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Estudiar

Jorge Larrosa

junio-julio de 2003
Estudiar:
algo pasa.

Entre leer
y escribir
algo pasa.
Estudiar: leer
escribiendo.
Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano.
Un libro en el centro. Abierto.
Un blanco en el margen.
Abierto.

Y también: escribir
leyendo.
El hueco de la escritura,
abierto,
en medio de una mesa llena de libros.
Abiertos.
Pasión entre
lectura
que se hace
escritura
que se hace
lectura
impulsándose
la una a la otra
inquietándose la una
a la otra apasionándose
la una a la otra.

Interminablemente.
Algo pasa
entre
algo pasa
aquí
melancólicamente
algo pasa
ahora
al alba
en el silencio
algo pasa
en el laberinto
hacia dentro
algo pasa
distraídamente
como si
nada.
Aquí
el estudiante
estudia
aquí
en el punto de
aquí
alrededor de
aquí
nada
aquí
el estudio es
aquí
fuera de
aquí
nada
Todo es
ahora
antes de
ahora
nada
después de
ahora
nada
sólo
ahora
el estudio es
ahora
en el umbral de
ahora
que viene de
nada
que va hacia
nada
para
nada.

Aquí
nada
ahora
nada
algo
nada
pasa
nada.
El estudiante tiene tiempo. Todo el
tiempo. Un tiempo que es siempre
ahora. Un tiempo libre, liberado de
ese transcurrir crónico, feroz, lineal,
acumulativo y siempre urgente que
esclaviza y destruye con sus ruedas
a los que viven en él. El ahora libre
del estudiante está fuera del tiempo:
fuera del pasado y del porvenir,
fuera también de la presencia del
presente, de ese presente que
quiere ser otra cosa que un instante
que pasa y que incesantemente se
disuelve en pasado y se abre al
porvenir. El tiempo del estudio no es
mercancía, no es dinero, no es oro,
no tiene que ser aprovechado,
rentabilizado, recuperado. Por eso el
estudiante no tiene prisa. El estudio,
que se quiere interminable, que no
tiene principio, ni recorrido, ni fin, ni
finalidad, es para el estudiante
demora en el estudio, dilación en el
estudio, permanente retardación en
el estudio.
El estudiante tiene espacio. Un
espacio aquí, libre, liberado. Fuera
de la extensión de los lugares
concretos y de los territorios
marcados. Espacio abierto,
indeterminado. Por eso el estudiante
vaga, divaga, vagabundea.
Extravagante, el estudiante da
vueltas y revueltas, se mueve
lentamente, se permite rodeos, se
ofrece paradas, se detiene.
Un talante arisco es el que conviene
al estudiante.

El estudiante es un ser cabizbajo,


esquinado, inseguro, un poco
encorvado, mirando aquí y allá
desconfiadamente, caminando
siempre como si estuviera huyendo
de algo, como escondiéndose.
Nunca se le ve tranquilo en un
grupo, nunca se le ve reír, nunca se
le ve entre la gente con esa soltura
indiferente, con esa seguridad
desenvuelta de los que están
acostumbrados a la naturalidad del
mundo. El estudiante está siempre
como ausente, como yéndose, como
ido y, cuando se le dirige una
palabra amable, cuando se le quiere
hacer un sitio en esa otra realidad
acogedora, el estudiante se repliega
hacia dentro y se esconde tras el filo
de sus aristas.
Un humor melancólico es el que
conviene al estudiante.

La melancolía, ese humor negro,


sombrío, que la fisiología del
Renacimiento ya relacionaba con la
vida del intelecto, es la sustancia
que predomina en el temperamento
del estudiante. La melancolía y la
soledad. El melancólico es el que se
aísla. Sensible a la influencia de
Saturno, permanece frecuentemente
inactivo, estupefacto, perdido,
vaciado, desanimado. Cuando todos
los demás están agitados, activos,
alegres e ingeniosos, cuando todos
tienen cosas que hacer o que decir,
cuando todos tienen una tarea que
les urge y les justifica, el estudiante,
melancólico, mira al vacío y se
hunde en una suerte de profundidad
pantanosa, oscura, opaca, inmóvil,
pesada, silenciosa. Hacia dentro.
La lectura
al principio
al final
la lectura
el deseo
de la lectura.

