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ROMANO GUARDINI

Cartas sobre
autoformación
Título original: Briefe über Selbstbildung
Copyright © Matthias - Grünewald - Verlag - Mainz Edición preparada por Ingeborg Klimmer
Traducción sobre la 12da. edición alemana (1978) por Daniel Malcolm
Primera edición Febrero 1982, 2.000 ejemplares
Reimpresión Abrü 1983, 2.000 ejemplares Segunda edición Agosto 1984, 5.000 ejemplares
© Copyright de todas las ediciones en castellano Librería Emmanuel S.R.L. Buenos Aires - Argentina Queda hecho el
depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina - Printed in Argentine Todos los derechos reservados
ISBN 950-9279-00-5
CARTAS SOBRE AUTOFORMACION

CARTA PRIMERA

Sobre la alegría del corazón

Queremos tratar de tener un corazón alegre. No divertido, que es algo totalmente diferente. Ser divertido es
algo externo, ruidoso, fugaz. En cambio la alegría vive en el interior, silenciosa, con raíces profundas. Es la
hermana de la seriedad; donde está una, se halla también la otra.
Ahora bien, existe ciertamente una alegría sobre la que no se tiene dominio. Me refiero a esa alegría que lo
invade a uno, grande y profunda, de la cual dice la Sagrada Escritura que es como un río; o esa alegría sonriente
que todo lo transforma, todo lo baña de luz: esta alegría viene y se va a su antojo. Frente a ella lo único que nos
cabe es recibirla cuando viene y resignarnos cuando se va. O esa alegría que brota de la fuerza y la confianza de la
juventud; o esa otra, poco común, que se da en hombres elegidos y que brilla desde la claridad interior de su ser;
sobre esta clase de alegría uno no tiene dominio: se da o no se da. Sin embargo, aún aquí está en nuestras manos el
cuidarla o el desperdiciarla.
Pero aquí vamos a hablar de una alegría a la que se le pueden preparar los caminos. De una alegría que todos
podemos tener, independientemente del carácter de cada uno. Una alegría independiente de las horas buenas y
malas, de días en que nos sentimos llenos de energía o cansados. Vamos a reflexionar, pues, sobre cómo abrirle
camino a esa alegría. No procede del dinero, de una vida confortable o de los honores, aún cuando todo esto pueda
influir sobre ella. Su origen está más bien en cosas nobles: un buen trabajo, una palabra amable que se ha oído o
que uno mismo ha dicho, el haber luchado con valentía contra algún defecto o el haber logrado una visión clara en
una cuestión difícil.
Pero todavía no es esto tampoco la auténtica fuente de la alegría. Esta fuente se halla más honda aún, en el
corazón mismo, en su interior más profundo. Allí mora Dios, y Dios mismo es la fuente de la verdadera alegría.
La alegría que interiormente nos ensancha y nos da claridad; que nos hace ricos y fuertes e independientes de los
acontecimientos externos. Cuanto nos sucede externamente ya no nos puede afectar, si interiormente estamos
alegres. El que es alegre tiene una adecuada postura frente a todas las cosas. Lo que es bello lo percibe en su
verdadero resplandor. Lo duro y difícil lo recibe como prueba de su fuerza; se enfrenta valientemente con ello y lo
supera. Puede dar generosamente a los demás sin empobrecerse. Pero posee también un corazón abierto para
poder recibir en la debida forma.
Pero si la alegría viene de Dios y Dios habita en nuestro corazón, ¿por qué no la sentimos? ¿por qué estamos
tantas veces de mal humor, tristes y oprimidos? Sencillamente, porque la fuente de donde mana está enterrada.
¿Cómo, pues, se abre cauce a la alegría? ¿cómo hacer que irrumpa en el alma? Esta es la cuestión.
Es necesario unir nuestro ser más íntimo con Dios. Para ello hay muchos medios. Se puede procurar intimar
con Dios en el fondo del alma; tornarse frecuentemente a El y luego quedarse allí a solas en el silencio interior.
Quizá tú mismo sepas aún otros caminos. Yo, por mi parte, quisiera proponerte el siguiente, que es
particularmente apropiado.
Lo íntimo nuestro lo determina nuestra voluntad. Allí debemos estar en unión con Dios; entonces su alegría
puede entrar en nosotros. Tan pronto como nos dirigimos a Dios y le decimos sinceramente: "Señor, yo quiero lo
que Tú quieras", queda franco el camino a la alegría de Dios. Y una vez que hayamos logrado pensar siempre así y
que nuestra voluntad más íntima esté orientada sincera y constantemente hacia Dios, entonces seremos alegres,
pase lo que pase afuera.
Por cierto que este dirigirse a Dios debe tener ya algo afín a la alegría: debe ser espontáneo, no receloso o
desconfiado. Tiene que ser libre y animoso. Hemos de decir llenos de gozosa confianza: "Dios fuerte, lo que Tú
quieras eso quiero yo". Se trata, pues, de luchar por unir nuestra voluntad con la de Dios.
Pero, ¿dónde vemos lo que Dios quiere? Para eso no precisamos largas consideraciones y grandes planes. Lo
encontramos en lo más ordinario: en el momento presente. Habrá que tomar a veces también decisiones
importantes y trazar proyectos de alto vuelo. Entonces es el "momento" para ello. Vale por lo tanto lo que
decíamos: lo que es necesario ahora, lo que es mi obligación, eso es la voluntad de Dios. Si hacemos eso, Dios nos
llevará de una acción a otra. Porque cada momento con su obligación es un mensajero de Dios. Si le escuchamos,
nos disponemos para comprender y cumplir bien el próximo mensaje. De esta forma realizamos paso a paso la
obra de nuestra vida.
Así, pues: captar claramente lo que Dios quiere de mí ahora. Darle un "sí" decidido y libre y manos a la obra.
Entonces seremos alegres.
Ahora hemos llegado al punto de poder comenzar. Por lo demás, debes seguir reflexionando por ti mismo.
Resumamos, pues, lo que encontramos hasta aquí en una firme decisión. Preguntémonos con frecuencia durante el
día, por ejemplo, antes de cada labor o cuando ocurre algo nuevo: ¿qué quiere Dios de mí? Para descubrir su
voluntad miremos lo que está delante de nosotros; no busquemos lo que se nos acomoda o nos resulta más grato.
Preguntémonos honradamente: ¿qué tengo que hacer yo ahora? Pero en esto cuidemos de no dejarnos engañar.
¿Engañar? ¿Por quién? ¡Por nosotros mismos! Por nuestro capricho, nuestra inconstancia y nuestra pereza.
Debemos volvernos incorruptibles. Debemos querer ver bien claro cómo la cosa es en realidad.
Después, decisión: "¿esto tengo que hacer yo ahora? Sí, Señor, ¡gustoso!" La última palabrita es la decisiva.
De ella depende todo. No a disgusto; no porque no hay más remedio; no a desgano, sino con gusto. Esta palabra
hay que pronunciarla con el interior, no sólo con el pensamiento o simplemente con los labios. Hay que decirla
con la voluntad y cada vez más adentro. ¿Comprendes esto? Tiene que penetrar cada vez más profundamente en el
corazón. Porque dentro reside mucha repugnancia que se le opone. Repugnancia que es necesario vencer con la
palabrita "gustoso". Allí donde hay todavía apatía y pereza tiene que ir penetrando la palabra como una luz clara y
potente, cada vez más profundamente, más radicalmente, hasta que todo sea claridad delante de Dios: "Señor, yo
quiero". Entonces te sentirás alegre.
Así hizo Nuestro Señor. Toda el alma de Jesús era sincera y de alegre disposición. "¡Yo hago siempre la
voluntad de mi Padre!" Y luego, manos a la obra: trabajo, obligaciones, un juego, una renuncia... ¡Lo que sea!
Créeme: si logras hacer así "de buena gana" todas las cosas, adquirirás una fuerza alegre que puede con todo
sin límite alguno. ¡Porque Dios está en ello! Eso sí, es necesario renovar constantemente esta predisposición, sobre
todo cuando a uno se le hace difícil, cuando empieza a frenarse el primer impulso, cuando algo adverso se pone de
por medio. Repetir con energía: ¿qué importa? ¡Con mucho gusto! ¡Y a ello!
Pero también tenemos un cuerpo que no debemos olvidar. Cuando el hombre está abatido, ¿qué hace el
cuerpo? Se relaja. En cambio cuando el hombre está alegre, el cuerpo se pone erguido. Esta es la alegría del
cuerpo: una postura erguida.
Otro ejercicio, pues, ha de ser este: mantener nuestro cuerpo erguido. La cabeza elevada, la frente abierta a la
luz, los hombros hacia atrás; al andar mover con libre naturalidad los pies y no apoyarse sin necesidad al estar
sentado.
Pero también erguidos interiormente, no sólo por fuera. El cuerpo tiende de suyo a relajarse; y entonces todo
se torna apático y difícil. Por eso hay que erguirse también interiormente. Y cuando nos hallamos abatidos, con
más razón. Firmemente erguidos exterior e interiormente. Y luego limpieza en el alma. Cuando se entra en un
cuarto sucio, maloliente, sin ventilar, se abren puertas y ventanas; que entre aire y luz y luego se barre. ¡Fuera con
la basura y el polvo, fuera!
Pues exactamente así hay que hacer dentro con el aposento de nuestra alma, hasta que todo quede res-
plandeciente y limpio. ¡Así! Y ahora: ¿qué hay que hacer? ¿Esto? ¡Con gusto! Y valientemente manos a la obra...
Todavía otra cosa: también hemos de procurar tener en nuestro cuarto una fuente de alegría. ¿Qué puede ser?
Por ejemplo, una planta. Alegra verla crecer, verdecer y florecer. Puede también ser un cuadro alegre, un paisaje
que uno conoció. Llénate con ello los ojos de tanto en tanto: "¡qué inmensidad! ¡Qué fresco está el bosque! ¡Qué
claro el cielo! ¡Qué despejadas las cumbres! ¡Esto es mío; todo mío!"... Puede ser una canción. ¡Cántatela!
Enseguida sentirás claridad en el alma. O una bella poesía; viene a ser como un refresco en un viaje largo y
polvoriento. ¡Después otra vez a la tarea!
Demos ahora una mirada a los grandes enemigos de la alegría. El dolor no pertenece a ellos. El dolor da fuerza
y hondura. Capacita para el verdadero gozo. Déjalo entrar tranquilo en el corazón. De él hablaremos en otro
momento.
Hay dos verdaderos enemigos, que es necesario exterminar; el mal humor y la melancolía. El mal humor
procede de las pequeñas contrariedades del día; de un corazón sensible que todo lo toma a mal, siempre quejoso,
que no puede reír ni perdonar ni pasar por alto tantas cosas... ¡Fuera con él! ¡Son alimañas en el alma! Hay que
echarlas fuera, y al principio, tan pronto como aparezcan, inmediatamente.
El otro es la melancolía. Un poder siniestro que corroe el alma, cuando se le da cabida. Pero se la puede
dominar, créeme. ¡Se puede! Sólo con una condición: en 8 cuanto se la localiza, al instante contra ella, como
decíamos antes. Pero ¡al instante! Y no andarse con bromas. Una vez que logra instalarse adentro, no te dejará en
paz durante el día, y aún quizá a lo largo de varios días.
Y para concluir, una pequeña ayuda: por la noche, al acostarnos, digámonos tranquilos y confiados: mañana
viviré alegre. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres, erguidos y libres a lo largo del día, trabajar,
jugar, tratar con la gente: "¡Así seré yo mañana todo el día!". Digámonos esto varias veces. Es éste un
pensamiento creador, que actuará toda la noche silencioso en el alma, pero seguro, como los duendes de los
cuentos. No lo notamos; pero al despertar está todo mucho más claro... Entonces repitamos lo mismo: "Hoy viviré
todo el día alegre". Todo el día contigo, Señor, y siempre alegre. Y esto cada mañana, cada noche; sin dejarnos
desanimar por ningún fracaso. Al concluir el día, examinémonos: ¿he luchado hoy bastante? Hagamos cuentas con
nosotros mismos, y luego renovemos el propósito: ¡mañana seré mejor!
Ahora algunas cosas sobre las que puedes meditar o platicar con otros. No son más que brevísimas
indicaciones: Evangelio de San Mateo, 6, 16-18. Cuando se ve lo poco que se ha hecho en el pasado y cuánto hay
de desacorde en uno mismo. —Cuando no se logra lo que se pretende. —Cuando no se es comprendido en casa,
en la escuela o en cualquier otra parte. —Cuando lo que exige el momento es demasiado difícil. —Cuando algo
nos repugna. —El desaliento. —La enfermedad. —Cuando ya nada produce alegría. —Falsas alegrías. —De
cuántas cosas podemos todavía alegrarnos. —La gratitud para con las alegrías del momento. —¿Cómo se echa a
perder una alegría?

9
CARTA SEGUNDA

Sobre la veracidad de la palabra

Toda la juventud auténtica y vital está bajo el signo de la veracidad. Cuanto de grande y duradero hay en ella
ha nacido del espíritu de veracidad. Sólo aquél que está animado por una voluntad seria, fuerte y alegre de
veracidad, posee auténtico espíritu juvenil. Debe sentir el afán de salir de toda mentira, de tornarse auténtico en su
sentir y de no engañarse a sí mismo; debe luchar por formarse una opinión bien definida acerca de lo que es
natural y puro; debe hacerse sencillo en su manera de ser, sincero con Dios, los hombres y consigo mismo. Debe
tener valor para mirar las cosas de frente y responder de sus convicciones.
Pero tal resolución de ser veraz no debe implicar arrogancia. No debe significar el afán de imponerse, de
constituirse en juez de todo, de saberlo y juzgarlo todo y de exponer el propio sentir y parecer como infalible. Esto
no sería veracidad, sino soberbia. Nuestra veracidad tiene que estar al servicio de Dios. El ser veraz no tiene otro
sentido que aproximarnos a Dios. Queremos hacer verdaderos nuestro ser y nuestra vida para conformarlos a El.
El debe gobernar en todo cuanto hacemos y somos. Debe venir a nosotros su Reino. Y esto sucede por la
veracidad, pero sólo cuando es humilde. No debemos buscarnos a nosotros mismos en ella, sino a Dios, porque El
es la verdad. Entonces es cuando nuestra vida se hace Reino de Dios. Cuando uno, por ejemplo, contesta
sinceramente a una pregunta, en la palabra está Dios. Cuando uno sirve a una gran causa sin segundas intenciones,
en su obra reina Dios. Cuando dos personas mantienen fielmente una amistad, en esa amistad reina Dios. En
aquellos hombres pues, que son veraces y obran, hablan y piensan con veracidad, está el Reino vivo de Dios.
He aquí una maravillosa misión: hacer una morada en el mundo humano para el Dios de la verdad, extender su
Reino para que en él pueda vivir y reinar. ¿Cómo? Trabajando para que en todas partes reine la verdad. Hay en el
mundo mucha mentira e inautenticidad, falsedad, ficción e hipocresía. Donde ellas están no reina Dios, porque allí
está el reino de las tinieblas. Contra este reino tenemos que luchar nosotros. Tenemos que extender el reino de la
luz de Dios. Pero, ¿de qué manera? No pronunciando discursos contra la mentira. Esto no tiene ningún objeto.
Hemos más bien de cuidar que todo lo que nosotros decimos y hacemos, todo nuestro modo de ser sea verdadero.
Cada palabra que decimos, cada obra que realizamos son una batalla ganada para la causa de Dios. Cada una de
ellas conquista para su reino un palmo de tierra humana.
¿No es esto magnífico? ¡Cuán repetidas veces el Salvador habló de la verdad...! De los hombres que proceden
de la verdad y de los que proceden de la mentira... Es ciertamente una cosa muy grande el haber sido elegidos para
luchadores de Dios, para ensanchar con cada obra su reino y protegerlo con valentía. Para instaurarlo todo en la
verdad, para que todo sea reino viviente del Dios de la verdad. ¡Y cuánta alegría le produce a uno pensar en esto!
¡Qué fuerte y seguro del triunfo se siente uno! Es como si una luz esplendorosa penetrara en el alma e hiciera todo
grande y luminoso.
Ahora tenemos que buscar el lugar exacto en el reino de las tinieblas en donde con mayor garantía de éxito
podamos clavar una cuña que haga saltar en pedazos su poder. Este lugar es distinto en cada uno de los hombres.
Para muchos acaso se trate de decir la verdad. ¿Cómo se explica que uno no la diga? Por ejemplo, por temor. Se
ha cometido una falta y se ven venir ya las desagradables consecuencias. Entonces se cede: se miente. Otro caso:
se está ridiculizando una cosa; se hacen chistes sobre un individuo, sobre la religión o sobre cualquier otro tema.
Por ahí alguien hace una pregunta y uno en realidad debería responder conforme a su convicción, pero teme las
caras burlonas y reniega de sus convicciones. También la vanidad puede conducir a la mentira. Por ejemplo, uno
pretende ser alguien, en casa o entre los compañeros. Pero lo que en realidad es y sabe, no es suficiente para ello
pues los demás dicen que no es nada extraordinario; entonces agranda las cosas. Otro es envidioso y celoso, por
eso denigra a los que son más capaces y fuertes que él. O uno quiere sacar ventajas en el juego y por eso tergiversa
las cosas. Hasta la fidelidad puede llevar a la mentira. Un amigo padece una necesidad y uno se cree obligado a
ayudarle aún a costa de una mentira.
Tales mentiras pueden ser groseras, desfigurando totalmente la realidad. Así, por ejemplo, decir: "yo no fui",
en vez de "sí, fui yo", "lo he hecho todo", en lugar de "no he hecho absolutamente nada". También pueden ser más
sutiles, como cuando se dice: "he estado allí muchas veces" 10 debiendo decir tan sólo "algunas veces", "vendré
ciertamente", en vez de "acaso". Y pueden ser ligerísimas, como un suave céfiro, que corre rápido sobre el espejo
del agua. Pueden estar en el modo de decir una palabra, en el tono, en la expresión del rostro. En todos estos casos
han triunfado las tinieblas sobre la luz. En este punto hay que atacar.
Decir siempre la verdad; en lo grande y en lo chico. Así cada palabra será una victoria de la causa de Dios.
Esto no es cosa fácil. ¡De verdad! Cuando amenaza una humillación en la clase, cuando todos alrededor miran
a uno, cuando se espera una escena en casa o se quisiera eludir una discusión con los amigos; cuando vemos que
nuestras convicciones son contrarias a las de los demás, entonces se nota qué fuerza tiene el reino de las tinieblas.
Sensibilidad, temor, interés, cuidado, deferencia, amor, fidelidad: todo puede confabularse contra uno; todo lo
malo y todo lo bueno, hasta tal punto que se ahogue la verdad antes de llegar a los labios.
En el momento que logremos romper esa malla, habremos abierto para Nuestro Divino Señor una amplia
brecha por entre las filas de los enemigos. Habremos prestigiado la verdad. Y el Dios de la verdad podrá hacer su
entrada.
Pero hay algo más. La verdad es una espada que se esgrime por Dios. Puede llevar a cabo grandes hazañas,
pero también ser un instrumento de destrucción. El Señor dijo un día una sentencia muy significativa. Nos advirtió
que debemos ser "simples como las palomas y prudentes como las serpientes". ¿Qué quiso decirnos con esto?
Debemos ser "simples". Es decir, no falsos y dobles. Nuestra palabra debe ser sencilla y sincera. Hasta aquí es
fácil entender. Pero también exige que tenemos que ser "prudentes", lo cual no significa "ladinos" o "astutos".
¿Qué pues? Yo lo entiendo así: la palabra es algo fuerte, agudo... Cuando hablamos no se dirige nuestra palabra a
una pared fría o al duro suelo, sino a un viviente corazón humano. Allí puede producir diversos efectos. Puede
liberar, alentar, alegrar. Puede también herir y abatir. Por ejemplo, alguien tiene un amigo que cometió una falta.
Si uno ahora le manifiesta francamente a aquél lo que piensa sobre su amigo, ciertamente no es más que la pura
verdad. Pero ¿qué efecto produce?
El Señor dice: "Di la verdad, pero dila prudentemente. Atiende a quién la dices. Sé cuidadoso, para no herir a
nadie. Y cuanto más duro sea lo que has de decir, tanto más cauto has de ser".
Más aún: la verdad es algo precioso. Algunas verdades son particularmente delicadas y santas. Ciertas
personas son incapaces de comprenderlas. Al menos en ciertos momentos, como cuando están de juerga o airados.
O cuando están muchas personas juntas, por lo general no tienen comprensión para una verdad sutil porque la
masa vuelve fácilmente inculta a la gente. Una canción íntima no es apropiada a una marcha por la carretera. O
cuando todo desborda de alegría a nadie se le ocurrirá leer una profunda poesía. De la misma manera hay muchas
oportunidades en que una hermosa verdad está fuera de lugar. Por eso dice el Señor: "Di la verdad, pero dila en el
tiempo oportuno. No la digas cuando no tiene ningún objeto, cuando no sería comprendida, cuando con ella harías
más daño que provecho. También la verdad tiene su tiempo y su lugar. Hay ocasiones en que es preciso saber
callar".
Todo esto significa ser "prudente". Se ha de decir la verdad cuando es oportuno. Y si esto es así, no se puede
hablar al buen tuntún, sino que hay que ponerse en contacto —a través de los ojos y del alma— con aquél a quien
se habla. Hay que tender las antenas del espíritu, para palpar el ambiente y adivinar el efecto que producirán
nuestras palabras en el que las oiga. Hemos de saber advertir oportunamente si hieren. Si lo notamos, naturalmente
no debemos mentir —esto es claro—; pero nos esforzaremos para hablar con tal tino que el otro caiga en la cuenta
que llevamos las mejores intenciones. Entonces no le herirá la verdad. También debemos notar a tiempo cuando
una verdad valiente o una verdad sutil no halla comprensión o es totalmente inoportuna. Si lo notamos, no
debemos mentir, ciertamente, pero debemos callar. Todo esto es difícil pero se logra poniendo buena voluntad. Y
aquí tenemos que reflexionar un poco más profundamente sobre la veracidad. Mira, hay hombres que quieren la
verdad. Pero la usan como un garrote y no se preocupan del daño que pueden causar con él. Pero debemos
aprender a ser realmente veraces y a la vez delicados. Otros la exponen a cualquiera, juegan con ella y la arrojan
como una mercancía sin valor. Debemos decir siempre la verdad, pero también tenerla en gran estima. Y esto se
aprende queriendo el bien de ella. También puede ser de otra manera. A veces se llama a algo veracidad y, en el
fondo, no es más que afán de dominar, espíritu de contradicción, atropello. Cuántas veces se dice la verdad, sí;
pero entre ella y una bofetada no existe ninguna diferencia, únicamente que en un caso se hiere con la mano y, en
otro, con la palabra. Pero en ambos tenemos la misma dureza en los ojos y en el corazón. Otras veces se dice la
verdad, pero por pura vanidad. También con la veracidad puede uno vanagloriarse. Cuando uno quiere mostrar a
todos que no tiene miedo, que es todo un hombre. "Decir la verdad" puede convertirse en una especie de deporte.
Semejante veracidad no edifica, sino destruye. Procede de egoísmo, vanidad y violencia. Hiere y abate. Piensa
en tantas conversaciones donde se habló con "franqueza". ¿A veces no se asemejaban después los corazones a un
campo de batalla: llenos de heridas, amargura y destrucción?
Ahora bien, esto no quiere decir que uno tenga qué ser blando y tener miedo a enfrentamientos. De ninguna
manera. Una lucha con las blancas armas del espíritu es estupenda. Lo que hay que decir, se dice por duro que sea;
esto es claro. Y si alguno no puede aguantar la verdad, no se le puede ayudar. Pero también es bueno examinarnos
a nosotros mismos para ver si nuestras expresiones proceden realmente de "la verdad". Debemos decir la verdad
11 amor". Entonces lograremos también no deshonrar
pero "con prudencia", que en este caso equivale a decirla "con
la verdad. ¿No has sentido a veces la impresión de que una verdad delicada, sublime, es arrojada a un lodazal? Es
que fue dicha a destiempo, en ocasión no propicia. Muchos llaman a esto "ser franco", y en realidad no es más que
un zamarreo de cosas serias e íntimas que deben mantenerse dentro o hablarse muy raras veces y en ocasiones
especiales. Algunos piensan que tienen que decir a toda costa esto o aquello, porque la veracidad lo exige. Pero en
realidad no es más que un charlatanear imprudente que simplemente no puede contenerse. Repito que todo esto no
quiere decir que debamos ser temerosos. Lo que haya que decir se dice, le caiga bien o mal al interlocutor. Y hay
que estar también preparado para aceptar las consecuencias. Pero es bueno analizar si lo que decimos tiene su raíz
"en la verdad". La verdad debe ser dicha; pero con prudencia, que ahora significa decirla "con respeto".
Quizá tengas la impresión de que aquí siempre se dice: "así y también así. Por un lado y por otro". Quizá
preferirías que se dijera: di la verdad contra viento y marea, dila sin consideración, a cualquiera, en cualquier lugar
y a toda costa. Cierto, esto sería más fácil. Incluso tendría visos de más grandioso y decidido. Y tampoco se
necesita esforzar mucho la inteligencia y el corazón. Pero piensa simplemente en las consecuencias que esto
reportaría. Enseguida verás que no puede ser. Esto es justamente lo difícil: que no se puede separar la verdad del
amor.
Dios no es solamente la verdad, sino también el amor. Y sólo mora en la verdad que brota del amor. Y Dios no
es solamente la verdad, sino también el respeto vivo en persona. Y El se alegra únicamente de la verdad que está
unida al respeto.
Esa falsa veracidad no tiene consistencia y se derrumba el día menos pensado. Solamente tiene consistencia la
que brota de una intención pura y se esfuerza por permanecer en el amor a los demás y en el respeto a la nobleza
de la verdad misma.
Tratemos, pues, de ser incondicionalmente veraces teniendo al mismo tiempo consideración por el prójimo.
Ser incondicionalmente veraces, pero saber también cuándo es hora y oportunidad de hablar y cuándo no. Con tal
veracidad construiremos el reino de Dios.
¿Y no podremos encontrar algún medio para esto, para que el cuerpo también coopere? El cuerpo puede
mucho; tanto para el bien como para el mal.
Te daré un consejo: en la conversación mira al interlocutor en los ojos. ¿Por qué esto? Ante todo porque así
tendemos un puente entre él y nosotros. Esta mirada franca está diciendo: debes ver que no se oculta ninguna
segunda intención detrás de mis palabras, y yo quiero saber esto mismo de Ti. Ambos queremos saber a qué
atenernos el uno respecto al otro. El que miente evita la mirada del otro, si es que no ha perdido ya toda la
vergüenza. Teme que el otro pueda leer en sus ojos que se encubra algo detrás de sus palabras. El mirarse siempre
abiertamente a los ojos es una expresión viva de la voluntad incondicional de ser sincero.
Además, de esta manera entramos en estrecho contacto con quién hablamos, pues observamos el efecto que
nuestras palabras van produciendo. Vemos cuándo hemos ido demasiado lejos y podemos subsanarlo. Notamos
cuándo nuestras palabras no han encontrado un suelo propicio y podemos callar.
Tampoco esto resulta sencillo. Puede uno ser sincero de corazón y, sin embargo, no poder mirar al interlocutor
firmemente en los ojos. Esta firmeza es en gran parte cosa de los nervios. Por eso debemos ejercitarnos. No como
un deporte puramente corporal, sino para ayudar a la voluntad en sus deseos de ser sincera.
¿Y sabes dónde se aprenden cosas respecto a la veracidad de la palabra que no se descubren en ninguna otra
parte? En el silencio y la soledad. Las palabras tienen una fuerza propia. Una vez sueltas, empiezan a rodar por sí
solas como las piedras por la pendiente. Las palabras encierran una gran tentación. Aquel a quien ellas llegan a
dominar, se torna mentiroso sin saber cómo. Entonces se dicen las palabras por las palabras mismas; por lo que en
ellas brilla y suena, traicionando de este modo la realidad. En cambio, si sabemos vivir en silencio, las palabras
pierden ese poder y nos situamos frente a la cosa. Ella nos habla, la oímos y notamos si la hemos servido o hemos
jugado con ella.
Quizás hayas hecho ya esta experiencia. En el colegio ha habido una discusión. Se formó un grupo; te
entusiasmaste y echaste a discursear; las palabras fluían incontenibles y sonaban poderosas y magníficas; estabas
como arrebatado. Un par de días más tarde pensaste en silencio sobre aquello. De pronto se te abrieron los ojos.
Caíste en la cuenta de cuán vacías eran esas palabras. ¡Palabrería teatral! Sentiste cuán injustas fueron con los
demás, cómo revelaron cosas demasiado preciosas para esa ocasión. ¡Oh, en esos momentos puede presentarse
todo esto tan claro, tan dolorosamente claro que se nos arde el alma de vergüenza e ira!
La otra fuerza que nos lleva a la mentira es la proximidad de los hombres. Junto a ellos es donde se despierta la
vanidad, la envidia, el interés, el egoísmo, todo lo malo que arrastra a la mentira. En la soledad, en cambio, todo
esto se desprende y nos quedamos desnudos ante Dios y nuestra conciencia. Entonces nos sentimos libres y vemos
claro.
Estamos, por ejemplo, en un grupo y se cuenta una cosa cualquiera. ¡Qué fuerte la tentación de deformar la
verdad para hacer un chiste con el único fin de provocar la risa de los demás! ¡O de fanfarronear para que los
demás nos admiren! Al encontrarse uno después solo, desaparece por completo el hechizo. Se lleva uno las manos
a la cabeza: "¿Cómo pudiste hablar así? ¡Por una risa, por una mirada de admiración...!"
12 no digamos nada de que no nos sintamos seguros.
Aprendamos, pues, el arte de callar. Ya en la conversación
A veces incluso conviene callar, por más seguridad que se tenga; y en vez de hablar, escuchar y pensar.
Vayamos algunas veces a la soledad, lejos de los hombres. Solos en un viaje; solos en nuestro cuarto; solos en
una iglesia y permanezcamos allí en un verdadero silencio. Existe también un parloteo interior. Aún éste debe
callar: solo ante Dios y mi conciencia. Y ahora reflexionemos sobre algo importante. Pero dejemos que la cosa
hable. Esto significa: contemplarla, abrirle nuestro corazón, tratar de entenderla verdaderamente. Esto torna
nuestra palabra, cuando tenemos que hablar, más plena y verdadera.
O si hemos tenido alguna conversación, pregunté- monos en la soledad: ¿Señor, cómo fue? ¿He hablado para
Ti o para mí? ¿He dicho la verdad o no? ¿La he dicho con respeto o amor? Así aprendemos en la soledad a estar
con los hombres como es debido. Y el silencio nos enseñará a hablar bien.
Por la noche preguntémonos otra vez: ¿cómo me he conducido hoy, esta mañana en la clase, en las
conversaciones, en casa? Seamos severos con nosotros mismos, pero sin angustiarnos. Si tienes tendencia de
escrúpulos deja el examen de la noche. Si no la tienes, examínate atentamente: ¿He luchado por el reino de Dios?
¿He contribuido a que crezca su reino o he abandonado mi puesto de lucha? ¿He dicho la verdad con amor o la he
dicho sin consideración alguna? ¿La he dicho con respecto o la he desperdiciado a destiempo? ¿He trabajado por
la verdad o he contribuido al escándalo, la disensión, la violación? Da cuenta de todo a Dios y pídele fuerza para
hacer mejor las cosas al día siguiente. Y antes de dormir hunde profundamente en el alma un pensamiento creador:
mañana seré todo el día veraz... mañana tendré limpia la mirada... la palabra franca y serena... seré prudente,
considerado, pero firme... Esta será mi conducta de mañana.
Para reflexionar: ¿qué harías si vieses a un amigo en necesidad y se te ocurriese que podías solucionar sus
cosas con una mentira? —La mentira junto a la cama del enfermo. —Las mentiras de cortesía. —Los modos de
hablar del ambiente que nos rodea. —Cuando uno siente antipatía hacia alguien. —Prudencia y astucia. —
Consideración y respeto humano. —Consideración y falta de confianza en sí mismo. —En la conversación: lucha
recia y alegre y caballerosidad con el adversario. —¿Cuándo hay que decir a uno lo que se piensa de él? —El
callar paciente. —Callar por amor. —Callar por humildad. —Hablar implica actuar.

