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de letras, dramaturgia,

guión cinematográfico
y lenguas indígenas
Antología de letras, dramaturgia,

guion cinematográfico y lenguas indígenas

JÓVENES CREADORES

2016/2017

PRIMER PERIODO
Antología de letras, dramaturgia,

guion cinematográfico y lenguas indígenas

JÓVENES CREADORES

2016/2017

PRIMER PERIODO

Comentarios de:
Mónica Lavín
Luis Jorge Boone
Sandro Cohen
Norma Muñoz Ledo
León Plascencia Ñol
Mardonio Carballo
Natalia Toledo
Abad Carrasco Zúñiga
Enrique Arroyo Schoeder
Mónica Raya
David Olguín
Secretaría de Cultura

María Cristina García Cepeda


Secretaria
Saúl Juárez Vega
Subsecretario de Desarrollo Cultural
Jorge Salvador Gutiérrez Vázquez
Subsecretario de Diversidad Cultural y Fomento a la Lectura
Francisco Raúl Cornejo Rodríguez
Oficial Mayor

Fondo Nacional para la Cultura y las Artes

Juan Meliá
Secretario Ejecutivo
René Roquet
Jefe del Departamento de Control de Becas
Valentín Dosta
Subdirector de Promoción y Difusión
Brenda Salazar
Coordinadora de Prensa
Carolina Ramírez
Coordinadora del Primer Periodo del Programa Jóvenes Creadores
Daniel Limón
Coordinador del Segundo Periodo del Programa Jóvenes Creadores
Carlos Manuel de la Torre
Diseño

Fondo Nacional para la Cultura y las Artes


Primera edición 2017

© de cada obra (textos): propiedad del autor.


© de las ilustraciones: Iván Escobedo Segota, Luna Ortiz, María Conejo, Nando Murio,
Orlando Velázquez y Teresa Olmedo.

D. R. © 2017, de la presente edición:

Secretaría de Cultura
Fondo Nacional para la Cultura y las Artes
Sabino 63, Santa María la Ribera,
C. P. 06400, Ciudad de México.

ISBN: 978-607-745-677-3

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial


o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de la
Secretaría de Cultura / Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

Impreso en México
Índice

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Cuento
Un tapiz de historias. Mónica Lavín y Luis Jorge Boone . . . . . . . 15
Israel Terrón Holtzeimer. La noche más tranquila de todas. . . . . . 17
Daniel Mosqueda. Perfume. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
Dulce Aguirre. Herejía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
Gustavo Franco. El rey de la carretera. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
Andrea Chapela. Noventa por ciento real. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
Gerardo Lima Molina. Ciervo Rojo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78

Ensayo creativo
Del sexo a las matemáticas, pasando por las moscas y el silencio.
Sandro Cohen. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
Andrea Garza Garza. Vibrador doble. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Ainhoa Suárez Gómez. Afasia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Ricardo Medel Esquivel. Fósforos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
Diego Ortiz. Moscas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128

Novela
Caminos íntimos, complejos, eso son las novelas.
Norma Muñoz Ledo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141
Abril Castillo Cabrera. La espera (fragmento). . . . . . . . . . . . . . . 145
David Poireth. El refugio: la vida quieta en treinta escenas . . . . 148
Pablo Mata Olay. Arqueología personal. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157
Alfredo Núñez Lanz. Pájaros en la cabeza . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
Valentina Winocur. Trofeos de guerra (fragmento) . . . . . . . . . . . 189
Pedro Zavala. Flop (Proyecto: Cartas Marcadas). . . . . . . . . . . . 192

Poesía
Presentación. León Plascencia Ñol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217
Buba Alarcón. Muki Nori. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219
Horacio Warpola. Catálogo de gemas y otros apuntes. . . . . . . . . 221
Tania Carrera. Últimos poemas sueltos y primeras canciones. . . 229
Andrea Alzati. Diccionario ilustrado para sobrevivir en casa. . . 238
Sergio Ernesto Ríos. Poe.cia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 248
Sisi Rodríguez. Hotel Universo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 256

Lenguas indígenas
Una generación renovadora. Mardonio Carballo. . . . . . . . . . . . . 265
Presentación. Natalia Toledo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
Presentación. Abad Carrasco Zúñiga. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 268
Martín Tonalmeyotl (náhuatl). Tlitsintle ipakilis / La alegría
del fuego. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269
Elvis Guerra (zapoteco). Guendaguti ne xcaadxi qui
ra’gui’ ni ró / Sobre la muerte y otros hipócritas . . . . . . . . . . . . 287
Hubert Matiúwàa (tlapaneco). Ndxàwòò tsìjní / La fiesta
del ratón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297

Guion cinematográfico
Este año sí: historias de todas las latitudes del país.
Enrique Arroyo Schoeder. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315
Ariana Enriquez Notario. Hojas azules . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317
Jorge Luis Linares Martínez. Los relámpagos. . . . . . . . . . . . . . . 323
Verónica Marín. Fugas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 328
Santiago Maza Stern. Hacia el camino. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 333
Mauro Mueller. Algo dulce . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 340
Samantha Pineda Sierra. Pequeño suicidio. . . . . . . . . . . . . . . . . . 348
Jorge Porras. De un buen golpe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 356
Dramaturgia
La escena: un lienzo de exploración, hallazgos y fracasos.
Mónica Raya y David Olguín. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 381
David Eudave. Nanas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 383
Gabriela Román Fuentes. Vagales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393
Luis Eduardo Yee. Una Cabra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 401
Presentación

México cuenta con una institución que desde hace veintiocho años
cumple una función esencial en el ámbito cultural y artístico. El
Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (fonca), organismo de-
pendiente de la Secretaría de Cultura ha sido el encargado de pro-
piciar y fomentar el libre ejercicio artístico y la producción de obra
de creadores mexicanos.
Bajo estos conceptos, el Programa Jóvenes Creadores se ha con-
vertido en uno de los pilares para el desarrollo, estímulo e impulso
de artistas entre los dieciocho y treinta y cuatro años de edad. Gra-
cias a esta iniciativa, jóvenes mexicanos han logrado consolidar una
carrera artística a nivel tanto nacional como internacional.
A lo largo del año del apoyo, el Programa realiza cinco encuen-
tros artísticos que ofrecen un espacio de diálogo entre los creado-
res de las diversas disciplinas: Arquitectura, Artes visuales, Artes
aplicadas, Danza, Letras, Letras en lenguas indígenas, Medios au-
diovisuales, Música y Teatro.
Durante estos encuentros, los creadores bajo la orientación de
tutores especializados debaten conceptos como: ideología, per-
cepción, lenguaje, género o identidad para sustentar sus proyectos
y mejorarlos.
Como resultado de los encuentros y del trabajo anual realizado
por los jóvenes creadores, el fonca publica la Antología de letras,
dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas, genera-
ción 2016-2017, primer periodo. La presente obra, reúne una pe-
queña selección literaria de treinta y cinco noveles escritores. Dicha
muestra es una singular fotografía textual tanto de la diversidad

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cultural, como de los matices que definen y componen a cada una
de las regiones de este país.
La razón de la Antología es la presentación de historias que nos
lleven a mundos desconocidos, narraciones que jueguen con ima-
ginarios colectivos, poesía que hable en lenguas originarias de
nuestra tierra, ensayos que reflejen y reflexionen sobre la realidad
de este país, guiones que nos vuelvan cómplices de escenas aún no
realizadas, pero ya vividas.

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CUENTO
Un tapiz de historias

Un tapiz de historias, miradas, estilos, se teje alrededor de la mesa


en cada encuentro en el que los jóvenes cuentistas comparten su
batalla con la página, con la búsqueda de su voz, con la consisten-
cia de un proyecto. Nosotros, también cuentistas, nos sumamos al
asombro por su trabajo, a los pasos, al poder de lo breve y suge-
rente del cuento. Intentamos descubrir los aciertos y desaciertos,
acompañamos y sugerimos lecturas que sirvan de andamiaje a los
otros, a los más jóvenes, a fin de que logren ese cuento memora-
ble, ese cuento carta de presentación, que aunque pertenece a un
proyecto de libro, aquí da cuenta de la contundente forma de res-
pirar la literatura de cada autor.
Me atrevo a decir que lo que ocurre en los encuentros es una
cavilación íntima y compartida, en la que se teje la complicidad a
la que ahora el lector es invitado como un asistente más de esos
momentos de exposición y diálogo, sólo que aquí los autores ha-
blan sólo por sus textos. Lo demás es proceso.
Israel Terrón Holtzeimer ha hecho de Ciudad Juárez una ciu-
dad literaria con su mirada que rebasa el acontecimiento y atiende
la condición de ciudad y habitantes fronterizos. En “La noche más
tranquila” nos muestra cómo la nieve (al igual que en “Los muer-
tos” de Joyce) nos iguala a todos en el dolor y en el despojo. El
es­cenario de este cuento, un hotel de paso, más espacio fantástico
que realista, confirma lo tenue de esa línea cuando de la materia
amo­rosa se trata.
Daniel Mosqueda hace una fina disección del enamoramiento
cuando el personaje se aferra a la tenue memoria del olfato en el

15
cuento “Perfume”, de delicada factura. Pareciera que “El beso” de
Chejov le hablara al oído en aquel intento de atrapar lo efímero.
Dulce Aguirre construye atmósferas; la densidad de sus histo-
rias está en esos entornos enrarecidos. Lo pequeño se magnifica y
la perspectiva se altera como en “Meditaciones de una muñeca”,
donde la impasividad no es más que una dolorosa condición a
merced de otro. En “Herejía” el punto de vista y la voz son los que
intentan acomodar el desconcierto y el fuera de lugar.
Gustavo Franco ha enfocado su proyecto en investigar las rela-
ciones que producen los ámbitos de las economías regionales. Sus
personajes siembran el campo y transitan las carreteras, se ganan
la vida, y mientras producen historias no siempre edificantes, que
muestran la grandeza o miseria que su trabajo les reporta.
Andrea Chapela presenta historias que ofrecen novedad por va-
rios frentes. Con gran imaginación convierte la ciencia ficción en un
muestrario de personajes femeninos que ven sus vidas modificadas
por la invasiva tecnología. Esos avances científicos las hacen con-
frontarse con sus sentimientos y necesidades profundos, intem­po­
rales, que las definen y llevan a descubrirse de nuevo como sujetos
en constante transformación.
Gerardo Lima Molina es un narrador que opta por los relatos
de largo aliento, las atmósferas ominosas y extrañas, y revitaliza con
su propuesta los subgéneros de terror y fantástico. Los seres y presen­
cias cornudos de su libro provienen de distintas tradiciones, biolo-
gías y territorios. Sus historias avanzan con prosa efectiva y buen
pulso narrativo, e invocan miedos que a la vez son antiguos e in-
éditos.
Esta generación de becarios se compone de autores en plena
búsqueda, decididos a fraguar sus visiones de la mano de la tradi-
ción y la modernidad. Se trata de escritores que se afanan en crear
sus propios caminos y en ganar, por vía del trabajo y de la dedica-
ción, la atención de sus lectores. Nosotros, ya desde ahora, lo so-
mos, y auguramos para cada uno una carrera llena de descu­brimientos.

Mónica Lavín y Luis Jorge Boone

16
Israel Terrón Holtzeimer

La noche más tranquila de todas

Gabriela no contaba los días, contaba las lunas, y todo lo que con-
sideraba hermoso, todo estaba muerto. Cada singular detalle en su
corta vida era un intenso recuerdo que la deshojaba como a una
margarita. Estaba deseosa por vivir esas experiencias de amor y
llanto de películas en blanco y negro que suponía la vida adulta.
Ella, a sus diecinueve años, supo que aquella persona, de cuarenta
y dos, no la quería. En una discusión con su madre, hacía un par de
semanas, entendió que todos esos encuentros a escondidas no eran
para enamorarla con una historia prohibida como la de Romeo y
Julieta, eran porque no quería que lo vieran con ella. Cualquier
demostración en público estaba estrictamente penada con malas
caras y desplantes fuera de lugar. Nunca supo por qué. No sabía si
existía alguien más o si sólo le daba vergüenza la diferencia de edad
o su reputación como profesor en una preparatoria privada. Un par
de años atrás la excusa era simple: no podían arriesgarse a un es-
cándalo. Ella imaginaba que una vez graduada y siendo mayor de
edad las cosas cambiarían. Pero, al contrario, la relación se fue
distanciando.
Después de meses sin verlo, sin una explicación que se moles-
tara en decirle, Gabriela le envió un extenso correo con una fecha
y lugar exacto: “Te espero a las ocho en la habitación 204 del Hotel
Río, dame una última oportunidad de entender esto, por favor”,
terminó de escribirle, y aunque él no respondió, guardó las espe-
ranzas de que llegaría.
El hotel se encontraba sobre la avenida Galeana, cercado por
edificios prácticamente abandonados. Un hotel económico, que no

17
CUENTO

recibiría a nadie importante más que a borrachos y enamorados de


bajo presupuesto. En otros tiempos, cuando estrellas como Ernest
Hemingway y Frank Sinatra se paseaban por las calles iluminadas
de la ciudad, o cuando Marilyn Monroe cruzó la frontera para di-
vorciarse de Arthur Miller, el hotel gozaba de buen gusto y clien-
tes distinguidos. Pero esas noches ya no eran más que recortes de
viejos periódicos pegados en la barra, donde los colores amarillen-
tos no destacaban los ojos violáceos de Elizabeth Taylor entrando
al registro civil de Juárez.
En ese viejo hotel habían sido casi todos sus encuentros. El pri­
mero, el que más recuerda, cuando perdió su virginidad; el cuar­to,
cuando experimentó su primer orgasmo, o el séptimo, cuando llegó
molesto y fue demasiado violento. Ella, tan estoica, nunca le re­
clamó nada, ninguna de sus formas o palabras. Incluso desde la
primera vez que lo vio, cuando entró y se presentó como su profe-
sor de literatura, no tuvo ninguna duda.
Fue él quien le enseñó a amar a los muertos; descubrió a Kafka,
a Hesse y a Wilde, conoció a los poetas malditos y al borracho de
Bukowsky, se obsesionó con La Venus de las pieles de Sacher-
Masoch y con Lolita de Nabokov. Cómo no iba a adorarlo después
de leer los poemas y cuentos que él mismo escribía y publicaba en
revistas locales que se encargaba de vender en la escuela, y por los
cuales regalaba un punto extra en los exámenes de su materia.
Y entre todas esas memorias buenas y malas, y de las incipien-
tes plumas de nieve que comenzaron a caer sobre la frontera, Ga-
briela se encontró en la puerta del Hotel Río. Suspiró tratando de
ahuyentar el pesimismo de sus ojos grandes y expresivos, lo único
de su cara que no cubría la bufanda café que llevaba puesta. Em-
pujó la puerta, era la primera vez que ella entraba sola a ese lugar.
Olivia, la señora de recepción, intentó reconocerla, sabía que la
había visto antes. En un primer momento creyó que era prostituta
y sólo veía cómo cada vez empezaban desde más jóvenes. A pesar de
tener diecinueve años, Gabriela aparentaba menos edad por la del­
gadez de su cuepro y las facciones finas de su rostro. Sin embargo,
Olivia aprendió a no juzgar ni cuestionar a nadie. “La vida es una
puta para todos”, pensaba, y resignaba su mirada a los billetes que
recibía, a asignar los mejores cuartos para aquellos clientes que sa-

18
ISRAEL TERRÓN HOLTZEIMER

bía podían pagar por ellos. Era común que Enrique, el portero y
guardia del hotel, los sacara a mitad de la noche cuando descubría
que eran vagos o que se habían gastado toda la quincena en los
bares aledaños.
–Tengo reservación –dijo Gabriela sin quitarse la bufanda de la
boca y dando su nombre.
Olivia buscó en su libreta. Taloneó la fecha hasta que la encontró.
–Sí, aquí estás –se dio vuelta para sujetar la llave. –Habitación
doscientos siete –la soltó algo brusca sobre el mostrador.
–Debe haber un error –dijo Gabriela, sin quitarse la bufanda de
la boca. –Yo reservé la habitación doscientos cuatro.
–Doscientos cuatro, doscientos siete, aquí no importa eso –dijo
Olivia algo tajante.
–Para mí es muy importante que sea la habitación doscientos
cuatro. Ya quedé con alguien de verme ahí.
–Tengo ocupada esa habitación, lindura. No puedo hacer nada.
Gabriela miraba al viejo Enrique que leía el periódico desde la
sala de la recepción. El periódico más barato y amarillista de la ciu­
dad. Dirigió su mirada hacia Olivia de nuevo.
–Es de vida o muerte que me dé esa habitación. Hace una se-
mana hablé y me dijeron que estaba disponible.
–M’hija, en hoteles como estos las reservaciones no cuentan
mucho, y, además, esa habitación se gotea. Parece que el tejado
está roto y no hay forma de...
–¡Necesito la maldita habitación! –interrumpió Gabriela suje-
tando sus manos.
El viejo Enrique, al escucharla, dejó de leer el periódico y se
levantó del sillón. Apenas podía moverse bien. Era diabético y co-
jeaba de una pierna. Había perdido ya dos dedos del pie derecho
por la enfermedad. No obstante, tenía la fuerza suficiente para so-
meterla y sacarla del hotel. Olivia le indicó con la mirada que no
había problema. Al menos por el momento.
–Cuéntame, lindura –Olivia bajó la voz y cambió el tono–,
¿por qué necesitas tanto esa habitación?
Gabriela miró a Enrique. La asustó que se levantara del sillón.
Pero el tono que utilizó Olivia la tranquilizó. Pensó en cómo for-
mular oraciones de una historia que ni siquiera era historia. Las pie­

19
CUENTO

les acartonadas y rebajadas para no sentir nada, aromatizantes y


guantes para recoger la inmundicia. Una triste alfombra roja man­
chada de todas las cosas posibles y portables.
–Fue ahí donde conocí todo de él –Gabriela comentó con melan-
colía, sin quitarse la bufanda de la boca–, iluminado por esa luz
roja de neón que anuncia el hotel desde la ventana. Necesito que él
me vea bajo esa misma luz y me diga que ya no me quiere, que ya no
me desea ni siquiera un poquito, que sus poemas ya no son para
mí...
Mientras Gabriela hablaba, Olivia sintió pena por ella. Se reco-
noció en seguida, cuando era joven y se enamoraba de los muertos
igual. Se apodaba a sí misma La Maga y recorría las calles de la
Mariscal y Juárez con cigarro y copa en mano, cuando cazaba a
sus clientes a las afueras del bar Kentucky, entre más estadouni-
denses mejor, prefería los dólares sobre los pesos. Aunque había
noches tan frías que cualquier billete, sin importar su maqueta-
ción, era bueno. Y terminaba en El Recreo o en el Bar de Eugenio
bebiendo sola. A veces en el pórtico de un local tratando de cubrir-
se del frío con un abrigo corto que mostraba sus piernas tembloro-
sas. También recordó todas esas veces que le hicieron pedazos el
corazón, de cómo lo restauraba y lo incendiaba de nuevo. En ese
momento, que caminaba entre cenizas, la heroína de esos viejos
cuentos sólo observaba cómo los corazones nuevos se precipita-
ban a los mismos abismos lodosos en los que cayó ella, a algunos
agujeros que cavó incluso por sí misma.
–Hermosa –le dijo–, sólo has venido aquí a que te rompan el
corazón.
Gabriela no dijo nada, de cierta forma lo sabía. Ella sólo le exi-
gía un final digno, alguna sentencia gloriosa que cerrara su segun-
da década de vida, algo que pudiera reconocer en alguna canción
o brindar por ello. Olivia sonrió y dirigió su mirada a Enrique.
–Ve a la habitación doscientos cuatro y cambia al tipo a la dos­
cientos siete –le ordenó.
–Pero... ¿no se va a molestar? –preguntó Enrique.
–Entró tan ebrio que ni lo va a recordar mañana que despierte.
Enrique sólo hizo una mueca de indiferencia y caminó lenta-
mente a las escaleras. Olivia le señaló a Gabriela que lo siguiera.

20
ISRAEL TERRÓN HOLTZEIMER

Enrique caminaba lento, debía sostenerse de la pared. Llegó a la ha­


bitación y tocó algunas veces. Nadie respondió, así que abrió la
puer­ta con su llave maestra. Prendió la luz y ahí encontró a un tipo
roncando en la cama. Ni siquiera había tirado de la cobija. Enrique
lo sujetó para sacarlo de ahí.
–¿A dónde me lleva? –preguntó el tipo con las palabras enre-
dadas por el alcohol.
–A otra habitación, caballero.
–¿Por qué o qué? ¿No sabe quién soy?
–Ya nos dijiste que eres fotógrafo –respondió Enrique con fas-
tidio.
–Soy muy famoso, mis fotografías han salido en la portada de
El Norte.
–Ese periódico llega gratis a mi casa y ni así lo leo.
Terminó por meter al tipo en la habitación 207. Sólo se escu-
chó un golpe seco, no alcanzó la cama antes de caer dormido sobre
la alfombra sucia y gastada. Enrique cerró la puerta y le entregó las
llaves de la habitación a Gabriela.
–Toda suya, señorita –le dijo con pleitesía.
–Gracias –Gabriela respondió tímida ante lo absurdo del suce-
so. Alcanzó a ver un sombrero sobre el viejo televisor –Oiga, creo
que este sombrero es del tipo ése, el fotógrafo.
–A ver –Enrique sujetó el sombrero y se lo puso –creo que me
queda muy bien.
Caminó de vuelta a las escaleras con el sombrero puesto. Gabrie-
la, desconcertada, cerró la puerta y suspiró con la espalda recargada
en ella. Reconoció la obscuridad rojiza por el neón que ilu­minaba la
habitación desde la ventana, los marcos de protección que partían
la luz en líneas horizontales y el sonido de las sirenas que constante-
mente patrullaban la zona de tolerancia. Per­cibió el olor a humo de
cigarro, perfume barato y desesperación existencial que había deja-
do el fotógrafo tras de sí. Con la mano estiró la cobija para alisar
la parte de la cama en la que estaba acostado. No había mucho qué
hacer. El cuarto era tan deprimente, justo como la primera vez.
Se asomó por la ventana y vio cómo la nieve comenzaba a ex-
tenderse. Maldijo, en la ciudad casi no nevaba, de una a dos veces
por año, apenas unas cuantas horas, y ese día tenía que hacerlo. Sen­

21
CUENTO

tía miedo de que él no apareciera y pusiera como excusa lo peli-


groso que era manejar con las calles congeladas. Alguna vez, le
contó, había derrapado su camioneta en una nevada, impactó la ace­
ra y reventó su neumático. Desde entonces no había vuelto a ma-
nejar bajo tormentas de nieve o en condiciones de mucha lluvia.
La habitación era fría. El calefactor viejo de barras eléctricas
no funcionaba desde hacía veinte años, por lo que no se quitó su
abri­go, sólo desenredó la bufanda de su cara y se sentó en la cama.
Pensó que no era tan buena idea que llegara. Se derrumbó con sus
brazos extendidos. Miraba el techo rugoso, muy deteriorado ya.
Ante el abrumador silencio su respiración se volvió homogénea,
un chiflido agudo por tener la nariz algo congestionada. La tempo-
rada de invierno le producía un terrible malestar. Se sentía enfer-
ma de noviembre a febrero.
Si su madre supiera que se encontraba sola en un hotel de mala
muerte la mataría antes que cualquier delincuente. No sería la pri-
mera vez, a los quince años la mató cuando la corrió de casa y tuvo
que vivir con una tía por seis meses, o cada que discutían y siem-
pre daba la razón al machista de su hermano. Esas bofetadas se-
guidas por un silencio atroz y miradas asesinas. Ahora que Ga­briela
estaba en la universidad, era su orgullo, la única de la familia que
realmente haría algo de su vida.
Ella se sentía presa de todo: de su casa, de la escuela, del traba-
jo en un restaurante de comida rápida. Entonces descubrió la lite-
ratura y el amor en una sola persona. Le encantaba su panza que
cubría con ropa escogida cuidadosamente para verse más delgado,
su sonrisa de dientes chuecos y colmillos afilados, su cabello des-
peinado para verse más joven y pintado de castaño para cubrir las
canas. Gabriela no entendía esa batalla encarnizada que tenía con-
tra la vejez, cuando su mayor atractivo siempre fue la totalidad de
su pensamiento, lo vasto de su cultura y puntual razonamiento. Se
perdería horas escuchándolo hablar de escritores clásicos y criti-
cando las nuevas corrientes, ver su pasión por las pinturas barrocas
y enojarse por el arte moderno que aberraba con el alma. Nun­ca ol­
vidaría esas clases cuando dijo que la cumbre de la literatura uni-
versal sucedió con el parricidio de Los hermanos Karamasov, o
cuando se quedó sin aire por leer fielmente el monólogo final de

22
ISRAEL TERRÓN HOLTZEIMER

Molly Bloom, y todos se rieron sin entender el ejercicio que trataba


de explicar hablando desde el inconsciente.
Fue su escape, llevaba dos años siendo su escape, y se ponía
triste de pensar que los mejores días ya habían pasado. Se estaban
alejando como mariposas desorientadas por los polos magnéticos.
Ella siempre creyó que los años superiores estaban por venir, sin
embargo, sus vidas se separaban estrepitosamente y parecía no ha-
ber fuerza alguna que lo devolviera a sus brazos, para aprisionarlo
contra su pecho, para que durmiera como niño. Sintió una lágrima
recorrer su mejilla. No cualquier lágrima, una lágrima generosa,
que dejaba cauces de hielo en su piel tersa. Algo más se escuchó
que la falla de luz del letrero de gas neón del viejo letrero del hotel.
Era una gota que escurría por el tejado roto. Las nieve no alcanza-
ba a acumularse y se convertía en agua estancada que se filtraba por
el techo. Se dio la vuelta en la cama y abrazó sus piernas. De algu-
na for­ma quería que el tiempo pasara y darse cuenta que él jamás
iría. Se excusaría con cualquier argumento estúpido como siempre.
Esa vez que dijo que estaba en casa de su mamá y no quería dejar-
la sola, o cuando dijo que habían llegado sus sobrinos por sorpre­sa
y tuvo que llevarlos al cine; siempre que el carro no le arrancaba,
cuando la inspiración lo tocaba y no quería dejar de escribir, o cuan-
do decía que estaba desvelado por el trabajo o que era la temporada
de entrega de calificaciones.
Se preguntaba cuántas cosas había hecho por ella. Una vez le
prestó El Aleph de Borges y quisquillosamente se lo reclamó de
vuelta. Nunca se acordaba de su cumpleaños o siquiera de com-
prarle algo mientras que ella se desvivía por ser detallista. No que-
ría pensar en lo frío que era, en su mirada apagada cuando la veía
acostada a su lado y parecía ver a un fantasma. Era pensar que la
evitaba incluso en los momentos más íntimos.
Trató de no llorar más. Quiso dejar de pensar y prendió el tele-
visor. Las noticias alertaban de la tormenta de nieve que se apro-
ximaba a la frontera. Sería la peor en treinta años, y pedían tomar
precauciones y no salir de casa de no ser necesario. Gabriela pensó
que tal vez no era tan buena idea aferrarse a un último encuentro.
Debería estar en su cama disfrutando del frío con una enorme taza
de chocolate y leyendo el último libro de Milan Kundera.

23
CUENTO

–Así que, por favor, tome sus precauciones, ya que todo indica
que la tormenta irá empeorando en el transcurso de la noche –dijo
la presentadora del clima.
–Vaya tontería –dijo Gabriela apagando el televisor.
Se levantó de la cama y se asomó por la ventana. La tormenta
se intensificaba. Con la luz del letrero del hotel veía cómo las plu-
mas de nieve se habían vuelto agresivas contra la ventana de la
habitación. El horizonte se perdía en los remolinos de invierno.
Sin esperanza recargó su cara contra el marco de la ventana. Sabía
que jamás llegaría con el temporal así. La situación comenzaba a
avergonzarla y le preocupaba cómo volver a casa.
Suspiró y su aliento empañó el cristal de la ventana. Escribió la
palabra amor sobre éste y, mientras miraba a través de los dedos,
la ciudad resplandecía en blanco y negro, como en esas películas
de la edad de oro que reflejaban opacamente las luces de la metró-
poli. Y entonces, ahí, debajo de un viejo farol que muy apenas si
iluminaba, se encontraba él, esperando para cruzar la avenida en
medio de la tormenta. Su corazón se volcó como si su pecho fuera
un manicomio. Giró su mirada hacia el interior de la habitación y
la vio restaurada como en los mejores tiempos. Las sábanas impe-
cablemente blancas de la cama, la reciente alfombra del piso y las
luminarias de la mesa. Sin entender mucho lo que sucedía miró
por la ventana de nuevo y él ya cruzaba la calle. Contuvo la respi-
ración y se puso a pensar en la primera palabra que diría, en la
primera pose que vería al abrir la puerta. Se quedó de pie, casi sin
moverse, enfrente de la ventana...

–Buenas noches –dijo un caballero en recepción limpiando su ga-


bardina de la nieve, quedó un poco sobre los hombros. –Voy a en-
contrarme con una dama en la habitación doscientos cuatro.
Enrique bajó el periódico que leía cuando escuchó el número
de la habitación. Fue el mismo ruido del papel que hizo que vol-
teara. Se extrañó por la mirada clavada de Enrique.
–Bonito sombrero –dijo el caballero tratando de responder el
contacto visual.
–Gracias, fue un obsequio –dijo Enrique haciendo una cortesía
con su cabeza.

24
ISRAEL TERRÓN HOLTZEIMER

–Adelante, lo esperan –dijo Olivia. –Segundo piso a la izquier-


da. Supongo que ya conoce el camino.
–Sí, he estado aquí antes, con su permiso –el caballero comen-
zó a caminar a las escaleras.
–Señor –llamó Olivia. –Sea amable, ¿de acuerdo?
El caballero, desconcertado, dio la media vuelta y un apenas
visible sí con la mirada. Continuó su caminar mientras la caída de
su gabardina revoloteaba por toda la estancia. Enrique y Olivia se
miraron resignados, imaginando la hecatombe que sucedería en
esa vieja y glamurosa habitación de los años cincuenta.
–Por qué no vas preparando el recogedor –dijo irónicamente
Olivia. –Por la mañana tendrás que limpiar los pedazos de un jo-
ven corazón.
–Los corazones no se rompen –dijo Enrique retomando la lec-
tura del periódico. –Sólo se apagan y ya.
–¿Piensas que somos un interruptor y nada más?
–Y algunos traemos falso contacto.
–No todos somos como tú, viejo lobo –Olivia le recriminó con
autoridad. –Caminando las calles de esta frontera descubrí dolores
que nadie jamás sintió. Sobre todo cuando llueve y hace un frío de
los mil demonios.
–Querida Olivia, cualquiera que te escuchara pensaría que vi-
vimos en un infierno. Te quiero mucho, pero no acepto eso. Juárez
es más bonito en mis recuerdos que en los tuyos.
Olivia sonrió casi como un suspiro. Por las ventanillas de la
puerta veía la nieve acumulándose cada vez más. Miró a Enrique
que seguía inmerso en su periódico barato sin muchas ganas de
continuar la discusión.
–Tienes razón, viejo lobo –dijo casi para sí misma. –Esta ciu-
dad tiene algunos vicios encantadores...

Cuando tocaron a la puerta Gabriela respondió con un casi inaudi-


ble “pase”. Quería escucharse como una diva que esperaba cientos
de visitas y que él era uno más. La puerta se abrió y dejó entrar un
rectángulo perpendicular de luz del pasillo a la obscura habita-
ción. La silueta de su cuerpo se reflejaba en su alma tibia, pese a la
terrible nevada. Ella quiso decir algo, pero se quedó muda. La pa-

25
CUENTO

labra que se asomaba sólo fue un respiro por su boca. El caballero


dio un paso adentro del cuarto a media luz, sin la intención de in-
tegrarse por completo, parado a un lado del perchero, ni siquiera
tuvo la decencia de despojarse de su gabardina.
–Disculpa, querida Gabriela. La tormenta allá afuera es invero-
símil. Quise llegar antes.
–Descuida. Entiendo. Siempre entiendo –dijo ella abriendo
más sus grandes ojos. Una corona mortecina los hizo brillar como
gato.
–Hubiera querido hacer esto con una carta. Tú sabes que lo mío
es escribir y no hablar. A veces tartamudeo y pienso las cosas de-
masiado tarde. Pero sé que no verte sería una grosería de mi parte.
Y no quiero ser grosero, no contigo, y preparé esto, un discurso,
espero lo entiendas.
De su gabardina sacó una hoja de cuaderno doblada varias ve-
ces para caber en su bolsillo. –Es una tontería, la escribí hace un
par de horas mientras trataba de comer algo en la cafetería de Saúl.
–Sigues yendo a esa vieja cafetería –dijo ella con una ligera son-
risa en el rostro. Lo recordaba sentado a través de la ventana con
esas letras pintadas sobre el cristal en la vieja avenida del Ferrocarril.
–Sí, creo que sí, es un lugar tranquilo todavía, y sin duda tiene
el mejor desayuno americano del centro de la ciudad. Aunque el
café no es tan bueno.
–¿Todavía le echas whisky a tu café? –preguntó ella descu-
briendo su secreto. Bebía café con un poco de alcohol antes de
impartir la mayoría de sus clases.
–Sólo ebrio puedo tolerar a tantos adolescentes –respondió ex-
cusándose.
–¿Todavía te duele la espalda por las noches? Espero que ha-
yas ido con un especialista.
–Sí, no, no he ido... ¿por qué hablas como si no nos hubiéra-
mos visto hace años? Sólo han sido un par de meses, Gabriela,
sólo un par de meses.
–Lo siento.
–No tienes que sentirlo tampoco. Sólo que... sólo que a veces
me siento insignificante contigo, con tus expectativas. Eres como
las pisadas de un gigante y yo... y yo como un insecto.

26
ISRAEL TERRÓN HOLTZEIMER

–Juan Joel, no digas eso, yo...


–Gabriela, el amor no es así, la vida no es una película en blan-
co y negro, ni las páginas de un libro. Sólo soy un profesor de lite-
ratura frustrado y alcohólico, yo... yo no sé cómo pedirte disculpas
por comenzar esto y, sobre todo, por no detenerlo –el sonido de su
voz se fue desvaneciendo.
Se quedaron un tiempo en silencio. El caballero ni siquiera re-
paró en la habitación que lucía en blanco y negro y resplandecía
diferente al resto del hotel, como si viniera de otra época.
–Amor –Gabriela rompió el silencio–, yo nunca te he pedido
nada...
–Quiero ser enorme –la interrumpió–, quiero ser inteligente,
quiero darte la respuesta más romántica del mundo.
–Yo nunca...
–Tú no mereces que nadie te haga daño –terminó casi como
súplica. –Tú eres tan tierna conmigo... eres tan tierna con todos.
La hoja desdoblada cayó lentamente a la alfombra. El caballe-
ro metió las manos en su gabardina y dio la media vuelta. Sus pa-
sos alejándose por el pasillo fue lo último que escuchó de él jamás.
Y ella, con toda la elegancia de una diva bañada en fragancias
francesas, se acercó con cadencia y se inclinó para levantar el pa-
pel del suelo. Prendió la lámpara que estaba junto a la cama y co-
menzó a leer la carta. Conforme las oraciones se precipitaron en
sus ojos se derrumbó como una artista del melodrama.
Línea tras línea le contó su infancia, la terrible relación con su
padre, el arquitecto que no lo reconocía por estudiar filosofía. Le
escribió sobre su adicción al alcohol, que ya era insostenible, y
que pensaba buscar ayuda; sobre las pesadillas que lo inundaban
por la madrugada, sobre cómo su vida se tornó en una terrible mo-
notonía y sentía ahogarse, que flotaba en busca de una válvula de
escape oxidada e imposible de girar. Y entonces despertaba baña-
do en sudor y necesitaba beber más. Que terminaba toda relación
con ella para salvarla y no arrastrarla a ese torbellino de tristeza e
impotencia.
Fueron las palabras más baratas que pudo leer del puño de un
hombre que amaba tanto. Sintió un fuerte dolor en el pecho y con
la almohada apagó sus gritos ensordecedores. No quería que nadie

27
CUENTO

la viera. Quería poder transportarse a su habitación como acto de


magia y no ver la cara de nadie. Fantaseó y se destruyó hasta que
cayó dormida sin darse cuenta.
Las gotas que provenían del tejado roto cada vez eran más rui-
dosas. Abrió los ojos y entendió que la habitación ya no era en
blanco y negro, y que la alfombra olía a humedad terriblemente. Se
incorporó algo aturdida. Tenía que llegar a casa. Así que trató de
restaurarse desde la base de sus huesos y fingir que la hecatombe
no había sucedido en su corazón, pero, sobre todo, en su rostro. El
dolor en el pecho le seguía erosionando el alma y no soportaba la
idea de ver a la señora de recepción y al viejo del periódico al salir
del hotel. Pensaba en la vergüenza de sortearlos de nuevo y enfren-
tarse a sus miradas de lástima. O ver a tanta gente en ese último
autobús de la noche que, sin saber nada en lo absoluto, la juzgarían
por andar sola a tan altas horas. O caminar calle abajo desde la pa-
rada del transporte con el miedo de ser asaltada por los malvivien-
tes de su colonia. Tantos pensamientos comenzaron a asfixiarla.
Desesperada por la situación, abrió la ventana para respirar
mejor, no le importó el frío. Incrédula, con los ojos desbordados,
miró la calle cubierta por completo de blanco. La ciudad se encon-
traba sepultada por la nieve. Ésta llegaba casi hasta el segundo
piso del hotel, la ventana donde se encontraba Gabriela. Se pre-
guntó cuánto tiempo había dormido para que se acumulara de esa
manera. Entonces una idea estúpida cruzó su cabeza. Puso un pie
en el marco. Se sentó con las piernas colgando al vacío. La distan-
cia era muy poca. Miró la pobre luz del alumbrado público y cerró
los ojos. Se dejó caer desde la ventana sin pensarlo siquiera. Pisó
la nieve y era tan suave como el algodón de azúcar. El letrero de
neón había dejado de funcionar y ella comenzó a reír. No lo enten-
día del todo. La ciudad se encontraba solitaria. Ni siquiera los ga-
tos deambulaban por los tejados resbalosos. Tampoco se escu­cha­ban
perros aullando o patrullas haciendo su ronda con esas cegadoras
luces rojas y azules. Las plumas caían finamente atravesando los
halos que se formaban en el borde y las capturaba con las manos.
Nunca había visto nevar tanto, nunca había visto una ciudad tan
bonita. Se sentía como en un cuento de Charles Dickens, uno me-
morable y de pasos firmes.

28
ISRAEL TERRÓN HOLTZEIMER

Anudó su bufanda y caminó por las intrincadas calles del cen-


tro. Cruzó el puente de la Sanders que lucía imponente con esas
columnas de acero, cual si fueran de hielo puro, en la fantasía de
una joven dama protegida por los escritores muertos que leía. Sus
huellas, tan elegantes y serenas, registraron su historia aquella ma-
drugada del 27 de diciembre en Ciudad Juárez, cuando pudo cami-
nar a casa sin que nadie le hiciera daño, sin que nadie viera sus
ojos grandes y deslucidos. Pensó que después de todo, de no ha-
berse despedido como hubiese querido, y de los copos de nieve
adheridos a su abrigo, su corazón de hilo fino había terminado con
saldo blanco la noche más tranquila de todas.

29
Daniel Mosqueda

Perfume

Prólogo

La fragancia de su cuerpo parece flotar en el aire, aunque ella nun-


ca ha estado aquí. Siempre me ha intrigado la forma en que dife-
rentes partículas se pueden unir para formar un aroma particular.
Al final todo se reduce a un número limitado de moléculas que, en
combinaciones diferentes, pueden dar lugar a un número infinito
de aromas, un gran número de recuerdos pertenecientes a momen-
tos, figuras específicas. Cada persona lleva consigo un perfume
particular y el reencuentro con éste nos lleva a un momento aso-
ciado. Incluso cuando se usa la misma fragancia, en igual canti-
dad, el dulzor, la acidez, la amargura de su sudor, las notas del
tabaco, el café, el alcohol, el ácido úrico, pueden hacer que se
distinga una de otra. Hoy su fragancia parece invadir la habita-
ción, o al menos la parte en la que he decidido sentarme a catar
café. Ella nunca ha estado aquí, pero los elementos exactos para
producir su fragancia ya existían, era cuestión de saber que aquella
combinación era posible, de aislarlos de los objetos a los que per-
tenecen y combinarlos en la memoria, en el recuerdo.

Cero

Sus labios suaves, el aliento afrutado. Podría decir que es el mejor


beso de mi vida, quizá solo comparado con los de las noches en
que abandonas la ciudad. Su dedo recorre mi tatuaje, los momen-

30
DANIEL MOSQUEDA

tos en que nos miramos sin decir nada y sólo podemos sonreír.
Logramos aislarnos en un carnaval con miles de visitantes, en la
terraza de un bar, dos sillas de madera, un par de tarros de cerveza,
los pies sobre la cornisa y nuestra vista en las palmeras mecidas
por el viento, en el río de personas que corre por debajo, frente al
casino. El momento en que mi dedo roza por accidente su pierna,
en que mis dedos recorren su cabello para besarle la mejilla, el
primer beso, el más largo, el último; su tímida mordida sobre mi
labio inferior, mi sonrisa incrédula como respuesta, sensaciones
que duran fracciones de segundo y que en el momento y en el re-
cuerdo parecerán eternas.
La abrazo, pregunto si puedo hacerlo y la abrazo cuando se
despide, cuando parece que algo se ha roto y es el último momen-
to en que nos veremos. La abrazo y siento que no me quiere soltar,
tampoco quiero hacerlo. Nos fundimos en el otro, intento despe-
garme, buscar sus labios, pero ella se aprieta a mí, me ofrece la
mejilla, inclina el rostro. No podemos despedirnos, no en aquel
momento, ella lo entiende y reclina su cabeza sobre mi regazo.
Hablamos, enredo su cabello, que ella nombraba corto y yo largo,
entre mis dedos y lo coloco detrás de su oído como he escuchado
tantas veces en canciones, como he visto hacen en las películas
tras el close-up. Le beso la mejilla. Sentada nuevamente, busco
sus labios, mi frente contra su frente, nuestras miradas fijas en los
ojos del otro, su rostro que se esconde. Le acaricio la mejilla y
busco sus ojos, me acerco a sus labios, no hay resistencia, siento el
aire caliente escapar de su nariz, el aroma que dejó la cerveza en
su boca, me acerco, no hay rechazo, siento lo acolchado de sus
labios, la beso, me besa, llora y nos seguimos besando hasta el
amanecer.

Uno

Las partículas que forman su aroma la traen a mi mente, me hacen


cuestionarme si debo escribirle, si debo hablarle, si debo esperar a
que ella lo haga. Una semana. Recuerdo entrar por la madrugada
a mi casa, el contraste de aires resaltó el aroma que ella había de-

31
CUENTO

jado sobre mi camisa en la parte del pecho donde reposó su cabe-


za. Busco la camisa y la llevo a mi rostro, el cuarto se inunda de
ella, su piel blanca, sus ojos claros, su cabello castaño, el lunar
sobre su pie, su risa, la trenza en la que se acomodó el cabello. Es
ya medio día cuando despierto y temo salir, ensuciar su recuerdo.
Me recuesto e intento regresar una y otra vez a ese momento, al
día anterior, y pienso si debo esperar, si valdrá la pena hacerlo.
Una semana, al menos es tiempo concreto. Bajo y pongo algo de
café de pluma, el aroma me lleva a los días en Oaxaca, a un viejo
amor. Intento no dejar que entre en mi nariz, en mi mente, bebo sin
respirar. Por un momento olvido a qué olía ella, flores, frutas, un
toque ácido, ¿cómo describirlo? Me falta olfato, me falta lenguaje,
me falta memoria. Tampoco puedo recordar el sonido de su voz.
Un tono un tanto mimado, un timbre casi grave, ritmo pausado, la
erre marcada como un extranjero que aprende el español, pero la su­
ma de todo ello no reproduce nada en mi mente. Son apenas cuatro
ocasiones en las que nos hemos visto desde el reencuentro, cinco,
seis, durante toda la vida. Hacía poco apenas podía recordar su
rostro, su cuerpo, su cabello, y debía recurrir a las fotografías que
no parecían coincidir con su imagen en mi mente. ¿Qué recuerdo
ahora de ella? Un poco de su voz, algo de su imagen, el aroma que
no puedo definir y los momentos, sobre todo aquellos momentos
de la noche anterior que se amplifican en tiempo e intensidad en
mi mente. Su blusa azul casi formal, el short de mezclilla clara, los
zapatos negros de piso, la trenza en forma de diadema sobre el ca-
bello, el delineador negro, los labios rosas, el lunar sobre el pie.
No tiene tatuajes o cicatrices, no recuerdo pulseras o brazaletes.
Sus labios sobre los míos.

Dos

He comprado por anticipado boletos para toda la temporada de


teatro. Ahora temo salir de la casa y erosionar el recuerdo, pero el
gasto ya se hizo. Deberé hacer el mismo recorrido que hace dos
días hice para verla. Recordaré verla formada en la fila esperándo-
me a llegar. Sus piernas juntas, un brazo sobre su torso y el codo

32
DANIEL MOSQUEDA

del otro apoyado en éste, moviendo la mano de un lado a otro a


modo de saludo y llamado de atención. Siento volver a llegar tar-
de. La plática que comienza con dificultad, en mi mente tengo la
promesa de confesarle que me siento atraído por ella y ésta no me
abandonará hasta el final de la noche. Entramos al teatro, quere-
mos un palco pero nos lo impiden las acomodadoras. Debemos
aguardar a que se llene la planta baja, no debieron vender todos los
boletos. Esperamos junto a la baranda de madera a que se descui-
den y subimos a ocupar el palco prometido. ¿Qué sentiré hoy al
ver de frente al teatro? Al estar formado en la fila, sentado junto a
alguien más. ¿Recordaré nuestra conversación? ¿Su aroma seguirá
en el lugar? Buscaré el mismo palco, el mismo lugar en donde un
pilar cortaba mi visión del escenario en el tercio derecho. Buscaré
su aroma en la butaca, sus palabras en el eco, su recuerdo en mi
mente. Cerraré los ojos y no podré ver la obra, no pondré atención,
dejaré que mi mente divague, que se pierda en un recuerdo casi
inexistente, que construya a partir de lo que fue con lo que hubiera
querido que fuera, con lo que quiero que sea. La buscaré en mi
cabeza, la buscaré entre la gente como busco su mensaje sin que
pase la semana acordada.
Al llegar al teatro el aroma de las flores del jardín y el perfume
de las mujeres son traídos hacia mí por el viento, en forma de su
recuerdo. Lo recibo ensanchando el torso, aspirando la mayor can-
tidad posible porque sé que en cualquier momento desaparecerá.
La fila es más corta que aquel día y debo dejar pasar gente para
quedar en el mismo lugar. Desde ahí, tengo la esperanza de que
llegue, de que me busque. El perfume regresa periódicamente, al-
guien debe usar la misma fragancia, alguien debe parecerse a ella.
Miro a las mujeres con short, con blusa similar, con los mismos co­
lores, la busco a ella, la espero. Comenzamos a entrar y la esperan-
za desaparece con las luces del teatro. Después todo es evocación.
Saliendo del teatro intentaré recorrer nuestra ruta, el andador
con la instalación de aves recortando la noche, el puesto de libros
en ediciones malas, el jardín, y la discusión sobre a qué bar llegar.
Después subiré a la terraza, pondré una silla mirando al casino y
recordaré sus palabras que intentaban recrear una película, que me
decían cómo sería más perfecto arquitectónicamente el panorama,

33
CUENTO

cómo hacer que aquel momento se pareciera más a estar recosta-


dos en la playa mirando el horizonte. Nada, no pondría nada, de-
jaría que todo se perdiera en el vacío. Yo tampoco pondría nada,
ni a nadie, nos dejaría a nosotros solos, como parecía ser aquella
noche, sentados, de pie, mirándonos de frente, acercándonos, bus-
cando excusas para tener contacto físico, la conversación que se
vuelve cada vez más íntima, los secretos familiares, los fantasmas,
los fracasos. Tienes ojos tristes, le digo ¿Te lo habían dicho antes?
¿Cómo son esos ojos? me habían dicho que los tenía de sueño.
Sonrío, sonríe, nos miramos un momento y regresamos la vista al
casino, al río de gente que corre por debajo, a las palmeras meci-
das por el viento; cierro mis párpados y evito verla, quiero evocar
los ojos sin mirar los suyos. Los imagino claros, sé que ella me
mira, y con un brillo especial, como si tuvieran una lágrima atra-
pada, el párpado superior un poco caído. Abro los ojos, la miro,
sonreímos. Son lindos ojos. Gracias, los tuyos también son lindos.
Mis ojos parecen inocentes, tienen ese brillo infantil pese a ser
negros y oscuros. Son una trampa.
El camino de regreso será más complicado de recordar. La cer-
veza de varios días se acumula en mi cuerpo, en mi sangre, ahora
basta sólo un poco, algunos tragos, para que mi memoria no pueda
registrar por completo los eventos. Me valgo de fotografías, de no-
tas, para intentar reconstruir todo al día siguiente, pero al final siem-
pre termino con lagunas, agujeros, fantasmas. Salimos del bar y nos
dirigimos al lugar donde vendían comida frita de Michoacán que
ella rechazó. Después la calle de siempre, la del conservatorio, la
de los sueños abandonados en la adolescencia, el aroma a cantera
y libros viejos. Cualquier otra cosa de comer, burros de hielera, la
comida que aprendí a amar cuando salí de la ciudad. Luego la con-
fusión, los recuerdos difusos, el camino es largo, el auto frente a
un castillo que nadie cree posible exista en la ciudad, las calles
oscuras, serpenteo la ruta hacia su casa que no puedo recordar,
pero que recorro con toda la seguridad que da la falta de concien-
cia. Ahí los recuerdos vuelven, se alargan. Puedes entrar por esa
calle, es dirección contraria pero ahorras camino. Prefiero el ca-
mino largo, prefiero alargar el momento, retrasar la promesa con la
que inicié la noche. Me estaciono y le pido que no se vaya, debo

34
DANIEL MOSQUEDA

decirle algo pero no puedo, le pregunto cómo está por octava vez
en el día, le digo que esta vez me refiero al alcohol, menos ebria
ella, menos ebrio yo, ¿menos ebrios que cuándo? Por fin me deci-
do, miro al frente, balbuceo, rodeo, me pregunto si entenderá mis
palabras arrastradas. No entiende, no las palabras sino la confe-
sión, es muy pronto, no lo esperaba, ¿de verdad?, me sorprendo
yo a mi vez. Me pide una semana para aclarar su mente, para saber
si iniciar o no una relación, para darme una respuesta. Yo no re-
cuerdo haber pedido algo más, en realidad sólo era una declara-
ción de mis intenciones, lo que no suelo hacer, pero que hago por
la importancia que ella tiene para mí, por su piel de malvavisco,
por la nostalgia en sus ojos, por sus zapatos gastados de ir a cenas para
uno, por las postales que guarda esperando destinatario, por la exi-
gencia consigo misma, con su educación de escuela pública, por-
que no es una chica de las que van y vienen, que se pierde en el
pa­sado o se funde en el recuerdo con otras, porque creo estar ena-
morado, ¿de qué? Ella pregunta algo parecido ¿por qué? ¿Por qué
te gusto? Todo es demasiado rápido. Por qué, vuelvo a mi pregun-
ta, ¿por qué ella no es como las demás? ¿Por qué creo estar ena-
morado? No lo sé, respondo, en realidad sí lo sé, pero no lo he
pensado, tampoco el cómo debo decirlo, quizá todo esté en mi men-
te. No quiero asustarla, pero necesito convencerla de que lo que
digo es real, la primera vez que te vi me gustaste, en el reencuentro
quería besarte, no me pasa últimamente, he salido con mujeres
guapas, interesantes, error, pero no he sentido nada últimamente,
no siento atracción, no siento deseo. Me haces sentir bien, me ha-
ces sentir que quiero estar contigo, confortado, querido, cómodo.
Me gustas, creo, por tu escencia y no tu currículum o físico. Es
química.

Tres

Mi rincón de trabajo ahora huele a humo, a cerveza, elementos


presentes cada noche en mi vida, que esta vez no son opacados por
el aroma de ella. Temeroso busco la camisa, huelo el pecho, aún
conserva su perfume, ahora menos intenso. La dobló con cuidado

35
CUENTO

manteniendo como eje la zona en donde su perfume se ha impreg-


nado con mayor fuerza, la empaco. Intento mantener vivo el ma-
yor tiempo posible el recuerdo. Después vuelvo a mi rincón de
tra­bajo, abro la ventana y espero que el viento se lleve el aroma a
humo, el agua el regusto a cerveza y me dispongo a trabajar, a pro-
bar cada nueva mezcla, cada nuevo tostado para que los cafés del
día tengan el aroma, sabor, cuerpo y acidez justa.
El mismo lugar, diferentes fragancias, diferentes tiempos, dife-
rentes recuerdos, un perfume que se desvanece. Estoy en un foro
escuchando un grupo de jazz formado por amigos recientes. La
música que va y viene, escalas que suben, escalas que bajan, frases
que se detienen sobre sí mismas, se repiten, aumentan en volumen,
en frecuencia, disminuyen en precisión, revientan. El tema en las
canciones de jazz suele ser mínimo, el resto es improvisación, im-
provisación que no es el solo de blues en el que un instrumento se
deja llevar, sino son todos los instrumentos al mismo tiempo, mien-
tras uno intenta mantener el orden, la coherencia. Tan poca estruc-
tura en el jazz que al final es poco lo que queda en el recuerdo.
Temo que ella, que su perfume, se conviertan en eso, en una vaga
esencia, en una ligera idea del recuerdo, que en mi mente no quede
mucha noción de aquella noche, de un nosotros que apenas nació
para morir, si es que existió. Escalas que suben escalas que bajan.
Los momentos de silencio entre las conversaciones, el tiempo de-
tenido en las miradas, el ritmo que aumenta en las conversaciones,
el beso corto que se vuelve eterno, el apasionado que apenas se re-
cuerda. Tres compases para recordarnos, tres compases para recor-
darla y la memoria ha olvidado anotar la velocidad, la intención,
las expresiones de aquellas notas garabateadas a lápiz sobre un pen-
tagrama que no pasa de la página.

Cuatro

El encuentro indeseado, inevitable en una ciudad tan pequeña, la


persona de la que he huído por traicionar mi confianza una, dos,
tres, cuatro veces, aquella que siembra injurias sobre mí, a la que
terminaré contándole todo por mi necesidad de hablar, de expresar

36
DANIEL MOSQUEDA

las ideas que han dado vueltas en mi mente mientras espero. Dice
sentirse mal físicamente y me detengo en la palabra, físicamente.
No me importa lo que tenga que decir, todo es predecible. Yo tam-
bién me siento mal, químicamente pienso. Las moléculas que se
niegan a permanecer en la camisa, los neurotransmisores que no
forman los puentes adecuados para generar el recuerdo, el aroma,
el sabor, el cuerpo del café, el sistema límbico, la dopamina y la
serotonina tan de moda para hablar sobre amor o depresión, sobre
amor y depresión. Intento no decir nada. Jamás sé reconocer lo
que siente alguien por mí, alguien importante para mí. La taza de
café que se enfría, el sabor cada vez más amargo, el asiento, la
película oleosa que lo cubre, no importará más con qué ni cómo se
fue preparado en unos minutos. No importará más lo que haya pa-
sado, la pasión con la que has amado a alguien cuando no perma-
neces en su memoria, cuando tu recuerdo de esa persona es un
boceto en carboncillo expuesto diariamente al sol, cuando el aro-
ma se contamina con todos los volátiles en el ambiente, cuando al
visitar una y otra vez el mismo lugar vas grabando recuerdos sobre
el recuerdo, cuando las personas se entierran bajo otras personas.
Con el tiempo suficiente cualquier café tiene el mismo sabor.

Cinco

El día de hoy he decidido sentarme en la mesa de la terraza y repa-


sar los cafés. Tras eso escribo sin tener mucho que decir. Miro mi
letra y pienso, no lo suficientemente bella. Ella dijo ser obsesiva
con la letra, una de esas frases que se quedan en tu mente porque
sabes que es en lo que fallas lo que busca la otra persona. Mi letra
es mala, así que pregunté a qué se refería con eso. Le gusta la le­tra de
mujer, la letra ordenada, simétrica, limpia, redonda, de buen tama-
ño, que respeta márgenes. En su defecto, la cursiva le parece inte-
resante. Me faltan un par de letras mayúsculas por aprender, la
“H”, la “I”, la “Q”, y todas por perfeccionar. Al terminar la página
escrita con tinta negra difícilmente puedo recordar o leer lo que
escribo, pero luce interesante. Las ondas de la escritura parecen
formar un electrocardiograma de mis sensaciones, de mis dudas,

37
CUENTO

de la velocidad que puede tomar mi pensamiento por momentos y


las zonas de calma en las que la mente se pone en blanco o se va
más allá de la terraza, del café, mientras el bolígrafo sigue liberan-
do tinta y se forma un bello círculo negro con bordes difusos sobre
el papel. En ocasiones así se ven los recuerdos, una carta difícil de
leer, el sangrado de la nariz, el dolor de cabeza, las venas abiertas,
la botella vacía. En ocasiones así se ven los recuerdos.
Al lado del café, en la panadería, han comenzado a sacar el pan
del horno. Uno de los ingredientes me revela la base del perfume de
ella, una base que me parece a la vez atinada e increíble: mante-
quilla.

Seis

Podría pasar el día recostado en la cama pensando en ella. Quisie-


ra hacerlo. Nada más parece tener importancia o producirme pla-
cer, confort, en este momento. Podría volver a pensar en ella, en
sus ojos, en los momentos de la última vez que nos vimos, pero me
reprimo, quiero mantenerlos intactos, encerrados, para la próxima
vez que tenga que revelármelos, como un seguro ante una posible
pérdida. Opto por recordarla en otras circunstancias, en otros mo-
mentos. Recuerdo el sueño que tuve hace un par de noches en el
que escuchaba la banda de jazz sentado en el jardín de las jacaran-
das. Una mano que se posa en mi hombro, mi cabeza que levanta
la mirada de mis zapatos con la suela despegada y encuentra una
camisa blanca que casi puedo reconocer como el mismo modelo
de la azul marino. Ahora su rostro, su sonrisa, mi sorpresa, me le-
vanto, la abrazo, le pregunto lo que hace ahí y me responde con la
misma pregunta. Después no puedo evitar verla, sonreír, sentirme
feliz. Ella me dice que ha ido a darme la respuesta. En ese momen-
to las paredes de mármol se convierten en cascadas de lava, un
cielo azul violáceo cambia a negro y rojo, las hojas de las jacaran-
das caen y antes de tocar el suelo se convierten en murciélagos, los
árboles secos, y la música de jazz desaparece para dar lugar a un
cello que se repite una y otra vez el mismo fraseo en un in crescen-
do. No supe su respuesta.

38
DANIEL MOSQUEDA

Ahora pienso en las cosas que me llevaron a declararle mi amor,


o atracción, por ella. Comienzo a intentar analizarlas objetivamen-
te, a ponerlas en duda, a cuestionarlas. Busco el peor escenario en
la realidad, sin fuego ni dragones, sin corazones rotos, con el vacío
que deja la felicidad. Pensé en la foto que me envió de un puesto
con un montón de libros desordenados con un costo de cinco pe-
sos, cualquiera. Una foto que llegó fuera de conversación, por
recor­dar mis intereses, por acordarse de mí al ver todos esos textos
sin orden, sentido, cuidado, cuerpos inertes sin objetivo. Era la se­
gunda foto que me mandaba, la segunda vez que enviaba la foto-
grafía de un lugar que visitaríamos, que reconocía el terreno en el
que deambularíamos por la noche. Desde un artículo que leí hace
tiempo considero otra señal el aumento en la frecuencia en las
conversaciones, pero a decir verdad soy una persona que habla
poco con la gente, y cualquier cruce de palabras al día, a los tres
días, a la semana, podría ser considerado así. Tampoco me he pues­
to a pensar si soy yo quien las inicia y ella sólo responde. La pri-
mera señal que tuve quedó descartada cuando se sorprendió por lo
que pasaba entre nosotros, la noche de la confesión. Ésta era el
hecho de esperarme media hora la primera cita, una cita en la que
sólo la entrevistaría por mi interés en su vida llena de viajes y
mundos, en los cafés lejanos e inaccesibles para mí. Aquella noche
llevaba el auto y me costó encontrar estacionamiento. Una vez
encontrado tardé algo más en regresar al punto de reunión donde
ella me esperaba con cara de enfado y los brazos cruzados, pero
me esperaba. Esa noche le tomé la mejor fotografía que tengo de
ella, donde su perfil recorta un cielo estrellado. Viendo esa imagen,
mi forma de mirarla, me dí cuenta de que comenzaba a gustarme.
La subjetividad parece ser el factor común en las señales, pero debe
ser así en el amor. Otras señales podrían ser esos abrazos de despe-
dida en que parecía no querer soltarme, que sentía duraban más de
lo normal, en los que percibía su perfume y esperaba terminar sin-
tiendo sus labios. Después del primer abrazo, la primera despedi-
da, pude sentir un beso en la mejilla que se acercaba a mi
comisura labial. Esa fue la primera vez que sentí ganas de besar a
al­guien en mucho tiempo.

39
CUENTO

Siete

Hoy termina la semana convenida. Los días que han pasado se han
teñido de un tono gris por el humo de los cerros que arden tras la
sequía de primavera. Ha sido un invierno falso que todo lo impreg-
na con aroma a leña. El viento sopla, las hojas y aves mueren a la
par, los atardeceres se debaten entre el anaranjado del fuego y el
violeta del cielo. Pese al siniestro, el aire se siente frío, el ambiente
nebuloso hace parecer que todo es un sueño, un recuerdo, fantas-
mas por desaparecer. Ha pasado una semana, espero una señal de
ella, un aviso, una indicación, algún punto de reunión, la respuesta.
Voy a la camisa y busco su aroma. La sutileza de la fragancia
es tal que bien podría confundirse con goma de mascar sabor a fru­
tas. Me tiro en la cama mientras espero, mientras mi corazón co-
mienza a golpear las paredes del pericardio, de los pulmones, del
tórax, cada vez con mayor intensidad y frecuencia. Me tapo el ros­
tro con la camisa, me aislo del mundo con los restos de su perfume
y estoy listo para dejar salir los recuerdos, para vivir un último
momento junto a ella.
Mi vista al frente en el parabrisas, las manos en el volante. Los
autos que no dejan de circular pese a ser de madrugada. Ella me
mira expectante, no puedo ver la posición de sus manos o sus pier-
nas, sólo su rostro en una clara expresión de sorpresa previa a la
declaración, un rostro que se mantiene así, hasta que giro a verla,
hasta que ella mira el frente y me dice que no se esperaba aquello.
Yo vuelvo la vista al frente y le digo que no importa, ella continua
con un monólogo que parece ensayado, que parece no escuchar-
me, no lo esperaba, no era una declaración, fue sólo una confe-
sión, me gustas, una frase tímida que sube de volumen y cobra
seguridad cada vez que se repite, me gustas, ella no sabe qué decir.
Le pido un abrazo y nos enlazamos, siento su presión, su fuerza,
intento alejarme cuando creo que se torna excesivo y la siento aún
unida a mí, entonces comienzo a recorrer su espalda entre su cue-
llo y el sujetador, le digo que todo estará bien, que nada cambiará
mientras pienso en que jamás volveré a hablarle, que dejaré que
las conversaciones se diluyan hasta volver a ubicarnos en el re-
cuerdo, en alguien agradable que conocimos alguna vez. Ella se

40
DANIEL MOSQUEDA

aleja, seguimos sin poder despedirnos, dando vueltas sobre el


tema, le doy un par de palmadas en el hombro, parece perpleja y a
la vez querer acercarse, acaricio su mano, ella deja caer su cabeza
sobre mi pecho y se desliza hasta mi regazo, continúo acariciando
su mano mientras le paso el brazo sobre el hombro, después le
acaricio el cabello, me acerco a ella; la conversación se convierte
en murmullos, las palabras que han perdido su lugar ante el tono
con el que son pronunciadas, el discurso lingüístico que cede ante
el emocional, le beso la mejilla, recargo mi cabeza en la suya, cada
intento, cada nuevo movimiento se hace con cuidado, con precau-
ción, lentamente, no quiero incomodarla, doy tiempo a que me
rechace, a que se libere, pero parece no querer hacerlo. Cuando se
levanta volvemos a fundirnos en un abrazo, las cabezas unidas
mientras nos alejamos, mis labios pasan cerca de su lóbulo, los
suyos cerca del mío, dejamos reposar la frente en la del otro, los ojos
hurgando en las pupilas. Sonrío, ella sonríe, su mirada triste resal-
ta la sonrisa, el brillo de sus ojos cambia, acerco mis labios a los
suyos y ella gira ofreciéndome la mejilla, después regresa y busca
mis labios, nos besamos, una vez, corta, amable, confortablemen-
te, casi sabe a una relación de años, a comprensión, a amor. Dos
veces, exploramos más nuestros labios, la humedad, la presión, la
suavidad, su capacidad para amortiguar los besos. Tres, siento su
boca apenas abierta, un aroma dulce sale de ella, la abertura es
suficiente para sentirme querido, una mordida tímida en mi labio
inferior me hace sonreír, parece inquieta, inexperta, aumentan los
latidos de su corazón, su frecuencia, abro los ojos, la miro, ella
mantiene los suyos cerrados, mantiene la boca entreabierta, la ex-
presión de entrega, de mostrarse vulnerable ante el otro. Vuelvo a
besarla, los besos cada vez más largos, nuestras manos que co-
mienzan a explorar el cuerpo del otro, la espalda, los hombros, los
brazos, un roce con la piel de sus piernas, con su pecho, me hacen
sentir que pierdo el control, que debo contenerme, debo esperar,
debo saber lo que ocurre con nosotros, mi mano sobre su mano, su
ma­no sobre mi pierna, acaricio su piel, noto la diferencia, en aquel
mo­mento siento estar en el lugar correcto, no desear ser otra per-
sona, que estoy con quien quisiera estar, que aquellos son los me-
jores besos, que eso debe ser lo más cercano que he estado al amor,

41
CUENTO

pero aún no me puedo dejar llevar, aún no puede ser amor, aún no
puede ser historia, una respuesta lo contiene todo como una presa
en época de lluvia a punto de desbordarse. Nos despedimos, nos
abrazamos, nos besamos una y otra vez, en ocasiones esto se sien-
te como amor, le digo arrepintiéndome en el momento, el sol no
tarda en salir, su celular suena, debe entrar a casa, en otras como
una despedida.
Aquello no fue una declaración, aquello fue una confesión,
pienso mientras me dirijo de regreso a casa. No le pedía nada, sólo
confesaba mi sentir.

Epílogo

Existen lugares en los que el aroma a tierra mojada aún presagia la


lluvia. El agua debe ser limpia y la tierra tenue. La primera lluvia
del año termina con la temporada de calor, de incendios, reempla-
za un cielo azul y un sol que tiñe todo de dorado por uno gris que
deja a la ciudad sin sombras, sin gente transitando por las calles.
Evito los jardines donde el agua levanta los vestigios de orina y
heces de perro. Prefiero las calles de adoquín, los edificios de can-
tera que siempre guardan la cantidad justa de polvo para mezclarse
con la lluvia. Prefiero la calle de las sombrillas verdes que va alter-
nando el aroma a café, a pan recién horneado, a encuentros, char-
las, a lecturas, a despedidas.
Caminar bajo la lluvia en una ciudad en que el aroma aún trae
consigo la nostalgia y no el descontrol, en que el agua no se estan-
ca y las calles no te empapan de inmediato los zapatos, en que se
puede admirar las iglesias libres de gente, las terrazas de los co-
mercios con las sillas inclinadas tratando de evitar el agua, debería
ser considerado como un evento preciado, en peligro de extinción.
Llevo un libro nuevo bajo el brazo, como es la tradición con cada
primera lluvia del año. El aroma a celulosa, a tinta, se suma al de
la tierra mojada y espera el café para cerrar el recuerdo. Algunos
autos pasan con prisa como si sus ocupantes se pudieran mojar.
Otros los hacen lentamente, con precaución, evitando accidentes y
respetando a los peatones. Cada uno tiene un ritmo que se refleja

42
DANIEL MOSQUEDA

en las gotas y charcos por los faros. Las luces juegan con el ritmo
de la lluvia. Mi marcha se adapta a él, a la música que me aísla y
termina de envolverme en el ambiente onírico. Me siento en la
primera mesa de la terraza y pido un americano. La lluvia dismi-
nuye la intensidad y grupos de personas comienzan a aparecer.
Parejas cubiertas por impermeables, bajo el resguardo de para-
guas, que convierten a nuestra ciudad, en medio del desierto, en
una postal europea. Bastan unos minutos desde que el cielo se des­
peja para que la capa más fina de lluvia en el suelo desaparezca. En
algunos surcos el agua se mantiene reflejando un cielo ahora azul.
El café aún no llega y el recuerdo de la primera lluvia del año per-
manecerá latente hasta la siguiente precipitación. En las páginas
del libro un sujeto pide un café mientras recuerda a un persona­je
que aún no nos es revelado, del que sólo vemos sombras. El sol
comienza a meterse frente a mí, regalándome el atardecer co­mo
fondo de mi lectura. Una silueta camina en dirección a mí. A­di­vino
un abrigo azul marino, una mascada en el cuello, zapatos ba­jos. La
luz directa me impide distinguir los detalles cuando se dispone a
cruzar la calle, cuando pasa por mi lado y sólo puedo sentir un
aroma que me transporta a otro tiempo. Una fragancia a frutas, a
flores, un toque ácido, árboles que se mecen por el viento, gente
que fluye en vaporosas siluetas a blanco y negro, el aroma a po-
liéster, al polvo que se acumula en las butacas del teatro, a reflec-
tores encendidos, a un amor que no pudo ser, a mantequilla.

43
Dulce Aguirre

Herejía

Aquel verano hacía mucho calor y casi no salíamos. A veces bajá-


bamos al patio y jugábamos matatena con los vecinos. Cuando
ellos perdían nos perseguían por la calle gritándonos “¡herejes!” y
nos aventaban piedras, y entonces teníamos que encerrarnos en la
casa y no podíamos volver a salir. A veces tocaban a la puerta hom-
bres que querían ofrecerle a mi madre la salvación de Dios. Ella
les decía que éramos ateos, que no creía en la Creación y no nece-
sitaba que nadie la salvara, y ellos le hablaban del infierno. A mí
siempre me había gustado mucho el fuego, los colores me atraían
de una manera extraña y nunca me había dado miedo. A veces,
cuando nadie me veía, encendía cosas y me quedaba mirando mien-
tras se derretían. Lo que más me gustaba era quemar relojes; los
recogía de la basura y después los desarmaba, encendía los peda-
zos y veía cómo la aguja iba perdiendo forma. A veces también que-
maba ratones; los sacaba a escondidas del refrigerador, les prendía
fuego y veía cómo sus patas iban enroscándose mientras se carbo-
nizaban.
Ese año la canícula había comenzado antes, pero el fin de sema-
na ocurría lo de siempre. Los sábados por la tarde íbamos al cam-
po y llenábamos la colina de trampas para ratones. Los domingos
eran días de misa y los vecinos iban a la iglesia. Nosotros íbamos
al campo, cogíamos los ratones muertos y nos los llevábamos en
bolsas. Guardábamos las bolsas en el congelador, y allí ocurría la
masacre: las pulgas que vivían en las patas de los ratones morían
intentando huir del frío en un último salto y se pegaban al plás­tico.
Mis padres las quitaban con pinzas y las guardaban en cajas de cris-

44
DULCE AGUIRRE

tal, para llevarlas al laboratorio y observarlas en el microscopio.


Algunas noches mi padre se encerraba en su estudio y dibujaba las
pulgas o se entretenía con los relojes viejos que le compraba al
pepenador del barrio, y cuando no podía arreglarlos, los tiraba.
Algunas veces mis hermanos y yo bajábamos al patio, y a ve-
ces Gabriel me preguntaba si mi papá era brujo. Cuando se enoja-
ba les decía a los demás que mi mamá tenía un ejército de ratones
que salían por las noches a comerse las flores y llenarlas de plagas;
los otros nos aventaban piedras y corríamos entre el griterío. Nos
encerrábamos en el sótano de la casa, y cada quien se entretenía
solo: mi hermana menor hacía dibujos, mi hermano mayor recita-
ba el diccionario o se aprendía de memoria libros de botánica, y yo
iba a mi escondite y quemaba los relojes inútiles o incendiaba a los
roedores. De vez en cuando jugábamos Serpientes y Escaleras y
hablábamos de las persecuciones. Mi hermano decía que los here-
jes eran esos insectos que vivían en las patas de los ratones. Mi
hermana decía que eran azules y redondos, como un gis. Para mí no
tenían forma, o eran masas de aire: iban y venían, como nosotros,
y les gustaba el fuego.
Un día hicimos una fogata en el patio. Gabriel sonreía de una
manera extraña, me miró y dijo: “¿Ves esas llamas? Así van a ar-
der ustedes en el infierno, por herejes”. Yo no entendí lo que decía,
pero me imaginé sus patas, nos imaginé entonces como insectos o
ratas con el cráneo llagado, o como volutas de aire contenido en sí
mismo, haciendo implosión… Me asusté y corrí a contarle a mi pa-
dre; “Vas a ir y le vas a explicar a ese niño que ustedes no van a arder
en ningún lado, porque el infierno no existe”. Hice lo que me dijo,
pero Gabriel no me creyó, me insultó y se metió a su casa diciendo
no sé qué, pero antes de que cerrara la puerta la piedra lo alcanzó.
Mi hermano me miró, y nos reímos.
Así inició el fin del verano. El sol se escondió y se hizo de no-
che, y entonces comenzó. Después de merendar mi madre hacía té
y yo estaba mirando las llamas de la estufa, preguntándome cómo
en algo tan pequeño podría caber el infierno y todos los que estu-
viéramos allí (¿y qué pasaría cuando termináramos de arder?),
cuando un ventarrón entró, azotó la ventana y la estufa se apagó en
medio de un ruido de cristales rotos. Al día siguiente estaba jugan-

45
CUENTO

do con un soldadito rojo cuando sentí un tirón que me recorrió el


brazo, como si alguien lo hubiera jalado. El tercer día la casa ama-
neció con todas las ventanas abiertas, y esa mañana se rompieron
tres cuadros que cayeron uno tras otro haciendo un ruido infame.
El cuarto día se apagaron las luces mientras estábamos viendo una
película, la radio se encendía y dentro de la casa empezó a hacer
más frío. Mis padres ponían todo en su sitio y parecía no importar-
les que la casa se desordenaba y que el congelador hacía más hie-
lo. Cuando el vecino del cuatro vino de visita, hablaron del clima
y de los cortes de luz, porque el sistema eléctrico era viejo.
El quinto día tuve un sueño extraño. Había una escalera que
primero subía y después bajaba y luego un pasillo que daba a un
laberinto que era nuestra casa: en cada cuarto había otra casa y mis
hermanos y yo corríamos de un lado a otro jugando al escondite,
pero los cuartos y las casas se multiplicaban a medida que los atra­
vesá­bamos, y al final cada quien desembocaba en un paisaje distinto
hecho de hielo. Esa madrugada el viento se descontroló más, re-
volvió todo y el soldadito amaneció con los ojos abiertos, como si
hubiera visto algo. Mis padres acomodaron todo, sacaron los abri-
gos de los clósets y encendieron la calefacción. Nos cubrimos de
capas y anduvimos todo el día como astronautas explorando la casa,
que de repente parecía un espacio nuevo.
El sexto día desperté con la mano dormida y durante horas se
movía de una manera extraña, como si no fuera mía. Los pies se me
entumían y las piernas se me paralizaban. Me tropezaba todo el
tiem­po y sentía como si caminara con unos zapatos demasiado gran­
des; los pies me pesaban tanto que no podía moverme y pasé horas
en cama. Mis padres dijeron que estaba creciendo, pero yo sabía
que era otra cosa.
Esa tarde salimos al patio y jugamos matatena con los vecinos,
pero no hubo ganadores; hubo una ráfaga que interrumpió el jue-
go, duró no sé cuánto y luego desapareció. Tratamos de volver a
casa, pero mientras caminábamos las calles parecían cubiertas de
una niebla imposible y nos perdimos. Se hizo de noche. Dimos la
vuelta en una esquina que no supe cuál era, y me sobresalté. Sentí
un escalofrío y por un segundo el espacio me pareció irreconoci-
ble, y entonces oí su voz.

