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EL FAROL – CARACAS, MARZO-ABRIL, 1957

Los artistas extranjeros de la Ciudad Universitaria de Caracas

GUILLERMO MENESES

Si alguien hubiera anunciado a Carlos Raúl Villanueva el papel que habría de tener en la vida artística de
Venezuela, es posible que la realidad hubiese parecido al arquitecto imagen de sueño, absurda leyenda
incompatible con la más pequeña dosis de buen juicio. Protector de las artes, como si estuviéramos en
los tiempos del Renacimiento, no parece función aplicable a la actividad de un constructor. Sin embargo,
el hecho ha sido posible. Villanueva ha tenido entre las manos la magnífica empresa de la Ciudad
Universitaria de Caracas, se le ha dejado libertad para considerar y resolver el problema de las obras
que deben entrar en la monumental obra que dirige, y la Ciudad Universitaria de Caracas ha sido centro
artístico de primera importancia.

Los artistas venezolanos jóvenes fueron los primeros llamados. La brillantísima generación formada por
Mateo Manaure, Pascual Navarro, Armando Barrios, Alejandro Otero, Alirio Oramas, Oswaldo Vigas,
tuvo su sitio de privilegio y las esculturas de Narváez -quien comienza a ser maestro sin dejar de ser
joven- encontraron su unión con los muros del arquitecto.

A más de los jóvenes venezolanos, Villanueva trajo a la Ciudad Universitaria los más altos valores de las
artes plásticas universales. Sobre estos artistas extranjeros escribo esta nota. Laurens, Leger, Calder,
Pevsner, Arp, Vasarely enviaron admirables trabajos que se funden en la admirable estructura gigante de
las construcciones universitarias. Sin hacer gestos, como el más natural de los acontecimientos, el más
hermoso arte del mundo vino a llenar las plazas y los muros de la ciudad de los estudiantes de Caracas.

Vitrales, esculturas, murales, bronces, mosaicos, color, piedra viva. Arp nos dejó su encendido pastor de
metal rubio -pastor de nube-. Pevsner diseñó sus sueños exactos como una ecuación. Laurens dijo su
canto romántico alzado hacia el cielo del Trópico. Vasarely creó sus prodigiosos juegos de arte. Calder
inventó una aérea calidad de techo intermitente para el Aula Magna. Leger hizo el color de los muros
llameantes, cambió la materia de las paredes en disciplinado fuego.

Una lección serena para los jóvenes venezolanos deseosos de universalidad, necesitados siempre del
gran aire del mundo.

La Caracas de hoy –presente ya en el futuro- tiene en su Ciudad Universitaria la más evidente voluntad
de afirmar su tiempo: el porvenir que comenzamos a gastar. De la antigua Universidad conventual a este
poderoso agrupamiento de jóvenes construcciones hay siglos de distancia. Quien piensa que la
conservación armoniosa del pasado es base exclusiva de la nacionalidad y necesidad inquebrantable de
la vida cultural, puede sentir temor al ver el cambio del antiguo convento franciscano por estos espacios
abiertos y estos vivos muros entre los cuales la serenidad de los estudios se ve obligada a un efectivo
dinamismo si no quiere aparecer como anacrónica suma de conocimientos.

El estudiante que asista a los cursos en esta nuestra Ciudad Universitaria no encauzará sus
pensamientos por los penumbrosos corredores de la antigua casa ni encontrará ante sí los bronces
pedagógicos de quienes formaron en el saber las antiguas generaciones venezolanas.
Este hecho es evidente.

La Ciudad Universitaria es de hoy. La palabra de los profesores y la sabiduría de los textos será el hilo
fecundo para el tapiz de vida venezolana que tejerán los jóvenes de hoy en este ambiente de luz
nuestra. Los límites arquitecturales no encierran sino que ponen en contacto con el prodigioso mundo de
nuestro paisaje, sitio del mundo admirable de pureza, unido al activo instante que vivimos por la voluntad
de sus hombres, enemiga de todo encierro, ajena a todo escondite.

Nuestro país es tierra de auténtico sentido universal. Nada más lejos del venezolano que el embeleso
provinciano y la gloria inventada dentro de los límites parroquiales. El venezolano sabe que su vida está
enmarcada por los cariños que le han tocado en suerte, pero sabe también que en torno suyo está el
mundo y que dentro de la gran actividad del mundo se marca su huella personal más allá de los límites
estrechos de cualquier vecindario. Su historia -la tradición venezolana más verdadera que en los
enlevitados bronces de los virtuosos abuelos- se desborda por encima de los ríos, los mares y las
montañas y se confunde con la historia de la libertad.