13
CARTA TERCERA

Sobre el dar y el recibir; el hogar y la hospitalidad

Hoy quisiera hablar de la comunidad, y precisamente de algo que pertenece a su esencia más íntima: el dar y el
recibir. Cierto que aún no es lo más profundo en la comunidad. Pero quien ha experimentado un poquito "cuán
feliz es dar" —y lo mismo el auténtico recibir— siente cómo se le enciende el corazón cuando se habla de ello.
Quisiera decir grandes y bellas cosas, pero al intentarlo advierte de pronto que todo lo que puede decir es pura
trivialidad, cosas muy evidentes. Pero lo evidente es precisamente lo más grande y lo más difícil en la vida.
¡Hay tanto que podemos dar! Cosas, libros, cuadros; una ayuda, un buen consejo, una palabra amable, una
alegría, un favor... Si uno no tiene ninguna cosa que dar quizá podrá ayudar con su acción. Si tampoco esto lo
puede hacer, entonces tendrá un consejo atinado o una palabra de aliento. Y lo mejor que podemos dar viene
directamente del corazón y va allí: la oración. Es el maravilloso poder oculto al cual fue hecha la gran promesa:
"Todo cuanto pidáis en mi nombre, creed que se os dará, y lo recibiréis". Hay un momento especial en que somos
como los dueños y señores de los tesoros de Dios: la sagrada Comunión. No sólo para nosotros sino también para
los demás. Es el sacramento de la Comunidad. En él somos uno con Dios y con todos los otros. Llevamos la gracia
de Cristo a nuestros hogares, y cuando salimos al encuentro de nuestros familiares con amor, esa gracia se vierte
en nuestras palabras y acciones sobre ellos. La llevamos a nuestros amigos, a nuestros compañeros de trabajo.
Actúa en cada palabra que decimos.
Y finalmente: ¿hemos pensado alguna vez que hasta todo lo que nos oprime —contrariedad, dolor, preocu-
pación, indigencia— podemos transformarlo en don para los demás? Si soportamos todo eso valerosamente
ofreciéndolo al Señor por todos y por todo lo que nos preocupa, entonces tendrá parte en el poder de la Cruz y
ayuda donde ya no puede ayudar otra cosa.
Cosas profundas son éstas. Medítalas una y otra vez, ya que no es fácil hablar de ellas. Puede suceder
ciertamente que uno se sienta del todo pobre; que no tenga nada que dar, ni exteriormente ni tampoco quizá
interiormente. No encuentra palabras para expresarse, se siente pobre en el alma e inútil. Pero acaso precisamente
él esté llamado a la entrega más pura. "Bienaventurados los pobres de espíritu" ha dicho el Señor. Únicamente
aprende el verdadero dar quien ha experimentado la propia pobreza. Entonces es "de él el reino de los cielos"; se
vuelve humilde, desinteresado y aprende a dar "desde el reino de los cielos", de Dios. Si éste es tu caso, ten
paciencia, espera. Dios llevará a ti a la persona que te necesita.
Y cuando uno da, hay que dar lo bueno, no lo de poco valor. Son cosas éstas que caen por su propio peso; y si
ya sabes dar pensarás que no es necesario decirlas. Pero acaso no se te hayan ocurrido todavía, y tienen tanta
importancia…
Si queremos dar algo, que sea la mejor manzana, el libro más bello, las mejores horas, el primer lugar en la
oración. ¡Queremos dar algo precioso, no desechos! Para ello hay que ensanchar el corazón. Creo que fue San
Bernardo quien dijo esta admirable sentencia: "la medida de un alma es la grandeza de su amor". Será tan grande
como lo sea su amor. Y esta medida la experimentamos siempre que tenemos algo precioso en nuestras manos y,
como sopesándolo, nos preguntamos: "¿lo doy?". El valor de una cosa se aprecia especialmente cuando nos
tenemos que desprender de ella. Es entonces cuando el alma grande tiene mucho amor y dice: "es bello lo que
tengo, precisamente por eso quiero darlo".
Son tantos los que aguardan nuestros dones, frecuentemente sin saberlo: padres, hermanos, todos aquéllos con
quienes la vida nos relaciona, y hoy particularmente los muchos que han empobrecido y ni siquiera poseen lo
imprescindible para vivir.
Y no solamente los allegados esperan nuestra generosidad, no sólo aquéllos que nos son simpáticos, sino
también los que nos gustan menos, también los que son extraños o quizá incluso nos repugnan. ¡Miserable ge-
nerosidad la que sólo se despierta cuando alguien la quiere! "Eso también lo hacen los paganos", ha dicho el Señor.
¡Pero saber dar! Lo más valioso del don es el modo como se da. Según este criterio un encuentro puede ser un
14
recibir con alegría o un despedir al otro, un honor o una humillación, una acogida cordial o un rechazo, una cosa
adusta y forzada o algo elevado y alegre.
Así pues, dar con gusto. "El dador alegre es amado por Dios", dice la Escritura. Rápido, sin hacerse rogar. Más
aún, la mejor manera es no esperar siquiera el pedido, sino adelantarse y ver, acercarse y preguntar dónde hay una
necesidad. No por obligación, sino con libertad, con una pura generosidad. Ser "generoso". Medita esta palabra en
tu corazón y observa qué soberana belleza encierra.
Y otra cosa más: si hemos dado una cosa, no debemos volver a tomarla. Eso no se hace. Cierto que nadie dará
una cosa diciendo: "devuélvemela". Pero hay muchas maneras de volver a tomar lo que se ha dado. Si uno, por
ejemplo, en un arranque de generosidad ha dado una cosa, pero luego se arrepiente y se vuelve disgustado con el
otro, entonces ha retirado lo dado. O da a entender cuán valioso ha sido el obsequio, y echa de menos la cosa,
entonces es como si extendiera la mano para recogerla de nuevo. Más aún, el solo arrepentimiento de haber dado
algo, ¿en el fondo acaso no significa haberlo quitado?
Consecuencia: cuando demos, que sea totalmente y para siempre. Muchas veces experimentamos sólo más
tarde cuán valioso era el obsequio. En este caso debemos mantenernos firmes con respecto a lo hecho. Más aún,
debemos completar el don en la pureza del corazón.
¿Y cuál es el alma de la generosidad? El amor. Ese amor que procede de Dios. Somos hijos de Dios, hermanos
y hermanas de Cristo. El Padre de los cielos nos regala con abundancia. De El "proceden toda dádiva y todo don
perfecto, del Padre de las luces". Lee la parábola de nuestro Divino Maestro sobre los lirios del campo y los
pájaros del cielo, y lo que dice el Sermón de la Montaña. El Padre da a todos de su divina liberalidad. Nosotros
recibimos de El y lo recibido lo pasamos a otros. Así se verá si hemos comprendido su voluntad. Nosotros
pedimos: "el pan de cada día dánosle hoy". Pedimos para "nosotros", no para "mí". Y El lo da para "nosotros".
Cada uno, pues, recibe no para acaparar ansioso, sino para repartir entre los hermanos. Esta es la santa hermandad
de los hijos de Dios.
Quien tiene estos sentimientos dice: "en todo lo mío, tú debes tener parte", no por derecho sino por amor.
Quien piensa así, instintivamente siente con el hermano, sin necesidad de grandes consideraciones. No aguanta
hallarse él satisfecho estando los demás hambrientos, le oprimen sus riquezas estando los demás en la miseria.
Esto es hermandad, que se torna tanto más profunda y acendrada cuanto más pura es nuestra voluntad y alegre
nuestro dar.
Pero para que pueda ser así tenemos que liberarnos. Únicamente el hombre libre puede dar bien. La Sagrada
Escritura habla de "la libertad de los hijos de Dios". Esto quiere decir que no somos esclavos de las cosas, sino sus
señores. Si uno depende de tal manera de un libro que no puede darlo, no pertenece el libro a él sino él al libro; si
no puede desprenderse de su manzana o de su chocolate, es su esclavo. Los hijos de Dios deben ser señores de las
cosas, han de poder disponer de ellas con libertad.
"Ser pobres" significa también "poseer como si no poseyésemos". Y una prueba de este grado de pobreza es el
dar. Con un corazón alegre solamente puede dar el que es libre, señor de las cosas. Y viceversa, no hay mejor
manera de liberarse de las cosas que dar con un corazón generoso. Cada don nos ayuda a hacernos libres y cuanto
más libres seamos, más puro será nuestro don. En el fondo sabemos con toda certeza que lo que se da con amor no
se pierde para el que da. Es algo que sentimos vivamente: dar no es perder, porque el amor conserva. Si es un ser
humano quien tiene la cosa dada por mí en auténtica libertad, ¿no la tengo yo también en el sentido más profundo?
¿Qué significa sino vivir en comunidad? Pero tiene que haber sido dada con verdadero amor. Amor que no es un
mero sentimiento, sino real desinterés. Amor que significa conducirnos en nuestros pensamientos y nuestras
acciones con los demás "como con nosotros mismos".
El amor no sólo conserva, también transfigura. Lo dado en amor se convierte en gloria de Dios. Cuando uno da
en amor, algo terrenal y efímero se convierte en celestial y eterno. Una cosa insignificante es transformada en
esplendor, y una plenitud totalmente nueva nace allí. ¿Recuerdas el dicho del Señor que "debemos acumular
tesoros en el cielo"? Allí, en Dios, el don pertenece al que dio y al que lo recibió. Y crea entre ambos una
hermandad inefable.
Esto es lo que constituye el alma más profunda del dar. Y de ahí procede también su modo apropiado. Pienso
que la mejor manera de dar es aquélla que es completamente natural. Mientras le parezca a uno algo especial, no
está del todo bien. El dar es tan sólo verdaderamente hermoso cuando se ha convertido en algo natural para
alguien, cuando ya no le parece nada especial. Es la inspiración y expiración de una comunidad viva. No está, por
tanto, la cosa en "dar y en recibir grandes favores". ¿Qué ha hecho de grande el que ha dado algo? No ha hecho
más que pasar a otro un pequeño destello de la luz que el Sol de Dios vierte sobre él a raudales cada día, ha tenido
una satisfacción. Por lo mismo no es lícito exigir agradecimiento. El Señor ha dicho que "dar es una dicha".
¿Querrás exigir gratitud porque has tenido ocasión de ser dichoso?
El que piensa y obra así, facilita la tarea de recibir. Tarea frecuentemente más difícil que la de dar. No hablo de
la gente burda que se fija tan sólo en lo que recibe, ya que para éstos el recibir no es difícil. Me refiero a los que
tienen honor y delicados sentimientos. Para éstos el recibir es con frecuencia muy duro. Porque cuando se da,
parece como si se estuviese diciendo: "Yo tengo y tú no tienes; yo soy más rico que tú, más fuerte, tú necesitas de
mí": esto puede ser muy amargo. El verdadero arte de dar,15 en cambio, consiste en que desaparezca esta amargura,
en hacer que el obsequiado no tenga otro sentimiento que este: "¡Qué bien que todo haya ocurrido así. Que esta
persona haya venido y me haya ayudado cuando estaba necesitado!".
Perfecto sería el don si el que recibe no notara en absoluto que se le da. Que pudiera recibir como nosotros
cada día de manos de Dios la luz, el calor, los latidos del corazón y todo cuanto vive en nosotros y en los hombres
que nos rodean. "En Dios vivimos, nos movemos y somos", y no lo notamos. Así es la delicadeza infinita de Dios,
su suprema liberalidad. De ella tenemos que aprender. Pero, ¿cómo? Mucho no se puede decir. Hay que
adquirirlo. Hay que compenetrarse con el pensamiento de que yo no soy importante aquí. Que el otro me
comprenda, que me lo agradezca, que me tenga por un amigo que lo ayuda, eso es completamente secundario.
Sólo interesa que el otro sea ayudado y renazca en su alma la alegría.
Es necesario asir el corazón con mano firme y arrancar de raíz todas las malas hierbas de vanidad, de
presuntuosidad, de egoísmo que pululan adentro; no desear otra cosa que permanecer lealmente a disposición de
los demás. El tiempo se encarga del resto. Tenemos que abrir los ojos y observar dónde falta algo. Estar alerta y
adelantarnos a un pedido. Dar con gusto y arrancar del corazón hasta el último resto de fastidio, resistencia o
mezquindad, que pudieran poner una nota de amargura en el don. Mostrar al obsequiado que nos brinda una
ocasión de alegría al dejarnos que le ayudemos. Dar con delicadeza. Incluso pedir si podemos ayudar.
También podrá ser útil preguntarnos: si fuese yo el que recibe, ¿cómo me sentiría que me dijesen lo que yo
acabo de decir? ¿Cómo, si me tratase así? ¿Qué trato desearía yo en un caso semejante?
Entonces se hace más fácil el recibir. A veces es difícil, sobre todo cuando se advierte que el otro no da con
gusto o que necesita la cosa para sí mismo. Y si alguien es muy sensible u orgulloso, le puede resultar muy duro
recibir. Pero hay que aprenderlo. Tener comunidad significa saber recibir también. Somos altivos, no queremos
dejarnos ayudar; sensibles, nos sentimos humillados por un don; orgullosos, no podemos pedir. Queremos ser
independientes y no comprometernos.
Mientras las cosas marchen así, no hay comunidad. Recibir y dar son un puente entre los hombres. Pero este
puente descansa sobre dos pilares de los cuales uno se llama "recibir". Si no hay nadie que sepa recibir
debidamente se hunde el puente.
En consecuencia, debemos aprender a pedir con toda sencillez cuando necesitamos alguna cosa. Recibir con un
corazón abierto, alegrarnos y agradecer sinceramente. El recto recibir es también una acción, incluso una acción
elevada. Hace que pueda verificarse el verdadero dar. Tiene tanta parte en la obra comunitaria de los hijos de Dios
como el dar. El verdadero recibir también es amor y contribuye a levantar el puente santo. El que comprende esto
ya no se avergüenza; vuelve a casa con este sentimiento: "me alegra el que haya hombres que sepan dar de esta
manera".
Una particular y preciosa manera de aquella comunidad que se establece sobre la base del don es la hos-
pitalidad. ¿Qué significa recibir a uno como huésped? Significa que alguien está "fuera" y se le recibe "dentro", en
la propia "casa". Este "fuera" y este "dentro" pueden tomarse al pie de la letra; así ocurre cuando uno no tiene
casa, está de camino o de visita y se le recibe como huésped. Entra en nuestra casa, en nuestro cuarto de estar y
está con nosotros adentro. Entonces verdadera hospitalidad significa hacer que el huésped se sienta como en su
propia casa. Ha de recibir todo lo que necesita: comida, bebida y demás cuidados, y todo bien preparado, limpio y
abundante, en la medida que se pueda.
Pero esto no es todo. Se puede abrir a alguien la puerta y hacerlo entrar y sin embargo, él tiene la sensación de
haberse quedado afuera. Su cuerpo pudo entrar pero su alma no. Debe ser recibido también espiritualmente. Y esto
se logra cuando se le brinda un recibimiento cálido.
Con el huésped entra Dios. Así lo ha dicho el Señor: "era forastero y me acogisteis". Hemos olvidado esta
verdad. Antes se sabía más de ella. Cuando aún no había ferrocarril ni autos, cuando cada uno dependía más del
otro entonces sentían vitalmente los hombres que el huésped era algo sagrado, y sagrado el derecho de
hospitalidad. Ahora sólo se sabe de "visitas", en que la gente se entretiene y se aburre. De lo que encierra en el
fondo la hospitalidad se sabe ya muy poco. Los hombres se sienten extraños unos a otros, cada uno tiene que ver
cómo se las arregla él solo.
Pero la juventud sabe que forma una comunidad. El caminar —la excursión— ha liberado al hombre del hotel,
de las comodidades de los modernos establecimientos. Los mismos propósitos unen. Y, sobre todo, las
necesidades de nuestros días convocan. De nuevo el hombre tiende su mano al hombre. Tenemos que resucitar la
antigua hospitalidad, el sagrado derecho a ella y el sagrado deber de ofrecerla; entonces veremos cuan bella y
profunda es. "Recibe al huésped como al mismo Cristo", ha dicho San Benito. De nuevo deben abrirse los
corazones a este mandato.
Al huésped no lo debemos recibir con sentimentalismo, sino con voluntad y disposición sinceras, sencilla y
amablemente. Le damos cuanto tenemos: comida y habitación, una palabra amiga y todo lo que necesite. Y cuanto
más natural y sencillamente, tanto mejor. El debe sentirse como en su casa. No debemos importunarlo pero
tampoco abandonarlo cuando necesita de nosotros y de nuestra ayuda. A una visita no se la lleva de acá para allá a
ver todo lo digno de verse; tiene que sentirse libre. Por otro lado tampoco la vamos a dejar sola cuando notamos
que gusta de compañía. Pero aquí cada cual puede seguir sus 16propias reflexiones.
Todo esto se le ocurre a uno en primer lugar cuando se habla de la hospitalidad.
Existe todavía otra manera de acoger "dentro" al que está "fuera". Un saludo amistoso es ya una acogida de ese
estilo, por más que sea breve; es un fugaz entrar y salir, pero que reconforta. También lo es un diálogo. La puerta
por donde entra el huésped es saber escucharle y comprenderle. Se siente un momento como en casa y marcha
renovado. Con esta hospitalidad puede suceder también que el que ha entrado ya no necesite salir, sino que pueda
quedarse hallando para siempre un hogar, en la confianza y la fidelidad.
Todo esto es hermoso y un símbolo de algo sublime.
El valor de la hospitalidad únicamente lo conoce el que viene de afuera, el forastero. Se siente bien cuando
bondadosos y hospitalarios corazones le crean un hogar.
¿Pero acaso no somos todos peregrinos? Al menos los que nunca se sienten bastante satisfechos, en quienes
vive el anhelo de lejanías eternas que los impulsa afuera, siempre adelante, a través de oscuros bosques y
profundas gargantas, hasta las cumbres; hacia arriba, hacia las eternas cumbres donde mora Dios, en el silencio y
resplandor infinito. ¿No somos nosotros los peregrinos, los que no tenemos morada permanente sobre la tierra?
He aquí el más profundo sentido de toda hospitalidad: que un hombre ofrezca a otro un alto reconfortante en la
gran peregrinación hacia la Mansión Eterna. Brindarle un albergue para el alma, descanso, fuerza y la confianza
de que somos compañeros de camino y hacemos el mismo viaje. Toda hospitalidad es buena si en ella vive algo de
esa hospitalidad del alma.
Pero para ejercer la hospitalidad debemos ir a buscar al que está afuera y poder brindarle un hogar. Para ello,
primero, hay que tenerlo; luego, podremos decir "¡entra!" ¿Pero qué se requiere para tener un hogar?
Primero algunas cosas externas: que el vestíbulo y el cuarto estén limpios y cada cosa en su lugar, que haya
aire puro en toda la casa y que entre mucha luz. Debe reinar la tranquilidad, a pesar del trabajo diligente. Nada de
peleas, gritos y golpear puertas. Debe llenarla la calma, aunque cada uno se dedique a sus tareas. Nada de correr,
prisas y andar de un lado para el otro. Debe haber también algo en la habitación que la haga alegre. ¿Recuerdas lo
que dijimos en la carta sobre la alegría del corazón? Un bello cuadro en la pared; un mantel de colores agradables
sobre la mesa; un ramo de flores perfumadas, una planta florida en la ventana... Los que reciben al huésped que
estén bien vestidos, lo cual no significa precisamente engalanados. Tranquilamente puede uno llevar en la ropa un
buen remiendo, o varios. Y si alguien acaba de fregar, se le nota, por supuesto. Y está bien que el huésped vea eso.
Se alegrará, porque se dará cuenta de que en esta casa no se hacen ceremonias, y que él forma realmente parte de
la familia. Esto es natural y por eso es bello. Ahora bien, que no se note en nuestra ropa ninguna negligencia. Toda
la persona debe estar aseada y no llevar más polvo que el que proviene del trabajo. Pero terminado el trabajo,
sentado con los demás a la mesa o en el recibidor, ya no rima con el conjunto un vestido empolvado.
Cierto que más importante que todo esto es el aspecto amable. Una voz bondadosa, de la que Shakespeare
decía que es "algo encantador en las mujeres"; un saludo cordial; una pregunta comunicativa. Existiendo todo esto,
la más mísera alcoba se torna íntima y agradable.
Este aspecto de la hospitalidad es muy propio del elemento femenino. La mujer es la que crea el hogar, la que
da aliento a la vida retirada, silenciosa y cálida; a ella le compete hacer que el huésped se sienta tranquilo y a
gusto; que, a pesar de todos los quehaceres, reine en casa la paz; ella es la que tiene que estar en todo, verlo todo y
evitar no obstante toda prisa, toda inquietud. Por más trabajo que tenga debe encontrar tiempo para sentarse un
rato junto al huésped y hablar con él o simplemente —y esto es mucho más difícil— para callar. ¿Conoces la
profunda frase de Brentano "...y un silencio hay en ti que se escucha con el alma"? En este callar, el huésped
descansa saludablemente su alma.
Pero esto no es una cosa fácil, sino la obra maestra de la hospitalidad. La mujer tiene que crear ese ambiente de
intimidad hogareña en que se siente bien el que viene de afuera. Ella debe adivinar si el huésped está cansado, "en
dónde le aprieta el zapato", si le resultaría más agradable estar sólo o acompañado, si le gusta ser interrogado o
escuchado en silencio, si prefiere tener él la llave de casa e ir sólo o acompañado. Tiene que pensar en todo,
también en que el huésped no debe tener nunca la impresión de molestar o que su presencia trastorna el orden de
la casa, porque entonces dejaría de sentirse cómodo.
Esto es algo grande, ¿no es verdad? ¿Y cómo se aprende? Siendo hospitalario y desprendido de veras. La
bondad sincera: he ahí el alma de la hospitalidad. Verdaderamente hospitalario sólo puede ser quien está libre para
el huésped. ¿Y libre de qué? De sí mismo. Cuando uno se alegra de tener un huésped porque le gusta oír noticias,
entonces seguro que va a fastidiar. Cuando es uno mismo el que gusta de estar entretenido, no nota si el huésped
está cansado. Si uno quiere "mostrar" sus cosas: cuadros, libros, enseres, habitaciones, vajilla, provisiones, el
huésped se siente sofocado y respira cuando puede escaparse de esa ostentación. Si uno quiere deleitarse con su
propio altruismo y se acerca a cada momento para traer algo o para hacer preguntas, el huésped se siente tratado
como un niño y asfixiado.
Es, pues, necesario estar desprendido de sí mismo; no buscar el entretenimiento, la ostentación, el darse
importancia; no ser curiosos ni cargosos. Hay que estar libres para el huésped: no querer sinceramente nada más
17 Si abrimos los ojos y oídos del corazón y estamos
que lo que le viene a él bien y del modo como a él le agrada.
atentos, entonces entenderemos pronto lo que hay que hacer o dejar de hacer. Si dejamos de pensar siempre en
nosotros, se hace en nuestra alma un lugar para el huésped: podemos atenderlo, escucharlo, pensar en él,
comprenderlo, etc. Y si uno mismo tiene alguna pena o dolores corporales, entonceá ¡ánimo y poner cara alegre!
Esto no es hipocresía. Un dolor valerosamente silenciado está detrás de la amabilidad y la hace más profunda
todavía.
Comprenderás que quedarían aún muchas cosas por decir. Pero sigue reflexionando tú mismo.
Todo esto tiene todavía un segundo aspecto: ¿cómo tiene que comportarse el huésped para que se dé una
verdadera hospitalidad? Así como no se logra un perfecto dar sin un buen recibir, así tampoco una auténtica
hospitalidad sin una correcta actitud por parte del huésped. Ser un buen huésped significa mostrarse contento con
lo que a uno le dan: supone saber alegrarse, tener ojos para ver y sentimientos para apreciar lo que hace el que nos
acoge. Supone también tacto, un tacto que sabe lo que conviene y lo que no; que siente cuándo se es molesto,
cuándo el que nos hospeda tiene que hacer o que ausentarse; cuándo hay que venir y cuándo marchar; qué hay que
decir y qué callar; saber también cuántas veces se puede ir a ver al otro. Porque en primer lugar cada uno está en
su casa para sí mismo, y a más de uno le ha sido trastornada su vida propia por otras personas que han venido,
exigido, aceptado sin reparar en que la hospitalidad también tiene sus límites, porque de lo contrario se transforma
en una carga y en algo destructivo.
Ahora pon en claro los puntos principales que habría que tener presente: respecto del dar y recibir; de la
hospitalidad exterior e interior; de lo dicho contra la mezquindad, la avaricia, el mal humor, la susceptibilidad, el
orgullo; del saludo y de la atención, o lo que sea. Piensa también sobre lo que dijimos acerca del exterior y del
hogar. Dispongamos nuestro cuarto de tal manera que resulte un verdadero hogar: limpio, alegre, ordenado, por
más humilde que sea. Mantengámonos de tal manera que podamos recibir en cualquier momento a un huésped:
limpios y amables.
No te olvides por la noche de examinar si te has mantenido fiel a ti mismo; y por la mañana renueva tu
decisión.
Y antes de dormir repite estos pensamientos: "Una de nuestras más preciosas virtudes es el dar... el recibir.... la
hospitalidad... Es una cosa bella... Mañana la practicaré... y con alegría... con un corazón radiante..."
PARA REFLEXIONAR: Qué hacer si tenemos que denegar un pedido.- Si uno no quiere que se le ayude.-
Cuando se pide en vano.- Liberalidad y prodigalidad.- ¿Cuándo no se debe dar?.- Espíritu ahorrativo- Avaricia.-
Previsión.- Confianza y abandono.- Las perniciosas consecuencias de un dar inconsiderado.-
Abandonarse a los demás.- "Agradecer" y "pagar". Hacer cumplidos.- Impertinencia.- Tacto.- Cómo se re
tribuye la hospitalidad.- ¡Demasiadas veces! ¡Demasiado tiempo!- El arte de marcharse a debido tiempo. Portarse
y marcharse de tal manera que el que hospeda, se complazca en que volvamos...

