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ISBN: 5705547533428
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en que está dividida la Biblioteca, y cada pliego cuesta dos cuartos en Madrid y diez
maravedíes en provincia, siendo de cuenta de la empresa el porte hasta llegar los
tomos a poder de sus corresponsales. Las remesas de provincias se hacen por tomos;
en Madrid puede recibir el suscriptor las obras por pliegos o por tomos, a su
voluntad. Para ser suscriptor en provincia basta tener depositados 12 rs. en poder
del corresponsal.
PRIMERA PARTE
Con las excursiones que empecé a hacer a caballo, recobré algunas, fuerzas y
se restableció un poco mi salud. La Inglaterra, vista con detención, era triste, pero
me hechizaba: en todas partes se me ofrecían los mismos objetos y los mismos
paisajes. El estudio endulzó principalmente mis pesares: bien hacia Cicerón en
recomendar el comercio de las letras en las aflicciones de la vida. Las mujeres
estaban contentísimas con haber encontrado un francés a quien hablar en su lengua.
Por mi tío Mr. de Bedée supe las persecuciones que sufrían mis demás
parientes. Mi anciana e incomparable madre se había visto precisada a subir a una
carreta con otras victimas, y a pasar desde el fondo de Bretaña a los calabozos de
París, para compartir la suerte de aquel hijo a quien tanto había amado. Mi esposa y
mi hermana Lucila aguardaban su sentencia en los calabozos de Rennes, desde los
cuales se pensó trasladarlas al castillo de Combourg, convertido en fortaleza del
estado, culpándose a su inocencia por el crimen de mi emigración. ¡Qué valían
nuestras aflicciones en tierra extraña comparadas con las de los franceses que
residían en su patria!
Chere orphelin, image de ta mére,au ciel pour toi je demaude ici-basles jours heureux
retranchés a ton péreet les enfans que tan oncle n‘a pas 1.
Esta mala cuarteta forma con otras dos o tres el único regalo de bodas que
pude hacer a mi sobrino en la época de su enlace.
«Muy señor mío: A petición mía se habían ya buscado en la Santa Capilla las piezas
del proceso dé mi infeliz hermano y de su esposa; pero no estaba entre ellas la orden que vos
¿sabéis tenido la bondad de «aviarme. Ella y otras muchas habrán sido ya presentadas con
sus borrones y sus nombres estropeados ante el tribunal de Dios, donde le habrá sido forzoso
a Fouquier reconocer su firma. ¡Esos son los tiempos que hoy se echan.de menos, y sobre los
cuales se escriben tomos enteros de admiración! Por lo demás la suerte de mi hermano me
causa envidia, que al fin ya salió hace largos años de este triste mundo. Os doy infinitas
gracias por la estimación que me manifestáis en Vuestra noble y hermosa carta, y ruegos que
creáis en la sinceridad de mi distinguida consideración, con la cual tengo el honor de ser,
etc.»La orden de muerte citada es especialmente notable, porque prueba la ligereza con que
entonces se ajusticiaba, hay nombres con la ortografía equivocada, y otros están
completamente borrados. Estos vicios de forma, que bastarían para invalidar la sentencia más
insignificante, no detuvieron á los verdugos; solo se fijaban sus pensamientos en la
puntualidad de la ejecución; a las cinco en punto.
Me forjaba ideas sobre mi viaje, como pudiera sobre otro a las Lidias
Orientales, y pensaba en la multitud de objetos nuevos qué debía ver en aquel
mundo de los espíritus (según lo llamaba Sweden-borg), y sobre todo, en que el
camino estaría exento de fatigas y de peligros.
Carlota.
Me queda de este suceso el recuerdo más dulce, más tierno, mas impregnado
en sentimientos de gratitud. La familia de Mr. Ibes es la única, que me ha querido
bien» y que me ha acogido con verdadero afecto antes de mi celebridad. Pobre,
oscuro, proscrito, privado de seducciones y de. belleza, se me ofrecieron de pronto
un porvenir seguro, una patria, una esposa encantadora que me sacase de mi
aislamiento; una madre, ras tan hermosa como ella, que hiciera las veces de mi
anciana madre; un padre instruido, afectuoso y amigo de las tetras, para
reemplazar al padre de que me había privado el cielo. ¡Y con que compensaba yo
todo esto! En la preferencia que se me otorgaba, no podía influir ilusión ninguna, y
debo creer que la dictaba el amor. Desde entonces solo otra vez he sido objeto de un
afecto bastante elevado para inspirarme igual confianza. Por lo que hace al interés
con que al parecer se me ha mirado luego, nunca he podido averiguar si se fundaba
o no en el barniz de causas externas, en el atronador estruendo de la fama, la
prestada pompa de los partidos, o el brillo propio de toda alta posición política o
literaria.
Vuelta a Londres.
«¡Oh, Dios mío! unid, si os place, los espíritus de estos esposos, e inspirad a
sus corazones una sincera amistad. Mirad con favorables ojos a vuestra sierva;
haced que su yugo sea un yugo de amor y de paz, y que obtenga en su seno una
fecundidad venturosa; haced, Señor, que estos dos esposos vean los hijos de sus
hijos hasta la tercera y cuarta generación, y que alcancen una ancianidad feliz.»
Los sitios que con Carlota había recorrido, las horas pasadas con ella, las
palabras que entre nosotros habían mediado, vivían eternamente en mi memoria:
me parecía ver la sonrisa de aquella esposa que el destino quiso depararme, y ora
tocaba respetuosamente sus negros cabellos, ora oprimía sus mórbidos brazos
contra mi pecho, como una cadena de lirios ceñida a mi cuello. No bien llegaba a un
sitio desierto, cuando la Carlota de blancas manos acudía a ponerse a raí lado,
adivinando yo su presencia, como por la noche ni respira el perfume de las flores,
aunque no las distingue la vista.
Privado de la compañía de Hingant, me hallaba en completa libertad de
llevar la imagen de Carlota a mis paseos, más solitarios que nunca. No hay un
matorral, un camino ni una iglesia a treinta millas de Londres que no haya yo
visitado. Los sitios mas incultos, cualquier erial de ortigas, cualquier zanja cubierta
de cardos, cualquier lugar desdeñado de los hombres, eran mis sitios predilectos; en
ellos respiraba va Byron. Apoyada la cabeza en una mano, pasaba las horas
contemplando aquellos lugares de todos despreciados, v si su aspecto aflictivo me
conmovía con exceso, alzábase en mi mente el recuerdo de Carlota y me llenaba de
delicias, cuales las de aquel peregrino que al llegar frente a los peñascos del Sinaí,
oyó el canto de un ruiseñor en medio de las soledades.
Encuentro extraordinario.
Recuerda, por supuesto el lector que soy embajador cerca de Jorge IV, y que
escribo en Londres en 1822, lo que me sucedía en Londres en 1795.
Al otro día fluí a casa de lady Sulton, a quien encontré sola. Entonces
comenzó esa serie de ¿os acordáis? que dan nuevo ser a toda una vida. Al
pronunciar cada ¿os acordáis? nos mirábamos como buscando en nuestro rostro las
señales del tiempo que tan cruelmente marcan la distancia del punto de partida y el
camino recorrido. «¿Cómo, pregunté a Carlota, cómo os anunció vuestra madre?
Ruborizose ella y me atajó vivamente, diciendo: «He venido a Londres a suplicaros
que os intereséis por los hijos del almirante Sulton: el mayor desearía pasar a
Bombay, y como Mr. Canning, nuevo gobernador de las Indias, es amigo vuestro,
pudiera llevarlo consigo. Mucho os lo agradecería: tendría gusto en deberos la
felicidad de mi primer hijo.» Y recalcó estas últimas palabras.
¿Sabéis que poseo una obra y varias cartas escritas por vuestra mano? Aquí
están.» Y me entregó un paquete de pápeles. «Nos os agraviéis, porque no quiero
conservar nada vuestro,» añadió llorando: «¡Farewell, farewell! exclamó luego; no
os olvidéis de mi hijo. Nunca os volveré a ver, porque seguramente no iréis a
buscarme a Bungay.—Iré, respondí; iré a llevaros el despacho de vuestro hijo.»
Carlota meneó la cabeza como dudándolo, y se retiró.
Esta es mi historia con miss Ibes. Al concluir de referirla, me parece que por
segunda vez pierdo a Carlota, aquí, en la misma isla en que la perdí la primera. Pero
desde lo que ahora siento hasta lo que sentía en aquellas horas, cuyo dulce recuerdo
he invocado, media todo el espacio de la inocencia; las pasiones se han atravesado
entre miss Ibes y lady Sulton. Ya no puedo ofrecer a ninguna mujer candorosa los
castos deseos, la apacible ignorancia de ese amor que no pasa los límites de un
celestial ensueño. Escribía yo entonces con la vaguedad de la tristeza» y hoy ya no
tiene la vida vaguedad para mí. Y a pesar de todo, si estrechara en mis brazos,
esposa y madre, a la que pude estrechar virgen y esposa, lo haría con una especie de
rabia, anhelando marchitar, llenar de duelo y ahogar frenéticamente esos veinte y
siete años dados a otro, después que a mi se me ofrecieron.
Debo considerar el sentimiento que acabo de describir, como el primero de
su especie que penetró en mi corazón; pero no era compatible con mi naturaleza
indómita que hubiera corrompido, incapacitándome de saborear por largo tiempo
sus santos deleites. Irritado por la adversidad, peregrino ya en ultramar, y habiendo
dado principio a mi solitario viaje, justamente me asediaran entonces las ideas de
locura, expresadas en la misteriosa historia de Renato, y merced a las cuales fui el
ser mas atormentado que hubo nunca en la tierra. De todos modos, la casta imagen
de Carlota, que envió a lo profundo de mi alma algunos rayos de luz verdadera,
disipó por el pronto una nube de fantasmas, y mi duende se sumergió como un mal
genio en el abismo, aguardando los efectos del tiempo para renovar sus apariciones
Pero ¿qué he ganado yo con mi natural reservado? Nada más que el haber
llegado a ser por mi impenetrabilidad una especie de ente fantástico que no tiene
con mi realidad analogía alguna. Mis amigos mismos tienen acerca de mí una idea
muy equivocada, cuando, para darme mejor a conocer, tratan de embellecerme con
ilusiones forjadas a su capricho. Todas las medianías de antecámaras, de oficinas,
de periódicos y de cafés, han supuesto ambición en mí, y puedo asegurar que no la
conozco. Frío y seco en las escenas comunes de la vida, carezco de entusiasmo y de
sentimentalismo: mi percepción rápida, y distinta se penetra pronto del hombre y
del hecho, y los despoja de toda aparente importancia. Lejos de dejarse arrastrar
idealizando las verdades aplicables, mi imaginación rebaja los más altos
acontecimientos y me los hace ver a mí mismo bajo su verdadero prisma: el lado
mezquino y ridículo de los objetos es el primero que se ofrece a mis ojos: los
grandes genios y las grandes cosas apenas existen para mí. Atento siempre, y
dispuesto a aplaudir y admirar los talentos que se proclaman inteligencias
superiores, mi encubierto desprecio, se ríe y cubre todos esos semblantes,
ennegrecidos por el incienso, con las máscaras de Callot. En política, el calor de mis
opiniones no se ha excedido de los límites de mis discursos o de mis folletos. En la
existencia eterna y teórica, soy el hombre de las ilusiones; en la existencia exterior y
práctica, el hombre de las realidades. Amigo de aventuras, y de la vida arreglada al
mismo tiempo, apasionado y metódico, no ha habido jamás un ser mas quimérico,
al par que mas positivo que yo, ni que reúna tanto ardor, tanta frialdad; andrógino
extravagante, amasado con la sangre tan diferente que corría por las venas de los
autores de mis días.
El Ensayo debía ser una especie de enciclopedia histórica. El único tomo que
ha visto la luz pública, es una grande investigación: el manuscrito, continuación de
aquella obra, quedó en mi poder sin publicarse; en el segundo tomo, y después de
los apuntes notas, e indagaciones del analista, venían los Natchez, etc. Apenas
acierto a comprender en la actualidad como pude entregarme a unos estudios tan
considerables en medio de una vida activa, errante y sujeta a tantos reveses. La
tenacidad con que me empeñé en escribir la obra, explica esta fecundidad: en mi
juventud he escrito de doce a quince horas sin dejar la mesa a la cual me hallaba
sentado, y tachando y corrigiendo diez veces una misma página. La edad no ha
disminuido nada esta aplicación: en el día escribo de mi puño y letra toda mi
correspondencia diplomática, la que no sirve de obstáculo alguno a mis
composiciones literarias.
Mme. O'Larry partió para Dublín: me alejé entonces del cantón de la colonia
de la pobre emigración del Este, y llegué de alojamiento en alojamiento hasta el
barrio de la rica emigración del Oeste, en donde alternaba con los obispos, las
familias cortesanas y los colonos de la Martinica.
Entre las francesas del Oeste figuraba Mme. de Boignes, amable jovial, llena
de talento, linda en extremo, y la mas joven de todas. Algún tiempo después
representó con su padre a la corte de Francia en Inglaterra, mucho mejor que yo con
mi rudeza. Madama de Boignes escribe en la actualidad, y su talento reproducirá de
una manera admirable todo cuanto ha visto.
Fontanes.— Clery.
El lector habrá visto ya en uno de los libros de estas Memoras, que ya había
conocido a Mr. de Fontanes en 1789: la noticia de su muerte la recibí en Berlín el año
último. Mr. de Fontanes nació en Niort de una familia noble y protestante; su padre
había tenido la desgracia de dar muerte en un duelo a su cuñado, y el joven
Fontanes, educado por un hermano suyo de relevante mérito, fue a París. Presenció
la muerte de Voltaire, y aquel gran representante del siglo XVIII le inspiró sus
primeros versos: sus ensayos poéticos merecieron llamar la atención de Laharpe.
Más tarde emprendió algunas obras para el teatro, y contrajo relaciones con una
linda actriz llamada mademoiselle Desgarcins. Hallábase alojada cerca del Odeón, y
habiendo andado errante en torno de la Cartuja, celebró su soledad. Allí se hizo
amiga de Mr. Joubert, que estaba destinado a serlo también mío. Así que llegó la
revolución, el joven poeta se afilió en uno de esos partidos estacionarios que
perecen siempre desgarrados entre El partido del progreso que los impele hacia
adelante, y el retrógrado que los tira hacia atrás. Los monárquicos agregaron a Mr.
de Fontanes a la redacción del Moderateur. Cuando los tiempos se presentaron
borrascosos, se refugió a Lyon donde contrajo matrimonio. Tuve un hijo de su
mujer, y durante el sitio de la ciudad (a la cual llamaban los revolucionarios la
Municipalidad exenta, así como Luis XI apellidó a la ciudad de Arras la Ciudad
libre, cuando desterró de ella a los ciudadanos)
Entre los papeles que dejó mi amigo se hallan algunos cantos del poema La
Grecia libertada, libros de odas, de poesías diferentes, etc. Mr. de Fontanes no las
hubiera publicado a buen seguro, porque este crítico tan delicado, tan ilustrado y
tan imparcial, cuando las opiniones políticas no le arrebataban aun, tenia a la crítica
un miedo espantoso. Fue excesivamente injusto con Mme. Staël. Un artículo de
Garat inspirado por la envidia y referente, a la Floresta de Navarra, estuvo a pique
de detenerlo al principio de su carrera poética. Al parecer Fontanes en la arena
literaria, mató la escuela afectada de Dorat, pero no pudo restablecer la escuela
clásica que tocaba a su término, así como el idioma de Racine.
Entre las odas póstumas de Mr. de Fontanes, hay una sobre el aniversario de
su nacimiento, que participa de la belleza del Día de los difuntos, y que la excede en
el sentimiento, porque en aquella es más penetrante y más individual. Únicamente
recuerdo de ella estas dos estrofas.
Si algo debía ser anticipado en este mundo a Mr. de Fontanes, era tal modo
de escribir. Yo empezaba con la escuela llamada romántica una revolución en la
literatura francesa: mi amigo empero, en vez de sublevarse contra mí barbarie, se
adhirió a ella.
Un campesino vendeano.
Mr. del Théil, apoderado del señor conde de Artois en Londres, se había
apresurado también a buscar a Fontanes, y éste me rogó que lo llevase a casa de los
agentes de los príncipes. Hallámosle rodeado de todos aquellos defensores del
trono y del altar que paseaban en Pícadilly, de una caterva de espías y de caballeros
de industria que habían huido de París bajo diversos nombres y diferentes disfraces,
y de una nube de aventureros belgas, alemanes e irlandeses, vendedores de la
contrarrevolución. Entre esta caterva de hombres se veía a un lado uno que tendría
de treinta a treinta y dos años, que no miraba a nadie, en quien nadie reparaba, y
cuya atención parecía haberse fijado exclusivamente sobre un grabado del general
Wolf. Chocome su facha, y pedí informes de quién era; uno de mis amigos me
respondió: «Es un quídam, un paleto vendeano portador de una carta de sus jefes.»
Aquel hombre, que era un quídam, había visto morir a Cathelineau, primer
general de la Vendée, y campesino como lo había sido éste; Bonchamp, en quien
revivía Bayard; Lescure, armado de un cilicio que no estaba hecho a prueba de balas;
Elbée, fusilado en un sillón, porque sus heridas no le permitían abrazar la muerte en
pie; Larochejaquelein, cuyo cadáver mandaron identificar los patriotas, para
tranquilizar a la Convención en medio de sus triunfos. Aquel hombre que era un
quídam, había asistido a doscientos sitios de ciudades, y otros tantos asaltos de
reductos, a setecientos encuentros parciales, y a diez y siete batallas campales y en
toda regla: había combatido contra trescientos mil hombres de tropa disciplinada, y
de seiscientos a setecientos mil sacamantas y guardias nacionales: habla contribuido
a coger al enemigo cien cañones y cincuenta mil fusiles; había atravesado por en
medio de las columnas infernales, y de las compañías de incendiarios mandadas
por los de la Convención; se había hallado también en medio del Océano de fuego,
que abrasó tres veces con sus olas los bosques de la Vendée; había visto en fin
perecer a trescientos mil hércules labriegos, compañeros suyos de glorias y de
fatigas, y convertirse en un desierto de cenizas cien leguas cuadradas de un terreno
fértil.
Las dos Francias se encontraron en este suelo nivelado por ellas mismas;
todo lo que quedaba de la raza y de los recuerdos de la Francia de las cruzadas,
luchó contra todo lo que había de la nueva raza en la Francia de la revolución. El
vencedor sintió la grandeza del vencido. Thureau, general de los republicanos,
declaraba «que la historia colocaría a los vendeanos en el rango de los pueblos
aguerridos.» Otro general escribía a Merlín de Thionville: «Las tropas que han
balido a franceses semejantes, ya pueden jactarse que batirían a todos los demás
pueblos.» Las legiones de Probo, en sus cantos, decían otro tanto de nuestros
mayores. Bonaparte llamó a los combates de la Vendée, combates de gigantes.
De todos los del corro, yo era el único que consideraba con atención y
respeto a aquel representante de los antiguos Jacobos, que después de haber roto el
yugo de sus señores, rechazaban en tiempo dé Carlos V la invasión extranjera: me
parecía ver en él un hijo de aquellas comunidades del tiempo de Carlos VII, las
cuales reconquistaron palmo a palmo y surco a surco en unión con la nobleza
provinciana de segundo orden, el suelo de Francia. Tenia el aspecto indiferente del
salvaje; su mirada era turbia e inflexible como una barra de hierro; su labio inferior
temblaba con un movimiento convulsivo sobre sus apretados dientes; sus cabellos
descendían de su cabeza a guisa de serpientes ateridas, pero prestas a erguirse; sus
brazos, que llevaba caídos con cierta languidez, comunicaban una fuerza nerviosa a
sus enormes puños acribillados de sablazos; cualquiera lo hubiera tomado por un
serrador. Su fisonomía revelaba una naturaleza popular rústica, dedicada por la
fuerza de la costumbre al servido de intereses y de ideas contrarias a su misma
naturaleza; la fidelidad nativa del vasallo, y la fe sencilla del cristianismo estaban
mezcladas en él con la ruda independencia plebeya acostumbrada a estimarse a sí
propia, y a hacerse justicia. El sentimiento de su libertad únicamente parecía hijo en
él de su confianza en la fuerza de su mano, y de la intrepidez de su corazón.
Hablaba como un león, se rascaba como un león, bramaba y se enfurecía como él, y
como él soñaría probablemente con la sangre y con los bosques.
¡Qué hombres de todos los partidos había en Francia en aquella época, tan
diferentes de lo que somos los de la raza actual! Pero los republicanos tenían su
principio en ellos, y en medio de ellos, al paso que el principio de los realistas estaba
fuera de rancia. Los vendeanos mandaban diputados a los dé la emigración, o lo
que es lo mismo, los gigantes iban a pedir jefes a los pigmeos. El agreste mensajero
que yo estaba contemplando, había asido a la revolución por la garganta, y les decía:
«Entrad, venid detrás de mí; no tengáis cuidado; la revolución no os hará daño
alguno, ni se moverá porque la tengo yo amarrada.» Nadie quiso seguirle, y
despechado Santiago Bonhomme por esta negativa soltó a la revolución, y Charette
quebró su espada.
Mientras que yo estaba haciendo las reflexiones que me había inspirado este
labriego, así como en otra ocasión me las inspiraron Mirabeau y Antón, Fontanes
obtenía una audiencia particular de aquel a quien apellidaba él en broma
Interventor general de hacienda, y de cuya buena acogida salía muy satisfecho,
porque Mr. del Theil le había prometido acelerar la publicación de mis obras, y
Fontanes únicamente pensaba en mí. Era imposible que hubiera un hombre mejor:
tímido para todo aquella que le concernía personalmente, era hasta osado cuando
se trataba de las ventajas de sus amigos, y lo demostró conmigo de una manera
ostensible cuando dimití mi destino de resultas de la muerte del duque de Enghien.
En la conversación se dejaba llevar frecuentemente de una cólera risible, si aquella
giraba sobre asuntos literarios. En política, desvariaba; los crímenes de la
Convención le habían hecho cobrar a la libertad un horror invencible. Detestábalos
periódicos, la ideología, y a los filosofastros, y comunicó a Bonaparte el odio que les
tenia, cuando se aproximó al señor de la Europa.
Aquella primera y afectuosa carta del primer amigo que he tenido en mi vida,
y que ha marchado desde aquella fecha al lado mío por espacio de veinte años me
hizo caer desgraciadamente de mi aislamiento progresivo. Fontanes ya no existe:
una pena profunda, la trágica muerte de un hijo, le lanzó al sepulcro antes de
tiempo. Casi todas las personas de quienes he hecho mención en estas memorias,
han desaparecido: este libro viene a ser un registro de defunciones. Dentro de
algunos años más, yo, que me he visto condenado a hacer el catálogo de los muertos,
no dejaré a nadie que escriba mi nombre en el libro de los ausentes.
Alloquar? Audiero nunquam tua verba loquentem?Nuoquam ego te, vita frater
amabilior.Aspiciam posthac? At, certe, semper amabo! 4
Una carta de Julia que recibí poco tiempo después que la de Fontanes,
confirmaba mi triste observación sobre mi aislamiento progresivo; Fontanes me
invitaba a trabajar, y a que procurara hacerme ilustre, y mi hermana me estimulaba
a que dejara de escribir: el uno me proponía la gloria, y la otra el olvido. Como el
lector habrá visto en la historia de Mme. de Farcy, las ideas de mi hermana sobre
este punto habían cambiado completamente; había cobrado odio a la literatura,
porque la consideraba como una de las tentaciones de su vida.
Saint Servan, 1.º de julio de 1798«Amigo mío: acabamos de perder la mejor de las
madres; con harto dolor de mi corazón me veo precisada a anunciarte tan funesto golpe. Tú
no dejarás de ser mientras vivas, el objeto de todos nuestros desvelos. Si supieras cuantas
lágrimas hicieron derramar a nuestra pobre madre tus errores, y cuan deplorables fueron a
todo hombre de razón y de piadosos sentimientos, tal vez contribuiría esto a hacerle abrir los
ojos, y a que renunciaras a escribir: si el cielo se dignase escuchar nuestros votos
concediéndonos el que nos reuniéramos un día, estoy segura de que hallarías entre nosotros
toda la felicidad que es asequible en la tierra, y de que nos harías a todos felices al mismo
tiempo, porque nada hay que pueda tranquilizarnos y proporcionarnos una verdadera dicha,
mientras que estemos inquietos por tu suerte y permanezcas lejos de nuestro lado.»
¡Ah! ¡Por qué no habré seguido los consejos de mi hermana! ¡Por qué he
continuado escribiendo! ¿Han influido algo por ventura mis escritos en los sucesos
y tendencia del siglo?
Hoy lunes.
«¡Válgame Dios! amigo mío, y qué lectura tan preciosa he merecido esta mañana a
vuestra extremada complacencia. Nuestra religión había contado hasta ahora entre sus
defensores grandes genios, y padres ilustres de la iglesia: estos atletas habían manejado
vigorosamente todas las armas de la lógica: la incredulidad estaba vencida, pero no lo estaba
lo bastante; era preciso demostrar aun todos los encantos de esa admirable religión: era
preciso demostrar cuán adecuada es al corazón humano, y los magníficos cuadros que ofrece a
la imaginación. Ya no es el teólogo en la esencia, sino el hombre y el pintor, los que se han
abierto un nuevo horizonte. Vuestra obra hacia falta, y vos erais el que estaba llamado a
emprenderla. La naturaleza os ha dotado eminentemente de las raras y brillantes cualidades
que este trabajo exige: vos pertenecéis a otro siglo...«¡Ah! si las verdades del sentimiento son
las primeras en el orden natural, nadie habría evidenciado mejor de lo que vos lo habéis hecho,
las de nuestra religión; vos hubierais confundido en la puerta del templo a los impíos, y
hubierais introducido en el santuario a los espíritus delicados y a los corazones sensibles.
Pareceísme a aquellos filósofos antiguos que daban lecciones llevando coronada de flores la
cabeza, y llenas los manos de deliciosos perfumes. Esta es una imagen, bien débil por cierto, de
vuestro espíritu tan dulce, tan puro y tan antiguo.«Cada día me felicito mas de la dichosa
circunstancia que me proporcionó vuestro apreciable trato: jamás olvidaré que debo a
Fontanes este beneficio: se lo agradezco con toda mi alma, y mi corazón no se separara nunca
dos nombres, a los cuales está reservada igual gloria, si la Providencia nos abre las puertas de
nuestra patria.«El caballero de Panat.»
El abate Delille oyó también la lectura de algunos fragmentos del Genio del
Cristianismo. Pareció sorprendido de la obra, y algún tiempo después me hizo el
honor de rimar la prosa que mas le había agradado. Naturalizó mis flores salvajes
de la América en sus diferentes jardines franceses, y puso a enfriar un vino que
estaba un poco tibio en el agua fría de su claro puente.
¡Adiós, mi querido tío! ¡Adiós, familia materna, que vas desapareciendo por
todas partes! ¡Adiós, prima mía; amadme siempre como me amabais cuando
escuchábamos reunidos las querellas de nuestra buena tía de Boistilleuls, sobre el
Milano, o cuando asistíais al relevo del voto de mi nodriza en la abadía de Nazaret!
Si llegáis a sobrevivirme, recoged la parte de afecto y gratitud que os lego en estas
Memorias. No creáis en la falsa sonrisa que se bosqueja en mis labios, al hablar de
vos, porque mis ojos, os lo juro, están inundados de lágrimas.
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.
Mis estudios correlativos para El Genio del Cristianismo, como he dicho ya,
me fueron conduciendo insensiblemente a un examen mas profundo de la literatura
inglesa. Cuando en 1792 me refugié en Londres, me fue preciso reformar la mayor
parte de los juicios que había expuesto en la crítica. Respecto a los historiadores,
Hume estaba reputado como escritor tory y retrógrado; se le acusaba, así como a
Gibbon, de haber sobrecargado con galicismos la lengua inglesa, y preferían a él a
su sucesor Sinollet. Filósofo fue en vida y cristiano a la hora de su muerte; Gibbon
pasaba, en calidad de tal, por un pobre hombre. Todavía se hablaba, sin embargo,
de Robertson, merced a la aridez de su estilo.
Las obras políticas inglesas tienen poco interés para nosotros. Los tratados
económicos son menos circunscritos; los cálculos sobre la riqueza de las naciones,
sobre el empleo de los capitales, sobre la balanza de comercio, se aplican en parte a
las sociedades europeas.
Si yo he pasado por Harrow sin saber que el niño Byron vivía allí, también
han pasado algunos ingleses por Combourg sin que se les viniera a las mientes que
un pequeño vagabundo educado en aquellos matorrales, dejaría algún renombre. El
viajero Young que había pasado por Combourg, escribía acerca de él las siguientes
palabras:
Este Mr. de Chateaubriand era mi padre: su residencia, que tan mala parecía
al descontentadizo agrónomo, era, sin embargo, una noble y agradable residencia,
aunque un tanto cuanto grave y sombría. En cuanto a mí, débil enredadera que
empezaba a encaramarse al pie de aquellas torres salvajes, ¿podía acaso llamar la
atención de Mr. Young, cuyo viaje no tenía otro objeto que el de reconocer nuestros
campos? Permítaseme añadir a las páginas escritas en Inglaterra en 1822, algunas
otras escritas en 1814, y 1840, las que completarán el bosquejo de lord Byron; este
bosquejo quedará del todo acabado, cuando se lea lo que diré mas adelante acerca
del poeta insigne, al hablar de Venecia.
Lord Byron visitó después que yo las ruinas de la Grecia, y parece embellecer
en Childe-Harold con los colores de su lozana imaginación las descripciones del
Itinerario. En el principio de mi peregrinación reproduje yo el adiós postrero del
señor de Joinville a su castillo: Byron se despidió también de su gótica vivienda.
Por otra parte, dos talentos de naturaleza análoga pueden muy bien tener
análogas excepciones, sin que pueda decírseles que han marchado servilmente por
un mismo camino. Es permitido; y debe serlo, el aprovecharse de las ideas y de las
imágenes vertidas en un idioma extraño para enriquecer el propio: esto se ha visto
con frecuencia en todos los siglos y en todos tiempos. Yo soy el primero en confesar
que en mi primera juventud pudieron asociarse a mis ideas Ossian, Werter, las
meditaciones del Solitario y los Estudios de la naturaleza; pero no he disimulado ni
ocultado jamás placer que me causaban las obras cuyo estudio me servía de recreo.
Si fuese cierto que el René tiene en el fondo algunos puntos de contacto con
el único personaje que figura en escena bajo diferentes nombres en Childe-Harold,
Conrad, Lara, Manfredo, y el Giaour; si lord Byron me hubiera asociado por
casualidad a su propia vida ¿hubiera tenido la flaqueza de no nombrarme jamás?
¿Era yo acaso uno de esos padres de quienes se reniega cuando se llega a la cúspide
del poder? ¿Podía ser yo completamente desconocido para lord Byron que cita a
casi todos los autores franceses contemporáneos suyos? ¿No habría oído jamás
hablar de mí, cuando en los periódicos, así ingleses como franceses se han
controvertido mis obras por espacio de veinte años, cuando el New-Times ha hecho
un paralelo entre el autor del Genio del cristianismo y el del Childe-Harold?
