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No podía creer en ese momento que estuviese tan indefenso, si tan sólo no
hubiese sido cegado por Alec, Jane no hubiese podido hacerle tanto daño
psíquico. No podía creer que su increíble fuerza y su magnífico poder se
hubieran agotado, dejándole reducido a ese miserable estado, el de un
prisionero de los Volturi.
Cuando tuvo conciencia sí mismo, días después de que Bella y su hermana
habían venido a salvarle, trató de contactarse con Alice, pero fue en vano.
Qué tonto fue al dejar a su razón de vivir en Forks. Siempre había una forma,
pero él se rindió sin siquiera buscar alternativas y su testarudez había
provocado que ella y su hermana quedaran a merced de los Volturi.
¿Cuánto tiempo habría pasado desde ese día? Edward no tenía ni idea. Débil
como estaba por la falta de sangre y muerto en vida pensando que lo peor
pudo pasarle a su familia y a Bella.
Lo único que hasta ahora lo mantenía con vida, era el recuerdo de aquellos
tersos labios que se estremecían bajo el toque de los suyos. Tonto y mil veces
tonto por dejarla. Maldito y mil veces maldito por abandonarla.
La agonía continuaba, tiempo tras tiempo, minuto a minuto, hora tras hora, día
tras día, hasta que cierto día escuchó las exclamaciones de Aro y Caius, en la
parte superior de las catacumbas del castillo de los Volturis, en Italia, donde él
se encontraba.
Aro supo entonces que su antiguo amigo no bromeaba y que sus sospechas
sobre el poder de Isabella Swan, siendo la “Cantante” de un vampiro con
poderes excepcionales, sería poderosa, una enemiga sin igual.
Con este hilo de ideas, Aro tomó la mano del vampiro que le ofrecía sin reparo
sus pensamientos y recuerdos. Pudo ver como Bella, una vez que estuvo de
vuelta con los Cullen luego de la sentencia de Edward, se había empecinado
en entrenarse con el fin de rescatarlo a como fuera lugar, así tuviese que
exponer a todos los vampiros del mundo, no le importaba nada excepto
Edward.
―No veo en tus recuerdos el poder de ella ―señaló Aro.
―Esto no es tan fácil, hermanos, tienen testigos, tienen gente que los apoya
―les contestó Aro.
―Quizás pueda ayudarles a tomar una decisión, caballeros ―dijo Alice, quien
se mantenía un poco alejada, en el salón junto a su protector esposo.
El silencio reinó por unos segundos muy tensos, hasta que Aro habló.
Aro tomó la mano de la pequeña Alice y cerró los ojos para disfrutar de lo que
la pequeña y valiente vampiro le mostraría.
El viejo vampiro se estremeció por las imágenes de una Bella guerrera que
iniciaba una cruzada en su contra y los derrotaba. Aunque ellos le quitarían la
vida antes de que su causa se diera, sus seguidores lo lograrían. Los
destruirían. Matarla no era una opción.
―Nuestra muerte segura. No sé cómo, pero ella protegerá con su poder a sus
renegados. Son muy pocos ciertamente, pero la comunidad vampírica no se
involucrará, por lo que quedamos en iguales condiciones. Nuestra guardia
contra renegados con poderes y con la ayuda de un poderoso escudo ―dijo
Aro tratando de transmitir lo que vio sin miedo, lo cual no logro en lo absoluto.
―Carlisle, amigo ―dijo Aro, con una sonrisa hipócrita en el rostro. Lo que
menos quería Aro era aceptar que debía dejar ir a Edward, pero era lo mejor
para todos.
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No pasó mucho tiempo para encontrar una casa en mal estado, que sería el
siguiente proyecto de Esme, una propiedad que ella pudiera decorar para ellos.
No la frecuentaban mucho, casi había olvidado que esa propiedad existía.
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Mientras llegaban, iba recordando, con el corazón encogido, aquel viejo poema
del escritor John Keats: El Otoño.
―Bella… Bella ―repetía en su mente. ¿Lo estaría esperando?
Qué tiempos aquellos en que un poema silvestre lo llenaba. Ahora, sin saber si
Bella le aceptaría por todo el daño que le hizo, tenía un hueco en el lugar
donde debía estar su muerto corazón. En esas elucubraciones se pasó el
tiempo y al fin llegaron.
