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Rafael Ramos Nogales – La poesía tradicional

La poesía tradicional

ISBN: 84-9714-006-0

Rafael Ramos Nogales


Universidad de Gerona

THESAURUS: lírica tradicional, poesía medieval, jarchas, moaxajas, cantigas de


amigo, villancicos.

OTROS ARTÍCULOS RELACIONADOS EN LICEUS:


LITERATURAS HISPÁNICAS/Literatura gallega/ Cantigas de amigo
LITERATURA ESPAÑOLA/Literatura medieval/Las jarchas.

ESQUEMA DEL ARTÍCULO:


1. LÍRICA CULTA Y LÍRICA TRADICIONAL.
2. LAS JARCHAS.
3. LAS CANTIGAS DE AMIGO
4. LOS VILLANCICOS.

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1. LÍRICA CULTA Y LÍRICA TRADICIONAL


Sin duda, la poesía lírica es la manifestación más antigua de la literatura universal. Ya
en los tiempos del neolítico, antes de que existiera la literatura propiamente dicha, los
seres humanos entonaban cantos para expresar sus sentimientos: la alegría de una
boda, de una partida de caza o de una buena cosecha, y el dolor por una despedida o
la muerte de un ser querido. Incluso hoy día, esa es la única manifestación literaria de
los pueblos más primitivos. Paulatinamente, sin embargo, esa poesía lírica primitiva
se fue escindiendo en dos ramas complementarias: la lírica culta y la lírica tradicional.
La lírica culta es la realizada por un autor determinado; profesional o, cuando menos,
especialista de la literatura. Es la poesía lírica tal y como la solemos entender hoy, y
entre sus cultivadores podríamos recordar a Safo, Catulo, Petrarca, Donne, Verlaine o
Borges, por citar solo unos pocos nombres de diferentes épocas y lenguas. En la
mayoría de los casos ese autor firmó su obra para la posteridad, y la creó con la
voluntad expresa de que se difundiera de forma inalterable (esto es, en la mayoría de
las ocasiones, por escrito) en ambientes más o menos selectos: una ciudad
importante, una corte, un grupo de lectores especialmente cultivados por su
inteligencia, por su sensibilidad... un círculo cultural, en suma, en el que su destreza
poética fuera reconocida. En la Edad Media estaría representada, por ejemplo, por la
obra de los goliardos latinos, los trovadores provenzales, gallegos o sicilianos, los
trouvères franceses, los minnesinger alemanes, los stilnovisti italianos o los poetas
castellanos del siglo XV.

La lírica tradicional, en cambio, no tiene una autoría reconocida. Eso no quiere decir
que sea obra del pueblo, como pretendían los estudiosos románticos.
Indudablemente, debe existir un autor inicial, un creador de cada una de las piezas,
pero al no ser necesariamente un poeta profesional o especialista, al crearlas dentro
de la tradición (con sus usos, sus personajes, sus temas...) y difundirlas y recrearlas
también dentro de ella, esa autoría deja de ser determinante. A veces, lo único que ha
creado es un nuevo verso para una canción, o ha unido dos cantares en uno solo.
Desde esas premisas, no es extraño que estas piezas no aparezcan firmadas por sus
autores, pues pocas veces son tales (salvo en los casos, que ya veremos, en los que
un autor culto se proponga imitar la lírica tradicional), sino que se han limitado a
reinventar o adaptar los poemas que se han venido repitiendo durante generaciones.
Esta misma naturaleza va a hacer que tampoco se difundan de forma inalterable, sino
que se modificarán y se recrearán todas las veces que se canten, pues prácticamente
nunca hubo un texto escrito al que permanecer fiel: en la mayoría de los casos, ni el

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autor debía saber escribir ni el cantante debía saber leer, pero el ser humano siempre
ha sabido cantar. Tampoco se van a difundir en los ambientes más selectos, sino que
están hechas, precisamente, para ser cantadas por todos: en la fiesta de la aldea, en
una romería, para acompasarse durante las labores del campo o de la casa o para
hacer más llevadero el camino. Esa es la lírica tradicional: la que se ha cantado y
repetido de generación en generación, la que ha acompañado siempre a los que no
han tenido acceso a la literatura escrita. Canciones como La cabra, Carrasclás o La
bamba serían un buen ejemplo contemporáneo de lírica tradicional: todo el mundo las
sabe y las ha cantado más de una vez, pero nunca se ha planteado quién las escribió,
cuál es el verdadero orden de sus estrofas ni cuál es su verdadera letra entre todas
las que se pueden cantar.

Hay que hacer, sin embargo, un par de precisiones. Por un lado, no estamos ante
obras anónimas; simplemente no importa su autor, porque cualquier persona que las
canta o las recita es ya un poco su autor. Tampoco hay que confundir la lírica
tradicional con la lírica popular. Si entendemos lírica popular en cuanto poesía que
nace y se transmite entre el pueblo, haremos bien en verlas conjuntamente; pero no si
la vemos simplemente como la poesía más conocida o difundida; una pieza puede
ser, en este sentido, muy popular, como las Coplas de Jorge Manrique o el villancico
Noche de Paz de Gruber, pero eso no significa que no tenga un autor conocido
(aunque quien la cante frecuentemente lo ignore) ni que no se haya creado
meticulosamente como una pieza literaria ajena a la tradición; e, igualmente, nos
podemos encontrar con que algunas piezas plenamente tradicionales no son nada
populares.

Centrándonos ya en la Edad Media, tampoco hay que confundir la lírica tradicional


con la poesía de los juglares: estos eran unos profesionales del espectáculo que se
alquilaban a quien les quisiera pagar, por lo que podían recitar por igual tanto las
delicadas composiciones de un culto trovador provenzal como las alegres canciones
de tono picante de una boda aldeana, coreadas por todo el pueblo; su función era
esa: ejecutar las piezas por las que recibirían su paga.

Por último, tampoco hay que confundir el adjetivo tradicional con ínfimo, indecente,
mal hecho o descuidado. Efectivamente, los moralistas de la Edad Media, e incluso
algunos escritores (como Juan de Mena o el Marqués de Santillana), despreciaron
este tipo de composiciones por su ínfima calidad literaria, pero no hay que olvidar que,
para los hombres cultos de esa época, la única lírica digna de atención era la culta.

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En nuestra época, en cambio, se ha vuelto los ojos hacia estas composiciones y se ha


visto en ellas una poesía de una intensidad poco común, además de encontrarles no
pocas dotes de ingenio y de poesía en su estado más puro.