No hay inteligencia alguna, por privilegiada que sea, que no tenga sus
susceptibilidades y sus desconfianzas; que no quiera empuñar el cetro
exclusivamente, que no tema dividirlo con otra, y a la cual no irriten las
comparaciones. Así es, que otro talento, también superior, ha evitado el mencionar
mi nombre en una obra sobre la Literatura. Pero estimándome en lo que valga,
jamás he aspirado, a Dios gracias, al imperio; como no creo más que en la verdad
religiosa cuya verdad es una forma, no tengo más fe en lo mío que en lo ajeno,
cuando se trata de las cosas terrenales. Pero no he sentido, sin embargo, la
necesidad de callar, cuando he visto algo que me haya admirado; por eso hago
alarde de mi entusiasmo hacia lord Byron y Mme. Staël. ¿Qué cosa hay más dulce
que la admiración? Es el amor en el cielo; la ternura elevada hasta el culto; la
gratitud hacia Divinidad que ensancha las bases de nuestras facultades, que abre
nuevos caminos a nuestra alma, y que nos concede una dicha tan grande, tan pura,
sin mezcla alguna de envidia o de temor.
Todo el agravio que hago en estas Memorias al poeta, más eminente que ha
existido en Inglaterra después de Milton, prueba cuando más el alto precio en que
hubiera yo estimado un recuerdo de su musa.
Lord Byron inauguró una escuela deplorable, y presumo que está tan sentido
de los Childe-Harold que ha engendrado, como lo estoy yo de los Renés que
pululan en torno mío.
Tal es Byron de las imaginaciones exaltadas, pero este Byron está muy lejos,
en mi juicio, de ser el verdadero.
En el poeta inglés, como en la mayor parte de los hombres, había dos seres
unidos, pero muy diferentes: el hombre de la naturaleza, y el hombre del sistema. El
poeta, al conocer el papel que el público le hacía representar, lo aceptó de buen
grado, y se puso a maldecir un mondo sobre el cual no había hecho más que
meditar hasta entonces; esta marcha se conoce de una manera ostensible en el orden
cronológico de sus obras.
Lord Byron, dotado de las mayores prendas, tenía muy poco de que
reconvenir a su nacimiento: el accidente mismo que labraba su desgracia y que
sometía su superioridad a las flaquezas humanas, no hubiera debido atormentarle,
puesto que ese fue un obstáculo para que le amasen. El trovador inmortal conoció
en la cabeza propia cuanta verdad encierra la máxima de Zenón: «La voz es la flor
de belleza.»
El que haya visto cuatro leguas de terreno por los lados de Richmond, y de
Greenwich a Londres, puede hacerse cuenta que ha visto toda la Inglaterra. Por la
parte de Greenwich está la Inglaterra industrial y comercial, con sus diques, sus
almacenes, sus aduanas, sus arsenales, sus fábricas de cerveza, sus manufacturas,
sus fábricas de fundición y sus buques: estos últimos suben por el Támesis en la alta
marea, formados en tres divisiones; los mas pequeños primero, en seguida los
medianos, y los últimos los buques de alto bordo, cuyas velas se elevan a la altura
del hospital de marinos inválidos, y de la taberna a donde suelen concurrir los
extranjeros.
Allí expiró en 1377 Eduardo III, aquel famoso rey, a quien robó su favorita
Alix Pearce, la que había dejado de llamarse Alix, o Catalina de Salisbury, desde los
primeros días de la vida del vencedor de Crecy: no améis sino en la edad en que
podáis ser amados. Enrique VIII e Isabel murieron también en Richmond: ¿a dónde
no alcanza la muerte? Enrique VIII tenía predilección por este sitio. Los
historiadores antiguos se ven muy apurados con este hombre abominable: por una
parte no pueden disimular su tiranía y el servilismo del parlamento, y si
anatematizaran por otro al jefe de la Reforma, al condenarle, se condenarían a sí
mismos.
Plus l‘oppreseur est vil, plus l'esclave est infame. 6
Pero he aquí que una tarde, y cuando más tranquilo estaba yo paseando
sobre la pradera de Tockenham, se aparece Pelletier, con el pañuelo aplicado a la
boca. «¡Oh qué sempiterna niebla! exclamó así que llegó bastante cerca de mí para
poder ser oído, ¿Cómo diablos tenéis valor para permanecer aquí? Por mi parte ya
tengo hecho la lista de los sitios que hemos de recorrer, Stowe, Bleincheim,
Hampton-Court, Oxford; por la vuestra y con esa manía de meditar, seríais capaces
de permanecer encasa de Johon-Bull in vitan aeternam, sin dar un paso para ver
nada.»
The curfew tolls the knell of parting day,Imitación del siguiente verso de
Dante:Squilla di lontano Che paja 'l giorno pianger che si muore,
Separados del continente por una larga guerra, los ingleses conservaban a
fines del último siglo sus costumbres y su carácter nacional. En aquella época no era
todavía más que un pueblo, en cuyo nombre se ejercía la soberanía por un gobierno
aristocrático, ni se conocían más que dos clases, unidas amistosamente por un
interés común: la de los patronos, y la de los clientes. Esa clase, celosa de sus
prerrogativas, que se llama en Francia clase media, y que empieza ahora a nacer en
Inglaterra, no existía aun, nada había que se interpusiese entre los ricos propietarios
y los hombres dedicados a la industria fabril. Todavía no era todo máquinas en las
profesiones manufactureras, ni todo locura en los rangos privilegiados. En aquellas
mismas aceras donde se ven pasear ahora figuras sucias y hombres vestidos con un
gran redingote, paseaban en otro tiempo lindísimas muchachas con su delantalito
blanco, su sombrero de paja atado con una cinta por debajo de la barba, y su
canastillo debajo del brazo, las que se ruborizaban cuando se fijaban en ellas
atrevidos ojos. «La Inglaterra, dice Shakespeare, es un nido de cisnes en medio de
las aguas». Los redingotes de vestir se usaban tan poco en Londres de 1793, que una
señora que lloraba amargamente la muerte de Luis XVI solía decirme: «¿Pero es
verdad, caballero, que el pobre rey llevaba puesto un redingote cuando le cortaron
la cabeza?»
Costumbres políticas.
Habiendo dicho a Mr. Fox que no era motivo aquel para que sus amigos le
abandonaran exclamó Mr. Burke:
«¡Sí, es motivo para ser abandonado por sus amigos! Conozco el resultado de mi
conducta; he cumplido con mi deber sacrificando a la amistad, que desde hoy ha terminado
entre nosotros: I have done my duty at the price of my friend; our friendship is at han end.
Advierto por lo tanto a los muy honorables caballeros que forman los dos partidos rivales en
esta cámara, que deben conservar y sostener la constitución británica, prevenirse contra las
innovaciones, y salvarse del peligro de estas nuevas teorías, ora se muevan en el hemisferio
político como dos grandes meteoros, ora marchen como dos hermanos y de común acuerdo.
From the danger of these new theories.» ¡Memorable época del mundo!
Mr. Burke, a quien conocí poco tiempo antes de su muerte, abrumado con la
pérdida de su hijo único, había fundado una escuela consagrada a los hijos de los
emigrantes pobres, solía ir de vez en cuando a ver lo que él llamaba su vivero: his
nursery, y se recreaba con la vivacidad de la raza extranjera que crecía bajo los
auspicios de su genio paternal. Cuando veía saltar y triscar a los inocentes y alegres
desterrados, me decía «nuestros bribonzuelos, de por acá no harían eso: our boys
could not do that, y sus ojos se inundaban de lágrimas, recordando a su hijo, que
había partido para un largo destierro.
Mr. Pitt, alto y seco, tenía una fisonomía triste a la par que burlona. Su modo
de hablar era frío, monótona su entonación, y su gesto insensible, pero la fluidez y
brillo de sus pensamiento, y la lógica de sus razones, iluminadas a veces por
repentinos relámpagos de elocuencia, hacían que su talento saliese de la esfera
vulgar.
Muchas veces solía ver a Mr. Pitt cuando iba desde su casa al real palacio a
pie, y atravesando el parque de Saint James. Jorge III, por su parte, llegaba de
Windsor, después de haber estado bebiendo cerveza en una vasija de estaño con los
colonos de las inmediaciones, y atravesaba los caminos detestables de su
malhadado castillejo en un coche parduzco, escoltado por algunos guardias de
caballería: Jorge III era allí el amo de los reyes de Europa, como cinco o seis
comerciantes de la Cité lo son de la India Mr. Pitt, vestido de traje negro, con espada
de acerado puño pendiente del tahalí, y el sombrero debajo del brazo, subía los
escalones de la regia morada de tres en tres, y no encontraba a su paso más que tres
o cuatro emigrados ociosos: al vernos, pasaba, lanzándonos una mirada desdeñosa,
lleno de arrogancia, y pálido el semblante.
Aquel gran hacendista tenía su casa en el mayor desorden, y vivía sin horas
fijas para comer y dormir. Abrumado de deudas no pagaba a nadie, y no se atrevía
a adicionar el presupuesto. Un ayuda de cámara hacia las veces de mayordomo.
Mal vestido casi siempre, sin disfrutar jamás de diversión alguna, exhausto de
pasiones y ávido del poder únicamente, despreciaba los honores, y no quería ser
más que William Pitt a secas.
Jorge III sobrevivió a Mr. Pitt, pero había perdido la vista y la razón. Cada
vez que se abría el parlamento los ministros leían a las cámaras silenciosas y
conmovidas el boletín en que se daba cuenta de la salud del rey. Un día fui a visitar
el palacio de Windsor y por medio de una ligera gratificación que di a un conserje,
conseguí que me ocultase en un sitio donde fácilmente pudiera ver al rey. El
monarca, ciego y con los cabellos blancos, se presentó vacilante, como el rey Lear en
sus palacios, y buscando con sus manos un apoyo en las paredes de los salones.
Sentose delante de un piano, cuyo sitio le era muy conocido, y ejecutó algunos
trozos de una sonata de Haendel; tal fue el término de la antigua Inglaterra! Old
England!
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.
DIEPPE, 1836.
El lector habrá visto que desde que empecé estas memorias, he cambiado
diferentes veces de lugares, que los he descrito, que he hablado de los sentimientos
que me inspiraban, trazando mis recuerdos, y mezclando de este modo la historia
de mis pensamientos y de mis diferentes hogares a la historia de mi vida.
Así que bajé de la escarpada costa, me hallé en el camino real de París, que
sube por una pendiente rápida desde la salida de Dieppe. A la derecha de este
camino se elevan las tapias de un cementerio, a lo largo de las cuales hay un torno
de cordelería. Dos cordeleros que caminaban paralelamente, retrogradando y
bataneando una pierna sobre otra, cantaban a media voz: púseme a escucharlos, y
cantaban esta copla del viejo sargento, soberbia mentira poética que nos ha traído a
la situación en que hoy nos hallamos:
¿No debía yo, pues, describir en mis memorias cuadros de una importancia
incomparablemente mayor que la de las escenas referidas por el duque de La
Rochefoucauld? En Dieppe mismo, ¿que es el voluptuoso ídolo de París, seducido y
rebelde al lado de la duquesa de Berry? Los cañonazos que anunciaban en el mar la
presencia, de la regia viuda, han dejado ya de oírse; los festejos de pólvora y de
humo no han dejado en la costa más que el bramido de las olas.
Las dos hijas de la casa de Borbón, Ana Genoveva y María Carolina, se han
retirado; los dos marineros de la canción del poeta popular desaparecieron también;
Dieppe no me cuenta ya a mí tampoco entre sus moradores; el yo que habitó
aquellos lugares en otro tiempo, no es el yo de mis primeros días ya terminados;
aquel yo ha sucumbido, porque nuestros días mueren antes que nosotros. El lector
me ha visto en Dieppe subteniente del regimiento de Navarra, instruyendo ¿los
reclutas en aquellos pedregales; después ha vuelto a verme desterrado en tiempo de
Bonaparte; aun volverá a encontrarme aquí otra vez cuando vengan a
sorprenderme las jornadas de julio. Al presente me hallo en esta ciudad, y vuelvo a
tomar la pluma para continuar mis confesiones.
Para mayor claridad, bueno será que echemos una ojeada sobre la altura a
que se encuentran mis memorias.
Entre las cosas por las cuales empiezan estas Memorias, y las que me ocupan
actualmente, hay un intervalo de treinta y seis años. ¿Cómo es posible, por lo tanto,
volver a emprender con el ardor conveniente la narración de aquellos
acontecimientos, llenos para mí en otra época de fuego y de pasión, cuando no es
con los vivos con quienes tengo que habérmelas, cuando se trata de hacer revivir
algunas efigies que yacen heladas en el fondo de la eternidad, y de bajar a un
subterráneo fúnebre para jugar en él al juego de la vida? ¿No me hallo ya, por otra
parte, casi muerto? ¿No han cambiado por ventura mis opiniones? ¿Veo ya acaso
los objetos bajo el mismo punto de vista? Los sucesos personales que tanto
conturbaban mi ánimo, los sucesos generales y prodigiosos que han acompañado o
seguido a aquellos, ¿no habrán perdido su importancia, así a los ojos del mundo,
como a mis propios ojos? Todo aquel cuya carrera se va prolongando, siente que
sus horas se amortiguan, y a la mañana siguiente no vuelve a encontrar el interés de
que estaba animado el día antes. Cuando hago investigaciones en mis pensamientos,
hallo en ellos frecuentemente algunos nombres, y nombres de personajes que se me
escaparon de la memoria, a pesar de que tal vez habrían hecho palpitar a mi
corazón en algún tiempo. ¡Vanidad del hombre! ¡Olvidar y ser olvidado! No basta
decir al amor y a las ilusiones —«Renaced»— para que renazcan; la región de las
sombras no puede abrirse sino por medio del ramo de oro, y para recoger este es
preciso tener una mano juvenil y vigorosa.
DIEPPE, 1836.
Encerrada ocho años hacia en la Gran Bretaña, no había yo visto en todo esto
tiempo más que el mundo inglés tan diferente, y con especialidad en aquella época,
del resto del mundo europeo. A medida que el packet-boat de Londres se va
aproximando a Calais en la primavera de 1800, mis miradas ibas, precediéndome
hacia la costa. Cuando anclamos en el muelle, los gendarmes y los aduaneros
saltaron sobre el puente del buque, registraron nuestros equipajes, y nos pidieron
los pasaportes; un hombre siempre es sospechoso en Francia; y lo primero con que
se tropieza, ora se entregue uno a sus negocios, o a los placeres, es con un sombrero
tricornio, o con una bayoneta.
PARÍS, 1837.
Par ses vertus, par ses attraits,Il méritait d'etre leur pére 8.
Complaciame en recorrer los lugares, por los cuales había paseado los
sueños de mis primeros años.
Caminando sin dirección fija por detrás del Luxemburgo, fui a parar a la
Cartuja, que acababa de ser demolida.
La plaza de las Victorias y la Vendome lloraban las efigies ausentes del gran
rey; la comunidad de capuchinos había sido saqueada; el claustro interior servía de
retirada al fantasmagórico Robertson. En los Franciscanos buscaba en vano la nave
gótica donde había oído a Marat y Danton decir primores. La iglesia de los Teatinos,
situada sobre los malecones del mismo nombre, se hallaba convertida en café, y en
teatro de saltimbanquis.
Cambio de la sociedad.
La revolución se dividió en tres grandes partidos que no tienen nada de
común entre sí: la República, el Imperio y la Restauración: estos tres mundos
diferentes, y tan completamente disueltos los tres, parecen separados por una
infinidad de siglos. Cada uno de ellos tuvo un principio fijo: el principio de la
república, era la igualdad; el del imperio, la fuerza; el de la restauración, la libertad.
La época de la república es la más original y la que ha quedado más profundamente
grabada, porque ha sido única en la historia.
Llegó a popularizarse de tal modo La Atala, que junto con la Brinvilliers fue
a acumular la colección de Curtius. Las posadas estaban adornadas de estampas
azules, verdes y de todos colores representando a Chactas, al padre Aubry y a la
hija de Simagham. Mis personajes hechos de cera, se enseñaban por las calles en
retablos portátiles como se enseñan en las ferias las imágenes de la Virgen y de los
santos. Yo vi en un teatro del boulevard a mi heroína salvaje peinada con plumas de
gallo, hablando del alma de la soledad a otro salvaje, de tal modo que me hizo
sudar de vergüenza. Representábase en el teatro de Variedades una pieza en la que
una muchacha y un joven recién salidos del colegio; se marchaban en un carruaje a
casarse a su aldea, y como al apearse solo hablaron con aspecto salvaje de
cocodrilos, cigüeños y bosques, creyeron sus padres que se habían vuelto locos. Me
abrumaban por todas partes con ridículas parodias, caricaturas y burlas. El abate
Morellet, para confundirme, hizo sentar a su criada sobre sus rodillas, y no pudo
tener los pies de la joven virgen en sus manos como Chactas tenía los de Atala
durante la tempestad: si a lo menos el Chactas de la calle de Anjou se hubiera hecho
pintar de este modo le habría perdonado su crítica.
Todo aquello no hacía otra cosa sino aumentar el ruido que produjo mi
aparición. Estuve de moda, Trastornose mi cabeza; ignoraba los goces del amor
propio y me embriagué con ellos. Amaba la gloria como a una mujer, como un
primer amor. Sin embargo, tan perezoso como era, mi terror igualaba a mi pasión.
Mi natural aspereza, la duda que he tenido siempre con respecto a mi suficiencia,
me hacían humilde en medio de mis triunfos. Me sustraía a mi gloria, me paseaba
solo tratando de extinguir la aureola que ornaba mi frente: por la noche con el
sombrero calado hasta las cejas por temor de que reconociesen al grande hombre,
me iba al café a leer a escondidas mis elogios en algún insignificante periódico.
Frente a frente con mi reputación, alargaba mis paseos hasta Chaillot, camino
donde tanto había yo sufrido al dirigirme a la corte, y no me hallaba a mi gusto con
mis nuevos honores. Cuando mi superioridad comía a treinta sueldos en el barrio
Latino 9, estaba incomodado por las miradas de que me creía objeto. Me
contemplaba y decía entre mí: «¡Eres tú, criatura extraordinaria, quien comes como
los demás hombres!» Había en los campos Elíseos un café que yo prefería sobre
todos, porque en el interior del salón revoloteaban en sus jaulas algunos ruiseñores;
Mme. Rousseau me conocía de vista sin saber quien yo era. A eso de las diez de la
noche tomaba una taza de café y buscaba a Atala entre los anuncios en medio del
canto de mis cinco o seis Filomeles. ¡Ay! que de allí a poco vi morir a la pobre Mme.
Rousseau; nuestra sociedad de ruiseñores y de la indiana que cantaba: «¡Dulce
costumbre de amar, tan necesaria a la vida!» no duró más que un momento.
Ora por verdadera galantería o por curiosa debilidad, llegaba algunas veces
hasta creerme obligado a ir a dar las gracias en persona a las incógnitas damas que
firmaban sus adulaciones: cierto día, en un cuarto piso, me encontré con una
encantadora criatura sola, bajo la protección de su madre, en cuya casa no volví a
poner los pies. Una polaca me esperaba en salones forrados de seda; medio odalisca,
medio valkiria, asemejábase a una violeta blanca o a uno de esos elegantes
matorrales que remplazan a las demás hijas de Horan cuando su época no ha
llegado o ha pasado ya; este femenino coro variado en años y hermosura, era mi
antigua sílfide realizada. El doble efecto que producía en mi vanidad y mis
sentimientos podía ser tanto más peligroso, cuanto que hasta entonces,
exceptuando una adhesión formal, yo no había sido ni buscado, ni preferido de los
demás. Debo decir, sin embargo, que me hubiera sido fácil abusar de una ilusión
pasajera, la idea de un placer conseguido por el casto camino de la religión,
abrumaba mi sinceridad: ser amado a través del Genio del Cristianismo, amado por la
Extrema-unción, por la Fiesta de los muertos! Jamás, hubiera sido un hipócrita
infame.
Para que mi vida fuese una serie de tristes recuerdos, quiso la Providencia
que la primera persona que me acogió con benevolencia al empezar mi vida pública,
fuera asimismo la primera que desapareciese. Madama de Beaumont abre la
marcha fúnebre de las mujeres que han pasado delante de mí. Mis más lejanos
recuerdos descansan sobre cenizas, y han continuado pasando de ataúd en ataúd;
como el Pan indio, recibe las oraciones de los muertos hasta que se hayan
marchitado las flores de mi rosario.
Madama de Beaumont antes fea que bien parecida, está muy propia en un
retrato hecho por madama Lebrun. Su cara era flaca y pálida, sus ojos en forma de
almendra, hubieran quizá despedido mucho brillo, si una dulzura extraordinaria
no hubiese amortiguado algún tanto sus miradas dándoles cierta languidez, del
mismo modo que un rayo de luz se amortigua al atravesar el cristal de un río. Tenía
su carácter cierta seriedad e impaciencia que correspondía algo a su voluntad y al
mal interno que la aquejaba. Alma grande, animosa, Había nacido para el mundo,
de donde su espíritu se Había retirado por desgracia; pero cuando una voz amiga
llamaba aparte a aquella inteligencia solitaria, se presentaba y os dirigía algunas
palabras del cielo. La extremada debilidad de madama de Beaumont hacía lenta su
expresión, pero esta lentitud llegaba hasta el fondo del alma; nunca conocí afligida
a esta mujer, sino en el momento de su fuga; hallábase ya herida de muerte, y yo me
consagré a tratar de aliviar sus padecimientos. Había yo tomado una habitación en
la calle de San Honorato, en la fonda de Etampes, cerca de la calle nueva del
Luxemburgo. Madama de Beaumont ocupaba en esta última calle una habitación
que tenía vistas a los jardines del ministerio de Gracia y Justicia. Todas las tardes
iba yo a su casa con sus amigos y los míos, Mr. Joubert, Mr. de Fontanes, Mr. de
Bonald, monsieur Molé, Mr. Pasquier, Mr. Chenedollé, nombres todos que han
ocupado un lugar distinguido en las letras y en los negocios.
Hablo ahora solamente de mis amigos literarios, por lo que respecta a mis
amigos políticos, no se si ocuparme de ellos: ¡principios y discursos han abierto
entre nosotros un abismo!
Mme. Hocquart fue muy querida del hermano de Mme. de Beaumont, el cual
se ocupó de la señora de sus pensamientos hasta en el cadalso, del mismo modo que
Aubiac fue a la horca besando un manguito de terciopelo azul que conservaba de
Margarita de Valois. Jamás en parte alguna podrán, ya reunirse bajo un mismo
techo tantas personas distinguidas, pertenecientes a distintas clases y a destinos
diversos, y pudiendo hablar así de las cosas más frívolas como da las más
importantes, sencillez de asuntos que no provenía de falta de recursos sino de la
elección. Esta ha sido quizá la última sociedad en que ha brillado el espíritu francés
de los tiempos antiguos. Entre los franceses modernos no se encuentra ya aquella
cortesanía, fruto de la educación y transformada por la costumbre en
predisposición del carácter. ¿Qué ha pasado a esta sociedad? ¡Formad proyectos,
reunid amigos para prepararos un duelo eterno! Mme. de Beaumont no existe ya,
Joubert tampoco, Chenedollé tampoco, Mme. de Vintimille tampoco. En otro
tiempo durante las vendimias, visitaba yo en Villanueva a Mr. Joubert, me paseaba
con él por las márgenes del Yonne; cogía él hongos en los sotos y yo gusanos de luz
en los prados. Hablábamos de todo en general, y en particular de nuestra amiga
Mme. de Beaumont, ausente para siempre: traíamos a la memoria el recuerdo de
nuestras pasadas esperanzas. Volvíamos por la noche a Villanueva, ciudad rodeada
de murallas decrépitas del tiempo de Felipe Augusto, y de torres arruinadas, sobre
las cuales se elevaba el humo del hogar de los vendimiadores. Joubert me ensenaba
a lo lejos sobre la colina una senda arenosa por entre los bosques, senda que él
tomaba cuando iba a ver a su vecina, oculta en la casa de campo de Passy, durante
el Terror.
PARÍS, 1837.
Una noche vimos entrar a una persona cautelosamente en nuestro retiro por
una ventana y salir por otra: era Mr. Laborie que se escapaba de las garras de
Bonaparte. Poco después apareció una de esas almas en pena que son de otra
especie que las demás almas, y que mezclan, al pasar, su desconocida desgracia a
los padecimientos comunes de la especie humana: era esta mi hermana Lucila.
Otra fatalidad más había caído sobre Lucila: Mr. de Chenedollé, que vivía
cerca de Vire, había ido a visitarla a Jougeres, y no tardó en hablarse de un
casamiento que no llegó a verificarse. Todo le salía mal a mi hermana. Este espectro
melancólico sentose un momento sobre una piedra en la alegre soledad de Savigny.
¡Tantos corazones la habían recibido allí con placer! ¡La hubieran con tanta ansia
conducido a una verdadera y dulce existencia! Pero el corazón de Lucila solo podía
latir en una atmósfera formada expresamente para ella, y que nadie hubiese
aspirado, devoraba con rapidez los días del mundo aislado en que Dios la había
puesto. ¿Por qué Dios había formado un ser únicamente para sufrir? ¿Qué
misteriosa relación hay entre una naturaleza que sufre y un principio eterno?
PARÍS, 1837.
¿Quién, pues, era Talma? El, su siglo y el tiempo antiguo. Poseía las pasiones
profundas y concentradas del amor y de la patria; estas pasiones salían de su pecho
por explosión. Tenía la inspiración funesta, el desordenado genio de la revolución a
través de la cual había pasado. Los terribles espectáculos de que se había visto
rodeado, se reproducían en su imaginación con los tristes y lejanos acentos de los
coros de Sófocles y Eurípides. Su gracia, que no era forzada, os sobrecogía como la
desgracia. La negra ambición, el remordimiento, los celos, la tristeza de alma, el
dolor físico, la locura por los dioses y la adversidad, el luto humano; he aquí lo que
él conocía. Su sola salida a las tablas, el metal solo de su voz eran eminentemente
trágicos. El dolor y el pensamiento se mezclaban en su frente, respiraban en su
inmovilidad, en su postura, en sus ademanes, en sus pasos. Griego, llegaba jadeante
y fúnebre desde las ruinas de Argos, inmortal Orestes, atormentado hacía tres mil
años por las Euménides: Francés, venía desde las soledades de San Dionisio, donde
las Parcas de 1793 habían cortado el hito de la vida sepulcral de los reyes. Triste,
esperando alguna cosa desconocida, pero decretada va por el cielo injusto,
marchaba impulsado por el destino, encadenado inexorablemente entre la fatalidad
y el terror.
Gracias a Dios, bastaría una palabra sola para pulverizar al insensato: así
pues, Mr. Ginguené maltratando El Genio del cristianismo en la Década, declaraba
que la crítica llegaba demasiado tarde, porque mi trabajo estaba ya olvidado. Decía
esto cinco o seis meses después de la publicación de una obra que el ataque de la
Academia francesa entera, con motivo de los premios decenales, no pudo echar por
tierra.
Entre las ruinas de nuestros templos publiqué El Genio del cristianismo. Los
fieles se creyeron salvados: experimentábase entonces una necesidad de fe, un ansia
de consuelos religiosos, que provenía de la privación de estos consuelos hacía
muchos años. iQué fuerzas tan sobrenaturales necesitaban para soportar tantas
adversidades! ¡Cuántas familias mutiladas tenían que irá buscar a los pies del padre
de los hombres los hijos que habían perdido! ¡Cuántos corazones destrozados,
cuántas almas aisladas imploraban una mano divina que los aliviase!
Precipitábanse en la casa de Dios, como se entra en la casa del médico el día que se
declara una peste. Las víctimas de nuestras revoluciones (¡y cuantas especies de
víctimas!) se refugiaban al altar; náufragos, se aferraban a la roca en que buscaban
su salvación.
Un episodio del Genio del Cristianismo que causó entonces menos ruido que
Atala, determinó uno de los caracteres de la literatura moderna; pero además si
René no existiese, no volvería a escribirle; si me fuese posible destruirle, lo haría así.
Ha pululado una familia de Renés poetas y de Renés prosistas; no se ha oído otra
cosa que frases lamentables y desordenadas; no se han ocupado de otra cosa que de
vientos y tempestades, de palabras desconocidas, entregadas a las nubes y a la
noche. No hay muchacho recién salido del colegio que no haya soñado ser el más
desgraciado de los hombres; no hay barbilampiño que a los diez y seis años no haya
gastado su vida, y no se haya creído atormentado por su genio; que en el fondo de
sus pensamientos no se haya entregado al mar de sus pasiones, que no haya
golpeado su pálida y desnuda frente, y que no naya asombrado a los hombres,
sorprendidos por una desgracia cuyo nombre ignoraban él y ellos.
Junto al mundo ruinoso del paganismo, se alzó en otro tiempo, como desde
fuera de la sociedad, otro mundo espectador de esos grandes sucesos, pobre,
escondido, solitario y no mezclándose en los asuntos de la vida sino cuando tenía
necesidad de sus lecciones o de su auxilio. Era sorprendente el ver a aquellos
primeros obispos, casi todos honrados con el sobrenombre de santos y de mártires,
a aquellos simples sacerdotes custodiando las reliquias y los cementerios, a aquellos
religiosos y a aquellos ermitaños en sus convenios sus grutas redactando tratados
de paz, de moral y de caridad, cuando todo era guerra, corrupción, barbarie; yendo
de los tiranos de Roma a los jefes de los tártaros y de los godos, para prevenir la
injusticia de los unos y la crueldad de los otros, deteniendo ejércitos enteros con una
cruz de madera y una palabra de paz; los más débiles de todos los hombres,
protegiendo al inundo contra Atila; colocados entre dos universos para servir de
lazo entre ellos, para consolar los últimos momentos de una sociedad expirante, y
guiar los primeros pasos de una sociedad naciente.
Genio del Cristianismo.— Continuación.— Defectos de la obra.
En el último capítulo del Genio del Cristianismo examino lo que hubiese sido
del mundo a no haberse predicado la fe en el momento de la invasión de los
bárbaros: más adelante llamo la atención sobre un trabajo importante que falta
emprender acerca de los cambios que el Cristianismo produjo en las leyes después
de la conversión de Constantino.
Aun cuando El Genio del Cristianismo no hubiera dado origen sino a tales
investigaciones, me felicitaría de haberte publicado; falta saber si cuando aparezca
este libro, otro Genio del Cristianismo cimentado sobre el nuevo plan que bosquejo
obtendría el mismo éxito. En 1803 cuando no se concedía nada a la antigua religión,
cuando era objeto de desprecio, cuando aún no se conocía la primera palabra del
asunto, ¿hubiérase recibido bien el hablar de la libertad futura descendiendo del
Calvario cuando aun estaban los espíritus destrozados con los excesos de la libertad
de las pasiones? ¿Hubiera consentido Bonaparte una obra semejante? Quizá fuera
útil excitar el sentimiento, interesar la imaginación en una causa tan desconocida,
atraer las miradas sobre el objeto despreciado, hacerle agradable antes de pasar a
demostrar su importancia, su poder y su utilidad.
PARÍS, 1837.
Revisado en diciembre de 1846.
Comiendo cierto día en casa de Mme. Custine, el célebre Gall, que se hallaba
a mi lado sin conocerme, se equivocó sobre mi ángulo facial; me tomó por una rana,
y quiso, luego que supo quien yo era, rehabilitar su ciencia de un modo vergonzoso
para él. La forma de la cabeza puede ayudar a distinguir el sexo en los individuos, a
indicarlo que pertenece a la bestia, a las pasiones animales; pero en cuanto a las
facultades intelectuales, siempre será un secreto para la frenología. Si fuera posible
reunir los diferentes cráneos de los grandes hombres muertos desde el principio del
mundo, y entregarlos para su examen a los frenologistas, sin decirles a qué
personas habían pertenecido, no enviarían seguramente a su sitio una sola cabeza.
Mr. de Saint-Martin vale mil veces más que yo: la dignidad de su última
frase destruyó completamente mi inofensiva burla.