18
CARTA CUARTA

Sobre la seriedad en la acción

Cuando el joyero quiere probar una joya, la roza contra una piedra y en el roce conoce su valor. ¿Cuál es la
piedra de toque para conocer el valor de un alto ideal?
Alguien se encuentra junto al fuego. Las llamas se alzan chisporroteantes; el grupo rodea al fuego tomados de
la mano y sintiendo cómo el alma se eleva con las llamas. Decir entonces "quiero superarme", es algo magnífico;
puede convertirse en el principio de una nueva vida. Y digo "puede" porque en sí y por sí este entusiasmo no
constituye aún una garantía de que se van a tomar las cosas en serio. Esto se decide cuando el joven regrese a su
casa y vuelva a vivir con sus padres y hermanos; cuando se encuentre otra vez en la escuela con sus amigos y
compañeros; cuando, en suma, se reduzca a lo cotidiano de la vida. Puede suceder que continúe siendo el mismo
que antes: rezongón, descontento, intratable, desganado en el trabajo... En tal caso era un entusiasmo vacío. Pero si
se domina y se esfuerza por conducirse amablemente con sus padres y hermanos y los demás que viven en la casa;
si supera su mal humor, si en la clase es buen compañero con los demás, entonces ya se ha puesto a prueba su
entusiasmo.
O pensemos que se lee en una reunión algún bello pasaje de un libro; por ejemplo, sobre la nueva humanidad.
El corazón se entusiasma y se decide: "¡quiero!" No se sabe por de pronto si esta decisión es auténtica.
Si uno sigue con los mismos defectos que antes —cizañero, criticón, iracundo, flojo, negligente— entonces
todo era humo de paja. En cambio, si es el comienzo de una recia lucha con el corazón contra todo lo malo; si uno
combate la mentira y la pereza como sus peores enemigos todos los días, entonces el fervor era auténtico.
La autenticidad de un alto ideal y del entusiasmo no se nota en las horas solemnes sino en la vida cotidiana. El
compromiso que uno asume no se lo descubre en las grandes decisiones, sino en las pequeñas tareas de cada día.
Comprometerse, abordar la realidad con elevados pensamientos significa impregnar de este espíritu la vida diaria,
las mil pequeñas ocasiones del día.
Tenemos elevados objetivos. Quisiéramos hacer mejor a todo el mundo: los hombres tienen que ser más puros,
más nobles y alegres; deben poseer mejores alegrías que hasta ahora, su vida social debe tornarse más bella, su
trabajo más humano. Hay mil cosas que quisiéramos cambiar, a veces de raíz. Hablamos frecuentemente de ello,
creando en nuestra fantasía un espléndido cuadro de la humanidad renovada. En él se ha vencido al mal por virtud
de Dios y de la propia voluntad y el hombre se ha convertido en auténtico hijo de Dios. Con una gran convicción
se ha afirmado que esto tiene que ser así... y mientras tanto había en casa sobre la mesa una tarea que debería
haberse hecho en este preciso momento.
Mientras la boca decía palabras altisonantes, adentro la conciencia advertía: "¡mentiroso!" ¡primero cumple
con tu obligación inmediata! ¡quieres renovar el mundo y no haces los ejercicios de matemáticas! Probablemente
mañana por la mañana los copiarás rápidamente de otro... ¿es esto seriedad?
O criticas la mala situación pero resulta que tú no hiciste lo que se te encomendó. Tu cuarto se halla todavía
desordenado y la composición debía haber sido concluida ayer. ¿Podrá mejorarse el mundo, si tú precisamente no
haces la parte que te corresponde, tu obligación actual? ¿Qué significa aquí "tomar las cosas en serio"?
Se ha hablado mil veces de que debía hacerse todo más natural y sencillo, de que el mundo está perdido por la
ambición, el placer y las diversiones, de que deberíamos volvernos más modestos y austeros para enseñar al
mundo el camino. Quizá hayamos mencionado incluso la gran palabra de la pobreza y hablado de San Francisco
sosteniendo que su espíritu de pobreza, de regia libertad, debería despertar. Pero ¿no hemos hablado de esto
cuando estábamos en la abundancia, y las altisonantes palabras y heroicos sentimientos brotaban espontáneos del
alma? Por el contrario, cuando había estrecheces en casa ¿nos hemos conformado con lo poco que había, con
alegría, y nos hemos esforzado por aligerar las preocupaciones de nuestra madre con un alegre semblante?
Comprenderás perfectamente que aquí está la diferencia. Lo primero era pura palabrería; lo segundo, seriedad.
¿Hemos renunciado gustosos a un placer, a una reunión19
agradable después de meditar en la pobreza de Cristo?
¿Era por algún motivo necesario, o quizá solamente por hacernos "pobres", es decir, libres? ¿O hemos hablado de
la pobreza porque disfrutábamos con ello como con una golosina espiritual, como una cosa selecta, en la que uno
se deleita —como en una poesía, por ejemplo— pero sin ninguna consecuencia práctica para la vida?
Responsabilidad: ¡también algo grandioso! No hay palabra como ésta que tenga tanto peso sobre el alma de un
hombre sincero. Pero hay hombres que continuamente están hablando de responsabilidad. Tienen responsabilidad
para la juventud, responsabilidad para el pueblo, para la humanidad, para el mundo, para qué sé yo cuantas cosas...
Pero miremos un poco más de cerca. En un grupo no hay unión. Pero todos están empeñados en arreglar el
asunto. Un buen día a alguien se le escapa una expresión inoportuna. El que la oye —aún sabiendo cómo está el
asunto— corre a los demás: "¡Imagínense, Francisco ha dicho esto!". Gran escándalo y la ruptura es definitiva...
En otra parte hay que elegir jefe. Existe un candidato firme. Pero a éste se le escapó en alguna ocasión —quién
sabe cuándo— lo siguiente: "¡si yo fuera jefe, sujetaría las riendas!". Lo cual fue dicho sin pensarlo mucho. Pero
precisamente ahora se le ocurre a uno y dice: "¡No se puede elegir a ése, porque es ambicioso y dominador!". Ya
está la desconfianza y un hombre capaz no llega al puesto que le correspondía... Se trata de llevar la contabilidad o
tienen que hacerse compras importantes. "¿Quién se hace cargo?" "¡Yo!". Una semana más tarde: "Tú, trae pronto
la cuenta, así vemos cómo andamos de dinero". —"De acuerdo". Otras dos semanas más tarde: —"¿Has hecho las
cuentas?". —"No, todavía no". Pasan otros catorce días. Nueva reclamación. —"¡Enseguida lo hago! ¡Pero no me
apures así!". Han pasado ya meses. —"Oye, ¿cuándo va a llegar por fin tu rendición de cuentas? ¡Esto ya es el
colmo!". —"Sí... aquí se han gastado 60 marcos... yo no sé dónde se han quedado". —"¿Pero no has apuntado
inmediatamente todos los gastos?". —"No... yo pensaba que los recordaría". ¿Era esto responsabilidad? ¡Pero de
esto quizás ha hablado ya mucho toda la gente!
En una reunión alguien ha dicho abierta y objetivamente su opinión sobre ciertos inconvenientes. Quizá
estuviera un tanto fuerte, pero lo dijo con la mejor intención y fue interpretado muy comprensivamente... Unos
días más tarde se encuentran dos individuos: "¿Has oído? El otro día habló Carlos muy fuertemente. Armó un gran
escándalo". —"¿Estuviste allí". —"No, me lo ha contado Federico". Una semana más tarde en el pueblo vecino:
—"¿Quién? ¡No! —¡Hace unos días puso a su propio grupo de vuelta y media; era una vergüenza!". Un par de
leguas más allá: —"A Carlos le han echado del grupo". —"¿Por qué?". —"Pues porque constantemente estaba
armando líos.
Nadie podía trabajar con él". Casualmente el que oye esto conoce a Carlos y se encuentra con él unos días más
tarde: —"Pero ¿cómo? Te encuentro muy alegre...". "Y, ¿por qué no?". —"Yo creía que tu gente te había echado".
—"¿A mí? El domingo pasado fui elegido jefe!"...
Esto suena cómico, ¿no? Pero es algo muy serio. Mira hasta dónde llegan tales habladurías irresponsables.
Cuánta unión arruinan, cuántas buenas amistades, cuánto trabajo honrado... ¡Con qué facilidad y ligereza se da
crédito a rumores y se propalan! Y se hacen cada vez más grandes y fantásticos. ¡No importa! Igualmente se
creen.
Hay muchas pruebas para ver cuánta responsabilidad tienen los que tanto hablan de ella. Pero la más segura es
con los rumores: si hay pocos y se acaba siempre muy pronto con ellos, entonces hay responsabilidad. En cambio,
si un rumor surge con facilidad, si se lo cree y propala con ligereza, entonces la responsabilidad es falsa.
Uno lee mucho, ocupándose de toda suerte de cuestiones. A él quizá no le afectan porque está formado y tiene
capacidad para ello. Pero resulta que esas cuestiones las propone después a cualquiera indistintamente: sobre la
religión, sobre las relaciones familiares, con las chicas, con el colegio... Los otros, en cambio, no pueden digerir
los problemas: tienen otro carácter, se atormentan, se inquietan y se desconciertan. El, sin embargo, no se hace
ningún problema por lo que ha hecho... Se habla de un libro. El lo ha leído. Si fuese sincero tendría que decirse a
sí mismo que no le ha ayudado y que, por el contrario, le causó horas de inquietud. Lo que ha leído vuelve siempre
de nuevo a su mente, se pone como un muro entre él y Dios. Le quita el gusto al trabajo, lo hace irritable y
malhumorado. A pesar de todo dice: "Sí, lo conozco. ¡Muy interesante!". Naturalmente lo leen los demás y
seguramente que a más de uno le ha de costar la paz interior... No obstante, ese fulano ha tenido grandilocuentes
discursos sobre la responsabilidad...
San Pablo dice que quién no sabe gobernar su casa no vale para ningún oficio. ¿No se puede decir aquí lo
mismo? ¿Qué pensar de un hombre que reclama responsabilidad para la juventud, la cultura, la humanidad, pronto
también para los habitantes de Marte y de Sirio, pero que desatiende obligaciones asumidas y no se preocupa lo
más mínimo de las consecuencias de sus palabras, confundiendo a su gente sin necesidad alguna?
El que pretende tomar en serio la responsabilidad no debe empezar por el pueblo o la cultura, pues semejante
responsabilidad queda en pura palabrería. Tiene que comenzar allí donde la responsabilidad le afecta de manera
inmediata: debe tener en cuenta el efecto que sus palabras pueden producir en quienes las oyen, ha de cumplir a
conciencia todas las obligaciones...
Comunidad: ¡Vigorosa palabra! ¿Has pensado ya para tus adentros cómo se consigue realmente la comunidad?
Hay una comunidad de días festivos, de horas excepcionales en que nos sentimos hondamente unidos. Pero sobre
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tales horas no puede erigirse la comunidad, ya que se desintegraría al llegar la monotonía de la vida cotidiana.
Pero es precisamente en la vida cotidiana cuando una comunidad debe tener consistencia, de lo contrario no tiene
valor. Se puede construirla únicamente sobre el material de todos los días, sobre la firme voluntad de respetar al
prójimo, de colaborar con él y de ayudarle. Esto siempre es posible y puede ser exigido de todos, no así las
vivencias de las horas excepcionales. Pero esta comunidad de cada día tiene que ser ganada siempre de nuevo.
Se está en una reunión y se nota que el interés decae. Tomar en serio la comunidad significaría en este caso
seguir adelante con firme voluntad: seguir leyendo el libro, continuar la conversación, llevar a cabo el trabajo. Si
se ha superado así el bache anímico, al fin quizá se haya aproximado más la gente que a través de las más bellas
vivencias.
Tomar la comunidad en serio significa concluir lo emprendido, aunque no nos cause la menor satisfacción;
ayudarse recíprocamente también en la vida diaria, aún cuando no se tengan ganas, incluso a los que no nos son
allegados, aún cuando resulte difícil...
En una reunión algunos hablan magníficamente sobre la comunidad, tratan del escaso espíritu comunitario que
hay en el mundo, en la escuela, en la familia, en el pueblo. Esto habría que cambiarlo radicalmente. Un día se los
visita en su centro y por cierto que el grupo es en verdad un solo corazón y una sola alma. Nos encontramos con
un conocido: —"Oye, ¡aquí hay un magnífico grupo! ¡Qué unidos se mantienen!". —"¡Oh... sí!, ¡pero han
expulsado a fulano!". —"¿Pero por qué?". —"No podían trabajar con él". —"¿Molestaba?". —"No, nada de eso.
Sencillamente, que querían estar entre ellos". Este caso no es tan imposible, ¿verdad? Y esto ¿sería comunidad?
En otra parte hay unos cuantos que se mantienen tan estrechamente unidos, que forman un grupo dentro del
grupo. En todas las reuniones, en todos los viajes, hacen rancho aparte y no se interesan por los demás. O hay
algunos en el grupo que son dejados de lado por los demás, de tal manera que llegan a tener la sensación de
hallarse, en realidad, fuera. ¿Es esto comunidad? ¡Son camarillas, egoísmos! ¿Qué sería una comunidad en serio?
Cuando un grupo se organiza, no según las conveniencias de algunos sino teniendo en cuenta el bien de todos. Y
todos se esfuerzan por respetarse mutuamente, por comprenderse, ayudarse y trabajar juntos. La agrupación no es
un círculo de amistades sino una comunidad de trabajo, de fidelidad y de disciplina. "¡Dios mío, —dirá alguien—
pero esto es muy difícil!" ¡Ciertamente! ¿O es que cuando decimos grandes discursos sobre la comunidad
pensamos en algo fácil? En tal caso cualquier club podría constituir una comunidad, y entonces no veo yo para
qué tantos discursos.
"¡Pero de semejante comunidad no se saca nada!". A esto hay que replicar que la comunidad no es cuestión de
sentimentalismo, sino una tarea de constante auto- superación. No se trata en primer término de sacar provecho de
ella, sino de contribuir a ella. Quien toma la comunidad en serio es aquel que no pregunta: "¿Qué provecho
tengo?", sino, "¿Qué tengo que dar?". Y quien practica esta comunidad saca también, después de todo, más
provecho que si se restringiera a un círculo más estrecho.
Comunidad del pueblo. ¡Otra gran cosa! Que las distintas capas del pueblo se sientan unidas; que los miembros
de las diversas profesiones sepan que son parte de un mismo todo; que el universitario se sienta igual que el
obrero, el bachiller igual que el aprendiz... eso es exactamente algo grande. Pero ¿cómo se lo pone en práctica? Si
alguien pretende que exista una comunidad del pueblo, entonces el guarda, el vendedor y la muchacha de servicio
son compañeros de él y tiene que demostrar que encuentra el tono cortés y natural que corresponde a un
compatriota. Comunidad del pueblo significa estar convencido de que el trabajo manual posee, igual que el
intelectual, su alto y propio valor.
Pero, ¿en dónde encontramos cada día esta comunidad? ¡En lo más próximo! En el trabajo de la madre.
Comunidad del pueblo significa, pues, apreciar el trabajo que hace la madre: cocinar, lavar, coser, hacer la
limpieza, remendar... Cuanto se diga de la comunidad del pueblo no tiene sentido mientras no se pregunte: "¿Qué
hace la madre en casa?". ¿Cuántas horas trabaja al día? ¿Qué sentirá en medio de sus quehaceres? ¿Tiene días de
fiesta? ¿Tiene vacaciones? ¿Se le agradece todo esto? ¿Se repara siquiera en ello? ¿O se lo tiene como la cosa más
natural? ¿Cómo se sentirá alguien que trabaja día tras día para que los demás estén bien y todo es tomado como
algo natural, que tiene que ser así? Comer, dormir en una habitación limpia, ponerse ropa limpia y arreglada, y si
falta algo: "¡Mamá, haceme esto! ¡Mamá, dame lo otro...!" Pensar en esto, reconocerlo y obrar conforme a ello,
esto es comunidad del pueblo.
Lo mismo cabe decir respecto de la hermana. Y esto vale especialmente para los jóvenes. También se puede
aplicar a la mucama. ¿No has oído hablar nunca de "la desvergüenza de hacerse servir todo"? Medita sobre esto,
pero de corazón. A los que se tienen en más que los que trabajan con sus manos se los enjuicia severamente. Lo
mismo a los que viven del trabajo de otros. Se les llama "burgueses". ¿Pero no hemos hecho nosotros algo
parecido con nuestra madre, con nuestra hermana, con la criada? Acaso inadvertidamente, sin querer; pero en
realidad exactamente eso.
¿Qué se podría hacer ahora? ¿Cómo demostrar que queremos en serio la comunidad del pueblo?
Comprendiendo y valorando el trabajo manual de casa; aprendiendo a pedir "por favor" y a dar siempre las
gracias; tratando de ayudar, evitando causar trabajo innecesario, teniendo todo limpio y ordenado... Aquí es donde
hay mucho por hacer, y aquí se decide si la comunidad del pueblo es pura palabrería o algo serio.
"Tomar en serio" no significa decir palabras altisonantes ni excederse en exigencias. Obra seriamente quien ve
las tareas allí donde realmente están: en la vida diaria, 21 en el ambiente que nos rodea; quien emprende
resueltamente esas tareas y las cumple cada día.
Ahora habría que señalar un objetivo concreto, para saber a qué atenernos. Pero no es fácil en este caso, pues
esta carta es muy distinta de las anteriores. En éstas se decía siempre como conclusión "por consiguiente, en
adelante hay que proceder de esta manera". Aquí, en cambio, se trata más bien de rectificar todo nuestro hablar y
juzgar, que nuestro querer y decir se hagan más sencillos y realistas. Quien actúa así no da mucha importancia a
entusiastas sentimientos, sino que atiende a las obras; ya no proclama por todas partes grandes reformas, sino que
se pregunta qué es lo que realmente puede llevarse a cabo. Lejos de criticar a los demás, examina si se encuentran
en él defectos. Desconfía de las palabras grandes como de billetes de los que no se sabe si son auténticos.
Mira, es algo exterior pero podríamos tenerlo en cuenta: sé sencillo en el hablar. Hay quienes dicen, cuando
algo les agrada: "esto es maravilloso". Cuando les desagrada algo entonces es "horrible". Si algo no anda bien, lo
atribuyen a una "canallada". Si se trata de una cuestión social, inmediatamente reclaman "profundas
transformaciones sociales"... Otros dicen sencillamente: "esto es hermoso"; "esto no me gusta"; "esto no está
bien"; "esto y esto hay que cambiarlo". El modo de hablar de los primeros causa cierta impresión: se los llamará
"resueltos", "categóricos" o cosa por el estilo. Pero la verdad es que involuntariamente se confía más en los
segundos. Se siente que éstos son más confiables; ellos intuyen que cada palabra posee su peso y conforme a él la
valoran. Saben que las palabras tienen su valor y las usan con economía. Tanto más preciosas y vigorosas son
cuando las dicen. Y además: las palabras y los hechos proceden del mismo hombre. Los que hablan mucho
malgastan sus energías en tiros al aire, y no les queda nada para la acción. En cambio, el que habla con parquedad
sabe reservarse, y, al llegar la hora de actuar está preparado. Deben, pues, hacérsenos sospechosas las palabras
grandes. Todo lo que suena a exageración: "muy, infinito, terrible, admirable, todo, siempre"; "hay que cambiarlo
todo"; esto o aquello está "absolutamente mal"; este o aquel es un "gran peligro"; una institución "totalmente
desacertada"... ¡moneda sospechosa! Hablemos con sencillez. "Sea vuestro hablar: sí, sí; no, no" ha dicho el Señor.
"Lo que pase de esto es perjudicial". Lo mismo se puede decir aquí. Sencillo, sincero, auténtico. Entonces es la
integridad personal lo que respalda todo, la acción plena, la fidelidad absoluta. Y esto se convertirá en una escuela
para tomar en serio todo lo demás.
Para meditar: Responsabilidad y puntualidad. -—Responsabilidad y honra del prójimo. —Responsabilidad y
discreción. —Veracidad y ejecución de los principios. —Veracidad y cumplimiento de la palabra. —Fidelidad y
endeudarse. —Comunidad y dejar que otros trabajen por uno. —Fraternidad y servicialidad. —Servicialidad con la
palabra o con la obra.

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CARTA QUINTA

Sobre la oración

Muchas necesidades hay en el mundo de hoy. Mucho de lo que en otros tiempos era grande ha quedado
destruido. Cada uno de nosotros ha perdido algo querido. Todos estamos agobiados de preocupaciones. Y todavía
tendremos que atravesar muchas dificultades.
Sin embargo, el momento que vivimos no representa la decadencia, sino un ascenso. Aquí se distinguen los
jóvenes auténticos de los en realidad viejos. Para unos todo esto no es más que el derrumbe y el fin. Otros, sin
embargo, dicen: mucho ciertamente se arruina para que se dé lugar a algo nuevo y para que lo nuevo que quiera
surgir se haga valer en la necesidad. Surgen muchas energías nuevas que construyen un mundo nuevo; y nada
podrá impedirlo mientras sepan permanecer fieles. Pero la novedad suprema de todo esto es que Dios vuelve a ser
realidad en las almas.
Te voy a contar cuál ha sido la situación en un tiempo todavía no muy lejano. Los hombres del siglo pasado y
comienzo de éste eran una especie particular. Podríamos decir que estaban encerrados en sí mismos. Estaban
sentados en sus casas, fábricas y escritorios sin advertir el mundo exterior. Hubo naturalmente excepciones, que se
fueron ampliando más y más. Pero la gran mayoría vivía en reclusión. Hacían toda clase de excursiones, pero no
se sentían bien entre los árboles y los animales, en el campo y en la montaña. Eran hombres de celda. Entre ellos y
las cosas multicolores y vivas de afuera se alzaba un muro. Escribieron gruesos volúmenes sobre si existía en
realidad el mundo o si todo era apariencia e ilusión. ¿No es extraño que los hombres se pongan a pensar si es real
la alta haya con su noble tronco y su follaje lleno de luz verde-dorada? ¿O si es real el río y el mar? Cuesta
bastante trabajo comprender su pensamiento. ¡Esos hombres llegaron al extremo de mirarse al espejo y
preguntarse si realmente existían! No debemos reírnos de esto: ¡era una dolorosa realidad! Estaban tan enfrascados
en sus conceptos y en sus cálculos que dudaron de sí mismos y del mundo. Pensaban que sólo existía lo que se
podía demostrar. Ahora bien, es evidente que no se pueden demostrar todas esas cosas. ¡Se las ve! ¡Se las siente en
el corazón! Pero ellos no se atrevieron a contemplar valientemente el mundo. A pesar de toda esa "cultura"
ostentosa, todo era entonces frío y triste.
Tampoco había, entonces, comunidad verdadera. Los hombres no tenían un sentimiento vital que brotara del
corazón y les dijera: he ahí un hombre tan real y viviente como yo mismo. Me alegro de que exista, porque somos
compañeros. Cada cual se asentaba en su yo como un soldado en su atalaya y espiaba desde su altura a los demás.
Alguno buscaba el encuentro, la comunidad, pero no podía. Había algo que separaba a los hombres. Un poeta de
entonces ha dicho que cada cual estaba condenado a la soledad, que cada uno estaba sentado en la mazmorra de su
yo. Si bien llegaban voces de afuera, él no podía salir a su encuentro.
Y si aquellos hombres no se fiaban de las cosas y de los hombres, que al fin y al cabo se pueden ver y asir,
mucho menos de lo invisible. Quien quería ser tenido por un científico serio, no podía hablar del alma. No existía
el alma. Así, se hablaba de la psyché —que en griego significa exactamente lo mismo— pretendiendo ocultar en
una palabra extraña algo indeterminado de lo cual nadie sabía propiamente lo que era.
¿Y de Dios? Quien hablaba y creía en él era mirado con ojos atónitos. ¡Y cuán penosa era la fe de tantos
creyentes! Muchos se imaginaban a Dios como algo pálido y lejano; a veces no era más que un hombre, rodeado
de un vago sentimiento solemne. En mis primeros semestres universitarios —era en Tubinga— oí una vez a un
médico suizo hablar de Cristo, el Hijo de Dios, a los estudiantes. ¡Qué ambiente tan raro hubo en el aula! Todos
estuvieron sentados, nadie objetó lo más mínimo, pero todos tenían la misma sensación: "ahí adelante hay un
hombre serio, que piensa científicamente, y habla de Dios. ¿Qué es esto...?"
Sí, los hombres estaban encerrados en su propio yo. El mundo les era problemático. No se le veía bien. Se
atormentaban con cálculos y abstracciones y no vislumbraban cuán firmes y reales eran las cosas en su presencia.
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El alma era para ellos algo extraño, la propia, y mucho más la ajena. Y... ¡qué lejanía la de Dios! Así la vida
interior era muchas veces muy pobre. Muchos no llegaban a la fe. Para otros su fe era una carga pesada, y hoy
tenemos que admirar cuán heroicamente lucharon por ella.
Pero vino el cambio. Su origen se remontaba ya muy atrás. Se anunció la nueva época, cuando irrumpió el
movimiento juvenil en el último decenio del siglo XIX, cuando la juventud comenzó a salir de la ciudad hacia la
rica realidad de la naturaleza. Se le abrieron los ojos a la juventud; afuera —pensó— existen magníficas
realidades. Sentía que le hablaban los árboles, las montañas y las llanuras. Se liberó de las celdas, de los conceptos
y de las palabras. Quería retornar a las cosas. Prefirió la realidad con sus duras aristas y su exuberante riqueza. El
caminar era una búsqueda de la misma. Entonces se les cayó a los hombres la venda de los ojos. Aprendieron de
nuevo a ver y a sentir. De pronto se encontraron en medio de un mundo pletórico de poderosas realidades. Se
había disipado por completo la duda de si todo esto existía. Habían descubierto el alma, la habían sentido viviente
en el pecho. Y si alguien les hubiera dicho que lo que allá dentro tan profundamente respondía al fragor de la
tormenta, que lo que se les ensanchaba en la altura de los montes no era el alma, le hubieran tenido por loco. Y no
sólo descubrieron el alma propia sino también la de los demás: en los viajes, en las trincheras, en los lazaretos
como prisioneros. Y d e u n solo golpe había comunidad, porque comunidad no significa una aglomeración de
gente, sino que las almas conozcan a las almas.
¡Y Dios! ¡Naturalmente que hay un Dios! ¡Es evidente que hay un Dios! ¡Es absurdo negar la existencia de un
creador de todas estas cosas hermosas! ¡La existencia de un viviente infinito, del cual toda vida no es más que un
reflejo! ¡Es un absurdo pensar que no hay una patria eterna a la espera de nuestra alma, una comunidad definitiva
que colme el ideal de toda comunidad terrena! Resulta mucho más difícil creer en serio que no hay Dios que estar
persuadido de su existencia. Es cierto que no se le puede ver ni asir, pero nuestro entendimiento le reconoce
fácilmente, si se halla libre de prejuicios. Nuestro ser siente su presencia si nos abrimos, y el corazón lo sabe.
La juventud comenzó a contemplar el mundo con nuevos ojos y se ha lanzado a conquistarlo, viajando y
explorando. La juventud ha descubierto la propia alma y también la de los demás; ha descubierto que todas forman
parte de un todo y desde aquí ha comenzado a estructurar la sociedad. Igualmente experimenta hoy con un corazón
nuevo que Dios existe y sale a su conquista. De nuevo el hombre lucha por Dios, como otra vez Jacob con el
Ángel, y se obstina: "no te dejaré hasta que me bendigas".
Pero, ¿qué significa luchar por Dios, trabajar por él, llamarlo, buscarlo, urgirle? Muchos son los modos y los
nombres de esta lucha. Uno es: oración.
Las excursiones a pie, la comunidad, la oración... ¿sientes su íntima relación? ¡una relación de una profundidad
indecible! ¿La razón? Porque es una e idéntica la realidad que lo impulsa todo: el amor. El amor empuja hacia el
gran mundo exterior, amplía el horizonte en contemplación y admiración. El amor arrastra hacia los otros hombres
y quiere que "todo sea común". Y el amor íntimo se alza hacia el que es plenitud de toda vida, grande, rico y
bondadoso sobre toda ponderación: hacia Dios. El caminar, procede del amor; la comunidad, de un amor más alto.
Pero ese amor convoca sus mejores energías cuando se eleva hasta Dios, cuando se hace oración.
De la oración queremos hablar en esta carta.
Así considerada la ocasión es algo natural como la comunidad o el caminar. Pero algo en nosotros se opone a
ello; por eso conviene proyectar un poco de luz sobre este punto.
En la oración tenemos que calmarnos y recogernos. Pero estamos hundidos en la agitación. Vivimos en el
estruendoso ajetreo de la ciudad y de nuestra profesión. Así es posible que no nos sintamos a gusto en el silencio
de la oración ya que nos parece como si perdiésemos el tiempo. No notamos cuánto en realidad sucede, cómo la
fuerza de Dios penetra en nuestra alma. Apenas hemos comenzado ya nos distraemos; se nos ocurre esto y lo otro,
y todo nos parece particularmente urgente.
En la oración hablamos con el Dios callado, invisible. Algunos tienen un sentimiento vivo de la presencia de
Dios; otros no, o lo tienen muy escaso, impreciso. Estos están acostumbrados a lo perceptible. Cuando hablan con
uno, quieren verle y oírle; todo lo que hacen ha de poderse asir. Estos fácilmente tienen la sensación de que hablan
en el vacío, y la oración se les torna muy difícil. En la oración hay que bajar a la profundidad. Pero nosotros la
rehuimos; preferimos quedarnos en la superficie, donde estamos en terreno conocido lleno de colores y
variaciones. En la hondura todo es muy serio, no sabemos lo que allí se encuentra, y el camino de acceso es
penoso. En consecuencia huimos de la oración, preferimos andar de acá para allá, hablamos y hacemos nuestros
negocios.
Todavía más: en la oración nos aproximamos a nosotros mismos. Nos vemos con más nitidez, sentimos más
clara la insuficiencia de todo. Pero a pesar de nuestros anhelos de verdad, algo en nosotros retrocede ante la
voluntad de contemplarnos: debilidad, cobardía, culpa. Tampoco el alma posee siempre tonicidad. Hay momentos
de cansancio, vaciedad y frío; no siempre la religión le dice algo. En esos momentos no sabe qué hacer con la
oración pues todo le parece vacuo o repulsivo.
Por fin —y con esto llegamos a lo más profundo— en la oración penetramos en lo sobrenatural, en los do-
minios de la gracia. Y esto es más que ese vago sentimiento religioso procedente de lo natural. Es además algo
distinto de aquel presentimiento instintivo de la realidad de Dios de que hablamos y que puede ser más fuerte en
unas épocas que en otras, más clara en unos hombres que en otros. 25Aquí se trata más bien de algo que tiene su
origen en la Revelación, en la palabra y el ejemplo de Cristo, en la gracia. Resulta extraño que clamando nuestro
ser entero por estas realidades, haya algo en nosotros que se oponga a ellas. A veces sentimos el reino de la gracia
como algo extraño y agobiante. Sentimos la necesidad de huir a la frescura de un bosque, a la naturaleza plena de
vida, de meternos en el trabajo, en el mundo con su grandeza.
La oración es, y no es, propiamente algo natural. El alma es capaz de orar por naturaleza como el pecho respira
y el corazón late y, sin embargo, se resiste a ella. En consecuencia tenemos que aprender a orar. Y esto quizá no
sea ya tan natural. Nosotros pensamos que la oración verdadera tiene que brotar espontáneamente, como el agua
que surge de la tierra; creemos que sólo es bueno lo que surge de sí mismo y que todo lo demás es artificioso.
Es cierto que quien posee un trato vital con Dios tiene lo que necesita. Pero muchos quisieran orar y no saben
cómo. Pero aún para los primeros es conveniente que aprendan a ejercitar todavía más lo que ya están haciendo
por un interior instinto. ¡Cuánto se esfuerzan los creyentes de religiones paganas en sus ejercicios de oración!
Frente a ellos deberíamos avergonzarnos de no cultivar nuestra alma. En la oración somos chapuceros,
reconozcámoslo. Y detrás de esas palabras —que la oración tiene que ser natural y espontánea— se oculta muchas
veces bastante pereza.
Así pues, hablaremos de la oración de cada día, porque además en ella se esclarecerá el significado de la
oración en general.
La oración matinal es una renovación desde Dios. Cuando el hombre se despierta del oscuro sueño a la lúcida
existencia ocurre un fenómeno parecido al de su creación por el Señor. El sueño le ha reanimado. Ahora
contempla a Dios con ojos despejados y siente su grandeza. Renueva su fidelidad para con el Señor y se entrega
con corazón animado a la tarea del día que comienza. "Señor, estoy en tu presencia. De Ti vengo; Tú me has
creado. Te adoro con toda mi alma. Quiero vivir para cumplir la misión que me encomendaste. Penétrame con Tu
Gracia. Tú me has creado; créame de nuevo. Convoca mis fuerzas para Tu servicio. Que sea bueno lo que yo haga
hoy. Concédeme que este día te sea grato, para que al anochecer puedas decir como al anochecer de Tu creación:
es bueno".
El Espíritu Santo —que nos fue enviado por el Señor— es nuestro maestro, nuestro guía y nuestro amigo.
"Espíritu de Jesús, Espíritu de fuego, de luz y de alegría. Tú, que en Pentecostés transformaste a los discípulos en
cristianos; que hiciste resplandecer en ellos clara y nítida la verdad de Cristo y encendiste su amor en sus
corazones; Tú, con cuyo poder vencieron al mundo..., ven a mí. Esclarece mi conciencia para que, aún en las
complicaciones de la vida diaria, conozca mi deber. Dame un corazón generoso y fuerte para que pueda hacer con
alegría la obra de Dios. A Ti te ha sido entregado el reino de Cristo. Tú enseñas su Verdad, administras su Gracia,
anuncias-sus preceptos... ¡Ábreme los ojos para que vea al Señor! Enséñame quién es Jesús y qué quiere de mí".
Busquemos al Salvador con corazón sincero. Esto será lo decisivo: que se nos aclare quién es Cristo; que nos
demos cuenta de esto: "El ha venido por mí; yo le pertenezco. El es mi salud. Señor Jesús, Tú viniste un día y
llamaste a los hombres para que te siguieran. Sé muy poco de Ti. Ponte delante de mi alma. Ilumina mis ojos para
que vea quién eres Tú. Abre mis oídos para que puedan penetrarme tus palabras. Llama a mi corazón para que
despierte y te siga. Quiero ser tu discípulo, Señor; llámame. Quiero ir contigo y trabajar en tu servicio".
El fin del camino de nuestra vida es el Padre. Todo viene de Él, todo retorna a Él. A Él nos conducirá el
Salvador. "Yo soy el Camino", ha dicho Jesús. El Camino hacia el Padre que tiene su trono en la altura infinita,
cuyo poder supera todo sentido y cuyo amor abraza todas las cosas. Hacia El ha de orientarse nuestra vida, como
en una excursión se clava la mirada en la cumbre que hemos escogido. En El reside la última plenitud, la paz. —
"Padre Eterno, todo procede de Ti y todo retorna a Ti. Padre, atráeme desde lo más profundo de mi corazón hacia
Ti, hacia Tu altura, lejos de toda vileza. Llámame de todo esto que es caduco y pasajero, a Tu eternidad. En Ti está
la luz, la plenitud de la vida, la patria. Padre, todo está en tus manos. Me abandono a Ti. A Tu providencia
encomiendo todos los míos y a mí mismo y mis obras. Grande, eterno Rey: que se haga Tu voluntad. Que Tu
Reino crezca por mi cooperación. Que todo lo que soy y hago en el día de hoy, y lo que me suceda Te glorifique y
sea una contribución para Tu Reino".
Reza el Padrenuestro, sopesando las palabras. Es la "oración del Señor".
Honremos a la Santísima Trinidad, el Dios uno. Es el misterio de todos los misterios, el resumen de toda
grandeza y magnificencia. —"Santísima Trinidad, Tú te alzas sobre todo pensamiento y concepto. Tú eres la
plenitud de la verdad, el origen del amor, la hermosura infinita. Tú eres la vida, Tú la comunidad, ¡oh, biena-
venturada Trinidad! me postro ante Ti. Te adoro. Tuyos son el poder, el honor y la gloria. Amén!".
La Iglesia constantemente está hablando de María, la Madre de nuestro Señor. Ella es, en verdad, el más
entrañable misterio de nuestra fe. La Virgen, la intacta, la Reina, la Madre que nos ha dado a luz al Salvador. La
que habiendo soportado tan indecibles tormentos comprende todo dolor. La Fuerte, la Dulce, cuya alma es un
abismo de dolor y de amor. ¿Por qué nos remite la Iglesia a Ella? ¿Por qué la han amado todos aquéllos que
comprendieron de una manera más plena lo que significa ser cristiano? En aquél en cuya alma vive, protege lo
más profundo, eso último inexpresable que separa al hombre de lo inferior. Es la guardiana de lo casto y noble del
corazón de aquéllos que se mantienen fieles a ella.
"Te saludo, Virgen y Madre de mi Señor, con amor y alegría.26 Nos pertenecemos por todo el dolor que has
sufrido, pues era por nuestro Salvador. Nos perteneces por tu gloria, pues la has conseguido por causa nuestra.
Eres nuestra madre, porque eres la madre de Jesús, nuestro Señor y Hermano. Ilumina mi espíritu con tu suave luz,
estrella de Dios. Ampara mi alma. Ármame caballero de Dios. Hazme siervo de Dios".
Una palabra todavía sobre el Ángel de la Guarda. Descendió a tu lado desde la eternidad cuando renaciste hijo
de Dios. Marcha junto a ti por la vida y un día te acompañará fiel ante el tribunal divino. No te lo imagines como a
un ser débil, cual nos lo muestran muchos cuadros. Es un espíritu poderoso, puro como el ardor del sol, de una
claridad incorruptible su entendimiento e indomable su voluntad. Es tu compañero invisible, tu conciencia
viviente. Te comunica lo que Dios exige a tu alma para que llegues a ser lo que El quiere. "Santo, Santo, Santo,
eres Tú, Señor de los Ejércitos", claman los ángeles al Eterno. Y en nuestra conciencia resuena como el eco:
"debes hacerte santo, hijo de Dios". —"Ángel mío, te saludo. Tú me acompañas en mi camino hacia Dios. Tú
sabes lo que El quiere de mí. Háblame al corazón, adviérteme, llámame".
Y ahora vuélvete de cara al día: "comienzo en nombre de Dios. Estoy dispuesto a todo cuanto me exija. En
particular quiero... (piensa en tus resoluciones particulares acerca de tu labor autoformativa). Quiero hacerlo todo
con alegría, puesto que es magnífico trabajar para Dios; con absoluta confianza, puesto que El está conmigo.
Puedo lo que El quiere. Que me bendiga el Dios omnipotente, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo". Si emprendes
así desde Dios el nuevo día, entonces partes desde la fuente misma de la fuerza.
Todo el día debe elevarse hasta Dios. Debe pertenecerle el primer pensamiento, las "primicias del día". No es
difícil. Basta decir por la noche: "mañana mi primer pensamiento será para Dios", para que así sea. "¡Honor a Ti,
Señor!". Durante el día recógete de tiempo en tiempo, lee otra vez la primera carta; lo que en ella queda dicho vale
también aquí. "¿Qué quiere Dios en este momento? ¡Con mucho gusto, Señor! ¡Contigo, para Ti!".
Particularmente ante trabajos importantes, en los momentos difíciles, vuélvete un instante hacia Dios. Esto te
esclarecerá la mirada, te fortalecerá la voluntad y lo que se haga vendrá de Dios.
La bendición de la mesa es también importante. Si estamos en casa, nos atenemos, naturalmente, a la
costumbre. Si nuestros padres no rezan, hagámoslo nosotros en silencio, de manera que nadie se percate de ello.
No queramos dárnosla de maestros. ¿Por qué rezamos en la mesa? Vivimos de la mano de Dios, y la hora de
comer es el momento más propicio para pensarlo. Si bien nuestra madre prepara los alimentos y nuestro padre los
gana, en última instancia, como todas las cosas, proceden de Dios. Por eso no los tomemos irreflexivamente como
si fueran lo más natural, sino recibamos la comida de la mano de Dios. Esto es lo que sucede al rezar. Nos
sentamos a la mesa de Dios. Somos sus comensales.
Antes de comer: "bendice, Señor, a nosotros y a estos alimentos que de tu bondad vamos a tomar, por Cristo
nuestro Señor". Y después: "te damos gracias.
Señor, por todos los dones que hemos recibido de tu liberalidad, por Cristo nuestro Señor. Que el Rey de la
Gloria nos conduzca al convite de la vida eterna".
La mañana es el nuevo comienzo de la vida. Resurgimos del sueño como cuando de manos de Dios llegamos a
la existencia. Es algo magnífico este constante "comenzar de nuevo". Comenzamos con renovada confianza
cuanto se malogró el día anterior. Por la noche cambian las cosas. Cuando el día se acaba pensamos en el fin, en la
muerte. Aún cuando no hagamos esto de una manera consciente, nuestra alma lo siente así. Se hace el silencio. El
hombre se prepara para entrar en el silencio del sueño como cuando un día cerrará los ojos para siempre. Pero el
cristiano no debe temer la muerte. El Salvador la ha vencido. "¿Muerte, dónde está tu aguijón?" —Y repite
jubiloso: "La muerte ha sido devorada por la victoria". Por Cristo la muerte no es fin, sino principio; es regreso a
la patria y plenitud. La muerte es la gran prueba. Lo que no fue auténtico en el hombre no resiste la prueba. En
cambio lo esencial permanece. Nuestros mayores nos han hablado con frecuencia del sublime "arte de morir". En
realidad era para ellos el arte de vivir. Entenderlo significaba llevar una vida tal que resistía la prueba de la
muerte; volverse tan viviente, identificarse con la imagen que Dios pretende de nosotros de una manera tan total
que ya no quedaba nada a merced de la muerte. Para ellos morir era ciertamente la entrada en la plenitud. Por eso
pensaban con frecuencia en la muerte. Un buen morir era para ellos la norma de un buen vivir. La pregunta que se
hacían a sí mismos —"¿resistiría a la muerte lo que ahora estás haciendo?"— era en todo momento una recia
prueba. El hombre se esforzaba, y creaba su obra más pura y sinceramente.
La tarde es la hora propicia para el examen de la propia vida. La oración de la mañana es comenzar en Dios; la
de la noche concluir en Dios. El hombre se pone en su presencia y desata —como un collar de perlas— en su luz
el día pasado. Y lo primero es hacer silencio en el alma. Aleja todos los pensamientos, todos los cuidados, todos
los planes. En silencio y soledad con Dios.
"Señor, ha pasado el día. Estoy en tu presencia". —Repasa tu jornada, lo que te ha traído de cotidiano, de
alegre, de difícil—. "Padre, todo ha venido de Ti, por eso todo era bueno. Me abandono a Ti en todo. Y te doy
gracias por todo". —Haz esto con seriedad. En este abandono y agradecimiento debe solucionarse todo. Por más
penosa que haya sido la jornada, llena de decepciones y fracasos; por más grandes que sean las preocupaciones
por el futuro, que no quede ningún resto de amargura, desconfianza y rebeldía. Todo tiene que disolverse en la
confianza y la gratitud. "Y ahora descúbreme, Señor, lo que este día ha tenido de valioso delante de Ti". —
Examina tu jornada: ¿Has actuado con sinceridad? ¿Te has esforzado 27 y has intentado hacerlo todo con seriedad?
¿Has sido negligente, perezoso? ¿Tienes que echarte en cara alguna falta, sobre todo contra tu propósito
particular? Pon en claro lo que ha estado mal. Se trata de algo que va contra Dios, contra la bondad; de algo que ha
perturbado la unión con El y el Reino de Dios en el alma. Confiésate sinceramente. "Señor, reconozco que en este
punto he faltado, que aquello estaba mal. Me declaro culpable. He obrado en contra de tu divina presencia y en
contra de la unión santa existente entre los dos. Me arrepiento. Perdóname. Quiero lo que Tú quieres,
sinceramente, pues sólo así está bien".
Y ahora confíale todo. Es el Padre. Su providencia lo abarca todo; no cae ni un cabello de la cabeza sin que El
sepa el por qué. No dudes de Su sabiduría. Nos es imposible comprender los caminos de Dios. "Tan lejos como el
cielo de la tierra están mis pensamientos de los vuestros", ha dicho El. Abandónate completamente, sin reservas.
"Padre, te confío todo..., mis trabajos..., mi profesión..., mis ocupaciones..., todos los que me rodean...". —Dile lo
que tienes en el corazón, puesto que "mucho puede la oración perseverante del que piensa bien". "Señor, cuánta
necesidad hay en el mundo. Te encomiendo todos los pobres, todos los enfermos, todos los desorientados, todos
los que sufren. Atrae los corazones hacia Ti, que se les revele tu Verdad. Guía a los que buscan. Conduce a casa a
los extraviados. Señor, Tú que eres la verdad omnipotente y el amor sin fin, atrae a Ti todo lo que está lejos de Ti.
A todos nosotros, acércanos siempre más a Ti. Abre los ojos a los hombres para que conozcan la verdad.
Enséñales a querer el bien y a luchar gozosamente por conseguirlo. Haz que reconozcan su hermandad. No
podemos conseguir la paz por nuestras solas fuerzas. Afiánzala Tú, Señor, en primer lugar en nuestros corazones;
así podrá ella después unir a los pueblos. Reúne a todos los hombres en la unidad de la fe, para que haya un solo
Reino, una única comunidad de todos en Ti. Te encomiendo a todos los difuntos; recíbelos en tu paz".
No te olvides de la comunidad en que estás, pues también ella vive de Dios. "Señor, guía nuestra vida.
Líbranos del egoísmo, del orgullo y de las grandes palabras. Danos una mirada clara para que veamos lo que
importa. Danos una voluntad firme para llevarla a la práctica en la tarea diaria. Que nuestra comunidad se
verifique en la fidelidad y ayuda mutua. Concédenos la verdadera hermandad. Aparta de ella todos los engaños,
que sea pura y fuertemente disciplinada. Enséñanos a obedecer libremente a los que representan Tu poder.
Enséñanos a gozar de Tu hermoso mundo, pero con sobriedad y libre de toda avidez y sensualidad. Enséñanos a
trabajar con alegría, pero que tu voluntad nos sea más importante que todos nuestros trabajos. Bendíganos a todos
el Dios Omnipotente, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo".
Esto no significa que tengas que ajustarte exactamente a este formulario. Pretende tan sólo hacerte ver lo que
puede contener una oración y presentar un ejemplo de cómo se podría rezar. Puedes tomarlo todo o solamente una
parte, lo que más te guste. Si prefieres otras oraciones, naturalmente quédate con ellas.
En este punto no se pueden fijar normas. Basta que lo que hagas, lo hagas con verdadero espíritu y buena
intención. Lo que aquí va dicho es tan sólo el principio. Pero si lo aprendemos, espontáneamente se abrirá el
camino que conduce al fin. Cuanto más grande se nos presente Dios, cuanto mejor aprendamos a llevar hasta El
todo cuanto nos atañe, a deliberar con El, a juzgar y concebir las cosas desde El, tanto más penetraremos en el
secreto de la oración. Orar significa vivir con Dios. Aprendemos cada vez más a hablarle desde nuestra intimidad
más honda. Nuestra oración se tornará cada vez más sencilla, más silenciosa, más íntima, al mismo tiempo que se
irá enriqueciendo y acentuando la participación de nuestro ser en ella.
Tratemos ahora brevemente acerca del arte propiamente dicho de la oración. Muchos piensan que la oración
viene por sí misma, y no quieren saber nada de su ejercicio. Pero se engañan.
En primer lugar, es propio de la verdadera oración la regularidad. En consecuencia no debe obedecer ex-
clusivamente al impulso del corazón. El alma vive de la oración. Pero toda vida exige una regla y un retorno
continuo, exige ritmo. ¿Qué es el ritmo? Significa que algo viene, se va y vuelve en intervalos periódicos. Viene la
mañana y el día crece, llega a su cénit y declina hasta que cae la noche. Luego se alza de nuevo otro día y otro... y
a cada uno sigue también una noche. Este es el ritmo de la luz. Lo mismo sucede en el cambio de las estaciones:
floración, maduración, plenitud de frutos y descanso. También en nosotros mismos hay ritmo. Piensa en el latir del
corazón, en sus dilataciones y contracciones; en los movimientos de inspiración y expiración de los pulmones; en
el sueño y en la vigilia. Este es nuestro ritmo. Y todavía hay muchos otros y más maravillosos ritmos, tanto en el
cuerpo como en el alma. Precisamente en nuestros días se presta una particular atención a este fenómeno.
Toda vida exige semejante retorno. Necesita el cambio para que las múltiples fuerzas lleguen a realizarse, de lo
contrario se atrofia. Necesita una regla segura para no perderse en la inseguridad. El ritmo es cambio y retorno.
Sobre estos dos polos crece la vida, se concreta la forma y se despliegan las potencialidades tanto del cuerpo como
del alma.
Pues lo mismo cabe decir de la oración. También aquí es necesario el ritmo. No podemos descuidarlo. Muchos
hablan de la libertad creadora del corazón y de que no es lícito coaccionar nada en el ámbito religioso. Las más de
las veces se esconde en esto pereza e indisciplina. La buena oración precisa orden. Debe, pues, realizarse
regularmente. Por la mañana y por la noche, en la mesa y durante el día. El alma tiene que poder fiarse de esa
regularidad aún cuando no tengamos ganas o estemos cansados. Esto quizá resulte muchas veces penoso, pero
robustece. Nos independiza cada vez más de las alternativas del humor. Claro que esto tampoco debe convertirse
en una coacción. Puede ser que por la mañana el tiempo sea escaso sin culpa nuestra. En este caso no tengamos
reparo en abreviar nuestra oración, cuidando de ganar en intensidad. 28 Lo mismo cuando nos encontramos muy
cansados por la noche. Pero no hay que ser flojos y justificarse por cualquier motivo...
También puede suceder que no se pueda hacer ninguna oración. A veces se está abúlico o inquieto
interiormente. O se tuvo una vivencia abrumadora, o se experimentó una derrota amarga, o quizá se sienta uno tan
poca cosa que es imposible formular una oración sincera. Entonces pongámonos en la presencia de Dios y
digámosle: "No puedo. Tú lo sabes". Y si esto tampoco resulta, entonces recordemos que en realidad deberíamos
orar. Permanezcamos un momento en la presencia de Dios, en silencio interior y exteriormente. Y luego: "Quiero
ir adelante. ¡Mañana volveré!" Esto es también oración.
Más aún. La Sagrada Escritura advierte: "Cuando ores, dispón tu corazón y no seas como el hombre que tienta
a Dios". Esto es importante. Se puede afirmar directamente: tu oración será como haya sido tu preparación. Ante
todo, no comenzar de cualquier modo. Cuando quieres escribir no te lanzas de buenas a primeras a ello, sino que
primeramente procuras concentrarte. ¿Y cómo crees que la oración se puede comenzar al instante? ¿En qué estado
interior te encuentras? Excitado, tal vez enojado, con mil pensamientos en la cabeza, mil planes y preocupaciones
para el próximo día. ¿Puedes orar en estas condiciones? Procura una buena disposición; trata de lograr plenamente
la quietud interior. Que se disuelva y calme toda excitación y tirantez. Nuestra inquietud nos impulsa a nuevas
actividades incesantemente. Dite: 'Ahora esto. Con toda mi atención. Me entregaré plenamente a este asunto. Dios,
el Dios vivo, el grande, el benigno... está presente. Me oye, me ve. Quiero estar junto a El. Tener en El todos mis
pensamientos...". Sólo ahora estás en disposición de comenzar. Haz la señal de la Cruz despacio, con la mano y
con el alma; larga, de la frente al pecho, de hombro a hombro. La señal de la cruz recoge y santifica... Mantente en
este recogimiento. Reza fervorosamente. La oración no tiene que ser larga. "Sea breve y pura la oración", ha dicho
San Benito en su regla. "Breve", significa orar "en realidad" fervorosamente, con buena voluntad. Y "pura",
significa orar bien, de corazón. Para esto es preciso meditar el sentido de las palabras, entregar todo tu interior en
ellas. Si el pensamiento divaga, interrumpe y recógete de nuevo...
Cuando termines la oración no salgas corriendo inmediatamente. Si has hablado con un amigo acerca de un
asunto importante, tampoco sigues inmediatamente con otra cosa; esto indicaría que no has llegado a sentir
profundamente el asunto. Por el contrario, inconscientemente guardas un momento de silencio, reflexionas un rato
hasta que termine de razonar en ti lo conversado. Pues igual en la oración. Has hablado con Dios, por consiguiente
aguarda un momento y deja que se vayan apagando lentamente los ecos de tu conversación. Después, ¡arriba! y
¡manos a la obra!...
Quizás alguien piense que estos ejercicios llevan demasiado tiempo. Pero este tal, ¿cuánto tiempo pierde
durante el día charlando? ¿cuánto tiempo malgasta? ¿cuánto emplea en inútiles lecturas? ¿y, quiere economizar
minutos cuando se trata de hablar con Dios como corresponde? Debiera levantarse un poco antes y entonces
tendría tiempo suficiente...
Cuida también el aspecto exterior. ¿Son meras exterioridades el que uno antes de la oración eche una rápida
ojeada para ver si está arreglado y se lave las manos, si fuere necesario? ¡Sería una señal de respeto a Dios! Y no
me digas: "Queremos orar en espíritu y verdad. ¿Qué interesa, por tanto, acercarse a la oración con las manos y los
zapatos sucios?". Somos hombres; es decir, alma y cuerpo. Ciertamente que cuando uno se acerca interiormente a
Dios desaparece de su vista el exterior. Es cierto que no hay que dar demasiado valor a lo exterior y que es
completamente inútil cuando por ellos se descuida lo interior. Pero ambos términos se corresponden. Si
exteriormente somos desordenados, esto se traduce en el alma. En cambio, si alguien presta atención al aspecto
externo, ello es señal de reverencia interior y se transmite al interior. "Debemos estar de tal modo en la presencia
de Dios, que se correspondan exactamente nuestra postura y nuestras palabras", ha dicho un Maestro de la
Oración, San Benito. Este conocía de verdad al hombre. Al acercarte a Dios, procura hacerlo con un aspecto
impecable.
En la oración no te sientes o acuestes, a no ser que estés enfermo. Ciertamente que se puede orar en cualquier
postura, pero todas influyen en el alma. Si el cuerpo es negligente, fácilmente también lo será el alma. Estemos de
rodillas o de pie. El estar de rodillas significa humanidad y respeto ante el Dios infinito, y renunciamos así a la
grandeza —tan segura de sí misma— de nuestra estatura. Estar de pie expresa alegre y firme disposición. Los
primitivos cristianos oraban de pie. Las dos formas son bellas...
También has de mantener correctamente las manos. Después del rostro, las manos son la parte más espiritual
del cuerpo. El alma habla inmediatamente por ellas, por su constitución delicada y sólida a la vez, por sus
movimientos expresivos. Si alguien deja colgar las manos, probablemente su espíritu también está flojo.
Tengámosla en una posición correcta. Las manos tienen su propio lenguaje.
Haz bien la señal de la Cruz. Es el signo de la Salvación. Te abarca completamente, desde la frente hasta el
pecho, desde un hombro hasta el otro. Unge y recoge. Hazla grande, despacio, con reflexión. De este modo
experimentarás toda su fuerza.
Acaso todo esto te parezca mucho. Pero en cuanto lo hayas practicado algún tiempo ya no podrás hacer otra
cosa. En el fondo es la cosa más natural.
Una palabra, por fin, sobre las oraciones y los devocionarios. No se puede prescribir nada concreto sobre el
particular. Toma lo que te convenga. Si no tienes necesidad de oraciones formadas, pues déjalas. Si te van bien,
29Por lo demás todo se reduce a una cosa: que
úsalas. Algunas las necesitamos todos; por ejemplo, el Padrenuestro.
nuestra oración sea pura; que lo que decimos, lo digamos sinceramente. Para esto no es necesario que tengamos
"vivencias", sino que nuestra intención debe ser sincera.
Por otra parte no olvidemos tampoco que las buenas oraciones cumplen una importante función: deben
educarnos interiormente. Provienen de la palabra de Dios o de los hombres santos. Al pronunciarlas, hemos de
penetrar con el alma en su sentido. De este modo conformarán nuestro pensamiento y nuestra palabra, nuestras
intenciones y toda nuestra actitud interior.
Quizá sería absurdo decir que no las necesitamos. Un día se acercaron los Discípulos al Señor y le rogaron:
"Señor, enséñanos a orar" y El les enseñó el Padrenuestro. También nosotros necesitamos que se nos enseñe a
orar. Esta enseñanza está contenida en las vigorosas oraciones que de niños aprendimos. Entre ellas están la
oración del Señor, el saludo del Ángel, el Credo, los actos de las virtudes teologales, el "Magníficat", el "Gloria"
de la Santa Misa y otras. También muchos cánticos son una oración pura. Y lo hermoso es que se los puede elegir
siempre de acuerdo con el momento del año litúrgico. De esta manera la oración se hace variada y se enriquece, y
nos hace vivir las alternativas del año litúrgico. Lo mismo cabe decir de los devocionarios. Los hay dulzones y
exagerados. No hace falta decir que éstos no los debemos usar. Pero los hay también buenos, que pueden ser para
uno escuela de oración.
Pensando así las cosas, uno toma conciencia de cuán sublime es la oración. "Obra de Dios", la ha llamado San
Benito. En ella se realizan verdaderamente las obras de Dios. Su gracia invade el alma, la esclarece, la predispone
para el bien y la robustece en lo esencial. Además, la oración posee un gran poder. Pero sobre este tema ya no
podemos explayarnos aquí. Tenemos que concluir. Pero la suerte de una vida depende, en gran parte, de cómo ora
uno y de cómo oran por él los demás. Las grandes obras han sido siempre fruto de la oración.