La poesía lírica nació para ser cantada, pero esto es mucho más cierto si lo aplicamos
a la lírica tradicional de la Edad Media. Como hemos dicho, es el tipo de
composiciones de que se echaba mano para celebrar los bailes de la aldea, los
recibimientos triunfales después de una campaña guerrera, las fiestas, los trabajos del
campo o la casa, las nanas o los juegos de los niños. Y, al transmitirse en una
sociedad no alfabetizada, eso solo podía pasar de unos a otros por vía oral. Ahí
radica el principal problema de la lírica tradicional. Sabemos que existía desde hace
miles de años, pero al no haberse conservado por escrito no tenemos testimonio de
ella. Realmente, nadie que supiera escribir (esto es, en principio, una persona culta y
de un círculo social elevado) se iba a molestar en recoger algo tan innoble y tan
plebeyo como los cantares de los labradores y villanos. Ni tan siquiera se
contemplaban dentro de la literatura (esto es, de la cultura escrita) de la época, por lo
que se podía prescindir completamente de ellos. Por eso, los testimonios que
conservamos son, en la mayoría de los casos, indirectos. Entre ellos destacan las
pocas poesías cultas que admitían algunas de las características de la poesía
tradicional, como las chansons de toile francesas, cantigas d’amigo gallegas,
winileodas germánicas...

Sin embargo, aunque no conserváramos ningún texto, son muchas las noticias de la
lírica tradicional que han llegado hasta nosotros por otras vías. Así, en los concilios
eclesiásticos desde el siglo IV son muy frecuentes las quejas de la Iglesia hacia los
puellarum cantica (‘cantos de jovencitas’), cantados en villas y aldeas, que incitaban al
amor y a la lascivia y que, por tanto, debían ser prohibidos; y también son frecuentes
las quejas por los escándalos que provocaban los cantos fúnebres (carmina diabolica,
quae ... super mortuos vulgus facere solet, ‘poemas diabólicos que ... la gente suele
hacer sobre los muertos’), cantados en los velatorios o entierros. Asimismo, las
crónicas nos hablan a menudo de estas canciones cantadas por jovencitas y de los
plantos por los héroes caídos, los cantos de los soldados o marineros, así como de
las que cantaba el pueblo en las grandes ceremonias o en los recibimientos triunfales.
Y no hay que olvidar, por último, que el teatro (especialmente el español del Siglo de
Oro), al retratar fielmente la vida de campesinos y villanos, echó mano de estas
cancioncillas en muchas ocasiones.

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2. LAS JARCHAS
Tradicionalmente se ha considerado que las jarchas (por comodidad, utilizaremos
este término, de uso común, frente a transcripciones más complejas como kharja,
harya o haraGa) son el primer testimonio conservado de la lírica tradicional
peninsular. Se trata de unos breves poemas de dos a cuatro versos (aunque a veces
pueden ser más) situados al final de una moaxaja (muwaŠŠaha, del árabe wiŠah,
‘cinturón adornado’), en los que una joven canta su amor o expone sus cuitas
amorosas a su madre, sus amigas o su amado. La voz femenina, los temas aludidos,
los personajes, son, como vemos, los típicos de la poesía tradicional europea.
Las moaxajas son una modalidad poética muy cultivada entre los autores cultos
hispano-árabes e hispano-hebreos de al-Andalus desde el siglo X para los
panegíricos o las composiciones amorosas. Más adelante, las moaxajas se
extendieron por todos los dominios del Islam. Están compuestas por varias estrofas
(de tres a siete) que incluyen de cinco a siete versos cada una. Los primeros versos
de cada estrofa (bayt oþuz) riman entre sí, mientras los últimos (qufl, o simt)
mantienen una rima idéntica para todo el poema (el último qufl, pues, llamado también
markaz, constituye la haraGa, que significa precisamente ‘salida’). De esta manera se
consigue un doble juego de rimas que proporciona unidad a la estrofa y al poema.

A pesar de esta forma sencilla, la moaxaja supuso una completa innovación en el


campo de la poesía árabe clásica, dominada por las qasidas y las gazalas
(composiciones de tiradas monorrimas en que los versos no se medían por su número
de sílabas sino por su cantidad silábica). Al ser tan extraña para los usos árabes, se
han discutido diferentes orígenes para la moaxaja. Se sabe que los poetas
musulmanes hicieron diferentes experimentos con la poesía estrófica y con el número
de sílabas, y también se han señalado algunos himnos hebreos que podrían haber
servido de precedente, pero la utilización de dos juegos de rimas, el primero
independiente para cada estrofa y el segundo igual para todo el poema, ha hecho
muy atractiva la idea de que puede derivar de esquemas propios de la poesía
tradicional occidental, ligada en esta técnica muy frecuentemente a melodías bailables
y conocida por su pervivencia posterior en toda Europa (basta pensar en los
villancicos y las cantigas de amigo, aunque también es el esquema de la chanson de
toile francesa, del virolai provenzal, las laudes italianas y los goigs catalanes).
Posiblemente, todos estos tanteos e influencias debieron complementarse a la hora
de crear la moaxaja como tal.

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Una moaxaja perfecta debía constar, además de sus estrofas, de un qufl inicial (matla‘
o gusn), a modo de preludio, y debía estar escrita en árabe clásico, salvo la jarcha,
que debía estar escrita en árabe vulgar. Eso, como decimos, era lo canónico, aunque
se conservan muchas moaxajas sin ese qufl inicial (llamadas aqra‘ ‘moaxaja calva’),
otras que reemplazan el árabe por el hebreo (clásico para casi toda la moaxaja y
vulgar para la jarcha), e incluso otras que están escritas enteramente en árabe vulgar,
llamadas zéjeles (del árabe zaGal, ‘ruido’).

Pero lo verdaderamente importante para nuestros fines es que, muy frecuentemente,


en la lengua vulgar de las jarchas se deslizaron algunas palabras en lengua romance,
por lo que junto a varios cientos de jarchas en árabe o hebreo vulgar conservamos
otras en una lengua parecida al castellano que se puede identificar con el dialecto
mozárabe que se hablaba en los reinos musulmanes de la Península. Y es
precisamente en esas jarchas en un dialecto romance, claramente separadas del
resto de la tradición (así lo afirma Galmés de Fuentes 1994), en las que encontramos
las quejas o las alegrías del amor en boca de una joven. El primer ejemplo lo
encontramos al final de una moaxaja de Yosef el Escriba, datable por lo que se sabe
antes de 1042 (cuando muere uno de los dos personajes a quien está dedicado el
panegírico):

¡Tant’ amare, tant’ amare,


habibi, tant’ amare!,
enfermeron welyos gayados,
ya duolen tan male.
(Galmés de Fuentes 1994:426)

(‘¡Tanto amar, tanto amar,/ amado, tanto amar!/ que enfermaron los ojos llorosos,/ ya
duelen mucho.’)

Entre esa fecha y los últimos años del siglo XIV encontramos muchas más
composiciones en este dialecto, cercano al castellano y con algunas palabras árabes
(como habib, ‘enamorado’; çidi, ‘señor’) que debían ser de uso común en una lengua
romance hablada en al-Andalus. Estos serían no solo los primeros versos castellanos,
sino también los primeros en una lengua románica vulgar, pues los que
tradicionalmente se habían visto siempre como primeros, los del trovador Guillermo
de Aquitania (1071-1127), son bastante posteriores. Hasta el descubrimiento de las
jarchas, el texto literario castellano más antiguo que se conocía era el Cantar de Mio

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Cid, cuyas dataciones más tempranas lo sitúan hacia 1150. Acababa de nacer un
siglo más para la literatura española, y de paso parecía que las opiniones
tradicionales, que veían el inicio de la literatura en los poetas cultos, se veían
contradecidos por unos textos que se presentaban arrancados, como veremos, de la
lírica tradicional.