46
DULCE AGUIRRE

Es una imagen que parece inventada, como aquella ciudad. Mi


abuela era comunista, vivía en esa calle y se había suicidado poco
antes de que acabara la guerra. Los del barrio decían que se había
arro­jado desde la ventana de su casa, y que si caminabas por ahí se
te aparecía y te obligaba a hacer cosas.
Esa noche fuimos a esa calle, tocamos el timbre de la casa, y
entonces la vi.
El invierno es el verano, es el otoño, es la primavera, y sobre la
tierra era el último día de una pequeña creación.

Meditaciones de una muñeca

Doy vueltas por la habitación, haciendo piruetas como una baila-


rina. La música se cuela por entre las rendijas de algún artefacto
resonador. No sé de dónde viene, pero alcanzo a distinguir las no-
tas, mis pies calcan el ritmo y saltan, caen al suelo o se deslizan
con una vivacidad extraña; no sabía que era tan ligera. Digo que
no sabía, pero es una artimaña, una manera de ocultarme para per-
manecer quieta y esquivar la mirada que me condena a saltar, caer,
repetir la cabriola. Querría cerrar los ojos, pero no sabría cómo
imitar la caída de los párpados porque en mí las pestañas, la pupi-
la y el pliegue son manchas de colores apenas separadas por el
contorno negro que da forma a mi rostro. En los otros he visto una
movilidad curiosa: hablan, se ríen, hacen muecas. Y yo, ¿tendré al-
gún gesto? Pienso en eso mientras doy vueltas, ¿o estoy sentada?;
alguien me observa y entonces supongo que estoy de alguna for-
ma, pero no sé si la imagen es suya. Podría ser mía. Quizá estoy
imaginándome que salto, o tal vez unas manos me sacuden y luego
me acomodan en la sillita roja. Me cuesta distinguir, quizá porque
mis ojos siempre están abiertos y es difícil separar los estímulos.
¿Quién habla para decir que soy ligera o que alguien me mira desde
aquel par de esferas descomunales? ¿Soy esa, o la que calla? ¿O qui­
zá alguna otra? Una de aquellas cuyos vestidos se alborotan al tacto
de los dedos, cuyos párpados caen. No sé si tendrán más voluntad
que la mía, aunque sus cuerpos se tuerzan fácilmente. ¿Escucharán
la música? Quisiera saber si se miran unas a otras, y si acaso alguien

47
CUENTO

habla en su nombre para hacerlas danzar, o porque se imaginan así


mientras están sentadas, previendo la escena y esa súplica incómo-
da: llévame contigo, seré buena. Vistas de cerca, nos parecemos mu-
cho; estamos hechas del mismo silencio, pero habría que pelarnos,
como a una cebolla, para encontrarlo. Encima están todas las ca-
pas de la coquetería, el rubor y los labios pintados que se destiñen
con el paso del tiempo y el roce de la piel sobre mi epidermis de
madera o la suya. Bajo esa apariencia, com­par­timos el frío y aquel
interior más sereno pero frágil, como un diente de león. Digo que
hago piruetas porque es lo que las manos dicen de mí, llamándome
igual que a las demás; todas hablamos, cantamos y nos movemos
al capricho de alguna curiosidad que siempre resulta abrumadora.
Las manos, lo sé, son siempre así. Las hay inocentes y cálidas,
bruscas o callosas, pero invariablemente su tacto obedece a una
posibilidad de la que nosotras carecemos: el instante, y regodearse
en él, enamoradas, no sé si del juguete o de sí mismas (quisiera
interrogarlas, pero cómo). ¿Quién observa a quién mientras esa
necedad juega con nosotras? Nuestra complicidad parece burda
frente a aquella dinámica de vuelo y los dedos que toman, dejan,
amorosos o hastiados. Nosotras los acompañamos, y no al revés.
Uno supondría que están agradecidos de aquel pulso, pero hay
cierta amargura en cada repetición que nos descubre inánimes.
¿Qué más podrían pensar, sino que somos réplicas, una ternura
que se interrumpe cada vez que sus párpados reproducen el ritmo
y caen? ¿Temen nuestro silencio, o el suyo? ¿Quién es la miniatu-
ra entonces? ¿O será que sospechan de nosotras? Tal vez por eso
nos ponen en vitrinas y les gusta observarnos. Incluso así, pálidas,
quietas, no dejamos de ser. Quizá lo intuyen, y eso los conmueve.
¿Sabrán que nuestros pies se agitan siguiendo una melodía baja y
que recreamos la mirada para esquivar lo otro? Digo que doy vuel-
tas, pero lo que ocurre es que alguien usurpa mi nombre para hablar
de mí. ¿O yo el suyo?, mientras me desprendo de su mano ás­­pera,
ilesa, caigo al suelo. Los tacones huyen mientras a mí me guardan
en una cajita rosa y luego alguien me lleva en el bolsillo por las
calles, tan cerca de sí que casi parecería que voy, como las otras,
colgada de algún brazo.
Después, la soledad. Enfrente hay una ventana, un jardín. Oigo

48
DULCE AGUIRRE

un reloj. Del otro lado, una vibración que he decidido imaginarme


con la forma de un escarabajo de latón cuyo vientre está suspendi-
do de un mástil diminuto y con el aire pareciera que baila con esa
levedad despreocupada que adquieren los objetos, insustancial,
como mis ojos. No puedo pestañear, pero sé que en su caída los
párpados crean cierta ilusión: estoy, no estoy, volví, ¡sorpresa!
Siempre me he preguntado qué tanto saben ellos de esa maravilla.
Cuando son pequeños parecen darse cuenta, pero se diría que lo
olvidan conforme su tamaño se amplifica, como si aquella posibi-
lidad no les bastara porque necesitan del asombro. Si yo tuviera
esa necesidad y pudiera saciarla haría como las manos, piruetas
sobre una hoja, deambulando para caer de nuevo y llenar de gara-
batos la blanca superficie. Hablaría del insecto y su conocimiento
del espacio: apenas las patas se fracturan, se doblan, como si no
supieran. ¿Será que intuyen las penurias de lo grande y por eso se
mueven sin propósito?, mientras ese otro escarabajo, allá fuera,
pone huevecillos en la bruma de sal que los conserva húmedos,
cálidos. Si yo me exasperara tendría que usar mis dedos, empujar
la madera como si fuera una barca y llevarla de un lado a otro has-
ta que me cansara de decir que el bichito, el reloj, y que hay una
ventana. Parecería que lo de allá está descoyuntado, pero sé que es
un espejismo. Siempre he contemplado el mundo a través de una
vitrina, pero a ratos estoy del otro lado, cuando alguien me saca
para divertirse o para presumir el color de mis mejillas, con esa
complacencia que se disputan ellos para expresar su certeza de
vida, su rasgo incómodo. Tal vez su realidad es como la mía: siem-
pre los separa algo y habría que pelar las capas para encontrar el
centro.
¿Tendría que replicar su costumbre y dar vueltas, como las ma-
nos que fingen no extraviarse? Seguramente me crisparía el abrigo
y me quedaría sin tocar aquellas flores, sería banal. Lo otro trans-
curriría liviano y en lugar de acariciarlo diría que el Pelargonium
–hortorum, domesticum, peltatum– qué bello es, y me preguntaría
por todo. Esa palomilla que sobrevuela sin tocar mi cabeza; presa
de sí misma, embelesada. ¿Soy la que mira o soy ésa? O alguna
fábula de formas inertes que imitan su paciencia, y entonces noso-
tros, jugando, ardiendo, a veces golpeándonos y exasperando al

49
CUENTO

aire y otras respirando la luz, volando en ella como luciérnagas


que escapan del frío. Diría algo así, arqueando las cejas en un ges-
to severo mientras voy levantando membranas y dejándolas ex-
puestas para no interrumpir la sucesión. El geranio, el insecto, el
juguete. Tendría que nombrarlos como si su sustancia ingrávida
me perteneciera, mientras, entre los huecos, eso que no soy se ba-
lancea en el aire y repite aquella imagen: esta mirada de párpados
sin nervio que se observa a sí misma y pasa inadvertida, dejándose
caer todas las veces. ¿Quién habla en mi nombre y por entre las
comisuras de mis labios? La superficie de una lágrima, eso somos.

50
Gustavo Franco

El rey de la carretera

Por fin se empiezan a cargar los frenos de aire. No sé cómo los pudo
arreglar, si la manguera del compresor parecía inservible, se hallaba
destrozada por completo. Ya me estaba empezando a desesperar.
–Es que el pinche Bigotes es un chingonazo –dice él mismo al
subirse de un salto al Kenworth rojo. Después de mantener el pie
en el acelerador el tiempo necesario para alcanzar una presión que
permita liberar las llantas, aprieta con fuerza un gran botón amari-
llo con forma de rombo que sobresale del tablero. Lo empuja has-
ta que deja de sonar el aire que se escapa. Hace lo mismo con el
otro que está a un lado, un octágono rojo. Toma la palanca y mue-
ve la uña del selector de cambios. Mete la velocidad y comien­za a
avanzar despacio para salir del acotamiento en el que estuvimos
hora y media buscando la manera de tapar la fuga que tenían los
frenos. Me empieza a explicar su historia, no sé si con afán de cul-
par al camino andado por las rutas que delinea el futuro.
–Este jale de trailero, para mí, es el más respetable que puede
existir –se incorpora a la carretera, mirando que no venga ningún
coche– es una gran responsabilidad la que se lleva al volante. No
entiendo por qué me topo con gente que no me da chanza cuando
quiero cambiar de carril o rebasar. ¿No sabrán del peligro? A algu-
nos lo que les importa es llegar rápido y lo malo es que a veces,
por querer estar cinco o diez minutos antes, ni llegan. La gente se
vuelve viciosa al riesgo sin notarlo. Uno que trabaja en esto día y
noche, se impone a ir con mayor exigencia. Muchos no toman en
cuenta que es veinte veces más duro frenar un tráiler que una ca-

51
CUENTO

mioneta, y peor si vienes cargado. Una volcadura te hace un des-


madre –hace una pausa en la charla, baja el conversor y regresa el
selector para después meter la palanca en su primera posición. Va
agarrando vuelo el tráiler y me pide que me abroche el cinturón,
que porque la vida es frágil y se debe cuidar –tanto la propia como
la ajena. Tienes que estar al tiro. Pegarle duro al camino para lle-
gar a buen destino, porque ahí te esperan. La clave es esa, enfocar-
se siempre en la ruta que te lleve a tu destino, hasta dominarlo.
Construirlo según la propia voluntad. Eso me decía mi jefe cuando
yo era un mocoso. Él fue chofer muchos años, y a mí me encanta-
ba acompañarlo a conquistar las vías de asfalto. Era el rey del vo-
lante. Gracias a él nunca me faltó nada. Le aprendí que con
in­teligencia y tesón se puede encontrar la solución al problema
más enredado. Tenía un chingo de paciencia. Era un ejemplo a se-
guir. En sus ratos libres resolvía crucigramas y de esos jueguitos
de números que vienen en las revistas. Yo por eso las compraba,
ahí traigo como tres, pero nunca me he puesto a resolverlos. Ya
mejor las cambié por estas otras–, remata con una sonrisa escondi-
da bajo un grueso bulto de vello facial que cubre por completo sus
labios, dándome en la mano una publicación pornográfica de baja
calidad que archiva, junto a otras, en un compartimento, atrás de
su respaldo. La hojeo brevemente y se la regreso.
–Toma esta madre. No vaya a estar ya toda almidonada –digo,
pero él no la coge por ir bastoneando, haciendo los retrocesos pre-
cisos para subir con potencia una larga pendiente.
–No mames, pinche Greñas. No te pongas fresa, si por algo te
mandaron a que te vinieras en el tráiler. Para entregar en Irapuato
te pudiste haber ido en un Ómnibus, o en avión, si eres tan mama-
lón, o tus patrones, según tú.
–Es broma, Bigotes. No te pongas nena. Yo aquí vengo más
cómodo que en un camión de lujo, que no ves que me voy a pasar
al camarote ahorita, no más que me dé sueño.
–A huevo, pero no te olvides que vas a disparar la cena, eh.
Cuando quieras pásate para atrás y te despierto.
–Sí, al rato. ¿Cómo cuánto tiempo calculas que hagamos?
–Creo que si le pego toda la noche y no hay complicaciones
para las diez de la mañana ya estamos llegando –toma el micrófo-

52
GUSTAVO FRANCO

no del aparato de banda civil, lo pone frente a su boca, presiona el


botón y saluda. –Siete tres cinco uno, colegas, ¿qué dice la cinco
siete? Aquí diez veintiocho el Bigotes que les manda muchas ben-
diciones desde la cabina de control del portable. ¿Alguien que ten-
ga veinte entre Fresnillo y Río Grande para llegar a una cachimba
de Lázaro a modular el mostacho y la servilleta conmigo y un diez
doce que viene en el banquillo de los acusados?
–Diez veintiocho el Yiyo, de la Tía Juana, saliendo de Fresni-
llo. ¿Qué dice, mi Bigotes? ¡Tanto tiempo sin verlo! Setenta y tres
cincuenta y uno –en breve escupe el transceptor de radio una voz
con sordina, gangosa y difícil de descifrar.
–Al cien, al cien, camarada. ¿Qué cuenta? ¿Hacemos doble dos
abajo del puente de Lázaro, o qué?
–Diez cuatro, afirma. Ahí lo espero en la birriería para echar la
botana. Quedo en ocho.
–Copeteado, compa. Estamos en ocho. –Cuelga el micrófono en
el clip metálico pegado al techo de la cabina y me notifica– ya
mero llegamos a cenar un platote de la mejor birria zacatecana,
ya verás.
La noche cae y apenas flanqueamos Río Grande hace menos de
una hora. Nos detenemos a la orilla del camino. Bajamos de la uni­
dad y entramos a un pequeño restaurante compuesto por una co­
cinita con grandes ollas y un comedor de tres mesas con tristes
manteles de plástico. Dos de ellas están vacías y, en la tercera, el
Yiyo sentado, esperando. El tipo es alto y huesudo, y se levanta de
la silla con un gesto obtuso que no logra ocultar una indudable
fragilidad. Saluda al Bigotes, que le estrecha la mano con gusto y
lo invita a volver a sentarse.
–Este es el Greñas –afirma en clara referencia a mi pelo largo –,
que viene a entregar la carga. Greñas, éste es el Yiyo.
–Pinche Bigotes, ¡ya le encontraste apodo! Estás cabrón.
¿Qué ha habido, mi compa? –Me aprieta la mano sin esperar res-
puesta a su pregunta y sugiere– ¿quieren pedir de una vez? Yo
acabo de encargar un plato grande. Ya no tardan en traerlo.
Una joven con pecas se acerca con el pedido y le encargamos
otras dos porciones similares. Cuando las trae Bigotes le pregunta
por Concha, su amiga, la dueña del lugar.

53
CUENTO

–Mi tía ya casi nunca viene. Es que ha estado mala. Se la pasa


en la casa. Ella hace la birria y nos manda las ollas –contesta la
chica al poner los dos vaporosos platos hondos sobre la mesa fren-
te a nosotros. –¿Qué les sirvo de tomar?
–Una coca –pide Yiyo.
–Para mí uno de manzana –le señalo con el índice una botella
que alcanzo a ver a través de la puerta traslúcida del refrigerador.
–Una coca helada para aquí y me prepara también una agüita
de calcetín bien caliente para llevar –manifiesta Bigotes. –¿Y qué
es lo que tiene la Conchis?
–¡Sepa! –tuerce los labios y encoge los hombros pecosos. –
Nada más sé que le duelen los tobillos o las rodillas y no puede
mantenerse en pie mucho tiempo. Tiene que estar descansando.
–¡Qué mal, oiga! Tenía rato que no me daba la vuelta para acá.
Somos camaradas de hace años, aquí la cotorreábamos seguido.
Apenas que le quería preguntar si me ayudaba a conectar un crico
o, de perdido, una carterita de pericos para chingarle toda la no-
che, como de costumbre: tarde, pero sin sueño. ¿Usted no sabe si
halle por aquí?
–La verdad, no sé. ¿Para qué le miento? Aquí no tenemos nada
de eso. Puede que en las cachimbas que están más adelante.
–Ahí traigo todavía algo de lo que compré ayer en Silao –reve-
la Yiyo con ímpetu–, en la cachimba de Mayrita, la Cariñosa. Ya
sabes que ahí se consigue sin falla. Antes de irnos me acompañas
al mueble y te paso una piedrita o dos para que te atices perrón.
–Te lo agradezco, mi Yiyo. Con un poquito que me des tengo
para ponerme agustín con tenis. El chiste es nada más andar pren-
dido para jalar. No paniqueado. Ya ves el vato al que corrió mi
patrón hace dos semanas. ¿Sí te la supiste? Se perdió por tres días
con el tráiler. Apagó el Ci Bi y desconectó el Ge Pe Ese. No lo
encontraban. Imagínate. ¡Tres días! Ya lo habían reportado como
robo o extravío. Hasta que otro compañero de la misma línea, que
llevaba una carga para Chihuahua, en el tramo de Delicias a Meoqui
reconoció al camión parqueado en una vereda como a dos kilóme-
tros de la carretera y se metió a buscarlo. Lo encontró sin diésel,
con las ventanas abiertas y las luces encendidas, y al vato, bien
mascarudo, hecho bolita en un rincón del camarote y con cuatro o

54
GUSTAVO FRANCO

cinco focos tatemados a su alrededor. Dice que el güey lloraba


porque veía que iban a ir por él los federales. Y es que la piedra eso
te hace, es puro mugrero. Y para no deschavetarse hace falta tener
una voluntad muy cabrona.
–Así es –confirma Yiyo–, no cualquiera la controla. Esa madre
te altera por completo. Te puede quitar el hambre y el sueño por
días. Si no estás al cien, si estás débil, te seca, en corto, el cuerpo y
la mente –me lo recalca como si se tratase de un asunto de vida o
muerte.
–Eso sí es cierto. Para lo que sea, nunca hay que malpasarse –
ratifica Bigotes. –Los alimentos son sagrados y si no estás bien
nutrido cualquier malestar te hunde durísimo. Es peligroso andar
en ayunas con este jale. Pero con un buen plato de birria, como te
lo sirven aquí, no te tumba ni un tornado, ¿o no, mi chula? –alza la
voz para que escuche la muchacha, que pica cebolla en la cocina.
–Eso significa que sí les gustó, ¿verdad? –indaga ella sin dejar
de lado su labor.
–Está deliciosa –declaro encantado antes de zamparme otra cu-
charada.

Ya dentro del tractocamión, a la espera de que el compresor llene


los tanques y mangueras, Bigotes aprovecha y saca, del mismo
compartimento donde guarda las revistas, una toallita de mano co-
lor gris que envuelve el globo de una bombilla de cuarenta y cinco
watts, con el tubo de un bolígrafo fijo con cinta de aislar sobre el
hueco que produce la ausencia del vástago en el casquillo de alu-
minio. Retira la cinta y destapa el foco. Le introduce un granito
cristalino que yace en el fondo interior. Vuelve a instalar el tubito
con la cinta.
–Nunca hay que dejar que se te queme –advierte al pasar por
debajo del delgado vidrio la flama de un encendedor en efímeras
oleadas, sin que le llegue directo. La sustancia se vuelve una lágri-
ma sintética que expele niebla gris blancuzca con la que se satura
en silencio la pipa hechiza. Menea con delicadeza la mano que lo
sostiene, para expandir el escaso líquido en la superficie cóncava
y transparente, como aceite en un sartén, y dejar que ese humo se
escape sin más por una abertura que quedó entre los pliegues de la

55
CUENTO

cinta adhesiva. –Hay que bailar bien la gota para sacarle la malilla.
La primera nube se deshecha –limpia con la toalla el hollín que
queda en el cristal. Vuelve a calentar y esta vez le pone un fuerte
jalón para expulsar de inmediato una densa bocanada blanca que
se expande al interior de la cabina con un asqueroso olor a pa­rafina.
Repite el ritual y frota otra vez con la toallita. –¿Vas a querer? –
niego con la cabeza al tiempo que me pregunto si en realidad no
estaría más cómodo y seguro en un Ómnibus. Guarda el bulbo
envuelto junto a las revistas­. –Qué bueno que no le entres. Es lo
mejor que puedes hacer, porque esto es una mierda. Con eso tengo
para llenarme de energía y pisarle al pedal toda la noche sin des-
canso –me dice, como excusándose, –sólo es para el trabajo, cuan-
do tengo que llegar temprano. Mañana, domingo, tenemos que
alcanzar a la gente que va a descargar. Estoy seguro que salen a
medio día. Hay que estar allá antes –suelta los frenos de aire y
arranca con seriedad.
Escuchar eso me tranquiliza un poco. Ya llevamos bastantes
horas de retraso entre comidas, paradas técnicas y reparaciones.
No es que sea urgente la entrega, pero cuanto más tiempo tarde-
mos, tanto más van a aumentar los gastos.
Recorremos varios kilómetros en silencio, hasta que enciende
el estéreo y le introduce un disco compacto. Comienza a sonar una
canción de Los Temerarios. Empuña el micrófono del radio, lo
acerca a la bocina de donde surge la melodía infame y abre la co-
municación para compartir por segundos su deleite. Luego le baja
a la música y empieza a comunicarse con otros choferes entre cla-
ves que no comprendo, con una tensa sequedad. Supongo que es el
efecto de la droga. Me paso para atrás sin muchos aspavientos y en
un rato caigo dormido, arrullado por los mensajes con interferencia.

Despierto diez minutos antes de las seis. Pronto empieza a apare-


cer la aurora. Avanzamos a paso lento, demasiado lento.
–¿Dónde estamos? –pregunto extrañado.
–En Cosío. Casi llegando a Aguascalientes.
–¿Apenas?
–Otra vez se le tronó la manguera al compresor de aire. Desde
Zacatecas me la he tenido que aventar a paso de tortuga para no

56
GUSTAVO FRANCO

descolgarme en los descensos porque no traemos frenos. Ahí en


Aguas está el patio de mi patrón. Ahorita les aviso para que consi-
gan la refacción, si no la tienen en la bodega. En lo que lo arreglan
me voy de balazo por un cambio de ropa a mi casa, y a saludar a
mi reina y mis princesas. Me esperas ahí en la oficina. No me tardo.

En la última media hora he visto el reloj del teléfono cada tres mi-
nutos. Me asomo por el portón azul del corralón donde está esta-
cionado el tráiler para ver que la oficina todavía no está abierta.
Impaciente, regreso a sentarme en la banca gris de la gasolinera de
la esquina, justo entre los baños y la ventanilla de facturación. El
vidrio espejado me lanza el reflejo del sol matinal directo a los
ojos y me giro para evitarlo. Del otro lado del bulevar hay un au-
toservicio que abrió a las siete de la mañana, hace casi dos horas.
Ahí desayuné un sándwich con ensalada. Ahora que su clientela
comienza a ocupar los espacios del estacionamiento, distingo gen-
te con uniformes misceláneos que deambula esparcida entre los
automóviles para reunirse en la parada del colectivo que los lleva-
rá a cumplir el trámite de esta mañana: llenar salones de escuela,
apurar motores de fábricas, atender mostradores de tiendas, de ban­
cos, de hospitales. Se acerca una mujer que llama mi atención por-
que atraviesa el montón de gente y navega el bulevar con pasos
mesurados, pues espera que el tráfico la deje pasar. Llega a la ga-
solinera, aprieta la marcha, se dirige hacia el mismo portón azul y
entra al corralón. Vuelvo a asomarme y veo que mete la llave en la
cerradura para ingresar a la oficina. Al tráiler ya no le están hacien-
do nada, parece que está listo. Me acerco y saludo a la señorita.
Sonríe y saluda con dulce voz. Le pido un favor: que se comuni-
que con el chofer para decirle que ya está su unidad lista y que
aquí lo estoy esperando. Aunque es difícil que lleguemos antes de
mediodía, ya es muy tarde, tendríamos que haber salido, por lo me­
nos, a las siete. Ella me invita a pasar y abre las persianas. Cuan­do
entra la luz a la oficina me dice que el chofer ya llegó. Salgo, lo
veo y me asombro. Parece que ha brotado de atrás de la caja seca,
como un aparecido. Checa los neumáticos con tres golpecitos de
un marro minúsculo, uno a uno, primero la hilera de la derecha. Me
aproximo cuando llega a la parte trasera y cambia al lado izquier-

57
CUENTO

do. No se me ocurre decirle nada, sólo un “ya se me hacía que no


llegabas”, y siento que no retrata en lo más mínimo mi frustración.
–Las morenas están al puro chingazo. De aquí para adelante ya
no habrá contratiempos, pero quién sabe a qué hora estemos allá
–dice cuando guarda el marro en una puertita externa que está de-
bajo del camarote, donde también tiene bandas, cuerdas, trozos de
manguera, cadenas, baldes y esponjas para lavar el camión– las
niñas no me dejaban salir de la casa. Es que ya tenía rato que no
me veían, mis chiquitas. Y se enojó mi mujer cuando me vio todo
ojeroso y todavía prendido. Me eché un baño, y al salir, me chin-
gué unos chilaquiles que me hizo, bien picosos. Seguía molesta,
pero no le hice caso. Cuando venía saliendo para acá, mis dos cris-
talitos me detuvieron en la puerta y me decían que no me fuera.
Nomás se levantaron de la cama a pararme. Su mamá me reclama-
ba que yo había quedado de llegar desde ayer, que casi no las veo,
que ella también quiere atención. La dejé hablando sola. Sí me
quería quedar, pero el jale es el jale. No se puede ser aprensivo, ni
apegarse mucho a la familia, porque eso, en cierta forma, te escla-
viza y no cumples con el viaje, que exige más cuidados de lo que
piensas. La mayor parte del tiempo lo paso en soledad, en la carre-
tera, apartado de todo, y por eso hago lo que quiero sin tener que
considerar nada ni a nadie, más que a lo que se me antoja. Ya des-
pués, cuando regreso a casa, disfruto más ver a mis chicas. Me la
paso mejor, gozo más las atenciones y el cariño que me dan, si sé
que ya cumplí con mi trabajo. Me tratan como a un rey, porque
también las hago sentir como mi reina y mis princesas. Pero no te
preocupes, mi Greñas, yo también ya quiero llegar. Después de La
Chona ya es pura bajada y se te va el trayecto en corto. Cuando
menos acuerdes vamos a estar llegando a La Fresera –dice con los
huaraches sobre el estribo, con la puerta abierta y prendiendo el
motor–, deja nada más voy a pedirle a la secretaria un vale para el
diésel, en lo que carga aire esta chingadera, y nos vamos.

Desde Lagos de Moreno Bigotes viene soltando el camión en neu-


tral en todas las bajadas. Con gesto de piloto de batalla aérea reba-
sa cualquier vehículo que se le pone enfrente y activa el escanda­loso
freno de motor antes de las curvas. También lo usa para irritar a

58
GUSTAVO FRANCO

conductores distraídos. Sube y baja el interruptor dos o tres veces


y acelera, liberando los estruendos sucesivos del aire que escapa
de los pistones. Lo noto alterado y concentrado. Metido en el ca-
mino, en las revoluciones y los cambios que hay que hacer para
que los descensos a exceso de velocidad y con un grueso tonelaje
se sientan tan suaves como un vals, como una pluma en caída libre
que esquiva las hojas sueltas del otoño.
Los únicos tramos en que se modera son al atravesar León y
Silao, por el tráfico urbano. Pero nomás entrando a la carretera, le
pisa sin reparo. Veinte kilómetros antes de Irapuato nos desviamos
por una terracería que, después de pasar un pequeño poblado, nos
condujo hasta la entrada de unos invernaderos de extensiones des-
comunales. Decenas de hileras de estructuras metálicas forradas
con plástico o malla-sombra para proteger los diversos cultivos que
producen estos clientes que, al ver el tamaño de la empresa, creo
que pueden llegar a ser muy importantes para nosotros. Por eso
mismo me mandaron en el tráiler, para que no haya fallas en la
entrega, porque es el primer pedido que hacen, y siempre hay que
dar buena impresión desde el principio.
En la caseta de seguridad el guardia nos indica que al fondo del
camino están las oficinas, que ya casi van a salir y que nos acer-
quemos antes de que nos cierren. Afuera de la oficina hay una fila
de camiones que esperan ser descargados. Nos estacionamos de-
trás del último y bajo para hablar con un ingeniero, encargado del
lugar, quien me informa que, en efecto, el día de hoy va a resultar
casi imposible descargarnos, por todos los que aguardan antes que
nosotros. Que es nuestra decisión si queremos hacer cola para ver
si acaso salimos hoy o, mejor, regresar mañana antes de las diez
para salir temprano, porque más tarde la fila empieza a crecer y no
nos vaya a pasar que nos tengamos que quedar otro día más. Bigo-
tes, desconfiado por la inseguridad de la zona, no quiere aceptar la
propuesta del ingeniero de dejar la caja seca dentro de las instala-
ciones de la agrícola. Esperamos sin sentido hasta iniciado el oca-
so. Muy tarde nos resignamos a que no nos van a descargar y el
hambre nos hace salir de nuevo a la carretera. De regreso a Silao,
decide ir a cenar a otra cachimba, esta vez sin avisarme. Sólo nos
estacionamos. Encima de la puerta de la entrada hay un rótulo es-

59
CUENTO

tridente en el que se lee La Cariñosa. Una vez adentro pedimos un


plato de bistec para cada uno, y antes de que lo sirvieran, sale apu-
rado por una puerta posterior, opuesta a la que usamos como entrada.
Tarda unos cuantos minutos en regresar, menos de lo que se de­mo­
ran en traer los platos. No habíamos comido, traemos el hambre
a­tra­sada y no pasan ni quince minutos entre que llega la comida a
la mesa y nos la terminamos.
–Hace mucho que no te veía por acá, viejo loco –profiere una
mujer de facha castigada y ojos marchitos, al tiempo que se acerca
a la mesa y se dirige al chofer que no la reconoce a primera vista,
pero la mira con ganas de acordarse de que hace algún tiempo lu-
cía mucho más bella.
–Quisiera recordar bien la vez que te fuiste conmigo para La
Yola.
–Si me invitas de tu loquera hoy me voy contigo otra vez. Ya
sabes.
El lugar me provoca desconfianza. Rebosa de una vibra retor-
cida. Le pido que me lleve a algún hotel y tal vez ahí sea un lugar
seguro para estacionar el tráiler. Salimos de La Cariñosa y no pue-
do decir que con buen sabor de boca. Ahora sólo quiero dormir.
Bigotes lleva colgada de un brazo una bolsa con varios botes de
cerveza y del otro, el brazo de su acompañante, de quien es proba-
ble ni siquiera recuerda su nombre.
En pocos minutos llegamos a un hotel aislado entre los mato-
rrales que rodean la carretera. Gran Sol Auto-hotel, dice el muro
frontal. La entrada es un pasillo para coches entre dos bardas con
forma ondulada que impiden la visibilidad interna desde el exte-
rior. La salida es igual, pero del otro lado del muro. Cuando se de­
tiene el vehículo afuera del hotel me perfilo directo a la recepción,
pero es una ventanilla para atenderte en tu auto. Él me alcanza y
pregunta por el interfón si hay lugar confiable donde pueda que-
darse el tráiler. Sale un joven de la inescrutable recepción y con-
testa que puede caber bien en un espacio entre el muro frontal y la
carretera, que es amplio y está siendo captado por cámaras de vi-
gilancia todo el tiempo. Si ven algo sospechoso no dudará en avi-
sarnos. Entonces Bigotes acomoda la caja frente a las lentes y des­pega
el tractor, que entra a la perfección en el pasillo ondulado. Así es que

60
GUSTAVO FRANCO

lo mete para sentirse más protegido. Yo me voy al cuarto doce y me


duermo. Él se queda en el camarote con la dama que lo acompaña.
Despierto con el timbre del teléfono. Contesto y batallo para
entender lo que me decía el joven de la recepción. Me advierte que
vio por la pantalla a unos tipos que abrieron la puerta de la caja
seca y que ahí están ahora hurgando en la carga. Cuando al fin com-
prendo bien me lanzo de inmediato para afuera. Golpeo el vidrio
del tractor tan fuerte que rápido se abre la puerta y una niebla den-
sa sale del interior. Se exhibe la mujer desnuda con rostro de que
tampoco puede recordar su nombre. Bigotes se pone el pantalón y
baja preguntándome qué pasa. Le grito que hay unos malandros
abriendo la caja seca. De la puertita lateral saca una cadena pesada
y un bate que me presta para hacerles frente. Enfurecido rodea el
muro y lo sigo. Nos aproximamos y les gritamos maldiciones.
Pero retrocedemos pronto al notar que uno de ellos trae una pisto-
la en la mano y nos exige que nos metamos. Regresamos al res-
guardo de los muros y Bigotes les grita que solo son cajas vacías,
que no traen nada y que le va a hablar a la patrulla. Le pide al re-
cepcionista que marque a la policía para que venga y se los lleve.
Salimos y hay dos rejas de plástico tiradas en el suelo. La policía
nuca se aparece, aunque tampoco se robaron nada. El chofer me
dice que va a seguir en lo que estaba. Estoy asustado y tardo un
rato en retomar el sueño, pero al fin lo logro.

La mañana se me está yendo entre las cortinas que oscurecen la


habitación. Las abro y el sol se mete a llenar el interior. Miro el
reloj y me sorprendo lo tarde que es. Ya tendríamos que haber sa-
lido. Me meto a la ducha de inmediato y pronto estoy listo y a­fue­ra
en busca de Bigotes, que ya regresa de darle un aventón a su ami-
ga y veo que está montándole la caja a la quinta rueda. La conecta.
La asegura. Nos subimos y nos vamos. Otra vez en marcha hacia
los invernaderos. Al llegar ya hay cinco termos en la fila. Nos es-
tacionamos y toma otra vez su foco. Lo calienta para ver si le pue-
de sacar algo, pero sale ya muy poco humo. Para ver si se apena le
comento que no fume eso aquí porque alguien lo iba a oler. Me
aclara con antipatía que no le importa y no necesita saber la opi-
nión que tengan los demás. Limpia al bulbo con su trapito y otra

61
CUENTO

vez lo guarda. Saca una revista y una pluma para resolver sus cru-
cigramas. Hemos pasado como dos horas en silencio, hasta que
llega el ingeniero y nos pide que nos perfilemos en las calles fren-
te a las puertas de los invernaderos, para ir moviendo el camión y
descargar una tarima por cada caseta. Bigotes acepta de mala gana
y reniega cada vez que le piden que se mueva a la siguiente esta-
ción donde un grupo de cuatro chavos descargan las rejas de corte
para las próximas cosechas. Veintidós son las tarimas que vienen
en la caja seca, y veintidós veces reniega. Prende el motor, llena
los tanques del aire y lo coloca unos metros más adelante. La cau-
sa de su enojo: dice que le molesta que lo interrumpan cuando res­
ponde uno de los crucigramas, en los que se enreda para resol­verlos,
pero no es capaz de terminarlos.
Descargan la última tarima y nos retiramos inmediatamente
después de que me firman el recibo de las rejas. Lo debo entregar
en la fábrica al regresar. Le pido a Bigotes que me acerque a algún
lugar dónde pueda encontrar un autobús para regresar a mi hogar,
pero se niega. Me dice, con agria actitud, que él ya quiere llegar a
Aguascalientes y no se va a detener. Está muy alterado y repite
algo entre dientes sin parar. No descifro lo que dice, más percibo
la preocupación que demuestra en su mirada doblegada.
–Acércame a la Central, por favor.
–Te sale más barato irte de Aguascalientes y yo ya quiero lle-
gar para descubrir quién está con mi mujer cuando no estoy. No
me voy a parar –no deja de cuchichear improperios. Sus ojeras se
acentuaron y la piel y los labios están partidos de resequedad. Tra-
to de dormir en el camarote, pero los murmullos no paran. Hasta
que, en algún punto del trayecto, un enjambre de odonatos atravie-
sa la carretera y estrellan su existencia de forma involuntaria en el
parabrisas, el cofre y la parrilla. Uno enorme queda embarrado al
centro del vidrio, en el destino exacto de la mirada del conductor.
Sobre la superficie transparente se dibuja una perfecta figura ala-
da, aplanada por el impacto, y él la observa y yo noto una chispa
extraña que enciende sus ojos perdidos que parecen naufragar en-
tre recuerdos. Aterrorizado, suelta los gemidos de un amargo y
doloroso llanto. Papá, papá, repite sin cesar.
Se estaciona como puede, frente a una gasolinera, bloqueando

62
GUSTAVO FRANCO

su salida. Las manos se le paralizan, como casi todo su cuerpo.


Algún oculto remordimiento lo hace implorar perdón, sus ojos se
quiebran entre lágrimas. Mi reacción es temerosa. No tengo idea de
qué hacer para ayudarlo, y escucho el claxon de alguien que quie­re
salir de la gasolinera. El chofer de un thorton espera que se mue­va,
pero Bigotes está perdido. Salgo del tráiler y le pido ayuda. Cuan-
do lo ve imagina qué le pasa.
–Anda bien calandraco –me dice–, le pegó duro la malilla.
Cómprale un litro de leche y que se lo tome completo para que se
aliviane –acomoda el tráiler y se va.
Hay una tienda junto a la gasolinera. Se lo compro. Lo abro y
se lo doy. Lo bebe con gran ansiedad. Se empina la caja de cartón,
empapa sus bigotes y los remoja con el níveo encanto de la leche.
La ingiere y se le desliza como hilos por su cuello y sus mejillas,
se mete en sus fosas nasales como una fresca caricia que le remoza
el aire. Largos tragos de líquido materno lo confortan, se derraman
en su ser y le dan consuelo. Lavan los recuerdos, vuelve la sonrisa,
se le revierten los rasguños del espíritu, entre sorbos de bebida
nutritiva que le regresa la cordura, la voluntad y el placer vital.
Para que pueda llegar a casa, una vez más, como un rey.

63
Andrea Chapela

Noventa por ciento real

Error. Realidad a un 90 %

Parpadeo, pero el mensaje todavía está flotando contra el techo.


Probablemente tardará algunos minutos en desaparecer, sobre todo
si tengo un problema con mi telón sensorial. Pero, ¿sólo 90 %?
Chale. He esperado un reality glitch durante meses y cuando pasa,
me toca 90 %.
Igual podría ser peor. Con 30 % o menos lo mejor es ni siquie-
ra salir de la cama y reinstalar directamente, pasar en blanco, ya
mañana será otro día. Yo esperaba más bien un sync del 50 %. Con
eso pueden suceder cosas maravillosas o terribles, es una apuesta.
Puedes llegar a volar, ganarte la lotería, encontrar una puerta hacia
un universo paralelo, pero chance te devora un perro gigante o te
capturan extraterrestres que sólo hablan francés. Pero un 90 % es
una chingadera. Primero la interface no funciona como debe, así
que nada de análisis telemétricos al segundo, ningún despliegue
de ventanas inteligentes, sólo la realidad con pequeños saltos lógi-
cos, leyes de la física que casi funcionan, aquí y allá fallos, pero
son prosaicos, nada que se acerque a la ficción.
Pero no voy a reiniciar. Es peligroso, en el curso de iniciación
nos dijeron que uno puede perder cachos de recuerdos y no voy a
desperdiciar mi primer error desde que Carlos se fue. Cada vez pa­
san menos seguido y yo he esperado uno desde hace tiempo.
Parpadeo hasta que las letras desaparecen y salgo de la cama. En
la cocina encuentro a Dálmata acostado en su lugar de siempre, el
rincón en el que pega el sol a las nueve de la mañana, ronroneando

64
ANDREA CHAPELA

tranquilo. Él no puede saber que para mí, en vez de ser un gato pin-
to, ahora es verde eléctrico. Se desenrosca cuando me oye entrar y
luego se detiene confundido. Me mira fijamente. Sabe que algo está
mal, pero no entiende por qué yo no lo acaricio. Maúlla. Le abro una
lata de atún, como para disculparme. Enciendo la cafetera. Suelta un
pitido agudo que se me mete hasta lo más profundo del cerebro e
incluso siento escalofríos mentales cuando el te­­lón sensorial se es-
tremece. El sonido es normal. Los escalofríos no lo son.
Dálmata termina de comer y se acerca a mí. Se restriega contra
mis tobillos antes de soltar un pequeño maullido y transformarse
en una serpiente. Suelta un siseo, se arrastra hasta volver al rincón
soleado donde se enrosca verde y reptil. ¿Habrá sentido el cambio
de naturaleza? ¿Tendrá ahora dudas existenciales sobre quién es
realmente, si el ser un gato es parte de su naturaleza o si puede
seguir siendo lo que es a pesar de la transformación? Bosteza antes
de cerrar sus párpados dobles y dormirse.
Bebo un sorbo del café con leche. Me gustaría que el sabor a
quemado fuera un error, pero es una incómoda y diaria realidad.
La cafetera está a punto de morir y no sé cómo arreglarla. Desde
hace días que tiene este zumbido terrible, parece que sufre, es un
zumbido moribundo, estoy segura. No es la primera vez que le
pasa, pero antes Carlos se ocupaba de esas cosas, de la agonía de
mi cafetera o del lavatrastes que a veces decide que no puede
funcionar más y empapa el suelo de la cocina. Dálmata no lo so-
porta.
Pero me termino el café porque viviendo con Carlos me acos-
tumbré a beber una taza al despertar. Era su costumbre, y a mí me
pareció siempre muy adulto eso de despertarse, hacer café, sentarse
a hablar mientras se revisa el estado del mundo en la red. Muy adul-
to, muy civilizado, muy irreal. Al final no significaba ni madres.
Llamo a mi supervisor para avisar que no puedo ir a trabajar.
Mientras hablo, acaricio a Dálmata, sus escamas verdes son suaves,
como si estuvieran cubiertas de pelo. Es una sensación extraña,
pero no desagradable. Mi supervisor me dice que me quede en casa
y espere a que el telón se repare. Pero uno no puede desaprovechar
los errores de realidad. Cualquier cosa puede pasar allá afuera. Su-
pongo que tengo algunas horas antes de que el telón sen­sorial se

65
CUENTO

arregle. No me voy a perder pasear, recorrer la ciudad, ver qué me


encuentro.
Salgo del departamento. Afuera el sol brilla amarillo, el cielo
es el azul clarito, típico del otoño en la Ciudad de México, y el
edificio todavía es de ladrillos naranjas, como el resto de la uni-
dad. Ningún otro cambio de color, entonces. A mi mejor amiga le
pasó una vez con un sync del 70 % que todos los colores se le re-
volvieron. Tuvo cambios inesperados, llegó a verlo todo en sepia,
en blanco y negro, en negativo. Terminó por reiniciar.
Al cruzar el estacionamiento me sorprende ver el Focus de Car-
los estacionado entre los demás y me detengo frente a él. Carlos lo
vendió cuando nos mudamos juntos, pero el coche está en muchos
recuerdos de los primeros años de nuestra relación. Recuerdo ver-
lo por la ventana, estacionado afuera de mi edificio cuando venía
a recogerme después del trabajo, o ese viaje a Michoacán en el que
nos perdimos y terminamos pasando la noche parados detrás de la
casa de una señora sin saber que la playa estaba muy cerca. Los
recuerdos me duelen en el estómago sobre todo porque se sienten
lejanos, como si le pertenecieran a alguien más.
En la reja me encuentro con el poli comiendo una torta de ta-
mal. Por impulso busco la ventana de datos junto a su cabeza y no
verla me despista. Termino mirándolo a los ojos porque no sé a
dónde más ver. No tengo cómo saber su nombre, su edad, cuánto
tiempo lleva de su turno o cualquier otra parte de su información
pública. Un efecto secundario molesto, pero no desalentador.
­–Uy ¿un día roto, güerita? –dice entre mordidas echando una
ojeada al monitor frente a él, donde puedo ver mi fotografía. La
torta huele fuerte, como si la tuviera debajo de la nariz o directa-
mente metida en la cabeza.
Le sonrío con pena, se me había olvidado que sí estoy produ-
ciendo telemétrica y todos pueden ver el error.
–Sí, poli. Pero es pequeñito.
–Pues tenga cuidado. A mí esas cosas no me gustan, pero mi
nieta sí está conectada. Yo le dije que tuviera cuidado, que no se
anduviera con tonterías, pero hace algunas semanas tuvo que rei-
niciar y fue un desastre. Ya sabe usted como es la burocracia.
–Sí, poli. Oiga, una pregunta, el Focus verde, ¿de quién es?

66
ANDREA CHAPELA

―¿Qué Focus, güerita?


Me vuelvo. El Focus verde ya no está. Los glitch de memoria son
errores menos comunes, pero con mi actual estado emocional no me
extraña que aparezcan. No estoy segura si la posibilidad de que otros
remanentes de mis recuerdos se presenten me da miedo o emoción.
Camino hasta Acoxpa, y aunque no hay murciélagos saliendo
de las alcantarillas o agujeros en los muros, hay algo distinto. Sólo
que no sé qué es. En el trayecto hasta Tlalpan compro un vaso de
mango con chile. No tengo alteraciones de sabor. El mango sabe al
mango picosito de siempre. Los cruces de sabor son lo peor. No
hay nada más desagradable que probar un mago y que sepa a bis-
tec o a chilaquiles o a plátanos con crema.
La avenida está llenísima, pero eso es normal a las diez de la
mañana. No quiero tomar un micro porque el día está bonito y no
se me va la cosquilla de que algo está raro. Cuando subo al puente
peatonal me detengo a la mitad y desde la altura veo a los peseros
pasar lentamente. Alguien baja la ventana y lanza un vaso hacia la
calle. Hace una curva perfecta antes de golpear el suelo y despa-
rramar su contenido. Me fijo, porque se mantiene suspendido en el
aire por segundos y después cae en cámara lenta. Eso es lo raro. La
ciudad está sucia. Hay basura en las coladeras, acumulada contra
las paredes: vasos, papeles, pósteres políticos viejos y nuevos, res-
tos de comida a media descomposición. Con mis filtros caídos, la
ciudad pulcra a la que estoy acostumbrada desapareció y me en-
cuentro mirando el esmog por primera vez en años. No lo había
extrañado ni tantito.
Me subo al tren ligero en Estadio Azteca. El vagón va un po-
quito lleno y mejor me quedo cerca de una de las ventanas para ver
los nuevos grafitis que el telón siempre me ocultaba. Cerca de Di-
visión del Norte pasamos por uno que parece un mosaico, todas
las piezas de colores distintos forman la imagen de un ajolote, sus
branquias rosas se levantan como peinado punk y sonríe con su
cara infantil. Hace unos años un grupo de conservación lo tomó
como símbolo. Está tan bonito que voy a cambiar la configuración
de mis filtros para poder verlo.
Estos días no uso mucho el tren ligero. Lo usaba más antes, por-
que Carlos y yo íbamos todos los fines de semana de paseo al Cen-

67
CUENTO

tro en busca de nuevos restaurantes, nuevas calles dedicadas a


vestidos de novia o al papel o electrodomésticos de décadas pasa-
das o a zapatos de cuero. Pero he evitado ir desde que se fue. Sien-
to que por todas partes me voy a encontrar su recuerdo y ahora
encontrarlo es una posibilidad real. El tren ligero se detiene. ¿De-
bería regresar a casa? Cuando las puertas se abren, me quedo don-
de estoy.
Me prometí a mí misma que poco a poco iba a recuperar todos
esos lugares en la ciudad que conocimos juntos, iba a hacerlos míos
de nuevo. Carlos y yo teníamos un plan para la próxima vez que
alguno de los dos tuviera un día roto. Habíamos acordado que quien
tuviera la sincronización completa pediría el día y nos iríamos a
recorrer el Centro para comparar percepciones. Caminaríamos del
Zócalo hasta Bellas Artes y dependiendo de qué en­contráramos, iría-
mos hasta el mercado de San Juan. Así que iré a caminar al Centro,
a pasear por las calles adoquinadas entre los edificios coloniales
convertidos en tiendas de ropa y cafeterías. Su ausencia o su pre-
sencia no me detendrán.
Me bajo en Taxqueña y al pasar los torniquetes, el mío se siente
pegajoso. No pegajoso normal, como si alguien lo hubiera emba-
rrado de dulce, sino pegajoso como si fuera un caracol que expu­lsa
baba. Quiero regresarme a tocarlo, pero la gente cambiando de
transporte me aleja. Me miro la falda a ver si quedó alguna mancha
de baba de torniquete, pero no hay ningún rastro. Dejo que la gen-
te me arrastre de una salida a otra. Metro Taxqueña es la misma
cosa de siempre: las mismas colas para ponerle dinero a las tarje-
tas, los torniquetes de metal no babosos, las escaleras pandeadas y
con brillo de tantas pisadas. Sí, hay un brillo especial, como si
todo tuviera una luz por debajo, como si lo hubieran pulido tanto
que de pronto desenterraron luces. Camino despacio con la mirada
fija en las baldosas, pero no logro entender si el piso está recién
pulido o es una cosa mía.
El metro llega justo cuando voy bajando la escalera. Me apuro
para subirme, pero la puerta se cierra en mi cara y veo cómo se
aleja. Me hubiera gustado que se transformara en el gusano naran-
ja que llenaba mis pesadillas de niña, pero eso probablemente pasa
con un error del 50 %. Estoy esperando el siguiente apoyada en la

68
ANDREA CHAPELA

pared cuando se me tapan los oídos. Es como subirse a un avión,


pero sin el dolor. Abro y cierro la boca para ver si se destapan
cuando el estruendo del siguiente metro me golpea. Puedo sentir
las ondas de sonido en la piel, como si me cubriera una tela muy
gruesa, una tela hecha de fibras de vidrio y las fibras se me pegan
a los brazos y se sienten tan brillantes porque están duras y frías.
No estoy segura cómo explicarlo. Más que un sonido o una sensa-
ción es una ola que me envuelve y entonces el metro se detiene,
abre sus puertas, mis oídos se destapan y los hilos de vidrio se
escurren y me sueltan.
Me detengo en la entrada hasta que un vendedor de música me
empuja justo antes de que las puertas se cierren. Lleva una bocina
pegada al estómago, o más bien fusionada, pero no sé si es un error
mío o sólo nuevas actualizaciones corporales. El interior del metro
de un color entre crema y verde tiene una atmósfera pesada, casi
húmeda, como si fueran las seis de la tarde en un día de primavera
caliente, con el metro a reventar. Es la primera vez en mi vida que
agradezco esa suavidad a mi alrededor.
Camino hasta el primer vagón que desde hace décadas es el
“de mujeres” y me cruzo con un chavo en dirección contraria. De
paso, casi por costumbre, intercambiamos una mirada. Por un mo-
mento creo que es la ausencia de la ventana lo que me sorprende,
pero muy tarde entiendo que me recuerda a Carlos. Me giro bus-
cándolo. El metro está llegando a Ermita y el muchacho espera
junto a la puerta. Apenas veo su perfil, pero lo que me llena los
ojos de lágrimas es el saco verde de pana. Ese saco que estaba
siempre sobre el sillón, porque Carlos se lo quitaba en cuanto lle-
gaba a casa, y lo tiraba allí, aunque sabía que me molestaba verlo
fuera de lugar. Era su saco favorito, que se había comprado en
Japón y que estaba ya tan gastado que en los codos las líneas de
pana habían desaparecido. Se baja cuando el tren se detiene y des-
aparece entre la gente en el andén. Me fijo en el ícono de la esta-
ción, la iglesia con fondo dorado y azul. Esta era la estación donde
nos encontrábamos cuando yo todavía vivía en Mixcoac. Muchas
veces me bajaba del metro para encontrarlo ya en el andén, leyen-
do un libro y esperándome. Cerca de aquí también están las ofici-
nas donde tomamos el curso de iniciación, cuando la tecnología de

69
CUENTO

ampliación de la realidad no había llegado a México, pero ya exis-


tía en Asia.
Creo que ese curso ya no es obligatorio, ahora sólo firmas un
contrato de servicios. Acompañé a Carlos cuando estábamos en el
último año de la carrera. Entonces éramos sólo amigos. Él siempre
fue un clavado de todo lo que tenía que ver con la tecnología. Se
le metió la idea del curso porque desde hacía meses que corrían
rumores en foros de Internet sobre los avances que Japón había
hecho en los dispositivos cerebrales de sincronización. Según
ellos la tecnología estaba a pocos años de salir al mercado.
­–Eso es el futuro. Deberíamos ir al curso, ver cómo es –me dijo
un día que estábamos sentados en las Islas, cerca de la Biblioteca
Central, comiendo papas con salsa, de esas de carrito. –Google ya
sabe todo, dónde estamos, qué nos gusta hacer, cómo se ve el es-
pacio alrededor nuestro, sabe lo que comemos, qué desayuna-
mos… Nada de tener que estarle dando información, si tienes tu
realidad ampliada, el telón puede darte recomendaciones en tiem-
po real, hacer copias de seguridad, puedes personalizar lo que ves.
Me chupé los dedos, pero mis uñas seguían rojas. ¿Cambiarían
esas cosas? ¿Podríamos tener una versión de la realidad más lim-
pia? ¿Podría nunca volver a tener las uñas rojas después de comer
salsa? ¿Querríamos?
Fuimos al curso y después de eso, tal vez por eso, Carlos se ganó
un lugar como beta tester en un concurso. Agarró sus cosas y se
fue a Tokio a probar las últimas actualizaciones. Al principio me
escribía de vez en cuando, pero después de un tiempo dejó de ha-
cerlo. Yo estaba ocupada con la tesis y consiguiendo un trabajo
para salirme de casa de mis papás. No volvimos a vernos hasta
cuatro años después, cuando él volvió a México. Ya no era un co-
nejillo de indias para la compañía, sino un empleado de alto rango
que venía con el equipo a cargo de la instalación en Latinoamérica.
Nos encontramos en la casa de unos amigos en común; unos
días después descubrimos en un bar de la Condesa que todavía nos
reíamos de los mismos chistes; a la semana en Coyoacán nos acor-
damos por horas de los años en la universidad, mientras nos tomá-
bamos un café, y poco a poco dejamos de hablar del pasado para
hablar del presente y pensar en el futuro. Comenzamos a salir. Me

70
ANDREA CHAPELA

hice la operación sensorial. Nos mudamos juntos. Mis novelas se


mezclaron con sus manuales de uso, encontramos un equilibrio y
aprendí a reírme cuando, en días lluviosos, abría la puerta del bal-
cón y se paraba bajo la lluvia sin paraguas y me decía cómo con
los filtros de prueba sentía la lluvia de forma distinta. Una vez me
dijo que podía distinguir la silueta de los volcanes como si brilla-
ran entre las nubes oscuras. De vez en cuando probaba filtros carí-
simos de baja duración, que aún no habían salido al mercado.
Después de cada uno siempre decía que con el telón nos habían
quitado el peso de todas las preguntas epistemológicas, recordán-
dome esa clase de filosofía donde nos habíamos conocido. ¿Qué es
la realidad? ¿Dónde está? ¿Es la realidad personal? Todas tenían
respuesta ahora.
Pero hace cuatro meses él se fue de nuevo. Me lo dijo la última
vez que estuvimos en el Centro. Como en otros paseos habíamos
tomado turnos para decidir qué hacer y estábamos descansando
antes de volver a casa. O eso pensaba yo. Él llevaba todo el día
tomando valor para decirme que había aceptado regresar a Japón.
No sabía cuándo volvería. Mi confusión y enfado lo sorprendieron.
–Pero si esto no funciona desde hace meses –me dijo.
¿En serio? Los dos trabajábamos muchas horas, siempre se que­
jaba de lo poco que nos veíamos y hace tiempo que él sentía que e­s­
tábamos en una rutina, que estaba estancado en México, que quería
volver a Asia. La explicación cambiaba, pero no la conclusión. Yo
no había sentido nada de eso, pensaba que estábamos bien, que así
se sentía compartir la vida. Esa noche hizo dos maletas y se fue.
Después me asaltaron nuevas preguntas filosóficas. ¿Habíamos vi-
vido la misma relación? ¿Había sido real o sólo mi percepción
personal? ¿Cuánto había filtrado sus molestias, su insatisfacción?
¿Por qué no hubo un aviso para saber cuándo nuestras versiones
de la realidad eran ya tan diferentes que se habían vuelto incompa-
tibles?
En el metro rumbo al Zócalo, viendo pasar la Calzada de Tlal-
pan, la ciudad gris y sucia que ya había olvidado, esos días de ha-
blar con él me parecen muy lejanos. Toda mi vida con él me
parece muy lejana entre los sonidos de electromariachi, gringo-
cumbia y rock en español, de vendedores de plumones, de lámpa-

71
CUENTO

ras y chicles, de conversaciones inalámbricas, entre los anuncios


de las ventanas del metro que aparecen, desaparecen con estática.
Después de San Antonio Abad, cuando el metro se hunde en la
tierra y entra al túnel, siento que mis calcetines están mojados, como
si el vagón hubiera comenzado a llenarse de agua, nos estuviéra-
mos hundiendo, el lago de Texcoco estuviera reconquistando las
profundidades y hubiera comenzado a colarse en el vagón, pero al
mirar alrededor, no veo nada de agua. La humedad de primavera
desapareció hace varias estaciones, pero los calcetines mojados
me acompañan cuando me bajo en el Zócalo y salgo de la estación.
Me recibe un clima totalmente distinto, como si la hora de via-
je me hubiera llevado a otro mundo donde el cielo lleva encapota-
do todo el día y sopla un viento helado. Parece que va a llover.
Pero los cambios de clima no tienen nada de raro en la Ciudad de
México, y menos ahora que vivimos en el cambio climático.
Para ir a mi heladería favorita en Gante, tomo 5 de Mayo. La
última modificación del gobierno fue hacer peatonales las siete
cuadras que van del Zócalo a Bellas Artes. De eso hace unos vein-
te años. Pero por lo demás, la avenida no ha cambiado de las foto-
grafías del siglo pasado, aquí siguen sus edificios coloniales de
piedra negra con sus hileras de balcones y ventanas francesas.
Camino dos cuadras mirando las fachadas, buscando qué co-
mercios han cambiado, cuáles han desaparecido. La calle está casi
vacía, una pareja camina de la mano, unos adolescentes vestidos
de negro aplauden y gritan mientras intercambian unos lentes de
inmersión; el organillero al fondo está tocando, pero no puedo oír
la música. Estoy caminando hacia él cuando me siento rodeada de
gente, asfixiada entre cuerpos y cuerpos. Camino más rápido para
tratar de escapar de la sensación residual. Tal vez es un momento
del 15 de septiembre o de una marcha o de un concierto que se guar­
dó en la memoria colectiva.
La sensación disminuye poco a poco. Me detengo en la siguien­
te esquina y observo las tres botargas que caminan hacia mí. Enca-
beza la escena un Mario Bros borracho que se tambalea, detrás de
él un Mickey Mouse brinda con Cri Cri. Nunca me han gustado las
botargas. A Carlos le daba risa mi aversión. Le expliqué muchas
veces que me parecen desagradables porque no puedo evitar pen-

72
ANDREA CHAPELA

sar que esos peluches gigantes tienen vida propia y que las perso-
nas adentro ya se murieron de calor y la piel pachoncita absorbió
los cadáveres.
Estoy por llegar a Gante cuando me los encuentro de nuevo.
Salen de una bocacalle. El Mario está más borracho, se apoya en
Cri Cri para caminar mientras Mickey los sigue llevando una ca-
guama. Miro sobre mi hombro para buscar a los que vi antes, pero
la calle está vacía. ¿Es un error, una repetición, una imagen en
loop o es real? Uno de los problemas de tener un error de trasfe-
rencia en la Ciudad de México es que nunca puedes estar segura.
Una amiga me dijo una vez que en otros lugares es más fácil dis-
tinguir las alteraciones, pero aquí, rodeados de cruces lógicos y
pequeños sinsentidos típicos a causa de recortes en el presupuesto
(real o virtual), es difícil estar seguro.
Cuando doy la vuelta en Gante los reconozco a lo lejos, del
otro lado de la calle. No están solos, Carlos está allí también. Es
fácil distinguirlo porque este glitch es casi el calco de un recuerdo.
Mario toma a Mickey del brazo y comienza a dar vueltas hasta que
el ratón cae al suelo, pero esto no interrumpe la conversación de
Cri Cri y Carlos. Es una imagen idéntica a otra, de hace muchos
años, cuando Carlos, cansado de mi desagrado, me apostó que po-
día pasar diez minutos hablando con la siguiente botarga que vié-
ramos para comprobarme que todo estaba bien. En República de
Venezuela nos encontramos con un Cri Cri y Carlos se detuvo a
hablarle. Seguí de largo incapaz de detener la risa y los observé
desde la esquina, roja de vergüenza. No sé qué esperaba compro-
barme, mis sentimientos no se modificaron a pesar de que me ac-
tuó la conversación entera, pero él era así, siempre intentaba que
cambiara de opinión. Creía que podía ser menos supersticiosa, más
práctica, y eso me hacía sentir que tenía potencial, que él creía en
mí. Ahora ya no estoy tan segura.
Puedo ver la puerta de la heladería cuando se suelta el aguace-
ro. Al caer las primeras gotas, se alza un olor dulzón por toda la
calle. En vez de correr a refugiarme, saco la lengua para probar.
No es la mejor idea, con la lluvia ácida el sabor sí es dulce, pero
rancio, como un dulce demasiado dulce y demasiado viejo. Se me
revuelve el estómago.

73
CUENTO

Al entrar a la heladería, me quito la chamarra y me acomodo el


cabello. Está pegajoso y me da más asco. Pero para cuando me
siento en la mesa a comer un helado de higo con mezcal, mi cabe-
llo está seco y se siente normal. Podía ser una corrección normal o
un nuevo fallo, lo que sea, lo agradezco. La mesa da a la ventana
y puedo ver a la gente huyendo de la lluvia. Carlos me trajo a esta
heladería cuando recién abrió. Sus sabores de helados tenían nom-
bres como Beso de Novia, Lágrimas de Tláloc y Pétalos de Jaca-
randa, y eran tantos que me empeñé en pasar cada vez que ve­nía­mos
al centro a probar uno distinto. Este de higo con mezcal se llama
"Una bola y nos vamos". Lo elegí porque no lo había probado,
porque puedo continuar con algunos de mis rituales. Esa ha sido
mi estrategia en los últimos meses. Reconstruir mi rutina, colocar
nuevos filtros, hacer pequeños cambios, redescubrir mi lado de la
cama, cómo guardar mi ropa, a qué horas comer. Sólo el hábito de
beber café es uno que no he elegido, porque a pesar del sabor ho-
rrible, mi cuerpo me lo pide, pero está bien, porque ahora le pongo
leche y azúcar sin que nadie me critique. Unas por otras.
Carlos siempre ordenaba helado de vainilla cuando veníamos,
pero de vainilla en serio, mexicana de verdad, decía, como si no
fuera la opción más aburrida. Mírale los puntitos negros, así sabes
que es de buena calidad, que sí viene de un tlitxochit, por eso es
tan bueno. Decía lo mismo todas las veces antes de pagar, aunque
nadie le ponía atención. ¿Por qué me parecía fascinante? ¿Por qué
no podía dejar de escucharlo, de seguir sus consejos?
Tal vez era porque Carlos sabía lo que quería perfectamente:
cómo debía ser su realidad, cuál era el trabajo de sus sueños, cómo
le gustaba tomar café, qué sabor de helado quería y por qué. Lo
más importante era eso último, las razones firmes, que incluso po-
día verbalizar. Se movía por la vida con tanta seguridad que me la
contagiaba, me hacía creer que yo también sabía exactamente qué
quería: un telón sensorial, una vida con él, beber café por la maña-
na. Y tengo que admitir que de todo lo que me presentó, sólo me
arrepiento del café.
Miro hacia el mostrador y allí está, conjurado por mis recuer-
dos, echándole un choro sobre la vainilla a la dependiente, pero
sólo dura un momento, parpadeo y ya no está. Me queda sólo el

74
ANDREA CHAPELA

rumor de su voz, y a pesar de que ahora me parece pedante, el eco


me entristece.
Era obvio que después de cuatro años y medio de convivencia
quedarían residuos de él, pero nunca esperé encontrar tantas ma-
neras de extrañarlo. No necesito errores para que mi mente conju-
re su voz o sus pisadas por el cuarto. A veces es sábado por la tarde
y le hablo en voz alta esperando una respuesta y el departamento
se llena de un silencio tan pesado que me ahoga. Estos primeros
meses extrañé platicarle mi día al llegar, pasear los domingos por
la ciudad, pelear con él por el lavatrastes que nunca arreglaba bien,
darme la vuelta por la noche y encontrarlo allí. Sobre todo extraño
la certeza que sentía a su alrededor, creernos cercanos, pensar que
lo conocía, que lo entendía. Hace dos meses, en una tarde lluviosa,
tomé uno de los archivos de prueba que se le habían olvidado y bajé
uno de esos filtros de corta duración. Me senté en el balcón bajo la
lluvia, quería sentir lo que él me había descrito tantas veces. Busqué
los volcanes en el horizonte, pero aunque estuve allí hasta que el
filtro se disolvió, no fui capaz de verlos.
Voy a la mitad del helado cuando deja de llover y salgo para
comerlo rumbo a Bellas Artes. Al cruzar la puerta, el sabor del hela-
do cambia. Tomo una cucharada. Un segundo saboreo el higo y al
siguiente sabe a sopa de verduras. Caliente y con gusto a pollo. Me
detiene en seco. Tomo otra cucharada sólo para asegurarme. Sí,
caldo de pollo con verduras. Qué asco. Busco un basurero, pero no
hay ninguno en toda la calle. Finalmente entro en una taquería
para deshacerme del vasito.
Al llegar a Eje Central me detengo. Bellas Artes está intacta,
nada de luces, nada de colores. El semáforo cambia y cruzo la ca-
lle. Antes de llegar al otro lado un coletazo pasa debajo de mis
pies. La calle se remueve, como si una serpiente hubiera pasado, y
se queda vibrando. Lanzo un grito y me detengo, pero nadie más
parece haberlo sentido. Cuando me tambaleo por la vibración res-
tante una mujer me toma del codo y me detiene. No me pregunta
si estoy bien, debe ver mi error en el estado de mi perfil. Me ayuda
a cruzar la calle y me dice que tenga cuidado. Todavía tengo vibra-
ciones en el estómago y mejor me siento en una de las jardineras a
mirar el palacio.

75
CUENTO

No sé cuánto más durará el error. Casi siempre se arreglan en


un par de horas. En cualquier momento podría volver a la norma-
lidad y entonces estaré en el Zócalo sin nada más que hacer. Puedo
volver a casa y acurrucarme con Dálmata, que ya será de nuevo un
gato, y ver películas hasta que sea hora de dormir. Lo último que
quiero hacer antes de irme es caminar por la Alameda.
El parque está tranquilo, como suele estar después de la lluvia
y antes de la comida, cuando los niños no han salido de la escuela.
La mayoría de los que están por Bellas Artes a estas horas son tu-
ristas. Camino hacia el rincón donde Carlos y yo tuvimos esa últi-
ma conversación. Me detengo al otro lado de la fuente porque en
la banca está sentado un hombre joven. A pesar de que lo he visto
de lejos durante todo el día, me toma un momento reconocer el
cabello negro y chino, los anteojos de pasta, la barba descuidada
de varios días, el cuerpo delgado y largo que hasta hace meses co-
nocía de memoria. Lo miro un momento a través de la fuente. Se
ve distinto a la noche en que empacó su maleta y se fue; lleva el
cabello largo, como cuando volvió de Japón cuando comenzamos
a salir hace más de cuatro años. Está leyendo, unos mechones le
tapan los ojos. No hay rastro de las canas que habían comenzado a
salirle a principios de año.
Lo observo con cuidado, tratando de entender qué hace aquí,
sin saber si debo hablarle. Levanta la cara y sonríe al verme. Me
saluda y guarda el libro en su mochila. Me está esperando. Aunque
sé que no es Carlos, sólo otro fallo del sistema, otro recuerdo resi-
dual, mi corazón late más fuerte. Me acerco lentamente y cuando
se levanta a abrazarme doy un paso atrás.
–¿Todo bien? –me pregunta.
Quiero decirle que no, que nada está bien desde hace cuatro me-
ses que se fue sin promesas, sin vuelo de regreso, que todavía me
levanto en las mañanas y lo primero que hago muy a mi pesar es
buscarlo, que estoy aquí en una peregrinación para borrarlo, que
cómo se atreve a aparecerse, a sonreírme, a saludarme, a mirarme.
Esa noche en cuanto cerró la puerta, lo bloqueé, coloqué un
filtro para no poder acceder a su perfil o él al mío. No iba a permi-
tirme ni un segundo de espiarlo, de grabarle mensajes larguísimos
o comerme la cabeza con cada nueva actualización que hiciera.

76
ANDREA CHAPELA

Hice limpia de todo lo que olvidó, no guardé ni siquiera su suéter


del que me había adueñado para leer cuando hacía mucho frío. Se
había ido al otro lado del mundo y yo no iba a dejarlo volver a entrar.
Respiro hondo. Pero aquí estamos. Este Carlos todavía me
quiere, no está cansado de nuestro día a día, no ha elegido irse y
ahora me mira dolido porque no quiero abrazarlo.
―Estoy teniendo un día raro ―le digo. Es un momento de fla-
queza, de querer creerme la ilusión. Sólo un momento. No sé cómo
no pretender que somos otra vez él y yo. Esto es lo que más he
extrañado: quedar de vernos, saber que me espera, y que al encon-
trarnos, me mire como si fuera la única persona en todo el parque,
en toda la ciudad.
–Igual necesitas un café. ¿Vamos a Regina y hablamos?
–No. Sólo quiero sentarme un segundo.
Se sienta de nuevo y me hace un hueco. Levanta el brazo para
que me acomode a su lado. Cierro los ojos, aspiro su olor, recuer-
do la familiaridad de su presencia, el peso de su brazo sobre mi
hombro, mi cuerpo lo reconoce.
En los últimos meses le he dirigido monólogos tristes, enfada-
dos, desesperados mientras manejo o me baño o como sola, pero
ahora que podría decirle cualquier cosa, sólo puedo pensar que sé
lo que quiero.
–Me has hecho mucha falta, pero estoy bien. Estaré bien. No
quiero que vuelvas.
No responde. Su olor desaparece. Miro el lugar en el que esta-
ba. En la esquina de mi mirada hay una ventana que parpadea en
rojo. Cuando ordeno que se abra, aparece el mensaje: Perdone las
molestias. Realidad a un 100 %.

77
Gerardo Lima Molina

Ciervo Rojo

Pueblo no está lejos de Amarillo Lake, tan sólo los separan unos
kilómetros y la tierra yerma. A los amarillenses no les gusta hablar
de Pueblo, les remite a muchas cosas, a todo aquello de lo que se
han apartado. La consciencia social, el orgullo nacional, el Centro,
la tradición marcada por la conquista, etc. Además, y esa es la ra-
zón más importante: Pueblo les recuerda que todo muere, incluso
las ciudades. Si preguntas por Pueblo mejor lárgate, forastero.
A mí me han preguntado por el lugar, dicen que debo saberlo
todo pues yo nací allí, soy un lobo de esos páramos. Si lo soy, así
lo pienso, prefiero ser un estepario. Tanto he caminado que, ya
cansado, he terminado por detenerme en Amarillo. Mis pezuñas se
resienten con el calor del suelo, con el piso resquebrajado por los
rigores del desierto, y el sol sólo me ha señalado un lugar hacia el
este.
Amarillo es una visión tripartita, o una legión de ciudades fuer-
temente fortificadas. Sólo una es ciudad, el puerto es más peque-
ño, aunque independiente, y las Cascadas, al sur… digamos que no
son la gran cosa, un pueblito dedicado al ecoturismo y a esas nue-
vas formas de ganarse el dinero. ¿Durante cuánto tiempo ha sobrevi­
vido la zona? Tierra Grande no sería nada sin Amarillo, sin los tres
Amarillos. Lo sabemos todos los que nacimos en la región, y más
allá también lo saben, en el sur, hacia el norte de Veracruz; incluso
en Tamaulipas. Amarillo es el carbón que mantendrá encendida la
hoguera cuando venga la noche helada.