No es casero el venezolano. No ama los espacios cerrados. Su intimidad requiere el aire libre como un
buen ejercicio higiénico. Universal, abierto al mundo el venezolano por tradición gloriosa y por humana
vocación. Uno de los más universales venezolanos, este Carlos Raúl Villanueva de la Ciudad
Universitaria.

Villanueva nació en Londres en 1900. Lo encontré por vez primera en la Embajada de Venezuela en
París. En 1951, creo. Hablaba a un grupo de jóvenes pintores venezolanos sus proyectos para la Ciudad
Universitaria. Desde el primer momento me hizo la impresión de que es uno de los compatriotas de
mayor seriedad, de mayor capacidad, de más fuerte y concreto pensamiento. Cada vez que lo he
escuchado (y es hombre de pocas palabras, ajeno a los discursos y a los chistes) la materia que lo
interesaba era un noble problema de trabajo.

Villanueva es hombre que toma en serio su oficio. No se pliega a la circunstancia fácil como no acepta el
ser dirigido por la rutina ni se contenta con el uso de una fórmula para repetir un modelo que, de
antemano, se sabría gozosamente recibido, ni se contenta con adornos lujosos e insignificantes. Como
artista verdadero, sabe que cada obra plantea la relación del creador con el universo todo, y sabe
también que en el resolver las dificultades que plantea en cada caso esa relación está el secreto y
prodigioso poder del arte.

Algún día he de hacer -porque la obra de Villanueva me interesa extraordinariamente- un examen de su


larga actividad, de cómo ha ido alquitarando sus capacidades y logrado simplicidad y verdad en sus
obras, belleza sin adornos, expresión de los valores todos de la forma que da por sí misma valor al
edificio.

Uno de los temas que más inquieta y aguija el trabajo del arquitecto Villanueva es el de la vecindad y
diferencia de la arquitectura con sus cercanos y afines mundos: el de los colores y las formas que hacen
vivos los espacios. Y los muros.

Por eso le era necesario traer a sus trabajos arquitectónicos los elementos de pintura y escultura que la
arquitectura pide.

Entiéndase que un arquitecto como Villanueva no va a buscar en la obra de pintores y escultores adorno
ficticio para lo que él mismo ha hecho. Frecuentemente lo que el arquitecto ha realizado se basta así
mismo. Recordemos, por ejemplo, el admirable juego que supone el corredor de entrada del Aula
Magna. Diría que hay allí un recuerdo de las vasijas criollas, una ambiciosa presencia de cerámicas
indias. Las rampas, barandas y escaleras están tratadas de tal manera que podría suponerse sobre ellas
el trabajo del torno, el gesto de las manos sobre el barro. Es, a mi entender, una de las más hermosas
obras que haya realizado en Venezuela un arquitecto. Una afirmación bien venezolana y absolutamente
universal en el sentido de que su concepción corresponde a la serena y clara necesidad de expresión
que supone el arte de hoy en cualquier sitio del mundo occidental: en París o en Nueva York, en Río de
Janeiro o en Estocolmo, en Buenos Aires o en Londres, en Roma o en Caracas. Igual podría decirse de
las severas terrazas del stadium, bello marco del cielo y de la montaña.

Otro aspecto interesante nos ofrece la Ciudad Universitaria de Caracas, y ello no ya en relación con la
arquitectura de Villanueva sino con relación a lo que significa por sí misma la adquisición de las obras
artísticas que el arquitecto ha traído a su obra. Por vez primera en nuestra historia se ha considerado
exclusivamente el valor artístico y se ha querido obtener lo más posible dentro del arte moderno.

Villanueva ha comprado bien. Las obras han sido escogidas entre los trabajos de los más grandes
artistas contemporáneos, de acuerdo con la arquitectura dentro de la cual van a existir; pertenecen, por
magnífica decisión creadora (porque se crea también al colocar una obra de arte en el sitio que le
corresponde) a un ambiente determinado; se contraponen, a veces, unas a otras, y conviven, además,
con el trabajo de los artistas jóvenes venezolanos. Así tenemos el "Anfión" de Laurens frente a un mural
de Leger; el "pastor de nube" de Arp junto a un mural de Manaure; la escultura de Pevsner bajo el juego
lineal de Vasarely.

