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ESPECTRO LUMINOSO DEL BUDISMO


Por MARCO PALLIS

BARCELONA
EDITORIAL HERDER
1986
MARCO PALLIS

ESPECTRO LUMINOSO
DEL
BUDISMO

BARCELONA
EDITORIAL HERDER
1986
Versión castellana de ESTEVE SERRA. de ia obra de
MARCO P.U.LIS. A BuiklMsi 'Épecmtm.
Georga Alien & U n w l n Ltd.. L o n d r e s 1980

& IVHÍÍ Gwrgc Alien & l iinin íñthlhllm) lj,L Limtltm


Pl:m hdiimitil Henler S.A.. Barcchma

Prohibida ia reproducción total o parcial de esta obra, el a l m a c e n a m i e n t o en sistema informático y la


transmisión en cualquier f o r m a o medio: electrónico, mecánico, por fotocopia, p o r registro
o p o r otros métodos, sin el' permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright

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ES PROPIEDAD DEPÓSITO LEGAL B. 14.437-1986 PRINTED IN SPAIN


GRAFESA - Ñ a p ó l e s , 249 - 08013 Barcelona
Al buen amigo
Ángel Pascual Rodrigo
dedica la edición castellana

EL AUTOR
De todas las cosas procedentes de una causa, la causa
ha sido mostrada por el así venido, y también su
cesación, el gran mendicante ha declarado.

Mahávagga I, 23
ÍNDICE

Prefacio 9

I. Vivir el propio karma '3

II. El matrimonio de la sabiduría y el método 35

III. ¿Existe un problema del mal? 47

IV. ¿Cabe la gracia en el budismo? 71


94
V. Consideraciones sobre la alquimia tántrica

VI. Nembutsu como recuerdo 108

VII. El dharma y los dharmas 128

VIII. Metafísica de la polifonía musical 151

IX. Analta 160

X. Los arquetipos, considerados desde el budismo 178

7
PREFACIO

Una de las mayores dificultades que tiene el escribir un libro


es encontrar un buen título, un título que de algún modo exprese
la naturaleza de la obra y sin embargo no parezca académico ni
sea tan pintoresco que pueda confundir a sus probables lectores;
ni sea tampoco desacertado o complicado. Las trampas en que
puede caer un buscador de títulos son innumerables.
En el caso presente espero haber encontrado el título adecuado
para un libro que no es un tratado sistemático sobre budismo pero
que trata varios temas budistas de primera importancia de manera
tal que forman un todo. En conjunto, estos temas constituyen una
visión coherente del mundo y de un destino humano realizable en
este mundo desde el punto de vista budista. Cada color del espectro
es claro y brillante, y sin embargo se funden unos en otros imper-
ceptiblemente. En el lenguaje del budismo de la tierra pura, todos
estos colores se juntan para formar el halo del buda Amitabha,
cuyo nombre significa «luz infinita». La luz, en sí incolora pero que
incluye todos los colores posibles, es el símbolo más característico
de la budeidad. La analogía entre el espectro y una serie de estu-
dios, distintos pero interdependientes, agrupados en torno a una
idea común se verá, sin duda, claramente.
De los diez capítulos que componen este libro, algunos datan de
hace mucho tiempo, mientras que otros han sido escritos reciente-
mente. El hecho de que la mayoría de ellos fueron compuestos
como respuesta a peticiones específicas de otras personas explica

9
Prefacio

ciertas repeticiones en lo referente a las citas y otros aspectos


ilustrativos. Me atrevo a esperar que los lectores no verán en ello
un inconveniente: el hecho de volver a encontrar algo que se ha
visto con anterioridad puede servir de estímulo para la inteligencia
al intensificar la impresión primera; además, ver el mismo material
desde ángulos diferentes ayuda a ilustrar el carácter polivalente del
dharma que el señor Buda nos reveló.
Debo al lector una explicación acerca de dos de estos capítulos
(III y .VIH), cuya conexión con el budismo reconozco que no es
evidente. El primero fue compuesto originalmente para ser leído
ante un grupo predominantemente cristiano, que sin duda espe-
raba una disertación sobre un tema relativo a la tradición tibetana,
con la que se asociaba el nombre del autor. Sin embargo, pensé
que podría ser más provechoso abordar un tema que ha sido
notoriamente dificultoso para las mentes cristianas, aplicando a su
examen una técnica dialéctica típicamente budista: el budismo fi-
gura efectivamente en este capítulo pero sólo incidentalmente,
junto con otras tradiciones. En cuanto al capítulo VIII, su tema
está unido de forma inseparable a motivos cristianos, ya que la
polifonía musical nunca ha encontrado un lugar entre los recursos
artísticos de ninguna religión oriental. Su inclusión en este libro
puede justificarse no obstante, aunque sea indirectamente, por el
hecho de que, si no fuera por el conocimiento de las enseñanzas
sobre el samsara - e l ruedo existencial- tal como las exponen las
tradiciones indias, la analogía oculta con el contrapunto musical
difícilmente me hubiera venido a las mientes. Mi propia experien-
cia de toda la vida en la práctica de la música contrapuntística hizo
que esa analogía fuera todavía más reveladora.
También parecen necesarias algunas observaciones sobre el ca-
pítulo IX que versa sobre anatta. Éste es el tema más arduo que
haya intentando abordar nunca, y sólo tras periódicas vacilaciones
me decidí finalmente a intentarlo. Desde el punto de vista budista,
anatta constituye una idea básica; es de hecho uno de los rasgos
que distinguen al budismo de sus tradiciones hermanas de la India
y a fortiori de las formas de sabiduría semíticas, En la práctica,
anatta ha dado lugar a muchas confusiones entre personas que han
escrito en lenguas europeas, ya sea como expositores o como

10
Prefacio

críticos de esta doctrina; a veces también se ha introducido la


animosidad sectaria para enredar aún más la cuestión. Sería teme-
rario quien pretendiera haber dado una explicación exhaustiva de
este espinoso tema. De hecho, lo que entre otras cosas he tratado
de demostrar, es por qué ello nunca podría llevarse a cabo; la no
personalidad se defiende, por decirlo así, contra todo intento 'de
racionalización independiente. Sólo puedo expresar la esperanza
de que los pensamientos que en torno a este tema he reunido en las
páginas de este übro puedan ser de alguna ayuda, y no un simple
estorbo más, para el lector resuelto a penetrar el misterio del que la
palabra analta quiere proporcionar una clave.
El capítulo X surgió de la reflexión provocada por la relectura
de un manuscrito de otro autor que exponía el tema de los arqueti-
pos con brillantez, aunque dejaba en barbecho algunas zonas de
este campo; ésta fue precisamente la parte que me sentí impulsado
a arar. El resultado ha sido este texto. Por otra parte debo confesar
que este tema era en conjunto un terreno poco conocido para mí;
explorarlo ha supuesto un esfuerzo, si bien ha valido la pena,
aunque sólo fuera porque el principio arquetípico tiene una amplia
utilidad práctica con independencia del camino religioso que pueda
seguir un hombre, o incluso en el caso de que todavía sea un
buscador.
La palabra «arquetipo» no parece remontarse muy lejos en el '
tiempo, tal vez no más allá del renacimiento. Sin embargo, la idea
en sí no es nueva; ninguna religión puede carecer de ella, como
quiera que pueda expresarse su verdad. Al leer el texto de mi
colega, me pregunté cómo debería enfocarse esta cuestión en con-
creto desde el punto de vista budista; este capítulo constituye un
intento de responder a esa pregunta. Aquí también se ha recurrido
libremente a fuentes cristianas; éste es un caso en que dos maneras
de tratar el mismo tema servirán para reforzarse mutuamente, sin
plantear ningún problema difícil.
M.P.

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Nota sobre la transcripción de palabras extranjeras

Aunque ha sido práctica común el poner en cursivas los térmi-


nos técnicos de origen extranjero, es fácil que ello resulte tedioso
una vez que esos términos se han hecho familiares a fuerza de
repetición: palabras como samsara, karma, dharma o nirvana
constituyen un ejemplo de ello. Por esta razón, tales palabras
comunes sólo se han puesto en cursivas en casos especiales. En el
caso de palabras menos conocidas procedentes del sánscrito, el
tibetano, el árabe, etc., se ha seguido la costumbre de emplear
cursivas.

12
II

VIVIR EL PROPIO KARMA

El concepto de la existencia como samsara, o flujo cósmico,


junto con el concepto paralelo de karma, acción y reacción concor-
dantes, como factor determinante de la participación de cada ser en
ese flujo, es un rasgo esencial de todas las tradiciones procedentes
directa o indirectamente de la India. Aunque el tema sea tratado
aquí desde el punto de vista budista, casi todo lo que se dirá podría
aplicarse igualmente al hinduismo.
Consideremos en primer lugar la rueda de la existencia de
acuerdo con su representación simbólica -que se remonta, según
se dice, al propio Buda- como un círculo subdividido en seis
sectores, cada uno de los cuales contiene una de las categorías
típicas de seres animados. Estos sectores pueden agruparse en tres
partes, del modo siguiente:

Nuestro mundo: 1) seres humanos (estado central); 2) animales


(estados periféricos).
Mundos celestiales: 3) dioses o devas; 4) titanes o asuras.
Mundos infernales: 5) sombras atormentadas o pretas; 6) infier-
nos.

Este esquema simbólico es familiar en todos los lugares donde


prevalece la tradición budista.
Examinemos cada uno de los seis componentes con algo más
de detalle. Evidentemente el sector humano, mencionado en pri-

13
Vivir el propio karma

mer lugar, ocupa una parte desproporcionada de este conjunto si


sólo se lo considera desde el punto de vista del número de seres en
cuestión. En comparación con la vasta multiplicidad de sus vecinos
no humanos, los hombres representan en efecto un número muy
pequeño, sin contar que sólo forman una especie, en contraste con
la inmensa variedad de seres que constituyen los géneros, familias
y órdenes de la naturaleza. La razón de este tratamiento privile-
giado es doble: en primer lugar, siendo hombres nosotros mismos,
es natural que elijamos estudiar nuestra propia categoría y nuestro
modo de existencia; y en segundo lugar la especie humana es el
campo elegido para la encarnación avatárica, la budeidad, lo cual
desde un punto de vista cualitativo le da derecho a una considera-
ción privilegiada.
El sector animal contiene un gran número de especies diferen-
tes situadas en el mismo plano de existencia que el hombre, pero
variables con respecto a su proximidad o lejanía de la posición
humana. Cabría preguntar entonces: ¿Dónde hay que situar las
plantas y los minerales, dado que su nombre no parece figurar en
ningún sector? La respuesta sólo puede ser que no nos hallamos
ante una tabla de estadísticas biológicas o geológicas; no hay que
esperar una coherencia meticulosa en cuanto a los detalles. La
finalidad de la imagen tradicional de este ruedo no es más que
servir de guía suficiente hacia una comprensión del universo ba-
sada esencialmente en factores cualitativos más bien que en hechos
o consideraciones de orden cuantitativo, como las que entran en la
perspectiva de las ciencias naturales en el sentido habitual de la
palabra.
Considerados desde el punto de vista humano, los estados celes-
tiales son aquellos que en una medida mayor o menor escapan a
las limitaciones físicas y psíquicas de nuestro estado de existencia.
Los dos sectores agrupados en la categoría celestial pueden, sin
embargo, comprender cierto número de grados diferentes que en
nuestro estado presente apenas nos conciernen. Se dice de los
dioses, o devas, que su estado está lleno de deleites como los «árbo-
les de los deseos» capaces de conceder cualquier don con sólo
pensar en él, y otros pintorescos atractivos por el estilo. Ningún
dolor puede introducirse en ese estado mientras dura, lo que hace

14
Vivir el propio karma

que, cuando por fin llega el momento del cambio, éste sea tanto
más doloroso para los seres en cuestión: se dan cuenta de repente
de que su estado de dicha no es perpetuo, sino que está sujeto al
nacimiento y a la muerte igual que todos los demás estados de
existencia. Como dijo un monje mongol a quien esto escribe: «Los
dioses longevos son estúpidos.» La ausencia de contrastes que ca-
racteriza a su condición los adormece en un exceso de confianza,
con el resultado de que, cuando llega el instante fatal, no están
preparados en absoluto y pueden llegar a hundirse hasta el mismo
infierno, destino éste verdaderamente lamentable.
No todos los dioses muestran sin embargo esta falta de inteli-
gencia Muchos desempeñan un papel honorable en las historias de
Buda. Algunos, como Garuda, el corcel de Vishnu semejante a un
halcón, están constantemente a las órdenes de la persona de Buda,
cuyo parasol se encargan de llevar; otros, y especialmente Brahma,
rey de los devas, ruegan a Buda, después de su iluminación, que
predique la doctrina, por miedo de que el mundo vaya a su perdi-
ción total. Este papel desempeñado por los dioses, que consiguen
vencer la «reserva» de Buda, aparece en la vida de todo buda
instructor y expresa simbólicamente que el conocimiento poseído
por un ser ihiminado es tan profundo que resulta virtualmente
intransferible a los hombres en su estado actual de ignorancia.
Buda consiente, no obstante, en enseñar, mostrando así que a pesar
de la ignorancia la luz no es inalcanzable. De ello tenemos que dar
gracias a la iniciativa de los dioses.
Los titanes, o asuras, por su parte, aunque superiores a los
hombres por los diversos poderes que poseen, siempre se represen-
tan como seres pendencieros, llenos de envidia para con los dioses
y su felicidad, y siempre conspirando para destronarlos. Típica-
mente, son seres que por sus austeridades, sus intensos trabajos
desarrollados en varios campos, han podido incrementar sus facul-
tades naturales hasta el punto de amenazar al propio cielo. A veces
la ambición titánica lleva incluso la máscara del altruismo, como
cuando Prometeo roba el fuego a los dioses para dárselo a los
hombres, exponiéndolos así a las consecuencias de su propio acto
"de profanación. Es típica del temperamento asúrico o prometeico
la utilización imprudente de poderes excepcionales por toda clase

15
Vivir el propio karma

de motivos salvo el esencial, el que podría conducir a un ser hasta


la budeidad. Careciendo de este motivo, carece de todo; éste es el
signo asúrico en los seres.
Los dos sectores infernales de nuestro simbolismo, la tierra de
los fantasmas atormentados, o pretas, y los infiernos, son lugares
de donde la alegría y la comodidad están totalmente desterradas. El
primero es un dominio en el que reina el más intenso sentimiento
de privación, un hambre y una sed insaciables. Los pretas se
representan con enormes vientres hinchados y bocas minúsculas,
de modo que por este pequeño orificio nunca puede pasar sufi-
ciente alimento para satisfacer las demandas excesivas del vientre;
así, el ser permanece en un estado constante de miseria que sólo
podría aliviar un cambio de estado, si él pudiera ser consciente de
tal posibilidad. Los infiernos, por otra parte, se explican por sí
mismos: son lugares de pura expiación, ardientes o fríos según la
naturaleza de los pecados cometidos (o de las oportunidades des-
cuidadas) a lo largo de la vida anterior. A este respecto apenas
difieren del concepto de infierno presente en las religiones semíti-
cas, excepto en cuestiones de detalle y, en particular, por la ausen-
cia de toda atribución de eternidad, que no se encuentra en ningún
lugar de la rueda.
Este último punto es el que más importa retener. La idea básica
del samsara es la impermanencia, el principal tema de meditación
para todo budista. Todo lo que crea el flujo del mundo es inestable.
Esto es cierto para los. cielos y los infiernos, para los estados más
felices y para los más desgraciados; los primeros no admiten nin-
guna complacencia, los últimos nunca carecen completamente de
esperanza. Pues todas las cosas, en la plenitud del devenir, deben
transformarse en otras cuando sus posibilidades particulares se han
agotado. Ésta es la ley universal de la existencia en el ruedo
existencial.
El número y la variedad de los seres que se encuentran en el
universo son incalculables. Lo mismo vale para los sistemas cósmi-
cos; son indefinidos en su incidencia y en la diversidad de condi-
ciones a las que cada sistema cósmico está sujeto. Pero cuales-
quiera que sean las condiciones que gobiernan un mundo dado, la
séxtuple repartición puede serle aplicada, teniendo en cuenta las

16
Vivir el propio karma

diferencias de detalle. Así, pues, todo mundo debe tener su estado


central o axial que, por analogía con nuestro mundo, bieri podría
llamarse humano; y del mismo modo existirán estados superiores
o inferiores clasificables como tales desde el punto de vista del
estado que representa el término intermedio.
Las características esenciales de cada mundo se reflejan íntegra-
mente en el ser que en él ocupa la posición central y, de manera
más o menos fragmentaria, en los diversos seres que ocupan posi-
ciones periféricas. El estado central, siendo una totalidad en su
orden, constituye en cierto modo un mundo autónomo, un micro-
cosmo, y éste es el caso del hombre en nuestro sistema cósmico.
Conociendo el estado del hombre en un momento dado, casi se
podría decir que se conoce el estado del mundo, tan estrechamente
ligados están ambos intereses. De esta relación se desprende lógica-
mente una transposición al microcosmo humano del simbolismo
séxtuple del mundo en un sentido más amplio. Así, puede decirse
que ciertas cualidades de la naturaleza humana corresponden a
ciertas clases de seres, en el sentido de que, en la medida en que un
hombre se identifique con una determinada cualidad más bien que
con otra, manifestará, en su vida humana, algo del carácter de una
u otra de las categorías no humanas. Por ejemplo, es fácil recono-
cer el tipo que corresponde del modo más próximo posible al
estado de animalidad humana: el de los hombres considerados
esencialmente en la masa, como seres que se alimentan y se repro-
ducen en un sentido puramente cuantitativo. Huelga decir que esta
alusión no implica ningún menosprecio de los animales, pues los
animales y las plantas en estado natural viven su karma con ins-
tinto infalible y dan prueba de cualidades de dignidad y belleza que
el hombre, por su parte, sólo puede imitar permaneciendo fiel a su
vocación, que es de otro orden debido precisamente a la posición
central que ocupa en el mundo.
Tomemos otro ejemplo: el hombre económico moderno oscila
entre el tipo animal y el tipo preta, siendo este último el que está
más en consonancia con su ideal declarado de una producción en
expansión indefinida y de un pretendido nivel de vida elevado. Se
ha creado una vasta maquinaria de propaganda con el único objeto
de exacerbar el deseo de bienes materiales, con la salvedad, no

17
Vivir el propio karma

obstante, de que la felicidad que, según se supone, éstos proporcio-


nan nunca se alcanzará absolutamente, pues, si el hombre llegara a
sentirse satisfecho en algún punto, el mecanismo se detendría al
instante, y esto significaría la ruina económica, tan inextricable-
mente engranados entre sí están ambos motivos. Por tanto hay que
seguir torturándolo con nuevos deseos, lo cual está bien lejos del
budismo.
Si esto no es una imagen de la tierra de los pretas, es lo que
más se le parece. ¿Qué tipo de renacimiento pueden esperar los
hombres educados de esta manera? ¿Podría ser, tal vez, un nuevo
nacimiento en forma de pretas?
En cuanto a los infiernos, se pueden descubrir inequívoca-
mente en esas oscuras profundidades situadas debajo del nivel de
la conciencia humana que a nuestros psicólogos les gusta tanto
explorar. A veces su contenido también desborda: un tipo absolu-
tamente infrahumano no es raro entre nosotros, sin hablar de lo
que él mismo llama arte, que es un medio diabólico en su género.
Naturalmente, nos hemos referido a casos extremos. Los tipos más
puros son relativamente raros; lo que se encuentra, son en su
mayoría mezclas e híbridos diversos.
Sin embargo existe otra clase de hombre, la del que es capaz de
realizar las posibilidades humanas en su plenitud, y ése es el hom-
bre que se identifica, en intención y en la práctica, no con alguna
facultad humana condicionada samsáricamente, si no con el propio
eje del microcosmo humano, el hilo de la naturaleza búdica, que
atraviesa el corazón de todo ser y todo mundo. Para los seres
periféricos, esta identificación sólo puede ser indirecta y eminente-
mente pasiva. Pero para el hombre, que es un ser axial por defini-
ción, también puede tener lugar de forma activa, sin restricción de
campo o finalidad. Se trata, de hecho, de la posibilidad del desper-
tar total, la budeidad, que justifica la afirmación presente en las
Escrituras semíticas, según la cual el hombre ha sido creado «a
imagen de Dios». El que llamemos al hombre «teomórfico» o «bu-
damórfico» es indiferente en este contexto.
Por último, volvamos a la representaión tradicional del ruedo
de la existencia, tal como lo hemos descrito al principio, para
subrayar que, como todo verdadero simbolismo, deriva de la natu-

18
Vivir el propio karma

raleza de las cosas y no de una invención arbitraria del espíritu


humano, que lo hubiera concebido como una mera alegoría poé-
tica. Su finalidad es servir de clave que permita llegar a una
conciencia superior; no hay otra.
Una clasificación simbólica como la presente no debe enten-
derse en el sentido de una fórmula compacta: tiene que ser inter-
pretada libremente y aplicada con inteligencia, pues el samsara
como tal es indefinido no admite ninguna sistematización. Los
sutras, de hecho, lo describen diciendo que es «sin principio» (es
decir, indefinido desde el punto de vista de su origen), pero que
«tiene un fin» (en la liberación, el nirvana), descripción paradójica
ya que, desde el punto de vista metafísico, lo que no tiene principio
tampoco puede tener un final, y viceversa. Podemos compararla
con la paradoja cristiana análoga, pero inversa, de un mundo «que
comienza» (en la creación) pero que puede llegar a ser un «mundo
sin final» (por la salvación conferida por Cristo).
En ambos casos se trata de comunicar una verdad salvadora y
no una tesis filosófica de acabado preciso; de ahí el aparente des-
precio de la lógica.
Hemos dicho al principio que en el samsara lo que determina
toda venida al ser, o nacimiento, es la acción anterior, con la
reacción consiguiente. Ésta es la doctrina del karma y sus frutos,
los cuales, madurando a su debido tiempo en forma de resultados,
están destinados a convertirse a su vez en causas, que contienen las
semillas del devenir ulterior. El cruce continuo de los innumera-
bles hilos de la causalidad produce la maraña del samsara; es un
concepto dinámico que pasa de manera ininterrumpida de un es-
tado a otro, en el que cada nacimiento marca la muerte con res-
pecto al estado anterior y cada muerte marca un nuevo naci-
miento, y así indefinidamente.
Puesto que todo se encuentra en un estado de flujo incesante,
cualquier suceso u objeto que se quiera observar tiene que ser
aislado del proceso general de un modo más o menos arbitrario,
con el resultado de que aquello que se observa tendrá necesaria-
mente cierto carácter de ambigüedad: tanto el objeto como el
sujeto observador están cambiando continuamente, lo que significa
que todo juicio formulado sobre la base de un examen empírico de

19
Vivir el propio karma

los objetos existentes en el mundo será siempre aproximado, provi-


sional, relativo, fluido y ambivalente. El enfoque empírico excluye
cualquier conclusión que pueda calificarse de exacta y completa.
Dicho esto, es necesario hablar también del aspecto comple-
mentario de la misma doctrina, a fin de no ser conducidos incons-
cientemente a un relativismo que adquiriera un carácter casi abso-
luto, hasta el punto de suprimir completamente la idea misma de
verdad. En esta época de subjetivismo excesivo y parcial, una
disolución de todos los valores y todos los criterios objetivos en
una especie de penumbra psicoanalítica es un peligro real del que
hay que guardarse. Un juicio es inadecuado en la medida en que
pretende juzgar el conjunto absolutamente desde un punto de vista
particular que se presenta igualmente como absoluto: éste es el
error del dogmatismo, es decir, de una extensión abusiva dada a
formulaciones relativas que son verdaderas en sus límites propios.
Un juicio es válido, sin embargo, en la medida en que, partiendo
de criterios debidamente reconocidos como relativos, juzga un
fenómeno cuyos límites relativos también son reconocidos. Siem-
pre y cuando se preste una atención suficiente a estas condiciones,
un juicio, puede ser perfectamente exacto, hasta el punto de poder
ser calificado de relativamente absoluto dentro de su contexto.
Un buda es llamado «despierto» precisamente porque su conoci-
miento no debe nada al mundo ni al ego empírico que, juntos,
constituían el foco de su sueño anterior. Cuando un hombre se
despierta no decimos que es otra persona, a pesar de un cambio
evidente de la naturaleza de su conciencia; esta analogía puede
servir para ilustrar el paso del estado de ignorancia al estado de
buda. El conocimiento sólo es posible en la medida en que el ojo
de la bodhi (el intelecto puro), en el sujeto, percibe en el objeto el
«mensaje bódhico» (es decir su simbolismo). Cuando ambos coinci-
den hay percepción instantánea -percepción eterna, se podría de-
cir, por cuanto lo que pertenece a la bodhi pertenece per se a lo
intemporal e inmutable. El despertar al conocimiento, en cualquier
grado en que se sitúe, es como el punto de ignición que se alcanza
mediante el frotamiento de dos palos; el satori del zen es de la
misma naturaleza. Si las cosas fueran de otra manera, los seres no
tendrían la posibilidad de la iluminación.

20
Vivir el propio karma

En el samsara es evidente que sólo se pueden juzgar fragmentos


desde puntos de vista no menos fragmentarios; en el nirvana esta
cuestión no se plantea. La conciencia de las diferencias samsáricas
y nuestra propia reacción ante ellas en virtud de esa conciencia no
disminuye en modo alguno la realidad intrínseca de los fenómenos
considerados en conjunto. Su totalidad nos devuelve entonces al
samsara como tal, y éste, en esencia, nos devuelve al nirvana.
Encontramos aquí un principio budista básico, a saber, que quien
comprende realmente el samsara o el karma -lo que viene a ser lo
mismo-, comprende el nirvana. Ver con plenitud de conciencia
una sola mota de polvo es ver el universo; no se necesita más para
acceder a la iluminación, en la que el conocimiento absoluto y el
conocimiento relativo, las dos clases de verdad de Buda, coinciden.
Lo que es necesario recordar siempre es que el mundo, con sus
fenómenos, equivale a un juego de compensaciones: aunque toda
parte se halla en un cambio permanente y, por tanto, está en
desequilibrio y es inasible en sí, el todo, en cuanto tal, permanece
inalterable a través de todas sus vicisitudes, como lo hace el océano
a pesar de sus muchas olas y corrientes. Si tratamos de definir una
de esas olas en términos fijos se nos escapará; y, no obstante, cada
una de ellas revela a su manera lo inmutable. De ahí la afirmación
de que en cada gota de agua y en cada grano de arena se encuentra
un buda.
Esta naturaleza inaprehensible de todas las cosas existentes es lo
que ha dado lugar, en la economía espiritual del budismo, a otra
idea básica, que muchas personas han encontrado particularmente
difícil de comprender, a saber, la idea de anatta, «no personalidad»,
tal como se aplica a los seres situados en todos los niveles y al
propio universo manifestado.
Hemos visto que las notas básicas de la existencia son la relati-
vidad, la impermanencia y el devenir, a las que debemos añadir el
sufrimiento, que es la característica que expresa a las tres anterio-
res en la conciencia de los seres. Al ser única, la posibilidad
universal excluye la repetición en la existencia. En el cosmos
puede haber semejanza o -analogía en cualquier grado, pero nunca
identidad absoluta o ipseidad. ¿Qué sugiere realmente a nuestro
entendimiento la palabra «ipseidad»? Sugiere la pureza inequívoca,

21
Vivir el propio karma

la ausencia total de mezcla. Una substancia sólo puede llamarse


pura cuando no es otra cosa que ella misma, dado que está libre de
todo rastro de alteridad. Siendo tal, no lleva en sí ninguna incita-
ción al cambio. Lo que está en la raíz del cambio es el carácter
ambivalente de lo relativo, pues donde hay más de un polo de
atracción o repulsión la inestabilidad dominará en un grado u otro.
Lo que está completamente libre de tensiones internas no puede
morir, pues ¿qué podría producir su muerte? Todo lo que está
obligado a morir implica, pues, un dualismo, la presencia de fuer-
zas que empujan en direcciones diferentes, una composición de
elementos parcialmente incompatibles, y esto por definición es
cosa distinta de la ipseidad. La agudización, en el curso del deve-
nir, de sus contradicciones internas, es lo que finalmente hace que
una cosa se desintegre, en el momento que llamamos muerte.
Cuando somos conducidos a fijar nuestra atención no en el
proceso del devenir en conjunto, sino en una parte del mismo que
se aisla del conjunto (y que puede ser nuestra propia persona o
cualquier otra cosa), somos fácilmente inducidos a atribuir a esa
cosa un carácter fijo. Lo mismo se aplica a una situación o a un
acto cuando se lo considera en sí mismo. Éste es el error de la falsa
atribución, la ignorancia congénita que acompaña a todos los seres
existentes como tales. La doctrina específicamente budista de
anatta es un medio para disipar esta ignorancia.
Pasemos ahora a una consideración más detallada del karma, la
fuerza motriz que se encuentra detrás de todo nuevo nacimiento o
toda nueva suerte, es decir, la acción en el sentido más amplio de
la palabra,, incluido su aspecto negativo, la omisión, junto con su
acompañamiento inseparable, la reacción que inevitablemente pro-
voca, los cuales son estrictamente proporcionados uno al otro. El
principio físico según el cual la acción y la reacción son iguales y
opuestas no es más que un ejemplo de esta disposición cósmica
universal.
Como todo aquello de lo que se preocupa la mente, esta ley del
karma se contemplaría mejor de una manera puramente desape-
gada e impersonal, como si nosotros mismos estuviéramos situa-
dos fuera de la rueda de la existencia y la observáramos desde la
atalaya de una cumbre elevada y lejana. Pero de hecho no es así.

22
Vivir el propio karma

Estamos profundamente comprometidos en cada instancia de


nuestra estancia en la tierra y, en consecuencia, mientras nos
sentimos «esa persona, fulano de tal», distinta de todos los seres que
clasificamos bajo el título colectivo de los «otros», no podemos
dejar de valorar este juego cósmico que se desarrolla a nuestro
alrededor en términos de más o menos, provecho o pérdida, placer
o dolor, bien o mal, como decimos nosotros. Por esta razón, en la
vida religiosa el karma ha sido explicado, lo más a menudo, en
términos de sanción moral, como recompensa por las buenas ac-
ciones y castigo por las malas; así es como la mentalidad popular
lo considera casi siempre.
Tal interpretación no es falsa en sí y puede incluso ser saluda-
ble. La única falsedad es ver en ella toda la verdad, la última
palabra sobre la cuestión. Una conciencia de las implicaciones del
karma nos llevará fuera del círculo de las alternativas morales y de
los apegos que un prejuicio personal fomentará inevitablemente a
la larga. Pero, no obstante, para el común de los mortales la
concepción del karma como justicia inmanente, en el sentido mo-
ral, no es dañosa, puesto que al menos inclina al hombre a tomar
en serio las lecciones del karma y a aplicarlas en su vida cotidiana.
Todas las leyes éticas, en todas las religiones, tienen este carácter;
son upayas, medios de largo alcance pero de aplicación todavía
relativa, hecho que explica por qué las leyes morales más sagradas
a veces no funcionan. De ello resulta que incluso en esta esfera hay
que esperar de vez en cuando una excepción, aunque sólo sea para
confirmar la regla.
La justicia inmanente en su plenitud no es sino el equilibrio del
universo, ese estado en que todas las partes se contrapesan y que la
balanza en estado de oscilación expresa pero no realiza de forma
visible; pero aquí una vez más hemos salido de la perspectiva
moral que, aunque se incluye en el panorama general de la justicia,
ya no hay que acentuar, especialmente con miras a un interés
humano particular.
Es un lugar común entre los polemistas budistas, cuando quie-
ren criticar lo que consideran explicaciones arbitrarias ofrecidas
por las religiones teístas, decir que la doctrina del karma, al expli-
car las irregularidades aparentes del destino en términos de accio-

23
Vivir el propio karma

nes anteriores conducentes a la sanción presente, es «más acertada»


que otras doctrinas relativas a la misma cuestión. Vale la pena
señalar que cuando un argumento se ha revestido de una forma
moral se vuelve tan antropomórfico como las enseñanzas sobre la
voluntad de Dios con respecto al pecado corrientes en el cristia-
nismo y religiones afines. La utilidad de este lenguaje y de todos
los argumentos que toman esta forma puede justificarse empírica-
mente, al satisfacer las necesidades de ciertas mentes, y, si así
ocurre, el beneficio es considerable. Sin embargo toda simplifica-
ción de este género debe ser explicada como una expresión de
apologética popular, más bien que de una percepción profunda
de lo que verdaderamente está en juego. No obstante sería un error
burlarse de esta manera de ver las cosas-, si se es capaz de ver el
sofisma del argumento, se es libre de trascenderlo para alcanzar
una comprensión más profunda de la misma verdad, sin adoptar
una actitud de condescendencia para con las almas simples a quie-
nes este argumento proporcionó ayuda para avanzar en la vía.
De modo más general, lo importante, cuando se comparan
doctrinas propuestas por diferentes tradiciones, es descubrir me-
diante un examen llevado a cabo con lucidez -los escrúpulos eru-
ditos al comparar este material no son suficientes- si las divergen-
cias aparentes revelan una oposición real o sólo una divergencia de
genio espiritual, ya que ambas cosas son posibles. Toda religión
recurre a ciertas adaptaciones en el campo doctrinal a fin de poner
las distintas verdades al alcance de las mentes corrientes; corres-
ponde al santo y al sabio ver más allá de estas versiones algo
tendenciosas con el fin de acceder a la verdad que aquéllas expre-
san sin embargo a su manera. Vemos aquí la diferencia entre la
religión vista en su aspecto exotérico, adaptada a una necesidad
colectiva, y en el aspecto calificable de esotérico, en el que no
caben tales concesiones. Esta distinción no descansa sobre una
compartimentación rígida de la verdad religiosa, sino más bien
sobre la necesidad de acceder por etapas a esta verdad, cuyo brillo
ha de ser tamizado con arreglo a las diversas capacidades de visión
de los hombres. Las dos grandes categorías citadas se explican
suficientemente por sí mismas a la luz de este principio, que es un
upaya de aplicación general a todo camino espiritual.

24
Vivir el propio karma

Un ejemplo de cómo las interpretaciones populares pueden


conducir a cierta distorsión doctrinal lo proporciona la creencia,
corriente en los países budistas, en la posibilidad de renacer como
hombre. Se supone con excesiva facilidad que tal renacimiento en
forma humana está al alcance de cualquiera con sólo pedirlo, a
condición de haber llevado una vida suficientemente moral,
a menudo en un plano bastante bajo. Podría citar varios ejemplos
de esta actitud, sacados de mi propia experiencia, que en modo
alguno corresponden en su totalidad a gentes sencillas y carentes
de educación. La gente imagina fácilmente que una contabilidad
moral un poco cuidadosa por su parte basta para asegurarles una
próxima existencia humana Para esas personas, el mérito, el buen
karma, viene a ser considerados enteramente en un sentido cuanti-
tativo, como si pudiera ser distribuido por peso, o como si no se
tratara más que de llevar una contabilidad por partida doble a fin
de no quedar con demasiado déficit. Olvidan la conocida sentencia
relativa al «nacimiento humano difícil de obtener» y la parábola de
Buda sobre la tortuga miope que nada en un vasto océano en el
que flota también un pedazo de madera con un agujero. Buda
estimaba que las posibilidades que tenía un ser cualquiera de obte-
ner un nacimiento humano eran más o menos iguales a las que
tendría esa tortuga de pasar su cabeza por el agujero de la madera.
Mediante esta inverosímil parábola quería evidentemente incul-
car en las personas la extrema precariedad de la probabilidad
humana, previniéndolas así contra la locura de desperdiciar una
ocasión preciosa persiguiendo objetivos triviales. En un mundo
que gusta de considerarse progresivo, ¿cuántas personas, me pre-
gunto, hacen siquiera un ligero esfuerzo para seguir este consejo?
Que cada uno de nosotros se haga la pregunta: ¿Dedico todos
los días de mi vida media hora de atención a Buda y sus enseñan-
zas o, lo que es lo mismo, a Cristo y sus enseñanzas? Si la res-
puesta es negativa, ¿es entonces razonable esperar, debido al
kerma, recibir otra oportunidad humana en este u otros mundos?
Y si se está preparado para contestar honradamente a esta pre-
gunta, se llegará sin duda a otra.- «¿Por qué entonces dudo de
forma tan inexplicable?» La oportunidad está aquí y ahora, no cabe
duda. ¿Qué sentido tiene confiar en un futuro incierto con la

25
Vivir el propio karma

ingenua esperanza de -usando una expresión que no es estricta-


mente budista- cerrar un trato con Dios?
Lo que hay que recordar sobre todo, en lo que respecta al
estado humano o a cualquier otro calificable de central, es que
indica el punto en que es posible salir de la rueda fatal del naci-
miento y la muerte sin tener necesidad de pasar antes por otro
estado de existencia condicionada. La puerta está ahí, mientras que
si se ha nacido en una situación más periférica es indispensable,
antes de aspirar a la liberación, tener un pie dentro del eje, en otras
palabras, hallar el camino hacia un nacimiento humano. Una vez
en el eje, el camino que han pisado todos los budas está abierto. Lo
esencial no es ocupar de forma meramente pasiva nuestra posición
humana, gracias al karma que nos ha situado en ella, sino reali-
zarla activamente, y ésta es la preocupación expresa de toda vida
espiritual.
Si nos detenemos a considerar atentamente nuestro estado pre-
sente de existencia, pronto descubriremos que no se puede por
tanto decir que todos los hombres posean una verdadera humani-
dad; ya hemos tocado este punto al hablar del microcosmo hu-
mano. En la práctica la mayoría de los seres humanos llevan una
vida más o menos infrahumana; esto no quiere decir que todos
sean grandes criminales -los Macbeths y los Yagos de este mundo
son relativamente raros-, sino que una parte demasiado grande de
su tiempo y su atención se va en trivialidades absolutamente in-
compatibles con la condición humana; si la vida sobre la tierra
estuviera destinada a durar mil años, apenas la podrían desperdiciar
más. Ciertamente pocos hombres escapan completamente a este
reproche, incluso entre los que pretenden seguir una religión.
Nada es más saludable que un examen de conciencia sobre este
punto; un diario detallado, llevado honradamente, sería amargo de
leer para muchos de nosotros.
Lo que cada uno debe recordarse a sí mismo en primer lugar (si
a tanto llega) es que incluso antes de poder empezar a ascender por
la montaña axial que conduce a la budeidad, tiene que convertirse
primero en hombre verdadero (para usar la expresión taoísta), que
en nuestro mundojss la estación desde donde empieza a elevarse la
montaña; y por esta razón la religión comienza en general por

26
Vivir el propio karma

inistir en la necesidad de una vida conscientemente virtuosa, por-


que esto es ante todo un medio de recuperar la norma humana
perdida, que es nuestra nominalmente, pero que raramente posee-
mos de hecho.
Hasta aquí el karma ha sido considerado sobre todo en su
aspecto cósmico, como determinante del destino de los seres. Es
evidente que, tomado en este sentido, el karma sólo puede ser
aceptado de un modo pasivo, puesto que la naturaleza de la exis-
tencia de un ser en un mundo dado es algo que este ser es incapaz
de alterar, sean cuales fueren sus deseos; en este sentido, «los
cabellos de tu cabeza están contados». Hay sin embargo al lado de
esta pasividad involuntaria e impuesta una posibilidad de vivir el
mismo karma de una manera activa -es decir, con atención e
inteligencia- y ahí la voluntad humana, que nos permite elegir este
segundo camino o dejarlo de lado, desempeña un papel decisivo
dado que, sin su concurso activo, todo lo que podemos hacer es
dejarnos llevar a un lado para otro como troncos que flotan sobre
las aguas turbulentas del samsara; sin embargo, esta actitud difícil-
mente conviene a quienes, en virtud de su cualidad humana, se
encuentran ya en el portillo de la libertad.
Para que una vía pueda ser descrita justamente como activa
debe estar en clara relación, en cuanto a la intención y al método,
con el logro de la iluminación. Una vía que no mira más allá del
samsara, aun cuando algunos elementos activos sean llamados a
desempeñar incidentalmente un papel en el proceso de adquisición
de mérito, sigue siendo esencialmente pasiva con respecto a su
finalidad y, en virtud de este criterio, es insuficiente.
Para que el karma pueda ser utilizable como instrumento para
alcanzar el fin supremo, hay que satisfacer cierto número de condi-
ciones técnicas, tres de las cuales son de particular importancia y
pueden servir, así, de conclusión a este ensayo. Son las siguientes.
En primer lugar, tiene que haber uña identificación consciente con
el propio karma. En segundo lugar, debe haber un justo discerni-
miento respecto a lo que constituye realmente el buen karma. En
tercer lugar, hay que reconocer el propio karma como lo que
determina la vocación, el dharma personal y específico.
Examinemos estos puntos uno tras otro:

27
Vivir el propio karma

1. La base de la identificación con el propio karma es el reco-


nocimiento claro de que éste es esencialmente justo -justo en
principio y justo en las aplicaciones, incluida esa aplicación parti-
cular que llamamos yo-. De modo similar, el hombre tiene que
aceptar el karma futuro, como por anticipación-, uno debe esperar
recolectar según lo que ha sembrado, y no de otro modo.
Lo que hay que recordar constantemente es que el karma es la
expresión del equilibrio inherente del universo, que está siempre
presente in toto, y en el que toda perturbación aparente del equili-
brio acarrea automáticamente su reacción compensadora, con lo
cual se mantiene el equilibrio global; el karma por tanto no sólo es
justo, sino que expresa el principio mismo de la justicia, que
es equilibrio perfecto.
Para el hombre, una actitud de aceptación ante el estado de su
existencia, en cuanto está determinado por el karma anterior, y
también ante los acontecimientos inevitables de su existencia mien-
tras ese estado dura -los frutos del karma- es a la vez realista en sí
y moralmente sana. Esta actitud a menudo ha sido estigmatizada
como fatalista, especialmente cuando aparece en los orientales,
pero esta crítica se basa en premisas falsas, en una confusión entre
la mera pasividad ante el destino y la resignación, que es una
actitud intelectual, y por tanto activa, y relacionada con el desa-
pego; esta actitud descansa sobre la comprensión de una situación
real por parte de un espíritu libre de toda ilusión optimista.
El fatalismo también existe, pero sólo se puede acusar de él a
un hombre si adopta una actitud desesperada ante elementos que,
siendo todavía indeterminados, ofrecen aún posibilidades de acción
libre de un grado u otro. Si, por ejemplo, su casa se incendia o su
hijo cae enfermo, estos hechos son consecuencias del karma y, en
cuanto tales, deben aceptarse; pero nada prueba que dejar arder la
casa o dejar de llamar al médico (cuya presencia en el vecindario
también es, por lo demás, fruto del karma) sean hechos ya predes-
tinados. El abstenerse de una iniciativa obviamente razonable y
posible en virtud de una estimación pesimista del resultado pre-
visto sería llevar demasiado lejos la doctrina del karma. La falta de
iniciativa y la actitud de resignación son dos cosas muy distintas.
Es verdad que fa^actitud que acabamos de describir se encuen-

28
Vivir el propio karma

tra a veces en personas muy simples, especialmente en oriente, de


modo que la acusación de fatalismo no siempre es injustificada.
Pero con la misma frecuencia, sin embargo, la actitud descrita
como fatalista no. es tal, sino que procede de una verdadera resig-
nación ante males inevitables, y en este caso es del todo justificable
y sensata. Igualmente, por otra parte, la prontitud natural de los
occidentales para luchar en una batalla aparentemente perdida a
menudo se ve recompensada por un éxito insospechado y repre-
senta un realismo de otra clase: la voluntad de desafiar al destino
mientras queda una esperanza de cambiar para bien una situación
negativa. Cada una de estas actitudes tiene su lugar en los asuntos
humanos y cada una posee sus excesos característicos; entre un
fatalismo irreflexivo y una tendencia a dar obstinadamente coces
contra el aguijón no hay mucho que elegir.
El punto que hay que retener es que los frutos del karma, una
vez maduros, deben ser aceptados como lo que son, como intrínse-
camente justos -luego sin resentimiento, el cual, por lo demás,
sería inútil- pero, al mismo tiempo, el uso de los recursos que el
hombre tiene a mano (gracias, también a su karma) se justifica en
tanto no llega el resultado final. Dentro de estos límites, una acción
tendente a remediar un mal no se opone en modo alguno a la
resignación.
Sin embargo, lo más importante, cuando se emprende cual-
quier acción destinada a incrementar el bienestar humano, ya sea a
nivel individual o colectivo, es no perder de vista la verdad esen-
cial de la impermanencia de que está dotada la acción y sus even-
tuales consecuencias. Sea cual sea el grado de éxito o de fracaso
que parezca tener aquélla, nunca será definitivo en ningún sentido
debido a la propia naturaleza de ese proceso samsárico en el que
tanto la acción como sus frutos no aparecen sino episódicamente.
La patética esperanza, alimentada por la mística del progreso, de
que mediante la acumulación sucesiva de artilugios humanos el
samsara será de un modo u otro, si no suprimido, al menos diri-
gido en una dirección cómoda, es tan incompatible con el realismo
budista como son la probabilidad histórica. Entre los obstáculos
que se oponen a la iluminación no puede haber ninguno mayor
que el olvido del samsara y del lugar ineludible que ocupamos en

29
Vivir el propio karma

él; con otras palabras, el olvido de la primera de las cuatro verda-


des nobles enunciadas por Buda, a saber, la necesaria asociación de
la existencia con el sufrimiento en uno u otro grado.
Aunque hemos hablado bastante extensamente sobre la acepta-
ción del propio karma porque es una etapa importante, una plena
identificación con él nos lleva mucho más lejos. Para realizar tal
identificación es necesario reconocer algo que debería ser evidente
pero que se pasa por alto a menudo, a saber, que el hombre es su
karma, en el sentido de que todos los diversos elementos que han
entrado en la composición de su personalidad empírica, de lo que
él mismo y los demás toman por su yo, son todos ellos productos
del karma, así como las modificaciones por las que atraviesa esa
personalidad en el curso de su devenir: familia, bienes, aconteci-
mientos ocasionales, enfermedades, vejez, etc. Sin estos productos
accidentales del devenir, esa personalidad no existiría, y cuando se
disgregan, deja de ser. Por lo tanto hay una verdadera identidad
entre el proceso y el producto, y una vez que esto se ha reconocido
claramente debería ser posible dar un paso más allá y crear una
relación amistosa con el propio karma, como Savitri entabló amis-
tad con la muerte cuando ésta vino a buscar a su marido, con lo
cual Savitri triunfó sobre ella.
2. Pasemos ahora a nuestra segunda cuestión: ¿Qué es lo que
constituye el buen karma?
Un lego corriente respondería probablemente así: el mérito, el
buen karma, aumenta en aquel que lleva una vida virtuosa y
devota, observa los preceptos, muestra compasión para con los
demás seres de todas clases y contribuye como es debido al sosteni-
miento del sangha, la congregación sagrada. Si el hombre es un
monje añadirá dos o tres deberes más a la lista, pero en términos
generales ésta es la respuesta que recibiremos. Si se le pregunta
cuáles son los frutos del karma meritorio, probablemente dirá:
«Una vida sana y feliz, una muerte sin dolor, con un nuevo naci-
miento en un estado de felicidad, entre los dioses o en un estado
similar, o si no, en forma humana.» Pues bien, este tipo de res-
puesta, que es convencional aunque aceptable en cierto sentido,
difícilmente conduce a aspiraciones elevadas. La actitud sigue
siendo samsárica: no Wy aquí rastro del pensamiento búdico.

30
Vivir el propio karma

Pero para aquel en quien «el espíritu de la bodhi» ha empezado


a agitarse, aunque sea muy ligeramente, se impone una respuesta
diferente. Antes de decidir si su karma es bueno o malo querrá
saber, ante todo, si este karma le pone o no en circunstancias
favorables para abrazar «la única cosa necesaria», como la describió
Cristo. Las recompensas atribuidas al mérito, valorables sólo con
arreglo a la escala de valores samsárica, no atraen a este hombre.
Una beatitud que no incluyera la oportunidad esencial no está lejos
de ser, para él, un infierno.
Una vez que un hombre ha adoptado esta forma de pensar, su
valoración de las cosas que le rodean y del mundo en general no
puede sino cambiar radicalmente de acento, ya que estará influida
en cada caso por esta consideración suprema: ¿conduce esto a la
iluminación, o no?; y, si es así, ¿en qué medida? Esta idea se
convierte en la piedra de toque del discernimiento aplicado a todas
las cosas, grandes y pequeñas; nada podrá escapar, en lo sucesivo,
a una nueva valoración según este punto de vista.
De acuerdo con este criterio, una mendiga iletrada del Tibet,
segura de su fe en Buda, tiene una suerte más envidiable que
muchos profesores eminentes de otros países, cuya obsesiva dedi-
cación a investigaciones puramente samsáricas constituye un obs-
táculo cien veces más insuperable que el simple analfabetismo y
algo de superstición de esa pobre mujer. Pensándolo bien, tal
analfabetismo podría contarse incluso como una ventaja, ya que
habrá protegido eficazmente la mente de esa mujer del contagio de
la literatura barata -o lo habría hecho si ella hubiera nacido en
Europa, puesto que en el Tibet, antes de la invasión comunista, la
literatura profana era algo desconocido y todos los libros estaban
más o menos en relación con el interés sagrado-. Lo mismo ocu-
rriría, claro está, en cualquier sociedad plenamente traicional de
oriente u occidente. Volviendo a la mujer y al profesor, la fe
sencilla de la primera, por muy limitada que esté, debe contarse
como un conocimiento elemental, mientras que una erudición co-
losal dirigida no al centro, sino a innumerables fenómenos periféri-
cos, debe considerarse una forma de ignorancia particularmente
pretenciosa. Así, pues, renacer en la forma de esa mendiga sería,
para el profesor, una ganancia; para ella, lo inverso sería pérdida.

31
Vivir el propio karma

Un tibetano preguntó en una ocasión a un viajero inglés:


«¿Para que tratar de suprimir todas las supersticiones, puesto que, a
fin de cuentas, todo lo que existe fuera de la bodhi, fuera de la
iluminación, y todo lo que no conduce a ella, no es más que su-
perstición?» Asimismo, un mongol preguntó una vez al autor si era
verdad que los británicos, tal como le habían dicho, carecían total-
mente de supersticiones como las que se encuentran comúnmente
entre las gentes de su país. Tras informarle de algunas de las
supersticiones todavía corrientes en Europa, dijo, con visible ali-
vio: «Entonces todavía hay esperanza para esa gente, puesto que su
espíritu no está completamente cerrado -hubiera podido decir "es-
terilizado"- con respecto a las cosas invisibles.» Estos ejemplos -a
los que se podrían añadir cien más- deberían bastar para ilustrar el
principio de que se trata.
La gente habla de la prosperidad como si tuviera derecho a ella
sin tener en cuenta su karma, y de la adversidad como si no le
concerniera. Pero aquí también hay que discernir a la luz de los
frutos kármicos respectivos. Para un hombre dotado de lucidez
interior, una forma de prosperidad que tendiera a incrementar la
distracción (lo que, naturalmente, no ocurre siempre) debe ser
considerada como un retroceso desde el punto de vista de los
frutos, mientras que una adversidad que sirviera para abrirle los
ojos debería ser considerada más como una bendición que como
un castigo; el mérito podría dar lugar a un dolor bendito para el
hombre, mientras que un karma desfavorable podría colocarle en
la prosperidad como etapa del camino hacia el infierno.
Por ejemplo, ¿habrían salido ganando los primeros mártires
cristianos si, en lugar de los terribles sufrimientos que tuvieron que
afrontar, hubieran nacido, por ejemplo, como prósperos hombres
de negocios en la Nueva York de hoy? El monje que fue asesinado
por negarse a predicar contra la religión por orden de los comunis-
tas, o el humilde servidor al que también asesinaron porque persis-
tía en negar que el hacendado feudal al que había servido le
hubiera oprimido, ¿eran víctimas de un mal karma o beneficiarios
de un buen karma? En breve plazo, los dos sufrieron; a largo
plazo, ambos obtuvieron la corona del martirio. A cada uno le
corresponde juzgar cuál es el criterio decisivo en cada caso pare-

32
Vivir el propio karma

cido. Hay que recordar que en el samsara no hay categorías abso-


lutas: todo criterio puede ser interpretado de dos maneras. Por eso
cada caso que se presenta debe ser considerado de acuerdo con sus
méritos, con referencia al interés supremo, de otro modo las con-
clusiones que se saquen serán inexactas e inciertas.
Otro ejemplo extraído de un terreno completamente ajeno al
mundo budista servirá para remachar el argumento. Recuerdo
haber asistido hace varios años a una representación de la ópera de
Wagner La Walkiria. Era la escena en que Wotan, el jefe de los
dioses, va a condenar a su hija Brunhilda, la guerrera celestial, a ser
privada de su divinidad por haber desobedecido su orden de po-
nerse de parte de Hunding, y con él de las leyes morales conven-
cionales, contra Sigmundo, que aquí representa la causa del espí-
ritu contra la letra, la excepción que confirma la regla. Esta histo-
ria la tomó Wagner de un antiguo mito germánico, una narración
simbólica y, como tal, dotada de un mensaje metafísico al que el
compositor instintivamente debió de ser sensible aun cuando no
penetrara conscientemente su significado pleno.
El punto decisivo de la historia es que Wotan, para castigar a
su hija, la transforma en una mujer ordinaria; con ello Brunhilda se
ve obligada a cambiar un estado que, si bien implica poderes
superiores, permanece periférico, en favor del estado humano, que
es central. Así el aparente castigo se convierte de hecho en una
recompensa. Además según el mito Brunhilda, ahora convertida en
mujer, se casa con Sigfrido, tipo del héroe solar, y no olvidemos
que el carácter solar es uno de los atributos tradicionales de Buda.
Si traducimos este episodio a términos budistas, el buen karma de
Brunhilda, debido al discernimiento de que hizo gala cuando se
encontró ante una elección crucial, le hizo merecer un lugar en el
eje de la liberación. Éste es el punto esencial; el castigo es sólo
incidental. Todo esto me vino en un instante, mientras me hallaba
bajo el hechizo de aquella música espléndida, que desempeñó asi el
papel de upaya, de catalizador de la sabiduría escondida en la
antigua mitología germánica y escandinava y que, de otro modo,
yo nunca habría descubierto por mí mismo.
3. Tercero y último punto: el karma como determinante de la
vocación del hombre, de su dharma específico.

33
Vivir el propio karma

Hemos dicho al examinar el primero de nuestros tres puntos,


que un hombre es su karma en la medida en que le debe todos los
elementos de que está compuesta su personalidad humana-, en ésta
no se encuentra nada que el hombre pueda considerar suyo en el
sentido de una constante o ipseidad personal.
Lo que recibimos a través de nuestro karma está necesaria-
mente delimitado; incluye determinados elementos y excluye
otros, los cuales definen los límites positivos y negativos de la
personalidad en cuestión. De la misma manera nos son reveladas
las posibilidades de acción que se abren ante nosotros, y también
de pensamiento puesto que éste es también un tipo de actividad,
igualmente con sus límites propios. Las cosas de las que carecemos
no pueden ser utilizadas: cada cual debe utilizar las herramientas,
mentales o físicas, que ha recibido, y esto significa de hecho que
estamos calificados para ciertos tipos de actividad y no para otros.
Esto indica a cada hombre su tendencia vocacional, lo cual,
cuando uno se está esforzando para encontrar su centro, constituye
ya una valiosa indicación.
Los budas han recorrido el camino antes que nosotros. Han
dejado una tradición que es como una brújula que indica a los
hombres la dirección correcta, así como diversos medios de gracia,
empezando por el noble programa óctuple. Sin embargo, lo que ni
siquiera los budas hacen es realizar el viaje en nuestro lugar. Cada
,cual debe acercarse al centro según su manera propia, pues la
experiencia de cada ser es irrepetible; cada una de las posibilidades
del universo es única.
Que nadie se desanime porque su conocimiento sea todavía
muy pequeño; que piense más bien en ampliarlo con todos los
medios de que disponga. Pequeño o no, es una chispa, y con una
chispa es posible encender una lámpara más brillante, y así prose-
guir el camino.
Que esta luz crezca, para cada uno de nosotros, hasta alcanzar
el resplandor y la magnitud de una luna de Vaisakh1.

1. Según el calendario indio, ésta es la luna llena del mes de mayo, durante la cual
Buda, sentado bajo el árbol del mundo, en Gaya, alcanza la iluminación.

34
II

EL MATRIMONIO DE LA SABIDURÍA Y EL MÉTODO

Para ilustrar el tema que nos ocupa he recurrido a dos tradicio-


nes, la budista y la cristiana. Si bien por una parte esta yuxtaposi-
ción de dos imágenes muy diferentes del universo y del lugar que
en él ocupa el hombre supone en cierto modo una confrontación,
por otra ofrece también un medio de confirmación recíproca a
través del puente del contraste: todas las comparaciones entre for-
mas religiosas ortodoxas, es decir intrínsecamente válidas, pueden
servir para este doble propósito.
Una de las diferencias más destacadas que existen entre las dos
religiones en cuestión es que, mientras en la perspectiva cristiana la
idea de la personalidad divina domina completamente la escena
junto con su homólogo creado, la persona humana, la economía
religiosa del budismo pasa totalmente por alto esta idea al tiempo
que describe nuestra situación humana de una manera muy alejada
de los modos de pensar habituales en occidente. Para el budismo
esta conciencia individual que tendemos a equiparar con una enti-
dad personal constante no aparece más que como un agregado
inestable de factores constitutivos implicados en un proceso de
cambio dominante, el samsara o flujo cósmico: para conocer la
verdadera personalidad, o la verdadera divinidad (el budismo evi-
taría ambos términos), uno debe ante todo despertar de su sueño
existencial; el que lo ha hecho es llamado Guddha, o «el desierto».
Entretanto, tratar de imaginar cómo es esa experiencia suprema
sólo sirve para enredarse más en la red del conceptualismo ilusorio

35
El matrimonio de la sabiduría y el método

y en las especulaciones interminables a las que constantemente está


dando lugar.
Una diferencia no menos notable puede observarse en las acti-
tudes respectivas de las dos tradiciones en torno a la cuestión del
pecado, que entre los pensadores cristianos de todas las épocas se
ha convertido en una preocupación casi obsesiva. La definición
clásica del pecado, que se puede encontrar en cualquier catecismo
corriente, es la desatención voluntaria, por acción u omisión, a una
ley revelada. «Voluntaria» es aquí la palabra clave, pues si una
acción indeseable se comete por pura ignorancia, sin intervención
de la voluntad, la palabra pecado no podrá aplicársele, ni tampoco
las sanciones que acompañarían a una acción dada si ésta se come-
tiera de manera pecaminosa, es decir, voluntariamente. La obe-
diencia o la ofensa al legislador divino, ese Dios que es a la vez
justamente misericordioso y misericordiosamente justo, determi-
nará para un cristiano todas sus valoraciones morales.
Un budista por otra parte, aunque no sea en modo alguno
indiferente al pecado (ninguna religión podría minimizar este as-
pecto vital), valorará las cuestiones de ofensa no con referencia a
una ley impartida por la divinidad, sino a la naturaleza de las cosas:
nadie juzga nuestras acciones sino nosotros mismos, o para ser
más exactos, es también la naturaleza de las cosas la que nos
juzgará puesto que el juicio implacable es inherente a su substan-
cia. De modo similar, si hay un infierno, somos nosotros quienes
lo creamos; habiéndolo creado, lógicamente no deberíamos sor-
prendernos mucho de encontrarnos atrapados en él hasta que las
consecuencias escatológicas de nuestros delitos se hayan agotado.
Consideraciones similares se aplicarían, naturalmente, a un para-
íso, como recompensa de los actos justos. Todo esto para un
budista forma parte del proceso sin fin del devenir existencial; es
del propio proceso, y no de algunos de sus síntomas, de lo que
busca liberarse, y esta liberación, para él, sólo puede producirse
gracias al conocimiento de la verdadera naturaleza del proceso o,
como prefiere expresarlo el budismo, a un despojamiento de esas
persistentes ideas falsas que alimentan este proceso.
Para alguien que ve las cosas así, el concepto de perdón fami-
liar entre nosotros, es prácticamente inconcebible, y es sustituido

36
El matrimonio de la sabiduría y el método

por la idea de la purificación mediante el conocimiento. Mientras


que para un cristiano la prerrogativa divina de remitir los pecados
resultante del arrepentimiento humano incluye evidentemente
como consecuencia la idea de purificación, para un seguidor de la
religión budista es únicamente el conocimiento lo que constituye el
agua lustral que permite lavar las huellas de la contaminación del
pecado en el alma humana.
Llegados a este punto del argumento cabe imaginar sin em-
bargo que alguien lo interrumpiera con la pregunta: «¿Acaso esta
naturaleza de las cosas a la que se ha aludido difiere tanto de
nuestra idea de 'Dios', salvo por la ausencia de una atribución
personal que, después de todo, puede haber permanecido latente
simplemente porque en la sabiduría budista no había motivo para
destacarla?»
«Ésta es una buena pregunta», nos sentiríamos inclinados a
contestar, pues en verdad esta cuestión es crucial en todo encuen-
tro entre religiones, y además contiene el medio de reconciliación
que a todos nos alegraría encontrar en los problemáticos momen-
tos presentes, en que, por primera vez en la historia conocida, no
sólo una determinada religión, sino la religión como tal, está
siendo atacada de forma virulenta. De momento es mejor no tratar
de dilucidar esta cuestión; dejemos, más bien, que actúe en el
espíritu como un suave fermento, de modo que la cosecha de la
comprensión espontánea pueda madurar a su debido tiempo. Lo
que se ha dicho hasta aquí será suficiente como preparación para la
discusión más detallada que vendrá a continuación.
Para empezar, permítaseme recordar un episodio que oí contar
cuando el Dalai lama visitó Gran Bretaña en otoño de 1974.
Alguien le preguntó qué sentía acerca de los invasores chinos del
Tibet. ¿No los odiaba por el modo en que habían tratado y seguían
tratando a sus compatriotas? La persona que hizo esta pregunta sin
duda esperaba una respuesta de acuerdo con la enseñanza de Buda,
la cual, como la de Cristo, excluye el odio y la violencia, aun como
respuesta a un gran daño. Pero la respuesta que recibió fue algo
muy distinto y su desapasionamiento debe de haber sorprendido a
cualquiera acostumbrado al emocionalismo habitual de los mora-
listas occidentales, pues lo que dijo el lama vino a ser esto: ¿Acaso

37
El matrimonio de la sabiduría y el método

los tibetanos se benefician en algún sentido por odiar a los chinos?


O, alternativamente, ¿obtendrán los chinos algún provecho de ser
odiados de esta forma? Si ninguna de las dos partes ha de benefi-
ciarse en nada, ¿qué sentido tiene, pues, odiar?
La respuesta del Dalai lama, por otra parte, refleja una actitud
que yo mismo y otros hemos observado con frecuencia entre los
miembros de la comunidad de refugiados tibetanos, la mayoría de
los cuales, dicho sea de paso, no son antiguos terratenientes o algo
parecido, como pretenden los propagandistas que quieren excusar
la ocupación china, sino personas muy sencillas pertenecientes a
familias campesinas; algunos son monjes, claro está, la mayoría de
ellos también de origen campesino: ciertamente, no son el tipo
de personas capaces de imaginar una versión complicada de sus
motivaciones.
Cabe preguntarse si esta moderación ante una persecución bru-
tal podría ser en realidad resultado no de un ejercicio heroico de
autocontrol humano, sino de una consideración aparentemente
desapasionada de los factores que están en juego en esta cuestión.
¿Podría ser, como sugerían las palabras del Dalai lama, que un
acto de atención concentrada fuera suficiente en sí mismo para
hacer desaparecer impulsos vengativos que, para la mayoría de las
personas de cualquier parte del mundo, parecerían casi excusables
dadas las circunstancias y, en cualquier caso, poco menos que irre-
sistibles?
Sin embargo, ésta es la substancia del comentario hecho por el
Dalai lama en esa ocasión, a saber, que el instrumento más podero-
samente intelectual y moral que se encuentra en el arsenal psicoló-
gico del hombre es esa misma facultad de atención dirigida que
antes hemos mencionado, la facultad de concentración, como acos-
tumbran a llamarla los budistas, sin cuya cooperación, según ellos,
ninguna otra virtud humana, por sublime que sea, puede ejercerse
con seguridad. Por esta razón, la concentración ocupa un lugar
preeminente en la escala de valores budista, tanto es así que la
mayoría de las técnicas elementales relacionadas con la meditación
se esfuerzan por crear un hábito de atención rítmica sin tratar de
conectarlo, al principio, con nada semejante a lo que nosotros
llamaríamos un tema espiritual. Si algunas personas tienden a

38
El matrimonio de la sabiduría y el método

discutir la utilidad de prácticas tan carentes de dramatismo como el


observar el ritmo de la propia respiración durante horas enteras, es
porque el precepto cristiano de orar, aunque no excluye en princi-
pio la posibilidad de tales ayudas técnicas para mantener la aten-
ción, no incluye como cosa obvia, como ocurre en el budismo,
una técnica para mantener a punto los instrumentos destinados a
este propósito; en conjunto, se hace hincapié en los objetos de la
oración, sabiamente emparejado con el estímulo a utilizar formas
canónicas de oración, como el Padrenuestro o el Ave María, que
sin duda tienen un poder para regular la psique humana mucho
mayor que en cualquier plegaria improvisada por la persona, dicho
sea esto de paso.
No obstante, el problema de la distracción surgirá a menudo, y
cuando esto suceda es más que probable que se espere de la persona
afectada que confíe en su voluntad, en el contexto de la gracia de
Dios, para retornar a un estado de atención. Aquí los budistas más
bien dirían que la voluntad humana, como cualquier otro elemento
de la estructura psíquica de la persona, ya comienza debilitada por
un uso inadecuado y requiere por tanto un adiestramiento inteli-
gente, sin lo cual su acción seguirá siendo demasiado fluctuante
para resistir a la presión de los pensamientos dispersantes a los que
ningún hombre, sea inglés, tibetano o de cualquier otra nacionali-
dad, puede esperar ser inmune. La capacidad de usar la voluntad
con eficacia, que nuestros moralistas dan por supuesta con dema-
siada facilidad, no es tan fácil, y no se da sin su habilidad corres-
pondiente, que de hecho puede equipararse con esa misma concen-
tración de la que acabamos de hablar.
Llegados a este punto podríamos aventurar una definición ele-
mental de la concentración diciendo que es la aplicación metódica
de la inteligencia a todas y cada una de las contingencias humanas,
desde los actos más externos y cotidianos hasta esas operaciones
internas que entran en la categoría de las experiencias místicas. No
es por tanto irrazonable postular la presencia de la concentración
cuando se trata de ejercer correctamente el poder de la voluntad.

Con respecto a la concentración nos será posible considerar


ahora algunos de los problemas prácticos que afectan a la vida

39
El matrimonio de la sabiduría y el método

religiosa en este mundo, tomando como punto de partida un prin-


cipio básico de las enseñanzas del gran camino, mahayana, que es
el nombre aplicado al conjunto de las escuelas budistas del Norte,
extendidas por las regiones de China, Japón y el Tibet, a las que
hay que añadir el vástago cultural del Tibet en Mongolia, sin
olvidar a los calmucos de las estepas situadas al oeste del mar
Caspio, que forman el único grupo budista indígena de Europa. El
principio en cuestión se expresa diciendo que, para que cualquier
empresa humana pueda llegar a buen fin, tienen que intervenir dos
factores mutuamente dependientes que reciben los nombres de «sa-
biduría» y « método». Esta idea se expresa también comparando la
sabiduría con el ojo que discierne y el método con las piernas que
transportan a la persona. Existe una parábola muy acertada que
ilustra esta idea y que, aunque citada a menudo, vale la pena
repetir. Es como sigue:
Dos hombres emprendieron el camino hacia la ciudad de la
iluminación, pero ninguno de los dos pudo avanzar mucho porque
ambos tenían un grave impedimento: uno era ciego y el otro
lisiado. Finalmente se les ocurrió la idea de juntar sus fuerzas (se
podría decir: de combinar sus impedimentos), por lo que el hom-
bre lisiado montó a la espalda del ciego, después de lo cual partie-
ron juntos. El hombre que podía ver indicaba el camino, mientras
que el hombre con piernas sanas avanzaba por él, y así llegaron sin
contratiempos a la ciudad.
Consideremos ahora el simbolismo que ha dado título al pre-
sente capítulo: «El matrimonio de la sabiduría y el método.» Este
simbolismo se observa en toda la iconografía sagrada del budismo
del Norte y ha recibido su máximo desarrollo en el arte tibetano.
En innumerables frescos de las paredes de los templos, en rollos
pintados para uso doméstico y en imágenes fundidas vemos pare-
jas de figuras abrazadas en el éxtasis de la unión y que sostienen
determinados objetos en sus manos, a saber, una campanilla y algo
parecido al rayo de Júpiter tal como lo conocía la antigüedad
grecorromana. Este segundo objeto recibe en sánscrito el nombre
de vajra, y en tibetano el de dorje, de ahí el nombre de Darjeeling,
que significa «lugar del dorje».
La campana siempre está asociada con el personaje femenino,

40
El matrimonio de la sabiduría y el método

que representa la sabiduría; el dorje lo está con el personaje mascu-


lino, que representa el método. Dentro del contexto general de este
simbolismo, estos retratos eróticos representan a budas de diversos
nombres con sus consortes celestiales, por lo que otros detalles
variarán de acuerdo con sus títulos, pero la relación de sabiduría y
método se mantiene en todas partes.
Cuando los misioneros cristianos tomaron contacto con estas
creaciones artísticas, sus arraigados prejuicios les llevaron a ver en
esas figuras emparejadas algún tipo de motivo pornográfico, una
abominación pagana. En realidad, las imágenes de esta clase irra-
dian para los tibetanos un mensaje de la más austera pureza -son
sus críticos quienes revelaron inconscientemente los instintos más
bajos de su disposición mojigata- Sin embargo, aparte de estas
representaciones antropomórficas, la sabiduría y el método se sim-
bolizan comúnmente por los dos objetos rituales ya mencionados,
hechos ambos de metal, a saber la campanilla y el dorje. Todo
lama o monje oficiante posee estos dos objetos, que se usan tanto
en el culto realizado en los templos como en toda clase de ritos
accesorios; un examen detallado ayudará a poner más de relieve su
significación funcional.
En primer lugar la campana: siempre lleva los mismos orna-
mentos y está fundida en una aleación especial que produce una
nota clara y bella (la voz de la sabiduría). Tal como hemos visto, la
campanilla pertenece al personaje femenino de la pareja. Su mango
está coronado por la cabeza de la diosa Prajna Paramita, la sabidu-
ría transcendente, identificada aquí con Tara, madre de los bodhi-
sattvas o seres dedicados a la iluminación, quien, en la tradición
tibetana, reproduce muchas de las características que en la tradi-
ción cristiana se asocian con María - u n caso de coincidencia espi-
ritual y no, ciertamente, de préstamo histórico-. Evidentemente
todo hombre nacido de mujer es un bodhisattva en potencia; a él
corresponde convertir esta potencialidad suya en actualidad ha-
ciendo madurar su sabiduría mediante el despliegue del método
apropiado. Éste necesariamente variará algo de una persona a otra,
puesto que no hay dos seres iguales ni su camino hacia el centro
puede ser totalmente idéntico; esto también hay que subrayarlo. La
voz de la campanilla es una invitación dirigida a todos nosotros

41
El matrimonio de la sabiduría y el método

para que suframos la transformación que nos hará verdaderos


seres humanos, sin la cual se es humano en principio, pero in-
frahumano de hecho.
En cuanto al dorje, éste consiste en una vara central flanqueada
por cuatro alas (a veces subdivididas en ocho), con una depresión
en el centro por donde es asida por la mano derecha Estas alas
laterales corresponden a las cuatro direcciones del espacio, que
entre todas abarcan el universo. Evidentemente nos encontramos
aquí con un símbolo axial, cuyas implicaciones son de largo al-
cance. De hecho la cruz tridimensional, de la que el dorje no es
sino una variante, posee un simbolismo exactamente similar. Los
cristianos deberían tener siempre presente este significado metafí-
sico ligado al emblema central de su tradición, pues la cruz, al
medir de ese modo los mundos, proclama ya la verdad de que
aquel que es puesto en ella será a la vez juez -medir algo implica el
ejercicio de la facultad de juzgar- y salvador.
El mensaje salvador de la cruz surge de su propia estructura: en
primer lugar tenemos el palo vertical, correspondiente al eje uni-
versal como tal, que debe concebirse extendiéndose indefinida-
mente en ambas direcciones, conectando así todos los planos de
existencia posibles, todos los mundos, todos los seres. Contem-
plado desde arriba, el eje traza el camino de la gracia, la influencia
de atracción del cielo, como lo expresan los sabios chinos; visto
desde abajo, indica el camino de retorno al hogar que han de
seguir los que, tocados por la gracia, desean recorrerlo hasta su
origen. Todo lo que llamamos «vida espiritual» puede ser resumido
en este movimiento en ambas direcciones entre el cielo y la tierra:
éste es el mensaje del palo vertical de la cruz.
En segundo lugar, tenemos el palo transversal, que representa
por su parte un grado particular de la existencia individual y
especialmente el grado humano como tal. Para completar este
esquema habría que imaginar una serie indefinida de tales ramifi-
caciones horizontales, correspondientes a los demás grados existen-
ciales en toda su variedad, pero desde el punto de vista simbólico el
único ejemplar transversal basta para ilustrar la relación esencial
con el eje, que valdrá para todos los demás casos comparables.
Los mismos rasgos simbólicos de la cruz son reconocibles en la

42
El matrimonio de la sabiduría y el método

forma del dorje, cuyo mango corresponde a la intersección de


la cruz y posee las mismas implicaciones humanas. Dada la situa-
ción del hombre en este punto del palo central de la cruz, puede
verse que su vocación intrínseca es servir de vínculo entre la tierra
y el cielo y, en virtud de esta prerrogativa única, actuar como
abogado ante los poderes superiores para todos los seres que viven
en planos existenciales más bajos, es decir más limitadores; el
considerarse a sí mismo meramente como un explotador es una
traición flagrante a su condición. La frecuente referencia que ha-
cen las escrituras sagradas budistas al «nacimiento humano difícil
de obtener» refleja esta situación. Ser tan privilegiado y sin em-
bargo desperdiciar esta oportunidad preciosa en ocupaciones trivia-
les es absurdo-, uno bien puede preguntarse: «¿Por qué nos ocurre
esto tan a menudo?» Algo peor que la autocomplacencia necesita el
hombre para suponer que puede despreciar tal oportunidad y per-
manecer donde está dentro de la escala de la existencia; una caída
desde tanta altura inevitablemente le llevará a un abismo propor-
cional: esto parece simplemente lógico.

Recuerdo haber oído decir a un lama en una ocasión que con la


primera sospecha de la propia ignorancia ya se ha avanzado un
paso en el camino hacia el autoconocimiento. Esto se ha dicho ya
antes, pero nunca se repetirá bastante. Una vez que esta percepción
se ha insinuado en el entendimiento de un hombre, éste se enfrenta
inmediatamente a una elección: ¿debo seguir como antes o debo
volver sobre mis pasos (que es lo que significa literalmente la
palabra «conversión»)? Aquí la voluntad puede tener que desempe-
ñar un papel importante, pues si este primer impulso de reconside-
rar la propia vida fuera una gracia (como debe serlo, a la vista de
que no hubo ninguna iniciativa personal que lo evocara), no hay
todavía una certeza automática de que se responderá positivamente
a esa gracia; donde hay una elección, la voluntad, informada por la
inteligencia o confundida por la ignorancia, participará necesaria-
mente. No obstante, suponiendo que se decida a prestar oído a la
llamada misteriosa, el próximo paso tomará necesariamente la
forma de una pregunta dirigida a uno mismo: «¿Qué debo hacer
ahora? ¿Cómo puedo averiguarlo?» Esto equivale a pedir un mé-

43
El matrimonio de la sabiduría y el método

todo: dondequiera que se plantea un qué o un cómo debe interve-


nir necesariamente el método. Sin embargo, el primer paso es
siempre una manifestación de-sabiduría, correspondiente a una
gracia; y así será el final del camino, después que el método haya
dado todo lo que tenía que dar, cuando la sabiduría transcendente
brille con su propia luz.
Lo que importa observar aquí es que el primer paso en la
dirección del verdadero hogar del hombre será típicamente un
paso negativo; uno se aparta de algo en favor de otra cosa, abjura
de úna vida gobernada por preocupaciones profanas para buscar el
conocimiento que llega cuando el ego humano ha dejado de tra-
tarse a sí mismo como si fuera divino por derecho propio. A fin de
capacitarse para llevar a cabo la ardua tarea que tiene por delante,
el hombre se siente impulsado a sujetarse a algún tipo de disciplina
que no sea de su invención, un programa de cosas permitidas y
prohibidas, y esto es precisamente lo que hacen por él las prescrip-
ciones externas de una religión, dado que su objeto es estabilizar al
ser a lo largo de su estancia en la tierra. Sin embargo, es posible
ver más allá en esas mismas prescripciones, utilizando su potencial
simbólico latente; tratada inteligentemente, una ley religiosa no
tiene por qué ser fastidiosa. Pero en cualquier caso lo que tiene de
difícil y lo que tiene de fácil debe ser aceptado como parte de un
todo orgánico tradicional.
Vivimos en una época en que ha habido un repudio masivo de
todo lo que pertenezca al orden formal, ya esté ligado a la práctica
de una religión o tenga un alcance ostensiblemente social. Cuando
las personas no han rechazado completamente la fidelidad religiosa
de sus antepasados para alinearse con los que consideran la idea de
un orden espiritual como algo totalmente pasado de moda, han
sido atraídas en número creciente por cultos que ofrecen experien-
cias místicas en plan económico, es decir sin ninguna exigencia de
que el aspirante a discípulo se adhiera a aquella forma religiosa en
la que tienen su origen las enseñanzas esotéricas que busca y de
cuyo arsenal tradicional sus instructores en esas enseñanzas extrae-
rán todos sus instrumentos; para el discípulo, además, su adhesión
a la forma religiosa apropiada constituirá su garantía de que lo que
le ofrecen es auténtico: hay que guardarse de un maestro que

44
El matrimonio de la sabiduría y el método

ofrece un sufismo sin islam, una iniciación al tantrismo tibetano


sin budismo, o una oración a Jesús sin cristianismo.
Pero lo inverso también vale: sería igualmente impropio que un
cristiano pidiera un mantram budista o que un budista empezara a
invocar el nombre divino en árabe como los miembros de una
cofradía sufí. Se puede venerar profundamente la misma verdad
cuando es pronunciada en una lengua extranjera, pero esto no
significa que uno pueda escoger al azar entre varias lenguas; respe-
tar la pureza interna de cada una es también una manera de
mostrar reverencia. Para uno mismo, una lengua religiosa hablada
correctamente es, desde luego, suficiente. Este escrito fue comple-
tado un día por la noche: a la mañana siguiente intenté resumir sus
conclusiones en unas pocas palabras finales.
El estado de sabiduría de un hombre coincidirá con su capaci-
dad de dirigir una concentración firme sobre cualquier cosa que
pueda cruzarse en su camino -en términos cristianos, en su capaci-
dad de ver a Dios en todas partes y en todo momento y de moldear
tanto sus juicios como su conducta de acuerdo con ello-. La fe es
ese modo intermedio de conocimiento que, en cualquier etapa de
la vida, llena para nosotros la brecha entre la simple creencia y esa
consciencia ilimitada conocida por los budistas como iluminación.
Se ha dicho de la fe que, junto con la luz, comprende un aspecto
de oscuridad; se puede entender en seguida por qué debe ser así,
hasta que llega el momento en que uno verá «no en un espejo,
oscuramente, sino cara a cara», como dice san Pablo. El método
cubre todo lo que conducirá a un estado de sabiduría en cualquier
grado: sobre todo, el método nos ofrece la oportunidad de verificar
aquellas verdades que tenemos por la fe expresándolas ontológica-
mente, es decir, en términos de nuestro propio ser.
En conformidad con el simbolismo tradicional, la iluminación
coincide con la consumación del matrimonio de la sabiduría y el
método. Si esta afirmación parece un poco terminante, deja lugar,
no obstante, para una percepción hacia la cual lo que se ha dicho
hasta aquí ha estado convergiendo desde el principio, a saber, el
reconocimiento de la verdad de que entre los principios gemelos
que han proporcionado el tema de este estudio no existe una
barrera real de alteridad. Esta distinción, aunque válida y por tanto

45
El matrimonio de la sabiduría y el método

útil, como demuestra la práctica, puede ser trascendida en el cono-


cimiento de que el método, concebido estáticamente, no es sino la
sabiduría; la sabiduría, concebida dinámicamente, puede llamarse
con propiedad método. Para un hombre de inteligencia madura el
método es la sabiduría y la sabiduría es el método: los lectores
familiarizados con el sutra Del-corazón reconocerán sin duda las
implicaciones paralelas. Esta consciencia, una vez despierta, no
puede ser adormecida de nuevo, aunque una negligencia culpable
puede sobreponérsele; en este caso continúa actuando como un
absceso que ha quedado apretadamente encerrado, hasta que una
verdadera metanoia le permite salir de nuevo al exterior. Cuando
no se le ponen trabas, esta misma verdad puede transfigurar a un
hombre, coloreando sus percepciones en cuanto surgen y condicio-
nando todas sus actividades. Aun cuando sólo sea incipiente, el
conocimiento de la identidad fundamental de la sabiduría y
el método constituye ya un medio poderoso para liberarse de esa
obsesiva compartimentación de la atención entre el lado nocional y
el lado corporal de las cosas, el pensamiento abstracto y la partici-
pación en la acción, que ha sido responsable de tanto daño en este
mundo nuestro. Viviendo hasta el fin esta verdad como contem-
plación, cuando se la puede llamar rectamente «sabiduría», y prác-
ticamente, como método, el hombre puede llegar hasta el umbral
de este misterio cuya puerta ha abierto Buda. Nada de lo que
podamos hacer, decir, o pensar escapa a esta doble necesidad; toda
enseñanza acerca de la sabiduría y el método se dirige a satisfacer
esa necesidad, día tras día y hora tras hora.