30
CARTA SEXTA

Sobre la caballerosidad

Buscamos y queremos algo grande y nuevo: el hombre nuevo. Pero la idea de hombre nuevo no lo dice todo;
en realidad queremos al varón y a la mujer nuevos.
Pero para lograrlo, es preciso que el joven por sí mismo se ponga en marcha hacia esa meta. El joven y la
joven, cada uno por su cuenta. Cada uno —individualmente y sin influencia del otro— tiene que auscultar su
propio ser.
Con respecto al muchacho es ante todo importante el juego caballeresco. Se trata de algo completamente
distinto del "deporte". La palabra está entre comillas. Con ella quiero significar esa cosa tan ingrata que se está
generalizando en los campos de deportes y los clubes, en partidos y entretenimientos; eso que aparece en revistas
deportivas, en el lenguaje y las caras, en el entusiasmo que despiertan los campeonatos y otras manifestaciones.
Este "deporte" significa "batir un récord", ser el primero en alguna especialidad; junto, naturalmente, con la
ambición, la envidia y la disipación que eso entraña. Deporte significa entrenarse, ejercitarse intensivamente con
miras a un rendimiento especial, para lograr "lo más alto". Pero de este modo el hombre, algo tan bien hecho, se
convierte en una máquina. ¡Qué desagradable es semejante deportista, que no conoce más que el fútbol, la moto,
el tenis, o alguna otra especialidad! ¡Qué fácilmente puede atrofiarse allí lo principal, que es el hombre! El
verdadero juego, en cambio, posee desde un principio una actitud noble y está ubicado en otra esfera.
El jugador auténtico busca la victoria sobre su contrincante.
Pero al mismo tiempo se siente en comunidad con él y quiere realizar junto con él una obra fuerte, hermosa,
seria y a la vez alegre; en una palabra, quiere el juego.
Más importante que triunfar es que el juego resulte bello. Cuando se alternan juego y contrajuego, los tiros de
uno y otro grupo, las corridas, ataque y defensa, y se mira el conjunto, entonces se descubre una estrecha y
magnífica unidad en medio de la contienda. Unidad que, evidentemente, es mucho más importante que una
"brillante" victoria.
El auténtico jugador desea ciertamente una victoria rotunda.
Pero debe ser lograda con honradez, si no se quiere que resulte manchada. Decir: "no me ha tocado la pelota",
siendo así que te ha rozado; empujar a escondidas la pelota para que avance más de lo que de suyo hubiese
avanzado, etc., quizá nos reporte una "victoria". Pero ¡qué victoria! ¡Cuánto más hermoso es un juego perdido,
pero limpiamente ejecutado!
El jugador auténtico se preocupa también por un rendimiento máximo.
Pero este rendimiento ha de ser bello, energía donada y transformada en gracia. El deporte no debe deformar al
hombre, sino fortalecerlo y liberarlo, haciendo que todas sus energías se desarrollen en perfecto equilibrio.
De esta suerte el auténtico juego se transforma en una escuela de "virtud", tomando la palabra en aquella vieja
acepción que tenía para los griegos y la hidalguía medieval. Eso era para ellos el juego: el ejercicio de las más
altas virtudes. "Juego" es, ante todo, eso. Nada tienen que ver con él las miras interesadas. Se trata únicamente de
vigor, belleza y honor, es decir, de un sentir libre y caballeresco.
Pero este no es jugueteo sino algo serio. En él, se pone en juego lo mejor que tiene el varón: carácter y
nobleza. El auténtico jugador quiere vencer, incondicionalmente, por grande que sea el predominio contrario. No
tiene ningún miedo. Guarda su puesto hasta el extremo, y con bastante frecuencia con un ataque intrépido
compensa una gran superioridad. No es quejoso. Dolor, cansancio, todo lo supera. Es tenaz en su voluntad de
vencer. No obstante esto, detesta todo triunfo conseguido por la astucia, la violencia o cualquier otra incorrección.
Hay que estar alerta, con todos los sentidos vigilantes, para asir con fuerza el fugaz momento y hacer lo justo; es
decir, hay que tener presencia de ánimo y resolución.
El jugador combate enérgicamente; pero odia el griterío, el desenfreno y toda conducta inculta. Busca siempre
una actitud elegante; domina la voz; es señor de sus movimientos. Observa las normas del juego, y no
precisamente porque de otra manera sancionaría el árbitro, sino porque en ellas reside la disciplina de la
competencia. Y ha de ser competencia, no pelea.:• I No lleva al extremo ningún ejercicio corporal con tal de batir el
récord. Por el contrario, se ejercita en los distintos juegos a fin de conseguir una formación integral, de hacerse un
"atleta completo", como lo querían los antiguos griegos.
Así es como en el auténtico juego se despiertan nobles virtudes varoniles: un modo de ser libre, que sabe de
algo más alto que la ventaja y el provecho propio; que sabe de honor y de belleza. El valor, que no se intimida ante
ningún predominio. La disciplina, que le permite a "uno simular aún cuando se reciba un pelotazo contra las
costillas. La presencia de ánimo y la facultad de decidir con rapidez. Un espíritu noble, que interrumpe el juego
tan pronto como nota que su adversario es inexperto.
Lealtad incondicional, aún cuando el compañero no preste atención. Sentido de justicia, que no entra en
altercados después de la derrota y que no pretende tener razón, sino que deja el triunfo a quien lo tiene; que está
dispuesto a estrechar sin envidia la mano de su adversario y decirle con toda franqueza: "Has hecho un juego
estupendo". ¿No es esto magnífico?
Nada se quiere decir con todo esto en contra de una auténtica pelea. Todo joven normal sabe apreciarla en su
justo valor. A veces le parece a uno como algo simplemente necesario, y cuanto más enrevesada resulte, tanto
mejor; al menos mientras queden a salvo las ventanas, los muebles y demás objetos rompibles. Mas esto no puede
en modo alguno convertirse en norma; y los grupos en que se arma por cualquier cosa una trifulca son muy
sospechosos, aunque en apariencia no lo parezcan.
Quizá diga alguien: "Pero éste es precisamente el deporte verdadero; así piensa exactamente el auténtico
deportista". Acaso tenga razón. (No queremos meternos en una distinción entre espíritu y actitud que todavía
subsiste aquí). Si es así, las comillas están de más y el deporte se ha convertido en auténtico juego.
Tenemos que practicar el juego caballeresco: juego de pelota en todas sus formas, bumerang, jabalina, arco y
disco, carrera y salto —el salto auténtico, con vara y sin ella—, las distintas competencias, juegos en el terreno,
etc.
Tampoco podemos olvidar otra forma de juego caballeresco: el intelectual. Ante todo el ajedrez; luego otros,
también de mesa, como las damas, etc. También el dominó, el auténtico dominó, en el que no solamente se
colocan las fichas sin consideración, sino en el que constantemente se ejerce una mirada de conjunto y un cálculo
reflexivo.
Todos son juegos caballerescos. En ellos —particularmente en los de mesa— no depende la victoria de la
suerte o del azar, sino de una contienda intelectual, de una visión clara, de un plan inteligente y de una ejecución
tenaz. Pero al mismo tiempo se manifiesta aquí la amplitud de miras y el espíritu de nobleza. Sin olvidar los
desafíos que plantean tales juegos, donde se trata de encontrar con estrategia una elegante y clara solución para
situaciones y dificultades siempre nuevas.
Todos estos juegos —tanto los físicos como los intelectuales— ofrecen todavía otra tarea: la de hacerse los
utensilios necesarios, como por ejemplo, arcos y flechas, varas y banderines, etc. Lo mismo respecto a los juegos
de mesa. Una hermosa tarea para las noches de invierno podría ser fabricarse artísticos tableros, marcando las
casillas a fuego o con pintura, o bien incrustando chapas de linóleo o madera. Otra sería grabar o modelar figuras
en madera o arcilla, cortar o repujar en madera, linóleo o planchas metálicas. De modo que hay gran cantidad de
tareas artesanales.
Del espíritu del verdadero varón, que es recto, fuerte y puro, desinteresado y elegante, a la vez serio y alegre,
tiene que surgir también la conciencia de su nobleza. Porque, ¿qué significa ser noble? Soportar mayor
responsabilidad que otros. Esto es, saber que uno se debe al honor; que su puesto está en el lugar de mayor riesgo;
que, en el fondo, no hay más que un enemigo temible: la vulgaridad. El verdadero noble es aquel que ejecuta todo
esto no sólo a fuerza de propósitos y fatigosas consideraciones, sino aquel en quien todo esto se ha hecho carne y
hueso, siéndole imposible proceder de otro modo.
Prosigamos urdiendo nuestras ideas. Hemos hablado del juego caballeresco. Pero todo eso se halla pro-
fundamente emparentado con una segunda dimensión de la vida humana: el servicio, también caballeresco.
Quien sirve, dice: yo no vivo para mi placer, sino para un hombre, una cosa o una misión. Pero aquí se bi-
furcan los caminos: servicio de siervo y servicio de caballero. El siervo sirve por el salario o por obligación. El
caballero sirve porque servir es, en sí, una cosa grande, prescindiendo de ventajas o fines. Únicamente desea el
triunfo de la causa. No sirve a la fuerza sino que se entrega libremente a ella. Servicio caballeresco es responder
por un hombre a quien se ha prometido fidelidad. En primer lugar por el amigo, después por cualquiera que se nos
haya confiado. Servicio es discreción, lealtad y generosidad.
Servicio caballeresco debe todo hombre a la mujer, a la muchacha. Y no presta este servicio quien alterna
mucho con ellas, sino quien sabe cuándo es hora de alternar y de estar solo. Tampoco quien cuenta a la muchacha
toda clase de dificultades, añadiendo de este modo a las suyas otras nuevas, sino quien sabe resolver sus cosas por
sí mismo. Presta un servicio caballeresco quien frente a la muchacha se mantiene en rigurosa corrección y
disciplina y en cuanto siente que ella empieza a abandonarse, sabe dominarse doblemente por sí mismo y por la
joven. Y luego, naturalmente, le ayuda cuando es necesario; le ahorra trabajo y le evita esfuerzos. ¡Pero qué
diremos cuando no se ve otra cosa que comodidad e inconsideración, y esto constantemente y en las más
:• I cuestión: ¡no sólo palabras sino proceder seriamente!
incomprensibles ocasiones! Es siempre la misma
Servicio caballeresco debe el hombre al ser débil, amparándole en la necesidad, protegiéndole ante el peligro,
defendiendo su honor y su buen nombre. El caballero toma partido espontáneamente por el amenazado, por el más
débil, por el que está a punto de sucumbir. Esto lo distingue del hombre interesado.
El más noble servicio caballeresco se debe a lo santo, que es Dios y su reino. Como antiguamente los Cru-
zados, que respondían por Cristo. Hoy ya no con las armas sino con palabras y hechos; en la vida pública y en la
privada; frente a los indiferentes, los burlones y los enemigos. Dios ha puesto —por decirlo así— su gloria en
nuestras manos. Tenemos que defenderla.
Semejante servicio exige mucho. Exige que uno se declare por Su causa sin traicionarla jamás; que responda
de ella por muchos que sean los enemigos y grande la propia desventaja, y que todo esto se haga con libertad y
alegría.
Quien se decida por este servicio tiene que llevar una vida digna de él. Este servicio caballeresco es austero.
Ciertas cosas consentidas a otros, él no se las puede permitir. "Nobleza obliga", dice el refrán. Y este refrán vale
también aquí.
Una tercera cosa hace el varón auténtico: la obra. Existe una gran diferencia entre "obra" y "trabajo". También
el siervo ejecuta trabajos. Pero solamente el hombre libre puede realizar una obra.
A cada uno se le presenta la misma disyuntiva: servidumbre o libertad. Cada una de nuestras acciones puede
ser una obra o un mero trabajo. Un deber del colegio, una labor doméstica, un servicio en la oficina se hacen
"obra" si son realizados por sí mismos, como reclaman ser hechos; serán mero "trabajo" si se hacen a la fuerza o
simplemente por dinero.
Un maestro de obras, por ejemplo, que construye una casa con el único objeto de ganar cuanto sea posible,
actúa interesadamente y su labor es meramente trabajo. En cambio, si la construye por sí misma, conforme a las
exigencias concretas de este lugar, de estos medios, de esta gente, como la ha concebido en su espíritu, con
esmero, sólida y bonita, entonces su labor es una "obra".
Naturalmente que el maestro de obras tiene que contar con lo que dispone efectivamente; también tiene que
tener alguna ventaja, si quiere vivir. Pero media un abismo entre la casa levantada por el solo provecho propio y la
construida por sí misma.
Lo mismo ocurre con todo. Una composición es mero trabajo si ha sido escrita tan sólo por el profesor o por la
nota. Resulta algo no libre. Pero también puede ser hecha por sí misma, como debe ser hecha. Entonces se
convierte en un servicio libre a l a causa, es una "obra".
En resumen, pues, una labor será una "obra" siempre que se preste atención a las exigencias de su naturaleza y
se la ejecute desde esa perspectiva.
Esto no quiere decir que haya uno de andar de un lado para otro cual utópico soñador; que se haya de ir
siempre tras lo bello e ideal, prescindiendo de todo cálculo; que haya uno de ser tan honrado que se deje explotar
por todos los picaros, o que a fuerza de hidalguía deje conculcar sus derechos. Todo eso no sería caballerosidad,
sino debilidad. No vivimos en un mundo ideal, sino en un mundo muy duro, sometidos muchas veces a hombres
atropelladores sin conciencia.
Es esta una de las decisiones más importantes para la juventud: si los jóvenes se convierten en románticos
soñadores, ajenos a la vida, o bien si disponen de la fuerza suficiente para imponerse en el mundo de la realidad.
Para ello también es necesario calcular cuidadosamente los pasos en la vida profesional, velar por sus intereses,
reclamar sus derechos y, si es preciso, "enseñar los dientes".
Estos son los tres grandes ámbitos del hombre: el trabajo, el servicio y el juego. No se los puede separar, están
íntimamente relacionados. Los tres tienen como centro la libertad interior. No se ejecutan a la fuerza sino por
convicción.
Es propio de ellos la nobleza que hace que el hombre se comprometa aun allí donde no le esperan beneficios.
Otro elemento es la firmeza. Para poder hacer una verdadera obra, para poder servir y jugar bien, es preciso ser
todo un hombre. Es decir: debe estar uno seguro de sí mismo, mantenerse firme en la confusión que lo rodea,
poseer una visión clara, una voluntad insobornable y un corazón libre.
En el trabajo como obra el hombre presenta su causa, firme y perfecta. En el servicio responde de ella, de los
hombres, de sus convicciones, con generosidad y valentía. Pero ambos momentos comportan frecuentemente
rudas peleas con la vileza humana. De todas estas presiones se libera en el juego, donde se recupera de la dureza
del trabajo y del servicio.
Mantenerse firme en su causa, caminar siempre erguido: he ahí el estilo del auténtico hombre. Y esto requiere
un ámbito de libertad que él se sabrá forjar, cuando no se lo dan de buen grado. Dios lo ha hecho así y, por tanto,
tiene derecho a ser también así. Esto no quiere decir que se tenga a sí mismo como un ser aparte o que no vea sus
faltas. Quiere ser, no tan sólo parecer; quiere poseer verdaderas virtudes y no obrar como si las tuviera.
Así, pues, clava profundamente la mirada :• Ien su interior. Sabe perfectamente a qué atenerse consigo mismo;
reconoce sus buenas cualidades; pero también sabe que son ellas al mismo tiempo la fuente de sus faltas y se
esfuerza por superarlas. No obstante esto, afirma su ser reclamando para ello espacio.
Imponerse sin violencia pero con resolución, sin agraviar a nadie pero implacablemente, es lo propio de una
auténtica virilidad.
Pero con esto llegamos a un punto importante "¡También existen otros!".
Fr. W. Foster ha dicho que el principio y el fin de toda educación social está en comprender esta verdad que, a
pesar de su evidencia, es tan difícil: "yo no estoy solo; hay otros además de mí".
Pues bien, es característico del hombre cabal no atemorizarse porque "haya otros"; no turbarse porque otros
vean las cosas de distinta manera; no medir a todos por el mismo rasero ni querer hacer que todos piensen como
nosotros. Así proceden las viejas. En seguida dicen en tono de reproche: "pues entre nosotros siempre se ha hecho
así..." Un hombre cabal, en cambio, respeta a todos y piensa: "Tú eres distinto. ¡Sé fiel a ti! Tienes derecho a ello".
En esta coexistencia generosa y serena se muestra la fortaleza. Quien no tolera a los demás es un pigmeo. Pues
si estuviera seguro de sí mismo, se encontraría tranquilo en presencia de los demás y ciertamente no se le ocurriría
pensar que todos deberían ser como él.
El hombre cabal se alegra de cualquier otro que tenga carácter, por más que tenga un modo de ser distinto del
suyo. En cuanto nota a uno que sabe mantenerse firme sobre sus pies y que creció derecho, se alegra de él.
De semejante modo de pensar surge una obra importante del hombre: la comunidad. El que no reconoce a
quienes son distintos, tiene que adoptar una de estas tres actitudes: o bien oprime a los demás, haciendo de ellos
siervos; o él mismo se rinde sometiéndose; o se enfada y se mantiene aparte criticando y sin hacer nada. Pero nada
de eso es digno del hombre. Lo primero se llama violencia; lo segundo, servidumbre; y, lo tercero, fracaso. El
hombre auténtico quiere ser libre y tratar con hombres igualmente libres; es justo y respetuoso.
De aquí brota la auténtica comunidad de acción. Dos o más se ponen de acuerdo sobre una cosa; cada uno
aprecia el punto de vista del otro; buscan un compromiso razonable entre distintos pareceres, reparten el trabajo,
nombran un jefe. Luego cada uno hace lo suyo, sabiéndose, no obstante, siempre unido a los demás. Es así como
de la comunidad de acción libre surge una obra libre. Jamás se realiza una obra verdaderamente grande si el
hombre no se aviene a una recia disciplina, si no logra coordinar su parecer con el ajeno y someterse a la
dirección. Es cierto que en la historia se han llevado a cabo otras obras importantes a base de esclavitud y
coacción. Ahí están todavía las Pirámides de Egipto, pero quien tuviese ojos para ver se sentiría horrorizado por
tanta sangre, desesperación y violencia que clama al cielo, sepultada en esa obra. ¡Cuántas obras de nuestra época
son como aquéllas, y no obstante resultan una abominación ante Dios! Solamente es grande lo que es ante Dios. Y
su juicio se extenderá un día, no sólo a los hombres, sino también a sus obras, pertenezcan al arte, a la ciencia, a la
industria, al comercio o a lo que se quiera. Ante Dios únicamente es grande lo que procede de la justicia y del
respeto a su imagen, que es el hombre. La verdadera virilidad no está en los puños sino en el carácter. Y quien
viola la justicia no es tan sólo un delincuente sino en el fondo, también un hombre débil, por más que se las dé de
fuerte.
Aquí también está la raíz de la verdadera política. Nada tiene que ver con la astucia, ni consiste en grandes
discursos o en unos cuantos tópicos ni en la agitación y alboroto de concentraciones ni en la crítica fanfarrona ni
en exigencias imposibles. Política es disciplina. Es el arte supremo de trabajar por el bien común, con decisión y
firmeza, sí; pero a la vez con profundo respeto a las convicciones ajenas. Política es el arte de descubrir todas las
fuerzas vivas y unificarlas, es el arte de congregar para una tarea común libre a todos los hombres libres, de
suavizar todos los contrastes, de construir con diferentes opiniones y puntos de vista una gran unidad. Todo esto
naturalmente sin vulnerar la verdad, pues ¡este es precisamente el quehacer de la política! Porque imponer una
opinión unilateral por la fuerza tiene tan poco valor como lograr una aparente unidad con falta de carácter y
astucia. Lo que exigimos a un verdadero político es mucho más grande, pero también más difícil. Sólo de arcos
contrapuestos se construye la catedral. De igual manera el magno edificio del Estado tiene que surgir de la
construcción y el esfuerzo mancomunado de todos, no a base de una opinión o una sola orientación. Política es
una actitud. A saber: ver el objetivo, no desde la propia y restringida perspectiva, sino desde el todo. Poseer
convicciones firmes, pero al mismo tiempo saber aprender de todos. Seguir inflexiblemente su camino, pero
respetando la opinión ajena. Mantenerse fiel a sí mismo, pero a la vez colaborar con los demás.
Pero, ¿qué hacer cuando se está convencido de que el otro no tiene razón? ¿Cuándo se ha intentado poner en
claro el asunto y él no entiende?
Entonces no queda más remedio que la lucha. Pero el hombre auténtico lucha con armas limpias. No rebaja a
su adversario, no lo calumnia ni lo denigra, sino que lo respeta. Incluso se alegra si el adversario es caballeresco.
Entonces es la ocasión de medir las fuerzas. Alguien ha dicho que no se debe tan sólo hablar del mejor amigo sino
también del mejor enemigo. Es aquel que lucha tan encarnizadamente que nos obliga a concentrar todas nuestras
fuerzas. El nos obliga a un examen cada vez más profundo de nuestras apreciaciones, para que puedan resistir las
pruebas; exige una vigilancia infatigable; nos despierta de una seguridad indolente y nos sitúa en el ambiente
propio del hombre: la lucha.
:• I alegrarse del enemigo en lo más ardiente del combate. Lee alguna
Resulta una alta prueba de hombría el poder
vez cómo al final del Cantar de Walthari los nobles paladines Walthari, Hagen y Gunther, que acaban de
enfrentarse a muerte, están sentados juntos chanceándose, cada uno con el orgullo de haber tenido frente a sí a un
hombre valiente. ¡Es una pena que escasee tanto ese modo de pensar, lo mismo en la vida privada que en la
pública!
Y ahora ahondemos todavía más, hasta llegar donde se encuentra la última decisión sobre la verdadera
hombría. Ciertamente que esto no se comprende sin más. Todas las intuiciones tienen su hora; ésta también. Llega
el día —que suele ser hacia los treinta años, aunque también puede ocurrir antes o después— en que se le abren a
uno los ojos. Mira en torno de sí y se encuentra solo. No solamente por fuera —puede uno tener muchos hombres
fieles— sino por dentro. Sólo con su propio ser, con su propio destino, con su propia misión.
¿Cómo explicar esto? Mira, en los primeros años creemos hallarnos por completo bajo los demás. Ciertamente
que atravesamos épocas en que nos sentimos incomprendidos. Pero la verdadera soledad sobreviene más tarde,
allá cuando uno logra plena conciencia de sí, cuando uno comprende: "Yo soy así. Y los demás son de otra
manera. Algunos no me comprenden en absoluto; otros, sólo a medias. Muy pocos llegan hasta mi interior. Y no
hay nada que hacer". Es esta una intuición ineludible. Se ve uno mal interpretado o desestimado por los demás, y,
sin embargo, hay que vivir entre ellos. Entonces es cuando nos invade la verdadera soledad y se decide si somos
capaces de apoyarnos firmemente en nosotros mismos o si huimos de nosotros mismos. Pero ¿es que podemos
acaso huir de nosotros mismos? ¡Ciertamente! Aparece la gran tentación de querer ser como todos los demás a fin
de poder estar en la misma fila con ellos; de encontrar bello o feo lo mismo que ellos; de buscar y encontrar con
ellos; la tentación de amoldarse a ellos.
Hay que aprender ciertamente de los demás, hay que ampliar la mirada y trascender la unilateralidad de
nuestras aptitudes a través de la convivencia con los demás. Nada más pobre que tenerse por un ser extraordinario
y pensar que nada se tiene que aprender.
Pero hay un abismo entre la afirmación del propio ser, tratando de librarlo de sus limitaciones e imperfecciones
y de conducirlo a la perfección, y el renunciar a la propia personalidad, procurando adoptar un modo de ser
completamente distinto.
¡Precisamente esta es la gran tentación! Es el momento también en que se siente uno oprimido por sus propias
faltas. Antes se pensaba que con un par de firmes propósitos se acabaría con todas ellas. Pero ahora uno
experimenta cuán tenazmente enraizadas están en la naturaleza. Uno escucha los reproches y las críticas de los
demás y ve que tienen razón. Y es entonces cuando sobreviene esa gran tentación de dudar de sí mismo. Aquí hay
que reafirmarse y decir: "Así soy yo. Este es mi carácter; éstas son mis fuerzas, éstas mis faltas. Me acepto como
soy". Ciertamente hay que perfeccionarse, pero no huyendo de sí, ni adoptando engañosamente una manera de ser
extraña, sino desde la propia: "Quiero ir a Dios, pero por mi camino y con mis pies".
Y aquí comienza la verdadera lucha. Todo se presenta claro, duro y frío. Comiénzala vida cotidiana. Si un día
te enfrentas crudamente con tu propia realidad y la resistes, puedes decir que eres un hombre. Al mismo tiempo se
te exigirá un segundo acto de firmeza: frente a tu propio destino. Goethe ha dicho que se llega a conocer gran
variedad de gente; al principio estas relaciones se presentan tan sólo magníficas o importantes; pero un buen día se
nota cómo se han convertido en destino. Relaciones, experiencias, hechos y palabras, serias, alegres,
espontáneas... Al principio todo es frescura y vida llena de colores, de vigor y brío. Pero con el tiempo todo esto se
torna rígido y pesado; se convierte en destino, hasta que un buen día uno se da cuenta: hasta aquí no he hecho más
que vivir. Ahora va en serio. Obras empezadas, responsabilidades asumidas, situaciones en las que uno se
encuentra, relaciones entabladas, compromisos, manifestaciones, confidencias... todo se trueca en dura realidad. Y
otra vez la decisión: ¿Huir? ¿Buscar pretextos? ¿Dejar las cosas como están? ¿O mantenerse firme?
Esto no quiere decir que uno haya de resignarse a situaciones difíciles, pudiendo evadirse con honor; que haya
de mantener relaciones gravosas pudiendo romperlas con toda justicia.
El hombre se forja su propio destino y puede luchar hasta el último aliento por ampliarlo y embellecerlo. Pero
todo depende de que sepa enfrentarse con la realidad, con los deberes y compromisos reales. Y también aquí
comienza con frecuencia la soledad. Puede llegar un día en que se encuentre solo frente a su propio destino.
¡Ahora es el momento! Y es hombre quien sabe mantenerse firme.
Y por último: también hay que mantenerse fieles al trabajo, a la profesión, a la misión propia. Cada uno tiene
su misión. Sé que se puede decir contra esto muchas cosas. A pesar de todo, cada uno tiene su misión, una cosa
concreta que hacer, que decir, que ser.
En esta profesión hay algo duro. Al principio todo parece encantador; sólo con el tiempo va apareciendo lo
duro. Muchos incluso tienen que hacer desde el principio lo que les cuesta. Además también llega un momento
inevitable en que los hombres se enfrentan entre sí.
Todos somos egoístas, cerrados e injustos con los demás. Así se convierte toda profesión en una lucha con el
deber y con los hombres. En los comienzos todo lo vence el afán entusiasta de crear. Además de que los hombres
son nuevos y todavía no se conocen bien. Pero con el tiempo van apareciendo los contrastes, hasta que un día se
hacen evidentes con toda nitidez. Entonces se advierte lo difícil que es la propia misión. Vemos cuánta distancia
nos separa de los hombres, cuán profundos:•son I los contrastes. Con ellos, incluso con los que quieren el bien de
uno, sin decir nada de los que actúan sin consideración alguna y con abierta hostilidad. Incomprensión, envidias,
celos, estrechez de alma... todo eso hay que soportar. Y otra vez la necesidad de decidir: o se intimida uno ante su
misión y la traiciona, se intimida ante la gente y cede, se intimida ante la soledad y se suma uno a la grey, o se
mantiene firme.
Lo dicho no significa que uno tenga obligación de permanecer en una profesión que no le agrada, pudiendo
liberarse de ella. No quiere decir que nos hayamos de oponer a la experiencia y a un criterio racional, por pensar
que así lo exige la misión. Pero cuando uno ha reconocido: 'Aquí está mi puesto, mi profesión; esto es lo que
tengo que hacer" —y nota en los momentos de decisión cuánta dureza se encierra allí, entonces sí debe mantenerse
firme. Mantenerse firme también ante la incomprensión y hostilidad de las personas.
"¡Adelante, la bandera flamea; dichoso aquél que está junto a ella!"
Ser hombre significa ser fiel. Y aquí no distinguimos entre hombre y mujer. Pues femineidad no es en el fondo
tampoco otra cosa que haber llegado a ser consciente y fiel en libertad.
Acabamos de decir que hombre es aquél que —en soledad— sabe mantenerse fiel a su ser, a su misión, a su
destino. Más esto es verdad sólo a medias. "En soledad" equivale en este caso a "sin hombres". Sin embargo, hay
alguien que está siempre a nuestro lado y sólo gracias a Él es posible todo. Ese es Dios.
Es cierto que se da también una firmeza sin Dios. Pero es un esforzado apretar de dientes, donde algo se
petrifica interiormente. Dios nos preserva de esto. Tan sólo en El todo cobra su sentido auténtico: el propio ser,
pues El lo ha creado; el destino, pues El lo ha trazado; la obra, pues El ha llamado. Dios es quien nos da la fuerza
para conformar nuestro ser en libertad y la perfección; la fuerza para triunfar sobre el destino, para cumplir nuestra
misión. Está junto a nosotros. Así nuestra soledad es soledad en Dios.
Ha hecho más todavía. Nos ha dado ejemplo de firmeza en la soledad más espantosa: en la Cruz. Y junto a la
Cruz permanecían una mujer y un hombre: María y Juan. Solos. A su alrededor burlas y blasfemias. No obstante,
ellos "permanecían". Esto es hombría y hondura absoluta de femineidad: poder permanecer solos junto a la Cruz
en la virtud de Cristo.
También un día —en la Confirmación— nosotros fuimos ungidos con esa fortaleza. El Espíritu Santo nos
"confirmó", para ser varones santos y mujeres santas en el Señor. Allí acabaron el aferrarse infantil y el divagar
del joven. Ahora uno está firme.
Ha sido un largo camino —¿no es verdad?— desde la alegría del juego hasta este amargo misterio. Sin
embargo, es un camino. Un paso tras otro conduce desde allí hasta aquí. Quien da sinceramente el primero es
llevado allí donde comienza el segundo; y el segundo lleva al tercero, y así sucesivamente.
De esta manera queda claro, también, lo que significa verdaderamente envejecer. Quien ha envejecido así ha
superado también el ser hombre, lo que encierra de duro y penoso. Todo se le presenta en claridad y libertad. Ha
recuperado la ingenua confianza y la límpida alegría del niño. Y ahora se ha cerrado el sagrado círculo de la vida:
niñez y hombría se han fundido en unidad. Ahora llega el tiempo de la eternidad.

