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El show de los muertos, pt 2

Jorge camina y estropea su andar. Los músculos de las piernas se exponen y revelan el
movimiento, pese a la putrefacción que lo viste y que le da su aroma. Al menos tiene los
huesos intactos y eso es suficiente para que pueda trasladarse. La distancia más cercana
para un muerto viviente es siempre la peor de todas las distancias. Jorge lo sabe muy bien.
Todos lo saben muy bien, porque hay que aclarar que alrededor de él hay otros en actitud
similar, cientos, poblando la Plaza Grande, atormentándose por la falta de alimento. Porque
no hay nada que comer, porque se están aniquilando entre ellos. Ya no queda nada más que
asegurarse la comida con la carne deshilachada que cuelga de los que se quedan atrás, los
que ya no pueden caminar y sufren algo similar a la inanición. Es el único dolor que
conocen, pero que definen como necesidad básica y por eso gruñen y caminan. Quieren
comer algo fresco, algo en que la sangre se convierta en germen e inunde sus bocas, por un
asunto de textura más que de sabor. Es más, no tienen en el sentido del gusto un aliado.

Quizás no haya aliados en el mundo del apocalipsis.

Y esa no es mayor diferencia entre el mundo de antes y el actual.

Jorge gruñe, arroja ese sonido que encuentra en su garganta desgarrada cierto hálito de
poder y que se puede escuchar a pocos metros de distancia. Cree que ha divisado algo, un
pequeño brillo que quizás otro de sus camaradas no ha visto. La visión tampoco es un
apoyo en esas circunstancias, ni la memoria; solo es un ligero espasmo que obliga a las
escasas glándulas salivales a moverse y a trabajar de una manera imprecisa. Arroja hilos de
baba que cuelgan de su barbilla, de lo que queda de ella. No hay puntos de sutura, sino una
abertura que revela una oscuridad precaria y esos pedazos de hueso que tratan de quedarse
en su sitio.

Jorge camina y tiembla. No puede evitar remover a los demás, quienes se dan cuenta de esa
desesperación de hambriento, dirigiéndose hacia un punto en la parte inferior del Palacio de
Gobierno. Ahí, donde tiempo atrás descansaron las armas que defendieron a los primeros
mandatarios, y donde luego funcionaron peluquerías y tiendas de artesanías, ya cuando las
cosas habían adquirido un matiz de normalidad y toda la gente paseaba por esa Plaza, ya
sea para protestar o para ir hacia otro lugar. Jorge no lo recuerda, no tiene forma de hacerlo,
es solo el sitio en el que está y no sabe por qué. Sabe muy poco de lo que sucede alrededor.
Esa es la condición. Alguna vez estuvo ahí; levantó barricadas y le gritó a toda la gente que
iba detrás de él que debían seguir, que debían enfrentar al tirano, porque estaba en su
naturaleza luchar contra aquello que estaba mal. En otros días también elevó carteles en los
que le pedía a toda la gente que iba en sus carros que aplastara la bocina si estaba a favor de
la protesta de ese momento. Alguna vez comió gas lacrimógeno cuando corría para
esconderse; otras veces llevaba cigarrillos suficientes para fumar en la cara de aquellas
personas que, como él, habían comido gas. Se jactaba de estar a la cabeza del reclamo por
las injusticias de la vida, de saber formas y entender mecanismos. Pero ya no queda nada
para Jorge, ni siquiera la impresión dolorosa que desencajó su boca y redefinió sus labios.
Porque a él lo mordieron en la boca. Porque se tropezó, cayó y no se pudo levantar a
tiempo.

Era la primera vez que le pasaba.

Fue la última vez que le pasó.

Gruñe y eleva un pie, seguido de otro. Se tambalea como si nada más quedara por hacer,
como si el esfuerzo sobrehumano (infrahumano, en realidad) se contuviera en un solo gesto
exagerado, torpe, como una marioneta que es movida por algo o alguien que no reviste de
importancia. El punto sigue brillando con intensidad y una de las tantas fundas de
desperdicios, arrojadas en la calle por quién sabe quién, parece latir. Lo único que puede
inquietar a Jorge en este momento es que ese destello pueda ser un poco de vida, esa carne
que tanto le hace falta. En su cuello sigue amarrado el pañuelo rojo que siempre llevaba
consigo. De su cabeza ya se ha pedido parte del cuero cabelludo y la boina que con tanta
gracia solía cargar, como muestra de filiación. Ya no hay nadie más. Son meses dispuestos
en la soledad de los gruñidos y de los movimientos erráticos, a la buena de esa divinidad
que ya no existe, porque las funciones cerebrales son mínimas, nulas, planas. Es la nada y
el consumo. Si alguien le hubiera dicho que luego del apocalipsis él estaría desesperado por
comer carne y vísceras de otro ser humano, de seguro se habría reído. “No me puedo dar el
lujo de pensar en tonterías”, habría dicho. Hoy, otro de los muertos se tropieza con una de
las bancas de cemento de la Plaza y al caer se parte el maxilar inferior en dos pedazos y así
queda ya relegado a la verdadera muerte: no podrá comer nunca más.

