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Robert Dahl, teórico de la democracia

El catedrático de la universidad de Yale aportó criterios científicos para


evaluar sistemas políticos
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FERNANDO VALLESPÍN

11 FEB 2014 - 00:15 CET

Robert Dahl, politólogo.

El pasado 7 de febrero, a los 98 años, falleció Robert Dahl, sin duda uno de los
grandes de la ciencia política contemporánea y probablemente el más ilustre
representante de los estudios de teoría de la democracia de la segunda mitad del
siglo XX. Como el también recientemente desaparecido Juan Linz, desarrolló el
grueso de su carrera académica en el mismo departamento de la Universidad de
Yale, desde donde irradió una extraordinaria influencia sobre la politología
mundial. No es fácil resumir sus méritos, plasmados en más de dos docenas de
libros y cientos de artículos.

Toda su obra gira en torno a una obsesión, dar cuenta de las características,
ambivalencias y peligros de la democracia, sus muchas acepciones y las amenazas
que siempre acechan a su realización plena. Su máximo logro puede que
consistiera, sin embargo, en habernos proporcionado el método más completo y
eficaz para emprender estos estudios con rigor científico sin tener que renunciar a
un análisis eficaz de sus componentes normativos. Hasta que él entró en escena,
los estudios de la democracia se escindían en dos enfoques separados que apenas
se dejaban reconciliar. De un lado estaba toda la literatura de teoría o filosofía
política, que abordaba el objeto desde un enfoque puramente normativo; y, de otro,
los análisis empíricos que se concentraban en aspectos muy concretos del
funcionamiento de los sistemas democráticos “realmente existentes”. Unos
especulaban y otros hacían estudios de campo. Faltaba el engarce entre unos y
otros, justo aquello que Dahl consiguió proporcionarnos a lo largo de un esfuerzo
que le llevó toda una vida.

A estos efectos, su libro de 1961 Who governs (¿Quién gobierna?, Centro de


Investigaciones Sociológicas, 2010) fue absolutamente rompedor. El Times
Literary Supplement lo consideró uno de los 100 libros más influyentes desde la II
Guerra Mundial. Es un estudio de caso, la adopción de decisiones políticas en la
ciudad americana de New Haven, que le permitió demostrar cómo la práctica
política confirmaba el presupuesto teórico de que todos los grupos tienen la misma
capacidad efectiva de hacerse oír e influir sobre las decisiones públicas, que el
ejercicio de la democracia en los Estados Unidos era, en efecto, pluralista. Más
adelante comenzaría a tener más dudas al constatar la dificultad de las democracias
para cumplir su ideal, el gobierno del pueblo para el pueblo. Según nuestro autor
el núcleo normativo de la democracia se encontraba en el principio de igualdad
política, amenazado siempre por las interferencias del poder económico y las
dificultades de instrumentalizar un sistema institucional y un conjunto de prácticas
con capacidad de realizarlo. De ahí que prefiriera definir la democracia real como
poliarquía, el “poder de los muchos”, que no equivale necesariamente al poder del
pueblo.

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Su libro de ese mismo título, aparecido en 1971, marcaría el comienzo de un


esfuerzo por establecer un catálogo de cuáles son las condiciones procedimentales
y culturales mínimas que nos permiten confirmar la realización del ideal
democrático. Dado que ningún régimen político las cumple en su totalidad, ningún
sistema puede presentarse como pleno, la democracia es un ideal permanentemente
inacabado. Pero esa especificación de sus rasgos consustanciales sirvió para
establecer un magnífico rasero capaz de facilitar la comparación entre sistemas
políticos. En ese sentido Dahl realizó respecto a la democracia una contribución
similar a la que su compañero de Harvard, el filósofo político John Rawls, hiciera
respecto de la justicia. Con la diferencia de que aquí los rasgos teóricos se someten
al contraste de implacables investigaciones empíricas, facilitando la aparición de
innumerables estudios de campo que renovaron la ciencia política mundial.

Hace años, en 2001, fue nombrado doctor honoris causa por la universidad
Complutense de Madrid, junto con otro grande de la teoría democrática, Giovanni
Sartori, y el genial Albert Hirschman, a quien también perdimos hace poco más de
un año. Mantenía el mismo porte de patricio de Nueva Inglaterra y sorprendió por
esa modestia de la que solo son capaces los mejores. En público y en privado no
dejó de llamar la atención sobre su máxima preocupación en esos momentos, el
peligro que para la salud democrática significaban la globalización y la
concentración del poder económico. Como siempre, resultó profético. Me temo
que habrá que esperar mucho para encontrar otra figura de su talla humana e
intelectual.

Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad


Autónoma de Madrid.

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