―Edward, hijo ―dijo, muy entusiasmada Esme. Quien se lanzó a los brazos de
su hijo, sonriéndole a Carlisle por traerle de vuelta.
―Vendremos pronto, Edward. Tú y Bella tienen mucho de qué hablar. Ella está
arriba, esperando por ti, cariño ―dijo Esme.
La encontró de espalda hacía él, sabía que él estaba allí. Ya no era humana,
podía sentirlo.
―Bella ―dijo.
―Yo... Te debo una disculpa. No, sin duda, te debo mucho más, muchísimo
más que eso, pero has de saber que yo no tenía ni idea... —las palabras fluían
de su boca con mucha rapidez, estaba nervioso sin duda, pensó Bella―. No
me di cuenta del desastre que dejaba a mis espaldas. Pensé que te dejaba a
salvo. Totalmente a salvo. No tenía ni idea de que volvería Victoria. Debo
admitir que presté más atención a los pensamientos de James que a los de ella
cuando la vi aquella vez y por consiguiente, fui incapaz de prever esa clase de
reacción por su parte y de descubrir que ella tenía un lazo tan fuerte con él.
―Creo que me he dado cuenta ahora de que Victoria confiaba tanto en él que
jamás pensó que pudiera sucumbir, ni se le pasó por la imaginación. Quizá fue
ese exceso de confianza el que nubló sus sentimientos por él y lo que me
impidió darme cuenta de la profundidad del lazo que los unía. Por favor,
créeme cuando te digo que no tenía ni idea de todo esto, menos que terminaría
en Volterra y perdiendo tu alma. Bella, lo siento ―concluyó Edward.
―Detente ahí, Edward. Debo procesar todo. Soy vampira ahora, pero siento
igual que antes; tu eres mi alma, no he perdido nada. Iría al infierno con tal de
tenerte, ha sido un infierno todo esto ―dijo ella, con los ojos picosos. Si
pudiera llorar aquella joven vampira, lo haría.
Edward la tomó por los hombros y la acerco a él. El toque ya no tenía por qué
ser delicado, pero aun así, lo fue. Parecía que la deseaba desde hacía una
eternidad. Tenía que poseerla inmediatamente.
―Más que nunca ―dijo ella, volviendo a su faena de desabotonar los botones
lentamente, para poder pasar sus manos sobre la piel ardiente de él.
Él puso las manos en la parte trasera de su nuca, para tener un mejor acceso a
sus labios.
Bella sintió que el suelo bajo ella se disolvía. El fuego consumían su cuerpo y
hacía que la piel le escociera de puro placer y deleite. Apenas podía soportar el
roce de la ropa contra la piel, estaba demasiado sensible.
Edward estaba en el cielo, aunque estaba ardiendo. Sentía los vaqueros tan
ajustados que casi no podía respirar, así que se limitó a romperlos para
liberarse y de paso desgarró el corto vestido de algodón que la cubría a ella.
―Tengo que poseerte ahora mismo, Bella ―dijo con voz ronca. Las manos de
ella estaban por toda su espalda, las de él se mantenían entretenidas
sujetando los firmes pechos, mientras sus pulgares acariciaban sus pezones
sin descanso.
El sujetó las caderas de Bella con sus manos, levantándolas para quedar en
posición, se detuvo en su entrada, la miró pidiendo aprobación, la cual obtuvo
con un asentimiento de cabeza.
El placer que les invadió compensó aquellos meses de separación. Era algo
indescriptible: entre lo exquisito y lo sublime o entre lo doloroso y lo prohibido,
pero sencillamente magnífico.
Ella era felicidad infinita, completamente preparada para recibirlo una y otra
vez. En cada estocada, sus músculos se tensaban como una prensa alrededor
de él, apretando su vaina de terciopelo.
El pulsar de ella hizo que él se moviera más rápido, hasta que se produjo el
inevitable estallido de dolor que se convirtió rápidamente en el más sublime de
los placeres.
Entraba y salía de ella, consumido por el deseo, mientras sus cuerpos se unían
en todos los sentidos. Edward no quería salir de ella jamás y ella no deseaba
que él lo hiciera.
Si alguna ventaja tenía esta nueva vida, era que no tenía porqué terminar
aquello. Todo lo demás podía esperar.
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12 de Abril, 2010.
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