Era difícil comprender algunas páginas de las Confesiones, una vez conocido
el objeto de los desvaríos de Rousseau: había conservado Mme. de Houdetot las
cartas que Juan Jacobo le escribía, y que al decir de éste eran más ardientes que las
de la Nueva Eloísa. Créese que se había sacrificado a Saint-Lambert.
Jamás se acostaba sin golpear antes en tierra tres veces con su chinela
diciendo al autor de las Estaciones: «¡Buenas noches, amigo mío!» A esto se reducía
en 1803 la filosofía del siglo XVIII.
La sociedad de Mme. de Houdetot, de Diderot, de Saint-Lambert, de
Rousseau, de Grimm y de Mme. de Epinay me hicieron insoportable el valle de
Montmorency, y aunque bajo el aspecto de los hechos, me alegro de que se haya
presentado a mi vista una reliquia de los tiempos voltairianos, no echo de menos
para nada aquellos tiempos. Últimamente he visto en Sannois la casa que habitaba
Mme. de Houdetot reducida a cuatro paredes. Un atrio desierto interesa siempre;
pero ¿qué es un hogar donde no reside la belleza, ni la madre de familia, ni la
religión, y cuyas cenizas si no se hubiesen dispersado nos recordarían solamente los
días que no han sabido hacer más que destruir?
PARÍS, 1838.
Era el mes de octubre de 1802, cuando una impresión furtiva de El Genio del
Cristianismo, hecha en Aviñón, me condujo al Mediodía de Francia. Yo, que no
conocía más que mi pobre Bretaña, y las provincias del Norte, que atravesé al dejar
mi país, iba a ver el cielo de Provenza, ese cielo en el que iba a encontrar un reflejo
de Italia y de Grecia, hacia donde mi instinto y la inspiración me arrastraban.
Hallábame en una feliz disposición; mi reputación hacia mi vida dichosa; en el
primer éxtasis de la fama, hay una multitud de sueños, y los ojos gozan
sobremanera con luz que se levanta; pero que se eslinga esta luz, y os dejará en la
más sombría oscuridad: si persiste, la costumbre de verla os hará insensible a su
resplandor.
Lyon me causó un placer indecible. Volví a hallar esas obras de los romanos
que no había visto desde el día en que leí en el anfiteatro de Tréveris algunas
páginas de la Atala, sacadas de mi mochila. Barcos entoldados, cada uno con su luz,
atravesaban el Saona; conducíanlos mujeres; una barquera de diez y ocho años que
me tomó a bordo arreglaba a cada golpe de remo unas flores atadas a su sombrero.
Por la mañana me despertaron las campanas. Parecía que los conventos de los
alrededores habían recobrado sus solitarios monjes. El hijo de Mr. Ballange,
propietario después de Mr. Migneret, del Genio del Cristianismo, era mi huésped;
después fue mi amigo. ¿Quién no conoce hoy al filósofo cristiano, cuyos escritos
brillan con esa dulce claridad, sobre la que se deleita uno en fijar sus miradas, como
sobre el rayo de luz de un astro querido?
De la historia son las líneas con que termina mi critica: mi espíritu marchaba
desde entonces con mi siglo: «¡El autor de este artículo, proseguía, no puede
rehusar una imagen que le ofrece la posición en que se encuentra. En el momento
de escribir estas últimas líneas, se ve arrastrado por la corriente de uno de los
mayores ríos de Francia. Sobre dos opuestas montañas descuellan dos torres
ruinosas, en lo alto de las cuales vense suspendidas unas pequeñas campanas que
repican los campesinos a nuestro tránsito. Este río, estas montañas, estos sonidos,
estos monumentos góticos, entretienen un momento los ojos del espectador; pero
nadie se detiene para llegar adonde la campana le invita. Así los hombres que hoy
día predican la moral y la religión, dan inútilmente la seña desde lo alto de sus
ruinas a los que arrastra el torrente del siglo: asómbrase el viajero de la grandeza de
las ruinas, de la suavidad de los sonidos que de ellas emanan, de la majestad de los
recuerdos que se elevan de ellas, pero no interrumpe su marcha y todo lo olvida al
primer recodo del río.»
Habiendo llegado a Aviñón la víspera de Todos los Santos, un muchacho
que llevaba libros me presentó algunos, y le compré tres ediciones distintas y
falsificadas de una novelita titulada Atala. Recorriendo librería por librería,
encontré al raptor, para el que yo era desconocido. Me vendió los cuatro tomos del
Genio del cristianismo al precio razonable de nueve francos el ejemplar,
haciéndome un grande elogio de la obra y de su autor. Vivía en una hermosa casa
con patio y jardín. Pensé que había hallado el pájaro en su nido: al cabo de veinte y
cuatro horas me fatigué de perseguir la fortuna y me convine con el falsificador por
una friolera.
Antes de ahora, los viajes transalpinos comenzaban siempre por Aviñón, que
era la puerta de Italia. Dicen los geógrafos: «El Ródano pertenece al rey; pero la
ciudad de Aviñón está regada por un ramal el Sorgue que pertenece al papa.» ¿Está
el papa muy seguro de poseer por largo tiempo la propiedad del Tíber? En Aviñón
se acostumbraba visitar el convento de los Celestinos. El buen rey Renato, que
cuando soplaba el viento ultramontano disminuía los impuestos, pintó en un salón
del convento de los Celestinos un esqueleto: era el de cierta mujer de singular
hermosura a la que había amado.
En petit lieu compris vous pouvez voirCe qui comprend beaucoup par renommée:¡O
gentille ame!, estant tant estimée,¿Qui se pourra louer que en se saissant?Car la parole est
tousjours répriméeQuand le sujet surmonte le disant 12.
Por más que se diga, el padre de las letras, el amigo de Benvenuto Cellini, de
Leonardo de Vinci, del Primático; el rey a quien debemos la Diana, la hermana del
Apolo de Belvedere, y la Sacra familia de Rafael; el cantor de Laura, el admirador
del Petrarca, ha recibido de las bellas artes reconocidas una vida que no tendrá fin.
Petrarca ha contado cómo encontró aquel valle: «Buscaba yo, dice, un sitio
oculto adonde poder retirarme como a un puerto, cuando encontré un pequeño
valle cerrado, Vauclusa, muy solitario, de donde nace el Sorgue, rey de todos los
manantiales, donde me establecí. Allí fue donde compuse mis poesías en idioma
vulgar, versos en que he descrito las penas de mi juventud.»
También desde Vauclusa oía él, como se podía oír cuando yo pasé, el ruido
de las armas qué hacía estremecer la Italia; y exclamaba así:
¡Italia mía...¡0 diluvio raccoltoDi che deserti straniPer inondar i nostri dolci
campi!¿Non é questo ‘l terren ch‘io toccai pria?¿Non o questo ‘l mio nido,Ove nudrito fui si
dolcemente?¿Non e questa la patria, in ch‘io mi fido,Madre benigna é piaChi copre l‘uno et
l‘altro mio parente 14.
Siglo fecundo, joven, sensible, cuya admiración conmueve; siglo que obedece
a la lira de un gran poeta, como a la ley de un legislador! A Petrarca es a quien
debemos la vuelta del soberano pontífice al Vaticano; es su voz la que ha hecho
nacer a Rafael y salir de la tierra la cúpula de Miguel Ángel.
De Aviñón pasé a Marsella. ¡Qué puede desear una ciudad a quien Cicerón
dirige estas palabras, cuyo giro oratorio imitó Bossuet «Yo no te olvidaré, Marsella,
ciudad tan eminentemente virtuosa que la mayor parte de las naciones deben
rendirte homenaje, y hasta la Grecia misma no debe compararse contigo. (Pro L.
Flacco.) Tácito en la Vida de Agrícola, alaba también a Marsella por unir la
cortesanía griega o la economía de las provincias latinas. Hija de la Helenia, maestra
de la Gaula, celebrada por Cicerón, tomada por César, ¿no reunía bastante gloria?
Me apresuré a subir a Nuestra Señora de la Guarda para admirar el mar que
bordean con sus ruinas las risueñas costas de todos los países famosos de la
antigüedad.
Este mismo año de 1838 he vuelto a subir a esa cima, he vuelto a ver ese mar
tan conocido hoy para mí y a cuyo extremo se elevaron la cruz y la tumba
victoriosas. El mistral soplaba con fuerza, entré en el fuerte edificado por Francisco l,
donde ya no velaba un veterano del ejército de Egipto, pero donde en su lugar
había un conscripto destinado a Argel, perdido bajo aquellas oscuras bóvedas.
Reinaba el silencio en la capilla restaurada, mientras que el viento silbaba en lo
exterior. El cántico de los marineros a Nuestra Señora del Buen Socorro se me venía
a la imaginación: ya sabéis como y cuando os he citado esta súplica de mis primeros
días en el Océano:
Al pie de esta roca cubierta en otro tiempo de un bosque cantado por Lucano,
no reconocí a Marsella: en sus calles rectas, largas, y anchas, no podía ya perderme.
El puerto estaba lleno de navíos; treinta y seis años antes me hubiera costado
trabajo encontrar una nave que me trasportase a Chipre como Joinville; a despecho
de los hombres el tiempo rejuvenece las ciudades. Apreciaba yo mucho a mi vieja
Marsella con sus recuerdos de los Berenguer, del duque de Anjou, del rey Renato,
de Guisa y de Epernon, con los monumentos de Luis XIV y las virtudes de Belzunce;
me agradaban las arrugas sobre su frente. Tal vez al deplorar los años que ella había
perdido, no hacía otra cosa que llorar los que yo había encontrado. Marsella me
recibió con afabilidad, es cierto; pero la émula de Atenas se ha vuelto demasiado
joven para mí.
Quelque chose de grand se couve dans le monde;Il faut, ó jeune roi, que son ame y
réponde;¡Oh! ce n‘est pas pour rien que, calmant notre deuil.Le ciel par un mourant fit
réveler la vie;Que quelque temps aprés, de ses enfants suivie,Aux yeux de l'univers la nation
ravieT‘eleve dans ses bras sur le bord d‘un cercueil! 16.
«El valiente joven conde, la luz y el heredero de su padre, la cruz y el acero, entran
juntos por una de las puertas. No quedó dentro de las casas una sola joven. Los habitantes de
la ciudad, grandes y pequeños, miraban todos al conde como la flor del rosal.»
Hubiera deseado haber tenido tanto tiempo para tomar noticias en Tolosa de
una de las personas que más he admirado; de Cujas, escritor que trabajaba tendido
boca abajo y rodeado de sus libros. —No sé si se ha conservado el recuerdo de
Susana, su hija, casada dos veces. La constancia no era seguramente su prenda más
apreciada, y hacia de ella muy poco caso; y ello es que alimentó a uno de sus
maridos con las infidelidades de que murió el otro. Cujas fue protegido por la hija
de Francisco I, Pibrac por la hija de Enrique II, dos Margaritas de la sangre de los
Valois, favoritas de las musas. Pibrac es célebre por sus cuartetas, traducidas en
persa. (Hallábame tal vez alojado en la casa del presidente, su padre), «¡Este buen
Mr. de Pibrac, dice Montaigne, tenía un talento tan agudo, sus ideas eran tan sanas,
sus costumbres tan pacíficas, su alma estaba en tal desproporción con nuestra
corrupción y nuestros disturbios!» y Pibrac hizo la apología de la Saint-Barthelemy.
Corría yo sin poderme detener; la suerte me hacía retroceder a 1838 para admirar
detalladamente la ciudad de Raimundo de Saint-Gilles, y para hablar de los nuevos
conocimientos que he hecho; Mr. de Lavergne, hombre de talento, de genio y de
raciocinio, Madlle. Honorina Gasc, futura Malibran. Esta en mi nueva calidad de
servidor de Isaura, me recordaba los versos que Chapelle y Bachaument escribían
en la isla de Ambijoux, cerca de Tolosa.
Helas! que l'on serait heureuxDans ce beau lieu digne d‘envie,Si, toujours aimé de
Sylvie,On povait, toujours amoureux,Avec elle passer su vie! 18.
¡Ojala que Madlle. Honorina pueda siempre estar en guardia contra su bella
voz! Los talentos son el oro de Tolosa; siempre atraen la desgracia.
PARÍS, 1838
Mais s'ils ont tout osé, vous avez tout permis:Plus l‘oppresseur est vil plus l‘esclavo
est infame 20.
Era dejar llegar las últimas palabras de la amistad hasta los oídos de la
muerte. El cementerio ha sido demolido y Mr. de Laharpe exhumado: apenas se
veían algunas de sus tranquilas cenizas. Casado durante el directorio, Mr. de
Laharpe, no había sido muy dichoso con su linda consorte. Esta le tomó horror
desde el momento que le vio y no quiso concederle jamás derecho alguno.
PARÍS, 1838.
«Me sorprendía, dijo, siempre que veía a los cheiks volverse hacia el Oriente
y tocar la arena con su frente. ¿Que sería esa cosa desconocida que adoraban en el
Oriente?»
Mi vida no ha sido otra cosa que una serie de fantasmas, el infierno y el ciclo
se han abierto continuamente bajo mis pies o sobre mi cabeza, sin que haya tenido
tiempo para sondear sus tinieblas o sus resplandores. Una sola vez he encontrado al
hombre del siglo pasado y al hombre del nuevo siglo sobre las riberas de ambos
mundos; Washington y Napoleón. Hablé un breve rato con uno y con otro; ambos
me enviaron a la soledad: el primero por medio de una benévola despedida, el
segundo por un crimen.
PARÍS, 1837.
Años de mi Vida, 1803 y 1804.— Soy nombrado primer secretario de
embajada en Roma.
PARÍS, 1838.
Pasado Chambery, se presenta la contente del Isere. Vense por todas partes y
en medio de los valles cruces sobre los caminos y madonas en los troncos de los
árboles. Las pequeñas iglesias, rodeadas de arboleda, forman un bello contraste con
las elevadas montañas. Cuando los torbellinos del invierno descienden de estas
cimas, cubiertas de témpanos de hielo, el saboyano se pone a cubierto en su templo
campestre y reza.
Los valles que se atraviesan más allá de Montmeliar hállanse bordeados por
montes de variadas formas, ya desnudos y ya vestidos de espesas selvas.
Aiguebelle parece terminar los Alpes; pero al volver una roca aislada caída
en el camino, se dejan ver nuevos valles que siguen el curso del Arche.
A entrambos lados del río se ven montes elevados; sus flancos se van
haciendo cada vez más perpendiculares; sus cimas estériles empiezan a presentarse
cubiertas de nieve; precipítanse desde ellas torrentes que van a engrosar el Arche.
En medio de este tumulto de las aguas, se nota una pequeña cascada que se desliza
con gracia indecible bajo un toldo de sauces.
Partí al amanecer y llegué a las dos a Lans-le- Bourg, al pie del Monte Cenis.
Al entrar en el pueblo vi a un paisano que tenía cogido un aguilucho por las patas;
una multitud cruel maltrataba al joven rey insultando la debilidad de la edad y la
majestad caída; el padre y la madre del noble huérfano, habían sido muertos;
propusiéronme que si quería comprarlo: después murió de resultas de los malos
tratamientos que la habían hecho sufrir antes de mi llegada. Acordome entonces del
desgraciado niño, de Luis XVII; hoy pienso en Enrique V. ¡Qué rapidez de caída y
de desgracia!
Austria; volvió a tender su manto de plomo sobre los italianos, y les obligó a
volver a encerrarse en sus tumbas. Roma volvió a encerrarse en sus ruinas, Venecia
en su mar. Venecia se doblegó embelleciendo el cielo con su última sonrisa;
reclinose encantadora sobre sus olas como un astro que no debe alzarse jamás.
Pasé el día con sus ayudantes de campo: estos no se hallaban tan exhaustos
como mis camaradas delante de Thionville. La cortesanía francesa aparecía bajo las
armas, probando que era la misma cortesanía del tiempo de Lautrec.
Comí de toda gala el 23 de junio en casa de Mr. de Melzi con motivo del
bautismo de un hijo del general Murat. Mr. de Melzi había conocido a mi hermano;
los modales del vicepresidente de la república cisalpina eran escogidísimos; su casa
parecía la casa de un príncipe acostumbrado a serlo: me trató política y fríamente, y
me halló exactamente conforme con él en su modo de pensar.
El siguiente día asistí a la función de San Pedro. Pío VII, pálido, triste y
religioso, era el verdadero pontífice de las tribulaciones. Dos días después fui
presentado a Su Santidad: me hizo sentar a su lado, Un ejemplar de El Genio del
Cristianismo se hallaba abierto sobre su mesa. El cardenal Consalvi, astuto y
resuelto, que hacía siempre una oposición cortesana y suave, era el antiguo político
romano resucitado, sin la fe del tiempo antiguo y la tolerancia del siglo.
¿Qué sucedió hace diez y ocho siglos en aquel sitio y a aquella hora? ¿Qué
hombres han franqueado aquí las sombras de esos obeliscos, después que esta
sombra hubo cesado de dibujarse sobre las arenas de Egipto? No solo la Italia
antigua ha cesado de existir sino que ha desaparecido también la Italia de la edad
media. Sin embargo, la raza de esas dos Italias está aun diseñada en la ciudad
eterna: si la Roma moderna presenta su San Pedro y sus obras maestras la Roma
antigua le opone su Panteón y sus ruinas; si la una hace descender del Capitolio sus
cónsules, la otra saca del Vaticano sus pontífices. El Tíber separa ambas glorias
asentadas sobre el mismo polvo; Roma pagana se hunde cada vez más en sus
sepulcros, y Roma cristiana vuelve a descender poco a poco a sus catacumbas.
El cardenal Fesch había alquilado, muy cerca del Tíber, el palacio Lancelotti.
Allí vi después en 1827, a la princesa de este nombre. Diéronme habitación en el
piso más alto: al entrar en ella, se volvió negro mi pantalón blanco, lo cual puede
dar una idea de la infinidad de bichos inmundos que allí había. El abate de
Bonnevie y yo hicimos limpiar nuestro alojamiento lo mejor que se pudo. Me creía
trasplantado segunda vez a mi camaranchón de New-Road: este recuerdo de mi
pobreza no me era desagradable. Instalado en aquel gabinete diplomático, comencé
a expedir pasaportes y a ocuparme de otros asuntos la misma importancia. Mi letra
era un obstáculo para mi talento, y el cardenal Fesch se encogía de hombros al ver
mi firma, No teniendo casi nada que hacer en mi aérea habitación, me entretenía en
mirar por cima de los tejados a unas vecinas planchadoras, con quienes había
establecido una especie de telégrafo: una futura cantante, ejercitando su voz, me
perseguía con su eterno solfeo, ¡dichoso yo cuando por casualidad pasaba algún
entierro para dar alguna tregua a mi fastidio! De lo alto de mi ventana vi cierto día
en el fondo de la calle el cortejo fúnebre de una joven madre: conducíanla con la
cara descubierta entre dos filas de peregrinos vestidos de blanco; su hijo recién
nacido y muerto también, iba a sus pies coronado de flores.
En aquélla ocasión cometí una gran falta: sin saber lo que me hacia, creí
deber ir a ofrecer mis respetos al rey abdicatario de Cerdeña. Este paso causó una
horrible alharaca: todos los diplomáticos se alarmaron; «¡Se ha perdido, se ha
perdido!» repetían con la piadosa alegría que se experimenta por las desgracias de
un hombre, sea quien sea. No hubo saltimbanqui diplomático que no se creyese
superior a mí desde la cumbre de su ignorancia. Esperaban mi caída aun cuando yo
nada significase: pero esto no importa; caía alguno, y esto siempre causa alegría. En
mi sencillez no me apercibía yo de mi crimen. Los reyes a quienes se creía daba yo
una gran importancia, no tenían otra a mis ojos que la de la desgracia. Escribieron
desde Roma a París mis increíbles desaciertos: ¡Afortunadamente escribían a
Bonaparte; lo que debía ahogarme me salvó!
Por fin vino una desgracia a ocupar mi tiempo, este es un recurso con el que
se puede siempre contar.
Mont-d’Or.
«Tenia el proyecto de entrar en algunos detalles relativos a mí; pero el fastidio me hace
dejar caer la pluma de las manos.Cuanto tiene de penoso y amargo mi situación, se
convertiría en felicidad si me hallase segura de cesar de existir dentro de algunos meses.Aun
cuando tuviese el valor suficiente para poner el único término posible a mis penas, no lo
emplearía: sería ir contra mi objeto, dar una idea completa de mis sufrimientos, y dejar una
herida demasiado dolorosa en el alma que he juzgado digna de consolarme en mis males.Yo
me suplico llorando para tomar un partido tan riguroso como indispensable. Carlota Corday
dice que no hay sacrificio que proporcione más placer que aquel cuya decisión ha costado más
trabajo; pero ella iba a morir, y yo puedo vivir aun mucho tiempo. ¿Qué será de mí? ¿Dónde
me ocultaré? ¿Qué tumba deberé elegir? ¿Cómo escudarme contra la esperanza de entrar en
ella? ¿Qué poder podrá tapiar la puerta de esa esperanza?Alejarme en silencio, dejarme
olvidar, enterrarme para siempre: tales son los deberes que me he impuesto y que espero tener
el valor de cumplir. Si, el cáliz es demasiado amargo, olvidada una vez, no habrá nada que me
obligue a apurarle, y tal vez mi vida no será tan larga como temo.Si hubiese determinado el
sitio de mi retiro, creo que me hallaría más tranquila; pero la dificultad del momento se une a
las que emanan de mi debilidad, y es menester un pulso sobrenatural para obrar una contra sí
misma con resolución, para tratarse con tanto rigor como pudiera hacerlo un enemigo
violento y cruel.»
Roma, 28 de octubre.
«Hace diez meses que no he cesado de sufrir un solo momento; hace seis que tengo
todos los síntomas de la enfermedad del pecho, y algunos del último grado; ¡no me faltan más
que las ilusiones, y aun esas puede que no del todo!»
Lascardais, 30 de julio.«He tenido tal placer, señora, en recibir al fin una carta vuestra,
que no he querido tomarme el tiempo suficiente para tener el placer de leerla de una vez: he
interrumpido su lectura para participar a todos los habitantes de esta casa que acabo de
recibir noticias vuestras, sin pensar en que mi alegría no les importaba nada, y que ni aun
sabían que estuviese en correspondencia con vos. Viéndome rodeada de semblantes
indiferentes, volví a subir a mi cuarto, tomando el partido de estar alegre a solas, me puse a
acabar de leer vuestra carta, y aunque la he vuelto a leer muchas veces, a deciros verdad, no
estoy aun enterada de todo lo que contiene. La alegría que experimento siempre que veo esta
carta tan deseada, perjudica a la atención que debiera prestarle.¿Con que al fin os decidís a
marchar? No vayáis, volviendo a Mont-d’Or, a olvidaros de vuestra salud; dedicadla todos
vuestros cuidados, os lo suplico con toda la ternura de mi corazón. Mi hermano me dice que
esperaba veros en Italia. El destino, lo mismo que la naturaleza, se complace en diferenciarle
de mí de un modo bien favorable. A lo menos no me aventaja en la felicidad de amaros; la
partiré con él toda mi vida. ¡Oh Dios mío! Cuán oprimido tengo el corazón, y cuán triste me
hallo! No sabéis cuanto bien me producen vuestras cartas, y cuánto desprecio me inspiran
hacia mis males! La idea de que os ocupáis de mí, de que os intereso, me da un valor increíble.
Escribidme, pues, señora, para que pueda yo conservar una idea que me es tan necesaria.No
he visto aun a Mr. Chenodolle; deseo mucho su llegada; podré hablarle de vos y de Mr.
Joubert, lo que me causará sumo placer. —Permitid, señora, que os vuelva a recomendar
vuestra salud, cuyo mal estado me aflige y me ocupa continuamente.¿Como es que no os
amáis? ¡Sois tan digna del amor de todos!... es preciso que hagáis la justicia de ocuparos más
de vos.Lucila.»
El misterio del estilo, misterio que se advierte en todas partes, que no está
presente en ninguna; la revelación de una naturaleza dolorosamente privilegiada;
la ingenuidad de una mujer a quien se creería en la primera juventud, y la humilde
sencillez de un genio que se desconoce, respiran en todas estas cartas, de las que
solo cito algunas. ¿Mme. de Sevigné escribía por ventura a Mme. de Griguan con un
cariño más afectuoso que Mme. de Caud a Mme. de Beaumont? La ternura de una
podía muy bien colocarse al lado de la de la otra. Mi hermana amaba a mi amiga
con toda la pasión de la tumba, porque conocía que iba a morir. Lucila casi nunca
había dejado de habitar cerca de las rocas, pero era la hija de su siglo, y la Sevigné
de su soledad.
PARÍS, 1837
En esta época del renacimiento del orden social buscaban lo que había
pertenecido a la vieja monarquía. El papa envió a pedir noticia de la hija de
Montmorin; el cardenal Consalvi y los miembros del sacro colegio imitaron a Su
Santidad; el mismo cardenal Fesch dio a Mme. de Beaumont, hasta su muerte,
pruebas de deferencia y de respeto de que seguramente no le hubiera creído capaz,
y que me han hecho olvidar los insustanciales disturbios de primeros tiempos de mi
estancia en Roma había escrito a Mr. Joubert, participándole las inquietudes de que
me hallaba atormentado antes de la llegada de Mme. de Beaumont: «Nuestra amiga
nos escribe desde Mont-d‘Or, le decía, cartas que me destrozan el alma: dice en ellas
que conoce que no hay ya aceite la lámpara; habla de los últimos latidos de su
corazón. ¿Por qué la han dejado sola en ese viaje? ¿por qué no la habéis escrito?
¿Qué será de nosotros si la perdemos? ¿Quién podrá consolarnos de esa pérdida?
No conocemos el precio de nuestros amigos sino en el momento en que nos
hallamos amenazados de perderlos. Somos lo suficientemente locos, cuando todo
va bien, para creer que podemos alejarnos de ellos impunemente: el cielo nos
castiga: nos los arrebata, y nos deja asustados de la soledad en que quedamos,
Perdonad, mi querido Joubert, siento hoy latir en mi pecho un corazón de veinte
años; esta Italia me ha rejuvenecido; amo todo lo que me es caro con la misma
violencia que en mis primeros años. El dolor es mi elemento, y no me reconozco
sino cuando soy desgraciado. Mis amigos actuales son de un género tan singular,
que la sola idea de que pueda perderlos me hiela la sangre. Dispensad mis
lamentaciones; estoy seguro de que sois tan desgraciado como yo. Escribidme,
escribid también a esa desgraciada de Bretaña.»
«Había empezado días atrás una carta para ti; la he buscado inútilmente; te hablaba en
ella de madama de Beaumont, y me quejaba de tu silencio conmigo. Amigo mío; que vida paso
tan triste y tan singular desde hace algunos meses. Aquellas palabras del profeta se presentan
sin cesar a mi imaginación: El Señor os coronará de males y os arrojará como una, pelota.
Pero dejemos a un lado mis penas, y hablemos de tus temores. No puedo persuadirme de que
sean fundados; veo siempre a Mme. de Beaumont llena de vida y de juventud, y casi
inmaterial: ningún presagio funesto puede abrigar mi corazón con respecto a ella. El cielo que
conoce nuestros sentimientos hacia nuestra amiga, nos la conservará, no lo dado. Espero que
no la perderemos y tengo en mi interior esa seguridad. Me complazco en pensar que cuando
recibas esta carta, tus temores se habrán disipado. Asegúrala en mi nombre del sincero y
tierno interés que tengo por ella, de que su porvenir es para mí una de las cosas de más
importancia en este mundo. Cumple tu promesa, y no dejes de darme noticias suyas siempre
que puedas. ¡Dios mío! ¡Cuán largo va a ser el tiempo que pasará antes de que pueda recibir
contestación a esta carta! ¡Qué cruel es la distancia!, ¿De qué proviene el que me hables de tu
vuelta a Francia? Sin duda quieres halagar mi cariño, y te engañas. En medio de todas mis
penas se eleva del fondo de mi alma un dulce pensamiento, el de que estoy presente en tu
memoria, tal como a Dios le plugo formarme. Amigo mío, no hay para mí en toda la tierra
otro asilo seguro que tu corazón: en cualquiera otra parte soy una persona extraña y
desconocida. ¡A Dios, pobre hermano mío! ¿Te volveré a ver? Esta idea no se presenta a mi
imaginación de una manera bien clara. Si me vuelves ver, te pareceré enteramente una loca
¡Adiós, tu a quien tanto debo! ¡Adiós, felicidad purísima! Recuerdos de mis hermosos días,
¡no podréis iluminar un poco mis presentes y tristes horas!«No soy yo una de esas personas
que agotan todo su dolor en el momento de la separación, cada día que pasa aumenta el dolor
de tu ausencia, y si cien años estuvieras en Roma, no se debilitaría por eso. Para hacerme
ilusiones sobre tu ausencia no pasa un solo día en que no lea algunas páginas en tu obra y
haga todos los esfuerzos imaginables para figurarme que te estoy escuchando. La amistad que
te profeso es muy natural: desde nuestra infancia has sido siempre mi defensa y mi amigo;
nunca me has costado una sola lágrima, y jamás has tenido un amigo que no lo haya sido mío.
Querido hermano, el cielo que se complace en privarme de todas las felicidades, quiere sin
duda que la encuentre solo en ti, que me confíe a tu corazón. Dame cuanto antes noticias de
Mme, de Beaumont. Dirígeme las cartas a casa de Mme. Lamotte, aunque no sé el tiempo que
en ella permaneceré. Desde nuestra última separación, estoy siempre como la arena movediza
que se escapa bajo mis pies; bien es verdad que para el que no me conozca debo parecer un ser
inexplicable; pero a pesar de todo no varío sino en la forma, pues en el fondo soy siempre la
misma.»El canto del cisne, que se preparaba a morir, fue trasmitido por mí al cisne
moribundo; ¡yo era el eco de estos inefables y postreros conciertos!
Otra carta bien diferente de esta, pero escrita por una mujer cuya misión ha
sido extraordinaria, por Mme. de Krudner, demuestra la superioridad, que Mme.
de Beaumont, sin ningunas ventajas de hermosura, de fama, de poder ni de riqueza,
ejercía sobre los espíritus.
PARÍS, 1838.
Pasé aquella noche muy cruelmente con el secreto que guardaba mi corazón.
La enferma no me permitió pasarla en su cuarto. Permanecí fuera temblando a cada
rumor que oía; cuando entreabrían la puerta, distinguía solo la tenue claridad de la
lamparilla que se apagaba.
PARÍS.
Funerales.
Los que lloran pueden, en general, gozar en paz de sus lágrimas, otros se
encargan de atender a los cuidados postreros de la religión. Como representante de
la Francia ausente el cardenal ministro, como el único amigo de la hija de Mr. de
Montmorin, y responsable a su familia, me vi obligado a dirigirlo todo: me fue
preciso designar el lugar de la sepultura, ocuparme de la profundidad de la huesa y
de su longitud; entregar la mortaja y dar a los operarios las dimensiones del féretro.
Dos religiosos velaron al lado de aquel féretro que debía ser conducido al
templo de San Luis de los Franceses. Uno de aquellos padres era de Auvernia y
había nacido en el mismo Montmorin. Mme. de Beaumont había deseado que se la
envolviese en una tela que su hermano Augusto, único que se había librado del
cadalso, le había enviado de la isla de Borbón. Esta tela no se hallaba en Roma, y
solo se encontró un pedazo que llevaba siempre consigo. La doncella ciñó a su
cuerpo esta tela, y metió en el féretro una cornelina que contenía pelo de Mr. de
Montmorin. Los eclesiásticos franceses se hallaban convocados; la princesa
Borghese, prestó el carro fúnebre de su familia, el cardenal Fesch había dejado la
orden en caso de un accidente harto previsto por desgracia, de enviar sus carruajes
y criados. El sábado 5 de noviembre a las siete de la tarde, a la luz de las antorchas,
y en medio de una gran multitud, pasó Mme. de Beaumont por el camino por
donde todos pasamos. El domingo 6 de noviembre se celebró la misa de Réquiem
Los funerales hubieran sido menos franceses en París de lo que lo fueron en Roma.