Un muerto se arrastra y golpea ese amasijo de huesos con dientes.

El caído pierde su boca en medio del hambre.

¿Se puede perder algo más? Siempre. Jorge lo sabe.

No, ya no lo sabe. Lo supo por pocos segundos, mientras se extinguía y creyó que pudo ser
más crédulo y aceptar que eso que consideraba un absurdo era una certeza y no lo más
alejado del encuadre propio, de eso que definía como identidad. El escupitajo sobre su
rostro, la sangre y el dolor quedaron como demostración de que al final solo permanecen el
sistema nervioso y la sensación de que todo se apaga, se oscurece, a medida de que se toma
distancia y los ojos se cierran sin posibilidad de negación. No pasó nada, más que la
realidad de que todos adquieren, de golpe, la misma consistencia. En la Plaza aparecieron
las mordidas junto con los gritos y la gente corriendo. Los ojos se tornaron blancos y la piel
pálida… ese fin que nadie esperaba ni anticipaba en los planes de cada noche, cuando
definían maniobras y pasos a seguir para mantenerse en la lucha. Fue el temor más grande
que Jorge pudo sentir, ni siquiera experimentó algo parecido cuando descansó en la selva
durante seis semanas, adiestrándose en manejos de armas y estrategias de guerra. Pero todo
eso es memoria inservible. Y no piensa, solo busca, se mantiene sobre sus dos piernas
porque no ha sufrido los traumatismos necesarios para inmovilizarse y ser incapaz de
buscar el alimento. No se preocupa por nadie, solo por él. El instinto que negó o la
negación del instinto. No hay razón para discutirlo. Estaban todos en la Plaza Grande, con
pancartas y banderas, rojas en su mayoría. Demandaban algo que ya no se halla, que ya no
interesa y Jorge camina porque tiene hambre y esa es la única realidad posible en cierto
mecanismo neuronal básico. Todos detrás de él, como siempre.

No solo del pan vive el hombre.

Han divisado eso en medio de las fundas y de la basura acumulada. Ellos son el hedor en el
sitio. Los ancianos que antes jugaban a la jubilación de oro en esos asientos, donde
hablaban de algo que al parecer sí había pasado, son los más entusiasmados en llegar y
encontrar alimento. Hay torsos que se arrastran, que tratan de seguir la corriente que ha
reconocido esa última oportunidad para comer. Jorge no piensa en nadie más que en él, no
da la vuelta y no establece contacto visual con nadie más, salvo con esa estructura rugosa
de tela que se apoya sobre las piedras de los cimientos del Palacio, cerca de donde descansa
esa placa en la que se dice que en esa zona fue asesinado un presidente por un marido
celoso, o por quién sabe quién. No ha salido de ese lugar en meses, ninguno de los que está
ahí ha salido de ahí en meses. Están en el limbo donde la muerte los engulló, siempre
ejerciendo el mismo ritual circular de caminar de un lado al otro hasta que algo salte a la
vista y pueda ser confundido con algo para comer.

Se han equivocado varias veces.

Se han comido entre ellos también.

Pero esta vez sí van a encontrar algo.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde el apocalipsis? Mucho tiempo. Nadie lleva la cuenta. En
realidad nadie sabe contar. Solo existen los sonidos de los pies siendo arrastrados y la queja
de cada muerto, desesperado por la ausencia de carne. Se trata de vivir el momento. El puto
Carpe Diem nostálgico en cada uno de los espasmos que tiene Jorge, cuando ya está a
punto de acercarse al bulto, que está escondido y que solloza. Los compañeros de lucha lo
siguen. Comer y comer como única certidumbre para los que buscan la satisfacción. Al
final sí hay un concepto firme de igualdad en el mundo.

Jorge se detiene y observa. Es una pequeña niña escondida. Si pensara, de seguro que se
preguntaría cómo llegó hasta ahí, pero no lo hace. Solo intenta reconocer qué es eso que
está a punto de saborear. Las glándulas aceleran su trabajo y la boca, sin labios, está abierta
como un triángulo invertido, negro y desgastado. La niña grita cuando la ve. Es la primera
vez que ve a uno de los muertos. Le habían contando de ellos, pero no los había tenido de
cerca. Mira hacia a un lado, busca a alguien, no ve rostro conocido.