78
GERARDO LIMA MOLINA

Eso no es del todo cierto. Cuando llegue la noche helada, cuan-


do no haya ningún Niño Amarillo ni otros dioses menores y mayo-
res que puedan resguardar la región, por mucho que esté protegida
por tres frentes, la tierra sufrirá bajo el rigor del hielo y del viento
cortante, como espinas de cactus y nopales.
Cuando llegue la noche helada no habrá quien se mantenga en
pie. Y la noche, dicen, ni siquiera será oscura, tampoco negra, ni
siquiera azulada. Será del color de esta tierra, y levantará las lla-
mas bajo el suelo, y se escucharán las estampidas venir, los viejos
animales, las criaturas largo tiempo dormidas. Quizá yo tampoco
esté aquí, si tengo suficiente suerte.
Lo de Pueblo me asusta, pero no tanto. Sé lo que vendrá, habrá
otras historias, y tal vez debamos aguantarlas. No me considero
alguien estúpido (seguramente los estúpidos no se consideran ta-
les), ni creo ser un vejete testarudo. Hay que saber alejarse de los
peligros cuando los puños no son suficientes, y yo tengo los nudi-
llos hechos mierda. Tantas enseñanzas de mi padre servidas como
alimento para los cerdos. Desperdicios que no he sabido aprove-
char. En mi defensa diré que mi querido padre me enseñó tan bien
como pudo, y que yo aprendí tan bien como supe. Y que la culpa
no es de él ni mía. No estoy siendo condescendiente, simplemente
sé reconocer cuando los vientos son capaces de rasgar las velas.
Cuando no queda nada más que escombros uno debe arriarlas, re-
parar los palos, regresar al puerto y esperar otra ocasión.
Sólo que yo no quiero esperar otra ocasión. Ni tú querrías, que-
rido padre.
La casa que compré en Amarillo queda al norte de la ciudad.
No está tan lejos del lago, pero sí hay que recorrer varias cuadras
desde la casa para mojarse los pies. A pesar de mis diatribas, nun-
ca he sido un marinero. Pueblo queda más cerca de Tamaulipas
que de Puerto Amarillo. Ser un marinero requiere de convicción,
de tozudez, o de una suerte de mierda. Yo no he tenido ninguna de
ellas, pero sé apreciar el agua cuando la veo. Sé que la del lago de
Amarillo es salada en algunos segmentos, su nivel salino no es tan
alto como el de algunos “brazos de mar”, pero la sal está ahí. Y
que se caguen los geólogos, biólogos marinos y otros estudiosillos
de universidad, porque los brazos existen. Los he visto muchas

79
CUENTO

veces, oh, claro que sí. Y también he nadado entre su encierro y


me he escaldado los dedos de los pies con su sal y sus piedras. No
soy de mar, aunque conozco el parecido de ciertos brazos con el
verdadero. Lo dicho, sé reconocer la calidad del agua cuando la veo.
Estoy asomado desde mi ventana. Miro el lago y pienso en lo
que he perdido, y también recuerdo las cosas malas. No sé si qui-
siera rememorar las cosas que se han ido. Me da la impresión de
que preferiría que se queden en el fango. Quiero seguir purifican-
do mi sangre con el agua del interior, incluso con la del mar. Sé
que no sólo proviene de la limpieza de las aguas. Me explico, sé
que en ella también viven los rastros de oscuridad. En todas partes
existen. Me pregunto si no este mundo era ya oscuridad, mucho
antes de que siquiera cualquier morrillo divino pensara en la luz.
El planeta me mira, nos mira a cada uno de nosotros, y nos hace
recordar lo poco que le importamos. Lo he escuchado. Es el men-
saje del planeta. Y no hablo de la Tierra, de nuestro mundo. Hablo
de la mera circunstancia de una bola autónoma en la que la vida
surgió como un mero accidente muchos años después de que la
roca se enfriara y las aguas volvieran a asentarse en sus tranquilos
lechos.
La Tierra desde entonces ha seguido moviéndose. Su inclina-
ción lo dice todo. Seguirá moviéndose, incluso cuando no quede
ninguno de nosotros. Mientras eso sucede, mientras el planeta si-
gue moviendo esos ramalazos como voces de alarma, y hasta que
se deshaga de nosotros, su molesta plaga, seguiré apreciando uno
de sus recursos, una característica, parte, elemento, como quiera
llamarse. El mar me mira desde la ventana, y lo hace con la forma de
un lago. Tal vez debiera bajar de mi atalaya y acercarme a su orilla
y ver el mundo, la ciudad de Amarillo Lake, circundarlo, rodearlo,
pretender ser parte de él, mojarme los pies en el lago.
Si llego a la orilla podré ver la calma de sus aguas. Algunas lan­
chas y otras embarcaciones de recreo, pequeñas afortunadamente,
provocarán algunas olas. Hay peces debajo, agitando sus escuáli-
dos cuerpos, haciendo que sus escamas brillen con los rayos filtrados
del sol. Últimamente, y eso me preocupa (más de lo que quisiera ad-
mitir), he escuchado a algún amarillense mencionar la tonalidad de
los peces, los reflejos demasiado radiantes en sus escamas, “como

80
GERARDO LIMA MOLINA

si (aquí viene lo preocupante) el sol estuviera cambiando de tona-


lidad, de amarillo a rojo”.
Eso ya lo he visto. Y no aquí en mi ventana, ni tampoco a ori-
llas del lago. Lo conozco bien porque ya he estado algunos años
causando molestias. Quisiera que fueran más años los que me se-
pararan de Pueblo. Aún no son bastantes. Yo sólo aspiro a que mi
hogar sea éste, y a que Pueblo apenas sea un rumor, junto a su sol,
el color de las cenizas y el color de los campos y de la tierra, y los
rayos rojizos del sol marcando las nubes, quemando los árboles, la
carne de mis hermanos.
Hablo de Pueblo. Aquí nadie lo hace. No los culpo, tampoco les
guardo rencor. Amarillo, toda la zona amarillense marcada por las
tres poblaciones como una especie de venado en el mapa (la trompa
es Cascadas, el cuerno del oeste es Amarillo Lake, y el cuerno orien-
tal es Puerto Amarillo), es un caso de éxito. Aquí no ha entrado la
violencia como en Tamaulipas o en otras ciudades del norte, o
hasta del sur, como en Veracruz, ya que estamos. Aquí tampoco se
han robado los ranchos, y hasta las pequeñas rancherías sobrevi-
ven gracias a los italianos. No se han ido aún. Ni siquiera los me-
nonitas o los amish han aguantado tanto los reatazos de los narcos.
Aquí no los ha habido. Siguen pastando las bestias, siguen los
quesos, los plantíos, hasta los árboles de maguacatas. Pero sólo los
amarillenses saben de otro tipo de oscuridad que se cierne sobre
ellos. Es un tipo de criatura más cabrona, se pega a la piel como
una sanguijuela, y uno no la siente hasta que está bien hinchada. Y
cuando ya no puede absorber más sangre hace explotar su icor so-
bre la piel. Ya no es sangre lo que queda, es una especie de veneno,
y no hay antídoto. Aquí, hasta a los alacranes les tiembla la cola
cuando perciben ese tipo de ponzoña.
No los culpo si en Amarillo no quieren saber nada de otros vene-
nos. Puede que aquí lo tengan más jodido. Y eso me asusta mucho
más que “el accidente” de Pueblo. Si aquí pasa algo seme­jante no
sólo acarreará la sangre y el fuego, también traerá la otra oscuridad.
Puedo ver desde aquí a La Antigua. Es tan anciana como lo
dicta su nombre. Dentro de sus muros hubo quien podría leer don-
de no se podía leer, aspirar las palabras cuando no habían sido más
que un murmullo. Los susurros detrás de la piedra permanecen

81
CUENTO

intactos, firmes. Ya no queda nadie que pueda hacerlo, al menos


nadie se ha metido en el templo desde hace varios años. Las histo-
rias sobre La Antigua las conoce cualquiera que haya nacido en
Tierra Grande. Hasta en los estados vecinos han escuchado rumo-
res. En ningún libro de historia, en tríptico alguno, se ha detallado
lo que es conocido de boca en boca, por las historias de las abuelas
y los viejos habitantes cuando la noche es fresca y se antoja ver el
fuego resplandeciendo sobre la tierra.
Veo a La Antigua y quisiera meterme en su interior, escuchar
los viejos consejos. Lo que he visto en los peces del lago lo ame-
rita. Temo que el “incidente de Pueblo” pueda volver a pasar aquí.
Nadie me escuchará en Amarillo. Los ancianos me rehuirán, y los
jóvenes me tomarán de a loco, ni siquiera los de mi edad se queda-
rán tranquilos. No tengo a contemporáneos en Amarillo. Nadie es
contemporáneo de nadie en esta ciudad. Aquí hay una espera, el
momento antes de que venga el contagio.
He visto a los peces, y en sus escamas efectivamente ocurre un
cambio. Veo el resplandor del sol en ellas, y los tonos rojizos em-
badurnan los cristales del agua. Cuando se saca al pez del agua y
se abre su piel y se limpia, entonces la carne se descubre marcada
por un sol más cruel que el de siempre. No es el clima. En Pueblo
cometimos el error de creer en los fenómenos meteorológicos, en
las sustancias derramadas por industrias contaminantes. Arrastra-
mos la mirada hacia el horizonte y hacia el cénit, y la volvimos a
bajar, convencidos por las explicaciones de la gente y de los exper-
tos, desestimando su significado. La gente habló, en especial uno
de mis amigos, un piscicultor de buena reputación. Él habló, no
sólo conmigo, también con los puebleños.
Hubo cierto nerviosismo. Escuchaba a los vecinos caminar por
la calle principal, mientras compraban víveres para ocultarse por
días. Ya nadie iba a comprar como si nada estuviera pasando,
como si pudieran volver por cebollas, tortillas de harina o carne
seca al otro día. Las carnicerías estaban trabajando diferente. Ven-
dían más carne los martes y los jueves. Guardaban a las reses y a
los cerdos del cuchillo, sabían que no sería necesario tener la carne
fresca todos los días. La gente acudía hasta una vez a la semana, y
se largaba golpeteando las suelas contra el polvo del desierto.

82
GERARDO LIMA MOLINA

Yo mismo puse a trabajar mis refrigeradores, un par de ellos


que aún funcionaban tras quince o veinte años de trabajo. Eran bue-
nas máquinas. Seguí guardando carne y verduras, hasta que me di
cuenta de que tenía tantas papas como para aguantar un ataque bioló-
gico, una guerrilla del narco, un conflicto de un mes y unas semanas.
Filtraba el aceite en las alacenas y guardaba lo que quedaba en
el sótano. Reservas. Yo no era estúpido, nadie en Pueblo lo era.
Podíamos percibir el tono del sol bajo los párpados, y también en
los peces que sacábamos de las lagunillas. No necesitábamos de
Amarillo ni de su lago. Nos sentíamos a gusto con nuestros propios
recursos, protegiendo las lagunillas, los tomaderos de ciervos, los
matorrales cercanos, las cactáceas de la sierra y sus pequeños árbo-
les marcados por buena madera, nada resinosa. Además, en Pueblo
éramos conocidos por conservar buenas ganaderías. Yo mismo era
un buen ganadero. No todos en Tierra Grande veneran la región
amarillense.
A veces la envidamos. Pero más veces la hemos temido.
Viendo el lago desde mi ventana, pensando en La Antigua y en
quienes un día la cuidaron, protegiendo los secretos del templo, y
en quienes estudiaron bajo el cobijo de sus muros, me pregunto
cuál es la verdadera razón de la supuesta tranquilidad de la zona.
Milagro norteño (o norestense, si uno quiere ser más local) le han
llamado. En parte sí, claro. Mas, quienes habitamos en la zona,
quienes hemos sentido en la piel el humor de la región, quienes
hemos olisqueado su aire, sentido bajo las botas su suelo, quienes he­
mos visto el Lago Amarillo a cualquier hora del día o de la noche,
percibimos una tenue oscuridad, una tonalidad como de ocaso,
como de enfermedad y muerte. Esa es la razón, y se contagia. Te-
memos a la zona. Tememos a Amarillo.
Si yo he venido buscando refugio en Amarillo, ¿qué dice eso
de mí? ¿Soy muy valiente o muy estúpido?

II

Hace poco fui a una de las tiendas que no había visitado. Iba a or-
ganizar unas carnes asadas con mis vecinos. Aparentemente les da

83
CUENTO

gusto que yo viva aquí. Soy un hombre que vive solo, sin esposa,
sin hijos. Me visto aún como un ranchero, llevo mis camisas a cua-
dros bien fajadas con el cinto y uso sombrero. Tengo, y esa es una
de mis debilidades, una colección envidiable de botas. Mis vecinos
me miran como si descubrieran a un vejete nostálgico, ya sin tierras
que sembrar y sin trabajo duro por la mañana. Mis manos, lo saben,
comienzan a suavizarse. Aún los años no han pintado mi cabello
de blanco, no por entero, y ya me miran como a la carne reblande-
cida, como a los perros viejos. Tal vez deba darles la razón. Nada
de eso me importa ya, ni los ranchos, ni las reses, nada. Nadie que-
ría tocar el asunto de Pueblo. Nadie quiere hacerlo. No necesitan
recordar lo que ellos mismos vieron y supieron de primera mano.
Muchos amigos de Pueblo aún viven en Amarillo. No todos se que-
daron sin nada. Está el fideicomiso, la ayuda del Estado, hasta la
federal. Nos han mantenido, es el precio para callarnos la boca. De
alguna manera eso nos mantiene tranquilos, casi contentos.
Quiero abrir una tienda, una boutique de carnes, aunque el
nombre me cague y me haga sentir como una puta con clase. No
sé muy bien cómo hacerlo, así que me he puesto a investigar. He
rondado algunas poblaciones de por aquí. Y al agotarlas todas, he
tomado el camino más duro: visitar a mi futura competencia. Me
ha hecho bien, he puesto algunos insultos bien acomodados en el
cuerpo del carnicero fantoche que pone en su carnicería el letrero
de “boutique de carnes”. Es infame. Yo también quiero hacerlo.
Tiene razón, quien lo piense, estoy reblandecido. Es infame.
He colgado los dedos pulgares en los bolsillos de mi pantalón,
y me he parado recto para hablar con el dueño. Le he dicho lo in-
útil que es, lo insultante que me resulta su presencia, sus ambicio-
nes, y después me he reído en su cara, diciéndole que yo soy igual,
que soy uno de ellos. Que yo también tengo miedo. El dueño rio
conmigo. Pensé haberle dado un buen gancho y él me soltó un jab
directo en la mandíbula. No estaba preparado: “Tienes razón, tú
eres uno como yo. Hemos visto el resplandor de Pueblo… y ahora
lo volveremos a ver aquí… así que no te apures, yo te doy unos
consejos para tu boutique”.
¿Qué pasó en Pueblo? Me pregunto si los amarillenses real-
mente lo saben y han decidido callarse, o si nadie lo entiende y han

84
GERARDO LIMA MOLINA

preferido no hacer preguntas. Cualquiera de las dos respuestas me


parece razonable. Ha de haber alguno que sí sepa. En Tierra Gran-
de, así como en cualquier otra región del país, o allá incluso, en el
norte de grandes bosques y extensos desiertos, pululan las histo-
rias como hormigas enojadas por un grupo de termitas. Nosotros
somos las termitas, parecemos fuertes y grandes, pero ante las hor-
migas no hay nada qué hacer. Ganan por número, por organiza-
ción, por su inmanente presencia.
Pregúntenle a cualquiera, y ese cualquiera contestará. “Sí, he
visto una o dos cosas”. Aquí en Tierra Grande somos como camio-
neros, tenemos nuestros secretos, y estamos gustosos de contárse-
los a cualquier curioso que nos invite una cerveza. Pensar en
Pueblo invita a pensar en el alcohol. Uno quisiera emborracharse
y no saber ya nada de las cosas que han pasado. No sirve de nada,
eso también es cierto. ¿Quién lo sabe? ¿Por qué el gobierno des-
alojó la zona? ¿Por qué no pudieron extinguir el incendio de Pue-
blo, y por qué parte de la Sierra ardió también? Dicen que el
resplandor se veía desde algunos puntos de la Sierra Madre, no
desde nuestra cadenita de montañas. Nuestra cadenita no lo vio, lo
sufrió en su tierra, en sus árboles y plantas, y también en sus bes-
tias. Pueblo entero ardió. El gobierno actuó pronto, cosa extraña.
Nos salvamos muchos. Las lagunillas ardieron también, no sé
cómo. Alguien en algún periodiquillo de mierda dijo que esto se
parecía al nacimiento de un volcán, como el Paricutín en Michoa-
cán. Es una pendejada, y cualquier puebleño lo sabe. Aquí no hubo
volcanes, aquí algo nos incendió, y las llamas vinieron desde arri-
ba, desde los cielos.
Nos han llamado estúpidos. Los mismos amarillenses han di-
cho en ocasiones que Pueblo no debió haberse asentado en esta
zona. Que si en la región amarillense ya hay demasiados secretos,
en la de Pueblo lo que había eran alimañas. Y esas alimañas –ellos
temen (nosotros igual)– todavía andan sueltas. Las trajimos a la
luz, con nuestros rezos, con nuestras tradiciones. Rezamos a las
vírgenes equivocadas, y profanamos una zona protegida, especial,
quizá sagrada, para cosas-más-viejas-que-nosotros. Dicen que
aquí había muchos ciervos. Pero no eran ciervos normales. Eran
ciervos que venían de mucho atrás, cuando el hombre no era ni

85
CUENTO

una reminiscencia en la estúpida imaginación del primer homíni-


do. Los ciervos llegaron antes, nosotros invadimos la zona, y eso
que éramos viejos, aunque esta tierra fuera habitada por nuestros
ancestros mucho antes de lo que comúnmente se piensa.
No sé cuándo se fundó Pueblo; sí sé, en cambio, por qué. Cuan-
do los italianos hicieron su pacto con los gringos, una buena parte de
los grandeterreños salieron con la cola cubriéndoles los huevos. En
Pueblo no hay menonitas, no hay amish, no hay puritanos ni gente
de la Iglesia del Hombre Verde. Tampoco hay italianos ni ale­manes.
El desierto, el nuestro, no albergó a quienes no fueran mexi­canos.
Llegaron, sí, coahuilenses, veracruzanos, chihuahuenses, hasta si-
naloenses. Claro, también los tamaulipecos. No sé si la idea de los
italianos era convertir a la región, la de Amarillo, con sus tres po-
blaciones, protegiéndose entre sí, en una Nueva Italia. Sé, todos
saben, que desde que llegaron a la región, a finales de 1600, o prin-
cipios del 700, practicaron una religión herética. Su religión no
gustaba en ninguna parte. Los expulsaron de su tierra y nosotros los
recibimos. Y sus historias se esparcieron por todos lados.
No soy experto en religiones, ni tampoco creo en Padres o Ma-
dres Celestiales, pero su religión no se alejaba demasiado del cris-
tianismo. Me atrevo a decir que el puritanismo y todas las sectas
que pulularon en Estados Unidos son más extrañas que la de los
fundadores italianos. Con el tiempo se mezclaron varias creencias,
y ahora pervive el culto amarillense, principalmente un culto cris-
tiano, católico, salpicado aquí y allá con folclore y cuentos de
abuelitas aburridas.
Debajo había algo más. No sé si algo de esa “herejía-dentro-
de-la-herejía” viva aún. El último reducto lo tuvieron en La Anti-
gua. Lo dicho, han corrido historias. Fueron esos creyentes los que
se tomaban las cosas muy en serio, los que percibían el culto ver-
dadero tras las procesiones y las veneraciones a los dioses enrama-
dos (y según me han dicho, aquello que se oculta tras el culto al
Niño Amarillo y al Dios Arbolado), quienes expulsaron a casi to-
dos los mexicanos de la zona. Muchas de estas familias vinieron a
parar a Pueblo y a sus alrededores. Desde el occidente de Tierra
Grande escuchamos de su culto, de la parte menos cristiana de él,
y de cómo había sobrevivido dentro de los muros de La Antigua,

86
GERARDO LIMA MOLINA

la iglesia más vieja del estado. El lago circunda la iglesia, como si


fuera una protección para su culto y lo que quedó de él. Pero no
todos se escandalizaron, ni en Pueblo ni en Amarillo. La gente se
hizo más pragmática, floreció Amarillo con sus negocios, la mine-
ría, la buena pesca en el Golfo; y en Pueblo aprendimos a cuidar
de nuestro ganado, y a prosperar con él. Casi todos se callaron sus
secretos, sus suspicacias, o al menos guardaron todo para los mo-
mentos importantes del año, para nosotros mismos.
Aquí en Pueblo habíamos escuchado varias cosas. La Avenida
Juárez, la principal de la vieja “ciudad”, trataba de atravesar recta
los asentamientos, edificios, tiendas y algunas casas, las primeras,
pero no lo hacía. Serpenteaba de norte a sur porque evitaba algu-
nos montículos hechos de tierra y rocas, donde nunca ha habido
nada, pues en ellos nada crecía, ni cactáceas ni yerbajos siquiera.
En esas pequeñas colinas los puebleños decidimos erigir estatuas,
señales conmemorativas, efigies, para que la avenida no se viera
como un arroyo vencido por las viejas rocas.
Contaban las abuelas que en esos montículos se escondían vie-
jos huesos de viejas criaturas, tan antiguas como los parpadeos de
las estrellas. Esas mismas abuelas son quienes contaban sobre la
edad de nuestra Tierra, un terruño errante en el vacío, captado por
una estrella naciente, un humilde sol girando en una de las orillas de
la galaxia. La Tierra había surgido antes que el sol, nos contaban, y
nos decían que algunos de los planetas se habían formado antes que
el sol, que el sol había sido una invención de los dioses para dotar
de luz a nuestros páramos, para que aquí pudiera emerger la vida.
Aquí han desenterrado huesos y flechas y piedras de edades
muy anteriores a lo aceptado por las comunidades científicas, y
digo comunidades porque eso son, grupúsculos reunidos ante el
Fuego Secreto de la Ciencia. No son tan diferentes de nosotros, ni
de nuestros ancestros. Ellos creen en sus hipótesis, ellos crean teo-
rías, formulan religiones y se ponen a adorarlas, a veces aceptando
ideas nuevas que confirman el modelo. Son creadores. Y no los
culpo. Todos somos esos hombres alrededor del fuego, creando
nuestra memoria, dándonos sentido.
Cuando crecíamos nos dábamos cuenta de que esas no eran
más que habladurías, que el sol había venido primero al Estado de

87
CUENTO

las Cosas, y después nosotros, nuestro planeta, y muchísimo des-


pués todavía, la vida. Pero ellas seguían riéndose en sus cubiles, se
paraban de donde estuvieran descansando sus huesos y soltaban
risotadas. Nos llamaban ingenuos. Se reían de nosotros. Ellas sa-
bían más de lo que nuestros padres estaban dispuestos a aceptar.
Cada puebleño, incluso cada habitante de Amarillo, o de cualquier
zona de Tierra Grande, descubre otras verdades conforme va cre-
ciendo. Las habladurías de las viejas no nos parecen ya locuras. Y
ya crecidos comenzamos a reírnos de nuestros niños, de los incré-
dulos, de quienes dudan de la antigüedad de nuestra especie, de los
montículos, de nuestro planeta.
El sol nos mantuvo, pero también nos contuvo. Y cuando era
necesario dejaba que algunas de sus bestias nos visitaran. Bajaban
de él para apalearnos. Lo habían estado haciendo durante siglos,
durante milenios. Yo nunca creí presenciar algo parecido. Creía que
los espacios temporales eran demasiado extensos. Y ahora tengo
miedo de que vuelva a ocurrir. El tiempo no significa nada, lo que
significa es la voluntad de los cornudos. Nosotros somos sus presas.
El sol nos volvió a recordar de dónde venimos, quiénes somos,
y qué cosas invadieron y se quedaron en nuestra tierra. Todos en
Pueblo creíamos que si pasaba algo, primero afectaría a Amarillo,
nosotros no teníamos por qué sufrir primero, no habíamos adopta-
do el culto, sólo nos habíamos establecido en esta tierra. Ellos,
decíamos, tienen razones para atemorizarse: las historias de los
arcimboldi, la de los Padres también, los gritos de las plañideras
en las noches de octubre. Pero, ¿nosotros? ¿Seríamos castigados
por habernos asentado aquí, en este coto de caza, en esta región
bendecida por divinidades estelares, por viejos pobladores, por
cultos “antiterrestres”?
El sol nos recordó nuestro estigma a nosotros, primero a noso-
tros, aunque en nuestra sangre no corra ningún rastro de los italia-
nos, aunque no participáramos de la religión amarillense, vivíamos
aquí y por eso vimos la cornamenta del sol, vimos a nuestra estre-
lla coronarse, y entonces ellos bajaron.
En Pueblo yo vivía en el centro, en una de las calles cercanas
al Templo de la Virgen del Desierto. Era la misma casa que habían
habitado mis padres, y también mis abuelos. Su estructura era como

88
GERARDO LIMA MOLINA

la de un viejo claustro: un cuadro con una fuente en medio. Un


enorme portón de madera, reforzado con herrería de buena cali-
dad. Ventanas rectangulares con protecciones del mismo tipo de
herrería, un gran patio con una fuente en medio, y arcos engala-
nando los pasillos del cuadro de la casa. La sala estaba a la dere-
cha, y se podía recorrer gran parte de la casa sin tener que salir al
patio central. No así para llegar a las habitaciones, en la parte de
atrás, o a las caballerizas, vacías desde hacía décadas.
Todavía montaba a caballo, pero siempre lo hacía en mi ran-
cho, al suroeste de Pueblo, no en la ciudad. No era tan excéntrico
como algunos podrían pensar. Ya tenía suficiente con la casa. En
Pueblo habían llegado ya los aires de renovación. La gente no que-
ría vivir en un rescoldo del pasado. Querían ya su propia calle
comercial, por ejemplo. Yo me había negado a vender a varios
empresarios. Querían convertir mi casa en una plaza, en un edifi-
cio de apartamentos, o qué sé yo. Hubiera sido muy mala inver-
sión para ellos. Me mantuve férreo, agarrado de sus paredes, de la
piedra del patio, de las vigas del techo, de los olores que habían
dejado mi abuela al cocinar y mis padres al recibir a sus amigos
con un banquete. El olor a cuero y a madera no me parecían aro-
mas decrépitos. Ellos eran parte de mí. Extraño esa casa. Muchos
de los sobrevivientes del incendio se sienten mejor aquí en Amari-
llo, pero yo no. No soy un viejo cascarrabias, ni tampoco me con-
sidero reticente al cambio, sólo soy un ranchero a la antigua.
Las lagunillas no estaban lejos de Pueblo, apenas al oeste de
nosotros. Tenía un amigo piscicultor que también tenía ciertas in-
clinaciones “naturalistas”. Siempre que podía llevaba peces curio-
sos a su casa para disecarlos y luego exhibirlos a quien tuviera
algún interés en ellos. Él me había comentado ya sobre la extraña
coloración en las escamas de algunos de ellos. Pensaba que se de-
bía a algún tipo de contaminante, una sustancia de deshecho, y se
encontraba preocupado por las pérdidas que podía acarrearle, a él
y a otros piscicultores de la zona. Las escamas estaban ligeramen-
te coloreadas de rojo, de un tono cercano al rosa o al magenta. La
coloración, en algunos especímenes, se adentraba en la piel.
Después todo fue peor. Mi amigo vino a verme, traía algunos
peces consigo, serían unos diez. Yo estaba parado en el portón de

89
CUENTO

mi casa. Recuerdo que pensaba en su decoración, en el orden de mi


hogar, y en cómo podía afectarme si un día no podía más y vendía
todo para largarme a vivir al rancho. ¿Podría vivir sin extrañar
cada día la casa de mis padres y de mis abuelos? Fumaba mientras
veía pasar a los vecinos. Algunos se detenían a platicar conmigo.
Las conversaciones eran banales, pero un tema se filtraba constan-
temente: ¿has escuchado de los peces? Y yo pensaba en que algo
andaba mal, la gente hablaba, y había otra cosa más, otra constan-
te apareciendo, como de pasada, salpicando las palabras de una
charla cualquiera.
“La casa del sol, ¿has visto cómo está incompleta? Lleva va-
rios días así. A determinada hora, la casa se forma alrededor del
sol, pero no se completa, no como un círculo sino como una…”
Yo sabía la palabra. No la decían. No era una palabra compli-
cada. Una asta, la cornamenta de un ciervo.
Mi amigo venía vestido con ropa de trabajo. Traía los peces en
una mano, amarrados. En la otra llevaba un cuchillo. Nada más me
saludó y levantó las escamas de los peces para mostrarme su piel,
y luego su carne. Los peces mostraban quemaduras. Si no era una
sustancia contaminante algo sucedía con las lagunillas, tal vez una
fuente de calor, aguas termales, actividad volcánica, quizá.
“No es el agua. Es el sol. Los peces tienen las marcas. El semi-
círculo. Está marcado en su piel y en su carne, en sus órganos. Es
el signo rojo”.
“Han vuelto. Han vuelto. En los túmulos, su zona de aparea-
miento, su coto de descanso. Lo hemos invadido. Aquí están los
túmulos, sus hogares. Vienen por ellos. Por nosotros”.
En ese momento no supe exactamente a lo que se refería. Pasé
con él a la casa, y en la cocina nos dedicamos a abrir los peces. Tenía
razón, estaban marcados como por fuego. Y yo empecé a sentir un
fuerte cosquilleo, un temblor en la parte de atrás de mi espalda.
Tenía que saber. No era algo de lo que no hubiéramos escuchado
de jóvenes, de niños. No podía seguir fingiendo.
Mi amigo soltó un gruñido, estaba furioso. Estaba dirigiendo
su enojo hacia mí. Quería encontrar una fuente, y yo era la más
cercana, un puebleño como él, un habitante de los túmulos. Tan
sólo teníamos que salir de la casa y los veríamos. Ahí debajo esta-

90
GERARDO LIMA MOLINA

ban los huesos de sus ancestros. Ellos y nosotros. Ellos contra no­
sotros. La zona estaba maldita, el fuego había alimentado a la tie­rra,
y no al revés. Nosotros no éramos más que unos morrillos, unos
visitantes que no sabíamos nada de esta tierra ni del norte, ni mu-
cho menos de aquello que estaba antes de ser llamado Tierra Gran-
de. Amarillo, cualquiera de las tres poblaciones, Pueblo, la Sierra
Mendocina, no significaban nada. Esta era la tierra de los Padres,
era la tierra de todos sus dioses. Estábamos aquí, donde las viejas
presas eran los depredadores. Éste era su Coto de Caza.
Esa noche no pude dormir. Mi amigo no lo era más. Había re-
cibido tres puñetazos, dos en el rostro y uno en el abdomen. Yo me
resistí. No tenía por qué aceptar su ira estúpida hacia cualquier
cosa, cualquier persona. Si las leyendas eran ciertas, si se cernía
sobre nosotros, otra vez, ese fuego antiguo, no había sido mi cul-
pa. Por más que me culpara por mi mirada, por mi comprensión, por
la forma en cómo mis muñecas lucían, marcadas por la sangre de
mi presión alta. Creía poder entenderlo, pero no soportarlo.
Estuve dándole vueltas a todo. En la cama me giraba tratando
de encontrar un lugar más suave para mi rostro. Me dolía especial-
mente la parte izquierda. Aún conservo la marca. Cada día, al mi-
rarme al espejo, la veo. Es un buen recordatorio. No sólo quedaron
marcas en la tierra de Pueblo.
Pensaba en lo que debía hacer. Tal vez hubiera sido mejor co-
rrer. Lo pensaba. Qué importaba la casa. Me había resistido a ven-
derla, había asumido mi posición como puebleño y quería seguir
siendo un buen ganadero, cabalgar más, fumar más en el porche de
mi casa mientras observaba el cielo. Quería coquetear con las viu-
das y con las mujeres casadas que aún se detenían para cruzar al-
gunas palabras conmigo. Quería volver a usar sombreros, negros y
blancos, y sentirme el semental que nunca he sido. Quería seguir
viviendo en Pueblo, desdeñando a los amarillenses, sin saber nun-
ca más de las leyendas, ni de los peces, ni de mi estúpido amigo el
piscicultor, ni tampoco del sol, del puto sol enmarcado por su co-
rona, su casa incompleta.
Los ciervos rojos sí querían saber de mí.
Pocos días después de la visita de mi amigo me desperté con
los gritos de mujeres, niños y hombres. El sonido penetraba la piel

91
CUENTO

como un cuchillo bien afilado. Sentí sus punzadas en la espalda


baja, en la boca del estómago y en las sienes. Mi boca necesitó
agua con urgencia. No podía hablar. Quise gritar, preguntar qué
era lo que pasaba. Quise tomar el teléfono y marcar cualquier nú-
mero y recibir algo distinto a un grito. No hice nada de eso, pero sí
me levanté, me vestí tan rápido como pude y me asomé por las
ventanas. Lo hice con el temor aún agarrándome de las bolas.
Pensé que ya había amanecido. Miré hacia el buró y descubrí
la hora: 03:00. No tenía sentido, el cielo, la luz que emanaba de él,
como en ramales o vetas perforando la oscuridad. Las nubes reco-
rrían el cielo, rasgadas por todas partes. Parecían tratar de escon-
der el sol sin conseguirlo. Sólo tendría sentido si el sol fuera el que
se ocultaba tras ellas, y no podía serlo, o mi despertador estaba
averiado.
Entonces, al descorrer aún más las cortinas, vi el gigantesco
disco, cerca del cénit, un disco rojo como los ojos de un cervatillo
asustado, sólo que este disco no parecía demostrar sensación algu-
na de temor. Irradiaba lanzas y flechas que rasgaban todo cuerpo
nuboso, quemando las nubes, haciendo de ellas el alimento justo
para un grupo de cazadores triunfantes. No sentía miedo, estaba
aterrorizado. Podía sentir cómo ese disco calentaba todo a mitad
de la oscuridad; la noche se derretía con cada rayo que alcanzaba
el suelo. No sólo estaba despidiendo rayos por el firmamento, el
disco parecía emanar otro tipo de sustancias, de criaturas.
Caían como pedazos de granizo, descendían a una velocidad
imposible, caían veloces y luego se detenían, flotando a la par de
las nubes, para después zigzaguear como lo haría un trueno. Pero
era el color lo que más se quedaba impregnado en la retina. Tiem-
po después escuché a varios puebleños decirlo. Era como un su-
pra-rojo, un híper-rojo, más encendido que las llamas alimentadas
por leños de arce, pino y roble. Era una llama crepitando y descen-
diendo, como el ramal de una cuerna, como un asta cayendo desde
los cielos, encendida más allá de cualquier color posible, pero
siempre destellando tonos rojos, gritos rojos, fulgores rojos. El
disco, aunque no era posible, era el sol.
Vi los pedazos de fuego vivo caer sobre la tierra. Vi las llamas
extenderse por las llanuras, llamas provenientes de los cráteres

92
GERARDO LIMA MOLINA

marcados por el descenso de esos pedazos. La gente moría, trataba


de huir tan rápido como podía, mas era inútil. Las llamas se espar-
cían por Pueblo, encendían la tierra debajo. Calcinaban la madera,
el metal, la roca. El agua hervía y los animales caían con los ojos
reventados.
Salí de mi casa, quemándome las palmas al tocar las paredes,
las columnas y finalmente la puerta. Mi hombro sufrió quemadu-
ras al empujarlo contra la puerta de madera. Estaba tan debilitada
que se rompió y las astillas me parecieron más gotas que pedazos
de madera. La aldaba, las cerraduras, todo goteaba. Era una pesa-
dilla terrible, ilógica, contradictoria, y real. Sentía el calor gol-
peando mi rostro y empujando mis pulmones hasta sacar el aire.
Mis pestañas, mis párpados, mis ojos, todo ardía. Mis cejas caían
como pájaros abatidos, y mis palmas estaban tan rojas como si se
hubieran escaldado con agua hirviendo.
Corrí por la calle principal, y vi a la gente arder, vi a mis veci-
nos implorando clemencia, volándose los sesos, desparramando
los fluidos de su cabeza sobre las calles, gritando por el dolor, por
la piel achicharrada, por el fuego encendiéndose en sus ropas, to-
cando la piel y llegando al hueso a través de la grasa hervida.
El insoportable calor no tocaba a toda la ciudad por completo,
había zonas donde el calor era soportable, como si el fuego no sur-
giera directamente de ese sol nocturno, sino de sus rayos, o de esas
cosas que caían de él. Yo gritaba, pero también corría, y lo hacía con
otros vecinos, con gente que buscaba las llaves de sus autos, con ji-
netes desesperados haciendo escaldar las pezuñas de sus montu-
ras, y con conductores asfixiados por los humores de las máquinas.
Corrí y grité junto con ellos, vimos el fulgor creciente en la ciu-
dad, en las calles y en los edificios, y tratamos de llegar al sur de
la ciudad, atravesando la avenida, escondiéndonos por calles ad-
yacentes, hasta tocar el desierto y abandonar todas nuestras fuer-
zas. El mundo entero no estaba siendo quemado, sólo Pueblo, sólo
nuestro maldito y jodido Pueblo, la ciudad de los túmulos, la anti-
gua zona de apareamiento de los ciervos.
Cuando estaba llegando al final de la avenida sentí alivio en
algunas partes de mi cuerpo. El calor ya no parecía detenerme
como una infranqueable pared. Los oídos me sangraban y no po-

93
CUENTO

día distinguir lo que me decían los otros junto a mí. Señalaban


hacia adelante y hacia arriba. Creí que a lo lejos, hacia el sur, des-
tellaba la luz azul y roja de la policía, de las ambulancias. Alguien
venía por nosotros. Pero era aún más importante lo que había allá
arriba.
El imposible sol brillaba como un corazón iracundo, lleno de odio
vivo y rojo. Y el sol tenía casa. Estaba coronado, haces, no de luz,
sino de fuego, casi circundaban por completo el disco. Eran llamas
que se bifurcaban como las ramas de un árbol. Y entonces com-
prendí. El sol coronado o, mejor dicho, el sol circundado por las
astas del Ciervo Rojo, venía a quitarnos de su coto de caza, de
apareamiento, o de lo que se le ocurriera a aquella puta criatura
estelar.
El Ciervo Rojo, además, no estaba solo, dejaba caer a sus hijos,
como meteoros de granizo encendido. Llamas vivientes, que caían
y galopaban con furia por el firmamento hasta tocar nuestras du-
nas, nuestras estepas moribundas. Entendía, ¡al fin entendía lo que
eran! Me giré hacia la ciudad sin convertirme en cenizas, sólo cu-
briéndome con ellas. Y los vi. Descendían y caminaban y galopa-
ban por la ciudad. Buscaban a sus presas apuntándolas primero
con sus fauces y luego con sus cornamentas encendidas.
El fuego se esparció. El fuego vivo. Yo vi las astas de los hijos
del Ciervo Rojo clavadas en la carne de mis vecinos, de extraños
que pudieron ser mis amigos. Vi su carne chamuscarse, y sus al-
mas encendiéndose para nunca volver a brillar más.
Dejé de sentir pavor. Sólo sentía desesperanza. Me hinqué, a la
salida sureste de la ciudad, me hinqué. No pedí nada. No sentí
nada. No había quien pudiera ayudarme, guiarme, sólo estaban
ellos y nosotros. Nada más.
En algún punto debí desmayarme. Alguien debió haberme car-
gado, los paramédicos tal vez. Nos sacaron de ahí. Las luces no
eran una alucinación. Vinieron por nosotros. El gobernador se hizo
cargo. Guardó aquello que pudo ser guardado, lo que no fue mu-
cho, y salvó a quienes pudimos largarnos de Pueblo. Nos hospita-
lizaron y después nos mantuvieron en zonas de acogida, aislados,
pero atendidos. Grupos de nosotros fuimos reunidos para visi­tar a
psicólogos expertos. Oímos gritos, sufrimos de histerismo, aluci-

94
GERARDO LIMA MOLINA

naciones. Algunos tomaron la navaja, una pistola. Yo no tuve co-


raje. Dejé que me guiaran. Algún significado podría encontrar más
tarde, con el tiempo.
No todos llegamos a Amarillo. Muchos se fueron a otros esta-
dos, al sur o al norte, daba igual. Hicieron sus vidas o se deshicieron
de ellas. Tomaron mañas, se inventaron otras. Casos de al­co­holismo
por supuesto que hubo, aunque no tantos como se esperaba. El fue-
go nos había tocado. Teníamos que lidiar con la desesperanza, y
ella, si no se toca lo suficiente, si no se pica con un azadón, se queda
quieta, acompañando a su anfitrión durante toda su vida.
Dejé el ganado. Dejé Pueblo. Obtuve dinero del gobierno. Una
buena pensión, el seguro. Comencé otra vez. Pero, ¿es posible co-
menzar otra vez? Veo mis brazos, aún distingo las marcas. Los
peces de aquí, otra vez esa coloración. Y los recuerdos: mis ojos
quedaron dañados, venas rojas los cubren, como vetas de hierro, o
como las astas de un ciervo rojo.

95
ENSAYO
CREATIVO
Del sexo a las matemáticas, pasando
por las moscas y el silencio

Los cuatro ensayos que representan a esta generación de Jóvenes


Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca)
no podrían ser más disímiles en su temática, pero todos muestran
un elevadísimo nivel de calidad en estructura, tratamiento y elabo-
ración. Los temas van del sexo a las matemáticas, y en medio se
encuentran las moscas y el silencio.
Andrea Garza Garza nos sumerge en un mundo que pondrá ner-
viosos a más de tres lectores. Explora, de manera paralela, los sig-
nificados posibles de los que llamamos “juguetes sexuales”, y
cómo éstos inciden en las relaciones eróticas, pero por otro lado la
autora los aprovecha para metafóricamente explorar cómo nos re-
lacionamos en otros niveles como seres humanos, a edades diferen-
tes y en variadas combinaciones de sexualidades. En otras palabras,
nos desafía a aceptarnos, y nuestra humanidad particular, como in-
tegrantes de una amplísima gama de posibilidades de interacción
que la gran mayoría de las personas no toma en cuenta.
El trabajo de Ainhoa Suárez Gómez tiene en común con el de
Andrea Garza el cuerpo humano. Pero hasta allí. Suárez Gómez
plan­tea la relación que existe entre la voz –tanto la que producen
nuestras cuerdas vocales como la artística– como signo inequívoco
de vida, y de independencia, unicidad. ¿Qué sucede, pues, cuan­do
uno quiere y necesita hablar, pero por razones fisiológicas no pue-
de? Esto lleva a la autora, en este y en otros ensayos, a explorar los
múltiples significados del silencio, y cómo hacer que éste hable.
Para lograrlo, ensarta hebras de la literatura, la música, las artes vi-
suales y otras expresiones en sus fases negativas: los espacios en

99
blanco, los silencios, los negros y blancos puros, etcétera. En otras
palabras, nos obliga a pensar la experiencia expresiva humana
como si fuera una radiografía: para comprender, debemos apren­der
a leer al revés. En lugar de asimilar palabras, habrá que aprehender
–como quien dice– los espacios alrededor de las palabras, los que
hay, pues, entre líneas, en todo lo que hacemos y producimos como
seres humanos.
Ricardo Medel Esquivel es filósofo de las matemáticas, y lo
que más le fascina son las recreativas, aquellos juegos en los que
intervienen la lógica, el razonamiento, la inteligencia y hasta la
sensibilidad, pero sin la intervención de números o cifras. Para
decirlo de otra manera, Medel nos obliga a entender las matemáti-
cas como posibilidades metafóricas, o las metáforas que nos ro-
dean cada día y que no reconocemos como tales. A la manera de
los trabajos de Suárez Gómez, los de Ricardo Medel Esquivel nos
invitan a ver el mundo desde otra perspectiva, en términos de for-
mas, y las relaciones entre éstas, cómo moverlas de manera
eficiente para construir otras, cómo está construido el universo,
nuestro universo. Detrás del juego están los pensamientos más se-
rios, pero la mejor manera de llegar a ellos, según Medel, es me-
diante el juego.
Si Medel trabaja con los conceptos de proporciones y tama-
ños, Diego Ortiz procura entender el mundo no desde la perspec-
tiva humana, sino desde lo infinitesimal, desde el punto de vista
de una mosca. ¿Cuál sería la historia del ser humano vista a par-
tir del promontorio en el que se posa una mosca, digamos, des-
pués de una gran batalla, como la de Waterloo, por ejemplo? ¿Cómo
redactaría una mosca la carnicería que allí se dio? Ortiz se mete
en el telescopio al revés y se propone desentrañar el lenguaje de
las moscas, y el de los seres humanos que –a la manera de éstas–
se abocaron a examinar lo minúsculo, sus infinitos laberintos
cada vez más pequeños e invisibles para quienes pasan caminan-
do a gran velocidad. La delicia de los ensayos de Ortiz radica en
cómo rastrea esta obsesión en otros pensadores y autores de todo
el mundo y a lo largo de la historia, desde el mundo clásico has-
ta nuestros días. Las moscas y el universo de lo minúsculo estu-
vieron aquí antes que nosotros, y con seguridad seguirán aquí

100
una vez que no estemos, o para cuando no seamos lo que ahora
somos. Vale la pena detenernos a reflexionar sobre cómo nos ven
desde ahí, y lo que esto significa aquí, de este lado del nervio
óptico.

Sandro Cohen

101
Andrea Garza Garza

Vibrador doble

Vibrador doble
Silicona médica
21.9 cm de largo por 2.7 cm de diámetro (parte pasiva) / 3.8 cm (parte activa)
Bala extraíble del cuerpo de silicona con tres niveles de vibración
Cargador magnético usb
Dark violet
Sumergible en agua

Stand-by and charging

Espero a que ella se conecte. Quedamos en vernos por WhatsApp


Web. Para matar el tiempo, navego de un hipervínculo a otro. Es
como ser la primera en llegar a la habitación del hotel: te sientas en
la cama, abres y cierras las llaves del lavabo, caminas en línea recta,
te asomas por la ventana. A veces detienes la ansiedad al pasar los
dedos por el filo de la mesa o de cualquiera de los muebles. El tacto
ayuda a la espera, concentra la atención en los objetos desconoci-
dos. Nunca sabes en qué momento terminarás co­gien­do encima de
ellos. Se vuelve una especie de calentamiento o, más bien, de ensayo
sobre las formas y sus dimensiones. Pensar en cómo los cuerpos embo­
nan entre sí y con los objetos es un buen ejercicio de ima­ginación
onanista para transformar la espera en excitación.
La mesa en el que estoy sentada y desde donde interactúo con
la interfaz de mi navegador establece el perímetro de mi cuarto de
hotel ficticio. Para ocupar mis dedos, escribo en el motor de bús-
queda post-op. Quito la bala del vibrador y la conecto al cable usb
que llega hasta mi computadora: se enciende la luz roja de la bate-
ría, como esos anuncios de “Abierto” que cuelgan en los restauran-

103
ENSAYO CREATIVO

tes. Permanezco en línea y abierta. Me siento un aparato en stand-by.


Tecleo y conecto cosas a la máquina para entrar en contacto con
ella: ensayo las dimensiones de mi cuerpo tecnológico. Prendo un
cigarro y fumo.
La bala se une magnéticamente al cargador: los polos positivos
y negativos se unen entre sí. Pienso en mis tetas y en las de ella
cuando cogemos. Hay un poema de principios de siglo xx que
compara la unión de los pezones de dos mujeres con la embestida
violenta entre pitones. Se arrojan los resultados de mi búsqueda:
203 millones en 0.59 segundos. Las comparaciones del sexo con
la naturaleza no me prenden, se repiten todo el tiempo; en cambio, la
lista en mi pantalla da un sinfín de posibilidades. Entro a la cuarta
opción: el Tumblr del colectivo pornográfico post-op. En el sitio
reproduzco un video llamado “Fantasía postnuklear”. El escenario
es una fábrica de zapatos okupada en Hospitalet, Barcelona. Apa-
rece alguien con unas tetas inflables de plástico. Cualquier signo
de sexualidad es simulado por objetos adheridos a los personajes.
Trae puestos unos guantes largos de caucho, va a tratar con mate-
riales peligrosos. Con una bomba mecánica llena de aire una mu-
ñeca también inflable. Por fin, ella está en línea en WhatsApp Web.
Recuerdo sus pezones. Cuando los chupo crecen como si fueran
jalados por campos magnéticos.
El tiempo en la laptop es un flujo que desagua por mi entrepier-
na. Fumo, veo el video y le escribo a ella. Le envío una foto mas-
turbándome. Desconecto la bala y la enciendo; le digo que la paso
por la vulva, que la sostengo sólo apretando mis labios, que el
vello púbico y la lubricación la mantienen pegada. Las interfaces
son mi piel digital. El personaje del video simula un orgasmo
mientras acciona unos botones en el centro de mando de la fábrica.
Yo también me estoy corriendo sobre el teclado. Se empieza a co-
ger a la muñeca inflable: tetas de plástico contra tetas de plástico.
Ella me escribe “Mójame la cara”. Recuerdo que cuando me abro
de piernas sobre su rostro y me fistea, mis corridas se resbalan has-
ta sus oídos.
El sexo es una conexión, y excitarse, una manera de cargar ba-
terías. Su violencia está más cerca de una sobrecarga eléctrica o un
cortocircuito que de un encuentro de serpientes. El término post

104
ANDREA GARZA GARZA

op (post-operative) se utiliza para designar el estado postoperato-


rio y de transformación de los cuerpos transexuales. Al desconec-
tar la bala del cargador usb, la luz roja se apaga, como si estuviera
anunciando el final de una operación médica. En realidad, cuando
conectamos nuestra sexualidad a los objetos y a la red empezamos
a entrar en un estado post-op.

Masturbación antes del desayuno

El vibrador doble parece una pistola. Tiene un orificio en la curva-


tura del doblez que divide la parte activa de la pasiva. Ahí se inser-
ta la bala. Si se sostiene con la mano, la parte activa es la em­puñadura
y la pasiva, el cañón. Distribuir las funciones del juguete en estas
dos categorías es sólo una referencia de fábrica. Cuando ambos
cuerpos se insertan el dildo hasta el tope, y se corren por la vibra-
ción, no hay partes esencialmente activas o pasivas: al final de
cuentas es posible cambiar de lugar con la otra persona y crear los
juegos eróticos que se deseen. Sin embargo, el diseño industrial
insiste en establecer las normas administrativas de los sexos. Las
cosas que usamos a diario responden muchas veces a los gustos,
afectos, psicologías, actitudes y necesidades que se supone tienen
los géneros que nos asignaron sin pedir permiso. Hasta los perfu-
mes nos indican cómo tenemos que oler. Que las toallas tengan
manzanilla es el colmo. A ninguna de nosotras nos interesa apestar
a este tipo de hierbas. Pero siempre hay caminos para apropiarse
de todo.
Los primeros vibradores se inventaron con fines terapéuticos
para tratar la histeria alrededor de 1880. John Harvey Kellogg fue
uno de sus principales productores en Estado Unidos. Sus indus-
trias, en las que se incluyen los Cornflakes, también comercializa-
ban instrumentos para evitar y corregir la masturbación. Estos
hechos los analiza Beatriz Preciado en su Manifiesto contrasexual.
En él explica que las teorías antionanistas francesas del siglo xix
apuntaban que el masturbador no sólo significaba un problema de
“morbosidad individual”, sino una amenaza social para “la super-
vivencia de la raza blanca autóctona”: era una especie de enfermo

105
ENSAYO CREATIVO

que contagiaba y ponía en riesgo la reproducción de una clase pri-


vilegiada, la representante de la “nación”. Estas ideas, sigue Pre-
ciado, llegaron a América por conducto de Benjamin Rush y
Edward Bliss Foote, quienes pensaban que la masturbación impe-
día “el ‘magnetismo animal’ entre los sexos”. El sujeto que hacía
justicia por su propia mano se convirtió entonces en un supuesto
problema estructural. En consecuencia, las estrategias de control
atravesaron gran parte del espectro de la vida cotidiana. Así se
pasó a dominar el cuerpo desde “los regímenes del desayuno a los
regímenes del tacto sexual, de los Cornflakes Kellogg’s a los cin-
turones antimasturbatorios”. Este tipo de vigilancia se volvió más
sublimada, más difícil de asir y cuestionar, por estar entretejida
con otras prácticas.
Es también conocido el balneario-sanatorio de Kellogg en Ba­
ttle Creek, Michigan, donde uno de los ejercicios más comunes
eran los tratamientos colónicos para limpiar el intestino: enemas
en los que se utilizaban hasta cincuenta litros de agua. Este visio-
nario de la vida sana también aconsejaba la circuncisión, así como
la inyección de fenol en el clítoris con la intención de eliminar el pla-
cer sexual. La digestión estaba estrechamente relacionada con la
ad­­­ministración del placer: para evitar la masturbación proponía la in-
gesta de cereales. La higiene y la mutilación, el agua y el fenol, el
desayuno y la castidad se asociaban, cual binarismo de género, para
cerrar posibilidades, para normalizar lo que no tenía por qué ir de
la mano. El flujo del capital de las industrias Kellogg’s tuvo su co-
rrelato en el control de los fluidos corporales que sólo estaban al
servicio de la reproducción.
El cuerpo y los productos guardan una relación estrecha por-
que pertenecen a un mismo proceso de manufactura. Kellogg so-
metía el ano en tanto que administraba el recorrido de la digestión,
desde la boca a los intestinos. Comer cereal en el desayuno surge
para fabricar un ideal. Los productos de consumo se funden en prác-
ticas ordinarias que nos diseñan y editan a diario. Además, quién
desea una buena cogida cuando te acaban de pasar cincuenta litros de
agua por el culo. Los objetos y las conexiones (físicas o digitales)
nos configuran. Me gusta masturbarme antes del desayuno o de
cualquier otra actividad que me inserte de nuevo a lo cotidiano. El

106
ANDREA GARZA GARZA

vibrador doble me otorga una conciencia de edición corporal, una


que tengo la posibilidad de definir. Un ejercicio de reapropiación
y diseño disidente. Ya no sólo tiene forma de pistola, es un arma
de defensa.
No hablar explícitamente de las prácticas sexuales, limitarlas
al espacio íntimo o a la clasificación xxx, también es un acto de
sanidad sexual, una medida para impedir las conexiones en la po-
sibilidad de lo público. Además, genera barreras emotivas que
condicionan la construcción de los afectos. Durante la infancia mu­
chos fuimos reprendidos por masturbarnos. Quizás no es fortuito
que la Ilustración que forjó el concepto moderno de infancia haya
dotado de herramientas a la Revolución industrial. Qué mejor es-
trategia que crear y controlar el diseño desde el inicio: así se le
puede obligar al usuario a comprar en el futuro una nueva actuali-
zación, gadget o accesorio que concuerde con su sistema operati-
vo y hardware de gestación. Si la sexualidad infantil no estuviera
inserta en este marco punitivo, hubiéramos tenido juegos increí-
bles en los patios de la primaria. En lugar de la “trai”, nos persegui­
ríamos para darnos una buena chaqueta. La causa de la pro­hibición
es que a esta edad no separamos lo público de lo privado.
A los seis años, mi primo y yo inventamos un juego. La idea
surgió de un dibujo en una revista: un hombre cavernícola arras-
traba a una mujer del cabello. No sé si el contenido que ilustraba
era misógino. Pero en ese momento a mí me prendió la imagen y
la convertí en mi fantasía sexual, porque no me interesaba trasla-
darla a otro lado. Él vivía conmigo, mis padres se asumieron sus
tutores. Le propuse para el juego dos personajes: pato y león. Pa-
recía que yo no había aprendido nada en la escuela sobre fauna y
ecosistemas compartidos debido a la elección de la pareja animal.
Si lo veo en retrospectiva, creo que antes entendía mejor de qué
trataba el sexo: de cosas que no combinan. El león tenía que cazar
y masturbar al pato. Lo mejor era que cambiábamos papeles: una y
una era la regla. No había mujer u hombre, nadie se casaba. Acaso
creamos una relación homosexual con los animales. La pasividad
y la actividad se volvieron ilusiones transitorias.
Un día nos descubrieron. Amanecimos en camas separadas, cada
quien con los juguetes que nos habían asignado: él con carritos y

107
ENSAYO CREATIVO

yo con muñecas. Los abrazamos fuerte porque supimos que no


teníamos nada más. Sentados a las antípodas de la mesa, desayu-
namos cereal en platos idénticos. Los usábamos para no pelearnos:
era el signo inequívoco en la cocina de que yo tenía casi un herma-
no gemelo. Apenas levantamos el rostro, nuestras miradas eran de
miedo y de rencor. Nos arrebataron algo que a mí me tomó casi
veinte años recuperar. Esa misma tarde se lo llevaron. No nos vol-
vimos a ver.

Variaciones de una escena porno en tres niveles vibratorios

Los juegos de dominación que practico con ella son intercambia-


bles. Está sentada en el sillón, ve un gif porno en su celular. Tiene
un gran repertorio: traseros y tetas en loop. Me paro enfrente para
poner su mano adentro de mis calzones. Estoy hecha un cereal re-
mojado y pastoso. La saco con violencia y ella la deja suspendida
como si fuera una cuchara que espera llegar a la boca. Voy al baño
para limpiar el vibrador y escucho desde el pasillo que me maldice
por largarme de esa manera. Se calla por un segundo, la imagino
lamiéndose los dedos. Porque estoy ovulando, mi flujo tiene el
color y la densidad de la leche que se queda estancada durante días
en un plato. Regreso y ya se ha quitado la ropa. Casi nunca tene-
mos preámbulos en lo que tardemos horas quitando un solo tirante
del brasier. El otro día, mientras descansaba en la cama, me pregun-
tó si traía calzones nuevos, que esos no los había visto. Le respon­
dí que eran viejos. Tenemos nueve meses juntas y no había adverti­­do
que los uso con regularidad. Para mi suerte, ha enfocado su aten-
ción en otras cosas: le basta pasar la lengua para distinguir en qué
parte de mi ciclo estoy. Conoce todos los sabores del cereal, debe-
ría dedicarse a su manufactura y comercialización.

Nivel 1

Lleno de lubricante nuestras vulvas y el dildo. Lo conecto a mi


vagina y me veo en el espejo: tengo una erección violeta de 21.9
cm de largo. Ella está tumbada boca arriba sobre la cama. Encien-

108
ANDREA GARZA GARZA

do el juguete en el primer nivel: emite ondas largas y periódicas


que prolongan la llegada de los puntos altos de vibración. El clíto-
ris se agita a un ritmo constante y lento. Me trepo a la cama y se lo
enchufo. Estamos en esa clásica posición que suele utilizarse para
definir gráficamente los roles pasivo y activo: ella abajo y yo arri-
ba. Hay demasiada lubricación. El juguete se nos resbala por den-
tro y se sale. El ritmo se pierde. Se acaba la pila de la bala. Es un
fiasco. Nos reímos.

Nivel 2

El segundo nivel emite una onda corta y periódica que simula un


compás rápido, pero suave: se siente como si me frotaran el clíto-
ris con la yema del dedo a gran velocidad. Aprendo a dirigir los 3.8
cm de diámetro con toda mi musculatura pélvica. Muevo las nal-
gas de adelante hacia atrás para sincronizarme con la vibración. El
sexo es una producción de corriente eléctrica. El ritmo puede va-
riar el placer: algunas ocasiones me vengo y la sensibilidad obliga
a hacer una pausa; en otras, tengo orgasmo tras orgasmo y sólo de-
seo que no paren de cogerme. Las maneras de experimentar las sen-
saciones corporales son distintas. Ella me saca el juguete; me repliega
a la pared mientras mete sus dedos a mi vagina y culo. Las tijeras
se abren y cierran. Con la mano que le queda libre, me jala el ca-
bello, luego aprieta mi pubis. Siento que los dedos se tocan, como
si atravesaran la carne. Cuando te cogen por el ano y la vagina a la
vez las sensaciones se desfocalizan: no sabes con exactitud dónde
te tocan por dentro. El cuerpo se siente tan permeable, y el sexo
más diluido, irreconocible.

Nivel 3

El vibrador tiene un relieve en medio de ambos extremos: nuestras


vaginas se resbalan por la superficie de silicona hasta que las vul-
vas se detienen en ese centro. Por su ubicación y tamaño parece el
disparador del arma. Lo accionamos por el choque: me gusta pen-
sar que el placer conjunto se vuelve una defensa. Ya no quiero
aferrarme a lo poco que me otorgaron, tampoco abrazar muñecas

109
ENSAYO CREATIVO

con miedo porque es lo único seguro que me permiten sostener en


los brazos. Esa sensación es la misma cuando decido no salir a la
calle. El único camino que nos ofrecen para tener seguridad es el
miedo. Se puede cambiar o reconfigurar el cuerpo con diferentes
tipos de conexiones. Así quizás en otra corporalidad, plástica o
transitoria, se recupere aquello que ha sido arrebatado. Quiero de
vuelta mi juego del pato y el león. La sexualidad se fabrica, simu-
la, abandona y se vuelve a ella: es propensa al reciclaje y a la res-
tructuración. Masturbarse es un buen ejercicio para aprender a
ensayar sobre las formas. No es un mal día para brincarnos el de-
sayuno y dejar el plato servido sobre la mesa.

110
Ainhoa Suárez Gómez

Afasia

Soy Gustavo.

Tengo cuarenta y dos

años.

***

En los libros de símbolos antiguos se hace referencia a una pesa-


dilla en la que el protagonista intenta gritar y no puede hacerlo. Algo
en su cuerpo le impide emitir un llamado de auxilio. El silencio que
lo invade es su peor condena.
Durante siglos, esa situación fue interpretada como un presa-
gio funesto, que más allá del desenlace de la historia anunciaba el
retorno a tiempos arcaicos. Tiempos en los que el ser humano,
carente de habla, se encontraba a la par que el resto de las especies.
Sobrevivía en un ámbito primitivo y hostil, de señas instintivas e
inmediatas. Cercano a lo plano antes que a lo dimensional, a la
línea antes que al horizonte. Un universo sin palabras.
En la Edad Media, esa imaginería onírica de referencias ani-
males no tardó en trascender a la vida cotidiana. En aquel entonces
se decía que la palabra mudo venía del sonido producido por las
reses al mugir. Como las vacas y los toros, el mudo era incapaz de
expresarse de manera discursiva porque expulsaba aire a través de sus
fosas nasales en vez de hacerlo por la boca, como se hace cuando
se quiere hablar. El defecto, localizado en la garganta e invisible,
según los cánones de la época, le impedía articular sonidos cohe-

111
ENSAYO CREATIVO

rentes. Por más que abriera la boca, el único ruido disponible era
algo cercano al bramar de los animales. Un mu que pronto se con-
virtió en la base del término y, de paso, en material suficiente para
sugerir, en forma implícita, que quien padecía este mal tenía una
inteligencia similar a la de las especies que emitían sonidos pare-
cidos al suyo.
La que ahora conocemos como la letra H, la invisible, la silen-
ciosa, remitió, en sus orígenes semíticos, a la noción de cerrado.
Para representarla gráficamente hubo culturas que utilizaron un
nudo, otras, como los fenicios, dos líneas verticales cruzadas por
dos barras horizontales en señal de una estrechez por la que era
imposible pasar. El mudo medieval cargaba, como la propia H,
una barra imaginaria que cerraba su garganta.

***

Tres hijos.

Una esposa. Laura.

Trabajar antes. Profesor.

Ahora es difícil. Estudiantes.


No entender.

***

A lo largo de buena parte de la historia, la palabra ha sido el recur-


so predilecto para la comunicación humana. Ella ha relegado a un
segundo plano otras estrategias de intercambio, quizá más cercanas,
más a la mano, como los gestos y las señas, y con ello ha privilegia-
do la dimensión sonora del lenguaje sobre otras como, por ejem­plo,
la visual.
Esta historia comienza en la antigua Grecia, con Aristóteles
como personaje principal, quien era un hombre envuelto en una

112
AINHOA SUÁREZ GÓMEZ

cultura cuyo desarrollo se dio, primordialmente, a partir del diálo-


go y del habla con los otros. Definió al ser humano, contrario a lo
que suele pensarse, no como un animal racional, sino como un
animal provisto de la palabra. Y aquí el singular no es una conce-
sión, sino el verdadero meollo del asunto. Enfatiza la doble acep-
ción del término que, como una caja de Pandora, deja escapar
de­­ma­siadas cosas.
Palabra, por un lado, alude a un vocablo, a una unidad que por-
ta un significado: casa, perro, gato. Por el otro, en un nivel menos
terrenal, remite a la facultad de hablar: En la casa habitan un pe-
rro y un gato. Es decir, a la capacidad para entrelazar vocablos y
producir un pensamiento. Para que esta segunda acción se lleve a
cabo, se necesitan dos cosas: los medios para poder razonar los
términos y unirlos, y el contar con una vía para poder compartir
ese resultado. En el momento en que Aristóteles lanzó su defini-
ción, el intercambio de ideas se daba, en lo primordial, a través de la
voz. Ésa era la vía. Con el tiempo, y a pesar de que la acción de de-
cir palabras no es la única forma de comunicación con la que cuenta
el ser humano, ésta se consideró no sólo como la predilecta, sino
la que aseguraba que al hacerlo se estaba haciendo uso de la razón.
En un emplazamiento diestro y excluyente, esta primacía devino en
la creencia que afirma sin titubeos que la capacidad para decir pa-
labras y aquella otra para crear ideas son una misma cosa.
De la época de Aristóteles a la fecha ha habido cientos de cul-
turas para las que el hecho de no poder contar con la voz como
medio principal para el intercambio de ideas levanta sospechas.
Para ellos la gesticulación, el movimiento de manos y brazos; la
transformación del entrecejo o de las mejillas, es accesorio. Mu-
chos siglos después de que el filósofo griego saliera de escena,
Kant, sumergido en esa tradición vocal, dijo que quien padecía de
mudez podía aspirar a tener una simple analogía de la razón, nada
más. Su incapacidad para articular palabras era un reflejo de su
inteligencia y viceversa.

113
ENSAYO CREATIVO

***

Una mañana. Me duele cabeza.

Ruido.

Fuerte. Muy fuerte.

Mareo.

***

La acción de guardar silencio puede pensarse desde dos parajes:


desde la ausencia general de sonido de los objetos inanimados, de las
cosas que no pueden hablar, pero también desde la acción de quie-
nes tienen la posibilidad de elegir entre hablar o mantenerse calla-
dos y optan por lo segundo. Aunque parecen cercanas, la distinción
es abismal, pues allí donde se espera la presencia de un sonido, el
mutismo nunca es indiferente. Hay una tensión permanente entre
el vacío experimentado y la expectativa de la palabra que hace del
quietismo una experiencia turbadora. Por encima de lo dicho, ate-
rra más aquello que se pudo mencionar y que permaneció en silen-
cio. No el negro sino los espacios en blanco, siempre dispuestos a
transformarse.
Más allá del móvil particular que lleve a alguien a optar por el
silencio, el tema desemboca de manera inevitable en una discu-
sión sobre la libertad. Quizá ese sea el motivo oculto de la tensión
entre lo dicho y lo no dicho. A diferencia del quietismo de los ob-
jetos, el de quienes recurren en forma deliberada a él, se torna en
realidad porque se elige una de dos opciones. Callarse de modo
voluntario es ejercitar la capacidad de decidir. Pero en el contexto
de la mudez, el vínculo muchas veces se juega a la inversa. Quien
pierde la voz de manera intempestiva y desconoce otras formas
del lenguaje, por ejemplo, puede ser libre de anhelar estar en silen-
cio, pero incapaz de realizar ese deseo. A diferencia de quien opta
por no decir algo, le es imposible probar que elige mantenerse calla-
do. Existe la voluntad, pero no los medios. Se encuentra a medio

114
AINHOA SUÁREZ GÓMEZ

camino entre el mutismo de las cosas y el mutismo consciente y,


en algunos casos, emancipatorio, de las personas. En su experien-
cia, el silencio difícilmente es signo de libertad. Para él las máxi-
mas que dicen que se es más por lo que se calla que por lo que se
dice, los aforismos que afirman que sólo quien puede elegir de
modo genuino estar en silencio puede hablar, o las fórmulas que
aseguran que el silencio que acompaña a las palabras puede reso-
nar con más fuerza que el sonido de las palabras mismas, son me-
ras licencias retóricas. Vacías, hirientes, vejatorias.

***

Regadera. Dolor.

Me siento en piso.

Quiero levantar. No puedo.

Cuerpo no responde.
Inmóvil. Congelado.

***

A mediados del siglo xix se desató una confrontación médica por


la cercanía acústica entre los términos de afemia, que refiere a la
alteración en la capacidad para utilizar el lenguaje, e infamia. Se
decía que la posibilidad de vincular el déficit en la comunicación
verbal a las nociones de perversión, miseria o bajeza, le adjudica-
ban la culpa de su enfermedad al paciente. Una culpa que el discur-
so científico se esforzaba en eliminar a toda costa, pues se acababa
de descubrir que la pérdida del lenguaje nada tenía que ver con la
personalidad ni las decisiones del enfermo, sino con un daño cere-
bral ajeno a su libre albedrío. Ante la homofonía, se optó por reto-
mar el vocablo afasia, del griego a, sin y phanai, hablar.

115
ENSAYO CREATIVO

La afasia se produce por una obstrucción que degenera la es-


tructura de un vaso sanguíneo encargado de la circulación de la
sangre. Esto dificulta la irrigación del cerebro y, ante la poca pre-
sencia de oxígeno y la falta de movimiento en la corteza cerebral,
detiene la regeneración celular. Las neuronas comienzan a morir
sin ser reemplazadas. Con su desaparición, la comunicación entre
las terminaciones nerviosas se pierde.
En papel, la descripción parece apuntar a un proceso totalmente
mecánico, incluso simple: un conducto que se tapa. Pero lejos de la
jerga clínica es difícil asociar la explicación, a primera vista sencilla,
con situaciones tales como la falta de memoria, el desconocimiento
sobre la pronunciación de algunas palabras, la incapacidad para
articular mensajes a través de la voz o la inmovilidad casi total del
cuerpo. La impresión de que se está frente a dos islas demasiado
lejanas que desconocen la existencia una de la otra es casi natural.
La relación se antoja artificial.
Para quien ha crecido utilizando primordialmente la voz como
medio de comunicación, la afasia no sólo es un padecimiento ce-
rebral asociado al lenguaje, sino también un problema emotivo y
social. En los casos más graves, lo más significativo no es la pér-
dida de la capacidad para pronunciar palabras, sino para unir unas
con otras. Es decir, la pérdida de la habilidad para proposicionar.
Hay distintos grados y tipos de lesiones: unas permiten al paciente
producir ciertas señas; otras, articular términos aislados. El golpe
más duro viene de la imposibilidad de vincular distintas expresio-
nes. Cuando no se tienden puentes, incluso el gesto más preciso es
una boya flotante, vaga, solitaria. La comunicación telegráfica hace
que la interacción con quienes recurren a la voz como principal
recurso para dotar de sentido su mundo, sea limitada. De manera
paulatina, ante la falta de práctica, de repetición, algunas palabras
se olvidan, de otras ni siquiera es posible recordar su sonido. Si no
se acude a una terapia o a un tratamiento que permita ejercitar la
habilidad para hacer nexos entre palabras, o que, por ejemplo, en-
señe un nuevo lenguaje basado en otras unidades como las señas y
los gestos, se corre el riesgo de que, con el tiempo, el pensamiento
empiece a restringir su campo: que la abstracción se vaya quedan-
do en el camino, y que lo concreto, lo inmediato, lo fugaz, se vuel-

116
AINHOA SUÁREZ GÓMEZ

va el ámbito de acción. Sin lenguaje, cualquiera que éste sea, el


estar en el mundo se reduce a un mero acto de supervivencia.
A diferencia de la afasia progresiva en la que el deterioro es
gradual, aquella causada por un ictus o infarto cerebral es brusca e
impredecible. Quizá por eso, y a pesar del discurso clínico acarto-
nado que pretende atar todos los cabos, a quien sufre este padeci-
miento le es difícil desechar por completo la idea de la infamia
oculta en sus orígenes. La afasia es hostil, inicua, injusta y desigual.
Un dedazo azaroso que corrompe el estado habitual de las cosas
como un rayo que sorprende a media noche antes de que empiece
siquiera la lluvia. Sin anuncio, se apodera de un cuerpo que se en-
cuentra en apuros para nombrar el mundo que lo rodea y que in-
cluso está en peligro de poderse nombrar “yo” a sí mismo. Lo
aterrador es que más allá del discurso erudito, es imposible preve-
nir el padecimiento. Todos podemos perder la voz en un instante.

***

Hablar, no. Boca no responde. Cuerpo tampoco.


Una roca.

Intento. Intento. Intento. Inútil.

Voz se ha ido.

***

Nada hay más personal que la voz. Hablar, cantar, gritar, incluso
decir el nombre propio, son actos totalmente íntimos, imposibles
de duplicar. La voz es siempre diferente a la de los demás, incluso
cuando las palabras que se pronuncian son las mismas, porque
como Italo Calvino lo sugiere, la voz es la prueba de que existe
una persona viva; alguien de carne y hueso que la emite. Los anti-
guos decían que la voz se generaba alquímicamente a través de los
fluidos internos, y se coagulaba en los órganos vitales, en especial

117
ENSAYO CREATIVO

en el corazón y en la zona del diafragma. Esa cercanía con lo más


íntimo era lo que la hacía única.
La voz nos es tan radicalmente propia, que hay algo que desco-
nocemos de ella. Es como nuestra espalda. Tan nuestra, tan im-
prescindible, que sin ella no podríamos vivir. Aún así, nunca se
puede recorrer con el mismo detenimiento con el que se ven, se sien-
ten, incluso se huelen las propias manos. Se escapa irremediable-
mente, como ese lunar en la espalda que ni siquiera con la ayuda
de un espejo se podrá ver. Se puede utilizar el mejor equipo de
grabación, y aún así, en la reproducción de la voz siempre habrá
una variación que despierte desconcierto. Será más aguda o le fal-
tarán tonos graves; habrá una singularidad inexplicable en el alien-
to que no logrará ser archivada. Es tan huidiza que se escapa de
quienes hacen de ella su medio de subsistencia. Para quien escri-
be, los ríos de tinta no son sino el mapa de la búsqueda personalí-
sima: la del empeño por establecer como lengua literaria el propio
aliento. Los primeros pasos son meros titubeos: mezclas de estilos
y referencias que con el tiempo se depuran. Entonces la voz deja
de sonar artificiosa o lejana, pero sigue sin poseerse del todo. Quien
escribe ronda siempre los mismos temas. Aunque se cambie de pers-
pectiva éstos sobreviven en el fundamento de las obras. La litera-
tura es la voz que se busca dando vueltas sobre sí misma.
También es vida. En el momento del nacimiento, el primer
llanto es el resultado de la inauguración de los pulmones que em-
piezan a trabajar por primera vez. En la antigüedad, un parto podía
considerarse como acabado sólo hasta que la creatura emitía ese
sonido. Por eso era natural e incluso necesario pellizcar, dar pe-
queñas nalgadas o voltear de cabeza al recién nacido para ayudar-
lo a producirlo. El primer llanto le avisaba a la madre que todo había
salido bien.
¿Qué sucede con una voz que quiere gritar un llanto y no lo
puede hacer?

