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5.

UNA PSICOLOGÍA HERMENÉUTICA EN BUSCA DE LA PRÁCTICA

Las soluciones a la crisis de la Psicología cuestionaban la conciencia como objeto


de estudio. Algunos como los partidarios del Conductismo la rechazaron,
sustituyéndola por la conducta; otros la aceptaron, pero redefiniéndola como
presentación, Gestalt o existencia; la otra respuesta movió el centro de
determinación del hombre a una región de la psique humana apenas intuida y rara
vez mencionada: el inconsciente.
La existencia de contenidos y procesos psicológicos inconscientes no era ninguna
noticia a finales del S XIX; varios autores utilizaban la idea del inconsciente en sus
trabajos. Ya Leibniz había usado esta cualidad en su teoría de las mónadas, los
irracionalistas habían sugerido su autonomía y posibilidades en el camino de la
liberación de las convenciones alienantes de la sociedad y hasta desde la
Fisiología –véase Helmholtz y sus juicios inconscientes- parecía evidente su
realidad. Sin embargo, nadie le había concedido hasta el momento ningún papel
rector en la vida psíquica, sino como fuente de errores y dificultades, o expresión
de automatismos necesarios en la vida corriente del individuo pero con poco peso
en su vida anímica.
Algunos investigadores habían comenzado a profundizar en los contenidos
inconscientes en su relación con los síntomas neuróticos, en especial de la
histeria. La neurosis histérica representaba uno de los retos más interesantes a la
ciencia médica de la época. La expresión de síntomas dramáticos y devastadores,
como anestesias, parálisis, impedimentos de todo tipo, que alteraban la vida
normal de los pacientes y comprometían seriamente su recuperación, no podían
ser explicados acudiendo a los conocimientos neurofisiológicos de la época, sino
que por el contrario los negaban de forma terminante, convirtiendo la enfermedad
en un absurdo científico. No era posible imaginar ninguna razón fisiológica, en la
medida en que los síntomas podían desaparecer súbitamente y reaparecer en
cualquier momento, siguiendo una regularidad que escapaba al control de la
medicina. Algunos médicos comenzaron a utilizar la hipnosis para reducir los
síntomas, y en esta acción, se vislumbraron algunas posibilidades de explicación,

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vinculados a la existencia de contenidos psicológicos olvidados por los pacientes.
En esta labor se destacaban el grupo de J.M. Charcot, ya mencionado como uno
de los fundadores de la Psiquiatría moderna, entre los cuales estaba P. Janet
1859-1947) quien sugirió que los síntomas de las histéricas, su volubilidad y
manifestación, estaban relacionados con la existencia de contenidos olvidados
intencionalmente y determinados psicológicamente, no fisiológicamente. En Viena,
otro médico, J. Breuer (1842-1925), también utilizaba un enfoque semejante,
logrando que sus pacientes en estado hipnótico recordaran los contenidos
olvidados. Junto a él trabajaba un médico joven S. Freud (1856-1939), que
buscaba respuestas más claras a este problema. Asistió a cursos con los
psicólogos más importantes de su época como Brentano y viajó a París para
conocer de cerca los trabajos del grupo de Charcot. De todas estas experiencias
nacería una de las teorías psicológicas más atrevidas, inquietantes y accidentadas
de toda la historia: el Psicoanálisis.

5.1. Psicoanálisis.-
En la frontera entre los siglos XIX y XX, Viena era la capital del Imperio Austro-
Húngaro, en el centro de Europa. Un imperio envejecido y debilitado, tradicional y
rígido, en medio de una Europa que vivía la “belle époque”, la bella época
prometida por el Positivismo de la tecnología. El desarrollo económico era estable,
las clases sociales inamovibles, el culto a la tradición daba buenos resultados: en
fin, era una sociedad que había alcanzado su auge y estaba próxima a la felicidad
de todos sus ciudadanos. Desde luego, tal imagen era una ficción que se negaba
en cualquier percepción de la realidad social y que sería destrozada
definitivamente diez años después en la primera guerra mundial, pero el imperio
vivía como si fuera eterno e inmutable. En esta ciudad y este clima social de
convenciones y normas inalterables trabajaba como médico S. Freud. Después de
algunos recorridos por temas de la Fisiología, se había dedicado bajo la
orientación de J. Breuer a atender casos de neurosis, muy frecuentes (o al menos
muy reconocidos) en ese momento y que muchos médicos no aceptaban por
diferentes razones, entre ellas la más inhumana: la idea de una enfermedad falsa

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fingida por las pacientes. La idea de Breuer y las experiencias de Charcot
indicaban la posibilidad de mejoría a través de la hipnosis, pero no pasaba de ser
una mejoría temporal. Más tarde o más temprano, el síntoma resurgía o se
instalaba otro diferente. Freud poseía un verdadero espíritu científico; buscaba
respuestas a través del experimento y no se contentaba con soluciones a medias.
De esta actitud, que obligaba a continuar una búsqueda exhaustiva de razones,
fue elaborando una teoría, un método y una terapia, las tres direcciones que
abarca el Psicoanálisis y no queda nunca claro cuál de estas es la principal. La
primera característica para la historia de la ciencia es que la aparición del
Psicoanálisis no transitó por laboratorios experimentales o aulas de academia
como sus predecesores y contrincantes: nació de una práctica profesional directa,
como respuesta a sus preguntas, y no se satisfacía con elaboraciones simples o
puntuales. Hurgó en todas las teorías y explicaciones contemporáneas, hasta las
menos respetables; lo que no encontró, lo elaboró por sí mismo; ante cualquier
rechazo o incomprensión, respondió con la propia teoría, desarmando a sus
oponentes y creando la confusión entre sus críticos. Esta situación hizo casi
imposible una discusión académica con otras corrientes, y hasta el día de hoy, sus
seguidores son reacios a admitir otra forma de pensamiento psicológico diferente,
de la misma manera que las otras corrientes excluyen al Psicoanálisis de la vida
científica de la Psicología.
Tal y como el mismo Freud relata, en el principio eran las histéricas. Durante sus
crisis, se producían estados de ausencia, pérdidas no totales de la conciencia,
durante las cuales las pacientes expresaban de manera casi incoherente algunos
contenidos, tales como recuerdos, deseos, intenciones, no relacionados con el
momento presente o el comienzo del síntoma. A través de la hipnosis era posible
recuperar estos contenidos, que generalmente eran hechos y vivencias referidos a
acontecimientos pasados y que en estado de vigilia las pacientes no recordaban:
habían olvidado. Curiosamente estos contenidos guardaban relación con los
síntomas actuales: era como si los síntomas estuvieran diciendo en un lenguaje
figurado, con un disfraz, el contenido olvidado. Por ejemplo, la imposibilidad de
articular palabras complejas como síntoma se relacionaba con una discusión

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pasada en la que el sujeto sintió que debía decir algo y se calló. Se podía revelar a
la paciente el recuerdo que aparecía en su discurso, pero o bien le negaba toda
importancia o lo rechazaba airada. Solo había una forma de que fuera aceptado:
llevando a la paciente al pasado, que recordara el hecho viviéndolo de nuevo en el
presente, con el matiz afectivo que tuvo en su momento y que parecía haber
olvidado. De esta forma, la paciente hacía catarsis, expresaba una emoción que
parecía haber olvidado o mejor, parecía no haber vivido en su momento. A este
efecto de olvido intencional, Freud lo llamó represión. La represión se producía
cuando el contenido de un hecho era inaceptable para la conciencia del sujeto; en
su intento por escapar al malestar que le provocaba el recuerdo del hecho, lograba
olvidarlo, esto es, lo suprimía de la conciencia, pero aun así seguía actuando a
través de vías indirectas, pugnaba por salir a la conciencia y ser vivido. El síntoma
en la histeria era la vía que tales contenidos usaban como disfraz para llegar a ser
conscientes, lo que representaba de manera contradictoria una ganancia, cierto
alivio para las pacientes: al vivirlo como síntoma, evitaban vivirlo como realmente
era, un contenido inaceptable y doloroso, más que el mismo síntoma. Esta
evidencia marcaba algunas definiciones de enfoque y exigía varias explicaciones
adicionales. Existía una cualidad de contenidos psicológicos que se caracterizaba
por la “no-conciencia”; más aun, podían tener una determinación sobre la
conducta del hombre mucho más fuerte que las ideas conscientes. Las pacientes
no sabían que estaban siendo controladas por contenidos que habían olvidado
intencionalmente.
Por oposición a la conciencia Freud los llamó contenidos inconscientes; sin
embargo, esta cualidad se refería a cualquier contenido no consciente tales como
acciones automáticas, procesos mentales por debajo de un umbral de
sensibilidad, olvidos simples. No era lo mismo: en este caso estaba calificando un
inconsciente resultante de una acción de olvido intencional del sujeto, un
reservorio de ideas rechazadas por la conciencia, una “provincia” hasta entonces
desconocida de la mente humana.
La segunda idea se refería al carácter irracional del inconsciente: no actuaba con
ninguna lógica ni se atenía a ninguna regla social, sino que respondía a un patrón