Estudiar: leer
en busca de
la lectura.

Estudiar:
demorarse en la lectura,
extender y profundizar la lectura,
llegar, quizá, a una lectura propia.

Estudiar: leer,
con un cuaderno abierto
con un lápiz en la mano,
encaminándose a la propia lectura.

Camino sin fin


ni finalidad.
Inapropiable.
Interminablemente.
Y también:
la escritura
y el deseo
de la escritura
al principio y al final
del estudio.

Lo que el estudio quiere:


la escritura,
demorarse
en la escritura,
alcanzar
quizá
la propia escritura.

Estudiar: escribir,
en medio de una mesa llena de libros,
en camino
hacia una escritura propia.

Interminablemente.
Escribir sin
poder escribir sin
saber escribir sin otro fin
que el sin fin
de la escritura
que se hace
lectura
que se hace
escritura sin
poder sin
saber sin
otra finalidad
que escribir sin fin
hacia la lectura
hacia la escritura.

Algo pasa. Sin


propiedad sin
apropiación.

Algo pasa. Sin


término.
Interminablemente.
El laberinto es el lugar del estudio.
Labor intus.

A veces circular y unívoco, sin


bifurcaciones, un solo trazo que lleva
del borde al centro, del centro al
último círculo, de ahí otra vez al
centro, indefinidamente. Un sólo
camino en el que el punto central no
es el lugar del sentido, del orden, de
la claridad, de la unidad, de la
apropiación y de la reapropiación,
sino el núcleo obsesivo y siempre
evanescente que se abandona una
vez rozado, en el que nunca se
permanece. Abierto al infinito.

A veces, multívoco, prolífico e


indefinido. Un espacio de
pluralización, una máquina de
desestabilización y dispersión, un
aparato que desencadena un
movimiento de sinsentido, de
desorden, de oscuridad, de
expropiación. El estudiante se
dispersa en los meandros de un
laberinto sin centro y sin periferia,
sin marcas. Infinitamente abierto.
El alba es el momento del estudio.
Antes del día, antes de la primera
luz.

Cuando todos duermen, el


estudiante tiene los ojos bien
abiertos y el espíritu alerta. Cuando
todos duermen, el estudiante
estudia, vela. El estudio recula más
acá de la primera luz y allí, en la
noche que se acaba, en medio de
las sombras, en lo negro que ya se
está haciendo gris, el estudiante
mantiene encendida una lámpara,
mantiene despierta la tensión de la
vigilia.

El alba del estudio no es el momento


que prepara el día, no es el instante
de espera de un sol ya inminente
que finalmente quebrará las
tinieblas. El alba del estudio es una
espera a la que nada le está
prometido. La vela del estudiante es
plenitud de la espera, intensidad de
la espera de lo que acaso no venga
nunca pero que sin embargo
tampoco cesará nunca de no haber
llegado.
El estudio no atraviesa
el alba,
no reduce el alba,
no se mantiene despierto
al alba
para pasar allí
de la noche al día.

El estudio se
recoge en el alba,
se mantiene en suspenso
en el centro mismo del alba.
El silencio es el sonido peculiar del
estudio.

No ese callar intimidado que se


produce cuando el poder es el único
que habla. Tampoco la mudez, esa
incapacidad para la palabra. El
silencio que el estudio guarda es el
del respeto por las palabras, el de la
delicadeza con las palabras. El
silencio del estudio es el silencio de
las palabras.

El estudio exige acallar el bullicio


que, sobreimponiéndose a las
palabras, mata el silencio que las
palabras aún contienen. El silencio
del estudiante es un ejercicio de
ascesis. Anulación de toda esa
verborrea, de todo ese ruido que
hace imposible cualquier
experiencia de la palabra. El silencio
del estudiante es atención y pureza,
escucha y recogimiento.
El estudiante, cuando estudia, calla.

No pone constantemente el bullicio


de su persona y su cultura, sino que
hace callar su persona y su cultura
para que no echen a perder el
silencio que rodea a la palabra. El
estudiante tiene que acallar todo lo
que en su persona, en esa arrogante
institución llamada 'individuo
personal', podría profanar el silencio.
Y tiene que acallar también todo lo
que en su cultura, en esa arrogante
institución de los que saben llamada
cultura, hay de respuestas
mecánicas y repetitivas, de un
hablar como está mandado que
recubre y satura y cancela el silencio
de la palabra.
El estudio es la única distracción del
estudiante. Lo que le distrae de
todo. También de la causa o de la
finalidad de su estudio. De sí mismo
también. Sobre todo de sí mismo.