:• I
CARTA SEPTIMA

Sobre la libertad

Para muchos, la palabra "libre" se ha convertido en algo así como una niebla en la cual nada se distingue con
precisión. Sin embargo, en este asunto hay que ver claro. Por lo tanto, vamos a remover y dejar a un lado toda
palabrería y sentimentalismo.
Ver con agudeza y distinguir claramente. No para rumiar problemas, que precisamente en esta cuestión no es el
método indicado para llegar muy lejos. Más bien imaginémonos vivamente quién es libre. ¿Cuándo tiene uno
derecho a llamarse libre? Nos interesa la imagen del hombre verdaderamente libre. Algunas cosas nos podrán
parecer nimiedades, pero no nos vamos a molestar por ello. Lo "grandioso" no siempre es auténtico, hay mucho
engaño detrás. Nosotros queremos realizar un buen trabajo, un trabajo artesanal honrado y perdurable.
Comencemos por lo más inmediato. Se dice que un hombre es libre cuando puede hacer lo que quiere, cuando
tiene libertad exterior para decidir y moverse. Si uno tiene que someterse a todo tipo de órdenes de parte de
superiores o familiares, no es naturalmente libre. Quisiera pasear y no puede; integrarse a un grupo, pero le está
prohibido; realizar un trabajo a su manera, pero tiene que hacerlo según las instrucciones de otro; se siente
inclinado hacia una profesión determinada, pero no puede abrazarla... Todo esto es falta de libertad y puede
oprimir agobiadoramente.
Se torna todavía más penosa esa falta de libertad cuando en nuestro medio impera un distinto modo de pensar
que el nuestro. Esto le puede ocurrir a cualquiera y en todas partes. No se lo comprende, se lo rechaza, se le quiere
imponer las ideas propias. No es tomado en serio lo que a uno le importa y se ridiculiza lo que ambiciona. Se trata
de obligarlo a una vida social que lo repugna; se le imponen formas de trato, diversiones, modas que no le gustan...
Causa de esto puede ser la sociedad, el ambiente profesional, la familia o el colegio, o lo que sea.
Esto puede llegar a una verdadera tiranía y aquéllos que reclaman para sí todas las libertades, muchas veces
son los más desconsiderados en su trato con los demás. Si resulta que uno es por naturaleza dócil o tímido,
entonces es muy posible que pierda toda autonomía. La crítica implacable arrebata a uno la confianza en sí mismo.
No se piensa entonces desde el punto de vista propio, sino desde el ajeno. Se acomoda uno a todo, encontrando
bien o mal, hermoso o feo, noble o despreciable, no lo que el propio corazón dice sino aquello que los demás le
imponen, hasta el punto de llegar a perder no sólo la libertad exterior sino también la interior.
Semejante falta de libertad se da en gran escala. Unos están afectados profundamente, otros no tanto. En algún
modo todos participamos de ella, pues todos estamos metidos en situaciones que no podemos cambiar. Nos
encontramos en una familia y tenemos parientes que hemos de aceptar sean como sean. En la escuela uno no
puede escoger compañeros, profesores, instalaciones, sino que tiene que conformarse con lo que haya. Uno está
situado en una profesión, en una oficina o un taller, en determinadas relaciones sociales, y con eso tiene que
arreglárselas. Así es como todos experimentamos de algún modo la opresión de la falta de libertad exterior.
¿Cuándo nos veríamos completamente libres? Si pudiéramos ir y venir a nuestro antojo, trabajar en lo que
estimemos conveniente, ordenar la vida a nuestro gusto; si nos halláramos en un medio que respete nuestras
opiniones... En una palabra, si fuésemos dueños de nuestros movimientos y nuestras resoluciones.
Esto sería libertad, y bien vale la pena luchar por ella. Es cierto que hay situaciones en las que nada se puede
cambiar. Situaciones familiares, de escuela, profesionales, a las cuales hay que acomodarse. Pero esto siempre
debe hacerse de tal manera que queden a salvo el respeto y el amor al prójimo. También aquí uno puede conseguir
mucho.
Ante todo es preciso que cada uno permanezca fiel a sí mismo. Si quiere uno, por ejemplo, seguir una
determinada profesión y encuentra resistencias, primero debe llegar a ver claro: ¿Qué es lo que quiero? ¿Por qué?
Y luego, insistir constantemente en una palabra apropiada en el momento justo. Al mismo tiempo se esforzará en
el trabajo y en la casa, para que sus padres vean su buena intención; pondrá empeño en el tono y en toda su actitud
para superar toda resistencia con el poder de sus buenas intenciones.
Quizá objete alguien que esto es "diplomacia" y falsedad; que se debe manifestar claramente lo que se pretende
y nada más.
¡Ah, no! Es simplemente la actitud de una voluntad razonable y consciente de su objetivo que utiliza buenos
medios para una buena causa. Con actitudes rudas, con exigencias incondicionales, con rebelión y peleas no se
consigue nada positivo; sí, mayor discordia y fastidio.
Hay ciertas ocasiones en que se ve claramente: está en juego mi alma, la salud interior de mi vida, mi profesión
y la obra de mi vida. Entonces puede llegar a ser necesario imponerse ofreciendo abierta resistencia. Pero ha de
poder decirse uno a sí mismo sinceramente que realmente está en juego algo importante, que ya se han ensayado
sin provecho todos los medios. Semejante lucha abierta debería llevarse a cabo con un corazón puro y sincero.
Muchas veces una cosa que nos pareció tremendamente importante, fue sólo un capricho. Creía uno a lo mejor que
toda su vida dependía de ella, y al poco tiempo esa cosa se le tornó indiferente; pensaba que ya no podía resistir
más, que debía salir de tal situación, y luego descubrió que lo que en realidad quería era evadirse de obligaciones
incómodas. Se dan pues, casos que ponen a prueba nuestra fuerza; mas, por lo general podemos conseguir bastante
si somos perseverantes, aprovechando todas las ocasiones para ensayar nuevas tentativas, cumpliendo al mismo
tiempo con esmero todos nuestros deberes y moderándonos en el trato. Y así llegamos ciertamente siempre alguna
vez a un límite en el cual no es posible cambiar nada. Esto significa entonces que hay que resignarse a lo
irremediable manteniendo la mejor conducta.
La lucha se hace especialmente necesaria cuando es preciso defender nuestras convicciones contra un ambiente
brutal. ¡Aquí ante todo una cosa: no dejarse confundir! Compañeros de curso, de taller y fábrica, colegas en el
negocio u oficio, por más que presionen: ¡No dejarse confundir! Está en juego la libertad. Examinemos por qué se
nos ataca; repensémoslo más profundamente, para comprenderlo mejor; purifiquémoslo de exageraciones y falsas
apreciaciones. Pero luego abracémoslo con toda el alma, siempre con fuerza y profundamente. ¡Asirlo
firmemente! Cursos enteros han hecho burla de un joven; se han levantado contra un hombre talleres y oficinas,
círculos y tertulias. Pero éste se ha manifestado firme, y todo ha quedado destruido ante su corazón sereno y su
voluntad clara.
Tal libertad exterior es preciosa, sobre todo si se la ha conseguido en la lucha. Pero no es más que el primer
paso hacia el país de la libertad. Ciertamente has podido observar lo siguiente: alguien tiene esta libertad exterior;
al menos, tanto cuanto podría exigir razonablemente. Tiene que mantenerse en un orden; por lo demás, no se le
pone ningún obstáculo en el camino. Puede hacer y dejar hacer lo que quiera; puede ir con sus amigos, dedicarse a
lo que se le antoja. Sí, quizás no se preocupe de ningún reglamento interno y haga únicamente lo que le viene
bien. Lee cuanto llega a sus manos y nadie intenta disuadirle de sus convicciones. En suma: es libre en el hacer y
no hacer. Ahora se introduce una determinada expresión; en su clase y grupo la dicen todos ¡y él también con
ellos! Se pone de moda una nueva corbata, un nuevo modo de dar la mano y de saludar... Quizás no vea del todo
claro por qué ha de ser necesaria tal cosa; pero él quiere pasar por elegante o por moderno, —según como se lo
llame— y... ¡hace lo mismo!
¿Qué decir de semejante libertad?
Se pone de moda un libro. No quiero dar ningún título; tú ya conoces demasiados, que han pasado de mano en
mano. Algo hay en él que se resiste al libro. Este le parece exagerado, innatural. Oye que en él resuenan grandes
palabras, pero sin ningún contenido de verdad. Siente que hay en el texto una dudosa mezcla de cosas puras y no
tan puras. Pero el libro está en boga, todos hablan de él; y él lo lee y lo encuentra magnífico.
Es ridiculizado un individuo, un compañero, un profesor u otro cualquiera. El sujeto de quien estamos
hablando cae en la cuenta de la grosería. Sabes tú que cuando Guillermo Raabe quería demostrar la extraordinaria
nobleza de un hombre, decía: "¡este hombre jamás se ha burlado de nadie!". Nuestro hombre, pues, siente la
grosería; pero todos ríen, por tanto él también ríe. En el grupo alguien manifiesta su opinión. Los demás están en
contra. El, en cambio, percibe algo de razón en la opinión rechazada. Pero "se" está en contra; no va a ser él una
excepción. Y está de acuerdo con ellos.
Y así sucesivamente. Siempre lo mismo: no se atreve uno a manifestar sus convicciones en la reunión por
temor a los miles de ojos. Por no ser tenido por mojigato, se ríe de un chiste contra el que se subleva todo lo puro
de su corazón; se avergüenza de una conducta limpia porque los otros —que ya "tienen experiencia"— no le
toman en serio.
¿Esto es libertad?
¡Ciertamente que no! Puede uno ser exteriormente tan libre como un pájaro y, por dentro, un siervo. ¿Siervo de
quién? De la opinión pública. No vamos a despreciarla demasiado, porque tiene su parte positiva. Expresa la
conciencia de muchos. Pero también ¡qué cantidad de absurdos, vulgaridad y estrechez mental contiene! Es lo
38 de una clase o de un grupo.
mismo que se trate de la opinión pública de una ciudad o de una escuela,
Un hombre de experiencia me habló un día de las suyas en la vida pública: "Mirando a los hombres uno por
uno, son toda gente buena. Pero en masa parece que tienen el demonio".
Mucha verdad hay en esto. El que está solo, tiene que responder de sí; su conciencia está en guardia. Pero al
juntarse muchos, cada uno carga su responsabilidad sobre el vecino. Cada uno se deja llevar. ¿Y el resultado? Que
la multitud es irresponsable. Y la mayoría de las veces dan el tono, no los más nobles y serios, sino los que más
saben gritar y expresar de manera más plausible lo que a todos agrada.
En consecuencia: quien quiera ser libre tiene que librarse de la servidumbre de la masa.
Pero se da también una dependencia de la minoría. A veces toda una clase o un grupo están sometidos a una
camarilla o quizás a uno solo. Lo mismo ocurre muchas veces en la vida, la profesión, el partido. Este individuo o
estos pocos saben expresar lo que quieren; tienen una voluntad fuerte y a veces, también un alma sin escrúpulos,
que acomete sin miramientos. Así es como dominan. Puede suceder que semejante individuo someta totalmente a
su dominio a otro hombre. Su amigo habla como él, se comporta como él, le escucha solamente a él, sigue en todo
el ejemplo de él. Pero esto ya no es amistad, sino esclavitud.
También aquí hay que defenderse. A un hombre probado se le guardará fidelidad, pero cuidando de no perder
la independencia. En casi toda amistad llega el momento en el que debe decidirse si ésta se ha de convertir para
uno de los dos en esclavitud. Todo ello puede proporcionar horas difíciles, incomprensibles y luchas, pero es
preciso atravesarlas. Y para el amigo será la prueba de si realmente él es lo que dice ser o si por el contrario quiere
ser un tirano. Aún quien quiera auténtica amistad, cuando el otro se separe aparentemente no comprenderá en el
primer momento de qué se trata. Pero si su amor es verdadero comprenderá muy pronto que no ya a perder a su
amigo: le permitirá esta libertad y con ello lo ganará de nuevo.
El dominador en cambio no gusta de esto. Quiere que su amigo le esté sumiso, se opone a su liberación, le
guarda rencor y lo acusa de infidelidad.
En las agrupaciones ocurre muchas veces algo parecido.
El hombre verdadero quiere por amigo a un ser libre, no a un esclavo; quiere dirigir hombres libres, no un
rebaño. En consecuencia tanto más goza cuanto más decididamente afirmen los demás su peculiar modo de ser.
No olvidemos que se puede ser también esclavo de las cosas, no sólo de los hombres. Una golosina puede
llegar a ser tan apetecible que uno se olvida ante ella de todo reparo. Alguien ve un artículo de camping, un traje,
una bicicleta, un bote plegable y los quiere a cualquier precio. Un sello raro, una piedra preciosa, un libro o un
cuadro... en seguida piensa que tienen que ser suyos y no descansa hasta obtenerlos.
Cualquier cosa puede someter al hombre: "casa, hacienda, criado, criada, buey, asno..." Y todo cuanto pueda
ser propiedad del hombre.
Tal dependencia puede turbar por completo al corazón y quitarle toda su alegría; puede incluso inducir a uno a
la injusticia. Y cuando uno posee algo puede llegar a tal punto su apego que ya no es capaz de desprenderse de las
cosas aún cuando a otros les harían mucha falta o cuando se podría causar con ella una gran alegría a alguien.
Quien tiene esa mentalidad se hace esclavo de la cosa. "Bienaventurado el hombre que no corre detrás del
oro", dice la Sagrada Escritura, "y que no inclina su ánimo hacia el dinero y las cosas preciosas. El se nos da a
conocer y nosotros lo exaltaremos porque en verdad ha realizado algo grande en la vida". Ese se ha transformado
en un hombre libre.
Tal esclavitud hay que romperla, aunque sea necesario proceder duramente contra uno mismo. Tiene que ser
así, de lo contrario no se avanza. Atenerse rigurosamente a lo justo, aún en las cosas más mínimas; prestarse a los
demás con gusto y ayudarles. Y si se nota que los lazos se tornan demasiado fuertes, no queda más remedio que
sacrificar generosamente lo que tan profundamente nos ata.
Libre, por tanto, no es quien puede hacer lo que quiera. Es necesario también ser independiente de hombres y
cosas. Es necesario permanecer fiel a la propia conciencia, al sentido del propio ser. El hombre interior tiene que
ser dueño de lo exterior, del ambiente, relaciones, cosas, bienes y propiedad.
Pero aún tenemos que ahondar más. Supongamos que uno sea dueño de sus decisiones e independiente
interiormente, y que obre realmente como mejor le parece. Pero sucede a veces que le sobrevienen arrebatos de
ira, que lo hacen estar fuera de sí. Dice en esos momentos cosas que, luego, le duelen profundamente; es injusto
con los demás, grita y despotrica: ¿Es éste libre?...
Otro es vanidoso, habla con frecuencia de sí, sabe llevar la conversación siempre a temas que domina; presta
atención así que se habla de él; todo lo que se dice en seguida lo interpreta como crítica o adulación; está siempre
al acecho de lo que los demás piensan de él. ¿Es éste libre...?
En un tercero se enciende tanto la pasión que ya no se puede dominar, dice cosas indignas o se porta inco-
rrectamente. ¿Es éste libre...?
Y así tantos otros casos: en éste será la gula, en aquél la terquedad, en el otro la envidia, en un cuarto la
soberbia..., la pasión, los instintos, los hábitos están en él y lo atan. ¿Puede éste decirse libre? Por fuera quizá, mas
¿por dentro? Un hombre así quizá pueda imponerse frente al mundo, 39pero por dentro se encuentra atado.
Hay entonces, en el hombre mismo, en su propio interior, en cierto modo dos hombres: uno muy interior que
es el genuino y otro más exterior que son los impulsos y pasiones. Estos no son malos; al contrario, son
magníficas fuerzas. La pasión es fuerza, el impulso es fuerza. El iracundo también es fogoso cuando se trata de
ponerse al servicio de una causa sublime. El pasional posee ímpetu espiritual y entusiasmo para lo noble. El avaro
aprecia el valor de las cosas y puede ser un magnífico administrador. El celoso valora al amigo.
Todas esas fuerzas son preciosas, pero ciegas. Pueden también destruir, confundir, esclavizar, cuando el
hombre interior no conserva libre su conciencia. El debe imponer el dominio sobre la pasión y el instinto. Debe
amansarlos, ordenarlos, aprovecharlos. Entonces actúan benéficamente, como el ardor del fuego, cuando se lo
utiliza debidamente.
Solamente es libre aquél en quien el hombre interior domina sobre el exterior, la conciencia y la libertad: la
libertad moral. Ella hace que el hombre viva desde su centro más profundo, la conciencia; que todo sea dirigido
por ella y, en consecuencia, por Dios. Sólo ella hace que el hombre adquiera su personalidad.
Así pues ¿cuándo merece el calificativo de "libre"? Cuando exteriormente es señor de sus decisiones. Cuando
se independiza de las influencias de hombres y de cosas y actúa desde su propio ser interior. Pero sobre todo,
cuando lo más profundo del hombre, su conciencia, impone su señorío sobre todo el mundo de instintos y
pasiones.
La primera libertad es buena y digna de que se luche por ella. Brinda campo abierto, vía libre, pero no supera
la exterioridad. Más importante es la segunda, ya que va más hondo. Sin ella carece de valor la primera. Hace al
hombre libre para su propio ser; hace que no viva y obre como el ambiente, sino conforme a las exigencias de su
propio ser; que sea idéntico a sí mismo; que sienta según su carácter; que piense tal como a él se le presenta la
cosa; que obre como se le parezca correcto; que en todo su ser configure la imagen de su esencia esbozada en él.
Sólo esta segunda libertad torna valiosa la primera. Pero la decisión se produce en el tercer plano, en lo más
íntimo. Ahí se decide si el hombre se abre o no a la libertad moral; si su conciencia, la voz de Dios en él logra el
dominio y no el instinto, la pasión o el egoísmo; si adquiere personalidad.
Si la conciencia sirve a Dios y domina todo conforme a la voluntad de Él, sólo entonces el hombre es
verdadera y plenamente libre. Porque ser libre quiere decir pertenecerse a sí mismo, ser uno consigo mismo. Y mi
más íntimo yo es la conciencia. Si, pues, quiero ser libre, todo debe pertenecer a ella y yo debo concordar con ella.
Esta es la libertad que revaloriza a la exterior, porque ella es la que hace que sea libertad de hombre, no
libertad de un pájaro. También confiere valor al segundo modo de libertad, haciendo de ella libertad de un hijo de
Dios y no un mero desborde de energías naturales. Sólo ella forma toda fuerza y todo impulso noble y fructífero.
Ahora podemos preguntar: ¿es libre por naturaleza el hombre? No: tiene que hacerse. Es ciertamente libre en
esa forma elemental de poder tomar por la derecha o por la izquierda —como quiera— en el cruce de dos
caminos. Pero la libertad auténtica, la espiritual, tiene que ser conquistada. Y cuesta una lucha tenaz,
inmensamente penosa.
Es curioso que cuando uno se acerca a la gente que más alardea de ser libre, advierte con frecuencia que
apenas saben algo de la libertad verdadera. Los que verdaderamente la conocen, los que aspiran realmente a ella y
han experimentado en dura lucha cuán lejos está el hombre de poseerla plenamente, hacen poco alarde de ella.
Pero, ¿cómo llegar a ella? Tres caminos llevan a la libertad: conocimiento, disciplina y comunidad. "La verdad
os hará libres", ha dicho el Señor. Tanto más profundamente sumido está uno en la servidumbre, tanto menos se
reconoce como esclavo. En cuanto toma conciencia de ella ya está parcialmente vencida. El que, por ejemplo,
participa o colabora en la crueldad de otros simplemente, sin reflexionar, se halla en un estado de absoluta
dependencia. Quien con absoluta naturalidad comparte las necedades de la moda, de los tópicos en el hablar o de
la opinión pública; las malas costumbres y hábitos de los compañeros de colegio, de los colegas de trabajo o de los
amigos, naturalmente no se libera. Pero si una experiencia cualquiera o un consejo llega a despertarle la
conciencia y hacerle ver cuán servilmente se porta, cuán injustamente juzga, cuán grave resulta alguna costumbre,
entonces puede que experimente como si se le cayera la venda de los ojos. Se avergüenza. El mismo no
comprende cómo ha podido ser de ese modo. La ceguera ha sido quebrada y ha quedado abierto el camino hacia la
libertad. Ve cómo está la cosa y sabe en qué punto tiene que aplicar su trabajo. Ante todo tiene que mirar en su
interior hasta ver claro. No basta saber que soy poco amable con los demás. Debo preguntarme: ¿Por qué? ¿Con
quién, en particular? Tal vez entonces descubra que la causa de mi antipatía que me hizo ser desatento con el otro
fueron unos celos ocultos o una envidia secreta. No basta saber simplemente: "soy negligente en mi trabajo". Hay
que preguntarse: ¿por qué? Puede ser pura pereza o quizá cansancio. Y este cansancio tal vez provenga de cierto
desorden, de acostarse demasiado tarde o de dedicarse a miles de cosas. No basta saber que uno es irritable en el
trato con los demás, duro en sus juicios, impaciente con los que lo rodean. Tiene que preguntarse: "¿por qué?"
Quizá advierta entonces que en el fondo todo procede de alguna pasión, que algún impulso aún no dominado vive
en uno y produce descontento.
Se trata pues de comprenderse a sí mismo y preguntarse: "en mis relaciones exteriores, ¿dónde hay lazos que
yo pueda romper sin lesionar mis deberes? ¿Dependo de los demás 40 por la imitación, la vanidad o el respeto
humano? ¿Me hacen esclavo de las cosas la ambición, la envidia, la codicia? ¿ Soy siervo de mi naturaleza por
alguna pasión, mis defectos o mis desórdenes? ¿Dónde residen mis faltas más graves? ¿Cómo se manifiestan?"
De este modo se ha de ir consiguiendo poco a poco un cuadro exacto de sí mismo. Resulta eminentemente
práctico reflexionar tan pronto como nos ha ocurrido una cosa. Después de un choque o de un altercado,
preguntarse: "¿cómo han llegado las cosas a este punto? ¿De qué soy culpable?" Pero, ¡hay que buscar sincera-
mente la verdad! ¡Que el amor propio no retuerza de tal manera la cosa, que aparezca uno inocente! Un filósofo ha
dicho esta expresión maliciosa: "la memoria dice: esto lo has hecho tú. El orgullo replica: yo no puedo haber
hecho tal cosa. Y la memoria se rinde".
Por tanto: ¡querer ver!
¿Qué es lo que hay en mí, que me ha llevado tan lejos? Si se ha hecho algo malo, hay que enfrentarse consigo
mismo y preguntarse: "¿por qué? ¿Cómo has llegado a esto? ¿Te ha ocurrido esto ya otras veces? ¿Hay algo en ti
que te lleva a esto?"
Después de un fracaso, examinarse: "¿qué es lo que ha fallado? ¿Cuál fue la causa? ¿Irreflexión, desorden,
debilidad, falta de formalidad...?". En semejantes ocasiones la conciencia está más despierta, la mirada más
limpia, la voz interior más clara. Es preciso aprovecharlas.
O si a fin de mes o del semestre se hace un repaso del tiempo transcurrido preguntarse seriamente: "¿Cómo te
fue? ¿Qué has hecho bien? ¿En qué has fallado? ¿Qué tal el trabajo? ¿Cómo te has portado con los de casa?
¿Cómo con los compañeros, profesores, los superiores, los subalternos?". Puede también utilizarse para esto el
examen de conciencia antes de la confesión y observarse a sí mismo largo tiempo respecto a una falta
determinada.
Lejos de mí pretender con todo lo dicho que hayamos de estar siempre contemplándonos, observándonos y
analizándonos. Semejante actitud destrozaría nuestro espíritu. La ansiedad, que por todas partes ve faltas; la
escrupulosidad, que en todo se cree culpable, son casi todavía peores que la ceguera ingenua, pues falsean la
conciencia y la sumen en inseguridad. Pero es necesario querer ver claro. Para ello hay que examinarse de tiempo
en tiempo. Y esto hacerlo con toda veracidad, con una mirada incorruptible que quiere ver realmente, que llama a
lo malo malo y a lo importante importante, sin disculpar ni paliar nada sino buscando la luz. De allí surge la
verdad liberadora.
Ver solamente no basta. Es preciso también obrar: disciplina y sacrificio. La verdadera libertad brota tan sólo
de la disciplina. Si alguno te habla de libertad pero sin fundarla en disciplina, no le creas. Es pura patraña, por
magníficas que suenen las palabras. No somos verdaderamente libres por naturaleza —hablo de la libertad
espiritual, no del mero poder ir por la derecha o por la izquierda. Si la conquistamos depende de la disciplina, de
una disciplina constante y sincera. Forma parte de ella la lucha constante y diaria, contra los lazos de fuera y sobre
todo de dentro, y la permanente superación de sí mismo.
No conviene proponerse demasiadas cosas, sino pocas, tal vez una sola. Por ejemplo, trabajar concienzu-
damente y dirigir a esto toda la atención. Mejorando en este punto todo se mejora, porque el hombre es un todo
viviente. Acaso sea de más eficacia concretar aún más nuestro propósito: "prepararé esmeradamente mis trabajos
de clase o mis labores domésticas".
Buscar algo bien claro y preciso. Por la noche examinarnos cómo nos ha ido (examen de conciencia). Por la
mañana renovar el propósito. Y todo esto practicarlo largo tiempo, hasta notar que ha echado firmes raíces en el
alma. Entonces cambiamos y emprendemos otra cosa. Las resoluciones pierden intensidad con el tiempo, pues uno
se acostumbra a ellas. Es necesario de cuándo en cuándo tomar otra nueva, refrescando de este modo el empuje y
entusiasmo.
Esta es la verdadera disciplina: lanzarse con firmeza, luchar con valentía y recomenzar constantemente.
Prepárate desde el principio para una lucha prolongada. Las menudencias pueden superarse pronto. Pero las faltas
verdaderas están tan arraigadas en el hombre que se requieren años para terminar con ellas.
Puede suceder que al principio de la lucha se empeore la cosa. Es natural; mientras se deja que todo siga su
curso, no se siente nada especial. En cuanto se inicia la tarea se remueve toda el alma. Justamente la atención y la
lucha contra un defecto concreto a veces hace que éste surja con toda su fuerza. Entonces ¡no desconcertarse, sino
perseverar!
Quisiera llamar la atención de un modo particular sobre un punto: puede suceder que no se progrese nada.
Siempre las mismas faltas, de modo que llega a decaer el ánimo. Pero es necesario conocer la naturaleza humana.
Quizás no se progrese realmente para nada en lo propuesto especialmente, pero sí en otro punto. Así, por ejemplo,
uno lucha largo tiempo con su carácter irascible sin tener éxito; pero sin notarlo él, se hace más bondadoso con los
demás. Justamente el hecho de haber tenido que luchar tan duramente y de haber experimentado tan
profundamente su flaqueza lo han conducido a ello. Un segundo se afana por ser más ordenado y esmerado en sus
trabajos, pero siempre recae. Pues bien, a pesar de todo, aún sin él advertirlo, domina con mayor facilidad una
pasión. La lucha constante por el orden le ha dado fuerza para que no pierda tan fácilmente la cabeza ante el poder
41 en un punto produce efectos también en
del instinto. Todo está íntimamente unido en la vida interior. El actuar
todos los demás. Por tanto, ¡no descorazonarse nunca!
Hay todavía otra forma de disciplina muy importante: el orden. Podrá parecer extraño oír que la libertad
procede del orden, estando acostumbrados a tener por el más libre al vagabundo, que vive únicamente del
momento, sin someterse ni depender de nada. Mas ser libre no significa eso sino independencia del interior
respecto del exterior, de lo profundo respecto de lo superficial, de lo eterno respecto del memento, de lo noble
respecto de lo que carece de valor. Lo noble, lo eterno, lo interior deben ser protegidos para que no sean arrollados
por lo fútil, por el momento, por lo superficial, por lo exterior. Y esto se logra por el orden. Nada, pues, de
estrechez mental sino ¡orden! como medio de liberar lo más propio nuestro. Primero el orden exterior en la mesa,
el cuarto, el armario. Quien tiene todas las cosas mezcladas como si el papel, los lápices, los libros, la ropa
tuviesen piernas y se corriesen siempre allí donde no les corresponde, este tal no es señor de su ambiente y esto
porque el desorden se halla en él mismo. Es en él mismo donde está el embrollo. Para él, pues, luchar por el orden
significa luchar por la libertad; una lucha del espíritu contra el desorden en su propio interior.
Lo mismo cabe decir del orden en el quehacer diario: que el levantarse, el trabajo, la hora de recreo, el
descanso, se hagan a su debido tiempo. No con mezquindad, pero sí con disciplina. Quien no consigue empezarlo
y concluirlo todo a su tiempo, es esclavo en alguna porción de su ser, sea del estado de ánimo, o de la sociedad, o
de los contratiempos y del acaso. Así pues, orden en el trabajo: establecer qué hay que hacer primero y qué
después; y en esto no dejarse guiar por el gusto sino por lo que corresponde.
Orden también en el trabajo mismo: leer el libro bien; con orden, no lo último primero. Leer con cuidado cada
página, línea por línea. Repensar lo leído. Consultar en el diccionario u otro libro lo que no se comprenda, o
preguntar. Llevar a cabo un trabajo concienzudamente y no dejarse guiar por caprichos. Concluir la tarea
empezada, no dejarla después de un par de arremetidas.
Después orden más profundo todavía en el pensar: penetrar realmente. Estudiar a fondo un asunto. No
decidirse a la buena de Dios, sino tras un serio examen. Seguir el hilo de las ideas, no saltar de una en otra. No
dejarse desviar por nuevas ocurrencias, sino siempre derecho, paso a paso.
Hay un tercer camino que conduce a la libertad: la comunidad. Pero es necesario añadir: la verdadera. La falsa
comunidad —lo hemos visto ya— ata por el temor, el despotismo, la violencia. En cambio la verdadera ayuda a la
liberación. Ya el hecho de alternar con los de otra manera de ser y la obligación de respetarlos desata ligaduras. El
que anda siempre solo se enquista de tal manera en su peculiar modo de ser que ya no puede salir de allí. En
cambio, viviendo en compañía, se topa ya con este, ya con el otro modo de ser: tiene que hacer frente al modo de
ser extraño. Entonces siente su ser, experimenta su influjo, procura comprenderlo, examina lo bueno y lo malo, lo
respeta, muestra interés por él a fin de poder alternar, colaborar, etc. Todo esto libera su comprensión y amplía su
mirada. Le ocurre lo mismo que a un hombre que sale del estrecho mundo de su familia y su patria para tierras
lejanas. Es cierto que puede sucumbir a lo extraño y perder de este modo sus mejores valores; pero no
necesariamente tiene que ser así. En cambio, el que permanece fiel a su ser se amplía: adquiere experiencia de la
vida, madurez de juicio y libertad de acción.
Ese tal ya no se sobreestima sino que sabe ver su peculiaridad como uno de tantos modos de ser humanos. Y
precisamente ante el modo de ser extraño comprende mejor el suyo propio. Cuántas veces se cae en la cuenta de la
fealdad de un defecto solamente después de haberlo visto en los demás. O cuántas veces se alegra uno por primera
vez de una virtud cuando se nota su ausencia en otros o también viendo lo que otros hacen de ella. Precisamente
en el contraste con el modo de ser ajeno es como se empieza a experimentar el propio, y uno se compenetra con él
cuando tiene que abrirse paso a través de la incomprensión y el rechazo.
La mejor comunidad es la de los verdaderos amigos y camaradas. La esencia de la amistad consiste en que uno
desea que el otro sea bueno y perfecto. La de la camaradería en que uno desea que el otro sea capaz e inteligente
en la misma empresa. Ambas implican gran sinceridad para decir al otro sus fallas. Una amistad tiene valor en la
medida que uno es sincero para con el otro, y éste acepta la sinceridad del otro. Conozco amigos que, cuando
después de algún tiempo vuelven a verse, se miran detenidamente. No como espías secretos, sino abiertamente. Y
cada uno lo sabe y resiste. Y entonces cada uno dice con toda franqueza: "oye, esto me parece bien; esto otro no..."
Semejante sinceridad es difícil. Resulta muy duro permitir que le llamen la atención a uno. Frecuentemente
todo se rebela contra una palabra. La amistad no es cosa fácil. A pesar de toda la fidelidad, actúan en el fondo de
las mejores intenciones vagos celos, veladas antipatías, susceptibilidad y otras cositas por el estilo muy poco
claras. Es como si de algún fondo oscuro ascendiese a la superficie del alma toda suerte de cosas extrañas que
enturbian la clara intención.
Muchas amistades se han roto porque no se ha prestado atención al "otro hombre" en el propio interior. Este se
defiende duramente contra tal advertencia; la juzga presunción, pedantería, superioridad, afán de dominio. Allí se
decide si la amistad posee hondura, sustancia, o si ha sido un mero sentimiento superficial.
Pero muchas veces resulta también duro decir ciertas cosas al amigo. A veces no llega la palabra a los labios.
Nos conocemos demasiado bien a nosotros mismos, por eso nos sentimos fariseos cuando le corregimos al amigo.
No se quiere ser falto de delicadeza.
Hay sobre todo ciertas cosas que cuesta decirlas. Es mucho más 42 sencillo decir a uno que debe dominar su
cólera que advertirle que debe ser veraz o limpio en cuestiones de dinero. Aquello es una simple pasión; esto
afecta a la honra. Todavía me parece más difícil tener que decirle a uno que se presente más limpio y aseado o que
coma como es debido, porque en tales puntos el hombre es extremadamente sensible. Sin embargo hay que
hacerlo; y se presta al amigo un pésimo servicio callándose por tales motivos. Piensa primero cómo se lo vas a
decir: siempre con delicadeza, espera el momento oportuno y, entonces, hablale con franqueza. Ciertamente que el
primer momento no es precisamente muy agradable, pero más tarde te lo agradecerá.
Todavía hay otra ayuda para conseguir la libertad: el rival. Es ciertamente una obra magistral el saber
aprovecharse de él. Y es que en el primer instante la sensibilidad, la ira, la venganza y la preocupación nos ciegan
para no ver en el rival otra cosa que al diablo en persona. Pero no olvides que el odio tiene una vista muy aguda y
que la aversión no se deja engañar fácilmente. Quien sepa, pues, utilizar lo que ellos ven y dicen, oirá muchas
verdades acerca de sí mismo. Verdades duras, maliciosas, desagradables, pero ¡verdades! Frecuentemente más
claras e incorruptibles que las que nos podía ofrecer el mejor amigo. Por esto alguien ha hablado del "mejor
enemigo", que nos coloca inexorablemente ante la alternativa; que pone al descubierto todos nuestros engaños e
inquieta la tranquila satisfacción de nosotros mismos: "¡Así eres tú, muchacho! ¡Defiéndete!".
En el modo de defenderse se decide la suerte del deseo de libertad y de la tan mentada veracidad. Si lo hace
oponiendo un frente de mentiras contra el enemigo, cerrándose con mil razones contra su crítica —y tales razones
existen a montones, porque naturalmente, la crítica enemiga siempre es también injusta—; si se afana en
demostrar que el de enfrente es una mala persona, que no hay en él sino maldad, bajeza y ceguera, entonces ha
perdido la batalla, por más que haga enmudecer al adversario. En cambio, aún cuando su defensa sea justa se
pregunta: "¿por qué me habrá afectado esto tan profundamente? ¿No tendrá alguna razón?". Si lo toma a pecho y
se corrige entonces habrá vencido, aún cuando aparentemente se haya impuesto el rival.
La "comunidad de la enemistad" es la prueba suprema de la voluntad de libertad.
Así es como nos aproximamos a la libertad. Poco a poco, pero avanzando. Cierto que aún no he dicho
absolutamente nada de lo más profundo de la libertad: del ser libre para Dios, de la superación gradual de la
dependencia de las cosas, para pertenecer a Dios y poderle poseer. Pero esto sería un capítulo aparte.
Puntos de reflexión: Hace ya bastante que no presentamos en las cartas estos puntos de reflexión. Me ha
parecido que ya no necesitas estos estímulos. Pero quizá sea bueno volver a ello de cuando en cuando.
Libertad e injusticia. Pedir perdón y perdonar. Reparar injusticias. —Libertad y fidelidad. Cuando la fidelidad
oprime; cuando creemos poder obtener más de los otros. —Libertad y sufrimiento. Ataduras externas. Dolores,
defectos, debilidades. —Los defectos del prójimo. —Libertad y hacer bien. —Gratitud, delicadeza.

