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La espiral de Moebius o los límites de la pintura

Autora: Claudia Laudanno (Curadora)

La pintura como “dolce utopia” de la proximidad


La imagen pictórica es huella, laberinto y asilo, en esta vasta colectiva integrada por obras de artistas con-
temporáneos argentinos y brasileños.
El espectador tiene la posibilidad de sumergirse en la espiral, como si ella fuera un incomparable depósito
de electricidad (erlechtung), de manifestación imposible de repetir una cercanía, por lejana que nos pa-
rezca estar, en el sentido benjaminiano
del concepto. Esa proximidad se sigue dando en las prácticas que actualmente involucran ciertos disposi-
tivos pictóricos, dado que en ellos la autenticidad de la creación subjetiva implica experimentar diferentes
gradientes de concentración aurática de las obras, es decir, munirse de la capacidad de abrir y ampliar
la mirada. A tal punto ocurre ello, que cuando observamos el políptico, dividido en series modulares, de
Osmar Pinheiro, lo esencialmente lejano deja de ser inaccesible y es en ese punto cuando la huella se
manifiesta como un conjunto sutil de trabajos realizados en técnica mixta, que incorporan la fotografía
digital, la pintura y el collage. Lo encerrado en estos diminutos cuadros es también lo conservado, en un
asalto por abrirse a la memoria, a ese “aquí y ahora” del reconocimiento in nuce, donde los vestigios de la
imagen producen una dialéctica entre aura y huella, en estado de detención.
Fabián Marcaccio, con su instalación alegórica El Rapto, nos introduce en los vericuetos de la historia
de aquella Argentina convulsiva de los setenta, mediante el hilo conductor de esta proverbial y flamante
paintant story. En ella, el artista gana
terreno, al aprovechar los túneles, que conversan muy bien con la situación de encierro y de clandestinidad
de un sótano, reviviendo la situación de secuestro y privación de la libertad. Aquí, Marcaccio arrasa con el
frame territory (territorio
de encuadre), avanzando hacia la poética del objeto site specific, como es posible advertir en Dólar negro,
donde se mezclan, en forma aleatoria, las marcas gestuales, digitales y mediáticas, en un planteo situa-
cional de corrosiva belleza. La multifomidad y la intermultimedialidad son los dos pilares básicos de sus
trabajos, que fundan nuevas formas de razón comunicativa. En este sentido, la regla kantiana nos dice que
la naturaleza del hombre “no reside en regresar sino en volver a mirar”, como bien nos propone Daniel
García. Así, su pintura asume el riesgo de una figuración fantasmagórica, muy neta, con un estatuto de la
representación contundente y, a la vez, casi minimalista en los planteos expresivos.
Emergen figuras suspendidas en el espacio, con una dispositio frontal, que invade toda la superficie del
soporte. Esto es muy ostensible en sus series de Bandidos y Fantasmas, donde el ser humano aparece
desvestido de su idealidad, para poder llegar a la captura de la huella iconográfica de sus personajes que
crean sentidos revelando ficciones de reconocimiento mutuo del hombre con el hombre.
Con una estructura monadológica deconstructiva de la pintura, Pablo Siquier traza embrollos hiperbar-
rocos, donde las configuraciones lineares y de planos son siempre fugitivas e inestables, en un laberinto
profuso e interminable, realizado con vinilo negro sobre fondo blanco. Este rizoma, no obstante, supone un
imprevisible Kairós, sustentado en la apertura de dicha “puerta”, donde pensamiento y acción adquieren
una nueva configuración en estos espacios artificiales, los cuales son una metáfora de nuestra hipermod-
ernidad. El barroquismo de Siquier, complejo y neoconceptual, aunque se tiña de ebriedad ultra-poética,
detenta una profundidad de espacio que se convierte en alegoría de la profundidad del espacio-tiempo,
para este site spefic en campo expandido de 600 x 200 cm.
Para Daniel Scheimberg, la obra de arte busca ese acorde perdido en la sublimidad de planteos pictóri-
cos, que explotan el uso de claves muy restringidas de valores y juegos monocromáticos, dialogando
irónicamente con la dump painting y la melancolía. “Placer negro”, “alegoría de la congelación”, presentes
en obras donde los “desenfoques” y los borramientos intencionales tejen una trama en la que es imposible
medir la distancia, que avanza y se retrae, como signo de un nuevo
comienzo —en obras del tipo de Matzot, The End, y el díptico Escritos—, poblando de nuevo con signos
el espacio abierto a la memoria, en una relación cooperativa que penetra en el plano de constitución de
sentidos. Allí, sus obras se brindan como señales de un tiempo detenido en espectáculos ensombrecidos,
aproximando el interior y el exterior.
