo está permitido», como suprema expresión de la muerte de la
vieja verdad de la metafísica y de la moral.
Si todas las interpretaciones generales de la existencia habidas hasta ahora —todos
los trasmundos— se revelan en último término como falsas, ello se debe a que el
imperativo metafísico-moral de la adecuación da forma a una exigencia absurda, que
por fin tiene que destruirse a sí misma.
El círculo se cierra, se cumple definitivamente la auto-superación de la Moral, en el
preciso momento en que la veracidad se vuelve contra la veracidad, una vez arruinado el
«mundo verdadero». Surge aquí el problema fundamental, por primera vez osado por
un pensador, del que Nietzsche llega a afirmar que confiere todo el sentido a su
actividad intelectual. Es el problema del valor de la verdad. Es el acontecimiento del
cobrar-consciencia-de sí de la voluntad de verdad. Es el último episodio de la
liquidación de la verdad de la metafísica, sólo perceptible a partir de la muerte de Dios,
de la consumación de la lógica nihilista. Por eso puede Nietzsche estar persuadido de la
radical novedad del planteamiento de un problema semejante. Se trata de algo que jamás
ha sido afrontado. Supone una empresa arriesgada, la más colosal de las hazañas.

Desde el instante en que la fe en Dios del ideal ascético es negada, hay también un nuevo problema:
el del valor de la verdad. La voluntad de verdad necesita una crítica —con esto definimos nuestra
propia tarea—, el valor de la verdad debe ser puesto en entredicho alguna vez, por vía experimental
(…)166.

En sentido estricto, el problema del valor de la verdad constituye el salto desde el


falso terreno de la vieja verdad al juego de relaciones entre lo que hemos denominado,
utilizando con fines «pedagógicos» la terminología de Granier, «verdad pragmática» y
«verdad originaria». Como apertura de la esencial duplicidad del ser, en el problema del
valor de la verdad se localiza la nueva experiencia de la verdad nietzscheana.
(Es necesario subrayar aquí el hecho, en ocasiones sorprendente, de que el discurso
nietzscheano de la duplicidad del ser acontezca desde el punto de mira de la vieja
verdad metafísica de la adecuación, por lo menos la mayor parte de las veces. Tanto la
esencial insuficiencia e incapacidad de un lenguaje trabajado metafísicamente, como las
imperiosas exigencias de destrucción que requieren tácticas de provocación más y más
efectivas, pueden ser aducidas para justificar el proceder del filósofo en este punto
capital).
Por un lado, la toma de consciencia de sí de la voluntad de verdad implica que la
falsedad (entendida al estilo tradicional como no-cumplimiento del imperativo de
corrección) nada supone respecto de la aceptación o la no-aceptación de un juicio. La
falsedad, así entendida, ya no es una objeción. Desmarcándose de la presión del
imperativo metafísico definidor de la verdad lógica, los productos del conocimiento
humano que son las proposiciones reciben el sí o el no de una zona diferente: la
cuestión es hasta qué punto un repertorio proposicional conserva, favorece y selecciona
la vida. Precisamente, las proposiciones a las que hay que decir sí desde el nuevo punto
de vista, son, tal vez, las más «falsas» desde la perspectiva moral de la metafísica (como
no podía menos que suceder si se piensa en la esencia restauradora de la Umwertung).
Excluir un juicio por falso, en el sentido de la vieja verdad, es un acto de negación de la
vida. La filosofía que se sitúa más allá de la moral tiene que reconocer que precisamente
la no-verdad entendida como incorrección es condición de la vida. (Lo expulsado en la

166
GM, III, 24, p. 175.

80
valoración propia de la vida moral, lo «malo», es condición de la conservación y del
florecimiento de la vida activo-afirmativa).
No se trata, pues, de ningún modo, de un desaforado pragmatismo naturalista, sino
de la experiencia de la verdad de otra especie de vida, que aquí toma la palabra. Ésta se
subordina el pensamiento lógico en calidad de manejo o manipulación, viendo en el ente
(das Seiende), en lo que permanece igual a sí mismo, una suposición que es necesaria
para que la manipulación sea posible. Como puramente perteneciente a la óptica de la
vida humana, esta suposición no habita el terreno abismal de la realidad (Realität), de la
vida que es «verdad originaria».
(Desde el punto de vista de la noción tradicional de verdad, una vez más, las
manipulaciones racionales tienen el carácter de lo fingido, constituyendo la razón de
una potencia violadora de la textura de la realidad).
Como seriación de los fenómenos en categorías, la manipulación del pensamiento
lógico hace de su voluntad de verdad la voluntad de enseñorearse de la pluralidad de las
sensaciones.
Empleando el lenguaje de la vieja verdad, si nos acercamos al feudo inabarcable e
inhumano de la «verdad originaria» (ese acercamiento es la noción nietzscheana de
devenir), el ente a manejar en la esfera de la vida humana es, pura y simplemente, la
ilusión, el engaño.
Por otra parte, si pensamos el devenir como lo absolutamente Otro de la
manipulación racional, podemos referirnos a él con los calificativos de «informulable»,
«contradictorio» y, en definitiva, «falso».
(Y, con todo, la vida humana sólo es si hay Vida: lo absolutamente otro asume,
respecto de lo ente, una total soberanía).
Todo el valor se sitúa en la esfera de la vida humana. «Nosotros hemos creado el
mundo que tiene valor»167. También, naturalmente, creamos la verdad-valor, la verdad
que es valor. A medida que nos internamos en las vecindades de la Diferencia Soberana
(refinando, por ejemplo, las capacidades de captación sensorial), el valor disminuye
progresivamente, tendiendo a cero.
El problema del valor de la verdad es, en resumidas cuentas, la cuestión propia, por
esencia, del ateísmo radical, del ateísmo independiente de la moral (independiente de la
veracidad). Como nos dice Klossowski, refiriéndose a Sade, «el ateísmo integral será el
fin de la razón antropomorfa»168, en la medida en que la actividad racional encuadrada
en el paradigma de la verdad-adecuación (la llamada «razón interrogativa») nos lleva
irremediablemente, y siempre, a la respuesta definitiva de la existencia de Dios
(fundamento de lo real, posibilitador, en última instancia, de un conocimiento total del
mundo).

6. HACIA NUEVOS CRITERIOS DE VERDAD

Se rechaza todo criterio de verdad tendente a satisfacer el imperativo de la


corrección, proveniente de la concepción metafísica de la adecuación. El imperativo se
destruye a sí mismo desde el momento en que su condición de posibilidad no es otra
que un saber de la real constitución de la realidad. Supone lo que establece,
implicándose a sí mismo en un regreso al infinito. Colocado en las mismas coordenadas

167
NF 7-2, 25 (505), p. 142.
168
KLOSSOWSKI, Pierre, Sade, mi prójimo, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1970, p. 20.

81
de la correspondencia, Nietzsche procederá a una incursión por los tradicionales
criterios de la filosofía y del sentido común, tanto en los implícitos como en los
explícitos. Criterios psicológicos, lógicos y pragmáticos, fundamentalmente.
En un plano que podemos calificar de «psicológico», en el sentido vulgar del
término, la atención se dirige en primer lugar hacia las relaciones de «lo encubierto» y
de lo formulado proposicionalmente con las dimensiones sentimentales del ser humano.
Ningún sentimiento profundo, sea el orgullo, el amor, la benevolencia, el entusiasmo…,
por muy «elevado», «noble», «bello» o «agradable» que resulte, puede ser fijado como
marca distintiva del contacto con lo absoluto o incondicionado. La fuerza del
sentimiento, que determina lo que entendemos por «estado elevado», nada tiene que ver
con el conocimiento de la verdad.
En este contexto, incluso el sentimiento de poder acrecentado se llega a tomar como
un signo de que, aquí, no se trata en absoluto de la verdad (de la verdad ontológica de la
tradición metafísica), si bien es cierto que, desde otra perspectiva en esencia diferente,
Nietzsche establece desde este momento que sólo el sentimiento de poder nos
proporciona la medida de la gradación de «ser», «realidad», «no-apariencia».
En el caso de la fe o creencia, y de la convicción, la fuerza del sentimiento aparece
específicamente referida a la adhesión, a la afirmación más incondicional. Para
Nietzsche, la creencia en la verdad nada tiene que ver con ésta, se coloca incluso en
oposición esencial a ella. La fe es la circunstancia más desfavorable para el
conocimiento, el terreno de la mentira propiamente dicha. La fe excluye la verdad, la
fuerza de la fe no es ningún criterio de verdad.
Tampoco se puede establecer relación alguna entre la verdad, la veracidad, la
investigación de la verdad y estados sentimentales negativos tales como la «frialdad» y
otros semejantes. La falta de consecuencias para el sentimiento, la «pureza», no son
signos definidores de la verdad de un conocimiento.
Por lo que se refiere a los hechos de conciencia, a la esfera de la representación,
Nietzsche afirma abiertamente el fenomenalismo radical del mundo interno, en exacta
correspondencia con el que es propio del exterior. No es la auto-observación el camino
de lo incondicionado. El horizonte de la conciencia, la representación representada, la
voluntad representada, el sentimiento representado, es completamente superficial: en
términos tradicionales, habría que decir que todo nuestro mundo interior es «mera»
apariencia. Las manifestaciones conscientes constituyen los eslabones finales de una
larga cadena, en su mayor parte no consciente. Todo aquello que se hace consciente está
«arreglado», simplificado, esquematizado, interpretado; y los procedimientos de
confección son los mismos que utilizamos para la construcción de la realidad externa.
Toda filosofía que se propone partir de supuestos «hechos de conciencia» da la
espalda al fenomenalismo de la auto-observación. El más importante, convincente, y,
por ello, utilizado, de tales «hechos» es, naturalmente, el yo. La fuerza impresionante
del sentimiento de la yoidad determina la profunda imbricación en el alma humana de la
creencia en el yo.
Se trata de una creencia casi indesarraigable, que obliga en mucha mayor medida
que la creencia en la realidad objetiva del espacio, del tiempo o del movimiento, por
poner algunos ejemplos. Por la senda cartesiana no se llega en modo alguno a un «algo»
absolutamente cierto, a partir de lo cual fuese posible establecer la realidad (Realität)
del pensamiento, su carácter no aparente. En la experiencia interna subvertimos el orden
causa-efecto: la causa es imaginada sólo después de que el efecto se haya hecho
consciente. Y así, en la sucesión de los pensamientos, buscamos el fundamento de un

82
pensamiento antes de que nos haya hecho consciente. Primero entra en la conciencia el
fundamento, y después su consecuencia169.
Tampoco pueden aducirse criterios lógicos de verdad, ni dentro del esquema
tradicional de la verdad-adecuación (pues ello exigiría el conocimiento previo de la
estructura lógica de la realidad), ni mucho menos en relación con la verdad originaria
nietzscheana, esencialmente a-humana. Desde este punto de vista, el del juego a situar la
verdad originaria en las coordenadas metafísicas del criterio de la corrección, el
pensamiento-Nietzsche genera el siguiente aforismo:

Última skepsis. ¿Qué son en último término las verdades del hombre? Son los errores humanos
irrefutables170.

Una suposición irrefutable no tiene, por ello, que ser verdadera. Esta afirmación nos
recuerda la declaración de guerra al optimismo lógico, contenida ya en la primera de las
publicaciones nietzscheanas.
La logicidad no es distintivo esencial del «ser verdadero», el principio de no-
contradicción no expresa necesidad ontológica alguna sino sólo una incapacidad
humana, es un no-poder-contradecir. Tomar la lógica y las categorías de la razón como
criterios de verdad respecto de la realidad (Realität) es incurrir en la desmesura que
hace de la idiosincrasia antropocéntrica la medida de la realidad. (Tal operación es el
nihilismo).
Con la afirmación del carácter alógico de la verdad originaria se procede a descartar
todos los posibles criterios lógicos de verdad. La claridad, la no-temporalidad, la
simplicidad (Nietzsche no se cansa de repetirnos que todo lo que es simple es
imaginario)171, la necesidad, etc.
Sin ninguna duda, fue el principio de no-contradicción el que dio la pauta para la
construcción de las condiciones posibilitadoras de la vida humana. La raíz biológica de
la actividad intelectual humana se pone al descubierto cuando pensamos en lo que para
Nietzsche constituye el acto intelectual originario: afirmar/negar, tener-por-verdadero y
no-tener-por-verdadero. El conocimiento intelectual hunde sus fundamentos en la esfera
de lo pragmático. Y si referimos tal esfera a la propia de la verdad originaria,
permaneciendo mientras tanto estratégicamente enclavados en el terreno de la
concepción metafísica de la verdad-adecuación, toda la actividad intelectual humana se
nos aparece como una falsificación sistemática. La lógica constituye un imperativo
sobre lo que debe valer como verdadero: verdad es reducida a valor. Es decir, verdad es
error.
Por eso Nietzsche coloca, con la imaginación, en la puerta de entrada de un
hipotético manicomio, la famosa tesis de Herbert Spencer: «La última piedra de toque
para la verdad de una proposición es la incomprensibilidad de su negación»172.
Los criterios pragmáticos de verdad son válidos para la actividad técnica del
intelecto, pero en modo alguno para el conocimiento trágico. Desde éste, la utilidad no
es prueba de verdad. Desde éste, la utilidad no deja de ser más que otra «ilusión»
humana. Aunque, eso sí, una ilusión que determina todo el espacio de la lógica y de la
razón para la vida activa y afirmativa. El que algunos constructos lógicos hagan posible
la subsistencia humana, el que otros contribuyan al afianzamiento y a la puesta en

169
Cfr. NF 8-3, 15 (90), pp. 252-254.
170
FW, 265, p. 285.
171
NF 8-3, p. 272, 28; p. 273, 1-2.
172
Cfr. NF 8-3, 14 (48), p. 34.

83
seguridad de esta especificación de la voluntad de poder, el que determinadas creencias
sean imprescindibles, en una palabra, para la evitación del suicidio, sea individual o
colectivo: esto sólo atestigua que nos hallamos frente a «errores necesarios» (verdades
pragmáticas), pero no frente a trozos del «en sí» de las cosas.
Signo de la verdad (originaria) es un esencial no-reportar-ventajas (al hombre). Una
fe puede ser condición de vida y, sin embargo, ser falsa. Tal vez sea necesaria la
creencia en la verdad del yo, de la acción, del sufrimiento; es evidentemente necesario
creer en las sensaciones. Pero la conservación de la vida no es criterio de verdad
(originaria).
Son asimismo excluidos criterios tales como el hábito, la herencia y la educación. El
carácter antiguo y venerable de una tesis nada prueba en favor de su verdad. Como
tampoco dice nada acerca de la verdad de una causa el hecho de que el mártir se inmole
por ella.
Respecto de la filosofía, no es señal distintiva del carácter de verdad de sus
producciones ni el hecho de que éstas consoliden los poderes establecidos («verdad
inofensiva»), ni el hecho de que doten de consistencia y de confianza en sí mismas a las
costumbres y a la vida cotidiana de las capas populares de la sociedad.
La índole experimental del pensamiento nietzscheano, toda su carga subversiva y su
mensaje de futuro, estriba en un decidido encararse con la siguiente cuestión:

¿Hasta qué punto consiente la verdad en ser incorporada173?

¿En qué medida soporta la vida humana la verdad originaria? ¿Transcurrido qué
límite amenazaría con romperse en pedazos? Se trata de inyectar vida a la vida humana,
más allá del armazón del conocimiento lógico, defensa legítima, pero defensa al fin y al
cabo.
Por otro lado, ¿es posible el acercamiento a lo incomprensible? ¿Es posible su
absorción? ¿Cómo va a poder incorporarse la verdad una especie de vida esencialmente
sumida en la falsedad, esencialmente dirigida contra todo auto-conocerse, cuya misma
«voluntad de verdad» no es, en última instancia, más que un nuevo disfraz, una nueva
máscara?
(Mientras que toda la línea de la filosofía del «como si», del als ob, nos habla de
ficciones conscientes, Nietzsche habría llegado a afirmar procesos inconscientes de
falsificación).
La concepción metafísica de la verdad, su radicación en el logos proposicional, su
caracterización como adecuación, la fijación del criterio a partir de la idea de
corrección, se reducen a la suposición de que el fondo de las cosas está constituido
según las valoraciones de la moral. Así queda justificada la razón humana en su afán de
verdad. Es decir: semejante concepción es una consecuencia de la fe en Dios como
creador de las cosas y de la confianza en su veracidad. La verdad-adecuación implica el
concepto de una herencia procedente de una vida transcendente.
Por consiguiente, la verdad originaria nietzscheana no puede pensarse si no es al
margen de la concepción moral (metafísica) de la verdad como adecuación. Para decirlo
en términos nietzscheanos, el mundo del puro devenir es falso. No puede fijarse criterio
alguno para esta verdad originaria, esencialmente falsa.
La liquidación del concepto de corrección, la disolución del arriba y del abajo,
genera, para la esfera de la verdad humana, de la verdad-valor, toda una nueva clase de
«criterios», que, en último término, y si conseguimos pensar la voluntad de poder como

173
FW, 110, p. 230.

84
novedad, en el sentido de situarla al margen de todo subiectum entendido
heideggerianamente, servirán para caracterizar a la verdad pragmática en su esencial
referirse-a la verdad originaria. Pues, en definitiva, la verdad de la vida humana es su
referencia a la vida en general, a la voluntad de poder.
Ningún criterio de verdad, ya sea psicológico, lógico o pragmático, puede adquirir
validez en el marco de la vieja concepción de la verdad. Tras la liberación respecto de la
misma, se abre el espacio para la determinación del criterio de verdad, a partir de la
esencial copertenencia de vida y vida humana. (Esto es, desde la nueva perspectiva, la
verdad vital ha de dejar de ser entendida en la estrechez de lo «pragmático»,
remontándonos a una nueva incardinación de la «utilidad» en la duplicidad del ser).
La veracidad habrá de considerarse ahora no como la virtud moral del no-debes-
mentir, sino, rebautizada como «sentido de la verdad» o «sentido de lo real», en calidad
de medio de la conservación de la vida humana, como pasión del dar-forma a las cosas.
No es ahora «verdad» equivalente de «realidad» (Realität), es tal vez lo opuesto a
ella: la realidad nietzscheana se autodeclara «falsa». Si la suposición de lo ente, de lo
que permanece igual a sí mismo, pertenece necesariamente a la óptica de la vida
humana, si las cualidades son las idiosincrasias humanas propiamente dichas (toda
sensación es sensación de valor), si las construcciones de la lógica y de la matemática
conservan nuestra vida en último término, entonces el ente, las cualidades, el sujeto, la
sustancia, etc. son verdaderos en el sentido más amplio (en el del valor-verdad).

El valor para la vida decide en último término 174.

Una vez arrumbada la noción moral de la corrección hay tantas verdades como
especies de vida (verdad originaria), esto es, son infinitas. E infinitas verdades es lo
mismo que ninguna verdad. En nosotros, la verdad se determina por el poder ordenador,
simplificador (falsificador), que responde a la voluntad de hacerse dueño de la
multiplicidad de sensaciones. La relación de la verdad humana con la verdad originaria,
expresada en la otra terminología, queda recogida en la siguiente definición,
provocadora por lo paradójica:

Verdad es la clase de error sin la cual una determinada especie de seres vivientes no podría vivir 175.

Siguiendo con la paradoja, hay que decir que el valor-verdad es susceptible de


gradación, de menos o de más, desde el error absolutamente necesario, cuyo valor de
verdad obliga y tiraniza como condición misma de la vida humana, hasta el error que
permite el rechazo y la contradicción, como valor-verdad provisional, no tiránico, que
simplemente favorece una menor actividad «espiritual», un menor desgaste de fuerza.
La gradación del valor-verdad puede contemplarse como gradación de la
desfiguración y del disimulo (Verstellung), desde el punto de vista del ir-más-allá-de-sí,
de la autosuperación esencial a la vida. No hay valor-verdad en la esfera de las
relaciones de la química inorgánica, porque en esta región del ser (vida) aún no ha
advenido la desfiguración como potenciación del poder. Desde el comienzo de lo
orgánico hasta lo humano asistimos a una espectacular progresión del tener-por-
verdadero, de la simulación como función esencial de la conservación y del aumento de
poder. La máxima potenciación del disimulo la encontramos en esa actividad cuyo

174
NF 7-3, 34 (253), p. 226.
175
Ibid.

85
mismo presupuesto es el «error»: el pensamiento humano, la lógica como
establecimiento de las condiciones vitales.
De ahí que la veracidad, en un mundo esencialmente «falso», y si no hay que ver en
ella ahora la increíble desnaturalización que supondría un elemento de la vida
volviéndose contra la vida misma, se nos revele como una elevación y un «ir más allá»
de la «potencia de falsedad». El mundo de lo ente, el mundo de lo «verdadero» es la
creación de la nueva sublimación superadora de la potencia de la falsedad.
La declaración de guerra a los viejos conceptos de «verdadero» y «falso», la forma
viviente de la misma (el espíritu libre), entiende el error propiamente tal como un
atentado contra las posibilidades de la vida humana, como «el lujo más costoso» que el
hombre puede permitirse. Una cosa es el error, así entendido (Irrtum), y otra muy
diferente la no-verdad como tal (Unwahrheit), la violación necesaria de la verdad
originaria por parte del pensamiento (violación que pertenece a, y es requerida por, esa
verdad originaria). Sólo se da no-verdad porque hay pensamiento.
(Podríamos, por otra parte, pensar que la ciencia consiste en extender la verdad
pragmática a costa de la originaria, mientras que la actividad filosófica encontraría el
núcleo de su sentido en mostrar la inconmensurabilidad de la verdad originaria, en
intentar llevarla a la vida humana en una suerte de arte de transfiguración).
La veracidad, la voluntad de verdad, no recibe ya su significado de una fe (la
creencia «esto es así o así»), sino que cobra consciencia de sí como voluntad. Si,
expresado moralmente, hay que decir ahora que el mundo es falso, no se puede dejar de
señalar que, como fragmento de ese mundo, la valoración moral es también falsa.
Veracidad: voluntad de hacer algo duradero, relativamente fijo, verdadero. Voluntad de
crear.

Por tanto, «verdad» no es algo que existiría y que habría que hallar y que descubrir, sino algo que
hay que crear y que da el nombre a un proceso, a una voluntad de victoria (Wille der
Überwältigung), que en sí no tiene fin: introducir («hineinlegen» = engañar) verdad, como un
processus in infinitum, un determinar activo, no un devenir-consciente de algo que «en sí» sería fijo
y determinado. Es una palabra para la «voluntad de poder»176.

Crear-verdad, hacer-verdad, como función de la voluntad de poder: la vida humana,


autosuperación de la voluntad de poder, establece el fundamento de posibilidad de la
instauración de sus condiciones de aumento (y conservación) en el valor-verdad. Esto
es, en la falsificación radical de sí misma, la voluntad de poder se supera como voluntad
de poder (humana). Es verdadero todo lo que incrementa el sentimiento de poder,
convergiendo en este criterio de verdad tanto la pragmática como la originaria
(duplicidad del ser). Si la una es falsa desde el punto de vista de la otra es porque
aquélla pertenece a ésta, es porque la verdad originaria es la falsedad originaria.

El intelecto pone su más libre y fuerte facultad y capacidad como criterio de lo más valioso, por
tanto de lo verdadero…
Por consiguiente los grados más elevados en el rendimiento despiertan para el objeto la
creencia en su «verdad», esto es, en su realidad (Wirklichkeit)177.

Todo el complicado y ambiguo producto de la preocupación nietzscheana por la


cuestión de la verdad se deja resumir, hasta donde tal cosa es posible, en un famoso
aforismo de la primavera de 1888. En él se subraya el abismo entre la realidad
(Wirklichkeit) y la Realidad (Realität). En estas páginas, libres nosotros de la absurda

176
NF 8-2, 9 (91), p. 49.
177
Loc. cit., p. 51.

86
inmodestia de pretender explicar lo que a todos nos rebasaría (lo específicamente
nietzscheano), se ha intentado poner de manifiesto la copertenencia de ambas esferas en
el todo de las intuiciones del filósofo. Una relación esencial, muy difícilmente pensable.

Parménides ha dicho «no se piensa lo que no es» — nosotros estamos en el otro extremo y decimos
«lo que puede ser pensado, tiene que ser sin duda una ficción». El pensamiento no tiene asidero en lo
real (Grift auf Reales), sino sólo en — — —178.

Antes de concluir definitivamente el capítulo, es preciso recordar la excepcional


importancia que el tema de la verdad adquiere en el pensamiento nietzscheano. Esta
relevancia nos permite discriminar entre «lecturas nietzscheanas» y «lecturas no-
nietzscheanas» de la obra del filósofo. Entendemos por «lectura nietzscheana» aquélla
que en todo momento aplica a los textos del filósofo los criterios de verdad que en ellos
mismos se producen sin cesar.
Un ejemplo prototípico, y determinante en grado superlativo, de una «lectura no-
nietzscheana» lo encontramos en las interpretaciones de Heidegger. En efecto, la visión
que este pensador nos ofrece de lo que él llama los cinco epígrafes fundamentales de la
filosofía nietzscheana (a saber: la voluntad de poder, el eterno retorno de lo mismo, el
nihilismo, la transvaloración y el superhombre) sólo es concebible, aparte de los
intereses totalizadores propios de la concepción heideggeriana de la «Metafísica», a
partir de una desvirtuación radical del tema de la verdad, tal como aparece tematizado a
lo largo de toda la producción de Nietzsche. Es cierto que entender la verdad como error
supone que la noción de la verdad-adecuación se halla en pleno funcionamiento. Pero
deducir que Nietzsche no pretende en ningún modo poner en tela de juicio el contenido
esencial del concepto tradicional metafísico de verdad implica el descuido, a todas luces
mal intencionado, de la dimensión irónica fundamental en la que aparece este concepto
tradicional en los textos nietzscheanos. Por lo demás, ¿cómo sería concebible el acuerdo
con lo real, entendido como caos, como devenir? ¿Cómo ha podido un filósofo de la
categoría de Heidegger permanecer ciego ante el hecho evidente de que el concepto
nietzscheano de verdad, todo su discurso sobre el tema, aparece esencialmente
caracterizado por una ironía que Josef Simon ha denominado «trágica»179?
Por lo demás, abundan los casos de «lectura no-nietzscheana». Rudolf Eisler habla
de la filosofía del devenir como de la metafísica nietzscheana por excelencia. Se trataría
de una «metafísica inmanente», en oposición a todas las filosofías del ser transcendente.
Esta oposición constituiría el único apoyo posible, en realidad infundado, para presentar
una imagen antimetafísica del pensamiento de Nietzsche180.
De modo semejante, Erika Emmerich piensa la voluntad de poder como la «verdad
originaria» nietzscheana, como el ser del mundo, y hace de Dionisos, en línea con la
onto-teo-logía más tradicional, el ente más verdadero, el punto más pleno de
«realidad»181.
La peculiar falsificación lukacsiana, puesto que termina viendo en un supuesto
«criterio biológico de verdad» la punta de lanza ideológica del naciente imperialismo, se

178
NF 8-3, 14 (148), p. 124.
179
Cfr. SIMON, Josef, «Grammatik und Wahrheit. Über das Verhältniss Nietzsches zur spekulativen
Satzgrammatik der metaphysischen Tradition», en Nietzsche-Studien, Band [¿número?] 1, pp. 1-26,
Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1972.
180
Cfr. EISLER, Rudolf, Nietzsche’s Erkenntnistheorie und Metaphysik. Darstellung und kritik, Hermann
Haacke, Leipzig, 1902, pp. 78-79.
181
Cfr. EMMERICH, Erika, Wahrheit und Wahrhaftigkeit in der Philosophie Nietzsches, Dissertation,
Bonn, 1933, pp. 59, 78, 112.

87
muestra, tal vez, mucho más peligrosa, aunque constituya una mera variación del mismo
malentendido culpable182.
En definitiva, las «lecturas no-nietzscheanas» abordan al filósofo desde la
concepción metafísico-moral de la verdad, afirmando que Nietzsche jamás se llegó a
deshacer de la adaequatio rei et intellectus. (Cuando tal «no-deshacerse» es
esencialmente irónico, es esencialmente una necesidad de estrategia expresiva). Lo que
hay que preguntarse es si no son estos intérpretes los que permanecen anclados en la
metafísica, a pesar de todo el discurso del «funcionalismo biológico» y de las «Als-Ob-
Annahme» desde el que pretenden decapitar a Nietzsche183.
En otras ocasiones, asistimos a posturas vacilantes en la interpretación. Tal es el
caso de Jaspers: tras reconocer que lo que Nietzsche expresa con la voluntad de poder
no constituye un conocimiento propiamente dicho, afirmando en este sentido la
incognoscibilidad del Ser, tras levantar la objeción, a todas luces justificada dado el uso
nietzscheano del lenguaje, de que a veces nuestro filósofo parece ceder a la tentación de
absolutizar dogmáticamente su nuevo modelo, Jasper afirma que el eterno retorno, el ser
auténtico, tiene su origen en una experiencia instantánea del Ser 184. De este modo, el
hecho de que la filosofía nietzscheana lleve en sí misma su propio criterio de verdad (en
el que algunos ven la radicalización y la extensión de la conciencia metafísica como
principio autónomo, posibilitada por Kant)185, es vertido por autores como Simmel en
formulaciones tradicionales, en este sentido necesariamente desvirtuadoras. Por
ejemplo, aquella que niega al eterno retorno el valor objetivo, para contemplarlo como
la fusión, lógicamente contradictoria, del anhelo de lo finito y limitado con el anhelo de
lo infinito e indefinido186.
Semejantes vacilaciones son, naturalmente, proyectadas sobre el propio pensamiento
nietzscheano. Monika Funke, por referirnos a un punto de vista totalmente diferente al
de los autores antes citados, describe el proceso que atraviesa la voluntad de poder: de
constituir un postulado metódico del principio de economía en el interior del
funcionalismo unidimensional de Nietzsche, a establecerse como el punto clave de una
ontología nueva (con lo cual, su caracterización es cada vez más universal, más vacía,
menos controlable…). El momento culminante de la des-historización y la
inmunización ideológicas de la crítica nietzscheana de las ideologías lo encontramos,
según Funke, en la formulación mítica del eterno retorno de lo mismo187.
Muchos son, sin embargo, los estudiosos que han llevado a cabo una «lectura
nietzscheana», en el sentido especificado, de la obra de Nietzsche. Tanto Granier, como
Diet, Mohr, Chassard, Pautrat, Kofman… han sabido respetar la compleja elaboración
determinante del tema de la verdad188. Mención aparte merecen Grimm, Müller-Lauter
y Dickopp.

182
Cfr. LUKÁCS, Georg, El asalto a la razón: la trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta
Hitler, Grijalbo, Barcelona-México, 1968, pp. 249-323. El asalto a la razón: la trayectoria del
irracionalismo desde Schelling hasta Hitler, pp. 249-323.
183
Cfr. DEL NEGRO, Walter, Die Roller der Fiktionen in der Erkenntnistheorie Friedrich Nietzsches, Rösl
& Cie., Múnich, 1923, pp. 77-78, 40, 165-166.
184
Cfr. JASPERS, Karl, Nietzsche. Introducción a la comprensión de su filosofar, Editorial Sudamericana,
Buenos Aires, 1963, pp. 425, 441, 449-452, 491 y 500. Cfr. Nietzsche. Introducción a la comprensión
de su filosofar, pp. 425, 441, 449-452, 491 y 500.
185
Cfr. HEYSE, Hans, «Kant und Nietzsche», en Kant-Studien, Band [¿número?] 42, Heft [¿?] 1-3,
1942/43, pp. 3-27.
186
Cfr. SIMMEL, George, Schopenhauer y Nietzsche, Francisco Beltrán, Madrid, 1915, p. 257.
187
Cfr. FUNKE, Monika, op. cit., pp. 168, 172, 174, 175.
188
Las obras que recogen tales interpretaciones son, entre otras, las siguientes:
— GRANIER, Jean, op. cit.

88
Probablemente nadie haya hecho tanto hincapié en la liquidación del paradigma de
la correspondencia y en la necesidad de enfrentar el pensamiento nietzscheano mediante
la aplicación de los criterios de verdad generados por él mismo como Rüdiger J.
Grimm. Nadie como él ha sabido caracterizar a la voluntad de poder como
interpretación, como metáfora. Nadie como él ha sabido especificar en qué sentido tal
interpretación es verdadera189.
Por su parte, de forma análoga, Müller-Lauter ha sabido ver en la voluntad de poder
una ficción; una ficción verdadera, según el criterio nietzscheano de verdad. Afirmando,
además, que en el pensamiento de Nietzsche la cuestión del fundamento ha dejado de
ser relevante para la filosofía, llama la atención sobre la necesidad de entender el eterno
retorno al margen del paradigma de la correspondencia190.
En la tesis doctoral de Karl Dickopp, presentada en la Universidad de Bonn en el
año 1965, sale a la luz una curiosa interpretación, a la que nos referimos brevemente
para concluir. Dickopp deja bien sentado que la voluntad de poder no es un «ser en sí»
susceptible de una certeza inmediata, intuitiva, sino una interpretación, una designación
(«nombre», «título»). Por tanto, desde este punto de vista, la posición de Nietzsche no
es metafísica, no aporta ninguna respuesta a la pregunta por el ser. Pero, desde el
momento en que Nietzsche reviste a la voluntad de poder de la espontaneidad
incondicionada que en Kant correspondía a la apercepción trascendental, su postura ha
de ser calificada de «metafísica», puesto que la espontaneidad demanda el ser,
entendido como existencia191.

— DIET, Emmanuel, op. cit.


— MOHR, Jürgen, Der Mensch als der Schaffende, Peter Lang, Bern-Frankfurt am [¿¿??] Main-Las
Vegas, 1977.
— CHASSARD, Pierre, Nietzsche: finalisme et histoire, Copernic, París, 1977.
— PAUTRAT, Bernard, Versions du Soleil. Figures et système de Nietzsche, Editions du Soleil, París,
1971. op. cit.
— KOFMAN, SARAH, op. cit.
— Etc.
189
Cfr. GRIMM, Rüdiger, Nietzsche’s Theory of Knowledge, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York,
1977. op. cit. Sobre todo, pp. 19, 28 y ss., 43, 61-65 y 114.
190
Cfr. MÜLLER-LAUTER, Wolfgang, op. cit., p. 186.
Además, «Nietzsches Lehre vom Willen zur Macht», en Nietzsche-Studien, Band [¿número?] 3, pp.
1-61, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1974. Sobre todo, pp. 22, 53 y 60.
191
Cfr. DICKOPP, Karl-Heinz, Nietzsches Kritik des Ich-denke, Dissertation, Bonn, 1965, pp. 119-121.

89
[PÁG. IMPAR]

3
EL PERSPECTIVISMO

1. LA TENSIÓN CONOCIMIENTO-VIDA

El vitalismo nietzscheano remite de una forma constante el conocimiento a la vida.


Para ser exactos, la actividad cognoscitiva es contemplada en el contexto específico de
la vida humana. Desde este punto de vista, es alcanzada de lleno por la campaña de
minimización de lo humano respecto de la naturaleza, de la vida en general (el proceso
nietzscheano de señalamiento de la esencial inconmensurabilidad de ésta).
La insistencia más acusada en la relatividad de los desarrollos cognoscitivos
humanos tiene lugar especialmente durante los años juveniles, cuando el filósofo diseña
lo que hemos llamado «nominalismo artístico». El conocimiento humano no responde a
ningún programa decretado de antemano por la naturaleza, sino que carece de una razón
de ser necesaria, como la misma existencia de la humanidad. Es absurdo justificar ésta
mediante la apelación a aquél: el hombre no existe, por naturaleza, como cognoscente.
La actividad del intelecto, la presencia del hombre en el planeta no deben llevarnos a la
ficción insostenible de la teleología. Son meramente casuales, accidentales, frutos del
azar. La existencia humana no es el resultado de ninguna intención, oculta o
descubierta. La determinación del hombre como ser cognoscente, si bien remite a su
existencia y a la posibilitación de su existencia, no debe ser utilizada en calidad de
fundamento a partir del cual deducir el marco típico de la explicación finalista. Como
esencialmente referido a la vida del hombre, el conocimiento está afectado de idéntica
arbitrariedad.

90
La actividad cognoscitiva, en tanto es relativa a la existencia humana, puede ser
considerada como «proceso fisiológico», dada la caracterización exclusivamente
vitalista de aquélla.

Pues no hay para ese intelecto ninguna misión más amplia, que nos lleve más allá de la vida
humana192.

En el interior del panorama vitalista, pues, la palanca que eleva al hombre por
encima del animal sigue siendo la actividad intelectual. Se trata de una diferencia de
grado, no referida, como tal, a orden trascendente alguno. Porque el conocimiento nada
tiene que ver con la verdad, metafísicamente entendida, sino que se presenta como la
actividad que subsume con rapidez lo semejante en lo igual, la metáfora sensible en el
esquema, la imagen en el concepto. Como la actividad constructora que regula y que
ordena. El mundo humano, entre cuyos contornos se hace posible la existencia de
nuestra especie. El hombre conoce, podríamos decir, como la araña teje su tela.
El conocimiento se ciñe a las coordenadas de la posibilitación y la conservación de
la vida humana, se hunde en el entramado biológico de la especie. Todos los
malentendidos que han dado pie a las diferentes ficciones antropológicas y
epistemológicas tienen su centro de gravedad en el olvido del subsuelo biológico de la
actividad cognoscitiva. Porque pertenece a la esencia misma de tal actividad la función
reguladora y el carácter imperativo de sus constructos fundamentales. De modo que, a
fin de que la razón funcionara como mandato, era preciso el olvido del origen
absolutamente empírico de las categorías.
El olvido del origen y del sentido de la actividad del intelecto era necesario para que
las categorías valieran incondicionalmente y se presentaran como a priori, como
indemostrables, como más allá de toda experiencia. Debía ser olvidado el carácter de
valor para la vida de los constructos más abstractos, pasar por encima de su función
conservadora de la existencia humana, para que de este modo se convirtieran en
mandatos incondicionales, en valores supremos, y determinaran poderosamente la
conducta.
La inconsciencia en este punto crucial del origen y del sentido es la moral. La
ceguera interesada que no permite referir el conocimiento a la vida humana es la moral.
Aquellos que afirman con ardor el conocimiento por el conocimiento caen en una de las
últimas trampas que tiende la moral, enredándose otra vez completamente en ella193.
Frente a éstos, hay que subrayar una y otra vez que la actividad intelectual es un
medio, lo cual no implica en modo alguno el menoscabo de su «dignidad», sino todo lo
contrario: nada es más importante, para cualquier especie animal, que la propia
conservación. En palabras de Heidegger, los que se refieren al pensamiento
nietzscheano con el simple término de «biologismo» obstaculizan en grado sumo la
comprensión del mismo. Asistimos a un discurso sobre la biología que no es biológico:
«vida» es «voluntad de poder»194. Se trata de disponer el mundo con fines de utilidad,
de crear formas y signos para reducir la pluralidad a esquema. La pluralidad confunde y
desconcierta, sólo en el esquema se torna regular y manejable.
Para expresarlo en un lenguaje más académico, más en línea con la tradición
filosófica germana, Nietzsche llega a afirmar que la «subjetividad» es real, esencial: el
mundo que es accesible a nuestros órganos de conocimiento puede entenderse asimismo

192
PHB, 1, p. 85.
193
Cfr. JGB, IV, 64 y 65, p. 91.
194
Cfr. Nietzsche I, pp. 404 y 477.

91
como subjetivamente condicionado, en el sentido de «dependiente de esos órganos».
(Aunque semejante formulación hay que mantenerla inmersa en el contexto en el que se
genera, que no es otro que el de la lucha contra las «doctrinas de los dos mundos»)195.
(En el mismo contexto hay que situar también el estribillo juvenil que dice: «No tengo
más que sensación y representación», a partir del que se deduce que ni la sensación ni la
representación pueden pensarse como nacidas de los contenidos de la representación)196.
Lo que a Nietzsche realmente interesaba al expresarse de este modo era subrayar la
ilicitud de ir más allá de la sensación, hacia constructos metafísicos cualesquiera,
llevado de su fundamental «voluntad de inmanencia».
El tema de la actividad intelectual como medio de la conservación de la vida
humana puede condensarse sencillamente en la consideración de la esencial
arbitrariedad de ésta. En efecto, no hay enlace que sujete la vida de la especie humana a
fundamento exterior distinto. En este sentido, la actividad intelectual toda es resultado
del azar. Pero, precisamente, si es azarosa, es porque está referida por necesidad a la
vida humana.

¿En qué medida es también nuestro intelecto una consecuencia de condiciones existenciales? —No
lo tendríamos, si no lo necesitáramos, y no lo tendríamos así, si no lo necesitáramos así, si también
pudiéramos vivir de otra manera197.

El conocimiento queda definido desde este punto de vista, desde su esencial


incardinación en la esfera de la vida humana, como actividad implantadora de
condiciones de posibilitación y mantenimiento. Ahora bien, las condiciones de
conservación de una especie de vida se expresan en lo que podemos llamar «tasaciones
del valor», o, simplemente, «valoraciones». Toda vida se hace posible a sí misma
valorando, toda vida se conserva en su especificidad evaluando. La valoración es la
función vital fundamental, imprescindible para la salvaguarda de la especificidad, frente
al todo caótico de la Vida en general, que constantemente amenaza.
La filosofía nietzscheana aproxima, al menos en un primer momento, la actividad
cognoscitiva a la valorativa, esencial a la vida humana. Tal aproximación implica la
preeminencia del problema del valor sobre el de la certeza. Una epistemología sólo
puede abordar la cuestión de la certeza después de haber respondido a la de los valores,
ésta es más fundamental que aquélla. Como en el tema de la verdad, es el valor para la
vida lo decisivo en último término.
Por consiguiente, no se trata del grado de certeza que posean determinados
resultados de una argumentación racional o de un desarrollo lógico. Se trata, con
anterioridad, de la confianza en la razón y en sus categorías, de la relevancia de la lógica
para la vida, de su valor.
Para que sea posible llevar a cabo el más sencillo de los juicios se requiere la
presencia de una multitud de creencias que cierren el paso a la duda y a la vacilación,
que preserven los valores esenciales.
La valoración constituye el auténtico núcleo de la actividad en que el conocimiento
consiste. La tasación del valor expresa las condiciones de conservación de una especie
de vida y, al mismo tiempo, acondiciona un mundo adecuado al desarrollo de la misma.
Por tanto, podemos ver en el conocimiento no sólo la dimensión expresiva de la vida

195
Cfr. NF 8-3, 14 (103), pp. 72-74.
196
Cfr. NF 3-4, 26 (11), pp. 176-177.
197 1
NF 7-2, 26 (137), p. 183.

92
humana, sino además el sometimiento condicionado de «lo Otro» a ésta, en forma de
«mundo de los hombres».
El conocimiento nos dice que la vida humana sólo es posible bajo las
presuposiciones regulativas que establecen las categorías de la razón, en la instalación
en el ser, al cobijo proporcionado por los principios de identidad y no-contradicción. El
conocimiento es, por otra parte, la acción de someter la Vida, el constreñimiento a
especificarse como vida humana.
Nuestros sentidos, la memoria, el instrumental cognoscitivo en su conjunto, se han
desarrollado, desde la presión de la necesidad, en relación a las condiciones de
posibilitación y conservación de la vida humana. Conocer es «poner algo bajo cierta
condición»198. Conocer es llevar a cabo el cálculo del valor del suceso, es poner valor en
lo que se enfrenta. Poner ese «algo» en relación con las condiciones que el
mantenimiento de la vida exige.
Como especie de la voluntad de poder, la vida humana se constituye en un conjunto
de valoraciones comparativamente mucho más precisas y eficaces que las propias de las
formas de vida inferiores. La remisión de todo acontecer a las condiciones de
posibilidad de su existencia se hace en el hombre constante. Nace con él el cálculo. Es
el tasador, el inventor de la balanza y del peso. Para Nietzsche, «hombre» (Mensch)
significa „el que mide‟ (der Messende). La especie humana no valora mediante
«métodos» hallables en otras formas de vida, sino que lo hace calculando. En ella, la
puesta del valor es cálculo del valor.

Para conservarse, el hombre empezó implantando valores en las cosas—¡él fue el primero en crear
un sentido a las cosas, un sentido humano! Por ello se llama «hombre», es decir: el que realiza
valoraciones.
Valorar es crear: oídlo, creadores. El valorar mismo es el tesoro y la joya de todas las cosas
valoradas.
Sólo por el valorar existe el valor: y sin el valorar la nuez de la existencia estaría vacía. ¡Oídlo,
creadores199!

Si consideramos la multiplicidad de las clases de vida, el perspectivismo


nietzscheano puede entenderse o bien como el esbozo de una infinidad de centros
vitales encerrados en sus límites de actividad, o bien como el diseño de un juego
generalizado de creaciones (valoraciones), tal como se expresa en el fragmento citado.
Respecto del entendimiento «carcelario» del perspectivismo, y en el caso concreto de la
vida humana, habría que referirse por necesidad a las percepciones y a la actividad
sensorial en su conjunto: sólo tenemos sentidos para una gama muy restringida de
percepciones, justo aquéllas que son relevantes para nuestra conservación. Las
impresiones sensoriales aparecen esencialmente como «juicios de valor». Desde estas
reflexiones, podríamos decir que estamos en la cárcel de nuestros sentidos, como la
araña está en la que constituye su tela: allí sólo va a parar lo que se deje enredar en ella.
Sin embargo, este entendimiento del perspectivismo es, con mucho, el menos frecuente
e importante. Casi todo el hincapié se hace sobre la actividad valorativa y creadora,
instauradora de «mundos».

¿Hay algo que sea bello en sí? El placer de los que conocen aumenta la belleza del mundo y solea
todo lo que existe. El conocimiento no sólo envuelve las cosas en su belleza, sino que también
introduce su belleza, de un modo duradero, en las cosas200.

198
NF 8-1, 2 (154), pp. 139-140.
199
Z, I, «De las mil metas y de la única meta», p. 96.
200
M, 550, p. 324.

93
En el pensamiento humano adviene a la naturaleza un novum, relativo al menos.
Aunque no se puede hacer del concepto de «humanidad» el conglomerado de los rasgos
que separan al hombre de la naturaleza, aunque las propiedades específicamente
humanas se muestren como la continuación de las que caracterizan a la naturaleza toda,
la vida humana se desarrolla de modo diferente, como estrategia de aseguramiento de
sus condiciones frente a las demás clases de vida. Esta diferencia de grado se sitúa en la
línea de las autosuperaciones en que la Vida consiste como proceso unitario. Esta
diferencia de grado acontece con la actividad intelectual; cuando la vida humana se
enfrenta con el medio amenazante, lo estructura según sus propios patrones y lo somete,
convirtiéndolo en función de su propio crecimiento.
El pensamiento y el conocimiento representan modalidades de valoración
relativamente novedosas, que se caracterizan por su eficacia técnica inusitada. Son las
que definen la especificidad de la vida del hombre, el animal técnico, el «animal tasador
en sí». La vida humana es el despliegue de la actividad calculadora. Para Nietzsche, el
pensamiento consiste, ante todo y esencialmente, en un «fijar precios», «tasar valores»,
«imaginar equivalentes», «cambiar»…201
Según esta caracterización de la vida humana en su especificidad, a partir de la
actividad cognoscitiva, como ejercicio de valoración a través del cálculo y de la
medición, hay que volver de nuevo al punto de partida para no hacer radicar la teoría del
conocimiento en conceptos que han dejado de ser, a los ojos del filósofo, utilizables
(«espíritu», «razón», «conciencia», «alma», «verdad»…). Se trata de que la especie
humana sólo puede prosperar, como clase determinada de vida animal, con la condición
de una relativa corrección y regularidad en sus percepciones. Únicamente así el hombre
puede vivir, esto es, capitalizar la experiencia. Su «facultad de prestar» hace el mundo
humano en que transcurre su existencia. Tal habilitación es el conocimiento. Es
necesario tomar el concepto de «conocimiento» de un modo estrictamente «biológico» y
«antropocéntrico».

Para que una especie determinada se conserve —y aumente en su poder—, tiene que comprender en
su concepción de la realidad los suficientes elementos susceptibles de cálculo que permanezcan
idénticos a sí mismos, para que, en relación con ellos, pueda ser construido un esquema de su
comportamiento. Es la utilidad de la conservación, y no una supuesta necesidad teórico-abstracta de
no ser engañado, la que subyace como motivo tras el desarrollo de los órganos cognoscitivos (…) se
desarrollan de tal manera, que su observación basta para conservarnos 202.