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totalmente afectivo. No era el hecho lo que se olvidaba, sino su sentido, su valor
personal, su expresión afectiva. De esta forma, el inconsciente se movía por la
afectividad y se identificaba con la dimensión no racional del hombre. Esta
afirmación repetía y asumía la tradición irracionalista e intimista de los románticos
del S XIX, pero ahora con evidencias empíricas.
La tercera idea se refería al método: ya que el sujeto por sí mismo no podía –de
hecho, no quería- restablecer su recuerdo en términos afectivos, el terapeuta
debía ayudarlo interpretando los síntomas, traduciendo lo que la enfermedad
decía de manera indirecta, llevando poco a poco al paciente a recordar con el
propósito de aceptar la idea dolorosa, o bien rechazarla definitivamente, o bien
canalizarla hacia acciones aceptables por el sujeto y la sociedad en una acción de
sublimación, la manera más creativa de suprimir y realizar un deseo reprimido.
De esta forma quedaba conformado el referente epistemológico del Psicoanálisis:
fenomenológico en tanto aceptaba al síntoma como realidad inmediata y no
como error, y hermenéutico, en tanto requería una interpretación subjetiva de la
presentación. La dificultad más seria en este intento –y Freud la conocía desde el
principio- consistía en tratar un contenido irracional (el inconsciente) con una
técnica interpretativa (el análisis de síntomas por otra persona) para una intención
racional (su aceptación consciente por parte del paciente). El paciente hacía
resistencia al recuerdo (el síntoma era un “mal menor”), la interpretación dependía
del terapeuta tanto como del paciente (existían diferentes “traducciones”) y nunca
se estaba seguro de la completa curación, a la que Freud llamó análisis o
psicoanálisis.
Aparecían además dos interrogantes a partir de la evidencia de los casos que
requerían explicaciones adicionales, ya que no encontraban sentido en las
explicaciones psicológicas tradicionales. La primera era de carácter teórico: el
recuerdo reprimido no se refería al momento justo de aparición del síntoma;
parecía remontarse cada vez más al pasado del sujeto hasta la infancia temprana
lo que sugería que la represión actuaba ya en etapas del desarrollo infantil que no
habían sido descritas; la segunda se refería al contenido del recuerdo: este
parecía referirse a hechos sexuales directos en los que participaba el paciente,

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que lo implicaban en relaciones sexuales y con frecuencia incestuosas. Esto era
ya un escándalo: nadie aceptaba ni aceptaría que los niños tuvieran actividad
sexual o deseos sexuales, y mucho menos con sus propios padres. La evidencia
para Freud era terca; la única posibilidad de explicarla era hipotetizando un
desarrollo infantil de la sexualidad que tomara en cuenta su efecto en el adulto y
mostrara evidencias en la conducta de los niños.
El desarrollo primario del niño está determinado por la satisfacción de necesidades
básicas: alimento, cuidado, compañía, supresión del dolor. La satisfacción de una
necesidad provoca placer, la insatisfacción displacer. La vida del niño se
conforma a la búsqueda del placer y la evitación del displacer. La primera etapa
del desarrollo es oral: el placer se concentra en su boca, órgano del alimento y de
relación con el mundo; a ella le sustituye una etapa anal: el placer se refiere a las
acciones de excreción, que suponen un alivio a las tensiones y que poco a poco el
niño logra dominar a voluntad; más tarde el placer se localiza en los genitales: los
niños disfrutan el manoseo de sus órganos sexuales por pura estimulación y se
manifiesta como francamente sexual; en todas estas etapas el objeto del placer es
el propio cuerpo del niño por lo que se denomina narcisismo (amor hacia sí
mismo); finalmente a la altura de los cuatro o cinco años el placer se disloca del
propio cuerpo hacia otra persona, la etapa fálica, donde el placer se hace amor,
en el sentido de un vínculo afectivo con otra persona que produce placer sexual.
Las personas más próximas son el padre y la madre: hacia ellos se dirige este
afecto en primer lugar. El niño varón desarrolla una relación amorosa con la
madre, de carácter eminentemente sexual y con el deseo de poseerla; ante esto
se presenta el obstáculo del padre como competidor. El amor del niño hacia la
madre se desdobla en odio hacia el padre. Esta situación por analogía con una
tragedia griega Freud la bautizó como complejo de Edipo, el deseo sexual
incestuoso hacia la madre y el deseo de muerte del padre. En el caso de las niñas,
el proceso era por supuesto diferente, aunque transcurría básicamente por los
mismos senderos; se le denominó más tarde complejo de Electra, continuando la
filiación a los mitos griegos. Finalmente, las personas normales trascienden este
momento buscando una identificación con el padre, pareciéndose a él,

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compartiendo el amor de la madre hasta que en la pubertad, con el desarrollo de
las funciones sexuales adultas, encuentre otra persona como objeto sexual. Este
sería el desarrollo normal: pueden surgir fijaciones (el desarrollo se parcializa y el
sujeto prefiere una actividad sexual primitiva con objetos inadecuados, lo que se
manifiesta como perversiones); pueden ocurrir regresiones si la actividad normal
resulta bloqueada (retornar a prácticas anteriores a la sexualidad adulta) pero
también puede ocurrir que los deseos sexuales infantiles no hayan sido
satisfechos ni superados y continúen apareciendo como deseos en el presente. Al
ser incompatibles con las normas de convivencia social incluso con los propios
padres, el sujeto reprime violentamente el recuerdo del deseo, que desviado de su
manifestación auténtica, retorna como síntoma.
Esta explicación permitía comprender la situación patológica e inferir el desarrollo
normal, pero era exactamente esto, una inferencia. No fue el producto de la
observación cuidadosa del desarrollo infantil, ni Freud pretendía establecer tal
descripción. Utilizó observaciones de diferentes autores para completar el cuadro
del desarrollo visto de esta manera. La falta de evidencias sistemáticas y el
excesivo énfasis en la actividad sexual infantil (que existe sin dudas pero que la
mayoría de los autores no consideran tan importante) será un punto de ataque de
la teoría.
Otra consecuencia sería vital para la práctica terapéutica: el fenómeno de la
transferencia. El terapeuta se transforma por obra y gracia del paciente en el
destinatario de sus sentimientos y deseos reprimidos, resulta ser el canal a través
del cual podrá dar expresión a esos contenidos, de carácter sexual. Una situación
difícil y peligrosa para un terapeuta: ser convertido en objeto sexual de sus
pacientes y al mismo tiempo llevarles a comprender que no es un deseo real sino
sustitutivo del que debió ser. Sin embargo, no existía otra forma de llegar a la cura
si no se asumía ese papel. El problema de la transferencia fue un descubrimiento
del Psicoanálisis, pero no es cuestión de conceptos abstractos sino de situaciones
reales y constituye uno de los aspectos técnicos más controvertidos y necesarios
de la práctica profesional en nuestros días. Otra consecuencia práctica de máxima
importancia es la preparación del terapeuta. La forma idónea de preparación es

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someterse a un análisis por otro terapeuta ya en funciones. El propósito consistía
en ordenar el inconsciente del futuro terapeuta para que no se desbordara en las
situaciones de análisis que debería enfrentar en el futuro, comenzar por el
“conócete a ti mismo” antes de pretender conocer o interpretar a los demás e
incluso, pasar por la situación vital de ser paciente antes de ser terapeuta, “sufrir”
el rol que después deberá atender. Hasta el día de hoy esta forma de preparación
está vigente y en muchos casos es la única ofrecida a partir de un título de médico
o psicólogo. Y para muchos es uno de los méritos más definitivos del Psicoanálisis
que debería ser imitado por toda propuesta de intervención.
De la misma forma, Freud encontró a partir del método interpretativo, otras
evidencias metodológicas que podían ser utilizadas como vías de investigación y
terapia. En primer lugar, los sueños. Suponer que los sueños son apenas
actividades descontroladas y poco significativas de la vida humana sería una
tontería. Los sueños tienen un papel importante en el quehacer humano: permiten
la satisfacción de las necesidades y el logro del placer a través de formas
sustitutivas, simbólicas. La persona que dejó de fumar sueña que fuma; la persona
que está haciendo dieta sueña que come abundantemente; la persona que no
acepta su sexualidad le da rienda suelta en su sueño o huye de ella, pero la
reconoce. Todo sueño es un deseo que se satisface simbólicamente y sin peligro;
al menos para la conciencia del propio sujeto que siempre puede decir “¡basta!” y
despertar al durmiente. El sueño utiliza los mismos disfraces que el síntoma:
desplaza los significados de un símbolo a otro, o condensa en un mismo símbolo
varios significados. El patrón del sueño y de los síntomas se repite en los actos
fallidos: omisiones, olvidos de nombres o sustituciones, palabras equivocadas,
pérdida de objetos, repeticiones innecesarias. Todos estos son hechos de la vida
cotidiana que no son simples errores; tienen un significado y pueden ser utilizados
para develar los verdaderos deseos del que los experimenta, sin que por eso sean
patológicos. En la terapia era posible apurar la técnica: pedir al sujeto que diga
libremente todo lo que le pasa por la mente, y llevarlo a interpretar su propio
discurso. El método de asociación libre se instaló como el más representativo de
la nueva corriente y marcaba su vocación fenomenológica al pedir al sujeto que

