La imagen pictórica es huella, laberinto y asilo, en esta vasta colectiva integrada por obras de artistas con- temporáneos argentinos y brasileños. El espectador tiene la posibilidad de sumergirse en la espiral, como si ella fuera un incomparable depósito de electricidad (erlechtung), de manifestación imposible de repetir una cercanía, por lejana que nos pa- rezca estar, en el sentido benjaminiano del concepto. Esa proximidad se sigue dando en las prácticas que actualmente involucran ciertos disposi- tivos pictóricos, dado que en ellos la autenticidad de la creación subjetiva implica experimentar diferentes gradientes de concentración aurática de las obras, es decir, munirse de la capacidad de abrir y ampliar la mirada. A tal punto ocurre ello, que cuando observamos el políptico, dividido en series modulares, de Osmar Pinheiro, lo esencialmente lejano deja de ser inaccesible y es en ese punto cuando la huella se manifiesta como un conjunto sutil de trabajos realizados en técnica mixta, que incorporan la fotografía digital, la pintura y el collage. Lo encerrado en estos diminutos cuadros es también lo conservado, en un asalto por abrirse a la memoria, a ese “aquí y ahora” del reconocimiento in nuce, donde los vestigios de la imagen producen una dialéctica entre aura y huella, en estado de detención. Fabián Marcaccio, con su instalación alegórica El Rapto, nos introduce en los vericuetos de la historia de aquella Argentina convulsiva de los setenta, mediante el hilo conductor de esta proverbial y flamante paintant story. En ella, el artista gana terreno, al aprovechar los túneles, que conversan muy bien con la situación de encierro y de clandestinidad de un sótano, reviviendo la situación de secuestro y privación de la libertad. Aquí, Marcaccio arrasa con el frame territory (territorio de encuadre), avanzando hacia la poética del objeto site specific, como es posible advertir en Dólar negro, donde se mezclan, en forma aleatoria, las marcas gestuales, digitales y mediáticas, en un planteo situa- cional de corrosiva belleza. La multifomidad y la intermultimedialidad son los dos pilares básicos de sus trabajos, que fundan nuevas formas de razón comunicativa. En este sentido, la regla kantiana nos dice que la naturaleza del hombre “no reside en regresar sino en volver a mirar”, como bien nos propone Daniel García. Así, su pintura asume el riesgo de una figuración fantasmagórica, muy neta, con un estatuto de la representación contundente y, a la vez, casi minimalista en los planteos expresivos. Emergen figuras suspendidas en el espacio, con una dispositio frontal, que invade toda la superficie del soporte. Esto es muy ostensible en sus series de Bandidos y Fantasmas, donde el ser humano aparece desvestido de su idealidad, para poder llegar a la captura de la huella iconográfica de sus personajes que crean sentidos revelando ficciones de reconocimiento mutuo del hombre con el hombre. Con una estructura monadológica deconstructiva de la pintura, Pablo Siquier traza embrollos hiperbar- rocos, donde las configuraciones lineares y de planos son siempre fugitivas e inestables, en un laberinto profuso e interminable, realizado con vinilo negro sobre fondo blanco. Este rizoma, no obstante, supone un imprevisible Kairós, sustentado en la apertura de dicha “puerta”, donde pensamiento y acción adquieren una nueva configuración en estos espacios artificiales, los cuales son una metáfora de nuestra hipermod- ernidad. El barroquismo de Siquier, complejo y neoconceptual, aunque se tiña de ebriedad ultra-poética, detenta una profundidad de espacio que se convierte en alegoría de la profundidad del espacio-tiempo, para este site spefic en campo expandido de 600 x 200 cm. Para Daniel Scheimberg, la obra de arte busca ese acorde perdido en la sublimidad de planteos pictóri- cos, que explotan el uso de claves muy restringidas de valores y juegos monocromáticos, dialogando irónicamente con la dump painting y la melancolía. “Placer negro”, “alegoría de la congelación”, presentes en obras donde los “desenfoques” y los borramientos intencionales tejen una trama en la que es imposible medir la distancia, que avanza y se retrae, como signo de un nuevo comienzo —en obras del tipo de Matzot, The End, y el díptico Escritos—, poblando de nuevo con signos el espacio abierto a la memoria, en una relación cooperativa que penetra en el plano de constitución de sentidos. Allí, sus obras se brindan como señales de un tiempo