Vivir humanamente es lo mismo que construir esquemas de conducta. El proceso de


valoración, de medida del valor, que es el conocimiento humano, tiene su razón de ser
en la obtención de la seguridad, a través de la dominación del caos. La necesidad del
conocimiento no es sino la necesidad de lo conocido. La presión del miedo a lo
desacostumbrado y problemático nos lleva a conocer: la satisfacción, la alegría del
cognoscente ponen de manifiesto el re-encontrado sentimiento de seguridad. La
actividad intelectual es el ejercicio vital de una especie que constantemente aparta de sí
el peligro, la inquietud y la preocupación. La reducción de lo desconocido a lo conocido
es el afianzamiento en la seguridad. Por eso, tras trazar el paralelismo entre nuestra
actividad intelectual y los casos de cristalización, de realización de estructuras que se
pueden observar en los niveles preorgánicos, Nietzsche contempla el conocimiento
humano como la aplicación sistemática de procederes procústeos: ordenación del

201
Cfr. GM, II, 8, p. 80.
202
NF 8-3, 14 (122), p. 94.

94
material nuevo en los esquemas antiguos. Una especie de igualación de lo nuevo con lo
antiguo203.
La obtención de la seguridad mediante el dominio del caos se cumple como
asimilación. Cuando la forma humana de vida entra en relación con un suceso
(inhumano) cualquiera, se apropia de él. Lo recorta, dotándolo de perfiles humanoides.
Tal dotación se lleva a cabo en el pasar por alto lo contradictorio, en la simplificación
de lo complejo. Asistimos a la metamorfosis de lo no-humano: se subrayan unos rasgos
y se suprimen otros, se rectifican constantemente los contornos de las «cosas». Todo
ello, si nos ponemos en el punto de vista de «lo otro», se consuma con la mayor de las
arbitrariedades y la más increíble de las audacias. El conocimiento es comparable al
proceso fisiológico de la digestión, el «espíritu» que conoce es como el órgano
estomacal de la vida humana. Sin conocimiento se hace imposible la asimilación, se
hace inviable la existencia. Tras la conclusión de un proceso asimilador determinado, no
sólo sigue el afianzamiento en la seguridad, sino, sobre todo, el aumento de la fuerza.
Como un exceso de fuerza observa Nietzsche precisamente el segundo aspecto del
conocimiento, la generación, la voluntad de engendrar. La actividad cognoscitiva, por lo
tanto, es un proceso de asimilación productiva.

¿Podríais vosotros pensar a Dios? —Mas la voluntad de verdad signifique para vosotros esto, ¡que
todo sea transformado en algo pensable para el hombre, visible para el hombre, sensible para el
hombre! ¡Vuestros propios sentidos debéis pensarlos hasta el final! Y eso a lo que habéis dado el
nombre de mundo, eso debe ser creado primero por vosotros: ¡vuestra razón, vuestra imagen, vuestra
voluntad, vuestro amor deben devenir ese mundo! ¡Y, en verdad, para vuestra bienaventuranza,
hombres del conocimiento204!

(Cierto es, sin embargo, que con el devenir-consciente el hombre del conocimiento
de la esencia asimilativo-productiva de éste, con la total desvinculación respecto de
Dios, antaño garante supremo del valor de todos los valores, hemos penetrado
repentinamente en la esfera del conocimiento supra-humano. El cálculo del valor hace
posible ir más allá de sí mismo, hacia la cercanía del superhombre).
El ejercicio del conocimiento, de esta actividad de asimilación productiva, va
necesariamente acompañado de placer en el caso del hombre de «voluntad leonina», en
el caso del cuerpo «bello y flexible».
Ese cuerpo del «egoísmo bienaventurado», que existe como lucha y coalición de
impulsos. Tanto la sucesión de los pensamientos, como la vigencia de las leyes lógicas a
la hora de la inferencia, corresponden a procesos pulsionales, ocultos en su mayor parte
a la conciencia, en calidad de posibilitación de su existencia a través del
enseñoreamiento del caos. Se trata de un cuerpo «elevado y victorioso» que aparta de sí
con desprecio la sabiduría quejumbrosa del «¡todo es vano!». Que abomina de la
sabiduría «humilde y perruna» de los compasivos. Que escupe sobre la sabiduría
«invertida», sobre la «ingeniosa necedad» de los agotados y de los sacerdotes205.
El conocimiento que es propio del cuerpo sano consiste en elevar todas las cosas
hasta su altura. Se transforma éste en el espejo de todos los sucesos, al introducir en el
mundo el orden que representa, que es. Por eso, la voluntad de verdad de un cuerpo
sano es, en realidad y último término, voluntad de volver pensable todo ente, de
modelar cosas según su propia perfección.

203
Cfr. NF 7-3, 41 (11), pp. 421-422.
204
Z, II, «En las islas afortunadas», p. 132.
205
Cfr. Z, III, «De los tres males», pp. 266-267.

95
Ante todo queréis hacer pensable todo lo que existe: pues dudáis, con justificada desconfianza, de
que sea ya pensable. ¡Pero debe amoldarse y plegarse a vosotros! Así lo quiere vuestra voluntad.
Debe volverse liso, y someterse al espíritu, como su espejo y su imagen reflejada 206.

Esta voluntad, expresando los valores en que la especie humana encuentra


seguridad, comienza por introducir en lo que sucede la apariencia de la textura
antinómica (vacío y lleno, semejante y diferente, en reposo y en movimiento…): el
principio de no-contradicción da la pauta para todo el proceso de asimilación productiva
que es el conocimiento. A partir del principio de no-contradicción tiene lugar la
dotación de sentido que corresponde a la perspectiva de la especie humana.
Como es fácil de comprender, pues no podía suceder de otro modo, en una
concepción como ésta, que hace del conocimiento un proceso esencialmente asimilativo
y productivo, la tradicional distinción de teoría y praxis carece por completo de sentido.
Suponer que, por un lado, se da un instinto puro de conocimiento, al margen de toda
cuestión de utilidad, y, por otro, todo el mundo de los intereses prácticos, es moverse en
las coordenadas de una concepción que dirige la actividad cognoscitiva a la verdad,
pensada metafísicamente. La separación de teoría y praxis llegó a convertirse en un
principio científico fundamental del historicismo. En palabras de Monika Funke,
Nietzsche desenmascara el carácter ideológico del mismo, «porque bajo la “puesta entre
paréntesis de los intereses personales” se oculta una praxis muy determinada, la de la
indiferencia, la neutralidad, el conformismo»207.
Por lo general, cuando Nietzsche se refiere al tema, nos habla de «la funesta
distinción». No hay ninguna vita contemplativa contrapuesta a la vita activa. Son las
pulsiones las que dirigen el conocimiento, y el supuesto instinto cognoscitivo puro se
reduce sin residuo a una «pulsión de apropiación y de dominio»208. La naturaleza misma
del conocimiento hace impensable la distinción de teoría y praxis.
Así, si nos situamos en el punto de vista que nos corresponde como humanos, todas
las alabanzas dirigidas a la matemática, todo su poder de seducción se explica llevando
la atención sobre el hecho de que la matematización de la naturaleza supone el más
firme establecimiento de la relación humana con las cosas. La matematización es la
generalización de la perspectiva humana. De ahí que el rigor matemático se presente
como modelo para las ciencias: todas ellas aspiran al cumplimiento pleno de su esencia,
la humanización de la totalidad de lo que puede suceder. En las matemáticas se expresa
en toda su pureza la idiosincrasia de nuestra especie.

Queremos practicar la finura y el rigor de las matemáticas en todas las ciencias hasta el punto que
sea posible de alguna manera. No es por la creencia de que por este camino conoceremos las cosas,
sino para establecer firmemente con ello nuestra relación humana con las cosas. La matemática es
solamente el medio del conocimiento humano general y último 209.

Por otra parte, al colocar el conocimiento bajo las condiciones de existencia de una
especie determinada de vida se abre el espacio a especulaciones acerca de la posible
multiplicidad de formas cognoscitivas. A perspectivas virtualmente infinitas
corresponderán modalidades, asimismo infinitas en potencia, de práctica cognoscitiva.
Porque las condiciones existenciales son, en su especificación fáctica, contingentes, de

206
Z, II, «De la superación de sí mismo», p. 169.
207
Ideologiekritik und ihre Ideologie bei Neitzsche, p. 61.
208
Cfr. NF 8-3, 14 (142), p. 118.
209
FW, 246, p. 281.

96
ningún modo necesarias; su modificación implicaría la aparición de intelectos diferentes
del actual.
Para concluir, citaremos una famosa fórmula nietzscheana en la que se da expresión,
a través de la paradoja, a la tesis de la subordinación de la actividad cognoscitiva a la
vida de la especie:

Nuestro aparato cognoscitivo no está dirigido al conocimiento 210.

Sin embargo, la cuestión no es tan simple como para que sea lícito resumirla de una
manera tajante. Aquí, como en tantos otros lugares del pensamiento nietzscheano, no
tarda en aflorar el equívoco, no se hace esperar la declaración de sentido opuesto, la
contradicción violenta. Entre conocimiento y vida humana no se especifica una sencilla
relación de subordinación tan sólo, sino que se trata de una dialéctica entre dos polos de
perfiles no siempre diferenciados con claridad.
Encontramos en la producción nietzscheana toda una corriente temática, sumamente
importante, que se contrapone a la que expresa el esencial carácter instrumental de la
actividad cognoscitiva. Si la lógica es la forma que adopta la subordinación del
conocimiento a la vida del hombre, en las matemáticas tomaba cuerpo la radical
humanización del mundo. Las matemáticas constituía la aplicación, efectiva y
sistemática, de la perspectiva propia de la especie a los ámbitos no humanos. Pero los
mismos textos en los que todo esto se presenta explícitamente parecen apuntar ya hacia
ciertas posibilidades, más allá de la lógica y de las matemáticas. Con frecuencia, no se
trata sino de anotaciones desconcertantes que cierran el fragmento en cuestión. Así, en
un breve boceto fechado en torno a la primavera del año 85, tras establecerse el carácter
decisivo de la verdad para la vida humana, se pueden leer las siguientes palabras, en
verdad enigmáticas: «Hombres muy vulgares y virtuosos». En otro fragmento, que se
refiere esta vez al mecanismo de valoración que se pone en movimiento a la hora de
percibir sensorialmente, y que es algo más tardío en cuanto a la fecha probable de su
redacción, el texto se cierra con esta sencilla palabra: «Asco»211.
Nos las vemos, por tanto, una vez más, con el irresistible impulso de autosuperación
tan específicamente nietzscheano, para el que las contradicciones y las incoherencias
muy poco significan. Al intervenir en la cuestión de la relación entre conocimiento y
vida humana se produce el salto repentino, y, tal vez, inesperado, a la esfera temática
central del superhombre. Se trata, en efecto, de abrir el horizonte a una modalidad
cognoscitiva que prepara el tránsito a lo Otro, el abandono del estado de humanidad. El
conocimiento, en este preciso momento, se nos revela como algo más que un medio.
Queda desligado de su necesaria referencia a la vida humana para entroncar con la Vida
en general. La forma que este entroncamiento adopta es, nada más y nada menos, la que
determina la inversión generalizada de las tesis anteriores. Es el conocimiento el que
ahora toma posesión de la vida de nuestra especie, como motor fundamental de la
superación de la misma.
Este desmarcarse de la perspectiva, unidimensional, humana, se anuncia ya en El
gay saber. La vida humana comienza a presentarse como enigma, como problema
cognoscitivo que no sólo admite, sino que también exige, prueba y experimentación.

210
NF 7-2, 26 (127), p. 182.
211
Cfr. NF 7-3, 34 (253), p. 226.
Cfr. NF 8-1, 2 (77), pp.95-96.

97
¡No! ¡La vida no me ha decepcionado! Año tras año la encuentro más verdadera, más deseable y
misteriosa. Desde el día en que el gran liberador vino sobre mí, el pensamiento de que la vida puede
ser un experimento del que está en camino de conocer. No la considero ni como deber, ni como
fatalidad, ni como engaño. El conocimiento mismo, para otros puede ser algo distinto, por ejemplo,
un lugar de descanso, o un entretenimiento, o la ociosidad; para mí es un mundo de peligros y
victorias en el que los sentimientos heroicos tienen también sus lugares de baile y sus campos de
batalla. «La vida es un medio para el conocimiento»212.

Es sin duda en el Zaratustra donde queda patente la superación de las tesis


anteriores. Una superación que las conserva, sin anularlas. Asistimos a la tematización
del conocimiento trágico como camino al suicidio colectivo de la humanidad. Suicidio
del que nace, radiante, el superhombre. Es la aniquilación, consciente y asumida, de la
estrecha perspectiva humana, es el conocimiento como puente hacia lo Otro.

Yo amo a quien vive para conocer, y quiere conocer para que alguna vez el superhombre viva. Y
quiere así su propio ocaso213.

Tal vez, para rematar este apartado, las palabras de Deleuze que a continuación se
citan constituyan un broche esclarecedor, condensador y brillante:

En lugar de un conocimiento que se opone a la vida, establecer un pensamiento que afirmaría la


vida. La vida sería la fuerza activa del pensamiento, pero el pensamiento el poder afirmativo de la
vida. Ambos irían en el mismo sentido, arrastrándose uno a otro y barriendo los límites, paso a paso,
en el esfuerzo de una creación inaudita. Pensar significaría: descubrir, inventar nuevas posibilidades
de vida (…). En otras palabras, la vida supera los límites que le fija el conocimiento, pero el
pensamiento supera los límites que le fija la vida. El pensamiento deja de ser una ratio, la vida deja
de ser una reacción. El pensador afirma así la hermosa afinidad entre el pensamiento y la vida: la
vida haciendo del pensamiento algo activo, el pensamiento haciendo de la vida algo afirmativo 214.

2. LA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO


Toda la reconstrucción del conocimiento llevada a cabo por Nietzsche, como se
puede fácilmente deducir de lo hasta aquí dicho, tiene lugar en torno a la categoría de
relación. La relación asume, en el terreno epistemológico, una relevancia que sería
imperdonable dejar de subrayar. El conocimiento se nos presenta como proceso
relacional. Los términos de la relación quedan propiamente fuera del enfoque en que el
conocimiento consiste, abandonándose de este modo todo lo que nos pudiera hacer
pensar en un sustancialismo epistemológico.
Así, por ejemplo, la existencia concreta de un individuo humano viene a definirse,
para Nietzsche, situacionalmente. Su especificidad estriba en la índole irrepetible de la
posición que ocupa respecto del todo de relaciones. Es su relación con todas las demás
«cosas», el elemento definidor de cada «cosa» particular. Y, como cada posición, en
tanto determinable sólo a partir de todo el juego de relaciones, es única, cualquier
existencia dada se nos revela excepcional. El mundo es, en esencia, un mundo de
relaciones. Desde cada uno de sus puntos la perspectiva que se abre al todo es en cada
caso diferente, y la suma de las diversas perspectivas es incongruente. La multiplicidad
diferencial de las posiciones conlleva la absoluta disparidad de las perspectivas: estamos
ante una pluralidad potencialmente infinita de «vistas», de «caras», de «semblantes».
212
FW, 324, pp. 324-325.
213
Z, «Prólogo», 3, p. 37.
214
DELEUZE, Gilles, op. cit., p. 143.

98
Con la caracterización situacional de las existencias individuales hacemos consistir a
éstas, precisamente, en «vistas» de la totalidad relacional. Cada existencia es una
perspectiva, una opinión, una interpretación. El mundo es un conglomerado, una pugna
de interpretaciones. No sólo son interpretaciones las percepciones y los conocimientos,
sino también los hechos, los estados de cosas y los sucesos. Más allá de la interpretación
se abre el oscuro abismo de la nada. Nada hay al margen de la donación de sentido y de
la apreciación perspectivística.
(Estas proposiciones son, a su vez, interpretaciones: ¡tanto mejor! El amor del
filósofo a la verdad es amor a su verdad, a su existencia. El dogmatismo queda excluido
de raíz).
El mundo de relaciones es un gigantesco campo de batalla. Se trata de una guerra
generalizada entre las diferentes interpretaciones o existencias. Todo suceso es el
encontronazo bélico de opiniones. Cuando sale victoriosa de él, una existencia o
interpretación ha subsumido en ella a otra interpretación o existencia. El poder de la
vencedora se ha acrecentado al subyugar a la otra perspectiva, al englobar el otro
sentido. Por eso, si todo acontecer es conflicto de interpretaciones, y la vida es flujo de
sucesos, podemos afirmar que el perspectivismo es condición fundamental de toda vida.
El ser del ente es perspectiva. El perspectivismo afirma un «pluralismo» ontológico,
según el cual la «esencia del ser» es mostrarse, pero mostrarse según una infinidad de
puntos de vista215. Los sentidos, al posibilitar la apertura relacional, son el camino al ser
del ente. El mundo es «perspectivístico»: un mundo para el ojo, para el gusto, para el
oído…
Esto implica, evidentemente, que la oposición de hombre y mundo deja de tener
sentido: el carácter fundamental del mundo es interpretación216.
Toda existencia tiene su perspectiva de todas las demás existencias, una valoración
determinada (el núcleo de cualquier perspectiva es una evaluación, expresiva de una
clase y de un grado de poder), una especie particular de acción y de resistencia. Lo que
llamamos «realidad» no es sino esta acción-reacción particular de cada individuo contra
el todo y en defensa propia frente al todo.
La primacía absoluta de la relación sobre la sustancia queda asentada en la tesis
capital de la construcción «perspectivística» de la «esencia» (Essenz, Wesenheit) en la
posición de sentido (toda interpretación es una iniciativa creadora): cada «cosa» supone
ya la pluralidad, y se vuelve inagotable porque su misma textura se halla sumergida en
el océano inconmensurable de las relaciones (en efecto, una «cosa» sólo quedaría
completamente definida cuando todos los seres hubieran respondido a la cuestión: ¿qué
es esa cosa?).

En una palabra, la esencia de una cosa es sólo una opinión sobre esa «cosa». O, mejor dicho: el «esto
vale» es el «esto es» auténtico, el único «esto es»217.

En este perspectivismo pensado hasta sus últimas consecuencias sólo «hay» los
seres, las «sustancias» que son generados en y por el proceso interpretativo incesante.
Naturalmente, para el perspectivismo radical la noción de «infinitud» cobra un sentido
pleno, acorde con sus presupuestos más íntimos. Se trata, en palabras de Nietzsche, de
«nuestro nuevo infinito».

215
Cfr. GRANIER, JEAN, op. cit., p. 314.
216
Cfr. HEIDEMANN, DOGEBORG, «Nietzsches Kritik der Metaphysik», en Kant-Studien, 53, Heft 4,
1961/62, hrg. von Gottfried Martin, Köln, pp. 507-544.
217
NF 8-1, 2 (150), p. 138.

99
Pero pienso yo que hoy nosotros por lo menos estamos lejos de la ridícula inmodestia de decretar
desde nuestro rincón que sólo se pueden tener perspectivas de este rincón. El mundo se nos ha hecho
más bien otra vez «infinito», en cuanto no podemos rehusar la posibilidad de que encierre en sí
infinitas interpretaciones218.

Sin embargo, estamos cercados por la tradición y las tendencias metafísicas


inherentes a la expresión lingüística. El lenguaje es un artefacto fundamentalmente
sustancialista que nos impide hacernos partícipes de la concepción nietzscheana. Así,
sentimos la irresistible tentación de preguntar: pero, ¿quién interpreta? Lo que es recaer
en la metafísica. O, peor aún, presentar un entendimiento metafísico de la imagen
nietzscheana del mundo, atentando contra la absoluta soberanía de la relación y contra
su naturaleza interpretativa. En este punto se concentran los más diversos pareceres.
Mientras que para Morgan no hay un fundamento válido para semejante
interrogación219, Habermas señala que el irracionalismo nietzscheano consiste
esencialmente en la falta de respuesta a la misma: una ausencia lamentable, que no
permite el acceso del filósofo a una «filosofía monadológica de la vida»220.
Lo que, desde luego, habrá de quedar claro es el hecho de que el perspectivismo
nietzscheano opera un fundamental «descentramiento» del sujeto clásico 221. También se
hará evidente lo que expresan las palabras de Müller-Lauter:

El interpretar mismo tiene existencia. Por tanto, es erróneo entender el perspectivismo nietzscheano
como subjetivismo222.

De todos modos, es necesario acompañar a Nietzsche en el sendero que le conduce


al mundo de las infinitas perspectivas. Así se evitarán, en lo posible, los malentendidos.
Asistimos entonces a la parodia de la filosofía moderna, llevada a cabo con la mayor
de las seriedades. Nuestro filósofo se pregunta por el fenómeno o la clase de fenómenos
que mejor nos puedan ilustrar acerca de la naturaleza del todo. Es la parodia, pues, del
punto de partida. Vamos a la búsqueda del trampolín que nos permita la zambullida en
el adecuado entendimiento del perspectivismo.
Habiendo hecho de toda existencia, tanto animal como humana, orgánica como
inorgánica, interpretación u opinión, podría despertarse la creencia de que lo que aquí se
está trazando es el diseño de un mundo a imagen de la conciencia humana; la creencia
de que precisamente en el recinto de la conciencia Nietzsche situaría el modelo, en el
ámbito microscópico, de lo que es la inconmensurable esfera de la Vida, del juego y la
lucha (heraclíteos) de perspectivas. Nada más equivocado. Lo consciente no nos pone
en contacto con la vida en su totalidad, sino que nos aleja de ella. La vida sería posible
sin la conciencia, no se cansa Nietzsche de repetirnos. Es sólo un instrumento de
comunicación, en último término superficial.
La conciencia constituye, para el conocimiento, una vía que no lleva a ningún sitio.
La elevada conciencialidad (Bewusstheit), la potenciación de la frialdad y de la claridad
que le es propia, no constituye en modo alguno el estado más valioso para la
investigación filosófica.
218
FW, 374, pp. 410-411.
219
Cfr. MORGAN, George A., op. cit., p. 257.
220
Cfr. HABERMAS, Jürgen, La crítica nihilista del conocimiento en Nietzsche, Teorema, Valencia, 1977,
p. 43.
221
El término «descentramiento» es utilizado en este contexto por Bernard Pautrat en su obra Versions du
Soleil. Figures et système de Nietzsche.
222
«Nietzsches Lehre vom Willen zur Macht», p. 59.

100
No es la conciencialidad presupuesto de perfección cognoscitiva, para Nietzsche
todo lo contrario: la exclusión de los afectos, la expulsión de la embriaguez del
panorama de los estados a tener en cuenta, constituye el suicidio cognoscitivo
propiamente tal. Para los filósofos, los instintos y las pasiones siempre han valido como
elementos a extirpar, como entorpecedores del proceso cognoscitivo. El recurso al bon
sens siempre venía acompañado de la desmesurada valoración de la intensidad
consciente. Contra esta tradición referente al estado subjetivo del cognoscente se
pronuncia la contestación nietzscheana:

La intensidad de la conciencia se halla en relación inversa a la facilidad y a la rapidez de la


transmisión cerebral223.

Asimismo, la conciencia no juega ningún papel en los procesos globales de


adaptación y de sistematización. En los fenómenos de la vida la conciencia está tal vez
destinada a desaparecer, para dejar lugar a automatismos completos.
De la sobrevaloración de la conciencia, de su consideración como la más alta forma
aparecida hasta el presente en el reino de lo orgánico, procede el haber hecho de ella
una unidad absoluta, un ser: el espíritu, el alma, algo que siente, piensa y desea. Se pone
el conocimiento absoluto entre las virtualidades de la conciencia, y en donde se constata
regularidad, coordinación y sistema el espíritu es imaginado como causa. En definitiva,
el filósofo cree aproximarse a la realidad a través de la dialéctica y de la intensificación
de la conciencialidad, que en él puede alcanzar dimensiones monstruosas. Cree alejarse
de ella, por el contrario, en la medida en que cede a los instintos, a los sentidos, al
mecanismo. La disminución de la conciencialidad es tomada como degradación, como
signo de animalización. Es la entrega a la concupiscencia sensorial.
Se hace de la conciencia el núcleo del ser humano. Lo que en él es permanente, lo
último y, a la vez, lo más originario. Se piensa que ella es el cordón umbilical que une al
hombre con el ser. Sólo es cuestión de perseverar en ella.
Pero, para Nietzsche, «toda nuestra conciencialidad se refiere a errores», en el
sentido de que la conciencia funciona, en una esencial referencia a un «algo» diferente
que hace las veces de «texto desconocido», como una especie de «comentario
fantástico» que inventa continuamente, en analogía con las construcciones oníricas. De
modo que no hay una diferencia sustancial en la vida de vigilia224. Este texto
desconocido, pero tal vez presentido, es el redactado por las actividades pulsionales. Las
elaboraciones conscientes están determinadas y conducidas por él. Incluso en los casos
de los desarrollos intelectuales de más intenso grado de conciencialidad, como, por
ejemplo, los que se han dado en las distintas formas de pensamiento filosófico o
científico, el papel rector ha de ser atribuido a las pulsiones. Es en este nivel, y no en el
de la conciencia, simple reflejo de superficie, donde se localiza todo el poder
determinante de las valoraciones y apreciaciones. La conciencia es un simple
funcionario del tejido pulsional: su actividad se limita a perseguir los objetivos fijados
de antemano por las diferentes pulsiones.
La especie humana no recibe sus características distintivas de la esfera de la
conciencia. Un hombre es un animal interiorizado. El desahogo de las pulsiones, la
descarga exterior, ha sido inhibida por las más poderosas barreras. Como resultado de
esta inhibición, ha tenido lugar una «vuelta hacia el interior» acumulativa de las

223
NF 8-3, 14 (131), p. 105.
224
Cfr. M, 119, pp. 109-112.
Cfr. FW, 11, pp. 127-128.

101
actividades instintivas, sobrecarga que se sitúa en el origen efectivo de eso que
llamamos «alma».
La actividad consciente de la vigilia se nos presenta, en la óptica nietzscheana,
subordinada a «algo otro», como instrumento de instancias más altas, más
fundamentales. Todo lo que se nos hace consciente se halla sometido a relaciones de
causalidad aparentes, cuyo fundamento nos pasa desapercibido. La sucesión de ideas,
pensamientos y sentimientos en la conciencia, sucesión causal en apariencia, es remitida
también a ese «algo otro» de función determinante, como a su justificación en último
término. Tanto la dirección del funcionamiento corporal como la custodia de las
experiencias almacenadas se colocan más allá del horizonte de la conciencia.
No hace falta recurrir a la conciencia para dar cuenta de las actividades y
modificaciones del cuerpo humano. En este punto comienza a operar la tesis según la
cual el «espíritu» no es más que un endeble instrumento de «aclaración», una débil
abducción que pretende hacer inteligible lo sorprendente de las funciones corporales.
Según Nietzsche, la explicación de éstas no necesita ya apelar a una especie de tribunal
supremo cualitativamente diferente, establecedor de finalidades y fijador de objetivos.
Hay que reparar, por otra parte, en que la zona de sensaciones y de pensamientos, la
franja de la conciencialidad, no representa más que una pequeñísima porción de la vida
corporalizada humana. El mismo yo consciente se nos revela, desde este punto de vista,
como instrumento al servicio de «algo otro» más alto, un medio a través del que tienen
que ser obtenidos objetivos que escapan completamente al control consciente, porque
corresponden a algo totalmente diferente. Algo semejante ocurriría con la voluntad y
con las señales de placer y de dolor: los fines, propuestos aquí conscientemente, no se
corresponderían en absoluto con los fines reales. Los fines conscientes son, pues,
medios en vista a otra cosa.
En definitiva, uno de los grandes descubrimientos de la psicología nietzscheana
consiste en la reducción de las elaboraciones conscientes a elementos simbólicos de un
lenguaje que es hablado por «algo» en esencia diverso:

Dicho brevemente: tal vez, en todo el desarrollo del espíritu, no se trate sino del cuerpo225.

En lo que llamamos «espíritu», en lo que conceptualizamos como «hechos de


conciencia», la historia del cuerpo prosigue su marcha imparable, como un torrente de
autosuperación. Fueron las aporías a las que condujo una milenaria observación
anticientífica del cuerpo y de sus aconteceres (en el sentido de «no guiada por un
método adecuado») las que generaron la hipótesis del «alma».
Por consiguiente, la parodia del punto de partida desemboca en el cuerpo humano.
Bien es cierto que, en el pensamiento nietzscheano que sobre él se levanta, se trata
también, cuando hablamos del fenómeno del cuerpo, de una creencia. Este hecho es
reconocido inmediatamente por nuestro filósofo; por lo demás, una parodia es siempre
una parodia. Sin embargo, la creencia en la realidad del cuerpo humano es para
Nietzsche mucho más fundamental que la creencia en la realidad de los constructos
conscientes. Como en el sistema de Schopenhauer, el cuerpo nos conduce al entramado
perspectivista del mundo, pero, a años luz de su maestro juvenil y de toda metafísica
tradicional, siempre estará presente el hecho de que, aquí como en todas partes, se trata
de interpretación y de adhesión a la interpretación.

225
NF 7-1, 29 (16), p. 697.

102
Es esencial partir del cuerpo y utilizarlo como guía. Es el fenómeno más rico, el que permite la
observación más clara. La fe en el cuerpo está mejor fundamentada que la fe en el espíritu 226.

El contexto paródico, por un lado, y el reconocimiento del carácter interpretativo de


la fijación del cuerpo humano como punto de partida, por otro, forman dos salvedades
absolutamente decisivas a la hora de entender lo que aquí se dirime. Esto lo subraya
perfectamente Sarah Kofman al hacer tanto de la actividad consciente como del cuerpo
dos metáforas igualmente «impropias» (como está en la esencia misma del concepto de
metáfora, por otra parte). Se trata de una cuestión de jerarquía: la metáfora del cuerpo
muestra una soberanía absoluta sobre la de la conciencia227. Aquí, como siempre, la
filosofía nietzscheana procede a la subversión del pensamiento de Occidente,
subversión que, como dijimos, ha de entenderse nietzscheanamente, es decir, como
reinstauración de la situación real. Subversión que no afecta a los valores de verdad o
de falsedad del conocimiento metafísico, sino a la jerarquía vital que se expresa en tal
conocimiento.
La esencialidad del par de salvedades, naturalmente, es pasada por alto por
Heidegger, como requiere su aprovechamiento de la filosofía nietzscheana (de otro
modo, ésta se le mostraría intratable). Por eso puede hablar de la célebre sustitución de
la subjetividad del yo (todavía no completa, todavía no redondeada en tanto
subjetividad) por la subjetividad del cuerpo (que se presenta ya absolutamente
incondicionada, como cumplimiento perfecto de la metafísica de la subjetividad). La
mera inversión haría a Nietzsche acreedor de un puesto seguro y definido en la historia
de la metafísica occidental, a saber, el que corresponde a aquel que piensa la última e
irrebasable de sus posibilidades.
Contra el malentendido, es necesario subrayar el hecho de que, en la filosofía
nietzscheana, el cuerpo no tiene la función de nuevo fundamento, de nuevo subjectum.
Su validez es metodológica en un sentido furiosamente irónico, en parte alguna exhibe
un valor incondicionado. Su exaltación obedece, además, a razones de combate: se trata
de lanzarlo contra la tiranía del cogito. El cuerpo humano es un modelo para el
pensamiento y para el pensador, porque su naturaleza consiste en trascenderse, en ir-
más-allá-de-sí, en superarse en el «espíritu». El filósofo se convierte en fisiólogo,
entendiendo el cuerpo como physis y leyendo el término como lo hacían los primeros
filósofos griegos. Se trata de asumir la sabiduría de la physis, la regla de lo que surge y
va más allá de sí constantemente.
Por otra parte, ¿cuál es la experiencia nietzscheana del cuerpo, el secreto arrancado a
la enfermedad y al sufrimiento? El cuerpo se presenta como un «centro de reunión» de
diversas pulsiones, como pluralidad pulsional centrada. La interpretación nietzscheana
decide, no arbitrariamente, por supuesto, asignar al Trieb el valor de realidad. En el
Trieb se condensaría, como hace la física de partículas elementales con toda la cohorte
de electrones, protones, neutrinos y mesones, toda la densidad «entitativa» del universo.
No como cosa o sustancia, sino como actividad e interacción plural, cuya naturaleza
sólo podrá especificarse en el tratamiento de la voluntad de poder.

El impulso, concebido como «realidad», es mera expresión del carácter interpretativo de la


existencia (Dasein) según el «hilo conductor» del cuerpo. «Realidad» es siempre ya «apariencia», y
«apariencia» es siempre ya también «realidad»228.

226
NF 7-3, 40 (15), pp. 366-367.
227
Cfr. KOFMAN, Sarah, op. cit., p. 44.
228
DICKOPP, Karl-Heinz, op. cit., p. 139.

103
Las actividades pulsionales se diferencian, en principio, por el grado de su
intensidad y por sus metas. En el cuerpo conforman una comunidad estructurada. Los
diferentes miembros de la misma mantienen entre sí relaciones políticas: cada uno de
ellos aspira al poder, a costa de las aspiraciones, en el mismo sentido, de todos los
demás. Hay guerras, vencedores y vencidos. Sobrevienen estructuraciones jerárquicas,
que se sustituyen por otras con el paso del tiempo. La vida corporal es la propia de una
«estructura social de muchas almas» y consiste en el conflicto que se establece entre el
«bien» de la comunidad y las pretensiones, más o menos tiránicas, de los distintos
miembros.

El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un
rebaño y un pastor.
Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la que llamas «espíritu»,
un pequeño instrumento, y un pequeño juguete de tu gran razón (…).
El sí-mismo (das Selbst) escucha siempre y busca siempre: compara, subyuga, conquista,
destruye. Él domina y es también el dominador del yo.
Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso,
un sabio desconocido —llámase sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo 229.

Heidegger, por tanto, no tiene justificación para hablar del cuerpo nietzscheano
como «caos», para hacer del mundo como caos una proyección del «corporalizar»
humano: se trata de una pluralidad dotada de un único sentido230.
El terrible texto básico del homo natura, que al joven Nietzsche se le aparecía como
una X inaccesible e indefinible, es ahora concebido al modo de una escritura instintiva,
pulsional o afectiva de la que la actividad consciente no es más que un fantástico, y
pobre, comentario.
Pues bien, toda la realidad de estos elementos últimos estriba en la búsqueda o el
afán de poder. Cada pulsión es una clase de esa búsqueda afanosa. Por lo mismo, cada
pulsión es una perspectiva determinada.
Su ser consiste en interpretación: es cada pulsión un proceso deseante que se
despliega, entre otras cosas, como opinión o parecer. El deseo oscila entre los pros y los
contras. Semejante oscilación viene dada en este proceso de donación de sentido. Por
consiguiente, podemos decir que son nuestras pulsiones las que interpretan el mundo,
que cada miembro de la comunidad corporal tiene su perspectiva si, y sólo si,
conseguimos pensar cada pulsión como un proceso interpretativo, eludiendo de este
modo el sometimiento a los moldes impuestos por la comunicación lingüística. Cada
pulsión, instinto, afecto, es perspectiva, incidencia sobre, y resistencia a las restantes
actividades pulsionales.
Hablar de átomos subjetivos supone ya una invención, es ya poesía. El «sujeto» no
es nada dado, sino algo introducido. Se trata de una intromisión de la moral, que falsea
la situación real. Las pulsiones no están separadas de sus actividades, sino que son,
única y exclusivamente, las actividades. Nadie interpreta: sólo hay el proceso mismo de
interpretación, que se despliega plural y contrapuestamente. Toda consideración es
perspectivística, es decir, hay una infinidad de consideraciones y de clases de
consideraciones, una infinidad de mundos. Por otra parte, estas clases de consideración
corresponden a las clases de apropiación, que, en el caso del hombre, son de naturaleza
sensorial y «espiritual». Porque una forma de interpretación, definitoria de una especie
animal, de una clase social, de un individuo determinado, es siempre una forma de

229
Z, I, «De los despreciadores del cuerpo», pp. 60-62.
230
Cfr. NIETZSCHE I, pp. 438-440.

104
apropiación, una especie de ejercicio de poder. Y no hay nada al margen del repertorio
inmenso de clases de interpretación-apropiación. Podemos pensar que, atendiendo a la
fusión de la realidad y la apariencia, el perspectivismo nietzscheano opera una
absolutización de la noción de «metáfora», si consideramos la puntualización, expresada
por Sarah Kofman, según la cual lo que aquí ha tenido lugar es la sustitución de la
«metáfora» por la «perspectiva»231.
De modo que, si procedemos según el perspectivismo, constatar la existencia de la
especie humana es lo mismo que probar la viabilidad de una clase determinada de
consideración, lo mismo que dar fe de la eficacia asimilativo-productiva de una clase
determinada de consideración.
Como sucede con el tema de la voluntad de poder, que en última instancia ha de
encajar necesariamente en el de la multiplicidad pulsional, el perspectivismo
nietzscheano no sólo introduce la interpretación como categoría fundamental, sino que
además, y esto es verdaderamente notable y relevante, se presenta a sí mismo como
interpretación, como interpretación de interpretaciones o de segundo grado. Hace de sí
mismo un modo de leer el suceso de aplicación universal. Más concretamente, un modo
de leer las lecturas infinitas, un modo de leer que genera lecturas infinitas. Por eso Peter
Pütz ha podido ver en las contradicciones los medios necesarios del conocimiento
perspectivista232, haciendo justicia de este modo al logro capital que, a mi juicio,
representa la superación definitiva de la antinomia «real/ilusorio». El mismo estatus que
la interpretación de segundo grado asigna a la de primer grado le corresponde a ella. Por
tanto carece de sentido hablar de la corrección o incorrección del perspectivismo
nietzscheano, en la misma medida en que el problema de la adecuación no existe para
ninguna de las perspectivas establecidas por éste. El perspectivismo constituye un modo
de pensamiento, contradictorio y, por tanto, esencialmente propiciador de la ironía. Un
modo multidimensional de pensamiento.
Diversos autores han subrayado la utilidad de un estudio comparativo del
perspectivismo nietzscheano con la monadología leibniziana. Son evidentes ciertas
semejanzas, como la de la fusión que tiene lugar, en ambos pensamientos, de los
aspectos representativos y de los pulsionales. A mi juicio, semejante estudio sería de
sumo interés, teniendo en cuenta, además, que no se sabe casi nada de las relaciones de
Nietzsche con la obra de Leibniz. Pero creo que el interés radicaría en una razón que es
la opuesta a la que ve Heidegger cuando afirma que «con el carácter perspectivístico del
ente, Nietzsche se limita a expresar lo que desde Leibniz configura un rasgo esencial
oculto de la metafísica»233. La aclaración de la recepción nietzscheana de Leibniz
contribuiría, antes bien, a delimitar los perfiles del perspectivismo de Nietzsche con
mayor precisión, resaltando de este modo el abismo que le separa de la tradición
metafísica. Esta expectativa no carece de fundamento, ni mucho menos: ahí está el
trabajo de Friedrich Kaulbach, que subraya perfectamente las diferencias referentes a
temas tan esenciales y decisivos como los del carácter de la unidad nietzscheana y
leibniziana234. A mi parecer, estas diferencias son irreductibles: es absurdo intentar
examinar puntos claros de asimilación entre la construcción nietzscheana, consciente en
todo momento de su carácter de tal, y uno de los más grandes y decididos intentos

231
Cfr. KOFMAN, Sarah, op. cit., p. 121.
232
Cfr. PÜTZ, Peter, «Nietzsche: Art and Intellectual Inquiry», en Nietzsche: Imagery and Thought, pp. 1-
33. Methuen, Londres, 1978, p. 15.
233
HEIDEGGER, Martin, Der europäische Nihilismus, Neske, Stuttgart, 1967, p. 80.
234
Cfr. KAULBACH, Friedrich, «Nietzsche und der monadologische Gedanke», en Nietzsche-Studien, 6,
Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1979, pp. 127-157.

105
totalizadores de la filosofía sistemática racionalista, dirigido a la captación cognoscitiva
radical, en sentido clásico, de la realidad de lo que verdaderamente es.
(Muy sugerentes y prometedoras parecen también unas posibles investigaciones,
apuntadas entre otros por J. Kirchoff235, acerca de las analogías entre el perspectivismo
nietzscheano y los desarrollos especulativos posibilitados por la revolución de la física
cuántica. Sin embargo, pienso que el asentamiento definitivo de la noción de identidad
en la actual física de partículas elementales supone una seria barrera para el
señalamiento de coincidencias236).
La actividad cognoscitiva ha de incardinarse en este horizonte de las perspectivas
pulsionales. Tal es la propuesta esencial de la epistemología nietzscheana.

En lugar de la «teoría del conocimiento» una doctrina perspectivística de los afectos (a la que
pertenece una jerarquía de los afectos)237.

Podemos estar seguros de que esta sustitución ha tenido, para el filósofo, una
relevancia capital. En efecto, el programa en que la misma se incluye recoge, a su lado,
diversos planes de transformaciones decisivas. Por ejemplo, se puede mencionar el que
hace referencia a la necesidad de construir una moral «naturalizada». O el que prevé la
conversión de la sociología en una doctrina de las formaciones humanas de dominio. O
el que propone la total liquidación de la moral a manos de la doctrina del eterno retorno.
Según la conversión programática, la sustancia de la actividad cognoscitiva es
interpretación y no explicación. Se trata de la posición constructora del suceso bajo las
condiciones que hacen posible el acrecentamiento de la intensidad pulsional que es el
cognoscente. El suceso es ya el sometimiento de una perspectiva a otra de orden
superior.
El conocimiento es una función pulsional, uno de los instrumentos que emplean las
pulsiones para el cumplimiento de su esencia, tal vez el fundamental. Cada pulsión es
un filósofo: intenta dominar e imponerse como norma al resto de las perspectivas.
El conocimiento es actividad valorativa. Cada perspectiva pulsional implica la
construcción del mundo, de las coordenadas favorables al incremento de su intensidad.
Por eso es explicable que Nietzsche vea en las cualidades sensibles, entendiéndolas
como sensaciones de valor, nuestros límites infranqueables en tanto seres humanos,
algo así como muros impenetrables que diseñan el mundo de los hombres. Las
cualidades son nuestras verdades perspectivísticas, sólo nos pertenecen a nosotros como
las idiosincrasias humanas propiamente dichas. No hay que olvidar que toda valoración,
por constitutiva, es valoración en perspectiva. Lo contrario sería inimaginable: la mayor
extravagancia del orgullo humano consiste en no considerar que todo otro ser diferente
vive en sensaciones diferentes, vive en otro mundo. El mundo humano, desde este
punto de vista del perspectivismo globalizador, es una gota de agua en el océano.
Volkmann-Schluck ha sabido reunir muy clara y sucintamente las facetas «visual» y
«dinámica» del conocimiento perspectivista nietzscheano en las palabras siguientes:

Según Nietzsche, corresponde a cada movimiento vital (Lebendigkeit), sobre la base de su carácter
esencialmente pulsional, un punto de vista propio desde el cual el mundo, el todo de lo real, que es
considerado, puede ser incluido bajo ciertas condiciones, de cierta manera y en cierta escala, en la

235
Cfr. KIRCHOFF, J., «Zum Problem der Erkenntnis bei Nietzsche», en Nietzsche-Studien, 6, Walter de
Gruyter, Berlín-Nueva York, 1977, pp. 16-44.
236
Cfr. HANSON, N. R., Patrones de descubrimiento. Observación y explicación (capítulo 6: «Física de
partículas elementales»), Alianza Editorial, Madrid, 1977.
237
NF 8-2, 9 (8), p. 6.

106
propia esfera de poder. Según sean las formas de lo vivo, el punto de vista y la perspectiva variarán.
La esencia de la vida es una lucha de poder de la pluralidad de pulsiones, por la cual nacen las
figuras de dominio, es decir, de vida. La lucha tiene lugar en el plano de las perspectivas, puesto que
cada pulsión intenta imponer por la fuerza su perspectiva a la otra238.

El conocimiento se constituye como lucha de perspectivas. Una vez más, repitiendo


algo ya dicho, pero viéndolo ahora en toda su profundidad, el conocimiento exige valor,
exige fuerza al cognoscente:

Sabiduría como intento de pasar por encima de las evaluaciones en perspectiva (es decir, por encima
de la «voluntad de poder») es un principio disolvente y enemigo de la vida, síntoma, como en los
hindúes y otros semejantes, de una debilitación de la fuerza de apropiación239.

Uno de los mayores méritos del perspectivismo nietzscheano consiste en la radical


negación de todo dogmatismo, negación que no desemboca en ningún laxo y cómodo
eclecticismo de ningún tipo, sino que reconoce en la lucha la fuente del conocimiento.
Por lo tanto, el diseño nietzscheano sabe localizar perfectamente el abismo que separa al
«conocimiento» como indicio de empobrecimiento vital del «conocimiento» como
función del incremento de la intensidad pulsional. En una palabra, es la diferencia entre
una teoría-praxis del conocimiento negadora del mundo y una teoría-praxis cognoscitiva
que se apresta a la construcción incesante del mundo, que reconoce el hecho de que
también el tiempo está esencialmente marcado por las oscilaciones intensivas de las
perspectivas, que la historia siempre lee verdades nuevas.
En definitiva, para iniciar ya una especie de resumen expositivo y esclarecedor, diré
que el tratamiento de la actividad cognoscitiva humana tiene su lugar natural en el
discurso acerca del cuerpo, de la vida corporalizada, y no en la esfera de las
elaboraciones conscientes. Ese discurso nos presenta a las pulsiones, a los instintos, a
los afectos. Nos pone en contacto con una «sociedad de múltiples almas», en la que
rigen relaciones de poder, en la que descubrimos siervos y señores, dominados y
dominantes. El término que constituye la clave para el acceso al presentido texto
pulsional es, una vez más, el de «jerarquía», el de orden de rango (Rangordnung). Está
determinado, él mismo, por la estructura cuádruple que matiza la cualidad de toda
pulsión: acción/reacción, afirmación/negación. En efecto, todo repertorio pulsional, todo
conglomerado humano, tanto individual como social, aparece conformado
jerárquicamente de tal o cual manera entre las coordenadas que la estructura de cuatro
polos fija en una determinada proporción para cada caso.
De ahí el carácter distintivo y específico de un pueblo, de una época, de un hombre
concreto a través de las distintas etapas de su ciclo vital. Puede ocurrir que un grupo de
pulsiones se erija en tiránico dictador, reduciendo a la obediencia a todo el resto. Es el
empobrecedor triunfo de la perspectiva única, como ocurre, por ejemplo, en infinidad
de ocasiones, con la sexualidad («grado y especie de la sexualidad de un ser humano
ascienden hasta la última cumbre de su espíritu»)240.
La alianza de pulsiones dominantes sumergirá al cuerpo en un mundo determinado,
en todo caso el más apropiado para el incremento de la intensidad de las mismas. Y
englobará, asimilándolas, las perspectivas de las otras pulsiones más débiles. Así, el
cristiano vivirá en un universo poblado de fenómenos morales: sus pulsiones

238
VOLKMANN-SCHLUCK, Karl-Heinz, Leben und Denken, Vittorio Klostermann, Frankfurt am Main,
1968, p. 107.
239
NF 8-1, 5 (14), p. 194.
240
JGB, IV, 75, p. 93.

107
dominantes están condicionadas por un especial reparto de la estructura cuádruple,
determinando para todas las otras perspectivas posibles una interpretación moral de los
fenómenos.
Como es sabido, el célebre aforismo 333 de El gay saber representa la formulación
más clara, por lo neta e inequívoca, de la teoría nietzscheana del conocimiento, al
menos en su presentación programática como perspectivismo pulsional, como estrecha
unión de appetitus y perceptio. Esto, sin duda, hace perdonable una cita amplia como la
que a continuación me permito:

«¡Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere!», dice Spinoza de un modo tan sencillo y
sublime como es su estilo. De todos modos, ¿qué otra cosa es en último término ese intelligere que
la forma en que se nos hacen perceptibles aquellos tres en uno? ¿Qué es sino un resultado de las
diversas y antagónicas pulsiones de querer reírse, quejarse y maldecir? Antes de que sea posible un
conocimiento, cada uno de estos impulsos tiene que haber observado primero su parecer particular
sobre la cosa o el acontecimiento. Tras ello surge la lucha de estas particularidades y de ahí a veces
un término medio, un apaciguamiento, una especie de justicia y de pacto; pues mediante la justicia y
el pacto pueden todos estos impulsos afirmarse en la existencia y mantenerse justamente unos con
otros. Según esto, quienes sólo somos conscientes de las últimas escenas de reconciliación y de los
arreglos definitivos de este largo proceso, opinamos que intelligere es algo conciliador, justo, bueno,
esencialmente contrario a los impulsos; mientras no es más que cierta relación de unos impulsos con
otros241.