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evitara todo juicio racional sobre su discurso y lo dejara fluir. Solo era necesario
una especie de diccionario que tradujera los símbolos del discurso irracional del
inconsciente al el discurso racional de la conciencia y estaríamos en el camino de
comprender lo que es hombre es y no sabe, para mostrárselo.
Aquí aparecía un tema vital para la construcción de la teoría psicoanalítica: el
inconsciente no es patológico, no es una fuente de enfermedad; todos los seres
humanos tenemos en nuestra propia constitución un espacio para el inconsciente,
que continuamente intenta penetrar nuestra conciencia. De la misma forma que la
sexualidad enferma es continuidad de la sexualidad sana, el inconsciente
patológico es apenas una extensión del inconsciente sano. Una teoría psicológica
general deberá asumir como núcleo del hombre su sexualidad y su inconsciente.
No existe una frontera entre salud y enfermedad; todo es cuestión de matiz. El
próximo paso estaba claro: construir una teoría psicoanalítica de la personalidad.
La personalidad se define como el aparato psíquico del hombre, su mecanismo de
adaptación. El organismo humano como todo organismo biológico genera energía
para su mantenimiento y reproducción como especie. Esta energía se aplica en
diferentes funciones, pero todas referidas a las dos principales, mantener la
existencia y garantizar la continuidad de la especie. El aparato psíquico es la
forma de utilización de esta energía biológica en las relaciones con el ambiente.
Esto de ninguna manera significa que se pueda hacer una descripción
reduccionista de la Psicología; existe una conversión de la energía biológica en
energía psicológica o libido. Freud creía que en un futuro la Neurofisiología
avanzaría tanto que se podrían suprimir las descripciones psicológicas por otras
biológicas más adecuadas, pero esta idea de reduccionismo nunca tuvo un efecto
real en su propia teoría, no pasó de esto, una creencia. A pesar de la crítica de
biologicista que ha recibido, fue en rigor más metafórico que directo en el uso del
modelo energético.
En el principio, este aparato solo posee un nivel estructural, el “id” o “ello”,
depositario de las necesidades instintivas o pulsiones (trieb en alemán) –que
originalmente se identificaron con necesidades de placer entendido como sexo y
amor, el instinto de Eros, dios griego del amor-, responsable de la búsqueda de

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su satisfacción, de la cual derivaba un estado de equilibrio o placer. El placer es el
cese de un estado de tensión y el retorno a un estado primario anterior que gasta
menos energía para mantenerse porque está en equilibrio (principio de economía).
El “ello” solo se rige por el principio del placer, y obligará al organismo humano a
buscarlo por cualquier medio y en cualquier circunstancia siempre que aparezca la
necesidad. Pero el organismo humano vive en un medio social que establece
restricciones, límites, prohibiciones, aplazamientos y toda suerte de desvíos al
deseo inmediato de placer. El choque continuo entre el “ello” inmediato e
insaciable y el ambiente limitador genera el nacimiento del segundo nivel, el
“ego” o “yo” que utilizará libido para conciliar los deseos del “ello” con las
condiciones efectivas del medio. Su papel de árbitro lo ejerce cumpliendo el
principio de realidad: no se opone o niega los deseos del ello, pero los hace
viables y ejecutables en la realidad tal y como es. Por eso al “yo” le corresponden
las funciones psicológicas de relación con el entorno, las funciones cognoscitivas
que permiten comprender la realidad, pero que son secundarias y derivadas con
respecto a las primarias, la identificación y consecución de los deseos del “ello”,
sus necesidades y placeres. Más adelante surgirá el último nivel estructural: el
“superego” o “superyó”, que representa la personalización (introyección) de las
normas sociales recibidas durante el desarrollo infantil y que se instauran no como
una exigencia desde fuera sino como una imagen ideal y prescriptiva de sí mismo.
Ahora el “yo” tiene que arbitrar también entre el “ello” y el “superyó”, entre el deseo
ciego y asocial del instinto y las normas de convivencia y altruismo más elevadas
de la civilización, hechas propias como imagen del deber. La irrupción de los
deseos en la conciencia puede entonces resultar insoportable para el “yo", que
utiliza la represión como mecanismo de control. Existen otros mecanismos de
defensa del “yo”; en todos los casos de lo que se trata es de evitar o en su
defecto, desviar o transformar las exigencias del “ello” en formas aceptables para
el “superyó” y la realidad. Reprimir tiene un alto costo: requiere mucha energía
porque los deseos reprimidos no se han descargado de su energía original por lo
que debe aplicarse la misma cantidad pero de signo contrario, lo que disminuye la
energía general a disposición del organismo. Cualquier descuido del “yo”, y los

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deseos afloran en estampida, deformados pero con la suficiente identidad como
para provocar angustia y displacer. No se debe establecer una correspondencia
exacta –que por demás resulta bien sugestiva- entre el ello y el inconsciente, y el
yo y la conciencia. En rigor son descripciones diferentes: el par conciencia-
inconsciente señala una cualidad funcional; y las instancias ello-yo-superyó
describen una estructura. En cualquier instancia existen contenidos conscientes e
inconscientes, aunque por su propio destino, el ello está poblado de contenidos
inconscientes y el yo es la sede de la conciencia. De todas formas, este
desencuentro sería fuente de incomprensiones y desavenencias. La explicación
dinámica de la personalidad es de uso frecuente en la enseñanza de la Psicología
y ha impactado hasta el discurso del sentido común. En todo caso expresa una
realidad que es contradictoria en sí misma y la imagen de una eterna oposición
entre los deseos individuales y la vida en sociedad. La formación de tal estructura
reflejaba las condiciones sociales de su momento, pero también era el precio de la
civilización: quedaba por explicar cómo se había llegado a una civilización tan
contradictoria y su posible solución. La lógica de la reflexión teórica obligaba a
colocar la enfermedad en una escala mayor: ya no era cuestión de individuos, sino
de la construcción de toda la sociedad.
La elaboración de una teoría social ya es un terreno arriesgado para el psicólogo,
porque sus evidencias –salvo que se convierta en sociólogo o antropólogo- tienen
un carácter individual y actual, en tanto actúa con personas del presente. Freud
utilizó un método para la inferencia: la recapitulación. Supuso que cada persona
recorría la historia de la especie durante su infancia. De esta forma, su teoría
acerca de la filogenia humana es en el mejor de los casos, altamente especulativa.
En el principio, la sociedad natural consistía de un macho dominante, un grupo de
hembras a su servicio y el resto de individuos, niños y machos jóvenes que no
tenían ningún poder sobre las decisiones, muy parecida a las descripciones de los
etólogos acerca de los grupos de simios. Tal estado de cosas sometía a los más
jóvenes machos a una continua insatisfacción sexual, en tanto les estaba
prohibida toda relación sexual con las hembras. En un momento dado, se unieron
y conspiraron para asesinar al jefe y poseer a las hembras, pero tal solución solo

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generaba nuevos problemas porque solo uno podía ser el nuevo jefe. Acordaron
dividirse el poder del grupo y regular las relaciones sexuales, fundando así el
modelo de civilización que con algunas variaciones, ha llegado a nuestros días.
Una buena parte del instinto sexual se sublimó en creaciones y trabajo, lo que dio
principio a la cultura. Por tanto, el origen de la civilización, de la misma forma que
el origen del aparato psíquico estaba en la prohibición. Todos éramos culpables
del pecado original de rebelarnos contra el padre primigenio, y lo reproducimos en
nuestra ontogenia, en la historia de nuestro propio desarrollo como individuos: de
ahí el complejo de Edipo. Una explicación de tal tipo es casi mítica, discurre por
caminos bien alejados de la ciencia y es muy difícil de comprobar o falsear. Si la
discusión acerca de la sexualidad infantil o el mecanismo de represión puede
dirimirse con evidencias concretas, la filogenia social descrita por el Psicoanálisis
parecía para muchos una forma de literatura o simplemente un acto de fe. Pero lo
más importante era la consecuencia: la enfermedad individual es apenas el reflejo
de la enfermedad social. El precio de la civilización incluye la mutilación del
individuo, su continua insatisfacción y la marca contemporánea de la ansiedad. No
es de extrañar que los movimientos existencialista y humanista tomaran en cuenta
estas ideas en sus análisis de la sociedad contemporánea.
Una transformación conceptual importante apoyaría esta visión filogenética: Freud
diez años más tarde y a raíz de las divisiones entre sus seguidores y el terrible
impacto de la primera guerra mundial daría otro paso en su visión social,
incluyendo junto al instinto del amor (Eros) un nuevo instinto en la constitución
primordial del hombre: el instinto de la muerte (Tanatos), responsable de la
agresión, la destrucción y por supuesto de la muerte. Ya eran dos las tendencias
básicas del hombre: el amor -que significa unión, complejidad, creación, punto de
mayor energía- y la muerte –que significa desunión, simplicidad, destrucción,
agresión y odio, regreso al punto de la menor energía. Con esta incorporación
adicional, que además suavizaba la carga sexual del instinto de amor, se
completaba la propuesta teórica del Psicoanálisis. Era simultáneamente una teoría
de la enfermedad psíquica (en principio la neurosis, pero después cualquiera), una
teoría del hombre normal (si es que tal denominación es real), una teoría del

