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MEMORIAS DE ULTRATUMBA TOMO II

POR EL VIZCONDE DE CHATEAUBRIAND


Título Original: Mémoires d'outre-tombe

©1848, Chateaubriand, Francois-Rene

©1849, Mellado, Editor

ISBN: 5705547533428

Generado con: QualityEbook v0.65


TRADUCIDA AL CASTELLANO.MADRID, 1849

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PRIMERA PARTE

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Mis ocupaciones en provincia.— Muerte de mi hermano.— Desgracias de mi


familia.— Dos Francias.— Cartas de Hingant.

Con las excursiones que empecé a hacer a caballo, recobré algunas, fuerzas y
se restableció un poco mi salud. La Inglaterra, vista con detención, era triste, pero
me hechizaba: en todas partes se me ofrecían los mismos objetos y los mismos
paisajes. El estudio endulzó principalmente mis pesares: bien hacia Cicerón en
recomendar el comercio de las letras en las aflicciones de la vida. Las mujeres
estaban contentísimas con haber encontrado un francés a quien hablar en su lengua.

Las desventuras de mi familia, que supe por los periódicos, me obligaron a


descubrir mi verdadero nombre (pues me fue imposible ocultar mi dolor), y
aumentaron el interés de aquella gente en favor mío. Los papeles públicos
anunciaron la muerte de Mr. de Malesherbes, la de su hija la señora presidenta
Rosambo, la de su nieta la señora condesa de Chateaubriand, y la del conde de
Chateaubriand, esposo de esta y hermano mío, inmolados juntos el mismo día, a la
misma hora y en el mismo cadalso; Mr. de Malesherbes era un objeto de veneración
para los ingleses, y mi alianza con el defensor de Luis XVI hizo subir de punto la
benevolencia con que me trataban mis huéspedes.

Por mi tío Mr. de Bedée supe las persecuciones que sufrían mis demás
parientes. Mi anciana e incomparable madre se había visto precisada a subir a una
carreta con otras victimas, y a pasar desde el fondo de Bretaña a los calabozos de
París, para compartir la suerte de aquel hijo a quien tanto había amado. Mi esposa y
mi hermana Lucila aguardaban su sentencia en los calabozos de Rennes, desde los
cuales se pensó trasladarlas al castillo de Combourg, convertido en fortaleza del
estado, culpándose a su inocencia por el crimen de mi emigración. ¡Qué valían
nuestras aflicciones en tierra extraña comparadas con las de los franceses que
residían en su patria!

Y sin embargo, ¡qué desgracia no era saber, en medio de los padecimientos


del destierro, que aquel destierro mismo servía de pretexto para perseguir a
nuestros allegados!

La sortija que recibió en arras mi cuñada cuando se casó la encontraron hace


dos años en medio del arroyo de la calle Cassette. Estaba rota cuando me la llevaron,
y sus dos arillos pendían abiertos y enlazados uno con otro; pero aun se leían
perfectamente los nombres en ellos grabados. ¿Cómo pareció esta sortija? ¿En qué
sitio y época se perdió? ¿Pasó la víctima, que estaba presa en Luxemburgo, por la
calle Cassette al marchar al suplicio? ¿Dejó caer el anillo desde la carreta, o se lo
quitaron del dedo después de la ejecución? El aspecto de aquel símbolo, que por su
quebradura y su inscripción evocaba en mi mente tan crueles recuerdos, me
enterneció en extremo. Parecía que mi cufiada me lo enviaba misteriosa y
fatídicamente desde la morada de los muertos, en memoria suya y de su hermana.
¡Ojalá que no sea fatal para su hijo a quien se lo he enviado!

Chere orphelin, image de ta mére,au ciel pour toi je demaude ici-basles jours heureux
retranchés a ton péreet les enfans que tan oncle n‘a pas 1.

Esta mala cuarteta forma con otras dos o tres el único regalo de bodas que
pude hacer a mi sobrino en la época de su enlace.

Otro monumento me queda también de aquellas desgracias. Véase lo que me


ha escrito Mr. de Contencin, quien encontró en los archivos de París la orden
expedida por el tribunal revolucionario para que mi hermano y su familia fuesen al
cadalso.

«Señor vizconde:«Es una especie de crueldad el resucitar en un alma que ha padecido


mucho, el recuerdo de las desgracias que mas dolorosamente la afectaron. Esta idea me ha
hecho vacilar algún tiempo antes de ofreceros un documento harto triste, que durante mis
indagaciones históricas he encontrado. Es una fe de difunto, firmada antes de la muerte, por
un hombre que se mostró tan implacable como ella, siempre que encontraba reunidos en una
sola cabeza el mérito y la virtud«Desearé, señor vizconde, no causaros un excesivo disgusto,
al añadir a los archivos de vuestra familia un título que despierta tan crueles memorias.
Suponiendo que tendría interés para vos, puesto que para mí tenia subido precio me he
resuelto por fin a enviároslo. Si no he obrado indiscretamente, me daré un doble parabién,
puesto que hoy me ofrece este paso la ocasión de expresaros los sentimientos de profundo
respeto y de admiración sincera que hace mucho tiempo me habéis inspirado, y con los cuales
soy señor vizconde.«Vuestro humilde y obediente servidor.«A. DE CONTENCIN.«Palacio
de la Prefectura del Sena.«París 23 de marzo de 1835.»

He aquí mi contestación á esta carta:

«Muy señor mío: A petición mía se habían ya buscado en la Santa Capilla las piezas
del proceso dé mi infeliz hermano y de su esposa; pero no estaba entre ellas la orden que vos
¿sabéis tenido la bondad de «aviarme. Ella y otras muchas habrán sido ya presentadas con
sus borrones y sus nombres estropeados ante el tribunal de Dios, donde le habrá sido forzoso
a Fouquier reconocer su firma. ¡Esos son los tiempos que hoy se echan.de menos, y sobre los
cuales se escriben tomos enteros de admiración! Por lo demás la suerte de mi hermano me
causa envidia, que al fin ya salió hace largos años de este triste mundo. Os doy infinitas
gracias por la estimación que me manifestáis en Vuestra noble y hermosa carta, y ruegos que
creáis en la sinceridad de mi distinguida consideración, con la cual tengo el honor de ser,
etc.»La orden de muerte citada es especialmente notable, porque prueba la ligereza con que
entonces se ajusticiaba, hay nombres con la ortografía equivocada, y otros están
completamente borrados. Estos vicios de forma, que bastarían para invalidar la sentencia más
insignificante, no detuvieron á los verdugos; solo se fijaban sus pensamientos en la
puntualidad de la ejecución; a las cinco en punto.

El documento auténtico es este; lo copio letra por letra:

EJECUCIÓN DE SENTENCIAS CRIMINALES,

Tribunal revolucionario,«El ejecutor de las sentencias criminales acudirá con


puntualidad a la casa de justicia de la Conserjería para llevar a efecto la que condena a
Mousset, d‘Esprémenil, Chapelier, Thouret, Ilell, Lamoignon, Malesherbes, la mujer de
Lepelletier Rosambo, Chateaubriand y su mujer (el nombre propio está borrado y no se puede
leer) la viuda Duchatet, la mujer de Grammont, ex duque, la mujer de Rochechuart
(Rochechouart) y Parmentier, total 14, a la pena de muerte. La ejecución tendrá efecto hoy a
las cinco en punto, en la plaza de la Revolución de esta capital.«El acusador público, H.Q.
FOUQUIER.«Dado en el tribunal, a 3 de floreal del año segundo de la república
francesa.«Dos carretas.»
Las ocurrencias del 9 de thermidor salvaron a mi madre, la que quedó, sin
embargo, olvidada en la Conserjería, en donde la encontró el comisario
convencional. «¿Qué haces ahí, ciudadana? le dijo. ¿Quién eres? ¿Por qué no le has
ido?» Mi madre contestó que habiendo perdido a su hijo, no pedía noticias de nada,
y que le era indiferente morir allí o en cualquiera otra parte. «Pero acaso tendrás
otros hijos», replicó el comisario. Entonces nombró mi madre a mi esposa y mis
hermanas presas en Rennes. Diose orden para ponerlas en libertad, y se obligó a mi
madre a salir de su calabozo.

En ninguna historiado la revolución se ha cuidado de poner el cuadro de la


Francia exterior junto al de la Francia interior; de pintar aquella gran colonia de
desterrados que iban variando de industria y de padecimientos, según variaban los
climas y las costumbres de los diversos pueblos a que se acogían.

Fuera de Francia, todo se hacia por individuos: metamorfosis de profesiones,


aflicciones oscuras, sacrificios sin ruido y sin recompensar una idea fija se destacaba
sin embargo de esta confusión de individuos de todas clases, de todas edades y de
todos sexos la de la antigua Francia viajando con sus preocupaciones y con sus
leales, corno.cu otro tiempo la iglesia de Dios, errante sobre la tierra con sus
virtudes y con sus mártires.

Dentro de Francia se consumaba todo por masas; Barrére anunciaba a un


tiempo degüellos y conquistas, guerras civiles y guerras extranjeras y a la par
ocurrían los combates gigantescos de la Vendés y los de las orillas del Rin; se
derrocaban los tronos al estruendo de los pasos de nuestro ejército; se hundían
nuestras escuadras en los mares; el pueblo desenterraba a los monarcas en San
Dionisio, y arrojaba el polvo de los reyes muertos al rostro de los reyes vivos para
cegarlos: y la nueva Francia, enaltecida con sus modernas libertades, y orgullosa
hasta con sus crímenes, se asentaba en su propio terreno e iba ensanchando sus
fronteras, doblemente armada con el hacha del verdugo y la espada del saldado.

En medio de mis pesadumbres de familia llegaron a tranquilizarme acerca


de la suerte de Hingant algunas cartas suyas, notables por más de un concepto En
setiembre de 1790 me escribía lo siguiente: «Vuestra carta de 23 de agosto está llena
de tierna sensibilidad. Se la he enseñado a algunas personas y les ha hecho llorar.
Tentaciones tenía de decirles lo que Diderot do J.J. Rousseau cuando fue éste a
visitarlo en su encierro de Vincennes: \Mirad cómo me quieren mis amigos! Mi
enfermedad no ha sido realmente más que una de esas calenturas nerviosas que
hacen padecer mucho, y que no tienen mejores médicos que el tiempo y la paciencia.
Estando en cama me entretenía en leer algunos estrados de Fedon y de Timeo,
libros que abren las ganas de morir. Algunas veces decía cuino Calón.

¡It mus be so, Plato! ¡Thou reason'st vell!

Me forjaba ideas sobre mi viaje, como pudiera sobre otro a las Lidias
Orientales, y pensaba en la multitud de objetos nuevos qué debía ver en aquel
mundo de los espíritus (según lo llamaba Sweden-borg), y sobre todo, en que el
camino estaría exento de fatigas y de peligros.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Carlota.

A cuatro leguas de Beccles, y en una población, pequeña llamada Bungay,


vivía el reverendo ministro anglicano, Mr. Ibes, gran helenista y matemático. Tenía
una esposa joven todavía, y encantadora por su rostro, su conversación y sus
modales, y una hija única, que a la sazón contaba quince años. Me presentaron en
su casa, y fui recibido por aquella familia mejor que por ninguna otra de la
población: todavía se conservaban allí las antiguas tradiciones inglesas respecto a
beber, y se pasaban dos horas de sobremesa después de retirarse las mujeres. Mr.
Ibes, que había estado en América, gustad de referir sus viajes, de oír la relación de
los míos y de hablar de Newton y de Homero. Su hija, que por agradarle había
adquirido una vasta erudición, era además excelente profesora de música, y
cantaba como hoy canta Mme. Pasta. A la hora de tomar el té volvía a presentarse
en el comedor, y deleitaba con sus armonías el sueño del anciano ministro: yo la
escuchaba silenciosamente, apoyado en una esquina del piano.

Concluida la música, solía la young lady interrogarme acerca de Francia y de


la literatura, y me pedía planes a que arreglar sus estudios: deseando
particularmente conocer los autores italianos, rae suplicó le diese algunas notas
sobre la Divina Comedia y la Gierusalemme. Poco a poco fui sintiendo la tímida
influencia de un afecto nacido todo del alma; a las floridianas las ayudaba en su
tocado; pero estando con miss Ibes, no me hubiera atrevido siquiera a levantar del
suelo un guante suyo, y hasta me costaba rubor el traducir con ella algún trozo del
Tasso; con Dante, genio casto y varonil, me hallaba mas a gusto.

Mi edad y la de Carlota Ibes concordaban entre sí. En todas las relaciones


que se forman a la mitad de la vida, entra siempre una- parte de la melancolía; sino
data el conocimiento desde los primeros años, los recuerdos de la persona amada se
desprenden de aquellos días en que se respiró sin conocerla; días que,
perteneciendo a otra sociedad, causan dolor a la memoria y están como segregados
de nuestra existencia. Y si a esto se añade alguna desproporción de edad, entonces
crecen los inconvenientes: el mas viejo comenzó a vivir antes que el mas joven
viniera al mundo, y éste se halla destinado a existir solo también: el uno atravesó
una soledad mas acá de una cuna; el otro atravesará otra mas allá de la tumba: lo
pasado fue un desierto para el primero, y lo porvenir lo será para el segando. Es
muy difícil amar con todas las condiciones de suerte, juventud, belleza,
oportunidad y armonía de corazón, de afecciones, de carácter, de gracias y de años.

Resultas de haberme caído de un caballo, durante aquel invierno, pasé una


temporada en casa de Mr. Ibes. Los sueños de mi vida comenzaron a desvanecerse
ante la realidad, miss lves se fue haciendo cada vez mas reservada, cesó de llevarme
flores y no volvió a cantar.

Si me hubiesen dicho que había de pasar el resto de mi vida en la mayor


oscuridad y en el seno de aquella solitaria, familia, me habría muerto de gozo; al
amor solo le falta la estabilidad para ser al mismo tiempo el Edén antes del pecado,
y el Hosanna sin fin. Lógrese que dure la belleza, que se conserve la juventud, que
el corazón no pueda cansarse y fe reproducirá el cielo. Tan cierto es que en el amor
se encierra la felicidad soberana, cuanto que su quimera es el vivir eternamente; no
pronuncia juramentos que no sean en la intención convocables; a falta de sus goces,
quiere eternizar sus dolores: ángel caído, habla todavía el idioma a que estaba
acostumbrado en la morada incorruptible; sus esperanzas se cifran en no cesar
jamás; y en medio de su naturaleza y de su doble ilusión terrena, pretende
perpetuarse con inmortales pensamientos y con generaciones interminables.

Íbase acercando, con gran consternación mía, el momento de despedirme. La


víspera del día señalado para mi marcha reinó gran tristeza en la comida. Mr. es se
retiró a los postres; llevándose a su hija, y dejándome lleno de asombro con Mme.
Ibes, la que daba visibles muestras de turbación. Creí que iría a reconvenirme por
una inclinación de que yo no le había dicho una palabra, pero que ella podía
fácilmente haber descubierto. Me miraba ruborizada y con los ojos bajos, en actitud
tan seductora, que seguramente no existe ningún sentimiento que en aquel instante
no hubiera podido ella reclamar para sí misma. Venciendo por fin el obstáculo que
le impedía el habla: «Caballero, me dijo en inglés, ya veis mi confusión, no sé si
Carlota os agrada, pero es imposible engañar a una madre; mi hija os tiene
indudablemente cariño. Miss Ibes y yo hemos -conferenciado sobre esto; nos
convenís por todos conceptos, y creemos que liareis feliz a nuestra bija. Os halláis
sin patria, acabáis de perder vuestros parientes, y han sido vendidos vuestros
bienes: ningún motivo, pues, os llama a Francia. Hasta tanto que recojáis nuestra
herencia, podréis vivir con nosotros.»

De cuantas aflicciones había yo sufrido hasta entornes, aquella fue la mayor


y la mas viva. Caí de rodillas a los pies de Mine. Ibes, y cubrí sus manos de besos y
lagrimas. Creyendo ella que mi llanto era de júbilo empezó también a sollozar de
gozo, y alargó el brazo para tirar de la campanilla. Ya llamaba a voces a su esposo y
a su hija: «¡Deteneos, exclamé; estoy casado!» A estas palabras perdió el sentido.

Salí de la estancia, y sin volver siquiera a mi cuarto emprendí mi viaje a pie.


En Beccles tomé el correo para Londres, después de escribir a Mme. Ibes una carta,
de la que siento ahora no haber guardado copia.

Me queda de este suceso el recuerdo más dulce, más tierno, mas impregnado
en sentimientos de gratitud. La familia de Mr. Ibes es la única, que me ha querido
bien» y que me ha acogido con verdadero afecto antes de mi celebridad. Pobre,
oscuro, proscrito, privado de seducciones y de. belleza, se me ofrecieron de pronto
un porvenir seguro, una patria, una esposa encantadora que me sacase de mi
aislamiento; una madre, ras tan hermosa como ella, que hiciera las veces de mi
anciana madre; un padre instruido, afectuoso y amigo de las tetras, para
reemplazar al padre de que me había privado el cielo. ¡Y con que compensaba yo
todo esto! En la preferencia que se me otorgaba, no podía influir ilusión ninguna, y
debo creer que la dictaba el amor. Desde entonces solo otra vez he sido objeto de un
afecto bastante elevado para inspirarme igual confianza. Por lo que hace al interés
con que al parecer se me ha mirado luego, nunca he podido averiguar si se fundaba
o no en el barniz de causas externas, en el atronador estruendo de la fama, la
prestada pompa de los partidos, o el brillo propio de toda alta posición política o
literaria.

Pasando ahora a otras consideraciones, mi matrimonio con Carlota hubiera


alterado completamente mi destino en el mundo: perdido en un condado de la
Gran Bretaña, me hubiera convertido en un gentleman cazador; nunca habría
brotado una sola palabra de mi pluma, y hasta se me hubiera olvidado mi lengua,
porque entonces escribía yo en inglés, y con forma inglesa comenzaban las ideas a
presentarse en mi mente. ¿Hubiera perdido mucho mi patria con mi desaparición?
Si me fuera dable prescindir de los momentos que me han servido de consuelo diría
que, en lugar de los días agitados que me han cabido en suerte, contaría hoy
numerosos días de calma. ¿Qué me importaran entonces el imperio, la restauración,
las divisiones y las luchas de Francia? Nadie me hubiera obligado una y otra
mañana a paliar faltas, a combatir errores... ¿Será o no cierto que tengo un talento
positivo, y que ha merecido este talento el sacrificio de mi vida? ¿Iré más allá de mi
tumba?

Y si voy, ¿habrá, en m dio de la transformación que se está verificando, y en


un mundo que no es el mío y que piensa en cosas harto distintas, habrá en ese
mundo un público que me oiga? ¿No pasaré por un hombre de otros siglos,
incomprensibles para las generaciones presentes? ¿No serán mis ideas, mis
sentimientos y hasta mi estilo cosas cansadas y envejecidas para la desdeñosa
posteridad? ¿Podrá mi sombra decir como la de Virgilio a Dante: Poeta fui et cantai,
«fui poeta y canté?...

Vuelta a Londres.

No encontré mi perdida tranquilidad en Londres, a dónde volví prófugo de


mi destino, como un malhechor de su crimen. ¡Cuán dolorosa debía haber sido para
una familia tan digna de mis homenajes, de mi respecto y de mi gratitud, el recibir
aquella especie de desaire del hombre desconocido a quien había ella acogido y
franqueado nuevos hogares, con una sencillez y una falta de recelo y precauciones
propias solo de las costumbres patriarcales! Me figuraba la pesadumbre de Carlota
y la justas reconvenciones que su familia podía y debía dirigirme; porque yo, en
suma, me había abandonado con cieno deleite a una inclinación de cuya
insuperable ilegitimidad estaba convencido ¿Traté por ventura vagamente de
llevará cabo una seducción, sin darme cuenta de mi vituperable conducta? En este
caso, ya fuera que me detuviese, como lo hice, por no faltar a la honradez, ya que
salvara el obstáculo para abandonarme a una propensión anticipadamente
mancillada por mi conducta, el objeto de aquella seducción estaba predestinado al
dolor o al arrepentimiento, solo por mi culpa.

De tan amargas reflexiones pasaba mi espíritu a otro orden de ideas, no


menos llenas de amargura, y maldecía mis bodas, que según la falsa luz de mi
entendimiento, muy enfermo a la sazón, me hablan apartado de mi verdadero
camino y me privaban de la felicidad. No advertía que por razón de mi naturaleza
irritable y de las novelescas nociones de libertad que profesaba, mi enlace con miss
Ibes hubiera sido para mí tan penoso como cualquier otra unión más
independiente.

Una sola cosa se conservaba pura y hechicera, aunque triste, en mi mente; la


imagen de Carlota, que siempre calmaba al fin mi irritación contra la suerte. Cien
veces tuve impulsos de volver a Bungay, no para presentarme a aquella afligida
familia, sino para ver pasar a Carlota, escondido junto a un camino, para seguirla al
templo en que adorábamos al mismo Dios, ya que no en el mismo altar, para ofrecer
a aquella mujer el indescriptible ardor de mis votos, haciéndolos atravesar el cielo,
para pronunciar, mentalmente al menos, la plegaria de la bendición nupcial que
hubiera yo podido oír de boca de algún ministro de aquel templo.

«¡Oh, Dios mío! unid, si os place, los espíritus de estos esposos, e inspirad a
sus corazones una sincera amistad. Mirad con favorables ojos a vuestra sierva;
haced que su yugo sea un yugo de amor y de paz, y que obtenga en su seno una
fecundidad venturosa; haced, Señor, que estos dos esposos vean los hijos de sus
hijos hasta la tercera y cuarta generación, y que alcancen una ancianidad feliz.»

Pasando de resolución en resolución escribí a Carlota largas epístolas, que


desgarré en seguida. Algunas esquelas insignificantes suyas me, servían de
talismán: la tierna y graciosa Carlota se apegaba a mis pasos por obra de mi
pensamiento, y me seguía purificándolos, por los senderos de la sílfide. Ella
absorbía todas mis facultades, ella era el centro a que tendía y por donde circulaba
mi inteligencia, como la sangre por el corazón; ella me hastiaba de todo,
hirviéndome de objeto de una comparación perpetua que redundaba en ventaja
suya. Una pasión verdadera e infeliz es una ponzoñosa levadura que queda en el
fondo del alma, y que bastaría para dañar el pan de los ángeles.

Los sitios que con Carlota había recorrido, las horas pasadas con ella, las
palabras que entre nosotros habían mediado, vivían eternamente en mi memoria:
me parecía ver la sonrisa de aquella esposa que el destino quiso depararme, y ora
tocaba respetuosamente sus negros cabellos, ora oprimía sus mórbidos brazos
contra mi pecho, como una cadena de lirios ceñida a mi cuello. No bien llegaba a un
sitio desierto, cuando la Carlota de blancas manos acudía a ponerse a raí lado,
adivinando yo su presencia, como por la noche ni respira el perfume de las flores,
aunque no las distingue la vista.
Privado de la compañía de Hingant, me hallaba en completa libertad de
llevar la imagen de Carlota a mis paseos, más solitarios que nunca. No hay un
matorral, un camino ni una iglesia a treinta millas de Londres que no haya yo
visitado. Los sitios mas incultos, cualquier erial de ortigas, cualquier zanja cubierta
de cardos, cualquier lugar desdeñado de los hombres, eran mis sitios predilectos; en
ellos respiraba va Byron. Apoyada la cabeza en una mano, pasaba las horas
contemplando aquellos lugares de todos despreciados, v si su aspecto aflictivo me
conmovía con exceso, alzábase en mi mente el recuerdo de Carlota y me llenaba de
delicias, cuales las de aquel peregrino que al llegar frente a los peñascos del Sinaí,
oyó el canto de un ruiseñor en medio de las soledades.

En Londres estaban todos asombrados con mi conducta: no miraba ni


hablaba con nadie, ni entendía lo que me decían: mis camaradas antiguos creyeron
que tenía un ramo de locura.

Encuentro extraordinario.

¿Qué pasó en Bungay después de mi partida? ¿Qué fue de aquella familia a


cuyo seno llevé el júbilo y la tristeza?

Recuerda, por supuesto el lector que soy embajador cerca de Jorge IV, y que
escribo en Londres en 1822, lo que me sucedía en Londres en 1795.

Algunos negocios me forzaron hace ocho días a suspender la narración que


hoy continuo. Durante este intervalo, llegó mi ayuda de cámara cierta mañana entre
doce y una, a anunciarme que se había parado un carruaje a la puerta, y que una
señora inglesa solicitaba hablarme. Como en virtud de mi posición pública, me he
impuesto el deber de no negarme a nadie, respondí que podía pasar adelante
aquella señora.

Me hallaba ala sazón en mi gabinete; anuncian a lady Sultoir, y veo entrar


una mujer vestida de lulo, acompañada de dos agraciados muchachos, de luto
también: el uno podía tener diez y seis años y el, otro catorce. Notando que la
desconocida estaba tan conmovida que apenas podrá andar, me acerqué a ella;
entonces me dijo con voz alterada: «Mylord, ¿do you remember me? (¿Me conocéis?)
¡Si, conocí & miss Ives! Los años, al pasar sobre su cabeza, le habían dejado solo sus
primaveras. La tomé por la mano, hícela sentarse y me coloqué a su lado; no
acertaba a decirle una palabra; mis ojos estaban cargados de lágrimas, a través de
los cuales la contemplaba silenciosamente, por lo que entonces sentí, conocí que la
había amado profundamente. Por fin pude preguntarle, como ella antes a mí «¿Y
vos, me conocéis?» Alzó entonces los; ojos que tenia fijos en el suelo, y me dirigió
una mirada risueña y melancólica a la par, como un intenso recuerdo. Su mano
seguía sujeta entre las mías. Luego me dijo Carlota: «Llevo el luto de mi madre; mi
padre murió hace muchos años; estos son mis hijos.» Y al pronunciar las últimas
palabras, retiró su mano y se recostó en su sillón, cubriéndose los ojos con su
pañuelo.

Poco después, prosiguió: «Milord, ahora os hablo en el idioma que quise


aprender con vos en Bungay. Perdonad mi conclusión. Mis dos niños son hijos del
almirante Sulton, con quien me casé tres años después que salisteis de Inglaterra.
Pero hoy no tengo las fuerzas necesarias para entrar en pormenores. Permitidme
que vuelva otro día.» Le pedí sus señas, ofreciéndole el brazo para acompañarla
hasta su carruaje: noté que temblaba, y estreché su mano sobre mi corazón.

Al otro día fluí a casa de lady Sulton, a quien encontré sola. Entonces
comenzó esa serie de ¿os acordáis? que dan nuevo ser a toda una vida. Al
pronunciar cada ¿os acordáis? nos mirábamos como buscando en nuestro rostro las
señales del tiempo que tan cruelmente marcan la distancia del punto de partida y el
camino recorrido. «¿Cómo, pregunté a Carlota, cómo os anunció vuestra madre?
Ruborizose ella y me atajó vivamente, diciendo: «He venido a Londres a suplicaros
que os intereséis por los hijos del almirante Sulton: el mayor desearía pasar a
Bombay, y como Mr. Canning, nuevo gobernador de las Indias, es amigo vuestro,
pudiera llevarlo consigo. Mucho os lo agradecería: tendría gusto en deberos la
felicidad de mi primer hijo.» Y recalcó estas últimas palabras.

¡Ah señora! le respondí. ¿Qué me recordáis! ¡Qué trastorno en nuestra suerte!


¿Vos que acogisteis en la mesa hospitalaria de vuestro padre a un pobre desterrado,
que no mirasteis con desdén sus padecimientos, que tal vez pensasteis en elevarlo
hasta una posición gloriosa e inesperada, vos reclamáis hoy su protección en
vuestro propio país?...Veré a Mr. Canning, y vuestro hijo, por mucho que me cueste
darle este nombre, irá a las Indias, si de mi depende. Pero, decidme, señora, ¿qué
efectos obra sobre vos mi nueva posición, o como me miráis? La palabra milord de
que os valéis para hablarme, me parece harto dura.»

«Ni os encuentro desfigurado, replicó Carlota, ni siquiera más envejecido.


Siempre que hablé de vos con mis padres, durante vuestra ausencia, os di el título
de milord porque creía que debíais llevarlo; ¿y no erais para mí como un marido,
my lord and master, mi señor y dueño?»

Aquella encantadora mujer tenía algo de la Eva de Milton al pronunciar estas


palabras; no había salido del vientre de otra mortal, y su belleza conservaba la
impresión de la mano divina que la formó.

De allí corrí a casa de Mr. Canning y de lord Lodonderry, lo que me pusieron


dificultades para un mezquino empleo, ni más ni menos que en Francia, pero me
hicieron promesas como en todas las cortes. Di cuenta de mi visita a lady Sulton, y
volví tres veces a verla; a la cuarta me anunció que iba a regresará Bungay. Esta
última entrevista fue muy dolorosa para mí. Carlota me habló como acostumbraba,
de lo pasado, de nuestra vida secreta; nuestras lecturas, paseos y cantos, de las
flores y de las esperanzas antiguas. Cuando yo os conocí, decía, nadie pronunciaba
vuestro nombre: ¿quién lo ignora hoy?

¿Sabéis que poseo una obra y varias cartas escritas por vuestra mano? Aquí
están.» Y me entregó un paquete de pápeles. «Nos os agraviéis, porque no quiero
conservar nada vuestro,» añadió llorando: «¡Farewell, farewell! exclamó luego; no
os olvidéis de mi hijo. Nunca os volveré a ver, porque seguramente no iréis a
buscarme a Bungay.—Iré, respondí; iré a llevaros el despacho de vuestro hijo.»
Carlota meneó la cabeza como dudándolo, y se retiró.

Devuelta en la embajada, me encerré en mi cuarto y abrí el paquete, que solo


contenía algunas cartas insignificantes y un plan de estudios, con observaciones
sobre los poetas ingleses e italianos. Esperaba yo que acompañase a estos papeles
una carta de Carlota, pero no la hallé; había únicamente algunas notas marginales
en el manuscrito, escritas en inglés, francés y latín, y cuya tinta pasada y letra
juvenil indicaban su antigüedad.

Esta es mi historia con miss Ibes. Al concluir de referirla, me parece que por
segunda vez pierdo a Carlota, aquí, en la misma isla en que la perdí la primera. Pero
desde lo que ahora siento hasta lo que sentía en aquellas horas, cuyo dulce recuerdo
he invocado, media todo el espacio de la inocencia; las pasiones se han atravesado
entre miss Ibes y lady Sulton. Ya no puedo ofrecer a ninguna mujer candorosa los
castos deseos, la apacible ignorancia de ese amor que no pasa los límites de un
celestial ensueño. Escribía yo entonces con la vaguedad de la tristeza» y hoy ya no
tiene la vida vaguedad para mí. Y a pesar de todo, si estrechara en mis brazos,
esposa y madre, a la que pude estrechar virgen y esposa, lo haría con una especie de
rabia, anhelando marchitar, llenar de duelo y ahogar frenéticamente esos veinte y
siete años dados a otro, después que a mi se me ofrecieron.
Debo considerar el sentimiento que acabo de describir, como el primero de
su especie que penetró en mi corazón; pero no era compatible con mi naturaleza
indómita que hubiera corrompido, incapacitándome de saborear por largo tiempo
sus santos deleites. Irritado por la adversidad, peregrino ya en ultramar, y habiendo
dado principio a mi solitario viaje, justamente me asediaran entonces las ideas de
locura, expresadas en la misteriosa historia de Renato, y merced a las cuales fui el
ser mas atormentado que hubo nunca en la tierra. De todos modos, la casta imagen
de Carlota, que envió a lo profundo de mi alma algunos rayos de luz verdadera,
disipó por el pronto una nube de fantasmas, y mi duende se sumergió como un mal
genio en el abismo, aguardando los efectos del tiempo para renovar sus apariciones

LONDRES, de abril a setiembre de 1832.

Revisado en diciembre de 1822.

Mis relaciones con Mr. Deboffe no habían sido interrumpidas jamás


completamente por el Ensayo sobre las revoluciones, y tenia yo un interés directo
en reanudarlas en Londres lo antes posible para sostener mi vida material. Porque,
¿de dónde provenía mi última desgracia? De mi obstinado silencio. Para
comprender esto bien, es preciso examinar mi carácter.

En cierta época de mi vida me ha sido de todo punto imposible dominar este


espíritu de reserva y e aislamiento interno, que me impide hablar de todo aquello
que me concierne personalmente. Nadie puede afirmar, sin mentir, que yo he
contado a loro aquello que la mayor parte de los hombres se apresuran a comunicar
en un momento de vanidad, de pena o de placer. De mi boca no sale jamás, o sale
raras veces, un nombre, una confesión, sea cual fuere su importancia. Nunca
acostumbro a hablar con los indiferentes de mis intereses, de mis designios, de mis
trabajos, de mis ideas de mis afecciones, de mis goces, de mis disgustos porque
estoy convencido del fastidio profundo que se causa a los mío, cuando se les habla
de uno mismo. Aunque sincero y verídico, mi corazón no es propenso a
expansiones: mi alma tiende incesantemente a replegarse hacia sí misma: nunca
digo todo lo que tengo que decir: los secretos de mi vida entera únicamente han
sido y serán revelados en estas Memorias. Cuando trato de empezar una narración,
me espanta de improviso la idea de su latitud, se me hace insoportable a las cuatro
palabras el sonido de mi voz, y me callo. Como no creo en nada, excepto en religión;
de todo desconfío: la malevolencia y la infamación son los dos caracteres del
espíritu francés: la burla y la calumnia es resultado seguro de una confianza.

Pero ¿qué he ganado yo con mi natural reservado? Nada más que el haber
llegado a ser por mi impenetrabilidad una especie de ente fantástico que no tiene
con mi realidad analogía alguna. Mis amigos mismos tienen acerca de mí una idea
muy equivocada, cuando, para darme mejor a conocer, tratan de embellecerme con
ilusiones forjadas a su capricho. Todas las medianías de antecámaras, de oficinas,
de periódicos y de cafés, han supuesto ambición en mí, y puedo asegurar que no la
conozco. Frío y seco en las escenas comunes de la vida, carezco de entusiasmo y de
sentimentalismo: mi percepción rápida, y distinta se penetra pronto del hombre y
del hecho, y los despoja de toda aparente importancia. Lejos de dejarse arrastrar
idealizando las verdades aplicables, mi imaginación rebaja los más altos
acontecimientos y me los hace ver a mí mismo bajo su verdadero prisma: el lado
mezquino y ridículo de los objetos es el primero que se ofrece a mis ojos: los
grandes genios y las grandes cosas apenas existen para mí. Atento siempre, y
dispuesto a aplaudir y admirar los talentos que se proclaman inteligencias
superiores, mi encubierto desprecio, se ríe y cubre todos esos semblantes,
ennegrecidos por el incienso, con las máscaras de Callot. En política, el calor de mis
opiniones no se ha excedido de los límites de mis discursos o de mis folletos. En la
existencia eterna y teórica, soy el hombre de las ilusiones; en la existencia exterior y
práctica, el hombre de las realidades. Amigo de aventuras, y de la vida arreglada al
mismo tiempo, apasionado y metódico, no ha habido jamás un ser mas quimérico,
al par que mas positivo que yo, ni que reúna tanto ardor, tanta frialdad; andrógino
extravagante, amasado con la sangre tan diferente que corría por las venas de los
autores de mis días.

La inexactitud de las biografías que de mí se han hecho, procede de la


reticencia de mis palabras. La multitud es demasiado ligera, demasiado descuidada
para tomarse el tiempo necesario de ver los hombres tales como son, sino hay quien
le ahorre este trabajo. Cuando alguna vez he tratado de rectificar en mis prefacios
algunos de estos falsos juicios, no se me ha dado crédito. El resultado de esto ha
sido, que siéndome todo igual, no he querido insistir; un como mejor os parezca me
ha libertado siempre del enojoso trabajó de persuadir a nadie, o del de poner los
medios para dejar establecida una verdad. Yo me refugio a mi fuero interno, cono
una liebre i su subterránea guarida, y desde El me pongo a contemplar las hojas que
se menean en los árboles, o las hebras de yerba que sé inclinan agitadas por el
viento

No trato de hacer una virtud de mi circunspección tan invencible como


involuntaria, porque, sino es una falsedad, tiene al menos todas las apariencias,
puesto que no está en armonía con otras naturalezas mas felices, mas cándidas, mas
amables, mas fáciles, mas fecundas y mas comunicativas que la mía. Me ha
perjudicado muchas veces en mis afecciones, y en mis asuntos particulares, porque
jamás he podido sufrir explicaciones, ni transacciones arregladas por medio de
protestas y averiguaciones recíprocas, ni lamentos y lágrimas, ni habladurías y
reconvenciones, ni detalles y apologías.

En el asunto de la familia Ibes, éste silencio obstinado sobre mi mismo me


fue en extremo fatal. Más de veinte veces me preguntó la madre de Carlota acerca
de mi familia, facilitándome el camino de las revelaciones, y sin prever a donde me
conduciría mi reserva, me contenté con responder, como siempre, algunas palabras
vagas y breves. Si no me hubiese dejado llevar de esta odiosa extravagancia de mi
carácter, siendo, como era imposible, una equivocación, no hubiera tenido en contra
mía las apariencias de haber querido engañar la hospitalidad más generosa: la
verdad dicha por mí en el momento decisivo, no me servía de escusa, puesto que el
mal real ya estaba hecho.

Volví, pues, a emprender mis trabajos en medio de los disgustos y de las


justas reconvenciones que a mí mismo me dirigía, y experimentaba trabajando
cierta satisfacción, porque me ocurrió la idea de que, adquiriendo renombre, se
mostraría menos arrepentida la familia Ibes del interés que me había manifestado.
Carlota con quien aspiraba yo a reconciliarme por medio de la gloria, presidia mis
estudios; su imagen sé hallaba sentada al frente de mi siempre que escribía. Cuando
levantaba los ojos del papel, era para dirigirlos sobre su adorado retrato como si se
hallase presente su modelo. Los habitantes de Ceylan vieron una mañana al astro
del día levantarse con una pompa extraordinaria, abrirse su globo y salir de él una
brillante criatura que dijo a los ceylaneses: «Vengo a reinar sobre vosotros.» Carlota,
circundada de una aureola luminosa, reinaba sobre mí.

Pero abandonemos estos recuerdos que envejecen y se borran como las


esperanzas. Mi vida va a cambiar, y a deslizarse bajo otros cielos y en otros valles.
¡Amor primero de mi juventud, ya vas huyendo con todos tus encantos! Acabo de
ver a Carlota, es verdad; pero ¿al cabo de cuantos años? ¡Dulce resplandor de lo
pasado, rosa pálida del crepúsculo que bordea la noche, después que el sol hace
tiempo ya que llegó a su ocaso!

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

El Ensayo histórico sobre las revoluciones.— Su efecto.— Carta de Lemiére,


sobrino del poeta.

Frecuentemente se ha comparado la vida (y yo el primero) a una montaña


que se sube por un lado y se baja por el otro: esta comparación seria también exacta
tratándose de los Alpes, cuyas peladas cimas coronadas de nieve son inaccesibles.
Siguiendo esta imagen, el viajero que sube siempre y no baja jamás, descubre mejor
el espacio que ha recorrido, los senderos que se han escapado a su vista, por los
cuales hubiera podido hacer más suave el declive, y mira con sentamiento y dolor el
punto desde el cual empezó a extraviarse. Del mismo modo debo yo contar la
publicación del Ensayo histórico, como el primer paso que me descarrió del camino
de la paz. Acabé la primera parte del trabajo que me había trazado; la última
palabra la escribí entre la idea de la muerte (había vuelto a caer enfermo) y un
sueño desvanecido, in somnis venit imago conjugis. Impreso por Baylie, el Ensayo fue
dado a luz por Deboffe en 1797. Esta fecha es la de una de las transformaciones de
mi vida. Hay momentos en que nuestro destino, ora ceda a la sociedad, ora
obedezca a la naturaleza, se separa de su primera línea, tal como un río que cambia
su curso por una súbita inflexión.

El Ensayo ofrece el compendio de mi existencia como poeta, como moralista,


y tomo publicista y político. Decir que yo esperaba, tanto cuanto me era dado, que
la obra tuviese un gran éxito, excusado el decirlo: nosotros los autores prodigios
pequeños de una era prodigiosa, tenemos la pretensión de hablar de las
inteligencias con las razas futuras; pero ignoramos, así lo creo yo al menos, la
morada de la posteridad, y nos dirigimos a ella por equivocadas sendas. Cuando
nos hallemos encerrados en la tumba, la muerte congelará de tal modo nuestras
palabras cantadas o escritas que no llegarán a derretirse como las palabras heladas
de Rabelais.

El Ensayo debía ser una especie de enciclopedia histórica. El único tomo que
ha visto la luz pública, es una grande investigación: el manuscrito, continuación de
aquella obra, quedó en mi poder sin publicarse; en el segundo tomo, y después de
los apuntes notas, e indagaciones del analista, venían los Natchez, etc. Apenas
acierto a comprender en la actualidad como pude entregarme a unos estudios tan
considerables en medio de una vida activa, errante y sujeta a tantos reveses. La
tenacidad con que me empeñé en escribir la obra, explica esta fecundidad: en mi
juventud he escrito de doce a quince horas sin dejar la mesa a la cual me hallaba
sentado, y tachando y corrigiendo diez veces una misma página. La edad no ha
disminuido nada esta aplicación: en el día escribo de mi puño y letra toda mi
correspondencia diplomática, la que no sirve de obstáculo alguno a mis
composiciones literarias.

El Ensayo cobró fama entre los emigrados, porque estaba en contradicción


con los sentimientos de mis compañeros de infortunio: mi independencia en mis
diversas posiciones sociales ha herido casi siempre la susceptibilidad de mis
correligionarios. He sido sucesivamente el jefe de diferentes ejércitos, cuyos
soldados no eran de mi partido: he conducido a los realistas antiguos a la conquista
de las libertades públicas, y de la libertad de la prensa con especialidad, que ellos
detestaban y en nombre de esta misma libertad he reunido a los liberales bajo la
bandera de los Borbones, a quienes profesan estos un horror invencible. La opinión
de los emigrados me fue favorable en cierta época, merced a su amor propio:
habiendo hecho de mí un elogio las Revistas inglesas, estas alabanzas recayeron
sobre todo el cuerpo de los leales.

Había remitido los ejemplares del Ensayo a Laharpe, Ginguené y de Sales.


Lemiére, sobrino del poeta del mismo nombre, y traductor de las poesías de Gray,
me escribió desde París el 15 de julio de 1797, que mi obra había alcanzado un gran
éxito. Verdad es que el Ensayó fue conocido y apreciado en el primer momento;
pero también lo es que fue relegado al olvido con la misma facilidad: una sombra
súbita absorbió el primer rayo de mi gloria.

Habiendo llegado a ser un semi-personaje, la flor y nata de los emigrados


empezó a distinguirme en Londres buscando mi trato, y fui haciendo mi carrera
gradualmente, de calle en calle: primeramente dejé a
Holborn-Tottentham-Court-road, y avancé hasta la vía de Hamsteadt, en donde
permanecí estacionado algunos meses en casa de Mme. O'Larry, viuda irlandesa,
madre de una linda muchacha, y la que tenia una pasión ciega por los gatos. Unidos
por esta conformidad de pasiones, tuvimos la desgracia de perder dos elegantes
michos, blancos como dos armiños, y con la punta del rabo negra. Mme. O'Larry
recibía las visitas de unas viejas vecinas, con las cuales me veía obligado a tomar el
te a la antigua usanza. Mme. Staël ha descrito ya esta escena en su Corina,
refiriéndose a la casa de lady Edgermond: «¿Creéis, querida mía, que el agua cuece
ya lo bastante para echar el te en ella?— Creo que aun es demasiado pronto,
querida mía.»

También formaba parte de nuestra tertulia una hermosa joven irlandesa de


desmesurada talla, llamada María Neale, que estaba bajo la salvaguardia de un
tutor, y que debía hallar en mis ojos algo que la chocase, puesto que solía decirme:
You carry your heart in a sling (lleváis vuestro corazón como si fuera una banda). El
hecho es que yo no sabia cómo llevaba mi corazón.

Mme. O'Larry partió para Dublín: me alejé entonces del cantón de la colonia
de la pobre emigración del Este, y llegué de alojamiento en alojamiento hasta el
barrio de la rica emigración del Oeste, en donde alternaba con los obispos, las
familias cortesanas y los colonos de la Martinica.

Allí volví a encontrar a Pelletier, casado, hablador como siempre, como


siempre despilfarrado, y más amigo de frecuentar el bolsillo de sus vecinos, que el
trato de sus personas.

Contraje además una porción de nuevos conocimientos, especialmente en la


sociedad con la cual tenía algunas relaciones de familia. Cristian de Lamoignon,
herido gravemente de una pierna en la acción de Quiberon, y colega mío
actualmente en la cámara de los pares, llegó a hacerse amigo mío: él fue quien me
presentó a Mme. Lindsay, la que se había unido a Augusto de Lamoignon, su
hermano: el presidente Guillermo no se hallaba mejor en Basville entre Boileau,
Mme. de Sevigné y Bourdaloue.

Mme. Lindsay, irlandesa de nacimiento, de carácter seco, genio un poco


adusto, elegante talle, y de agradable figura, tenía nobleza de alma y sentimientos
elevados: los emigrados de algún mérito pasaban la noche en las reuniones de la
última de las Ninon. La vieja monarquía perecía con todos sus abusos y todas sus
gracias. Algún día la desenterrarán, como a aquellos esqueletos de reinas
adornadas con collares, pendientes y brazaletes, que se exhuman en Etruria. En casa
de Mme. Lindsay encontré a Mr. Malouet y Mme. del Belloy, mujer apreciabilísima
por varios títulos, al conde de Montlosier y al caballero de Panat. Este último
gozaba de una merecida reputación de talento, de poco aseado y de goloso, y
pertenecía a esa caterva de hombres de gusto, que permanecían en otro tiempo con
los brazos cruzados ante la sociedad francesa; ociosos, cuya misión era fisgarlo y
juzgarlo todo; ejercían las mismas funciones que ejercen hoy los periódicos, pero sin
la grande influencia popular de estos, Montlosier continuaba gozando aun del
renombre adquirido por su famosa frase de la cruz de palo; frase que yo he limado
un poco cuando la he reproducido, pero la que es verdadera en el fondo. Al dejar la
Francia se dirigió a Coblentz, en donde no fue bien acogido por los príncipes; tuvo
un desafío, se batió de noche á la orilla del Rin y fue atravesado por su adversario.
No pudiendo moverse v no viéndose nada por la oscuridad de la noche, preguntó á
los testigos si la punta de la espada salía por su espalda: «como unos tres dedos, le
dijeron estos, después de haberle palpado. Entonces no es cosa de cuidado,
respondió Montlosier: caballero, retirad vuestra estocada.»

Recibido Montlosier de esta suerte, a pesar de su realismo, pasó a Inglaterra,


y se refugió a las letras, grande hospital de los emigrados, donde tenía yo un jergón
inmediato al suyo. En Londres obtuvo la redacción del Courrier francais, y además
de su periódico, escribía obras físico-político-filosóficas, en una de las cuales
probaba que el color azul era el color de la vida, por la sencilla razón de que las
venas se vuelven azuladas después de la muerte, lo que indica que la vida sale a la
superficie del cuerpo para evaporarse y volver al azulado cielo. Yo que soy
apasionado al color azul, le escuchaba lleno de encanto.

Montlosier, feudalmente liberal, aristócrata y demócrata, espíritu abigarrado,


compuesto de retazos y tejuelos, produce con dificultad ideas disparatadas: pero si
llega a despojarlas de lo que tienen de grotesco, son magníficas a veces y enérgicas
sobre todo: enemigo del clero, como noble; cristiano sofístico, como amante de los
viejos siglos, hubiera sido en tiempo del paganismo, ardiente partidario de la
independencia en teoría, y de la esclavitud en practica, y hubiera hecho arrojar los
esclavos al mar para pasto de los peces, en nombre de la libertad del genero
humano. El antiguo diputado por la nobleza de Riom, a pesar de esto, y de ser un
destripa-cuentas, un ergotista y un burlón de primera tijera, se permite sin embargo,
algunas condescendencias con el poder; sabe cuidar de sus intereses, pero no sufre
que nadie lo conozca, y pone sus debilidades de hombre al abrigo de su honor de
hidalgo. Pero no quiero hablar de mi presumido Auvernat, enorgullecido con sus
novelas del Monte de Oro, y su polémica de la Plaine, porque soy muy adicto a su
persona heteróclita. Sus largos y oscuros comentarios, su tergiversación de ideas,
sus paréntesis y sus ¡Oh! ¡Oh! capaces de hacer perder a un santo la paciencia, no
me causan, francamente, el mejor efecto (lo tenebroso, lo embrollado, lo vaporoso,
es para mí abominable); pero por otro lado me divierte en extremo este naturalista
volcánico, ese pequeño Pascal, ese orador de montaña que perora en la tribuna
como sus compatriotas cantan en lo alto de una chimenea, ese liberal que explica la
carta a través de una ventana gótica, ese caballero pastor, en fin, casi casado con su
vaquera, que siembra por sí mismo su cebada entre la nieve, en su reducido campo
de pedernales: siempre le agradeceré el que me haya consagrado en su Puy de
Dome una vieja roca negra, tomada de un cementerio de las Gaulas descubierto por
él.

El abate de Delille, otro compatriota de Sidoine Apollinaire del canciller de


L’Hospital, de La Fayette, de Thomas, y de Chamfort, lanzado del continente por el
desbordamiento de las victorias republicanas, había venido también a establecerse
a Londres. La emigración le contaba con orgullo entre sus filas: cantaba nuestras
desgracias, y esta era una razón más para que gustáramos de su musa. Era
laborioso en extremo, en lo cual hacia muy bien, porque Mme. Delille le encerraba,
y no lo ponía en libertad hasta que había ganado su jornal naciendo cierto número
de versos. Un día que fui a su casa a visitarle, y que se hizo esperar largo rato, le vi
salir con las mejillas encarnadas como la grana; dices que Mme. Delille solía
abofetearle; ignoro lo que habrá en esto de cierto: yo no hago más que referir lo que
he visto. ¿Quién no ha oído al abate Delille recitar sus versos? Era un excelente
narrador: su semblante feo y lleno de arrugas, animado por su imaginación,
cuadraba perfectamente a su fácil manera de decir, al carácter de su talento y a su
profesión de abate. La obra capital del abate Delille, es su traducción de las
Geórgicas, en la que hay trozos que casi revelan sentimiento; pero es como si
leyeseis a Racine traducido en la lengua de Luis XV.

La literatura del siglo XVIII, a excepción de algunos genios elevados que la


dominan, colocada entre la literatura clásica del siglo XVII y la literatura romántica
del XIX, sin carecer de naturalidad, carece de naturaleza; pagada únicamente de la
belleza de las frases, no es bastante original, como escuela nueva, ni bastante pura
como escuela antigua. El ábate Delille, era el poeta de los palacios modernos, así
como lo era el trovador de los viejos castillos; los versos del uno, y las baladas del
otro, hacen conocer la diferencia que existía entre la aristocracia en el vigor de su
edad, y la aristocracia en la decrepitud, el abate describe las lecturas y partidas de
ajedrez de los salones, en los cuales cantaban los trovadores las cruzadas y torneos.

También se hallaban entonces en Inglaterra los personajes distinguidos de


nuestra iglesia militante; el abate Carron, de quien ya he hecho referencia al hablar
de mi hermana Julia, escrita por El mismo; el obispo de Saint Pol-de-Leon, prelado
severo y limitado, que contribuía a hacer al conde d 'Artois cada vez más extraño a
su siglo; el arzobispo de Aix, calumniado tal vez por sus triunfos en el mundo; otro
obispo sabio y piadoso, pero tan avaro, que si hubiera tenido la desgracia de perder
su alma, no la hubiera rescatado jamás. Casi todos los avaros son personas de
talento; preciso es por lo tanto que yo sea un irracional.

Entre las francesas del Oeste figuraba Mme. de Boignes, amable jovial, llena
de talento, linda en extremo, y la mas joven de todas. Algún tiempo después
representó con su padre a la corte de Francia en Inglaterra, mucho mejor que yo con
mi rudeza. Madama de Boignes escribe en la actualidad, y su talento reproducirá de
una manera admirable todo cuanto ha visto.

Madames de Caumont, de Gontaut y del Cluzet habitaban también en el


barrio de los emigrados dichosos, si es que yo no me confundo respecto a Mme. de
Caumont y a Mme. Cluzel, a las cuales vi una o dos veces en Bruselas.

La duquesa de Duras se hallaba asimismo en Londres, pero yo no debía


conocerla hasta diez años mas tarde ¡Cuántas veces pasa uno en la vida al lado do
aquello que constituiría nuestro encanto, así como el navegante atraviesa las aguas
de una tierra protegida por el cielo, sin faltarle para arribar a ella más que un
horizonte y un día de vela! Escribo esto a la orilla del Támesis, y mañana irá por el
correo una carta a decir a Mme. de Duras, que se halla en las orillas del Sena, que he
encontrado su primer recuerdo.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Fontanes.— Clery.

De vez en cuando solía enviarnos la revolución algunos emigrados de nueva


especie y de nuevas opiniones: había desterrados de todas clases y condiciones, y
de ellos podían formarse algunas capas, semejantes a las que guarda la tierra en su
seno, y que fueron depositadas en ella por el diluvio. Una de estas avenidas me
trajo un hombre cuya pérdida estoy deplorando en la actualidad, un hombre que
fue mi guía en literatura, y cuya amistad ha sido uno de los honores y consuelos de
mi vida.

El lector habrá visto ya en uno de los libros de estas Memoras, que ya había
conocido a Mr. de Fontanes en 1789: la noticia de su muerte la recibí en Berlín el año
último. Mr. de Fontanes nació en Niort de una familia noble y protestante; su padre
había tenido la desgracia de dar muerte en un duelo a su cuñado, y el joven
Fontanes, educado por un hermano suyo de relevante mérito, fue a París. Presenció
la muerte de Voltaire, y aquel gran representante del siglo XVIII le inspiró sus
primeros versos: sus ensayos poéticos merecieron llamar la atención de Laharpe.
Más tarde emprendió algunas obras para el teatro, y contrajo relaciones con una
linda actriz llamada mademoiselle Desgarcins. Hallábase alojada cerca del Odeón, y
habiendo andado errante en torno de la Cartuja, celebró su soledad. Allí se hizo
amiga de Mr. Joubert, que estaba destinado a serlo también mío. Así que llegó la
revolución, el joven poeta se afilió en uno de esos partidos estacionarios que
perecen siempre desgarrados entre El partido del progreso que los impele hacia
adelante, y el retrógrado que los tira hacia atrás. Los monárquicos agregaron a Mr.
de Fontanes a la redacción del Moderateur. Cuando los tiempos se presentaron
borrascosos, se refugió a Lyon donde contrajo matrimonio. Tuve un hijo de su
mujer, y durante el sitio de la ciudad (a la cual llamaban los revolucionarios la
Municipalidad exenta, así como Luis XI apellidó a la ciudad de Arras la Ciudad
libre, cuando desterró de ella a los ciudadanos)

Mme. de Fontanes se veía obligada a trasladar de un lado a otro la cuna de su


hija para ponerla a cubierto de las bombas. Habiendo regresada a París el 9
thermidor, Mr. de Fontanes fundó el Memorial con Mr. de Laharpe, y el abate de
Veuxelles. Proscrito 18 fructidor, su puerto de salvación fue la Inglaterra.

Mr. de Fontanes y Chenier fueron los últimos escritores de la escuela clásica:


su prosa y sus versos se parecen bastante, y tienen un mérito de la misma
naturaleza. Sus pensamientos y sus imágenes están llenos de una melancolía
ignorada en el siglo de Luis XIV, que únicamente conocía la austeridad y la santa
tristeza de la elocuencia religiosa. Esta melancolía que resalta sobre todo en las
obras del cantor del Día de los difuntos, imprime un «sello de la época en que vivió,
fija la fecha de su advenimiento, demuestra evidentemente que había nacido
después de J. J. Rousseau, y su gusto a las obras de Fenelon. Si se redujesen los
escritos de Mr. de Fontanes a dos o tres tomitos; uno en prosa y otro en verso, serian
el mejor monumento fúnebre que pudiera erigirse sobre la tumba de la escuela
clásica 2.

Entre los papeles que dejó mi amigo se hallan algunos cantos del poema La
Grecia libertada, libros de odas, de poesías diferentes, etc. Mr. de Fontanes no las
hubiera publicado a buen seguro, porque este crítico tan delicado, tan ilustrado y
tan imparcial, cuando las opiniones políticas no le arrebataban aun, tenia a la crítica
un miedo espantoso. Fue excesivamente injusto con Mme. Staël. Un artículo de
Garat inspirado por la envidia y referente, a la Floresta de Navarra, estuvo a pique
de detenerlo al principio de su carrera poética. Al parecer Fontanes en la arena
literaria, mató la escuela afectada de Dorat, pero no pudo restablecer la escuela
clásica que tocaba a su término, así como el idioma de Racine.

Entre las odas póstumas de Mr. de Fontanes, hay una sobre el aniversario de
su nacimiento, que participa de la belleza del Día de los difuntos, y que la excede en
el sentimiento, porque en aquella es más penetrante y más individual. Únicamente
recuerdo de ella estas dos estrofas.

La vieillesse dejá vient avec ses souffrances:¿Qué m‘offre l‘avanir? De courtes


espérances.¿Qué m‘offre le passeé? Des fautes, des regrets.Tel est le sort de l‘homme; il
s‘instruit avec l'áge:Mais que sert d‘etre sage,Quand le terme est si présLe passé, le present,
l'avenir, tout m‘afflige;La vie a son declin est pour moi sans prestige;Dans le miroir du temps
elle perd ses appas;Plaisirs! allez chercher l‘amour et la jeunesse;Laissez moi ma tristesse,Et
ue l'insultez pas! 3

Si algo debía ser anticipado en este mundo a Mr. de Fontanes, era tal modo
de escribir. Yo empezaba con la escuela llamada romántica una revolución en la
literatura francesa: mi amigo empero, en vez de sublevarse contra mí barbarie, se
adhirió a ella.

Cuando le leía algunos fragmentos de los Natchez de Atala o del René, le


conocía en el semblante que me escuchaba como embobado; sentía la imposibilidad
de someter estas producciones a las reglas comunes de la crítica; pero conocía que
iba entrando en un mundo nuevo, y que veía una nueva naturaleza, y comprendía
un idioma que él no hablaba. Diome excelentes consejos, y le debo, si es que tiene
alguna, la corrección que haya en mi estilo; también me enseñó a respetar el oído, y
me impidió incurrir en la extravagancia de invención, y en la rudeza de ejecución
de mis discípulos.

Tuve una verdadera felicidad de volverle a ver en Londres, bien quisto de


los emigrados, los que le pedían cantos de la Grecia libertada, que eran escuchados
con sumo gusto. Alojose cerca de donde yo vivía, y estábamos juntos la mayor parte
del tiempo. Juntos presenciamos una escena digna de aquellos días de infortunio;
Clery, que había emigrado después, nos leyó sus Memorias manuscritas. Júzguese
la emoción que causaría a un auditorio de desterrados el oír referir al ayuda de
cámara de Luis XVI los padecimientos y muerte del prisionero del Temple, de los
cuales había sido testigo ocular. El Directorio, espantado con las Memorias de Clery,
publicó una edición interpolada, en la que hacía hablar al autor como a un lacayo, y
a Luis XVI como a un mozo de cordel: de todas las torpezas revolucionarias, quizá
fue esta una de las más asquerosas y repugnantes.

Un campesino vendeano.

Mr. del Théil, apoderado del señor conde de Artois en Londres, se había
apresurado también a buscar a Fontanes, y éste me rogó que lo llevase a casa de los
agentes de los príncipes. Hallámosle rodeado de todos aquellos defensores del
trono y del altar que paseaban en Pícadilly, de una caterva de espías y de caballeros
de industria que habían huido de París bajo diversos nombres y diferentes disfraces,
y de una nube de aventureros belgas, alemanes e irlandeses, vendedores de la
contrarrevolución. Entre esta caterva de hombres se veía a un lado uno que tendría
de treinta a treinta y dos años, que no miraba a nadie, en quien nadie reparaba, y
cuya atención parecía haberse fijado exclusivamente sobre un grabado del general
Wolf. Chocome su facha, y pedí informes de quién era; uno de mis amigos me
respondió: «Es un quídam, un paleto vendeano portador de una carta de sus jefes.»

Aquel hombre, que era un quídam, había visto morir a Cathelineau, primer
general de la Vendée, y campesino como lo había sido éste; Bonchamp, en quien
revivía Bayard; Lescure, armado de un cilicio que no estaba hecho a prueba de balas;
Elbée, fusilado en un sillón, porque sus heridas no le permitían abrazar la muerte en
pie; Larochejaquelein, cuyo cadáver mandaron identificar los patriotas, para
tranquilizar a la Convención en medio de sus triunfos. Aquel hombre que era un
quídam, había asistido a doscientos sitios de ciudades, y otros tantos asaltos de
reductos, a setecientos encuentros parciales, y a diez y siete batallas campales y en
toda regla: había combatido contra trescientos mil hombres de tropa disciplinada, y
de seiscientos a setecientos mil sacamantas y guardias nacionales: habla contribuido
a coger al enemigo cien cañones y cincuenta mil fusiles; había atravesado por en
medio de las columnas infernales, y de las compañías de incendiarios mandadas
por los de la Convención; se había hallado también en medio del Océano de fuego,
que abrasó tres veces con sus olas los bosques de la Vendée; había visto en fin
perecer a trescientos mil hércules labriegos, compañeros suyos de glorias y de
fatigas, y convertirse en un desierto de cenizas cien leguas cuadradas de un terreno
fértil.

Las dos Francias se encontraron en este suelo nivelado por ellas mismas;
todo lo que quedaba de la raza y de los recuerdos de la Francia de las cruzadas,
luchó contra todo lo que había de la nueva raza en la Francia de la revolución. El
vencedor sintió la grandeza del vencido. Thureau, general de los republicanos,
declaraba «que la historia colocaría a los vendeanos en el rango de los pueblos
aguerridos.» Otro general escribía a Merlín de Thionville: «Las tropas que han
balido a franceses semejantes, ya pueden jactarse que batirían a todos los demás
pueblos.» Las legiones de Probo, en sus cantos, decían otro tanto de nuestros
mayores. Bonaparte llamó a los combates de la Vendée, combates de gigantes.

De todos los del corro, yo era el único que consideraba con atención y
respeto a aquel representante de los antiguos Jacobos, que después de haber roto el
yugo de sus señores, rechazaban en tiempo dé Carlos V la invasión extranjera: me
parecía ver en él un hijo de aquellas comunidades del tiempo de Carlos VII, las
cuales reconquistaron palmo a palmo y surco a surco en unión con la nobleza
provinciana de segundo orden, el suelo de Francia. Tenia el aspecto indiferente del
salvaje; su mirada era turbia e inflexible como una barra de hierro; su labio inferior
temblaba con un movimiento convulsivo sobre sus apretados dientes; sus cabellos
descendían de su cabeza a guisa de serpientes ateridas, pero prestas a erguirse; sus
brazos, que llevaba caídos con cierta languidez, comunicaban una fuerza nerviosa a
sus enormes puños acribillados de sablazos; cualquiera lo hubiera tomado por un
serrador. Su fisonomía revelaba una naturaleza popular rústica, dedicada por la
fuerza de la costumbre al servido de intereses y de ideas contrarias a su misma
naturaleza; la fidelidad nativa del vasallo, y la fe sencilla del cristianismo estaban
mezcladas en él con la ruda independencia plebeya acostumbrada a estimarse a sí
propia, y a hacerse justicia. El sentimiento de su libertad únicamente parecía hijo en
él de su confianza en la fuerza de su mano, y de la intrepidez de su corazón.
Hablaba como un león, se rascaba como un león, bramaba y se enfurecía como él, y
como él soñaría probablemente con la sangre y con los bosques.

¡Qué hombres de todos los partidos había en Francia en aquella época, tan
diferentes de lo que somos los de la raza actual! Pero los republicanos tenían su
principio en ellos, y en medio de ellos, al paso que el principio de los realistas estaba
fuera de rancia. Los vendeanos mandaban diputados a los dé la emigración, o lo
que es lo mismo, los gigantes iban a pedir jefes a los pigmeos. El agreste mensajero
que yo estaba contemplando, había asido a la revolución por la garganta, y les decía:
«Entrad, venid detrás de mí; no tengáis cuidado; la revolución no os hará daño
alguno, ni se moverá porque la tengo yo amarrada.» Nadie quiso seguirle, y
despechado Santiago Bonhomme por esta negativa soltó a la revolución, y Charette
quebró su espada.

Paseos por Fontanes

Mientras que yo estaba haciendo las reflexiones que me había inspirado este
labriego, así como en otra ocasión me las inspiraron Mirabeau y Antón, Fontanes
obtenía una audiencia particular de aquel a quien apellidaba él en broma
Interventor general de hacienda, y de cuya buena acogida salía muy satisfecho,
porque Mr. del Theil le había prometido acelerar la publicación de mis obras, y
Fontanes únicamente pensaba en mí. Era imposible que hubiera un hombre mejor:
tímido para todo aquella que le concernía personalmente, era hasta osado cuando
se trataba de las ventajas de sus amigos, y lo demostró conmigo de una manera
ostensible cuando dimití mi destino de resultas de la muerte del duque de Enghien.
En la conversación se dejaba llevar frecuentemente de una cólera risible, si aquella
giraba sobre asuntos literarios. En política, desvariaba; los crímenes de la
Convención le habían hecho cobrar a la libertad un horror invencible. Detestábalos
periódicos, la ideología, y a los filosofastros, y comunicó a Bonaparte el odio que les
tenia, cuando se aproximó al señor de la Europa.

Íbamos a pasear juntos al campo, y solíamos descansar a la sombra de


algunos copudos olmos, esparcidos por las praderas. Recostado en el tronco de uno
de ellos, me refería mi amigo su antiguo viaje a Inglaterra antes de la revolución, y
me recitaba los versos que había dirigido a dos jóvenes ladys, que habían
envejecido a la sombra de las torres de Westminster, torres que volvió a hallar en
pie como las había dejado, y al pie de las cuales yacían sepultadas las ilusiones y las
horas de su juventud.

Muchos días solíamos comer en cualquier taberna de Chelsea, sobre el


Támesis, y durante la comida hablábamos de Milton y de Shakespeare: estos dos
gigantes habían visto lo que nosotros estábamos viendo; como nosotros se habían
sentado a la orilla de aquel rio, extranjero para nosotros, y rio de la patria para ellos.
Cuando regresábamos a Londres, ya no había otra luz que la que despedían los
desfallecientes rayos de las estrellas, que iban sumergiéndose una en pos de otra en
la niebla de la ciudad. Para llegar a nuestras habitaciones respectivas, únicamente
íbamos guiados por ciertas luces que nos trazaban apenas el camino a través del
humo de carbón, enrojecido en torno de cada reverbero; así trascurre la vida del
poeta.

La nuestra en Londres era bien sencilla; antiguo desterrado, servía yo de


cicerone a los emigrados modernos que la revolución mandaba, viejos y jóvenes: no
hay edad legal para la desgracia. En una de estas excursiones nos sorprendió un
chaparrón, y nos vimos precisados a refugiarnos en el portal de una casa miserable,
cuya puerta se hallaba abierta casualmente. Allí encontramos al duque de Borbón:
en aquel Chantilly vi por la vez primera a un príncipe que no era todavía el último
de los Condé.

¡El duque de Borbón, Fontanes y yo, igualmente proscritos, buscando en


tierra extranjera, y bajo el techo del pobre, un abrigo contra la misma tempestad!
Fata viam invenient.

Fontanes fue llamado a Francia, y se despidió de mí haciendo votos por


nuestra próxima reunión. Cuando llegó a Alemania me escribió la carta siguiente:

28 de julio de 1798.«Si mi partida de Londres os causó un gran sentimiento, os juro


que no fue menor el mío. Sois la segunda persona en quien he encontrado en el curso de mi
vida un corazón y una imaginación tales como yo los apetezco. Jamás olvidaré los consuelos
que me hicisteis hallar en el destierro y sobre una tierra extraña. Desde que os he dejado, los
Natchez son mi predilecto y más constante pensamiento. Lo que me leísteis de ellos,
especialmente en los últimos días, es admirable, y no se borrará jamás de mi memoria. Pero el
encanto de las ideas poéticas que me inspirasteis, desapareció por un momento a mi llegada a
Alemania. Las últimas noticias de Francia son mucho más horrorosas que las que había
cuando nos despedimos en Londres. He pasado cinco o seis días en la mayor perplejidad, y
hasta he llegado a temer persecuciones contra mi familia. Mi terror se ha disminuido ya algún
tanto, porque esta desgracia no tenía tan mala tendencia como yo me figuraba; ahora se
amenaza mucho más de lo que se hiere, y los exterminándoles no quieren cebarse en gente de
mi fecha. El correo último me ha traído seguridades de paz y de buena voluntad. Al presente
puedo continuar mi camino, y pienso por tanto ponerme en marcha a principios del mes
próximo. Fijaré mi residencia en las inmediaciones del bosque de San Germán, entre mi
familia, la Grecia y mis libros ¡Cuánto siento no poder contar entre ellos a los Natchez! La
inesperada tormenta que acaba de estallar en París, casi estoy seguro de que ha sido producida
por el aturdimiento de los jefes y agentes a quienes conocéis. Tengo una prueba evidente de
ello. Merced a esta certidumbre, escribo a Great-Putteney-street (calle donde vivía Mr. del
Theil) con toda la política posible, y con todo el cuidado que exige la prudencia. Quiero evitar
toda correspondencia por espacio de algún tiempo, y he dejado a todo el mundo en duda acerca
del partido que voy a tomar, y del punto de residencia que voy a escoger. Por lo demás,
prosigo hablando de vos con el acento de la amistad, y deseo en el fondo de mi corazón que las
esperanzas de utilidad que puedan fundar acerca de mí, fomenten las buenas disposiciones
que me han manifestado sobre este punto, y que tan debidas son a vuestra persona y a
vuestros talentos. Trabajad, amigo mío, trabajad, y haceos ilustre, ya que tenéis posibilidad,
el porvenir es vuestro. Supongo que la palabra empeñada tantas veces por el interventor
general de la hacienda estará cumplida ya en parte. Esto me serviría de algún consuelo,
porque no puedo sufrir la idea de que tan preciosa obra continúe en suspenso por falta de
algunos recursos. Escribidme; comuníquense nuestros corazones, y sean siempre amigas
nuestras musas. No dudéis que cuando pueda pasearme libremente por mi patria, trataré de
buscaros un colmenar con flores inmediato al mío. Mi afecto es inalterable. Estaré solo,
siempre que no me halle a vuestro lado, Habladme de vuestros trabajos. Yo he hecho la mitad
de un nuevo canto sobre las orillas del Elba, y estoy mas contento de él, que de todo lo
demás.«A Dios, y recibid un abrazo de vuestro amigo.«Fontanes.»

Fontanes me ha dicho que hacía versos a pesar de que había cambiado de


destierro. No todo puedo quitársele al poeta; puesto que lleva su lira consigo. Dejad
al cisne sus alas, y los ríos ignorados repetirán cada noche las melodiosas quejas
que él hubiera preferido que escuchase el Eurotas.

El porvenir es vuestro. ¿Decía verdad Fontanes? ¿Debo felicitarme por su


predicción? ¡Ay! Aquel provenir anunciado ha pasado ya: ¿me espera algún otro?

Aquella primera y afectuosa carta del primer amigo que he tenido en mi vida,
y que ha marchado desde aquella fecha al lado mío por espacio de veinte años me
hizo caer desgraciadamente de mi aislamiento progresivo. Fontanes ya no existe:
una pena profunda, la trágica muerte de un hijo, le lanzó al sepulcro antes de
tiempo. Casi todas las personas de quienes he hecho mención en estas memorias,
han desaparecido: este libro viene a ser un registro de defunciones. Dentro de
algunos años más, yo, que me he visto condenado a hacer el catálogo de los muertos,
no dejaré a nadie que escriba mi nombre en el libro de los ausentes.

Mas si es preciso que yo me quede solo, si es verdad que no resta ninguno de


los seres que me han amado para conducirme al último asilo, también lo es que yo
tengo menos necesidad de guía que otro alguno, yo he tomado informes del camino,
he estudiado los sitios por donde tengo que pasar, y he querido ver lo que sucede
hasta el último momento. Muchas veces, al borde de una fosa, he oído la vibración
de las cuerdas de las cuales iba suspendiendo el ataúd que en ella iba a depositarse,
y en seguida oía también el ruido sordo de la primera paletada de tierra arrojada
sobre la caja que iba disminuyendo gradualmente; a medida que la sepultura se iba
llenando, iba subiendo también el silencio eterno sobre la superficie de la tumba.

Fontanes ¡Vos me escribisteis! Que nuestras musas sean siempre amigas: no


me escribisteis en vano.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Muerte de mi madre.— Regreso a la religión.

Alloquar? Audiero nunquam tua verba loquentem?Nuoquam ego te, vita frater
amabilior.Aspiciam posthac? At, certe, semper amabo! 4

Acaba de dejarme un amigo, y pronto va a dejarme también mi madre;


preciso es, pues, estar repitiendo siempre los versos que Catulo dirigía a su
hermano. En este valle de lágrimas, así como en el infierno, hay una especie de
queja eterna, que viene a ser la nota obligada de las lamentaciones humanas: esta
nota se repite sin cesar, y continuaría sonando, aun cuando callaran todos los
dolores creados.

Una carta de Julia que recibí poco tiempo después que la de Fontanes,
confirmaba mi triste observación sobre mi aislamiento progresivo; Fontanes me
invitaba a trabajar, y a que procurara hacerme ilustre, y mi hermana me estimulaba
a que dejara de escribir: el uno me proponía la gloria, y la otra el olvido. Como el
lector habrá visto en la historia de Mme. de Farcy, las ideas de mi hermana sobre
este punto habían cambiado completamente; había cobrado odio a la literatura,
porque la consideraba como una de las tentaciones de su vida.

Saint Servan, 1.º de julio de 1798«Amigo mío: acabamos de perder la mejor de las
madres; con harto dolor de mi corazón me veo precisada a anunciarte tan funesto golpe. Tú
no dejarás de ser mientras vivas, el objeto de todos nuestros desvelos. Si supieras cuantas
lágrimas hicieron derramar a nuestra pobre madre tus errores, y cuan deplorables fueron a
todo hombre de razón y de piadosos sentimientos, tal vez contribuiría esto a hacerle abrir los
ojos, y a que renunciaras a escribir: si el cielo se dignase escuchar nuestros votos
concediéndonos el que nos reuniéramos un día, estoy segura de que hallarías entre nosotros
toda la felicidad que es asequible en la tierra, y de que nos harías a todos felices al mismo
tiempo, porque nada hay que pueda tranquilizarnos y proporcionarnos una verdadera dicha,
mientras que estemos inquietos por tu suerte y permanezcas lejos de nuestro lado.»

¡Ah! ¡Por qué no habré seguido los consejos de mi hermana! ¡Por qué he
continuado escribiendo! ¿Han influido algo por ventura mis escritos en los sucesos
y tendencia del siglo?

Si tal hubiera hecho, quizás no hubiera perdido a mi madre, ni la hubiera


afligido en los últimos momentos de su vida! Mientras que la infeliz exhalaba su
postrer aliento lejos de su hijo, ¿qué es lo que hacía en Londres? Pasearme tal vez y
disfrutar de la frescura de una mañana deliciosa, quizás en el momento mismo en
que los sudores de la muerte bañaban su frente maternal sin tener allí mí mano para
enjugarlos.

Mi ternura filial hacia Mme. de Chateaubriand era profunda. Mi infancia y


mi juventud estaban estrechamente unidas al recuerdo de mi madre; todo cuanto
sabía se lo debía a ella. La idea de haber emponzoñado los últimos días de la mujer
que me había llevado en su seno, me llenó de desesperación y lancé al fuego los
ejemplares que tenía de mi Ensayo, considerándolos como un instrumento de mi
crimen; si me hubiera sido posible inutilizar la obra, lo hubiera hecho sin vacilar.
No pude reponerme de los estragos, que esta idea hizo en mi corazón, hasta que me
ocurrió el pensamiento de espiar mi primera obra por medio de otra obra religiosa:
tal fue el origen del Genio del Cristianismo.

«Mi madre, decía yo en el primer prefacio de aquella obra, expiró en un


pobre lecho donde la habrán conducido sus desgracias, después de haber sido
lanzada a los calabozos, en los cuales vio perecer a algunos de sus hijos. La idea de
mi descarrío llenó de amargura los días de su vejez, y dejó encargado al morir a una
de mis hermanas, que procurase volver a atraerme hacia la religión en que fui
educado. Mi hermana se apresuró a participarme los últimos votos de mi madre
por medio de una carta que recibí al otro lado de los mares, cuando ella había
dejado también de existir; su muerte fue producida asimismo por los padecimientos
que sufrió en la prisión. Aquellos dos votos que salían de la tumba, aquella muerte
que servía de intérprete a la muerte, volvieron a abrirme los ojos. Me hice, pues,
cristiano. Mi conversión no es hija de grandes luces sobrenaturales; convengo en
ello; es hija del corazón; he llorado y he creído.»

Yo me exageraba mi falta; El Ensayo no era un libro impío; era un libro de


duda y de dolor, a través del cual se deja ver un rayo de luz cristiana que brilló
sobre mi cuna. No era necesario, por lo tanto, un gran esfuerzo para venir a parar
del escepticismo del Ensayo, a la certeza del Genio del Cristianismo.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Genio del Cristianismo.— Carta del caballero de Panat.

Cuando, después de la triste nueva de la muerte de Mme. de Chateaubriand,


me resolví a variar de camino, el título de Genio del Cristianismo, que se me ocurrió
sin meditarlo, fue el que me inspiró esta obra, sobre la cual me puse a trabajar con el
ardor de un hijo que se pone a edificar el mausoleo de su madre. Con mis estudios
precedentes, tenía reunido ya el suficiente número de materiales. Conocía las obras
de los santos padres mejor de lo que se conocen en el día, porque las había
estudiado, quizás con ánimo de combatirlas; entré en este camino con pésima
intención, y en lugar de salir triunfante, quedé derrotado.

En cuanto a la historia, propiamente dicha, había tenido precisión de hacer


un especial estudio de ella cuando escribí el Ensayo sobre las revoluciones. Las
auténticas de Camden que acababa dé examinar, me habían hecho familiarizarme
con las costumbres y las instituciones de la edad media. Mi terrible manuscrito de
los Natchez, de dos mil trescientas noventa y tres páginas en folio, contenía, en fin,
todo aquello que necesitaba El Genio del Cristianismo, sobre descripciones de la
naturaleza; de esta fuente podía tomar de largo y tendido, como había tomado ya
para El Ensayo.

Escrita la primera parte del Genio del Cristianismo, se hicieron cargo de su


publicación los señores Dulau, libreros natos del clero francés que estaba en la
emigración, y al poco tiempo vieron la luz pública las primeras páginas.

La obra comenzada en Londres de este modo en 1799, terminó en París en


1802: véanse los diferentes prefacios del Genio del Cristianismo. Mientras estuve
escribiéndola; me devoraba una especie dé fiebre: nadie puede formarse una idea
de lo que es llegar a la vez en su imaginación, en su sangre, en su alma y Atala y
René, y el mezclar el doloroso parto de estos dos gemelos con el trabajo de
concepción de las otras partes del Genio del Cristianismo. El recuerdo de Charlotte
atizaba el fuego de mis deseos, y para decirlo de una vez el primer pensamiento de
gloria inflamaba mi imaginación exaltada. ¡Estos deseos eran hijos de la ternura
filial; quería yo que esta obra cobrase mucha fama, para que se elevase hasta la
morada de mi madre, y le llevasen los ángeles una santa expiación.

Como un estudio conduce regularmente a otro, no podía hacer mis escolios


franceses sin tomar nota de la literatura y de los hombres del país en que vivía: estas
indagaciones me arrastraron en pos de sí. Pasaba los días y las noches leyendo y
escribiendo, tomando lecciones de hebreo de un sabio sacerdote, el abate Capelan,
consultando las bibliotecas y a los hombres instruidos, recorriendo los campos
embebido en mis tenaces meditaciones, y haciendo y recibiendo visitas. Si hay
efectos retroactivos y sintomáticos de los sucesos futuros, desde luego hubiera
podido yo asegurar el movimiento y el fracaso de la obra que debía dar un nombre
a las sobreexcitaciones de mi espíritu y a las palpitaciones de mi musa.

La lectura repelida de mis primeros bosquejos contribuyó mucho a


ilustrarme. Las lecturas son excelentes como instrucción cuando no se toman por
moneda corriente las lisonjas obligadas en semejante caso. Con tal de que un autor
tenga buena fe conocerá al vuelo por la impresión instintiva de los demás, la parte
débil de su trabajo, y principalmente si este es demasiado largo o demasiado corto,
y si guarda o no llena o sé excede de la justa medida. He vuelto a encontrar una
carta del caballero de Panat sobre la lectura de una obra tan desconocida en aquella
época. Esta carta es bellísima; imposible parece que el espíritu positivo y burlón del
sucio caballero fuese susceptible de rozarse con tanta poesía. No vacilo en publicar
esta carta, que es un documento de mi historia, a pesar de que se halla llena desde la
cruz a la fecha de alabanzas dirigidas hacia mí, como si su picaresco autor se
hubiese complacido en verter su tintero sobre su epístola.

Hoy lunes.

«¡Válgame Dios! amigo mío, y qué lectura tan preciosa he merecido esta mañana a
vuestra extremada complacencia. Nuestra religión había contado hasta ahora entre sus
defensores grandes genios, y padres ilustres de la iglesia: estos atletas habían manejado
vigorosamente todas las armas de la lógica: la incredulidad estaba vencida, pero no lo estaba
lo bastante; era preciso demostrar aun todos los encantos de esa admirable religión: era
preciso demostrar cuán adecuada es al corazón humano, y los magníficos cuadros que ofrece a
la imaginación. Ya no es el teólogo en la esencia, sino el hombre y el pintor, los que se han
abierto un nuevo horizonte. Vuestra obra hacia falta, y vos erais el que estaba llamado a
emprenderla. La naturaleza os ha dotado eminentemente de las raras y brillantes cualidades
que este trabajo exige: vos pertenecéis a otro siglo...«¡Ah! si las verdades del sentimiento son
las primeras en el orden natural, nadie habría evidenciado mejor de lo que vos lo habéis hecho,
las de nuestra religión; vos hubierais confundido en la puerta del templo a los impíos, y
hubierais introducido en el santuario a los espíritus delicados y a los corazones sensibles.
Pareceísme a aquellos filósofos antiguos que daban lecciones llevando coronada de flores la
cabeza, y llenas los manos de deliciosos perfumes. Esta es una imagen, bien débil por cierto, de
vuestro espíritu tan dulce, tan puro y tan antiguo.«Cada día me felicito mas de la dichosa
circunstancia que me proporcionó vuestro apreciable trato: jamás olvidaré que debo a
Fontanes este beneficio: se lo agradezco con toda mi alma, y mi corazón no se separara nunca
dos nombres, a los cuales está reservada igual gloria, si la Providencia nos abre las puertas de
nuestra patria.«El caballero de Panat.»

El abate Delille oyó también la lectura de algunos fragmentos del Genio del
Cristianismo. Pareció sorprendido de la obra, y algún tiempo después me hizo el
honor de rimar la prosa que mas le había agradado. Naturalizó mis flores salvajes
de la América en sus diferentes jardines franceses, y puso a enfriar un vino que
estaba un poco tibio en el agua fría de su claro puente.

La edición incompleta del Genio del Cristianismo, empezada en Londres,


difería un poco en el orden de materias de la publicada en Francia. La censura
consular, que tardó muy poco en convertirse en censura imperial, se mostraba muy
quisquillosa en lo concerniente a los reyes: su persona, su honor y su virtud le eran
va muy queridas. La policía de Fouché estaba viendo bajar del cielo, con el cáliz
sagrado, el blanco pichón, símbolo del candor de Bonaparte y de la inocencia
revolucionaria. Los sinceros creyentes de las provincias republicanas de Lyon me
obligaron a arrancar de la obra un capítulo titulado los Reyes ateos, y a diseminar
los párrafos de acá para allá en el cuerpo de la misma.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Mi tío Mr. de Bedée.— Su hija mayor.

Antes de continuar estas investigaciones literarias, me veo precisado a


interrumpirlas por un momento para despedirme de mi tío Bedée. ¡Ay! esto
equivale a despedirme del primer goce de mi vida; fraeno non remorante dies: «no hay
freno alguno que pueda detener al tiempo.» Ved si no los viejos sepulcros en las
viejas criptas; caducos ellos mismos, vencidos por la edad, sin memoria, y habiendo
perdido sus epitafios, tan olvidado hasta los nombres de aquellos que tienen
encerrados dentro de sí mismos.

Había escrito a mi tío hablándole de la muerte de mi madre, y me contestó


por medio de una extensa carta, en la cual se leían algunas expresiones afectuosas,
pero cuyas tres cuartas partes, a pesar de que era un pliego en folio, estaban
consagradas a mi genealogía. Recomendábame sobre todo eficazmente que cuando
regrese a Francia, buscase los títulos de los Cuarteles de los Bedées, que fueron
confiados, a mi hermana. De manera, que para este emigrado venerable, ni el
destierro, ni la ruina, ni la destrucción de sus próximos parientes, ni el sacrificio de
Luis XVI le habían revelado la revolución; nada había pasado para él; ningún
acontecimiento había sobrevenido; continuaba impávido asistiendo a los estados de
Bretaña y a la asamblea de la nobleza. Aquella ligereza de la idea del hombre en
medio de la alteración de su cuerpo, la huida de sus años, y la pérdida de sus
amigos y parientes, es bien extraña.

Cuando mi tío de Bedée regresó de la emigración, se retiró a Dinan, punto


que dista de Monchoix seis leguas, y en el cual murió sin que yo le volviera a ver.
Mi prima Carolina, la mayor de las tres hijas de mi tío, existe aun, y es una solterona,
a pesar de las respetuosas intimaciones de su antigua juventud. Actualmente suele
escribirme alguna que otra carta, sin ortografía, en las que me tutea, me apellida el
Caballero, y me habla de nuestros buenos tiempos: in illo tempore. En cierta época
tenía dos hermosos ojos negros, bonito talle, bailaba como la Camargo, y estaba
convencida de que yo devoraba en secreto el ardiente amor que me había inspirado.
Yo suelo contestarle en el mismo tono, echando como ella, a un lado mis años, mis
honores y mi renombre: «Si, querida Carolina, tu caballero, etc.» Probablemente
hará ya seis ó siete lustros que no: nos hemos visto: ¡loado sea el cielo! porque solo
Dios sabe lo que pensaríamos de nuestras respectivas fachas, si llegáramos a
abrazamos!

¡Dulce, honorable, patriarcal e Inocente amistad de familia, tu siglo ha


pasado ya! Al presente se nace y se muere en la soledad. Los vivos tienen prisa de
lanzar al difunto a la eternidad, y de desembarazarse de su cadáver. De sus amigos,
los unos van a esperar el ataúd a la iglesia, refunfuñando de verse precisados a
introducir una ligera variación en sus hábitos, y los otros llevan su abnegación hasta
el cementerio formando parte del cortejo fúnebre: así que la fosa llega a colmarse de
tierra, desaparece el último. Ya no volveréis jamás, días de religión y de ternura, en
los cuales moría el hijo en la misma casa, en el mismo lecho, cerca del mismo lugar
donde murieron sus antepasados, y rodeado, como lo estuvieron ellos, de hijas y
nietos llorosos, sobre los que descendía la bendición paternal.

¡Adiós, mi querido tío! ¡Adiós, familia materna, que vas desapareciendo por
todas partes! ¡Adiós, prima mía; amadme siempre como me amabais cuando
escuchábamos reunidos las querellas de nuestra buena tía de Boistilleuls, sobre el
Milano, o cuando asistíais al relevo del voto de mi nodriza en la abadía de Nazaret!
Si llegáis a sobrevivirme, recoged la parte de afecto y gratitud que os lego en estas
Memorias. No creáis en la falsa sonrisa que se bosqueja en mis labios, al hablar de
vos, porque mis ojos, os lo juro, están inundados de lágrimas.
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Revisado en febrero de 1845.

Incidentes.— Literatura inglesa.— Muerte de la antigua escuela.—


Historiadores.— Poetas.— Publicistas.— Shakespeare.

Mis estudios correlativos para El Genio del Cristianismo, como he dicho ya,
me fueron conduciendo insensiblemente a un examen mas profundo de la literatura
inglesa. Cuando en 1792 me refugié en Londres, me fue preciso reformar la mayor
parte de los juicios que había expuesto en la crítica. Respecto a los historiadores,
Hume estaba reputado como escritor tory y retrógrado; se le acusaba, así como a
Gibbon, de haber sobrecargado con galicismos la lengua inglesa, y preferían a él a
su sucesor Sinollet. Filósofo fue en vida y cristiano a la hora de su muerte; Gibbon
pasaba, en calidad de tal, por un pobre hombre. Todavía se hablaba, sin embargo,
de Robertson, merced a la aridez de su estilo.

Respecto a los poetas, los Elegant Extracts servían de destierro a las


producciones de Dryden; no se perdonaba nada a las rimas de Pope, si bien se
visitaba su casa de Twickenham y se cortaban ramas del sauce llorón plantado por
él, y destrozado como su fama.

Blair pasaba por un crítico posado y fastidioso a la francesa, aun cuando se le


creía superior a Johnson. En cuanto al viejo Spectateur, había sido relegado a su
desván.

Las obras políticas inglesas tienen poco interés para nosotros. Los tratados
económicos son menos circunscritos; los cálculos sobre la riqueza de las naciones,
sobre el empleo de los capitales, sobre la balanza de comercio, se aplican en parte a
las sociedades europeas.

Burke salía de la individualidad social política: al declararse contra la


revolución francesa, arrastró a su país a aquella extensa vía de hostilidades, que
empieza en los campos de Waterloo.

Todavía quedaban, sin embargo, eminentes genios. Milton y Shakespeare se


encontraban por todas partes. Montmorency, Byron, Salles, embajadores de Francia
cerca de la reina Isabel y de Jacobo I, en diferentes épocas, ¿oyeron hablar nunca
acaso de un danzante, actor en sus propias farsas y en las de los otros?
¿Pronunciaron ellos jamás el nombre de Shakespeare, de tan difícil pronunciación
en francés? Pues bien: el cómico encargado del papel del espectro en el Hamlet, era
el gran fantasma, la sombra de la edad media que se levantaba sobre el mundo
como el astro de la noche, en el instante mismo en que la edad media acababa de
descender a la mansión de los muertos: siglos enormes que abrió el Dante; y que
cerró Shakespeare.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Incidentes.— Lord Byron.

Hállanse en los versos de lord Byron patentes imitaciones del Minstret:


cuando yo estuve desterrado en Inglaterra, lord Byron vivía en el colegio de
Harrow, situado en una aldea distante diez millas de Londres. El poeta inglés era
entonces un niño, y yo era joven también e ignorado; sé había criado entre los
matorrales de la Escocia, a la orilla de la mar, como yo en los arenales de la Bretaña;
gustó en sus primeros tiempos de estudiar la Biblia y el Osian, y los quería con la
misma pasión con que yo los quise; cantó en Newstead-Abbey los recuerdos de la
infancia, como yo los canté en el castillo de Combourg.

«Cuando yo, joven montañés, exploraba a Morven, tu cima coronada de


nieve, para desvanecerme al ruido del torrente que se precipitaba bajo mis pies, o
con los vapores de la tempestad amontonados debajo de ruinas.»

En mis excursiones a las cercanías de Londres, cuando era tan desgraciado,


he atravesado veinte veces la aldea de Harrow, sin sospechar el genio que encerraba.
Solía sentarme en el cementerio, al pie del olmo bajo el cual escribía lord Byron en
1807 los siguientes versos, a mi regreso de Palestina.
Spot of my youth! whose hoary branches sigh,Swept by the breeze that funs thy
cloudless sky, etc.

«¡Lugares de mi juventud, donde siempre suspiran las ramas deshojadas por


la brisa que refresca vuestro límpido cielo! Lugares por los cuales ando errante y
solo hoy día, yo que he hollado la muelle y verde yerba en unión a las personas,
caras a mi corazón! Cuando el destino deje yerto este pecho devorado por la fiebre;
cuando haya calmado sus angustias y sus pasiones... aquí mismo, aquí donde
palpita, debe ser el lugar destinado a su reposo. ¡Plegue al cielo que pueda
dormirme donde se despertaron mis esperanzas... identificado con la tierra por
donde corrieron mis pasos... llorado de aquellos que vivieron asociados conmigo en
mis primeros años, y olvidado del resto del mundo.»

Y yo diré: salud, Olmo caduco, a cuyo pie se abandonaba Byron en su


infancia a los caprichos de su edad, cuando ya meditaba el René bajo su sombra;
bajo aquella misma sombra en que mas adelante vino a su vez el poeta a meditar
Childe-Harold. Byron pedía al cementerio, testigo de los primeros juegos de su vida
una tumba ignorada: súplica inútil; porque la gloria no permitirá jamás que sea
escuchada. Byron, no obstante, no es ya lo que fue en otra época; yo hallé en
Venecia recuerdos vivos de él por todas partes, y al cabo de algunos años se había
borrado su nombre casi del todo, o había sido relegado al olvido en aquella misma
ciudad donde fue acogido con tanto entusiasmo. Las ecos del Lido ya no le repiten,
y si se lo preguntáis a los venecianos, ignoran de quien queréis hablarle. Lord Byron
ha muerto enteramente para ellos; ya no oyen los relinchos de su caballo: poco más
o menos le sucede en Londres, donde su memoria va pereciendo. He aquí en lo que
venimos a parar.

Si yo he pasado por Harrow sin saber que el niño Byron vivía allí, también
han pasado algunos ingleses por Combourg sin que se les viniera a las mientes que
un pequeño vagabundo educado en aquellos matorrales, dejaría algún renombre. El
viajero Young que había pasado por Combourg, escribía acerca de él las siguientes
palabras:

«Hasta Combourg (de Pontorson) el país tiene un aspecto salvaje: la agricultura no


está mas adelantada allí que entre los hurones, lo que, parece imposible en un país cercado: el
pueblo es casi tan salvaje como el país, y la ciudad una de las plazas más sucias y más
incivilizadas que se han visto; las casas son de tierra, y no hay en ellas ni siquiera un vidria;
el empedrado es tan detestable, que apenas se puede atravesar, allí no se conoce comodidad de
ninguna especie. En aquel país existe, sin embargo, un castillo habitado. Pero ¿quién es ese
Mr. de Chateaubriand, propietario del mismo, que tiene la fortaleza de nervio necesaria para
residir en medio de tanta pobreza e inmundicia? Debajo de este depósito de miseria se ve un
hermoso lago cercado de una verde empalizada.»

Este Mr. de Chateaubriand era mi padre: su residencia, que tan mala parecía
al descontentadizo agrónomo, era, sin embargo, una noble y agradable residencia,
aunque un tanto cuanto grave y sombría. En cuanto a mí, débil enredadera que
empezaba a encaramarse al pie de aquellas torres salvajes, ¿podía acaso llamar la
atención de Mr. Young, cuyo viaje no tenía otro objeto que el de reconocer nuestros
campos? Permítaseme añadir a las páginas escritas en Inglaterra en 1822, algunas
otras escritas en 1814, y 1840, las que completarán el bosquejo de lord Byron; este
bosquejo quedará del todo acabado, cuando se lea lo que diré mas adelante acerca
del poeta insigne, al hablar de Venecia.

Quizás inspire al lector algún interés el encuentro de dos jefes de la escuela


moderna inglesa y francesa, de ideas iguales en el fondo, de destinos muy análogos,
y de costumbres muy parecidas: el uno par de Inglaterra, y el otro par de Francia;
ambos viajando por el Oriente, próximos muchas veces uno a otro, y sin
encontrarse jamás: la única diferencia que entre nosotros existe, es que la vida del
poeta inglés no se halla mezclada a sucesos tan grandes como la mía.

Lord Byron visitó después que yo las ruinas de la Grecia, y parece embellecer
en Childe-Harold con los colores de su lozana imaginación las descripciones del
Itinerario. En el principio de mi peregrinación reproduje yo el adiós postrero del
señor de Joinville a su castillo: Byron se despidió también de su gótica vivienda.

En los Mártires parte Eudoro de la Messenia para dirigirse a Roma: «nuestra


navegación fue larga, dice... visitamos todos aquellos promontorios conocidos por
sus templos o sus tumbas... Mis jóvenes compañeros no habían oído hablar mas que
de las metamorfosis de Júpiter, y nada comprendieron al ver las ruinas que se
ofrecían a sus ojos; pero yo me había sentado va, como el profeta, sobre las ruinas
de las ciudades desoladas, y Babilonia me enseñaba a Corinto.»

El poeta inglés es como el prosista francés, en la carta de Sulpicio a Cicerón;


una analogía tan perfecta es para mí sumamente gloriosa, puesto que no precedido
at cantor inmortal en las riberas donde hemos tenido los mismos recuerdos, y
donde hemos hecho conmemoración de las mismas ruinas.
Tengo además el honor de que mis ideas hayan estado de acuerdo con los de
lord Byron en la descripción de Roma: los Mártires y mi carta sobre los campos
romanos, tienen para mí la inapreciable ventaja de haber adivinado las
inspiraciones de un gran genio.

Los primeros traductores, comentadores y admiradores de lord Byron han


tenido un especial cuidado de no consignar que algunas páginas de mis obras
hubieran podido figurar en los recuerdos del pintor de Childe-Harold; creían que
de hacerlo así hubieran arrebatado algo a su gigantesco genio. Ahora que el
entusiasmo ha ido entibiándose poco a poco, se me niega menos esta honra.
Nuestro cancionero inmortal ha dicho en el último tomo de sus canciones: «En una
de las que preceden a esta, hablo de las liras que la Francia debe a Mr. de
Chateaubriand. No temo que este verso sea desmentido por la nueva escuela
poética, que por haber nacido al abrigo de las alas del águila, se ha gloriado, con
justicia, de semejante origen. La influencia del autor del Genio del Cristianismo ha
llegado también a los países extranjeros, y acaso podría decirse con fundamento
que el cantor de Childe-Harold es de la familia de René.»

Mr. Villemain ha reproducido esta observación de Mr. de Beranger en un


excelente artículo sobre lord Byron: «Es verdad que algunas páginas incomparables
del René, dice Mr. Villemain, habían expresado este carácter poético: pero yo no sé
si Byron las imitaba, o si su genio las daba nueva vida;»

Lo que acabo de decir sobre las afinidades de imaginación y de destinos


entre el cronista de René y el trovador de Childe-Harold, no quita ni un solo cabello
a la cabeza de un bardo inmortal. ¿Qué es respecto a la musa de la Deé, que lleva
una lira y tiene alas, mi pedestre y ronca musa? Lord Byron vivirá eternamente, sea
porque, hijo de su siglo como yo, haya explicado como yo, y como lo hizo Goethe
antes que nosotros, la pasión y la desgracia, o sea porque mis periplos y el fanal de
mi barquilla de las Galias haya servido de rumbo al navío de la Albión en los mares
inesperados.

Por otra parte, dos talentos de naturaleza análoga pueden muy bien tener
análogas excepciones, sin que pueda decírseles que han marchado servilmente por
un mismo camino. Es permitido; y debe serlo, el aprovecharse de las ideas y de las
imágenes vertidas en un idioma extraño para enriquecer el propio: esto se ha visto
con frecuencia en todos los siglos y en todos tiempos. Yo soy el primero en confesar
que en mi primera juventud pudieron asociarse a mis ideas Ossian, Werter, las
meditaciones del Solitario y los Estudios de la naturaleza; pero no he disimulado ni
ocultado jamás placer que me causaban las obras cuyo estudio me servía de recreo.
Si fuese cierto que el René tiene en el fondo algunos puntos de contacto con
el único personaje que figura en escena bajo diferentes nombres en Childe-Harold,
Conrad, Lara, Manfredo, y el Giaour; si lord Byron me hubiera asociado por
casualidad a su propia vida ¿hubiera tenido la flaqueza de no nombrarme jamás?
¿Era yo acaso uno de esos padres de quienes se reniega cuando se llega a la cúspide
del poder? ¿Podía ser yo completamente desconocido para lord Byron que cita a
casi todos los autores franceses contemporáneos suyos? ¿No habría oído jamás
hablar de mí, cuando en los periódicos, así ingleses como franceses se han
controvertido mis obras por espacio de veinte años, cuando el New-Times ha hecho
un paralelo entre el autor del Genio del cristianismo y el del Childe-Harold?

No hay inteligencia alguna, por privilegiada que sea, que no tenga sus
susceptibilidades y sus desconfianzas; que no quiera empuñar el cetro
exclusivamente, que no tema dividirlo con otra, y a la cual no irriten las
comparaciones. Así es, que otro talento, también superior, ha evitado el mencionar
mi nombre en una obra sobre la Literatura. Pero estimándome en lo que valga,
jamás he aspirado, a Dios gracias, al imperio; como no creo más que en la verdad
religiosa cuya verdad es una forma, no tengo más fe en lo mío que en lo ajeno,
cuando se trata de las cosas terrenales. Pero no he sentido, sin embargo, la
necesidad de callar, cuando he visto algo que me haya admirado; por eso hago
alarde de mi entusiasmo hacia lord Byron y Mme. Staël. ¿Qué cosa hay más dulce
que la admiración? Es el amor en el cielo; la ternura elevada hasta el culto; la
gratitud hacia Divinidad que ensancha las bases de nuestras facultades, que abre
nuevos caminos a nuestra alma, y que nos concede una dicha tan grande, tan pura,
sin mezcla alguna de envidia o de temor.

Todo el agravio que hago en estas Memorias al poeta, más eminente que ha
existido en Inglaterra después de Milton, prueba cuando más el alto precio en que
hubiera yo estimado un recuerdo de su musa.

Lord Byron inauguró una escuela deplorable, y presumo que está tan sentido
de los Childe-Harold que ha engendrado, como lo estoy yo de los Renés que
pululan en torno mío.

La vida de lord Byron es objeto de muchas investigaciones y calumnias: los


jóvenes han tomado al pie de la letra sus mágicas palabras, y las mujeres se han
hallado muy dispuestas a dejarse seducir por este monstruo, que las llenaba de
espanto, y a consolar a este Satanás solitario y desgraciado. ¿Quién sabe si el gran
poeta no hubiera hallado con él tiempo la mujer que buscaba, una mujer bastante
hermosa y de un corazón tan grande como el suyo? Byron, según la opinión
fantasmagórica, es una serpiente fascinadora y corruptora, porque ha visto y
denunciado la corrupción de la especie humana: es un genio fatal y desgraciado,
colocado entre los misterios de la materia y de la inteligencia, que no halla palabra
para explicar el enigma del universo, que mira la vida como una ironía amarga sin
causa alguna, como una sonrisa perversa del mal: es el hijo de la desesperación que
desprecia y reniega de todo, y que, teniendo en su corazón una llaga incurable, se
venga llevando al dolor por medio de la voluptuosidad todo lo que va adherido a él;
es un hombre que no ha pasado por la edad de la inocencia, que no ha tenido la
ventaja de ser rechazado y maldito de Dios; un hombre, en fin, que habiendo salido
réprobo del seno de la naturaleza, es el condenado desde la nada.

Tal es Byron de las imaginaciones exaltadas, pero este Byron está muy lejos,
en mi juicio, de ser el verdadero.

En el poeta inglés, como en la mayor parte de los hombres, había dos seres
unidos, pero muy diferentes: el hombre de la naturaleza, y el hombre del sistema. El
poeta, al conocer el papel que el público le hacía representar, lo aceptó de buen
grado, y se puso a maldecir un mondo sobre el cual no había hecho más que
meditar hasta entonces; esta marcha se conoce de una manera ostensible en el orden
cronológico de sus obras.

Respecto a su genio, lejos de tener la extensión que se le atribuye, era por el


contrario muy reservado, su pensamiento poético no es más que un gemido, una
queja, una imprecación: bajo este aspecto es admirable, pero es preciso no pedir a la
lira lo que piensa, sino lo que canta.

En cuanto a su espíritu era sarcástico y variado; pero de una naturaleza que


agita al alma, y de una influencia funesta: el escritor había leído a Voltaire con
detenimiento y le imitó.

Lord Byron, dotado de las mayores prendas, tenía muy poco de que
reconvenir a su nacimiento: el accidente mismo que labraba su desgracia y que
sometía su superioridad a las flaquezas humanas, no hubiera debido atormentarle,
puesto que ese fue un obstáculo para que le amasen. El trovador inmortal conoció
en la cabeza propia cuanta verdad encierra la máxima de Zenón: «La voz es la flor
de belleza.»

Es una cosa deplorable la rapidez con que desaparecen en el día los


renombres. Al cabo de algunos meses huye el entusiasmo y le sucede el poco
aprecio. En la actualidad ya va palideciendo la gloria de Lord Byron; nosotros
comprendemos mejor su genio; los altares erigidos en Francia en honra suya serán
mucho más permanentes que en Inglaterra. Como Childe-Harold es notable
principalmente por la pintura de los sentimientos particulares del individuo, los
ingleses, que prefieren los sentimientos comunes a los demás, acabarán por
desconocer al poeta cuyo acento es tan triste y tan profundo. Empero, guárdense de
hacerlo así; si estropean la imagen del hombre que les ha dado vida, ¿qué les
quedará después?

Cuando en 1822 escribí durante mi residencia en Londres mis sentimientos


acerca de Lord Byron, solo le estaban dos años de vida sobre la tierra: murió en el
año 1824, cuando iban a principiar para él los desencantos y los disgustos. Yo le
precedí en la vida, y él me ha precedido en la muerte: fue llamado antes de que le
tocara su turno; mi número estaba primero que el suyo, y el suyo salió sin embargo
el primero. Childe-Harold debió haber quedado: el mundo hubiera podido
perderme a mí sin hacer alto en mi desaparición. En la continuación de mis
excursiones he vuelto a encontrar a Mme. Guiccioli en Roma, y a lady Byron en
París. La debilidad y la virtud volvieron a aparecérseme; en la primera había acaso
demasiada realidad; en la segunda demasiados sueños.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

La Inglaterra de Richmond a Greenwich.— Expedición con Pelletier.—


Bleinheim.— Stowe.— Hampton-Court.— Oxford.— Colegio de Eton.—
Costumbres privadas.— Costumbres políticas.— Fox.— Pitt.— Burke.— Jorge III.