46
III

¿EXISTE UN PROBLEMA DEL MAL?

Cuando planteamos la cuestión de si existe un problema del


mal, no lo hacemos con la intención de conjurar el mal con
palabras, y todavía menos de descargar nuestra mente del sentido
del pecado, como la psicología moderna tiende a hacer cada vez
más; tampoco nos interesa un ajuste mental con miras a la mera
comodidad, ni lo que la gente llama felicidad, a la que por lo
demás imaginan tener derecho.
Por lo contrario, para nosotros el mal corresponde a una reali-
dad en el plano mundano, y lo mismo el pecado, en el sentido
religioso del desprecio voluntario de una ley revelada. Asimismo,
la bondad en sentido ordinario, aunque a menudo se concibe y se
expresa de forma vaga, corresponde a una realidad de este orden.
De hecho ambas cosas se corresponden mutuamente, como miem-
bros de una dualidad, al igual que la sombra acompaña a la luz y
no puede dejar de hacerlo. Todo esto podemos darlo por sentado
en este momento.
Sin embargo lo que nos interesa ahora es saber si el mal consti-
tuye o no un problema, un problema que presuntamente espera
todavía una solución satisfactoria. No se puede negar que esta
opinión se ha sugerido a menudo, consciente o aún con mayor
frecuencia inconscientemente - l a expresión «problema del mal» es
uno de los clichés más comunes del lenguaje- y además los autores
religiosos, especialmente en la Iglesia cristiana, se han sentido
obligados con frecuencia a ofrecer soluciones más o menos satis-

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¿Existe un problema del mal?

factorías a este supuesto problema, un ejemplo típico de las cuales


es la afirmación, teológicamente válida pero susceptible de ser
reducida sentimentalmente al absurdo, de que Dios permite el mal
con miras a un mayor bien.
«¿Por que no contiene el mundo sólo bien, sólo alegría?» Tal es
la pregunta que se ha hecho constantemente en todas las épocas.
«¿Por qué no fue creado libre de mal, de dolor y de ansiedad?»
Una vez que se han eliminado todas las consideraciones acceso-
rias, el supuesto problema se reduce al dñema siguiente: se dice
que Dios es todo poderoso e infinitamente bueno; también se le
llama «creador del mundo». Si Él es bueno y sin embargo creó un
mundo tan malo y lleno de infelicidad como el que vemos a
nuestro alrededor, no puede ser todopoderoso; si por otra parte Él
es todopoderoso y no obstante creó el mundo de esta forma, no
puede ser bueno.
En su tiempo los maniqueos y sectas afines de los primeros
siglos de la historia cristiana concluyeron, sobre la base de este
razonamiento, que el demiurgo, el creador del mundo, tiene que
ser intrínsecamente malo y sin duda no puede ser Dios mismo. Al
tratar así de echar la culpa a otro, dejaron el problema esencial
todavía sin resolver, puesto que no nos dijeron cómo o por qué
apareció la tendencia demiúrgica, a pesar de Dios ni cómo o por
qué pudo operar. De hecho estas sectas estaban obsesionadas con
este problema en particular, y sus intentos de hallar una respuesta
satisfactoria para los sentimientos humanos a menudo les llevaron
a emitir declaraciones extrañamente contradictorias. No son esas
vagas tentativas, condenadas por la Iglesia, lo que nos interesa hoy,
pues en la crisis religiosa por la que ahora pasa el mundo el dilema
básico toma una forma diferente y de mayor alcance; de hecho
detrás de él se oculta el pensamiento, a modo de conclusión implí-
cita, de que, si las cosas son así, Dios no es ni todopoderoso, ni
bueno, ni creador, porque no existe. El mundo es pues un lugar
ciego, un campo de fuerzas ciegas cuyos juguetes somos y debe-
mos seguir siendo necesariamente nosotros y todos los demás
seres. Si en épocas pasadas, en las que la fe era relativamente
general, la gente vacilaba en sacar la conclusión de esta forma
cruda y por lo tanto recurría a diversos subterfugios intelectuales

48
¿Existe un problema del mal?

con'el fin de evitarla, esa conclusión, a pesar de todo, estaba ahí


potencialmente, como una semilla que esperaba germinar cuando
se encontrara en un terreno preparado para recibirla. Esta idea
inexpresada era como una fisura perpetua en la coraza de la creen-
cia, y los diversos expedientes dialécticos a los que se recurría
durante las épocas en que la mente humana todavía estaba predis-
puesta a aceptar las premisas teológicas nunca bastaron para tapar
esa brecha en las defensas espirituales del hombre. Estamos ha-
blando principalmente, claro está, del mundo cristiano; en las tra-
diciones indias, este problema, si es que en realidad existió, nunca
tomó esta forma aguda por razones que explicaremos más ade-
lante, pero, dado que vivimos en un medio formado sobre una
base de conceptos cristianos y que todavía está gobernado de
forma predominante por valores cristianos, es necesario, y en ver-
dad inevitable, que nos preocupemos por las consecuencias del
pensamiento -o falta de pensamiento- cristiano sobre esta cuestión
vital. Vivimos en una época de duda, si no de incredulidad, y esto
hace más urgente que nunca el que pensemos con claridad, si
podemos hacerlo, sobre una cuestión con la que la actitud de duda
que hoy se va extendiendo tiene una relación de causalidad, al
menos en gran medida. Sin embargo antes de poder pensar en
descubrir una respuesta, debemos asegurarnos en primer lugar de
que el problema se ha planteado correctamente, pues de no ser así
sería ocioso esperar una solución verdadera.
En efecto, muchos de los problemas no resueltos que atormen-
tan la mente de los hombres, y en especial los de orden metafísico
-las cuestiones fundamentales acerca de la personalidad y la exis-
tencia- no están simplemente sin resolver, sino que son insolubles
porque de hecho se han planteado erróneamente. Hay una trampa
en la propia formulación del problema, y esto excluye la posibili-
dad de una respuesta. Una pregunta mal formulada -para citar a
un eminente comentador de nuestro tiempo, Frithjof Schuon - n o
produce luz porque tampoco ella procede de la luz. La mitad de las
preguntas urgentes que nos atormentan evocarían de forma espon-
tánea su propia respuesta con sólo que se expresaran correcta-
mente una sola vez.
Tal es el problema que tenemos delante de nosotros. Lo que en

49
¿Existe un problema del mal?

realidad vamos a tratar de hacer es mejorar la formulación de esta


cuestión del mal, como preludio indispensable para cualquier res-
puesta que se le pueda dar.
Antes de seguir adelante con nuestra discusión tenemos que
apuntar, no obstante, otra observación. Las pruebas que se expon-
drán ante el lector -doctrinales, ilustrativas o dialécticas- proceden
de muchas fuentes diferentes. Poca cosa hay que me sea atribuible
personalmente, salvo la manera de presentarlo. En cualquier caso,
la verdad pertenece a todos por igual en proporción a la capacidad
-y voluntad- de cada hombre para asimilarla (como dijo René
Guénon); no hay lugar para pretensiones a la originalidad humana
en lo que respecta a la verdad, excepto en un sentido, a saber, que
quienquiera que consigue exponer cualquier aspecto de la verdad
es original en virtud de este mismo hecho, y lo es necesariamente.
Es asimismo bueno recordar que la realización efectiva de la ver-
dad en cualquier circunstancia siempre supondrá más que una
mera operación mental. Esta realización, como los santos y los
sabios nos lo recuerdan constantemente, implicará en todo caso
una ecuación del ser y el conocer; nunca hay que suponer que la
facultad del pensamiento equivale a la inteligencia total de un ser,
aunque es un modo de inteligencia en un sentido indirecto y es útil
en su esfera propia, que es ese campo de cosas relativas que
constituye el mundo manifestado. La verdadera inteligencia - l a
única que merece el nombre de «intelecto no cualificado»- es una
facultad que, si no se ve obstaculizada a consecuencia de la insu-
bordinación de las facultades inferiores, destinadas a ser sus sir-
vientas, volará derecho al objetivo. No piensa sino que ve. La
catálisis de esta capacidad de ver, que todo el mundo lleva en su
interior, tanto si lo sabe como si no, es el objetivo de todo método
espiritual, su único objetivo. La formulación correcta de una pre-
gunta necesaria, de modo tal que la evidencia aparezca por sí
misma y por tanto también la respuesta o prueba, puede actuar
como tal agente catalizador. Ésta es la razón por la que una discu-
sión como la presente puede a veces ser fructífera; de no ser así
sería mejor mantenerse en silencio. De discusiones sin objeto, el
mundo tiene más que suficientes.
Pero volvamos al dilema del poder del creador y de su bondad,

50
¿Existe un problema del mal?

tal como se ha planteado antes. Hemos dicho que detrás de él se


esconde la idea de que esta aparente contradicción equivale a un
destronamiento de Dios, que es sustituido, como principio funda-
mental y único del universo, por un devenir ciego; de esta opinión
parece desprenderse de forma inexorable, además, un determi-
nismo gobernado únicamente por el azar.
Resulta, pues, sorprendente que en el propio momento en que
las teorías de este tipo parecían estar ganando terreno en el mundo
científico y entre las clases educadas en general - n o voy a llamar-
las intelectuales- y, de forma más difusa e instintiva, entre las
masas urbanas, haya obtenido crédito otro tipo de teoría con la
cual se da a la marcha del universo y a la formación de sus
contenidos un sesgo optimista, una tendencia que actúa en una
dirección grata para nosotros, mediante el paso de lo simple a lo
complejo (complejo se identifica con superior), y que culmina,
hasta la fecha, en la humanidad tal como la conocemos, aunque,
claro está, con la sugerencia de que son de esperar otros desarro-
llos en el mismo sentido en un futuro indefinido. Me refiero al
cuerpo de teorías agrupadas bajo el nombre de evolucionismo, del
que la teoría darwiniana no fue sino una especificación entre otras.
Esta teoría creó la conmoción que creó en gran medida porque
apareció en el momento oportuno, al haber suministrado la clave
exacta de explicación que la gente estaba buscando por aquel
entonces, especialmente en la esfera sociológica, donde las doctri-
nas en cuestión se asocian con el nombre de «progreso». Propor-
cionó, por decirlo así, una sanción científica, apoyada por muchas
pruebas tangibles, a un deseo ya existente, y esta conjunción le
hizo obtener una aceptación general en muy breve tiempo.
La evolución, cualesquiera que sean las verdades o errores que
la palabra pueda contener, se ha convertido prácticamente en un
dogma de los tiempos modernos - e n algunos países el hecho de
negarla abiertamente podría incluso conducir a un hombre a la
cárcel- y aunque los propios científicos pueden discutir sus premi-
sas en tal o cual contexto, el público en general la da tan por
sentada, como lo muestra una simple ojeada a la prensa diaria,
como cualquier público medieval daba por sentados ciertos dog-
mas de la Iglesia, aun cuando simplifique en exceso su sentido.

51
¿Existe un problema del mal?

Como escribió Gai Eaton: «Las edades de la fe están siempre con


nosotros, sólo su objeto cambia.» Aquí la palabra «fe» debe enten-
derse, naturalmente, en un sentido amplio, como creencia, puesto
que la fe en su sentido más profundo (y más preciso) es mucho
más que esto: indica aquel conocimiento indirecto y participativo
que debe llenar la brecha entre conocer y ser, entre el asentimiento
teórico y la realización, mientras ambos están separados. Una vez
que están unificados por el milagro de la intelección, ya no vemos
oscuramente en un espejo, sino sólo cara a cara, en la luz de la
verdad.
Esta mención de las doctrinas evolucionistas tiene un propósito
que enlaza con el tema de este ensayo. No voy a ocuparme de
discutir la pertinencia de estas doctrinas en sí. Lo que deseo ilustrar
mediante esta referencia casual es que implican, en todas sus for-
mas diferentes, la aceptación de un tipo de tendencia universal
hacia lo mejor, que aquí se representa como una propiedad inhe-
rente al devenir; el bien mismo es siempre, por otra parte, un ideal
percibido a cierta distancia por delante de nosotros pero presumi-
blemente nunca alcanzable de modo real, ya que esto pondría fin
al proceso evolutivo de una manera aparentemente arbitraria. Es
digno de notar que con todo nuevo descubrimiento de la ciencia,
con todo invento, y especialmente con los que presentan un as-
pecto sensacional como los cohetes enviados a la luna, etc., esta
idea de la evolución ascendente de la humanidad es evocada como
una especie de mística, y lo mismo ocurre con respecto a los
desarrollos sociales más importantes. Si se objetara que algunos de
estos acontecimientos no son en modo alguno tan seguramente
beneficiosos como sus patrocinadores afirman, eso no hace al caso,
pues lo que tratamos de hacer observar es cierta tendencia de la
mentalidad general, muy marcada en nuestro tiempo, que, por su
atribución de un sesgo optimista al despliegue del universo, está en
clara oposición con las otras implicaciones lógicas de un determi-
nismo materialista, de un universo que se concibe funcionando sin
Dios. El hecho de que dos hipótesis tan opuestas puedan coexistir
en una misma mente, como ocurre tan a menudo, es un dato muy
significativo, pues demuestra, por un lado, que el problema del
bien y el mal, o de lo superior y lo inferior, si se prefiere, todavía

52
¿Existe un problema del mal?

está muy presente entre nosotros y tan lejos de solucionarse como


siempre.
No existe realmente ninguna razón lógica para creer en un
valor de supervivencia que se adhiere a lo bueno más bien que a lo
malo (no es posible evitar aquí el uso de estos términos, por
imprecisos que sean); y tampoco hay ninguna base evidente para
suponer que un universo ciego, que no refleja ningún principio
superior a su devenir, por alguna razón lleva dentro de sí una
preferencia en favor de lo que los hombres consideramos bueno
-sobre la base de nuestros propios sentimientos-. En realidad hay
hechos de peso muy considerable contra tal opinión, suficientes al
menos para impedir cualquier presunción ligera a su favor. Por
tanto es razonable concluir que detrás de la creencia en cuestión
hay algún tipo de motivo sentimental, un motivo tal que ha in-
fluido a un tiempo en la selección y en la interpretación de las
pruebas de un modo que no puede calificarse de puramente cientí-
fico -ser científico implica por encima de todo imparcialidad- y
esto demuestra de nuevo que al hombre todavía le atormenta el
problema acuciante de su infelicidad presente, lo que trata de
compensar proyectando hacia el futuro su anhelo de un universo
organizado de manera que él no sufra; en otras palabras, un
mundo bueno o un mundo feliz.
La imagen que esto evoca, si uno se detiene a pensarlo, re-
cuerda tanto la de la zanahoria colgada delante del asno para que
éste tire del carro, que uno no puede dejar de preguntarse quién,
en este caso, es el conductor del carro, quién puso la zanahoria
donde está. Ésta es también, a su manera, una pregunta pertinente.
El escenario ya está suficientemente preparado para que poda-
mos enfrentarnos a nuestra pregunta inicial: «¿Existe un problema
del mal?», como sigue diciendo el refrán. Es mejor dejar de lado
las especulaciones individuales y volvernos, en busca de luz, hacia
las enseñanzas de las grandes tradiciones y ver qué tienen que
ofrecer a modo de respuesta. Sin embargo, al considerar sus narra-
ciones y otras expresiones simbólicas, debemos estar dispuestos
desde el principio a mirar más allá de la letra, a leer entre líneas, a
fin de encontrar, junto con la interpretación más literal (válida en
su propio plano), esa interpretación profundamente penetrante que

53
¿Existe un problema del mal?

Dante llamó «anagógica» por indicar el camino hacia las cumbres


de la realización mística. (Aquí hay que dar a la palabra «mística»
su sentido radical de «silencioso», de un conocimiento que es inex-
presable porque escapa a los límites de la forma.) Las formas
sagradas -es decir, las formas que extraen su eficacia espiritual del
hecho de que se basan en analogías verdaderas entre diferentes
órdenes de realidad -sirven de indicadores de este conocimiento.
Su utilidad providencial consiste en proporcionar claves para los
misterios. Estas formas no deben ser menospreciadas, como ocurre
tan a menudo, en nombre de alguna abstracción mental autodefi-
nida como «puro espíritu», sino que han de tratarse como el buen
artesano trata las herramientas de su oficio, guardándolas del dete-
rioro que un literalismo demasiado escrupuloso, por una parte, o
la denigración profana, por otra, pueden haberles ocasionado.
Todo esto tiene una estrecha relación con el fracaso que hoy se
atribuye a la religión y con el consiguiente abandono, por parte de
hombres desalentados, de los medios suministrados para el cumpli-
miento de la única tarea que armoniza con la condición humana
medios que tienen que ser formales por el hecho mismo de que
somos seres dotados de forma.
Con el fin de ilustrar nuestro tema, ante un público compuesto
en su mayor parte por cristianos o por personas formadas más o
menos por el pensamiento cristiano, conviene que veamos en pri-
mer lugar el testimonio contenido en los primeros capítulos del
libro del Génesis, que hablan de la historia de Adán y Eva. En
toda la literatura sagrada rio existe una narración simbólica más
reveladora.
Encontramos en ella el árbol de la vida, correspondiente al eje
del universo, que se eleva en el centro del jardín donde Adán, el
hombre primordial, vive en paz con todos los seres, los animales y
las plantas del jardín. A través de él, ellos participan del centro,
representado por el árbol; en tanto la atención de Adán permanece
fija allí, no hay disonancia ni miedo en ninguna parte, y, por lo
que se sabe, este estado de cosas continuará indefinidamente.
Vemos aquí la imagen de la perfecta participación en modo pasivo
(de la participación en modo activo tendremos algo que decir más
adelante).

54
¿Existe un problema del mal?

Pero aparece ahora la serpiente, que ofrece a Adán una expe-


riencia desconocida hasta el momento: la de la unidad fragmen-
tada, de las cosas no referidas al centro y valoradas por ellas
mismas como si fueran entidades autosuficientes. Ésta fue, y es
todavía, la tentación característica del árbol del conocimiento del
bien y del mal. Adán, convencido por Eva a instancias de la
serpiente, prueba el fruto, y he aquí que en un instante su prístina
pureza de intención se pierde, y él y Eva de repente toman con-
ciencia de todo lo que les separa de sí mismos y a uno de otro y,
por consiguiente, de cada una de las cosas que les rodean. A partir
de ese momento ambos se sienten aprisionados dentro de su propia
conciencia fragmentaria, de su ego empírico, y este hecho es evi-
denciado por la vergüenza que sienten ante su desnudez, que tratan
de ocultar con una personalidad artificial de su propia invención,
las hojas de higuera que se han convertido en el prototipo de todo
disfraz humano.
En cuanto al árbol de la vida, ¿qué ha sido de él? Pues, en lo
que concierne a Adán y Eva, ya no existe. Al mirar hacia donde
esperan contemplarlo, sólo pueden distinguir aquel otro árbol, al
árbol del bien o del mal, que se inclina bajo el peso de sus frutos
claros y oscuros, en los que están contenidas las semillas del deve-
nir indefinido. Decimos deliberadamente «aquel otro árbol», pues
por primera vez experimentaron un agudo sentimiento de alteri-
dad, de yo y tú, y por este mismo hecho están aislados de aquellos
otros seres con quienes antes se habían comunicado libremente y
sin temor.
Lo que no logran percibir sin embargo es la identidad real del
propio árbol; éste es un punto esencial de este relato altamente
simbólico. A decir verdad yo mismo recuerdo haberme sentido
muy desconcertado en la escuela cuando niño por esta inexplicada
aparición de un segundo árbol en el jardín; no fue sino al cabo de
los años cuando me di cuenta de que nunca había habido un
segundo árbol, sino que aquél era el mismo árbol visto doble-
mente, a través del cristal deformante de la ignorancia. Contem-
plado desde el punto de vista de la ignorancia, el árbol de la vida se
convierte en el árbol del conocimiento del bien y del mal; contem-
plado desde el punto de vista del verdadero conocimiento, el árbol

55
¿Existe un problema del mal?

del devenir (como igualmente podría llamársele) es el árbol de la


vida.
Aquí tenemos una doctrina metafísica completa en sus elemen-
tos esenciales expresada a través del relato bíblico. ¡Y qué eficaz la
comunicación de este concreto simbolismo de un árbol, o árboles,
en comparación con las abstracciones gratas a la mentalidad filosó-
fica!
Pero ahora nos encontramos de nuevo en nuestro dilema ini-
cial. Los apologistas que han deseado defender a Dios (!) de la
acusación de ser autor del mal -y muchos se han sentido obligados
a defenderlo- han pasado por alto un punto esencial: el paraíso, feliz
como era, contenía la serpiente. Nada se dice en el relato que
explique este hecho asombroso, que ocurre casi de manera fortuita
en el momento en que el suceso fatal está a punto de tener lugar.
Pero si uno se detiene a considerar con verdadera atención las
premisas de la creación, sin duda deberá darse cuenta de la verdad
siguiente: un paraíso -cualquier paraíso- para ser tal tiene que
contener la serpiente. Reconozco que esto no lo descubrí por mí
mismo; se me indicó. La perfección de un paraíso sin la presencia
de la serpiente no sería la perfección del paraíso, sino la de Dios
mismo. Sería, en términos sufíes, «el paraíso de la esencia». Por lo
tanto, cuando se dice de un paraíso, o de cualquier otra cosa, que
ha sido creado bueno o perfecto, esto sólo puede querer decir que
es bueno o perfecto en la medida en que un paraíso (u otra cosa
creada) puede ser perfecto.
Por otra parte, el mismo principio se aplicará en el caso de un
infierno. Un infierno, para ser tal, debe contener un vestigio del
árbol de la vida oculto en alguna parte de él; no puede ser un lugar
de absoluto mal o de absurda imperfección o de absoluta cualquier
cosa. Ésta es la razón por la que en la iconografía tibetana, por
ejemplo, cuando se representan los infiernos también aparece
siempre en ellos un buda, como testimonio necesario aunque la-
tente de la verdad omnipresente.
El principio esencial que debemos captar es que siempre que
nos ocupemos de una perfección relativa, una perfección que tiene
límites existenciales, hemos aceptado implícitamente un grado de
imperfección con respecto a la ausencia de todo lo que se halla

56
¿Existe un problema del mal?

fuera de estos límites. Este carácter privativo del límite se mani-


fiesta, dentro de cualquier límite, por una tendencia al cambio y al
sufrimiento consiguiente. Ésta es una tesis básica del budismo,
pero no lo es menos, aunque expresada de forma diferente, de las
tradiciones semíticas. Recuérdese que incluso Cristo dijo en una
ocasión: «¿Por qué me llamas bueno?» Lo que de hecho afirmaba
con estas palabras era la autenticidad de su estado humano, en
presencia de su divinidad esencial. Cuando se dice de Cristo que es
«verdadero Dios y verdadero hombre», esto implica necesaria-
mente, con respecto al segundo término, una limitación existencial
y por tanto también cierto aspecto de imperfección inseparable de
lo relativo como tal. Si estos límites, tal como se expresan en el
hecho de que el Hijo del hombre, Jesús, pudo nacer y sufrir, no
existieran, la humanidad de Cristo hubiera sido un mero fantasma
-algunas sectas han sostenido esta opinión- y su encarnación hu-
biera carecido de sentido. En la persona humana de Cristo vemos,
por tanto, la perfecta figura de la humanidad, con sus limitaciones
incluidas. Por definición, la cualidad del hombre no es la cualidad
de Dios; de ahí que no pueda llamarse «buena» por derecho propio,
sino sólo porque revela la perfección divina, en primer lugar por el
mero hecho de existir y, después, por su simbolismo.
En términos puramente metafísicos, esta verdad del cristia-
nismo puede expresarse del modo más sucinto diciendo que en
Cristo se encuentran la perfección absoluta y la perfección relativa.
La intersección de la cruz es el símbolo de su perfecta coincidencia.
Por todo lo que llevamos dicho puede verse que nuestra pre-
gunta inicial: «¿Existe un problema del mal?» ha sufrido un cambio
de acento al ser examinada más de cerca, puesto que se ha dicho
bastante para mostrar que lo que se manifiesta como «mal» en
relación con nuestra situación humana tiene sus raíces, cósmica-
mente hablando, mucho más atrás, en una imperfección insepara-
ble de toda manifestación como tal, sea en la forma de un mundo,
de un ser individual, o incluso de un paraíso. Cuando los sufíes
declaran que «el paraíso es una cárcel para el sabio lo mismo que el
mundo es una cárcel para el creyente», expresan su insatisfacción
fundamental con todo lo que no es Dios y al mismo tiempo pre-
tende ser algo propio.

57
¿Existe un problema del mal?

Parecería entonces que la pregunta pertinente tendría que ser


más bien: «¿Por qué Dios crea? ¿Por qué hay una manifestación,
un mundo? De hecho, ¿por qué tenemos que existir?»
Antes de decidir si esta pregunta es pertinente o no, es impor-
tante destacar el hecho de que siempre que se habla de acción
divina, esta acción debe considerarse necesaria así como libre; in
cLivinis ambos atributos coinciden en todo momento, mientras que
para nosotros la existencia, que lo relativiza todo, los hace más o
menos imcompatibles en cualquier conjunto dado de circunstan-
cias. La infinitud de Dios implica la libertad absoluta; donde no
hay ningún límite tampoco puede haber ninguna compulsión. Del
mismo modo la absolutez de Dios implica la necesidad ilimitada; es
absurdo hablar como si los decretos de Dios tuvieran un carácter
arbitrario, aunque el simbolismo antropomórfico a veces puede
parecer sugerir tal interpretación, la cual es sólo una cuestión de
expresión que no debería engañar a ninguna mente sensata.
Si bien el acto creador ha sido descrito teológicamente como
gratuito, con ^llo se pretende afirmar la libertad absoluta de Dios y
no ciertamente negar su necesidad infinita. Por tanto lo mejor que
se puede decir sobre la manifestación es que la naturaleza infinita
de la posibilidad divina evidentemente la incluye y por lo tanto
también la exige; de no ser así, lo infinito no será él mismo. Sin
embargo esto no debe entenderse en el sentido de que el mundo,
por el hecho de existir, ha añadido algo a Dios o que su desapari-
ción final supondrá una privación proporcional para lo divino,
pues lo relativo en sí no es nada en presencia de lo real, aunque
por su propia realidad limitada manifiesta lo real en un nivel dado,
sin lo cual no existiría. En cuanto a la pregunta de por qué las
cosas existen, hay que decir que carece de sentido intrínseco.
Nuestra existencia no es algo a lo que pueda corresponderle de
forma válida la pregunta «¿por qué?» en espera de una solución
conformable a la lógica humana, que en sí es patrimonio de la
existencia en cuestión. La existencia es algo que sólo se puede
aceptar por lo que es. Todo razonamiento sobre las cosas parte de
aquí; no puede llevarse más atrás gracias a algún subterfugio de la
mente discursiva más ingenioso de lo usual. Sólo el ojo del inte-
lecto -el tercer ojo del simbolismo tradicional indio- puede traspa-

58
¿Existe un problema del mal?

sar el velo existencial porque algo de lo que está más allá ya se


encuentra en su propia substancia; no sin motivo el maestro Eck-
hardt lo llamó «increado e increable». Pero aquí nos encontramos
completamente fuera de la esfera discursiva.
El único comentario que se puede ofrecer -y constituye una
respuesta perfectamente adecuada para una pregunta que en sí
carece de sentido- es que, en tanto la existencia (o la creación) es
una posibilidad, será a su debido tiempo llamada a la manifesta-
ción por la razón que ya hemos aducido, a saber que la omniposi-
bilidad divina no puede ser limitada de ningún modo en absoluto.
Esto basta para explicar la existencia de lo relativo, el despliegue
cósmico en toda su indefinitud de devenir, incluyendo esta apa-
rente oposición de lo relativo a lo real, del mundo a Dios, que
constituye para los seres su sueño separativo. No podemos encon-
trar una respuesta mejor, pero ésta sin duda es bastante buena
Nos queda considerar sucesivamente, aunque de forma muy
breve, lo que las principales tradiciones tienen que decir sobre el
tema del mal, puesto que cada una lo considerará inevitablemente
desde su propio ángulo y ofrecerá comentarios acordes con su
dialecto y técnica espirituales. El testimonio unánime deberá en-
contrarse en el centro, donde se encuentran todos los caminos.
Hasta ahora hemos extraído ejemplos principalmente de la tra-
dición cristiana por razones obvias, con referencias casuales a las
tradiciones hermanas. Aquí todo lo que se necesita añadir sobre el
tema del cristianismo es que la idea de un problema del mal se
originó en él y está en gran parte limitada a este campo. Esta idea
se halla estrechamente relacionada con la representación antropo-
mórfica de la relación entre lo humano y lo divino, la cual, si se
lleva demasiado lejos o no es suficientemente corregida por co-
mentarios de tipo más puramente sapiencial (como en los sermo-
nes del maestro Eckhardt, por ejemplo), puede verse invadida
fácilmente por influencias sentimentales y moralistas. Esto no sig-
nifica en modo alguno que censuremos el simbolismo antropomór-
fico como tal, que no sólo ha demostrado su utilidad, sino que
también ofrece ciertas ventajas indudables. Si bien tiene sus peli-
gros, lo mismo es cierto de toda forma de expresión, por muy
sagrada que sea; la serpiente estará allí, de uno u otro modo.

59
¿Existe un problema del mal?

Sólo hay una defensa contra el tipo de abusos doctrinales en


que estamos pensando, aquellos que en el mundo cristiano, espe-
cialmente en los tiempos modernos, han turbado e incluso indis-
puesto a muchas mentes, y esta defensa es el retorno a los temas
centrales de la doctrina a su núcleo metafisico. Las confusiones
sentimentales y racionalistas surgen inevitablemente en la periferia
de una tradición; lo que tiende a provocarlas es una excesiva
preocupación por cuestiones marginales. Demasiadas consideracio-
nes bastante triviales ocupan habitualmente a las mentes cristianas,
con el olvido de lo esencial. La teología cristiana ha sido relegada
peligrosamente a una condición de especialidad, a un tema para
profesionales y expertos, en vez de ser considerada el pan de cada
día de todas las almas, lo que es en realidad. En reste respecto las
tradiciones orientales, a pesar de la degeneración de los tiempos
que no les ha sido ahorrada, tienen mucho que enseñar acerca de
la práctica cotidiana de la religión. En Kalimpong, en las montañas
del norte de Bengala, donde viví durante tres años, mi jardinero,
que no era ningún santo, poseía un sentido metafisico y teológico
que más de un obispo podría haber compartido con provecho. Las
cosas que veía a su alrededor eran mucho más transparentes para
su inteligencia de lo que normalmente ocurre entre las personas
religiosas de aquí. En este sentido él podía ver a Dios en todas
partes, la teología era para él una actividad a un tiempo viva y
práctica. Su devoción, tal como era, tenía una indudable cualidad
intelectual.
Con demasiada frecuencia la devoción cristiana se ha dejado
hambrienta de alimento intelectual, con el resultado de que se ha
deslizado rápidamente hacia el sentimentalismo, y esto a su vez ha
contribuido a echar fuera del redil cristiano a muchas de las almas
más inteligentes, con resultados desastrosos para ellos y para el
mundo; pero el hecho es que, si bien estas personas pueden haber
sido, en cierto sentido, demasiado inteligentes para aceptar el ali-
mento fuertemente azucarado que sus mentores religiosos pensa-
ban que querían, en otro sentido no eran lo bastante inteligentes
para detectar, a través del azúcar, la sal que todavía estaba ahí
esperando ser gustada.
No cabe sino repetirlo: un resurgimiento cristiano sin una reno-

60
¿Existe un problema del mal?

vación de la penetración intelectual de las verdades centrales es


una quimera. El sentimentalismo colectivo no lo producirá, si no
lo obstaculiza todavía más. Es hora de que los dirigentes de la
Iglesia lo reconozcan; de otro modo seguirán siendo ciegos que
guían a ciegos, a pesar de su deseo sincero de servir. No hay nada
que pueda sustituir al conocimiento.
Volviendo a la actitud cristiana ante el mal: exotéricamente y
en conformidad con el simbolismo antropomórfico, el magisterio
cristiano se ha contentado casi siempre por decir que Dios «no es
autor del mal», el cual, por su parte, se produce de este o aquel
modo. Esta manera de ver la cuestión, aunque tiene defectos, está
sin embargo justificada, por cuanto Dios no quiere el mal como
tal, el mal como aparece ante nosotros. Él es el creador de lo
relativo, como lo exige su infinitud; la cosa que llamamos mal es
una función necesaria de lo relativo, es en realidad la medida de la
aparente separación del mundo con respecto a su principio, Dios
-separación ilusoria por cuanto nada puede existir al lado de lo
infinito, por muy real que pueda pretender ser en su propio plano:
relativo-. Para citar a Frithjof Schuon, quien ha arrojado la mayor
luz sobre esta cuestión -sus libros son tesoros de discernimiento
espiritual-, «no se puede decir a Dios que quiera el mundo y al
mismo tiempo quiera que no sea un mundo». El mundo es un
torbellino de contrastes (la palabra india samsara lo expresa), no es •
una unidad por derecho propio. No constituye ninguna limitación
para el todopoderoso el que no puede producir otro sí mismo, un
segundo absoluto. El mundo está ahí para probarlo.
Pasando ahora a otra tradición semítica, el islam, encontrare-
mos que éste sigue una línea algo diferente. El testimonio central
del islam es la unidad y absoluta trascendencia de Dios, verdad que
comparte con el cristianismo pero que subraya tal vez de forma
más exclusiva que cualquier otra tradición; por eso se ve obligado
a declarar, sin desviarse, que todo lo que existe en cualquier sen-
tido es inequívocamente creación de Dios, y por tanto el mal, dado
que existe, tiene que ser incluido entre las criaturas de Dios.
Si la teología cristiana en conjunto no se atrevió a hacer una
declaración tan terminante y deseó disimularla por las razones que
sabemos, el islam no la evitó por otra buena razón -ambas razones

61
¿Existe un problema del mal?

son válidas pero relativas, de ahí su exclusión mutua-. En verdad,


en lo que concierne a las cosas relativas, tales divergencias son
inevitables y además necesarias, puesto que la verdad es una y el
discernimiento es una función de la inteligencia como tal a la luz
de la verdad. De este modo la diversidad de testimonios, como
ocurre entre las distintas tradiciones, sirve para revelar la natura-
leza convergente de los distintos caminos espirituales y su encuen-
tro en el centro en el corazón de la verdad.
La existencia de lo relativo tiene el mérito positivo, que com-
pensa su función limitativa o negativa, de que impide que nos
tomemos a nosotros mismos o al mundo por algo absoluto, por
Dios. Lo mismo se aplica al campo de la doctrina. La atribución de
un carácter absoluto a una forma u otra cosa relativa posee la
naturaleza misma del error, al fijar o petrificar un límite y sus
oposiciones concomitantes. De ahí la enseñanza del islam según la
cual la variedad de los intérpretes es también una bendición. Esta
frase no contiene ninguna condena de la ortodoxia, o de las formas
en cuanto instrumentos necesarios y legítimos, sino que da fe de
esa variedad de los testimonios que es uno de los factores que
garantizan la unidad de la revelación.
Los musulmanes han dicho también: «Cuando se abrieron las
puertas del paraíso, se abrieron al mismo tiempo las puertas del in-
fierno.» ¡Cuán a menudo oímos expresar el deseo de que Dios
hubiera hecho el cielo, pero no el infierno! ¡Cuántas personas que
expresan su creencia en el cielo la unen con una negativa a alber-
gar ninguna creencia en el infierno! De nuevo nos encontramos
con el caso de que no se quiere reconocer que dos cosas van
íntimamente unidas, como correlativos pertenecientes al mismo
orden. Negarlo es negar implícitamente lo absoluto, pues se desea
dotar de un carácter absoluto a una determinada cosa relativa al
tiempo que se niega la existencia relativa a su pareja normal. Esto
no es más que otra forma del error que quisiera que Dios hubiera
creado un paraíso sin la serpiente.
Todas las cosas relativas pueden, y sin duda deben, ser final-
mente trascendidas, no por una negación arbitraria sino por inte-
gración. No se puede hacer desaparecer el mundo como por en-
cantamiento, sino que hay que hacerlo transparente para que la

62
¿Existe un problema del mal?

luz, siempre resplandeciente, pueda iluminar nuestra oscuridad


existencial. El centro está en todas partes, incluida esta habitación;
y allí donde está el centro, allí está la visión beatífica.
Pasando ahora a las tradiciones indias, se verá que el punto de
vista difiere considerablemente por cuanto el concepto general de
manifestación no está ligado al concepto más particular de crea-
ción, como en las religiones semíticas. Los hindúes, cuando atribu-
yen la actividad creadora a la divinidad en uno u otro de sus
aspectos, la comparan a un juego divino, lo cual es una manera de
afirmar la libertad y trascendencia no cualificadas de la deidad en
su esencia no manifestada e impersonal, contra aquellos aspectos
dinámicos, creativos y, por tanto, cualificables de la divinidad que
corresponden al Dios personal del lenguaje religioso occidental.
En el budismo, donde la idea de creación se halla práctica-
mente ausente, el aspecto personal es como pasado por alto tanto
con respecto al prototipo divino como al ser humano. El carácter
no teísta (que no ateo) de la sabiduría budista y su insistencia en la
vanidad de todas las cosas se corresponden mutuamente, hecho
que explica además la marcada preferencia del budismo por las
enunciaciones apofáticas. Las afirmaciones dogmáticas, al prestar a
las ideas una suerte de personalidad fija, son siempre desde el
punto de vista budista sospechosas, ya que no evitables por com-
pleto en la práctica. La tradición hindú por otra parte, con la
exuberancia maternal que la caracteriza, puede dar cabida a toda
clase de doctrinas que en otras tradiciones tenderían a excluirse
mutuamente. Así por ejemplo el vedanta se acerca al budismo en
la naturaleza rigurosamente impersonal de su llamamiento, mien-
tras que el hinduísmo vishnuita y las doctrinas bhákticas general-
mente se aproximan mucho más a una religión personal en el
sentido occidental. En la práctica el hinduísmo puede asociar los
enfoques personales e impersonales en una síntesis que permite
una variedad casi infinita de combinaciones.
Vistos con ojos indios, el mundo o mundos manifestados, en
principio no requieren, como ya hemos dicho, que se les dé el
carácter de formación o creación intencionada. En el budismo,
donde esta idea (como ya lo hemos apuntado) prácticamente no
encuentra lugar, el samsara, o ruedo de la existencia, se describe