Acudiendo al pensador racionalista más afín a su propio modo de ser, Nietzsche


utiliza la antítesis para dar fuerza expresiva al pensamiento que asume como propia la
definición de la actividad cognoscitiva en términos de un relacionarse entre sí, de
determinada manera, diversas pulsiones de la vida corporalizada. La pugna de las
perspectivas, posterior a la activación de las mismas, delimita como «inconsciente» la
región más extensa del actuar mental. Aquello que aflora a la superficie que es la
conciencia no es más que el ajuste de cuentas cristalizado como pacto, como reparto. Al
apropiarse cognoscitivamente del suceso, al dividirse el botín según el orden jerárquico
que ocupan, las huestes pulsionales llevan a cabo, al mismo tiempo, la «construcción»
del acontecimiento. La conciencia registra tan sólo el resultado final, el eslabón último
de la cadena.
La concepción nietzscheana de la actividad cognoscitiva del hombre lleva consigo el
esbozo de todo un ideal del conocimiento. A él deberá tender el cognoscente en el
desarrollo de su vida. Con él coincidirá, por otra parte, la esencia de la figura utópica
del superhombre, al menos en una de sus dimensiones epistémicas fundamentales. Se
trata de la noción nietzscheana de «objetividad», noción re-elaborada al modo
perspectivista. A mi modo de ver, la «justicia» sobre la que tanto hincapié, textualmente
injustificado, hace Heidegger se coloca del lado de la objetividad y no del de la verdad.

Existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un «conocer» perspectivista; y cuanto mayor


sea el número de afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el
número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo
será nuestro «concepto» de ella, tanto más completa será nuestra «objetividad»242.

Naturalmente, al lado del ideal, junto a la especificación del modelo a alcanzar,


Nietzsche coloca el reverso, la circunstancia más desfavorable para el desarrollo

241
FW, IV, 333, pp. 331-332.
242
GM, III, 12, p. 139.

108
vigoroso de la práctica cognoscitiva. Se trata, esta vez, del efecto lamentable producido
por un imperativo muy concreto, de naturaleza moral en último término.

Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que
pudiéramos hacerlo: ¿cómo? ¿es que no significaría eso castrar el intelecto? (…)243.

Para terminar, podríamos preguntarnos: ¿qué sentido tiene aplicar al perspectivismo


nietzscheano el socorrido argumento anti-Protágoras? Por un lado, se impone la
necesidad de permanecer al nivel de nuestra perspectiva humana. Por otro, el diseño
perspectivístico parece conllevar un conocimiento que va más allá de ella, posibilitado
por el cuerpo del hombre, ese «reflejo del macrocosmos». Tal sería, para muchos, la
contradicción fundamental de la teoría nietzscheana del conocimiento. Pero, aparte de
que el perspectivismo se reconoce como perspectiva de segundo grado y de que aquí es
absolutamente necesario diferenciar entre lenguaje-objeto y metalenguaje, como hacen
los lógicos, la perspectiva humana viene dada por la jerarquía que estructura una
multiplicidad de perspectivas. Esa jerarquía, definitoria del fenómeno «hombre»,
obstaculiza, a los ojos de Nietzsche, toda posibilidad de objetividad (entendida ésta,
claro está, nietzscheanamente). Por tanto, el hombre no puede acceder al universo
perspectivístico, sujeto como está a la tiranía metafísico-moral. El perspectivismo
designaría el modelo cognoscitivo de la transición al superhombre, modelo que no se
autodeclararía, una vez más, «verdadero», entre otras cosas porque en él la «verdad» es
algo diferente a la de la tradición, sino, en el mejor de los casos, «objetivo». Ahora bien,
la complicación del círculo cerrado, la pesadilla lógica par excellence, no quedaría con
ello resuelta, sino, al contrario, agudizada. Porque es el mismo modelo perspectivista el
que genera su propio concepto de «objetividad», desde unos presupuestos que son sólo
suyos.
En definitiva, las pulsiones asaltan el recinto de la lógica porque ésta es llevada,
previamente, al sinsentido del círculo.

3. CONCLUSIÓN: DISOLUCIONES FUNDAMENTALES


El hombre del conocimiento, tal como se presenta a la imaginación de Nietzsche,
hará suyo el ideal perspectivista, entregándose a la empresa cognoscitiva con una
actitud que podemos calificar de «escepticismo de la fuerza». Para multiplicar «el
número de ojos», abandonará toda posición vecina del dogmatismo. La creencia, la fe,
la convicción constituyen para Nietzsche los expedientes favoritos de la pereza y de la
cobardía. Aún más, la negación propiamente tal de todo conocimiento: son los moldes
en los que cristaliza, absolutizándose, una perspectiva. Son prisiones. El conocimiento,
como ya vimos, requiere un exceso de fuerza, una sobreabundancia de poder que haga
posible el valor, fundamento subjetivo de toda la empresa cognoscitiva. Si la debilidad
se define como huída ante la realidad, si la fuga consiste en el refugio del ideal, la
fuerza se manifiesta aquí como afirmación del mundo de las perspectivas.
La empresa cognoscitiva humana discurre entre dos polos fundamentales. Por un
lado, el de las percepciones sensoriales, que anclan al hombre en el mundo del
movimiento. Todo ha de ser transformado en «algo» sensible para el hombre, todo
suceso ha de ser reducido a suceso para los ojos y para el tacto. Por otro lado, la
perspectiva de la especie humana inventa formas, con ayuda de las que somete la

243
Ibid.

109
enorme masa sensorial, simplificándola. El ojo del hombre y la facultad conceptual
humana: el hombre de los sentidos y el matemático han de fundirse en el hombre del
conocimiento.
Naturalmente, la teoría perspectivista del conocimiento se vuelve hacia los pilares
esenciales de la epistemología convencional. Se aplica a la tarea, necesaria y urgente, de
disolver la excesiva rigidez de esos pilares, dotándolos en todo caso de una movilidad
insospechada. Nos encontramos en estos momentos ante una especie de reconversión
del material epistemológico tradicional, llevada a cabo por un principio perspectivista
que se propone o bien reformar lo digno de ser conservado, o bien arrojar
definitivamente por la borda todo lo que se revele irrecuperable e incompatible con sus
presupuestos.
El perspectivismo transforma de manera radical la noción clásica de hecho
(«Factum», «Tatsache», «Tatbestand»). Un hecho no es un grupo de objetos, no es una
constelación estructural de objetos, ni un suceso, ni un proceso, ni una alteración. A la
base de estas nociones se encuentra una observación inexacta: el conjunto de nuestra
actividad no es una serie de fenómenos aislados, entre los que se colocaran espacios
vacíos. Por el contrario, hay que decir que nos hallamos inmersos, en todo momento, en
una corriente continua. Carece de sentido decir que existen hechos; que, «en sí», hay
hechos. Porque un hecho es un artilugio (humano) de designación: con su
«aprehensión» no capturamos esencia alguna, sólo denotamos lo que acontece.
Expresado nietzscheanamente: no hay hecho alguno, «lo que hay» son
interpretaciones. Las pretensiones positivistas de permanecer al nivel de los fenómenos,
de los hechos, constituyen un absurdo. No podemos comprobar la existencia de un
hecho «en sí», más allá de toda interpretación. Para Nietzsche, semejante pretensión es
una auténtica muestra de insania.
(Contra un posible malentendido idealista, el perspectivismo nietzscheano no deja
de ponerse en guardia: el «sujeto» no es nada «dado» «ahí delante», sino sólo una
interpretación más, aquella que coloca un intérprete bajo sí misma. Más fructífera sería,
como bien ve Mary Warnock244, la analogía con Hume, para el cual, cuando hablamos
de objetos y hechos independientes y permanentes, estamos en realidad hablando de una
ficción de la imaginación, aunque no podamos dejar de creer en ella).
Como ocurre en el caso de la unidad de la conciencia en relación con la pluralidad
pulsional que es el cuerpo humano, toda marca de identidad es para Nietzsche prueba
inequívoca del carácter ficticio de un «ente», de que tal «ente» es constructo y artificio.
Por eso, entre otros motivos, hay que negar la existencia «en sí» a los hechos. Nos
encontramos en un terreno de importancia capital, pues la identidad es la invención
humana por excelencia: incluso llega a definir la perspectiva que el hombre es. Con lo
cual, si pensamos en la tesis de Adorno, el hombre sería para Nietzsche el animal
ideológico por excelencia: el pensamiento humano es un dispositivo sádico que fuerza a
la diversidad hasta el extremo de constituirla en unidad245. Así, la invención del yo o de
la cosa. Además, la unidad funciona en todo caso como condición de inteligibilidad
(posibilitante) de la multiplicidad. Es el sistema más decisivo de reducción de lo
sensorial a lo formal. Si existe en absoluto conocimiento humano es porque el
pensamiento ha amueblado el mundo de «cosas iguales a sí mismas».

244
Cfr. WARNOCK, Mary, loc. cit.
245
Cfr. BRÄUTIGAN, BERND, «Verwegene Kunststücke. Nietzsches ironischer Perspektivismus als
schriftstellerisches Verfahren», en Nietzsche-Studien, 6, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1977, pp.
45-63. El autor traza unos interesantes paralelismos entre la Negative Dialektik adorniana y el
nietzscheano Über Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne.

110
Todo pensar, juzgar, percibir y comparar tiene como presupuesto una equiparación, e incluso antes
una igualación246.

Cada proposición de la lógica y de la matemática presupone la cosa, la identidad, el


A = A. La creencia en las cosas es el fundamento de la creencia en la lógica. Si
reconocemos el carácter ficticio de la «cosa», admitimos al mismo tiempo el valor
exclusivamente regulativo de los principios lógicos. Se necesita de la sistemática
reducción de los sucesos a identidades para generar el universo de lo contable y lo
medible.
En el caso de la ficción de la identidad se nos presenta la prueba más concluyente de
la determinación conceptual de la experiencia sensible. En efecto: percibimos la unidad
incluso allí donde se encuentra la complejidad más endemoniada.
La facultad de juzgar, la generación de la creencia «esto y esto es así», funciona bajo
la presuposición de la existencia de casos idénticos. Por otra parte, y con ayuda de la
memoria, presupone también la comparación de unos casos con otros.
De todo esto infiere Nietzsche que la función que iguala lo desigual tiene que ser
mucho más fundamental y, en todo caso, previa.

Antes de que se juzgue, el proceso de la asimilación tiene que haberse llevado a cabo: por
consiguiente existe aquí también una actividad intelectual previa, que no aparece en la conciencia,
como en el caso del dolor que es consecuencia de una herida 247.

La confección de la identidad constituye, pues, el momento asimilativo del


conocimiento. La confección de la identidad representa la apropiación del suceso por
parte de las pulsiones, que tiene lugar ya en la percepción sensible, y que es presupuesto
necesario de la función judicativa.
Es la igualación el fundamento de todo el universo social de los hombres. Hace
posible la comunicación interpersonal, y, al mismo tiempo, diseña el espacio de la
cordura, por así llamarlo.
De todo ser hacemos un individuo, y, yendo mucho más allá por el mismo camino,
agrupamos la multiplicidad de los individuos en la diversidad, mucho más restringida,
de las especies. Las explicaciones de la biología, por ejemplo, funcionan como si en la
biosfera, para todo individuo, imperase la necesidad de reproducir exactamente el tipo
específico al que pertenece y que representa, como si fuera determinado de antemano
por un fin a alcanzar. Pero, para Nietzsche, tanto el concepto de «individuo» como el de
«especie» constituyen meras ficciones. Sacrificamos lo nuevo, pues siempre hay algo
nuevo y diferente, para someter el caso a la unidad de la forma. Hay una multitud de
seres análogos que se presentan al mismo tiempo, y cuya transformación aparece
retardada: nosotros pasamos por alto los pequeños cambios y los ligeros aumentos,
apartándolos del foco selectivo de la atención científica para que la unidad específica
permanezca intacta248.
Hemos sido nosotros los inventores de la forma. No es un modelo que determine
efectivamente el devenir del caso individual: jamás se realiza la misma forma en cada

246
NF 8-1, 5 (65), p. 213.
247
NF 7-3, 40 (15), p. 367.
248
Como es obvio, las reflexiones de Jacques Monod sobre la invariancia y la teleonomía de los seres
vivos afectan al núcleo de estas tesis nietzscheanas. Cfr. MONOD, JACQUES, El azar y la necesidad,
Tusquets Editores, Barcelona, 1981, pp. 24 y ss.

111
acontecimiento. Especie, ley, fin son ficciones de grado superior, aplicaciones sucesivas
del proceso fundamental de confección de la identidad.
Evidentemente, y así lo subraya Nietzsche, existe una poderosísima coacción que
nos constriñe a la generación de ficciones semejantes, al establecimiento de un mundo
de casos idénticos. Esta coacción ha de ser referida, en todo caso, a la necesidad de
asegurar la continuidad y el crecimiento de una clase de vida, la humana. El hombre
sólo puede mantenerse en un mundo que él pueda comprender. Un mundo, por tanto,
simplificado y determinable. Sobre la actividad sensorial opera ya esta coacción, como
hemos visto. Ella ha empujado a nuestros sentidos a construir un espacio de
reconocimiento que se fundamenta en la apariencia de identidad, y que hace posible, a
su vez, la consistencia de la realidad humana.

La coacción subjetiva que nos lleva a creer en la lógica expresa tan sólo que nosotros, mucho antes
de que la lógica misma se nos hiciera consciente, no hemos hecho otra cosa que introducir sus
postulados en el suceder: ahora los encontramos en el suceder —no podemos hacer otra cosa— e
imaginamos que esta coacción garantiza algo sobre su «verdad». Somos nosotros los que hemos
creado «la cosa», la «cosa idéntica», el sujeto, el predicado, la acción, el objeto, la sustancia y la
forma, después de habernos dedicado durante mucho tiempo a confeccionar-igualdad, a hacer-
groseras-y-simples las cosas.
El mundo nos aparece lógico porque nosotros lo hemos «logificado» antes249.

La perspectiva humana es un cierto «tempo» en el que es posible la observación y la


comparación. Es una visión que genera un mundo de casos idénticos, que cuenta, mide
y establece proporciones. Pero la lógica, como idiosincrasia humana, sólo es viable
porque otra potencia extraña a ella, ilógica, se ha puesto con anterioridad manos a la
obra. En efecto, antes de las identidades se encuentran las analogías; y antes de las
relaciones causales, las yuxtaposiciones más o menos arbitrarias. Como creación de
identidades, pues, la fantasía es el fundamento de la lógica.
(Tal vez más importante que señalar la posición que el perspectivismo asigna al
principio de identidad, y a la lógica toda, sería consignar cómo la noción nietzscheana
del devenir desaloja del universo a la identidad de una «cosa» consigo misma en dos
momentos diferentes de tiempo. El carácter contradictorio de la existencia es, en efecto,
un «dato último» en la intuición nietzscheana. Por otra parte, podemos reparar con
Klossowski en el hecho de que el eterno retorno, en cuanto doctrina, implica la
insignificancia del principio de identidad. O, mejor dicho, el significado de un suceso
no se pone más en función de su identidad como tal o cual suceso, sino en función de su
intensidad, de su grado de intensidad en el círculo. Con ello desaparecen propiamente
las fronteras entre lo real y lo irreal, entre la razón y la sinrazón)250.
La crítica nietzscheana de la causalidad se sigue de la de la identidad y la unidad. El
perspectivismo penetra también en la zona de las explicaciones causales, imprimiendo
su sello en las nociones de «causa» y «efecto». Éstas han de ser totalmente des-
sustancializadas, frente a la utilización propia del mecanicismo. Se trata, para Nietzsche,
de conceptos puros. Estamos, por tanto, ante ficciones convencionales, ante
instrumentos (¿adecuados?) de designación y de comprensión intersubjetiva. Las
explicaciones causales no son de ningún modo aclaraciones ni descripciones de la
estructura de las cosas. Suponer lo contrario sería una forma mitológica de enfocar la
actividad cognoscitiva251.

249
NF 8-2, 9 (144), p. 82.
250
Cfr. KLOSSOWSKI, PIERRE, Nietzsche y el círculo vicioso, pp. 300-340.
251
Cfr. JGB, I, 21, pp. 42-44.

112
Por esta razón, hay que evitar a toda costa caer en la tiranía intelectual de la
costumbre, entendiendo las pulsiones perspectivistas como «causas». Contra semejante
entendimiento es necesario afirmar que los afectos son, simplemente, construcciones
intelectuales utilizadas para explicar lo presentido.
El esquema explicativo causal ha sido tan utilizado que hoy se produce en el hombre
el sentimiento, comprensible, de que todo post hoc es también un propter hoc. Porque el
ser humano se vive como causa y como agente, refiere todo lo que sucede a un sujeto,
convirtiéndolo en su propiedad, en su efecto: en cada juicio hunde sus raíces la creencia
en el esquema causal (todo efecto es resultado de una actividad, y toda actividad
presupone un agente).
Por otra parte, y ésta es una de las dimensiones más específicas del tratamiento
nietzscheano del tema, el esquema causal procede de una fe más antigua: la que pobló el
universo de propósitos, fines e intenciones. En la causalidad final radica la perspectiva
propiamente humana. Por lo que respecta a la «causalidad eficiente», Nietzsche hace
suyo el tratamiento humeano, añadiendo la cláusula adicional de que mucho más
decisiva que la costumbre individual es la costumbre de la especie. La que se muestra en
último término indesarraigable es la explicación teleológica, por mucho que el
desarrollo moderno de la ciencia haya prescindido aparentemente de ella. Somos
incapaces de interpretar un suceso de otro modo que no sea en términos de intención y
propósito. La coacción psicológica que nos lleva a creer en la causalidad se fundamenta
en el hecho, sin duda relevante, de que un suceso es humanamente irrepresentable al
margen de la intención.

La pregunta «¿por qué?» es siempre la pregunta por la causa finalis, la pregunta por un «¿para
qué?»252.

Según la preeminencia de la finalidad respecto de la eficiencia, decididamente


establecida por el filósofo, los conceptos de «causa» y de «efecto» se convierten en
productos de una manera de pensar, la específica humana, que, en el fondo, sólo cree en
seres vivientes, en almas que actúan sobre otras almas.
Esta idiosincrasia es purificada por la ciencia. La noción de «causa y efecto» es
reducida por ella a una fórmula matemática que no pretende «comprender» nada, sino
designar, «dibujar» algo. Vertida al perspectivismo, la sucesión regular de determinados
fenómenos no prueba ninguna «ley», en el sentido de explicación adecuadamente
aclaratoria del comportamiento real de una parcela del mundo. Sólo es señal de que se
ha establecido una relación (de poder) entre dos fuerzas, un proceso cuyos momentos no
se condicionan causalmente al modo del esquema tradicional. La relación
perspectivística no tiene nada que ver con la especificada en la causalidad.
Por consiguiente, los conceptos de «causa» y «efecto», cuando no se hayan
depurado en términos operacionales, cuando en ellos se piensa un «algo» que actúa y
un «algo» que es producido, se convierten en generadores de seducciones peligrosas,
como la que da pie al concepto mecanicista de «necesidad». El determinismo pasa por
alto el hecho de que la necesidad es una interpretación que parte de la imposibilidad de
que uno y el mismo suceso sea otro diferente. De modo semejante, la aparente finalidad,
el hecho de que algunos azares tomen aspecto de sabiduría, es remitida por Nietzsche a
la fundamental jerarquía de poder de las clases de vida, de las formas de perspectiva: la
organización en la cual la perspectiva más poderosa se asimila a la más débil, haciendo

252
NF 8-1, 2 (83), p. 100.

113
de ella una función de su incremento, es interpretada, al modo humano, como
ordenación de medios y fines.
Es decir, asistimos a la re-interpretación del esquema explicativo causal en los
términos del perspectivismo y de la voluntad de poder. El concepto nietzscheano de
fatum, construyéndose sobre el modelo del juego (y aquí es inevitable pensar en
Heráclito), aglutina y disuelve el azar y la necesidad. El fatum se aplica a una necesidad
que no es categoría alguna, que no es obligación, ni intención ni ley. Desde esta noción,
tanto el determinismo mecanicista como la teleología vitalista se basan en meras
ilusiones, a las que es preciso dotar de un sentido nuevo si se quiere volver a hacerlas
utilizables. Aunque, al final, Nietzsche llegará a afirmar que la interpretación causal es
un engaño, que el esquema causal desnaturaliza el movimiento y, por tanto, es
innecesario y supone un obstáculo. Evidentemente, tales afirmaciones se justifican,
aparte del presentimiento de la vecindad de lo sobrehumano, por la constatación de que
el esquema explicativo causal es inseparable de nociones mucho más mitológicas e
inaceptables, como las de «cosa», «voluntad» y, sobre todo, «sujeto». En efecto, sin la
mitología del sujeto el modelo causal de explicación se hace ininteligible. Tampoco hay
que perder de vista, por otra parte, el hecho, ya consignado en la «Introducción», de que
el abandono de la noción de «causa» se halla esencialmente dificultado por el
funcionamiento del lenguaje corriente.
La explicación causal se ve apoyada por poderosos factores psicológicos, entre los
que Nietzsche señala el miedo y la desconfianza. Mediante ella, el hombre hace el
ensayo de reducir un fenómeno «devenido» a través de la posición de un estado en el
que éste ya se encontraba inherente, latente. El miedo a lo desacostumbrado nos
conduce al intento de reducir lo insólito a lo conocido.

En verdad, la ciencia ha vaciado de su contenido al concepto de causalidad, reduciéndolo a una


fórmula metafórica en la que resulta en el fondo indiferente a qué lado se coloca la causa y a qué
lado el efecto. Se afirma que en dos estados complejos (constelaciones de fuerza) los cuantos de
fuerza permanecen iguales.
La calculabilidad de un suceso no estriba en que éste siga una regla u obedezca a una necesidad
o en que nosotros hayamos proyectado una ley de causalidad en todo suceso: estriba en el retorno de
casos idénticos253.

El antropomorfismo esencial del esquema explicativo causal, retrotraíble en último


término a la creencia en la estructura teleológica de la realidad, radica en el hecho de
que, con anterioridad a toda referencia de efectos a causas en el seno de la naturaleza, el
hombre se ha tomado a sí mismo como foco de actividad, como agente, como causa. El
dogma contra el que Nietzsche arremete en estos momentos dice así: «La voluntad
mueve, produce efectos». Y el perspectivismo nietzscheano declara: «No hay
voluntad»254. No existe algo tan sencillo como una facultad motriz, un sujeto del querer.
Detrás del término «voluntad» se esconde una extraordinaria complejidad de
fenómenos, irreductible a unidad. La ficción de la facultad volitiva se hace innecesaria
en el cosmos de las perspectivas infinitas. La creencia en la voluntad, en el motivo, en el
fin se vuelve una ilusión inutilizable. Es decir: todos y cada uno de los puntos, todas y
cada una de las fases del proceso voluntario son reinterpretables en los términos de la
voluntad de poder.
Nietzsche recurre aquí a la ciencia contemporánea para intentar establecer una
especie de puente entre sus propios diseños perspectivistas y la creencia popular en la

253
NF 8-3, 14 (98), p. 68.
254
NF 8-2, 9 (98), p. 55.

114
voluntad, sumergida naturalmente en el océano de lo no cuestionable, del «se sabe». En
efecto, la imagen mecanicista del mundo no sólo prescinde de la voluntad, sino que la
niega, y el filósofo no duda en acudir al aprovechamiento de esta oportunidad que se le
presenta.
En la noción de «voluntad» está implícita la de «voluntad libre». Es decir, el
constructo de una facultad volitiva involucra la creencia según la cual nuestros actos
voluntarios, en sí, no son necesarios. El momento correspondiente a la necesidad se
sitúa, más bien, en el efecto del acto voluntario. Por lo menos así es como sentimos: al
nivel de la vida cotidiana, en efecto, la suposición de la determinación de nuestro querer
no pasa de ser una mera hipótesis.
Algún autor, y pienso particularmente en Bernhard Taureck, ha preferido ver en la
negación nietzscheana de la voluntad como facultad psicológica, antes que la oposición
a la doctrina tradicional de la voluntad y a su aprovechamiento schopenhaueriano, el
rechazo a fundamentar el poder (Macht), como imperio inmanente de las pulsiones y los
agregados pulsionales, en el domino (Gewalt), como imperio trascendente o
avasallamiento negador del otro255.
De todos modos pienso que, en una investigación de la teoría nietzscheana del
conocimiento, las dificultades y oscuridades que rodean al tema de la supresión de la
facultad volitiva en Nietzsche pueden ser perfectamente pasadas por alto. Baste, pues,
con lo dicho.
Lo que a estas alturas tiene que estar claro es el hecho de que, en la concepción
perspectivista del conocimiento, la tradicional dicotomía «sujeto/objeto» cede por
completo su posición central, e incluso llega a vaciarse de todo sentido. A los ojos de
Nietzsche, todos los embrollos filosóficos en torno a la actividad cognoscitiva han
consistido en un absurdo vagar alrededor de los que se tomaban por los «polos
esenciales del proceso del conocimiento».

Si intentamos contemplar el espejo en sí, en último término no descubrimos más que las cosas
reflejadas en él. Si queremos asir las cosas, al final volvemos al espejo, y a nada más. — Ésta es la
historia más general del conocimiento 256.

Toda la teoría del conocimiento, en su discurrir histórico, se reduce al seguimiento,


más o menos decidido, de una de las direcciones. Hay posturas que agudizan el
conflicto entre ambas líneas, mientras que otras, en cambio, intentan desesperadas
conciliaciones.
(No insistiremos aquí en las tesis nietzscheanas acerca de la raíz esencialmente
lingüística de la creencia en el yo. Tales tesis coinciden con las que afirman que el
constructo del sujeto es la palanca de toda moral: la invención del sujeto es la
conversión de las fuerzas activas en reactivas, es decir, la separación de la fuerza y lo
que puede toma la forma del yo responsable, susceptible de castigo o recompensa. El
sujeto es la piedra de toque de la subversión moral).
En lo que más firmemente ha creído el ser humano ha sido en el yo. Era el más
sagrado, el más intocable de sus «hechos internos». Para Nietzsche representa el
auténtico sancta sanctorum. La «antropomorfización» del mundo ha consistido, sobre
todo, en la proyección de la vivencia de la yoidad a toda la esfera de lo no-humano.
Fruto de esta proyección son las «cosas», constructo determinado por el del yo. El
concepto de «cosa» es un mero reflejo de la creencia en el yo como causa. Incluso en el

255
Cfr. TAURECK, BERNHARD, «Macht, und nicht Gewalt. Ein anderer Weg zum Verständnis
Nietzsches», en Nietzsche-Studien, 5, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1976, pp. 29-54.
256
M, 243, pp. 204-205.

115
átomo de los científicos se ocultaría esta pueril proyección. Y a esa depuración del
concepto, a esa fantasmagoría contradictoria consigo misma que es el sujeto puro de
conocimiento, corresponde la noción de «cosa en sí», en la cual, como ya vimos,
Nietzsche ve la total desnaturalización del proceso cognoscitivo. De ahí que la crítica
nietzscheana al sujeto puro de conocimiento sea paralela, punto por punto, a la llevada a
cabo contra la «cosa en sí».
Es incontestable, y a Nietzsche jamás se le ocurrió ponerlo en duda, que el
pensamiento humano, sea cual sea la modalidad proposicional en la que se articula,
lleva a cabo de un modo necesario la posición del yo. Pero esto no contradice la tesis
que afirma el carácter ficticio de la yoidad. Incluso la apoya, si aceptamos los supuestos
básicos de la filosofía nietzscheana. Por ello, carece de toda validez la supuestamente
inatacable referencia al «yo pienso» como certeza inmediata y evidencia última, al yo
como causa del pensamiento. Y tampoco está justificada la interpretación de toda
relación entre sucesos como relación de causalidad, análoga a la establecida entre el
«yo» y sus «producciones». Ego cogito cogitata es la formulación de la ilusión humana
por excelencia. El perspectivismo trastorna radicalmente, además, la noción de objeto.
No hay un «algo» que se pueda diferenciar de sus propiedades y actividades: la relación
absorbe todos los términos de esta estructura intelectual.

Las propiedades de una cosa son efectos sobre otras «cosas»: si suprimimos las otras «cosas»,
entonces una cosa no tiene propiedad alguna. Es decir, no hay ninguna cosa sin otras cosas. Es
decir, no hay cosa en sí257.

El hombre cree en su yo, hasta hacer de él la única realidad, el ser propiamente


dicho. A partir de este foco de rango supremo, otorga realidad al mundo exterior: con la
dispensación de sentido surgen las cosas. Lo primero, lo fundamental, es la superstición
del alma. En el tratamiento nietzscheano del tema que ahora nos ocupa está implícito
desde el primer momento el reconocimiento de la raíz cristiana de todos los
trascendentalismos e idealismos. En realidad, el «objeto» es tan sólo una función del
sujeto. En las mismas palabras del filósofo, un modus del sujeto258. El objeto sería algo
que, inspeccionado en su interior, revelaría siempre estructura de sujeto.
En definitiva, la cuestión se plantea del siguiente modo: ¿hasta qué punto es
necesaria la ficción del sujeto? En otras palabras, ¿qué consecuencias tendría su
eliminación?
De hecho, el perspectivismo nietzscheano nos ofrece constructos de recambio
alternativos, nos abre el camino hacia nociones como «alma mortal», «alma como
pluralidad de sujetos». Sobre todo: «alma como estructura social de pulsiones y
afectos»259. Se trata de nuevos contextos de inteligibilidad, que atentan contra el
tradicional, basado en la introducción de la unidad, la identidad, la permanencia, la
finalidad…
Quizás el sujeto constituya, empero, un límite infranqueable para el hombre. Puede
ocurrir, en efecto, que, sin la posición del yo idéntico, el pensamiento se haga inviable
como humano. Aquí se enuncia nítidamente la cuestión del superhombre, una vez que
Nietzsche ha meditado profundamente sobre la filosofía kantiana, con la lectura de
Denken und Wirklichkeit, de African Spir y de la otra de Gustav Teichmüller, Die
wirkliche und die scheinbare Welt. La posición del yo, la reducción de toda la

257
NF 8-1, 2 (85), p. 102.
258
Cfr. NF 8-2, 9 (106), p. 60.
259
Cfr. JGB, I, 12, pp. 33-34.

116
multiplicidad, en último término, a la unidad de la apercepción, aparecen como
condiciones sine qua non del conocimiento y del pensamiento, en tanto que humanos.
Frente a la unidad del sujeto, el perspectivismo nos muestra una irreductible
multiplicidad, según el modelo del cuerpo humano. Frente a la identidad que permanece
a través del tiempo, nos descubre cómo las pulsiones se entrelazan en un devenir sin
término y sin meta.
Por consiguiente, si prescindimos del sujeto, el mundo propiamente humano se
hunde en el abismo. Las consecuencias son de un alcance fuera de toda medida: damos
al traste con todo tipo de explicación que se monte sobre el patrón causal, suprimimos
las cosas, dejamos de interpretar el movimiento mediante la introducción de puntos
inmóviles de referencia, se evaporan los átomos actores, cae la «cosa en sí» junto con el
concepto de fenómeno, eliminamos el objeto permanente idéntico a sí mismo,
desaparece toda la tradicional lista de «contrarios» (sustancia y accidente, materia y
espíritu, etc.)260.
¿En qué medida es necesaria la interpretación del sujeto? ¿Hasta qué punto es
conservadora de la vida humana? Su rechazo, ¿implicaría la entrada en escena de una
clase de perspectivas más allá de lo humano?
El cuerpo nos proporciona la adecuada conversión perspectivista del sujeto idéntico.
Se trataría de un «regente», colocado en la cumbre de la comunidad pulsional. Un
regente que necesita de los que son regidos, que depende de ellos. Un regente que puede
ser destronado en cualquier momento y sustituido por otra pulsión que en lo sucesivo se
encargaría de la distribución del trabajo en la comunidad corporal. La unidad, en el
perspectivismo, sólo puede darse y entenderse como unidad de organización, como
unidad jerárquica. Una figura de dominio (Herrschafts-Gebilde), como el hombre,
significa uno, pero no es uno261.
Por tanto, en la cuestión del sujeto, como en tantas otras, el pensamiento
nietzscheano llega hasta la frontera que le es característica. Lo que no hay que dejar de
señalar es el hecho de que aquí la frontera se percibe con una claridad extraordinaria,
privilegiada. De ahí la trascendencia de la invasión perspectivista del ámbito tradicional
del sujeto, en relación con la totalidad de la filosofía de Nietzsche. En este momento
pisamos el umbral que separa al hombre del superhombre.

Tal vez no sea necesaria la suposición del sujeto-uno; ¿tal vez sea también lícita la admisión de una
pluralidad de sujetos, cuyo concurso y lucha subyazca a nuestro pensamiento y, en general, a nuestra
conciencia? ¿Una especie de aristocracia de «células» en la que resida el dominio? ¿Algo así como
pares, que estén acostumbrados a regir unos con otros y que se presten a obedecer?
Mis hipótesis:
El sujeto como pluralidad.
(…)
la constante caducidad y fugacidad del sujeto, «alma mortal»262.

Ni que decir tiene que tanto la pluralidad como la caducidad destruyen la misma
noción de «sujeto». No valen componendas en este punto decisivo. Como afirma Trías,
con la destrucción del sujeto idéntico Nietzsche inaugura un nuevo estilo filosófico: la
pulsión irrumpe al nivel mismo de la escritura. Tras el derrocamiento del gran fetiche,
del yo-sustancia, tiene lugar la «irrupción del teatro en nuestra vida», para decirlo con la

260
Cfr. NF 8-2, 9 (91), pp. 47-48.
261
Cfr. NF 8-1, 2 (87), pp. 102-103.
262
NF 7-3, 40 (42), p. 382.

117
frase de Artaud. Pensando en esta liberación de máscaras, Trías puede realizar su
propuesta de convertir la filosofía en «carnaval»263.
Otro segundo punto a tener en cuenta es el señalado por Habermas. La
deconstrucción del sujeto tradicional se cumple, en una dimensión fundamental, como
negación o rechazo de la posibilidad misma de la reflexión. Mejor dicho, como crítica
radical de la validez de la reflexión. Y, en esto no se puede dejar de estar de acuerdo con
Habermas, Nietzsche lleva a cabo esta crítica por medio de la reflexión misma. La
filosofía nietzscheana es la obra de un «virtuoso de la reflexión que se niega a sí
misma»264. Ahora bien, no se puede estar de acuerdo con la fundamentación
habermasiana de este curioso hecho en un supuesto núcleo positivista del pensamiento
nietzscheano del que éste fue incapaz de liberarse. Pues, como se ha mostrado una y
otra vez en el transcurso de este estudio, la estrategia crítica nietzscheana consiste, casi
siempre, en un llevar las cosas a la contradicción consigo mismas. Lo que ve Habermas
en relación con la reflexión no es más que una de las esferas de actuación de esta
estrategia fundamental.
En otro orden de cosas, valdría la pena referirse al papel que en el diseño
perspectivista van a desempeñar las categorías de cantidad y cualidad. Ya la primacía
absoluta de la pluralidad establece la soberanía de los aspectos cuantitativos sobre los
cualitativos. La cualidad es derivada, supone una «abstracción», el compendio de
relaciones innúmeras. La perspectiva humana se despliega, ante todo, como
construcción de casos idénticos: la diversidad se presenta como número. El número
supone un expediente de inteligibilidad para la magnitud, y sobre él se levanta el
expediente de segundo grado que son las cualidades. El hombre siente las diferencias
cuantitativas como cualidades, lo cual quiere decir que las relaciones de magnitud, el
más y el menos, son puestas en conexión con las condiciones de posibilidad de la
existencia humana. Esta «puesta en conexión» reductiva son las cualidades.
En este punto, el perspectivismo nietzscheano parece, en principio, aceptar y acoger
en su seno la perspectiva humana: el cosmos de las perspectivas se despliega como
diferencia (relacional) de magnitudes intensivas. La soberanía de la perspectiva humana,
su imposición a las demás clases de puntos de vista, estribaría en reducir la diferencia
intensiva a magnitud numérica, a proporción cuantitativa.

En el reino del intelecto todo lo cualitativo es solamente cuantitativo. Lo que nos lleva a las
cualidades es el concepto, la palabra265.

La fijación de la entidad, por lo tanto, corresponde a la fase primera y fundamental


de la actividad del intelecto. El expediente metonímico de la cualidad es posterior,
derivado.
Ahora bien, en el perspectivismo nietzscheano la simple reducción de diferencias
cualitativas a diferencias de grado no es, ni mucho menos, suficiente. Quedarse ahí
significaría, nada más y nada menos, divorciar el perspectivismo de la voluntad de
poder, lo cual es absurdo porque se trata de lo mismo (y si aquí exponemos primero uno
y después otro no es en modo alguno porque se trate de modelos distintos, sino por
razones de análisis exclusivamente). El suceso es interpretable en términos de una
dinámica de cuantos si, y sólo si, suponemos un quale determinado con carácter
originario, irreductible a lo cuantitativo. Tal cualidad originaria es la voluntad de poder,

263
Cfr. Filosofía y carnaval, pp. 72-81.
264
HABERMAS, Jürgen, op. cit., p. 364.
265
NF 3-4, 19 (81), p. 35.

118
lo mismo en toda la diversidad cuantitativa. W. Müller-Lauter, por abordar el estudio de
la voluntad de poder precisamente desde esta perspectiva, ha sido el autor que más
hincapié ha hecho en la subordinación de toda diferencia cuantitativa a la única cualidad
primigenia que el modelo nietzscheano acepta266.
En conclusión, podemos decir que a la perspectiva humana, a la perspectiva-razón,
pertenece esencialmente la creencia en el ser, entendido como «lo que permanece igual
a sí mismo». Nuestra óptica es, inevitablemente, la óptica del ser. El modelo arquetípico
para la construcción de este carácter de ser lo encontramos en la vivencia de nuestro yo.
El yo, por definición, se sitúa al margen de todo devenir y de toda evolución.
La perspectiva humana se define nietzscheanamente como actividad intelectual. Y el
ser es necesario para poder pensar e inferir. La unidad del yo es puesta en cada molécula
de pensamiento, por insignificante que sea. La historia esencial que es el nihilismo, la
lógica intrínseca al desarrollo de la perspectiva humana triunfante, se genera a partir de
la introducción de las categorías de la razón en el recinto de lo «en sí», de la creencia en
el yo, en la lógica, en la verdad metafísica de las categorías. El nihilismo estriba en la
ceguera respecto a la actividad intelectual: esa actividad que llamamos pensar y conocer
no sólo falsifica perspectivísticamente, sino que es ella misma una falsificación
«perspectivística» (el paso de una tesis a otra es lo específicamente nietzscheano en
cuanto a epistemología). En el repertorio conceptual que estructura el punto de vista
humano (sujeto y objeto, medio y fin, causa y efecto, sustancia, espacio, número, átomo
material, vida y muerte, individuo, alma…) nos las habemos exclusivamente con
construcciones auxiliares del pensamiento, con un conjunto de funciones instrumentales
subordinadas al mantenimiento y el auge intensivo de la perspectiva humana.
Saliéndose de la lógica nihilista, la filosofía nietzscheana entrega todo el dispositivo
intelectual a la gran razón del cuerpo.
La especie humana ha de sostenerse sobre el resbaladizo fundamento del devenir y
la multiplicidad. Nietzsche hace del sujeto un término para designar la organización
jerárquica, relativamente unitaria en cuanto al sentido, de una pluralidad pulsional en
incesante devenir. Hace de los principios lógicos fundamentales «artículos de fe» con
valor regulativo. Nietzsche, en fin, ve en la razón, en su actividad seriadora de los
fenómenos en categorías, un poder artístico simplificador, «falsificador», que responde
a la voluntad de enseñorearse de la pluralidad y del devenir 267. La razón es una pieza
fundamental de la filosofía nietzscheana. En este punto son acertadísimas las palabras
de Granier, cuando nos dice:

Se daría de la filosofía de Nietzsche una imagen muy inexacta, si se la presentara como una
tentativa de desvalorizar sistemáticamente la razón y de sustituirla por el culto a la pasión sin freno,
268
del deseo ciego

W. Kaufmann ha señalado a justo título que el papel concedido por Nietzsche a la


razón es un elemento esencial de su filosofía y que no se lo puede pasar por alto sin
alterar radicalmente el pensamiento nietzscheano.
En un primer momento, asistimos a la aniquilación del valor cognoscitivo
tradicional de la razón por vía de una reflexión que se niega a sí misma. En segundo
lugar, al intento de remontar la catástrofe nihilista con la colocación de la razón, en
tanto «pequeña razón», en la posición de un instrumento del cuerpo, de la gran razón.

266
Cfr. Nietzsche. Seine Philosophie der Gegensätze und die Gegensätze seiner Philosophie, pp. 22-23.
267
Cfr. NF 8-2, 9 (89), p. 46.
268
GRANIER, Jean, op. cit., p. 310.

119
En este contexto, los ataques de Nietzsche a la razón constituyen el medio de evitar que
la actividad racional humana se despeñe en el vacío del sinsentido. Son los ataques de la
gran razón a la pequeña razón, en los cuales tiene lugar el requerimiento de ésta por
aquélla.
Todo esto podría entenderse también como los ataques, dirigidos al hombre, de
aquello que se halla más allá de la perspectiva humana. Son los requerimientos con los
que el superhombre intenta que el hombre se convierta en fundamento de posibilidad de
su llegada, desprendiéndose de todo lo humano que en sí todavía alberga. La exigencia
de una puesta de servicio del hombre a lo que le sobrepasa. Porque la lógica es el reino
del antropomorfismo. Si los griegos la descubrieron fue porque precisamente ellos
inventaron tres grandes constructos: el ser, el noûs y el número269.
La lógica y la razón han surgido a partir de una clase específica de ordenamiento
pulsional, la humana en sentido estricto. El entendimiento no perspectivístico de la
razón es el nihilismo. Cuando la razón toma sus categorías como elementos
constitutivos de lo real «en sí», cuando les atribuye un valor metafísico, entonces la
filosofía y la ciencia están aceptando y desarrollando, simplemente, los patrones
suministrados con anterioridad por la religión. Ella proporciona el modelo según el cual
se estructura el mundo: se trata, para Nietzsche, de que en el nihilismo y en la moral
harían su aparición los «instintos de rebaño». La especie humana, en la medida en que
de ella forma parte la historia del nihilismo, está formada por una jerarquía muy poco
elevada de organización pulsional: excepto raras y magníficas excepciones, en la
perspectiva humana asistimos al despliegue de los instintos de rebaño.

La admisión de casos iguales presupone almas iguales 270.

Moral y razón, o, mejor dicho, un entendimiento moral de la razón, caracterizan a la


perspectiva humana. La empresa nietzscheana supone el intento de superación
(destrucción) de esa perspectiva. La teoría del conocimiento constituye una pieza clave
en la estrategia de aproximación al superhombre.

Ser inmoral significa: traer la ruina 271.

Ciertos autores han relacionado el modelo perspectivista nietzscheano, junto con la


crítica de la razón que lleva consigo, con diversos tipos de locura, expresando con ello
tanto valoraciones negativas como positivas del mismo. Por ejemplo, Wiebrecht Ries
afirma que la crítica nietzscheana del conocimiento, y la posición del universo artificial
de las relaciones, involucran una pérdida de la identidad del yo y de la sustancialidad
del mundo que es característica de la paranoia. Es más, el diseño del perspectivismo
está llevado a cabo siguiendo el modelo específico de esta enfermedad mental, lo cual
no es óbice para que se reconozca que la elaboración nietzscheana es de una relevancia
excepcional como experiencia estética de la realidad, y aquí sitúa Ries el «momento de
la verdad» del perspectivismo272.
Considero perfectamente válidas semejantes líneas de investigación, siempre que sus
conclusiones no pretendan, ingenuamente, menoscabar la dignidad intelectual del
filósofo alemán. Es, en efecto, muy legítimo el punto de vista según el cual en el

269
Cfr. NF 3-4, 19 (116), pp. 44-45.
270
NF 8-1, 7 (41), p. 316.
271
NF 8-1, 7 (4), p. 263.
272
Cfr. RIES, Wiebrecht, op. cit., pp. 84-95.

120
pensamiento nietzscheano, a partir del momento en que se destruye la validez de los
principios de identidad y de no-contradicción, acontece algo inédito en la historia de la
filosofía: el loco toma por una vez la palabra. Aunque tal vez no merezca la pena
frecuentar en exceso este tipo de especulaciones, en la medida en que los términos de
«loco» y «locura» condensan todo un conjunto muy definido de valoraciones propias
del sano entendimiento del «último hombre», contra las que Nietzsche entabló
agotadora batalla.
Podríamos acabar con un iluminador aforismo de Eugenio Trías, que tiene la virtud
de matizar correctamente el valor que corresponde a estos acercamientos a la cuestión
nietzscheana:

El exceso de razón es, «normalmente», el signo inequívoco de locura273.

273
La dispersión, p. 25.

121
[PÁG. IMPAR]

4
VOLUNTAD DE PODER COMO
CONOCIMIENTO

Cerraremos esta primera parte, principalmente reconstructiva y selectiva, con un análisis


que, como es natural, no podía estar ausente. Se trata de asistir a la operación a través de
la que Nietzsche introduce su teoría del conocimiento en el modelo omnicomprensivo
de la voluntad de poder, de la Wille zur Macht (WzM).
Comenzaremos por una breve recopilación de los presupuestos a partir de los que la
generalización de la WzM nace y se hace posible, para pasar después a explicitar el
cosmos nietzscheano del devenir, y a caracterizar el modelo metalingüísticamente como
interpretación (título 1).
A continuación, se ensayará la incardinación de la actividad cognoscitiva en el
terreno que abren las coordenadas básicas de la voluntad de poder, de la que surge una
inevitable dualidad en la concepción del conocimiento mismo (título 2).
Será necesario poner de manifiesto los puntos más importantes que son
determinados por la concepción del conocimiento como voluntad de poder, en términos
del modelo. Puntos como la igualación, las percepciones sensibles, el cuerpo, la razón,
la verdad… (título 3).
Finalmente, se descubrirá la caracterización nietzscheana de la filosofía, como
supremo ejercicio de la voluntad de poder, en el esbozo de la llamada «filosofía del
futuro» (título 4).