detenido en espectáculos ensombrecidos, aproximando el interior y el exterior. Carolina Antoniadis, en la impresionante obra Modo Interrumpido, de 200 x 400 cm, construye también tramas, pero de naturaleza neopop y psicodélicas, pletóricas de un cromatismo exacerbado, en el que traza un microrrelato estético, que hunde sus raíces en el recuerdo involuntario de una escena de playa carioca, puesta en obra en el “ahora del despertar y del vivenciar”. Esta pintura, de grandes dimensiones, posee un innegable sesgo narrativo y autorreferencial. La colorimetría de Antoniadis se abre como una visión caleidoscópica, apostando por el exceso y el horror vacui, en el horizonte de un nuevo cielo que permite la sucesión de capas de pintura y laca, tamizadas sobre la superficie pictórica. El hombre se encuentra a sí mismo en el campo de la plenitud de las imágenes, que funcionan como huellas de un pasado remoto, traído al presente bajo la veladura de la pintura, entendida en tanto “arque- ología urbana”. En este punto, se destacan los trabajos de Fernando Canovas, que ponen en jaque la episteme clásica de la representación, desde una fabulación contemporánea sobre los restos o vestigios de ciudades fantásticas, inasibles, buscando lo inesperado y extraño, junto con el hedonismo del color que exuda toda su potencia visual, o bajo el signo de la sobrietas, en obras con grises monocromáticos. Su mirada posada sobre estas estructuras arquitectónicas, que simulan fosos, se instala de arriba hacia abajo para mostrarnos cierto atisbo de complicidad con el mundo subterráneo y el movimiento expresivo del color depositado como finas hebras en dos de las tres obras que aquí se exhiben, para dar cuenta de ritmados contrastes y constante fluir de la materia pictórica. Los cuadros de O’Connor con su hiperrealismo exacerbado, casi de entomólogo, generan un tipo de representación visual absolutamente fidedigna, donde el trompe l’oeil y el hipersimulacro se dan la mano para reforzar las cualidades retinianas, que apelan a la instancia del tacto (umbral de recepción háptico) en trabajos donde el color expandido posee un rol protagónico. La hiperrealidad de O’Connor se sitúa en las fronteras de una estética neo-metafísica, donde los objetos hablan por sí mismos, en la soledad de las vedutas que los albergan. El placer de la pintura se aposenta aquí en el estatuto emblemático de dicha figuración, espacio donde el pintor es el poseedor de esta nueva instancia que nos habla de la actualidad de lo bello, es decir, el encanto de una perfección hecha carne de la pintura. Para Gonzalo Sojo, el desafío de la pintura en el siglo XXI se concentra en un tipo de repertorio iconográfi- co híbrido, en el cual mixtura figuras de dibujos animados y comics, preferentemente animales, con un rep- ertorio de desnudos que homenajea al rococó, como destinataria de una estética ex profeso decadentista. Es interesante aquí subrayar que el artista viene trabajando en un territorio de pesquisa historiográfica muy precisa e intensa, y gracias a esta cohabitación de diferentes registros epocales logra un tipo de imagen donde todo es texto de observación, como es posible advertir en uno de sus cuadros, titulado Asesinato, que es una suerte de rememoración del meeting político en el cual fuera aniquilado Martín Luther King. La humanización de la bestia y la bestialización de lo humano cobran vida en este amplio teatro de op- eraciones que Sojo nos depara para advertirnos sobre los excesos del limitado animal humano, desde un principio de simultaneidad de la imagen y acceso a ella por la vía de lo contingente y cotidiano. Las consideraciones anteriores pueden ser retomadas, desde otro punto de vista, teniendo en cuenta el camino trazado por la Neo-Geo, a partir de los años ochenta y su legado para el arte actual, al confron- tarnos con las obras de Silvia Gurfein, tributarias de complejos tratamientos y pasajes del color y de las formas en retículas rebosantes o contenidas, jugando en las fronteras post festum, e incluso claramente ilusorias de la pintura abstracta, con incidencia en obras paradigmáticas como La medida exacta del tiempo. Para Gurfein el color y la filigrana neo-geométrica que emplea, son herramientas netamente con- ceptuales. Color es cosa mental, así como las configuraciones que se religan entre sí, con una rigurosidad cartesiana, en aras de un arte que dialoga con otros lenguajes contemporáneos. Del mismo modo, pero desde el