63
¿Existe un problema del mal?

diciendo que no tiene principio pero que tiene fin; en otras pala-
bras, el proceso de paso continuo de causa a efecto se deja sin
definir en cuanto al origen, pero ese proceso y la posibilidad de
sufrimiento que trae aparejada puede ser neutralizado mediante la
integración en el centro, donde la rueda del renacimiento no rueda
Considerado negativamente, esto será la extinción nirvánica o la
autoanulación; considerado positivamente, es el despertar a la ilu-
minación, la budeidad. Compárese esto con la visión cristiana que
representa el otro extremo, a saber la descripción del mundo como
dotado de principio en la creación pero capaz de llegar a ser un
mundo sin final en la salvación a través de Cristo. Una paradoja
metafísica equivale a la otra, pues hablando en rigor el principio y
el final pertenecen a la misma dualidad; su disociación en cual-
quier dirección es metafísicamente inconcebible. El carácter para-
dójico de las dos enunciaciones mencionadas se explica desde el
punto de vista de una intención espiritual, de una llanaada a la
realización; ninguna de ellas debe llevarse demasiado lejos en su
literalidad, pero cada una expresa la verdad a su manera.
La mentalidad que fomentan el hinduísmo y el budismo no es
de las que ven un problema en el mal o en el sufrimiento, como ha
ocurrido en otras partes, porque el sentido de lo relativo y de su
carácter ambivalente -a la vez velo sobre lo absoluto y factor que
lo revela-, de una realidad en un nivel y una ilusión en otro, está
demasiado arraigado en el pensamiento indio para permitir que el
mal sea considerado como algo más que un caso particular de lo
relativo, visto desde su ángulo privativo. El sufrimiento en todas
sus formas se acepta, pues, como una medida de la aparente lejanía
del mundo con relación al principio divino. El principio está abso-
lutamente omnipresente en el mundo, pero el mundo está relativa-
mente ausente del principio, y esta aparente contradicción entre la
esencia y los accidentes se paga con sufrimiento. Al identificarnos
consciente o inconscientemente, o por nuestros actos, con nuestros
accidentes, por medio de lo cual se crea y se nutre una personali-
dad especiosa, provocamos una repercusión ineludible en forma
del bien y del mal que en consecuencia configuran nuestras vidas
mientras somos arrastrados por la corriente del devenir. En tanto
esta corriente siga fluyendo, en el paso de la acción a la reacción

64
¿Existe un problema del mal?

concordante, se experimentará el sufrimiento en forma positiva o


negativa, como presencia indeseada de lo doloroso o como ausen-
cia de lo deseable. La naturaleza del samsara, el flujo del mundo,
es ésta, y ningún esfuerzo o artificio de nuestra parte puede hacer
que sea de otro modo. Se pueden apartar determinados males (la
vida en este mundo a menudo nos obliga a hacerlo) o se pueden
promover determinados objetos buenos -a menudo a costa de
abandonar otros-, pero el propio proceso nunca es afectado por
ello; nuestros numerosos intentos de suprimir unos males dados
siempre se quedarán necesariamente en un tratamiento de los sín-
tomas, dejando sin resolver las causas más profundas de la enfer-
medad porque falta el discernimiento intelectual, el diagnóstico
esencial. Fundamentalmente la religión se ocupa de este diagnós-
tico y, a su luz, de los remedios que deben aplicarse; directamente
no se ocupa de nada más.
En tanto nos ocupamos del tema de la cosmología, algo debe-
mos decir sobre la teoría de los ciclos cósmicos, muy desarrollada
en la tradición india, pero también conocida en la antigüedad
occidental con sus edades de oro, plata, bronce y hierro, la primera
de las cuales corresponden a un período de pureza primordial,
cuyo tipo lo da el paraíso terrenal, y la última de las cuales marca
un período de oscuridad general debida a la negligencia o pérdida
del conocimiento esencial y conduce a una catástrofe que apare-
cerá ante la humanidad afectada como una discriminación o juicio
final. Cuando se considera el proceso de desarrollo cósmico en
relación con la existencia humana, individual y colectiva, se ve que
hay momentos y ocasiones en que tiene lugar cierta tendencia
acumulativa hacia una u otra dirección, como una marea viva o
una marea muerta que sin embargo deja al océano esencialmente
tal como estaba. En una escala menor la historia conocida está
llena de ejemplos de esta clase; pero también es posible reconocer
oscilaciones en una escala mucho mayor en las que la tendencia
hacia la iluminación o hacia la infatuación se hace tan pronunciada
que justifica el uso de la clasificación más amplia de fases cíclicas
mencionada más arriba. Cada una de estas grandes divisiones de
tiempo representa una acumulación de factores positivos o negati-
vos que los seres que experimentan sus resultados interpretarán en

65
¿Existe un problema del mal?

términos de bien o mal casi universales, aunque de hecho el pro-


ceso de flujo cósmico prosigue ininterrumpidamente, no siendo
nada de este mundo intrínsecamente permanente o satisfactorio. La
búsqueda del verdadero hogar del hombre entre esas arenas move-
dizas siempre cambiantes parece condenada al fracaso; y sin em-
bargo ahí es precisamente donde su búsqueda debe empezar, es
decir, a partir de la situación determinada para él por el karma
anterior, que el hombre no puede elegir ni rechazar. La puerta de
la liberación sólo se puede encontrar aquí y ahora, no en otra parte
o en otro tiempo.
Ya se habrá dicho bastante para hacer ver que si hay una
cuestión que nos concierne con urgencia - l a palabra «problema»
era desacertada- no es la existencia del mundo ni nuestra idea de
cómo podría haber sido un mundo si nos hubieran pedido que
creáramos uno, sino únicamente la cuestión de saber cuál es la
mejor manera de volver a unirnos con nuestro propio centro, que
es también el centro de todas las cosas, el árbol de la vida, el eje
que une el cielo y la tierra. La palabra «religión» por su derivación
significa unión, y lo mismo la palabra «yoga», de la misma raíz que
«yugo».
En efecto tenemos que volver a recorrer de un modo u otro los
pasos de nuestro antepasado Adán, pero en sentido inverso. Para él
fue un camino hacia el exterior lo que le sedujo, arrastrándolo del
centro a la periferia, consecuencia de la duplicación ilusoria de la
unidad original, por lo cual el árbol de vida se revistió misteriosa-
mente de la apariencia del árbol del bien y del mal; esto nos ofrece
el modelo y el principio mismos de la distracción en este mundo.
Para la posteridad de Adán, alimentados como estamos día tras
día con los frutos blancos o negros del árbol dualista, el proceso de
regreso debe comenzar aquí, como ya dijimos antes, lo que signi-
fica que es el árbol del bien y del mal el que esta vez debe entregar
su secreto revelando' su identidad con el árbol de la vida, aun
cuando siga siendo él mismo en su propio plano.
Esto nos lleva al punto en que es posible hablar de la realiza-
ción en modo activo, que prometimos examinar al hablar de la
inocencia adámica. Esta inocencia es siempre una perfección a su
manera, como la del recién nacido -de ahí el mandato de entrar en

66
¿Existe un problema del mal?

el reino como niños pequeños- pero su pasividad existencial la


hace vulnerable al impulso egocéntrico que hace que los hombres
se sientan como dioses y los coloca bajo la ley de la mortalidad por
ese mismo hecho. Para la liberación inequívoca necesita ser com-
pletada por la realización activa, la conciencia plena de la identidad
esencial, más allá de su distinción relativa, entre el árbol de la vida
y el árbol del contraste, el nirvana y el samsara. Sólo este trascen-
der todas las dualidades y sus oposiciones puede hacer inmune al
hombre a la mordedura de la serpiente, porque entonces la propia
serpiente, como todo lo demás, será reconocida a la luz del conoci-
miento como lo que es, a saber, una propiedad de la existencia y
nada más. La luz por lo tanto tiene prioridad sobre todas nuestras
necesidades. Buda, al situar la «opinión correcta» al principio del
Noble Camino Óctuple que conduce a la liberación, rindió pleno
tributo a esta primera exigencia. Si bien la realización pasiva y la
activa se han mencionado una después de otra, es necesario hacer
una tercera observación diciendo que la reintegración en el centro,
para ser completa y equilibrada, será en realidad activa y pasiva al
mismo tiempo, lo primero en virtud del conocimiento, que es
activo por naturaleza como el intelecto que lo comunica, y lo
segundo en virtud del don vivo de la gracia, la atracción espontá-
nea del propio centro, que no puede exigirse sino sólo aceptarse
libremente o despreciarse; en este caso, como ha dicho Schuon en
uno de sus pasajes más reveladores, siempre es el hombre quien
está ausente, no la gracia. En el camino espiritual, el sendero hacia
el interior, siempre habrá un movimiento bidireccional, cualquiera
que pueda ser el énfasis aparente en cualquier caso dado entre la
iniciativa humana por una parte y el don divino por otra; la
desproporción misma entre un esfuerzo humano necesariamente
limitado, por muy intenso que sea, y el objeto trascendente e
ilimitado que se ha de abarcar muestra por qué debe ser así.
La imagen tradicional de Buda -tal vez la forma de icono más
milagrosa que existe- ejemplifica perfectamente la síntesis de acti-
tudes exigidas al hombre por las circunstancias. Sentado en la
postura del loto al pie del árbol de la iluminación -igualmente
podría llamársele el árbol de la vida-, Buda, el plenamente des-
pierto, toca la tierra con su mano derecha, tomándola por testigo;

67
¿Existe un problema del mal?

mediante este gesto se indica una actitud activa ante el mundo. Su


mano izquierda por otra parte sostiene la escudilla de medicante
dispuesta a recibir cualquier cosa que se le dé desde arriba; este
gesto indica la pasividad ante el cielo, la perfecta receptividad. La
incomparable elocuencia de este símbolo hace inútil todo comenta-
rio.
Para un cristiano la realización en modo activo se representa
esencialmente por la redención inaugurada por Cristo. Para com-
pensar la caída el camino de reintegración tiene qué pasar a través
del sacrificio: el ego debe sufrir una transformación en el fuego de
Shiva, como diría un hindú. La reintegración virtual al estado
adámico de inocencia en modo pasivo se opera mediante el bau-
tismo. La reintegración virtual en modo activo, en el estado cris-
tico, se opera por la eucaristía, por el acto de comer y beber a
Cristo a fin de ser comido y bebido por él. En esto hay que ver
toda la diferencia que separa al «pecador arrepentido» de la «perso-
na justa que no necesita arrepentirse». El primero es el que corres-
ponde a la realización activa: el pájaro que ha escapado de la jaula
nunca volverá a ser apresado. La inocencia representada por la
participación pasiva es indudable, pero es la otra la que produce la
mayor alegría en el cielo.
Digamos de paso que la cita anterior ofrece una ilustración
excelente del carácter polivalente de la Escritura revelada, en vir-
tud del cual las mismas palabras, aun conservando su pertinencia
literal en un piano de comprensión, en otro se puede transponer en
un sentido más universal. Éste es un caso de aquel método de
exégesis al que nos hemos referido antes con el nombre de «anagó-
gico», en cuanto apunta hacia arriba, al umbral de los misterios. La
importancia inmensa que todas las grandes tradiciones conceden a
la memorización y recitación de sus Escrituras se explica por esta
propiedad que tiene el texto sagrado de transmitir aspectos super-
puestos de la verdad, con lo cual puede ofrecer un soporte para la
meditación y la concentración que es prácticamente inagotable.
Esta doble virtualidad, que cubre todas las posibilidades, tanto
pasivas como activas, tiene que ser actualizada mediante la vida de
religión; las doctrinas y métodos religiosos, cualquiera que sea su
forma o particularidad, no tienen otro objeto que éste.

68
¿Existe un problema del mal?

Por otra parte, lo mismo es el único objeto de la vida humana


como tal -la «vida humana difícil de obtener», como dicen los
budistas, y que por tanto no debe ser malgastada en actividades
irrelevantes y profanas-. Una y otra vez los diversos caminos
tradicionales se ünen en esta exhortación urgente al hombre para
que cumpla con su destino humano, que no es otro que la libera-
ción, o la salvación, si se prefiere el término cristiano, siempre y
cuando no se le dé el sentido de un compromiso individualista,
sino el que le dieron las propias palabras de Cristo cuando dijo «sed
perfectos como vuestro Padre en el cielo es perfecto», sin duda el
mandato más impresionante que se encuentra en la Escritura.
La naturaleza trascendente de la vocación humana es atesti-
guada, sobre todo, por la presencia en el hombre de un sentido de
lo absoluto. El nombre de Dios está indeleblemente inscrito en el
corazón del hombre; todas las capas profanas con que la inatención
y la consiguiente ignorancia lo cubren son incapaces de extinguir
completamente su recuerdo, aunque a veces en la práctica casi
pueden llegar a hacerlo. Incluso las infidelidades del hombre se
delatan por su inconsistencia. Como dijo el maestro Eckhardt,.
«cuanto más blasfema, más alaba a Dios». En cualquier grado, el
estado de olvido lleva siempre consigo un torturante sentimiento
de privación, que no se calmará hasta que su único objeto verda-
dero, en lugar de los muchos objetos imaginados, se haya encon-
trado de nuevo. En realidad, todos los deseos que los seres experi-
mentan, todos sus intentos de arrebatar algo de satisfacción de una
cosa o de otra, no son sino signos de una nostalgia profundamente
arraigada del árbol de la vida, del verdadero hogar del hombre.
El único problema en nuestra situación es encontrar el camino
hacia el hogar, y en este caso podemos mostrárselo a otros. Quien
ha perdido su propio camino constituye un mal guía; el no hacer
caso de este hecho es lo que vicia tanto supuesto servicio en el
mundo, y ésta es una ilusión típicamente humanitaria. A la larga
sólo los santos pueden ofrecer un servicio eficaz, los que conocen
el camino por haberlo recorrido.
La vía incluye dos condiciones, a saber una dirección -la tradi-
ción sagrada la proporciona- y un método de concentración ade-
cuado a la capacidad relativa de cada persona; pero cualquiera que

69
¿Existe un problema del mal?

sea la forma que esto pueda tomar en la práctica, en principio el


método se puede reducir al ininterrumpido recuerdo de Dios, la
atención perfecta en el sentido budista. El profeta del islam, ha-
blando con la ardiente elocuencia del desierto, dijo: «Todo en el
mundo está maldito salvo el recuerdo de Dios.» Todo lo que se
puede unir a este recuerdo es aceptable; todo lo que es incompati-
ble con él, debe rechazarse. Ésta es la ley que gobierna toda la
empresa espiritual.
El hombre es humano por su vocación; es infrahumano en la
medida en que la descuida. Los animales y las plantas que siguen
su propio destino son superiores al hombre que traiciona al suyo.
Gastar el don precioso de la existencia humana en cualquier otra
cosa que no sea «la única cosa necesaria», como Cristo la describió
en casa de Marta y María, es condenarse al destino del buque
Fantasma y surcar interminablemente el océano de la existencia de
un lado para otro golpeado por sus vendavales y engañado por sus
calmas mientras se busca siempre un puerto. La gracia divina
siempre nos deja esta esperanza; Dios, que ahora parece tan dis-
tante, siempre está al alcance de la mano -«más cerca que vuestra
vena yugular», como dice el Corán-. El árbol de la vida se alza en
esta habitación, tan ciertamente como se erguía en el Edén; seria
una pena que no usáramos nuestros ojos.

70
rv

¿CABE LA GRACIA EN EL BUDISMO?

A la pregunta de si hay lugar para la gracia en el budismo,


muchas personas darían hoy, sin mayor reflexión, una respuesta
negativa. Es un lugar común de la apologética neobudista, pen-
diente del humanismo occidental moderno, hacer hincapié en el
logro exclusivamente autodirigido de Buda como descubridor de la
vía hacia la iluminación y también, apoyándose en el ejemplo de
Buda, en el carácter puramente empírico de la oportunidad abierta
a los que siguen sus pasos. Dentro de su contexto tradicional la
primera de estas dos afirmaciones es válida, mientras que la se-
gunda descansa en bases más dudosas y necesita sin duda mati-
zarse en varios aspectos importantes. Sin embargo, se podría admi-
tir que una perspectiva que no incluye la idea de un Dios personal
puede parecer a primera vista que tampoco deja mucho lugar para
la idea de la gracia. ¿Cómo podría una acción misericordiosa de lo
alto, definible como un don no solicitado ofrecido a los hombres
con independencia de su propio esfuerzo, conciliarse -argüirían
algunos- con el designio inflexible adscrito al universo manifes-
tado, tal como se expresa en la doctrina de la acción y reacción
concordantes, el karma y sus frutos? No obstante esta idea de la
gracia, que traduce una función divina, no es en modo alguno
ininteligible a la luz de las enseñanzas budistas, al estar de hecho
implícita en toda forma de espiritualidad conocida, incluida la
forma budista. La cuestión, sin embargo, es cómo situar dicha idea
de manera que no suponga ninguna contradicción, puesto que

71
¿Cabe la gracia en el budismo?

debe admitirse libremente que la sabiduría budista no ha dado a la


idea de la gracia la misma forma que ha recibido en las doctrinas
personalistas y teístas de procedencia semítica; y tampoco hay que
esperar tal cosa, por cuanto la economía de las respectivas tradicio-
nes descansa en premisas muy diferentes, afectando así tanto a las
doctrinas como al modo de su aplicación en la práctica. Cada tipo
de sabiduría determina la naturaleza de su método correspon-
diente. El budismo siempre ha hecho de esto un principio rector de
la vida espiritual en cualquier grado o plano.
Evidentemente la naturaleza de la revelación crística era tal que
requería una intensa afirmación del elemento de la gracia desde el
principio, lo que no ocurría en el budismo. Estas diferencias en las
vías de acceso a la verdad salvadora están en la naturaleza de las
cosas y no deben provocar sorpresa dada la diversificación de la
humanidad en el curso de su desarrollo kármico. Lo que es impor-
tante reconocer en este caso es el hecho de que la palabra «gracia»
corresponde a toda una dimensión de la experiencia espiritual; es
inconcebible que estuviera ausente de una de las grandes religiones
del mundo. De hecho cualquiera que haya vivido en un país
tradicionalmente budista sabe que esta dimensión, transmitida por
las formas apropiadas, también encuentra expresión allí. Para no-
sotros es de interés observar estas formas y clarificar por nosotros
mismos la enseñanza que contienen explícita o implícitamente. El
presente capítulo debe considerarse una contribución a esta clarifi-
cación.
La búsqueda de la iluminación, que es el propósito para el que
existe el budismo, es paradójica en su presentación porque este
objetivo parece requerir un abarcamiento de lo mayor por lo me-
nor, de lo imperecedero por lo efímero, del conocimiento absoluto
por una ignorancia relativa; parece hacer del hombre el sujeto, y
de la iluminación el objeto, de la búsqueda. Por otra parte, una
paradoja similar se encuentra en las formas teístas de la religión; se
habla de ver a Dios y de contemplar sus perfecciones aun sabiendo
que, desde el punto de vista de las medidas humanas y por muy
lejos que un hombre haya ido en el camino, Dios está aún más
lejos y que ninguna percepción o esfuerzo humano dirigido unila-
teralmente es suficiente para la verdad divina, ni siquiera a través

7,2
¿Cabe la gracia en el budismo?

de uno de sus aspectos, por no hablar de su esencia. En términos


budistas ningún poder humano, por muy dilatado que sea, puede
ser proporcionado a la esencia de la iluminación. Y sin embargo la
budeidad, a la que somos invitados por la enseñanza y la tradición
de Buda, y todavía más por su ejemplo, es exactamente esto. No se
nos ofrece menos, puesto que es axiomático para la revelación
budista como tal que la consecución de esta meta trascendente está
en principio al alcance de todo ser humano en virtud del lugar que
ese ser ocupa en el eje de la budeidad -pues esto es lo que significa
realmente el hecho de ser humano- y también, de forma más
indirecta, al alcance de cualquier ser «hasta la última brizna de
hierba», como dice el proverbio, después de haber logrado un
nacimiento humano en este rhundo o, si se trata de otro mundo,
un nacimiento de centralidad correspondiente.
En primer lugar, vale la pena señalar que si, desde el punto de
vista no personalista del budismo, la meta suprema es presentada
como un estado (de ahí el empleo de una palabra como «ilumina-
ción»), desde el punto de vista de las religiones semíticas esa meta
se reviste lo más a menudo con los atributos de la personalidad.
Sin embargo, en estas últimas las palabras «Dios» siempre com-
prenderá, más o menos inconscientemente, la idea de la deidad no
calificable, y ello es cierto aun cuando la palabra se use con
bastante imprecisión. A pesar de la tendencia antimetafísica de
gran parte del pensamiento teológico occidental, sería un error
concluir que la calificación de Dios como persona constituye un
límite en principio. En el islam este particular peligro de confusión
está en la práctica menos marcado que en el cristianismo. Fuera
del mundo semítico, el hinduísmo concilia ambos puntos de vista,
el personal y el impersonal, con perfecta facilidad.
En lo que respecta al budismo, a pesar de su preferencia por las
expresiones impersonales, se podría preguntar: «¿De quién es el
estado de iluminación?» En efecto, la palabra misma, tal como se
usa, no está del todo exenta de connotaciones antropomórficas;
tampoco se habla de Buda, una vez iluminado, como de algo -todo
lo cual viene a probar que en esta esfera, como en otras, lo que
cuenta no son las palabras empleadas, sino la manera de emplear-
las en un contexto dado-. Ambos modos de expresión, el personal

73
¿Cabe la gracia en el budismo?

y el impersonal, son posibles y por tanto legítimos, puesto que


cada uno de ellos puede servir como upaya o medio provisional
para evocar, más que definir, una realidad que es inexpresable en
términos de nuestra experiencia terrena Siempre y cuando pro-
duzca este efecto en aquellos a quienes va dirigido, el medio en
cuestión es aceptable. Dada nuestra común condición humana de
animales pensantes y hablantes, no hay razón para procurar evitar
una terminología más o menos antropomórfica cuando se habla
incluso del más sublime de los temas, siempre que no olvidemos la
verdad de que, si bien la palabra es buena, surge no obstante de la
ruptura de un silencio que es aún mejor. El silencio de Buda con
respecto a la naturaleza de lo último es, entre sus muchos y diver-
sos upayas, el más esclarecedor de todos. En la ocasión en la que
Buda no pronunció ninguna palabra sino que simplemente mostró
una flor, nació el zen; hay una profunda lección en esta historia.
Fortalecidos con esta precaución, podemos acercarnos ahora a
nuestro tema citando un famoso pasaje del canon pali (Udana 7,1-
3), en el que se halla escondida la clave para comprender qué
significa la gracia en sentido budista. He aquí el pasaje en cuestión:

Hay, oh monjes, lo no nacido, no devenido, no hecho, no compuesto-,


si no hubiera, oh: monjes, lo no nacido, no devenido, no hecho, no
compuesto, no habría en este mundo una salida de lo nacido, devenido,
hecho, compuesto. Pero, puesto que existe lo no nacido, no devenido, no
hecho, no compuesto, hay, por tanto, una salida de lo nacido, devenido,
hecho, compuesto.

Esta cita está formulada claramente en el lenguaje de la trascen-


dencia; cualquier cristiano o musulmán podría haber utilizado
estas mismas palabras al referirse a Dios y al mundo. Esta trascen-
dencia, tal como la expone el sutra, proporciona una base real para
la esperanza humana Lo que sin embargo no hace es definir el
vínculo existente entre los dos términos que se comparan; necesita-
mos todavía que se nos muestre el puente sobre el cual debe pasar
lo mudable para alcanzar lo eterno. Este vínculo o puente corres-
ponde de hecho a esa misma función de la gracia divina que es el
objeto de nuestra presente investigación.
La clave del poblema reside en una propiedad de la trascenden-

74
¿Cabe la gracia en el budismo?

cia misma. Dada la brecha inconmensurable que separa aparente-


mente a la iluminación del que la busca -que es ignorante por
definición- es evidente para cualquiera que piense, y todavía más
para cualquiera que posea olfato metafisico, que esta búsqueda por
parte de un ser humano, con su visión necesariamente imperfecta
y sus poderes limitados, no tiene realmente sentido cuando sólo se
juzga según las apariencias. La iluminación (o Dios, para el caso)
no puede situarse en modo alguno en el polo pasivo en relación
con el esfuerzo humano, no puede convertirse per se en objeto
para el hombre como sujeto. Si bien nuestro lenguaje humano a
veces hace que las cosas parezcan ser así, ya es hora de que nos
demos cuenta de su falta de adecuación. El budismo, por su parte,
añadirá que aquí hay una prueba evidente del carácter ilusorio de la
pretensión humana a la personalidad, a la que son imputables indivi-
dual y colectivamente todas nuestras aberraciones conceptuales.
Para formular el anterior argumento de manera algo distinta: el
hombre no puede ser en modo alguno el agente activo en una
operación en la que la iluminación desempeña el papel pasivo. Sea
lo que sea lo que puedan sugerir las apariencias, la verdad debe
entenderse a la inversa, puesto que la iluminación, la conciencia de
la realidad divina, se encuentra por definición fuera de todo deve-
nir; está enteramente en acto, de modo que cualquier cosa en que
se perciba contingencia o potencialidad, como en el caso de nues-
tra búsqueda humana, pertenece necesariamente al samsara, a lo
cambiante, lo impermanente, lo compuesto. Este carácter mismo
de potencialidad, experimentable positivamente en cuanto se des-
pliega y negativamente en cuanto remite, es lo que hace que el
samsara, la rueda de la existencia, sea como es.
Las consecuencias de la observación anterior son trascendenta-
les; pues, si bien tiene que haber una persecución de la iluminación
por parte del hombre, es, no obstante, la primera la que en princi-
pio y de hecho constituye el verdadero sujeto de la búsqueda así
como su objeto manifiesto. Se ha dicho a menudo que en la
iluminación la distinción entre sujeto y objeto es eliminada; tal
verdad hay que tenerla presente aun cuando, en nuestro estado
actual, esto sea más una idea misteriosa que una realidad verifi-
cada. La intuición metafísica sin embargo ya nos permite conocer

75
¿Cabe la gracia en el budismo?

-o mejor, sentir- que intrínsecamente la iluminación es el factor


activo en nuestra situación y que es el hombre quien, a pesar de
toda su iniciativa y esfuerzo aparentes, representa el término pa-
sivo de la suprema adecuación. El maestro Eckhardt pone toda
esta cuestión en una perspectiva adecuada cuando dice que «en el
proceder de la naturaleza lo superior siempre está más dispuesto a
derramar su poder en lo inferior que lo inferior está dispuesto a re-
cibirlo», pues, como sigue diciendo, «no hay ausencia de Dios en
nosotros; la ausencia que existe es enteramente de nosotros, que no
nos disponemos a recibir su gracia». Donde él dijo «Dios», no
tenemos más que decir «iluminación» y el resultado será una decla-
ración budista tanto de forma como de contenido.
La gran paradoja es para nosotros que todavía no podemos
dejar de ver esta situación a la inversa; un egocentrismo mal
situado nos lo impide: todos tenemos que sufrir la congénita ilu-
sión de la existencia que todo ser aún no liberado comparte en un
grado mayor o menor. El budismo nos invita en primer lugar a
aclarar este aspecto antes de mostrarnos que los dos puntos de vista
sobre la realidad, el relativo y el absoluto, el samsara y el nirvana,
coinciden esencialmente, como enseña de forma explícita el sutra
Del corazón.
En China los taoístas siempre han hablado de la actividad del
cielo; no forzamos en modo alguno las cosas si hablamos de la ac-
tividad de la iluminación. Ésta es de hecho la función de la gracia,
a saber, condicionar el regreso del hombre al centro desde el
principio Hasta el final. La misma atracción del centro, que se nos
revela por diversos medios, es lo que ofrece el incentivo para
iniciar el camino y la energía para hacer frente a sus numerosos y
distintos obstáculos y superarlos. La gracia es asimismo la mano
que recibe acogedoramente en el centro cuando el hombre se
encuentra por fin en el borde de la gran divisoria en la que todos
los hitos humanos han desaparecido. Sólo aquel que ha descendido
del cielo puede ascender al cielo, como dice el Evangelio, pero
para la ignorancia es inútil especular sobre este misterio, y más
aún hablar de él. Hasta dar el gran salto en el vacío, la fe en la
iluminación de Buda debe ser nuestra lámpara, puesto que todo lo
que brota de la luz es luz; incluso nuestra oscuridad, si fuéramos

76
¿Cabe la gracia en el budismo?

conscientes de ella, no es sino el deslumbramiento producido por


un resplandor demasiado intenso para que los ojos samsáricos lo
puedan soportar.
La influencia atractiva de la iluminación, experimentada como
una emanación providencial y misericordiosa del centro luminoso,
afecta a la conciencia humana de tres modos, que pueden descri-
birse respectivamente como: 1) invitación a la iluminación, 2)
compañía de la iluminación, y 3) recordatorios de la iluminación.
El modo mencionado en primer lugar corresponde a la conver-
sión, el don de la fe. El segundo corresponde al hecho de hallarse
el hombre en estado de gracia, en virtud de lo cual su debilidad
aparente recibe la capacidad de afrontar tareas y superar obstáculos
que están mucho más allá de las fuerzas humanas ordinarias. El
tercer modo coincide con el ofrecimiento de diversos medios de
gracia, es decir upayas consagrados por la tradición: enseñanzas
escriturarias, métodos de meditación, ritos iniciáticos, etc. Además,
toda la inspiración de un arte propiamente definible como sagrado
surge de esta fuente. En suma todo lo que sirve como recordatorio
de la iluminación o ayuda a mantener la atención en esa visual es
un medio de gracia en el sentido que aquí estamos considerando.
Vale la pena detenerse en estos tres factores de atracción con algo
más de detalle.
Invitación a la iluminación. Esta expresión se ha acuñado para
describir la primera experiencia clara que tiene un hombre de una
llamada irresistible a convertir en realidad su vida religiosa. Las
circunstancias antecedentes, como la formación de una persona o
su grado de madurez intelectual, no necesitan tenerse en cuenta en
el caso presente; lo único que nos interesa es la naturaleza del
hecho mismo. Hasta que la «idea de iluminación» (bodhi-chitta) no
se ha establecido en la conciencia del hombre, éste difícilmente
puede pretender estar «viajando» en sentido budista. El despertar
de la fe queda como un gran misterio; su concomitante negativo
siempre será cierto apartamiento del mundo, y sólo más tarde (sal-
vo por una rara excepción) puede desempeñar un papel efectivo en
las propias preocupaciones la cuestión de integrar el mundo positi-
vamente, en el sentido de la identidad esencial de samsara y nir-
vana como se expresa en el sutra Del corazón (que ya se ha

77
¿Cabe la gracia en el budismo?

mencionado antes). La no dualidad no es para el principiante;


presentada como una teoría abstracta, esta idea puede incluso ser
nociva para una mente inmadura porque conduce muy fácilmente
a pretensiones de tipo egocéntrico - d e ahí el peligro de mucho de
lo que hoy pasa por zen o vedanta- La extrema reticencia de
algunos grupos religiosos acerca de este tema, la cual está de moda
censurar, no es en absoluto injustificada a la vista de los resultados.
Es importante señalar aquí que el sentimiento de apremio espi-
ritual, ya le llegue a una persona de súbito o bien con pasos apenas
perceptibles, es experimentado como una llamada a la actividad
que la propia persona recibe primero como recipiente pasivo, no
habiendo hecho nada en particular para ocasionarla. Esto es típico
y normal, y encaja admirablemente con la descripción de la gracia
como don gratuito. De pronto en el alma de ese hombre arraiga un
impulso perentorio que le dice que la iluminación es lo único
valioso por derecho propio y que todas las demás cosas, sean
grandes o pequeñas, sólo pueden valorarse adecuadamente con
arreglo a la medida en que contribuyan a ese fin o impidan su
consecución. Una vez que esto ha sucedido tenemos aquí los ele-
mentos esenciales de la vida espiritual, a saber, el discernimiento
entre lo real y lo ñusorio y la voluntad de concentrarse en lo real;
esta última definición procede de Frithjof Schuon. Por muy ele-
mental que sea la conciencia presente que un hombre tenga de esta
doble llamada, cuyas expresiones respectivas son la sabiduría y el
método, se puede decir con certeza que se ha gustado un sabor
anticipado de la iluminación; es como si un rayo emitido espontá-
neamente desde el centro hubiera penetrado para efectuar una
primera incisión en la cáscara de la ignorancia humana porque la
naturaleza búdica de un hombre desea ser liberada. No se puede
decir más sobre algo que confunde a todos los cálculos de la mente
ordinaria.
Compañía de la iluminación. Si la invitación a la vía es en
cierto modo un acontecimiento único en una vida humana, las
gracias que se experimentarán a lo largo de esta vía son múltiples
en el sentido de que repiten esa primera llamada, en diferentes
etapas del desarrollo espiritual, en forma de un impulso de seguir
adelante, de profundizar esta o aquella experiencia, de eliminar

78
¿Cabe la gracia en el budismo?

tales y cuales causas de distracción, o de concentrarse en este o


aquel aspecto de la conciencia. Este proceso puede ser ilustrado
comparándolo con la ascensión a una cresta montañosa que con-
duce a una cumbre. Al principio de la ascensión la mente está
poseída por el solo pensamiento de la cumbre, pero una vez que se
está realmente en la cresta cada sucesivo pináculo o hendedura que
hay que remontar concentrará toda la atención del que sube, hasta
el punto de eclipsar temporalmente el recuerdo de la cima. De
hecho los obstáculos más próximos continuarán revelando por
implicación la existencia de la cumbre, pero en cierto sentido
también la velan; dicho con otras palabras, cada obstáculo sirve a
su vez para simbolizar la cumbre y se convierte así en un factor de
conocimiento en un sentido relativo. Así prueban las cosas encon-
tradas en la existencia samsárica la presencia latente de la ilumina-
ción aun cuando parecen ocultarla. Un símbolo es una clave para
el conocimiento; un ídolo es un símbolo tomado por una realidad
por derecho propio. Ésta es una distinción fundamental que hay
que tener en cuenta porque el simbolismo, entendido y aplicado
correctamente es la substancia misma de la alquimia espiritual
mediante la cual el plomo samsárico puede ser transmutado en el
oro búdico que es en principio. En todo este proceso, sea la vía
larga o corta, la compañía de la iluminación opera como un fer-
mento, una gracia siempre presente que llena, por decirlo así, la
brecha existente entre nuestra incapacidad humana y la tarea apa-
rentemente sobrehumana a la que estamos obligados por nuestro
nacimiento humano.
Dado que acabamos de mencionar la vía con sus etapas en
correlación con la efusión de la gracia, esto nos ofrecerá la oportu-
nidad de examinar una cuestión que a menudo ha sido causa de
confusión, a saber, cómo hemos de situar nuestra vida presente en
el plan general de la transmigración tal como lo expone el bu-
dismo. Para este propósito, una breve digresión no estará fuera de
lugar.
La cuestión podría plantearse de este modo: al considerar el
camino hacia la iluminación, ¿hemos de tomar en cuenta, como
algunos podrían preguntar, las extensas posibilidades contenidas
en los nacimientos sucesivos, a veces calculados en millones, o

79
¿Cabe la gracia en el budismo?

debemos limitar nuestra atención a la existencia presente a la vez


que nos olvidamos de las demás, excepto en el sentido de una
representación más o menos esquemática del samsara, el flujo del
mundo, condicionado por la interacción continua de la acción y la
reacción, del karma y sus frutos? Ésta es en verdad una pregunta
pertinente, puesto que afecta a algo muy fundamental en el bu-
dismo, a saber, la verdad de que conocer la verdadera naturaleza
del samsara es conocer el nirvana, nada menos. Lo inverso es
también cierto; pues si nos es permitido parafrasear una sentencia
de santo Tomás de Aquino, «una opinión falsa sobre el mundo
engendrará fatalmente una opinión falsa sobre la iluminación»
(santo Tomás dice «sobre Dios»), los dos conocimientos están uni-
dos como una sola realidad.
Apareciendo como una idea nueva y desconocida, la transmi-
gración a menudo ejerce un fuerte atractivo sobre la mente occi-
dental, simplemente porque parece ofrecer otra oportunidad, es
decir la posibilidad de recorrer el camino hacia la iluminación por
etapas fáciles en vez de tener que jugarse el todo por el todo en una
sola jugada, como parecen sugerir las escatologías semíticas. Para
alguien que tiene esta visión complaciente de sus oportunidades
humanas es muy fácil ver en la'doctrina del renacimiento samsá-
rico algo estrechamente emparentado con la creencia actual en un
progreso unidireccional; el que esta creencia se exprese con la
fraseología evolucionista más aparentemente científica de un Teil-
hard de Chardin o de otro modo es algo que no tiene importancia.
Evidentemente, esta opinión está en desacuerdo con el budismo
por cuanto se equivoca en el punto principal en lo que respecta a la
transmigración, a saber, su esencial indefinitud -esto nunca se
repetirá bastante- como también, por lo demás, el alto grado de
improbabilidad atribuible a cualquier clase de renacimiento hu-
mano cuando se considera desde el punto de vista de su importan-
cia kármica. Es absurdo emplear la mayor parte de la vida terrena
no en la búsqueda de la iluminación, sino de todo lo que es
innecesario y trivial, y luego esperar que esta vida se repita en
forma humana; sin embargo, ésta es precisamente la vida que
llevan la mayoría de las personas y no en grado menor aquellas a
quienes el mundo contempla como altamente civilizadas y admira

80
¿Cabe la gracia en el budismo?

por su destreza de manipulación o su insaciable erudición. ¿Que


derecho tienen esas personas para esperar un tratamiento privile-
giado cuando les llegue el momento de ser pesados en la balanza
kármica? ¿Han prestado nunca atención a esa frase sobre el «naci-
miento humano difícil de obtener» que en el budismo se repite
constantemente como un estribillo? Si uno quiere ser honrado
consigo mismo, tiene que reconocer que en la mayoría de los casos
el renacer como un gusano sería una retribución misericordiosa;
ciertamente es imprudente el que supone que los infiernos del
budismo sólo existen para alojar a asesinos y a pistoleros. ¿Cuántos
de nosotros tendrían nunca el valor de cometer un asesinato? ¿A
qué clase de renacimiento, pues, es probable que conduzca una
conciencia disipada o una tibieza persistente con respecto a la
verdad?
Las escatologías semíticas, que ofrecen al hombre la alternativa
única de salvarse o perderse, pueden alegar al menos un realismo
empírico para justificar esta reducción de la elección sobre la base
de que tal actitud responde a un sentimiento de urgencia en la vida
y es por tanto, desde el punto de vista espiritual, un upaya ajustado
a su propósito. Para el budista, lo que sustituye el temor del
cristiano a la cólera de Dios es el temor al errabundeo interminable
a través del samsara, ora arriba, ora abajo, pero nunca libre de
sufrimiento. Cualquier intento de ver en el proceso samsárico algo
semejante a un movimiento cósmico uniforme dotado de una ten-
dencia optimista es tan poco budista como improbable en sí.
En realidad siempre que se alcanza la iluminación, ello ocurre
desde la plataforma de una particular vida humana, o de un estado
equivalente si se trata de otro sistema cósmico; la persona indivi-
dual llamada príncipe Siddhartha que se convirtió en el buda Skya
Muni ilustra perfectamente la afirmación anterior. No hay que
caer en el error de concebir la iluminación como si fuera el fruto
último y más dulce de una prolongada cosecha de frutos samsári-
cos. El buen karma, cualquier vida bien empleada, contribuye a la
iluminación del hombre, primero porque la virtud predispone al
conocimiento mientras que el vicio hace lo contrario, y segundo
porque dentro de la escala de posibilidades samsáricas el buen
karma promueve la emergencia de nuevas creaciones en un medio

81
¿Cabe la gracia en el budismo?