1. EL MODELO DE LA WILLE ZUR MACHT


El marco más general de significación elaborado por el «pensamiento-Nietzsche» se
construye, como es lógico, a partir de unas determinadas bases epistemológicas. Contra
los que afirman el carácter exclusivamente nihilista de la teoría nietzscheana del
conocimiento, es preciso subrayar que la teoría de la voluntad de poder presupone
necesariamente que haya, para el filósofo, un sentido válido para el término
«conocimiento»274. Estos fundamentos epistemológicos resultan reconocibles en mayor
o menor grado, pero es el caso que podemos hacer una distinción preliminar entre bases
de carácter negativo-crítico y bases de índole claramente positivo-constructiva. Entre las

274
Cfr. MORGAN, George A., op. cit., p. 241.

122
primeras se pueden citar aquí todos los temas analizados en torno a la crítica del
lenguaje, a la crítica de la verdad entendida como corrección de la adecuación, a la
disolución perspectivista de las categorías esenciales del pensamiento humano, etc.
Cumple ahora analizar brevemente lo que podríamos denominar «bases epistemológicas
positivas» del modelo, dejando aparte la decisión, más o menos teñida de ironía, de
constituir al cuerpo humano en «hilo conductor» de la construcción, en la que ya nos
hemos detenido suficientemente.
Creo que lo más sencillo es atenerse al hecho de que tales bases fueron
explicitándose en los primeros años de la actividad productiva del filósofo. En efecto,
para encontrarlas no necesitamos ir más allá del conjunto de escritos que rodean a El
nacimiento de la tragedia, y de las páginas de La filosofía en la época trágica de los
griegos.
Así, en un fragmento de finales del año 72, Nietzsche afirma que el factor
determinante más poderoso de una elaboración filosófica se sitúa en la aparición de la
imagen seductora, en la repentina «llegada» de una idea. De manera que el artífice de lo
esencial es la imaginación o fantasía. El intelecto propiamente dicho siempre va a la
zaga de lo trazado por la facultad fundamental. El trabajo de la fantasía consiste en el
«salto sucesivo de una posibilidad a otra», y puede ponerse en marcha a partir de una
mera casualidad exterior. El salto se apoya en una visión rápida de semejanzas, y genera
la ampliación propia del pensamiento filosófico. La reflexión intelectual se ocupará de
verificar, de convertir las posibilidades en seguridades, de medir unos conceptos con
otros: es la sustitución de las similitudes por relaciones de fundamentación causal275.
Poner en la fantasía el motor primero del trabajo filosófico implica, además, una
concepción muy específica del valor de su producto, la obra del filósofo. El valor
estético se erige en fundamental, y a él se subordina el valor de verdad. La obra
filosófica ejerce su influjo en la sociedad de los hombres en virtud de su existencia
como obra de arte. Su fecundidad, su fertilidad como creadora de futuro estriban en el
hecho de que, en el límite de la plenitud, valor de verdad y valor estético se identifican
en una misma capacidad de seducción276.
Estas dos tesis capitales acerca del motor y del valor de la producción filosófica
representan la conclusión del estudio de la primitiva filosofía griega, lo que Nietzsche
aprendió de sus lecturas presocráticas. En particular, las meditaciones sugeridas por el
análisis de los fragmentos de Heráclito contienen sugerencias decisivas para la filosofía
nietzscheana de la madurez. Casi se podría decir que todo lo que Nietzsche piensa de la
metafísica heraclítea es aplicable punto por punto a su propia construcción de la
voluntad de poder. De ahí que esté justificado reproducir aquí la interpretación
nietzscheana de los rasgos principales del pensador griego277.
Frente al modo de proceder conceptual de la razón, destaca en Heráclito la
aprehensión intuitiva, que en su filosofía alcanza un poder absoluto y que nos pone en
contacto con la realidad de lo concreto, con la multiplicidad y el movimiento en el
espacio y en el tiempo. La actitud cognoscitiva heraclítea toma la relación (de
eficiencia) como lo único auténticamente real. Después, el genio griego hace de la lucha
de las contrariedades, hace de la guerra, el marco determinante y explicativo del
devenir. A partir de la observación de la omnipresencia de la rivalidad y de la tensión
agonal en la vida cotidiana y en las instituciones griegas, la imaginación de Heráclito

275
PHB, 60, pp. 35-36.
276
PHB, 61, p. 36.
277
Para todo lo que sigue, cfr. PH, pp. 488-514.

123
pone en la lucha el fundamento de toda una cosmodicea, pues en toda lucha se
manifiesta la justicia eterna. Se trata de la gran metáfora de Heráclito.
Su otro «atisbo» genial consiste en la exclusión de toda interpretación moral de la
existencia merced a la constitución del juego en modelo ontológico supremo. La culpa
es expulsada del mundo, junto con todo sentido moral, gracias a la metaforización del
juego infantil en proceso cosmológico que va de la unidad a la multiplicidad para
retornar después a aquélla. (Al juego infantil añade Nietzsche otro modelo que ya es
más suyo que de Heráclito: la actividad del artista).
Todo juego es inocente. El filósofo griego consigue salvar, a través de la
potenciación de la fantasía, el terrible significado de las palabras de Anaximandro. El
valor de las concepciones de la lucha y del juego reside en que expresan estéticamente
una personalidad única e irrepetible, la del filósofo de Éfeso, el aristócrata solitario de
«estilo ininteligible», fustigador de todo antropocentrismo. La imaginación juega en
filosofía un papel tan importante como en poesía, y a Nietzsche se le ofreció el modelo
presocrático como corroboración de esta temprana tesis suya278.
Por el contrario, en el poema de Parménides emerge la contraprueba, lo antihelénico
por excelencia: «El estremecimiento helado de la abstracción». La seriedad de las
tautologías de la lógica, la crítica del aparato cognoscitivo, que desembocan en la
afirmación de la identidad de pensar y ser, nos revelan la tremenda energía del anhelo
de certeza. Se trata de otra estética, la específica del moralista, de otra clase de vida que
aquí toma la palabra.
Todas estas consideraciones, al lado de los elementos negativos ya tratados,
fundamentan epistemológicamente la clave nietzscheana de la voluntad de poder. Pero,
una vez aparecido el modelo, será él quien pase a fundamentar, en un segundo
momento, toda la crítica y las tesis de la fantasía como fuerza motriz de la filosofía, y
del conocimiento en general, y del valor estético, expresivo, del producto filosófico. Por
tanto, la «voluntad de poder» reobra sobre sus bases epistemológicas, asignándoles un
sentido preciso en su seno.
Es necesario señalar, por otra parte, la importancia que tienen en este contexto los
escarceos de Nietzsche en el terreno de la filosofía natural. Su interés por las ciencias de
la naturaleza fue determinado en parte por las lecturas de los filósofos presocráticos,
pero, sobre todo, por el libro de F. A. Lange Historia del materialismo, a cuyo estudio
se entregó casi tan apasionadamente como lo hiciera en el caso de la obra capital de
Schopenhauer. A continuación, leyó la obra de Helmholtz Über die Wechselwirkung der
Naturkräfte, y, el 28 de marzo de 1873, tomó de la Biblioteca de la Universidad de
Basilea, además de una historia de la Química y otra de la Física, las obras de Mohr,
Zöllner y Boscovich. Esta última, Philosophiae naturalis theoria redacta ad unicam
legem virium in natura existentium, aparecida por primera vez en Viena en el año 1759,
llamará la atención de Nietzsche especialmente. En su horizonte intelectual, el problema
de la constitución de la materia surgió precisamente al hilo de la lectura de esta obra,
emparejándose así, con el del devenir en la preocupación de nuestro filósofo.
Boscovich deduce de una única ley, la ley de la fuerza, todo el repertorio de
fenómenos físicos y químicos reconocidos hasta entonces, como la cohesión, la
elasticidad, la fermentación o la afinidad. Asimismo, de su dinámica deduce cuatro tesis
fundamentales: los primeros elementos de la materia son «puntos de masa» dotados de
inercia y de una fuerza activa con la que actúan unos sobre otros, produciendo
movimientos explicables por las leyes de la mecánica newtoniana; el mundo real es
finito, y los puntos de masa siempre se encuentran en movimiento.
278
Cfr. KOFMAN, Sarah, op. cit., pp. 31 y 32.

124
La lectura del jesuita confirmó a Nietzsche en su desconfianza hacia el concepto de
«materia». Prueba de ello la tenemos en el párrafo que subrayó en el libro de J. C. Vogt
Die Kraft, eine realmonistische Weltanschauung:

Por consiguiente, nosotros negamos lo material y dejamos que este concepto, totalmente superfluo e
hipotético, producto únicamente del realismo ingenuo, quede absorbido por el puro concepto de
fuerza279.

El resultado explícito de estas incursiones científico-naturales y meta-físicas del


joven filósofo constituye el famoso bosquejo de la llamada Zeitatomlehre o «doctrina de
los átomos de tiempo». En ella se conjugan, de forma bastante original, la temporalidad
heraclítea con el atomismo de Boscovich, ofreciéndonos un primer ensayo de fusión de
los conceptos de fuerza y devenir. Las fuerzas se subordinan al tiempo, se hacen función
del tiempo, puesto que la misma noción de fuerza sólo es posible a partir de la
variabilidad o no-persistencia: sólo pueden actuar fuerzas absolutamente variables,
fuerzas que no son las mismas en ningún momento. A su vez, si pensamos bien la
noción de fuerza, dejamos de considerar al tiempo como continuum, es decir, según algo
que permanece en el espacio (de modo que entre el momento A y el momento B se
extendería un tiempo constante): no podemos hablar de tiempo, sino de puntos
temporales discontinuos. En conclusión, la realidad física consiste en tiempo intensivo,
en puntos temporales de propiedades dinámicas que actúan unos sobre otros. Toda
acción es actio in distans. Nietzsche diseña las líneas maestras de un atomismo
temporal con una determinada doctrina de la sensación: el punto temporal dinámico es
idéntico al «punto de sensación». De este modo, a las consideraciones físicas o meta-
físicas se engarzan tesis propiamente epistemológicas según las cuales la materia se
disuelve en sensaciones, y desaparece por completo como sustrato último de
referencia280.
Queda así de manifiesto la relevancia de los estudios científicos para la constitución
posterior del modelo de la WzM, lo que ataca directamente las afirmaciones de
Heidegger en el sentido del rechazo total de cualquier presupuesto científico para la
«metafísica» nietzscheana281. La física de la época se nos presenta como un elemento
fundamental de la génesis del modelo nietzscheano.
Pero a la filosofía natural presocrática, a la desarrollada en el siglo XVIII y al
pensamiento físico contemporáneo conviene añadir la cosecha teórica de todo el trabajo
de observación psicológica de personajes y costumbres plasmado en las dos partes de
Humano, demasiado humano, en Aurora y en los cuatro primeros libros de El gay
saber, en donde Nietzsche da prueba de sus afinidades con los grandes escritores
moralistas franceses. Esta psicología del desenmascaramiento, que señala a la virtud
como ropaje del vicio, pone al filósofo constantemente ante la ambición de poder como
última instancia general de acciones y omisiones, y ante el sentimiento de dominio
como constitutivo esencial de toda beatitud y de toda dicha. Si recordamos las
afirmaciones nietzscheanas acerca del papel fundamental de la fantasía en la
construcción filosófica, es imposible exagerar la importancia de todo este trabajo
psicológico de la etapa ilustrada en la confección del cosmos de la voluntad de poder.

279
Para lo concerniente a las relaciones de Nietzsche con las ciencias de la naturaleza, cfr. SCHLECHTA,
Karl, y ANDERS, Anni, Friedrich Nietzsche. Von der verborgenen Anfängen seines Philosophierens,
Fromman Verlag, Stuttgart, 1962, de donde están extraídos estos datos.
280
Cfr. NF 3-4, 26 (11) y 26 (12), pp. 176-181.
281
Cfr. Nietzsche I, p. 407.

125
Desde la aparición del libro de Kaufmann viene siendo un lugar común en la
investigación nietzscheana el que el modelo de la WzM suponga una hipótesis basada en
la inducción a partir del trabajo psicológico de desenmascaramiento llevado a cabo en la
«fase ilustrada»282. La voluntad de poder sería el nombre de una hipótesis psicológica.
Hay que pensar en que la obra de Kaufmann se dirigía, ante todo, contra la
interpretación heideggeriana triunfante. Por lo demás, su interpretación del modelo
nietzscheano no se corresponde exactamente con la realidad de los textos del filósofo,
como después ha señalado Mittelman, tras un análisis del término «poder» en la etapa
anterior al Zaratustra283. Por nuestra parte, creemos que es la fantasía el elemento que
enlaza la observación psicológica con el modelo de la madurez. Pese a la exageración
de Kaufmann, pensamos que sus tesis encierran algo cierto que no podemos pasar por
alto. El error tal vez resida en el intento de encasillar la génesis de la WzM en los
manidos paradigmas de la ciencia experimental. Esto es, evidentemente, desmesurado.
Contra Heidegger, y contra Kaufmann, podría afirmarse que el «pensamiento-
Nietzsche» no admite ser resuelto ni como metafísico ni como científico, sino que
supone siempre «algo otro».
Por otra parte, el tema del valor del devenir determinará esencialmente el vitalismo
nietzscheano. A mi juicio, una declaración unívoca y netamente «filosófica» como ésta:

El «ser». No tenemos otra representación de él que el «vivir» — Por tanto, ¿cómo puede «ser» algo
muerto284?

depende, en su más íntimo sentido, de lo que se expresa en un apunte como el siguiente:

Contra el valor de lo que permanece igual eternamente (la ingenuidad de Spinoza, asimismo la de
Descartes), el valor de lo más breve y pasajero, los seductores destellos de oro en el vientre de la
serpiente vita285.

Es, por tanto, una opción profundamente estética la que determina la radicalidad de
la postura llamada «vitalista». Aunque después, como el mismo Nietzsche nos decía de
Heráclito, el intelecto del filósofo se apreste a fundamentarla. Pero es la fantasía la que,
en primer término, sienta la posibilidad de hacer del poder el principio de todo
movimiento. Más tarde irrumpirán las consideraciones del intelecto, aludiendo, por
ejemplo, a la mayor eficacia de la fenomenología externa como método de
conocimiento en comparación con las desvirtuaciones a las que se expone el
seguimiento de una fenomenología interna.
La reflexión nietzscheana, defendiendo el método de esa «fenomenología externa»
como la que permite la mayor finura de la observación, se lanza contra la biología
contemporánea. Al evolucionismo, el filósofo le niega dos puntos fundamentales. En
primer lugar: no se trata de la especie («los muchos son sólo medios»), sino de los
individuos más fuertes. En segundo lugar, la vida no es adaptación de las condiciones
internas a las externas. Es todo lo contrario, es «voluntad de poder».

La cual, desde el interior, somete y se incorpora más y más «exterior» 286.

282
Cfr. KAUFMANN, Walter, Nietzsche. Philosopher, Psychologist, Antichrist, Princeton University Press,
1974 (1968), pp. 179, 185, 202.
283
Cfr. MITTELMAN, Willard, «The Relation between Nietzsche‟s Theory of the Will to Power and his
Earlier Conception of Power», en Nietzsche-Studien 9, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1989, pp.
122-142.
284
NF 8-1, 2 (172), p. 151.
285
NF 8-2, 9 (26), p. 12.

126
Los biólogos siguen presos de las valoraciones morales y son ciegos ante la lucha, la
inutilidad, la jerarquía y el afán de poder definitorios de la vida.
«Vida» es «voluntad de poder», y «no tenemos más representación del ser que el
vivir». Estamos ya ante la suprema generalización del modelo. Un modelo que todo lo
engloba, incluido a sí mismo. Todo lenguaje, podríamos decir, es generable tan sólo en
el espacio que abre la WzM. Y todo metalenguaje, sea del grado que sea, es tan sólo
WzM. El ser es el imperativo: ¡creced!

Para Nietzsche no existe una realidad estable ni un orden del mundo inamovible del que nuestra
tarea consistiría únicamente en adquirir «conocimiento», conocimiento que sería «verdadero» en la
medida en que representara fielmente tal estado de hechos. Nietzsche dice una y otra vez que no hay
cosas tales como «hecho». Sólo hay perspectivas cambiantes sobre una «realidad» caótica, siempre
cambiante, siempre fluyente. «Realidad» o «ser» para Nietzsche es nada menos que un vasto
(aunque finito) número de quanta de poder, que difieren entre ellos sólo cuantitativamente. Por su
mera «naturaleza» estos quanta de poder están cambiando continuamente: en verdad, lo único
constante de lo que tenemos experiencia es el resultado del juego recíproco de estos Macht-quanten,
el incremento de poder y el crecimiento de una constelación de quanta de poder determinada, la
disminución de poder y el declive de otra287.

La voluntad de poder se presenta como la physis de los griegos primitivos, en


calidad de punto de partida que explica el origen, la procedencia o la fuente del
movimiento. El cambio no es referido a la estabilidad de lo presente, ésta queda
absorbida enteramente por aquél: la presencia es sólo función del movimiento. Por
tanto, el cambio no puede ser causado o condicionado desde «fuera». Todo es devenir,
todo es lucha. La «necesidad causal» expresa sólo la integridad deviniente de la fuerza.
Si la voluntad de poder es origen del movimiento, entonces es una y es múltiple, puesto
que son requeridos centros de movimiento y de propagación del movimiento. El modelo
nietzscheano supone la «comprensión filosófica de la esencia de la vida» como
autosuperación, como dialéctica de lo mismo y de lo otro, de Apolo y de Dionisos
(principio de diferencia)288.
La gradación del ser, el «más o menos real» alude a la fragmentación cuantitativo-
intensiva de la WzM, en tanto cualidad única. Los quanta de poder, los centros de
fuerza, se refieren todos ellos a la WzM como cualidad-una. Multiplicidad cuantitativa y
unidad cualitativa. La referencia de la cualidad-una a la pluralidad cuantitativo-intensiva
estructura cuádruplemente la WzM. Voluntad de poder afirmativa y negativa; voluntad
de poder activa y reactiva. La cualidad única parece, al nivel de la vida especificada
como vida humana, afectada esencialmente por estos cuatro polos: aquí, la diferencia de
intensidad se revela como parcial diferencia de cualidad.
El grado supremo de realidad, el «ser más verdadero de todos los entes» de la
metafísica, señalaría un centro de poder idealmente omnipotente. Dios es deus
omnipotens, como una interpretación meramente ideal, e incluso contradictoria con el
modelo (puesto que cualquier omnipotencia aniquilaría inevitablemente la diferencia, el
devenir). Deus omnipotens precipitaría a la vida en la nada.
Semejante generalización de la fantasía es susceptible, desde luego, de admitir un
proyecto de verificación fundamentadora por parte del intelecto.

286
NF 8-1, 7 (9), p. 303.
287
GRIMM, Rüdiger, op. cit., p. 18.
288
GRANIER, Jean, op. cit., pp. 212 y 412.

127
Suponiendo, finalmente, que se consiguiese explicar nuestra vida instintiva entera como la
ampliación y la ramificación de una única forma básica de voluntad —a saber, de la voluntad de
poder, como dice mi tesis; suponiendo que fuera posible reducir todas las funciones orgánicas a esa
voluntad de poder, y que se encontrase también en ella la solución del problema de la procreación y
nutrición—es un único problema,—entonces habríamos adquirido el derecho a definir
inequívocamente toda fuerza agente como voluntad de poder. El mundo visto desde dentro, el
mundo definido y designado en su «carácter inteligible»—, sería cabalmente «voluntad de poder» y
nada más que eso289.

Tenemos, por tanto, en la lectura de la WzM, una propuesta filosófica de la fantasía


que constituye un proyecto definido de investigación para el intelecto. Desde este punto
de vista, en el que nos situamos decididamente, el nombre «voluntad de poder» no
designa en modo alguno un ens metaphysicum, no atiende a la determinación de la
esencia del ente en su totalidad y tampoco pretende dar con la esencia del poder
pensado metafísicamente en el sentido de la interpretación heideggeriana, sino que sirve
de título a una hipótesis experimental. Nietzsche, desde esta perspectiva, no sería el
último metafísico de Occidente, sino el comienzo de una nueva modalidad
hermenéutica290. Es evidente que Nietzsche no llegó apenas a avanzar en esta
investigación comprobadora de la eficacia y la calidad de su propuesta hermenéutica.
Sin embargo, esto es pasado por alto de forma continua por numerosos analistas de su
obra.
Si nos proponemos hacer metalenguaje del metalenguaje de la WzM, todas las
expresiones dadas para caracterizar el núcleo del modelo nietzscheano («ontología de la
trascendencia», «intento de fundamentar unificadamente la diversidad de la experiencia
humana»…) pueden reducirse a dos tipos fundamentales, recogidos por Eugenio Trías
de la manera siguiente:

Caben por lo mismo dos interpretaciones, ambas legítimas, del Willen zur Macht, una de las cuales
subraya el sustento de fuerza (Kraft) en el que la «voluntad de poder» se apoya, y que tiende a
retrotraer la WzM a la puissance spinozista o leibniziana, particularizada, en el modo finito de ser, en
el célebre esfuerzo o conatus. En esta línea interpretativa se inscriben quienes, desde Gilles Deleuze,
perciben un secreto vínculo entre el «empirismo» spinozista de la puissance y el «empirismo»
nietzscheano de las fuerzas activas y reactivas. La segunda interpretación, la que vierte WzM por
voluntad de dominio, voluntad de dominación, tendría en Heidegger su paradigma interpretativo,
quien, como se sabe, considera a Nietzsche, y en particular a su filosofía de la WzM, como el
exponente en el cual se revela conceptual, filosóficamente, la voluntad científico-técnica occidental
de dominación de la physis por parte de la subjetividad, la relación de dominio que el sujeto de
conocimiento (que es también sujeto de la acción) establece sobre la naturaleza determinada y
convertida en correlato objetivo (objeto) de esa dominación 291.

Si el modelo de la WzM ha de ser entendido al margen de la doctrina tradicional de


la verdad, como me parece está suficientemente demostrado, la interpretación
heideggeriana se torna «inválida», y la noción de voluntad de poder como creación,
como donación esencial, parece imponerse totalmente.
A este carácter creador de la voluntad de poder se acerca Karl Dickopp por un
sendero muy original, al que ya hemos hecho referencia. El principio WzM surgiría, tras
una interpretación de la filosofía de African Sapir a partir del perspectivismo de Gustav
Teichmüller, en la discusión nietzscheana con el Ich-denke. En él se concentra la

289
JGB, II, 36, pp. 61-62.
290
Cfr. STACK, George, J., «Nietzsche and the Correspondence Theory of Truth», en Diálogos, revista del
Departamento de Filosofía de la Universidad de Puerto Rico, nº 38, noviembre 1981, pp. 93-119.
291
TRÍAS, Eugenio, Tratado de la pasión, Taurus, Madrid, 1979, p. 30.

128
espontaneidad y la autodeterminación incondicionada que, en Kant y el idealismo
posterior, correspondían a la apercepción trascendental. Por otra parte, Dickopp señala
que la voluntad de poder no puede entenderse como «ser» en el sentido de la tradición:
la voluntad de poder no es verdadera, real, cierta, sino interpretación292.
El modelo de la WzM, por otra parte, exige la estructura que el pensamiento del
eterno retorno de lo mismo impone. Aquí se trata de pensar hasta sus últimas
consecuencias, radicalmente, la temporalidad, o el absoluto señorío del devenir. La
índole omnicomprensiva del constructo (Diese Welt ist der Wille sur Macht — — — und
nichts ausserdem) implica necesariamente la concepción de un tiempo radical que se
sitúa más allá de la finalidad, un tiempo intensivo o discontinuo. Sólo así se hace
compatible con la noción de fuerza, incluso inseparable de ella, como vimos ya
anunciarse en el boceto de la «Zeitatomlehre».
En otro orden de cosas, estrechamente relacionadas, el presupuesto necesario del
modelo es la total pérdida de sentido de la divinidad. El deus omnipotens haría inviable
el funcionamiento del dispositivo pulsional nietzscheano, de modo idéntico a lo que
sucedería con la inserción del elemento teleológico. «Ningún Dios» dice, en último
término, lo mismo que «Ningún fin». El señorío absoluto del devenir es incompatible
con la divinidad. De ahí que la noción de fuerza haya de contener la de finitud para no
destruirse a sí misma. No hay ningún dios, pero tampoco es la voluntad de poder divina,
no puede recabar los atributos de la divinidad. Es decir: el devenir carece de la
capacidad de conformación siempre nueva de estados y estructuras. La voluntad de
poder no es metamorfosis infinita. Pensar lo contrario sería tanto como arruinar el
modelo, introducir a Dios bajo una u otra forma. Para evitarlo, hay que concebir una
cantidad fija e invariable de fuerza, una fuerza determinada y finita. Semejante
concepción es la única que respeta la radicalidad del tiempo y el carácter originario del
devenir. En una palabra, es la única que permite la posibilidad de expulsar la teleología.
El modelo nietzscheano rechaza, en este punto decisivo, lo que podríamos llamar
«tentación spinozista», el anhelo que cristaliza en la fórmula «Deus sive natura».

No es lícito pensar el mundo, como fuerza, ilimitado, porque no puede ser pensado así —nos
prohibimos el concepto de una fuerza infinita como incompatible con el concepto «fuerza». Por
consiguiente, al mundo le falta también la facultad de una renovación eterna293.

(En todos estos «ajustes» del modelo, observamos cómo Nietzsche se conduce con
una peculiar desconfianza hacia todo concepto regalado por la tradición. Esto le lleva o
bien a aclarar y purificar las nociones heredadas, o bien a hacer, a crear, un repertorio
nuevo).
Desde tales consideraciones, la voluntad de poder implica el eterno retorno, y
viceversa. Se podría decir que son lo mismo, pensado desde ángulos diversos. El
modelo nietzscheano requiere esos «gigantescos años del retorno», ese mundo
dionisíaco del crearse y destruirse eternos.
Independientemente del hecho de que el eterno retorno representa la expresión más
lograda del valor del devenir, aparte de su importancia como instrumento de selección,
como instaurador de la auténtica jerarquía de poder (es la consumación de la
Umwertung), no cabe la menor duda de que en la proposición «alles wird und kehrt
ewig wieder», todo llega a ser y retorna eternamente, toma cuerpo una vivencia puntual
de altísima intensidad impositiva. No sólo es una exigencia del modelo, constituye

292
Cfr. DICKOPP, Karl-Heinz, op. cit., pp. 112 y 145.
293
NF 7-3, 36 (15), p. 281.

129
además la intuición extática nietzscheana por excelencia. En este punto, el poder de la
fantasía ha rozado la esfera de la alucinación mística, en un maximum intensivo de
«animalidad superabundante», que al propio Nietzsche hacía retroceder. La visión que
le colma, en una agitación sentimental insoportable, le impone al mismo tiempo una
tarea: de nuevo un programa de investigación para el intelecto. Pero en esta ocasión se
trata de «la tarea de mi existencia», de un objetivo «inexpresablemente importante», que
exigirá al filósofo la consagración de su vida294.
Nos hallamos, pues, ante una fuerza inaudita, casi se podría decir violencia, en las
demandas que la imaginación hace al intelecto. El «pensamiento más arduo» hace
entrever a Nietzsche la posibilidad de alcanzar una «elevación de la consideración»
desde la que se comprenda que todo es como debe ser. El «pensamiento más arduo» le
remite a la posibilidad de una fundamentación intelectual del amor fati. El retorno
eterno despojaría a la existencia de su carácter cruel y descorazonador, como amor a lo
necesario.
(Éste no es el lugar de intervenir en la discusión, interminable y dificultosa, en torno
a las interpretaciones del eterno retorno de lo mismo. Desde las obras, ya clásicas, de
Simmel, Heidegger y Löwith, la cuestión ha cambiado enormemente en lo referente al
modo de abordar la clarificación de un tema tan intrincado. Citaremos aquí, a título
ilustrativo, las obras de Joan Stambaugh y de Ilse Nina Bulhof)295.
En definitiva, la última palabra sobre el carácter del modelo de la WzM la tiene,
naturalmente, su propio creador:

Suponiendo que esto sea nada más que interpretación —¿y no os apresuraréis vosotros a hacer esa
objeción?— bien, tanto mejor296.

2. EL CONOCIMIENTO DESDE LA VOLUNTAD DE PODER


Si atendemos a la WzM como principio omnicomprensivo, es de esperar que la
actividad cognoscitiva se articule en sus términos. En la esfera de la interpretación
heideggeriana, que por cierto presta una particular atención a la «voluntad de poder
como conocimiento», esto queda recogido de la siguiente forma:

Si la voluntad de poder es el carácter fundamental de todo ente, es preciso que, al pensar este
pensamiento, este carácter se «re-encuentre», por así decirlo, en todo distrito del ente: en la
naturaleza, en la historia, en la política, en la ciencia y en el conocimiento en general 297.

Ya señalamos que una característica importante del modelo nietzscheano consiste en


que, nada más salido a la luz, se aplica a la fundamentación de las que anteriormente
habían funcionado como bases epistemológicas suyas.
En efecto, la articulación que nuestra expectativa anticipaba no tarda en producirse:
el conocimiento pasa a ser tratado en el espacio que la voluntad de poder traza. Y sólo

294
Cfr., en especial, carta a Erwin Rohde (15-7-1882), y a Heinrich von Stein (12-1882), en BW, pp. 91-
94.
295
STAMBAUGH, Joan, Nietzsche’s Thought of Eternal Return, The John Hopkins University Press,
Baltimore y Londres, 1972
BULHOF, Ilse Nina, Apollos Wiederkehr. Eine Untersuchung der Rolle des Kreises in Nietzsches
Denken über Geschichte und Zeit, Martinus Nijhoff, Den Haag, 1969.
296
JGB, I, 22, pp. 44-45.
297
HEIDGGER, Martin, Nietzsche I, p. 384.

130
en este tratamiento cobra significado el perspectivismo epistemológico como
perspectivismo nietzscheano. Por otra parte, hay que subrayar la relevancia que la
actividad cognoscitiva llega a adquirir en relación con la WzM. La primera formulación
explícita de la identidad fundamental vida-voluntad de poder aparece, en el Zaratustra,
precisamente en un contexto epistémico. La tesis de que la vida es voluntad de poder es
introducida, por primera vez en lo que hace a la obra publicada en vida del filósofo,
después de la dilucidación de la voluntad de verdad como voluntad de poder. En cierto
modo, por tanto, se puede decir que, en esta presentación, el conocimiento desempeña
un papel mediador entre los dos términos que se van a enlazar (lo cual no significa,
como es lógico, que el enlace tenga lugar, sea posibilitado, en virtud de esta mediación
exclusivamente). No deja de ser instructivo, en suma, el hecho de la «ambientación
epistémica» de la tesis según la que vida = WzM298.
Los «puntos de vista», las valoraciones y apreciaciones que constituyen el cosmos
«perspectivístico» en su entrelazamiento y lucha, en su juego eterno, se remiten ahora,
de un solo golpe, a la WzM. De este modo, el modelo hace posible la unidad en la
pluralidad, y el perspectivismo «se hace» nietzscheano. Semejante remisión acontece
explícitamente en ese apartado del Zaratustra que se titula «De las mil metas y de la
única meta». Por tanto, el epígrafe no es en modo alguno arbitrario, sino que expresa
perfectamente el juego, que en el modelo nietzscheano se cumple, de lo uno y lo
múltiple.
Los valores (las valoraciones, las posiciones-de-valor) se remiten a la voluntad de
poder (que, por consiguiente, no es un valor), como a su fuente generadora (mejor que
como a su condición de posibilidad), en calidad de multiplicidad expresiva (y
contrapuesta) de lo-mismo-siempre. Para aproximarnos más a la metáfora que Nietzsche
emplea, la WzM habla en los valores: éstos son su voz. Todo valor supone la unidad del
modelo, en tanto que, en él, habla lo mismo. Y todo valor supone, a la vez, la pluralidad
infinita, porque sólo puede relacionarse con lo uno al precio de consistir esencialmente
en un enfrentarse-a-la-diversidad, a los otros valores. En una palabra, la unidad del
modelo de la WzM sólo puede salvaguardarse en la fragmentación infinita, puesto que
su esencia es la lucha. La piedra de toque del poder, en efecto, es la lucha, y toda lucha
lo es por el poder. De ahí que la unidad exija pluralidad, y viceversa.
Nos hallamos ahora, pues, ante la faceta «representativa» del modelo, separable sólo
por razones de análisis de la cara energética o tendencial. Hay estudiosos, como Peter
Heller, para los cuales la operación que en este punto lleva a cabo el pensamiento
nietzscheano no es sino unificar la corriente procedente de las ciencias naturales de la
época (la noción de «fuerza expansiva» o «energía»), con la proviniente del idealismo
alemán (el hincapié en la actividad representativa, por esencia espontánea)299.
La voluntad de poder «habla» valorando: la misma y exclusiva cualidad admitida
construye una multiplicidad, determinada cuantitativamente, de centros de fuerza, esto
es, de puntos de vista de utilidad. Entendiendo aquí por «utilidad» la circunstancia de
relacionar toda la pluralidad pulsional enfrentada con las condiciones de conservación y
aumento de poder de un centro de fuerza determinado, de una concreta pulsión de
poder.
Por tanto, si un agregado de fuerzas específico, una especie animal, por ejemplo, es
«voluntad de poder, y nada más», lo es desde el momento en que, en él, se constituye

298
Cfr. Z, II, «De la superación de sí mismo», pp. 169-173.
299
Cfr. HELLER, Peter, «Chemie der Begriffe und Empfindungen. Studie zum 1º Aphorismus von
Menschliches, Allzumenschliches I», en Nietzsche-Studien, 1, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York,
1972, pp. 210-234.

131
una clase de valoración que actúa sobre la totalidad enfrentada y que reacciona a la
totalidad que se le enfrenta. No hace falta decir, entonces, que ni la mente, ni la
conciencia ni el pensamiento son nada diferente del mundo, de la WzM. Que carecen de
un estatus ontológico especial. La voluntad de poder es «aquello desde lo que surge y a
lo que retorna toda posición de valor»300.
El conocimiento encuentra en este momento el conjunto completo de referencias
desde el que dilucidarse. Como ya dijimos, todo intento de caracterizar la sabiduría
como un «más allá» de las valoraciones en perspectiva es entendido meramente como el
reflejo de huida propio de la debilidad. La pretensión de que la actividad cognoscitiva
humana pasa por encima de la WzM es la expresión, una vez más, del anhelo de fugarse
de la realidad. Porque, al considerar las posiciones de valor, estamos considerando los
medios de la voluntad de poder, las funciones de su crecimiento. Precisamente aquí, en
el terreno de las funciones de crecimiento de la voluntad de poder, ha de ser radicado el
conocimiento.
El modelo WzM hace de la voluntad de poder el origen de toda donación de sentido.
«Cada Wille zur Macht es esencialmente donador de significaciones y recreador de sí
mismo»301. El entorno de fuerzas que circunda a todo centro de fuerza es,
fundamentalmente, un entorno de sentido. Como apuntan Hans Heyse y Karl Dickopp,
cada uno a su modo, el pensamiento nietzscheano parece acercarse en este punto, más
que al pragmatismo o al irracionalismo, a la filosofía kantiana302. El sentido se
constituye en el juego de acción-reacción de las fuerzas. Hay tantos sentidos como
valoraciones: todo sentido es relacional y «perspectivístico» de un modo necesario. Es
un sinsentido hablar de un sentido del mundo. Todo sentido es voluntad de poder, y
cualquier donación de sentido es reductible a la WzM. En la posición de sentido, la
voluntad de poder se pone como pluralidad infinita, es decir, como mundo.
En último término, si la voluntad de poder es aquello que se expresa en los valores,
si, por otro lado, es el origen de toda donación de sentido, en virtud de la estrecha
vinculación de estas dos tesis nietzscheanas, podemos situar ya en la WzM la raíz
operante de todas las interpretaciones, reales o posibles. Este tercer momento de la
identificación («toda interpretación es voluntad de poder, y nada más») pertenece, como
se observa fácilmente, al mismo juego esencial de la vertebración de la unidad con la
pluralidad. La valoración se genera como posición de sentido, y no antes. Por esta
razón, el proceso se define, más adecuadamente, como proceso de interpretación
(«Ausdeutung», «Auslegung», «Interpretation»). La referencia de la cualidad única a la
infinitud cuantitativa es interpretación. Cuando decimos que «medio y fin», «causa y
efecto», «sujeto y objeto», «acción y pasión»… no son «hechos», sino sólo
interpretaciones, estamos expresando que constituyen elaboraciones de la voluntad de
poder, de una clase o centro de fuerza. Y estamos diciendo, además, que estas
elaboraciones no pueden ser concebidas como efectos de una causa: ellas mismas son,
en tanto Ausdeutungen, un grado determinado de la escala cuantitativa del poder.

No se puede preguntar: «¿quién interpreta?», sino que el interpretar mismo, como una forma de
poder, tiene existencia (pero no como un «ser», sino como un proceso, un devenir) como un
afecto303.

300
Der europäische Nihilismus, p. 13.
301
Nietzsche: finalisme et historie, p. 125.
302
Cfr. DICKOPP, Karl-Heinz, op. cit., p. 51.
HEYSE, Hans, op. cit., pp. 3-27.
303
NF 8-1, 2 (151), p. 138.

132
Asimismo, la necesidad de un «texto», distinto del interpretar, es para Nietzsche tan
sólo una suposición que deriva del hecho de que todo este lenguaje procede de la
terminología filológica. Podríamos decir que, al nivel de la unidad, la WzM es
interpretación de sí misma, o que, en el nivel de la pluralidad, asistimos a
interpretaciones de interpretaciones. Interpretaciones que constituyen el texto del
mundo: la infinidad virtual de textos, de mundos, es la misma que la infinidad virtual de
las interpretaciones.

El gran mérito de la solución nietzscheana es por tanto que rinde cuenta de la pluralidad de hecho
inherente al conocimiento humano, sin por ello suprimir la distinción entre la interpretación justa y
la interpretación inexacta (la disolución de esta distinción tendría por consecuencia ineluctable la
reducción de todas las interpretaciones al estado de puras opiniones cuya validez coincidiría con el
placer que procuraran a sus autores)304.

Es bastante frecuente en Nietzsche el tratamiento del tema de los quanta de poder


desde el punto de vista de la cuestión de la embriaguez. Esto tiene suma importancia,
dado que, desde el momento en que la figura del superhombre queda esbozada como un
maximum de poder, los aspectos cuantitativos del modelo nietzscheano pasan,
lógicamente, al primer plano. Incluso la cuestión de «qué» sea la WzM se debatirá
siempre en términos de «más poder» y «menos poder». Centrado observacionalmente
en el fenómeno más rico, el del cuerpo humano, Nietzsche destaca un estado corporal
específico, aquél en el que esta forma de poder va más allá de sí misma hacia lo otro. Es
decir, aquél en el que la voluntad de poder se revela en su pureza más prístina. Esta
señalización corregirá automáticamente todas las tentaciones de deslizarse en la
interpretación por pendientes más o menos idealizantes: en la embriaguez, en la
sensualidad multiplicada de la animalidad superabundante, encuentra Nietzsche la
máxima potenciación de la que el cuerpo es susceptible. Nos hallamos ante la mejor
ilustración del modelo que el filósofo nos propone: el amor de los sexos representaría la
forma más elevada de embriaguez.
(Como no podía dejar de suceder, Heidegger aprovecha este momento crucial para
trazar la relación del final que consuma la Metafísica con el comienzo de la misma en la
filosofía platónica. Así, refiriéndose al Fedro, Heidegger nos presenta el eros platónico
como el hecho de ser elevado más-allá-de-sí, de ser atraído por el Ser, y con ello la
filiación platónica del «inversor del platonismo» nos salta de repente ante los ojos)305.
Pues bien, lo que nos interesa retener es que el estado del maximum de poder se
expresa en, o, mejor dicho, es, una serie determinada de valoraciones, precisamente las
más elevadas. La embriaguez, por consiguiente, representa para Nietzsche el estado
cognoscitivo por excelencia. (Partiendo de este punto, pensadores como Eugenio Trías
han trazado todo un programa de construcción filosófica: «La posesión pasional de Eros
no produce únicamente ceguera, sino superior iluminación, la dependencia del sujeto
anímico a esta instancia no le impide, antes al contrario, le posibilita, conocer»)306.
A las interpretaciones de la embriaguez, las más poderosas de todas las
interpretaciones, los «poderes fundamentales idealizadores», Nietzsche las llama «arte».
Nos encontramos ante el estado fisiológico de mayores posibilidades interpretativas, de
más grande riqueza cognoscitiva. Aquí, la interpretación, la posición de sentido, la
valoración, se nos revela como creación.

304
GRANIER, Jean, op. cit., p. 604.
305
Nietzsche I, p. 177.
306
Tratado de la pasión, p. 120.

133
(Hay que tener en cuenta que ni la expresión «estado fisiológico» da formulación a
un trivial naturalismo, ni el término «arte» nos conduce a un cómodo, y huero,
esteticismo).
No se quiere decir, lo que sería un malentendido grave, que en la formación
especialísima de poder del cuerpo embriagado, precisamente en ella, la interpretación se
convierta en creadora. Lo que se quiere decir es que el cuerpo embriagado sirve de
excelente y privilegiada ilustración a la tesis nietzscheana según la cual la vida es un
proceso continuo de creación, en el sentido de la voluntad de poder.
Es la embriaguez un «estado explosivo», que se caracteriza, cognoscitivamente, por
un insólito aumento de la «fuerza de transfiguración». El cuerpo embriagado, en último
término el cuerpo cognoscente, es el que más próximo se encuentra de lo sobrehumano,
el que ha sido capaz de ir más lejos en la autosuperación de sí. La embriaguez consiste,
por otra parte, en la plenitud del sentimiento de poder, que es como la cara interna,
«subjetiva», de la voluntad de poder cósmica. La embriaguez es el momento de la
verdad para el pensamiento nietzscheano, algo parecido a lo que representa la evidencia
apodíctica del cogito para todos los trascendentalismos.
A partir de estas dos premisas, la remisión de valoraciones, sentidos e
interpretaciones a la WzM, como a su fundamento, y la localización en la embriaguez
del estado cognoscitivamente más rico y propicio, es posible explicitar las dos tesis
nietzscheanas capitales en relación a la versión de la actividad cognoscitiva en términos
del modelo de la WzM.

El conocimiento es un medio o instrumento de poder

Aquí vuelve a emerger el carácter asimilativo de la actividad cognoscitiva.


Precisamente en la asimilación radica la subordinación del conocimiento a la voluntad
de poder. Ya vimos cómo, a través del símil del estómago, pretendía Nietzsche subrayar
la índole instrumental del conocimiento: si el estómago está al servicio del
mantenimiento de la vida del organismo, la actividad cognoscitiva es una función del
aumento de poder, de la voluntad de poder en último término. También es la WzM,
como en los casos de la valoración, la dotación de sentido y la interpretación, el
fundamento de la práctica cognoscitiva. El conocimiento es valoración y donación de
sentido, es interpretación elaborada. Es función de nutrición, tomando este término en
su valor metafórico.

Llamamos «vida» a una pluralidad de fuerzas, unidas por un procedimiento común de la nutrición. A
este procedimiento de nutrición, como medio de su posibilitación, pertenece todo lo que llamamos
sentir, representar y pensar.
Es decir, 1) una resistencia contra todas las demás fuerzas; 2) un ajuste de las mismas formas y
ritmos; 3) una evaluación respecto de la incorporación o la separación 307.

La voluntad de poder, manifestada en la obra conformada como «hombre», como


vida humana, hace del conocimiento medio de sí mismo, definiendo los diferentes
niveles (según el esquema tradicional kantiano: sensación, representación, pensamiento)
en los términos que ella, en cuanto modelo explicativo omnicomprensivo, ofrece. Por lo
tanto, se trata de una tematización de la actividad cognoscitiva como voluntad de poder,
que tiene lugar en la esfera del conocimiento humano. «El hombre siente», «el hombre
representa» en la medida en que es un constructor de formas y de ritmos, con los que se
apodera de las impresiones. «El hombre piensa», en el sentido de que valora todo

307
NF 7-1, 24 (14), pp. 692-693.

134
suceso y toda «cosa» según el binomio «asimilable/inasimilable», apto para el
crecimiento de poder o no apto para el crecimiento de poder, «convertible en función» o
«convirtiente en función».
En definitiva, en un tratamiento de la cuestión al nivel humano, el conocimiento es,
para Nietzsche, un medio de nutrición.

Todo el aparato cognoscitivo es un apartado de abstracción y de simplificación, que no está


ordenado al conocimiento, sino al hacerse-dueño (Bemächtigung) de las cosas: «fin» y «medio» se
hallan tan lejos del ser (Wesen) como los «conceptos». Con «fin» y «medio», uno se apodera del
proceso (¡se inventa un proceso que es concebible!)308.

La relación entre conocimiento y voluntad de poder es entendida aquí como una


función, en la que la actividad cognoscitiva es la variable dependiente.

El conocimiento trabaja como instrumento del poder. De modo que es obvio que aumenta con cada
«más» de poder (…)309.

La actividad espiritual se dirige al crecimiento de poder. Desde el punto de vista del


«interior» del agregado de poder humano, se ordena a la obtención del sentimiento de la
fuerza multiplicada. La voluntad de poder constituye la pulsión originaria y
fundamental, a la que directamente se reduce aquel supuesto instinto puro de
conocimiento que tantas perplejidades había causado al joven Nietzsche.
Para decirlo en términos más metafísicos:

Todo saber es un hacer-ente del devenir (ein Seiendmachen des Werdens) para la vida cuyo saber
es310.

De este modo, la filosofía, entendida en su discurrir histórico como pugna de la


diversidad de sistemas filosóficos, constituye una manifestación esencial del combate de
poder y por el poder, dirimido entre diferentes clases de pulsiones. En el campo de
batalla filosófico se enfrentan entre sí formas de vitalidad diversas, de decadencia y de
aumento de poder.
La jerarquía de las clases de pulsiones viene dada por el grado de poder, y esto sería
lo mismo que decir que viene dada en la amplitud y la potencia de la perspectiva:

Nietzsche coincide con Leibniz en el pensamiento de una jerarquía entre los seres vivientes, en el
sentido de una gradación de la fuerza (Mächtigkeit) y el espesor de sus perspectivas311.

El conocimiento es la actividad de poder más intensa y elevada

El conocimiento supone la vía, privilegiada entre todas, hacia las más cercanas y
lejanas posibilidades de crecimiento. Encontramos aquí, como sucedió en el capítulo
anterior, que la actividad cognoscitiva es para Nietzsche la pieza fundamental, o, por lo
menos, una de las fundamentales, en la transición del hombre al superhombre. Si el
hombre es una equivocación de Dios, si en la creación del ser humano la divinidad ha
puesto la condición de su propia aniquilación, es precisamente porque el conocimiento y

308
NF 7-2, 26 (61), p. 162.
309
NF 8-3, 14 (122), p. 94.
310
VOLKMANN-SCHLUCK, op. cit., pp. 35-36.
311
KAULBACH, Friedrich, loc. cit.

135
la obra del conocimiento, la cultura, constituyen senderos hacia la igualdad del hombre
con Dios, hacia la índole absoluta del poder.
Por otra parte, la actividad cognoscitiva ofrece, a su vez, un modelo adecuado para
el entendimiento del poder. Se invierte la situación anterior: del mismo modo que
«conocer» es siempre, como tarea imposible de finalizar, «conocer más», «poder» no
puede significar sino «más poder». Se trata de un perpetuo ir-más-allá, que en punto
alguno podría detenerse sin, al mismo tiempo, retroceder. El conocimiento es el camino
de la divinidad, del maximum de poder. Su obra es la torre de Babel, el asalto de los
cielos312.
Entre las organizaciones de centros de poder, de quanta, más elevadas (poderosas)
aparecidas hasta ahora, ninguna comparable a la representada en el cuerpo del hombre.
En ella se contiene la posibilidad de mayor potenciación, por otra parte. Esta posibilidad
se realiza esencialmente como conocimiento de la embriaguez, como actividad
cognoscitiva del cuerpo embriagado. Se hallaba predelineada en todo el desarrollo
anterior de la vida sobre la Tierra: es en el ser humano donde emerge como la forma
privilegiada de la autosuperación. Es decir, como la clase de actividad más vital, como
el ejercicio de poder más elevado.

En todas las fases de la vida, nos encontramos al pensamiento como la actividad más fuerte y más
continuamente ejercida, ¡incluso en todo percibir y experimentar! Evidentemente, con esto se
convierte en lo más poderoso y lleno de exigencias, y con el tiempo acaba por tiranizar a todas las
demás fuerzas. Al final llega a ser la pasión en sí313.

Desde esta perspectiva, no se trata de ver en la actividad cognoscitiva un


instrumento al servicio de la lucha por el mantenimiento de un grado de poder dado, una
herramienta de fijación y conservación de un determinado ámbito, ein Seiendmachen
des Werdens, como decíamos antes, sino la continua exigencia de autosuperación.
Conocimiento es la exigencia de conocer más, de rebasar por principio y
sistemáticamente cualquier estado alcanzado. En otras palabras: no es la lucha por la
existencia la clave de la vida, sino la lucha por el ser-más, por el poder.
Como es fácil de percibir, estas dos tesis dan en último término expresión a aquella
dualidad, típica nietzscheana, que consignábamos antes, al tratar de la tensión entre el
conocimiento y la vida. Se trata de la misma dualidad que impera en el seno del modelo
de la WzM, y que nos puede llevar, malentendiéndola, a privilegiar el momento de la
conservación sobre el de la autosuperación.
En realidad, el ir-más-allá-de-sí asume toda la primacía frente al mero conservarse.
La conservación del grado de poder alcanzado no es más que el comienzo de la
decadencia (contra la interpretación de Heidegger).
Por lo tanto, el conocimiento es, ante todo, superación de todo punto fijo dado. El
entendimiento de la actividad cognoscitiva como función de conservación haría
referencia exclusivamente al conocimiento de la especie humana; en rigor, lo que debe
ser superado.