dibujo expandido y el objeto situacional, que emana del muro y posee una consistencia tridimensional ostensible, el argentino Nicolás Robbio trabaja sobre grandes superficies murales, trazando una escritura y una gramática propia de la línea y el plano, invadiendo y re-significando los espacios y las memorias de los predios y edificios de los que se apropia. Su diálogo con la arquitectura interna y externa es fundamental a la hora de leer e interpretar sus proyectos in expanded field llevados a cabo en este último lustro, tanto en Brasil y Argentina como en diversos países de Europa. El trait d’union de sus propuestas es siempre el dibujo, a partir del cual desarrolla toda una oleada de intervenciones, que son “interferencias” en el espacio público y privado.
Anacronismo pictórico y “environmental painting”
El anacronismo pictórico de Agustín Soibelman se basa en la citación culta de un amasijo prácticamente infinito de estilos, tendencias y movimientos de la historia del arte, junto con la cultura de los mass media, los spots publicitarios y los globos de comics, en amalgamas inusitadas de personajes de la cultura del glamour, figurantes grotescos y deformes, estrategias de gemelización, apropiaciones surrealistas, barro- cas, simbolistas y de la Pittura Colta, de la década de los ochenta en Italia, con ciertos toques de humor ácido y paradojal, para dejar sentado que la pintura hoy se nutre de un vasto diccionario de imágenes que nos preceden y conviven en la actualidad con nuestro imaginario visual. Este universo de imágenes clónicas surge con toda su fuerza figural en la obra Los enanos también naci- eron pequeños. Allí se conjugan elementos figurativos de las revistas de moda con top models travestidas, personajes infantiles, un retrato de Felipe II utilizado como insignia, el patizambo de Velázquez, paisajes de Dalí e Ives Tanguy, en un melting pot de sorprendente eficacia iconográfica. En tanto, Elsa Soibelman se vale del collage y las diferenciadas estrategias de armar un rompecabezas, con desnudos de mujeres, a partir de fragmentos de partes de la anatomía humana, en un todo que se basa en la apoteosis del cuerpo post-orgánico, una piel y una carne que dejan de ser territorios del placer, la seducción y la fruición estética, para generar desajustes, quiebres, fisuras, cambios bruscos de perspec- tivas, escorzos y planteamientos pictóricos, que intencionalmente deciden romper con el carácter unitivo de sus cuadros. Las mujeres de Soibelman son andróginos sexuados y pertenecen a un mundo com- pletamente artificial, protésico y por ese motivo carente de la palpitación sensual de la vida. Su universo de féminas, congeladas en tonos grises, nos presenta imágenes con primeros planos muy próximos, en los que la anomalía resulta un indicador fundamental a la hora de decodificar los códigos enunciativos en los que se sustenta su enigmático operar. Las “foto-pinturas’’ de Rosalía Maguid proponen un dispositivo visual completamente inverso al de O’Connor, al poner a prueba el mito del ojo inocente y la información retiniana de la que nos valemos a la hora de interpretar las obras de arte actual. En su serie Bixiga —antiguo barrio italiano paulista— , el sopo- rte es un frame revestido en tela engomada, con intervenciones de elementos geométricos, como círculos y elipses de colores muy pregnantes, para contaminar visualmente la imagen post-fotográfica, ya que las piezas han sido previamente sometidas al maquillaje del photoshop. Una generación de jóvenes artistas paulistas se sirve del discurso de la pintura para someterlo a duras y severas pruebas, en relación con diferentes instancias de montaje, y propuestas topo-específicas y cam- bios de soportes y materiales de producción de sus obras. Prueba de ello son los trabajos, especialmente pedidos para esta exposición colectiva, de Tatiana Blass, Mariana Palma, Henrique Oliveira, Manoel Veiga, Paulo Almeida, Lía Chaia y Chiara Banfi. Tatiana Blass trabaja con pinturas que incorporan tejidos y textiles, de variadas gradaciones de brillo y texturas, aplicados sobre un tipo de pintura también de allure neo-geométrico y neoconstructivo, que se expande en trípticos y dípticos, trazando zonas de colores y relaciones de acuerdo y armonía, entre los módulos de estos recientes trabajos. En cambio, Mariana Palma ejecuta pinturas que rinden culto a la oleografía, instando al espectador a reconocer en sus nuevas piezas una memoria de la piel convertida