relativamente favorable como, por ejemplo, en países donde la


iluminación no se ha olvidado, lo cual no es una ventaja pequeña
en este mundo. En este sentido, una vida llevada correctamente e
inteligentemente no es ajena a la consecución de la meta por parte
de un hombre, aun cuando éste se detenga en algún punto del
camino.
Admitir semejante hecho es, sin embargo, muy distinto de
convertir esta posibilidad del buen karma en una excusa para
posponer los mejores esfuerzos hasta una vida futura que se su-
pone mejor que la presente. Esta actitud casi permite dar por
seguro que será peoi. En todo caso, mientras se es un ser samsá-
rico, cualquier clase de recaída es posible; es útil tenerlo en cuenta
al tiempo que se pone todo el esfuerzo en las oportunidades inme-
diatas en consonancia con la gracia presente. Por encima de todo
hay que recordar que la iluminación, si llega y cuando llega,
significa una inversión de todos los valores samsáricos o, en un
sentido todavía más profundo, su integración. Si se dice habitual-
mente que un buda «conoce todos sus nacimientos ahteriores», es
porque está identificado con el corazón de la causalidad, el miste-
rioso cubo de la rueda del devenir en el que nunca ha habido ni
puede haber ningún movimiento. Los seres que todavía están en el
samsara no gozan de esta posibilidad, y por ello les parece más
práctico en todos los sentidos aprovechar al máximo una oportuni-
dad humana mientras la tienen en vez de confiar en un futuro que
puede ser cualquier cosa, desde un paraíso de devas hasta una
estancia infernal entre el fuego o el hielo.
Algo que conviene mucho recordar en todo esto es que el
hombre que alcanza la iluminación no es «Fulano de Tal», sino que
es más bien por la terminación del sueño de ser «Fulano de Tal»
como surge la iluminación. Por lo que se refiere al conocimiento
del samsara, lo que se necesita es poner cada cosa en su sitio, ni
más ni menos, incluida la propia persona. Cuando todas las cosas
se han vuelto transparentes hasta el punto de dejar que la luz
increada brille a su través, ya no hay nada más que pueda devenir.
El devenir es el proceso continuo de resolución de contradicciones
internas, frutos del árbol dualista, por medio de compensaciones
parciales que conducen a nuevas contradicciones, y así indefinida-

82
¿Cabe la gracia en el budismo?

mente. Comprender este proceso con plena claridad significa esca-


par de su dominio. Buda ha mostrado el camino.
Dejando atrás esta cuestión, abordemos nuestro tercer apar-
tado, recordatorios de la iluminación, pero no hace falta que nos
detengamos mucho en ello; basta con haber enumerado cierto
número de ejemplos típicos de los 'medios de gracia' que ofrece la
tradición en varias formas y con miras a diversos fines. Todas las
civilizaciones tradicionales abundan en tales recordatorios; una vez
que se conoce su existencia, es fácil observar la operación de la
gracia por medio de estas formas. No obstante queda un ejemplo
que merece una atención especial como supremo recordatorio y
medio de gracia: es la imagen sacramental del Bienaventurado, que
se encuentra en todos los rincones del mundo budista Hablaremos
de este tema a su debido tiempo.
El siguiente canal de gracia que ofrecemos a la atención del
lector nos conduce a una dimensión espiritual próxima al corazón
de las cosas. Es la función del gurú o maestro espiritual, del que
inicia a un hombre en el camino espiritual que conduce, a través
de los estados superiores de conciencia, hasta el umbral de la
propia iluminación -tan cerca y sin embargo tan lejos, puesto que
el paso final queda como un puro misterio cuya clave sólo la posee
la gracia- En un sentido muy especial, el maestro espiritual es el
representante del «espíritu que sopla donde quiere». Su calificación
para tal función le corresponde más allá de toda prueba verificable.
Si todavía no se lo ha descubierto, el hecho mismo de buscarlo
confiere luz; cuando se lo encuentra, puede conceder o negar su
favor sin dar ninguna explicación. Su desaprobación es la medi-
cina más amarga que un hombre pueda tragar. En presencia de su
maestro se espera que el discípulo se comporte como si el pro-
pio Buda se hallara ante él; en la iniciación cristiana centrada en
la oración de Jesús se da el mismo consejo, en sustitución de la
persona de Cristo.
En relación con la sangha, el gurú representa su esencia; esto es
cierto aun en el caso de que el maestro no sea un bhikku, aunque,
evidentemente, con frecuencia también lo es. Marpa, el famoso
gurú de Mila Repa, era un laico consagrado y padre de familia, y
en ninguna parte ha existido un maestro más grande que él; lo

83
¿Cabe la gracia en el budismo?

mismo que, en cuanto a discípulo, Mila Repa no ha sido superado,


por decir lo menos. Sus poemas, los más bellos que se han escrito
en lengua tibetana, proclaman la gracia del gurú a cada paso, aun
cuando, en lo que se refiere al esfuerzo personal, la persistencia de
Mila Repa frente al calculado (pero sumamente misericordioso)
desdén de Marpa es algo tan inaudito que hace pensar que, para
aguantar semejante proceder, un hombre tiene que haber nacido
tibetano.
Sin embargo, no acaba todo con el gurú humano; hay otro
gurú que considerar, interior esta vez y cuya correspondencia
visible es el gurú externo. «Intelecto» es su nombre, el daimon de
Sócrates; es una lástima que el uso posterior haya degradado una
palabra que por derecho propio debería limitarse a la inteligencia
intuitiva que mora en el corazón de todo ser y especialmente del
hombre, la gracia inmanente sobre la cual Cristo dijo: «El reino de
los cielos está dentro de vosotros.» Cuando el gurú exterior ha
hecho su trabajo, lo transfiere al gurú interior, que hace el resto.
El intelecto puede salvarnos porque es la parte de nosotros que
no necesita salvarse, dado que la iluminación está en su propia
substancia. Emanado de la luz, él mismo es luz y conduce de
regreso a la luz. El gran enigma es nuestro egotismo, nuestro falso
sentido de personalidad y la consiguiente reluctancia a abandonar
lo que nunca nos hace realmente felices. Nuestras repetidas insatis-
facciones también son un gurú; todo lo que tenemos que hacer es
seguir el rastro de estas insatisfacciones hasta su causa primera.
Éste es el mensaje positivo del sufrimiento, un mensaje que tam-
bién contiene una esperanza y que sin duda no puede permanecer
desoído para siempre. La primera verdad de Buda no enseña en
realidad nada diferente.
Emprendamos ahora un breve vuelo, alejándonos de este
mundo sufriente para visitar la morada de la gracia y la fuente de
su corriente generosa. El budismo mahayana habla de tres hayas o
cuerpos de la budeidad, o, si se prefiere, de tres mansiones de la
iluminación consideradas respectivamente como esencia o quidi-
dad, goce o dicha, y proyección avatárica en el mundo; los corres-
pondientes nombres sánscritos son dharma-kaya, sambhoga-kaya
y nirmana-kaya, y es de este tercer cuerpo especialmente del que

84
¿Cabe la gracia en el budismo?

debemos decir algo ahora por cuanto está directamente relacionado


con la cuestión de la gracia y su manifestación en los seres.
Una cita de un breve pero muy concentrado sutra tibetano
compuesto en verso, El buen deseo del gran poder, nos proporcio-
nará los datos esenciales: «Ininterrumpidamente mis avataras (en-
carnaciones) aparecerán en un número inconcebible de millones y
enseñarán diversos medios para la conversación de todas las clases
de seres. Que por la plegaria de mi compasión todos los seres
animados de las tres esferas puedan ser rescatados de las seis
moradas samsáricas.»
Tradicionalmente se da como revelador de este sutra al buda j
Samanta Bhadra, el «Todo Bien»; es significativo que su nombre !
vaya precedido por el prefijo adi -o primordial-, subrayando así la
naturaleza principal de la atribución. Respecto a la realidad pri-
mordial de la que este buda es portavoz, se dice también que ni el
nombre de nirvana ni el de samsara le corresponden, pues es pura
no dualidad (advaita) más allá de toda posible distinción o expre-
sión. Tomar plena conciencia de esta verdad es ser buddha, des- \
pierto; no tomarla es errar por la existencia samsárica; el sutra lo j
dice expresamente.
En su guerra incesante contra la tendencia de los hombres a V
superponer sus propios conceptos a la divinidad como tal, los
sutras budistas han introducido la palabra «vacío» para sugerir la
total ausencia de posibilidad de definición positiva o negativa; de
ahí también el título de shunya-murtí, «forma del vacío», aplicado a
Buda contradicción en los términos que sirve, para subrayar una
verdad que escapa a todo intento de enunciación positiva.
En cuanto se pasa a la atribución diciendo de la divinidad que
es o no es esto o aquello, o bien dándole nombres como «todo
bien», etc., nos encontramos por fuerza en la esfera del ser; el
epíteto de misericordia que acabamos de mencionar es, entre los
nombres, uno de los primeros en imponerse. El signo visible de
esta presencia misericordiosa ha de verse en la corriente de la
revelación avatárica (de ahí el uso de la palabra «millones» en el su-
tra), los budas y bodhisattvas que aparecen en los diversos sistemas
cósmicos y que, gracias a su propia iluminación, muestran el
camino de la liberación a los seres. Nuestro sutra concluye con las

85
¿Cabe la gracia en el budismo?

siguientes palabras: «Que todos los seres de las tres esferas, por la
plegaria de mi contemplación... alcancen finalmente la budeidad.»
Esto otorga la carta misma de la gracia y su operación en el
mundo; apenas necesita más comentario.
Lo único que tal vez sea útil añadir es que si en el cristianismo,
por ejemplo, el aspecto de personalidad divina a veces puede pare-
cer que ha ocultado la quididad de la deidad, en el caso del
budismo, aunque este peligro se ha evitado deligentemente, se
encuentra sin embargo cierta expresión personal de lo divino en
forma distributiva, a saber, en la compañía o sangha celestial de los
budas y bodhisattvas, los primeros de los cuales representan su
aspecto estático y los segundos el dinámico, como la misericordia
cuando se proyecta en el samsara. En la sección final de este
ensayo, cuando estudiemos la doctrina de la tierra pura, volvere-
mos sobre este tema.
Después de esta excursión a las alturas debemos bajar de nuevo
a la tierra y examinar un medio concreto de gracia ya niencionado
antes, que quizá ha ayudado más que cualquier otro a mantener
vivo el recuerdo de la iluminación entre los hombres. Se trata de la
imagen de Buda haciendo el gesto de tocar la tierra (bhumi-spar-
sha). Todos los rincones del mundo budista conocen y aman esta
imagen; tanto el theravada como el mahayana han producido ma-
ravillosos ejemplares de ella. Si hay una representación simbólica a
la que corresponda propiamente la palabra «milagroso», es sin duda
ésta.
El relato de cómo llegó a existir una imagen de Buda es instruc-
tivo, puesto que el budismo al principio no era partidario de la
imaginería antropomórfica y prefería símbolos más elementales. Se
dice que se hicieron varios intentos frustrados de registrar la ima-
gen de Buda por motivos de índole personal, como el deseo-de
recordar una figura amada y venerada, etc.; en estos casos siempre
existe cierta confusión entre la apariencia y la realidad, de ahí la
prohibición del ídolo en el judaismo y el islam, por ejemplo. Sin
embargo en este caso intervino la compasión del victorioso; estaba
dispuesto a permitir una imagen de sí mismo a condición de que
fuera un verdadero símbolo y no una mera reproducción de super-
ficies; esta distinción es muy importante. Cediendo a los ruegos de

86
¿Cabe la gracia en el budismo?

sus devotos, Buda proyectó su forma milagrosamente y esta pro-


yección fue la que proporcionó el modelo para un verdadero
icono, adecuado para servir a otros fines que el de la adulación
personal, que un tema sagrado excluye por definición.
Me gustaría citar aquí unas líneas de la obra de Titus Burck-
hardt Principios y métodos del arte sagrado (Ediciones Lidium,
Buenos Aires 1982), en la que se dedica un capítulo entero a la
Buddha- rupa tradicional. Después de referir el relato que hemos
citado sobre la frustración de los artistas y la milagrosa proyección,
el autor prosigue:

... el icono sagrado es una manifestación de la gracia de Buda, emana


de su poder suprahumaño... Si se considera la cuestión detenidamente se
puede ver que los dos aspectos del budismo, la doctrina del karma y su
cualidad de gracia, son inseparables, pues demostrar la naturaleza real del
mundo es trascenderlo; es manifestar los estados inmutables... y es una
brecha abierta en el sistema cerrado del devenir. Esta brecha es el propio
Buda-, desde entonces todo lo que procede de él lleva el influjo de la bodlií.

La función iluminadora de la imagen sagrada no se podría


haber explicado mejor.
Antes de pasar a los diferentes detalles de la imagen, estaría
bien refrescar nuestra memoria acerca del episodio de la vida de
Buda que esta postura concreta quiere perpetuar. Todo el mundo
recordará que, poco antes de su iluminación, el futuro buda fue al
grande y antiquísimo bosque próximo al lugar de Bihar que ahora
se llama Bodhgaya y halló en él una gran higuera (ficus religiosa)
al pie de la cual estaba dispuesto un asiento preparado para el
destinado a convertirse en la luz del mundo; el árbol representa
evidentemente el eje del mundo, el «árbol de la vida», como lo
llama el Génesis. Cuando estaba a punto de tomar asiento en aquel
lugar, Mara, el tentador, apareció ante él, poniendo en duda su
derecho al trono adamantino. «Soy el príncipe de este mundo -dijo
Mara- y por lo tanto el trono me pertenece.» Entonces el bodhi-
sattva extendió su mano derecha y tocó la tierra, madre de todas
las criaturas, para que testificara que el trono era suyo por dere-
cho, y la tierra testificó que así era.
En la forma clásica de esta imagen Buda siempre se representa

87
¿Cabe la gracia en el budismo?

sentado sobre un loto; la elección de esta planta acuática es signifi-


cativa por cuanto en el saber tradicional las aguas siempre símboli-
zan la existencia con sus abundantes posibilidades, ese samsara
cuya forma de ser vencido iba a enseñar Buda, no por la mera
negación, sino por la revelación de su verdadera naturaleza. En
cuanto a la figura, su mano derecha apunta hacia abajo para tocar
la tierra como en el relato, mientras que su mano izquierda está
vuelta hacia arriba para sostener la escudilla de mendicante, signo
del estado de bhikku. Al igual que el bhikku recoge en su escudilla
cualquier cosa que el transeúnte quiera arrojarle, sea mucho o
poco, sin pedir más y dejando que ello sea su sustento para el día,
así también el hombre tiene que aceptar la gracia celestial como el
don gratuito que es. En los dos gestos exhibidos por la imagen de
Buda está resumido todo el programa de las exigencias espirituales
del hombre.
Con respecto a la tierra, es decir, con respecto al mundo al que
pertenece por su existencia, el gesto del hombre es activo; esta
actitud activa siempre es necesaria en lo que se refiere al mundo y
sus múltiples tentaciones y distracciones. Con relación al cielo y a
sus dones, por otra parte, el hombre espiritual es pasivo, está
contento de recibir el rocío de la gracia del modo y en el momento
en que cae y de refrescar sus fuerzas más o menos débiles con su
ayuda. El hombre ignorante hace exactamente lo contrario: se
muestra blando y acomodaticio frente al mundo al tiempo que
pone toda clase de condiciones de su propia elección en lo que
respecta a las cosas del cielo, -si es que les llega a dedicar algún
pensamiento. Para el hombre verdaderamente consciente, incluso
su propio karma puede ser a la vez una gracia y un gurú, no sólo
en el sentido de una recompensa o sanción impuesta por una ley
cósmica, sino porque el karma es un poderoso e ineludible recor-
datorio de la iluminación como necesidad clamorosa del hombre y
como el único objeto de sus deseos inequívocamente razonable.
Aceptado en este sentido el karma, sea bueno o malo, puede ser
acogido como Savitri acogió a la muerte cuando ésta vino a recla-
mar a su esposo y Savitri la venció con su resignación. Correcta-
mente contemplada, la imagen sacramental de Buda nos dice todas
estas cosas. Para nosotros es el medio de gracia por excelencia.
¿Cabe la gracia en el budismo?

Ya hemos dicho bastante para responder a nuestra pregunta


primera acerca de si el budismo deja lugar para la gracia. Una
última ilustración servirá, sin embargo, para remachar nuestro
argumento al mostrar que la idea de la gracia puede desempeñar
un papel predominante en una doctrina que no obstante sigue
siendo budista tanto en su forma como en su cualidad. Se trata de
la doctrina de la tierra pura (jodo en japonés), desarrollada en torno
al voto del buda Amitabha y que utiliza como único medio opera-
tivo la invocación de su nombre. Éste significa «luz infinita» y el
buda al que designa es el que preside la región occidental, donde se
sitúa simbólicamente su «tierra de buda». Debemos mencionar de
paso que los europeos que se sienten atraídos por el budismo han
tendido hasta ahora a evitar la forma de la tierra pura justamente
por su insistencia en la gracia, descrita en ella como tariki (poder
del otro), lo que les recordaba demasiado al cristianismo que creían
haber dejado atrás. Los buscadores occidentales se han sentido en
conjunto más atraídos por los métodos de jiriki (poder propio), en
los que se hace especial hincapié en la iniciativa personal y el
esfuerzo heroico - d e ahí su preferencia por el zen (o por lo que to-
man por tal) o por el theravada interpretado en un sentido ultrapu-
ritano, por no decir humanista. ¡Por nada del mundo quisieran
esas personas ser confundidas con miserables cristianos dependien-
tes de Dios! Espero demostrar sin embargo que ambos enfoques, el
jiriki y el tariki, no son en modo alguno tan incompatibles como
algunos pretenden creer y que, a pesar de los contrastres de acento,
ambos se corresponden y son de hecho indispensables el uno para
el otro.
Tomando el zen en primer lugar, una cosa que muchos de sus
admiradores extranjeros tienden a perder de vista es el hecho de
que, en su propio país los que se sienten llamados a esta vía ya
habrán sido moldeados desde su infancia por la estricta disciplina
de la tradición japonesa, en la que el respeto a la autoridad, una
elaborada urbanidad y la aceptación de muchas restricciones for-
males desempeñan todas su papel correspondiente, y en la que las
premisas básicas del budismo también se pueden dar por sentadas.
Tampoco hay que olvidar el elemento shintoísta presente en la
tradición, con su culto a la naturaleza por una parte, y su inculca-

89
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ción de las virtudes caballerescas por otra; el alma japonesa no


sería lo que es si no estuviera moldeada por estas dos influencias.
Con esta preparación un hombre puede afrontar la severidad del
adiestramiento zen y también ese elemento de extravagancia del
zen que tanto fascina a las mentes ansiosas de reaccionar contra los
valores convencionales de su medio anterior, con su moralidad
preconcebida y su trivialidad conceptual. Todas estas cosas tienen
que verse en proporción si quieren entenderse correctamente.
Para quienes piensan que el zen es puro poder propio sin
ninguna mezcla de poder del otro, es bueno señalar que al menos
una de las manifestaciones de la gracia que hemos enumerado en
este ensayo desempeña en él un papel de la mayor importancia: se
trata del gurú, o roshi, el cual, dado que no es el discípulo, repre-
senta necesariamente el poder del otro en relación con aquél,
dígase lo que se quiera. Que el zen, a pesar de su constante exhor-
tación al esfuerzo personal, no excluye el elemento de tariki me lo
demostró (si es que necesitaba ser demostrado) un conferenciante
zenista japonés que vino a Inglaterra hace dos años. Al final de su
charla subí al estrado y le pregunté: «¿Es correcto decir que el 'po-
der propio' y el 'poder del otro' siempre se implicarán mutuamen-
te? Si uno se afirma, ¿se puede suponer al otro latente, y vicever-
sa?» «Pues claro», respondió el conferenciante. «Son las dos caras
de la misma moneda. Esto es evidente. Además, ¿no es el zen una
doctrina no dualista?»
Un relato que ha proporcionado tema a muchos pintores japo-
neses servirá también para ilustrar este punto. Es la historia del
formidable patriarca del zen, Bodhidharma, y de cómo atravesó el
océano sobre una caña o un retoño de bambú; por océano hay que
entender el samsara: éste es el simbolismo tradicional de las aguas
en todo el mundo.
Se dice que en una ocasión Bodhidharma llegó a una de las
orillas del mar con el deseo de cruzar a la otra orilla. No encon-
trando ninguna embarcación, decubrió de pronto un pedazo de
caña y prestamente la cogió y la echó al agua; entonces, subién-
dose con arrojo al frágil tallo, se dejó llevar a la otra orilla. Ahora
bien, Bodhidharma era un sabio; sabía que el poder propio y el po-
der del otro, el libre albedrío aplicado y la gracia, son en esencia lo

90
¿Cabe la gracia en el budismo?

mismo, y el hecho de utilizar la caña como vehículo descansa en


este mismo conocimiento. Sin embargo, nosotros, espectadores, el
punto que debemos observar es que Bodhidharma encontró esa
caña en la orilla del mar; él no la creó ni la trajo consigo. ¿Quién la
puso allí, pues, a punto para ser descubierta? El poder ajeno no
podía ser nadie más. La caña vino al patriarca del zen como una
gracia, hacia la cual él en primer lugar no podía sino ser pasivo;
luego, después de recibirla, respondió activamente con una inicia-
tiva apropiada y cruzó las aguas del samsara hasta la otra orilla
Con esto se indica una vez más la enseñanza de la imagen de Buda,
aunque en forma diferente.
En contraste con el zen, la doctrina de la tierra pura se ofrece
como una típica vía de gracia de ahí que algunos hayan sugerido
que el jodo recibió en sus comienzos la influencia de enseñanzas
cristianas llevadas a China desde Siria por miembros de la secta
nestoriana -hipótesis gratuita si las hay, puesto que el jodo es, en
todos sus elementos esenciales, una forma de sabiduría típicamente
budista-. El siguiente resumen de la enseñanza de la tierra pura
aclarará suficientemente para lo que ahora nos interesa su posición
teórica.
Cierto bodhisattva llamado Dharmakara se encontraba a punto
de entrar en el estado de iluminación cuando movido por la com-
pasión se dijo: «¿Cómo puedo consentir en entrar en el nirvana
cuando toda la multitud de seres tiene que quedarse atrás, presa de
la transmigración y del sufrimiento indefinidos? ¡Antes que dejar-
los en este estado, hago el voto de que, si no soy capaz de liberarlos
a todos hasta la última brizna de hierba, nunca alcance la ilumina-
ción!» Pero de hecho (dice el argumento) sí alcanzó la iluminación
y ahora reina, con el nombre de Buda Amitabha, en la región
occidental. Por lo tanto su voto no puede haber dejado de reali-
zarse; los seres dolientes pueden y deben ser liberados, siempre y
cuando tengan fe en el voto de Amitabha y evoquen su nombre.
Esto último lo hacen mediante el nembutsu, la fórmula «Alabanzas
al buda Amitabha» (en japonés namu amida butsu). La invocación
de esta fórmula con una confianza desinteresada en el voto es, para
el devoto de la tierra pura, su constante medio de gracia, el signo
de su abandono incondicional al poder del otro. Pensar en un

91
¿Cabe la gracia en el budismo?

esfuerzo, mérito o conocimiento propios implica inevitablemente


adherirse a una individualidad imaginaria, disfrácese como se
quiera; esto viola la primera y última condición de la liberación.
¿Quién puede hablar de poder propio cuando no tiene la menor
idea de lo que significa un yo propio?
A partir de aquí, la dialéctica de la tierra pura prosigue diciendo
que en los primeros tiempos del budismo los hombres eran sin
duda más fuertes, más confiados en sí mismos; podían adoptar
disciplinas severas y seguir vías de meditación de tipo jiriki. Pero
ahora, debido a nuestro mal karma, estamos viviendo en los últi-
mos tiempos, oscuros y dominados por el pecado, en que los
hombres se han vuelto débiles, confusos y, por encima de todo,
irremediablemente pasivos. Pues bien, dice el maestro de la tierra
pura, saquemos provecho de esta debilidad; que ella misma se
ofrezca humildemente a la gracia de Amitabha, rindiéndose ante el
poder de su voto. Si por la fuerza de este voto los justos pueden ser
liberados, ¡cuánto más cierto será ello para los pecadores, cuya
necesidad es mucho mayor! Comparemos esto con las palabras de
Cristo: «No he venido para llamar al arrepentimiento a los justos,
sino a los pecadores.» Ambas frases no son tan diferentes.
Es interesante observar que en el Tibet existe un método de
invocación que en muchos aspectos recuerda al nembutsu. Este
método emplea una fórmula de seis sñabas cuyas asociaciones
místicas son demasiado complejas para ser expuestas en pocas
palabras; baste saber que recibe el nombre de mani mantra y que
su revelador es el bodhisattva Avalokitesvara (Chenrezig en tibeta-
no), que en la sangha celestial personifica la compasión. Para lo
que ahora nos interesa, el punto más significativo es que el propio
Chenrezig es una emanación del buda occidental Amitabha, de
cuya cabeza nació, rasgo mitológico que muestra la evidente s e m e ^
janza del mani y el membutsu. Por otra parte, hay una diferencia
que vale la pena observar, y es que mientras la misericordia de
Amitabha, al ser la de un buda, posee una cualidad estática, la
compasión de Chenrezig es dinámica, como corresponde a un
bodhisattva, que por definición opera en el mundo, como auxilia-
dor de los seres que sufren. Todo bodhisattva como tal es de hecho
una encarnación viviente de la función de la gracia.

92
¿Cabe la gracia en el budismo?

Antes de concluir este ensayo no puedo dejar de señalar un


caso de lo que puede llamarse coincidencia espiritual entre dos
tradiciones muy alejadas, la budista y la islámica; esta coincidencia
no es atribuible al préstamo ni a ninguna causa fortuita, sino que
surge de la propia naturaleza de las cosas.
El versículo que abre el Corán es Bismi'lahi'r-rahmani'r-
rahim, que corrientemente se ha traducido como «En el nombre de
Dios, el clemente, el misericordioso». En árabe, una raíz común
hace que la conexión entre estos dos nombres sea todavía más
próxima. Pues bien, unos amigos musulmanes bien instruidos me
han explicado que la diferencia entre dichos nombres consiste en
lo siguiente, a saber, que ar-rahman se refiere a la clemencia de
Dios como cualidad intrínseca del Ser divino, mientras que ar-
rahim se refiere a esa cualidad en cuanto se proyecta en la crea-
ción. Expresa el aspecto dinámico de la clemencia, la misericordia
que se derrama y alcanza a las criaturas en forma de gracia así
como de otras maneras. Al igual que la compasión budista, posee
una cualidad dinámica; debe encontrar un objeto para poder ac-
tuar. Es fácil ver que estos dos nombres corresponden respectiva-
mente, en todo lo esencial, a Amitabha y Chenrezig ¡He aquí una
brillante confirmación llegada de un lugar inesperado!
Pero no nos sorprendamos demasiado; pues, ¿acaso no es cierto
que en la tierra pura de la iluminación todos los caminos religiosos
deben sin duda encontrarse?

93
VI

CONSIDERACIONES SOBRE LA ALQUIMIA TÁNTRICA

Hay tres maneras de considerar el tantra, todas ellas aceptables


en su propio grado. En primer lugar tenemos la manera relativa-
mente externa de la erudición, que se ocupa principalmente de
acumular información y de examinar las fuentes. En ella desempe-
ñarán un papel las cuestiones de influencias y orígenes y de afini-
dades históricas en general. En segundo lugar está la manera esen-
cial y normal de considerar el tantra, que también puede denomi-
narse la manera tradicional, en su doble aspecto de sabiduría (praj-
na) y método (upaya) o, en otras palabras, de teoría metafísica (no
olvidemos que el significado primitivo de la palabra griega theoria
es «visión»), junto con sus medios de concentración apropiados, sus
expedientes yóguicos. En tercer lugar existe lo que podría descri-
birse como un sentido tántrico generalizado, según el cual es posi-
ble reconocer la existencia, en lugares en que el nombre de tantra
ha sido desconocido, de doctrinas y métodos análogos, que propor-
cionan así pruebas concurrentes en favor de los métodos espiritua-
les en cuestión. Veamos cómo aparecerá el tantra visto desde cada
uno de estos diferentes enfoques.
Ante todo el enfoque erudito. Hay que indicar desde el princi-
pio que esta manera de considerar el tema (o en realidad cualquier
tema) puede recibir una forma tanto legítima como ilegítima. El
verdadero valor de la erudición es de tipo auxiliar; para el estu-
diante, es obviamente ventajoso, tanto si realiza una búsqueda
estrictamente religiosa como de otro tipo, poder contar con textos

94
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

y referencias de diversos órdenes que sean dignos de confianza,


tarea que él, al carecer de conocimientos minuciosos y del adiestra-
miento necesario, difícilmente podría emprender por su cuenta.
Asimismo puede ser útil indirectamente formarse una idea del
medio histórico de la propia religión; y también puede ser muy útil
la discusión por parte de los expertos del alcance exacto de los
diversos términos técnicos que figuran en los textos, pues con el
transcurso del tiempo las personas a menudo pierden de vista
ciertos matices de significado que esos términos tenían para los
autores que los emplearon por vez primera y que la repetición más
o menos negligente puede haber oscurecido más tarde. Esto vale
especialmente para los textos traducidos. Todo esto pertenece a la
virtud budista cardinal de la atención en proporciones variables, lo
que nos permite ver que el erudito concienzudo puede prestar un
auténtico, aunque modesto, servicio en este campo.
Por otra parte, el empleo abusivo de la erudición, que lo ha
invadido casi todo en los últimos tiempos, consiste en examinar los
escritos sagrados y otros fenómenos religiosos a la luz, o más bien
a la oscuridad, de un arraigado prejuicio profano con el propósito
deliberado de reducirlos todos sin excepción a la condición de
accidentes históricos, antropológicos o sociológicos mediante la
explicación de todos los elementos transcendentes que se encuen-
tran en ellos -revelación, inspiración, intelecto- en términos pura-
mente humanistas. La última y en muchos aspectos la más perni-
ciosa adición a este proceso de subversión es la interpretación
psicológica de la religión, de la que las escuelas freudiana y jun-
giana constituyen dos formas representativas. La primera es decla-
radamente materialista y hostil, mientras que la segunda afecta una
actitud de simpatía basándose en un sistema de equívocos hábil-
mente fomentado, como el que se da entre las cosas de orden
espiritual y las de orden psíquico; las doctrinas tántricas no han
escapado al intento de anexión a este punto de vista y lo mismo
vale para el zen. El hecho es que hasta hace muy poco incluso los
comentadores orientales, de quienes se podría haber esperado una
mayor clarividencia que de sus colegas occidentales, a menudo han
mostrado una prisa carente de todo sentido crítico para adoptar las
últimas aberraciones exegéticas, y esta tendencia ha significado, en

95
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

muchos casos, una verdadera estampida intelectual frente al cienti-


ficismo moderno o, con otras palabras, un impulso hacia el suici-
dio religioso e intelectual. Es necesario estar advertido de este
peligro, que ha estado difundiéndose ampliamente en ambas partes
del globo hasta ahora.
El mejor punto de vista desde el que se puede estudiar una
cuestión que se ha planteado a menudo en conexión con el tantra
es el de la erudición, que aquí hay que entender en un sentido muy
amplio. Este problema es el de la posible relación entre las formas
budista e hindú del tantra. Sin duda alguna, para responder cabal-
mente a esta pregunta se necesita algo más que la erudición con-
vencional; cualquier comentario debe acompañarse, de hecho, de
cierto conocimiento metafisico, capaz de ver más allá de la letra de
los textos y formulaciones para captar el espíritu subyacente a los
dos casos que se comparan.
Cuando por primera vez se empezó a prestar atención seria,
fuera del mundo indio, a los escritos tántricos, en gran medida
gracias a los sobresalientes estudios de un antiguo presidente del
tribunal supremo de Calcuta, sir John Woodroffe (más conocido
por su seudónimo de Arthur Avalon), el hecho de que el propio
Avalón, como sanscritólogo que estaba en estrecho contacto con
pandits bengalíes, dedicara la mayor parte de su obra a los shaktas
hindúes y sus doctrinas, condujo a la suposición apresurada por
parte de muchos de que los tantras budistas, que Arthur Avalón
apenas había estudiado, no eran más que una extensión del corpus
tántrico hindú. La existencia en ambos casos de un simbolismo
erótico, es decir, de una representación de la realidad como acción
recíproca de una pareja de principios asociados, respectivamente
representados como macho y hembra, parecía dar visos de verosi-
militud a dicha conclusión. Apenas es necesario decir que esta
aparente polarización en dos divinidades, como Shiva y Shakti en
un caso y como los diversos budas con sus complementos femeni-
nos en el otro, no implica ningún dualismo radical; a pesar de las
apariencias, el punto de vista tántrico es completamente no dua-
lista, de modo que sólo en el punto de la unión indistinguible de
los principios masculino y femenino así representados se ha de
encontrar efectivamente la verdad. La divinidad masculina y su

96
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

pareja esencialmente son cada una la otra y nunca pueden conside-


rarse por separado; la estática es el poder creativo o productivo y
viceversa, y, en efecto, el hecho mismo de que en el simbolismo se
haya evitado una unidad numérica en favor de la idea más sutil de
no dualidad es lo que hace tan particularmente elocuente al len-
guaje simbólico tántrico y tan eficaces a sus correspondientes mé-
todos para liberar a la mente humana del dominio que tiene sobre
ella el hábito dualista'.
Antes de la pubücación de la serie de volúmenes de Arthur
Avalon, las prácticas tántricas y también la iconografía asociada a
ellas se habían convertido en blanco favorito de insinuaciones
maliciosas, primero por parte de comentaristas occidentales igno-
rantes, especialmente misioneros, obsesionados con sospechas im-
puras cada vez que la palabra sexo se mencionaba y, siguiendo su
ejemplo, también por parte de orientales occidentalizados. Este
prejuicio se ha resistido a desaparecer y sólo en décadas recientes
los tantras han empezado a ser considerados en general en el
mundo como algo respetable, si no como doctrinas espiritualmente
importantes. Este cambio, bienvenido aunque tardío, se ha produ-
cido en gran parte gracias a observaciones efectuadas en el área
tibetana. Cuando volvemos la mirada hacia finales del siglo pasado
y principios del presente, vemos que, exceptuando la voz solitaria
de Avalon, muy pocos autores extranjeros hablaron favorable-
mente sobre el tema. Aún en fecha tan tardía como 1936, un
excelente estudioso como el japonés profesor Tajima, pertene-
ciente él mismo a una escuela tántrica, el Shingon expresaba el
prejuicio corriente, no contra el tantrismo en conjunto, sino contra
sus formas tibetanas, sugiriendo que mientras las doctrinas tántri-
cas chinas y japonesas preferidas por él se habían originado, histó-
ricamente hablando, en Nalanda, las tibetanas habían surgido se-
gún él en su mayor parte de Vikramashila, que él condenaba como

1. El simbolismo chino del yin y yang transmite un mensaje similar: el yin, principio
femenino de color oscuro que representa el lado pasivo y potencial de las cosas (shakti podría
bien traducirse como .potencia») y el yang, masculino, de color claro y que representa el lado
activo o esencial, se combinan en un diagrama circular, a modo de mandala, cuyas mitades
entrelazadas significan un matrimonio; cada una contiene además un puntito de color
opuesto, que indica la interpenetración no dualista de los principios así representados'.

97
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

albergue de creencias y prácticas relativamente populares y supers-


ticiosas; sin-embargo, sus pruebas para pensar esto no eran claras
en absoluto. En cualquier caso nos inclinaríamos a preguntar:
¿Qué decir de Naropa y sus seis doctrinas, puesto que ciertamente
perteneció a Nalanda? ¿Y dónde habrían estado Marpa y Mila
Repa y gran parte de la mejor floración esotérica del Tibet sin esas
doctrinas? Si un hombre tan bien informado como el profesor
Tajima todavía podía hacerse eco, aunque fuera débilmente, de
esos viejos prejuicios, esto no hace sino demostrar cuán concienzu-
damente han hecho su trabajo de difamación los calumniadores del
tantra. No cabe duda, sin embargo, de que la denigración del sim-
bolismo erótico es lo que más ha contribuido a confundir las cosas,
por encima de cualesquiera problemas genuinos que pueda haber
presentado la cuestión de los orígenes a espíritus mejor informa-
dos.
Si se me permite introducir una nota personal, me gustaría
explicar que cuando me di cuenta del lugar que ocupaba el tantra
en la tradición y el arte tibetanos, mi impulso natural fue acudir en
su defensa, oponiéndome a las informaciones tendenciosas todavía
corrientes en aquel momento y que he descrito más arriba En la
primera exaltación del descubrimiento de que existía un budismo
tántrico y de que era un tesoro de símbolos bellos y eminente-
mente significativos, me apresuré a proclamar mi entusiasmo, pero
ciertamente no estaba calificado para ir muy lejos por el lado
interpretativo, los tratados de Avalon eran entonces mi única
fuente de información, y eran en efecto muy valiosos en aquel
momento. Ésta es la razón por la que de buena gana recurrí al uso
hindú, refiriéndome a las divinidades femeninas como «energías-
consortes» cuando escribí mi primer libro, Cumbres y lamas. Sin
embargo, no debe atribuirse un alcance excesivo a esta alusión,
que era en gran parte accidental y ciertamente no pretendía ser una
valoración técnica definitiva.
Pero ya en aquella temprana fecha me di cuenta de algo que
otros han señalado después desde una posición de mayor informa-
ción, a saber, que el simbolismo sexual común al tantra budista e
hindú muestra, sin embargo, una divergencia en las dos escuelas
respecto al modo en que se aplican respectivamente las atribucio-

98
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

nes sexuales; es decir, en el tantrismo hindú, Shiva (o cualquier


otra forma masculina de divinidad) representa el aspecto estático,
mientras que la forma femenina correspondiente representa el as-
pecto dinámico o creativo; de ahí su cualidad de Shakti, entidad
femenina-energía2, que en lenguaje hindú se ha convertido en el
término genérico para designar a todas las consortes celestiales. En
el budismo por otra parte el emparejamiento simbólico adopta una
forma impersonal (que concuerda con la economía espiritual bu-
dista en general) y también actúa de modo inverso por cuanto en él
es prajna, el elemento femenino de la pareja, la que parece indicar
el aspecto más estático del simbolismo - l a sabiduría es esencial-
mente un estado o cualidad del ser- mientras que el elemento
masculino de la sicigia se relaciona con el método (upaya), que a
primera vista posee implicaciones dinámicas, puesto que si la sabi-
duría puede ser realizada en el corazón del devoto es gracias a un
despliegue de los medios adecuados junto con el esfuerzo que los
acompaña. Por otra parte la asimilación tradicional del upaya a la
compasión (en sí un concepto dinámico) da más peso a la opinión
de que el simbolismo tántrico budista funciona de manera inversa
al hindú. De este hecho algunos escritores de tendencia polémica,
llenos de patriotismo probudista, han sacado satisfechos la conclu-
sión de que el tantrismo budista es algo enteramente ajeno al
tantrismo hindú; a lo que añaden como corolario, apoyándose en
datos seleccionados e interpretados de manera bastante tenden-
ciosa, que es anterior en su origen y que fueron los hindúes
quienes tomaron esos métodos de los budistas (asi como otras co-
sas) y luego les impusieron, a posteriori, la noción específicamente
hindú de poder, shakti.
Sin pretender ser yo mismo un erudito, no considero que una
explicación de este tipo sea necesaria para explicar los hechos de
que disponemos, y lo mismo es cierto con respecto a criterios de

2. Podríamos mencionar de paso como ejemplo instructivo de coincidencia espiritual,


que en la Iglesia cristiana en su forma ortodoxa u oriental la doctrina de las energías divinas,
expuesta ampliamente por primera vez por el gran doctor del siglo xiv san Gregorio Pala-
mas, recuerda claramente la idea hindú de la Shakti, que la palabra «energía» traduce
admirablemente, Según la teología palamita, Dios no crea el mundo por medio de su esencia,
sino por medio de sus energías.