Después de haber hablado al lector de los escritores ingleses de la época en


que la Inglaterra me servía de asilo, me resta ahora decir algo sobre la Inglaterra
misma, del aspecto que ofrecía en aquella época, de su situación topográfica, de sus
castillos y de sus costumbres privadas y políticas

El que haya visto cuatro leguas de terreno por los lados de Richmond, y de
Greenwich a Londres, puede hacerse cuenta que ha visto toda la Inglaterra. Por la
parte de Greenwich está la Inglaterra industrial y comercial, con sus diques, sus
almacenes, sus aduanas, sus arsenales, sus fábricas de cerveza, sus manufacturas,
sus fábricas de fundición y sus buques: estos últimos suben por el Támesis en la alta
marea, formados en tres divisiones; los mas pequeños primero, en seguida los
medianos, y los últimos los buques de alto bordo, cuyas velas se elevan a la altura
del hospital de marinos inválidos, y de la taberna a donde suelen concurrir los
extranjeros.

Por el lado de Richmond está la Inglaterra agrícola y pastora, con sus


praderas, sus rebaños, sus casas de campo y sus parques, cuyos arbustos y céspedes
bañan dos veces al día las aguas del Támesis, impelidas por el flujo. Londres,
situada en medio de estos dos opuestos puntos, (Richmond y Greenwich) reúne
todas las cosas de esta doble Inglaterra: la aristocracia al Oeste, y al Este la
democracia; la Torre de Londres y Westminster, límites entré los cuales viene a
colocarse la historia entera de la Gran-Bretaña.

En Richmond pasé con Cristian de Lamoignon parte del estío de 1790,


trabajando en el Genio del Cristianismo. Hacía expediciones en una barca sobre el
Támesis, y paseaba, a caballo por el parque de aquel punto. Bien hubiera yo querido
que el Richmon-les- Londres fuese el Richmond del tratado Honor Riche-mundiae,
porque en tal caso hubiera estado allí en mi propia patria: he aquí por qué
Guillermo el Bastardo hizo donación a Alain, duque de Bretaña; su yerno, de
cuatrocientas tierras señoriales en Inglaterra, que formaron después el condado de
Richmond 5. Los duques de Bretaña, sucesores de Alain, cedieron en enfiteusis estos
dominios a los caballeros bretones primogénitos de las familias de Rohan; de
Tinteniac, de Chateaubriand, de Gayon y de Montboucher. Pero a pesar de mis
deseos, me veo precisado a buscar en el Yorkshire el condado de Richmond, erigido
en ducado por un bastardo en tiempo de Carlos II; el Richmond sobre el Támesis es
el antiguo Sheen de Eduardo III.

Allí expiró en 1377 Eduardo III, aquel famoso rey, a quien robó su favorita
Alix Pearce, la que había dejado de llamarse Alix, o Catalina de Salisbury, desde los
primeros días de la vida del vencedor de Crecy: no améis sino en la edad en que
podáis ser amados. Enrique VIII e Isabel murieron también en Richmond: ¿a dónde
no alcanza la muerte? Enrique VIII tenía predilección por este sitio. Los
historiadores antiguos se ven muy apurados con este hombre abominable: por una
parte no pueden disimular su tiranía y el servilismo del parlamento, y si
anatematizaran por otro al jefe de la Reforma, al condenarle, se condenarían a sí
mismos.
Plus l‘oppreseur est vil, plus l'esclave est infame. 6

En Richmond se enseña el montecillo que sirvió de observatorio a Enrique


VIII para esperar la señal del suplicio de Ana Bolena. Enrique se estremeció de
placer al distinguid la señal sobre la Torre de Londres. ¡Qué voluptuosidad! el
hierro había tronchado aquel delicado cuello, y ensangrentado aquellos cabellos tan
hermosos, que había halagado el poeta-rey con sus fatales caricias: Pero yo no
esperaba en el desierto parque de Richmond ninguna señal homicida, ni hubiera
deseado mal alguno a quien me hubiese sido infiel. Mis únicos compañeros eran
algunos gamos pacíficos: acostumbrados a correr ante una traílla de perros, hacían
alto cuando estaban fatigados, y se les traía después muy alegres y muy contentos
de este juego, para colocarlos un chirrión lleno de paja. También solía ir a Kew a ver
los canguros, animales ridículos, que son el reverso de la jirafa: estos Inocentes
cuadrúpedos abundaban más en la Australia, que las prostitutas del antiguo duque
de Queensbury en las callejuelas de Richmond. El Támesis bañaba la yerba de un
montecito medio oculto bajo un cedro del Líbano y entre sauces llorones: una pareja
recién casada había venido también a pasar la luna de miel en aquel paraíso.

Pero he aquí que una tarde, y cuando más tranquilo estaba yo paseando
sobre la pradera de Tockenham, se aparece Pelletier, con el pañuelo aplicado a la
boca. «¡Oh qué sempiterna niebla! exclamó así que llegó bastante cerca de mí para
poder ser oído, ¿Cómo diablos tenéis valor para permanecer aquí? Por mi parte ya
tengo hecho la lista de los sitios que hemos de recorrer, Stowe, Bleincheim,
Hampton-Court, Oxford; por la vuestra y con esa manía de meditar, seríais capaces
de permanecer encasa de Johon-Bull in vitan aeternam, sin dar un paso para ver
nada.»

En vano intenté evadirme de la exigencia de Pelletier: estuvo inexorable, y


fue preciso partir. En el carruaje me contó sus esperanzas, que se relevaban con
tanta frecuencia como los tiros de los caballos: cuando se desvanecía una forjaba
otra al momento, y esto se repetía diferentes veces hasta llegar al término de la
jornada. Una de sus esperanzas, la más fundada de todas, le condujo después hasta
Bonaparte, al que asió por el cuello. Napoleón tuvo la simplicidad de boxear con él.
El segundo de Pelletier era Jacobo Makintosh: habiendo sido condenado por los
tribunales, sacó de este incidente una nueva fortuna (que por supuesto se comió en
un dos por tres) vendiendo las piezas de su proceso.

La estancia en Bleinheim fue para mí muy desagradable, porque al


sentimiento que me causaba un antiguo revés de mi patria, tenía que añadir el
insulto de una afrenta reciente que tuve que soportar: una barca que subía por el
Támesis me sorprendió a la orilla, y los remeros al distinguir a un francés me
dirigieron estrepitosos hurras: acabábase de recibir la de las instituciones literarias
de la edad media. Recorrimos las bibliotecas, el museo, el jardín botánico, y yo
estuve viendo con extremo regocijo, entre los manuscritos del colegio de Worcester,
una vida del Príncipe negro, escrita en verso francés por el heraldo de este príncipe.

Oxford, a pesar de su semejanza, me traía a la memoria los modestos


colegios de Dol, de Rennes; y de Dinan. Había yo traducido la elegía de Gray sobre
el cementerio de campo.

The curfew tolls the knell of parting day,Imitación del siguiente verso de
Dante:Squilla di lontano Che paja 'l giorno pianger che si muore,

Pelletier se había apresurado a publicar en su periódico, a son de corneta, mi


traducción. Al ver a Oxford me acordé de la oda del mismo poeta sobre una vista
lejana del colegio de Eton.

«¡Felices colinas, bosques deliciosos, campos amados, por donde vagaba en


otro tiempo mi descuidada infancia, extraña al dolor! Conozco las brisas que vienen
de vuestro lado, y me figuro que acarician alma abatida, y que, perfumadas de gozo
y de juventud, vienen a dar a mi vida una segunda primavera.»

«Dígnate decirnos, Támesis paternal... dígnate decirnos qué generación


voladora la impele hoy a precipitar la carrera del rotante aro, o a lanzar la fugitiva
pelota. ¡Ay! las Inocentes y jóvenes víctimas juguetean sin cuidarse de sus destinos,
sin prever los males de lo porvenir, y sin acordarse de que hay que andar mas
jornadas!»

¿Quién es el que no ha probado en su vida los sentimentales y las penas,


expresadas en cada anotación toda la dulzura de la musa? ¿Quién es el que no se ha
enternecido al recuerdo de los juegos, de los estudios y de los amores de sus
primeros años? Pero ¿es posible acaso el devolverles su animación y vida? Los
placeres de la juventud reproducidos por la memoria, son ruinas vistas a la llama
de un hacha de viento.
Vida privada de los ingleses.

Separados del continente por una larga guerra, los ingleses conservaban a
fines del último siglo sus costumbres y su carácter nacional. En aquella época no era
todavía más que un pueblo, en cuyo nombre se ejercía la soberanía por un gobierno
aristocrático, ni se conocían más que dos clases, unidas amistosamente por un
interés común: la de los patronos, y la de los clientes. Esa clase, celosa de sus
prerrogativas, que se llama en Francia clase media, y que empieza ahora a nacer en
Inglaterra, no existía aun, nada había que se interpusiese entre los ricos propietarios
y los hombres dedicados a la industria fabril. Todavía no era todo máquinas en las
profesiones manufactureras, ni todo locura en los rangos privilegiados. En aquellas
mismas aceras donde se ven pasear ahora figuras sucias y hombres vestidos con un
gran redingote, paseaban en otro tiempo lindísimas muchachas con su delantalito
blanco, su sombrero de paja atado con una cinta por debajo de la barba, y su
canastillo debajo del brazo, las que se ruborizaban cuando se fijaban en ellas
atrevidos ojos. «La Inglaterra, dice Shakespeare, es un nido de cisnes en medio de
las aguas». Los redingotes de vestir se usaban tan poco en Londres de 1793, que una
señora que lloraba amargamente la muerte de Luis XVI solía decirme: «¿Pero es
verdad, caballero, que el pobre rey llevaba puesto un redingote cuando le cortaron
la cabeza?»

Los gentlemen-farmers no habían a vendido aun su patrimonio para irse a


vivir a Londres, y formaban todavía en la cámara de los comunes aquella fracción
independiente, que pasando desde la oposición al ministerio, mantenía ilesas la
libertad, el orden y la propiedad. Estos patricios cazaban ánades o faisanes en otoño,
comían gansos y ocas en Navidad, gritaban viva el roastbeef, se lamentaban del
presente, ponderaban lo pasado, maldecían a Pitt y a la guerra, porque aumentaba
el precio del vino de Oporto, y se acostaban borrachos, para volver a empezar el día
siguiente la misma vida. Estaban muy creídos en que la gloria de la Gran Bretaña no
se eclipsaría mientras que se cantase el God save the King, en que se conservarían las
bourg-pourris (aldeas), en que las leyes de la caza permanecerían en todo su vigor,
y en que se venderían furtivamente en el mercado las liebres y las perdices bajo el
nombre de leones y de avestruces.

El clero anglicano era hospitalario y generoso, y acogió al clero francés con


una caridad verdaderamente cristiana. La universidad de Oxford hizo imprimir a
sus expensas, y distribuyó gratis a los curas un Nuevo Testamento, según el rito
romano, con estas palabras: para el uso del clero católico desterrado por su
constancia religiosa. Respecto a la alta sociedad inglesa, como pobre y mísero
emigrado, no conocía más que la exterioridad. Cuando había recepción en la corte o
en el palacio de la princesa de Gales, veía pasar en sus carruajes a las brillantes
ladys, ataviadas con un suntuoso lujo, y hermosas como las madonas que se ven en
los altares. Aquellas bellezas eran hijas de las madres que adoraron los duques de
Guisa y de Lauzun; estas son en 1822 las madres y abuelas de los pimpollos que
bailan actualmente conmigo, en traje corto; generaciones florecidas que pasan con
una rapidez extraordinaria.

Costumbres políticas.

La Inglaterra de 1688 se hallaba a fines del siglo último en el apogeo de su


gloria. Pobre emigrado en Londres desde 1792 a 1800, he oído hablar a los Pitt, los
Fox, los Sheridan Wilberforce, los Grenville, los Witebread, los Landerdale y los
Erskine: embajador hoy en 1822 en la misma corte, y lleno de lujo y de
magnificencia, no me es posible expresar mi sorpresa, cuando en lugar de aquellos
brillantes oradores a quienes había oído hablar en otra época, veía levantarse a
aquellos que eran de segundo orden en la época de mi primer viaje; los estudiantes
ocupaban los sitios de los maestros. Las ideas generales han penetrado en aquella
sociedad particular. Pero la aristocracia ilustrada, colocada al frente del país desde
ciento cuarenta años hacia, ha mostrado al mundo una de las mas bellas y de las
roas grandes sociedades, que han hecho honor a la especie humana desde el
patriciado romano. Quizás exista aun alguna vieja familia, en el fondo de un
condado, que reconocerá la sociedad que acabo de describir, y echará de menos el
tiempo cuya pérdida deploro.

En 1792 se separó de Mr. Fox Mr. Burke, al tratarse de la revolución francesa


que Mr. Burke atacaba y defendía Mr. Fox. Jamás habían desplegado tanta
elocuencia estos dos oradores, que habían sido amigos hasta entonces. Toda la
cámara escuchó conmovida, y los ojos de Mr. Fox estaban preñados de lágrimas
cuando Mr. Burke terminó su discurso con las palabras siguientes: «El muy
honorable caballero me ha tratado en el discurso que acaba de pronunciar con una
dureza inusitada; ha consagrado mi vida entera, mi conducta y mis opiniones. Pero
ese grave y tremendo ataque, que no creo haber merecido bajo ningún concepto, no
bastará para hacerme temer el declarar mis sentimientos en esta cámara y a la luz
del mundo entero. Yo diré en todas partes que la constitución del estado peligra.
Conozco que es una indiscreción en todo tiempo, pero mucho más en la época
presente de mi vida, el provocar enemigos, o el dar a mis amigos motivos fundados
para que me abandonen. Pero si mi destino es pasar por tan amargo trance, merced
a mi adhesión a la constitución británica, estoy dispuesto a correr el riesgo, y
obedeciendo a lo que el deber público y la prudencia pública me ordenan,
terminaré exclamando: ¡Huid de la constitución francesa! ¡Fly from the french
Constitution.»

Habiendo dicho a Mr. Fox que no era motivo aquel para que sus amigos le
abandonaran exclamó Mr. Burke:

«¡Sí, es motivo para ser abandonado por sus amigos! Conozco el resultado de mi
conducta; he cumplido con mi deber sacrificando a la amistad, que desde hoy ha terminado
entre nosotros: I have done my duty at the price of my friend; our friendship is at han end.
Advierto por lo tanto a los muy honorables caballeros que forman los dos partidos rivales en
esta cámara, que deben conservar y sostener la constitución británica, prevenirse contra las
innovaciones, y salvarse del peligro de estas nuevas teorías, ora se muevan en el hemisferio
político como dos grandes meteoros, ora marchen como dos hermanos y de común acuerdo.
From the danger of these new theories.» ¡Memorable época del mundo!

Mr. Burke, a quien conocí poco tiempo antes de su muerte, abrumado con la
pérdida de su hijo único, había fundado una escuela consagrada a los hijos de los
emigrantes pobres, solía ir de vez en cuando a ver lo que él llamaba su vivero: his
nursery, y se recreaba con la vivacidad de la raza extranjera que crecía bajo los
auspicios de su genio paternal. Cuando veía saltar y triscar a los inocentes y alegres
desterrados, me decía «nuestros bribonzuelos, de por acá no harían eso: our boys
could not do that, y sus ojos se inundaban de lágrimas, recordando a su hijo, que
había partido para un largo destierro.

Pitt, Fox y Burke ya no existen, y la constitución inglesa ha sufrido las


influencias de las nuevas teorías. Es preciso haber visto la gravedad de los debates
parlamentarios en aquella época, es preciso haber oído a aquellos oradores cuya
voz profética parecía anunciar una revolución próxima, para poder formarse una
idea de la escena a que me refiero. La libertad, contenida dentro de los límites del
orden, parecía debatirse en Westminster bajo la influencia de la libertad anárquica,
que hablaba aun en la ensangrentada tribuna de la Convención.

Mr. Pitt, alto y seco, tenía una fisonomía triste a la par que burlona. Su modo
de hablar era frío, monótona su entonación, y su gesto insensible, pero la fluidez y
brillo de sus pensamiento, y la lógica de sus razones, iluminadas a veces por
repentinos relámpagos de elocuencia, hacían que su talento saliese de la esfera
vulgar.

Muchas veces solía ver a Mr. Pitt cuando iba desde su casa al real palacio a
pie, y atravesando el parque de Saint James. Jorge III, por su parte, llegaba de
Windsor, después de haber estado bebiendo cerveza en una vasija de estaño con los
colonos de las inmediaciones, y atravesaba los caminos detestables de su
malhadado castillejo en un coche parduzco, escoltado por algunos guardias de
caballería: Jorge III era allí el amo de los reyes de Europa, como cinco o seis
comerciantes de la Cité lo son de la India Mr. Pitt, vestido de traje negro, con espada
de acerado puño pendiente del tahalí, y el sombrero debajo del brazo, subía los
escalones de la regia morada de tres en tres, y no encontraba a su paso más que tres
o cuatro emigrados ociosos: al vernos, pasaba, lanzándonos una mirada desdeñosa,
lleno de arrogancia, y pálido el semblante.

Aquel gran hacendista tenía su casa en el mayor desorden, y vivía sin horas
fijas para comer y dormir. Abrumado de deudas no pagaba a nadie, y no se atrevía
a adicionar el presupuesto. Un ayuda de cámara hacia las veces de mayordomo.
Mal vestido casi siempre, sin disfrutar jamás de diversión alguna, exhausto de
pasiones y ávido del poder únicamente, despreciaba los honores, y no quería ser
más que William Pitt a secas.

Lord Liverpool me llevó a comer a su casa de campo en junio de 1822: al


atravesar los matorrales de Pulteney me ensañó la casita donde murió en la mayor
pobreza el hijo de lord Chiham, el hombre de estado que había puesto a la Europa a
sueldo, y distribuido por sus propias manos todos los millones de la tierra.

Jorge III sobrevivió a Mr. Pitt, pero había perdido la vista y la razón. Cada
vez que se abría el parlamento los ministros leían a las cámaras silenciosas y
conmovidas el boletín en que se daba cuenta de la salud del rey. Un día fui a visitar
el palacio de Windsor y por medio de una ligera gratificación que di a un conserje,
conseguí que me ocultase en un sitio donde fácilmente pudiera ver al rey. El
monarca, ciego y con los cabellos blancos, se presentó vacilante, como el rey Lear en
sus palacios, y buscando con sus manos un apoyo en las paredes de los salones.
Sentose delante de un piano, cuyo sitio le era muy conocido, y ejecutó algunos
trozos de una sonata de Haendel; tal fue el término de la antigua Inglaterra! Old
England!
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Vuelta de los emigrados a Francia.— El ministro de Prusia me da un


pasaporte falso con el nombre de Lassagne, habitante de Neuchatel en Suiza.—
Muerte de lord Londonderry.— Fin de mi carrera de soldado y de viajero.—
Desembarco en Calais.

Empezaba a volver la vista a mi patria. Se había verificado una grande


revolución. Bonaparte elegido primer cónsul; restablecía el orden con el despotismo;
muchos desterrados volvían a su patria: los proscriptos de las clases elevadas se
apresuraban a regresar para recobrar los restos de su fortuna; la fidelidad se
destruía en sus mejores representantes, al paso que se conservaba íntegra en el
corazón de algunos nobles de provincia arruinados. Mme. Lindsay había partido y
escribía a Mres. de Lamoignon diciéndoles que volviesen; así mismo invitaba a
Mme. de Aguesseau, hermana de Mres. de Lamoingnon, a que pasase el estrecho.
Fontanes me llamaba para acabar en París la impresión del Genio del Cristianismo.
Aunque no olvidaba un momento a mi patria, no tenía grandes deseos de volver a
ella: otros dioses mas poderosos que los lares paternales me retenían; Francia no me
ofrecía ya bienes ni asilo; la patria era ya para mí un seno de piedra, un pecho
agotado; en ella no podía encontrar a mi madre, a mi hermano, y a mi hermana Julia.
Lucila vivía aun, pero se había casado con Mr. de Caud, y ya no conservaba mi
nombre; mi joven viuda solo me conocía por una unión de algunos meses, por la
desgracia y por una ausencia de ocho años.

Entregado a mí mismo; no sé si habría tenido la resolución necesaria para


partir; pero las personas que formaban mi pequeña sociedad se ausentaban; Mme.
de Aguesseau me proponía llevarme consigo a París: no opuse resistencia. El
ministro de Prusia me proporcionó un pasaporte con el nombre de Lessagne,
habitante de Neuchatel. Mres. Dulau suspendieron la tirada del Genio del
Cristianismo, y me enviaron las pruebas. Separé de los Natchez los apuntes
relativos a Atala y René, y lo restante del manuscrito lo encerré en una maleta que
di a guardar a mis huéspedes en Londres, y me puse en camino para Douvres, en
compañía de Mme. de Aguesseau; Mme. de Lindsay nos esperaba en Calais.

Así abandoné a Inglaterra en 1800; mi corazón estaba entonces preocupado


con otros pensamientos distintos de los que tengo ahora, en 1822, al escribir estas
líneas. Entonces traía del destierro sueños y recuerdos gratos; hoy mí cabeza esta
llena de proyectos de ambición, de política, de grandezas y de cortes, que tan mal se
avenían a mi carácter. ¡Cuántos sucesos se agolpan en mi presente existencia! Pasad,
hombres, pasad; ya llegará mi vez. Hasta ahora solo he ofrecido a vuestra vista la
tercera parte de mis días; si los sufrimientos que he arrostrado han pesado sobre la
mejor época de vida, ahora que entro en una edad mas fecunda, el germen de René
va a desarrollarse, y amarguras de otra especie se mezclaran en mi narración.
¡Cuanto podía decir al hablar de mi patria y de sus revoluciones, cuyo primer plan
he trazado! ¡de ese Imperio, y del hombre gigantesco que he visto caer! ¡de esa
Restauración en que tanta parte he tomado, tan gloriosa ahora, en 1822, y que sin
embargó no puedo entrever sino a través de una nube fúnebre!

Este libro, que llega a la primavera de 1800, toca a su término. He llegado al


fin de mi primera carrera y me preparo a empezar la de escritor; de hombre privado,
voy a convertirme en hombre público; salgo del asilo virginal y silencioso de la
soledad para entrar en el bullicio y en las intrigas del mundo; las ilusiones de mí
vida van a desaparecer ante la realidad, y la luz va a penetrar en el reino de las
sombras. Dirijo una tierna mirada a esos libros que encierran mis horas
inmemorables, y me parece que doy el último adiós a la casa paterna; me separo de
los pensamientos y de los sueños de mi juventud, como de hermanas o de amantes
a quienes dejo en el hogar de la familia para no volverlas a ver.

Cuatro horas empleamos en el tránsito de Douvres a Calais. Volví a mi patria


bajo el seguro de un nombre extranjero: oculto doblemente en la oscuridad del
suizo Lassagne y en la mía, llegué a Francia con el siglo.

DIEPPE, 1836.

Revisado en diciembre de 1846.


Residencia en Dieppe.— Dos sociedades.

El lector habrá visto que desde que empecé estas memorias, he cambiado
diferentes veces de lugares, que los he descrito, que he hablado de los sentimientos
que me inspiraban, trazando mis recuerdos, y mezclando de este modo la historia
de mis pensamientos y de mis diferentes hogares a la historia de mi vida.

Al presente conoce también el punto de mi residencia. Paseando esta


mañana por la escarpada costa situada detrás del castillo de Dieppe, he visto la
poterna que sirve de comunicación a la mencionada costa, arrojada sobre un foso.
Mme. de Longueville logró evadirse por ella del furor de la reina Ana de Austria:
habiéndose embarcado furtivamente en el Havre, y desembarcado en Rotterdam, se
dirigió a Stenay, a ampararse bajo la protección del mariscal de Turena. Los laureles
del gran capitán habían dejado de ser ya inocentes, y la burlona proscripta no
trataba muy bien al culpable.

Mme. de Longueville, que había sido rechazada por la casa de Rambouillet,


por el trono de Versalles, y por la municipalidad de París; se apasionó del autor de
las Máximas y le fue todo lo fiel que podía serlo. Este vivió menos de sus
pensamientos que de la amistad de Mme. de La Fayette y de Mme. de Sevigné; de
los versos de La Fontaine, y del amor de Mme. de Longueville; he aquí lo que es el
rendimiento y la abnegación de los personajes ilustres.

La princesa de Condé dijo al espirar a Mme. de Brienne: —«Mandad decir,


mi querida amiga, a esa pobre miserable que se halla en Stenay el estado en que me
encuentro, y que aprenda a morir:» excelentes palabras; pero la princesa se olvidaba,
sin duda alguna, de que había sido la querida de Enrique IV, y de que, conducida a
Bruselas por su marido, había querido volver a incorporarse al Bearnés,
escapándose de noche por un balcón, y caminando en seguida a caballo mas de
cuarenta leguas; la princesa era entonces una pobre miserable de diez y siete años.

Así que bajé de la escarpada costa, me hallé en el camino real de París, que
sube por una pendiente rápida desde la salida de Dieppe. A la derecha de este
camino se elevan las tapias de un cementerio, a lo largo de las cuales hay un torno
de cordelería. Dos cordeleros que caminaban paralelamente, retrogradando y
bataneando una pierna sobre otra, cantaban a media voz: púseme a escucharlos, y
cantaban esta copla del viejo sargento, soberbia mentira poética que nos ha traído a
la situación en que hoy nos hallamos:

Qui labas sanglotte et regarde?Eh! c‘est la veuve du tambour, etc., etc. 7

Aquellos hombres pronunciaban el estribillo.

Conscriptos, al paso: no lloréis... Marchad al paso, al paso, con un tono tan


débil y tan patético, que mis ojos se llenaron de lágrimas. Al marcar ellos mismos el
compás devanando su cáñamo, parecía que estaban hilando los últimos instantes
del viejo sargento: imposible me sería decir lo que había en aquella gloria exclusiva
de Beranger, revelada por dos marineros que cantaban a la vista del mar la muerte
de un soldado.

La costa escarpada la comparaba yo a una grandeza monárquica; el camino a


una celebridad plebeya: también he hecho comparaciones entre los hombres de las
edades extremas de la sociedad, y me he preguntado a mí mismo a cual de estas dos
épocas hubiera preferido pertenecer. Cuando lo presente haya desaparecido como
lo pasado, ¿cuál de estos dos renombres llamará más la atención de la posteridad?

Y sin embargo, si los hechos fuesen lo principal, si el valor de los nombres no


contrabalancease en la historia el valor de los sucesos, ¡qué diferencia no habría
entre mi tiempo y el tiempo que trascurrió desde la muerte de Enrique IV hasta la
de Mazarino! ¿Qué son las turbulencias de 1648, comparadas con esta revolución,
que ha devorado el antiguo mundo; y que quizás se habrá herido de muerte a sí
misma, para no dejar en pos de sí ni vieja ni moderna sociedad?

¿No debía yo, pues, describir en mis memorias cuadros de una importancia
incomparablemente mayor que la de las escenas referidas por el duque de La
Rochefoucauld? En Dieppe mismo, ¿que es el voluptuoso ídolo de París, seducido y
rebelde al lado de la duquesa de Berry? Los cañonazos que anunciaban en el mar la
presencia, de la regia viuda, han dejado ya de oírse; los festejos de pólvora y de
humo no han dejado en la costa más que el bramido de las olas.

Las dos hijas de la casa de Borbón, Ana Genoveva y María Carolina, se han
retirado; los dos marineros de la canción del poeta popular desaparecieron también;
Dieppe no me cuenta ya a mí tampoco entre sus moradores; el yo que habitó
aquellos lugares en otro tiempo, no es el yo de mis primeros días ya terminados;
aquel yo ha sucumbido, porque nuestros días mueren antes que nosotros. El lector
me ha visto en Dieppe subteniente del regimiento de Navarra, instruyendo ¿los
reclutas en aquellos pedregales; después ha vuelto a verme desterrado en tiempo de
Bonaparte; aun volverá a encontrarme aquí otra vez cuando vengan a
sorprenderme las jornadas de julio. Al presente me hallo en esta ciudad, y vuelvo a
tomar la pluma para continuar mis confesiones.

Para mayor claridad, bueno será que echemos una ojeada sobre la altura a
que se encuentran mis memorias.

Estado en que se encuentran mis Memorias.

Forzoso es confesar que me ha sucedido lo que le sucede a todo


emprendedor que trabaja en una grande escala: en primer lugar, he levantado los
pabellones de los extremos, y después quitando de aquí mis andamios para
ponerlos mas allá, he ido levantando la piedra y los cimientos de las construcciones
intermediarias: sabido es que se han empleado muchos siglos en edificar algunas
catedrales góticas. Si el cielo me concede algún tiempo mas de vida, el monumento
quedará concluido por mis diversos años; el arquitecto, que será siempre el mismo,
no habrá hecho otra cosa que cambiar de edad. Por lo demás, preciso es reconocer
que es un verdadero suplicio conservar intacto su ser intelectual, aprisionada bajo
una cubierta material muy usada. San Agustín decía, dirigiéndose al Ser Supremo,
cuando conocía que su arcilla se iba desmoronando: «Dignaos, señor, servir de
tabernáculo a mi alma.» —Y a los hombres: «Cuando me hayáis conocido por
medio de este libro, rogad a Dios por mí.»

Entre las cosas por las cuales empiezan estas Memorias, y las que me ocupan
actualmente, hay un intervalo de treinta y seis años. ¿Cómo es posible, por lo tanto,
volver a emprender con el ardor conveniente la narración de aquellos
acontecimientos, llenos para mí en otra época de fuego y de pasión, cuando no es
con los vivos con quienes tengo que habérmelas, cuando se trata de hacer revivir
algunas efigies que yacen heladas en el fondo de la eternidad, y de bajar a un
subterráneo fúnebre para jugar en él al juego de la vida? ¿No me hallo ya, por otra
parte, casi muerto? ¿No han cambiado por ventura mis opiniones? ¿Veo ya acaso
los objetos bajo el mismo punto de vista? Los sucesos personales que tanto
conturbaban mi ánimo, los sucesos generales y prodigiosos que han acompañado o
seguido a aquellos, ¿no habrán perdido su importancia, así a los ojos del mundo,
como a mis propios ojos? Todo aquel cuya carrera se va prolongando, siente que
sus horas se amortiguan, y a la mañana siguiente no vuelve a encontrar el interés de
que estaba animado el día antes. Cuando hago investigaciones en mis pensamientos,
hallo en ellos frecuentemente algunos nombres, y nombres de personajes que se me
escaparon de la memoria, a pesar de que tal vez habrían hecho palpitar a mi
corazón en algún tiempo. ¡Vanidad del hombre! ¡Olvidar y ser olvidado! No basta
decir al amor y a las ilusiones —«Renaced»— para que renazcan; la región de las
sombras no puede abrirse sino por medio del ramo de oro, y para recoger este es
preciso tener una mano juvenil y vigorosa.

DIEPPE, 1836.

Año do 1800.— Aspecto de la Francia.— Mi llegada a París.

A’ucuus venants des lares patries.(Rabelais).

Encerrada ocho años hacia en la Gran Bretaña, no había yo visto en todo esto
tiempo más que el mundo inglés tan diferente, y con especialidad en aquella época,
del resto del mundo europeo. A medida que el packet-boat de Londres se va
aproximando a Calais en la primavera de 1800, mis miradas ibas, precediéndome
hacia la costa. Cuando anclamos en el muelle, los gendarmes y los aduaneros
saltaron sobre el puente del buque, registraron nuestros equipajes, y nos pidieron
los pasaportes; un hombre siempre es sospechoso en Francia; y lo primero con que
se tropieza, ora se entregue uno a sus negocios, o a los placeres, es con un sombrero
tricornio, o con una bayoneta.

Mme. Lindsay nos estaba aguardando en la posada, y a la mañana siguiente


partimos en su compañía para París, Mme. Aguessau, una joven parienta suya, y yo.
En el camino apenas se veía un hombre; las labores del campo las hacían algunas
mujeres tostadas y denegridas por el sol, sucias, descalzas de pie y pierna, y con la
cabeza descubierta o tapada con un pañuelo de narices; cualquiera hubiera creído,
al verlas, que eran esclavas; pero la primera idea que a mí me inspiraron, fue la que
revelaba la independencia y vigorosidad de aquel país, en el cual manejaban las
mujeres el azadón, mientras que los hombres manejaban el mosquete. Al ver el
estado miserable en que se hallaban las aldeas, hubiérase dicho que habían sido
presa del incendio: casi todas estaban medio demolidas, y llenas de polvo, y de
cieno, de humo y de escombros.

A derecha e izquierda del camino, llamaban la atención las ruinas de los


castillos derruidos, de cuyas torres y almenas solo quedaban algunos trozos, sobre
los cuales se encaramaban jugando los muchachos. Veíanse también cercados llenos
de boquetes, iglesias desiertas, de las cuales habían sido desenterrados los
cadáveres, campanarios sin campanas, cementerios sin cruces, e imágenes, cuyas
cabezas habían desaparecido a pedradas de los nichos, donde quedaba aun su
mutilado cuerpo. En las paredes se veían escritas las siguientes palabras
republicanas, desprestigiadas ya a fuerza de viejas; Libertad, Igualdad, Fraternidad,
o la Muerte. Aquella nación que parecía hallarse a punto de disolverse, inauguraba
una nueva era, como aquellos pueblos que saltan de la noche de la barbarie y de la
destrucción de la edad media.

A medida que iba aproximándome a la capital, la Francia era para mí tan


nueva, como lo habían sido los bosques de América. San Dionisio había quedado al
descubierto; sus ventanas estaban hechas pedazos; la lluvia penetraba por todas
partes en sus naves grandiosas, y habían desaparecido sus tumbas; mas tarde vi los
huesos de Luis XVI, los cosacos, el ataúd del duque de Berry y el catafalco de Luis
XVIII.

Augusto de Lamoignon salió a recibir a Mme. Lindsay; y su brillante tren


contrastaba maravillosamente con los pesados carros y las diligencias sucias,
destartaladas y tiradas por rocines matalones, guarnecidas con cuerdas, que había
encontrado desde Calais. Mme. Lindsay debía quedarse en Thernes; echamos pie a
tierra por lo tanto en el camino de la Revolte, y nos dirigimos atravesando los
campos a casa de mi huéspeda. Permanecí allí veinte y cuatro horas; y me encontré
con un alto y obeso señor, llamado Lasalle, al cual había encargado Mme. Lindsay
el arreglo de los asuntos de los emigrados. Mi amable huéspeda avisó mi llegada a
Fontanes, y a las cuarenta y ocho horas, vino a buscarme este a una reducida y
cómoda habitación que había alquilado para mí Mme. Lindsay en una casa
inmediata a la suya.
El día que llegamos a París era domingo, y entramos a pie a las tres de la
tarde por la barrera de la Estrella. Actualmente no podemos formarnos una idea de
la impresión que había hecho la revolución sobre los espíritus en Europa, y
principalmente sobre los hombres ausentes de la Francia durante el Terror;
parecíame, como lo digo, que iba a bajar a los infiernos, lo cual nada tenía de
extraño, si se atiende a que aun cuando fui testigo de los primeros excesos de la
revolución, los grandes crímenes no se habían perpetrado todavía, y los hechos
subsiguientes habían llegado hasta mí tal como se referían en la sociedad pasiva y
normal de la Inglaterra.

Avanzando con un nombre supuesto, y persuadido de que comprometía a


mi amigo Fontanes, oí con harta sorpresa, al entrar en los campos Elíseos, ecos de
violón, de corneta, de tambores y de clarinete, y vi infinidad de corrillos en los que
estaban bailando una multitud de hombres y mujeres; un poco mas adelante se
ofreció a mis ojos él palacio de las Tullerías, medio oculto entre dos grandes
bosques de castaños. La plaza de Luis XV estaba desnuda: el destrozo hecho en ella,
le daba el tinte melancólico y desierto de un antiguo anfiteatro; al penetrar en ella
quedé sorprendido de no oír lamento alguno; a cada paso se me figuraba que iba a
meter el pie en un charco de sangre, de la cual no quedaba ni el menor vestigio: mi
vista no acertaba a separarse del sitio donde creía ver elevarse el instrumento de
muerte, y se me representaban también mi hermano y mi cuñada, desnudos, y
atados al pie de la máquina sangrienta: allí había caído la cabeza de Luis XVI: a
pesar del ruido de los festejos de las calles, las torres de las iglesias estaban mudas;
me parecía que había entrado en París el día del inmenso dolor, el día del Viernes
Santo.

Mr. de Fontanes vivía en la calle de Saint-Honoré, en las inmediaciones de


Saint-Roch; llevome a su casa, me presentó a su mujer, y después me condujo a casa
de su amigo Mr. Joubert, donde encontré un asilo provisional: Mr. Joubert me
recibió como se recibe a un viajero del cual se ha oído hablar mucho.

Al día siguiente fui a la dirección de policía a presentar mi pasaporte


extranjero para recibir en cambio un pase, para permanecer en París, el que tenía
que renovar de mes a mes. A los pocos días alquilé un entresuelo en la calle de Lille,
cerca de la de los Santos Padres, y me fui a vivir a él.

Había traído conmigo el manuscrito del Genio del Cristianismo, y los


primeros pliegos impresos en Londres. Me indujo a ello Migneret, hombre digno
que consintió en encargarse de volver a empezar la impresión interrumpida, y en
darme algún dinero anticipado para cubrir mis necesidades. Ni un alma siquiera
conocía mi Ensayo sobre las revoluciones, a pesar de lo que me había dicho Mr.
Lemiére. Yo desenterré al viajero filósofo Delisle de Sales que acababa de publicar
su Memoria en favor de Dios, y me dirigí a ver a Ginguené, que vivía en la calle de
Grenelle-Saint-Germain, cerca del palacio del Bon-La Fontaine: todavía se leían
sobre la portería estas palabras: En esta casa se hace alta estima del titulo de
ciudadano, y todo el mundo se tutea; haz el favor de cerrar la puerta. Subí la
escalera y llegué al aposento de Ginguené a quien le costó trabajo reconocerme, y el
cual me habló, haciendo grandes ponderaciones de lo que era, y de lo que había
sido. Me retiré por lo tanto humildemente, y sin procurar renovar unas relaciones
tan desproporcionadas.

A cada paso asaltaban mi corazón los recuerdos de Inglaterra; había vivido


tanto tiempo en aquel país, que había adquirido la mayor parte de sus hábitos: me
costaba trabajo, por ende, el acostumbrarme a la sociedad de nuestras casas, de
nuestras escaleras y de nuestras mesas, a nuestro poco aseo, a nuestra familiaridad
y a la indiscreción de nuestras habladurías: era inglés en mis modales, en mis
gustos, y hasta en mis pensamientos en cierto modo: esto se comprende fácilmente;
porque si Byron, según dicen, se inspiró algunas veces con el René en su Childe-
Harold, nada tiene de particular que ocho anos de residencia en la Gran Bretaña,
precedidos de un viaje a América, y que una larga costumbre de hablar, de escribir
y hasta de pensar en inglés hubiesen influido sobre el giro y expresión de mis ideas.
Pero poco a poco fui gustando de la sociabilidad que nos distingue, de nuestro
comercio seductor, fácil y rápido de las inteligencias; de nuestra despreocupación
admirable, de nuestro poco miramiento hacia los nombres y hacia las fortunas, de
nuestra nivelación natural de todos los rangos, y de esa igualdad de espíritu, en fin,
que hace incomparable a la sociedad francesa, y que sirve de contrapeso a nuestros
otros defectos: después de haber permanecido algunos meses en París, se conoce
que no se puede vivir en otra parte.

PARÍS, 1837.

Año 1800.— Mi vida en París.

Me decidí a vivir encerrado en lo mas hondo de mi entresuelo, y me entregué


al trabajo en cuerpo y alma. En los ratos de ocio salía a hacer mis reconocimientos
por diferentes puntos. El circo de Palais-Royal había sido cegado: Camilo
Desmoulins no peroraba ya en él al aire libre, ni se veía circular como en otro
tiempo una falange de prostitutas, virginales compañeras de la diosa Razón, que
marchaban a las órdenes de David. En las galerías y al desembocar por cualquiera
de las calles de árboles, se encontraba uno con hombres que pregonaban una
porción de espectáculos curiosos, tales como sombras chinescas, juegos de óptica,
gabinetes de física y fieras del extranjero: a pesar de que se habían cortado tantas
cabezas, aun quedaba crecido número de ociosos. Del fondo de las bodegas del
Palais- Marchand salían los ecos de una música desgarradora, y creyendo que acaso
habitarían en aquel subterráneos los gigantes que yo buscaba y que debían ser los
que habían producido los inmensos acontecimientos, me decidí a bajar a él y hallé
bailando algunas parejas repugnantes en medio de un corro de espectadores que
estaban sentados y bebiendo cerveza. Un jorobado que estaba encaramado sobre
una mesa, tocaba el violín y cantaba a Bonaparte un himno que terminaba por estos
dos versos:

Par ses vertus, par ses attraits,Il méritait d'etre leur pére 8.

Así que el jorobado acababa el ritornelo, le daban un sueldo por vía de


salario. Tal es en el fondo aquella sociedad humana, que se entusiasmó con
Alejandro y con Napoleón.

Complaciame en recorrer los lugares, por los cuales había paseado los
sueños de mis primeros años.

Caminando sin dirección fija por detrás del Luxemburgo, fui a parar a la
Cartuja, que acababa de ser demolida.

La plaza de las Victorias y la Vendome lloraban las efigies ausentes del gran
rey; la comunidad de capuchinos había sido saqueada; el claustro interior servía de
retirada al fantasmagórico Robertson. En los Franciscanos buscaba en vano la nave
gótica donde había oído a Marat y Danton decir primores. La iglesia de los Teatinos,
situada sobre los malecones del mismo nombre, se hallaba convertida en café, y en
teatro de saltimbanquis.

Cambio de la sociedad.
La revolución se dividió en tres grandes partidos que no tienen nada de
común entre sí: la República, el Imperio y la Restauración: estos tres mundos
diferentes, y tan completamente disueltos los tres, parecen separados por una
infinidad de siglos. Cada uno de ellos tuvo un principio fijo: el principio de la
república, era la igualdad; el del imperio, la fuerza; el de la restauración, la libertad.
La época de la república es la más original y la que ha quedado más profundamente
grabada, porque ha sido única en la historia.

Jamás se había visto hasta entonces, ni volverá a verse, el orden físico


producido por el desorden moral, la unidad procedente del gobierno de la multitud,
y el patíbulo sustituyendo a la ley, y obedecido en nombre de la humanidad.

En 1801 asistí a la segunda transformación social. La barahúnda que se armó


no podía ser más grande; por medio de un disfraz, de un embuste cualquiera, se
hacían personajes una porción de gentes que no lo eran, ni podían haberlo sido;
todo el mundo llevaba su nombre de guerra, propio o prestado, pendiente del
cuello, como llevaban los venecianos en el Carnaval en la mano una careta para dar
a entender que iban enmascarados. El uno pagaba por italiano o español, y el otro
por holandés o prusiana. La madre pasaba por tía de su hijo, y el padre por tío de su
hija: el propietario de una finca no era más que el administrador. Este movimiento,
en sentido contrario, me recordaba el movimiento de 1789, cuando los frailes
salieron de sus conventos, y la antigua sociedad fue invadida por la sociedad
moderna; esta, después de haber reemplazado a aquella, era a su vez reemplazada
por otra.

El mundo ordenado empezaba no obstante a renacer; las gentes


abandonaban las calles y los cafés para volverse a sus casas; cada cual iba
recogiendo como podía los restos de su familia y de su propiedad, a la manera que
se toca llamada después de una batalla para reunir la gente y enumerar las pérdidas.
Las iglesias que habían quedado en pie, principiaban a abrirse. Las generaciones
republicanas se iban retirando, y avanzaban las generaciones imperiales. Los
generales de los alistados, pobres en la verdadera acepción de la palabra, y que no
habían sacado de todas sus campañas mas que heridas y las casacas hechas pedazos,
andaban revueltos y se cruzaban con los oficiales brillantes y llenos de bordados del
ejército consular. El emigrado que había regresado a su patria, hallaba
tranquilamente con alguno de de los asesinos de sus próximos parientes. Todos los
porteros, partidarios acérrimos del difunto Mr. de Robespierre, echaban de menos
los espectáculos de la plaza de Luis XV, donde se cortaba la cabeza a las mujeres,
que (así me lo decía el conserje de mi casa de la calle de Lille) tenían el cuello blanco
como la carne de pollo. Los setembristas, que habían cambiado de nombre, de
barrio, se habían hecho comerciantes de frutas cocidas; se veían, empero, precisados
a levantar los reales a cada instante, porque el pueblo los reconocía con facilidad, y
después de echarles el ato por tierra, quería aporrearlos. Los revolucionarios
enriquecidos empezaban a alojarse en los grandes palacios del barrio de San
German, vendidos durante la revolución. Los jacobinos que se hallaban inclinados
y próximos a hacerse condes y marqueses, se hacían lenguas lamentando los
horrores de 1793 y probando la necesidad de castigar a los proletarios y de reprimir
los excesos del populacho. Bonaparte, al colocar a los Brutos y los Scevolas en su
policía, se preparaba a variar los colores de sus cintas, a emporcarlas de títulos, y a
precisarlos a vender sus opiniones y a deshonrar sus crímenes. Todo esto iba
produciendo una generación vigorosa sembrada en la sangre, que crecía para no
derramar otra que la de los extranjeros; de día en día iba completándose la
metamorfosis de los republicanos en imperialistas, y la de la tiranía de todos en el
despotismo de uno solo.
PARÍS 1837.

REVISADO en diciembre de 1846.

Año de mi vida, 1801.— El Mercurio.— Atala.

Aunque ocupándome en cercenar, aumentar o variar los originales de El


Genio del cristianismo, la necesidad me obligaba a continuar algunos otros trabajos.
Redactaba en aquella época Mr. de Fontanes El Mercurio de Francia, y me propuso
escribir en dicho periódico. No carecían de riesgos estas luchas, pues no se podía
llegar hasta la política sino por medio de la literatura, y la policía de Bonaparte era
ciertamente muy avisada. Una singular circunstancia impidiéndome dormir,
alargaba mis horas de trabajo y me dejaba mas tiempo. Había yo comprado dos
tórtolas que arrullaban sin cesar, y en vano las encerré en mi maleta durante la
noche, pues no por eso cesaron sus arrullos. En uno de los momentos de insomnio
que me producían estos, se me ocurrió escribir en El Mercurio una carta a Mme. de
Staël. Esta humorada me hizo salir de repente de la oscuridad, y lo que no habían
podido conseguir mis dos voluminosos tomos sobre las Revoluciones, lo alcanzaron
unas cuantas columnas de un periódico. Empecé a ver algo a través de la oscuridad.

Este primer éxito parecía anunciar el que debía seguirle. Ocupábame en


revisar las pruebas de La Atala (episodio incluido, así como René en El Genio del
Cristianismo) cuando advertí que me faltaba original. Apoderose de mí el temor
creyendo que me habían robado mi novela, temor seguramente harto infundado,
pues nadie creía que yo valiese la pena de ser robado. Me decidí, sin embargo a
publicar La Atala por separado, y anuncié mi resolución en una carta dirigida al
Diario de los Debates y al Publicista.

Antes de atreverme a dar a luz mi obra, se la enseñé a Mr. de Fontanes, quien


había ya leído en Londres algunos fragmentos manuscritos. Cuando llegó al
discurso del padre Aubry, al lado del lecho de muerte de Atala, me dijo
bruscamente con voz acre: «¡Esto es detestable, corregidlo!» Me retiré desconsolado:
no me creía capaz de hacerlo mejor. Quería arrojarlo todo al fuego; pasé desde las
ocho hasta las once de la noche en mi entresuelo, sentado delante de la mesa con la
cabeza apoyada en el dorso de mis manos extendidas y abiertas sobre mi
manuscrito. Aborrecía a Fontanes, me aborrecía a mí mismo, y ni aun intentaba
escribir, tanta era mi desesperación. A eso de media noche llegó hasta mis oídos, el
arrullo de mis tórtolas dulcificado por la distancia, y que hacia mas tierno aun la
prisión donde las tenía encerradas, entonces me sentí inspirado, escribí acto
continuo el discurso del misionero sin tener que enmendar una sola coma, tal como
quedó y como existe en el día. Palpitándome el corazón llevé por la mañana el
discurso a Fontanes, quien al leerlo exclamó: «¡Esto es! ¡esto es! ¡bien os dije que lo
haríais mejor!»

Desde la publicación de La Atala data el ruido que he hecho en el mundo;


cesé de vivir para mí y comenzó mi carrera pública. Después de tantos sucesos
militares, parecía prodigioso un acontecimiento literario, y así es que todos lo
deseaban con ansia.

Lo singular de la obra aumentaba la sorpresa del público. La Atala


apareciendo en medio de la literatura del imperio, de esa escuela clásica, vieja
rejuvenecida, cuya sola vista inspiraba fastidio, era una especie de producción de
un género desconocido. Dudábase si se debía clasificarla entre las monstruosidades
o entre las bellezas; ¿era Gorgona o Venus? Los académicos reunidos disertaron
doctamente acerca de su sexo y de su naturaleza, del mismo modo que lo hicieron
acerca del Genio del Cristianismo. Rechazola el antiguo siglo, el moderno la acogió.

Llegó a popularizarse de tal modo La Atala, que junto con la Brinvilliers fue
a acumular la colección de Curtius. Las posadas estaban adornadas de estampas
azules, verdes y de todos colores representando a Chactas, al padre Aubry y a la
hija de Simagham. Mis personajes hechos de cera, se enseñaban por las calles en
retablos portátiles como se enseñan en las ferias las imágenes de la Virgen y de los
santos. Yo vi en un teatro del boulevard a mi heroína salvaje peinada con plumas de
gallo, hablando del alma de la soledad a otro salvaje, de tal modo que me hizo
sudar de vergüenza. Representábase en el teatro de Variedades una pieza en la que
una muchacha y un joven recién salidos del colegio; se marchaban en un carruaje a
casarse a su aldea, y como al apearse solo hablaron con aspecto salvaje de
cocodrilos, cigüeños y bosques, creyeron sus padres que se habían vuelto locos. Me
abrumaban por todas partes con ridículas parodias, caricaturas y burlas. El abate
Morellet, para confundirme, hizo sentar a su criada sobre sus rodillas, y no pudo
tener los pies de la joven virgen en sus manos como Chactas tenía los de Atala
durante la tempestad: si a lo menos el Chactas de la calle de Anjou se hubiera hecho
pintar de este modo le habría perdonado su crítica.

Todo aquello no hacía otra cosa sino aumentar el ruido que produjo mi
aparición. Estuve de moda, Trastornose mi cabeza; ignoraba los goces del amor
propio y me embriagué con ellos. Amaba la gloria como a una mujer, como un
primer amor. Sin embargo, tan perezoso como era, mi terror igualaba a mi pasión.
Mi natural aspereza, la duda que he tenido siempre con respecto a mi suficiencia,
me hacían humilde en medio de mis triunfos. Me sustraía a mi gloria, me paseaba
solo tratando de extinguir la aureola que ornaba mi frente: por la noche con el
sombrero calado hasta las cejas por temor de que reconociesen al grande hombre,
me iba al café a leer a escondidas mis elogios en algún insignificante periódico.
Frente a frente con mi reputación, alargaba mis paseos hasta Chaillot, camino
donde tanto había yo sufrido al dirigirme a la corte, y no me hallaba a mi gusto con
mis nuevos honores. Cuando mi superioridad comía a treinta sueldos en el barrio
Latino 9, estaba incomodado por las miradas de que me creía objeto. Me
contemplaba y decía entre mí: «¡Eres tú, criatura extraordinaria, quien comes como
los demás hombres!» Había en los campos Elíseos un café que yo prefería sobre
todos, porque en el interior del salón revoloteaban en sus jaulas algunos ruiseñores;
Mme. Rousseau me conocía de vista sin saber quien yo era. A eso de las diez de la
noche tomaba una taza de café y buscaba a Atala entre los anuncios en medio del
canto de mis cinco o seis Filomeles. ¡Ay! que de allí a poco vi morir a la pobre Mme.
Rousseau; nuestra sociedad de ruiseñores y de la indiana que cantaba: «¡Dulce
costumbre de amar, tan necesaria a la vida!» no duró más que un momento.

Si el éxito no podía prolongar en mí esa estúpida manía de mi vanidad, ni


trastornar mi razón, tenía riesgos de otra especie que se aumentaron con la
aparición del Genio del Cristianismo, y con mi dimisión por la muerte del duque de
Enghien. Entonces vinieron a asediarme junto con las jóvenes que lloran cuando
leen novelas, la multitud de cristianas y otras nobles entusiastas a quienes
conmueve una noble acción. Las jovencitas de trece a catorce años eran las más
peligrosas, porque ignorando lo que ellas mismas quieren, ni lo que os quieren a
vosotros, confunden seductoramente vuestra imagen en un mundo de fábulas, de
cintas y de flores. Juan Jacobo Rousseau habla de las declaraciones que recibió a la
publicación de la Nueva Eloísa, y de las conquistas que se le proporcionaron no sé
si a mí se me hubieran ofrecido así mismo montes y montañas, pero es lo cierto que
me hallaba siempre rodeado de una nube de perfumados billetes; billetes que a no
haber ya caducado, hoy me vería muy apurado al contar con la conveniente
modestia como se disputaban una palabra de mi mano, como se recogía un sobre de
mi letra, y como lo ocultaban ruborizándose e inclinando la cabeza bajo el velo que
pendía de una larga cabellera. Era preciso que mi naturaleza fuese buena, para que
no me enorgulleciese con tantos halagos.

Ora por verdadera galantería o por curiosa debilidad, llegaba algunas veces
hasta creerme obligado a ir a dar las gracias en persona a las incógnitas damas que
firmaban sus adulaciones: cierto día, en un cuarto piso, me encontré con una
encantadora criatura sola, bajo la protección de su madre, en cuya casa no volví a
poner los pies. Una polaca me esperaba en salones forrados de seda; medio odalisca,
medio valkiria, asemejábase a una violeta blanca o a uno de esos elegantes
matorrales que remplazan a las demás hijas de Horan cuando su época no ha
llegado o ha pasado ya; este femenino coro variado en años y hermosura, era mi
antigua sílfide realizada. El doble efecto que producía en mi vanidad y mis
sentimientos podía ser tanto más peligroso, cuanto que hasta entonces,
exceptuando una adhesión formal, yo no había sido ni buscado, ni preferido de los
demás. Debo decir, sin embargo, que me hubiera sido fácil abusar de una ilusión
pasajera, la idea de un placer conseguido por el casto camino de la religión,
abrumaba mi sinceridad: ser amado a través del Genio del Cristianismo, amado por la
Extrema-unción, por la Fiesta de los muertos! Jamás, hubiera sido un hipócrita
infame.

Conocí un médico provenzal, el doctor Vigaroux, que al llegar a la edad en


que cada placer cuesta un día de vida, aseguraba, «no tenía remordimiento alguno
por el tiempo que había perdido de este modo; sin incomodarse devolviendo la
felicidad que recibía caminaba hacia la muerte de la que pensaba hacer su última
delicia.» Fui no obstante, testigo de sus lágrimas cuando expiró; no pudo ocultarme
su aflicción; era demasiado tarde; sus nevados cabellos no descendían lo suficiente
para ocultar su llanto. No hay verdaderamente nadie más desgraciado al
abandonar la tierra, que el incrédulo; para el hombre sin fe, la existencia tiene de
cruel el que le hace sentir la nada; no habiendo nacido, no se experimentaría el
horror de cesar de existir: la vida del ateo es un terrible relámpago que sirve
únicamente para descubrir un abismo.

¡Dios grande y misericordioso! Vos no nos habéis echado al mundo para


penas tan leves y para una miserable felicidad! Nuestro inevitable
desencantamiento nos dice que nuestros destinos son más sublimes. Cualesquiera
que hayan sido nuestros errores, si hemos conservado un alma grave y pensado en
vos en medio de nuestras debilidades, seremos transportados cuando vuestra
infinita bondad nos saque de este mundo, a esa región donde las afecciones son
eternas.
PARÍS, 1837.

Año de mi vida, 1801.— Madama de Beaumont: su sociedad.

No tardé en recibir el castigo de mi vanidad de autor, la más detestable sino


la más necia de todas; creí poder saborear entre mí la satisfacción de ser un genio
sublime, no como en el día, llevando una barba y un traje exagerados, sino
permaneciendo ataviado como las gentes honradas y modestas, sin más distintivo
que mi superioridad: ¡esperanza inútil! mi orgullo debía recibir su castigo, y este me
vino por parte de los personajes políticos a quienes tuve obligación de conocer: la
celebridad no está exenta tampoco de responsabilidades.

Mr. de Fontanes tenía relaciones con Mme. Bacciochi, presentome aquel a la


hermana de Bonaparte, y de allí a poco al hermano del primer cónsul Luciano.
Tenía este una casa de campo cerca de Senlis, (el Plessis) adonde me veía precisado
ir a comer; esta casa de campo había pertenecido al cardenal de Bernis. Luciano
tenía en su jardín la tumba de su primera mujer, señora medio alemana, medio
española, y el recuerdo del poeta cardenal. La ninfa que alimentaba un arroyuelo
socavado con el azadón, era una mula que sacaba agua de una noria: aquel era el
origen, de todos los ríos que Bonaparte debía hacer correr durante su imperio,
llamábanme, ya, yo me llamaba a mi mismo públicamente Chateaubriand,
olvidando que debía llamarme Lassagne. Llegáronse a mí varios emigrados, entre
otros Mres. de Bonald y Chanedollé. Cristian de Lamoignon, mi compañero de
destierro en Londres, me llevó a casa de Mme. Recamier: el velo se corrió
rápidamente entre ella y yo.

La persona que más ocupó mi existencia a la vuelta de mi emigración, fue la


señora condesa de Beaumont. Vivía esta una parte del año en la casa de campo de
Passi, inmediato a Villeneuve-sur-Yonne, donde pasaba el verano Mr. Joubert.
Mme. de Beaumont a su vuelta a París deseó conocerme.

Para que mi vida fuese una serie de tristes recuerdos, quiso la Providencia
que la primera persona que me acogió con benevolencia al empezar mi vida pública,
fuera asimismo la primera que desapareciese. Madama de Beaumont abre la
marcha fúnebre de las mujeres que han pasado delante de mí. Mis más lejanos
recuerdos descansan sobre cenizas, y han continuado pasando de ataúd en ataúd;
como el Pan indio, recibe las oraciones de los muertos hasta que se hayan
marchitado las flores de mi rosario.

Madama de Beaumont era hija de Armand Marc de Saint-Herem, conde de


Montmorin, embajador de Francia en Madrid, comandante en Bretaña, individuo
de la asamblea de los Notables en 1787, y ministro de Negocios extranjeros en
tiempo de Luis XVI, de quien era muy apreciado; pereció en el cadalso, adonde le
siguieron parte de su familia.

Madama de Beaumont antes fea que bien parecida, está muy propia en un
retrato hecho por madama Lebrun. Su cara era flaca y pálida, sus ojos en forma de
almendra, hubieran quizá despedido mucho brillo, si una dulzura extraordinaria
no hubiese amortiguado algún tanto sus miradas dándoles cierta languidez, del
mismo modo que un rayo de luz se amortigua al atravesar el cristal de un río. Tenía
su carácter cierta seriedad e impaciencia que correspondía algo a su voluntad y al
mal interno que la aquejaba. Alma grande, animosa, Había nacido para el mundo,
de donde su espíritu se Había retirado por desgracia; pero cuando una voz amiga
llamaba aparte a aquella inteligencia solitaria, se presentaba y os dirigía algunas
palabras del cielo. La extremada debilidad de madama de Beaumont hacía lenta su
expresión, pero esta lentitud llegaba hasta el fondo del alma; nunca conocí afligida
a esta mujer, sino en el momento de su fuga; hallábase ya herida de muerte, y yo me
consagré a tratar de aliviar sus padecimientos. Había yo tomado una habitación en
la calle de San Honorato, en la fonda de Etampes, cerca de la calle nueva del
Luxemburgo. Madama de Beaumont ocupaba en esta última calle una habitación
que tenía vistas a los jardines del ministerio de Gracia y Justicia. Todas las tardes
iba yo a su casa con sus amigos y los míos, Mr. Joubert, Mr. de Fontanes, Mr. de
Bonald, monsieur Molé, Mr. Pasquier, Mr. Chenedollé, nombres todos que han
ocupado un lugar distinguido en las letras y en los negocios.

Lleno de manías y de originalidad, Mr. Joubert será siempre un vacio para


aquellos que le han conocido. Poseía un ascendiente extraordinario sobre el espíritu
y sobre el corazón, y cuando llegaba a dominaros una vez, dejaba allí su imagen
como un hecho, como una idea fija, como un influjo sobrenatural que jamás podía
desecharse. Aparentaba una completa tranquilidad, y sin embargo, se turbaba más
fácilmente que otro alguno, estaba siempre sobre sí para contener aquellas
emociones del alma, que creía perjudiciales a su salud, y sus amigos iban siempre a
echar por tierra las precauciones que había tomado para impedirlas, toda vez que
no podía evitar el conmoverse por su tristeza o su alegría; era un egoísta que solo se
ocupaba de los demás. Con objeto de adquirir fuerzas, se creía obligado
frecuentemente a cerrar los ojos, y a no hablar en horas enteras. Solo Dios sabe la
barahúnda que se armaba en su interior durante aquel silencio y reposo que se
prescribía. Mr. Joubert mudaba a cada paso de alimentos y de régimen,
manteniéndose unos días con leche, otros con carnes picadas, haciéndose conducir
unas veces al trote por malos caminos, y otras al paso por los más llanos paseos.
Cuando leía arrancaba de sus libros las hojas que le desagradaban, teniendo de este
modo una biblioteca para su uso compuesta de obras esquilmadas metidas en
cubiertas que parecían ser de tomos más voluminosos.

Metafísico profundo, su filosofía, peculiar suya, se transformaba en pintura o


en poesía; Platón, apasionado, de La Fontaine, se había formado la idea de una
perfección que no le permitía acabar cosa alguna. En manuscritos hallados después
de su muerte, dice: «Yo soy como un arpa eólica que produce algunos sonidos
hermosos pero no ejecuta nada completo.» Madama Victorina de Chastenay decía
que parecía un alma que por casualidad había hallado un cuerpo y que salía de él
como le era posible, delicada y verdadera definición.

Preciso es reírse de los enemigos de Mr. de Fontanes, que querían hacerle


pasar por un profundo y disimulado político, siendo así que no era más que un
poeta irascible, franco hasta el extremo de encolerizarse; un genio a quien la menor
contrariedad ponía fuera de sí, y que no podía ocultar su opinión ni tomar la ajena.
Los principios literarios de su amigo Joubert eran distintos de los suyos; éste
hallaba algo bueno en todo y en todos los escritores; Fontanes a la inversa,
detestaba tal o cual doctrina, y no podía oír solo pronunciar el nombre de ciertos
autores. Era enemigo declarado de los principios de la composición moderna;
presentar a los ojos del lector la acción material, poner en juego el crimen o hacer
aparecer la horca con su cuerda le parecían monstruosidades: sostenía que no se
debía nunca dejar entrever el objeto sino en un medio poético, y como a través de
un globo de cristal. El dolor apurándose maquinalmente con la vista no lo parecía
más que una sensación de teatro o la ejecución de un criminal; no comprendía el
sentimiento trágico sino ennoblecido por la admiración, y cambiado por medio del
arte en una internante compasión. Citábale yo los vasos griegos: en los arabescos de
estos vasos se ve el cuerpo de Héctor arrastrado por el carro de Aquiles, mientras
que una figura, suspendida en el aire, representa la sombra de Patroclo, consolado
por la venganza del hijo de Thetis. «Y bien! Joubert,» exclamó Fontanes, «¿qué decís
de esta metamorfosis de la musa? ¡Cómo respetaban el alma aquellos griegos!»
Joubert se juzgó atacado y puso a Fontanes en contradicción con él mismo,
echándole en cara su indulgencia para conmigo.
Estas disputas, muy cómicas con frecuencia, eran interminables: cierta noche,
a eso de las once y media, viviendo yo en la plaza de Luis XV en el sotabanco de la
casa de madama de Coislin, subió furioso Fontanes mis ochenta y cuatro escalones
y llamó estrepitosamente a mi puerta con su bastón para terminar una polémica que
había dejado interrumpida: tratábase de Picard, a quien él colocaba en aquel
momento a mayor altura que Moliere; se hubiera guardado, sin embargo, de
escribir una sola palabra de lo que decía: Fontanes hablando y Fontanes con la
pluma en la mano eran dos hombres enteramente distintos.

Mr. de Fontanes, me complazco repetirlo, es quien me animó en mis


primeros ensayos: él es quien anunció El Genio del Cristianismo; su musa fue la que
con una abnegación admirable dirigió la mía por la nueva senda en que se había
precipitado; él me enseñó a disimular la deformidad de los objetos según el modo
de iluminarlos, a poner cuanto me fuera posible, el lenguaje clásico en boca de mis
personajes románticos. Había en otro tiempo hombres conservadores del buen
gusto, como aquellos fabulosos dragones que guardaban las manzanas de oro del
jardín de las Hespérides; solo permitían entrar a los jóvenes cuando ya no podían
echar a perder la fruta.

Los escritos de mi amigo os conducen por un hermoso camino, el ánimo


experimenta un bienestar y se encuentra en una situación armoniosa en que todo
encanta y nada perjudica. Mr. de Fontanes revisaba continuamente sus obras; nadie
mejor que este maestro de los tiempos antiguos, estaba convencido de la excelencia
de la máxima. «Apresúrate despacio.» ¿Qué diría hoy que tanto en lo moral como
en lo físico todo el mundo se esfuerza en acortar el camino, y se cree que jamás se
marcha con bastante rapidez? Mr. de Fontanes prefería viajar al compás de una
agradable medida había visto lo que dije de él cuando le hallé en Londres; necesito
repetir aquí el sentimiento que manifesté entonces: la vida nos precisa a todas horas
a llorar por el porvenir o por el pasado.

Mr. de Bonald poseía un talento delicado; tomábase por genio su sutileza;


había soñado su política metafísica en el ejército de Condé, en la Selva Negra, lo
mismo que esos profesores de Jena y de Goettinga, que marcharon después al frente
de sus discípulos y se dejaron matar por la libertad de Alemania. Innovador, aun
cuando había sido mosquetero en el reinado de Luis XVI, miraba a los antiguos
como niños así en política como en literatura, y pretendía empleando el primero la
fatuidad del lenguaje, que el rector de la universidad no estaba aun bastante
adelantado para comprender aquello.

Chenedollé, hombre de saber y de talento, no natural, pero adquirido, estaba


siempre tan triste que se apellidaba a sí mismo el Cuervo. Entraba a saco mis obras.
Habíamos hecho un convenio; cedíale yo mis cielos, mis nieblas, mis nubes, pero no
debían tocar mis brisas, mis olas y mis bosques.

Hablo ahora solamente de mis amigos literarios, por lo que respecta a mis
amigos políticos, no se si ocuparme de ellos: ¡principios y discursos han abierto
entre nosotros un abismo!

Mme. Hocquart y Mme. de Vintimille concurrían a la reunión de la calle


nueva del Luxemburgo. Madame de Vintimille, mujer de otros tiempos, de las que
ya quedan pocas, frecuentaba el gran mundo y nos refería cuanto en él pasaba:
preguntábala yo si aun se edificaban ciudades. La narración de la crónica
escandalosa que hacía con una gracia picante sin ser ofensiva, nos hacia conocer
mejor el valor de nuestra seguridad. Mr. de La Harpe había cantado a Mme. de
Vintimille junto con su hermana. Su lenguaje era circunspecto, su carácter
contenido, su genio incontestable: había vivido con las señoras de Chevreuse, de
Longueville, de La Valliere, de Maintenon, con Mme. Geoffrin y con Mme. Deffant.
Adaptábase muy bien a una sociedad cuyo interés consistía en una variedad de
talentos y en la combinación de sus diferentes valores.

Mme. Hocquart fue muy querida del hermano de Mme. de Beaumont, el cual
se ocupó de la señora de sus pensamientos hasta en el cadalso, del mismo modo que
Aubiac fue a la horca besando un manguito de terciopelo azul que conservaba de
Margarita de Valois. Jamás en parte alguna podrán, ya reunirse bajo un mismo
techo tantas personas distinguidas, pertenecientes a distintas clases y a destinos
diversos, y pudiendo hablar así de las cosas más frívolas como da las más
importantes, sencillez de asuntos que no provenía de falta de recursos sino de la
elección. Esta ha sido quizá la última sociedad en que ha brillado el espíritu francés
de los tiempos antiguos. Entre los franceses modernos no se encuentra ya aquella
cortesanía, fruto de la educación y transformada por la costumbre en
predisposición del carácter. ¿Qué ha pasado a esta sociedad? ¡Formad proyectos,
reunid amigos para prepararos un duelo eterno! Mme. de Beaumont no existe ya,
Joubert tampoco, Chenedollé tampoco, Mme. de Vintimille tampoco. En otro
tiempo durante las vendimias, visitaba yo en Villanueva a Mr. Joubert, me paseaba
con él por las márgenes del Yonne; cogía él hongos en los sotos y yo gusanos de luz
en los prados. Hablábamos de todo en general, y en particular de nuestra amiga
Mme. de Beaumont, ausente para siempre: traíamos a la memoria el recuerdo de
nuestras pasadas esperanzas. Volvíamos por la noche a Villanueva, ciudad rodeada
de murallas decrépitas del tiempo de Felipe Augusto, y de torres arruinadas, sobre
las cuales se elevaba el humo del hogar de los vendimiadores. Joubert me ensenaba
a lo lejos sobre la colina una senda arenosa por entre los bosques, senda que él
tomaba cuando iba a ver a su vecina, oculta en la casa de campo de Passy, durante
el Terror.

Después de la muerte de mi muy caro huésped, he atravesado cuatro o cinco


veces el Senonais: veía sus orillas desde el camino real, pero ya Joubert no se
paseaba por ellas, reconocía los árboles; los campos, las viñas, los montoncitos de
piedras donde acostumbrábamos sentarnos a descansar. Al pasar por Villanueva,
dirigía una mirada a la calle desierta y a la deshabitada casa de mi amigo. La vez
postrera que me sucedió esto iba de embajador a Roma: ¡ah! ¡si él hubiera estado allí
le hubiera conducido a la tumba de Mme. de Beaumont! Plúgole a Dios abrir a Mr.
Joubert una Roma celeste que se acomodaba mejor a su alma platónica, aunque
cristiana. Jamás volveré a encontrarle ya en este mundo: iré hacia él; él no vendrá
hacia mí (Salmo).

PARÍS, 1837.

Año de mi vida, 1801.— Verano en Savigny.

Habiéndome decidido el éxito de La Atala a volver a empezar El Genio del


Cristianismo, del cual estaban ya impresos dos tomos, Mme. de Beaumont me
propuso cederme una habitación en una casa de campo que acababa de alquilar en
Savigny, y en ella pasé seis meses con Mr. Joubert y nuestros demás amigos. Estaba
situada la casa a la entrada del pueblo por el lado de París, inmediata a un antiguo
camino real llamado en el país Camino de Enrique IV; lindaba con una ladera de
viñas, y tenía enfrente el parque de Savigny terminado en bosque y atravesado por
el riachuelo Orge. A la izquierda se extendía la llanura de Viry hasta las fuentes de
Juvisy. Todo este país se halla circuido de valles, adonde nos dirigíamos por las
tardes a descubrir nuevos paseos.

Por la mañana almorzábamos juntos; en seguida me retiraba a trabajar, y


Mme. de Beaumont tenía la bondad de copiarme las citas que yo le indicaba. Esta
noble señora me ofreció un asilo cuando yo no le tenía; sin la tranquilidad que ella
me proporcionó, jamás quizá hubiera concluido una obra que no pude acabar
durante mis malos tiempos.

Siempre tendré presente algunas tardes pasadas en aquel santuario de la


amistad; reuníamonos después del paseo al lado de un estanque de agua corriente,
que había en medio de un campo de césped de la huerta: Mme. Joubert, Mme. de
Beaumont y yo, nos sentábamos en un banco; el hijo de Mme. Joubert enredaba a
nuestros pies sobre la yerba, este niño tampoco existe ya. Mr. de Joubert se paseaba
solo por una arenosa calle de árboles; dos perros de ganado y una gata retozaban en
derredor nuestro, mientras que las palomas arrullaban en los aleros del tejado. ¡Qué
dicha para un hombre recién llegado del destierro, después e haber pasado ocho
años en un completo abandono, a excepción de unos pocos días trascurridos como
un soplo! En aquellas tardes comúnmente era cuando mis amigos me hacían hablar
de mis viajes; jamás he descrito tan bien como entonces los desiertos del Nuevo
Mundo. Cuando por la noche estaban abiertas las ventanas de nuestro salón
campestre, Mme. de Beaumont designaba diferentes constelaciones, deciéndome
que algún día me acordaría de que ella me había enseñado a conocerlas: después
que la perdí para siempre, no lejos de su tumba, en Roma, he buscado muchas veces
en el firmamento, desde en medio de los campos, las estrellas que me había
indicado, las he visto brillar por encima de las montañas de la Sabina; el rayo
prolongado de aquellos astros iba a herir la superficie del Tíber. El sitio desde
donde los había visto en Savigny y los lugares en que volvía a verlos; la
inestabilidad de mi destino, aquella señal que me había dejado en el cielo una mujer
para que me acordase de ella, todo destrozaba mi corazón. ¿Por qué milagro
consiente el hombre en hacer lo que hace sobre la tierra, sabiendo que debe morir?

Una noche vimos entrar a una persona cautelosamente en nuestro retiro por
una ventana y salir por otra: era Mr. Laborie que se escapaba de las garras de
Bonaparte. Poco después apareció una de esas almas en pena que son de otra
especie que las demás almas, y que mezclan, al pasar, su desconocida desgracia a
los padecimientos comunes de la especie humana: era esta mi hermana Lucila.

Después de mi llegada a Francia, escribí a mi familia para informarla de mi


vuelta. La condesa de Marigny, mi hermana mayor, fue la primera que me buscó;
equivocó la calle y encontró cinco caballeros Lassagne, de los cuales el último subió
del fondo de una covacha de zapatero remendón para contestar a quien le llamaba
por su nombre. Llegó después Mme. de Chateaubriand: estaba encantadora y
adornada de todas las cualidades necesarias para proporcionarme la dicha que
disfruto a su lado desde que nos hallamos reunidos. Lucila, condesa de Caud, se
presentó luego. Mr. Joubert y Mme. de Beaumont la manifestaron al momento una
grande y tierna amistad. Entonces comenzó entre ellas una correspondencia que no
terminó sino con la vida de aquellas dos mujeres que se habían inclinado una hacia
otra como dos flores de la misma especie próximas a marchitarse. Habiéndose
detenido en Versalles Mme. Lucila el 30 de setiembre de 1802, me escribió la
siguiente carta: «Te escribo para suplicarte des en mi nombre las gracias a Mme. de
Beaumont, por haberme invitado a pasar a Savigny. Espero tener este placer dentro
de unos quince días, a no ser que haya algún inconveniente por parte de Mme. de
Beaumont.» Mme. de Caud fue a Savigny según lo había anunciado.

Os he referido que en su juventud mi hermana, canonesa del capítulo de la


Argentiere, y destinada al de Remiremont, había tenido a Mr. de Malfilatre,
consejero del parlamento de Bretaña, un cariño que encerrado en su pecho aumentó
su natural tristeza. Durante la revolución se casó con el conde de Caud, le perdió a
los quince meses de matrimonio. La muerte de la condesa de Farcy, hermana a
quien amaba entrañablemente, aumentó la tristeza de Mme. de Caud. Aficionose en
seguida a Mme. de Chateaubriand, mi esposa, y tomó sobre ella tal ascendiente, que
rayó ya en demasía, llegando además a ser muy sensible, pues Lucila era violenta,
imperiosa, irracional, y Mme. de Chateaubriand, sumisa a sus caprichos, se
ocultaba de ella, para prodigarla los servicios que una amiga más rica hace a otra
amiga susceptible y menos dichosa.

El genio y carácter de Lucila habían llegado casi a la locura de J. J. Rousseau;


creíase perseguida por enemigos secretos, y a Mme. de Beaumont, a Mr. Joubert, y a
mí, nos enviaba señas supuestas para que la escribiéramos; examinaba con cuidado
los sobres para descubrir si los habían abierto; vagaba de casa en casa, y no podía
permanecer ni en casa de mi hermana ni con mi mujer; les había tomado antipatía, y
Mme. de Chateaubriand, después de haberla profesado todo el cariño imaginable,
concluyó viéndose abrumada bajo el peso de tan crueles relaciones.

Otra fatalidad más había caído sobre Lucila: Mr. de Chenedollé, que vivía
cerca de Vire, había ido a visitarla a Jougeres, y no tardó en hablarse de un
casamiento que no llegó a verificarse. Todo le salía mal a mi hermana. Este espectro
melancólico sentose un momento sobre una piedra en la alegre soledad de Savigny.
¡Tantos corazones la habían recibido allí con placer! ¡La hubieran con tanta ansia
conducido a una verdadera y dulce existencia! Pero el corazón de Lucila solo podía
latir en una atmósfera formada expresamente para ella, y que nadie hubiese
aspirado, devoraba con rapidez los días del mundo aislado en que Dios la había
puesto. ¿Por qué Dios había formado un ser únicamente para sufrir? ¿Qué
misteriosa relación hay entre una naturaleza que sufre y un principio eterno?

Mi hermana no había variado, había tan solo adquirido la expresión fija de


sus males: su cabeza estaba un poco inclinada hacia adelante, como agobiada por el
tiempo. Me traía a la memoria mis parientes; esos primeros recuerdos de familia,
evocados de la tumba, me rodeaban como larvas que acuden por la noche a
calentarse a la moribunda llama de una hoguera fúnebre. Al contemplarla creía
distinguir en Lucila toda mi infancia, que me miraba a través de sus inciertos ojos.

Desvaneciose la dolorosa visión: aquella mujer, abrumada bajo el peso de la


vida, parecía haber ido a buscar a la otra mujer abatida que debía llevar consigo.

PARÍS, 1837.

Año de mi vida, 1802.— Talma.

Pasó el verano: según costumbre, me había yo prometido a mi mismo


volverle a empezar al año siguiente; pero la aguja no retrocede a la hora en que se la
quisiera llevar. Durante el invierno en París, hice algunos nuevos conocimientos.
Mr. Julieu, hombre rico, obsequioso y alegre, aunque de familia desconocida tenía
palco en el Teatro Francés, y solía mandárselo a Mme. de Beaumont: yo fui cuatro o
cinco veces al teatro con Mr. de Fontanes y Mr. Joubert. A mi estrada en el mundo
se hallaba la antigua comedia en todo su auge. Volví a encontrarla en un estado de
completa disolución; la tragedia se sostenía aun, merced a la señorita Duchesnoy, y
principalmente a Talma, que había llegado a la cumbre del talento dramático.
Habíale visto yo en su estreno, era entonces menos bello, y por decirlo así, menos
joven, que en la época en que volvía a verle; había adquirido el aire distinguido, la
nobleza y la gravedad que dan los años.

El retrato que Mme. Staël ha hecho de Talma, en su obra sobre Alemania, no


es exacto, sino a medias; el brillante escritor descubre al actor eminente con una
imaginación de mujer, y le da lo que le hace falta.

No convenía a Taima el mundo intermedio; no comprendía el hidalgo; no


conocía nuestra sociedad antigua; no se había sentado a la mesa de los castellanos,
en la torre gótica en el fondo de loé bosques; ignoraba la flexibilidad, la variedad de
tono, la galantería, la marcha insustancial de las costumbres, la sencillez, la ternura,
el heroísmo del honor, la abnegación cristiana de los caballeros; no era el Tancredo,
ni el Coucy, o cuando más les transformaba en héroes de una edad media, creación
suya: Otelo estaba en el fondo de Vendome.

¿Quién, pues, era Talma? El, su siglo y el tiempo antiguo. Poseía las pasiones
profundas y concentradas del amor y de la patria; estas pasiones salían de su pecho
por explosión. Tenía la inspiración funesta, el desordenado genio de la revolución a
través de la cual había pasado. Los terribles espectáculos de que se había visto
rodeado, se reproducían en su imaginación con los tristes y lejanos acentos de los
coros de Sófocles y Eurípides. Su gracia, que no era forzada, os sobrecogía como la
desgracia. La negra ambición, el remordimiento, los celos, la tristeza de alma, el
dolor físico, la locura por los dioses y la adversidad, el luto humano; he aquí lo que
él conocía. Su sola salida a las tablas, el metal solo de su voz eran eminentemente
trágicos. El dolor y el pensamiento se mezclaban en su frente, respiraban en su
inmovilidad, en su postura, en sus ademanes, en sus pasos. Griego, llegaba jadeante
y fúnebre desde las ruinas de Argos, inmortal Orestes, atormentado hacía tres mil
años por las Euménides: Francés, venía desde las soledades de San Dionisio, donde
las Parcas de 1793 habían cortado el hito de la vida sepulcral de los reyes. Triste,
esperando alguna cosa desconocida, pero decretada va por el cielo injusto,
marchaba impulsado por el destino, encadenado inexorablemente entre la fatalidad
y el terror.

El tiempo esparce una oscuridad inevitable sobre las obras maestras


dramáticas envejecidas; su sombra transportada cambia en Rembrandt los más
puros Rafaeles: sin Talma una parte de las maravillas de Corneille y de Racine
hubieran quedado ignoradas. El talento dramático es una antorcha; comunica el
fuego a otras antorchas medio apagadas, y hace revivir genios que os encantan con
su renovado esplendor.

A Talma se debe el perfeccionamiento de los modales del actor. ¿Pero la


verdad en la escena y el rigorismo del traje son tan necesarios al arte como se
suponen? Los personajes de Racine no dependen en nada de la forma de sus
vestidos: en los cuadros de los primeros pintores se hallan descuidados los fondos,
y los trajes son inexactos. Los Furores de Orestes, o la Profecía de Joab, leídos por
Talma en una sala, vestido de serio, producían tanto efecto como declamados en la
escena por Talma cubierto con manto griego o vestido a la judía. Ifigenia estaba
ataviada como Mme. de Sevigné, cuando Boileau dirigió estos hermosos versos a su
amigo:

Jamais Iphigénie en Aulide immoléeN'a coûlé tant de pleurs a la Grece assemblée.Que


dans l’heureus spectacle a nos yeux étaléN'eua fait sous son nom verser la Champmeslé.

Esta exactitud en la representación del objeto inanimado está en el espíritu


de las artes de nuestra tiempo: anuncia la decadencia de la poesía sublime y del
verdadero drama; conténtanse con insignificantes bellezas cuando no pueden
obtener otras; se procura engañar a la vista con los sillones y el terciopelo, cuando
no puede representarse la fisonomía del hombre que se sienta sobre aquel
terciopelo y aquellos sillones. Sin embargo, una vez descendidos a esta verdad de la
forma material, es preciso reproducirla, porque el público, materialista de por sí, lo
exige de este modo.

Años de mi vida, 1802 y 1803.— Genio del Cristianismo.— Caída


anunciada.— Causa del éxito final.

Mientras tanto acababa yo El Genio del cristianismo; Luciano quiso ver


algunas pruebas; envíeselas y puso al margen algunas notas, si bien bastante
comunes.

Aunque el éxito de mi gran libro fue tan brillante como el de la pequeña


Atala, fue no obstante más disputado: era esta una obra de consideración, en la que
yo no combatía los principios de la antigua literatura y de la filosofía por medio de
una novela, sino con razones y hechos. El imperio volteriano lanzó un grito y corrió
a las armas. Mme. de Staël se burlaba del porvenir de mis estudios religiosos: la
llevaron la obra cuando aun no estaban abiertas las hojas; al cortar algunas
tropezaron casualmente sus ojos con el capítulo De la virginidad, y dijo a Mr.
Adrián de Montmorency que se hallaba a su lado: «¡Ah, Dios mío! nuestro pobre
Chateaubriand se va a hundir!» El abad de Boloña, teniendo en las manos algunos
fragmentos de mi trabajo antes de darle a la prensa, respondió a un librero que le
consultaba: «Si queréis arruinaros no tenéis más que imprimir esa obra.» Y el abad
de Boloña hizo posteriormente un exagerado elogio de mi libro.

Todo parecía, en efecto, que anunciaba mi caída: ¿qué esperanza podía yo


tener sin nombre y sin partidarios, de destruir el influjo de Voltaire, que dominaba
hacia más de medio siglo; de Voltaire que había elevado el colosal edificio acabado
por los enciclopedistas y consolidado por todos los hombres célebres de Europa?
Qué! ¿los Diderot, los Dalembert, los Duelos, los Dupuis, los Helvecios, los
Condorcet, eran talentos desautorizados? Qué! ¿el mundo debía volver a la leyenda
dorada, a renunciar a la admiración adquirida hacia las obras maestras de ciencia y
de raciocinio? ¿Podía yo ganar una causa que no había podido salvar la misma
Roma armada con sus rayos, y el clero con todo su poder? ¿Una causa defendida
infructuosamente por el arzobispo de París, Cristóbal de Beaumont, apoyado en los
decretos del parlamento, en la fuerza armada y con el nombre del rey? No era tan
ridículo como temerario en un hombre oscuro oponerse a un movimiento filosófico,
de tal manera irresistible, que había producido una revolución? ¡Era sumamente
curioso ver a un pigmeo extender sus bracitos para ahogar los progresos del siglo,
detener la civilización y hacer retrogradar al género humano!

Gracias a Dios, bastaría una palabra sola para pulverizar al insensato: así
pues, Mr. Ginguené maltratando El Genio del cristianismo en la Década, declaraba
que la crítica llegaba demasiado tarde, porque mi trabajo estaba ya olvidado. Decía
esto cinco o seis meses después de la publicación de una obra que el ataque de la
Academia francesa entera, con motivo de los premios decenales, no pudo echar por
tierra.

Entre las ruinas de nuestros templos publiqué El Genio del cristianismo. Los
fieles se creyeron salvados: experimentábase entonces una necesidad de fe, un ansia
de consuelos religiosos, que provenía de la privación de estos consuelos hacía
muchos años. iQué fuerzas tan sobrenaturales necesitaban para soportar tantas
adversidades! ¡Cuántas familias mutiladas tenían que irá buscar a los pies del padre
de los hombres los hijos que habían perdido! ¡Cuántos corazones destrozados,
cuántas almas aisladas imploraban una mano divina que los aliviase!
Precipitábanse en la casa de Dios, como se entra en la casa del médico el día que se
declara una peste. Las víctimas de nuestras revoluciones (¡y cuantas especies de
víctimas!) se refugiaban al altar; náufragos, se aferraban a la roca en que buscaban
su salvación.

Bonaparte, deseando fundar entonces su poder sobre la primera base de la


sociedad, acababa de arreglar sus tratados con la corte de Roma: no puso por el
pronto ningún obstáculo a la publicación de una obra útil a la popularidad de sus
designios; tenía que luchar contra los hombres que le rodeaban y contra enemigos
declarados del culto; tuvo, pues, la fortuna de ser defendido en lo exterior por las
opiniones que El Genio del Cristianismo enunciaba.

Después se arrepintió de su engaño: las ideas monárquicas regulares habían


venido con las religiosas.

Un episodio del Genio del Cristianismo que causó entonces menos ruido que
Atala, determinó uno de los caracteres de la literatura moderna; pero además si
René no existiese, no volvería a escribirle; si me fuese posible destruirle, lo haría así.
Ha pululado una familia de Renés poetas y de Renés prosistas; no se ha oído otra
cosa que frases lamentables y desordenadas; no se han ocupado de otra cosa que de
vientos y tempestades, de palabras desconocidas, entregadas a las nubes y a la
noche. No hay muchacho recién salido del colegio que no haya soñado ser el más
desgraciado de los hombres; no hay barbilampiño que a los diez y seis años no haya
gastado su vida, y no se haya creído atormentado por su genio; que en el fondo de
sus pensamientos no se haya entregado al mar de sus pasiones, que no haya
golpeado su pálida y desnuda frente, y que no naya asombrado a los hombres,
sorprendidos por una desgracia cuyo nombre ignoraban él y ellos.

En René había yo presentado una enfermedad de mi siglo; pero era otra


locura de los novelistas el haber querido hacer universales las aflicciones aisladas,
los sentimientos generales que constituyen el fondo de la humanidad, la ternura
paternal y materna, la piedad filial, la amistad, el amor, son inagotables; pero las
maneras particulares de sentir, las individualidades de espíritu y de carácter, no
pueden desarrollarse y multiplicarse sino en grandes y numerosos cuadros. Los
insignificantes sitios no descubiertos del corazón humano forman un campo muy
reducido; nada queda que recoger en este campo después que ha sido segado una
vez. Una enfermedad del alma no es un estado permanente y natural; no se la
puede reproducir, hacer de ella una literatura especial, ni sacar partido de ella como
de una pasión general modificada incesantemente según el capricho de los artistas
que la manejan y la varían de forma.

De cualquiera manera que sea, la literatura tomó el colorido de mis cuadros


religiosos, al modo que los negocios han conservado la fraseología de mis escritos
sobre la Cité; la Monarquía con arreglo a la Carta, ha sido el rudimento de nuestro
gobierno representativo, y mi artículo del Conservador sobre los intereses morales
y los intereses materiales, ha legado estas dos denominaciones a la política.

Hubo escritores que me hicieron el honor de imitar Atala y René, lo mismo


que el pulpito se apoderó de mis escritos sobre las Misiones, y los beneficios del
cristianismo. Los pasajes en que demuestro que arrojando de los bosques a las
divinidades paganas, nuestro extendido culto ha devuelto su soledad a la
naturaleza; los párrafos en que trato de la influencia de nuestra religión en nuestro
modo de ver y describir, en que examino los cambios producidos en la poesía y en
la elocuencia; los capítulos que consagro a las investigaciones sobre los
sentimientos inverosímiles introducidos en los caracteres dramáticos de la
antigüedad, encierran el germen de la critica moderna. Los personajes de Racine,
como tengo dicho, son y no son griegos; son personajes cristianos: esto es o que no
se había comprendido bien.

Y si el efecto producido por El Genio del Cristianismo no hubiera sido más


que una reacción contra las doctrinas a que se atribuían las desgracias
revolucionarias, habría cesado este efecto, una vez desaparecida la causa, y no se
hubiera prolongado hasta este momento en que escribo. Pero la acción del Genio
del Cristianismo sobre las opiniones no se limita a la resurrección momentánea de
una religión que se creía muerta; fue más duradera la metamorfosis que se operó. Si
en la obra había innovación de estilo, también había cambio de doctrinas; habíase
alterado el fondo lo mismo que la forma; el ateísmo y el materialismo no fueron más
la base de las creencias o de la incredulidad de la juventud; la idea de Dios y de la
inmortalidad del alma adquirieron nuevamente su imperio, y desde entonces
empezó la alteración en el encadenamiento de las ideas que se ligan unas a otras. Ya
no se vieron aferrados en sus creencias por una preocupación antirreligiosa; nadie
se creyó obligado en lo sucesivo a continuar siendo momia de una nada revestida
de formas filosóficas, y fue permitido examinar cualquier sistema, por absurdo que
se le tuviera, aun cuando fuese el cristiano.

Además de los fieles que volvían a la voz de su pastor, aparecieron en virtud


de ese derecho de libre examen, otros fieles a priori. Presentad a Dios como
principio, y seguirá el Verbo; el Hijo nace del Padre forzosamente.

Las diferentes combinaciones abstractas no hacen sino substituir a los


misterios del cristianismo otros misterios aun más incomprensibles; el panteísmo,
que por otra parte, es de tres o cuatro especies, y que es hoy de moda atribuir a las
grandes capacidades, es el sueño más absurdo del Oriente dado a luz por Espinosa:
acerca de esto basta leer el artículo del escéptico Bayle sobre ese judío de
Ámsterdam. El tono magistral con que hablan algunos de todo esto, seria insufrible
no teniendo en cuenta su falta de instrucción; páganse de palabras, cuya
significación no entienden y se figuran ser unos genios trascendentales. Es
necesario persuadirse de que Abelardo, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, han
tenido en la metamorfosis una superioridad de luces a que nosotros no nos hemos
acercado; que los sistemas sansimoniano, fourierista, humanitario, han sido
hallados y puestos en práctica por los herejes de todos tiempos; que los que se nos
da por progresos y descubrimientos, son antigüedades traqueteadas desde hace
quinientos años en las escuelas de Atenas y en los colegios de la edad media. El mal
proviene de que los primeros sectarios no pudieron conseguir fundar su república
neo-platónica, cuando Galieno permitió a Plotin que hiciese su ensayo de ella en la
Campania: más tarde se cometió la injusticia de quemar a los sectarios cuando
quisieron establecer la comunidad de bienes, declarar sagrada la prostitución,
atreviéndose a decir que una mujer no puede, sin pecar, rechazar a un hombre que
la pide una unión pasajera en nombre de Jesucristo: para llegar a esta unión no era
necesario más, decían, que desprenderse del alma y depositarla un momento en el
seno de Dios.

El sacudimiento que El Genio del Cristianismo produjo en los espíritus hizo


salir de su carril al siglo XVIII lanzándole para siempre fuera de la senda que había
seguido; volviose a empezar, o mejor dicho se empezó a estudiar el origen del
cristianismo: leyendo de nuevo a los santos padres (dado caso que antes se
hubiesen leído), se admiraba uno de hallar tantos hechos curiosos, tanta ciencia
filosófica, tantas bellezas de estilo de todos géneros, tantas ideas que por una
graduación más o menos sensible, formaban el tránsito de la sociedad antigua a la
sociedad moderna: era única y memorable de la humanidad en que el cielo
comunica con la tierra a través de las almas encerradas en los hombres de genio.

Junto al mundo ruinoso del paganismo, se alzó en otro tiempo, como desde
fuera de la sociedad, otro mundo espectador de esos grandes sucesos, pobre,
escondido, solitario y no mezclándose en los asuntos de la vida sino cuando tenía
necesidad de sus lecciones o de su auxilio. Era sorprendente el ver a aquellos
primeros obispos, casi todos honrados con el sobrenombre de santos y de mártires,
a aquellos simples sacerdotes custodiando las reliquias y los cementerios, a aquellos
religiosos y a aquellos ermitaños en sus convenios sus grutas redactando tratados
de paz, de moral y de caridad, cuando todo era guerra, corrupción, barbarie; yendo
de los tiranos de Roma a los jefes de los tártaros y de los godos, para prevenir la
injusticia de los unos y la crueldad de los otros, deteniendo ejércitos enteros con una
cruz de madera y una palabra de paz; los más débiles de todos los hombres,
protegiendo al inundo contra Atila; colocados entre dos universos para servir de
lazo entre ellos, para consolar los últimos momentos de una sociedad expirante, y
guiar los primeros pasos de una sociedad naciente.
Genio del Cristianismo.— Continuación.— Defectos de la obra.

Era imposible que las verdades desarrolladas en El Genio del Cristianismo


no contribuyesen al cambio de las ideas. Desde esta obra fecha también el gusto
actual por los edificios de la edad media; yo he sido quien ha despertado en el siglo
moderno la admiración de los templos antiguos. Si se ha abusado de mi opinión; si
no es cierto que nuestras catedrales se han aproximado a las bellezas del Partenón,
si es falso que estas iglesias nos transmiten en sus documentos de piedra, hechos
ignorados; si es una locura el sostener que esas memorias de granito nos revelan
secretos escapados a los sabios benedictinos; si a fuerza de oír hablar de lo gótico,
aburre ya, no es culpa mía. Por lo demás, bajo el aspecto de las artes sé lo que falla al
Genio del Cristianismo; esta parte de mi obra es defectuosa, porque en 1800 no
conocía yo las artes; no había visto ni la Italia, ni la Grecia, ni el Egipto. Tampoco he
sacado bastante partido de las vidas de los santos y de las leyendas que me ofrecían,
sin embargo, maravillosas historias, entre las que escogiendo con gusto podía
recoger una abundante cosecha. Este campo de las riquezas de la imaginación de la
edad media sobrepuja en fecundidad a las transformaciones de Ovidio, y a las
fábulas milesianas. Hay además en mi obra, juicios dudosos o falsos, tales como el
que emití respecto a Dante, a quien después he tributado un brillante homenaje.

Bajo el aspecto serio, he completado El Genio del Cristianismo en mis


Estudios históricos, uno de mis escritos de que menos se ha hablado y que más se
ha saqueado.

El brillante éxito de Atala me había embelesado porque mi alma era joven


aun; el del Genio del Cristianismo, me fue sensible: vime obligado a sacrificar mi
tiempo a correspondencias, cuando menos inútiles, de fastidiosos cumplimientos.
Esa reputación adquirida no me compensaba de los disgustos porque tiene que
pasar el hombre que es conocido del público, ¡Que felicidad puede reemplazar la
paz perdida cuando se ha introducido al público en vuestra intimidad! Unase a esto
las inquietudes con que las musas se complacen en afligir a aquellos que se dedican
a su culto, los inconvenientes de un carácter fácil, la ineptitud para la fortuna, la
pérdida de la tranquilidad, un humor desigual, afecciones más vivas, inmotivadas
tristezas, alegrías sin causa, ¿quién desearía si estuviese en su mano, comprar a
semejante precio las ventajas inciertas de una reputación que no se está seguro de
obtener, que será disputada durante su vida, que la posteridad no confirmará, y a la
que la muerte os ha de hacer extraña para siempre?
La controversia literaria sobre las novedades del estilo que había producido
Atala, se renovó a la publicación del Genio del Cristianismo.

Obsérvese un rasgo característico de la escuela imperial y aun de la escuela


republicana: mientras que la sociedad avanzaba en el mal o en el bien, la literatura
se hallaba estacionada; extraña al cambio de las ideas, no pertenecía a su tiempo. En
la comedia los señores de pueblo, los Colin, los Babet, o las intrigas de esos salones
desconocidos ya, se representaban (como ya he hecho notar), ante hombres
groseros y sanguinarios destructores de las costumbres, cuyo cuadro se les ofrecía;
en la tragedia, un patio plebeyo se ocupaba de las familias de los nobles y de los
reyes.

Dos cosas sostenían a la literatura del siglo XVIII: la impiedad que


conservaba de Voltaire y de la revolución, y el despotismo con que lo agobiaba
Bonaparte. El jefe del estado hallaba utilidad en aquellos escritos subordinados que
enviaba a los cuarteles, que le presentaban las armas y que salían cuando gritaba
«¡Forme la guardia!» que marchaban en hileras y que maniobraban como soldados.
La menor independencia parecía una rebelión a su poder; aborrecía del mismo
modo el trastorno de las palabras y de las ideas que una insurrección material.
Suspendió el Habeas corpus así para el pensamiento como para la libertad
individual. Convengamos también en que el público cansado de la anarquía, aceptó
gustoso el yugo de las reglas.

La literatura representante de la nueva era no ha reinado sino cuarenta o


cincuenta años después del tiempo en que ella formaba el idioma. Durante este
medio siglo no se empleaba sino por la oposición. Madama Staël, Benjamín
Constant, Lemercier, Bonald, yo, en fin, hemos sido los primeros que hemos
empleado este lenguaje. El cambio de literatura de que se jacta el siglo XIX, le
provino de la emigración y del destierro; Mr. de Fontanes fue quien cobijó esas aves
de otra especie que la suya, porque remontando al siglo XVII adquirió el poderío de
aquel tiempo fecundo, y perdió la esterilidad del XVIII. Una parte del espíritu
humano, la que trata de las materias trascendentales, adelantó únicamente con un
paso igual al de la civilización; desgraciadamente la gloria del saber no se vio libre
de defectos: Los Laplace, los Lagrange, los Monges, los Chaptal, los Berthollet,
todos estos prodigios, Luzi Condos demócratas en otro tiempo, se hicieron los más
sumisos servidores de Napoleón. Debemos decirlo en honor de las letras, la
literatura moderna fue libre, la ciencia servil; el carácter no correspondió al genio, y
aquellos cuyo pensamiento se había remontado al más alto cielo no pudieron elevar
su alma sobre los pies de Bonaparte. Creían no necesitar de Dios porque tenían
necesidad de un tirano.
El clásico napoleónico era el genio del siglo XIX, disfrazado con la peluca de
Luis XIV o peinado como en tiempo de Luis XV. Bonaparte quiso que los hombres
de la revolución no se presentasen en la corte sino de uniforme y con la espada al
lado. No se veía a la Francia del momento; aquello no era orden sino disciplina. Así,
pues, nada era tan fastidioso como aquella pálida resurrección de la literatura de
otros tiempos. Aquella calma fría, aquel anacronismo improductivo desapareció
cuando la nueva literatura hizo su invasión estrepitosa impelida por El Genio del
Cristianismo. La muerte del duque de Enghien tuvo para mí la ventaja, dejándome
aislado, de permitirme seguir en la soledad mi inspiración propia, e impedirme que
me alistase en la infantería regular del viejo Pindo: debo sin duda a mi libertad
moral mi libertad intelectual.

En el último capítulo del Genio del Cristianismo examino lo que hubiese sido
del mundo a no haberse predicado la fe en el momento de la invasión de los
bárbaros: más adelante llamo la atención sobre un trabajo importante que falta
emprender acerca de los cambios que el Cristianismo produjo en las leyes después
de la conversión de Constantino.

Si la opinión religiosa existiera tal cual se halla en el momento en que escribo


estas memorias y no estuviera escrito El Genio del Cristianismo, le escribiría de un
modo enteramente distinto. En vez de recordar los beneficios y las instituciones de
nuestra religión en el tiempo pasado, demostraría que el Cristianismo es el
pensamiento del porvenir y de la libertad humana; que este pensamiento Redentor
y Mesías es el único fundamento de la igualdad social; que él solo puede
establecerla porque coloca al lado de esta igualdad la necesidad del deber,
correctivo y regulador del instinto democrático. La legalidad no basta para contener
porque no es permanente; esta recibe su fuerza de la ley y la ley es obra de los
hombres que pasan y varían. Una ley no es siempre obligatoria y a más puede ser
cambiada a cada paso por otra ley: por el contrario la moral es permanente; tiene su
fuerza en ella misma porque emana del orden inmutable y ella tan solo puede dar la
estabilidad.

Demostraría que por de quiera que ha dominado el Cristianismo, ha


modificado las ideas, rectificado las nociones de lo justo y de lo injusto, substituido
la seguridad a la duda y ha encerrado la humanidad entera en sus doctrinas y
preceptos. Procuraría adivinar la distancia a que nos hallamos aun del total
cumplimiento del Evangelio, calculando el número de males destruidos y de
mejoras verificadas en los diez y ocho siglos trascurridos desde la venida de Cristo.
El Cristianismo obra con lentitud porque obra en todas partes; no se concreta a la
reforma de una sociedad particular sino que trabaja sobre la sociedad general; su
filantropía se extiende a todos los hijos de Adán: así lo explica con maravillosa
sencillez en sus más comunes oraciones y en sus votos cotidianos cuando dice al
pueblo reunido en el templo: «Roguemos por cuantos padecen sobre la tierra:» ¡Qué
religión ha hablado jamás de este modo! El Verbo no se encarnó en el hombre
dichoso sino en el hombre doliente con el objeto del bien estar general, de la
fraternidad universal y de la salvación eterna.

Aun cuando El Genio del Cristianismo no hubiera dado origen sino a tales
investigaciones, me felicitaría de haberte publicado; falta saber si cuando aparezca
este libro, otro Genio del Cristianismo cimentado sobre el nuevo plan que bosquejo
obtendría el mismo éxito. En 1803 cuando no se concedía nada a la antigua religión,
cuando era objeto de desprecio, cuando aún no se conocía la primera palabra del
asunto, ¿hubiérase recibido bien el hablar de la libertad futura descendiendo del
Calvario cuando aun estaban los espíritus destrozados con los excesos de la libertad
de las pasiones? ¿Hubiera consentido Bonaparte una obra semejante? Quizá fuera
útil excitar el sentimiento, interesar la imaginación en una causa tan desconocida,
atraer las miradas sobre el objeto despreciado, hacerle agradable antes de pasar a
demostrar su importancia, su poder y su utilidad.

Ahora, en la suposición de que mi nombre deje algún recuerdo, se lo deberé


al Genio del Cristianismo. Sin hacerme ilusiones acerca del valor intrínseco de la
obra, reconozco en ella un valor accidental; la oportunidad de su aparición. Por este
motivo me ha hecho colocarme en una de esas épocas históricas, que uniendo una
persona a los sucesos obligan a acordarse de ella. Si el influjo de mi trabajo no se
limitase al cambio que de cuarenta años a esta parte ha producido en las
generaciones actuales; si sirviese aun para reanimar en los que llegaron tarde una
chispa de las verdades civilizadoras de la tierra. Si el leve síntoma de vida que se
cree distinguir, se sostuviese en las generaciones venideras, partiría lleno de
esperanza en la misericordia divina. Cristiano reconciliado, no me olvides en tus
oraciones cuando haya dejado de vivir; mis faltas me detendrán quizá delante de
esas puertas en que mi caridad había exclamado por ti: «¡Abríos puertas eternas!»
¡Elevamini portae aeternales.

PARÍS, 1837.
Revisado en diciembre de 1846.

Años de mi vida, 1802 y 1803.— Palacios.— Mme. de Custine.— Mr. de


Saint-Martin.— Mme. d‘Houdetot y Saint Lambert.

Toda mi vida se trastornó desde que dejó de pertenecerme. Tenía una


multitud de relaciones fuera de mi habitual sociedad, y me llamaban en todos los
palacios que iban restableciéndose. Trasladábanse del mejor modo posible a
aquellas mansiones medio amuebladas en las que un sillón viejo reemplazaba a
veces a uno nuevo. Algunas de estas moradas feudales, sin embargo, se habían
conservado intactas, como por ejemplo el Marais, que había tocado en suerte a me.
de La Briche, mujer excelente a quien jamás faltó la dicha. Recuerdo perfectamente
que mi inmortal persona, iba a la calle de Saint-Dominique-d'Enfer a tomaran
asiento para el Marais en un mal carruaje de alquiler, y allí encontré a Mme. de
Vintimille y a Mme. de Fezenzac. En Champlatreux, Monsieur Molé hacia reedificar
unas pequeñas habitaciones del segundo piso. Su padre, muerto
revolucionariamente, había sido reemplazado en una gran sala derruida, por un
cuadro que representaba a Mateo Molé con su clerical bonete apaciguando un
alboroto: este cuadro ofrecía el contraste de la veleidad de los tiempos.