118
AINHOA SUÁREZ GÓMEZ

***

Hospital

Tres ictus. ¿Explicación? No.

No entiendo.

Años y años sigo sin entender.

***

La escuela hipocrática llegó a utilizar el vocablo aphôniê para


anunciar el cercano y, en la mayoría de los casos, inminente falle-
cimiento de un enfermo de gravedad. Aphôniê aludía al estado del
moribundo que en su transición hacia la muerte iba perdiendo el
aliento.

***

Volver empezar.
Todo.

Aprender mover.

Muchos gestos.

Otro nivel.

Aprender hablar.

Seis años ya.

***

119
ENSAYO CREATIVO

El recién nacido, el in-fans, es el ente que no tiene voz. La ad-


quiere, una aguda y asexual, durante los primeros años de vida.
Ésta tiene su primera metamorfosis durante la pubertad. En el caso
masculino es más claro que en el femenino: el cambio es propor-
cional a la transformación genital. La laringe y los testículos se
modifican de modo simultáneo. Pascal Quignard dice que en la
medida en que el adolescente es consciente del cambio que expe-
rimenta y de las variaciones que supone, preferirá ocultar su voz.
El encumbramiento de ese sonido que unas veces es el de un niño
y otras el de un hombre, es la prueba de que las voces son sacrifi-
cadas dos veces. La primera, durante la adolescencia, la segunda,
de manera fulminante y total, con la muerte. Este sacrificio suele
anunciarse de manera paulatina y a veces discreta conforme la edad
avanza, cuando las sílabas, al igual que el cuerpo, exigen descansos.
Necesitan aire. El aliento que se queda corto avisa que la voz está por
desaparecer. El moribundo de los hipocráticos. La expiación se con-
suma en el último aliento, cuando la voz se extingue para siempre.
El afásico vive en un aletargado estado hacia la culminación de
la última metamorfosis. Se encuentra en el límite. Él es el borde.
Estancado en esa transformación final, su voz ha dejado de sonar,
pero no se ha apagado el cuerpo que la contiene. Es presa del exi-
lio de la palabra, pero no de la vida. Su condición es la de una
naturaleza (aún no) muerta; la de un infante fallecido al momento
de nacer. Es un ente detenido por la tensión entre lo vivo y lo ina-
nimado.

***

Decir hola. Siete meses.

Salir del silencio.

Volver a la vida.

120
Ricardo Medel Esquivel

Fósforos

Un cerillo, ataviado de novio, sale hacia la iglesia. Al llegar,


se entera, por boca de los cerillos parientes, que la novia escapó
en compañía de un cerillo vestido de amante. El novio frota su cabeza
contra la desgracia y aparece un pequeño bonzo
ardiendo bajo el cigarro.

Bodas de fuego, Guillermo Samperio

El cerillo pertenece al género de los objetos que sólo se muestran


indispensables cuando están ausentes. Hace algún tiempo abunda-
ban las historias en que llegaba a ser trágica la falta de un cerillo.
Por lo menos elevaba la intensidad de la trama a niveles de deses-
peración. En el cine, en la televisión, encender el último cerillo era
una operación que ameritaba tanto cuidado –ojos apretados, alien-
to contenido– como cortar el cable rojo para desactivar explosivos.
Eran memorables las historias del hombre citadino arrojado de
pronto, sin previo aviso, a un medio natural desacostumbrado. La
isla desierta, digamos. Sin el sencillo mecanismo de un encende-
dor o una cajetilla de cerillos producir fuego es un problema grave.
Frente a la pantalla, mi hermano y yo sufríamos la angustia de los
personajes que estaban a punto de morir congelados dentro de al-
guna cueva (afuera, el viento y la nieve azotaban la montaña).
Pero enseguida venía el ingenio a salvar la situación. Uno de los
personajes en aprietos frotaba dos palitos al estilo indio, otro golpea­
ba las rocas con un pico para generar una chispa incendiaria. Toda-
vía más ingenioso era el que improvisaba una lente para concentrar
los rayos del sol sobre un montón de hierba seca o sobre la punta

121
ENSAYO CREATIVO

de una mecha. Era posible juzgar la calidad de una película de


aventuras por sus propuestas para encender el fuego.
En casa jugábamos a encontrar el modo de prender siquiera
una pequeña flama en imaginarias situaciones de aislamiento. En
la práctica nunca desarrollamos esta destreza. Yo tuve una vez en
mis manos un trozo de pedernal y me fue imposible generar el an-
helado fuego. Como fuese, aprendimos pronto a tener en alta esti-
ma la cajetilla de los cerillos. Tal vez porque en un principio nos
alumbrábamos con velas, o porque durante los frecuentes apago-
nes lo primero era buscar los cerillos. Este gesto resume la transi-
ción entre siglos: ahora lo primero que buscamos en un apagón es
el celular.
Había otra faceta de los cerillos –en el cine siempre se llaman
fósforos– en las películas de detectives. Como pista. Fósforos pla-
nos, enfundados en una carterita, solían aparecer en los bolsillos de
las víctimas del crimen. Esta presentación es la versión artística
del utensilio. En las películas, las carteritas siempre tenían elegan-
tes estampados de algún club nocturno donde se hallaba el asesi-
no. De niño tuve un par de carteritas como esas, obsequio de mi
padre tras sus visitas al Club Manhattan. Me fascinaban, siempre
me resistí a usarlas, preferí admirarlas.
Hay imágenes perdurables en la memoria. El curtido vaquero
que enciende un cerillo en la incipiente barba de otro, a quien pre-
tende quebrantar. El vagabundo o rebelde que solicita lumbre en la
calle para encender su cigarrillo. Ese gesto lo eleva de algún modo:
más que una carencia es una prueba de que nada material lo ata a
lugar alguno. No poseer un cerillo parece una especie de patente
de corso hacia la aventura.
En Temoaya, donde crecí, ceder o solicitar unos cerillos a los
vecinos siempre nos motivaba reflexiones sobre las presiones de la
pobreza. Pocas cosas más baratas que una cajetilla de cerillos y
ninguna más popular.
Está también la mujer hermosa que solicita lumbre, ante la cual
el héroe enciende el fuego, a veces con una increíble habilidad.
Close-up a las manos en cuenco protector. Luz de fuego que arran-
ca de la oscuridad dos rostros: hermoso uno, duro el otro. El efec-
to visual del cerillo es muy superior al del encendedor. Mientras la

122
RICARDO MEDEL ESQUIVEL

flama nace completa, hecha y derecha en el encendedor, en el ce-


rillo el fuego nace vacilante, pero con ambiciones de hoguera.
Desarrollar habilidades para encender un cerillo de manera in-
geniosa fue un pasatiempo de adolescencia. Hacerlo con una sola
mano, por ejemplo. Pero eso vendría luego. Primero, cuando niño,
y los cerillos nos eran restringidos, estaba la búsqueda de trucos.
Relacionábamos todo lo que produjera lumbre con la pirotecnia y
los fuegos artificiales. Quemamos cajas completas: encendíamos
un cerillo, lo lanzábamos dentro de la caja y la cerrábamos; el re-
sultado era una especie de bomba de humo.
El truco más sorprendente de aquellos días lo realizó mi tío
Alejandro. En una de aquellas larguísimas charlas de sobremesa
que organizaban los varones adultos al calor de unas cervezas, mi
tío se mostraba ausente. Me acerqué a mirarlo. Quitó con cuidado
el papel metálico de unos Marlboro y lo extendió ante él sobre la
mesa; tomó tres cerillos y juntó sus cabezas en medio del papel.
Enrolló sobre ellas el papel metálico y dobló el cuerpo de los ceri-
llos para formar un tripié. Así armó un minúsculo cohete. Justo
bajo las tres cabezas de los cerillos había dejado una abertura. Me
sonrió antes de encender otro cerillo y ponerlo en ésta. Gran es-
pectáculo. Las cabezas hicieron combustión y propulsaron el co-
hete. Éste se elevó cosa de un metro y trazó una elegante parábola
que fue a terminar a la entrepierna del tío Arnulfo.
Diversiones muy distintas vinieron después, por una vía insos-
pechada: los libros de pasatiempos. Es una tradición que los libros
de acertijos dediquen algunas páginas a los pasatiempos con ceri-
llos. El primero que vi, en un libro de Martin Gardner, es un clási-
co. Tres cerillos, como muestra la figura 1, simulan una copa y una
moneda hace el papel de aceituna. El reto es mover solo dos sin
doblarlos ni romperlos y dejar fuera la aceituna. La copa puede
quedar en una posición distinta, pero debe ser idéntica a la inicial.
Invito al lector a que lo intente, al final del texto encontrará la so-
lución.

123
ENSAYO CREATIVO

Figura 1. El acertijo de la copa y la aceituna.

El acertijo anterior aparece en infinidad de libros de diversiones


matemáticas y su inventor se ha perdido en el anonimato. Por su-
puesto, no es esencial que se haga con cerillos y hay quien sugiere
usar palillos. Pero los palillos carecen de personalidad. Y parte de la
bondad de los cerillos está en que nunca pierden su utilidad después
de haber jugado con ellos de esta manera. Los palillos, en cambio,
por razones de higiene se vuelven inútiles.
La mayoría de los acertijos con cerillos son de este estilo: mo-
ver algunos elementos para transformar la figura. Algunos ponen a
prueba el ingenio, como el de la figura 2, en la que hay cinco cua-
drados iguales, y se deben mover sólo dos cerillos para transfor-
marlos en cuatro cuadrados, también iguales.

Figura 2. El acertijo de los cinco cuadrados.

124
RICARDO MEDEL ESQUIVEL

Otros guardan sorpresas, como este otro: mover tres cerillos


para convertir la casita de la figura 3 en tres triángulos equiláteros.
Recuerde: no se pueden doblar o romper los cerillos, y en la figura
final se han de usar los seis cerillos de la figura inicial.

Figura 3. El acertijo de la casita y los tres triángulos.

Las primeras referencias al uso de cerillos (o pajuelas con azu-


fre) datan de principios del siglo xix, pero hay quien fija el inven-
to en Viena, en 1832. Tal vez muy pronto fueron incorporados a la
utilería de la matemática recreativa.
No resulta extraño que los cerillos, fuente del fuego doméstico,
tengan su pequeña mitología. Productores de sueños en los cuen-
tos de Anderson, son motivo también en la obra de otros escritores
como Chejov, Robert Sabatier o Nicholson Baker.
Algo en los cerillos los mantiene en su popularidad. Su carga
densa de referentes más que su economía, quizás. Prueba de ello es
que las Apps de pasatiempos como los anteriores para teléfonos y
otros equipos móviles podrían valerse de gráficos de cualquier ob-
jeto y sin embargo siguen la tradición de usar unos buenos cerillos.

125
ENSAYO CREATIVO

Soluciones

Para la copa y la aceituna:

Figura 4. Solución al acertijo de la copa y la aceituna.

Para los cinco cuadrados:

Figura 5. Solución al acertijo de los cinco cuadrados.

126
RICARDO MEDEL ESQUIVEL

Para la casita de cerillos:

Figura 6. Solución al acertijo de la casita y los tres triángulos.

127
Diego Ortiz

Moscas

El cadáver de una mosca descansaba sobre mi escritorio. La mos-


ca, para ese momento, el de su muerte, había sido mi cautiva du-
rante veinticuatro días. En el lapso que duró su vida, la observé de
cerca, atendí su zumbido intermitente e imaginé en múltiples oca-
siones la manera en que sus innumerables ojos me veían. Tanto la
escuché zumbar alrededor de mi cabeza, tanto me distraje con los
zigzagueos de su vuelo, que llegué a pensar que sus zumbidos,
lejos de ser el solo producto sin semántica de su aleteo, eran los
fonemas de una lengua tristemente indescifrable. Tal vez la mosca
repe­tía con cada trayecto, como un mantra, la historia de sus ante­
pasados dípteros, y yo, que la tenía cautiva por mero capricho,
estaba despojando a las moscas del mundo del testimonio que esta
mosca solitaria les podría ofrecer. Quizás, como los rapsodas y ae-
dos homéricos, las moscas no vivían sino para repetir y aderezar la
historia de su prole, una historia formada no por palabras, sino por
el aleteo constante de millones de moscas, cada una relatando con
su vuelo hazañas inmemoriales, anécdotas misceláneas y migra-
ciones de importancia universal para el orden milenario de los díp-
teros. Y quizás cada añadidura, pequeña en comparación con la
gran historia universal de la mosca, pero importante por mérito
propio, sólo aunaba a ese archivo inextinguible, cuya preservación
dependía de la incesante reproducción y multiplicación de los
mensajeros. La posible contribución de mi mosca cautiva, por más
discreta que pudiera ser, había muerto con ella. Su zumbido se ha-

128
DIEGO ORTIZ

bía perdido de manera irremisible, y yo, un analfabeto completo


de su lengua, de la historia universal de su especie, era el único de-
positario, por completo inútil, de su diminuto testimonio.
Supuse que en la historia universal de la mosca, transmitida de
zumbido en zumbido y de generación en generación, el humano
no figuraba sino de modo tangencial. Algún centenar de moscas
habría dado constancia de una gran batalla, pero sólo lo habría he-
cho en forma accidental: en los archivos aéreos solo quedarían
relatos del festín que se dieron con los miles de cadáveres sembra-
dos en el campo. De los banquetes romanos permanecería el testi-
monio de los restos de manjares. Pero los eventos reportados no se
distinguirían de cualquier fiesta multitudinaria en el trópico. Los
mercados más insalubres ocuparían capítulos enteros que una mos-
ca cualquiera no podría terminar de relatar en los pocos días de su
existencia. La historia, por supuesto, como la nuestra, dados los
malentendidos entre zumbido y zumbido, estaría sujeta a la varia-
ción y, en más de un caso, a la fantasía.
Si acaso una mosca se diera a la tarea de recrear la historia huma-
na, no tendría a su disposición sino esta serie de retazos, narraciones
pervertidas y apariciones secundarias. Sólo le quedaría imaginar la
posible perspectiva de una criatura sin alas, de dos ojos, dos pier­
nas, dos brazos, una estatura monumental y un lenguaje incom-
prensible. Y si además la mosca estuviera parada sobre un cadáver
humano, ésta tendría que empezar contando cómo llegó a encon-
trarse en tan ridícula posición.

II

De cómo la mosca surgió de lo pequeño

Las cosas y criaturas diminutas e invisibles –las partículas, las


bacterias, las células y protozoarios– me son tan inimaginables,
tan abstractas, que si me pongo a pensar en ellas –a pensar que no
son sólo productos de la imaginación, sino entidades reales que ocu-
pan un lugar en el espacio– me es inevitable sentir cierta angustia,
un sobrecogimiento incómodo comparable con el que siento ante

129
ENSAYO CREATIVO

los precipicios o ante las extensiones inabarcables de agua, de cielo


o de llanura. Si pienso que la mesa sobre la que escribo está com-
puesta por millones de átomos invisibles que flotan en un espacio
vacío, me pregunto si acaso entre tanto vacío no se desarticulará la
mesa y se caerá mi computadora al piso. Pero luego recuerdo que
el piso también está hecho de átomos y de vacío, y al ver que mi
silla descansa sobre el piso, y que mi silla a su vez no es sino va-
cío, me empieza a girar la cabeza y ya no puedo pensar más. Con
los microbios me pasa algo similar. Nada más aparece la posibili-
dad de ese escuadrón minúsculo y malicioso, y ya me imagino a
sus generales miniatura planeando un vuelo hacia mi nariz o ha-
ciéndose paso por los poros de mi piel. El mundo se puebla de esos
fantasmas que la ciencia determina reales y con ello se multiplican
las posibilidades de designios oscuros, de emboscadas y de insu-
rrecciones. Al final, lo mejor es dejar de pensar en ello, aceptar, sin
comprender, que esos fantasmas nos rodean y nos componen, y
enseguida hacer como si no existieran y esperar lo mejor.
Con aquello, que a pesar de ser pequeño es perceptible, me
siento mucho menos intranquilo. Las cosas pequeñas –la canica, la
aguja, la pestaña– pueden agarrarse entre los dedos. Se pueden ver
o palpar los límites que las circunscriben. Y ese simple fenómeno,
dada la diferencia de tamaño, basta para sumergirnos en la ilusión
de que en tan reducido espacio no hay cabida para la maldad, una
ilusión, es cierto, un poco tonta y constantemente refutada por la
experiencia, pero que, si hemos decidido ignorar lo invisible dimi-
nuto, es necesaria para conservar un mínimo de sosiego. La ilusión
de la inocencia de lo pequeño puede, por supuesto, resquebrajarse
de mil maneras. Un mosquito puede inyectarnos un parásito fatal.
Un dispositivo diminuto puede estallar y matar a decenas de per-
sonas. Un memento cualquiera puede desencadenar una miríada
de malos recuerdos. Inclusive en circunstancias en las que parece-
ría no existir peligro alguno, siempre es posible que en lo pequeño
se cierna una amenaza enorme. Consideremos, por ejemplo, una
florecita en el campo: cinco pétalos amarillos, un tallo delgado y
frágil, un par de centímetros de altura, un cuerpo que parece inep-
to para la vida y que sin embargo persevera, contra todo pronósti-
co, en un campo en el que reinan las montañas áridas, gigantes e

130
DIEGO ORTIZ

imperturbables. Nos acercamos y, sin pensarlo demasiado, la arran-


camos –al fin y al cabo la flor es tan indefensa, tan insignificante,
que no provoca temor ni respeto– y, sin embargo, cuando la des-
prendemos la tierra comienza a estremecerse. La florecita intras-
cendente resulta ser la única extensión de un gigante de piedra que
herido se despierta, se remueve y nos lanza hacia el precipicio.
No cabe duda que hay que cuidarse. Pero no obstante la posi-
bilidad siempre presente de un peligro ínsito en lo minúsculo, pese
a la fobia que en ocasiones puede provocar, las más de las veces la
mera diferencia de tamaño nos otorga una sensación de poder, que
a menudo desemboca en desprecio o en indiferencia. Matamos a
una decena de mosquitos y no sentimos remordimiento alguno, no
sólo por la proliferación y la constante reproducción de sus pobla-
ciones que hace que cada mosquito parezca reemplazable, sino
también por el simple hecho de que cada una de sus vidas –más
cortas, más restringidas, más pequeñas que las nuestras– nos parece
tener de suyo un valor ínfimo. Asumimos que la vida de un mosqui-
to es despreciable –y además, por sus crímenes, por el delito inex-
cusable de sus piquetes–, y estamos justificados para hacer justicia.
La sentencia, la muerte, no es sino proporcional a la comezón a la
que estaríamos sujetos unas horas o, cuando mucho, unos días
después del incidente. Aplastamos y desechamos sus cuerpos con
un golpe de dedo. Para el mosquito no hay pompa fúnebre ni me-
moriales. Su alma no alcanza el tamaño para ser alma. La come-
zón es la única estela que atestigua su existencia; el piquete, el
único monumento efímero de su paso por el mundo. Si considera-
mos cada mosquito por separado, si imaginamos la totalidad de su
vida, cada una de las pocas horas o días que duró, cada uno de los
lugares que recorrió, enormes desde su perspectiva y pequeños
desde la nuestra, es imposible no sentir cierta ternura. Tal vez a la
primera hora de vida se detuvo en la superficie de un estanque ex-
tendido que a nuestros ojos no sería sino charco, después hizo un
viaje larguísimo hacia las luces prendidas de una casa, voló a tra-
vés de la ventana, circunvaló la habitación, hasta que finalmente,
después de varias tentativas, ya hambriento, se atre­vió a posarse
sobre la piel de una criatura descomunal, un niño, y empezó a suc-
cionar su sangre cuando una mano eclipsó su alrededor. Cualquier

131
ENSAYO CREATIVO

intento de huida resultó en vano, y entonces murió aplastado, con


las vísceras desparramadas, sin haber siquiera digerido la comida,
la única que sería capaz de probar. Ninguno de los contemporá-
neos de su especie lo recordaría, y la única criatura que lo haría, el
niño, lo recordaría con rencor. Una triste existencia.
El mosquito tiene al menos el privilegio de llamar, con su zum-
bido, la atención. Pero las cosas y criaturas pequeñas, más allá de
contadas excepciones, nos suelen pasar inadvertidas. Y, sin embar-
go, el mundo está lleno de ellas. Sólo hay que abrir los ojos, verlas
de cerca y demorarnos en sus detalles para percatarnos de los in-
numerables prodigios que podemos encontrarles. Tomemos, por
ejemplo, el polvo. Esa nadería, esa reunión casi inexistente de to-
das las partículas rechazadas del mundo. El polvo es tan débil, tan
carente de autonomía, que cualquier vientecillo lo hace volar. Se
somete a la volición de las fuerzas que lo superan, pero no por ello
se abandona al resentimiento; siempre permanece melancólico,
lento, aterrizando con parsimonia sobre los objetos. El tiempo es
su único aliado. Su cualidad es la discreción. Se mantiene al mar-
gen, en las esquinas y los recovecos, en las sombras y las grietas,
donde las personas lo dejan tranquilo y sólo los obsesivos de la
limpieza se afanan en deportarlo. Cada partícula flota azarosamen-
te y acepta el destino que se le adjudica. Entonces se posa sobre la
superficie y se acurruca a un lado de las otras partículas vagabun-
das que le tocan en suerte. Sólo a veces, cuando se reúnen suficien-
tes partículas en la llanura y en el desierto, el polvo reina por un
momento y abandona su habitual discreción, dando giros y aco-
metidas de rabia y de júbilo.
Se podría también hablar de un pequeño juguete: la pirinola,
siempre en puntas, con la falda perpetuamente levantada, en espera
del único momento en que se satisface su existencia: un baile efíme-
ro, pleno y elegante, que no tiene otra finalidad que la del baile mis-
mo. Un propósito noble y puro que otros objetos, como la astilla, no
comparten. La astilla, a diferencia de la pirinola, está tan invadida
de malas intenciones, que no duda en independizarse del tronco al que
pertenece con el único propósito de pincharle el dedo a un incauto.
Y qué decir del delgado y monofacético pelo. Es algo tan gre-
gario, tan insignificante en singular, que las lenguas le otorgan a

132
DIEGO ORTIZ

menudo un mismo nombre al individuo y al colectivo. El pelo no


hace mucho más que crecer. Pero todos sus esfuerzos se ven coar-
tados cuando llega la tijera y lo mutila. Entonces comienza de nue-
vo el proceso, lenta y trabajosamente, hasta que regresa el verdugo
y deshace todo su trabajo en un instante. Al corte se le suman otros
infortunios. Algunos pelos no sobreviven la regadera. Otros mueren
aplastados contra la almohada. Algunas poblaciones se desilusio-
nan con las repetidas mutilaciones a lo largo de los años y desertan
regiones enteras. Aquellos que en lugar de desertar deciden que-
darse a vivir los últimos años de su retiro, adelgazan y palidecen
hasta que les llega la muerte. Y entre tanto pelo, hay alguno con
ambiciones de fama que se lanza suicida hacia un plato de sopa
con la esperanza de que su cadáver despierte el asco o la queja de
algún comensal, y de esta manera, sea tratado, aunque sea de ma-
nera póstuma, como individuo, como un ente merecedor de un obi-
tuario en singular: “Mesero, hay un pelo en mi sopa”.
Cada una de estas pequeñas cosas se considera insignificante
–insignificante en su doble acepción: de escasa relevancia y caren-
te de significado. Cada pelo por separado, cada partícula de polvo,
cada astilla, cada pirinola, vive tan al margen de los grandes even-
tos del mundo, que pocos se detienen a verlos, y mucho menos a
dedicarles odas, novelas o tratados. Hay una exigencia de hablar
de los llamados acontecimientos trascendentes: las noticias de ase-
sinatos masivos, las reformas económicas, las elecciones que regi-
rán el destino de un país, las guerras y tragedias que destruyen las
vidas de las personas y de los pueblos. Y en caso de que uno no se
concentre en todos estos eventos de gran alcance, y en lugar de ello
coloque su atención en algún rincón minúsculo del mundo, se le
acusa de pecar de escapismo, de banalidad o de diletantismo. Pero
esa cruzada por las grandes narrativas y la literalidad, a menudo
impostada detrás de una cortina de supuesta res­ponsabilidad moral
y política, omite el hecho fundamental de que la mirada es tan am-
plia como para comprender tanto lo enorme como lo diminuto.
Buena parte de las veces la trivialidad responde más a la aproxi-
mación que a lo aproximado. Todo, por grande y significativo que
sea, puede banalizarse; pero a todo, por más pequeño que sea, se
le puede hallar un significado. Basta detenerse, darle tiempo y tra-

133
ENSAYO CREATIVO DIEGO ORTIZ

bajo. Lo perdurable, el llamado acontecimiento trascendente, tam-


bién se encuentra en los márgenes y en los rincones olvidados. Y
si bien es importante hablar y escribir sobre los grandes eventos,
personajes y naciones, es igualmente importante hablar y escribir
sobre los pequeños, no por un afán de reivindicación, sino por una
fidelidad al mundo en el que todos están inscritos. Lo pequeño y lo
grande, lo trascendente y lo intrascendente, pertenecen a las mismas
aguas. La distinción no es sino artificial, sólo responde a la naturaleza
puramente relativa de los términos. Para el granjero, la mosca que
su mano mata no es nada, pero para la mosca esa vida que perdió
le era todo. Para el bombardero, acostumbrado a matar a centenas
en un día, el granjero que mató a la mosca tampoco es nada. Así
que tira la bomba y borra al pueblo entero de la faz de la Tierra.
La observación de lo diminuto puede arrojar, además de una
imagen de los objetos y las criaturas mismas –de por sí lo suficien-
temente preñadas de significado–, un reflejo de la esfera más vasta
que los comprende. Tomemos, por ejemplo, las miniaturas litera-
rias de Robert Walser, a quien Sebald con justicia llamó “clarivi-
dente de lo pequeño”. En 1905, entusiasmado por las luces de la
metrópoli, se mudó a Berlín, donde su hermano Karl, ilustrador y
escenógrafo, ya disfrutaba de cierta fama entre los círculos de ar-
tistas e intelectuales. Llegó repleto de ambiciones literarias y de
hambre de la exuberancia urbana. Compró ropa extravagante. Se
presentó junto con su hermano en las diversas tertulias literarias.
Lo acusaron de comportamiento provinciano, carente de sofistica-
ción, en la ocasión en que ruidosamente, ya borracho, azuzó a los
otros invitados a participar con él y con Karl, en la sala del depar-
tamento, en el llamado Hosenlupf –la lucha tradicional de las
montañas del norte de la suiza alemana. Ese comportamiento bu-
llicioso, tan contrario a su naturaleza delicada, discreta y elegante
–quizás fruto de la combinación entre las ansias de éxito y la inca-
pacidad de pertenecer con naturalidad a un ámbito cruzado por el
cinismo, el ninguneo y el glamour urbano– hicieron que Walser de
manera gradual se desencantara no sólo del ámbito que, según
pensaba, lo marginaba, sino también y sobre todo, de sí mismo. En
ese periodo Walser escribió sus tres novelas más conocidas: Los
hermanos Tanner, El asistente y Jakob von Gunten. Su éxito no fue

134 134
ENSAYO CREATIVO AUTOR

pequeño, pero Walser, dado a empequeñecerse, volvió a Suiza en


1913 como (en sus propias palabras) “un autor ridiculizado y fra-
casado”. Después de su regreso no escribiría más que dos manus-
critos de novela (uno perdido y el otro quemado por el propio
Walser), un par de noveletas e innumerables fragmentos en prosa.
Son estos últimos los que más se acercan a su naturaleza. Su espí-
ritu expansivo berlinés, el auge de su extravagancia dislocada, la
exigencia, impuesta por la crítica y no connatural, de escribir tex-
tos largos, dieron paso a un recogimiento completo, al silencio, a
la lenta meticulosidad del análisis de las minucias. En Suiza lo
esperaba una sucesión de eventos desafortunados. En 1914 murió
su padre. En 1916, después de una larga estancia en el manicomio
Am Waldau, donde Robert también pasaría sus últimos años, mu-
rió su hermano Ernst. En 1919 su hermano Hermann se suicidó.
La Primera Guerra Mundial, a pesar de los repetidos servicios mi-
litares con los que tuvo que cumplir, apenas se menciona en sus
textos. Pero todo ello no hizo sino aunar al movimiento de retrac-
ción. En 1915, Walser, en lugar de publicar un drama sobre la gran
guerra o una crónica de la muerte de su padre o de la locura de su
hermano, publicó, entre varias piezas de la misma índole, un dis-
curso dirigido a su botón. Mientras las personas se mataban por
centenas en el frente, Walser veía el botón de su camisa y le escri-
bía un discurso de agradecimiento por los más de siete años que le
había servido, siempre fiel y nunca quejumbroso, sin que él, su
dueño, le hubiera dirigido una sola palabra de gratitud. Mientras
se desplegaban los nuevos arsenales y estrategias, Walser le escri-
bía otro discurso de agradecimiento a la hornilla que durante tanto
tiempo había calentado su cuarto. Mientras su hermano se desliza-
ba en el hospital Am Waldau hacia la muerte, Walser escribía un
ensayo sobre la ceniza, el lápiz, el cerillo y la aguja:

Mientras el cerillo descansa en su caja, en paz y ocioso, no tiene ma-


yor valor. Espera, por decirlo así, aquello que está por venir. Pero un
buen día alguien lo saca de la caja, lo aprieta contra la lija lateral,
frota su pobre, buena y amable cabecita hasta que se enciende de fue-
go, y entonces arde y se consume. Éste es el gran evento en la vida
del pequeño cerillo: al atravesarlo cumple con el propósito de su exis-

135 135
ENSAYO CREATIVO

tencia, hace su última acción caritativa y luego muere por incinera-


ción. ¿A poco no es conmovedor?

Con los años, Walser se aisló cada vez más. Abandonó la pluma
para adentrarse en lo que llamó el Bleistiftgebiet (la región del lá-
piz). No sólo comenzó a escribir sobre lo pequeño, sobre sus paseos
y los objetos que observaba, sino que además comenzó a escribir en
pequeño: una escritura en lápiz, necesariamente más lenta que la de
la pluma, y una letra minúscula en pedazos minúsculos de papel. La
forma simultáneamente mimetizó y determinó el contenido. El lá-
piz, el medio más sujeto al desvanecimiento, emulaba el espíritu del
mismo Walser, que con los años se fue abandonando a la inercia de
su aislamiento, hasta ser recluido, por alucinaciones, por ansiedad,
por tristeza, en el manicomio de Waldau en 1929. Por un tiempo
siguió escribiendo, siempre con su microescritura, en todo pedazo
de papel que encontraba: en el reverso de un trozo de calendario, en
una servilleta, en la esquina de un periódico. Más tarde fue traslada-
do al sanatorio de Herisau donde acabó de abandonar todo, lo poco
que le quedaba. Y en el día de navidad de 1956, a los setenta y ocho
años, después de pasar dos décadas y media de su vida en el sanato-
rio, fue hallado muerto, extendido sobre la nieve, con el sombrero a
un lado, en la última bajada que había tomado después de un largo
paseo por las colinas de Appenzell.
Los microescritos de Walser se pensaron durante décadas in-
descifrables, hasta que los investigadores Werner Morlang y Bern-
hard Echte descubrieron que se trataba de una versión mi­nia­turizada
del kurrent, una escritura de origen medieval utilizada en el ámbito
germano hasta mediados del siglo xx. Entonces se abrió el mundo
de las miniaturas de Walser. Se necesitó una lupa para discernirlo,
y el texto que surgió del ejercicio resultó ser, a su vez, una lupa ha-
cia el mundo de lo pequeño. Pero si Walser prefirió (o se vio com-
pelido) a enfocarse en lo efímero, lo débil y lo diminuto, en lugar
de enfocarse en los grandes acontecimientos, es porque ahí, y sólo
ahí, se encontraba toda la potencia de su re­traimiento. Es en la agu-
ja, en la ceniza, en el cerillo, en el lápiz, donde encontró la imagen
más fidedigna de sí mismo, de la debacle de su propia mente, de la
ternura en medio del vacío enorme de la guerra y de la muerte.

136
DIEGO ORTIZ

La ceniza es la humildad, la insignificancia y la nimiedad mismas


[escribe Walser] y lo que es más bonito: está transida por la creencia
de que no sirve para nada. ¿Se puede ser más inconsistente, más dé-
bil, más precario que la ceniza? No es fácil. ¿Puede algo ser más
dócil y más tolerante que ella? Difícilmente. La ceniza no tiene carác-
ter, y está más alejada de cualquier tipo de madera que el abatimiento
de la alegría desbordante. Donde hay ceniza en realidad no hay nada
en absoluto. Pon tu pie encima de la ceniza y apenas notarás que has
pisado algo.

Si las cosas y las criaturas sólo son grandes o pequeñas según


el rasero con el que se las mida, lo mismo sucede con los espacios.
Un ataúd es un lugar estrecho para el hombre que morirá asfixiado
en su interior. Pero el mismo ataúd es un aposento espacioso para
los gusanos que roerán su cadáver. Todo es cuestión de proporción
y de perspectiva. La proporción, tristemente, no puede modificar-
se por mera voluntad de pensamiento. Si alguien es cincuenta veces
más chico que una montaña, por más que lo desee no podrá crecer
hasta alcanzarla. Pero existen proporciones que es posible cambiar
con un mínimo de tesón y de inventiva. Si un trozo de carne no
pasa por la boca, se le puede cortar. Si uno es tan chaparro que lo
colma la vergüenza, puede empezar a usar tacones. A veces, sin em-
bargo, la búsqueda por ajustar la proporción y compensar las ca-
rencias o abundancias indeseables no es sino capricho y necedad.
Procusto, por ejemplo, estaba empecinado con la idea de que su
cama fuera del tamaño exacto de quien durmiera en ella. A todo
visitante que pernoctaba en su casa lo ataba a los cuatro postes de
la cama para medir si el largo de su cuerpo coincidía con el del
lecho. Si el cuerpo era más chico, le estiraba los brazos y las pier-
nas hasta dislocarlos o desprenderlos y, si era más largo, cortaba
los pies o la cabeza o cualquier elemento que no alcanzara un pe-
dazo de cama. Todo por amor a la proporción. Procusto terminó
pagando por su desmesura. Cuando Teseo lo visitó le hizo la si-
guiente jugarreta: consciente de sus fechorías, antes de acostarse
en la cama y verse sometido al doloroso reajuste, lo retó a acostar-
se para ver si su propio cuerpo coincidía con las medidas que le
exigía a sus visitantes. Cuando Procusto, ingenuo, se tumbó, Teseo

137
ENSAYO CREATIVO

aprovechó para amarrarlo. El cuerpo resultó tan larguirucho que ni


la cabeza ni los pies entraban en la cama. Así que Teseo se los cor-
tó con un hacha. Ese fue el fin de Procusto, el obseso de la precisión.
Pero si la proporción no está sujeta a la mera voluntad, la pers-
pectiva es mucho más dócil, mucho más maleable por los capri-
chos de la fantasía; para cambiarla basta un giro del pensamiento.
Para los agorafóbicos, los espacios abiertos –incluso si se trata de
un par de cuadras de una ciudad congestionada– son insoporta-
bles. El descobijo, la proliferación de azares que la ausencia de
barreras comprende, el mero peso que la holgura cierne sobre sus
cuerpos, son suficientes para hacerles sentirse diminutos, tan frá-
giles que las piernas podrían doblárseles en cualquier instante.
Pero basta con atravesar o trazar los grandes espacios para que
éstos devengan inocuos. Las personas suelen recurrir a un truco de
perspectiva: se enfocan en un palmo de terreno y de esta manera
sencilla logran ignorar la anchura del espacio. Esto los convence
de que el mundo no es tan grande como se piensa. Los agorafóbi-
cos no pueden ceder a tal engaño. Están siempre atentos a la vas-
tedad que los abruma. Pero también se cobijan en una ilusión, la
ilusión, igualmente débil, de que un par de paredes y un techo los
protegen del universo. Los claustrofóbicos, por el contrario, están
a sus anchas afuera, pero nada más se les encierra y el temor los
engatusa, les hace pensar que el cuarto se encoge sobre su cuerpo
inmenso. A veces imagino que un agorafóbico y una claustrofóbi-
ca se enamoran y deciden vivir juntos. Calculo el tamaño de su
casa y pienso que ése ha de ser el tamaño perfecto. Luego fantaseo
con que algún malicioso irrumpe en la casa, encierra a la claustro-
fóbica en un baúl y expulsa al agorafóbico hacia el exterior. El
agorafóbico golpea la puerta con desesperación para entrar, mien-
tras la claustrofóbica golpea la tapa del baúl para salir. Todo es
cuestión de perspectiva.

138
NOVELA
Caminos íntimos, complejos,
eso son las novelas

Quien escribe novela viene y va entre territorios vastos, inagota-


bles, siempre en búsqueda del personaje. Por un lado, la inevita­­ble,
atenta –y casi siempre demoledora– observación del género huma-
no; por otro, la travesía infinita a través del laberinto interior. El
minotauro puede encontrarse o no, pero el viaje es, de suyo, intenso,
espeluznante, luminoso, caótico. Y todo el camino teje, zurce, entre­
la­za, desteje, trama, hila, urde. Como Ariadna, las Moi­ras, las Nor­­nas.
Tejedores de destinos ficticios que reconocemos como propios.
Abril, David, Pablo, Alfredo, Valentina, Pedro. Modernos Te-
seos de la generación tecnológica. Sus novelas son seis caminos
íntimos –cuatro de ellas están contadas en primera persona– y cada
uno de ellos conduce a una morada compleja, donde se respiran
múltiples ambientes.
Sagaz y observadora es la niña sin nombre que se interna en el
suceso oculto que ha dejado una huella dolorosa, incomprendida,
silenciosa, como un agujero negro alrededor del cual gravita la fa-
milia completa por dos generaciones. A medida que desentraña el
secreto, ella descubre de dónde surge su propia forma de ver el mun-
do. Planeando sobre la melancolía del fondo, en La espera, Abril
Castillo Cabrera lleva al lector en el vuelo ultraligero de la forma,
en alas de un lenguaje precioso que narra por la vía de la poesía.
Reflejo de la parálisis, la náusea, la repulsión, lo inhumano que
mora en el alma humana, el personaje de El refugio, también anó-
nimo, habla de una vida que no es vida. Un sótano en tiempos de
gue­rra en el que se sobreviven los despojos de una historia de amor.
Al final de cada escena, el lector piensa que ya no es posible ma-

141
yor sordidez y, sin embargo, la imaginación de David Poireth sor-
prende al crear otro pasaje que provoca una mueca instintiva de
asco. Su estilo, implacable, bárbaro, sugerente, deja ver un lengua-
je que se reinventa y se renueva en cada frase.
Historia de un viaje y de un cáncer, de una familia y de una
muerte, de un niño que siempre deseó un padre y un padre que nun-
ca supo serlo, de un amor incompleto, inexpresado, inacabado,
pero aun así, existente. Pablo roe los cimientos de lo que significa
“ser hijo”, mientras camina al borde del pozo profundo del cariño
filial, cuestionándolo, deseándolo, enfrentándolo. En Arqueología
personal, Pablo Mata Olay conduce a quien lo lee desde la inteli-
gencia, la sensibilidad, la ironía, y le muestra un paisaje que se ve,
sobre todo, a través de las ventanas de su propio corazón.
Pájaros en la cabeza, de Alfredo Núñez Lanz, nos mete de lle-
no a las calles empedradas de la literatura juvenil. En la impulsivi-
dad de los catorce años y para escapar de una situación familiar
tensa, agravada por una travesura escolar, Neto huye de casa y se
suma al paseo a la playa de su vecino y sus amigos. Conforme
avanzan los días y la novela, el protagonista descubre que el ver-
dadero itinerario apunta hacia él mismo. Se interna en su propia
geografía, con humor y asombro, y se reconoce en su propio viaje.
En Trofeos de guerra, la historia de Catalina nace unida a la de
su abuela Lucre. La expresiva pluma de Valentina Winocur nos
per­mite recorrer con ellas los pasillos, cubículos y salones de la uni­
versi­dad en la que la abuela es profesora; las habitaciones del depar­
ta­mento donde viven; sus memorias, desencuentros y secretos. La
dictadura de los años setentas las lleva a dejar Argentina para venir
a México. El régimen deja víctimas: las que ya no viven quedan en
el terruño –el abuelo, los padres– y las que sobreviven lo hacen en el
exilio. Vivir la pérdida, la adopción de la nueva patria, el saberse
diferente, el recuerdo del país del que fueron arrancadas. Y la ver-
dad que, cuando se asoma, arrasa con todo.
A veces se encuentra más de lo que se busca en la ciudad arti-
ficial surgida en pleno desierto de Mojave. Génesis Montesinos
elige Las Vegas para terminar con una vida que se antoja lánguida,
solitaria y triste, no sin antes probar las mieles del azar al ritmo del
flop, turn y river del Texas hold’em. En las páginas de Cartas mar-

142
cadas, Pedro “Pete” Zavala avienta los dados, se arriesga y nos
permite saborear las apuestas, la tensión que acelera el ritmo car-
díaco, la fortuna repentina, inesperada. Génesis se adentra –sin
planearlo– en la vorágine irresistible e incontrolable del juego, se-
cuestrado por un universo en el que el dinero y la suerte definen
los destinos de las personas y también los del mundo.
Seis personajes que se revelan en seis novelas, pero sobre todo
en el alma misma de sus autores.

Norma Muñoz Ledo

143
Abril Castillo Cabrera

La espera
(fragmento)

Tengo hipo desde que salgo de casa. Me asomo por la ventana del
departamento y a lo lejos alcanzo a ver llegar el coche rojo de mi
papá. En lo que va del año ha tenido un coche gris, uno morado,
uno amarillo, uno blanco y ahora este rojo. El gris era demasiado
grande para él, dijo, y gastaba mucha gasolina. El morado parecía
de judicial. Hasta tenía unas letras o números en un costado, quién
sabe por qué. No hay nada peor que ser judicial en México. El
amarillo fue un préstamo. O tal vez es un recuerdo tergiversado de
esa camioneta que tuvimos cuando era niña. Al blanco nunca le
sirvió bien el clutch.
La gente recuerda los coches por marcas, pero yo no sé nada de
eso, así que sólo se me quedan grabados los colores. El rojo lleva
apenas un par de semanas de vida y es el único coche nuevo. Los
demás eran usados. El rojo lo compró mi abuela y se lo dio a mi
papá. Mis papás se divorciaron hace un año y los sábados come-
mos con él.
Tengo doce años.
Veo el coche rojo por la ventana a lo lejos y me preparo con-
tenta para salir. Llevo diez minutos, veinte minutos, más de cuaren-
ta y cinco minutos asomada por esa ventana del comedor. Do­blando
el cuello, haciendo casi bizcos para alcanzar a ver tan lejos. Los
colores por suerte no necesitan definición. Los colores se recono-
cen y ya, aunque salgan borrosos.
Veo rojo y sé que es mi papá. Así como antes mi papá fue gris,
morado, amarillo y blanco.
Mi hermano no está este fin de semana.

145
NOVELA

Bajo yo sola y desde que salgo del edificio sé que mi papá me


sigue con la mirada de ese largo pasillo de mi casa hasta él. Aun-
que traiga lentes oscuros siento que me mira. Probablemente me
vio también asomada. Como si hubiera un lazo irrompible a cada
segundo. Todo el tiempo. Por eso es tan amargo ya no vivir con él.
Tengo tanta hambre que desde hace una hora me dio hipo. Mi
papá llega cada vez más tarde por mí. Se enoja si como algo antes.
Si llegamos al restaurante y ya no quiero comer. De todos modos,
él se come lo que yo deje. Siempre. Así que no me preocupa nunca
desperdiciar, porque yo disfruto y él se encarga, y nada se desper-
dicia jamás.
Hola, papá. Y me subo al coche.
Hola, hipo, papá, hipo. Más bien así.
¿Cómo estás, hija?
Hipo, bien, hipo, ¿y tú?, hipo.
Mi papá arranca el coche.
¿Tienes hipo?
Y aunque es obvio respondo.
Hipo, sí, hipo, un poco, hipo.
Avanzamos por la calle empedrada. Lentamente. Más lenta-
mente de lo que él acostumbra, porque, aunque sabe que las llantas
se dañan, mi papá nunca consigue ir lento en nada. Siempre impe-
ra en él una desesperación. Habla a prisa, maneja a prisa, come a
toda velocidad, como una aspiradora. Por eso siempre logra ven-
cer a la digestión y consigue comerse lo de los demás.
Veo una bolsa vacía de cacahuates japoneses. Seguimos avan-
zando. La tomo a ver si queda alguno. Ya no aguanto el hambre.
Hipo, lo miro, hipo, me mira, hipo, responde.
Me los comí porque no aguantaba el hambre, me dice.
Pienso que yo tampoco, hipo, pero le prometí no comer, hipo,
para no arruinarme el hambre.
Él no se la arruina. Hipo. Él puede comer cacahuates y luego
acabarse todo lo que pida. Hipo. Yo no, y no quiero que se enoje
conmigo. Hipo. No quiero decepcionarlo. Hipo.
Yo, hipo, tampoco, hipo, ¿qué comemos?, hipo.
Tomamos una pequeña curva en el camellón del estaciona-
miento empedrado. En eso el coche frena de golpe y por unos se-

146
ABRIL CASTILLO CABRERA

gundos no sé de mí. No pienso en nada. Siento que salgo disparada


al frente, pero cuando vuelvo estoy sentada en el asiento.
El coche está detenido.
Eso es lo único que ha cambiado.
Miro a mi lado y mi papá tiene las manos sobre la cara, se cu-
bre con especial presión los ojos. Parece que llora. Se quita las
manos y, sí, llora.
¿Qué te pasa?, alcanzo a decir de corrido.
Te quería espantar para que se te quitara el hipo, dice entre so-
llozos.
¿Por qué lloras?
El hipo se detiene un momento.
Miro de frente al camino y encuentro una araña transparente
dibujada en el cristal. El parabrisas está roto, pero ningún vidrio se
ha caído. Un golpe en el centro y líneas que se deslizan al exterior.
Ese punto es mi cabeza. Donde se estrelló cuando mi papá dio el
enfrenón.
Me toco la frente y me duele. No tengo sangre.
No tengo sangre, le digo. Y lo rectifico en el espejo del tapasol.
¿Qué te hice?, llora sin poder siquiera verme.
No me pasó nada, me río. Estoy bien.
Y se me sale un hipo. En cuanto respiro otra vez.

147
David Poireth

El refugio: la vida quieta en treinta escenas

Exégesis.
Al escribir esta historia, una pregunta sólo me rondaba:
¿cuántas páginas resistirá el lector las descripciones de lo
inhumano y mi aburrimiento?
De ahí el olvido y la gracia de la estupidez.

Sin embargo, tengo esperanza, lo juro, de poder


un día contar una historia, una más con hombres, con especies de hombres,
como en otros tiempos en que no dudaba de nada, casi.

Textos para nada, Samuel Beckett.

Sólo hay vida si hay olvido.

La escritura del desastre, Maurice Blanchot

Vivir es de necios

1 (Refugio): y escribir sobre ella sería, pienso, como si fuera a es-


cribir sobre una mula. Cosa o árbol muerto, gris, que respira. Aun-
que más pudiera ser aquella mula que espera resignada, con los
corvejones tiesos y el pescuezo pellizcado, la gentileza del rifle
que vendría a reventarle el seso en pedazos; obsoleta, con los ojos

148
DAVID POIRETH

ciegos ya antes de desplomarse en la llanura y hundirse en la boca


de las sabandijas de rapiña. No obstante, de una mujer se trata si
bien casi de una cosa con tripas y aún con hambre: una vieja tetra-
pléjica. O un tronco podrido con venas y sangre que le fluye. Su
cuerpo es una cáscara, y es su sangre lo único que acontece… la
atraviesa un río… y ella intacta, quieta.
¿Qué la mantiene con vida?, ¿ya para qué?
Entonces, es la mula anciana que rumia y estorba. Tosca, que
ya no anda, que es agresiva. Un experimento de la naturaleza, un
engendro de matrimonios monstruosos, y mi esposa.
La miro arruinada y tan de lleno que es como si ignorase su
humanidad, su habilidad de vergüenza, su memoria…, ¿pero es
que acaso puede sentirse a un tiempo amor y asco? Sin embargo,
la quiero. Es un fantasma, un objeto que obsta, que desordena, que
atasca la vida de su movimiento ordinario, falso e ideal. Y la quie-
ro. Ahora, como antes y siempre, la miro, y ella no puede hacer
por ocultarse; está atada al camastro, que es más una mesa de co-
medor antiguo, con sus piernas duras y débiles y sus brazos tira-
dos. Está, quiero decir, encadenada a su cuerpo. Y es más bien
como que se manifiesta: mi mujer, la vieja tetrapléjica. Así, al ver-
la de diario en su yacija, tan callada y concreta, me da una sensa-
ción de certeza insoportable; la angustia de saber que es cierto que
todo existe y que, el día de mañana, será todo igual.

2 (Refugio): no habría que sentirle lástima o, en todo caso, no una


mayor a la que habría que sentir por todos nosotros. Por mí. La
simpatía habría que dejarla fuera: no hay. Yo no sufro lo que ella
sufre ni me cabe imaginarlo ni me da la gana hacerlo y, sin embar-
go, tenerla aquí siempre y saber que existe… Ojalá no la sintiera.
Como alojada en mí. Tiesa y moribunda. Quizá me pesa que sea
cierto; caer en cuenta que es real, mi vieja, y que hay formas de
vida inimaginables. Y es en este sentido que estorba, como un es-
tancamiento de agua sucia, como el perro sarnoso, muerto, que repug-
na y duele y se esquiva y que luego, en algún momento, se fundirá
al suelo y al aire y a todo, como si no… Pero, el perro muerto es al
hombre muerto, a mi vieja tetrapléjica, lo mismo. Y todos respira-
mos el resto de perro que ahora se pudre. Por ello es preferible no

149
NOVELA

saber; el saber estorba, angustia, pesa… los otros, todos, pesan. Y


sentir. Y seguramente sólo para desembarazarme de ella tengo la
necesidad de hacerle el cuento, y a mí; para no verla como lo que
es: una vieja aburrida e inmóvil que se desgasta, se echa a perder.
Y sea también para no ver lo que soy: un intento fallido, porque
nuestras vidas se van en aquellas obras que se escriben sin escri-
birse, los sueños…, y el resto, la nada, es lo que somos: lo que no
hicimos. Somos lo que no hicimos de nosotros. Un resto, una es-
pecie de hombres.
¡Y nos queda la eternidad!

Me detengo de escribir cada tres segundos. Son tierras estériles y


no es de extrañar que los piojos se arrimen a cuál sea la mollera
que se cruce. Llegaron antes de que nos instalara aquí, y tal parece
que están resignados a quedarse y mi calva y cuerpo los cobijan.
Tanta soledad y aun así resulta imposible que nos dejen solos.

3 (Afuera): su madre septuagenaria la cuida, la alimenta. Le talla


bajo la lonja y le escurre los granos. Le humecta las estrías y las
úlceras. La friega luego de zurrarse y, todavía así, ni una sola pa-
labra se cruzan. Si acaso algunas pocas. Y no son tan diferentes:
un par de trastajos. En su recámara, mi mujer está echada en el
camastro haciendo de desperdicio, mientras la atiende su madre,
sentada a su lado, con una bandeja en la que un vaso de agua, un
pedazo de chivo y un cigarro hacen de merienda. Ella se aguanta
las fermentaciones de mi vieja, su hija, y es que hace unos segun-
dos, al tiempo que tragaba la segunda rebanada de chivo, mi mujer
ensució. No puede notarlo, entonces gruñe de inmediato para que
le sirvan en la boca un chorro de agua y luego el cigarro. Así es
sucesivamente. Y ya que no cae en cuenta, o cayendo por la nariz,
pero haciéndose la idiota, mi suegra decide esperar a que termine
la merienda y luego alzarla, remolcarla, para lavarla primero a ella
antes que a los platos sucios. Así es más fácil y menos el repudio.
Y es que no es tan sencillo como atender los pañales de las criatu-
ras, porque no hay comparación entre las nalguitas sonrosadas y
gordas de los bebés y las nalgas destruidas, ruinosas, de una vieja
de cincuenta, y paralítica.

150
DAVID POIRETH

Su madre también rumia, se masca la lengua o las palabras, los


gritos de desesperación, y se los engulle como jugo de bilis, aun-
que se enferme todavía más. Están tan cerca sus caras que, segura-
mente, se alcanzan a escuchar sus respectivas masticaciones de
lengua y parece que hasta se comunican. Se aburren y así pasan las
horas, como si para mi vieja, su madre no supiera sino ponerle en la
boca la carne y el cigarrillo, y quizá algo más sepa, pero a nadie le
importa. Son este tipo de personajes protagonistas de algún tipo de
vida y olvido. Es decir, protagonistas de una historia ajena, otra y,
de nuevo, que a nadie le interesa. Ignoradas más, tal vez, por abu-
rridas que por duras. Son una morbosidad: “¿te imaginas?”. Y no.
Sin embargo, aunque tuviera intenciones de más, de inventar algu-
na cosa…, y podría decirse que son estos personajes los que nos
enseñan cómo es que se vive. Hoy. Y pudiera, incluso, mortificar
darse cuenta; si dentro, si de pronto, se despertara algún resto de
falsa tierna humanidad. O lo que fuera aquello.
En fin, que ahora deja los trastes a un lado y comienza su labor
con mi mujer. No hace bien las cosas: la remolca, dije, hasta que la
deja bocabajo; le desnuda las nalgas y comienza a fregotearla. Yo es-
toy ahí, y miro todo desde mi sillón en el rincón, donde por las no-
ches acompaño a mi mujer y a su madre durante la merienda. Su
piel irritada se estira, y se le miran mejor las llagas y pústulas en-
cendidas mientras le pasa por encima una esponja y un trapo, pero
muy pronto retrocede de nuevo el cuero, acurrucándose una arruga
en otra como una parva de escombros.
Y yo no he terminado de comer.

4 (Refugio): recuerdo que pensé ese día, como hice en muchas otras
ocasiones, que esa señora, achaparrada y fea, sería capaz de matar
a mi esposa. De hacer el favor por puro rencor o hasta por hastío y
puro hartazgo: aburrimiento. No obstante, de inmediato rectifiqué
por la imposibilidad de aquello, y me dije que sería más probable
que fuera ella, su madre, la que se muriera primero. Si no de ancia-
na, sí de tedio, de cansancio o de decepción. Porque cargábamos,
aún, con un remedo de pudor moral, y andábamos sin la desnudez
cruel de ahora. Sin embargo, pensé siempre que su madre también
fue una terca al seguir viviendo y, quizá, al ayudarla a vivir.

151
NOVELA

¿Tendría que relatarlo todo en pasado y no en el tiempo abulta-


do y confuso de hoy?, pero es que me parece que aquello, el pasado,
no existe y que todo es ya puro presente: la memoria y el futuro,
toda una carga. Todo está aquí y todo el tiempo, y el Refugio está
abarrotado y es inhóspito. Todo se recoge en nosotros, en el cuerpo
de mi mujer, que yace sobre la mesa despatarrada en la que alguna
vez comimos, donde la enfermedad la aplasta; la gravedad que la
tumba, aunque no termine de morirse, porque su espíritu, inmóvil
también, atado a la carne, débil, atorado entre los órganos y huesos,
no se decide a abandonarla. Y es él, más bien en ambos, pesado y
perezoso; el espíritu, un esfuerzo inútil y una estúpida simplicidad.
Si bien ahora tengo la sensación, una vez dicho eso, de que el pre-
sente es lo que no existe. Nosotros. Y que el vacío que la naturaleza
aborrece, niega, aniquila, es lo real. Y todo ya fue y todo lo que está
por venir ya viene en ruinas. Sin embargo, sea el caso que fuere,
comprendo de inmediato lo irremediable que es el que estemos aquí,
que existamos aquí, en el Refugio, los dos, aunque todo pudiera
ser, de tan real, una ilusión.
¡Qué desastre!

5 (Afuera): casi arrastrándome de tan cabizbajo, con la cabeza en-


terrada entre los hombros, entro al edificio gris del H. Ayuntamiento
del pueblo, donde trabajo en las bodegas. Y es que hoy comienza
una nueva etapa en mi carrera: he sido degradado de una oficina,
de un uniforme de burócrata, a bodeguero. Aunque valdría más
decir que es casi una promoción de mi cargo, ya que lo que hacía
antes era todavía más inútil que lo que haré a partir de ahora. Hago
el intento por dejar fuera, por unas horas, a mi vieja inmóvil y a su
madre. La vida pasiva, la lentitud de todo. Y mientras la voy de-
jando tras de mí como un camino espeso de baba, pasan a mis
costados todos corriendo y todos en uniformes de burócratas o del
ejército en posesión, salvo yo, dije, que traigo otra clase de prisas
y de trapos. Entonces, me detengo. Dentro de estos muros, tan
aseados y blanquecinos, me hurga una sensación vomitiva, y quizá
liberadora: la mentira. Pero me vuelvo, miro los pisos rechinantes
y sigo en línea recta hasta donde el jergón se llena de la suciedad
de los caminos por los que ando, y así todos nosotros, sin importar

152
DAVID POIRETH

los trajes o los vestidos. Luego, mi mirada se alza hasta donde la


puerta de cristal hace de lo de fuera un espejismo. Veo el pueblo
destruido, olvidado. Los muros embarrados de tierra que ya no se
borra, y todo del color del excremento enfermo y pálido de los
hombres que los ocupan. Ganaderos vendedores de las tripas des-
coloridas y los filetes pellejudos de sus bestias; granjeros de pam-
pas baldías que casi regalan sus cosechas; funcionarios de go­bierno,
militares en guardia, gente quemada y yo, que ni animales desnu-
tridos ni campos secos ni uniformes de manchas o de corbatas ya
tengo. Y ahí está el revoltijo en mi vientre. La vida pasiva y la vida
inútil. Yo y mi mujer. Yo y mi mujer y su parálisis. Y la propia, y
la de todos. Cuando al fin abro la puerta de las bodegas y miro el
desmán de baratijas al que he de acoplarme quizá por el resto de
mis días, y con una tarea fija, especial: las ocho mil latas; cuatro
por cada persona del municipio. Porque es probable que todo aca-
be pronto, o esa es la amenaza, que es más bien una promesa, que
nos han anunciado: el asedio inminente, las matanzas. Y hay que
sobrevivir, dicen. Luchar por sobrevivir. Entonces, fisgoneo rápi-
damente en lo que se amontona, el polvo, las cajas roídas. Alguna
rata que me cruza por la mente, anticipándose a la que habría de
encontrar luego. Y comienzo a ocuparme en la primera lata, la se-
gunda, la tercera.

Y así la vida sin aspavientos. Sin embargo, hay en las oficinas una
mujer de tacón alto y fuertes corvas; un pasatiempo, una luz. Casi
ni se alcanza a percibir que anda con la pierna izquierda más corta.
Y me gusta la renga, mi paticoja, a quien apenas me dispongo a
evocar cuando llega al almacén y me interrumpe. De ocho mil la-
tas no llevo ni ochenta, y llega y me interrumpe y me encara con una
mano en la cintura y me pregunta si sé en dónde quedó enterrada
la caja del archivo personal del pasado intendente. No, le digo.
Fuera, quizá, que me identifico con ella a causa de mi solo testícu-
lo, pero de verdad me resulta bonita, apetecible. Estoy tirado al
suelo de frente a ella con mis espaldas empolvadas e irritada mi
nariz. La bodega que alberga lo viejo. Le miro las rodillas, las ar-
ticulaciones malogradas, los músculos disparejos de los jarretes, las
nalgas desproporcionadas, y me subo a la falda verde corta hasta la

153
NOVELA

blusa arremangada de donde ya soltó algunos botones del escote


porque la tierra arde. Puedo buscar, repongo. Ella frunce la boca
que apenas se hincha, cruza los brazos que le alzan los senos y no
dice nada. Por su silencio logro, al fin, dejar de verla fraccionada,
fragmentada o, más bien, despedazada, y la concibo entera… Ah,
mi patizamba. Y, como harta de que le ande husmeado la pelvis
ima­ginán­dome sus bragas con sus caderas chuecas, resopla y se da
vuelta azotando los pasos, indignados, y la puerta. Tendría que
volver, pienso. Y el problema es que el intendente falleció allá en
su despacho y en plena holgazanería. Desgane. Ya estaba viejo,
aunque eso no sea excusa suficiente en este mundo ni para holga-
zanear ni para morir. De cualquier modo, el barragán estaba tam-
bién algo loco y dormía, de tanto en tanto, en su oficina. No era difí­cil,
por ello, encontrarlo jetudo y seboso, en calzones, camisa blanca y
calcetas azules solamente. No tenía a nadie, y cuando murió todo
lo que encontraron suyo lo pusieron en esa inútil, tal vez importan-
tísima caja, en la que se mezclan una sarta de locuras con papeles
de primer orden. Apenas la pusieron acá se perdió entre la multi-
tud de escombros, tragada por el abismo de la indiferencia. Y aho-
ra, al fin, alguien, ella quizá, tiene que revisarla. Revivirlo. Y quizá
quiera hacerlo yo también.
Sin embargo, seguiré antes hasta llegar, aunque sea, a las vein-
te latas, porque estoy con todo aquí tan amontonado que tardaré un
buen rato en encontrarla. Son tantas cosas, y nadie sabe lo que hay
aquí. Ésta, como todas las bodegas, alberga puros olvidos, escon-
de las vergüenzas. Y se aglomera la basura.
Y yo. Y el abandono.

6 (Refugio): están aquí ahora las latas, mi mujer y aquel archivo


del intendente que me pidió mi paticoja entonces. Y pienso que
nunca ha sido justa la comparación que hice y hago entre mi espo-
sa y la patizamba; aquí no gana el que más tenga sino el que, por
decirlo de algún modo, tenga menos carencias. Le miro las piernas
muertas a mi mujer, el músculo consumido. La miro a ella entera,
pero despedazada de veras. Por dentro y como si todo su cuerpo no
fuera sino sólo un pedazo de materia olvidado, cercenado de lo
que antes fue. Toda ella, es decir, un órgano palpitante abortado,

154
DAVID POIRETH

una pieza de carne magra. Y, sin querer hacerlo, vuelvo a compa-


rarla con la coja. Y me inunda algo similar a la tristeza.

7 (Refugio): babea y la limpio. Le sueno la nariz y me mira pelán-


dose los ojos, ¿qué más? Furiosa y aguijándose dentro con un odio
para que su cuerpo despierte y se mueva. Me mira, digo, como ame-
nazan los ojos negros del caballo de boca herida, o mula, una vez
que el freno le ha destrozado los carrillos. La mirada animal hue-
ca, enloquecida y cansada, aunque pronto vuelva a la pasividad y
a la obediencia. La mirada confundida que no comprende. Y así
me mira mi mujer, como cualquier otra bestia hambrienta que no
se decide, o no sabe cómo hacerle para devorarse a su dueño, para
maltratarlo. Gesticula demasiado y gime, jadea, y luego de tor­cerse
dislocándose la cara, se truena el maxilar y me mira de nuevo. Abre
y cierra la boca masticando aire y gimoteando. Muge. Luego me
enseña los dientes hasta las encías negras, ya en silencio. La mula.
Y es un asco; esconde sus labios desgastados hasta donde brotan
las raíces de los dientes y me sigue mirando. Me nacen ganas de
abofetearla, entonces, por mula terca, tozuda, porque no quiere co-
mer de mis latas. Intento alimentarla y le digo: aquí no, mujer. Aquí
no hay otra cosa, ni madre ni chivo, y la única birria eres tú. Come.
Pero no me hace caso. Sólo tenemos estas latas, le digo, y hasta
que alguien venga por nosotros o a matarnos, eso tendrás que co-
mer. Y, como en protesta, se zurra. Es decir, como si pudiera al me-
nos protestar y tener control de sus esfínteres. Entonces desiste, y los
ojos, de tormenta, ya sólo se nublan, se ensombrecen. Voltea al te-
cho melancólica, porque seguramente el haber mencionado que
han de asesinarnos le hizo pensar en su madre muerta. Casi con
envidia de saber, quiero decir, que su madre es la muerta y no
ella. Casi creyendo, me digo, que mi mujer aún piensa.
No es de adrede, sin embargo, ni de resentido que la vea como
un animal; pero es que se hace la bruta y no me habla. Ya no pita
ni pizca de palabra, y tal vez extrañe a su madre o… No sé. Pero
ya querrá comer; siempre es igual, y cuando me escucha raspar el
fondo de la lata berrincha, como las crías, la bebota. Si pudiera
moverse, haría de sí un zarandeo, sobre la tabla donde yace, como
en capricho… Aunque, después de tantos años así, honestamente,

155
NOVELA

¿qué fuerzas podrían quedarle para ser humana? Pienso en eso,


entonces, en que está cansada y triste, que en verdad sufre, y se me
ablanda el pecho y le doy de comer, de beber y su cigarro. Quizá
sea demasiada ya mi sinceridad, pero, de cualquier modo, en esos
momentos me siento como un niño con su mascota y la acaricio.
Le rasco en la cabeza como hacen conmigo los piojos, aunque no
me sienta. Después, ya sosegada y más como un cachorro, me
mira preguntándome, quizá, qué es lo que estoy esperando, hasta
que se duerme. Entonces pienso que las matanzas que se libran
ahora allá afuera también nos van lentamente matando a nosotros.
Y ya todo así, cabe preguntarse qué es lo humano, pero se me
agotan las fuerzas. Y me alzo de mi silla limpiándome la mugre
detrás de las orejas con los hombros.

156
Pablo Mata Olay

Arqueología personal

Desde que papá murió hasta que nos dieron la urna con sus cenizas
pasaron unas cinco horas. El calor siempre fue el mismo: abrasa-
dor, colérico, pegajoso. No era el verano en Colima ni la cercanía
a la lumbre en el que papá había desaparecido. Era el infierno que
yo llevaba dentro y que había revivido durante los días de su con-
valecencia. Era mi relación con él y mi hermana y mi mamá. Todo
había quedado en ascuas, y más que dolor, lo que yo sentía era que
el cuerpo entero me escaldaba.
Uno de los pensamientos que me atravesaron mientras lo veía
morir fue que papá ya no sudaba. ¿Era acaso porque a su cuerpo
derrotado por el cáncer ya no le importaba cumplir con las funcio-
nes básicas de su órgano más grande? ¿O porque todos los mitos
tenían razón y la muerte había envuelto a mi papá de frío y oscu-
ridad? Supongo que nunca lo sabré. O, mejor dicho, o quizás lo
sabré cuando yo me muera.
Volvimos en silencio. Me tocó manejar el coche de mamá por
primera vez. También yo había hecho los trámites con la funeraria
y avisé a las pocas personas que había que avisar de la noticia. Fui
muy adulto y ni siquiera me importó… ¿acaso ser adulto sea hacer
cosas dolorosas y verlas como papeleos?
No comimos, no encendimos la tele que nos había servido de
ancla todos los días pasados. El sol por fin tuvo clemencia y se
retiró, dejando sopor y silencio. La ciudad entera se había quedado
callada. En un par de horas llegaría gente a despedirse de él y te-
níamos que arreglar la casa.

157
NOVELA

Cuando nos dimos cuenta de que la casa estaba acondicionada


para alguien que ya no existía nos sentimos ridículos y vacíos.
Mamá reaccionó primero y metió toda la ropa de hospital y las
medicinas en una bolsa negra de basura. Lo hizo enojada, lasti-
mando las fundas de almohada y los frascos de pastillas.
―¡Llévenselo, tírenlo todo! ―dijo, aventándonos la bolsa a
mi hermana y a mí.
No nos dimos cuenta de que había oscurecido y terminamos de
escombrar en penumbras. Nadie lloraba. Cada quien limpiaba por
su cuenta, sin hablar de lo que había pasado hacía unas horas, sin
aceptar lo perdidos que nos sentíamos desde antes de que papá se
muriera. Por nosotros hablaban la escoba barriendo la piel muerta
de papá, la tarja tragándose su baba seca y el trapeador ahuyentando
su olor a enfermo.
Limpiamos lo suficiente para recibir a las visitas y nos sobró
tiempo. Esperábamos a tres o cuatro amigos de mamá, las amigas
de mi hermana y a alguna otra persona que se hubiese enterado.
Decidí poner música para hacer menos pesado el silencio, pero
cualquier disco familiar me pareció ajeno, ininteligible. Encendí el
radio y sintonicé la estación de la universidad.
Mi hermana y mi mamá también se asearon. Yo me quedé sen-
tado, junto al radio. No necesitaba pretextos para no bañarme,
pues en esas horas cualquier acto estaba permitido. Una tregua en
la tierra de nadie en la que podíamos recogernos y hacer un inten-
to de curar nuestras heridas.
Ahí, solo en la sala donde había pasado mi infancia y adoles-
cencia, sentí de nuevo los dolores que desde que había llegado a
Colima a ver morir a mi papá me habían invadido como plaga.
Cuando me fui de ahí juré no volver, pero el cáncer rompe prome-
sas y traiciona principios.
Intenté ver a mi papá. De cuerpo completo, antes de que enfer-
mara. Quería dejar de sentir el dolor de su muerte recordando su
vida. Pero muy pronto me di cuenta de que era su vida lo que más
me dolía.
No pude dejar de verlo, aunque ya había llegado gente y mamá
hablaba con sus amigos arqueólogos sobre excavaciones y buro-
cracia. Mi hermana estaba en los brazos de su amiga. Y yo solo,

158
PABLO MATA OLAY

hundido en el pasado. Evocaba recuerdos negros y cálidos, tristes


y entrañables. Un montaje mental de mi relación con papá que ter-
minaba en su cara sin vida. Muy en el fondo de la garganta apare-
cía el nudo apretado, el tropel de lágrimas. Pero a medio camino
se extraviaba, dejándome exhausto y confundido.
Un recuerdo sobresale de muchos. Quince años antes, en esa
misma sala, bajo las mismas lámparas, la familia se preparaba
para un viaje. El último que haríamos juntos.
No había salido el sol y mi casa estaba más que despierta. Las
maletas esperaban listas a que papá las acomodara en el Atlantic
82 que ya había encendido para calentarlo. Mamá revisaba cada
habitación para confirmar que todo había quedado en orden. Mi
hermana, encerrada en su cuarto, saldría sólo cuando ya estuviera
todo listo.
Yo miraba la vorágine madrugadora mal iluminada por un par
de focos. Tenía hambre, como siempre, y esperaba la indicación de
mis padres para subir al auto y comenzar el viaje.
No sabía cómo había surgido la idea de organizar un viaje que
a mis catorce años me parecía épico: iniciar en Colima, esa madru-
gada del 6 de diciembre de 1996, y terminarlo en año nuevo en el
puerto de Veracruz, más el regreso. Un reto para una familia dis-
funcional, un auto descontinuado y la paciencia de mi papá.
Mis papás, arqueólogos que estudiaron en los años setenta, no
se cansaban de enseñarnos a mi hermana y a mí las bellezas pre-
hispánicas de México. Ya conocíamos Monte Albán, Xochicalco,
Teotihuacán…
El sol seguía sin asomarse y las casas de la colonia en que vi-
víamos tenían todas sus ventanas oscuras. Una tranquilidad pas-
mosa que a mí me sofocaba. Quizás por eso me resultaba muy
emocionante este viaje: conocería ciudades, faltaría a clases casi
medio mes y no estaría presente para mis bullies ni en las dinámi-
cas cursis de festivales y regalos, propios de una escuela privada.
Sobre todo: no me sentiría solo. O eso esperaba.

159
NOVELA

Otro recuerdo, más fresco. Vivo en un departamento en Coyoacán.


Escribo reportajes de viajes y de comida.
Las llamadas dominicales con mi mamá son el único contacto
que mantengo con Colima. No quiero saber nada de esa ciudad y
cuando me preguntan de dónde soy siempre omito hablar de ella.
Reniego de su calor insoportable, de su gente difícil, de mis bullies
y de mi vida sin amigos.
El único recuerdo tangible que tengo de esa ciudad y etapa de
mi vida es una semilla de parota. La parota o huanacaxtle es un
árbol gigantesco, de tronco tan gordo como un Volkswagen. Rega-
la mucha sombra y su follaje es verde incluso en tiempos y paisajes
secos. Su semilla es de las llamadas orejas de elefante, del tamaño
de la palma de la mano. Si se rompen, su interior huele a humedad,
casi a podrido. Nunca he visto árboles tan seguros y constantes.
Pienso en una parota cuando, al hablar con mi mamá por telé-
fono, ella me da la noticia. Mi papá tiene cáncer en el estómago.
“Desde hace meses le molestaba, decía que tenía una bolita”, me
cuenta. Su tono es más que de preocupación, de acusación. Como
si su esposo la hubiera desobedecido. “Apenas la semana pasada
lo llevé arrastrando al doctor”.
Está programada una operación para sacarle el tumor. Me exige
que vaya a Colima, a hacer acto de presencia, a ayudar en lo que se
pueda, a ser hijo. Le prometo que estaré. Colgamos. Miro mi depar-
tamento, en silencio. El sol de la tarde lo ilumina hasta la mitad.
Busco en mi cajón la semilla de parota que me traje de Colima.
El olor ahí está, pero la semilla no. La había guardado para sem-
brarla en algún momento. Nunca consideré que en el DF no exis-
ten los jardines.