Carolina Antoniadis, en la impresionante obra Modo Interrumpido, de 200 x 400 cm, construye también
tramas, pero de naturaleza neopop y psicodélicas, pletóricas de un cromatismo exacerbado, en el que
traza un microrrelato estético, que hunde sus raíces en el recuerdo involuntario de una escena de playa
carioca, puesta en obra en el “ahora del despertar y del vivenciar”. Esta pintura, de grandes dimensiones,
posee un innegable sesgo narrativo y autorreferencial. La colorimetría de Antoniadis se abre como una
visión caleidoscópica, apostando por el exceso y el horror vacui, en el horizonte de un nuevo cielo que
permite la sucesión de capas de pintura y laca, tamizadas sobre la superficie pictórica.
El hombre se encuentra a sí mismo en el campo de la plenitud de las imágenes, que funcionan como
huellas de un pasado remoto, traído al presente bajo la veladura de la pintura, entendida en tanto “arque-
ología urbana”. En este punto, se destacan los trabajos de Fernando Canovas, que ponen en jaque la
episteme clásica de la representación, desde una fabulación contemporánea sobre los restos o vestigios
de ciudades fantásticas, inasibles, buscando lo inesperado y extraño, junto con el hedonismo del color
que exuda toda su potencia visual, o bajo el signo de la sobrietas, en obras con grises monocromáticos.
Su mirada posada sobre estas estructuras arquitectónicas, que simulan fosos, se instala de arriba hacia
abajo para mostrarnos cierto atisbo de complicidad con el mundo subterráneo y el movimiento expresivo
del color depositado como finas hebras en dos de las tres obras que aquí se exhiben, para dar cuenta de
ritmados contrastes y constante fluir de la materia pictórica.
Los cuadros de O’Connor con su hiperrealismo exacerbado, casi de entomólogo, generan un tipo de
representación visual absolutamente fidedigna, donde el trompe l’oeil y el hipersimulacro se dan la mano
para reforzar las cualidades retinianas, que apelan a la instancia del tacto (umbral de recepción háptico) en
trabajos donde el color expandido posee un rol protagónico.
La hiperrealidad de O’Connor se sitúa en las fronteras de una estética neo-metafísica, donde los objetos
hablan por sí mismos, en la soledad de las vedutas que los albergan. El placer de la pintura se aposenta
aquí en el estatuto emblemático de dicha figuración, espacio donde el pintor es el poseedor de esta nueva
instancia que nos habla de la actualidad de lo bello, es decir, el encanto de una perfección hecha carne
de la pintura.
Para Gonzalo Sojo, el desafío de la pintura en el siglo XXI se concentra en un tipo de repertorio iconográfi-
co híbrido, en el cual mixtura figuras de dibujos animados y comics, preferentemente animales, con un rep-
ertorio de desnudos que homenajea al rococó, como destinataria de una estética ex profeso decadentista.
Es interesante aquí subrayar que el artista viene trabajando en un territorio de pesquisa historiográfica muy
precisa e intensa, y gracias a esta cohabitación de diferentes registros epocales logra un tipo de imagen
donde todo es texto de observación, como es posible advertir en uno de sus cuadros, titulado Asesinato,
que es una suerte de rememoración del meeting político en el cual fuera aniquilado Martín Luther King.
La humanización de la bestia y la bestialización de lo humano cobran vida en este amplio teatro de op-
eraciones que Sojo nos depara para advertirnos sobre los excesos del limitado animal humano, desde un
principio de simultaneidad de la imagen y acceso a ella por la vía de lo contingente y cotidiano.
Las consideraciones anteriores pueden ser retomadas, desde otro punto de vista, teniendo en cuenta el
camino trazado por la Neo-Geo, a partir de los años ochenta y su legado para el arte actual, al confron-
tarnos con las obras de Silvia Gurfein, tributarias de complejos tratamientos y pasajes del color y de las
formas en retículas rebosantes o contenidas, jugando en las fronteras post festum, e incluso claramente
ilusorias de la pintura abstracta, con incidencia en obras paradigmáticas como La medida exacta del
tiempo. Para Gurfein el color y la filigrana neo-geométrica que emplea, son herramientas netamente con-
ceptuales. Color es cosa mental, así como las configuraciones que se religan entre sí, con una rigurosidad
cartesiana, en aras de un arte que dialoga con otros lenguajes contemporáneos.
