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8 de marzo de 2012
Elizabeth Bernstein
Departments of Women’s Studies and Sociology
Barnard College, Columbia University
“Llevo alrededor de 17 años trabajando en este tema — la mayor parte de este tiempo
he estado en el lado perdedor, ya que los que defendían los derechos de las
“trabajadoras sexuales” ganaban casi todas las batallas políticas… Aquellos fueron
años deprimentes… Ahora está emergiendo la verdad de la prostitución/trata sexual y
las agencias están respondiendo como nunca lo hicieron. Pienso que en el último año
han sido arrestados más chulos y traficantes que en toda la década anterior.” (Donna
Hughes, activista anti-trata y profesora de estudios de las mujeres de la Universidad
de Rhode Island, en una entrevista en el National Review Online [López 2006]).
“¿Qué queremos? ¡Una severa ley contra la trata! ¿Cuándo la queremos? ¡Ahora!”
(Llamamiento y grito de respuesta en la manifestación de la National Organization for
Women por una ley del Estado de Nueva York que elevara las penas criminales contra
los clientes de las prostitutas, Nueva York, 1 de febrero de 2007).
Para las feministas de base de comienzos de la segunda ola que estaban interesadas en la
crítica de las instituciones económicas y familiares dominantes y en la defensa de los
derechos reproductivos de las mujeres, habría sido quizás un extraño sueño imaginar que en
una generación, pioneras del primer movimiento de mujeres tales como Laura Lederer
(autora del clásico libro Take Back the Night y fundadora del movimiento antiviolación),
Dorchen Leidholdt (una prominente abogada feminista defensora de las víctimas de la
violencia doméstica), y Donna Hughes (catedrática de Estudios de las Mujeres en la
Universidad de Rhode Island) se encontrarían una brillante mañana de julio como oradoras
señaladas en un panel patrocinado por el neoconservador Hudson Institute de Washington,
DC, titulado “Los beneficios del proxenetismo: abolición de la trata sexual en los Estados
Unidos”. Compartiendo estrado con ellas estaban influyentes miembros del Hudson Institute,
tales como Michael Horowitz (veterano de la Administración Reagan y prominente arquitecto
del movimiento antitrata contemporáneo), el embajador Mark Lagon (antiguo ayudante del
senador republicano por Carolina del Norte, de extrema derecha, Jesse Helms, y director de
la Oficina de Tráfico de Personas del Departamento de Estado), y Bonni Stachowiak
(profesor de administración empresarial en la evangélica Christian Vanguard University).
Mientras los panelistas, todos de raza blanca, hablaban a la audiencia de la urgente
necesidad de desarraigar a los chulos callejeros del interior de las ciudades y la “cultura del
chulo”, de estigmatizar a los patronos de las prostitutas y de promover “familias sanas” tanto
en Estados Unidos como en el resto del mundo, la audiencia, que comprendía
representantes de un surtido de organizaciones de derecha, incluyendo la Heritage
Foundation, el American Enterprise Institute, y Feminists for Life, estallaba en frecuentes
aplausos.
Desde luego, para aquellos familiarizados con la evolución de lo que Janet Halley ha
denominado feminismo de Estado (en el que el feminismo “se desplaza de las calles al
Estado”; Halley 2006, 20), así como con el precedente histórico del pánico de la trata de
blancas, la inclusión de prominentes activistas feministas en el evento del Hudson Institute no
le habría pillado por sorpresa. Además de los ecos de la trata de blancas, existen también
importantes resonancias históricas entre la presente campaña antitrata de Estados Unidos y
las audiencias antipornografía de la Comisión Meese que tuvieron lugar durante los años 80
del pasado siglo, en las que cristianos conservadores y feministas seglares tales como
Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin unieron fuerzas del mismo modo para combatir la
reforma sexual (ver, p.ej., Duggan y Hunter 1995; Vance 1997). Como Judith Walkowitz
(1983) y Wendy Brown (1995) han observado previamente, el abrazo feminista del moralismo
sexual basado en el Estado es particularmente apto para resurgir durante períodos de
ascendencia de la derecha, como durante los años de Reagan y Bush, cuando las
oportunidades para un cambio político y económico de más entidad escasean. Mientras que
una resurgente alianza feministas-conservadores fue activamente estimulada por la Casa
Blanca de George W. Bush — tanto retóricamente, como en las invasiones de Afganistán e
Irak, como mediante el cultivo de lazos políticos explícitos, como en el nombramiento de la
renombrada activista feminista Lederer como Directora Senior para Proyectos Globales sobre
la Trata de Personas en el Departamento de Estado — varias feministas dieron el paso de
apoyar activa y públicamente las iniciativas de la Administración Bush. Notablemente, en un
artículo de febrero de 2004 en el Washington Post escrito conjuntamente por la icono del
feminismo de la segunda ola Phyllis Chesler y por el profesor de estudios de la
mujer/activista antitrata Hughes, los autores hacían una vigorosa defensa no sólo de las
políticas antitrata de la Administración Bush, sino también de sus intervenciones militares en
Afganistán e Irak, declarando que los conservadores contemporáneos y las organizaciones
religiosas se habían convertido en defensores más fiables de la democracia y de los
derechos de las mujeres en todo el mundo que lo que había sido nunca la izquierda (Chesler
and Hughes 2004).