Aunque ya antes se habían realizado pequeños avances, las jarchas romances se


descubrieron oficialmente en 1948, en las moaxajas de algunos poetas hispano-
hebreos (Yehudá Haleví, Todros Abulafia...). En 1952 aparecieron las de los poetas
hispano-árabes (Ibn Baqi, A‘mà at-Tutili...) y desde entonces su número no ha dejado
de crecer, incluyendo entre ellas la jarcha de un zéjel escrita en dialecto mozárabe
(por el gran Ibn Qzman). Hoy conservamos algo más de sesenta jarchas en esa
lengua transmitidas por algo más de setenta moaxajas diferentes. De lo dicho se
deduce que varios autores utilizaron la misma jarcha, lo que plantea interesantes
cuestiones.

En primer lugar, los tratadistas de la poesía hispano-musulmana insistieron muy


frecuentemente en que la jarcha no era solo el remate del poema, sino su inspiración
inicial. El poeta debía buscar en la tradición oral un poema que le atrajera, y era
inspirándose en él como debía componer la moaxaja (partiendo de que la jarcha se
relacionaría así con la lírica tradicional, este dato se ha tenido muy en cuenta a la
hora de defender un origen occidental para la moaxaja). Eso explicaría, pues, que
varios poetas repararan en el mismo poema, sea recogiéndolo de la tradición oral o
tomándolo de otro poeta. Fuera como fuere, la verdad es que, desprovista de su
marco, la moaxaja, la jarcha suele funcionar como poema autónomo, de una
intensidad lírica concentradísima. También contribuiría a darle vida independiente el
hecho de que, en las moaxajas (y en las jarchas en árabe o hebreo vulgar)
tradicionalmente se cante el amor homosexual, mientras que entre las jarchas en
dialecto mozárabe, salvo un solo caso, siempre nos encontramos con el arrebatado
amor de una muchachita por su habib.

Además de esta vida autónoma, en la transición de la moaxaja a la jarcha se advierte


también un cambio de tono, y no solo por el cambio de lengua, de su forma clásica a
las vulgares, sino que incluso se advierte desde el cuerpo del poema que se inicia un
cambio de voz: «La doncellita/ cántale y dice su cancioncita», «Y ella dijo.../ este viejo
cantar, que es tan bello», «La bella muchacha, a su galán canta así»... E incluso, en
muchas ocasiones, se especifica que esa canción aludida está, posiblemente, en una

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lengua romance: «Una doncella donosa y gallarda/ canta en palabras de lengua


cristiana», «Una joven admirablemente bella, que recita claramente en su lengua
bárbara» (aduce los textos, traducidos, Galmés de Fuentes 1994:101-102).

Ante todas estas características, parece razonable suponer que las jarchas que han
llegado hasta nosotros son poemas tradicionales, tomados libremente de la tradición
oral por los autores de las moaxajas o, cuando menos, imitaciones de los poemas
tradicionales que han realizado estos autores. En cualquiera de estos casos, directa o
indirectamente, las jarchas son testimonio de una poesía lírica en lengua vulgar
anterior a la poesía de los trovadores y que podemos identificar, en principio, con la
lírica tradicional.

Sin embargo, el propio corpus de las jarchas en dialecto mozárabe dista mucho de
estar tan diáfano como esperaríamos. En primer lugar, en un amplio número de textos
el porcentaje de arabismos es nulo o ínfimo, por lo que, efectivamente, podemos
suponer que nos hallamos ante una lengua románica más o menos influida por el
árabe. Pero en otros casos nos encontramos con que el porcentaje de arabismos
crece (la media de las jarchas mozárabes registra solo un 40% de palabras en esa
lengua) hasta encontrarnos ante jarchas que solo tienen en dialecto romance la
palabra mamma, que bien podía ser una voz adaptada sin más por el árabe vulgar de
al-Andalus. Eso ha llevado a muchos investigadores a cuestionarse seriamente la
romanidad de las jarchas, que totalmente o en parte bien podrían interpretarse
simplemente como escritas en árabe vulgar más o menos castellanizado.

A esta vacilante situación se une que, como es habitual, las transcripciones árabes y
hebreas se hicieron sin emplear las vocales; y además por copistas que no entendían
cabalmente lo que escribían. Por eso no es extraño que cada investigador haga una
transliteración diferente de una misma jarcha, suprimiendo, añadiendo, enmendando y
vocalizando como buenamente juzga necesario. Eso hace que cada jarcha tenga
varias interpretaciones, lo que desde luego no ayuda a verlas como un corpus
definido compuesto de poemas ya acabados, sino más bien como un indicio de lo que
debía ser en realidad, de algo a lo que estas reconstrucciones intentan aproximarse.
Es por eso por lo que el mundo y el significado de las jarchas es especialmente
peliagudo. Realmente, no podemos aceptarlas sin más como las primeras poesías en
lengua romance (aunque, muy probablemente, en algún caso sí pudiéramos
encontrarnos ante alguna de ellas), pero sí como una prueba fiable de que ya en el

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siglo X existía algún tipo de lírica románica con unas características bien definidas.
Estudiándolas, veremos que responden al arquetipo de la lírica tradicional.

La inmensa mayoría de las jarchas romances (y, significativamente, el porcentaje se


invierte entre las que se escribieron en árabe o hebreo vulgar) están puestas en boca
de una mujer, concretamente en la de una joven. No se trata, sin embargo, de poesía
compuesta por mujeres (pues, por lo que sabemos, y a pesar de que hubo un nutrido
grupo de poetisas en al-Andalus, no hay ni una sola mujer entre los autores de
moaxajas), sino de poemas cantados por ellas, al igual que las cantigas de amigo, los
villancicos o las chansons de toile. Los temas que aparecen recurrentemente también
son los propios de la poesía tradicional: la inquietud ante la ausencia o la tardanza del
enamorado; el júbilo o el nerviosismo ante su llegada inesperada. Muy
frecuentemente nos encontramos ante las más diversas cuitas amorosas o las
dificultades de una relación (celos, habladurías). Un amor, pues, natural y sencillo, en
el que se hace gala de una pasión arrebatadora en la que se van a cantar no solo los
besos, sino también las caricias más atrevidas, los mordiscos amorosos o las
relaciones sexuales en todas las formas imaginables. Nada de esto encontraremos en
las jarchas en árabe o hebreo vulgar, donde se traslucen casi siempre imágenes y
motivos tomados de la poesía clásica.