Aquella arquitectura religiosa que lleva en sus adornos las armas y las inscripciones
de nuestra antigua patria; aquellos sepulcros donde están grabados los nombres de
algunas de las razas más históricas en nuestros anales; aquella iglesia bajo la
protección de un gran santo, de un gran rey, y de un gran hombre; todo esto no
consolaba, pero Honraba la desgracia. Deseaba que el último vástago de una familia,
poderosa un día, hallase al menos algún apoyo en mi oscura adhesión, y que no le
faltara la amistad, ya que le fallaba la fortuna.
PARÍS, 1838.
«No dudáis, mi querido y desgraciado amigo, de toda la parte que tomo en vuestra
aflicción. Mi dolor no es tan grande como el vuestro, porque esto no era posible; pero me aflige
profundamente esta pérdida, y ella viene a oscurecer más esta vida que hace tiempo no es más
que un sufrimiento para mí. Así pasa y se borra todo lo que sobre la tierra hay de bueno,
amable y de sensible. ¡Pobre amigo mío, apresuraos a volver a Francia, venid a buscar
algunos consuelos cerca de nuestros antiguos amigos! Sabéis cuanto os amo, venid.«Estaba
muy inquieto con respecto a vos; hacia mas de tres meses que no había recibido noticias
vuestras, y tres cartas mías han quedado sin respuesta, ¿Las habéis recibido? Mme. de Caud
hace dos meses que ha dejado de escribirme. Esto me ha causado una profunda pena, y no
obstante, creo que de nada tengo que acusarme respecto a ella. Pero por más que haga, no
podrá arrancar de mi la tierna y respetuosa amistad que la he consagrado toda mi vida.
Fontanes y Joubert, han dejado también de escribirme: así todo lo que yo amaba, parece
haberse reunido para olvidarme a un tiempo. ¡No me olvidéis, vos, amigo mío, y que en esta
tierra de lágrimas me quede un corazón con el que al menos pueda contar! ¡Adiós! Os abrazo
llorando. Estad seguro mi buen amigo de que siento vuestra pérdida cual debe sentirse.»
23 de diciembre de 1803.
Mr. Necker me escribió la única carta que he recibido de él. Había yo sido
testigo de la alegría de la corte, cuando la separación de este ministro cuyas
honradas opiniones contribuyeron a la caída de la monarquía. Había sido colega de
Mr. de Montmorin. Mr. Necker iba a morir bien pronto en el lugar donde fechaba su
carta; no teniendo entonces al lado a madame de Staël, halló algunas lágrimas para
la amiga de su hija.
Carta de Mr. Necker.
«Mi hija, caballero, al ponerse en camino para Alemania, me ha rogado la abriere las
cartas que pudieran dirigírsela, con el objeto de juzgar si valían la pena de mandárselas por el
correo: este es el motivo de haber sabido antes que ella la muerte de madame de Beaumont. La
he enviado vuestra carta a Fráncfort, de donde se la remitirán más lejos tal vez a Weimar o
Berlín. No os extrañe si no recibís la contestación de Mme. de Staël tan pronto como tenéis
derecho a esperar. Estáis bien seguro del dolor que experimentará Mme. de Staël al saber la
pérdida de una amiga, de la que siempre la he oído hablar con particular cariño. Me asocio a
su pena, y me cabe el mayor sentimiento cuando pienso en la desgraciada suerte de toda la
familia de mi amigo Mr. de Montmorin.Veo, caballero, os halláis en vísperas de abandonar a
Roma para regresará Francia: deseo que emprendáis vuestro camino por Ginebra, donde voy
a pasar el invierno. Tendría un vivo placer en haceros los honores de una ciudad donde os ha
precedido vuestra reputación. ¿Pero dónde no sois ya conocido? Vuestra última obra,
radiante de incomparables bellezas, se halla en manos de cuantos aman las letras «Tengo el
honor de ofreceros las seguridades y el homenaje de mis sentimientos más
distinguidos».Necker.
Esta precipitada carta, afectuosamente rápida, escrita por una mujer ilustre,
me enterneció nuevamente. ¡Mme. de Beaumont habría sido bien dichosa en aquel
momento, si el cielo la hubiese permitido volver al mundo! Pero nuestro cariño, por
más que llegue hasta las tumbas, no tiene el poder de libertar a os que yacen en ellas:
cuando Lázaro se levantó de la fosa, tenía los pies y las manos ligadas y el rostro
cubierto con un sudario: ahora bien, la amistad no sabría decir como Jesucristo a
Marta y a María: «Desatadle y dejadle ir.»
También han pasado los que prodigaban consuelos, y ellos me piden para sí
los pesares que daban a otra.
PARÍS, 1838.
Años de mi vida, 1803 y 1804. —Primera idea de mis Memorias. —Me
nombran ministro de Francia en el Valais. —Salida de Roma.
En Roma fue también donde concebí por la primera vez la idea de escribir las
Memorias de mi vida. Guardo aun algunas líneas de ellas, de las que transmito
estas pocas palabras: «Después de haber andado errante sobre la tierra, pasado los
mejores años de mi juventud lejos de mi país, y sufrido cuanto un hombre puede
sufrir, incluso el hambre, volví a París en 1800».
En una carta dirigida a Mr. Joubert, presentaba mi plan del modo siguiente:
«Mi sola felicidad consiste en tener algunas horas para ocuparme en un trabajo, el
único que puede dulcificar mis penas; este es las Memorias de mi vida. Roma estará
comprendida en ellas; solo así puedo ya hablar de Roma. Estad tranquilo; mis confesiones no
causarán disgusto a mis amigos: si he de llegar algún día a figurar, mis amigo ocuparán
también en el porvenir un lugar tan bello como respetable. No molestaré a la posteridad con
los pormenores de mis debilidades; no hablaré de mí, sino en la parte que conviene a mi
dignidad de hombre, y, me atrevo a decirlo, a la elevación de mi corazón. Al mando no se le
debe presentar sino lo que es bello; no es mentir & Dios el descubrir únicamente la parte de la
vida que puede inspirar a nuestros semejantes sentimientos notes y generosos.Seguramente,
en el fondo, no tengo nada que ocultarme; no he hecho despedir a ninguna criada por el robo
de una cinta, ni abandonado a un amigo moribundo en medio de la calle, ni deshonrado a la
mujer que me ha acogido, ni entregado mis hijos bastardos a la Inclusa; pero he tenido
debilidades, flaquezas de corazón: una ojeada de compasión sobre mí bastará para hacer
comprender al mundo estas miserias humanas, que necesitan estar protegidas por un velo.
¿Qué ganaría la sociedad en la reproducción de estas llagas que la afligen, y que en todas
partes se encuentran? —No faltan ejemplos cuando se quiere triunfar de la pobre naturaleza
humana.»
Como Dios no quería concluir allí mi vida, reservándola para largas pruebas,
las tempestades que se habían levantado se calmaron. Repentinamente el cardenal
embajador cambió de comportamiento conmigo: tuvimos una explicación, en la que
le declaré mi resolución de retirarme. Opúsose diciendo que mi dimisión en aquel
momento parecería una caída; que llenaría de júbilo a mis enemigos; que el primer
cónsul se incomodaría, lo cual me impediría el vivir tranquilo en el sitio a que
quisiera retirarme. Me propuso el ir a pasar quince días o un mes a Nápoles.
En tanto que fluctuaba entre mil partidos diversos, recibí la noticia de que el
primer cónsul me había nombrado ministro en el Valais. Había al principio dado
algún crédito a mis detractores; pero volviendo a la razón, comprendió que yo
pertenecía a la raza de hombres que no sirve más que para estar en primer término;
que no debía asociarme a nadie si quería sacar algún partido de mí. No había plaza
alguna vacante; creó una, y escogiéndola en conformidad a mis instintos de
aislamiento e independencia me colocó en los Alpes, y me dio una república
católica en medio de un mundo de torrentes; el Ródano y nuestros soldados se
cruzaban a mis pies; el primero descendiendo hacia la Francia; los segundos
subiendo hacia Italia; el Simplón abría delante de mí su atrevido camino. El cónsul
se obligaba a concederme todas las licencias que pidiera para viajar por Italia, y
Mme. de Bacciochi me mandaba a decir par conducto de Fontanes que me estaba
reservada la primera gran embajada disponible. Obtuve, pues, esta primera victoria
diplomática, sin esperarla y sin desearla; verdad es que se bailaba a la cabeza del
estado un hombre de elevada inteligencia, que no quería abandonar a intrigas de
oficina a otra inteligencia que veía dispuesta a separarse del poder.
Esta observación es tanto más exacta, cuanto que el cardenal Fesch, a quien
hago en las presentes Memorias una justicia con la cual no debía él contar, había
enviado pliegos a París poco favorables a mi persona, casi en el mismo momento en
que mudó de conducta conmigo, después de la muerte de Mme. de Beaumont. ¿Su
verdadero pensamiento sus conversaciones, cuando me daba permiso para ir a
Nápoles, o en sus misivas diplomáticas? Conversaciones y misivas de la misma
fecha se hallaban en contradicción.
Salí para Nápoles, y allí viví un año sin Mme. de Beaumont. Año de ausencia,
al cual debían seguir tantos otros. No he vuelto a ver a Nápoles desde aquella época,
a pesar de que en 1827 llegué hasta sus puertas con intención de visitarle en
compañía de madame de Chateaubriand. Los naranjos estaban cargados de fruta y
los mirtos de flores. Las bahías, los campos Elíseos y el mar tenían encantos que ya
no podía yo comunicar a nadie. En los Mártires he descrito la bahía de Nápoles.
Subí al Vesubio, y bajé hasta su cráter. En esto no hice más que plagiarme;
representaba la escena de René. En Pompeya me enseñaron un esqueleto cargado de
cadenas, y varias frases latinas escritas con mala ortografía por los soldados, sobre
las paredes. Regresé a Roma, Canova me permitió la entrada en su taller, al tiempo
que trabajaba en la estatua de una ninfa. A otro lado estaban los modelos de los
mármoles sepulcrales que yo le había encargado, los cuales estaban ya muy
adelantados. De allí fui a San Luis a rezar sobre unas cenizas, y en 21 de enero de
1804, día también desgraciado para mí, salí en dirección a París.
¡Cuán grande es la miseria humana! treinta y cinco años han pasado desde la
fecha de estos sucesos. En medio de mi dolor me lisonjeaba yo en aquellos lejanos
días de que el lazo que acababa de romperse seria el último que contrajera: y sin
embargo, ¡qué pronto he reemplazado, ya que no olvidado, el objeto de mi cariño!
Así camina el hombre de flaqueza en flaqueza; cuando es joven y lleva por delante
su vida, todavía le queda una sombra de escusa, pero cuando amarrado a su yugo
le arrastra penosamente tras de sí, ¿qué escusa tiene? Es tal la indigencia de nuestra
naturaleza, que afligidos por nuestros transitorios achaques, al pretender expresar
nuestros nuevos afectos, no podemos emplear otras palabras que las que hemos
empleado en los antiguos. Y sin embargo, hay expresiones que no debieran servir
más de una vez, y que se profanan repitiéndose. Las amistades a que hicimos
traición o que abandonamos nos echan continuamente en cara las nuevas relaciones
que hemos contraído; nuestras horas se acusan unas a otras; la vida es un perpetuo
sonrojo, porque es una falta continua.
PARÍS, 1838.
Revisado en 22 de febrero de 1845.
Este grito me hirió como un rayo; cambió mi vida del mismo modo que
cambió la de Napoleón. Entré en mi casa, y dije a Mme. de Chateaubriand.
«El duque de Enghien acaba de ser fusilado,» me senté delante de una mesa;
y me puse a escribir mi dimisión. Mme. de Chateaubriand no se opuso, y me vio
redactarla con un gran valor. No desconocía ella el peligro que corría: trabajábase
en el proceso del general Morcan y de Jorge Cadoudal: el león había probado la
sangre, y no era aquel el momento de irritarle.
Sin embargo, se contuvo este movimiento simpático que nos hace objeto de
alabanzas por una acción generosa. En nombre de la religión había yo aceptado un
empleo fuera de Francia, empleo que me había conferido un genio poderoso,
vencedor de la anarquía, un jefe emanado del principio popular, el cónsul de una
república, y no un rey continuador de una monarquía usurpada; al principio me
hallaba aislado en mi sentimiento, porque era consecuente con mi conducta; me
retiré cuando se modificaron las condiciones a que podía yo suscribir. Seis meses
después del 20 dé marzo, hubiérase creído que no había más que una opinión en la
alta clase de la sociedad, con alguna que otra excepción, que solo se manifestaba a
escondidas. Los personajes caídos pretendían haber sido forzados, y no se forzaba,
según ellos decían, sino a los que tenían un gran nombre o una grande importancia,
y cada uno, con el objeto de probar esta o sus cuarteles, obtenía el ser forzado a
fuerza de solicitudes.
Los que más me habían elogiado se alejaron de mí; mi presencia era para
ellos una acusación: las personas prudentes hallan una imprudencia en ceder al
honor.
«Señor y caro primo: nada puede haber de común entre mí y el gran criminal a quien
la audacia y la fortuna han colocado sobre un trono que ha tenido la barbarie de salpicar con
la sangre de un Borbón, el duque de Enghien. La religión puede llevarme hasta perdonar al
asesino; pero debe ser por siempre enemigo mío el tirano de mi pueblo. La Providencia, en sus
inescrutables designios, puede condenarme a pasar el resto de mis días en el destierro; pero
jamás, ni los contemporáneos, ni la posteridad podrán echarme en cara que en los tiempos
adversos me he mostrado indigno de ocupar hasta mi último suspiro el trono de mis
ascendientes.»
Tampoco se debe olvidar otro nombre que se unió al del duque de Enghien;
Gustavo Adolfo, el destronado, el proscripto, fue el único de las reyes reinantes
entonces que osó alzar la voz para salvar al joven príncipe francés. Desde Carlsruhe
expidió un ayudante de campo, portador de una carta dirigida a Bonaparte: ésta
llegó demasiado tarde; el último de los Condé había dejado de existir. Gustavo
Adolfo devolvió al rey de Prusia el cordón del Águila negra, como Luis XVlll había
devuelto el Toisón al rey de España. Decía Gustavo al heredero de Felipe el Grande:
«Que con arreglo a las leyes de la caballería, no podía él consentir en ser hermano
de armas del asesino del duque de Enghien.» (Bonaparte tenía el cordón del Águila
negra). ¡Indecible y amargo sarcasmo se encierra en estos inusitados recuerdos de
caballería, que se extinguieron ya en todas parles, excepto en el corazón de un rey
desgraciado hacia un amigo asesinado; nobles simpatías del infortunio que viven
retiradas, sin ser comprendidas, en un mundo extraño a los hombres.
«El jueves 15 de marzo, dice el príncipe, fue rodeada la casa donde vivía en Ettenheim
por un destacamento de dragones y piquetes de gendarmes, en todo como unos doscientos
hombres, dos generales, el coronel de dragones y el coronel Charlot, de la gendarmería de
Estrasburgo: serian las cinco de la mañana. Habiendo derribado las puertas a las cinco y
media, fui conducido al molino cerca del Tejar. Mis papeles fueron ocupados y sellados.
Conducido en un carro entre dos hileras de soldados, fui así llevado hasta el Rin. Después me
embarcaron para Rhisnau. Habiendo desembarcado, fui a pie hasta Pfortsheim. Almorcé en la
posada. Subiéronme después en un carruaje con el coronel Charlot, con el comandante de la
gendarmería del distrito, un gendarme en el pescante y Grumtheim. Llegué a Estrasburgo a
casa del coronel Charlot a las cinco y media de la tarde. Media hora después fui conducido en
un fiacre a la ciudadela.«Domingo 18. Acaban de hacerme levantar a la una y media de la
mañana, sin dejarme más tiempo que el preciso para vestirme. Después de abrazar a mis
compañeros y servidores, parto, acompañado únicamente de dos oficiales de gendarmería y
dos gendarmes. El coronel Charlot me dijo que íbamos a casa del general de división que había
recibido órdenes de París. En lugar de esto hallo un carruaje de camino con seis caballos, en la
plaza de la iglesia. El subteniente Petermann, subió a mi lado, el comandante del distrito,
Blitezsdorff, se colocó en el pescante, dos gendarmes dentro y otro fuera.»
Llegado que hubo a cosa de las cuatro de la tarde, a una de las barreras de la
capital, término del camino real de Estrasburgo, el coche en vez de entrar en París,
siguió el baluarte exterior y paró en el castillo de Vincennes... Mandose apear al
príncipe en el patio interior, y se le llevó a uno de los aposentos de a fortaleza,
donde se le encerró y se quedó dormido. A medida que el príncipe se iba acercando
a París, afectaba Bonaparte una tranquilidad que no era natural. El día |18 de marzo
partió para Malmaison era domingo de Ramos. Mme. Bonaparte, que como todos
los de la familia sabía la prisión del duque de Enghien, le habló de ella y Bonaparte
le contestó: «Tu no entiendes nada en política.» El coronel Savary había llegado a
tener macha influencia con Bonaparte; ¿por qué? Porque había visto llorar al primer
cónsul en Marenge. Los hombres excepcionales deben desconfiar de sus lágrimas,
porque los someten al yugo de los hombres vulgares. Las lágrimas son una de esas
debilidades, por los que un testigo puede hacerse dueño de las resoluciones de un
gran hombre.
Tiénese por seguro que el primer cónsul hizo redactar todas las órdenes para
Vincennes. Decía una da estas órdenes, que si la sentencia que resultase era una
sentencia de muerte debía ser ejecutada al momento. Creo esto, aunque no lo puedo
afirmar, porque aquellas órdenes han desaparecido: Mme. de Remusat, que en la
noche del 20 de marzo jugaba al ajedrez en Malmaison con el primer cónsul, le oyó
recitar por lo bajo algunos versos sobre la clemencia de Augusto; creyó aquella por
un momento que se había salvado el príncipe. Pero no, el destino había
pronunciado su oráculo. Cuando Savary volvió a aparecer en Malmaison, Mme.
Bonaparte adivinó toda la desgracia. El primer cónsul se encerró solo por espacio de
muchas horas. Después sopló el viento y lodo se concluyó.
Una orden de Bonaparte del 29 ventoso, año 12, había mandado que se
reuniese en Vincennes una comisión militar compuesta de siete individuos
nombrados por el general gobernador de París (Murat), para juzgar al duque de
Enghien, acusado de haber hecho armas contra la república, etc.
Cumpliendo con esta orden, nombró Joaquín Murat el mismo día 29 ventoso,
para componer dicha comisión, a los siete militares siguientes:
Antes de firmar el anterior proceso verbal, el duque do. Enghien dijo: «Pido
con empeño se me conceda una audiencia particular con el primer cónsul. Mi
nombre, mi rango, mi modo de pensar y la horrible situación en que me encuentro,
me hacen esperar que no se desechará mi petición.»
«La muerte del desgraciado duque de Enghien, es uno de los acontecimientos que más
han afectado a la nación francesa, y que deshonró al gobierno consular.«Un príncipe en lo
mejor de su edad, sorprendido traidoramente en un país extranjero, donde descansaba
tranquilo bajo la salvaguardia del derecho de gentes; arrastrado violentamente a Francia;
llevado ante unos que se apellidaban jueces; pero que de modo alguno podían serlo suyos;
acusado de crímenes imaginarios; privado del auxilio de un defensor; interrogado y
condenado en secreto; ejecutado de noche en los fosos del castillo que servía de prisión de
estado; tantas virtudes menospreciadas, tantas esperanzas destruidas, harán para siempre de
esta catástrofe, uno de los actos más crueles a que haya podido entregarse un gobierno
absoluto.«Si no se han respetado formas ningunas; si les jueces eran incompetentes; si no se
han tomado él trabajo de citar en sus disposiciones la fecha y al testo de las leyes sobre que
fundaban esta condena; si el desgraciado duque de Enghien fue fusilado en virtud de una
sentencia firmada en blanco... y que no se regularizó hasta después de haberse ejecutado! no
es, pues, tan solo la víctima inocente de un error judicial; el hecho conserva su verdadera
designación: es un vil asesinato.»
El general Hulin.
«Que nadie se engañe, dice, acerca de mis intenciones. No escribo por miedo, porque
mi persona se halla bajo la protección de leyes emanadas del mismo trono, y porque bajo el
gobierno de un rey justo, nada tengo que temer de la violencia ni de la arbitrariedad. He
escrito para decir la verdad, aun en aquello que me pueda ser desfavorable. Así pues, no
pretendo justificar ni la forma ni el fondo de la sentencia, pero si voy a demostrar bajo qué
influjo y en medio de qué circunstancias se ha pronunciado: quiero alejar de mí y de mis
colegas la idea de que hemos obrado como hombres de partido. Si a pesar de todo debe
vituperársenos aun, quiero que se diga al mismo tiempo de nosotros: ¡Fueron bien
desgraciados!»
El general Hulin asegura, que fue nombrado presidente de una comisión
militar cuyo objeto ignoraba; que cuando llegó a Vincennes lo Ignoraba aun; que los
demás individuos de la comisión lo ignoraban también, y que el comandante del
castillo dijo no saber él tampoco una palabra, añadiendo: «¿Qué queréis? Yo no soy
nadie aquí. Todo se hace sin mi anuencia; es otro el que da aquí las órdenes.»
He aquí lo que refiere el general Hulin. Ahora bien, léese este otro pasaje en
la memoria del duque de Rovigo: «Había demasiada gente para que me hubiera
sido fácil, habiendo llegado de los últimos, penetrar hasta detrás de la silla del
presidente, en cuyo sitio llegué al fin a colocarme.»
¿Era, pues, el duque de Rovigo quien se situó detrás del sillón del presidente?
Pero bien fuese él u otro cualquiera, ¿no formando parte de la comisión tenia
derecho de intervenir en los debates de aquella comisión, y de hacer presente la
inoportunidad de una petición?
«Procedí al interrogatorio del acusado; presentose ante nosotros, fuerza es decirlo, con
noble tranquilidad, rechazó la acusación de haber tomado parte directa ni indirectamente en
un complot de asesinato contra el primer cónsul; pero confesó al propio tiempo haber tomado
las armas contra la Francia, diciendo con un valor y una arrogancia, que no nos permitió, por
su propio interés, nacerle variar sobre este asunto: «Que había sostenido los derechos de su
familia, y que un Condé no podía jamás entrar en Francia sino con las armas en la mano. Mi
nacimiento, mi opinión, añadió, me hace para siempre enemigo de vuestro gobierno.»«La
firmeza de sus confesiones hacia desesperar a los jueces. Diez veces le pusimos en disposición
de rectificar sus declaraciones, y siempre insistió en ellas de un modo inalterable: «Veo, decía
de cuando en cuando, las honrosas, intenciones de los individuos de la comisión, pero no
puedo servirme de los medios que me ofrecen.» Y al advertirle que las comisiones militares
juzgaban sin apelación: «Ya lo sé, me contestó, y no desconozco el peligro a que me expongo:
deseo tan solo tener una entrevista con el primer cónsul.»
¿Hay por ventura en nuestra historia una página más patética? La nueva
Francia juzgando a la antigua le rendía homenaje, le presentaba las armas, y
saludaba su bandera al tiempo de condenarla; el tribunal establecido en la fortaleza
en que el gran Condé, prisionero cultivaba flores; el general de los granaderos de la
guardia de Bonaparte, sentado en frente del último descendiente del vencedor de
Rocroy se hallaba conmovido de admiración ante el acusado sin defensor,
abandonado del mundo, y a quien se le estaba interrogando al compás de los golpes
del sepulturero que abría su tumba. Algunos días después de la ejecución
exclamaba el general Hulin: «¡Qué valiente joven! qué ánimo! Quisiera morir como
él!»
«¡Ah! ¡bien diferentes eran nuestras ideas! Apenas se firmó la sentencia, me puse a
escribir una carta en la que haciéndome intérprete del voto unánime de la comisión, me
dirigía al primer cónsul participándole el deseo que había manifestado el príncipe de tener
una entrevista con él, y suplicándole al mismo tiempo le librase de una pena que el rigor de
nuestra posición no nos había permitido eludir.«En aquel momento fue cuando un hombre
que había permanecido constantemente en la sala del consejo, y que nombraría ahora si no
reflexionase que aun defendiéndome, no me conviene acusar... «¿Qué hacéis ahí? me dijo
acercándoseme. —Escribo al primer cónsul, le respondí, para manifestarle los deseos del
consejo y del reo.— Vuestra misión ha terminado, me dijo tomando la pluma, lo demás es de
mi incumbencia.»«Confieso que creí, y muchos de mis colegas lo mismo, que quería decir: a
mí me toca avisar al primer cónsul. Tomando en este sentido su respuesta, nos quedó la
esperanza de que nuestros votos llegarían a oídos del que apetecíamos. ¿Y cómo se nos había
de haber ocurrido que el que así nos hablaba tuviese orden de salvar todas las formalidades
que las leyes exigen?»
La defensa es débil, pero una vez que os arrepentís, general, ¡la paz sea con
vos! Si vuestro fallo fue el pasaporte del último Condé, iréis a reuniros con la
vanguardia de los muertos, con el último conscripto de nuestra antigua patria. El
joven soldado tendrá un placer en partir su lecho con el granadero de la antigua
guardia, y dormirán juntas la Francia de Friburgo y la Francia de Marengo.
CHANTILLY, noviembre de 1838.
El duque de Rovigo.
Da cuenta de las respuestas del duque de Enghien, poco más o menos como
las refiere el proceso verbal en su única sesión. Me contó que el príncipe, después de
haber dado sus últimas explicaciones, se quitó repentinamente la gorra que llevaba,
la colocó sobre la mesa, y como un hombre que entrega resignadamente su vida,
dijo al presidente: —«Señor nada más tengo que decir.»
«A la hora en que el sol sale al aire libre ¿había necesidad, dice el general, de
un farol, por ventura, para ver a un hombre a seis pasos? No es decir, añade, que el
sol estuviese claro y sereno: como durante toda la noche había estado cayendo una
lluvia menuda, quedaba aun una niebla húmeda que retardaba su aparición. La
ejecución se verificó a las seis de la mañana, y el hecho está atestiguado por
documentos irrecusables.»
De modo que Mr. de Rovigo no pudo recoger ningún despojo; la tierra que
los contenía los ha devuelto, y ha demostrado la probidad del general; no se ató
ningún farol ante el pecho del príncipe, pues se hubieran encontrado los
fragmentos lo mismo que se hallaron los pedazos de la gorra, ni se halló en el
sepulcro piedra alguna; la descarga del piquete, a seis pasos, ha sido suficiente para
destrozar la cabeza, para separar la mandíbula superior de los huesos de la cara, etc. No
faltaba a este sarcasmo de las vanidades humanas más que la inmolación de Murat,
gobernador de París; la muerte de Bonaparte cautivo, y esta inscripción grabada
sobre el ataúd del duque de Enghien:
«Aquí yace el cuerpo del muy alto y poderoso príncipe de la sangre, par de Francia,
muerto en Vincennes el 21 de marzo de 1804, a la edad de treinta y un años, siete meses y diez
y nueve días.» El cuerpo eran unos huesos destrozados y secos; el alto y poderoso príncipe era
unos cuantos fragmentos del esqueleto de un soldado; ni una sola palabra que recuerde
aquella catástrofe, ni una queja en aquel epitafio grabado por una familia tan afligida; ¡efecto
portentoso del respeto que el siglo tiene por las obras y por las susceptibilidades
revolucionarias! También se apresuraron a hacer desaparecer la capilla mortuoria del duque
de Berry.¡Cuántas miserias! Borbones que habéis regresado inútilmente a vuestros palacios,
y no os ocupasteis de otra cosa que de exhumaciones y de funerales; vuestra vida ha pasado;
¡Dios lo ha querido así! La antigua gloria de Francia pereció delante de la sombra del gran
Condé en un foso de Vincennes, tal vez en el mismo sitio en que Luis IX, a quien se
aproximaban como a un santo, «se sentaba bajo una encina, y donde todos los que deseaban
algo de él se acercaban a hablarle sin los obstáculos de la etiqueta ni de otra especie, y cuando
notaba alguna cosa vituperable en las palabras de los que hablaban por otros, él mismo la
enmendaba, y todos los que tenían que hablarle, le hablaban a su alrededor.» (Joinville.)
¿Es cierto que se le negó un sacerdote a la víctima? ¿Es verdad que solo con
mucho trabajo pudo hallar una persona que se encargase de llevar a una mujer la
última prenda de su amor? ¿Qué importaba a los verdugos un sentimiento de
piedad o de ternura? ¡Ellos estaban allí para matar, el duque de Enghien para morir!
Hubo una deliberación del consejo para la prisión del duque de Enghien,
Cambaceres, en sus Memorias inéditas, asegura, y yo lo creo, que so opuso a esta
prisión; pero refiriendo lo que él dijo, no nos refiere lo que le contestaron.
Por lo demás, el Memorial de Santa Elena niega las súplicas de perdón que
Bonaparte tuvo que escuchar. La pretendida escena de Josefina pidiendo de rodillas
el perdón del duque de Enghien, agarrándose a la ropa de su inexorable marido y
dejándose arrastrar por él, es una de esas invenciones de melodrama, con las cuales
nuestros jabalislas forman hoy la verdadera historia. Josefina ignoraba el 19 de
marzo por la noche que debiera ser juzgado el duque de Enghien, sabiendo
únicamente que se hallaba preso, había prometido a Mme. de Remusat interesarse
por la suerte del príncipe. Al tiempo de volver ésta con Josefina a Malmaison el 19
por la noche, notó que la futura emperatriz, en vez de hallarse exclusivamente
ocupada del peligro del prisionero de Vincennes, sacaba muy a menudo la cabeza
por la ventanilla del carruaje para ver a un general que venía en su comitiva: la
coquetería de una, mujer había dirigido a otra parte el pensamiento de la que podía
únicamente salvar la vida del duque de Enghien. El día 21 de marzo fue cuando
únicamente Bonaparte dijo a su esposa: «El duque de Enghien ha sido fusilado.»
Personas afectas a Napoleón dicen que este no supo la muerte del duque de
Enghien, sino después de la ejecución del príncipe: esto parecería confirmado en
algún modo por la anécdota referida por el duque de Rovigo, concerniente a Real
cuando iba a Vincennes, si esta anécdota fuese verdadera. La muerte, llevada a cabo
por intrigas del partido revolucionario, fue aprobada por Napoleón después de
consumada, para no irritar a hombres que creía poderosos; pero esta ingeniosa
explicación no es admisible.
El autor de la obra más acreditada sobre Santa Elena, expone la teoría que
Napoleón inventó en favor de los asesinos: el desterrado voluntario admite como
palabras del Evangelio una charlatanería homicida de muchas pretensiones que
podría explicar únicamente la vida de Napoleón tal como él la quería presentar, y
tal como quería que se escribiese. Dejaba sus instrucciones a sus neófitos: el conde
de las Casas aprendía sin saberlo su lección; el gran cautivo, errante por los
solitarios senderos, arrastraba tras sí a su crédulo adorador con sus mentiras, lo
mismo que Hércules suspendía a los hombres de su boca con cadenas de oro.