160
PABLO MATA OLAY

Ya íbamos adentro del Atlantic 82. Mi papá al volante, siempre


con sus lentes de aviador Ray Ban que le asepiaban el mundo, a
pesar de ser las primeras horas del día. Mi mamá junto a él, con su
temor exagerado a pasar por las vías del tren. Mi hermana detrás
de ella, ausente. Tenía la actitud lejana de mirar en todo momento
un smartphone, aunque aún no se inventaran. Y yo, detrás de mi
papá, miraba la noche que dejaba de serlo, propiedad todavía de
grillos y ranas. Deseaba que adonde fuera el Atlantic, ahí pudiera
bajarme y escapar. Vivir en un pueblo en medio del bosque, junto
al mar, en la ciudad o donde fuera. En cualquier lugar menos Co-
lima, con sus bullies y el inescapable sentimiento de estar solo.
La primera escala no quedaba lejos. En cuarenta minutos as-
cendimos más de mil metros hasta las faldas del volcán. La oscu-
ridad no se iba, pero comenzaba a ceder: los bordes de los cerros
se dibujaban, como los contornos de las cosas cuando se parpadea.
Comenzaba diciembre y el frío de las partes altas de la carretera
nos hicieron taparnos con cobijas que mamá había sacado de baú-
les y que olían a guardado.
Una fábrica de papel anunció su presencia ominosa. Con el
permiso de todos había contaminado un río con celulosa desde
hacía treinta años. A esa hora sólo se percibían las luces de las chi-
meneas y las luminarias alrededor de un lago negro. De día tam-
bién era negro. Cuando leía sobre pócimas de brujas, me acordaba
de este lugar.
La fábrica, en un acto de generosidad social, había instalado un
parque a un par de kilómetros del lago y mi papá decidió que sus
hijos estaban interesados en las resbaladillas y los volantines. A las
seis de la mañana. En medio de una niebla que apestaba. En un
parque sin árboles, o los pocos que había, muertos de asfixia.
No conseguimos hacerle entrar en razón. A fuerza mi hermana
se columpió y yo apenas cupe en la resbaladilla de túnel. Él estaba
divertido, sacó la cámara de su trabajo y le puso el flash. No quiso
perderse este momento de felicidad en el que todos estábamos ya
a punto de vomitar.
El viaje se reanudó. Nadie habló ni hablaría de esa escala. Nun-
ca. Así era mi familia: un conjunto de bóvedas cerradas que intenta-
ban olvidar su combinación.

161
NOVELA

El Atlantic siguió su camino. El sol apareció del lado izquier-


do, y muy pronto sus rayos molestaron y no dejaron dormir a mi
hermana. Yo sonreí burlonamente, aunque también me afectaban a
mí. Ninguno dejó las cobijas, seguía haciendo frío y el volcán Ne-
vado, a unos kilómetros de nosotros, tenía algo de nieve.
El paisaje tropical se había perdido por completo. Ahora íba-
mos en medio de campos de trigo, que con los rayos de la mañana
parecían doblemente dorados. También vi árboles en flor que no
existían en Colima, y que me parecían muy bonitos, europeos.
A continuación, pasando la caseta de Ciudad Guzmán, miré de
mi lado del Atlantic una nube que se movía de arriba abajo y hacia los
lados. Se alejaba, se acercaba, se comprimía, se expandía y trinaba.
Era una parvada de miles de pájaros negros.
Nunca había visto algo así. Quise compartirlo con mi familia,
pero mis papás miraban al frente y mi hermana había conseguido
dormir, así que me dediqué a simplemente mirar. La parvada uná-
nime latía una y otra vez, y en cada sístole cambiaba de forma y de
dirección. Era un conjunto perfecto en el que cada elemento sabía
lo que iba a pasar. Si un solo elemento decidía no hacer caso a su
naturaleza, habría generado un pequeño desastre que se multipli-
caría, se potenciaría y terminaría con el vuelo.
Eso es el cáncer.

162
PABLO MATA OLAY

Entro a Google y escribo todas las búsquedas que se me ocurren.


Cáncer, cáncer en el estómago, operaciones, porcentaje de sobre-
vivencia, síntomas.
Pienso en mi cuerpo. En la gastritis de cuatro años antes, en mi
endoscopía y en el diagnóstico de Esófago de Barret. Recuerdo
con esfuerzo a mi abuela materna, que murió de cáncer en el esó-
fago. De pronto estoy más cerca de la muerte que cuando comenzó
el día. Decido ignorarla y mejor entrar a Facebook.
Horas después me dirijo a la Central Norte. Siempre que paso
por el transbordo entre la línea verde y la amarilla recuerdo una
exposición, hace años. En un lado del pasillo se mostraban fotos
que se iban alejando del hombre: foto del planeta Tierra, foto del
sistema solar, de la Vía Láctea, etcétera. En el otro lado del pasillo
se mostraban fotos del interior del hombre: órganos, tejidos, célu-
las, átomos. El final y el inicio de ambas hileras eran siempre un
hombre acostado en el pasto, sonriente.
Me encantaba ese ejercicio macro y micro en el que el ser hu-
mano era la medida. Me sentía más cómodo sobre todo con el es-
pacio exterior. Mientras más alejado del hombre, mientras más
abstracto el concepto de la realidad, me separaba de mi eterno senti-
miento de inferioridad. En cambio, mirar hacia adentro represen-
taba (¿representa?) un esfuerzo siempre amenazante, en el que tengo
que confrontarme con mis sentimientos.
Paso la noche en el autobús. Conozco la ruta. Hay tres televi-
siones repartidas a lo largo del autobús que proyectan una pelícu-
la. No pongo atención: desde que mamá llamó por teléfono, tengo
en la cabeza mi relación con papá. Los viajes que he hecho con él.
El recuerdo más antiguo de mi vida es un dolor. Voy de la mano
de mi padre, sobre la calle Emiliano Zapata, en el célebre pueblo de
Comala. El sol rabioso de las tres de la tarde le da la razón a Juan
Rulfo (“Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al lle-
gar al infierno regresan por su cobija”).
Viví en Comala con mi familia, de 1986 a 1991. A mis cuatro
años no conocía la historia de Pedro Páramo, y si viví entre fantasmas
no lo recuerdo. Lo que sí está grabado en mi memoria es el calor
de casi cuarenta grados en mayo, las tormentas aterradoras de
agosto y las noches de total oscuridad cada luna llena.

163
NOVELA

En mi primer recuerdo voy de la mano de mi papá. Miro su


pantalón enorme y siento su mano áspera. Hay un sentido de ur-
gencia e intento ir a su paso, que él no disminuye.
No creo que alguien haya elegido su primer recuerdo. Sé de
personas que describen momentos de cuando eran bebés, e incluso
de cuando estaban en el vientre materno. No voy a desacreditarlos,
mi cerebro decidió que lo primero que recordara yo del mundo
fuera una quemadura de cigarro.
En algún momento entre que toma mi mano y fuma su Marlboro
rojo, mi papá se confunde y me ofrece su mano con el cigarro encen­
dido. Yo, inocente e ingenuo todavía, tomo la brasa viva y aprieto
durante una fracción de segundo. De inmediato la suelto, y grito ado-
lorido y un poco traicionado.
–¡Fíjate! –me regaña, como si yo debiera estar pendiente de los
pormenores de sus vicios y de las propiedades físicas del fuego.
Si bien no elegimos nuestro primer recuerdo, sí decidimos qué
recordar a partir de esa memoria iniciática. Durante mi adoles­cencia
omití cualquier otro momento en el que mi papá y yo nos tomára-
mos de la mano. Es obvio que sí tuvimos contacto en mi infancia,
pero mi memoria prefirió alejarse de él más o menos hasta un par
de años antes del cáncer.
Ahora, desde una distancia suficiente para contarlo, y antes de
olvidarlo por completo, recuerdo algunos momentos en los que mi
papá y yo estuvimos en circunstancias similares a las del primer
recuerdo: sólo nosotros dos, en un viaje y, sobre todo, en la eterna
incomprensión entre un papá que nunca supo serlo y un hijo que le
reclamaba ser quien era.
Mi papá no me enseñó a rasurarme. Aprendí a hacerlo según como
Homero le enseña a Bart cuando piensa que va a morirse por co-
mer fugu. Tampoco me enseñó a hablarle a las mujeres: él les chi-
flaba en la calle y se peleaba con mi mamá cada quince días. El
único rito de paso que cruzamos juntos fue cuando aprendí, gracias
a él, a andar en bici.
Lo que inicia esto último es una mala racha en la familia. Ten-
go diez años, hemos vendido el coche y no abunda el dinero. Mi
mamá se las arregla en taxi o con el transporte del inah y mi papá
usa la bicicleta de mi hermana. En la mínima ciudad de Colima,

164
PABLO MATA OLAY

moverse así no es poco común ni tan difícil; yo a veces lo acom-


paño subido en los diablitos y agarrándome de sus hombros.
Un día debemos recoger un vestido en la tintorería. No parece
una tarea difícil, pero nuestro medio de transporte lo complica. El
vestido largo, limpio y sin una sola arruga no puede doblarse. El plás­
tico típico de tintorería es resbaladizo y, en la humedad de Colima,
provoca que las manos suden casi de inmediato. Mi papá lleva el
manubrio así que me encomienda resguardar el vestido las veinte
cuadras de camino. Me advierte que tenga mucho cuidado y que,
sobre todo, no se me ocurra por ningún motivo atorar el vestido en
la cadena de la bici.
Las primeras cuadras intento equilibrarme: con una mano me
agarro de mi papá y con la otra hago todo lo posible por mantener
a salvo el vestido. Pero se me resbala como seda y siento que mis
manos están cubiertas de vaselina. En cada vuelta que damos ape-
nas y logro sostenerme en la bicicleta, mientras él me grita “¡Con
cuidado!”. Sudo por los nervios de cumplir las órdenes de mi papá,
por ir en el tráfico y por el maldito calor.
A la mitad del recorrido decido que es mejor coger el gancho
del vestido y mantenerlo muy arriba, a modo de bandera. Funcio-
na por un par de cuadras, pero en cuanto mi papá disminuye la
carrera, ocurre lo que temíamos: el plástico se atora en la cadena.
A cada vuelta se atora más y más hasta que los dientes metálicos
muerden la tela.
–Creo que ya se atoró –murmullo.
–¡Qué!
–Que ya se atoró.
–¡Pablo! ¡Te dije!
Caminamos el resto del camino derrotados y con el vestido
arruinado.
No pasa mucho tiempo para que mi papá se decida por fin a
enseñarme a usar la bicicleta de mi hermana. Me lleva a una de las
avenidas principales y de regreso me dice:
–Manéjala. Yo te agarro.
Yo supero rápidamente la indignación de haber llegado ahí con
engaños. Estoy a cargo del manubrio y mi papá me empuja. Aquí
y allá oigo claxonazos y risas. Pedaleo como puedo y busco el equi-

165
NOVELA

librio en el horizonte, los 9.8 metros sobre segundo cuadrado de la


gravedad y la rotación de la Tierra. Cada dos metros giro la cabeza
para comprobar que mi papá sigue detrás de mí, sosteniendo la
bici.
–Dale –me ordena, y yo sigo.
Atravesamos la calle del centro comercial San Fernando, el
más importante de aquellos años. Imagino que todos mis compa-
ñeros del salón caminan por ahí y miran el espectáculo. Pienso en
las burlas y los bullies que me han molestado desde el kínder. En
ese momento quiero desaparecer, que el día termine. Sobre todo,
odio a mi papá.
Pero de pronto aparece en mí una armonía vertical que me hace
sostener la bici yo solo, una llanta detrás de la otra, seguro y veloz.
Sólo me ha tomado media tarde y la voluntad de mi papá.
–¡Eso!
Seguimos el camino y llegamos a nuestra colonia. Detengo la
bici y miro a mi papá con agradecimiento. Por fin he aprendido
algo de él y podré aplicar ese conocimiento durante toda mi vida.
–No hemos terminado ―me dice. Vamos a tu escuela. ―Ahí
hay canchas y puedes practicar.
No lo puedo creer. Ha sido un día agradable, pero él fuerza la
relación hacia el lugar que más he aborrecido en mi vida.
–¡Vamos! –insiste. Él siempre ha minimizado mis quejas y
cree que mis bullies no son sino mis amigos.
–No…
–Que sí.
El resto de la tarde paseo la bici en las canchas de la escuela. Cer-
ca de ahí, un equipo de básquetbol entrena y varios grupos de ami-
gos hacen cosas de amigos. Mientras caen los últimos rayos de sol,
doy vueltas cada vez más atrevidas en la bicicleta de mi hermana,
y la tarde me sabe agridulce.
Mi papá pasaba temporadas fuera de casa, de una ciudad a otra,
fórmula que él y mamá descubrieron para mantener relativamente
a flote su relación.
En 2001 mamá quiere estrechar lazos con su hija y piensa que
mi papá y yo podríamos hacer lo mismo. Así que pasaré la Navi-
dad en la ciudad de Oaxaca y ellas en Costa Rica.

166
PABLO MATA OLAY

Él me recoge en Copilco en un Jetta 92 rojo. En el Periférico


me dice:
–­ Los copilotos ayudan al piloto. A ti te toca pedir al coche de
atrás que nos dé chance, cambiar la música o mantenerme despier-
to en la carretera.
­–Entendido.
Me duermo durante casi todo el camino. Llegamos a Oaxaca
directamente a cenar. No tengo ninguna expectativa del viaje. Ten-
go diecinueve años y no sé convivir. Durante mi estancia en casa
de mi papá sólo miro la tele, como y me aburro.
Una noche vamos al centro. Como siempre, está lleno de gente
y yo estoy fastidiado. Por alguna razón mi papá quiere platicarme
sobre algo que le sucedió cuando tenía mi edad.
–Yo tenía una novia, nos queríamos mucho –comienza. ­–Fue la
mujer que más amé antes de conocer a tu mamá.
–Ajá.
–Pero se enfermó. Los doctores no sabían qué tenía y pasó mu-
chos meses en el hospital. Yo iba a visitarla todos los días.
–Sí.
–Un día iba en camino a verla cuando vi que tenía las agujetas
desenredadas. Me incliné para amarrarlas y en ese momento la sentí.
–¿Cómo?
–Sentí su presencia, una vibra. Me di cuenta de que se estaba
despidiendo de mí. Cuando llegué me dijeron que se había muerto.
No digo nada. Mi indiferencia e incredulidad me hacen sonreír
sin querer. En ese momento aún no he conocido de cerca la muer-
te y no creo nada de lo que dice mi papá. Él cambia de tema y muy
pronto regresamos a casa.
Durante esas vacaciones casi no volvemos a platicar. Estába-
mos acostumbrados a que mi mamá fuera quien platicara y organi-
zara. Solos, sin conocernos, y yo con tantos reclamos atorados en
la garganta, no convivimos.
Llega el día de regresar a México. Cuando nos despedimos él
me ofrece su mano, como si fuera un señor.
–Adiós, hijo. Hazle caso a tu mamá.
Creo que mi primer recuerdo tiene algo de simbólico. Mi papá
quería tomarme de la mano, en un gesto protector y paternal. Yo que-

167
NOVELA

ría confiar en él, amarlo y admirarlo. Pero siempre había algo que
no cuadraba, que lastimaba y que nos hacía enfrentarnos. Al final
sólo quedaban culpas y rencores. Queda muy poco tiempo para to-
marnos de la mano, pero el cigarro metafórico nos sigue quemando.
Despierto. A la derecha del autobús se ven los volcanes, cons-
tantes, azules, eternos.
Cuando llego a la terminal de autobuses de Colima, nadie me
recibe. Mi mamá me ha dado instrucciones precisas: tomar un taxi
a la casa, dejar mis cosas, ir al hospital. Eso hago, mientras intento
no hacer caso al cansancio del viaje ni al hambre ni al calor. No sé
cuál hospital es. Imagino uno público, descuidado y lleno de gente.
Es un hospital privado. La mitad del personal y de las camas
son para los alumbramientos. Entre mujeres embarazadas, globos
azules y rosas y enfermeras amables, busco a mis papás.
Los encuentro en una habitación. Ella, despeinada y con oje-
ras. Él, sonriente y bromista, como siempre. Mi hermana en el si-
llón, usando una laptop. Papá cree que será un trámite: abrir, quitar
la bolita, cerrar. Sobre la quimioterapia y la radioterapia piensa
que serán como los chochos homeopáticos que ha tomado toda su
vida y que, según él, sí le han servido.
La operación es a las seis de la tarde y son las diez de la maña-
na. Mi madre no está hecha para esperar. Camina, platica, hace
preguntas.
Yo estoy acostumbrado a quedarme quieto y callado. Una vez
en la secundaria aposté conmigo mismo a no decir nada durante un
día, sin que compañeros o familia lo notaran. Gané. Así que tomo
asiento y espero.
Miro a mi papá. Sus bromas me hacen pensar que quizás tenga
razón: abrir, sacar, cerrar. Miro a mi mamá. Entre sus ires y venires
alcanzo a ver sus ojos y percibo algo que corresponde en mí. Es
miedo. El que hace sudar frío, acelera el corazón y que aparece,
caliente y constante, justo en la boca del estómago. Ése que no se
puede sacar.

168
PABLO MATA OLAY

La carretera entre Colima y Guadalajara había sufrido desde su


pomposa inauguración modificaciones y ampliaciones. En 1996
aún había tramos de dos carriles que hacían más tardado el trayec-
to, pero a cambio ofrecían paisajes bucólicos que remitían de in-
mediato a la obra de Rulfo. O, mejor dicho: cuando leí Pedro
Páramo y El Llano en llamas me recordó de inmediato estos lugares.
Pasando la fábrica de papel el olor desapareció y la temperatu-
ra bajó algunos grados. El sol ya había salido, pero nosotros, en los
asientos traseros, no estábamos acostumbrados al frío, y ante cual-
quier ambiente que bajara los catorce grados centígrados necesitá-
bamos un par de capas de suéteres.
El Atlantic seguía su camino. Aunque descontinuado en el país,
mi papá lo había mantenido en buenas condiciones, y unos días
antes del viaje lo había mandado afinar. Esta era una de las grandes
diferencias entre él y yo: Él, un handyman con covacha y herra-
mientas que arreglaba cañerías, colgaba cuadros y discutía como
igual con el mecánico. Yo apenas sabía destapar un escusado.
Los volcanes de Colima –el Nevado y el Volcán– no estaban en
ese estado sino en Jalisco. Recibieron el apellido porque desde las
principales “ciudades” de Colima los volcanes lucían más fotogé-
nicos: cónicos, limpios, una M que adornaba el horizonte, suficien­
temente lejos como para poder actuar en caso de una erupción,
pero suficientemente cerca para considerarlos parte de tu vida co-
tidiana. En la carretera a Guadalajara, cerca ya de Ciudad Guzmán,
el volcán mostró su rostro más agreste: irregular, inquietan­temente
cercano, un muro gris que miraba amenazante los maizales.
La mejor vista estaba desde mi lugar en el Atlantic. Desde que
llegamos a Colima, en 1986, saludaba diario al Nevado y al Volcán
de Colima. En 1991 había hecho erupción y el naranja ardiente de la
lava podía verse desde los pasillos de mi escuela. Su presencia mis-
teriosa y masculina siempre me había fascinado, y ahora que veía
lo que había detrás de esa estampa, no podía dejar de mirar.
Por mi mente volaron mil pensamientos. Uno de ellos había
sido por supuesto el del adolescente fatalista: ¿qué pasaría si en
ese momento el volcán decidiera hacer erupción? ¿Nos habríamos
salvado? ¿Cuáles habrían sido mis últimas palabras en medio de la
tormenta de calor y piedras?

169
NOVELA

Quizás había recurrido a ese escenario hollywoodense para no


escuchar al pensamiento intranquilo, ese que alteraba el espíritu:
El volcán no era mi volcán.
Desde que habíamos llegado a Colima deposité en él, como un
pozo de los deseos, un poco de simpatía. Platicaba con él lo que no
podía hablar con nadie, ya que no tuve amigos. En su majestuosi-
dad callada, yo me apoyaba para que la vida sin amigos me dolie-
ra un poquito menos. Pero ahora, desde un flanco diferente, me di
cuenta de que ese volcán amistoso e infantil no escuchaba, no en-
tendía, no simpatizaba. Y eso me dejaba solo.

170
Alfredo Núñez Lanz

Pájaros en la cabeza

Nadie comprende la paloma encerrada en nuestras palabras.

Vicente Huidobro

En el camellón frente a la escuela hay una paloma muerta desde


hace varios días. Al principio pensé que el de la basura la recogería,
pero como la paloma está en un cruce difícil, tal vez no puede pasar
con su carrito naranja, pues lo atropellarían en el intento. A él sí se
lo llevaría la ambulancia, eso es seguro. Como la paloma no es más
que una paloma, allí sigue, un poco hinchada y con algunas plumas
paradas que se mueven cuando pasa un coche. Ya no se distingue su
cabeza; está aplastada y pegada al suelo. Yo creo que murió de un
ataque por volar muy alto. Quizá por oler mucha contaminación allá
arriba cayó en ese cruce tan peligroso. O la golpeó un auto por andar
concentrada picoteando el suelo y echarse a volar tarde.
–La humanidad es muy antigua. La herencia, los cruzamientos,
han dado una fuerza insuperable a las malas costumbres…
Alguien chifla del otro lado del salón. El profesor calla y seña-
la al que cree culpable. Algunos se ríen y preguntan: “¿Yo? No, yo
no fui, profe”. Pero él sigue señalando.
–Sal de mi clase –dice con tranquilidad.
Por más que busco no alcanzo a ver quién es. De repente, se alza
el de la última banca y, orgulloso, camina hasta la puerta, sale y da
un portazo. Hay más risas. Yo sigo pensando en la paloma. El otro
día me di cuenta de que había algo diferente en ella. La punta de un
ala medio extendida parecía señalar al cielo, como si protestara por

171
NOVELA

haberla tumbado. Antes no estaba así, alguien le habría agarrado el


ala, porque ni modo de que ella se acomodara para estirarse. El
caso es que lleva así tres días. Hoy podría pasar un coche justo
donde está y la aplastaría aún más. Quién sabe.
–La célula es la unidad de todo ser. De hecho, es el elemento
de menor tamaño que puede considerarse vivo. Tienen caracterís-
ticas estructurales y funcionales. Copien las columnas que escribo
en el pizarrón.
Hoy me toca Biología. El profesor es más tranquilo que otros,
tanto que su voz me arrulla. Las nalgas le tiemblan cuando escribe
en el pizarrón; su gordura hace que todo él esté conectado en una
masa. Sus piernas son muy velludas. Lo supe cuando hubo partido de
futbol entre los alumnos y los profes. Su equipo lo puso como de-
fensa en el segundo tiempo para que no sudara tanto. Él trataba de
correr, se veía que se esforzaba, pero jadeaba mucho. No me gusta
hacer deportes con los maestros, en general es aburrido. Al princi-
pio nos ponen a dar vueltas en el patio y me salen pecas. Yo siempre
saco un pretexto para quedarme en la sombra, y tengo un tío doc-
tor que me firma los justificantes médicos.
–…Y todo esto se hace presente desde cierta edad. Nuestro
cuerpo deja de crecer a los veinte años más o menos; luego, a los
veinticinco, llega al grado más alto de desarrollo y de ahí empeza-
mos a morir poco a poco.
Ya quiero salir al primer descanso, pero faltan todavía dos horas.
Tal vez recojan a la paloma muerta mientras yo apunto lo que ven-
drá en el examen de Historia y luego me vuelvo loco con los parén-
tesis y las equis del álgebra. Quisiera saber cuándo pasa el de la
basura para ver cómo la recoge. Raspará el suelo con esas espátulas
que usan para las hojas muertas, porque está muy pegada de un lado.
Desde aquí se escucha a diario cuándo levantan la mugre, pero no se
alcanza a ver mucho. Si pudiera asomarme bien, a lo mejor vería algo,
pero esa reja trenzada que cubre las ventanas no cuela ni la luz. Aun-
que a la paloma se la llevaran cualquier día, dejaría una mancha en
el suelo y algunos recordaríamos que estuvo allí. Lo mejor sería que
no la recogieran nunca, para ver si es cierto que las hormigas llegan
a todos lados. Ese pedazo donde cayó está tan peligroso que ni las
moscas, por mucho que les atraiga lo podrido, querrían comérsela.

172
ALFREDO NÚÑEZ LANZ

–En los ciclos metabólicos, las células reciben y emiten molé-


culas. Estas señales se llaman “señales de supervivencia”, cuando
el medio no es apto para la célula, se ejecuta un programa de sui-
cidio celular llamado “apoptosis”. Apunten: a-pop-to-sis. Este
programa produce la muerte de la célula de manera controlada. La
apoptosis es un fenómeno biológico fundamental, permanente, di-
námico e interactivo.
Creo que todas mis células se quieren suicidar a la cuenta de
tres. El profesor no se calla y ya nadie lo interrumpe. El aire se
siente pesado, a esta hora, como dice la de Matemáticas, el salón
huele a las hormonas de todos.
–¡Profesor! ¿Puedo abrir la ventana? –interrumpo.
–¿Para qué? –hace la mueca enojada de siempre: apretando los
labios.
–Para que se oreen nuestras células –le respondo.
Todos ríen brevemente. El maestro accede y voy a la ventana
para abrirla y que corra el oxígeno, que entre algo de afuera. El aire
vendrá infectado de bacterias, pero ni modo, al menos trae algo de
allá donde los coches circulan y la gente anda, trabaja y habla por
teléfono. Con las ventanas abiertas me imagino caminando sin
pensar, sin oír a un biólogo repitiendo sus viejos apuntes. ¿Qué
clase de pájaro sería este señor de no haber nacido humano? Un pin-
güino, claro, pero uno necio.
Víctor me presta sus audífonos, está escuchando “Boys don’t
cry”, una de las rolas favoritas de Reinaldo. Él es mi vecino en
casa y me lleva unos tres años. Mis papás se quejan de él todo el
tiempo, porque siempre oímos su música a todo volumen. Te pare-
ces a ese vago, me dicen. Yo hago como que me molesta, pero en
el fondo me agrada. Me enorgullece saber de música más que nin-
guno de mis compañeros, hablar de grupos viejitos, clásicos de los
que nadie habla, y llegar a la escuela con noticias sobre álbumes,
conciertos y canciones. Me respetan por eso –y nada más por eso–,
pues no sé pegarle a la pera de espiro, ni atrapar con las manos un
balón, ni mucho menos dominarlo con los pies. La música me ha
salvado de pertenecer al grupo de los rechazados, aunque tampoco
me da mucha popularidad. Pero sé que todo viene del departamen-
to de al lado.

173
NOVELA

Reinaldo es el único que me comprende. Casi todos mis pro-


blemas se los cuento a él. A veces me da consejos, aunque no nos
vemos tan seguido. A él sí le puedo decir que mamá está en mi
contra y papá igual, que soy muy contestón y por eso me castigan.
A los otros compañeros no los regañan tanto. Mi familia es un de-
sastre. A diario mi papá y yo discutimos en las mañanas. Como él
me deja en la escuela y después se va a trabajar, nos sobra el tiem-
po para pelear.
Suena la chicharra: cambio de clases. Antes de tomar su porta-
folios e irse, el profe anota en el pizarrón que debemos leer 40
páginas para la siguiente clase. Yo ni el libro tengo: lo perdí, y
mamá dice que están muy caros, que le saquemos copias al de So-
nia. Su mamá y la mía se llevan muy bien, pero Sonia es seca como
un palo y eso no me gusta. Ni siquiera sonríe. El lunes pasado lle-
gó con un barro en la cara del tamaño de una moneda de dos pesos.
Me imagino cuánto le dolía esa cosa. Estaba rojo y brillante. Irene
se la llevó al baño y le prestó maquillaje. Cuando volvieron pare-
cía que tenía una canica en la frente hundida a la mitad.
–¿Avedillo Builla?
–Presente.
–¿Castañeda Gracia?
–Presente.
–¿Díaz López?
–Presente.
–¿Domínguez Flores?
–Presente.
No tengo ganas de tomar Historia. Desde que la maestra me cas-
tigó el iPod vivimos en guerra. Víctor, que siempre se sienta atrás
de mí, me ofrece una botella de Coca-Cola. –Tómale, Neto –me
dice quedito–, trae ron. El día va tomando otro color: me animo a dar
un trago largo. –Pero que no te vea Campana–, me susurra Víctor.
La maestra de Historia tiene las caderas más grandes que he visto
en mi vida, debe ser un problema médico. Algo así como elefantiasis
aguda número cien, porque camina tambaleándose como una cam-
pana y es delgada de la cintura para arriba. Usa faldas largas y así
le dicen, Campana. No tiene cejas, se las pinta de café clarito, hacién-
dose dos arcos perfectos. Siempre empieza la clase contándonos

174
ALFREDO NÚÑEZ LANZ

algo sobre sus gatas, una tal Colores, que le ronronea en las tardes,
y Maripepa, la vaga que siempre sale por la puerta del jardín y se
trepa a la barda para cantarle al Pinto, su enamorado. ¿Qué tienen
que ver esas gatas con la historia? Nada, pero me imagino a la
Campana echada sobre un sofá, muy bien peinada, con Colores
sobre las piernas; las dos muy serias, sabias conocedoras de todo
lo que ha pasado; guerras, planes de paz, revoluciones… y Mari-
pepa trepando una pared al fondo. Toda una pintura…
–¿Cómo está, maestra? –alguien la hizo hablar, y perderemos
el tiempo gracias a esa pregunta.
–Muy contenta.
–¡Qué bien! ¿Y por qué? –pregunta Sonia.
–¡Son bien chismosos en este grupo! No puedo creerlo…
–¡Cuéntenos!
–¡Sí, cuéntenos!
–¡Por favor, platíquenos!
–Bueno… Ayer llegó alguien nuevo a la familia y estoy feliz.
¡Maripepa por fin dio a luz!
La Campana suelta una risa escandalosa y, emocionada, se da el
lujo de aplaudir. Es súper ridícula. Todos chillan de alegría fingida
y varios se acercan con su banca para que cuente mejor la historia.
Son capaces de hacer cualquier cosa con tal de no tener clase.
–¿Y cómo le van a poner?
–¿Y de qué color es?
–Niños, calmen. Es negrita casi toda, ya le decimos “la negra”,
porque se parece al vago de su padre.
Y más risas fingidas…
–Pero ya se llama Alegría. Ése va a ser su nombre.
Carcajada general. Ahora un personaje más en el cuadro: Ma-
ripepa, Colores y Alegría, juntas. Seis pares de ojos de gato sabio
mirando al frente, todos historiadores. Mejor me vuelvo para pedir
más ron y bebo sin que se dé cuenta, aprovechando que está emo-
cionada. No sé por qué me sabe a barril, como si mordiera madera.
A lo mejor un gato fue el que quiso tragarse a la paloma. Esos
sí son ágiles. He visto cómo cazan a los pájaros y luego dejan to-
das las tripas de fuera, cuando ya lo masticaron. Son unos cabro-
nes, acechan a lo que vuele o se mueva. No los atrapan por hambre:

175
NOVELA

los matan por juego. Ya veo a Maripepa cazando a la paloma con


garras de garfio, arrancándole la cabeza y llevándole su trofeo a la
Campana. Los gatos hacen eso: les llevan sorpresitas a sus dueños
con cara de mustios.
–…Está tan chiquita, y sólo tuvo una, no sabemos por qué.
Casi siempre la camada es de tres o cuatro.
La maestra saca su celular y muestra a todos las fotos de la
nueva gata. Yo quisiera traer mi cámara, ir al cruce difícil y retratar
a la paloma muerta. Tomarle una foto a diario, para ver cómo la
trata el tiempo. Luego, metería las fotos en la bolsa de la Campana
para que las encuentre, por lo menos dejará de hablar de Colores y
Alegría. Me imagino su cara: pensaría que alguien la acosa o la odia,
sudaría de la angustia y se le borrarían las cejas. Se merece veinte
palomas muertas, todas hinchadas en la bolsa. Eso acabaría con su
ridiculez. Pero sabría quién fue: yo, el único que no le pregunta
por sus gatas ni le hace fiestas o le saca la plática. Sabe que no la
soporto, lo huele al entrar a mi salón, y por eso siempre me cambia
de lugar cerca de ella. Me reta.
–Saquen todos el libro y ábranlo en la página 530. ¿Tienen sus
marca-textos? Acuérdense que sólo el amarillo me gusta, porque se
les conectan mejor las ideas y memorizan la clase. Ya saben lo que
dice el dicho “el que de amarillo se viste, en su belleza confía”.
¿Qué tiene que ver el dicho con su pésima dinámica? A eso se
reduce la clase: ella lee primero y luego, en una aburrida cadena,
nos pide que leamos en voz alta. Después dice: “subrayen” y de-
bemos subrayar las ideas que considera importantes. Leer y subra-
yar, leer y subrayar, Maripepa, Colores, Alegría, leer y subrayar…
con amarillo chillón porque es su color favorito. Saco un marca-
textos azul para llevarle la contra.
–Rubillo, guarda ese marca-textos azul.
Es como si olfateara cualquier cosa que rompe su orden.
–Es que no tengo otro, maestra. Y no me llamo “Rubillo” –le
contesto sonriendo contra toda mi voluntad.
–Pero te queda bien el apodo, aunque te llames Ernesto. Sién-
tate frente a mí y te presto uno. Siempre traigo de sobra.
Otra vez la risa de todos. Además, como siempre, me castiga
cambiándome de lugar hasta el frente. Ya ni modo, me siento en

176
ALFREDO NÚÑEZ LANZ

la banca. Ella jala la mesa y recarga sus tetas aguadas sobre el


escritorio, como si las pusiera a descansar, desparramándolas. En-
tonces comienza la rutina del subrayado amarillo y mi mente le
ordena a la mano que imite a los demás y raye el libro que la
Campana escribió hace años. Pero algo más fuerte que yo me lo im­
pide.
–Rubillo, no estás subrayando nada. ¡No te sientes así! ¡Ende-
rézate, pareces un vago! Las sillas son para sentarse derecho, no
son hamacas.
–Bueno, usted ni cabe en la suya.
¡Nooooo! Lo dije en voz alta. Salió así, sin más. Creí que sólo
lo había pensado. Rodará mi cabeza por el salón. Hay un murmu-
llo de risitas.
–¿Qué acabas de decirme?
–¡Qué grosero! Dijo que no cabía en su silla… –casi grita So-
nia, ofendida en su alma de palo seco. Indignada, se lleva la mano
a la boca y pone cara de tristeza, pues a su ídolo, la Campana, al-
guien se atrevió a insultarla. Me voy encogiendo rápido hasta des-
aparecer. Cierro los ojos y ya alcanzo a ver el maremoto que se
avecina contra mí.
Satisfecha, la gorda me manda a la dirección y me ordena es-
perarla allí. Es como si le gustara provocarme con ese apodo, con
sus estúpidos marca-textos amarillos, con sus tetas desparramán-
dose sobre el escritorio... En el fondo quería hartarme y que la
ofendiera para librarse de mí y por fin llegó el día; le di el gusto de
sacarme del salón. Sabe que odio cada minuto de su clase.

II

Camino despacio a la dirección. No hay otros alumnos en el pasi-


llo, todos están en clase, calladitos y a puerta cerrada tomando apun-
tes. La dirección está en el segundo piso, después de un largo pasillo
sin ventanas. Me pesan las piernas al subir los escalones. Ruego
que la coordinadora no esté en su lugar, que por fin a la maestra de
Historia le dé un paro cardíaco o una alergia misteriosa al pelo de gato
y se vaya a cualquier hospital, que suene la alarma de incendios,

177
NOVELA

que haya en ese momento un simulacro, cualquier cosa para des-


viar la atención de mí.
Allí están la coordinadora y la directora. Me siento frente a
ellas y comienzan las acusaciones: el día que me volé la clase de
Geografía, mi actitud cínica, le respondo mal a los maestros cuan-
do me piden algo. Las dos sospechan que soy el culpable del co-
hete que estalló en los baños de hombres, provocando que todos
los fumadores salieran corriendo con la evidencia en los dedos.
–Insultaste a la maestra, tú no respetas nada.
–¿Respeto? ¡Ella me pone apodos y me cambia de lugar!
Debí quedarme callado para aceptar el castigo, hacerme el
tonto, subir a mi nube y aceptar la derrota con una disculpa, pero
en ondas microscópicas siento cómo va viajando mi aliento hasta
los orificios negros de la nariz de la coordinadora: Lizzette, o la
“pelos de Maruchan”, como le decimos Víctor y yo. Se me salie-
ron las palabras, como si estuvieran vivas. Siempre me pasa, y
ahora mi bocota lleva todo el tufo a ron, a madera, a pirata.
“Ella también bebe”, me digo, pues sabe que se trata de ron. Inten-
ta interrogarme para saber quién tuvo la idea. ¿Si le digo quién llevó
el alcohol al salón?, quizás el castigo sea más leve. No, no puedo
hacerlo. Eso se llama traición, además hay muchos metidos en esto,
arrasarán con mi grupo y yo seré el cabrón delator. No soy un soplón.
–¿A quién más le diste a beber eso? Si no dices la verdad, vas
a obligarnos a oler el aliento de todos los de tu salón.
Intento una mirada honesta y firme ante las culebras de Maru-
chan, que también parecen atentas; sus pelos son como un detector
de mentiras y su nariz olfatea los planes de todos. Su pelo rubio
artificial brilla y la raíz castaña se asoma en la línea que le divide
la cabellera en dos.
–Ya le dije, la botella de coca con ron era mía y me la acabé
solo. La traje para mí y no me gusta compartir mis cubas con nadie.
Fatal. Telefonean a mis padres, me acusan de alcohólico. Espera-
mos los tres a que lleguen. Muerdo mis uñas y me arranco los pelleji-
tos de los dedos, es algo que hago desde niño. A veces me sale sangre,
pero ayuda. La secretaria me da un vaso de agua y agrega que luego
me dará otro, “para que se te baje”. Piensa que estoy pedo, pero no es
así. ¿Por qué todo tiene que ser siempre un gran escándalo? Llega la

178
ALFREDO NÚÑEZ LANZ

enfermera de la escuela y me pide sostenerme con una sola pierna,


para comprobar mi estado de ebriedad. Ya mejor no digo nada y obe-
dezco. Me tomo el segundo vaso de agua de un jalón.
Por fin llegan mis papás. La directora, la señorita Emilia, co-
mienza el discurso.
–Señores: este es un asunto muy grave, y esta institución no
puede permitirlo. Los jovencitos están cada día más expuestos a
los horrores de las drogas y es nuestro deber ponerlos a ustedes
sobre aviso para trabajar juntos y evitar estas conductas… No es
posible que a los catorce años ya… el reglamento de esta escuela
lo dice… él mismo lo confesó… también insultó a la maestra…
hay muchas quejas… se vuela las clases… no trae los zapatos del
uniforme… es un mal ejemplo… Queda expulsado definitivamente.
Siento algo atorándose en mi estómago, como si fuera en un
elevador y de repente los cables se rompieran. Mamá trata de ex-
plicar que en casa no hay alcohol, que ni ella ni mi padre beben ni
siquiera en las reuniones familiares (por supuesto, exageran). Ella
no se imagina de quién he imitado esas costumbres, y seguramente
se trata de la clase de alumnos que aceptan en la escuela. La Ma-
ruchan y la directora se ofenden, mi padre ofrece disculpas, les rue-
ga que me dejen terminar el ciclo escolar, para no repetir el año.
–Nuestra decisión es definitiva. No podemos poner en riesgo a
los otros alumnos.
–¡Mi hijo estuvo durante meses en riesgo y ustedes no hicieron
nada! –grita mamá– ¿Cómo es posible que no se dieran cuenta an-
tes? Expulsen también a ese tal Víctor con el que se junta.
–Señora, Víctor no tiene nada que ver en este asunto y le ruego
que se comporte –dice la Maruchan.
Me arranco un pellejo necio del dedo meñique, esta vez sangra
y me llevo el dedo a la boca. Sabe a metal.
–Déjamelo a mí, querida… –interviene mi papá como golpeán-
dola con los ojos. Luego, se dirige a la Maruchan aparentando calma.
–Señora directora, le ruego que reconsidere. Nuestro hijo nun-
ca ha tenido problemas. Él ha estado aquí desde niño y jamás nos
reportaron nada en todos estos años.
–Señor, la directora es ella, la señorita Emilia. Yo soy la coor-
dinadora.

179
NOVELA

Otro autogol del equipo Neto en el juego contra la liga de


la moral. Sudo en cascadas de sólo imaginarme repitiendo el
año.
–Disculpe por la confusión, se lo ruego a las dos. Háganlo como
un favor personal. Durante años hemos creído en el renombre de
este colegio y jamás faltó ningún pago de colegiatura. Recomen-
damos la escuela a muchas amistades y planeamos que nuestra
hija menor, Olivia, el próximo año estudie con ustedes.
Papá siempre discute por el lado del dinero, como si en cada
caso fuera a salvarlo. A veces funciona y yo ruego que les intere-
sen las colegiaturas de mi hermana.
–Señor, creo haber sido muy clara con respecto a las otras acti-
tudes de su hijo. Aquí, en nuestro expediente, tengo su firma en
todos los reportes de mala conducta enviados a su casa, y hasta aho-
ra que decidimos expulsar a Ernesto, usted se presenta…
–¿Cuáles reportes?
La pregunta me rebota en el cráneo. He falsificado la firma de
mi padre en cada uno de esos papeles. No me es difícil copiar sus
garabatos y jamás lo habían sospechado. Antes de que la cosa ex-
plote sin remedio, interrumpo:
–…Quisiera pedir una disculpa, fue una idea muy tonta haber
traído una botella de coca con ron. Lo hice para impresionar a mis
compañeros y les prometo a las dos que nunca volveré a hacerlo.
A lo mejor no soy el mejor alumno, pero en serio me arrepiento.
Por favor denme la oportunidad de quedarme…
–Ernesto, no interrumpas. Señor, como usted debe saber –con-
tinúa dirigiéndose sólo a mi papá– en esta institución nos interesa
mucho la disciplina y cuando hay un problema mandamos repor­tes
para que los firme alguno de los padres. Aquí tengo ocho reportes fir-
mados por usted.
La señorita Emilia abre el folder sobre el escritorio, le ofrece la
evidencia a papá y con ello ejecuta mi sentencia de muerte. Él re-
visa las hojas una por una y, justo cuando daba yo por terminada
la batalla, sabiéndome expulsado y castigado por años, papá dice,
para mi sorpresa:
–Claro, ya sé de qué se tratan, los he firmado, y he tomado me­
didas con mi hijo. Pero ustedes nunca me han citado, porque como

180
ALFREDO NÚÑEZ LANZ

he dicho antes jamás hemos tenido un problema grave como éste.


Por eso insisto en que reconsideren su decisión.
No lo puedo creer. Está mintiendo, ¿por mí? Las dos gárgolas
se miran como si pudieran leerse el pensamiento. La directora
tuerce la boca como si hubiera perdido el as guardado bajo la man-
ga. Mi madre juega con los botones de su suéter. Ahora mis axilas
son un charco de miedo. Desesperada, la directora habla:
–Someteremos este caso al Consejo Académico. Lo presentaré yo
como un favor. Pero la decisión final la tiene el Consejo, ¿está claro?
De cualquier forma, mientras el Consejo se reúne, Ernesto estará sus-
pendido… La maestra Lizzette se comunicará con ustedes cuando
tengamos una respuesta. Me veo en la necesidad de recomendarles
una terapia preventiva “anti-drogas” para su hijo, con apoyo especial…
Hay una posibilidad. Aunque no puedo regresar a clases, me
siento un poco aliviado. El meñique me punza y lo siento caliente.
Maldito pellejo. Aunque sigo sudando y ahora estoy preocupado
por el pleito que se acerca, al menos sé que mi padre se puso de mi
lado. Hasta cierto punto somos cómplices. Quizás él cree, casi tan-
to como yo, que todo es una exageración. Por primera vez en mu-
cho tiempo comienzo a sentirlo cercano.
Caminamos por la calle en silencio. Veo la furia en la cara de mi
madre. Mi padre enciende el motor y el coche avanza. No dicen una
sola palabra. Pasamos por el cruce difícil y puedo ver a la paloma muer-
ta a unos cuantos centímetros de nuestro auto. El ala sigue extendida.
Diez minutos después llegamos a casa. Mamá se desabrocha el
cinturón de seguridad y en seguida dice:
–Bájate.
Obedezco y subo rápido las escaleras hasta nuestro departa-
mento. Ellos se quedan abajo, quizá planeando lo que harán con-
migo. Abro la puerta con mis llaves y voy directo al cuarto que
comparto con Olivia. Faltan sólo dos horas para que se acabe el
día de escuela. Me urge mandarle un mensaje a Víctor:
Wey esconde la botella.
Me suspendieron.
Haz que todos mastiquen chicles o coman algo para que no
nos cachen.
Te llamo en la noche.

181
NOVELA

No sé qué más decirle. Respiro hondo y se lo mando. No hay


tiempo que perder, debo avisarle por si acaso las gárgolas hacen
una inspección. Acabo de presionar el botón de enviar cuando
mamá entra.
–Óyeme bien, Ernesto, no vas a salir en todo el día de tu cuar-
to. No tienes derecho a ver la televisión. En la noche, cuando vuel-
va tu padre del trabajo hablaremos los tres.
Sale dando un portazo. Nunca he visto tanto desprecio en su
cara. Está tan enojada que no parece ella misma, ni yo su hijo, se ve
que me odia.
Suena el celular. Es la respuesta de Víctor:
No manches Neto ya tiré el ron qué pasó??? dimeee
Le respondo:
A lo mejor me expulsan. No hay pedo, estás fuera de esto, no te
mencioné. Te llamo en la noche.
Me siento en el borde de la cama. Frente a mí está la de Olivia,
nuestro cuarto se divide en dos. Mi lado es el izquierdo, con todas
mis cosas apiladas. En el lado de Olivia domina el color rosa y mo-
rado, con personajes de Disney en la colcha, una lámpara de noche
con forma de castillo, sus patines nuevos y sus peluches acomoda-
dos. En medio de nuestras camas hay una ventana y frente a ella el
escritorio que compartimos para las tareas. Es el territorio neutro,
aunque Olivia, cuando era más pequeña, rayoneó la superficie y
todavía tiene líneas de plumón indeleble y caritas mal trazadas.
Me siento encima del escritorio y abro la ventana. El escritorio y
la ventana comparten la altura así que puedo colgar las piernas hacia
afuera. Me gusta sentarme en los bordes, nunca les he tenido miedo.
A veces pienso en lanzarme, no porque quiera morir o algo así, sino
para sentir los cuatro pisos de tajo, en caída libre. También me emo-
ciona la idea de volar, flotar por ahí sintiendo el aire, mirar para
abajo y ver las cosas chiquitas, andar por el cielo sin tener a dónde ir.
Lo único que tengo enfrente es un muro de ladrillos y, abajo, el
estacionamiento de nuestro edificio. Se escucha una lejana sirena
de ambulancia. Empiezo a contar los ladrillos del edificio de en-
frente. Es lo que suelo hacer cuando me castigan. Ya sé la cantidad
total, pero de alguna forma me tranquiliza volver a empezar desde
el principio, con la mirada clavada en el primer piso. Cuento de

182
ALFREDO NÚÑEZ LANZ

izquierda a derecha, sentado sobre el escritorio y con las piernas


colgando hacia la nada.
De pronto escucho el ruido de un coche viejo. Es el Volkswa-
gen de Maru, la mamá de Reinaldo. Los dos están bajando bolsas
del supermercado.
Reinaldo mira hacia arriba y me sonríe casi asustado.
–¡No te avientes, no saltes! Luego, ¿quién limpia?
Me río y lo saludo con la mano. No es la primera vez que hace
ese chiste, pero siempre me da risa.
Reinaldo saca una caja mientras su mamá se aleja del coche
sonriéndome y con bolsas en las manos.
–¿Vas a acampar? –le pregunto.
–Sí, es una casa de campaña nueva. Ahora subo y te platico.
–Espera.
Me aseguro de que mi madre no ande por la casa. Salió, quizás
al supermercado y luego a recoger a Olivia de la escuela.
–Estoy castigado, pero no hay nadie.
–Entonces ahora subo.
Me emociona contarle lo que pasó, ¿cómo tomará esto de la
expulsión? Escucho el timbre y le abro.
–No conocía tu casa… Es muy diferente a la mía, pero el espa-
cio es igual. También tiene sólo dos recámaras. Vamos a tu cuarto.
Me molesta que sepa que comparto todo con Olivia, pero así
son las cosas.
–Está lleno de peluches de mi hermana, pero vamos –le advierto.
Reinaldo no dice nada. Rápido entra y va a la ventana.
–¿Cabemos los dos en el escritorio?
–Sí.
–Me late este lugar. No tiene buena vista, pero hay algo en ese
edificio de enfrente que me gusta.
Lo entiendo, me pasa lo mismo. Aquel edificio gris no tiene nada
de grandioso, pero me atrapa. Nos callaaaamos por unos momen-
tos. Nadie lo entiende, pero a veces está bien callarse un rato. Rei-
naldo saca una cajetilla de cigarrillos, prende uno y me dice:
–Me voy de viaje con unos amigos a la playa. Vamos a acam-
par allá, por eso me compré la tienda de campaña. Nos vamos una
semana. Salimos mañana en la madrugada, a las 5:00.

183
NOVELA

–Qué chido… ¿No tienes clases?


–Estudio la prepa abierta. Sólo presento exámenes y todo es
por asesoría. Prefiero estudiar así. Estoy acostumbrado a hacer las
cosas por mi cuenta.
Vaya, igual yo, si soy expulsado, puedo hacer lo mismo que
Reinaldo. Le cuento lo que pasó en la escuela. Todo el tiempo me
mira a los ojos con una ligera sonrisa tranquila. Platicamos un poco
más. Cuando vemos llegar a mi mamá con Olivia se despide y se va.
Pasan sólo unos minutos antes de que las paredes tiemblen con
la música de Reinaldo. Olivia se sorprende de verme en casa; es
que no sabe nada y yo todos los días llego más tarde. Los tres co-
memos en silencio. Mamá me lanza miradas asesinas mientras sir-
ve la comida de malas. Cada que se enoja con alguno de los dos
hace lo mismo. Es un clásico.
La tarde avanza lenta y pesada. Olivia tiene tarea y me pide el es-
critorio. Tomo un libro y me siento a leer. No puedo concentrarme,
estoy tan inquieto que los pellejitos de las manos no me bastan,
ahora necesito jalar los de los pies. Pero el juego no dura mucho,
mejor trato de pasar el tiempo con mi celular.
A las nueve en punto llega papá. Creí que se le habría bajado
un poco el enojo, pero no es así. Hace la misma rutina de siempre,
sin saltarse ni siquiera un paso. Va a la recámara, se cambia de
ropa y pide que vaya a la sala.
–¿Y ahora qué hiciste, Neto? –pregunta Olivia.
–¿Cómo sabes que hice algo? No pasó nada, tuve un problema
en la escuela.
–Cuéntame.
–No puedo.
Antes de salir le guiño un ojo a mi hermana, para que no se
preocupe, todavía está muy niña, apenas cumplió ocho años. Me
reúno con mis padres. Están muy serios. Él comienza.
–Hoy me decepcionaste mucho. No te creí capaz de algo tan
grave. Y lo peor de todo es que no mides las consecuencias. Estás
ahí sentado y parece que nada te importa. ¡Mírame!
Su grito me sobresalta.
–¿Qué vas a hacer si te corren? Nosotros estamos pagando tu
educación, vas a una escuela privada y no valoras nuestro sacrificio

184
ALFREDO NÚÑEZ LANZ

–empieza mamá con voz calmada, muy serena en comparación


con la de mi padre. –No entiendo qué te está pasando. Ni siquiera
haces tareas. Te encierras todo el tiempo a escuchar música y nada
te importa. Realmente me preocupas… Es horrible que a tu edad
bebas, ¡y en clase!
Algo en su mirada me hace recordar una canción. Es la misma
que me cantaba antes de dormir; en aquellos momentos su presen-
cia me hacía sentir seguro con sus abrazos, su voz. Recuerdo la
ocasión en que me sentí orgulloso de que fuera mi madre. Años
atrás, justo cuando regresaba en el camión de la escuela, la vi es-
perándome en la misma esquina de siempre. Se veía muy blanca,
radiante. Llevaba alguna prenda rosa. Bajé del autobús y pude oler
su perfume. Olía tan claro como su propia piel. Recuerdo que me
dije, “sí, ésta es mamá” y bajé feliz de verla allí, como todos los
días, esperándome. Ahora también está frente a mí, es ella, pero
algo inexplicable nos separa. No puedo soportar esa distancia, se
hace cada vez más fuerte y clara. Miro hacia otro lado, para dis-
traerme. No le quiero decir que muchas veces me duele el pecho,
como si trajera una nuez de tristeza ahí atorada. No puedo hablar-
le de esas cosas, algo lo evita, ¿es vergüenza, orgullo?
–¡Mírame a la cara cuando te hablo! Ya eres un hombre para be-
ber en clase, ¿no? Pues enfréntame. ¡Que me mires cuando te hablo!
La miro. La nuez ahora está aquí en la garganta y parece hacer-
se más y más grande.
–¿Quieres ser un don nadie? ¿Un mediocre? Dímelo de una vez,
para sacarte de esa escuela y te pongas a trabajar –grita mi padre.
De pronto, se escucha la parte más fuerte de “Like a friend” de
Pulp. Es Reinaldo. Por un instante me calmo y pienso en él. Son-
río. Papá se lleva las manos a los oídos, desesperado.
–También es ese vecino. Quieres ser igual que él y eso no lo
voy a tolerar, porque en mi familia no quiero vagos. En este mo-
mento voy a callarlo.
–¡No!
–Pues esta es mi casa y siempre he querido decirle a esa señora
lo que pienso de la música de su hijo. ¡Me tienen harto! No sé
cómo puede tolerar esa mierda.
–Ella no tiene la culpa...

185
NOVELA

–¡Tengo derecho de poder hablar con mi familia sin escuchar


esos alaridos!
Se levanta del sillón y sale del departamento. Voy tras él. Mamá
se levanta y nos sigue.
–¿Qué te pasa? ¡Espera! –lo tomo del hombro, trato de interpo-
nerme y entonces me da un fuerte empujón que me tira al suelo.
–¡Aquí se hace lo que yo diga!
Sale. Yo sigo aquí, tirado y rabioso. Me levanto con la cara roja
y caliente. Veo una maceta que rompí al caerme, la tierra está re-
gada por el suelo. No puedo con la rabia y el odio.
–Ahora sí lloras, ¿verdad? De nada te va a servir conmigo…
–dice mamá.
No puedo creer que apoye la reacción de mi padre. Sigue ata-
cándome, llamándome inútil. Trago mucha saliva, me atraganto y
detengo la respiración con tal de no seguir llorando. Temo que me
estalle la cabeza.
Por fin regresa.
–¿Qué le dijiste a Reinaldo?
–¿Por qué te importa tanto que le reclame a ese imbécil? ¿Eres
maricón?
–¡Cállate, cállate ya, Ramón! Ni lo digas… Van a asustar a Oli-
via –interrumpe mi madre con los ojos desorbitados, tratando de
ahogar sus propios gritos.
No puedo hablar. Aprieto los dientes en un intento por controlar-
me, pero es como tener un animal vivo en el estómago. Me da la
espalda para recoger bruscamente su viejo portafolios. En ese mo-
mento, de haber tenido un cuchillo se lo habría clavado. Lo miro
directo a los ojos.
–¿Por qué me miras así? ¿Quieres golpearme? ¡Inténtalo! Ni
siquiera eres bueno para eso.
Me asusto de pensarme matándolo. Me levanto y voy directo a
mi cuarto, abrumado. Odio que me vean llorar.
–¿A dónde vas? Todavía no hemos terminado, ¡Ernesto!
No le hago caso. Me mareo. No quiero entrar a mi cuarto y ver
a Olivia. Necesito estar solo, eso me salvará de alguna manera. Mi
cuarto es territorio neutro gracias a mi hermana. Cuando hay un
problema conmigo ya sé que lo mejor es encerrarme allí con ella,

186
ALFREDO NÚÑEZ LANZ

para que no sigan gritándome. Olivia está mirando la televisión y


sabe que debe dejarme llorar a mis anchas. Golpeo con toda mi
fuerza el colchón. Ahora resulta que Reinaldo también es culpa-
ble. Trato de calmarme un poco para escuchar lo que dicen.
–¡Esa mujer está igual de loca que su hijo! Se lo permite porque
a ella también le gusta esa música. Es increíble. Al menos le bajó.
Mamá murmura algo que no alcanzo a entender. Los pasos de
él retumban en el suelo, primero hacia la cocina o la sala; se detie-
ne y viene a nuestro cuarto. Olivia me mira preocupada. Papá gol-
pea nuestra puerta con el puño cerrado, como acostumbra.
–¡Si vas a ser borracho y maricón, por lo menos trabaja! ¡Que
te cueste el alcohol que chupas, cabrón!
Ahora lo comprendo: no le mintió a la directora para ayudar-
me; más bien no soporta la idea de que su hijo no sea como él
quiere. ¿Cómo llegué a pensar que en algún momento había estado
de mi lado y había querido ayudarme? Sólo se ayuda a sí mismo,
como siempre. Ellos no entienden nada realmente, y lo peor es que
jamás entenderán. Ya no tiene sentido defenderme o hablar. Mamá
trata de callarlo por Olivia. Ellos siguen discutiendo. Empiezan a
pelear, es el paso natural entre ellos, y después me culparán de su
pleito. Olivia y yo podemos escuchar algunas cosas:
–Ellas dijeron que ni siquiera lleva los zapatos del uniforme…
–¿Ahora por eso me vas a reclamar? ¡Tú dijiste que estaban
carísimos! Le compré unos negros parecidos.
–Si sabes que la escuela es exigente.
–Si no hubieras rezongado desde un principio, los tendría.
¡Tres pares! –interrumpe mamá, histérica.
–Si me hubieras explicado que tenían que ser los del uniforme,
los hubiéramos comprado y tan-tán, un problema menos.
–Ahora resulta que contigo todo es muy fácil… ¿Qué vamos a
hacer si lo corren?
–No pienso pagar otra escuela si repite el año. Lo meto a traba-
jar de cargador, o lo que sea, para que vea lo que se siente tener
que mantenerse.
–¡Es tu hijo y tiene un problema! No sabemos si se drogue.
–Estoy pagando esa escuela privada. Yo no voy a mantener
borrachos ni drogadictos…

187
NOVELA

Olivia sube el volumen de la tele, puedo ver que está asustada.


Odia y teme tanto como yo las reacciones de papá. La rodeo con
el brazo para calmarla.
–¿Ahora qué hiciste, Neto? Ya dime…
–Es una cosa de grandes.
–Yo sé cosas de grandes…
–No te esfuerces por crecer, Olivia. No vale la pena.
Ahora sólo me queda mirar el techo y encontrar figuras en él.
Mañana no podré ver a la paloma muerta, ¿su ala seguirá estirada?
O a lo mejor el aire volvió a ponerla en su lugar y ella cedió, como
todos, como siempre. Soy igual a ella, me siento así: aplastado en
un cruce difícil donde ningún barrendero puede recogerme.

188
Valentina Winocur

Trofeos de guerra
(fragmento)

Hacía mucho calor y nuestro viejo Caribe del 92 no tenía aire


acondicionado. Lo habíamos bautizado Cuba, porque estaba muy
golpeado pero seguía andando. Lo estacionábamos en la calle a
tres cuadras de la universidad donde nos recibía don Beto, el “vie-
ne-viene” que ayudaba a mi abuela a acomodar al destartalado
coche procurando que no se llevara por delante la banqueta o le
pegara a los otros. Entre frenadas bruscas e insultos al rector que
no le había querido dar un lugar de estacionamiento dentro del
campus, la Nona lograba la misión, y aunque siempre quedaba una
llanta sobre la vereda o el cofre salido, lo tomábamos como un
triunfo.
–Y bueno, todo no se puede, que agradezcan que no tapamos
ninguna entrada. ¿Verdad, don Beto? –Le decía mi abuela, mien-
tras miraba el resultado de sus maniobras.
Rápido caminábamos sobre Periférico hacia la universidad. Lo-
grábamos estar siempre corriendo, siempre llegando tarde, con pri-
sa, como si las horas no nos alcanzaran. Me agarraba fuerte de la
mano y me llevaba como papalote hasta entrar al edificio princi-
pal. Sentía cómo las arrugas de sus dedos me apretaban y recorría-
mos los pasillos hasta dar con su oficina. Encontrar las llaves era
una demora inevitable. Mi abuela cargaba su bolsa de mano y una
vieja bolsa de mezclilla de la Gandhi llena de libros, fotocopias y
tesis de alumnos. Las llaves podían estar en cualquiera de las dos.
Si teníamos suerte, una buena removida con la mano servía para
identificarlas y las sacábamos, si no, terminábamos las dos en cu-
clillas con todo el contenido de las bolsas desparramado por el

189
NOVELA

suelo. A veces alguien que pasaba se ofrecía a ayudarnos, pero


sólo alentaba más todo. Me emocionaba mucho si yo las encontra-
ba, sentía que era de ayuda.
–¡Aquí están, Nona, aquí están! – le decía mientras se las pasaba.
–Perfecto, dale, rápido que ya es re mil tarde y los chicos deben
estar esperando. Vamos, vamos.
Una vez dentro del cubículo, aventaba la pesada bolsa de la
Gandhi sobre la silla giratoria y prendía la vieja computadora que
estaba sobre un escritorio tapizado de papeles y notas. En el moni-
tor tenía pegada una foto en blanco y negro en la que mi madre
saludaba a la cámara y yo, en pañales, miraba la arena de una pla-
ya argentina que nunca supimos el nombre. Era la única foto de mi
madre que yo había visto.
Sacaba y metía libros y plumones de una bolsa a otra y cuando
parecía que por fin íbamos a salir se ponía a acomodar los post it
por color o a limpiar el polvo de la estantería.
–Dale, Nona, que se hace tarde. –Gritaba yo, sintiéndome
adulta.
–Sí, sí, tenés razón, vamos, vamos.
De ahí nos íbamos rápido al cubículo de al lado donde nos pa-
rábamos a saludar a Isabel.
–¿Viste lo que pusieron esos sinvergüenzas en el boletín? ¡Ni
siquiera se molestaron en disimular su mentira! ¿Con qué cara?
¿Con qué cara, Isabel? –le decía mi abuela a su amiga en cuanto
entrábamos a su oficina.
–Lucre, buen día. Bueno, tranquila, ahora que salgas de clases
lo platicamos mejor. ¡Ayyy! Hola Cati, mi chiquita, ¿Cómo estás?
¿Ya desayunaste?
De ahí también nos íbamos zigzagueando por los pasillos
mientras yo comía un pan dulce que había alcanzado a manotearle
a Isabel. Nos cruzábamos con varios profesores que nos saludaban
y hacían un comentario sobre lo linda que estaba la nieta. Con to-
dos hablaba de algo parecido y, sin quererlo, yo sabía de memoria el
tema correspondiente a ese mes, aunque poco entendiera en ese en-
tonces de la política, la mafia o la corrupción que rodeaba al país.
Por fin llegábamos al aula y yo entraba con ella bajo la prome-
sa de “no estar jodiendo” y quedarme sentada en la última fila, sin

190
VALENTINA WINOCUR

hablar ni interrumpir, dibujando en mi libreta. Me gustaba verla


dar clases, se emocionaba, cambiaba el tono, tiraba chistes. Su
cara se despertaba, se veía brillosa, ligera, joven.
–Doctora, ¿qué dice ahí, debajo del “separación Iglesia y Esta-
do”? –preguntaba uno, señalando una esquina del pizarrón.
Intentaba utilizar el pizarrón y dibujar mapas o diagramas,
pero su letra era ilegible y las proporciones no se le daban. Lo
suyo era el habla, era contar la historia, contar en parte su propia
historia. Apropiarse de los hechos. Se adueñaba de lo que narraba,
como si la historia del mundo fuera la misma que la arrojaba a ese
salón de clases a hablar frente a esos chicos.

191
Pedro Zavala

Flop

(Proyecto: Cartas marcadas)

¿Por qué Las Vegas y no la Praga de Franz Kafka? ¿Por qué una
sala de juego en la planta baja del Venetian y no la Biblioteca Na-
cional en Buenos Aires? ¿Por qué el paño beige de una mesa ova-
lada para Texas Hold´em, a la mitad del desierto de Mojave y no
una mesa de lectura en la biblioteca pública de Nueva York?, se
preguntó bajo la luz incandescente de la enorme sala, ante la mira-
da de los jugadores a su alrededor.
–Are you feelin´ok? –preguntó el croupier frente a él.
Génesis Montesinos posó la mirada en la camisa blanca, el cha-
leco negro con bordes dorados y la corbata de moño de su joven
interlocutor. Quedó en silencio algunos segundos, escuchando la
oleada de preguntas desbocándose en su mente.
¿En qué maldito momento comenzó esta locura? ¿Cuándo
hundí las manos en mares de fichas por primera vez? ¿Vale la pena
arriesgarse sólo con un rey? ¿Cuándo invertí todo mi dinero para
jugar al póker? ¿Voy o no? ¿Exactamente cuánto dinero hay sobre
la mesa en fichas de colores? ¿Cuántas negras en total? ¿Cuántas
verdes? ¿Las rojas cuánto valen? ¿Cuál es la jugada correcta en
este caso? ¿Por qué suben las apuestas sin ver antes las cartas?
¿Tienen ases y reyes? ¿Apuesto? ¿Qué haría Frank Sinatra en mi
lugar?
El chasquido de las fichas en manos de jugadores impacientes
lo arrancó de aquellas cavilaciones. ¿Qué hacer?, se dijo y posó la
mirada en las torres miniatura de sus enemigos en turno: las pilas

192
PEDRO ZAVALA

blancas, rojas, azules, coronadas con fichas verdes y negras mar-


cadas con la palabra Venetian en el centro.
¿Cuántas fichas tiene Pyongyang? ¿Va a apostar más? ¿Cuánto
tiene Alabama? ¿El cowboy? ¿Umberto Eco ya no va? ¿Y la seño-
rita Nebraska? ¿Tiene más fichas que las mías? ¿De dónde saca
esta gente tanto dinero para sentarse en una mesa y jugar? ¿De
dónde?
–¿Juega o no? –preguntó en inglés el croupier, arrancándolo de
la breve cavilación.
Génesis se quitó los lentes, cerró los ojos, escuchó sus latidos
acelerados y reparó en el ambiente templado al interior del casino.
Palpó sus orejas, paseó sus manos por la barba, siguió con su ca-
beza calva. A pesar del aire acondicionado encontró ardiente su
rostro y frente. Respiró. Sintió ensanchar su pecho y deshincharse
una y otra vez. Diferente, desconocido, ajeno. Pulmones apresura-
dos como dos animales heridos. Respiró. Sintió las palpitaciones
en el cuello, a punto de reventárselo, y después notó la contracción
de sus testículos. Luego vino la descarga eléctrica por su espalda.
¿Qué hacer? ¿Jugarlo todo? ¿O sólo la mitad? ¿Cuánto? ¿Me
arriesgo? ¿O me retiro? No, no, no, se dijo. Retirarse nunca. No más.
Pensó en sus colegas del Departamento de Literatura en la uni-
versidad. Pensó en sus caras. Recordó las fotos enmarcadas en las
paredes de sus cubículos. Estúpidos trofeos de caza en blanco y
negro o a color. Harold Bloom, Julian Barnes, Lionel Trilling, John
Banville, Carlos Fuentes, con sonrisas simuladas al lado de aque-
llos advenedizos al borde del éxtasis.
¿Voy o no?
De nuevo los rostros. Ahí estaban en su mente. Raya, Gandino,
Salamé. Pensó en el café aguado y servido en vasos de cartón, los
días de junta en la universidad. Romero, Stirzel, Gutiérrez. Recor-
dó las pilas de galletas secas, sobre servilletas manchadas con pe-
queños círculos amarillos. Vera, Licona, Aranguren. Lo criticarían
por su banal elección vacacional.
¿Las Vegas, Génesis? Es por la biblioteca en la Universidad de
Nevada, ¿verdad? Escuché elogios alguna vez. ¿Tú? ¿En un casi-
no? ¿No estás yendo demasiado lejos? ¿No preferías el bosque?,
escuchó en su mente.

193
NOVELA

El golpe sobre la mesa lo arrancó de aquella sucesión de imá-


genes y voces incómodas.
–¿Vas a jugar o no? –insistió Pyongyang.
Sólo quiero mirar las cartas. Sentir mi pulso en la garganta, en el
pecho. El flop al centro de la mesa. Una, dos, tres. Acción, pelea, la
sangre en las sienes. Luego el turn. Las luces derritiéndome la cara.
Las manos temblorosas. Finalmente, la última carta. El river. El ca-
lor interno, las ganas de gritar. Empujar todas las fichas al centro de
la mesa en espera del veredicto final. Ser el maldito Gatsby, pensó.
Génesis Montesinos tenía sesenta y cuatro años cuando lo dijo
por tercera vez en el día.
–All in.
All in. Dos palabras. Estallido verbal para obliterar las imáge-
nes repugnantes de su pasado. All in.
Segundos después se escuchó al otro lado de la mesa, la res-
puesta a aquella decisión apresurada.
–Call –dijo con serenidad el cowboy. Tomó algunas fichas de
la pila roja y las arrojó al centro de la mesa, con desenfado.
Call, repitió Génesis en su mente. Call, call, call. Somos dos
ahora, pelea, call, call, call, pensó. ¿Tiene un As? ¿Un par? ¿Estoy
perdido?
Durante la noche había escuchado que se referían a él como
Wild Jack. Blanco, alto, hombros anchos, camisa abierta al pecho
y un sombrero Stetson en la cabeza. Esclavas de oro en las muñe-
cas y cadenas al cuello. El viejo había relatado historias de su ju-
ventud deportiva y recitado el catálogo de equipos de basquetbol
que había integrado.
Gordo ignorante. Grasa informe. Culo rechoncho. Tan diferen-
tes, pensó Génesis. Tan diferentes y ahora alrededor de la misma
mesa, con un interés común.
La cordialidad y las historias deportivas desaparecieron al ju-
garse treinta y tres mil dólares entre dos desconocidos. Algunos
jugadores de las mesas cercanas se acomodaron detrás de Wild
Jack. Génesis los miró. Las muecas en sus rostros, las sonrisas
cómplices, el cuchicheo que le pareció irritante.
Esta gente quiere mirar la sangre, pensó Génesis. Más bien, la
catástrofe y la muerte, se dijo. Mi muerte en la mesa. Observado-

194
PEDRO ZAVALA

res del empalamiento y las decapitaciones. Cúmulo de ignorantes.


Camarilla de holgazanes. Estoy vivo. Aquí. Ahora. Listo y en
espera del desenlace, el combate por venir, abróchense los cintu-
rones.
–Muestren sus cartas –dijo el croupier dirigiéndose a Géne­sis. Él
las lanzó al centro de la mesa junto al mar de fichas de colores.
K y 10 . Los jugadores detrás de Wild Jack miraron las cartas
con ojos abiertos como platos.
¿Por qué se asombran? ¿Creen que soy un loco por jugar esas
dos cartas? ¿Fue una decisión errónea? ¿Soy un viejo de pelo es-
caso tomando una decisión suicida? Banda de tahúres. Gringos ena-
jenados.
Wild Jack sonrió. Se acomodó el Stetson, tocó tres veces la
punta y mostró sus cartas. Par de Reinas.
¡Un par! No, no, no. ¿Qué me trajo a este precipicio? Todas
mis fichas están al centro. ¿Lo hice mal? ¿Por qué arrojarse al va-
cío con dos corazones?
Cerró los ojos y recordó la sensación de la primera y después,
la segunda vez que lo dijo a lo largo del día. All in. Quería recrearla.
Pasarla de nuevo por sus entrañas. Ese era el verdadero motivo.
Los latidos a tope y los brazos como dos enormes troncos. Sentir
el recorrido de pequeñas descargas eléctricas por la espalda. La
visión borrosa, las manos temblorosas. El vértigo momentáneo,
luego el aletargamiento. No importaba qué o cómo. La cuestión
era esa. Volver a estar ahí.
El primer disparo. No hay vuelta atrás, pensó. El croupier abrió
las tres cartas comunitarias, el flop. Y mostró al centro de la mesa:
9 9 ,A .
Génesis escuchó un zumbido en los oídos. Se llevó los lentes a
la cabeza, pasó las manos por su barba y sintió el corazón a punto
de salir de su pecho al ver las fichas al centro de la mesa. Miró a
Wild Jack reposado, con una sonrisa a medias, tocando la punta de
su Stetson blanco, una, dos, tres veces. Sentado en su silla y con la
mirada atenta, en espera de las cartas por venir.
Texano analfabeto. Sebo ignorante. Mamut albino.
El segundo disparo. Cuando llegó la siguiente carta comunita-
ria, el turn, todos vieron un 8 .

195
NOVELA

–¡Una más! ­–gritó Wild Jack.


Génesis cerró los ojos y se concentró en el bombeo de la sangre
en sus sienes. Se sintió pesado, aletargado. El aire como plomo a
su alrededor. Todo daba vueltas.
–¿Se siente bien?
–Siga, siga, joven. Todo bien.
Llegó el tercer disparo. El croupier mostró la carta comunitaria
final, el river. El K aterrizó en la mesa.
–¡Gatsby! ¡Gatsbyyyy! –gritó, saltó y la silla se fue de lado–. Sí,
Gatsbyyy. Los brazos al aire, los puños cerrados, los lentes en el piso.
Génesis miró a los demás jugadores. Pyongyang, Alabama,
Eco, Nebraska lo miraron desconcertados. El viejo se encorvó so-
bre la mesa, miró las fichas, respiró. Una, dos, tres veces.
Soy el Gran Gatsby, miscelánea de fracasados. Soy Gatsby,
culo mantecoso, gorila blondo y tus fichas son mías, pensó. Son
mías y esto es lo que pasa cuando te metes conmigo, red neck fan-
farrón.
Génesis miró a Wild Jack lanzar su sombrero blanco a un lado.
Miró a los espectadores repentinos regresar a sus lugares y a los
turistas a un lado de la mesa, continuar su camino.
Regresó a su asiento. Con la respiración acelerada. El croupier
acercó las fichas a sus manos y él, las apiló lentamente según los
colores como un zombie.
Treinta y tres mil dólares. Treinta y tres todos míos. Para mí,
míos, pensó. Treinta y tres mil. ¿Un profesor de literatura inglesa
puede ganar esto en un semestre de trabajo? ¿Dando clases, publi-
cando algunos artículos, ensayos por aquí y por allá, tal vez un li-
bro de cuentos, incentivos académicos incluidos, alguna edición o
trabajo por encargo? No. ¿Con ese presupuesto educativo menes-
teroso? Nunca, carajo, se respondió de inmediato al pensar en el
tipo de cambio del peso frente al dólar. Dios, desde luego que no,
se dijo y sonrió.