Habiéndose sustraído del mundo, de


las amenazas y de las tentaciones
del mundo, habiendo fabricado, con
su cuerpo ensimismado, una barrera
contra el miedo y contra la
esperanza, el estudiante ejerce una
forma de soberanía. Su
concentración es un muro hacia
dentro. Su postura absorta y su
gesto atónito son una muralla de
indiferencia erigida en defensa de la
libertad del estudio.
Sólo el estudio amenaza al
estudiante. En su abandonarse al
estudio, el estudiante ha renunciado
a todo lo que podría asegurarle. No
sólo a las pequeñas seguridades de
la vida práctica, de ese mundo
diurno de la acción y del trabajo, de
ese mundo seguro en el que cada
uno es el que es, y sabe qué hizo
ayer y qué hará mañana, y lo que
desea y lo que teme, sino también a
las otras seguridades de la verdad,
de la esperanza, de la acción, de la
cultura y de la significación. El
estudiante ha renunciado a lo que
podría hacer seguro el estudio
mismo. De ahí el peligro.
El estudiante
estudia
hacia dentro
los codos sobre
las rodillas
la frente entre
las manos hacia
dentro
la espalda
encorvada
hacia adentro
una cápsula
de vacío
hacia dentro.
Como los antiguos adivinos, que pagaban
con la ceguera
el precio de su visión privilegiada,
el estudiante cierra los ojos
y los oídos
a todo lo que no es estudio.
El estudio todavía no es posible. Con
todo el tiempo, con todo el silencio,
con toda la atención concentrada, el
estudio aún no es posible. Con toda
la melancolía, con toda la aspereza,
el estudio aún no es posible. En el
espacio sin marcas del laberinto aquí
y en el tiempo sin intervalos del alba
ahora, el estudio aún no es posible.
El estudiante, para estudiar,
necesita encontrar un lugar para
perderse.
Para leer, el estudiante dispone de
todos los libros. Alineados,
ordenados, valorados. Cada libro en
su sitio. Y todos a mano,
perfectamente disponibles,
dispuestos, a su disposición. El
estudiante empezó a estudiar con la
seguridad de que los libros,
convenientemente reproducidos y
transmitidos, cuidadosamente
editados y anotados, están ahí en
una suerte de plenitud: la plenitud
sin falla de la cultura, la prueba
palpable de su inmensa
generosidad. Pero de pronto siente
vértigo. Hubo un momento en que
también se sintió feliz ante la
presencia firme y segura de todos
esos libros. También el sintió lo que
en ellos hay de prestigio, de
seguridad, de promesa. También se
dejó seducir por ese inventario bien
ordenado de los productos de la
cultura, por todas esas certidumbres
alineadas. Pero un día se sintió
ahogado. Y sintió que los libros, en
su generosidad, no le dejaban sitio.
Los libros de los que el estudiante
dispone están ya leídos. No tienen
márgenes, o los márgenes están
llenos de palabras sabias que
saturan el texto. No hay blancos
entre las líneas, o los blancos han
sido ya ocupados por los
comentarios. No hay huecos entre
las palabras, entre las letras. Y el
estudiante se pregunta cómo hacer
para convertir los libros en
desconocidos, en aún por leer, cómo
devolverles su misterio.
Cuando comienza a estudiar, el
estudiante encuentra que las
respuestas están huérfanas de las
preguntas que podrían darles un
sentido y hacerlas bailar. Sólo las
preguntas podrían hacer retroceder
la arrogancia de las respuestas. Pero
las respuestas cubren todas las
preguntas y no son, ellas mismas,
preguntas. Sólo una respuesta que
fuera, ella misma, pregunta,
retrocedería lo suficiente como para
abrir un hueco para el estudiante.

Cuando comienza a estudiar, el


estudiante encuentra que las
palabras no dejan un silencio. Las
palabras cubren todo el silencio y no
son, ellas mismas, silencio. Las
palabras están huérfanas de ese
silencio en el que el estudiante
podría encontrar su sitio.