Hasta ahora -esperamos que continúe esta admirable obra de adquisición artística- nuestra Ciudad
Universitaria cuenta con obras de Henri Laurens, Fernand Leger, Antoine Pevsner, Alexander Calder,
Víctor Vasarely, André Bloc y Baltasar Lobo. Son éstos los "extranjeros" que nos acompañarán largo
espacio de tiempo. A ellos me voy a dirigir especialmente en esta nota. Ya algunos -Leger, Laurens- han
caído en su descanso definitivo cuando comienzan a vivir sobre la tierra venezolana.

Fernand Leger nació en el norte de Francia, en Normandía, en 1881. Murió en 1955. Tres murales y el
gran vitral de la biblioteca son de este admirable gigante cordial cuya obra se confunde con todas las
formas de la actividad humana durante la primera mitad del siglo XX. Leger, colosal figura del arte actual,
realizó frecuentes empresas relacionadas con Venezuela: los decorados de la ópera "Bolívar” de
Milhaud, las ilustraciones del libro "Orenoque" de Robert Ganzo. Hay obras suyas en la colección de
Inocente Palacios, y para Palacios hizo igualmente un bellísimo vitral. Su contribución a la pintura es -así
lo afirmaba el pintor- el color dinámico y puro.

Ante los problemas de realismo y abstracción su opinión era clara, sencilla, directa como su obra toda.
Decía: "Cada época tiene su realismo y, en cada época, cada creador tiene el suyo. U n dibujo de Ingres
se opone a un dibujo de Delacroix. Entonces, ¿dónde está el realismo? ¿qué es esta historia de la
realidad? Cada época tiene también sus objetos. La importancia del caballo se impone en numerosos
cuadros antiguos. Yo prefiero la bicicleta. En mi próximo cuadro el tema será un automóvil. Si usted pone
diez fotógrafos que utilizan la misma cámara, a la misma hora, en la misma luz, ante la misma figura,
obtendrá diez retratos diferentes. De lo que puede deducirse que la realidad no existe. No: sí existe, pero
es enteramente subjetiva; cada individuo ve la naturaleza a través de su temperamento, a través de su
sensibilidad y de ello podría deducirse también que no hay arte abstracto. Los colores, las líneas, las
formas que componen un cuadro abstracto son elementos transpuestos a través de un temperamento
creador. Tales elementos están dentro de esa realidad tan difícil de definir".

Pertenecía evidentemente -y con clara certidumbre- a la época de la bicicleta y, también, a la del


automóvil. Sabía a ciencia cierta que mucho de su obra estaba realizado para servir dentro de conjuntos
arquitecturales y trabajaba con auténtico sentido creador los cartones que habrían de servir luego para
murales, vitrales, tapices. La cerámica era también actividad suya. La Ciudad Universitaria de Caracas
posee algunos de sus trabajos más valiosos: El gran vitral de la Biblioteca, los dos claros murales de la
plaza.

Henri Laurens nació en París en 1885. Murió hace unos pocos meses. En 1953, poco antes de morir,
recibe de nuestra América dos magníficos testos de reconocimiento: Obtiene el Premio de Escultura en
la Bienal de Sao Paulo y realiza su "Anfión" para la Ciudad Universitaria de Caracas. Laurens era un
hombre callado, un dulce carácter de solitario en paz consigo mismo. Fácilmente negado en su propio
país por los interesados en mantener el falso arte oficial, Laurens era uno de los grandes escultores de
una época que participa de cierto romanticismo, de cierto lirismo profundamente individualista y que
mira, sin embargo, consciente de su profunda realidad el mundo terrible y milagroso que comienza a
vivir. La realidad del átomo destruido, del tiempo y del espacio duramente golpeados, del movimiento
incorporado al más sereno existir. El crítico Pierre Guéguen dice de Laurens: "Jamás estatuaria alguna
entró tan plenamente en la tradición; jamás una obra moderna fue al mismo tiempo de siempre; jamás la
intención de expresar la desnudez y las actitudes naturales finalizó en escultura tan mítica. Henri
Laurens encarnaba en su humildad una especie de laico mistagogo, excluido de las congregaciones
órficas y que continuaba, veinte siglos después del nacimiento de Cristo, en su pequeño taller de la Villa
Brune, los misterios olvidados. Reinventaba las diosas nada más que las diosas, supremamente
diferente a los dioses".