Miró el reloj. Nueve horas de juego en total. Dos desde que había
ganado a Wild Jack. Se percató que la riqueza reciente en sus manos
había hecho desfilar a varios jugadores a su alrededor. Se levantó, se
estiró, intentó hincarse sujetándose a la mesa.

196
PEDRO ZAVALA

–Es todo por hoy –dijo y dio una ficha de cien dólares al crou-
pier. Miró el rostro de la señorita Nebraska, de Umberto Eco y de
Wild Jack. Alabama y Pyongyang se habían retirado. Se despidió
de ellos con un movimiento de cabeza.
Bye, adiós, sayonara. Gatsby estaría orgulloso de mí. Lo sé.
¿Qué escucharía en este caso Jay? ¿Un cuarteto de cuerdas? ¿Jazz?
¡Seguro! ¿Qué bebería? ¿Un poco de champagne?
Se dirigió a la caja con la capacidad de atravesar paredes a su
paso. Atravesó la zona del Blackjack rápidamente, luego el sector
de las máquinas tragamonedas con pasos cortos y rodillas temblo-
rosas. Luego pasó por las mesas de ruleta y por último el bar.
Cuando llegó a su destino, una mujer de ojos verdes le pidió llenar
una hoja con su nombre, dirección, correo electrónico, así como
un consentimiento sobre la transacción a punto de realizarse. El
viejo entregó las fichas circulares y se detuvo rellenando la hoja
que recién recibida.
–¡Mis lentes! ¿Qué dice aquí?
–Su correo. ¿Todo en billetes de cien?
–Sí. Por favor.
Génesis rellenó las demás líneas en blanco, entregó la hoja y
esperó paciente. Miró hacia las mesas más cercanas.
¿Regreso y juego un poco más? ¿Es un exceso? ¿Qué diría Si-
natra?
–Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres mil quinientos seten-
ta y siete dólares. ¿Es correcto? Firme aquí, por favor.

Salió del Venetian con tres fajos de diez mil en los pantalones y
algunos billetes sueltos. Caminó. A cada paso imaginó que estaba
en una película de espías de los años sesenta. Reculó. En realidad,
se trataba de su vida, aunque le costaba trabajo creerlo. Para salir
de la duda palpó las protuberancias en sus muslos y miró varias
veces al interior de sus bolsillos. Los billetes seguían ahí. Sonrió.
Nunca antes había cargado una cantidad similar de dinero consigo.
Dios, desde luego que no.
Caminó por los puentes, sobre los canales y las góndolas bajo
la luz de las farolas de la reproducción veneciana. Se dirigió al
Strip, la avenida principal de Las Vegas y se enfiló en dirección a

197
NOVELA

Sands Avenue. A cada cien pasos miró por encima de su hombro,


esperando no encontrar a alguien que quisiera brincarle encima y
robarle el dinero que había ganado.
Se detuvo frente a Neiman Marcus. Las luces blancas llamaron
su atención. Miró la tienda, la preferida de políticos mexicanos y
narcotraficantes contemporáneos, recordó.
Antes de cruzar la calle vio las enormes torres de los hoteles
Wynn y Encore. En la revista de la aerolínea Southwest leyó que
el color dorado de las ventanas del primero, se debía al oro utiliza-
do en el proceso de su coloración.

Llegó a la habitación 301 del Metrópolis, en la calle Sammy Davis


Jr. Antes de entrar a su cuarto acomodó el cuadro de Superman y
Lois Lane sobre la pared amarillenta del pasillo.
Cuando entró, quiso vomitar al olisquear el hedor que escapa-
ba del baño. En el piso, un charco con mierdas flotantes como pe-
queños submarinos. Cerró la puerta.
Escapar cuanto antes. ¿Al Wynn? ¿Al Encore? ¿Al Venetian?
¿Al Rio?, se preguntó.
Tomó el teléfono y marcó el 0.
–Recepción.
–Pedí que por favor limpiaran el baño.
–¿Qué?
–El baño de la 301.
–Espere.
–No. El baño es vomitivo –dijo y colgó. Después se quitó los
zapatos, caminó sobre la alfombra raída y se sentó al borde de la
cama. Prendió la tv y en la pantalla apareció el canal de Playboy.
Una mujer blanca de pelo lacio y largo se encontró con el novio
de su hija en el sofá de su casa, un joven con acento alemán. La mu-
jer dijo que le gustaba mirarlo en la alberca de la casa los fines de
semana. Se apretó los senos con los antebrazos y dijo, sé muy bien
que te coges a mi hija en su cuarto cuando dicen que van a estu-
diar. El joven dijo con espanto no, no, cómo piensa usted esto, yo
no sería capaz. La mujer dijo, los he escuchado gemir, gritar. De-
bes sa­ber que eso me excita, dijo, al tiempo que se arrancó la blu-
sa, luego el sostén y comenzó a tocarse los pezones con los dedos.

198
PEDRO ZAVALA

–­ ¡Dios, qué asco! ¿Qué es esto? Telebasura repulsiva. Yanquis


podridos y descerebrados.
Segundos después, el joven hundió su lengua en la garganta de
la mujer. Ella gimió. El joven siguió. Y como acto adicional del
repertorio amatorio, le lamió los pezones con sendos lengüetazos
espléndidos. La mujer gimió como respuesta al entusiasmo del
joven afectuoso.
–Demasiado. El truco de la laringe es de demasiado mal gusto
para mí –dijo y apagó la pantalla.

Salió de la habitación con los bolsillos repletos de billetes. En la


recepción, detrás del enorme escritorio encontró a Johnny, enun-
ciaba el letrero en su solapa. A quien reclamó la precariedad higié-
nica al interior de su habitación. El joven con granos en la cara
quedó mudo, petrificado, ante la reprimenda enérgica del viejo
calvo.
–El baño es repugnante. No puedo ni describir el abuso inmun-
do al que me someten –remató.
Génesis escuchó al joven. Johnny explicó que el desperfecto
debía arreglarse por la mañana y que cambiaría al viejo de la habi-
tación sin costo alguno. Y recibió la promesa en labios del joven,
de que el baño estaría limpio a su regreso. Luego, el viejo pregun-
tó en dónde podía encontrar una tienda cercana para comprar algu-
nas provisiones embriagantes.
–No tiene que salir. Puede estar aquí en los sillones. Hay cer-
vezas, un vino accesible y si no ve algo en el menú, me puede pre-
guntar.
–Gracias y espero una habitación limpia a mi regreso.
Atravesó la calle. El paso de los autos en la avenida era escaso.
Las enormes lámparas diseminaban la luz en las aceras. Las ban-
quetas estaban vacías. A lo lejos, Génesis escuchó el sonido de una
ambulancia.
¿Habrá muchos accidentes a esta hora? ¿Percances etílicos?
¿Atracos agresivos? ¿Infartos imprevistos?, se preguntó.
Encontró el Liquor Market a unas cuadras del motel. Una tienda
repleta de refrigeradores y estantes llenos con bebidas alcohólicas
de diversas marcas. Productos procedentes de los lugares más co-

199
NOVELA

munes, hasta los espacios más recónditos del mundo. Corona, Mi-
ller, Budweiser, Sapporo, Carolus, Patagonia.
Se acercó a los estantes para indagar las propiedades de los li-
cores y apreciar las marcas y costos. Descifrar todos estos datos a
la distancia era una labor que rayaba en lo imposible, luego del
extravío nocturno de los anteojos.
Oh querido Gatsby, Gatsby, Gatbsy, se dijo a un lado de una
cava, con los ojos abiertos como dos enormes platos. Frente a él,
diversas marcas de champagne, de todos colores y tamaños. Tomó
un par de botellas de Möet y también, una caja de copas adecuadas
para la ocasión. De regreso a la caja, en el pasillo de conservas,
tomó algunas latas doradas de caviar Moore. Después, en el pasi-
llo de los panes eligió el integral de centeno marca Ellis.
–¿Es todo?
–Sí.
Pagó con el billete que extrajo de un fajo enorme como si fuera
un padrote, un narcotraficante o simplemente un turista insensato.
Para su sorpresa, el joven detrás de la caja apenas se asombró. Su-
puso, acostumbrado por la pasarela de ganadores eventuales en Las
Vegas, noche tras noche, día tras día.
–¿Una buena noche?
–Algo así –respondió Génesis y miró al dependiente sonreír
tímidamente.
Una muestra de empatía obligada, pensó. Yonqui malogrado.
Crío iletrado. Tengo un Doctorado en Literatura Inglesa, hasta
hace un par de días un trabajo en el Instituto de Investigaciones Filo-
lógicas.
–Que tengas una buena estancia –dijo el dependiente, entregó
el cambio y la bolsa con los productos del viejo.
De regreso al Metrópolis, Génesis miró por encima de su hom-
bro a cada minuto hasta llegar al hotel. Esperando no encontrar a
nadie que quisiera brincarle encima y robarle el dinero recién ga-
nado en las mesas de juego.
Cuando llegó a la recepción Johnny le informó sobre la nueva
habitación disponible para él. Génesis agradeció y antes de pedir
ayuda para el traslado del equipaje reparó en la soledad del mu-
chacho.

200
PEDRO ZAVALA

En la habitación 307 se dio cuenta que la peste hedionda había


desaparecido. Sin embargo, el papel tapiz amarillento se despegaba
en la parte alta de las paredes. Sin pensarlo tomó el teléfono y marcó.
–Recepción.
–Pídame un taxi, por favor. Me largo de aquí.
–No, no. La noche va por cuenta del Metrópolis, señor Monte-
sinos.
–En diez minutos, por favor.

Génesis esperó en la acera. Cuando llegó el taxi pidió al chofer


que lo llevara al Caesars Palace, a unos pocos minutos de distan-
cia. Durante el trayecto el taxista, un argelino, le preguntó qué tal
la estaba pasando. Génesis agradeció que el trayecto pudiera rea-
lizarse en silencio. Miró la cara del chofer. Los ojos agrandarse.
–Como quiera.
Luego de pasar por la recepción del Caesars y las formalidades
hoteleras subió a su habitación en el piso nueve, con vista al lago
del Bellagio del que sólo divisaba una enorme mancha negra. Las
luces de los hoteles eran para él candelas de diversos tamaños y
colores. Los autos, salpicaduras refulgentes que aparecían y des-
aparecían en la oscuridad. En la habitación abrió la botella de
Möet detrás de la ventana. El tapón salió disparado y pegó en el te-
cho. Dejó un pequeño hueco que podía percibirse a simple vista.
Sonrió.
Después de cuatro copas recordó cuándo había sentido algo
similar: los latidos, las descargas eléctricas, el vértigo, el letargo.
Se percató que, en toda su vida, había experimentado esto sólo en
tres ocasiones: después de un asalto vehicular en la Ciudad de Mé-
xico; el día que le rompió la cara a un escritor joven y a un cono-
cido crítico mexicano, y el día del primer cobro como parte del
Sistema Nacional de Investigadores, que terminó por alguna ex-
traña razón, borracho y en una carrera clandestina a la mitad del
Circuito Interior en la Ciudad de México.
Qué asco, qué desperdicio, qué desperdicio de vida, dijo al re-
cordar sólo tres momentos específicos y no encontrar alguno otro
en sus recuerdos. En sesenta y cuatro años sólo he tenido esta sen-
sación en tres ocasiones, se dijo frente a la ventana.

201
NOVELA

A través del reflejo miró su maleta y su bolsa negra, acomoda-


das, a un lado de la puerta. Miró sobre la mesa el cuaderno de no-
tas y la pequeña biblioteca, su biblioteca portátil, sobre el buró. El
gran Gatsby (edición en castellano, de 1953), La tierra baldía, En
el camino, París era una fiesta. Se sentó a la silla, tomó el cuader-
no de notas, su estilográfica y escribió un par de líneas. Después
bebió el resto de la botella bajo la luz de la lámpara.
Ahora sólo quería dormir para regresar al día siguiente al casino,
por una dosis mínima del éxtasis que recién había experimentado.

Junio 29
Caesars Palace, 4:15 a. m.

Azar, juego, latidos.

Junio es el mes más cruel. El azar como soplo. Breve, fugaz, re-
pentino. Puse en riesgo todo mi dinero en tres ocasiones. Nunca
me he sentido mejor. Los latidos acelerados, al borde del desmayo,
esperando el desenlace. Al borde del abismo. Tengo sesenta y cua-
tro años y sigo aquí. Planeando mi muerte en Las Vegas. Lo tengo
claro. Sé cómo será. ¿Viví una vida culta y desapasionada? ¿Qué
diría Jay Gatsby? ¿Y Sinatra?

El sol entraba por el borde de las cortinas.


Despertó con dolor de cabeza. Su lengua empapó los labios se-
cos y un sabor acre se paseó por su garganta. Pensó en correr al baño
y lavarse la boca de inmediato. Se levantó de un salto y en cuanto
estuvo en pie tuvo un mareo.
De camino al baño miró sobre el sillón, el pantalón caqui do-
blado y a un lado, los billetes de cien dólares en tres fajos, perfec-
tamente ordenados.
Y cuando despertó, los treinta mil dólares seguían ahí, se dijo
y reventó en carcajadas. Luego tapó su boca. Miró la camisa y vio
que a la altura de las axilas un par de hoyos se aparecían como dos
enormes bocas.

202
PEDRO ZAVALA

Penuria la mía, al grado de la indecencia, se dijo. Jay Gatsby esta-


ría desilusionado de mí. Muy desilusionado de la carencia mía en
este momento, remató, con el movimiento de la cabeza de un lado al
otro en señal de negación.
Tomó un baño caliente en la tina. Previamente sacó los jabo-
nes, el shampoo y el acondicionador de la bañera, enviándolos di-
rectamente a la basura. Cuando se vistió tomó la camisa como si
tuviera el peso en plomo y cuando se la colocó cerró los ojos.
Salió de la habitación con los bolsillos repletos de billetes, que
palpaba a cada cuadra. Caminó, aletargado. Sobre el Strip se mira-
ba a cada diez pasos, la camisa a la altura de las axilas.
Esto es insoportable, no puedo, no puede ser. No es posible
semejante mamarracho carente que soy en este momento. Inmun-
do, impresentable, como un delito, pensó y estuvo a punto de
arrancarse la ropa.
Caminó. Una, dos, tres largas cuadras bajo el sol. Se detuvo al
sentir las punzadas en los pies.
No es posible. Tengo hambre, necesito ropa, zapatos y también
unas sandalias nuevas para el baño, se dijo. La estancia en el plan
que imaginé inicialmente no sería prolongada, pensó. Después imagi-
nó el brote de hongos blancos en las plantas, como el pelaje de un
animal creciendo por debajo de su cuerpo. Tuvo asco y a punto estuvo
de vaciar lo poco que cargaba en el estómago, sobre la acera del Strip.
Después de caminar cuatro, cinco, seis cuadras bajo el sol, se
debatió entre la comida o la camisa. ¿La comida o la ropa? ¿El
hambre o mi aspecto? ¿Cómo luzco? ¿Soy un pordiosero con ca-
misa a cuadros, en la capital de lo festivo? ¿La ropa primero? Sí.
La ropa. ¿O no? ¿Y si tardo en la selección? ¿La comida mejor?
Sí, la subsistencia primero, se dijo y entró al Ihop y se sentó en un
gabinete.
Una mesera llegó a su lado y Génesis imaginó que la mujer de-
tenía su vista en su camisa rota a la altura de las axilas. Le entregó
el menú plastificado, el viejo lo hojeó y decidió rápidamente. La
mesera levantó la orden y esperó de vuelta la carta.
­–Me la voy a quedar aquí –dijo Génesis, con tal de no estirar
los brazos y permitir que un fragmento de su piel se asomara por
los agujeros.

203
NOVELA

–Ok.
Comió el Breakfast sampler. Dos huevos, dos tiras de tocino
frito, dos salchichas de cerdo, dos rebanadas de jamón Virginia,
papa hash brown y dos pancakes clásicos, que acompañó con cua-
tro tazas de café. Mientras comía se imaginó la perorata de su car-
diólogo.
–Mire, no le voy a quitar su tiempo. No siguió la dieta, señor
Montesinos. Tiene los triglicéridos por los cielos: ¿en qué queda-
mos?
¿Entonces, en qué quedamos? ¿En qué quedamos? ¿En qué
quedamos?, arremedó a su médico entre risas intermitentes.
Lo devoró todo. Recordó que un par de semanas atrás lo había
decidido. Es el fin. The end. Se acabó. Ahora las cosas no le pare-
cían del todo claras. Como si el futuro que antes divisaba se viera
ahora cubierto por una telilla. O una mancha que se esparcía sobre
la superficie de los hechos por venir.
Pidió la cuenta. Mientras esperaba tomó una servilleta y se
imaginó que ésta era una carta de un mazo de naipes. La levantó
por el borde e imaginó estar a la mitad de una partida en las Series
Mundiales de Póker. Génesis sintió la erección bajo su pantalón, los
latidos desenfrenados. Necesito sentarme a jugar, right now, se dijo.
­–All in. No, a ver, otra vez. Algo más convincente. All in. Eso. Así.
­–Su cuenta, señor.
–All in.
–¿Perdón?
–Muchas gracias, señorita. Aquí le dejo la propina.
–Muchas gracias y lo esperamos de nuevo. Vuelva pronto a
Ihop.
Tomó un billete de cien dólares, lo dejó sobre la mesa y salió
corriendo del restaurante, atravesando el mar de gente, adultos,
viejos, niños, esperando su turno para entrar a la casa internacio-
nal de los pancakes.
Después de caminar algunas cuadras llegó al Venetian con la
camisa empapada de enormes manchas de sudor. Los pies hincha-
dos y punzantes al interior de los zapatos negros. La frente y los
brazos perlados de sudor. La correa del reloj húmeda. La entre-
pierna mojada.

204
PEDRO ZAVALA

Soy un asco, un tremendo asco indigno de Gatsby. Perdóname


Jay, porque en ocasiones no sé lo que hago.
Fue a la caja. Pasó por el bar, las mesas de ruleta, el sector de
las tragamonedas y finalmente por las mesas de Blackjack. Llegó
al área de Texas Hold´em en la que había ganado la noche anterior
y se dio cuenta de que las mesas de límites $1/$2 y $2/$5 dólares
estaban saturadas. Llenas de hombres y mujeres apilando sus fi-
chas, mirando sus cartas, lanzando apuestas al centro y alguno que
otro improperio digno de condiciones iletradas y berzas norteame-
ricanas, pensó.
­–¿Quiere jugar? –preguntó un hombre de saco negro y camisa
blanca.
–Sí. Claro que sí.
–Necesita registrarse primero.
–¿Registrarme?
–Tenemos la sala llena. Se lleva a cabo un torneo, señor.
Génesis lo miró. Pensó estar siendo examinado por la mirada
acuciante del hombre.
–¿Las mesas del cuarto?
–¿Los límites más altos?
–Sí.
–Adelante, señor.
Se sentó en la primera mesa en la que encontró un lugar vacío.
Miró a los jugadores en la misa mirarlo de arriba abajo. El crou-
pier le preguntó si quería fichas y el viejo dijo sí y pidió cinco mil
dólares, al momento. El croupier tomó el dinero, lo contó y entre-
gó una pila de fichas de diversos colores. Génesis contó las fichas
y miró a los jugadores a su alrededor. Dos hombres jóvenes y que
le parecieron ebrios, una mujer de pelo negro y embarrado, un
asiático-americano y dos locales que hablaban de autos y carreras
formaban la fauna de la mesa en cuestión. Pronto los bautizó.
Óscar y Wild, Mary Shelley, Kenzaburo Oé, Nevada e Indianá-
polis, recitó al mirar cada uno de los rostros frente a él. La mirada
atenta de Mary Shelley lo hizo pegar los brazos a los costados. Y
la de Óscar lo hizo secarse el sudor de las muñecas. Reloj incluido.
¿Así será? Ok. Éste no es dinero fácil, desgraciados cerebrales,
subnormales retardados, pensó y lanzó la apuesta obligatoria fren-

205
NOVELA

te a él. Un par de fichas de color azul, que rebotaron y rodaron hasta


el centro de la mesa.
El croupier repartió las cartas. Génesis recibió una y después
otra. Vio en su mano 9 y 5 . No pues así no voy, qué pasa, se dijo
y descartó la mano de inmediato. Miró el juego desarrollarse a su
alrededor y vio que Nevada e Indianápolis dejaban de hablar
mientras apostaban. Al terminar la mano regresaban exactamente
al punto en que habían dejado la conversación. ¿Autos y carreras?
¿A la mitad del desierto y con pilas de dinero frente a sus narices?
¿De verdad? Supongo que manías hay millones como habitantes
tiene el mundo. ¿Pero autos y carreras? ¿En serio?
Como segunda mano recibió 3 y 2 . No, no, no, no seas así,
quiero jugar, ¿por qué me haces esto?, pensó y atravesó con la mira-
da al croupier. Un joven negro que parecía hacer magia al revolver
el mazo y al repartir las cartas. Génesis descartó también esa mano.
Detuvo su mirada en Mary Shelley, quien subió la apuesta y
peleó duramente hasta perder un total de 550 dólares en cuestión
de minutos.
Como tercera mano, el viejo recibió un par de 8. Al mirarlos
sintió las sienes a punto del estallido y las manos temblorosas. Ol-
vidó los hoyos en las axilas y levantó los brazos más de la cuenta
para lanzar las fichas al centro. Ir con todo, tocar el plástico, la
redondez, el chasquido del plástico rígido, lanzarlas al centro,
apostar, arrojarse al vacío, pensó.
Subió la apuesta inicial a doscientos y de inmediato Shelley
mandó doscientos dólares más. Génesis sintió contraer sus testícu-
los y miró de nuevo sus cartas, para asegurarse que hacía lo correc-
to. Todo en su lugar, se dijo.
–¿Ya se le olvidaron? –preguntó Mary, y los jugadores alrede-
dor de la mesa reventaron en risas. El día anterior Génesis había
escuchado comentarios de este tipo, provocaciones burlescas que
intentaban sacar de concentración a los jugadores y aprovecharse
de ello.
Qué mal gusto, Mary Shelley, ahora creerán que soy un imbé-
cil en la mesa, pensó, y después pagó los doscientos, sin titubear
para seguir en el juego. Más para nulificar la reciente embestida
que por confiar en las cartas en la mano.

206
PEDRO ZAVALA

El croupier mostró el flop y acomodó sobre el paño beige las


cartas 10 , 2 , 10 .
No, no. Ese par de 10 no me gusta. ¿Y ahora? ¿No puedo salir
del juego o sí? ¿Creerán que soy estúpido si tiro mis cartas? ¿O
no? ¿Mejor me levanto de la mesa y me voy?
Mary Shelley lanzó al centro de la mesa trescientos dólares con
desparpajo y miró fijamente a Génesis. Su pila multicolor apenas
aminorada. Génesis con los latidos en la garganta y en las sienes.
Finges. Mientes. Estás fingiendo hembra abandonada, remedo
de prosista, pensó el profesor y pagó.
El croupier mostró el turn, la carta penúltima y enseño un J .
Mary Shelley pasó y Génesis quedó sorprendido.
¿Qué hace? ¿Ahora espera? No entiendo. ¿No tiene nada aho-
ra? ¿Apuesto yo? ¿Paso? Como si fuera poco ahora tengo que li-
diar con un J. ¿Mi par de 8 es lo suficientemente poderoso en este
momento? Mary Shelley, no tienes sentido, se dijo y pasó.
Finalmente, el croupier mostró la última carta, el river, y dejó
ver un 3 sobre la mesa. La mujer mandó mil quinientos dólares al
centro. Génesis pensó que debía seguir, apostar, llegar hasta el fi-
nal, mandar las fichas al centro, arrojarse como el día anterior.
No tienes nada y esto es mío, pensó y pagó. En el centro de la
mesa más de tres mil dólares en juego, en fichas plásticas de colores.
El croupier pidió que voltearan las cartas. Mary Shelley mostró
un par de Ases.
–¡No! ¡No! ¡No! ¡Shelley, no! –gritó el viejo, pegó en la mesa
y lanzó sus cartas boca abajo.
–Hey!
–Lo siento.
Mary Shelley recogió el pequeño riachuelo de fichas con am-
bas manos y dio una propina al croupier.
Loca frígida. Miserable maníaca. No es posible, pensó Géne-
sis. Las manos le temblaban. Sintió un piqueteo en el vientre y
escuchó un zumbido en sus oídos.
En la siguiente mano Génesis recibió J , 3 y sin pensar las
lanzó boca abajo.
No se puede así. No puedo arriesgarme así. ¿Qué pasa? ¿Y
ayer? ¿La música, el ritmo sincopado, el sonido de los saxofones,

207
NOVELA

el trombón, el clarinete, la voz del barítono en mis oídos? ¿Se ha


ido? ¿Se esfumó? ¿Me ha descobijado la fortuna? ¿Se ha alejado
de mi lado la sombra del azar?
Una mezcla de impotencia, incertidumbre y enojo apareció en su
mente. Transformados en frustración y a la vez, en anhelo de venganza.
Quiero mi dinero de vuelta, se dijo, esto no se puede quedar
así. Lo voy a recuperar.
En las siguientes manos perdió contra Nevada, contra Oé y de
nuevo contra Mary Shelley.
Media hora después recibió K y Q y elevó la apuesta de in-
mediato. Mary Shelley resubió y Génesis pagó sin pensarlo, los
ojos llenos de sangre, las manos sudorosas. Estuvo a punto de en-
viar al centro de la mesa todas sus fichas, pero finalmente decidió
no hacerlo. No traes nada esta vez, absceso tumoral, se dijo. En el
rostro de Mary Shelley se mostró una sonrisa.
El croupier mostró las cartas del flop. Aparecieron en la mesa
8 , 9 , 3 . Génesis apostó 200 dólares y la mujer subió la apues-
ta a 500. Génesis pagó de inmediato.
El turn trajo un 3 . Génesis pasó y Mary Shelley apostó de
nuevo. ¿Cuántas fichas tiene Mary Shelley? ¿Va a apostar más?
No, un momento. No es verdad, se dijo y pagó la apuesta.
Finalmente, el croupier mostró el river al centro de la mesa. Un
Q .
Génesis cerró los ojos, escuchó sus latidos acelerados y reparó
en el ambiente templado al interior del casino. Palpó sus orejas,
paseó sus manos por la barba, siguió con su cabeza calva. A pesar
del aire acondicionado encontró ardiente su rostro y frente. Respi-
ró. Sintió ensanchar su pecho y deshincharse una y otra vez.
Este pozo es mío, este pozo es mío, pensó y apostó todo.
–All in.
–Call.
Call, call, call, repitió Génesis en su mente. ¿Cuántas veces he
escuchado esta palabra en los últimos días?
–Si después de media hora de juego en una mesa no has des-
cubierto quién es el idiota, muy probablemente lo seas tú –dijo
Shelley. Los jugadores rieron, asombrados por el acto de bravura
de una mujer con el pelo embarrado al rostro.

208
PEDRO ZAVALA

El croupier pidió que voltearan las cartas. Génesis mostró el K,


con una sonrisa que se eclipsó al ver un par de 3, como la mano de
la mujer.
–¿Ves? Mi tercia sobre tu par.
Génesis se levantó de la mesa con los puños cerrados y un par de
hombres de traje negro e intercomunicadores se acercaron a la mesa.
–¡Uoh, uoh! Señor, por favor –dijo uno de los hombres.
–Estoy bien, estoy bien, lo lamento, no pasa nada –dijo levan-
tando ligeramente los brazos, alejándose del área de juego, bajo la
mirada Mary Shelley al otro lado de la mesa, con una sonrisa di-
bujada de mejilla a mejilla.
Cinco mil. Cinco mil dólares. ¿De verdad? ¿Cinco mil?, se dijo
mirándose al espejo. Cinco mil dólares al retrete, pensó y sintió
una punzada en el vientre. Se miró la camisa a cuadros y levantó
los brazos para ver en el espejo los hoyos en sus axilas. El hombre
a su lado le preguntó si estaba bien. El viejo volteó.
–Disculpe, pero no es de su incumbencia.
Gringos fatuos, se dijo. Creen que pueden meterse en todo.
Frente al lavabo se mojó la cara, la frente, la nuca. ¿Qué falló?
¿Qué hice mal? ¿Qué modifiqué para perder?, se preguntó. ¿Es la
hora? ¿Es la mesa? ¿El lugar de la comida? ¿Mary Shelley? ¿Es
mi… ropa? ¿Qué?, se preguntó. Sí. Tal vez es eso. Necesito ropa.
Sí. Es eso, se dijo y salió del casino.

Llegó al centro comercial Fashion Show. En la explanada vio un


auto de la marca Bentley del que muchos tomaban fotos con sus
teléfonos celulares.
El avance tecnológico de la humanidad reducido a este circo,
se dijo. He ahí la razón. Me niego a poseer teléfono móvil alguno.
Génesis se detuvo a un lado del auto. En su interior un hombre
en el asiento del piloto pidió a gritos a su mujer una foto. Génesis
sintió repulsión por él y pensó en la vida común y ordinaria del
viejo.
Pero a callar, mi vida es similar en cierta forma, se dijo. Pura
aspiración patética Siempre la aprobación de los otros. Siempre
los otros, pensó. ¿Qué hago? ¿Qué pienso? ¿Cómo vivo? Recordó:
sonido de despertador para levantarse de la cama. Cagar, orinar,

209
NOVELA

baño con agua caliente, desayuno y café con leche. Metformina,


Enalapril, Centrum Multivitamínico, Aspirina protec. Viaje en me-
trobús para llegar a la unam con horario de entrada, comida y sa-
lida. Por las noches el trayecto de vuelta. Cagar, té de manzanilla
y un sándwich de jamón con queso. Al final dormir. ¿Qué me hace
diferente a la grasa informe detrás del volante del Bentley?, se pre-
guntó. ¿Qué nos hace diferentes?
Caminó por los pasillos del centro comercial. Pasó frente a las
tiendas de Diesel, Fossil y Boss mirando los aparadores como quien
mira una roca. Pasó frente a las tiendas de Abercrombie, Coach,
gnc mirando los aparadores como quien mira un ladrillo. Louis
Vuitton, Tiffany, Sephora, leyó. Templos llenos de sacerdotes y sus
congregantes, pensó.
Caminó. Uno, dos, tres locales y se detuvo. Quedó de piedra al
ver los tocadiscos, vinilos y cámaras Polaroid exhibiéndose como
las piezas de un museo pop y no los artículos de una tienda, a la
mitad del desierto de Nevada. Entró.
En el interior del local miró las velas, los vasos, las botas, los
pantalones y chamarras en los estantes. Para llegar a las playeras
con logotipos y frases que le parecieron ocurrentes.
1) Communist party. Marx, Lenin, Fidel, Mao y Stalin festejan a
la mitad de una fiesta, con sombreros de pico en sus cabezas. Visi-
blemente afectados por alcohol, drogas o ambos en todo caso.
Marx, el más drogado o ebrio, tiene los dedos índice y medio de la
mano derecha en señal de V. Fidel y Mao sonríen con mejillas en-
cendidas, bajo una hoz y un martillo, como los globos de una fies-
ta infantil. Lenin contiene el vómito en su boca. Stalin en soledad
mira a los demás divertirse, mientras bebe un vodka con Coca Cola.
2) Political party. Los padres fundadores de la patria estadou-
nidense festejan a la mitad de una fiesta con crack. Se sabe esto
por la grabadora enorme y el hip hop que escupen sus bocinas.
George Washington de pie juega beer pong sobre la mesa de traba-
jo. No se descarta que guarde un porro en la bolsa de su camisa.
3) Mentally gone, No future, High times, Wasted youth. Géne-
sis pensó que estas playeras tenían mensajes poco menos que apo-
calípticos. O simplemente, mensajes para jóvenes drogadictos y
cínicos.

210
PEDRO ZAVALA

4) Great Gatsby. Scott Fitzgerald. Génesis reconoció de inme-


diato la portada del libro diseñada por Francis Cugat. Los ojos
verdes de Daisy resaltan en la imagen, encendidos como dos es-
meraldas ardientes. Una lágrima escurre por su rostro y en la men-
te del viejo resuena la frase lapidaria: If it wasn’t for the mist we
could see your home across the bay, dijo Jay Gatsby, you always
have a green light that burns all night at the end of your dock.
Gatsby, Gatsby, Gatsby. Esto es para mí, pensó y tomó cada
uno de los modelos que tenía enfrente, en tallas M y las cargó al
hombro.
–¿Quieres una bolsa para tus prendas?
–…
–Toma. Soy Lea. Si necesitas algo, házmelo saber. Estoy cerca
de la caja –dijo sonriendo y se fue.
¿Lea? ¿Lia? ¿Lee Ann?, se preguntó Génesis, y quedó clavado
al piso. Los ojos adheridos a la espalda descubierta, los leggins
untados a las piernas y las botas negras de la mujer que se alejaba.
Sintió que era una gárgola a lo alto de una iglesia gótica, y no un
cuerpo magro a la mitad de un Urban Outfitters, en el Fashion Show
de Las Vegas.
–Los pies. Me están matando –gritó.
Minutos después se decidió por unos Adidas blancos. Luego pi-
dió unos pantalones que hicieran juego con su calzado y también un
par de chamarras. Lea lo miró, sonrió y desapareció por un instante.
¿Estos tenis me definen como persona? ¿El color blanco dice
algo de mí?, pensó mirándose los pies. ¿Qué tenis usaría Jay
Gatsby? Nunca vi una foto de Sinatra con zapatos deportivos. ¿O sí?
Lea apareció con la ropa. El profesor entró al probador. Frente
al espejo tuvo la sensación de no ser él mismo a quien miraba
como reflejo. Quiso tocar su rostro y se encontró con la superficie
fría y rígida. Desnudo miró sus brazos flácidos. Luego miró los
resortes blancos de sus calzoncillos y miró su camiseta de tirantes.
También vio las verrugas en su cuello.
¿Soy yo o le gusto a la chica?, se preguntó. ¿No es muy joven?
No, no, no. Estoy alucinando. Este es su trabajo. ¿No?
Salió del probador. Dejó los kakis, los mocasines cafés y la ca-
misa empapada y rota, abandonados a un lado del espejo.

211
NOVELA

Caminó por la tienda y se detuvo en la parte de los vinilos.


Miró las consolas portátiles con pequeñas ranuras usb. Los cables,
los colores, las bocinas.
Estos gringos ociosos piensan en todo. Tal vez compro unos ace-
tatos y los escucho en la habitación, de cara al lago del Bellagio,
se dijo.
Se acercó a los estantes de discos y reconoció el rostro de Dy­
lan en la portada del Blonde on blonde. Y luego tomó entre sus
manos The essential Bob Dylan. Se quedó con los ojos como dos
platos cuando llegó a Ultimate Sinatra, que ya no soltó. Y tomó
entre sus manos todo el jazz que encontró. Gerry Mulligan, Harbie
Hancock, Charles Mingus, Miles Davis, Charlie Parker, Dizzy Gi-
llespie. Los sonidos de saxofones y trompetas enloquecidos sona-
ban en sus oídos mientras caminaba entre las tornamesas de colores.
Lea apareció a su lado.
–Te recomiendo este. Es ligero y wow, mira, ábrelo. Ligero,
portátil y el sonido es increíble.
Cuando Génesis pagó agradeció a Lea. Ella sonrió y dijo no hay
problema. El viejo miró su pelo rizado y hombros descubiertos.
–Génesis. Mi nombre es Génesis.
–Es extraño. Me gusta.

Estaba cansado y tenía sed. Al interior del centro comercial se detuvo


en una barra a la mitad del pasillo para refrescarse. Se sentó y pregun-
tó por las bebidas exóticas y de colores que se mostraban en la carta.
–No hay bebidas, pero sí gas.
–¿Gas?
–Oxígeno. Aquí servimos oxígeno.
¿Es una broma? ¿Gas? ¿Dijo gas?
–¿Oxígeno?
–Tenemos shots de oxígeno. No tenemos bebidas sino shots.
Shots de oxígeno.
Génesis imaginó que para esa hora estaría colgado a la mitad
de su habitación, muerto, con los ojos en blanco, pero ahora estaba
frente a un joven que le ofrecía oxígeno a través de una tira plástica.
En fin, pensó. Y luego de unos minutos de indecisión pidió la car-
ta, se arremangó la chamarra Adidas y se conectó a la mascarilla.

212
PEDRO ZAVALA

El viejo inhaló durante algunos minutos. Primero le faltó el aire


y sintió ahogarse, luego tuvo un mareo y después se sintió aletar-
gado. Cuando recuperó la estabilidad pensó que era veinte, treinta,
cuarenta años más joven. De pronto era un niño, un pequeño listo
para liarse a golpes.
Caminó como si su cuerpo fuera de vapor. Y todo cuanto le ro-
deaba era más luminoso. Las paredes negras respiraban a su lado,
como los pechos henchidos de los esclavos que bajaron del Ma-
yflower. Vio bajo sus pies, la espalda de un animal salvaje ace-
chando a su presa.
Caminó por el Strip toda la tarde. Una, dos, tres, cuatro, cinco
cuadras, enfundado en su pants Adidas hasta que la noche se apo-
deró del horizonte. Cuando llegó a los pies del hotel Stratosphere
vio en la punta de la torre los juegos mecánicos. Un parque de di-
versiones en las alturas. Escuchó el grito y vio la cuerda elástica,
que sujetaba a una mujer mientras caía.
¿Subo? ¿Voy?
Entró por la puerta principal, pasó por el casino, siguió hacia la
torre y subió al último piso.
En el Sky bar bebió un par de cervezas y vio el Strip tras los
ventanales. Las luces pequeñas e incandescentes, una al lado de la
otra eran el reflejo de las estrellas. El negro de la noche se había
apoderado de Las Vegas expulsando el cielo rojizo y las nubes
blancas. Al fondo miró una mancha verde esmeralda, el mgm y el
haz de luz de la pirámide Luxor.
¿Estoy vivo aún? Cada vez que miro al vacío, la sangre en mi
cuerpo se vuelve un mar que desea salir a borbotones. ¿Qué hago
aquí? Para esta hora debía estar muerto. ¿O no?
Salió del bar y miró el Insanity. El brazo mecánico que pende
de cara a Las Vegas, a trescientos metros de altura. Tal vez otro día.
Hoy el jazz, se dijo y salió.

30 junio.
Las Vegas. Caesars Palace, 1:33 a. m.
Luces, póker, vida.

213
NOVELA

Parker´s mood. Charlie Parker en las bocinas de la tornamesa. La


noche sin fondo. Los haces incandescentes son delicadas líneas de
oro. Voy a saltar al vacío. Las esmeraldas nos hacen saber que la
vida es un embuste radiante. Debo regresar a jugar al póker y es-
perar el estallido de una granada en mis manos. Ahí es a donde
pertenezco. A la guerra y a sus trincheras que son espera y también
conflicto. Frente a mí, las bombillas luminosas brillan como estre-
llas en la noche fría de Mojave.

214
POESÍA
Presentación

Los seis poetas jóvenes que integran el primer periodo de Jóvenes


Creadores-Fonca son lectores atentos, analíticos, talentosos, con
voces maduras, que han entablado una lectura crítica de la tradi-
ción mexicana, como también de los movimientos poéticos de otras
latitudes. Dialogan y rompen con ellas. Radicalizan estéticas, es-
crituras; mezclan con absoluta libertad distintos campos de crea-
ción. Cada uno de estos seis poetas, islas particulares en un mar de
islas, apuesta por una mirada singular.
Buba Alarcón explora desde una visión enraizada en la poesía
social, la desaparición de mujeres en la frontera norte. Utiliza
fragmentos de notas periodísticas, entrevistas, videos, ciertos re-
cursos del arte conceptual, para dar voz a quien no la tuvo. Hora-
cio Warpola es un obseso de otros lenguajes –científico, filosófico,
etc.– y con ellos intenta acercarse a la poesía de manera transver-
sal y oblicua. Sus poemas son pequeños gestos. Tania Carrera utiliza
la voz –su propia voz–, el canto y la música pop para rein­terpretar
y reescribir versos de canciones populares, pero también para re-
interpretarse ella. Andrea Alzati se aventura en sus poemas en la
construcción de un diccionario particular –un grupo de palabras a
las que reordena en sus significados–, a partir de fotografías, dibujos
y poemas que forman una extraña constelación, un mundo íntimo.
Si en Alzati hay contención, en Sergio Ernesto Ríos, por el contra-
rio, el exceso, lo periférico, lo barroco, el largo aliento, el mundo
del cine, clase B, las múltiples referencias culturales, crean un cor-
pus rizomático, que se abre y expande. Sisi Rodríguez explora un
territorio específico –cierta Guadalajara– y arma un mapa memo-

217
rialístico en el que los recuerdos familiares se entrelazan con la
reconstrucción de un hecho que marcó a los tapatíos: la remoción
del edificio de telefonía a cargo del ingeniero Matute Remus: me-
moria y cartografía en una poeta a la vez íntima y expansiva.
Creo, sin temor a equivocarme, que los dos tutores –Julián
Herbert y quien esto escribe– hemos aprendido mucho de los seis
becarios. Nos mostraron otras posibilidades escriturales y de diá-
logo, y otras miradas para acercarnos a la escritura de poemas, a la
creación.

León Plascencia Ñol

218
Buba Alarcón

Muki Nori

Cartas 2

Ya hemos comentado la falta de esperanza

(Mira al cielo, y cuenta las estrellas,


¿si puedes contarlas?)

Perdona que no me resigne…


de noche miro al cielo
buscando tu rostro
y sólo veo negro.

(Génesis)

219
POESÍA

Sin andamios

Un asesino no nace asesino,


qué te enseñaron
qué era la vida
dónde está tu papá
cómo te quiso tu madre que te escondió
de Marisela, de la Policía
por qué prefirió tu familia
que fueras un Zeta
a que estuvieras
20 años encerrado
tal vez
hubieras vivido más.

220
Horacio Warpola

Catálogo de gemas y otros apuntes

Ágata crazy lace

Encomendar un sentimiento a las delgadas bandas


de lo concéntrico.
Óxido de silicio (Si O2)
Dureza: el sentimiento puede estar asociado a la nostalgia de lo
imposible.

Ágata musgosa

Recorrer la incolora apariencia de los fantasmas.


Óxido de silicio (Si O2)
Dureza: algunas veces los espectros presentan oxidación debido
a los componentes ferruginosos.

Ágata negra

Consumir azúcar como si fuera ácido sulfúrico caliente.


Óxido de silicio (Si O2)
Dureza: todo cambia si se sumerge en la solución correcta.

221
POESÍA

Ágata orbicular

Mirar con ojos falsos todo lo verdadero.


Óxido de silicio (Si O2)
Dureza: no todo lo que se ve permanece en la tierra.

Nota 1 (semidesierto queretano)

El color es algo que me apasiona


Quiero entenderlo en todas las cosas
Desde las piedras preciosas que brillan
Hasta los peces que nadan en mi pecera
El color evoca toda clase de emociones
Disfruto la complejidad y el comprender cómo funcionan
Para mí el color determina mi estado de ánimo
Me desvivo por conseguir las piedras coloreadas más hermosas
No planeaba invertir mi fortuna en piedras preciosas
Pero resulté atrapado una vez que compré una muy cara
Y era falsa
Estoy tan dedicado a mi objetivo
Que quité todos los muebles de mi casa
Y lo convertí en un laboratorio especializado en gemas
y minerales
Afuera el sofá
Adentro el espectrómetro de Raman

222
HORACIO WARPOLA

Calcita óptica

Duplicar las imágenes para duplicar las realidades.


Carbonato cálcico (Ca CO3)
Dureza: la transparencia te puede dejar solo.

Calcopirita

La luz camina en nosotros.


Sulfuro de cobre y hierro (Cu Fe S2)
Dureza: no es perceptible en momentos de rabia.

Citrón

Todos los limones adentro de una cueva.


Óxido de silicio (Si O2)
Dureza: abre los ojos para que pueda entrar un invernadero.

Copal

Oler los hemisferios desde una barranca que da al mar.


aprox. C10 H16O
Dureza: el tiempo se abalanza sobre los otros.

223
POESÍA

Nota 2.1 (Mato Grosso)

Noventa por ciento de los diamantes pasa por Nueva York


Vetas de corte
Cuidadosa disposición de sus caras
Cuando una luz blanca entra en un diamante sucede algo
extraordinario
Regresa al ojo
En Washington hay un diamante muy especial
El diamante Hope
Diamante Azul
Con una larga lista de intrigas
Se ganó la reputación de estar maldito
Pero no es un hechizo
Es el boro

224
HORACIO WARPOLA

Granate espesartita

Hay seres en el magma que viven para siempre.


Silicato de aluminio y manganeso Mn3 Al2 [Si O4]3
Dureza: flotas en un viaje sin fin por el caldo de bacterias.

Heliotropo

Enheduanna soñaba con atravesar la Puerta de la Maravilla.


Óxido de silicio (Si O2)
Dureza: el mensaje esencial ha sido copiado y recopiado durante
más de tres mil millones de años.

Hiddenita

Una historia sobre un viajero de otro mundo.


Silicato de litio y aluminio Li Al [Si2 O6]
Dureza: es el vehículo de un sistema de tránsito interplanetario.
Alberga en forma segura un cargamento microscópico.

Howlita turquesa

Venas negras.
Borosilicato cálcico hidratado Ca2 [Si B2 O9(OH)5]
Dureza: puede retomar su viaje donde se interrumpió.

225
POESÍA

Nota 2.2 (Minas Gerais)

Temperatura y presión exacta


Con los ingredientes correctos aparecerán varios tipos de
piedras preciosas
¿De qué están hechos los diamantes?
Sólo de carbono
El diamante y la punta de un lápiz
La forma en la que se unen los átomos en la base química
Blando y duro
Ambos de carbono
Átomos empacados de forma muy eficiente

El carbono nunca está feliz


Siempre está intentando encontrar otra configuración

226
HORACIO WARPOLA

Iolita

Sufre de lesiones autoinfligidas.


Silicato de aluminio y magnesio Mg2 Al3 [Al4 Si5 O18]
Dureza: parecida a un invierno nuclear pero sin la radiación.

Jade nefrita

Sabiduría mística convencional.


Hidroxisilicato cálcico y magnésico con hierro Ca2 (Mg Fe) 5
(Si4 O11)2 (OH)2
Dureza: marca el gran final de una lucha de gases.

Jaspe tigre

Sus colmillos son blandos pero mortales.


Óxido de silicio (Si O2)
Dureza: mata por instinto.

227
POESÍA

Nota 5 (Valle del Motagua)

Encontrar jade requiere paciencia


Tenemos más de 1 500 kilos de explosivos
Serán más de 10 000 toneladas de roca
El valor de las joyas es una creación de la industria
No de la naturaleza
Pero en algunos casos el valor viene de la tradición
Cuando se golpean dos piezas de jade
El sonido representa un rasgo de carácter
Una negación a ser contaminado por influencias malignas
Encarnan las ideas de Confucio
Benevolencia, honradez, cortesía, sabiduría y confianza

¿Cómo puede significar una piedra tanto para tanta gente?

228
Tania Carrera

Últimos poemas sueltos y primeras canciones

Poemas sueltos
(El duelo)

La formación

La palabra <<formación>>
en esta escuela
significa tomar distancia.

229
POESÍA

2
Para llegar a fantasma debiste llegar a tiempo.
Antes de acusar discriminación, comprende:
como se pierde elasticidad, se pierde fantasma.

Física I:
<<ningún cuerpo puede ocupar al mismo tiempo
el lugar que otro cuerpo ya domina>>.

Ninguna relación tiene con el gusto,


debes portar las emociones adecuadas.
Habrá siempre que distinguirse
sin mostrar los órganos de la personalidad:
considerar la dimensión del riesgo.

Se trata de evitar el roce,


abocarse ante el peligro.

230
TANIA CARRERA

Trozo de lengua

Dilatados bólidos
en la inercia:
inalcanzables.
Perdidos bien,
perdidos finalmente
¿podría decirse?

Aprendieron a orar online,


mientras sus madres necesitaron doble turno en el trabajo
y los padres le debían el gasto a algún cajero.

Con calma rezan por salir al parque,


porque quien nada debe, nada teme,
pero quien nació debiendo, ya de qué se preocupa.

231
POESÍA

Luego luego

Ruedo los ojos


y por la órbita asoman
el blanco rabo de conejo perdido.

Inversos hurgan el cofre


tras un vacío majestuoso.
Pronto regresan, guardan la cola
en el blando silencio de una sonrisa,
como las intenciones.

Hay culpa y delicia


en la violencia inconsecuente.
Esta sonrisa idiota
la ganaste en la feria de tu pueblo,
entre manotazos sobre cartas marcadas
y algunos secretos
para guardar los nombres propios.

El parque de las divergencias


es de bolsillo.

232
TANIA CARRERA

Que valga la pena

Ganarás, a pesar de todo,


un trono al centro de los gusanos:
brote dorado en la oscura mina,
aguardando al polvo,
y mientras tanto,
alimento.

La materia prevalecerá:
no preocupa el oro
sino la memoria.

233
POESÍA

Primeras canciones
(Calcas)

Males necesarios
(Una calca de “Mirror Door” de Los Sospechos)

Tarde aprendí:
la paz se da mejor
al sol.

Contra mí, el día comienza


mientras guardo la cabeza
en sal,
es normal
el dudar…

Qué dirá de ti el cartero


cuando saques la basura,
o la señora cruz-en-pecho.

¿qué dirá de ti si decides parar por fin?


¿qué dirán de ti tan sólo con mirar?
¿qué sabrán de ti?

234
TANIA CARRERA

Junto a mí, gente se enreda


mientras mojo la cabeza
y más
el afán
en el bar.

Y si los tragos sobran,


las risas vendrán
y no habrá por qué dudar.

¿qué dirán de ti si decides parar por fin?


¿qué dirán de ti tan sólo con mirar?
¿qué sabrán?
¿qué sabrán de ti?

235
POESÍA

Tregua
(Una calca de “I want you all tonight” de Curtis Hairston)

Cada que me caigo de la mesa


me golpeo con la verdad.
Cada que me acuerdo, digo tonta
el horizonte será igual
siempre igual.

No poder
resistirnos a la burda tentación
de querer
exponernos como ejemplos en la cruz.

Pero ese es el problema,


han muerto los emblemas.

Tan débil
tu móvil
asomó por error
más dócil
que devil
tropezó con tu honor.

236
TANIA CARRERA

Si es tu show,
también es tu drama.
Si es tu show,
a ver quién lo paga.

Ni de los mejores,
ni de los peores,
no hay comparación.
Quédate tranquilo,
yo voy a mi ritmo,
suelta esa tensión.

Y no, no gracias my friend.


que yo voy en otro tren.

237
Andrea Alzati

Diccionario ilustrado para sobrevivir en casa

Aguja

definir la aguja instrumento barrita puntiaguda


tendría que quizá comenzar hablando de metal, hueso o madera
del hilo
de los dedos que ensartan el hilo con un ojo
de su ojo cíclope terminado en punta por un extremo
de la luz que atraviesa o por donde se pasa el hilo, cuerda, correa, bejuco,
la mirada ciega de la aguja o de la baba etc.
la lengua que chupa el hilo con que se cose, borda o teje.
antes de ensartarla
dejarla ciega y con un ojo en el otro
podría decir qué es un pajar
& cómo
han de removerse
una por una (las pajas) otra materia a propósito
para hallarla finalmente terminado en punta por un extremo
entre toda la paja del mundo y con un ojo en el otro

238
ANDREA ALZATI

AGUJA

239
POESÍA

Almohada:

240
ANDREA ALZATI

ALMOHADA

241
POESÍA

Basura:

lo que ya no sirve (o sirve para ensuciar) suciedad (cosa que ensucia)


la basura se mueve de un lugar a otro especialmente la que se recoge barriendo
lo que ya cumplió su propósito papeles y trapos viejos
lo que ya no queremos ver papeles y trapos viejos
lo que hubiéramos preferido no ver jamás papeles y trapos viejos
ciudades enteras de basura residuos desechados y otros desperdicios (y otros)
decir ‘tíralo a la basura’ lugar donde se tiran residuos y desperdicios
cosas como desecho, residuos de comida
decir trozos de cosas rotas
cosas como otros desperdicios
como inmundicia, suciedad, residuos de comida
decir cosa repugnante o despreciable
regularmente las botellas se depositan en la basura
(debería hablarse de esta categoría de la materia con excesiva cautela)

242
ANDREA ALZATI

BASURA

243
POESÍA

Botella:

una botella de cristal, vidrio, plástico u otro material


puede estar vacía sirve para contener
una botella puede contener líquidos
agua, vino, u otros líquidos tóxicos
se bebió una botella de vino
puede contener sólidos como: semillas, monedas,
regularmente las botellas se depositan en la basura

uno no vuelve a saber nada


hay otras por las que uno recibe un reembolso en la tienda
algo así como semillas)
algo así como
quince pesos por seis botellas

244
ANDREA ALZATI

BOTELLA

245
POESÍA

Cubeta o cubo:
cubo (recipiente con asa)
sirve para llevar de un lado a otro líquidos
como agua, agua con jabón, pintura etc. u otra materia
o sólidos como:
piedras, arena, ropa sucia o ropa limpia, balas u otra materia
del material de la cubeta dependerá su peso vaso de madera, metal, u otra materia
las personas encuentran fascinación en marcar territorio por lo general
estén donde estén trazan líneas, construyen por lo general
muros, paredes, reales o imaginarias para hacerse a la
idea de que efectivamente esto empieza y termina en la parte superior
buscarán objetos para hacerlo por lo común de madera, metal, u otra materia
a veces usarán una cubeta con asa en la circunferencia mayor, que es la de encima
para marcar territorio en las calles por lo general
para indicar que ahí debe ir un automóvil (recipiente truncado)
la cubeta habrá mudado de oficio
ya no sólo será una cubeta, con asa abatible
ahora será también un fondo,
muro, una línea, una figura,
pared, en el modo invertido
muy particular en que una cubeta puede serlo

246
ANDREA ALZATI

CUBETA O CUBO

247
Sergio Ernesto Ríos

Vivimos en la era de los antimonumentos y sólo queremos levitar


entre esos jardines de polígonos colgantes, que había en Babia y
Babilonia, tan abuelitos de los pixeles, con la bella o fea dama,
dulce o amarga, de las caracolas sin piedad. Vivimos en la era de
los antimonumentos y en la era de la anticreatividad y, por supues-
to, vivimos en la era de los antimurales.

248
SERGIO ERNESTO RÍOS

Somos archiduques siderales y nuestros ojos se volvieron fieltro


en el espacio exterior, éramos dos archiduques siameses coronan-
do águilas imperiales y águilas republicanas, pero en pico cerra-
do no entran sierpes, somos archiduques con los cráneos rasurados
y tatuajes o descubrimientos del tercer ojo en forma de estrellas
(obviamente muy obvias y cheguevarianas).

249
POESÍA

Y debimos detonar todos los antídotos y todas las tapaderas y los


tapojos y los taparrabos que borlan flojos mitos genésicos, el cara-
col en el hombro es el nuevo perico del pirata, somos el ciempiés
hacker ultraísta. Es la era del ultimátum. La era de los escaraba-
jos sibaritas. La era del cuervo que espía dos huevos kínder sor-
presa orgánicos eternamente blancos y minimalistas.

250
SERGIO ERNESTO RÍOS

Todo lo aborrecemos, todo nos borra y nos desnuda el cráneo


como una pieza desmontable, quiero decir afuera de la calavera
todo nos dice muertos vivientes. Cascos. Caperuzas ciberpunks.
Yelmos biónicos. Morriones retrofuturistas con wifi. Extras mono-
cadavéricos de alguna película de Carpenter. Ni eso, una coreo-
grafía de zombis bailando el meneíto. Qué haría Frankenstein con
el hueso frontal expuesto a la danza de una libélula sirena o colom-
bre o centauro de un tornillo.

251
POESÍA

Vivimos en la era de los antimonumentos debimos detonar la pa-


labra creatividad, repetirla al revés como un exorcismo, repetirla
tres veces dadivitaerc, dadivitaerc, dadivitaerc. Vivimos en la era
de los antitítulos en la era de los lugares comunes. Debimos vol-
ver nuestros ojos los capullos de algún pulpo mimético, debimos
domeñar una manada de escarabajos. Debimos saber que no era
el París de Leopoldo Flores el París que Leopoldo Flores contempla-
ba extasiado en los ojos de Arturo Montiel Rojas en el año 2004.

252
SERGIO ERNESTO RÍOS

La era del escriba que traza un astrolabio o la era del escriba que
nunca termina de hacer una larga a roja y anarquista. Este es el
mameluco del anacronismo. Los ritos de Trent Reznor en el año de
1996: el hombre que come moscas a cucharadas, los cuencos sal-
timbanquis y las zarpas del guepardo de los sueños de juguetería
yanqui.

253
POESÍA

Debimos crecer en cardos, en anélidos, en cuervos como olas de


mutilación o como hélices, como olas de mutilación o como héli-
ces, la guitarra cíclope neurótica nunca más amará la trova, pro-
mete que nunca jamás volverá a amar la trova.

254
SERGIO ERNESTO RÍOS

Vivimos en la era de los antimonumentos y sólo queremos levitar


entre esos jardines de polígonos colgantes, que había en Babia y
Babilonia, tan abuelitos de los pixeles, con la bella o fea dama,
dulce o amarga, de las caracolas sin piedad. Vivimos en la era de
los antimonumentos y en la era de la anticreatividad y, por su-
puesto, vivimos en la era de los antimurales.

255
Sisi Rodríguez

Proyecto: Hotel Universo

A Otho y Lalo

Alguna que otra madrugada


los muchachos de la esquina
proyectan porno
setentero
en el costado
de la Capilla de Jesús
desde su azotea.

Uno es estudiante de cine


el otro, fotorreportero
de un periódico local.

El tono amarillento de la cinta


ocho milímetros
se confunde con el de la cantera.

Los pezones si acaso saltan


como frijoles mágicos
que algún transeúnte
espera recoger abajo
en su paseo milagroso.

La película es muda y dura lo que


la noche: quince o veinte minutos.
Los subtítulos reproducen

256
SISI RODRÍGUEZ

interjecciones
y el Santo Niño espía
desde el frontón
donde lleva siglos castigado.

La arquitectura neoclásica
da relieve a la tensión narrativa,
mientras las campanas
todavía desnudas
llaman a misa de seis.

257
POESÍA

Wishing we could elope

Tarareando una canción


cuyo sentido desconozco
recordé el nombre del grupo
que la cantaba:
Alguien aún te ama, Boris Yeltsin.

La letra, en inglés,
incluye la palabra elope.
Busqué su significado
en un pequeño diccionario que recogí
junto con una camada de libros
que mis vecinos se aventaron en la calle
durante su última gran pelea.

Del Pocket Dictionary


se desprendió una tira
de fotomatón
donde ellos aparecen
besándose y sonriendo
recién condensados por la cabina
y su penumbra
hace muchos años ya.

258
SISI RODRÍGUEZ

El caso es que elope


significa huir juntos
para casarse.

259
POESÍA

Hotel Universo

Venía a este hotel


a encontrarlo.
Casi siempre llegábamos
tras haber ido al Caudillos
y su promoción de los miércoles:
tres cervezas
por dieciocho pesos.

Al hotel no le han cambiado


ni una toalla.
Los pasillos
oxidados de las esquinas
con el tapiz como pañal del tiempo
todavía amortiguan
el sonido del elevador
al desovar pasajeros
sobre la espuma de la alfombra.

Pero esta vez


en la habitación
no hay nadie
sólo el sarro
que da calidez

260
SISI RODRÍGUEZ

a la tina
y el fiel murmullo
de la tele.

El chico habrá salido de madrugada


aún tibio y medio borracho
angustiado por
perder el camión
rumbo a Flextronics
donde cortará micas
hasta las tres de la tarde,
el mismo horario
que le prometieron a Jesús
y ya vimos lo que pasó.

261
POESÍA

Mi madre no cree en los fantasmas. Porque un día, su hermana


mayor la despertó para que fuera por la perra. Porque un día, a sus
cinco años y con bata blanca, su hermana mayor la despertó por-
que la borrega balaba. Nadie podía dormir y había que trabajar,
todos, desde los hermanos lechales hasta las muñecas de ocote:
todos. Mi madre no cree en los fantasmas. Porque un día, a sus
cinco años y con bata blanca, su hermana mayor la despertó y ahí
va, en busca de la perra, a mitad de la luna, por lienzos de alambre
o de piedra. No cree en los fantasmas porque fue y trajo a la perra,
y la amarró al sueño ovino durante el resto de luz que aún le que-
daba al campo. Mi madre no cree en los fantasmas porque al día
siguiente se hablaba del ánima chiquita que poblaba la vereda. Por
eso mi madre no cree, pero dice en que si no me levanto temprano
en invierno, es porque el diablo atiza un fogón bajo mi cama.

262
LENGUAS
INDÍGENAS
Una generación renovadora

Yankuikxochitlaijkuilolme

Los poetas en lenguas originarias florecen en ramos. Casi nunca se


dan solos.
En algún momento fueron mujeres las que esgrimieron la espa-
da de la flor y los pistilos, pero recubiertos de letras escritas. Re-
cuerdo con admiración los primeros destellos de luz floral de las
plumas de Natalia Toledo, Briceida Cuevas, Irma Pineda, Mikeas
Sánchez, Enriqueta Lunez, Celerina Patricia o Adriana López que,
con fortuna, suenan cada vez más dentro del panorama literario
mexicano, sin distinción de idiomas. Con menos presencia, pero no
por eso menos importantes, las voces inscritas en papel de Eliza-
beth Pérez y Angélica Ortiz también han dado cuenta del universo
mujer de la poesía en las lenguas de más antes. La poesía en estas
lenguas tiene un lado femenino que nos ha inspirado a todos, y atrás
vienen otras poetas.
Celebro ahora a los hombres jóvenes que se han crecido en los
surcos que, con desaguisados y fortunas, otros han andado ya. El
camino, sin duda, no ha sido fácil ni lo será. Seguimos asistiendo
a la incomprensión de la pluralidad de naciones de este país que se
llama México. La poesía no escapa a ello. Va a continuación un
ejemplo de lo que afirmo. Cuando quisimos meter mi libro Xolo a
una de las librerías más grandes de México, de inmediato fue en-
viado a la sección de niños. Se tuvo que hacer un trabajo de sensi-
bilización con esta empresa para salvar mi libro del prejuicio. La
industria del libro en cualquiera de sus eslabones nos sigue infan-
tilizando, negándonos así la mayoría de edad.

265
Vuelvo entonces a insistir. Los poetas en lenguas originarias flo-
recen en ramos. No crecen solos. Somos un movimiento. No va-
mos en soledad, a pesar de que ella sea la materia prima de nuestros
versos. Y atrás vienen otros.
Con felicidad les comparto, lo que pienso: es la renovación de
la poesía en lenguas originarias mexicanas, pero también de la poe-
sía que se hace en este país. Y lo digo así. Las lenguas originarias de
México son la cara del futuro. Su misterio poético aún no ha sido
develado, de ahí su novedad. De ahí la ruta. Celebro a los poetas in-
cluidos en esta antología. Va mi admiración por ustedes, por su
trabajo y su terquedad, que nos hace más difíciles de explicar, casi
como el país que pretendemos ser.
Felicitaciones a Martín Tonalmeyotl, mexkaxochitlaijkuiloli,
Elvis Guerra, poeta de nube, Hubert Matiúwàa, poeta mè’phàà, e
Isaac Carrillo que, aunque ha sido asesorado por otro tutor, conside-
ro que pertenece a esta nueva generación de Yankuikxochitlaijkui-
lolme.

Mardonio Carballo

266
Presentación

Elvis Guerra, es un poeta joven, la lengua originaria en la que crea


su poesía pertenece a la escritura más antigua de América: la zapo-
teca. De alguna manera esto es una ventaja, en el sentido que los
zapotecas son los primeros en retomar la escritura después de la
irrupción española. A Elvis lo anteceden poetas de varias generacio-
nes, algunos de ellos son: Pancho Nácar, Andrés Henestrosa, Naza-
rio Chacón Pineda, Gabriel López Chiñas, Rocío González, Irma
Pineda, entre otros destacados escritores juchitecos. Por supuesto
que los escritores que escriben en una lengua originaria tienen
como punto de partida y fuente la memoria oral.
La poesía que nos entrega Elvis Guerra en su primera incursión
a las becas del Fonca tiene como tema la muerte y otros hipócritas;
en estos poemas Elvis se propuso abordar el tema de la muerte de
una manera jocosa, libre, experimental e irreverente. No es gratui-
to que lo haga, es muy sabido que en las comunidades indígenas la
muerte y sus rituales son muy solemnes, pero también llenos de
humor, muchas veces involuntario. En el Istmo de Tehuantepec se
realizan muchos de estos rituales alrededor de la muerte, imposi-
ble enumerarlos aquí. Entre llanto y risa se llevan a cabo las acti-
vidades en torno a ésta. Existe también, mientras las mujeres cocinan
los tamales y el mole, una carga erótica en el lenguaje, en los jue-
gos, que se hace desde el idioma para sobrellevar el hecho defini-
tivo. De Elvis Guerra puedo decir que tiene la intuición poética,
que es un joven preocupado por entender, conocer e indagar las po­
sibilidades de su lengua originaria y lo demuestra con esta muestra
de su merecida beca de jóvenes creadores.  

Natalia Toledo

267
Presentación

En esta colección de ocho poemas, Hubert Matiúwàa atrapa y cris-


taliza el pensamiento del pueblo Meçphaa de Acatepec, Guerrero,
relacionado con el inicio del ciclo agrícola que tiene lugar en el
quinto y sexto mes.
La danza, la música y la fertilidad intervienen como elementos
principales en una combinación de palabras sacras recreadas en for-
ma poética.
Los ocho poemas forman parte del Proyecto Mbò Matha Yúwaá’,
gente de la calabaza, cuyo sentido semántico es gente del río de la
guía de calabaza, nombre atribuido a una comunidad que basa su
origen fundacional en estos elementos, cuya práctica cultural consis­
te en una serie de ritualidades, entre las que destaca la danza con ra­
tones como un culto a la fertilidad, que se realiza a finales de mayo
y a principios de junio meses en los que los campesinos siembran
las semillas. Bailar con los ratones, darles de comer y beber es una
forma de evitar que dañen la siembra y así garantizan una buena
cosecha.
Ndxàwòò tsìjní, conocido también como ndxàwòò àkuìin xaxtu
o fiesta del corazón de la milpa o la fiesta del espíritu, es una prác-
tica cultural llevada a otra dimensión mediante la poesía en el que
germina la semilla al ritmo de la música con el viento teñido de rojo
en un estado en el que los ratones son la metáfora de un pueblo que
clama justicia.

Abad Carrasco Zúñiga

268
Martín Tonalmeyotl
(náhuatl)

Tlitsintle ipakilis / La alegría del fuego

Tlitsintle ipakilis

Tlitsintle kistoneke se ueye ijyotl uan tlimoxixine


tlauiltsintle uan notlajtlapaluia
uan xoxotla kuak xtinese
uan kinkuatlapaluia itsontsitsiuan
uan melauak pake nolinia kuak kimate yetiuajlo

269
LENGUAS INDÍGENAS

La alegría del fuego

El fuego es un soplo de chispas


una luz cambiante
fulgor de la ausencia
un enredo de cabellos multicolores
que crece alegre al intuir tu llegada

270
MARTÍN TONALMEYOTL

Ome tlitsintle

Kuajle okixmatlalo itlapaliotsin chipauak


Okixtlalo se tepostsintle pitentsin
kampa ouel okeje ikekextlaueltsin
Itlantsitsuan uan tlatekej niman sasaltikej
kuajle oniyankej ijtik on tepostsintle
Tekuane ken se akoyachin
niman kimiktsia noche chikaualistle ma ueye ma pitentsin
Kuajle kitlakuijkuilia akinon kasis
niman kuak kita kokoxtikaj
sanka keuitsia kintlalakilia se itlan kemaj okse
niman on tlantin toponteuaj niman uejka xixinej

Seke tokniuan kinemiliaj kampa chika kauitl yolik nojuitsia


mikilistle kitlakeua para makimimiktite se kech tokniuan
uan tlayakapantsatsakuiliaj

271
LENGUAS INDÍGENAS

Fuego dos

Desapareció su color palpable


Escogió una bala para guardar
toda la rabia que le carcome
Sus dientes ponzoñosos
se acomodaron dentro de ese pequeño fierro
Su mordedura de sanguijuela
mata la esperanza de cualquier edad
Para cazar escoge a su víctima
y cuando lo encuentra desprevenido
le entierra sus dientes de uno en uno
escupiendo su ácida saliva

En cada segundo que pasa


la muerte lo alquila para silenciar
cualquier pardeo con síntomas de molestia

272
MARTÍN TONALMEYOTL

Tlapayajtotomej se

Kimixmantiliaj tepemej inka inmastlakapaltsitsiuan


Patlanej kekelojtiuej ipeyoyotsin Tlanakastlan
Tsajtsej chikauak iuan oksekimej inkuikaltsin tlapayajtotomej
nomiyakiliaj ne ipan tlajko atlajtle Tepilaj
Ikuitlapantsin on totomej kapostikej
uajlo ajakatsintle kuajuasti tlaltsintle

Kualtsin kinauatsiaj xopanko


ika ajakatsintle uan noyolitsia ne tlatlajko sinyoj
Nokaua sa se okualkanajuaxtsintle
uan popoliue ikuatipan okokojtin

273
LENGUAS INDÍGENAS

Golondrinas uno

Abren sus alas para emparejar los cerros


Vuelan acariciando la piel de Tlanakastlan1
Gritan con otras golondrinas y el eco de su canto
se multiplica sobre los labios del Río Tepila
Detrás de ellas
viene el viento a secar la tierra

Despiden a la primavera
con los soplos de las mazorcas
Sólo queda un rocío transparente
desvaneciéndose en la punta de los ocotes

1
A la orilla de…

274
MARTÍN TONALMEYOTL

Tlapayajtotomej ome

Ijtik on xochimej uan ijtokauan chikiritsin


kinchijchiuaj intepasoltsitsiuan kan inkoneuan
uajnokechteketsaj kualistokej kenejke notajtsin
kitlakuijkuilia iajos
niman ixonakapachol
uan kajkamojtik
kampa on mastlakapaltin kapostikej
techiliaj tla yonka yetiueliskej titokaskej

275
LENGUAS INDÍGENAS

Golondrinas dos

Entre las entrañas de chikiritsin2


construyen sus nidos donde sus crías
asoman la cabeza para mirar a mi padre
preparando los dientes de ajo y el pachol
de la cebolla morada
porque esas alas color noche
marcan el tiempo de la siembra

2
Flor morada que crece entre las ramas de los árboles.

276
MARTÍN TONALMEYOTL

Tlapayajtotomej yeye

Yejko ajakatsintle uajtlamapipichojti


uajnokuikatijti ken tlapayajtototl
Kinpetlasombrero kixtsia on kokonej
Yajuamej youej konamikej kinajnapalouaj
niman kinmakauiliaj impapalouan
uan patlanej iuan totomej uan mastlakapalpijpitsajkej
Ipan kojtsitsintin nese kenejke ajakatsintle
kuajle kitsejtselouaj nejmayankayotl
Ipan tlajle uaxinej tlatoktsitsintin uan xkinekej palaniskej
yajua kuajle kinselia ika itlakayotsin sa kuechauak
kampa oksejpa ueliskej tojtoponiskej
kitlaposkej tlaltsintle ika ome inmatsitsiuan

277
LENGUAS INDÍGENAS

Golondrinas tres

Llega el viento
imitando a las golondrinas
Arranca los sombreros a los niños
Ellos corren a abrazarlo
y tienden sus papalotes
que vuelan junto a estas aves de alas triangulares
En los árboles
se mira el azote de la tristeza
Caen semillas indispuestos a podrirse
y el suelo las recibe con su boca húmeda
para volverse a levantar
despojando la tierra de sus brazos

278
MARTÍN TONALMEYOTL

Kuak chiche kuajkuaochoka

Chikaualistle xtsa noyej kualtsin


Tlajkoiuan
Notlaliaya tlatlajko ojtle
peuaya kuajkuaochokaya kampa kinekiya kimojmojtisia mikilistle
Yajua okinankile niman okijle tla kampa xkineke makuikile iteko
kuajkon kitentsakuas sanka seka
yajua okinek niman iteko uan xtla kasojkamate
san ouajmik okitlajkalito ne imijla
okitak kenejke sa nototokaj tsopilomej

279
LENGUAS INDÍGENAS

Aullido de perro

La vida es imperfecta
En la media noche
sentado a mitad de la calle
lanzaba plegarias para ahuyentar a la muerte
Ella llegó y por perdonar la vida del dueño
le cerró el hocico
y éste tan desgraciado
regaló el bulto de carne
para admirar la danza de los zopilotes

280
MARTÍN TONALMEYOTL

Tlaixtenpapalojle

Pepetotl Pepetot, trompokojtle uan tlachijchijtle ika kouajtle


Xkimistenpajpalo nixtololojtsitsiuan kampa melauak kekexiaj
Manikimate on tsotsotsitsintin uan sa yeyeuatokej ipan monenepil
Xkimalte nixtololojuan ika mokualakchachapaktsin
Manikisa tej nixkojtik niman nixchikauak
Manikisa melauak okpa noso yexpa manixtetilaktik
ijkon yamok nikmakasis on koyotl uan chante ipan altepetl
ijkon uelis ipan nichojcholos niman ipan ninijtotis on pinauistle

281
LENGUAS INDÍGENAS

Lamer los ojos

Pepetotl Pepetotl, trompo de palo morado


Acaricia estos ojos ardidos de placer
que sientan esos granos de lengua larga
azótame con esas babas incontrolables
Haz de mí un jaguar
cubre mi rostro con tres pieles distintas
para perderle miedo a cualquier coyote citadino
y pueda así danzar sobre la vergüenza

282
MARTÍN TONALMEYOTL

Ajkosamalotsin

Kuak tikitayaj on xochiteskatsintle


kamanian tomojtsiaya niman kamanian tipakiyaj
techiliayaj kampa amo tikmajpiluiskej
tla xtitlakakiyaj kuajkon uelisia palanisia tomajpiltsin
ijkon techiliaya tokojkoltsitsiuan

Aman tej xok notlakaita on tlamantle


aman kijtoua noknitsin
matikiyanakan tomatsin
amo kana se tonajle
tikasiskej se 45
niman tikixkojkoyoniskej on tlapaltin

283
LENGUAS INDÍGENAS

El arcoíris

Mirar al espejo de lluvia


era como una fantasía de miedo y alegría
jamás podríamos señalarlo
tal desobediencia significaba ver podrirse el dedo índice
era el mayor consejo de los abuelos

Los tiempos cambiaron


hoy dice mi hermano
escondamos la mano
no vaya ser que un día de estos
tomemos un 45
y manchemos los colores con plomo

284
MARTÍN TONALMEYOTL

Titlachpanas tlayoua

Maka kaman xtlachpana ika tlayoua


Ika tonajle xkintlatlapalue xochiuetskatsitsintin
x kintlajkauile papalotsitsintin inpatlanalis
xkajase tonaltsitsintin iuan ajkauiliomej
tikinmemelauas kojtsitsintin
tikinyektlalis xochikuikaltsintsintin
kema tla yonka
ye uelis tikochpanas nejmayankayotl
innejmayankayo kaltsitsintin
tikimixpojpouas tepantin
kuajle tikimixpajpakas
pero amo titlachpanas ika tlayoua
kampa uelis tikimixkochauis sitlalintsitsintin
tikixtsopinis ika motlachpanuas
tauelita uan techuatlajpaloua
tikintlachaltis mekatsitsintin
niman tikimijyomiktis ika tlalpotoktle

Nosiuatsin
amo xtlachpana ika tlayoua
najua tej nikneke nochipa mouan ninemis
xnikneke san niman timitskajteuas

285
LENGUAS INDÍGENAS

Barrer de noche

Nunca barras de noche


El día se hizo para pintar a las sonrisas
corear el vuelo de las mariposas
atrapar la luz y las sombras
desentumir el cuerpo de los árboles
entonar el canto de cada ser viviente
después de ello
se puede barrer a la tristeza
la melancolía de las casas
desempolvar el rostro de las paredes
a la mugre que lo acompañan
pero no de noche porque podrías manchar
el rostro de las estrellas
golpear con el palo de escoba
a la abuela que viene de visita
despertar a los muertos
y ahogarlos con el polvo

Esposa mía
no barras de noche
te necesito hasta el último suspiro
no mereces ser abandonada antes de tiempo

286
Elvis Guerra
(zapoteco)

Guendaguti ne xcaadxi qui ra’gui’ ni ró / Sobre


la muerte y otros hipócritas

Guendaruyubi

Laaca biyube’ ti ba’du’ nguiiu napa guicharuaa,


ziuula’ bicuininá’ ne naguidxiguié ladi;
biyube’ ti ba’du’ nguiiu nadipa’
ti ba’du’ nguiiu nado’.
Biyube’ ti ba’du’ nguiiu ganaxhii naa
gudii naa ti bixidu’ guira’ dxí.
Biyube’, biyube’ lii, bixhoze’.

