Carlos Demasi* El 2/03/1904 se libró una sangrienta batalla en las costas del Daymán, en Paysandú. El episodio involucró a varios miles de combatientes y fueron centenares los muertos y heridos. El ejército había sorprendido a las tropas rebeldes dirigidas por un confiado Aparicio Saravia, que todavía saboreaba su triunfo en Fray Marcos; los nacionalistas no tuvieron posibilidad de reaccionar y sufrieron una dura derrota que casi acaba con el movimiento iniciado al comenzar el año. Paisaje de la Tierra Purpúrea. En las postrimerías del siglo XIX W. H. Hudson llamó al Uruguay “la tierra purpúrea” por la persistencia y la crueldad de la guerra civil: un país donde los habitantes eran rápidos para desenfundar las armas e implacables para utilizarlas contra sus enemigos, que en la mayoría de los casos eran sus parientes o vecinos. Este era un país al que pa- recía que alguna potencia superior hubiera condenado a permanecer en un interminable ciclo de autodestrucción. La guerra fue un dato permanente en el país por lo menos desde 1811 (el inicio del le- vantamiento contra el régimen español) hasta 1872 cuando la “Paz de abril” puso fin a la “Revolución de las lanzas”. A partir de entonces, si bien los levantamientos siguieron siendo frecuentes, parecía percibirse una tendencia persistente hacia la consolidación del poder central: entre muchos “pronunciamientos” de caudillos locales se destacan la “Revolución tricolor” de 1875 que se prolongó durante varios meses, la “Revolución del Quebracho” largamente preparada y que fue derrotada en una sola batalla, la Revolu- ción de octubre de 1891 desarticulada en pocas horas, la de Aparicio Saravia en no- viembre de 1896 que se prolongó por varios días (gracias a que pudo eludir los enfren- tamientos con el ejército), hasta que se internaron en el Brasil… Esta serie (que no pretende ser exhaustiva sino simplemente indicativa) aspira a mostrar la “realidad política” desde la perspectiva de la época: si bien existía la expectativa de alcanzar una convivencia en paz, esta llegaría no como resultado de una “pacificación de los espíritus” sino por la evidencia del aplastante poder del ejército, superior a cual- quiera que se le enfrentara. Era la imposición del orden conservador por medio de la fuerza, donde algunos sectores resultaban vencidos antes que convencidos. Domestica- ción, más que pacificación. Pero la debilidad del sistema implantado por Julio Herrera y Obes quedó a la vista cuando el gobierno se reveló impotente para derrotar al movimiento revolucionario ini- ciado en marzo de 1897, y que se inauguró con la sorprendente derrota del ejército en la batalla de Tres Árboles (no muy lejos de Paso del Parque, donde 7 años después sería escenario de una derrota nacionalista). Toda la imagen de invencibilidad tan laboriosa- mente construida por el ejército a lo largo de 25 años, se derrumbó en un solo día; y la habilidad de Aparicio Saravia para eludir los choques con el ejército permitió multipli- car el efecto negativo sobre el gobierno que tuvo aquella primera derrota. A partir de entonces el clima de guerra civil volvió a dominar el país; las complejas re- laciones entre el gobierno y los blancos establecieron un equilibrio inestable sólo man- tenido por el talante negociador del presidente Cuestas, que buscaba permanentemente el acuerdo con Saravia. Nuevamente reinaba la paz, pero igual que antes no era un “es- tado del alma” sino el producto de un equilibrio inestable: esta sociedad dividida estaba más cerca de la guerra que de la paz. Motivos para una guerra. Pero es interesante revisar la causa concreta de esta guerra que asoló al país hace apenas 100 años, donde los bandos se enfrentaron encarnizadamente en batallas que se prolon- garon por varios días y que en más de nueve meses cobró miles de víctimas. La tradi- ción ha instaurado una explicación: el reclamo por la libertad electoral. Los nacionalis- tas se sublevan en 1897 y también en 1904 en defensa de su derecho a votar en eleccio- nes libres. Este reclamo, de dimensión nacional y no meramente partidario, explicaría las revoluciones de Aparicio Saravia. Sin embargo, es interesante observar que tal reclamo no aparece en las Proclamas revo- lucionarias de 1897, de 1903 ni de 1904: el tema persistente es la crítica a la corrupción administrativa, y la alusión a las Jefaturas Políticas que les correspondían según la Paz de Abril. Esto es especialmente claro en el caso del levantamiento de 1903, donde se protestaba por la decisión de Batlle y Ordóñez de designar en dos Departamentos a Jefes Políticos que, si bien pertenecían al Partido Nacional, no estaban bajo la influencia del Directorio sino que integraban el grupo de seguidores de Acevedo Díaz (expulsado del partido pocos días antes). Aparentemente Batlle jugaba a la división dentro de la colec- tividad adversaria, y el sector mayoritario logró frustrar tal proyecto. Algo similar ocurrió en 1904: la presencia de regimientos en Rivera fue percibida por los partidarios de Saravia como un riesgo para la influencia en el Departamento. Aun- que el ingreso de estas fuerzas había tenido la anuencia de Saravia, la permanencia de los regimientos en Tranqueras exasperó a los blancos y el Directorio terminó exigiendo su retiro, una demanda muy impolítica y que difícilmente podía ser aceptada por un gobierno constitucional. En las febriles negociaciones que precedieron al levantamiento, llegó a manejarse la oferta de garantías sobre las elecciones (que ocurrirían recién en noviembre de 1904). La idea de que el levantamiento se produjo en defensa de la pureza del sufragio es una elaboración posterior, un caso de construcción de la memoria que es también una cons- trucción del olvido. El