Este trozo, en cuanto al escritor, tiene todos los caracteres de la más completa
sinceridad, esta brilla hasta en la frase en que el conde de las Casas declara que
Bonaparte hubiera perdonado inmediatamente a un hombre que no era culpable.
Pero las teorías del jefe son sutilezas, a favor de las cuales se esfuerzan en conciliar
lo que es irreconciliable. Haciendo distinción del derecho común o de la justicia
establecida, y del derecho natural o de los arrebatos de la violencia, Napoleón creía
escudarse con un sofisma que de nada le servía: no podía someter la conciencia del
mismo modo que había sometido el mundo. Hay una flaqueza natural en los
espíritus grandes y en los pequeños cuando se comete una alta, que es el querer
hacerla pasar por la obra del genio, o por una vasta combinación que el vulgo no
puede comprender. El orgullo dicta todas estas cosas, y los tontos las creen.
¿Bonaparte miraba sin duda como el signo de un talento dominador esta sentencia
que él anuncia en calidad de hombre grande? ¡He aquí la justicia distributiva de
este mundo! ¡Ternura verdaderamente filosófica! ¡Qué imparcialidad! ¡Cómo
justifica, escudándose con el destino el mal emanado de nosotros! Se cree
subsanarlo lodo cuando se dice: «¡Cómo ha de ser! eso estaba en mi naturaleza; es
dependiente de la flaqueza humana.» Cuando se ha quitado la vida a un padre, se
diría: «¡Dependía de mi predisposición!» Y el vulgo se queda con la boca abierta, y
se examina el cráneo de este gran hombre y se le encuentra esta predisposición! ¿Se
debe por ventura, tolerar el ser de este modo? Seria el mundo un caos, si todos los
hombres que tienen ciertas predisposiciones quisieran dominarse unos a otros.
Cuando no se pueden borrar los errores, se los diviniza; hácese un dogma de los
crímenes, y se cambian en religión los sacrilegios, juzgando una apostasía el
renunciar al culto de sus iniquidades.
La vida de Bonaparte suministra una gran lección. Dos actos criminales han
preparado y perpetrado su caída; la muerte del duque de Enghien y la guerra de
España. Por más que él haya querido ahogarles en su gloria, ellos han subsistido
para perderle. Pereció por el lado que se juzgaba fuerte, profundó, invendible,
cuando violaba las leyes de la moral, descuidando y despreciando su verdadera
fuerza, esto es, sus cualidades superiores en el orden, en la equidad. Mientras que
se limitó a atacar la anarquía y a los extranjeros enemigos de la Francia, llevó
consigo la victoria; pero se vio despojado de su fuerza en el momento en que
marchó por un mal camino: el cabello cortado por Dalila no representa otra cosa
que la pérdida de la virtud. El crimen lleva consigo una incapacidad radical y un
germen de desgracia; practiquemos, pues, el bien, si queremos ser felices, y seamos
justos para ser sabios.
El odio del gabinete de Berlín provino del mismo origen; hablo aquí de la
noble carta de Mr. de Laforest, es la que contaba a Mr. de Talleyrand el efecto
producido por el asesinato del duque de Enghien en la corte de Postdam. Mme.
Staël se hallaba en Prusia, cuando llegó la nueva de Vincennes. «Estaba yo en Berlín,
dice, sobre el muelle de la Spree, y mí habitación era un cuarto bajo. Una mañana, a
eso de las ocho, me despertaron, para decirme que el príncipe Luis Femando se
hallaba a caballo al pie de mis ventanas, y que me suplicaba fuese a hablarle.—
¿Sabéis me dijo, que el duque de Enghien ha sido arrancado del territorio de Baden,
entregado a una comisión militar y fusilado veinte y cuatro horas después de su
llegada a París? —¡Que locura! le conteste: ¿no conocéis que los que hacen circular
esos rumores son los enemigos de la Francia?— En efecto, lo confieso; por grande
que fuese mi rencor contra Bonaparte, no llegaba a hacerme creer en la posibilidad
de una infamia semejante.— Puesto que dudáis de lo que os digo, me respondió el
príncipe Luis, os enviaré El Monitor, en el que podréis leer la sentencia; y dichas
estas palabras, partió; la expresión de su fisonomía presagiaba la venganza o la
muerte. Un cuarto de hora después tuve en mis manos El Monitor del 21 de marzo
(30 pluvioso), que contenía una sentencia de muerte, pronunciada por la comisiona
militar residente en Vincennes, contra el llamado Luis de Enghien. ¡Así es como los
franceses nombraban al nieto de los héroes que han hecho la gloria de su patria!
Aun cuando se abjurasen todas las preocupaciones del ilustre nacimiento que la
vuelta de las formas monárquicas debían necesariamente renovar, ¿es posible
blasfemar de ese modo de los recuerdos de la batalla de Lens y de la de Rocroy? Ese
mismo Bonaparte que tantas batallas ha ganado, no sabe ni aun respetarlas; para él
no hay ni pasado ni porvenir; su alma imperiosa y llena de arrogante desprecio no
reconoce nada de lo consagrado por la opinión; no admite el respeto sino hacia la
fuerza existente. El príncipe Luís; me escribía empezando su carta por estas
palabras: «El llamado Luis de Prusia desea preguntar a Mme. de Staël, etc.»
Resentíase de la injuria hecha a la sangre real a que él pertenecía, al recuerdo de los
héroes entre los cuales aspiraba ardientemente a colocarse. ¿Cómo después de este
horroroso atentado han podido unirse a un hombre como ese un solo rey de Europa?
¿Se dirá que obligado por la imperiosa necesidad? Hay un santuario en el alma,
donde jamás debe penetrar su imperio; si así no fuese, ¿qué seria la virtud sobre la
tierra? Un entretenimiento que no convendría sino a los tranquilos placeres de los
hombres privados.»
Este resentimiento del príncipe, que debía pagar con la vida, duraba aun
cuando se abrió la campaña de Rusia en 1805. Federico Guillermo dice en su
manifiesto del 9 de octubre: «Los alemanes no han vengado la muerte del duque de
Enghien; pero nunca, el recuerdo de este atentado se borrará de su memoria.»
¡Dichosa mi vida, que no fue a lo menos turbada por el miedo ni atacada del
contagio, ni arrastrada por los malos ejemplos! La satisfacción que experimentó hoy
por lo que entonces hice me confirma más y más en que la conciencia no es una
quimera, más contento que todos estos potentados, que todas esas naciones
rendidas a los pies del glorioso soldado, repaso con un orgullo disimulable esta
página que me ha quedado como mi único bien, y que a nadie debo sino a mí. En
1807 con el corazón conmovido aun por el atentado que acabo de referir, escribía yo
las siguientes líneas: ellas hicieron suspender la publicación del Mercurio y
expusieron nuevamente mi libertad.
«Los ángeles, dice Milton, impelieron oblicuamente el centro del mundo... el sol
recibió la orden de invertir su curso sobre el camino del ecuador... Los vientos desgajaron los
árboles y trastornaron los mares.»
They with labor push‘dOblique the centrie globe... the sunVas bid turn reins from the
equinoctial road.(Winds;).... redn d the woods, and seas upturn.
Abandono de Chantilly.
Las cenizas de Bonaparte, ¿serán exhumadas como lo han sido las del duque
de Enghien? Si hubiese yo podido hacerlo, esta última víctima dormiría aun sin
honores en el foso del castillo de Vincennes. Este excomulgado debiera haber sido
abandonado, según Raimundo de Tolosa, en un ataúd abierto; la mano de ningún
hombre debiera haber osado cubrir bajo una tabla al testigo de los juicios
incomprensibles y de la cólera de Dios. El esqueleto abandonado del duque de
Enghien y la tumba desierta de Napoleón en Santa Elena formarían una pendiente
inversa; nada habría más conmemorativo que estos restos, unos frente a los otros, a
los dos extremos de la tierra.
Qu‘ a Chantilly, Condé vous lise quelque fois;Qu'Enghin en soit touché 25.
Solo un año habité en la calle de Miromesnil, por que fue vendida la casa que
yo ocupaba. Arregleme después con la marquesa de Coislin quien me alquiló el
sota-banco de su palacio en la plaza de Luis XV.
Mme. de Coislin.
Mme. de Coislin era una señora de modales muy distinguidos; contaba muy
cerca de ochenta años, y sus ojos orgullosos y dominantes tenían una singular
expresión de talento y de ironía. Mme. de Coislin carecía de ciencia, de lo cual se
vanagloriaba; había atravesado el siglo volteriano sin saberlo, y si alguna idea había
tenido de él, se redujo a considerarle como una época de cultura popular. No es esto
decir que ella hablase nunca de su nacimiento; tenía demasiado talento para
incurrir en el ridículo: sabía tratar a sus inferiores sin descender hasta ellos; pero
nunca podía olvidar que era hija del primer marqués de Francia. Aunque descendía
de Drogon de Nesle, muerto en la Palestina en 1096; de Raoul de Nesle, condestable
y que había sido armado caballero por Luis IX; y de Juan II de Nesle, regente de
Francia durante la última cruzada de San Luis, Mme. de Coislin decía que esta era
una necedad de la fortuna, de que ella no podía hacerse la responsable: pertenecía
naturalmente a la corte, como otras más felices pertenecen a la calle; lo mismo que
hay yeguas de raza y matalonas de simón: no podía nacer nada contra aquel acaso
de la fortuna, y le era preciso soportar el mal con que el cielo había querido
castigarla.
¿Estuvo Mme. de Coislin en relaciones con Luis XV? Esto fue lo que nunca
me confesó; convenía, sin embargo, en que había sido muy amada; pero siempre
pretendió haber tratado con sumo rigor al real amante. «Le vi muchas veces a mis
pies, decía, y confieso que tenía unos ojos encantadores y un lenguaje seductor. Me
propuso un día regalarme un neceser de porcelana como el que tenía Mme. de
Pompadour. —¡Ah señor! exclamé, ¿seria para ocultarme debajo de él?»
En mis obras se han intercalado dos viajes que yo hice entonces a la Auvernia
y Mont-Blanc. Después de treinta y cuatro años de ausencia, hombres que no me
conocían me hicieron en Clermont la acogida que
¡Ay! no hacía aun dos años que Mme. de Beaumont reposaba en las orillas
del Tíber, cuando yo recorrí su tierra natal en 1805; hallábame solo, a algunas leguas
de Mont-d‘Or, adonde había ella venido a buscar la vida, que alargó únicamente lo
bastante para llegar a Roma. El verano pasado, en 1838, recorrí otra vez esa misma
Auvernia. Entre estas dos fechas, 1805 y 1838, puede colocar las transformaciones
acaecidas en la sociedad alrededor de mí.
Dejamos a Clermont y dirigiéndonos a Lyon, atravesamos a Thiers y
Roannes. Este camino, poco frecuentado entonces, seguía las riveras de Lignon. El
autor de la Astron, que no es un talento superior, ha inventado, sin embargo, sitios
y personajes que viven: ¡tan grande es el poder creador de una ficción acomodada a
la edad en que parece! Hay además, algo ingenioso y de fantástico en aquella
resurrección de las ninfas y de las náyades que se mezclan con los pastores, con las
señoras y con los caballeros: estos diversos mundos se asocian bien, y se presentan
de una manera agradable las fábulas de la mitología unidas a las mentiras de la
novela: Boussent cuenta como fue engañado por Urfé.
Solo hay una circunstancia en que es cierto que las montañas hacen olvidar
los sinsabores de la tierra: es, que nos aleja del mundo para consagrarnos a la
religión. Un ermitaño que se consagra al servicio de la humanidad, un santo que
quiere meditar en silencio sobre la grandeza de Dios, pueden hallar la paz y la
alegría en medio de las rocas desiertas; pero no es la tranquilidad de los lugares la
que pasa entonces al alma de estos solitarios, sino que por el contrario, su alma es la
que esparce la calma en la región de las tempestades...
Montañas hay que yo visitaría con un placer singular; y son las de la Grecia y
de la Judea. Me complacería en reconocer todos aquellos lugares que mis nuevos
estudios me obligan diariamente a conocer; con mucho gusto iría a buscar sobre el
Tabor y el Taygete otros colores y otras armonías, después de haber diseñado los
montes sin prestigio y los desconocidos valles del Nuevo Mundo.» Esta última frase
anunciaba el viaje que verifiqué el siguiente año de 1806.
Vuelta a Lyon.
Este Mr. Saget era la providencia de los canónigos: vivía cerca de Sainte-Foix,
en la religión del buen vino. A su casa se subía sobre poco más o menos, por el sitio
en que Rousseau había pasado la noche a orillas del Saona. Mr. Saget era un viejo y
del gado solterón, casado en otro tiempo, que llevaba una gorra verde, una levita de
camalote gris, un pantalón de mahón, medias azules y zapatos de castor. Había
vivido mucho tiempo en París, donde había estado en relaciones con Mlle.
Devienne. Esta le escribía cartas muy espirituales, le saqueaba y le daba muy
buenos consejos: él no hacía caso, porque nunca miraba el mundo por el lado serio,
creyendo al parecer, como los mejicanos, que el mundo había gastado ya cuatro
soles, y que en el último, (que es el que nos alumbra) los hombres habían sido
cambiados en monos. No se cuidaba del martirio de San Pothin y de San Ireneo, ni
de la degollación de los protestantes, colocados uno después de otro por orden de
Mandelot, gobernador de Lyon, y que todos tenían cortado el cuello por el mismo
lado. Frente por frente del campo de los fusilamientos de los Booteaux, me contaba
los detalles, en tanto que se paseaba por entre sus cepas salpicando su relación con
algunos versos de Loyse Labbé: no hubiera dejado escapar un solo bocado durante
las últimas desgracias de Lyon.
Pronto dio fin nuestro anfitrión a sus provisiones: en la ruina de sus últimos
momentos, fue acogido por dos o tres antiguas queridas que habían saqueado su
vida, «especie de mujeres, dice San Cipriano, que viven como si pudieran ser
amadas, que sic vivis ut posis adamari».
Jueves.«Buenos días, amigo mío, ¿de qué color son tus ideas hoy por la mañana? Por
lo que a mí hace, me acuerdo de que la única persona que pudo consolarme cuando temía por
la vida de Mme. de Farcy, fue la que me dijo: —Pero está en el número de las cosas posibles el
que muráis antes que ella. ¿Podía acaso hacerse una reflexión más exacta? Amigo mío, nada
como la idea de la muerte puede desembarazarme de pensar en el porvenir. Me apresuro, pues,
a alejarla de mí esta mañana, porque me hallo en disposición de decir muy buenas cosas.
Felices días, pobre hermano mío: consérvate alegre.»
Sin fecha.«Cuando existía Mme. de Farcy, como siempre estaba a su lado, no había
conocido la necesidad de hallarme en sociedad de pensamientos con alguien. Poseía este bien
sin apercibirme de él. más desde que hemos perdido a esta amiga, y las circunstancias me han
separado de ti, conozco el suplicio de no poder hacer jamás que descanse y se explaye mi
ánimo con la conversación de alguno: siento que mis ideas me hacen daño cuando no puedo
desembarazarme de ellas, lo cual consiste seguramente en mi mala organización. Sin
embargo, desde ayer estoy bastante satisfecha de mi valor. Ningún aprecio hago de mi mal
humor, mi tristeza, ni de la especie de desfallecimiento interior que experimento, y me he
abandonado a él. Continúa siendo siempre amable conmigo, en lo cual harás un acto de
humanidad. Buenos días, amigo mío: hasta luego según espero.»
Sin fecha.«Como esta tarde padezco mucho de la cabeza, acabo de escribirte sencilla y
casualmente algunos pasajes de Fenelon para cumplir mi compromiso.»—«Cuando uno se
encierra dentro de sí mismo se encuentra demasiado estrecho; mas por el contrario, se disfruta
de una cómoda amplitud, cuando se abandona aquella prisión para entrar en la inmensidad
de Dios.»—«Bien pronto encontraremos lo que hemos perdido: todos los días dos acercamos a
ello a paso agigantado; avancemos un poco, y no tendremos ya por que llorar. Nosotros somos
los que morimos: lo que amamos vive y no morirá.»—«Os atribuís unas fuerzas engañosas,
como las que una abrasadora fiebre comunica al enfermo. Hace algunos días que se advierte
en vos un movimiento convulsivo para aparentar buen ánimo y alegría en el fondo de la
agonía.»«He aquí lo que mi cabeza y mal cortada pluma me permiten escribirte esta tarde. Si
quieres, mañana volveré a comenzar y tal vez te contaré roas. Buenas tardes, amigo mío. No
cesaré de repetirte que mi corazón se prosterna ante el de Fenelon, cuya ternura me parece tan
profunda, y la virtud tan elevada. Buenas tardes, amiguito.«Al despertarme, te dirijo mil
ternezas y cien bendiciones. Hoy por la mañana me siento bien, y me inquieta algún tanto si
podrás leer mi carta, y si esos pensamientos de Fenelon están bien escogidos. Temo que mi
corazón se haya mezclado mucha en ellos.»
Sin fecha.«¿Podrías imaginar que desde ayer me ocupo locamente en corregirte? Los
Blossac me han referido con el mayor secreto una anécdota tuya. Como no vea que en ella
hayas sacado partido de tus ideas, me complazco en procurar devolvértelas en todo su valor.
¿Puede acaso llevarse más lejos la audacia? Perdonadme, grande hombre; acordaos de que soy
vuestra hermana, y que por lo mismo me es permitido abusar algún tanto de vuestras
riquezas.»
San Miguel.«No te diré mas, ¿no vienes ya a verme? porque no teniendo que pasar
más que algunos días en París, conozco que tu presencia me es esencial. No vengas hasta las
cuatro, porque pienso salir y no volver hasta esa hora. Amigo mío, tengo en la cabeza mil
ideas contradictorias de cosas que me parecen existir y no existir, y que hacen en mí el efecto
de unos objetos que presentándose en un espejo, no puede nadie tocarlos, aun cuando se los ve
clara y distintamente.No quiero ocuparme ya de todo esto, y desde ahora lo abandono. No
tengo como tú el recurso de mudar de rumbo, pero me siento con el valor de no dar ninguna
importancia a las personas ni a las cosas de mis riberas, y de lijarme entera e
irrevocablemente en el autor de toda justicia y de toda verdad. Solo hay un disgusto del que
temo morir difícilmente, y es el de chocar al paso sin querer el destino de algún otro, no por el
interés que pudiera tomarse por mí: no soy tan loca para eso.»
San Miguel.«Amigo mío, jamás el sonido de tu voz me ha causado una sensación tan
dulce como cuando le oí ayer en mi escalera. Entonces mis ideas trataban de superar mi valor:
quedé enajenada de gozo al sentirte tan cerca de mí: te presentaste, y toda mi máquina volvió
a entrar en orden. Mi corazón siente a menudo repugnancia a apurar mi cáliz. ¿Cómo este
corazón que ocupa un espacio tan pequeño, puede contener tanta existencia y tantos pesares?
Estoy muy descontenta de mí misma, muy descontenta. Mis negocios y mis ideas me
arrebatan: ya casi no me ocupo de Dios, y me limito a decirle cien veces cada día. —Señor,
apresuraos a oír mis súplicas, porque mi espíritu desfallece.»
Estas líneas, tan sentidas y admirables, fueron las últimas que recibí, y me
alarmaron por la profunda tristeza que se advertía en ellas. Corrí al convento de
San Miguel; mi hermana se paseaba en el jardín con Mme. de Navarra: en cuanto se
la avisó que yo estaba allí, se apresuró a volver a su cuarto. Hacia visibles esfuerzos
para recordar sus ideas, y por intervalos se observaba en sus labios un ligero
movimiento convulsivo. La supliqué que recobrase toda su razón, que no me
volviese a escribir cosas tan injustas, que me desgarraban el corazón, y que jamás
pensase que yo podía llegar a cansarme de ella, y me pareció que las palabras que
multiplicaba para distraerla y consolarla, la calmaron un poco. Me dijo que creía
que el convento la probaba mal, y que se hallarla mejor en una habitación aislada
hacia la parte del jardín de las Plantas, en donde podría ver a los médicos y pasearse.
La invité a que siguiese su gusto, añadiendo, que para que ayudase a su doncella
Virginia, la enviaría al anciano Saint Germain. Esta proposición la agradó al parecer
en extremo, por el recuerdo de Mme. de Beaumont, y me aseguró que iba a
ocuparse de su nueva habitación. Me preguntó qué pensaba hacer aquel verano, y
la contesté que iría a Vichy a reunirme con mi esposa, y en seguida a Villeneuve a
casa de Mr. Joubert, para volver desde allí a París, y la propuse que se viniera con
nosotros. Me respondió que quería pasar el verano sola, y que iba a enviar a
Virginia a Fougeres. Me separé de ella y la dejé más tranquila.
Mi hermana fue sepultada entre los pobres; pero ¿en qué cementerio había
sido colocada? ¿en qué inmóvil ola de un océano de cadáveres había sido
sumergida....? ¿En qué casa espiró después que salió de la de las religiosas de San
Miguel? Aun cuando al hacer averiguaciones, al compulsar los archivos de las
municipalidades, y los libros de las parroquias encontrase el nombre de mi
hermana, ¿de qué me serviría? ¿Volvería a hallar al mismo encargado del fúnebre
recinto? ¿Encontraría al que abrió una huesa sobre la que no se había colocado
nombre ni inscripción alguna? Las toscas manos que fueron las últimas que tocaron
aquella arcilla pura, ¿habrían conservado algún recuerdo de ella? ¿qué nomenclátor
de las sonaras me indicaría la borrada tumba? ¿no podía equivocarse entre el polvo
de los sepulcros? ¡Pues que el cielo lo ha querido así, qué Lucila se pierda para
siempre...! En esta circunstancia encuentro una distinción de las sepulturas de mis
demás amigos. La que me ha precedido en este mundo y en el otro, ruega por mí al
Redentor; le ruega desde en medio de los indigentes despojos, entre los que se
hallan confundidos los suyos: así descansa entre los preferidos de Jesucristo, la
madre de Lucila y mía. Dios habrá sabido reconocer muy bien a mi hermana, y ella
que tan poco apegada se hallaba a la tierra, no debía dejar en su superficie huella
alguna. Me ha abandonado, pero yo no he dejado de verter lágrimas ni un solo día.
Lucila gustaba de ocultarse, y yo la he formado en mi corazón un albergue solitario,
del que no saldrá sino cuando yo cese de vivir.
PARÍS, 1839.
Referida mi vida hora por hora en el Itinerario, nada me quedaría que decir
aquí sino fuese por algunas cartas desconocidas, escritas y recibidas durante mi
viaje. Julián, mi criado y compañero, ha formado también su Itinerario, como los
pasajeros de un buque llevan su diario particular en un viaje de descubrimientos. El
manuscrito que pone a mi disposición, servirá de registro a mi narración: Yo seré
Cook, el será Clerke.
Itinerario de Julián.«Mi amo que se había dormido sobre su caballo, cayó al suelo sin
despertarse. Al punto se detuvo el caballo, como también el mío que le seguía. Al momento
eché pie a tierra para saber la causa, pues me era imposible verle a la distancia de seis pies: le
descubrí medio dormido al lado del caballo, y muy asombrado de verse en el suelo: me aseguro
que no se había herido. Su caballo no procuró escaparse, lo cual hubiera sido muy peligroso,
porque cerca de donde estábamos se encontraban unos precipicios.»Al salir de la Soumma,
después de haber pasado a Pérgamo, tuve con mi guía la disputa que se lee en el itinerario. He
aquí la narración de Julián.«Salimos muy temprano de aquella aldea, y a poca distancia me
sorprendió ver a mi amo muy encolerizado con nuestro conductor, y le pregunté el motivo.
Entonces me dijo que en Esmirna había convenido con el conductor, en que al paso le llevaría
por las llanuras de Trova, y que en aquel momento se negaba a ello, bajo pretexto de que
aquellas llanuras se hallaban infestadas de ladrones. Mi amo no quería creerlo, y no
escuchaba a nadie. Como yo veía que cada vez se irritaba más, hice una seña al conductor para
que se colocase cerca del intérprete y del jenízaro, y me explicase lo que le habían dicho acerca
de los peligros a que podíamos vernos expuestos en las llanuras que mi amo quería visitar. El
conductor dijo al intérprete que se le había asegurado era necesario caminar en gran húmero
para no ser atacados, y el jenízaro confirmó lo mismo. Entonces me aproximé a mi amó, le
repetí lo que me habían dicho los tres, y además, que a una jornada de distancia,
encontraríamos un pueblecito, en donde había una especie de cónsul que podría informarnos
de la verdad. Con esta relación, mi amo se apaciguó, y continuamos nuestro camino hasta
aquel lugar. En cuanto llegó fue a casa del cónsul que le dijo todos los riesgos a que se exponía
si perseveraba en su ánimo de ir en tan corto número a las llanuras de Troya. Viose, pues, mi
amo, obligado a renunciar a su proyecto, y continuamos nuestra marcha a Constantinopla.»
Llego a Constantinopla.
Mi itinerario.«La ausencia casi total de las mujeres, la falta de carruajes, y las jaurías
o cuadrillas de perros sin dueño, fueron los tres caracteres distintivos que desde luego
llamaron mi atención en lo interior de aquella ciudad extraordinaria. Como no se usan más
que babuchas, no se oye ruido de coches ni carros, no hay campanas ni casi ningún oficio de
los en que se emplea el martillo, reina un continuo silencio. Veis en derredor vuestro una
multitud muda; que parece quiere pasar sin ser vista, y que aparenta siempre ocultarse a las
miradas de su amo. Llegáis sin cesar desde un bazar a un cementerio, como si los turcos no
estuviesen allí más que para comprar, vender, y morir. Los cementerios, sin paredes y
situados en medio de las calles, son unas magnificas avenidas de cipreses, en los que hacen
sus nidos las palomas, que participan de la paz de los muertos. Acá y allá se descubren
algunos monumentos antiguos, que no tienen relación ni con los hombres modernos, ni con
los nuevos monumentos de que están rodeados: diríase que han sido trasportados a aquella
ciudad oriental por efecto de un talismán. Ninguna señal de alegría, ninguna apariencia de
felicidad se presenta ante vuestros ojos; lo que se ve no es un pueblo, sino un rebaño que un
imán conduce, y que un jenízaro degüella. En medio de las prisiones y de los baños se eleva el
Serrallo, capitolio de la servidumbre: allí es en donde un custodio execrable conserva
cuidadosamente los gérmenes de la peste y las leves primitivas de la tiranía.Itinerario de
Julián.«El interior de Constantinopla es muy desagradable por su pendiente hacia el canal y
el puerto: en todas las calles que bajan en aquella dirección (que todas están mal empedradas)
es necesario poner muy cerca unos de otros, varios obstáculos para impedir que las aguas
arrastren la tierra. Hay pocos carruajes: los turcos hacen más uso que las demás naciones, de
caballos de silla: en el cuartel francés hay algunas sillas de manos para las señoras. Hay
también camellos, caballos de carga para el trasporte de las mercaderías. Se encuentran
además mozos de cuerda, que son turcos, que tienen unos palos gruesos y largos; pueden
colocarse cinco o seis en las extremidades de ellos, y de este modo llevan cargas enormes con
un paso regular; un solo hombre lleva también fardos muy pesados. Llevan una especie de
garfio que les ocupa parte de la espalda hasta los riñones, y en él colocan, equilibrados con
admirable destreza, todos los paquetes sin que sea necesario atarlos.»
Itinerario de Julián.«Nos fue preciso ocuparnos de nuestra partida para Jaffa, que se
efectuó el jueves 18 de setiembre. Nos embarcamos en un buque griego, en donde había entre
hombres y mujeres unos ciento y cincuenta griegos qué iban en peregrinación a Jerusalén,
por lo que el buque se encontraba poco desahogado. Como los demás pasajeros, llevábamos
nuestras provisiones y utensilios de cocina, que compré yo en Constantinopla. Además tenía
otra provisión bastante completa que me había dado el señor embajador, compuesta de
excelentes bizcochos, jamones, salchichones, sesos, vinos de diferentes clases, ron, azúcar,
limones, y hasta tintura de quina para la fiebre. Me encontraba, pues, con una provisión
abundante que economizaba cuanto me era posible, por que sabia que en llegando a tierra no
tendría ningún otro recurso, por hallarse interceptado todo a los extranjeros.«Nuestra
travesía, que solo fue de trece días, me pareció en extremo larga por las muchas
incomodidades y poca limpieza que había en el buque. Durante algunos días que tuvimos mal
tiempo, las mujeres y niños se marearon, y se tendían y vomitaban por todas partes, por
manera que nos vimos obligados a dejar nuestro camarote y a dormir sobre el puente. Allí
comíamos con más comodidad que en cualquier otro sitio, pues tomamos el partido de esperar
a que nuestros griegos concluyesen su baturrillo.»Paso el estrecho de los Dardanelos, toco en
Rodas, y tomo un piloto para la costa de Siria. —Una calma nos detiene a vista del continente
del Asia, casi enfrente del antiguo cabo de Celedonia.— Permanecimos dos días en el mar sin
saber en donde nos encontrábamos.
Mi itinerario.«El tiempo era tan hermoso y el aire tan apacible, que todos los pasajeros
permanecían por la noche sobre el puente. Yo había disputado una parte del alcázar de popa a
dos monjes griegos muy gruesos, del orden de San Basilio, que tuvieron que cedérmela
refunfuñando. Allí dormía el 30 de setiembre, cuando a las seis de la mañana, me despertó un
confuso ruido de voces: abrí los ojos y vi que los peregrinos miraban hacia la proa del buque.
Pregunté lo que era y se me contestó: ¡Signor il Carmelo!... Se había levantado el viento a las
ocho de la noche, y durante ella habíamos llegado a vista de las costas de Siria. Como me
acosté vestido estuve al momento en pie, enterándome de la sagrada montaña: todos se
apresuraban a enseñármela con la mano, pero yo nada veía por causa del sol que comenzaba a
elevarse en frente de nosotros. Aquel momento tenía algo de religioso y augusto: todos los
peregrinos con el rosario en la mano, permanecían silenciosos en la misma actitud, esperando
la aparición de la Tierra Santa. El jefe de los papas oraba en voz alta: no se oía más que aquella
oración y el ruido de la marcha del buque, que el viento más favorable impelía sobre una mar
brillante. De cuando en cuando resonaba un grito en la proa al volverse a ver el Carmelo. Por
último, yo mismo divisé esta montaña, como una mancha redonda por debajo de los rayos del
sol. Entonces me arrodillé como hacen los latinos, pero no sentí aquella especie de turbación
que experimenté al descubrir las costas de la Grecia. Sin embargo, la vista de la cuna de los
israelitas y de la patria de los cristianos, me llenó de júbilo y de respeto. Iba a bajar a la tierra
de los prodigios, a las fuentes de la más asombrosa poesía, a los lugares, en fin, en que
humanamente hablando, se efectuó el acontecimiento más grande que haya mudado jamás la
faz del mundo...«Al medio día nos faltó el viento, pero volvió a soplar a las cuatro: por la
ignorancia del piloto avanzamos más de lo necesario!... a las dos de la tarde volvimos a ver a
Jaffa.«Vino de tierra un bote con tres religiosos: bajé a reunirme con ellos y entramos en el
puerto por una abertura hecha entre las rocas, peligrosa aun para un esquife.«Los árabes de la
playa se metieron en el agua hasta la cintura para conducirnos en sus hombros. Allí pasó una
escena bastante divertida: mi criado llevaba un redingote blanquizco: como el blanco es el
color de distinción entre los árabes juzgaron que Julián era el scheik. Apoderáronse de él, y le
llevaban en triunfo a pesar de sus protestas: mientras que merced a mi vestido azul me
salvaba obscuramente sobre la espalda de un andrajoso mendigo.»