287
LENGUAS INDÍGENAS

Búsqueda

También busqué un hombre con barba,


de manos largas y piel de quince años;
busqué un hombre fuerte
un hombre manso.
Busqué un hombre que me amara
y me besara una vez al día.
Busqué, te busqué, papá.

288
ELVIS GUERRA

Guendarietenala’dxi’

Tuuxa guzá xieeladi


xa’na’ ridxi muxe’ bi’cu’
richéza guiirudiaga telayú;
tuuxa biaba ndaani’ xpizé
ti guiigu’ ra cuxooñelugu’ benda
ti qui gugaanda guendaguti laa.
Laaca guyuu tu bidxibi
ridxi ñee ti bixe’ cani’ huaahua’ lu gueela’
ne rinitilú casi guiaba biaani’.
Huaxa guiruti’ ñanna pa ca dxi ca ma zeca’
ne guendaguti qui riná gudxiguetalú cani. 

289
LENGUAS INDÍGENAS

Evocación

Alguien caminó desnudo


bajo el grito cobarde de los perros
que surca el oído de la madrugada;
alguien cayó en el pozo
de un río donde corren asustadizos
los peces huyendo de la muerte.
Hubo también quien temía
los pasos de un duende que habla a solas
y desaparece repentinamente al morir la noche.
Nadie se dio cuenta que esos días se iban
y la muerte no les dio permiso de volver la vista.

290
ELVIS GUERRA

Diidxa’ gue’tu’ naya’ni’ dxindxi

Rari’ ga’chi’
ti nguiiu ni gunaxhiee.
Qui chiguxhaletu ba’ di’,
zándaca ca’ru’ gati chaahui’ be.

291
LENGUAS INDÍGENAS

Azul epitafio

Aquí yacen los restos


de mi primer amante.
Por favor no abran la tumba,
puede que aún siga vivo.

292
ELVIS GUERRA

Guca

Guca bele cabixi naa


guidunaxhiee’ guira’ binnidxaba’ stinne’;
guca yaga yooxho’
ruzeete’ la’ya’ guidubi gueela’;
guca guendaguti cuyaa xieeladi
xa’na’ nisaguié guidilade’;
guca ti yaga pandu
ne chaahui’ chaahui’
biniisi’ ndaani’ ruaa.

293
LENGUAS INDÍGENAS

Sé la llama que convoca


amar a mis demonios reunidos;
sé la antigua rama
que me nombra a toda hora;
sé la muerte que baila desnuda
en la tormenta de mi cuerpo;
sé mi árbol torcido,
y, entre otras cosas,
sé vino en mi boca.

294
ELVIS GUERRA

Tindaa

Cadi gannaxhii diou’ naa,


gasti’ gapa’ gudiee lii,
nisi tindaa guendaguti,
ti guendaguti huiini’
napa’ xaguete’ xquipe’.

295
LENGUAS INDÍGENAS

Unos centímetros

No te enamores de mí,
nada tengo que ofrecerte,
si acaso una muerte pequeña,
la pequeña muerte
que guardo debajo de mi ombligo.

296
Hubert Matiúwàa
(tlapaneco)

Ndxàwòò tsìjní / La fiesta del ratón

Nijanúu gun’ junio,


nuniña’ mijná chíkíín ná xtóo ixe,
na’sieen kamaa,
xóma’ tsijní nariguu rí ngamí inuu tsílúún,
xawi nawijií ñawuun,
nduyáa rí mbi’i ru’kue nijanúu mbi’ñúu
rí musieen ná ndxaa rí nuriya’ xabo Matha yúwaá’.

297
LENGUAS INDÍGENAS

Llega junio,
las chicharras mudan pronósticos
en los árboles,
caen los silbidos
junto al miedo que les entume las colas,
sus orejas presienten el rumor
que anuncia la húmeda muerte.

298
HUBERT MATIÚWÀA

II

Niguátaan ná xkatse
nijumúu rí ikín majáwíin,
tikhuun nikra’o mijná ná iñúu itsí
ikhín nidii tsígoo ra’kha rí maxná mbi’ñúu,
nigiwan wíyuu ga’kho ná awúún,
ne’ne minaa’ ne ajmuu ewe
rí nagajaa gajmaá tsingíná mbámbá tsígu.

299
LENGUAS INDÍGENAS

II

Bajan
a la barranca
por la sed de escapar,
algunos
se resguardan en las cuevas
y echan la suerte bajo tierra,
en sus barrigas
se anida la raíz del hambre,
la que crece con angustia en los años.

300
HUBERT MATIÚWÀA

III

Niwachíjm’bi rigiin
e’ne tsá’khán rí driga ná jambaa,
ído kuanijngaa tsílúun gída’ ná agoo ixe,
nawá’iin drigiin inuu i’diúun,
ído ni’kha rato’oo rí ngamí ná etso tsúdúun
asndó ne’ne nè rí nithata’ mijnée.

Ndu’ niwatrámii
xó natrámaa duun inuu júba
rí nanda’aa ru’wa inuu ru’phu,
froo ni’kha rato’oo
giñá wajen ná xuwiúun,
nikra’o minaa’ ne ná awúun xáñúu,
na’tsuu ro’oo ngíná nímíi numúú ijíin
tsí niguanúú ná gu’wáá.

301
LENGUAS INDÍGENAS

III

Caen en las trampas,


aplastados,
con las colas enroscadas bajo los troncos,
sus cuerpos temblorosos
transpiran sangre,
el miedo pulsa sus espaldas
sacándoles mierda.

Los amontonan
como se apilan las nubes
al pedir la lluvia en verano,
el dolor se arrincona en sus garras
y picotea la minúscula esperanza
que brilla en sus casas.

302
HUBERT MATIÚWÀA

IV

Ído nijanú mbi’i


nigiwan’ ñuu aphúun rí magoo musieen,
nejno’ iya mika rawuun rí majngaa nímíi
ikajngóo maxa’yóo ne
ná gatii xkuwiin ra’khoo xuajin.

303
LENGUAS INDÍGENAS

IV

Llega el día,
ponen sogas en sus cuellos,
los emborrachan,
los obligan a bailar
para que sus espíritus
se confundan
y no sepan hallar
las semillas de la Zilacayota.

304
HUBERT MATIÚWÀA

Nirigu a’wóo ngamí tsudúun,


tikhuun nene magáñúú,
tángúun numuu rí giwa’ ñuu aphúun,
ningrá’in ná agoo jmawún xabo wanii,
ngíná giaxuu júbá awúún itsúu iduun,
xó mojmo’ xtátson ído naráka wakha’ ja’níi ne.

Xó ni’kha rajngúun iduu akha’.


ni’kha ráyámba a’wóo nímíi.

Frígú chámbúun ná rawuun gajnáwuún nána


ne’ne xpi’phi i’diún inuu yujnda’
ná ikoo nijua’nú akuán
nunda’aa ru’wa khamí rí maxphíbí riga xóó inuu numbaa.

305
LENGUAS INDÍGENAS

Sienten
el susurro del miedo
sobre sus espaldas,
intentan correr,
la soga marca el compás del baile,
buscan salida en los huecos de los pantalones,
miran el camino,
amarillo al caer la sábana de monte.

El peso de la noche,
con ardor entume sus corazones.

Colgados de las faldas


sus tripas salpican al polvo,
señalan a las hormigas
el camino de bienvenida
al tiempo de relámpagos.

306
HUBERT MATIÚWÀA

VI

Skuníí drigiin agoo akha’,


xó a’guan tsí na’kha rayámbaa iduu ja’ñúu,
xó tsígoo ra’kha rí inu na’tsuún ja’nii awúun,
ijín kuun ninu ñajúun,
xukú ngíníi tsí ndu’yá rí mopho ñajúun,
niwachijmbi rigin inuu juba’
asndó xó xndú skuni
rí najáñuu numbaa e’ne,
tsáa lá xukú tsé’ne kúwa’ jayú rí nanda’a nímii,
tsáa lá xabo tsé’ne kuwa’ nakhúu ajngáa.

307
LENGUAS INDÍGENAS

VI

Cuerpos negros bajo el sol,


luceros apagados
como semillas
a punto de reventar,
soñadores traviesos,
machacados
como varicela que enferma la tierra,
¿Quién no ha robado
la raíz de una palabra?

308
HUBERT MATIÚWÀA

VII

Nigúu gajmí akuun mbi’i


ni’nii xawi nakhúu khamí
ne’ne xmbáto’o giña ná rawuun xnu’ndaa.

Nibriguíin ñoo
tsí gatiin ná ida ló’
nibriguíin ajngáa wíyuu drígoo
a’guán tsí nisngáma
jambaa ná nisian wujen xabo.

309
LENGUAS INDÍGENAS

VII

Se vistió de miedo el día,


calzó pies ligeros y ahogó al viento
en la boca del sueño.

Recibió los parásitos


que habitan los ojos,
el silencio de la estrella
que alumbró el camino
y persiguió el baile de la muerte.

310
HUBERT MATIÚWÀA

VIII

Tsí’, tsí’, tsí’,


e’ne xi’ñú tsijní ná agoo xtoo,
tsí’, tsí’, tsí’,
–Gejió’ ninújngoo ngínúu mi’cha
niríyáa ne inuu iña ló’
rí magoo mu’thaan ló’ tsígoo ru’phu
rí ma’ne ma’khaa ru’wa.

311
LENGUAS INDÍGENAS

VIII

Tsí’, tsí’, tsí’,


entre la milpa,
tsí’, tsí’, tsí’,
secretea el abuelo ratón:
–Aquí la aurora
pasó llorando
y nos afiló los dientes
para rasgar las semillas del verano.

312
GUION
CINEMATOGRÁFICO
Este año sí: historias de todas las latitudes
del país

Descubro por primera vez un México cinematográfico descentra-


lizado, que a pesar de los miles de kilómetros que separan las his-
torias, todas tienen un foco en común: son tramas de búsquedas
internas, de personajes que tratan de romper sus límites y sus ata-
duras, ya sea mediante el suicidio, los puños, un árbol mágico azul,
un pay de guayaba, un grito revolucionario, un viaje a ningún lado,
o una gaviota occidental.
Gente desesperada que trata por cualquier medio de encontrar
su lugar en el mundo mediante lo que esta generación entiende por
familia, que a veces es sanguínea, pero a veces no. A veces la amis-
tad vale más que el dna. Pero, carnal o inventada, no importa, la
búsqueda, dolorosa en todos los casos, no permite a sus personajes
salidas fáciles. Y cobra sacrificios con valor de vida.
El guion es una disciplina extraña, es un híbrido intermedio en-
tre lo abstracto de una idea y las muy concretas imágenes en la pan-
talla que conforman la película. Esta particularidad la obliga a tener
una forma que a veces es como una armadura imbatible, un forma-
to cuadrado que no acepta experimentación y que provoca rebel-
día ante tal tiranía. Por eso celebro que este talentoso grupo de
jóvenes guionistas haya logrado vencer la férrea dictadura de la
forma, y haya decidido experimentar con el fondo. A continuación
les mostramos un fragmento de cada obra, con la esperanza de que
la próxima vez que sepan del proyecto sea porque lo va a ver al cine.
En hora buena al cine mexicano.

Enrique Arroyo Schoeder

315
Ariana Enriquez Notario

Hojas azules

1. Ext. Camino Laguna de Náinari, Cd. Obregón, Sonora. Día.

Una fuerte corriente de aire agita las ramas de los altos árboles.
Vuelan hojas por el cielo.
En un camino estrecho, Larisa (5 años), cabello largo amarrado
en una coleta, de gran sonrisa y ojos soñadores, camina con agili-
dad entre arbustos, ramas derribadas y salientes de piedras. El viento
golpea en su rostro, ladea sus anteojos sin micas y armazón de
plástico. Carga en su espalda una mochila con colguijes coloridos
y calcomanías infantiles.
Larisa distingue delante suyo una colina.

2. Ext. Colina laguna de Náinari, Cd. Obregón, Sonora. Día.

Desde la parte inferior de la colina, Larisa observa una roca gi-


gante en la cima.
Agarra con ambas manos una soga de colores de la mochila. Incli-
na un poco su cuerpo para atrás, balancea la soga y con un impul-
so hacia delante la avienta con fuerza.
La soga queda tensa. Larisa escala la pequeña colina. Llega a la
roca. Ahí, admira el paisaje.
La llanura es una gran alfombra verde, reluciente.

Larisa: (O. C.) Aquí estamos...

317
GUION CINEMATOGRÁFICO

Agarra unos binoculares. Recarga los prismáticos en su nariz. Mira


alrededor de la llanura. Detiene la mirada en el enorme árbol yu-
cateco.
El árbol está en la orilla de un gran depósito de agua.

Larisa: (O. C.)... después de diecinueve días...

Cuelga los binoculares en su cuello. Junta los extremos de la soga,


los dobla. Acomoda todo perfectamente.

3. Ext. Árbol yucateco. Laguna Náinari, Cd. Obregón, Sonora.


Día.

Larisa deja caerse de panza sobre la hierba, debajo del árbol.


Agarra un cuaderno de la mochila. Abre. Tiene una serie de dibu-
jos infantiles. Anota algo en la hoja en blanco. Agarra un radio por-
tátil, roto, sin baterías.

Larisa: ...aún no hemos visto al monstruo


del mar dorado, pero debo estar cerca.

Habla por el radio. Se coloca los binoculares de nuevo. Mira el re-


flejo del sol en la laguna. El agua se ve dorada.
Toma asiento en el pasto, recarga su espalda en el grueso tronco del
árbol. Las sombras de las ramas se reflejan en sus pies. Bailotean con
el viento.

Larisa: El sol me quema... ya no tengo mu-


cha agua. Parte de mi equipo se perdió, que-
do yo.

Sigue hablando por el radio.


Observa algo en la orilla de la laguna. Camina en esa dirección. La­
risa mira en la hermosa alfombra verde una gigantesca huella de
un animal, igual a una garra.
Rápidamente hace anotaciones en el cuaderno.

318
ARIANA ENRIQUEZ NOTARIO

Larisa: Esto es enorme, no podré con él yo


sola.

Algunas hojas del árbol salen volando por el viento. Una hoja seca
cae en la cabeza de Larisa, resbala al cuaderno. Ella calca el con-
torno de la hoja. Escribe debajo: Hoja de árbol monstruoso. Hace
otros rayones en el cuaderno.
Guarda la hoja seca entre las páginas.

4. Ext. Laguna Náinari Cajeme, Cd. Obregón, Sonora. Día.

Larisa camina por la orilla de la laguna, se cubre los ojos del re-
flejo dorado con unos lentes oscuros de armazón colorido.

Larisa: ¿Cómo voy atravesar el mar dora-


do?... ¿Y si me congelo?

Camina hacia el agua. Lentamente levanta una pierna para meterse


a la laguna.
De pronto, escucha un fuerte grito. El ruido proviene de la colina.

Larisa: El monstruo... viene del bosque.

Habla por el radio.


Mira en el fondo del agua luces resplandecientes. Se inclina. Las
luces bailotean.
Escucha de nuevo voces en la colina. Gritos.
Ahora, voltea lentamente. Enseguida, una gigantesca garra apare-
ce fuera del mar dorado. Larisa, sorprendida, ve la garra cerca de
su rostro. Retrocede asustada. La garra sujeta su pie. Intenta jalar-
la dentro del agua.
Larisa retrocede, aterrada. Se resiste contra la garra. Grita.

319
GUION CINEMATOGRÁFICO

5. Ext. Puerta habitación casa Cajeme, Cd. Obregón, Sonora.


Noche.

La laguna ha desaparecido. Larisa cae de su cama, se queda enre-


dada en las cobijas.
Escucha voces afuera. Gritan, discuten.
Inquieta, mira la puerta de su habitación entreabierta. La luz res-
plandeciente de afuera ilumina la abertura estrecha.

Abuela: (O. C.) ¿Y la niña?


Joven: (O. C.) No puedo llevármela ahorita,
pero voy a regresar por ella.

Larisa se quita la mochila de colguijes. Libera sus piernas de las


cobijas. Se coloca al ras del suelo, advierte un par de pies.
Camina lentamente a la puerta. Se asoma.
Del otro lado de la puerta, Abuela (60 años), delgada, cabello
blanquecino y largo.

Abuela: No hagas esto otra vez, hijo... Ella


te necesita, sólo te tiene a ti.

Frente a Abuela, un joven (28 años), tez pálida, visibles ojeras y


complexión delgada. Camina hacia la puerta de la casa.

Larisa: ¿Papá?

6. Int. Sala casa Cajeme, Cd. Obregón, Sonora. Noche.

El joven se detiene frente a la puerta.

Larisa: ¿A dónde vas?


Joven: (Titubea.) Larisa, no le des mucha
lata a tu nana, por favor.
Larisa: Llévame contigo.

320
ARIANA ENRIQUEZ NOTARIO

Larisa corre hacia el Joven. Abuela, rápidamente, sujeta la mano


de Larisa.

Abuela: Plebe, él no puede llevarte.

La Abuela mira, seria, con enojo, al joven. Él evade su mirada.


Sale de la casa.
Larisa, llorando, intenta seguirlo. Enseguida, Abuela la detiene.
La abraza fuertemente.

Abuela: (O. C.) Ven.

Larisa, inconsolable, se aferra a Abuela.

Abuela: (O. C.) Tranquila, vamos a estar


bien.

7. Int. Habitación casa Cajeme, Cd. Obregón, Sonora. Noche.

Larisa y Abuela, acostadas en la cama. Larisa, aún con lágri-


mas en los ojos, recarga su cabeza en el pecho de Abuela.
La estrecha entre sus brazos, cariñosamente.

Abuela: ¿Quieres que te cuente algo?

Larisa, triste, asiente levemente con un movimiento de cabeza.


Abuela dice algo, señala hacia la pared que hay delante de ellas.
Larisa, atenta, mira a Abuela hablar sin parar.
Por momentos, Abuela hace gestos y expresiones que provocan
una ligera sonrisa en Larisa. Abuela se da cuenta. Contenta, ha-
bla en voz baja, casi imperceptible.
En la cabecera cuelga la soga de colores. Entre las piernas de La­
risa se encuentra la garra de plástico, un juguete.

Larisa: ¿Y luego, Abuela?

321
GUION CINEMATOGRÁFICO

Larisa coge el cuaderno de la mochila. Anota algo mientras la es-


cucha.
Los dibujos infantiles de un bosque adornan las paredes de la ha-
bitación. En el centro, resalta la imagen de un enorme árbol.

Fundido a negros

322
Jorge Luis Linares Martínez

Los relámpagos

1. Ext. Cielo sierra. Tarde.

Un hombre (27 años) de rasgos duros y muy moreno cae a toda


velocidad del cielo.
Tiene la ropa destruida, el torso lacerado y lleno de balas.
La sangre se eleva y se mezcla en el aire con su saliva.
Su respiración es potente y sonora, como de animal.
El hombre, el viento y la sangre bailan en el aire por cientos de
metros.
Al caer queda inerte y boca arriba.
Todo se vuelve silencio.

2. Ext. Sierra. Tarde.

El hombre yace completamente quieto enmedio de un llano.


Hay mucha hierba seca, piedras y tierra.
De la cima de una loma pequeña salen dos niños y se le acercan.
Lola (6 años) morena, muy delgada y de vestido floreado, mira al
hombre serena y curiosa.
Voltea hacia arriba en busca de alguna pista y nada aparece.
La niña voltea hacia Simón (5 años), flaquísimo, despeinado y mu-
groso.
El niño, algo nervioso, levanta los hombros.
El viento agita las plantas, el cabello de los niños y los hilachos
ensangrentados de la camisa del muerto.

323
GUION CINEMATOGRÁFICO

Lola se agacha y toca con delicadeza una de sus heridas.


Mira sus dedos rojos sin entender qué ha pasado.
Pone una mano en el pecho destrozado del hombre y pega una ore-
ja para escucharle el corazón.
Lola se incorpora y toma de la mano a Simón que está asustado.
Se lo lleva, lo abraza y lo calma.
Se alejan del cuerpo y se pierden de a poco entre las hierbas.

Lola: Yo creo que es un ángel.


Simón: Yo también...

Suenan truenos, el cielo se ilumina y luego queda completamente


obscuro.

Título: Los relámpagos

3. Ext. Calle de pueblo. Tarde.

Las manos gigantes de un campesino (75 años) cargan una caja


de madera tan vieja y obscura como su piel.
Otros tres hombres le ayudan.
Es un desfile interminable de muertos en cajas y caras largas que
avanza por una vereda polvorienta y brumosa con casas de lámina
y madera a los costados.
Decenas de mujeres cantan alabanzas que se mezclan con la or-
questa del pueblo que trae metales, violines y guitarras.
Tocan mientras caminan una chilena lenta, triste y con un aire mar-
cial.
Algunas personas lloran, otras están histéricas y el resto camina con
la mirada baja y en silencio.
Hasta adelante, con veladoras y dos ramitos de flores, van Lola y
Simón.
De la multitud se separa David (14 años), camisa vieja, chamarra
y pantalón lleno de lodo.
Pasa enfrente de los niños.
Lola y Simón lo miran.

324
JORGE LUIS LINARES MARTÍNEZ

David les dice que se callen con una seña y agarra camino hacia
el bosque.
Los niños se miran extrañados y siguen marchando.

4. Ext. Zona boscosa. Tarde.

David camina un sendero hosco entre tierra, espinas y matorrales.


Los rayos del sol se filtran entre los árboles y le dan en la cara.
David suda, saca un machete corto del morral y golpea decidida-
mente el último tramo de ramas secas del camino.
Al salir suspira y mira aliviado el río que tiene delante.
Se limpia el sudor, respira agitado.
Mete una mano al río y bebe.
El agua se le escurre por los cachetes.
Se limpia con una manga de la chamarra y escucha a lo lejos el
rumor de una guitarra desafinada.
Se seca rápido las manos.
Toma de su cadera un revólver calibre 22.
Checa el barril, corrobora que tiene balas y bordea el río en direc-
ción al sonido que crece.
David corta cartucho y toma con ambas manos la pistola. Apunta
hacia adelante y camina con sigilo entre los árboles.

5. Ext. Orilla del río. Tarde.

David aparta con cuidado los últimos arbustos que hay entre él y
un niño con guitarra a la orilla del río.
Al verlo entre las ramas suspira aliviado.
Baja la pistola, sonríe y avanza.
EL Armadillo (12 años) gordito, bajito, moreno y mugroso, toca
y canta sin mucha precisión y con mucho sentimiento el coro de
una balada romántica.
David se acerca definitivamente, se sienta junto a él y ríe discreta-
mente.

325
GUION CINEMATOGRÁFICO

David: Cantas re feo.

El Armadillo queda cabizbajo, extiende la mano y chocan los


puños.
David lo abraza y le acaricia la cabeza.

El Armadillo: Pero el principio ya me sale,


mira...

El Armadillo junta las manos, se las pega a la boca y les echa un


poco de aire caliente.
Rasguea las cuerdas más altas, ajusta la afinación y toca sin titu-
bear las tres primeras frases de una ranchera muy lenta y triste.

David: Qué bonito...

El Armadillo sonríe.

David: Pero toca nomás, cantas re gacho. En


serio.

Los niños se carcajean.


El Armadillo amaga con golpear a David con la guitarra.

6. Ext. Vereda. Atardecer.

El Armadillo y David caminan juntos la vereda de regreso. Van


tranquilos y sin decir nada.
El ocaso se aproxima y el camino se divide.

David: Espérame tantito.

David mira sobre la primera fila de árboles.


Se agacha, toma un puño de tierra y lo frota entre las manos.
Se levanta y vuelve a mirar.

326
JORGE LUIS LINARES MARTÍNEZ

Se pone las manos junto a la boca y aúlla como lobo. Segundos


después, a lo lejos, suena un aullido casi idéntico.
El Armadillo lo mira extrañado.
La maleza se agita.
Con sigilo, entre los árboles, sale el Atole (10 años) flaco, cha-
parrito, greñudo, con un fusil de asalto M-2 y la mirada tensa y
triste.
El Atole ve con desconfianza a el Armadillo y le susurra a
David.

El Atole: ¿Y ese?
David: Todo bien.

El Armadillo los ve de reojo y al notar que lo miran agacha la


cabeza.
David se acerca mucho a el atole y le susurra.
El Atole asiente, se da la vuelta y camina de regreso a la montaña.
David saca de su chamarra un paquete arrugado de cigarros y ve
que aún quedan varios.
Agarra uno, lo prende y le grita a el Atole.

David: ¡Ey, cabrón! Ven, güey.

El Atole regresa y David le da el paquete completo.


El Atole los toma, sonríe y se va.
David le señala a el Armadillo que va a seguir por el camino de
la derecha.
Chocan el puño y cada uno agarra una vereda distinta.
El Armadillo se cuelga la guitarra.
Repasa la parte que le sale bien y camina por el páramo que se
abre a la izquierda.
Atardece y su silueta se pierde entre los árboles.

327
Verónica Marín

Fugas

Ext. Jardín casa de Silvia. Día.

Un día soleado, un jardín amplio, una mesita con frutas, platos, y


otros alimentos bajo la sombra de un toldo. Una cama elástica.
Silvia (57 años) delgada, bonita, sin maquillaje, vestida con ropa
cómoda y sencilla, que no resalta su figura esbelta pero bien for-
mada. Sentada en una silla observa a: Karen (10 años) que brinca
en la cama elástica al fondo del jardín. Eduardo (38 años) desde un
costado sopla burbujas hechas con jabón que Karen atrapa. Isaac
(7 años), acostado en la cama elástica, se mueve con cada salto.
Los ojos de Silvia siguen a Karen. Alrededor hay ruido y movi-
miento, pero sólo se escucha el silencio interno de Silvia.
De la casa salen Diana (39 años), que lleva una jarra de jugo de na-
ranja, y Andrea (37 años), que lleva vasos, cubiertos y una cazuela.
Se acercan Gabriela (25 años), y Melanie (54 años), extranjera
atractiva, de rubio cabello corto, detrás de ellas Angie (25 años),
Adriana (48 años) y Kyle (28 años), extranjero, que se detienen
a saludar a Diana y Andrea. LLegan a la mesa.

Gabriela: Mamá

Silvia sigue viendo a Karen.

Gabriela: (Cont’d.) Mamá.

328
VERÓNICA MARÍN

Silvia sale de su ensimismamiento, apenas va a responder cuando


llega corriendo Paulo (6 años) que juega con una cometa que tie-
ne el cordón enredado.

Gabriela: (Cont’d.) Mira, ella es Melanie.

Silvia mira fijamente a Melanie, Paulo se sienta en las piernas


de Silvia. Melanie la saluda dándole la mano, Silvia responde
torpemente. Gabriela sonríe, acerca una silla a Melanie, se sien-
ta. Adriana y Angie saludan.

Adriana: Hola Silvia.


Angie: Buenos días.

Ambas toman lugar en la mesa.


Eduardo cierra el bote de burbujas y se acerca a la mesa. Karen
se baja de la cama elástica y se pone los zapatos.
Se acercan a la mesa el resto de la familia, Andrea, Isaac, Ka­
ren, Diana y su esposo Manuel (40 años) que carga un six de
cervezas. Se sientan. Silvia tiene la cabeza agachada. Kyle ob-
serva de pie los árboles del jardín.
Manuel ofrece cerveza a Eduardo, éste acepta y busca cómo
abrirla. Andrea se percata, va hacia la casa. Diana sirve jugo en
vasos que se van pasando.

Gabriela: ¡Kyle!

Silvia lo observa. Kyle se acerca.

Kyle: Buenos días. Qué casa más linda tienen.

Silvia sonríe forzadamente.

Kyle: (Cont’d.) ¿Tú eres Silvia?


Silvia: Sí.
Kyle: Qué lindo está esto.
Silvia: Gracias.

329
GUION CINEMATOGRÁFICO

Andrea vuelve con un destapador, se lo da a Eduardo y se sien-


ta. Kyle se sienta cerca de Gabriela y Angie. Eduardo le ofre-
ce una cerveza.
Kyle: No gracias, es muy temprano para mí.

Llega Óscar (66 años), mira alrededor, no hay silla vacía. Silvia
lo advierte. Silvia se levanta. Paulo se queda en la silla.

Silvia: (Voz baja.) Deja sentar a tu abuelo, mi


vida.
Óscar: Buenos días.

Todos responden al saludo.

Adriana: Hola Óscar ¿cómo está?... estos


son mis hijos adoptados, Kyle y Melanie.

Sonríen. Óscar asiente con la cabeza, ocupa el lugar de Silvia.


Silvia observa a Eduardo y espera el momento en que la mire.

Silvia: Eduardo, hijo, ¿me ayudas a traer


unas sillas?

Eduardo se levanta.

Eduardo: Ah, sí suegra.

Eduardo deja la cerveza que bebía, y va hacia la casa.

Int. Habitación Silvia. Día.

Una habitación con una cama matrimonial. Los muebles son vie-
jos pero el lugar se ve pulcro. Gabriela y Silvia, ambas en pija-
ma. Gabriela depila las cejas de Silvia.
Se acerca a la ventana y recorre las gruesas cortinas, deja entrar la
luz.

330
VERÓNICA MARÍN

Gabriela: Deja voy por mis pinzas, que és-


tas ya ni sirven.

Gabriela sale de la habitación. Silvia abre un cajón del tocador,


remueve las cosas, hay algunos maquillajes, saca otras pinzas, las
pone sobre el tocador. Gabriela vuelve.

Silvia: Ahí encontré otras.

Silvia se sienta.

Gabriela: Ya con éstas. ¿Cuánto tenía que


no te depilabas? No inventes.

Gabriela sigue con la depilación.

Gabriela: (Cont’d.) ¿Por qué no intentas con


Melanie? Me dijo Adriana que si no se aco-
moda se puede regresar con ella.

Silvia se queda pensativa. Gabriela le limpia las cejas con un pa-


ñuelo.
Gabriela, se acuesta en la cama.

Silvia: Vete a bañar, que no vamos a llegar a


misa.
Gabriela: Vamos mejor al mercado.

Silvia sonríe, limpia el cajón de cosméticos, acerca un bote de ba-


sura y tira algunas cosas.

Silvia: Ay Gaby..., vamos aunque sea un ra-


tito, ándale.
Gabriela: Oye..., ya voy a empezar a traba-
jar, voy a dar clases a niños. Para que ya no
me depositen nada.

331
GUION CINEMATOGRÁFICO

Gabriela se levanta.

Gabriela: (Cont’d.) Yo digo que deberías


probar, que venga Melanie, así también les
ayuda el dinero que les de...
Silvia: Sí, ¿verdad?..., ándale, vete a bañar.

Gabriela sale de la habitación. Silvia se sienta en la cama pen-


sativa.

332
Santiago Maza Stern

Hacia el camino

Ext. Carretera. Día.

Mario (31 años), fleco lacio y magro bigote, mide que la cantidad
de ceniza en tres botellas de plástico sea equitativa. Sebastián
(28 años), más alto que él, lo observa concentrado.

Valeria: No puedo creerlo.

Los dos alzan la cara hacia ella. Valeria (28 años), joven y atrac-
tiva, se cruza de brazos. Los tres llevan ropa negra formal, de luto.

Sebastián: El tuyo tiene más.

Mario resopla. Toma su botella y le echa un poco a las otras dos


botellas.

Mario: ¿Contento?
Sebastián: No. Ustedes se van a quedar con
el coche.
Mario: Es mi coche.
Sebastián: Debería de tocarme más.
Valeria: ¿Más qué?
Sebastián: Más Manolo.

Pausa incómoda. Los tres ven las botellas con cenizas.

333
GUION CINEMATOGRÁFICO

Sebastián: (Cont’d.) Pero así está bien.

Sebastián toma su botella y le ofrece su mano a Mario. Éste no


se la da.

Mario: ¿A dónde crees que vas, cabrón?


Sebastián: A encontrarlo.
Mario: (Burlón.) ¿Al que traes en las manos?

Sebastián mira la botella. Valeria bufa, se pone de nuevo sus


lentes oscuros y se mete al coche. Azota la puerta.

Mario: (Cont’d.) ¿Y cuando te arrepientas


de esta estupidez, qué? Vamos a estar dema-
siado lejos de aquí.

Sebastián camina de regreso por la carretera.

Sebastián: Mándenme una postal cuando


lleguen a la playa.
Mario: La playa fue tu idea, asno.

El perro se baja por la ventana de un brinco.

Sebastián: (Sin detenerse.) ¿Ves? ¡No soy


el único que piensa que estoy haciendo lo co-
rrecto!
Mario: Sebastián, ¿no es suficiente estar so-
los los tres? ¡Regrésate!
Sebastián: No estoy solo, gracias.

Sebastián alza su botella con cenizas.

334
SANTIAGO MAZA STERN

Int. / Ext. Golf. Día.

Mario azota la puerta.

Mario: Vaya idiota.

Mario arranca el coche y acelera en la dirección en la que iban.


Por el retrovisor ve a Sebastián alejándose.

Valeria: ¿Y si tiene razón?

Mario la mira incrédulo. Valeria voltea hacia atrás, luego mira


al frente. La carretera no tiene fin. Valeria se acomoda y, acalo-
rada, intenta subirle al aire pero éste no responde.

Mario: Mejor apeguémonos al plan original.

Ext. Carretera. Día.

Sebastián gira, mira cómo el coche se aleja por la carretera.

Sebastián: Mamones.

El perro jadea mientras lo ve con ilusión.

Sebastián: (Cont’d.) Vámonos, Chuchito, tú


sí sabes.

Ext. Bosque. Día.

Sebastián merodea por el bosque. Va tocando los árboles a su pa­


so. El perro corre en círculos alrededor de él.
Se detiene frente a un árbol. Lo abraza. En silencio, llora.
Mientras Sebastián llora, el perro olisquea diferentes leños caí-
dos, madrigueras y todo tipo de hojarasca.

335
GUION CINEMATOGRÁFICO

Desde la copa del pino se aprecia al perro correr por todos lados.
Sebastián se aferra al árbol. En las alturas, la corteza muestra una
antigua marca. Es un texto ilegible que alguien en el pasado talló
en el tronco.
Una rama de buen tamaño, sin aparente peso que la presione, se
rompe y en caída libre desde varios metros de altura agarra veloci-
dad hasta destrozarse a un lado de Sebastián que pega un brinco.
Sebastián se seca la cara con la manga de la camisa. Mira sus
manos, tiene las yemas de los dedos “de viejito”.

Ext. Bosque. Después.

Sebastián baja caminando por el bosque a buen ritmo. El perro


lo sigue.

Ext. Riachuelo. Día.

Sebastián cruza un pequeño río apoyándose entre rocas para mo-


jarse los pies lo menos posible.
Del otro lado encuentra un frisbee. Lo recoge.

Ext. Puente. Día.

Sebastián emerge de la espesura de los arbustos. Frente a él hay


un acantilado. Camina por la orilla hasta encontrarse con un obre­
ro (40 años). Éste observa por el visor de una cámara de revelado
instantáneo apuntando hacia un deteriorado puente.

Obrero: ¿Qué haces hasta acá, güero?


Sebastián: Ando buscando a un amigo.

El obrero está concentrado en poner la cámara. Habla con Se­


bastián mientras alinea con un nivel el encuadre.

336
SANTIAGO MAZA STERN

Obrero: ¿A poco hasta acá se te perdió?


Sebastián: Algo así.
Obrero: Pásame aquel.

Sebastián recoge una herramienta y se la pasa.

Obrero: (Cont’d.) Gracias.

Aprieta el tripié.

Sebastián: ¿Aquí trabajas?


Obrero: ¿Me creerás que sí? En un país tan
grande cómo este, hay trabajo en cualquier
rincón.

Sebastián goza la meticulosidad con la que trabaja el obrero.

Sebastián: ¿De casualidad no escuchaste


un choque esta mañana?

El obrero se frena por un segundo.

Obrero: No. Fíjate que ya estoy medio sor-


do por la chamba. ¿Quién chocó?
Sebastián: Yo.

El obrero lo inspecciona de pies a cabeza. Sebastián se cruza de


brazos para disimular la botella de plástico con ceniza.

Obrero: Estuvo bueno el susto, ¿verdad?

Sebastián asiente. Hay un silencio largo.

Obrero: (Cont’d.) No te agüites güero. Lo


importante es que ahorita estás aquí.

El obrero señala al puente que está cargado de dinamita.

337
GUION CINEMATOGRÁFICO

Obrero: (Cont’d.) Todos vamos de salida mira.

Sebastián asiente. El obrero presiona el obturador y su disposi-


tivo se echa en acción.

Obrero: (Cont’d.) Yo retrato estas obras que


no le pertenecen a nadie y entonces a nadie le
importan. Por eso, sin foto impresa, es como
el árbol que nadie escucha caer. Si nadie lo
oyó, no ha caído, ¿sí te sabes esa?

El obrero le da la primera foto impresa. Se arranca tomando una


foto cada cinco segundos que van cayendo al suelo. Los explosi-
vos detonan uno tras otro y estruendosamente el puente se desplo-
ma sobre un risco. Sebastián se tapa los oídos.
El obrero recoge las fotos. Las agita para que aparezca la imagen.

Obrero: (Cont’d.) ¿Ves? Ahorita ese puente


ya no existe y con esta impresión es apenas
una mentira. Necesita de nuestro recuerdo
para existir, para significar. Lo que nadie re-
cuerda, aún con las pruebas más fidedignas,
es sólo un acertijo. ¿Tú amigo escuchó el cho-
que?
Sebastián: No realmente.
Obrero: ¿Entonces? Si nadie lo puede re-
cordar es, ¿cómo te diré?, una colisión que no
existe.

Sebastián asiente satisfecho. El obrero mira su reloj.

Obrero: (Cont’d.) Me tengo que ir, camara-


da. La chamba nunca se acaba, ya sabes.

Guarda el equipo en diferentes cajas.

338
SANTIAGO MAZA STERN

Obrero: (Cont’d.) (Para sí mismo en voz al­


ta.) Hasta las vacaciones más merecidas son
un pedazo del trabajo que somos.

Sebastián avanza hacia el límite antes de la caída.


Se ve una montaña partida en diferentes niveles de profundidad.
Las capas del subsuelo son evidentes. Va de lo más oscuro hasta la
última sección más amarillenta. Abajo quedan residuos de una
construcción mutilada. Sebastián patea una piedra que cae hasta
perderse en las sombras.

Ext. Carretera. Día.

Sebastián camina de regreso por la carretera. Mira fijamente la


botella.

Sebastián: Con esto se corrobora que eres


tú el que nos mete en pedos carnal.

Se ve disminuido por el sol, pero no cesa de avanzar.

Sebastián: (Cont’d.) Deja consigo agua y te


voy a preparar como tejate, cabrón.

De pronto el perro empieza a ladrar con intensidad.

Sebastián: (Cont’d.) ¿Ahora qué, Chucho?

A la distancia ve el Golf acercarse. A Sebastián se le ilumina la


cara. Corre por el acotamiento. De la ventana saca medio cuerpo
Valeria y alza los brazos feliz de encontrarlo.

339
Mauro Mueller

Algo dulce

Int. Cabaña. Día.

Un cuartito simple con un escritorio de madera, una silla, una cama


individual y un armario. No cabe más en el cuarto.
Mila (19 años), una chica rubia, adorable e inquietante, de esas
personas fascinantes a las que no se les puede quitar la mirada, tiene
su maletita extendida en la cama y está empacando.
No tiene muchas cosas: una falda y un pantalón, dos camisas, su
animal de peluche, un changuito, botines azul oscuro y un par de
tacones negros.
De un cajón saca su pasaporte suizo y lo guarda en su mochila ver-
de. La cierra.

Ext. Escuela / Patio. Tarde.

Los voluntarios se despiden de los niños y mujeres. No pueden


ocultar las lágrimas. Mila todavía se ve cansada. Bosteza.
Los niños dibujaron para ellas y las mujeres les quieren dar ja-
rrones. Algunos voluntarios compran.
Mila les dice gracias, pero no agarra ningún jarrón.

Mila: Muy amable, pero no tengo espacio.

La mujer le insiste ofreciendo un jarroncito y le habla en mixteco.

340
MAURO MUELLER

Mila: (Cont’d.) Bueno, el chiquito sí me


cabe. Muchas gracias.

Le da un abrazo y lo pone en su mochila. La mujer se queda espe-


rando el dinero. Con sus dedos hace señales de números.
Mila no entiende y se sube al camioncito.
La mujer intenta subir, pero el chofer no la deja. Se queda afue-
ra y grita.
Desde adentro, Mila levanta la mano en señal de adiós.

Ext. Estación de autobuses de Oaxaca. Tarde.

En la ventanilla de la estación de autobuses. La vendedora se


está pintando las uñas y no pone atención.
Mila y su amiga Anni (20 años) se acercan y se le quedan viendo.

Mila: Disculpa. Para comprar un boleto de


camión.

La vendedora mueve la cabeza. Por fin, las mira rápido, pero no


dice nada.

Mila: (Cont’d.) Disculpa. Un boleto de ca-


mión.
Vendedora: Sí. ¿A dónde?
Anni: A Los Mochis. Ahí agarramos el Chepe.
Mila: Y tenemos credenciales.

La vendedora regresa a hacer sus uñas.

Vendedora: A ver.

Mila y Anni le extienden sus tarjetas. Les echa un vistazo y las


regresa.

Vendedora: (Cont’d.) ¿Son de la escuela de


Santa María?
341
GUION CINEMATOGRÁFICO

Las dos chicas asienten con su cabeza.

Vendedora: (Cont’d.) Falta el sello y la vi-


gencia.

Anni voltea a ver a Mila.

Anni: ¿Qué?
Mila: Pero...
Vendedora: Está bien. 3 100 mxn. El camión
sale en una hora.

Mila y Anni sacan unos billetes de su cartera y pagan.

Ext. Estación de autobuses. Tarde.

Anni está checando fotos en su teléfono.


Mila come una empanada de cajeta.

Mila: Veinte horas. ¿Qué hacemos veinte ho-


ras en el camión?
Anni: Leer un libro, escuchar música. Dor-
mir. Platicar.
Mila: ¿Con quién?
Anni: Muy graciosa.

Anni la empuja de broma. Mila se ríe y le da un abrazo de cariño


a Anni.

Ext. Estación de autobuses. Tarde.

Mila y Anni hacen fila para entrar al camión. Una muchacha les
da una bolsita con un sándwich.

Empleada del autobús: ¿Refresco? ¿Agua?

342
MAURO MUELLER

Mila: Agua.

Se quieren meter con sus maletas arriba del camión cuando el con-
ductor se para enfrente de ellas como un guarura.

Conductor: Maletas abajo.

Se voltean y ven que un ayudante se les acerca.

Ayudante: Las maletas tienen que ir abajo.


Pueden dejarle sus mochilas también.
Ayudante: (Cont’d.) Mochilas pueden ir
arriba.
Mila: Bueno.

Aceptan y le dan sus maletas. El ayudante les da un boletito.

Int. / Ext. Camión. Tarde.

Mila y Anni se sientan en la mitad del camión.


Se dejan caer en los asientos amplios.

Mila: Wow. Nada mal.

Se reclina.

Anni: Y aparentemente hay wifi. Así ni tie-


nes que platicar conmigo. Le puedes escribir
a tu galán.

Mila checa su reloj.

Mila: Lo podría despertar.


Anni: ¿Qué es eso?

Anni señala su pulsera de colores.

343
GUION CINEMATOGRÁFICO

Mila: Es un recuerdo. Me lo regaló él.


Anni: Está bonito.

Mila mira abajo, evitando los ojos de Anni.


Se voltea para mostrar que la conversación termina ahí.
Anni la ve sorprendida.

Int. / Ext. Camión. Noche.

Mila tiene los ojos cerrados. Anni se inclina para ver.


Se le queda viendo.

Mila: ¿Quieres hipnotizarme?

Anni se asusta.

Anni: ¿No tienes hambre?

En ese momento el camión se detiene en una caseta y un vende­


dor de pan se sube.

Mila: Como si lo hubieras llamado.


Vendedor de pan: Pan de concha. Recién
horneado. Pan de concha. Quince pesos.

Mila y Anni compran e inmediatamente comen, felices de tener


algo en el estómago.

Anni: Está bien el pan.


Mila: Sí, muy bueno.

El vendedor regresa desde atrás del camión. Mila lo para con su


mano. Le hace una señal que para indicar que tiene la boca llena,
pero que le quiere decir algo.
El vendedor se sonríe.

344
MAURO MUELLER

Vendedor de pan: Está bueno, eh.

Mila traga el pedacito que tenía en la boca.

Mila: ¿Tú lo has hecho?


Vendedor de pan: Ahí en mi casa. Mi mamá.
Mila: Exquisito. Con un poco más de sal sa-
len aún mejor. Inténtalo.

El vendedor se le queda viendo y asume con su cabeza. Se va.


Anni le echa una mirada.

Mila: (Cont’d.) ¿Qué?


Anni: Eso fue un poco grosero.

Mila encoge sus hombros.

Mila: Fue un consejo gratis que le puede


mejorar su producto.

Mila le da otra mordida al pan.

Ext. Estación de autobuses / Mazatlán. Madrugada.

El autobús se detiene en Mazatlán. El sol justo pintó la primera


línea anaranjada en el cielo.
Las chicas se despiertan. Anni corre la cortina para ver afuera: un
maletero baja algunas maletas y hay personas que las están espe-
rando.

Mila: Nada más asegúrate de que no se lle-


ven las nuestras.

Anni se voltea y la ve con cara de susto. Se para y sale.


Mila estira sus brazos y la sigue.

345
GUION CINEMATOGRÁFICO

Int. Baño / estación de autobuses / Mazatlán. Madrugada.

Mila se mira en el espejo.


Bosteza.
Ve su pulsera de colores, la gira ensimismada. Mira hacia arriba y
rápidamente se echa agua en la cara y la lava.

Int. / Ext. Camión. Mañana.

Anni duerme y Mila mira hacia afuera.


Una caseta. Pasan y se sube otro vendedor.

Vendedor de cacahuates: Cacahuates. Diez.


Cacahuates.

Mila le hace una señal para que se acerque.


Se para y quiere agarrar su mochila del compartimento, pero no
está. Ve abajo del asiento, pero tampoco la encuentra.
Se pone pálida.
Despierta a Anni que se le queda mirando con los ojos adormila-
dos.

Mila: Las mochilas. ¿Dónde están?


Anni: (Medio dormida.) Ahí arriba.

Anni ve la cara de Mila, e inmediatamente salta como un soldado


que se despierta cuando escucha el estallido de una bomba.
Las dos buscan sus mochilas por todas partes, corriendo por arriba
y abajo. Shock total.
La gente del camión se les queda viendo sin saber por qué están
tan agitadas.
Mila se deja caer en su asiento.

Mila: ¡Los pasaportes!

346
MAURO MUELLER

Anni, como congelada de susto, también se cae al lado de ella.


Una pareja al lado de ellas las ve y les regala una sonrisa alentadora.

Ext. Estación de camiones, Culiacán. Mañana.

El autobús sale de la estación.


Mila y Anni se quedan atrás. Nada más con sus maletitas.

347
Samantha Pineda Sierra

Pequeño suicidio

Fade in

Ext. Cementerio. Día.

Lluvia ligera cae sobre una multitud ecléctica de vagabundos, pe-


queños criminales y algunos alcohólicos del bar local reunidos al-
rededor de una tumba.
Un sacerdote, padre Moore (60 años), lentes tintados, con un
rostro que delata que ha visto más funerales de losque debería, lee
un sermón monótono.
Una enfermera sexy, Olga (50 años), grandes pechos y maqui-
llaje cargado, sobresale de la multitud.

Theo: (V. O.) Puedo explicar... la enfermera.

Un joven con una sombrilla está parado aparte de la multitud, es


Theodore (20 años), su rostro aún tiene los rasgos de un adoles-
cente. Irónicamente es el único en traje.

Theo: (V. O.) (Cont’d.) El hombre en la caja


es mi padre. No, no sientan pena, al menos
no hasta que escuchen la historia completa.
Primero, déjenme explicar... La enfermera...

Olga deja una rosa sobre el ataúd.

Theo: (V. O.) (Cont’d.) ...su nombre es Olga,


la prostituta favorita de mi padre, y a la única

348
SAMANTHA PINEDA SIERRA

persona a la que él le pagó a tiempo. La ama-


ba. Bueno, eso es lo que ella le cuenta a todos.
Lo extraño de Olga es que siempre está en
personaje, como esos multi premiados acto-
res que filman su próxima gran película. Pero
tristemente para Olga nadie grita “¡Corte!”,
y su vida sigue rodando sin tener un final feliz.

Dos matones bajan el ataúd al hoyo.


El sermón del padre Moore aún no termina cuando prematura-
mente colocan el ataúd en su lugar final de descanso.
Un hombre con quijada de pitbull mira fijamente a Theo, es Ro­
derick (40 años), chaparro y musculoso, grandes cicatrices en su
cuello.

Theo: (V. O.) (Cont’d.) En un funeral normal


los amigos cercanos o los empleados del ce-
menterio bajan al difunto tres metros bajo tie-
rra... pero éste es el funeral de mi padre, y él
no tendría la decencia de ser normal, ni si-
quiera en su muerte. Además, esos dos mato-
nes están felices de ayudar, después de todo,
mi padre le debe a su jefe una gran cantidad
de dinero. Esto lo supe mucho más tarde en
la historia.

El maquillaje de Olga corre por su rostro mientras unas lágrimas


negras pintan su pálida piel.
Nadie más llora. Ni siquiera Theo.

Theo: (V. O.) (Cont’d.) De hecho, le debe


dinero a toda esta multitud. Excepto a mí. Y
a Olga.

Roderick y sus matones se retiran.


Pronto los sigue la multitud.

349
GUION CINEMATOGRÁFICO

Olga se queda bajo la lluvia, su maquillaje está totalmente arrui-


nado.

Theo: (V. O.) (Cont’d.) Supongo que la llu-


via es un buen sustituto de las lágrimas. De
hecho, es perfecta durante un funeral.

El padre Moore cierra la Biblia.


Camina hacia Theo.

Padre Moore: ¿Theo?

Theo regresa repentinamente de sus pensamientos...

Padre Moore: (Cont’d.) Mis condolencias.

... y mira al sacerdote totalmente empapado, temblando delante de él.

Padre Moore: (Cont’d.) Acerca de... quie-


ro decir, el entierro... el difunto no quería que
nadie más que tú... era su última voluntad.

El Padre Moore da una palmada en el hombro de Theo intenta-


do torpemente reconfortarlo y se retira.
Theo mira a Olga mientras se seca las lágrimas y desaparece en-
tre las lápidas.
Una pala está enterrada sobre una pila de tierra al lado de la tumba.

Theo: (V. O.) Así es como conocí... bueno


más bien, así es como nunca conocí a mi pa-
dre. Sólo dejó un testamento diciendo que
quería ser enterrado por su hijo.

Theo se afloja la corbata y camina del lado opuesto a la tumba.

Theo: (V. O.) (Cont’d.) Hasta nunca, padre.

350
SAMANTHA PINEDA SIERRA

Las gotas de lluvia caen sobre la manija de madera de la pala.

Ext. Tienda El Ático. Día.

Una llave abre la puerta de seguridad.


El Sr. Kovski (50 años) abre la puerta. Su calva y ojeras hacen
que parezca un pájaro exhausto.
Extiende su mano hacia el interior de la tienda, no hay luz, excep-
to la de la puerta.
Theo se para al lado de Kovski y mira la obscuridad.

Int. Tienda El Ático. Día.

Theo se tropieza.

Kovski: La luz está por el mostrador.

¡Clang! El pie de Theo patea algo mientras camina hacia el mos-


trador. Prende la luz. Mira a su alrededor.
Anaqueles llenos de cajas y objetos que parecen “robados” están
acumulados en un glorioso desorden.
Antigüedades coexisten con electrónicos baratos y cachivaches alea-
torios.
Kovski entra, su mirada inquisitiva escanea el perímetro.
Saca unos papeles de su portafolio.

Kovski: Tu padre te dejó todo lo que tenía.


Eso incluye la tienda...

Kovski checa los papeles.

Kovski: (Cont’d.)... y “La Bestia”.

Kovski le da a Theo un manojo de llaves adjuntas a un extraño y


obsceno llavero de un mono de cobre sosteniendo su pene despro-
porcionado.
351
GUION CINEMATOGRÁFICO

Theo mira inhóspitamente el llavero mono-pene.


Una llave de coche sobresale del manojo.
Kovski saca una tarjeta de su bolsillo y se la da a Theo.

Kovski: (Cont’d.) Si necesitas algo, no du-


des en llamarme.

Kovski camina hacia la salida pero se detiene frente a la puerta.


Voltea hacia Theo.

Kovski: (Cont’d.) Si encuentras algo... hum...


inusual o fuera de lo ordinario, avísame y nos
aseguraremos de que todo esté en orden.

Kovski produce una sonrisa seca...

Kovski: (Cont’d.) Estaremos en contacto.

Kovski sale de la tienda.


Theo vuelve a mirar escéptico el llavero mono-pene.

Int. Cuarto trasero, El Ático. Día.

Theo abre la puerta y descubre una especie de recámara llena de


objetos inútiles. Parece el cuarto de un vagabundo.
Dentro del cuarto un pequeño set de tv, un catre polvoso, una cuer-
da con algunos calcetines y una playera cuelgan secándose.
Theo se sienta en la cama y toca las sábanas.
Camina alrededor del desorden, moviendo cajas y tirando pilas de
porquerías.
Se sienta en la ruidosa cama y mira el desordenado cuarto. Toca las
sábanas.
Sobre las cobijas hay una tanga y una tarjeta de presentación del
Pussy Emporium con una fecha escrita a mano en la parte inferior
y un nombre: Olga.

352
SAMANTHA PINEDA SIERRA

¡Ding!
La campanilla de la entrada suena en la tienda. Theo dirige su aten-
ción hacia el sonido. Coloca la tarjeta en su bolsillo y se levanta.

Int. El Ático. Día.

Theo sale del cuarto trasero y cierra la puerta.

Theo: ¿Hola?

Theo camina por el mostrador y entra en el laberinto de anaque-


les. Algo capta su atención.
Theo desliza una colección de libros antiguos hacia la derecha y
revela a una chica del otro lado del anaquel, mirándolo fijamente.
Es Ophelia (20 años), sus grandes ojos y cabello negro contrastan
con su pálida piel. Hay algo perturbador y muy atractivo en ella.

Theo: (Cont’d.) Hey.


Ophelia: Hey.
Theo: Perdón, no estamos abiertos.

Ophelia mira a Theo, como si lo evaluara silenciosamente.

Ophelia: Es una emergencia... y la puerta


estaba abierta.

Ophelia checa los anaqueles tocando varios objetos.


Theo mira su delicada mano, su frágil antebrazo y sus oscuros ojos.
Es hermosa.

Theo: ¿Qué buscas?


Ophelia: Es para un suicidio.

Theo está perplejo.


Ophelia: (Cont’d.) ¿Qué recomiendas?

353
GUION CINEMATOGRÁFICO

Theo no sabe qué decir. Mira a Ophelia buscar en la tienda algo


que le quite la vida.

Theo: (V. O.) Ophelia es el tipo de persona


que sólo te pasa. Como un desastre natural o
una extraña enfermedad que te come por
dentro y te deja cuando tu cuerpo ya no tiene
fuerza, matándote en el proceso.

Theo mira alrededor de la tienda. Algo llama su atención detrás


del sucio cristal de una vitrina: una colección antigua de navajas
para afeitar.

Theo: (V. O.) (Cont’d.) Una enfermedad que


me estaba muriendo por tener.

Theo abre la vitrina y toma una de las navajas.

Theo: (V. O.) (Cont’d.) ¿Qué tal esto?

Ophelia detiene su búsqueda y camina hacia él, intrigada. Theo


le muestra la navaja.

Ophelia: ¿Cuánto?

Ophelia saca varios billetes de cincuenta y los deja sobre el mos-


trador.

Theo: (V. O.) En lugar de que mi instinto


vendedor saliera y dijera amablemente con
una sonrisa predadora: “Este impecable ob-
jeto coleccionable, hecho en Alemania, corre
por mil quinientos dólares en el mercado, pe­
ro para ti lo dejaré en tan solo mil”. Dije...
Theo: ...una cita.

354
SAMANTHA PINEDA SIERRA

Ophelia toma los billetes y los empalma de regreso en su bolsillo.


Se voltea y camina hacia la salida.

Theo: (Cont’d.) Antes de que... ya sabes.

Ophelia se detiene.
Regresa hacia el mostrador. Toma una pluma y escribe algo sobre
la mano de Theo.

Ophelia: No llegues tarde.

Ophelia sale del lugar.


Theo checa la palma de su mano - 112 Mill Street, 9 p. m.

355
Jorge Porras

De un buen golpe

Fade in

1. Ext. Playa. Día.

Romo (24 años), atlético, 1.70 m de estatura. Usa ropa deportiva


y corre concentrado sobre la arena de la playa, muy cerca del mar,
en la costa de Mazatlán al atardecer.
La marea está tranquila. Hay poca gente en la playa. Un par de
familias recogen el espacio que al parecer han usado para comer y
descansar durante el día. Una pareja de jóvenes en traje de baño se
besan recostados en la arena. Tres adolescentes con ropa sucia
ríen, juegan y se empujan cerca de un muelle.

Romo: (V. O.) Cuando el oxígeno es más li-


gero. Te engaña. Te convence de que nunca
te agotarás, que nada te detiene, que nadie te
va a parar.

Los pies de Romo pasan sobre escritos en la arena. Varios nom-


bres de personas, parejas y fechas.
Los últimos nombres sobre los que Romo pasa desaparecen con el
agua del mar. Aumenta la velocidad de sus pasos y su respiración.
Nos acercamos a su rostro, suda abundantemente.
Se ve concentrado.

Corte a:

356
JORGE PORRAS

2. Ext. Alberca de peleas. Día.

Un puñetazo al punto de vista de la cámara.

Negros

Julio (28 años), moreno claro, alto, fornido, y con pantalón de


mezclilla. Tiene una mano vendada y golpea con sus puños a una
persona violentamente.

Negros
Título / Créditos iniciales.

2b. Ext. Alberca de peleas. Día.

En un patio grande de una casa abandonada, jóvenes adultos de


aspecto descuidado, observan una pelea que se lleva a cabo dentro
de una alberca grande sin agua. Con unas escaleras verticales de
metal oxidado cómo única salida.
La gente toma cerveza y grita emocionada. Varias personas graban
la pelea con sus celulares. Sobre todo los más jóvenes.
Música de hip-hop suena en el lugar. Hay una parrilla y gente asan-
do carne. Un par de familias con niños pequeños ríen y conviven.
Julio continúa lanzando golpes contra un Güero (35 años), gol-
peado en el piso. Interfiere Carlitos (42 años), un tipo grande y
gor­do, calvo y con barba larga. Mientras es apartado, Julio sigue
pateando mientras puede a esta persona. Carlitos termina de se-
parar a Julio. Se acercan amigos del Güero golpeado para ayu-
darlo.
Julio respira agitado y observa retador a los compañeros del
Güero. Lejos de verse molesto, Julio disfruta la adrenalina. Los
compañeros del Güero ponen las manos arriba en señal de no
querer más problemas.
Santiago (30 años) y Ever (26 años), amigos de Julio, ríen en
burla desde arriba de la alberca. Ever es delgado y bajito. Usa barba
sin bigote y lentes oscuros. Tiene el torso desnudo y una camiseta

357
GUION CINEMATOGRÁFICO

en la mano que agita con emoción. Salta en su mismo lugar y grita


con entusiasmo.

Ever: ¡Se la pelan! ¡Nos la pelan!

Santiago tiene una cicatriz en la mejilla, es alto, más alto que


Ever y que Julio, con cabello corto. Termina su cerveza de un solo
trago y avienta el bote hacia arriba. Salta a la alberca y se acerca a
Julio.
El bote que lanzó Santiago golpea a una mujer (25 años), quien
se duele la cabeza y se acerca a su esposo. Éste, alegre, bebe cer-
veza y platica con otro amigo sobre la pelea.

Mujer 1: Ese imbécil aventó el bote.

La mujer señala a Santiago. El hombre 1 (30 años) se molesta.


Ve que Santiago se acerca a Julio.

Hombre 1: No pasa nada, mi reina, sólo es el


chipote. No la haga de emoción, ése es ami-
go del Negro.

Amigos del Güero golpeado le dan a Carlitos varios billetes de


500 pesos, éste los cuenta, guarda en su bolsa la mitad de los bille-
tes y le entrega la otra mitad a Julio.

Julio: A pinche Carlitos, cóbrate luego, no


seas cabrón.
Carlitos: ¿Qué? Te saco la cuenta comple-
ta. Si sólo es un abono, mi Negro, aliviánese.
Julio: (Sarcástico.) Está bueno, pues, abuse
de los pobres. No hay fijón.

Julio le da una palmada amistosa en la mejilla a Carlitos.

Julio: (Cont’d.) Pinche Gordo chulo, ¿quién


lo quiere?

358
JORGE PORRAS

Carlitos: Ya sáquese cabrón, que sigue otra.

Carlitos indica a Julio que salga de la alberca, pero toma él pri-


mero las escaleras y empieza a subir despacio. Compañeros del
Güero le ayudan a levantarse y se dirigen a las escaleras.
Santiago cuelga su brazo al rededor del cuello de Julio mientras
éste cuenta el dinero.
Carlitos sale de la alberca despacio por las escaleras, tomándose
su tiempo debido a su notable sobrepeso y al cansancio. Julio está
detrás de él, viéndole impaciente.
Carlitos respira agitado.
Julio se pone los billetes en la boca y sale de la alberca saltando
hábilmente y apoyándose con ambas manos sobre la orilla de la
alberca. Santiago y Ever salen detrás de él.
Santiago pone su brazo alrededor del cuello de Julio.

Santiago: ¿A poco ahora sí se me va a ha-


cer el milagro?

Julio se quita el brazo de Santiago fingiendo dolor.

Julio: Cabrón, ves que me acaban de poner


una chinga y me estás cobrando, no mames.

Julio busca a Carlitos, quien aún no termina de salir de la alberca.

Julio: (Cont’d.) ¿Quien sigue Carlitos?


Carlitos: Méndez contra el Menón.

Julio le ayuda a terminar de salir. Carlitos le indica con la cabe-


za donde se encuentra uno de ellos. Julio voltea a verle. Un joven
con varios anillos y joyas está de pie, dando un masaje a un chico
sin playera, que respira fuerte y parece concentrado, moviendo el
cuello de un lado a otro, abriendo y cerrando los puños.
Julio le grita a este peleador.

359
GUION CINEMATOGRÁFICO

Julio: ¡Mi mamado Méndez! No te durará ni


el minuto cabrón. Le apuras mijo, tu jefa se
va a preocupar... Otra vez.

Julio le guiñe un ojo y se acerca a Carlitos. Méndez asiente con


la cabeza y levanta el pulgar. Julio, con Carlitos, separa tres de
sus billetes de 500 y se los da.

Julio: (Cont’d.) Milqui al Menón.

Carlitos toma los billetes y se los guarda.

Carlitos: Va.

Detrás de Carlitos camina un adolescente con un celular en


mano. Carlitos voltea y se dirige a él.

Carlitos: (Cont’d.) Anota Chaparro; El Ne-


gro apuesta mil quinientos a que gana el Me-
nón.

El adolescente (15 años) anota en su libreta.

Carlitos: (Cont’d.) Pagado.

Julio se despide de Carlitos.

Julio: Ya están las tuercas, apriétele mi gor-


do.

Julio se acerca a Ever, quien le pasa una lata de cerveza. Se les


une Santiago. Los tres se sientan en una mesa mientras la próxi-
ma pelea empieza.

360
JORGE PORRAS

3. Ext. Alberca de peleas. Noche.

En el mismo lugar, ahora de noche, la gente se retira. Julio, San­


tiago y Ever caminan junto con la gente hacia afuera. Un poco
ebrios y alegres. Santiago y Ever ríen con una cerveza en la
mano cada quien. Julio cuenta su dinero nuevamente, trae mu-
chos más billetes que antes. Santiago se dirige a Ever.

Santiago: ¿Quién iba a decir que se llegaría


el día en que este cabrón me iba a devolver
lana?

Santiago gira sobre su dedo un llavero con forma de dados. Jue-


ga con éste.

Julio: Sí te voy a pagar, Sago, chingada. ¿No


me conoces, o qué? Aguántame unos días más,
cabrón.

Julio guarda el dinero en su pantalón y da una palmada amistosa


a Santiago en la cara. Santiago sonríe incómodo. Guarda el lla-
vero. No responde.
Llegan a un auto Mustang clásico.

Santiago: (Cont’d.) Por lo pronto nomás


para que no digan que no los quiero, un pinche
caguamón para cada uno de mi parte, cómo
chingados no.

Todos suben al Mustang, Julio maneja. Suena música de banda


sinaloense en el auto. Arrancan y se van del lugar.

4. Int. Estadio. Noche.

En un estadio mediano con menos de la mitad del público posible


en las gradas se lleva a cabo una pelea de box. Sobre el ring, Romo

361
GUION CINEMATOGRÁFICO

domina por completo a su rival, quien batalla para mantener la


guar­dia arriba.
Romo es rápido y preciso. Golpea sin parar al otro boxeador, quien
no hace más que protegerse. Romo se aleja un poco.
En cuanto el rival de Romo se incorpora, Romo finta golpearlo
con jab de derecha y saca tres ganchos consecutivos de izquierda
al hígado de su rival, haciéndole caer sobre una rodilla.
El réferi detiene la pelea. El entrenador de Romo (50 años)
entra al cuadrilátero y le da un par de palmadas en la espalda.

Entrenador: Bien Romo. Eso es todo lo que


hay que hacer, muchacho. Así, sin cansarnos
tanto.

En primera fila del público Claudia (26 años), cabello rubio y


largo. Delgada. Aplaude de pie la victoria de Romo. Junto a ella
está Karen (6 años), una niña delgada, bajita, con ojos grandes.
Karen salta de emoción y aplaude sobre una silla.
Romo las mira a ambas y las saluda con un guante, mientras su en­
trenador le quita el otro.

Entrenador: (Cont’d.) Pues ya hiciste tu


parte, mijo.

Romo vuelve su mirada al entrenador. Éste continúa quitándole


los guantes.

Entrenador: (Cont’d.) Todo listo para que


empieces a ganar bien. Cuarenta mil seguros
para la próxima. Sólo no te me distraigas.

Romo asiente.

362
JORGE PORRAS

5. Int. Recámara Julio. Día.

En una recámara desordenada, en la pared hay un póster de mujeres


en ropa interior y otro de autos clásicos. Hay ropa tirada en varios
lugares, platos sucios sobre la cama y algo de basura en el piso.
Julio está despeinado, sin rasurar, sin camisa, recostado de mala
forma sobre un par de almohadas, una cobija enredada y el control
remoto en mano.
En la televisión está el final de la transmisión de la pelea de Romo
en un canal local, con mala señal. Julio la ve.

Julio: Pfff.

Julio cambia el canal. Se sigue en varios canales hasta llegar a


una película de Pedro Infante. Julio se muerde las uñas mientras
ve televisión, cómo un tic de ansiedad.
Suena un celular. Julio busca el teléfono y batalla para encontrar-
lo entre las cobijas. Contesta sin darle mucha importancia y sigue
viendo la televisión, aburrido.

Julio: (Cont’d.) Que tranza... No nada, tu


dime a que hora y de volada... sí, se arma...

Cambia de canales en la tele.

Julio: (Cont’d.) De una vez, tu caile, ahí salgo.

Julio se levanta. Ve una rebanada de pizza sobre la cama. Le da


una última mordida. Se pone playera y una gorra. Sale. Deja la tele
encendida y el plato sucio sobre la cama.

5b. Int. Cocina. Día.

Celeste (48 años) usa uniforme de enfermera y un mandil, cabe-


llo recogido, sin maquillaje, lava trastes en una cocina pequeña.

363
GUION CINEMATOGRÁFICO

Julio entra a la cocina, camina directo al refrigerador y lo abre.

Celeste: Mijo, tráeme los trastes de tu cuar-


to, ya para acabar, ándale.

Julio ignora a su mamá.

Julio: Jefa, ¿ya se acabaron el guisado?


Celeste: No sé mijo, se me hace que tu her-
mano lo desayunó esta mañana.
Julio: (Tono sarcástico.) Va, qué nuevas.

Julio cierra el refrigerador.

Julio: (Cont’d.) Ahí vengo jefa, regreso más


tarde.
Celeste: Oye Julio, espérate, necesito que
me ayudes con la máquina de cocer, no la pue-
do echar a andar. Tenemos que terminar los
asientos de don Jesús.

Julio sale de la cocina. Vuelve a entrar.

Julio: Sí, sí, ya está jefa, ahorita llegando lo


checo.

Julio busca algo en la mesa, cerca de los platos. Luego tras la es-
tufa.

Celeste: ¿A dónde vas?


Julio: Ahí vengo en un rato, no me tardo.
Jefa, ¿las llaves del carro?
Celeste: Están en el cajón de la esquina, me
las encontré en la sala.

Julio abre el cajón y encuentra sus llaves. Toma un pan de la mesa,


le da un beso cariñoso en la frente a su mamá y sale.

364
JORGE PORRAS

Celeste: (Cont’d.) Cuídate mijo.

6. Int. Casa. Noche.

Romo entra a casa con ropa deportiva y su mochila del gimnasio.


Celeste está sentada en la cocina remendando un pantalón de
hombre. Romo se acerca a darle un beso.

Romo: ¡Que pasó, bella! ¿Cómo estás?


Celeste: Hola amor, bien, todo bien, gracias
a Dios. Aquí arreglando un pantalón de tu her-
mano. ¿A ti, cómo te fue?
Romo: Bien amá, cansado, pero bien. Estu-
vo tranquilo jeje.

Romo abre el refrigerador y saca un litro de leche. Toma un vaso


grande, lo llena con leche. Toma el vaso de un solo golpe.
Celeste se levanta y deja el pantalón sobre una silla. Ve pequeños
golpes en la cara de Romo con angustia.
Julio se siente observado y le saca la lengua jugando con ella y
rompiendo la tensión.

Celeste: Ven, déjame te caliento algo de ce-


nar.
Romo: No jefa, no se preocupe, yo me sirvo.

Romo abre nuevamente el refrigerador para guardar la leche.


Celeste le da unas palmadas en la espalda y toma control del re-
frigerador. Romo se lo permite, no sin antes darle una mirada de
desaprobación.
Celeste saca algunos recipientes.
Romo entiende que no podrá contra su mamá en la cocina. Se sien-
ta resignado. Estira los brazos hacia atrás, tronándose la espalda.
Tiene una expresión de cansancio. Sigue con la mirada a su ma­­má,
quien se nota aún más agotada que él, pero no deja de mo­verse en
la cocina.

365
GUION CINEMATOGRÁFICO

Romo: (Cont’d.) ¿Usted ya cenó?


Celeste: Sí ya, comí algo hace rato.

Romo se vuelve a levantar y recoge un poco la mesa.

Romo: Mmm... Usted nada más dice que


come, pero nadie la ve comer.
Celeste: Pues usted que nunca está en la
casa para verme comer.

Romo se acerca a Celeste y le da un beso amoroso en la frente.