99
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

tipo más profundo; la verdad más bien parece ser que lo que puede
denominarse sin abuso de lenguaje la «revelación tántrica» perte-
nece a las dos grandes tradiciones indias a las que adoptó, como si
dijéramos en respuesta a una necesidad cíclica, en un desborda-
miento providencial del espíritu de una manera que no implica
ningún menoscabo con respecto a la originalidad de ninguna de las
formas tradicionales. Veamos más bien aquí un ejemplo de esa
compasión universal y divina que, con aparente menosprecio de
todas las fronteras delimitadas racionalmente, proporciona lo que
se necesita para la salvación de los seres dolientes en un momento
y un lugar determinados. No sin razón los métodos espirituales
tántricos se consideran, dondequiera que se practiquen, una vía
sumamente adecuada a las condiciones de la fase actual del ciclo
cósmico, en la que las vías más primordiales, y en cierto sentido
más inflexibles, ya no satisfacen plenamente las necesidades.
Para resumir lo anterior: la representación de la no dualidad en
la forma de la fusión de un amor conyugal macho y hembra, así
como las prácticas yóguicas diversamente características relaciona-
das con ella, basta para probar el parentesco fundamental que
existe entre el tantra hindú y el budista, a pesar de algunas diver-
gencias importantes de detalle. Sentada esta identidad básica, sería
exagerado, sin embargo, tratar de establecer una correspondencia
punto por punto en los simbolismos respectivos: shakti y prajna
no son simplemente ideas intercambiables, y cada una de las dos
corrientes tántricas ha dado lugar evidentemente a algunas caracte-
rísticas originales, de acuerdo con su genio particular, de modo
que la relación impersonal prajna-upaya que ha caracterizado al
budismo mahayana, por una parte, y la presentación personificada
característica del teísmo hindú, Shiva-shakti, por otra, han podido
desarrollarse a partir del mismo simbolismo erótico sin riesgo de
confusión en una u otra dirección. Dudo que se pueda llegar
mucho más cerca de la verdad de esta cuestión3.
A modo de ilustración de lo que podría describirse como un
subterfugio metafisico, típico a su manera, por el cual se puede
discernir una identidad subyacente más allá de una aparente expre-
sión de rivalidad interreligiosa, me gustaría relatar una explicación
bastante divertida que me dio un lama cuando residía en Shigatse

100
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

en 1947. Estábamos hablando sobre el Kailas y su peregrinación;


yo acababa de hacer la observación de que la divinidad que mo-
raba en la cima sagrada -Demchhog para los tibetanos y Shiva
para los hindúes- parecía tener casi los mismos atributos. ¿No se
podía inferir de esto -le pregunté al lama- que Demchhog y Shiva
son la misma divinidad y que cada uno de ellos es, en efecto, el
otro con un nombre distinto? «Se equivoca usted -respondió el
lama-, más bien Shiva es el nombre de un dios hindú a quien
Demchhog desafió en nombre del budismo y a quien venció,
después de lo cual se apropió de su montaña y de todos sus
atributos mayores y menores, incluida su consorte.» ¡Una manera
verdaderamente deliciosa de pasar por alto las diferencias tradicio-
nales, al tiempo que se aparenta no hacer ninguna concesión al
bando contrario! Tampoco hay que olvidar el hecho de que, según
esta explicación, la señora Parvati cambió sin inmutarse su ante-
rior calidad de shakti por la de prajna de su nuevo esposo. En
resumidas cuentas, la situación en el monte Kailas permanece sin
cambios e inalterable, y todos los caminos conducen allí.
Después de detenernos tanto tiempo en esta cuestión tan deba-
tida de las afinidades, sólo será posible tocar brevemente el se-
gundo de nuestros tres aspectos del tantra, lo que denominamos al
principio su aspecto normal o tradicional. A este respecto, cabe
preguntarse, a la vista de la crisis religiosa que hoy tiene lugar en

3. Opiniones similares ha expresado el difunto S.B. Dasgupta en su abundantemente


documentada Introduction lo Tanlrlc Buddhism publicada por la universidad de Calcuta en
1950 (21958). Este distinguido erudito, al tiempo que hace justicia a la extensión y variedad
de la literatura budista tántrica, sostiene y demuestra la tesis de que el tantrismo, ya sea hindú
o budista, es fundamentalmente el mismo. Ciertamente no pasa por alto ninguna de las
diferencias de expresión y práctica que distinguen a ambas tradiciones.
Su valoración de Ja teología básica que subyace al simbolismo es clara y concisa,
mientras que la riqueza de las ilustraciones y comentarios es de proporciones muy satisfacto-
rias. Vale la pena observar que en diversos pasajes de su libro el autor se refiere a una u otra
de las diosas budistas como ia shakti de su correspondiente divinidad masculina: el contenido
muestra, en todos los casos, que está haciendo un uso puramente convencional del término,
cosa muy natural en un indio de nacimiento; si hubiera estado hablando de los dioses
helénicos, sin duda se habría referido a Hera como a la shakti de Zeus: no hay que ver nada
más en este proceder, que se explica a primera vista. Lo único que puede ser útil añadir es
que, dada la ligera inexactitud verbal de introducir el término shakti en un contexto budista,
es preferible la palabra «consorte» (que traduce adecuadamente a la palabra tibetana yum)
para excluir toda posible confusión terminológica.

101
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

todo el mundo, si alguna de las vías tántricas es todavía viable para


los hombres de la generación actual y, en caso afirmativo, cuáles
son las condiciones que permitan a un hombre optar por esta vía.
La respuesta es que dondequiera que la estructura tradicional ha
resistido suficientemente la presión de los tiempos para permitir
que un aspirante a discípulo encuentre un gurú calificado para
iniciarle y darle instrucción, no hay razón alguna para que aquél se
abstenga de seguir esta vía; que aproveche cualquier oportunidad a
su alcance mientras pueda. Si una puerta que hoy está abierta
mañana se cierra, entonces será el momento de pensar qué hay
que hacer, pero no hay razón para considerar con anticipación esta
peor eventualidad. Es verdad que la sacrilega invasión del Tibet, el
hogar de elección del tantra, ha dejado lamentablemente sin apoyo
a los países contiguos, es como si una generosa fuente de influen-
cia espiritual se hubiera secado de pronto. Sin embargo sería ir
demasiado lejos decir que todas las oportunidades de este tipo han
desaparecido en las regiones vecinas; en el Japón las iniciaciones
tántricas del shingon y el tendai siguen vivas, lo cual es maravi-
lloso en un país en el que las formas profanas de educación junto
con el industrialismo se han fomentado en grado extremo. Este
desarrollo indiscriminado sin sabiduría es lo que en todas partes
constituye la amenaza más grande contra la religión así como
contra la vida misma. El hombre contemporáneo, esclavo inde-
fenso de sus propias creaciones mecánicas, permanece como sus-
pendido entre dos explosiones interrelacionadas kármicamente, la
nuclear y la demográfica. Carente de todo discernimiento, desvía
hacia los constructores de cohetes dirigidos a la luná aquella admi-
ración que antaño dedicaba a los budas y a los santos. Esta fascina-
ción que sobre la mente humana ejercen trivialidades hinchadas
hasta proporciones monstruosas es de hecho una de las notas
características de la terrible era vaticinada por Tsong Khapa (y
también por las Escrituras de todos los pueblos) cuando dijo que
«los residuos impuros crecen cada vez más».
Esta era está ahora sobre nosotros como parte de nuestro
karma, que no podemos esperar dejar a un lado, sino que debemos
afrontar. ¿Cuál es, pues, la actitud que se requiere de nosotros en
estas circunstancias inevitablemente dolorosas?

102
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

Sin duda la respuesta que todo aspirante sincero dará es que «el
mundo es siempre el mundo aun cuando sople una suave brisa; así
también la bodhi es la bodhi aun en el tiempo más feo. Por lo
tanto, aunque quedara como el único seguidor de la vía en un
mundo desatento más allá de toda esperanza, yo seguiría practi-
cando esta vía sin mirar atrás». No hay nada idealista en tal actitud;
la imponen las consideraciones más prácticas. El mensaje esencial
de los. sutras y los tantras no se diferencia en nada de éste.
Aunque al introducir la cuestión que acabamos de tratar era
natural referirse primero a la tierra de origen del tantra en Asia,
también se podría preguntar si, en las condiciones excepcionales
que hoy prevalecen, no podría tener lugar la exportación de méto-
dos tántricos en otras direcciones, lo que podría originar nuevas
floraciones locales. Los que hacen esta pregunta piensan normal-
mente en la dispersión de lamas tibetanos por varios países extran-
jeros, de lo cual algunos esperan que se pueda dar un nuevo
ímpetu a fuerzas espirituales de Occidente que ahora están dormi-
das. De hecho, durante los últimos años se han establecido un
determinado número de centros en diversas partes de Europa y
América bajo la dirección de nuestros tibetanos aptos para conferir
iniciaciones tántricas e impartir enseñanzas. Esto ha abierto nuevas
puertas para muchos, con consecuencias impredecibles por lo que
respecta al futuro.
Nos queda ahora por considerar lo que puede denominarse
adecuadamente «el espíritu del tantra», nuestra tercera categoría del
preámbulo de este ensayo. ¿Cuáles son, pues, los criterios con los
que reconocer a este espíritu, dondequiera pueda darse? A su
modo esta pregunta es importante en toda circunstancia y todo
hombre con intereses espirituales puede sacar provecho de su res-
puesta, aun cuando su propia vía de realización no adopte una de
las formas clasificadas como tántricas. Un breve examen de esta
cuestión nos proporcionará así una conclusión natural a las presen-
tes consideraciones sobre la espiritualidad tántrica.
Esencialmente, se puede hablar de un sentido tántrico o de un
espíritu tántrico (el primero sería la facultad que permite reconocer
la presencia del segundo) en conexión con cualquier doctrina o
método cuyo objetivo consciente sea la transmutación del alma

103
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

humana de forma tal que permita a la verdadera inteligencia, al es-


píritu de la bodhi, emerger y tomar el mando. Este proceso es
propiamente un proceso alquímico, por cuanto en realidad ningún
elemento del alma tiene que ser destruido o extirpado; la técnica
tántrica consiste en poner en servicio todo lo que existe en ella, sin
excepción, lo que a su vez implica la posibilidad de convertir todo
lo que es bajo o impuro en algo puro y noble.
En la Europa medieval, como también en el mundo islámico,
las ciencias alquímicas se basaban en esta idea; según el simbo-
lismo mineral que empleaban, el plomo, el metal más bajo, temía
que ser transmutado, rápidamente o por etapas, en el metal solar,
el oro. En el transcurso de este proceso otras substancias simbóli-
cas, especialmente el azufre y el mercurio, se hacía intervenir en
diversas fases de la operación alquímica. Si en la edad media los
ignorantes a veces atribuyeron a los alquimistas la intención literal
de hacerse ricos fabricando oro del plomo, los historiadores de la
ciencia moderna han exhibido una ignorancia similar al creer que
la alquimia era simplemente un intento primitivo de hacer lo que
hace el químico de hoy y que los diversos materiales a los que se
referían los alquimistas eran lo que sus nombres indican y nada
más. Gracias a unos pocos investigadores que se han tomado la
molestia de estudiar los escritos alquímicos con la debida atención
y con una mentalidad abierta, esta ciencia, hasta ahora no com-
prendida, tan próxima al tantra en su intención, ha sido depurada
por fin de las toscas ideas falsas que se habían acumulado en torno
a ella especialmente en los tiempos modernos4.
Un punto particularmente importante que hay que observar, en
conexión con la alquimia, es el reconocimiento, más allá de todas
las diferencias aparentes, de una esencia común que une a las dos
substancias que encontramos al principio y al final del proceso
transmutativo. Si resulta que el alquimista encuentra durante sus
investigaciones plomo mezclado con otros metales, no lo desecha a
la ligera, pues para su ojo dotado de discernimiento, su plúmbea
opacidad ya enmascara la refulgencia potencial del oro puro. Por

4. Una de las obras mejor documentada y más inteligible sobre el tema que hoy se
pueden encontrar, es la de Titus Burckhardt, Alquimia, Plaza y Janés, Barcelona 1976.

104
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

lo tanto, lo atesora igual que el resto, al tiempo que considera los


medios apropiados para convertirlo en lo que debería ser por
derecho; su actitud es típicamente no dualista y también lo es su
técnica. De hecho algunos alquimistas han declarado que el plomo,
o cualquier metal bajo, es esencialmente oro que ha caído en-
fermo; el oro es el plomo libre de todo rastro de enfermedad. Se
podría establecer muy bien un paralelismo con esta afirmación,
desde el lado del tantra, diciendo que un hombre mundano no es
más que un buda enfermo. Un buda es un hombre que ha sido
enteramente curado de su enfermedad existencial.
La idea de transmutación, en la que se basan todos los procesos
alquímicos, ha ido acompañada de cierta actitud para con las pres-
cripciones éticas de la religión que, en el caso del tantra, cuenta
entre las características que en ocasiones han provocado acusacio-
nes de laxitud moral del tipo al que hemos aludido anteriormente
en este ensayo. Esta actitud consiste en considerar incluso los
vicios de una persona como una fuente de poder latente, como una
virtud mal aplicada pero todavía utilizable si se conoce la manera
correcta de tratarla; suprimir simplemente la expresión exterior de
una tendencia viciosa, mediante un esfuerzo unilateral de la volun-
tad desarrollada en un estado de relativa inconsciencia, puede que
no sea la manera más eficaz de librar al alma de la tendencia en
cuestión, por no mencionar el peligro de dejar entrar otro mal peor
con el fin de llenar un vacío creado en una substancia psíquica aún
no acondicionada para atraer a un elemento compensador de una
dirección puramente espiritual. La historia evangélica de los siete
demonios que ocupan precipitadamente la casa dejada vacía por su
único ocupante demoníaco anterior ofrece una vivida ilustración
de este peligro concreto. El curador tántrico o alquímico basa
ciertas de sus prácticas en el conocimiento de que, en comparación
con la característica cualidad escurridiza del pensamiento humano,
una pasión a menudo presenta un carácter relativamente simple y
comprensible, lo cual permite utilizarla como materia bruta de una
operación alquimica en sus primeras etapas; manejar provisional-
mente un elemento pasional como medio para obtener un* fin
declaradamente espiritual no implica una tolerancia de la pasión
como tal y, todavía menos, ningún menoscabo de la virtud cuyo

105
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

reflejo negativo o sombra es esa pasión. Todo lo que hace este


curador es contemplar cualquier pasión particular en relación con
el proceso de purificación considerado en conjunto, lo cual puede
requerir a veces que sea tolerada provisionalmente por razones de
equilibrio psíquico, aunque sin duda no se excusa en sí. Al verda-
dero practicante del tantra le interesa una regeneración total, nada
menos; ésta es la razón por la que para él toda propiedad del
cuerpo y de la mente tendrá su lugar propio en. ella, y el arte
consistirá en saber cómo poner cada cosa en su sitio, sin omisión o
supresión de ningún factor utilizable, sean cuales sean las aparien-
cias. Dejando a un lado los abusos individuales, es a la luz de este
principio como deben juzgarse aquellas prácticas tántricas que han
sido ocasión de escándalo para los moralistas convencionales; cual-
quiera que enfoque así el tema ya no necesitará más pruebas de
que la tradición tántrica se preocupa tanto como la religión exoté-
rica de la promoción y práctica de las virtudes. Lo único que
ocurre es que su manera de buscar este fin va más allá de los
síntomas, de la mera forma de los actos, pues en realidad le inte-
resa más el medio en el que esos actos pueden surgir, al cual trata
de transmutar a fin de que sólo la virtud pueda sobrevivir en él.
Una virtud para alguien que sigue un camino esotérico es
fundamentalmente un modo de conocimiento o, para ser más pre-
cisos, un factor que predispone a la iluminación. De modo similar,
un vicio será juzgado como un factor de ignorancia o como una
causa de espesamiento del velo existencial existente entre el sujeto
y la luz. Esta forma de considerar el bien y el mal es propiamente
intelectual; la perspectiva habitual del mérito y el demérito es, en
comparación, relativamente externa y dualista, pero no por ello
enteramente falsa - e n realidad está lejos de serlo-. Practicar una
virtud es, pues, como limpiar una ventana del alma; dejarse ir a un
vicio es como embadurnar de lodo esa misma ventana. Por está—-
razón la práctica de las virtudes no es menos importante para el
que sigue la vía del conocimiento que para el hombre de acción o
el hombre de piedad amorosa (para este último lo que cuenta es
complacer u ofender al amado); nadie debe llevarse a engaño a este
respecto por las referencias más o menos enigmáticas que se en-
cuentran en los escritos tántricos acerca del hombre para quien la

106
Consideraciones sobre la alquimia tántrica

distinción entre el bien y el mal ha dejado de tener importancia. í


No se puede encontrar, en una lengua europea, mejor descrip-
ción del tantra que la de llamarlo «ciencia alquímica del alma» por ,
la cual el plomo de la existencia samsárica se transmuta en lo que
ya es en principio, a saber, el oro de la bodhi que resplandece/
eternamente.

107
VI

NEMBUTSU COMO RECUERDO1

Al plantearse la pregunta de cuáles son las diferencias entre el


theravada -el budismo del canon pali- y el mahayana con su gran
variedad de escuelas y métodos, se podría mencionar para empezar
el particular énfasis que ponen las enseñanzas del mahayana en la
función cósmica del bodhisattva. Esto no quiere decir que el ideal
del bodhisattva constituya una innovación de algún tipo con rela-
ción al theravada; basta leer los jatakas o historias acerca de los
nacimientos anteriores del buda Sakyamuni para encontrar prefi-
gurados en ellos - e n modo mitológico2- aquellas actitudes caracte-

1. La palabra nembutsu es una forma abreviada de la frase namu amida butsu. que en sí
es una reducción japonesa de la fórmula sánscrita namo'miiabhaya buddhaya. Su significado
literal es «alabanzas al Buddha Amitabha»; ñamo comprende la fe, veneración y gratitud que
los seres sufrientes deben a Buda como dispensador de la luz; el nombre Amitabha significa
«luz infinita». Esta fórmula ha proporcionado su mantra invocatorio a la escuela del budismo
de la Tierra Pura; este «campo de buda» recibe su nombre del paraíso de Amitabha, situado
simbólicamente en el Oeste. Las enseñanzas de la tierra pura, enunciadas por primera vez por
los maestros indios Nagarjuna y Vasubhandu, llegó al Japón a través de China y se difundió
ampliamente gracias al ejemplo de dos grandes santos. Honen (1133-1212) y su eminejite^
discípulo Shinran (1173-1262), que dio a la tradición su forma presente con el nombre de
jodo-Shinsu, es decir «verdadera secta de la tierra pura». Entre nosotros la palabra «secta»
tiene resonancias desafortunadas, pero su uso en este contexto, sin connotaciones negativas,
ha llegado a ser convencional. Estos hechos elementales serán suficientes para preparar para
lo que sigue a los lectores no familiarizados con el budismo japonés.
2. El epíteto «mitológico» se emplea deliberadamente con el fin de llamar la atención
sobre una característica importante de la comunicación tradicional que la terminología mo-
derna tiende a subestimar. La palabra griega mythos, de la que deriva la nuestra, original-
mente no significaba más que un relato, y no un tipo particular de relato, supuestamente

108
Nembutsu como recuerdo

rísticas que la palabra bodhisattva vino a significar en siglos poste-


riores. Estas historias eran corrientes desde mucho antes de que
apareciera la distinción entre theravada y mahayana; desde enton-
ces ha quedado como medios habituales de instrucción popular en
todos los rincones del mundo budista. Sin embargo, es justo decir
que con el mahayana el bodhisattva como tipo pasa al centro de la
imagen del mundo, hasta el punto de que el voto del bodhisattva
de consagrarse conscientemente a la salvación de todos los seres
sin excepción podría considerarse lo que marca la entrada de un
hombre en el mahayana como tal. Visto desde este ángulo, todo lo
que ocurre antes de dar este paso decisivo debe ser considerado
solamente como una aspiración, la cual espera recibir su expresión
formal mediante la pronunciación del voto, cuando llega el mo-
mento.
Por el significado de su raíz, la palabra «bodhisattva» designa a
un ser que manifiesta una inequívoca atracción por la iluminación,
un ser que tiende en esa dirección a la vez deliberada e instintiva-
mente. En el contexto de la vía budista, indica a aquel que ha
llegado a un grado avanzado3; tal hombre es el discípulo consa-
grado de Buda en principio y de hecho. Si todo esto es bien sabido,
lo que no obstante aquí nos interesa particularmente es extraer de
la vocación bodhisáttvica un rasgo más característico, tal como se
expresa en las palabras del voto, que dice así: «Yo, Fulano de Tal,
en presencia de mi maestro, Menguano de Tal, en presencia de los
budas, evoco la idea de la iluminación... Adopto a todas las criatu-

ficticio, como hoy en dia. Se daba por sentado que estas historias contenían una verdad,
aunque sólo fuera porque, para la mentalidad natural de las gentes formadas por los grandes
mitos, otra cosa hubiera parecido absurda; la idea de una literatura de ficción entendida como
medio pasajero de distracción era del todo ajena a esa mentalidad, lo mismo que la idea de
una alegoría inventada, por muy elevado que fuera su fin. Como factor de la inteligencia
humana, el sentido mitológico corresponde a una dimensión de la realidad que, sin este
sentido, seria inaccesible.
En esencia, los mitos no pertenecen a ninguna época particular; hay una actualidad
permanente en los acontecimientos que relatan, lo cual constituye el secreto de su poder de
influir sobre las almas de los hombres siglo tras siglo.
3. En el Tibet la palabra equivalente a bodhisattva. junto con sus usos más técnicos, se
emplea a menudo donde nosotros utilizaríamos la expresión «santo», lo cual no tiene nada de
sorprendente, puesto que una persona santa muestra de forma patente los rasgos característi-
cos de una bodhisattvidad incipiente.

109
Nembutsu como recuerdo

ras considerándolas como mi madre, mi padre, mis hermanos, mis


hijos, mis hermanas y mis parientes. De hoy en adelante... por el
bien de las criaturas practicaré la caridad, la disciplina, la pacien-
cia, la energía, la meditación, la sabiduría4 y los medios de aplica-
ción... Que mi maestro me acepte como futuro buda.»
Se verá en seguida que esta declaración de intenciones se anti-
cipa implícitamente al voto hecho por el bodhisattva Dharmákara,
del que derivan las enseñanzas y la práctica dé la tierra pura. El
que hizo primero el voto de dedicarse de todo corazón al bien de
sus semejantes, «hasta la última brizna de hierba», como se dice,
después de haber recorrido la vía durante varias vidas o, como en
el caso excepcional del santo poeta tibetano Mila Repa, en el
transcurso de una sola vida, se encuentra claramente dispuesto
para el gran despertar. Sus esfuerzos incesantes canalizados por los
-medios upayas adecuados a cada necesidad sucesiva, le han dado
acceso a prajna, la sabiduría por la cual todas las cosas del mundo,
antes opacas, se hacen transparentes por la luz de la bodhi: en este
momento crucial es cuando el bodhisattva renueva su voto de
socorrer a todos los seres. No obstante esta vez da a su voto un
giro negativo y más intenso al decir: «No entraré en el nirvana
antes de tener la seguridad de que podré arrastrar tras de mí a
todas las demás criaturas ahora sumidas en la ignorancia y el
consiguiente sufrimiento.» Gracias a este voto la compasión del
bodhisattva obtiene una fuerza irresistible-, eones de buenas obras
pasan como un relámpago; innumerables criaturas son sacadas de

4. Las seis paramitas o virtudes trascendentes: según una convención mahayana. daña.
la disposición a ponerse al servicio de los demás, la caridad en el sentido más amplio,
encabeza la lista como signo que permite reconocer al bodhisattva. Sin embargo es poco
probable que un hombre alcance tal grado de abnegación sin antes adoptar una vida discipli-
nada de inspiración religiosa, shila. en su doble aspecto de abstención consciente del pecado y
conformidad positiva a las prescripciones rituales, doctrinales y otras de la religión e t w _
cuestión; esta conformidad no se da sin esfuerzo, virya, el espíritu combativo. Como comple-
mento de las virtudes anteriores, viene de forma natural shanti. el contento, el reposo en el
propio ser. Sólo después de cierta fusión de estas tres virtudes se puede esperar sentir con
fuerza una inclinación hacia daña, que señala el camino de la vocación del bodhisattva. Las
dos últimas paramitas. a saber, dhyana. contemplación, que implica el discernimiento entre
lo real y lo iluáorio. y prajna. la sabiduría trascendente, que es una síntesis de todas las demás
virtudes, conpletan el marco vital de los mahayanistas. Evidentemente, este modelo general
es aplicable a otras religiones, además del budismo.

110
Nembutsu como recuerdo

su miseria, hasta que un día la copa de los méritos de Dharmákara


rebosa y he aquí que nos encontramos cara a cara con Amitabha
que irradia en todas direcciones su luz salvadora. Con ello se nos
da a entender que el voto ha cumplido su objetivo. El propio Buda
está ante nosotros ofreciendo una prueba tangible de la eficacia del
voto con la comunicación de su nombre en la forma del mem-
butsu. A partir de ahora éste bastará para hacer atravesar las aguas
turbulentas del samsara a cualquier ser que abandone con plena
confianza su cuerpo cargado de pecados a este único vehículo, al
igual que Bodhidharma, el austero patriarca del zen, confió en la
caña que cogió en la orilla del agua y fue trasladado con toda
seguridad sobre el delgado tallo a la otra orilla. Ésta es la historia
del nacimiento providencial del jodo-shin.

Reducido a lo esencial, el nembutsu es ante todo un acto de


recuerdo, del que se desprende de forma natural5 la atención y, por
vía de consecuencia, la fe y la gratitud por el voto. De estas
actitudes elementales se puede deducir todo un programa de vida.
Dado que el nembutsu tiene la propiedad de ser un recuerdo y
un catalizador providencial del conocimiento esencial nadie debe-
ría sorprenderse al saber que ejemplos comparables de vinculación
de un nombre divino con un upaya invocatorio se encuentran en
otras partes además de China y Japón; los detalles serán natural-
mente diferentes, pero el principio operativo es el mismo. Seña-
larlo no es en modo alguno impugnar la originalidad espiritual del
mensaje transmitido por los dos grandes patriarcas, Honen y Shin-
ran Shonin, dentro del marco del budismo japonés, y cuyos efectos
duran todavía hoy, por el contrario, es una prueba más de la
posibilidad de aplicación universal de este método a las necesida-
des de la humanidad, y más especialmente durante una fase del
ciclo mundial en que la influencia de la religión sobre la mente
humana parece debilitarse frente a un masivo y siempre creciente
aparato de distracción sin precedentes en la historia. El hecho de

5. En el mundo musulmán, la palabra dhirkr. recuerdo, designa la invocación practi-


cada por los miembros de las cofradías suíTes; su fórmula operativa es el nombre divino. El
término budista smrti y el árabe dhikr poseen idéntico significado.

111
Nembutsu como recuerdo

que la evidente accesibilidad de tal método no excluye las visiones


interiores más profundas - l o cierto es lo contrario- es causa de que
el nembutsu y los métodos análogos que existen en otras partes se
hayan convertido en poderosos instrumentos de regeneración in-
cluso en las circunstancias más desfavorables: esto da la medida de
su oportunidad e importancia intrínseca.
Como ejemplo de corroboración mutua entre tradiciones, he
escogido una forma de invocación corriente en el munto tibetano y
mongol, donde sin embargo no está asociada, como en Japón, a
ninguna escuela particular, sino que de hecho es utilizada amplia-
mente por seguidores de todas las escuelas sin distinción. Se po-
drían haber escogido otros ejemplos pertenecientes a tradiciones no
budistas, pero ha parecido mejor limitarse a esta elección más bien
que a otras más próximas de occidente, pues así podemos seguir
empleando una terminología común y también, particularmente,
porque en la versión tibetana el buda Amithaba se representa de
una manera que manifiesta de forma muy clara el parentesco de
esta tradición con el jodo-shin.
La fórmula operativa es en este caso la frase de seis sílabas om
mani padme hum, revelada por el bodhisattva Chenrezig CAvaloki-
tesvara en sánscrito, Kwannon en japonés). El vínculo mitológico
entre las dos tradiciones lo proporciona su estrecha relación con el
buda Amitabha. Para ilustrar este punto será necesario referirse al
momento en que el bodhisattva Dharmákara se transfiguró en el
Buda de la luz infinita; lo que digamos ahora será como una
continuación de la historia antes relatada de la ascensión de Dhar-
mákara a la budeidad.
Si nos detenemos para examinar un poco más de cerca esta
historia, nos daremos cuenta de un hecho cargado de significación,
a saber, que sería posible sin la menor contradicción invertir los
términos empleados más arriba diciendo que un Amitabha a punto
de ser es el que ha sido sustituido por un Dharmákara realizado.
Con otras palabras, si la budeidad como tal representa un estado de
conciencia o de conocimiento, la condición de bodhisattva, cuando
se ha realizado plenamente, como en este caso, representa la di-
mensión dinámica de esta misma conciencia; es esa conciencia en
su forma dinámica. Es evidente además que esta última forma de

112
Nembutsu como recuerdo

conciencia sólo puede realizarse en relación con un objeto que se


tiene a la vista; si el rescate de los seres sufrientes es su motivo
manifiesto, esta cualidad dinámica tomará necesariamente el as-
pecto de la compasión, la virtud bodhisáttivica ya especificada en
la versión elemental del voto. Esta virtud por otra parte necesita
para existir un mundo dado, sin el cual la compasión no sería
siquiera un concepto posible.
En cuanto expresión dinámica de aquello que la budeidad es
estáticamente, la bodhisattvidad pertenece a este mundo. Con per-
fecta lógica, las enseñanzas de mahayana han identificado tradicio-
nalmente la compasión con el método. El método es la contrapar-
tida dinámica de la sabiduría, la cualidad de conciencia: trátese de
separar estas dos ideas y perderán toda aplicabilidad práctica. De
ahí la sentencia mahayánica según la cual la sabiduría y el método
forman una sycygia eterna que excluye cualquier posibilidad de
divorcio. El bodhisattva encarna el método que se ejerce en el
samsara; el buda personifica la sabiduría en cuanto es omnipre-
sente en el nirvana: esto nos conduce a dos tríadas complementa-
rias, a saber: «bodhisattva-este mundo-método» y «buda-campo de
buda (tierra pura)-sabiduría». «La vida humana difícil de obtener»
es la oportunidad de realizar estas posibilidades complementarias;
si es cierto que en el corazón de cada grano de arena se encuentra
un buda, no lo es menos decir que en todo ser es reconocible un
bodhisattva en potencia, en modo activo en el caso del hombre y
en modo relativamente pasivo en el caso de los demás seres, los
cuales, sin embargo, pueden realizar esta posibilidad a través de la
obtención previa de un nacimiento humano6.
De todo lo anterior se desprende que la actividad de un bodhi-
sattva por el bien de todos los seres no pierde su necesidad una vez
que se ha alcanzado la budeidad; el camino ascendente desde
Dharmákara a Amitabha, tal como es confirmado por el voto, debe

6. Para un comentario particularmente esclarecedor de la relación entre el bodhisattva y


el buda remitimos al lector a las obras de Frithjof Schuon, Images de l'Espril, Le Courier du
Livre, París, 1982, cap. «Sur les traces du Bouddhisme». y L'Oeil du Coeur. Dervy-Livres.
París, 1974, cap. «Le Mystére du Bodhisattva», con las cuales el autor de estas lineas se
reconoce en deuda.

113
Nembutsu como recuerdo

tener necesariamente su- contrapartida en un descenso bajo un


nombre nuevo. Este nombre es de hecho, Chenrezig o Kwannon,
quien, según cuenta su historia, nació de la cabeza del propio
Amitabha, convirtiéndose así en el dispensador designado de una
misericordia que no es otra cosa que una función de la luz nirvá-
nica. En Chenrezig vemos un Dharmákara «nirvánicamente rena-
cido», si se nos permite esta expresión. Aquí de nuevo, la historia
de este acontecimiento celestial es iluminadora, ya que se dice que
Chenrezig, en el ejercicio de la tarea misericordiosa que le había
confiado su originador y maestro, Amitabha, empezó a conducir a
tantos seres hacia la tierra prometida de Buda que hasta los infier-
nos se vaciaron. Sin embargo, cuando este bodhisattva miró al
mundo, como lo había hecho su predecesor Dharmákara antes de
pronunciar su voto, percibió con horror que tan pronto como un
grupo de seres salían siguiéndole de la rueda infernal del naci-
miento y la muerte, otro grupo de seres con una despreocupación
evidente se apresuraba a llenar los lugares vacíos, de modo que la
masa de sufrimiento samsárico permanecía igual que antes. El
bodhisattva quedó tan afectado por la desilusión y la piedad que su
cabeza estalló en pedazos, tras lo cual Buda fue en ayuda de su
representante dándole una nueva cabeza El mismo hecho sucedió
no menos de diez veces hasta que, tras recibir de Amitabha una
undécima cabeza, el bodhisattva pudo emprender de nuevo su
misión sin más impedimentos. /
En la iconografía übetana Chenrezig se representa con frecuen-
cia con sus once cabezas, forma conocida justamente con el nom-
bre de el «Gran Compasivo». Esta representación posee múltiples
brazos que muestran las innumerables maneras en que el bodhi-
sattva puede ejercer su función de ayuda a los seres. La representa-
ción más corriente de Chenrezig consta sin embargo de cuatro
brazos y toda la figura está pintada de blanco; en una mano
sostiene un rosario, y este objeto es el que simboliza su comunica-
ción del mani como medio invocatorio. Algunas precisiones sobre
el modo en que esta invocación es practicada por los tibetanos
servirán para comparar esta práctica con otros métodos semejantes
que se encuentran en Japón y otros lugares.
En primer lugar, la propia fórmula. Su traducción más co-

114
Nembutsu como recuerdo

rriente ha sido: «Om, joya en el loto, hum.» Evidentemente, tales


palabras no se prestan de forma inmediata a una paráfrasis lógica;
no obstante, se puede suponer razonablemente, dado que en la
iconografía tradicional los budas se representan sentados sobre un
loto -flor serena que reposa sobre las aguas de la posibilidad y que
por ello evoca la naturaleza de las cosas-, que la joya debe repre-
sentan la presencia del buda y el tesoro de su enseñanza que invita
a buscarlo; pero esto en sí no nos lleva muy lejos. En cuanto a las
sñabas inicial y final, pertenecen a la categoría de las exclamacio-
nes metafísicamente poderosas, muchas de las cuales figuran en las
iniciaciones tántricas. De este tipo de fórmulas se puede decir sin
temor a equivocarse que no están destinadas a una disección analí-
tica, sino que su mensaje intrínseco se mostrará espontáneamente a
una mente perfectamente concentrada en un punto. Esta idea fue
por lo demás confirmada por el Dalai lama cuando le pregunté si
el mani bastaría por sí solo para hacer recorrer a un hombre todo
el camino de la liberación. Su Santidad respondió que bastaría en
efecto para alguien que hubiera penetrado hasta el corazón de su
significado, regla que corrobora la sentencia según la cual la fór-
mula Om mani padme hum contiene «la quintaesencia de la ense-
ñanza de todos los budas». El hecho de que el Dalai lama ejerza
específicamente una actividad de presencia en este mundo en nom-
bre del bodhisattva Chenrezig, revelador del mani, da a su comen-
tario una autoridad aún mayor.
Como en todos los casos similares, la persona que desee invo-
car esta fórmula debe buscar un lung (autorización) iniciático, sin
el cual su práctica será irregular y por lo tanto ineficaz. Una vez
que se ha conferido el lung es posible invocar de múltiples mane-
ras, ya sea en voz baja o, lo más frecuente, en un murmullo
audible designado en tibetano con la misma palabra empleada para
el ronroneo del gato. Se recomienda al que invoca regularmente
que haga preceder cada sesión de invocación por un poema espe-
cial de cuatro versos y que repita igualmente otro poema similar a
modo de conclusión. He aquí el texto:

115
Nembutsu como recuerdo

I
Inmaculado, sin pecado y blanco de tez
De la cabeza del Buda perfecto nacido,
vuelve tus ojos misericordiosos a los seres.
Adorado sea Chenrezig.
II
Pueda yo pronto por el mérito de esta (invocación)
ser dotado del poder de Chenrezig.
Que todos los seres sin excepción alguna
sean establecidos en su tierra.