Al regreso de la emigración no había quedado un solo proscripto por pobre


que fuera, que no hubiese formado en su corta heredad un pequeño jardín a la
inglesa: ¿yo mismo no planté en otro tiempo mi Vallée-aux-Loups? ¿No comencé
allí estas Memorias? ¿No las he continuado en el parque de Montboissier, cuyo
aspecto desfigurado por el abandono, se intentaba entonces de mejorar? ¿No las he
proseguido después en el parque de Maintenon? Los palacios incendiados en 1789
hubieran debido advertir a los demás que permaneciesen ocultos entre sus
escombros: pero los campanarios de las aldeas consumidas que daban salida a las
lavas del Vesubio, no impedían reedificar en la superficie de estas mismas lavas
otras iglesias y otros lugarcillos.

Entre las abejas que componían su colmena, se hallaba la marquesa de


Custine, heredera de los largos cabellos de Margarita de Provenza, mujer de San
Luis, y de cuya sangre participaba. Asistí a su toma de posesión de Fervaques, y
tuve el honor de dormir en el lecho del Bearnés, lo mismo que en el de la reina
Cristina en Combourg. No era un negocio así como quiera este viaje; necesitábase
colocar en el coche a Astolfo de Custine, niño, Mr. Berschtet, el gobernador, una
vieja criada alsaciana que no hablaba más que alemán, la doncella Juanita, y Trim,
famoso perro que se engullía las provisiones del camino. ¿No se habría podido
creer que aquella colonia se trasladaba a Fervaques para siempre? y sin embargo,
aun no estaba acabado de amueblar el palacio, cuando se dio la señal para la
mudanza. Yo he visto a aquella mujer que arrostró el cadalso con un valor inaudito,
yo la vi más blanca que una Parca, vestida de negro, adelgazado el talle por la
muerte, adornada la cabeza únicamente con su sedosa cabellera, la vi sonreír con
sus pálidos labios, y sus dientes de marfil, cuando salía de Sécherons, cerca de
Ginebra, para morir en Bex, a la entrada del Valais; oí pasar su féretro durante las
noches, por las desiertas calles de Lausana, para ir a ocupar su eterno puesto en
Fervaques: se apresuraba a ocultarse en una tierra que solo había poseído un
momento, como su vida. Yo leí en fin, sobre una chimenea del palacio estos
malignos versos atribuidos al amante de Gabriela:

La dame de Fervaques Mérite de vives attaques.

El soldado-rey había dicho lo mismo a otras muchas declaraciones pasajeras


de los hombres, que se disipan como el humo, y que habían pasado de beldad en
beldad, hasta Mme. de Custine. Fervaques fue vendido.

Aun encontré a la duquesa de Chatillon, quien durante mi ausencia de los


cien días, adornó mi valle de Aulnay. Mme. Lindsay a quien no dejé de visitar, me
hizo conocer a Julio Talma. Mme. de Clermont-Tonnerre me llevó a su casa;
teníamos una misma abuela, y quiso con razón llamarme su primo. Viuda del conde
de Clermont-Tonnerre, se volvió a casar con el marqués de Talaru. Por ella conocí al
pintor Neveu, el cual me puso un momento en relaciones con Saint-Martin.

Mr. de Saint-Martin había creído encontrar en la Atala cierta jerigonza, en lo


cual yo no había pensado, y que le autorizaba, en su concepto, a creer que existía
entre él y yo alguna afinidad de doctrinas. Neveu, a fin de unir dos hermanos, nos
convidó a comer en su habitación, que la tenía en un piso alto de las dependencias
del palacio Borbón. Llegué a las seis a la cita, y ya hallé en su puesto al filósofo
celeste. A las siete entró un criado juicioso, y después de poner la sopa sobre la
mesa, se retiró cerrando la puerta: sentámonos y empezamos a comer en silencio.
Mr. de Saint-Martin, que sea dicho de paso, tenía unos modales en extremo finos,
no pronunciaba más que frases entrecortadas a manera de oráculo, y a las cuales
contestaba Neveu con exclamaciones, con movimientos y gestos de pintor; yo me
mantenía callado. Al cabo de una media hora volvió a entrar el nigromántico criado,
se llevó la sopa, y puso otro plato sobre la mesa, sucediéndose así de uno en uno,
con largos intervalos. Mr. de Saint-Martin que se fue animando poco a poco,
empezó a hablar a manera de arcángel; conforme iba engolfándose en la
conversación, sus palabras iban siendo cada vez más tenebrosas. Habíame
insinuado Neveu, apretándome la mano, que veríamos cosas extraordinarias, que
oiríamos ruidos sobrenaturales; trascurrieron sin embargo seis mortales horas, y no
advertí absolutamente nada. A media noche se levantó de repente el hombre de las
visiones: creí que iba a presentarme algún espíritu infernal o celeste, que iban a
resonar en aquellos misteriosos corredores lúgubres campanillas; pero en vez de
esto, dijo Mr. de Saint-Martin que se hallaba fatigado, y que proseguiríamos otra
vez la conversación; en seguida tomó el sombrero y salió. Desgraciadamente para él,
fue detenido en la puerta obligándole a volver a entrar una visita inesperada; no
obstante, desapareció de allí a poco. Jamás he vuelto a verle; fue a terminar sus días
al jardín de Mr. Lenoir Laroche, mi vecino de Aulnay.

Comiendo cierto día en casa de Mme. Custine, el célebre Gall, que se hallaba
a mi lado sin conocerme, se equivocó sobre mi ángulo facial; me tomó por una rana,
y quiso, luego que supo quien yo era, rehabilitar su ciencia de un modo vergonzoso
para él. La forma de la cabeza puede ayudar a distinguir el sexo en los individuos, a
indicarlo que pertenece a la bestia, a las pasiones animales; pero en cuanto a las
facultades intelectuales, siempre será un secreto para la frenología. Si fuera posible
reunir los diferentes cráneos de los grandes hombres muertos desde el principio del
mundo, y entregarlos para su examen a los frenologistas, sin decirles a qué
personas habían pertenecido, no enviarían seguramente a su sitio una sola cabeza.

Me asalta un remordimiento; he hablado un tanto burlescamente de Mr. de


Saint-Martin, y por ello me arrepiento. Esta burla que desecho a todas horas y que
se me viene sin cesar a la imaginación, me hace sufrir, porque odio el talento satírico
como el más mezquino, el más vulgar, el más fácil de todos: Mr. de Saint-Martin, en
último resultado, era un hombre de gran mérito, y de un carácter noble e
independiente. Cuando llegaba a explicar sus ideas, eran estas elevadas, y de una
naturaleza superior. ¿No deberé, pues, hacer el sacrificio de las dos páginas
anteriores a la generosa y sobrado halagüeña declaración del autor del Retrato de
Mr. de Saint-Martin hecho por él mismo? Veo, por lo demás con gusto, que mis
recuerdos no eran equivocados. Mr. de Saint- Martin no recibió enteramente la
misma impresión que yo en el convite de que hablo; pero se ve que aquella escena
no fue invención mía, y que la narración de Mr. de Saint-Martin se parece a la mía
en el fondo. Dice así:
«El 27 de enero de 1803, tuve una entrevista con Mr. de Chateaubriand, en una
comida dispuesta al efecto en casa de Mr. Neveu, en la Escuela politécnica. Mucho hubiera yo
ganado en conocerle antes; es el solo hombre de letras razonable con quien he tropezado desde
que existo, y eso que solo he disfrutado de su conversación durante la comida; porque
inmediatamente después se presentó una visita que le hizo callar todo el resto de la sesión y yo
no sé cuando se me proporcionará oírle otra vez.»

Mr. de Saint-Martin vale mil veces más que yo: la dignidad de su última
frase destruyó completamente mi inofensiva burla.

Había yo visto a Mr. de Saint-Lambert y Mme. de Houdetot en el Marais,


representando ambos las opiniones y las libertades de otros tiempos,
cuidadosamente conservadas: era el siglo XVIII, muerto y casado a su manera.
Basta tener apego a la vida para que las ilegitimidades se conviertan en
legitimidades. Experiméntase grande aprecio hacia la inmoralidad, porque nunca
ha dejado de existir y el tiempo la ha adornado de arrugas. Ciertamente dos
virtuosos esposos, que solo permanecen unidos por respeto humano, se fastidian y
detestan cordialmente con todo el mal humor de la edad; es la justicia de Dios.

Malheur a qui le ciel accorde des longs jours! 10

Era difícil comprender algunas páginas de las Confesiones, una vez conocido
el objeto de los desvaríos de Rousseau: había conservado Mme. de Houdetot las
cartas que Juan Jacobo le escribía, y que al decir de éste eran más ardientes que las
de la Nueva Eloísa. Créese que se había sacrificado a Saint-Lambert.

Después de ochenta años, Mme. de Houdetot exclamaba aun en agradables


versos:

Et l’amour me consolé!Rien he pourra me consoler de lui 11.

Jamás se acostaba sin golpear antes en tierra tres veces con su chinela
diciendo al autor de las Estaciones: «¡Buenas noches, amigo mío!» A esto se reducía
en 1803 la filosofía del siglo XVIII.
La sociedad de Mme. de Houdetot, de Diderot, de Saint-Lambert, de
Rousseau, de Grimm y de Mme. de Epinay me hicieron insoportable el valle de
Montmorency, y aunque bajo el aspecto de los hechos, me alegro de que se haya
presentado a mi vista una reliquia de los tiempos voltairianos, no echo de menos
para nada aquellos tiempos. Últimamente he visto en Sannois la casa que habitaba
Mme. de Houdetot reducida a cuatro paredes. Un atrio desierto interesa siempre;
pero ¿qué es un hogar donde no reside la belleza, ni la madre de familia, ni la
religión, y cuyas cenizas si no se hubiesen dispersado nos recordarían solamente los
días que no han sabido hacer más que destruir?

PARÍS, 1838.

Viaje al Mediodía de Francia.

Era el mes de octubre de 1802, cuando una impresión furtiva de El Genio del
Cristianismo, hecha en Aviñón, me condujo al Mediodía de Francia. Yo, que no
conocía más que mi pobre Bretaña, y las provincias del Norte, que atravesé al dejar
mi país, iba a ver el cielo de Provenza, ese cielo en el que iba a encontrar un reflejo
de Italia y de Grecia, hacia donde mi instinto y la inspiración me arrastraban.
Hallábame en una feliz disposición; mi reputación hacia mi vida dichosa; en el
primer éxtasis de la fama, hay una multitud de sueños, y los ojos gozan
sobremanera con luz que se levanta; pero que se eslinga esta luz, y os dejará en la
más sombría oscuridad: si persiste, la costumbre de verla os hará insensible a su
resplandor.

Lyon me causó un placer indecible. Volví a hallar esas obras de los romanos
que no había visto desde el día en que leí en el anfiteatro de Tréveris algunas
páginas de la Atala, sacadas de mi mochila. Barcos entoldados, cada uno con su luz,
atravesaban el Saona; conducíanlos mujeres; una barquera de diez y ocho años que
me tomó a bordo arreglaba a cada golpe de remo unas flores atadas a su sombrero.
Por la mañana me despertaron las campanas. Parecía que los conventos de los
alrededores habían recobrado sus solitarios monjes. El hijo de Mr. Ballange,
propietario después de Mr. Migneret, del Genio del Cristianismo, era mi huésped;
después fue mi amigo. ¿Quién no conoce hoy al filósofo cristiano, cuyos escritos
brillan con esa dulce claridad, sobre la que se deleita uno en fijar sus miradas, como
sobre el rayo de luz de un astro querido?

El barco que me conducía a Aviñón, se vio obligado a detenerse en Tain el 27


de octubre, a causa de una tempestad. Me figuraba estar en el centro de la América;
el Ródano me representaba mis caudalosos ríos salvajes. Estaba alojado en una
pequeña posada a la orilla misma del agua; un conscripto se hallaba de pie, en un
rincón de la cocina; llevaba un saco a la espalda, e iba a reunirse al ejército de Italia.
Yo escribía sobre el fuelle de la chimenea, teniendo delante de mí a la posadera
sentada y silenciosa, la que por consideración al viajero amenazaba al gato y al
perro para que no hiciesen ruido.

Un artículo que había hecho bajando el Ródano, relativo a la legislación


primitiva de Mr. Bonald, me ocupaba entonces; yo preveía lo que sucedió después:
«La literatura francesa, decía yo, va a cambiar de aspecto; con la revolución van a
nacer otros pensamientos, otro modo de mirar las cosas y los hombres. Es fácil de
prever que los escritores se dividirán. Mientras unos se esforzarán por salir de las
antiguas sendas, otros procurarán seguir los modelos antiguos; pero
presentándolos bajo un nuevo aspecto. Es bastante probable que estos últimos
concluyan por alcanzar la victoria sobre sus adversarios; porque apoyándose en las
grandes tradiciones y en los grandes hombres, tendrán guías más seguros y
documentos más fecundos.»

De la historia son las líneas con que termina mi critica: mi espíritu marchaba
desde entonces con mi siglo: «¡El autor de este artículo, proseguía, no puede
rehusar una imagen que le ofrece la posición en que se encuentra. En el momento
de escribir estas últimas líneas, se ve arrastrado por la corriente de uno de los
mayores ríos de Francia. Sobre dos opuestas montañas descuellan dos torres
ruinosas, en lo alto de las cuales vense suspendidas unas pequeñas campanas que
repican los campesinos a nuestro tránsito. Este río, estas montañas, estos sonidos,
estos monumentos góticos, entretienen un momento los ojos del espectador; pero
nadie se detiene para llegar adonde la campana le invita. Así los hombres que hoy
día predican la moral y la religión, dan inútilmente la seña desde lo alto de sus
ruinas a los que arrastra el torrente del siglo: asómbrase el viajero de la grandeza de
las ruinas, de la suavidad de los sonidos que de ellas emanan, de la majestad de los
recuerdos que se elevan de ellas, pero no interrumpe su marcha y todo lo olvida al
primer recodo del río.»
Habiendo llegado a Aviñón la víspera de Todos los Santos, un muchacho
que llevaba libros me presentó algunos, y le compré tres ediciones distintas y
falsificadas de una novelita titulada Atala. Recorriendo librería por librería,
encontré al raptor, para el que yo era desconocido. Me vendió los cuatro tomos del
Genio del cristianismo al precio razonable de nueve francos el ejemplar,
haciéndome un grande elogio de la obra y de su autor. Vivía en una hermosa casa
con patio y jardín. Pensé que había hallado el pájaro en su nido: al cabo de veinte y
cuatro horas me fatigué de perseguir la fortuna y me convine con el falsificador por
una friolera.

Visité a Mme. de Jauson, mujer de corta estatura, delgada, blanca, activa, la


que habitaba en su quinta, luchando con el Ródano al mismo tiempo que se
defendía contra los años y se batía a escopetados con los habitantes de la ribera.

Antes de ahora, los viajes transalpinos comenzaban siempre por Aviñón, que
era la puerta de Italia. Dicen los geógrafos: «El Ródano pertenece al rey; pero la
ciudad de Aviñón está regada por un ramal el Sorgue que pertenece al papa.» ¿Está
el papa muy seguro de poseer por largo tiempo la propiedad del Tíber? En Aviñón
se acostumbraba visitar el convento de los Celestinos. El buen rey Renato, que
cuando soplaba el viento ultramontano disminuía los impuestos, pintó en un salón
del convento de los Celestinos un esqueleto: era el de cierta mujer de singular
hermosura a la que había amado.

El sepulcro de Madona Laura hallábase en el templo de los Franciscanos:


Francisco I mandó abrirlo y saludó a aquellas cenizas inmortalizadas. El vencedor
de Marignan, dejó sobre la nueva tumba que mandó construir el epitafio siguiente:

En petit lieu compris vous pouvez voirCe qui comprend beaucoup par renommée:¡O
gentille ame!, estant tant estimée,¿Qui se pourra louer que en se saissant?Car la parole est
tousjours répriméeQuand le sujet surmonte le disant 12.

Por más que se diga, el padre de las letras, el amigo de Benvenuto Cellini, de
Leonardo de Vinci, del Primático; el rey a quien debemos la Diana, la hermana del
Apolo de Belvedere, y la Sacra familia de Rafael; el cantor de Laura, el admirador
del Petrarca, ha recibido de las bellas artes reconocidas una vida que no tendrá fin.

Yo iba a Vauclusa a coger, junto a la fuente, los perfumados brezos y la


primer aceituna producto de un joven olivo:
Chiara fontana, in aquel medesnio boscoSorgea d‘un sasso; ed acque fresche et
dolciSpargea soavemente mormurando:Al bel seggio riposto, ombroso e foscoNe pastori
appressavan, he bifolci;Ma ninfe et muse á aquel senor cantando 13.

Petrarca ha contado cómo encontró aquel valle: «Buscaba yo, dice, un sitio
oculto adonde poder retirarme como a un puerto, cuando encontré un pequeño
valle cerrado, Vauclusa, muy solitario, de donde nace el Sorgue, rey de todos los
manantiales, donde me establecí. Allí fue donde compuse mis poesías en idioma
vulgar, versos en que he descrito las penas de mi juventud.»

También desde Vauclusa oía él, como se podía oír cuando yo pasé, el ruido
de las armas qué hacía estremecer la Italia; y exclamaba así:

¡Italia mía...¡0 diluvio raccoltoDi che deserti straniPer inondar i nostri dolci
campi!¿Non é questo ‘l terren ch‘io toccai pria?¿Non o questo ‘l mio nido,Ove nudrito fui si
dolcemente?¿Non e questa la patria, in ch‘io mi fido,Madre benigna é piaChi copre l‘uno et
l‘altro mio parente 14.

Mas tarde el amante de Laura invita a Urbano V a trasladarse a Roma: «¿Qué


responderéis a San Pedro, exclama elocuentemente, cuando os diga, qué hay en
Roma? ¿En qué estado se halla mi templo, mi tumba y mi pueblo? ¿No respondéis
nada? ¿De dónde venís? ¿Habéis habitado las orillas del Ródano? Allí nacisteis,
decís; y yo ¿no he nacido en Galilea?»

Siglo fecundo, joven, sensible, cuya admiración conmueve; siglo que obedece
a la lira de un gran poeta, como a la ley de un legislador! A Petrarca es a quien
debemos la vuelta del soberano pontífice al Vaticano; es su voz la que ha hecho
nacer a Rafael y salir de la tierra la cúpula de Miguel Ángel.

De vuelta a Aviñón, busqué el palacio de los papas y me enseñaron la


Nevera: la revolución se apoderó de los lugares célebres; los recuerdos del pasado
se vieron obligados a mudar de forma y a reverdecer sobre osamentas. ¡Ay! los
gemidos de las víctimas mueren inmediatamente después de ellas; apenas un eco
débil les hace sobrevivir un momento, cuando se apaga la voz con que exhalan el
postrer suspiro. Pero mientras que el grito del dolor espiraba en las márgenes del
Ródano, se oían en lontananza los sonidos del laúd del Petrarca; una canzone
solitaria escapada de la tumba continuaba encantando a Vauclusa con una
melancolía inmortal unas veces y otras con amorosas quejas.

Alaino Charlien vino de Bayeux para hacerse enterrar en Aviñón, en la


iglesia de San Antonio. Había escrito la Belle Dame Sans Mercy, y el beso de
Margarita de Escocia fe hizo vivir.

De Aviñón pasé a Marsella. ¡Qué puede desear una ciudad a quien Cicerón
dirige estas palabras, cuyo giro oratorio imitó Bossuet «Yo no te olvidaré, Marsella,
ciudad tan eminentemente virtuosa que la mayor parte de las naciones deben
rendirte homenaje, y hasta la Grecia misma no debe compararse contigo. (Pro L.
Flacco.) Tácito en la Vida de Agrícola, alaba también a Marsella por unir la
cortesanía griega o la economía de las provincias latinas. Hija de la Helenia, maestra
de la Gaula, celebrada por Cicerón, tomada por César, ¿no reunía bastante gloria?
Me apresuré a subir a Nuestra Señora de la Guarda para admirar el mar que
bordean con sus ruinas las risueñas costas de todos los países famosos de la
antigüedad.

El mar que no avanza es el origen de la mitología, como el Océano que tiene


dos oscilaciones cada día es el abismo a quien ha dicho Jehová «No pasarás más
adelante.»

Este mismo año de 1838 he vuelto a subir a esa cima, he vuelto a ver ese mar
tan conocido hoy para mí y a cuyo extremo se elevaron la cruz y la tumba
victoriosas. El mistral soplaba con fuerza, entré en el fuerte edificado por Francisco l,
donde ya no velaba un veterano del ejército de Egipto, pero donde en su lugar
había un conscripto destinado a Argel, perdido bajo aquellas oscuras bóvedas.
Reinaba el silencio en la capilla restaurada, mientras que el viento silbaba en lo
exterior. El cántico de los marineros a Nuestra Señora del Buen Socorro se me venía
a la imaginación: ya sabéis como y cuando os he citado esta súplica de mis primeros
días en el Océano:

Je met ma confianceVierge, en votre secour; etc. 15.

¡Cuántos sucesos fueron necesarios para que yo llegase a los pies de la


Estrella de los mares, a quien estuve consagrado en mi infancia! Cuando yo
contemplaba esos ex-votos, esas pinturas de naufragios suspendidas a mi alrededor,
creía leer la historia, de mi vida. Virgilio coloca bajo los pórticos de Cartago al héroe
troyano, conmovido a la vista de un cuadro que representaba el incendio de Troya;
y el genio del cantor Hamlet se ha aprovechado del alma del cantor de Dido.

Al pie de esta roca cubierta en otro tiempo de un bosque cantado por Lucano,
no reconocí a Marsella: en sus calles rectas, largas, y anchas, no podía ya perderme.
El puerto estaba lleno de navíos; treinta y seis años antes me hubiera costado
trabajo encontrar una nave que me trasportase a Chipre como Joinville; a despecho
de los hombres el tiempo rejuvenece las ciudades. Apreciaba yo mucho a mi vieja
Marsella con sus recuerdos de los Berenguer, del duque de Anjou, del rey Renato,
de Guisa y de Epernon, con los monumentos de Luis XIV y las virtudes de Belzunce;
me agradaban las arrugas sobre su frente. Tal vez al deplorar los años que ella había
perdido, no hacía otra cosa que llorar los que yo había encontrado. Marsella me
recibió con afabilidad, es cierto; pero la émula de Atenas se ha vuelto demasiado
joven para mí.

Si las Memorias de Alfieri se hubiesen publicado en 1802, no hubiera yo


abandonado a Marsella sin visitar los Caños del Poeta. Este hombre adusto llegó
una vez al encanto de las ilusiones y de la expresión.

«Después de los espectáculos, dice, una de mis diversiones era el bañarme


casi todas las tardes en el mar; había encontrado un sitio delicioso en una lengua de
tierra situada a la derecha del puerto, en donde sentándome sobre la arena con la
espalda apoyada en una roca, que impedía me viesen desde tierra, no tenía delante
de mí más que el cielo y el mar. Entre estas dos inmensidades que embellecían los
rayos de un sol poniente, pascaba yo horas dichosas entregado a dulces ilusiones; y
allí me hubiese yo hecho poeta si hubiese sabido escribir en cualquier idioma.»

Volví por el Languedoc y la Gascuña. En Nimes los Arenes y la Maison Carré


existían aun; en este año de 1838 los he visto en su exhumación. Fui también a
buscar a Juan Revoul. Desconfiaba yo de esos artesanos poetas que no son por lo
regular ni poetas ni artesanos: reparación a Mr. Revoul. Le hallé en su tahona; me
dirigí a él sin saber a quien hablaba, no distinguiéndole de sus compañeros de Ceres.
Apuntó mi nombre y me dijo que iba a ver si se hallaba en su casa la persona por
quien yo preguntaba. Volvió en seguida y se me dio a conocer: condújome a su
almacén y después de haberme hecho andar por entre un laberinto de sacos de
harina, trepamos por una especie de escalera a un camaranchón como los que hay
en la parte alta de los molinos de viento. Allí tobamos asiento y hablamos un rato.
Hallábame yo tan dichoso como en mi granero de Londres y más que en mi sillón
ministerial de París. Mr. Revoul sacó de una cómoda un manuscrito y me leyó los
enérgicos versos de un poema que estaba componiendo sobre el último día. Le
felicité por su talento y su amor a la religión». Viniéronseme a la mente estas bellas
estrofas suyas aun desterrado.

Quelque chose de grand se couve dans le monde;Il faut, ó jeune roi, que son ame y
réponde;¡Oh! ce n‘est pas pour rien que, calmant notre deuil.Le ciel par un mourant fit
réveler la vie;Que quelque temps aprés, de ses enfants suivie,Aux yeux de l'univers la nation
ravieT‘eleve dans ses bras sur le bord d‘un cercueil! 16.

Me fue preciso al fin separarme de mi huésped no sin desear al poeta los


jardines de Horacio. Hubiera preferido que se inspirase a orillas de la cascada de
Tibur a verle recoger el trigo pulverizado por la rueda sobre aquella cascada.
Verdad es que Sófocles era quizá un herrero en Atenas, y que Plauto en Roma
anunciaba a Revoul en Nimes.

Entre Nimes y Montpellier dejé, a mi izquierda a Aigues Mortes, que visité


en 1838. Esta ciudad que se conserva aun entera, se parece a un navío de alto bordo
encallado en la arena donde le dejaron San Luis, el tiempo y la mar. El Santo Rey
concedió usos y estatutos particulares a la ciudad de Aigues Mortes: «Quiere el rey
que la cárcel sea de tal modo, que sirva no para el exterminio de la persona sino
para su custodia; que no se haga ninguna información por palabras injuriosas; que
no se trate de «indagar delitos de adulterio sino en ciertos casos, y que el violador
de una virgen, volente vel nolente, no pierda la vida ni ninguno de sus miembros, sed
alio modo puniatur.»

En Montpellier volví a ver el mar a quien de buena gana hubiera escrito lo


que el rey cristianísimo a la confederación suiza: Mi fiel aliada y grande amiga.
Escaligero hubiera deseado hacer de Montpellier el nido de su vejez. Esta ciudad
tomó su nombre de dos santas vírgenes, Mors puellarum: de aquí la belleza de sus
mujeres. Montpellier cayendo ante el cardenal de Richelieu, vio morir la
constitución aristocrática de la Francia.

Durante el camino de Montpellier a Narbona tuve un momento en que volví


a verme asaltado de ilusiones. Hubiera olvidado esto sino lo hubiese consignado en
un pequeño diario el día de mi crisis, la única nota que yo he encontrado de aquel
tiempo para ayudar mi memoria. Por esta vez fue un terreno árido, cubierto de
vegetales, lo que me hizo olvidar el resto del mundo; mi vista se deslizaba en aquel
mar de tallos purpúreos, y solo era detenido a lo lejos por la azulada cordillera de
Cantal. En la naturaleza, exceptuando el cielo, el Océano y el sol, no son por lo
regular tan grandes cosas las que me ilusionan más: estas me producen únicamente
una sensación de grandeza que pone mi pequeñez abismada y no consolada a los
pies de Dios. Pero una flor cogida al acaso, una corriente de agua que se desliza por
entre juncos; un pájaro que va volando y que se detiene delante de mí, me llevan
insensiblemente a toda clase de ilusiones. ¿No vale más enternecerse sin saber por
qué, que buscar en la vida sensaciones emboladas y entibiadas por su repetición y
por su número? Hoy todo se ha gastado, sin exceptuar el dolor.

En Narbona vi el canal de los Dos-Mares. Corneille, preconizando esta obra,


acumula su grandeza a la de Luis XIV:

La Garonne et le Tarn, en leurs grottes profondes,Soupiraient de longtemps pour


marier leurs ondes,Et faire ainsi couler par un heureux penchantLe trésors de laurore aux
rives du couchant.Mais á des vaeux si doux á de flammes si belles,La nature, attachée a des
lois eternelles,Pour obstacle invencible opposait fierementDes monts et de rochers l‘affreux
euchainement.France, son grand Roi parle, et ces rochers se fendent,La terre ouvre son sein,
les plus hauts monts descenden. Tout céde... 17.

En Tolosa contemplé desde el puente del Garona la extensa línea de los


Pirineos: debía atravesarlo cuatro años después: los horizontes se suceden lo mismo
que nuestros días. Me propusieron si quería ver el cuerpo momificado de la bella
Paula, que se guarda en una bóveda: ¡felices los que creen sin ver! Montmorency
había sido decapitado en el patio de la casa de ayuntamiento: esta cabeza cortada
era demasiado importante, puesto que aun se habla de ella después que tantas otras
han sido cortadas posteriormente. No sé si en la historia de los procesos criminales
existe un testimonio que haya hecho conocer mejor la identidad de un hombre: «El
fuego y el humo de que estaba cubierto, dice Guitaut, me impidieron reconocerle al
pronto; pero viendo a un hombre que después de haber roto seis de nuestras filas
destrozaba aun los soldados de la séptima, juzgué que no podía ser otro que
Montmorency, y me aseguré de ello cuando le vi tendido sobre su caballo muerto.

La iglesia abandonada de Saint-Sernin me admiró por su arquitectura. Esta


iglesia es un monumento de la historia de los albigenses, que hace resucitar el
poema, tan bien traducido por Mr. Fauziel.

«El valiente joven conde, la luz y el heredero de su padre, la cruz y el acero, entran
juntos por una de las puertas. No quedó dentro de las casas una sola joven. Los habitantes de
la ciudad, grandes y pequeños, miraban todos al conde como la flor del rosal.»

De la época de Simón de Monfort data la pérdida de la lengua de Oc: «Simón,


viéndose señor de tantas tierras, las repartió entre los caballeros franceses y
extraños, atque loci leges dedimus:» dicen los ocho obispos y arzobispos signatarios.

Hubiera deseado haber tenido tanto tiempo para tomar noticias en Tolosa de
una de las personas que más he admirado; de Cujas, escritor que trabajaba tendido
boca abajo y rodeado de sus libros. —No sé si se ha conservado el recuerdo de
Susana, su hija, casada dos veces. La constancia no era seguramente su prenda más
apreciada, y hacia de ella muy poco caso; y ello es que alimentó a uno de sus
maridos con las infidelidades de que murió el otro. Cujas fue protegido por la hija
de Francisco I, Pibrac por la hija de Enrique II, dos Margaritas de la sangre de los
Valois, favoritas de las musas. Pibrac es célebre por sus cuartetas, traducidas en
persa. (Hallábame tal vez alojado en la casa del presidente, su padre), «¡Este buen
Mr. de Pibrac, dice Montaigne, tenía un talento tan agudo, sus ideas eran tan sanas,
sus costumbres tan pacíficas, su alma estaba en tal desproporción con nuestra
corrupción y nuestros disturbios!» y Pibrac hizo la apología de la Saint-Barthelemy.
Corría yo sin poderme detener; la suerte me hacía retroceder a 1838 para admirar
detalladamente la ciudad de Raimundo de Saint-Gilles, y para hablar de los nuevos
conocimientos que he hecho; Mr. de Lavergne, hombre de talento, de genio y de
raciocinio, Madlle. Honorina Gasc, futura Malibran. Esta en mi nueva calidad de
servidor de Isaura, me recordaba los versos que Chapelle y Bachaument escribían
en la isla de Ambijoux, cerca de Tolosa.

Helas! que l'on serait heureuxDans ce beau lieu digne d‘envie,Si, toujours aimé de
Sylvie,On povait, toujours amoureux,Avec elle passer su vie! 18.

¡Ojala que Madlle. Honorina pueda siempre estar en guardia contra su bella
voz! Los talentos son el oro de Tolosa; siempre atraen la desgracia.

Burdeos hallábase apenas desembarazado de sus cadalsos y de sus cobardes


girondinos. Todas las ciudades que veía parecían mujeres hermosas, convalecientes
de una violenta enfermedad y que empezaban a respirar. En Burdeos había Luis
XIV en otro tiempo hecho derribar el palacio de las Eutelles con el objeto de edificar
el Chateau Trompette; Spon y los amigos de la antigüedad se entristecieron:
Pourquoi demolit on ces colonnes des dieux,Ouvrage des Cesars, monument tutelaire?
19
.

Veíanse apenas algunos restos de los Arenes. Si se consagrase un sentimiento


a cada cosa que perece seria preciso llorar demasiado.

Me embarqué para Blaye. Vi el castillo, entonces desconocido, al cual en 1833


dirigí estas palabras: «Cautivo de Blaye! siento no poder hacer nada por vuestros
destinos presentes!» Encamineme a Rochefort y fui a Nantes por la Vendée.

Este país, como un antiguo guerrero, mostraba las heridas y cicatrices de su


valor. Huesos blanqueados por el tiempo, y ruinas ennegrecidas por las llamas,
sorprendían las miradas del viajero. Cuando los vendeanos estaban próximos a
atacar al enemigo, se arrodillaban y recibían la bendición de un sacerdote; la
oración pronunciada sobre las armas no era tenida por debilidad, porque el
vendeano que levantaba su espada hacia el cielo pedía la victoria y no la vida.

La diligencia en que iba se hallaba llena de viajeros que referían las


violencias y los asesinatos con que habían glorificado su vida en las guerras de la
Vendée. Me latía con fuerza el corazón cuando después de atravesar el Loira, en
Nantes, entré en Bretaña. Pasé a lo largo de esas paredes del colegio de Rennes, que
vieron los últimos años de mi infancia. No pude estar más que veinte y cuatro horas
en compañía de mi esposa y de mis hermanas y volví a París.

PARÍS, 1838

Años de mi vida, 1802 y 1803.— Mr. de Laharpe.— Su muerte.

Llegué a tiempo de ver morir a un hombre que pertenecía a esos nombres


superiores de segundo orden en el siglo XVlll, que constituyendo una sólida
retaguardia de la sociedad daban a ésta extensión y consistencia.

Conocí a Mr. de Laharpe en 1789; como Flins, se había apasionado con


extremo de mi hermana, la condesa de Farcy. Llegaba con tres gruesos tomos de sus
obras debajo de sus pequeños brazos, admirado de que su gloria no triunfase de los
corazones más empedernidos. Hablando alto, con animado rostro, se desataba
contra los abusos, mandando hacerse una tortilla en casa de los ministros, cuya
mesa solo le agradaba comiendo con los dedos, metiendo las mangas en los platos,
y diciendo groserías filosóficas a los más altos funcionarios, que se enfadaban de
sus insolencias; pero por lo demás era recto, ilustrado, imparcial en medio de sus
pasiones, capaz de apreciar el talento, de admirarlo, de llorar al leer unos buenos
versos, o al ver una bella acción, y tenía en fin, uno de esos genios dispuestos al
arrepentimiento. Su fin correspondió a su vida, le vi morir con un valor cristiano, no
habiendo conservado orgullo sino contra la impiedad, ni odio sino contra el
lenguaje revolucionario.

A mi vuelta de la emigración, la religión había convertido a Mr. de Laharpe


en admirador de mis obras; la enfermedad que padecía no le estorbaba trabajar;
recitábame trozos de un poema que traía entre manos sobre la revolución:
advertíanse en él algunos versos enérgicos contra los crímenes de la época y contra
las honradas gentes que los habían consentido:

Mais s'ils ont tout osé, vous avez tout permis:Plus l‘oppresseur est vil plus l‘esclavo
est infame 20.

Mr. de Laharpe dejó este mundo el 11 de febrero de 1803. El autor de las


Estaciones moría casi al mismo tiempo en medio de todos los consuelos de la
filosofía, como Mr. de Laharpe entre los de la religión; el uno visitado por los
hombres y el otro por Dios.

Mr. de Laharpe fue enterrado el 12 de febrero de 1803 en el cementerio de la


barrera de Vaugirard. Colocado el ataúd al borde de la fosa sobre el montón de
tierra que debía cubrirle, Mr. de Fontanes pronunció un brillante discurso. Aquella
fue una escena lúgubre; torbellinos de nieve caían del cielo y blanqueaban el paño
fúnebre que el viento levantaba

Era dejar llegar las últimas palabras de la amistad hasta los oídos de la
muerte. El cementerio ha sido demolido y Mr. de Laharpe exhumado: apenas se
veían algunas de sus tranquilas cenizas. Casado durante el directorio, Mr. de
Laharpe, no había sido muy dichoso con su linda consorte. Esta le tomó horror
desde el momento que le vio y no quiso concederle jamás derecho alguno.
PARÍS, 1838.

Años de mi vida, 1802 y 1803.— Entrevista con Bonaparte.

Mientras que nos hallábamos ocupados en vivir y morir vulgarmente, se


perpetuaba la marcha gigantesca del mundo el hombre del tiempo ocupaba su alto
puesto en la raza humana. En medio de los grandes trastornos precursores de la
descomposición universal, había yo desembarcado en Calais, para concurrirá la
acción general en la parte asignada a cada soldado. El primer año del siglo llegué al
campo en que Bonaparte batía en retirada a los destinos, y pronto fue nombrado
primer cónsul perpetuo.

Después de la adopción del concordato por el cuerpo legislativo en 1802,


Luciano, ministro de lo Interior, dio una fiesta en honor de su hermano a la que fui
convidado, por haber reunido las fuerzas cristianas y llevándolas a la pelea.
Hallábame en la galería cuando entró Napoleón: me sorprendió agradablemente;
nunca le habían visto sino de lejos: su sonrisa era afable; sus ojos inmejorables,
sobre todo por el modo con que se hallaban colocados bajo su frente y bajo sus cejas.
No había aun en su mirada ninguna charlatanería, nada de teatral y de afectado. El
Genio del Cristianismo, que metía mucho ruido por entonces, había obrado sobre
Napoleón. Una imaginación prodigiosa animaba a aquel político tan glacial; no
hubiera llegado a ser lo que era, si la musa no hubiera tomado parte; la razón ponía
en práctica las ideas del poeta. Todos estos hombres grandes son siempre un
compuesto de dos naturalezas, porque es menester que sean capaz de inspiración y
de acción: la una engendra la idea; la otra la realiza.

Bonaparte me vio y me reconoció, no sé en qué. Guando se dirigió hacia mi


no se sabia a quien buscaba: abríanse sucesivamente las filas de los concurrentes;
cada uno de por sí esperaba que el cónsul se detuviera ante él; parecía que
Bonaparte experimentaba una cierta impaciencia conociendo estas equivocaciones.
Me coloqué detrás de todos; pero Bonaparte alzó la voz, y me dijo: «¡Mr. de
Chateaubriand!» Quedeme entonces solo y delante de los demás, porque la
concurrencia se retiró, y se colocó formando círculo alrededor de los interlocutores.
Bonaparte se acercó a mí con agrado, ahorrando cumplidos, ociosas preguntas, y
sin preámbulo alguno habló del Egipto y de los árabes, como si fuese su íntimo
amigo, y como si no hiciera otra cosa que seguir una conversación empezada de
antemano entre nosotros.

«Me sorprendía, dijo, siempre que veía a los cheiks volverse hacia el Oriente
y tocar la arena con su frente. ¿Que sería esa cosa desconocida que adoraban en el
Oriente?»

Bonaparte se paró un momento, y pasando sin transición a otra idea: —«¡El


cristianismo! ¿Los ideólogos no han querido hacer de él un sistema de astronomía?
Aun cuando fuera así, ¿podrían acaso persuadirme de que él cristianismo es
mezquino? Si el cristianismo es una alegoría del movimiento de las esferas, la
geometría de los astros, los espíritus fuertes han concedido a su pesar demasiada:
grandeza al infame.»

Bonaparte se alejó en seguida. Gomo a Job, durante la noche, «un espíritu


pasó delante de mí; las carnes se me estremecían; allí estuvo, no conozco su
semblante, y he oído su voz como un ligero soplo.»

Mi vida no ha sido otra cosa que una serie de fantasmas, el infierno y el ciclo
se han abierto continuamente bajo mis pies o sobre mi cabeza, sin que haya tenido
tiempo para sondear sus tinieblas o sus resplandores. Una sola vez he encontrado al
hombre del siglo pasado y al hombre del nuevo siglo sobre las riberas de ambos
mundos; Washington y Napoleón. Hablé un breve rato con uno y con otro; ambos
me enviaron a la soledad: el primero por medio de una benévola despedida, el
segundo por un crimen.

Noté yo que al cruzar por entre la concurrencia, Bonaparte fijaba sobre mí


miradas más profundas que las que me había dirigido al hablarme. Seguíale yo
también con la vista.

PARÍS, 1837.
Años de mi Vida, 1803 y 1804.— Soy nombrado primer secretario de
embajada en Roma.

A consecuencia de esta entrevista, Bonaparte pensó en mí para enviarme a


Roma; había conocido al primer golpe de vista cómo y en dónde podía serle útil.
Importábale poco que me hubiese anteriormente ocupado en los negocios, y que
ignorase hasta la primera palabra de la diplomacia práctica; creía que ciertos
talentos saben siempre y que no necesitan aprendizaje. Era un gran conocedor de
los hombres, pero quería que no tuviesen talento más que para él, y con la
condición de que se hablase poco de este talento; celoso de toda reputación, la
miraba como una usurpación de lo suyo; no debía haber en el universo nadie más
que Napoleón.

Fontanes y Mme. Bacciochi me hablaron de lo satisfecho que había quedado


el cónsul de mi conversación: yo no había desplegado mi boca, y esto quería decir
que Bonaparte se hallaba satisfecho de sí mismo. Me instaron a que me aprovechase
de mi fortuna.— Jamás había pasado por mi imaginación la idea de llegar a ser algo:
así es que rehusé. Entonces interpusieron una autoridad a la que me era difícil
resistir.

El abate Emery, director del seminario de San Sulpicio, vino a rogarme a


nombre del clero, que aceptase por el bien de la religión la plaza de primer
secretario de la embajada que Bonaparte destinaba a su tío, el cardenal Fesch.
Hízome notar que no siendo gran cosa la aptitud del cardenal, llegaría a hacerme
dueño absoluto de los negocios. Una extraña casualidad me había relacionado con
el abate Emery: había pasado, como ya llevo dicho, a los Estados Unidos en
compañía del abate Nagoty de algunos seminaristas... Este recuerdo de mi
oscuridad, de mi juventud, de mi vida de viajero, que se reflejaba mi vida pública,
me ocupaba el espíritu y el corazón. El abate Emery, estimado por Bonaparte, era
astuto por su naturaleza, por su traje y por la revolución; pero esta triple astucia no
le servía sino en provecho de su verdadero mérito: ambicioso únicamente de hacer
bien, no obraba sino para la mayor prosperidad del seminario. Circunspecto en sus
acciones y en sus palabras, hubiera sido infructuoso el intentar violentarle, porque
siempre presentaba fácil acceso en sus giros, en cambio de una voluntad que jamás
cedía: su fuerza consistía es esperar sentado sobre su tumba.

No le salió bien la primera tentativa; pero volvió a la carga, y su paciencia me


venció. Acepté el empleo que tenía encargo de proponerme, aunque siempre
convencido de mi inutilidad para el puesto a que me destinaban: no valgo para
nada hallándome en segunda línea. Hubiera tal vez retrocedido aun, si la idea de
Mme. de Beaumont no hubiese venido a poner término a mis escrúpulos. La hija de
Mr. de Montmorin se hallaba a las puertas de la muerte; el clima de Italia debía serle,
según decían, sumamente favorable; yendo yo a Roma se decidiría ella a pasar los
Alpes, y me sacrifiqué con la esperanza de salvarla. Madama de Chateaubriand se
preparaba para ir a reunirse conmigo; Mr. Foubert hablaba de acompañarla, y Mme.
de Beaumont partió para Mont-Dor, con el objeto de terminar su curación a orillas
del Tíber.

Mr. de Talleyrand ocupaba el ministerio de Negocios extranjeros; me expidió


el nombramiento, y comí en su casa: quedó siempre fijo en mi imaginación tal como
lo había ella colocado desde el primer momento. Por lo demás, sus buenos modales
hacían un raro contraste con los de los canallas que le rodeaban; sus truhanerías
eran de una grande importancia; a los ojos de un enjambre de ignorantes, la
corrupción de las costumbres pasaba por genio; la superficialidad del talento, por
profundidad. La revolución era demasiado modesta; no apreciaba lo bastante su
superioridad; no es gran cosa, a pesar de todo, el hallarse a mayor o menor altura
que el crimen.

Vi a los eclesiásticos apegados al cardenal; conocí al alegre abate de Bonnevie,


limosnero en otro tiempo del ejército de los príncipes, se había hallado en la
retirada de Verdún; había sido también gran vicario del obispo de Chalón, Mr. de
Clermont-Tonnerre, que se embarcó después que nosotros para reclamar una
pensión de la Santa Sede, en calidad de Chiaramonte. Terminados todos mis
preparativos, me puse en camino; debía hallarme en Roma antes que el tío de
Napoleón.

PARÍS, 1838.

Año de mi vida, 1803.— Viaje de París a los Alpes de Saboya.

En Lyon volví a ver mi amigo Mr. Ballanche. Fui testigo de la renaciente


festividad del Corpus; me creía con derecho a aquellos ramilletes de flores, a
aquella alegría del cielo que había respetado la tierra.
Continué mi camino; hallaba en todas partes una cordial acogida; mi nombre
se hallaba mezclado al restablecimiento de los altares. El placer más vivo que he
experimentado es el de haber sido honrado en Francia y en el extranjero con las
muestras de un interés como el que me profesaban. Sucedíame alguna vez, en tanto
que descansaba en alguna posada de un pueblo, ver entrar a un padre y a una
madre con su hijo; traíanme aquel hijo, decían, para que me diese gracias. ¿Era
amor propio el placer que entonces experimentaba? ¿Qué importaba a mi vanidad
el que oscuras y honradas gentes me manifestasen su satisfacción en un camino real,
en un sitio en que nadie las oía? Lo que me enternecía, a lo menos así me atrevo a
creerlo, era el haber hecho algún bien, haber consolado a algunos afligidos, hecho
renacer en el fondo de las entrañas de una madre la esperanza de criar un hijo
cristiano; esto es, un hijo sumiso, respetuoso y amante de su familia. ¿Hubiera
experimentado esta satisfacción pura si hubiese escrito un libro en que se hubieran
menoscabado las costumbres y la religión?

Saliendo de Lyon, el camino es muy triste; desde la Cour-du-Pin hasta Pont


de Beauvoisin, es frondoso y ameno.

En Chambery, donde el alma caballeresca de Bayard se presentó tan sublime,


una mujer recogió a un pobre hombre, quien por premio de la hospitalidad que
había recibido, se creyó filosóficamente obligado a deshonrarla. Tal es el peligro de
las letras; el deseo de hacer ruido se sobrepone a todos los sentimientos de
generosidad; si Rousseau no hubiese llegado a ser un escritor célebre, hubiera
ocultado en los valles de Saboya las debilidades de la mujer que había alimentado;
hubiérase sacrificado a los defectos de su amiga; la hubiera consolado en su vejez en
lugar de darla una caja de tabaco y huir. ¡Ah, que la voz de la amistad ultrajada no
se alce jamás contra nuestra tumba!

Pasado Chambery, se presenta la contente del Isere. Vense por todas partes y
en medio de los valles cruces sobre los caminos y madonas en los troncos de los
árboles. Las pequeñas iglesias, rodeadas de arboleda, forman un bello contraste con
las elevadas montañas. Cuando los torbellinos del invierno descienden de estas
cimas, cubiertas de témpanos de hielo, el saboyano se pone a cubierto en su templo
campestre y reza.

Los valles que se atraviesan más allá de Montmeliar hállanse bordeados por
montes de variadas formas, ya desnudos y ya vestidos de espesas selvas.

Aiguebelle parece terminar los Alpes; pero al volver una roca aislada caída
en el camino, se dejan ver nuevos valles que siguen el curso del Arche.
A entrambos lados del río se ven montes elevados; sus flancos se van
haciendo cada vez más perpendiculares; sus cimas estériles empiezan a presentarse
cubiertas de nieve; precipítanse desde ellas torrentes que van a engrosar el Arche.
En medio de este tumulto de las aguas, se nota una pequeña cascada que se desliza
con gracia indecible bajo un toldo de sauces.

Habiendo atravesado por Saint-Jean-de-Maurienne y llegado a Saint-Michel


al ponerse el sol, no pude hallar caballos: viéndome precisado a detenerme, salí a
dar una vuelta por fuera del pueblo. La atmósfera aparecía trasparente en la cresta
de las montañas; sus picos se dibujaban con una limpieza asombrosa, en tanto que
una densa oscuridad, partiendo de sus pies, se elevaba hacia sus cimas. El cauto del
ruiseñor resonaba abajo; el grito del águila arriba; el almez florido destacábase en el
valle; la blanca nieve sobre la montaña. Un castillo, obra de los cartagineses, según
tradición popular, presentábase sobre las obras exteriores cortadas en picos. Allí se
había incorporado a la roca el odio de un hombre más poderoso que todos los
obstáculos. La venganza del género humano pesaba sobre un pueblo libre que no
podía elevar el edificio de su grandeza sino con la esclavitud y la sangre del resto
del mundo.

Partí al amanecer y llegué a las dos a Lans-le- Bourg, al pie del Monte Cenis.
Al entrar en el pueblo vi a un paisano que tenía cogido un aguilucho por las patas;
una multitud cruel maltrataba al joven rey insultando la debilidad de la edad y la
majestad caída; el padre y la madre del noble huérfano, habían sido muertos;
propusiéronme que si quería comprarlo: después murió de resultas de los malos
tratamientos que la habían hecho sufrir antes de mi llegada. Acordome entonces del
desgraciado niño, de Luis XVII; hoy pienso en Enrique V. ¡Qué rapidez de caída y
de desgracia!

En este punto empiézase a subir el Monte Cenis, y se deja el riachuelo Arche,


que conduce al pie de a montaña. Al otro lado del Monte Cenis, el Doira, os abre las
puertas de Italia. Los ríos no solo son grandes caminos que andan, como los llama
Pascal, sino que trazan además el camino a los hombres.

Cuando me vi por primera vez en la cima de los Alpes, apoderose de mí una


emoción extraña; hallábame como la alondra que cruzaba al mismo tiempo que yo
la helada plataforma, y que después de haber entonado su canción en la llanura se
arrojaba sobre la nieve en vez de bajar sobre las mieses. Las estancias que me
inspiraron estas montañas en 1822, pintan bastante bien los sentimientos que me
agitaban en los mismos sitios en 1803:
Alpes, vous n’avez point, subi mes destinées!Le temps ne vous peut rien;Vos fronts
legérement vut porté Ies annéesQui pésent sur le mien.Pour la premiére, quand, rempli
d'esperance,Je franchis vos rempart,Ainsi que l‘horizon, un avenir inmense S'ouvrait á mes
regards.L'Italie á mes pieds, et devant moi lo monde! 21

¿He penetrado yo realmente en ese mundo? Cristóbal Colon tuvo una


aparición que le presentó la tierra que había soñado, antes de haberla descubierto.
Vasco de Gama encontró en su camino al gigante de las tempestades: ¿cuál de esos
dos grandes hombres me ha profetizado mi porvenir? Lo que hubiera yo deseado
ante todo, hubiera sido una vida llena de gloria por sus resultados y oscura por su
destino. ¿Sabéis cuales son las primeras cenizas europeas que reposan en América?
Son las de Biorn, el escandinavo: murió al llegar a Vinland, y fue enterrado por sus
compañeros sobre un promontorio, ¿Quién tiene noticia de esto? ¿Quién conoce a
aquel cuya vela se adelantó al navío del piloto genovés en el Nuevo Mundo? Biorn
duerme sobre la punta de un ignoto cabo desde hace mil años, y su nombre no nos
ha sido trasmitido sino por los cantos de los bardos en un idioma que ya no se
habla.

Del Monte Cenis a Roma.— Milán y Roma.

Había yo empezado mis expediciones en sentido inverso al de los demás


viajeros: las antiguas selvas de la América se habían ofrecido a mis ojos antes que
las antiguas ciudades de Europa. Encontrábame lanzado en medio de ellas, en el
momento en que se rejuvenecían y morían a la vez en medio de una revolución
nueva. Milán se hallaba ocupado por nuestras tropas: acababan de tomar el castillo,
testigo de las guerras de la edad media.

El ejército francés se acampaba como una colonia militar, en las llanuras de


Lombardía. Custodiados de trecho en trecho por sus camaradas colocados de
centinela, estos extranjeros de la Gaula, cubiertos con la gorra de cuartel, llevando
su sable a guisa de hoz, por bajo de su chupa redonda, parecían segadores activos y
alegres. Ellos trasladaban las piedras, rodaban los cañones, conducían carretillas, y
construían cobertizos y barracas de follaje. Los caballos saltaban, caracoleaban, se
encabritaban como perros que acariciaran a sus amos. Los italianos vendían frutas
en el mercado de esta feria armada: unos soldados les regalaban sus pipas y sus
eslabones, diciéndoles como los antiguos bárbaros, sus antepasados a sus mujeres:
—«Yo: Fotrad, hijo de Eupert, de la raza de los Franks, te doy a ti, Helgine, mi
esposa querida en honor a tu belleza (in honore pulchritudinis tuae), mi habitación en
el barrio de los Pinos.»

Nosotros somos enemigos muy singulares: encuéntrasenos al pronto un


poco insolentes, un tanto demasiadamente alegres, bastante inquietos; pero apenas
hemos vuelto la espalda, cuando ya se nos echa de menos. Activo, inteligente,
espiritual, el soldado francés interviene en los quehaceres del patrón en cuya casa
está alojado, saca agua del pozo, como Moisés para las hijas de Median, conduce los
ganados al redil, corta leña, echa lumbre, cuida de la comida, pasea al niño en sus
brazos, o lo duerme en la cuna. Su buen humor y su actividad dan vida a todo;
acostúmbrase a mirarle como de la familia. Pero apenas se deja oír el tambor,
cuando corre por sus armas, deja a las hijas de su patrón llorando en la puerta, y
abandona la habitación, en la que no vuelve a pensar hasta que se halla en los
Inválidos.

A mi paso por Milán un pueblo inmenso, despertado, abría por un momento


sus ojos. La Italia salía de su letargo, y se acordaba de su genio como de un sueño
divino, útil a nuestro país renaciente; llevaba a la mezquindad de nuestra miseria lo
grande de la naturaleza transalpina, acostumbrada como estaba esta Ausonia a las
obras maestras de las artes y a elevadas reminiscencias de una patria famosa. Llegó
el

Austria; volvió a tender su manto de plomo sobre los italianos, y les obligó a
volver a encerrarse en sus tumbas. Roma volvió a encerrarse en sus ruinas, Venecia
en su mar. Venecia se doblegó embelleciendo el cielo con su última sonrisa;
reclinose encantadora sobre sus olas como un astro que no debe alzarse jamás.

El general Murat mandaba en Milán. Tenía yo para él una carta de Mme.


Bacciochi.

Pasé el día con sus ayudantes de campo: estos no se hallaban tan exhaustos
como mis camaradas delante de Thionville. La cortesanía francesa aparecía bajo las
armas, probando que era la misma cortesanía del tiempo de Lautrec.

Comí de toda gala el 23 de junio en casa de Mr. de Melzi con motivo del
bautismo de un hijo del general Murat. Mr. de Melzi había conocido a mi hermano;
los modales del vicepresidente de la república cisalpina eran escogidísimos; su casa
parecía la casa de un príncipe acostumbrado a serlo: me trató política y fríamente, y
me halló exactamente conforme con él en su modo de pensar.

Llegué a mi destino el día 27 de junio por la tarde, antevíspera de San Pedro;


el príncipe de los apóstoles me esperaba, como mi indigente patrón me recibió
posteriormente en Jerusalén. Había seguido el camino de Florencia, de Siena y
Radicofanio. Me apresuré a visitar a Mr. Cacault, a quien sucedía el cardenal Fesch,
en tanto que yo reemplazaba a Mr. Artaud.

El día 28 de junio no descansé un momento, eché mi primera ojeada sobre el


Coliseo, el Panteón, la columna de Trajano y el castillo de San Angelo. Por la noche
Mr. Artaud me llevó a un baile en una casa de los alrededores de la plaza de San
Pedro. Veíase la rueda de fuego de la cúpula de Miguel Ángel entre los torbellinos
de gentes que se agitaban tras de las ventanas abiertas. Los cohetes del muelle de
Adriano se encorvaban hacia San Onofre sobre la tumba del Tasso; el silencio, el
abandono y la noche ocupaban la campiña romana.

El siguiente día asistí a la función de San Pedro. Pío VII, pálido, triste y
religioso, era el verdadero pontífice de las tribulaciones. Dos días después fui
presentado a Su Santidad: me hizo sentar a su lado, Un ejemplar de El Genio del
Cristianismo se hallaba abierto sobre su mesa. El cardenal Consalvi, astuto y
resuelto, que hacía siempre una oposición cortesana y suave, era el antiguo político
romano resucitado, sin la fe del tiempo antiguo y la tolerancia del siglo.

Recorriendo el Vaticano, me detuve a contemplar aquellas escaleras, por las


que cómodamente se puede subir a caballo; aquellas galerías ascendentes
replegadas unas sobre otras, adornadas de obras maestras, a lo largo de las cuales
los papas de otros tiempos pasaban con toda su pompa; aquellos aposentos que han
decorado tantos artistas inmortales y admirado tantos hombres ilustres; Petrarca,
Tasso, Ariosto, Montaigne, Milton, Montesquieu, y después reinas y reyes, o
poderosos o destronados; en fin, un pueblo de peregrinos llegado de las cuatro
partes del mundo; todo esto inmóvil y silencioso ahora, teatro cuyo proscenio
abandonado, y descubierto ante la soledad, es apenas visitado por un rayo de luz.

Me habían recomendado que me pasease a la luz de la luna: desde lo alto de


la Trinidad del Monte, los lejanos edificios aparecían como los bocetos de un pintor
o como las costas nebulosas vistas desde la mar a bordo de un buque. El astro de la
noche, ese globo que se supone ser un mundo que ha perecido, paseaba sus pálidos
desiertos sobre los desiertos de Roma, e iluminaba las calles sin habitantes, las
plazas, los jardines solitarios, los monasterios donde no se oía la voz de los
cenobitas, los claustros tan silenciosos y tan despoblados como los pórticos del
Coliseo.

¿Qué sucedió hace diez y ocho siglos en aquel sitio y a aquella hora? ¿Qué
hombres han franqueado aquí las sombras de esos obeliscos, después que esta
sombra hubo cesado de dibujarse sobre las arenas de Egipto? No solo la Italia
antigua ha cesado de existir sino que ha desaparecido también la Italia de la edad
media. Sin embargo, la raza de esas dos Italias está aun diseñada en la ciudad
eterna: si la Roma moderna presenta su San Pedro y sus obras maestras la Roma
antigua le opone su Panteón y sus ruinas; si la una hace descender del Capitolio sus
cónsules, la otra saca del Vaticano sus pontífices. El Tíber separa ambas glorias
asentadas sobre el mismo polvo; Roma pagana se hunde cada vez más en sus
sepulcros, y Roma cristiana vuelve a descender poco a poco a sus catacumbas.

Palacio del cardenal Fesch.— Mis ocupaciones.

El cardenal Fesch había alquilado, muy cerca del Tíber, el palacio Lancelotti.
Allí vi después en 1827, a la princesa de este nombre. Diéronme habitación en el
piso más alto: al entrar en ella, se volvió negro mi pantalón blanco, lo cual puede
dar una idea de la infinidad de bichos inmundos que allí había. El abate de
Bonnevie y yo hicimos limpiar nuestro alojamiento lo mejor que se pudo. Me creía
trasplantado segunda vez a mi camaranchón de New-Road: este recuerdo de mi
pobreza no me era desagradable. Instalado en aquel gabinete diplomático, comencé
a expedir pasaportes y a ocuparme de otros asuntos la misma importancia. Mi letra
era un obstáculo para mi talento, y el cardenal Fesch se encogía de hombros al ver
mi firma, No teniendo casi nada que hacer en mi aérea habitación, me entretenía en
mirar por cima de los tejados a unas vecinas planchadoras, con quienes había
establecido una especie de telégrafo: una futura cantante, ejercitando su voz, me
perseguía con su eterno solfeo, ¡dichoso yo cuando por casualidad pasaba algún
entierro para dar alguna tregua a mi fastidio! De lo alto de mi ventana vi cierto día
en el fondo de la calle el cortejo fúnebre de una joven madre: conducíanla con la
cara descubierta entre dos filas de peregrinos vestidos de blanco; su hijo recién
nacido y muerto también, iba a sus pies coronado de flores.

En aquélla ocasión cometí una gran falta: sin saber lo que me hacia, creí
deber ir a ofrecer mis respetos al rey abdicatario de Cerdeña. Este paso causó una
horrible alharaca: todos los diplomáticos se alarmaron; «¡Se ha perdido, se ha
perdido!» repetían con la piadosa alegría que se experimenta por las desgracias de
un hombre, sea quien sea. No hubo saltimbanqui diplomático que no se creyese
superior a mí desde la cumbre de su ignorancia. Esperaban mi caída aun cuando yo
nada significase: pero esto no importa; caía alguno, y esto siempre causa alegría. En
mi sencillez no me apercibía yo de mi crimen. Los reyes a quienes se creía daba yo
una gran importancia, no tenían otra a mis ojos que la de la desgracia. Escribieron
desde Roma a París mis increíbles desaciertos: ¡Afortunadamente escribían a
Bonaparte; lo que debía ahogarme me salvó!

Sin embargo, aunque de repente y de un salto había llegado a ser primer


secretario de embajada a las órdenes de un príncipe de la iglesia, tío de Napoleón, y
por extraño que esto pareciese, yo no era en realidad más que un expedicionario de
una prefectura. En las controversias que se preparaban hubiera podido tener en que
ocuparme, pero no se me iniciaba en ninguno de los misterios diplomáticos. Yo me
plegaba sin esfuerzo a los asuntos contenciosos de chancillería; ¿mas para qué
perder el tiempo en pormenores que se hallan al alcance de todos?

Después de mis largos paseos y mis visitas al Tíber no encontraba al volver


más ocupación que los parsimoniosos enredos del cardenal, las baladronadas del
obispo de Chalons, y las increíbles mentiras del futuro obispo de Marruecos. El
abate Guillen aprovechándose de una semejanza de nombres que sonaban al oído
del mismo modo que el suyo, pretendía después de haberse escapado
milagrosamente de los asesinatos de los Carmelitas, haber dado la absolución a
Mme. de Lamballe en la Force; vanagloriábase de ser el autor del discurso de
Robespierre al Ser Supremo. Aposté un día a que le haría decir que había estado en
Rusia; y aunque del todo no convino en ello, confesó modestamente que había
pasado algunos meses en San Petersburgo.

Mr. de la Maisenfort, nombre de talento, pero desconocido entonces, se unió


a mí y bien pronto Mr. Bertin el mayor, propietario del Diario de los Debates, me
favoreció con su amistad en circunstancias bien tristes. Desterrado a la isla de Elba
por el hombre que, volviendo a su vez de aquella isla se trasladó a Gante, Mr. Bertin
había obtenido en 1803 del republicano Mr. Briot, a quien conoció, el permiso de
terminar su destierro en Italia. Con él fue con quien visité las ruinas de Roma, y con
quien vi morir a Mme. de Beaumont; dos cosas que han unido su vida a la mía.
Crítico lleno de buen gusto, me dio lo mismo que su hermano, excelentes consejos
sobre mis obras. Hubiera demostrado seguramente grandes dotes oratorias si
hubiese sido llamado a la tribuna. Legitimista hacia muchos años, habiendo sufrido
las pruebas de la prisión en el Temple y de la deportación a la isla de Elba, sus
principios continuaban siendo los mismos en su esencia, siempre permaneceré fiel
al compañero de mis malos tiempos: todas las opiniones políticas de la tierra, serian
demasiado pagadas con el sacrificio de una hora de amistad sincera: basta que
permanezca invariable en mis opiniones, como permanezco fiel a mis recuerdos.

A mediados de mi permanencia en Roma, llegó allí la princesa Borghese;


estaba yo encargado de proporcionarla zapatos de París. Fui presentado a ella y
concluyó su tocador a mi presencia: el joven y elegante calzado que colocó en sus
pies, no debía pisar más que un momento aquella tierra decrépita.

Por fin vino una desgracia a ocupar mi tiempo, este es un recurso con el que
se puede siempre contar.

Revisado en 22 de febrero de 1845.

Año de mi vida, 1803.— Manuscrito de Mme. de Beaumont. — Cartas de


Mme. de Caud.

A mi salida de Francia estábamos todos muy equivocados con respecto a


Mme. de Beaumont; esta derramó muchas lágrimas, y su testamento ha probado
que se creía herida de muerte. Sus amigos, sin embargo, sin participarse sus
temores, procuraban tranquilizarse; creían en los milagros de las aguas, terminados
después por el sol de Italia; separáronse y tomó cada uno su camino, quedando
citados en Roma.

Algunos fragmentos, escritos en París, en el Mont-d’Or y en Roma por Mad.


de Beaumont, y hallados entre sus papeles, demuestran cual era el estado de su
alma.
París.«Desde hace muchos años mi salud empeora de un modo sensible. Síntomas que
yo creía eran la señal de despedida, han sobrevenido sin hallarme aun próxima a partir. Las
ilusiones se aumentan con los progresos de la enfermedad. He visto muchos ejemplos de esta
singular debilidad, y me convenzo de que no me servirán de nada. Ya me presto a hacer
remedios tan fastidiosos como inútiles, y sin duda tampoco yo tendré la fuerza suficiente para
excusarme de los remedios crueles con que se martiriza a las personas destinadas, a morir de
una afección de pecho. Lo mismo que ellas me entregaré a la esperanza; ¡a la esperanza!
¿Puedo yo por ventura desear vivir? Mi vida pasada ha sido una serie de desgracias; mi vida
actual está llena de agitación y de disgustos; el reposo del alma ha huido de mí para siempre.
Mi muerte será un disgusto momentáneo para algunos, un bien para otros y para mí el bien
más apetecible.«El 21 florear, 10 de mayo, es el aniversario de la muerte de mi madre y de mi
hermano:¡Je peris la derniere et la plus miserable! 22.Esta enfermedad, que casi tenía la
debilidad de temer, se ha detenido, y tal vez me hallo condenada a vivir aun largo tiempo: creo,
a pesar de todo, que moriría con mucho placer:Mes jours ne valent pas qu'il m‘en coute un
soupir 23.Nadie puede con más razón que yo quejarse de la naturaleza: rehusándome todo, me
ha dado el sentimiento de todo lo que me hace falta. No hay un solo momento en que yo no
sienta el peso de la medianía de recursos a que me hallo condenada. Bien sé que la alegría y la
felicidad son por lo regular compañeras de esa medianía de que me quejo tan amargamente;
pero negándome el don de las ilusiones, la naturaleza me ha proporcionado un suplicio con
ella. Aseméjome a un ser caído, que no puede olvidar lo que ha perdido, y que no tiene fuerzas
suficientes para reconquistarlo. Esta falta absoluta de ilusiones forma mi desgracia de mil
maneras. Yo me juzgo como pudiera juzgarme un indiferente, y veo a mis amigos como son.
No hay en mí otra cosa que una extremada bondad, que no tiene la actividad suficiente para
ser apreciada, ni para ser verdaderamente útil, y que está desvirtuada enteramente por la
impaciencia de mi carácter; esta me hace sufrir tanto más por las desgracias ajenas, cuanto
que me quita los medios de repararlas. Debo a ella, sin embargo, los pocos goces que he tenido
en mi vida; a ella debo sobre todo el no conocer la envidia, compañera por lo regular
inseparable de una medianía sin conformidad.»

Mont-d’Or.

«Tenia el proyecto de entrar en algunos detalles relativos a mí; pero el fastidio me hace
dejar caer la pluma de las manos.Cuanto tiene de penoso y amargo mi situación, se
convertiría en felicidad si me hallase segura de cesar de existir dentro de algunos meses.Aun
cuando tuviese el valor suficiente para poner el único término posible a mis penas, no lo
emplearía: sería ir contra mi objeto, dar una idea completa de mis sufrimientos, y dejar una
herida demasiado dolorosa en el alma que he juzgado digna de consolarme en mis males.Yo
me suplico llorando para tomar un partido tan riguroso como indispensable. Carlota Corday
dice que no hay sacrificio que proporcione más placer que aquel cuya decisión ha costado más
trabajo; pero ella iba a morir, y yo puedo vivir aun mucho tiempo. ¿Qué será de mí? ¿Dónde
me ocultaré? ¿Qué tumba deberé elegir? ¿Cómo escudarme contra la esperanza de entrar en
ella? ¿Qué poder podrá tapiar la puerta de esa esperanza?Alejarme en silencio, dejarme
olvidar, enterrarme para siempre: tales son los deberes que me he impuesto y que espero tener
el valor de cumplir. Si, el cáliz es demasiado amargo, olvidada una vez, no habrá nada que me
obligue a apurarle, y tal vez mi vida no será tan larga como temo.Si hubiese determinado el
sitio de mi retiro, creo que me hallaría más tranquila; pero la dificultad del momento se une a
las que emanan de mi debilidad, y es menester un pulso sobrenatural para obrar una contra sí
misma con resolución, para tratarse con tanto rigor como pudiera hacerlo un enemigo
violento y cruel.»

Roma, 28 de octubre.

«Hace diez meses que no he cesado de sufrir un solo momento; hace seis que tengo
todos los síntomas de la enfermedad del pecho, y algunos del último grado; ¡no me faltan más
que las ilusiones, y aun esas puede que no del todo!»

Mr. Joubert, asustado de este deseo de morir que atormentaba a Mme. de


Beaumont, la dirigía estas palabras en sus Pensamientos: «Amad y respetad la vida,
sino por ella, al menos por vuestros amigos: «sea cual fuere el estado en que se halle
la vuestra, siempre desearía más veros ocupada en retejerla que en deshilvanarla.»

Mi hermana escribía por entonces a Mme. de Beaumont. Tengo en mi poder


esta correspondencia que me ha devuelto la muerte. La antigua poesía representa a
no sé qué nereida, como a una flor flotando sobre el abismo: Lucila era esta flor.
Comparando estas cartas con los fragmentos citados, se admira uno de aquella
semejanza de tristeza de alma expresada en el diferente lenguaje de aquellos
ángeles desgraciados. Cuando pienso en que he estado en relaciones con personas
de tanto saber, me admiro de valer tan poco. Esas páginas de dos mujeres de una
superior inteligencia, que han desaparecido de la tierra tan inmediatamente una
después de otra, no se presentan una sola vez a mi vista sin que dejen de afligirme
amargamente.

Lascardais, 30 de julio.«He tenido tal placer, señora, en recibir al fin una carta vuestra,
que no he querido tomarme el tiempo suficiente para tener el placer de leerla de una vez: he
interrumpido su lectura para participar a todos los habitantes de esta casa que acabo de
recibir noticias vuestras, sin pensar en que mi alegría no les importaba nada, y que ni aun
sabían que estuviese en correspondencia con vos. Viéndome rodeada de semblantes
indiferentes, volví a subir a mi cuarto, tomando el partido de estar alegre a solas, me puse a
acabar de leer vuestra carta, y aunque la he vuelto a leer muchas veces, a deciros verdad, no
estoy aun enterada de todo lo que contiene. La alegría que experimento siempre que veo esta
carta tan deseada, perjudica a la atención que debiera prestarle.¿Con que al fin os decidís a
marchar? No vayáis, volviendo a Mont-d’Or, a olvidaros de vuestra salud; dedicadla todos
vuestros cuidados, os lo suplico con toda la ternura de mi corazón. Mi hermano me dice que
esperaba veros en Italia. El destino, lo mismo que la naturaleza, se complace en diferenciarle
de mí de un modo bien favorable. A lo menos no me aventaja en la felicidad de amaros; la
partiré con él toda mi vida. ¡Oh Dios mío! Cuán oprimido tengo el corazón, y cuán triste me
hallo! No sabéis cuanto bien me producen vuestras cartas, y cuánto desprecio me inspiran
hacia mis males! La idea de que os ocupáis de mí, de que os intereso, me da un valor increíble.
Escribidme, pues, señora, para que pueda yo conservar una idea que me es tan necesaria.No
he visto aun a Mr. Chenodolle; deseo mucho su llegada; podré hablarle de vos y de Mr.
Joubert, lo que me causará sumo placer. —Permitid, señora, que os vuelva a recomendar
vuestra salud, cuyo mal estado me aflige y me ocupa continuamente.¿Como es que no os
amáis? ¡Sois tan digna del amor de todos!... es preciso que hagáis la justicia de ocuparos más
de vos.Lucila.»

2 de setiembre.«Lo que me decís, señora, con respecto a vuestra salud, me inquieta y


me aflige; sin embargo, me tranquilizo pensando en vuestra juventud, y aunque seáis
delicada, os halláis, sin embargo, llena de vida.Me desespera el que estéis en un país que no es
de vuestro agrado. Desearía veros rodeada de objetos que os distrajeran y animaran. Espero
que con la vuelta de vuestra salud os reconciliareis con la Auvernia: no hay sin embargo,
lugar que no pueda ofrecer encanto a vuestros ojos. Por ahora habito en Rennes, y me hallo
bastante bien con mi aislamiento. Cambio muy a menudo de habitación, como ya habréis
visto: parezco estar en la tierra como de limosna: efectivamente, no es hoy el primer día que
me conceptúo como una de sus producciones superfluas. Creo, señora, haberos hablado ya de
mis penas y de mi agitación. Ahora estoy bien; y disfruto de una paz interior que no hay
poder humano que me la pueda arrebatar. Aunque habiendo llegado a la edad que tengo, y
habiendo, ora por las circunstancias, ora por mi inclinación, tenido siempre una vida solitaria
no conocía el mundo: por fin he adquirido este triste conocimiento. Afortunadamente la
reflexión ha venido en mi auxilio. Me he preguntado a mi misma qué es lo que había de
temible en ese mundo, y en qué consistía su valor, ese mundo, que tanto en la desgracia como
en la felicidad, no puede ser sino objeto de compasión. ¿No es cierto, señora, que el juicio del
hombre es tan limitado como el resto de su ser, tan móvil y de una incredulidad igual a su
ignorancia? Todas estas buenas o malas razones me han hecho arrojar la investidura con que
me había ataviado, y me he encontrado henchida de sinceridad y de valor, nada puede ya
inquietarme. Trabajo con todas mis fuerzas en apoderarme de mi vida y en colocarla
enteramente bajo mi independencia.«Creed también, señora, que no soy del todo digna de
lástima, puesto que mi hermano, que es la mejor parte de mí misma, se halla en una buena
posición, me quedan ojos para admirar las maravillas de la naturaleza, Dios por apoyo, y por
asilo un corazón lleno de paz y de dulces recuerdos. Si tenéis la bondad de continuar
escribiéndome, esto aumentará el número de mis goces.»

El misterio del estilo, misterio que se advierte en todas partes, que no está
presente en ninguna; la revelación de una naturaleza dolorosamente privilegiada;
la ingenuidad de una mujer a quien se creería en la primera juventud, y la humilde
sencillez de un genio que se desconoce, respiran en todas estas cartas, de las que
solo cito algunas. ¿Mme. de Sevigné escribía por ventura a Mme. de Griguan con un
cariño más afectuoso que Mme. de Caud a Mme. de Beaumont? La ternura de una
podía muy bien colocarse al lado de la de la otra. Mi hermana amaba a mi amiga
con toda la pasión de la tumba, porque conocía que iba a morir. Lucila casi nunca
había dejado de habitar cerca de las rocas, pero era la hija de su siglo, y la Sevigné
de su soledad.

PARÍS, 1837

Llegada de Mme. de Beaumont a Roma.— Cartas de mi hermana.

Una carta de Mr. Ballanche, del 30 de fructidor, me anunció la llegada de


Mme. de Beaumont desde Mont-d’Or a Lyon, dirigiéndose a Italia. Me decía en ella
que la desgracia que tanto temía no era ya de temer, y que la salud de la enferma
parecía muy mejorada. Habiendo Mme. de Beaumont, llegado a Milán, encontró a
Mr. Bertin, que había ido allí a ciertos negocios: tuvo la bondad de encargarse de la
pobre viajera, y la condujo a Florencia, donde había ido yo a esperarla. Me quedé
horrorizado al verla; no tenía fuerzas más que para sonreír. Después de algunos
días de descanso, nos pusimos en camino para Roma, andando al paso para evitar
las dificultades del camino. Mme. de Beaumont era objeto de los más afectuosos
cuidados en todas parles por donde pasaba; tenía un singular atractivo aquella
mujer tan melancólica y tan doliente. En las posadas las mismas criadas se dejaban
arrastrar por aquella dulce simpatía.

Fácil es de adivinar lo que yo sufriría; he cerrado los ojos a algunos amigos


moribundos, pero estaban mudos, y un resto de inexplicable esperanza venía a
hacer más punzante mi dolor. No dirigía la vista sobre el hermoso país que
atravesábamos; había tomado el camino de Perouse; ¿qué me importaba la Italia?
Hallaba aun el clima poco agradable, y si el viento soplaba un poco, las brisas se me
antojaban tempestades.

En Terni Mme. de Beaumont manifestó deseos de ir a ver la cascada:


habiendo hecho un esfuerzo para apoyarse en mi brazo, se volvió a sentar, diciendo:
«¡Es preciso dejar que se precipiten las aguas!» había alquilado para ella en Roma
una casa solitaria, cerca de la plaza de España, bajo el monte Pincio; había en ella un
jardincito con naranjos y un patio plantado con una higuera. Allí dejé a la
moribunda. Me había costado mucho trabajo el proporcionarla esta habitación,
porque hay en Roma una preocupación contra las enfermedades del pecho, miradas
como contagiosas.

En esta época del renacimiento del orden social buscaban lo que había
pertenecido a la vieja monarquía. El papa envió a pedir noticia de la hija de
Montmorin; el cardenal Consalvi y los miembros del sacro colegio imitaron a Su
Santidad; el mismo cardenal Fesch dio a Mme. de Beaumont, hasta su muerte,
pruebas de deferencia y de respeto de que seguramente no le hubiera creído capaz,
y que me han hecho olvidar los insustanciales disturbios de primeros tiempos de mi
estancia en Roma había escrito a Mr. Joubert, participándole las inquietudes de que
me hallaba atormentado antes de la llegada de Mme. de Beaumont: «Nuestra amiga
nos escribe desde Mont-d‘Or, le decía, cartas que me destrozan el alma: dice en ellas
que conoce que no hay ya aceite la lámpara; habla de los últimos latidos de su
corazón. ¿Por qué la han dejado sola en ese viaje? ¿por qué no la habéis escrito?
¿Qué será de nosotros si la perdemos? ¿Quién podrá consolarnos de esa pérdida?
No conocemos el precio de nuestros amigos sino en el momento en que nos
hallamos amenazados de perderlos. Somos lo suficientemente locos, cuando todo
va bien, para creer que podemos alejarnos de ellos impunemente: el cielo nos
castiga: nos los arrebata, y nos deja asustados de la soledad en que quedamos,
Perdonad, mi querido Joubert, siento hoy latir en mi pecho un corazón de veinte
años; esta Italia me ha rejuvenecido; amo todo lo que me es caro con la misma
violencia que en mis primeros años. El dolor es mi elemento, y no me reconozco
sino cuando soy desgraciado. Mis amigos actuales son de un género tan singular,
que la sola idea de que pueda perderlos me hiela la sangre. Dispensad mis
lamentaciones; estoy seguro de que sois tan desgraciado como yo. Escribidme,
escribid también a esa desgraciada de Bretaña.»

Mme. de Beaumont se encontró al pronto algo aliviada. Ella misma empezó a


creer en la posibilidad de vivir. Tenia yo la satisfacción de creer que al menos Mme.
de Beaumont no se separaría ya de mí; pencaba llevarla a Nápoles en la primavera,
y desde allí enviar mi dimisión al ministro de Negocios extranjeros. Mr. de
Agincourt, ese verdadero filósofo, se acercó a ver la ligera ave de paso que se había
detenido en Roma antes de pasar a una tierra desconocida; Mr. Boquet, ya entonces
decano de nuestros pintores, se presentó también. Estos refuerzos de esperanzas
sostuvieron a la enferma, y la inspiraron en cierto modo una ilusión que no existía
en el fondo de su alma. De todas partes fue recibiendo cartas crueles llenas de
temores y esperanza. El 4 de octubre Ludia me escribía desde Rennes.

«Había empezado días atrás una carta para ti; la he buscado inútilmente; te hablaba en
ella de madama de Beaumont, y me quejaba de tu silencio conmigo. Amigo mío; que vida paso
tan triste y tan singular desde hace algunos meses. Aquellas palabras del profeta se presentan
sin cesar a mi imaginación: El Señor os coronará de males y os arrojará como una, pelota.
Pero dejemos a un lado mis penas, y hablemos de tus temores. No puedo persuadirme de que
sean fundados; veo siempre a Mme. de Beaumont llena de vida y de juventud, y casi
inmaterial: ningún presagio funesto puede abrigar mi corazón con respecto a ella. El cielo que
conoce nuestros sentimientos hacia nuestra amiga, nos la conservará, no lo dado. Espero que
no la perderemos y tengo en mi interior esa seguridad. Me complazco en pensar que cuando
recibas esta carta, tus temores se habrán disipado. Asegúrala en mi nombre del sincero y
tierno interés que tengo por ella, de que su porvenir es para mí una de las cosas de más
importancia en este mundo. Cumple tu promesa, y no dejes de darme noticias suyas siempre
que puedas. ¡Dios mío! ¡Cuán largo va a ser el tiempo que pasará antes de que pueda recibir
contestación a esta carta! ¡Qué cruel es la distancia!, ¿De qué proviene el que me hables de tu
vuelta a Francia? Sin duda quieres halagar mi cariño, y te engañas. En medio de todas mis
penas se eleva del fondo de mi alma un dulce pensamiento, el de que estoy presente en tu
memoria, tal como a Dios le plugo formarme. Amigo mío, no hay para mí en toda la tierra
otro asilo seguro que tu corazón: en cualquiera otra parte soy una persona extraña y
desconocida. ¡A Dios, pobre hermano mío! ¿Te volveré a ver? Esta idea no se presenta a mi
imaginación de una manera bien clara. Si me vuelves ver, te pareceré enteramente una loca
¡Adiós, tu a quien tanto debo! ¡Adiós, felicidad purísima! Recuerdos de mis hermosos días,
¡no podréis iluminar un poco mis presentes y tristes horas!«No soy yo una de esas personas
que agotan todo su dolor en el momento de la separación, cada día que pasa aumenta el dolor
de tu ausencia, y si cien años estuvieras en Roma, no se debilitaría por eso. Para hacerme
ilusiones sobre tu ausencia no pasa un solo día en que no lea algunas páginas en tu obra y
haga todos los esfuerzos imaginables para figurarme que te estoy escuchando. La amistad que
te profeso es muy natural: desde nuestra infancia has sido siempre mi defensa y mi amigo;
nunca me has costado una sola lágrima, y jamás has tenido un amigo que no lo haya sido mío.
Querido hermano, el cielo que se complace en privarme de todas las felicidades, quiere sin
duda que la encuentre solo en ti, que me confíe a tu corazón. Dame cuanto antes noticias de
Mme, de Beaumont. Dirígeme las cartas a casa de Mme. Lamotte, aunque no sé el tiempo que
en ella permaneceré. Desde nuestra última separación, estoy siempre como la arena movediza
que se escapa bajo mis pies; bien es verdad que para el que no me conozca debo parecer un ser
inexplicable; pero a pesar de todo no varío sino en la forma, pues en el fondo soy siempre la
misma.»El canto del cisne, que se preparaba a morir, fue trasmitido por mí al cisne
moribundo; ¡yo era el eco de estos inefables y postreros conciertos!

Carta de Mme. de Krudner.

Otra carta bien diferente de esta, pero escrita por una mujer cuya misión ha
sido extraordinaria, por Mme. de Krudner, demuestra la superioridad, que Mme.
de Beaumont, sin ningunas ventajas de hermosura, de fama, de poder ni de riqueza,
ejercía sobre los espíritus.

París, 24 de noviembre de 1803.«Antes de ayer supe por Mr. de Michaud, que ha


vuelto de Lyon, que se encontraba en Roma Mme. de Beaumont, y por cierto muy enferma.
Me ha causado una profunda aflicción; mis nervios se han resentido, y no he hecho más que
pensar en esa mujer encantadora a quien amé mucho antes de conocer. ¡Cuántas veces la he
deseado la dicha! ¡Cuántas he ansiado que pudiera atravesar con felicidad los Alpes, y hallar
bajo el cielo de Italia las dulces y profundas emociones que yo misma he experimentado! ¡Ay!
¿Será posible que haya llegado a ese país para exponerse a los peligros que temo? Me es
imposible expresaros lo que me aflige esta idea. Perdonad si he estado tan distraída que no os
haya hablado aun de vos, mi querido Chateaubriand; debéis ya conocer el sincero cariño que
os profeso, y demostrándoos el vivo interés que me inspira Mme. de Beaumont, espero daros
una prueba del mejor que ocupándome de vos mismo, tengo ante mis ojos ese triste
espectáculo; tengo el secreto del dolor, y mi alma se detiene siempre acongojada ante esas
almas ante quienes la naturaleza ha dado el poder de sufrir más que las otras. Esperaba que
Mme. de Beaumont gozaría del privilegio que había recibido para ser más dichosa; esperaba
que hallase un poco de salud con el sol de Italia y la felicidad de vuestra presencia. ¡Ah!
tranquilizadme, escribidme, decidla que la amo sinceramente, que hago votos por su felicidad.
¿Ha recibido mi respuesta a la carta que me escribió desde Clermont? Dirigid la contestación
a Michaud; no os exijo más que unas pocas palabras, porque conozco lo sensible que sois y
cuánto debéis sufrir. Creía que seguiría mejor y no la he escrito. Hallábame abrumada de
negocios, pero pensaba siempre en la felicidad que experimentaría al volveros a ver, y sabía
comprenderla. Decidme algo de vuestra salud; creed en mi amistad, en el interés que siempre
me he tomado por vos y no me olvidéis.»B. Krudner.»

PARÍS, 1838.

Muerte de Mme. de Beaumont.

El alivio que los aires de Roma habían hecho experimentar a Mme. de


Beaumont no duró mucho tiempo; las señales de una destrucción inmediata
desaparecieron, es verdad; pero parece que el postrer momento se detiene siempre
para engañarnos. había yo ensayado dos o tres veces un paseo en carruaje con la
enferma; me esforzaba por distraerla, haciéndola notar los campos y el cielo; pero
nada le agradaba ya. Un día la conduje al Coliseo; era uno de esos días de octubre,
como solo se ven en Roma. Consiguió bajar, y fue a sentarse sobre una piedra frente
a uno de los altares colocados alrededor del edificio. Alzó los ojos, los paseó
lentamente sobre aquellos pórticos, muertos también hacía tantos años, y que tantas
cosas habían visto morir: las ruinas estaban adornadas de espinos y pajarillas
azafranadas por el otoño e inundado de luz. La mujer expirante bajó después de
grada en grada hasta la arena sus miradas, que huían del sol; las detuvo sobre la
cruz del altar y me dijo: «Vámonos, tengo frío.» La conduje a su casa, y se acostó
para no volverse a levantar.

Me había relacionado con el conde de Luzerne, y le enviaba desde Roma


todos los correos el boletín de la salud de su cuñada; cuando había estado
encargado por Luis XVI de una misión diplomática en Londres, había llevado
consigo a su hermano: Andrés Chenier, formaba también parte de esta embajada.

Después del ensayo de paseo, reuní nuevamente los médicos, quienes me


declararon que solo por un milagro podía salvarse Mme. de Beaumont. Tenía fija su
mente en la idea de que no pasaría del 2 de noviembre, día de los difuntos: después
recordó que uno de sus parientes había muerto el 4 de noviembre. Yo le decía que
su miedo era infundado; que pronto reconocería la falsedad de sus pronósticos, y
ella me respondía para consolarme: «¡Oh, sí, iré más lejos!» Distinguió algunas
lágrimas que yo procuraba ocultarla; me tendió su mano, y me dijo: «Sois un niño;
pues qué ¿no esperabais esto?»

El jueves 3 de noviembre, víspera de su muerte, me pareció más tranquila.


Me habló de arreglar su fortuna, y me dijo hablando de su testamento: Que todo
había concluido para ella; pero que todo le quedaba por hacer, y que habría
deseado tener solo dos horas para ocuparse de ello. Por la noche el médico me
advirtió que se creía obligado a manifestar a la enferma era ya tiempo de pensar en
su conciencia: tuve un momento de flaqueza; el temor de precipitar por el aparato
lúgubre los cortos instantes que Mme. de Beaumont debía vivir, me causó profundo
desaliento. Me irrité con el facultativo, y le supliqué después esperase al siguiente
día.

Pasé aquella noche muy cruelmente con el secreto que guardaba mi corazón.
La enferma no me permitió pasarla en su cuarto. Permanecí fuera temblando a cada
rumor que oía; cuando entreabrían la puerta, distinguía solo la tenue claridad de la
lamparilla que se apagaba.

El viernes 4 de noviembre entré seguido por el médico. Mme. de Beaumont


conoció mi turbación y me dijo: «¿Por qué estáis de esa suerte? he pasado buena
noche.» El médico afectó entonces que tenía que hablarme de cosas importantes en
la sala inmediata. Salí, y al volver no sabía lo que me pasaba. Mme. de Beaumont
me preguntó qué era lo que me quería el médico, y entonces me arrojé llorando
sobre su lecho. Estuvo un momento sin hablar, me miró y dijo con voz firme, como
si hubiese querido prestarme fuerzas. «No creía que fuese tan pronto: vamos es
preciso despedirnos. Llamad al abate Bonnevie.»

El abate Bonnevie, autorizado en regla, se dirigió a casa de Mme. de


Beaumont. La enferma le declaró que había abrigado siempre en su corazón vivos
sentimientos religiosos; pero que las terribles desgracias que la habían afligido
durante la revolución, la habían hecho dudar alguna vez de la justicia de la
Providencia; que estaba pronta a reconocer sus errores y a recomendarse a la
misericordia divina; pero que esperaba que las penalidades que había sufrido en
este mundo harían más corta su expiación en el otro.

Me hizo seña de que me retirase y permaneció sola con su confesor.


Una hora después le vi volver; enjugábase sus ojos y decía que jamás había
oído un lenguaje más hermoso ni visto semejante heroísmo. Enviaron a buscar al
cura para administrarla los sacramentos. Volví al lado de su lecho. Al distinguirme
me dijo: «Y bien, ¿estáis contento de mí?» Se enterneció hablando de lo que llamaba
mis bondades hacia ella. ¡Ah! si hubiese podido, en aquel momento, comprar uno
solo de sus días con el sacrificio de todos los míos, ¡con qué alegría lo hubiera hecho!
Los demás amigos de Mme. de Beaumont que no asistían a este espectáculo no
tenían que llorar al menos más que una vez; ¿e pie, a la cabecera de su lecho de
dolor, donde el hombre oye sonar su hora suprema, cada sonrisa de la enferma me
devolvía la vida y me la robaba al disiparse. Una idea deplorable vino a agitarme:
adivine que Mme. de Beaumont, no se había apercibido hasta su postrer suspiro del
amor que la profesaba: no cesaba de manifestar su sorpresa y parecía morir
desesperada y gozosa a un tiempo. Había creído ser una carga para mí y había
deseado desaparecer para desembarazarme de ella.

A las once llegó el cura: esa multitud de curiosos y de indiferentes que


siguen a todo sacerdote en Roma, llenó la habitación. Mme. Beaumont vio sin la
menor señal de espanto aquella formidable solemnidad. Nosotros dos arrodillamos
y la enferma recibió a la vez la sagrada Eucaristía y la extremaunción. Cuando
todos se hubieron retirado, me hizo sentar a la orilla de su lecho, hablándome
durante media hora de mis negocios y de mis proyectos con la mayor elevación de
ideas y la amistad más tierna: me recomendó especialmente viviese al lado de Mme.
Chateaubriand y de Mr. Joubert; ¿pero debía éste vivir? Luego me rogó que abriese
el balcón porque se sentía oprimida. Un rayo de sol vino a alumbrar su lecho y
pareció alegrarla. Me recordó entonces sus proyectos de retiro al campo de que
algunas veces nos habíamos ocupado, y rompió a llorar.

Entre las dos y las tres de la tarde, Mme. de Beaumont pidió a la


Saint-Germain, antigua doncella española que la servía con un cariño digno de tan
excelente señora, que la mudase de cama, a lo que se opuso el médico, temiendo
que muriese la enferma durante esta traslación. Entonces me dijo sentía
aproximarse la agonía. De repente se descubrió, me tendió una mano, apretó la mía
convulsivamente y sus miradas se extraviaron. Con la mano que le quedaba libre
hacia señales a uno que se le figuraba ver al pie de su lecho: después poniendo
aquella mano sobre su corazón, decía: ¡Aquí es! Consternado, la pregunté si me
reconocía; el bosquejo de una sonrisa se proyectó en sus labios en medio de su
agonía: me hizo una ligera señal afirmativa con la cabeza; su palabra había ya huido
de este mundo. Las convulsiones solo duraron algunos minutos. Nosotros la
sosteníamos en nuestros brazos, una de mis manos se hallaba apoyada sobre su
corazón que tocaba a sus ligeros huesos; palpitaba con rapidez como un reloj que
gasta su cuerda rota. ¡Oh momento de horror y de espanto! ¡sentí pararse aquella
máquina! Inclinamos sobre la almohada el cuerpo de la mujer cuya alma había
volado ya. Algunos bucles de sus destrenzados cabellos caían sobre su frente; sus
ojos estaban ya cerrados: la eterna noche había ya descendido hasta ellos. El médico
presentó un espejo y una luz a la boca de la extranjera: el espejo no se empañó con el
aliento vital y la luz permaneció inmóvil. Todo había concluido.

PARÍS.

Funerales.

Los que lloran pueden, en general, gozar en paz de sus lágrimas, otros se
encargan de atender a los cuidados postreros de la religión. Como representante de
la Francia ausente el cardenal ministro, como el único amigo de la hija de Mr. de
Montmorin, y responsable a su familia, me vi obligado a dirigirlo todo: me fue
preciso designar el lugar de la sepultura, ocuparme de la profundidad de la huesa y
de su longitud; entregar la mortaja y dar a los operarios las dimensiones del féretro.

Dos religiosos velaron al lado de aquel féretro que debía ser conducido al
templo de San Luis de los Franceses. Uno de aquellos padres era de Auvernia y
había nacido en el mismo Montmorin. Mme. de Beaumont había deseado que se la
envolviese en una tela que su hermano Augusto, único que se había librado del
cadalso, le había enviado de la isla de Borbón. Esta tela no se hallaba en Roma, y
solo se encontró un pedazo que llevaba siempre consigo. La doncella ciñó a su
cuerpo esta tela, y metió en el féretro una cornelina que contenía pelo de Mr. de
Montmorin. Los eclesiásticos franceses se hallaban convocados; la princesa
Borghese, prestó el carro fúnebre de su familia, el cardenal Fesch había dejado la
orden en caso de un accidente harto previsto por desgracia, de enviar sus carruajes
y criados. El sábado 5 de noviembre a las siete de la tarde, a la luz de las antorchas,
y en medio de una gran multitud, pasó Mme. de Beaumont por el camino por
donde todos pasamos. El domingo 6 de noviembre se celebró la misa de Réquiem
Los funerales hubieran sido menos franceses en París de lo que lo fueron en Roma.
Aquella arquitectura religiosa que lleva en sus adornos las armas y las inscripciones
de nuestra antigua patria; aquellos sepulcros donde están grabados los nombres de
algunas de las razas más históricas en nuestros anales; aquella iglesia bajo la
protección de un gran santo, de un gran rey, y de un gran hombre; todo esto no
consolaba, pero Honraba la desgracia. Deseaba que el último vástago de una familia,
poderosa un día, hallase al menos algún apoyo en mi oscura adhesión, y que no le
faltara la amistad, ya que le fallaba la fortuna.

Acostumbrado el pueblo romano a tratar extranjeros, les sirve de hermanos.


Mme. de Beaumont, ha dejado una piadosa memoria sobre aquella tierra
hospitalaria para los muertos; aun se la conserva memoria: he visto a León XII
orando sobre su sepulcro. En 1827 visitaba yo el monumento de la que fue el alma
de una sociedad destruida: el ruido de mis pasos en derredor de aquel mudo
monumento, en una iglesia solitaria, era para mí una especie de consejo. «Te amaré
siempre, dice el epitafio griego; pero tú, en la mansión de los muertos, no bebas, te
ruego, en esa copa, que te haría olvidar tus antiguos amigos.»

PARÍS, 1838.

Año de mi vida, 1803. Cartas de Mr. Chenedollé, de Mr. de Fontanes, de Mr.


Necker, y de Mme. de Staël.

Si las calamidades de una vida privada se elevasen a la altura de los


acontecimientos públicos, estas calamidades apenas deberían ocupar una línea en
mis Memorias. ¿Quién no ha perdido un amigó? ¿Quién no lo ha visto morir?
¿Quién no podrá pintar una escena igual de duelo? La reflexión es justa, más sin
embargo, nadie se ha corregido dejando de cantar sus propias aventuras: sobre el
buque que los lleva, los marineros tienen una familia en tierra de la que hablan
entre si. Cada nombre guarda en su interior un mundo aparte extraño a las leyes y
al destino general de los siglos. Es además un error el creer que las revoluciones, los
sucesos famosos, las grandes catástrofes, sean los únicos fastos de nuestra
naturaleza; todos trabajamos, uno tras otro, en esa cadena de la historia común, y de
todas esas existencias individuales, se compone a los ojos de Dios el universo
humano.

Al reunir la expresión de los diferentes sentimientos que produjo su muerte


alrededor de las cenizas de Mme. de Beaumont, no hago más que colocar sobre su
sepulcro las coronas a ella destinadas.

Carta de Mr. Chenedolle.

«No dudáis, mi querido y desgraciado amigo, de toda la parte que tomo en vuestra
aflicción. Mi dolor no es tan grande como el vuestro, porque esto no era posible; pero me aflige
profundamente esta pérdida, y ella viene a oscurecer más esta vida que hace tiempo no es más
que un sufrimiento para mí. Así pasa y se borra todo lo que sobre la tierra hay de bueno,
amable y de sensible. ¡Pobre amigo mío, apresuraos a volver a Francia, venid a buscar
algunos consuelos cerca de nuestros antiguos amigos! Sabéis cuanto os amo, venid.«Estaba
muy inquieto con respecto a vos; hacia mas de tres meses que no había recibido noticias
vuestras, y tres cartas mías han quedado sin respuesta, ¿Las habéis recibido? Mme. de Caud
hace dos meses que ha dejado de escribirme. Esto me ha causado una profunda pena, y no
obstante, creo que de nada tengo que acusarme respecto a ella. Pero por más que haga, no
podrá arrancar de mi la tierna y respetuosa amistad que la he consagrado toda mi vida.
Fontanes y Joubert, han dejado también de escribirme: así todo lo que yo amaba, parece
haberse reunido para olvidarme a un tiempo. ¡No me olvidéis, vos, amigo mío, y que en esta
tierra de lágrimas me quede un corazón con el que al menos pueda contar! ¡Adiós! Os abrazo
llorando. Estad seguro mi buen amigo de que siento vuestra pérdida cual debe sentirse.»

23 de diciembre de 1803.

Carta de Mr. de Fontanes


«Mi querido amigo, participo de vuestro pesar; siento lo doloroso de vuestra situación.
¡Morir tan joven, y después de haber sobrevivido a toda su familia! Pero a lo menos esa
interesante e infeliz mujer no habrá carecido de los auxilios y de los recuerdos de la amistad.
Su memoria vivirá en corazones dignos de ella. He hecho ver a Mr. de la Luzerne la tierna
relación que le estaba destinada. El anciano Saint-German, criado de vuestra amiga, fue
quien le llevó la nueva. Este buen servidor me ha hecho llorar hablándome de su señora. Le he
dicho que tenía un legado de 10.000 francos; pero ni un momento se ha ocupado de esto. Si
fuese posible hablar de negocios en tan lúgubres circunstancias, os diría que era muy natural
daros al menos el usufructo de unos bienes que deben pasar a colaterales lejanos y casi
desconocidos 24. Apruebo vuestra conducta; conozco vuestra delicadeza; pero yo no puedo
tener hacia mi amigo el mismo desinterés que él abriga para si. Confieso que este olvido me
sorprende y me aflige. Mme. de Beaumont, sobre su lecho de muerte, os ha hablado, con la
elocuencia del postrer adiós, del porvenir y de vuestra suerte futura. Su voz debe tener para
vos más fuerza, que la mía. ¿Pero os ha confesado que renunciéis a ocho o diez mil francos de
sueldo, cuando vuestra carrera se ve desembarazada de las primeras espinas? ¿Podríais
precipitaros, mi querido amigo, a dar un paso tan importante? No dudareis del gran placer
que tendré en veros. Si solo consultase mi propia dicha, os diría: venid al instante. —Pero
vuestros intereses me son tan caros como los míos, y no veo recursos bastante inmediatos
para resarciros las ventajas que voluntariamente perdéis. Sé que vuestro talento, vuestro
nombre y el trabajo, no os dejarán nunca a merced de las necesidades más urgentes; pero veo
en todo ello más gloria que fortuna.Vuestra educación, vuestros hábitos exigen ciertos gastos.
La fama no hasta para las necesidades de la vida, y esa miserable ciencia de la olla, marcha a la
cabeza de todas las demás, cuando uno quiere vivir independientemente y tranquilo. Espero
que nada podrá decidiros a buscar fortuna en suelo extranjero. ¡Ah, amigo mío! estad seguro
de que pasadas las primeras caricias, valen aún menos que los compatriotas. Si vuestra amiga
moribunda ha hecho todas estas reflexiones, sus últimos momentos deben haber sido un tanto
agitados; pero espero que a los pies de su tumba hallareis lecciones y luces superiores a las que
los amigos que os quedan podrían daros. Esa amable mujer os amaba; ella os aconsejará bien.
Su memoria y vuestro corazón os guiarán con seguridad. Adiós mi querido amigo; os abrazo
tiernamente.»

Mr. Necker me escribió la única carta que he recibido de él. Había yo sido
testigo de la alegría de la corte, cuando la separación de este ministro cuyas
honradas opiniones contribuyeron a la caída de la monarquía. Había sido colega de
Mr. de Montmorin. Mr. Necker iba a morir bien pronto en el lugar donde fechaba su
carta; no teniendo entonces al lado a madame de Staël, halló algunas lágrimas para
la amiga de su hija.
Carta de Mr. Necker.

«Mi hija, caballero, al ponerse en camino para Alemania, me ha rogado la abriere las
cartas que pudieran dirigírsela, con el objeto de juzgar si valían la pena de mandárselas por el
correo: este es el motivo de haber sabido antes que ella la muerte de madame de Beaumont. La
he enviado vuestra carta a Fráncfort, de donde se la remitirán más lejos tal vez a Weimar o
Berlín. No os extrañe si no recibís la contestación de Mme. de Staël tan pronto como tenéis
derecho a esperar. Estáis bien seguro del dolor que experimentará Mme. de Staël al saber la
pérdida de una amiga, de la que siempre la he oído hablar con particular cariño. Me asocio a
su pena, y me cabe el mayor sentimiento cuando pienso en la desgraciada suerte de toda la
familia de mi amigo Mr. de Montmorin.Veo, caballero, os halláis en vísperas de abandonar a
Roma para regresará Francia: deseo que emprendáis vuestro camino por Ginebra, donde voy
a pasar el invierno. Tendría un vivo placer en haceros los honores de una ciudad donde os ha
precedido vuestra reputación. ¿Pero dónde no sois ya conocido? Vuestra última obra,
radiante de incomparables bellezas, se halla en manos de cuantos aman las letras «Tengo el
honor de ofreceros las seguridades y el homenaje de mis sentimientos más
distinguidos».Necker.

Coppet 27 de noviembre de 1803.

Carta de Mme. de Staël.

Fráncfort 3 de diciembre de 1803.«iAh! my dear Francis: ¡cuán profundo dolor me ha


causado vuestra carta! Ya ayer había recibido por los diarios tan espantosa nueva, y vuestra
relación desgarradora viene a grabarla para siempre con letras de sangre en mi corazón.
¿Podéis, podéis hablarme de opiniones diversas sobre la religión y sus ministros? ¿Por
ventura hay dos opiniones, cuando solo existe un sentimiento? No he leído vuestra carta sino
regándola con mis lágrimas. Mi querido Francisco, recordaos el tiempo en que me profesabais
una amistad más viva; no olvidéis aquel en que todo mi corazón era vuestro, y decid que esos
sentimientos más tiernos, más profundos que nunca, están vivos para vos en el fondo de mi
pecho. Amaba, admiraba el carácter de Mme. de Beaumont; no conocía otro más generoso,
más agradecido, más apasionadamente sensible. Desde que he entrado en el mundo, no habían
cesado mis relaciones con ella, y conocía que no obstante algunas diferencias, me era
vivamente simpática. Mi querido Francisco, dadme un lugar en vuestra vida. Os admiro; os
amo; amaba a la que lloráis. Soy una verdadera amiga: seré para vos una hermana más que
nunca debo respetar vuestras opiniones: Mathieu, que participa de ellas, ha sido un ángel
para mí en la última pena que acabo de experimentar. ¿Os han escrito que había sido
desterrada a cuarenta leguas de París? He aprovechado esta ocasión para visitar la Alemania;
pero en la primavera habré vuelto a París si ha terminado mi destierro, y si no hasta donde
este me permita o a Ginebra. Haced de cualquier modo que nos reunamos. ¿No conocéis que
mi espíritu y mi alma entienden la vuestra, y que a través de las diferencias de carácter,
nuestras almas se parecen? Mr. de Humboldt me escribió hace algunos días una carta, en que
me hablaba de vuestra obra con una admiración que os debe lisonjear en un hombre de su
mérito y de su opinión. ¡Pero a qué hablaros de vuestros triunfos en este momento! ¡Sin
embargo, esos triunfos, ella los amaba y eran su gloria! Continuad haciendo ilustre al que
tanto amó. Adiós, mi querido Francisco. Os escribiré desde Weimar, en Sajonia.
Respondedme con sobre a Mres. Despot, banqueros. ¡Cuántas frases desgarradoras hay en
vuestra relación! Y la resolución de conservar a la pobre Saint-German: la llevareis alguna
vez a mi casa.«¡Adiós tiernamente, dolorosamente adiós!»N. de Staël.