3. ALGUNAS EXPLICITACIONES
Si en el capítulo anterior nos dedicamos al tratamiento que los términos
fundamentales de la teoría del conocimiento tradicional recibían en una teoría del

312
Cfr. NF 8-2, 9 (72), pp. 37-38.
313
NF 7-1, 24 (23), p. 700.

136
conocimiento perspectivista, como la nietzscheana, emprenderemos en este apartado, en
una definitiva traducción de segundo grado, la dilucidación del modo en que ciertos
elementos clave de la epistemología perspectivista nietzscheana son afectados por el
hecho de que la misma es incorporada, en bloque y sin residuo, al modelo de la WzM.
Es necesario recordar aquí algo que antes dijimos de pasada: la separación entre el
tratamiento perspectivista del conocimiento y su teorización como y desde la voluntad
de poder, obedece tan sólo a razones de claridad analítica y de exposición. Pero, en
realidad, semejante divorcio es artificial: el perspectivismo nietzscheano es el modelo
de la WzM o no es nada.
En primer lugar, la noción de lucha se hace operativa en la teoría del conocimiento
nietzscheana únicamente cuando se perfila y se especifica como lucha por el poder.
Aquí, como en todas las demás dimensiones vitales, no estamos ante una lucha por la
existencia, sino ante una lucha por el poder. Y esto tiene su relevancia epistemológica,
porque nos indica que, si entre percepciones y representaciones (y no en menor medida
que entre concepciones globales de la realidad) tiene lugar una lucha por el poder,
entonces los elementos vencidos no son aniquilados, sino simplemente rechazados o
asimilados por los vencedores. Nietzsche afirma que «en lo espiritual no hay ninguna
aniquilación»314, parodiando la terminología de la termodinámica. No es la existencia lo
que está en juego, sino el poder.
Por consiguiente, el pensamiento consciente constituye, por así decirlo, un
epifenómeno de la tensión fundamental que se da entre los diversos centros de poder
que integran el individuo. Kaulbach ha llegado a afirmar que la lucha de las
representaciones puede constituir un modelo para todo proceso de adquisición de poder,
invirtiendo de este modo la relación del conocimiento con la voluntad de poder315. Esta
inversión, si pensamos en todo lo anteriormente dicho, es del todo legítima.
Como ya sabemos, en la teoría nietzscheana del conocimiento la igualación se sitúa
en el origen de toda la actividad intelectual, a título de categoría dinámica fundamental.
En particular, a la base de la función de juzgar, y como su condición de posibilidad,
encontramos esa «voluntad de igualdad» primigenia que subsume la impresión sensorial
bajo una serie formal preexistente. La asimilación tiene como presupuesto a la
igualación: el espíritu quiere igualdad.

Para entender la lógica: la voluntad de igualdad es voluntad de poder. — La creencia en que algo es
así y así, la esencia del juicio, es la consecuencia de una voluntad: debe haber tanta igualdad como
sea posible316.

Tenemos, pues, que la actividad primera del intelecto humano, la confección de la


igualdad, es remitida, en tanto voluntad de igualdad, al modelo de la WzM. Es la
primera explicitación de la tesis general: «Conocimiento es voluntad de poder». Y tal
vez la más importante, dado que la igualación de lo nuevo a lo antiguo constituye para
Nietzsche la operación esencial del conocimiento humano.
Si la voluntad de igualdad no es sino voluntad de poder, nos encontraremos con una
progresión de aquélla directamente proporcional al crecimiento de las esferas de la vida,
desde lo inorgánico hasta el cuerpo humano. Ahora bien, Nietzsche pone precisamente
en la confección de la igualdad el momento específico de la «falsificación». Por lo
tanto, voluntad de igualdad, como forma de voluntad de poder, es voluntad de disimulo,

314
Cfr. NF 8-1, 7 (53), p. 320.
315
Cfr. KAULBACH, Friedrich, op. cit., p. 148.
316
NF 8-1, 2 (90), p. 104.

137
y, cuanto más poderosa sea una clase de vida, mayor será su maestría falsificadora:
voluntad de poder es voluntad de engaño.
En la voluntad de igualdad, en la actividad que pone lo igual y que confecciona la
igualdad, se localiza también, por tanto, la creencia en lo que llamamos realidad
(Wirklichkeit), que siempre lleva consigo una gradación, un más o menos real. Y, dado
que la ficción de la igualdad alcanza su forma suprema en el constructo de un sujeto
idéntico que se pone como sustrato de una diversidad de estados en nosotros, a la
vivencia del sujeto otorgamos el grado máximo de entidad, de verdad, de ser. Y como
toda voluntad de igualdad ha de ser referida en última instancia a la voluntad de poder,
resulta, en definitiva, que la medida de «ser», «realidad», «no apariencia» nos la
proporciona nuestro grado de sentimiento de poder, como cara «subjetiva» de la WzM.
El momento de la falsedad suprema coincide, por consiguiente, con el momento de la
suprema verdad.
Esta fuerza ordenadora que confecciona la igualdad preside la actividad cognoscitiva
humana desde sus más primitivas fases. Así, por ejemplo, las percepciones no siguen
inmediatamente a las impresiones, sino que entre éstas y aquéllas acontecen la
equiparación y la igualación de lo recibido en la impresión con todas nuestras
experiencias pasadas. Las percepciones constituyen para Nietzsche, por lo tanto, una
auténtica incorporación del mundo exterior, destinada al aumento de poder del cuerpo.
De ahí que la actividad sensorial vaya acompañada de placer: el placer es un índice del
aumento del sentimiento de poder. La actividad sensorial es un «devenir-señor» (Herr-
werden) de lo dado en la impresión.
Por esta razón, Nietzsche hace de los hombres más espirituales los más sensuales. El
incremento de poder, la tensión elevada que caracteriza a la gran personalidad, exige
como presupuesto la continua ejercitación y el progresivo refinamiento de las
potencialidades de los sentidos.

La fuerza y el poder de los sentidos —esto es lo más esencial en un hombre completo y bien
constituido: el «animal» magnífico tiene que ser dado con anterioridad— ¡qué importaría si no toda
«humanización»317.

Como ya vimos, la noción perspectivista de unidad implica organización de un


conjunto de elementos, una organización análoga, por ejemplo, a la que se da en la
sociedad humana. Toda unidad es aquí unidad de sentido, pero no «unidad de ser». Esto
vale para la categoría de cosa, pero, ante todo, para el concepto de sujeto. En el modelo
de la WzM, éste consiste en una constelación de agregados de poder con un significado
más o menos unitario. Es decir, el sí mismo es el cuerpo humano, como pluralidad
dotada de un único sentido. Sólo hay que subrayar aquí la naturaleza propia del cuerpo
nietzscheano, como construcción privilegiada de la voluntad de poder.

El «yo» subyuga y mata: trabaja como una célula orgánica: roba y se conduce violentamente. Quiere
regenerarse—embarazo. Quiere parir su Dios, y ver a toda la humanidad a sus pies.
Los yoes liberados luchan por el poderío318.

Prescindiendo de su tesis capital a propósito de Nietzsche, aquélla según la cual la


voluntad de poder lleva a su plenitud y a su consumación el «subjetivismo» de la
metafísica moderna, no hay ningún inconveniente en suscribir la conexión entre
«unidad» y «voluntad de poder» que lleva a cabo Heidegger en el siguiente texto:

317
NF 8-1, 3 (34), p. 200.
318
NF 7-1, 1 (20), p. 10.

138
Ahora bien, la noción de «animalidad» es también y previamente invertida. No equivale en absoluto
a la pura sensualidad, ni simplemente a lo que hay de inferior, de vil en el hombre. La animalidad es
el cuerpo «corporalizante», es decir, rico de sus pulsaciones propias y que impone a todas las cosas
su ímpetu impulsivo. Este nombre designa la notable unidad dominadora que constituyen todas las
pulsiones, todos los ardores, todas las pasiones que quieren la vida misma. Dado el hecho de que la
animalidad vive de la forma en que «corporaliza», existe totalmente en el modo de la voluntad de
poder319.

Podemos, por tanto, llevar a cabo la traducción de la unidad del cuerpo a los
términos de la WzM mediante el concepto, caracterizado por Heidegger adecuadamente,
«animalidad».
De manera similar, el último polo de referencia que determina el sentido de la razón
y de la lógica no es otro que la voluntad de poder, que es la voluntad de igualdad. Desde
este punto de vista, parece obvio que, según podemos deducir de los textos
nietzscheanos más relevantes, el agregado humano de poder, como constitutivamente
mediatizado por la moral («no-liberado»), extrae toda su especificidad de otorgar la
primacía a la conservación sobre el crecimiento. El hombre sería el animal decadente,
pues apresta toda su creatividad al afianzamiento de la seguridad de su ámbito vital
(conservación de un determinado grado de poder), sacrificando la dimensión de la
autosuperación, enmascarándola y negándola. El hombre es el animal negativo-reactivo,
desde el momento en que el crecimiento de poder es la cara soberana de la WzM.
Pero hay que tener muy en cuenta que la exageración humana del afianzamiento del
ámbito de poder no radica en la invención de la razón y de la lógica, sino en la
proyección de los principios de ambas como principios metafísicos constitutivos de lo
«en sí». La filosofía nietzscheana concede un puesto muy destacado a la razón, al
verterla en los términos del modelo de la WzM. En este punto parece muy acertada la
tesis fundamental de Walter Kaufmann, que se enfrenta directamente al núcleo de la
interpretación heideggeriana, tal como aparece formulada, por ejemplo, en Holzwege:

La doctrina de Nietzsche difiere del «irracionalismo» en cuanto que no opone la razón al principio
básico de su filosofía: en vez de eso, la razón es presentada como realización de la voluntad de
poder; y lo irracional no es contemplado como algo que es contrario a la racionalidad, sino sólo
como una forma débil de racionalidad: carece de fuerza, rigor y poder para ser racional. La voluntad
de poder ni es idéntica a la razón ni se opone a ella, pero potencialmente es racional320.

Tanto la lógica como la matemática pertenecen a los artificios ordenadores y


simplificadores de una clase de poder que se despliega de modo unidimensional como
mantenedora de la vida, centrándose en torno al criterio de la utilidad a la hora de
someter cualquier acontecimiento a fórmulas. Se trata de un poder decadente,
radicalmente ciego ante la realidad fundamental del poder: la autosuperación. Cuando la
lógica se contamina de moral produce la proyección metafísica del «hombre bueno». En
otras palabras, correspondientes a un nivel de lectura más superficial: al considerar sólo
el problema de la seguridad, de la puesta en seguro, la lógica se nos revela como una
función de los «instintos de rebaño». El hombre bueno, el hombre de la moral, es un
agregado de centros de poder que está separado, por definición, de lo que puede. El
pensamiento humano, como pensamiento racional, permanece sin atisbar la dimensión
fundamental de la voluntad de poder. Permanece en la «ignorancia». El racionalismo es

319
Nietzsche II, p. 236.
320
KAUFMANN, Walter, op. cit., pp. 234-235.

139
una función de pulsiones negativas y reactivas. El pensador racionalista no comprende
que

La fuerza inventora, que ha imaginado categorías, trabaja al servicio de la necesidad, es decir, de la


seguridad, de la rápida comprensión a base de signos y de sonidos, de métodos de abreviación321.

Esta dualidad inherente a la WzM, la de mantenimiento/ autosuperación, corresponde


a las frecuentemente citadas cualificaciones del modelo: activo, afirmativo/negativo,
reactivo, como se puede deducir del tratamiento nietzscheano del tema del hombre. Si
hiciéramos excesivo hincapié, como es el caso de la interpretación heideggeriana, en la
primera dimensión, llegaríamos a una situación que el mismo Nietzsche supo prever
perfectamente: la incomprensión de la voluntad de poder, o, más bien, la comprensión
torcida, el malentendido del modelo nietzscheano. La teoría del conocimiento
tradicional es interpretada como algo «humano, demasiado humano». Es decir, como un
producto de la reflexión unilateral sobre la dimensión conservadora del poder, y de la
ceguera consiguiente para la dimensión soberana.

Malentendimiento del afán de dominio.


El júbilo como redención.
La danza.
Burla de «lo divino» — síntoma de la recuperación.
El deseo de «hechos estables» —Teoría del conocimiento: ¡cuánto pesimismo hay en ella!
Crear a Zaratustra como su opuesto322.

Zaratustra es la figura que se opone y se enfrenta a la del pesimista, al teórico


tradicional del conocimiento. Es el nombre para el reconocimiento de la esencia del
poder en la autosuperación, en la voluntad de engendrar. El conocimiento, como la vida,
no es una actividad afianzadora de su ámbito, a no ser como derivación secundaria. Sólo
es posible la autoconservación desde la autosuperación, sólo es posible el
mantenimiento en la existencia desde la creación. La utilidad se subordina a la creación,
y no al revés.
Por eso el hombre consiste sobre todo en una subversión de la relación real de las
dos dimensiones de la WzM. Es la enfermedad de la Tierra. Aquí se localiza la
meditación nietzscheana acerca del resentimiento y de la venganza. Corresponde a
Heidegger, como es bien sabido, el mérito de haber reconocido la enorme trascendencia
del tema de la venganza. Dejando aparte la tesis de fondo, según la cual Nietzsche
piensa la venganza metafísicamente, en línea con la historia de la metafísica, conserva
todo su valor la conexión de la venganza con la epistemología: el representar del
hombre ha estado determinado hasta el presente por la venganza. Por el «espíritu de la
venganza»323. Semejante determinación del pensar metafísico-moral, del pensar
humano, por el resentimiento, la llamamos aquí «polarización de la WzM en la
dimensión conservadora».
El tema del superhombre aparece estrechamente enlazado al planteamiento de la
posibilidad; mejor dicho: de la exigencia, de superar el espíritu de la venganza.
Asimismo, desde Heidegger parece clara la relación de todas estas consideraciones con
el pensamiento del eterno retorno de lo mismo. En él, el tiempo se representa al margen

321
NF 8-1, 6 (11), p. 243.
322
NF 8-1, 3 (5), pp. 171-172.
323
HEIDEGGER, Martin, «Wer ist Nietzsches Zarathustra?», en Vorträge und Aufsätze I, Neske,
Pfullingen, 1967, p. 104.

140
de la determinación de la locura resentida, es decir, al margen de la determinación
moral, como tiempo intensivo que vuelve incesantemente, cuyo centro de gravedad
exclusivo es el instante «liberado» de toda referencia exterior, de toda teleología324.
En este sentido, el reconocimiento nietzscheano de la dimensión fundamental del
poder constituye la Umwertung de todos los valores humanos, en tanto que afirman, o
presuponen, la existencia de un orden del mundo dado con anterioridad a toda
experiencia y determinante de toda experiencia.
La dualidad de la voluntad de poder se refleja con la mayor nitidez en el carácter
ambiguo de la tematización nietzscheana de la verdad, ya analizada en su momento,
pues el valor-verdad puede entenderse como función de la conservación de la vida, al
modo humano, o como función de la voluntad de poder creadora, al modo
sobrehumano. Así, la perspectiva humana separa la verdad del arte, mientras que el
superhombre entiende la verdad desde el arte, identificándolos en último término.
Los poderosos subordinan la verdad-conservación a la verdad-creación, anunciando
de este modo, en el restablecimiento de la real jerarquía de poder, al superhombre. Los
decadentes, el promedio humano, el hombre en tanto que humano, dan, por el contrario,
la supremacía a la utilidad para la conservación. No llegan siquiera a sospechar la
realidad creadora del hacer-verdad.
Cierto es que la verdad, según la voluntad de verdad que es su fundamento, sigue
siendo función de la voluntad de poder tanto en uno como en otro caso. Pero lo que
interesa aquí es aprehender la diferencia y captarla en toda su importancia.

La distinción entre «verdadero» y «no verdadero», el establecimiento de hechos en general es


fundamentalmente diferente de la posición creadora, del constituir, realizar, dominar, querer, como
corresponde a la esencia de la filosofía325.

¿De dónde procede la valoración de lo que permanece? ¿Por qué identifica el


hombre el cambio con el sufrimiento? ¿Por qué no, al revés, identificarlo con la
felicidad? Estas son las cuestiones capitales para Nietzsche. Las mismas que le llevarán
al descubrimiento de la situación invertida en que el ser humano consiste, y a su
descripción como predominio absoluto del valor de verdad en el sentido del
mantenimiento del ámbito de poder alcanzado. En el hombre, en efecto, la voluntad de
verdad traduce simplemente el anhelo de un mundo sólido, de un mundo de la
permanencia. Se trata del «animal racional», de la criatura lógica, que desconfía del
devenir y lo desprecia. La voluntad de verdad se nos revela aquí como la impotencia de
la voluntad de crear; las estructuras lógicas son arrancadas de la esfera de la utilidad a
que pertenecen y sometidas a la proyección metafísica. Así se cumple la subversión, la
obstinación en la ceguera ante la esencia del poder.
Y esto sólo es posible a partir de un grado bajo de fuerza de la naturaleza humana.
Las alabanzas de la objetividad filosófica tradicional, el conocimiento entendido como
una mera fijación de lo que es, constituyen signos de una pobreza de voluntad, de una
impotencia, esto es, de un grado mínimo en la escala del poder. Es una cuestión, en
último término, de debilidad pulsional.

(…) usando las ilusiones lingüísticas, los débiles crean un mundo diferente, donde un Dios
todopoderoso les vengará y castigará a los que son superiores a ellos en todo respecto. De este modo

324
Cfr. HEIDEGGER, Martin, ¿Qué significa pensar?, Nova, Buenos Aires, 1978, pp. 85-103, sobre todo.
Cfr. DIET, Emmanuel, op. cit., pp. 71, 90-91 y 103-104, entre otras.
Cfr. BULHOF, Ilse Nina, op. cit., pp. 86-87.
325
NF 8-2, 9 (48), pp. 23.

141
nace la mentira del ideal, y la falsificación de lo divino en un Dios moral encargado de consolar a los
débiles y de asumir su odio rencoroso contra todo lo que la vida tiene de terrible y de logrado326.

Por tanto, podemos decir que «verdad» es un nombre de la voluntad de poder. Un


reflejo del grado de fuerza de aquel que lo emplea, que lo pronuncia. El sentido que el
término cobre nos indicará proximidad o lejanía respecto de lo sobrehumano, nos dirá
en qué medida permanecemos hombres y en qué medida llevamos nuestra humanidad
más allá de sus carriles propios, más allá de sí misma. La «voluntad de verdad» ha de
ser abordada en todo caso psicológicamente, es decir, como forma fundamental, como
uno de los modos primeros, de la voluntad de poder.
La impotencia creadora actúa como resentimiento. Su ejercicio de poder
característico es un contra-poder, consiste meramente en el tomar venganza. Al situarse
al margen de la esencia de poder tiene lugar la desfiguración, la inversión, el desarrollo
«acomplejado»327, que se separa cada vez más de lo que propiamente puede. Este caso
especial de la voluntad de poder, lo que denominamos «fuerza negativa y reactiva»,
tiene su exacta correspondencia en el orden cognoscitivo: el entendimiento exclusivo de
la verdad como valor de afianzamiento. Este desarrollo especial de la voluntad de poder
no es otra cosa que la historia entera de la moral.

Moral como décadence.


Nosotros vemos cómo la moral:
a) envenena toda la concepción del mundo,
b) corta el camino del conocimiento, de la ciencia,
c) deshace y socava todo instinto real (desde el momento en que enseña a sentir sus raíces
como inmorales).
Vemos trabajar ante nosotros a una terrible herramienta de la décadence, que se justifica con los
nombres y los gestos más sagrados328.

La filosofía, la religión, la moral, en tanto que su «voluntad de verdad» ha sido


desenmascarada como anhelo de seguridad y como negación de la voluntad de crear,
pertenecen al despliegue de la fuerza negativa y reactiva. Son, por tanto, los mayores
obstáculos del conocimiento, como voluntad de poder creadora que no se deja frenar por
la ilusión de la necesidad de un sustrato sustancial al que remitirse y al que respetar.
En definitiva, analizadas psicológicamente (en el sentido que Nietzsche da a la
psicología), filosofía, religión y moral se revelan como tres «formas de decadencia».
A modo de conclusión de estas «explicitaciones», nos parece conveniente señalar
cómo el modelo de la WzM, en su omnicomprensividad, no se limita a la denuncia o el
desenmascaramiento, sino que permite la caracterización del nuevo conocimiento,
frente al que se pretende rebasar. A la supremacía, o a la soberanía, de la autosuperación
respecto de la dimensión secundaria de la voluntad de poder, la que hace referencia al
afianzamiento de la seguridad (y la afirmación de esta supremacía es, en definitiva, la
«transvaloración»), corresponde el conocimiento como actividad creadora, y no, a la
manera «demasiado humana», como fijación-de-ser que pone a salvo resguardando.

Su «conocer» (el de los «filósofos» del futuro) es crear, su crear es legislar, su voluntad de verdad es
voluntad de poder329.

326
DIET, Emmanuel, op. cit., p. 71.
327
Cfr. JIMÉNEZ MORENO, Luis, «Raíz y proyección de la “voluntad de poder” nietzscheana», en Aporía,
nº 10, III, Madrid, 1980, pp. 7-48.
328
NF 8-3, 14 (154), p. 130.
329
JGB, VI, 211, p. 155.

142
El alfa y la omega de la filosofía crítica de Nietzsche —de las que su obra da ejemplos a cientos—
residen en la convicción de que nada es sólido, de que no existe ninguna «realidad»: lo único real es
lo que el hombre, echando una mirada sin reticencia en la completa irrealidad de toda significación o
valor objetivo, crea y debe crear en absoluta libertad, porque de otro modo no podría vivir 330.

4. LA FILOSOFÍA COMO SUPREMA VOLUNTAD DE PODER


Se trata, por tanto, de entender la vida, el devenir al margen del que no hay nada,
como actividad y como afirmación. En este sentido, los frecuentes ataques del filósofo a
los diversos organicismos desplegados a partir de la conmoción darwiniana (por
ejemplo, sus arremetidas contra Herbert Spencer), no hacen sino denunciar el hecho de
que, en el concepto de «adaptación», constantemente invocado, reaparece la
caracterización de la vida como reactividad. El concepto de «adaptación», empleado
como clave biológica universal, continúa el proceso nihilista, el entendimiento de la
vida desde la negación.

Pero con ello se desconoce la esencia de la vida, su voluntad de poder; con ello se pasa por alto la
supremacía de principio que poseen las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de
nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y formas, por influjo de las cuales viene luego la
«adaptación»: con ello se niega en el organismo mismo el papel dominador de los nuevos
funcionarios, en los que la voluntad de vida aparece activa y conformadora 331.

Hacer de la voluntad de poder la esencia de la vida, reconocer esta fundamental


identificación, es lo mismo que establecer «la supremacía de principio» de la actividad
sobre la reactividad. Es lo mismo que ver en el proceso vital una corriente «dadora de
forma». Afirmar es, esencialmente, constituir y conformar. Aquí está lo relevante de la
transvaloración nietzscheana: la negación es siempre secundaria y dependiente.
He aquí diversas pulsiones afirmadoras citadas por Nietzsche: el orgullo, la alegría,
el amor sexual, la veneración y el respeto, la salud rebosante, la enemistad y la guerra,
los gestos y maneras bellos, la voluntad fuerte, el cultivo de la espiritualidad elevada, el
agradecimiento…
De la mano de tales guías, si en nosotros los vivimos, podemos penetrar en la
esencia de la actividad, que es la esencia de la vida. Cuando estas pulsiones dan su
aprobación, «dicen sí y hacen sí», se convierten en lo que Nietzsche llama «virtudes
transfiguradoras». Su ejercicio consiste en una donación de la propia riqueza, una
donación que eterniza, que diviniza. Por consiguiente, se puede afirmar que la actividad,
esencia de la vida, es transfiguración. La voluntad de poder, en un entendimiento
adecuado de la misma, se nos presenta como proceso de conformación creadora. Antes
de todo, naturalmente con anterioridad a la negación, se nos ofrece al modo de la
donación o regalo. Para decirlo en los términos de Baudrillard, «el don es la fuente y la
esencia misma del poder». Y el contra-don expresa sólo un fenómeno derivado y
subsidiario332.
La voluntad de poder es donación creadora incesante; pues bien, a partir de todo
esto, Nietzsche proyecta una imagen muy determinada de la filosofía, la utopía de la
filosofía del futuro. Se trata de una reflexión sobre la forma fundamental de actividad

330
Le cas Nietzsche, p. 137.
331
GM, II, 12, p. 90.
332
Cfr. BAUDRILLARD, Jean, El intercambio simbólico y la muerte, Monte Ávila Editores, Barcelona,
1980, p. 57.

143
(de poder) que le es propia y consustancial. La filosofía es abordada como pasión, como
forma suprema del «hacer sí».
Estamos ante otra manifestación de la omnicomprensividad del modelo ofrecido por
el filósofo alemán. El pensamiento no es colocado frente a la vida, encima o debajo de
la vida, sino en línea de continuidad con ella. La filosofía es vida, es voluntad de poder.
Por tanto, constituye una actividad (afirmadora). Y no sólo esto, sino la actividad
(afirmadora) propiamente dicha.
Como función de las pulsiones de poder que constituían al hombre, la filosofía se
desarrolló moralmente como metafísica. Era, ya tuvimos ocasión de consignarlo, el
resumen potenciador de los medios de defensa (reactivos, negativos) generados por el
miedo y el resentimiento. La subordinación de la actividad cognoscitiva a una noción
concreta de «verdad», la de la adecuación, producía una filosofía enfrentada a la vida.
En ella, la vida, tomada como afianzamiento en la seguridad, se enfrentaba consigo
misma como autosuperación continua. Los sistemas metafísicos se desplegaban
unidimensionalmente, excluyentes y castrantes, sofocando toda posibilidad alternativa
de creación en su odio a todo lo diferente. Constituían la negación de la diferencia, de lo
«Otro».
Por tanto, el modelo de la WzM hace de la filosofía, tanto de la pasada como de la
del futuro, la máxima expresión de la vida. Lo que ocurre es que mientras en la
metafísica la supremacía correspondía a la negación, con lo cual la situación se
presentaba invertida, en la filosofía edificada a partir del reconocimiento de la esencia
del poder nos encontramos con la liberación absoluta de las posibilidades de creación.
La nueva interpretación del pensamiento nietzscheano intenta liberar a la meditación
filosófica de su parcialidad, de su unidimensionalidad. El filósofo de la utopía
nietzscheana se ha independizado del fantasma sofocante de «lo dado», de «lo en sí»,
asumiendo así la absoluta libertad de interpretación.

Ella (la filosofía) crea siempre el mundo a su imagen, no puede actuar de otro modo; la filosofía es
ese instinto tiránico mismo, la más espiritual voluntad de poder, de «crear mundo», de ser causa
prima333.

«La más espiritual voluntad de poder», en este contexto, no quiere decir otra cosa
que «la actividad de poder más intensa», el ejercicio más expresivo de la jerarquía
pulsional y de la tensión libidinal del agregado de poder que filosofa.
A partir de Nietzsche, y ésta es la cara crítica de estas tesis capitales, toda
construcción filosófica constituye un espacio expresivo que puede ser tomado como
síntoma.
En el trabajo que abre el volumen colectivo de los nietzscheanos españoles, Eugenio
Trías desciende al fondo de la cuestión que aquí tratamos334. En efecto, desde el
momento en que el modelo nietzscheano de la WzM se hace cargo de la interpretación
de la reflexión filosófica, pasada y futura, realizada y posible, toda la tradición
metafísica queda tocada en su mismo fundamento. Fue Kant, citando a Bacon, el
pensador que, inadvertidamente, formuló ese fundamento, justamente al comienzo de la
segunda edición de la Crítica de la razón pura: «De nobis ipsis silemus». Es decir: está
fuera de lugar cualquier referencia al conjunto jerárquico de fuerzas que se expresa en la
obra, que crea la imagen del mundo contenida en la obra. Cualquier paso que pretenda ir

333
JGB, I, 9, pp. 28-29.
334
Cfr. TRÍAS, Eugenio, «De nobis ipsis silemus», en A favor de Nietzsche, Taurus, Madrid, 1972, pp. 9-
35.

144
del análisis del producto al análisis del productor está prohibido. Pero para Nietzsche el
producto y el productor no son más que uno y el mismo. La primera condición de la
actividad filosófica es la supresión de la cláusula recogida, en una especie de magnífico
lapsus, por Kant (citando a Bacon).

Si se busca apreciar la verdad de una doctrina, será pueril aplicarse al estudio de sus argumentos
lógicos; se debe ensayar el despliegue y la caracterización de su moral, es decir la «tabla de valores»
(de acuerdo con el vocabulario nietzscheano) que traduce el estilo de vida original de su autor 335.

De modo que en la metafísica platónica, por poner un ejemplo que el mismo


Nietzsche utiliza, nos encontramos propiamente con un dispositivo de autodefensa del
hombre, de la constelación de pulsiones, que llamamos «Platón». Aquí la voluntad de
poder adopta la forma reactivo-negativa de la impotencia. Es decir, se ejerce
filosóficamente como la separación de las fuerzas de lo que como tales pueden. A través
de la teoría de las ideas, la personalidad platónica reaccionaba contra las pulsiones que
en ella dominaban, enfrentándolas como peligrosas, y, en último término, negándolas.
La filosofía de Platón es la expresión más elevada y representativa de una determinada
clase de voluntad de poder, precisamente aquella que obtiene el autodominio, la
soberanía de sí, a través de la negación.

En Platón, como en un hombre de sensualidad y fanatismo sobreexcitables, la atracción del concepto


ha sido tan grande, que de forma involuntaria rindió culto y divinizó el concepto como a una forma
ideal. La borrachera dialéctica, como la conciencia de adquirir mediante ella un dominio sobre sí
mismo —como instrumento de la voluntad de poder336.

En la teoría de las ideas habla el ideal ascético, esa forma específica de poder en que
la fuerza se aplica a su propia negación, a su propia aniquilación. Es la «bestialidad de
la idea» la que sustituye aquí a la bestialidad del deseo, la que se erige en soberana
frente a los poderosos instintos en realidad dominantes. Éstos encuentran en aquélla el
medio de negarse a sí mismos, experimentando de esta manera el enorme sentimiento de
poder en que consiste la beatitud ascética.
Frente al caso paradigmático de Platón, Nietzsche pretende despejar todo lo posible
la actividad filosófica hasta constituirla en la esfera de ejercicio de poder en la que la
pulsión más poderosa se despliegue sin restricciones. La Filosofía propiciaría el
desencadenamiento absoluto de la actividad pulsional relativamente más poderosa. Sería
el terreno de la libertad del deseo, en el que la fuerza se afirmaría mediante la
interpretación, en una actividad sin trabas. Este ejercicio de poder desencadenado
adoptaría la forma de la creación de imágenes del mundo, precisamente aquéllas más
favorables, más deseadas en relación con las pulsiones de poder que asumen su
soberanía filosofando. El deseo, el poder, se revelaría una vez más, en la actividad
filosófica, creador de mundos.

Se busca la imagen del mundo en la filosofía en que nos encontramos más libres; es decir, en que
nuestra pulsión más poderosa se siente libre para su actividad. ¡También a mí me ocurre esto337!

Empleando un lenguaje kantiano, podríamos decir que, en la actividad científica, es


decir, en la progresiva humanización de las «cosas», el ejercicio de poder es
335
GRANIER, Jean, «Le status de la Philosophie selon Nietzsche et Freud», en Nietzsche-Studien, 8, pp.
210-224, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1979, p. 211.
336
NF 8-1, 2 (104), p. 110.
337
NF 7-1, 8 (24), p. 352.

145
condicionado. Nunca podremos sentirnos dueños absolutos del mundo a través del
conocimiento científico. Se trata de un proceso infinito en el que siempre quedan
resistencias por vencer.
Pero en la actividad filosófica el ejercicio de poder es, propiamente, incondicionado.
Es libre. La pulsión soberana se hace, en la filosofía, arquitecto del mundo. Es de notar
lo sorprendentemente bien que toda esta temática nietzscheana encaja en el esquema
kantiano «concepto del entendimiento/ idea de la razón», o «necesidad/libertad». Las
relaciones entre la filosofía y la ciencia serían análogas, para Nietzsche, a las que
estableciera Kant entre las ideas de la razón y los conceptos del entendimiento.
Naturalmente, en una concepción del conocimiento filosófico como actividad
incondicionada de poder, ha de cambiar la esencia misma del juicio y de la proposición.
Cuando la pulsión-filósofo habla, no está llevando a cabo descripciones, no está
fotografiando nada, sino que está creando o «ajustando» un mundo, a partir de la
intensidad de su deseo. Dicho de otro modo: en el juicio no se trata de declarar lo que es
presente, sino de ordenar qué debe configurarse en la presencia. Y aquello que debe
hacerse presente estará determinado en calidad de función del incremento de poder de la
pulsión-filósofo. El poder es una especie de mago todopoderoso que conjura a las cosas
a comparecer, es decir, a constituirse en funciones de su crecimiento propio. En
términos nietzscheanos: el «querer» sustituye el «creer».

Transformar la creencia «esto es así y así» en la voluntad «esto debe llegar a ser así y así»338.

En el conocimiento asistimos, por consiguiente, a la puesta en acción del grado


máximo de intensidad de poder. En el conocimiento filosófico, el hombre (las pulsiones
cuya comunidad jerarquizada es el cuerpo humano) alcanza los grados supremos de
intensidad deseante, constituyéndose en creador del mundo.
Es oportuno, entonces, recordar una vez más la versión nietzscheana de la narración
bíblica de la expulsión del paraíso y de la confusión de las lenguas en Babel. El
Todopoderoso recurrió a legítimas medidas de defensa, puesto que el hombre que está
en posesión del conocimiento constituye la más peligrosa de sus amenazas: el
conocimiento conduce a la omnipotencia, a la igualdad con Dios. Es la actividad
satánica por excelencia. Como creador, el ser humano se convierte en rival de la
divinidad.
El filósofo compite con Dios: tanto su orgullo como su destino dan testimonio de
esta sacrílega competencia. Transfigurando el mundo, incesantemente y, cada vez, de un
modo diferente, el filósofo nietzscheano pretende santificar todos los actos humanos.
Por eso los remite al poder como a su factor interno, condenando todo intento de
colocar el fundamento en la nada del más allá.
A la actividad creadora de la filosofía, es decir, a la forma más elevada de ejercicio
afirmativo de la voluntad de poder, Nietzsche la llama transfiguración (Verklärung). La
filosofía llevará a cabo, en la utopía que el filósofo alemán nos traza, la ostentación
gloriosa de la Tierra. La Tierra será transfigurada, exponiendo una belleza radiante, por
obra de la donación filosófica.
Según esto, la actividad filosófica, centro máximo de poder, constituirá el lugar del
mayor placer, de la más grande de las felicidades, y, según su dirección, quedará
definido el progreso.

338
NF 8-1, 1 (125), p. 36.

146
El placer se presenta donde el sentimiento del poder. La felicidad en la conciencia, convertida en
dominante, del poder y de la victoria. El progreso: el fortalecimiento del tipo, la capacidad de la gran
voluntad: todo lo demás es malentendido y peligro 339.

Nietzsche pretende sentar las bases de la actividad transfiguradora que será la


filosofía del futuro a través de la afirmación, un tanto irónica, de la esencial
«imperfección» del mundo. El mundo no es nada completo y acabado. Es más, puede
pensarse que es imposible, absolutamente, que llegue alguna vez a redondearse, que
alcance algún día un estado de equilibrio en el que todas las fuerzas se contrarresten,
anulándose y obteniéndose así, para la totalidad, la permanencia idéntica, la paz y la
muerte, en definitiva. El solo concepto de «fuerza» nos prohíbe pensar en un estado de
permanencia idéntica definitiva. El cambio es incesante, la temporalidad pertenece a la
«esencia del ser».
Este cosmos esencialmente imperfecto favorece de modo extraordinario la actividad
filosófica, la creación de figuras y de formas. Es decir, hace posible la vida: el proceso
vital es sólo concebible a partir de semejante imperfección. Comprender la necesidad de
la imperfección, la identidad de la realidad y el deseo, supone, para Nietzsche, la
cumbre de la actividad filosófica, la forma más elevada de la transfiguración, el «no va
más» del poder.

Conquistar una altura, una vista de pájaro de la contemplación en la que se comprenda que todo
marcha realmente como debía marchar: que toda clase de «imperfección», y el sufrimiento por ella,
pertenece a lo que más ha de desearse340.

Las siguientes palabras de Jaspers nos servirán de resumen del apartado, y, a la vez,
de conclusión del capítulo:

Nietzsche ha revelado el sentido del pensar filosófico con una exigencia quizá hasta entonces no
existente. Tiene una conciencia extraordinaria de la eficacia infinitamente creadora del auténtico
filosofar, es decir, de su filosofar341.

339
NF 8-3, 14 (70), p. 46.
340
NF 8-2, 11 (30), p. 259.
341
Nietzsche. Introducción a la comprensión de su filosofar, p. 397.

147
[PÁG. IMPAR]

5
LAS DOS CLAVES DE LA TEORÍA
NIETZSCHEANA DEL CONOCIMIENTO

Hasta aquí, articulada en una serie de temas de complejidad ascendente, se ha


intentado presentar la reconstrucción de la teoría del conocimiento de Friedrich
Nietzsche. No sé si el éxito habrá sonreído a semejante pretensión: es cierto que a lo
más que esta empresa ha podido aspirar es a constituirse en una de las posibles
reconstrucciones de la epistemología nietzscheana. En todo caso, la realización de esa
posibilidad, de una entre tantas, ha pretendido determinarse en todo momento desde un
criterio inmanente: el de ceñirse, en la medida de lo posible, a lo explícitamente
contenido en las obras del filósofo.
El carácter fragmentario de su pensamiento, la tremenda dispersión de los textos
relevantes para nuestro tema, justifican, esto es evidente, una tarea como la hasta aquí
llevada a cabo. Pero no es menos obvio que quedarse en la mera reconstrucción, aun
señalando los múltiples caminos de desarrollo que la temática abre, representaría un
modo de proceder cuanto menos insuficiente. Se requiere la introducción de elementos
más críticos, que permitan una definitiva orientación en la selva frondosa de la
epistemología nietzscheana. Eso es lo que vamos a intentar hacer en este capítulo final.
El cambio de dirección en la marcha del estudio no implicará, sin embargo, un
cambio paralelo en el método de realización del mismo. Pasamos de la reconstrucción a
la crítica, de la descripción a la clarificación última, pero no procederemos, como en
principio pudiera pensarse, a una salida al exterior de la filosofía nietzscheana y del
terreno que ésta delimita como propio. No abandonaremos en ningún momento la esfera
de los temas específicamente nietzscheanos. Todo lo contrario, se trata de una más
profunda penetración en el tejido de lo pensado por el filósofo. No vamos a emplear el
cómodo y mistificador expediente de esgrimir patrones de medida procedentes de otras
áreas de la actividad filosófica, ni pasada ni presente, para posteriormente aplicarlos sin
más al conjunto de la reflexión nietzscheana en torno al conocimiento. Porque
pensamos que la aspiración a la claridad no es exclusiva, ni distintiva, de ninguna
filosofía determinada. El cambio de enfoque permanecerá, por tanto, en el mismo nivel
metodológico de la reconstrucción precedente.
Desde mi punto de vista, la teoría nietzscheana del conocimiento, ese gran
conglomerado de reflexiones lingüísticas, epistemológicas, ontológicas, éticas, etc.,
podría quedar definitivamente estructurada según su más íntimo sentido si se la
consiguiera contemplar desde dos núcleos temáticos fundamentales (que continúan
siendo «intranietzscheanos» en el sentido más estricto): el arte y el hombre del
conocimiento. La «estética» nietzscheana, la teoría nietzscheana del «intelectual»: aquí

148
reside, en último término, el fundamento de inteligibilidad de todo lo que nuestro
pensador dice acerca de la verdad, de la ciencia y del lenguaje, del perspectivismo y la
voluntad de poder.
La tematización de la actividad del artista no es otra cosa que ese espacio en que
aparecen los momentos de la «experiencia estética» de Nietzsche. La teoría del
intelectual (desde ahora adoptaremos sin más este término impropio, para entendernos)
no es más que el discurso de Nietzsche sobre el propio Nietzsche. Entramos enseguida,
sin más preámbulos, en el tratamiento de ambas claves en tanto que claves.

1. EL ARTE
1.1.

La primera «estética», el momento inicial de la experiencia nietzscheana del arte,


está representada en la metafísica artística de juventud, a la que ya hemos hecho
referencia en ocasiones diversas, especialmente en el primer apartado del capítulo
segundo.
Nietzsche acomete la tarea de dar forma lingüística a sus vivencias estéticas
juveniles recurriendo a una terminología fundamentalmente metafísica, la que ponían a
su disposición el «kantismo» de Schopenhauer, por un lado, y las lecturas presocráticas
del filólogo, por otro. El resultado lo tenemos en esa metafísica del arte trazada en la
primera publicación nietzscheana, que contiene el germen de casi todas las posiciones
filosóficas posteriores del pensador alemán.

Aquí se hace necesario elevarse, con una audaz arremetida, hasta una metafísica del arte, al repetir
yo mi anterior tesis de que sólo como fenómeno estético aparecen justificados la existencia y el
mundo: en ese sentido, es justo el mito trágico el que ha de convencernos de que incluso lo feo y
disarmónico son un juego artístico que la voluntad juega consigo misma, en la eterna plenitud de su
placer342.

La actividad artística humana, no la mera contemplación de la obra del artista,


poseería valor metafísico. Esto quiere decir, ante todo, que es posible dar razón de la
existencia como un todo, justificarla en la totalidad de sus dimensiones, desde el «como
si» de la obra de arte. La explicación metafísica es aquella que se propone justificar la
totalidad de lo que es. Y la razón humana no puede llevar a cabo la tarea: he ahí lo
absurdo. Y la moral humana tampoco: he ahí lo malo, lo cruel. Pero lo feo tiene cabida
en el arte; es, o puede ser, un elemento más del juego artístico cósmico. Desde el punto
de vista estético se puede dar razón cumplida de la existencia, en todas sus
disposiciones. Es posible, incluso, acoger la fealdad, justificarla. Dicho en otras
palabras, que resumen lo expuesto por Jürgen Mohr en torno a la metafísica artística
nietzscheana: el fundamento absoluto de la existencia del mundo y del hombre, al que
pretende llegar la metafísica, es incognoscible. Pero como no se puede renunciar a una
explicación total del ser, como es necesario justificar el dolor y poder afirmar la
existencia, el hombre requiere un mito que niegue la responsabilidad en el mundo e
interprete éste como el resultado de un juego artístico343.

342
GT, 24, pp. 187-188.
343
Cfr. MOHR, Jürgen, op. cit.

149
La creación del artista, a quien Nietzsche se refiere con el término «voluntad»,
consigue la transfiguración de lo espantoso en sublime y de lo absurdo en cómico.
Precisamente en este momento culminante de la experiencia estética tiene lugar la
«plenificación del placer», cara subjetiva del juego artístico. La esfera del arte es, por
tanto, la esfera de la transfiguración. El arte instituye, erige, inaugura, abre mundos.
En consecuencia, Nietzsche parece entender en este momento por «metafísica» la
actividad justificadora, que salva y redime la existencia, y que únicamente se nos puede
ofrecer en el modelo del artista volcado en la creación de su obra. En este sentido, las
explicaciones proporcionadas por mediación de los dos principios, de lo apolíneo y lo
dionisíaco, serían estrictamente metafísicas. Pretenden circunscribir el significado
último de lo que es y acaece, traduciendo al modelo de la actividad artística las
coordenadas básicas de las explicaciones metafísicas tradicionales, como la finalidad o
la divinidad, por ejemplo. En la exigencia de una estética pura, por completo
desprovista de categorías morales o lógicas, se expresa la diferencia de la metafísica
nietzscheana respecto de la tradicional. Esta diferencia nos aparece como irreductible
cuando se plantea la radical oposición de la música y el lenguaje articulado.
La capacidad que el modelo de la creación artística tiene de generar sentido,
incomparablemente superior a la de las metafísicas lógico-morales, es formulada por
Nietzsche mediante el reparto de las zonas ontológicas propias del kantismo
schopenhaueriano.

Con el lenguaje es imposible alcanzar de modo exhaustivo el simbolismo universal de la música,


precisamente porque ésta se refiere de manera simbólica a la contradicción primordial y al dolor
primordial en el corazón de lo Uno primordial, y, por tanto, simboliza una esfera que está por encima
y antes de toda apariencia344.

Los elementos diversos de la metafísica nietzscheana, el dolor, el Uno, la


individuatio, la apariencia, la generación, el retorno, etc., se distribuyen entre las piezas
fundamentales que integran la situación de la creación artística. Los mitos de la tragedia
ática pondrían a nuestra disposición todos y cada uno de los miembros del modelo de la
explicación metafísica. Incluyen la determinación característica de las formas
arquitectónicas, escultóricas y pictóricas, y la ambigüedad que hace escurridiza a la
manifestación musical en toda su indeterminación. Incluyen el mundo del ojo y el
mundo del oído, el espacio y el tiempo, la multiplicidad y la unidad, Apolo y Dionisos.
Es la comprensividad del modelo, entre otras muchas cosas, lo que a Nietzsche
satisface.
Asimismo, la superior intensidad de la vivencia musical en comparación con otras
formas de creación artística expresa en el joven Nietzsche la subordinación de lo visible
a lo oculto, de la apariencia a lo «en sí». Subordinación que no es estática, ni dada de
una vez para siempre, sino el resultado de una «lucha eterna» de los principios. La
victoria de Apolo, de la ilusión, es sólo ilusión: lo in-forme acabará imponiéndose tarde
o temprano. Aunque, naturalmente, la existencia sólo resulta justificada por esta lucha,
por la afirmación de que cada uno de los dos principios «necesita» del otro, como el
artista sólo es creador cuando se enfrenta con la imperiosa exigencia de exteriorización
propia de sus tensiones y desequilibrios anímicos.
El sufrimiento de la contradicción es, para Nietzsche, el motor de toda creación
artística: la lucha es el origen, y, en cuanto que el hombre tiene una capacidad artística
originaria, hace su existencia soportable mediante la ilusión.

344
GT, 6, p. 72.

150
El metafísico, el portador de la «sabiduría dionisíaca», experimenta en la
embriaguez la realidad de la lucha generalizada como origen de todo sentido, de toda
«aparente» estabilidad. El conocimiento propiamente dicho se localiza más allá del
lenguaje, y por eso requiere una «iniciación» en los misterios de la creación artística,
siendo obstaculizado por cualquier tipo de enseñanza institucionalizada. El objeto de la
sabiduría dionisíaca no es otro que la verdad, verdad que es experimentada como
desmesura, ruptura de todo límite, indiferenciación orgiástica.
«Subjetivamente», la sabiduría dionisíaca es olvido de sí, «inconsciencia», pérdida
de la identidad que sólo puede ser o momentánea o mortal.
El magma originario, reino de las tinieblas puesto que de él están excluidas la visión
y las formas, es capaz de absorber en su seno cualquier disonancia y cualquier espanto.
Así lo hacen sus manifestaciones: la música y el mito trágico, cuando, permitiéndose
jugar con la «espina de la repugnancia», transfiguran la fealdad con su magia.
Únicamente la sabiduría trágica puede mantenerse firme, al lado, incluso, del peor de
los mundos posibles. Apolo no podría vivir sin Dionisos: como en el caso de los sexos,
cada uno de ellos obtiene su ser del enfrentamiento con el otro. La madre y el padre sólo
son tales en su antagonismo mutuo, en la lucha eterna que libran la unidad
indiferenciada del crear y del destruir… y el impulso nunca aquietable de la progresiva
individuación. Dionisos-Madre sumerge lo cotidiano, la sociedad, la realidad construida
por el hombre, la persona con sus límites, en el torbellino orgiástico de su voluntad de
engendrar-aniquilar. La generación y el anonadamiento son, en rigor, lo mismo, una
única alegría y un único sufrimiento, una idéntica afirmación del proceso vital. El arte
dionisíaco representa la comprensión profunda de la necesidad. Una comprensión que
no es resignación, que equivale a la negación de lo necesario tanto en la interpretación
del mundo como en la obra del artista, que va más allá de la alegría generada por el
reconocimiento epicúreo de la total indiferencia de los dioses. La resignación es el
anhelo de la nada, justo lo contrario del júbilo dionisíaco que se expresaría en el amor
fati. Por eso Nietzsche se considera el descubridor de lo auténticamente trágico: incluso
el héroe griego se encuentra aquejado de «superficialidad moralizante»345.
El padre Apolo es el tirón que saca del magma informe, que pone de relieve. En el
cumplimiento de su tarea interminable, hacia el perfecto ser-para-sí, el héroe trágico
preserva la patentización que va logrando bajo la coraza y el resguardo de la lógica, de
las reglas y los conceptos. Coloca su distinción al amparo de la razón reversible y
comunitaria. Es la libertad bajo la ley: los zarpazos de Dionisos, inevitablemente
vencedores al cabo, sólo pueden ser enfrentados con la norma. La institución detiene
momentáneamente el proceso de muerte que nunca deja de amenazar a aquel que se ha
puesto en camino, que se dirige a la conquista de lo que es, del tipo que encarna. No es
sino la creencia en la eternidad de las formas la ilusión propia de Apolo, el autoengaño
grandioso del héroe trágico. Porque Dionisos-Madre terminará por vencer siempre,
voluptuoso y cruel, sobre las pretensiones aristocráticas, eternizadoras, de su heroico
hijo y consorte.
La dualidad de los estados dionisíaco y apolíneo, la lucha de ambos polos, junto con
su mutua exigencia, es el corazón de la situación trágica que define la vida humana
tanto desde el punto de vista individual como desde el colectivo: en estos momentos el
arte deja de ser mera actividad del hombre artista para pasar a constituirse en «fuerza de
la Naturaleza» e imponerse necesariamente al curso de las acciones y los padecimientos
del ser humano. La estructura antagónica que condensa la esencia de lo trágico encauza
por sus senderos prefijados todos los acontecimientos y los esfuerzos, todas las
345
NF 7-2, 25, (95), p. 29.