También los interlocutores van a ser los tradicionales, pues la joven cantará sus
penas y sus alegrías a su madre, a sus hermanas o amigas o a su propio enamorado,
quien casi queda empequeñecido, desdibujado, al convertirse en un mero referente.
Otras veces será la madre, experta, quien entone la jarcha aconsejando a su hija
aquejada de mal de amores. El habib será el dueño de la amada, y no encontraremos
en él la sumisión de los enamorados corteses.

Pero no serán sus posibles orígenes, la voz femenina, los temas cantados, su amor
natural o los personajes aludidos los únicos que relacionarán las jarchas con la lírica
tradicional, sino que también su métrica responderá a sus usos. La inmensa mayoría
de las jarchas está compuesta por cuartetas en las que riman únicamente los versos
pares (-a-a); a la cuarteta hay que sumar, por este orden, el pareado y el trístico,
especialmente el monorrimo (aaa). Son, en fin, los mismos esquemas métricos que
encontraremos en cantigas de amigos, villancicos y otras manifestaciones europeas
de la lírica tradicional. Otras combinaciones de versos (quintillas, sextillas y octavas)
son de uso mucho menos frecuente. También el número de sílabas de cada verso

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reflejará estas semejanzas, pues los hexasílabos, octosílabos, heptasílabos y


pentasílabos, por este orden, copan la mayoría de los casos.

Queda claro que es muy poco lo que podemos afirmar rotundamente sobre las
jarchas, salvo que son un eco (en mayor o menor grado) de una lírica parecida a la
tradicional romance que se conocía en al-Andalus antes de los textos líricos en lengua
vulgar. Con todo, son una muestra demasiado exigua y problemática como para que
nos hagamos una idea cabal de cómo debía ser en realidad. Así, no es extraño que
entre todos los poemas no encontremos más que un caso de paralelismo, cuando
sabemos que fue uno de los recursos favoritos de la poesía tradicional. En cualquier
caso, y tomemos la decisión que tomemos sobre ellas, siempre deberemos tener en
cuenta las escépticas conclusiones de quienes niegan casi por completo todos sus
elementos romances y tradicionales (Corriente 1997).

3. LAS CANTIGAS DE AMIGO


Otra vía para conocer la lírica tradicional en la Península durante la Edad Media la
encontramos en las cantigas de amigo. Debemos apresurarnos a aclarar que estas
cantigas de amigo son uno de los géneros más famosos de la escuela lírica gallego-
portuguesa, que se desarrolla desde los últimos años del siglo XII hasta la segunda
mitad del siglo XIV. Toda la escuela es un claro exponente de lírica culta, relacionada
con las cortes de los reinos hispánicos, con sus autores reconocidos, sus propios
tratados poéticos y sus cancioneros organizados, a imitación de la poesía provenzal.
Sin embargo, las cantigas de amigo se hacen eco de las principales características de
la lírica tradicional, pues están puestas en boca de mujer (esa va a ser, según los
antiguos tratados de esta escuela, su marca diferenciadora), su estructura es muy
sencilla (dos o tres versos seguidos de un estribillo que se repite a lo largo de toda la
composición) y sus recursos estilísticos van a ser muy elementales (pues se reducen,
en lo esencial, al paralelismo y al leixa-prén). Desde luego, la cantiga de amigo no va
a ser el único género de la escuela gallego-portuguesa, pues a su lado se desarrollan
también la cantiga de amor (derivada de las canciones amorosas de la lírica culta
provenzal), la cantiga de burlas (cantigas de escarnio y maldecir en los antiguos
manuales; derivadas del sirventés provenzal), toda una serie de géneros menores
relacionados con ellas o no (pastorelas, lais, prantos, tensós, también imitados de los
poemas provenzales), además de las composiciones de temática religiosa, pero, en
este apartado, las únicas que nos van a interesar son las cantigas de amigo, porque
en ellas, insistimos, los autores cultos se proponen imitar las formas, los temas y los
recursos de la lírica tradicional.

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Así, en las cantigas de amigo del rey don Denis, Nuno Fernandez Torneol, Johan
Zorro, Martin Codax o Pero Meogo (por citar solo algunos de sus principales
cultivadores, datables todos entre la segunda mitad del siglo XIII y el primer cuarto del
XIV), aparecen las mismas características de estilo, los mismos personajes y las
mismas situaciones que vamos a encontrar en las jarchas y los villancicos.
Efectivamente, todos estos poemas están puestos en boca de una doncella que se
alegra o se entristece ante el encuentro o la ausencia de su enamorado (aquí, amigo),
que se dirige a su madre o a sus amigas, que canta en la alborada, a la orilla de un río
o camino de una romería, que se alegra por la llegada de la primavera y el amor o se
desespera porque su enamorado debe partir a la guerra. Además, se suele utilizar
una simbología de tipo naturalista y de hondas raíces tradicionales (el cabello suelto
de las doncellas, los árboles en flor, la fuerza masculina del ciervo, las corrientes de
agua, el lavar la camisa del amigo). Todos estos elementos, con sus características
bien definidas, son ajenos a la escuela lírica provenzal, por lo que parece razonable
buscarles un origen autóctono relacionado con los personajes, los temas y los
símbolos de la poesía tradicional peninsular. Unido a estos detalles naturalistas, es
importante resaltar el carácter eminentemente rural de estas cantigas, pues se suelen
situar junto a las fuentes de la montaña, en las playas o en el corazón del bosque,
frente al carácter claramente urbano de las jarchas, que continuamente se referían a
las ciudades y las casas. Cabe decir que, además de que las sociedades de al-
Andalus y de los reinos cristianos eran muy distintas, lo que ya explicaría esas
diferencias, los poetas andalusíes sólo debían escuchar las composiciones que
debían correr por las ciudades, por lo que no es extraño que su imaginería se redujera
a estas.

Como hemos dicho antes, las cantigas de amigo tienen una estructura muy sencilla.
Suelen constar de unas pocas estrofas (normalmente, de dos a seis), compuestas
cada una de ellas por dos o tres versos con rima asonante o consonante seguidos de
uno o dos más que, como estribillo, se repiten al final de todas las estrofas. En vez de
esos pareados o trísticos monorrimos seguidos de un estribillo, algunas presentan
una estructura más elaborada (una cuarteta en vez de los dos o tres versos en rima;
un doble estribillo, con la primera parte intercalada entre los versos iniciales) pero que
no es más que una pequeña variación de la primera. Veamos un ejemplo de Pero
Garcia Burgalês:
Ay madre! ben vus digo:
mentiu mh o meu amigo,

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sanhuda lh’ and’ eu!


