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El pasado 7 de febrero, a los 98 años, falleció Robert Dahl, sin duda uno de los
grandes de la ciencia política contemporánea y probablemente el más ilustre
representante de los estudios de teoría de la democracia de la segunda mitad del
siglo XX. Como el también recientemente desaparecido Juan Linz, desarrolló el
grueso de su carrera académica en el mismo departamento de la Universidad de
Yale, desde donde irradió una extraordinaria influencia sobre la politología
mundial. No es fácil resumir sus méritos, plasmados en más de dos docenas de
libros y cientos de artículos.
Toda su obra gira en torno a una obsesión, dar cuenta de las características,
ambivalencias y peligros de la democracia, sus muchas acepciones y las amenazas
que siempre acechan a su realización plena. Su máximo logro puede que
consistiera, sin embargo, en habernos proporcionado el método más completo y
eficaz para emprender estos estudios con rigor científico sin tener que renunciar a
un análisis eficaz de sus componentes normativos. Hasta que él entró en escena,
los estudios de la democracia se escindían en dos enfoques separados que apenas
se dejaban reconciliar. De un lado estaba toda la literatura de teoría o filosofía
política, que abordaba el objeto desde un enfoque puramente normativo; y, de otro,
los análisis empíricos que se concentraban en aspectos muy concretos del
funcionamiento de los sistemas democráticos “realmente existentes”. Unos
especulaban y otros hacían estudios de campo. Faltaba el engarce entre unos y
otros, justo aquello que Dahl consiguió proporcionarnos a lo largo de un esfuerzo
que le llevó toda una vida.
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Hace años, en 2001, fue nombrado doctor honoris causa por la universidad
Complutense de Madrid, junto con otro grande de la teoría democrática, Giovanni
Sartori, y el genial Albert Hirschman, a quien también perdimos hace poco más de
un año. Mantenía el mismo porte de patricio de Nueva Inglaterra y sorprendió por
esa modestia de la que solo son capaces los mejores. En público y en privado no
dejó de llamar la atención sobre su máxima preocupación en esos momentos, el
peligro que para la salud democrática significaban la globalización y la
concentración del poder económico. Como siempre, resultó profético. Me temo
que habrá que esperar mucho para encontrar otra figura de su talla humana e
intelectual.