No es necesario subrayar la referencia que se hace a Amitabha


en el primer poema y la que se hace a la tierra pura en el segundo,
para mostrar cuán cerca están uno del otro el mani y el nembutsu
en lo que respecta a sus fines esenciales.
Deberíamos mencionar también el tratado clásico sobre la invo-
cación del mani en el que se esbozan las diversas correspondencias
simbólicas a que se prestan las seis sílabas, cada una de las cuales
puede servir como tema de meditación. Este esquema séxtuple
cubre un amplio campo, empezando por la liberación sucesiva de
cada uno de los estados constitutivos de la existencia animada y la
realización, una tras otra, de las seis paramitas o virtudes trascen-
dentes (véase nota 4); la última parte de este tratado conduce la
mente a aguas todavía más profundas, cuya exploración queda
fuera del marco de este estudio.
Volviendo a aspectos más externos de la invocación mani, es
práctica corriente emplear algún tipo de soporte rítmico mientras
se repiten las palabras del mantra; este soporte puede ser un rosa-
rio o bien un instrumento propio del Tibet que los viajeros extran-
jeros han llamado impropiamente (pues no entra en ello ninguna
idea de petición) «molino de oraciones». Este molino consiste en
una caja rodante fijada en el extremo de un mango de madera y
que contiene un cilindro de papel apretadamente enrrollado y
recubierto de la fórmula mani. Un pequeño peso fijado a la caja
mediante una cadena permite a la persona que invoca mantener un
balanceo uniforme mientras repite las palabras; a veces, especial-

116
Nembutsu como recuerdo

mente entre personas ancianas, la práctica se reduce a un movi-


miento de rotación silencioso, dándose por supuesta la invocación
propiamente dicha
Se encuentran habitualmente molinos de mani muy grandes en
las puertas de los templos: todo aquel que entra puede ponerlos en
movimiento; del mismo modo, a lo largo de los muros exteriores a
menudo hay dispuestas hileras de molinos más pequeños a fin de
que las personas que realizan el pradakshinan, o vuelta al edificio
sagrado en el sentido de las agujas del reloj, puedan ponerlos en
movimiento cuando pasan. Pero el recuerdo del mani no se detiene
ahí; en muchos lugares existen inmensos molinos de mani que
están en movimiento incesante, accionados por saltos de agua,
mientras que en las cuatro esquinas de las casas flotan banderas
que llevan inscritas las palabras sagradas. Por último, alineadas
sobre parapetos erigidos a los lados de las carreteras o en las
cercanías de los monasterios, se encuentran las piedras planas en
cuya superficie se ha grabado la fórmula y que han sido ofrecidas
por personas piadosas. Estos «muros de man» están dispuestos de
forma tal que se pueda pasar por ambos lados, pues el respeto a lo
sagrado requiere que un hombre presente siempre su lado derecho
a cualquier objeto sagrado con que se encuentre, ya sea una stupa
o uno de estos muros de mani; el hecho de ir a caballo no consti-
tuye una excusa para hacerlo de otro modo. La frase popular
«cuidado con los demonios que están a tu izquierda» hace referen-
cia a esta práctica.
Si se preguntara para qué sirve todo esto, la respuesta es que
sirve para recordar constantemente a las personas la finalidad de la
vida humana; la reminiscencia es la clave de la vida religiosa en
todos los planos, desde el más externo y popular hasta el más
interior e intelectual; lo popular puede a veces aliarse con conoci-
mientos profundos, claro está, pues las distinciones anteriores no
se refieren a la esfera social. Ciertamente, en el Tibet que visitamos
cuando el orden tradicional todavía estaba intacto, todo el paisaje
estaba como bañado por el mensaje del dharma de Buda: llegaba
con el aire que se respiraba, los pájaros parecían cantarlo, las aguas
de las montañas murmuraban su refrán cuando fluían burbu-
jeando entre las piedras, un perfume dhármico parecía elevarse de

117
Nembutsu como recuerdo

toda flor; era a la vez como un recordatorio y una indicación de lo


que aún era necesario hacer. La ausencia de temor por parte de los
animales salvajes ante la proximidad del hombre era en sí un
testimonio de esta misma verdad; había momentos en que un
hombre podía ser perdonado por creer hallarse ya en la tierra pura.
La India de los tiempos del rey Ashoka debió haber sido algo
parecido; encontrar tal cosa en pleno siglo XX fue algo maravi-
lloso.
Además, un ambiente como éste no podía dejar de reflejarse en
las vidas individuales a pesar de las inevitables debilidades huma-
nas; la piedad poseía una fresca espontaneidad, no tenía necesidad
de actitudes dramáticas ni de justificaciones racionalistas para sos-
tenerse. Cada hombre podía encontrar sin dificultad su propio
nivel según su capacidad, e incluso una calificación modesta podía
llevarle muy lejos. Entre las numerosas personas que utilizaban el
mani, se puede decir que gran parte de ellas se detenían en la idea
de acumular méritos con miras a un renacimiento favorable; esta
finalidad, sin ser del todo negligible en sí misma, seguía siendo
esencialmente samsárica: no apuntaba más allá de los límites del
cosmos. Otros practicantes más perceptivos recurrían a la misma
invocación con el propósito general de alimentar y profundizar su
propia piedad; en este caso, la finalidad era devota, en el sentido de
la palabra india bhakti, que implica un grado de participación
relativamente intenso; esta manera de invocar representa una posi-
ción intermedia en la escala de los valores espirituales. Más escasos
son en comparación aquellos cuya inteligencia, madurada por la
práctica, es capaz de contemplar esa verdad para la que la invoca-
ción proporciona a la vez un medio de reminiscencia y un incen-
tivo para realizarla plenamente. Éste es el caso al que se refería el
Dalai lama cuando hablaba de penetrar hasta el corazón de la
enseñanza contenida en las seis sílabas.
Desde un punto de vista más general, a menudo se plantea la
cuestión de la importancia que debe darse a la repetición frecuente
de una fórmula como el mani o el nembutsu frente a un uso más
discontinuo de la fórmula. Podemos recordar aquí el hecho de que
en la época en que Honen predicaba en Japón la doctrina de la
tierra pura, muchas personas llevadas de su entusiasmo competían

118
Nembutsu como recuerdo

entre sí acerca de quién repetía la fórmula un mayor número de


veces, como si lo importante fuera esto. Ante tales extravagancias
Shinran Shonin aplicó un útil correctivo mostrando que el valor
del nembutsu es ante todo cualitativo y que el número en sí no
cuenta como criterio de eficacia. La esencia de una cosa, aquello
que hace que sea lo que es y no otra cosa, no es susceptible de
multiplicación: se pueden contar, por ejemplo, una, dos o un
centenar de ovejas, pero la cualidad ovina ni aumenta ni dismi-
nuye con ello. Lo mismo se aplica al nembutsu o al maní: cada
invocación implica una presencia única y total que contiene su
propia finalidad independiente del número, la situación o el mo-
mento. Es importante comprender este principio; si uno fuera
capaz de penetrar hasta el mismo corazón de la fórmula sagrada,
una sola mención de ella bastaría para llevarle a su hogar de la
tierra pura; las diversas etapas que han conducido al hombre hasta
el umbral de esta tierra se funden en la realización plena.
Al mismo tiempo, sobre la base de un juicio empírico, no está
justificado despreciar al hombre que encuentra ayuda en la repeti-
ción frecuente de la fórmula invocatoria. Estimar el valor de esta
repetición en términos puramente cuantitativos es ciertamente un
error, pero sentir la necesidad urgente de llenar la propia vida con
la fórmula porque se la valora por encima de todo lo demás y uno
se siente solo y perdido sin ella, es otra cosa. Levantarse por la
mañana con el nembutsu, acostarse por la noche con sus palabras
en los labios, vivir con él y por él, morir con su último eco en el
oído, ¿qué podría haber de mejor y más apropiado para el hom-
bre? Entre una persona que invoca muy a menudo y otra que lo
hace con menos frecuencia hay poca diferencia simpre y cuando la
atención esté centrada en lo esencial. Lo que cuenta a la larga son
los efectos sobre el alma, su transmutación alquímica que da fe del
poder del voto, gracias al cual el plomo de nuestra ignorancia
existencial es capacitado para revelar su identidad esencial con el
oro bódhico, al igual que la identidad de Dharmákara con
Amitbha es revelada en el propio voto.
Hay otra cuestión de importancia práctica para todos los que
siguen una disciplina contemplativa fuera de una orden monástica,
que aquí no nos concierne, a saber, la de cómo hay que considerar

119
Nembutsu como recuerdo

la interrupciones impuestas por la necesidad de prestar atención,


durante las horas de trabajo, a las cosas externas, ya sean de tipo
profesional u otro, que en la mayoría de los casos son el medio de
ganarse la vida. Algunos podrían muy bien preguntar: ¿acaso esto
no convierte la idea de una concentración ininterrumpida en el
nembutsu en algo irrealizable? y de ser así, ¿qué resultado tendrá
esto con respecto al despertar esencial de la fe? Esta cuestión ha
preocupado siempre de hecho a los hombres en uno u otro modo,
pero hoy es más apremiante que nunca a resultas de la desintegra-
ción de las sociedades tradicionales, antaño estructuradas con arre-
glo a vocaciones determinadas religiosamente. Al individuo se le
deja ahora en una pretendida libertad para hacer elecciones que a
sus antepasados les eran ahorradas misericordiosamente. Sin em-
bargo, hay bastantes precedentes para poder responder a esta cues-
tión de una forma que todo el mundo pueda entender.
El criterio que se aplica en tales casos es éste: mientras el
trabajo de un hombre no sea evidentemente deshonesto, cruel o
reprensible por cualquier otro motivo, es decir, en tanto se con-
forma, hablando en términos generales7, a las definiciones del
Noble Sendero Óctuple, tituladas «justa ordenación del trabajo y
medios de vida justos», el tiempo y la atención que ello exige a un
hombre no constituirá per se una distracción en el sentido técnico
de la palabra, sino que, al contrario, la corriente de la contempla-
ción seguirá fluyendo tranquilamente como un río subterráneo,
dispuesto a reaparecer de nuevo con mayor vitalidad una vez que

7. «En términos generales»: esta reserva era necesaria dado que nadie está en condicio-
nes de valorar todas las repercusiones de su trabajo o de sus medios de vida en un mundo
siempre cambiante. Todo lo que un hombre puede hacer es evitar las prácticas evidentemente
perversas, conformándose al mismo tiempo en grado razonable a las circunstancias en las
que su karma le ha colocado. En otras épocas, cuando las vocaciones eran más definidas y
estaban garantizadas por la religión, el discernimiento era relativamente fácil aunque no fuera
absolutamente infalible en la práctica. Hoy en día, con las abrumadoras complicaciones que
llenan la vida de casi todo el mundo, a un hombre no le cabe más que intentar conformarse
lo mejor que pueda a las prescripciones ideales del Sendero Óctuple en los dos aspectos en
cuestión; no es necesario que se cree problemas de conciencia por lo que está obviamente
fuera del alcance de la elección humana. Esto no significa, claro está, que no se deban tener
escrúpúlos con respecto a lo que se hace o se deja de hacer; cuando todavía es posible el
discernimiento, debe ejercerse a la luz de las enseñanzas de Buda

120
Nembutsu como recuerdo

las tareas necesarias se hayan llevado a cabo. La palabra clave es


aquí «necesarias»: las actividades que se emprenden sin necesidad,
por motivos frivolos o por lujo, tales como el deseo de matar el
tiempo porque uno piensa que se aburrirá cuando deje de trabajar,
no pueden, evidentemente, considerarse como trabajo en el sentido
propio de la palabra. Un gran número de las llamadas «actividades
de tiempo libre» caen bajo este título condenable; constituyen, en
buena lógica, distracciones en el sentido estricto de la palabra. Se
hubiera pensado que la menor porción de una «vida humana difícil
de obtener» podría haberse dedicado a usos mejores; pero hoy en
día este abuso del privilegio humano no sólo es tolerado, sino
incluso estimulado en la mayor escala a modo de tributo al gran
dios de la economía, sustituto moderno de Mara. La mayoría de
estas actividades que son una pura pérdida de tiempo pertenecen
propiamente a la categoría de las drogas nocivas, la adicción a las
cuales no se produce sino con demasiada facilidad.
Aparte la cuestión de las necesidades profesionales del hombre
y de la manera de adaptarse convenientemente a ellas, la invoca-
ción del nembutsu, o su equivalente en otras tradiciones, siempre
ofrecerá una protección muy poderosa contra las distracciones de
todo tipo. Una vida llena de esta influencia deja poco sitio para que
se infiltren los demonios asistentes de Mara. Recuerdo el consejo
de un lama, que me dijo: «hay que terminar el trabajo que se tiene
entre manos y, después de esto, llenar el resto del tiempo con la
invocación del mani» Esto establece el modelo del programa para
toda una vida; los detalles pueden precisarse por sí mismos a la luz
de las necesidades particulares.
El emocionante relato del viaje de Dharmákara hacia la ilumi-
nación del que depende nuestra participación en las enseñanzas del
Jodo-shin, a primera vista puede dar la impresión de que refiere
sucesos ocurridos hace muchísimo tiempo. Vale la pena recordar
sin embargo lo que dijimos (véase nota 2) acerca de la naturaleza
intemporal de los acontecimientos mitológicos, que los hace aplica-
bles una y otra vez como medios de iluminación a través de las
circunstancias cambiantes de la humanidad. Hay verdades que
pueden comunicarse mejor de este modo, sin peligro de crear la
confusión derivada de la alternativa creencia-incredulidad, que

121
Nembutsu como recuerdo

cuando se exigen pruebas históricas surgirá sin duda debido a la


propia naturaleza de las pruebas exigidas: cuestiónese la evidencia
de los hechos, y las propias verdades se volverán vulnerables,
como se ha visto recientemente en el cristianismo occidental,
donde el esfuerzo por desmitologizar la tradición, incluidas las
Escrituras, no ha conseguido sino hacer más difícil la situación de
los creyentes de hoy. Las pruebas históricas tienen naturalmente su
importancia, qué duda cabe. En relación con la historia, una mito-
logía tradicional proporciona un factor de equilibrio del que no se
puede prescindir fácilmente si se quiere que una religión conserve
su influencia en la mente de los hombres.
La antigua historia de Dharmákara representa el aspecto sa-
piencial de una enseñanza cuyo aspecto metódico se encuentra
cuando esta misma historia viene a realizarse de nuevo en una vida
humana, ya sea nuestra propia vida o la de otro, gracias al poder
evocador liberado por el voto original y confirmado en la persona
del buda Amitabha. De ahí la exhortación a poner toda nuestra fe
en el «poder del otro», huyendo del yo. Las consecuencias de esta
forma de actuar influirán en nuestros pensamientos y sentimientos
y en todo lo que hagamos o evitemos hacer en esta vida.
Será bueno recordar lo que dijimos al principio, a saber, que la
compasión del bodhisattva, su virtud dinámica, necesita un campo
para ejercer así como seres sufrientes como objetos de su acción,
sin lo cual carecería de sentido. En vez de un «campo» podemos
decir también «un mundo», tanto en el sentido de un mundo
particular (el que nos es familiar, por ejemplo) como en el del
samsara como tal, que comprende todas las formas de existencia
posibles, entre las que hay muchas que nunca conoceremds. Un
mundo es por definición un campo de contrastes, un huerto del
karma lleno de sus frutos, negros o blancos, que nosotros, en
nuestra condición dual de creadores y partícipes de estos frutos,
debemos recolectar en su momento, ya sean dulces o amargos.
Esta manera de experimentar el mundo nos llega también por lo
demás de una forma dual, a la vez externa e interna: para nosotros
el mundo externo está compuesto por todos los seres y cosas que
entran en la categoría de lo «otro», mientras que al mundo interno
pertenecen todas las experiencias que conciernen a lo que llama-

122
Nembutsu como recuerdo

mos yo o mío, la conciencia del ego en cualquier plano. Podemos


ir más lejos y decir que el hombre, a ese respecto, constituye en sí
mismo una especie de mundo propio; no sin razón se ha descrito al
estado humano, por analogía con el cosmos en general, como un
microcosmo, un mundo en pequeño. De hecho, es dentro de esta
pequeña hacienda nuestra donde tiene que representarse completa-
mente el drama de Dharmákara y Amitabha si queremos compren-
derlo verdaderamente; y éste es de hecho el aspecto metódico de la
historia, que así, a través de su realización concreta, se revelará a
nuestra inteligencia como sabiduría. Este tema, que es para nos-
otros vital en grado máximo, puede servir de conclusión adecuada
al presente ensayo.
Los tres principies factores que intervienen en nuestro drama
simbólico son, en primer lugar, el vehículo psicofísico de nuestra
existencia terrena, el cual proporciona el escenario móvil, y, en
segundo lugar, la facultad de atención en sus diversos aspectos,
que incluye los sentidos, la razón, la imaginación y, por encima de
todo, nuestro recuerdo o toma de conciencia activos. Todos ellos
en conjunto representan el dinamismo bodhisáttvico en la historia
de nuestra vocación. Pof último, y en tercer lugar, tenemos el
poder iluminador de Amitabha representado por la.inteligencia no
encarnada que mora en ese lugar secreto del centro de cada ser en
el que el samsara com tal es inoperante 8 o, para precisar todavía

8. A modo de testimonio concordante podemos recordar con provecho la enseñanza del


gran sabio medieval del cristianismo occidental, el maestro Eckhardt, cuando dijo que en el
alma humana «se encuentra algo increado e increable, y esto es el intelecto»; a lo que añade
que si el alma entera fuera así, también ella sería increada e increable. Sustituyase la palabra
«intelecto» por «ojo de la bodhi», y tendremos una frase que cualquier budista podría enten-
der. En las tradiciones surgidas del tronco semítico, en las que la idea de creación desempeña
un papel preponderante, decir de algo que es increado equivale a decir que está más allá de la
esfera del cambio samsárico. Deberíamos añadir que, en la época del maestro Eckhardt, la
palabra «intelecto» siempre tenia el significado antedicho, distinto del de «razón» que, como
demuestra su nombre latino, ralio, era una facultad que permitía relacionar las cosas unas
con otras sin ninguna posibilidad de percibir su quididad intrínseca, cosa que sólo puede
hacer el intelecto. La confusión moderna entre intelecto, razón y mente, con la supresión de
hecho del primero, ha sido desastrosa para el pensamiento humano.
El ejemplo anterior puede ser comparado con otro, tomado esta vez del cristianismo
oriental, donde se dice que las coronas de los santos perfectos están hechas de «luz increada»;
en lenguaje budista podríamos decir que las diademas de los bodhisattvas perfectos están
hechas del propio halo de Amitabha.

123
Nembutsu como recuerdo

más, en el que samsara revela su identidad esencial con el nirvana


De no ser por este ojo de la bodhi encerrado en nuestro interior,
capaz de leer el mensaje bódhico que todas las cosas muestran a
aquel que sabe cómo mirar, la liberación del sufrimiento de otros
seres a través del nacimiento en forma humana no serían posibles;
la puerta de la tierra pura estaría cerrada para siempre. Gracias al
ejemplo de Dharmákara, que culmina en su voto, sabemos que
esta tierra pura es accesible; en esto consiste nuestra esperanza y
nuestro incentivo. ¿Qué más se puede pedir a la existencia, además
de esta oportunidad suprema que el estado humano nos ofrece
mientras dura?
Antes de terminar este ensayo, vale la pena que dediquemos
nuestra atención a una cuestión relativa a la manera de presentar
hoy en día las ideas del jodo-shin en forma popular. Los que
escriben sobre este tema parecen insistir demasiado en la natura-
leza fácil de esta vía; la fe es, según dice, todo lo que necesitamos
realmente, dado que Amitabha cuando era Dharmákara ya hizo el
trabajo por nosotros, dando así como segura la entrada en la tierra
pura, con el corolario de que cualquier sugerencia de responsabili-
dad o de esfuerzo consciente por nuestra parte parecería una peli-
grosa concesión al poder propio y sería, en todo caso, superflua. Al
proclamar tales ideas emplean un vocabulario sentimental sin
darse cuenta, al parecer, del efecto que éste puede tener en mentes
carentes de sentido crítico. Aunque este tipo de lenguaje no tiene
realmente como objeto la minimización de las enseñanzas norma-
les del budismo, revela sin embargo una tendencia patéticamente
ingenua en el pensamiento de los autores que recurren a él. Algu-
nos sin duda tratarán de defenderse diciendo que los escritos de
Shinran y otras lumbreras del jodo-shin también contienen frases
de resonancia algo parecida; los que así citan fuera de contexto
tienden a ignorar el hecho de que la enseñanza de una sabio, cuyo
objetivo es ganarse corazones y no destruir inteligencias (no debe-
ría haber necesidad de decirlo), puede recurrir a veces a una fra-
seología esquemática que nunca ha pretendido ser tomada al pie de
la letra. Personas menos eminentes deberían ser más prudentes en
su manera de citar, y sobre todo de interpretar, las declaraciones de
los grandes.

124
Nembutsu como recuerdo

Cuando, por ejemplo, Nichiren, aquel santo militante, declaró


que una sola pronunciación del nembutsu bastaba para mandar a
un hombre al infierno, evidentemente exageraba con el fin de
orientar a su auditorio en una dirección determinada; la historia
religiosa ofrece muchos ejemplos de esta retórica excesiva, aunque
espiritualmente motivada. La respuesta adecuada a semejante dia-
triba sería decir, en el tono de respeto debido a un gran maestro:
«Gracias, honorable maestro, vuestra advertencia me aporta un
gran consuelo; para mí, el infierno con el nembutsu será tan bueno
como el cielo; sin el nembutsu, el paraíso sería ciertamente un in-
fierno»'.
Pero profundicemos por un momento, a menudo de un upaya
adaptado a la ocasión, el argumento de las mismas personas que
hemos criticado, formulando la pregunta siguiente: si la iniciativa
misericordiosa de Dharmákara, que culmina en el voto, ha venido
en ayuda de nuestra debilidad realizando para nosotros lo esencial
de nuestra tarea y dejándonos el cuidado de obtener provecho de
este favor ¿cuál sería el mejor modo de pagar nuestra deuda de
gratitud por la misericordia de que hemos sido objeto? Sin duda,
una gratitud elemental requiere del beneficiado que intente com-
placer a su benefactor haciendo lo que éste ha aconsejado, y no lo
contrario. El óctuple sendero es el programa que Buda dejó para
nuestra vida; al seguir esta vía, tiene poca importancia en la prác-
tica el que nos mueva nuestro interés más alto o la simple gratitud
por la misericordia de Amitabha, aunque esta segunda actitud
puede recomendarse a nuestra mentalidad por razones contingen-
tes. Para situar todo esto en su propia perspectiva dentro del marco
del jodo-shin, hay que tener en cuenta su principio operativo, a.
saber, que el propio nembutsu encierra todas las enseñanzas posi-
bles, todos los métodos y todos los méritos «de modo eminente»
que no exige de nosotros más que la fe, la cual debe ser ofrecida

9. Mi amigo el doctor Inagaki Hisao me ha proporcionado una cita de las enseñanzas de


Shinran incluidas en el Tannisho (cap. II) en la que el mismo sentimiento se expresa de
acuerdo con la tradición jodo y utilizando su lenguaje tipleo: «No lo lamentaría ni aun cuando
fuera engañado por Honen y, asi, por pronunciar el nembutsu. fuera al infierno ... Puesto que
soy incapaz de cualquier otra práctica, el infierno sería de todos modos mi morada.»

125
Nembutsu como recuerdo

libremente. Un fe auténtica, como quiera que pueda considerár-


sela, no existe sin sus acentos heroicos. ¿Cómo debemos enten-
derla, pues, en relación con la finalidad del jodo-shin, simbolizada
por la tierra pura? En esta misma perspectiva, la fe debe actuar sin
duda como catalizador de todas las otras virtudes, tontadas separa-
damente o no. De este modo, una actitud que a veces podría
parecer unilateralmente devocional puede ir a reunirse con los
conocimientos más profundos del budismo; para quien actúa así, la
vía bien puede calificarse de «fácil».
Lo que es cierto, sin embargo, es que ningún budista, cual-
quiera que sea su afiliación personal, puede pretender razonable-
mente la autoridad exclusiva para las enseñanzas que sigue. En
cuanto a la búsqueda de la salvación a través del propio poder o
del poder del otro, podemos decir quizá que si bien el segundo
puede tomar a veces una apariencia demasiado pasiva, como en los
casos antes mencionados, el primer tipo de método, mal entendido,
puede encerrar fácilmente al alma en un estado de conciencia
centrado en el yo, que es el peor de los obstáculos. La mejor
defensa contra ambos errores consiste en recordar que, ante dos
enseñanzas indudablemente ortodoxas pero formalmente diferen-
tes, cuando se insiste deliberadamente en una, siempre hay que
considerar latente a la otra, y viceversa. Esto excluye, además,
cualquier tentación de dejarse ir a excesos sectarios. Ningún mé-
todo espiritual puede tener un alcance absoluto; por definición,
todo upaya se despliega provisionalmente con miras a las necesida-
des de una mentalidad determinada; hasta ahí llega su autoridad.
El hecho de hablar así de una enseñanza particular no implica
ninguna falta de respeto.
La importancia que se da en el jodo-shin al poder del otro
ofrece una saludable protección contra cualquier forma de amor
propio, lo cual hace que sus enseñanzas sean particularmente apro-
piadas para nuestra época, en la que la deificación del animal
humano encerrado en este mundo y la satisfacción masiva de sus
apetitos siempre crecientes se predican desde todos los lados. En
presencia de Amitabha, las obras del individuo humano se reducen
a su propia insignificancia; la verdadera grandeza humana se en-
cuentra en la humildad inteligente.

126
Nembutsu como recuerdo

Una cosa importante que no hay que perder de vista en todo


esto es que la misericordia de Buda es providencial, pero no por
ello suspende la ley del karma: si los seres persisten én hacer caso
omiso de esta ley codiciando al mismo tiempo las cosas que la
misericordia podría haberles concedido, esta misma misericordia
los alcanzará en forma de severidad; la severidad es misericordiosa
cuando constituye el único medio de provocar una metanoia (cam-
bio de perspectiva) radical, sin la cual el extravío en el samsara
continuará, por necesidad, indefinidamente. El nembutsu es nues-
tro recordatorio siempre presente de esta verdad; si, confiando en
el voto, abandonamos todo deseo de atribuirnos la victoria a nos-
otros mismos, el ego, al no recibir alimento, se consumirá y
nos dejará en paz.
Aparte de cualquier otra consideración, la confianza en el po-
der del otro será irrealizable mientras se confunda la conciencia
egocéntrica con la verdadera persona; es esta confusión de identi-
dad lo que el gran upaya propuesto por Honen Shinran estaba
destinado providencialmente a disipar. Que el nembutsu sea nues-
tra defensa perpetua contra este error fatal, a través del recuerdo
que se mantiene vivo en el corazón del hombre. Allí donde este
recuerdo se ha elevado a su máxima potencia, allí se encuentra la
tierra pura.

127
VIII

EL DHARMA Y LOS DHARMAS*


COMO PRINCIPIO DE LA
COMUNICACIÓN ENTRE RELIGIONES

La palabra dharma, que las tradiciones indias han hecho fami-


liar, no tiene un equivalente adecuado en la terminología de las
lenguas europeas. Si bien el orden de ideas que esta palabra repre-
senta debe encontrarse necesariamente, al menos de modo implí-
cito, en la substancia de toda religión, la ausencia de un término
inmediatamente inteligible que cubra todo ese orden en todo tipo
de contextos constituye un lamentable inconveniente en lo que
respecta a l a comunicación. Hoy se nota más que nunca esta falta,
pues las verdades a las que el dharma corresponde en el campo de
las ideas metafísicas y en el ámbito de aplicación espiritual e in-
cluso social se cuentan entre las que hoy preocupan más intensa-
mente a la mente de los hombres por los problemas que plantean.
Esto es especialmente cierto en el mundo cristiano, donde la cues-
tión de las incompatibilidades formales entre religiones, en con-
traste con su corroboración mutua en un grado de comprensión
más profundo, se ha convertido en una cuestión candente; tanto es
así que la credibilidad del cristianismo como modo de vida ha
pasado a depender en gran parte, para muchos seguidores reflexi-
vos de esa tradición, de un reconocimiento del principio dhármico
aplicado a las relaciones interreligiosas así como a otras cuestiones
de índole menos obviamente polémica.
Fue René Guénon quien en la década de 1920 a 1930 dio a

* El texto de este capítulo conmemora el centenario de A.K. Coomaraswamy.

128
El dharma y los dharmas

conocer por vez primera a los lectores occidentales no especialistas


el hecho de que el dharma, en virtud de su significado radical,
proporciona un instrumento dialéctico disponible que permite aso-
ciar lo esencial y lo accidental, el ser y el devenir, en una única
visión completa de la realidad. Como señaló en la primera de sus
obras principales, Introduction générale á l'étude des doctrines
hindoues, la raíz dhr, de la que deriva la palabra dharma, com-
prende la idea de lo que permanece por derecho propio con auto-
suficiencia intrínseca; el roble sagrado de los druidas (cf. el griego
dhrys), como también el propio nombre de éstos, es un recordato-
rio de esta verdad primordial.
Partiendo de este significado inicial contenido en la raíz sáns-
crita, se puede decir por tanto que el dharma, cuando no está
cualificado (nirguna), corresponde a la quididad de las cosas; éste
es su mensaje universal. En particular, el dharma corresponde a
aquello que determina que una cosa dada sea lo que es y no otra
cosa. Esto es cierto incluso cuando las cosas están inmersas, en el
flujo del cambio existencial, el samsara. «Modo de ser» es aquí una
expresión alternativa de la idea básica. Por todo esto comprendere-
mos que el mismo término dharma sirve para el doble propósito de
expresar la no dualidad en el plano de los principios y la dualidad
empírica de las cosas; es igualmente apropiado para el reino en el
que las oposiciones no surgen (porque no pueden hacerlo) y tam-
bién para el reino en que por lo contrario las oposiciones pueden y
por tanto deben surgir: este último es el reino de la distinción y el
cambio, del devenir, con todas las movedizas ambigüedades que tal
estado comprende para nosotros los hombres y para todos nuestros
compañeros de existencia, ya sean grandes o pequeños. Si el
dharma corresponde por una parte a la absolutez e infinitud de la
esencia, los dharmas por su parte corresponden a la relatividad y
contingencia de los accidentes. No carece de justificación el que en
la literatura sagrada del budismo se encuentre con frecuencia la
expresión «multitud de dharmas», lo que transferido a una lengua
occidental se traducirá adecuadamente con la frase «multitud de se-
res». El identificar a un ser con su quididad no implica ningún
cambio lógico de punto de vista; el dharma de cada ser cubre a éste
tanto en principio como de hecho, en esencia como también a

129
El dharma y los dharmas

través de todas las vicisitudes de su posible transformación, de ahí


los múltiples usos de este término que se explica tan asombrosa-
mente por sí mismo.
El dharma, en su prístina inmunidad a todo rastro de distinción
relativa, se puede describir propiamente como vacío (shunya), a la
vez que comprende rupa, la forma, entre los aspectos y relaciones
consiguientes indefinidamente variados que su propia no dualidad
ocasiona, aunque sin la menor adición o sustracción con respecto a
su realidad imperturbable. En cuanto es una de las propiedades de
la existencia, la forma ha sido adecuadamente definida como la
aparición de un límite. El cuerpo es una forma; también lo es un
mundo (el nuestro o cualquier otro), y lo son los diversos objetos
que encontramos dentro de ese mundo e incluso en el reino del
sueño; cada forma muestra sus límites a un observador a través de
los sentidos apropiados, incluida la mente pensante. Las formula-
ciones de una reügión, al ofrecerse a la mente, no pueden escapar
completamente a las limitaciones de la forma como tal, aun
cuando sirven como medios de aproximarse a verdades que per se
trascienden toda forma. Un dogma religioso es un caso pertinente
por ser una forma que como tal revela y a la vez limita la verdad
que se propone salvaguardar para la posteridad. Siempre que esté
en cuestión la existencia samsárica, el skandha rupa estará presente
en un grado u otro, pero también lo estarán los otros cuatro
skandhas, bien explícitamente, bien como posibilidades latentes.
Esta última salvedad es importante por cuanto muestra que la
posibilidad de salvación convencionalmente adscrita a los seres
animados o implica realmente, como podría parecer a primera
vista, la existencia de otras clases de seres supuestamente afectados
por una inercia total o, como podríamos decir también, por una
invencible ignorancia que los excluya enteramente de la gracia
salvadora. Un estado de pura privación con respecto a la inteligen-
cia vital no es una posibilidad de la existencia. Toda entidad exis-
tente, por muy limitada o humilde que sea, participará a su manera
en la quididad omniabarcante de lo real, y por tanto también en
una posibilidad última de despertar nirvánico a través de urt naci-
miento humano. No es ninguna ficción declarar que en el centro
de cada mota de polvo habita un buda, el cual, por decirlo así, está

130
El dharma y los dharmas

esperando ser liberado. Cuando Jesucristo dijo que «si éstos (hom-
bres no perceptivos) callaran, las mismas piedras clamarían» no
estaba manifestando una alegoría pintoresca para expresar su idea;
apuntaba al hecho literal de que toda cosa que se halla en la
creación puede ser llamada por una providencia misericordiosa a
dar testimonio de una verdad que el hombre, su potavoz normal,
ha descuidado advertir en el momento oportuno. Ésta es una
posibilidad que la tradición amerindia ha aprovechado del modo
más positivo: para los habitantes indígenas de América, toda la
naturaleza es como un sutra siempre abierto en el que puede leerse
el mensaje multiforme del Gran Espíritu. El dharma dé las formas
es como una ciencia de recordatorios en acción recíproca; en este
sentido, nuestra sensibilidad se ha ido atrofiando gradualmente por
el peso de una sofisticación creciente. El reejercitarse a leer los
signos de la naturaleza día tras día y hora tras hora al modo de los
pieles rojas constituye un upaya de gran poder y sutileza, el cual,
además, nunca está muy lejos de esa compasión espontánea que
tradicionalmente se atribuye al upaya como ayudante providencial
de prajna. Tal es el dharma de las formas naturales.
Cuando un ser se manifiesta en una forma humana participará
evidentemente de aquellas condiciones afirmativas aunque limitati-
vas que pertenecen por igual a todas las incorporaciones formales,
cualquiera que sea su especie. Es conveniente señalar este hecho
general como preludio a la consideración del aspecto del dharma
que nos concierne más inmediatamente, no sólo como seres huma-
nos, sino también como seres particulares dentro de la categoría
común de la humanidad. El sujeto participa de dos aspectos, indi-
vidual y colectivo, cada uno de los cuales posee implicaciones
dhármicas de gran importancia. En una posición intermedia entre
ambos se encuentra el dharma que afecta a la familia; dado que
este último, como el dharma de un individuo, está directamente
vinculado a la necesidad biológica, ocupa evidentemente un lugar
más cercano al individuo que a cualquier interés de grupo, aun
cuando comparte algunas características de este último. La tradi-
ción confuciana, tal como se resume ritualmente en el culto a los
antepasados, constituye un comentario ético sobre el dharma fami-
liar no superado en precisión y profundidad de conocimiento. Por

131
El dharma y los dharmas

lo demás, se hallan por todo el globo instituciones análogas con-


centradas en la pertenencia del hombre a una familia; tanto si
observamos las diversas civilizaciones tribales como las religiones
que gozan de difusión mundial, nos encontramos con la misma
insistencia en las relaciones paternofiliales y sus extensiones a otros
grados de parentesco, como también en la necesidad de la piadosa
observación de los deberes familiares en cuanto factor importante
de la realización del dharma. Sin embargo, hay algo en el indivi-
duo humano que trasciende todas las consideraciones de interés de
grupo; el svadharma de un hombre, lo que corresponde a su
unicidad como persona, es lo que cuenta ante todo en la escala de
valores humana; la quididad funcional con sus obligaciones conco-
mitantes que otros comparten sólo se aplica en un grado. La
exposición existencial a las cargas pasajeras del samsara no es
importante a este respecto; los cambios por los que uno pasa
mientras es arrastrado por la corriente de la existencia finita se
reflejan evidentemente en el propio potencial dhármico en cual-
quier momento dado. Si la manera en que el budismo ve esta
cuestión es relativamente más dinámica que la de las tradiciones
semíticas, esto no afecta en la práctica a la propia experiencia del
svadharma como quididad personal u oportunidad vocacional en
un sentido muy esencial.
El concepto de vocación en cuanto coincide con el dharma de
un individuo humano comprenderá normalmente tres factores
principales, a saber, una meta, una dirección y un camino. Para
poder seguir este camino en la dirección requerida con miras a
alcanzar la meta, necesitamos pies que nos lleven y ojos con los
cuales escrutar la ruta mientras avanzamos: en el budismo maha-
yana tales ojos se han comparado a la sabiduría {prajna), y los pies,
al método {upaya); todo lo que pertenece al comportamiento hu-
mano en esta vida cae bajo este doble control. Por extensión, la,
naturaleza del método se ha calificado usualmente asimilándola a
la compasión (ya hemos hablado antes de ello); por compasión se
entienden las actitudes y acciones concordantes que expresan la
relación existente entre la autoconciencia empírica de un ser y
todas las demás cosas que comparten su capacidad de sufrimiento:
por su doble derivación, la palabra «compasión» expresa estas dos

132
El dharma y los dharmas

experiencias, a saber, la participación y el sufrimiento. La asocia-


ción de las ideas sabiduría, método y compasión es, por supuesto,
común a todas las escuelas budistas sean cuales fueren sus peculia-
ridades locales. Cuestiones de fraseología aparte, las enseñanzas
theravadistas y mahayanistas presentan un testimonio unánime a
este respecto.
Para todos los que se encuentran en ella, la existencia samsárica
significa un estado de fragmentación ajeno a la ipseidad -todo lo
que sentimos que somos o poseemos es anatta, sólo que lo ignora-
mos- El tratar de satisfacer los insaciables apetitos que confundi-
mos con pruebas de nuestra ipseidad nos pone en conflicto con
otros que están similarmente afectados y, así, todos sufrimos al
mismo tiempo. La compasión indica nuestra capacidad y nuestra
voluntad de vernos a nosotros mismos en el lugar de los demás y
viceversa, y de actuar en consecuencia dentro de los límites que.
nos asigna el karma antecedente, por lo cual es determinado el
campo de oportunidad dhármica respectivo de cada ser. Este
campo define nuestra vocación, en cuanto svadharma, en cual-
quier momento o lugar dentro del esquema cósmico. Así, se puede
decir que el svadharma de un hombre equivale a una especie de
ipseidad provisional durante esta vida, comparable a una auto-
creación; en efecto, no es accidental el hecho de que ambas pala-
bras, «karma» y «creación», deriven de una raíz común.
El que un individuo humano se identifique consciente y cohe-
rentemente con su propio dharma, al tiempo que usa los instru-
mentos de que le ha dotado el karma anterior, es evidentemente
una necesidad crucial que, si se cumple debidamente con ella,
implicará para esa persona la realización de todas aquellas posibili- ,
dades que la vida ha puesto a su alcance. Está claro que el svad- j
harma de un hombre es ineludible como tal; el hombre no lo
escoge y hasta podría decirse que el svadharma ya ha escogido al
hombre por medio de la predestinación. Para nosotros como «hom-
bres, la elección durante esta vida reside en aceptar nuestro
dharma con un ánimo de pasiva desatención o bien con un com-
promiso atento y activo en todo momento, lo cual es la verdadera
razón de ser de «un nacimiento humano difícil de obtener»; el que
así lo haga- dará ejemplo de la única clase de humanismo digno.

133
El dharma y los dharmas

La palabra dharma se ha traducido a menudo, según el con-


texto, por «enseñanza», «ley» e incluso «moralidad», concepto que
comprenderá necesariamente tanto su aspecto positivo como su
aspecto negativo; a uno se le enseñará que determinadas proposi-
ciones son verdaderas y otras falsas, o que determinadas activida-
des son lícitas y en algunos casos obligatorias, mientras que otras
son tabú y están prohibidas. Esta antítesis positivo-negativo vale
para el mundo considerado en conjunto y también para secciones
particulares de él. Esta oposición puede aplicarse incluso al con-
junto de la creación, en consonancia con la perspectiva semítica,
como también al proceso samsárico en toda su variedad indefinida
si se trata de una religión india: hablar de «un mundo» es indicar
un juego de contrastes; esta palabra no significa nada más, aunque
los detalles puedan variar incesantemente.
Para que un mundo llegue a existir, la unidad principal, que
per se no tiene partes, aparecerá paradójicamente como si estuviera
fragmentada. Ya se considere este acontecimiento en la forma de
una creación ex nihilo decretada por la divinidad o como una
manifestación sin principio especificable como lo quiere el bu-
dismo, la imagen resultante no será muy diferente. Es decir, los
innumerables componentes siempre variables, producidos por la
existencia, si por una parte se complementan mutua e incidental-
mente afirman la unidad dominante (éste es su mensaje positivo),
por otra parte inevitablemente competirán entre sí en su esfuerzo
por realizar sus identidades separadas, enmascarando así dicha
unidad (éste es su efecto negativo). En otras palabras, cada ser por
su propia existencia impone, lo quiera o no, cierta restricción a
nuestra visión del uno, mientras que al mismo tiempo, como coro-
lario, impone una mayor o menor restricción a la libertad de todos
los demás seres; dos seres no pueden, por así decirlo, ocupar
simultáneamente el mismo espacio vital metafisico; si pudieran
hacerlo, serían el mismo ser. Éste es un hecho de la existencia en
el que, sin embargo, sería un error ver un estigma casi moral salvo
en el único sentido de que, de no ser por esta sombra de negación
dualista arrojada mutuamente por los seres relacionados entre sí, el
mal séría inconcebible. No hay paraíso sin serpiente; pero tampoco
hay infierno sin recordatorio divino: la iconografía tradicional que

134
El dharma y los dharmas

muestra una figura de buda en cada uno de los seis compartimien-


tos que forman la rueda de la existencia, bhava chakra (sin excep-
tuar a los infiernos), es profundamente realista así como misericor-
diosa; que ello nos reconforte.
Una vez que se ha reconocido claramente que la diversidad
existencial - e n sí en perpetuo movimiento- implica siempre una
diversidad dhármica correspondiente en la que participan todos los
seres, se hará patente (de acuerdo, por lo demás, con lo que ya se
ha dicho a propósito del dharma) que no hay dos seres que puedan
seguir un camino idéntico de retorno desde su estado periférico de
duda y servidumbre dualistas hasta la libertad y certeza que sólo se
encuentran en el centro luminoso de todas las cosas, centro que
está en todas partes, como observó sabiamente Pascal. En cuanto
hablamos aquí de un despertar a la iluminación, o de una obten-
ción de ésta, ello será siempre un acontecimiento sin par que
desafía la capacidad de descripción de nuestra elocuencia samsá-
rica. Incluso un buda, al hablar a una humanidad enredáda en el
samsara, recurrirá adecuadamente al lenguaje humano a fin de
comunicar el mensaje salvador; sus oyentes tomarán tánto como
cada uno sea capaz de comprender en ese momento, puesto que
también aquí la diversidad debe prevalecer al igual que en todas las
demás circunstancias.
Esta regla de la diversidad que afecta a toda experiencia samsá-
rica significa entre otras cosas que no hay dos seres que estén
gobernados por una ley moral idéntica. En cada ser, sus oportuni-
dades y su capacidad de arreglárselas con ellas, así como los debe-
res y derechos que conlleven, deben necesariamente diferir algo de
los de sus semejantes aun cuando, hablando en general, las dife-
rencias en cuestión parezcan virtualmente inexistentes para el ob-
servador: de ahí el carácter inflexible que las diversas religiones
atribuyen a sus códigos morales, especialmente en cuestiones de
cierto relieve. Sin embargo, hay que marcar una distinción entre lo
virtual y lo absoluto que no se debe perder de vista cuando consi-
deramos lo que el dharma significa para nosotros individualmente,
en contraste con lo que significa colectivamente. No se está impug-
nando la autoridad de una ley reconocida tradicionalmente cuando
se dice que puede haber ocasiones en que sencillamente no fun-

135
/

El dharma y los dharmas

cione, ni tampoco cuando, a pesar de todo el sentido de la obedien-


cia que se tenga, no se puede evitar la conclusión de que una
justicia más profunda prohibe aplicar la ley exactamente como ésta
se presenta. Jesucristo, por ejemplo, tuvo a menudo dificultades
para señalar tales discrepancias entre la letra y el espíritu frente al
prejuicio fuertemente legalista de la mentalidad judía contemporá-
nea. La excepción que confirma la regla necesariamente debe tener
su lugar en la conciencia del hombre so pena de reducir todas las
cosas a una chata e inhumana rutina; de hecho, la propia regla
quedaría incompleta sin ella. El reconocimiento de tal excepción
cuando éste se presenta a la inteligencia de un hombre entra de vez
en cuando dentro de la esfera de acción de su svadharma, aunque
la prudencia también exige que uno esté razonablemente seguro de
sus motivos para apartarse de la ley común. La palabra operativa
es aquí «atención»: la incesante práctica de la atención que por su
parte incluye la aptitud de contemplar una verdad inconveniente
sin titubeos y de actuar en consecuencia. La atención es la virtud
budista por excelencia; sin ella, incluso la compasión se vuelve
insegura de sí misma. Como dijo un bhikku, no hay virtud que no
se pueda a veces tener en exceso, salvo únicamente la atención; de
ella, nunca se puede tener demasiado.
Hay otro aspecto del dharma, negativo esta vez, que nos con-
cierne íntimamente por cuanto es el don casi divino del libre
albedrío inherente en el estado humano lo que plantea, para noso-
tros, este problema: se trata de la posibilidad del adharma o, en
otras palabras, del rechazo o la negativa de lo que nuestra vocación
humana hace obligatorio. Obviamente, nuestra naturaleza per-
menee tal como es de hecho y lo mismo ocurre en principio con
nuestro dharma, pero siempre que la volición individual sea capaz
de operar con relativa libertad, la responsabilidad será nuestra,
para bien o para mal. Tal es la pavorosa responsabilidad que tiene
el hombre en función de su prerrogativa como ser directamente
eligióle para la iluminación, tanto si se preocupa de valorar lo que
esto significa como si no. Para otras criaturas, que experimentan
su dharma por lo general de forma pasiva e instintiva (pero con
una perfección de habilidad que podría ser una lección para noso-
tros), la posibilidad adhármica es inoperante salvo como resultado

136
El dharma y los dharmas

de la iniciativa humana, que con demasiada frecuencia adopta


formas monstruosas. Dejando aparte esta interferencia, hay qué t
dar cuenta asimismo de que el estado de cualquier mundo está
estrechamente ligado al estado de su ser central en cualquier mo- I
mentó dado, estado en el quedos seres menores no pueden dejar de
participar indirectamente; la realización activa y consciente de su
dharma por parte del hombre, sobre lo cual descansa la primacía
humana, impone esta condición a todo lo que existe en su compa-
ñía. Cuando los budas caminan por la tierra, toda la creación canta
de alegría; cuando el hombre cae en el adharma, arrastra a todo lo
demás con él. Todo el drama cósmico se desarrolla perpetuamente
entre estos dos extremos.