Esta precipitada carta, afectuosamente rápida, escrita por una mujer ilustre,
me enterneció nuevamente. ¡Mme. de Beaumont habría sido bien dichosa en aquel
momento, si el cielo la hubiese permitido volver al mundo! Pero nuestro cariño, por
más que llegue hasta las tumbas, no tiene el poder de libertar a os que yacen en ellas:
cuando Lázaro se levantó de la fosa, tenía los pies y las manos ligadas y el rostro
cubierto con un sudario: ahora bien, la amistad no sabría decir como Jesucristo a
Marta y a María: «Desatadle y dejadle ir.»

También han pasado los que prodigaban consuelos, y ellos me piden para sí
los pesares que daban a otra.

PARÍS, 1838.
Años de mi vida, 1803 y 1804. —Primera idea de mis Memorias. —Me
nombran ministro de Francia en el Valais. —Salida de Roma.

Estaba resuelto ya a abandonar la carrera diplomática, en que tantos


disgustos personales habían ido a confundirse con mis trabajos ¿de no mucha
entidad, y con la mezquindad de los enredos políticos. No ha podido comprender
lo que es un corazón lleno de amargura, el que no se ha visto obligado a permanecer
solo en los sitios habitados un tiempo por la persona que hacia las delicias de su
vida. Se la busca por todas partes, y no se la encuentra; os habla, os sonríe, os
acompaña; todo cuanto ella ha llevado o tocado, reproducen su imagen; no hay
entre ella y vos más que un velo transparente; pero tan pesado, que no se le puede
levantar. El recuerdo del primer amigo que os ha abandonado en el camino es cruel;
porque si vuestros días se han prolongado, habréis necesariamente sufrido otras
pérdidas; estas muertes que se han ido sucediendo, se acumulan a la primera, y
lloráis a la vez en una sola persona todas las que habéis perdido sucesivamente.

Entretanto que yo tomaba mis disposiciones, prolongadas por el espacio que


me separaba de Francia, hallábame abandonado sobre las ruinas de Roma. En mi
primer paseo todo me parecía cambiado; no reconocía los árboles, ni los
monumentos, ni el cielo: me extraviaba en medio de los campos, a lo largo de las
cascadas, de los acueductos, como en otro tiempo bajo las verdes bóvedas de los
bosques del Nuevo Mundo. Volvía a entrar en la ciudad eterna, que entonces unía a
tantas existencias pasadas una nueva existencia destruida. A fuerza de recorrer las
soledades del Tíber, grabáronse tan profundamente en mi memoria que las
reproducía con bastante exactitud en mi carta a Mr. de Fontanes: «Si el extranjero es
desgraciado, decía, si ha confundido las cenizas que amó con otras tantas cenizas
ilustres; ¡con qué placer no pasará desde la tumba de Cecilia Metella a la de una
mujer desgraciada!»

En Roma fue también donde concebí por la primera vez la idea de escribir las
Memorias de mi vida. Guardo aun algunas líneas de ellas, de las que transmito
estas pocas palabras: «Después de haber andado errante sobre la tierra, pasado los
mejores años de mi juventud lejos de mi país, y sufrido cuanto un hombre puede
sufrir, incluso el hambre, volví a París en 1800».

En una carta dirigida a Mr. Joubert, presentaba mi plan del modo siguiente:
«Mi sola felicidad consiste en tener algunas horas para ocuparme en un trabajo, el
único que puede dulcificar mis penas; este es las Memorias de mi vida. Roma estará
comprendida en ellas; solo así puedo ya hablar de Roma. Estad tranquilo; mis confesiones no
causarán disgusto a mis amigos: si he de llegar algún día a figurar, mis amigo ocuparán
también en el porvenir un lugar tan bello como respetable. No molestaré a la posteridad con
los pormenores de mis debilidades; no hablaré de mí, sino en la parte que conviene a mi
dignidad de hombre, y, me atrevo a decirlo, a la elevación de mi corazón. Al mando no se le
debe presentar sino lo que es bello; no es mentir & Dios el descubrir únicamente la parte de la
vida que puede inspirar a nuestros semejantes sentimientos notes y generosos.Seguramente,
en el fondo, no tengo nada que ocultarme; no he hecho despedir a ninguna criada por el robo
de una cinta, ni abandonado a un amigo moribundo en medio de la calle, ni deshonrado a la
mujer que me ha acogido, ni entregado mis hijos bastardos a la Inclusa; pero he tenido
debilidades, flaquezas de corazón: una ojeada de compasión sobre mí bastará para hacer
comprender al mundo estas miserias humanas, que necesitan estar protegidas por un velo.
¿Qué ganaría la sociedad en la reproducción de estas llagas que la afligen, y que en todas
partes se encuentran? —No faltan ejemplos cuando se quiere triunfar de la pobre naturaleza
humana.»

En este plan que me había trazado olvidaba a mi familia, mi infancia, mi


juventud, mis viajes y mi destierro, en cuya narración me he complacido después.

Había sido como un esclavo feliz, que, acostumbrado a poner su libertad en


el cepo, no sabe qué hacer de ella cuando ve rotas sus cadenas. Siempre que quería
abandonarme a mi trabajo, un fantasma llegaba A colocarse delante de mí, yo no
podía separar de él mis ojos; únicamente la religión me fijaba por su importancia y
por las reflexiones de un orden superior que me sugería.

Sin embargo, al ocuparme en la idea de escribir mis Memorias, comprendí el


valor que los antiguos daban a su nombre: hay, tal vez, una tierna realidad en esta
sucesión de recuerdos que pueden dejarse al pasar. Tal vez entre los grandes
hombres de la antigüedad, la idea de una vida inmortal en la raza humana, ocupaba
el lugar de la inmortalidad del alma, que para ellos es un problema. Si la fama es
poca cosa cuando se concreta únicamente a nosotros, es menester convenir, sin
embargo, en que es un hermoso privilegio, concedido a la amistad del genio, el dar
una existencia imperecedera a todo cuanto hay amado. Yo empecé un comentario
de algunos libros de la Biblia, principiando por el Génesis sobre este versículo:
He aquí que Adán ha llegado a ser como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal;
ahora no conviene que lleve su mano al fruto de la vida, que le coja, que coma de él, y que viva
eternamente; fijé mucho mi atención en la imponente ironía del Creador: He aquí que Adán
ha llegado a ser como uno de nosotros, etc. No conviene que el hombre lleve su mano al fruto
de la vida. ¿Por qué? Porque ha gustado el fruto de la ciencia, y conoce el bien y el mal; ahora
se halla agobia de de males; por lo tanto, no conviene que viva eternamente. ¡Qué bondadoso
ha sido Dios en conceder la muerte!

Hay en el mismo comentario oraciones empezadas; unas para las aflicciones


del alma, otras para fortificarse contra la prosperidad de los malos: procuraba
reunir en un centro de reposo los pensamientos errantes fuera de mí.

Como Dios no quería concluir allí mi vida, reservándola para largas pruebas,
las tempestades que se habían levantado se calmaron. Repentinamente el cardenal
embajador cambió de comportamiento conmigo: tuvimos una explicación, en la que
le declaré mi resolución de retirarme. Opúsose diciendo que mi dimisión en aquel
momento parecería una caída; que llenaría de júbilo a mis enemigos; que el primer
cónsul se incomodaría, lo cual me impediría el vivir tranquilo en el sitio a que
quisiera retirarme. Me propuso el ir a pasar quince días o un mes a Nápoles.

En este mismo momento, la Rusia me sondeaba para saber si aceptaría el


puesto de ayo de un gran duque; solo a Enrique V hubiera yo hecho en todo caso el
sacrificio de los últimos años de mi vida.

En tanto que fluctuaba entre mil partidos diversos, recibí la noticia de que el
primer cónsul me había nombrado ministro en el Valais. Había al principio dado
algún crédito a mis detractores; pero volviendo a la razón, comprendió que yo
pertenecía a la raza de hombres que no sirve más que para estar en primer término;
que no debía asociarme a nadie si quería sacar algún partido de mí. No había plaza
alguna vacante; creó una, y escogiéndola en conformidad a mis instintos de
aislamiento e independencia me colocó en los Alpes, y me dio una república
católica en medio de un mundo de torrentes; el Ródano y nuestros soldados se
cruzaban a mis pies; el primero descendiendo hacia la Francia; los segundos
subiendo hacia Italia; el Simplón abría delante de mí su atrevido camino. El cónsul
se obligaba a concederme todas las licencias que pidiera para viajar por Italia, y
Mme. de Bacciochi me mandaba a decir par conducto de Fontanes que me estaba
reservada la primera gran embajada disponible. Obtuve, pues, esta primera victoria
diplomática, sin esperarla y sin desearla; verdad es que se bailaba a la cabeza del
estado un hombre de elevada inteligencia, que no quería abandonar a intrigas de
oficina a otra inteligencia que veía dispuesta a separarse del poder.
Esta observación es tanto más exacta, cuanto que el cardenal Fesch, a quien
hago en las presentes Memorias una justicia con la cual no debía él contar, había
enviado pliegos a París poco favorables a mi persona, casi en el mismo momento en
que mudó de conducta conmigo, después de la muerte de Mme. de Beaumont. ¿Su
verdadero pensamiento sus conversaciones, cuando me daba permiso para ir a
Nápoles, o en sus misivas diplomáticas? Conversaciones y misivas de la misma
fecha se hallaban en contradicción.

De mí únicamente hubiera dependido el poner de acuerdo consigo mismo al


señor cardenal, haciendo desaparecer hasta las huellas de las comunicaciones que
trataban de mí; bastábame sacar de los legajos, cuando fui ministro de negocios
extranjeros las elucubraciones del embajador, y no habría hecho más que lo que
hizo Mr. de Talleyrand con su correspondencia con el emperador. Pero no creí tener
derecho para usar del poder en beneficio mío. Si alguna vez se registran aquellos
documentos, se hallarán en su sitio. Tal vez esta manera de obrar será una necedad
perjudicial, pero para no hacer mérito de una virtud que no tengo, es menester que
se sepa que el haber respetado esas correspondencias de mis detractores depende
más de mi desprecio que de mi generosidad. También he visto en los archivos de la
embajada francesa en Berlín cartas del señor marqués de Rennay ofensivas a mi
persona, y lejos de hacer un misterio de ellas, las daré a conocer.

El cardenal Fesch no aguardaba más consideraciones que conmigo con el


pobre abate Guillon (obispo de Marruecos), a quien se señalaba como agente de Rusia.
Del mismo modo llamaba Bonaparte a Mr. Lainé agente de Inglaterra, porque aquel
grande, hombre había aprendido de los informes de la policía a entretenerse en esta
especie de chismografía. ¿Pero por ventura, o no podía objetarse nada centra el
mismo Mr. Fesch? ¿Qué caso hacia de él su propia familia? El cardenal de
Clermont-Tonnerre se hallaba en Roma como yo, en 1803; y ¿qué de cosas no
escribió sobre el tío de Napoleón? Aún conservo las cartas.

Por lo demás, ¿a quién interesan ya estas empequeñeces, sepultadas hace


cuarenta años en unos legajos carcomidos? De los diversos actores que figuraron en
aquella época, uno solo sobrevivirá, Bonaparte. Todos los demás que aspiramos a la
vida estamos ya muertos. ¿Quién lee el nombre del insecto al débil resplandor que
suele dejar tras sí cuando rastrea?

Posteriormente el cardenal Fesch me vio de embajador cerca de León XII.


Diome pruebas de aprecio, y por mi parte procuré anticiparme a ellas y tratarle con
deferencia. Por otra parte, es muy natural que se me haya juzgado con una
severidad con que yo misma me trato. Todo esto tiene una antigüedad fabulosa:
hoy día ni aun quiero conocer la letra de los que en 1803 sirvieron de secretarios,
oficiales u oficiosos al cardenal Fesch.

Salí para Nápoles, y allí viví un año sin Mme. de Beaumont. Año de ausencia,
al cual debían seguir tantos otros. No he vuelto a ver a Nápoles desde aquella época,
a pesar de que en 1827 llegué hasta sus puertas con intención de visitarle en
compañía de madame de Chateaubriand. Los naranjos estaban cargados de fruta y
los mirtos de flores. Las bahías, los campos Elíseos y el mar tenían encantos que ya
no podía yo comunicar a nadie. En los Mártires he descrito la bahía de Nápoles.
Subí al Vesubio, y bajé hasta su cráter. En esto no hice más que plagiarme;
representaba la escena de René. En Pompeya me enseñaron un esqueleto cargado de
cadenas, y varias frases latinas escritas con mala ortografía por los soldados, sobre
las paredes. Regresé a Roma, Canova me permitió la entrada en su taller, al tiempo
que trabajaba en la estatua de una ninfa. A otro lado estaban los modelos de los
mármoles sepulcrales que yo le había encargado, los cuales estaban ya muy
adelantados. De allí fui a San Luis a rezar sobre unas cenizas, y en 21 de enero de
1804, día también desgraciado para mí, salí en dirección a París.

¡Cuán grande es la miseria humana! treinta y cinco años han pasado desde la
fecha de estos sucesos. En medio de mi dolor me lisonjeaba yo en aquellos lejanos
días de que el lazo que acababa de romperse seria el último que contrajera: y sin
embargo, ¡qué pronto he reemplazado, ya que no olvidado, el objeto de mi cariño!
Así camina el hombre de flaqueza en flaqueza; cuando es joven y lleva por delante
su vida, todavía le queda una sombra de escusa, pero cuando amarrado a su yugo
le arrastra penosamente tras de sí, ¿qué escusa tiene? Es tal la indigencia de nuestra
naturaleza, que afligidos por nuestros transitorios achaques, al pretender expresar
nuestros nuevos afectos, no podemos emplear otras palabras que las que hemos
empleado en los antiguos. Y sin embargo, hay expresiones que no debieran servir
más de una vez, y que se profanan repitiéndose. Las amistades a que hicimos
traición o que abandonamos nos echan continuamente en cara las nuevas relaciones
que hemos contraído; nuestras horas se acusan unas a otras; la vida es un perpetuo
sonrojo, porque es una falta continua.

PARÍS, 1838.
Revisado en 22 de febrero de 1845.

Año de mi vida, 1804. —República del Valais. —Visita al palacio de las


Tullerías. —Palacio de Montmorin. —Oigo pregonar la muerte del duque de
Enghien. —Presento mi dimisión.

Como no era mi intención detenerme en París, me apeé en la fonda de


Francia, calle de Beaume, a donde fue Mme. de Chateaubriand a reunirse conmigo
para marchar juntos al Valais. Mis antiguas relaciones ya medio dispersas habían
perdido el lazo que las reunía.

Bonaparte caminaba hacia el imperio; su genio se elevaba a medida que iban


creciendo los acontecimientos, y pedía como la pólvora al dilatarse, trastornar el
mundo. Inmenso ya y conociendo no obstante que aún no había llegado el apogeo,
sentíase atormentado por sus propias fuerzas. Marchaba a tientas y parecía como
que buscaba un camino. Cuando llevado de una mezquina envidia. Moreau,
Pichegru y Jorge Cadoudal, que era muy superior a los dos anteriores, fueron
reducidos a prisión.

Esa porción de conspiraciones que se ven en todos los negocios de la vida no


cuadraba a mi naturaleza, y con gran pacer aproveché la ocasión de refugiarme a
las montañas.

El consejo municipal de Sión me dirigió una carta; su sencillez me ha hecho


mirarla como importante documento; entraba yo en la política por la religión; El
Genio del Cristianismo me ha abierto las puertas.
REPÚBLICA DEL VALAIS.

SION, 20 de febrero de 1804.

El consejo municipal de Sión,

«A Mr. de Chateaubriand, secretario de legación de la república francesa en


Roma».Señor.«Por una carta oficial de nuestro gran bailío hemos sabido vuestro
nombramiento para ocupar el puesto de ministro de Francia cerca de esta república, y nos
apresuramos a manifestaros el especial placer que semejante elección nos causa. En vuestro
nombramiento vemos una preciosa prenda de la benevolencia del primer cónsul para con
nuestra república, y felicitándonos por el honor de poseeros en nuestro recinto, consideramos
esta circunstancia como uno de los más felices agüeros para el bienestar de nuestra patria y de
nuestra capital. Como una muestra de estos sentimientos, hemos, acordado que se os prepare
un alojamiento provisional digno de recibiros, y provisto de muebles y efectos adecuados a
vuestro uso hasta el punto que las circunstancias y la calidad lo permitan, ínterin podéis vos
mismo dictar las disposiciones convenientes.»«Tened a bien aceptar esta oferta como una
prueba de nuestras sinceras intenciones de honrar al gobierno francés en la persona de su
enviado, cuya elección debe ser particularmente grata a un pueblo religioso. Desearíamos que
os sirvieseis avisarnos con anticipación de vuestra llegada a esta ciudad.(El presidente del
consejo municipal de Sión.)DE RIEDMALTEN.(Por el consejo municipal.)El secretario.DE
SORRENTR.»

Dos días antes del 20 de marzo me vestí para ir a despedirme de Bonaparte


en las Tullerías; no le había vuelto a ver desde nuestra entrevista en casa de Luciano.
La galería en que daba audiencia se hallaba llena de gente; estaba acompañado de
Murat y del primer ayudante de campo; pasaba casi sin detenerse. A medida que se
acercaba a mí me sorprendía la alteración de su semblante; sus mejillas estaban
hundidas y lívidas, su mirada torva, su tez pálida; su aspecto sombrío y terrible.
Cesó desde aquel momento la simpatía que al principio tuve hacia él; en vez de
permanecer en el sitio por donde debía pasar, di unos pasos atrás para evitar su
encuentro. Me dirigió una mirada como procurando reconocerme, dio algunos
pasos hacia mí, y después se volvió y se alejó. ¿Era yo por ventura a sus ojos una
reconvención? Su ayudante de campo reparó en mí; perdido entre la muchedumbre
que me rodeaba, me seguía con la vista y arrastraba al cónsul hacia el sitio en que
me hallaba. Esta maniobra continuó por espacio de un cuarto de hora; yo
retirándome siempre. Napoleón siguiéndome sin saberlo. Nunca me he podido
explicar la causa de la conducta del ayudante de campo. ¿Me creía tal vez un
hombre sospechoso sin conocerme? ¿Quería conociéndome, obligar a Bonaparte a
que me hablase? Sea de esto lo que fuere, Napoleón pasó a otra habitación.
Satisfecho yo con haber cumplido presentándome en las Tullerías, me retiré. Al ver
la alegría que siempre he experimentado al salir de un palacio, es evidente que no
he nacido para entrar en ellos.

De vuelta a la fonda de France dije a varios de mis amigos: «Preciso es que


suceda alguna cosa muy extraña, porque Napoleón no puede haber cambiado tanto,
a menos de hallarse enfermo.»

Mr. Beuvienne tuvo noticias de mi singular profecía, solamente que ha


equivocado las fechas: he aquí lo que dice: «Mr. de Chateaubriand dijo a sus amigos
que había notado en el primer cónsul una gran alteración y algo de siniestro en sus
miradas.»

Si, lo noté efectivamente; una inteligencia superior no comprende nada malo


sin dolor, porque el mal no es hijo natural de ella, y nunca debería producirlo.

A los tres días, el 20 de marzo, me levanté muy temprano, a causa de un


recuerdo tan triste como querido. Mr. de Montmorin había hecho edificar un
palacio a lo último de la calle de Plumet, en el baluarte nuevo de los Inválidos. En el
jardín de este palacio, vendido durante la revolución. Mme. de Beaumont, siendo
casi una niña, había plantado un ciprés, y muchas veces al pasar por allí se
complacía en enseñármelo. Fui a despedirme de este ciprés, cuyo origen y cuya
historia era solamente conocido por mí. Aún existe; pero sus ramas enfermizas se
elevan apenas a la altura de la ventana, bajo la cual una mano que no volverá a
hacerlo, cuidaba de su cultivo. Siempre he tenido por este pobre árbol una
particular predilección, distinguiéndole entre tres o cuatro de su especie; parece
como que me conoce y que se alegra cuando me aproximo a él; las brisas
melancólicas hacen inclinar ante mí su amarillenta pirámide, produciendo un triste
murmullo ante la ventana de la abandonada estancia: misteriosa inteligencia que
existe entre nosotros, y que cesará con la muerte de uno de los dos.
Habiendo pagado mi piadoso tributo, volví a cruzar el baluarte y la
explanada de los Inválidos; atravesé el puente de Luis XVI y el jardín de las
Tullerías, de donde salí por la verja que da hoy a la calle de Rivoli. Allí, como entre
once y doce de la mañana, oí a un hombre y a una mujer que gritaban vendiendo
una noticia oficial; los transeúntes se detenían petrificados al escuchar estas
palabras:

«Sentencia de la comisión militar especial convocada en Vincennes, que condena a la


pena de muerte al llamado Luis Antonio Enrique de Borbón, nacido en Chantilly el 2 de
agosto de 1772.»

Este grito me hirió como un rayo; cambió mi vida del mismo modo que
cambió la de Napoleón. Entré en mi casa, y dije a Mme. de Chateaubriand.

«El duque de Enghien acaba de ser fusilado,» me senté delante de una mesa;
y me puse a escribir mi dimisión. Mme. de Chateaubriand no se opuso, y me vio
redactarla con un gran valor. No desconocía ella el peligro que corría: trabajábase
en el proceso del general Morcan y de Jorge Cadoudal: el león había probado la
sangre, y no era aquel el momento de irritarle.

Mr. Clauses de Coussergues llegó en aquel momento; había oído también


pregonar la sentencia. Me encontró con la pluma en la mano: mi carta, de la que me
hizo suprimir algunas frases algo duras, en atención a Mad. de Chateaubriand,
partió para su destino; estaba dirigida al ministro de Negocios extranjeros. Poco
importaba su redacción, mi opinión y mi crimen consistían en el acto de dimitir:
Bonaparte no se engañó. Mme. Bicciochi puso el grito en el cielo al saber lo que
llamaba mi defección; me mandó a buscar, y me hizo las más vivas reconvenciones.
Mr. de Fontanes casi enloqueció de miedo en el primer momento: me creyó fusilado
cuando menos, así como todas las personas que me eran adictas. Por espacio de
muchos días mis amigos estuvieron temiendo verme prender por la policía;
presentábanse en mi casa de hora en hora, temblando siempre que se acercaban al
cuarto del portero. Mr. Pasquier vino a abrazarme al día siguiente de mi dimisión,
diciéndome que se consideraba dichoso en tener un amigo como yo. Este
permaneció bastante tiempo en una honrosa medianía, alejado de los negocios
públicos.

Sin embargo, se contuvo este movimiento simpático que nos hace objeto de
alabanzas por una acción generosa. En nombre de la religión había yo aceptado un
empleo fuera de Francia, empleo que me había conferido un genio poderoso,
vencedor de la anarquía, un jefe emanado del principio popular, el cónsul de una
república, y no un rey continuador de una monarquía usurpada; al principio me
hallaba aislado en mi sentimiento, porque era consecuente con mi conducta; me
retiré cuando se modificaron las condiciones a que podía yo suscribir. Seis meses
después del 20 dé marzo, hubiérase creído que no había más que una opinión en la
alta clase de la sociedad, con alguna que otra excepción, que solo se manifestaba a
escondidas. Los personajes caídos pretendían haber sido forzados, y no se forzaba,
según ellos decían, sino a los que tenían un gran nombre o una grande importancia,
y cada uno, con el objeto de probar esta o sus cuarteles, obtenía el ser forzado a
fuerza de solicitudes.

Los que más me habían elogiado se alejaron de mí; mi presencia era para
ellos una acusación: las personas prudentes hallan una imprudencia en ceder al
honor.

Hay momentos en que la elevación de alma es una verdadera enfermedad,


nadie la comprende, pasa por una limitación de talento, por una preocupación, por
una mala inteligencia de educación, por una locura en fin, y por una obcecación que
impide ver las cosas tal como son; obcecación honrosa tal vez, dicen, pero que no
por eso deja de ser un estúpido idiotismo. Esa inteligencia, ¿puede dársele a la
persona que nada ve, que permanece extraña a la marcha del siglo, al movimiento
de las ideas, a la transformación de las costumbres, a los progresos de la sociedad?
¿No es una lastimosa equivocación el dar a los acontecimientos una marcha que no
tienen? Encerrados en vuestros estrechos principios, con el espíritu tan escaso como
el juicio, os halláis como una persona que vive en un cuarto interior, no teniendo
más vista que la de un estrecho patio, ignorando cuanto pasa en la calle, y sin oír el
ruido que reina en derredor. He aquí a lo que os conduce un poco de independencia,
siendo objeto de lástima para las medianías; porque en cuanto a los espíritus fuertes,
para el afectuoso orgullo, y para los ojos sublimes, óculos sublimes, su desdén
misterioso os perdona sabiendo que no podéis comprender. Así fue, que me volví a
dedicar con más ahínco a la carrera literaria. Pobre Píndaro destinado a cantar en
mi primer olimpiada la excelencia del agua, dejando el vino a los dichosos.

La amistad rindió el corazón de Mr. de Fontanes; Mme. Bacciochi interpuso


su benevolencia entre la cólera de su hermano y mi resolución; Mr. de Talleyrand,
sea por cálculo o por indiferencia, retuvo por mucho tiempo mi dimisión antes de
dar cuenta de ella; cuando la anunció a Bonaparte, había ya tenido éste tiempo
bastante para reflexionar. Al recibir de mi parte la única y directa muestra de
acusación de un nombre probo que no temía su cólera, pronunció únicamente estas
dos palabras: «Está bien.» Algún tiempo después dijo a su hermana: «Confesad que
habéis tenido miedo por vuestro amigo.» Mucho tiempo después, hablando con Mr.
de Fontanes, le confesó que mi dimisión era una de las cosas que más le habían
sorprendido. Mr. de Talleyrand me hizo mandar una comunicación en que me
reprendía con mucha amabilidad, por haber privado a su departamento de mis
talentos y de mis servicios. Devolví los adelantos que se me habían hecho para mi
embajada, y todo concluyó en apariencia. Pero al aventurarme a separar de
Bonaparte, me había colocado a nivel suyo, y éste se hallaba animado contra mí de
esa mala fe, del mismo modo que yo me había armado contra él de toda mi lealtad.
Hasta su caída tuvo la espada levantada sobre mi cabeza; pensaba algunas veces en
mí por un natural instinto, y procuraba buscar un medio para mezclarme en sus
fatales prosperidades; a veces me inclinaba ante él llevado de la admiración que me
inspiraba, por la idea de que presenciaba una transformación social, y no un mero
cambio de dinastía; pero en constante oposición sobre muchos puntos, nuestras dos
naturalezas se chocaban a su vez; y si es cierto que él me hubiera hecho fusilar de
muy buena gana, también lo es que al matarlo no hubiera tenido yo mucho
sentimiento.

La que hace o destruye una gran posición, es la muerte: ella detiene al


hombre en el abismo en que se va a hundir, o en la altura a que se halla pronto a
encumbrarse: todo es una misión cumplida o no cumplida; en el primer caso se
sujeta a examen le que ha sido; en el segundo se hacen conjeturas sobre lo que
hubiera podido ser.

Si hubiese únicamente consultado mi ambición, seguramente me habría


equivocado. Carlos X no supo hasta Praga lo que yo hice en 1805; volvía entonces
de la monarquía: «Chateaubriand, me dijo en el palacio de Hradschin, ¿habéis
servido a Bonaparte? —Si señor. —¿Hicisteis vuestra dimisión a la muerte del
duque de Enghien? —Si señor.» La desgracia devuelve la memoria. Ya os he
referido que cierto día en Londres, habiéndome refugiado con Mr. de Fontanes bajo
una calle de árboles, durante un aguacero el duque de Borbón se acogió bajo la
misma: en Francia, su valiente padre y él que tantas acciones de gracias prodigaban
a cualquiera que escribía la oración fúnebre del duque de Enghien, no me han
consagrado un solo recuerdo. Sin duda ignoraban mi conducta. Verdad que nunca
les hablé de ella.
CHANTILLY, noviembre de 1838.

Muerte del duque de Enghien.

En el mes de octubre apoderose de mí, como de las aves de paso, una


desazón que me habría obligado a mudar de clima, si hubiese podido disponer del
poder de las alas y de la ligereza de las horas; las nubes que cruzaban el cielo me
causaban envidia. Con el fin de engañar mi instinto, me dirigí a Chantilly. Allí,
anduve errante sobre el césped en que ancianos guardas arrastran sus pesados pies
custodiando los bosques: algunas cornejas revoloteando por encima de los vallados,
los árboles y las explanadas, me llevaron hasta los estanques de Commelli. La
muerte me había privado de los amigos que en otro tiempo me acompañaron al
palacio de la reina Blanca. Aquellos sitios y aquellas soledades no eran para mi otra
cosa más que un triste horizonte entreabierto un momento por la parle de mis
pasados años. En los tiempos de René habría hallado yo los misterios de la vida en
el arroyo de la Théve: este oculta su corriente entre las espigas y el musgo; se halla
rodeado de cañaverales, y muere en los estanques que alimenta su juventud
siempre espirante y siempre rejuvenecida: estas aguas me encantaban cuando
llevaba en mí el desierto con los fantasmas que me sonreían a pesar de su
melancolía, y que yo me complacía en engalanar con flores.

Retirándome por fuera de los setos apenas crecidos, me sorprendió la lluvia;


me refugié bajo una haya; sus últimas hojas desaparecían como mis años; su copa se
despoblaba como mí cabeza, y su tronco estaba marcado con un círculo rojo como
para que el hacha del leñador lo derribara, como me habrá de derribar a mi la
guadaña de la muerte. De regreso en la posada, habiendo recogido una porción de
plantas de otoño, y en una disposición poco favorable a la alegría, os haré la
narración de la muerte del duque de Enghien, teniendo a la vista las ruinas de
Chantilly.

En el primer momento esta muerte heló de terror todos los corazones: se


temía ver la vuelta al reinado de Robespierre. París creyó volverá presenciar uno de
esos días que solo se ven una vez: el día de la ejecución de Luis XVI. Servidores,
amigos, parientes de Bonaparte, todos estaban consternados. Si en el extranjero, el
lenguaje diplomático ahogó repentinamente la sensación popular, no por eso
conmovió menos a la multitud. En la familia desterrada de los Borbones, el golpe
fue terrible: Luis XVlll devolvió al rey de España la condecoración del Toisón de oro
que Bonaparte acababa de recibir: esta devolución fue acompañada de la siguiente
carta, que honra mucho seguramente a la mano que la trazó.

«Señor y caro primo: nada puede haber de común entre mí y el gran criminal a quien
la audacia y la fortuna han colocado sobre un trono que ha tenido la barbarie de salpicar con
la sangre de un Borbón, el duque de Enghien. La religión puede llevarme hasta perdonar al
asesino; pero debe ser por siempre enemigo mío el tirano de mi pueblo. La Providencia, en sus
inescrutables designios, puede condenarme a pasar el resto de mis días en el destierro; pero
jamás, ni los contemporáneos, ni la posteridad podrán echarme en cara que en los tiempos
adversos me he mostrado indigno de ocupar hasta mi último suspiro el trono de mis
ascendientes.»

Tampoco se debe olvidar otro nombre que se unió al del duque de Enghien;
Gustavo Adolfo, el destronado, el proscripto, fue el único de las reyes reinantes
entonces que osó alzar la voz para salvar al joven príncipe francés. Desde Carlsruhe
expidió un ayudante de campo, portador de una carta dirigida a Bonaparte: ésta
llegó demasiado tarde; el último de los Condé había dejado de existir. Gustavo
Adolfo devolvió al rey de Prusia el cordón del Águila negra, como Luis XVlll había
devuelto el Toisón al rey de España. Decía Gustavo al heredero de Felipe el Grande:
«Que con arreglo a las leyes de la caballería, no podía él consentir en ser hermano
de armas del asesino del duque de Enghien.» (Bonaparte tenía el cordón del Águila
negra). ¡Indecible y amargo sarcasmo se encierra en estos inusitados recuerdos de
caballería, que se extinguieron ya en todas parles, excepto en el corazón de un rey
desgraciado hacia un amigo asesinado; nobles simpatías del infortunio que viven
retiradas, sin ser comprendidas, en un mundo extraño a los hombres.

¡Ay! habían pasado a través de una porción de despotismos diferentes;


muchos caracteres, bajo la impresión de una serie de desgracias y de opresiones,
carecían ya de la suficiente energía para llevar luto por mucho tiempo a causa de la
muerte del joven Condé: poco a poco se agotaran las lágrimas; el miedo prorrumpió
en felicitaciones al primer cónsul por los peligras de que recientemente se había
salvado: lloraba de reconocimiento por haber sido libertado con un tan santo
sacrificio. Xeron escribió al senado una carta, redactada por Séneca, que hacia la
apología del asesinato de Agripina: los senadores entusiasmados, colmaron de
bendiciones al hijo magnánimo que no había temido arrancarse el corazón con un
parricidio tan saludable. La sociedad volvió muy pronto a entregarse a los placeres;
asustábase ella misma de su luto, después del terror, las victimas que habían
escapado bailaban y se esforzaban en aparentar que eran felices, y temiendo ser
tenidas por culpables de memoria, tenían la misma alegría que al subir al patíbulo.

La prisión del duque de Enghien no se hizo sin objeto y sin precaución.


Bonaparte había tomado una nota exacta del número de Borbones que había en
Europa. En un consejo, a que fueron llamados Mr. de Talleyrand y Mr. de Fouché,
se dio cuenta de que el duque de Angulema se hallaba con Luis XVIII en Varsovia;
el conde de Artois y el duque de Berry, en Londres, con los príncipes de Condé y de
Borbón. El menor de los Condé se hallaba en Ettenheim, en el ducado de Baden. Se
reconoció que los señores Taylor y Drake, agentes ingleses, habían renovado las
intrigas por este lado. El duque de Borbón, con fecha 16 de junio de 1803, avisó a su
nieto de una prisión probable por medio de una carta que le mandó desde Londres
y que se conserva aun. Bonaparte convocó a los dos cónsules, sus colegas, y ante
todo dirigió amargas quejas contra Mr. Real por haberle dejado ignorar o que
contra él se proyectaba: escuchó con paciencia las escusas, siendo Cambaceres el
que se expresó con más energía. Diole Bonaparte las gracias, y fue más allá que él.
Esto lo he visto en las memorias de Cambaceres, que uno de sus sobrinos, Mr. de
Cambaceres, par de Francia, tuvo la bondad de permitirme consultar, por lo que le
he quedado sumamente reconocido. La bomba una vez lanzada, no retrocede al
punto de donde partió; va hacia el sitio adonde se la dirige, y cae. Para llevar a cabo
las órdenes de Bonaparte era preciso violar el territorio de Alemania, y fue
inmediatamente violado. El duque de Enghien fue preso en Ettenheim. A su lado se
encontró, en lugar del general Dumouriez, al marqués de Tumery, y a algunos otros
emigrados de poca nombradía, lo que hubiera debido advertir de la equivocación.
El duque de Enghien fue conducido a Estrasburgo. El principio de la catástrofe de
Vincennes, nos fue referido por el mismo príncipe en un diario de camino desde
Ettenheim a Estrasburgo. El héroe de la tragedia se presenta en la escena y
pronuncia el siguiente prologo:

Diario del duque de Enghien.

«El jueves 15 de marzo, dice el príncipe, fue rodeada la casa donde vivía en Ettenheim
por un destacamento de dragones y piquetes de gendarmes, en todo como unos doscientos
hombres, dos generales, el coronel de dragones y el coronel Charlot, de la gendarmería de
Estrasburgo: serian las cinco de la mañana. Habiendo derribado las puertas a las cinco y
media, fui conducido al molino cerca del Tejar. Mis papeles fueron ocupados y sellados.
Conducido en un carro entre dos hileras de soldados, fui así llevado hasta el Rin. Después me
embarcaron para Rhisnau. Habiendo desembarcado, fui a pie hasta Pfortsheim. Almorcé en la
posada. Subiéronme después en un carruaje con el coronel Charlot, con el comandante de la
gendarmería del distrito, un gendarme en el pescante y Grumtheim. Llegué a Estrasburgo a
casa del coronel Charlot a las cinco y media de la tarde. Media hora después fui conducido en
un fiacre a la ciudadela.«Domingo 18. Acaban de hacerme levantar a la una y media de la
mañana, sin dejarme más tiempo que el preciso para vestirme. Después de abrazar a mis
compañeros y servidores, parto, acompañado únicamente de dos oficiales de gendarmería y
dos gendarmes. El coronel Charlot me dijo que íbamos a casa del general de división que había
recibido órdenes de París. En lugar de esto hallo un carruaje de camino con seis caballos, en la
plaza de la iglesia. El subteniente Petermann, subió a mi lado, el comandante del distrito,
Blitezsdorff, se colocó en el pescante, dos gendarmes dentro y otro fuera.»

Aquí el náufrago próximo a sumergirse interrumpe su diario de a bordo.

Llegado que hubo a cosa de las cuatro de la tarde, a una de las barreras de la
capital, término del camino real de Estrasburgo, el coche en vez de entrar en París,
siguió el baluarte exterior y paró en el castillo de Vincennes... Mandose apear al
príncipe en el patio interior, y se le llevó a uno de los aposentos de a fortaleza,
donde se le encerró y se quedó dormido. A medida que el príncipe se iba acercando
a París, afectaba Bonaparte una tranquilidad que no era natural. El día |18 de marzo
partió para Malmaison era domingo de Ramos. Mme. Bonaparte, que como todos
los de la familia sabía la prisión del duque de Enghien, le habló de ella y Bonaparte
le contestó: «Tu no entiendes nada en política.» El coronel Savary había llegado a
tener macha influencia con Bonaparte; ¿por qué? Porque había visto llorar al primer
cónsul en Marenge. Los hombres excepcionales deben desconfiar de sus lágrimas,
porque los someten al yugo de los hombres vulgares. Las lágrimas son una de esas
debilidades, por los que un testigo puede hacerse dueño de las resoluciones de un
gran hombre.

Tiénese por seguro que el primer cónsul hizo redactar todas las órdenes para
Vincennes. Decía una da estas órdenes, que si la sentencia que resultase era una
sentencia de muerte debía ser ejecutada al momento. Creo esto, aunque no lo puedo
afirmar, porque aquellas órdenes han desaparecido: Mme. de Remusat, que en la
noche del 20 de marzo jugaba al ajedrez en Malmaison con el primer cónsul, le oyó
recitar por lo bajo algunos versos sobre la clemencia de Augusto; creyó aquella por
un momento que se había salvado el príncipe. Pero no, el destino había
pronunciado su oráculo. Cuando Savary volvió a aparecer en Malmaison, Mme.
Bonaparte adivinó toda la desgracia. El primer cónsul se encerró solo por espacio de
muchas horas. Después sopló el viento y lodo se concluyó.

Nombramiento de la comisión militar.

Una orden de Bonaparte del 29 ventoso, año 12, había mandado que se
reuniese en Vincennes una comisión militar compuesta de siete individuos
nombrados por el general gobernador de París (Murat), para juzgar al duque de
Enghien, acusado de haber hecho armas contra la república, etc.

Cumpliendo con esta orden, nombró Joaquín Murat el mismo día 29 ventoso,
para componer dicha comisión, a los siete militares siguientes:

El general Hulin, que mandaba a los granaderos de infantería de la guardia consular,


presidente.El coronel Guillon, comandante del primer regimiento de coraceros.El coronel
Bazancourt, comandante del cuarto regimiento de infantería ligera.El coronel Raier,
comandante del 18.º regimiento de infantería de línea.El coronel Barrois, comandante del
96.° regimiento de infantería de línea.El coronel Rabbe, comandante del regimiento de la
guardia municipal de París.El ciudadano Autancourt, mayor de la gendarmería de
preferencia que desempeñará las funciones de capitán-relator.

Interrogatorio del capitán-relator.

El capitán Autancourt, el jefe de escuadrón Jacquin, de la legión de


preferencia, dos gendarmes de infantería del mismo cuerpo, Lerva, Tharsis y el
ciudadano Noirot, teniente del propio cuerpo, se presentaron en el aposento del
duque de Enghien; despertáronle; ¡no tenía que esperar sino cuatro horas para
volver a su sueño! El capitán-relator en compañía de Molin, capitán del 18.° de línea,
escribano escogido por el citado relator, interrogó al príncipe.
Preguntado que le hubieron por sus nombres, apellidos, edad y punto de su
nacimiento,Respondió: llamarse Luis Antonio Enrique de Borbón, duque de Enghien, nacido
el 2 de agosto de 1772 en Chantilly.Preguntado por el punto en que había residido después de
su salida de Francia,Respondió: que después de haber seguido a su familia y habiéndose
formado el ejército de Condé, había hecho toda la guerra; y que antes de esto había hecho la
campaña del Brabante, en 1792 con el ejército de Borbón.Preguntado si había emigrado a
Inglaterra, y si esta potencia le continuaba suministrando alguna pensión,Respondió: que
jamás estuvo allí, que la Inglaterra le seguía pasando una pensión, sin que tuviera otra cosa
más para vivir.Preguntado por el grado que ocupaba en el ejército de Condé,Respondió:
comandante de la vanguardia desde 1796; antes de esta campaña, voluntario en el cuartel
general de mi abuelo; pero desde el citado año de 1796, estuve siempre al frente de la
vanguardia.Preguntado si conocía al general Pichegrú, y si había tenido relaciones con
él,Respondió: no me acuerdo de haberle visto jamás: no he tenido con él relaciones de alguna
especie. Sé que ha deseado verme, y me doy la enhorabuena de no haberte conocido, si es
verdad que se ha querido valer de medios tan bajos como se asegura.Preguntado si conocía al
ex-general Dumouriez y si había estado en relaciones con él,Respondió que no.

De este interrogatorio se tomó acta firmada por el duque de Enghien, por el


jefe de escuadrón Jacquin, por el subteniente Noirot, por los dos gendarmes y el
capitán-relator.

Antes de firmar el anterior proceso verbal, el duque do. Enghien dijo: «Pido
con empeño se me conceda una audiencia particular con el primer cónsul. Mi
nombre, mi rango, mi modo de pensar y la horrible situación en que me encuentro,
me hacen esperar que no se desechará mi petición.»

Sesión y fallo de la comisión militar.

A las dos de la mañana del 21 de marzo, fue conducido el duque de Enghien


a la sala en que estaba reunida la comisión; allí, repitió cuanto había dicho en el
interrogatorio del relator. Ratificó su primera declaración, y añadió que estaba
decidido a hacer la guerra, y que deseaba tomar parte en la nueva campaña de la
Inglaterra contra la Francia. «Habiéndosele preguntado si tenía algo que alegar en
su defensa, contestó que nada más tenía que decir.
«El presidente mandó retirar al acusado: el consejo deliberó en sesión secreta; el
presidente recogió los votos, empezando por el vocal de menor graduación; cuando todos
hubieron votado, emitió el presidente su opinión, y el duque de Enghien fue declarado
culpable por unanimidad de votos, y en su vista se le aplicó el articulo... de la ley de...
concebido en estos términos... condenándole por tanto a la pena de muerte. Se ordenó que la
presente sentencia fuese inmediatamente cumplida después de las diligencias del
capitán-relator, y después de haberse hecho lectura de ella ante el condenado, a presencia de
los diferentes destacamentos de los cuerpos de la guarnición.«Dado, juzgado y sellado sin
desamparar a Vincennes en el día, mes y año de la fecha arriba citada.»

En pos de aquella hoya, abierta, ocupada y cerrada, vinieron diez años de


olvido, de alegría general y de gloría: la yerba creció al estruendo de las salvas que
anunciaban las victorias, a la luz de las iluminaciones, que alumbraban la
consagración pontifical, el casamiento de la hija de los Césares, o el nacimiento del
rey de Roma. Solamente algunas afligidas personas, pocas en verdad, erraban por
los bosques, arriesgándose para lanzar furtivas miradas al pie del foso en dirección
del sitio lamentable, en tanto que algunos presos las veían desde lo alto de la torre
que los encerraba. Llegó la restauración; removiose la tierra del sepulcro y con ella
las conciencias: cada uno de por sí creyó entonces que debía explicar su conducta.
Mr. Dupin, mayor, publicó su discusión; Mr. Hulin, presidente de la comisión
militar, habló a su vez; el duque de Rovigo entró en la controversia, acusando a Mr.
de Talleyrand: un tercero respondió en nombre de Mr. de Talleyrand, y Napoleón
elevó su estentórea voz desde la roca de Santa Elena.

Es necesario reproducir y estudiar estos documentos para dar a cada uno la


parte que le corresponda y el lugar que debe ocupar en este drama. Es de noche y
estamos en Chantilly; así como era de noche cuando el duque de Enghien se
encontraba en Vincennes.

CHANTILLY, noviembre de 1838.


Año de mi vida, 1804

Cuando Mr. Dupin publicó su folleto, me lo remitió acompañado de la carta


siguiente:

«La muerte del desgraciado duque de Enghien, es uno de los acontecimientos que más
han afectado a la nación francesa, y que deshonró al gobierno consular.«Un príncipe en lo
mejor de su edad, sorprendido traidoramente en un país extranjero, donde descansaba
tranquilo bajo la salvaguardia del derecho de gentes; arrastrado violentamente a Francia;
llevado ante unos que se apellidaban jueces; pero que de modo alguno podían serlo suyos;
acusado de crímenes imaginarios; privado del auxilio de un defensor; interrogado y
condenado en secreto; ejecutado de noche en los fosos del castillo que servía de prisión de
estado; tantas virtudes menospreciadas, tantas esperanzas destruidas, harán para siempre de
esta catástrofe, uno de los actos más crueles a que haya podido entregarse un gobierno
absoluto.«Si no se han respetado formas ningunas; si les jueces eran incompetentes; si no se
han tomado él trabajo de citar en sus disposiciones la fecha y al testo de las leyes sobre que
fundaban esta condena; si el desgraciado duque de Enghien fue fusilado en virtud de una
sentencia firmada en blanco... y que no se regularizó hasta después de haberse ejecutado! no
es, pues, tan solo la víctima inocente de un error judicial; el hecho conserva su verdadera
designación: es un vil asesinato.»

Este elocuente exordio conduce a Mr. Dupin al examen de las piezas de la


causa; demuestra desde luego la ilegalidad de la prisión; el duque de Enghien no
fue preso en Francia; no era prisionero de guerra porque no fue cogido con las
armas en la mano; no era tampoco un preso civil, pues no se había pedido la
extradición; aquello fue un atropello violento de su persona, comparable solo a las
capturas de los piratas tunecinos y de Argel, una incursión de ladrones incursio
latronum.

Pasa el jurisconsulto a la incompetencia de la comisión militar; jamás ha sido


de la atribución de las comisiones militares el conocer en supuestos complots
tramados contra el Estado.

Sigue después el examen del juicio.


«El interrogatorio (continúa Mr. Dupin), fue el 29 de ventoso a las doce de la noche.
El 30 de ventoso a las dos de la mañana, compareció el duque de Enghien ante la comisión
militar.«Léese en la minuta del juicio: Hoy 30 de ventoso del año XII de la república, a las dos
de la mamama: las palabras dos de la mañana, que se escribieron, porque en efecto era aquella
la hora, están borradas en la minuta sin haberlas reemplazado con indicación alguna.«No se
presentó ni fue oído un solo testigo contra el acusado.«¡Se declara culpable al acusado!
¿Culpable de qué? En el fallo no se dice una palabra.«En todo fallo se debe citar la ley en
virtud de la que se aplica la sentencia.«Pues bien, ninguna de esas formas se ha observado en
este proceso; nada atestigua que los comisarios hayan tenido a la vista un ejemplar de la ley;
nada asegura que el presidente leyó el texto de ella antes de aplicarla. Muy lejos de eso, el
proceso en su forma material, ofrece la prueba de que los comisarios condenaron sin saber la
fecha ni el espíritu de la ley, toda vez que han dejado en blanco en la minuta de la sentencia, la
fecha de la ley, el número del artículo y el lugar destinado para el texto. ¡Y a pesar de todo, por
la minuta de una sentencia constituida en tal estado de imperfección, hicieron correr los
verdugos aquella noble sangre!«La deliberación debe ser secreta, pero la pronunciación del
fallo debe ser pública; la ley lo dice así. Es verdad que en el juicio de 30 de ventoso dice: El
consejo deliberando a puertas cerradas, pero no hace mención en parte alguna de que se
volvieran a abrir; no se halla expresado que se pronunciase en sesión pública el resultado de la
deliberación. Y aun cuando así fuera, ¿podría crearse? ¡Una sesión pública a las dos de la
mañana en la torre de Vincennes, y hallándose guardadas todas las avenidas del castillo por
gendarmes de confianza! Pero al fin no tuvieron ni la precaución de recurrir a la mentira;
nada dice el juicio acerca de este punto.«Está firmado este rallo por el presidente y los otros
seis comisarios, incluso el relator, pero debe observarse que falta en la minuta la firma del
escribano, cuyo concurso, sin embargo, era necesario para darle autenticidad.«Termina la
sentencia con esta terrible fórmula: Será ejecutado en seguida de la diligencia del capitán
relator.«¡En seguida! palabras desgarradoras que son obra de los jueces. ¡En seguida!
Cuando una ley expresa del 15 brumario del año VI, concedía el recurso de revisión contra
todo fallo militar!»

Pasando a la ejecución Mr. Dupin, se expresa así.

«Interrogado de noche, juzgado de noche, el duque de Enghien fue muerto también de


noche. Éste horrible sacrificio debía consumarse en medio de las tinieblas, para que se dijera
que habían sido violadas todas las leyes, todas, hasta las que prescriben la publicidad de la
ejecución.»

Tal es en resumen el luminoso folleto de Mr. Dupin. Ignoro, no obstante, si


en un acto de la índole del que examina el autor, es de alguna importancia la mayor
o menor regularidad: que el duque de Enghien fuese ahogado en una silla de posta
en el camino de Estrasburgo a París, o muerto en el bosque de Vincennes, viene a
ser lo mismo. ¿No es, pues, providencial el ver a los hombres después muchos años,
demostrar unos la irregularidad de un asesinato en que no habían lomado la menor
parte, y presentarse otros sin ser mandados, ante la acusación pública? ¿Qué han
escuchado? ¿Qué voz sobrenatural les ha intimado a que compareciesen?

CHANTILLY, noviembre de 1838.

El general Hulin.

Después del gran jurisconsulto se ve llegar a un veterano ciego; mandó los


granaderos de la antigua guardia, y con esto está dicho todo. Recibió de Mallet su
última herida, cuyo impotente plomo fue a perderse en un rostro que jamás se
volvió ante las balas. Herido de ceguera, retirado del mundo, no teniendo otro consuelo que
los cuidados de su familia (son sus propias palabras), el juez del duque de Enghien
parecía salir de su tumba llamado por el soberano juez: defendía su causa sin
hacerse ilusiones y sin excusarse.

«Que nadie se engañe, dice, acerca de mis intenciones. No escribo por miedo, porque
mi persona se halla bajo la protección de leyes emanadas del mismo trono, y porque bajo el
gobierno de un rey justo, nada tengo que temer de la violencia ni de la arbitrariedad. He
escrito para decir la verdad, aun en aquello que me pueda ser desfavorable. Así pues, no
pretendo justificar ni la forma ni el fondo de la sentencia, pero si voy a demostrar bajo qué
influjo y en medio de qué circunstancias se ha pronunciado: quiero alejar de mí y de mis
colegas la idea de que hemos obrado como hombres de partido. Si a pesar de todo debe
vituperársenos aun, quiero que se diga al mismo tiempo de nosotros: ¡Fueron bien
desgraciados!»
El general Hulin asegura, que fue nombrado presidente de una comisión
militar cuyo objeto ignoraba; que cuando llegó a Vincennes lo Ignoraba aun; que los
demás individuos de la comisión lo ignoraban también, y que el comandante del
castillo dijo no saber él tampoco una palabra, añadiendo: «¿Qué queréis? Yo no soy
nadie aquí. Todo se hace sin mi anuencia; es otro el que da aquí las órdenes.»

Eran las diez de la noche cuando el general Hulin salió de su incertidumbre


por haber recibido los autos. —Abriose la audiencia a media noche, luego que el
capitán relator terminó el examen del prisionero. «La lectura de las piezas de la
causa, dice el presidente de la comisión, promovió un incidente. Advertimos que al
fin del interrogatorio sufrido ante el capitán-relator, el príncipe antes de firmar
escribió, con su propia mano, algunas líneas manifestando deseos de tener una entrevista con
el primer cónsul. Un individuo propuso trasmitir al gobierno aquella petición. La
comisión lo difirió; pero en aquel momento el general que había venido a colocarse
detrás de mi sillón nos hizo presente que aquella petición era inoportuna. Por otra
parte, no hallando en la ley disposición alguna que nos autorizase a sobreseer, la
comisión en su vista pasó adelante, reservándose satisfacer los deseos del acusado
después determinados los debates.»

He aquí lo que refiere el general Hulin. Ahora bien, léese este otro pasaje en
la memoria del duque de Rovigo: «Había demasiada gente para que me hubiera
sido fácil, habiendo llegado de los últimos, penetrar hasta detrás de la silla del
presidente, en cuyo sitio llegué al fin a colocarme.»

¿Era, pues, el duque de Rovigo quien se situó detrás del sillón del presidente?
Pero bien fuese él u otro cualquiera, ¿no formando parte de la comisión tenia
derecho de intervenir en los debates de aquella comisión, y de hacer presente la
inoportunidad de una petición?

Escuchemos lo que dice el comandante de los granaderos de la antigua


guardia, acerca del valor del joven hijo de Condé.

«Procedí al interrogatorio del acusado; presentose ante nosotros, fuerza es decirlo, con
noble tranquilidad, rechazó la acusación de haber tomado parte directa ni indirectamente en
un complot de asesinato contra el primer cónsul; pero confesó al propio tiempo haber tomado
las armas contra la Francia, diciendo con un valor y una arrogancia, que no nos permitió, por
su propio interés, nacerle variar sobre este asunto: «Que había sostenido los derechos de su
familia, y que un Condé no podía jamás entrar en Francia sino con las armas en la mano. Mi
nacimiento, mi opinión, añadió, me hace para siempre enemigo de vuestro gobierno.»«La
firmeza de sus confesiones hacia desesperar a los jueces. Diez veces le pusimos en disposición
de rectificar sus declaraciones, y siempre insistió en ellas de un modo inalterable: «Veo, decía
de cuando en cuando, las honrosas, intenciones de los individuos de la comisión, pero no
puedo servirme de los medios que me ofrecen.» Y al advertirle que las comisiones militares
juzgaban sin apelación: «Ya lo sé, me contestó, y no desconozco el peligro a que me expongo:
deseo tan solo tener una entrevista con el primer cónsul.»

¿Hay por ventura en nuestra historia una página más patética? La nueva
Francia juzgando a la antigua le rendía homenaje, le presentaba las armas, y
saludaba su bandera al tiempo de condenarla; el tribunal establecido en la fortaleza
en que el gran Condé, prisionero cultivaba flores; el general de los granaderos de la
guardia de Bonaparte, sentado en frente del último descendiente del vencedor de
Rocroy se hallaba conmovido de admiración ante el acusado sin defensor,
abandonado del mundo, y a quien se le estaba interrogando al compás de los golpes
del sepulturero que abría su tumba. Algunos días después de la ejecución
exclamaba el general Hulin: «¡Qué valiente joven! qué ánimo! Quisiera morir como
él!»

El general Hulin después de haber hablado de la primera y segunda redacción


de la sentencia dijo: «En cuanto a la segunda redacción, la única verdadera como no
contenía la orden de ejecutar en seguida, sino solo de leer en seguida la sentencia al reo,
la ejecución inmediata, no seria obra de la comisión sino únicamente de aquellos que
cargaron con la responsabilidad de acelerar aquella fatal ejecución.

«¡Ah! ¡bien diferentes eran nuestras ideas! Apenas se firmó la sentencia, me puse a
escribir una carta en la que haciéndome intérprete del voto unánime de la comisión, me
dirigía al primer cónsul participándole el deseo que había manifestado el príncipe de tener
una entrevista con él, y suplicándole al mismo tiempo le librase de una pena que el rigor de
nuestra posición no nos había permitido eludir.«En aquel momento fue cuando un hombre
que había permanecido constantemente en la sala del consejo, y que nombraría ahora si no
reflexionase que aun defendiéndome, no me conviene acusar... «¿Qué hacéis ahí? me dijo
acercándoseme. —Escribo al primer cónsul, le respondí, para manifestarle los deseos del
consejo y del reo.— Vuestra misión ha terminado, me dijo tomando la pluma, lo demás es de
mi incumbencia.»«Confieso que creí, y muchos de mis colegas lo mismo, que quería decir: a
mí me toca avisar al primer cónsul. Tomando en este sentido su respuesta, nos quedó la
esperanza de que nuestros votos llegarían a oídos del que apetecíamos. ¿Y cómo se nos había
de haber ocurrido que el que así nos hablaba tuviese orden de salvar todas las formalidades
que las leyes exigen?»

En esta deposición se halla todo el secreto de aquella funesta catástrofe. El


veterano que expuesto siempre a morir en el campo de batalla, había aprendido de
la muerte el lenguaje de la verdad concluyó con estas palabras:

«Hablábamos de lo que acababa de ocurrir, en la pieza inmediata a la sala de las


deliberaciones. Se habían suscitado conversaciones parciales; esperaba yo mi carruaje, que no
habiendo podido entrar en el patio interior, como tampoco ninguno de los demás individuos,
retardó mi marcha y la de ellos; nos hallábamos encerrados sin poder comunicarnos con nadie
de afuera, cuando se oyó una explosión; ruido horrible que resonó en el fondo de nuestras
almas helándolas de terror y espanto.«Si, lo juro en nombre de todos mis colegas; nosotros no
autorizamos aquella ejecución, nuestro fallo decía que se remitiese una copia de él al ministro
de la Guerra, otra al decano del tribunal supremo de justicia y otra al general en jefe
gobernador de París.«La orden de ejecución no podía ser expedida legalmente sino por este
último; no se habían aun mandado las copias, y no podían hallarse concluidas quizá en todo
aquel día. Una vez en París hubiera ido a ver al gobernador, al primer cónsul, ¿quién sabe lo
que yo hubiera hecho? ¡pero de repente un ruido espantoso nos reveló que el príncipe había
dejado de existir!«Ignorábamos si el que tan cruelmente había precipitado aquella triste
ejecución tenía ordenes para ello: si no las tenía, él es el solo responsable, si las tenía la
comisión, extraña a ellas, la comisión cuyo último deseo era la salvación del príncipe, no pudo
prevenir ni evitar su cumplimiento, y no se le puede acusar de él.«Veinte años han
trascurrido desde este suceso; y aun no se ha podido templar la amargura de mi dolor. Que se
me acuse de ignorancia, de error, consiento en ello; que se me eche en cara una obediencia a la
que hoy día sabría sustraerme en igualdad de circunstancias; mi adhesión a un hombre a
quien creía destinado a labrar la felicidad de mi país, mi fidelidad a un gobierno que tenía
entonces por legitimo y que había recibido mis juramentos; pero que se me tenga en cuenta, lo
mismo que a mis compañeros, las fatales circunstancias en que nos vimos llamados a ejercer
el triste ministerio que entonces desempeñamos.»

La defensa es débil, pero una vez que os arrepentís, general, ¡la paz sea con
vos! Si vuestro fallo fue el pasaporte del último Condé, iréis a reuniros con la
vanguardia de los muertos, con el último conscripto de nuestra antigua patria. El
joven soldado tendrá un placer en partir su lecho con el granadero de la antigua
guardia, y dormirán juntas la Francia de Friburgo y la Francia de Marengo.
CHANTILLY, noviembre de 1838.

El duque de Rovigo.

El duque de Rovigo, dándose golpes de pecho, toma puesto en la procesión


que va a confesarse a la tumba. Había yo estado largo tiempo bajo el poder del
ministro de Policía que sucumbió al influjo que él supuso haberme devuelto el
regreso de la legitimidad: comunicome una parte de sus Memorias. Los hombres en
su posición, hablan de lo que han hecho con un candor maravilloso, no se aperciben
de lo que dicen contra sí mismos; se acusan sin conocerlo, no sospechan que hay
más opinión que la suya con respecto a los cargos que han desempeñado, y a la
conducta que han seguido. Aunque hayan faltado a la fidelidad no creen por eso
haber violado sus juramentos; si han desempeñado papeles repugnantes a otros
genios, piensan haber hecho de ese modo eminentes servicios. Su sencillez no los
justifica pero los escusa.

El duque de Rovigo me consultó sobre los capítulos en que trata de la muerte


del duque de Enghien; deseaba conocer mi modo de pensar, precisamente porque
sabia lo que yo había hecho; agradecile aquella prueba de estimación y
devolviéndole franqueza por franqueza, le aconsejé que no publicase nada. Díjele:
«Dejad morir esos recuerdos; en Francia llega pronto el olvido. Creéis lavar a
Napoleón de una mancha, y hacer recaer la falta en Mr. De Talleyrand; con eso no
justificáis al primero lo bastante, ni acusáis suficientemente al segundo. Presentáis
el flanco a vuestros enemigos, los cuales no dejarán de contestaros. ¿Que necesidad
tenéis de hacer recordar al público que mandabais la gendarmería elegida en
Vincennes? El ignora la parte directa que tuvisteis en aquella desgraciada catástrofe
y vos se la reveláis. General, arrojad al fuego vuestro manuscrito; os lo digo así por
interés vuestro.»

Imbuido en las máximas gubernamentales; del imperio, creía el duque de


Rovigo que estas máximas convenían asimismo al trono legítimo; tenía la
convicción de que su folleto le abriría la puerta de las Tullerías.
A la luz de este escrito podrá la posteridad ver dibujarse aquellos enlutados
fantasmas. Quise ocultar al culpable que vino durante la noche a pedirme un asilo,
pero no acepté la hospitalidad de mi hogar.

Mr. de Rovigo describe la marcha de Mr. Causaincourt, a quien no nombra;


habla del rapto de Ettenheim, del viaje del prisionero a Estrasburgo y de su llegada
a Vincennes. Después de una expedición sobre las costas de Normandía, el general
Savary volvió a Malmaison. A las cinco de la tarde del 19 de marzo, 1804, fue
llamado por el primer cónsul, quien le entregó una carta cerrada para que se la
entregase al general Murat, gobernador de París. Corre a casa del general, halla al
ministro de Negocios extranjeros, recibe la orden de incorporarse a la gendarmería
de preferencia, y de marchar con ella a Vincennes. Llega a aquel punto a las ocho de
la noche, y ve llegar a los individuos de la comisión. Penetra de seguida en la sala
en que se juzgaba al príncipe, el día 21 a la una de la madrugada, y toma asiento
detrás del presidente.

Da cuenta de las respuestas del duque de Enghien, poco más o menos como
las refiere el proceso verbal en su única sesión. Me contó que el príncipe, después de
haber dado sus últimas explicaciones, se quitó repentinamente la gorra que llevaba,
la colocó sobre la mesa, y como un hombre que entrega resignadamente su vida,
dijo al presidente: —«Señor nada más tengo que decir.»

Mr. de Rovigo insiste en que la sesión no tuvo nada de misteriosa: «Las


puertas de la sala, dice, hallábanse abiertas para todos los que podían entrar en ella
a aquella hora.» Mr. Dupin había notado ya este descabellado raciocinio. Con este
motivo, Mr. Aquiles Roche que parece escribir por inspiración de Mr. De
Talleyrand, exclama: «¡Con que la sesión no fue misteriosa! ¡A media noche! ¡Se
celebró en la parte habitada del castillo, en la parte habitada de una prisión! ¿Quién,
pues, se halló presente a aquella sesión? Los carceleros, los soldados y los
verdugos.»

Nadie podía dar pormenores más exactos sobre la hora y el sitio de la


ejecución que Mr. De Rovigo: escuchémosle:

«Después de pronunciada la sentencia, me retiré con los oficiales de mi cuerpo, que


como yo, habían asistido a los debates, y fui a reunirme a las tropas que se hallaban sobre la
explanada del castillo. El oficial que mandaba la infantería de mi legión vino a decirme con
una emociona profunda que le pedían un piquete para ejecutar la sentencia de la comisión
militar: «Dadle, respondí. —¿Pero adónde debo enviarle?— Adonde no haya peligro de herir
a nadie, porque ya a aquella hora los habitantes de París cruzaban el camino para dirigirse a
los diferentes mercados.»«Después de haber examinado detenidamente el terreno, el oficial
escogió el foso como sitio el más seguro para no poder nacer daño a nadie. El duque de
Enghien fue conducido a él por la escalera de la torre de entrada del lado del parque, y allí se le
leyó la sentencia, que fue ejecutada.»Al pie de este párrafo se halla la siguiente nota del autor
de la memoria; «En el intervalo que media entre la sentencia y su ejecución se había abierto
una huesa: lo que ha dado lugar a que se diga que la huesa se había abierto antes de la
sentencia.»

Desgraciadamente las inadvertencias en este punto son lastimosas: «¡Mr. De


Rovigo pretende, dice Mr. Aquiles Roche, apologista de Talleyrand, que él no hizo
más que obedecer; ¿quién le transmitió, pues, la orden de ejecución? Parece que fue
un tal Mr. Delga, muerto en Wagran. Pero, fuese o no Mr. Delga, si Mr. Savary se
equivoca al citarnos a Mr. Delga, nadie reclamará seguramente hoy día la gloria que
se le atribuye a este oficial. Acusan a Mr. De Rovigo de haber precipitado esta
ejecución, y responde que él no fue, sino un hombre que ha muerto, el cual dijo que
había recibido ordenes para la inmediata ejecución de la sentencia.»

El duque de Rovigo no está muy feliz hablando de la ejecución, que dice


tuvo lugar de día; además de que esto, no modificando el hecho, no hacia más que
quitarle un hachón al suplicio.

«A la hora en que el sol sale al aire libre ¿había necesidad, dice el general, de
un farol, por ventura, para ver a un hombre a seis pasos? No es decir, añade, que el
sol estuviese claro y sereno: como durante toda la noche había estado cayendo una
lluvia menuda, quedaba aun una niebla húmeda que retardaba su aparición. La
ejecución se verificó a las seis de la mañana, y el hecho está atestiguado por
documentos irrecusables.»

Y el general no indica ni menciona estos documentos. La marcha del proceso


demuestra que el duque de Enghien fue juzgado a las dos de la mañana y fusilado
en seguida. Estas palabras dos de la mañana, escritas al margen de la primera minuta
de la sentencia, se hallan después borradas en la misma. El proceso verbal de la
exhumación prueba por la deposición de los tres testigos Mme. Bon, el Sr. Godard y
el Sr. Bounelet (este había ayudado a abrir la huesa), que la ejecución se efectuó de
noche. Mr. Dupin, mayor, cita la circunstancia de un farol colgado delante del
pecho del duque de Enghien para servir de blanco, o bien sostenido para el mismo
objeto por una mano segura; por la del príncipe. Se ha hablado mucho de una gran
piedra sacada de su sepulcro, con la que probablemente aplastaron la cabeza del
paciente. En fin, el duque de Rovigo, según decían, habíase vanagloriado de poseer
algunos despojos del holocausto; aun yo mismo he dado crédito a esos rumores;
pero los documentos legales prueban que no eran fundados.

Según el proceso verbal, fecha del miércoles 20 de marzo de 1816, los


médicos y cirujanos encargados de la exhumación del cuerpo, reconocieron que la
cabeza se hallaba magullada, que la mandíbula superior, enteramente separada de los
huesos de la cara, estaba guarnecida de doce dientes; que la mandíbula inferior, fracturada en
la parte media, estaba dividida en dos, y no presentaba sino tres dientes. El cuerpo se
hallaba tendido boca abajo, con la cabeza más baja que los pies, y tenía una cadena
de oro rodeada a las vértebras del cuello.

En el segundo proceso verbal de exhumación (en la misma fecha, 20 de


marzo de 1816) el proceso verbal general, asegura que se halló con los restos del
esqueleto una bolsa de tafilete, que contenía once monedas de oro, otras setenta del
propio metal envueltas en cartuchos lacrados, cabellos, restos de los vestidos y
pedazos de la gorra, que conservaban los agujeros de las balas.

De modo que Mr. de Rovigo no pudo recoger ningún despojo; la tierra que
los contenía los ha devuelto, y ha demostrado la probidad del general; no se ató
ningún farol ante el pecho del príncipe, pues se hubieran encontrado los
fragmentos lo mismo que se hallaron los pedazos de la gorra, ni se halló en el
sepulcro piedra alguna; la descarga del piquete, a seis pasos, ha sido suficiente para
destrozar la cabeza, para separar la mandíbula superior de los huesos de la cara, etc. No
faltaba a este sarcasmo de las vanidades humanas más que la inmolación de Murat,
gobernador de París; la muerte de Bonaparte cautivo, y esta inscripción grabada
sobre el ataúd del duque de Enghien:

«Aquí yace el cuerpo del muy alto y poderoso príncipe de la sangre, par de Francia,
muerto en Vincennes el 21 de marzo de 1804, a la edad de treinta y un años, siete meses y diez
y nueve días.» El cuerpo eran unos huesos destrozados y secos; el alto y poderoso príncipe era
unos cuantos fragmentos del esqueleto de un soldado; ni una sola palabra que recuerde
aquella catástrofe, ni una queja en aquel epitafio grabado por una familia tan afligida; ¡efecto
portentoso del respeto que el siglo tiene por las obras y por las susceptibilidades
revolucionarias! También se apresuraron a hacer desaparecer la capilla mortuoria del duque
de Berry.¡Cuántas miserias! Borbones que habéis regresado inútilmente a vuestros palacios,
y no os ocupasteis de otra cosa que de exhumaciones y de funerales; vuestra vida ha pasado;
¡Dios lo ha querido así! La antigua gloria de Francia pereció delante de la sombra del gran
Condé en un foso de Vincennes, tal vez en el mismo sitio en que Luis IX, a quien se
aproximaban como a un santo, «se sentaba bajo una encina, y donde todos los que deseaban
algo de él se acercaban a hablarle sin los obstáculos de la etiqueta ni de otra especie, y cuando
notaba alguna cosa vituperable en las palabras de los que hablaban por otros, él mismo la
enmendaba, y todos los que tenían que hablarle, le hablaban a su alrededor.» (Joinville.)

El duque de Enghien pidió hablar a Bonaparte. ¡Deseaba alguna cosa de él, y no


fue escuchado! ¿Quién desde el borde del revellín contemplaba en el fondo del foso
aquellas armas, aquellos soldados apenas iluminados por una linterna en medio de
las nieblas y de las sombras, como en la noche eterna? ¿Dónde estaba colocado el
farol? ¿El duque de Enghien tenía abierta a sus pies la sepultura? ¿Fue obligado tal
vez a saltarla para ponerse a la distancia de seis pasos, mencionada por el duque de
Rovigo?

Se ha conservado una carta del duque de Enghien, escrita a la edad de nueve


años, a su padre el duque de Borbón, dice así: «¡Todos los Enghien son dichosos, el
de la batalla de Cerisoles; el que ganó la batalla de Rocroy: yo espero serlo
también!»

¿Es cierto que se le negó un sacerdote a la víctima? ¿Es verdad que solo con
mucho trabajo pudo hallar una persona que se encargase de llevar a una mujer la
última prenda de su amor? ¿Qué importaba a los verdugos un sentimiento de
piedad o de ternura? ¡Ellos estaban allí para matar, el duque de Enghien para morir!

El duque de Enghien se había casado en secreto por medio de un sacerdote,


con la princesa Carlota de Rohan; en aquellos tiempos en que la patria andaba
errante, un hombre, a causa de su elevación misma, hallábase esclavizado por mil
exigencias políticas; para disfrutar de los derechos que la sociedad pública concede
a todo el mundo, se veía obligado a ocultarse. Aquel matrimonio legítimo, conocido
hoy día, realza aun más el brillo de aquel trágico fin, sustituye la gloria del cielo al
perdón del cielo: la religión perpetúa la pompa de la desgracia, cuando después de
consumada la catástrofe, se alza una cruz en el sitio desierto.

CHANTILLY, noviembre de 1838.


Mr. de Talleyrand.

Mr. de Talleyrand, según el folleto de Mr. de Rovigo, presentó una memoria


justificativa a Luis XVIII: esta memoria, que yo no he visto, y que debía ilustrar
todos los hechos, no ilustraba ninguno. En 1820, nombrado ministro
plenipotenciario en Berlín, desenterré de los archivos de la embajada una carta del
ciudadano Laforest, escrita al ciudadano Talleyrand, con motivo de los sucesos del
duque de Enghien. Esta carta enérgica es tanto más honorífica para su autor, cuanto
que no temía éste comprometer su carrera sin recibir recompensa de la opinión
pública, debiendo permanecer ignorado el hecho.

Mr. de Talleyrand recibió la lección, y calló: a lo menos nada hallé suyo en


los mismos archivos concerniente a la muerte del príncipe. El ministro de Negocios
extranjeros había enviado a decir el 2 ventoso al ministro del elector de Baden: «Que
el primer cónsul había creído deber dar órdenes a los destacamentos de que
marchasen a Offembourg y a Ettenheim para apoderarse en estos puntos de
instigadores de conspiraciones inauditas, que por su naturaleza colocan fuera del
derecho de gentes a todos aquellos que manifiestamente han tomado parte en
ellas.»

Un pasaje de los generales Gourgaud, Montholan, y del doctor Ward


presenta en escena a Bonaparte: «Mi ministro, dice éste, me representó con mucha
eficacia que era menester apoderarse del duque de Enghien, aunque se hallase en
un territorio neutral. Pero yo vacilaba todavía, y el príncipe de Benevento me trajo
por dos veces la orden de prisión para que yo la firmase. Sin embargo, hasta
después de convencerme de la urgente necesidad de aquel acto, no me decidí a
firmarla.»

Según el Memorial de Santa Elena, se le escaparon a Bonaparte estas


palabras: «El duque de Enghien se comportó ante el tribunal con gran valor. A su
llegada a Estrasburgo me escribió una carta; esta carta fue remitida a Talleyrand,
quien la conservó hasta después de la ejecución.»

No doy mucho crédito a la existencia de semejante documento: creo más


bien que Napoleón haya transformado en carta la petición que hizo el duque de
Enghien para hablar al vencedor de Italia, o mejor las pocas líneas que expresaban
este deseo que el príncipe escribió de su mano antes de firmar el interrogatorio
sufrido ante el relator. Sin embargo, aunque esta carta no se haya encontrado, no
por eso sería imposible que hubiese sido escrita. «Yo supe, dice el duque de Rovigo,
que en los primeros días de la restauración en 1814, uno de los secretarios de
monsieur de Talleyrand estuvo haciendo minuciosas pesquisas en los archivos bajo
la galería del Museo. He sabido eso por el que recibió la orden de franquearle la
entrada. Lo mismo hizo en el depósito de la Guerra, con respecto a las actas del
proceso del duque de Enghien, del que no queda más que la sentencia.»

El hecho es cierto: todos los papeles diplomáticos» y en particular la


correspondencia de Mr. de Talleyrand con el emperador y el primer cónsul, fueron
transportados de los archivos del Museo al palacio de la calle de San Florentino:
una gran parte fue destruida, el resto metido dentro de una estufa, a la que sin duda
se olvidaron prender fuego: la prudencia del ministro no pudo ir más allá contra la
ligereza del príncipe. —Los documentos que se escaparon de la quema fueron
hallados; hubo alguno que creyó deberlos conservar; he tenido en mis manos, y he
leído con mis ojos una carta de Mr. de Talleyrand; está fechada el día 8 de marzo de
1804, y es relativa al arresto aún no consumado del duque de Enghien. El ministro
incita al primer cónsul a ensañarse contra sus enemigos. No me permitieron
conservar esta carta, y solamente recuerdo de ella estos dos pasajes. «Si la justicia
obliga a castigar rigorosamente, la política exige que se castigue sin excepción...
Indicaré al primer cónsul a Mr. de Caulaincourt, a quien podrá dar sus ordenes, y
que las ejecutará con tanta discreción como fidelidad.»

¿Este documento del príncipe de Talleyrand aparecerá completo algún día?


Lo ignoro, pero lo que si sé es que existía aun hace dos años. Hubo una deliberación
del consejo para la prisión del duque de Enghien. Cambaceres, en sus Memorias
inéditas, asegura, y yo lo creo, que se opuso a esta prisión; pero refiriendo lo que él
dijo, no nos refiere lo que le contestaron.

Hubo una deliberación del consejo para la prisión del duque de Enghien,
Cambaceres, en sus Memorias inéditas, asegura, y yo lo creo, que so opuso a esta
prisión; pero refiriendo lo que él dijo, no nos refiere lo que le contestaron.

Por lo demás, el Memorial de Santa Elena niega las súplicas de perdón que
Bonaparte tuvo que escuchar. La pretendida escena de Josefina pidiendo de rodillas
el perdón del duque de Enghien, agarrándose a la ropa de su inexorable marido y
dejándose arrastrar por él, es una de esas invenciones de melodrama, con las cuales
nuestros jabalislas forman hoy la verdadera historia. Josefina ignoraba el 19 de
marzo por la noche que debiera ser juzgado el duque de Enghien, sabiendo
únicamente que se hallaba preso, había prometido a Mme. de Remusat interesarse
por la suerte del príncipe. Al tiempo de volver ésta con Josefina a Malmaison el 19
por la noche, notó que la futura emperatriz, en vez de hallarse exclusivamente
ocupada del peligro del prisionero de Vincennes, sacaba muy a menudo la cabeza
por la ventanilla del carruaje para ver a un general que venía en su comitiva: la
coquetería de una, mujer había dirigido a otra parte el pensamiento de la que podía
únicamente salvar la vida del duque de Enghien. El día 21 de marzo fue cuando
únicamente Bonaparte dijo a su esposa: «El duque de Enghien ha sido fusilado.»

Estas Memorias de Mr. de Remusat, a quien he conocido, eran sumamente


curiosas en cuanto a las interioridades de la corte imperial. El autor las quemó
durante los cien días, y después las volvió a redactar, y no son otra cosa que
recuerdos reproducidos por recuerdos; el colorido se ha debilitado algo, pero
Bonaparte se ve siempre en ellas tal como es, y juzgado con imparcialidad.

Personas afectas a Napoleón dicen que este no supo la muerte del duque de
Enghien, sino después de la ejecución del príncipe: esto parecería confirmado en
algún modo por la anécdota referida por el duque de Rovigo, concerniente a Real
cuando iba a Vincennes, si esta anécdota fuese verdadera. La muerte, llevada a cabo
por intrigas del partido revolucionario, fue aprobada por Napoleón después de
consumada, para no irritar a hombres que creía poderosos; pero esta ingeniosa
explicación no es admisible.

Participación de cada uno.

Resumiendo ahora todos estos hechos, he aquí la que yo he venido a sacar de


positivo.

Bonaparte quiso la muerte del duque de Enghien; nadie le había impuesto


como condición esta muerte para subir al trono. Esta supuesta condición es una de
las sutilezas de los hombres políticos, que pretenden en todo hallar causas
ocultas.— Sin embargo, es muy posible que algunos hombres comprometidos
viesen con placer al primer cónsul separarse para siempre de los Borbones. El acto
de Vincennes fue asunto del temperamento violento de Bonaparte, un acceso de fría
cólera alimentado por las sugestiones de su ministro.

Mr. de Caulaincourt solo es culpable de haber ejecutado la orden de prisión.


Murat solo tiene que echarse en cara el haber trasmitido órdenes, y el no
haber tenido la resolución necesaria para retirarse; no se halló en Vincennes durante
el enjuiciamiento.

El duque de Rovigo se halló encargado de la ejecución, y tenía


probablemente una orden secreta.— El general Hulin lo cree así: ¿quién hubiera
cargado con la responsabilidad de ejecutar inmediatamente una sentencia de muerte
contra el duque de Enghien sin una orden superior?

En cuanto a Mr. de Talleyrand, sacerdote y caballero, él fue quien inspiró y


preparó el asesinato, inquietando a Bonaparte sin cesar: temía la vuelta de la
legitimidad. Sería posible, recopilando lo que Napoleón dijo en Santa Elena, y las
cartas del arzobispo de Autun, el probar que tomó una parte muy activa en la
muerte del duque de Enghien. En vana se objetaría que la frivolidad, el carácter y la
educación del ministro debían impedirle esta violencia, que la corrupción debería
privarle de la energía necesaria; no por eso seria menos probable que él fue quien
decidió al cónsul a la fatal prisión. La prisión del duque de Enghien verificada el 15
de marzo no era ignorada de Mr. de Talleyrand; diariamente conversaba con
Bonaparte en el tiempo trascurrido entre el arresto y la ejecución. Mr. de Talleyrand,
ministro instigador, se arrepintió. ¿Dijo al primer cónsul una sola palabra en favor
del desgraciado príncipe? Lógico es el creer que aprobó la ejecución de la sentencia.

La comisión militar sentenció al duque de Enghien, pero con dolor y con


arrepentimiento.

Tal es, concienzuda, imparcial y estrictamente la parte que corresponde a


cada uno. Mi suerte se ha aliado demasiado ligada a esta catástrofe para que no
trate yo de iluminar sus tinieblas y exponer sus menores detalles. Si Bonaparte no
hubiese muerto al duque de Enghien; si él me hubiera catequizado cada vez más
(cosa a que seguramente se inclinaba) ¿qué hubiera sucedido? mi carrera literaria
hubiera terminado: entrando repentinamente en la carrera política, en la que he
probado lo que hubiera podido hacer, en la guerra de España me hubiera hecho rico
y poderoso. La Francia hubiera podido ganar en mi unión al emperador, pero yo
hubiera perdido seguramente. Tal vez hubiera llegado a mantener algunas ideas de
libertad y de moderación en la cabeza del grande hombre; pero mi vida, colocada
entre las que se tienen por dichosas, se hubiera visto privada e lo que ha
engendrado en ella el carácter y el honor: la pobreza, la lucha y la independencia.
CHANTILLY, noviembre de 1838.

Bonaparte: sus sofismas y sus remordimientos.

Finalmente el principal acusado se alza después de los demás, y cierra la


marcha de los penitentes ensangrentados. Supongamos que un juez haga
comparecer ante él al llamado Bonaparte, lo mismo que el capitán instructor hizo
comparecer al llamado de Enghien; supongamos que nos queda la minuta del último
interrogatorio calcado sobre el primero; comparad y leed:

Al preguntarle su nombre y apellido, respondió llamarse Napoleón


Bonaparte.Peguntado en donde residió desde su salida de Francia, respondió:—En las
Pirámides, en Madrid, en Berlín, en Viena, en Moscú, en Santa Elena.Preguntado por el
grado que tenía en el ejército, respondió:—Comandante de la vanguardia de los ejércitos de
Dios.

Ninguna otra respuesta sale de la boca del acusado.

Los diferentes actores de esta tragedia se han atacado mutuamente;


Bonaparte tan solo no hace recaer las faltas sobre nadie, conserva su grandeza bajo
el peso de la maldición; no dobla su cabeza y permanece de pie, exclamando como
el estoico: «¡Dolor, jamás confesaré que seas un mal!» Pero lo que su orgullo no le
consiente confesar a los vivos hállase obligado a confesarlo a los muertos. Este
Prometeo, con el buitre sobre el seno, usurpador del fuego del cielo, se creía
superior a todo, y se ve obligado a responder al duque de Enghien, a quien ha
reducido al polvo antes de tiempo: el esqueleto, trofeo sobre el cual se ha agitado, le
interroga y le domina por una necesidad divina.

El servilismo del ejército, la antecámara y la tienda de campaña, tenían sus


representantes en Santa Elena: un servidor muy apreciable por su fidelidad al amo
que había elegido, fue a colocarse al lado de Napoleón, como un eco, a su servicio.
La sencillez repetía la fábula, dándola un acento de sinceridad. Bonaparte era el
Destino: lo mismo que él, engañaba con las formas a los espíritus fascinados; pero en
el fondo de la impostura se oía resonar la inexorable verdad: «¡Yo soy!» Y el
universo gimió bajo su peso.

El autor de la obra más acreditada sobre Santa Elena, expone la teoría que
Napoleón inventó en favor de los asesinos: el desterrado voluntario admite como
palabras del Evangelio una charlatanería homicida de muchas pretensiones que
podría explicar únicamente la vida de Napoleón tal como él la quería presentar, y
tal como quería que se escribiese. Dejaba sus instrucciones a sus neófitos: el conde
de las Casas aprendía sin saberlo su lección; el gran cautivo, errante por los
solitarios senderos, arrastraba tras sí a su crédulo adorador con sus mentiras, lo
mismo que Hércules suspendía a los hombres de su boca con cadenas de oro.

«La primera vez dice el honrado chambelán, que oí a Napoleón pronunciar


el nombre del duque de Enghien, me puse encendido como la grana.
Afortunadamente iba yo detrás de él por un sendero estrecho, pues de otro modo
no hubiera dejado de notarlo. Sin embargo, cuando por la vez primera desenvolvió
el conjunto de este acontecimiento con todos sus detalles y sus accesorios, cuando
expuso los diferentes motivos con su lógica estricta, luminosa y atractiva, debo
decir que el asunto tomó a mis ojos un aspecto enteramente nuevo... El emperador
habló muchas veces de él, lo que me hizo descubrir en su persona rasgos
característicos muy pronunciados. He podido con este motivo ver en él muy
distintamente y en diversas ocasiones, al hombre privado batallando con el hombre
público, y los sentimientos naturales de su corazón en oposición con su orgullo y
con la dignidad de su posición. En el abandono de la intimidad no se mostraba
indiferente a la suerte del desgraciado príncipe; pero en cuanto se hallaba en
público, era ya otra cosa. Un día, después de haber hablado conmigo de la suerte y
de la juventud de aquel desgraciado, concluyó diciendo: «Después supe que me
apreciaba; me han asegurado que hablaba de mí con cierta admiración, y sin
embargo, he aquí la justicia distributiva de este ¿mundo!» Y estas, últimas palabras
fueron dichas con tal expresión, toda su fisonomía se hallaba tan en armonía con
ellas, que si el que deploraba napoleón hubiese estado entonces en su poder,
seguramente que cualesquiera que fuesen sus intenciones o sus actos, hubiera sido
perdonado inmediatamente... El emperador tenía costumbre de considerar este
suceso bajo dos puntos de vista muy diferentes: el del derecho común, o sea el de la
justicia establecida y el del derecho natural, o de los extravíos de la violencia.
«Entre nosotros, y hablando familiarmente, Napoleón decía, que la falta en su esencia
podía muy bien atribuirse a un exceso de celo; pero que en lo exterior solo a miras privadas o
a misteriosas intrigas. Decía haber sido impulsado inopinadamente; que habían sorprendido,
por decirlo así, sus ideas, precipitado sus disposiciones, encadenado sus resultados.
«Seguramente, exclamaba, si hubiese yo sido instruido a tiempo de ciertas particularidades
concernientes a las ideas y carácter del príncipe; si sobre todo hubiese visto la carta que me
escribió y que no me remitieron, sabe Dios por qué, seguramente hubiera perdonado. Y era
muy fácil advertir que únicamente el corazón y la naturaleza dictaban estas palabras al
emperador, y esto solo hablando en familia, porque se hubiera creído humillado de que se
pudiese creer un solo momento que procuraba echar la culpa a otro o que se bajaba hasta el
punto de justificarse; su temor en este punto, o más bien su susceptibilidad, eran tales, que
hablando a personas extrañas o escribiendo sobre este asunto para el público, se circunscribía
a decir que si hubiese tenido conocimiento de la carta del príncipe, tal vez le hubiese
perdonado, vistas las grandes ventajas políticas que de ello hubiera podido sacar; y trazando
con su mano sus últimos pensamientos, que él supone deber ser consagrados a sus
contemporáneos y a la posteridad, dice sobre este asunto, que confiesa ser uno de los más
delicados, que si se hallase aun en las mismas circunstancias, volvería a hacer lo que hizo.»

Este trozo, en cuanto al escritor, tiene todos los caracteres de la más completa
sinceridad, esta brilla hasta en la frase en que el conde de las Casas declara que
Bonaparte hubiera perdonado inmediatamente a un hombre que no era culpable.
Pero las teorías del jefe son sutilezas, a favor de las cuales se esfuerzan en conciliar
lo que es irreconciliable. Haciendo distinción del derecho común o de la justicia
establecida, y del derecho natural o de los arrebatos de la violencia, Napoleón creía
escudarse con un sofisma que de nada le servía: no podía someter la conciencia del
mismo modo que había sometido el mundo. Hay una flaqueza natural en los
espíritus grandes y en los pequeños cuando se comete una alta, que es el querer
hacerla pasar por la obra del genio, o por una vasta combinación que el vulgo no
puede comprender. El orgullo dicta todas estas cosas, y los tontos las creen.
¿Bonaparte miraba sin duda como el signo de un talento dominador esta sentencia
que él anuncia en calidad de hombre grande? ¡He aquí la justicia distributiva de
este mundo! ¡Ternura verdaderamente filosófica! ¡Qué imparcialidad! ¡Cómo
justifica, escudándose con el destino el mal emanado de nosotros! Se cree
subsanarlo lodo cuando se dice: «¡Cómo ha de ser! eso estaba en mi naturaleza; es
dependiente de la flaqueza humana.» Cuando se ha quitado la vida a un padre, se
diría: «¡Dependía de mi predisposición!» Y el vulgo se queda con la boca abierta, y
se examina el cráneo de este gran hombre y se le encuentra esta predisposición! ¿Se
debe por ventura, tolerar el ser de este modo? Seria el mundo un caos, si todos los
hombres que tienen ciertas predisposiciones quisieran dominarse unos a otros.
Cuando no se pueden borrar los errores, se los diviniza; hácese un dogma de los
crímenes, y se cambian en religión los sacrilegios, juzgando una apostasía el
renunciar al culto de sus iniquidades.

Lo que se deduce de todo lo que va dicho.— Enemistades suscitadas por la


muerte del duque de Enghien.

La vida de Bonaparte suministra una gran lección. Dos actos criminales han
preparado y perpetrado su caída; la muerte del duque de Enghien y la guerra de
España. Por más que él haya querido ahogarles en su gloria, ellos han subsistido
para perderle. Pereció por el lado que se juzgaba fuerte, profundó, invendible,
cuando violaba las leyes de la moral, descuidando y despreciando su verdadera
fuerza, esto es, sus cualidades superiores en el orden, en la equidad. Mientras que
se limitó a atacar la anarquía y a los extranjeros enemigos de la Francia, llevó
consigo la victoria; pero se vio despojado de su fuerza en el momento en que
marchó por un mal camino: el cabello cortado por Dalila no representa otra cosa
que la pérdida de la virtud. El crimen lleva consigo una incapacidad radical y un
germen de desgracia; practiquemos, pues, el bien, si queremos ser felices, y seamos
justos para ser sabios.

En prueba de esa verdad, nótese que en el momento de la muerte del


príncipe empezó la disidencia que, creciendo en razón de la mala fortuna, provocó
la caída del que llevó a cabo la tragedia de Vincennes. El gabinete de Rusia con
motivo del arresto del duque de Enghien, dirigió enérgicas representaciones contra
la violación del territorio del imperio. Bonaparte sintió el golpe, y respondió en El
Monitor con un artículo sangriento que recordaba la muerte de Pablo I. En San
Petersburgo habíanse celebrado honras fúnebres por el joven Condé. Sobre el
cenotafio se leía: «Al duque de Enghien quem devaavit bellua corsica.» Ambos
poderosos adversarios se reconciliaron pronto, al menos en apariencia; pero la
mutua herida que había abierto la política y dilatado el insulto quedó siempre en el
corazón; Napoleón no se creyó vengado hasta que fue a descansar a Moscú:
Alejandro no se vio satisfecho hasta que entró en París.

El odio del gabinete de Berlín provino del mismo origen; hablo aquí de la
noble carta de Mr. de Laforest, es la que contaba a Mr. de Talleyrand el efecto
producido por el asesinato del duque de Enghien en la corte de Postdam. Mme.
Staël se hallaba en Prusia, cuando llegó la nueva de Vincennes. «Estaba yo en Berlín,
dice, sobre el muelle de la Spree, y mí habitación era un cuarto bajo. Una mañana, a
eso de las ocho, me despertaron, para decirme que el príncipe Luis Femando se
hallaba a caballo al pie de mis ventanas, y que me suplicaba fuese a hablarle.—
¿Sabéis me dijo, que el duque de Enghien ha sido arrancado del territorio de Baden,
entregado a una comisión militar y fusilado veinte y cuatro horas después de su
llegada a París? —¡Que locura! le conteste: ¿no conocéis que los que hacen circular
esos rumores son los enemigos de la Francia?— En efecto, lo confieso; por grande
que fuese mi rencor contra Bonaparte, no llegaba a hacerme creer en la posibilidad
de una infamia semejante.— Puesto que dudáis de lo que os digo, me respondió el
príncipe Luis, os enviaré El Monitor, en el que podréis leer la sentencia; y dichas
estas palabras, partió; la expresión de su fisonomía presagiaba la venganza o la
muerte. Un cuarto de hora después tuve en mis manos El Monitor del 21 de marzo
(30 pluvioso), que contenía una sentencia de muerte, pronunciada por la comisiona
militar residente en Vincennes, contra el llamado Luis de Enghien. ¡Así es como los
franceses nombraban al nieto de los héroes que han hecho la gloria de su patria!
Aun cuando se abjurasen todas las preocupaciones del ilustre nacimiento que la
vuelta de las formas monárquicas debían necesariamente renovar, ¿es posible
blasfemar de ese modo de los recuerdos de la batalla de Lens y de la de Rocroy? Ese
mismo Bonaparte que tantas batallas ha ganado, no sabe ni aun respetarlas; para él
no hay ni pasado ni porvenir; su alma imperiosa y llena de arrogante desprecio no
reconoce nada de lo consagrado por la opinión; no admite el respeto sino hacia la
fuerza existente. El príncipe Luís; me escribía empezando su carta por estas
palabras: «El llamado Luis de Prusia desea preguntar a Mme. de Staël, etc.»
Resentíase de la injuria hecha a la sangre real a que él pertenecía, al recuerdo de los
héroes entre los cuales aspiraba ardientemente a colocarse. ¿Cómo después de este
horroroso atentado han podido unirse a un hombre como ese un solo rey de Europa?
¿Se dirá que obligado por la imperiosa necesidad? Hay un santuario en el alma,
donde jamás debe penetrar su imperio; si así no fuese, ¿qué seria la virtud sobre la
tierra? Un entretenimiento que no convendría sino a los tranquilos placeres de los
hombres privados.»

Este resentimiento del príncipe, que debía pagar con la vida, duraba aun
cuando se abrió la campaña de Rusia en 1805. Federico Guillermo dice en su
manifiesto del 9 de octubre: «Los alemanes no han vengado la muerte del duque de
Enghien; pero nunca, el recuerdo de este atentado se borrará de su memoria.»

Estos pormenores históricos, poco apreciados merecían serlo sin embargo,


porque ellos explican las enemistades cuya causa seria difícil encontrar en otra
parte, y manifiestan al mismo tiempo los escalones porque la Providencia conduce
el destino de un hombre, para llegar desde la culpa al castigo.

Un artículo del Mercurio.— Cambio en la vida de Bonaparte.

¡Dichosa mi vida, que no fue a lo menos turbada por el miedo ni atacada del
contagio, ni arrastrada por los malos ejemplos! La satisfacción que experimentó hoy
por lo que entonces hice me confirma más y más en que la conciencia no es una
quimera, más contento que todos estos potentados, que todas esas naciones
rendidas a los pies del glorioso soldado, repaso con un orgullo disimulable esta
página que me ha quedado como mi único bien, y que a nadie debo sino a mí. En
1807 con el corazón conmovido aun por el atentado que acabo de referir, escribía yo
las siguientes líneas: ellas hicieron suspender la publicación del Mercurio y
expusieron nuevamente mi libertad.

«Cuando en el silencio de la abyección no se oye más que el ruido de la


cadena del esclavo y la voz del delator; cuando todo tiembla ante el tirano, siendo
tan peligroso incurrir en su favor como en su desgracia, el historiador parece
encargado de la venganza de los pueblos. En vano prospera Nerón; Tácito había ya
nacido en tiempo del imperio; crece desconocido al lado de las cenizas de
Germánico, y ya la equitativa Providencia ha entregado a un hijo oscura la gloria
del señor del mundo. Si el papel de historiador es hermoso, está sin embargo,
rodeado de peligros con frecuencia; pero hay altares, como el del honor, que
aunque abandonados, reclaman todavía sacrificios: el dios no se ha aniquilado,
aunque su templo se halle desierto. En cualquier parte en que quede a la justa causa
una probabilidad, por pequeña que sea, debe probarse fortuna, sin que esto pueda
llamarse heroísmo; las acciones magnánimas son aquello cuyo resultado previsto es
la desgracia y la muerte. ¿Qué importan los reveses, si nuestro nombre,
pronunciado por la posteridad, va a hacer latir un corazón generoso dos mil años
después de nuestra vida?»

La muerte del duque de Enghien, introduciendo un principio nuevo en la


conducta de Bonaparte, descompuso su recta inteligencia. Se vio precisado a
adoptar, para que le sirvieran de escudo, máximas en que no tuvo a su disposición
la fuerza entera, porque las farseaba a cada paso por su gloria y por su genio.
Hízose sospechoso; causó miedo; perdiose la confianza que sé había puesto en él y
en su destino; viose obligado a conocer, ya que no a buscar hombres que no hubiera
conocido jamás, y que por su influencia se creían sus iguales: el contagio de su llaga
se extendía por todo su cuerpo. No se atrevía a acriminar a estos hombres, porque
había perdido la libertad de acriminar. Sus grandes cualidades permanecieron las
mismas; pero sus buenas inclinaciones se alteraron y no sostuvieron a aquellas; con
la corrupción de aquella marcha original se deterioró su naturaleza. Dios mandó a
sus ángeles que alteraran la armonía del universo, que cambiaran sus leyes, y le
inclinaran sobre sus polos:

«Los ángeles, dice Milton, impelieron oblicuamente el centro del mundo... el sol
recibió la orden de invertir su curso sobre el camino del ecuador... Los vientos desgajaron los
árboles y trastornaron los mares.»

They with labor push‘dOblique the centrie globe... the sunVas bid turn reins from the
equinoctial road.(Winds;).... redn d the woods, and seas upturn.

Abandono de Chantilly.

Las cenizas de Bonaparte, ¿serán exhumadas como lo han sido las del duque
de Enghien? Si hubiese yo podido hacerlo, esta última víctima dormiría aun sin
honores en el foso del castillo de Vincennes. Este excomulgado debiera haber sido
abandonado, según Raimundo de Tolosa, en un ataúd abierto; la mano de ningún
hombre debiera haber osado cubrir bajo una tabla al testigo de los juicios
incomprensibles y de la cólera de Dios. El esqueleto abandonado del duque de
Enghien y la tumba desierta de Napoleón en Santa Elena formarían una pendiente
inversa; nada habría más conmemorativo que estos restos, unos frente a los otros, a
los dos extremos de la tierra.

Al menos el duque de Enghien no ha quedado en tierra extranjera, como el


desterrado de los reyes: éste tuvo cuidado de devolver al otro a su patria; algo
cruelmente, es verdad; pero, ¿esto será para siempre? La Francia, en donde tantas
cenizas se han esparcido al soplo de la revolución, no guarda fidelidad a los huesos.
El anciano Condé, en su testamento, dice que no se halla seguro del país que habitará el
día de su muerte ¡Oh Bossuet! ¡Qué no hubierais añadido a la obra maestra de vuestra
elocuencia si cuando hablabais del ataúd del gran Condé hubieseis podido penetrar
en el porvenir!

Aquí mismo, en Chantilly; fue donde nació el duque de Enghien. Luis


Antonio Enrique de Borbón, nacido en 2 de agosto de 1772 en Chantilly, dice la sentencia
de muerte. Sobre estos prados jugó durante su infancia; la huella de sus pasos se ha
borrado. Y el vencedor de Friburgo, de Nordlingen, de Lens, de Senef, ¿a dónde ha
ido con sus manos victoriosas, ahora desfallecidas? Y sus descendientes, el Condé de
Johannisberg y de Bersthein, y su hijo y su nieto, ¿dónde están? Ese castillo, esos
jardines, esos surtidores de agua, que no se callaban de día ni de noche, ¿qué se han
hecho? Estatuas mutiladas; leones de los que se restauran a cada paso las garras o
las mandíbulas; trofeos de armas esculpidos en un muro ruinoso, escudo de flores
de lis borradas; cimientos de torres destruidas; algunas galerías de mármol sobre
las caballerizas desiertas, en que va no resuenan los relinchos del caballo de Rocroy;
al lado de un picadero una elevada puerta no concluida, he aquí lo que queda de los
recuerdos de una heroica estirpe: un testamento, anudado por un cordón, ha
cambiado los poseedores de aquella herencia.

La selva entera ha sucumbido poco a poco a los devastadores golpes del


hacha ¡Oh inútiles memorias mías! Yo no podría deciros ahora:

Qu‘ a Chantilly, Condé vous lise quelque fois;Qu'Enghin en soit touché 25.

Hombres oscuros, ¿qué somos nosotros al lado de esos hombres ilustres?


Desapareceremos para no volver: tú renacerás ¡oh clavellina! que reposas sobre mi
mesa, al lado de este papel, y de la que he cogido la pequeña flor tardía entre los
brezos; pero nosotros no reviviremos con el solitario perfume que me ha distraído.

Año de mi vida 1804.— Voy a habitar a la calle de Miromesnil.— Verneuil.—


Alejo de Tocqueville.— Lo Mesnil.— Mézy.— Mereville.

Desde entonces, separado de la vida activa, pero protegido por la influencia


de Mme. Bacciochi contra la cólera de Bonaparte, dejé mi habitación provisional de
la calle de Beaume, y fui a habitar a la de Miromesnil. La pequeña habitación que yo
alquilé fue ocupada después par Mr. de Lally-Tolendal y madame Denair, su muy
amada, como él decía, en tiempo de Diana de Poitiers. Mi jardinillo daba a un
almacén de madera, y tenía al lado de mi ventana un gran álamo que Mr. de
Lally-Tolendal, a fin de respirar un aire menos húmedo, derribó por sí mismo con
su robusta mano, que él veía trasparente y descarnada: esto era una ilusión como
otra cualquiera. El empedrado de la calle concluía delante de mi puerta; más
adelante la calle, o mejor dicho el camino subía por un terreno desigual, que se
llamaba el Cerro de los Conejos. Este terreno sembrado de algunas casas aisladas,
terminaba a la derecha en el jardín del Tívoli, punto de donde salí con mi hermano
para la emigración; a La izquierda está el jardín de Monncesaux. Paseábame con
frecuencia por aquel abandonado parque; la revolución empezó en él, en medio de
las orgías del duque de Orleáns: este sitio había sido embellecido con estatuas
desnudas de mármol, con ruinas artificiales, símbolo de la política ligera y bordada
que iba a cubrir a la Francia de llanto y desolación.

No me ocupaba en nada, todo lo más que hacia era entretenerme en el jardín


con algunos abetos, o hablaba del duque de Enghien con tres o cuatro cuervos, a la
orilla de un rio artificial, escondido debajo de un tapiz de verde musgo. Privado de
mi legación alpina y de mis amistades de Roma, de la misma manera que había sido
privado de repente de mis relaciones de Londres, no me sabia que hacer de mi
imaginación y de mis sentimientos; colocábalos todas las tardes a la altura del sol,
cuyos rayos no podían transpórtalos a los mares. Volvía a mi casa y procuraba
dormirme al murmullo de las hojas de mi álamo.

Entre tanto mi dimisión había aumentado mi renombre: un poco de valor


sienta siempre, bien en Francia. Algunas personas de la antigua reunión de Mme.
de Beaumont me introdujeron en nuevas sociedades.

Mr. de Tocqueville, cuñado de mi hermano y tutor de mis dos sobrinos


huérfanos, habitaba el palacio de Mme. de Senazan: en todas partes había herencias
de patíbulo. Allí veía crecer a mis sobrinos con sus tres primos, los de Tocqueville,
entre los cuales se educaba Alejo, autor de la Democracia en América. Más mimado
estaba él en Verneuil que lo había yo sido en Combourg. ¿Será esta la última
capacidad que he visto pasar ignorada en embrión? Alejo de Tocqueiville recorrió la
América civilizada, de la cual no visité yo más que las selvas.

Verneuil ha cambiado de dueño; ha pasado a manos de Mme. de


Saint-Fargeau, célebre por su padre y la revolución que la adoptó por hija.

Cerca de Nantes, en Mesnil, hallábase Mme. de Rosambo: mi sobrino Luis de


Chateaubriand se casó allí después con Mlle. de Orglandes, sobrina de Mme. de
Rosambo: y a ésta no hace brillar su belleza junto al estanque ni bajo las hayas de su
morada, ¡ha pasado ya! Cuando iba desde Verneuil a Mesnil encontraba casi
siempre en el camino a Mezy: Mme. de Mezy era una novela encerrada en la virtud
y en el amor maternal. Al menos, si su hijo, que cayó desde una ventana y se rompió
la cabeza, hubiese podido como las codornices que cazábamos, volar desde allí y
refugiarse en la Isla-Bella, isla pequeña del Sena, Coturnioe per stipulas pascens.

Al otro lado de ese Sena, no lejos del Marais, Mme. de Vintimille me


presentó a Meneville. Meneville era un oasis emanado de la sonrisa de una musa;
pero de una de esas musas que los poetas gaulas llamaban doctas-hadas. Allí fueron
leídas las Aventuras de Blanca y de Velleda en presencia de generaciones elegantes,
que escapándose unas de otras, como las flores, escuchan hoy las quejas de mis
años.

Poco a poco mi inteligencia, fatigada del reposo en mi retiro de Miromesnil,


vio aparecer lejanos fantasmas. El Genio del Cristianismo me inspiró la idea de hacer
la prueba de esta obra, mezclando personajes cristianos a personajes mitológicos.
Una sombra que mucho tiempo después llamé Cimodocea se dibujó vagamente en
mi imaginación, aunque todavía sin perfiles bien marcados. Comprendida una vez
Cimodocea, me encerré con ella, como tengo siempre costumbre de hacerlo con las
hijas de mi imaginación; pero antes de que estas salgan del estado de sueño, y antes
de que hayan pasado desde las orillas del Leteo por las puertas de marfil, cambian
de forma muchas veces. Si las creo por amor, las destruyo por amor, y el objeto
único y querido que luego doy a luz es el producto de mil infidelidades.