El estudio sólo puede surgir en el


lugar en el que las respuestas no
saturan las preguntas sino que son,
ellas mismas, preguntas. Allí donde
las palabras no cubren el silencio
sino que son, ellas mismas, silencio.
El estudiante sólo puede encontrar
un lugar en la desaparición de las
palabras sabias, de los libros leídos,
de las preguntas respondidas, de los
ruidos que lo dan todo dicho,
nombrado. El estudiante debe
quemar las palabras sabias para que
le dejen un lugar en el que perderse.

Sólo el fuego hace aparecer el


hueco. Sólo el humo hace aparecer
un vacío. Sólo con el fuego y con el
humo se abrirán márgenes en las
páginas, huecos entre las líneas,
espacios en blanco entre las
palabras y las letras. Sólo en un libro
quemado el estudiante puede
estudiar.
Una inquietud rodea al estudiante.
Cuando ha conseguido vencer la
pasividad de su melancolía, el
estudiante parece muy agitado. Su
mesa se va llenando de libros
abiertos. El estudiante se levanta y
vuelve a sentarse, mueve
compulsivamente las piernas, pasa
de un libro a otro, escribe y vuelve a
leer, a veces habla en voz alta,
farfullea palabras sin sentido. Su
respiración se hace más intensa, su
ritmo cardíaco se acelera, sus
perfiles se agudizan y se hacen casi
transparentes de tan afilados, casi
se diría que la lámpara da ahora
más luz. ¿A qué se debe esa
agitación súbita, esa actividad
frenética?.

El estudiante está quemando las


palabras sabias, las respuestas
arrogantes, los libros leídos, los
ruidos que todo lo ocupan. La
biblioteca está en llamas. Todavía no
amanece, pero un color dorado hace
más gris el gris del horizonte. Entre
los pasadizos del laberinto se oyen
risas. En medio del fuego, rodeado
de humo, el estudiante ha
empezado a estudiar.
El estudiante escribe lo que ha leído,
lo que, al leer, le ha hecho escribir.
Lee palabras de otros. Se pone en
juego en relación a un texto ajeno.
Lo entiende o no, le gusta o no, está
de acuerdo o no. Sabe que lo más
importante no es ni lo que el texto
dice ni lo que él sea capaz de decir
sobre el texto. El texto sólo dice lo
que se lee en él. Y lo que el
estudiante lee no es ni lo que
comprende, ni lo que le gusta, ni lo
que concuerda con él. En el estudio,
lo que cuenta es el modo como, en
relación con las palabras que lee, el
estudiante va a formar o a
transformar sus propias palabras.
Las que él lea, las que él escriba.
Sus propias palabras. Las que nunca
serán suyas.
Estudiando, el estudiante trata de
aprender a leer lo que aún no sabe
leer, lo que aún no puede leer. Y
trata de aprender a escribir lo que
aún no sabe ni puede escribir. Pero
eso será, quizá, más tarde. Ahora
lee sin saber ni poder leer y escribe
sin saber ni poder escribir. Ahora
está estudiando. Sin saber, sin
poder.
Algunas veces lee
palabras de nadie,
tan de nadie que
podrían ser suyas,
de cualquiera.
No hay distancia,
tampoco defensa.
No hay exterior ni interior.
No hay diferencia entre el lector
y lo que lee. Dura
sólo un instante.
Una especie de orden,
una especie de claridad.
Un instante callado
y gozoso, ensimismado.
Lleno y vacío a la vez.
Plenitud e inocencia.
El estudiante aísla lo que ha leído, lo
repite, lo rumia, lo copia, lo varía, lo
recompone, lo dice y lo contradice,
lo roba, lo hace resonar con otras
palabras, con otras lecturas. Se va
dejando habitar por ello. Le da un
espacio entre sus palabras, sus
ideas, sus sentimientos. Lo hace
parte de sí mismo. Se vas dejando
transformar por ello. Y escribe.
Empieza a escribir y otra vez la
distancia entre él y las palabras. Lo
que era silencio se ha hecho bullicio.
Lo que era luz se ha convertido en
balbuceo. Pero quiere ser fiel a aquel
instante. No para expresarlo, para
fijarlo o para conservarlo: nada que
tenga que ver con la apropiación.
Tampoco para compartirlo. Todavía
no: no puede compartir lo que no
tiene. Ahora está estudiando. Y
escribe. Por fidelidad, escribe.
Lee lo que ha escrito. Sus palabras
le parecen ajenas, es decir, que las
entiende o no, que le gustan o no,
que está de acuerdo o no. Como si
no fueran suyas. Aunque a veces
consigue que parezcan de nadie, tan
de nadie que podrían ser de
cualquiera, suyas también. Y sigue
leyendo (con un cuaderno abierto y
un lápiz en la mano). Y escribiendo
(sobre una mesa llena de libros).
Sigue. Ya no hay más separación
entre el centro y los márgenes que
la que él crea en el movimiento cada
vez más rápido entre la mano y el
ojo, entre el ojo y la mano.
Deslizamiento. Murmullo de voces
sin voz, gotear de palabras. Las
palabras ajenas y las propias se
confunden y el estudiante trata de
mantener la raya de una separación
cada vez más imposible.
El cuaderno se va llenando de notas:
ocurrencias, series de palabras,
frases incompletas, párrafos
agujereados, tachaduras, llamadas a
otros textos, a veces alguna
iluminación compacta y feliz.