Itinerario de Julián.«Lo que me entrañó mucho fue el ver llegar seis árabes para
conducirme a tierra, mientras que solo había dos para mi amo, al cual le divertía mucho
verme llevar como una caja. Yo no sé si mi traje les pareció más brillante que el de mi amo:
llevaba éste un redingote oscuro con botones de la misma tela, el mío era blancuzco con
botones de metal blanco que brillaban bastante con el sol que hacia: esto quizá seria lo que
produjese su equivocación.«El miércoles 1° de octubre entramos en el convento de religiosos
de Jaffa, que son de la orden de San Francisco, y que hablan el latín e italiano, pero muy poco
el francés. Nos recibieron muy bien e hicieron todo lo posible para proporcionarnos cuanto
nos era necesario.»Llego a Jerusalén.— Por consejo de los padres del convento atravieso con
presteza la Ciudad Santa para ir al Jordán. Después de detenerme en el convento de Belén,
parto con una escolta de árabes y me detengo en San Saba. A la media noche me encuentro en
las orillas del mar Muerto.
Mi itinerario.«Con gran júbilo nuestro, se levantó una tempestad por la parle del
Sudeste, y en cinco días llegamos a las aguas de la isla de Malta. La descubrimos la víspera de
Navidad, pero el mismo día de la Natividad, volviéndose el viento al Oeste-Noroeste, nos
arrojó al Mediodía de Lampedusa. Permanecimos diez y ocho días en la costa oriental del
reino de Túnez, entre la vida y la muerte: jamás olvidaré el día 28.«Echamos el ancla al frente
de la isla de Kerkeui, y permanecimos ocho días en la pequeña Syrte, en donde vi comenzar el
año de 1807. ¿Bajo cuántos astros y con cuan varia fortuna había ya visto renovarse para mí
los años, que pasan con tanta presteza o son tan largos?... ¿Cuán lejos estaban de mí los
tiempos de mi infancia en que recibía con el corazón palpitante de alegría la bendición y los
regalos paternales?... ¿Con qué impaciencia esperaba aquel primer día del año?.. Y ahora,
sobre un buque extranjero, en medio del mar, a vista de una tierra bárbara, este primer día
desaparecía para mí sin testigos, sin placeres, sin los abrazos de la familia, sin esos tiernos
deseos de felicidad que una madre forma para su hijo con tanta sinceridad. Este día que nacía
en el seno de las tempestades, solo dejaba caer sobre mi frente los cuidados, los disgustos y las
canas.»Julián se halla expuesto a la misma suerte, y me reprende una de esas impaciencias de
que felizmente me he corregido.
Pisé por fin el suelo de Cartago: en casa de Mr. y de Mme. Devoise encontré
la más generosa hospitalidad. Julián pinta con bastante exactitud a mi patrón, y
habla también de la campiña y de los judíos: «Rezan y lloran, dice.»
Mi itinerario.«Desde la cima de Byrsa, la vista abraza las ruinas de Cartago, que son
más numerosas de lo que generalmente se cree: se asemejan a las de Esparta, y aunque no
están bien conservadas, ocupan un espacio considerable. Las vi en el mes de febrero; las
higueras, olivos y algarrobas echaban ya las primeras hojas: grandes angélicas y acantos
ostentaban su verdor entre pedazos de mármol de todos colores. A lo lejos se presentaba a mi
vista un doble mar, islas muy distantes, una risueña campiña, lagos y montañas azuladas:
descubría bosques, navíos, acueductos, aldeas moriscas, ermitas mahometanas, minaretes, y
los blancos edificios de Túnez. Millares de estorninos reunidos en batallones, y cual si fuesen
nubes, revoloteaban por encima de mi cabeza. Rodeado de los mayores y más tiernos
recuerdos, pensaba en Dido, en Sofonisba, y en la bella esposa de Asdrúbal: contemplábala
vasta llanura en donde yacen sepultadas las legiones de Aníbal, de Escipión y de César, y mis
ojos deseaban descubrir el sitio del palacio de Utica. ¡Ay! todavía existen en Caprea los restos
del palacio de Tiberio, y en vano se busca en Utica el lugar que ocupaba el palacio de Catón!..
En fin, los terribles vándalos, y los ligeros moros pasaron alternativamente por mi memoria,
que me ofrecía en último término a San Luis expirando sobre las ruinas de Cartago.»
«La Alhambra me pareció digna de atención aun después de haber visto los templos de
la Grecia. La vega de Granada es deliciosa, y se asemeja mucho a la de Esparta: se concibe
muy bien por qué los moros echan de menos este país:»
«Salimos de Bayona, dice, el martes 9 de mayo, y pasamos por Pau, Tarbes, Bareges y
Burdeos, adonde llegamos el 4 8 muy cansados y con un acceso de fiebre. Volvimos a salir el
día 19, atravesamos por Angulema y Tours, y llegamos el 28 a Blois, en donde pernoctamos.
El 31 continuamos nuestro camino hasta Orleans, y en seguida hicimos nuestra última
jornada en Angerville.»
Llegué a París antes que la noticia que daba de mí: me había anticipado a mi
vida. Aunque las cartas que había escrito eran insignificantes, las revisó como se
miran los malos dibujos que representan lugares que uno ha visitado. Aquellas
fechadas en Modon, Atenas, Zea, Esmirna, Constantinopla, Jaffa. Jerusalén,
Alejandría, Túnez, Granada, Madrid y Burgos, aquellas líneas trazadas en toda
especie de papel, y con toda clase de tintas, me son de mucho interés. Me
complazco en desarrollar hasta mis firmanes: toco con satisfacción su vitela, miro su
elegante caligrafía, y me embeleso con la pompa de su estilo. ¿Era yo, pues, un gran
personaje? Nosotros somos unos pobres diablos con nuestras cartas y pasaportes de
cuarenta sueldos, comparados con aquellos señores de turbante.
La página con que termina el itinerario parece haber sido escrita en este
mismo momento, pues con tanta vehemencia reproduce mis actuales sentimientos.
«Hace veinte años, decía, que me dedico al estudio en medio de todas las
eventualidades y de los pesares: diversa exilia et desertas quoerere terras: un gran número de
las hojas de mis libros han sido trazadas debajo de la tienda, en los desiertos, y en medio de las
olas: con demasiada frecuencia he tomada la pluma sin saber si prolongaría algunos instantes
mi existencia... Si el cielo me concede un reposo que jamás he disfrutado, procuraré elevar en
silencio un monumento a mi patria: si la providencia me le niega, no debo pensar más que
poner mis últimos días a cubierto de los que han envenenado los primeros. Ya no soy joven ni
me gusta el ruido: sé que las letras cuya intimidad es tan dulce cuando es secreta, no nos
atraen en lo exterior más que tempestades. De todos modos he escrito bastante si mi nombre
debe vivir, y demasiado si ha de morir.»
Es posible que mi itinerario quede como un manual para los judíos errantes:
he marcado en él escrupulosamente los mercados y trazado cierto derrotero. Todos
los viajeros de Jerusalén me han escrito felicitándome y dándome gracias por mi
exactitud: citaré un comprobante:
«Señor, hace algunas semanas que nos habéis dispensado la honra de admitirnos en
vuestra casa a mí y a Mr. de Saint-Laumer, mi amigo: al presentaros una carta de
Abou-Gosch, nos proponíamos manifestaros, que cada vez se descubre nuevo mérito en
vuestro itinerario, leyéndole sobre el terreno, y que era apreciado hasta su título por humilde
y modesto que le hayáis escogido; aprecio que a cada paso justifica La escrupulosa exactitud
de las descripciones, fieles aun en el día, excepto algunas ruinas más o menos, única
alteración en aquellas regiones etc...«JULIO FOLENTLOT.»Calle Coumartin, número 23.
Mr. Caffe, sin perder de vista lo que pasaba en derredor suyo, y dándome
noticias de su universo, me dice desde Alejandría: «Después de vuestra partida, el
país en nada ha mejorado, aunque goza de tranquilidad. Aun cuando el jefe nada
tenga que temer por parte de los mamelucos, refugiados siempre en el alto Egipto,
es preciso no obstante que esté prevenido. Abd-el-Onad, hace siempre de las suyas
en la Meca. EL canal de Manouf acaba de ser cerrado. Mehemet Alí se hará
memorable en Egipto por haber llevado a cabo este proyecto etc.»
Siempre que asoma a mis labios alguna alegre sonrisa, recibo un castigo
como si hubiese cometido alguna falta. Esta carta me hace sentir un remordimiento
al leer un pasaje (atenuado es verdad, por expresiones de reconocimiento], sobre la
hospitalidad de nuestros cónsules en el Levante, «las señoritas Pangalo, digo en el
itinerario, cantan en griego.
«Señor embajador.»«La señorita Dupont, de las islas de San Pedro, que ha tenido el
honor de veros en aquellas islas, desearía obtener de V. E. un momento de audiencia. Como
sabe que habitáis en el campo, os suplica la indiquéis el día en que regreséis a París, y en el
que la podéis conceder esta audiencia.»«Tengo el honor de ser, etc.»«Dupont.»
¿Desearé acaso volver a ver aquellas regiones? Una o dos podrían ser. El
cielo del África ha producido en mí una agradable e indeleble impresión: mí
imaginación respira todavía los perfumes del templo de la Venus de los jardines y
del lirio de Céfisa.
«Varios pequeños incidentes han impedido hasta ahora mi regreso a París. más al fin,
monseñor, ya parto. En vista de este viaje medito otro mayor. Ábrese delante de mí la Grecia
entera, el sultán retrocede atemorizado: el Peloponeso respira ya en libertad, y la iglesia de
Corinto va a florecer de nuevo: la voz del apóstol resonará otra vez en ella. Me siento
trasportado a aquellos hermosos lugares, y entre aquellas preciosas ruinas, para recoger en
ellas, con los más curiosos monumentos, el espíritu de la antigüedad. Busco aquel Areópago
en donde San Pablo anunció a los sabios de la tierra el Dios desconocido; pero después de lo
sagrado viene lo profano, y no me desdeño de bajar al Pireo en donde Sócrates formó el plan de
su república. Subo a la cima del Parnaso, recojo los laureles de Delfos, y gusto las delicias del
Tempe,«¿Cuándo la sangre de los turcos se mezclará con la de los persas en las llanuras dé
Maratón, para devolver la Grecia entera a la religión, a, la filosofía, y las bellas artes que la
miran como su patria?...Arva beata,Petamus arva, divites et insulas.«Jamás te olvidaré, ¡oh
isla consagrada por las celestes visiones del discípulo predilecto! ¡oh dichosa Palmos! iré a
besar en tu suelo los pasos del apóstol, y creeré ver abiertos los cielos. Allí me sentiré poseído
de indignación contra el falso profeta que ha querido desentrañar los oráculos del verdadero, y
bendeciré al Todopoderoso, que lejos de precipitar a la iglesia como a Babilonia, encadena al
dragón, y la saca victoriosa. Ya veo sucumbir al cisma, reunirse el Oriente y el Occidente, y
al Asia, que ve renacer el día después de tan prolongada noche: a la tierra santificada por los
pasos del Salvador, y regada con su sangre, libertada de sus profanadores, y revestida de una
nueva gloria; en fin, a los hijos de Abraham esparcidos por toda la tierra, y más numerosos
que las estrellas del firmamento, que reunidos desde las cuatro regiones del viento, acudirán
en tropel a reconocer al Cristo que han sacrificado, y mostrar al fin de los tiempos una
resurrección. Basta ya, monseñor, y oiréis quizá con gusto que esta es mi última carta; y el fin
de mi entusiasmo con que os importuno. Perdonadle por mi pasión de hablaros desde lejos,
hasta tanto que pueda hacerlo desde cerca.«Fr. DE FENELON.»
«El liberto buscó por lo largo de la playa, en donde encontró los fragmentos
de una barca vieja de pescador, suficiente para un pobre cuerpo desnudo, y aun no
entero. Cuando reunía y juntaba las diversas partes de él, se presentó un romano;
hombre ya de edad, que en sus juveniles años había hecho la guerra a las órdenes
de Pompeyo. ¡Ah! le dijo el romano, tú no tendrás exclusivamente este honor, y te
suplico que me admitas por compañero en tan santo y devoto hallazgo, para que no
tenga motivo de quejarme de todo, logrando en recompensa de los muchos males
que he sufrido, la dicha de poder tocar con mis manos, y ayudar a sepultar al mayor
capitán de los romanos.»
Los vientos han dispersado a los personajes de Europa, Asia y África, con
quienes he vivido, y de que acabo de hablaros: el uno cayó del Acrópolis de Atenas;
el otro de la ribera de Chío; éste se precipitó desde la montaña de Sion; y aquel ya
no saldrá de las aguas del Nilo, o de las cisternas de Cartago. Los lugares también
han cambiado: así como en América se elevan ahora ciudades en donde yo he visto
bosques, del mismo modo se forma un imperio en esas arenas del Egipto, en donde
mis miradas no encontraron más que horizontes pelados y redondos como el hueco
de un escudo, como dicen las poesías árabes: y lobos tan flacos como sus
mandíbulas que están como un palo hendido. La Grecia ha recobrado la libertad
que la deseaba, cuando la atravesaba bajo la custodia de un jenízaro. ¿Pero goza de
su libertad nacional, o no ha hecho más que cambiar de yugo? En cierto modo soy el
último que ha visitado el imperio turco con sus costumbres antiguas. Las
revoluciones que por donde quiera han precedido o seguido inmediatamente mis
huellas, se han extendido a la Grecia, la Siria, y el Egipto. ¿Va a formarse un nuevo
Oriente?... ¿Qué saldrá de él? ¿Recibiremos el castigo que tenemos merecido por
haber enseñado él moderno arte de las armas a unos pueblos cuyo estado social se
halla fundado en la esclavitud y la poligamia? ¿Hemos llevado la civilización a lo
exterior, o hemos introducido la barbarie en la cristiandad? ¿Qué resultará de los
nuevos intereses, de las nuevas relaciones políticas, de la creación de las potencias
que puedan formarse en el Levante? Nadie podrá decirlo.
PARÍS, 1839
Años 1807, 1808, 1809 y 1810.— Artículo del Mercurio del mes de junio de
1807.— Compro el Vallée aux Loups, y me retiro a él.
Si debiese vivir, y si pudiera hacer vivir en mis obras a las personas que me
son queridas, ¿con qué placer me llevaría conmigo a todos mis amigos?
Por una serie de contratos había llegado a ser el único propietario del
Mercurio. Mr. Alejandro de Laborde publicó a fines de junio de 1807 su viaje a
España: en el mes de julio vi en el Mercurio el artículo de que he citado algunos
pasajes al hablar de la muerte del duque de Enghien: «Cuando en el silencio de la
abyección, etc.» Las prosperidades de Bonaparte lejos de someterme me habían
indignado: había adquirido nueva energía en mis sentimientos, con las tempestades
y contratiempos. Mi rostro no se hallaba en vano tostado por el sol, y no había
soportado las inclemencias del cielo, para temblar con mi ennegrecida frente ante la
cólera de un hombre. Si Napoleón había concluido con los reyes, no había aun
acabado conmigo. Mi artículo, que apareció en medio de sus prosperidades y
maravillas, conmovió la Francia, y se esparcieron muchas copias manuscritas:
muchos subscritores del Mercurio desglosaron el artículo para leerle en las tertulias
y llevarle de casa en casa. Es preciso haber vivido en aquella época para poder
formarse una idea del efecto que produjo una voz que resonaba sola en el silencio
del mundo. Los nobles sentimientos que aun conservaban los corazones, se
reanimaron. Napoleón se encolerizó; el ánimo se exaspera menos en razón de la
ofensa, que en la de la idea que cada uno tiene formada de sí. ¿Cómo?, ¿despreciar
hasta su gloria, y desafiar por segunda vez al que veía al universo prosternado a sus
plantas?... «Chateaubriand cree que soy un imbécil, que no le comprendo: le haré
acuchillar en la misma escalera de las Tullerías.» Dio orden para que se suprimiese
el Mercurio y se me prendiese. Mi propiedad desapareció, y mi persona pudo
escapar por una especie de milagro. Bonaparte tuvo que ocuparse del mundo, y me
olvidó pero pesaba sobre mi cabeza su amenaza.
Mi posición era verdaderamente deplorable: cuando creía deber obrar según
las inspiraciones de mi honor, me encontraba con una grave responsabilidad
personal y con los pesares que causaba a mi esposa, grande era su valor, más no por
eso sufría menos, y aquellos nubarrones acumulados sucesivamente sobre mi
cabeza llenaban de amargura su vida. había sufrido tanto por mí durante la
revolución que era natural suspirase por un poco de reposo: mucho más cuando
Mme. de Chateaubriand admiraba a Napoleón sin restricciones: no se formaba
ilusiones acerca de la legitimidad, y me predecía sin cesar lo que me sucedería
cuando regresaran los Borbones.
Mr. de Lavalette. rechoncho y que llevaba siempre una caña con puño de oro,
llegó a ser el encargado de mis negocios, si es que acaso alguna vez los he tenido.
había sido oficial de la repostería de la casa real, y lo que yo no comía él se lo bebía.
Como mis arbolitos eran aun pequeños, no susurraba entre sus hojas el
murmullo de los vientos del otoño; pero en la primavera las brisas qué besaban las
flores, conservaban su perfumado hálito que derramaban sobre mi valle.
En julio de 1808 caí enfermo y tuve que volver a París. Los médicos hicieron
la enfermedad peligrosa. El epigrama dice que en vida de Hipócrates escaseaban los
muertos en el infierno; merced a nuestros modernos Hipócrates, en el día los hay en
abundancia.
Los Mártires.
El martirio verdadero del papa Pío VII que Bonaparte había llevado
prisionero a París, no los escandalizaba; pero les indignaban mis ficciones poco
cristianas, según decían. Y el señor obispo de Chartres fue el que se encargó de
condenar las horribles impiedades del autor del Genio del cristianismo. ¡Ay! debe
convencerse de que en el día debe desplegar su celo en otros combates.
Pensaba que debía contestar a la censura como lo había hecho con respecto al
Genio del Cristianismo, y el ejemplo de Montesquieu, en su defensa del Espíritu de
las Leyes, me animaba a ello, pero me contuve. Aun cuando los autores atacados
digan las mejores cosas de este mundo, solo conseguirán excitar la sonrisa de los
ánimos imparciales, y las burlas de la multitud. Se colocan en muy mal terreno: la
posición defensiva es antipática al carácter francés. Aunque para contestar a las
objeciones demostrase que marcando con el sello de la reprobación tal o cual pasaje
se había atacado algún hermoso resto de la antigüedad, vencido en cuanto al hecho,
se salía del paso diciendo que los Mártires no eran más que una copia. Si probaba la
presencia simultánea de las dos religiones, con la misma autoridad de los padres de
la iglesia, se me replicaría que en la época en que colocaba la acción de los Mártires,
no existía ya el paganismo.
Creí de buena fe que la ruina de la obra era inevitable: la violencia del ataque
había quebrantado mi convicción de autor. Algunos amigos me consolaban;
sostenían que la prescripción no estaba justificada, y que el público tarde o
temprano pronunciaría otro fallo: Mr. de Fontanes se mantenía firme: yo no era
Racine, pero podía ser Boileau, y no cesaba de repetirme: «ellos lo reconocerán.» Su
persuasión era tan profunda, que hasta le inspiró estancias encantadoras
En fin las circunstancias que contribuyeran al buen éxito del Genio del
Cristianismo, no existían ya: el gobierno lejos de serme favorable me era contrario.
Los Mártires me valieron el que se redoblase mi persecución: las alusiones bien
marcadas del retrato de Galerio, y de la corte de Diocleciano, no podían pasar
desapercibidas para la policía imperial: mucho más, cuando el traductor inglés, que
ningunas consideraciones tenía que guardar, y a quien era indiferente el
comprometerme, había en su prefacio llamado la atención sobre las alusiones.
Armando de Chateaubriand.
«Desde las nueve de la noche en que partimos, hasta las dos de la misma, el tiempo nos
fue favorable. Juzgando entonces que no estábamos distantes de las peñas llamadas
Mainquiers, echamos el ancla con objeto de esperar la venida del día; pero habiendo refrescado
el viento, y temiendo que se aumentase más continuamos nuestro camino. Pocos momentos
después la mar se puso gruesa, y habiéndonos roto la brújula una verga, nos quedamos sin
saber el camino que llevábamos. La primera tierra que avistamos el 7 (sería como medio día)
fue la costa de Normandía, lo que nos obligó a virar de bordo, y nos pusimos otra vez al ancla
junto a las rocas llamadas Ecreho, situadas entre la costa de Normandía y Jersey. Los vientos
contrarios y fuertes nos precisaron a permanecer en aquel apostadero todo el resto del día y de
la noche del 8. La mañana del 9, en cuanto fue de día, dije a Depagne que me parecía que el
viento había disminuido puesto que nuestro barco no balanceaba mucho, y que mirase de qué
parte soplaba. Me dijo que no veía ya los peñascos, cerca de los cuales habíamos echado el
ancla. Juzgué entonces que La habíamos perdido e íbamos en deriva. La violencia de la
tempestad no nos dejaba más recurso que arrimarnos a la costa: como no veíamos la tierra,
ignoraba a qué distancia de ella nos hallábamos. En este momento fue cuando tomé el partido
de arrojar al mar mis papeles, con la precaución de atarlos antes una piedra. Entonces nos
dejarnos llevar del viento y fuimos a parar a la costa a Bretteville-sur-Ay, en Normandía.«En
la costa nos recibieron los aduaneros que me sacaron del barco medio muerto, con los pies y
piernas heladas. A ambos se nos colocó en casa del teniente de la brigada de Bretteville. Dos
días después, Depagne fue conducido a las cárceles de Coutances, y desde aquella época no le
he vuelto a ver. Algunos días después fui trasladado a la cárcel de esta ciudad, y al día
siguiente, conducido por el cuartel-maestre a Saint-Ló, en donde permanecí ocho días en casa
del mismo. He comparecido una vez ante el prefecto del departamento, y el 26 de enero salí
con el capitán y el cuartel-maestre de la gendarmería para ser trasladado a París, adonde
llegué el 28. Se me condujo a la oficina de Mr. Demaret, al ministerio de la Policía general, y
desde allí a la cárcel de la Gran Fuerza.»
Armando tuvo contra sí los vientos, las olas y la policía imperial: Bonaparte
estaba de acuerdo con las tempestades. Los dioses desplegaban toda su cólera
contra una existencia débil y frágil.
El paquete tirado al mar fue arrojado por ella a la playa de Nuestra Señora de
Allone cerca de Valognes. Los papales que contenía aquel paquete sirvieron de
comprobantes, eran treinta y dos. Quintal que había vuelto con su barco a las costas
de la Bretaña para recoger a Armando, había también, por una obstinada fatalidad,
naufragado en las costas de Normandía, algunos días antes que mi primo. La
tripulación del barco de Quintal había declarado. El prefecto Je Saint-Ló había
sabido que Mr. de Chateaubriand era el jefe de las empresas de los príncipes.
Cuando supo que una chalupa tripulada por solo dos hombres había embarrancado,
no dudo que Armando fuese uno de los náufragos, porque todos los pescadores
hablaban de él como del marino más intrépido que habían visto.
El éxito del Itinerario fue tan completo como disputado había sido el de los
Mártires. No hay escritorzuelo que a la aparición de su fárrago deje de recibir cartas
de felicitación. Entre los cumplidos que se me hicieron, no puedo dejar de
mencionar la carta que me escribió un hombre virtuoso y de mérito que ha
publicado dos obras, cuya autoridad se halla universalmente reconocida, y que
nada dejan que decir sobre Bossuet y Fenelon. El historiador de estos grandes
prelados es el obispo de Alais, cardenal de Beausset. Me alaba desmedidamente,
según la costumbre admitida cuando se escribe a un autor, y aun cuando este
método no sea el más adecuado, el cardenal da por lo menos a conocer la opinión
general del momento acerca del Itinerario; preveía, con respecto a Cartago, las
objeciones de que sería objeto mi modo de pensar geográfico: sin embargo, este
dictamen ha prevalecido, y vuelto a colocar en su verdadero sitio los puestos de
Dido. Esta carta agradará indudablemente, porque en ella se encuentran la
elocución de una sociedad escogida, y ese estilo que hacen tan grave y dulce la
cultura, la religión y las costumbres: excelencia de tono que estamos muy distantes
de poseer en el día.
«Tú, no solo has eclipsado las acciones de todos nuestros reyes, dice, sino las que se
refieren de nuestros héroes fabulosos. Reflexiona con frecuencia en la rara prenda que la tierra
que te ha dado el ser, ha confiado a tu cuidado; la libertad, que esperó en otro tiempo de la flor
del talento y de las virtudes, ahora la espera de ti, y se lisonjea obtenerla de ti solo; honra las
vivas esperanzas que hemos concebido; honra la solicitud de la anhelante patria; respeta las
miradas y las heridas de los bravos compañeros que bajo tu bandera han combatido
intrépidamente por la libertad; respeta las sombras de los que perecieron en el campo de
batalla; en fio, respétate a ti mismo: no sufras, después de haber arrastrado tantos peligros por
amor a la libertad, que sea violada por ti mismo o atacada por otras manos. Tú no puedes ser
verdaderamente libre sin que lo seamos también nosotros. Tal es la naturaleza de las cosas: el
que usurpa la libertad de los demás, es el primero que pierde la suya y se convierte en
esclavo...»
«Cuando Milton publicó el Paraíso Perdido, ninguna voz se elevó en los tres reinos de
la Gran Bretaña para alabar una obra que, a pesar de sus muchos defectos, no por eso deja de
ser uno de los mejores monumentos del ingenio humano. El Homero inglés murió olvidado, y
sus contemporáneos dejaron al porvenir el cuidado de inmortalizar al cantor de Edén. ¿Es
esta acaso una de esas grandes injusticias literarias de que casi todos los siglos ofrecen
ejemplos? No, señores: apenas libres de las civiles guerras, los ingleses no pudieron resolverse
a celebrar la memoria de un hombre, que se hizo notar por el ardor de sus opiniones en un
tiempo de calamidades. ¿Qué reservaremos, dijeron, para la tumba del ciudadano que se
sacrifica por la salud de su país, si prodigamos honores a las cenizas del que cuando más,
puede exigirnos una generosa indulgencia? La posteridad hará justicia a la memoria de
Milton, pero nosotros debemos una lección a nuestros hijos; debemos enseñarles con nuestro
silencio, que los talentos son un presente funesto cuando se enlazan con las pasiones, y que
vale más condenarse a la oscuridad, que hacerse célebre por las desgracias de su
patria.«¿Imitaré yo, señores, ese memorable ejemplo, en donde os hable de la persona y de las
obras de Mr. Chenier? Para conciliar vuestros usos y mis opiniones, creo deber adoptar un
justo medio entre un silencio absoluto y un examen profundo. Pero sean cuales fueren mis
palabras, ninguna hiel envenenará este discurso. Si volvéis a encontrar en mi la franqueza de
Duelos, compatriota mío, espero probaros también que tengo la misma lealtad.«Curioso
hubiera sido sin duda el ver lo que un hombre, colocado en mi posición y con mis ideas y
principios, pudiera decir del hombre cuyo puesto ocupo en el día. Seria interesante examinar
la influencia de las revoluciones sobre las letras, y demostrar que los sistemas pueden
extraviar el talento, extraviarle en las engañosas sendas que parecen guiar a la fama, y solo
conducen al olvido. Si Milton, a pesar de sus extravíos políticos, ha dejado obras que la
posteridad admira, es porque Milton, sin abjurar sus errores, se retiró de una sociedad que se
retiraba de él, para buscar en la religión el alivio de sus males, y el origen de su gloria.
Privado de la luz del cielo, se creó una nuera tierra, un nuevo sol, y salió par decirlo así, de un
mundo en donde solo había visto desgracias y crímenes. En los emparrados del Edén, colocó
esa inocencia primitiva, esa felicidad santa que reinaron en las tiendas de Jacob y de Raquel; y
puso en los infiernos los tormentos, las pasiones y los remordimientos de los hombres, cuyos
furores había compartido.«Desgraciadamente, aunque en las obras de monsieur Chenier se
descubre el germen de un talento notable, no brillan ni por aquella antigua sencillez ni por
aquella majestad sublime. El autor se distinguía por un talento eminentemente clásico.
Ninguno conocía mejor los principios de la literatura antigua y moderna: teatro, elocuencia,
historia, crítica, sátira, todo lo ha abrazado: pero sus escritos llevan el sello de los desastrosos
días que los vieron nacer. Dictados con harta frecuencia por el espíritu de partido, han sido
aplaudidos por las facciones. ¿Separaré yo, en los trabajos de mi predecesor, lo que ya ha
pasado, como nuestras discordias, y lo que tal vez quedará, como nuestra gloria?... Aquí se
hallan confundidos los intereses de la sociedad y los intereses de la literatura. No puedo
olvidar bastante los unos para ocuparme únicamente de los otros: entonces, señores, me veo
obligado a callar o a agitar cuestiones políticas.«Hay personas que quisieran hacer de la
literatura una cosa abstracta, y aislarla en medio de los negocios humanos. Estas personas me
dirán: ¿por qué guardar silencio? No consideréis las obras de monsieur Chenier sino bajo el
aspecto literario. Es decir, señores, que es preciso que abuse de vuestra paciencia y de la mía
para repetir los lugares comunes que se encuentran por donde quiera, y que conocéis mejor
que yo. A otros tiempos, otras costumbres: herederos de una larga serie de años pacíficos,
nuestros antepasados podían dedicarse a las discusiones puramente académicas, que
probaban mucho mejor su talento que su felicidad. Empero nosotros, restos infortunados de
un gran naufragio, nosotros no tenemos ya lo que se necesita para gustar una calma tan
perfecta. Nuestras ideas y nuestros espíritus han tomado un giro diferente. El nombre ha
reemplazado entre nosotros al académico: despojando a las letras de lo que pueden tener de
fútil, no las vemos ya más que a través de nuestros poderosos recuerdos y la experiencia de
nuestra adversidad. ¡Qué!... ¿después de una revolución que nos ha hecho recorrer en
algunos años los acontecimientos de muchos siglos, se prohibirá al escritor toda
consideración elevada? ¿Se le negará examinar la parte seria de los objetos? ¿Pasará su vida
frívolamente ocupándose de sutilezas gramaticales, reglas de gusto y sentencias literarias?