Solo un año habité en la calle de Miromesnil, por que fue vendida la casa que
yo ocupaba. Arregleme después con la marquesa de Coislin quien me alquiló el
sota-banco de su palacio en la plaza de Luis XV.

Mme. de Coislin.

Mme. de Coislin era una señora de modales muy distinguidos; contaba muy
cerca de ochenta años, y sus ojos orgullosos y dominantes tenían una singular
expresión de talento y de ironía. Mme. de Coislin carecía de ciencia, de lo cual se
vanagloriaba; había atravesado el siglo volteriano sin saberlo, y si alguna idea había
tenido de él, se redujo a considerarle como una época de cultura popular. No es esto
decir que ella hablase nunca de su nacimiento; tenía demasiado talento para
incurrir en el ridículo: sabía tratar a sus inferiores sin descender hasta ellos; pero
nunca podía olvidar que era hija del primer marqués de Francia. Aunque descendía
de Drogon de Nesle, muerto en la Palestina en 1096; de Raoul de Nesle, condestable
y que había sido armado caballero por Luis IX; y de Juan II de Nesle, regente de
Francia durante la última cruzada de San Luis, Mme. de Coislin decía que esta era
una necedad de la fortuna, de que ella no podía hacerse la responsable: pertenecía
naturalmente a la corte, como otras más felices pertenecen a la calle; lo mismo que
hay yeguas de raza y matalonas de simón: no podía nacer nada contra aquel acaso
de la fortuna, y le era preciso soportar el mal con que el cielo había querido
castigarla.

¿Estuvo Mme. de Coislin en relaciones con Luis XV? Esto fue lo que nunca
me confesó; convenía, sin embargo, en que había sido muy amada; pero siempre
pretendió haber tratado con sumo rigor al real amante. «Le vi muchas veces a mis
pies, decía, y confieso que tenía unos ojos encantadores y un lenguaje seductor. Me
propuso un día regalarme un neceser de porcelana como el que tenía Mme. de
Pompadour. —¡Ah señor! exclamé, ¿seria para ocultarme debajo de él?»

Por una singular casualidad vi yo aquel neceser en casa de la marquesa de


Cuninghan, en Londres; había sido regalo de Jorge IV, y me lo enseñaba con la más
encantadora sencillez.

Mme. de Coislin ocupaba en su palacio una habitación que se abría bajo la


columnata que corresponde a la galería del guarda-muebles. Dos marinas de Vernet,
que Luis el muy amado había regalado a la noble dama, estaban clavadas sobre una
antigua tapicería de raso verde. Mme. de Coislin permanecía hasta las dos en su
cama, colgada igualmente de verde, incorporada y recostada sobre almohadas. Una
especie de cofia de noche, mal prendida cabeza, dejaba escapar algunos cabellos
grises. Enormes arracadas de diamantes montados a la antigua caían sobre las
hombreras del sobre-todo de cama, sembrado de tabaco como en tiempo de los
elegantes de la Fronda.

A su alrededor y entre la colcha, veíanse esparcidos confusamente una


porción de sobres separados de sus cartas, sobre los cuales Mme. de Coislin escribía
en todos sentidos sus pensamientos: nunca compraba papel, porque le proveía de él
el correo. De vez en cuando una perrita, llamada Lili, sacaba el hocico por bajo de
las sábanas, me ladraba por espacio de cinco o seis minutos, y se volvía a esconder
refunfuñando bajo la ropa. A este estado había reducido los años a la joven amante
de Luis XV.
Mme. de Chateauroux y sus dos hermanas eran primas.de Mme. de Coislin;
ésta no hubiera tenido la misma calma que Mme. de Mally, arrepentida y cristiana,
cuando respondió a un hombre que la insultaba en la iglesia de San Roque con un
dictado poco decoroso: «Amigo mío, puesto que me conocéis; rogad a Dios por mí.»

Mme. de Coislin, avara como lo son muchas personas de talento,


amontonaba el dinero en sus arcas. Vivía consumida por la avaricia; cuando la
hallaba ocupada en el arreglo de sus interminables cuentas, parecíame estar viendo
el avaro Hermócrates, que dictando su testamento, se nombraba a sí mismo por
heredero. A pesar de esto, tenía de vez en cuando convidados a su mesa; pero
siempre echaba pestes contra el café, que a nadie gustaba, según decía, y que no
tenía otro objeto que el de prolongar la comida.

Mme. de Chateaubriand hizo un viaje a Vichy con Mme. de Coislin y el


marqués de Nesle; el marqués se adelantaba siempre una jornada, y hacía preparar
buenas comidas. Mme. de Coislin, sin embargo, no pedía después más que una
media libra de cerezas. Al salir le presentaban una cuenta enorme, y entonces era
ella: la buena señora decía que solo había tomado unas cerezas, y el posadero
sostenía que en las posadas se acostumbraba pagar la comida, que se comiese o que
no.

Mme. de Coislin tenia una religión a su modo; crédula e incrédula, la falta de


la fe la hacia burlarse de creencias cuya superstición le causaba miedo. Encontrose
una vez con Mme. de Krudner; la misteriosa francesa no se hallaba iluminada sino a
beneficio de inventario; no agradó a la ferviente rusa, la que tampoco le agradó a
ella. Mme. de Krudner dijo a Mme. de Coislin: «Señora, ¿quién es vuestro confesor
interior?— Señora, respondió Mme. de Coislin: no conozco a mi confesor interior; sé
únicamente que mi confesor está en el interior de su confesonario.»

Y aquí se separaron ambas mujeres para no volverse a ver.

Mme. de Coislin se vanagloriaba de haber introducido una novedad en la


corte: la moda de los rizos flotantes, contra la voluntad de la reina María de
Leczinska, mujer muy piadosa, que se oponía a esta peligrosa innovación. Sostenía
que en otro tiempo una persona de cierta categoría, jamás se hubiera acordado de
pagar al médico. Hablaba contra la abundancia de ropa blanca en las mujeres: «Eso
es de señoras de ayer, decía: nosotras las señoras de la corte, solo teníamos dos
camisas, que renovábamos conforme se iban usando; íbamos vestidas con trajes de
seda, y no teníamos aire de modistas, como las señoritas de hoy día.»
Mme. Suard, que vivía en la calle Real, tenía un gallo, cuyo cauto
importunaba a Mme. de Coislin, tanto, que ésta escribió a aquella: «Señora, mandad
que corten la cabeza a vuestro gallo.» Mme. Suard devolvió la respuesta siguiente:
«Señora, tengo el honor de contestaros que de ninguna manera haré cortarla cabeza
a mi gallo.» No pasó de aquí la correspondencia; pero Mme. de Coislin dijo a Mme.
de Chateaubriand: «Dios mío, ¡qué tiempo hemos alcanzado! ¡y esa mujer es la hija
de Pankoucke, la esposa de ese miembro de la Academia! Ya sabéis quien digo.»

Mr. Henin, antiguo empleado en el ministerio de Negocios extranjeros, y


fastidioso como un protocolo, zurcía algunas malas novelas. Leyendo cierto día a
Mme. de Coislin una descripción en que una amante llorosa y abandonada pescaba
melancólicamente un salmón, la marquesa, que no era aficionada a este pescado
interrumpió al autor, diciéndole con un tono muy serio, que le sentaba tan bien:
«Mr. Henin, ¿no pudierais hacer que esa enamorada pescase otro pez?»

Las anécdotas que refería Mme. de Coislin no podían retenerse en la


memoria, porque no tenían fondo alguno; toda su belleza consistía en la pantomima,
en el acento y la expresión de la narradora, y nunca se la veía reír. La oí un diálogo
entre Mr. y Madama Jacqueminot, en que estaba inimitable. Cuando en la
conversación entre ambos esposos, Mme. de Jacqueminot decía: «¡Pero Mr.
Jacqueminot este nombre era pronunciado de una manera tal, que no podía uno
menos de soltar la carcajada. Mme. de Coislin entre tanto esperaba gravemente a
que concluyese la risa y tomaba un polvo.

Leyendo en un periódico la muerte de muchos reyes, quitose los anteojos, y


dijo sonándose: «Se ha declarado una epizootia entre los animales coronados.»

En el momento en que se hallaba próxima a abandonar el mundo, decía no sé


quien a la cabecera de su cama que nadie sucumbía sino por su culpa, y que si
siempre se estuviera en guardia contra el enemigo, nadie se moriría: «Lo creo, dijo
Mme. de Coislin, pero temo mucho padecer una distracción.» Y poco después
expiró.

Al día siguiente bajé a su casa; hallé en ella a Mr. y Mme. de Avaray, su


hermana y su cuñado, sentados delante de la chimenea, que sobre una pequeña
mesa contaban una porción de luises que habían sacado de un escondrijo,
encerrados en un gran saco. La pobre difunta estaba allí cerca en su cama y con las
cortinas medio descorridas: ya no oía el ruido del oro que hubiera debido
despertarla, y que contaban aquellas manos fraternales.
Entre los pensamientos escritos por aquella señora al margen de los impresos
o en los sobres de las cartas, hay algunos muy ingeniosos. Mme. de Coislin me
había hecho ver lo que quedaba aun de la corte de Luis XV en tiempo de Bonaparte,
y después de Luis XVI, así como Mme. de Houdetot me hizo conocer los restos
existentes aun en el siglo XIX de la sociedad filosófica.
Viaje a Vichy, a la Auvernia y a Mont-Blanc.

En el verano de 1805 marché a reunirme con Madama de Chateaubriand en


Vichy, adonde la había llevado Mme. de Coislin como llevo dicho. No encontré allí
a Jussac, a Termes, ni a Flamarin, a quienes Mme. de Sevigné había llevado delante y
detrás de sí en 1677: hacía más de ciento veinte años que dormían. Dejé en París a mi
hermana, Mme. de Caud, que estaba establecida allí desde el otoño de 1804.
Después de una corta estancia en Vichy, Mme. de Chateaubriand me propuso que
viajásemos para alejarnos por algún tiempo de los enredos políticos.

En mis obras se han intercalado dos viajes que yo hice entonces a la Auvernia
y Mont-Blanc. Después de treinta y cuatro años de ausencia, hombres que no me
conocían me hicieron en Clermont la acogida que

se hace a un antiguo amigo. El que se ha ocupado mucho tiempo de los


principios de que goza la raza humana en comunidad, tiene amigos, hermanos y
hermanas en todas las familias: porque si el hombre es ingrato, la humanidad es
agradecida. Para los que se han dejado arrastrar por el renombre y que nunca os
han visto, siempre sois el mismo; para ellos siempre tenéis la edad que os han
supuesto; su entusiasmo no decae con vuestra presencia, os mira siempre joven y
hermoso, como los sentimientos que admiran en vuestros escritos. Cuando era yo
niño, allá en mi Bretaña, y oía hablar de la Auvernia, figurábame que era este un
país muy remoto, donde se veían cosas extraordinarias, adonde no se podía ir sino
corriendo gran riesgo, y caminando bajo la salvaguardia de la Santa Virgen. Nunca
puedo mirar sin una especie de tierna curiosidad a esos jóvenes auverneses que van
a buscar fortuna por el mundo con una pequeña caja de abeto. Ellos no tienen otra
cosa que la esperanza dentro de su caja al bajar de sus rocas. ¡Dichosos de ellos si la
vuelven a llevar a su país!

¡Ay! no hacía aun dos años que Mme. de Beaumont reposaba en las orillas
del Tíber, cuando yo recorrí su tierra natal en 1805; hallábame solo, a algunas leguas
de Mont-d‘Or, adonde había ella venido a buscar la vida, que alargó únicamente lo
bastante para llegar a Roma. El verano pasado, en 1838, recorrí otra vez esa misma
Auvernia. Entre estas dos fechas, 1805 y 1838, puede colocar las transformaciones
acaecidas en la sociedad alrededor de mí.
Dejamos a Clermont y dirigiéndonos a Lyon, atravesamos a Thiers y
Roannes. Este camino, poco frecuentado entonces, seguía las riveras de Lignon. El
autor de la Astron, que no es un talento superior, ha inventado, sin embargo, sitios
y personajes que viven: ¡tan grande es el poder creador de una ficción acomodada a
la edad en que parece! Hay además, algo ingenioso y de fantástico en aquella
resurrección de las ninfas y de las náyades que se mezclan con los pastores, con las
señoras y con los caballeros: estos diversos mundos se asocian bien, y se presentan
de una manera agradable las fábulas de la mitología unidas a las mentiras de la
novela: Boussent cuenta como fue engañado por Urfé.

En Lyon volvimos a encontrar a Mr. Ballancher: hizo con nosotros el viaje a


Génova y a Mont-Blanc. Iba a todas partes donde le hallaban, sin que tuviese que
evacuar negocio alguno en ninguna de ellas. En Génova no fue recibido a la puerta
de la ciudad por Clotilde, prometida de Clovis. Mr. Barante padre había sido
nombrado prefecto de Leman. En Coppet fui a ven a Mme. de Staël, la hallé sola,
encerrada en su palacio. La hablé de su fortuna y de su soledad como de un medio
precioso para hallar la felicidad; pero no le agradaron mis palabras. Madame de
Staël gustaba del gran mundo: juzgábase la más desgraciada, de las mujeres en un
destierro que hubiera hecho toda mi felicidad. ¿Podía yo por ventura vislumbrar la
desgracia en la vida de aquella mujer, que habitaba en sus haciendas, rodeada de
todas las comodidades posibles? ¿Qué comparación podía haber entre aquella vida
pacífica, llena de gloria, pasada en un suntuoso retiro, a la vista de los Alpes, y los
millares de víctimas sin pan, sin nombre, sin protección, desterradas en todos los
rincones de Europa, mientras que sus padres perecieron en el cadalso? Triste es
ciertamente hallarse atacado de un mal desconocido del coman de las gentes. Por lo
demás este males cada vez más activo; no se alivia comparándole con otros males;
no puede juzgar el dolor ajeno; lo que aflige a uno consuela al otro; los corazones
tienen secretos diferentes incomprensibles a otros corazones. A nadie disputemos
sus padecimientos; hay dolores lo mismo que patrias, cada cual tiene la suya.

Al día siguiente Mme. de Staël visitó a Mme. De Chateaubriand en Ginebra,


y después salimos para Chamouny. Mi opinión sobre los paisajes de las montañas
hizo decir que yo trataba de singularizarme, lo que no es verdad. Esta opinión mía
ha sido siempre la misma, como se verá confirmado cuando hable del
Saint-Gothardo. Debo recordar un pasaje que se lee en el viaje a Mont-Blanc por ser
un lazo que une los acontecimientos pasados de mi vida a los que entonces eran
futuros, hoy pasados ya igualmente.

Solo hay una circunstancia en que es cierto que las montañas hacen olvidar
los sinsabores de la tierra: es, que nos aleja del mundo para consagrarnos a la
religión. Un ermitaño que se consagra al servicio de la humanidad, un santo que
quiere meditar en silencio sobre la grandeza de Dios, pueden hallar la paz y la
alegría en medio de las rocas desiertas; pero no es la tranquilidad de los lugares la
que pasa entonces al alma de estos solitarios, sino que por el contrario, su alma es la
que esparce la calma en la región de las tempestades...

Montañas hay que yo visitaría con un placer singular; y son las de la Grecia y
de la Judea. Me complacería en reconocer todos aquellos lugares que mis nuevos
estudios me obligan diariamente a conocer; con mucho gusto iría a buscar sobre el
Tabor y el Taygete otros colores y otras armonías, después de haber diseñado los
montes sin prestigio y los desconocidos valles del Nuevo Mundo.» Esta última frase
anunciaba el viaje que verifiqué el siguiente año de 1806.

Cuando regresamos a Ginebra, sin haber podido volver a ver a Mme. de


Staël en Coppet, hallamos todas las posadas llenas de gente. Sin las atenciones de
Mr. de Forbin que nos proporcionó una mala comida en una nada buena habitación,
habríamos tenido que abandonar la patria de Rousseau sin tomar un solo bocado.
Mr.de Forbin disfrutaba entonces de una perfecta beatitud: rebosaba en sus ojos la
felicidad interior, y sus pies no tocaban a la tierra. En alas de su talento y de su
gloria, descendía de la altura como del cielo con su traje de pintor, con la paleta en
la mano y sus pinceles en forma de carcax, Hombre honrado, aunque
excesivamente dichoso, preparándose a imitarme algún día cuando emprendiese el
viaje de Siria, y aun queriendo ir hasta Calcuta, para atraer los amores por
extraordinarios caminos, toda vez que se hubiesen gastado en las trilladas sendas.
Sus ojos brillaban con una protectora compasión; yo era pobre, humilde, estaba
poco satisfecho de mí mismo, y no tenía a mi disposición el corazón de las princesas.
En Roma tuve la dicha de pagar a Mr. Forbin, su comida. del Lago: había yo
merecido la honra de ser embajador. En aquel tiempo se ve sobre el trono por la
tarde al pobre vergonzante que por la mañana se abandonó en medio de la calle.

Pintor por derecho de la revolución, empezaba el noble caballero esa nueva


generación de artistas, que se presentan en forma de croquis, de caprichos y de
caricaturas. Llevan Los unos espantosos bigotes, y podríase creer que trataban de
hacer la conquista del mundo. Sus lanzas son las brochas, los raspadores sus sables;
los. otros tienen barbas enormes, y largos y enmarañados cabellos; fuman un
cigarro a manera de volcán. Como dice nuestro antiguo Regnier, estos primos del
arco iris, tienen la cabeza llena de diluvios, de mares, de ríos, de selvas, cataratas y
tempestades; de escenas sangrientas, de suplicios y de cadalsos. En su casa se ven
cráneos humanos de duelistas, de trovadores, de capitanes, y soldados. Habladores,
emprendedores, impolíticos, pródigos (hasta de los retratos del tirano que pintan),
procuran formar una especie aparte entre el mono y el sátiro; tratan de dar a
entender que los secretos del taller tienen sus peligros, y que no hay en él seguridad
para los modelos, ¡Pero a qué precio compran aquella posición! Al precio de una
existencia inquieta; de una naturaleza débil y sensible; de una completa abnegación,
de una esclavitud a las miserias de los demás, de un modo de sentir delicado,
superior, idealista; de una indigencia orgullosamente aceptada y noblemente
soportada alguna vez, en cambio de su talento inmortal, hijo del trabajo, de la
pasión, del genio y de la soledad.

Ya de noche salimos de Ginebra para volver a Lyon, y nos detuvimos al pie


del fuerte de la Esclusa, esperando a que abrieran las puertas. Durante esta estancia
de las brujas de Macbeth sobre los brezos, una cosa extraordinaria pasó por mí. Mis
años pasados resucitaban, y me rodeaban como un círculo de fantasmas: volvíanse
a presentar mis épocas de pasión, con su ardor y su tristeza. Mi vida destrozada por
la muerte de Mme. de Beaumont había quedado vacía: aéreas formas, sueños o
huríes, saliendo de este abismo, me tomaban por la mano y me transportaban a los
tiempos de la sílfide. Trasladábanme lejos del sitio que ocupaba, y veía otros
horizontes. Una secreta influencia me impelía hacia las regiones de la aurora,
adonde por otra parte me arrastraba el plan de mi nuevo trabajo, y la voz religiosa
que me relevó del voto de la aldeana, mi nodriza. Como todas mis facultades
habían tomado un notable incremento; como nunca había abusado de la vida,
abundaba en la savia de mi inteligencia, y el arte triunfando dentro de mi
naturaleza, se une a mis poéticas inspiraciones. Sentía lo que los padres de la
Tebaida llaman ascensiones del corazón. Rafael (perdóneseme lo blasfemo de la
comparación), Rafael, ante la Transfiguración, diseñada únicamente sobre su
caballete, no se hallaba tan electrizado por su obra maestra como lo estaba yo por
Eudosio y Cimodocea, personajes cuyos nombres ignoraba aun; pero cuya imagen
entreveía a través de una atmosfera de amor y de gloria.

De este modo„ el genio nativo que me atormentó en la cuna, vuelve a veces


por el mismo camino después de haberme abandonado; de este modo se renuevan
mis antiguos sufrimientos: ningún dolor se apaga en mí completamente; si mis
heridas se cierran por un instante, se renuevan de repente, como los crucifijos de la
edad media que destilaban sangre en el aniversario de la pasión. Para atenuar estas
crisis no me queda otro recurso que dar libre rienda a la fiebre de mi pensamiento,
lo mismo que se abren las venas, cuando la sangre afluye al corazón o sube a la
cabeza. ¿Pero qué digo? ¡Religión! ¿dónde está tu poder, tus leyes, tu bálsamo? ¿No
escribo esto muchos años después de trazadas las páginas de René? ¡Tenia mil
razones para creerme muerto y vivo aun! ¡Gran bondad es esa! Estas aflicciones del
poeta aislado, condenado a sufrir la primavera a despecho de Saturno, son
desconocidos al hombre que no sale de las leyes comunes: para él los años son
siempre jóvenes. «Los cabritillos monteses, dice Oppiano, velan por el autor de sus
días; cuando este llega a caer en las redes del cazador, ellos le presentan con su boca
yerba tierna y florida, que van a coger muy lejos, y le traen en el borde de sus labios
agua fresca del más cercano arroyo.»

Vuelta a Lyon.

De regreso en Lyon, me hallé con cartas de Mr. de Goubert, en las que me


anunciaba su imposibilidad de ir a Villeneuve antes del mes de setiembre. Yo le
contesté: «Vuestra salida de París se retarda demasiado y yo lo siento mucho: ya
conocéis que, mi esposa no querrá, por ningún estilo, llegar a Villeneuve antes que
vos; tiene una cabeza a su modo, y desde que se encuentra a mi lado, me hallo al
frente de dos cabezas muy difíciles de gobernar. Permaneceremos en Lyon, donde
tan bien nos dan de comer, que apenas tengo valor para abandonarle. El abate de
Bonnevie esta aquí de vuelta de Roma y se halla muy bueno; siempre alegre,
sermonea y no se acuerda de sus desgracias: me encarga te envíe de su parte un
abrazo, mientras se dispone a escribiros. En fin, todo el mundo se halla alegre,
excepto yo: únicamente vos sois el regañón. Decid a Mr. de Fontanes, que he comido
en casa de Mr. Saget.»

Este Mr. Saget era la providencia de los canónigos: vivía cerca de Sainte-Foix,
en la religión del buen vino. A su casa se subía sobre poco más o menos, por el sitio
en que Rousseau había pasado la noche a orillas del Saona. Mr. Saget era un viejo y
del gado solterón, casado en otro tiempo, que llevaba una gorra verde, una levita de
camalote gris, un pantalón de mahón, medias azules y zapatos de castor. Había
vivido mucho tiempo en París, donde había estado en relaciones con Mlle.
Devienne. Esta le escribía cartas muy espirituales, le saqueaba y le daba muy
buenos consejos: él no hacía caso, porque nunca miraba el mundo por el lado serio,
creyendo al parecer, como los mejicanos, que el mundo había gastado ya cuatro
soles, y que en el último, (que es el que nos alumbra) los hombres habían sido
cambiados en monos. No se cuidaba del martirio de San Pothin y de San Ireneo, ni
de la degollación de los protestantes, colocados uno después de otro por orden de
Mandelot, gobernador de Lyon, y que todos tenían cortado el cuello por el mismo
lado. Frente por frente del campo de los fusilamientos de los Booteaux, me contaba
los detalles, en tanto que se paseaba por entre sus cepas salpicando su relación con
algunos versos de Loyse Labbé: no hubiera dejado escapar un solo bocado durante
las últimas desgracias de Lyon.

En ciertos días del año, en Sainte-Foix, se preparaba cierta cabeza de ternera


marinada, por espacio de cinco noches, cocida en vino de Madera y rellena de cosas
muy apetitosas. Algunas lindas muchachas del campo servían a la mesa,
escanciando excelente vino de su cosecha, encerrado en frascos de cabida de tres
botellas. Yo y el capítulo de sotana reverenciábamos el festín Saget.

Pronto dio fin nuestro anfitrión a sus provisiones: en la ruina de sus últimos
momentos, fue acogido por dos o tres antiguas queridas que habían saqueado su
vida, «especie de mujeres, dice San Cipriano, que viven como si pudieran ser
amadas, que sic vivis ut posis adamari».

Excursión a la Gran Cartuja.

Tratado de visitar la cartuja, siempre con Mr. Ballanche, abandonamos las


delicias de Capúa. Alquilamos una carretela que hacia un ruido desapacible con sus
desvencijadas ruedas. Llegados a Voreppe, nos paramos en una posada a lo último
de la ciudad. Al amanecer del día siguiente, montamos a caballo y partimos
precedidos de un guía. Ya en el pueblo de Saint-Laurent, al pie de la Gran Cartuja,
franqueamos la puerta del valle, siguiendo entre dos precipicios el camino que se
dirige al monasterio. Os he hablado en otra ocasión a propósito de Combourg, de lo
que experimenté en aquel sitio. Los abandonados edificios se hundían bajo la
vigilancia de una especie de guarda de ruinas. Un lego se había quedado allí para
cuidar de un solitario enfermo que acababa de morir. La religión había impuesto a
la amistad, la fidelidad y la obediencia. Vimos la estrecha sepultura acabada de
cubrir: entretanto, Napoleón, se prevenía a abrir otra más inmensa en Austerlitz. Se
nos enseñó todo el recinto del convento, las celdas, en cada una de las que había un
jardín y un taller; veíanse allí bancos de carpintero y ruedas de tornero; la mano
había dejado caer el escoplo. Una galería ostentaba los retratos de los superiores de
la Cartuja. El palacio ducal de Venecia, guarda también la serie de ritrati de los dux;
¡lugares y recuerdos distintos! Más arriba, a alguna distancia, se nos condujo a la
capilla del inmortal recluso de Le Sucur.

Después de haber comido en una espaciosa cocina, volvimos aponernos en


marcha, y nos encontramos a Mr. Chaptal, en otro tiempo boticario, después
senador, en seguida dueño de Chanteloup, e inventor del azúcar de remolacha;
ávido heredero de las bellas rosas indianas de Sicilia, perfeccionadas por el sol de
Otaiti. Al descender de las florestas, yo las veía ocupadas por los antiguos monjes;
durante siglos enteros se entretuvieron en llevar en sus mismos hábitos plantas de
abetos cubiertas con un poco de tierra, que después se han convertido en árboles
sobre las rocas. ¡Afortunados vosotros que cruzasteis el mundo sin ruido, y sin
dirigir hacia él la vista durante la travesía!

No habíamos tenido apenas tiempo de llegar a la puerta del valle, cuando


estalló una tempestad; un diluvio se precipita y espumosos torrentes saltaron
rugiendo de todos los barrancos. Mme. de Chateaubriand, a quien el miedo había
vuelto valiente, galopaba a través de los guijarros y a pesar de la lluvia y los
relámpagos. Había arrojado su paraguas para oír mejor los truenos; el guía le
gritaba: «¡Encomendad vuestra alma a Dios! ¡En nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo!» Llegamos a Voreppe con repique de campanas; los restos de la
tormenta estaban deshechos ante nosotros. A lo lejos, en la campiña se divisaba el
incendio de un pueblo; la luna asomaba la parle superior de su disco por encima de
las nubes, como la frente pálida y calva de San Bruno, fundador de la orden del
silencio. Monsieur Ballanche, todo chorreando agua, decía con su dulzura
inalterable: «Me encuentro como el pez en el agua.» He vuelto a ver a Voreppe en
este año de 1838; ya no hay tempestad; pero aun me quedan dos testigos, Mme. de
Chateaubriand y Mr. Ballanche. Lo hago notar, porque he tenido que hacer
mención con mucha frecuencia de los ausentes, en estas Memorias.

De vuelta a Lyon, dejamos allí a nuestro acompañante y marchamos a


Villeneuve. Os he contado ya lo que es esta pequeña villa, mis pesares y mis paseos
a orillas del Yonne con Mr. Joubert. Habitaban allí tres ancianas solteronas, las
señoritas Piat, lasque me recordaban las tres amigas de mi abuela en Plancouet, con
solo la diferencia de la posición social. Las vírgenes de Villeneuve, murieron una
después de otra, y yo me acuerdo de ellas contemplando una gradería llena de
yerba que hay a la entrada de su casa inhabitada. ¿Qué decían en sus tiempos estas
señoritas de pueblo? Hablaban de un perro y de un manguito que su padre las
había comprado antiguamente en la feria de Sens. Esto me entretenía tanto como el
concilio de esta ciudad, en el que San Bernardo hizo condenar a Abelardo, mi
compatriota. Las vírgenes del manguito pudieron ser, tal vez, otras Eloísas; alguna
vez tendrían amores, y sus cartas halladas un día, admirarán al porvenir. ¿Quién
sabe? Escribían, quizá a su señor, a su padre, a su hermano, a su esposo: «domino suo, imo
patri, etc.,» que se creían honradas con el nombre de querida o cortesana «concubinae
vel scorti.» «A pesar de todo su saber, dice un grave doctor, hallo yo que Abelardo,
hizo una admirable locura al requerir de amores a su discípula Eloísa.»

Muerte de Mme. de Caud.

En Villeneuve, me sorprendió un grande y nuevo dolor. Para referírosle es


preciso retroceder algunos meses antes de mi viaje a Suiza. Todavía habitaba en la
casa de la calle de Miromesnil cuando llegó a París Mme. de Caud en el otoño de
1804.

La muerte de la señora de Beaumont había acabado de alterar el juicio de mi


hermana: faltó muy poco para que no creyese su muerte, sospechase algún misterio
en aquella desaparición, y para que no colocase a la Providencia en el número de los
enemigos que se complacían en sus males. No tenía nada: la había buscado una
habitación en la calle Caumartin, engañándola en cuanto al precio del alquiler, y al
convenio que había celebrado con un fondista. Como una llama próxima a apagarse,
su talento esparcía una luz muy viva, se hallaba completamente iluminada. Escribía
algunas líneas que arrojada en seguida al fuego, o bien copiaba de diversas obras
los pensamientos que se encontraban en armonía con la disposición de su alma. No
permaneció mucho tiempo en la calle Caumartin, y se retiró al arrabal de Santiago,
convento de religiosas de San Miguel, de que era superiora Mme. de Navarra.
Lucila ocupaba una celdita, cuyas vistas daban al jardín, y observé que sus miradas
se dirigían con cierta sombría impaciencia a las religiosas que dentro de la cerca se
paseaban alrededor de los cuadros de legumbres. Conocíase que envidiaba a la
Santa, y que avanzando un poco más, aspiraba a ser un ángel. Santificaré estas
Memorias, depositando en ellas como reliquias estos billetes o cartas de Mme. de
Caud, escritos poco tiempo antes de que emprendiese su vuelo hacia su patria
eterna.

17 de enero.«Mi felicidad descansaba en ti y en Mme. de Beaumont, y vuestra idea


hacía desaparecer mi fastidio y mis pesares; mi exclusiva ocupación era el amaros.Esta noche
he reflexionado detenidamente sobre tu carácter y tu modo de vivir. Como tú y yo estamos
siempre próximos, se necesita, según creo, algún tiempo para conocerme: tan diversos son los
pensamientos de mi imaginación, y tan grande es la oposición en que mi timidez y mi especie
de debilidad exterior se encuentra con mi fuerza interior. Y he aquí que esto es demasiado
para mí Ilustre hermano mío, recibe las más expresivas gracias por las consideraciones,
deferencias y pruebas de amistad que incesantemente me has prodigado. Esta es la única carta
mía que recibirás por la mañana: por más que procuro participarte mis ideas, quedan, no
obstante, completamente grabadas en mí.»

Sin fecha.«Amigo mío, ¿crees seriamente que me hallo a cubierto de cualquier


impertinencia por parte de Mr. de Chenedolle? Estoy decidida a no invitarle a que continúe
sus visitas, y me resigno a que la del martes sea la última: no quiero abusar de su urbanidad.
Cierro para siempre el libro de mi destino, y le pongo el sello de. la razón: desde ahora, no
consultaré ya sus páginas, ni sobre las bagatelas, ni sobre las cosas importantes de la vida.
Renuncio a todas mis locas ideas; no quiero ocuparme de las de los demás ni apesadumbrarme
por ellas; me entregaré sin temor a todos los acontecimientos que puedan sobrevenir durante
mi peregrinación por este mundo. La atención o el cuidado que pongo en mí me causa lástima
verdaderamente. Dios solo puede afligirme en ti. Le doy gracias por el precioso, excelente y
querido regalo que me ha hecho en tu persona y por haber conservado mi vida sin mancha: he
aquí todos mis tesoros. Podría tomar por emblema de mi vida a la luna cubierta por una nube
con este mote; «Con frecuencia oscurecida, pero jamás empañada.» A Dios, amigo mío: quizá
te extrañará mi lenguaje desde ayer mañana. Después de haberte visto, he levantado mi
corazón hacia el Señor, y le he colocado todo entero al pie de la cruz, que es su único y
verdadero sitio.»

Jueves.«Buenos días, amigo mío, ¿de qué color son tus ideas hoy por la mañana? Por
lo que a mí hace, me acuerdo de que la única persona que pudo consolarme cuando temía por
la vida de Mme. de Farcy, fue la que me dijo: —Pero está en el número de las cosas posibles el
que muráis antes que ella. ¿Podía acaso hacerse una reflexión más exacta? Amigo mío, nada
como la idea de la muerte puede desembarazarme de pensar en el porvenir. Me apresuro, pues,
a alejarla de mí esta mañana, porque me hallo en disposición de decir muy buenas cosas.
Felices días, pobre hermano mío: consérvate alegre.»

Sin fecha.«Cuando existía Mme. de Farcy, como siempre estaba a su lado, no había
conocido la necesidad de hallarme en sociedad de pensamientos con alguien. Poseía este bien
sin apercibirme de él. más desde que hemos perdido a esta amiga, y las circunstancias me han
separado de ti, conozco el suplicio de no poder hacer jamás que descanse y se explaye mi
ánimo con la conversación de alguno: siento que mis ideas me hacen daño cuando no puedo
desembarazarme de ellas, lo cual consiste seguramente en mi mala organización. Sin
embargo, desde ayer estoy bastante satisfecha de mi valor. Ningún aprecio hago de mi mal
humor, mi tristeza, ni de la especie de desfallecimiento interior que experimento, y me he
abandonado a él. Continúa siendo siempre amable conmigo, en lo cual harás un acto de
humanidad. Buenos días, amigo mío: hasta luego según espero.»

Sin fecha.«Tranquilizaos, amigo mío: mi salud se restablece visiblemente. Con


frecuencia me pregunto a mí misma por que pongo tanto esmero en su conservación. Soy
como un insensato que edificase una fortaleza en medio de un desierto. Adiós, pobre hermano
mío.»

Sin fecha.«Como esta tarde padezco mucho de la cabeza, acabo de escribirte sencilla y
casualmente algunos pasajes de Fenelon para cumplir mi compromiso.»—«Cuando uno se
encierra dentro de sí mismo se encuentra demasiado estrecho; mas por el contrario, se disfruta
de una cómoda amplitud, cuando se abandona aquella prisión para entrar en la inmensidad
de Dios.»—«Bien pronto encontraremos lo que hemos perdido: todos los días dos acercamos a
ello a paso agigantado; avancemos un poco, y no tendremos ya por que llorar. Nosotros somos
los que morimos: lo que amamos vive y no morirá.»—«Os atribuís unas fuerzas engañosas,
como las que una abrasadora fiebre comunica al enfermo. Hace algunos días que se advierte
en vos un movimiento convulsivo para aparentar buen ánimo y alegría en el fondo de la
agonía.»«He aquí lo que mi cabeza y mal cortada pluma me permiten escribirte esta tarde. Si
quieres, mañana volveré a comenzar y tal vez te contaré roas. Buenas tardes, amigo mío. No
cesaré de repetirte que mi corazón se prosterna ante el de Fenelon, cuya ternura me parece tan
profunda, y la virtud tan elevada. Buenas tardes, amiguito.«Al despertarme, te dirijo mil
ternezas y cien bendiciones. Hoy por la mañana me siento bien, y me inquieta algún tanto si
podrás leer mi carta, y si esos pensamientos de Fenelon están bien escogidos. Temo que mi
corazón se haya mezclado mucha en ellos.»

Sin fecha.«¿Podrías imaginar que desde ayer me ocupo locamente en corregirte? Los
Blossac me han referido con el mayor secreto una anécdota tuya. Como no vea que en ella
hayas sacado partido de tus ideas, me complazco en procurar devolvértelas en todo su valor.
¿Puede acaso llevarse más lejos la audacia? Perdonadme, grande hombre; acordaos de que soy
vuestra hermana, y que por lo mismo me es permitido abusar algún tanto de vuestras
riquezas.»

San Miguel.«No te diré mas, ¿no vienes ya a verme? porque no teniendo que pasar
más que algunos días en París, conozco que tu presencia me es esencial. No vengas hasta las
cuatro, porque pienso salir y no volver hasta esa hora. Amigo mío, tengo en la cabeza mil
ideas contradictorias de cosas que me parecen existir y no existir, y que hacen en mí el efecto
de unos objetos que presentándose en un espejo, no puede nadie tocarlos, aun cuando se los ve
clara y distintamente.No quiero ocuparme ya de todo esto, y desde ahora lo abandono. No
tengo como tú el recurso de mudar de rumbo, pero me siento con el valor de no dar ninguna
importancia a las personas ni a las cosas de mis riberas, y de lijarme entera e
irrevocablemente en el autor de toda justicia y de toda verdad. Solo hay un disgusto del que
temo morir difícilmente, y es el de chocar al paso sin querer el destino de algún otro, no por el
interés que pudiera tomarse por mí: no soy tan loca para eso.»

San Miguel.«Amigo mío, jamás el sonido de tu voz me ha causado una sensación tan
dulce como cuando le oí ayer en mi escalera. Entonces mis ideas trataban de superar mi valor:
quedé enajenada de gozo al sentirte tan cerca de mí: te presentaste, y toda mi máquina volvió
a entrar en orden. Mi corazón siente a menudo repugnancia a apurar mi cáliz. ¿Cómo este
corazón que ocupa un espacio tan pequeño, puede contener tanta existencia y tantos pesares?
Estoy muy descontenta de mí misma, muy descontenta. Mis negocios y mis ideas me
arrebatan: ya casi no me ocupo de Dios, y me limito a decirle cien veces cada día. —Señor,
apresuraos a oír mis súplicas, porque mi espíritu desfallece.»

Sin fecha.«Hermano mío, no te fastidies con mis cartas, ni te incomode mi presencia:


piensa que bien pronto te verás para siempre libre de mis importunidades. Mi vida difunde su
última claridad, lámpara consumida en las tinieblas de una larga noche, y que ve nacer la
aurora en que va a morir. Dígnate, hermano mío, echar una sola mirada sobre los primeros
momentos de nuestra existencia; acuérdate de que con mucha frecuencia hemos estado
sentados sobre unas mismas rodillas, y estrechados contra un mismo seno, que mezclabas tus
lágrimas con las mías; que desde los primeros días de tu vida has protegido y defendido mi
frágil existencia; que eran comunes nuestros juegos, y que he participado de tus primeros
estudios. No te hablaré de nuestra adolescencia, de la inocencia de nuestro júbilo y de
nuestros pensamientos, y de la necesidad mutua de vernos sin cesar. Si te hago esta pintura
de lo pasado, lo confieso ingenuamente, hermano mío, es para hacerme revivir más en tu
corazón. Cuando por segunda vez partiste de Francia, me confiaste tu esposa, y me hiciste
prometerte que no me separaría de ella. Fiel a tan querida promesa, he presentado
voluntariamente mis manos a los hierros, y he entrado en esos lúgubres sitios ocupados
únicamente por las víctimas destinadas a la muerte. En aquellas tristes mansiones solo me
inquietaba tu suerte, y sin cesar interrogaba acerca de ti a los presentimientos de mi corazón.
Cuando recobré la libertad, el pensamiento de nuestra reunión me sostuvo únicamente en
medio de los males que me oprimían. Ahora, que sin remedio tengo perdida la esperanza de
pasar mis días a tu lado, tolera mis disgustos. Me resignaré con mi destino, aun cuando
pudiese disputarle, porque sufro crueles y desgarradoras penalidades. más cuando me haya
sometido a mi suerte... ¡Y qué suerte! ¿En dónde están mis amigos, mis protectores y mis
riquezas?... ¿A quién importa mi existencia, esta existencia abandonada de todos, y que pesa
enteramente sobre sí misma? ¡Dios mío!... ¿No son bastantes para mi debilidad mis males
presentes, sin añadirles además la espantosa perspectiva del porvenir?... Perdón, carísimo
amigo, me resignaré, cerraré los ojos sobre mi destino; como si durmiese el sueño de la muerte.
Pero durante los pocos días que he de permanecer en esta ciudad, déjame buscar en ti mis
últimos consuelos: déjame pensar que te es grata mi presencia. Cree que entre los corazones
que le aman, ninguno se acerca a la sinceridad y a la ternura de mi amistad hacia ti. Llena mi
memoria de dulces recuerdos, que a tu lado prolongan mi existencia. Ayer, cuando me
hablabas de ir a tu casa, me parecía que estabas desasosegado y triste, aunque tus palabras
eran afectuosas. Qué, hermano mío, ¿seria yo también para ti un objeto de indiferencia y de
fastidió?... Ya sabes que no he sido yo quien te ha propuesto la amable distracción de ir a verte,
y que te he prometido no abusar de ella, pero si has mudado de parecer, ¿por qué no me lo has
dicho con franqueza?... Ningún valor tengo yo contra tus delicadas escusas. En otro tiempo
me distinguías un poco más de la multitud, y me hacías justicia. Puesto que ahora cuentas
conmigo, iré luego a verte a las once, y de común acuerdo arreglaremos lo que más te
convenga para el porvenir. Te he escrito persuadida de que no tendría valor para decirte una
sola palabra de lo que contiene esta carta.»

Estas líneas, tan sentidas y admirables, fueron las últimas que recibí, y me
alarmaron por la profunda tristeza que se advertía en ellas. Corrí al convento de
San Miguel; mi hermana se paseaba en el jardín con Mme. de Navarra: en cuanto se
la avisó que yo estaba allí, se apresuró a volver a su cuarto. Hacia visibles esfuerzos
para recordar sus ideas, y por intervalos se observaba en sus labios un ligero
movimiento convulsivo. La supliqué que recobrase toda su razón, que no me
volviese a escribir cosas tan injustas, que me desgarraban el corazón, y que jamás
pensase que yo podía llegar a cansarme de ella, y me pareció que las palabras que
multiplicaba para distraerla y consolarla, la calmaron un poco. Me dijo que creía
que el convento la probaba mal, y que se hallarla mejor en una habitación aislada
hacia la parte del jardín de las Plantas, en donde podría ver a los médicos y pasearse.
La invité a que siguiese su gusto, añadiendo, que para que ayudase a su doncella
Virginia, la enviaría al anciano Saint Germain. Esta proposición la agradó al parecer
en extremo, por el recuerdo de Mme. de Beaumont, y me aseguró que iba a
ocuparse de su nueva habitación. Me preguntó qué pensaba hacer aquel verano, y
la contesté que iría a Vichy a reunirme con mi esposa, y en seguida a Villeneuve a
casa de Mr. Joubert, para volver desde allí a París, y la propuse que se viniera con
nosotros. Me respondió que quería pasar el verano sola, y que iba a enviar a
Virginia a Fougeres. Me separé de ella y la dejé más tranquila.

Mme. de Chateaubriand marchó a Vichy, y me preparaba a seguirla, pero


antes de dejar a París volví a ver a Lucila. Estaba muy afectuosa y me habló de sus
obritas, cuyos hermosos fragmentos hemos visto ya en el tomo primero de estas
Memorias. La animé a continuar aquel trabajo, me abrazó, me deseó un viaje feliz, y
me hizo que la prometiese el volver cuanto antes: me acompañó hasta la meseta de
la escalera, se apoyó en la barandilla, y me miró bajar tranquilamente. Cuando
estuve abajo me detuve, y levantando la cabeza grité a la infeliz que continuaba
mirándome... «Adiós, querida hermana, hasta la vista, cuídate mucho, y escríbeme
a Villeneuve: yo te escribiré, y espero que el invierno próximo consentirás en vivir
con nosotros.»

Por la tarde me avisté con el buen Saint Germain, y le di ordenes y dinero


para que rebajase en secreto los precios de todo lo pudiera necesitar.

La previne que me enterase de cuanto ocurriese, y que no dejase de avisarme


en el caso de que ella tuviese por desgracia que valerse de mí. Trascurrieron tres
meses, y al llegar a Villeneuve encontré dos cartas bastante tranquilizadoras en
cuanto a la salud de Madame de Caud; pero Saint Germain olvidaba hablarme en
ellas del nuevo domicilio y de los compromisos o convenios de mi hermana. había
comenzado a escribirla una larga carta, cuando Mme. de Chateaubriand cayó
peligrosamente enferma: me hallaba al lado de su lecho, y se me entregó una nueva
carta de Saint Germain: la abrí, y una línea fulminante y aterradora me participaba
la repentina muerte de Lucila.

Durante mi vida he tenido que entender en varios funerales, y me era muy


interesante para mi tranquilidad y el destino de mi hermana que sus cenizas fuesen
depositadas en un sitio conveniente. No me hallaba en París en el momento de su
muerte, ni tenía allí ningún pariente: retenido en Villeneuve por el peligroso estado
de mi esposa, no pude correr a aquellos restos queridos y sagrados: las órdenes
comunicadas desde lejos llegaron demasiado tarde para evitar un entierro común.
Lucila se encontraba completamente aislada, no tenía ningún amigo, y solo era
conocida del antiguo criado de Mme. de Beaumont, como si estuviese encargado de
enlazar la suerte de ambas. Acompañó solo al abandonado féretro, y él mismo
murió también antes que las dolencias de Mme. de Chateaubriand me permitiesen
trasladarla otra vez a París.

Mi hermana fue sepultada entre los pobres; pero ¿en qué cementerio había
sido colocada? ¿en qué inmóvil ola de un océano de cadáveres había sido
sumergida....? ¿En qué casa espiró después que salió de la de las religiosas de San
Miguel? Aun cuando al hacer averiguaciones, al compulsar los archivos de las
municipalidades, y los libros de las parroquias encontrase el nombre de mi
hermana, ¿de qué me serviría? ¿Volvería a hallar al mismo encargado del fúnebre
recinto? ¿Encontraría al que abrió una huesa sobre la que no se había colocado
nombre ni inscripción alguna? Las toscas manos que fueron las últimas que tocaron
aquella arcilla pura, ¿habrían conservado algún recuerdo de ella? ¿qué nomenclátor
de las sonaras me indicaría la borrada tumba? ¿no podía equivocarse entre el polvo
de los sepulcros? ¡Pues que el cielo lo ha querido así, qué Lucila se pierda para
siempre...! En esta circunstancia encuentro una distinción de las sepulturas de mis
demás amigos. La que me ha precedido en este mundo y en el otro, ruega por mí al
Redentor; le ruega desde en medio de los indigentes despojos, entre los que se
hallan confundidos los suyos: así descansa entre los preferidos de Jesucristo, la
madre de Lucila y mía. Dios habrá sabido reconocer muy bien a mi hermana, y ella
que tan poco apegada se hallaba a la tierra, no debía dejar en su superficie huella
alguna. Me ha abandonado, pero yo no he dejado de verter lágrimas ni un solo día.
Lucila gustaba de ocultarse, y yo la he formado en mi corazón un albergue solitario,
del que no saldrá sino cuando yo cese de vivir.

Estos son los verdaderos y los únicos acontecimientos de mi vida real. En el


momento en que perdía a mi hermana, ¿qué me importaban los millares de
soldados que caían exánimes en el campo de batalla, la ruina de los tronos, ni la
mudanza de la faz del mundo?

La muerte de Lucila me tocó en el fondo de mi alma: con ella desaparecía mi


infancia en medio de mi familia, y los primeros vestigios de mi existencia. Nuestra
vida se asemeja a esas frágiles apuntaladas en el cielo con botareles o estribos: no se
arruinan a un mismo tiempo, sino que van desprendiéndose sucesivamente:
todavía apoyan alguna galería cuando ya faltan del santuario o de otras, partes
esenciales del edificio. Madama de Chateaubriand, mal parada aun, y resentida por
los imperiosos caprichos de Lucila, solo vio en aquel funesto desenlace el principio
de su libertad. Seamos dulces si queremos ser amados: la altivez del talento y las
cualidades superiores, sólo las lloran los ángeles. Pero yo no puedo participar del
consuelo de Mme. de Chateaubriand.

PARÍS, 1839.

Revisado en diciembre de 1846.


Años de mí vida, 1805 y 1806.— Vuelvo a París.— Salgo para el Levante.

Cuando al regresar a París por el caminó de Borgoña divisé la cúpula de


Val-de-Grace y la media naranja de Santa Genoveva que domina el jardín de las
Plantas, se me despedazó el corazón: ¡todavía tenía que dejar en el camino una
compañera de mi vida....! Fuimos a parar a la fonda de Coislin, y aunque Mres. de
Fontanes, Joubert, Clausel y Molé iban a visitarme y a acompañarme por las noches,
me hallaba tan abatido por mis recuerdos y pensamientos que ya no podía resistir
más. Había quedado solo detrás de los queridos objetos que me habían abandonado,
como un marino extranjero, cuyo empeño ha concluido, y que no tiene ni patria ni
hogar: golpeaba la tierra con mi pie, y estaba impaciente por arrojarme a nado en un
nuevo océano para refrescarme y atravesarle. Criado en el Pindo y cruzado en
Solimá, tenía vehementes deseos de ir a mezclar mi desamparo con las ruinas de
Atenas, y mi llanto con las lágrimas de la Magdalena.

Fui a ver a mi familia a Bretaña, regresé a París, y el 13 de julio de 1806, salí


para Trieste. Mme. de Chateaubriand me acompañó hasta Venecia, a donde fue a
reunirse con ella Mr. de Ballanche.

Referida mi vida hora por hora en el Itinerario, nada me quedaría que decir
aquí sino fuese por algunas cartas desconocidas, escritas y recibidas durante mi
viaje. Julián, mi criado y compañero, ha formado también su Itinerario, como los
pasajeros de un buque llevan su diario particular en un viaje de descubrimientos. El
manuscrito que pone a mi disposición, servirá de registro a mi narración: Yo seré
Cook, el será Clerke.

Para hacer más palpable la diferencia que existe en la sociedad y la


jerarquiza de las inteligencias, mezclaré mi relación a la de Julián. Le dejaré hablar
el primero porque refiere algunos días de navegación cuando no me encontraba yo
a bordo, desde Modon a Esmirna.

Itinerario de Julián.«Nos embarcamos el viernes 1° de agosto, más no siendo favorable


el viento para zarpar del puerto permanecimos en él hasta el día siguiente al rayar el alba.
Entonces el piloto del puerto vino a prevenirnos que nos podía sacar de él. Como jamás me
había embarcado, tenía formada una idea muy exagerada del peligro, porque no veía ninguno
en los dos primeros días, más al tercero, nos sorprendió una violenta tempestad: los
relámpagos y truenos eran terribles, y la mar se engruesó con una fuerza espantosa. Nuestra
tripulación solo se componía de ocho marineros, un capitán, un oficial, un piloto, un cocinero
y cinco pasajeros incluidos mi amo y yo, lo cual formaba un total de diez y siete hombres.
Entonces nos pusimos todos a ayudar a los marineros para plegar las velas, a pesar de la
abundante lluvia que sobre nosotros caía, y que nos obligó a quitarnos los vestidos para
trabajar más desembarazadamente. Aquella faena me tenía ocupado y me hacia olvidar el
riesgo, que en verdad aparece más temible de lo que es en realidad, por la idea que nos
formamos de él. Durante dos días, las tempestades se sucedieron unas a otras, lo cual me hizo
adquirir intrepidez en mis primeros días de navegación, y que no sufriese la menor
incomodidad. Mi amo temía que me marease, y cuando se restableció la calma me dijo: «Estoy
satisfecho por el buen estado de vuestra salud; habéis soportado bien estos dos días de
tempestad, y podéis tranquilizaos con respecto a cualquier otro contratiempo.» Pero
felizmente nada ocurrió en el resto de nuestra travesía hasta Esmirna. El 10, que era domingo,
mi amo hizo que se abordase cerca de una ciudad turca llamada Modon en donde desembarcó
para ir a Grecia. Entre nuestros compañeros de viaje había dos milaneses que se dirigían a
Esmirna a ejercer su oficio de ojalatero y fundidor de estaño. Uno de ellos llamado José,
hablaba bastante bien la lengua turca, y mi amo le propuso se fuese con él como criado
intérprete, del cual hace mención en su Itinerario. Al dejarnos nos dijo que su viaje solo
duraría algunos días, que se reuniría con el buque en una isla en que debíamos detenemos
cuatro o cinco días, y que nos esperaría en ella si llegaba antes que nosotros. Como mi amo
encontró en aquel hombre lo que le convenía para su pequeña excursión (de Esparta y
Atenas), me dejó a bordo para continuar mi camino a Esmirna, y cuidar de nuestro equipaje.
Me entregó una carta de recomendación para el cónsul francés, por si acaso no se reunía con
nosotros, como así sucedió en efecto. El cuarto día llegamos a la isla indicada: el capitán bajó
a tierra, y mi amo no estaba allí; pasamos la noche y le esperamos hasta las siete de la mañana.
El capitán volvió de tierra y manifestó que era forzoso partir, porque hacía buen viento, y
poique estaba obligado a aprovecharlo todo para su travesía: además, veía un pirata que
procuraba acercársenos, y era urgente prepararse prontamente para la defensa: hizo cargar
sus cuatro cañones, y que se subiesen al puente los fusiles, pistolas y armas blancas: más
como el viento nos era ventajoso el pirata nos abandonó: el lunes 18 a las siete de la tarde
llegamos al puerto de Esmirna.»

Después de haber atravesado la Grecia, y tacado en Zea y en Chío, encontré a


Julián en Esmirna. Aun ahora veo en mi memoria a la Grecia como uno de esos
círculos brillantes, que se perciben algunas veces al cerrar los ojos. Sobre esa
fosforescencia misteriosa se ven como grabadas ruinas de una arquitectura fina y
admirable, y todo su conjunto es aun más resplandeciente por no sé qué claridad de
las musas. ¡Cuándo volveré yo a encontrar el tomillo del Himeto, y las adelfas de las
orillas del Eurotas! Uno de los hombres a quienes he dejado con más envidia en
aquellas playas extranjeras, es el administrador de la aduana turca del Pireo:
custodio de tres puertos desiertos, vivía solo, y podía dirigir sus miradas sobre islas
azuladas, promontorios brillantes, y dorados mares. Allí yo no oía más que el ruido
de las olas en el destruida sepulcro de Temístocles, y el murmullo de lejanos
recuerdos: en el silencio de las ruinas de Esparta, la misma gloria permanecía
muda.

Abandoné en la cuna de Melegisenes, a mi pobre dragoman José el milanés,


en una tienda de hojalatero, y me dirigí hacia Constantinopla. Pasé a Pérgamo,
porque quería ir a Troya, pero al principio de mi camino me aguardaba una caída
del caballo, no porque mi pegaso tropezase, sino porque yo iba durmiendo. He
referido este accidente en mi Itinerario y Julián le cuenta en el suyo, en el que hace
acerca de los caminos y los caballos observaciones de cuya exactitud certifico.

Itinerario de Julián.«Mi amo que se había dormido sobre su caballo, cayó al suelo sin
despertarse. Al punto se detuvo el caballo, como también el mío que le seguía. Al momento
eché pie a tierra para saber la causa, pues me era imposible verle a la distancia de seis pies: le
descubrí medio dormido al lado del caballo, y muy asombrado de verse en el suelo: me aseguro
que no se había herido. Su caballo no procuró escaparse, lo cual hubiera sido muy peligroso,
porque cerca de donde estábamos se encontraban unos precipicios.»Al salir de la Soumma,
después de haber pasado a Pérgamo, tuve con mi guía la disputa que se lee en el itinerario. He
aquí la narración de Julián.«Salimos muy temprano de aquella aldea, y a poca distancia me
sorprendió ver a mi amo muy encolerizado con nuestro conductor, y le pregunté el motivo.
Entonces me dijo que en Esmirna había convenido con el conductor, en que al paso le llevaría
por las llanuras de Trova, y que en aquel momento se negaba a ello, bajo pretexto de que
aquellas llanuras se hallaban infestadas de ladrones. Mi amo no quería creerlo, y no
escuchaba a nadie. Como yo veía que cada vez se irritaba más, hice una seña al conductor para
que se colocase cerca del intérprete y del jenízaro, y me explicase lo que le habían dicho acerca
de los peligros a que podíamos vernos expuestos en las llanuras que mi amo quería visitar. El
conductor dijo al intérprete que se le había asegurado era necesario caminar en gran húmero
para no ser atacados, y el jenízaro confirmó lo mismo. Entonces me aproximé a mi amó, le
repetí lo que me habían dicho los tres, y además, que a una jornada de distancia,
encontraríamos un pueblecito, en donde había una especie de cónsul que podría informarnos
de la verdad. Con esta relación, mi amo se apaciguó, y continuamos nuestro camino hasta
aquel lugar. En cuanto llegó fue a casa del cónsul que le dijo todos los riesgos a que se exponía
si perseveraba en su ánimo de ir en tan corto número a las llanuras de Troya. Viose, pues, mi
amo, obligado a renunciar a su proyecto, y continuamos nuestra marcha a Constantinopla.»
Llego a Constantinopla.

Mi itinerario.«La ausencia casi total de las mujeres, la falta de carruajes, y las jaurías
o cuadrillas de perros sin dueño, fueron los tres caracteres distintivos que desde luego
llamaron mi atención en lo interior de aquella ciudad extraordinaria. Como no se usan más
que babuchas, no se oye ruido de coches ni carros, no hay campanas ni casi ningún oficio de
los en que se emplea el martillo, reina un continuo silencio. Veis en derredor vuestro una
multitud muda; que parece quiere pasar sin ser vista, y que aparenta siempre ocultarse a las
miradas de su amo. Llegáis sin cesar desde un bazar a un cementerio, como si los turcos no
estuviesen allí más que para comprar, vender, y morir. Los cementerios, sin paredes y
situados en medio de las calles, son unas magnificas avenidas de cipreses, en los que hacen
sus nidos las palomas, que participan de la paz de los muertos. Acá y allá se descubren
algunos monumentos antiguos, que no tienen relación ni con los hombres modernos, ni con
los nuevos monumentos de que están rodeados: diríase que han sido trasportados a aquella
ciudad oriental por efecto de un talismán. Ninguna señal de alegría, ninguna apariencia de
felicidad se presenta ante vuestros ojos; lo que se ve no es un pueblo, sino un rebaño que un
imán conduce, y que un jenízaro degüella. En medio de las prisiones y de los baños se eleva el
Serrallo, capitolio de la servidumbre: allí es en donde un custodio execrable conserva
cuidadosamente los gérmenes de la peste y las leves primitivas de la tiranía.Itinerario de
Julián.«El interior de Constantinopla es muy desagradable por su pendiente hacia el canal y
el puerto: en todas las calles que bajan en aquella dirección (que todas están mal empedradas)
es necesario poner muy cerca unos de otros, varios obstáculos para impedir que las aguas
arrastren la tierra. Hay pocos carruajes: los turcos hacen más uso que las demás naciones, de
caballos de silla: en el cuartel francés hay algunas sillas de manos para las señoras. Hay
también camellos, caballos de carga para el trasporte de las mercaderías. Se encuentran
además mozos de cuerda, que son turcos, que tienen unos palos gruesos y largos; pueden
colocarse cinco o seis en las extremidades de ellos, y de este modo llevan cargas enormes con
un paso regular; un solo hombre lleva también fardos muy pesados. Llevan una especie de
garfio que les ocupa parte de la espalda hasta los riñones, y en él colocan, equilibrados con
admirable destreza, todos los paquetes sin que sea necesario atarlos.»

Desde Constantinopla a Jerusalén.

Me embarqué en un buque que conducía peregrinos griegos a la Siria.


Mi itinerario.«Éramos en el buque cerca de doscientos pasajeros entre hombres,
mujeres, ancianos y niños. A los dos lados del entrepuente se veían otras tantas esterillas
colocadas en buen orden. En aquella especie de república cada uno desempeñaba su faena a su
elección: las mujeres cuidaban sus hijos, los hombres fumaban y preparaban la comida, y los
papas conversaban familiarmente. Por todas partes se oían los sonidos de las bandurrias,
violines y liras: todos cantaban; bailaban, reían o rezaban: la alegría era general. Me
señalaban hacia La parte del Mediodía, y me decían... ¡Jerusalén!.. y yo contestaba...
Jerusalén!... En fin, sin el temor hubiéramos sido las gentes más felices de este mundo: pero al
menor viento los marineros plegaban las velas y los peregrinos exclamaban, Christos kyrie
eleison. Pasada la tempestad volvíamos a recobrar nuestra audacia.»

Aquí me confieso batido por Julián.

Itinerario de Julián.«Nos fue preciso ocuparnos de nuestra partida para Jaffa, que se
efectuó el jueves 18 de setiembre. Nos embarcamos en un buque griego, en donde había entre
hombres y mujeres unos ciento y cincuenta griegos qué iban en peregrinación a Jerusalén,
por lo que el buque se encontraba poco desahogado. Como los demás pasajeros, llevábamos
nuestras provisiones y utensilios de cocina, que compré yo en Constantinopla. Además tenía
otra provisión bastante completa que me había dado el señor embajador, compuesta de
excelentes bizcochos, jamones, salchichones, sesos, vinos de diferentes clases, ron, azúcar,
limones, y hasta tintura de quina para la fiebre. Me encontraba, pues, con una provisión
abundante que economizaba cuanto me era posible, por que sabia que en llegando a tierra no
tendría ningún otro recurso, por hallarse interceptado todo a los extranjeros.«Nuestra
travesía, que solo fue de trece días, me pareció en extremo larga por las muchas
incomodidades y poca limpieza que había en el buque. Durante algunos días que tuvimos mal
tiempo, las mujeres y niños se marearon, y se tendían y vomitaban por todas partes, por
manera que nos vimos obligados a dejar nuestro camarote y a dormir sobre el puente. Allí
comíamos con más comodidad que en cualquier otro sitio, pues tomamos el partido de esperar
a que nuestros griegos concluyesen su baturrillo.»Paso el estrecho de los Dardanelos, toco en
Rodas, y tomo un piloto para la costa de Siria. —Una calma nos detiene a vista del continente
del Asia, casi enfrente del antiguo cabo de Celedonia.— Permanecimos dos días en el mar sin
saber en donde nos encontrábamos.

Mi itinerario.«El tiempo era tan hermoso y el aire tan apacible, que todos los pasajeros
permanecían por la noche sobre el puente. Yo había disputado una parte del alcázar de popa a
dos monjes griegos muy gruesos, del orden de San Basilio, que tuvieron que cedérmela
refunfuñando. Allí dormía el 30 de setiembre, cuando a las seis de la mañana, me despertó un
confuso ruido de voces: abrí los ojos y vi que los peregrinos miraban hacia la proa del buque.
Pregunté lo que era y se me contestó: ¡Signor il Carmelo!... Se había levantado el viento a las
ocho de la noche, y durante ella habíamos llegado a vista de las costas de Siria. Como me
acosté vestido estuve al momento en pie, enterándome de la sagrada montaña: todos se
apresuraban a enseñármela con la mano, pero yo nada veía por causa del sol que comenzaba a
elevarse en frente de nosotros. Aquel momento tenía algo de religioso y augusto: todos los
peregrinos con el rosario en la mano, permanecían silenciosos en la misma actitud, esperando
la aparición de la Tierra Santa. El jefe de los papas oraba en voz alta: no se oía más que aquella
oración y el ruido de la marcha del buque, que el viento más favorable impelía sobre una mar
brillante. De cuando en cuando resonaba un grito en la proa al volverse a ver el Carmelo. Por
último, yo mismo divisé esta montaña, como una mancha redonda por debajo de los rayos del
sol. Entonces me arrodillé como hacen los latinos, pero no sentí aquella especie de turbación
que experimenté al descubrir las costas de la Grecia. Sin embargo, la vista de la cuna de los
israelitas y de la patria de los cristianos, me llenó de júbilo y de respeto. Iba a bajar a la tierra
de los prodigios, a las fuentes de la más asombrosa poesía, a los lugares, en fin, en que
humanamente hablando, se efectuó el acontecimiento más grande que haya mudado jamás la
faz del mundo...«Al medio día nos faltó el viento, pero volvió a soplar a las cuatro: por la
ignorancia del piloto avanzamos más de lo necesario!... a las dos de la tarde volvimos a ver a
Jaffa.«Vino de tierra un bote con tres religiosos: bajé a reunirme con ellos y entramos en el
puerto por una abertura hecha entre las rocas, peligrosa aun para un esquife.«Los árabes de la
playa se metieron en el agua hasta la cintura para conducirnos en sus hombros. Allí pasó una
escena bastante divertida: mi criado llevaba un redingote blanquizco: como el blanco es el
color de distinción entre los árabes juzgaron que Julián era el scheik. Apoderáronse de él, y le
llevaban en triunfo a pesar de sus protestas: mientras que merced a mi vestido azul me
salvaba obscuramente sobre la espalda de un andrajoso mendigo.»

Ahora oigamos a Julián, principal actor de aquella escena.

Itinerario de Julián.«Lo que me entrañó mucho fue el ver llegar seis árabes para
conducirme a tierra, mientras que solo había dos para mi amo, al cual le divertía mucho
verme llevar como una caja. Yo no sé si mi traje les pareció más brillante que el de mi amo:
llevaba éste un redingote oscuro con botones de la misma tela, el mío era blancuzco con
botones de metal blanco que brillaban bastante con el sol que hacia: esto quizá seria lo que
produjese su equivocación.«El miércoles 1° de octubre entramos en el convento de religiosos
de Jaffa, que son de la orden de San Francisco, y que hablan el latín e italiano, pero muy poco
el francés. Nos recibieron muy bien e hicieron todo lo posible para proporcionarnos cuanto
nos era necesario.»Llego a Jerusalén.— Por consejo de los padres del convento atravieso con
presteza la Ciudad Santa para ir al Jordán. Después de detenerme en el convento de Belén,
parto con una escolta de árabes y me detengo en San Saba. A la media noche me encuentro en
las orillas del mar Muerto.

Mi itinerario.«Cuando se viaja por la Judea se apodera del corazón al principio un


gran fastidio: pero cuando después de pasar de soledad en soledad, se extiende ante vuestra
vista un espacio sin límites, se disipa poco a poco el disgusto, y se experimenta un terror
secreto que lejos de abatir el alma, da valor y eleva el genio. Vistas extraordinarias descubren
por todas partes una tierra trabajada por los milagros: el sol ardiente, el águila impetuosa, la
higuera estéril, toda la poesía y todas las pinturas de la Sagrada Escritura se encuentran allí.
Cada nombre encierra un misterio, cada gruta declara el porvenir, cada cima de las montañas
resuena con el acento de un profeta. El mismo Dios ha hablado en aquellas playas: los
torrentes secos, las montañas hendidas, los sepulcros entreabiertos atestiguan el prodigio: el
desierto aparece todavía mudo de terror, y podría decirse que no se ha atrevido a romper el
silencio, desde que oyó la voz del Eterno.«Bajamos de la montaña con objeto de pasar la noche
a orillas del mar Muerto, para remontar o subir en seguida el Jordán.»

itinerario de Julián.«Nos apeamos de los caballos para dejarlos descansar y comer,


como también nosotros que, teníamos una buena merienda que nos habían preparado los
religiosos de Jerusalén. Concluida nuestra colación los árabes se apartaron a alguna distancia
de nosotros, para aplicar el oído a la tierra a escuchar si oían algún ruido. Habiéndonos
asegurado que podíamos estar tranquilos, cada uno procuró dormirse. Aunque estaba echado
sobre las piedras disfrutaba de un sueño profundo cuando me despertó el amo a las cinco de la
mañana para que todos se preparasen a continuar la marcha. Ya había llenado una
cantimplora de hoja de lata que cabía cerca de tres cuartillos, de agua del mar Muerto, para
llevarla a París.»

Mi itinerario.«Levantamos el campo, y durante hora y media caminamos con mucho


trabajo por una arena blanca y fina. Nos acercábamos a un bosquecillo de árboles de bálsamo
y tamarindos, que con gran asombro veía elevarse en un terreno estéril. De repente los
betlemitas se detuvieron y me mostraron con la mano, en el fondo de un barranco una cosa
que yo no había visto. Sin poder decir lo que era entreveía como una especie de arena en
movimiento en medio de la inmovilidad del terreno. Me acerqué a tan singular objeto y vi un
rio amarillento cuya arena de ambas orillas difícilmente podía distinguir. Su cauce era
profundo, sus aguas gruesas, y corría con lentitud: era el Jordán...«Los betlemitas se
desnudaron y se sumergieron en él. Yo no me atreví a imitarlos por la fiebre que
constantemente me atormentaba.

Itinerario de Julián.«Llegamos al Jordán a las siete de la mañana, por medio de


arenales en que nuestros caballos se metían hasta las rodillas, y por fosos y hoyos que los
costaba sumo trabajo subir. Recorrimos la ribera hasta las diez, y para refrigerarnos, nos
bañamos cómodamente a la sombra de unos arbustos que se hallan en la margen del rio.
Hubiera sido fácil pasar a nado a la otra orilla, porque en el sitio en donde nosotros estábamos
no tenía de ancho más que unos doscientos cuarenta pies; pero no era prudente hacerlo porque
había árabes que procuraban sorprendernos y en poco tiempo se reúnen muchos. Mi amo
llenó la segunda cantimplora de agua del Jordán.»Volvimos a entrar en Jerusalén: a Julián no
le hicieron gran impresión los santos lugares: como verdadero filósofo, es seco: «El Calvario,
dice, está en la misma iglesia, sobre una eminencia semejante a otras muchas alturas a que
habíamos subido y desde donde no se ve a lo lejos más que tierras sin cultivo, y por todos lados
árboles, zarzales y arbustos roídos por los animales. El valle de. Josafat se encuentra fuera, al
pie de las murallas de Jerusalén, y se asemeja al foso de una fortaleza.»Dejé a Jerusalén, llegué
a Jaffa y me embarqué para Alejandría. Desde Alejandría fui al Cairo, y dejé a Julián en casa
de Mr. Drovetti que tuvo la bondad de fletarme un buque austríaco para Túnez. Julián
continua su diario en Alejandría. «Hay, dice, judíos, que como en todas partes donde se
encuentran, se dedican al agiotaje. A media legua de la ciudad se encuentra la columna de
Pompeyo, que es de granito de color rojizo, sobre un pedestal de piedra de sillería.»

Mi itinerario.«El 23 de noviembre, siéndonos el viento favorable, me trasladé a bordo.


Abracé a Mr. Drovetti en la ribera; y nos prometimos amistad y recuerdos. Pago hoy día mi
deuda.«Levamos el áncora a las dos, y un piloto nos puso fuera del puerto. El viento era débil
y de la parte del Mediodía. Permanecimos tres días a la vista de la columna de Pompeyo que
descubríamos en el horizonte. La noche del tercer día oímos el cañonazo de retreta del puerto
de Alejandría, que fue como la señal definitiva de nuestra partida, porque se levantó el viento
del Norte, e hicimos vela al Occidente.«El 1° de diciembre fijándose el viento al Oeste, nos
obstruyó el camino. Poco a poco fue bajándose al Sudoeste, y se convirtió en una tempestad
que no cesó hasta nuestra llegada a Túnez. Para ocupar el tiempo, copiaba y ponía en orden
las notas de este viaje, y las descripciones de los Mártires. Por la noche me paseaba por el
puente con el segundo, el capitán Dinelli. Las noches que se pasan en medio de las olas en un
buque combatido por la tempestad, no son estériles; la incertidumbre del porvenir da a los
objetos su verdadero valor; contemplada la tierra desde una mar tempestuosa, se asemeja a la
vida considerada por un nombre que va a morir.»

Itinerario de Julián.«Después de nuestra salida del puerto de Alejandría, lo pasamos


bastante bien los primeros días, pero esto no duró mucho porque en toda la travesía tuvimos
siempre mal viento y peor tiempo. había constantemente de guardia sobre el puente un oficial,
el piloto y cuatro marineros. Cuando al declinar el día veíamos que íbamos a tener mala noche,
nos subíamos al puente. A cosa de la media noche hacia el ponche: principiaba a servirle
siempre por nuestro piloto, los cuatro marineros, y luego a mi amo, el oficial y yo; pero no lo
tomábamos tan tranquilamente como en un café. Aquel oficial tenía más disposición que el
capitán, y hablaba muy bien el francés, lo cuál nos sirvió de mucha complacencia en nuestro
viaje.»Continuamos nuestra navegación y fondeamos delante de las islas Kerkeui.

Mi itinerario.«Con gran júbilo nuestro, se levantó una tempestad por la parle del
Sudeste, y en cinco días llegamos a las aguas de la isla de Malta. La descubrimos la víspera de
Navidad, pero el mismo día de la Natividad, volviéndose el viento al Oeste-Noroeste, nos
arrojó al Mediodía de Lampedusa. Permanecimos diez y ocho días en la costa oriental del
reino de Túnez, entre la vida y la muerte: jamás olvidaré el día 28.«Echamos el ancla al frente
de la isla de Kerkeui, y permanecimos ocho días en la pequeña Syrte, en donde vi comenzar el
año de 1807. ¿Bajo cuántos astros y con cuan varia fortuna había ya visto renovarse para mí
los años, que pasan con tanta presteza o son tan largos?... ¿Cuán lejos estaban de mí los
tiempos de mi infancia en que recibía con el corazón palpitante de alegría la bendición y los
regalos paternales?... ¿Con qué impaciencia esperaba aquel primer día del año?.. Y ahora,
sobre un buque extranjero, en medio del mar, a vista de una tierra bárbara, este primer día
desaparecía para mí sin testigos, sin placeres, sin los abrazos de la familia, sin esos tiernos
deseos de felicidad que una madre forma para su hijo con tanta sinceridad. Este día que nacía
en el seno de las tempestades, solo dejaba caer sobre mi frente los cuidados, los disgustos y las
canas.»Julián se halla expuesto a la misma suerte, y me reprende una de esas impaciencias de
que felizmente me he corregido.

Itinerario de Julián.«Estábamos muy cerca de la isla de Malta y corríamos el riesgo de


poder ser vistos por algún buque inglés que nos hubiera obligado a entrar en el puerto, pero
ninguno salió a nuestro encuentro. Nuestra tripulación se hallaba fatigada, y el viento
continuaba siéndonos contrario. Examinando el capitán su carta, vio un surgidero llamado
Kerkeui, del que no estábamos muy distantes, e hizo vela hacia él sin prevenírselo a mi amo,
quien viendo que nos aproximábamos al fondeadero se incomodó por no haber sido consultado,
y dijo al capitán que debía continuar su camino puesto que había sufrido un temporal mucho
más recio. Pero habíamos avanzado demasiado para volver a tomar nuestro derrotero, y por
otra parte la prudencia del capitán mereció la aprobación general, por que aquel mes el viento
fue muy violento y la mar estuvo embravecida. Obligados a permanecer en el ancladero veinte
y cuatro horas más de lo que habíamos previsto, mi amo manifestó un vivo disgusto al capitán,
a pesar de las justas razones que éste le daba.«Hacía cerca de un mes que navegábamos y no
nos faltaban más que siete u ocho horas para llegar al puerto de Túnez, más de repente arreció
el viento con tal violencia que tuvimos que meternos más adentro, y permanecimos tres
semanas sin poder arribar al puerto. Entonces mi amo volvió a censurar al capitán por haber
perdido treinta y seis horas en el surgidero.Y no se le podía convencer de que hubiéramos
corrido más riesgo sin la previsión de aquel marino. La desgracia que más me impresionaba,
era el ver que mis provisiones disminuían, y no sabia cuando terminaría nuestro viaje.»

Pisé por fin el suelo de Cartago: en casa de Mr. y de Mme. Devoise encontré
la más generosa hospitalidad. Julián pinta con bastante exactitud a mi patrón, y
habla también de la campiña y de los judíos: «Rezan y lloran, dice.»

Habiendo podido conseguir pasar a bordo de un brick americano, atravesé el


lago de Túnez para trasladarme a la Goleta. «Por el camino, dice Julián, pregunté a
mi amo si había tomado el dinero que colocó en el bufete de la habitación en donde
dormía, y me contestó que se le había olvidado, por lo que me vi precisado a volver
a Túnez.» Jamás puedo acordarme del dinero.

En cuanto llegamos de Alejandría, echamos el ancla en frente de los restos de


la ciudad de Aníbal. Los miraba desde la orilla sin poder adivinar lo que eran.
Divisaba algunas cabañas de moros, y una ermita musulmana en la punta de un
cabo avanzado: las ovejas pastaban entre las ruinas, ruinas tan poco aparentes, que
apenas las distinguía del terreno que ocupaban: aquella era Cartago; la visité antes
de embarcarme para Europa.

Mi itinerario.«Desde la cima de Byrsa, la vista abraza las ruinas de Cartago, que son
más numerosas de lo que generalmente se cree: se asemejan a las de Esparta, y aunque no
están bien conservadas, ocupan un espacio considerable. Las vi en el mes de febrero; las
higueras, olivos y algarrobas echaban ya las primeras hojas: grandes angélicas y acantos
ostentaban su verdor entre pedazos de mármol de todos colores. A lo lejos se presentaba a mi
vista un doble mar, islas muy distantes, una risueña campiña, lagos y montañas azuladas:
descubría bosques, navíos, acueductos, aldeas moriscas, ermitas mahometanas, minaretes, y
los blancos edificios de Túnez. Millares de estorninos reunidos en batallones, y cual si fuesen
nubes, revoloteaban por encima de mi cabeza. Rodeado de los mayores y más tiernos
recuerdos, pensaba en Dido, en Sofonisba, y en la bella esposa de Asdrúbal: contemplábala
vasta llanura en donde yacen sepultadas las legiones de Aníbal, de Escipión y de César, y mis
ojos deseaban descubrir el sitio del palacio de Utica. ¡Ay! todavía existen en Caprea los restos
del palacio de Tiberio, y en vano se busca en Utica el lugar que ocupaba el palacio de Catón!..
En fin, los terribles vándalos, y los ligeros moros pasaron alternativamente por mi memoria,
que me ofrecía en último término a San Luis expirando sobre las ruinas de Cartago.»

Julián acaba como yo de tomar su última vista del África en Cartago.


Itinerario de Julián.«El 7 y el 8 nos paseamos por las ruinas de Cartago, en donde
todavía se encuentran algunos cimientos a flor de tierra que prueban la solidez de los
monumentos de la antigüedad: hay allí también como unas distribuciones de baños
sumergidas en las aguas del mar. Existen aun hermosas cisternas, y se veían otras ya cegadas.
Los pocos habitantes que ocupan aquella comarca cultivan las tierras que les son necesarias.
Acumulan varios mármoles, piedras y medallas, que venden como antiguas a los viajeros: mi
amo compró algunas para llevarlas a Francia.»

Desde Túnez hasta mi vuelta a Francia por España.

Julián refiere brevemente nuestra travesía desde Túnez a la bahía de


Gibraltar: desde Algeciras llega prontamente a Cádiz, y desde Cádiz a Granada.
Indiferente a Blanca, observa únicamente que la Alhambra y otros edificios elevados
están sobre rocas de una altura inmensa. Mi itinerario tampoco comprende muchos más
pormenores acerca de Granada; me contento con decir:

«La Alhambra me pareció digna de atención aun después de haber visto los templos de
la Grecia. La vega de Granada es deliciosa, y se asemeja mucho a la de Esparta: se concibe
muy bien por qué los moros echan de menos este país:»

En el último de los Abencerrajes es en donde he descrito la Alhambra. Esta,


el Jeneralife y el Monte Santo, se han grabado en mi imaginación, como aquellos
pasajes fantásticos que con frecuencia cree uno divisar en la alborada al primer rayo
de la aurora. Todavía me siento con bastante ánimo para pintar la vega; pero no me
atrevo a intentarlo por temor al arzobispo de Granada. Durante mi permanencia en
la ciudad de las sultanas, un hombre que tocaba la guitarra, y que un temblor de
tierra había obligado a abandonar un pueblecito por donde yo acababa de pasar, se
agregó a mí. Era sordo como una tapia, y me seguía a todas partes: cuando me
sentaba sobre alguna ruina en el palacio de los moros, se colocaba de pie a mi lado,
y cantaba acompañándose con su guitarra. El armonioso mendigo no hubiera quizá
compuesto la sinfonía de la Creación, pero su tostado pecho se descubría a través
de los girones de su casaca, y habría necesitado escribir como Beethoven a la
señorita Breuning:
«Venerable Leonor, mi muy querida amiga, desearía ser bastante feliz para poseer un
vestido de piel de conejo, hecho por vos.»

Atravesé desde un extremo a otro la España, en donde diez y seis años


después me reservaba el cielo un gran papel, contribuyendo a sofocar la anarquía
en un pueblo noble, y a libertar a un Borbón: restableciose el honor de nuestras
armas, y hubiera salvado la legitimidad, si la legitimidad hubiese podida
comprender las condiciones de su duración.

Julián no me dejó hasta que me llevó a la plaza de Luis XV el 5 de junio de


1807 a las tres de la tarde. De Granada me condujo a Aranjuez, Madrid, el Escorial,
desde donde salta a Bayona.

«Salimos de Bayona, dice, el martes 9 de mayo, y pasamos por Pau, Tarbes, Bareges y
Burdeos, adonde llegamos el 4 8 muy cansados y con un acceso de fiebre. Volvimos a salir el
día 19, atravesamos por Angulema y Tours, y llegamos el 28 a Blois, en donde pernoctamos.
El 31 continuamos nuestro camino hasta Orleans, y en seguida hicimos nuestra última
jornada en Angerville.»

Allí me encontraba a distancia de una posta de una casa de campo, cuyos


habitantes no me había hecho olvidar mi largo viaje. Pero ¿en dónde estaban los
jardines de Armida? Dos o tres veces al volver a los Pirineos he visto desde el
camino real la columna de Mereville, como la columna de Pompeyo me anunciaba
el desierto; todo ha variado, como mis alternativas en el mar.

Llegué a París antes que la noticia que daba de mí: me había anticipado a mi
vida. Aunque las cartas que había escrito eran insignificantes, las revisó como se
miran los malos dibujos que representan lugares que uno ha visitado. Aquellas
fechadas en Modon, Atenas, Zea, Esmirna, Constantinopla, Jaffa. Jerusalén,
Alejandría, Túnez, Granada, Madrid y Burgos, aquellas líneas trazadas en toda
especie de papel, y con toda clase de tintas, me son de mucho interés. Me
complazco en desarrollar hasta mis firmanes: toco con satisfacción su vitela, miro su
elegante caligrafía, y me embeleso con la pompa de su estilo. ¿Era yo, pues, un gran
personaje? Nosotros somos unos pobres diablos con nuestras cartas y pasaportes de
cuarenta sueldos, comparados con aquellos señores de turbante.

Osman Seid, bajá de Morea, extendió así mi firman para Atenas.


«Encargados de justicia de los pueblos de Misitra (Esparta) y Argos, cadíes, nadires,
efendis, cuya sabiduría pueda aumentarse: honor de vuestros iguales y de nuestros grandes
vaivodas, a vosotros por quienes ve vuestro señor, y que le representáis en cada una de
vuestras jurisdicciones, funcionarios y hombres de negocios, cuyo crédito no puede menos de
tomar incremento:«Os participamos que entre los nobles de Francia, un noble
(particularmente) de París, provisto de esta orden, y acompañado de un jenízaro armado y de
un criado para su escolta, ha solicitado el permiso y manifestado su intención de pasar por
algunos de los lugares y posiciones que pertenecen a vuestras jurisdicciones, con objeto de
dirigirse a Atenas, que es un istmo separado de vuestras jurisdicciones.«Vosotros, pues,
efendis, vaivodas, y demás arriba mencionados, cuando el susodicho personaje llegue a los
lugares de vuestras jurisdicciones, tendréis gran cuidado de que se le guarden todas las
consideraciones que exigen las leyes de la amistad, etc.«Año 1221 de la Hégira.»

Mi pasaporte de Constantinopla para Jerusalén, dice:

«Al sublime tribunal de su grandeza el cadi de Kouds, (Jerusalén) scherif,


excelentísimo efendi:«Excelentísimo efendi: que vuestra grandeza colocada sobre su tribunal
augusto reciba con gusto nuestras sinceras bendiciones, y nuestro afectuoso saludo:«Os
participamos que un noble personaje de la corte de Francia, llamado Francisco Augusto de
Chateaubriand, se dirige en este momento hacia vos para cumplir la santa peregrinación de
los cristianos.»

¿Protegeríamos nosotros de este modo a los viajeros desconocidos,


recomendándoles a los maires y gendarmes que examinan sus pasaportes? En estos
firmanes se pueden leer igualmente las revoluciones de los pueblos: ¿cuántos
trastornos ha sido necesario que Dios dejase sufrir a los imperios para que un
esclavo tártaro dicte ordenes a un vaivoda de Misitra, es decir, a un magistrado de
Esparta, y para que un musulmán recomiende a un cristiano al cadí de Kouds, es
decir, de Jerusalén?

El itinerario entra en los elementos que componen mi vida. Cuando partí en


1806 para mi peregrinación de Jerusalén, parecía una gran empresa. Pero desde que
me han imitado muchos, y todo el mundo se ha puesto en movimiento, se ha
desvanecido lo maravilloso y no me ha quedado como propio más que el viaje de
Túnez. Pocos se han dirigido por esta parte, y se conviene en que he señalado la
verdadera situación de los puertos de Cartago. Esta honorífica carta lo prueba:
«Señor vizconde: Acabo de recibir un plano del terreno y de las ruinas de. Cartago, en
el cual se hallan los perfiles y relieves del terreno con mucha exactitud: ha sido levantado
trigonométricamente sobre una base de cinco mil pies, y se apoya en observaciones
barométricas hechas con sus correspondientes barómetros. Es un trabajo de diez años de
exactitud y de paciencia, y confirma vuestra opinión sobre la posición de los puertos de
Byrsa.«Con este exacto plano he comparado los textos antiguos, y creo haber determinado el
circuito estertor y las demás partes del Cothon, de Byrsa, Megara, etc. etc. Os hago la justicia
que por tantos títulos se os debe.«Si no teméis el verme caer sobre vuestro talento con mi
trigonometría y mi pesada erudición, me presentaré en vuestra casa a la menor indicación
vuestra. Si mi padre y yo os seguimos en la literatura, longissimo intervallo, por lo menos
habremos procurado imitaros en la noble independencia de que dais a la Francia tan excelente
modelo.«Tengo el honor y me glorío de ser vuestro sincero admirador«DUREAU DE LA
MALLE.»

Semejante rectificación de los lugares, hubiera bastado en otro tiempo para


formarme un nombre en geografía. De aquí en adelante, si tuviese todavía la manía
de querer que se hablase de mí, no sé hacia donde había de dirigirme para llamar la
atención del público: tal vez volvería a emprender mi antiguo proyecto del
descubrimiento de un paso al polo Norte, y quizá subiría por el Ganges. Allí vería la
línea negra y recta de los bosques que impiden el acceso al Himalaya, cuando
llegando al collado que une las dos cimas principales del monte Ganghour,
descubriese el incensurable anfiteatro de las nieves eternas. Cuando preguntase a
mis guías, como Heber, el obispo anglicano de Calcuta, el nombre de las demás
montañas del Este, me responderían que circuyen al imperio chino. Sea en buen
hora. Pero regresar de las Pirámides, es como si volvieseis de Montlhery. A
propósito de esto, me acuerdo que un piadoso anticuario de las cercanías de San
Dionisio, en Francia, me ha escrito preguntándome sino era cierto que Pontoise se
parece a Jerusalén.

La página con que termina el itinerario parece haber sido escrita en este
mismo momento, pues con tanta vehemencia reproduce mis actuales sentimientos.

«Hace veinte años, decía, que me dedico al estudio en medio de todas las
eventualidades y de los pesares: diversa exilia et desertas quoerere terras: un gran número de
las hojas de mis libros han sido trazadas debajo de la tienda, en los desiertos, y en medio de las
olas: con demasiada frecuencia he tomada la pluma sin saber si prolongaría algunos instantes
mi existencia... Si el cielo me concede un reposo que jamás he disfrutado, procuraré elevar en
silencio un monumento a mi patria: si la providencia me le niega, no debo pensar más que
poner mis últimos días a cubierto de los que han envenenado los primeros. Ya no soy joven ni
me gusta el ruido: sé que las letras cuya intimidad es tan dulce cuando es secreta, no nos
atraen en lo exterior más que tempestades. De todos modos he escrito bastante si mi nombre
debe vivir, y demasiado si ha de morir.»

Es posible que mi itinerario quede como un manual para los judíos errantes:
he marcado en él escrupulosamente los mercados y trazado cierto derrotero. Todos
los viajeros de Jerusalén me han escrito felicitándome y dándome gracias por mi
exactitud: citaré un comprobante:

«Señor, hace algunas semanas que nos habéis dispensado la honra de admitirnos en
vuestra casa a mí y a Mr. de Saint-Laumer, mi amigo: al presentaros una carta de
Abou-Gosch, nos proponíamos manifestaros, que cada vez se descubre nuevo mérito en
vuestro itinerario, leyéndole sobre el terreno, y que era apreciado hasta su título por humilde
y modesto que le hayáis escogido; aprecio que a cada paso justifica La escrupulosa exactitud
de las descripciones, fieles aun en el día, excepto algunas ruinas más o menos, única
alteración en aquellas regiones etc...«JULIO FOLENTLOT.»Calle Coumartin, número 23.

Mi exactitud depende de mi buen sentido común; soy de la raza de los celtas


y de las tortugas, raza pedestre; y no de la sangre de los tártaros y de las aves, razas
provistas de caballos y de alas. La religión, es cierto, me arrebata algunas veces en
sus brazos, pero cuando me vuelve a dejar en tierra, camino apoyado en mi báculo,
descansando en las lindes para desayunarme con las aceitunas y mi pan negro: Si yo
he andado mucho embarcado como hacen los franceses con gusto, no he apetecido jamás la
mudanza por sí misma: el camino me fastidia; únicamente amo los viajes por la
independencia que me proporcionan, como tengo inclinación al campo, no por él,
sino por la soledad. «Para mí todo el cielo es uno, dice Montaigne, vivamos entre los
nuestros o vayamos a morir y padecer entre desconocidos.»

Me quedan también algunas otras cartas de aquellos países de Oriente, que


han llegado a su destino con muchos meses de retraso. Varios padres de la Tierra
Santa, cónsules y familias, suponiéndome poderoso con la restauración, me han
reclamado los derechos de la hospitalidad. De lejos es muy fácil engañarse, y suele
creerse lo que parece justo. Mr. Gaspari me escribió en 1816 solicitando mi
protección en favor de su hijo: el sobre de su carta venia dirigido Al señor vizconde
de Chateaubriand, presidente de la Universidad de París.

Mr. Caffe, sin perder de vista lo que pasaba en derredor suyo, y dándome
noticias de su universo, me dice desde Alejandría: «Después de vuestra partida, el
país en nada ha mejorado, aunque goza de tranquilidad. Aun cuando el jefe nada
tenga que temer por parte de los mamelucos, refugiados siempre en el alto Egipto,
es preciso no obstante que esté prevenido. Abd-el-Onad, hace siempre de las suyas
en la Meca. EL canal de Manouf acaba de ser cerrado. Mehemet Alí se hará
memorable en Egipto por haber llevado a cabo este proyecto etc.»

El 13 de agosto de 1816, Mr. Pangalo, hijo, me escribió desde Zea:

«Monseñor: Vuestro itinerario de París a Jerusalén, ha llegado a Zea, y he leído a


nuestra familia lo que V. E. quiere manifestar en él de obsequioso para ella. Vuestra
permanencia entre nosotros fue tan corta, que no merecemos ni con mucho los elogios que V.
E. hace de nuestra hospitalidad y del modo demasiado familiar con que os recibimos.
Acabamos de saber también con la mayor satisfacción que V. E. se halla repuesto por los
últimos acontecimientos, y que ocupa el rango que tan merecido tiene por su talento y
nacimiento. Nosotros os felicitamos por ello, y deseamos veros en la cúspide de la grandeza.
El señor conde de Chateaubriand se dignará sin duda acordarse de Zea, de la numerosa
familia del anciano Pangalo, su patrón, de esta familia, en que existe el consulado de Francia
desde el glorioso reinado de Luis el Grande que firmó el despacho de nuestro abuelo. Aquel
sufrido anciano ya no existe; he perdido a mi padre; me encuentro con una mediana fortuna y
encargado de toda la familia: tengo a mi madre; seis hermanas por colocar y algunas viudas
con sus hijos. Recorro, pues, a las bondades de V. E. y le ruego acuda en auxilio de nuestra
familia obteniendo que el viceconsulado de Zea, que es muy necesario por la escala de los
buques de la marina real, tenga sueldo como los demás viceconsulados; que de agente que soy
sin emolumentos, sea ascendido a cónsul con el sueldo correspondiente a este empleo. Creo
que V. E. conseguirá fácilmente esta pretensión en favor de los grandes servicios de mis
abuelos, si se digna ocuparse de ella, y que se servirá excusar la importuna familiaridad de
vuestros patrones de Zea que confían en vuestras bondades.«Soy con el mayor respeto,
monseñor de V. E. tú más humilde y obediente servidor.»«M. G. PANGALO.»Zea, 13 de
agosto de 1816.

Siempre que asoma a mis labios alguna alegre sonrisa, recibo un castigo
como si hubiese cometido alguna falta. Esta carta me hace sentir un remordimiento
al leer un pasaje (atenuado es verdad, por expresiones de reconocimiento], sobre la
hospitalidad de nuestros cónsules en el Levante, «las señoritas Pangalo, digo en el
itinerario, cantan en griego.

«Ah! vous diraije; Maman.»

«Mr. Pangalo daba gritos, todos se desgañitaban, y quedaba completamente


borrado el recuerdo de Aristeo y de Simónides.» Las demandas de protección caían
siempre en medio de mi descrédito y de mis miserias. Al mismo principio de la
Restauración, el 11 de octubre de 1814, recibí esta otra carta fechada en París.

«Señor embajador.»«La señorita Dupont, de las islas de San Pedro, que ha tenido el
honor de veros en aquellas islas, desearía obtener de V. E. un momento de audiencia. Como
sabe que habitáis en el campo, os suplica la indiquéis el día en que regreséis a París, y en el
que la podéis conceder esta audiencia.»«Tengo el honor de ser, etc.»«Dupont.»

No me acordaba ya de esta señorita de la época de mi viaje por el Océano,


¡tan ingrata es la memorial... Sin embargo, había conservado un recuerdo, hablaba
de la joven desconocida que se sentó a mi lado en la triste Ciclada helada.

«Una joven marinera se presentó en los declives superiores del Morne;


estaba descalza, aunque hacia frio, y andaba por medio de la escarcha, etc.»

Circunstancias independientes de mi voluntad me impidieron verá la


señorita Dupont. Si por casualidad era la prometida de Guillaumy, ¿qué efecto
había producido en ella una cuarta parte del siglo? ¿Había sido atacada del invierno
de Terranova, o conservaba la primavera de las habas en flor, abrigadas en el foso
del fuerte de San Pedro?

Al frente de una excelente traducción de las cartas de San Gerónimo, Mrs.


Collombet y Gregoire, han querido descubrir entre este santo y yo cierta semejanza
acerca de la Judea, que yo niego desde luego por respeto. San Gerónimo, desde el
fondo de su soledad, trazaba el cuadro de sus combates interiores: yo no hubiera
encontrado las sublimes expresiones del habitante de la gruta de Belén; cuando mas,
hubiera podido cantar con San Francisco, mi patrono en Francia, y mi patrón en el
Santo Sepulcro, sus dos versículos en lengua italiana de la época que precedió al
idioma del Dante.
In foco l‘ amor mi miseIn foco l‘amor mi mise.

Tengo sumo gusto en recibir cartas de Ultramar, porque se me figura que me


traen cierto murmullo de los vientos, algún rayo del sol, alguna emanación de los
diversos destinos que separan a las olas, y que enlazan los recuerdos de la
hospitalidad.

¿Desearé acaso volver a ver aquellas regiones? Una o dos podrían ser. El
cielo del África ha producido en mí una agradable e indeleble impresión: mí
imaginación respira todavía los perfumes del templo de la Venus de los jardines y
del lirio de Céfisa.

Fenelon en el acto de partir para la Grecia, escribió a Bossuet la carta que


vamos a leer. El futuro autor del Telémaco se revela en ella con el ardor de un
misionero y de un poeta.

«Varios pequeños incidentes han impedido hasta ahora mi regreso a París. más al fin,
monseñor, ya parto. En vista de este viaje medito otro mayor. Ábrese delante de mí la Grecia
entera, el sultán retrocede atemorizado: el Peloponeso respira ya en libertad, y la iglesia de
Corinto va a florecer de nuevo: la voz del apóstol resonará otra vez en ella. Me siento
trasportado a aquellos hermosos lugares, y entre aquellas preciosas ruinas, para recoger en
ellas, con los más curiosos monumentos, el espíritu de la antigüedad. Busco aquel Areópago
en donde San Pablo anunció a los sabios de la tierra el Dios desconocido; pero después de lo
sagrado viene lo profano, y no me desdeño de bajar al Pireo en donde Sócrates formó el plan de
su república. Subo a la cima del Parnaso, recojo los laureles de Delfos, y gusto las delicias del
Tempe,«¿Cuándo la sangre de los turcos se mezclará con la de los persas en las llanuras dé
Maratón, para devolver la Grecia entera a la religión, a, la filosofía, y las bellas artes que la
miran como su patria?...Arva beata,Petamus arva, divites et insulas.«Jamás te olvidaré, ¡oh
isla consagrada por las celestes visiones del discípulo predilecto! ¡oh dichosa Palmos! iré a
besar en tu suelo los pasos del apóstol, y creeré ver abiertos los cielos. Allí me sentiré poseído
de indignación contra el falso profeta que ha querido desentrañar los oráculos del verdadero, y
bendeciré al Todopoderoso, que lejos de precipitar a la iglesia como a Babilonia, encadena al
dragón, y la saca victoriosa. Ya veo sucumbir al cisma, reunirse el Oriente y el Occidente, y
al Asia, que ve renacer el día después de tan prolongada noche: a la tierra santificada por los
pasos del Salvador, y regada con su sangre, libertada de sus profanadores, y revestida de una
nueva gloria; en fin, a los hijos de Abraham esparcidos por toda la tierra, y más numerosos
que las estrellas del firmamento, que reunidos desde las cuatro regiones del viento, acudirán
en tropel a reconocer al Cristo que han sacrificado, y mostrar al fin de los tiempos una
resurrección. Basta ya, monseñor, y oiréis quizá con gusto que esta es mi última carta; y el fin
de mi entusiasmo con que os importuno. Perdonadle por mi pasión de hablaros desde lejos,
hasta tanto que pueda hacerlo desde cerca.«Fr. DE FENELON.»

Este era el verdadero Homero moderno, el único digno de cantare la Grecia y


de referir sus bellezas al nuevo Crisóstomo.

Reflexiones acerca de mi viaje.— Muerte de Julián.

No tengo presentes de los sitios de la Siria, del Egipto y de la tierra púnica,


más que los lugares que se hallaban en relación con mi carácter solitario: me
agradaban independientemente de La antigüedad del arte y de la historia. Las
Pirámides me admiraban menos por su grandeza que por el desierto junto al cual
están colocadas; la columna de Diocleciano llamaba mucho menos mi atención, que
las figuras que forma el mar a lo largo de las playas de la Libia. En la polusiaca
embocadura del Nilo, no hubiera deseado un monumento que me recordase
aquella escena descrita por Plutarco.

«El liberto buscó por lo largo de la playa, en donde encontró los fragmentos
de una barca vieja de pescador, suficiente para un pobre cuerpo desnudo, y aun no
entero. Cuando reunía y juntaba las diversas partes de él, se presentó un romano;
hombre ya de edad, que en sus juveniles años había hecho la guerra a las órdenes
de Pompeyo. ¡Ah! le dijo el romano, tú no tendrás exclusivamente este honor, y te
suplico que me admitas por compañero en tan santo y devoto hallazgo, para que no
tenga motivo de quejarme de todo, logrando en recompensa de los muchos males
que he sufrido, la dicha de poder tocar con mis manos, y ayudar a sepultar al mayor
capitán de los romanos.»

El rival de César no tiene ya sepulcro cerca de la Libia, y una joven esclava


líbica recibió de manos de una Pompeya una sepultura, no lejos de aquella Roma de
donde el gran Pompeyo había sido desterrado. En estos caprichos de la fortuna se
comprende por qué los cristianos iban a ocultarle en la Tebaida.
«Nací en Libia, y sepultada en mis floridos años bajo el polvo de la Ausonia, descanso
cerca de Roma, a lo largo de esta arenosa ribera. La ilustre Pompeya que me había criado con
maternal ternura, ha llorado mi muerte y me ha depositado en un sepulcro, que me iguala a
mí, pobre esclava, con los nombres libres. El fuego de mi pira ha precedido al del himeneo. La
antorcha de Proserpina ha defraudado nuestras esperanzas.» (Anthologia).

Los vientos han dispersado a los personajes de Europa, Asia y África, con
quienes he vivido, y de que acabo de hablaros: el uno cayó del Acrópolis de Atenas;
el otro de la ribera de Chío; éste se precipitó desde la montaña de Sion; y aquel ya
no saldrá de las aguas del Nilo, o de las cisternas de Cartago. Los lugares también
han cambiado: así como en América se elevan ahora ciudades en donde yo he visto
bosques, del mismo modo se forma un imperio en esas arenas del Egipto, en donde
mis miradas no encontraron más que horizontes pelados y redondos como el hueco
de un escudo, como dicen las poesías árabes: y lobos tan flacos como sus
mandíbulas que están como un palo hendido. La Grecia ha recobrado la libertad
que la deseaba, cuando la atravesaba bajo la custodia de un jenízaro. ¿Pero goza de
su libertad nacional, o no ha hecho más que cambiar de yugo? En cierto modo soy el
último que ha visitado el imperio turco con sus costumbres antiguas. Las
revoluciones que por donde quiera han precedido o seguido inmediatamente mis
huellas, se han extendido a la Grecia, la Siria, y el Egipto. ¿Va a formarse un nuevo
Oriente?... ¿Qué saldrá de él? ¿Recibiremos el castigo que tenemos merecido por
haber enseñado él moderno arte de las armas a unos pueblos cuyo estado social se
halla fundado en la esclavitud y la poligamia? ¿Hemos llevado la civilización a lo
exterior, o hemos introducido la barbarie en la cristiandad? ¿Qué resultará de los
nuevos intereses, de las nuevas relaciones políticas, de la creación de las potencias
que puedan formarse en el Levante? Nadie podrá decirlo.

Yo no me deslumbro por los barcos de vapor, ni los caminos de hierro: por la


venta del producto de las manufacturas, y por la fortuna de algunos soldados
franceses, ingleses, alemanes, e italianos al servicio del bajá: todo esto no es
civilización. Quizá se volverán a ver venir, por medio de las disciplinadas tropas de
los futuros Ibrahim, los peligros que amenazaron a la Europa en la época de Carlos
Martel y de que más tarde nos salvó la generosa Polonia. Compadezco a los viajeros
que me sucedan: el harem ya no les ocultará sus secretos: no verán el antiguo sol de
Oriente, ni el turbante de Mahoma. El beduino me gritaba en francés cuando pasaba
por las montañas de la Judea; «adelante, marchad.» La orden estaba dada y el
Oriente ha marchado.

¿Qué ha sido de Julián, el compañero de Ulises? Al remitirme su manuscrito,


me pidió la plaza de conserje de mi casa, calle del Infierno: estaba ocupada por un
antiguo portero y su familia, a quien no podía despedir. El cielo en su cólera, hizo a
Julián voluntarioso y beodo, más le sufrí largo tiempo: por último, nos vimos
obligados a separarnos. Le di una pequeña suma, y le señalé una corta pensión
sobre mi caja, un poco ligera, pero provista siempre de excelentes billetes
hipotecados sobre mis posesiones en España. Según su deseo, le hice entrar en el
hospicio de los ancianos, y allí emprendió su último y más largo viaje. Yo iré bien
pronto a ocupar su vacío lecho, como dormí en el campo de Emir-Capi, sobre la
hamaca de un musulmán apestado que acababa de extraerse de ella. Mi vocación
definitiva es hacia el hospital en donde yace la vieja sociedad. Aparenta vivir, y no
por eso deja de estar agonizando. Cuando haya expirado se descompondrá para
reproducirse bajo nuevas formas, mas antes es necesario que sucumba; la primera
necesidad de los pueblos y de los hombres es el morir: «El cielo se forma al soplo de
Dios, dice Job.»

PARÍS, 1839

Revisado en junio de 1847.

Años 1807, 1808, 1809 y 1810.— Artículo del Mercurio del mes de junio de
1807.— Compro el Vallée aux Loups, y me retiro a él.

Mme. de Chateaubriand había estado muy enferma durante mi viaje:


muchas veces mis amigos me creían ya muerto. En algunas notas que Mr.de
Chaussel ha escrito para sus hijos, y que me ha permitido examinar, encuentro este
pasaje:

«Mr. de Chateaubriand partió para el viaje de Jerusalén en el mes de julio de 1806:


durante su ausencia iba todos los días a casa de su viajero me escribió desde Constantinopla
una carta de muchas páginas que encontrareis en uno de los cajones de nuestra biblioteca en
Coussergues. En el invierno de 1806 a 1807 sabíamos que Mr. de Chateaubriand, se hallaba
embarcado para regresar a Europa: un día me encontraba de paseo en el jardín de las Tullerías
con Mr. de Fontanes y hacia un viento de Oeste espantoso: estábamos resguardados con el
terraplén de la orilla del agua, y Mr. de Fontanes me dijo: —Tal vez en este momento un
golpe de esa terrible tempestad va a hacerle naufragar. Después hemos sabido que faltó muy
poco para que se realizase tan triste presentimiento. Hago esta observación para explicar la
viva afición, el interés de Mr. de Chateaubriand por la gloria literaria, que debía aumentarse
con este viaje: los nobles, profundos y raros sentimientos que animaban a Mr. de Fontanes,
hombre excelente, de quien he recibido también grandes favores, y que os encargo le
encomendéis a Dios.»