antecedente de 1897. Sin embargo, el sufragio libre y las revoluciones saravistas están vinculados en el texto del Pacto de la Cruz, donde se define como “la base fundamental y esencial” de la ne- gociación a la cláusula 2ª que establece el compromiso del Gobierno de impulsar una ley que garantizara “la representación de las minorías por el sistema de voto incomple- to”. ¿Cómo puede argumentarse que esa revolución no buscaba tal objetivo? La aparición de esta cláusula en el convenio de paz fue bastante sorpresiva, ya que no aparece en las negociaciones previas al acuerdo; allí se hablaba del número y la ubica- ción de las Jefaturas que quedarían en manos de los revolucionarios, y de la designación de José Pedro Ramírez como Presidente el 1º de marzo de 1898. Poco se había hablado de las leyes electorales; esto quedaba para la resolución del próximo gobierno sin que se estableciera ninguna modalidad específica de representación. Como dice Diez de Medi- na “Para Saravia, el fracaso o el éxito de la negociación estaba en el número de Jefatu- ras políticas que obtuviera el nacionalismo […] y en el hecho de que ninguna de esas Jefaturas se hallara bajo el control de Justino Muniz”(1). Pero entonces el episodio de 1897, por voluntad o por casualidad, estaría en la base de la libertad electoral en la medida en que garantizaba un mecanismo de representación de las minorías. Pero eso también parece discutible. El sistema de “voto incompleto” sólo habilita la representación de uno de los partidos de la minoría, un mecanismo válido solamente en una lógica bipartidista. Pero esa no era la realidad política del Uruguay de 1897 donde había tres partidos: a los dos “tradi- cionales” se sumaba el Partido Constitucional, que tenía actuación desde comienzos de la década del 80 y que había jugado un papel relevante en la caída del santismo. Gene- ralmente se deja de lado toda consideración a este partido, y se lo menciona con desdén por su supuestamente escaso caudal electoral, algo muy difícil de demostrar con las prácticas electorales de la época. La insistencia en la pequeñez del partido parece la justificación de su exclusión. El reducido caudal electoral no puede ser argumento para excluir a un partido político por medio de una ley de elecciones; después de todo, se supone que ésta tenía por obje- tivo “garantizar la representación de las minorías”, y en este caso el plural es relevante: en la Constituyente de 1934, en la defensa del “senado de medio y medio” Herrera ar- gumentó que en el 97 había solamente dos partidos y que el plural se refería “a los Cuerpos, cuya integración podía ser motivo de discusión electoral”. También aquí en- contramos un caso de construcción del olvido: la eliminación del Partido Constitucional permite fundamentar la afirmación de que “la paz de 1897 sentó las bases de la libertad electoral” La sociedad pre-amortiguadora. Para encontrar una explicación del levantamiento de 1904 que coincida con los testimo- nios de la época, debemos buscar por otro lado, lo que implica poner en cuestión buena parte de las certezas corrientes. Los documentos nos muestran un proceso encuadrado en la defensa de las ventajas obtenidas en 1897, es decir, la preservación del espacio de poder que representaban las Jefaturas Políticas (especialmente la de Rivera, muy impor- tante por el contrabando de armas desde el Brasil). El centro del conflicto es la elucida- ción de qué autoridad tiene capacidad como para decidir si regimientos “colorados” pueden instalarse en Jefaturas “blancas” (con lo que esos términos implican de patrimo- nialización del poder). En esto, poco tuvo que ver la lejana perspectiva de las eleccio- nes; y es comprensible porque el “problema electoral” aparentemente no existía como tal: no parece que existiera la posibilidad de optar entre “elecciones o la guerra” porque las prácticas electorales eran una continuación de la guerra por otros medios. Pero todo el proceso aparece motorizado por la vocación guerrera de buena parte de la población, algo que contradice los contenidos del “sentido común” predominante, que pretende que la sociedad uruguaya tiene un talante que la impulsa al acuerdo antes que al conflicto. La tesis surge de un trabajo de Real de Azúa redactado entre febrero y junio de 1973 y publicado a fines de 1984; y desde entonces se ha transformado en un lugar común en la reflexión sobre el Uruguay. Aunque se trata de un concepto útil para com- prender algunas características de la vida política y social del Uruguay reciente (particu- larmente de la etapa post-dictadura), en muchos análisis la “amortiguación” aparece como una característica identitaria que involucra a la esencia de la comunidad: la socie- dad uruguaya siempre ha sido amortiguadora y siempre ha buscado los acuerdos; ejem- plos: la paz de 1851, la de 1872, el acuerdo constitucional de 1917… Debemos admitir que en el Uruguay de 1904 se vivía un “clima de final” en materia política, donde la mayoría blanca liderada por Aparicio Saravia parecía estar buscando la forma de eliminar a Batlle de la Presidencia y por su lado, el gobierno también parec- ía dispuesto a revertir la situación que le había sido impuesta en 1897. Y para lograr ese resultado, era aceptable la guerra civil. Es decir: la “sociedad amortiguadora” y la “de- fensa de la libertad electoral” son construcciones que responden a otras realidades histó- ricas, muy posteriores a la época cuando los uruguayos consideraban válido matarse por la defensa de espacios de poder y no por instaurar las libertades.
*Historiador. Profesor de Historia Nacional III e H. Nacional IV en el IPA y docente
del CEIU en Humanidades.
(1) Diez de Medina, A, “El voto que el alma pronuncia”, Montevideo: FCU, p.379