151
iniciativas y los fracasos con que se teje la novela de la vida de los hombres. Éstos
pueden ser conscientes de ello o no serlo; el caso es que, en sus actividades y
pasividades, se moverán siempre en el espacio que separa la embriaguez del sueño,
obedeciendo el ritmo marcado por los dos principios artísticos y metafísicos.
Entre la borrachera dionisíaca y la voluptuosidad apolínea puede concertarse un
pacto determinado, una especie de compromiso al que sólo pueden acceder los mejores
de entre los hombres, y que condiciona, casi en sentido fisiológico, el estilo
caracterizador de las vidas más excelentes. Lo que Nietzsche denominará,
contraponiéndolo al romántico, «estilo clásico».

El estilo clásico representa esencialmente esta paz, esta simplificación, esta abreviación, esta
concentración — el sentimiento de poder más elevado se concentra en el tipo clásico. Reaccionar
con dificultad: una gran conciencia: ningún sentimiento de lucha: la embriaguez de la naturaleza346.

La concepción nietzscheana de la physis nos aparece determinada por el esquema


trágico: la fisiología se hace aquí, definitivamente, estética. Por eso el estilo clásico es el
propio de las naturalezas que han conquistado la madurez y el equilibrio, tras recorrer,
en muchas ocasiones, auténticos infiernos que han puesto a prueba su temple. La
fisiología es, para Nietzsche, una hermenéutica correlativa al fenómeno expresivo de la
vida; es decir, una estética. El estilo clásico puede ser identificado, desde el punto de
vista que aquí se mantiene, con el correcto funcionamiento metabólico: la facilidad de
asimilar, la rapidez en la digestión y en la expulsión de lo nocivo, la instintiva finura en
la selección de la dieta más adecuada… El metabolismo da expresión a un tempo
determinado, al igual que la obra de arte o la vida humana.
En resumen, pues, la temprana opción de Nietzsche no consiste sino en instalarse
decididamente en el terreno del arte, en contemplarlo todo desde el parapeto de su
estética de la tragedia. La metafísica y la doctrina de la naturaleza tienen en el esquema
trágico su clave fundamental. Y algo semejante ocurre en las incursiones
(in)tempestivas del joven filósofo. Sus arremetidas contra la cultura historicista, el
señalamiento de las consecuencias estragadoras de la actividad del científico
contemporáneo tienen lugar desde la común plataforma de la sabiduría trágica. Tras
haberse construido un cobertizo para uso exclusivamente personal, le es posible
emprender su labor de francotirador de la cultura.

Nietzsche lo había dicho: la tragedia de Occidente ha consistido en el olvido, la ocultación, de la


tragedia. Toda su obra intenta ser a la vez la más profunda «anámnesis» de una experiencia antigua
—pre-socrática— de origen trágico y el anuncio a viva voz del retorno de «lo idéntico», de esa
experiencia indiferenciada en la que volvían los dioses supremos, Apolo y Dionisos 347.

Y así, los efectos adormecedores de la manía historicista, el indiferentismo


generalizado de aquellos que ya no son capaces de entusiasmarse incondicionalmente, y
van de aquí para allá por el ilimitado mar de los conocimientos históricos, sólo podrán
evitarse si la historia renuncia a constituirse en ciencia para pasar a ser pura creación
artística. La historia como arte, el mito, tendrá en sus manos una auténtica misión
educadora, conservando, e incluso despertando, los instintos de los jóvenes, mientras
que la ciencia histórica y la erudición sin freno que en la actualidad se practican les

346
NF 8-3, 14, (46), p. 32.
347
Filosofía y carnaval, pp. 45-46.

152
arrebatan el horizonte vital irrepetible que les es propio, arrojándolos «a las luminosas
olas del mar del devenir conocido»348.
Porque la ciencia sólo considera las cosas desde el punto de vista que es
característico del optimismo teórico, el de la corrección, el de la verdad o falsedad,
pasando por alto todo aquello que tiene la virtud de poner en marcha entusiasmando o
repugnando, todo lo que produce placer o dolor, lo que aviva los más altos instintos que
hacen de un hombre lo que es. Es decir, no se hace cuestión de nada de lo que
precisamente el arte se ocupa. El arte disuelve el fantasma de la verdad, la obsesión de
la verdad. El mito no instruye, sino que hace algo mucho más importante: moviliza. Nos
encamina hacia la figura terminada, eterna, de lo que cada uno somos. El poder
eternizador del arte obra sobre los hombres beneficiosamente cuando éstos acometen la
tarea de sus vidas como de si de una creación se tratara, única e irrepetible, liberándose
de la tiranía de lo verdadero y lo falso. Es preciso salir de una vez de la
autocomplacencia y del sonambulismo universales, generados por una cultura
exclusivamente teórica.
Nietzsche comienza ya en este momento la operación capital que distingue su
subversión cultural: arte y ciencia no representan perspectivas culturales incomunicadas,
sin puntos de contacto; arte y ciencia tampoco se ordenan jerárquicamente en el sentido
de que aquél se subordina a éste como lo intrascendente a lo serio. En el principio era el
arte: la ciencia es una actividad artísticamente sui generis. El punto de vista de la
verdad ha de ser sometido sin contemplaciones al punto de vista de lo fascinante y
movilizador, porque representa una derivación secundaria de éste. Y tal vez una
desviación.
Es el arte, y no la obsesión de la verdad, el que ha de servir de guía a una reflexión
sobre la actividad cognoscitiva humana. Si nosotros realizamos, acompañando a
Nietzsche, una subversión semejante, propiciaremos el paso desde un conocimiento de
esclavos a un conocimiento de hombres libres, señores de su destino. El punto de vista
de la verdad supone la servidumbre de la práctica cognoscitiva humana, la sumisión al
capricho de la necesidad y el primado de la impotencia. El punto de vista del arte
imprime al conocimiento el carácter de dominador absoluto.

El intelecto, este maestro del disimulo, se encuentra libre y desembarazado de su trabajo de esclavo
todo el tiempo que puede engañar sin causar perjuicio, y entonces celebra sus saturnales (…). En
este momento ha arrojado lejos de sí el signo de la servidumbre; ocupado normalmente en la triste
actividad de mostrar el camino y el instrumental a un pobre individuo que desea ardientemente la
existencia y como un servidor que sale en busca de presa y de botín para su señor, ahora se ha
convertido en señor y se puede permitir eliminar de su rostro la expresión de indigencia 349.

Interpretar la actividad cognoscitiva tomando como clave el esquema trágico


significa rescatar el conocimiento de la servidumbre para restituirle su soberanía
primigenia. Para Goethe, la causa final del mundo y del hombre era la poesía dramática.
En el caso de Nietzsche, una concepción del mundo ha de enjuiciarse según su belleza y
su grandiosidad. El criterio es artístico porque la modalidad de la edificación
cognoscitiva es artística. La actividad cognoscitiva se hace medio de expresión estética
sobre todo en el caso paradigmático del conocimiento filosófico. Es arte lo que en un
sistema filosófico permanece, una vez que el desarrollo de la ciencia lo ha refutado,
aquello inatacable por único, inaccesible para el instinto del conocimiento. Porque
somete y determina, y genera, a ese instinto.

348
UB II, 10, p. 326.
349
PHB, «Introducción teorética sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral», p. 99.

153
1.2.

La segunda estética nietzscheana corresponde a la inflexión estratégica de la «etapa


ilustrada». La ubicación cultural de la actividad artística queda en este momento
determinada por la opción de la probidad. Aparece repentinamente el tejido de «la
realidad», que la ciencia va poniendo al descubierto y que el filósofo ansía imponer. Es
el respeto a la verdad científica, o la decisión de viajar a toda velocidad hasta el corazón
del nihilismo. Es el abandono de la vocación pedagógica por parte de la filosofía.
En efecto, la renuncia a la mentalidad metafísica, que se fundamentaba en el
desdoblamiento del ser, en el reparto ontológico de apariencia y cosa en sí, lleva
consigo el que la sabiduría trágica rompa los vínculos que la mantenían unida a las
filosofías tradicionales. La tarea cultural nietzscheana parece trazar ahora el esquema de
la esquizofrenia. Por una parte, la dureza y la impasibilidad del hombre de la verdad.
Por otra, la reconciliación con la vida propiciada por el arte. La tensión Apolo-Dionisos
se traslada desde las hipótesis metafísicas hasta los descubrimientos científicos. ¿Qué es
lo que queda del arte tras este decisivo cambio de rumbo?

Sobre todo, ha enseñado durante miles de años a contemplar con interés y placer la vida en todas sus
formas y a ensanchar hasta tal punto nuestra percepción, que al final decimos: «Sea como fuere la
vida, es buena»350.

Si ahora Nietzsche hace derivar al hombre de ciencia del artista, ¿no asistimos
entonces a la asignación al arte del papel que antes correspondía al optimismo teórico?
No cabe duda de que la consumación del nihilismo va a ser emprendida bajo la
advocación de Sócrates. Incluso la música va a ser despojada de todo significado
trascendente, de toda profundidad metafísica. No emitirá ya sus acordes desde la esfera
privilegiada del Uno-primordial, sino que todo su ser estará en función del sentido que
el intelecto humano le confiera. Porque el hombre se hace ya introductor de valores.
Toda significación es ajena a la naturaleza, nos dice el nihilismo consumado. La vida
humana es perpetuo regalo, constante donación.
Por lo tanto, una simple conclusión parece emerger aquí: con el cambio de rumbo se
clarifica y se potencia la concepción de la vida como proceso creador, y del hombre
como supremo artista. El cientificismo nietzscheano no supone el olvido del arte, sino la
necesaria purificación del modelo estético, sumergido antes en las turbias aguas de la
mentalidad metafísica. Si el científico deriva del artista es porque la misma entraña de la
actividad científica es, para Nietzsche, obra de arte. El intelecto regala significados a la
sinfonía del mismo modo que interpreta los procesos mecánicos, por ejemplo, con los
conceptos de masa y de energía.
En este sentido, la descalificación nietzscheana de los poetas se dirige
exclusivamente contra los poetas «metafísicos», seductores del trasmundo y
calumniadores del aquí y del ahora. No se reprocha a estos sembradores de la confusión
el apartarse creadoramente de una pretendida realidad sagrada, sino el insinuar, con
propósitos torcidos, la existencia de «realidades reales», de «verdades verdaderas»,
cuyas vías de acceso sólo ellos conocen. No es extraño que los filósofos continúen
tomándose en serio los lemas poéticos de semejantes personajes y dejándose cautivar
por la forma métrica de un pensamiento: también ellos, al fin y al cabo, pertenecían (¿o
pertenecen?) a la escuela de la calumnia.

350
MAM I, 222, pp. 187-188.

154
La educación artística puede ser utilizada como elemento de transición, que haga
posible el paso de las brumas metafísico-religiosas a «una ciencia filosófica realmente
liberadora»351. El arte estrangularía el fantasma de la verdad eterna y dada, provocando
así un estadio flotante intermedio, previo a la instauración del intercambio científico y
de la filosofía de la libertad correspondiente al mismo. La disolución del concepto de
culpa supone un duro golpe a la ideología de la libertad y de la autonomía del individuo,
y conlleva la renuncia a la noción de responsabilidad. Semejante conglomerado
ideológico constituye el objetivo de la liberación buscada, y la educación artística nos
brindaría el instrumental necesario para iniciar la superación definitiva del mismo, para
comenzar a salir del estado en que la cultura del resentimiento y del ansia de venganza
nos ha sumido. Posteriormente, la labor del filósofo científico pondría a la luz las
múltiples determinaciones que pesan sobre cada vida individual, terminando así con los
ocultamientos predilectos de la mentalidad metafísico-religiosa.
Además de ofrecer la posibilidad de la transición cultural, la actividad artística
conservaría un papel fundamental en la labor del hombre del conocimiento. Ésta sigue
siendo la ocupación trágica por excelencia. La probidad (Redlichkeit) del cognoscente
representa ahora la vocación dionisíaca hacia lo radicalmente inhumano, el grado cero
del sentido, cuya asunción por parte del hombre equivale al asco y al suicidio, pues la
ciencia y la filosofía científica constituyen retornos institucionales al origen de la
naturaleza humana. Es decir, a lo no-humano por antonomasia, a la disolución de todo
poder institucional. A la fealdad «inevitable e insuperable» del abismo de la nada y el
sinsentido.
En estos momentos surge el arte de Apolo como bálsamo medicinal de la nueva
cultura científica. Necesario contrapeso de la veracidad suicida, el elemento apolíneo
encuentra su esfera propia de actuación en el ámbito anímico. Ocultando, transformando
e inventando significados para lo feo de la existencia, Apolo se nos presenta ahora como
médico de las pasiones trastornadas, de los sentimientos heridos, de todos los temores y
las angustias culturales.
Si el culto a la nueva verdad científica nace de la fuerza dionisíaca del héroe del
conocimiento, también el culto a lo que no es verdad se engendra como poder artístico:
es la salvación apolínea. El mutuo juego de las dos pasiones consumaría el nihilismo y
pondría el fundamento de su superación. Las cosas no son nunca ni esto ni aquello, las
cosas no son nunca. Hemos de hacerlas bellas, atractivas, fascinantes para nosotros.
Hemos de hacer las cosas, en una palabra, a través del ejercicio efectivo de los poderes
artísticos en que fundamentalmente consistimos. Tras la destrucción sistemática del
héroe enloquecido, llega la buena voluntad para con la apariencia propia del niño artista,
que se apresta a la nueva edificación del sentido. Nueva porque se sabe a sí misma
como tal edificación.
La tesis juvenil se repite aquí: sólo como fenómeno estético la existencia cobra toda
su dignidad. El conocimiento es el doble recorrido heraclíteo del camino arriba y el
camino abajo: penetración en la demencia, retorno jubiloso a la salud recuperada. Doble
dirección artística que se resume en estas sencillas palabras:

Nada más que la realidad, pero de ningún modo toda la realidad. ¡Más bien una realidad escogida 352!

351
MAM I, 27, p. 44.
352
MAM II, 114, p. 62.

155
1.3.

El descubrimiento en la metafísica de la raíz del movimiento nihilista, y la


descripción del ideal ascético junto con el minucioso rastreo de sus ramificaciones y
conexiones, forman el telón de fondo contra el que se recorta la tercera estética que
Nietzsche nos ofrece, la definitiva. Estaríamos en la época de la transvaloración, y, al
lado de la precisa localización del enemigo, asistimos al reconocimiento del único punto
en donde se sitúa el movimiento contrario. Tal punto fundamental no es otro que el arte.
El arte se opone radicalmente al ideal ascético, es la única formación cultural que no
depende de éste, y, por tanto, ofrece suelo firme a la tarea de la transvaloración.
La santificación de la apariencia no hace del artista un tránsfuga del único mundo.
La apariencia que el arte crea no es otra cosa que la misma realidad seleccionada y
reforzada. El artista trágico adora el mundo diciendo sí a la totalidad de sus
manifestaciones, sin retroceder ante los aspectos terribles, sin que su miedo se haga en
ningún punto creador. Tenemos, pues, en él, la antítesis del metafísico y del científico
tradicional.
¿Cuál era la más patente traducción epistémica del ideal ascético? Sin duda, la
desconfianza hacia los sentidos, la condenación de la sensibilidad, su descalificación
como fuente de conocimiento. El fantasma del pecado se proyectaba, como anhelo de
desensualización, en la teoría del conocimiento. Pero si el metafísico suprime el valor
de la sensibilidad al extraer el corolario gnoseológico de su campaña de desvalorización
del mundo, el artista ama sus sentidos porque ama las cosas de este mundo. Aquél se
despliega como extractor del valor, éste como donador del valor. Se trata, pues, de dos
contrafiguras, de dos imágenes culturales esencialmente enfrentadas.
Y el hombre del conocimiento, liberado de la mendacidad del ideal, se hace artista:
es el filósofo agradecido a los sentidos, el que buscaría el desarrollo y la
espiritualización de la sensibilidad, poniendo en marcha la actividad cognoscitiva a
partir de sus testimonios y con la mirada puesta en su perfeccionamiento. El
conocimiento deja de ser robo para convertirse en regalo. Ya no se trata de saquear la
realidad real para, a continuación, amueblar la ficticia. Justo lo contrario: el ejercicio
artístico-cognoscitivo ensanchará más y más los horizontes de la absoluta inmanencia.
De aquí surge un ideal nuevo, enemigo mortal del ascético, pero que ya estaba presente
en el inicio de las reflexiones del filósofo alemán. El ideal del hombre como
transfigurador de la existencia; como enriquecedor, que se quiere tal, de la nada. El
hombre como creador, en definitiva, es la figura que Nietzsche termina por arrojar
contra la del sacerdote ascético.
Por otra parte, subvertir la posición de la sensibilidad en el esquema cognoscitivo
implica necesariamente la subversión de los conceptos tradicionales de verdad y
falsedad. En ésta se encuentra la esencia del modelo del arte, de la reconstrucción
nietzscheana de la teoría del conocimiento desde el paradigma de la creación artística.

Establecer diferencias entre «verdadero» y no «verdadero», la verificación en general de estados de


hecho, es fundamentalmente diferente de la posición creadora, del crear, modelar, dominar, querer,
como corresponde a la esencia de la filosofía. Introducir un sentido —esta tarea permanece siempre
incondicionada, supuesto que en las cosas no haya ningún sentido353.

El arte es el más alto poder de lo falso, magnifica «el mundo como error», santifica la mentira, hace
de la voluntad de engañar un ideal superior (…). La actividad de la vida es como un poder de lo
falso, engañar, disimular, deslumbrar, seducir. Pero para que este poder de lo falso se realice debe
ser seleccionado, duplicado o repetido, es decir elevado a una mayor potencia. El poder de lo falso

353
NF 8-2, 9 (48), p. 23.

156
debe ser llevado hasta una voluntad de engañar, voluntad artística única capaz de rivalizar con el
ideal ascético y de oponerse con éxito a la realidad (…). Verdad es apariencia. Verdad significa
realización del poder, elevación a la mayor potencia. Para Nietzsche, nosotros los artistas = nosotros
los buscadores de conocimiento o de verdad = nosotros los inventores de nuevas posibilidades de
vida354.

Haciendo omnicomprensivo el modelo del arte, de modo que permita acoger en su


seno al Otro, podríamos decir: el arte de descubrir la verdad es la consecuencia del
descontento ante el mundo, lo que Nietzsche llamó «arte romántico»; el arte de la vida,
por el contrario, es el fruto espontáneo del agradecimiento por la felicidad sentida, lo
que nuestro autor denominó «arte clásico» o «arte de la apoteosis». Dos modos
esencialmente opuestos de creatividad: el primero ofrece el ideal ascético; el segundo, el
ideal del hombre como transfigurador de la existencia. Como muy bien nos dice Peter
Pütz, el segundo de ellos, la exigencia de una transformación estética de la realidad,
descansaría en dos presupuestos básicos: uno que se refiere a la totalidad, hacer
retroceder el arte hasta sus orígenes, hasta la vida; otro que se expresa en la fórmula
«perspectivismo escéptico» y que se encarga de unir la teoría del arte con el
pragmatismo nietzscheano, con la intuición epistemológica de que la verdad descansa
sobre las condiciones cambiantes determinadas por el instinto de supervivencia355.
El ideal ascético desprecia la sensibilidad y trata de distinguir lo verdadero de lo
falso, el nuevo ideal nietzscheano ama los sentidos y se encamina a la invención de
significados. Dos formas de arte, dos modos de conocimiento. El tradicional, además,
tiene absoluta necesidad de la noción de sujeto, mientras que el nuevo tal vez pueda,
incluso, prescindir de esa ficción: es la actividad artística como proceso total en la que
carece de sentido aislar agentes, distinguir artistas. «Todo es artista» equivale a «Nadie
es artista».

¿En qué medida el artista es sólo una fase previa?


¿Qué significa el «sujeto»?
El mundo como una obra de arte que se engendra así misma — —356.

Hay que tener en cuenta que la idea de suprimir la ficticia construcción del «sujeto»
habría nacido, precisamente, de la consideración del artista en su experiencia creadora.
Porque, en esa experiencia, la identidad subjetiva que le es propia viene a hacerse
pedazos, a revelarse como ilusión innecesaria ante sus mismos ojos. El creador—y la
estética nietzscheana se basa en el artista y no en el espectador—se descubre a sí
mismo, en su actuación, como morada de fuerzas, impersonales en cierto modo y
personales en determinado sentido. Mejor dicho: se trata de fuerzas más allá de la
distinción yo/no yo. El artista está más allá del bien y del mal porque está más allá de la
cuestión de la verdad.
De ahí que Nietzsche nos presente sus reflexiones definitivas recordándonos una vez
más que, para él, la estética es sólo fisiología. Es decir, consideración de las fuerzas
artísticas como poderes naturales. Esta importante declaración del filósofo es esgrimida
por Heidegger en apoyo de su tesis fundamental en torno a todo este tema: el
pensamiento nietzscheano sobre el arte, aparentemente estético en una primera mirada,
es en realidad metafísico en su más íntimo sentido. Mediante tal pensamiento, nuestro
filósofo llevaría a cabo la determinación del ser del ente que corresponde a la última

354
Nietzsche y la filosofía, p. 145.
355
Cfr. PÜTZ, Peter, loc. cit.
356
NF 8-1, 2 (114), p. 117.

157
fase de la metafísica de Occidente357. Apartando de nuestra consideración esta nueva
utilización del pensamiento-Nietzsche, que es en realidad la misma, resaltemos lo que
aquí resulta decisivo: en el ámbito de la fisiología, en el que se encuadra la estética
nietzscheana definitivamente, la objetividad, la contemplación desinteresada que
propugnan los partidarios del arte por el arte, se nos revela como un mito imposible.
Suspender, en la actividad artística, la fuerza que inventa, realza y añade: he aquí la
imposibilidad de las imposibilidades. No existe lo bello con independencia de «los
fundamentales poderes idealizadores». La experiencia de la creación estética no permite
la separación de sujeto y objeto. Estas categorías pierden aquí toda razón de ser, se
vuelven absolutamente inutilizables; como se desprende de un denso aforismo de
Eugenio Trías, si el arte es lo único que nos queda para oponer al imperialista «principio
de realidad», ¿de dónde nos viene el empeño de comprometerlo con la «realidad»358?
La fisiología del arte reconoce una condición previa de la creación, asignándole el
papel del fundamento de posibilidad. El proceso creador, contemplado desde la
perspectiva de sus efectos trascendentes, se cumple como idealización. Consiste en
colmar de encanto al tema que lo provoca, siendo el hechizo totalmente ajeno a la
«ensidad» del asunto en cuestión (por eso la idealización ha de ser entendida como
falsificación radical desde el concepto tradicional de verdad). La idealización requiere a
su vez, como condición, el estadio fisiológico de la embriaguez. En la embriaguez se
revela lo bello. La embriaguez es la plenitud de poder en la que alcanzamos nuestra
mayor posibilidad en el ir más allá de nosotros mismos. Produce la embriaguez el
«sentimiento» de una plenitud de poder que tiene la virtud de transformar el mundo
según la propia figura del cuerpo embriagado. A su vez, tal transformación es
experimentada como un placer-de-sí por parte del cuerpo embriagado. Así se obtiene el
momento de la verdad, el instante de fusión de sujeto y objeto, la desaparición de
ambos. La sabiduría trágica es el conocimiento de un cuerpo embriagado. La
circunstancia corporal de la borrachera, la del amor de los sexos por ejemplo, propicia y
hace posible la creación dionisíaca. En la embriaguez acontece la extracción y la
magnificación de rasgos capitales, la construcción de tipos. El incremento de la fuerza y
el extraordinario aumento del sentimiento de poder, en los que la embriaguez consiste,
son simultáneos a la transfiguración de las cosas que se ponen en el radio de acción del
cuerpo embriagado. De modo que la perfección de éste se cumple como un
perfeccionar-a-las-cosas. Y así se quiebra el límite entre el yo y el no-yo, haciéndose
uno mismo el otro, y otro el uno mismo. Estamos ante la sacralización nietzscheana de
la realidad a la que apunta el nombre «Dionisos», el momento de lo «sagrado» que esta
filosofía recupera. En esta dimensión del «dionisismo» nietzscheano, que se opone a la
desacralización del ser operada por toda la filosofía tradicional, se han concentrado
intérpretes como Pierre Boudot y Emmanuel Diet359.
En resumen, la creación artística es perfeccionamiento unitario y derrumbamiento de
la barrera entre hombre y naturaleza. La embriaguez del ser humano es la misma
exaltación frenética del cosmos. Éste es el sentido profundo de la teoría nietzscheana del
conocimiento, la «transposición de lo dionisíaco a un pathos filosófico». Se podría
afirmar que las construcciones epistemológicas de nuestro filósofo constituyen
explicitaciones de uno de sus lemas más determinantes: ¡el arte y nada más que el arte!

357
Cfr. Nietzsche I, pp. 118-119.
358
Cfr. La dispersión, p. 151.
359
Cfr. BOUDOT, Pierre, L’ontologie de Nietzsche, P.U.F., París, 1971, y DIET, Emmanuel, op. cit.

158
El arte como redención del cognoscente, —de aquel que ve, que quiere ver, el carácter terrible y
enigmático de la existencia; el cognoscente trágico.
El arte como redención del hombre de acción, —de aquel que no sólo ve el carácter terrible y
enigmático de la existencia, sino que lo ama, que lo quiere amar; el hombre trágico y luchador, el
héroe.
El arte como redención del que sufre, —como camino hacia estados en los que el sufrimiento es
querido, transfigurado, divinizado, en los que el sufrimiento es una forma del gran encanto 360.

1.4.

En plena madurez creadora, Nietzsche reconquista el terreno que había sido ganado
por sus intuiciones juveniles, y del que se había desplazado en su empresa socavadora
de los cimientos de la cultura occidental por razones de urgencia táctica. Ahora le
vemos regresar con un botín inagotable, para seguir con la metáfora bélica: los años de
crítica despiadada no han arrojado sus frutos al vacío. En el arte está el paradigma de
toda la tarea filosófica, en cualquiera de sus diferentes niveles. El fenómeno «artista» se
presenta al filósofo crítico como el medio transparente que permite ver a su través todos
y cada uno de los fragmentos de la realidad. Incluso la misma actividad filosófica puede
ser contemplada en el espejo que la creación artística le ofrece.
Jean Granier nos habla de los dos momentos de la voluntad de poder como acto de
superarse a sí misma, el momento del pragmatismo vital y el de la probidad filológica,
afirmando después que la medida, la justicia, consistiría en el perfecto ajustamiento de
ambos. Granier llama «estético» sólo al primero de ellos, olvidando que la honestidad
en la interpretación es un momento tan estético como el otro, es una especie diferente de
creación artística361. En efecto, el punto de partida de la construcción teórica
nietzscheana, determinante de su totalidad, se pone decididamente en el fenómeno
«artista». Esta construcción llega al extremo genial de encararse consigo misma,
llevando la reflexión al límite, como la obra creadora de unas fuerzas originarias
sustancialmente idénticas a las que inventan la naturaleza, el poder, el hombre, la
religión o la ciencia: es algo así como una reflexión infinita que remite todo pedazo de
realidad, material o espiritual, a la eficacia de una actividad artística primigenia.

El arte es para Nietzsche la más alta forma de actividad humana. Para entender su tratamiento de la
voluntad de poder como arte, hay que tener presente que, para él, el arte no se limita a una esfera
particular de la vida humana, no es una colección de objetos y trabajos estéticos; se trata más bien de
la más íntima naturaleza del mundo mismo 362.

Estas afirmaciones de Joan Stambaugh apuntan de nuevo a una superación


nietzscheana del perspectivismo, pues es obvio que aquí nos encontramos con una tesis
acerca de la totalidad del proceso cósmico.
Desde este punto de vista, la estética asume absolutamente el papel de modelo o
paradigma, englobando en su omnicomprensividad incluso a la enigmática operación
especular de la conciencia reflexiva humana. Comprenderse como actividad creadora es
un grado supremo, tan sólo, del más fundamental comprender-algo como fruto de la
eficacia inventora. La razón humana tiene un carácter esencialmente «poetizante», y
esta frase de Heidegger consigue dar en el blanco de la interpretación. Pero hay algo
más que Nietzsche nos subraya: la razón humana hace poesía también consigo misma.

360
NF 8-3, 17 (3), p. 319.
361
Cfr. Le problème de la vérité dans la philosophie de Nietzsche, p. 531.
362
STAMBAUGH, Joan, op. cit., p. 82.

159
El paradigma del artista se identifica, por otra parte, con el modelo heraclíteo del
juego. La lucha nietzscheana contra el arte moralizante es la lucha contra la
subordinación de la actividad creadora a un fin cualquiera. La creación es, en este
sentido, creación sin límite, actividad incondicionada. El arte liberado de la tiranía de la
finalidad, el arte no cosificado, que se niega a dejarse atrapar en la consistencia óntica
del producto terminado y acabado, se despliega como actividad lúdica, como recreo
infantil totalmente irresponsable. El artista es el niño que juega: asistimos aquí a una
estrecha fusión del pensamiento nietzscheano con la intuición capital del filósofo de
Éfeso. Es decir, el proceso incesante de creación-destrucción no recibe su sentido de un
resultado trascendente al mismo, del que tan sólo fuera camino, medio. Se trata, por el
contrario, de pensar este proceso primigenio hasta el final, como tal proceso, en su
autosuficiencia absoluta, como juego que se justifica exclusivamente en el placer que
encuentra en sí mismo.
El infantilismo estético nietzscheano pretende en este momento aportar al filósofo la
mayor nitidez posible en la consideración de su exclusivo punto de partida, el
fenómeno-artista. Se limita a dar expresión justa a la pureza de la acción creadora, a su
carácter absolutamente originario y originante.

El fenómeno «artista» es, con mucho el más transparente: ¡desde él atender a los instintos
fundamentales del poder, de la naturaleza, etc.! ¡También la religión y la moral!
«El juego», lo inútil, como ideal del que está colmado de fuerza, como «infantil». El
«infantilismo» de Dios,  363.

La vida no es más que voluntad de poder, y el hombre el agregado de centros de


poder más elevado y compenetrado que hasta el presente haya aparecido sobre la Tierra.
Desde el fenómeno del artista pasamos a la interpretación del fenómeno vital. La vida es
un proceso creador que triunfa de la necesidad: los vivientes-terrestres son constructores
que despliegan su «esencia» construyendo. Encarnan el espíritu constructor que trabaja
bajo las circunstancias más adversas. La vida no es sino la voluntad de poder limitada
por la resistencia de lo inerte, de lo necesario e ineluctable. Por eso es creación que
vence, porque resulta que la vida es, que hay infinitas clases de vida, y esto es la mejor
prueba, y la única, de su victoria definitiva sobre la muerte. En la esfera del fenómeno
vital, por consiguiente, sólo es viable aquella invención que hace posible seguir
inventando, con lo que el modelo del artista adopta el significado pragmático propio de
esta esfera de la realidad.
El ser ha triunfado sobre la nada, y ha hecho de ésta la condición de su eternidad,
porque el ser es vida, es creación incesante. Por lo mismo no se puede separar el ser del
aspecto que ofrece: aquel sólo tiene realidad como obra de arte, como mostración de
líneas y figuras, de ritmos y melodías.
Heidegger estaba muy acertado cuando afirmó que «una interpretación de la esencia
de la voluntad de poder debe comenzar, precisamente, por el arte», sobre todo si
aislamos esta frase del contexto falsificador en la que aparece inmersa364. En la voluntad
de poder asistimos a la consideración totalizadora del fenómeno-artista. Ya no se trata
de la lucha contra el Otro, la cosificación, la muerte, sino del enseñoreamiento de sí
mismo. El modelo de la WzM está montado sobre el fundamental paradigma estético, y
recaba para sí el dinamismo que le es inherente, a costa de una dualidad radical.

363
NF 8-1, 2 (130), p. 127.
364
HEIDEGGER, Martin, Nietzsche I, p. 67.

160
En efecto, «llegar a ser señor del caos que se es», «obligar al caos propio a devenir
forma»: cada fragmento de la realidad se hace ahora obra de arte de sí mismo, como si
lo informe del magma primordial habitase la entraña misma de cada centro de poder. El
modelado de lo otro, la vida, se nos descubre en este momento, en la suprema
universalización del modelo, como modelado de sí mismo. El arte es la vida, es la
voluntad de poder en su forma más plena. «La voluntad de poder es un eros creativo —
“el amor de la generación y del nacimiento en la belleza”»365. «La voluntad de poder
significa esencialmente creación donadora»366.
Lo otro de la vida es lo mismo del dominio. Estamos ante la superación del
significado pragmático de la creación artística. Tal rebasamiento se cumple en el paso
que nos lleva desde el artista-vida que transforma sin cesar sus condiciones ambientales
hasta el artista-voluntad de poder que se forja a sí mismo, haciendo de su caos ley. Y lo
decisivo es que la filosofía nietzscheana nos fuerza a ver al primero como una
manifestación concreta del segundo. Es éste quien se erige en primordial, quien accede
a la soberanía.
La dualidad Apolo-Dionisos, que preside el cosmos de la voluntad de poder, se nos
aparece ahora como la encarnación del gran estilo, de la gran pasión: el continuo
crearse a sí mismo, la insaciable ambición de darse forma.
La especie humana, demostración del triunfo de una modalidad creadora entre tantas
otras, se caracteriza por la finura matemática y la eficaz amplitud de sus construcciones.
Ella es esas construcciones, esas valoraciones que edifican con precisión. La
interpretación humana consiste esencialmente en técnica, en cálculo, en el dominio
absoluto de lo otro a través del trabajo planificado. Es decir, que el modo artístico del
hombre, la dimensión estética que es el hombre, se llama «tecnología».
En el hombre adquiere lo viviente-terrestre la más alta eficacia en el control de sus
condiciones de existencia. La técnica lleva a cabo el sacrilegio por excelencia: la
violación del mundo, su conversión en mundo-para-el-hombre.

Todo esto quiere decir: de raíz, desde antiguo, estamos —habituados a mentir. O para expresarlo de
modo más virtuoso e hipócrita, en suma, más agradable: somos mucho más artistas de lo que
creemos367.

El fenómeno-artista, por lo tanto, nos permite reconocer en el hombre al


transfigurador tecnológico de la tierra, o, en otras palabras, el conocimiento racional
manos a la obra, tal como hasta ahora se nos presenta. Pero lo más importante, lo
específico de la elección nietzscheana de este modelo concreto, estriba en la posibilidad
de la apertura a otras modalidades de creación artística que nos ofrece.
El fundamento del superhombre está en la liberación afectiva de capacidades
inventoras adormecidas, o enmascaradas, radicalmente diferentes de la modalidad
tecnológica. Por esta razón se hace tan crispada la oposición a la estética nihilista de
Schopenhauer, estrechamente emparentada con las alabanzas de la objetividad en el
recinto de la epistemología. Enemigo de la despersonalización, Nietzsche no se cansa de
repetir, contra su maestro de juventud, que la actividad artística consiste en la
transfiguración afectiva, y no es una contemplación intelectual de esencias
impersonales. En este punto, las consideraciones estéticas se hacen reflexiones
epistemológicas, y viceversa.

365
KAUFMANN, Walter, op. cit., p. 253.
366
MOREL, Georges, Nietzsche III, Aubier-Montaigne, París, 1971, p. 50.
367
JBG, 192, p. 122.

161
La condición de la técnica es la objetivación y el distanciamiento, o retraimiento, de
la subjetividad calculadora a su recinto sagrado e intocable. El arte pulsional, por el
contrario, se despliega al margen de la distinción sujeto-objeto, y la actividad creadora
se identifica aquí por completo con sus «producciones». Queda imposibilitada, por
tanto, toda especie de previsión y de planificación tecnológicas, toda suerte de retirada
ascética.
En consecuencia, el punto de partida del fenómeno-artista conlleva un vuelco en la
noción occidental de la realidad (para Nietzsche, en la experiencia humana de la
verdad). La ironía y el procedimiento de la paradoja se descargan en esta cuestión
capital casi diríamos que torrencialmente: el hombre es una criatura mendaz y
falsificadora de lo real porque constituye una pieza esencial de la realidad; el hombre es
mentiroso por naturaleza porque es un fragmento de la verdad, de la naturaleza.
El arte es la negación de la verdad, y la metafísica, la moral, la religión, la ciencia…
serían otros tantos noes a la realidad. Si la realidad es susceptible de ser dominada por la
mentira, por el arte, no es sino porque la misma realidad es proceso creador, esencial
mentira. La vida es voluntad de poder: he aquí lo más real, la mentira más inmensa. «La
mentira es poder».

1.5.

Ya no es posible pretender que el conocimiento consista en la captación respetuosa


de la estructura de lo real. La ideología realista, que pretende ver lo que es, y trabajar
conforme a la naturaleza, no sólo es un contrasentido en el terreno de la teoría estética,
sino, además, una completa imposibilidad368. Bajo un ideal semejante sólo se esconde el
anhelo de sometimiento a lo elaborado por pasadas generaciones humanas.
Porque haber, lo que se dice haber, no hay nada que no sea lo depositado en
creaciones sucesivas. La creación nietzscheana no es una creatio ex nihilo, como afirma
uno de sus intérpretes369, sino que constituye un proceso cuya materia, cuyo contenido,
está determinado históricamente. Se trata de dar una forma nueva a lo que ya existe. El
concepto nietzscheano de creación nada tiene que ver con el de la tradición judaica del
Antiguo Testamento: el momento excepcional que determina el eterno retorno de lo
mismo, por ejemplo, ordena alrededor de sí las puntuaciones temporales antecedentes,
les confiere forma circular.
La debilidad, la impotencia del no-poder-crear, la renuncia a la propia voluntad:
todo esto se expresa en la contemplación de los cognoscentes que dejan las cosas como
están. En el extremo opuesto, como ejercicio preparatorio del conocimiento
sobrehumano, encontramos la actividad creadora del que informa lo amorfo, ya sea
materia externa, como en el caso del artista, ya sea el propio caos interior, como en el
caso del solitario que se recrea continuamente en sí mismo. La creación que el filósofo
se propone requiere la destrucción previa de lo históricamente sedimentado: borrar los
residuos de las personalidades ajenas para imprimir la marca de la propia.

Reconocer que algo es así y así; hacer que algo se convierta en esto y lo otro: antagonismo en los
grados de fuerza de las naturalezas. (…) Los «cognoscentes» que sólo quieren verificar lo que es son
aquellos que no pueden decretar cómo debería ser nada. Los artistas son una especie intermedia: al
menos establecen una alegoría de lo que debería ser —son productivos en la medida en que
transforman y cambian; no como los cognoscentes, que dejan todo como está370.

368
Cfr. KOFMAN, Sarah, op. cit., p. 49.
369
Cfr. MOREL, Georges, op. cit., pp. 44 y ss.
370
NF 8-2, 9 (60), pp. 30-31.

162
El acto cognoscitivo es un acto de creación. Resulta indudable el hecho de la
preferencia de Nietzsche por el tema del amor sexual a la hora de llevar a cabo las más
penetrantes aproximaciones al núcleo del conocimiento creador. Ya Walter Kaufmann
llamó nuestra atención sobre la honda impresión que causó en el joven Nietzsche la
lectura del Banquete platónico. Para Kaufmann, todo el pensamiento nietzscheano
quedó profundamente influido por este diálogo del filósofo griego, en especial la
concepción de la voluntad de poder371. Siguiendo el sendero abierto por este intérprete,
Dieter Bremer se ha dedicado a investigar en profundidad las huellas platónicas en la
filosofía nietzscheana. Bremer ha resaltado la enorme repercusión que aquí encontraría
la fusión platónica de belleza y conocimiento. Eros infundiría en la filosofía una
«aspiración a la potenciación del ser» definidora de la noción nietzscheana de la
actividad cognoscitiva372.
Pero hay que tener en cuenta, por otra parte, que tal tema hace siempre su aparición
sobre el telón de fondo de la estética. La visión del enamorado es siempre artística. Una
vez más, la teoría del arte es únicamente teoría de la naturaleza, aquí la estética se ha
hecho fisiología. El estado estético, en el que brotaría el conocimiento creador,
constituye para Nietzsche una especie de «derrame» de corporalidad floreciente: la
fuerza sexual, la fecundidad y la procreación son lo mismo que la fuerza y la fertilidad
artísticas. De ahí todo el discurso nietzscheano en torno a la castidad como economía
creadora que en ocasiones se haría indispensable. La otra cara del fenómeno artístico, la
del disfrute de la obra realizada, es enfocada asimismo desde esta perspectiva sexual: la
contemplación artística excita o deprime, actúa como un tónico o como un veneno
debilitador, aumenta o sustrae la fuerza erótica. «Sólo hay una especie de fuerza».
El presupuesto de todas estas tesis nietzscheanas no es otro que el que Eugenio Trías
expresa en su Tratado de la pasión:

A saber, que el estado de enamoramiento, lejos de cerrar el camino de la razón, más bien parece
abrirlo; lejos de ser vía de ceguera y de tiniebla, es vía de lucidez y conocimiento. O que la pasión,
lejos de ser ciega, es premisa de lucidez373.

La relación entre el enamorado y el objeto de su pasión ha de ser, considerada en su


dimensión estética, el marco que nos guíe en la reflexión acerca del conocimiento
creador propuesto por Nietzsche. La esencia de la relación amorosa, negativamente
leída, no es sino la más absoluta falta de respeto por la «realidad de las cosas». Queda
ésta reducida a un estado fantasmagórico, esto es, queda destruida. Al amar, el aumento
de la fuerza, expresado como imperiosa necesidad de regalar, de donar, de idealizar, nos
aparta de los carriles de eso que pensábamos era nuestro ser, nos difumina los puntos de
referencia del mundo.
El amante se hace mucho más de lo que «es». Al ser amados, nos transformamos
hasta lo increíble, esforzándonos por ofrecer una superficie susceptible de idealización.
El amado se convierte en alguien digno de ser amado. Lo mismo debe ocurrir entre el
cognoscente y el suceso individual que conoce, que va conociendo, que determina el
mundo.
La embriaguez cognoscitiva ha de ser, como la erótica, todopoderosa en su ejercicio
de plenificación de lo conocido. La transfiguración que efectúa el amor lleva consigo la

371
KAUFMAN, Walter, op. cit., p. 160.
372
Cfr. BREMER, Dieter, «Platonisches, Antiplatonisches. Aspekte der Platon-Rezeption in Nietzsches
Versuch einer Wiederherstellung des frühgriechischen Daseinsvertändnisses», en Nietzsche-Studien, 8,
Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1979, pp. 39-104.
373
Tratado de la pasión, p. 36.

163
desaparición de los límites que separaban al amante y al amado, los mismos que les
conferían su «realidad personal», su mundo. (Tal vez la estética nietzscheana adolezca
de un exceso de masculinidad, al contemplar en demasía la relación amorosa desde el
límite viril. Tal vez este hecho oscurezca un tanto el significado cognoscitivo del
encuentro amoroso, puesto que se insiste muy poco, por su causa, en el aspecto de
«fusión» de realidades que sin duda involucra).
En el enamoramiento asistimos a una mutua entrega: cada uno de los sujetos se
deshace en signos, se diluye en cargas expresivas, se ofrenda al conocimiento del otro,
que también es conocimiento de sí mismo. La extrema expresividad se complementa
recíprocamente con una receptividad exacerbada, lográndose en la relación erótica el
punto álgido de la comunicación humana.

El estado estético tiene una abundancia de medios de comunicación, al mismo tiempo que una
extrema receptividad de estímulos y signos. Es el punto alto de la comunicatividad y la
transferibilidad entre seres vivos, es la fuente del lenguaje 374.

Esta cumbre de la «transferibilidad entre seres vivos» que es la relación erótica


asume el significado esencial de la noción nietzscheana de perfección. La perfección no
se refiere primordialmente al sujeto del conocimiento. Tampoco se dice sobre todo del
objeto en cuanto conocido. Sino que consiste en la caída de la distinción entre uno y
otro, caída que tiene como consecuencia un extraordinario enriquecimiento, una
inusitada elevación del grado de poder por parte de la nueva realidad que aparece en el
horizonte de la fusión cognoscitiva.
Se trata de una generación que no frustra ni tampoco mengua, que no defrauda ni
disminuye a las fuerzas que en ella participan. Al contrario de lo que sostenía la
metafísica schopenhaueriana del amor sexual, la equiparación de la relación erótica y la
actividad cognoscitiva propuesta por Nietzsche se fundamenta en un común «hacer-
bello». El mundo es hecho perfecto por el amor: el mundo es hecho perfecto por el
conocimiento. Ambos procesos expresan una sola plenitud vital, una única elevación del
grado de poder.

2. EL HOMBRE DEL CONOCIMIENTO


Genio, erudito, filósofo

El hombre es un fragmento de la naturaleza viviente, una de las culminaciones


posibles del proceso de creación artística en que ésta consiste esencialmente. La
humanidad continúa, sin tener conciencia de ello en la inmensa mayoría de los casos, el
despliegue de la producción estética. En ella haría su aparición la individualidad
propiamente dicha: cada ser humano, en cuanto obra de arte, agota por completo el
modo de ser propio del hombre. Representa una totalidad arquitectónica merecedora de
contemplación. Pero a esta magnífica prolongación de la vida natural le falta la
capacidad de comprenderse a sí misma como parte del espectáculo total. El hombre en
su estado bruto, en su inmediatez, hablando «more hegeliano», se encuentra totalmente
sumergido en la inercia natural. Es un mero producto que se afana en la conservación de
la modalidad estética que representa y aspira a su triunfo incondicionado. Carece del
poder de sentir el «éxtasis de la visión», comprometido como está en el tejido de
necesidades que controlan su existencia.

374
NF 8-3, 14 (119), p. 88.

164
En este contexto se encuadra el discurso nietzscheano acerca del genio, que irrumpe
de forma tan determinante en sus reflexiones de juventud. Genio es aquel que ha
logrado unir, milagrosamente, a su carácter de producto, la esencia del productor
mismo, el que hace de su existencia obra de arte, asumiendo por tanto el dominio de la
naturaleza que él es. Genio es el capaz de automodelarse. Aquel que ha visto el corazón
del todo, que se ha identificado con la totalidad y se ha hecho cargo de sí mismo como
tarea irrepetible e inaplazable.
En el genio nos las habemos, en el joven Nietzsche, con la definitiva coronación de
la vida. El entusiasmo del filósofo nos lo presenta como la finalidad suprema de la
naturaleza toda. Y esto es lo mismo que hacer de su aparición el objeto y la meta de la
existencia humana. Aquí surge la cultura, la necesidad absoluta de cultivar la tierra de la
humanidad para favorecer conscientemente el movimiento general de la naturaleza, para
liberar a la vida de sí misma. El modelo de la cultura griega se nos muestra en este
punto de importancia capital, llegándose a imponer, incluso, a la decisiva influencia de
Shopenhauer. La exigencia nietzscheana de una cultura poderosa no duda en expresarse
en los términos más desvergonzados. En efecto, el carácter sagrado que asume la
empresa cultural, al concentrar en sí todas las esperanzas de la definitiva redención
humana, se atreve a declarar la necesidad de la alianza entre cultura y esclavitud.
Nietzsche no retrocede ante ella, estando seguro de reconocerla por debajo de las
diversas formas históricas que ha adoptado, más allá de cualquier enmascaramiento. Se
revela ya aquí la insana obsesión de poner al descubierto los puntos más oscuros de la
forma occidental de vida.