¿Envejecerá encadenado en las envolturas de la cuna? ¿No mostrará al fin de sus días la
frente surcada por sus continuos trabajos, por sus pensamientos graves, y con frecuencia sus
agudos dolores que aumentan la grandeza del hombre? ¿Qué importantes cuidados habrán,
pues, encanecido sus cabellos? Las miserables penas del amor propio, y los pueriles juegos del
ingenio.«Ciertamente, señores, esto sería tratarnos con un menosprecio muy extraño. Por lo
que a mí hace, no puedo rebajarme ni reducirme al estado de la infancia, en la edad de la
fuerza y de la razón. No puedo encerrarme en el estrecho círculo que quiere trazarse en
derredor del escritor. Por ejemplo, señores, si yo quisiese hacer el retrato del literato, del
funcionario que preside esta asamblea, ¿creéis que me contentaría con alabar en él ese espíritu
francés, ligero, ingenioso, que ha recibido de su madre, y de que presenta entre nosotros el
más perfecto modelo? No, sin duda alguna: querría además hacer que brillase con todo su
esplendor el hermoso nombre que lleva. Citaría, al duque de Boufflers que hizo levantar a los
austríacos el sitio de Génova. Hablaría de su padre el mariscal que disputó a los enemigos de
la Francia las murallas de Lila, y consoló con aquella defensa memorable la ancianidad de un
gran rey. De ese compañero de Turena, es de quien decía, Mme. de Maintenon: «En él lo
primero que ha muerto es el corazón.En fin, llegaría hasta ese Luis de Boufflers, llamado el
Robusto, que manifestaba en los combates el vigor y la intrepidez de Hércules. Así, en los dos
extremos de esta familia encontraría la fuerza y la gracia, el caballero y el trovador. Se quiere
que los franceses sean hijos de Héctor: yo creería más bien que descienden de Aquiles, porque
como aquel héroe, manejan la lira y la espada.«Si quisiese, señores, hablaros del célebre poeta
que cantó la naturaleza con voz tan brillante, ¿pensáis que me limitaría a haceros observar la
admirable flexibilidad de un talento que supo con un mérito igual copiar las bellezas
regulares de Virgilio, y las incorrectas de Milton? No: os mostraría a este poeta negándose a
separarse de sus infortunados compatriotas, siguiéndolos con su lira a extranjeras playas, y
cantando sus dolores para consolarlos; ilustre desterrado en medio de aquella multitud de
desterrados de que aumentaba yo el número. Verdades, que su edad y sus enfermedades, sus
talentos y su gloria, no le habían puesto en su patria a cubierto de las persecuciones. Se quería
que comprase la paz con versos indignos de su musa; pero su musa no pudo cantar más que la
terrible inmortalidad del crimen, y la consoladora inmortalidad de la virtud, «Tranquilizaos,
sois inmortales.»«Si quisiese por fin, señores, hablaros de un amigo muy querido a mi
corazón, de uno de esos amigos que, según Cicerón, hacen la prosperidad más esplendorosa, y
la adversidad más ligera, encomiaría la finura y pureza de su gusto, la exquisita elegancia de
su prosa, la hermosura, la fuerza, y la armonía de sus versos, que formados por los grandes
modelos, se distinguen sin embargo por un carácter original. Alabaría ese talento superior
que jamás conoció la envidia, ese talento feliz con las prosperidades que no eran suyas, ese
talento que hace diez años siente cuanto favorable me acaece, con esa alegría natural y
profunda, conocida únicamente por los caracteres más generosos, y por la más viva amistad.
Pero no omitiría la parte política de mi amigo. Le presentaría al frente de uno de los primeros
cuerpos del Estado, pronunciando esos discursos que son obras maestras de decoro,
comedimiento y nobleza. Le representaría sacrificando sus dulces coloquios con las musas,
por ocupaciones que sin duda no tendrían atractivos, sino se dedicase a ellas con la esperanza
de formar jóvenes capaces de seguir algún día las gloriosas huellas de sus padres, y de evitar
sus errores.«Hablando de los hombres de talento de que se compone esta asamblea, no podría
dispensarme de considerarlos con respecto a la moral y la sociedad. El uno se distingue en
medio de vosotros por su talento fino, delicado y sabio, por una gran urbanidad tan rara en el
día, y sobre todo por la más honrosa constancia en sus opiniones moderadas. Otro, aunque
resfriado por la edad, ha recobrado todo el ardor de la juventud para abogar la causa de los
desgraciados. Este, historiador elegante y agradable poeta, se nos hace más respetable y
querido por el recuerdo de un padre y un hijo mutilados en servicio de la patria.
Todo aquel ruido se prolongó hasta el año 1812 por los premios decenales.
Bonaparte que me perseguía hizo preguntar a la Academia con motivo de aquellos
premios, porque no había colocado El Genio del Cristianismo entre las demás obras
que debían ser premiadas. La Academia se explicó, y muchos de mis compañeros
emitieron por escrito su dictamen, que era muy desfavorable. Hubiera podido
decirles lo que un poeta griego dijo a una ave: «Hija del Ática, alimentada con miel,
tú que cantas tan bien, arrebatas una cigarra, buena cantora como tú, y la llevas por
alimento a tus hijuelos. Ambas tenéis alas, las dos habitáis estos lugares y celebráis
el nacimiento de la primavera, ¿por qué no la vuelves la libertad? No es justo que
una cantora perezca a impulsos del pico de una semejante suya.»
orden tantas ideas apasionadas esparcidas en mis obras. Temo haber hecho daño a
la juventud en el principio de mi carrera: tengo que hacerla una reparación, y la
debo al menos otras lecciones. Que sepa que puede lucharse con buen éxito contra
una naturaleza alterada: yo he visto la belleza moral, la belleza divina, superior a
todas las ilusiones de la tierra: solo se necesita un poco de (ánimo para alcanzarla y
asirse a ella.
Para concluir lo que tengo que decir sobre mi carrera literaria, debo hacer
mención de la obra que la comenzó, y que quedó manuscrita hasta el año en que la
incluí en mis Obras completas.
Un joven que acumula mezcladas sus ideas, sus invenciones, sus estudios, y
sus lecturas, debe producir un caos; pero también en este caos hay cierta
fecundidad que participa de la fuerza de la edad.
Tenia que temer un peligro: al retocar el cuadro podía apagar los colores: una
mano más segura, pero menos rápida, podía, borrando algunos perfiles incorrectos,
hacer que desapareciesen los toques más vivos de la juventud. Era preciso
conservar a la composición su independencia, y por decirlo así, su impetuosidad:
era necesario dejar la espuma en el freno del fogoso corcel. Si hay en los Natchez
cosas que solo temblando aventuraría en el día, hay también otras que ya no querría
escribir, especialmente la carta de René en el segundo volumen. Es de mi primer
estilo, y reproduce enteramente a René: no sé lo que los Renés que me han seguido
han podido decir para acercarme más a la multitud.
De 1812 a 1814, solo faltan dos años para concluir el imperio, y estos dos años
de que anticipadamente se ha visto algo, los empleé en observaciones sobre la
Francia, y en la redacción de algunos libros de estas Memorias; pero no imprimí
nada. Mi vida de poesía y de erudición quedó verdaderamente cerrada con la
publicación de mis tres grandes obras, El Genio del Cristianismo, los Mártires y el
Itinerario. Mis escritos políticos comenzaron en la restauración: con ellos principio
igualmente mi vida política, activa. Aquí pues, termina mi carrera literaria
propiamente dicha: arrebatado por la corriente de los días la había omitido hasta
este año 1831, no me he acordado del tiempo pasado que medió de 1800 a 1814.
Esta carrera literaria, como os habrá sido fácil convenceros, no fue menos
agitada que la de viajero y de soldado; hubo también fatigas, encuentros y sangro
en la arena: no todo fue musas y fuente Castalia: mi carrera política fue todavía más
borrascosa.
Tal vez algunos fragmentos marcarán el lugar que ocuparon mis jardines de
Academo. El Genio del Cristianismo principia la revolución religiosa contra el
filosofismo del siglo XVIII. Al mismo tiempo preparaba esa revolución que
amenaza a nuestra lengua, porque no podía haber renovación en la idea, sin que
hubiese innovación en el estilo. ¿Habrá después e mí otras formas del arte ahora
desconocidas? ¿So podrá partir de nuestros estudios actuales para avanzar, como
partimos de los estudios pasados para adelantar un paso? ¿Hay límites que no
podrían traspasarse, porque seria fácil estrellarse contra la naturaleza de las cosas?
¿Estos límites no se encuentran en la división de las lenguas modernas, en la
caducidad de esas mismas lenguas, y en las vanidades humanas tales como la
nueva sociedad las ha creado? Las lenguas no siguen el movimiento de la
civilización, sino antes de la época de su perfección: cuando han llegado a su
apogeo, permanecen por algunos momentos estacionarios, y después descienden
sin poder ya volver a subir.
Ahora la relación que concluye reúne los primeros libros de mi vida política,
escritos anteriormente en épocas diversas. Me siento con un poco más de valor al
entrar en la parte sólida de mi edificio. Cuando volví a emprender el trabajo,
temblaba como el hijo de Caelo, que vio convertirse en plomo la llana de oro del
arquitecto de Troya. Sin embargo, me parece que mi memoria no me ha sido infiel
en mis recuerdos: con todo, ¿habéis advertido gran frialdad en mi narración?
¿Encontráis una enorme diferencia entre las apagadas cenizas que he tratado de
volver a encender y los personajes que os he hecho ver al referiros mi primera
juventud? Mis años son mis secretarios, cuando uno de ellos concluye, pasa la
pluma a su hermano segundo, y continúo dictando: como son hermanos tienen
poco más o menos la misma mano.
De Bonaparte.
Los estados del papa formaban parte del imperio francés, y el Tíber era un
departamento de la Francia. Por las calles de París se veían cardenales medio
prisioneros que sacando la cabeza por la portezuela de su fiacre preguntaban: «es
aquí donde vive el rey de...» No, respondía el portero interrogado, es más arriba. El
emperador de Austria solo pudo librarse entregando su hija: el cabalgador del
Mediodía reclamó Honoria de Valentiniano con la mitad de las provincias del
imperio.
Bonaparte.— Su familia.
El traductor dice: «que se contentará con llenar los vacíos del prefacio del
editor de Colonia, publicando sobre la familia Bonaparte pormenores auténticos:
trozos de historia, dice, casi enteramente olvidados pero interesantes al menos para
los que desean encontrar en los anales de los tiempos pasados, el origen de una
ilustración más reciente.»
Napoleón Luis cree deber terminar su genealogía con estas palabras: «he
omitido muchos pormenores, porque los títulos de nobleza no son objeto de
curiosidad sino para un corto número de personas, y además ningún lustre sacaría
de ellos la familia Bonaparte.»
Ahora bien, Filipo era padre de Alejandro; Alejandro era, pues, hijo de rey, y
de un rey digno de serlo: por esta doble circunstancia merecía la obediencia.
Alejandro, que nació en el trono, no tuvo, como Bonaparte que atravesar una vida
corta para llegar a otra mayor. Alejandro no ofrece la extravagancia de dos carreras.
Aristóteles fue su preceptor: una de las diversiones de su infancia fue domar a
Bucéfalo. Napoleón para instruirse no tuvo más que un maestro vulgar, no tenía
corceles a su disposición, y era el menos rico de sus compañeros de estudios. Este
subteniente de artillería sin criados, va a obligar inmediatamente a la Europa que le
reconozca: este subalterno mandará desde sus antesalas a los mayores soberanos de
Europa.
¿No han venido nuestros dos reyes? pues decidles que se hacen esperar
demasiado, y que Atila se incomoda.
Cuando Bonaparte entró en Treviso, dice Mr. de Las Cases, se le dijo que su
familia había sido allí poderosa, y en Bolonia, que había sido inscripta en el libro de
oro. En la entrevista de Dresde, el emperador Francisco participó al emperador
Napoleón que su familia había sido soberana en Treviso, y que él había hecho que le
presentasen los documentos: añadió que era inapreciable el haber sido soberano, y
que era preciso decírselo a María Luisa, a quien causaría mucho placer.»
Vástago de una raza de nobles, enlazada con los Orsini, los Lomelli y los
Médicis, Napoleón, violentado por la revolución, solo fue demócrata un momento:
esto es lo que se deduce de lo que él dice y escribe: dominado por su rango, sus
inclinaciones eran aristocráticas. Pascual Paolí no fue el padrino de Napoleón como
se ha dicho, lo fue el oscuro Lorenzo Giubega, de Calvi: esta particularidad se sabe
por la partida de bautismo de Ajaccio.
Bonaparte se quitó un año para ser francés, es decir; para que su nacimiento
no fuese anterior a la fecha de la reunión de la Córcega a la Francia. Monsieur
Eckard ha tratado a fondo esta cuestión de una manera concisa pero ingeniosa:
puede leerse su folleto. De él resulta, que Bonaparte nació el 5 de febrero de 1768, y
no el 25 de agosto de 1769, a pesar de la positiva aserción de Mr. de Bourienne. Por
esto el senado conservador en su proclama de 3 de abril, trata a Napoleón de
extranjero.
Estos hechos son irrefragables, y según ellos creo que Napoleón nació en
Ajaccio el 5 de febrero de 1768. Sin embargo, no niego que adoptando esta fecha se
suscitan muchos embarazos históricos.
Una carta escrita a Paolí en Inglaterra, en 1780; carta que se hizo pública,
principia de esta manera: «General, yo nací cuando la patria sucumbía; treinta mil
franceses que arribaron a nuestras costas; ahogando el trono de la libertad en ríos
de sangre, fue el primero y odioso espectáculo que se ofreció a mis miradas.»
En fin, el borrador de otra carta escrita por el mismo Bonaparte acerca del
reconocimiento por los corsos, de la Asamblea nacional de 1789, principia así:
«Yendo desde Ajaccio por la orilla del mar, hacia la isla de Sanguinieri, a cerca de una
milla de la ciudad se encuentran dos pilastras de piedra, fragmentos de una puerta que había
en el mismo camino, y que conducía a una ciudad arruinada, residencia en otro tiempo de un
hermano uterino de Mme. Bonaparte, a quien Napoleón creó cardenal Fesch. Por debajo de
una peña existen todavía visibles los restos de un pequeño pabellón, cuya entrada se halla
medio obstruida por una grande y hermosa higuera: este era el retiro habitual de Bonaparte
cuando las vacaciones del colegio en que estudiaba, le permitían volver al hogar paterno.»
Por fin, la escuela se vio libre de su presencia por haber sido nombrado
subteniente de artillería en el regimiento de la Fere.
Romains, qui vous vantez d‘ une iIlustre origine,Voyez d' oú dependait votre empire
naissant?Didon n‘a pas d‘ attrait assez puissantponi retarder la fuite ou son amanti s’
obstineMais si l‘ autre Didon, ornement de ces lieuxEut eté reine de Garthage,Il eut, pour la
servir, abandonné ses dieux;Et votre beau pays serait encor sauvage 31.
Estos son los sueños de todas las novelas; el fondo y el giro de estas ideas se
encuentran en Rousseau, cuyo testo habrá alterado Bonaparte con algunas frases
suyas.
«Cuando se está en semestre y se quiere obtener una licencia de verano por razón de
enfermedad, se hace que un médico de la población y un cirujano extienda una certificación
antes de la época que se os designe, en que conste que el estado de vuestra salud os impide
poneros en marcha para reuniros al cuerpo. Cuidareis de que la certificación esté en papel
sellado con el visto bueno del juez y del comandante de la plaza. En seguida, dirigiréis un
memorial al ministro de la guerra de la manera y fórmula siguiente:
«En seguida se envía todo al coronel del regimiento, con un sobre para el ministro, o el
comisario ordenador, Mr. de Lanée, o bien para Mr. Sauquier, comisario ordenador de guerra,
en la corte.»
Así, pues, hay una escena anterior a la vida del emperador: un Bonaparte
desconocido precede al inmenso Napoleón, el pensamiento de Bonaparte existía en
el mundo antes que su persona: agitaba ya secretamente la tierra: en 1789, en el
momento en que aparecía Bonaparte, se sentía algo formidable, una inquietud que
nadie podía comprender. Cuando el globo se halla amenazado de alguna catástrofe,
lo advierten las conmociones ocultas y el miedo se apodera de todos: aplícase el
oído por la noche, y se fijan los ojos en el cielo sin saber qué es lo que va a suceder.
Paolí.
A Paolí le fue alzado el destierro que sufría en Inglaterra, por una moción de
Mirabeau, en el año de 1789. Fue presentado a Luis XVI por el marqués de La
Fayette, nombrado teniente general y comandante militar de la Córcega.
¿Bonaparte siguió al desterrado por quien había sido protegido, y con el cual se
hallaba en correspondencia? se ha presumido así.
Dos folletos.
Despacho de capitán.
Los desgraciados suelen ser con frecuencia, profetas; pero esta vez la
previsión del mártir no entraba para nada en la futura gloria de Napoleón. En el
ministerio de la Guerra existen todavía despachos en blanco firmados de antemano
por Luis XVI, no había, pues más que llenar los huecos, y de esta clase seria el
documento que hemos citado. Luis XVI encerrado en el Temple, en vísperas de su
proceso, rodeado de su familia que se hallaba también presa, tenía que pensar en
otras cosas más que en fijar la suerte de un desconocido.
La época del despacho se marca por la refrendación; esta es, Servan: Servan
nombrado ministro de la Guerra el ocho de mayo de 1792, fue destituido el 13 de
julio del mismo año. Dumouriez tuvo la cartera hasta el 18: Lajard ocupó el
ministerio, hasta el 23 de julio, y a éste sucedió Dabancourt hasta el 10 de agosto,
día en que la Asamblea nacional volvió a llamar a Servan, que presentó su dimisión
el 3 de octubre. Era tan difícil contar entonces los ministerios, como lo fueron
después las victorias.
Tolón.
«Observé, dice en aquella época (1795 en París) que su carácter era frio y con
frecuencia sombrío, y su sonrisa falsa y como forzada: a propósito de esta observación,
recuerdo que en aquella misma época, pocos días después de nuestro regreso, tuvo uno de
aquellos momentos de hilaridad feroz. Nos refirió con una alegría extraordinaria, que
encontrándose al frente de Tolón, en donde mandaba la artillería, un oficial de su arma y que
estaba a sus ordenes, recibió la visita de su esposa, con quien se había enlazado poco tiempo
hacia, y a quien amaba con ternura. Algunos días después, Bonaparte recibió orden de dirigir
un nuevo ataque contra la ciudad, y el oficial fue destinado a él. So mujer se presentó al
general Bonaparte, y con lágrimas en los ojos le pidió que dispensase a su marido del servicio
de aquel día. El general se mantuvo insensible, según nos decía él mismo, con una feroz
complacencia. Llegó el momento del ataque, y aquel oficial que siempre había dado pruebas e
extraordinario valor, según decía el mismo Bonaparte, presintió su muerte, se puso pálido y
tembló. Fue colocado al lado del general, y en momento que el fuego de la ciudad era más
fuerte, Bonaparte le dijo: Apártate, mira que se nos acerca una bomba. El oficial, añadió, en
vez de echarse a un lado se agachó, y fue dividido en dos pedazos. Bonaparte se reía a
carcajadas manifestando la parte que le había sido arrebatada.»
Este parte se insertó por primera vez, según creo, en la Semana, gaceta
redactada por Malte-Brun. La vizcondesa de Fors (pseudónimo) le publica en sus
Memorias sobre la Revolución francesa, y añade que se escribió sobre un tambor. Fabry
le reproduce, artículo Bonaparte, en la Biografía de los hombres que aun viven. Royou,
Historia de Francia, declara que no se sabe quien fue el que profirió aquel grito
mortífero. Fabry ya citado, dice en los Missionaires del 93, que unos atribuían aquel
grito a Freron y otros a Bonaparte. Las ejecuciones del campo de Marte de Tolón, las
refieren, Freron en una carta a Moisés Bayle de la Convención, y Mottedo y Barras
al comité de salud pública.
Así es, que quedan dudas lamentables acerca de quien firmó el parte si
Luciano o Napoleón: ¿como Luciano no siendo representante de la Convención, se
había de arrogar el derecho de dar cuenta de la matanza? ¿Estaba diputado o
comisionado por la municipalidad de San Maximino para asistir a aquella
carnicería?
Que sepa que yo no tenga bastante poderío para defender del desprecio y de
la indignación pública, a los miserables que votaron la muerte de Luis XVI 33.»
Corrió Bonaparte a París, y se alojó en la calle de Mail, en donde yo paré también
cuando llegué de Bretaña con Mme. Rose. Bourienne se reunió con él, como
asimismo Murat, sospechoso de terrorismo, y que había abandonado su guarnición
de Abbeville. El gobierno trató de transformar a Napoleón en general de brigada de
infantería, y quiso enviarle a la Vendee. Este rehusó el honor bajo pretexto de que
no quería cambiar de arma. El comité de salud pública borró el decreto que le
excluía de la lista de los oficiales generales empleados. Uno de los firmantes de esta
medida fue Cambaceres que llegó a ser el segundo personaje del imperio.
«En esta época de su vida, dice la duquesa de Abrantes, Napoleón era feo.
Después se efectuó en él un cambio total. No hablo de su prestigio ni de su aureola
de gloria, solo trato de la mudanza física que tuvo lugar en el espacio de siete años
gradualmente. Así es, que todo lo que tenía de huesudo, amarillento y aun
enfermizo, se redondeó, aclaró y embelleció. Sus facciones, que casi eran angulosas
y punteagudas, tomaron una forma redonda porque se cubrieron de carne. Su
mirada y su sonrisa siempre fueron admirables. Su peinado que nos parece tan
extraño en el día cuando le vemos en los grabados que representan el paso del
puente de Arcola, era entonces muy sencillo, porque los elegantes, contra quienes
tanto hablaba, llevaban los cabellos mucho más largos: pero su tez era tan amarilla
en aquella época y se cuidaba tan poco, que su pelo mal peinado y peor empolvado
le daba un aspecto desagradable. Sus manos sufrieron también la metamorfosis,
pues eran flacas, largas y negras, y se volvieron pequeñas. Bien sabido es hasta qué
punto se había envanecido, y con razón, desde aquel tiempo. En fin, cuando me
represento a Napoleón entrando en 1705 en el patio de la hostería de la
Tranquilidad, calle de las Monjas de Santo Tomás, atravesándole con incierto paso,
con un mal sombrero redondo encajado hasta las cejas, y dejando ver sus orejas de
perro mal empolvadas y que caían sobre el cuello de aquel redingote cenizoso, que
después llegó a ser una bandera gloriosa, tanto por lo menos como el blanco
penacho de Enrique IV: sin guantes, porque decía que era un gasto inútil, con las
botas de muy mala hechura, mal lustradas y todo aquel conjunto enfermizo,
resultado de sus pocas carnes, y su tez pálida: en fin, cuando evoco el recuerdo de
aquella época, y vuelvo a mirarle más tarde, no puedo ver al mismo hombre en
estos dos retratos.»
Jornadas de vendimiario
Prosecución.
Real concluye su enumeración con el siguiente apóstrofe: «¡Oh tú, por quien
hemos vencido a la Europa con un gobierno sin gobernantes y unos ejércitos sin
paga, genio de la libertad, tú velabas todavía por nosotros.» Estos fieros campeones
de la libertad habían vivido bastantes días, y fueron a cantar sus himnos a la
independencia en las oficinas de la policía de un tirano. Este tiempo no es ahora
más que un escalón roto por el que ha pasado la revolución: ¡cuántos hombres han
hablado, obrado con energía y se han apasionado por unos hechos de que ya no se
habla en el día! Los vivos recogen el fruto de la existencia de los que yacen
olvidados en el sepulcro y que se han sacrificado por ellos.
Campañas de Italia.
«Soldados: en quince días habéis conseguido seis victorias, cogido veinte y una
banderas, cincuenta y cinco cañones, quince mil prisioneros, y muerto y herido más de diez
mil hombres. Habéis ganado batallas sin artillería, pasado ríos sin puentes, hecho marchas
forzadas sin zapatos, y vivaqueado sin aguardiente, y aun sin pan. Solo las falanges
republicanas, los soldados de la libertad son capaces de sufrir lo que habéis sufrido. ¡Os doy
las gracias, soldados!«¡Pueblos de Italia!... el ejército francés viene a romper vuestras cadenas:
el pueblo francés, es amigo de todos los pueblos. Nosotros no combatimos más que a los
tiranos que os subyugan.»
Esta carta es una de las más notables de Napoleón. ¿Qué vivacidad? ¿Qué
diversidad de genio? con la inteligencia del héroe, se hallan mezclados sin la
profusión triunfal, los cuadros de Miguel Ángel y una alusión picante contra su
rival, en lo de aquellos ayudantes generales que tuviesen la firme resolución de no
emprender prudentes retiradas. El mismo día, Bonaparte escribió al Directorio
participándole la suspensión de hostilidades concedida al duque de Parma y la
remesa del San Jerónimo del Correggio. El 11 de mayo anunció a Carnot el paso del
puente Lodi, que nos hizo poseedores de la Lombardía. Si no fue directamente a
Milán, era porque no quería dejar descansar a Beaulieu hasta destruirle. «Si tomo a
Mantua, nada me detiene ya para penetrar en la Baviera: en veinte días puedo
encontrarme en el corazón de la Alemania. Si los dos ejércitos del Rin entran en
campaña, os suplico me participéis su posición. Sería digno de la república ir a
firmar el tratado de paz de los tres ejércitos reunidos, en el corazón de la Baviera y
del Austria asombradas.»
El águila no anda, vuela con las banderolas de las victorias colgadas del
cuello y de las alas.
Je suivrai d' assez prés votre illustre retraitePour traiter avec lui sans besoin d'
intérprete 34.
Todo esto se halla mezclado de negociaciones con las nuevas repúblicas, con
pormenores de fiestas por Virgilio y Ariosto, con facturas explicativas de los veinte
cuadros y de los quinientos manuscritos de Venecia: todo esto, se efectuó en medio
de la Italia atronada con el estruendo de los combates; en medio de la Italia que
había llegado a ser un grande horno, en donde nuestros granaderos vivían en el
fuego como las salamandras.
«Enviado a París todas las obras maestras de Miguel Ángel, Guerchino, Ticiano,
Pablo Veronés, Correggio, Albano, los Carraccios, Rafael, Leonardo de Vinci, etc.»«Este
monumento del ejército de Italia, dice la orden del día, será colocado en las bóvedas del salón
de sesiones públicas del Directorio, y atestiguará las proezas de nuestros guerreros, cuando la
presente generación haya desaparecido.»
¡Maravillosamente adivinado!
Vingt siécles, descendus dans l' eternable nuit,Y sont sans mouvement, sans lumiere
et sans bruit.
Del Cairo pasó Bonaparte a Suez: vio el mar que abrió Moisés y que se cerró
sobre Faraón. Reconoció los vestigios de un canal que empezó Sesostris, que
ensancharon los persas, que continuó el segundo de los Tolomeos, que volvieron a
emprender los soldanes con el fin de llevar al Mediterráneo el comercio del mar
Rojo. Proyectó dirigir un brazo del Nilo al golfo Arábigo: su imaginación trazó en el
fondo de este golfo la colocación de un nuevo Ofir, donde se celebraría todos los
años una feria para los traficantes en perfumes, aromas, telas de seda, para los
efectos preciosos de Mascate, de la China, de Ceylán, de Sumatra, de las Filipinas y
de las Indias. Los cenobitas descienden del Sinat y le suplican que inscriba su
nombre al lado del de Saladino, en el libro de sus garantías.
Los franceses eran tanto más heroicos en Egipto, cuanto más vivamente
sentían sus males. Un sargento de caballería escribía a un amigo suyo: «Dile a
Londoux que no cometa jamás el desatino de embarcarse para venir a este maldito
país.»
Avrieury: «Todos los que vienen de lo interior dicen que Alejandría es la más
hermosa población: ¡qué serán las otras, Dios mío! Figuraos un conjunto inmenso
de malas casas de un solo piso; las que son mejores tienen una azotea, una pequeña
puerta de madera y de igual material la cerradura; nada de ventanas, y si solo un
enrejado de madera tan espeso que es imposible ver a través. Calles angostas,
menos en el barrio de los Francos y el pasaje de los Grandes. Los habitantes pobres,
que componen el mayor número, in puribus, si se exceptúa una camisa azul que les
llega a la mitad del muslo, la mitad de la cual se remanga en sus movimientos por lo
común, una faja y un turbante de harapos. Estoy harto de este encantador país hasta
por encima de la coronilla. Me lleva diablo de estar en él. ¡Maldito Egipto donde no
se ve más que arena! ¡Cuántos engañados, amigo mío! Todos estos emprendedores
de riquezas están moquicaídos; bien quisieran volverse al punto de donde salieron:
¡los creo sobre su palabra!»
«Por mi parte, mi querida amiga, estoy aquí, como le consta, muy contra mi voluntad;
cada día se me hace más desagradable mi posición, porque, separado de mi país, y de todo
cuanto amo, no preveo el momento en que podré acercadme a ellos.«Te lo confieso
francamente, preferiría mil veces estar contigo y tu hija retirado en un rincón del mundo,
lejos de todas las pasiones, de todas las intrigas, y te aseguro que si tengo la dicha de volver a
pisar el suelo de mi patria, será para no salir jamás de él.
Entre los cuarenta mil franceses que están aquí, acaso no habrá cuatro que piensen de
otro modo.
«¡No hay vida más triste que la que estamos pasando aquí! De todo
carecemos. ¡Hace cinco días que no he cerrado los ojos! estoy acostado en los
ladrillos: las moscas, las chinches, los mosquitos, y los insectos todas clases nos
devoran, y veinte veces al día me acuerdo de nuestra graciosa cabaña. Te ruego,
querida amiga mía, que no te deshagas de ella.
«A Dios, querida Teresa mía, las lágrimas bañan mi papel. Los más gratos recuerdos
de tu bondad, de nuestro amor, la esperanza de volver a verte siempre amable, siempre fiel, y
de abrazar a mi querida hija sostendrán solos al desgraciado.»
Campaña de Siria.
Jaffa fue tomada por asalto, después del cual una parte de la guarnición,
calculada por Bonaparte en mil y doscientos hombres, pero que otros hacen subir a
dos o tres mil, se rindió y se le perdonó la vida: dos días después mandó Bonaparte
que fuese pasada por las armas.
Walter Scott y sir Roberto Wilson han referido estos asesinatos; Bonaparte,
en Santa Elena, no puso dificultad en confesarlos a Lord Ebrington y al doctor
O’Meara. Pero disculpaba lo odioso de semejante medida con la posición en que se
hallaba; no podía mantener a los prisioneros, no podía enviarlos a Egipto con
escolta. ¿Dejarlos en libertad baja palabra? ellos no comprenderían siquiera este
punto de honor y procederes europeos, «Wellington en el mismo caso que yo, decía
él, habría obrado del mismo modo.»
«Napoleón se decidió, dice Mr. Thiers a una pérdida terrible, y que es el
único actor cruel de su vida, hizo pasar a cuchillo a los prisioneros que le quedaban;
el ejército consumó con obediencia, pero con una especie de horror, la ejecución que
se le mandó.»
Pero ¿los asesinatos de Jaffa salvaban a nuestro ejército? ¿No vio Bonaparte
con qué facilidad un puñado de franceses destruyó las fuerzas del bajá de Damasco?
Él mismo, ¿no destruyó en Abukir con algunos caballos a trece mil osmanlis? ¿No
hizo desaparecer Kleber algún tiempo después al gran visir con sus innumerables
fuerzas? Si él obraba con derecho ¿cuál era el que tenían los franceses para invadir
el Egipto? ¡Por qué degollaban a unos hombres que no hacían más que usar del
derecho de la propia defensa? En fin, Bonaparte no podía invocar las leyes de la
guerra mediante a que los prisioneros de la guarnición de Jaffa habían rendido las
armas y se había admitido sumisión. El hecho que el conquistador trataba de
justificar le era molesto: este hecho se ha pasado en silencio o se ha indicado
vagamente en los partes de oficio y en las referencias de los hombres adictos a
Bonaparte. "Yo me eximiré, dice el doctor Larrey, de hablar de las horribles
consecuencias que lleva consigo ordinariamente el asalto de una plaza: yo he sido
triste testigo del de Jaffa.» Bourienne exclama: «Esta escena atroz me hace
estremecer cuando pienso en ella, como el día mismo en que la vi, y preferiría que
me fuese posible olvidarla a verme obligado a describirla. Todo cuanto pudiera uno
figurarse de horroroso en un día de carnicería, sería muy inferior a la realidad.»
Bonaparte escribió al Directorio, que: «Jaffa había sido entregada al pillaje y a todos
los horrores de la guerra, que jamás le había parecido tan horrorosa.» ¿Quién había
mandado cometer aquellas atrocidades?