Do que mh ouve jurado,
poys mentiu per seu grado,
sanhuda lh’ and’ eu.
Non foy oyr a vya,
mays ben des aquel dia,
sanhuda lh’ and’ eu.
Non é de mi partido,
mays por que mh á mentido,
sanhuda lh’ and’ eu.
(Brea, 1996:812-813)

Además de esta sencillez estructural, propia de la lírica tradicional, las cantigas de


amigo hacen gala también de los recursos estilísticos más elementales, como son el
paralelismo y el leixa-prén, que encontraremos también entre los villancicos
castellanos. Una muestra de paralelismo, en el que cada verso de las estrofas
impares se repite con una mínima variación en las pares (simplemente cambiando el
orden de las palabras o buscando un sinónimo), lo podemos ver en esta cantiga de
Pero Meogo:

– Digades, filha, mia filha velida,


porque tardastes na fontana fría?
– Os amores ey.
– Digades, filha, mia filha louçana,
porque tardastes na fría fontana?
– Os amores ey.
Tardei, mia madre, na fontana fría,
cervos do monte a augua volvían.
Os amores ey.
Tardei, mia madre, na fría fontana,
cervos do monte volvían a augua.
Os amores ey.
– Mentís, mia filha, mentís por amigo,
nunca vi cervo que volvess’ o río.
– Os amores ey.
– Mentís, mia filha, mentís por amado,

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nunca vi cervo que volvess’ o alto.


– Os amores ey.
(Brea, 1996:972)

El leixa-prén (‘deja y toma’), característico de la escuela gallego-portuguesa, requiere


una explicación más pormenorizada. Consiste en repetir el segundo verso de la
primera estrofa como el primero de la tercera, el segundo de la segunda como el
primero de la cuarta, y así sucesivamente. Lo podemos ver en esta cantiga de Nuno
Fernandez Torneol:

Levad’, amigo, que dormides as manhãas frias;


todalas aves do mundo d’ amor dizian:
leda m’ and’ eu.
Levad’, amigo, que dormide’-las frias manhãas:
todalas aves do mundo d’ amor cantavan:
leda m’ and’ eu.
Toda-las aves do mundo d’amor diziam;
do meu amor e do voss’ en ment’ avian:
leda m’ and’ eu.
Toda-las aves do mundo d’ amor cantavan;
do meu amor e do voss’ i enmentavan:
leda m’ and’ eu.
Do meu amor e do voss’ en ment’ avian;
vós lhi tolhestes os ramos en que siian:
leda m’ and’ eu.
Do meu amor e do voss’ i enmentavam;
vós lhi tolhestes os ramos en que pousavan:
leda m’ and’ eu.
Vós lhi tolhestes os ramos en que siian
e lhis secastes as fontes en que bevian:
leda m’ and’ eu.
Vós lhi tolhestes os ramos en que pousavan
e lhis secastes as fontes u se banhavan:
leda m’ and’ eu.

(Brea, 1996:688)

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Con el paralelismo y el leixa-prén se consigue un efecto peculiar, que prolonga las


composiciones y permite que el poeta se recree en algunos detalles, y algunos
autores consiguen jugar con ellos (interrumpiendo o prolongando el recurso;
reservando unos versos para las preguntas y otros para las respuestas) creando
piezas especialmente intensas. La mayoría de las piezas con leixa-prén lo suelen
combinar con el uso del paralelismo (como en el ejemplo anterior), incrementando así
su lirismo. La gran abundancia de cantigas de amigo con estos dos recursos
combinados denota que los autores cultos se encontraban especialmente a gusto con
ellos, pues seguramente eran los elementos en que más podían mostrar su maestría
compositiva.

Esta estructura sencilla y estos recursos mínimos encajan a la perfección con los
personajes de la lírica tradicional (la doncella, la madre, el enamorado) y con los
sentimientos arrebatados de dolor y alegría que muestran estos poemas (la partida o
el encuentro de los amantes, la alegría de vivir en primavera), acentuados por las
situaciones tópicas en que suelen aparecer (lavando en el río, yendo de romería,
quejándose a los árboles del bosque). Las cantigas de amigo, con todas estas
características, se podrían subdividir en diferentes categorías que responderían a las
diferentes manifestaciones de la lírica tradicional: cantigas de romería (en las que
aparece la alegría del próximo encuentro con el enamorado), barcarolas (cantos de
amor junto al mar), bailadas (piezas para que las jóvenes bailen en primavera), albas
(la separación de los amantes al salir el sol) y alboradas (el encuentro de estos
mismos al amanecer), etc. Afortunadamente, algunas composiciones de don Denis de
Portugal y de Martin Codax han llegado hasta nuestros días con la notación musical
con que se cantaban. En la mayoría de los casos, nos encontramos ante
composiciones que, aparentemente, se ejecutaban al son de una melodía bailable, lo
que encaja también con las características de la lírica tradicional europea. Sin
embargo, debe subrayarse que, a pesar de todas estas características, las cantigas
de amigo no son lírica tradicional. Son lírica culta que imita a la lírica tradicional que
se debía cantar en la Península por esos años, y de la que toma diferentes elementos
(voces, personajes, estructuras, recursos) que nos permiten reconocerla a pesar de la
reelaboración de los mismos que realizaron los poetas cortesanos.

4. LOS VILLANCICOS.

En la historia de la literatura española, la palabra villancico denota las cancioncillas y


otras piezas propias de la lírica tradicional que cantaban los villanos y la gente del

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pueblo en general. Este es el nombre que se les dio cuando se empezaron a poner
por escrito (antes ni tan siquiera lo tenían: eran simplemente «cantares» o
«canciones» sin más), y el que pervivió hasta que a finales del siglo XVII empezó a
restringirse su significado a las cancioncillas de Navidad.

En líneas generales, podemos decir que casi no tenemos testimonios de estos


villancicos antes de que, siguiendo una moda cortesana procedente de Italia, se
empezaran a poner por escrito en el tercer cuarto del siglo XV. Eso no quiere decir
que antes no existieran; simplemente, estas composiciones aún no habían llamado la
atención de los hombres eruditos de la época. Son muy pocas las excepciones a esta
regla, entre las que destaca la canción de Zorraquín Sancho. Este personaje, entre
otras proezas, liberó de sus captores musulmanes a unos pastores de Ávila con una
hábil estratagema; en agradecimiento, estos cantaron por toda la ciudad:

Cantan de Roldán,
cantan de Olivero,
e non de Çorraquín,
que fue buen caballero.
Cantan de Olivero,
cantan de Roldán,
e non de Çorraquín,
que fue buen barragán.

(Rico, 1975)

Destacan en este villancico, aparte la interesante mención de dos héroes de los


cantares de gesta, Roldán y Oliveros (véase el tema 2), el hábil uso del paralelismo:
completo entre los versos 3 y 7, limitado a un cambio mínimo de orden en los versos
1-2 y 5-6, y al uso de un sinónimo en los versos 4 y 8. Además, su estructura es
sumamente sencilla: versos hexasílabos que forman dos cuartetas con rima asonante
en los versos pares. Son, exactamente, las mismas características que habíamos
visto en las jarchas y en las cantigas de amigo, pero esta vez en un villancico
castellano de mediados del siglo XII.

De igual manera, según cuenta Lucas de Tuy en su Chronicon Mundi (1236), un


extraño personaje vaticinaba la muerte de Almanzor al son de estos versos:

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En Cañatañazor
perdió Almançor
ell atamor.