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desarrollo infantil, una teoría de la filogenia, y hasta una explicación universal de
los productos de la creación humana, al utilizarse desmedidamente para explicar
el arte, la ciencia y la vida cotidiana. Resulta una labor verdaderamente increíble a
partir de una práctica y habla mucho de la voluntad y la audacia de su creador.
Como en toda reflexión, este será su punto fuerte y su punto débil, porque una
teoría capaz de explicar un evento y su contrario, en fin, todo, al final se queda sin
explicar nada.
Freud tenía una cualidad envidiable en todo científico: la capacidad de asumir y
transformar sus propias ideas ante la evidencia. Aun cuando no era una
personalidad que aceptara sin discusión cualquier crítica, fue capaz de enfrentar
su teoría con honestidad intelectual. Primero debió enfrentar el desconocimiento,
la burla, la agresión y la franca exclusión del mundo profesional médico, que no le
perdonó jamás; después prácticamente de toda la sociedad de su época –que en
algunos momentos utilizó la teoría como pretexto para un ataque racista en tanto
Freud era judío. No renunció ni se desalentó. Peleó bravamente contra todos y fue
nucleando alrededor suyo un grupo de discípulos de primera calidad. Se ganó un
espacio profesional (después de todo, la histeria abundaba en las familias más
ricas), una cierta admiración en los espacios intelectuales y artísticos (a lo que
contribuyó sus análisis de artistas renombrados, sus apelaciones a la
irracionalidad y hasta el propio estilo personal de sus obras) y finalmente durante
la guerra un prestigio profesional en el tratamiento de personas afectadas. Trató
todo el tiempo de mantener el control sobre el crecimiento de la teoría y la
práctica, que en algunos momentos resultó una traba, sobre todo para sus
discípulos. Presentó sus ideas en todas partes que le quisieran oír (y hasta en
algunas que no querían escucharle), siempre con la misma intención: demostrar el
carácter rigurosamente científico de su teoría, a partir del experimento y la
deducción fundamentada. Es curioso que quien abrió la puerta a la hermenéutica,
quien consideró como material de estudio lo que otros consideraban mística,
fantasía o engaño, quien denunció la alienación básica del sistema social que vivía
y se atrevió a usar como evidencia científica el mito y el arte, haya luchado toda su
vida por ser reconocido como científico formal, y su teoría como ciencia positiva.

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Convenció con su obra, pero no logró el reconocimiento de las instituciones
científicas por el que batalló toda su vida. En 1939, viejo y enfermo, a punto de
morir y aterrado ante la posibilidad de una segunda guerra mundial, se le propuso
para el premio Nobel: lo rechazó airado, porque era el de Literatura.
Una evaluación del Psicoanálisis queda fuera de la intención de este texto. Sin
embargo, al final se hará el resumen de sus efectos principales en el pensamiento
psicológico de su época y las derivaciones hacia la contemporaneidad. Pero para
este fin es necesario aborda la continuidad del Psicoanálisis en sus disidencias y
variaciones. Un edificio tan gigantesco como la obra de Freud no podía ser
monolítico. Ya durante su vida algunos de sus discípulos se apartaron y fundaron
sus propias escuelas que a pesar de denominaciones diferentes no podían negar
su origen. Al final de su vida y después de su muerte, las variaciones florecieron
precisamente en las grietas de su construcción, con nuevas preguntas y multitud
de respuestas. A pesar de la disgregación y variabilidad del movimiento
psicoanalítico contemporáneo –y de sus peleas enconadas y demasiadas veces
académicas- comparten los principios básicos de la teoría, la metodología, la
práctica y la Epistemología de su fundador.

5.2. Disidencias.-
En la medida en que progresaba la construcción de la teoría psicoanalítica,
algunos discípulos de Freud comenzaron a dar muestras de inconformidad. Al
principio tímidamente; después abiertamente en tanto parece que el padre
fundador no era muy amable con las críticas que recibía. Los aspectos más
debatidos y de mayor insatisfacción agredían el núcleo conceptual de la teoría, la
sexualidad, que en su posición de instinto básico había ganado tal preeminencia
que prácticamente detrás de todo hecho humano, normal o patológico, estaba el
sexo. Y no era un sexo simbólico o sublimado, sino directo. Algunos discípulos
cuestionaron el papel tan absoluto de la sexualidad, que reducía al hombre a un
buscador de placer sexual y suprimía de golpe toda otra motivación. No había
dudas de que el papel del sexo era relevante; sobre todo en el material de primera
mano, las neurosis, era posible detectar tal origen; pero de ahí a considerar toda la

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vida humana bajo ese prisma había una distancia considerable. Otros también
cuestionaban el “evento crucial”, el complejo de Edipo. Se aducía que tal vez no
era un fenómeno general sino reflejo de una relación familiar marcada por la
sociedad y la cultura; en otras culturas con estructuras familiares o sociales
diferentes podía darse de otra manera. También se discutía acerca de la
existencia de otros eventos importantes en el desarrollo infantil que podrían jugar
un rol fundacional de la personalidad antes del complejo de Edipo: el trauma del
parto, la relación del niño con la madre en la fase oral, la situación de
dependencia por sí misma; todas podían ser consideradas como fuentes de
normalidad o neurosis. La estructura de la personalidad era fuente de discusiones;
quedaban muchos puntos oscuros, sobre todo en la dinámica motivacional y la
formación de las neurosis. La mayor preocupación se centraba en el paso de una
descripción funcional de la relación “inconsciente-consciente” a una visión
estructural “ello-yo-superyó”, y la dominancia del ello en esta relación. En el orden
metodológico se le criticaban inconsistencias flagrantes, como la idea de
transformar un discurso irracional en otro racional y científico a través de una
interpretación que se deslizaba lentamente hacia un diccionario rígido de símbolos
sexuales.
Ya en 1913 las discusiones eran dramáticas, y precisamente con los mejores
discípulos. El rompimiento fue inevitable. Varias propuestas surgieron en esta
dispersión: en este texto se abordarán las reflexiones de A. Adler (1870-1937) y
C.G. Jung (1875-1961).
La propuesta de Adler rechaza abiertamente la determinación biológica implícita
en las formulaciones de Freud, y traslada el punto de análisis de los instintos a la
cultura. Con los mismos datos que utilizaba el maestro, Adler presentó una
descripción diferente. El niño vive una situación objetiva de inferioridad y
limitación; no son las prohibiciones del medio sino su propia condición la que lo
coloca en estos términos; de aquí que la actividad del niño se dirija todo el tiempo
a compensar esta situación por cualquier vía, objetivo que se expresa como
agresión y dominación del mundo. El niño arremete, protesta, se revela contra
su situación de inferioridad pero como objetivamente no puede cambiarla, se

156
propone metas de superación y genera sentimientos de superioridad, su
contrario, como forma de autoaceptación. El mecanismo fundamental de la
personalidad es entonces la autoestima, la capacidad de evaluarse y crear una
imagen de sí mismo con la cual pueda vivir, plantearse metas válidas y prosperar.
Donde Freud realzaba el sexo, Adler veía la tendencia a dominar a los otros, un
acto de poder y autoafirmación.
El desarrollo del par inferioridad-superioridad lleva al hombre a una adaptación
con el medio. El medio es fundamentalmente cultura, que moldea las formas
adaptativas del niño. El instinto básico es el “poder creativo”, entendido como
compensación y superación de la condición de inferioridad, pero este se realiza a
través de la sociabilidad, que lleva al sujeto a integrarse a su cultura, interesarse
por las acciones sociales y plantearse como meta fundamental para trascender su
situación, el amor, como acción de dar y recibir. La neurosis es sobre todo la
incapacidad para adaptarse y la insistencia en formas de superación infantiles,
marcadas por la dominación del otro y la agresión. Un estado de inferioridad
puede superarse objetivamente, haciéndose objeto de amor y amando a los otros,
o puede ser inadaptado, a través de una autoestima inadecuada, una actitud
agresiva y una relación de poder despótico sobre los demás. Otro de los aportes
de Adler a la Clínica es una extensión del lenguaje del síntoma propuesto por
Freud. No solo habla el síntoma del trauma básico; existe también “un lenguaje
del órgano” afectado que indica el camino de la interpretación. De acuerdo con el
órgano que sirve de sede a un síntoma, es posible comprender el acontecimiento
psicológicos que lo causa; por ejemplo, la enuresis o micción nocturna en los
niños que ya lograron controlar los esfínteres como regresión a una forma de
conducta más primitiva está relacionada con la protesta viril ante la situación de
inferioridad, y es una forma de agresión.
Adler no consideró el inconsciente como una piedra fundamental de la teoría, sino
como una relación funcional dentro del propio sujeto. Inconsciente se refiere más
bien a una “inatención selectiva”, una acción intencional de no ver, no atender,
no recordar, muy similar a la inicial de Freud pero sin el peso que después le
atribuyó de determinante del hombre. Sin embargo, el cambio más importante está