43
CARTA OCTAVA

Sobre el alma

Esta carta tiene una verdadera historia... En realidad todas la tienen. Frecuentemente, a lo largo de muchos
años, cuando las tomo en mis manos, veo como se han formado. Resurgen múltiples vivencias y rostros, renacen
acontecimientos ocurridos largo tiempo atrás.
Todas iban emergiendo de un mar de formas y acontecimientos, indiferentes para el extraño, pero muy
significativas para quien estaba ligado a ellas. Y luego tenía que llegar la hora propicia que diera vida a todo eso, y
por fin quedaba configurada la "carta". Y cuando estaba lograda era de una sola pieza, sin costuras; era como un
rostro vivo, en el que cada rasgo es como debe ser.
Todas estas cartas tienen su historia. De ahí que se desarrollen tan despacio. Hay que esperar que crezcan.
Cuando se quiere forzar lo viviente, se atrofia. Exige tiempo. Y servir a la vida significa, ante todo, saber esperar.
Ciertamente hay que saber también cuándo es hora, y poner manos a la obra, pues hoy está el fruto maduro y se
puede cosechar; mañana quizá sea ya demasiado tarde...
Una historia semejante tiene también esta carta. No es casual que justamente esta carta se refiera al tema de la
espera y del dejar crecer, porque de estos temas tratará precisamente.
Sus pensamientos se despertaron por primera vez en Niederholtorf, una plácida aldea no lejos de
Siebengebirge, en mi luminoso cuarto, donde tan a menudo nos sentábamos. Después llegó una noche en Werl,
Westfalia; allí en una conversación estos pensamientos cobraron tanto vigor, que me pareció que debía ponerlos
por escrito, pero aún no era tiempo. Me acompañaron al bullicioso Berlín y de nuevo a Holtorf; después a
Rothenfels y Grüssau, y ahora estoy en Postdam y comienzo a escribir, pues sé que ya es tiempo.
En esta carta era particularmente necesaria la espera, porque ha de hablar de cosas silenciosas y profundas':
del alma. Tomo la palabra en ese peculiar sentido que tiene en alemán: lo más profundo, rico e interior.
En una de las cartas anteriores hablábamos de la auténtica virilidad, de que es necesario ser imperturbable y
caminar erguido por el mundo. De que hay que ser noble en el juego, valiente en la lucha y realizar nuestra obra
con claridad y mano firme.
Hoy todo esto adquiere una tonalidad diferente. Es lo que corresponde, pues se trata del alma. Cualquier otro
enfoque resultaría ruidoso y superficial.
Es cierto que no se puede decir mucho de ella, pero esta carta ha de tratar de algunas virtudes, en las que su
fuerza se revela de un modo particular y en las que ella misma crece y se fortifica: del silencio, la soledad, el
descanso y la espera.
Callar es más que el mero no hablar. Es una plenitud en sí mismo. Quien habla, da. Da de lo que ha conocido
vivido. El vigor de su corazón se vuelca en la palabra Sabemos cuánto puede fatigar una conversación cómo
después de ella puede uno sentirse totalmente vacío. Quien calla, recupera la energía vital que fluye dentro y se
reconcentra de nuevo, la inteligencia se hace más clara y las imágenes internas se vigorizan Quien habla, se torna
ruidoso, se esfuerza, forma conceptos, se dirige a los demás y pretende convencerlos ganarlos, superarlos. Lo
interior se distiende en la realización de la palabra.
En cambio, quien calla se torna tranquilo, libre y desligado de toda intención... Al hablar no se oye ni se mira,
sino que se está prisionero de la propia lucha y formación de los conceptos. Por el contrario, los ojos del que calla
están abiertos, su oído escucha y su corazón se ensancha. Es capaz de mirar, sentir y percibir.
Todo esto ya lo hemos experimentado nosotros. Quizá un día caminábamos varios hablando por el campo.
Espontáneamente mirábamos al suelo, a fin de asir de este modo fuertemente las ideas, y en torno nuestro se
escuchaba el canto de la naturaleza, y el soplar del viento, y delante44 de nosotros se extendían los campos. Los
árboles se elevaban hacia las alturas y sobre ellos se extendía el cielo. Pero nosotros no veíamos ni oíamos nada de
esto. En cambio si caminábamos solos, nuestros ojos y nuestro corazón estaban abiertos. Entonces veíamos los
colores y las formas, y sentíamos el espacio con su plenitud...
Sólo el silencio abre nuestros oídos a la música que resuena en todas las cosas —animales, árboles, montes y
nubes. La naturaleza se torna muda para quien está continuamente hablando. Y también en la palabra del otro sólo
el que calla percibe lo esencial: aquello que resuena detrás de los burdos conceptos; la verdadera intención de la
palabra; el tono que la envuelve y hace que una palabra muchas veces signifique algo muy diferente de lo que
expresa... Y sólo quien sabe callar percibe a Dios. La voz delicada que nos dice cuál es el sentido de esta
desgracia, de aquella hora feliz, de un encuentro, de un destino. La silenciosa voz que en todo eso avisa y
amonesta —quien habla continuamente no la percibe.
Callar no quiere decir ser mudo, de ningún modo. El verdadero silencio es el correlativo vivo del recto hablar.
Están relacionados como la inspiración y la expiración. ¿Acaso se puede dar una sin la otra?
El hablar crea comunidad, ya que por la palabra recibimos y compartimos. Sin lenguaje, el mundo interior nos
oprimiría. La verdadera palabra libera. Pero debe ser verdadera y estar en vital relación con el silencio. El silencio
es la fuente del hablar. En el hablar se advierte si éste procede del silencio o no. Lo que procede del silencio es
pleno y rotundo como el canto matinal de un corazón regocijado, es vigoroso y fresco como las flores que crecen
en las alturas. Fíjate cuan claras son sus formas; cuan firmes son sus tallos y sus hojas; y el color de sus flores
cuan profundo e intenso al mismo tiempo. Así son las verdaderas palabras.
Hablar sin callar es pura charlatanería. Sólo en el silencio fluye la vida, se concentra la fuerza, se esclarece el
interior y adquieren su más pura forma pensamientos y emociones. El sentido interno de la palabra adquiere su
verdadera forma desde el silencio. La palabra es la interna corporización del espíritu: el nacer de lo intuido
adquiriendo su forma verdadera. Piensa en el misterio de la Santísima Trinidad, en donde el Hijo es la "Palabra"
del Padre. Pero su origen se verifica en un silencio divinamente profundo. Y "cuando todas las cosas yacían en el
más profundo silencio y la noche llegaba a la mitad de su curso, entonces, ¡oh Señor!, descendió tu Divina Palabra
del solio real a nuestro mundo", dice la Liturgia de Navidad.
Solamente quien sabe callar bien sabe hablar bien. Sólo es clara y plena la palabra cuando procede del silencio.
Cuán profundamente sentí yo una vez junto al Meno que el silencio es plenitud. Estaba tendido junto al río y
todo callaba en el valle; ningún pájaro cantaba, ningún hombre, ningún vehículo pasaba. Todo estaba en silencio,
incluso yo mismo. ¡Pero qué riqueza en todo! Lleno de vida, de ser, de la gran plenitud contenida en el fondo de
todas las cosas.
Estar solo es más que no estar acompañado. Es una plenitud en sí mismo. Quien se dirige a otros se aleja de sí
mismo, se encamina hacia el otro lado. Vuelve la mirada hacia otro mundo, penetra en él mediante los ojos y los
oídos. En cambio, quien está solo se retira a su interior, "viene a sí". Con las conversaciones —alegres o tristes—
las burlas y las riñas, el trabajo y las tareas de la profesión, etc., ¡cuán profundamente nos hemos hundido entre los
hombres!
¡Cuántas veces hemos estado tan "fuera de nosotros" por la cólera o el enojo, que "no nos conocíamos a
nosotros mismos", que "nos olvidábamos de nosotros"! Decíamos entonces cosas que ciertamente no procedían de
nosotros y hacíamos lo que poco después nos parecía totalmente extraño. Hasta que fuimos a la soledad. Lejos de
los camaradas, del círculo, de la familia; fuera del ruido del lugar de trabajo, y entonces "volvimos de nuevo a
nosotros mismos". Volvimos a vernos. Examinamos lo hecho, escuchamos lo que habíamos dicho; todo a la luz
verdadera. De nuevo nos poseíamos. Podíamos juzgar lo que había pasado, reconocer y arrepentimos de lo que
estaba mal y ponernos de nuevo en el camino de la verdad.
Soledad significa pues, estar exteriormente solo, pero ante todo estar interiormente consigo mismo. Hombres
verdaderamente solitarios pueden estar en medio de los demás, en el ruido de las calles y el ajetreo del trabajo, y
no obstante consigo mismo. La soledad nos rodea como un seto silencioso que sólo deja entrar lo que conviene.
Todo lo que significa personalidad —que uno sea transparente a sí mismo, que advierta la responsabilidad de su
acción, que llegue a ser dueño de sí— despierta en la soledad.
Todo esto no significa que haya que huir de los otros o que no se deba disfrutar de su compañía. Soledad no es
ser huraño o vivir aislado, como tampoco callar significa estar mudo. Necesitamos de los demás, pero no debemos
correr siempre tras la multitud. Bien miradas las cosas, soledad y comunidad se implican tan profundamente como
callar y hablar, inspirar y expirar. Verdaderamente sociable sólo puede ser quien sabe vivir también en soledad.
Porque comunidad significa que se puede dar a los demás, y recibir de ellos; que una corriente vital fluye entre
uno y otro; que realmente se verifica un ir y venir. De otro modo no hay comunidad, sino comercio o un simple
montón de gente.
¿Pero de dónde brota esa corriente, eso que se puede dar: el respeto, la amistad, el amor, la palabra buena, la
acción bienhechora? Sólo de la profundidad interior, del corazón fundado en sí mismo. Y esto se abre en la
soledad.
Y por otra parte sólo de aquí surge la apertura interior, la capacidad de recibir y conservar. Todavía más:
auténtica comunidad significa que en el calor y la intimidad del dar45
existe un límite, que cada uno está claramente
afirmado en sí mismo y tiene un profundo respeto hacia los demás. De lo contrario no hay comunidad, sino
rebaño. Pero también este respeto y esta auto-reserva se aprenden en la soledad.
Se le nota a un hombre si la soledad está detrás de él. A veces es difícil mantenerse en ella. Muy difícil. Hay
quienes no pueden disfrutar solos, tienen que comunicarlo a los demás. Otros, que no saben arreglárselas solos con
una pena, sienten la necesidad de desahogarse. Ciertamente que esto se puede hacer. La felicidad es más rica
cuando se comunica y el dolor oprime menos. Pero también hay que saber callar. Resistir solo y arreglárselas
consigo mismo. Cuando se sale de semejante soledad al encuentro de los demás, entonces sí que se es fuerte y rico
para dar.
Todavía quisiéramos decir algo del descanso, que es algo más que un mero no trabajar. Es también una ple-
nitud en sí mismo. Cuando trabajamos, creamos y aspiramos, nuestra alma se halla en ruta hacia la meta, en
camino del "ahora" hacia el "futuro". Es magnífico este avanzar vigoroso. La vida discurre vertiginosamente en
esta marcha hacia la meta.
Pero si esto se convierte en lo único; si todo se convierte en ambicionar y trabajar; si nuestra alma permanece
siempre disparada como un dardo hacia una meta, hacia el futuro, y alcanzado éste, de nuevo se lanza a otro; si se
logra un anhelo y nos invade otro, y así indefinidamente, ¿qué ocurrirá? Que nuestro ser pierde la hondura, el
fundamento, el apoyo. Todo es ajetreo: "¡adelante!". Pero no queda nada vital que nos pueda hacer avanzar: la
meta se torna un espejismo, el afán una cacería.' Ya no queda lugar para la posesión, ni la alegría ni el
recogimiento...
¿Quieres ver esto palpablemente? Sal a las calles de nuestras ciudades cuando los hombres se encaminan
presurosos a sus negocios por la mañana o por las noches o los domingos, cuando corren afanosos a divertirse. Por
todas partes ruido y ajetreo.
¡Qué espantoso resulta este fantasma de vida! ¿Qué pensará Dios de todo esto desde su eternidad?
Si al anochecer salimos a la paz del campo... acaso se eleva por allí un cerro; todo a su alrededor está hundido,
y nosotros —totalmente libres— nos hallamos como aproximados a la serena grandiosidad de las estrellas, tan
plenas de eternidad; y sin embargo, en su inabarcable duración son tan sólo un corto momento ante el Dios eterno.
¿Qué dirá, pues, este Dios de nuestro trajinar? Si fuéramos paganos habríamos de pensar que se ríe de
nosotros. Más sabemos que es Amor y pensamos con corazón suplicante que se dignará contemplar compasivo
nuestra locura.
Descansar significa abandonar la caza de objetivos, abandonar el paso vertiginoso por el "ahora"; significa
recogernos, hacer un alto... tener un presente. El hombre entregado al vertiginoso pasar del ayer al mañana es un
esclavo del tiempo. En cambio, si sabe descansar, si surge el presente en su alma, entonces está en contacto con la
eternidad.
Saber descansar significa abrirse a la eternidad, significa haber superado urgencias y ajetreos. Es entonces
cuando se hace uno capaz de intuir lo que permanece: la esencia de las cosas. Quien sabe descansar tiene los ojos
abiertos a lo eterno. Sólo él contempla lo que permanece, lo esencial. Únicamente él posee. Sólo él sabe lo que es
gozo, lo que es paz. Únicamente el corazón tranquilo siente grande y profundamente. Sólo él perdura. "No es la
fuerza sino la duración del sentimiento lo que determina el rango de un hombre", ha dicho alguien. Pero la
duración tiene sus raíces en la serenidad.
Quien sabe descansar se tranquiliza. En su alma entra la quietud, no como un cese de trabajo sino como un
todo interior que todo lo penetra, como un equilibrio que todo lo llena.
Descanso no significa ociosidad. Tanto menos cuanto que del descanso nace primordialmente el verdadero
trabajo. Pues éste surge de la contemplación de lo eterno, del contacto con lo que permanece. El descanso es para
el trabajo lo que la silenciosa tierra para las plantas. Le presta vigor, plenitud y permanencia. Es el alma del crear;
lo enriquece y fecunda. Luego del trabajo el alma vuelve otra vez a su quietud. Descansar y trabajar son también
dos polos entre los que corre el aliento de la vida.
Estos pensamientos nos conducen de la mano al cuarto punto: la espera. También es una plenitud; mucho más,
por tanto, que un mero no haber entrado en acción. Hay hombres que no tienen la menor idea de la profunda ley
que rige en todo lo auténtico. Piensan que todo se puede hacer, decir, leer, disfrutar. Y que lo puede cualquiera y a
la hora que se le antoje.
Los hombres capaces de esperar saben que esto es una mentalidad vulgar. Conocen la profunda verdad de que
todas las cosas tienen "su hora". "Todo tiene su tiempo", dice el libro del Eclesiastés. "Hay tiempo de nacer y
tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar..., tiempo de llorar y tiempo de reir..., tiempo de ganar y
tiempo de perder, tiempo de guardar y tiempo de tirar..., tiempo de callar y tiempo de hablar..." ¡Todo! Cada libro
tiene su tiempo; si lo leemos antes, o no lo entendemos o lo entendemos mal y nos confunde. Cada pensamiento
tiene su tiempo. Es entonces cuando ha llegado a sazón y produce vida. Expresado a destiempo se atrofia, se
extravía o hace daño. Cada acción tiene su tiempo. Trabajar y descansar, alegrarse y estar serio. Creemos
ciertamente que el Dios sabio todo lo ha ordenado. Creemos que cada pensamiento, cada obra y cada hombre
están comprendidos en su Providencia.
46
Es necesario, pues, que logremos el sentido de la hora exacta de cada cosa: hemos de saber esperar.
El hombre de espera sabe que lo más profundo, lo mejor, no podemos hacerlo de ningún modo con nuestro
trabajo, sino que se hace. Lo crea Dios y la naturaleza, su sierva. Hay que dejarles tiempo, darles lugar. También
esto significa saber esperar.
Ciertamente que nada se hace "por sí mismo"; no debe uno cruzarse de brazos; hay que aportar lo suyo, pero a
su hora; decir la palabra oportuna, ejecutar la labor precisa. Entonces prospera y genera algo bueno. Hay que
prestar atención, pues, a esta hora oportuna, y esto significa esperar. Esperar, pues, quiere decir dejar camino libre
al Dios creador y a su cooperadora la naturaleza. Pero a la vez atender a la hora precisa y ser obediente. En el
fondo esto equivale a tener paciencia. Sobre ella ha dicho Nuestro Señor una sentencia maravillosa: "Si sois
pacientes, poseeréis vuestras almas". No nos poseemos cuando nos apresuramos impacientemente. Pasamos de
prisa ante nosotros mismos. Somos esclavos de toda angustia, pasión y tentación. La paciencia es la que nos pone
en posesión de nosotros mismos.
Ya no somos capaces de dejar crecer y madurar las cosas. Queremos hacerlo todo, forzarlo, apresurarlo. ¿El
resultado? Violencia y más violencia. Hombres torcidos, obras malogradas, una vida de invernáculo que ya en su
nacimiento lleva la muerte., obras organizadas en lugar de naturalmente crecidas, vidas ajetreadas en lugar de
vividas. Pero hay que pensar que no tenemos sino esta única y corta vida.
Hemos perdido totalmente el sentido de la oportunidad del tiempo. Cualquiera lee cualquier libro en el día que
se le antoja, o canta cualquier canción a cualquier hora. Juzgamos que se puede sostener cualquier conversación en
todo momento o que lo mismo da escribir una carta ahora o después. ¡Qué desarraigados nos hemos vuelto! ¡Sin
patria nuestras palabras, sin rumbo nuestro trabajo!
Tenemos que aprender de nuevo a esperar. Dios crea y obra. Debemos confiar en Él, y volvernos serenos.
Saber que El hace lo mejor, no nosotros.
Pero a la vez hemos de estar preparados para cuando llegue la hora. Hay que lograr el sentido de la
oportunidad: saber cuándo es hora de leer y de escribir, de hablar, de trabajar, de alegrarse; cuándo debemos estar
solos y cuándo relacionarnos. Un instinto que nos denuncie lo dañoso y lo útil, lo justo y lo excesivo. El instinto
del "ahora".
Una vez más adviertes cómo el saber esperar y la acción resuelta se implican mutuamente. La espera hace que
la acción se realice en el preciso momento y en el ambiente apropiado, que posea toda su energía y alcance su fin.
La espera hace que se dé realmente una acción y no un mero suceso. También aquí aparece el aliento de la vida,
que fluye entre la disposición expectante y la acción decidida.
Silencio, soledad, descanso, espera: son las sendas hacia el interior. Caminos hacia esa profundidad, quietud y
fortaleza que llamamos alma.
Y avanzando, llegamos a algo más hondo todavía. Sobre ello quiero hacer aquí sólo unas breves indicaciones.
Empecemos por la pureza. Tampoco la pureza significa tan sólo no pensar ni hacer cosas sucias, sino que es
una plenitud en sí. Significa que el hombre es nítido y fresco en todo su ser, que posee ese fino aire de recio y
alegre vigor que es inconfundible. "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios". Mas la
contemplación sólo es posible en el vigor y la apertura del ser.
Después la virginidad. ¿Cuántos la comprenden? Significa mucho más que pasar solo la vida. Si no fuera más
que eso, entonces ahí tienes al solterón y a la solterona, seres amargados y estériles que son una carga para sí y
para los demás. Pero la virginidad es todo lo contrario: el hombre virgen tiene una plenitud en sí, una inmensa
capacidad de darse. Solamente que todo lo da a Dios y así se mantiene joven y alegre. De esta manera se enriquece
y madura, y adquiere esa santa nobleza de que nos habla el Apocalipsis cuando dice que solamente las vírgenes
pueden cantar el cántico del Cordero.
¡Y esa bienaventurada pobreza, a la que está prometido el Reino de los Cielos! Ella significa ser libre, dueño
de sí mismo. La verdadera humildad no tiene nada de rastrero, pues brota del vigor de un corazón noble. De la
libertad sabemos nosotros que surge en los hijos de Dios cuando se entregan a El completamente.
De la paz ha dicho el Señor que es su más precioso don: "os doy mi paz; la paz que el mundo no puede dar".
En verdad no es un mero descanso, sin agitación, sino el colmo de toda plenitud vital y de toda sabiduría divina.
Dice la Sagrada Escritura que Dios "la derramará sobre nosotros como una corriente profunda"; y San Pablo sabe
de ella que "está por sobre toda razón".
Y la fuerza con que desandamos este camino es el sacrificio. Y otra vez: sacrificio no quiere decir tan sólo
desprendimiento, que hagamos miserable la rica y hermosa vida. Significa no quedarnos con un bien, una alegría o
una obra para nuestro propio disfrute, sino elevarlo a un mundo superior: a Dios. En Dios todo permanece nuestro,
sólo que transformado, transfigurado, divinizado. "Congregad en el cielo tesoros, que ni el orín ni la polilla
corroen y que no roban los ladrones". En el sacrificio elevamos algo precioso por la entrega en las manos de Dios;
pasamos con alguna posesión o alguna alegría y firmemente con todo nuestro ser a la vida eterna. Este paso parece
destrucción, pérdida, negación. Puede realmente serlo cuando se lo hace forzado, de mala gana y malhumorado.
Entonces corroe la vida. Pero realizado con corazón generoso en un47"sí" sincero, es cuando resulta una ascensión a
una vida más alta.
Todo esto es camino hacia el alma. No se trata aquí de nada muelle. ¡Al contrario! Debemos mirar el mundo
con ojos claros, actuar resueltamente y realizar nuestras tareas con energía. Pero todo ha de brotar de lo profundo,
del silencio. Debe haber algo detrás de todo eso. Detrás de la comunidad, la soledad; detrás de las palabras, el
silencio, y detrás de la decisión la serenidad.
Porque todo esto en gran parte se ha perdido, nos encontramos en una situación tan terrible. Cuando uno pasa
por una ciudad, por su bullicio, cambiando un medio de transporte por otro, por sus calles en medio del ajetreo,
pasando ante los escaparates que atrapan las miradas de miles de ávidos ojos, hay que retener el alma para que no
sea arrastrada a ese mundo de corridas, bullicio y ambiciones.
Ya no existe el silencio sino el charlar y más charlar sin fin. Todo es una palabrería ruidosa. De todo se habla y
se escribe, todo se escucha. Nada permanece sagrado. Nada es coto cerrado del silencio, ni lo más sublime. Todo
es explicitado, todo es desmenuzado y disecado sin piedad ni vergüenza en los periódicos, en sociedad, en los
centros de reunión. La habladuría es tan desarrollada, que todos tienen la palabra. Todo el léxico está a
disposición: el elevado, el agudo y el fino, el sabio y el profundo, el revolucionario, el conmovedor, todo. Se sacan
todos los registros. Mejor dicho, no todos; hay un modo de hablar que está a salvo en el seno de Dios: el más
simple. Nadie lo puede imitar si no le nace realmente de la paz del corazón. Pero todos los demás modos de hablar
retumban, resuenan y ensordecen, y las palabras dicen cada vez menos y se vuelven cada vez más huecas e
insignificantes.
Ya no hay soledad. Todos se aglomeran en reuniones, asociaciones, organizaciones. Masas en las calles, masas
en las fondas y lugares de diversión. Masas en los centros de formación, masas por todas partes. ¿Quién puede
estar solo todavía? Y por esto tampoco hay comunidad. Rebaños, organizaciones, pero no comunidad. Sólo desde
el estar consigo se puede ir realmente a los demás.
Como nadie puede callar, así tampoco puede nadie descansar. "El tiempo es dinero": difícilmente han podido
salir de la boca de los hombres palabras más depravadas. Como un horrible veneno nos ha penetrado este espíritu
en la sangre. Ahora el tiempo pertenece al dinero, y el dinero reclama sus derechos sin dejarnos tiempo para otra
cosa que no sea su servicio, sin tiempo para gozar, ni para pensar, ni para los amigos ni para Dios. De este vértigo
no puede surgir la verdadera acción. Todo se va en hablar y escribir de acciones, pero no se lleva a cabo ninguna.
Lo que sucede en nuestros días es un desencadenamiento de fuerzas desenfrenadas —por cierto no dirigidas por
Dios— pero no acciones. Estas sólo nacen en la soledad, en el descanso, en la capacidad de esperar y dejar
madurar.
"¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?", ha dicho el Señor. ¡Oh, el mundo nos
pertenece! Pronto la tierra nos habrá de entregar sus tesoros, sus energías, sus tóxicos. Pero ¿qué ha sido de
nuestra alma?
Y por eso nos resulta Dios tan lejano. Dios es un Dios oculto, que habita en el silencio. Ciertamente que se
puede orar desde el ruido de la fábrica y desde un corazón agitado, ya que Dios está cerca de toda necesidad y
seguramente muy cerca también de la nuestra. Pero el auténtico hablar con Dios, el genuino estar- junto-a-El, se
da ante todo en la calma, en la soledad, en la espera, porque "es bueno esperar la salud del Señor en silencio"...
Pues ¿qué debemos hacer? Estas cartas no han de incitar tan sólo a pensar sino también ayudar a actuar.
Busquemos pues un punto donde podamos comenzar: queremos aprender de nuevo a vivir el domingo. "Acuérdate
de santificar el sábado". ¿Qué significa esto? Continuamente aparece en el Antiguo Testamento este precepto. Lo
había inculcado Dios con una severidad terrible: quien quebrantaba el sábado era apedreado. Hasta que este
mandamiento penetró tan hondamente en la conciencia del pueblo judío que aún hoy está vivo después de miles de
años. ¿Qué pretende este mandamiento?
Los domingos debemos estar libres y descansar. Debemos estar libres del trabajo. "Con el sudor de tu rostro
comerás tu pan", dijo el Señor. Y San Pablo: "quien no trabaja, que no coma". Es cierto que tenemos que hacer con
gusto nuestras faenas pero la moderna divinización del trabajo engaña. Todo trabajo, aún el más sublime, lleva la
impronta de la maldición, del castigo. El hombre originariamente no fue hecho para el trabajo tal como lo tenemos
que hacer ahora. Fue destinado al libre y fecundo cultivo del paraíso. A nuestro trabajo, en cambio, le ha sido
impreso el signo de la esclavitud. Lleva "cardos y espinas", la maldición de una íntima esterilidad. Todo el mundo
la experimenta de algún modo tan pronto como deja de tomar tan en serio la embriaguez del producir y el ruido del
éxito. Pero tenemos que hacer nuestra tarea, es nuestra obligación, y no nos es lícito comer si no trabajamos. Quien
come y no trabaja, en cierta manera roba. Pero de esta ley estamos dispensados los domingos. Este día podemos
comer sin trabajar. Y Dios garantiza que tendremos qué comer aún cuando no trabajemos. El día domingo
marchamos por el mundo como hijos libres de Dios. El día domingo continúa el paraíso en esta historia de dolor.
Y debemos descansar el día domingo. No debe haber bullicio. ¡Descanso! Dios descansó el séptimo día. No
quiere decir esto que Dios hubiese trabajado anteriormente. En esta frase "Dios descansó" se revela la infinita
profundidad y plenitud de la vida divina, de la que había salido la creación; la riqueza, la luz, el silencio y la paz
que "sobrepasa toda razón".
Nuestro descanso debe ser un reflejo de esto. Plenitud, silencio48
y calma; un estar en puro presente, que no se
preocupa por el mañana. Y todo lo bello y dichoso que nos brinda este día —la reunión familiar, el encuentro con
los amigos, la conversación, el juego, el paseo— debe estar abarcado por el descanso de Dios.
¿Verdad que ya no tenemos domingo? ¡Es que ya no podemos descansar! El día domingo continúa el ajetreo
de la semana. Únicamente varía el objetivo: en vez del trabajo, el placer. Idéntica tensión, idéntico ruido. Y cuan
elocuentemente testimonian los semblantes apáticos o ansiosos la vacuidad de todo eso.
Pero resulta terrible la ausencia del domingo. No en vano ha escrito Dios tan hondamente este precepto en el
corazón humano. El alma se arruina sin domingo. Es para ella amparo y fuerza. El domingo es para el alma lo que
el aire para el pecho.
Debemos darle lugar de nuevo. Liberarlo de todo trabajo, en cuanto sea posible. No debemos disculparnos con
que tal o cual cosa quedan todavía permitidas. No, ésta ha de ser precisamente nuestra elevada tarea: liberar
realmente el domingo de todo quehacer. Adelantar trabajo en lo posible: disponer de tal modo las cosas que todo
resulte limpio, alegre y adornado. Limpias las habitaciones, llenas de luz las ventanas, sobre la mesa un ramo de
flores frescas, aseada la ropa y toda la persona.
Y luego descansar realmente. No ajetrearse, ni siquiera en las diversiones. Relajar cuerpo y alma.
Esto hay que aprenderlo, ya que no sabemos hacerlo espontáneamente. Hay que aprender a permanecer, a
serenarse, a detenerse en el presente. Sumergirse en la lectura de un libro bello. ¿Tienes tú para los domingos un
libro así? Entregarse a la contemplación de un cuadro hermoso, a un paseo agradable. Nada de excursiones
agitadas. El paseo del domingo ha de ser tranquilo, sosegado, aunque nos lleve lejos, al campo. Proporcionar
alguna alegría a los demás, pero que sea noble... ¡hay tantas posibilidades! Reflexiona sobre qué puedes hacer
para que el domingo resulte verdaderamente el día de los hijos de Dios, el día en que el paraíso se hace presente
en el transcurso del tiempo.
Y después tratemos de trasladar el domingo también a los días de labor. Intentemos crearnos un momento de
calma, por ejemplo, antes de la oración de la mañana. —Lee de cuando en cuando la carta sobre la oración— Y
por la noche hacer otro tanto. Acaso podamos sacar libre un cuarto de hora para esto y descansar verdaderamente.
Al principio se nos hará difícil, pero tenemos que aprenderlo. Al principio, en cuanto intentemos calmarnos,
empezarán a excitarse los nervios. Pero no debemos cejar. Digamos no con violencia, sino con voluntad que relaja
y concentra: "quiero estar tranquilo; permanecer quieto aquí, no escaparme ni exteriormente ni tampoco con el
pensamiento, lo que pretende arrastrarme no es tan importante. No urge. Puedo hacerlo igual mañana. Ahora
quieto, aquí". Así salimos del ajetreo y nos colocamos en el puro y tranquilo presente. Leamos algo bello,
sumámonos en algún buen pensamiento, contemplemos un cuadro. También podemos acercar nuestra silla a la
cama de un enfermo, o estar junto a nuestra anciana madre o situarnos en espíritu junto a un amigo lejano... O
simplemente sentarnos y sosegarnos interiormente.
Así, con estos cortos momentos, daremos forma al domingo. No podemos conseguir esto plenamente de un
solo golpe. Se nos ha clavado demasiado hondamente en nuestros nervios la agitación de la época actual. Hay que
ir aprendiendo poco a poco.
Relee también de vez en cuando lo que dice la primera carta sobre el recogimiento. Aquellas breves pero
frecuentes interiorizaciones en el curso del día vienen a ser también un "domingo" en medio de las faenas
cotidianas. Reconquistemos poco a poco la fuerza del descanso, del silencio, de la calma y del presente. Y sigamos
penetrando en los imperios esenciales de la vida, en los mundos del alma.
Desde aquí influiremos en el mundo, mejor y más decisivamente que con mil agitadas reformas. Aprendamos
en el silencio la palabra verdaderamente expresiva; en la soledad la auténtica comunidad y en el esperar tranquilo
la acción oportuna y decidida.