Los ejemplos anteriores ponen de relieve una importante alianza entre el feminismo y el
Estado carcelario, una alianza que se extiende más allá que las recientes colaboraciones
feministas con la derecha religiosa. En su reciente libro en el que documenta la
coemergencia de la atención prestada por la segunda ola feminista a la violencia sexual y de
las agendas neoliberales de encarcelamiento, Kristin Bumiller (2008) ha demostrado
igualmente los aspectos en los que el miope enfoque feminista sobre la criminalización de la
violación y la violencia doméstica durante los años 1990 contrastó con las preocupaciones de
las feministas de base y las de los comienzos de la segunda ola acerca del empoderamiento
social y económico de las mujeres. Argumentando que el imperativo carcelario neoliberal ha
tenido un impacto devastador sobre los modos en que se ha construido el compromiso
feminista contra la violencia sexual, Bumiller demuestra que lo recíproco es también verdad:
una vez que el feminismo quedó fatalmente modulado por las estrategias neoliberales de
control social, ello pudo servir como una inspiración eficaz para campañas más amplias de
criminalización. Bumiller observa que en los primeros años del siglo la agenda neoliberal del
feminismo contra la violencia sexual fue siendo exportada cada vez más como parte de la
política de derechos humanos de los Estados Unidos, consolidando el imperativo carcelario
dentro del feminismo estadounidense y extendiendo a lo largo y ancho del mundo el
paradigma del feminismo-como-control-del-crimen (ver también Grewal 2005).
La evidencia sugiere ciertamente que las campañas antitrata de los Estados Unidos han
tenido mucho más éxito en criminalizar a poblaciones marginadas, reforzar el control de
fronteras y medir el grado de respeto a los derechos humanos de otros países por su
represión de la prostitución, que en conseguir cualquier beneficio concreto para las víctimas
(Chapkis 2005; Chuang 2006; Shah 2008). Como argumenta Bumiller, no es sólo una
cuestión de “consecuencias indeseadas”, sino que ha sido el resultado de que las feministas
hayan unido directamente sus fuerzas al proyecto neoliberal de control social (2008, 15).
Esto es cierto tanto dentro de Estados Unidos, donde los chulos pueden ahora recibir
sentencias de noventa y nueve años de prisión por trata sexual y las trabajadoras sexuales
son crecientemente detenidas y deportadas por su propia “protección” (ver Bernstein 2007a,
2007b), como en cualquier otra parte del mundo, donde la clasificación de otros países por
parte de Estados Unidos ha llevado a un control más estricto de las fronteras a nivel
internacional y a la implementación de políticas punitivas antiprostitución en numerosos
países (Sharma 2005; Shah 2008; Cheng 2010).
Muy recientemente, con la creciente atención feminista a las formas “domésticas” de trata
(que películas como Very Young Girls han tratado de inflamar), se ha vuelto claro que el
desplazamiento desde las formas locales de violencia sexual al terreno internacional y de
vuelta al interés por las actuaciones policiales en el interior de las ciudades estadounidenses
(esta vez, bajo la apariencia de proteger los derechos humanos de las mujeres) ha
proporcionado un circuito crítico para la agenda feminista carcelaria. Según la abogada
Pamela Chen (2007), actualmente la mitad de los casos federales de trata conciernen a
mujeres menores de edad que ejercen la prostitución callejera en el interior de las ciudades.
Esto ha llevado a una campaña policial sin precedentes contra gente de color implicada en la
economía sexual callejera — incluyendo chulos, clientes y trabajadoras sexuales por igual
(Bernstein 2007a).
El compromiso feminista carcelario con los valores de la familia heteronormativa, del control
del crimen y de los supuestos rescate y rehabilitación de las víctimas (o lo que Janet
Jakobsen ha glosado aliterativamente como “matrimonio, militarismo y mercados”; 2008) y el
amplio atractivo social de esta agenda, lo ilustra poderosamente la reciente película Very
Young Girls. La película ha sido proyectada no sólo en diversos locales feministas, sino
también en el Departamento de Estado, en varias megaiglesias evangélicas, y en el
conservador Christian King’s College. Bajo el pretexto de reflejar la trata en el interior del
país, la película busca granjear simpatías para las jóvenes afroamericanas que se
encuentran atrapadas en la economía sexual callejera. Presentando a las mujeres como
“chicas muy jóvenes” (en el cartel promocional de la película, la protagonista es tan pequeña
que, sentada, sus pies no llegan al suelo) y como las víctimas inocentes del abuso sexual
(una categoría que ha sido reservada históricamente para víctimas blancas no trabajadoras
sexuales), la película puede convincentemente presentar su perspectiva como antirracista y
progresista. Aunque la inocencia de las jóvenes en la película se consigue a costa de
demonizar completamente a los jóvenes afroamericanos que se aprovechan de sus
ganancias y que son presentados como irredimiblemente criminales y subhumanos.
Tomado de https://elestantedelaciti.wordpress.com/2012/03/08/la-politica-sexual-del-
feminismo-carcelario/