Si debiese vivir, y si pudiera hacer vivir en mis obras a las personas que me
son queridas, ¿con qué placer me llevaría conmigo a todos mis amigos?

Lleno de esperanza llevé a mi casa mi puñado de espigas, mi reposo no fue


de larga duración.

Por una serie de contratos había llegado a ser el único propietario del
Mercurio. Mr. Alejandro de Laborde publicó a fines de junio de 1807 su viaje a
España: en el mes de julio vi en el Mercurio el artículo de que he citado algunos
pasajes al hablar de la muerte del duque de Enghien: «Cuando en el silencio de la
abyección, etc.» Las prosperidades de Bonaparte lejos de someterme me habían
indignado: había adquirido nueva energía en mis sentimientos, con las tempestades
y contratiempos. Mi rostro no se hallaba en vano tostado por el sol, y no había
soportado las inclemencias del cielo, para temblar con mi ennegrecida frente ante la
cólera de un hombre. Si Napoleón había concluido con los reyes, no había aun
acabado conmigo. Mi artículo, que apareció en medio de sus prosperidades y
maravillas, conmovió la Francia, y se esparcieron muchas copias manuscritas:
muchos subscritores del Mercurio desglosaron el artículo para leerle en las tertulias
y llevarle de casa en casa. Es preciso haber vivido en aquella época para poder
formarse una idea del efecto que produjo una voz que resonaba sola en el silencio
del mundo. Los nobles sentimientos que aun conservaban los corazones, se
reanimaron. Napoleón se encolerizó; el ánimo se exaspera menos en razón de la
ofensa, que en la de la idea que cada uno tiene formada de sí. ¿Cómo?, ¿despreciar
hasta su gloria, y desafiar por segunda vez al que veía al universo prosternado a sus
plantas?... «Chateaubriand cree que soy un imbécil, que no le comprendo: le haré
acuchillar en la misma escalera de las Tullerías.» Dio orden para que se suprimiese
el Mercurio y se me prendiese. Mi propiedad desapareció, y mi persona pudo
escapar por una especie de milagro. Bonaparte tuvo que ocuparse del mundo, y me
olvidó pero pesaba sobre mi cabeza su amenaza.
Mi posición era verdaderamente deplorable: cuando creía deber obrar según
las inspiraciones de mi honor, me encontraba con una grave responsabilidad
personal y con los pesares que causaba a mi esposa, grande era su valor, más no por
eso sufría menos, y aquellos nubarrones acumulados sucesivamente sobre mi
cabeza llenaban de amargura su vida. había sufrido tanto por mí durante la
revolución que era natural suspirase por un poco de reposo: mucho más cuando
Mme. de Chateaubriand admiraba a Napoleón sin restricciones: no se formaba
ilusiones acerca de la legitimidad, y me predecía sin cesar lo que me sucedería
cuando regresaran los Borbones.

El libro primero de estas Memorias está fechado en el Vallé aux Loups el 4 de


octubre de 1811: allí se encuentra la descripción del retiro que compré para
ocultarme en aquella época. Dejamos nuestra habitación de casa de Mme. de
Coislin y fuimos primero a vivir en la calle de los Santos Padres, fonda de Lavalette,
que tomaba su nombre del de los dueños de ella.

Mr. de Lavalette. rechoncho y que llevaba siempre una caña con puño de oro,
llegó a ser el encargado de mis negocios, si es que acaso alguna vez los he tenido.
había sido oficial de la repostería de la casa real, y lo que yo no comía él se lo bebía.

Hacia fines de noviembre viendo que las obras de mi cabaña no adelantaban,


tomé el partido de ir a inspeccionarlas. Llegamos por la tarde al valle y no seguimos
el camino ordinario: entramos por la reja situada por debajo del jardín. La tierra de
las calles de árboles reblandecida por la lluvia impedía marchar a los caballos y el
carruaje volcó. El busto de yeso de Homero colocado junto a Mme. de
Chateaubriand, saltó por la ventanilla y se rompió el cuello: mal agüero para los
Mártires en que me ocupaba entonces.

La casa estaba llena de trabajadores que reían, cantaban y golpeaban: en el


hogar ardían unas virutas y las luces eran unos cabos de velas: se asemejaba a una
ermita en los bosques iluminada de noche por los peregrinos. Contentos con
encontrar dos habitaciones regularmente arregladas nos sentamos a la mesa. Al día
siguiente despertado por el ruido de los martillos y las canciones de los operarios,
vi salir el sol con más tranquilidad que el dueño de las Tullerías.

Yo gozaba dulzuras interminables; sin ser Madame de Sevigné, iba provisto


de un par de zuecos a plantar mis árboles, pasaba y repasaba por las mismas
avenidas, veía y examinaba todos los rincones y me ocultaba en dondequiera que
encontraba malezas: me representaba lo que llegaría a ser mi parque en lo porvenir,
porque entonces no carecía de él. Al procurar volver a descubrir en mi memoria el
horizonte que se me ha ocultado, no le divisé ya pero encontré otros. Me extravió en
pensamientos ya desvanecidos: las ilusiones que me animan son quizá tan bellas
como las primeras, solo que son más jóvenes: lo que veía al resplandor del
Mediodía, lo diviso a la débil claridad del Occidente. ¡Si pudiese sin embargo dejar
de ser acosado por los sueños! Recibiendo Bayardo la intimación de entregar una
plaza, respondió: «Esperad que haya hecho un puente con los cuerpos muertos para
pasar por él con mi guarnición.» Yo temo que para salir me sea preciso pasar sobre
el vientre de mis quimeras.

Como mis arbolitos eran aun pequeños, no susurraba entre sus hojas el
murmullo de los vientos del otoño; pero en la primavera las brisas qué besaban las
flores, conservaban su perfumado hálito que derramaban sobre mi valle.

Hice algunas mejoras en mi cabaña; adorné su pared de ladrillo con un


pórtico sostenido por dos columnas de mármol negro y dos cariátides de mujer de
mármol blanco. Me acordaba que había estado en Atenas: mi proyecto era añadir
una torrecilla a la extremidad de mi pabellón. Hasta tanto figuré sobre la pared
unas almenas de este modo: precedía yo a la manía de la edad media que nos
entontece en el día. De todas las cosas que he perdido, lo que más siento es el Vallée
aux Loups: está escrito que nada me quedará. Después de perder mi valle había
planteado la Enfermería de María Teresa, y acabo también de abandonarla. Ahora
desafío a la suerte a que no me fijará en ningún pedazo de tierra: en adelante no
tendré más jardín que esas alamedas situadas junto a los Inválidos y condecoradas
con tan pomposos nombres, por donde me pasearé con mis compañeros mancos y
cojos. No lejos de estas avenidas, se eleva el ciprés de Mme. de Beaumont: en esos
desiertos espacios, la ligera y grande duquesa de Chantillón, se apoyaba en otro
tiempo sobre mi brazo: ya no doy mi razón sino al tiempo: es bien pesado.

Trabajaba con delicia en mis Memorias y los Mártires adelantaban: ya había


leído algunos libros a Mr. de Fontanes: me había situado en medio de mis recuerdos
como en una gran biblioteca: consultaba a este y luego al otro, en seguida cerraba el
registro suspirando, porque observaba que penetrando en él la luz se destruía su
misterio. Iluminad los días de la vida, y ya no serán lo que son.

En julio de 1808 caí enfermo y tuve que volver a París. Los médicos hicieron
la enfermedad peligrosa. El epigrama dice que en vida de Hipócrates escaseaban los
muertos en el infierno; merced a nuestros modernos Hipócrates, en el día los hay en
abundancia.

El momento en que me encontraba próximo a la muerte es sin duda en el que


he tenido más deseos de vivir. Cuando me sentía desfallecer, lo cual ocurría a
menudo, decía a Mme. de Chateaubriand: «tranquilizaos, voy a volver.» Perdía el
conocimiento pero con gran impaciencia interior, porque estaba muy apegado Dios
sabe a qué. Deseaba también ardientemente concluir la que creía y todavía creo mi
obra más correcta. Entonces recogía el fruto de las fatigas que había sufrido en mi
viaje a Levante.

Girodet había dado la última mano a mi retrato: le hizo moreno como yo


estaba entonces; pero le llenó de expresión con su acostumbrada maestría.
Monsieur Denon le recibió para el salón: como hábil cortesano le colocó
prudentemente en un sitio apartado. Cuando Bonaparte visitó la galería, después
de mirar los cuadros dijo: «¿En dónde está el retrato de Chateaubriand?» Sabia que
debía estar allí, y hubo que presentársele: Bonaparte dijo mirando al retrato: «Tiene
el aire de un conspirador que baja por la chimenea.»

Habiendo regresado solo al valle un día, el jardinero Benjamín, me avisó que


un caballero desconocido había preguntado por mí, y que no encontrándome había
manifestado que me quería esperar; que había mandado le hiciesen una tortilla, y
que en seguida se había echado en mi cama. Subí y entré en mi cuarto: al punto
divisé un enorme bulto que dormía: sacudiendo o meneando aquella enorme masa
grité, ¿Quién está ahí? Moviose entonces el bulto y se sentó: llevaba puesta en la
cabeza una gorra de piel, y una casaca y pantalón de lana moteados. Era mi primo
Moreau, a quien no había vuelto a ver desde el Campo de Thionville. Volvía de
Rusia y quería entrar en la administración. Mi antiguo Cicerone en París, fue a morir
a Nantes. Así ha desaparecido uno de los primeros personajes de mis Memorias.
Espero que tendido sobre una cama de gamón, hable todavía e mis versos a Mme.
de Chastenay, si esta agradable sombra ha descendido a los Elíseos campos.

Los Mártires.

En la primavera de 1809 vieron la luz pública los Mártires. El trabajo era


concienzudo; había consultado a críticos de gusto y de ciencia, Mres. Fontanes,
Bertín, Boissonade, Malte Brun, y me había sometido a su juicio. Cien veces había
hecho, deshecho y vuelto a escribir la misma página. De todos mis escritos este es el
que tiene más correcto el lenguaje.
No me había engañado en el plan: ahora que mis ideas han llegado a hacerse
vulgares, nadie niega que los combates de dos religiones, una que concluye y otra
que principia, ofrecen a las musas uno de los asuntos más ricos, fecundos y
dramáticos. Creía pues, poder alimentar unas esperanzas demasiado locas; pero
olvidaba el éxito de mi primera obra. En este país no se puede contar con dos
resultados iguales: el uno destruye al otro. Si tenéis algún talento para la prosa,
guardaos de versificar: si os distinguís en la literatura no os mezcléis en la política.
Tal es el espíritu francés: el amor propio alarmado y la envidia sorprendida por la
feliz aparición de un nuevo autor se coaligan y acechan la segunda publicación para
tomar en ella una ruidosa venganza.

Todos con la mano en el tintero, juran vengarse.

Yo debía pagar la necia admiración que me había captado con la publicación


del Genio del Cristianismo. Era preciso que restituyese lo que había usurpado, ¡Ay! no
se necesitaba afanarse tanto para arrebatarme lo que yo mismo creía que no merecía.
Sí había librado a la Roma cristiana no pedía más que una corona obsidional, una
mata de yerba cogida en la ciudad eterna.

El ejecutor de la justicia de las vanidades, fue Mr. Hoffmann, a quien Dios


tenga en paz: el Diario de los Debates ya no era libre: sus propietarios no tenían ya
facultades, y la censura consiguió en él mi condenación. Mr. Hoffmann perdonó no
obstante a la batalla de los francos, y algunos otros trozos de la obra: pero si
Cimodocea le pareció gentil, era demasiado buen católico para no indignarse de la
profana amalgama de las verdades del cristianismo con las fábulas de la mitología.
Velleda no me salvaba, porque se me imputaba como crimen el haber transformado
en gala a la sacerdotisa druida germana de Tácito, como si hubiese tomado prestada
otra cosa que un nombre armonioso. Más he aquí que a los cristianos de Francia, a
quienes yo había hechos grandes servicios volviendo a levantar sus altares, se les
ocurre neciamente escandalizarse, por solo la evangélica palabra de Mr. Hoffmann.
El título de los Mártires los había engañado; esperaban leer un martirologio, y el
tigre que no despedazaba más que una hija de Homero les pareció un sacrilegio.

El martirio verdadero del papa Pío VII que Bonaparte había llevado
prisionero a París, no los escandalizaba; pero les indignaban mis ficciones poco
cristianas, según decían. Y el señor obispo de Chartres fue el que se encargó de
condenar las horribles impiedades del autor del Genio del cristianismo. ¡Ay! debe
convencerse de que en el día debe desplegar su celo en otros combates.

El señor obispo de Chartres es hermano de mi excelente amigo Mr. de


Clausel, muy buen cristiano, pero que no se ha dejado arrebatar por una virtud tan
sublime como la del crítico prelado.

Pensaba que debía contestar a la censura como lo había hecho con respecto al
Genio del Cristianismo, y el ejemplo de Montesquieu, en su defensa del Espíritu de
las Leyes, me animaba a ello, pero me contuve. Aun cuando los autores atacados
digan las mejores cosas de este mundo, solo conseguirán excitar la sonrisa de los
ánimos imparciales, y las burlas de la multitud. Se colocan en muy mal terreno: la
posición defensiva es antipática al carácter francés. Aunque para contestar a las
objeciones demostrase que marcando con el sello de la reprobación tal o cual pasaje
se había atacado algún hermoso resto de la antigüedad, vencido en cuanto al hecho,
se salía del paso diciendo que los Mártires no eran más que una copia. Si probaba la
presencia simultánea de las dos religiones, con la misma autoridad de los padres de
la iglesia, se me replicaría que en la época en que colocaba la acción de los Mártires,
no existía ya el paganismo.

Creí de buena fe que la ruina de la obra era inevitable: la violencia del ataque
había quebrantado mi convicción de autor. Algunos amigos me consolaban;
sostenían que la prescripción no estaba justificada, y que el público tarde o
temprano pronunciaría otro fallo: Mr. de Fontanes se mantenía firme: yo no era
Racine, pero podía ser Boileau, y no cesaba de repetirme: «ellos lo reconocerán.» Su
persuasión era tan profunda, que hasta le inspiró estancias encantadoras

El Taso errante de ciudad en ciudad, etc. etc., sin temor de comprometer y la


autoridad de su juicio.

En efecto, los Mártires se han rehabilitado y obtenido el honor de cuatro


ediciones consecutivas: hasta han disfrutado de un favor particular entre los
literatos: se me ha congratulado por una obra que demuestra un estudio serio, un
gran respeto a la lengua y el gusto, y un estilo limado.

La crítica del fondo ha desaparecido prontamente. Decir que había mezclado


lo profano con lo sagrado, porque había pintado dos cultos que existían a un mismo
tiempo, y de los cuales cada uno tenía sus creencias, sus altares, sus sacerdotes y sus
ceremonias, era decir que debiera haber renunciado a la historia. ¿Porqué morían
los mártires? por Jesucristo. ¿A quién se los inmolaba? A los dioses del imperio:
luego había dos cultos.

La cuestión filosófica, a saber: si en tiempo de Diocleciano los romanos y


griegos creían en los dioses de Homero, y si el culto público había sufrido
alteraciones, esta cuestión, como poeta, no me comprendía; como historiador,
hubiera tenido mucho que decir.

Ya no se trataba de esto. Los Mártires se han sostenido contra lo que yo


esperaba, y ya solo me resta ocuparme en revisar el texto.

La falta o defecto de los Mártires depende de lo maravilloso directo que había


empleado poco a propósito en el resto de mis preocupaciones clásicas. Asustado
con mis innovaciones me había parecido imposible pasarme sin un cielo y sin un
infierno. Los ángeles buenos y malos bastaban sin embargo para conducir la acción
sin necesidad de emplear máquinas gastadas. Si la batalla de los Francos, Velleda,
Gerónimo, Agustín, Eudoro y Cimodocea, si la descripción de Nápoles y de la
Grecia, no obtenían gracia para los Mártires; el ciclo y el infierno seguramente no los
salvarían. Uno de los pasajes que más gustaba a Mr. Fontanes era este:

«Cimodocea se sentó al frente de la ventana de la prisión, y apoyando en su mano su


cabeza embellecida con el velo de los mártires, prorrumpió entre suspiros en estas armoniosas
palabras:«Ligeras naves de la Ausonia, surcad la mar tranquila y brillante: esclavas de
Neptuno, abandonad las velas al amoroso soplo de los vientos: encorvaos bajo el ágil remo.
Volvedme a llevar con mi esposo y con mi padre, a las afortunadas orillas del Pamiso...«Volad,
aves de Libia, cuyos flexibles cuellos se tuercen con gracia, volad a la cima del Ithomo, y decid
que la hija de Homero, va a volver a ver los laureles de la Mesenia!...«¿Cuándo volveré a
encontrar mi lecho de marfil, la luz del día tan grata a los mortales, las praderas esmaltadas
de flores que riega una agua pura, y que el pudor embellece con su soplo?..»

El Genio del Cristianismo será siempre mi gran obra, porque ha producido o


terminado una revolución, y dado principio a la nueva era del siglo literaria. No
sucede lo mismo con los Mártires; aparecieron después de efectuada la revolución:
no eran más que una prueba superabundante de mis doctrinas: mi estilo no era ya
una novedad, y aun, excepto en el episodio de Velleda, y en la pintura de las
costumbres de los francos, mi poema se resiente de los lugares que ha frecuentado: lo
clásico domina en él a la romántico.

En fin las circunstancias que contribuyeran al buen éxito del Genio del
Cristianismo, no existían ya: el gobierno lejos de serme favorable me era contrario.
Los Mártires me valieron el que se redoblase mi persecución: las alusiones bien
marcadas del retrato de Galerio, y de la corte de Diocleciano, no podían pasar
desapercibidas para la policía imperial: mucho más, cuando el traductor inglés, que
ningunas consideraciones tenía que guardar, y a quien era indiferente el
comprometerme, había en su prefacio llamado la atención sobre las alusiones.

La publicación de los Mártires coincidió con un accidente funesto. No


desarmó a los Aristarcos, merced al ardor de que nos encontramos animados en el
poder: conocían que una crítica literaria que tendiese a disminuir el interés que
inspiraba mi nombre, podía ser agradable a Napoleón. Este, como los banqueros
millonarios, que dan opíparos festines, y hacen pagar los portes de las cartas, no
descuidaba las menores utilidades.

Armando de Chateaubriand.

Armando de Chateaubriand que, como habéis visto, fue compañero de mi


infancia, y que habéis vuelto a encontrar en el ejército de los príncipes con la
sordomuda Libba, se había quedado en Inglaterra. Casose en Jersey, y estaba
encargado de la correspondencia de los príncipes. Salió el 25 de setiembre de 1808,
y fue arrojado a las costas de la Bretaña el mismo día a las once de la noche cerca de
Saint- Cast. La tripulación del buque se componía de once hombres: solo dos eran
franceses, Roussel y Quintal.

Armando se fue en casa de Mr. Delaunay-Boise- Lucas, padre, que habitaba


en el pueblo de Saint-Cast, en donde los ingleses se vieran en otro tiempo
precisados a reembarcarse: su patrón le aconsejó que volviese a partir, mas el buque
había ya vuelto a emprender el camino de Jersey. Habiéndose entendido Armando
con el hijo de Mr. Boise-Lucas, le entregó los paquetes de que venia encargado de
parte de Mr. Enrique Lariviere, agente de los príncipes.

«El 29 de setiembre, dice en uno de sus interrogatorios, me dirigí a la costa, en donde


permanecí dos noches «sin ver mi buque. Como la luna era muy fuerte, me retiré y volví el 14
o el 15, y permanecí allí hasta el 24. Todas las noches las pasé en los peñascos, pero
inútilmente; mi barco no vino, y durante el día estaba en casa de Boise-Lucas. El mismo barco
y la misma tripulación, de que formaban parte Roussel y Quintal, debía venir a recogerme.
Con respecto a las precauciones tomadas con Mr. Boise-Lucas, padre, no eran otras que las
que ya os tengo especificadas.»
El intrépido Armando, que había abordado a algunos pasos del campo
paterno, como si fuese en la costa hospitalaria de la Taurida, buscaba en vano sobre
las olas con inquietos ojos, y a la claridad de la luna, la barca que hubiera podido
salvarle. Habiendo dejado en otro tiempo a Combourg, para partir a la India, había
paseado mis contristadas miradas por aquellas olas. Desde las rocas de Saint-Cast,
en donde se situaba Armando hasta el cabo de la Verde en donde yo estaba sentado,
algunas leguas de mar recorridas por nuestras miradas opuestas, han sido testigos
de los pesares, y separado los destinos de dos hombres unidos por el nombre y por
la sangre. En medio de las mismas aguas encontré a Gesril por la última vez. En mis
sueños me ocurre con bastante frecuencia que veo a Gesril y a Armando lavar la
herida de su frente en el abismo, al mismo tiempo que llega enrojecida hasta mis
pies la ola con que acostumbrábamos a jugar en nuestra infancia 26.

Armando consiguió embarcarse en un buque comprado en Saint-Maló, pero


rechazado por el Noroeste se vio precisado a calar velas y masteleros. En fin, el 6 de
enero, ayudado por un marinero llamado Juan Brien, logró poner flotante un bote
encallado y se apoderó de otro. En su interrogatorio de 18 de marzo cuenta así su
navegación, que participa algo de mi estrella y aventuras:

«Desde las nueve de la noche en que partimos, hasta las dos de la misma, el tiempo nos
fue favorable. Juzgando entonces que no estábamos distantes de las peñas llamadas
Mainquiers, echamos el ancla con objeto de esperar la venida del día; pero habiendo refrescado
el viento, y temiendo que se aumentase más continuamos nuestro camino. Pocos momentos
después la mar se puso gruesa, y habiéndonos roto la brújula una verga, nos quedamos sin
saber el camino que llevábamos. La primera tierra que avistamos el 7 (sería como medio día)
fue la costa de Normandía, lo que nos obligó a virar de bordo, y nos pusimos otra vez al ancla
junto a las rocas llamadas Ecreho, situadas entre la costa de Normandía y Jersey. Los vientos
contrarios y fuertes nos precisaron a permanecer en aquel apostadero todo el resto del día y de
la noche del 8. La mañana del 9, en cuanto fue de día, dije a Depagne que me parecía que el
viento había disminuido puesto que nuestro barco no balanceaba mucho, y que mirase de qué
parte soplaba. Me dijo que no veía ya los peñascos, cerca de los cuales habíamos echado el
ancla. Juzgué entonces que La habíamos perdido e íbamos en deriva. La violencia de la
tempestad no nos dejaba más recurso que arrimarnos a la costa: como no veíamos la tierra,
ignoraba a qué distancia de ella nos hallábamos. En este momento fue cuando tomé el partido
de arrojar al mar mis papeles, con la precaución de atarlos antes una piedra. Entonces nos
dejarnos llevar del viento y fuimos a parar a la costa a Bretteville-sur-Ay, en Normandía.«En
la costa nos recibieron los aduaneros que me sacaron del barco medio muerto, con los pies y
piernas heladas. A ambos se nos colocó en casa del teniente de la brigada de Bretteville. Dos
días después, Depagne fue conducido a las cárceles de Coutances, y desde aquella época no le
he vuelto a ver. Algunos días después fui trasladado a la cárcel de esta ciudad, y al día
siguiente, conducido por el cuartel-maestre a Saint-Ló, en donde permanecí ocho días en casa
del mismo. He comparecido una vez ante el prefecto del departamento, y el 26 de enero salí
con el capitán y el cuartel-maestre de la gendarmería para ser trasladado a París, adonde
llegué el 28. Se me condujo a la oficina de Mr. Demaret, al ministerio de la Policía general, y
desde allí a la cárcel de la Gran Fuerza.»

Armando tuvo contra sí los vientos, las olas y la policía imperial: Bonaparte
estaba de acuerdo con las tempestades. Los dioses desplegaban toda su cólera
contra una existencia débil y frágil.

El paquete tirado al mar fue arrojado por ella a la playa de Nuestra Señora de
Allone cerca de Valognes. Los papales que contenía aquel paquete sirvieron de
comprobantes, eran treinta y dos. Quintal que había vuelto con su barco a las costas
de la Bretaña para recoger a Armando, había también, por una obstinada fatalidad,
naufragado en las costas de Normandía, algunos días antes que mi primo. La
tripulación del barco de Quintal había declarado. El prefecto Je Saint-Ló había
sabido que Mr. de Chateaubriand era el jefe de las empresas de los príncipes.
Cuando supo que una chalupa tripulada por solo dos hombres había embarrancado,
no dudo que Armando fuese uno de los náufragos, porque todos los pescadores
hablaban de él como del marino más intrépido que habían visto.

El 20 de enero de 1809, el prefecto de la Mancha dio parte a la policía general


de la prisión de Armando, su comunicación principiaba así:

«Mis conjeturas se han realizado completamente: Chateaubriand está preso, y él es el


que ha abordado a la costa de Bretteville, bajo el nombre de John Fall.«Inquieto por que, a
pesar de las órdenes terminantes que tenía comunicadas, John Fall no llegaba a Saint-Ló,
encargué al cuartel-maestre, hombre activo y de confianza, que fuese a buscar a ese John Fall
adonde quiera que estuviese, y le condujese a mi presencia, estuviera como estuviese. Le
encontró en Coutances cuando se le iba a trasladar al hospital para curarle las piernas que se
le Habían helado.«Fall ha comparecido hoy ante mí: había dispuesto que Lelievre se colocase
en una habitación separada, desde donde podría ver llegar a John Fall sin ser visto. Cuando
Lelievre le vio subir los escalones de una grada que se había colocado cerca de aquel cuarto
gritó mudando de color y dando una palmada: «¡Es Chateaubriand! ¿Cómo se le ha
prendido?»«Lelievre no estaba advertido de nada. Aquella exclamación se la arrancó la
sorpresa. En seguida me ha suplicado que no dijese que había nombrado a Chateaubriand
porque era perdido.«He dejado ignorar a John Fall, que yo sabía quien era.»

Trasladado Armando a París y encerrado en la Fuerza, sufrió un


interrogatorio secreto en la cárcel militar de la Abadía. Bertrand, capitán de la
primera media brigada de veteranos, había sido nombrado por el general Hulin
comandante de armas de París, juez fiscal de la comisión militar, encargada por
decreto de 25 de febrero de conocer en la causa de Armando.

Las personas comprometidas eran Mr. de Goyon, enviado a Brest por


Armando, y Mr. de Boise-Lucas, hijo, encargado de remitir cartas de Enrique
Lariviere a Mres. Laya y Sicard en París.

En una carta del 13 de marzo, escrita a Fouché, le decía Armando: «Que el


emperador se digne poner en libertad a los hombres que gimen en las prisiones por
haberme manifestado demasiado afecto. En todo caso, que se les devuelva la
libertad. Recomiendo mi desgraciada familia a la generosidad del emperador.»

Estos yerros de un hombre de entrañas humanas que se dirige a una hiena,


causan lástima: Bonaparte tampoco era el león de Florencia; no se desprendía del
hijo al ver las lágrimas de la madre. Yo había escrito pidiendo una audiencia a
Fouché. Me la concedió, y me aseguró con el aplomo de la ligereza revolucionaria,
«que había visto a Armando, que podía estar tranquilo: que Armando le había
dicho que moriría bien, y que en efecto tenía aire de resolución.» Si yo le hubiera
propuesto a Fouché el morir, ¿habría manifestado esa indiferencia y tono
deliberado?

Me dirigí a Mme. de Remusat, y la rogué entregase a la emperatriz una carta


demandando al emperador justicia o gracia. Mme. la duquesa de Saint-Leu me ha
referido en Arenenberg la suerte de mi carta. Josefina se la dio al emperador: al
leerla pareció titubear; más luego, encontrando algunas palabras que le hirieron, la
arrojó al fuego con impaciencia. Yo había olvidado que no debe ser nadie altanero
sino por sí mismo.

Mr. de Goyon, condenado con Armando, sufrió su sentencia. Había


intercedido en su favor la baronesa duquesa de Montmorency, hija de Mme. de
Matignon, con quien los Goyon tenían relaciones de parentesco. Una Montmorency
hubiera debido conseguirlo todo si bastase prostituir un nombre para llevar a un
poder nuevo una antigua monarquía. Mme. de Goyon, que no pudo salvar a su
marido, salvó al joven Boise-Lucas. Todo se mezcló en aquella desgracia que
descargaba sus golpes sobre personajes desconocidos: hubiérase dicho que se
trataba de la ruina de un mundo. Tempestades en los mares, emboscadas en la
tierra, Bonaparte, el mar y los verdugos de Luis XVI, y tal vez alguna pasión, alma
misteriosa de las catástrofes del mundo. Todas estas cosas ni aun se han visto, todo
esto no me ha admirado más que a mí, y solo ha habido en mi memoria, ¿Qué
importaban a Napoleón unos insectos despedazados por su mano sobre su corona?

El día de la ejecución quise acompañar a mi amigo a su último campo de


batalla: no encontré carruaje y corrí a pie a la llanura de Grenelle: llegué sudando,
un segundó demasiado tarde. Armando había sido fusilado junto a la tapia que
circuye a París. Su cabeza había sido hecha pedazos, y un perro lamia su sangre y
sus sesos. Seguí al carro que conducía el cuerpo de Armando y de sus dos
compañeros, plebeyo y noble, Quintal y Goyon, al cementerio de Vaugirard, en
donde estaba enterrado Mr. de Laharpe. Volví a ver a mi primo por última vez sin
poder conocerle: el plomo le había desfigurado; ya no tenía cara: no pude observar
en él las huellas del tiempo. Aun permanece joven en mi memoria como cuando se
hallaba en el sitio de Thionville. Fue fusilado el Viernes Santo: el crucificado se me
aparece al fin de todas mis desgracias. Cuando me paseo por el baluarte de la
llanura de Grenelle, me detengo a mirar las señales del tiro marcadas todavía en la
pared. Si las balas de Bonaparte no hubieran dejado otras huellas, ya no se hablaría
de él.

¡Extraño encadenamiento de la suerte!... El general Hulin, gobernador


militar de París, nombró la comisión que mandó saltar la tapa de los sesos a
Armando: había sido nombrado en otro tiempo presidente, de la que sentenció al
duque de Enghien. ¿No hubiera debido abstenerse después de su infortunio, de
toda relación con un consejo de guerra? Y yo he hablado de la muerte del hijo del
gran Condé, sin recordar al general Hulin la parte que tuvo en la ejecución del
oscuro soldado pariente mío. Para juzgar a los jueces en el tribunal de Vincennes,
había sin duda, a mi vez, recibido la comisión del cielo.
PARÍS, 1839.

AÑOS 1811,1812, 1313, y 1814.

Publicación del Itinerario.— Carta de Beausset.— Muerte de Chenier.— Soy


admitido en el número de los miembros del Instituto.— Asunto de mi discurso.

El año 1811 fue uno de los más notables de mi carrera literaria.

Publiqué el Itinerario de París a Jerusalén; reemplacé en el Instituto a Mr. de


Chenier, y comencé a escribir las Memorias que ahora concluyo.

El éxito del Itinerario fue tan completo como disputado había sido el de los
Mártires. No hay escritorzuelo que a la aparición de su fárrago deje de recibir cartas
de felicitación. Entre los cumplidos que se me hicieron, no puedo dejar de
mencionar la carta que me escribió un hombre virtuoso y de mérito que ha
publicado dos obras, cuya autoridad se halla universalmente reconocida, y que
nada dejan que decir sobre Bossuet y Fenelon. El historiador de estos grandes
prelados es el obispo de Alais, cardenal de Beausset. Me alaba desmedidamente,
según la costumbre admitida cuando se escribe a un autor, y aun cuando este
método no sea el más adecuado, el cardenal da por lo menos a conocer la opinión
general del momento acerca del Itinerario; preveía, con respecto a Cartago, las
objeciones de que sería objeto mi modo de pensar geográfico: sin embargo, este
dictamen ha prevalecido, y vuelto a colocar en su verdadero sitio los puestos de
Dido. Esta carta agradará indudablemente, porque en ella se encuentran la
elocución de una sociedad escogida, y ese estilo que hacen tan grave y dulce la
cultura, la religión y las costumbres: excelencia de tono que estamos muy distantes
de poseer en el día.

En Villemoisson por Lonjumeau (Sena y Oise).25 DE MARZO DE 1811.¡Debíais


recibir, señor, y habéis recibido el justo tributo del reconocimiento y de la satisfacción pública.
Pero puedo aseguraros que ninguno de vuestros lectores ha gozado como yo una sensación
tan agradable y verdadera al ver vuestra interesante obra. Sois el primero y único viajero que
no ha tenido necesidad del Auxilio de los dibujos y grabados, para presentar a la vista de sus
lectores los lugares y monumentos que producen hermosos recuerdos y grandes imágenes.
Vuestra alma lo ha sentido todo, vuestra imaginación todo lo ha pintado y el lector siente con
vuestra alma y ve con vuestros ojos.«No podría expresaros, sino débilmente, la impresión que
he experimentado desde las primeras páginas, al dirigirme con vos a lo largo de las costas de
la isla de Corcyra, y al ver abordar todos aquellos hombres eternos que contrarios destinos
han conducido a ellas sucesivamente. Unas cuantas líneas os han sido suficientes para grabar
para siempre las huellas de sus pasos: constantemente se las volverá a encontrar en vuestro
Itinerario que las conservará con mucha más fidelidad que muchos mármoles que no han
sabido guardar los grandes nombres que se les habían confiado.«En la actualidad conozco los
monumentos de Atenas como se desea conocerlos. Ya los había visto y admirado en hermosos
grabados, pero no los penetraba todavía a fondo. Con demasiada frecuencia suele olvidarse
que si los arquitectos necesitan una descripción exacta, medidas y proporciones, los hombres
tienen necesidad también de descubrir el alma y el genio que concibieron los pensamientos de
aquellos grandes monumentos.«Vos habéis devuelto a las pirámides esa noble y profunda
intención, que declamadores triviales ni aun Habían percibido.«Os agradezco en extremo,
señor, el que hayáis entregado a la justa execración de todos los siglos ese pueblo estúpido y
feroz que hace mil y doscientos años está esparciendo la desolación por las comarcas más
hermosas de la tierra. No puede menos de sonreírse uno con vos cuando anunciáis que tenéis
la esperanza de volverle a ver entrar en los desiertos de donde ha salido.«Me habéis inspirado
un sentimiento pasajero de indulgencia para con los árabes, porque los pintáis muy
semejantes a los salvajes de la América Septentrional.«Parece haberos conducido la
Providencia a Jerusalén, para asistir a la última representación de la primera escena del
cristianismo. Si no es dado a los ojos de los hombres el volver a ver aquel sepulcro, el único
que se encontrará desocupado el último día, los cristianos le hallarán siempre en el Evangelio,
y las almas meditadoras y sensibles en vuestras pinturas.«Los críticos no dejarán de
censuraros los hombres y los hechos de que habéis cubierto las ruinas de Cartago que no
podíais describir puesto que ya no existen. Pero os ruego encarecidamente, señor, que os
limitéis tan solo a preguntarles si no se incomodarían ellos mismos de no volverlas a
encontrar en esas pinturas tan atractivas.«Tenéis el derecho de gozar, señor, de un género de
gloria que os pertenece exclusivamente por una especie de creación, pero hay un goce todavía
más satisfactorio para un carácter como el vuestro, y es el de haber dado a las creaciones de
vuestro genio la nobleza de vuestra alma y la elevación de vuestros sentimientos. Esto es lo
que en todo tiempo asegurará a vuestro nombre y a vuestra memoria, la estimación, la
admiración, y el respeto de todos los amigos de la religión, de la virtud y del honor.«Con este
título os suplico, señor, os dignéis aceptar el homenaje de mis sentimientos.«L. F. DE
BEAUSSET, obispo de Alais.»
Mr. de Chenier murió el 10 de enero de 1811, y mis amigos concibieron la
fatal idea de instarme para que le reemplazase en el Instituto. Pretendían que
expuesto como estaba a la enemistad del jefe del gobierno, a las sospechas y
enredos de la policía, me era necesario entrar en una corporación poderosa
entonces por su nombradía y por los hombres que la componían, y que
resguardado con este escudo podría trabajar pacíficamente. Tenía una repugnancia
invencible a ocupar plaza alguna, aunque no fuese del gobierno, y me acordaba
demasiado de lo que me había costado la primera. La herencia de Chenier me
parecía peligrosa, no podría decirlo todo sin exponerme: no quería pasar en silencio
el regicidio, aunque Cambaceres fuese la segunda persona del Estado: estaba
decidido a hacer que se oyesen mis reclamaciones en favor de la libertad, y a elevar
mi voz contra la tiranía: quería explicarme acerca de los horrores de 1793,
manifestar mi sentimiento por la caída de la familia de nuestros reyes, y gemir por
las desgracias de los que le habían permanecido fieles. Mis amigos me respondieron
que me engañaba, que algunas alabanzas al jefe del gobierno, imprescindibles en el
discurso académico, alabanzas, de que bajo un concepto, encontraba digno a
Bonaparte, le harían tragar todas las verdades que yo quisiese decirle, y que tendría
al mismo tiempo el honor de haber mantenido mis opiniones, y la felicidad de hacer
que cesasen los terrores de madama de Chateaubriand. A fuerza de asediarme me
rendí; pero les declaré que se equivocaban, y que Bonaparte no se dejaría engañar
por unos lugares comunes acerca de su hijo, su esposa, y su gloria: que sentiría
mucho más vivamente la lección: que reconocería al dimisionario cuando la muerte
del duque de Enghien, y al autor del artículo, origen de la supresión del Mercurio: y
por último, que en vez de asegurar mi reposo, reanimaría las persecuciones contra
mí. Bien pronto se vieron obligados a reconocer la exactitud de mis palabras; pero
es verdad que no habían previsto la temeridad de mi discurso.

Iba a hacer las visitas de costumbres a los individuos de la Academia. Mme.


de Vintimille me condujo a casa del abate Morellet. Le encontramos sentado en un
sillón junto a la chimenea: se había dormido, y el Itinerario que estaba leyendo se le
había caído de las manos. Despertó medio soñando al oír mi nombre que anunció
su criado, y levantando la cabeza gritó: «hay narraciones largas, muy largas.» Yo le
dije sonriendo que lo creía así, y que acortaría la nueva edición. Fue buen hombre y
me prometió su voto, a pesar de Atala. Cuando después vio la luz pública, La
Monarquía, según la Carta, no podía desechar su asombro de que el autor de
aquella obra política lo fuese el cantor de la hija de las Floridas. ¿No había escrito
Grocio la tragedia de Adán y Eva, y Montesquieu el Templo de Gnido?... Mas es
cierto que yo no era ni Grocio ni Montesquieu.

Se verificó la elección, y hecho el escrutinio obtuve una gran mayoría.


Enseguida me puse a trabajar en mi discurso, y no contentándome le rehíce veinte
veces: unas, queriendo hacer posible su lectura, le encontraba demasiado fuerte, y
otras volviendo a encolerizarme me parecía demasiado débil. No sabía cómo medir
la dosis del elogio académico. Si a pesar de mi antipatía a Napoleón hubiese
querido expresar la admiración que me causaba la parle pública de su vida, me
habría excedido en la peroración. Milton, a quien cito en el exordio de mi discurso,
me suministraba un modelo: en su Segunda defensa del pueblo inglés hizo un pomposo
elogio de Cromwell.

«Tú, no solo has eclipsado las acciones de todos nuestros reyes, dice, sino las que se
refieren de nuestros héroes fabulosos. Reflexiona con frecuencia en la rara prenda que la tierra
que te ha dado el ser, ha confiado a tu cuidado; la libertad, que esperó en otro tiempo de la flor
del talento y de las virtudes, ahora la espera de ti, y se lisonjea obtenerla de ti solo; honra las
vivas esperanzas que hemos concebido; honra la solicitud de la anhelante patria; respeta las
miradas y las heridas de los bravos compañeros que bajo tu bandera han combatido
intrépidamente por la libertad; respeta las sombras de los que perecieron en el campo de
batalla; en fio, respétate a ti mismo: no sufras, después de haber arrastrado tantos peligros por
amor a la libertad, que sea violada por ti mismo o atacada por otras manos. Tú no puedes ser
verdaderamente libre sin que lo seamos también nosotros. Tal es la naturaleza de las cosas: el
que usurpa la libertad de los demás, es el primero que pierde la suya y se convierte en
esclavo...»

Johnson no ha citado más que las alabanzas dirigidas al protector, para


poner al republicano en contradicción consigo mismo. El hermoso pasaje que acabo
de traducir muestra lo que formaba el contrapeso de aquellas alabanzas. La crítica
de Johnson yace en el olvido, y la defensa de Milton subsiste: todo lo que pertenece
a los arrebatos de los partidos y a las pasiones del momento, muere como ellos y
con ellas.

Preparado ya mi discurso, fui llamado para leerle ante la comisión nombrada


para oírle; fue rechazado por ella, excepto dos o tres individuos. Era necesario ver el
terror de los fieros republicanos que me escuchaban, y a quienes asustaba la
independencia de mis opiniones: temblaban de indignación y espanto a la palabra
libertad. Mr. Daru llevó a Saint-Cloud el discurso. Bonaparte declaró que si se
hubiese pronunciado, hubiera mandado cerrar las puertas del Instituto, y me
hubiera arrojado a una mazmorra por toda mi vida.

Recibí esta esquela de Mr. Daru.


Saint Cloud, 28 de abril de 1811.«Tengo el honor de participar a Mr. Chateaubriand,
que cuando guste venir a Saint-Cloud podré devolverle el discurso que ha tenido la bondad de
confiarme. Aprovecho esta ocasión para renovarle la seguridad de la alta consideración con
que tengo el honor de saludarle.«DARU.»

Fui a Saint-Cloud, y Mr. Daru me entregó el manuscrito tachado en varias


partes, marcado ab irato con paréntesis y rayas de lápiz por Bonaparte: la uña del
león había penetrado por todas partes, y sentía una especie de irritación mezclada
de placer al creer que se introducía en mi costado. Mr. Daru no me ocultó la cólera
de Napoleón; pero me dijo que conservando la peroración excepto algunas palabras,
y alterando casi todo el resto seria recibido con grandes aplausos. Habían copiado
el discurso en el palacio, suprimiendo algunos pasajes, e interpolando algunos otros.
Poco tiempo después apareció en las provincias impreso de aquel modo.

Este discurso es uno de los mejores títulos de la independencia de mis


opiniones y de la constancia de mis principios. Mr. Suard libre y enérgico decía, que
si se hubiese leído en plena Academia, hubiera hecho estremecer las bóvedas del
salón con la explosión de los aplausos. ¡Figuraos en efecto el exaltado elogio de la
libertad, pronunciado en medio del servilismo del imperio!...

Había conservado el tachado manuscrito con un cuidado religioso, la


fatalidad quiso que al dejar la enfermería de María Teresa se quemase con otros
muchos papeles. Sin embargo, los lectores de estas Memorias no se verán privados
de él: uno de mis colegas tuvo la generosidad de sacar una copia: hela aquí:

«Cuando Milton publicó el Paraíso Perdido, ninguna voz se elevó en los tres reinos de
la Gran Bretaña para alabar una obra que, a pesar de sus muchos defectos, no por eso deja de
ser uno de los mejores monumentos del ingenio humano. El Homero inglés murió olvidado, y
sus contemporáneos dejaron al porvenir el cuidado de inmortalizar al cantor de Edén. ¿Es
esta acaso una de esas grandes injusticias literarias de que casi todos los siglos ofrecen
ejemplos? No, señores: apenas libres de las civiles guerras, los ingleses no pudieron resolverse
a celebrar la memoria de un hombre, que se hizo notar por el ardor de sus opiniones en un
tiempo de calamidades. ¿Qué reservaremos, dijeron, para la tumba del ciudadano que se
sacrifica por la salud de su país, si prodigamos honores a las cenizas del que cuando más,
puede exigirnos una generosa indulgencia? La posteridad hará justicia a la memoria de
Milton, pero nosotros debemos una lección a nuestros hijos; debemos enseñarles con nuestro
silencio, que los talentos son un presente funesto cuando se enlazan con las pasiones, y que
vale más condenarse a la oscuridad, que hacerse célebre por las desgracias de su
patria.«¿Imitaré yo, señores, ese memorable ejemplo, en donde os hable de la persona y de las
obras de Mr. Chenier? Para conciliar vuestros usos y mis opiniones, creo deber adoptar un
justo medio entre un silencio absoluto y un examen profundo. Pero sean cuales fueren mis
palabras, ninguna hiel envenenará este discurso. Si volvéis a encontrar en mi la franqueza de
Duelos, compatriota mío, espero probaros también que tengo la misma lealtad.«Curioso
hubiera sido sin duda el ver lo que un hombre, colocado en mi posición y con mis ideas y
principios, pudiera decir del hombre cuyo puesto ocupo en el día. Seria interesante examinar
la influencia de las revoluciones sobre las letras, y demostrar que los sistemas pueden
extraviar el talento, extraviarle en las engañosas sendas que parecen guiar a la fama, y solo
conducen al olvido. Si Milton, a pesar de sus extravíos políticos, ha dejado obras que la
posteridad admira, es porque Milton, sin abjurar sus errores, se retiró de una sociedad que se
retiraba de él, para buscar en la religión el alivio de sus males, y el origen de su gloria.
Privado de la luz del cielo, se creó una nuera tierra, un nuevo sol, y salió par decirlo así, de un
mundo en donde solo había visto desgracias y crímenes. En los emparrados del Edén, colocó
esa inocencia primitiva, esa felicidad santa que reinaron en las tiendas de Jacob y de Raquel; y
puso en los infiernos los tormentos, las pasiones y los remordimientos de los hombres, cuyos
furores había compartido.«Desgraciadamente, aunque en las obras de monsieur Chenier se
descubre el germen de un talento notable, no brillan ni por aquella antigua sencillez ni por
aquella majestad sublime. El autor se distinguía por un talento eminentemente clásico.
Ninguno conocía mejor los principios de la literatura antigua y moderna: teatro, elocuencia,
historia, crítica, sátira, todo lo ha abrazado: pero sus escritos llevan el sello de los desastrosos
días que los vieron nacer. Dictados con harta frecuencia por el espíritu de partido, han sido
aplaudidos por las facciones. ¿Separaré yo, en los trabajos de mi predecesor, lo que ya ha
pasado, como nuestras discordias, y lo que tal vez quedará, como nuestra gloria?... Aquí se
hallan confundidos los intereses de la sociedad y los intereses de la literatura. No puedo
olvidar bastante los unos para ocuparme únicamente de los otros: entonces, señores, me veo
obligado a callar o a agitar cuestiones políticas.«Hay personas que quisieran hacer de la
literatura una cosa abstracta, y aislarla en medio de los negocios humanos. Estas personas me
dirán: ¿por qué guardar silencio? No consideréis las obras de monsieur Chenier sino bajo el
aspecto literario. Es decir, señores, que es preciso que abuse de vuestra paciencia y de la mía
para repetir los lugares comunes que se encuentran por donde quiera, y que conocéis mejor
que yo. A otros tiempos, otras costumbres: herederos de una larga serie de años pacíficos,
nuestros antepasados podían dedicarse a las discusiones puramente académicas, que
probaban mucho mejor su talento que su felicidad. Empero nosotros, restos infortunados de
un gran naufragio, nosotros no tenemos ya lo que se necesita para gustar una calma tan
perfecta. Nuestras ideas y nuestros espíritus han tomado un giro diferente. El nombre ha
reemplazado entre nosotros al académico: despojando a las letras de lo que pueden tener de
fútil, no las vemos ya más que a través de nuestros poderosos recuerdos y la experiencia de
nuestra adversidad. ¡Qué!... ¿después de una revolución que nos ha hecho recorrer en
algunos años los acontecimientos de muchos siglos, se prohibirá al escritor toda
consideración elevada? ¿Se le negará examinar la parte seria de los objetos? ¿Pasará su vida
frívolamente ocupándose de sutilezas gramaticales, reglas de gusto y sentencias literarias?
¿Envejecerá encadenado en las envolturas de la cuna? ¿No mostrará al fin de sus días la
frente surcada por sus continuos trabajos, por sus pensamientos graves, y con frecuencia sus
agudos dolores que aumentan la grandeza del hombre? ¿Qué importantes cuidados habrán,
pues, encanecido sus cabellos? Las miserables penas del amor propio, y los pueriles juegos del
ingenio.«Ciertamente, señores, esto sería tratarnos con un menosprecio muy extraño. Por lo
que a mí hace, no puedo rebajarme ni reducirme al estado de la infancia, en la edad de la
fuerza y de la razón. No puedo encerrarme en el estrecho círculo que quiere trazarse en
derredor del escritor. Por ejemplo, señores, si yo quisiese hacer el retrato del literato, del
funcionario que preside esta asamblea, ¿creéis que me contentaría con alabar en él ese espíritu
francés, ligero, ingenioso, que ha recibido de su madre, y de que presenta entre nosotros el
más perfecto modelo? No, sin duda alguna: querría además hacer que brillase con todo su
esplendor el hermoso nombre que lleva. Citaría, al duque de Boufflers que hizo levantar a los
austríacos el sitio de Génova. Hablaría de su padre el mariscal que disputó a los enemigos de
la Francia las murallas de Lila, y consoló con aquella defensa memorable la ancianidad de un
gran rey. De ese compañero de Turena, es de quien decía, Mme. de Maintenon: «En él lo
primero que ha muerto es el corazón.En fin, llegaría hasta ese Luis de Boufflers, llamado el
Robusto, que manifestaba en los combates el vigor y la intrepidez de Hércules. Así, en los dos
extremos de esta familia encontraría la fuerza y la gracia, el caballero y el trovador. Se quiere
que los franceses sean hijos de Héctor: yo creería más bien que descienden de Aquiles, porque
como aquel héroe, manejan la lira y la espada.«Si quisiese, señores, hablaros del célebre poeta
que cantó la naturaleza con voz tan brillante, ¿pensáis que me limitaría a haceros observar la
admirable flexibilidad de un talento que supo con un mérito igual copiar las bellezas
regulares de Virgilio, y las incorrectas de Milton? No: os mostraría a este poeta negándose a
separarse de sus infortunados compatriotas, siguiéndolos con su lira a extranjeras playas, y
cantando sus dolores para consolarlos; ilustre desterrado en medio de aquella multitud de
desterrados de que aumentaba yo el número. Verdades, que su edad y sus enfermedades, sus
talentos y su gloria, no le habían puesto en su patria a cubierto de las persecuciones. Se quería
que comprase la paz con versos indignos de su musa; pero su musa no pudo cantar más que la
terrible inmortalidad del crimen, y la consoladora inmortalidad de la virtud, «Tranquilizaos,
sois inmortales.»«Si quisiese por fin, señores, hablaros de un amigo muy querido a mi
corazón, de uno de esos amigos que, según Cicerón, hacen la prosperidad más esplendorosa, y
la adversidad más ligera, encomiaría la finura y pureza de su gusto, la exquisita elegancia de
su prosa, la hermosura, la fuerza, y la armonía de sus versos, que formados por los grandes
modelos, se distinguen sin embargo por un carácter original. Alabaría ese talento superior
que jamás conoció la envidia, ese talento feliz con las prosperidades que no eran suyas, ese
talento que hace diez años siente cuanto favorable me acaece, con esa alegría natural y
profunda, conocida únicamente por los caracteres más generosos, y por la más viva amistad.
Pero no omitiría la parte política de mi amigo. Le presentaría al frente de uno de los primeros
cuerpos del Estado, pronunciando esos discursos que son obras maestras de decoro,
comedimiento y nobleza. Le representaría sacrificando sus dulces coloquios con las musas,
por ocupaciones que sin duda no tendrían atractivos, sino se dedicase a ellas con la esperanza
de formar jóvenes capaces de seguir algún día las gloriosas huellas de sus padres, y de evitar
sus errores.«Hablando de los hombres de talento de que se compone esta asamblea, no podría
dispensarme de considerarlos con respecto a la moral y la sociedad. El uno se distingue en
medio de vosotros por su talento fino, delicado y sabio, por una gran urbanidad tan rara en el
día, y sobre todo por la más honrosa constancia en sus opiniones moderadas. Otro, aunque
resfriado por la edad, ha recobrado todo el ardor de la juventud para abogar la causa de los
desgraciados. Este, historiador elegante y agradable poeta, se nos hace más respetable y
querido por el recuerdo de un padre y un hijo mutilados en servicio de la patria.

Aquel, devolviendo el oído a los sordos y la palabra a los mudos, nos


recuerda los milagros del culto evangélico a que se ha consagrado. ¿No existen
entre vosotros, señores, testigos de vuestros antiguos triunfos, que puedan referir al
digno heredero del canciller D’ Aguesseau, cuan aplaudido fue en otro tiempo el
nombre de su abuelo en esta asamblea? Paso a los hijos predilectos de las nueve
hermanas y diviso al venerable autor del Edipo, retirado en la soledad, y a Sófocles
olvidando en Colonna la gloria que le llama a Atenas. ¿Cuánto debemos amar a los
demás hijos de Melpómene, que tanto interés nos han hecho tomar en las desgracias
de nuestros padres? Todos los corazones franceses han temblado de nuevo al
presentimiento de la muerte de Enrique IV. La musa trágica ha restablecido el
honor de esos esforzados caballeros cobardemente olvidados y vendidos por la
historia, y noblemente vengados por uno de nuestros modernos Eurípides.

«Descendiendo a los sucesores de Anacreonte, me detendré en ese hombre amable, que


semejante al anciano de Teos, repite aun, después de quince lustros, los amorosos cantares
que se entonan a los quince años. Iría, señores, a buscar vuestra fama en esos mares
borrascosos que guardaba en otro tiempo el gigante Adamastor, y que se ha apaciguado con
los encantadores nombres de Eleonora y de Virginia. Tibi rident aequora.«¡Ay! ¡Demasiados
talentos entre nosotros andan errantes y fugitivos!... ¿No ha cantado la poesía en armoniosos
versos el arte de Neptuno, ese arte tan fatal que la trasportó a remotos climas? ¿Y la
elocuencia francesa, después de haber defendido el estado y el altar, no se retira como a su
cuna, a la patria de San Ambrosio? ¡Que no pueda yo colocar aquí todos los miembros de esta
asamblea en un cuadro cuyos colores no ha embellecido la lisonja!.. Porque si es cierto que la
envidia oscurece algunas veces las cualidades apreciables de los literatos, lo es todavía mucho
más que esta clase de hombres se distingue por sentimientos elevados, por virtudes
desinteresadas, por su odio a la opresión, su sincera amistad, y la fidelidad en la desgracia.
Así es, señores, como yo deseo considerar un asuntó bajo todos sus aspectos, y sobre todo
revestir de gravedad a las letras aplicándolas a los asuntos más elevados de la moral, de la
filosofía y de la historia. Con esta independencia de ánimo, preciso es que yo me abstenga de
tocar a obras que es imposible examinar sin exasperar las pasiones. Si hablase de la tragedia
de Carlos IX, ¿podría dejar de vengar la memoria del cardenal de Lorena, y discutir aquella
extraña lección dada a los reyes? Cayó Graco, Calas, Enrique VIII y Fenelon, me ofrecerían
en muchos puntos la misma alteración de la historia para apoyar las mismas doctrinas. Si leo
las sátiras encuentro sacrificados hombres colocados en primera línea en esta asamblea: sin
embargo, escritas con estilo puro, elegante y fácil, recuerdan agradablemente la escuela de
Voltaire, y tendría tanto más placer en alabarlas, cuanto que mi nombre no ha podido
sustraerse a la malicia del autor. Pero dejemos unas obras que darían lugar a penosas
recriminaciones: no turbaré la memoria de un escritor que fue vuestro colega, y que cuenta
todavía entre vosotros admiradores y amigos: a esa religión que le pareció tan despreciable en
los escritos de los que la defienden, deberá la paz que yo le deseo en su tumba. Pero aquí
mismo, señores, ¿no seré yo bastante desgraciado para tropezar en un escollo? porque al
tributar a Mr. Chenier el respeto que todos los muertos merecen, temo volver a encontrar al
paso otras cenizas ilustres por otro concepto. Si interpretaciones poco generosas quisiesen
imputarme como un crimen esta emoción involuntaria, me refugiaría al pie de esos altares
expiatorios que un poderoso monarca eleva a los inanes de las dinastías ultrajadas. ¡Ah!
¡Cuánto más feliz hubiera sido para Mr. Chenier no haber participado de esas calamidades
públicas que cayeron en fin sobre su cabeza!... El supo como yo lo que es perder en las
tempestades un hermano tiernamente amado. ¿Qué habrían dicho nuestros desgraciados
hermanos si Dios los hubiera llamado en un mismo día a su tribunal? Si se hubiesen
encontrado en el momento supremo antes de confundir su sangre y nos hubieran gritado sin
duda: cesad en vuestras guerras intestinas; volved a los sentimientos de amor y de paz: la
muerte hiere igualmente a todos, los partidos, y vuestras crueles divisiones nos cuestan la
juventud y la vida. Tales hubieran sido sus fraternales lamentos.«Si mi predecesor pudiese
oír estas palabras que no consuelan más que a su sombra, seria sensible al homenaje que
tributo aquí a su hermano porque era naturalmente generoso: esa misma generosidad fue sin
duda la que le impulsó a lanzarse en unas novedades seductoras en verdad, pues nos
prometían las virtudes de Fabricio, más engañado bien pronto en sus esperanzas, se agrió su
humor, y su talento se desnaturalizó. Trasladado desde la soledad del poeta al medio de las
facciones, ¡cómo hubiera podido entregarse a los sentimientos que forman las delicias de la
vida! ¡Dichoso si hubiese visto otro cielo que el de la Grecia, bajo el cual había nacido! ¡Si no
hubiese contemplado más ruinas que las de Esparta y Atenas! Yo le hubiera quizás
encontrado en la hermosa patria de su madre, y nos habríamos jurado amistad en las orillas
del Permesso, o bien puesto que debía volver al hogar paterno, ¿por qué no me siguió a los
desiertos, adonde fui arrojado por nuestras tempestades? El silencio de los bosques habría
calmado aquella alma perturbada, y las cabañas de los salvajes le hubieran reconciliado tal
vez con los palacios de los reyes. ¡Vanos deseos! Mr. Chenier permaneció en el teatro de
nuestras agitaciones y de nuestros dolores! Atacado, siendo todavía joven, de una
enfermedad mortal, le visteis, señores, inclinarse lentamente hacia el sepulcro y dejar para
siempre... No se me han referido sus últimos momentos.«Nosotros, todos los que vivimos en
las turbulencias y las agitaciones, no escaparemos de las miradas de la historiar. ¿Quién
puede lisonjearse de encontrarse sin mancha en un tiempo de delirio en que nadie tenía el
completo uso de su razón? Seamos, pues, indulgentes para los demás, y excusemos lo que no
podemos aprobar. Tal es la debilidad humana que el talento, el genio y la virtud, pueden
algunas veces traspasar los límites del deber. Mr. Chenier adoró la libertad: ¿podría
imputársele como un crimen? Los mismos caballeros, si saliesen de sus sepulcros, seguirían
la luz de nuestro siglo. Veríase entonces formarse esa alianza ilustre entre el hombre y la
libertad, como en el reinado de los Valois las almenas góticas coronaban con infinita gracia en
nuestros monumentos las órdenes de arquitectura tomadas de los griegos. ¿La libertad no es
el mayor de los bienes y la primera necesidad del hombre? Inflama el genio, eleva el corazón, y
es tan necesaria al amigo de las musas, como el aire que respira. Las artes pueden, hasta cierto
punto, vivir en la dependencia, porque se sirven de un lenguaje particular que no entiende la
multitud; pero las letras que hablan un lenguaje universal se aniquilan y mueren en los
hierros. ¿Cómo se trazarán líneas dignas del porvenir, si al escribirlas está prohibido todo
sentimiento magnánimo, todo pensamiento fuerte y grandioso? La libertad es naturalmente
tan amiga de las ciencias y las letras que se refugia a su lado cuando se ve des terrada de los
pueblos, y a nosotros, señores, es a quienes encarga escribir sus anales vengarla de sus
enemigos y trasmitir su nombre y su culto hasta la más remata posteridad. Para que no pueda
haber equivocación en la interpretación de mi pensamiento, declaro aquí que solo hablo de la
libertad que nace del orden y que forma las leyes, y no de esa libertad hija del desenfreno y
madre de la esclavitud. Lo peor que hizo el autor de Carlos IX no fue, pues, el ofrecer sus
respetos a la primera de aquellas divinidades, sino el haber creído que los derechos que nos da
son incompatibles con un gobierno monárquico. Los franceses colocan su independencia en
las opiniones, al paso que los demás pueblos la hacen consistir en las leyes. La libertad es para
ellos un sentimiento más bien que un principio y son ciudadanos por instinto, y súbditos por
elección. Si el escritor, cuya pérdida deplorarnos hubiese hecho esta reflexión, no hubiera
comprendido en un mismo amor la libertad que funda y la libertad que destruye.«Señores, he
concluido la tarea que los usos de la Academia me han impuesto. Próximo a terminar este
discurro, una idea desconsoladora llena mi alma de pesar: no hace mucho tiempo que Mr.
Chenier pronunciaba sobre mis obras fallos que se preparaba a publicar, y yo soy el que ahora
juzgo a mi juez. Lo digo con toda la sinceridad de mi corazón: quisiera más verme es puesto a
las sátiras de un enemigo, y vivir en paz en mi soledad, que haceros observar con mi presencia
en medio de vosotros, la rápida sucesión de los hombres sobre la tierra, y la súbita aparición
de esa muerte que destruye nuestros proyectos y nuestras esperanzas, que nos arrebata de
repente, y confía algunas veces nuestra memoria a hombres enteramente opuestos a nuestros
sentimientos y principios. Esta tribuna es una especie de campo de batalla adonde los talentos
vienen a brillar y morir alternativamente. ¿Cuántos ingenios y cuán diversos ha visto
desaparecer? Corneille, Racine, Boileau, La Bruyere, Bossuet, Fenelon, Voltaire, Buffon,
Montesquieu... ¿Quién no se asustará, señores, al pensar que va a formar uno de los
eslabones de esta ilustre cadena? Abrumado con el peso de estos nombres inmortales, y no
pudiendo hacer que por mis talentos se me reconozca por heredero legítimo, procuraré al
menos probar mi descendencia por medio de mis sentimientos.«Cuando me llegue el turno de
ceder el puesto al orador que debe hablar sobre mi tumba, podrá tratar con toda severidad mis
obras; pero no podrá menos de decir que amaba con delirio a mi patria, y que hubiera sufrido
mil males antes que hacer derramar una sola lágrima a mi país, y que hubiera sin titubear
sacrificado mi vida a estos nobles sentimientos, que son los únicos que dan precio a la vida, y
dignidad a la muerte.«Pero ¿qué tiempo he escogido, señores, para hablaros de duelo y de
funerales? ¿No estamos rodeados de fiestas? Viajero solitario, meditaba hace algunos días
sobre las ruinas de los imperios destruidos, y veo elevarse un nuevo imperio. Apenas dejo
aquellos sepulcros en donde duermen sepultadas las naciones diviso una cuna encargada de
los destinos del porvenir. Por todas partes resuenan las aclamaciones del soldado. César sube
al Capitolio: los pueblos refieren las maravillas, los monumentos erigidos, las ciudades
adornadas, las fronteras de la patria bañadas por esos lejanos mares, que sostenían las naves
de Escipión, y por los otros mares más remotos que no vio Germánico.«En tanto que el
triunfador se adelanta rodeado de sus legiones, ¿qué harán los tranquilos hijos de las Musas?
Marcharán al encuentro del carro para enlazar el olivo de la paz con las palmas de la victoria,
para presentar al vencedor la sagrada copa, para mezclar a las narraciones guerreras las
patéticas y afectuosas imágenes que hacían llorar a Paulo Emilio por las desgracias de
Perseo.«Y vos, hija de los Césares, salid de vuestro palacio con el tierno hijo en los brazos:
venid a unir la gracia con la grandeza, venid a enternecer la victoria y templar el brillo de las
armas con la dulce majestad de una reina y de una madre.»

El manuscrito que me fue devuelto, tenía tachado desde un extremo a otro


por mano de Bonaparte, el exordio del discurso que tenía relación con las opiniones
de Milton. Una parte de mi reclamación contra el aislamiento de los negocios en que
se quería tener a la literatura estaba también borrada con lápiz. El elogio del abate
Delille que recordaba la emigración, la fidelidad del poeta a las desgracias de la
familia real y a los padecimientos de sus compañeros de destierro, se hallaba entre
paréntesis: el elogio de Mr. de Fontanes, tenía una cruz. Casi todo lo que decía de
Mr. de Chenier, de su hermano, del mío, y de los altares expiatorios que se
preparaban en San Dionisio estaba picado. El párrafo que comenzaba con estas
palabras: «Mr. de Chenier adoró la libertad,» tenía una tachadura longitudinal
duplicada. Sin embargo, los agentes del gobierno, al publicar el discurso,
conservaron bastante correctamente este párrafo.
Cuando se me entregó el discurso no estaba aun todo concluido: quería
obligárseme a que hiriese otro. Declaré que insistía en el primero y no haría
ninguno más. La comisión entonces me manifestó que no seria admitido en la
Academia.

Personas llenas de gracias, de generosidad y da valor, a quienes no conocía,


se interesaban por mí.

Mme. Lindsay, que cuando mi vuelta a Francia en 1800 me había


acompañado desde Calais a París, habló a Mme. Gay: ésta se dirigió a Mme.
Regnault de Saint Jean-d’Angely, la cual invitó al duque de Rovigo a que me dejase
y se desentendiese de aquel negocio. Las señoras de aquel tiempo interponían su
Belleza entre el poder y la desgracia.

Todo aquel ruido se prolongó hasta el año 1812 por los premios decenales.
Bonaparte que me perseguía hizo preguntar a la Academia con motivo de aquellos
premios, porque no había colocado El Genio del Cristianismo entre las demás obras
que debían ser premiadas. La Academia se explicó, y muchos de mis compañeros
emitieron por escrito su dictamen, que era muy desfavorable. Hubiera podido
decirles lo que un poeta griego dijo a una ave: «Hija del Ática, alimentada con miel,
tú que cantas tan bien, arrebatas una cigarra, buena cantora como tú, y la llevas por
alimento a tus hijuelos. Ambas tenéis alas, las dos habitáis estos lugares y celebráis
el nacimiento de la primavera, ¿por qué no la vuelves la libertad? No es justo que
una cantora perezca a impulsos del pico de una semejante suya.»

Premios decenales.— El Ensayo sobre las revoluciones.— Los Natchez.

Aquella constante mezcla de cólera y deferencia que Bonaparte manifestaba


con respecto a mí, era sumamente extraña. Poco tiempo hacia qué me amenazaba y
de repente pregunté al Instituto por qué no hablaba de mí en los premios decenales.
Hizo mas, declaró a Mr. de Fontanes, que puesto que el Instituto no me
conceptuaba digno de optar a los premios. Él me daría uno, y me nombraría
superintendente general de las bibliotecas de Francia, destino que tenía el mismo
sueldo que las embajadas de primera clase. La idea que Bonaparte había tenido, de
emplearme en la carrera diplomática no se le había desvanecido, y por razones que
él conocía muy bien, quisiera que yo no hubiese dejado de formar parte del
ministerio de Relaciones exteriores. No obstante aquellas proyectadas
munificencias, su prefecto de policía me invité algún tiempo después a salir de
París, y fui a continuar mis memorias en Dieppe.

Bonaparte se rebajó hasta a hacer el papel de un estudiante truhán:


desenterró, por decirlo así, el Ensayo sobre las revoluciones, y se regocijó de la
persecución que de este modo me atraía. Un tal Mr. de Raymond se hizo mi
campeón y fui a darle las gracias a la calle Vivienne: tenía en la chimenea entre
varias bagatelas una calavera: algún tiempo después fue muerto en un desafío, y su
interesante figura fue a reunirse con la espantosa cabeza que parecía llamarle.
Entonces se batía todo el mundo. Uno de los agentes de policía encargado de la
prisión de Georges recibió de éste un balazo en la cabeza.

Para evitar el ataque de mala ley de mi poderoso adversario, me dirigí a Mr.


de Pommereul, de quien ya hablé en mi primera llegada a París: era a la sazón
director general de imprenta, y le pedí permiso para reimprimir el Ensayo entero.
Mi correspondencia y el resultado de ella, puede verse en el Ensayo sobre las
revoluciones, edición de 1826, tomo 2° de las obras completas. El gobierno imperial
tenía mucha razón en no dejarme imprimir la obra por entero; el Ensayo, ni con
respecto a las libertades, ni con respecto, a la monarquía legítima, era un libro que
debía publicarse cuando reinaba el despotismo y la usurpación. La policía
aparentaba imparcialidad dejando que se hablara en mi favor, y se reía
impidiéndome hacer lo único que podía defenderme. Cuando regresó Luis XVIII,
volviose a desenterrar el Ensayo: como habían querido servirse de él contra mí en
tiempo del imperio por lo tocante a la política, se trataba de oponérmele en el día de
la restauración, en cuanto a la parte religiosa. Hice una retractación pública y
completa de mis errores en las notas de la nueva edición del Ensayo histórico, y ya
nada puede censurárseme. La posteridad pronunciará su fallo sobre el libro y sobre
el comentario, si acaso pueden ocuparla cosas tan insignificantes. Me atrevo a
esperar que juzgará el Ensayo como mi encanecida cabeza le ha juzgado: porque
según se va avanzando en la carrera de la vida se adquiere la equidad del porvenir
a que nos vamos aproximando. El libro y las notas me presentan a la vista de los
hombres, como fui al principio, y como soy en el último tercio de mi vida.

Esta obra que he tratado con desapiadado rigor, ofrece el compendio de mi


existencia como poeta moralista y futuro hombre político. La savia del trabajo es
superabundante, y la audacia de las opiniones llega hasta tan lejos cómo adonde
puede llevarse. Forzoso es reconocer que en los diversos senderos en que me he
empeñado, jamás me han guiado las preocupaciones, que no me he obcecado por
ninguna causa, que no he tenido por móvil al interés, y que los partidos que he
tomado han sido siempre por mi elección.

En el Ensayo es completa mi independencia en religión y en política, todo lo


examino: republicano, sirvo a la monarquía; filósofo honro a la religión. Estas no
son contradicciones, son consecuencias forzosas de la incertidumbre de la teoría y
de la certeza de la práctica entre los hombres: mi espíritu formado para no creer en
nada, ni aun en mí mismo, formado para despreciarlo todo, grandezas y miserias,
pueblos y reyes, ha sido, no obstante, dominado por un instinto de razón que le
mandaba someterse a lo que hay reconocido como bueno y hermoso: religión,
justicia, humanidad, igualdad, libertad y gloria. Lo que en el día se sueña acerca del
porvenir, lo que la generación actual se imagina haber descubierto de una sociedad
por nacer, fundada en principios enteramente diferentes de los de la sociedad
antigua, se encuentra positivamente anunciado en el Ensayo. Yo he precedido
treinta anos a los que se creen los proclamadores de un mundo desconocido. Mis
actos han sido de la ciudad antigua: mis pensamientos de la nueva: los primeros de
mi deber, los segundos de mi naturaleza.

El Ensayo no era un libro impío: era un libro de duda y de dolor. Ya lo he


dicho . Por lo demás, he debido exagerarme mi falta, y compensar con ideas de
27

orden tantas ideas apasionadas esparcidas en mis obras. Temo haber hecho daño a
la juventud en el principio de mi carrera: tengo que hacerla una reparación, y la
debo al menos otras lecciones. Que sepa que puede lucharse con buen éxito contra
una naturaleza alterada: yo he visto la belleza moral, la belleza divina, superior a
todas las ilusiones de la tierra: solo se necesita un poco de (ánimo para alcanzarla y
asirse a ella.

Para concluir lo que tengo que decir sobre mi carrera literaria, debo hacer
mención de la obra que la comenzó, y que quedó manuscrita hasta el año en que la
incluí en mis Obras completas.

El prefacio que se halla al frente de los Natchez, refiere de qué modo se


encontró la obra en Inglaterra, por los obsequiosos desvelos e indagaciones de Mr.
de Thuizy.

Un manuscrito de que he podido sacar a Atala, René, y muchas descripciones


colocadas en El Genio del Cristianismo, no es enteramente estéril. Este primer
manuscrito era todo seguido y sin sección alguna: todos los asuntos se hallaban
confundidos en él; viajes, historia natural, parte dramática, etc.; pero junto a este
manuscrito había otro dividido en libros. En este segundo trabajo, no solo procedí a
la división de la materia, sino que varié el género de la composición, haciéndola
pasar desde la novela a la epopeya.

Un joven que acumula mezcladas sus ideas, sus invenciones, sus estudios, y
sus lecturas, debe producir un caos; pero también en este caos hay cierta
fecundidad que participa de la fuerza de la edad.

Me ha ocurrido lo que quizá ha pasado jamás a ningún autor, y es el volver a


leer después de treinta años un manuscrito que había ya olvidado.

Tenia que temer un peligro: al retocar el cuadro podía apagar los colores: una
mano más segura, pero menos rápida, podía, borrando algunos perfiles incorrectos,
hacer que desapareciesen los toques más vivos de la juventud. Era preciso
conservar a la composición su independencia, y por decirlo así, su impetuosidad:
era necesario dejar la espuma en el freno del fogoso corcel. Si hay en los Natchez
cosas que solo temblando aventuraría en el día, hay también otras que ya no querría
escribir, especialmente la carta de René en el segundo volumen. Es de mi primer
estilo, y reproduce enteramente a René: no sé lo que los Renés que me han seguido
han podido decir para acercarme más a la multitud.

Los Natchez comienzan por una invocación a el desierto y al astro de la noche,


divinidades supremas de mi juventud.

«A la sombra de los americanos bosques quiero cantar las canciones de la


soledad, como no las han escuchado todavía los oídos de los mortales: quiero referir
vuestras desgracias. ¡Oh Natchez!... ¡Oh nación de la Luisiana, de que ya no quedan
mas que recuerdos!... ¿Los infortunios de un oscuro, habitante de los bosques,
tendrán menos derecho a nuestras lágrimas que los de los demás hombres?... y los
mausoleos de los reyes en nuestros templos, son más atractivos que el sepulcro de
un indiano bajo la encina de su patria.

«¡Y tú antorcha de las meditaciones, astro de las noches, sé para mí el astro


del Pindo!... Marcha dejante de mis pasos por medio de las regiones desconocidas
del Nuevo Mundo, para descubrirme a tu luz, los maravillosos secretos de estos
desiertos.»

Mis dos naturalezas se hallan confundidas en esta caprichosa obra,


particularmente en el original primitivo: en él se descubren incidentes políticos é
intrigas de novela: pero a través de la narración se oye por donde quiera una voz
que canta, y que parece venir de una región desconocida.
Fin de mi carrera literaria.

De 1812 a 1814, solo faltan dos años para concluir el imperio, y estos dos años
de que anticipadamente se ha visto algo, los empleé en observaciones sobre la
Francia, y en la redacción de algunos libros de estas Memorias; pero no imprimí
nada. Mi vida de poesía y de erudición quedó verdaderamente cerrada con la
publicación de mis tres grandes obras, El Genio del Cristianismo, los Mártires y el
Itinerario. Mis escritos políticos comenzaron en la restauración: con ellos principio
igualmente mi vida política, activa. Aquí pues, termina mi carrera literaria
propiamente dicha: arrebatado por la corriente de los días la había omitido hasta
este año 1831, no me he acordado del tiempo pasado que medió de 1800 a 1814.

Esta carrera literaria, como os habrá sido fácil convenceros, no fue menos
agitada que la de viajero y de soldado; hubo también fatigas, encuentros y sangro
en la arena: no todo fue musas y fuente Castalia: mi carrera política fue todavía más
borrascosa.

Tal vez algunos fragmentos marcarán el lugar que ocuparon mis jardines de
Academo. El Genio del Cristianismo principia la revolución religiosa contra el
filosofismo del siglo XVIII. Al mismo tiempo preparaba esa revolución que
amenaza a nuestra lengua, porque no podía haber renovación en la idea, sin que
hubiese innovación en el estilo. ¿Habrá después e mí otras formas del arte ahora
desconocidas? ¿So podrá partir de nuestros estudios actuales para avanzar, como
partimos de los estudios pasados para adelantar un paso? ¿Hay límites que no
podrían traspasarse, porque seria fácil estrellarse contra la naturaleza de las cosas?
¿Estos límites no se encuentran en la división de las lenguas modernas, en la
caducidad de esas mismas lenguas, y en las vanidades humanas tales como la
nueva sociedad las ha creado? Las lenguas no siguen el movimiento de la
civilización, sino antes de la época de su perfección: cuando han llegado a su
apogeo, permanecen por algunos momentos estacionarios, y después descienden
sin poder ya volver a subir.

Ahora la relación que concluye reúne los primeros libros de mi vida política,
escritos anteriormente en épocas diversas. Me siento con un poco más de valor al
entrar en la parte sólida de mi edificio. Cuando volví a emprender el trabajo,
temblaba como el hijo de Caelo, que vio convertirse en plomo la llana de oro del
arquitecto de Troya. Sin embargo, me parece que mi memoria no me ha sido infiel
en mis recuerdos: con todo, ¿habéis advertido gran frialdad en mi narración?
¿Encontráis una enorme diferencia entre las apagadas cenizas que he tratado de
volver a encender y los personajes que os he hecho ver al referiros mi primera
juventud? Mis años son mis secretarios, cuando uno de ellos concluye, pasa la
pluma a su hermano segundo, y continúo dictando: como son hermanos tienen
poco más o menos la misma mano.

De Bonaparte.

La juventud es una cosa encantadora: parte al principio de la vida coronada


de flores, como la flota ateniense cuando fue a conquistar la Sicilia y las deliciosas
campiñas del Enna. El sacerdote de Neptuno recita la oración en voz alta: hácense
las libaciones en copas oro: la multitud que ocupa las orillas del mar une sus
invocaciones a las del piloto: cántase el poema mientras se despliegan las velas a los
rayos y el soplo de la Aurora: Alcibíades vestido de púrpura y hermoso como el
amor llama la atención en los trirremes, envanecidos con los siete carros que a la
carrera dirigió en Olimpia. Más apenas pasó la isla de Alcínoo se desvaneció la
ilusión: Alcibíades desterrado va a envejecer lejos de su patria, y a morir atravesado
de flechas en el seno de Timandra. Los compañeros de sus primeras esperanzas,
esclavos en Siracusa, no tienen para aligerar el peso de sus cadenas, más que
algunos versos de Eurípides.

Habéis visto a mi juventud dejar la ribera: no tenía la hermosura del pupilo


de Pericles, criado en las rodillas de Aspasia, pero tenía deseos y sueños. Ya os he
pintado aquellos sueños: ahora al regresar de mi destino no tengo que contaros más
que verdades tristes como mi edad. Si alguna vez dejo oír todavía los dulces
sonidos de la lira, son las últimas armonías del poeta que procura curarse la herida
de la flecha de los tiempos o consolarse de la servidumbre de los años.

Sabéis ya mi vida en el estado de viajero y de soldado: conocéis mi existencia


literaria desde 1800 hasta 1813, en cuyo año me habéis dejado en el Vallée aux Loups
que todavía me pertenecía cuando principió mi carrera política. Ahora entramos en
esta carrera: pero antes de penetrar en ella, me es forzoso retroceder a los hechos
generales, por los que he saltado ocupándome únicamente de mis trabajos y de mis
propias aventuras: estos hechos son en su mayor parte relativos a Napoleón.
Pasemos pues a él: hablemos del vasto edificio que se construía fuera del recinto de
mis sueños. En la actualidad vuelvo a ser historiador sin dejar de ser escritor de
memorias; el interés público sostendrá mi confidencia privada, mis cortos relatos se
agruparán en derredor de la narración.

Cuando estalló la guerra de la revolución, los reyes no la comprendieron:


vieron una rebelión en donde debieron ver una mudanza de las naciones, el fin y el
principio de un mundo: creyeron que con respecto a ellos no se trataba más que de
aumentar sus estados con algunas provincias arrancadas a la Francia: tenían fe en la
antigua táctica militar, en los antiguos tratados diplomáticos, en las negociaciones
de los gabinetes; y sin embargo, unos conscriptos iban a hacer retirarse a los
granaderos de Federico, los monarcas iban a pedir la paz en las antesalas de oscuros
demagogos, y la terrible opinión revolucionaria iba a desatar sobre los cadalsos las
intrigas de la Europa. Esta antigua Europa pensaba no combatir más que a la
Francia, y no se apercibía de que un nuevo siglo marchaba contra ella.

Bonaparte, en el curso de sus ventajas siempre crecientes, parecía llamado a


cambiar las dinastías reales y a hacer la suya la más antigua de todas. había hecho
reyes a los electores de Baviera, Wurtemberg y Sajonia: había dado la corona de
Nápoles a Murat, la de España a José, la de Holanda a Luis, y la de Westfalia a
Gerónimo: su hermana Elisa Bacciochi, era princesa de Luca, él mismo se había
erigido en emperador de los franceses y rey de Italia, en cuyo reino se hallaban
comprendidos Venecia, la Toscana, Parma, y Plasencia: el Piamonte había sido
incorporado a la Francia; había consentido que reinase en Suecia Bernardotte, uno
de sus capitanes: por el tratado de la Confederación de Rin, ejercía los derechos de
la casa de Austria sobre la Alemania: se había declarado mediador de la
Confederación helvética había abatido a la Prusia, y sin poseer una barca había
declarado a las islas Británicas en estado de bloqueo. Hubo momentos en que la
Inglaterra a pesar de sus escuadras, no tenía un puerto en donde descargar un fardo
de sus mercaderías, ni en donde poner una carta en el correo.

Los estados del papa formaban parte del imperio francés, y el Tíber era un
departamento de la Francia. Por las calles de París se veían cardenales medio
prisioneros que sacando la cabeza por la portezuela de su fiacre preguntaban: «es
aquí donde vive el rey de...» No, respondía el portero interrogado, es más arriba. El
emperador de Austria solo pudo librarse entregando su hija: el cabalgador del
Mediodía reclamó Honoria de Valentiniano con la mitad de las provincias del
imperio.

¿Cómo se habían obrado estos milagros? ¿Qué cualidades poseía el hombre


que los produjo? ¿Cuáles le fallaban para completarlos? Voy a seguir la inmensa
fortuna de Bonaparte, que no obstante, ha pasado tan ligera, que sus días ocupan
un corto período del tiempo comprendido en estas Memorias. Genealogías
fastidiosas, frías indagaciones de los hechos, e insípidas rectificaciones de fechas, he
aquí la penosa carga de los escritores.

Bonaparte.— Su familia.

El primer Buonaparte (Bonaparte) de que se hace mención en los anales


modernos, es Jacobo Buonaparte, el cual, augurio del futuro conquistador, nos ha
dejado la historia del Saco de Roma en 1527, del que había sido testigo ocular.
Napoleón Luis Bonaparte, hijo primogénito de la duquesa de Saint-Leu, que murió
después de la insurrección de Romaña, traducido al francés este curioso documento:
a la cabeza de la traducción ha colocado una genealogía de los Buonaparte.

El traductor dice: «que se contentará con llenar los vacíos del prefacio del
editor de Colonia, publicando sobre la familia Bonaparte pormenores auténticos:
trozos de historia, dice, casi enteramente olvidados pero interesantes al menos para
los que desean encontrar en los anales de los tiempos pasados, el origen de una
ilustración más reciente.»

Sigue una genealogía en donde se ve un caballero Nordilo Buonaparte, quien


en 2 de abril de 1265 salió por fiador del príncipe Conradino de Suabia (el mismo a
que el duque de Anjou hizo cortar la cabeza por el valor de los derechos de aduana
de los efectos del dicho príncipe. Hacia el año de 1255, principiaron las
proscripciones de las familias de Treviso: una rama de los Bonaparte fue a
establecerse en Toscana, en donde se los encuentra en los puestos más elevados del
Estado. Luís María Fortunato Buonaparte, de la rama establecida en Sarzana, pasó a
Córcega en 1612, fijó su residencia en Ajaccio, y llegó a ser el jefe de la rama de los
Bonaparte de Córcega. Los Bonaparte llevan en su escudo, campo de gules, con dos
barras de oro y dos estrellas.

Hay otra genealogía que Mr. Panckouke ha coloreado al frente de la


colección de los escritos de Bonaparte: se diferencia en muchos puntos de la que ha
dado Napoleón Luis. Pero la señora de Abrantes quiere que Bonaparte, sea un
Comneno, alegando que el nombre de Bonaparte es la traducción literal del griego
Calomeros, sobre nombre de Comneno.

Napoleón Luis cree deber terminar su genealogía con estas palabras: «he
omitido muchos pormenores, porque los títulos de nobleza no son objeto de
curiosidad sino para un corto número de personas, y además ningún lustre sacaría
de ellos la familia Bonaparte.»

«El que sirve bien a su país, no necesita abuelos.»

No obstante este verso filosófico, la genealogía subsiste. Napoleón Luis


quiere hacer a su siglo la concesión de un apotegma democrático sin que por eso
trate de ser consecuente.

Todo es aquí singular. Jacobo Buonaparte historiador del saco de Roma y de


la prisión del papa Clemente VII por los soldados del condestable de Borbón, es de
la misma sangre que Napoleón Bonaparte destructor de tantas ciudades, dueño de
Roma convertida en prefectura, rey de Italia, dominador de la corona de los
Borbones, y carcelero de Pío VII, después de haber sido consagrado emperador de
los franceses por mano de aquel pontífice. El traductor de la obra de Jacobo
Buonaparte, es Napoleón Luis Buonaparte sobrino de Napoleón, e hijo del rey de
Holanda hermano de aquel y este joven murió en la última insurrección de la
Romaña, a alguna distancia de las dos ciudades adonde la madre y la viuda de
Napoleón fueron desterradas, en el momento en que los Borbones caen del trono
por tercera vez.

Como hubiera sido bastante difícil hacer de Napoleón el hijo de Júpiter


Ammón por la serpiente amada de Olimpia, o el nieto de Venus por Anquises,
algunos sabios 28 encontraron otra maravilla de que podían hacer uso: demostraron
al emperador que descendía en línea recta de la Máscara de hierro. El gobernador
de las islas de Santa Margarita se llamaba Bonpart y tenía una hija: la Máscara de
hierro, hermano gemelo de Luis XIV, llegó a enamorarse de la hija de su carcelero, y
se casó con ella en secreto. Los hijos que nacieron de aquella unión, fueron llevados
clandestinamente a Córcega con el nombre de su madre. Los Bonpart se
transformaron en Bonaparte por la diferencia del lenguaje. De este modo, la
Máscara de hierro, hubiera llegado a ser el misterioso abuelo del grande hombre,
unido así a un gran rey, por los vínculos del parentesco.

La rama de los Franchint-Bonaparte tiene en su escudo tres flores de lis de


oro. Napoleón se sonreía con aire de incredulidad al ver aquella genealogía; pero se
sonreía porque siempre era reivindicar un reino para su familia. Napoleón afectaba
una indiferencia que no tenía, parque él mismo hacía provenir su genealogía de
Toscana. Precisamente porque fallaba la divinidad al nacimiento de Bonaparte era
aquel maravilloso. «Veía, dice Demóstenes, a ese Filipo contra quien combatíamos
por la libertad de la Grecia, y la salud de sus repúblicas, saltado un ojo, quebrada la
espada, la mano debilitada, y el muslo dislocado, presentar con inalterable firmeza
todos sus miembros a los golpes de la suerte, satisfecho de vivir para el honor, y
coronarse con las palmas de la victoria.»

Ahora bien, Filipo era padre de Alejandro; Alejandro era, pues, hijo de rey, y
de un rey digno de serlo: por esta doble circunstancia merecía la obediencia.
Alejandro, que nació en el trono, no tuvo, como Bonaparte que atravesar una vida
corta para llegar a otra mayor. Alejandro no ofrece la extravagancia de dos carreras.
Aristóteles fue su preceptor: una de las diversiones de su infancia fue domar a
Bucéfalo. Napoleón para instruirse no tuvo más que un maestro vulgar, no tenía
corceles a su disposición, y era el menos rico de sus compañeros de estudios. Este
subteniente de artillería sin criados, va a obligar inmediatamente a la Europa que le
reconozca: este subalterno mandará desde sus antesalas a los mayores soberanos de
Europa.

¿No han venido nuestros dos reyes? pues decidles que se hacen esperar
demasiado, y que Atila se incomoda.

Napoleón que solía exclamar. «¡Oh si fuese mi nieto!...» No encontró el poder


en su familia, y lo creó: ¿cuán diversas facultades supone esta creación? ¿Se
pretende que Napoleón no haya sido más que el que puso en práctica la inteligencia
social esparcida en derredor suyo, inteligencia que acontecimientos y peligros
extraordinarios habían desarrollado? Admitida esta suposición no sería menos
asombrosa: en efecto, ¿qué llegaría a ser un hombre capaz de dirigir y apropiarse
tantas superioridades entrañas?

Rama particular de los Bonapartes de Córcega.

Sin embargo, si Napoleón no había nacido príncipe, era, según la antigua


expresión, hijo de familia. Mr. de Marbaeuf, gobernador de la isla de Córcega, hizo
entrar a Napoleón en un colegio cerca de Autun, y después fue admitido en la
escuela militar de Brienne. Elisa, Mme. Bacciochi, recibió su educación en Saint-Cyr:
cuando la revolución rompió las puertas de los retiros religiosos, Napoleón reclamó
a su hermana. Así es, que encontramos a una hermana de Bonaparte entre las
últimas alumnas de una institución a cuyas primeras discípulas había oído cantar
Luis XIV los coros de Racine.

Hiciéronse las pruebas de nobleza que se exigieron para la admisión de


Napoleón en un colegio militar: contenían la partida de bautismo de Carlos
Bonaparte, padre de Napoleón e hijo de Francisco, segundo ascendiente: un
certificado de los principales nobles de Ajaccio, en que declaraban que a la familia
de Bonaparte se la había contado siempre en el número de las más antiguas y
nobles; y una acta en que se reconocía a la familia Bonaparte de Toscana el goce del
patriciado, y que su origen era común con el de la familia Bonaparte de Córcega,
etc., etc.

Cuando Bonaparte entró en Treviso, dice Mr. de Las Cases, se le dijo que su
familia había sido allí poderosa, y en Bolonia, que había sido inscripta en el libro de
oro. En la entrevista de Dresde, el emperador Francisco participó al emperador
Napoleón que su familia había sido soberana en Treviso, y que él había hecho que le
presentasen los documentos: añadió que era inapreciable el haber sido soberano, y
que era preciso decírselo a María Luisa, a quien causaría mucho placer.»

Vástago de una raza de nobles, enlazada con los Orsini, los Lomelli y los
Médicis, Napoleón, violentado por la revolución, solo fue demócrata un momento:
esto es lo que se deduce de lo que él dice y escribe: dominado por su rango, sus
inclinaciones eran aristocráticas. Pascual Paolí no fue el padrino de Napoleón como
se ha dicho, lo fue el oscuro Lorenzo Giubega, de Calvi: esta particularidad se sabe
por la partida de bautismo de Ajaccio.

Temo comprometer a Napoleón colocando su rango en la aristocracia.


Cromwell en su discurso pronunciado el 12 de setiembre de 1654 en el parlamento,
declaró haber nacido noble: Mirabeau, Lafayette, Dessaix, y otros cien partidarios
de la revolución, eran también nobles. Los ingleses han supuesto que el primer
nombre del emperador era Nicolás, del que por irrisión decían Nic. El hermoso
nombre de Napoleón, le venia al emperador de un tío suyo, que casó su hija con un
Ornano. San Napoleón es mártir griego. Según los comentadores del Dante, el
conde Orso era hijo de Napoleón de Cerbaja. Nadie antiguamente al leer la historia
se detenía con este nombre que han llevado muchos cardenales, pero en el día choca.
La gloria de un hombre, no se remonta, baja. El Nilo en su origen, solo es conocido
de algunos etíopes, en su embocadura, ¿de qué pueblo es ignorado?
Nacimiento e infancia de Bonaparte.

Está probado que el verdadero nombre de Bonaparte es Buonaparte: él


mismo se firmó así durante su campaña de Italia, y hasta la edad de treinta y tres
años: después le afrancesó y ya no se firmó más que Bonaparte: le dejo el nombre
que se ha dado y que grabo al pie de su indestructible estatua 29.

Bonaparte se quitó un año para ser francés, es decir; para que su nacimiento
no fuese anterior a la fecha de la reunión de la Córcega a la Francia. Monsieur
Eckard ha tratado a fondo esta cuestión de una manera concisa pero ingeniosa:
puede leerse su folleto. De él resulta, que Bonaparte nació el 5 de febrero de 1768, y
no el 25 de agosto de 1769, a pesar de la positiva aserción de Mr. de Bourienne. Por
esto el senado conservador en su proclama de 3 de abril, trata a Napoleón de
extranjero.

La acta de celebración del matrimonio de Bonaparte, con María Josefa Rosa


de Tascher, inscripta en el registro del estado civil del segundo distrito de París, 19
ventoso, año IV (9 de marzo de 1796), dice que Napoleón Buonaparte nació en
Ajaccio, el 5 de febrero de 1768, y que su partida de bautismo, visada por el oficial
civil, comprueba aquella fecha. La cual concuerda perfectamente con lo que se lee
en el acta de matrimonio, de que el esposo tenía veinte y ocho años.

La partida de nacimiento de Napoleón, presentada en la mairia del segundo


distrito cuando celebró su matrimonio con Josefina, fue recogida por uno de los
ayudantes de campo del emperador, a principios de 1810, al tiempo de procederse a
la anulación del matrimonio con Josefina. Mr. Duclos no atreviéndose a resistir la
orden imperial, escribió en el legajo Bonaparte: su partida de nacimiento le ha sido
devuelta, no siendo posible entregarle copia en el acto de su petición. La fecha del
nacimiento de Josefina se halla alterada en el acta de matrimonio, raspada en
algunas partes, aunque se lee muy bien lo primero que estaba escrito. La emperatriz
se quitó cuatro años. Las burlas que sobre esto se hicieron en el palacio de las
Tullerías y en Santa Elena, fueron muy pesadas y de mal género.

La partida de bautismo de Bonaparte que recogió su ayudante de campo en


1810, ha desaparecido: cuantas diligencias se han practicado para encontrarla han
sido infructuosas.

Estos hechos son irrefragables, y según ellos creo que Napoleón nació en
Ajaccio el 5 de febrero de 1768. Sin embargo, no niego que adoptando esta fecha se
suscitan muchos embarazos históricos.

José, hermano mayor de Bonaparte, nació el 5 de enero de 1768: Napoleón no


pudo nacer en el mismo año, a menos que la fecha del nacimiento de José no esté
también alterada: esto puede suponerse, porque todas las actas del estado civil de
Napoleón y Josefina se sospecha que fueron falsas. No obstante, esta justa sospecha
de fraude, el conde de Beaumont, subprefecto de Calvi, en sus observaciones sobre
la Córcega, afirma que el registro del estado civil de Ajaccio, señala el nacimiento dé
Napoleón en el 15 de agosto de 1769. En fin, los papeles que prestó Mr. Libri,
demostraban que el mismo Bonaparte estaba en la creencia de que había nacido el
20 de agosto de 1769, en una época en que ningún motivo podía tener para desear
rejuvenecerse. Pero siempre queda la fecha oficial de los documentos de su primer
matrimonio, y la extracción de su partida de bautismo.

Sea como quiera, Bonaparte no ganaría nada en esta trasposición de vida: si


se fija su nacimiento en el 15 de agosto de 1769; es preciso referir su concepción al 15
de noviembre de 1768; ahora bien, La Córcega no fue cedida a la Francia hasta el
tratado de 15 de mayo de 1768, y la sumisión de los últimos cantones no se efectuó
hasta el 14 de junio de 1769. Según los cálculos más indulgentes, Napoleón no sería
francés sino algunas horas en el vientre de su madre. Pues bien, sino ha sido más
que ciudadano de una patria dudosa forma una excepción de la naturaleza,
existencia singular que puede pertenecer a todos los tiempos y a todos los países.

Con todo, Bonaparte se inclinó hacia la patria italiana, y aborreció a los


franceses hasta la época en que su denuedo le dio el imperio. Las pruebas de esta
aversión abundan en los escritos de su juventud. En una nota que Napoleón
escribió sobre el suicidio, se encuentra este pasaje:

«Mis compatriotas cargados de cadenas, abrazan temblando la mano que los


oprime... Franceses, no contentos con habernos arrebatado todo lo que más
queríamos, habéis corrompido hasta nuestras costumbres.»

Una carta escrita a Paolí en Inglaterra, en 1780; carta que se hizo pública,
principia de esta manera: «General, yo nací cuando la patria sucumbía; treinta mil
franceses que arribaron a nuestras costas; ahogando el trono de la libertad en ríos
de sangre, fue el primero y odioso espectáculo que se ofreció a mis miradas.»

Otra carta de Napoleón a Mr. Gubica, notario mayor de los estados de


Córcega, dice: «mientras que la Francia renace, ¿qué llegaremos nosotros a ser,
infortunados corsos? Siempre viles, ¿continuaremos besando la insolente mano que
nos oprime? ¿continuaremos viendo todos los empleos que el derecho natural nos
destinaba ocupados por extranjeros tan despreciables por sus costumbres y su
conducta, como por su abyecto nacimiento?»

En fin, el borrador de otra carta escrita por el mismo Bonaparte acerca del
reconocimiento por los corsos, de la Asamblea nacional de 1789, principia así:

«Señores:«Por medio de la sangre llegaron a gobernarnos los franceses: derramando


sangre quisieron asegurar su conquista. El militar, el magistrado, el hacendista, se reunieron
para oprimirnos, para despreciarnos, y hacernos apurar la copa de la ignominia. Bastante
tiempo hemos sufrido sus vejaciones: más puesto que no hemos tenido valor para sacudir el
yugo, olvidémosles para siempre: que vuelvan a caer en el desprecio que se merecen, o por lo
menos que vayan a buscar en su patria la confianza de los pueblos: la nuestra seguramente no
la obtendrán jamás.»Las prevenciones de Napoleón contra la madre patria, no se disiparon
enteramente: aun en el trono parecía olvidarla: ya no habló más que de sí, de su imperio, de
sus soldados, y casi nunca de los franceses, alguna vez solía escapársele esta frase: «Vosotros
franceses.»

En los papeles de Santa Elena, refiere el emperador, que sorprendida su


madre por los dolores del parto, le había dejado caer desde sus entrañas en un tapiz
en que estaban representados los héroes de la Ilíada: no hubiera dejado de ser lo
que fue, aunque hubiera caído en la paja de un rastrojo.

Acabo de hablar de unos papeles que felizmente pudieron encontrarse


cuando estaba de embajador en Roma en 1828. Enseñándome el cardenal Fesch sus
cuadros y sus libros, me dijo que tenía manuscritos de cuando Napoleón era joven:
los apreciaba tan poco, que prometió hacérmelos ver, pero salí de Roma y no tuve
tiempo de compulsarlos. Cuando murió el cardenal Fesch, desaparecieron muchas
cosas pertenecientes a la herencia: las carpetas que contenían los Ensayos de
Napoleón, fueron llevadas a Lyon con otras muchas, y cayeron en manos de Mr.
Libri, quien insertó en la Revista de ambos mundos del 1º de marzo de 1842, una
noticia circunstanciada de los papeles del cardenal Fesch: después me remitió el
legajo. De él me he aprovechado para aumentar el antiguo texto de mis Memorias,
concerniente Napoleón, dejando a salvo los informes más amplios que puedan
adquirirse en cuanto a las objeciones y noticias contradictorias.
La Córcega de Bonaparte.

Beuson, en su Bosquejo de la Córcega (Sketches of Corsica), habló de la casa de


campo en que habitaba la familia de Bonaparte, y se expresa en estos términos:

«Yendo desde Ajaccio por la orilla del mar, hacia la isla de Sanguinieri, a cerca de una
milla de la ciudad se encuentran dos pilastras de piedra, fragmentos de una puerta que había
en el mismo camino, y que conducía a una ciudad arruinada, residencia en otro tiempo de un
hermano uterino de Mme. Bonaparte, a quien Napoleón creó cardenal Fesch. Por debajo de
una peña existen todavía visibles los restos de un pequeño pabellón, cuya entrada se halla
medio obstruida por una grande y hermosa higuera: este era el retiro habitual de Bonaparte
cuando las vacaciones del colegio en que estudiaba, le permitían volver al hogar paterno.»

El amor del país natal, siguió en Napoleón su marcha ordinaria: Bonaparte,


hablando dé Mr. de Sussy, escribía en 1788; que la Córcega disfrutaba de una
primavera perpetua: cuando fue feliz, ya no hablaba de su isla, y aun la tenía
antipatía, porque le recordaba una cuna demasiado estrecha. Pero en Santa Elena
volvió a acordarse de su isla. «La Córcega tenía mil atractivos para Napoleón 30,
describía minuciosamente sus grandes lineamientos, y el atrevido corte de su
estructura física. Todo era allí excelente, decía, hasta el olor del terreno; era fácil
distinguirla con los ojos cerrados, y en ninguna parle había encontrado cosa que se
la pareciese. Veíase en ella durante sus primeros años y sus primeros amores; en su
juventud frecuentaba los precipicios, y atravesaba las elevadas cimas y los
profundos valles... Napoleón encontró en su cuna la novela que dio principio en
Vannina, asesinada por su marido Sampietro. El barón de Neuhof, o el rey Teodoro,
recorrió todas las costas, pidiendo socorros a la Inglaterra, al papa, al gran turco y al
bey de Túnez, después de haberse hecho coronar rey de los corsos, que no sabían a
qué atenerse. Voltaire se ríe de él. Los dos Paolí, Jacinto, y particularmente Pascal,
habían hecho resonar su nombre en toda la Europa. Buttafuoco rogó a J. J. Rousseau
que fuese el -legislador de la Córcega. El filósofo de Ginebra pensaba establecerse
en la patria del que sacando de su sitio los Alpes, se llevó a Ginebra debajo del
brazo. «Todavía hay en Europa, escribía Rousseau, un país capaz de legislación, y
este país es la isla de Córcega. El valor y la constancia con que este heroico pueblo
ha sabido defender y recobrar su libertad, merecen que cualquier hombre sabio, le
enseñe a conservarla. Tengo cierto presentimiento de que esta isla asombrará algún
día a la Europa.»
Criado en medio de la Córcega, Napoleón fue educado en aquella escuela
primaria de las revoluciones: no trajo al aparecer por la vez primera la calma o las
pasiones de la edad juvenil, sino un espíritu impregnado ya de las pasiones
políticas. Esto hace cambiar la idea que se tiene formada de Napoleón.

Cuando un hombre ha llegado a hacerse famoso, se le procuran componer


antecedentes; los niños predestinados, según los biógrafos, son intrépidos,
camorristas, e indomables; lo aprenden todo, o no aprenden nada: lo más frecuente
también suele ser, que sean unos niños tristes, taciturnos, que no toman parte en los
juegos de sus compañeros, que se separan de ellos y se sienten ya perseguidos por
el nombre que los amenaza. Un entusiasta ha desenterrado cartas de Napoleón a
sus abuelos, bastante comunes (y sin duda italianos), y es preciso que traguemos
aquellas pueriles necedades. Los pronósticos de nuestro futuro son muy vanos:
somos lo que las circunstancias quieren que seamos: de que un niño sea triste,
silencioso o alborotador, de que manifieste o no aplicación, y más o menos aptitud
para el trabajo, no puede sacarse ningún agüero. Suspéndase la educación literaria
de un estudiante a los diez y seis años, y por más inteligencia que se le conceda,
aquel niño prodigio a los tres lustros, será un imbécil: el niño carece hasta de la más
hermosa de las gracias, la sonrisa; se ríe, pero nunca se sonríe.

Napoleón era, pues, un muchacho ni más ni menos distinguido que sus


émulos. «No era, dice él mismo, más que un niño terco y curioso.» Le gustaban los
ranúnculos y comía cerezas con la señorita Colombier. Cuando dejó la casa paterna
no sabía más que el italiano: su ignorancia de la lengua de Turena era casi completa:
como el mariscal de Sajonia alemán, Bonaparte italiano no ponía una palabra con
ortografía. Enrique IV, Luis XIV y el mariscal de Richelieu, menos imperdonables,
no eran mucho más correctos. Indudablemente para ocultar el descuido de su
instrucción, ha hecho Napoleón indescifrable su modo de escribir. Salió de Córcega
a los nueve años, y hasta pasados ocho, no volvió a ver su isla. En la escuela de
Brienne no tenía nada de extraordinario, ni en su modo de estudiar, ni en su
exterior. Sus compañeros le dirigían chanzonetas por su nombre de Napoleón y por
su país, y él decía a su amigo Bourienne: «Yo haré a tus franceses todo el mal que
pueda.» En una relación dirigida al rey en 1784, Mr. de Keralio asegura que el joven
Bonaparte sería un excelente marino: esta frase es sospechosa, porque aquella relación
o informe no se encontró hasta que Napoleón inspeccionaba la escuadrilla de
Boloña.

El 14 de octubre de 1784, Bonaparte salió de Brienne y pasó a la Escuela


militar de París: la lista civil pagaba su pensión, y se afligía de ser sostenido por el
Estado. La pensión le fue conservada, como lo acredita el siguiente modelo de
recibo encontrado en el legajo Fesch, (legajo de Mr. Libri).

«Confieso, yo el abajo firmado, haber recibido de Mr. Biercourt la suma de doscientas


libras procedentes de la pensión que el rey me ha concedido sobre los fondos de la Escuela
militar, en calidad de antiguo cadete de la escuela de París.»

La señorita Fermont-Comnene, (Mme. de Abrantes) que residía


alternativamente en casa de su madre en Montpellier, Tolosa y París, no perdía de
vista a su compatriota Bonaparte. «cuando paso en el día por el malecón de Conti,
no puedo menos de mirar el tejado plano del ángulo izquierdo de la casa en cuyo
piso tercero habitaba Napoleón, cuantas veces venía a casa de mis padres.»

Bonaparte no era amado en su nuevo Prytaneo: melancólico y murmurador


disgustaba a sus maestros: todo lo criticaba sin miramiento. Dirigió una memoria al
subdirector sobre los vicios de la educación que allí se recibía. «¿No seria mejor
obligar a los alumnos a servirse a sí mismos, excepto en lo perteneciente a la cocina,
hacerles comer pan de munición u otro semejante, y acostumbrarlos a cepillarse su
ropa limpiar sus zapatos y botas?» Esto fue lo que mandó después en Fontainebleau
y en San German.