Para que haya una tierra ancha, profunda, fértil para el desarrollo del arte, la abrumadora mayoría
debe estar sometida al apremio de la vida, más allá de la medida de sus necesidades individuales al
servicio de una minoría. A sus expensas, en virtud de su plus de trabajo, esa clase privilegiada ha de
quedar sustraída a la lucha por la existencia, para que genere y satisfaga un nuevo mundo de la
necesidad375.

La lucha cultural, que tiene como último objetivo la conquista de la genialidad, sólo
puede comenzar realmente desde la plataforma social de la liberación de los menos. A
cambio, el genio sufrirá la visión de la imagen real de la naturaleza humana, soportará la
toma de conciencia superadora de toda la brutalidad contenida en la historia del hombre.
El genio llevará la carga de la humanidad por el solo hecho de serlo. Le serán negadas
las comodidades de la vida inocente. El conocimiento del genio supone para Nietzsche
la redención de la mayoría, su redención, su contacto con lo eterno, la esencia creadora
de la vida.
Ciertamente, resulta insólita la conjunción de toda esta temática elitista, de todo este
proyecto cultural fundamentado metafísicamente, con una de las realidades más
efectivas y cotidianas: la enseñanza en las instituciones estatales de nivel medio y
universitario. Nietzsche lleva a cabo una crítica despiadada de la realidad educativa de
su tiempo. Porque la cultura europea no produce genios, sino doctos (Gelehrten),
eruditos y especialistas que nada tienen que ver con el ideal mantenido por el joven
filósofo.
La raíz de este fracaso colosal del mundo cultural de Occidente ha de buscarse en la
práctica educativa: para la preparación del genio se necesitan verdaderos educadores. El
educador habrá de encaminar al discípulo por el sendero de la libertad, su misión es
liberar a los jóvenes de las trabas que dificultan o impiden la auténtica expresión de su
personalidad, de la particularidad creadora que cada uno de ellos representa. Porque es

375
El Estado griego, p. 310.

165
la capacidad expresiva la que marca la línea divisoria y el abismo que separa la libertad
de la esclavitud.

Si se piensa, qué ser más complicado es el hombre: ¡qué infinitamente difícil le resulta expresarse
realmente! La mayoría de los hombres permanecen encerrados en sí mismos y no pueden salir fuera,
esto es esclavitud. Poder hablar y escribir significa ser libre: aunque por supuesto que no siempre
salga lo mejor; pero es bueno que se haga sensible, que encuentre palabra y color. Es bárbaro quien
no puede expresarse, quien parlotea servilmente 376.

Nietzsche acierta a formular con claridad el diagnóstico de la situación cultural


contemporánea porque conoce la realidad de la práctica docente cotidiana. La educación
institucionalizada constituye un dispositivo productor de habilidosos y aplicados
especialistas útiles a la planificación estatal. Es decir, supone justo lo contrario de lo que
al pensador le dicta el modelo de la obra cultural helena.
La esfera de la enseñanza aparece sumergida en la economía política como una pieza
más del juego universal de la oferta y la demanda. No se trata en absoluto de lograr la
personalidad verdaderamente excepcional, sino más bien de lo inverso: acuñar «moneda
corriente», lista para entrar en la circulación de las mercancías humanas. No es el
filósofo, el hombre capaz de tareas de amplio alcance, el tribunal supremo de las
escuelas, el canalizador de la tarea preparatoria del genio, tal y como reza el explícito
proyecto nietzscheano, sino el estado, quien asume de modo exclusivo el papel de
intermediario entre profesor y discípulo. Es el estado el que se asegura la rentabilidad de
la institución educativa, estableciendo para ello los mecanismos de control y selección a
partir de sus propios criterios. Cuanto más fuerte y poderoso es el poder político, con
tanto mayor ahínco pretenderá arrogarse la tutela del desarrollo cultural de su pueblo.
El imperialismo de la utilidad, la conversión del terreno social en objeto de
explotación económica, han determinado, por tanto, la subversión del esquema inicial
del que Nietzsche partía. Las «necesidades de la vida», los agobiantes apremios de la
ganancia y de la miseria, han invadido la esfera, totalmente «otra», de la necesidad
espiritual. Todas las instituciones educativas del presente, de nuestro presente, tienen
que ver sólo con la fabricación de hombres capaces de ganar dinero. Es la enseñanza
algo humano, demasiado humano. La exacta correspondencia entre saber y posesión se
ha convertido en la nueva exigencia moral de Occidente.

Según esta perspectiva, está mal vista una cultura que produzca solitarios, que coloque sus fines más
allá del dinero y de la ganancia, que consuma mucho tiempo. A las tendencias culturales de esta
naturaleza se les suele descartar y clasificar como «egoísmo selecto», «epicureísmo inmoral de la
cultura»377.

Éstas son las claves que permiten entender las tendencias pedagógicas concretas. La
masificación de la enseñanza impide el auténtico desarrollo cultural de las contadas
individualidades que, en principio, serían susceptibles del mismo. No es sino una
manifestación de la subversión operada en la situación real: aquí Nietzsche no duda en
emplear los términos «natural», «naturaleza», para subrayar con mayor energía el
rechazo absoluto de la masificación en el terreno del conocimiento. Tal fenómeno es
antinatural y carece de sentido, a no ser que toda la labor cultural de Occidente vaya
desencaminada. Es antinatural en cuanto que la nivelación de lo desigual representa el
mayor atentado contra la «esencia» de la voluntad de poder. El atentado

376
NF 3-4, 37 (8), p. 458.
377
UZ, «Prólogo», I, p. 160.

166
específicamente humano, por otra parte. La inmensa mayoría de los jóvenes ingresa en
las instituciones docentes impulsada a ello contra su propia naturaleza. La educación, si
ha de ser la raíz de una cultura fuerte, será de carácter aristocrático. Por eso, la
tendencia a extender sin límite alguno la superficie de la educación implica
inevitablemente la merma de su calidad. Semejante tendencia no es otra cosa que la
expresión de que la cultura se ha supeditado a formas de vida diferentes de la que ella
representa, de que la cultura ha dejado de ser una finalidad en sí misma.
No podemos dejar de considerar el hecho de que toda esta temática, que, por otra
parte, no es en modo alguno irrelevante en el conjunto del pensamiento nietzscheano,
hace a éste sumamente frágil frente al ataque de la crítica marxista. Monika Funke, por
ejemplo, tras poner de manifiesto el carácter burgués de la «Intelligentsia» académica,
nos recuerda el juicio extremista de Lukács acerca de todo el pensamiento de nuestro
filósofo tomado en bloque: el verdadero enemigo de Nietzsche era el socialismo, y
contra él iban dirigidas unas invectivas propias de la «intelectualidad burguesa
parasitaria», que constituían la apología indirecta del capitalismo378. El tratamiento
nietzscheano del tema del filósofo y del genio representa, a mi juicio, el material más
decisivo a la hora de fundamentar definitivamente la teoría del conocimiento que hemos
estudiado. Este hecho hace de la filosofía de Nietzsche el contra-ideal de la utopía
socialista, si bien esto no quiere decir, en absoluto, que debamos suscribir la
simplificación lukacsiana. La cultura ha de ser un fin en sí misma. Su subordinación a
los intereses del pueblo, aunque éste sea la clase «victoriosa», la encargada de redimir a
la humanidad, supondría, para Nietzsche, un total contrasentido.
Por otra parte, el panorama que ofrece el saber universitario no hace sino confirmar
la bancarrota cultural que la enseñanza media prepara. La universidad imposibilita la
aparición de la personalidad genial desde el momento en que no representa más que la
intromisión estatal llevada a su punto más alto. Los análisis nietzscheanos prolongan en
este punto la crítica de su maestro de juventud.

Con el tiempo he ido viendo lo acertado de la concepción de Schopenhauer a propósito del saber
universitario. Una veracidad radical es aquí sencillamente imposible. Y en particular algo que fuera
auténticamente innovador no podría tener aquí su punto de partida379.

Sobre el telón de fondo de la actividad universitaria y la acerba crítica de su función


se establece la oposición del erudito y el filósofo, las dos figuras radicalmente
enfrentadas cuyos puntos de fricción más sangrantes nos permiten dibujar las
características esenciales que Nietzsche asigna al hombre del conocimiento.
El prototipo del erudito universitario lo tenemos en la figura de Kant. Con él la
filosofía se introdujo decididamente en el recinto institucional, se hizo académica. Esto
supone, necesariamente, ciertas concesiones por parte de la veracidad del filósofo,
expresadas, por lo general, en un cierto aire de «respeto» hacia el poder político
constituido, en una más o menos lograda apariencia de compatibilidad con la fe
religiosa.
La filosofía de profesores y estudiantes tenderá a verse a sí misma como ángel
tutelar de la actividad investigadora de las ciencias, como epistemología entendida en
tanto teoría de la ciencia. El filósofo queda así degradado al papel de guardián del

378
Cfr. FUNKE, MONIKA, op. cit., pp. 240-242.
Cfr. LUKÁCS, Georg, loc. cit.

379
De la carta a Erwin Rohde del 15-12-1870, en BW, p. 27.

167
rebaño erudito. Es decir, se convierte en una pieza más del mecanismo de control estatal
y eclesial sobre las direcciones del conocimiento científico. Y una pieza importante, sin
duda, pues de ella dependen en cierta medida la buena digestión social del
descubrimiento. O la canalización, incluso, de todas las líneas investigadoras.
De manera que el filósofo no sólo no es la preparación del advenimiento del genio,
como Nietzsche quiere, sino que constituye el encargado de supervisar y encauzar la
tarea de los aplicados especialistas que despliegan su actividad en el medio
universitario. La universidad se hace cada vez más comprensible, en el funcionamiento
general de sus estructuras, desde el modelo de la fábrica. El imponente aparato
investigador, los grandes laboratorios, las bibliotecas, todo ello se asemeja a la
maquinaria industrial entre la que consumen sus días técnicos cualificados. En efecto,
nada más estrecho y estéril que la experiencia de la vida propia del científico puro que
se desconecta por completo del arte y de la filosofía. El especialista es indigno de la
cultura. Nietzsche traza su caracterología con todo detalle; registra su habilidad para
comprender lo más cercano y su absoluta incapacidad de llevar a cabo proyectos de
amplio avance, los específicamente culturales; subraya esa destreza en la vivisección del
fenómeno que nace de la pobreza y de la cortedad del sentimiento; la modestia, la
escasa autovaloración, van unidas a una desmedida confianza en maestros y
conductores, pues tiene el erudito horror a la falta de estima de sus colegas. Sin saber
qué hacer con el ocio, acosado por el aburrimiento, el especialista se deshace en su
trabajo. Su conducta está guiada por los motivos más sobrios y «normales» que quepa
imaginar: por ello le pasa desapercibido lo anormal, lo extraño, lo grande, por ello
ignora lo importante y descuida lo esencial. Lo más poderoso en él es el ansia de escalar
puestos en la comunidad sabia, y es natural que descubrir alguna parcela de «verdad»
tenga ciertas recompensas económicas. Si por casualidad algún erudito es movido en su
labor por la pasión de la veracidad, a ello habrá contribuido probablemente la falta de un
modo personal de ser y de entender las cosas que expresar y comunicar a los demás380.
La institución universitaria en su totalidad es para nuestro pensador una gigantesca
rémora en el desarrollo cultural auténtico de un pueblo. Las personas que la integran
llevan a cabo la siempre renovada justificación de lo existente: hacer comprensible un
fenómeno consiste, para el profesor universitario, en presentarlo como consecuencia
necesaria de una serie precedente. En el orden social de un momento dado celebra la
lógica, o la razón, o la idea, su más deslumbrante victoria. La misión de la universidad
no es otra que la de levantar ídolos, santificar la miseria cultural de la época. Las
verdades de los doctos universitarios son criaturas cómodas y bondadosas que sirven
para apuntalar todo poder existente: ahí está el ideal de la cientificidad pura como
máxima expresión del servilismo universitario. La utilidad de la labor del especialista en
filosofía, su «sentido», no es otra que la de llevar la verdad al territorio del poder, sea la
opinión pública, el gobierno, las iglesias, etc.
Nada tiene que ver, por tanto, el erudito universitario con el filósofo auténtico, con
el hombre completo, situado al margen de la corrupción de perspectiva que el
especialismo lleva consigo. El filósofo ha de ser capaz de ver las cosas «por primera
vez», de ser él mismo algo nuevo, inédito, no adulterado por la mediatización sin fin de
las opiniones ajenas, de los libros, de la información histórica.
No se puede establecer distinción alguna entre la entidad y el valor del verdadero
filósofo y la estructura de la realidad que él entrevé. Ésta y aquéllos no son sino lo
mismo. Aquéllos no son patrimonio «común», no pertenecen al tejido que inviste lo
elaborado gregariamente. Ésta no se sitúa al nivel de la construcción social corriente y

380
Cfr. NF 3-4, 29 (13), pp. 235-239.

168
contemporánea. Si la invoca con el atractivo y la novedad característicos de la utopía, es
precisamente porque habla desde un lugar totalmente otro. Así es como puede emitir su
llamada de transformación. En este sentido interpretamos textos como el que sigue a
continuación.

Por eso el que es veraz percibe el sentido de su actividad como metafísico, como algo que se explica
desde las leyes de una vida distinta y más elevada, como algo que le afirma desde un intelecto más
profundo: de manera que todo lo que él hace parece ser destrucción y quiebra de las leyes de esta
vida381.

El rasgo esencial del furor philosophicus es la manía de la destrucción. Una


aniquilación exigida por la atracción irresistible de lo otro, de la utopía, de la libertad
que el filósofo es. Diametralmente opuesto al interés político de conservar, de remendar,
de prolongar lo insoportable a toda costa. Es contradictoria la figura del filósofo de
partido, del pensador comprometido en la tarea de un gobierno, de cualquier gobierno.
Es absurda la noción de una filosofía académica, y cuando se encarna en el filósofo
universitario culmina el fraude, la estafa. En general, el desarrollo de la cultura es
incompatible con el fortalecimiento del poder estatal. Todas las épocas de cultura
elevada, constata Nietzsche, han sido políticamente débiles e inestables. Lo que es
grandioso en el terreno de la cultura es esencialmente antipolítico. En honor a
Schopenhauer, el primero que describió claramente esta total contradicción, Nietzsche
formula solamente este lema: «Philosophia academica delenda est»382.
Las condiciones de posibilidad de aparición del auténtico filósofo se reducen a lo
mismo: libertad. Favorecerlas es favorecer la eliminación de las trabas que impiden, o
canalizan hacia direcciones predeterminadas, el desarrollo espontáneo de la
personalidad filosófica. Esto significa abstenerse de estorbar, de interferir, el diálogo
entre el pensador y la realidad que entrevé. Es la no intervención en el proceso que
convierte al «sujeto cognoscente» en lo que es, en el orden fisiológico que representa, y
que exige la transformación de las circunstancias heredadas. De ahí que la mediación
institucional, la universidad como cristalización de los intereses en los que se expresa el
dominio particular de un sector de la sociedad sobre su conjunto, no es el ámbito más
propicio para la incubación del verdadero hombre del conocimiento. El patriotismo
estrecha el espíritu. La relación con el estado del filósofo-funcionario envenena la
espontaneidad, ocultando la lamentable servidumbre con una apariencia de libertad muy
poco convincente. La conclusión es clara: no hay que hacer de la filosofía un oficio, un
modo de ganarse la vida. Es decir, que el filósofo habrá de estar liberado de los
apremios de la necesidad vital, al margen de toda coerción de ganarse el sustento.
Una vez más, el ejemplo para Nietzsche es aquí el de los filósofos llamados
«presocráticos», pensadores entre cuya producción filosófica y su carácter personal se
estableció una necesidad estricta, de manera que resulta imposible separar a la una de la
otra. Las circunstancias sociales favorecieron el surgimiento de «lo eternamente
irrefutable», el conocimiento que brota del choque frontal entre una personalidad
filosófica vigorosa y el mundo heredado, y que determina la construcción de un orden
nuevo, radicalmente original, válido. Por el contrario, en la situación contemporánea, las
mediaciones que separan el producto filosófico de la disposición particular de la
personalidad se han hecho tan numerosas y tan determinantes que ésta resulta
irreconocible en aquél. O, mejor dicho: la presión de la necesidad vital, el llamado

381
UB III, 4, p. 368.
382
NF 3-4, 34 (45), p. 425.

169
«carácter nacional», las toneladas de páginas impresas, el mar de las teorías ajenas, las
obligaciones impuestas por el estado, por las iglesias, por la ambición, por las
costumbres y las academias; el respeto debido a gobiernos, religiones, opinión pública,
grupos sociales cercanos… todo esto cae sobre la individualidad aplastando el valor
único que podría corresponderle, asfixiando sus raíces creadoras. La filosofía, el
conocimiento filosófico, se reviste entonces con las hueras galas de la erudición. Los
ignorantes retroceden, respetuosos, ante tanta palabrería de apariencia sabia; así se sigue
cumpliendo, de paso, la función político-policíaca que se le ha asignado en el reparto
del saber oficial.
No le queda más remedio al filósofo verdadero que aniquilar la tupida red de
mediaciones. Su labor pone a la luz la auténtica actitud de los poderes constituidos ante
la actividad cognoscitiva.

Dondequiera que haya sociedades poderosas, gobiernos, religiones, opinión pública; en una palabra,
donde haya tiranía, allí se odiará siempre al filósofo solitario. Pues la filosofía abre al hombre un
refugio en el que ninguna tiranía puede entrar, la guarida de lo interior, el laberinto del corazón: y
esto indigna a los tiranos383.

Ser filósofo significa, por encima de todo, ser un hombre libre. Una máquina de
hablar, una máquina de escribir, no es un filósofo. Un experto en historia de la filosofía
que vive de su oficio, que por un lado piensa y por otro actúa, eso no es un filósofo. El
pensamiento es una actividad práctica: aquel que no hace de su pensamiento vida y de
su vida pensamiento vive con dos medidas, no siente como vergonzoso el sometimiento
a la esclavitud universal. Es imposible expresarse realmente cuando se vive inmerso en
un orden ajeno y uniforme. De ahí la exigencia nietzscheana de la soledad como el
único camino posible, en las actuales circunstancias, para el que desea conocer. El
conocimiento, nietzscheanamente entendido, es una forma de vida: la vida libre.

La única crítica de una filosofía que es posible y que demuestra algo, es decir, comprobar si se
podría vivir según ella, nunca se ha enseñado en las universidades, sino siempre la crítica de las
palabras sobre las palabras384.

La situación de servidumbre en que se encuentran el erudito, el especialista, el


filósofo académico, se expresa, si se hace de la necesidad virtud, en la alabanza de la
«objetividad científica», convirtiendo así la esterilidad y la despersonalización en ideal
de conducta. Esto ayuda eficazmente a la reproducción de la esclavitud y a su
reforzamiento, porque presenta como valioso en sí mismo todo lo que suponga extirpar
de la actividad cognoscitiva cualquier signo de particularidad personal. Semejante
divorcio de teoría y práctica tiene el atrevimiento de presentarse como la mayor garantía
de que la práctica no estará manipulada por ninguna teoría «impura». En el país de los
enanos, pues, la castración constituye el ideal cognoscitivo supremo. La indignación de
nuestro filósofo se pone aquí manos a la obra, subrayando con insistencia obsesiva la
esencia pulsional, afectivamente personal, de todo genuino conocimiento. El ideal del
filósofo se situará en una escritura directa en la que hable el torrente de afectos
peculiares que lo constituyen como personalidad. El pensador se relaciona con su utopía
«instintivamente», y de ahí la relevancia de la salud, física y psíquica, en el terreno del
conocimiento.

383
UB III, 3, pp. 349-350.
384
UB III, 8, p. 413.

170
No somos ranas pensantes, ni tampoco aparatos de objetivar y registrar, con frías entrañas. Hemos de
alumbrar constantemente nuestros pensamientos con nuestro dolor y darles maternalmente cuanto
poseemos de sangre, corazón, fuego, placer, pasión, tormento, conciencia, suerte y destino. Vida
significa para nosotros todo cuanto somos, cambiar continuamente en luz y en llama. Además, todo
cuanto nos acontece, no podemos ninguna otra cosa385.

Lo que han sido los pensadores

Nietzsche concibe toda la historia de la filosofía como el preludio de algo que


todavía no ha llegado. En los avatares y las sinuosidades del pensamiento occidental a
lo largo de los siglos se trataría propiamente de las convulsiones larvarias de una
realidad incipiente. Todavía no nos es dado pensar: lo que llamamos «pensamiento
humano» no es sino un balbuceo infantil a cuyo través el filósofo del presente ha de
vislumbrar el advenimiento futuro del pensamiento como tal. Por esta razón, el
enfrentamiento nietzscheano con la tradición filosófica se lleva a cabo, casi
exclusivamente, como una continua y radical negación: es preciso resquebrajar la tupida
tela en la que ya se adormece la larva, hay que negar la forma larvaria del pensamiento
para acceder a los desarrollos adultos del mismo. En otras palabras: el hombre ha de
perecer en el anhelo de lo sobrehumano.
Vista desde la perspectiva globalizadora de la cultura, la filosofía ha conquistado el
gran privilegio de convertirse en el síntoma por excelencia. Lo que el hombre ha sido, lo
que el hombre es y puede ser se lee con casi ofensiva claridad en la historia del
pensamiento filosófico. La filosofía expresa el modo de ser propio del punto de vista
humano. Para Nietzsche, la encarnación del odio, la venganza y la rabia.
Si el hombre es el animal moral, el filósofo representa el mayor venerador de los
valores morales, la más pura expresión de la modalidad valorativa en que la humanidad
consiste. La filosofía es la pulsión incontenible de la decadencia, el terreno más fértil
del ideal ascético. Epistémicamente traducido éste como afán des-sensualizador, como
incredulidad respecto de los sentidos y su testimonio, no es una forma externa de
presentación solamente, una especie de disfraz que no afectaría a la esencia, sino la
actitud filosófica en sí. El filósofo necesita creer en su máscara, ha hecho de ella su
carne y su sangre. Por ello, la historia de la filosofía consiste en la narración de las
formas más sublimes, más puras, de voluntad de poder negativa y reactiva.
Jamás un filósofo logró distanciarse metodológicamente de los valores morales,
jamás pudo ponerlos a prueba. En este sentido, la historia del pensamiento es un
muestrario completo de faltas de honradez, de inmoralidades. En este sentido, las
fisonomías de los edificios conceptuales casi no pueden diferenciarse unas de otras: la
monotonía y la uniformidad que se extienden a través de las épocas son subrayadas muy
especialmente por la interpretación nietzscheana. Porque la incuestionabilidad de los
valores morales es sancionada por el pensamiento humano a cada paso que da.
El pensador ha sido un experto incomparable en el arte de calumniar. En él, la
valoración moral se ha revelado como esencialmente negadora de la vida. Como un
ataque magistralmente dirigido contra los presupuestos mismos de la vida, sus
fundamentos de posibilidad. La historia del pensamiento sería la relación de los medios
que permitieron al hombre conservarse como tal, que hicieron posible una vida
disminuida, encadenada, separada de lo que en realidad puede.
En la voz del filósofo ha hablado durante milenios una forma especial de voluntad
de poder, a la que pertenecen el odio y la dominación, que se despliega como anhelo y

385
FW, «Prólogo», 3, pp. 89-90.

171
necesidad de aniquilar todo aquello que no es ella misma. El nombre que Nietzsche le
da es el de «moral». Tras él se oculta la insaciable codicia del afán de dominio, la
gigantesca máquina de identificación que es el pensamiento humano. «Moral» y
«conocimiento humano» son, en puridad, una y la misma cosa. Que la moral sea la
Circe de los filósofos quiere decir que éstos han sido asimilados, en calidad de
instrumentos, por la voluntad de poder reactivo-negativa; quiere decir que en los
pensadores se han condensado al máximo las esencias de la realidad humana.
Así quedan interpretados los rasgos más evidentes del pensamiento filosófico en
general: la falta de sentido histórico, la ausencia de proyección utópica, el desprecio de
la corporalidad, el rechazo de la finitud y de la muerte… Por eso los pensadores han
puesto su confianza en que el conocimiento es un camino a la felicidad, a la virtud, una
palanca que nos proyecta más allá de «esta» realidad.
Nietzsche pretende lograr la identidad del saber y del deseo. Si el no es una
modalidad esencial del sí, sólo el sí puede decir no386. Y, no obstante lo limitado de su
información filosófica, al margen de todo dominio erudito, insiste en ofrecernos
ilustraciones históricas que concretizan, indudablemente, la óptica de su interpretación.
Donde mejor se desenvuelve su labor en este sentido es en lo referente a las figuras
capitales de la filosofía griega, en las que la racionalidad se alza contra la desintegración
instintiva: los sofistas, Sócrates, Platón…

En pocas palabras: la desnaturalización de los valores morales tuvo como consecuencia la creación
de un tipo de hombre degenerado —«el bueno», «el feliz», «el sabio». Sócrates es un momento de la
más profunda perversidad en la historia de los hombres387.

Es de notar, asimismo, la agudeza del tratamiento nietzscheano de algunos temas


clave de la filosofía moderna, como la conciencia, por ejemplo, al lado de constantes
referencias a Descartes y Spinoza. Los enfrentamientos del pensamiento filosófico con
los descubrimientos de la ciencia, y la creación, por parte de aquél, de toda una
disciplina especializada, la teoría del conocimiento, son interpretados de acuerdo con las
líneas generales anteriormente expuestas: la filosofía se esfuerza por moralizar y
neutralizar las repercusiones del hallazgo científico. Como sabemos, Kant es uno de los
puntos fuertes de la hermenéutica nietzscheana, en este mismo sentido: la delimitación
de la esfera de validez de las ideologías religiosas no significa su superación, sino, por
el contrario, la consolidación de su función, como afirma Monika Funke388.
El ateísmo y el carácter revolucionario de buena parte del pensamiento
contemporáneo son introducidos de golpe en el mismo esquema de interpretación:

Estos actuales negadores y apartadizos, estos incondicionales en la exigencia de una sola cosa, en la
exigencia de limpieza intelectual (…), estos últimos idealistas del conocimiento, únicos en los cuales
se alberga y se ha encarnado la conciencia intelectual, —de hecho se creen desligados del ideal
ascético, estos «espíritus libres, muy libres»: y, sin embargo, voy a descubrirles lo que ellos mismos
no pueden ver— pues están demasiado cerca —aquel ideal es precisamente también su ideal (…). Se
hallan muy lejos de ser espíritus libres: pues creen todavía en la verdad389.

Al lado de la filosofía dominante, el saber oficial, se han venido sucediendo a lo


largo de la historia posiciones filosóficas de carácter subversivo que intentaban corroer

386
Cfr. MOREL, Georges, op. cit., p. 39.
387
NF 8-3, 14 (111), p. 81.
388
Cfr. FUNKE, Monika, op. cit., p. 86.
389
GM, III, 24, pp. 172-173.

172
el edificio del pensamiento vigente mediante el señalamiento y la radicalización de sus
zonas más débiles. A ellas se refiere Nietzsche cuando reflexiona acerca de la tarea de
los que denomina «inmoralistas», dando entrada así a la variada gama de personalidades
críticas que la historia de la filosofía nos ofrece. Lo que aquí se expresa no es otra cosa
que el resentimiento contra la verdad dominante. Los filósofos críticos, por lo tanto,
pertenecen al mismo tipo que los pensadores que legitiman los estados de cosas
presentándonos el orden del momento como la misma naturaleza de lo real. Y la prueba
está en que aquéllos utilizan el concepto de «verdad» tan incondicionada y
fanáticamente como éstos, sus adversarios. En los inmoralistas del pasado se prolongaba
el dominio de la valoración moral, de los «métodos anticientíficos». Es decir, sus
opciones teóricas y vitales tenían su raíz en la misma sobrevaloración inconsciente de la
verdad, en su ecuación con la bondad y la belleza, que guiaba todos los pasos del
pensamiento social y políticamente triunfante.
Con la única excepción de algunos presocráticos, que, a juicio de nuestro autor,
lograron situarse más allá de la moral y se supieron introducir a sí mismos en su
pensamiento explícito, y de algunas pocas figuras aisladas que entroncaron con el
modelo presocrático, como por ejemplo el nihilista Pirrón, toda la historia del
pensamiento merecería, no obstante su diversidad aparente, un único juicio de valor:

En un filósofo es una indignidad decir: lo bueno y lo bello son uno: pero si a esto añade «también lo
verdadero», entonces se le debe apalear390.

Todavía no pensamos, aún no hemos dejado de filosofar a la manera humana. Es


decir, no sabemos pensar sin que el odio y la venganza constituyan los elementos
motores de nuestro pensamiento.
Tras reconocer la situación y el significado de la filosofía hasta el presente,
Nietzsche procede a lanzar un interrogante preciso y unívoco, libre de las acechanzas
del «gran malentendido».

Dicho de manera palpable y manifiesta: el sacerdote ascético ha constituido (…) la repugnante y


sombría forma larvaria. (…) ¿Existe ya hoy suficiente orgullo, osadía, valentía, seguridad de sí
mismo, voluntad de espíritu, voluntad de responsabilidad, libertad de la voluntad, como para que en
adelante «el filósofo» sea realmente—posible en la tierra?…391.

El filósofo del futuro

a) Los rasgos más definidos de la utopía nietzscheana del filósofo del futuro,
aquello que en esta epistemología subversiva correspondería a la caracterización
positiva del «sujeto del conocimiento» en otras más convencionales, se diseñan a partir
de la propia experiencia nietzscheana del pensamiento. Desde este punto de vista,
podemos considerar que la sucesión de escritos desde El nacimiento de la tragedia hasta
Ecce homo constituyen otros tantos jalones del diálogo, en principio interminable, entre
el pensador Nietzsche y el pensamiento-Nietzsche.
La actividad filosofante ha de colocarse a sí misma más allá del sufrimiento. Más
allá del resentimiento, la venganza y el odio. El pensamiento nuevo consistirá en la
superación real del pesimismo, en la superación real de sí mismo, por lo tanto. Porque,
hasta el presente, lo que llamamos «conocimiento» no ha sido más que la toma de
partido de los sufrientes contra la vida, el mecanismo llamado a vengar la implacable
derrota de los anhelos más profundos del individuo a manos del invencible principio de
390
NF 8-3, 16 (40), (6), p. 296.
391
GM, III, 10, p. 135.

173
realidad. «Conocimiento» no ha sido más que sometimiento del mundo a las tiránicas
compulsiones del principio de identidad. No era más que venganza, ejercida en la
trastienda del espíritu, expresión del instinto de los que sufren.
Para preparar el camino del filósofo del futuro, la filosofía nietzscheana se
autoproyecta como consagración sistemática de los aspectos de la existencia más
sometidos, negados y aniquilados por la actividad intelectual humana.

La filosofía, tal como yo hasta ahora la he comprendido y vivido, es la búsqueda voluntaria incluso
de los aspectos malditos y dementes de la existencia. (…) Una filosofía experimental semejante,
como yo la vivo, anticipa a manera de ensayo incluso las posibilidades del nihilismo fundamental:
sin que esto quiera decir que permanezca estancada en el No, en la Negación, en la voluntad del No.
Quiere llegar en realidad a lo contrario —a una afirmación dionisíaca del mundo, tal como es, sin
cálculo, excepción ni selección— quiere el círculo eterno, —las mismas cosas, la misma lógica e
ilógica de las tramas. El más alto estado al que un filósofo puede llegar: mantenerse dionisíacamente
en la existencia—: mi fórmula para esto es amor fati…392

El tema del eterno retorno constituye lo más propio del pensamiento-Nietzsche, lo


más íntimo del pensador Nietzsche. Concebido adecuadamente, es preciso reconocer,
con Joan Stambaugh393, que jamás nadie, ni en Oriente ni en Occidente, ha hecho nunca
una declaración semejante. El pensamiento de Nietzsche es único. El eterno retorno es
ese pensamiento que haría de Nietzsche un filósofo auténtico, que lo sitúa en la
dificultad de mantenerlo firmemente asido y de hablar de él en la manera que le
corresponde394. Pertenece más a lo intemporal que al sujeto singular que lo ha cazado al
vuelo: en palabras de Heidegger, supone el desafío que el ser ha arrojado a Nietzsche y
que le ha convertido en pensador395. Una vez más, lo que en mayor medida pertenece a
una personalidad es aquello máximamente otro, que rebasa todos los intentos de ser
capturado por la singularidad de la expresión.
El núcleo de la experiencia nietzscheana de la filosofía no puede ser entendido,
evidentemente, como un fatalismo que se hace violación a sí mismo al reconocer a lo
negativo como pieza necesaria de una cosmovisión. Es, ante todo, una transformación
radical de la esencia del conocimiento, a partir de la cual éste consistiría en la
transfiguración: actividad de reconocer lo negativo como lo propiamente positivo, de
afirmar «lo negativo» en sí mismo, y no simplemente en su relación con la totalidad que
lo anularía al estilo hegeliano.
Cuando el sufrimiento se pone en marcha intelectualmente, lo hace siempre como
imperio absoluto del principio de identidad, como venganza que no tolera la diferencia.
Es en la idea de ser donde se plasma con preferencia el ímpetu que toma partido contra
el mundo. En las «cosas», en el «sujeto», el pensamiento llega a su punto más alto como
ejercicio supremo del resentimiento. El conocimiento intelectual retorna
indefectiblemente al odio del que emana, y lo hace en forma de esterilidad, impotencia,
aburrimiento. De ahí la absoluta necesidad de cuestionar todo lo construido
históricamente en este terreno: la actitud escéptica nietzscheana perfora en el aforismo
la tupida red de conceptos y opiniones ajenas que se han ido depositando sobre las cosas
mismas.
Pero la skepsis no puede ser, de ningún modo, el punto final de la tarea creadora.
Con este telón de fondo, crítico hasta lo despiadado, se nos aproxima la intuición y la

392
NF 8-3, 16 (32), p. 288.
393
Cfr. STAMBAUGH, Joan, op. cit., p. 5.
394
Cfr. ¿Qué significa pensar?, pp. 51-52.
395
Cfr. Nietzsche II, p. 394.

174
utopía del filósofo del futuro, el vencedor de Dios y de la nada, el que devuelve al
hombre su esperanza y a la Tierra su meta396. Despojar al conocimiento de su rabiosa
negatividad no significa disolverlo, ni tampoco encerrarlo en unos límites más
estrechos. La crítica no lo constriñe, sino que, al contrario, conlleva hacer de él la
pasión más poderosa, liberarlo. Y esta liberación implica que el pensamiento ha logrado
deshacerse del ser humano que lo lastraba, de la angustiosa necesidad de rendir cuentas
al criterio intocable de la supervivencia y el bienestar de la especie humana.
Como tarea previa a la futura liberación, la filosofía nietzscheana se traza un
programa concreto de actuación: fijar la panorámica total de la civilización alcanzada397,
en orden a obtener un gigantesco autoconocimiento; llegar a ser consciente de uno
mismo no como individuo, sino como humanidad398. Antes de alcanzar la óptica
cognoscitiva suprahumana, el único fin, habrá de conseguirse una óptica de la
humanidad como sujeto. Es decir, la conciencia de la especie humana como tal ha de ser
potenciada el máximo posible, porque éste es el requisito indispensable de su
eliminación. A este nivel permanece el malentendido heideggeriano, si extraemos el
corolario epistémico de sus famosas palabras:

Nietzsche es el primer pensador que, contemplando la historia del mundo que por vez primera
emerge, formula la cuestión decisiva y la medita en toda su importancia metafísica. La cuestión es:
¿está preparado el hombre como hombre, en su ser actual, para la recepción del dominio de la
tierra399?

La autosuperación del conocimiento, en una palabra, sólo puede cumplirse como


ampliación del radio de su poder. El conocimiento asume el rango de pasión dominante,
por encima de la salud y del honor, a la que se debe sacrificar incluso la amistad y el
amor, hasta la misma identidad individual. No es fácil soportar las exigencias de la
pasión cognoscitiva: el pensador acaba por encontrarse absolutamente solo con su
utopía.

¿Por qué hemos elegido nosotros esta tarea loca? O hecha la pregunta de otro modo: «¿por qué, en
absoluto, el conocimiento?» —Todo el mundo nos preguntará por esto. Y nosotros, apremiados de
ese modo, nosotros, que ya cien veces nos hemos preguntado a nosotros mismos precisamente eso,
no hemos encontrado ni encontraremos respuesta mejor que (…)400.

Como pasión, como fundamento último de una existencia, el conocimiento es, en


último término, injustificable.
El programa cognoscitivo nietzscheano, en lo que tiene, por añadidura, de
«transvalorador», implica el reconocimiento de la relevancia cognoscitiva de los
sentidos y la sensualidad, de las oscilaciones pasionales y de la tensión salud-
enfermedad. La salud y la enfermedad se hallan inseparablemente ligadas: el filósofo las
tiene por estados cognoscitivos típicos que deben ser experimentados como tales.
Cada estado de salud, al igual que cada período de la vida, cuenta con su filosofía
peculiar. Por otra parte, prosiguiendo con la empresa de disolver las oposiciones
tradicionales, Nietzsche deja bien claro que lo que llamamos «espiritualidad» sólo
puede crecer vigorosamente en el terreno de una sensualidad lograda y exuberante.
Ambas han de colaborar en la filosofía experimental. Del mismo modo, racionalidad y
396
Cfr. GM, II, 24, pp. 109-110.
397
NF 8-2, 9 (117), p. 104.
398
NF 8-2, 9 (60), p. 28.
399
«Wer ist Nietzsches Zarathustra?», p. 95.
400
JGB, 230, p. 180.

175
pasión se nos revelan como diferentes intensidades de «lo mismo». La imagen liberada
del conocimiento nos lo descubre como la actividad pasional por excelencia. Las
razones de la pasión, junto con toda la espiritualidad y la sensualidad de una existencia
que mantiene su especificidad como equilibrio concreto de salud y enfermedad, son las
«piezas» cognoscitivas que dibujaron la experiencia nietzscheana de la Filosofía, y que
se proyectan en la utopía del filósofo del futuro. Como nos recuerda Rudolf Steiner en
sus incisivas páginas en torno al carácter del filósofo, «Nietzsche considera a sus
pensamientos como productos de su personalidad y como nada más»401.

¡La meta no es la «humanidad», sino el superhombre 402!

b) Desde su independización espiritual, señalada por la ruptura con el fantasma de


Schopenhauer y por el desmoronamiento del quebradizo ideal wagneriano, hasta el
punto final que la locura pone a su existencia pensante, se van a suceder las tentativas
de apresar en palabras la imagen justa del pensador del futuro. Huidiza pero siempre
próxima, dará origen ésta a una especie de persecución incansable, una procesión de
figuras utópicas, cuyos perfiles se van haciendo cada vez más nítidos y definidos.
La primera de estas figuras, cronológicamente, es la del Don Juan del Conocimiento.
Queda desde el comienzo clara la dimensión utópica de esta construcción nietzscheana:

El Don Juan del Conocimiento: todavía no ha sido descubierto por ningún filósofo ni por ningún
poeta403.

Este conquistador de verdades no siente amor ninguno por el objeto de su actividad,


sino que lo que le entusiasma y le llena de voluptuosidad es la actividad misma de la
conquista. De ahí su constitutiva infidelidad cognoscitiva, que no debemos entender
como incapacidad o impotencia, sino, tal vez, como todo lo contrario. Así se explica la
decepción en la que culmina necesariamente su búsqueda, una tarea contradictoria de
raíz: proyectada hacia la verdad, pero negadora de toda verdad. Naturalmente, el placer
del riesgo y del juego peligroso acaba por convertirse en el auténtico motor de toda la
actividad cognoscitiva. Las verdades más interesantes son las más dolorosas, aquellas
que amenazan con matar toda posibilidad de seguir conociendo; con destruir, en
definitiva, al Don Juan del Conocimiento.
El peligro y la inquietud son los acompañantes de la auténtica actividad
cognoscitiva. Podrá descansar el cognoscente en lo que llamamos la «vida», la realidad
familiar, doméstica, ya solidificada y redimida por la rutina de lo cotidiano. Pero, en su
pasión por el conocimiento, le acechan todos los diablos, sobre todo el de la locura. La
presión social intenta hacer pedazos la identidad del Don Juan del Conocimiento: la
moral dominante proscribe sus actividades de conquista, expulsándolo del círculo de las
personas decentes y aplastándolo bajo los más ignominiosos calificativos.
Al pensar de otro modo a como es costumbre, el que está dominado por la pasión del
conocimiento queda emparentado con los herejes, con los brujos. Y la demencia es la
hoguera en que se expían los pecados sociales. La miseria interior y el autodesprecio
son las penas capitales que la sociedad «diurna» impone al cognoscente, sin el menor
gesto de misericordia. Sin embargo, el mismo Nietzsche no vacila en señalar la
«utilidad social» del Don Juan del Conocimiento. La sociedad tiene una necesidad
401
STEINER, Rudolf, Friedrich Nietzsche. Ein Kämpfer gegen seine Zeit, Benteli AG, Dornach, 1963, p.
32.
402
NF 7-2, 26 (232), p. 208.
403
M, 327, p. 234.

176
imperiosa de hombres semejantes para escapar del mayor de los peligros que le
acechan: la definitiva petrificación de los puntos de vista y las formas de vida, el
crecimiento incontenible de la tiranía, de la muerte.

Los que se desvían (de la norma), que con tanta frecuencia son los creadores y los productivos, no
deben ser ya más sacrificados; no hay que tener por infame apartarse de la moral en hechos y
pensamientos; han de hacerse muchos experimentos nuevos en la vida y en la comunidad; se ha de
expulsar del mundo una enorme carga de mala conciencia —¡es preciso que estos fines
generalísimos sean reconocidos y alentados por todos los hombres honrados que buscan la verdad404!

El Don Juan del Conocimiento pide justicia, que sea reconocida socialmente la
existencia de todo lo que ha sido expulsado del terreno social, de todo lo que aún no ha
sido bautizado. Es un conquistador y un descubridor cuya simple actividad muestra el
insoportable raquitismo de la «realidad», del mundo conocido. El mundo que tiene
nombre es sólo uno de los mundos posibles, de la infinidad de existencias que pueden
ser realizadas. Ésta es la enseñanza fundamental de esta figura nietzscheana.
El Don Juan del Conocimiento se sabe creador. Es consciente de la mágica
efectividad de la actividad cognoscitiva. Su ardiente exigencia de justicia, la solemne
declaración de la radical inmoralidad de toda creencia o convicción no son más que la
traducción de la necesidad de libertad que lleva consigo la creatividad que lo posee.
La actividad cognoscitiva es constructora de mundos en tanto donadora del valor. La
mezquina realidad constituida que, inmisericorde, intenta despedazar el cognoscente y
precipitarlo en la noche de la locura, tiene también su origen en el acto creador de los
que conocen. «Crear es la suprema exigencia, el ser propiamente dicho, el fundamento
de todo hacer esencial»405.
La creación de la que el conocimiento es capaz nada tiene que ver con la
manipulación y el tratamiento políticos del mundo social. La potenciación de aquél
implica la merma del esplendor de éstos. El Don Juan del Conocimiento reconoce en el
hombre político a su rival, a la figura contrapuesta. Él se sabe hijo de la libertad,
mientras que el político es el que trabaja con la necesidad. Creación y administración se
oponen, y el bienestar de los ciudadanos no sería más que el resultado de una
administración hipotéticamente perfecta.

c) La honestidad intelectual, la última de las virtudes surgidas del tronco de la moral


cristiana, la «más joven de todas» por tanto, llamada a conducirnos hasta el nihilismo
absoluto, es la que constituye el núcleo vital del héroe de la verdad. El imperativo
nietzscheano de la veracidad se refiere esencialmente a lo que los existencialistas
llamarían «autenticidad». Se trata de una exigencia dirigida a la interioridad personal
del hombre del conocimiento, de la necesidad de «escucharse a sí mismo».
A su base se encuentra todo el aparato del perspectivismo nietzscheano, que otorga
valor incondicionado al punto de vista personal del cognoscente. Éste es lo único,
excepcional e irrepetible, de manera que el conocimiento no sería otra cosa que el
despliegue autónomo y libre de la personalidad, entendida fundamentalmente como
modalidad creadora, como valor absoluto que imprime su huella en la construcción de la
realidad. La Moral no es sino la institucionalización de la sordera que impide la
audición clara de la voz interior. Sólo un hombre absolutamente extraordinario,
excepcional, puede cumplir el imperativo de la veracidad.

404
M, 164, p. 147.
405
JASPERS, Karl, Nietzsche. Introducción a la comprensión de su filosofar, p. 231.

177
Ser verdaderos —¡pocos son capaces de esto! Y quien es capaz ¡no quiere todavía! Y quienes menos
lo quieren son los buenos.
¡Oh, esos buenos! —Los hombres buenos no dicen nunca la verdad: para el espíritu el ser
bueno de ese modo es una enfermedad.
Ceden, estos buenos, se resignan, su corazón repite lo dicho por otros, el fondo de ellos obedece
¡mas quien obedece no se oye a sí mismo406!

Servir a la verdad significa negarse a obedecer, no ser ya siervo. Y la dureza que


exige el imperativo de la veracidad parece en efecto monstruosa, no sólo porque el
grado de la misma que se necesita es elevadísimo, sino, sobre todo, porque se trata de
una dureza aplicada sobre lo más profundo de uno mismo. Se trata de hacer pedazos el
corazón del cognoscente, venerador por naturaleza, humano en definitiva. El
conocimiento quiere, de una vez para siempre, dejar de ser superstición, salvavidas,
tabla de salvamento. Al contrario, exige hombres capaces de asumir la realidad que son.
Si antes el efecto de la «vida contemplativa» era extrañar al hombre de la realidad,
convertirlo en sabio, ahora el conocimiento que Nietzsche vislumbra ha de llevar al ser
humano a su realidad misma, para hacerlo uno con ella.
El valor que para todo esto se precisa, a los mismos ojos del filósofo, es por
completo insólito, de una especie nueva. Hasta tal punto ello es así que excede las
posibilidades simplemente humanas.
Aquí han de basarse los valores objetivos de las frecuentes alabanzas de la soledad
como estado necesario para el cognoscente. Y el escepticismo, además, se convierte en
una actitud filosófica imprescindible; la duda es la coraza que resguarda la voz interior,
cuando todavía es balbuceante e insegura, de las innumerables invitaciones al
autofalseamiento que sin cesar importunan al que penetra por la senda del pensamiento.
Soledad y escepticismo, por consiguiente, son las protecciones filosóficas iniciales,
llamadas a proteger el germen que aún no se ha desarrollado suficientemente.
En este contexto han de encuadrarse, asimismo, casi todas las tesis que afirman la
alianza entre inmoralidad y autenticidad, entre «maldad» y «verdad». Aquellos que
viven al margen de la moral tienen mucha mayor aptitud para la tarea de escucharse a sí
mismos que los que lo hacen dentro.

Si la mendacidad reclama a toda costa, para su óptica, la palabra «verdad», al auténticamente veraz
habrá que encontrarlo entonces bajo los peores nombres 407.

Nombres como «cruel», «avaro», «destructor», por ejemplo. La tendencia a tomar


las cosas de una manera profunda, radical, atendiendo a toda la riqueza y complejidad
del asunto, característica común a todos los pensadores auténticos, puede ser fácilmente
vilipendiada con el título de «crueldad». Del mismo modo, el pensador que arde en la
pasión del conocimiento puede ser enjuiciado como «avaricioso». Con ello se hace más
«comprensible» su ansia de «tener cientos de ojos», de «renacer en cientos de seres». En
todo caso, lo más común es que el cognoscente sea visto como un violento ególatra que
encuentra un placer morboso en la destrucción de los órdenes constituidos. Así se oculta
por completo la dimensión creadora que le es esencial y que justifica su furia
iconoclasta.