Antoine Pevsner es ruso. Nació en Orel en 1886. Desde muy joven asistió a las academias de San
Petersburgo y de Kiew. En 1917, desde Noruega, Pevsner y su hermano Cabo inician lo que se ha
llamado el movimiento constructivista. En lugar de trabajar la masa en relieve buscan el tallarla en hueco
y logran por contraste otro relieve admirable. Con Kandinski, Malevitch y Tatlin figuran entre los
dirigentes artísticos que muy pronto consideró inaceptables el régimen comunista. Si casi todos los
escultores consideraban que esculpir equivale a trabajar la masa, Pevsner (y después de Pevsner
muchos otros) comienza a incorporar a la masa el espacio. La estatua se hace profunda. Llega a poseer,
desde cualquier punto que se la mire, las tres dimensiones que antes se le habían negado. La escultura
suya en la Ciudad Universitaria es un retenido desplazamiento exacto de elementos puramente
escultóricos.

Jean Arp, nacido en Estrasburgo en 1887, es el autor del famosísimo "Pastor de nube" colocado en uno
de los patios interiores o "plaza cubierta'' junto a un joven y hermoso mural de nuestro gran pintor Mateo
Manaure. La obra de Arp -como su vida- ha sido constante y serena. Unido durante mucho tiempo con la
estupenda Sofía Tauber, ambos participan en los más valiosos movimientos artísticos europeos. Desde
el dadaísmo vienen trabajando en sitio admirable de guías. Luego, cuando la compañera lo abandona en
la separación definitiva, continúa este hombre el trabajo de los dos, unido siempre a la memoria de la
gran artista con la cual compartió los más limpios sueños y las más hermosas empresas. En los mundos
de la pintura y de la escultura, Arp se desplaza con seguridad, roza las materias con una especie de
suprema delicadeza, sus manos van creando otra materia a la que podría calificar de absolutamente
pura. Mármoles, bronces, maderas, yesos, colores están, luego del trabajo de Arp, exactos y puros
repletos de un nuevo significado admirable. Su “Pastor de Nubes” es demostración de lo que vale y lo
que significa este sereno artista. El techo del Aula Magna ha dado la vuelta al mundo en miles de fotos.
Sorpresa y placer produce ese noble espacio luminoso retenido por las formas que Calder inventó. Yo
encontré a este gigante sonriente una noche en París. Se estrenaba "Nuclea" en el Palais Chaillot por el
Teatro Nacional Popular. La pieza suponía un escenario en el cual figuraban móviles y formas de este
Alexander Calder. Luego de la función estuvimos en torno a la mesa de un café Fernand Leger, Carlos
Raúl Villanueva, Calder, Sofía y yo y otras personas de las que no me acuerdo. La figura de Calder -esa
rotunda alegría de buena salud y grandes carcajadas- marcaba su fuerza en el aire dulce de la noche de
verano. El sentido de la obra de Calder, esa alegre aceptación del aire y del movimiento en el espacio
coloreado, ese dar a las formas del hierro agilidad de juguete es más que conocida en todo el mundo.
Hay obras de Calder -que yo sepa- en las casas de Alfredo Boulton, Villanueva, Palacios, Planchart.

André Bloc -admirable arquitecto, director de la revista "Aujourd'hui", pintor y escultor de talento- ha
enviado igualmente a nuestra Ciudad Universitaria un magnífico mural que podría servir de viva lección
para el aprovechamiento de un muro dentro del ordenamiento de un edificio. Bloc es respetable artista.
En toda manifestación plástica que corresponda a nuestro mundo y a nuestra época está presente. Su
labor al frente de la revista "Aujourd'hui" no puede ser más viva, interesante y magnífica. Aunque estoy
preparando un artículo sobre la obra de Vasarely, estaría incompleta esta nota informativa si no hiciera
especial alusión a las prodigiosas obras que este gran pintor ha realizado para la Ciudad Universitaria.
Trabajos como el admirable panneau metálico en el cual se mueven y transforman las líneas y los planos
de la finísima materia, labor tan fina como la que suponen el mural de la "torre de enfriamiento" -la que
está frente a la escultura de Pevsner- y el gran mural "Homenaje a Malevitch", son suficientes para
afirmar las excepcionales posibilidades de este artista genial, de quien mucho habrá de hablar el mundo
entero en los años futuros.

Vasarely es, en muchos sentidos, el más sorprendente gesto dentro del maravilloso territorio de arte que
la Ciudad Universitaria comprende. Termino ya esta nota informativa sobre la Ciudad Universitaria de
Caracas y los artistas extranjeros cuya obra forma parte del barrio estudiantil. Ya sé que el tema merece
más detenido estudio que el que puedo hacer en un reportaje periodístico. Me satisface haber podido
decir, al menos, cuánto representa la realización de tan magna importancia, como ejemplo admirable de
lo que puede hacerse cuando se abandona el fácil sentido de aceptación provinciana y se piensa como
venezolano auténtico, presente en el mundo y en la época que nos ha tocado vivir.

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