(Alonso y Blecua, 1956:4)

Aunque en realidad Almanzor nunca fuera derrotado (con lo que el cantarcillo se


revela una superchería), estos trísticos monorrimos nos encajan perfectamente con
los que encontrábamos en las jarchas o encabezando cada una de las estrofas de las
cantigas de amigo. Son, pues, frutos de un mismo árbol tradicional.
Desgraciadamente, son muy pocos los ejemplos como los anteriores, en los que una
crónica recoge un cantar tradicional. Más frecuentes son los testimonios indirectos:
las disposiciones conciliares contra las canciones lascivas, los bailes groseros y los
cantos fúnebres, o las referencias en las crónicas a las canciones guerreras, o las
imitaciones de las piezas tradicionales que realizaron algunos autores cultos (como
Juan Ruiz en el Libro de buen amor; véase el tema 11). Pero es indudable que en la
inmensa mayoría de los casos, hay que esperar hasta el tercer cuarto del siglo XV
para que los villancicos se empiecen a copiar con cierta regularidad. Efectivamente,
siguiendo una moda importada de Italia, los poetas encontraron en estas
composiciones unos motivos poéticos extraordinarios, así que empezaron a ponerlos
por escrito y a anotar sus melodías; y al mismo tiempo empezaron a escribir piezas
que las imitaran y nuevos sones musicales para ellas. Esta labor de recopilación y
recreación continuó durante los siglos XVI y XVII, realizada por los poetas (Góngora,
Cervantes, Quevedo) y músicos (Luis Milán, Juan Vázquez, Esteban Daza) más
importantes del momento. A la zaga de estos autores aparecieron las grandes
compilaciones musicales del momento (Luis de Narváez, Los seis libros del Delfín de
Música, 1535; Alonso Mudarra, Tres libros de música en cifra, 1546), pero estas
piezas también se deslizaron en las piezas de teatro del Siglo de Oro (El caballero de
Olmedo, de Lope de Vega, arranca precisamente de uno de estos cantares), en las
novelas e incluso en los humildes pliegos sueltos. Incluso el Tesoro de la lengua
castellana de Alonso de Covarrubias (1611) o el Vocabulario de refranes de Gonzalo
Correas (h. 1630) incluyeron un buen número de villancicos. Gracias a todos esos
testimonios (reunidos en su gran mayoría por Frenk 1987, aunque hay que tener
presente también a Devoto 1991 y 1994), podemos tener una visión bastante fiel de
cómo era la lírica tradicional del Siglo de Oro, que, por lo que sabemos, no debía
diferir demasiado de la que se cantó durante la Edad Media.

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Lo que más llama la atención es que un villancico rara vez se recoge de forma
idéntica en dos testimonios. Aquí aparece con un verso menos, allí con una estrofa
más y más allá con las palabras modernizadas. Pero, a pesar de todos los cambios,
se advierte que es siempre el mismo villancico. Y es que la transmisión de la lírica
tradicional está viva: es activa. Al no tener necesariamente un texto que seguir (no
olvidemos que se trata de una sociedad compuesta, en su mayoría, por analfabetos),
y tratarse de canciones que pasaban de generación en generación, cada cantante (o,
mejor, cada grupo en que se cantara) era libre de alterarlas como le venía en gana:
podía ampliarlas o acortarlas, modernizarlas para que todos las entendieran o
arcaizarlas para darles una apariencia más antigua, o incluso podía alterar la letra,
fuera porque no la recordaba con exactitud o porque deseaba aplicarla a
acontecimientos de su círculo. Exactamente lo mismo que se hace hoy día con las
canciones tradicionales, que varían de pueblo en pueblo o de valle en valle. Estas
composiciones están constituidas, por lo general, por un reducido número de versos,
rara vez más de cuatro. La rima suele ser asonante, aunque también hay ejemplos de
rima consonante. Son muy frecuentes los dísticos (con rima o no), los trísticos
(rimando, por lo general, los tres o los dos últimos) y las cuartetas (sobre todo con
rima en los versos pares). Y es importante recordar que todas estas formas, con esas
combinaciones de rimas, las encontrábamos ya en las jarchas y en algunas cantigas
de amigo. El número de sílabas por verso es muy variado, aunque predominan los de
cinco, seis o siete. Sin embargo, los versos de cada composición no siempre son
iguales: por un lado, dependiendo de la melodía con que se cantaran, se podían
combinar versos de diferentes medidas; pero aun así, el hecho de que los versos se
cantaran permitía que se jugara con la voz para alargarlos o acortarlos,
acomodándolos a la música.

Los personajes y los temas son los habituales en la lírica tradicional. Una joven
expresa sus cualidades loando sus ojos o sus cabellos, su color de piel o su
hermosura; otras veces, canta sus cuitas amorosas: sus encuentros gozosos o no, su
desesperación ante la ausencia del amado o ante la vigilancia de la madre, o su
alegría al ir a lavar al río, en peregrinación a una romería o a bailar en primavera,
porque ahí se encontrará con su amor, sus cuitas al despedirlo por la noche o la
mañana o su alegría al reencontrarse. También es frecuente la canción de la niña que
no desea ser monja y la de la casada insatisfecha. Para todo eso, por supuesto, la
protagonista echará mano de símbolos de la naturaleza, como los árboles, los
animales del bosque o las aves del cielo. Y, por supuesto, no faltarán los cantos de

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boda. Son, en fin, los mismos temas, motivos y personajes que podemos encontrar en
toda la lírica tradicional occidental.

Curiosamente, entre los villancicos castellanos encontraremos algunos (muy pocos)


puestos en boca de un hombre, un hombre enamorado que expresará su amor por
una de estas jóvenes protagonistas de la lírica tradicional. Y a estos villancicos
amorosos, que ya hemos visto imitados o, cuando menos, reelaborados en jarchas y
cantigas de amigo, habrá que añadir un número nada despreciable de canciones de
camino, de trabajo (de la siega, del molino), de recibimiento triunfal, de fiesta (de
mayo, de San Juan), de contenido satírico (especialmente contra los religiosos)...
Quizá lo que más nos puede sorprender en estas cancioncillas es su extraordinario
poder de condensación, pues en dos o tres versos encierran una complejísima
historia. Es el caso, por ejemplo, de canciones como «Al coger amapolas», en que la
protagonista narra a la madre una historia de amores primaverales de resultado poco
halagüeño, ¡y solo en tres versos!; o de la conocidísima «En Ávila, mis ojos», en la
que solo aparece el desenlace de un arrebatado enamoramiento con final trágico. ¿Se
trataba de una historia de amor entre dos amantes de diferente condición? Es posible,
pero fuera como fuera, toda la historia se concentra en dos versos de villancico (y tres
de glosa claramente tradicional; véase, abajo, la explicación de este término). Hay
algo que, sin embargo, debe quedar muy claro. Desde que se pone por escrito, un
cantarcillo tradicional puede ser interpretado de tres maneras diferentes: un verdadero
poema tradicional, un villancico en estado puro que el copista se limita a transcribir sin
más; un poema tradicional que el copista modifica en mayor o menor grado (desde la
simple y en principio necesaria corrección gramatical hasta la reescritura de versos
enteros), o bien una simple imitación culta de la lírica tradicional. Y es que los poetas
cultos, desde la Edad Media, gustaron de componer sus poemas según los gustos
tradicionales y, aunque habitualmente firmaran sus creaciones, en más de un caso
podemos sospechar que algunos poemas de tipo tradicional que se han recogido
fueron elaborados por un autor culto.