Por fin, la escuela se vio libre de su presencia por haber sido nombrado
subteniente de artillería en el regimiento de la Fere.

Desde 1784 a 1793 se extiende la carrera literaria de Napoleón, corta por su


espacio, larga por los trabajos. Errante con el cuerpo de artillería a que pertenecía,
por Auxonne, Dole, Seurres y Lyon, Bonaparte acudía adonde había ruido, como
las aves acuden al reclamo. Atento a las cuestiones académicas, respondía a ellas: se
dirigía con seguridad a las personas poderosas a quienes no conocía, y se hacia
igual a los demás antes de constituirse en su señor. Unas veces hablaba con un
nombre supuesto, y otras se firmaba con el suyo. Escribía al abate Raynal y a Mr.
Necker: enviaba a los ministros memorias sobre la organización de la Córcega,
sobre proyectos de defensa de Saint-Florent, de la Mortella, del golfo de Ajaccio, y
sobre modo de preparar el cañón para arrojar las bombas. No se le escuchaba, cómo
no se escuchó a Mirabeau, cuando redactaba en Berlín proyectos relativos a la
Prusia y a la Holanda. Estudiaba la geografía, y es notable, que al hablar de Santa
Elena solo dijese estas palabras: «isla muy pequeña.» Se ocupaba de la China, las
Indias, y las Arabias. Hacía algunos trabajos acerca de los historiadores, filósofos y
economistas, Heródoto, Estrabón, Diodoro de Sicilia, Filangieri, Mably y Smith:
refutaba el discurso sobre el origen y fundamentos de la igualdad del hombre, y
escribía, no creo esto, no creo nada de esto. Luciano Bonaparte refiere que él había
sacado dos copias de una historia trazada por Napoleón: el manuscrito se ha
encontrado en gran parte entre el legajo del cardenal Fesch: las observaciones son
poco curiosas, el estilo común y el episodio de Vannina se halla reproducido sin
efecto. Las palabras que Sampietro dirige a los grandes señores de la corte de
Enrique II, después del asesinato de Vannina, vale tanto como toda la narración de
Napoleón: «¿Qué le importan al rey de Francia las disensiones de Sampietro y de su
mujer?»

Bonaparte no tenía al principio de su vida el menos presentimiento de su


porvenir: hasta no subir un escalón no pensaba en el inmediato; pero si no esperaba
subir, tampoco quería descender: no se le podía arrancar del sitio en donde una vez
había puesto los pies. Tres cuadernos manuscritos del legajo Fesch, están
destinados a observaciones sobre la Sorbona y las libertades galicanas. Hay también
correspondencia con Paolí, Salicetti, y especialmente con el padre Dupuy, mínimo
subdirector de la escuela de Brienne, hombre religioso, de buen juicio, que daba
consejos a su joven discípulo, y que llamaba a Napoleón su querido amigo.

A estos ingratos estudios, Bonaparte mezclaba algunas páginas de


imaginación, en que habla de las mujeres. Escribió La Máscara profeta, La Novela corsa
y El Conde de Essex, novela inglesa: también compuso diálogos sobre el amor, que
trata con desprecio, y sin embargo escribió el borrador de una apasionada carta a
una desconocida: hacia poco caso de la gloria, y solo colocaba en primera línea al
amor de la patria: esta patria era la Córcega.

Todo el mundo ha podido ver en Ginebra una carta dirigida a un librero: en


ella el novelesco teniente pedía le informasen de las Memorias de Mme. Waresn.
Napoleón era también poeta, como lo fueron César y Federico. Prefería Ariosto al
Tasso, porque encontraba en él los retratos de sus futuros capitanes, y un caballo
completamente enjaezado para su viaje a los astros. Se atribuye también a
Bonaparte el siguiente madrigal, dirigido a Mme. de Saint-Huberty desempeñando
el papel de Dido: el fondo puede pertenecer al emperador, la forma es de una mano
más diestra que la suya:

Romains, qui vous vantez d‘ une iIlustre origine,Voyez d' oú dependait votre empire
naissant?Didon n‘a pas d‘ attrait assez puissantponi retarder la fuite ou son amanti s’
obstineMais si l‘ autre Didon, ornement de ces lieuxEut eté reine de Garthage,Il eut, pour la
servir, abandonné ses dieux;Et votre beau pays serait encor sauvage 31.

Hacia este tiempo, pudiera creerse que Bonaparte tuvo intenciones de


atentar contra su vida. Mil jovencillos se hallan dominados por la idea del suicidio,
que consideran como una prueba de superioridad. Entre los papeles que me prestó
Mr. Libri se encuentra la siguiente nota: «Siempre solo en medio de los hombres,
vuelvo a mis meditaciones y a entregarme a toda la vivacidad de mi melancolía.
¿Hacia qué lado se vuelve hoy? hacia el de la muerte... Si yo hubiese pasado ya
sesenta años respetaría las preocupaciones de mis contemporáneos, y aguardaría
con paciencia que la naturaleza concluyese su curso: pero puesto que comienzo a
experimentar desgracias, y no hay placeres para mí, ¿por qué he de soportar unos
días en que nada me sonríe?»

Estos son los sueños de todas las novelas; el fondo y el giro de estas ideas se
encuentran en Rousseau, cuyo testo habrá alterado Bonaparte con algunas frases
suyas.

He aquí un ensayó de otro género: lo copio literalmente: la educación y la


sangre no deben hacer orgullosos y despreciadores a los príncipes: que se acuerden
de la presteza con que iban a situarse a la puerta de un hombre que los arrojaba a su
arbitrio de las cámaras de los reyes.

Fórmulas, certificados y otras cosas esenciales, relativas a mi estado actual.— Modo


de pedir una licencia.

«Cuando se está en semestre y se quiere obtener una licencia de verano por razón de
enfermedad, se hace que un médico de la población y un cirujano extienda una certificación
antes de la época que se os designe, en que conste que el estado de vuestra salud os impide
poneros en marcha para reuniros al cuerpo. Cuidareis de que la certificación esté en papel
sellado con el visto bueno del juez y del comandante de la plaza. En seguida, dirigiréis un
memorial al ministro de la guerra de la manera y fórmula siguiente:

En Ajaccio, el 24 de abril de 1787.Memorial en solicitad de licencia.

Real cuerpo de Artillería. Regimiento de la Fere. «El señor Napoleón Bonaparte,


teniente del regimiento de artillería de la Fere «Suplica al señor mariscal de Segur, se digne
concederle una licencia de cinco meses y medio a contar desde el 16 de mayo próximo, que
necesita para restablecer su salud, según la certificación del médico y cirujano que acompaña.
En atención a que mis recursos son escasos, y la curación costosa, pido la gracia de que la
licencia se me conceda con sueldo. Bonaparte.»

«En seguida se envía todo al coronel del regimiento, con un sobre para el ministro, o el
comisario ordenador, Mr. de Lanée, o bien para Mr. Sauquier, comisario ordenador de guerra,
en la corte.»

¿Cuántos pormenores para una falsedad? Parece que se está viendo al


emperador ocupada en regularizar los secuestros de los reinos, y los papeles de que
se encontraba lleno su gabinete.

El estilo del joven Napoleón es declamatorio; no hay en él digno de atención


nada más que la actividad, semejante a la de un vigoroso gastador, que está
quitando la arena que obstruye el paso. La vista de estos trabajos precoces me
recordó mis fárragos juveniles, mis Ensayos históricos, mi manuscrito de los Natchez,
de cuatro mil páginas en folio, atadas con bramante; pero no pintaba en las
márgenes casitas ni otros dibujos de niños, como se ven en las márgenes de los
borradores de Bonaparte.

Así, pues, hay una escena anterior a la vida del emperador: un Bonaparte
desconocido precede al inmenso Napoleón, el pensamiento de Bonaparte existía en
el mundo antes que su persona: agitaba ya secretamente la tierra: en 1789, en el
momento en que aparecía Bonaparte, se sentía algo formidable, una inquietud que
nadie podía comprender. Cuando el globo se halla amenazado de alguna catástrofe,
lo advierten las conmociones ocultas y el miedo se apodera de todos: aplícase el
oído por la noche, y se fijan los ojos en el cielo sin saber qué es lo que va a suceder.

Paolí.

A Paolí le fue alzado el destierro que sufría en Inglaterra, por una moción de
Mirabeau, en el año de 1789. Fue presentado a Luis XVI por el marqués de La
Fayette, nombrado teniente general y comandante militar de la Córcega.
¿Bonaparte siguió al desterrado por quien había sido protegido, y con el cual se
hallaba en correspondencia? se ha presumido así.

No tardó mucho en indisponerse con Paolí: los crímenes de las primeras


turbulencias resfriaron al general, y entregó la Córcega a la Inglaterra, para librarse
de la Convención. Bonaparte era en Ajaccio miembro de un club de jacobinos;
formose otro club opuesto y Napoleón se vio precisado a huir. Mme. Letizia y sus
hijas se refugiaron en la colonia griega de Carghese, desde donde llegaron a
Marsella. José casó en esta ciudad el 1° de agosto de 1794 con la señorita Clary, hija
de un rico negociante. En 1792, el ministro de la Guerra destituyó, aunque
momentáneamente a Napoleón, por no haber asistido a una revista.

En el mismo año de 1792, volvemos a encontrar a Napoleón con Bourienne,


en París. Privado de todo recurso, acudió a la industria: alquiló varias casas en la
calle de Montholon para subarrendarlas después. Durante este tiempo la revolución
iba en aumento, y llegó el 20 de junio. Bonaparte, al salir con Bourienne de casa de
un fondista, calle de San Honorato, cerca del Palacio real, vio venir cinco o seis mil
andrajosos que se dirigían hacia las Tullerías dando gritos, y dijo a Bourienne,
«sigamos a estos tunantes,» y fue a situarse en el terraplén inmediato al agua.
Cuando el rey, cuya habitación había sido invadida, se presentó en el balcón con un
gorro encarnado, Bonaparte gritó con indignación: ¿Cómo se ha dejado entrar a esa
canalla? era preciso barrer cuatrocientos o quinientos con el cañón, y los demás
todavía estarían corriendo.»

El 20 de junio de 1792 estaba bien cerca de Bonaparte, sabéis que me paseaba


en Montmorency, mientras que Barrere y Maret, buscaban como yo la soledad,
aunque por distintas razones. En aquella época Napoleón se veía obligado a vender
y negociar los asignados llamados Corcet. Cuando murió un almacenista de vino de
la calle de Sainte-Avoye, resultó del inventario que se formó, que Napoleón debía
quince francos de arrendamiento que no pudo pagar: esta miseria aumenta su
grandeza. Bonaparte ha dicho en Santa Elena: «Al ruido del asaltó de las Tullerías el
10 de agosto, corrí al Carroussel en casa de Fauvelet, hermano de Bourienne; que
tenía un almacén de muebles.» El hermano de Bourienne, Había hecho una
especulación que llamaba almoneda nacional. Napoleón había empeñado allí su reloj;
ejemplo peligroso: ¡cuántos pobres estudiantes se creerán unos napoleones por
haber empeñado su reloj!

Dos folletos.

Bonaparte volvió al Mediodía de la Francia el 2 de enero, año II. Allí se


encontraba antes del sitio de Tolón, y escribía dos folletos: el primero es una carta a
Mateo Buttafuoco: le trata en ella indignamente, y al mismo tiempo hace un cargo a
Paolí por haber puesto el poder en manos del pueblo. «Extraño error, exclama, que
somete a un ignorante, a un mercenario, al hombre que por su educación, su
ilustración, su nacimiento y su fortuna, ha sido el único formado para gobernar.»
Aunque revolucionario, Bonaparte se muestra por donde quiera enemigo del
pueblo: embargo, Masseria, presidente del club patriótico de Ajaccio, le
cumplimentó por su folleto.

El 29 de julio de 1793, hizo imprimir otro folleto, La cena de Beaucaire.


Bourienne presentó un manuscrito revisado por Bonaparte, pero compendiado y
más en armonía con las opiniones del emperador en el momento que examinó su
obra. Es un dialogo entre un marsellés y otro de Nimes, un militar y un fabricante
de Montpellier. Tratábase en él del negocio del momento, del ataque de Aviñón por
el ejército de Carteaux, en que Napoleón había figurado como oficial de artillería.
Anuncia al marsellés que su partido será batido, porque ha cesado de adherirse a la
revolución. El marsellés dice al militar, es decir, a Bonaparte: «Siempre
permanecerá en la memoria de todos aquel menstruo, que era, sin embargo, uno de
los principales del club: hizo machacar a un ciudadano, robó su casa y violó su
esposa, después de hacerla beber un vaso de sangre de su marido. —¡Qué horror!
exclamó el militar... ¿pero ese hecho es cierto? Desconfío mucho, porque ya sabéis
que en el día no se cree ya en la violación...» Ligereza del último siglo que
fructificaba en el helado temperamento de Bonaparte. Esta acusación de beber y de
haber hecho que se bebiese sangre, ha sido reproducida varias veces. Cuando el
duque de Montmorency fue decapitado en Tolosa, los hombres de armas bebieron
de su sangre, para que les comunicase la virtud de un gran corazón.

Despacho de capitán.

Llegamos al sitio de Tolón: aquí puede decirse que comienza la carrera


militar de Napoleón. Además de la graduación que tenía entonces en la artillería, el
legajo del cardenal Fesch, contenía un documento extraño: un despacho de capitán
de artillería expedido a favor de Bonaparte por Luis XVI, en 30 de agosto de 1792,
veinte días después de su destronamiento ocurrido el día 10 del mismo mes. El rey
fue encerrado en el Temple el 13 a los dos días del degüello de los suizos. Es aquel
despacho se previene que el oficial ascendido deberá contar la antigüedad e 16 de
febrero anterior.

Los desgraciados suelen ser con frecuencia, profetas; pero esta vez la
previsión del mártir no entraba para nada en la futura gloria de Napoleón. En el
ministerio de la Guerra existen todavía despachos en blanco firmados de antemano
por Luis XVI, no había, pues más que llenar los huecos, y de esta clase seria el
documento que hemos citado. Luis XVI encerrado en el Temple, en vísperas de su
proceso, rodeado de su familia que se hallaba también presa, tenía que pensar en
otras cosas más que en fijar la suerte de un desconocido.

La época del despacho se marca por la refrendación; esta es, Servan: Servan
nombrado ministro de la Guerra el ocho de mayo de 1792, fue destituido el 13 de
julio del mismo año. Dumouriez tuvo la cartera hasta el 18: Lajard ocupó el
ministerio, hasta el 23 de julio, y a éste sucedió Dabancourt hasta el 10 de agosto,
día en que la Asamblea nacional volvió a llamar a Servan, que presentó su dimisión
el 3 de octubre. Era tan difícil contar entonces los ministerios, como lo fueron
después las victorias.

El despacho de Napoleón no puede ser del primer ministerio de Servan,


pues que aquel documento tiene la fecha de 30 de agosto de 1792: debe en un caso
ser de su segundo ministerio. Sin embargo, existe una carta de Lajard del 12 de julio
dirigida al captan de artillería Bonaparte. Explíquese esto si es posible. ¿Bonaparte
adquirió aquel documento por a corrupción de algún oficial de la secretaría, por el
desorden de los tiempos, o por la fraternidad revolucionaria? ¿Qué protector
activaba los negocios de aquel corso? Este protector era el Supremo Hacedor: la
Francia por impulso divino expidió el despacho al primer capitán de la tierra: este
despacho llegó a ser legal, aun sin la firma de Luis, que dejó su cabeza con
condición de queja reemplazaría la de Napoleón: juicios de la Providencia, ante los
que no nos queda más recurso que levantar las manos al cielo.

Tolón.

Tolón había reconocido a Luis XVI y abierto su puerto a las escuadras


inglesas. Carteaux por un lado y el general Lopoype por otro, requeridos por los
representantes Freron, Barras, Ricora y Salicetti, se aproximaron a ToIón. Napoleón
que acababa de servir a las órdenes de Carteaux en Aviñón, fue llamado al consejo
militar, y sostuvo que era preciso apoderarse del fuerte de Murgrave, construido por
los ingleses en la altura del Caire, y colocar en los dos promontorios, la Egaillete y
Balaguier, baterías, que dominando con sus fuegos las dos radas, obligarían a la
escuadra enemiga a abandonarlas. Todo sucedió como Napoleón había indicado:
entonces se tuvo el primer presentimiento de su destino.

Madame Bourienne ha insertado algunas notas en las memorias de su


marido; citaré un pasaje de ellas que nos muestra a Bonaparte al frente de Tolón.

«Observé, dice en aquella época (1795 en París) que su carácter era frio y con
frecuencia sombrío, y su sonrisa falsa y como forzada: a propósito de esta observación,
recuerdo que en aquella misma época, pocos días después de nuestro regreso, tuvo uno de
aquellos momentos de hilaridad feroz. Nos refirió con una alegría extraordinaria, que
encontrándose al frente de Tolón, en donde mandaba la artillería, un oficial de su arma y que
estaba a sus ordenes, recibió la visita de su esposa, con quien se había enlazado poco tiempo
hacia, y a quien amaba con ternura. Algunos días después, Bonaparte recibió orden de dirigir
un nuevo ataque contra la ciudad, y el oficial fue destinado a él. So mujer se presentó al
general Bonaparte, y con lágrimas en los ojos le pidió que dispensase a su marido del servicio
de aquel día. El general se mantuvo insensible, según nos decía él mismo, con una feroz
complacencia. Llegó el momento del ataque, y aquel oficial que siempre había dado pruebas e
extraordinario valor, según decía el mismo Bonaparte, presintió su muerte, se puso pálido y
tembló. Fue colocado al lado del general, y en momento que el fuego de la ciudad era más
fuerte, Bonaparte le dijo: Apártate, mira que se nos acerca una bomba. El oficial, añadió, en
vez de echarse a un lado se agachó, y fue dividido en dos pedazos. Bonaparte se reía a
carcajadas manifestando la parte que le había sido arrebatada.»

Recuperado Tolón; se alzaron los cadalsos: ochocientas víctimas fueron


reunidas en el campo de Marte, en donde se las ametralló, los comisarios se
adelantaron gritando: «Que los que no hayan muerto se levanten, la república los
perdona» y los heridos que se levantaban fueron asesinados. Aquella escena era tan
encantadora, que se reprodujo en Lyon después del sitio.

¿Que disje? aux premiers coups du foudroyant orage:quelque coupable encor


peut-etre est echappé:Annonce le pardon, et, par l' spoir trompéSi quelque malhereux en
tremblant se releveQue la fondre redouble et que le fer acheve(L. Abbé Delille).. 32
Bonaparte mandaba la ejecución como comandante de la artillería. La
humanidad no le hubiera detenido, aunque por gusto no era cruel.

También se ha encontrado esta comunicación a los comisarios de la


Convención. «Ciudadanos representantes: desde el campo de la gloria, marchando
sobre la sangre de los traidores, os participo con júbilo, que vuestras órdenes
quedan ejecutadas y la Francia vengada: no se ha tenido consideración ni con el
sexo ni con la edad. Los que solo estaban heridos por el cañón republicano, han sido
despachados por la cuchilla de la libertad, y por la bayoneta de la igualdad.

«BRUTO BONAPARTE, ciudadano sans culotte.»

Este parte se insertó por primera vez, según creo, en la Semana, gaceta
redactada por Malte-Brun. La vizcondesa de Fors (pseudónimo) le publica en sus
Memorias sobre la Revolución francesa, y añade que se escribió sobre un tambor. Fabry
le reproduce, artículo Bonaparte, en la Biografía de los hombres que aun viven. Royou,
Historia de Francia, declara que no se sabe quien fue el que profirió aquel grito
mortífero. Fabry ya citado, dice en los Missionaires del 93, que unos atribuían aquel
grito a Freron y otros a Bonaparte. Las ejecuciones del campo de Marte de Tolón, las
refieren, Freron en una carta a Moisés Bayle de la Convención, y Mottedo y Barras
al comité de salud pública.

¿De quién es en definitivo el primer boletín de las victorias napoleónicas?


¿de Napoleón o de su hermano? Luciano, detestando sus errores, confiesa en sus
Memorias, que al principio fue ardiente republicano. Colocado a la cabeza del
comité revolucionario en San Maximino, en Provenza. «No economizábamos, dice,
las palabras y cartas a los jacobinos de París. Como era moda tomar nombres
antiguos, mi ex-monje adoptó, según creo, el de Epaminondas, y yo el de Bruto. Un
folleto ha atribuido este último nombre a Napoleón, pero no pertenecía más que a
mí. Napoleón pensaba elevar su propio nombre sobre los de la historia antigua, y si
hubiera querido figurar en aquellas mascaradas, no creo que hubiera elegido el de
Bruto.

En esta confesión se descubre valor. Bonaparte en el Memorial de Santa Elena,


guarda un profundo silencio sobre esta parte de su vida. Este silencio, según Mme.
la duquesa de Abrantes, se explica porque había algo de escabroso en su posición.
«Bonaparte, dice, se había puesto más en evidencia que Luciano, y aunque después
ha procurado colocar a Luciano en su lugar no podía engañarse entonces. El
Memorial de Santa Elena, habrá pensado, será leído por cien millones de individuos,
entre los cuales apenas puede que se cuenten mil que conozcan los hechos que me
desagradan. Estas mil personas conservarán la memoria de aquellos hechos de una
manera que debe causarme poca inquietud, por la tradición verbal: el Memorial, será
pues irrefutable.»

Así es, que quedan dudas lamentables acerca de quien firmó el parte si
Luciano o Napoleón: ¿como Luciano no siendo representante de la Convención, se
había de arrogar el derecho de dar cuenta de la matanza? ¿Estaba diputado o
comisionado por la municipalidad de San Maximino para asistir a aquella
carnicería?

¿Entonces, cómo habría resumido la responsabilidad de un proceso verbal,


cuando había otro más grande que él ante la vista del anfiteatro y de los testigos de la
ejecución llevada a cabo por su hermano? Debía serle muy costoso bajar tanto sus
miradas después de elevarlas tan alto.

Aun cuando admitamos que el narrador de las expediciones de Napoleón


sea Luciano, siempre resultaría que el primer cañonazo de Bonaparte fue dirigido
contra los franceses: por lo menos es seguro, que Napoleón fue llamado otra vez a
derramar su sangre el 13 vendimiario, y con ella volvió a teñirse las manos en la
muerte del duque de Enghien. Los primeros sacrificios revelaron a Bonaparte; la
segunda hecatombe le elevó al rango que le hizo dueño de la Italia, y la tercera le
facilitó la entrada del imperio. Ha crecido con nuestra carne, ha quebrantado
nuestros huesos, y se ha alimentado con la médula de los leones. Es una cosa
deplorable, pero que es preciso reconocer, sino se quieren ignorar los misterios de la
naturaleza humana y el carácter de los tiempos: una parte del poder de Napoleón
provino de haber figurado en el terror. La revolución sirve con gusto a los que han
pasado por medio de sus crímenes: un origen inocente es un obstáculo.

Robespierre el joven había cobrado afecto a Bonaparte, y quería que ocupase


el mando de París en lugar de Henriot. La familia de Napoleón se había establecido
en la quinta de Salle, cerca de Antibes. «Yo había ido desde San Maximino, dice
Luciano, a pasar algunos días con mi familia y mi hermano. Estábamos todos
reunidos, y el general nos dedicaba todos los momentos de que podía disponer. Un
día vino más preocupado que de costumbre, y paseándose entre José y yo, nos
anunció que solo dependía de él el marchar a París al día siguiente, y que se
encontraba en posición de colocarnos a todos ventajosamente. Por mi parte me
agradaba mucho esta noticia: vivir en la capital me parecía un bien que nada podía
balancear. «Se me ofrece, dijo Napoleón, el puesto de Henriot, y debo dar la
contestación esta tarde. ¿Pues bien, qué me decís?» Nosotros titubeamos un
momento. «Esto merece la pena de pensarlo bien, repuso el general: no se trata de
hacer el entusiasta; no es tan fácil salvar la cabeza en París como en San Maximino.
Robespierre el joven es honrado, pero su hermano no sufre chanzas: sería preciso
servirle. ¿Yo sostener a ese hombre? Jamás. Conozco cuán útil le sería
reemplazando a su imbécil comandante de París; pero es lo que yo no quiero ser. Aun
no es tiempo: ahora no hay para mí ningún puesto honroso más que en el ejército.
Tened paciencia: Yo mandaré en París más tarde.» Tales fueron las palabras de
Napoleón. En seguida nos manifestó su indignación contra el régimen del terror,
cuya próxima caída nos anunció, y concluyó repitiendo muchas veces entre
melancólico y risueño: ¿Qué iría yo a hacer en esa galera?

Bonaparte después del sitio de Tolón, se encontró en todos los movimientos


del ejército de los Alpes. Recibió la orden de trasladarse a Génova, e instrucciones
secretas le prevenían que reconociese el estado de la fortaleza de Savona, y
recogiese noticias acerca del espíritu que animaba al gobierno genovés con respecto
a la coalición. Aquellas instrucciones entregadas en Loano el 25 messidor, año II de
la república, están firmadas por Ricord.

Bonaparte desempeñó su comisiona. Llegó el 9 thermidor: los diputados


terroristas fueron remplazados por Albitte, Salicetti y Laporte. De repente
declararon en nombre del pueblo francés, que el general Bonaparte, comandante de
la artillería del ejército de Italia, había perdido totalmente su confianza por su
conducta sospechosa, y sobre todo por el viaje que últimamente había hecho a
Génova.

El acuerdo del 9 thermidor, año 11 de la república francesa, una, indivisible y


democrática (6 de agosto de 1794), dice, «que el general Bonaparte será reducido a
prisión, y presentado en el comité de salud pública de París con buena y segura
escolta. Salicetti reconoció los papeles de Bonaparte: contestaba a los que se
interesaban por el preso, que se veía obligado a obrar con rigor por una acusación
de espionaje que había llegado de Niza y Córcega. Esta acusación era consecuencia
de las instrucciones secretas comunicadas por Ricord, era fácil insinuar que
Napoleón en vez de servir a la Francia servía al extranjero: el emperador hizo un
gran abuso de las acusaciones de espionaje: debiera acordarse de los peligros a que
semejantes acusaciones le habían expuesto.

Napoleón procurando sincerarse decía a los representantes: «Salicetti, tú me


conoces... Albitte, tú no me conoces, pero conoces, sin embargo, con qué destreza
obra a veces la calumnia. Escuchadme, restituidme la estimación de los patriotas.
Una hora después, si los malvados quieren mi vida... ¡la estimo en tan poco!., ¡la he
despreciado tantas veces!..»

Recayó sentencia absolutoria. Entre los documentos que en aquellos años


sirvieron de comprobantes de la buena conducta de Bonaparte, se halla un
certificado de Pozzo di Borgo. Bonaparte no fue puesto en libertad más que
provisionalmente; pero en aquel intervalo tuvo tiempo para aprisionar al mundo.

Salicetti, el acusador, no tardó mucho en adherirse al acusado, pero


Bonaparte no confió jamás en su antiguo enemigo, más tarde escribió al general
Dumas: «Que se quede en Nápoles Salicetti, allí debe encontrarse feliz. Ha
contenido a los lazzaroni, lo creo: los ha causado miedo, es más malo que ellos.

Que sepa que yo no tenga bastante poderío para defender del desprecio y de
la indignación pública, a los miserables que votaron la muerte de Luis XVI 33.»
Corrió Bonaparte a París, y se alojó en la calle de Mail, en donde yo paré también
cuando llegué de Bretaña con Mme. Rose. Bourienne se reunió con él, como
asimismo Murat, sospechoso de terrorismo, y que había abandonado su guarnición
de Abbeville. El gobierno trató de transformar a Napoleón en general de brigada de
infantería, y quiso enviarle a la Vendee. Este rehusó el honor bajo pretexto de que
no quería cambiar de arma. El comité de salud pública borró el decreto que le
excluía de la lista de los oficiales generales empleados. Uno de los firmantes de esta
medida fue Cambaceres que llegó a ser el segundo personaje del imperio.

Irritado por las persecuciones, Napoleón pensó en emigrar, pero lo impidió


Volney. Si hubiera ejecutado su resolución, la corte fugitiva le habría despreciado:
por este lado no había corona que ceñirse: yo hubiera tenido un enorme compañero,
gigante a mi lado en el destierro.

Abandonada la idea de la emigración, Bonaparte volvió la vista hacia el


Oriente, que congeniaba doblemente con su naturaleza, por el despotismo y el
esplendor. Ocupose en una memoria para ofrecer su espada al gran señor. La
inacción y la oscuridad eran mortales para él. «Seré útil a mi país, decía, si puedo
hacer la fuerza de los turcos más temible a la Europa.» El gobierno no respondió a
esta nota de un loco, según se decía.

Defraudadas sus esperanzas en varios proyectos, Bonaparte vio aumentarse


su desgracia: era muy difícil de socorrer porque recibía mal los favores, por la
misma razón que le era muy sensible deber su educación a la munificencia real. No
quería al que se veía más favorecido que él por la fortuna: en el alma del hombro
para quien iban a agotarse los tesoros de las naciones, se descubrían los
movimientos de odio que los comunistas y proletarios manifiestan ahora contra los
ricos. Cuando se participa de las privaciones y padecimientos del pobre, se
adquiere el sentimiento de la desigualdad social, más apenas se sube a un carruaje,
se desprecia a los que van a pie. Bonaparte aborrecía a los elegantes e increíbles,
jóvenes fatuos, que ponían gran esmero en sus cabellos, y se complacía en
desanimar su felicidad. Tuvo relaciones con Batiste mayor y con Talma. La familia
Bonaparte era aficionada al teatro: la ociosidad de las guarniciones condujo muchas
veces a Napoleón a los espectáculos.

Sean cuales fueren los esfuerzos de la democracia para realzar las


costumbres por el gran objeto que se propone, sus hábitos las rebajan: para hacer
olvidar el vivo sentimiento de su insuficiencia, vertió en la revolución torrentes de
sangre, remedio inútil, porque no pudo matarlo todo, y en último resultado, se
encontró de frente con la insolencia de los cadáveres. La necesidad de pasar por las
condiciones pequeñas, comunica algo de común a la vida: un pensamiento raro se
ve reducido a expresarse en un lenguaje vulgar: el genio se encuentra aprisionado
en el patues, como en la aristocracia gastada, se encierran sentimientos abyectos en
palabras nobles. Cuando se quiere ensalzar cierta cualidad inferior de Napoleón,
con ejemplos tomados de la antigüedad, no se encuentra con quien compararle más
que con el hijo de Agripina, y sin embargo, las legiones adoraron al esposo de
Octavia, y el imperio romano se estremecía con su recuerdo.

Bonaparte había vuelto a encontrar en París a la señorita de


Fermont-Comnene, que casó con Junot, con quien Napoleón había contraído
relaciones en el Mediodía.

«En esta época de su vida, dice la duquesa de Abrantes, Napoleón era feo.
Después se efectuó en él un cambio total. No hablo de su prestigio ni de su aureola
de gloria, solo trato de la mudanza física que tuvo lugar en el espacio de siete años
gradualmente. Así es, que todo lo que tenía de huesudo, amarillento y aun
enfermizo, se redondeó, aclaró y embelleció. Sus facciones, que casi eran angulosas
y punteagudas, tomaron una forma redonda porque se cubrieron de carne. Su
mirada y su sonrisa siempre fueron admirables. Su peinado que nos parece tan
extraño en el día cuando le vemos en los grabados que representan el paso del
puente de Arcola, era entonces muy sencillo, porque los elegantes, contra quienes
tanto hablaba, llevaban los cabellos mucho más largos: pero su tez era tan amarilla
en aquella época y se cuidaba tan poco, que su pelo mal peinado y peor empolvado
le daba un aspecto desagradable. Sus manos sufrieron también la metamorfosis,
pues eran flacas, largas y negras, y se volvieron pequeñas. Bien sabido es hasta qué
punto se había envanecido, y con razón, desde aquel tiempo. En fin, cuando me
represento a Napoleón entrando en 1705 en el patio de la hostería de la
Tranquilidad, calle de las Monjas de Santo Tomás, atravesándole con incierto paso,
con un mal sombrero redondo encajado hasta las cejas, y dejando ver sus orejas de
perro mal empolvadas y que caían sobre el cuello de aquel redingote cenizoso, que
después llegó a ser una bandera gloriosa, tanto por lo menos como el blanco
penacho de Enrique IV: sin guantes, porque decía que era un gasto inútil, con las
botas de muy mala hechura, mal lustradas y todo aquel conjunto enfermizo,
resultado de sus pocas carnes, y su tez pálida: en fin, cuando evoco el recuerdo de
aquella época, y vuelvo a mirarle más tarde, no puedo ver al mismo hombre en
estos dos retratos.»

Jornadas de vendimiario

La muerte de Robespierre no le había concluido todo: las prisiones volvían a


abrirse con mucha lentitud: la víspera del día en que el tribuno espirante fue
conducido al cadalso, fueron inmoladas ochenta víctimas: ¡tan bien organizados
estaban los asesinatos!... ¡con tanto orden y obediencia procedía la muerte!... Los
dos verdugos Sansón, fueron sujetos a un juicio: más afortunados que Rousseau,
ejecutor de Tarde, en tiempo del duque de Mayeane, fueron absueltos: la sangre de
Luis XVI los había lavado.

Los condenados puestos en libertad no sabían en qué emplear su vida, y los


jacobinos desocupados en qué divertir el tiempo: de aquí aquellos bailes y pesares
del Terror. Solo se conseguía arrancar la justicia gota a gota a los convencionales: no
querían dejar libre al crimen por temor de perder el poder. El tribunal
revolucionario fue abolido.

Andrés Dumont formuló la proposición de perseguir a los que continuasen


el sistema de Robespierre: la Convención, impulsada por un informe de Saladir,
decreta a pesar suyo y contra su gusto, que había lugar a proceder a la prisión de
Barrere, Billaud de Varennes y Collot d‘ Herbois, los dos últimos amigos de
Robespierre, y que sin embargo habían contribuido a su caída. Carrier,
Fouquier-Tinville y José Leban fueron juzgados: reveláronse atentados y crímenes
inauditos, especialmente los matrimonios republicanos y el haber ahogado
seiscientos niños en Nantes. Las secciones, entre las cuales se hallaban divididos los
guardias nacionales, acusaban a la Convención de los males pasados y temían
verlos reproducidos. La sociedad de los jacobinos combatía todavía: no podía
resignarse a la muerte. Legendre, en otro tiempo tan violento, se había vuelto
humano, y había entrado en el comité de seguridad general. La misma noche del
suplicio de Robespierre cerró la madriguera; pero ocho días después los jacobinos
se reorganizaron con el nombre de jacobinos regenerados. Freron publicaba su Diario
resucitado, el Orador del pueblo, y aplaudiendo la caída de Robespierre se colocaba
en el partido de la Convención. El busto de Marat permanecía aun expuesto, y
existían los diversos comités, aunque con alguna alteración en las formas.

El hambre y un frío riguroso, mezclados a los padecimientos públicos,


complicaban las calamidades: Grupos armados, entre los que se vetan mochas
mujeres, gritaban: ¡pan!... ¡pan!... En fin, el 1º prairial (20 de mayo de 1795) fue
forzada la puerta de la Convención, asesinado Feraud, y colocada su cabeza sobre la
mesa del presidente. Boissy d‘ Anglas manifestó una impasibilidad estoica.

Esta vegetación revolucionaria brotaba vigorosamente sobre la capa de


estiércol que le servía de base regada con sangre humana. Rossignol, Houchet,
Grignon, Moisés Bayle, Amar, Choudieu, Hentz, Granet, Leonardo Bourdon y
todos los que se habían distinguido por sus excesos, se habían cerrado entre las
barreras; y sin embargo, nuestro renombre crecía en lo exterior. Cuando la voz de la
opinión se elevaba contra los convencionales, los triunfos sobre el extranjero
ahogaban el clamor público. Había dos Francias, una horrible en lo interior y otra
admirable en lo exterior: a nuestros crímenes se oponía la gloria, como Bonaparte la
oponía a nuestras libertades. Siempre hemos encontrado escollos delante de
nuestras victorias.

Conviene observar que atribuyéndose nuestros triunfos a nuestras


enormidades se comete un anacronismo: consiguiéronse antes y después del Terror
pues no tuvo parte alguna en la dominación de nuestras armas. Estas ventajas
tuvieron un inconveniente: produjeron una aureola que ciñó la frente de los
espectros revolucionarios. Sin examinar la fecha se creyó que aquella luz les
pertenecía. La toma de Holanda y el paso del Rin, parecían ser la conquista del
hacha, no de la espada. En aquella confusión no podía adivinarse como conseguiría
la Francia desembarazarse de las trabas que a pesar de la catástrofe de los primeros
culpables, continuaban oprimiéndola: sin embargo, el libertador se encontraba allí.

Bonaparte había conservado la mayor y la peor parte de los amigos con


quienes se había relacionado en el Mediodía, y que como él se habían refugiado en
la capital. Salicetti, que conservaba su poderosa influencia por la fraternidad
jacobina, se había reconciliado con Napoleón, y Freron que deseaba casarse con
Paulina Bonaparte, (la princesa Borghese) prestaba su apoyo al joven general.

Lejos de los altercados del foro y de la tribuna, Bonaparte se paseaba por la


tarde en el jardín de las Plantas con Junot: éste le refería su pasión por Paulina, y
Napoleón le confiaba su inclinación a Madama de Beauharnais: los acontecimientos
iban a producir un grande hombre. Mme. de Beauharnais tenía relaciones de
amistad con Barras, y es probable que estas ayudasen a la memoria del comisario de
la Convención cuando llegaron las jornadas decisivas.

Prosecución.

Devuelta momentáneamente la libertad a la prensa, trabajaba en sentido de


la libertad; pero como los demócratas jamás la Habían querido porque atacaba sus
errores, acusaban de realista a la prensa periódica. El abate Morellet y Laharpe
publicaron folletos que se mezclaban con los del español Marchena, sabio inmundo
e ingenioso aborto. Los jóvenes llevaban traje gris con cuello negro, que se tenía por
el uniforme de los chuanes. La apertura de la nueva legislatura era el pretexto para
las reuniones de las secciones. La de Lepelletier, conocida poco antes con el nombre
de sección de las Monjas de Santo Tomas, se presentó muchas veces en la barra de la
Convención para quejarse: Lacrelelle el joven elevó en su favor su voz con el misino
valor que manifestó el día en que Bonaparte ametralló a los parisienses en las
gradas de San Roque. Las secciones, previendo que se acercaba el momento del
combate, hicieron venir de Rouen al general Danican para colocarle a su cabeza.
Puede formarse una idea del miedo y de los sentimientos de la Convención por los
defensores que convocó en derredor suyo. «A la cabeza de aquellos republicanos,
dice Real en su Ensayo sobre las jornadas de vendimiario, que se llamó el batallón
sagrado de los patriotas del 89, y en sus filas se hacia un llamamiento a los
veteranos de la revolución que habían hecho las seis campañas, que se habían
batido bajo las tapias de la Bastilla, que Habían derrocado la tiranía, y que entonces
se armaban para defender el mismo palacio que habían atacado el 19 de agosto. Allí
encontré los restos preciosos de aquellos antiguos batallones de los liejenses y
belgas a las órdenes de su antiguo general Fyon.»

Real concluye su enumeración con el siguiente apóstrofe: «¡Oh tú, por quien
hemos vencido a la Europa con un gobierno sin gobernantes y unos ejércitos sin
paga, genio de la libertad, tú velabas todavía por nosotros.» Estos fieros campeones
de la libertad habían vivido bastantes días, y fueron a cantar sus himnos a la
independencia en las oficinas de la policía de un tirano. Este tiempo no es ahora
más que un escalón roto por el que ha pasado la revolución: ¡cuántos hombres han
hablado, obrado con energía y se han apasionado por unos hechos de que ya no se
habla en el día! Los vivos recogen el fruto de la existencia de los que yacen
olvidados en el sepulcro y que se han sacrificado por ellos.

Se acercaba el momento de la renovación de la Convención: estaban


convocadas las asambleas primarias, comités, clubs y secciones formaban una
confusión espantosa.

La Convención, amenazada por la aversión general vio que era preciso


defenderse: a Danican opuso a Barras, que fue nombrado jefe de la fuerza armada
de París y de lo interior. Habiendo encontrado a Napoleón en Tolón, y
recordádosele Mme. de Beauharnais, Barras conoció desde luego que semejante
hombre podía serle muy útil, le nombró su segundo. Hablando a la Convención el
futuro director de las jornadas de vendimiario, declaró que a las acertadas y prontas
disposiciones de Bonaparte se debía la salvación del recinto en cuyo derredor lo
había dispuesto todo con mucha habilidad. Napoleón ametralló a las secciones y
dijo: «He puesto mi sello sobre la Francia.» Atila había dicho: «Yo soy el martillo del
universo.» Ego malleus orbis.

Después de la victoria, Napoleón temió haberse hecho impopular, y aseguró


que daría muchos años de su vida por borrar aquella página de su historia.

Existe una narración de las jornadas de vendimiario escrita por Napoleón y


en ella se esfuerza en probar que las secciones fueron las que rompieron el fuego.
En la acción se le figuraría tal vez que todavía se hallaba en Tolón: el general
Carteaux estaba a la cabeza de una columna en el Puente Nuevo: una compañía de
marselleses marchaba sobre San Roque, y los puestos ocupados por los guardias
nacionales fueren sucesivamente tomados. Real, de cuya relación ya he hablado,
concluye su exposición con estas simplezas que los parisienses creen ciegamente:
que un herido que atravesaba por el salón de las Victorias, reconoció una bandera
que había cogido, y dijo con voz espirante: «No pasemos más allá, quiero morir
aquí»; que la esposa del general Dufraisse hizo pedazos su camisa para vendas, y
que las dos hijas de Durocher distribuían vinagre y aguardiente. Real se lo atribuye
todo a Barras: reticencia aduladora, que prueba que en el año IV no se hacia todavía
mucho aprecio de Napoleón, vencedor en provecho de otro.
Parece que Bonaparte no esperaba sacar una gran ventaja de su victoria
sobre las secciones, porque escribía a Bourienne: «Busca alguna haciendita en el
hermoso valle del Yonna, pues la compraré en cuanto tenga dinero: pero no olvides
que no quiero bienes nacionales.» Bonaparte varió de opinión en el imperio porque
apreció mucho los bienes nacionales.

Las jornadas de vendimiario terminan la época de los motines, que no se


renovaron hasta 1830 para concluir con la monarquía.

Cuatro meses después de aquellas jornadas, el 19 ventoso (9 de marzo) año


IV, Bonaparte casó con María Josefa Rosa de Tascher. El acta no hace mención
alguna de la viuda del conde de Beauharnais. Tallien y Barras fueron los testigos
del contrato. En el mes de junio, Bonaparte recibió el nombramiento de general en
jefe de las tropas acantonadas en los Alpes marítimos. Carnot reclamaba el honor
de aquel nombramiento, a lo que se oponía Barras. Llamábase el mando del ejército
de Italia, el dote de Mme. de Beauharnais. Cuando Napoleón refería en Santa Elena con
el mayor desprecio, que había creído enlazarse con una gran señora, se mostraba
muy poco agradecido.

Napoleón entra ahora en el lleno de su destino, había necesitado a los


hombres, y los hombres van a tener necesidad de él: los acontecimientos le habían
hecho, y él iba a hacer los sucesos. Ahora ya ha atravesado todas esas desgracias a
que están condenadas las naturalezas superiores antes de que sean conocidas, que
se ven obligadas a humillarse ante medianías cuyo patronato les es indispensable.
La semilla de la más elevada palmera, ha sido conservada y cuidada por el árabe en
un vaso de arcilla.

Campañas de Italia.

Cuando Bonaparte llegó a Niza, al cuartel general del ejército de Italia,


encontró a los soldados desprovistos de todo, desnudos, descalzos, sin pan y sin
disciplina. Tenia entonces veinte y ocho años, y a sus órdenes a Massena con treinta
y seis mil hombres. Era el año 1796. Abrió su primera campaña el 20 de marzo,
fecha famosa que debía recordar muchas veces en su vida. Batió a Beaulieu en
Montenotte, y dos días después en Millesimo separó a los dos ejércitos austríaco y
sardo. En Ceva, Mondovi, Fossano y Cherasco continuaron las ventajas: parecía que
había descendido a la tierra el mismo genio de la guerra. Esta proclama hizo oír una
voz nueva, como los combates, habían anunciado un hombre nuevo.

«Soldados: en quince días habéis conseguido seis victorias, cogido veinte y una
banderas, cincuenta y cinco cañones, quince mil prisioneros, y muerto y herido más de diez
mil hombres. Habéis ganado batallas sin artillería, pasado ríos sin puentes, hecho marchas
forzadas sin zapatos, y vivaqueado sin aguardiente, y aun sin pan. Solo las falanges
republicanas, los soldados de la libertad son capaces de sufrir lo que habéis sufrido. ¡Os doy
las gracias, soldados!«¡Pueblos de Italia!... el ejército francés viene a romper vuestras cadenas:
el pueblo francés, es amigo de todos los pueblos. Nosotros no combatimos más que a los
tiranos que os subyugan.»

El 15 de mayo se concluyó la paz entre la república francesa y el rey de


Cerdeña, y fue cedida a la Francia la Saboya con Niza y Tende. Napoleón avanzaba
siempre, y escribió a Carnot:

«Cuartel general de Plasencia, 9 de mayo de 1796.»«Por fin hemos pasado el Po y se


ha comenzado la segunda campaña. Beaulieu se halla desconcertado, calcula bastante mal, y
continuamente cae en los lazos que se le tienden. Tal vez querrá dar una batalla, porque ese
hombre tiene la audacia del furor, pero no la del genio. Otra victoria, y somos dueños de la
Italia. En cuanto detenga mis movimientos daré nuevo vestuario al ejército: está que da
lástima el mirarle, pero el soldado está gordo porque come buen pan y abundante rancho. La
disciplina se restablece de día en día, pero es preciso fusilar con frecuencia, porque hay
hombres intratables a quienes no so puede mandar. Lo que hemos tomado al enemigo es
incalculable. Cuantos más hombres me enviéis con más facilidad los mantendré. Os remito
veinte cuadros de los primeros maestros, de Correggio y de Miguel Ángel. Os debo mil
gracias por las atenciones que os dignáis tener con mi esposa: os la recomiendo: es una
patriota sincera, y la amo con delirio. Espero poderos enviar a París una docena de millones;
no os vendrán mal para el ejército del Rin. Enviadme cuatro mil jinetes desmontados, que yo
procuraré remontarlos aquí, No debo ocultaros que desde la muerte de Stenge no tengo
ningún jefe superior de caballería que se bata. Desearía que pudieseis enviar dos o tres
ayudantes generales, que tengan ardimiento y una firme resolución de no emprender nunca
prudentes retiradas.»

Esta carta es una de las más notables de Napoleón. ¿Qué vivacidad? ¿Qué
diversidad de genio? con la inteligencia del héroe, se hallan mezclados sin la
profusión triunfal, los cuadros de Miguel Ángel y una alusión picante contra su
rival, en lo de aquellos ayudantes generales que tuviesen la firme resolución de no
emprender prudentes retiradas. El mismo día, Bonaparte escribió al Directorio
participándole la suspensión de hostilidades concedida al duque de Parma y la
remesa del San Jerónimo del Correggio. El 11 de mayo anunció a Carnot el paso del
puente Lodi, que nos hizo poseedores de la Lombardía. Si no fue directamente a
Milán, era porque no quería dejar descansar a Beaulieu hasta destruirle. «Si tomo a
Mantua, nada me detiene ya para penetrar en la Baviera: en veinte días puedo
encontrarme en el corazón de la Alemania. Si los dos ejércitos del Rin entran en
campaña, os suplico me participéis su posición. Sería digno de la república ir a
firmar el tratado de paz de los tres ejércitos reunidos, en el corazón de la Baviera y
del Austria asombradas.»

El águila no anda, vuela con las banderolas de las victorias colgadas del
cuello y de las alas.

Se quejaba de que se le quisiese agregar a Kellermann: «No puedo servir con


gusto con un hombre que se conceptúa el primer general de Europa, y yo creo que
un mal general solo, vale más que dos buenos juntos.»

El 1° de junio de 1796 los austríacos fueron completamente arrojados de


Italia, y nuestros puestos avanzados llegaron a los montes de la Alemania.
«Nuestros granaderos y carabineros, escribió Bonaparte al Directorio, juegan y se
ríen con la muerte. Nada iguala a su intrepidez sino la alegría con que hacen las
marchas más forzadas. Creeréis que en cuanto llegan al vivac deben por lo menos
dormir: nada de eso: cada uno se forma su plan para el día siguiente, y algunos hoy
que son bastante exactos. El otro día estaba viendo desfilar una media brigada; un
cazador se acercó a mi caballo: General, me dijo, es necesario hacer esto —Infeliz, le
contesté, ¿quieres callarte? desapareció al momento, y le hice buscar aunque en
vano: era justamente lo que yo había mandado que se hiciese.»

Los soldados graduaron a su comandante; en Lodi le hicieron cabo, y en


Castiglione sargento.

El 17 de noviembre se desembocó en Arcola, y el joven general pasó el


puente que le ha hecho famoso. Diez mil hombres quedaron en el campo. «Era un
canto de la Ilíada,» exclamaba Bonaparte al recordar aquella acción.

En Alemania, Moreau, efectuaba la célebre retirada que Napoleón llamaba


retirada de sargento. Este se preparaba a decir a su rival batiendo al archiduque
Carlos:

Je suivrai d' assez prés votre illustre retraitePour traiter avec lui sans besoin d'
intérprete 34.

El 6 de enero de 1797 se renovaron las hostilidades por la batalla de Rívoli.


Dos combates contra Wurmser en San Jorge y la Favorita, costaron al enemigo la
pérdida de cinco mil muertos y veinte mil prisioneros: el resto se atrincheró en
Mantua. Bloqueada la ciudad capituló, y Wurmser con los doce mil hombres que le
quedaban, se rindió.

La Marca de Ancona fue bien pronto invadida: más tarde, el tratado de


Tolentino nos entregó perlas, diamantes, manuscritos preciosos, la Transfiguración,
el Laocoonte y el Apolo del Belvedere, y terminó aquella serie de operaciones, por
las que en menos de un año quedaron destruidos cuatro ejércitos austríacos, la alta
Italia sometida, y el Tirol desmembrado en parte: no hubo tiempo para prevenirse:
al relámpago acompañó el rayo.

El archiduque Carlos, que acudió con un nuevo ejército para defender el


Austria anterior, fue rechazado en el paso del Tagliamento: Gradisca sucumbió:
Trieste fue tomado, y los preliminares de la paz entre el Austria y la Francia, se
firmaron en Leoben.

Venecia, formada en medio de la caída del imperio romano, vendida y


agitada, nos había abierto sus lagunas y palacios: el 31 de mayo de 1797 se efectuó
una revolución en Génova, su rival, y se formó la república liguriense. Bonaparte se
hubiera asombrado si en medio de sus conquistas le hubiese sido dable prever que
se apoderaba de Venecia para el Austria, de las Legaciones para Roma, de Nápoles
para los Borbones, de Génova para el Piamonte, de la España para la Inglaterra, de
la Westfalia para la Prusia, y de la Polonia para la Rusia; semejante a los soldados
que en el saco de una ciudad se apoderan de un gran botín que después tienen que
arrojar por no poderlo llevar, mientras que al mismo tiempo pierden su patria.

El 9 de julio se proclamó la existencia de la república cisalpina. En la


correspondencia de Bonaparte se ve correr la lanzadera a través del tejido de
revoluciones adheridas y procedentes de la nuestra: como Mahoma con la espada y
el Corán, íbamos nosotros con la espada en una mano y los derechos del hombre en
la otra.
En el conjunto de sus movimientos generales, Bonaparte no dejó escapar
ningún pormenor: unas veces temía que los cuadros de los grandes pintores de
Venecia, Bolonia y Milán, se mojasen al pasar el Monte Cenis, y otras, que se
perdiese un manuscrito en papiro de la biblioteca Ambrosiana: rogó, pues, al
ministro de lo Interior le manifestase si había llegado o no a la biblioteca nacional.
Envió además al Directorio ejecutivo la opinión que tenía formada de sus generales:

«Berthier: talento, actividad, valor y carácter, «Augereau: mucho carácter, valor,


firmeza y actividad: es amado del soldado, y afortunado en sus operaciones.«Massena: activo,
infatigable, tiene audacia, buen golpe de vista, y se decide con prontitud.«Serrurier: se bate
como un soldado, es firme, no tiene buena opinión de sus tropas, está enfermo.«Despinois:
blando, sin actividad, sin audacia, no es apto para la guerra: los soldados no le quieren; no se
bate a su cabeza; por otra parte, tiene altivez, talento, y sanos principios políticos: es bueno
para mandar en lo interior.«Sauret: bueno, excelente soldado, pero no bastante ilustrado para
general: es poco feliz.«Abatucci: no es bueno para mandar cincuenta hombres; etc.»
Bonaparte escribió al jefe de los mainotas. «Los franceses aprecian al pequeño, pero intrépido
pueblo, único de la antigua Grecia que ha conservado sus virtudes: a los dignos descendientes
de Esparta, a quienes no ha faltado para ser tan famosos como sus antepasados más que
encontrarse en un teatro más vasto.»

Comunicó a la autoridad la toma de posesión de Corfú: «la isla de Corcyra,


observa, era según Homero, la patria de la princesa Nausica.» Envió el tratado de
paz con Venecia: «Nuestra marina ganará con él cuatro o cinco buques de guerra,
tres o cuatro fragatas, y además tres o cuatro millones de jarcias. —Que se me
envíen marineros franceses o corsos: yo tomaré los de Mantua y de Guarda.
—Mañana sale para Tolón el millón que os he anunciado: dos millones, etc.,
compondrán la suma de cinco millones que el ejército de Italia ha suministrado
desde la nueva campaña. —He encargado... que se traslade a Sión, y procurare abrir
una negociación en el Valais. —He enviado un excelente ingeniero para saber lo que
costaría establecer ese camino; (el Simplón)... He encargado al mismo ingeniero que
vea lo que sería necesario para hacer saltar el peñasco por donde se desliza el
Ródano, y facilitar por este medio la exploración de las maderas del Valais y de la
Saboya.» Dio aviso de qué hacía salir de Trieste un cargamento de trigo y acero para
Génova. Regaló al bajá de Escutari cuatro cajones de fusiles, como una muestra de
su amistad. Mandó que se hiciese salir de Milán a algunos hombres sospechosos, y
prender otros. Escribió al ciudadano Groguiard, ordenador de marina en Tolón:
«Yo no soy vuestro juez; pero si estuvieseis bajo mis órdenes, os reduciría a prisión
por haber obedecido un requerimiento tan ridículo.» Una nota remitida al ministro
del papa, decía: «El papa pensará tal vez que es digno de su sabiduría y de la más
santa de las religiones, el expedir una bula o mandamiento, para que los sacerdotes
obedezcan al gobierno.»

Todo esto se halla mezclado de negociaciones con las nuevas repúblicas, con
pormenores de fiestas por Virgilio y Ariosto, con facturas explicativas de los veinte
cuadros y de los quinientos manuscritos de Venecia: todo esto, se efectuó en medio
de la Italia atronada con el estruendo de los combates; en medio de la Italia que
había llegado a ser un grande horno, en donde nuestros granaderos vivían en el
fuego como las salamandras.

Durante este cúmulo de negocios y de triunfos, llegó el 18 fructidor,


favorecido por las proclamas de Bonaparte y las deliberaciones de su ejército, por
indisposiciones y celos con el del Mosa. Entonces desapareció el que tal vez
malamente, había pasado por autor de los planes de las victorias republicanas. Se
asegura que Danissy, Lafitte y d‘Arcon, tras genios militares superiores, dirigían
aquellos planes. Carnot se vio proscripto por la influencia de Bonaparte.

El 17 de octubre, éste firmó el tratado de paz de Campo Formio: la primera


guerra continental de la revolución, concluyó a treinta leguas de Viena.

Congreso de Rastadt.— Regreso de Napoleón a Francia.— Napoleón es


nombrado jefe del ejército llamado de Inglaterra.— Parte para la expedición de
Egipto.

Reunido un congreso en Rastadt, y nombrado Napoleón representante del


Directorio en aquella asamblea, se despidió del ejército de Italia. «Solo me consuela,
dijo, la esperanza de volver bien pronto entre vosotros, a luchar con nuevos
peligros.» El 16 de noviembre de 1797, su orden del día anunció que había dejado a
Milán para presidir la legación francesa en el congreso, y que había enviado al
Directorio la bandera del ejército de Italia. En uno de los lados de aquella bandera,
Bonaparte había hecho bordar el resumen de sus conquistas: «Ciento cincuenta mil
prisioneros, diez y siete mil caballos, quinientas cincuenta piezas de sitio,
seiscientas piezas de campaña, cinco trenes de puentes: nueve navíos de cincuenta y
cuatro cañones, doce fragatas de treinta y dos, doce corbetas, diez y ocho galeras:
armisticio con el rey de Cerdeña. Convenio con Génova; armisticio con el duque de
Parma, con el duque de Módena, con el rey de Nápoles, con el papa: preliminares
de Leoben; convenio de Montebello con la república de Génova; tratado de paz con
el emperador en Campo Formio: restitución de su libertad a los pueblos de Bolonia,
Ferrara, Módena, Massa-Carrara, de la Romanía, de la Lombardía, de Brescia, de
Bérgamo, de Mantua, de Crema, de una parte del Veronés, de Chiavenna, Bormio, y
de la Valtelina: al pueblo de Génova, a los feudos imperiales, al pueblo de los
departamentos de Corcyra, del mar Egeo y de Ítaca.

«Enviado a París todas las obras maestras de Miguel Ángel, Guerchino, Ticiano,
Pablo Veronés, Correggio, Albano, los Carraccios, Rafael, Leonardo de Vinci, etc.»«Este
monumento del ejército de Italia, dice la orden del día, será colocado en las bóvedas del salón
de sesiones públicas del Directorio, y atestiguará las proezas de nuestros guerreros, cuando la
presente generación haya desaparecido.»

Después de un convenio puramente militar, en que se estipuló la entrega de


Maguncia a las tropas de la república, y la de Venecia a las tropas austríacas,
Bonaparte salió de Rastadt, y dejó confiados los negocios del congreso en manos de
Treilhard y de Bonnier.

En los últimos tiempos de la campaña de Italia, Bonaparte tuvo que sufrir


mucho por la envidia de los diferentes generales y del Directorio: dos veces hizo
dimisión: los individuos que componían el gobierno la deseaban, y no se atrevían á
aceptarla. Los sentamientos de Bonaparte no eran los de la tendencia del siglo: cedía
contra su gusto a los intereses creados por la revolución: de aquí, las
contradicciones de sus actos y de sus ideas.

De regreso a París fue a apearse en su casa calle Chantereine, que tomó y


todavía conserva la denominación de calle de la Victoria. El consejo de los Ancianos
quiso regalar a Napoleón a Chambord, obra de Francisco I, que no recuerda ya más
que el destierro del último hijo de San Luis Bonaparte fue presentado al Directorio
el 10 de diciembre de 1795 en el patio del palacio de Luxemburgo. En el centro de
aquel patio se elevaba un altar de la patria, en cuya parle superior se veían las
estatuas de la Libertad, la Igualdad y la Paz. Las banderas tomadas al enemigo
formaban un dosel sobre los cinco directores vestidos a la antigua: la sombra de la
Victoria descendía de aquellas banderas bajo las cuales la Francia hacia alto por un
momento. Bonaparte vestía el uniforme que llevaba en Arcola y Lodi. Mr. de
Talleyrand recibía al vencedor cerca del altar, recordando que poco antes había
dicho misa sobre otro altar. Fugitivo que había vuelto de los listados Unidos,
encargado por la protección de Chenier del ministerio de Relaciones exteriores, el
obispo de Autun, con el sable ceñido, tenía puesto un sombrero a lo Enrique IV: los
acontecimientos obligaban a tomar con seriedad aquellos disfraces.

El prelado hizo el elogio del conquistador de Italia: «Ama, dijo


melancólicamente, ama los cantos de Ossian, porque se desprenden de la tierra.
Lejos de temer lo que se llama su ambición, tendremos quizá que excitarla algún día
para arrancarte de las dulzuras de su estudioso retiro. La Francia entera será libre, y
él no lo será tal vez jamás: tal es su destino.»

¡Maravillosamente adivinado!

El hermano de San Luis en Grandella, Carlos VIII en Fornone, Luis XII en


Agnadel, Francisco I en Marignan, Lautrec en Rávena, y Catinat en Turín, distan
mucho del nuevo general. Los triunfos de Napoleón no tuvieron igual.

Los directores, temiendo un despotismo superior que amenazaba con todos


los despotismos, habían visto con inquietud los homenajes que se tributaban a
Napoleón, y pensaban en desembarazarse de su presencia. Favorecieron, pues, la
pasión que manifestaba por una expedición al Oriente. «La Europa, decía es una
madriguera de topos: jamás ha habido en ella los grandes imperios y revoluciones
que en Oriente: yo ya no tengo gloria: esta pequeña Europa no me proporciona
bastante.» Napoleón, como un niño estaba encantado por haber sido admitido
miembro del Instituto. Solo pedía seis años para ir a las Indias y volver. «No tengo
más que veinte y nueve años, decía pensando en sí, esta no es edad; ya tendré
treinta y cinco cuando vuelva.»

Nombrado general dé un ejército llamado de Inglaterra, cuyos cuerpos se


hallaban diseminados desde Brest a Amberes, Bonaparte pasó el tiempo en
inspecciones, y en visitar a las autoridades civiles y científicas, mientras que se
reunían las tropas que debían componer el ejército de Egipto. Sobrevino la reyerta
de la bandera tricolor y del gorro encardado, que nuestro embajador en Viena, el
general Bernardotte, había colocado sobre la puerta de su palacio. El Directorio se
disponía a detener a Napoleón para oponerle a la nueva guerra posible, cuando Mr.
de Cobentzel, evitó el rompimiento, y Bonaparte recibió la orden de partir. La Italia
hecha republicana, la Holanda transformada en república, y la paz que dejaba a la
Francia extendida hasta el Rin, unos soldados inútiles, movieron al Directorio, en su
perezosa imprevisión, a alejar al vencedor. Esta aventura de Egipto, cambió la
fortuna y el genio de Napoleón sobredorándole con un rayo del sol que iluminó la
columna, la de nube y de fuego.
Expedición a Egipto.— Malta.— Batalla de las Pirámides.— El Cairo.—
Napoleón en la gran Pirámide.— Suez.

Tolón, 19 de mayo de 4798.PROCLAMA.«Soldados.«Vosotros sois una de las alas del


ejército de Inglaterra.«Vosotros habéis hecho la guerra de montañas, de llanuras y de sitios;
os queda que hacer la guerra marítima.«Las legiones romanas, a quienes habéis imitado
algunas veces, pero a las que aun no habéis igualado, peleaban con Cartago alternativamente
en estos mismos mares y en las llanuras de Zama. Jamás los abandonó la victoria, porque
constantemente fueron valientes, sufridos en las fatigas, disciplinados y unidos entre
sí.«¡Soldados; la Europa tiene los ojos fijos en vosotros! tenéis grandes esperanzas a que
corresponder, batallas que dar, peligros y fatigas que vencer; haréis más de lo que habéis
hecho por la prosperidad de la patria, la felicidad de los hombres y vuestra propia gloria.»

Después de esta proclama de recuerdos. Se embarca Napoleón: se diría de


Homero o del héroe que encerraba los cantos del Meouide en una cajita de oro. Este
hombre no camina despacio: apenas ha puesto a la Italia debajo de sus plantas,
cuando se presenta en Egipto: episodio romanesco con que engrandece su vida real.
Une a su historia una epopeya como Carlomagno. Entre los libros que llevó consigo
se hallaban Ossian, Werther, la Nueva Eloísa, y el Viejo Testamento: indicación del
caos de la cabeza de Napoleón. El mezclaba las ideas positivas y los sentimientos
romanescos, los sistemas y las quimeras, los estudios serios y los arrebatos de la
imaginación, la sabiduría y la locura. De estas producciones incoherentes del siglo,
sacó el imperio; sueño inmenso, pero rápido como la noche desordenada que lo
había producido.

Habiendo entrado en Tolón el 9 de mayo de 1798, se apeó Napoleón en la


pasada de la Marina; diez días después se embarca a bordo del Oriente, navío
almirante; el 19 de mayo se hizo a la vela; parte del punto en donde por primera vez
había hecho correr a sangre, sangre francesa. Los horrores de Tolón le habían
preparado para los de Jaffa. Llevó consigo a los generales primogénitos de su gloria:
Berthier, Caffareli, Kleber, Dessaix, Lannes, Murat, Menou.

Trece navíos de línea, catorce fragatas y cuatrocientos buques de transpone


le acompañaron.
Nelson dejó que se le escapase del puerto, y no le alcanzó en la mar; a pesar
de que en una ocasión no estaban nuestros buques más que a seis leguas de
distancia de los ingleses. Desde el mar de Sicilia descubrió Napoleón la cima de los
Apeninos, y dijo: «No puedo ver sin emoción la tierra de Italia, he allí el Oriente:
voy a él.» Al aspecto del Ida, explosión de admiración sobre Minos y la antigua
prudencia. Durante la travesía se complacía Napoleón en reunir a los sabios, y
promovía sus controversias; por lo común se ponía de parte del dictamen más
absurdo o más atrevido; preguntaba si los planetas estaban habitados, cuando se
destruirían por el fuego o por el agua, como si estuviese encargado de la inspección
del ejército celeste.

Llega a Malta, desaloja a los antiguos caballeros que estaban retirados en el


agujero de una roca del mar; desciende después a las ruinas de la ciudad de
Alejandro. Ve al amanecer aquella columna de Pompeyo, que yo descubría desde
mi buque, alejándome de la Libia. Desde el pie del monumento, inmortalizado por
un grande y triste nombre, se arroja, escala las murallas tras de las cuales se hallaba
antiguamente el depósito de los remedios del alma, y las agujas de Cleopatra, ahora por
tierra rodeadas de perros flacos. Fuérzase la puerta de Roseta; nuestras tropas se
fortifican en las dos abras y en el faro. ¡Degüello espantoso! El ayudante Boyer
escribía a sus padres: «Los turcos, rechazados en todas partes, se refugian en casa
de su dios y su profeta; se llenan las mezquitas; hombres, mujeres, viejos, jóvenes y
niños, todos son degollados.»

Bonaparte había dicho al obispo de Malta: «Podéis asegurar a vuestros


diocesanos que la religión católica, apostólica romana, no solamente será respetada,
sino que sus ministros serán especialmente protegidos.» Al llegar a Egipto dijo:
«Pueblos de Egipto, yo respeto más que los mamelucos a Dios, a su profeta y el
Corán. Los franceses son amigos de los musulmanes. Poco ha que se dirigieron a
Roma, y derrocaron, el trono del papa, que excitaba a los cristianos contra los que
profesan el islamismo, poco después se han encaminado a Malta y han lanzado de
allí a los incrédulos que se creían llamados por Dios para hacer la guerra a los
musulmanes. Si el Egipto es la propiedad de los mamelucos, presenten la escritura
que Dios les ha otorgado.»

Dirígese Napoleón a las Pirámides, y grita a sus soldados: «Pensad que de lo


alto de estos monumentos, cuarenta siglos os contemplan.» Entra en el Cairo; su
escuadra se vuela en Abukir; el ejército de Oriente está separado de la Europa.
Julián (del departamento del Droma), hijo de Julián el convencional, testigo del
desastre, lo anota minuto por minuto.
«Son las siete, se hace noche y el fuego se redobla todavía. A las nueve y algunos
minutos se vuela el navío. Son las diez, se disminuye el fuego y sale la luna a la derecha del
punto en que acaba de verificarse la explosión del navío.»
Bonaparte en el Cairo, declara al jefe de la ley, que él será el restaurador de
las mezquitas; él envía su nombre a la Arabia, a la Etiopia, a las Indias. El Cairo se
revoluciona, y él lo bombardea en medio de una tempestad; el inspirado dice a los
creyentes: «Yo podría pedir cuenta a cada uno de vosotros de los sentimientos más
secretos de su corazón, porque yo lo sé todo, aun lo que no habéis dicho a nadie.» El
gran scherif de la Meca le nombra en una carta el protector de la Kaaba; el papa en
una misiva, le llama mi muy querido hijo.

Por efecto de una enfermedad de naturaleza, prefería con frecuencia


Bonaparte su lado débil a su lado fuerte. No le divertía la partida que podía ganar
con una sola jugada. La mano que quebrantaba al mundo se complacía en el juego
de cubiletes; seguro, cuando estaba de sus facultades, de reponerse de sus pérdidas,
era su genio el reparador de su carácter. ¿Por qué no se presentó desde luego como
el heredero de los caballeros? Por una doble posición, él no era a los ojos de la
multitud musulmana más que un falso cristiano y un falso mahometano. Admiran
las impiedades de sistema, no reconocen cuan miserables eran, es engañarse
miserablemente: es preciso llorar cuando el gigante se reduce a hacer el oficio del
payaso. Los infieles propusieron a San Luis estando cautivo, la corona de Egipto,
porque él había permanecido, dicen los historiadores árabes, el más terrible
cristiano que se vio jamás.

Cuando yo pasé por el Cairo, conservaba aquella ciudad vestigios de los


franceses: un jardín público, que era obra nuestra, estaba plantado de palmeras:
algunas fondas estuvieron próximas a él en otro tiempo. Desgraciadamente habían
paseado nuestros soldados, lo mismo que los antiguos egipcios, un féretro
alrededor de sus festines.

¡Qué escena memorable, si pudiera creerse en ella! Bonaparte sentado en el


interior de la pirámide de Keops, sobre el sarcófago de uno de los Faraones, cuya
momia había desaparecido; y hablando con los muftis y los imames! Con todo,
tomemos la narración del Monitor como el trabajo de la musa. Sino es esta la historia
material de Napoleón, es la historia de su inteligencia, lo cual aun merece la pena.
Oigamos en las entrañas de un sepulcro esta voz que todos los siglos oirán.

Suleiman (inclinándose): ¡Gloria a Dios a quien se debe toda gloria!Comparte. ¡Gloria


a Allah! No hay más Dios que Dios; Mahoma es su profeta, y yo soy de sus amigos.Ibrahim.
¡Que los ángeles de la victoria barran el polvo de tu camino y te cubran con sus alas! El
mameluco ha merecido la muerte.Bonaparte. Ha sido entregado a los ángeles negros Mukiz y
Guarkiz.Suleiman. El extendió las manos de la rapiña sobre las tierras, las cosechas y los
caballos del Egipto.Bonaparte. Los tesoros, la industria y la amistad de los francos serán
vuestro patrimonio, entretanto que subáis al séptimo cielo, y que sentados al lado de las
huríes de ojos negros y siempre vírgenes, descanséis a la sombra del laba, cuyas ramas
ofrecerán por sí mismas a los verdaderos musulmanes todo cuanto puedan desear.»

Nada cambian semejantes farsas la gravedad de las pirámides.

Vingt siécles, descendus dans l' eternable nuit,Y sont sans mouvement, sans lumiere
et sans bruit.

Reemplazando Bonaparte a Keops en la cripta secular, había aumentado la


inmensidad, pero jamás se arrastró él por este vestíbulo de la muerte.

«Durante el resto de nuestra navegación por el Nilo, digo en el Itinerario,


permanecí sobre la cubierta contemplando aquellos sepulcros... Los grandes
monumentos constituyen, una parte esencial de la gloria de toda sociedad humana:
trasmiten la memoria de un pueblo aun más allá de su existencia, y le hacen vivir
contemporáneo de las generaciones que acuden a establecerse en aquellos campos
abandonados.»

Demos gracias a Bonaparte y a las pirámides que nos han proporcionado la


ocasión de justificarnos a nosotros, pobres hombres de estado inficionados de
poesía, que merodeamos miserables mentiras sobre las ruinas.

Es evidente, en vista de las proclamas, de las órdenes del día y de los


discursos de Bonaparte, que trataba de pasar por el enviado del cielo a la manera de
Alejandro. Calístenes, a quien el macedonio trató en adelante con tanta dureza en
castigo sin duda de la lisonja del filósofo, tuvo el encargo de probar que el hijo de
Filipo era hijo de Júpiter, según se ve en un fragmento de Calístenes conservado por
Estrabón. El Colegio de Alejandro, de Pasquier, es un diálogo de los muertos entre
Alejandro, el gran conquistador, y Rabelais; el gran burlón. «Recorredme con la
vista, dice Alejandro a Rabelais, todas esas regiones que ves en esos parajes
inferiores, y no hallarás persona alguna de valía que, con el fin de dar mayor peso a
sus pensamientos, no haya querido dar a entender que tenía trato familiar con los
dioses.» Rabelais responde: «Alejandro, a decir verdad, debo manifestar que jamás
me divertí en recoger particularidades relativas a ti, ni aun en lo tocante al vino.
Pero ¿qué provecho sacas ahora de tu grandeza? ¿Eres más que lo que yo soy? El
sentimiento que tú tienes debe ocasionarte tal disgusto que sería mucho más útil
haber perdido la memoria a la par que la vida.»

Y sin embargo, al ocuparse de Alejandro, Bonaparte se equivocaba sobre sí


mismo y sobre la época el mundo y sobre la religión: en el día no es fácil el que le
tengan a uno por un dios. En cuanto a las hazañas de Napoleón en el Levante, no se
habían mezclado aún con la conquista de Europa; no habían conseguido aún tan
altos resultados que pudiesen imponer a la multitud islamista, aunque le llamaban
el sultán de fuego. «Alejandro a la edad de treinta y tres años, dice Montagne, había
atravesado victorioso toda la tierra habitada, y en una media vida había alcanzado
todo el esfuerzo de la naturaleza humana más reyes y príncipes han escrito sus
hazañas que otros historiadores han escrito los hechos de los demás reyes.»

Del Cairo pasó Bonaparte a Suez: vio el mar que abrió Moisés y que se cerró
sobre Faraón. Reconoció los vestigios de un canal que empezó Sesostris, que
ensancharon los persas, que continuó el segundo de los Tolomeos, que volvieron a
emprender los soldanes con el fin de llevar al Mediterráneo el comercio del mar
Rojo. Proyectó dirigir un brazo del Nilo al golfo Arábigo: su imaginación trazó en el
fondo de este golfo la colocación de un nuevo Ofir, donde se celebraría todos los
años una feria para los traficantes en perfumes, aromas, telas de seda, para los
efectos preciosos de Mascate, de la China, de Ceylán, de Sumatra, de las Filipinas y
de las Indias. Los cenobitas descienden del Sinat y le suplican que inscriba su
nombre al lado del de Saladino, en el libro de sus garantías.

Cuando regresó al Cairo, celebró Bonaparte el aniversario de la fundación de


la república, dirigiendo a sus soldados las siguientes palabras: «Hace cinco años
que la independencia del pueblo francés se hallaba amenazada; pero tomasteis a
Tolón: este fue el presagio de la ruina de vuestros enemigos. Un año después
batisteis a los austríacos en Dego: el año siguiente estabais en las cimas de los Alpes;
hace dos años que luchasteis contra Mantua y alcanzasteis la célebre victoria de San
Jorge; el año pasado estabais en los nacimientos de los ríos Drave e Isonzo de vuelta
de Alemania. ¿Quién os hubiera dicho entonces que os hallaríais hoy en las
márgenes del Nilo, en el centro del antiguo continente?»

Opinión del ejército.


Pero Bonaparte, en medio de los cuidados que le ocupaban y de los
proyectos que había concedido ¿estaba en realidad conforme en aquellas ideas?
Entretanto que parecía que quería permanecer en Egipto, no le cegaba la ficción
sobre la realidad, y escribiendo a su hermano José le decía: «Pienso hallarme en
Francia dentro de dos meses; haz de manera que yo tenga una campaña cuando
llegue; estate cerca de parís o en Borgoña, donde trato de pasar el invierno.»
Bonaparte no calculaba lo que podía oponerse a su regreso: su voluntad era su
destino y su fortuna. Habiendo caído esta correspondencia en poder de los ingleses,
se aventuraron a decir que Napoleón no había tenido más misión que la de hacer
perecer su ejército. Otra carta de Bonaparte contiene quejas con motivo de la
coquetería de su mujer.

Los franceses eran tanto más heroicos en Egipto, cuanto más vivamente
sentían sus males. Un sargento de caballería escribía a un amigo suyo: «Dile a
Londoux que no cometa jamás el desatino de embarcarse para venir a este maldito
país.»

Avrieury: «Todos los que vienen de lo interior dicen que Alejandría es la más
hermosa población: ¡qué serán las otras, Dios mío! Figuraos un conjunto inmenso
de malas casas de un solo piso; las que son mejores tienen una azotea, una pequeña
puerta de madera y de igual material la cerradura; nada de ventanas, y si solo un
enrejado de madera tan espeso que es imposible ver a través. Calles angostas,
menos en el barrio de los Francos y el pasaje de los Grandes. Los habitantes pobres,
que componen el mayor número, in puribus, si se exceptúa una camisa azul que les
llega a la mitad del muslo, la mitad de la cual se remanga en sus movimientos por lo
común, una faja y un turbante de harapos. Estoy harto de este encantador país hasta
por encima de la coronilla. Me lleva diablo de estar en él. ¡Maldito Egipto donde no
se ve más que arena! ¡Cuántos engañados, amigo mío! Todos estos emprendedores
de riquezas están moquicaídos; bien quisieran volverse al punto de donde salieron:
¡los creo sobre su palabra!»

El capitán Rozis: «Nos hallamos sumamente escasos, lo cual tiene muy


descontento al ejército; jamás ha llegado el despotismo al grado que en el día;
algunos soldados se han suicidado a la vista del general en jefe, diciéndole: ¡he aquí
tu obra!»

El nombre de Tallien pondrá fin a esta lista de nombres casi desconocidos en


el día.
Tallien a Mme. Tallien

«Por mi parte, mi querida amiga, estoy aquí, como le consta, muy contra mi voluntad;
cada día se me hace más desagradable mi posición, porque, separado de mi país, y de todo
cuanto amo, no preveo el momento en que podré acercadme a ellos.«Te lo confieso
francamente, preferiría mil veces estar contigo y tu hija retirado en un rincón del mundo,
lejos de todas las pasiones, de todas las intrigas, y te aseguro que si tengo la dicha de volver a
pisar el suelo de mi patria, será para no salir jamás de él.

Entre los cuarenta mil franceses que están aquí, acaso no habrá cuatro que piensen de
otro modo.

«¡No hay vida más triste que la que estamos pasando aquí! De todo
carecemos. ¡Hace cinco días que no he cerrado los ojos! estoy acostado en los
ladrillos: las moscas, las chinches, los mosquitos, y los insectos todas clases nos
devoran, y veinte veces al día me acuerdo de nuestra graciosa cabaña. Te ruego,
querida amiga mía, que no te deshagas de ella.

«A Dios, querida Teresa mía, las lágrimas bañan mi papel. Los más gratos recuerdos
de tu bondad, de nuestro amor, la esperanza de volver a verte siempre amable, siempre fiel, y
de abrazar a mi querida hija sostendrán solos al desgraciado.»

La fidelidad no se contaba por nada en todo esto.

Esta unanimidad de quejas es la exageración natural de hombres


precipitados de la altura a que los habían elevado sus ilusiones: en todos tiempos
han soñado los franceses con el Oriente; el espíritu caballeresco les había marcado el
camino; si no tenían ya la fe que los conducía a libertar el Santo sepulcro, tenían la
intrepidez de los cruzados, la creencia de los reinos y de las bellezas que los habían
creado al derredor de Godofredo, los cronistas y los trovadores. Los soldados
vencedores de la Italia habían visto un rico país de que apoderarse, caravanas que
robar, caballos, armas y serrallos que conquistar; los romanceros habían apercibido
a la princesa de Antioquía, y los sabios agregaban sus sueños al entusiasmo de los
poetas. Hasta el viaje de Antenor pasó en un principio por una docta realidad: íbase
a penetrar en el misterioso Egipto, a bajar a las catacumbas, a registrar las pirámides,
a encontrar manuscritos desconocidos, a descifrar jeroglíficos y a despertar a
Termosiris. Cuando en lugar de todo esto, echándose el Instituto sobre las
pirámides, no hallando los soldados más que campesinos desnudos, chozas de
barro seco, se encontraron cara a cara con la peste, con los beduinos y los
mamelucos, fue terrible el desengaño. Pero la injusticia del sufrimiento puso una
venda en los ojos sobre el resultado definitivo. Los franceses sembraron en Egipto
las semillas de civilización que Mehemet ha cultivado; la gloria de Bonaparte se
aumentó; un rayo de luz se introdujo entre las tinieblas del islamismo, y se le abrió
una brecha a la barbarie.

Campaña de Siria.

Para prevenir las hostilidades de los bajaes de la Siria y perseguir algunos


mamelucos, entró Bonaparte el 22 de febrero en aquella parte del mundo a que el
combate de Abukir le había echado. Napoleón engañaba; era uno de sus sueños de
poderío el que seguía. Más afortunado que Cambises, logró pasar las arenas sin
encontrarse con el viento de Mediodía; se acampa en medio de sepulcros; toma
El-Arich por asalto, y triunfa en Gaza: «Estábamos, dice él, el 6 en las columnas
situadas en los límites de África y de Asia; a la noche dormimos en Asia.» Este
hombre inmenso caminaba a la conquista del mundo; era un conquistador para
climas que no eran conquistables.

Jaffa fue tomada por asalto, después del cual una parte de la guarnición,
calculada por Bonaparte en mil y doscientos hombres, pero que otros hacen subir a
dos o tres mil, se rindió y se le perdonó la vida: dos días después mandó Bonaparte
que fuese pasada por las armas.

Walter Scott y sir Roberto Wilson han referido estos asesinatos; Bonaparte,
en Santa Elena, no puso dificultad en confesarlos a Lord Ebrington y al doctor
O’Meara. Pero disculpaba lo odioso de semejante medida con la posición en que se
hallaba; no podía mantener a los prisioneros, no podía enviarlos a Egipto con
escolta. ¿Dejarlos en libertad baja palabra? ellos no comprenderían siquiera este
punto de honor y procederes europeos, «Wellington en el mismo caso que yo, decía
él, habría obrado del mismo modo.»
«Napoleón se decidió, dice Mr. Thiers a una pérdida terrible, y que es el
único actor cruel de su vida, hizo pasar a cuchillo a los prisioneros que le quedaban;
el ejército consumó con obediencia, pero con una especie de horror, la ejecución que
se le mandó.»

Es mucho afirmar que es el solo hecho cruel de su vida, en vista de las


carnicerías de Tolón, y de tantas campañas en que Napoleón miró como nada la
vida de los hombres. Glorioso es para la Francia de nuestros soldados protestasen
por una especie de horror contra la crueldad de su general.

Pero ¿los asesinatos de Jaffa salvaban a nuestro ejército? ¿No vio Bonaparte
con qué facilidad un puñado de franceses destruyó las fuerzas del bajá de Damasco?
Él mismo, ¿no destruyó en Abukir con algunos caballos a trece mil osmanlis? ¿No
hizo desaparecer Kleber algún tiempo después al gran visir con sus innumerables
fuerzas? Si él obraba con derecho ¿cuál era el que tenían los franceses para invadir
el Egipto? ¡Por qué degollaban a unos hombres que no hacían más que usar del
derecho de la propia defensa? En fin, Bonaparte no podía invocar las leyes de la
guerra mediante a que los prisioneros de la guarnición de Jaffa habían rendido las
armas y se había admitido sumisión. El hecho que el conquistador trataba de
justificar le era molesto: este hecho se ha pasado en silencio o se ha indicado
vagamente en los partes de oficio y en las referencias de los hombres adictos a
Bonaparte. "Yo me eximiré, dice el doctor Larrey, de hablar de las horribles
consecuencias que lleva consigo ordinariamente el asalto de una plaza: yo he sido
triste testigo del de Jaffa.» Bourienne exclama: «Esta escena atroz me hace
estremecer cuando pienso en ella, como el día mismo en que la vi, y preferiría que
me fuese posible olvidarla a verme obligado a describirla. Todo cuanto pudiera uno
figurarse de horroroso en un día de carnicería, sería muy inferior a la realidad.»
Bonaparte escribió al Directorio, que: «Jaffa había sido entregada al pillaje y a todos
los horrores de la guerra, que jamás le había parecido tan horrorosa.» ¿Quién había
mandado cometer aquellas atrocidades?

Hallándose Berthier, compañero de Napoleón en Egipto, en el cuartel


general de Ens, en Alemania, dirigió, el 5 de mayo de 1809, al mayor general del
ejercito austríaco, un despacho terrible contra un supuesto fusilamiento ejecutado
en el Tirol, donde mandaba Chasteller «El (Chasteller) ha dejado degollar 700
prisioneros franceses y 1800 ó 1900 bávaros; crimen inaudito en la historia de las
naciones, que habría podido excitar una terrible represalia, si S. M. no mirase a los
prisioneros como colocados bajo su fe y su honor.»

Bonaparte dice aquí cuanto le es dable para disculpar los asesinatos de toe
prisioneros de Jaffa. ¿Qué le importaban semejantes contradicciones? El sabía la
verdad y se burlaba de ella, haciendo el mismo uso que de la mentira; él apreciaba
solamente el resultado, siéndole indiferentes los medios; el número de prisioneros
le estorbaba y los mató.

Ha habido siempre dos Bonaparte: uno grande, otro pequeño. Cuando se


cree tener seguridad en la vida de Napoleón, hace esta vida espantosa.

Miot, en la primera edición de sus Memorias (1804) guarda silencio en orden


a estos asesinatos; pero en la de 1814 hace mención de ellos. Esta edición ha
desaparecido, casi enteramente, y me ha costado mucho trabajo hallar un ejemplar.
Para afirmar una verdad tan dolorosa necesitaba nada menos que la narración de
un testigo ocular. Una cosa es saber por mayor un hecho, y otra muy diferente saber
sus particularidades: la verdad moral de una acción no se descubre más que en sus
pormenores; estos son según Miot.

«El 20 ventoso (10 de marzo), después de medio día, fueron puestos en


movimiento los prisioneros de Jaffa en medio de un numeroso batallón en cuadro
formado por las tropas del general Bon. Un rumor sordo acerca de la suerte que les
esperaba, me decidió, así como a otras muchas personas, a montar a caballo y a
seguir a aquella columna silenciosa de víctimas, para asegurarme si era cierto lo que
me Habían dicho. Los turcos iban andando sin orden, previendo ya la suerte que les
estaba reservada; no vertían lágrimas ni daban voces; mostrábanse resignados.
Algunos heridos no podían andar al paso que los demás, y murieron en el camino a
bayonetazos. Otros circulaban entre la multitud, y parecía que daban consejos
saludables en tan inminente peligro. Acaso creían los más decididos que no les era
imposible romper el batallón que los cercaba; acaso esperaban que diseminándose
por los campos que iban atravesando, se escaparía cierto número de ellos de la
muerte. Habíanse tomado todas las medidas sobre este punto, y los turcos no
hicieron la menor tentativa de evasión.

«Habiendo llegado finalmente a los arenales que hay al Sudoeste de Jaffa, se


les hizo parar cerca de una balsa de agua amarillenta. Entonces mandó el oficial jefe
de las tropas, que se dividiesen en pequeños grupos, los cuales conducidos a
diferentes puntos fueron fusilados. Esta horrible operación exigió mucho tiempo, a
pesar del número de tropas reservadas para este funesto sacrificio, y que debo
manifestarlo, no se prestaba sino con la mayor repugnancia al abominable
ministerio que se exigía de sus brazos victoriosos. Había cerca de la balsa de agua
un grupo de prisioneros, entre los cuales había algunos jefes viejos, de mirada noble
y tranquila, y un joven cuya parte moral estaba muy conmovida. En tan tierna edad
debía creerse inocente, y este sentimiento le indujo a una acción que pareció chocar
a los que le rodeaban. El se arrojó a los brazos del caballo que montaba el jefe de las
tropas francesas; abrazó las rodillas de este oficial pidiendo se le perdonase la vida,
y diciendo: «¿Qué culpa he cometido? ¿Qué mal he hecho?» Inútiles fueron las
lágrimas que vertía y sus dolorosos gritos; no pudieron cambiar la fatal sentencia
pronunciada sobre su suerte. Todos los demás turcos, excepto este joven, hicieron
tranquilamente sus abluciones en el agua estancada de la balsa ya citada, en
seguida dándose las manos, después de habérsela llevado al corazón y a la boca,
como acostumbran saludarse los musulmanes, daban y recibían el último adiós.
Parecía que sus almas valientes desafiaban a la muerte; echábase de ver en su
tranquilidad la confianza que les inspiraba, en aquellos últimos momentos, su
religión y la esperanza de un feliz porvenir. Parecía que se decían: «Dejo este
mundo para ir a gozar de una dicha duradera». Así el bienestar después de la vida
que le promete el Corán, sostenía al musulmán vencido, pero orgulloso con su
suerte.

«Yo vi a un anciano respetable, cuyo aspecto y modales anunciaban un


grado superior; yo le vi... hacer cavar tranquilamente a su vista, en la arena
movediza, un agujero suficiente para que le enterrasen vivo: sin duda de quería
morir sino por mano de los suyos. Tendiose boca arriba en aquella tumba tutelar y
dolorosa, y sus compañeros dirigiendo a Dios sus plegarias, le cubrieron pronto con
la arena y pisaron la tierra que le servía de mortaja, probablemente con la mira de
abreviar sus padecimientos. «Este espectáculo que hace palpitar mi corazón, y que
solo pinto débilmente, se efectuó durante la ejecución de los pelotones esparcidos
por aquellos arenales. En fin, no quedaban más de aquellos prisioneros que los que
estaban cerca de la balsa; y como nuestras tropas habían apurado sus cartuchos, fue
necesario exterminarlos con las bayonetas y armas blancas. Yo no pude presenciar
este horrible espectáculo; me retiré pálido y casi mortal. Algunos oficiales me
contaron a la noche que aquellos desgraciados, cediendo al movimiento irresistible
de la naturaleza que nos hace evitar la muerte, aun cuando no tenemos ya
esperanza de libertarnos de ella, se arrojaban los unos por encima de los otros, y
recibían en los miembros los golpes dirigidos al corazón, y que debían pronto
terminar su triste vida. Se formó puesto que es menester decirlo todo, una
espantosa pirámide de muertos y de moribundos chorreando sangre, y fue
necesario sacar los que eran ya cadáveres para acabar con aquellos desgraciados
que al abrigo de aquella horrorosa muralla no habían aun sido heridos. Este cuadro
es exacto y fiel; y su recuerdo hace temblar mi mano, que aun no expresa todo lo
espantoso de aquella escena.»

La vida de Napoleón opuesta a semejantes páginas explica la aversión que se


le tiene.

Conducido por los religiosos del convento de Jaffa a los arenales que están al
Sudoeste de la ciudad, he dado la vuelta a la tumba, en otro tiempo montón de
cadáveres, y actualmente pirámide de huesos; me he paseado por jardines de
granados cargados de granadas encarnadas; mientras que alrededor de mí volaba
por encima de la tierra fúnebre la primera golondrina recién llegada de Europa.

El cielo castiga la violación de los derechos de la humanidad: él envió la


peste que al principio no hizo muchos estragos Bourienne corrige el error de los
historiadores que suponen la escena de los Apestados de Jaffa cuando pasaron la
primera vez los franceses por aquella ciudad; siendo así que no fue sino a su vuelta
de San Juan de Acre. Muchas personas de nuestro ejército me habían asegurado ya
que esta escena era una pura fábula, y Bourienne confirma estos datos:

«Las camas de los apestados, cuenta el secretario de Napoleón, estaban a la derecha


entrando en la primera sala. Yo iba al lado del general, y aseguro no haberle visto tocar a
ningún apestado. Atravesó rápidamente las salas, sacudiendo ligeramente las campanas
amarillas de sus botas con el látigo que llevaba en la mano. Al tiempo que iba andando de
prisa repetía estas palabras: Es necesario que yo vuelva a Egipto para libertarle de los
enemigos que van a llegar.

En el parte de oficio del mayor general, 29 de mayo, no se dice ni la menor


palabra acerca de los apestados, ni de la visita en el hospital ni de haber tocado a los
enfermos.

¿En qué viene a parar el bello cuadro de Gros? Tan solamente figura como
una obra maestra del arte.

San Luis menos favorecido por la pintura, fue más heroico en la acción: «El
buen rey apacible y benigno, cuando vio esto, tuvo gran compasión, y mandó que
se dejase todo y que se abriesen zanjas en medio de los campos y dedicar allí un
cementerio por el legado... El rey Luis ayudó con sus propias manos a enterrar a los
muertos. Apenas se hallaba quien quisiese hacerlo. El rey, después de oír misa
venía, todas las mañanas de los cinco días que se emplearon en enterrar a los
muertos, y decía a su gente: «Vamos a dar sepultura a los mártires que han
padecido por nuestro Señor, y no os canséis de hacerlo porque ellos han padecido
más que nosotros.» Hallábanse así presentes, en traje de ceremonia, el arzobispo de
Tiro y el obispo de Damieta y su clero, qué rezaba el oficio de difuntos. Pero se
tapaban las narices por la fetidez; pero jamás se vio que el buen rey Luis se tapase
las suyas, tal era la firmeza y devoción con que se ocupaba.»

Bonaparte sitió a San Juan de Acre. Corrió la sangre en Canaan, que fue
testigo de la curación del hijo el centurión por Cristo; en Nazaret que ocultó la
pacífica infancia del Salvador; en el Tabor; que vio a transfiguración y donde dijo
Pedro: «Maestro estamos bien en esta montaña; hagamos en ella tres tabernáculos.»
En este monte Tabor dictó la orden del día a todas las tropas que ocupaban a Sur, la
antigua Tiro, Cesarea, las cataratas del Nilo, las bocas Pelusiacas, Alejandría y las orillas del
mar Rojo, en que están las ruinas del Kolsum y de Arsinoe. Bonaparte estaba
encantado con estos nombres que reunía con placer.

En este paraje de milagros renovaron Kleber y Murat los hechos de armas de


Tancredo y de Reinaldo; dispersaron las poblaciones de la Siria, se apoderaron del
campamento del bajá de Damasco, dieron una ojeada al Jordán, al mar de Galilea, y
tomaron posesión de Escafet, o antigua Betulia. Bonaparte observa que los
habitantes muestran el paraje en que Judit mató a Holofernes.

Los muchachos árabes de las montañas de la Judea me han indicado


tradiciones más ciertas cuando me gritaban en francés: ¡En avant, marche! Estos
mismos desiertos, he dicho yo en los Mártires, han visto marchar a los ejércitos de
Sesostris, de Cambises, de Alejandro, de César; ¡siglos venideros, vosotros traeréis a
ellos ejércitos no menos numerosos y guerreros no menos célebres!»

Después de haberme guiado por las huellas aun recientes de Bonaparte en


Oriente, me dejo conducir cuando ya no existe para volver a pasar por su camino.

San Juan de Acre estaba defendido por Djezzar el Carnicero. Bonaparte le


escribió desde Jaffa con fecha 9 de marzo de 1799: «Desde mi entrada en Egipto os
he dado a conocer muchas veces que no tenía intención de haceros la guerra, que mi
único fin era el de arrojar a los mamelucos... Dentro de pocos días marcharé a San
Juan de Acre. Pero ¿qué razón tengo para quitar algunos años de vida a un anciano
a quien no conozco? ¿Qué importan algunas leguas más al lado de los países que he
conquistado?»

Djezzar no se dejó embaucar con sus halagos: aquel tigre viejo desconfiaba
de las uñas de su joven camarada. Él estaba rodeado de criados mutilados por su
propia mano. «Dícese que Djezzar es un bosniaco cruel, decía él de sí mismo
(referencia del general Sebastiani,) un hombre de poca importancia, pero entre tanto yo
no necesito de nadie y a mí me buscan. Yo he nacido pobre; mi padre no me dejó
más herencia que su valor. Me he elevado a fuerza de trabajos; pero esto no me
ensoberbece; porque todo acaba, y hoy acaso o mañana, acabará Djezzar, no porque
sea viejo, como dicen sus enemigos, sino porque Dios lo ha dispuesto así. El rey de
Francia, que era poderoso, pereció, a Nabucodonosor le mató un mosquito, etc.»

Al cabo de sesenta y un días de trinchera abierta, se vio obligado Napoleón a


levantar el sitio de San Juan de Acre. Nuestros soldados saliendo de sus
madrigueras de tierra seca, corrían en busca de las balar del enemigo, que le
devolvían nuestros cañones. Teniendo que defenderse nuestras tropas contra la
ciudad y contra los navíos ingleses acoderados, dieron nueve asaltos y subieron
cinco veces a las murallas. En tiempo de las cruzadas, había en San Juana de Acre,
según refiere Ricord, una torre llamada Maldita. Esta torre había sido acaso
reemplazada por la torre grande que inutilizó el ataque de Bonaparte. Nuestros
soldados penetraron en las calles, donde se batían cuerpo a cuerpo durante la noche.
El general Lannes fue herido en la cabeza, Colbert en un muslo; y entre los muertos
se contó a Boyer, Venoux y el general Bon, ejecutor de los asesinatos de los
prisioneros de Jaffa. Kleber decía hablando de este sitio: «Los turcos se defienden
como cristianos, y los franceses atacan como turcos.» Crítica de un soldado que no
amaba a Napoleón. Bonaparte se retiró manifestando que había arrasado el palacio
de Djezzar y bombardeado la ciudad en términos de no quedar piedra sobre piedra;
que Djezzar se había retirado con su gente a uno de los fuertes de la costa, que
estaba gravemente herido, y que las fragatas a las órdenes de Napoleón se habían
apoderado de treinta barcos sirios cargados de tropas.

Sir Sidney Smith y Phelippeaux, oficial de artillería emigrado, ayudaban a


Djezzar; el uno había estado prisionero en el Temple, el otro había sida compañero
de estudios de Napoleón.

En otro tiempo pereció delante de San Juan de Acre la flor de la nobleza a las
órdenes de Felipe Augusto. Mi paisano, Guillermo el Bretón, canta así en versos
latinos del duodécimo siglo: «Apenas se hallaba en todo el reino paraje alguno en
que faltase quien tuviese que llorar alguna desgracia, tan grande fue el desastre que
precipitó a nuestros héroes en la tumba, cuando los asaltó la muerte en la ciudad de
Ascarón (Ascalón cerca de San Juan de Acre.)»

Bonaparte era un gran mágico, pero no alcanzaba, su poder a transformar al


general Bon, muerto en Ptolemais, en Raoul, señor de Coucy, que, expirando al pie
de las murallas de esta cuidad, escribía a la dama de Fayel; Muerto por amar lealmente
a su amiga.
Napoleón no habría hecho bien en desechar la canción de los canteois,
alimentándose en San Juan de Acre, como se alimentaba de otras muchas fábulas.
En los últimos días de su vida, bajo un cielo que no vemos, se ha divertido en
divulgar lo que meditaba en Siria, si no es que ha inventado proyectos en vista de
hechos consumados, y no, se ha recreado en construir con un pasado real el
porvenir fabuloso que él pretendía que se creyese. «Dueño de Ptolemais, nos
cuentan las revelaciones de Santa Elena, Napoleón fundaba un imperio en Oriente,
y la Francia quedaba abandonada a otros destinos. Volaba a Damasco, a Alepo y al
Éufrates. Los cristianos de la Siria y aun los de la Armenia le habrían reforzado. Las
poblaciones iban a conmoverse. Los restos de los mamelucos, los árabes del desierto
del África, los drusos del Líbano, los mutualis, o mahometanos oprimidos de la
secta de Alí, podían reunirse al ejército dueño de la Siria, y la conmoción se
comunicaba a toda la Arabia. Las provincias del imperio otomano que hablan árabe,
llamaban una gran mudanza y esperaban un hombre con felices probabilidades;
podía hallarse sobre el Éufrates en medio del verano, con cien mil auxiliares y una
reserva de veinte y cinco mil franceses que habría ido sacando de Egipto. Habría
alcanzado a Constantinopla y a las Indias, y cambiado la faz del mundo.»

Antes de retirarse de San Juan de Acre el ejército francés había tocado en Tiro:
desierta de las flotas de Salomón y de la falange del Macedonio, no conservaba Tiro
más que la soledad imperturbable de Isaías; soledad en que los perros mudos se
niegan a ladrar.

El sitio de San Juan de Acre se levantó. Habiendo llegado a Jaffa el 27, se vio
obligado Bonaparte a continuar su retirada. Había de treinta a cuarenta apestados,
cuyo número reduce Napoleón a siete, que no se podían transportar; no queriendo
dejarlos atrás, por miedo, decía él, de exponerlos a la crueldad de los turcos,
propuso a Desgenettes que se les administrase una gran dosis de opio. Desgenettes
le dio la tan conocida contestación. «Mi oficio es el de curar a los hombres, y no el
de matarlos.» «No sé les dio el opio, dice Mr. Thiers, y este hecho sirvió para
propagar una calumnia indigna y que hoy está desmentida.»

¿Es una calumnia? ¿Está destruida? Esta es una cosa que yo no me atrevería
a afirmar tan perentoriamente como el brillante historiador; su raciocinio equivale a
este: Bonaparte no envenenó a los apestados, por la razón de haber propuesto
envenenarlos.

Desgenettes, hijo de una pobre familia noble normanda, es aun venerado


entre los árabes de la Siria, y Wilson dice que su nombre no debería escribirse sino
con letras de oro.
Bourienne escribe diez páginas enteras para sostener el envenenamiento en
contra de los que lo niegan. «Yo no puedo decir que he visto dar la poción, dice él,
porque sería mentir; pero sé muy de positivo que se adoptó la decisión, y que lo fue
después de haberse deliberado; que se dio la orden al efecto, y que los apestados
murieron. Cómo ¿el asunto de las conversaciones desde el día siguiente de la salida
de Jaffa, de todo el cuartel general como de una cosa positiva, de la que hablábamos
como de una espantosa desgracia, sería una invención atroz para perjudicar a la
reputación de un héroe?»

Napoleón no abandonó jamás una de sus fallas; semejante a un padre tierno,


prefiere al hijo más desgraciado. El ejército francés fue menos indulgente que los
historiadores; no tan solamente creía en la medida del envenenamiento contra un
puñado de enfermos, sino contra muchos, centenares de hombres. Roberto Wilson,
en su Historia de la expedición de los ingleses a Egipto, es el primero que hace la gran
acusación: afirma que fue apoyada por la opinión de los oficiales franceses
prisioneros de los ingleses en Siria. Bonaparte desmintió a Wilson, quien contestó
que no había dicho más que la verdad. Wilson es el mismo mayor general que fue
comisario de la Gran Bretaña cerca del ejército ruso durante la retirada de Moscú;
tuvo la dicha de contribuir después a la evasión de Mr. de Lavaletle. Levantó una
legión contra la legitimidad en tiempo de la guerra de España, en 1823, defendió a
Bilbao, y envió a Mr. de Villele a su cuñado Mr. Desbassyns, obligado a arribar al
puerto. La narración de Roberto Wilson tiene el mayor peso bajo este concepto. La
mayor parte de las relaciones están conformes sobre el particular del
envenenamiento. Mr. de las Casas conviene en que el rumor del envenenamiento
era cosa creída por todo el ejército. Bonaparte, que se volvió más sincero en su
cautiverio, dijo a Mr. Warnen y al doctor O'Meara, que en el caso en que se hallaban
los apestados, él mismo habría buscado en el opio el olvido de sus males, y que él
habría hecho administrar el veneno a su propio hijo. Walter Scott refiere cuanto se
ha dicho sobre el particular; pero desecha la versión del gran número de enfermos
condenados, sosteniendo que un envenenamiento no podría ejecutarse con éxito
sobre una multitud; añade que sir Sidney encontró en el hospital de Jaffa los siete
franceses mencionados por Bonaparte: Walter Scott es de la mayor imparcialidad,
defiende a Napoleón como habría defendido a Alejandro contra las reconvenciones
que pueden hacerse a su memoria.

Esta es, por decirlo así, la primera vez que hablo de Walter Scott como
historiador de Napoleón y aun todavía le citaré: aquí es donde debo decir que sido
grande la equivocación acusando al ilustre escocés de prevención contra un gran
hombre. La de Napoleón (Life of Napoleón) ocupa nada menos de once volúmenes.
No ha tenido todo el éxito que debiera haberse esperado; porque, exceptuando en
dos o tres pasajes, la imaginación del autor de tantas obras tan brillantes, le ha
faltado: está deslumbrado por los sucesos fabulosos que describe, y como agobiado
por lo maravilloso de la gloria. La vida entera carece también de las grandes miras
que los ingleses abren raramente en la historia, porque no conciben ellos la historia
como nosotros. Por lo demás la vida exacta, salvo algunos errores de cronología:
toda la parte relativa a la detención de Bonaparte en Santa Elena es excelente: los
ingleses estaban en mejor posición que nosotros para conocerla. Al encontrar una
vida tan prodigiosa, el autor ha sido vencido por la verdad. La razón domina en el
trabajo de Walter Scott; está prevenido contra sí mismo. Es tan grande la
moderación de sus juicios que degenera en apología. El narrador lleva la bondad
hasta el extremo de recibir escusas sofísticas de Napoleón, y que no son admisibles.
Es evidente que los que hablan de la obra de Walter Scott, como de un libro escrito
bajo la influencia de las preocupaciones nacionales inglesas, y con un fin particular,
no la han leído jamás: en Francia no se lee ya. Lejos de exagerar nada contra
Bonaparte, está el autor espantado por la opinión: son innumerables sus
concesiones; en todas partes capitula; si en un principio aventura no juicio firme,
vuelve a él por consideraciones subsecuentes que cree debidas a la imparcialidad;
no se atreve a mantenerse firme con su héroe, ni mirarle de frente. A pesar de esta
especie de pusilanimidad ante la infatuación popular, Walter Scott ha perdido el
mérito de sus contemplaciones, porque en su advertencia sienta esta sencilla verdad.
«Si el sistema general de Napoleón, dice él, se ha apoyado en la violencia y el fraude,
no es ni la grandeza de sus talentos, ni el éxito de sus empresas el que debe sofocar
la voz o deslumbrar la vista del que se aventura a hacerse su historiador.» «If the
general system of Napoleon has rested upon force or fraud; it is neither the greatsiess of his
talens, nor the success of his undertakings, that ought to stifle the voice or dazzie the eyes of
him who adventures to be his historian.»