en naturaleza muerta. Sus obras son hiperbarrocas por autonomasia y en esta muestra las mismas discuten la pintura desde sus entrañas mismas, creando iconografías teatrales, encriptadas en un espacio decididamente ilusorio y tridimensional. La epidermis de la pintura reverbera en las pieles y mórbidas telas que Palma reproduce, ya sea como objetos suspendidos en el vacío, o como fondo de ellos. Su cuerpo de obras se completa con tres dibujos realizados a la acuarela que tienden redes de enlace con dichas pinturas, en un todo que es sino y abismo a la vez. Este correlato metonímico entre pieles abre y cierra todo el círculo hermenéutico en la actual poética de la artista paulista. Henrique Oliveira amasa la pintura, desde una estrategia de invasión proliferante y magmática del sopo- rte bidimensional, creando estrías, configuraciones serpenteantes y visiones biomórficas, que acaban por llenar y saturar de coloraciones híbridas los espacios en blanco de sus cuadros. Como buen barroco, su propuesta no acepta hiatos ni intersticios vacíos. Es acumulativa y zigzagueante por excelencia, con un especial interés en el análisis de la teoría del color y de las formas curvilíneas. Manoel Veiga, también abstracto, crea pinturas con manchas conceptuales, es decir, pensadas, partiendo de un factor de escala que excede la medida humana y donde el color se deposita sobre el anologon ma- terial, siguiendo gradientes de concentración pigmentaria bien estipulados de antemano. Su abstracción fluctuante nos acerca a un microcosmos que semeja un cúmulo de paisajes interiores o Inscapes, donde la pintura emerge como derrame o lava que se vierte de manera falsamente aleatoria y accidental sobre la tela intervenida. Hildebrando de Castro, con su serie de Cachoeiras (Cascadas) y sus Gacelas, en rotundos juegos de grises, desdibuja y borronea los contornos de sus oleografías. Su atentado a la pintura se condice con la serie de los Cuadros Grises (Der Graue Bilder) de Gerhard Richter. Pintura fuera de foco, reducida a un manchismo figurativo que denota ese afán por sacudir los límites de la pintura figurativa ortodoxa. Para el joven Paulo Almeida, quien realiza pinturas ambientales site-specific, el estudio del predio donde serán colocadas sus obras resulta esencial. A partir de un examen pormenorizado de la arquitectura del lugar comienza a realizar un tipo de pintura palimpsestual, de pliegue sobre pliegue, desde la instancia de su atelier hasta el final del recorrido de la obra en su transicional devenir expositivo. Por eso es que tra- baja en el lugar mismo donde la obra será expuesta, para “espejear” todas las vistas posibles que se van acumulando progresivamente sobre sus telas. Su tríptico, especialmente concebido para el CCPE/AECI, muestra la imagen prima facie de su atelier en São Paulo, o sea, el primer registro iconográfico que pintó. Luego sobrevienen diversas capas de pintura que contienen otras vistas, hasta culminar en la vista de la cabecera del túnel que será depositaria de su obra. Igualmente, la novel Chiara Banfi explora las prop- iedades topo-específicas del enclave donde también trabajará in situ al igual que su colega, Lía Chaia. Ambas, con sendas instalaciones site-specific en los dos corredores o transeptos que comunican los tres túneles entre sí, apuestan por la salida fuera del marco o frame. En el caso de Banfi, la paredes de color rosa explosivo abrigan obras pictórico-objetuales, realizadas sobre acrílicos transparentes, con líneas y arabescos de vinilo, en diferentes colores que envuelven, como una cinta de Moebius, estas estructuras lábiles, avanzando definitoriamente sobre la pared para desmoronar el concepto de cuadro-objeto. Todo es aquí territorio de experimentación, prueba de cálculo y pesquisa constante. Finalmente, Lía Chaia, en Verdejear se apropia del segundo corredor, en un avasallamiento del mismo, y en un interjuego entre planos positivos y negativos de la pintura. Su trabajo es delicado y complejo con un tempo específico, donde la pintura muda de territorio continuamente, para recuperar su aura desde el desbordaje, creando sus propias normas acerca de aquello “otro” que es la naturaleza y cómo el sujeto se inscribe en ella. Texto del catálogo de la muestra “La espiral de Moebius o los límites de la pintura”. Galerías del Centro Cultural Parque de España/AECI, Rosario, Santa Fe, Argentina. Participaron de la muestra: ... 17 de agosto al 16 de septiembre de 2007.