Romo: Ay, jefa, ya deje el hospital. Con la


próxima pelea le aseguro que ya no va a te-
ner que trabajar nada.

Celeste se molesta un poco sin dejar de mover lo que está calen-


tando en la estufa. Le habla seria.

Celeste: Prefiero seguir con dos o tres traba-


jos hasta que dejes de querer matarte.

Romo sonríe, ayuda a poner la mesa. Celeste sirve un plato de


menudo con pan a Romo.

Romo: No inventes jefa, si bastante lata te da


el huevón de mi hermano.

Romo parte un pan, se sienta y empieza a comer. Celeste se diri-


ge a lavar trastes. Continúa hablando con Romo mientras lava.

Celeste: ¡No hables así de tu hermano, Ro­


mo!
Romo: A ver, ¿dónde anda ahora? ¿Ya encon­
tró trabajo?
Celeste: No, mi amor, tenle paciencia. Sí se
está moviendo, anda todo el día en la calle bus­

366
JORGE PORRAS

cándole, sólo que tu sabes que la situación


está difícil.

Romo termina de comer. Celeste lava trastes.

Celeste: (Cont’d.) A parte, ya está ayudan-


do más en la tapicería. Me dijo que ahorita
que llegue va a revisar la máquina.
Romo: ¿Cómo? ¿Le está dando lata otra
vez? Si la arreglé ayer.
Celeste: Pues ya vez, como que no termina
de quedar bien.

Romo respira profundo, se estira con cansancio sobre la silla. Lue-


go se levanta y le da un beso en la mejilla a Celeste.

Romo: Sí, seguro ahorita Julio lo checa. Ya


váyase a dormir jefa. Yo me encargo de los
trastes.
Celeste: No, ya está, ya voy a acabar. Sólo
espero al tuyo y ya.

Romo la ve con cariño y con jugueteo le indica hacia la salida de


la cocina.

Romo: ¡A dormir!
Celeste: Ya estoy aquí, no me cuesta nada.

Romo se acerca con su plato al fregador. Celeste le quita el plato


de las manos y lo lava. Romo sonríe y le acompaña a secar otros
trastes.
Ambos extremadamente cansados, pero felices.

367
GUION CINEMATOGRÁFICO

7. Int. Casa casino. Día.

En una sala amplia de una casa grande hay tres mesas donde se
juega póquer. Es un casino clandestino improvisado. Al fondo de
la sala está una barra de desayuno, con una computadora encima.
Tras la computadora hay una persona que cuida dos cajas de alu-
minio grandes. Una con fichas y otra con dinero.
Dos muchachas atractivas sirven bebidas alcohólicas en las mesas,
cómo si fuesen meseras. Ambas usan shorts cortos, pero no igua-
les, con ropa casual, sin uniforme. Una de ellas sirve una cerveza
a Julio. Quien está a la mitad de una partida.

Julio: Gracias reina.

En la mesa principal de póquer están Julio y tres amigos juga­


dores más jóvenes que él, entre 20 y 24 años. Santiago y Ever
juegan en otra mesa. Julio se ve concentrado, pero se muerde la
uña del meñique mientras juega.
Todos en su mesa muestran sus cartas. Julio las muestra al final.
Julio empieza a aplaudir y a moverse como si estuviera bailando,
aún sentado en su mesa. Luego, alegre y con ritmo acerca todas las
fichas del centro de la mesa hacia su lugar.
Los demás jugadores se quejan sin hacer escándalo.

Julio: (Cont’d.) Están chavos mijos, hay que


ponerse abusados (Ríe.). ¿A poco creían que
me iban a tumbar con esa mano?

Santiago observa desde la mesa de al lado. Ríe cuando Julio gana.

Santiago: A huevo.

Santiago bebe de un trago el resto de su vaso de cerveza y cami-


na hacia Julio, ve sus fichas.
Julio, aún sentado, da una palmada en la cara a Santiago, jugando.

368
JORGE PORRAS

Julio: Te dije que hay que confiar cabrón. ¿Te


dije o no te dije que tenías que quedarte tran-
quilo?
Santiago: Tu eres el jefe, mijo.

Santiago le de una palmada en la espalda a Julio. Julio está no-


tablemente tomado y vuelve a fijar la mirada en la mesa.
El repartidor de cartas las distribuye sobre la mesa. Julio se pone
de pie con su cerveza. Ve sus cartas por cinco segundos.
Baja las cartas lentamente.

Julio: Paso.

Los demás jugadores suben la apuesta. Julio observa la mesa.


Vuelve a ver sus cartas.

Beat
Julio da un golpe sorpresivo a la mesa y se levanta.

Julio: (Cont’d.) Vámonos recio papás.

Julio toma un trago de su cerveza y empuja todas sus fichas hacia


adelante.

Julio: (Cont’d.) “All in”. Va todo chicuelos.

Neto (19 años), uno de los chicos que también juega con Julio,
ríe.

Neto: ¿Así de seguro, cabrón?

Julio se pone de pie. Lo observa.

Julio: Pues que vino usted a jugar o a plati-


car, señor. Éntrele o rájese, pero muévale, co­
mo va.

369
GUION CINEMATOGRÁFICO

Julio aplaude haciendo escándalo.


Neto voltea con sus amigos. Luego vuelve a ver sus cartas. Ve a
Julio y se empieza a poner nervioso, moviendo la lengua dentro
de su boca, alrededor de sus dientes.
Neto iguala la apuesta.
Ever deja su juego y se acerca también a la mesa de Julio.
Julio sonríe y ve a Neto fijamente.
Neto, nervioso, muestra sus cartas rápido: tercia de reinas.
Ever y Santiago se ven entre ellos. Santiago hace una expre-
sión de molestia.
Julio se levanta, les da la espalda, y se dirige a la puerta.

Julio: (Cont’d.) Ya vámonos, a la verga.

Santiago voltea las cartas de Julio: Un 2 y un 7. Un bluf fallido.


Santiago y Ever observan incrédulos que haya apostado todo a
ese juego.
Neto salta con emoción exagerada. Sus amigos festejan con él.
Julio se regresa a la mesa tomado y molesto. Pone un puño sobre
la mesa y observa a Neto y a sus amigos festejar, serio y amena-
zante.
Al ver a Julio todos dejan de celebrar. Toman todas las fichas y se
dirigen a la mesa donde las están cobrando.
Tito (56 años) Un hombre bajito, ligeramente gordo, con poco
cabello y con barba. Bien vestido. Está de pie junto a la mesa don-
de cambian las fichas. Hace una seña con la cabeza autorizando el
cobro a su Asistente, quien está tras la barra de cobro de fichas.

Santiago: (Susurrando.) No mames, que


idio­ta.
Julio: (Serio y tranquilo.) ¿Qué, Sago? ¿La
cagué, o qué?
Santiago: Que pendejo, cabrón. Ya tenías
la lana, ¿Ahora cuándo me vas a pagar?

Julio revisa su cartera, la abre frente a Santiago. Está vacía.

370
JORGE PORRAS

Julio: A que mi Sago tan desesperado. No


carnal, vas a tener que aguantarme unos días
más. Ni pedo.

Julio le da una cachetada amistosa como antes a Santiago.


Santiago se molesta. Le quita la mano de su cara.

Santiago: (Molesto.) No no mames, Julio.


No te quieras pasar de verga.

Julio lo interrumpe y se acerca a él, encarándolo. Los demás lo


observan con respeto y miedo.

Julio: ¿Me estoy pasando de verga, cabrón?

Julio voltea con Ever.

Julio: ¿Tu crees que me estoy pasando de...?

A Santiago le tiembla la voz, pero continúa enojado e interrumpe


a Julio.

Santiago: Ya es mucho tiempo wey, tú te


quieres meter en otros pedos conmigo.

Julio ríe. Voltea a ver a las demás personas del lugar.


De un movimiento rápido e inesperado Julio toma a Santiago
del cuello de su camisa y lo empuja hacia atrás hasta golpearlo
contra la pared. Lo suelta. Santiago lanza un golpe a la cara de
Julio. Julio lo esquiva y vuelve a tomarlo por el cuello, luego lo
jala hacia una mesa de póquer. Julio somete a Santiago ponien-
do su rostro sobre la mesa y presionándolo hacia abajo con su bra-
zo. Otros dos que están en la mesa se levantan y caminan hacia
atrás.
Todos en la casa observan, nadie interfiere. Julio toma una botella
de cerveza que está sobre la mesa, la rompe ahí mismo y apunta el

371
GUION CINEMATOGRÁFICO

filo de ésta al cuello de Santiago.

Julio: No me amenaces, mijo, tú me cono-


ces mejor... Si te digo que te esperes, te espe-
ras. ¿Estamos?

Julio corta ligeramente el cuello de Santiago. Luego lo suelta y


deja que se incorpore. Santiago se levanta.
Julio da una palmada en la cara a Santiago, como antes.
Santiago limpia con su mano una gota de sangre que sale del
cuello. Santiago le baja la mano a Julio con fuerza.

Beat
Santiago sale del lugar molesto. Dos tipos que estaban en otra
mesa salen detrás de él.
Julio observa por algunos segundos la puerta. Hay un silencio
total por la tensión en el lugar. Luego vuelve la mirada a a la mesa
y avienta la mitad de botella rota hacia un canasto de basura. La
botella no entra al canasto y se hace añicos en el piso con un es-
truendo. Algunas personas presentes se estremecen con el ruido.
Julio lo ignora por completo y habla en voz alta para que todos
escuchen.

Julio: (Cont’d.) No le hagan caso a este


wey. Anda pedo. Ya, ya, mañana se le pasa.

Neto y sus compañeros salen del lugar.

Julio: (Cont’d.) ¡Tito! presta 500 we, ponlo


en la cuenta.

Julio aplaude para entrar en la emoción del juego otra vez y se


sienta en la única mesa en la que aún hay gente.
Tito sonríe, va hacia la caja de fichas, saca algunas.
El asistente (46 años) mueve la cabeza en negativa y susurra a
Tito.

372
JORGE PORRAS

Asistente: Ya no, no va a pagar.

Tito asiente con la cabeza, pero se lleva las fichas con Julio. El
asistente hace anotaciones en la computadora, contra su volun-
tad.
Julio saca un cigarrillo y lo enciende.
Se acerca Tito y pone algunas fichas en su mesa.

Tito: Ya son los últimos negrito.


Julio: Sí, sí. Ya estás. Aquí me recupero.

8. Int. Tapicería. Noche.

En una habitación de mediano tamaño está adaptado un taller de ta­


picería con varios muebles a medio construir y rollos grandes de
tela. Hay un mostrador pequeño, y una mesa de trabajo con algu-
nos papeles encima y un marco de una fotografía sobre el escrito-
rio, que no alcanzamos a ver.
Un reloj de pared antiguo marca que son las tres de la mañana. Ro­
mo repara una vieja y grande máquina de cocer. Hay muy poca
luz. Romo se ve cansado y batallando para arreglarla.
Se escucha que alguien entra a la casa. Luego algo de ruido en la
cocina. Romo respira profundo para no molestarse por el ruido.
Julio se asoma a la tapicería. Romo finge volver a concentrarse
en la máquina.

Julio: Ah, ya la venía a arreglar.

Romo se incomoda al escucharlo, sin voltear a verlo. Julio se da


media vuelta para salir.

Romo: Te toca pagar el gas.

Julio se detiene, se toma la cabeza con una mano como si le do-


liera o le incomodara el comentario.

373
GUION CINEMATOGRÁFICO

Julio: No ps ahora no, no tengo nada.

Julio le da la espalda y se dirige nuevamente a la casa.


Romo se molesta, deja la máquina y le sigue hasta la cocina.

8b. Int. Cocina. Noche.

Julio abre el refrigerador y saca una rebanada de jamón. Lo come.


Romo entra a la cocina detrás de él. Y se sirve un vaso de agua.

Romo: Ya aliviánate, carnal, agarra el pedo.

Julio ríe ligeramente sarcástico.

Julio: ¿No mames, por qué estás diciendo


eso?

Beat
Julio bebe un trago de leche directamente del envase.

Julio: (Cont’d.) Sí, estuve pisteando un rato,


pero es sólo porque me invitan, tu sabes que
no tengo dinero.

Julio da la espalda a Romo y guarda la leche en el refrigerador.

Romo: Ah, ¿pero para apostar sí tienes?

Julio ignora a Romo. Camina fuera de la cocina y susurra.

Julio: No mames, no sabes ni de lo que estás


hablando.
Romo: ¿Vas a negar que estás apostando?

Julio se detiene. Regresa despacio a la cocina, molesto.

374
JORGE PORRAS

Julio: A ver ¿de dónde sacas que estoy apos-


tando? Según tu, ¿quién me ha visto? ¿Dón-
de?

Romo empieza a respirar fuertemente, cada vez más molesto.


Saca de su pantalón un boleto y se lo acerca a la cara. Luego se lo
avienta al cuerpo.
Julio levanta el boleto. Es un ticket de apuesta de un casino formal.

Julio: (Cont’d.) No mames ¿Del casino?


que pendejada. Ni me gusta esa madre.

Julio está ebrio y batalla para leer el boleto.

Julio: (Cont’d.) ¿Neta que por cien pesos


me estás haciendo tanto pinche pancho?

Julio tira el boleto a la basura.


Romo mueve la cabeza de un lado a otro; incrédulo, decepciona-
do, harto.
Se escucha un ruido del cuarto de su mamá.
Ambos se dan cuenta que la despertaron.
Julio rechina los dientes y hace una mueca de coraje. Le acaban
de colmar la paciencia y está a punto de explotar. Aprieta un puño
como si fuera a golpear a Romo. Susurra culpando a Romo de
despertar a su mamá.

Julio: (Cont’d.) Ya la despertaste, idiota.

Julio apenas se puede controlar. Le hace una seña a Romo con la


cabeza, indicándole la puerta principal de la casa.
Se sale de la casa.

375
GUION CINEMATOGRÁFICO

9. Ext. Casa. Noche.

Romo sigue a Julio afuera, visiblemente molesto también.


Cierra la puerta con cuidado de no hacer ruido.
Julio camina de un lado a otro, exaltado.

Julio: ¿Sabes qué? Me estas hablando muy


al chile, así te voy a hablar yo también. Solo
por que tú me lo dices, no voy a cambiar mi
vida, ni voy a andar pasando hambre, ni a des-
cuidar a mi hija por ti.

10. Int. Tapicería. Noche.

Celeste entra a la tapicería en ropa de dormir. Escucha a sus hijos


discutir. Tiene un rosario en la mano y reza en voz baja, con an-
gustia, mientras se acerca con cuidado a la ventana que da a la
calle, donde están Romo y Julio.

11. Ext. Casa. Noche.

Julio: (En voz baja para que no los escuche


su mamá.) Ya me estás cagando boxeadorci-
to de mierda, que no se te olvide quien es el
mayor, pendejo. Lo que yo haga con mi vida
te vale madres, ¿ok?

Julio se le acerca a Romo amenazante, choca su cabeza en su


frente, cómo cuando se encaran dos boxeadores tras el pesaje.
Romo levanta la cabeza, tiembla de coraje y parece estar a punto
de soltar un golpe.
Julio respira agitado, pero da un paso hacia atrás. Julio logra
contenerse, camina hacia atrás, escupe a un lado de Romo, pasa de
largo su auto y empieza a correr, sin rumbo.

376
JORGE PORRAS

12. Int. Tapicería. Noche.

Celeste ve por la ventana que Julio se va. Llora y trata de callar


el llanto con su mano, para que no le escuchen. Se sienta en la
mesa, intenta tranquilizarse. Deja el rosario sobre la mesa y saca
un cigarrillo. Lo enciende acelerada.

Beat
Celeste toma el marco de la fotografía que está sobre el escrito-
rio. La fotografía es de un boxeador que acaba de terminar una pe-
lea, un poco golpeado del rostro, cargando a un niño pequeño sobre
sus hombros y de la mano otro niño más grande. Los tres sonríen
en la foto.

377
DRAMATURGIA
La escena: un lienzo de exploración, hallazgos
y fracasos

Es impensable la dramaturgia sin un diálogo permanente con el res-


to de las especialidades que convocan las artes escénicas contempo-
ráneas. Los becarios que aquí presentamos, de hecho, tienden a borrar
la noción de dicha especialidad: piensan el escenario, pero también
más allá de él y, para su fortuna, accionan en él desde distintas pers-
pectivas como actores, directores de escena e investigadores o maes-
tros en instituciones de enseñanza teatral.
Pero si esa variedad de experiencias les da una identidad que
parece común, el punto de llegada de estos jóvenes dramaturgos es
radicalmente distinto entre sí: sus poéticas y procedimientos de es-
critura no podían ser más disímbolos. David Eudave, para la escri-
tura de Nanas, partió de una investigación de cantos de cuna para
construir, en un contraste de tiempos, una historia que quiere ana-
lizar formas de coloniaje mediante la institución de la cuidadora
de niños. Aunque tal vez no se cuestione del todo si el cuidado de
los pequeños deba recaer siempre en personajes femeninos, su
escri­tu­­­ra dramática batalla en un terreno que evidencia la cons-
trucción social de estereotipos y prejuicios. Las discordancias de
tono, el choque de estilos de habla, el caprichoso encuentro del
pasado y el presente buscan desmontar mecanismos de opresión
psicológica, política y económica.
Gabriela Román Fuentes, por su parte, es una autora que borda
fino en la construcción interna de sus personajes. Se sabe poseedora
de un buen oficio, pero escribe desde sus entrañas. Preocupada por
los entornos sociales que permiten y potencian la violencia de gé-
nero y el hostigamiento que cerca a la infancia en nuestro país, Ga-

381
briela se expresa mediante andamiajes realistas que le sirven a
manera de estiletes que hurgan en la dolorosa realidad que desen-
traña. En Vagales explora, con mecanismos dramáticos certeros, la
historia de tres púberes que tratan de sobrevivir –o morir– bajo sus
propias reglas, en un entorno brutal.
Y en otro territorio estilístico y temático encontramos, por úl-
timo, a Luis Eduardo Yee, quien desarrolla la historia de una cabra
que intenta contar el número de patas que tiene. A partir de nada y
de matemática pura, Yee nos propone dialogar con mundos que
nos parecen absurdos, y nos empuja al borde de nuestra desespe-
rada incapacidad para romper los límites del conocimiento. Su ca-
bra nos recuerda que la razón es tan solo una pasión.
Los tres, a fin de cuentas, nos regresan a la escena como un lien-
zo de exploración, hallazgos y fracasos. Son tres voces divergentes
con un impulso que parece el signo de la teatralidad actual: es­
cribir para explorar los más amplios horizontes de la performativi-
dad teatral.

Mónica Raya
y David Olguín

382
David Eudave

Nanas
(fragmentos)

Cinco

Louise: Llamo el elevador. Son tres pisos, nada más, pero habien-
do elevador… Es un edificio moderno, con un elevador mo-
derno, no como la mayoría de los edificios europeos, con sus
elevadores-jaulas. Escucho acercarse el elevador. Lo oigo asen-
tarse y se abren las puertas. Ya estoy dentro y oprimo el botón,
pero justo cuando las puertas se están cerrando, alcanza a co-
larse Gregoire. Con él entra como una nube su perfume y yo
lo absorbo, un poco sin querer. Louise, por poco no te alcanzo.
Qué suerte, pienso. Qué suerte, digo. Qué suerte, dice. Sonríe,
y no puedo evitar sonreír mientras me destrozo las cervicales
para sostenerle la mirada. Siento el sudor que escurre por mi
cuello, entre mis pechos y de mis axilas. Qué vergüenza, pien-
so. Traigo puesto un vestido blanco, vaporoso. Me aprieto sobre
mí misma para contener el sudor. Gregoire, en cambio, estira
los brazos y coloca las manos detrás de su cabeza. Aprieta los
ojos y bosteza. Qué cansado estoy. No se preocupe, Gregoire,
ya me voy a encargar yo de los peques, pienso. Sí, hace mucho
calor, digo. El elevador termina de cerrar sus puertas, da un
pequeño saltito y comienza a subir. Los dos suspiramos. En-
tonces, nos miramos y nos da risa. Pero de pronto siento un
jalón en el vestido. Mi sonrisa se deforma. Él pone cara de
desconcierto. Cada vez jala más fuerte, me cuesta trabajo man-
tenerme vertical. Busco con la mirada y encuentro la causa.
Mi vestido se atoró cuando se cerró la puerta del elevador. Con-

383
DRAMATURGIA

forme va subiendo, mi vestido lucha por quedarse en el piso


de abajo, mientras yo lucho por mantenerlo en mi cuerpo. La
tela comienza a tronar y de pronto, de un dos por tres, estoy
semidesnuda frente a Gregoire. El vestido se prestaba para no
usar brassiere, así que aquí estoy, con las chichis al aire frente
a Gregoire. Los ojos de ambos crecen tanto que parecemos pes-
cados mirándonos. Gregoire, como un caballero, evita mirar,
pero mis pezones, como dos pupilas, le guiñan. Sudamos tanto
que nuestros pies chapotean. ¡Louise! Sus brazos se abren y
bracean sin saber dónde posarse. Quiere solucionarlo todo,
como un caballero. Los míos tapan, entonces, mis senos, pero
entonces mi entrepierna comienza a guiñar. Gregoire, de pron-
to, encuentra dónde colocar sus brazos: en las solapas de su
chamarra. Casi la arranca de su espalda y me cubre. Todo está
bien, no pasa nada. Sí, todo está bien, Gregoire. Su perfume
huele delicioso. Y yo miro sus pupilas, redondas y gigantes, os-
curas, como las de un gato. Reímos, pri­mero en silencio y luego
a carcajadas. Gregoire. Louise. Entonces se abren las puertas
del elevador y miramos como por reflejo hacia la puerta de su
departamento. Su esposa está allí, con la peque en un brazo y
el niño a un lado, tomado de su otra mano. Dame a tus hijos,
yo sí sé lo que necesita Gregoire, pienso. Pero Gregoire voltea
a mirarme, con la boca muy abierta. ¿Lo pensé o lo dije?
¡Louise! ¡Louise! C’est trop tard. L’école, Louise. Quel est ton
problème? Pardon. Pardon, pardon.

Seis

María: Cállate, cállate, niñito,


pronto, toma tu lechecito.
‘Orita viene tu papacito
para que te lleve a pasear.

Como cosquillas, como cuando escurre una gota de sudor o


una lágrima por tu cara, pero más lento, pero por dentro. Más
bien, como cuando sientes cómo se va formando la saliva en

384
DAVID EUDAVE

tu boca, o cuando tienes ganas de mear y no viene, y luego vie-


ne, lentamente, el pequeño río, minúsculo, que va abriendo los
canales igual de minúsculos.

Una camiseta te hago


que te vas a poner
el día de tu santo,
del señor san José.

A veces también arde y es como un río minúsculo de fuego,


como el borbotón de sangre en una herida o el chorro que dis-
para tu vientre en los días de la sangre. Pero entonces tú tienes
pegado a tu chichi al niño. Su boca suave, caliente y húmeda,
con el ir y venir de aire caliente, cubre la salida. Sale del inte-
rior de la carne y pasa a la otra carne, en un tránsito tibio y flo-
tante. Nunca toca el mundo.

Cállate, cállate, niñito,


pronto, toma tu atolito.
‘Orita viene tu abuelito
para que te lleve a pasear.

Todo ocurre en secreto y en minúsculo: primero una tormenta


eléctrica que se abre como un sol desde el centro de tu chichi;
si durara más, casi podrías ver los relámpagos bajo tu piel;
luego el río y luego la explosión del volcán. Todo allí, en chi-
quitito. Y todo bajo el velo de la boca del niño, en un claroscuro
rosado.

Duérmete, duérmete, niñito,


acuéstate, acuéstate, mi corazón.
‘Orita vienen tus hermanitos
para que te lleven a pasear.1

1
“5 cuartetas de la danza del Huenche Nene”. Transcripción propia, del disco
Arrullos y sentimientos de los mazatecos, chinantecos y zapotecos de Oaxaca. Méxi-
co, Conaculta-Fonca, 2002.

385
DRAMATURGIA

Siete

Malinalli: Hoy es el día de salir a recoger los hongos. Mi mamá


me había dicho que me iba a peinar de una manera especial. No
sé cómo, pero yo me imaginaba… no sé, como el peinado de la
princesa Leia. Sí me alcanza el pelo. Pero como mi mamá no
está, es mi tía la que me ayuda a arreglarme. Poquito, mientras
Cindy no da lata. Yo le quiero platicar mi idea de la princesa Leia,
pero mi tía se muere de la risa y me dice que si estoy chiflada,
que así no se usa, y me hace una trenza común y corriente. Ten-
go ganas de que acabe mi tía para deshacerme la fregada trenza
y hacerme mis dos churritos de la princesa Leia, pero justo em-
pieza a chillar Cindy y mi tía se desaparece como por arte de
magia… ¿Qué pasó, chaparrita? ¿Tienes hambre o nomás te
asustaste de abrir los ojos y estar solita? ¿Te preparo un bibi? Ya
me urge que hables, canija, porque nomás tengo que estarte adi-
vinando. Te preparo un bibi, pero de volada, que ya mero me
tengo que salir a los honguitos. Sí, como los de tus patas, pero
menos apestosos, manita. Patas de cheto… Total que le hago el
bibi y la paseo un ratón hasta que llega mi tía. ¿Ya te tienes
qu’ir, m’ija? ¿Pos qué estás esperando? Tía, está viendo y no ve,
que la Cindy no se alimenta sola y usté quién sabe dónde anda-
ba… Me imagino que le digo, pero no le digo nada. Chitón. Y
nomás le digo: ahí se la encargo, y me salgo, y le camino un
buen ratote todavía, con la luna de frente, hasta las faldas del
monte, que es donde nos citaron… Hay un montón de morritos
y morritas, todos echando humo como si estuviéramos fuman-
do. Pero cuál fumando, pinche frío. Y está don Servando, pero
en plan serio, tipo Yoda: seguir me tienen que, hasta yo que diga
les. No, no es cierto, nomás así, bien serio. Total que ya le da-
mos hasta donde están los pajaritos y los sanisidros. ¡Teonaná-
catl!, dice don Servando, y ‘ora sí, a darle, que nomás ustedes
los pueden tocar, quesque porque nomás ustedes están puros.
¡Pura madre! Si la Mary ya está más impurificada que pa’ qué te
cuento, y me dice: vente pa’cá. ¿Pa’ dónde?, le digo, no vaya a
ser. ¡Cállate, mensa!, pa’cá, atrás de la lomita, que no nos vean.
¿Y ‘ora qué chingaos quieres, pinche Mary?, le digo. Vamos a

386
DAVID EUDAVE

probarlos, wey. No, estás pero si… no, le digo. No manches, si se


enteran nos linchan, mana. Ya, no seas pinche aguachile, pin-
che Mali, así de rapidito, nomás a ver qué pasa… ¡Uta! Qué la
fuerza nos acompañe, pinche Mary, le digo, y ¡zas! ¡Uno, dos,
tres, cuatro, cinco honguitos!... Y nada. ¿Y ‘ora qué, pinche
Mary? Pos nada, pos sabe. Y ahí nomás, nos aplastamos un
ratito. ¿Qué? ¿Nos echamos otros? Nel pastel, a mí me dijeron
que nomás los que vienen juntitos. Sobres, no vaya a ser. Sí,
no vaya a ser. Y ahí nomás nos quedamos otro ratote. Pero ya no
oímos a los otros morros. Vamos a ver qué pedo, ¿no? Sobres.
Nos paramos y ¡zas!, la guacareadota. Se me va a voltear la pan-
za, mana. ¿Mana? ¿Mary?
María: (Rodeada por un halo psicodélico y con peinado de prin-
cesa Leia.) Nopiltze, hija querida, hilito de mi carne.

Malinalli se parte de la risa.

Malinalli: ¿Y ‘ora qué traes, pinche Mary?


María: Tloqueh Nahuaqueh, el dueño del cerca y del junto ha que-
rido que vengas a encontrarte conmigo, con la madre de tus
padres, conmigo, que soy principio de la fibra de tu aliento. Es-
cucha mi palabra /
Malinalli: Tú no eres Mary.
María: El nombre que me dieron es María, pero no es el que mis
padres me dieron.
Malinalli: ¿Quién es usted?
María: Soy ala, soy cola, soy fibra de maguey.
Malinalli: Señora, usté perdone, no le entiendo y me tengo que
ir, estamos juntando /
María: Teonanácatl, la carne de los dioses, lo sé.

Pausa.

Malinalli: Me siento rara.


María: Malinalli. No tengas miedo, que no entre en tu corazón el
cascabel de la víbora.
Malinalli: ¿Quién es usted? Nunca…

387
DRAMATURGIA

María: No mires los colores y los brillos, no escuches la gritería,


voltea tus ojos para adentro, escucha adentro, escucha el tam-
bor de tus entrañas, los ríos que corren debajo de tu piel, los
cantos que te salen sin querer. Yo también los he cantado, ahí
contigo, adentro de ti. Soy tu aliento, tu canto, tu palabra.

Tararea una tonada suave y repetitiva. Malinalli cierra los ojos y


la sigue.

Malinalli: ¿Qué quiere?


María: ¿Qué quieres tú? Eres tú la que viniste a mi casa, la que
entraste a mi sueño.
Malinalli: Yo no sé, yo nomás estaba… (Pausa.) ¿Por qué? ¿Por
qué me tocó vivir aquí? Si por mí fuera, hubiera nacido en otro
lado y con otras gentes. Hablaría en inglés, y sería flaquita y
güera y tendría los dientes derechitos /
María: Éramos… varias, acaso unas quince, acaso unas veinte,
fresquitas, como tú, apenas aprendiendo a andar la tierra, ape-
nas creciendo en nuestros pechos la carne, apenas aprendien-
do las lágrimas y los calores de tlalticpacayotl, lo que es de la
tierra. Unas éramos pipiltin, gente de linaje, hijas de ocelotes,
de águilas; otras nomás maguey, maicito. Nos recogieron to-
das juntas, como mazorcas, y nos aventaron como al tianguis,
a ver quién nos recogía /
Malinalli: Tú no eres de aquí.
María: No soy, pero sí soy.
Malinalli: ¿De dónde vienes?
María: La más famosa de nosotras se llamaba como tú, Malinalli,
hierba.
Malinalli: ¿Hierba?
María: Pero luego la llamaron Marina, doña Marina, Malintzin /
Malinalli: ¿Malinche?
María: La Malinche.
Malinalli: ¿Tú eras de…?
María: Sí.
Malinalli: ¿Por qué estoy aquí?

388
DAVID EUDAVE

María desaparece.

Malinalli: María, ¿por qué estoy aquí? ¿María? ¿Por qué ha de


ser, wey?, me dice la Mary. Y no me digas María, pinche Mali,
si ya sabes que me choca. ¿Qué pasó?, le digo. No manches
que no te acuerdas. Yo nomás me encojo de hombros. ¿Serio?
¡Me asustaste un buen, pinche Mali! Después de la guacarea-
da… ¿sí te acuerdas que guacareaste, no? Te quedaste como
ida mirando a la lomita, como si se te hubiera aparecido la
virgencita, wey. ¡No manches! Yo nomás me río. Jajaja. ¿Qué
estabas viendo, mana? Nada… le digo, sabe…

Once

María: No lo hice queriendo. No lo hice. Pasó. No sé cómo. No


recuerdo. Yo no estaba. Estaba, pero no completa. Estaba muy
cansada. Fue un día especialmente duro. Desde que nació mi
hijo, con los ojos claros, la señora me empezó a tratar distinto.
La entiendo, pero a quien debía tratar distinto era al señor. Yo
no… tuve nada que ver. India ofrecida… pero me decía así:
india ofrecida, simia. Sus amigas se reían. Ese día estaban va-
rias señoras y todo el día fue de india, simia, María, trae esto,
ahora llévatelo, otra vez tráelo, llévatelo y otra vez y otra vez
y otra vez. A ver, enséñanos las tetas. “¿Veis? Es una simia.
Prieta. No te dé vergüenza, María, eres una simia, los anima-
les pueden estar desnudos. Qué asco dan tus tetas prietas, tus
pezones tan grandes, tan negros. Tus tetas llenas de venas ver-
des y de rayas blancas. Deformes” … Y luego, ya en la noche,
llegó el señor. “Calienta agua, María”. Yo ya sé lo que signifi-
ca “calienta agua, María”. “Dime, María, ¿todos vosotros sois
iguales? ¿De dónde os sale el orgullo? No lo entiendo. Si na-
cisteis para bajar la cabeza, ¿por qué claváis los ojos? ¡No me
mires! ¡Te estoy diciendo!... ¿Te lavaste, María?” Sí, señor.
“Ven, lávate otra vez”… Cuando llegué con el niño ya estaba
muy cansada. Pero estaba llorando de hambre. “¿Qué no lo
escuchas, María?” Sí, lo escucho, ya voy. Se prendió a mi chi-

389
DRAMATURGIA

chi. Me ardían los pezones. Me puse a cantarle, para no pensar


y para que se durmiera pronto, y a mecerme con él.

Gazi si nana
gazi si tata
cuanu un mediu
chunu ra yudu.
Son son zonso mañoso
son son zonso mañoso.
Gazi si nana
gazi si tata
cuanu nu mediu
chu zinu pan dxiapa.
Son son zonso…2

Se va quedando dormida.

Cuando desperté la vela ya se había consumido, ya no estaba


mamando y lo llevé a acostar. Yo no me di cuenta. Pasó.

Doce

Louise: Muñequita linda


de cabellos de oro /

Tú sí tienes los cabellos de oro. Mi mamá me la cantaba, pero


yo no tengo los cabellos de oro, muñequita linda. Ni siquiera
rojos. No se lo digas a nadie, ehhhh. Shhhhhh, es mi secreto.
Probé con los cabellos de oro, pero se notaba demasiado. Y yo
tendré muchas cosas, pero no mal gusto. El rojo le va bien a
mi cara, combina con mis pecas. Esas sí son reales. No creo

“Que duerma la nana / que duerma el tata / robaremos un medio / para ir a la igle-
2

sia […] Que duerma la nana / que duerma el tata / robaremos un medio / para comprar
pan duro.” “Gazi si nana”, del disco Stidxa riunda guendanabani ne guenda Guti sti
binni zaa: Canciones de vida y muerte en el istmo oaxaqueño. México, inah, 2002.

390
DAVID EUDAVE

que nadie se la crea, de todos modos, pero, por lo menos, com-


bina. Tú la tienes fácil.

Muñequita linda
de cabellos de oro,
de dientes de perla,
labios de rubí…

Para empezar, vas a ser no guapa, guapísima. Como para ser


modelo. Y sí eso no te late, igual vas a hablar como ochocien-
tos idiomas, viajar por donde quieras… ¿Qué tal que eres la
primera presidenta en la historia de Francia? ¿Qué tal? ¡O me-
jor! Una actriz famosa, muñequita linda.

Dime si me quieres
como yo te adoro,
si de mí te acuerdas /

¿Te vas a acordar de mí? No creo. Ojalá.

si de mí te acuerdas
como yo de ti.

Tú la tienes fácil. No, allá está cañón. Aunque estudies en es-


cuela de paga, según “hablas” francés. Pero llegas acá y te
escuchas faaaalsaaaaaa… Yo sí me voy a acordar de ti,

muñequita linda.

Tú no. Tú me vas a meter a tu saco de niñeras, como me dije-


ron. Y está bien. Pero nadie te va a cantar tan bonito

Si te quiero mucho,
pero mucho, mucho,
tanto como entonces,
siempre hasta morir.

391
DRAMATURGIA

Y un día vas a escuchar la canción en, pongamos, una de esas


pelis coreanas raras, en un autocinema, con la luna de fondo,
y vas a pensar: “Yo eso lo conozco”. Y te vas a acordar de tu
niñera mexicana. No de mi cara, pero de algo. A lo mejor de
mi olor.

Y a veces escucho
un eco divino
que envuelto en la brisa
parece decir:
Chiquitita güera,
cachetitos rosas,
pielecita blanca,
hueles a pipí.
Tengo que cambiarte,
pero me da hueva,
por fa no te roces,
vuélvete a dormir.

392
Gabriela Román Fuentes

Vagales

II

Marina
Hermana no llegó.
10 horas 7 días 1 año
Si hubieran hecho apuestas, leído cartas, hubiera salido yo.
Todo apuntaba a mí.
Traes un blanco
pintado en la espalda
dicen las vecinas
gordas.
Esas cerdas mochas lo hubieran preferido.
Cualquiera hubiera
pensado
que serías tú.
Cualquiera lo hubiera preferido.
No ella.
Llévense mejor a ésta
A ti.
el diablo con chichis.
Pero fue hermana
Hermana

393
DRAMATURGIA

VI

Ella acostumbra a leer el periódico.


La nota roja.
Pone especial atención a las fotos:
cabezas aplastadas,
úteros destrozados por algún palo astillado.
No es morbo, se dice.
Es un entrenamiento.

Toma el cronómetro en la mano.


Corre tiempo.
Cuántos segundos transcurren antes de llorar,
marearse, vomitar.
Diez segundos.
Para el cronómetro. 
Ella tiene arcadas.
Corre de nuevo el tiempo.
Cada segundo más es un triunfo.

Segundo ataque de arcadas.


Once segundos.
Corre tiempo.
Entrenamiento para la inmutabilidad.
Por si llega a ser necesario.
Ella cree que está haciendo grandes avances.

XIV

Marina: Sospechoso número uno.


Dafné: Hombre calvo y sucio. Lo he visto drogarse y agarrarse el
pito siempre que pasan las señoras del mercado. Les grita co-
sas. Las olfatea. Creo que tiene sarna.
Marina: Se droga.
José: Dicen que hizo cachitos a su esposa porque no cocinaba bien.

394
GABRIELA ROMÁN FUENTES

Perseguirlo hasta que se da cuenta


y los amenaza.
¡Estúpidos niños!
Después perderlo.
Reencontrarlo en la portada de un
periódico amarillista
Marina: (Con un periódico en las manos.) No mames, es el viejo
ese.
El rostro destrozado, femoral mordida.
Dafné: Qué asco.
Crimen pasional: Amor-didas. reza
el pie de foto, junto a una mujer de
senos grandes con dos areolas
gigantes de materia oscura.
Dafné: No veas eso.
Pero el niño-adolescente observa
esos senos gigantes, labios hinchados.
Marina: Siempre aparecen estas viejas a un lado de los muertos.
Dafné: Es enfermo.
Marina: Creo que eso hace algo en el cerebro. Tanta sangre y chi-
chi junta.
Dafné: Deja de verla.
Marina: Chichis sabrosas, un baleado, unos labios antojables, un
destazado. Chichi, sangre. Chichi, sangre.
Dafné: Me dan ganas de vomitar.
Marina: Al apéndice se le antoja.
José: Cállate, bruja.
Marina: Pienso que, al final, chichis y sangre terminan siendo una
misma cosa. Después se vuelve difícil ver chichis sin sangre. Les
debe entrar una nostalgia de sangre cada vez que ven una mujer.

Dafné le arrebata el periódico y lo destruye.

XVIII

Marina: Sospechoso número tres.

395
DRAMATURGIA

José: 55 años, más o menos. Lo he visto mirando a las chicas.


Jovencitas todas: cabello largo,
lacio y oscuro.
José: Delgadas.
Marina: Para que no le den mucha lata.
José: Casi siempre las sigue de cerca. No deja de verles ahí…
Sexo, niño tímido
José: Sobre todo en la noche, cuando cree que nadie más lo ve.
Dafné: Lo conozco. Todas lo conocemos. Nadie se acerca a esa
rata miserable.
Después de las 6, no pases por
San Andrés.
Dafné: Su calle está prohibida. Todas las mamás te lo advierten.
Hasta mi mamá lo hacía.
A lo lejos, el hombre merodea. Se
esconde entre los autos. Espera la
próxima presa.
Marina: Agáchense.
Los niños se esconden.
tic, toc, tic, toc
Nadie se acerca.
El hombre fuma, se impacienta.
Marina: Chingada madre.
Dafné: ¿Qué?
Marina: No viene nadie.
José: Mejor.
Marina: Necesitamos pruebas, apéndice.
Shhhhh. Alguien se acerca.
Todos callan. Es una joven. Muy
joven. Cabello largo, lacio
y oscuro.
Marina: Es igual...
Dafné: Cállate.
Él la observa acercarse. Ella
camina, celular en mano,
desconociendo el mundo que la
acecha detrás de un Vocho.

396
GABRIELA ROMÁN FUENTES

Apagar el cigarro con pie experto.


Olerla pasar. Seguirla a unos pasos,
sin discreción, de quien conoce
su oficio.
José: Ni siquiera lo ve.

crrac, cracc.
Dafné: Lo oyó.
Ella lo oye acercarse. No se atreve
siquiera a voltear. Lo huele y eso le
basta para que se le crispen los
vellitos de la espalda. Pasos más
rápidos, seguidos.
José: ¿La ayudamos?
Marina: Aguanta, apéndice.
Correr como último gesto
desesperado, huir de ese aliento.
Casi la alcanza.

José corre hacia donde se encuentra ella.

José, el héroe. Pero el otro ya está


demasiado cerca. La chica lo tiene tan
cerca, ya alcanza a ver toda la historia de su
rostro: arrugas, acné y cicatrices del
hombre. La alcanza.
José: Déjala, maldito.
José gritando del otro lado de la acera.
Descubierto, el hombre comienza a alejarse.
La chica sigue corriendo. Dirección
equivocada.
Dafné: ¡Cuidado!

Ruido de enfrenón y accidente automovilístico.

crrac, cracc
Un auto la arrolla.

397
DRAMATURGIA

La retiene entre sus llantas,


sujeta por su cinturón al muelle.
crac
Un amasijo de sangre, gritos y
carne molida.
El hombre huyendo, los testigos
tratando de auxiliar un cuerpo ya
amorfo, ya ausente, que apenas
alcanza a jalarse la blusa que se ha
subido, buscando una falda
perdida unos metros atrás, viendo
un cielo gris de una sola estrella,
que se apaga detrás de una nube,
al mismo tiempo que ella.

XX

Marina:
Anoche me vestí de muerte
Vestidito prostituta,
escote tentación
Caminé por las calles vacías a la hora del diablo
Vestidito prostituta,
escote tentación
Para que me recogiera cogiera acogiera algún ocioso
Labios rojo hinchado
Y ningún hijo de puta que me suba a su auto camioneta moto
me lleve a algún hotel terreno campo
Los pocos hijos de puta que me miran, sólo observan mis
lágrimas medias negras
Se acercan, me esquivan
Imaginan sífilis sida hepatitis ladillas
Una patrulla se acerca

Labios rojo hinchado

398
GABRIELA ROMÁN FUENTES

Vestidito prostituta, escote


tentación

Me interrogan esculcan
revisan mi credencial de colegio puta adolescente
Me suben

Manejan por calles conocidas

Cerrar los ojos para no ver mi último camino
El camino

Espero me dejen irreconocible
Verde violeta negra
Irrecuperable
Para que se cansen de buscarme
A mí
Un súbito enfrenón delante de un foco
Destazada bajo una luna artificial
Dirá mi lápida
Abren la portezuela, tiran de mi cuerpo
Opones resistencia
Me empujan hacia un portón
Mi bolso estrellado en la oreja
Los cobardes arrancan
La patrulla perdida entre bendiciones y buenos consejos
Me han dejado a la puerta de mi casa
Entera sana salva
Estúpidamente viva
Estúpidamente presente.

399
DRAMATURGIA

XXI

Dafné abofetea a Marina.

Dafné: No lo vuelvas a hacer. ¿Me oíste?



Pausa

Dafné: Lo haremos juntas. Promete que no irás sola. No te expon-


gas, por favor. ¿Lo prometes? Seremos las dos, un escuadrón
asesino si quieres.
Marina: No somos amigas, ¿recuerdas?

Entra José con unas latas en la mano.

Dafné: Hoy iremos.

400
Luis Eduardo Yee

Una cabra

Una cabra: Contar huesos. Los de mi pata. Uno... cuatro. El sol.


Lo quiero tapar pero se siente rico. Aunque sólo me calienta
un lado. En el otro me pica el suelo. Quiero flotar y dar vueltas
para que el sol se sienta rico en todo el cuerpo, pero no lo
hago. No sé cuánto llevo aquí ni cuánto me vaya a quedar.
Tampoco sé contar. Y hoy me dieron ganas de hacerlo. Contar
huesos. Los de mi pata. ¿Cuántos son? No sé otras palabras:
uno… cuatro… Hay más. Estoy segura que hay más, pero no
las recuerdo. Una cabra… tres cabra… ¡tres! ¡Esa es otra pala-
bra: Tres!… ¿Pero qué es tres? Concéntrate en los huesos de
la pata. Uno… cuatro y tres… tres. Mi pata. Los huesos de mi
pata…
Sombra: Estaba pensando algo el otro día.
Una cabra: ¿Cuándo?
Sombra: No sé. Era otro día.
Una cabra: Y estabas pensando.
Sombra: Sí. Y ahora no puedo recordarlo.
Una cabra: Quizá después.
Sombra: Sí.
Una cabra: Intento recordar palabras.
Sombra: ¿De qué tipo?
Una cabra: Para contar. Contar huesos. Los de mi pata.
Sombra: No conozco muchas para eso. ¿Puedo ayudarte?
Una cabra: Voy en tres.
Sombra: Es una buena palabra. Suena bien.
Una cabra: Fue la última que recordé.

401
DRAMATURGIA

Sombra: ¿Y para qué la usaste?


Una cabra: Todavía no lo hago. No sé qué hueso de mi pata pue-
de ser tres.
Sombra: ¿Cómo es?
Una cabra: ¿Mi pata?
Sombra: El tres. Deberías empezar por ahí.
Una cabra: Es difícil decirlo. Nunca he visto el tres. Pensaba que
tres sólo era una palabra. Además, el sol me quema.
Sombra: ¿Qué es eso?
Una cabra: ¿Qué cosa?
Sombra: Nunca me ha quemado el sol.
Una cabra: Se siente rico. Dan ganas de flotar y que te queme en
todo el cuerpo.
Sombra: Espera.
Una cabra: ¿Qué?
Sombra: ¿No te quema todo el cuerpo?
Una cabra: Sólo un lado. Hay que girarse. O flotar. Pero no pue-
do. Flotar.
Sombra: No te entiendo. Lo único que sé del sol es que es lo más
grande que existe. Y ahora vienes tú a decirme que la cosa más
grande de todas no es capaz de quemarte todo el cuerpo al mis-
mo tiempo.
Una cabra: No es tan grande. Yo lo puedo tapar con mi pata.
Sombra: ¿En serio?
Una cabra: Puedo hacerlo. En serio. Lo he hecho. Hace un mo-
mento, justo antes de recordar la palabra tres, lo iba a hacer:
tapar el sol. Pero no quise.
Sombra: Debe ser increíble no ser la consecuencia de algo.
Una cabra: Como el sol.
Sombra: No imagino lo que se siente ser eso, allá tan lejos, decep-
cionando a tantas cosas. Incapaz de quemar todo al mismo tiem-
po, aunque sea lo más grande que existe. Qué porquería. Creo
que prefiero continuar así, siendo la consecuencia de algo.
Una cabra: Uno… cuatro… tres…
Sombra: ¿Cómo es?
Una cabra: No se puede ver bien. Como ahora. Si yo intento po-
ner mis ojos en él no lo lograría. Hay que cerrarlos o taparlo

402
LUIS EDUARDO YEE

con la pata, pero si lo tapo dejo de verlo, entonces no puedo


saber cómo es.
Sombra: Lo único que sé es que es lo más grande.
Una cabra: No sé. Debe haber cosas más grandes.
Sombra: Tu pata.
Una cabra: No.
Sombra: Pero lo tapa, tú dijiste, entonces debe ser más grande.
Una cabra: Está lejos. Eso es lo que pasa. Entonces, si cierro un ojo
es más fácil. Arrugo un poco la cara para que mis ojos aguan-
ten por un momento la luz, elijo cerrar uno y luego pongo la
pata justo encima. Es como un truco. De repente eso que quema
todo, parece que se encoge, y entonces ahí puedo ponerle deba-
jo la pata y taparlo.
Sombra: ¿Eres estúpida?
Una cabra: No entiendo.
Sombra: Dijiste que podías tapar al sol.
Una cabra: No entiendo. Eso dije.
Sombra: “Arrugo un poco la cara para que mis ojos aguanten por
un momento la luz, elijo cerrar uno y luego pongo la pata jus-
to encima”. Lo que haces no es taparlo. Las cosas seguramen-
te siguen quemándose o sintiendo rico, mientras tú lo único
que hiciste fue tapar tu propio ojo. No desapareces nada.
Una cabra: Sigo sin entender. ¿Cómo podría hacerme responsa-
ble de todas las demás cosas? Te digo que lo tapo. Al poner mi
pata justo encima de mi ojo, o debajo de él, del sol, desapare-
ce, y entonces puedo decir que lo tapo. Porque ya no está. Sólo
hablo de lo que yo veo o dejo de ver. No entiendo las conver-
saciones que hablan de todas las cosas.
Sombra: Como sea.
Una cabra: Porque no se puede. Hablar de todas las cosas. No
podría nunca imaginar lo que se siente ser el sol porque no soy
tan grande como él, tampoco el viento, ni otra cabra. No sé si
todos pueden tapar el sol con su pata. Algo así no puede saberse.
Sombra: Me gustaría, aunque fuera por un momento, saber o po-
der imaginar lo que se siente ser una causa, de algo, de cual-
quier cosa, y poder decir, aunque sea algo estúpido: “puedo
tapar el sol con mi pata”.

403
DRAMATURGIA

Una cabra: No debe haber mucha diferencia entre todas las cosas.
Sombra: No se puede saber, lo acabas de decir.
Una cabra: Solo pienso que debe ser muy parecido.
Sombra: No se puede saber.
Una cabra: …
Sombra: …
Una cabra: Uno… cuatro…
Sombra: ¿Insistes?
Una cabra: Tres… es difícil.
Sombra: Eres estúpida. Eso es lo que pasa.
Una cabra: No entiendo.
Sombra: Contar los huesos de tu pata no puede ser difícil. Inútil
sí, en todo caso, pero el asunto aquí es que no puedes contarlos
porque no lo sabes hacer.
Una cabra: Puedo tapar el sol, pero contar mis huesos es difícil.
Intento imaginar que mi pezuña es uno, pero nunca he sabido
cómo es el uno. Yo he sido todo. Una cabra, cuatro cabra. En-
tonces me confundo.
Sombra: Espera, ¿cómo que has sido todo?
Una cabra: Sí. No. Por lo menos he sido muchas cosas. Una ca-
bra… cuatro cabra. Sí, muchas cosas.
Sombra: ¿Has sido sombra?
Una cabra: No lo sé ¿Qué es eso?
Sombra: Yo soy sombra.
Una cabra: Entonces me parece que no. Hasta donde recuerdo
siempre he sido esto: una cabra. Sombra no.
Sombra: ¿Y cómo lo decides?
Una cabra: ¿Qué cosa?
Sombra: Ser una cabra o cuatro cabra.
Una cabra: No lo sé.
Sombra: Ahí está, eres estúpida, eso es todo. No sabes nada.
Una cabra: Eso no es ser estúpida.
Sombra: Si por lo menos supieras más palabras para contar, esta
conversación tendría sentido, pero estamos aquí perdiendo el
tiempo intentando que cuentes los huesos de tu pata cuando ni
siquiera eres capaz de saber de qué depende que algo sea lo
que es u otra cosa. No entiendo cómo dices que se puede ser

404
LUIS EDUARDO YEE

más de una cosa a la vez. Yo soy sombra, y ya está, no otra cosa.


Nunca seré una cabra o cuatro cabra, me daría asco ser el sol.
Una cabra: Hace rato dijiste que te gustaría ser la causa de algo.
Sombra: Cambié de opinión. Ahora no hay nada que me parezca
más estúpido.
Una cabra: Dices mucho esa palabra, ¿qué es exactamente?
Sombra: Eres tú. Eso es “estúpido”.
Una cabra: Entonces soy eso además de ser cabra.
Sombra: Pues ya está.
Una cabra: Pero tú dices que nunca has sido otra cosa.
Sombra: Jamás.
Una cabra: Sólo sombra.
Sombra: Desde siempre y para siempre.
Una cabra: ¿Y qué es lo que eres exactamente?
Sombra: Ya te lo dije: sombra.
Una cabra: No. No entiendo. No te entiendo. En algún momento
debes haber sido otra cosa. Por lo menos una sombra o cuatro
sombra.
Sombra: ¿Me estás contando?
Una cabra: No sé, ¿lo hice?
Sombra: Eso creo. Por lo menos nunca había sido una sombra.
Siempre había sido solo sombra, así sin más, y ahora vienes tú
a decirme que en algún momento debo haber sido una sombra o
cuatro sombra. ¿En qué momento tú has sido otra cosa? Dijis-
te que has sido muchas cosas.
Una cabra: No lo sé. Sólo ha pasado.
Sombra: Maldita sea, piensa. Estamos, quizá, ante algo importan-
te. Una vez más: ¿en qué momento has sido otra cosa?
Una cabra: No recuerdo. Fue otro día. No sé cuál.
Sombra: ¿Hace cuánto?
Una cabra: No tengo idea. Cómo podría saber algo así si no sé
contar. Tú lo dijiste.
Sombra: Necesitamos ayuda.
Una cabra: ¿Para qué?
Sombra: Necesitamos saber cuándo has sido otra cosa. Hace cuán-
to sucedió.
Una cabra: Dijiste algo.

405
DRAMATURGIA

Sombra: He dicho muchas cosas.


Una cabra: Pero fue algo importante.
Sombra: Por supuesto. ¿Qué fue?
Una cabra: Dijiste que siempre habías sido una consecuencia.
Sombra: …
Una cabra: Eso dijiste.
Sombra: Eso dije.
Una cabra: Entonces no solo eres sombra sino también una con-
secuencia.
Sombra: Eso dije.
Una cabra: ¿Cuándo?
Sombra: Hace un momento.
Una cabra: ¿Y ahora qué eres?
Sombra: Lo mismo, creo.
Una cabra: ¿Cómo puedes ser dos cosas a la vez?
Sombra: No lo sé.
Una cabra: …
Sombra: …
Una cabra: Necesitamos ayuda. Algo que nos diga qué hacer o
cómo hacerlo. Contar.
Sombra: ¿Ves algo que nos pueda ayudar?
Una cabra: Está lejos.
Sombra: El sol.
Una cabra: Exacto.
Sombra: Imposible.
Una cabra: ¡Sol!
Sombra: ¿Qué haces?
Una cabra: ¡Soool!
Sombra: Cállate ya. Me avergüenzas.
Una cabra: ¡Sol, sol, soooooooool!
Sombra: No sé qué estás esperando que suceda. ¿Alguna vez has
hablado con el…
Una cabra: ¡Sol!
Sombra: ¡Que te calles!
Una cabra: ¡Sol!
Sombra: ¡Cabra estúpida, cállate de una vez!
Una cabra: ¡Soooool!

406
LUIS EDUARDO YEE

El viento: ¡Soooool!
Una cabra: …
Sombra: …
El viento: ¡Soool!
Una cabra: Eres tú, ¿verdad?
Sombra: No.
Una cabra: …
Sombra: …
El viento: ¡Soool!
Una cabra: Sombra, no es tiempo de mentir. Dime que eres tú.
Sombra: No puedo.
Una cabra: ¿Por qué?
Sombra: Porque no soy yo.
El viento: ¡Sooool!
Una cabra: ¡Maldita sea, sombra, estoy asustada!
El viento: ¡Stadaa!
Sombra: ¡Da la cara, tú… lo que seas!
Una cabra: ¡Sí, sal, tú, lo que seas!
El viento: ¡Ssssss!
Sombra: ¿En dónde estás?
El viento: Aquí.
Una cabra: ¿Dónde?
El viento: Contigo.
Sombra: Soy sombra, no me trates como idiota. Y a cabra tampo-
co. ¿Dónde estás?
El viento: Te digo que aquí, con ustedes.
Cabra: ¿Pero dónde? No te veo.
El viento: Porque no se puede.
Sombra: No. No escuches, cabra. Seguro has estado mucho tiem-
po bajo el sol y tu cabeza ya no funciona bien. Lo que sea que
eso sea, no está aquí, no dejes que te traten como idiota. Nun-
ca, ¿me oyes?
Una cabra: Pero…
Sombra: ¡Ya! No hay nada aquí. O dime ¿lo ves, ves eso que dice
que está aquí?
Una cabra: No.
El viento: Pues aquí estoy.

407
DRAMATURGIA

Una cabra y sombra: ¡Aaaaaaaaaaaaaah!


Sombra: ¡Deja de hacer eso!
El viento: ¿Qué cosa?
Sombra: ¡Hablar! Me asustas.
El viento: Perdón.
Sombra: Maldita sea, ya cállate. ¿Dónde estás?
Cabra: Ya dijo que aquí.
Sombra: No te dejes engañar, cabra, nunca, ¿me oíste? Este par-
lanchín nos quiere tomar el pelo. Seguramente cree que por-
que soy sombra, soy idiota, pero te tengo una sorpresa, maldita
cosa que no está aquí, ¡yo sí estoy! Y cabra también, y no te
ve, por lo tanto no estás. ¡Ahí tienes! ¡Te jodiste! ¡No estás
aquí!
Una cabra: ¡Sí, te jodiste!
El viento: Creo que no.
Una cabra y sombra: ¡Aaaaaaaaaah!
El viento: Aquí estoy.
Sombra: ¡Déjanos en paz! ¿Qué quieres? No hemos hecho nada.
Una cabra: Nada de nada, lo aseguro.
El viento: Gritabas.
Una cabra: No fue nada. No está prohibido gritar de todos modos.
Sombra: Bien dicho, cabra. Y tiene razón, ¿eh? Así que ahora lár-
gate… tú… cosa que dice que está aquí.
El viento: Puedo ayudar.
Sombra: ¿A qué?
El viento: Dime tú. Te escuché. Luego cabra se puso a gritar…
Sombra: Espera, espera… ¿me oíste? ¿Escuchaste cuando dije
que necesitábamos ayuda? Si acabas de llegar… ¡Corre, ca-
bra! ¿Huye antes de que… esta… cosa… te haga daño!
Una cabra: Contar. Eso es lo que quiero. Contar los huesos de mi
pata. Por eso gritaba.
Sombra: No tienes porqué darle explicaciones. Es más, ya nadie
dice nada. No puedes estar hablando con algo que ni siquiera
está presente. Eso es estúpido.
El viento: ¿Y gritabas para contar? No entiendo.
Sombra: No hables.
Una cabra: …

408
LUIS EDUARDO YEE

El viento: El sol está muy lejos. No creo que te escuche. No soy


un experto, pero dudo mucho que gritarle a algo que ni siquie-
ra puede escucharte ayude a que cuentes los huesos de tu pata.
Muéstrame cómo lo haces, vamos. Quizá puedo ayudar.
Una cabra: …
Sombra: Ni una palabra, cabra.
Una cabra: Pero…
Sombra: Silencio.
Una cabra: …
Sombra: Esta cabra no hablará hasta que no des la cara.
El viento: No tengo.
Una cabra: Como sombra.
Sombra: ¿Qué dijiste?
Una cabra: Como sombra. Sin cara.
El viento: Me presento: soy…
Sombra: Acabas de decir que no tengo cara.
Una cabra: Eso dije.
Sombra: Repítelo.
Una cabra: Sin cara.
El viento: Viento.
Sombra: ¿Me puedes explicar qué clase de broma pesada es esa?
Porque déjame decirte que todo este asunto de los huesos de tu
pata no me tiene de muy buen humor. Así que más te vale que
empieces ahora mismo a balar hasta que quede claro a qué te
refieres cuando dices que, como esta cosa que dice que está aquí,
yo tampoco tengo cara.
Una cabra: No bromeo.
El viento: Mucho gusto.
Una cabra: No tienes.
El viento: Entonces quieres contar los…
Una cabra: Nunca la he visto.
Sombra: ¿Nunca la has visto?
Una cabra: Jamás.
Sombra: ¿Estás segura?
Una cabra: Jamás.
Sombra: …
Una cabra: Perdón.

409
DRAMATURGIA

Sombra: …
El viento: Yo tampoco.
Sombra: ¡Cállate! ¡No ves que estoy pasando por un momento
difícil! ¿Sabes lo que se siente no tener cara?
El viento: Sí.
Sombra: ¡No sabes nada! ¡Nada me comprende en este momento!
El viento: Tampoco tengo cara.
Sombra: ¡Ya!
Una cabra: Dice la verdad. No tiene. Cara.
Sombra: ¡Ahora tú! ¿De qué lado estás? Pensé que éramos amigas.
El viento: Soy viento.
Una cabra: Y no tiene cara. Como tú.
Sombra: ¿Viento? No entiendo. ¿Qué es eso?
Una cabra: Yo sé. También se siente rico. Como el sol. A veces
no. A veces da frío.
Sombra: No me hables, traicionera. Deja que… esta cosa… Vien-
to o lo que sea que dices que es… hable.
El viento: No hay nada qué decir. Soy viento. ¿Qué más quieres
saber?
Sombra: No te veo.
El viento: Porque no se puede.
Sombra: Qué triste.
El viento: No es tan malo.
Sombra: A mí por lo menos me ven. ¿No es cierto?
Una cabra: Te veo. Sí.
El viento: No me molesta. A veces hasta es divertido. Hablan de
mí como si no existiera.
Sombra: ¡Eso! No existes. Ya le decía a cabra que seguro ha esta-
do mucho tiempo en el sol y su cabeza se calentó de más y
ahora no funciona bien.
Una cabra: Tú también estás hablando con Viento y no tienes la
cabeza caliente. Nunca te ha quemado el sol.
Sombra: …
El viento: Pero estoy aquí y podemos hablar. Necesitaban ayuda.
No sé muchas cosas, pero he estado en muchos lugares. Quizá
más que ustedes. Vamos, díganme qué hacían.
Sombra: Enloquecimos, cabra. Eso es seguro.

410
LUIS EDUARDO YEE

Una cabra: Contar huesos. Los de mi pata. Hoy me dieron ganas


de hacerlo.
Sombra: Existencia miserable: enloquecer sin cara…
El viento: ¿Para qué?
Sombra: …traicionada…
Una cabra: No entiendo. Sombra, ayúdame.
Sombra: … abandonada a mi suerte.
El viento: Quieres contar los huesos de tu pata. Debe haber algún
motivo. Puedo ayudarte, pero antes quisiera saber para qué
quieres contarte los huesos. Es una información importante, de-
licada, casi peligrosa.
Una cabra: ¡Por todos los pastos! ¿Peligrosa?
El viento: Oh sí.
Una cabra: ¿Escuchaste, sombra?
Sombra: Absolutamente sola…
El viento: Deja de quejarte. Estamos intentando contar los hue-
sos de la pata de cabra y tú solo estás ahí llorando por no tener
cara. Así que sé buena sombra y ayúdanos.
Sombra: Pensé que mi cara era como la tuya.
El viento: No tengo.
Sombra: No hablo contigo.
Una cabra: No. Como la mía no es.
El viento: Definitivamente.
Sombra: ¿Entonces?
El viento: ¿Contamos los huesos?
Una cabra: Pues eres sombra. Sólo eso. Oscurita. Plana. Igualita
en todos lados.
El viento: He visto cómo lo hacen. En muchas partes.
Sombra: ¿En serio?
Una cabra: Sí. No miento.
Sombra: No hablo contigo.
Una cabra: …
El viento: Lo he visto.
Sombra: …
El viento: ¿Quieres que te cuente?
Sombra: …
El viento: Es tu decisión.

411
DRAMATURGIA

Sombra: …
Una cabra: Oigan...
Sombra: Embustero.
El viento: ¿Eso crees?
Sombra: Farsante.
El viento: Como quieras.
Una cabra: Creo que se me quitaron las ganas. De contar.
Sombra: Charlatán.
El viento: Síguele.
Una cabra: A quién le importa. Son huesos. Los de mi pata.
Sombra: Dale, cretino. Habla.
Una cabra: Olvidemos todo. ¿Qué dicen? Ahora sólo quiero es-
tar aquí debajo del sol.
El viento: Entonces ponme toda tu atención.
Una cabra: Me gustaría flotar y dar vueltas para que me queme
en todo el cuerpo, pero no puedo. Ya no quiero contar. Nada.
Sombra: Ya la tienes, sabandija.
Una cabra: Ay, qué rico ¿no? Calientito de un lado. Y si me giro,
calientito del otro.
Sombra: Cabra…
Una cabra: Dime.
Sombra: Cállate.
Una cabra: Pero…
Sombra: Quiero escuchar bien.
El viento: ¿Estás lista?
Sombra: Nunca lo estuve tanto.
Una cabra: Ya no quie…
El viento: Hace mucho tiempo, en otro lugar que no es éste, un
día, aparecieron los números…
Sombra: ¡Momento!
Una cabra: Ya no quiero. Ya no quiero. Ya no quiero.
El viento: ¿Ahora qué?
Sombra: No entendí nada.
Una cabra: En serio. Ya no quiero.
Sombra: ¿Qué es todo eso que acabas de decir?
El viento: Lo que dije: hace mucho tiempo, en otro lugar que no
es éste, un día, aparecieron los números.

412
LUIS EDUARDO YEE

Sombra: Detente ahí.


Una cabra: Sí.
Sombra: ¿Los qué?
Una cabra: ¿Cuánto es mucho tiempo?
El viento: Números. Mucho es mucho.
Una cabra: Sombra.
Sombra: ¿Qué?
Una cabra: No entiendo nada.
Sombra: Por supuesto que no. No hay nada que entender. Esta
cosa sin cara no es más que mentira. Viene aquí a decirnos co­
sas que ni él sabe qué son, quién sabe con qué propósito. ¿Sa-
bes qué, tú, cosa que no está y que dice que es viento? Mejor
lárgate antes de que cabra y yo nos enojemos.
El viento: ¡Números!
Una cabra: …
Sombra: Haré por última vez esta pregunta y si no tienes una res-
puesta que nos satisfaga es mejor que no hables. No querrás
conocerme enojada, en serio. Así que ahí va: ¿Los qué?
Una cabra: ¿Números?
Sombra: Gracias, cabra. Ya oíste, sabandija. ¿Qué son esas cosas?
El viento: ¿No saben lo que son lo números?
Sombra: ¿Eres idiota?
El viento: Soy viento.
Sombra: Las preguntas no se responden con otra pregunta. Eso
no lleva a nada. Es un truco que te hace parecer inteligente.
¿Es así como eres, viento: un farsante que responde a las pre-
guntas con otras preguntas? Nunca te creí nada, desde el inicio
desconfié de ti. Te lo dije, cabra, no se puede confiar en algo
que ni siquiera se ve.
Una cabra: Sí, qué pérdida de tiempo. Qué decepción.
El viento: Se usan para contar.
Una cabra: …
Sombra: …
El viento: Los números. Sirven para contar.
Una cabra: …
Sombra: …
El viento: Pensé que lo sabías, cabra. Ambos.

413
DRAMATURGIA

Una cabra: …
Sombra: …
El viento: Pensé que eso intentaban hacer: contar.
Una cabra: Y sí.
El viento: Y no saben siquiera lo más básico. Y además te atreves
a insultarme, a decirme idiota, cuando aquí soy lo único que
sabe cómo contar. ¿Qué es idiota ahora, sombrita?
Sombra: Soy sombra, no estoy obligada a saber esas cosas. Y su-
poniendo que fuera como dices: que eres lo único que sabe
cómo hacerlo. No has dicho nada, no puedes comprobar nada,
no estoy segura de que lo que dices sea verdad. ¿Y si sólo es
otra de tus mentiras, una invención con la que te aprovecharás
de nosotras?
El viento: Le diste al clavo.
Una cabra: ¿Ahora un clavo?
El viento: De eso se trata.
Una cabra: Me perdí.
El viento: De inventar.
Sombra: Cállate, cabra. Démosle una oportunidad más. Sigue.
El viento: Preguntan que qué son los números. Pues acá tienen
su respuesta: invenciones.
Una cabra: …
Sombra: …
El viento: Eso son.
Una cabra: Invenciones para contar.
Sombra: Pensé que eran palabras.
El viento: Eso son.
Sombra: Maldita sea, no estoy entendiendo nada.
Una cabra: Palabras para contar.
El viento: Exacto.
Una cabra: Palabras inventadas para contar.
El viento: Eso mero.
Una cabra: Maldita sea.
Sombra: No entiendo.
Una cabra: Maldita sea.
Sombra: Deja de repetir eso.
Una cabra: Maldita sea.

414
LUIS EDUARDO YEE

El viento: ¿Qué le pasa?


Una cabra: Maldita sea.
El viento: ¿Qué haces, cabra?
Sombra: Se asustó. A veces le pasa, no te preocupes.
Una cabra: Maldita sea.
El viento: ¿Y qué hacemos? Se ve mal.
Sombra: Déjala, sólo no podrá hablar un buen rato. Mira, ya se está
poniendo tiesa. Es divertido, mira. Luego podemos gritarle o lo
que sea y no hará nada, en serio es muy divertido. Mira, mira, mira.
Una cabra: Maldit…
Sombra: ¡Sí! ¡Y es así como una vez más esta cabra comienza a
caer! ¡No, no, no, no, no! ¡Que algo la detenga! ¡Fuera abajo!
¡Cabra al aire! ¡Todos a sus refugios!
El viento: ¿Qué haces?
Sombra: Cállate, es divertido. Grita conmigo. ¡Ahhhhhhhhh!
El viento: Pero…
Sombra: ¡Grita!
El viento: ¡Se cae, se cae!
Sombra: ¡Se cae!
Sombra y el viento: ¡Se cayoooooó!
Una cabra: …
Sombra: ¡Amo que pase esto! Me emociona. Casi nunca suceden
cosas divertidas. No. Casi ninguna. Pero esto me rebasa ¿vis-
te? ¿viste cómo cayó? Fue increíble. De repente se pone muy
tiesa, se queda inmóvil y después de un rato, poco a poco,
hasta abajo. Me encanta. ¿Qué dices, lo disfrutaste? Di que sí,
si no, creeré que eres tonto o algo. Qué cosa no podría disfru-
tar algo así. Es lo mejor. Ojalá sucediera más seguido.
El viento: Eres rara.
Sombra: Soy sombra.
El viento: Pensé que te caía mal.
Sombra: No me interesas, pero mal no me caes.
El viento: Por lo menos hablas conmigo.
Sombra: Sí.
El viento: ¿Cuánto tiempo se queda así?
Sombra: Esa es una pregunta muy rara. Cómo podría saber la res-
puesta. Desde antes que llegaras ya estábamos discutiendo que

415
DRAMATURGIA

no sabemos contar y ahora vienes tú a hacer una pregunta así


de extraña. No sé qué cosas hablen contigo, pero si te la pasas
diciendo rarezas de ese estilo entendería que nada quiera ha-
blarte.
El viento: Es difícil.
Sombra: ¿Hablarte?
El viento: Casi.
Sombra: No entiendo.
El viento: Casi nada me habla.
Sombra: Seguro es tu culpa.
El viento: Es porque no me veo. Pero yo no lo elegí. No sé si se
puede elegir algo.
Sombra: Nada.
El viento: ¿Segura?
Sombra: Lo que sea, no se puede.
El viento: ¿Entonces no puedo hacer nada?
Sombra: No.
El viento: ¿Segura?
Sombra: Ya, déjame en paz.
El viento: Solo decía.
Sombra: Deja de lloriquear. No debe ser tan malo. Por lo menos
nada te molesta. Piensan que no existes y ya, asunto arreglado,
nada se mete contigo.
El viento: No lo había visto de esa manera.
Sombra: Júntate conmigo, quizá aprendas algo.
El viento: Quizá.
Sombra: …
El viento: …
Sombra: Estaba pensando algo el otro día.
El viento: ¿Cuándo?
Sombra: No sé, era otro día.
El viento: Y estabas pensando.
Sombra: Sí. Y ahora no puedo recordarlo.
El viento: Quizá después.
Sombra: Sí.
El viento: …

416
LUIS EDUARDO YEE

Sombra: …
El viento: ¿Y qué se hace?
Sombra: Ah, sigues aquí.
El viento: ¿Por qué pensaste que no?
Sombra: No te veo.
El viento: Cierto.
Sombra: Ya, déjate de tonterías, muéstrate, vamos. No te creo nada.
Sal de donde estés escondido. Anda, ya me cansé de tu juegui-
to este de no dejarte ver. Me siento estúpida hablando con algo
que no veo.
El viento: No juego.
Sombra: Farsante.
El viento: ¿Crees que no me dan ganas de ser visto?
Sombra: No te creo nada. Sal, vamos.
El viento: No miento.
Sombra: ¿Entonces?
El viento: Eres tú.
Sombra: ¿Yo qué?
El viento: Pareces tonta.
Sombra: …
El viento: Aseguras que miento porque no digo lo que quieres
escuchar, pero es verdad: no me veo. Y no puedo hacer nada.
Y si te sientes tan mal hablando con algo que no ves, pues ya
está, no hablamos más, me largo y ahí te quedas con cabra ha-
ciendo no sé qué cosas. Contar… qué pérdida de tiempo. Hay
cosas mucho más interesantes.
Sombra: Me insultaste.
El viento: En ningún momento.
Sombra: Llegas aquí, a mi sitio, sin dejarte ver, y a pesar de que
es la primera vez que hablamos, lo que haces es insultarme.
El viento: Nunca lo hice.
Sombra: Me llamaste tonta.
El viento: Y sí. Eso eres.

417
Sobre las imágenes
que aparecen en este libro

Página 13 Página 263


Iván Escobedo Segota Teresa Olmedo
Cuatro perros Fragmento de
Tinta bajacalifornia79-3
2016 Tinta
2017
Página 97
María Conejo Página 313
El Encuentro Nando Murio
Linograbado Negro
2017 Del proyecto Infinitamente
ausentes
Página 139 Serigrafía
Orlando Martínez 2016
Glotones
Xilografía Página 379
2016 Orlando Martínez
El deseo del poder produce
Página 215 monstruos
Luna Ortiz Xilografía
Blown kisses 2017
Bordado
2015

419
Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico
y lenguas indígenas, primer periodo,
se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2017,
en Comercializadora Druck, S. de R. L. de C. V.
Isabel la Católica No. 326 local A, Col. Obrera, C. P. 06800,
Del. Cuauhtémoc, Ciudad de México, con un tiraje de 1000 ejemplares.
de letras, dramaturgia,
guión cinematográfico
y lenguas indígenas

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