157
centrado en la estructura de la personalidad: consideró que su centro era el “yo” y
hacia su fortalecimiento debía dirigirse toda acción terapéutica. No consideraba
que admitir los deseos del “ello” trajera la felicidad, sino que esto solo era posible
por la acción del yo como agente fundamental de la personalidad. Estableció un
concepto muy utilizado en la investigación contemporánea sobre el tema: el estilo
de vida, como una cualidad que caracteriza al sujeto individual, y que describe su
lucha por la superación de su inferioridad. A partir de esta idea presentó una
tipología de personalidades, algo que se haría bien frecuente en los teóricos de
este tema: el dominante, que lucha por imponer su superioridad llevando a los
demás a una posición de subordinación; el adquisitivo, que garantiza su
superioridad con la posesión de otras personas y bienes materiales; el evasivo,
que se escapa del mundo y vive en una fantasía personal; y el socialmente útil,
el más adaptado, que se caracteriza por una relación de amor con el mundo y los
demás. Esta descripción refleja mucho un estado de insatisfacción con la sociedad
contemporánea y muestra la dirección de las formulaciones de Adler.
Su sistema tenía un carácter holístico y no atomístico; teleológico, en tanto
consideraba que las metas y fines que se propone el hombre permiten
comprenderlo mejor que sus determinaciones; personalista, con el énfasis puesto
en es sujeto concreto; y humanista, en la expresión de una dimensión axiológica
que quería superar la visión pesimista del hombre, atenazado por la culpa y los
instintos desviados que leía en el discurso de Freud. No es de extrañar que se
convirtiera en el referente de un grupo de psicólogos y terapeutas que después
fundarían la corriente Humanista de la Psicología, o que fuera una cita obligada
de los psicoanalistas que conformarían la tendencia culturalista. La otra
consecuencia fue la inmediata traducción de algunos de sus conceptos al discurso
del sentido común, como explicación técnica y autorizada de lo que los hombres
corrientes intuían en sus personalidades y las de los demás. Sin embargo, su
propuesta, llamada significativamente Psicología Individual, no se continuó hasta
el presente. Contradictoriamente su discurso era poco conceptual para una
práctica especializada y dejaba demasiadas fisuras para ser considerado un
sistema de pensamiento psicológico coherente y viable en la práctica profesional.

158
A esto contribuyó el abandono del enfoque metodológico de Freud; con tantos
cambios los psicoanalistas no reconocían los puntos básicos de pertenencia, y los
no psicoanalistas, seguían encontrando un discurso parecido al que cuestionaban.
No creó escuela; fue referente.
Quien sí creó una poderosa escuela que ha sobrevivido discusiones y ataques
mucho más fuertes (y en buena parte merecidos) fue Jung. Su propuesta de cierta
forma representa mejor una continuidad del pensamiento freudiano, pero hacia
una radicalización de posiciones que eliminara las incoherencias de la
conceptualización. El primer punto se refiere al enfoque epistemológico: para Jung
la respuesta era totalmente fenomenológica y rechazaba la posibilidad de hacer de
la Psicología una “ciencia” en el sentido positivista del término. El núcleo del
hombre es irracional; todo lo demás son ilusiones. Sin embargo, apostaba por una
conjunción del enfoque determinista y el enfoque teleológico: ambos son parciales
y por tanto necesarios. Continuó la línea de inferencias e intuiciones a partir de los
casos clínicos como hacía Freud, pero aceptó como evidencia prácticamente
cualquier producto de la actividad humana: el mito, las religiones, las fantasías, la
literatura, el arte, todo hablaba de la psique humana, porque todo era su creación.
En consecuencia su discurso es casi enciclopédico y sus exigencias para un lector
o un estudioso de su obra requieren un conocimiento cultural extenso y sugerente.
Para Jung, la libido es una energía indiferenciada que el organismo humano utiliza
para la satisfacción de sus necesidades, pero considera que la supervivencia del
individuo es el motivo principal; la sexualidad por tanto tiene un papel menor, bien
lejos del absolutismo freudiano. La libido que no se utiliza en cumplir con los
instintos básicos, se convierte en símbolo, en creación humana, en cultura y
civilización. La civilización no es el premio a la renuncia de los deseos, sino una
construcción adicional de la libido sobrante. Pero esta creación responde a un
patrón universal, a senderos que el hombre recorre una y otra vez, a evoluciones
comenzadas desde el principio de los siglos y que muestran direcciones definidas.
El desarrollo es una progresión, no una línea recta, que tiene detenciones,
cambios de dirección y regresiones, porque es un proceso contradictorio en sí
mismo. La vida del hombre es un largo proceso de convertirse en persona, de

159
individuación paulatina, que no culmina con la infancia y por el cual transforma
sus determinaciones en metas y alcanza la autodeterminación. Pero este dominio
de sí mismo solo es posible en la medida en que el hombre se conoce, desciende
a sus profundidades y descubre su verdadera constitución.
El objeto de estudio de la Psicología es el inconsciente. Acepta la propuesta
freudiana: la conciencia no revelar, sino que oscurece nuestros verdaderos
motivos y necesidades, pero para Jung, existe un inconsciente personal, que se
elabora en la vida infantil del sujeto, y que garantiza la individuación. En la
profundidad del inconsciente personal existe sin embargo, una capa más primitiva,
más basal, responsable por las coincidencias en la evolución de los individuos y
las culturas, recipiente de símbolos primitivos que son comunes a una “raza” o
grupo humano. Este inconsciente está poblado de imágenes recurrentes, los
arquetipos, que garantizan la continuidad filogenética y sociogenética de la
especie humana, y por supuesto su identidad. Los arquetipos son símbolos
personalizados, constelaciones de atributos, cualidades, formas de acción y
motivos, cristalizados en imágenes, que modelan el inconsciente personal y
permanecen en él en forma de complejos. Los complejos son sistemas parciales
autónomos generalmente inconscientes, pero se muestran todo el tiempo en
nuestras producciones y discursos más que en nuestras reflexiones. En
situaciones especiales, pueden aflorar a la conciencia y tomar su control, temporal
o permanente; en estos casos estamos en presencia de una patología. Esta
irrupción de los complejos no siempre es patológica, pero en el proceso de
individuación, el hombre debe aprender a conocer, identificar y asumir sus
complejos, de tal forma que no sea vulnerable a su aparición y sepa darles cauce
apropiado. Los casos más evidentes de esta toma de conciencia son los de doble
personalidad. El sujeto deja de ser quien ha sido siempre y se transforma en otro
diferente, se desdobla en otra personalidad desconocida para los demás y para él
mismo. Durante los periodos religiosos en la historia, se identificaban con
posesiones demoníacas o divinas, y desde luego, se repite como hecho en
muchas áreas de la acción humana actual. En condiciones normales, los
complejos están ocultos, pero siempre están presentes.

160
El inconsciente colectivo, como Jung llamó a este nivel primitivo, es una
memoria, pero de la especie y no del individuo. Encontró la evidencia de su
realidad tanto en los complejos de sus enfermos, como en las tradiciones, el mito,
la fantasía colectiva, las religiones, los juegos; en fin, toda producción humana
hablaba de esta instancia psicológica básica.
Su teoría de la personalidad, tema casi obligado en los psicoanalistas, es cuando
menos, compleja; cuando más casi caótica. Jung fue añadiendo, reformando,
cambiando continuamente sus ideas, con muy poco cuidado por la simplicidad; así
su teoría presenta contradicciones, incoherencias e imprecisiones que la hacen de
difícil comprensión. El núcleo de la conciencia es el “ego”, el “yo” freudiano, pero
su estructura no es tan simple. Supone un sistema complejo de persona y
sombra. La persona es nuestra autoimagen, tal y como nos vemos; la sombra es
lo que no queremos ver, o lo que intentamos ocultar a nosotros mismos, nuestra
parte inaceptable o desagradable. Al mismo tiempo todos tenemos el opuesto de
nosotros mismos, la figura contraria, nuestro negativo, el ánima para el hombre, y
el ánimus para la mujer, marcando el contrario hasta en el género. Tal
complejidad estaba destinada a explicar las contradicciones de la conducta
humana, sus súbitos cambios de rumbo, sus frustraciones y deseos no
satisfechos. Imaginar que dentro de cada uno de nosotros existe un responsable
por nuestros errores, devaneos, equivocaciones, y hasta fantasías, supone una
aceptación total de nosotros mismos, pero no necesariamente una transformación
que lo supere. Una de las críticas posibles a esta estructura consiste en cierto
fatalismo, en la necesidad de aceptar “nuestros locos de la casa” como parte
inevitable y hasta creativa de la ejecutoria personal, pero al mismo tiempo
disminuyendo la intención de cambiar o transformarse para mejor.
Adelantó una tipología, pero no de personas sino de procesos psicológicos que
caracterizaban a cada individuo. Identificó funciones racionales, el pensamiento
y el sentimiento, donde existe un control de causas y fines; y las irracionales, la
intuición y la sensación, donde tal control no es posible. Siguiendo su preferencia
por los opuestos, Jung consideró que en cada persona primaba uno u otro
proceso, dejando el otro en la sombra (no en la debilidad; el proceso no dominante