¿Son esos filósofos venideros, nuevos amigos de la «verdad»? Es bastante probable: pues todos los
filósofos han amado hasta ahora sus verdades. Mas con toda seguridad no serán dogmáticos 408.

406
Z, III, «De las tablas viejas y nuevas», 7, p. 278.
407
EH, «Por qué soy un destino», 5, p. 128.
408
JGB, 43, p. 67.

178
d) La figura del espíritu libre se diferencia de las restantes en el hecho fundamental
de que no pertenece al terreno de la utopía. Más bien constituye la plataforma real, ya
conquistada tras penosas metamorfosis espirituales, desde la cual va a ser posible
vislumbrar toda la riqueza de las utopías nietzscheanas. Es el peldaño fronterizo entre la
esfera humana y la sobrehumana, el puente sobre el que se ve a sí mismo caminando el
pensador Nietzsche: generalmente aparece como estribillo la fase «nosotros, espíritus
libres», aunque, una vez más, el «nosotros» sea una cortesía y, sobre todo, un consuelo.
El espíritu libre, Zaratustra-Nietzsche, es tal por vivir «más allá del bien y del mal», por
constituir la magnífica encarnación de la transvaloración de todos los valores.
Esta figura ha de ser distinguida cuidadosamente de cualquier especie de
«librepensador», porque su esencia se encuentra en representar una viviente declaración
de guerra a la noción tradicional, moral, de la verdad.
En el espíritu libre, por tanto, queda plasmada la subversión epistemológica del
pensamiento nietzscheano. Es el nuevo «sujeto» de una nueva teoría del conocimiento:
es el «enemigo de Dios», y, como tal, pone al descubierto el carácter caduco e ilusorio
de la antítesis moral de «verdadero» y «falso». En él el ateísmo no es el resultado de un
proceso intelectual, la conclusión de una inferencia, sino un instinto, algo que se da por
supuesto.
El tema del espíritu libre no corresponde a la esfera utópica, porque en realidad
constituye la teorización que Nietzsche hace de su propia situación en la sociedad y en
el mundo. Se trata de la situación que corresponde al marginado, al desarraigado, a la
persona que carece de un concreto rol social con el que poder identificarse en su
actividad y en su existencia. El espíritu libre, a mi modo de ver, es la transfiguración
que convierte el desarraigo en valiosa situación vital y cognoscitiva409.

I. La redención del Cristianismo: el anticristo.


II. La redención de la moral: el inmoralista.
III. La redención de la verdad: el espíritu libre.
(…) Yo entiendo por «libertad de espíritu» algo muy concreto: cien veces se ha pensado que los
filósofos y otros discípulos de la verdad eran impulsados por la severidad contra sí mismos, por la
sinceridad y el valor, por la voluntad de decir no allí donde el no es peligroso —yo considero a los
filósofos que ha habido hasta ahora como despreciables libertinos cobijados bajo la capucha de la
mujer «verdad»410.

Como fruto de toda la difícil marcha de la cultura de Occidente, como


representación del «buen europeo», el espíritu libre tiene el deber de llegar a ser la
conciencia del alma contemporánea. Él, y sólo él, conoce la salida del laberinto, la
definitiva curación de la civilización en una salud nueva. Esto en cuanto a su función
social y cultural, función posibilitada únicamente por ese alejamiento que toma el
espíritu libre respecto de su época. Su vida carece de base, ha conseguido liberarse del
anhelo de certeza propio de la tiranía metafísica. Personaje raro, solitario y cruel, hace
citar a Nietzsche la famosa sentencia de Píndaro: nosotros somos hiperbóreos.
Aquí, una vez más, se trata de una reflexión sobre sí misma de la conciencia
nietzscheana. Esta inaccesibilidad resulta una forma muy especial de amor a los

409
En relación con esto, cfr. CAMPIONI, Giuliano, «Von der Auflösung der Gemeinschaft zur Bejahung
des “Freigeistes”», en Nietzsche-Studien, 5, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1976, pp. 83-113.
410
NF 8-3, 22 (24), p. 402.

179
hombres. El espíritu libre confiesa a los seres humanos que él sabe el camino411. No
puede ser de otro modo, porque precisamente él es el camino, el puente.
Por eso, desde el espíritu libre, sólo desde él, se hace posible adivinar algunos de los
rasgos más importantes del «filósofo del futuro». Sobre éste pesa una responsabilidad
verdaderamente asfixiante. Su actividad cognoscitiva habrá de aplicarse a la humanidad
en su conjunto, como selección y educación de lo otro, de la suprahumanidad. En la
voluntad creadora de los hombres está la senda que conduce al superhombre, ésta es la
enseñanza del filósofo venidero. Así que el conocimiento sobrehumano, si algo
podemos decir de él, será, ante todo, conocimiento experimental, sucesión incesante de
ensayos de creación.
El filósofo del futuro, que Nietzsche ve aproximarse en el horizonte, es el «filósofo
del peligroso quizás»412. Aquí se asigna al conocimiento filosófico una misión
incomparable, naturalmente en las antípodas de toda caracterización de la filosofía
como actividad crítica de los resultados y procedimientos del conocimiento científico.
Tanto los científicos como los políticos habrán de convertirse, en razón de la tarea del
filósofo, en meros instrumentos de la obra cultural filosófica.
Transfigurar la realidad y crear posibilidades inéditas de vida, tales son los
cometidos del conocimiento filosófico. El filósofo del futuro, en la utopía nietzscheana,
hará ingresar a la vida en un tipo de existencia radicalmente diferente del característico
del ser humano.

Un filósofo: es un hombre que constantemente vive, ve, oye, sospecha, espera, sueña cosas
extraordinarias; alguien al que sus propios pensamientos le golpean como desde fuera, como desde
arriba y desde abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos; acaso él mismo
sea una tormenta que camina grávida de nuevos rayos, un hombre fatal, rodeado siempre de truenos
y gruñidos y aullidos y acontecimientos inquietantes 413.

e) Ya en sus primeros escritos, anteriores a El nacimiento de la tragedia, Nietzsche


había reflexionado profundamente acerca de lo que constituye, y define, el arte peculiar
del filósofo. Nada tiene que ver éste con las maniobras del sentido común, basadas en el
principio de la propia utilidad. El filósofo se distancia por completo de lo que solemos
llamar «cordura», siendo extraño a la costumbre de buscar en todos los asuntos lo
personalmente provechoso. Y tampoco se presenta la actividad filosófica como una
continuación del conocimiento científico. La ciencia se abalanza ávidamente sobre todo
lo que puede saberse, nivelando de entrada el valor de sus diferentes objetos.
Lo que distingue propiamente al filósofo, más allá del sentido común y de su
elaboración por la ciencia, lo encuentra Nietzsche, jugando a las etimologías, en la raíz
latina de la palabra «sapio». Sapiens significa „el que gusta‟. Una eminente capacidad
para discernir, para degustar, para tasar el valor de cada cosa, he aquí lo que forma el
corazón de un filósofo. El conocimiento filosófico consiste en separar lo insólito, lo
asombroso; en seleccionar lo excelente, lo divino. Si el concepto de grandeza es relativo
a cada época histórica, la misión sagrada que al filósofo corresponde es la de fijar, en
cada circunstancia, a qué se debe llamar «grande»414.
La Filosofía señala a los hombres los senderos diferentes que pueden conducir al
engrandecimiento. Cuando el filósofo actúa como la mala conciencia de su tiempo, ello
se debe a que no cesa de comparar la realidad dada histórico-culturalmente con la

411
Cfr. A, 1, pp. 7 y 27, p. 32.
412
Cfr. JGB, 2, pp. 22-23.
413
JGB, 9, 292, p. 250.
414
Cfr. PH, pp. 483-484.

180
inusitada belleza de la utopía que él conoce. Se nos revela de este modo en su más
profunda intimidad: el filósofo es un legislador de la grandeza.

El filósofo-legislador, en Nietzsche, aparece como el filósofo del futuro; legislación significa


creación de valores (…). No se dice que el filósofo deba añadir a sus actividades la de legislador,
porque es el más adecuado para ello, como si su propia sumisión a la filosofía le habilitase para
descubrir las mejores leyes posibles, a las que los hombres a su vez deberían someterse. Lo que se
quiere decir es algo totalmente distinto: que el filósofo deja de obedecer, que reemplaza la antigua
sabiduría por el mando, que hace añicos los antiguos valores y crea valores nuevos, que toda su
ciencia es legisladora en este sentido415.

El filósofo dice, nombra, aquello que es grande. Dispone, además, de los ensayos y
de los medios que podrían aproximar al ser humano a la utopía por él entrevista. Otorga,
por fin, el valor que ha de corresponder a cada ser, a cada suceso, según la distancia que
los separa de la grandeza como tal.
El filósofo establece cuál ha de ser la meta o fin de un complejo cultural. Con ello
introduce un sentido en un terreno que, de otro modo, se vería precipitado al vacío.
Todo lo fáctico deberá organizarse y conformarse en torno a las exigencias de lo que el
conocimiento filosófico haya revelado como fin supremo.
De modo que la imagen nietzscheana del filósofo legislador, la más plena de
significado de todas las que encarnan la utopía epistémica de nuestro pensador, aquélla
en que todas las demás se disuelven y se condensan, contiene en su seno la figura del
filósofo artista. Pues la labor cultural de la legislación filosófica es esencialmente un
programa de creación, de dimensiones colosales.

Pero los auténticos filósofos son hombres que dan órdenes y legislan: dicen «¡así debe ser!», son
ellos los que determinan el «hacia dónde» y el «para qué» del ser humano, disponiendo aquí del
trabajo previo de todos los obreros filosóficos, de todos los sojuzgadores del pasado —ellos
extienden su mano creadora hacia el futuro, y todo lo que es y ha sido conviértase para ellos en
medio, en instrumento, en martillo. Su «conocer» es crear, su crear es legislar, su voluntad de verdad
es —voluntad de poder. ¿Existen hoy tales filósofos? ¿No tienen que existir tales filósofos416?

En la utopía del filósofo legislador nos encontramos una gran densidad filosófica.
Aquí se concentran y se unifican relativamente todos los temas epistemológicos
tratados. Por otra parte, su análisis arroja luz sobre el significado auténtico de cuestiones
capitales, como la voluntad de poder o el superhombre. Además, para concluir, la «gran
política» nietzscheana ha de ser comprendida desde la imperiosa exigencia de
realización práctica impuesta por esta figura utópica: la grosse Politik señala la
fisonomía cruel de una política convertida en creación y en arte.

415
DELEUZE, Gilles, op. cit., pp. 131-132.
416
JGB, 211, p. 155.

181
[PÁG. IMPAR]

CONCLUSIONES

1. La filosofía nietzscheana del lenguaje privilegia de modo absoluto la dimensión


creadora del fenómeno lingüístico. Su objetivo es analizar teóricamente el lenguaje
desde el punto de vista estético. Más concretamente, desde la perspectiva del escritor o
del retórico, de aquel que utiliza activa y creadoramente el lenguaje. El procedimiento
esencial que origina las denominaciones es la metáfora. Por ello, la fantasía se
convertirá en el motor principal del fenómeno lingüístico. Por esa razón se niega toda
supuesta «naturalidad» lingüística: la función expresiva asume primacía absoluta frente
a la comunicación y a la designación. Carece de sentido, en principio, pensar en un
modo de expresión adecuado.
La filosofía nietzscheana del lenguaje señala el abismo que hay entre el lenguaje de
la especie humana y lo que ella misma vislumbra como actividad lingüística
sobrehumana.
El hecho fundamental en el lenguaje humano es la confusión de lo semejante en lo
igual, el tomar lo parecido por idéntico. La razón de ser de este procedimiento, que es el
constructor de palabras, conceptos y categorías, que es el fundamento de la actividad de
la razón, no es otra que el afianzamiento de la seguridad de la sociedad de los hombres
frente a las acechanzas de la miseria, la necesidad y la muerte. Para sobrevivir, el
hombre se ha visto obligado a comunicarse y a hacer del lenguaje el tejido social
obligatorio, un sistema de reglas cuya violación era sancionada con la expulsión
automática de los culpables (el mentiroso, el loco).
Quien olvida todo esto se atreve a utilizar el lenguaje cognoscitivamente, en el
sentido que a la palabra «conocimiento» da la tradicional doctrina correspondencialista
de la verdad. Este uso ilegítimo del lenguaje desemboca necesariamente en una
concepción del mundo determinada, forzada por la esencia metafórica de la palabra y
las seducciones de las estructuras sintácticas. A una concepción del mundo semejante,
nacida de la utilización antinatural del lenguaje humano, Nietzsche la llama «metafísica
del lenguaje», «mitología», «fetichismo», o bien «metafísica del pueblo». En estas
denominaciones se inicia la historia del nihilismo: el lenguaje humano es un sistema de
metáforas que han olvidado su origen y su razón de ser, con lo que se ha erigido la
tiranía del significado sobre el significante, que es la esencia de la metafísica. Por
consiguiente, el análisis de origen, constitución y comportamiento del lenguaje humano
anula de entrada la concepción tradicional del conocimiento, propia de la metafísica
occidental.
La actividad lingüística sobrehumana, el lenguaje dionisíaco, toma conciencia del
desmesurado poder creador del lenguaje, de su inaudita capacidad de instaurar mundos.
El significante se libera de la tiranía del significado, las palabras recuerdan su origen
metafórico y las estructuras gramaticales dejan de embaucar al pensamiento. El lenguaje

182
creador de Zaratustra pretende romper las identificaciones solidificadas que constituyen
el núcleo de la actividad lingüística humana, desprenderse de la presión de las reglas
gramaticales que han dado nacimiento a la metafísica del pueblo. Se trata de expresarse
realmente, sin someterse a la igualación exigida por la función comunicativa.
La empresa lingüística que Nietzsche acomete en el Zaratustra es poco menos que
imposible, porque la tensión entre una expresión de la diferencia, una expresión
absolutamente liberada, y las exigencias mínimas de la comunicación interpersonal,
basada en la igualación, amenaza la misma posibilidad de cada frase. De ahí que el
nuevo lenguaje se nos presente a menudo como un lenguaje del enmascaramiento y de
la provocación, que selecciona constantemente a sus receptores, ayudado de la ironía y
de las imágenes más desconcertantes.
La filosofía nietzscheana del lenguaje lleva consigo, como toda la teoría del
conocimiento del autor, una metafísica del caos, que sitúa en la diferencia
absolutamente informulable el momento de la verdad originaria, y en la identidad el de
la suprema falsificación.
El nuevo lenguaje surge del enfrentamiento entre lo consciente y lo inconsciente, lo
social y lo único, el lenguaje fetichista de los seres humanos y la música.
El tratamiento nietzscheano del lenguaje de los hombres supone la explicitación de
la tesis siguiente: los seres humanos han construido, social e históricamente, el lenguaje.
Toda esta esfera es perfectamente asimilable a las consideraciones del Wittgenstein de
las Investigaciones filosóficas. El filósofo austríaco nos ayuda a entender temas tan
inexpresables como el del eterno retorno: se trataría no de un lenguaje privado, lo cual
es imposible, sino de un nuevo juego lingüístico, el que consiste en emplear expresiones
del tipo «él ha hecho tal y tal» en las mismas ocasiones en que se emplearán expresiones
como «él puede hacer tal y tal».
Algunos puntos de contacto pueden observarse entre la temática nietzscheana y las
reflexiones de Heidegger acerca del lenguaje. Por ejemplo, la exigencia de cambiar la
relación del hombre con el lenguaje. O el abismo heideggeriano entre el lenguaje «de
término medio» y la auténtica dicción poética, que permite oír hablar al Lenguaje. Pero
la mayor parte de las ocasiones estamos ante oposiciones totales: el lenguaje del
superhombre nada tiene que ver con esa religiosa y paciente escucha que corresponde.
La absoluta instauración de poder, la liberación suprema de la creatividad lingüística
tendría como resultado, más bien, evitar que el lenguaje siga hablando en el creador.
Éste se apropiaría totalmente del lenguaje, sometiéndolo a las exigencias de su
expresión única.

2. Cuando Nietzsche procede a considerar la ciencia en el contexto del significado


cultural profundo de la civilización occidental asume tres modalidades de penetración
en el fenómeno. En primer lugar, la investigación arqueológica que lleva a cabo sobre
los textos de los filósofos y los trágicos griegos pone al descubierto que el conocimiento
científico es el resultado de la conjunción de dos factores: la pasión incondicionada de
la verdad y la ilusión metafísica según la cual el pensamiento lógico es capaz de llegar
al ser de las cosas y de corregirlo según los deseos de los hombres. Si el cientificismo
llega a su fin, es porque en determinado momento de su desarrollo la pasión de la
veracidad entra en contradicción con la ilusión metafísica básica. Cuando esto ocurre
llegamos a la conclusión de que el nihilismo es la lógica interna del desarrollo científico
occidental. La cultura científica genera el ideal de la objetividad, permaneciendo ciega
ante la cuestión de los valores y el sufrimiento humano.
En segundo lugar, el análisis de las doctrinas cientificistas contemporáneas
descubre que ha desaparecido completamente la ilusión metafísica, y todo se reduce ya

183
a un mero «saber por saber». En el Historicismo asistimos a la culminación de la
catástrofe cultural preparada para Sócrates.
Por último, la reflexión pedagógica nietzscheana, tras diagnosticar la lamentable
situación de la enseñanza, se asigna como objetivo el retardo o la detención de la
catástrofe nihilista.
El disfraz positivista representa una maniobra estratégica genial: se trata de acelerar
el Nihilismo en lugar de detenerlo, de destruir definitivamente la ilusión metafísica con
una veracidad exacerbada. La filosofía científica se lanza contra la metafísica, basada en
los métodos de la historia y las ciencias naturales. Surge momentáneamente una utopía
de carácter cientificista que enarbola la bandera de las Luces. El ideal científico instaura
el paraíso en la Tierra, superando esa «enfermedad de las cadenas» que ha sido la
metafísica. La definitiva separación de animal y hombre se cumplirá en una cultura de
la inocencia propiciada por el conocimiento científico.
Por «ciencia nietzscheana» entendemos aquí un método de trabajo intelectual
consistente en leer los fenómenos, reconstruyendo su génesis y registrando los
desplazamientos de sentido que han tenido lugar a lo largo de su historia. Esta
hermenéutica se aplica, con preferencia, sobre los fenómenos morales, como los más
plenos de sentido, y sus resultados representan una «nihilización» total. Es un «método
terrorista» que envía toda entidad al grado cero de sentido. La ciencia nietzscheana hace
de la ciencia un «devenir-señor-del-mundo» del hombre, suponiendo la toma de
conciencia de sí del conocimiento científico. Por el contrario, si la ciencia no accede a
su plena conciencia continuará sometida a la moral a través de una epistemología que
hace de la verdad correspondencia y corrección. La ciencia emancipada se verá a sí
misma como dispositivo humanizador del caos. Aquí reaparece la metafísica del caos
como fundamento de la nueva concepción nietzscheana del conocimiento científico.
En resumen, habría una «vieja ciencia» que opera como un aparato ideológico al
servicio de las fuerzas reactivas, de la moral, como una ideología de la redención. El
Positivismo es la reflexión ideológica que esta vieja ciencia hace sobre sí misma y sus
resultados. Y hay una nueva ciencia que se atreve a contemplar sus leyes como la
máxima capacidad de «antropomorfización» del mundo, y sus métodos como los
mejores procedimientos de configurar el caos. El concepto de la «nueva ciencia» exige
un papel central, en lo sucesivo, para el conocimiento filosófico. Si la ciencia extrae el
sentido del mundo, la filosofía es la única que puede introducir el sentido en el mundo.
Desde aquí es posible comprender que las presentaciones científicas del
pensamiento del eterno retorno no son ninguna inconsecuencia de Nietzsche, como
muchos opinan, sino el intento de modalizar una misma interpretación en dos
dimensiones cognoscitivas complementarias: la filosófica y la científica. Casi diríamos
que tales presentaciones eran necesarias, desde el punto de vista nietzscheano acerca de
la nueva ciencia.

3. La metafísica artística juvenil es el discurso de la duplicidad del ser. El talante


trágico se expresa en la negativa tajante a cualquier intento de separar la esfera
dionisíaca de la verdad originaria de la esfera apolínea de la ilusión necesaria o verdad
vital, pragmática. Según esto, hay una duplicidad esencial en el conocimiento. La
actividad cognoscitiva puede ser arte suicida que empuje todo sentido al caos originario
(sabiduría dionisíaca), o bien arte de la supervivencia que construya incesantemente
formas y figuras de duración siempre relativa (conocimiento intelectual).
Frente a esta situación de duplicidad radical, que Nietzsche pretende asumir, se alza
la verdad de la metafísica como pseudoverdad, como el no-querer-ver-lo-que-se-ve de la
mentira por antonomasia, como el intento, de carácter moral, de separar la verdad

184
pragmática de la verdad originaria, negando ésta en su terrible constitución. La noción
de cosa-en-sí condensa este ensayo típicamente occidental. Para Nietzsche, la cosa-en-sí
pasa de ser algo inasequible a ser, simplemente, una construcción teórica contradictoria
e insostenible, una vez que el filósofo alemán ha llegado a la «deducción psicológica»
de la noción de «coseidad». Supone el mayor de los atentados perpetrados contra la
capacidad creadora del hombre. Si el concepto de cosa-en-sí es una representación
dogmática y absurda, la noción del conocimiento como el tránsito del fenómeno a la
cosa-en-sí queda totalmente anulada y vaciada de sentido. La actividad humana es la
que dispensa todo sentido existente.
La noción de la verdad metafísica se traduce en la oposición de mundo
aparente/mundo verdadero, que la ciencia nietzscheana lee como síntoma de una
determinada valoración que odia y desea aniquilar la verdad originaria con una mortal
enemistad. Heidegger pasa por alto la índole esencialmente diferencial de la noción
nietzscheana de vida-voluntad de poder.
Dirigida contra la tiranía de la pseudoverdad metafísica, la transvaloración restaura
la radical duplicidad de la verdad: toma la palabra de nuevo la vida activa y afirmativa.
El conocimiento recobra así su doble dirección: hacia la humanización o hacia la
deshumanización. Nietzsche no supone la última posibilidad de la metafísica, la de la
inversión, como sostiene Heidegger. Porque aquí ha cambiado radicalmente la
concepción de la verdad y del conocimiento. Nietzsche es «algo otro» que la historia de
la metafísica.
Una vez demolida la metafísica que la sustentaba, la veracidad se enfrenta consigo
misma. Fruto de este enfrentamiento es la aparición de la cuestión del valor de la
verdad, cuestionamiento que supone el más radical de los ateísmos. El valor de la
verdad es puesto en entredicho, y de este modo acaban entrando en contacto la verdad
originaria con la verdad pragmática del ser humano.
Nietzsche se dedica a invalidar todos los criterios de verdad que han sido
esgrimidos por los filósofos a lo largo de la historia. Todos ellos cobraban su sentido
exclusivamente sobre la base de la noción de la verdad como adecuación. Al margen de
ella, hay que poner de manifiesto que es imposible fijar ningún criterio de verdad para la
verdad originaria, mientras que sólo el aumento del sentimiento de poder, el valor para
la vida, decidirá en último término para la esfera de la verdad pragmática.
El entendimiento, adecuado o inadecuado, del tema de la verdad en Nietzsche
permite distinguir entre «lecturas nietzscheanas» y «lecturas no-nietzscheanas» del
filósofo. Es decir, es fácil llegar a un ajuste de cuentas con los intérpretes principales del
pensamiento nietzscheano desde el punto de vista del tema de la verdad. Sirva como
ejemplo eminente el malentendido heideggeriano.

4. La totalidad del conocimiento humano, en la complejidad de sus diferentes


niveles, queda incardinada, como actividad que constituye las condiciones de
posibilitación y mantenimiento de la existencia de la especie, en el contexto pragmático
de la vida del hombre. Desde este punto de vista, el conocimiento racional es un proceso
biológico que consiste fundamentalmente en valorar, en poner un valor determinado en
aquello que se enfrenta como problema. Es un proceso de asimilación productiva al que
el principio de no-contradicción da la pauta. El hombre es el animal técnico que calcula
el valor, y la matemática el órgano supremo de generalización de la experiencia
humana. Reduciendo lo desconocido a lo conocido, ordenando el material nuevo en los
esquemas antiguos, la razón propicia la continuidad de la especie humana. En esta
concepción carece de sentido la tradicional distinción de teoría y praxis.

185
Si desde la perspectiva humana el conocimiento se subordina por entero a la vida,
en la esfera de lo sobrehumano la situación se invierte. La vida humana es aquí un
medio del conocimiento. La actividad cognoscitiva es ahora concebible como la
consciente aniquilación de la unidimensional perspectiva humana, un puente
privilegiado hacia lo otro.
Al conceder a la categoría de relación una supremacía absoluta, Nietzsche procede a
presentarnos cada existencia como opinión, interpretación, perspectiva. Una cosa sólo
es definida por su relación con todas las demás cosas: el mundo es «perspectivístico», y
entre la diversidad de perspectivas se da una guerra generalizada. El perspectivismo
nietzscheano, tropezando continuamente con las tendencias sustancialistas del lenguaje,
se autoconstruye paródicamente desde el punto de partida absoluto del cuerpo humano y
sus pulsiones inconscientes. El cuerpo es la metáfora de las metáforas, esa pluralidad
pulsional centrada que nos revela que cada Trieb no es otra cosa que un proceso
interpretativo que construye el resto del universo a su imagen y semejanza, tomando
como patrón la intensidad de su deseo. La teoría nietzscheana del conocimiento se nos
presenta en este momento como una doctrina «perspectivística» de los afectos, que
cuenta con los ingredientes necesarios de la ironía y la contradicción.
Cada pulsión es un filósofo. El conocimiento ha de entenderse como función
pulsional. Surge aquí un nuevo ideal cognoscitivo. Se trata de dejar hablar al mayor
número posible de pulsiones, al mismo tiempo que se incrementa hasta el límite su
intensidad. Más allá de la estrechez propia de la perspectiva humana se encuentra el
conocimiento del superhombre, el que tiene el «mayor número de ojos».
El perspectivismo nietzscheano de la multiplicidad de interpretaciones tiene
perfecta conciencia de que su esencia, a su vez, consiste en ser una interpretación de
segundo grado. Esta interpretación, como doctrina perspectivística de los afectos, se
encara con los pilares de las teorías del conocimiento tradicionales. Los «hechos» ante
los que se postran los positivistas son desenmascarados como interpretaciones; la
identidad es reconocida como la señal inequívoca del carácter ficticio de un ente, como
la invención humana por excelencia que hace del hombre un animal ideológico, y que
fundamenta toda la actividad racional; la causalidad final es descubierta como la base de
la eficiente, el núcleo interpretativo de la explicación científica, y reducida a un mero
instrumento de designación que no expresa sino la incapacidad de concebir los sucesos
de otro modo; el término «voluntad» da nombre a una de las más groseras
interpretaciones de la perspectiva humana, base de todo el edificio explicativo de la
causalidad; la dicotomía epistémica por antonomasia, la de sujeto y objeto, tiene su raíz
en el hecho de la gran intensidad de la vivencia del yo en el ser humano: el pensamiento
del hombre lleva a cabo, en cualquiera de sus modalidades, la posición del yo. La teoría
nietzscheana del conocimiento pretende prescindir de la dualidad sujeto/objeto, al
considerar el contenido de la proposición «ego cogito cogitata» como la ilusión humana
más mendaz. Si prescindimos de la ficción del sujeto, fundamento de la de «cosa», el
mundo humano en su totalidad amenaza como hundirse en el vacío. En la construcción
nietzscheana del sujeto múltiple, de la comunidad pulsional jerarquizada, se anuncia
nítidamente la auténtica esencia del superhombre.
A la perspectiva racional, la humana, pertenece la creencia en el ser y en la
identidad. De todas las construcciones de ese poder artístico simplificador que intenta
enseñorearse de la pluralidad y el devenir, la razón humana, el perspectivismo
nietzscheano rescata únicamente la de las categorías de cantidad y cualidad. Ellas
conferirán al modelo de la WzM el juego característico de la unidad y la pluralidad.
El nihilismo no será otra cosa que el entendimiento no perspectivista de la razón y
sus categorías.

186
5. La construcción del modelo de la voluntad de poder está determinada, junto al
interés de Nietzsche por las ciencias naturales y al trabajo de observación psicológica
centrado en torno al afán de dominio como móvil último de las acciones humanas, por
unas bases epistemológicas muy concretas. Las reflexiones que surgen del estudio de
los filósofos presocráticos desembocan en dos tesis fundamentales. En primer lugar, la
afirmación de que lo decisivo en una obra filosófica es su capacidad de seducción, el
valor estético que pueda asumir. En segundo término, la declaración según la cual el
verdadero motor del trabajo filosófico es la imaginación, la fantasía, la rápida visión de
semejanzas que antecede a la súbita llegada de la idea. La suprema generalización del
modelo de la WzM, la identificación de todo proceso vital con la voluntad de poder, ha
de ser considerada según lo aquí expuesto como un proyecto de investigación entregado
al intelecto por la fantasía: no se trata de un nuevo ens metaphysicum, sino de una
hipótesis experimental que convierte a la vida en esencial creación. Englobando el
resultado de la intuición extática nietzscheana, el eterno retorno, el modelo de la WzM
traza las coordenadas de una physis radicalmente desdivinizada, el triunfo de la finitud y
el devenir.
La voluntad de poder inunda el perspectivismo nietzscheano: todas las valoraciones
y las interpretaciones se remiten, en último término, al modelo definitivo. De modo que
el conocimiento queda convertido en un instrumento del poder, concibiéndose a partir
de la WzM tanto la sensación como la representación y el pensamiento. Pero, por otra
parte, en el conocimiento se sitúa la actividad de poder más intensa, más elevada. Si, en
el plano humano, la esencia de la actividad cognoscitiva era el mantenimiento del grado
de poder alcanzado, en la esfera del superhombre, por el contrario, el conocimiento se
convierte en la forma privilegiada de la autosuperación, como conocimiento del cuerpo
embriagado. Desde este segundo punto de vista, la potencia cognoscitiva de la
embriaguez se nos presenta como el paradigma del significado auténticamente
nietzscheano de la voluntad del poder. El ir-más-allá-de-sí se nos manifiesta como la
dimensión soberana frente a la mera conservación, en la que se estanca el análisis
heideggeriano. El conocimiento comienza a perfilarse como creación.
La epistemología perspectivista queda incorporada, pues, al modelo de la WzM. La
lucha generalizada de las perspectivas pulsionales se convierte en una lucha por el poder
en la que nada es aniquilado, sino asimilado. La igualación en que se fundamenta la
actividad intelectual humana es el resultado de una voluntad de igualdad que es
reducida a la voluntad de poder: el grado de sentimiento de poder determina el grado
que la igualación alcanza, es decir, nos proporciona la medida del «ser», de la
«realidad», coincidiendo así el momento de la mayor falsificación con el de la suprema
realidad. La actividad sensorial se cumple como asimilación que aumenta el grado de
poder del agregado de pulsiones con unidad de sentido que es el cuerpo humano. La
razón, en definitiva, es una forma de la voluntad de poder: la lógica constituye un medio
de dominación propio de una clase de poder que pone la conservación por encima del
crecimiento. El pensamiento racional se revela ignorante de la dimensión soberana del
poder, la autosuperación. Para el superhombre se identifican verdad y arte, mientras que
la especie humana los opone antitéticamente.
A partir de la transvaloración, del reconocimiento de la dimensión soberana del
poder, tiene lugar la liberación absoluta de las posibilidades de creación cognoscitiva.
Toda la filosofía pasada es considerada como síntoma de la clase de vida negativo-
reactiva. La filosofía del futuro sería aquella en la que el conocimiento llegase a ser
actividad incondicionada de poder. Las pulsiones se liberarían en el conocimiento
filosófico, se convertirían en creadoras, en arquitectos de mundos. El mundo es algo

187
esencialmente imperfecto, inacabado. Por eso el conocimiento filosófico, creador de
formas y figuras, puede ejercerse de modo incondicionado. Esto supone la versión
epistémica del amor fati, de esa comprensión de la necesidad de la imperfección, de la
identidad de realidad y deseo.

6. Para la primera estética nietzscheana, únicamente la actividad artística posee


valor metafísico. Sólo ella es capaz de justificar la totalidad de la existencia, sin
exclusiones. Tanto Apolo como Dionisos, en su significado epistemológico, se someten
al modelo de la creación artística. Nietzsche se instala desde el principio en el terreno de
la estética, identificándolo con el de la fisiología porque sólo el arte es capaz de disolver
el fantasma de la verdad. De ahí que sea el arte el que haya de servir de guía a una
reflexión sobre la actividad cognoscitiva humana: el punto de vista artístico proporciona
al conocimiento el carácter de dominador absoluto.
En la segunda estética nietzscheana se trata del tejido de la realidad puesto al
descubierto por la actividad científica. La sabiduría trágica rompe los vínculos que la
mantenían unida a las metafísicas tradicionales. La probidad del científico es la
vocación dionisíaca hacia lo radicalmente inhumano, el grado cero de sentido.
La tercera estética nietzscheana, la definitiva, constituye el terreno desde el que la
transvaloración se hace posible; es el arte el que se lanza contra el ideal ascético,
subvirtiendo la situación en la que se encontraba la sensibilidad, la verdad y la falsedad,
la objetividad, el sujeto…
Nietzsche tiene al «fenómeno-artista» como el punto de partida de la construcción
filosófica. Desde él se interpreta la vida en su totalidad como voluntad de poder y el ser
como obra de arte. Es decir, el modelo de la WzM está montado sobre el fundamental
paradigma artístico. Y, por tanto, lo mismo ocurre con la teoría nietzscheana del
conocimiento, que aquí supera definitivamente lo poco que podría conservar ya de
pragmatismo. El modo artístico que el hombre es se llama tecnología. El modo artístico
del superhombre es radicalmente distinto: se trata de concebir la fusión con lo otro
como creación de sí mismo. En suma, el punto de partida nietzscheano implica un
vuelco radical en la noción occidental de realidad.
Para dilucidar en qué puede consistir el conocimiento creador, Nietzsche acude
constantemente al símil del amor sexual. En este terreno cobra sentido la noción
nietzscheana de perfección, y se utiliza para denominar los resultados de la práctica
cognoscitiva. El mundo se hace perfecto por el conocimiento.
El fundamento último de la teoría nietzscheana del conocimiento se localiza, sin
ninguna duda, en las reflexiones que el filósofo no cesa de llevar a cabo en torno a la
cuestión del hombre del conocimiento.
«Genio» es quien une a su condición de producto la capacidad y la conciencia de
productor; el que se trabaja a sí mismo, sabedor de que fisiología y estética son una sola
cosa. Si hacemos del genio el objetivo de la cultura, entonces tenemos que reconocer lo
necesario que hay en la «esclavitud»: los menos han de ser liberados del trabajo
exterior. «Erudito» es el especialista, el producto de la cultura europea. Si se trata del
genio, y no del erudito, todo el sistema de enseñanza occidental ha de ser transformado
de raíz, porque ahora la enseñanza se ha convertido en un terreno más de la economía
política. «Filósofo» es el que lleva su personalidad a la realidad que construye. Su
condición de posibilidad es la libertad, por eso debe alejarse del medio universitario y
rechazar toda tentación de convertirse en filósofo académico. Si éste se dedica a
justificar y santificar el presente, el auténtico furor philosophicus se caracteriza por la
manía de la destrucción, opuesta a todo reformismo político. Como preparación del
genio, el filósofo será el alto tribunal de la enseñanza.

188
Para Nietzsche, la historia de la filosofía no es sino el preludio de algo que todavía
no es. Todavía no somos capaces de pensar. La filosofía pasada es el síntoma por
excelencia de lo que el hombre es, un ser resentido que odia su realidad, una clase de
voluntad de poder consistente en el dominio, la aniquilación, de lo otro.
Desde la experiencia nietzscheana del conocimiento filosófico surge la utopía del
filósofo del futuro, modalizada en una procesión de figuras utópicas que ocupan el lugar
de lo que en las teorías del conocimiento tradicionales era la tematización del sujeto del
conocimiento. Hasta ahora, el conocimiento era, en esencia, sometimiento del mundo al
tiránico principio de identidad, y, como tal, fruto del sufrimiento. A partir de aquí será
la consagración de la existencia como un todo llevada a cabo como transfiguración
creadora que reconoce lo negativo como lo propiamente positivo. Tarea previa a esta
radical transformación, Nietzsche considera la necesidad de potenciar absolutamente la
perspectiva humana: a este nivel preparatorio se queda siempre Heidegger.
Lo esencial del Don Juan del Conocimiento es la exigencia de justicia. El mundo
que tiene nombre es sólo uno de los muchos mundos posibles, una de las posibilidades
de existencia que pueden ser realizadas.
La necesidad de escucharse a sí mismo, de desvincularse de la voz social que es la
valoración moral, se encarna en el héroe de la verdad, aquel que nos dice que el
conocimiento es el despliegue autónomo de la personalidad. Servir a la verdad significa
negarse a obedecer, de ahí la necesaria alianza entre autenticidad e inmoralidad.
La figura del espíritu libre no es utópica, sino que representa la reflexión sobre sí
misma de la conciencia nietzscheana. Es el límite entre lo humano y lo sobrehumano:
una viviente declaración de guerra al tradicional concepto de verdad. Por eso vive en el
absoluto desarraigo, separado de su época y de sus semejantes.
La figura utópica del filósofo legislador resume todas las demás y contiene en su
seno la del filósofo artista. El filósofo ha de fijar el concepto de grandeza, señalando a
los hombres los caminos que llevan al engrandecimiento. Legislación es creación: aquí
se insertan las declaraciones de la gran política. Lo que distingue propiamente al
conocimiento filosófico, más allá del sentido común y de la ciencia, es una eminente
capacidad de valorar y seleccionar lo excelente. En este sentido, conocer es decretar.
De este modo se explicitan los diferentes significados que, para el pensamiento
nietzscheano, están ocultos tras el término «conocimiento».
El problema que una crítica filosófica ha de tener en cuenta es el de acertar a
colocarse en el terreno más adecuado para poder surtir efecto. Criticar supone haber
hallado, de antemano, un espacio exterior a lo criticado. Si queremos criticar el sistema
hegeliano, por ejemplo, acudiremos a Marx o a la tradición positivista, o al punto de
mira representado por la philosophia perennis cristiana. En todo caso se precisa un
territorio ideológico situado fuera de las tesis en las que se pretende que la crítica actúe,
separando lo válido de lo inoperante.
Por todo ello, una crítica convencional de la teoría nietzscheana del conocimiento
implicaría necesariamente haber estudiado y reconstruido la misma desde una
perspectiva extra-nietzscheana. Y esto es algo que el presente trabajo se ha vedado a sí
mismo desde su comienzo. La renuncia a leer a Nietzsche desde algo-otro que Nietzsche
mismo ha sido en todo momento la columna vertebral que ha organizado la tarea.
De ahí que la única crítica posible para nosotros haya consistido en la misma
marcha de la investigación, página tras página. En mostrar lo que hay en los textos
nietzscheanos, poniendo al descubierto su sentido interno y su articulación mutua.
No obstante, si tomáramos con la imaginación el lugar de un pensador formado en
cualquier otra corriente filosófica, sería muy sencillo dar con la raíz de la generalizada
hostilidad con la que se llevan a cabo las diversas lecturas del filósofo alemán. A pesar

189
de la facilidad con que casi todas las tendencias filosóficas han intentado apropiarse del
pensamiento nietzscheano, éste se ha revelado, en último término, inaceptable. Y tal vez
habría que añadir otro adjetivo: insoportable.
Nietzsche es inaceptable porque rechaza de plano el criterio de intersubjetividad en
la comunicación. Así, aquellos que reducen la teoría del conocimiento, o epistemología,
a una reflexión metodológica de las ciencias consideran a la nietzscheana como una
epistemología nihilista. Así, los que, como Habermas, se sitúan en una línea kantiano-
marxista que busca explicitar las condiciones transcendentales del conocimiento desde
el punto de vista de los intereses técnicos y prácticos que lo rigen, descubren que la
epistemología nietzscheana acaba por despeñarse en un caótico irracionalismo. Por otra
parte, para un marxista ortodoxo y dogmático, la violación nietzscheana del imperativo
de la intersubjetividad universal sólo puede entenderse como un desesperado «asalto a
la razón» de alguien que ve amenazadas las condiciones de su existencia por la marcha
real de la historia.
Tal como este trabajo ha puesto de manifiesto, en Nietzsche la estética se apropia
toda la esfera de la teoría del conocimiento. La remisión del significado global de la
actividad cognoscitiva, entendida como expresión artística, al polo único de la
personalidad irrepetible, desconecta la reflexión nietzscheana del ámbito de problemas
originados en el marco del conocimiento natural y social.
Si la epistemología convencional permite tratar su objeto desde una hermenéutica
filosófica de la técnica y del lenguaje en cuanto comunicación, la teoría nietzscheana del
conocimiento nos coloca ante el dilema siguiente: o la descalificamos como absurda y
«antidemocrática», por monológica, rechazando así su último fundamento, o bien,
desplazándonos desde la esfera usual de tematización epistemológica hacia un terreno
poco claro todavía, reconocemos una perspectiva diferente para la teoría del
conocimiento, aquélla constituida por el arte, el artista y sus creaciones.
Lo que se revela extraño e inaceptable desde la teoría y desde la práctica podría
resultar de incalculable valor desde el punto de vista de la estética. Un punto de vista
pocas veces frecuentado con la seriedad que merece.

190
BIBLIOGRAFÍA

I. FUENTES
1. Fuentes directas:
a) Nietzsche-Werke, kritische Gesamtausgabe herausgegeben von Giorgio Colli und
Mazzino Montinari. Walter de Gruyter, Berlin-New York.
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Die Geburt der Tragödie. Unzeitgemässe Betrachtungen I-III (1872-1874). Sección
3ª, volumen 1º. (1972), 427 pp.
Nachgelassene Schriftern 1870-1873. Sección 3ª, volumen 2º. (1973), 394 pp.
Nachgelassene Fragmente Herbst 1869 bis Herbst 1872. Sección 3ª, volumen 3º.
(1978), 445 pp.
Nachgelassene Fragmente Sommer 1872 bis Ende 1874. Sección 3ª, volumen 4º.
(1978), 463 pp.
Richard Wagner in Bayreuth. Unzeitgemässe Betrachtungen IV. Nachgëlassene
Fragmente Anfang 1875 bis Frühling 1876. Sección 4ª, volumen 1º. (1967), 366 pp.
Menschliches, Allzumenschliches. 1 Band. Nachgelassene Fragmente 1876 bis Winter
1877-1878. Sección 4ª, volumen 2º. (1967), 586 pp.
Menschliches, Allzumenschliches. 2 Band. Nachgelassene Fragmente Frühling 1878
bis November 1879. Sección 4ª, volumen 3º. (1967), 482 pp.
Morgenröthe. Nachgelassene Fragmente Anfang 1880 bis Frühjahr 1881. Sección 5ª,
volumen 1º. (1971), 772 pp.
Idyllen aus Messina. Die fröhliche Wissenschaft. Nachgelassene Fragmente Frühjahr
1881 bis Sommer 1882. Sección 5ª, volumen 2º. (1973), 587 pp.
Also sprach Zarathustra (1883-1885). Sección 6ª, volumen 1º. (1968), 410 pp.
Jenseits von Gut und Böse. Zur Genealogie der Moral (1886.1887), Sección 6ª,
volumen 2º. (1968), 436 pp.
Der Fall Wagner. Götzen-Dämmerung. Nachgelassene Schriften (August 1888 bis
Anfang Januar 1889). Der Antichrist. Ecce Homo. Dionysos-Dithyramben.
Nietzsche contra Wagner. Sección 6ª, volumen 3º. (1969), 449 pp.
Nachgelassene Fragmente Juli 1882 bis Winter 1883-1884. Sección 7ª, volumen 1º.
(1977), 743 pp.

191
Nachgelassene Fragmente Frühjahr bis Herbst 1884. Sección 7ª, volumen 2º. (1974),
323 pp.
Nachgelassene Fragmente Herbst 1884 bis Herbst 1885. Sección 7ª, volumen 3º.
(1974), 472 pp.
Nachgelassene Fragmente Herbst 1885 bis Herbst 1887. Sección 8ª, volumen 1º.
(1974), 367 pp.
Nachgelassene Fragmente Herbst 1887 bis März 1888. Sección 8ª, volumen 2º.
(1970), 478 pp.
Nachgelassene Fragmente Anfang 1888 bis Anfang Januar 1889. Sección 8ª,
volumen 3º. (1972), 481 pp.

b) Ha de consignarse también la célebre edición a cargo de Karl Schlechta, Werke in


drei Bänden, Karl Hanser Verlag, München, 1954-1956.
c) Ediciones españolas utilizadas:

Obras completas vol. 1. Traducción de Pablo Simón. Ediciones Prestigio, Buenos


Aires, 1970. (Este volumen incluye: Homero y la Filología Clásica, de 1869; El
Estado Griego, de 1871; Sobre la Música y la Palabra, de 1871; El Certamen de
Homero, de 1872 y La Filosofía en la Época Trágica de los Griegos, de 1873).
Sobre el Porvenir de Nuestras Escuelas. Traducción de Carlos Manzano.
Introducción de Giorgio Colli. Tusquets, Barcelona, 1977.
El Libro del Filósofo (seguido de Retórica y Lenguaje). Traducción de Ambrosio
Berasain. Presentación de Fernando Savater. Taurus, Madrid, 1974. (Esta edición
agrupa escritos póstumos de los años 1872, 1873 y 1875, incluyendo la
Introducción Teorética sobre la Verdad y la Mentira en sentido extramoral. Debe
su nombre a la tesis de Holzer y Horneffer, editores del volumen X de la Edición
Kröner, según la que estos escritos debían ir unidos a La Filosofía en la Época
Trágica de los Griegos en un volumen que tendría por nombre El Libro del
Filósofo).
Friedrich Nietzsche. Correspondencia. Selección y traducción de Eduardo Subirats a
partir de la edición de Karl Schlechta. Labor, Barcelona, 1974.
El Gay Saber. Introducción, traducción y notas de Luis Jiménez Moreno. Narcea,
Madrid, 1973.

192
El Nacimiento de la Tragedia. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez
Pascual. Alianza, Madrid, 1973.
Así habló Zaratustra. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual.
Alianza, Madrid, 1972.
La Genealogía de la Moral. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez
Pascual. Alianza, Madrid, 1972.
Más allá del Bien y del Mal. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez
Pascual. Alianza, Madrid, 1972.
Crepúsculo de los Ídolos. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez
Pascual. Alianza, Madrid, 1973.
El Anticristo. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual. Alianza,
Madrid, 1974.
Ecce Homo. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual. Alianza,
Madrid, 1971.
Humano, demasiado humano. Traducción de Carlos Vergara, Edaf, Madrid, 1979.
Obras Completas. 5 vol. Traducción de Ovejero y Maury, Aguilar Madrid-Buenos
Aires-México, 1962. (Esta famosa edición adolece de graves insuficiencias, tanto en
el aspecto crítico como en el de la traducción. Aunque no ha sido utilizada, la
citamos a causa de su extendida difusión).
La Voluntad de Poderío. Traducción de Aníbal Froufe, Edad, Madrid, 1980.
Friedrich Nietzsche. En torno a la Voluntad de Poder. Traducción de Manuel
Carbonell. Península, Barcelona, 1973.
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Idem, Unterwegs zur Sprache, Neske, Pfullingen, 1971.
Idem, ¿Qué significa pensar?. Trad. Haraldo Kahnemann. Nova, Buenos Aires, 1978.
Idem, «Die Frage nach Technik», en Vorträge und Aufsätze I, Neske, Pfullingen,
1967.
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Madrid, 1976.
SCHOPENHAUER, Arthur, Sämtliche Werke, hrsg. v. m. v. Löhneysen, 5 Bde.,
Frankfurt am Main, 1960-1965.

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WITTGENSTEIN, Ludwig, Philosophical Investigations. Trad. inglesa de G. E. M.
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WITTGENSTEIN, Ludwig, Los Cuadernos Azul y Marrón. Trad. Francisco Gracia
Guillén. Tecnos, Madrid, 1968.

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BATAILLE, G., Sur Nietzsche-Volonté de chance, Gallimard, Paris, 1945.
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