Los libros, abiertos y marcados, casi


obscenos, se van acumulando los
unos sobre los otros y ya amenazan
con desbordar la mesa.

Tiene que imponer un orden a esa


promiscuidad de libros abiertos y a
ese cuaderno abarrotado de notas y
de borrones. Tiene que darle una
forma a ese murmullo en el que se
oyen demasiadas cosas y,
justamente por eso, no se oye nada.

El estudiante tiene que empezar a


escribir. Lo más difícil es empezar.
Lee y relee lo escrito, quita y añade,
injerta, recompone. Empieza de
nuevo probando con otra voz, con
otro tono. Empezar a escribir es
crear una voz, dejarse llevar por ella
y experimentar con sus
posibilidades. El estudiante sabe
que todo depende de lo que le
permita esa voz que está
inventando. Y de las modalidades de
escucha que se sigan, quizá, de ella.

Busca, para la escritura, la voz más


generosa, la más desprendida.
Anticipa, para la lectura, la escucha
más abierta, la más libre. Sabe que
esa generosidad de la voz y esa
libertad de la escucha son el primer
efecto del texto, el más importante,
quizás el último. Por eso la más
difícil es empezar.

Vuelve a empezar. Una y otra vez. Y


sigue. Vuelve a los libros
desparramados sobre la mesa. Y
sigue. Se afana en su cuaderno de
notas. Y sigue. A veces siente que
no tiene nada que decir. Y sigue
escribiendo, y leyendo, para ver si lo
encuentra. El texto se le va
escapando de las manos. Y sigue.
Afuera es de noche.

Aunque sea de día, es de noche. En


ocasiones llueve. El estudiante hace
venir la noche y, cuando no es
suficiente, también hace venir la
lluvia, para crear una campana de
vacío, un muro opaco a cualquier luz
y sordo a cualquier sonido. Necesita
de la noche y la lluvia para hacer
una pantalla que contenga todo ese
barullo y lo proyecte hacia adentro.
También para protegerse de la
primavera. Todo estudiante sabe
que al estudio no le va la primavera.
A lo mejor algún día sus escritos
sonarán a primavera y entonces
podrá inventar ruidos de fiesta,
tonalidades de verde y sonrisas.
Sobre todo, sonrisas. Tal vez consiga
alguna frase que a alguien le
parezca luminosa. Pero ahora es de
noche, llueve y la primavera, como
una amenaza, ha sido firme y
dolorosamente expulsada. Ahora
está estudiando.
Se lee porque sí, por leer. Aunque
leamos para esto o para lo otro,
aunque nos vayamos inventando
motivos, utilidades u obligaciones,
leer es sin por qué. Algún día
empezó, y luego sigue. Como la
vida.

Vivir es sin por qué. Hacemos esto o


lo otro para llenar la vida, para darle
un motivo a la vida. Pero sabemos,
quizá sin saberlo, que la vida no es
sino ese sentirse vivos que a veces
nos conmueve hasta las lágrimas.

Vivir es sentirse viviendo, gozosa y


dolorosamente viviendo. Las
ocupaciones de la vida, hasta las
más necesarias o las más hermosas,
se hacen costumbre. Pero el
sentimiento de vivir se da siempre
sin buscarlo y como una sorpresa.