Bonaparte dice aquí cuanto le es dable para disculpar los asesinatos de toe
prisioneros de Jaffa. ¿Qué le importaban semejantes contradicciones? El sabía la
verdad y se burlaba de ella, haciendo el mismo uso que de la mentira; él apreciaba
solamente el resultado, siéndole indiferentes los medios; el número de prisioneros
le estorbaba y los mató.
Conducido por los religiosos del convento de Jaffa a los arenales que están al
Sudoeste de la ciudad, he dado la vuelta a la tumba, en otro tiempo montón de
cadáveres, y actualmente pirámide de huesos; me he paseado por jardines de
granados cargados de granadas encarnadas; mientras que alrededor de mí volaba
por encima de la tierra fúnebre la primera golondrina recién llegada de Europa.
¿En qué viene a parar el bello cuadro de Gros? Tan solamente figura como
una obra maestra del arte.
San Luis menos favorecido por la pintura, fue más heroico en la acción: «El
buen rey apacible y benigno, cuando vio esto, tuvo gran compasión, y mandó que
se dejase todo y que se abriesen zanjas en medio de los campos y dedicar allí un
cementerio por el legado... El rey Luis ayudó con sus propias manos a enterrar a los
muertos. Apenas se hallaba quien quisiese hacerlo. El rey, después de oír misa
venía, todas las mañanas de los cinco días que se emplearon en enterrar a los
muertos, y decía a su gente: «Vamos a dar sepultura a los mártires que han
padecido por nuestro Señor, y no os canséis de hacerlo porque ellos han padecido
más que nosotros.» Hallábanse así presentes, en traje de ceremonia, el arzobispo de
Tiro y el obispo de Damieta y su clero, qué rezaba el oficio de difuntos. Pero se
tapaban las narices por la fetidez; pero jamás se vio que el buen rey Luis se tapase
las suyas, tal era la firmeza y devoción con que se ocupaba.»
Bonaparte sitió a San Juan de Acre. Corrió la sangre en Canaan, que fue
testigo de la curación del hijo el centurión por Cristo; en Nazaret que ocultó la
pacífica infancia del Salvador; en el Tabor; que vio a transfiguración y donde dijo
Pedro: «Maestro estamos bien en esta montaña; hagamos en ella tres tabernáculos.»
En este monte Tabor dictó la orden del día a todas las tropas que ocupaban a Sur, la
antigua Tiro, Cesarea, las cataratas del Nilo, las bocas Pelusiacas, Alejandría y las orillas del
mar Rojo, en que están las ruinas del Kolsum y de Arsinoe. Bonaparte estaba
encantado con estos nombres que reunía con placer.
Djezzar no se dejó embaucar con sus halagos: aquel tigre viejo desconfiaba
de las uñas de su joven camarada. Él estaba rodeado de criados mutilados por su
propia mano. «Dícese que Djezzar es un bosniaco cruel, decía él de sí mismo
(referencia del general Sebastiani,) un hombre de poca importancia, pero entre tanto yo
no necesito de nadie y a mí me buscan. Yo he nacido pobre; mi padre no me dejó
más herencia que su valor. Me he elevado a fuerza de trabajos; pero esto no me
ensoberbece; porque todo acaba, y hoy acaso o mañana, acabará Djezzar, no porque
sea viejo, como dicen sus enemigos, sino porque Dios lo ha dispuesto así. El rey de
Francia, que era poderoso, pereció, a Nabucodonosor le mató un mosquito, etc.»
En otro tiempo pereció delante de San Juan de Acre la flor de la nobleza a las
órdenes de Felipe Augusto. Mi paisano, Guillermo el Bretón, canta así en versos
latinos del duodécimo siglo: «Apenas se hallaba en todo el reino paraje alguno en
que faltase quien tuviese que llorar alguna desgracia, tan grande fue el desastre que
precipitó a nuestros héroes en la tumba, cuando los asaltó la muerte en la ciudad de
Ascarón (Ascalón cerca de San Juan de Acre.)»
Antes de retirarse de San Juan de Acre el ejército francés había tocado en Tiro:
desierta de las flotas de Salomón y de la falange del Macedonio, no conservaba Tiro
más que la soledad imperturbable de Isaías; soledad en que los perros mudos se
niegan a ladrar.
El sitio de San Juan de Acre se levantó. Habiendo llegado a Jaffa el 27, se vio
obligado Bonaparte a continuar su retirada. Había de treinta a cuarenta apestados,
cuyo número reduce Napoleón a siete, que no se podían transportar; no queriendo
dejarlos atrás, por miedo, decía él, de exponerlos a la crueldad de los turcos,
propuso a Desgenettes que se les administrase una gran dosis de opio. Desgenettes
le dio la tan conocida contestación. «Mi oficio es el de curar a los hombres, y no el
de matarlos.» «No sé les dio el opio, dice Mr. Thiers, y este hecho sirvió para
propagar una calumnia indigna y que hoy está desmentida.»
¿Es una calumnia? ¿Está destruida? Esta es una cosa que yo no me atrevería
a afirmar tan perentoriamente como el brillante historiador; su raciocinio equivale a
este: Bonaparte no envenenó a los apestados, por la razón de haber propuesto
envenenarlos.
Esta es, por decirlo así, la primera vez que hablo de Walter Scott como
historiador de Napoleón y aun todavía le citaré: aquí es donde debo decir que sido
grande la equivocación acusando al ilustre escocés de prevención contra un gran
hombre. La de Napoleón (Life of Napoleón) ocupa nada menos de once volúmenes.
No ha tenido todo el éxito que debiera haberse esperado; porque, exceptuando en
dos o tres pasajes, la imaginación del autor de tantas obras tan brillantes, le ha
faltado: está deslumbrado por los sucesos fabulosos que describe, y como agobiado
por lo maravilloso de la gloria. La vida entera carece también de las grandes miras
que los ingleses abren raramente en la historia, porque no conciben ellos la historia
como nosotros. Por lo demás la vida exacta, salvo algunos errores de cronología:
toda la parte relativa a la detención de Bonaparte en Santa Elena es excelente: los
ingleses estaban en mejor posición que nosotros para conocerla. Al encontrar una
vida tan prodigiosa, el autor ha sido vencido por la verdad. La razón domina en el
trabajo de Walter Scott; está prevenido contra sí mismo. Es tan grande la
moderación de sus juicios que degenera en apología. El narrador lleva la bondad
hasta el extremo de recibir escusas sofísticas de Napoleón, y que no son admisibles.
Es evidente que los que hablan de la obra de Walter Scott, como de un libro escrito
bajo la influencia de las preocupaciones nacionales inglesas, y con un fin particular,
no la han leído jamás: en Francia no se lee ya. Lejos de exagerar nada contra
Bonaparte, está el autor espantado por la opinión: son innumerables sus
concesiones; en todas partes capitula; si en un principio aventura no juicio firme,
vuelve a él por consideraciones subsecuentes que cree debidas a la imparcialidad;
no se atreve a mantenerse firme con su héroe, ni mirarle de frente. A pesar de esta
especie de pusilanimidad ante la infatuación popular, Walter Scott ha perdido el
mérito de sus contemplaciones, porque en su advertencia sienta esta sencilla verdad.
«Si el sistema general de Napoleón, dice él, se ha apoyado en la violencia y el fraude,
no es ni la grandeza de sus talentos, ni el éxito de sus empresas el que debe sofocar
la voz o deslumbrar la vista del que se aventura a hacerse su historiador.» «If the
general system of Napoleon has rested upon force or fraud; it is neither the greatsiess of his
talens, nor the success of his undertakings, that ought to stifle the voice or dazzie the eyes of
him who adventures to be his historian.»
La humilde osadía que enjuga, como Magdalena, el polvo de los pies del dios
con sus cabellos, pasa en el día por un sacrilegio.
La retirada bajo el ardiente sol de Siria, fue marcada por desgracias que traen
a la memoria las miserias que pasaron nuestros soldados en la retirada de Moscú
por en medio de los hielos: «Había aun en las cabañas, dice Miot, y a orillas del mar,
algunos desgraciados que esperaban ser transportados. Entre ellos había un
soldado atacado de la peste, y en el delirio que acompaña algunas veces a la agonía,
supuso sin duda, al ver marchar al ejército batiente, que iba a ser abandonado; su
imaginación le hizo entrever la extensión de su desgracia si caía en poder de los
árabes. Puede imaginarse que este gran miedo fue el que le puso en una agitación
tal, que le sugirió la idea de seguir a las tropas: tomó su mochila, que le servía de
cabecera, y echándosela a la espalda, hizo esfuerzos para levantarse. El veneno de la
terrible epidemia que corría por sus vanas, lo privaba lo privaba de las fuerzas, y a
los tres pasos cayó de cabeza sobre la arena. Esta caída aumentó su espanto, y
después de haber pasado algunos momentos mirando con la vista trastornada las
columnas que marchaban, se levantó por segunda vez sin ser más afortunado; a la
tercera tentativa sucumbió, y cayendo más cerca de la mar, se quedó en el sitio que
los destinos le habían escogido para sepulcro. La vista de este soldado era
espantosa, el desorden que reinaba en sus discursos insignificantes, su semblante
en que se pintaba el dolor, sus ojos abiertos e inmóviles, su ropa hecha girones,
presentaban todo lo que la muerte tiene de más horrible. La vista clavada en las
tropas que marchaban, no había tenido la idea muy sencilla para cualquiera que
estuviese de sangre fría, de volver los ojos a otra parte: él había visto la división de
Kleber y la de caballería que salieron de Tentoura después de los otros, y la
esperanza de salvarse habría acaso conservado su existencia.»
Napoleón se encargó de ejecutar los consejos que Bossuet daba a Luis XIV.
«Tebas, dice Mr. Denon, que seguía la expedición de Dessaix, esta ciudad relegada:
que la imaginación no entrevé sino a través de la oscuridad de los tiempos, era aun
una fantasma tan gigantesca, que al verla, se detuvo el ejército por sí mismo y
aplaudió con palmadas. En el complaciente entusiasmo de los soldados, yo hallé
rodillas que me sirviesen de mesa y cuerpos para darme sombra... Habiendo
llegado a las cataratas del Nilo, nuestros soldados, combatiendo siempre contra los
beyes y sufriendo fatigas increíbles, se divertían en establecer en el lugar de Syene
tiendas de sastre, plateros, barberos y fondistas a precio fijo. En una calle de árboles
alineados, pusieron una columna militar con la inscripción: Camino de París... Al
bajar el Nilo tuvo frecuentes encuentros el ejército con los mecuanos. Se
incendiaban los atrincheramientos de los árabes, y como carecían de agua, le
apagaban con las manos y los pies, y lo sofocaban con sus cuerpos. Negros y
desnudos, dice Mr. Denon, se les veía correr entre las llamas; de modo que era un
verdadero remedo de los diablos en el infierno. Yo no podía mirarlos sin
experimentar un sentimiento de horror y de admiración. Había momentos de
silencio en que se dejaba oír una voz, a que se contestaba con himnos sagrados y
gritos de combate.»
Estos árabes cantaban y bailaban como los soldados y los frailes españoles en
Zaragoza ardiendo; los rusos quemaron a Moscú: la suerte de sublime demencia
que agitaba a Bonaparte, la comunicaba a sus víctimas.
En fin, Había sonado la hora: detenido en las fronteras orientales del Asia,
Bonaparte va desde luego a apoderarse del cetro de la Europa, para buscar en
seguida en el Norte, por otro camino, las puertas del Himalaya y los esplendores de
Cachemira. Su última carta a Kleber, fecha en Alejandría a 22 de agosto de 1799, es
excelente y reúne la razón, la experiencia y la autoridad. El final de esta carta se
eleva a un alto grado por lo patética, seria y penetrante.
«Ciudadano general:» adjunta hallaréis una orden para que toméis el mando en jefe
del ejército. El recelo de que el crucero inglés no reaparezca de un momento a otro me obliga a
anticipar dos o tres días mi viaje.«Llevo conmigo a los generales Berthier, Andreossi, Murat,
Lannes y Marmont, y a los ciudadanos Monge y Berthollet.«Adjuntos van los periódicos
ingleses y de Fráncfort hasta el 10 de junio. Por ellos veréis que hemos perdido la Italia, que
Mantua, Turín y Tortona están bloqueadas. Tengo razones para esperar que la primera se
resista hasta fines de noviembre. Espero, si la fortuna me es propicia, llegar a Europa antes
que entre octubre.»
«Sabéis apreciar tan bien como yo cuanto importa a la Francia la posesión del Egipto:
este imperio turco, que amenaza ruina por todas partes, se ve en la actualidad desmoronando,
y la evacuación del Egipto seria una desgracia tanto mayor, cuanto que veríamos pasar en
nuestros días esta bella provincia a otras manos europeas.«Las noticias de los triunfos o
reveses que tenga la república deben también influir eficazmente en vuestros
cálculos.«Conocéis, ciudadano general, cual es mi modo de ver acerca de la política interior
del Egipto: cualquiera que sea la conducta que observéis, siempre serán amigos nuestros los
cristianos. Es necesario evitar que se hagan demasiado insolentes, a fin de que los turcos no
tengan contra nosotros el mismo fanatismo que contra los cristianos, lo que los pondría
irreconciliables con nosotros.«Yo había pedido ya muchas veces que me enviasen una
compañía cómica; yo me encargo muy particularmente de enviárosla. Este artículo es muy
importante para el ejército y para empezar a cambiar las costumbres del país.«El importante
puesto de jefe que vais a ocupar, os pone en el caso de desplegar los talentos con que la
naturaleza os ha dotado. El interés de cuanto pase por aquí es vivo, y los resultados serán
inmensos para el comercio, y para la civilización; esta será la época de donde empiecen a
contarse las grandes revoluciones.«Acostumbrado a ver la recompensa de las penas y de los
trabajos de la vida en la opinión de la posterioridad, abandono Egipto con el mayor
sentimiento. El interés de la patria, su gloria, la obediencia, los acontecimientos
extraordinarios que acaban de pasar, me deciden únicamente a pasar por en medio de las
escuadras enemigas, para trasladarme a Europa. Mi espíritu y mi corazón se quedan con vos.
Vuestros triunfos me lisonjean tanto como si yo estuviese en persona, y miraré como mal
empleados todos los días de mi vida en que no haga alguna cosa por el ejército, de cuyo mando
os dejo encargado, y para consolidar el magnífico establecimiento cuyas bases acaban de
asentarse.«El ejército que os confío se compone todo de hijos míos; he tenido en todo tiempo,
aun en mis mayores penas, testimonios de apego. Mantenedle en estos mismos sentimiento,
vos lo debéis a la estimación y a la singular amistad que os profeso, y a la inclinación
verdadera que les tengo.— Bonaparte.»
Antes de pasar más adelante recordaré una cosa de que todos deben hallarse
ya convencidos; no me ocupo de la vida particular de Bonaparte, sino del
compendio y resumen de sus acciones; pinto sus batallas, no las describo;
encuéntranse por todas partes, desde Pomereul que ha publicado las Campañas de
Italia, y desde nuestros generales, críticos y censores de los combates a que
asistieron, hasta los tácticos extranjeros, ingleses, rusos, alemanes, italianos, y
españoles. Los boletines públicos de Napoleón y sus comunicaciones secretas
forman el hilo poco seguro de esta narración. Los trabajos del teniente general
Jomini son los que suministran mayor instrucción. El autor es tanto más digno de
crédito, cuanto que ha dado pruebas de estudios en su Tratado de la gran táctica, y en
su Tratado de las grandes operaciones militares. Admirador de Napoleón hasta la
injusticia, y adicto al estado mayor del mariscal Ney, se le debe la historia crítica y
militar de las campañas de la revolución; vio con sus propios ojos la guerra en
Alemania, en Prusia, en Polonia y en Rusia hasta la toma de Smolensko; se halló en
Sajonia en los combates de 1813, y de allí pasó a los aliados. Fue condenado a
muerte por un consejo de guerra de Bonaparte, y nombrado en el mismo momento
ayudante de campo del emperador Alejandro. Atacado por el general Sarrazin en
su Historia de la guerra de Rusia y Alemania, le dio una contestación. Jomini tuvo a su
disposición los materiales depositados en el ministerio de la Guerra y en los demás
archivos del reino: contempló la marcha retrógrada de nuestros ejércitos después de
haberlos guiado para que avanzasen. Su narración es lucida y mezclada de juiciosas
reflexiones. Se han tomado de él páginas enteras sin decirlo; pero ni tengo vocación
de copista, ni ambiciono el sospechoso renombre de un César desconocido a quien
solo ha faltado un casco para someter de nuevo la tierra. Si hubiese querido ayudar
la memoria de los veteranos manejando cartas, corriendo en derredor de los
campos de batalla cubiertos de mieses, extrayendo tantos y tantos documentos, y
acumulando descripciones sobre descripciones, siempre las mismas, hubiera
añadido volúmenes a volúmenes, me habría formado una reputación de capacidad,
con riesgo de sepultar bajo el peso de mis trabajos, a mí mismo, a mi lector, y a mi
héroe. No siendo más que un simple soldado, me humillo ante la ciencia de los
Vegecios; no he lomado para mi público los oficiales a medio sueldo; el menor cabo
sabe más que yo.
Dessaix fue enterrado en lo alto de los Alpes, en el hospicio del monte de San
Bernardo, como Napoleón en los sombríos sitios de Santa Elena.
¡Y aun no hacia nueve meses que Napoleón estaba en las orillas del Nilo!
Nueve meses le fueron suficientes para derrocar la revolución popular en Francia, y
para hundir las monarquías absolutas en Europa.
A imitación de los caballeros de San Luis, fue creada la legión de honor: con
esta institución penetró un rayo de la antigua monarquía, y se puso un obstáculo a
la nueva igualdad. La traslación de las cenizas de Turena a los Inválidos, hizo que
se apreciase a Napoleón: la expedición del capitán Baudin llevó su fama alrededor
del mundo: todo cuanto podía perjudicar al primer cónsul desapareció. Se deshizo
de los conspiradores del 18 vendimiario, y se libró el 3 nivoso de la máquina
infernal: Pitt se retira, Pablo muere y le sucede Alejandro: todavía no se descubría a
Wellington. Pero la India se conmueve para quitarnos nuestra conquista del Nilo: el
Egipto es atacado por el arrojo, mientras que el capitán bajá le invade por el
Mediterráneo. Napoleón agitaba los imperios; y toda la tierra desconfiaba de el.
El 6 de mayo de 1802, Napoleón fue elegido cónsul por diez años, y no tardó
en serlo vitalicio. Se encontraba aun bastante descontento con la vasta dominación
que la paz con la Inglaterra le había dejado. Sin hacer caso del tratado de Amiens, y
sin pensar en las nuevas guerras en que su resolución iba a sumirle bajo pretexto de
la no evacuación de Malta, reunió las provincias del Piamonte a los estados
franceses, y las turbulencias ocurridas en Suiza la ocupó. La Inglaterra rompió con
nosotros, del 13 al 30 de mayo de 1803, y el 22 del mismo mes apareció el
incalificable decreto en que se mandaba prender a todos los ingleses que
comerciaban o viajaban por Francia.
El príncipe Eugenio, el 14 de enero de 1806, casó con la hija del nuevo rey de
Baviera. Los tronos iban a parar de todas partes en la familia de un soldado de la
Córcega. El 20 de febrero, el emperador decretó la modificación de la iglesia de San
Dionisio. Destinó las bóvedas recién construidas para panteón de los príncipes de
su raza; y sin embargo, Napoleón no debía ser sepultado en él: el hombre abre la
huesa y Dios dispone de ella.
La confederación del Rin es una gran obra incompleta, que requería mucho
tiempo, y un conocimiento especial de los derechos y de los intereses de los pueblos:
degeneró súbitamente en el espíritu del que la había concebido, y de una
combinación profunda, no quedó más que una máquina fiscal y militar. Bonaparte,
en su primera mirada no veía ya más que soldados y dinero, el recaudador y el
reclutador reemplazaban al gran hombre. Miguel Ángel de la política y de la guerra,
ha dejado muchas obras llenas de imperfecciones.
Erfurt capitula; Davoust se apodera de Leipsick; los pasajes del Elba son
forzados; Spandau cede y Bonaparte aprisiona en Potsdam la espada de Federico.
El 27 de octubre de 1806, el gran rey de Prusia oye al pie de sus abandonados
palacios de Berlín un ruido de armas que le revela la presencia de los granaderos
extranjeros: era que Napoleón había llegado. En tanto que él monumento de la
filosofía se desplomaba en las orillas del Spree, visitaba yo en Jerusalén el
imperecedero monumento de la religión.
Inútil fue todo el valor de los franceses; armáronse las selvas, y hasta los
matorrales se convirtieron en enemigos. De nada servían las represalias en un país
en que estas son naturales. La derrota de Bailen, la defensa de Gerona y de
Ciudad-Rodrigo, anunciaron la resurrección de un pueblo. La Romana, desde el
fondo del Báltico, conduce a España sus regimientos, como en otro tiempo los
francos escapados del Mar Negro, desembarcaron triunfantes en las bocas del Rin.
Vencedores de los mejores soldados del mundo, vertíamos la sangre de los frailes
con esa rabia impía que habían legado a la Francia la sarcástica pluma de Voltaire y
la atea demencia del Terror. Las milicias del claustro fueron, sin embargo, las que
pusieron un término a los progresos de nuestras tropas. No creyeron estas
encontrar aquellos hombres envueltos en sus hábitos, que encaramados como
dragones de fuego sobre los abrasados maderos de Zaragoza, cargaban entre las
llamas del incendio sus escopetas al son de las bandurrias, al canto de las boleras y
al réquiem del oficio de difuntos. Las ruinas de Santo debieron aplaudir tanta
heroicidad.
¡Adiós monasterios, sobre los que dirigí una mirada en los valles de Sierra
Nevada, y en las playas de Murcia! Allí, al toque de una campana, que pronto
dejará de sonar bajo sus arcos ruinosos; entre las ermitas sin anacoretas, entre los
sepulcros sin voz, y los muertos sin manes; allí en aquellos vacíos refectorios, en
aquellos claustros abandonados en que Bruno dejó su soledad, Francisco sus
sandalias, Domingo su antorcha, Carlos su corona, Ignacio su espada y Rancé su
cilicio; en el altar de una fe que se va extinguiendo, acostumbrábase a despreciar el
tiempo y la vida; y si algún resto de las pasiones agitaba aun el corazón, vuestra
soledad les prestaba cierta cosa que armonizaba perfectamente con la vanidad de
los sueños.
Pío VIl había consagrado a Napoleón. Cuando estuvo dispuesto para volver
a Roma se le indicó que podría ser retenido en París: «Todo lo había previsto,
respondió el pontífice; antes de salir de Italia firmé una abdicación en forma, que
obra en manos del cardenal Pignatelli, en Palermo, fuera de los alcances del poder
francés. En lugar de un papa solo quedará en vuestro poder un monje llamado
Bernabé Chiaramonte.»
El papa, entonces, firmó una protesta solemne; pero antes de sellar la bula de
excomunión, preparada con mucha anterioridad, interrogó al cardenal Pacca:
«¿Qué haríais vos? le dijo.— Levantad los ojos al cielo, replicó el consejero, y
después dad vuestras ordenes; lo que vuestros labios pronuncien será la voluntad
del cielo.» El papa alzó los ojos, firmó y exclamó: «Dese curso a la bula.»
Megacci fijó los primeros carteles de la bula a las puertas de las tres basílicas
de San Pedro, Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. Los carteles fueron
arrancados, y remitido uno de ellos al emperador por el general Miollis.
Fuera de la puerta del Popolo le aguardaba una silla de posta. Las persianas
del coche a que subió Pío VII estaban clavadas por el lado en que se sentó. Apenas
entró el papa cuando Radet cerró las portezuelas con dos vueltas de llave, la que
guardó en su bolsillo. Este jefe de los gendarmes debía acompañar al Santo Padre
hasta Chartreusa de Florencia.
A tres millas de Génova encontró el papa una litera que lo condujo a la orilla
del mar; un falucho lo llevó al otro lado de la ciudad a San Pedro de Arena.
De Grenoble llegó a Valenza. Allí había expirado Pío VI; allí exclamó cuando
lo enseñaron al pueblo: «¡Ecce homo!» allí se separó de Pío VII; el difunto, a quien la
muerte salió al encuentro, bajó allí a la tumba haciendo cesar la doble aparición,
porque hasta allí parecía ver dos papas caminando reunidos, como la sombra
acompaña et cuerpo. Pío VII llevaba el anillo que Pío VI tenía cuando expiró, señal
de que con él había aceptado las miserias y destino de su predecesor.
Conducido al acaso entró en los Alpes Marítimos; quiso atravesar pie a tierra
el puente del Var, y encontró la población dividida por orden de profesiones; los
sacerdotes con sus ropas talares y diez mil personas de rodillas en un profundo
silencio. La reina de Etruria, de rodillas también con sus hijos, aguardaba al Santo
Padre a la extremidad del puente. En Niza estaban las calles sembradas de flores. El
comandante que conducía al papa a Savona, tomó por la noche un camino poco
frecuentado por los bosques; con la mayor admiración se encontró en medio de una
iluminación solitaria; de cada árbol pendía una luz. Toda la cumbre a lo largo del
mar estaba igualmente iluminada; las embarcaciones desde lejos alcanzaron a ver
estos faros que el respeto, la ternura y la piedad encendieran por el naufragio del
monje cautivo. ¿Volvió así de Moscú Napoleón? ¿Era precedido del catálogo de sus
beneficios y de la bendición de los pueblos?
Mientras duró esta travesía por Francia, no se permitió al pontífice echar pie
a tierra de su coche. Si tomaba algún medicamento era dentro del mismo carruaje,
pues se lo introducían en las paradas de posta.
Tarde o temprano será preciso entrar de nuevo en la guerra que tan bien
conocía Moreau, guerra que deja a los pueblos en reposo, mientras que un corto
número de soldados hacen su deber; forzoso será volver al arte de las retiradas, a la
defensa de un país en medio de plazas fuertes, a las maniobras pesadas en que solo
sé pierde tiempo economizando las vidas. Esas enormes batallas de Napoleón han
excedido los límites de lo glorioso, los ojos no pueden mirar esas carnicerías que, en
último resultado, no producen ventaja alguna proporcionada a sus calamidades. La
Europa a no ser por circunstancias imprevistas, está disgustada de los combates
para mucho tiempo. Napoleón, sacando a la guerra de su órbita, la ha herido de
muerte.
Es tan interesante esta narración del duque de Cadora que quise consignarla
en su integridad.
Uno de los agentes secretos que tomaron más parte en la dirección de este
negocio fue mi amigo Alejandro Laborde, herido en las filas de los emigrados y
condecorado con la cruz de María Teresa por sus heridas.
notes
Notas a pie de página
1
«Huérfano amado, de tu madre imagen; ¡ójala te guarde el cielo la dulce
vida que a tu padre negó, y la tierna prole que me niega a mí!»
su piedad filial; Mr. de Sainte-Beuve ha adornado con una relación ingeniosa esto
monumento. (París, nota de 1839).
3
«Ya se acerca la vejez con sus dolores peculiares: ¿Qué me ofrece el
porvenir? Escasas esperanzas. ¿Y lo pasado? Culpas y recuerdos tristes. Tal es la
suerte del hombre; se va instruyendo a medida que avanza en edad. ¿Pero de qué
sirve el ser sabio, cuando nos hallamos tan cerca de su término?
4
«¿No volveré a hablarte? ¿no he de oír ya jamás tus palabras? ¿No volveré a
verte ya, hermano mío, a quien quiero más que a mi vida? ¡Ah! mi cariño hacia será
eterno!»
5
Véase el Domesday book.
6
«Cuanto más vil es el opresor, más infame es el esclavo.»
7
«¿Quién es la que mira y gimotea allá abajo? ¡Eh! Es la viuda del tambor,
etc., etc
8
«Por sus virtudes, por sus atractivos, merecería ser su padre.
9
Barrio de París donde habitaban generalmente los estudiantes.
10
Desgraciado de aquel a quien el cielo concede larga vida.
11
¡Y el amor me consuela! Nada podrá consolarme de su pérdida.
fama. ¡Oh alma sublime! siendo tan apreciada ¿qué mejor alabanza se te podrá
tributar que el silencio? porque las palabras son siempre estériles cuando el objeto
sobrepuja a cuanto se puede decir.
14
¡Italia mía!... ¡Oh diluvio formado de los desiertos extranjeros para inundar
nuestros deliciosos campos! ¿No está allí la tierra que yo pisó por primera vez? ¿No
está allí el nido en que me alimenté dulcemente? ¿No está la patria en que confío,
madre benigna y piadosa que cobija a mis padres?
15
Virgen mía, pongo mi confianza en vuestro amparo.
Hay una cosa grande que se encierra en el mundo; es preciso ¡oh joven rey
16
que tu alma corresponda a ella. ¡Oh! no en vano calmando nuestro dolor, el cielo
quiso revelar tu vida por medio de un moribundo; no en vano algún tiempo
después la nación adormecida, seguida de sus hijos, te elevó en sus brazos a los ojos
del universo entero, sobre el borde de un ataúd.
17
El Garona y el Tara en sus grutas profundas, suspiran tiempo ha por reunir
sus aguas, haciendo bajar de este modo por sus inclinadas corrientes los tesoros de
la aurora a la ribera del Oeste. Pero la naturaleza sujeta a leyes eternas ha opuesto
como obstáculo invencible una cordillera de montes y rocas. Francia, habla tú, gran
rey, y desaparecen las rocas, la tierra abre su seno y se humillan las más altas
montañas. Todo cede etc...
18
¡Oh! cuán dichoso sería el que en este sitio tan delicioso, pudiese, amado de
Silvia siempre y siempre enamorado, pasar la vida con ella!
¿Porqué han de demolerse esas columnas de los dioses, obra de los Césares,
19
monumento tutelar?
20
Si ellos se han atrevido a todo es porque nada les habéis negado: cuanto
más vil es el opresor más infame es el esclavo.
tiempo no obra en vosotros; vuestras frentes han soportado sin trabajo los años que
abruman la mía.
Cuando lleno de esperanzas atravesé vuestras cimas la vez primera, se
presentaba a mi vista un porvenir inmenso como el horizonte.
22
Yo terminé mis días la postrera y la más miserable.
23
No vale mi vida lo que me cuesta un suspiro.
24
La amistad de Mr. de Fontanes iba demasiado lejos: Mme. de Beaumont
me había juzgado mejor, pues pensó sin duda que si me hubiera dejado su fortuna,
yo no la habría aceptado.
25
¡Que Condé os loa alguna tez en Chantilly; que Enghien se enternezca!
Los originales, del proceso de Armando me han sido remitidos por una
26
27
Tomo I de estas Memorias.
30
Memorias de Santa Elena.
31
«Romanos que os vanagloriáis de un ilustre origen, ved de lo que dependía
vuestro naciente imperio... Dido no tiene atractivos bastante poderosos para
retardar la fuga en que se obstina su amante, mas si la otra Dido, adorno de estos
lugares, hubiese sido reina de Cartago, habría, por servirla, abandonado a sus
dioses, y vuestro hermoso país aun estaría inculto.»
32
¡Qué digo!... a los primeros golpes de la fulminante tempestad, tal vez
puede haber escapado algún culpable: anuncia el perdón, y si engañado por la
esperanza, se levanta temblando algún desgraciado, que se redoble el fuego y todo
lo concluya el hierro.
33
Recuerdos del teniente general conde Dumas, t. III, pág. 317.
34
Seguiré de bien cerca vuestra ilustre retirada para tratar con él sin
necesidad de intérprete.
Table of Contents
MEMORIAS DE ULTRATUMBA
PRIMERA PARTE
PARÍS 1837.
PARÍS, 1839.