Del mismo modo, pero desde el dibujo expandido y el objeto situacional, que emana del muro y posee
una consistencia tridimensional ostensible, el argentino Nicolás Robbio trabaja sobre grandes superficies
murales, trazando una escritura y una gramática propia de la línea y el plano, invadiendo y re-significando
los espacios y las memorias de los predios y edificios de los que se apropia. Su diálogo con la arquitectura
interna y externa es fundamental a la hora de leer e interpretar sus proyectos in expanded field llevados a
cabo en este último lustro, tanto en Brasil y Argentina como en diversos países de Europa. El trait d’union
de sus propuestas es siempre el dibujo, a partir del cual desarrolla toda una oleada de intervenciones, que
son “interferencias” en el espacio público y privado.

Anacronismo pictórico y “environmental painting”


El anacronismo pictórico de Agustín Soibelman se basa en la citación culta de un amasijo prácticamente
infinito de estilos, tendencias y movimientos de la historia del arte, junto con la cultura de los mass media,
los spots publicitarios y los globos de comics, en amalgamas inusitadas de personajes de la cultura del
glamour, figurantes grotescos y deformes, estrategias de gemelización, apropiaciones surrealistas, barro-
cas, simbolistas y de la Pittura Colta, de la década de los ochenta en
Italia, con ciertos toques de humor ácido y paradojal, para dejar sentado que la pintura hoy se nutre de un
vasto diccionario de imágenes que nos preceden y conviven en la actualidad con nuestro imaginario visual.
Este universo de imágenes clónicas surge con toda su fuerza figural en la obra Los enanos también naci-
eron pequeños. Allí se conjugan elementos figurativos de las revistas de moda con top models travestidas,
personajes infantiles, un retrato de Felipe II utilizado como insignia, el patizambo de Velázquez, paisajes de
Dalí e Ives Tanguy, en un melting pot de sorprendente eficacia iconográfica.
En tanto, Elsa Soibelman se vale del collage y las diferenciadas estrategias de armar un rompecabezas,
con desnudos de mujeres, a partir de fragmentos de partes de la anatomía humana, en un todo que se
basa en la apoteosis del cuerpo post-orgánico, una piel y una carne que dejan de ser territorios del placer,
la seducción y la fruición estética, para generar desajustes, quiebres, fisuras, cambios bruscos de perspec-
tivas, escorzos y planteamientos pictóricos, que intencionalmente deciden romper con el carácter unitivo
de sus cuadros. Las mujeres de Soibelman son andróginos sexuados y pertenecen a un mundo com-
pletamente artificial, protésico y por ese motivo carente de la palpitación sensual de la vida. Su universo de
féminas, congeladas en tonos grises, nos presenta imágenes con primeros planos muy próximos, en los
que la anomalía resulta un indicador fundamental a la hora de decodificar los códigos enunciativos en los
que se sustenta su enigmático operar.
Las “foto-pinturas’’ de Rosalía Maguid proponen un dispositivo visual completamente inverso al de
O’Connor, al poner a prueba el mito del ojo inocente y la información retiniana de la que nos valemos a la
hora de interpretar las obras de arte actual. En su serie Bixiga —antiguo barrio italiano paulista— , el sopo-
rte es un frame revestido en tela engomada, con intervenciones de elementos geométricos, como círculos
y elipses de colores muy pregnantes, para contaminar visualmente la imagen post-fotográfica, ya que las
piezas han sido previamente sometidas al maquillaje del photoshop.
Una generación de jóvenes artistas paulistas se sirve del discurso de la pintura para someterlo a duras y
severas pruebas, en relación con diferentes instancias de montaje, y propuestas topo-específicas y cam-
bios de soportes y materiales de producción de sus obras. Prueba de ello son los trabajos, especialmente
pedidos para esta exposición colectiva, de Tatiana Blass, Mariana Palma, Henrique Oliveira, Manoel
Veiga, Paulo Almeida, Lía Chaia y Chiara Banfi. Tatiana Blass trabaja con pinturas que incorporan
tejidos y textiles, de variadas gradaciones de brillo y texturas, aplicados sobre un tipo de pintura también
de allure neo-geométrico y neoconstructivo, que se expande en trípticos y dípticos, trazando zonas de
colores y relaciones de acuerdo y armonía, entre los módulos de estos recientes trabajos. En cambio,
Mariana Palma ejecuta pinturas que rinden culto a la oleografía, instando al espectador a reconocer en
sus nuevas piezas una memoria de la piel convertida en naturaleza muerta. Sus obras son hiperbarrocas
por autonomasia y en esta muestra las mismas discuten la pintura desde sus entrañas mismas, creando
iconografías teatrales, encriptadas en un espacio decididamente ilusorio y tridimensional. La epidermis de
la pintura reverbera en las pieles y mórbidas telas que Palma reproduce,
ya sea como objetos suspendidos en el vacío, o como fondo de ellos. Su cuerpo de obras se completa
con tres dibujos realizados a la acuarela que tienden redes de enlace con dichas pinturas, en un todo que
es sino y abismo a la vez. Este correlato metonímico entre pieles abre y cierra todo el círculo hermenéutico
en la actual poética de la artista paulista.