49
CARTA NOVENA

Sobre el Estado en nosotros

Esta carta fue escrita en la última época de la República de Weimar y, por eso, no hace expresa
referencia a las difíciles cuestiones suscitadas por el abuso de la autoridad estatal en los años que van de
1933 hasta el final de la guerra. No obstante, sus ideas sobre los fundamentos de la verdadera democracia
permanecen invariablemente válidas, cobrando quizá hoy su máxima actualidad.
Xngeborg Klimmer

Si observamos un poco en torno nuestro, veremos cómo la inmensa mayoría vive totalmente ajena al Estado.
Para muchos es un gran edificio, con diversos compartimientos. Por él anda mucha gente haciendo sus negocios,
tienen sus pasatiempos, viven y mueren, sin preocuparse de la gran casa lo más minino; únicamente pagan la renta
convenida a fin de poder vivir en ella. Pero la casa "en sí" les tiene sin cuidado.
Para otros, "Estado" equivale a funcionarios, autoridades, todos aquellos que tienen algo que decir. El resto
debe conformarse con ser buenos ciudadanos, esto es, hacer lo que ordene la autoridad.
Otros entienden el Estado como un poder enemigo; como algo que los violenta, que menoscaba su libertad y
restringe su propiedad. Están en una rara pugna con él, buscan medios de zafarse y frente a él tienen por lícitas
cosas que comúnmente se reprobarían...
Pensémoslo bien: ¿tal Estado no es una cosa mala, ridícula? ¿una cosa que está ahí, en la que los hombres se
mueven o con la que se encuentran en una rara pugna, como si este ente "Estado" fuera una cosa aparte y nada
tuviera que ver con ellos?
¡Pero esto no es así! ¡El Estado no vive por sí mismo! Es verdad que tiene raigambre propia y que su autoridad
proviene en última instancia de Dios. Pero acaba por convertirse en un indignante dejarse gobernar si se olvida
que el Estado también descansa sobre nuestra libre decisión. De la libre actuación de cada particular brota el
Estado. Este es lo que cada uno hace de él. El Estado tiene sus raíces en mí, en ti. Luis XIV dijo un día con la
autosuficiencia del monarca absoluto: "el Estado soy yo". Lo mismo deberíamos decir en rigor todos nosotros.
Pero debería ser una palabra de honda responsabilidad. El Estado no es una cosa ya acabada y establecida, sino
algo que incesantemente se hace; se hace no por sí mismo, como una planta, sino que tiene que ser hecho. Pero,
¿quién lo hace? No un "algo" misterioso, impersonal, sino ¡tú!
Naturalmente que en el Estado tiene que haber un orden; de otra manera todo terminaría en un caos. Pero ese
orden ha de encarnarse en personas que sepan que no mandan a esclavos, sino que representan el orden estatal
ante hombres libres. Igualmente la obediencia debe ser cumplida no por lacayos, sino por personas responsables
ante Dios.
Puede muy bien suceder que el Estado oprima al particular. Continuamente se repite el caso de que el
individuo tenga que ser postergado ante el bien común. El Estado incluso muchas veces ha hecho abuso de la
fuerza violando los derechos del individuo y destrozando vidas. Sobre esto nos han proporcionado los últimos
años amargas enseñanzas. No obstante, el Estado en su más genuino ser es una tarea confiada al hombre por Dios;
tarea que, si llega a consumarse, constituye una de las supremas creaciones de la capacidad humana.
No debemos considerar al Estado como una máquina que funciona ciegamente. Tampoco como algo inmóvil,
una cosa que está ahí, en cuyo interior ocurren diversas cosas; ni como un mero reglamento al cual está sujeta la
vida. Es cierto que muchas veces es todo esto, y no queremos engañarnos. No en vano se defiende instintivamente
la vida frente a él. Más a pesar de todo no debemos retirarnos del Estado, por el solo hecho de que entonces irá a
parar totalmente a las manos de quienes hacen de él un negocio o lo convierten en instrumento de su ambición.
Pero prescindiendo de eso, el Estado tiene que ser otra cosa; algo vital, el gran objeto que está opuesto a nuestra
individualidad personal; esa construcción imponente, esa vida productiva, en la que halla expresión no el
individuo ni el reducido círculo de amigos o de la familia, sino el pueblo. Pero semejante Estado cobra vida
únicamente cuando nosotros no lo dejamos simplemente funcionar solo; cuando no lo entregamos en manos de
funcionarios y soldados sino cuando nosotros mismos lo creamos. Cuando nace vitalmente de tu actitud, cuando
es "Estado en ti".
Con esto entramos en el tema de la tarea cívica y del modo de realizarla, es decir, de la formación cívica. Pero
la expresión es ambigua. Generalmente se la emplea para decir que la gente debe saber qué es la constitución, qué
leyes y autoridades hay y qué tiene que hacer un ciudadano.
Todo esto es bueno y sería un signo de inmadurez menospreciar esos conocimientos. Un hombre, con quien
vislumbré por primera vez lo que significa propiamente trabajar para el Estado, me dijo un día: "me parece
indignante que pretendan reformar el Estado gente que ni siquiera conoce la misión de una simple municipalidad".
La frase me viene a la mente con frecuencia siempre que leo declaraciones políticas de la juventud —y no sólo de
la juventud.
Entonces sentí gran vergüenza por las enormes sandeces que ya se han dicho por un mero "instinto creador".
Verdaderamente más de uno haría mucho mejor si suspendiera sus discursos y se pusiera a aprender cuál es "la
misión de una simple municipalidad". Pero en esta carta entiendo por formación cívica otra cosa. Tiene un sentido
similar al que usé en mi obra sobre "formación litúrgica".
Para tener una correcta posición en el Estado y en el pueblo, se precisan mirada clara, recto juicio y mano
segura. Es necesario tener una orientación política; pero ésta no se aprende en los libros y cursos, sino que se va
formando lentamente. El que un estudiante haya estudiado toda la carrera de medicina con afán no significa que
sea ya un médico; lo será cuando conozca vitalmente al sano y al enfermo, su cuerpo y su alma. Pero no se conoce
sólo con la inteligencia; en tal caso serían los mejores médicos los que más brillantemente hicieran los exámenes.
Posee el médico ese conocimiento pleno cuando logra un contacto vital con el enfermo; cuando tiene un ojo que, a
través de los síntomas externos, sabe penetrar hasta la raíz misma de la enfermedad; que ve cómo el cuerpo está
enfermo por el alma y el alma por el cuerpo; cuando tiene un oído fino, que capta no sólo lo que se dice
abiertamente, sino lo que se dice a medias y hasta lo que se calla. Es médico quien posee tacto fino y mano segura,
firme y tierna a la vez, quien tiene esperanzada confianza en su corazón y una fuerza interior que cura y libera.
Entonces es un perfecto médico. Entonces tiene "formación médica".
Lo mismo ocurre con el hombre de Estado: no lo hacen sólo los conocimientos. Estos son necesarios, y quien
se entromete en asuntos de gobierno sin un riguroso conocimiento de su misión es un irresponsable. Pero
realmente hombre de Estado sólo es aquél que logra una actitud correspondiente a su misión, el que ve con
claridad lo que en rigor es el "Estado"; quien intuye lo que es útil y dañoso para el Estado; quien posee la fuerza
creadora, constructiva y conservadora del Estado.
De esta actitud política queremos hablar. Primero, porque a todos nos alcanzan los deberes de la vida estatal.
Además, porque precisamente ahora se ha hecho urgente de un modo especial la cuestión política. También es
nuestro intento hacerlo de la manera más sencilla posible. De las grandes cosas, de la naturaleza del Estado, por
ejemplo, o de cómo debe estructurarse la comunidad del pueblo, hablaremos muy poco. Nos detendremos en las
pequeñas cosas. Como en todas las cartas, nos interesa únicamente brindar instrumentos de trabajo. Ciertamente
que hablaremos del Parlamento, autoridades y leyes; pero exclusivamente para ver dónde se encuentran en la vida
diaria las raíces de todas estas cosas.
Esto es lo que ha sido vital para mí. No me interesa decir esto o aquello o todo, sino tan sólo una cosa: que la
actitud política debe arraigar en lo vital. Si la tienes miras en torno, observas, y cada movimiento, cada lectura del
periódico te ensancha el horizonte. Si no la tienes entonces toda actividad es activismo y palabrerías.
Ciertamente, debo presuponer que tú no vienes de una fábrica partidaria, por así decirlo, con esquemas
cerrados listos para el uso, con los cuales se pretende suplantar todo pensamiento: nacional-internacional, racista-
humanitario, conservador-revolucionario... o como quieran etiquetarse esos esquemas.
Hoy todo el mundo lleva esas etiquetas en el bolsillo. Ya no se necesita abrir los ojos, examinar opiniones
ajenas, analizar a fondo. Los esquemas lo hacen todo. Es absolutamente superfluo preguntarse cómo actuarían en
determinadas circunstancias palabras, normas o acontecimientos. Cuando surge un punto de vista, o aparece una
personalidad u ocurre cualquier suceso se echa una ojeada y ¡ya está! ¡Tal o cual etiqueta! ¡Se aplica el esquema!
¡Listo! ¡Y qué estupendo que no haya necesidad de pensar!
Nosotros no queremos dejarnos encasillar el cerebro por un partido ni que lo taponen los periódicos.
El más profundo sentido del Estado no es servir, sino ser soberano. Ciertamente tiene que cuidar el bienestar
de sus miembros, pero cada uno a su vez debe ocuparse de su propio bienestar. El Estado no tiene que ocuparse de
cada uno en particular y tenerlo bajo su tutela; sí debe apoyar al individuo y hacerse cargo de lo que el particular o
las libres asociaciones de particulares no son capaces de realizar. Debe cuidar que haya orden en el país a fin de
que cada cual pueda realizar su tarea. Todo esto es el fin del Estado, pero no agota en modo alguno su esencia.
Aparte del fin tiene el Estado un sentido, que es algo mucho más profundo: ser soberano. No por sí mismo sino
por Dios; debe representar la majestad de Dios en el orden natural con todas sus necesidades, energías, pasiones,
intereses y acontecimientos. Esto no quiere decir que tenga que sostener la religión y la moralidad; eso es cosa de
la conciencia de la Iglesia. El Estado se basa en la moralidad, la protege en cuanto que ella debe tener vigencia
pública, pero no la representa. Lo que él representa es la soberanía del Señor Altísimo en las cosas terrenas,
simplemente por el hecho de ser y de ser reconocido.
Y hace valer esta soberanía en el derecho. También el derecho tiene un fin: salvaguardar la libertad, la vida y
la propiedad. Pero tiene además un sentido más profundo que ese fin: que reine la justicia en todo acto y relación
humana. Sin otro objetivo ulterior sino únicamente por ser justicia —orden querido por Dios en el trato de
personas libres. Tan pronto como desaparece la soberanía del Estado y no se ve en él más que utilidad pública,
seguridad y promoción de la actividad económica, muere lo esencial del Estado. Tan pronto como en el derecho
sólo se ve una gran ordenación de la actividad pública y no esa soberanía de que hablamos, muere lo esencial del
Estado. Se convierte en una gigantesca empresa de industria y comercio, en una compañía de seguros, en un
servicio de vigilancia.
Esta es una de las cuestiones que hoy se deciden: ese sentido más profundo del Estado de encarnar la soberanía
y ser portador del derecho se ha diluido cada vez más. Pero con esto ha desaparecido también el carácter
propiamente político del Estado. Cada vez se imponen con más fuerza los objetivos puramente económicos y se
convierte el Estado en defensor de asuntos meramente privados. Constantemente va perdiendo lo que le da su
carácter público: ser lugarteniente de Dios en el orden natural.
Ser político significa llevar vitalmente en la sangre lo que significa Estado. Ser político significa querer la
soberanía. Ciertamente tiene que ver con realismo que toda la vida está basada en la utilidad, la economía y el
trabajo ordenado, pero debe descubrir en todo eso el íntimo sentido del derecho. El político lucha por la soberanía
y el derecho, procura hacerlos resaltar en todos los objetivos y utilidades; a través de ellos y, si es preciso, contra
ellos. Quien tiene sentido político advierte con verdadera preocupación, con encolerizada angustia, cómo declina
la soberanía del Estado. Presiente que se avecina un mundo en el que no se podrá respirar. Un mundo en el que
rige una caricatura de la soberanía —el poder calcular— y una caricatura del derecho —un orden burgués que
protege el dinero, pero que renuncia a la dignidad.
Se podría objetar que los Estados siempre han robado y destruido. Es verdad. También ellos están sometidos al
pecado original. Pero antes existía la conciencia de lo que llamé "sentido" del Estado —distinto de su
"finalidad"— aún cuando se delinquiera contra él. Pero ahora amenaza perderse totalmente ese sentido pues la
soberanía del Estado declina. No pretendo decir con esto que no tenga poder externo. Mas hay otro poder que
consiste precisamente en la soberanía misma, en que esta soberanía esté viva en las almas, en que sea tomada en
serio por los hombres. Y es entonces cuando sienten también su responsabilidad. Pero esto es precisamente lo que
hoy desaparece. No se siente ya esta soberanía; el Estado es colocado en la misma línea que una sociedad
anónima. No se lo toma en serio, se pasa por encima de él. Sus leyes son despreciadas, no sólo transgredidas —
esto ha sucedido siempre— sino menospreciadas.
Hay varios individuos junto a un quiosco. Ha salido una nueva disposición, digamos, sobre el precio del pan.
Uno lee el periódico, se vuelve a los otros y alejándose dice: "¡zánganos! ¡Estos no nos quieren ayudar! ¡Quieren
que nos arruinemos!" —y se puede palpar cómo sus palabras hallan eco en los corazones.
Están reunidos algunos en un bar. Se habla de los acontecimientos políticos del día. Uno declara en tono de
profundo desprecio: "¡nadie sabe nada en este gobierno! ¡Cuanto antes caiga mejor!" —y todos asienten con la
cabeza.
En un círculo de hombres de negocios se trata un proyecto. Con toda sangre fría se discuten las leyes estatales
que se oponen y se estudia el modo de burlarlas y no hacer caso de ellas. Se admite como la cosa más natural del
mundo que para el hombre de negocios el Estado con todas sus leyes es una cosa a la cual sólo los tontos tienen
miedo.
Todo esto se escribió en los años terribles inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial. Quizá tú no
te acuerdas. Desde entonces mucho ha variado. Ya no existe el control de precios del pan y cosas parecidas; pero
dejemos ahí lo dicho como reminiscencia de aquellos años. Con sólo traducir su contenido a la situación actual, a
lo que se puede ver y leer por todas partes, aquellas frases recobran su vigencia.
¿Porqué no tiene ya vigencia el Estado? Porque ya no la tiene en el corazón del hombre del quiosco ni en el del
bar ni en el hombre de negocios. Porque el primero presentó al Estado como enemigo en un momento en que el
corazón de los que lo rodeaban estaba amargado; porque el segundo lo denigró ante sus oyentes; porque el tercero
con toda naturalidad consideró al Estado como un leve obstáculo sobre el que lícitamente puede saltar el interés
privado.
Si ahora estos hombres escriben en el periódico, sus artículos no tendrán otro clima que el de la calumnia y la
destrucción, sin respeto ni responsabilidad. Si van a reuniones, quieren escuchar ese mismo lenguaje. Es para ellos
una satisfacción destructiva ver denigrada la soberanía del Estado. Si alguno entra en el Parlamento como
diputado, resuena idéntico tono en todas sus palabras. ¡Escucha alguna vez las conversaciones políticas! ¡Lee los
periódicos! Te darán asco las duras injurias y las críticas sin ton ni son. Estamos tan acostumbrados a esto, que ya
no nos damos cuenta de la falta de escrúpulos en todo eso. Cómo se juzga sin conocimiento de causa, sin ninguna
justicia y sin reparar en las consecuencias. ¡Ya no notamos cuán indigno y desolador resulta todo esto!
Tales personas ocupan un cargo, pero sin fe en él. No creen que pueda tener un sentido profundo ni creen en la
dignidad del deber. Ejercen el cargo por pura necesidad, o por el título y la remuneración. Y su gestión no posee
ninguna fuerza constructiva; no saben encarnar al Estado en el desempeño de su función. No saben ejercer su
cargo con serena y natural dignidad. No tienen dignidad alguna, sino que miran su tarea como un simple
cumplimiento de funciones o se obligan a una dignidad que no les cuadra y que sólo irrita a los demás. El Estado
se nos aparece en sus representantes. Pero encarnar en el propio cargo la soberanía viva del Estado con sencillez y
naturalidad, sólo lo puede hacer quien sabe afirmarla vitalmente. Pero si uno está en aquella actitud escéptica o
destructora, si el Estado es para él algo que puede ser derrumbado de un día para otro, algo inútil o frágil por
encima del cual se puede pasar, en este caso el Estado adquiere realmente estas características.
¿Pero no es lícito combatir lo que a uno le parece falso? Ciertamente, con energía. Pero lo que debe prevalecer
es el "sí", en modo alguno el "no". Primero el "sí" como respeto y predisposición para el deber; luego puede venir
el "no" de la crítica. Y si se llega a ejercitar ésta, hay que cerciorarse primero de qué se trata.
Distinguir, no generalizar. Separar las personas de las cosas, el abuso, del recto uso. Quien critica de este
modo, siempre respalda el "no" con el "sí"; hace del "no" algo serio. Se advierte en su crítica la actitud positiva
frente al Estado, el sentido de responsabilidad y su confianza en él.
También esto es propio de la crítica constructiva: saber hablar y callar en el tiempo oportuno. Hablar en el
lugar preciso y a un auditorio adecuado, y tener conciencia del efecto de sus palabras. Tal disposición es actitud
política. Quién así actúa, tiene al Estado en sí.
Tiene "Estado" en sí quien se sabe responsable del honor del Estado; quien habla y obra de modo tal que
sostiene, protege y hace valer ese honor; también quién se opone a la injusticia y critica lo falso.
Esto tiene que ser así en función de la cosa misma, de otro modo no sería afirmación ética del Estado, sino
servidumbre e irresponsabilidad. Pero detrás de toda crítica debe estar el respeto y el sentido de cuándo, dónde,
cómo y antes quiénes se critica, a fin de construir y no de destruir.
Es preciso que nos introduzcamos todavía más en la vida diaria. La actitud de afirmación del Estado no se
manifiesta recién cuando se trata del Estado como tal, sino ya allí donde nos encontramos ante algo que tiene en sí
un derecho, una vigencia, una dignidad. Así, por ejemplo, ante la familia, ante la escuela, cuando en nuestra vida
profesional nos encontramos ante los superiores legítimos, etc. Aquí se demuestra definitivamente si uno tiene en
el sentido decisivo "Estado en sí", o si es "a-estatal". Si en sus padres, en el maestro, en el capataz, no ve más que
un enemigo y sus palabras cobran ese tono hostil que se oye por todos lados... si se alegra y aprovecha cuando se
pone al descubierto alguna falla de ellos; si él da por supuesto que estos hombres son envidiosos, limitados,
despóticos, mezquinos... Si es así evidentemente le falta "Estado".
Le falta actitud política. En todo lo que se refiere al Estado su actuación será profundamente destructora.
Pero si una persona advierte los errores y miserias, y sin embargo siente que detrás de todo eso existe algo que
no se debe derrumbar, que debe mantenerse vigente, y se decide por ese algo; si a través de toda crítica resuena
una afirmación sincera; si todo reproche lleva tras de sí el reconocimiento de lo bueno... entonces esa persona
tiene "estado en sí", construye. Y si entra propiamente en la vida política, asume también idéntica actitud ante los
grandes problemas del Estado.
Política significa que un pueblo actúa. Pero, ¿qué es "pueblo"? Los hombres con todo lo que son en cuerpo y
alma y en su modo de ser; el producto de su suelo y de su tierra; su vida de trabajo, su profesión; lo que han vivido
y sufrido en su pasado; la expresividad y vigor de su lenguaje, sus costumbres y sus usos, cuentos y leyendas; el
modo de vivir, de edificar y de tratarse... Esto, y aún mucho más, es propio del "pueblo". Todo ello enlazado por
esa fuerza originaria, que hace que todo esto no sea un mero montón de cosas particulares sino una unidad viva.
Con todo, este pueblo así constituido, todavía no puede actuar. Está como atado, inmóvil. Un pueblo puede
actuar cuando deviene móvil y organizado; cuando se unifican todos los anhelos, inteligencias y energías; cuando
el todo adquiere rasgos comunes, una voluntad, un empuje. Todo esto se verifica precisamente en el Estado. En el
Estado adquiere el pueblo capacidad de actuar, de tener historia.
Naturalmente, cada tiempo tiene el Estado que le es acorde. Mientras el hombre vive vinculado a una totalidad,
el Estado descansará más sobre el soberano que gobierna con sus consejeros; si es un verdadero soberano, el
pueblo sabe que en él alcanzará sus derechos porque el soberano lleva la causa del pueblo. A medida que el
individuo va adquiriendo independencia, éste quiere tomar parte en el Estado. Así surgen esas formas de vida
estatal en los cuales el individuo tiene mayor influencia. El sentido del Estado es que en él el pueblo alcance
capacidad de actuar. La peculiar manera de ser del pueblo ha de manifestarse en las formas de Estado, y su
voluntad en las empresas estatales. Que el pueblo actúe en el Estado y que el Estado actúe como forma vital del
pueblo: he aquí lo que hace historia.
¿A qué se dirige este actuar en el Estado? Quiere ser, vivir, expresar su vida como ella es. Política significa
que un pueblo vive y actúa en el Estado, y que en el fondo no actúa solamente para enriquecerse ni para llevar a
cabo obras —aunque todo esto también le corresponda.
Pero, ¿cómo lograr semejante unidad de acción? Hay realmente pueblo y Estado cuando se expresan la opinión
y voluntad del pueblo; cuando se hacen valer las fuerzas que yacen en el pueblo; cuando no domina un individuo
ni una clase, ni funcionarios ni diplomáticos, sino que actúa la totalidad, lográndose un vital resultado de conjunto;
cuando el Estado es en verdad la forma de esta peculiar vida del pueblo; cuando los individuos toman parte en la
vida de este Estado y se saben responsables de él; cuando el Parlamento está para que se hable libremente y se
forme la opinión y voluntad públicas, y las autoridades están para coordinar las fuerzas dispersas; cuando el jefe
político sabe que actúa en nombre de la totalidad del pueblo y le ayuda en sus empresas; cuando el pueblo sabe
que necesita de tales individuos activos, los reconoce y confía en ellos. Actuar políticamente significa actuar de tal
manera que se haga realidad tal pueblo y tal Estado. Estos han sido grandes objetivos, pero vemos que de un
pueblo y un Estado así no hallamos apenas rastro. ¿Por qué? Porque todo queda en lo abstracto, en palabras y
entusiasmo, en pura nebulosidad. Porque no se aproximan al mundo de los hechos. ¿Dónde está, pues, el mundo
de la realidad en el que el objetivo y la idea se convierten en acción y forma?
El Parlamento tiene sesión. Hay importantes cuestiones que tratar. Un diputado expone sus puntos de vista;
luego habla otro del partido contrario y echa por tierra cuanto el orador precedente dijo. No ha hecho ningún
análisis objetivo, no se ha esforzado lo más mínimo para comprender bien. Arremete con todo, arranca
proposiciones del contexto, exagera opiniones y puntos de vista, se burla, hace sospechosa la opinión de su
contrario. Apenas tiene la palabra el atacado, responde en el mismo tono, sólo que un poco más mordaz.
Entretanto hablan otros; quizá no se preocupan en absoluto del asunto que planteó el primer orador, derivando
poco a poco hacia temas totalmente diferentes. Hasta que tras algunos discursos ya no se sabe a dónde va
propiamente la línea de la discusión. Toman partido por éste o por aquél, concluyendo todo en un caos o quizá
termina en un alboroto salvaje aquel debate para el que el pueblo había enviado a los hombres de su confianza.
Uno se avergüenza cuando lee tales cosas en los relatos de las sesiones. ¡Y todavía se leen cosas peores! Se
siente ignominia. ¿Quién ha enviado los diputados al Parlamento? ¡Nosotros! ¡Deben representar nuestra causa!
Por eso semejante conducta nos deshonra a nosotros.
Pero aún hay algo más: cuando esto sucede no hay pueblo ni hay Estado. Aquí no se expresan los problemas,
anhelos y necesidades del pueblo, no se manifiestan sus energías, no se habla ni se oye ni se sopesa la causa
común, no se hace ningún esfuerzo por comprenderla más profundamente con el aporte de cada uno. El
Parlamento se convierte en un ámbito en el que discuten individuos limitados e indisciplinados que no se imponen
el más mínimo esfuerzo por comprender a los demás. Donde las cosas marchan así todo es ruinas. No se efectiviza
la voluntad común del pueblo, no salen a relucir los distintos intereses y tendencias, no pueden medirse entre sí y
sopesar su importancia hasta que por medio de un atinado y disciplinado compromiso se logre una voluntad
común. Aquí no se concentran las distintas tendencias y fuerzas formando una cuña poderosa y claramente
orientada que pueda abrirse paso, y en la cual actúe el pueblo. Todo se va en lamentables discusiones sin claridad
y rigor.
Aquellos dos rivales tenían que haber sido "pueblo". Para eso fueron enviados. Representaban distintos puntos
de vista; eso era natural. Uno vino en nombre de los agricultores del país, el otro en nombre de los trabajadores.
Pero cada uno debía haber tenido conciencia de esto: "Yo estoy aquí por todo el pueblo, y el de enfrente lo mismo.
Juntos queremos examinar lo que conviene a este pueblo. Lo que en él vive lo queremos fusionar para que resulte
una acción vigorosa". Esto hubiera sido "ser pueblo" y pueblo en el Estado. En cambio ellos han jugado con el
Estado, han destruido algo de él. Todavía peor: no ha habido ni uno ni otro, ni pueblo ni Estado. Era simplemente
gente que reñía, nada más. No han sabido hacer causa común en un orden de disciplina, razón, justicia, voluntad
creadora. Todo esto significa "Estado". Se han mostrado como hombres sin Estado y sin pueblo (un griego diría
como bárbaros). Cada uno ha tenido de antemano al otro por necio, ignorante, malo... de lo contrario no podrían
haber hablado así. Han mirado al otro de esa forma, han pensado esas cosas y hablado con esas palabras. Y el
resultado fue que ellos han arrastrado consigo a muchos otros a ese vacío de Estado y pueblo, es decir a esa
barbarie.
¿Por qué no hay una convicción profunda y común en nuestro pueblo? ¿Por qué no hay una fuerte y común
voluntad? Existen muchas razones. A nosotros nos interesa esta: porque el diputado X y el diputado Z se han
enfrentado de esa manera en el Parlamento. —¿Por esa razón?— Ciertamente. Pues estos dos señores diputados
probablemente no hablan así sólo hoy sino también mañana y la semana próxima y en todo el período de sesiones.
Y lo más lamentable es que esto no se ciñe a los diputados X y Z sino que el fenómeno se repite a lo largo de
todas las letras del alfabeto. Más todavía, no se da solamente en el caso de diputados individuales sino también se
da dentro de los mismos partidos cuando dialogan entre sí. Esta actitud tampoco es del todo ajena a los
funcionarios según lo testimonia numerosa correspondencia y sesiones. Y si nos internamos en el mundo del
periodismo tenemos la impresión que uno ataca al otro siempre con uñas y dientes... Por esto no hay ni pueblo ni
Estado.
Pero detengámonos en los diputados. Cuando uno es elegido, ¿cuál debería ser su primera reflexión, su
convicción fundamental? Esta: "No sólo soy enviado por mi partido, sino por todo el pueblo. Debo colaborar para
que surja en el pueblo una convicción recta y viva de lo que es digno y útil para que nazca en el pueblo una
voluntad clara y consciente de sus objetivos, para que con espíritu despierto y energías en tensión acierte a vivir y
crear en el Estado. Pero no estoy sólo, hay también otros. No existe sólo mi convicción y la de mi partido, hay
también otros partidos. También ellos han enviado a sus delegados, y cada uno de ellos igualmente está aquí para
todo el pueblo. Cada uno trae sus experiencias; cada uno ve algo correcto; cada uno es limitado y se equivoca. Mi
tarea consiste precisamente en reunir toda esa abundancia de conocimientos, proyectos y energías en una unidad
vital. Condensar la comprensión y la voluntad del pueblo...". ¡Así debería pensar! El Estado debe ser obra nuestra,
no una estructura en la que estemos metidos. Pero obra de todos, no solamente de un partido. La labor del
diputado es la labor del arquitecto, pues es necesario que comprenda a la otra parte, porque allí se expresa el
"pueblo". Tiene que buscar la unión y convencerse de que cuanto mayor oposición encuentre mayores energías
atisba necesarias para elevar el todo.
Al chocar con una actitud contraria, demuestra si es un verdadero político, maestro en la construcción del
Estado, forjador de la voluntad del pueblo, o más bien un chapucero, un charlatán, un servidor de intereses
particulares y de pequeñas vanidades. Entonces demuestra si ve en el lado opuesto la contraparte con la que
conjuntamente construye la bóveda, si se esfuerza por comprender, analizar y cooperar; si al contrario, es el de
enfrente un enemigo que él quiere derrocar, desprestigiar y poner en ridículo. El que obra así no es político, no
edifica el Estado; no tiene más ley que la de los puños, la de la barbarie, aunque lleve en la cabeza todos los
códigos y conozca todos los artificios de la politiquería. En cambio, quien actúa del otro modo edifica el Estado;
más aún, en este caso, entre él y su opositor hay ya "Estado", y por ellos el pueblo está vivo en el Estado.
¿Pero quiere decir esto que haya que estar de acuerdo con todo? ¡Con tanta frecuencia se encuentra uno con
opiniones falsas! Se ve con claridad que la cosa es así, mas el de enfrente no quiere ceder. Luego, ¿hemos de ceder
nosotros? ¡En modo alguno! Entonces hay que luchar. Siempre habrá lucha, porque siempre tendremos que hacer
frente a falsas concepciones. Pero una vez más repito: es muy diferente si el punto de partida de la lucha es el "no"
o el "sí", si uno ya de antemano piensa en la refutación o si se esfuerza por comprender al adversario y juzgarlo
con justicia. Es muy diferente si uno se opone al otro sintiéndose en el fondo uno con él por la misma voluntad de
servir al Estado o si se enfrentan como dos individuos hostiles sin ninguna relación.
Cuentan de un gran político que tenía un modo propio de enfrentar a su adversario. Primero escuchaba con
atención, luego se levantaba, repetía todo lo que encontraba bien en el discurso del contrincante destacando
incluso otros puntos que hablaban en favor de la tesis del otro. Luego de haber reconocido cuanto tenía de valioso,
luego de haber convencido a su adversario de que lo tomaba en serio, tendiendo de ese modo un puente hacia él,
venía su famoso "pero". Seguía su réplica, clara y convincente. A ésta podía responder el contrario sin excitarse;
más aún, se veía en la necesidad de hacerlo, so pena de pasar por descortés. Así se elaboraba poco a poco, en una
colaboración realmente objetiva, en una lucha creadora de concepciones encontradas, la unidad, el Estado. Porque
en ellos dos había hablado el pueblo con sus ardientes ansias de unidad.
Quien lleva en su sangre la idea de que el Estado no se basa en individuos con sus peculiaridades ni en un
partido con su orientación particular, sino que más bien es algo singular, esa bóveda que se alza justamente desde
opuestos pilares mediante un juego de tensiones y contrastes; quien sabe que el pueblo no habla jamás por boca de
un individuo solamente sino por la multiplicidad de concepciones vivas de hombres convencidos; quien sabe que
"Estado" es esa grandeza, esa amplitud y fuerza logradas por la acción creadora de los contrastes; que "pueblo" es
eso profundo, omnicomprensivo, que se despliega en ellos y que quiere ser reunido por una fuerza edificante en la
unidad del Estado; quien afronta al adversario de tal manera que en ambos continúa viviendo el "pueblo" y
creciendo el "Estado"... ése es el que tiene verdadera actitud política 1.
He hablado de los diputados. Pero no olvides que ese hombre que se sienta en el escaño del parlamento como
diputado es exactamente el mismo que hace un rato mantuvo una discusión en la calle con un conocido. Y el
mismo que hace unos días trataba en casa con su socio de negocios. ¿O piensas que se transforma en otro hombre
tan pronto como cruza el umbral del parlamento? Si cuando en la conversación privada oye una opinión contraria,
arremete contra ella aplastándola y denigrando al que la mantiene, entonces, por más que aparente ser la sabiduría
política en persona, en realidad no ha dado ni siquiera el primer paso en la verdadera actitud política.
Otro, por el contrario, acaso no sepa mucho de secretos partidistas y no tenga acceso a las famosas "primeras
fuentes". Pero si sabe escuchar la opinión ajena y la examina, si se esfuerza por llegar con el otro a una relación de
cooperación, si ensancha su visión y, dentro de la inflexibilidad en las propias convicciones, busca en primer lugar
lo común, entonces tiene verdadera actitud política. En él actúan pueblo y Estado.
Estado en nosotros: ante los amigos, los padres, los hermanos, los condiscípulos, en el grupo, en el negocio, en
la fábrica... ¡Aquí se ve! El Estado no surge en el Parlamento ni en los despachos públicos, sino en el patio de la
escuela, en la familia, en el grupo de discusión, en el negocio. Quien aquí no lo edifica, temo que no lo edifique
tampoco allí.
Otra consideración: el Estado consta de personas. Pero la persona es algo interior. Posee en sí un mundo
vedado a los demás, al menos en su profundidad. ¿Cómo, pues, es posible que constituyan un Estado, si cada una
es para sí? Estado quiere decir que no vive uno aislado en su interior, sólo consigo, sino también en público, con
otros. Estado es algo público, ese campo en que todos están y actúan; donde habla la totalidad; donde se mueve el
"ser común", lo suprapersonal.