-¡Maaaaaaamiiiiiiiii!- grita, con un terror que ya se había esfumado de esa plaza.

Jorge la toma del brazo y la levanta. Está vestida con una larga pijama amarilla y no lleva
zapatos. No pesa nada. Los hilos de piel y músculo permiten que el cúbito y el radio estén
expuestos sin inconvenientes. Ella se mueve, utiliza sus pies como motor para atolondrar a
su atacante, a ese monstruo de cara indefinida, de ojos perdidos, que la observa con
atención. No resiste y la deja caer. La niña llora. No debe tener más de cinco años.
-¡Maaaaaaaamiiiiii! – vuelve a gritar entre sollozos.

Jorge se agacha y muerde el brazo de la pequeña. El alarido se mezcla con la piel que se
desgaja, dejando a los pequeños vasos y capilares a la intemperie. El rojo que extrañaba, la
sensación líquida que entra, riega la boca y la lengua ácida, creando una masa que mezcla y
traga, para llevarla a ese estómago destruido que solo almacenará el alimento por unos días
y lo absorverá para hacerlo parte de la podredumbre, de los gusanos que están ahí dentro,
que sobreviven como los parásitos perfectos.

La suelta. La pequeña está en el suelo y se agarra debajo del codo. Le duele, le quema, le
mancha su vestido de dormir favorito. Es lo que debía pasar: el monstruo que come y que
daña. Y tiene miedo, porque sabe la canción que cantan en la rueda escolar, sabe lo que le
puede pasar, en lo que se puede convertir y tiene miedo. Los demás están por llegar, pero
son lentos. Ella corre y escapa, avanza por la calle que está plagada de iglesias. Llora.
Teme. La detienen, y la abrazan.

-¡Lo siento, mi amor! ¡Lo siento! – dice la joven mujer, sin dejar de llorar al
abrazarla con fuerza y entrar en contacto con la sangre que también la moja. La levanta en
sus brazos y ambas caminan hasta que se pierden en ese gran portón, donde gente armada
las espera.

Jorge la ha visto correr. Mastica y avanza en esa dirección No podrá alcanzarla, pero no le
importa. No lo sabe y nunca lo sabrá. Los demás lo siguen. Se detiene. Algo siente, algo se
está quemando dentro de él.

Algo estalla.

Eso que estaba perdido.

Es el estómago lo que suena. Lo que reverdece.

La conciencia, otra vez.

Cae al piso. Las convulsiones empiezan. Lleva sus manos a la boca, a los labios ausentes, a
la destrucción del cuerpo, ese templo derruido. Grita, Jorge siente todo. El dolor congelado
regresa, está ahí. Vuelve a existir a medida de que los ojos recobran cierta claridad y un
verdor que antes había sido motivo de gloria. Recupera el cielo, esa nubosidad tan familiar,
ese azul que fue siempre su orgullo. Algo empieza a sonar en su pecho y el bazo retoma sus
funciones. Tiembla, lo poco que le queda sin heridas termina por lacerarse mientras se agita
y el resto de compañeros de lucha se acercan y lo ven echar espuma por la boca. Lo pueden
percibir, se emocionan, es lo que esperaban. Esa carne viva que les hacía falta. Jorge siente
los mordiscos, los dientes podridos entrando en el cuerpo destrozado y adolorido, ese
cuerpo que ya estaba terminado y que ha vuelto a recibir oxígeno. Se ahoga con sus gritos y
su saliva. Es la carne para todos, esos monstruos que lo rodean, que lo convierten en el
sacrificio a nombre de algo superior. Recuerda, mira hacia atrás, la calle de cabeza, la calle
que se tapa cuando un rostro desfigurado se acerca y le arranca la piel que le queda más
cerca. Duele. Nunca dolió tanto.
Es un asunto de esperar.

Se dan otros espasmos, un efecto dominó de sistemas nerviosos que recuperan algunas
funciones. De dos en dos, de cuatro en cuatro, de ocho en ocho…

Uno detrás de otro. El que come se recupera y es comida servida para el monstruo que está
atrás.

Los muertos se comen a los vivos que aparecen. Los vivos vuelven a poblar la Plaza,
maloliente y transformada en campo de batalla.

Están heridos, incompletos. Se quejan, no pueden moverse porque el dolor y la mutilación


son impedimento. Todo duele, hasta la eternidad.

Del otro lado de la calle esperan. Escuchan. Los quejidos siguen. En algún momento se
acabarán y saldrán a revisar cómo ha quedado el mundo.

El apocalipsis se termina con otro final.

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