Entonces es como si tocáramos la


vida de la vida. Lo que podría ser
como su centro vivo, su entraña
viva, su latido. O quizá su exterior,
lo otro de la vida, aquello que no se
deja vivir, que no se puede vivir,
pero a lo que la vida algunas veces
apunta, o señala, como su afuera
imposible.

Un instante callado y gozoso. Lleno


y vacío a la vez. Plenitud e
inocencia.
El estudiante
lee
para sentirse
leer, para
sentirse
leyendo, para
sentirse vivo
leyendo.

Lee
para tocar,
por un instante
y como una sorpresa,
el centro vivo de la vida,
o su afuera imposible.

Y para escribirlo.
El estudio vive de las palabras, con
las palabras y en las palabras. Al
estudiante le gustan las palabras.
También la primavera, claro. Y las
sonrisas, lo mejor son las sonrisas.
Pero las palabras le obsesionan.
Profesa un oficio de palabras.

Presta atención a las palabras, las


persigue, las atrae, las acecha, las
sorprende, las elige con cuidado, les
da vueltas y más vueltas, las oye,
las huele, las mira, las dibuja sobre
el papel, se las lleva a la boca, las
paladea, las dice, las seduce, las
calla, las canta, las roba, las cita y
las excita, las cuenta, las pasa de
una lengua a otra, las trata con
delicadeza, despiadadamente, con
una ternura violenta, para probar su
sonido, sus ecos, su densidad, su
textura, su multiplicidad, sus amores
y sus odios, su poder, su
perversidad, su salud, su fuerza.
Al final sólo palabras que componer,
descomponer y recomponer. El
estudiante tiene que estar a la
altura de las palabras que lee y que
le leen, que escribe y que le
escriben. Tiene que hacer que esas
palabras desgarren y hagan estallar
las palabras preexistentes, las ya
leídas, las ya escritas.

Estudiar: combate de las palabras


aún no leídas contra las palabras ya
leídas, de las palabras ya escritas
contra las aún no escritas.

El estudiante lee, y escribe, por


fidelidad a las palabras. Ahí, en esa
fidelidad, algo pasa.
La fidelidad a las palabras que el
estudiante guarda es también
fidelidad a sí mismo. Fidelidad que
consiste en no dejar que las
palabras se solidifiquen y le
solidifiquen, en mantener abierto el
espacio líquido de la metamorfosis.

La fidelidad a las palabras es, en el


estudio, reaprender continuamente
a leer y a escribir.

Sólo así el estudiante puede


escapar, siquiera provisionalmente,
a la captura social de la
subjetividad, a esa captura que
funciona obligándole a leer y a
escribir, a leerse y a escribirse, de
un modo fijo, con un patrón estable.

Sólo así el estudiante puede


escapar, aunque sea por un
momento, al peligro de las palabras
que, aunque sean verdaderas, se
convierten en falsas una vez que se
contenta con ellas.
A veces el estudiante pierde el
sueño por una palabra. A veces
siente la felicidad de una palabra
justa, precisa, alrededor de la cual
todo se ilumina. A veces no
encuentra palabras. A veces las
palabras le mienten, le traicionan, le
llevan por caminos equivocados. A
veces le acompañan como una
música, le guían, le consuelan. Al
estudiante le duelen las palabras
maltratadas, disminuidas,
debilitadas, pervertidas,
manipuladas.

El estudiante tiene que llenarse de


palabras. Y llenarlas a ellas de él. De
su memoria, de su sensibilidad.
También de sus oscuros, de sus
abismos.

Casi todo lo que sabe, lo ha


aprendido de las palabras y en las
palabras. Casi todo lo que es lo es
por ellas.

En el estudio, escribir y leer es


explorar todo lo que se puede hacer
con las palabras y todo lo que las
palabras pueden hacer con el
estudiante.