Henrique Oliveira amasa la pintura, desde una estrategia de invasión proliferante y magmática del sopo-
rte bidimensional, creando estrías, configuraciones serpenteantes y visiones biomórficas, que acaban por
llenar y saturar de coloraciones híbridas los espacios en blanco de sus cuadros. Como buen barroco, su
propuesta no acepta hiatos ni intersticios vacíos. Es acumulativa y zigzagueante por excelencia, con un
especial interés en el análisis de la teoría del color y de las formas curvilíneas.
Manoel Veiga, también abstracto, crea pinturas con manchas conceptuales, es decir, pensadas, partiendo
de un factor de escala que excede la medida humana y donde el color se deposita sobre el anologon ma-
terial, siguiendo gradientes de concentración pigmentaria bien estipulados de antemano. Su abstracción
fluctuante nos acerca a un microcosmos que semeja un cúmulo de paisajes interiores o Inscapes, donde
la pintura emerge como derrame o lava que se vierte de manera falsamente aleatoria y accidental sobre la
tela intervenida.
Hildebrando de Castro, con su serie de Cachoeiras (Cascadas) y sus Gacelas, en rotundos juegos de
grises, desdibuja y borronea los contornos de sus oleografías. Su atentado a la pintura se condice con la
serie de los Cuadros Grises (Der Graue Bilder) de Gerhard Richter. Pintura fuera de foco, reducida a un
manchismo figurativo que denota ese afán por sacudir los límites de la pintura figurativa ortodoxa.
Para el joven Paulo Almeida, quien realiza pinturas ambientales site-specific, el estudio del predio donde
serán colocadas sus obras resulta esencial. A partir de un examen pormenorizado de la arquitectura del
lugar comienza a realizar un tipo de pintura palimpsestual, de pliegue sobre pliegue, desde la instancia de
su atelier hasta el final del recorrido de la obra en su transicional devenir expositivo. Por eso es que tra-
baja en el lugar mismo donde la obra será expuesta, para “espejear” todas las vistas posibles que se van
acumulando progresivamente sobre sus telas. Su tríptico, especialmente concebido para el CCPE/AECI,
muestra la imagen prima facie de su atelier en São Paulo, o sea, el primer registro iconográfico que pintó.
Luego sobrevienen diversas capas de pintura que contienen otras vistas, hasta culminar en la vista de la
cabecera del túnel que será depositaria de su obra. Igualmente, la novel Chiara Banfi explora las prop-
iedades topo-específicas del enclave donde también trabajará in situ al igual que su colega, Lía Chaia.
Ambas, con sendas instalaciones site-specific en los dos corredores o transeptos que comunican los tres
túneles entre sí, apuestan por la salida fuera del marco o frame.
En el caso de Banfi, la paredes de color rosa explosivo abrigan obras pictórico-objetuales, realizadas sobre
acrílicos transparentes, con líneas y arabescos de vinilo, en diferentes colores que envuelven, como una
cinta de Moebius, estas estructuras lábiles, avanzando definitoriamente sobre la pared para desmoronar
el concepto de cuadro-objeto. Todo es aquí territorio de experimentación, prueba de cálculo y pesquisa
constante.
Finalmente, Lía Chaia, en Verdejear se apropia del segundo corredor, en un avasallamiento del mismo,
y en un interjuego entre planos positivos y negativos de la pintura. Su trabajo es delicado y complejo con
un tempo específico, donde la pintura muda de territorio continuamente, para recuperar su aura desde el
desbordaje, creando sus propias normas acerca de aquello “otro” que es la naturaleza y cómo el sujeto se
inscribe en ella.
Texto del catálogo de la muestra “La espiral de Moebius o los límites de la pintura”.
Galerías del Centro Cultural Parque de España/AECI, Rosario, Santa Fe, Argentina.
Participaron de la muestra: ...
17 de agosto al 16 de septiembre de 2007.

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