La humilde osadía que enjuga, como Magdalena, el polvo de los pies del dios
con sus cabellos, pasa en el día por un sacrilegio.

La retirada bajo el ardiente sol de Siria, fue marcada por desgracias que traen
a la memoria las miserias que pasaron nuestros soldados en la retirada de Moscú
por en medio de los hielos: «Había aun en las cabañas, dice Miot, y a orillas del mar,
algunos desgraciados que esperaban ser transportados. Entre ellos había un
soldado atacado de la peste, y en el delirio que acompaña algunas veces a la agonía,
supuso sin duda, al ver marchar al ejército batiente, que iba a ser abandonado; su
imaginación le hizo entrever la extensión de su desgracia si caía en poder de los
árabes. Puede imaginarse que este gran miedo fue el que le puso en una agitación
tal, que le sugirió la idea de seguir a las tropas: tomó su mochila, que le servía de
cabecera, y echándosela a la espalda, hizo esfuerzos para levantarse. El veneno de la
terrible epidemia que corría por sus vanas, lo privaba lo privaba de las fuerzas, y a
los tres pasos cayó de cabeza sobre la arena. Esta caída aumentó su espanto, y
después de haber pasado algunos momentos mirando con la vista trastornada las
columnas que marchaban, se levantó por segunda vez sin ser más afortunado; a la
tercera tentativa sucumbió, y cayendo más cerca de la mar, se quedó en el sitio que
los destinos le habían escogido para sepulcro. La vista de este soldado era
espantosa, el desorden que reinaba en sus discursos insignificantes, su semblante
en que se pintaba el dolor, sus ojos abiertos e inmóviles, su ropa hecha girones,
presentaban todo lo que la muerte tiene de más horrible. La vista clavada en las
tropas que marchaban, no había tenido la idea muy sencilla para cualquiera que
estuviese de sangre fría, de volver los ojos a otra parte: él había visto la división de
Kleber y la de caballería que salieron de Tentoura después de los otros, y la
esperanza de salvarse habría acaso conservado su existencia.»

Cuando nuestros soldados, habiendo perdido la sensibilidad, veían a alguno


de sus desgraciados compañeros que les seguía como un hombre embriagado,
tropezando, cayendo y levantándose, y volviendo a caerse para no levantarse jamás,
decían: «Ese ha tomado ya su boleta de alojamiento.»

Una página de Bourienne completará este cuadro: «Una sed devoradora,


decían las Memorias, la falta total de agua, un excesivo calor, una marcha penosa
por en medio de arenales abrasadores, desmoralizaron a los hombres, e hicieron
reemplazar todos los sentimientos generosos con el más cruel egoísmo, la más
aflictiva indiferencia. Yo vi arrojar de las parihuelas a oficiales amputados cuyo
transporte se había mandado, y que aun habían dado dinero en del trabajo. Yo vi
abandonar en los sembrados a los amputados, a los heridos, a los apestados, o
sospechosos de estarlo. Abríase la marcha con antorchas encendidas para poner
fuego a las poblaciones pequeñas, aldeas y lugares, y a las ricas mieses que cubrían
los campos. Todo el país estaba ardiendo. Los que tenían orden de llevar a cabo
estos desastres, parecía que esparciendo por doquiera la destrucción, querían
vengarse de los reveses y hallar alivio en sus padecimientos. No nos acompañaban
más que moribundos, ladrones e incendiarios. Los moribundos arrojados a orillas
del camino, decían con desfallecida voz: Yo no estoy apestado, estoy solamente herido; y
para convencer a los que pasaban, se les veía abrir su herida o hacerse una nueva.
Nadie los creía; se decía: «Este ya está despachado; se pasaba adelante, y todo se
olvidaba» El sol en todo su brillo en aquel hermoso cielo, estaba oscurecido con el
humo de nuestros continuados incendios. Teníamos el mar a nuestra derecha; a la
izquierda y por detrás el desierto que íbamos haciendo; delante las privaciones y
padecimientos que nos esperaban.»
Vuelta a Egipto.— Conquista del Alto Egipto.

¿Partió, llegó, y disipó todas las tempestades; su regreso las ha obligado a


volver al desierto.» Así cantaba y se alababa el triunfador rechazado, al entrar en el
Cairo: él arrebataba al mundo en himnos.

Durante su ausencia había acabado Dessaix de someter el Alto Egipto. Al


remontar el Nilo se encuentran unas ruinas a las cuales el lenguaje de Bossuet deja
toda su grandeza y la aumenta. «Se ha descubierto, dice el autor de la Historia
universal, en el Saide, templos y palacios casi enteros, en que estas columnas y estas
estatuas son innumerables. Se admira sobre todo un palacio cuyos restos parece que
no han subsistido más que para borrar la gloria de todas las obras grandes. Cuatro
calles que se pierden de vista, terminadas en sus extremos por esfinges de una
materia tan rara, que su tamaño es notable, sirven de avenida a cuatro pórticos cuya
altura pasma a la vista. ¡Qué magnificencia y qué extensión! Aun los que nos han
hecho la descripción de este prodigioso edificio no tuvieron tiempo de darle la
vuelta, y aun no están seguros de haber visto la mitad; pero todo lo que ellos vieron
era sorprendente. Una sala, que al parecer formaba el medio de este soberbio
palacio, estaba sostenida por ciento veinte columnas de seis brazas de grueso,
grandes a proporción, y entremezcladas de obeliscos que el trascurso de tantos
siglos no ha podido abatir. Los colores mismos, esto es lo que experimenta más
pronto el poder del tiempo, se sostienen aun entre las ruinas de este admirable
edificio y conservan su viveza: ¡tal era el carácter de inmortalidad que sabía
imprimir el Egipto a todas sus obras! Ahora que el nombre del rey Luis XIV penetra
en las partes más desconocidas del mundo ¿no sería un objeto digno de esta noble
curiosidad el descubrir las bellezas que contiene la Tebaida en sus desiertos? ¡Qué
de bellezas no se hallarían si se pudiese llegar a la ciudad real, pues que a tanta
distancia de ella se descubren cosas tan maravillosas! El poder romano, desconfiado
de igualar a los egipcios, creyó hacer bastante para su grandeza con copiar los
monumentos de sus reyes.»

Napoleón se encargó de ejecutar los consejos que Bossuet daba a Luis XIV.
«Tebas, dice Mr. Denon, que seguía la expedición de Dessaix, esta ciudad relegada:
que la imaginación no entrevé sino a través de la oscuridad de los tiempos, era aun
una fantasma tan gigantesca, que al verla, se detuvo el ejército por sí mismo y
aplaudió con palmadas. En el complaciente entusiasmo de los soldados, yo hallé
rodillas que me sirviesen de mesa y cuerpos para darme sombra... Habiendo
llegado a las cataratas del Nilo, nuestros soldados, combatiendo siempre contra los
beyes y sufriendo fatigas increíbles, se divertían en establecer en el lugar de Syene
tiendas de sastre, plateros, barberos y fondistas a precio fijo. En una calle de árboles
alineados, pusieron una columna militar con la inscripción: Camino de París... Al
bajar el Nilo tuvo frecuentes encuentros el ejército con los mecuanos. Se
incendiaban los atrincheramientos de los árabes, y como carecían de agua, le
apagaban con las manos y los pies, y lo sofocaban con sus cuerpos. Negros y
desnudos, dice Mr. Denon, se les veía correr entre las llamas; de modo que era un
verdadero remedo de los diablos en el infierno. Yo no podía mirarlos sin
experimentar un sentimiento de horror y de admiración. Había momentos de
silencio en que se dejaba oír una voz, a que se contestaba con himnos sagrados y
gritos de combate.»

Estos árabes cantaban y bailaban como los soldados y los frailes españoles en
Zaragoza ardiendo; los rusos quemaron a Moscú: la suerte de sublime demencia
que agitaba a Bonaparte, la comunicaba a sus víctimas.

Batalla de Abukir— Billetes y cartas de Napoleón.— Pasa a Francia.— Diez y


ocho brumario.

Habiendo entrado Napoleón en el Cairo, escribió al general Dugna:


«Ciudadano general, haréis cortar a cabeza a Abdalá Agá, antiguo gobernador de
Jaffa. Según me han dicho los habitantes de Siria, es un monstruo de que es
necesario purgar la tierra... Mandaréis fusilar a los nombrados Hassan, Jossuet,
Ibrabim-Saleh, Mahamet, Bekir, Hadj-Solch, Mustafá, todos los mamelucos.»
Frecuentemente renueva estas órdenes contra egipcios que han hablado mal de los
franceses: tal era el caso que Bonaparte hacía de las leyes; ¿permitía el derecho de la
guerra sacrificar tantas vidas en virtud de la simple orden de un jefe, mandaréis
fusilar? Al sultán de Darfur le escribió: «Deseo que me enviéis dos mil esclavos
varones que tengan más de diez y seis años.» El gustaba de esclavos.

Una flota otomana compuesta de cien velas ancla en Abukir y desembarca


un ejército: Murat, apoyado por el general Lannes, la precipita en el mar; Bonaparte
instruye de este triunfo al Directorio. «La playa que el año anterior cubrieron las
corrientes de cadáveres ingleses y franceses, está hoy cubierta de los de nuestros
enemigos.» Se cansa uno de caminar por estos montones de victorias como por los
arenales centelleantes de aquellos desiertos.

El billete siguiente conmueve tristemente el espíritu: «He quedado poco


satisfecho, ciudadano general, de todas vuestras operaciones durante el
movimiento que acaba de efectuarse: Habéis recibido orden de trasladaros al Cairo,
y no lo habéis hecho. Todos los acontecimientos que pueden sobrevenir, no deben
impedir a un militar el obedecer, y el talento en la guerra consiste en remover las
dificultades que pueden hacer difícil una operación, y no en hacerla ilusoria. Os
digo esto para lo sucesivo.»

Ingrato anticipadamente, dirige Bonaparte esta áspera instrucción a Dessaix


que ofrecía a la cabeza de los valientes en el Alto Egipto, tantos ejemplos de
humanidad como de valor, marchando al paso de su caballo, hablando de ruinas,
echando de menos su patria, salvando a mujeres y a niños, amado de las
poblaciones que le llamaban el sultán Justo, en fin, a aquel Dessaix muerto después
en Marengo, en la carga que hizo al primer cónsul dueño de la Europa. El carácter
del hombre se manifiesta en el billete de Napoleón: carácter dominante y celoso; se
presiente a aquel a quien toda reputación aflige; el predestinador a quien es dada la
palabra que queda y que obliga; pero sin este espíritu de mando ¿habría podido
Bonaparte subyugarlo todo a su presencia?

Dispuesto a dejar el suelo antiguo donde el hombre de otras veces exclamó al


expirar: «¡Poderes que dispensáis la vida a los hombres, recibidme y concededme
una mansión entre los dioses inmortales!» Bonaparte no piensa más que en su
porvenir en la tierra: por la vía del mar Rojo hace advertir a los gobernadores de la
isla de Francia y de la isla de Borbón; cumplimenta al sultán de Marruecos y el bey
de Trípoli; les da parte de su afectuosa solicitud en favor de las caravanas y de los
peregrinos de la Meca; Napoleón se esfuerza al mismo tiempo en disuadir el gran
visir de la invasión que medita la Puerta, asegurando que está dispuesto tanto a
vencerlo todo como a entrar en negociaciones.

Una cosa haría poco honor a nuestro carácter, si nuestra imaginación y


nuestro amor a la novedad no fueran más culpables que nuestra equidad nacional;
los franceses se extasiaban sobre la expedición a Egipto, y no observan que hería
tanto la probidad como el derecho político: en plena paz con la más antigua aliada
de la Francia, la atacamos, le quitamos su fecunda provincia del Nilo, sin
declaración de guerra, como argelinos que en una de sus algaradas, se hubiesen
apoderado de Marsella y de la Provenza. Cuando la Puerta hace armamentos para
su legítima defensa, orgullosos con nuestra insidia ilustre, le preguntamos lo que
tiene y porqué se enoja; le declaramos que no hemos tomado las armas más que
para hacer la policía en su casa, que para aliviarla de aquellos bandoleros
mamelucos que tenían prisionero a su bajá. Bonaparte escribe al gran visir y le dice:
«¿Cómo es posible que vuestra excelencia no conozca que no hay un francés muerto
que no sea un apoyo menos para la Puerta? En cuanto a mí, yo tendré por el día más
feliz de mi vida aquel en que pueda contribuir a la conclusión de una guerra
impolítica y sin objeto a un tiempo mismo.» Bonaparte quería marcharse: ¡la guerra
entonces era impolítica y no tenía objeto! La antigua monarquía fue al fin tan
culpable como la república: los archivos del ministerio de Estado conservan
muchos planes de colonias francesas que debían establecerse en Egipto; el mismo
Leibniz había aconsejado la colonia egipcia a Luis XIV. Los ingleses no estiman más
que la política positiva, la de los intereses; la fidelidad a los tratados y los
escrúpulos morales son en su sentir cosas pueriles.

En fin, Había sonado la hora: detenido en las fronteras orientales del Asia,
Bonaparte va desde luego a apoderarse del cetro de la Europa, para buscar en
seguida en el Norte, por otro camino, las puertas del Himalaya y los esplendores de
Cachemira. Su última carta a Kleber, fecha en Alejandría a 22 de agosto de 1799, es
excelente y reúne la razón, la experiencia y la autoridad. El final de esta carta se
eleva a un alto grado por lo patética, seria y penetrante.

«Ciudadano general:» adjunta hallaréis una orden para que toméis el mando en jefe
del ejército. El recelo de que el crucero inglés no reaparezca de un momento a otro me obliga a
anticipar dos o tres días mi viaje.«Llevo conmigo a los generales Berthier, Andreossi, Murat,
Lannes y Marmont, y a los ciudadanos Monge y Berthollet.«Adjuntos van los periódicos
ingleses y de Fráncfort hasta el 10 de junio. Por ellos veréis que hemos perdido la Italia, que
Mantua, Turín y Tortona están bloqueadas. Tengo razones para esperar que la primera se
resista hasta fines de noviembre. Espero, si la fortuna me es propicia, llegar a Europa antes
que entre octubre.»

Siguen algunas instrucciones particulares.

«Sabéis apreciar tan bien como yo cuanto importa a la Francia la posesión del Egipto:
este imperio turco, que amenaza ruina por todas partes, se ve en la actualidad desmoronando,
y la evacuación del Egipto seria una desgracia tanto mayor, cuanto que veríamos pasar en
nuestros días esta bella provincia a otras manos europeas.«Las noticias de los triunfos o
reveses que tenga la república deben también influir eficazmente en vuestros
cálculos.«Conocéis, ciudadano general, cual es mi modo de ver acerca de la política interior
del Egipto: cualquiera que sea la conducta que observéis, siempre serán amigos nuestros los
cristianos. Es necesario evitar que se hagan demasiado insolentes, a fin de que los turcos no
tengan contra nosotros el mismo fanatismo que contra los cristianos, lo que los pondría
irreconciliables con nosotros.«Yo había pedido ya muchas veces que me enviasen una
compañía cómica; yo me encargo muy particularmente de enviárosla. Este artículo es muy
importante para el ejército y para empezar a cambiar las costumbres del país.«El importante
puesto de jefe que vais a ocupar, os pone en el caso de desplegar los talentos con que la
naturaleza os ha dotado. El interés de cuanto pase por aquí es vivo, y los resultados serán
inmensos para el comercio, y para la civilización; esta será la época de donde empiecen a
contarse las grandes revoluciones.«Acostumbrado a ver la recompensa de las penas y de los
trabajos de la vida en la opinión de la posterioridad, abandono Egipto con el mayor
sentimiento. El interés de la patria, su gloria, la obediencia, los acontecimientos
extraordinarios que acaban de pasar, me deciden únicamente a pasar por en medio de las
escuadras enemigas, para trasladarme a Europa. Mi espíritu y mi corazón se quedan con vos.
Vuestros triunfos me lisonjean tanto como si yo estuviese en persona, y miraré como mal
empleados todos los días de mi vida en que no haga alguna cosa por el ejército, de cuyo mando
os dejo encargado, y para consolidar el magnífico establecimiento cuyas bases acaban de
asentarse.«El ejército que os confío se compone todo de hijos míos; he tenido en todo tiempo,
aun en mis mayores penas, testimonios de apego. Mantenedle en estos mismos sentimiento,
vos lo debéis a la estimación y a la singular amistad que os profeso, y a la inclinación
verdadera que les tengo.— Bonaparte.»

¡Jamás el guerrero ha hallado acentos semejantes! Napoleón es el que acaba;


el emperador, que seguirá, será sin duda más sorprendente todavía; pero ¡cuanto
más aborrecible también! Su voz no ofrecerá ya más el sonido de los años verdes: el
tiempo, el despotismo, la embriaguez de la prosperidad la habrán alterado.

Bonaparte habría sido muy digno de lástima si se hubiera visto obligado,


según disponía la antigua ley egipcia, a tener tres días abrazados los hijos que ha
hecho morir. El había pensado, para los soldados que dejaba expuestos al ardor del
sol, en aquellas distracciones que el capitán Parry empleó treinta y dos años
después para sus marineros en las noches heladas del polo. Él envía el testamento
del Egipto a su valiente sucesor, que será muy en breve asesinado, y él se sustrae
furtivamente, como César se escapó a nado en el puerto de Alejandría, de esta reina
que el poeta llamaba un fatal prodigio, Cleopatra no lo esperaba, él iba a la cita
secreta que la había dado el destino, otra potencia infiel. Después de haberse
zambullido en el Oriente, manantial de las reputaciones maravillosas, se nos vuelve,
sin haber subido a Jerusalén, del mismo modo que jamás entró en Roma. El judío
que gritaba: «¡Desgracia! ¡Desgracia!» correteó alrededor de la ciudad santa, sin
penetrar en sus mansiones eternas. Un poeta, escapándose de Alejandría, es el
último que sube a la fragata expuesta a la ventura. Totalmente impregnado de los
milagros de la Judea, y de los recuerdos de la tumba en las pirámides, Bonaparte
pasa los mares, sin cuidarse de sus navíos ni de sus abismos; todo era vadeable para
este gigante, acontecimientos y escuadras.

Napoleón tomó el camino que yo he seguido: siguió la costa de África por


razón de vientos contrarios; al cabo de veinte y un días dobla el cabo Bon, gana las
costas de Cerdeña, se ve obligado a arribar a Ajaccio, pasea sus miradas por los
lugares de su nacimiento, recibe algún dinero del cardenal Fesch, y se reembarca;
descubre una escuadra inglesa que no le persigue. Entra el 8 de octubre en la rada
de Frejus, no lejos de aquel golfo Juan, donde debía manifestarse una terrible y
última voz. Salta en tierra, parte, llega a Lyon, toma el camino del Borbonés y entra
en París el 16 de octubre. Todo parece dispuesto contra él, Barras, Sieyes,
Bernadotte, Moreau; y todos estos opositores le sirven como por milagro. Se urdió
la conspiración, el gobierno se trasladó a Saint-Cloud. Bonaparte quiere arengar al
consejo de los Ancianos: se turba, tartamudea las palabras de hermanos de armas,
de volcán, de victoria, de César; le tratan de Cromwell, de tirano, de hipócrita: él
quiere acusar y se ve acusado; él se dice acompañado del dios de la guerra y del
dios de la fortuna: él se retira exclamando: «¡Quién me quiera que me siga!» Pídese
que se le ponga en acusación; Luciano, presidente del consejo de los Quinientos,
deja su sillón para no poner a Napoleón fuera de la ley. Saca su espada y jura
atravesar el pecho de su hermano, si en algún tiempo trata de atacar la libertad.
Hablábase de mandar fusilar al soldado desertor, al infractor de las leyes sanitarias,
al introductor de la peste, y le coronan. Murat hace salir por las ventanas a los
representantes; el 18 brumario se cumple, nace el gobierno consular, y muere la
libertad.

Entonces se obra en el mundo un cambio absoluto: el hombre del último


siglo desciende de la escena, el hombre, del nuevo siglo sube a ella: Washington, al
cabo de sus prodigios, cede el puesto a Bonaparte, que empieza los suyos. El 9 de
noviembre, el presidente de los Estados Unidos cierra el año de 1799; el primer
cónsul de la república francesa abre el año de 1800.

Un eran destino empieza, un gran destino se acaba.(Corneille).

Sobre estos acontecimientos inmensos está escrita la parte de mis Memorias


que habéis visto, del mismo modo que un texto moderno profanando antiguos
manuscritos. Yo contaba mis abatimientos y mis oscuridades en Londres, sobre las
elevaciones y el brillo de Napoleón, el ruido de sus pasos se mezclaba con el silencio
de los míos en mis paseos solitarios; su nombre me perseguía hasta en los
escondrijos en que se encontraban las tristes indigencias de mis compañeros de
infortunio, y las alegres escaseces, o como habría dicho nuestra antigua lengua, las
miserias divertidas de Pelletier. Napoleón era de mi edad: procedentes ambos del
seno del ejército; él había ganado cien batallas, mientras yo me consumía aun en la
sombra de aquellas emigraciones, que fueron el pedestal de su fortuna.
Habiéndome quedado tan lejos detrás de él, ¿podía yo esperar jamás el alcanzarle?
Y sin embargo, cuando él dictaba leyes a los monarcas, cuando los agobiaba con sus
armas, y hacia saltar su sangre debajo de sus pies, cuando con la bandera en la
mano, atravesaba los puentes de Arcole y de Lodi, cuando él triunfaba en las
Pirámides, ¿habría dado yo por todas sus victorias una sola de aquellas horas
olvidadas que se pasaban en Inglaterra, en una pequeña ciudad desconocida? ¡Oh
magia de la juventud!

Segunda coalición.— Situación de la Francia al regresar Bonaparte de la


campaña de Egipto.

Dejé la Inglaterra algunos meses después de la salida de Napoleón de Egipto:


llegamos a Francia casi a un mismo tiempo, él, de Menfis, y yo, de Londres: habíase
apoderado de ciudades y reinos y sus manos estaban llenas de realidades
poderosas: yo no había conseguido aun más que quimeras.

¿Qué había pasado en Europa durante la ausencia de Napoleón?

La guerra había vuelto a comenzar en Italia, en el reino de Nápoles y en los


estados de Cerdeña: Roma y Nápoles habían sido momentáneamente ocupadas: Pio
VI había sido llevado prisionero a Francia para morir en ella; y se concluyó un
tratado de alianza entre los gabinetes de San Petersburgo y Londres.

Segunda coalición continental contra la Francia. El 8 de abril de 1799, se


rompió el congreso de Rastadt, y los plenipotenciarios franceses fueron asesinados.
Souwaroff que había llegado a Italia batió a los franceses en Cassano, y la ciudadela
de Milán se rindió al general ruso. Uno de nuestros ejércitos, mandado por el
general Macdonald, se vio obligado a evacuar a Nápoles, y a duras penas pudo
sostenerse. Massena defendía la Suiza.

Mantua sucumbió después de un bloqueo de setenta y dos días, y un sitio de


veinte. El 15 de octubre de 1799 el general Joubert fue muerto en Novi, y dejó el
campo libre a Bonaparte; estaba destinado a representar el papel de éste.
¡Desgraciado de aquel a quien persigue adversa suerte!... Buenos testigos son de
esta fatal verdad Hoche, Moreau y Joubert. Veinte mil ingleses que desembarcaron
en Helder quedaron allí inutilizados, porque parte de la escuadra quedó cogida
entre los hielos: nuestra caballería cargó a los buques y los tomó. Diez y ocho mil
rusos, a cuyo número había quedado reducido el ejército de Souwaroff por los
combates y fatigas, pasaron el San Gotardo el 24 de setiembre y entraron en el valle
del Reuss. Massena salvó a la Francia en la batalla de Zúrich. Souwaroff volvió a
entrar en Alemania, acusó a los austríacos, y se retiró a Polonia. Tal era la posición
de la Francia cuando volvía a aparecer Bonaparte, derribó al Directorio y estableció
el Consulado.

Antes de pasar más adelante recordaré una cosa de que todos deben hallarse
ya convencidos; no me ocupo de la vida particular de Bonaparte, sino del
compendio y resumen de sus acciones; pinto sus batallas, no las describo;
encuéntranse por todas partes, desde Pomereul que ha publicado las Campañas de
Italia, y desde nuestros generales, críticos y censores de los combates a que
asistieron, hasta los tácticos extranjeros, ingleses, rusos, alemanes, italianos, y
españoles. Los boletines públicos de Napoleón y sus comunicaciones secretas
forman el hilo poco seguro de esta narración. Los trabajos del teniente general
Jomini son los que suministran mayor instrucción. El autor es tanto más digno de
crédito, cuanto que ha dado pruebas de estudios en su Tratado de la gran táctica, y en
su Tratado de las grandes operaciones militares. Admirador de Napoleón hasta la
injusticia, y adicto al estado mayor del mariscal Ney, se le debe la historia crítica y
militar de las campañas de la revolución; vio con sus propios ojos la guerra en
Alemania, en Prusia, en Polonia y en Rusia hasta la toma de Smolensko; se halló en
Sajonia en los combates de 1813, y de allí pasó a los aliados. Fue condenado a
muerte por un consejo de guerra de Bonaparte, y nombrado en el mismo momento
ayudante de campo del emperador Alejandro. Atacado por el general Sarrazin en
su Historia de la guerra de Rusia y Alemania, le dio una contestación. Jomini tuvo a su
disposición los materiales depositados en el ministerio de la Guerra y en los demás
archivos del reino: contempló la marcha retrógrada de nuestros ejércitos después de
haberlos guiado para que avanzasen. Su narración es lucida y mezclada de juiciosas
reflexiones. Se han tomado de él páginas enteras sin decirlo; pero ni tengo vocación
de copista, ni ambiciono el sospechoso renombre de un César desconocido a quien
solo ha faltado un casco para someter de nuevo la tierra. Si hubiese querido ayudar
la memoria de los veteranos manejando cartas, corriendo en derredor de los
campos de batalla cubiertos de mieses, extrayendo tantos y tantos documentos, y
acumulando descripciones sobre descripciones, siempre las mismas, hubiera
añadido volúmenes a volúmenes, me habría formado una reputación de capacidad,
con riesgo de sepultar bajo el peso de mis trabajos, a mí mismo, a mi lector, y a mi
héroe. No siendo más que un simple soldado, me humillo ante la ciencia de los
Vegecios; no he lomado para mi público los oficiales a medio sueldo; el menor cabo
sabe más que yo.

Consulado.— Segunda campaña de Italia.— Victoria de Marengo.— Victoria


de Hohenlinden.— Paz de Luneville.

Para asegurarse en el puesto en que se había colocado, Napoleón necesitaba


hacer prodigios.

El 25 y 30 de abril de 1800, los franceses pasaron el Rin, con Moreau a su


cabeza. El ejército austríaco batido cuatro veces en ocho días, retrocedió por un lado
hasta Voralberg, y por otro hasta Ulm. Bonaparte pasó el gran San Bernardo el 16 de
mayo; y el 20 el pequeño, el Simplón, el San Gotardo, el Mont Cenis, y el Mont
Genicori, fueron escalados y tomados; penetrarnos en Italia por tres boquetes
reputados como inexpugnables, cavernas de osos, y peñascos de águilas. El ejército
se apoderó de Milán el 2 de junio y se reorganizó la república cisalpina; pero
Génova se vio obligada a rendirse después de sitio memorable sostenido por
Massena.

La ocupación de Pavía, y el afortunado encuentro de Montebello,


precedieron a la victoria de Marengo.

Una derrota comenzó aquella victoria; los cuerpos de Lannes y de Víctor ya


extenuados dejan de combatir y pierden terreno; la batalla se renueva con cuatro
mil infantes que mandaba Dessaix, y que apoyaba la brigada de caballería de
Kellermann: Dessaix quedó muerto. Una carga de Kellermann decidió el éxito de la
jornada, que acabó de completar la estupidez del general Melas.

Dessaix, noble de Auvernia, subteniente en el regimiento de Bretaña,


ayudante de campo del general Victor de Broglie, mandó en 1796 una división del
ejército de Moreau, y pasó a Oriente con Bonaparte. Su carácter era desinteresado,
sencillo y franco. Cuando el tratado de El-Arich le dejó en libertad, fue retenido por
lord Keith en el lazareto de Liorna. «Cuando se apagaban las luces, dice Miot su
compañero de viaje, nuestro general nos hacia contar historias de ladrones y
aparecidos, participaba de nuestras placeres y apaciguaba nuestras disensiones;
amaba mucho a las mujeres, y no hubiera querido que le amasen sino por su amor a
la gloria.» Al desembarcar en Europa, recibió una carta del primer cónsul que le
llamaba a su lado: le enterneció y Dessaix decía. «Este pobre Bonaparte está
cubierto de gloria y no es dichoso,» al leer en los periódicos la marcha del ejército de
reserva, exclamaba: «No nos dejará nada que hacer.» A él le restaba dar la victoria y
morir.

Dessaix fue enterrado en lo alto de los Alpes, en el hospicio del monte de San
Bernardo, como Napoleón en los sombríos sitios de Santa Elena.

Kleber asesinado, encontró la muerte en Egipto como Dessaix la encontró en


Italia. Después de la partida del general en jefe, Kleber con once mil hombres
derrotó cien mil turcos a las órdenes del gran visir en Heliópolis, hecho de armas
con que Napoleón no tiene nada que comparar. El 16 de junio se celebró un
convenio en Alejandría: los austríacos se retiraron a la orilla izquierda del bajo Po:
la suerte de la Italia se decidió en aquella campaña llamada de los treinta días.

El triunfo de Hochstedt obtenido por Moreau, consoló a la sombra de Luis


XIV. Sin embargo, el armisticio entre la Alemania y la Italia se había publicado el 20
de octubre de 1800, pues se había concluido después de la batalla de Marengo.

El 3 de diciembre trajo la batalla de Hohenlinden en medio de una gran


nevada: victoria que también consiguió Moreau, gran general, al que dominaba
otro gran genio. El compatriota de Du Guesclin marchó sobre Viena. A veinte y
cinco leguas de aquella capital, concluyó la suspensión de armas de Steyer con el
archiduque Carlos. Después de la batalla de Pozzolo, ocurrió el paso del Adige, del
Mincio y del Brenta: el 9 de febrero de 1801, se celebró el tratado de paz de
Luneville.

¡Y aun no hacia nueve meses que Napoleón estaba en las orillas del Nilo!
Nueve meses le fueron suficientes para derrocar la revolución popular en Francia, y
para hundir las monarquías absolutas en Europa.

No sé si es en esta época en donde debe colocarse una anécdota que se


encuentra en algunas memorias familiares, y si merece la pena de ser referida: pero
no le faltan historietas a César: la vida no es toda llana; encuéntranse algunas
pendientes, y se sube o baja con frecuencia. Napoleón había admitido en su lecho en
Milán, una italiana de diez y seis años, bella como el día: en medio de la noche la
despidió, como pudiera haber arrojado por la ventana un ramillete de flores.
Otra vez, una de aquellas flores de primavera, se deslizó por el palacio en
que habitaba, penetró en él a las tres de la mañana, y jugueteaba con la cabeza del
león, este día más sufrido.

Estos placeres, lejos de ser amor, no tenían un verdadero poder sobre el


hombre de la muerte. Hubiera incendiado a Persépolis por su propia cuenta, mas
no por complacer a una cortesana. «Francisco I, dice Tavannes, ve los negocios
cuando no tiene mujeres: Alejandro veía las mujeres cuando no tenía negocios.»

Las mujeres en general aborrecían a Bonaparte como madres; le amaban


poco como mujeres, porque él no las quería: las trataba sin delicadeza, o no las
buscaba más que por un momento: después de su caída, inspiró algunas pasiones
de imaginación: en aquel tiempo, para el corazón de una mujer, la poesía de la
fortuna es menos seductora que la desgracia: hay flores entre ruinas.

A imitación de los caballeros de San Luis, fue creada la legión de honor: con
esta institución penetró un rayo de la antigua monarquía, y se puso un obstáculo a
la nueva igualdad. La traslación de las cenizas de Turena a los Inválidos, hizo que
se apreciase a Napoleón: la expedición del capitán Baudin llevó su fama alrededor
del mundo: todo cuanto podía perjudicar al primer cónsul desapareció. Se deshizo
de los conspiradores del 18 vendimiario, y se libró el 3 nivoso de la máquina
infernal: Pitt se retira, Pablo muere y le sucede Alejandro: todavía no se descubría a
Wellington. Pero la India se conmueve para quitarnos nuestra conquista del Nilo: el
Egipto es atacado por el arrojo, mientras que el capitán bajá le invade por el
Mediterráneo. Napoleón agitaba los imperios; y toda la tierra desconfiaba de el.

Paz de Amiens.— Rompimiento del tratado.— Bonaparte elevado al


imperio.

Los preliminares de la paz, entre la Francia y la Inglaterra, acordados en


Londres el 1° de octubre de 1801, se convirtieron en tratado de Amiens. El mundo
napoleónico no tenía límites fijos, cambiaban con la subida o bajada de las mareas
de nuestras victorias.

Por entonces fue cuando el primer cónsul nombró a Toussaint Louverture,


gobernador vitalicio de Santo Domingo, e incorporó la isla de Elba a la Francia: pero
Toussaint alevosamente arrebatado, debía morir en un castillo del Jura, y Bonaparte
se apoderaba de una prisión en Porto Ferrajo para subvenir al imperio del mundo,
cuando ya no le quedase más espacio.

El 6 de mayo de 1802, Napoleón fue elegido cónsul por diez años, y no tardó
en serlo vitalicio. Se encontraba aun bastante descontento con la vasta dominación
que la paz con la Inglaterra le había dejado. Sin hacer caso del tratado de Amiens, y
sin pensar en las nuevas guerras en que su resolución iba a sumirle bajo pretexto de
la no evacuación de Malta, reunió las provincias del Piamonte a los estados
franceses, y las turbulencias ocurridas en Suiza la ocupó. La Inglaterra rompió con
nosotros, del 13 al 30 de mayo de 1803, y el 22 del mismo mes apareció el
incalificable decreto en que se mandaba prender a todos los ingleses que
comerciaban o viajaban por Francia.

Bonaparte invadió el 3 de junio el electorado de Hannover: entonces cerraba


yo en Roma los ojos de una mujer ignorada.

El 21 de marzo de 1804 se ejecutó la sentencia de muerte del duque de


Enghien: ya la he referido: el mismo día se decretó el código civil o el Código
Napoleón, para enseñarnos a respetar las leyes.

Cuarenta días después de la muerte del duque de Enghien, un miembro del


Tribunado llamado Curée, presentó una moción el 30 de abril de 1804, para elevar a
Napoleón al supremo poder, porque en la apariencia se había jurado la libertad,
jamás ha salido un señor más brillante, de la proposición de un esclavo más oscuro.

El Senado conservador convirtió en decreto la proposición del Tribunado.


Bonaparte no imitó ni a César ni a Cromwell, aceptó la corona. El 18 de mayo fue
proclamado emperador en Saint-Cloud, en los salones de donde él mismo arrojo al
pueblo, en el mismo sitio en que Enrique III fue asesinado, Enriqueta de Inglaterra
envenenada, María Antonieta, recibida con demostraciones pasajeras de júbilo que
la condujeron al cadalso, y de donde Carlos X partió para su último destierro.

Las felicitaciones hacen excederse. Mirabeau en 1790 había dicho: «Damos


un nuevo ejemplo de esa ciega y movible inconsideración que nos ha conducido de
edad en edad a todas las crisis que sucesivamente nos han afligido. Parece que no
pueden abrirse nuestros ojos, y que hemos resuelto ser hasta la consumación de los
siglos, niños insubordinados algunas veces y siempre esclavos.»

El plebiscito de 1º de diciembre de 1804, fue presentado a Napoleón, quien


contestó: «Mis descendientes conservarán largo tiempo este trono.» Cuando se ven
las ilusiones con que la Providencia rodea al poder no puede uno menos de
consolarse por su corta duración.

Imperio.— Consagración.— Reino de Italia.

El 2 de diciembre de 1804 se efectuó la consagración y coronación del


emperador, en Nuestra Señora de París. El papa pronunció esta oración: «Dios
todopoderoso y eterno, que establecisteis a Hazael para gobernar la Siria, y a Jehu
rey de Israel, manifestándoles vuestra voluntad por medio del profeta Elías; que
habéis igualmente derramado la unción santa de los reyes sobre la cabeza de Saúl y
de David, por ministerio del profeta Samuel, esparcid por mis manos los tesoros de
vuestra gracia y de vuestras bendiciones sobre vuestro servidor Napoleón que a
pesar de nuestra indignidad personal, consagramos esto día, emperador, en vuestro
nombre.» Pío VII no siendo todavía más que obispo de Ímola, dijo en 1797: «Sí,
amados hermanos míos, siati buoni cristiani e sarete ottimi democratici. Las virtudes
morales hacen buenos demócratas. Los primeros cristianos se hallaban animados
del espíritu de democracia: Dios favoreció los trabajos de Catón de Utica, y de los
ilustres republicanos de Roma.» Quo turbine fortur vita hominum?

El 18 de marzo de 1805 el emperador declaró al senado que aceptaba la


corona de hierro que habían venido a ofrecerle los colegios electorales de la
república cisalpina. Era simultáneamente el instigador del voto y el objeto público
de él. Poco a poco la Italia entera fue sujetándose a sus leyes: la agregó a su diadema,
como en el siglo XVI los guerreros colocaban un diamante en su sombrero a manera
de botón.

Invasión de la Alemania.— Austerlitz.— Tratado de Presburgo.— El


Sanedrín.

La Europa herida quería poner un vendaje en la llaga: Austria se adhirió al


tratado de Presburgo, concluido entre La Gran Bretaña y la Rusia. Alejandro y el
rey de Prusia, tuvieron una entrevista en Postdam, lo cual dio motivo a las innobles
burlas de Napoleón. Tramose la tercera coalición continental: las coaliciones
renacían sin cesar en medio de la defección y del terror: Napoleón que se complacía
en las tempestades, se aprovechó de esta.

Se lanzó desde la playa de Boloña en donde mandó formar una columna, y


amenazaba a Albión con sus chalupas. Un ejército organizado por Davoust se
trasladó como una nube a las orillas del Rin. El 1° de octubre de 1805 el emperador
arengó a Sus ciento sesenta mil soldados. La rapidez de sus movimientos
desconcertó a Austria. Combatió en Lech, en Werthingen y en Guntzbourg: el 17 de
octubre se presentó Napoleón delante de Ulm: hace a Mack la intimación de que
rinda las armas, y la obedece con sus treinta mil hombres: ríndese Múnich: se
efectúa el paso del Inn, toma a Salzburgo y atraviesa el Traun, El 13 de noviembre
Napoleón penetró en una de aquellas capitales que iba a visitar alternativamente:
atravesó a Viena, y se dirigió al centro de la Moravia al encuentro de los rusos.

Por la izquierda, se insurrecciona la Bohemia, por la izquierda se sublevan


los húngaros: el archiduque Carlos acude desde Italia. La Prusia, que había entrado
clandestinamente en la coalición, y que aun no se había declarado, envió al ministro
Haugwitz, portador de un ultimátum.

El 2 de diciembre de 1805 tuvo lugar la famosa jornada de Austerlitz. Los


aliados aguardaban un tercer cuerpo ruso que solo se hallaba a ocho marchas de
distancia. Kutozoff sostenía que no debía aventurarse una batalla, pero Napoleón
con sus maniobras obligó a los rusos a aceptar el combate, y fueran derrotados. En
menos de dos meses, los franceses que habían partido del mar del Norte, habían
pulverizado al otro lado de Viena a las legiones de Catalina. El ministro de Prusia
fue a felicitar a Napoleón a su cuartel general: «He aquí, le dijo el vencedor, un
cumplimiento cuya dirección ha cambiado la fortuna.» Francisco II se presentó a su
turno en el vivac del afortunado soldado. «Os recibo, le dijo Napoleón, en el único
palacio que habito hace dos meses.— Sabéis sacar tan buen partido de esta
habitación, respondió Francisco, que os debe ser agradable.» ¿Semejantes soberanos,
pregunto, merecían el trabajo de ser destronados? Se concedió un armisticio. Los
rusos se retiraron en tres columnas en el orden y marchas que, los prefijó Napoleón.
Desde la batalla de Austerlitz Bonaparte no hizo más que cometer faltas.

El tratado de Presburgo se firmó el 26 de diciembre de 1805. Napoleón


fabricó dos reyes: el elector de Baviera y el de Wurtemberg. Las repúblicas que
había creado las devoraba para transformarlas en monarquías y en contradicción a
este sistema: el 27 de diciembre de 1805, declaró en el palacio de Schömbrunn, que
la dinastía de Nápoles había cesado de reinar, pero era para reemplazarla con la suya. A
su voz los reyes entraban o saltaban por las ventanas: los designios de la
Providencia parecía que manchaban a la par con los de Napoleón. Este, después de
su victoria, mandó construir el puente de Austerlitz en París, y el cielo ordenó que
Alejandro pasase por él

La guerra principiada en el Tirol, proseguía al mismo tiempo que en Moravia.


En medio de las prosternaciones, cuando se encuentra un hombre denodado, se
respira. Hofer el tirolés no capituló como su amo, pero su magnanimidad no movía
a Napoleón: parecíale estupidez o locura. El emperador de Austria abandonó a
Hofer. Cuando atravesé el lago de Garda, que inmortalizaron Catulo y Virgilio, se
enseñó el sitio en donde fue fusilado el cazador: allí supe el valor que había
desplegado el súbdito, y la cobardía del príncipe.

El príncipe Eugenio, el 14 de enero de 1806, casó con la hija del nuevo rey de
Baviera. Los tronos iban a parar de todas partes en la familia de un soldado de la
Córcega. El 20 de febrero, el emperador decretó la modificación de la iglesia de San
Dionisio. Destinó las bóvedas recién construidas para panteón de los príncipes de
su raza; y sin embargo, Napoleón no debía ser sepultado en él: el hombre abre la
huesa y Dios dispone de ella.

Berg y Cleves fueron devueltos a Murat, y las Dos Sicilias a José. Un


recuerdo de Carlomagno cruzó por la mente de Napoleón, y fue erigida la
universidad.

La república bátava, obligada a tener príncipes, envió el 5 de julio de 1806 a


suplicar a Napoleón se dignase concederla por rey a su hermano Luis.

La idea de la asociación de la Batavía a la Francia, por una unión más o


menos disfrazada, no provenía más que de una codicia sin regla ni razón: era
preferir una pequeña provincia que no producía más que queso, a las ventajas que
resultarían de la alianza de un gran reino unido, aumentando sin provecho los
temores y las rivalidades de la Europa: era confirmar a los ingleses la posesión de la
India, obligándoles por su seguridad a guardar el cabo de Buena Esperanza y
Ceylan, de que se habían apoderado cuando nuestra primera invasión de la
Holanda. La escena de la concesión de las Provincias Unidas, al príncipe Luis,
estaba ya preparada: en el palacio de las Tullerías se dio una segunda
representación de Luis XIV, cuando hizo presentarse en el palacio de Versalles a su
nieto Felipe V. Al día siguiente hubo un gran banquete en el salón de Diana. Uno de
los hijos de la reina Hortensia entró, y Bonaparte le dijo: «Chacho, chacho, repítenos
la fábula que has aprendido.» El niño comenzó al punto: Las ranas pidiendo rey, y
continuó. Sentado detrás de la reciente reina de Holanda, Napoleón se entretenía,
según una de sus familiaridades, en pincharla las orejas, lo cual no era en verdad de
muy buena sociedad.

El 17 de julio de 1806, tuvo lugar el tratado de la confederación de los estados


del Rin: catorce príncipes alemanes se separaron del imperio, y se unieron entre sí y
con la Francia. Napoleón tomó el título de protector de aquella confederación.

El 20 de julio, firmada ya la paz de la Francia con la Rusia, Francisco II, a


consecuencia de la confederación del Rin, renunció en 6 de agosto a la dignidad de
emperador electivo de Alemania, y llegó a ser emperador hereditario de Austria. El
Sacro Romano Imperio se desplomó. Este inmenso acontecimiento apenas fue
notado; después de la revolución francesa todo era pequeño: después de la caída
del trono de Clodoveo, apenas se oía el ruido que hacía al caer el trono germánico.

Al principio de nuestra revolución, la Alemania contaba una multitud de


soberanos: las dos monarquías principales tendían a atraerse los diferentes poderes:
el Austria, creada por el tiempo, y la Prusia por un hombre. Dos religiones dividían
el país, y estaban basadas, bien o mal, en el tratado de Westfalia. La Alemania
soñaba en la unidad política, pero la faltaba para llegar a conseguir la libertad, la
educación política, como faltaba a la Italia para llegar al mismo objeto, la educación
militar. La Alemania, con sus antiguas tradiciones, se asemejaba a esas basílicas con
campanarios multiplicados, los cuales pecan contra las reglas del arte, pero que no
por eso representan menos la majestad de la religión, y el poder de los siglos.

La confederación del Rin es una gran obra incompleta, que requería mucho
tiempo, y un conocimiento especial de los derechos y de los intereses de los pueblos:
degeneró súbitamente en el espíritu del que la había concebido, y de una
combinación profunda, no quedó más que una máquina fiscal y militar. Bonaparte,
en su primera mirada no veía ya más que soldados y dinero, el recaudador y el
reclutador reemplazaban al gran hombre. Miguel Ángel de la política y de la guerra,
ha dejado muchas obras llenas de imperfecciones.

Removedor de todo, Napoleón imaginó hacía aquella época, el gran


Sanedrín: aquella asamblea no le adjudicó a Jerusalén, pero de consecuencia en
consecuencia, ha hecho caer las riquezas del mundo, en las navetas de los judíos, y
producido por eso una subversión fatal en la economía social.

El marqués de Laudercale reemplazó a Mr. Fox en París, en las negociaciones


pendientes entre la Francia y la Inglaterra, conferencias diplomáticas que se
redujeron a esta palabra del embajador inglés acerca de Mr. de Talleyrand: «Es un
poco de cieno en una media de seda.»

Cuarta coalición.— Campaña de Prusia.— Decreto de Berlín. — Guerra en


Polonia contra la Rusia.— Tilsit.— Proyecto de repartirse el dominio del mundo
entre Napoleón y Alejandro.— Paz.

En el trascurso de 1806 se verifica la cuarta coalición; sale Napoleón de


Saint-Cloud, llega a Maguncia y se apodera en Salzburgo de los almacenes del
enemigo. El príncipe Fernando de Prusia, es mortalmente herido en Saalfeld. El 14
de octubre desaparece la Prusia en la doble batalla de Averstaedt y Jena: a mi
regreso de Jerusalén ya no existía.

El boletín prusiano explica todo lo acaecido en estas pocas palabras: El


ejército real ha sido batido. El rey y sus hermanos se han salvado. El duque de Brunswick,
cuya proclama, en 1792, había conmovido la Francia, sobrevivió poco a sus heridas:
complacíame en recordar que cuando pobre soldado marchaba yo a reunirme con
los hermanos de Luis XVI, tuvo la deferencia de saludarme en el camino.

El príncipe de Orange, Moellendorf y muchos oficiales generales encerrados


en Halle, obtienen el permiso de retirarse en virtud de capitulación de la plaza.

Moellendorf, anciano de más de ochenta años, que asistió a nuestros


desastres de Rosback, y fue testigo de nuestros triunfos de Jena, había sido
compañero de Federico, quien hace el elogio de él en su Historia contemporánea,
del mismo modo que Mirabeau en sus Memorias secretas. El duque de Brunswick
vio inmolar a D'Ajssas en Clostercamp y caer en Averstaedt a Fernando de Prusia,
culpable tan solo de un generoso odio contra el matador del duque de Enghien. Las
balas de nuestros dos imperios han alcanzado a esos campeones de las antiguas
guerras de Hannover y de Silesia: las sombras impotentes del pasado no podían
detener la marcha del porvenir; así que, asomaron entre las humaredas de nuestras
antiguas tiendas, y desaparecieron entre las de nuestros modernos vivaques.

Erfurt capitula; Davoust se apodera de Leipsick; los pasajes del Elba son
forzados; Spandau cede y Bonaparte aprisiona en Potsdam la espada de Federico.
El 27 de octubre de 1806, el gran rey de Prusia oye al pie de sus abandonados
palacios de Berlín un ruido de armas que le revela la presencia de los granaderos
extranjeros: era que Napoleón había llegado. En tanto que él monumento de la
filosofía se desplomaba en las orillas del Spree, visitaba yo en Jerusalén el
imperecedero monumento de la religión.

Stettin y Custrim se rinden; alcánzase en Lubeck, una nueva victoria; la


capital de la Wagria es tomada por asalto; Blucher, destinado por dos veces a
penetrar en París, queda prisionero en nuestro poder. He aquí la historia de
Holanda y de sus cuarenta y seis ciudades tomadas sucesivamente por Luis XIV en
1672.

El 27 de noviembre aparece el decreto de Berlín, relativo al sistema


continental; decreto gigantesco que proscribía del mundo a la Inglaterra, y que
estuvo próximo a llevarse a efecto: este decreto parecía una locura, siendo por el
contrario una concepción inmensa. No obstante, si el bloqueo continental creó por
una parte las manufacturas de la Francia, Alemania, Suiza e Italia, por otra extendió
el comercio inglés sobre el resto del globo, disgustó a los gobiernos que nos eran
aliados, operó una revolución en los intereses industriales, fomentó los odios, y
contribuyó al rompimiento entre los gabinetes de las Tullerías y San Petersburgo. El
bloqueo fue, pues, un acto dudoso que seguramente no hubiera emprendido
Richelieu. Muy pronto fue recorrida la Silesia, del mismo modo que lo habían sido
los estados de Federico. El 9 de octubre principió la guerra entre la Francia y la
Prusia, y en diez y siete días nuestros soldados, semejantes a una bandada de aves
de rapiña, habían salvado los desfiladeros de la Franconia, las aguas del Saale y del
Elba, y el 6 de diciembre se encontraban al otro lado del Vístula. Desde el 29 de
noviembre se hallaba Murat de guarnición en Varsovia, que habían evacuado los
rusos llegados demasiado tardíos en acudir al socorro de los prusianos. El elector
de Sajonia, transformado en rey napoleónico, accede a la confederación del Rin y se
compromete a presentar en caso de guerra un contingente de veinte mil hombres.

En el invierno de 1807 se suspenden las hostilidades entre la Francia y la


Rusia; pero estos dos imperios se habían puesto en contacto y se observaba ya una
alteración en los destinos de uno y otro. Sin embargo, el astro esplendente de
Bonaparte seguía elevándose a pesar de sus aberraciones. El 7 dé febrero de 1807
guardaba él en persona el campo de batalla de Eylau: de este lugar de desolación
nos queda tan solo uno de los más bellos cuadros de Gros que representa aquella
espantosa carnicería, adornado con una cabeza idealizada de Napoleón. Después
de cincuenta y un días de bloqueo, Dantzick abre sus puertas al mariscal Lefebre,
quien durante el sitio no había cesado de decir a los artilleros: «Yo de nada entiendo,
pero abridme una brecha, por pequeña que sea, y veréis como paso:» en
compensación el antiguo sargento de la Guardia francesa obtuvo el título de duque
de Dantzick.
El 14 de junio de 1807 costó Friendland a los rusos diez y siete mil hombres
entre muertos y heridos, igual número de prisioneros, y setenta cañones; no
obstante, pagamos bien cara esta victoria; habíamos cambiado de enemigo, y no
conseguimos nuevos triunfos sin que la sangre francesa se derramase en
abundancia. Koenigsberg cayó en nuestro poder, y se firmó en Tilsit un armisticio.

En un pabellón colocado sobre una almadía, tuvo lugar la entrevista de


Alejandro con Napoleón, llevando el primero tras de sí al rey de Prusia, a quien casi
no se percibía. Los destinos del mundo flotaban en aquel momento sobre el Niemen,
donde debían fijarse más adelante. En Tilsit se ocupaban de un tratado secreto
compuesto de diez artículos, con arreglo a los cuales la Turquía europea seria
devuelta a la Rusia, conservando esta todas las conquistas que los ejércitos
moscovitas hiciesen en el Asia. En cuanto a Bonaparte, se hacía dueño de España y
Portugal, reunía Roma y sus estados al reino de Italia, pasaba al África, se
apoderaba de Túnez y de Argel, ocupaba a Malta e invadía al Egipto, cerrando el
Mediterráneo a todas las embarcaciones que no fuesen francesas, rusas, españolas o
italianas. He aquí los pensamientos sin fin que bullían en la mente de Napoleón, sin
contar con un proyecto de invasión por tierra en la India, que había ya sido
concertado entre éste y Pablo I en el año de 1800.

El tratado de paz quedó definitivamente concluido el 7 de julio. La reina de


Prusia, que habitaba en una casita edificada sobre la margen derecha del Niemen,
fue invitada dos veces para asistir a los festines de los emperadores, pero lo rehusó
tenazmente, y por otra parte Napoleón, que se había atraído desde un principio el
odio de aquella señora, nada quiso conceder por su intercesión. Respetáronse en
este tratado los derechos de la antigua injusticia; todo lo que procedía de la
violencia era sagrado. La Silesia, injustamente invadida en otro tiempo por Federico,
fue devuelta a la Prusia; una parte del territorio polaco pasó a constituir parte de
Sajonia; Dantzick quedó restablecida en su independencia, contando por nada las
víctimas inmoladas en sus calles y fortificaciones. ¡Ridículos e inútiles son a veces
los sacrificios que se ofrecen en las aras de Marte! Alejandro reconoció la
confederación del Rin y a los tres hermanos de Napoleón, José, Luis, y Gerónimo;
por reyes de Nápoles, de Holanda y de Westfalia.

Guerra de España.— Erfurt.— Aparición de Wellington.


La fatalidad con que Bonaparte amenazaba a los reyes, se reveló también
contra el colono del siglo; casi simultáneamente ataca a la Rusia, España y Roma, y
esta triple empresa labró su ruina. En el Congreso de Verona, cuya publicación ha
precedido a la de estas Memorias, se ha visto ya la historia de la invasión de España.
El 29 de octubre de 1807, sé firmó el tratado de Fontainebleau. Junot, a su llegada a
Portugal, declaró que según el protocolo adoptado y con arreglo a un decreto de
Bonaparte, la casa de Braganza había cesado de reinar; pero el destino no acató esta
decisión, pues aun en la actualidad la misma dinastía se halla en el trono. Aun se
ignoraba en Lisboa lo que pasaba, y Juan II no tenía más noticia de este decreto, que
la que le suministró un número del Monitor, llegado casualmente a sus manos,
cuando ya el ejército francés se hallaba a tres jornadas de la capital de Lusitania, no
quedando, por consiguiente a la corte otro recurso que buscar un asilo en esos
mares que mecieron las naves de Gama, y escucharon los cánticos de Camoens.

Al mismo tiempo que por su desgracia llegaba Napoleón al Norte de la Rusia,


se levantaba el velo por la parte del Mediodía, dejando ver nuevas regiones y
nuevas escenas. Descubríase el sol de Andalucía, las palmeras del Guadalquivir,
que nuestros granaderos saludaron con el estruendo de sus armas, los combates de
toros sobre la arena; guerrilleros medio desnudos esparcidos por las montañas, y
monjes orando en sus claustros.

El espíritu de la guerra cambió con la invasión de España. Napoleón se halló


en contacto con la Inglaterra, y la enseñó el arte de guerrear. Esta, que como el genio
funesto de Napoleón le perseguía en todas partes, destruyó su flota en Abukir, le
detuvo en San Juan de Acre, apreso sus últimos bajeles en Trafalgar, le obligó a
evacuar la Iberia, apoderándose al mismo tiempo del Mediodía de la Francia hasta
el Garona, le esperó en Waterloo, y conserva aun su féretro en Santa Elena, del
mismo modo que su cuna, de que se apoderó en Córcega.

Por el tratado de Bayona, que se celebró el 5 de mayo de 1808, cede Carlos IV


todos sus derechos en favor de Napoleón. El rapto de la España hizo de Napoleón
un príncipe de Italia semejante a Maquiavelo, salvo la enormidad del robo. La
ocupación de la Península disminuyó sus fuerzas contra la Rusia, de la que
ostensiblemente era aun amigo y aliado, aunque la odiaba en el fondo de su
corazón. En una proclama dirigida a los españoles, se expresaba Napoleón en estos
términos: «Vuestra nación perecía; he visto vuestros males y voy a curarlos. Quiero
que vuestra posteridad conserve de mí un grato recuerdo y que diga: fue el
regenerador de nuestra patria. Con efecto, ha sido el regenerador de España; pero al
pronunciar estas palabras, no comprendía bien su sentido. Un catecismo compuesto
por los españoles, en aquella época, explica el verdadero sentido de la profecía:
Di, niño, ¿qué eres?— Español por la gracia de Dios.— ¿Quién es el enemigo de
nuestra felicidad?— El emperador de los franceses.— ¿Quién es ese?— Un perverso.—
¿Cuántas naturalezas tiene?— Dos, una humana y otra diabólica.— ¿De quién se deriva
Napoleón?— Del pecado.— ¿Qué suplicio merece el español que falta a sus deberes?— La
muerte y la infamia de los traidores.— ¿Qué son los franceses?— Antiguos cristianos
convertidos en herejes.

Bonaparte, después de su caída, ha condenado en términos inequívocos su


empresa de España. «Yo conduje muy mal, dice, todo este negocio: la inmoralidad
debió sin duda de hacerse demasiado patente, y la injusticia demasiado cínica, quedando
mis hechos envilecidos a causa de la derrota que sufrí, porque el atentado solo se
presenta en su vergonzosa desnudez, privado de todo lo grandioso y de los
inmensos beneficios que me proponía hacer. Con todo, si yo hubiese llevado a cabo
mi plan, la posteridad lo hubiese ensalzado, y tal vez con razón, atendidos sus
grandes y felices resultados. Esta combinación me ha perdido; a perdido mi
moralidad en Europa y abierto un campo de instrucción a los soldados ingleses. Esa
aciaga guerra de España ha sido una verdadera plaga, y la causa primordial de las
desgracias de la Francia.»

Esta confesión (sirviéndonos de la frase misma de Napoleón), es demasiado


cínica; pero no nos hagamos ilusiones; al acusarse de este modo Bonaparte, se ha
llevado el objeto de entregar al olvido cargado de maldiciones, un atentado
emisario, a fin de atraer la admiración sin obstáculo alguno sobre todas sus demás
acciones.

Perdida la batalla de Bailen, los gabinetes de Europa, asombrados del triunfo


de los españoles, se avergonzaron de su pusilanimidad. En el momento que el sol
desciende a su ocaso, aparece Wellington por primera vez en el horizonte: un
ejército inglés desembarca el 31 de julio de 1808 cerca de Lisboa, y el 30 de agosto
las tropas francesas evacúan la Lusitania. Soult tenía en su cartera proclamas en que
se daba el título de Nicolás I, rey de Portugal. Napoleón hizo regresar de Madrid al
gran duque de Berg, y pareciéndose conveniente operar una trasmutación entre
José, su hermano, y su cuñado Joaquín, tomó la corona de Nápoles de la cabeza del
primero, la coloca sobre la del segundo, y con un solo golpe de su mano, ciñó la
regia insignia en la frente de estos dos nuevos reyes, que se marcharon cada uno
por su lado con igual satisfacción que dos reclutas que acaban de cambiar sus
respectivos morriones.
El 22 de setiembre dio Bonaparte en Erfurt una de las últimas
representaciones de su gloria. Creía haberse burlado de Alejandro y engreídle con
sus elogios. Cierto general escribía: «Acabamos de hacer tragar un vaso de opio al
zar, y en tanto que duerme, iremos a ocuparnos de otro asunto.»

Un cobertizo había sido convertido en teatro; delante de la orquesta se


hallaban colocadas dos ricas butacas destinadas a los dos potentados; a derecha e
izquierda se veían sillas lapizadas, guarnecidas para los monarcas, tras de las cuales
estaban colocadas las banquetas para los príncipes. Talma, rey de la escena,
representaba ante un auditorio de testas coronadas. Al pronunciar el verso

«L'amitie d‘un grand homme est un bien faif des dieux.»

Alejandro apretó la mano a su gran amigo, y se inclinó diciéndole: «Jamás


como ahora lo he conocido.» Alejandro era entonces un necio a los ojos de
Bonaparte, quien se reía de él; más cuando le llegó a creer un malvado, le admiró.
«Es mi griego del bajo imperio, decía, y se debe desconfiar de él.» Napoleón en
Erfurt afectaba la descarada falsedad de un soldado vencedor, y Alejandro
disimulaba como un príncipe vencido; la astucia luchaba contra la mentira; la
política de Oriente y la de Occidente conservaban sus respectivos caracteres.

Londres eludía las propuestas de paz que se le hicieron, y el gabinete de


Viena se preparaba embozadamente para la guerra. Entregado nuevamente
Bonaparte a sus planes, hizo el 26 de octubre, la siguiente manifestación al cuerpo
legislativo. «El emperador de Rusia y yo hemos tenido una entrevista en Erfurt: nos
hallamos de acuerdo e invariablemente unidos tanto para la paz como para la
guerra.» Y añadió: «Cuando yo aparezca al otro lado de los Pirineos, el Leopardo
espantado buscará un refugio en el Océano para evitar la vergüenza, la derrota o la
muerte» y a pesar de esto, el Leopardo se presentó al lado de acá de los Pirineos.

Napoleón, que siempre creía lo que deseaba, pensó someter a la España en


cuatro meses, del mismo modo que después aconteció a la legitimidad, y revolved
luego sobre la Rusia: consecuente a este proyecto, retiró ochenta mil veteranos que
tenía en Sajonia, Polonia y Prusia, y marchó con ellos a España. A su llegada a
Madrid habló a la diputación de esta villa, del siguiente modo: «No hay obstáculo
alguno capar de retardar por más tiempo la ejecución de mi voluntad; los Borbones
no pueden ya reinar en Europa, ni es posible que exista en el continente potencia
alguna que reciba socorros de la Inglaterra.»
Hace treinta y dos años que se pronunció este oráculo, más la toma de
Zaragoza el 21 de febrero de 1809, anunció desde luego la libertad del universo.

Inútil fue todo el valor de los franceses; armáronse las selvas, y hasta los
matorrales se convirtieron en enemigos. De nada servían las represalias en un país
en que estas son naturales. La derrota de Bailen, la defensa de Gerona y de
Ciudad-Rodrigo, anunciaron la resurrección de un pueblo. La Romana, desde el
fondo del Báltico, conduce a España sus regimientos, como en otro tiempo los
francos escapados del Mar Negro, desembarcaron triunfantes en las bocas del Rin.
Vencedores de los mejores soldados del mundo, vertíamos la sangre de los frailes
con esa rabia impía que habían legado a la Francia la sarcástica pluma de Voltaire y
la atea demencia del Terror. Las milicias del claustro fueron, sin embargo, las que
pusieron un término a los progresos de nuestras tropas. No creyeron estas
encontrar aquellos hombres envueltos en sus hábitos, que encaramados como
dragones de fuego sobre los abrasados maderos de Zaragoza, cargaban entre las
llamas del incendio sus escopetas al son de las bandurrias, al canto de las boleras y
al réquiem del oficio de difuntos. Las ruinas de Santo debieron aplaudir tanta
heroicidad.

No obstante, el secreto de los palacios moriscos, convertidos en basílicas


cristianas, fue penetrado; las iglesias saqueadas perdieron las obras maestras de los
Velázquez y Murillos, y hasta una parte de los huesos de Rodrigo de Vivar
desaparecieron. Estaban tan ebrios de gloria, que no temieron escarnecer los restos
del Cid, del mismo modo que no habían temido irritar la sombra de Condé.

Cuando al abandonar las ruinas de Cartago atravesé la España antes de la


invasión de los franceses, la encontré protegida aun por sus antiguas costumbres. El
monasterio del Escorial, asilo de cenobitas, edificado por Felipe II en memoria de
uno de nuestros desastres, me demostró en su conjunto la severidad de Castilla.
Este monumento, cuya forma es la de una parrilla, instrumento de martirio cuando
la persecución de los cristianos, se eleva sobre un terreno concreto entre dos
montañas negras. En él se encierra el panteón de los reyes, con sus tumbas vacías
unas, y llenas otras; una biblioteca en que las arañas hablan tejido sus telas, y las
obras maestras de Rafael enmoheciéndose en una desierta sacristía. Sus mil ciento
cuarenta ventanas con los cristales rotos en su mayor parte, habíanse practicado
entre los espacios mudos que median desde el cielo a la tierra, la corte y los
cenobitas reunidos allí en otro tiempo, representaban el siglo y el cansancio del
siglo.

Inmediato a este imponente edificio de aspecto inquisitorial, se encuentra un


parque sembrado de retamas, y una población cuyos hogares ennegrecidos con el
humo, revelan el paso de las generaciones. Aquel Versalles del desierto no está
poblado sino durante la estancia intermitente de los reyes. Allí he visto posarse
continuamente en sus tejados los tordos y las alondras. Nada más imponente que
esas arquitecturas santas y sombrías, de invencibles creencias, de elevado aspecto y
de taciturna experiencia. Una fuerza irresistible detenía mis miradas sobre las
sagradas pilastras, verdaderos ermitaños de piedra, que parecen servir de base a la
religión.

¡Adiós monasterios, sobre los que dirigí una mirada en los valles de Sierra
Nevada, y en las playas de Murcia! Allí, al toque de una campana, que pronto
dejará de sonar bajo sus arcos ruinosos; entre las ermitas sin anacoretas, entre los
sepulcros sin voz, y los muertos sin manes; allí en aquellos vacíos refectorios, en
aquellos claustros abandonados en que Bruno dejó su soledad, Francisco sus
sandalias, Domingo su antorcha, Carlos su corona, Ignacio su espada y Rancé su
cilicio; en el altar de una fe que se va extinguiendo, acostumbrábase a despreciar el
tiempo y la vida; y si algún resto de las pasiones agitaba aun el corazón, vuestra
soledad les prestaba cierta cosa que armonizaba perfectamente con la vanidad de
los sueños.

A través de esas fúnebres construcciones veíase cruzar la enlutad asombra


de un hombre: era la sombra de Felipe II, su inventor.

Pío VII.— Reunión los estados romanos a la Francia.

Napoleón había entrado en la órbita de lo que los astrólogos llaman el


planeta travesero: la misma política que le obligaba a arrojarse sobre la España que
le rendía vasallaje, hacíale tener en agitación a la Italia que le estaba sometida. ¿Qué
ventajas le reportaban los abusos cometidos con el clero? El soberano pontífice, los
obispos, los sacerdotes, el mismo catecismo ¿no tributaban cumplidas elogios a su
poder? ¿No predicaban la obediencia suficientemente? Los débiles estados romanos,
desmembrados en gran parte ¿podían servirle de obstáculo? ¿No disponía de ellos a
su antojo? Roma misma ¿no había sido despojada de sus obras maestras y de sus
tesoros? Únicamente le quedaban sus ruinas.

¿Y era ente el poder moral y religioso que le hacia sombra a Nápoles? ¿Y


persiguiendo al pontificado, no aumentaba su poder? Sumiso como le estaba el
sucesor de San Pedro ¿no le era más útil caminando de común acuerdo que si se
viese obligado a defenderse contra el opresor? ¿Qué impelía, pues, a Bonaparte? La
malignidad de su carácter, su imposibilidad de permanecer en reposo; jugador
sempiterno, cuando no ponía la suerte de los imperios a una carta, ponía a uno de
sus caprichos.

Es probable que en el fondo de estos malos procederes hubiese cierta


ambición de mandar, ciertos recuerdos históricos concebidos como por ensalmo e
incapaces de acomodarse a las exigencias del siglo. Toda autoridad (aun la del
tiempo y de la fe) que no estuviese reunida en su persona parecía al emperador una
usurpación. La Rusia y la Inglaterra imitaban su sed de preponderancia; la una por
su autocracia, la otra por su supremacía espiritual. Recordaba el tiempo en que la
silla pontificia estaba en Aviñón, cuando a Francia encerraba dentro de sus límites
al corifeo de la dominación religiosa: un papa que percibiese su haber de los fondos
públicos hubiera llenado completamente sus deseos. Desconocía que persiguiendo
a Pío VII, que haciéndose culpable de una ingratitud infructuosa perdía la ventaja
de pasar por el restaurador de la religión ante los pueblos católicos: ganaba en su
sórdida avaricia el último vestido del caduco sacerdote que lo había coronado, y el
alto honor de constituirse en carcelero de un viejo moribundo. Finalmente, le era
necesario a Napoleón un departamento del Tíber; imaginaba que éste no se
conquistaba completamente sino apoderándose de la ciudad eterna: Roma es
siempre el gran botín del universo.

Pío VIl había consagrado a Napoleón. Cuando estuvo dispuesto para volver
a Roma se le indicó que podría ser retenido en París: «Todo lo había previsto,
respondió el pontífice; antes de salir de Italia firmé una abdicación en forma, que
obra en manos del cardenal Pignatelli, en Palermo, fuera de los alcances del poder
francés. En lugar de un papa solo quedará en vuestro poder un monje llamado
Bernabé Chiaramonte.»

El primer pretexto de queja por parte del pendenciero emperador, fue el


permiso de venir a Roma concedido por el papa a los ingleses, como lo había
efectuado respecto a otros extranjeros con quienes estaba en paz. Habiendo
Gerónimo Bonaparte contraído esponsales con Mme. Paterson en los Estados
Unidos, Napoleón desaprobó este enlace: Mme. Paterson Bonaparte en días de parir,
no pudo desembarcar en Francia y se vio obligada a verificarlo en Inglaterra. Este
fue un nuevo pretexto de disgusto por parte del emperador. Este exige que se anule
en Roma el matrimonio, y Pió VII lo rehúsa por no encontrar en él ningún motivo
de nulidad, a pesar de haberse efectuado entre un católico y una protestante.
¿Quién hubiera defendido los derechos de la justicia, de la libertad y de la religión
entre el papa y el emperador? Este último exclamó: «Veo que en el siglo en que
vivimos es un sacerdote más poderoso que yo; él reina sobre lo espiritual, mientras
yo solo reino sobre la materia; los sacerdotes son pastores de las almas y solo dejan
a mi cuidado los cadáveres.» Si se prescinde de la mala fe de Napoleón en tal
correspondencia habida entre estos dos hombres, el uno de pie sobre ruinas
recientes, el otro sentado sobre viejas ruinas, se echará de ver un fondo
extraordinario de grandeza.

Una carta fechada en Benavente de España, teatro de la destrucción, viene a


mezclar lo cómico con lo trágico, trasladándonos al parecerá la representación de
un drama de Shakespeare: el señor del mundo, ordena a su ministro de Negocios
extranjeros que escriba a Roma declarando al papa, que no aceptará los cirios de la
Candelaria; que el rey de España, José, tampoco los quiere, y que los de Nápoles y
Holanda; Joaquín y Luis, también rehusarán admitirlos.

El cónsul de Francia recibió orden de decir a Pío VIl: «Que ni la púrpura, ni el


poder dan más prestigio a las ceremonias religiosas (¡la púrpura y el poder de un
anciano prisionero!) que los papas están sujetos a condenarse lo mismo que los
simples sacerdotes, y que un cirio bendito por uno de estos puede ser una cosa tan
santa, como el que lo estuviese por un papa.» Ultrajes miserables y dignos de una
filosofía de club.

Posteriormente, habiendo Bonaparte hecho una correría de Madrid a Viena,


tomó de nuevo su papel de exterminador, y por un decreto datado en 17 de mayo
de 1809, reunió los estados de la Iglesia al imperio francés, declaró a Roma ciudad
imperial libre, y nombró una consulta para tomar posesión de ella.

El papa, aunque desposeído, se resistía aun en el Quirinal; era obedecido


todavía por algunas autoridades adictas y por los suizos de su guardia; pero esto
era demasiado: se necesitaba un pretexto para cometer la última violencia, y se
mostró en un incidente ridículo, si bien ofrecía una prueba inequívoca de afecto.
Los pescadores del Tíber habían cogido un esturión y lo quisieron ofrecer a su
actual San Pedro aprisionado. De repente los agentes franceses gritan ¡al arma! y
desaparecieron los restos del gobierno pontificio.

El estampido del cañón del castillo de San Angelo anuncia la extinción de la


soberanía temporal del pontífice, y su bandera humillada es reemplazada por la
tricolor, que en todo el mundo anuncia gloria y ruinas. Roma había visto pasar otras
muchas tormentas que no han hecho sino llevarse el polvo ensuciaba su cabeza
venerable.

Protesta del soberano pontífice. — Este es deportado de Roma.

El cardonal Pacca, uno de los sucesores de Consalvi, que se había retirado,


corrió al lado de su santidad. Al verse, exclamaron a la par: ¡Consumatum est!
Tiberio Pacca, sobrino del cardenal, trae un ejemplar impreso del decreto de
Napoleón: tómalo el cardenal, acércase a una ventana, cuyos postigos cerrados solo
dan paso a una claridad incierta, y quiere leer su contenido, lo que a duras penas
puede conseguir, al ver a corta distancia a su infortunado soberano y al oír los
cañonazos que anuncian el triunfo imperial. En la oscuridad del palacio romano,
dos viejos aislados sacando fuerzas de su propia senectud, luchaban contra un
poder que destruía, al mundo entero. Cuando estamos próximos a morir somos
invencibles.

El papa, entonces, firmó una protesta solemne; pero antes de sellar la bula de
excomunión, preparada con mucha anterioridad, interrogó al cardenal Pacca:
«¿Qué haríais vos? le dijo.— Levantad los ojos al cielo, replicó el consejero, y
después dad vuestras ordenes; lo que vuestros labios pronuncien será la voluntad
del cielo.» El papa alzó los ojos, firmó y exclamó: «Dese curso a la bula.»

Megacci fijó los primeros carteles de la bula a las puertas de las tres basílicas
de San Pedro, Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. Los carteles fueron
arrancados, y remitido uno de ellos al emperador por el general Miollis.

Si alguna cosa podía dar a la excomunión parte de su antiguo prestigio era


ciertamente la virtud de Pío VII. Entre nuestros mayores el rayo que estallaba de
una atmósfera tranquila era tenido por más terrible; pero la bula conservaba
todavía un rasgo de debilidad; aun cuando Napoleón se hallaba comprendido entre
los expoliadores de la iglesia, no estaba nombrado expresamente. El tiempo
infundía temores; los pusilánimes tranquilizaron su conciencia con la desaparición
de este entredicho nominal. Debía combatirse estrepitosamente; devolver rayo por
rayo, y, una vez que no se había tomado la defensiva, impedir el culto, cerrar las
puertas de los templos, poner las iglesias en entredicho, ordenar a los sacerdotes
que no administrasen los sacramentos. Fuese o no el siglo a propósito para esta
atrevida empresa, hubiera sido útil intentarla: Gregorio VII no hubiera dejado de
hacer la prueba. Si por un lado no había la fe necesaria para sostener, una
excomunión, no la había por el otro tan suficiente para que Bonaparte, aceptando el
papel de Enrique VIII, se hiciese jefe de una iglesia aparte. El emperador, por la
excomunión completa, se hubiera encontrado en circunstancias difíciles e
intrincadas, pues que la violencia puede cerrar las iglesias, pero no abrirlas; no hay
medios para forzar a un pueblo a rezar, ni para obligar a un sacerdote a celebrar.
Jamás en la partida se ha jugado el resto contra Napoleón, cual pudiera haberse
verificado.

Un sacerdote de setenta y un años y sin un soldado siquiera, tenía en alarma


al imperio. Murat despachó setecientos napolitanos a Miollis, el inaugurador de la
fiesta de Virgilio en Mantua. Radet, general de gendarmes, que a la sazón estaba en
Roma, fue el encargado de deportar al papa y al cardenal Pacca. Tomáronse
precauciones militares, comunicáronse las órdenes con el mayor sigilo y precisión,
como en la noche de San Bartolomé: luego que hubiese trascurrido hora y media del
reloj del palacio Quirinal, Celebrando Gregorio VII la noche de Navidad el oficio de
la misa en Santa María la Mayor, fue arrastrado del altar, herido en la cabeza,
despojado de sus ornamentos y conducido a una torre de orden del prefecto Cencio.
El pueblo se alarmó. Cencio aterrado, cayó a los pies de su cautivo; el pontífice
apaciguó el tumulto, fue de nuevo conducido a Santa María la Mayor y concluyó el
oficio.

Nogaret y Colonne penetraron en la noche del 8 de setiembre de 1303, en


Agnani; violaron la morada de Bonifacio VIII, que los esperaba vestido de pontifical,
ceñida la tiara y con las manos armadas de las llaves y la cruz. Colonne le hirió en el
rostro, y Bonifacio murió de rabia y de dolor.

Pío VII, humilde con dignidad, no manifestó la misma audacia humana, ni el


mismo orgullo mundanal: tenía ejemplares más cercanos; sus padecimientos se
parecían a los de Pío VI. Dos pontífices de un mismo nombre, sucesor el uno del
otro, han sido víctimas de nuestras revoluciones; ambos fueron arrastrados a
Francia por la vía dolorosa; el uno de edad de ochenta y dos años, vino a expirar en
Valenza; el otro, septuagenario, sufrió la cautividad en Fontainebleau. Parecía que
Pío VII era la sombra de Pío VI que volvía a pasar por el mismo camino.

Cuando llegó Pacca vestido de cardenal, encontró ya a su augusto señor en


poder de los esbirros y gendarmes, que le obligaban a bajar las escaleras por encima
de los escombros de las puertas que habían sido derribadas. Pío VI, forzado a salir
del Vaticano el 20 de febrero de 1800, tres horas antes de salir el sol, abandonó aquel
receptáculo de obras maestras, que parecía lamentar su partida, y salió de Roma
por la puerta Angélica al murmullo de las fuentes de la plaza de San Pedro. Pío VII,
sacado del Quirinal el 16 de julio al rayar el alba, salió por la Puerta Pía, y dio vuelta
a la muralla hasta la del Popolo. Esta misma Puerta Pía, en la que tantas veces me he
paseado solo, fue por la que Alarico entró en Roma. Siguiendo la ronda por donde
Pío VII había pasado, únicamente divisaba por el lado de la villa Borghese el retiro
de Rafael, y por el del Monte Pincio los asilos de Claudio de Lorena y del Pousino;
maravillosos recuerdos de la belleza de las mujeres y del brillo de Roma; recuerdos
del genio de las artes protegido por el poder pontificio, y que podían acompañar y
consolar a un príncipe cautivo y despojado de su dignidad soberana

Cuando Pío VII salió de Roma, llevaba en su faltriquera un papetto de veinte


y dos sueldos, como si fuese un simple soldado con cinco sueldos de etapa: pero
¿qué mucho si había restaurado el Vaticano? Mientras se ejecutaban estas hazañas
de Radet, si es lícita la expresión, tenía Bonaparte los reinos a patadas! ¿Qué le ha
quedado de todo esto? Radet imprimió la relación de sus hazañas, e hizo pintarlas
en un cuadro que ha legado a su familia; ¡hasta tal punto se han confundido entre
los hombres las nociones de la justicia y del honor!

El papa había encontrado en el patio del Quirinal a los napolitanos, sus


opresores; y los bendijo, así como a su ciudad. Esta bendición apostólica, mezclada
en todos los actos, tanta en la prosperidad como en la adversidad, da un carácter
particular a las vicisitudes de estos reyes-pontífices, que en nada se asemejan a los
demás reyes.

Fuera de la puerta del Popolo le aguardaba una silla de posta. Las persianas
del coche a que subió Pío VII estaban clavadas por el lado en que se sentó. Apenas
entró el papa cuando Radet cerró las portezuelas con dos vueltas de llave, la que
guardó en su bolsillo. Este jefe de los gendarmes debía acompañar al Santo Padre
hasta Chartreusa de Florencia.

En Monterosi lloraban algunas mujeres en los umbrales de las puertas, y el


general suplicó al Santo Padre que corriese las cortinas del coche para que no le
viesen. Hacía un calor sofocante. Por la tarde pidió su santidad de beber: el oficial
aposentador Cardigny, llenó una botella de agua, no muy cristalina, que corría por
el camino, y Pío VII la bebió con gran placer. En la montaña de Radicofani bajó el
papa a un pobre mesón: sus hábitos estaban empapados en sudor y no tenía con
que remudarlos. Pacca ayudó a la criada a hacer la cama de su santidad. Por la
mañana se encontró algunos paisanos, y les dijo: «Orad y esperad.» Atravesaron a
Sena, y al entrar en Florencia se rompió una de las ruedas del carruaje: conmovido
el pueblo exclamó: ¡Oh, Santo Padre! ¡Santo Padre! Sacaron al papa por una
portezuela del coche derribado: unos se prosternaban delante de él y otros tocaban
sus vestidos con la veneración que el pueblo de Jerusalén la túnica de Jesucristo,

Al fin pudo ponerse de nuevo en camino para la Chartreusa, en cuya soledad


heredó la cama que diez años antes había ocupado Pío VI, cuando oprimido en el
coche por dos palafreneros, exhalaba dolorosos gemidos. La Chartreusa está
situada en la Vallombrosa; por una cadena de pinares se llega a las Camaldulas, y
desde allí de roca en roca a aquella cima del Apenino que domina los dos mares.
Una orden repentina obligó a Pío VII a emprender de nuevo la marcha con
dirección a Alejandría, sin darle más tiempo que para pedir un breviario al prior y
obligando a Pacca a separarse de él.

De la Chartreusa a Alejandría corrían de todas partes las gentes en tropel


arrojando flores al cautivo, presentándole agua, ofreciéndole frutos; las gentes de la
campiña querían ponerlo en libertad, y le interrogaban ¿Vuole? Dioa.» Un ladrón
piadoso le robó un alfiler, reliquia que debía abrir las puertas del cielo al fanático
escamoteador.

A tres millas de Génova encontró el papa una litera que lo condujo a la orilla
del mar; un falucho lo llevó al otro lado de la ciudad a San Pedro de Arena.

Por el camino de Alejandría y Mondovi ganó Pío VII el territorio francés, en


cuyo primer pueblo fue acogido con una efusión de ternura religiosa, que le hizo
exclamar: «¿Podrá el Señor ordenarnos que nos manifestemos insensibles a estas
muestras de afecto?»

Los españoles que habían caído prisioneros en Zaragoza estaban detenidos


en Grenoble, los que, como aquellas colonias de europeos olvidadas sobre algunas
montañas de las Indias, cantaban de parte de noche, haciendo resonar en estos
climas extranjeros los aires favoritos de su patria. De repente bájase el papa: parecía
haber oído estas voces cristianas. Los cánticos vuelan delante de la nueva víctima
de la opresión, caen de rodillas; Pío VII echa casi todo su cuerpo fuera de la
portezuela, y extiende sus macilentas y temblorosas manos sobre estos guerreros
que habían defendido la libertad de España con la espada, como él la de Italia
escudado con la fe: las dos espadas se cruzan sobre cabezas heroicas.

De Grenoble llegó a Valenza. Allí había expirado Pío VI; allí exclamó cuando
lo enseñaron al pueblo: «¡Ecce homo!» allí se separó de Pío VII; el difunto, a quien la
muerte salió al encuentro, bajó allí a la tumba haciendo cesar la doble aparición,
porque hasta allí parecía ver dos papas caminando reunidos, como la sombra
acompaña et cuerpo. Pío VII llevaba el anillo que Pío VI tenía cuando expiró, señal
de que con él había aceptado las miserias y destino de su predecesor.

A dos leguas de Comana se hospedó San Crisóstomo en los establecimientos


de San Basilisco; este mártir se le apareció durante la noche, y le dijo: «Valor,
hermano Juan, mañana nos reuniremos.» Juan replicó: «Dios sé loado por todo.» Se
tendió en el suelo y murió.

En Valenza emprendió Bonaparte el camino desde el que se lanzó sobre


Roma. No se dio tiempo a Pío VII para visitar las cenizas de su antecesor,
obligándole a marchar precipitadamente a Aviñón: esto era introducirlo en la
pequeña Roma; en los subterráneos del palacio pudo observar las gélidas sombras
de otra línea de pontífices, y oír la voz del antiguo poeta coronado que llamaba al
Capitolio a los sucesores de San Pedro.

Conducido al acaso entró en los Alpes Marítimos; quiso atravesar pie a tierra
el puente del Var, y encontró la población dividida por orden de profesiones; los
sacerdotes con sus ropas talares y diez mil personas de rodillas en un profundo
silencio. La reina de Etruria, de rodillas también con sus hijos, aguardaba al Santo
Padre a la extremidad del puente. En Niza estaban las calles sembradas de flores. El
comandante que conducía al papa a Savona, tomó por la noche un camino poco
frecuentado por los bosques; con la mayor admiración se encontró en medio de una
iluminación solitaria; de cada árbol pendía una luz. Toda la cumbre a lo largo del
mar estaba igualmente iluminada; las embarcaciones desde lejos alcanzaron a ver
estos faros que el respeto, la ternura y la piedad encendieran por el naufragio del
monje cautivo. ¿Volvió así de Moscú Napoleón? ¿Era precedido del catálogo de sus
beneficios y de la bendición de los pueblos?

Durante este largo viaje, se había ganado la batalla de Wagram y se había


diferido el casamiento de Napoleón con María Luisa.

Trece de los cardenales remitidos a París fueron desterrados, la consulta


romana formada por la Francia había pronunciado de nuevo la incorporación de la
Santa Sede al imperio.

El papa arrestado en Savona, fatigado y rodeado por los secuaces de


Napoleón, expidió un breve, del que fue principal autor el cardenal Roverella, y por
el que se permitía enviar bulas de confirmación a varios obispos presentados. El
emperador no esperaba tanta complacencia por parte del pontífice, y sin embargo,
no aceptó el breve, por no contraer la obligación de ponerlo en libertad. En un rapto
de cólera había dado orden de que los cardenales de la oposición se despojasen de
la púrpura y algunos fueron encerrados en Vincennes.

El prefecto de Niza escribió a Pío VII, en estos términos: «Que le estaba


prohibido seguir en comunicación con ninguna iglesia del imperio, so pena de
desobediencia; que había dejado de ser el órgano de la iglesia, porque predicaba la
rebelión, y su alma era toda hiel; y que en el supuesto de que nada bastaba para
hacerlo cuerdo, llegaría a conocer que S. M. tenía todo el poder necesario para
deponer a un papa.»

¿Era efectivamente el vencedor de Marengo el que había dictado la minuta


de semejante carta?

Finalmente, después de tres años de cautividad en Savona, en 9 de junio de


1812, fue el papa remitido a Francia. Se le ordenó mudar de traje; habiendo tomado
la ruta de Turín, llegó al hospicio del monte Cenis en medio de la noche. Allí,
próximo a expirar, recibió la extremaunción. No se le permitió detenerse más
tiempo que el preciso para que le administrasen el postrer sacramento, sin dejarle
pernoctar en aquella morada próxima al cielo. Ni una sola queja pronunciaron sus
labios, renovando el ejemplo de mansedumbre de la mártir de Vercelles, que en el
momento en que iba a ser degollada al pie de la montaña, viendo caer el broche de
la clámide del verdugo, le dijo así: «Ve ahí un broche de oro que acaba de caer de tu
espalda; recógelo, no vayas a perder lo que has ganado con mucho trabajo.»

Mientras duró esta travesía por Francia, no se permitió al pontífice echar pie
a tierra de su coche. Si tomaba algún medicamento era dentro del mismo carruaje,
pues se lo introducían en las paradas de posta.

El 20 de junio por la mañana llegó a Fontainebleau; tres días antes


franqueaba el Niemen Bonaparte para dar principio a su expiación. El conserje
rehusó admitir al cautivo por no tener orden para ello: luego que esta llegó de París,
entró en el castillo, y por decirlo así, se cerró con él la justicia celeste. En la misma
mesa en que Pío VII apoyó su mano desfallecida, selló Bonaparte su abdicación.

Si la inicua invasión de España concitó contra Napoleón al mundo político, la


ingrata ocupación de Roma le hizo enemigo del mundo moral; sin conseguir la más
leve ventaja, se enajenó como por placer, los pueblos y los altares, el nombre y Dios.
Entre los dos precipicios que había excavado a los dos extremos de su carrera, fue
por una estrecha calzada a buscar su ruina al fondo de la Europa, como aquel
puente que la Muerte, ayudada del Mal, había echado a través del Caos.
Pío VII no es de ninguna manera extraño a estas Memorias: y es el primer
soberano respecto a quien he llenado una misión en mi carrera política, principiada
y súbitamente interrumpida bajo el Consulado. Aun me parece verlo recibirme en
el Vaticano, y tengo presente El Genio del Cristianismo que se abrió sobre su mesa en
el mismo gabinete, en que posteriormente he sido admitido a los pies de León XII y
Pío VIII. Tengo una dolorosa complacencia en recordar lo que ha sufrido: los
dolores que bendijo en Roma en 1803, pagarán a los suyos una deuda de gratitud
por mi recuerdo.

Quinta coalición.— Toma de Viena.— Batalla de Essling.— Batalla de


Wagram.— Paz sellada en el palacio del emperador de Austria.— Divorcio.—
Desposorios de Napoleón con María Luisa.— Nacimiento del rey de Roma.

El 9 de abrir de 1809, entre Inglaterra, Austria y España, se declara la quinta


coalición, sordamente apoyada por el descontento de los demás soberanos. Los
austríacos, quejándose de la infracción de los tratados, pasan de repente el Inn por
Baunao: se les había echado en cara su lentitud y quisieron hacer de Napoleones;
pero este paso les salió mal. Bonaparte dichoso en dejar la España, vuela a Baviera;
pónese a la cabeza de los bávaros, sin aguardar a los franceses, pues para él todos
los soldados son buenos, destroza en Abensperg al archiduque Luis, en Eckmuhl al
archiduque Carlos, ábrese paso por en medio del ejército austríaco y atraviesa el
Salza.

Entra en Viena. El 21 y 22 de mayo tiene, lugar la terrible catástrofe de


Essling. La relación del archiduque Carlos dice, que el primer día se tiraron
cincuenta, y un mil cañonazos por 288 piezas austríacas, y al siguiente por la
mañana jugaron más de cuatrocientas por ambas partes. El mariscal Lannes fue
herido mortalmente en este combate: Bonaparte le dirigió algunas palabras de
consuelo y después lo olvidó: la amistad de los hombres se enfría tan pronto como
la bala que los hiere.

La batalla de Wagram (6 de julio de 1809) reasume los diferentes combates


ocurridos en Alemania, y Bonaparte en ella desplegó todo su genio militar. El
coronel César de Laville, encargado de ir a anunciar una derrota que experimenta el
ala izquierda, le encontró en la derecha dirigiendo el ataque del mariscal Davoust.
Napoleón viene inmediatamente a la izquierda y observa el desastre que Massena
experimenta. Entonces fue cuando en el momento en que se creía la batalla perdida,
juzgando de la oposición que el enemigo podía hacerle por sus propias maniobras,
exclamó, «Se ha ganadlo la batalla.» Opone su voluntad a la victoria indecisa y la
hace mezclarse en el fuego, como César llevaba al combate por la barba a sus
veteranos aterrados. Novecientas bocas de bronce rugen a la vez; arden los campos
y las mieses; desaparecen villas populosas; la acción dura doce horas. Lauriston a la
cabeza de 400 piezas de artillería abrasa al enemigo en una sola carga. Cuatro días
después se amontonaban, en medio de los heridos, los cadáveres de los soldados
que acababan de morir expuestos a los rayos del sol sobre espigas pisoteadas,
derribadas y pegadas con la sangre, viéndose ya los gusanos agarrarse a las heridas
de los cadáveres que empezaban a podrirse.

En mi juventud se leían los comentarios de Folard y de Guischarot, de


Tempelhof y de Lloyd: se estudiaba el orden profundo y el sencillo: siendo yo
subteniente, me he servido para maniobrar en mi mesa, de cuadritos de madera;
pero la ciencia militar como todo lo demás ha cambiado con la revolución.
Bonaparte ha inventado la gran guerra, de que las conquistas de la república le
habían suministrado la idea por las masas requisicionarias. Despreciando las plazas
fuertes sin ponerse al alcance de sus baterías; se aventuró en medio del país
invadido y ganó batallas repentinas. Jamás se ocupó de la retirada: caminaba
siempre al frente, como aquellas vías romanas que atraviesan rectamente los
precipicios y las montañas. Dejaba caer todas sus fuerzas sobre un punto y después
cogía en semicírculo los cuerpos aislados cuya línea había roto. Esta maniobra que
le era peculiar, estaba en perfecta armonía con la furia francesa: pero no hubiera
tenido tan buen éxito con soldados menos ágiles e impetuosos. En sus últimos
tiempos hizo también cargar a la artillería y tomar los reductos a la caballería. ¿Qué
ha resultado de todo esto? Conduciendo a la Francia entera a la guerra se ha
enseñado a la Europa a marchar: no se ha tratado sino de multiplicar los medios;
unas masas han equivalido a otras. En lugar de cien mil hombres se ha echado
mano de seiscientos mil, en vez de cien cañones se han arrastrado quinientos. La
ciencia no ha recibido aumento, la escala de fuerzas es lo único que ha recibido
ampliación. Turena tenía en la materia tantos conocimientos como Bonaparte, pero
ni era dueño absoluto, ni podía disponer de cuarenta millones de habitantes.

Tarde o temprano será preciso entrar de nuevo en la guerra que tan bien
conocía Moreau, guerra que deja a los pueblos en reposo, mientras que un corto
número de soldados hacen su deber; forzoso será volver al arte de las retiradas, a la
defensa de un país en medio de plazas fuertes, a las maniobras pesadas en que solo
sé pierde tiempo economizando las vidas. Esas enormes batallas de Napoleón han
excedido los límites de lo glorioso, los ojos no pueden mirar esas carnicerías que, en
último resultado, no producen ventaja alguna proporcionada a sus calamidades. La
Europa a no ser por circunstancias imprevistas, está disgustada de los combates
para mucho tiempo. Napoleón, sacando a la guerra de su órbita, la ha herido de
muerte.

Nuestra guerra de África es únicamente una escuela experimental abierta a


los soldados.

En el campo de batallada Wagram, entre los muertos, dio Napoleón


muestras de la impasibilidad, que le era, o afectaba serle natural, con el fin de
aparecer superior a los demás hombres. Fríamente dijo, o más bien repitió su frase
habitual en tales circunstancias. «He aquí un gran estrago!»

Cuando se le recomendaban oficiales heridos, contestaba: «Están ausentes.»


Si el valor enseña algunas virtudes, destruye otras muchas: el soldado que fuese
bastante humano no podría llenar sus deberes; detenido a cada paso por la vista de
la sangre, las lágrimas, los sufrimientos, y los gritos de dolor se destruiría en él lo
que constituye los Césares, raza sin la cual, a pesar de todo esto, podríamos pasar
de buena gana.

Después de la batalla de Wagram se ajustó un armisticio en Znaim. Los


austríacos, a lo que dicen nuestros boletines, se habían retirado en buen orden y no
habían dejado a su espalda pieza alguna montada. Bonaparte posesionado de
Schömbrunn, trataba desde allí de la paz. El 13 de octubre, dice el duque de Cadora,
había venido desde Viena para trabajar con el emperador. Después de algunos
momentos de conversación, me dijo: «Quedad en mi gabinete y redactad esa nota
que yo examinaré después de haber pasado la revista.» Quedé en efecto con Mr. de
Monneval, su secretario privado; a pocos minutos entró. «¿No os ha dicho el
príncipe de Liechtenstein, me preguntó Napoleón, que se le había hecho varias
veces la proposición de asesinarme? —Sí señor, y me ha manifestado el horror con
que ha desechado semejantes proposiciones.— ¡Pues bien! se acaba de hacer una
tentativa. Seguidme» Entré con él en el salón. Allí había algunas personas muy
agitadas al parecer, que rodeaban a un joven de unos diez y ocho o veinte años, de
fisonomía agradable y muy apacible, anunciando una especie de candor, siendo el
único que al parecer conservaba una perfecta calma. Este era el asesino. Napoleón
personalmente le interrogó con la mayor dulzura, sirviendo de intérprete el general
Rapp. De su interrogatorio solo haré mención de algunas respuestas que más me
llamaron la atención.
«¿Por qué querías asesinarme? —Porque no habrá paz en Alemania mientras que
existáis vos en el mundo.— ¿Quién te ha inspirado ese proyecto? —El amor de mi país.—
¿No lo has concertado con nadie? —Lo encontré en mi propia conciencia.— ¿Ignorabas los
riesgos a que té exponías? —No por cierto: pero me tendré por dichoso en morir por mi
país.— Si tienes principios religiosos; ¿crees que Dios autorice el asesinato?— Espero a lo
menos que me perdone por los motivos que tengo para obrar así.— ¿Y en qué escuelas pudiste
aprender tan perniciosa doctrina? —Muchos de los que las han cursado a la par que yo están
animados de estos mismos sentimientos y dispuestos sacrificar su vida por la salud de su
patria.— ¿Y qué harías si te pusiese en libertad? —Mataros.»

«La terrible ingenuidad de estas respuestas, la fría e inalterable resolución


que estas anunciaban, este fanatismo tan superior a todo temor humano, hicieron
en Bonaparte una impresión que yo juzgué tanto más fuerte, cuanto mayor sangre
fría aparentaba. Mandó retirar a sus gentes y quedé solo con él. Después de hacer
algunas reflexiones acerca de un fanatismo tan ciego e irreflexivo, me dijo: «Es
preciso hacer la paz.»

Es tan interesante esta narración del duque de Cadora que quise consignarla
en su integridad.

Las naciones principiaban su alzamiento, anunciando a Bonaparte enemigos


más poderosos aun que los reyes; pues que la resolución de un solo hombre del
pueblo salvaba en aquella ocasión al Austria entera. Entre tanto la fortuna no
pensaba aun en volverle las espaldas a Napoleón. El 14 de agosto de 1809 se efectuó
la paz en el mismo palacio del emperador de Austria, sirviendo de premio en esta
ocasión la hija de los Césares: pero Josefina había sido consagrada y María Luisa no
lo fue; la virtud de la unión divina al parecer, se separó del triunfador con su
primera mujer. Hubiera podido ver en Nuestra Señora de París la misma ceremonia
que vi en la catedral de Reims; excepto Napoleón, todos los hombres que allí
figuraban eran los mismos.

Uno de los agentes secretos que tomaron más parte en la dirección de este
negocio fue mi amigo Alejandro Laborde, herido en las filas de los emigrados y
condecorado con la cruz de María Teresa por sus heridas.

En 11 de marzo, el príncipe de Neuchatel se desposó en Viena, por poder,


con la archiduquesa María Luisa, la que partió para Francia en compañía de la
princesa Murat, yendo adornada por el camino de os emblemas de soberana. El 22
de marzo llego a Estrasburgo, y el 28 al castillo de Compieña, en donde la esperaba
Bonaparte. El matrimonio civil tuvo lugar en Saint-Cloud el 1º de abril, y al
siguiente el cardenal Fesch echó la bendición nupcial a los dos esposos en el Louvre.
Bonaparte dio margen a esta segunda mujer a serle infiel, como lo fue la primera,
haciendo traición a su propio lecho por su intimidad con María Luisa, antes de
celebrarse el matrimonio religioso; despreciando la majestad de las reales
costumbres y leyes santas, lo que no era de muy buen agüero.

Todo al parecer, toca a su fin: Bonaparte ha obtenido lo único que le faltaba:


como Felipe Augusto al contraer su enlace con Isabel de Henao, eslabona la última
raza con la raza de los grandes reyes; lo pasado se une al porvenir. Tanto por lo
anterior como por lo venidero podrá ser el gran hombre de las edades, si quiere por
último fijarse en su cumbre; pero si tiene poder para suspender el movimiento del
mundo, no así el suyo; caminará en pos de la última corona hasta conquistarla; la
última corona que sirva de premio a todas las demás, la corona de la desgracia.

En 20 de marzo de 1811, la archiduquesa María Luisa dio a luz un niño,


sanción supuesta de felicidades precedentes. De este hijo, nacido a la media noche
como las aves del Polo, no quedará más que una tocata patética, compuesta por él
en Schömbrunn y reproducida después por los organillos en las calles de París, al
lado del palacio imperial.

FIN DEL TOMO SEGUNDO.

notes
Notas a pie de página

1
«Huérfano amado, de tu madre imagen; ¡ójala te guarde el cielo la dulce
vida que a tu padre negó, y la tierna prole que me niega a mí!»

Mme. Cristina de Fontanes acaba de erigirle un monumento que manifiesta


2

su piedad filial; Mr. de Sainte-Beuve ha adornado con una relación ingeniosa esto
monumento. (París, nota de 1839).

3
«Ya se acerca la vejez con sus dolores peculiares: ¿Qué me ofrece el
porvenir? Escasas esperanzas. ¿Y lo pasado? Culpas y recuerdos tristes. Tal es la
suerte del hombre; se va instruyendo a medida que avanza en edad. ¿Pero de qué
sirve el ser sabio, cuando nos hallamos tan cerca de su término?

«Lo pasado, lo presente, lo porvenir, todo me aflige: la vida en su declinación


no tiene para mí prestigio alguno, porque pierde sus atractivos en el espejo del
tiempo. ¡Placeres! id a buscar el amor y la juventud. ¡Dejadme con mi tristeza y no
vengáis a insultarme!»

4
«¿No volveré a hablarte? ¿no he de oír ya jamás tus palabras? ¿No volveré a
verte ya, hermano mío, a quien quiero más que a mi vida? ¡Ah! mi cariño hacia será
eterno!»

5
Véase el Domesday book.

6
«Cuanto más vil es el opresor, más infame es el esclavo.»
7
«¿Quién es la que mira y gimotea allá abajo? ¡Eh! Es la viuda del tambor,
etc., etc

8
«Por sus virtudes, por sus atractivos, merecería ser su padre.

9
Barrio de París donde habitaban generalmente los estudiantes.

10
Desgraciado de aquel a quien el cielo concede larga vida.

11
¡Y el amor me consuela! Nada podrá consolarme de su pérdida.

En un pequeño espacio podéis ver contenido lo que tanto ocupó por su


12

fama. ¡Oh alma sublime! siendo tan apreciada ¿qué mejor alabanza se te podrá
tributar que el silencio? porque las palabras son siempre estériles cuando el objeto
sobrepuja a cuanto se puede decir.

Clara fuente sale de una roca en el mismo bosquecillo, y esparce


13

murmurando suavemente frescas y dulces aguas: al hermoso y umbrío lecho de


reposo no acuden los pastores ni los ganados; pero van a él cantando las ninfas y las
musas.

14
¡Italia mía!... ¡Oh diluvio formado de los desiertos extranjeros para inundar
nuestros deliciosos campos! ¿No está allí la tierra que yo pisó por primera vez? ¿No
está allí el nido en que me alimenté dulcemente? ¿No está la patria en que confío,
madre benigna y piadosa que cobija a mis padres?
15
Virgen mía, pongo mi confianza en vuestro amparo.

Hay una cosa grande que se encierra en el mundo; es preciso ¡oh joven rey
16

que tu alma corresponda a ella. ¡Oh! no en vano calmando nuestro dolor, el cielo
quiso revelar tu vida por medio de un moribundo; no en vano algún tiempo
después la nación adormecida, seguida de sus hijos, te elevó en sus brazos a los ojos
del universo entero, sobre el borde de un ataúd.

17
El Garona y el Tara en sus grutas profundas, suspiran tiempo ha por reunir
sus aguas, haciendo bajar de este modo por sus inclinadas corrientes los tesoros de
la aurora a la ribera del Oeste. Pero la naturaleza sujeta a leyes eternas ha opuesto
como obstáculo invencible una cordillera de montes y rocas. Francia, habla tú, gran
rey, y desaparecen las rocas, la tierra abre su seno y se humillan las más altas
montañas. Todo cede etc...

18
¡Oh! cuán dichoso sería el que en este sitio tan delicioso, pudiese, amado de
Silvia siempre y siempre enamorado, pasar la vida con ella!

¿Porqué han de demolerse esas columnas de los dioses, obra de los Césares,
19

monumento tutelar?

20
Si ellos se han atrevido a todo es porque nada les habéis negado: cuanto
más vil es el opresor más infame es el esclavo.

¡Alpes, vosotros no habéis experimentado el poder de mis destinos! El


21

tiempo no obra en vosotros; vuestras frentes han soportado sin trabajo los años que
abruman la mía.
Cuando lleno de esperanzas atravesé vuestras cimas la vez primera, se
presentaba a mi vista un porvenir inmenso como el horizonte.

La Italia estaba a mis pies, ante mí el mundo.

22
Yo terminé mis días la postrera y la más miserable.

23
No vale mi vida lo que me cuesta un suspiro.

24
La amistad de Mr. de Fontanes iba demasiado lejos: Mme. de Beaumont
me había juzgado mejor, pues pensó sin duda que si me hubiera dejado su fortuna,
yo no la habría aceptado.

25
¡Que Condé os loa alguna tez en Chantilly; que Enghien se enternezca!

Los originales, del proceso de Armando me han sido remitidos por una
26

mano desconocida y generosa.

27
Tomo I de estas Memorias.

[28] Las Cases

El nombre de Buonaparte se escribía algunas veces cercenando la u. El


29

ecónomo que firmó la partida de bautismo de Napoleón, no escribe tres veces


Bonaparte sin emplear la vocal italiana u.

30
Memorias de Santa Elena.

31
«Romanos que os vanagloriáis de un ilustre origen, ved de lo que dependía
vuestro naciente imperio... Dido no tiene atractivos bastante poderosos para
retardar la fuga en que se obstina su amante, mas si la otra Dido, adorno de estos
lugares, hubiese sido reina de Cartago, habría, por servirla, abandonado a sus
dioses, y vuestro hermoso país aun estaría inculto.»

32
¡Qué digo!... a los primeros golpes de la fulminante tempestad, tal vez
puede haber escapado algún culpable: anuncia el perdón, y si engañado por la
esperanza, se levanta temblando algún desgraciado, que se redoble el fuego y todo
lo concluya el hierro.

(El abate Delille)

33
Recuerdos del teniente general conde Dumas, t. III, pág. 317.

34
Seguiré de bien cerca vuestra ilustre retirada para tratar con él sin
necesidad de intérprete.
Table of Contents

Datos del libro

MEMORIAS DE ULTRATUMBA

PRIMERA PARTE

PARÍS 1837.

REPÚBLICA DEL VALAIS.

PARÍS, 1839.

Notas a pie de página

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