En el estudio, todo es cuestión de


palabras. Y de silencios. Sobre todo
de silencios.
Quizá recuerdes aquella noche de
primavera, justo antes de la aurora.
Todos los invitados se habían ido y,
todavía llenos de música y de
sonrisas, abrimos de par en par la
ventana del cuarto para dejar entrar
el aire de la madrugada. La ciudad
empezaba a despertar y ya se oían
los ruidos propios del día. Nosotros
conservábamos aún la excitación de
la fiesta y seguíamos hablando y
riendo. De pronto cantó un pájaro.
Entre los bloques de viviendas, las
fábricas y las calles asfaltadas, en
medio de este barrio de periferia
entre industrial y urbana, cantó un
pájaro. Sólo tres notas. Y fue como si
se hiciese un silencio alrededor de
ese trino. Como si el canto del
pájaro rebotase sobre otra cosa.
Como si sonase sobre un fondo que
no era el ruido de los coches sino un
silencio perfecto. Y fue como si
nuestra fatiga, nuestra intimidad
recobrada, el recuerdo de todas las
alegrías de la fiesta y ese grano de
nostalgia de no se sabe qué que a
veces, como una tristeza, nos
atraviesa, se instalasen en ese
silencio, se hiciesen parte de ese
silencio. Sólo un instante. Fue el
canto del pájaro el que nos hizo
sentirnos a nosotros mismos porque
creó un fondo de silencio en el que
pudimos recogernos. Un silencio de
nadie, tan de nadie que podía ser de
cualquiera, tuyo y mío, y en el que
aquella noche, asomados a la
ventana, recogidos en el silencio,
nos sentimos vivos.
También la lectura da ese silencio, el
silencio de las palabras. También ella
crea un espacio otro y un tiempo
otro, de todos y de cualquiera, en el
que el vivir de la vida se siente con
particular intensidad.

El estudiante escribe por fidelidad a


esas palabras, a esos silencios, a esa
extraña forma de sentir la vida. Y
escribe también por una cierta
necesidad de compartir todo eso, de
transmitirlo. Pero no su contenido,
sino su posibilidad, la posibilidad de
eso que se da sin buscarlo y siempre
gratuitamente, como una sorpresa.

El estudiante escribe por fidelidad a


unos instantes de los que nunca
podrá apropiarse porque ni siquiera
podrá estar seguro de que fueron
estrictamente suyos. Pero no para
repetirlos o para producirlos, sino
para afirmar su posibilidad y, quizá,
para darles una posibilidad. Una
posibilidad de vida. Más allá de su
propia vida. Inapropiable. Más allá
de su propio estudio. Interminable.
El estudiante escribe por fidelidad a
lo que ha leído y por fidelidad a la
posibilidad de la lectura, para
compartir y para transmitir esa
posibilidad, para acompañar a otros
hasta el umbral en el que puede
darse, quizá, esa posibilidad. Un
umbral que no le está permitido
franquear. Pero eso será, tal vez,
más tarde. Ahora está estudiando.
Preguntar es la pasión del estudio.
Y su respiración. Y su ritmo.
Y su empecinamiento.

En el estudio,
la lectura
y la escritura
tienen forma interrogativa.
Estudiar: leer
preguntando.
Recorrer,
interrogándolas,
palabras de otros.

Y también: escribir
preguntando.
Ensayar
las propias palabras
preguntándoles.
Preguntándose en ellas
y ante ellas.
Tratando de pulsar
las preguntas que laten
en su interior más vivo.
O en su afuera más imposible.
Preguntas al principio
y al final del estudio.

Estudiar: caminar
de pregunta
en pregunta
hacia las propias
preguntas
sabiendo que
las preguntas
son infinitas
inapropiables
de todos y
de nadie
de cualquiera
con un cuaderno
abierto
y un lápiz en la mano
en medio
de una mesa
llena de libros
abiertos
en la noche
y en la lluvia
entre las palabras
y sus silencios.
El estudiante tiene preguntas pero,
sobre todo, busca preguntas.

El estudio es el movimiento de las


preguntas, su extensión, su
ahondamiento.

El estudiante lleva sus preguntas


cada vez más lejos. Les da densidad,
espesor. Las hace cada vez más
inocentes, más elementales. Y
también más complejas, con más
matices, con más caras. Y más
osadas. Sobre todo, más osadas.

El preguntar, en el estudio, es la
conservación de las preguntas y su
desplazamiento. También su deseo.
Y su esperanza.