161
podía aparecer también súbitamente y “echar a perder” el estilo personal). Basado
en esta clasificación identificó los estilos como extrovertido e introvertido. En
ambos casos se refiere a la dirección principal de la conciencia: en el primero la
atención se dirige al mundo, a la realidad exterior; en el segundo, atiende
preferentemente el mundo interior, la propia subjetividad. Todos pertenecemos a
ambos tipos, solo que un estilo predomina en la conciencia y en la acción
manifiesta, de la misma manera que predominan algunas funciones sobre otras.
Esta diferenciación es hoy de uso frecuente en el discurso común y tiene un valor
clasificatorio elemental pero acertado.
Jung fue el inventor del método de asociación libre legitimado por Freud y
ampliamente usado por el Psicoanálisis. Consiste en dar al sujeto una palabra y
pedirle que elabore todas las asociaciones que le vengan a la mente, sin ningún
juicio o crítica y ninguna atención a la coherencia. Evaluaba no solo las palabras y
comentarios producidos por el sujeto, sino sus detenciones, bloqueos, evasivas y
defensas. Un bloqueo era signo indefectible de que se había puesto el dedo en un
complejo potencialmente patógeno; una elaboración simbólica que llevaba al
sujeto a terrenos alejados podía estar diciendo algo de un arquetipo o de la
sombra personal. El método es hoy parte del arsenal técnico de la profesión -y no
solo de la clínica-, aunque con interpretaciones diferentes de acuerdo con la
escuela de pertenencia del profesional.
No existe escuela psicológica más difícil de apreciar que la Psicología Analítica
de Jung. Un discurso casi hierático e incomprensible; un sistema altamente
complejo que puede cambiar de acuerdo con la obra consultada; una evidencia
que acepta casi toda obra humana; un método totalmente interpretativo; una
posición que articula el sujeto individual y una misteriosa herencia colectiva; en fin,
una mezcla de intuiciones geniales, referencias cultas y prácticas reconocidas que
no garantizan para todos los psicólogos la validez de una ciencia efectiva. Con
Jung ocurre lo mismo que con su maestro: no es posible rechazar ni confirmar sus
afirmaciones. Deja mucho al convencimiento personal, al acto de fe. Y tiene
muchos adeptos hoy en día, lo que muestra su poder de convencimiento. Ha
sobrevivido algunas catástrofes sociales y culturales, el desprecio y mucha

162
incomprensión en los círculos oficiales del Psicoanálisis freudiano y de la
Psicología, la acusación de fascismo dirigida contra Jung por su aparente apoyo al
movimiento nazista en Alemania y el énfasis en el sesgo racial a veces explícito
de sus ideas. No es fácil sobrevivir a tanto cuestionamiento; y sin embargo
sobrevive. Una cualidad sin embargo es bien peculiar: no constituye referente de
nadie; se es Jungiano o se es otra cosa en el Psicoanálisis. Ningún autor
contemporáneo lo reconoce como maestro, salvo los que mantienen su teoría y
práctica. Tal vez estas peculiaridades las comparte con todo el movimiento
psicoanalítico, de lo que se hablará en el resumen.

5.3. Variaciones contemporáneas.-


Después de las primeras disidencias, la dispersión continuó. Fue difícil, a pesar
del esfuerzo de algunos seguidores fieles al maestro y de la institucionalización del
Psicoanálisis, mantener la pureza del movimiento. Freud había inaugurado una
forma de pensar y un método demasiado irreverentes como para mantenerse en
cauces formales: el Psicoanálisis no era una ciencia de doctrina, receta y
diccionario, por mucho que algunos de sus defensores lo desearan. Dejaba
además muchas grietas, muchos fenómenos sin explicar que debían ser cubiertos
por nuevas propuestas. Existía además una razón, la más poderosa de todas: se
nutría de una práctica continua, que exigía interpretaciones individuales según el
caso; de hecho, las presentaciones a congresos psicoanalíticos son básicamente
estudios de caso, material no muy dócil a confesiones doctrinarias.
Inevitablemente fueron apareciendo variaciones, no necesariamente disidencias
aunque generalmente eran excluidas –casi excomulgadas, en el más puro sabor
del medioevo- de la corriente psicoanalítica principal, o mejor, de la tradición
freudiana. Las luchas por el poder -no siempre científico en tanto la corriente
continuó ganando espacio en la práctica con la correspondiente gratificación
económica-, marcaron el desarrollo del Psicoanálisis posterior a Freud, con mayor
o menor éxito, de acuerdo con sus defensores o críticos. Es imposible abordar
todas las variaciones. Algunas ha desaparecido, subsumidas en corrientes más
contemporáneas; otras representan la contemporaneidad con fuerza; otras

163
finalmente son continuidades de posiciones iniciales, como el movimiento
jungiano. Para los propósitos de este texto, se abordarán la corriente culturalista,
la llamada “escuela inglesa” y la escuela de París.
El llamado movimiento culturalista del Psicoanálisis agrupa a profesionales de
formación psicoanalista en muchos casos emigrados a EEUU durante la segunda
guerra mundial. Aunque diversos en sus enfoques y respuestas, todos comparten
una visión común: el rechazo a la estricta determinación sexual como factor
biológico, y la consideración como núcleo de formación del hombre a las
influencias ambientales, especialmente la cultura y las relaciones sociales.
Aceptan un enfoque más sociológico, pasando del análisis de las pulsiones al
análisis de las condiciones de vida y las relaciones interpersonales como
modeladoras de la subjetividad. Esta reorientación los lleva a una posición crítica
de la civilización contemporánea; sin embargo, trascienden el pesimismo freudiano
con respecto a la cultura e instauran un cierto optimismo ontológico con respecto a
las posibilidades de cura del enfermo, mejoramiento del hombre normal y de la
sociedad en su conjunto.
Uno de sus exponentes más citados es el trabajo de K. Horney (1886-1953),
voluminoso y continuamente referido sobre todo en la bibliografía norteamericana.
Horney rechaza el concepto de libido y la tesis de la sexualidad infantil por
considerarlos expresiones biologicistas. En su lugar coloca la búsqueda de
seguridad y satisfacción como los principios motivaciones explicativos del
hombre. El hombre es un ser solitario que necesita sobre todo seguridad. De
hecho su formación desde la infancia consiste de esa búsqueda, que
continuamente genera lo que constituye la marca de la civilización
contemporánea: la angustia. El sujeto siente miedo doble; por no alcanzar la
seguridad o perder la que tiene, y además por la angustia que se crea ante la falta
de seguridad, convirtiéndose en un círculo vicioso y neurotizante. De hecho, las
neurosis son enfermedades de inadaptación social: en primer lugar como
búsqueda neurótica, que marca al sujeto con una posición conformista y de
acatamiento pasivo y acrítico de normas sociales; de rechazo neurótico, que
genera las manifestaciones de agresión, sustitución por el poder y ataque a las

164
normas sociales; y por último, la evasión neurótica, que lleva al sujeto al
individualismo y la soledad total. La personalidad para Horney es un sistema de
factores emocionales que se viven como experiencias complejas, no identificables
con descripciones externas.
La terapia por tanto debe dirigirse a la formación de un sujeto que se acepte en la
búsqueda de la seguridad, que desmonte sus modelos neuróticos de búsqueda y
alcance una actitud sana, madura y responsable. La metodología coincide en las
técnicas con la propuesta por Freud. No hay dudas en reconocer en este discurso
la impronta de Adler, aunque aun más socializado. El discurso de Horney nutrió la
corriente del Psicoanálisis norteamericano que se planteaba el reforzamiento del
yo y sirvió además de referente directo del Humanismo posterior.
Una propuesta de mayor impacto no solo por el discurso sino por su propia
ejecutoria fue la de E. Fromm (1900-1980). Rechazó la filogenia determinada por
la biología y afirmó que las descripciones psicoanalíticas hablan de influencias
culturales, pero fue más allá de una determinación ambientalista, para afirmar una
determinación histórica. De todos los psicoanalistas es tal vez el que más afirmó
que la constitución del sujeto remite a una historia social, que se inscribe en sus
formas de actuar y verse a sí mismo. La historia social del hombre es un juego de
dicotomías, en que cada persona debe escoger caminos en su vida que son
generalmente excluyentes. Algunas dicotomías son existenciales y no tienen
solución en términos de voluntad del sujeto, como la vida y la muerte. Los
hombres históricamente construyen ideologías para comprenderlas, aceptarlas y
superarlas, como pudiera ser la religión. Otras dicotomías son el resultado de la
actividad productiva del hombre, de sus formas históricas para satisfacer sus
necesidades; estas sí pueden resolverse, pero con una actividad creadora, que no
se deje engañar por las ficciones de creer que son existenciales y no tienen
solución. Los problemas actuales de la paz y la guerra, el hambre y la abundancia,
la cultura y el analfabetismo, no son resultado de constituciones subjetivas sino de
causas sociales. El capitalismo no es el producto de una fase anal, como podría
decir un freudiano; por el contrario la fase anal del desarrollo infantil es un
resultado de las condiciones de vida capitalistas. Esta inversión del modelo clásico