Lo más habitual, sin embargo, es que los poetas cultos se limitaran a glosar los
villancicos tradicionales. Las glosas eran unos breves poemas que desarrollaban
algunos temas del villancico, retomando sus argumentos o continuándolos. Al final de
cada estrofa de la glosa se solía repetir el villancico, o cuando menos sus últimos
versos, que actuaban como estribillo de la composición. Había glosas que
acompañaban a los poemas desde su nacimiento, que provenían también del tronco
de la lírica tradicional (de manera que era muy frecuente que, al copiar el villancico, se

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copiara también la glosa: eran un conjunto indivisible), y glosas más artificiosas que
suponían, claramente, una reelaboración culta del villancico. Las primeras se
remontan a la época en que los villancicos se bailaban: el solista, en el centro del
corro, recitaba el villancico y su glosa, y al acabar cada estrofa los danzantes
respondían con el villancico inicial, como estribillo. Las glosas cultas, en cambio,
parece que fueron concebidas más bien como un desafío ingenioso: un juego poético
en que los autores se esforzaron por crear un poema nuevo partiendo de un material
preexistente. Sin embargo, no tenemos una regla exacta que nos delimite la
tradicionalidad o no de las glosas. Por regla general, se admite que mientras más
difícil es separar tajantemente el villancico de la glosa, más posibilidades tiene esta de
ser tradicional; por el contrario, si observamos una gran discrepancia entre los
mismos, podemos suponer que se trata de una glosa culta. Sin embargo, no es una
regla infalible.

En la mayoría de las ocasiones, la glosa adopta la forma de zéjel (nombre derivado de


la composición en árabe vulgar parecida a la moaxaja). En líneas generales,
consistiría en repetir tras el villancico, llamado ahora cabeza de la composición, una
serie monorrima de dos, tres o cuatro versos llamada mudanza (porque se mudan,
‘cambian’ las rimas de la cabeza), y un verso en que se recupera la rima inicial,
llamado por ello vuelta, tras la que se repite el último o los últimos versos de la
cabeza, como un estribillo. Así se componían cuantas estrofas se desearan, aunque
rara vez son más de cuatro. Lo podemos ver en el siguiente ejemplo, en que la rima
consonante y el cambio de perspectiva en cada una de las estrofas de la glosa nos
hacen sospechar que se trata de un añadido culto:

¿Qué me queréis, caballero?


Casada soy, marido tengo. [Cabeza]
Casada soy, y a mi grado,
con un caballero honrado,
bien dispuesto y bien criado, [Mudanza]
que más que a mí yo lo quiero. [Vuelta]
Casada soy, marido tengo. [Estribillo]
Casada soy, por mi ventura,
mas no ajena de tristura;
pues hice yo tal locura, [Mudanza]
de mí mismo yo me vengo. [Vuelta]
Casada soy, marido tengo. [Estribillo]

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(Alonso y Blecua, 1956:20)

Este esquema inicial permitía cuantas variaciones se quisieran introducir. La vuelta


podía ser de un número diferente de sílabas (normalmente, menos que el resto de la
composición), como un aviso más de que se tenía que repetir el estribillo. Otras veces
no hay verso de vuelta, normalmente cuando se repiten como estribillo varios versos
de la cabeza de la composición, o incluso ésta entera. La rima, por último, podía ser
asonante o consonante, aunque, aparentemente, la rima asonante parece ser más del
gusto de las glosas populares.

Es frecuente que la glosa se adorne con los recursos estilísticos más habituales de la
lírica tradicional. A veces es con el paralelismo, como en este caso, de rima asonante
y carente de verso de vuelta por repetirse dos versos de la cabeza como estribillo:

Y la mi cinta dorada,
¿por qué me la tomó
quien no me la dio?
La mi cinta de oro fino,
diómela mi lindo amigo;
tomómela mi marido.
¿Por qué me la tomó
quien no me la dio?
La mi cinta de oro claro,
diómela mi lindo amado;
tomómela mi velado.
¿Por qué me la tomó
quien no me la dio?

(Alonso y Blecua, 1956:43)

Otras veces, en cambio, la glosa se adorna con el leixa-prén que habíamos visto en
las cantigas de amigo. En este caso la rima también es asonante y solo hay dos
versos de mudanza, sin vuelta: Al alba venid, buen amigo,
al alba venid.

Amigo, el que yo más quería,

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venid a la luz del día.


Al alba venid, buen amigo,
al alba venid.
Amigo el que yo más amaba,
venid a la luz del alba.
Al alba venid, buen amigo,
al alba venid.
Venid a la luz del día,
non trayáis compañía.
Al alba venid, buen amigo,
al alba venid.
Venid a la luz del alba,
non traigáis gran compaña.
Al alba venid, buen amigo,
al alba venid.

(Frenk, 1987:206-207)

Junto a la glosa con mudanza monorrima, de inspiración popular (aunque utilizada


también por muchos autores cultos), encontramos otra forma más artificiosa: el
villancico estrófico. Es prácticamente idéntica, salvo que en vez de una serie más o
menos larga de versos monorrimos para la mudanza se utilizaba una estrofa en que
se combinaran varias rimas, normalmente una cuarteta o una quintilla. Tras ella, como
en el caso anterior, seguían la vuelta y el estribillo. Veamos un ejemplo:

Aquel caballero madre,


tres besicos le mandé:
creceré y dárselos he. Cabeza

Porque fueron los primeros


en mi niña juventud,
prometílos por vertud,
amores tan verdaderos:
aunque envíe mensajeros Mudanza
otra cosa no diré: Vuelta
creceré y dárselos he. Estribillo
Señora, si a vos placía

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que mi deuda se pagase,


porque luego rematase
el daño que padecía,
y, si en eso consentía, Mudanza
gran placer recebiré: Vuelta
creceré y dárselos he. Estribillo
Los ojos con que le vi
han seído causadores
que sean mantenedores
los votos que prometí:
la promesa que le di Mudanza
yo muy bien la guardaré: Vuelta
creceré y dárselos he Estribillo

(Alonso y Blecua, 1956:14-15)

Y, por supuesto, la estrofa utilizada para la mudanza podía albergar los mismos
recursos que en el caso anterior. He aquí el uso del paralelismo en una glosa sin
vuelta, y para un caso en que, además, el villancico se entrecruza con el refrán, como
era muy frecuente:

Niña y viña, peral y habar,


malo es de guardar.
Levantéme, oh madre,
mañanica fria,
fui cortar la rosa,
la rosa florida.
Malo es de guardar.
Levantéme, oh madre,
mañanica clara,
fui cortar la rosa,
la rosa granada.
Malo es de guardar.
Viñadero malo
renda me pedía;
dile yo un cordone,
dile yo una cinta.