A las preguntas del estudio no las


interrumpe ninguna respuesta en la
que no habite, a su vez, la espera de
otras preguntas, el deseo de seguir
preguntando, de seguir leyendo y
escribiendo, de seguir estudiando,
de seguir preguntándose, con un
cuaderno abierto y un lápiz en la
mano, rodeado de libros, cuáles
podrían ser aún las preguntas.
Las preguntas
apasionan el estudiar
abren la lectura
y la incendian
atraviesan
la escritura
y la hacen incandescente.

Estudiar: quemar
el leer
y el escribir
en el espacio
ardiente
de las preguntas.
Las preguntas son la salud del
estudio, el vigor del estudio, la
obstinación del estudio, la potencia
del estudio. Y también su no poder,
su debilidad, su impotencia.

Manteniéndose en la impotencia de
las preguntas, el estudio no aspira al
poder de las respuestas. Se sitúa
fuera de la voluntad de saber y
fuera, también, de la voluntad de
poder.

El estudiante no tiene nada que no


sean sus preguntas. Nada que no
sea su preguntar infinito e
inapropiable. Nada que no sea su
leer y escribir preguntando. Sin fin y
sin finalidad. Interminablemente.
Las preguntas son el lugar del
estudio, su espacio ardiente. Pero
también su no lugar.

Manteniéndose en el no lugar de las


preguntas, el estudio no aspira al
lugar seguro y asegurado de las
respuestas. Se sitúa fuera de la
voluntad de lugar y fuera, también,
de la voluntad de pertenencia. Por
eso el estudiante es un extraño, un
extranjero. Por eso no pertenece a
los espacios de saber, no tiene lugar
en ellos, no busca un lugar, una
posición, un territorio, no quiere
nada que no sea su leer y escribir
preguntando.

El estudio no tiene otro lugar que no


sean sus preguntas. Un lugar infinito
e inapropiable. Sin fin y sin finalidad.
Con un cuaderno abierto y un lápiz
en la mano. En medio de una mesa
llena de libros. En la noche y en la
lluvia. Interminablemente.
Entre leer y escribir, algo pasa.
Buscándose a sí mismo, el
estudiante encontrará, en el estudio,
su propia inexistencia. Buscando un
lugar en el que fijarse, el estudiante
encontrará el no-lugar del estudio,
ahí donde no podrá establecerse,
donde saboreará el gusto ácido de la
metamorfosis. Buscando el centro,
se encontrará lanzado a un espacio
abierto, sin marcas, infinito.
Buscando el reposo, perderá pie, se
perderá y encontrará el movimiento,
la errancia infinita. Buscando la
permanencia en el tiempo, la
continuidad y la estabilidad en el
tiempo, encontrará en el tiempo
mismo el elemento de la disimilitud,
de la distancia y de la diferencia.
Buscando una lengua transparente,
propia, estable y sin falla,
encontrará un lenguaje inapropiable
y en movimiento.

En el estudio, el estudiante aprende


la atención a lo que inquieta,
recuerda que la verdad suele ser un
arma de los poderosos, comprende
que toda propiedad es impropia, y
piensa que la certidumbre impide la
transformación.
El estudio se hace
de deshacerse:
no hay más que el riesgo,
entre leer y escribir,
lo desconocido que
vuelve a comenzar,
algo pasa,
el gesto de borrar
lo que acaba de ser leído
o escrito
para que la página
siga estando
en blanco,
aún por leer,
por escribir.
Estudiar. Entre leer y escribir. Algo
pasa. Perderse en una biblioteca en
llamas. Ejercitarse en el silencio.
Habitar laberintos. Aprender a leer y
a escribir cada vez de nuevo.
Defender la libertad, la soledad, el
deseo que permanece deseo.
Quemar lo leído en cuanto se ha
leído y quemar lo escrito en cuanto
se ha escrito. No leer ni escribir
nunca de tal forma que no se
pudiera leer o escribir de otra
manera. Recordar el futuro y
caminar hacia la infancia. No
preguntar al que sabe la respuesta,
ni siquiera a esa parte de uno
mismo que sabe la respuesta,
porque la respuesta podría matar la
intensidad de las preguntas y lo que
tiembla en esa intensidad. Ser uno
mismo las preguntas. Hacer que las
preguntas lean y escriban. Guardar
fidelidad a las palabras. Deslizarse
en el blanco. Estudiar. Sin por qué.
Ser uno mismo el estudio.

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