165
extiende la propuesta de Fromm a una crítica social próxima al Marxismo y como
tal fue reconocida por muchos psicólogos, pero al mismo tiempo puede ser vista
como un abandono de la Psicología hacia una Sociología más descriptiva que
operante.
Su análisis de la fundación del sujeto plantea que el hombre emerge de una
ruptura con la naturaleza. Al salir del estado natural, de la seguridad del grupo
humano primitivo, el hombre pasó a ser libre de la necesidad, pero al mismo
tiempo perdió definitivamente la seguridad. El mito de la expulsión de la primera
pareja del paraíso de alguna manera recrea en la leyenda este acontecimiento,
por el cual cada hombre nace, no en el sentido biológico, sino en el ontológico. De
ahí en adelante, todo su desarrollo supondrá el conflicto entre la seguridad
lograda y la libertad deseada. El niño desea crecer para dominar el mundo, pero
ese crecimiento supone abandonar el estado de seguridad de la relación con la
madre. Al final tenemos adultos inadaptados, divididos y fragmentados entre la
seguridad y la libertad, con miedo a la libertad. Fromm ve en la búsqueda de la
libertad la marca del hombre contemporáneo, pero es una “libertad de” y no una
“libertad para”; los hombres quieren cortar las cadenas pero no saben qué hacer
con su libertad. Este es el dilema moderno, y explica por qué tantos hombres
ceden su libertad y su capacidad para optar: por miedo a no saber qué hacer con
su libertad, por miedo a no tener un límite que le resulte válido a sí mismo.
El hombre enfrenta este dilema de acuerdo con su formación infantil, a la que
Fromm da un alto valor. Durante esa etapa el niño se moldea como un sujeto ante
el mundo, asumiendo características de personalidad que se expresarán en su
actuación como adulto. Así, un tipo es el receptivo, que acepta las cosas y acata
las órdenes y se corresponde con la condición masoquista; otro por el contrario
es explotador de las cosas y los otros, es el sádico. Otro más es acumulativo,
se satisface en tener cosas no en usarlas, y se caracteriza como destructivo; otro
por el contrario es mercantil, vende y compra y se deshace de las cosas, es el
supresor. Todos estos tipos, marcados por una orientación hacia las cosas son
improductivos; no garantizan ninguna felicidad al hombre porque olvida los otros,
las verdaderas fuentes de humanidad. La única orientación productiva es el

166
amor, y Fromm va a proponer como superación de la dicotomía histórica entre
seguridad y libertad, la condición ética y responsable. Una “libertad para”, con la
orientación hacia los otros y no hacia las cosas. Un acto cósmico de amor a los
demás.
Esta propuesta, tan incisiva en la descripción del hombre común en las
sociedades opulentas, que sustituyen el amor a los demás por la posesión de
objetos, y propone una felicidad estática e improductiva, fue leída, aclamada,
aceptada en los discursos intelectuales, pero al final, tuvo poco efecto en las
corrientes psicológicas diluida en las formulaciones optimistas del Humanismo y
negada por las expresiones existencialistas. Sus libros continúan en la preferencia
de lecturas y son obligatorios para la formación del psicólogo, pero no tuvo
continuidad como escuela. En general, la corriente culturalista siguió el mismo
destino: tal vez su fuerte crítica a la sociedad capitalista no era la publicidad más
adecuada para atraer a los clientes y consumidores de las terapias psicoanalíticas,
más preocupados con la eliminación de síntomas que con las diatribas a una
sociedad que les garantizaba una vida cómoda.
La llamada escuela inglesa, es inglesa solo por coincidencia territorial. En
realidad se fue formando con emigrados del continente europeo, invitados a
trabajar en Inglaterra o refugiados, como el propio Freud, de la barbarie nazi. Si la
agrupación se hace por localidad, no se puede hablar de una propuesta unificada
de diferentes posiciones dentro del Psicoanálisis; pero durante décadas se fue
constituyendo un modo original de pensar y operar con el Psicoanálisis como
extensión del modelo original de Freud. El centro de este movimiento fue M. Klein
(1882-1960), a la que se dedicará una breve presentación.
Una de las omisiones metodológicas más serias del Psicoanálisis clásico era el
tratamiento de los niños. Paradójicamente, una reflexión que colocaba en el
desarrollo infantil la clave para interpretar la actuación adulta, prefería técnicas y
métodos eminentemente verbales, con fuerte carga introspectiva y una acción
conjunta entre el terapeuta y el paciente. Esto no era posible con niños, y se hacía
más difícil a medida que se disminuía la edad. No es posible hacer análisis con
niños en las condiciones del adulto, sobre todo porque falta un dominio del

167
instrumento verbal, y aunque el mismo Freud había presentado algunos casos de
análisis infantiles, el peso de su interpretación sobrepasaba la propia reacción de
los niños atendidos, que por demás, eran mayores. M. Klein se enfrentó a la
ausencia de métodos psicoanalíticos para atender a los niños, y elaboró a partir de
algunas experiencias poco sistematizadas, la técnica de interpretación del juego.
El juego es una actividad corriente del niño y su forma de autoexpresión por
excelencia; pero además, el juego es una actividad simbólica, no diferente del
sueño, la asociación libre o el análisis de actos fallidos. Incluso es mucho más
directa, porque la censura o la represión no pueden disfrazar lo que ya está
deformado por las propias reglas simbólicas del juego.
A través de las técnicas de juego era posible interpretar las fases del desarrollo del
niño, sus detenciones y variaciones y sobre todo, los factores patógenos. En sus
propuestas se presenta un sesgo interesante con respecto a la formulación
freudiana: no es el análisis de las pulsiones sino el análisis de la constitución del
objeto de la realidad lo que marca cada fase. A cada etapa definida por Freud en
términos de zona erógena, se corresponde una manera de integrar los objetos de
la realidad y en consecuencia, una manera de actuar hacia ellos. De cierta forma
cada persona es lo que hace con los objetos que entran en relación. Este sesgo
trascendía el peligro de biologicismo achacado a Freud y permitía un análisis más
centrado en una relación con el mundo que en un choque de deseos y erotismos,
un análisis de pulsiones. La salida a la construcción del objeto por el niño permitía
modificar sustancialmente algunas de las ideas originales del Psicoanálisis. Por
ejemplo, el complejo de Edipo, tan directo en su descripción sexual podía
revelarse mucho antes de la edad indicada, a partir de la introducción de la figura
del padre en una relación madre-hijo hasta ese momento absoluta. La introducción
de otro objeto de relación en la realidad infantil convertía una relación dual en una
relación triádica, (con la consecuente amenaza al niño de perder su objeto
preferido, la madre), e instala al sujeto en el orden simbólico, mediatizado. El niño
respondía con una posición esquizo-paranoide (retener para sí el objeto en un
acto de poder, defenderlo de la amenaza, destruirlo al asimilarlo y convertirlo en
propio, sentimiento de celos) que se transformaba después en una posición

168
depresiva (reconstruir el objeto, devolverle su condición original, sentir culpa por
la agresión), ambas correspondientes con la etapa anal-sádica freudiana. El papel
de la agresión, poco manejado en el psicoanálisis clásico, pasa aquí a una
posición relevante, y es lo que Klein observa en los niños: más que una actividad
sexual, es una respuesta de agresión, hacia los otros o hacia sí mismo, que van a
marcar la vida adulta como patrones de reacción amorosa o respuestas
patológicas.
La propuesta de Klein inauguró para el Psicoanálisis el tratamiento de niños, pero
también contribuyó al análisis de adultos, al ofrecer referencias más completas del
desarrollo infantil y un completamiento de la teoría sin salirse demasiado de los
marcos definidos por Freud. Representa una salida radical en la psicoterapia que
privilegia la relación con el mundo y con los otros como vías de reconstrucción de
un sujeto integrado. Hoy es una de las escuelas que se mantienen en los espacios
de práctica psicoanalítica y no es posible enfrentar el tratamiento de niños sin
contar con algunos conceptos y técnicas de la corriente.
La escuela de París se identifica con un nombre contemporáneo en la Psicología:
J. Lacan (1900-1980). No es posible presentar aquí el desarrollo de las ideas
lacanianas, sobre todo porque representan discusiones actuales del Psicoanálisis,
la Psicología e incluso otras Ciencias Sociales como la Antropología y la
Epistemología. Sin embargo algunas de sus intuiciones se identifican hoy con
importantes extensiones del Psicoanálisis clásico.
Lacan siempre ha defendido su teoría como una “vuelta a Freud”, lo que significa
una lectura que busca interpretar el sentido preciso de las propuestas freudianas,
tan adulteradas con prácticas inoperantes e instituciones obsoletas. En su
interpretación recupera la idea de que el “inconsciente está estructurado como
un lenguaje”. Esta afirmación insiste en el juego del lenguaje, en tanto palabra,
símbolo, significante, que marca la elaboración de un discurso diferente del
discurso de la conciencia y la razón, primitivo, original y fundacional de la propia
conciencia. De hecho, el inconsciente “habla” en cada persona intercalándose en
el discurso racional, bloqueándolo, haciéndolo decir otra cosa diferente de la
intención consciente, usando para esto las deformaciones que utiliza el sueño:

169
condensaciones y desplazamientos. Pero el inconsciente no es una instancia o
una personificación: es solo eso, un discurso que en el comienzo de la vida se
identifica con el discurso de la madre hacia el niño, que poco a poco se constituye,
se “funda” literalmente en ese discurso. El niño original solo es una potencialidad
biológica: su existencia en tanto subjetividad comienza en el discurso del “otro”, y
de ahí en adelante la construcción de sujetos y objetos del mundo estarán
mediados por ese discurso, que además es el “dador” de satisfacciones y
cumplidor de deseos. En Lacan las personalizaciones y objetivaciones de Freud
regresan a su condición de símbolos: no es el mundo real lo que construye al
sujeto, sino su “filtraje” por las palabras que los adultos usan, que a su vez se va
constituyendo en una imagen de sí mismo, mediatizada doblemente por lo real
simbolizado en el lenguaje. Por estas razones, el inconsciente es el núcleo
primitivo de la constitución del sujeto y una “cadena de significantes”, una
secuencia de símbolos a los que hay que interpretar, colocarle significados que no
tiene, buscar desesperadamente toda la vida una respuesta a una pregunta que
nunca se hizo.
Padre y madre son funciones, no personas. Tiene un papel vital en la fundación
de la subjetividad, pero no como modelos, objetos de placer o personas reales.
Cumplen una función: en el caso de la madre es su discurso la primera realidad
del niño y su propia subjetividad inicial; en el caso del padre, es la institución de la
ley y el orden de lo simbólico, la racionalidad, que organiza el mundo de las cosas
y los deseos. El complejo de Edipo es la expresión de la institución de la ley en las
relaciones hasta entonces simbióticas entre la madre y el niño, pero no expresa a
un padre personificado sino mediatizado en el discurso de la madre. En esta
situación pueden suceder todo tipo de acontecimientos patógenos, y una de las
direcciones más claras de Psicoanálisis lacaniano es la práctica clínica que
deconstruye esta historia personal y resitúa al sujeto en su propia realidad de
constitución. La propia personalidad de cada uno, tan cuidada y valorada, es
apenas una ficción, una máscara levantada para cubrir el vacío que descubrimos
en el núcleo de la existencia. Somos nada más que un discurso del otro y para el
otro, sin saber jamás quién es.

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El discurso de Lacan es cuando menos, complejo. Muchas veces deviene, dada
su tendencia de utilizar referencias topológicas y matemáticas, la invención de
neologismos (palabras nuevas) y una publicidad a veces excesiva. Pero la misma
elaboración teórica expresa un pensamiento poderoso y atrayente, si se tiene la
paciencia de iniciarse en su comprensión. No es posible evaluar su destino futuro
en la Psicología, en tanto su vigencia es de actualidad. Tal vez uno de sus aportes
más sólidos y que sin dudas repercutirá en la práctica profesional es su
cuestionamiento de los “saberes” del terapeuta y la devolución al paciente de su
condición de intérprete. Continúa la técnica de iniciar al novicio en la profesión con
un análisis personal, pero mantiene un control riguroso de los terapeutas,
sometiéndolo a análisis de sus propias subjetividades. En cuanto a la teoría,
resulta bien interesante que a pesar de ser un discurso bien cerrado, solo
accesible a sus seguidores y criticado precisamente por su hermeticidad, revela
incursiones interesantes en la Psicología contemporánea, mucho más que
cualquier otra corriente psicoanalítica, mostrando un enciclopedismo que hace
honor a su lugar de origen.

5.4. Resumen.-
Presentar un resumen del Psicoanálisis es una tarea poco envidiable. Cualquier
intento de resumirlo recibirá críticas de todo tipo, porque ninguna corriente de la
Psicología contemporánea ha sido tan celosa de la precisión de su discurso y tan
agresiva contra sus detractores. Y esta actitud se cumple sobre todo hacia el
centro de la teoría, entre los propios practicantes que discuten a veces en el
ambiente de verdaderas guerras tribales. Por esto, y para cumplir con los objetivos
de este texto, más que un resumen sistemático de cada teoría o idea –asunto por
demás imposible- se insistirá en su vigencia, omisiones y continuidad.
El Psicoanálisis es una apuesta y un reto de primera magnitud. Además de un
insulto a la razón humana, por demás merecido. Tal vez en esta actitud, de “niño
terrible” de la Psicología está su mayor virtud y su encanto más irresistible. En
primer lugar, porque el Psicoanálisis abrió para el discurso psicológico
contemporáneo los temas prohibidos, tabúes sociales arrastrados durante siglos.

171
El sexo, la relación con los padres, las perversiones, los deseos secretos, ningún
tema por desagradable, inquietante o descortés que fuera quedó al margen del
análisis. No es una solución elegante como la Gestalt, ni consoladora como el
Humanismo, ni tecnológica (y por tanto impersonal y no implicante) como la
Psicología Cognoscitiva: requiere una toma de partido muchas veces contra uno
mismo y su propia historia, un desgarramiento emocional del sujeto que no es ni
cómodo ni seguro. Expulsa a la persona de su órbita rutinaria en la búsqueda de
otra forma de vivir sin garantías de éxito. Es por otra parte una aventura que
puede culminar en algunas de las creaciones más elevadas de la historia del
hombre. En su sospecha de que todos somos alienados, cada persona puede
encontrar el cuestionamiento de casi cualquier dimensión real: la conciencia, la
razón, la sociedad, la cultura, la familia, las relaciones de producción capitalistas,
el lenguaje, los fines altruistas, la utopía. Tal vez aquí reside su encanto y su
extensión a otros discursos humanos, científicos o no.
En el orden de la atención individual, en especial la neurosis y otros desajustes,
ofreció a la práctica contemporánea metodologías, técnicas y marcos
conceptuales de primera importancia, que hoy son de uso frecuente en cualquier
área de la Psicología aplicada. No ocurre lo mismo con su teorización, poco
aceptada fuera de sus grupos de discusión. Algunas de las irreverencias del
Psicoanálisis original ya no son irreverencias; por el contrario son parte de la
práctica profesional corriente y hasta del sentido común, lo que obliga a pensar
cuánto de esta teoría estaba respondiendo a una determinada sociedad o cultura y
no a una constitución trascendental del sujeto. Las variaciones introducidas
durante un siglo de reflexiones marcan en el Psicoanálisis el carácter de reflejo
rápido de las instituciones sociales y las ideologías que construyen, e introducen
elementos de variabilidad y otras posibles “lecturas” del hombre. El dilema más
definitivo del Psicoanálisis está precisamente en la contradicción entre un método
básicamente relativista como la hermenéutica y la pretensión de construir a partir
de interpretaciones posibles una teoría trascendental y de validez absoluta. Por
eso nunca se puede responder a la pregunta de qué es el Psicoanálisis: una

172
práctica clínica, una teoría psicológica o una posición filosófica. Dependerá de la
interpretación de cada quien y de su postura ante su discurso.
Otra contradicción notable desde la propia obra de Freud es la tendencia a la
búsqueda de explicaciones absolutas, de carácter determinista, del desarrollo del
hombre. Las variaciones posteriores suavizarán esta tendencia, pero continúa en
el presente como un vicio del Psicoanálisis, que excluye cualquier explicación
alternativa, y por supuesto, cualquier método de verificación o falsamiento de sus
propuestas. No es posible de ningún modo confirmar o rechazar con ningún
argumento o en ninguna práctica los conceptos psicoanalíticos o sus métodos de
curación; siempre depende de una apreciación, de una valoración personal, de un
estado de intuición o convencimiento. El encanto de una teoría puede satisfacer la
necesidad de creer o sustituir la confirmación de sus ideas, pero no todo el tiempo
ni para todas las personas. El Psicoanálisis se ha defendido con sus propias
armas: contraataca con un análisis de la crítica, que pudiera parecer un buen
método pero que no lo hace más legítimo, efectivo o creíble.
Uno de sus problemas para algunas corrientes alternativas está en su progresión
para construir la teoría: de la práctica clínica con la persona enferma, reveladora
de un fenómeno psicológico y espacio de aplicación de un método interpretativo,
al desarrollo infantil desviado (hasta aquí no hay mucho que criticar), que se
continúa en un explicación del desarrollo infantil normal, de la estructura de la
personalidad del adulto normal (ya el salto es considerable y discutible), y
finalmente a la elaboración de una filogenia humana y la teoría social y cultural de
la civilización (proyecto simplemente temerario). Esta progresión no es muy
ordenada y deja demasiadas lagunas para convencer a prácticas y teorías más
prudentes y parsimoniosas. Porque el Psicoanálisis será complejo, difícil,
encantador, literario, profundo, pero nunca parsimonioso y mucho menos
verificable.
También pudiera estar afectado de cierto mercantilismo, aunque mucho menos
que los practicantes de la corriente humanista. Las guerras por mercados no solo
caracterizan el mundo productivo o financiero: el conocimiento también es poder, y
poder es gratificación económica y nivel de vida. En muchos momentos y muchos

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lugares, el tratamiento psicoanalítico solo puede ser costeado por personas
adineradas, que garantizan un buen nivel de vida al terapeuta. Que esta sea una
dimensión extracientífica pero de considerable influencia en la práctica no hay
dudas; de que ejerza una influencia en la teorización es discutible pero no
imposible.
De todas formas la apuesta sigue en pie. Nadie ha logrado desbancar al
Psicoanálisis de la fascinación que ejerce su discurso o de la extensión de su
práctica. El impacto en el resto de la Psicología no es desechable: la Psicología
del futuro tomará en cuenta sus producciones, probablemente más su metodología
y sus aproximaciones prácticas que las formulaciones más complejas de su
conceptualización, pero no podrá desconocer una forma de pensar que nos hizo
dudar de nuestra propia cordura por el bien de todos.

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