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Malo es de guardar.
Viñadero malo
renda me demanda;
dile yo un cordone,
dile yo una banda.
Malo es de guardar.

(Alonso y Blecua, 1956:15-16)

Por supuesto, dependiendo de la estrofa utilizada en la mudanza y de los recursos


empleados, la glosa del poema nos puede parecer más o menos popular. El uso de
una sencilla cuarteta con rima en los versos pares (-a-a, como en este último ejemplo)
o con dos rimas (abab o abba) nos dará una impresión de mayor tradicionalidad que
el uso de una quintilla, pues es evidente que los juegos de rimas a que dio pie el uso
del villancico estrófico fueron un campo especialmente grato para los virtuosismos
poéticos de los poetas cultos de los siglos XV y XVI, quienes además implantaron el
uso del octosílabo para este tipo de composiciones, aunque también encontraremos
muchas veces a estos mismos autores escribiendo glosas con mudanzas
monorrimas. Estas variedades de glosas, de tipo más o menos culto, que se podían
añadir a cualquiera de los villancicos indistintamente, nos hace ver que, de cualquier
manera que fuera, todos estos poemas cambiaban de ambiente, inspiración o
interpretación cada vez que se recogían por escrito. En efecto, conservamos
villancicos con varias glosas, de tipo aparentemente tradicional y de tipo
aparentemente culto. La verdad es que no siempre es fácil distinguir unas de otras,
aunque se puede echar mano de diferentes indicios. A veces, como decimos, la glosa
tradicional se limita a repetir, a matizar, a ampliar el contenido del villancico repitiendo
incluso sus mismas palabras. Si utiliza rimas asonantes y tiene un número fluctuante
de sílabas en sus versos (prueba de que se mantiene más fiel a la medida variable de
la música que a la estricta de la lectura), también se aproxima a las de tipo popular.
La glosa culta, en cambio, normalmente crea un nuevo poema partiendo del villancico,
utiliza siempre un mismo número de sílabas (sobre todo, el octosílabo) y rima
consonante. Pero los autores podían alterar estas reglas tantas veces como quisieran,
por lo que pocas veces tendremos una certeza absoluta.

Al contemplar los villancicos con sus glosas, aparece una gran diferencia con las
cantigas de amigo. En estas, el estribillo es una especie de añadido en el poema, su
parte menos importante. Lo que en principio parece más relevante en una cantiga de

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amigo es la maestría que muestra el poeta en las estrofas de la canción, en su uso


del paralelismo y el leixa-prén. En el villancico, en cambio (con glosa más o menos
tradicional), el estribillo se revela como lo más importante, por eso todo parece
conducir a que se repita. La glosa, en sí, es un simple desarrollo de él. Por eso,
mientras en las cantigas de amigo casi podíamos prescindir de él al deleitarnos en el
culto uso de los recursos estilísticos, en los villancicos se convierte en la clave. Así
pues, no estará de más recordar que, según las reconstrucciones de los folcloristas,
en los bailes del pueblo era solo el solista, en el centro del corro, quien entonaba la
glosa, mientras que el estribillo era la parte que todos los danzarines coreaban. No es
extraño pues que, como en los bailes de la aldea, todo gire en torno a él. De igual
manera, aunque la glosa en muchos casos puede ser tradicional, debemos concentrar
nuestra atención en su cabeza, el humilde villancico.

Sin embargo, resulta evidente que la glosa tradicional no fue la única manera que
existió de cantar un villancico. En otras ocasiones, singularmente cuando no había
una persona dirigiendo el canto o el baile, cualquier persona o cada uno de los
miembros del grupo podía ir recitando un villancico tras otro siempre que se fuera
amoldando a una melodía. A veces, además, tras cada cancioncilla, se podía incluir
otra que se repetía como un estribillo. Esa es una práctica todavía frecuente en las
fiestas populares y en las ceremonias tradicionales de los judíos sefardíes. Incluso, en
algunos de los primeros manuscritos, también se escribió una sola melodía para que
se recitaran uno tras otro varios villancicos. Este sistema sería especialmente
adecuado para el recitado de los cantares paralelísticos, y posiblemente se remonte a
un estadio bastante anterior al uso de las glosas en la lírica tradicional. Y no hay que
olvidar que este sistema se podría combinar sin dificultad con el del canto glosado.

Y aún habría que añadir un último tipo de recitado para los villancicos: el que por
medio del canto se limita a repetir versos enteros o partes del verso, de manera que
una composición de dos o tres versos, repetidos en su totalidad o en parte, se
convierte en una pieza de ocho o nueve, que se puede cantar como una estrofa
independiente (volviendo así a alguno de los usos anteriores para proseguir con la
canción o el baile). Al tratarse de un sistema ligado también a la comparación con el
folclore actual, no tenemos ejemplos seguros de su uso con los villancicos recogidos
durante el Siglo de Oro ni menos de los cantados en la Edad Media, pero podemos
poner uno de la tradición castellana actual, en que el trístico

Por el Puente de Aranda

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se tiró el tío Perico


pero no se mató.

Se convierte, una vez desarrollado en

Por el Puente de Aranda


se tiró, se tiró,
se tiró el tío Perico
pero no se mató,
pero no se mató,
pero no se mató,
por el Puente de Aranda
se tiró, se tiró.

Con lo dicho hasta aquí, queda suficientemente demostrado que es muy, muy poco lo
que podemos decir con seguridad sobre la lírica tradicional de la Edad Media.
Sabemos que existió pero, salvo unos pocos casos aislados, no podemos ofrecer un
amplio listado de cantarcillos de esa época, y eso sin olvidar que, solo con la letra,
perdemos parte de su propio ser, como eran también la música o, en ocasiones, el
baile con que se cantaban. Sin embargo, nos podemos hacer una idea muy
aproximada de cómo fueron gracias a los tres tipos de poemas que, en mayor o
menor medida, derivan de ella: las jarchas, las cantigas de amigo y los villancicos
recogidos desde el siglo XV y durante todo el Siglo de Oro. Es indudable que durante
la Edad Media la gente conoció, cantó y bailó este tipo de composiciones, pero
cualquiera de los datos que extraigamos de esos poemas está mediatizado, en mayor
o menor medida, por las copias de letra, música y glosa (o cualquier otro modo de
recitado) que nos legaron quienes los recogieron por primera vez. Tenemos, en fin,
pocas piezas, y no siempre fiables, para reconstruir ese rompecabezas que llamamos
lírica tradicional castellana de la Edad Media, pero son las únicas que tenemos.

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