1 Se objetará quizá: ¡esto es democratismo! Así no se hace ni Estado ni pueblo; no se llega a la acción ni a la obra. Todo esto no es llevado a cabo

por la colaboración de muchas opiniones y voluntades, sino por un individuo con talento y capacidad para ello. Todo lo grande procede de un individuo.
Es el error de un chato parlamentarismo pensar que las obras y la acción en general surgen de las elecciones y tratativas parlamentarias...
Todo esto lo sé yo muy bien. Más abajo se justiprecia este parecer. Pero estoy en desacuerdo con esta objeción. Hablo aquí de lo que en todo tiempo
puede hacer cada uno, de la actitud que es un deber de cada uno. Actitud que crea los presupuestos para que el individuo encuentre comprensión y
seguimiento.
Además no queremos caer en la embriaguez del culto al genio. Sencillamente no es cierto que sólo crean los individuos excepcionales, sino cada
individuo. Desde luego, cada cual según sus posibilidades. Y de cada uno de estos individuos —por tanto de ti y de mí— hablo yo. Si hay un genio, que
salga y demuestre lo que puede. Mas nosotros no queremos despreciar nuestro pequeño rendimiento por la manía de apelar a lo grande; ni dejaremos que
la palabrería del genio nos seduzca, disuadiéndonos de nuestro deber, pequeño pero difícil para nuestras débiles fuerzas.
¿Cómo surge ese campo? Muchos puentes van de uno a otro. La sangre y sus vínculos, el destino común, las
necesidades comunes, la tierra, la tarea en que todos se empeñan, las distintas empresas económicas y espirituales
encadenadas entre sí, etc. Pero ante todo el lenguaje. El lenguaje hace que yo me entere de lo que el otro piensa en
su interior; el lenguaje es puente de una interioridad a otra. En él se revela también el carácter público del Estado.
El lenguaje es comunidad; es una de las fuerzas que crean pueblo y Estado. El lenguaje hace que exista un campo
común, sobre el que puedan estar y obrar los hombres.
¿Pero si el lenguaje ya no es Seguro? ¿Si ya no revela el interior? ¿Si engaña? Consideremos tres casos
característicos de lo que puede significar "la palabra": promesa, juicio y opinión pública.
Ante toda la promesa. La persona es libre, puede decidirse por una cosa y luego cambiar su camino. Esto da a
nuestra relación con los demás un carácter tan peculiar, puesto que nunca sabemos con seguridad lo que harán.
Del sol sabemos que mañana saldrá, igual que hoy; del agua, que correrá precisamente hacia abajo. Pero en el
hombre hay algo que hace imposible todo cálculo: la libertad. Algún punto de apoyo tenemos, como las
universales necesidades y costumbres humanas, el carácter, etc. A base de esto podemos prever muchas cosas con
gran probabilidad pero con absoluta certeza nunca. Puede ocurrir también de otra manera.
Pero hay una cosa importante: el hombre puede obligarse a sí mismo. Cuando él compromete frente a otro el
honor de su persona y asegura que hará tal cosa y no tal otra, se obliga. No por necesidad, sino por un libre
compromiso. Este se expresa por la palabra. En ella manifiesta al otro que se ha obligado respecto a él: es la
promesa. Ella hace que el uno esté seguro del otro. El primero sabe que ese otro podría obrar de diferente modo,
pero no lo hará porque se ha obligado. Si la promesa es mutua, entonces surge el contrato. Promesa y contrato
crean un campo firme entre dos personas.
De este modo coopera la palabra en la edificación del Estado: con la promesa y el contrato. Por ejemplo, dos
partidos discuten un asunto público; al fin llegan a un mutuo acuerdo, dejando libre el camino. Con esto por base
ya se puede trabajar.
Una delegación de trabajadores presenta al ministro sus problemas, y éste les promete ayuda. Entonces ellos ya
saben a qué atenerse.
Dos Estados negocian entre sí y llegan a firmar un tratado. Sobre esta base se desarrollan luego las relaciones
bilaterales.
En resumen, esto es fundamental en el Estado: que toda promesa hecha sea válida y todo contrato cerrado,
seguro. Personas libres se obligan a crear entre sí algo firme, hecho de fidelidad y confianza, manifestado en la
palabra.
¿Pero si la palabra engaña? ¡Mira a tu alrededor! Piensa en los tratados concluidos, durante la guerra, en los de
antes y después. Tratados violados al principio, en el curso y al fin de la guerra. ¿Qué valor tiene esa promesa
política? ¿La promesa de un gobierno, de un partido? ¿Podemos fiarnos de la palabra dada, de los pactos
firmados? ¿Podemos realmente confiar? Por eso precisamente no hay Estado, porque hay en nosotros poca
fidelidad y escasa confianza; no se puede confiar con seguridad en la palabra.
¿Pero dónde están las raíces de la palabra capaz de construir "Estado"? ¡En la vida diaria! Si dos comerciantes
cierran un trato, pero en esa misma operación ya están pensando cada uno cómo zafarse de la obligación, esos dos
destruyen el Estado. No inmediatamente, pero sí en la raíz. Cuando uno hace a otro una promesa y, pudiendo, no la
cumple, destruye el Estado.
Cada uno contribuye siempre de nuevo a que los contratos y promesas tengan validez, creando así un terreno
sólido entre los individuos sobre el que sea posible la comunidad. De este modo fomentamos un robustecimiento
del lenguaje como elemento creador del Estado. O bien uno desvaloriza la palabra haciendo que los contratos y
promesas se rompan; entonces destruye la base de la comunidad.
Otra significación de "la palabra" es el juicio. En él dice uno a otro: en el incidente del otro día ocurrió tal
cosa; o Fulano tiene esa cualidad; aquel otro es bueno, capaz, inútil, etc. El interlocutor escucha, cree y obra en
conformidad. También aquí ha creado la palabra algo firme, pues uno ha dicho su opinión a otro y éste se fía de
ella.
Es evidente la importancia que esto encierra para el Estado. La declaración de los testigos ante el tribunal es el
fundamento de la sentencia del juez; el juicio de una comisión de peritos en el parlamento motiva la promulgación
de nuevas leyes; cuando un partido quiere arribar a una resolución en un asunto difícil encarga a uno que se
informe, éste expone su parecer y según él se decidirá; los jefes de una oficina se cercioran de la capacidad de un
aspirante y según el resultado del examen lo emplean después; embajadores presentan sus informes acerca de la
situación política exterior de una nación; diputados hablan sobre la situación en sus distritos electorales, etc. En
fin, siempre lo mismo: los juicios constituyen el fundamento de la acción. Se expone la situación, se evalúa la
capacidad de un individuo, se miden las dificultades y conforme a eso se obra; el respectivo organismo político
confia en que ese fundamento sea seguro, que los hechos hayan sido vistos correctamente y las circunstancias
hayan sido juzgadas objetivamente. Y cuánto más exactamente se refleje la situación de los hechos en esas
declaraciones con tanto mayor éxito y seguridad trabajará un Estado. Así podrá tanto la política interior como la
exterior perfilar con nitidez sus objetivos, tomar las decisiones correctas, elegir los medios adecuados y ubicar las
personas apropiadas en el lugar apropiado.
Por fin, la opinión pública. ¿Qué significa? El parecer de un sector de los habitantes de una nación, de una
comarca; o el parecer de los ciudadanos sobre un determinado asunto: sobre personalidades, otros pueblos,
acontecimientos, dificultades, etc. La política de un Estado se torna más segura en tanto más fidedigna es la
opinión pública, esto es, en tanto más correctamente la gente ve en general lo que ocurre, más objetivo es su juicio
y más confiable su palabra. En los últimos años hemos visto cómo en los momentos difíciles muchas veces todo
dependía de la opinión pública. Ella sostiene al gobierno, a la vez lo vigila y lo rectifica.
¿Y cuál es la realidad? ¿Por qué se empezó y perdió la guerra? ¿Por qué el enorme despliegue de fuerza,
talento, fidelidad y sacrificio ha terminado en esta ruina? Hay muchas razones, pero una ciertamente es esta:
porque no fueron bien consideradas las circunstancias reales en el mundo, el país, y entre los adversarios; porque
era falso nuestro juicio sobre su fuerza; porque existía una falsa idea del clima y de la situación anímica reinante
en el mundo; porque no fue bien evaluada la propia capacidad.
¡Y en qué lamentable situación se encuentra la afirmación y el juicio en la opinión pública! ¡Qué manera de
afirmar, de informar, de emitir juicios! ¡Cómo se tergiversa, falsea y se destruye la honra ajena! No se cree ni se
confía.
La declaración y el juicio deben crear un terreno firme. Por cierto que hay que ser cauteloso, pues todos
podemos errar; además, el otro podría tener mala voluntad y mentir. Pero lo primero debería ser la confianza. Sin
embargo, es al revés: lo natural es no fiarse. Y ésta es la actitud en todos los órdenes, tanto frente a los de arriba
como a los de abajo. De una manera particularmente terrible se manifiesta la falta de confianza en el juicio y en
las afirmaciones del periodismo. ¡Cómo se vende aquí la palabra! ¡Qué manera de afirmar, mentir y calumniar!
Así no puede tener consistencia el Estado ya que está destruida la palabra. Está destruida la expresión, la que
debería comunicar la verdad al otro y manifestarle los hechos sobre cuya base pueda actuar; está destruido el
juicio, que puede brindarle orientación y punto de partida; está destruida la opinión pública, porque ésta significa
precisamente que el juicio y la afirmación son dignas de confianza en la comunidad.
¿Quién tiene la culpa de todo esto? Tú, yo y el otro.
Si un embajador en un país extranjero informa negligentemente a su gobierno, y, en consecuencia, el
Ministerio de Asuntos Exteriores actúa inconvenientemente, entonces ese embajador ha dañado al Estado. Pero si
tu superior te encarga un asunto y tú das un informe negligente, entonces has hecho lo mismo. Si fueses
embajador, informarías a tu gobierno igual que ayer a tu jefe.
Nos indignamos cuando un diputado hace declaraciones infundadas en el parlamento, pero cuando nosotros en
una reunión o en una tertulia juzgamos sin saber exactamente si es correcto lo que decimos, hacemos lo mismo. Si
mañana fuésemos diputados o funcionarios en un ministerio, haríamos igual.
La opinión pública la creamos nosotros. Cuando contamos de un hombre algo que no es cierto; cuando
juzgamos de él sin estar bien informados; cuando transmitimos un rumor sin comprobarlo, entonces destruimos la
opinión pública. Y somos responsables también cuando en un momento decisivo no hay una opinión pública
confiable y sucede un descalabro.
Uno puede pronunciar los más brillantes discursos y concebir las mejores leyes, pero si informa falsamente, si
juzga con ligereza, si desfigura la realidad, si pone en peligro la honra del prójimo, entonces es un pirata de la
opinión pública y un destructor del Estado. Quien quebranta la fe y la fidelidad, la promesa y el contrato, quien
hace desconfiable la expresión pública es un enemigo del Estado, sea un particular o un alto funcionario público,
sea el que fuere el partido al que pertenece.
Todavía algunas indicaciones más para meditar. Hemos hablado de la soberanía como núcleo del Estado. Mas
para que haya Estado es preciso que haya también pueblo. Ahora bien, el pueblo no existe sin más ni más sino que
tiene que hacerse pueblo; quizá tenga que hacerse de nuevo constantemente. Y esto desde dentro, por un
crecimiento interno conjunto. De este modo política es también servicio al pueblo. ¿En qué puede consistir tal
servicio?
Primero, en aprender a conocerlo. Pero conocerlo no sólo por los libros y conceptos sino con los ojos interio-
res. Su esencia debe revelarse a nosotros; tenemos que sentirlo y compenetrarnos con él. Aquí radica la
significación política del viajar: caminar con mirada atenta y corazón abierto. Tomar contacto con el país, vivir
con las características y modalidades de cada región; tomar contacto con las plantas, los árboles y los animales;
con los hombres de los diferentes grupos humanos; con costumbres y tradiciones populares, los cuentos y
leyendas, profesiones y oficios, la industria y el comercio; con el idioma. Además, hay que conocer ciudades,
casas, puentes, iglesias; poesía, artes plásticas y música... Todo eso se puede llegar a conocer por placer estético,
pero también para conocer al pueblo en la multiplicidad e íntima unidad de su vida, para que la palabra "pueblo"
se torne una realidad fuerte y viva.
Segundo, defender su idiosincrasia y su salud. No dejarlas destruir, que no se malgasten sus fuerzas.
Desarrollar el legado del pasado. Aquí hay mucho que hacer en verdad, no en el sentido de fabricar un mundo
idílico apartado de la dura realidad. Vivir intensamente el presente, pero ver y sentir el pasado para prolongar
vitalmente lo valioso de él (renovación de la vida, formación del pueblo, usos y costumbres). Se hace el pueblo
cuando conocemos las imágenes internas que nos hablan desde el pasado y que todavía hoy actúan en su esencia.
Cuando amamos la esencia del pueblo, confiamos en su vigor y desde él creamos.
Hemos hablado de la unidad del pueblo en el Estado, que llega a ser capaz de una comprensión común y de
una voluntad y acción conjuntas. Pero esa comprensión no sólo se logra horizontalmente —en el estar uno al lado
de otros— sino también verticalmente —de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba—, a través de autoridad y
deber, mandato y obediencia. Una gran cosa: mandar y obedecer. ¡Han llegado a ser tan infrecuentes! Mandar no
quiere decir que uno pida que se haga esto o lo otro o que exhorte o solicite, sino una orden clara y terminante:
¡haz esto! Naturalmente con cortesía. Cuando el mandato procede de una actitud auténtica, la mayor parte de las
veces reviste la forma de la solicitud. Pero en su esencia es mandato. Por cierto que hay que saber hacerlo; se
precisa seriedad y hay que mantenerse firme. Y aún no basta. En última instancia ningún hombre puede mandar en
nombre propio; quien lo hace —aunque sólo sea en el tono—, ofende. La orden debe emanar de la autoridad, de la
misión. Para eso debe estar convencido del Estado. Y la orden debe darse respetando a la persona libre a quien se
manda; mandar no quiere decir dominar ni ser más sino simplemente que se tiene un cargo y un poder frente a
hombres libres.
Y obedecer no significa hacer algo por complacencia o porque se quiere ser amable o bondadoso, o por entu-
siasmo, sino porque ha sido mandado por quien tiene autoridad y poder para ello. En la obediencia yace una
sencilla naturalidad, nada especial hay en ella. Sí hay dignidad, porque ella es obediencia libre de un ciudadano
libre.
Actitud política significa saber mandar y saber obedecer. Mas este arte se ha hecho inusual. A veces incluso se
encuentra uno con algo curioso: en los funcionarios una satisfacción maliciosa en hacer sentir su poder al
"pueblo"; un deseo recóndito, a menudo inconsciente, de mortificar, de ensañarse; un sentimiento de que el pueblo
es en cierto modo un enemigo. Y en el "pueblo", en los no funcionarios, cierta satisfacción en burlar a los
funcionarios; se alegra cuando alguno de estos queda en ridículo, siente un raro placer en hacer lo contrario de lo
que la ley ordena. Sabotaje de la ley, se podría decir. ¿No notas la oposición que surge entre ambos? Tiranía y
anarquía, opresión y revolución: siempre uno llama al otro. Estado se hace tan sólo cuando la unidad crece de
abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo; a través del mandato claro y terminante, pero respetuoso; a través de la
obediencia natural, pero íntegra. Así el Estado logra su forma acabada y surge la capacidad de acción.
Hay todavía otra forma de esta unidad: la del dirigente y los dirigidos. No es verdad que todos los hombres
sean iguales; son diferentes en su manera de ser, son diferentes según el modo y la medida de su talento. La
igualdad no consiste en que todos sean y valgan lo mismo sino en que cada cual sea él mismo y pueda llegar a
ocupar su puesto en el todo. Esta es la verdadera democracia. El espíritu de la plebe afirma que todos son iguales,
la envidia quiere que nadie sobresalga y busca oprimir todo lo que se destaca. Donde prevalece dicho espíritu no
surge el hacer rico, tenso y no obstante unido del pueblo en el Estado. Actitud política significa apreciar y
reconocer las diferencias de capacidad, que a cada uno se le permite ocupar el sitio que le corresponde, la mayor
fuerza y capacidad para la mayor tarea y responsabilidad, aún cuando ello signifique posponerse. Y a la inversa,
Estado significa que el que está al frente realiza su obra en el todo objetivamente y para la comunidad, que permite
a los demás tomar parte, que les hace comprender y colaborar, que en toda su actitud deja traslucir que trabaja por
ellos. También así se hace unidad, la unidad del que dirige y los dirigidos, la unidad del que va abriendo paso y de
los que le siguen, la unidad del creador y descubridor y de los colaboradores.
Queda por fin una tercera unidad de arriba hacia abajo. Hay distintos niveles de experiencia y madurez; saber,
entendimiento y mesura se logran sólo con los años. Y por supuesto, amplitud de miras, madurez de juicio y
previsión sólo se tienen después de haber vivido, de haber visto y experimentado mucho. Ante todo, consigue la
maestría el que ha vivido con el alma abierta, el que ha superado la vida con corazón valiente, el que ha pasado
con gratitud por experiencias y destinos de toda índole. Y también aquí depende la unidad de pueblo y Estado, de
la existencia y el reconocimiento de esta maestría: la maestría de la madurez, de la experiencia y de la sabiduría.
En cada hombre hay algo de plebe, se subleva contra el maestro. Sin experiencia, se cree mayor de edad y apto
para juzgar la vida. De no superar esta actitud, espiritualmente nos hacemos gente "de la calle" y alimentamos una
política rastrera por más que vayamos elegantemente vestidos y hablemos con la mayor corrección.
Reflexiona alguna vez sobre todo esto, sobre lo que significa aquí actitud política, y dónde se encuentran ya en
tu vida cotidiana raíces y atisbos de ella.
Hemos hablado ya de lo público y de la palabra. A lo dicho habría que añadir que hay que liberarse del hechizo
de la publicidad, de la palabra deslumbrante, de la falsía de las actitudes públicas, del narcisismo de los actores
públicos, del poderío del mercado, del vértigo de acciones espectaculares, del afán de figurar y de otras tantas
cosas más. Hay que mantener una mente clara y objetiva, un espíritu sobrio y sensato. También esto es actitud
política.
Y aún quedaría mucho por decir. No hay político sin sentido histórico... Política significa que un pueblo actúa,
que actúa desde su historia y en la historia, que lucha por su modo de ser en este mundo.
Desde este punto de vista, actitud política significa aceptar el desafío de lo histórico, hacer frente a la situación
en que nos coloca la historia. También se la puede esquivar y refugiarse uno en la seguridad, en lo idílico,
manteniéndose al margen; se puede cerrar los ojos a la realidad con sus presiones, durezas y cosas desagradables.
Actitud política significa ver todo eso y aceptarlo, aceptar las consecuencias de lo que ha sucedido, compartir la
responsabilidad de lo que el pueblo ha hecho, compartir el dolor y el destino de la comunidad.
Comprenderás cuan hondo cala todo esto. Cómo influye hasta en el modo de leer un periódico, de mantener
una conversación, de hacerse cargo de las consecuencias de una palabra o una acción; si uno se pone en la fila o se
exceptúa a sí mismo, si uno da la cara en los momentos de amargura y vergüenza o si uno se escabulle, y muchas
otras cosas más.
En todo eso se desarrolla o no la actitud política. Según exista o no en las cosas menudas de cada día, existirá o
no después en la prensa, en las deliberaciones de la municipalidad, en las campañas electorales, en la dirección del
partido, en el Parlamento, en la autoridad pública, en las negociaciones con otros pueblos.
EPILOGO

Venerado profesor:

Han transcurrido ya veinticinco años —y qué años— desde que fueron escritas Cartas sobre auto- formación.
Durante este tiempo tantas cosas han cambiado —tanto en las relaciones externas como en el alma del hombre—
que yo comprendo demasiado bien sus reparos a su reedición. Sin embargo, a mi modo de ver, estas cartas son —
en sus líneas fundamentales— tan valederas, tan importantes y todavía más necesarias que hace veinticinco años.
Pero eso creo justificado presentarle según vuestro deseo Cartas sobre autoformación de una manera nueva.
Hubo que modificar o quitar alguna que otra expresión o frase y algún que otro ejemplo que me parecían
demasiado ligados a la época de la primera edición. Pero cambiar algo más decisivo no lo permitía la gratitud y el
amor a estas cartas que ayudaron a numerosos jóvenes de aquellos largos y turbulentos años.
Con hondo pesar y después de madura reflexión, he separado estas cartas, también en su conjunto, de su marco
temporal-histórico. Yo pienso que no es su sentido —al menos hoy aún no lo es— dar testimonio del espíritu y
desenvolvimiento interior de una generación de la juventud alemana. Por esta razón tuve que suprimir, ante todo,
la carta sobre la comunidad, pues estaba tan estrechamente unida a las hermosas pero irrepetibles vivencias del
movimiento juvenil, que ya posee valor "histórico".
Pero las restantes Cartas sobre autoformación son algo más que un documento de los años en que fueron
escritas; pueden hablar siempre de nuevo a los jóvenes y ayudarles a ser y hacerse hombres y cristianos. Esto es
importante precisamente en el momento actual, en que lo mejor de la juventud busca un principio, un punto de
apoyo para una vida humana mejor. Quizá sea por eso un síntoma de nuestra época —uno de los más
esperanzadores, que los hay también— el que estas cartas salgan precisamente ahora de su patria chica, del círculo
de Quickborn y del Castillo de Rothenfels, al encuentro de todos aquéllos que quieren confiarse a su estilo de
pensar y de vivir. Ellas hablan de los fundamentos de un vivir cristiano en la vida cotidiana del joven, y con ello
también de la libertad y anchura de la fuerza de la herencia y misión cristianas, fuerza abarcadora de hombres y
pueblos. Si esta herencia es comprendida y esta misión aceptada, si su fuerza y anchura son experimentadas, quizá
pueda escribirse un día una nueva carta sobre la comunidad, sobre la comunidad de jóvenes cristianos.
Ingeborg Klimmer

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