El dharma y los dharmas, la quididad unitiva y la quididad de


la existencia diversificada: ahí es donde se encuentra la base de una
exégesis interreligiosa que no busca un remedio a los conflictos
históricos mediante la justificación de factores formales o doctrina-
les que en realidad traducen diferencias de genio espiritual. Lejos
de minimizar su importancia en nombre de una superficial y even-
tualmente espúrea cordialidad ecuménica, esas diferencias serán
estimadas por el mensaje positivo que aportan respectivamente y
como necesidades que han surgido de la diferenciación de la pro-
pia humanidad. Allí donde las teologías semíticas, por ejemplo por
el deseo de salvaguardar a toda costa la transcendencia divina,
parecen dotar al mundo y sus fenómenos de lo que equivale a una
realidad casi absoluta, aunque no divina, mientras que las religio-
nes indias, con su modo más graduado de enfocar las cosas, tien-
den a atenuar la realidad del mundo casi hasta un punto de fuga,
más allá de las diversas afirmaciones incompatibles hay que ser
capaz de discernir los motivos genuinamente intelectuales que ellas
respectivamente traducen. Ni es justo acusar a los semitas o a sus
congéneres cristianos de aceptar un dualismo radical equivalente a
una fisura insalvable en lo real (aunque hay que reconocer que
muchas almas piadosas piensan de este modo), ni es correcto ver
en la concepción hindú del mundo, o más especialmente en la
vedántica, nada mejor que un subterfugio monista o panteísta de
una mentalidad muy dada a la ensoñación metafísica. La historia

137
El dharma y los dharmas

de las religiones está llena de debates apasionados que vienen a ser


poco más que la pugna de dos solistas para hacerse callar a gritos
el uno al otro-, los resultados a largo plazo de este altercar en el
vacío sólo pueden interpretarse correctamente afrontando con
equidad los varios factores que en realidad están en juego: factores
intelectuales, psicológicos, e incluso étnicos en algunos casos. De-
cir esto no significa que se quieran explicar las diferencias religio-
sas en términos puramente antropológicos, es decir, dejando a un
lado su significación como indicadores de aspectos particulares de
la verdad, a menos que por «antropología» se entienda no la mez-
colanza profana que hoy recibe este nombre sino una ciencia
basada en el reconocimiento, previo de lo que significa ser hombre
(anthropos) o, con otras palabras, en el reconocimiento del propio
dharma en cuanto ser humano y de lo que esto acarrea para todos
cuantos por nacimiento pertenecen al estado humanó.
Dado que esta valoración de los hechos exige ante todo un
ánimo imparcial (lo que no significa indiferencia cínica), hay que
admitir que tal actitud para con personas de otros credos tiene más
precedentes en la historia de la India o del lejano Oriente que entre
las mentalidades más sentimentales y por tanto también más par-
ciales que se desarrollaron en Occidente. El reconocimiento, esta-
blecido desde tiempos remotos, del principio del svadharma apli-
cado a los individuos, grupos naturales y comunidades religiosas
enteras no sólo ha dado origen a la receptividad con respecto a
doctrinas y formas de culto extranjeras, sino que también ha favo-
recido lo que a menudo se describe, bastante impropiamente,
como tolerancia religiosa, en el sentido dado a esta frase por los
pensadores liberales del siglo diecinueve y veinte. El hecho de
tolerar las opiniones de otras personas no implica necesariamente
el respeto; puede ir unido a una neutralidad no carente de despre-
cio: el énfasis es aquí subjetivo, está relacionado con un supuesto
derecho a sostener cualquier opinión que a uno le venga en gana,
aunque sean las más disparatadas; la apreciación objetiva de esas
opiniones apenas se plantea. Tal valoración está en los antípodas
de la idea de svadharma.
Una de las aplicaciones más impresionantes de este principio
como criterio de calificación para funciones específicas, y por tanto

138
El dharma y los dharmas

también de la posición en una jerarquía social, es la que ha presen- |


tado desde tiempos antiguos el sistema de castas hindú. Dado el
hecho de que esta institución ha sido atacada de modo creciente en
los últimos años a causa de diversos abusos tanto reales como
imaginarios que se han desarrollado con el paso del tiempo -des-
tino común de todas las sociedades-, será sin duda una sorpresa
para muchos oír decir que la tolerancia india, que los occidentales
han tendido a admirar como reacción contra su propio pasado más
bien de intolerancia, es propiamente y en gran parte producto de
hábitos y actitudes fomentados por la mentalidad de castas como
tal. Para gentes que daban por sentado el que grupos humanos
diferentes, ya fuera religiosos, raciales o profesionales, tuvieran, y j
en verdad debieran tener, sus formas especiales de culto (que ¡
afectaban incluso a la forma de sus deidades) y sus propias costum- !
bres y normas de conducta, unido al hábito de contraer matrimo- j
nio sólo con miembros de su propia comunidad, era natural dejar j
que los extranjeros establecidos en la India siguieran con sus anti- j
guas costumbres en vecindad con la mayoría hindú que los ro-
deaba. Los refugiados parsis que abandonaron Irán tras la con-
quista arábiga de su país y los judíos y cristianos malabares consti-
tuyen un ejemplo de cómo los hábitos mentales hindúes han
obrado en favor de la perpetuación de comunidades minoritarias j
como enclaves étnicos y religiosos diferenciados en vez de tratar de ¡
integrarlas mediante presiones calculadas como ocurre hoy en día i
en sociedades supuestamente liberales como Gran Bretaña y los
Estados Unidos.
De hecho, estos grupos minoritarios de la India han actuado
hasta nuestros días como otras tantas subcastas. Su libertad cultu-
ral, unida a la conservación de sus cualidades peculiares, la deben
por entero al principio del svadharma tal como se aplica general-
mente en el mundo indio. En otras partes esos grupos habrían sido
eliminados las más de las veces, bien de forma pacífica a través de
un proceso gradual de matrimonios con miembros de la mayoría,
o bien por la fuerza mediante la persecución o la expulsión, como
ocurrió con los judíos y los musulmanes de España durante los
siglos xv y xvi. Es motivo de gloria para la India el haber
encontrado una manera de dar cabida a esas comunidades, que de

139
El dharma y los dharmas

otro modo habrían estado indefensas, en condiciones honorables


para todas las partes implicadas, preservando así de paso preciosos
elementos de variedad que en caso contrario habrían desaparecido
rápidamente. Hay mucho que aprender de este ejemplo, no sólo en
un sentido social, sino también intelectual y espiritual.
En este aspecto, los antecedentes chinos también tienen mucho
que enseñarnos. La palabra tao (literalmente «vía»), que ha dado
nombre a la tradición china en su forma indígena más antigua,
posee un significado análogo al de dharma tanto en su sentido
pleno de «naturaleza de las cosas» como con respecto a sus diversas
aplicaciones. El siguiente relato justificará la anterior asimilación.
En el año 638 d.C. un grupo de cristianos sirios pertenecientes a la
secta nestoriana llegaron a China y se planteó la cuestión de si a
estos hombres recién llegados de tierras lejanas debía permitírseles
establecer un centro en el país o no. El emperador de la dinastía
Tai Tsung T'ang, después de examinar detenidamente los datos
que le suministraron sus oficiales, publicó el siguiente edicto impe-
rial, que a su manera podría considerarse como un resumen de
todos los elementos esenciales de la comprensión interreligiosa.
Dice así:

La vía (tao) no ha tenido, en todos los tiempos y lugares, el mismo


nombre; el sabio no ha tenido, en todos los tiempos y lugares, el mismo
cuerpo humano. El cielo ha hecho que se instituyera una religión ade-
cuada para cada clima y región a fin de que cada una de las razas de la
tierra pudiera salvarse. El obispo A-lo-pén, del reino de Ta-ch'in, tra-
yendo consigo los sutras y las imágenes, ha venido desde lejos y los ha
presentado en nuestra capital. Después de examinar cuidadosamente el
alcance de su enseñanza, encontramos que es misteriosamente espiritual y
de silenciosa operación. Habiendo observado sus puntos principales y
más esenciales, hemos llegado a la conclusión de que abarcan todo lo que
es más importante en la vida... su enseñanza es una ayuda para todas las
criaturas y benéfica para todos los hombres. Así pues, démosle libre curso
por todo el imperio.

¿Acaso podrían mejorarse estas palabras como tributo mani-


fiestamente imparcial a la religión cristiana?
La China de épocas posteriores permaneció por mucho tiempo

140
El dharma y los dharmas

fiel al ejemplo dado por ese noble emperador T'ang, un hombre


que merecía sobradamente su título de «hijo del cielo». He leído en
alguna parte una descripción hecha por un viajero que visitó las
partes de las provincias de Sechvan y Kansu fronterizas con el
Tibet, en la que cuenta cómo personas extrañas que se encontra-
ban casualmente en una posada después de un largo día de viaje
por aquel país de mágica belleza solían saludarse entre sí. Un
hombre decía al otro: «Tened la bondad de informarme, señor, ¿de
qué sublime tradición sois seguidor?» Las respuestas podían ser
diversas. Un hombre podría decir:- «Yo sigo la vía del islam»,
puesto que había distritos de aquella región habitados en gran parte
por musulmanes. El siguiente podría responder: «Yo soy de los de
dentro» (nang-pa, palabra übetana que designa al budista). Un
tercer hombre, visiblemente un chino, podría decir: «Confucio es
la norma de vida para nuestra familia, pero también practicamos el
tao, la vía.» Cualquiera que fuera la respuesta, sería recibida con
gozo por todos los miembros de la compañía, no sólo por cortesía,
sino también porque, si bien la forma de sus varias creencias
difería (lo que ya se esperaba), sus corazones estaban completa-
mente de acuerdo fuera de los respectivos límites formales. Para
personas con esta mentalidad, un conflicto de lealtades habría
carecido de sentido.
La substancia de las observaciones anteriores no debe llevarse
sin embargo demasiado lejos. Si se hiciera a una de estas mismas
personas la pregunta harto carente de sentido: «Pero ¿qué religión
considera usted superior?», esa persona optaría sin dudar por la
forma a la que estuviera afiliada personalmente, no porque hubiera
intentado comparar punto por punto las diversas creencias (esto
sería algo completamente ajeno a los hábitos de esas gentes) sino
porque una mentalidad de este tipo siempre tiende a expresarse de
con franqueza y libre de inhibiciones. A diferencia de nosotros,
esas gentes no sienten ninguna necesidad de racionalizar su propia
posición a cada paso. Poseen lo que se podría describir como un
sentido espontáneo del dharma. Si tales personas todavía son relati-
vamente comunes en el mundo asiático aún hoy, a pesar de los
estragos de la propaganda secularista de la que pocos lugares han
escapado del todo, tampoco son enteramente inexistentes en Eu-

141
El dharma y los dharmas

ropa, y cuando por casualidad uno encuentra a una de ellas, este


encuentro inesperado con lo normal y verdaderamente vivo inva-
riablemente hace dar un salto a su corazón. No hay mayor con-
suelo en esta vida que el satsangh, la compañía de los fieles.
Hablando por mi propia experiencia en la India y el Tibet antes
de la invasión comunista, disfruté de sobradas oportunidades de
observar cómo este sentimiento de los valores dhármicos tan am-
pliamente difundido obraba en la práctica, tanto en el pueblo como
entre personas de cultura superior. Cuando en una conversación se
mencionaba por cualquier motivo una religión extranjera, la reac-
ción inmediata era invariablemente favorable; los interlocutores
quedaban sin embargo indiferentes frente a los detalles; también
esto era típico. Por una parte, encontraba uno una rápida asunción
del hecho de que otros pueblos, conocidos o desconocidos, tuvie-
ran una religión y de que ésta fuera buena en sí y adecuada a las
necesidades de los que la practicaban; pero, por otra parte, no
observaba ningún incentivo particular para buscar pruebas que
pudieran justificar esas felices expectativas o bien, dado el caso,
desmentirlas. Dhármicamente considerado, esto no importaba a
mis amigos indios y tibetanos, por lo que se podía dejar de lado
tranquilamente.
En el mundo cristiano las tendencias predominantes han ac-
tuado de modo inverso, históricamente hablando. La antigua hosti-
lidad judía hacia los vecinos paganos, la proximidad de los cuales
suponía una amenaza constante para la fe monoteísta de la que se
sentían custodios elegidos, fue adoptada por la Nueva Ley e in-
cluso reforzada en el curso de la prolongada lucha del cristianismo
contra el paganismo grecorromano durante los primeros siglos de
su existencia. Una sospecha instintiva hacia todo lo que no era de
su propia cosecha dominó a partir de entonces en la mentalidad
cristiana. Al oír hablar de algún país remoto, quizá por primera
vez, se daba la suposición casi automática de que la religión de ese
país, si es que tenía alguna, había de ser abominable. A fuerza de
repetición, este tipo de prejuicio se convirtió en un componente
incrustado en el psiquismo cristiano, de modo casi general. Tam-
poco aquí se sentía ningún deseo de comprobar los propios senti-
mientos recurriendo a hechos tangibles; con respecto a lo que otras

142
El dharma y los dharmas

religiones enseñaban o permitían, las más fantásticas historias ob-


tuvieron fácil crédito durante siglos. En ausencia de un equivalente
cristiano del svadharma, había poco a que recurrir para corregir
esas impresiones falsas que corrían de boca en boca.
Retrocediendo por un momento a los primeros siglos de la era
cristiana, recordaremos que en ciertas comunidades del Asia occi-
dental, donde las influencias helénicas eran fuertes, era normal
incluir entre los santos predecesores de Jesús a filósofos como
Heraclito y Sócrates. La propia tradición helénica, aunque por
aquellos tiempos estaba en decadencia, todavía actuaba como pa-
riente lejana del hinduísmo; así lo evidencia, entre otrás cosas, el
importante papel desempeñado en ella por los mitos y la épica. En
la fuente refrescante de esta antigua sabiduría, no sólo el pueblo
común, sino también sabios como Platón y Ploüno bebieron abun-
dantemente. Para ellos, esto era un medio de reforzar sus lazos con
la mentalidad popular y también de contrapesar la tendencia de
excesivo racionalismo que afectaba a la mentalidad griega clásica
en sus últimas fases. Aunque el cristianismo, como continuación
del monoteísmo judío en una escala más amplia, no podía obvia-
mente hacer uso directo de esa fuente, la veneración por las eleva-
das enseñanzas contenidas en los escritos platónicos ayudó a man-
tener vivos, en una sociedad mediterránea que iba camino de
cristianizarse, ciertos rasgos preciosos de la sabiduría helénica: la
tradición mística, que dentro de la teología cristiana representa
algunas de sus visiones más profundas, debe mucho a esta fertiliza-
ción recíproca de elementos judíos y helénicos.
Hoy se podría concebir un procedimiento en cierto modo simi-
lar. La inmensa cantidad de conocimientos sobre las tradiciones
asiáticas, africanas y amerindias de que hoy disponemos gracias a
cerca de 150 años de erudición asidua en muchos campos, si se
examinaran con objetividad inmutable y receptividad para con la
verdad sin tener en cuenta quién puede haber sido su portavoz
ocasional, harían mucho más fácil la tarea de reformular los prin-
cipios del dharma en términos específicamente cristianos. Este tipo
de adaptación intelectual era lo que René Guénon tenía en mente
cuando escribió sus primeros grandes comentarios sobre la tradi-
ción hindú y otras formas asiáticas de espiritualidad. Guénon ha-

143
El dharma y los dharmas

biaba de que Occidente (esto es, los cristianos) necesitaba ayuda de


Oriente para reavivar los rescoldos de su propia sabiduría: no se
trataba de intentar copiar simplemente los modos orientales; trans-
ferir unos pocos elementos eclécticamente elegidos de una forma
tradicional a otra puede hacer más daño que bien. «El dharma de
otro está lleno de peligro», dice el Bhagavad Gita-, es éste una
cuestión de incongruencia entre cosas que en su propio contexto
dhármico son indudablemente deseables. Lo que Guénon esperaba
era que un estudio inteligente de las religiones orientales actuara
como catalizador de una conciencia metafísica ante la cual las
mentes occidentales habían quedado ajenas durante mucho
tiempo; pero también se preocupó de señalar que las formas que
necesitaría revestir esa conciencia para su mayor difusión deberían
tener todavía un carácter occidental, y con toda probabilidad cris-
tiano.
Aunque esta temprana llamada de Guénon no logró mover a la
opinión cristiana contemporánea, todavía es oportuna. Nunca es
demasiado tarde para la metanoia, para enderezar la propia pers-
pectiva en el sentido de dar el primer paso en el noble sendero
óctuple de Buda; esto es cierto incluso en un mundo que parece
resuelto a autodestruirse. Cualquier nuevo despertar al dharma y a
sus valores, comoquiera y dondequiera que se produzca, siempre
será para bien, y tarde o temprano traerá consecuencias a las que
todas las fuerzas combinadas de los asuras no pueden impedir
madurar a su debido tiempo, por mucho que se enfurezcan.
De los factores que afectan a la situación religiosa, uno de los
que Guénon subrayaba continuamente era la existencia, en todas
las designaciones confesionables posibles, de dos categorías princi-
pales en las que la vida espiritual de la humanidad podría clasifi-
carse para fines de valoración. A estas dos categorías les dio los
nombres de «exotérica» y «esotérica», y fue seguido en esto por
otros escritores del mismo campo, entre otros por quien esto es-"*
cribe. La primera de estas dos categorías corresponde en términos
generales a la estructura formal de una religión en cuanto condi-
ciona al individuo humano y a la finalidad a que éste puede aspirar
normalmente, mientras que la segunda corresponde a la visión
más interior de las cosas, la realización efectiva de todo aquello a

144
El dharma y los dharmas

que aludía Jesucristo cuando dijo que «el reino de los cielos está
dentro de vosotros». A esta segunda categoría pertenece todo lo que
se refiere a una dedicación iniciática con sus prácticas concomitan-
tes, cuya figura rectora es el maestro espirita! (llámesele gurí, lama,
roshi, jeque o starets), el cual es distinto del sacerdote sacrificial,
cuyo ámbito normal es la parte exotérica de la tradición, con sus
rituales, sus enseñanzas dogmáticas, sus comentarios escolásticos,
y su código moral. Como factor primordial de iluminación abierto
a todos deben mencionarse también las formas de piedad ibhakti);
pero éstas, así como el arte sagrado, ocupan una posición algo
ambigua en la frontera entre la inteligencia más vuelta hacia lo
exterior y la equilibrada interiormente; en cierto sentido, la piedad
religiosa pertenece a ambas. A modo de criterio para saber si una
persona se encuentra más en su elemento en uno u otro terreno, se
puede empezar por averiguar si habitualmente se inclina más en
un sentido sentimental o en un sentido objetivo cuando trata de
juzgar a los hombres o los acontecimientos. Si es lo primero, se
puede inferir una predisposición exotérica; si es lo segundo, una
designación esotérica es más probable que se ajuste a su caso.
De todos modos, parece estar suficientemente claro que con
una mentalidad de tendencia exotérica, para la que la lealtad a una
forma (incluyendo sus limitaciones que, no obstante, se tiende a
pasar por alto) se convierte en la única prueba de ortodoxia, lo más
probable es que se tenga una actitud parcial contra las demás
formas, aunque quizá esta actitud no sea del todo inevitable. Para
saber lo que esto puede significar en casos extremos sólo hay que
pensar en los cruzados medievales o en los guerreros musulmanes
que invadieron la India, todos ellos gentes sinceramente piadosas.
¿Quién puede acordarse de Somnath o Nalanda sin conmoverse?
El desapego y la imparcialidad acompañan de modo más natural a
una perspectiva introversa de sí mismo y del mundo, perspectiva
que además incluye la conciencia de la fragilidad inherente a toda
forma, por muy sagrada que sea. Por esta razón, Guénon fue
llevado a concluir, en lo cual no se equivocaba del todo, que el
reconocimiento, aun en su sentido parcial, de la validez dhármica
de las formas ajenas sólo es factible para los miembros de una
minoría esotérica, que probablemente operaría en secreto, como él

145
El dharma y los dharmas

se apresuraba a añadir. Una organización exotérica como la Iglesia


visible no podría aguantar, a su juicio, tal proposición por miedo a
poner en peligro la fe de la generalidad de los creyentes, quienes,
por la naturaleza de las cosas, son intelectualmente mediocres y
correspondientemente vulnerables a toda clase de errores. El resul-
tado del deseo de salvaguardar la fe del hombre medio a toda costa
era una política de exclusividad extrema. El hecho de que una
rigidez defensiva en el marco podría traer consigo la probabilidad
de un eventual resquebrajamiento es algo que una mentalidad
ultraexotérica siempre es lenta en apreciar.
De hecho, los argumentos de Guénon se aplican casi por entero
al grupo de religiones semíticas. El modelo típico de un exoterismo
estrechamente trabado y de tendencia legalista pertenece a ese
grupo. De las tradiciones indias y sus vecinas extremorientales se
puede decir que, si bien también tienen forzosamente su marco
exotérico, lo compensan mediante una cualidad de plasticidad me-
tafísica que en sí es una gran protección para la fe, aunque sin
duda no es una garantía incondicional, como se puede ver mirando
al Oriente de hoy. Dado que Guénon procedía originalmente de un
medio cristiano, era comprensible que insistiera con energía en
esta idea de la división exo-esotérica por ser algo que, como él bien
sabía, muchos encotrarían difícil de entender. Al escribir sobre el
tema, Guénon casi llegó a tratar ambos componentes espirituales
o como si estuvieran encerrados en compartimento^ estancos,' accesi-
ble el uno a la masa de los creyentes y el otro sólo a la minoría
| elegida. Que ello no es así lo demuestra el hecho de que un
I conocimiento esotérico, siendo per se de alcance ilimitado, se des-
borda constantemente sobre el resto del cuerpo religioso, al que
proporciona su sangre vital intelectual; en este sentido, permanece
abierto a todos y puede ser aprehendido de acuerdo con las capaci-
dades en cada grado de conciencia.
Tomando ahora la tesis de Guénon en su significado literal,"
podemos decir que corresponde a una verdad de alcance conside-
rable. A partir de ella podemos proseguir y considerar otra verdad
¡ que no había sido advertida hasta que Guénon empezó a escribir
sobre el tema en la que fue tal vez su obra más original, El reino de
la cantidad y los signos de los tiempo, Ayuso, Madrid 1976; Lo que

146
El dharma y los dharmas

en ella señalaba era el hecho de que el tiempo y el espació no


constituyen una única continuidad uniforme y por tanto neutral en
el que los seres aparecen y los hechos acontecen, como se cree
comúnmente, sino que ellos mismos están sujetos de modo cons-
tante a diferenciaciones cualitativas exactamente igual que todo lo
que pertenece al samsara. Las implicaciones de esta observación
cosmológica de Guénon son transcendentales, por cuanto esto sig-
nifica que lo que constituye un acontecimiento inconcebible en un
momento y lugar se vuelve perfectamente posible en otro en virtud
de una cualidad perteneciente al tiempo-espacio como tal, aparte
de otras causas más fáciles de determinar. Lo que debemos com-
prender es que el océano del devenir samsárico dista de ser uni-
forme en su distribución del cambio. Hay momentos en que varias
corrientes se juntan con una fuerza que parece arrastrarlo todo en
cierta dirección, después de lo cual la marea puede entrar en una
calma relativa, sólo para dejar surgir nuevas tendencias que a su
vez cobran ímpetu, y así indefinidamente. La ciencia de los ciclos
cósmicos explica estas oscilaciones a gran escala: parece que ahora
nos estamos acercando al punto crítico de una de ellas, si no lo
hemos rebasado ya, una ola de duda parece haber pasado última-
mente por la mente de los hombres, amenazando desplazar a la
anterior creencia obsesiva en un progreso unidireccional (llámesele
«evolución» si se quiere) hacia la utopía o el punto omega, ¿o tal vez
hacia el infierno? ¿Qué importa el nombre, de todos modos,
cuando se sigue este rumbo?
Estoy pensando de modo "más especial en Occidente, donde
tuvo su origen la idea abstracta del progreso, si bien ahora, como
otras creencias occidentales, ha arraigado en muchos otros lugares.
Hoy en día uno se encuentra constantemente con personas, tanto
mayores como jóvenes, pero especialmente estas últimas, que em-
pujadas por la presente ola de la autocrítica, rechazan la mayoría
de los conceptos sobre los que descansa el edificio de la civilización
moderna para buscar nuevas fuentes de autoconocimiento en luga-
res donde sus padres y abuelos no habrían visto más que exótica
superstición. Pensemos en los americanos y europeos que acuden
con toda seriedad a videntes pieles rojas o a lamas tibetanos en
busca de instrucción, así como a antiprogresistas declarados de su

147
El dharma y los dharmas

propia raza y origen. ¡Algún cambio se ha producido, por decir lo


menos!
A la luz de estos hechos quizá no hay que sorprenderse dema-
siado de que esas mismas verdades que, según el esquema guéno-
niano, eran consideradas una reserva esotérica se hayan convertido
ahora en alimento corriente de centenares de inteligencias modes-
tamente dotadas. ¿Qué ha ocurrido pues con el secreto antes aso-
ciado con tales verdades? ¿Estaba Guénon equivocado, o las rela-
ciones entre ambos órdenes, el exterior y el interior, han cambiado
de modo sutil en consonancia con cambios cíclicos producidos en
el propio entorno cósmico? En principio se puede argüir que las
cosas no han cambiado mucho, puesto que los dos ámbitos en
cuestión, en cuanto corresponden a diferentes grados de percep-
ción, uno individual y el otro universal, siguen como siempre. Lo
que, sin embargo, ya no está claro es dónde hay que situar la
frontera entre lo exotérico y lo esotérico, si es que una frontera fija
tiene algún sentido en este orden de realidad. Probablemente es aquí
donde resida el primer error: no se dio bastante cabida a la super-
posición e interpenetración en ambas direcciones.
Cualquiera que desee comprender la naturaleza de la situación
extraordinaria que se ha desarrollado a nuestro alrededor en las
últimas décadas, no puede hacer nada mejor que acudir al Evange-
lio de san Lucas, capítulo 12, versículos 2 y 3:

Pues nada hay oculto que no haya de descubrirse, y nada escondido


que no llegue a saberse. Por esto, todo lo que decís en las tinieblas será
oído en la luz, y lo que habláis al oído en vuestros aposentos será prego-
nado desde los tejados.

Con otras palabras, verdades que no hace tanto tiempo eran


extrínsecamente inexpresables y exigían prudencia por parte de los
pocos que eran capaces de enfrentarse con ellas, de pronto se hán^.
hecho accesibles e incluso necesarias para todo hombre cuerdo y
en sus cabales; éste no tiene que ser un iniciado ni un genio para
poder captarlas, al menos en un sentido elemental. Su asimilación
ontológica en un sentido plenamente efectivo es otra cuestión.
Una de estas verdades ha proporcionado el tema para el pre-

148
El dharma y los dharmas

sente ensayo, a saber, el dharma como clave para la comprensión


de la unidad transcendente de las religiones, para citar el título del
primero y ahora famoso libro de Frithjof Shuon (trad. esp. en Ed.
Heliodoro, col. La Rama Dorada, Madrid, 1980). En épocas ante-
riores, esto habría tenido poco sentido para la mayoría de las
personas, cuyo horizonte exotérico estaba severamente limitado a
una única forma religiosa. Además, el solo hecho de insinuar
semejante idea, salvo en la intimidad esotérica, habría sido alta-
mente peligroso, con las leyes existentes, en muchos países euro-
peos del pasado. En la patria india del dharma el clima de opinión
era completamente distinto. Ahora, sin embargo, la situación occi-
dental ha cambiado tan espectacularmente que al tratar de explicar
los cambios presentes, es inútil sugerir que por alguna razón miste-
riosa los hombres de Occidente se han vuelto súbitamente más
inteligentes, puesto que no hay la más ligera evidencia de ello. Hay
que pensar más bien en un desplazamiento del equilibrio cósmico
para encontrar una explicación mucho más plausible de los he-
chos. El reconocimiento de que nos encontramos en una fase
avanzada del kali yuga o edad de hierro (por usar el eqúivalente
romano del término indio) es la explicación más ajustada desde el
punto de vista cíclico. Con frecuencia encuentro cristianos serios
que dicen que si esta verdad particular no puede ser integrada de
modo inteligible en la perspectiva cristiana, se verán forzados a
abandonar este última, aunque les pese. Para estas personas, una
ortodoxia cristiana que, después de hacer caso omiso de la gran
cantidad de pruebas autentificadas en favor de otras religiones,
insiste en excluir toda creencia en una unidad compartida más allá
de lo formal, ya no es viable. En la época medieval la falta de
información fiable justificaba en cierto modo el prejuicio, pero
nosotros no tenemos tal excusa: para que la cristiandad pueda
sobrevivir, y no digamos revivir, debe hacer frente a este pro-
blema. Aquí es donde la noción de svadharma, presentada no
como algo exótico, sino más bien como una verdad antes latente y
perteneciente al propio cristianismo y que ahora ha salido a la luz,
podría ser la salvación de muchas cosas preciosas.
Nuestro mundo necesita el dharma más que nunca, tanto como
ideal necesario e ineludible como en cuanto medio de conformar y

149
El dharma y los dharmas

juzgar todo tipo de actos humanos. Éste fue el mensaje de Cooma-


raswamy a nuestra generación, su dharma fue actuar, junto con
algunos otros, como fiel portavoz de aquél. Nustro dharma con-
siste en escuchar ese mensaje y sobre todo vivirlo.
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//niel • CO/»fe¡'e.<)cfe 0/ p C f f o .
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e! dc?o/<3 y fe / C f a orar/fe., /
47n
efe/ c a f e

150
VIII

METAFÍSICA DE LA POLIFONÍA MUSICAL

La posibilidad de crear música constituida por varias partes


melodiosas moviéndose concurrentemente en una relación mutua
estrecha pero siempre cambiante fue un descubrimiento único del
genio artístico europeo; podríamos añadir, del genio cristiano occi-
dental, cuyo espíritu refleja característicamente esta forma de mú-
sica. La modulación armónica, que es la otra cara de la polifonía,
ha puesto a disposición de los compositores a lo largo' de los siglos
un medio de gran potencia emotiva que, cuando se utilizaba para
usos litúrgicos, les permitía armonizarse de la manera más expre-
siva con los estados de ánimo de la piedad cristiana, como los
sugerían los textos de las Escrituras y otros a los que ponían
música. El gozo o el dolor penitente, el triunfo o la resignación, la
esperanza piadosa o las profundas visiones del recogimiento mís-
tico encontraban su medio de conmover los corazones de los fieles
en el medio tonal ofrecido por el estilo polifónico. Se puede hablar
aquí sin exageración de una teología sonora a través de la cual las
verdades de la religión cristiana pueden ser comunicadas directa-
mente a la inteligencia de aquellos que saben escuchar, sean sim-
ples fieles o personas más instruidas. Ésta es una dimensión del
conocimiento en la que la cultura convencional o su ausencia tiene
poca importancia.
Todo esto encaja con las tendencias teológicas y devocionales
de Occidente. La función de una polifonía consagrada en su apo-
geo fue complementar la monodia gregoriana al tiempo que extraía

151
Metafísica de la polifonía musical

de ella gran parte de su material temático. De este modo la prima-


cía otorgada al canto llano como forma de canto tradicional de la
Iglesia fue debidamente mantenida y ésta siguió siendo la relación
normal entre ambas formas musicales durante muchos siglos. Esto
era cierto todavía cuando los padres tridentinos emprendieron la
tarea de revisar las disposiciones existentes para el culto católico;
todavía valía en principio, aunque mucho menos en la práctica,
cuando el papa san Pío x promulgó el decreto sobre música sacra a
principios de nuestro siglo.
Dada la temprana aceptación por parte de la Iglesia medieval de
la polifonía como ingrediente apropiado del arte litúrgico cristiano,
su final predominio llegó a su debido tiempo. Todas las ramas de
la música, ya fueran clasificables como sagradas o profanas, vocales
o instrumentales, adoptaron este estilo, lo que poco a poco condujo
a una situación en la que la música no armonizada era sentida
como una anomalía por el oído europeo medio. Cualquiera que sea
el juicio que uno pueda tener sobre los resultados finales de esa
primera gran innovación, es razonable preguntarse qué podría
haber detrás de un desarrollo de estas proporciones que posee un
carácter tan obviamente ajeno a la práctica común del resto de la
humanidad. Si los pueblos de Europa occidental de hace más de
mil años fueron inducidos a adoptar esta nueva manera de hacer
música, ¿qué les impulsó a hacerlo? Tal separación de las normas
generalmente aceptadas que, en todos los demás lugares, permane-
cieron aferradas a la monodia con o sin variaciones improvisadas
de tipo más o menos elaborado, y los espectaculares resultados que
ha derivado de esta desviación, no pueden explicarse simplemente
como un accidente histórico; tienen que proceder de algunos cono-
cimientos metafísicos profundamente arraigados en cuyo modo de
expresión natural se convirtió la polifonía. El presente ensayo
quiere centrar la atención sobre estos conocimientos.
Si la música consistente en varias partes que se deben escuchar^
simultáneamente se ha convertido desde hace mucho tiempo en un
elemento inherente al arte sonoro occidental, nuestra época ha
presenciado una amplia intensificación del interés por aquellos
períodos en que la composición contrapuntística, la ciencia especial
de la interacción polifónica, fue llevada a su máxima perfección, a

152
Metafísica de la polifonía musical

saber, los siglos XV, XVI y XVII. Dondequiera que se presenta


esta música, en salas de conciertos o en iglesias, la gente joven
llena a rebosar los auditorios; y todavía mejor, surgen grupos por
todas partes cuyo mayor placer es reunirse en sus casas para
desarrollar un diálogo musical que adopte esta forma. Este impulso
de revivir un arte antiguo por el que nuestros padres y abuelos,
cuyo gusto musical iba por caminos muy diferentes, no sentían
ninguna inclinación particular, ha ido acompañado por un celo de
autenticidad, t o d a la información que se ha podido reunir me-
diante una investigación concienzuda e imaginativa ha sido com-
pulsada afanosamente -la idea de intentar interpretar esta antigua
música en un estilo casi moderno empleando instrumentos moder-
nos se ha convertido en tabú para la presente generación de entu-
siastas musicales, con pocas excepciones-. Esta batalla, cuyo gran
protagonista fue mi propio maestro, Arnold Dolmetsch, está vir-
tualmente ganada, aunque la investigación minuciosa de todas las
posibles fuentes prosigue sin descanso a medida que van saliendo a
la luz más y más ejemplos de música perdida, muchos de ellos
originarios de la época en que la catedral de Notre Dame de París
estaba aún construyéndose. Las opiniones que Arnold Dolmetsch
había expresado con extrema vehemencia frente a los prejuicios
contemporáneos ahora se pueden oír comúnmente en boca de
jóvenes profesionales, así como aficionados, expresadas en un tono
desapasionado que muestra cuán lejos han quedado las luchas de
la época pionera.
Es oportuno señalar que el principio, hoy generalmente acep-
tado. según el cual cada tipo de música requiere su propia técnica
característica, y por esta misma razón puede excluir procedimien-
tos técnicos pertenecientes a otros tipos de música, indica por sí
mismo un despertar a una verdad de pertinencia universal, una
verdad a la que el budismo mahayana ha dado expresión concreta
con su enseñanza acerca de la unión indisoluble de la sabiduría y
el método en cuanto se aplica al arte de la música así como a otras
esferas. El estilo de un tipo dado de música, al igual que el conte-
nido de las composiciones que le pertenecen, representa el aspecto
de sabiduría; todo lo que se refiere a las técnicas, incluidos los
intrumentos que éstas ponen en juego, representa el método. Estos

153
Metafísica de la polifonía musical

dos intereses son inseparables, se complementan e interpenetran


mutuamente a cada paso. Arnold Dolmetsch nunca dejó de incul-
car este principio cuando enseñaba, tanto con su ejemplo como
por la naturaleza de sus críticas. Como antiguo discípulo suyo,
puedo decir, con gratitud, que esta experiencia bajo la instrucción
de un sabio musical abrió mis ojos a muchas cosas que de otro
modo habría pasado por alto-, más tarde, cuando me llegó a mí el
turno de enseñar, seguí basando mis métodos en lo que aquel gran
hombre me había enseñado.
Todas esas cosas juntas han marcado evidentemente un gran
cambio en la sensibilidad musical; no es sólo el gusto de uno, sino
lo que es más importante, toda su manera de escuchar, lo que ha
sido afectado. Donde una generación "anterior había admirado so-
bre todo obras de larga duración en las que el material componente
se distribuía de manera relativamente poco densa, la generación
actual ha aprendido de nuevo a escuchar en profundidad; una obra
maestra contrapuntística que no dura más de cinco minutos retiene
su atención de tal manera que los deja con la sensación de haber
participado en una amplia experiencia musical; no piden nada más.
Tanto para los intérpretes como para los oyentes, la escala de
valores musicales se ha alterado radicalmente.
Un punto que hasta ahora ha escapado a casi todos los observa-
dores es el hecho de que no hay ningún precedente histórico
conocido de tan trascendente intento de resucitar el pasado musical
como el que ahora estamos presenciando en toda Europa y hasta
en América y Australia; este modo de pensar y sentir ha sido
reservado al siglo XX. Las otras épocas se contentaban con lo que
podía ofrecer la música de su tiempo, completada con algunos
materiales residuales de fechas recientes. Todo lo que había exis-
tido antes se dejaba simplemente caer en el olvido, incluidas sus
mayores obras maestras. He aquí un triste despilfarro, se siente
uno inclinado a decir, y sin embrago, así es cómo los autores deh-
esas obras maestras esperaban que se tratara a su obra cuando les
llegara el turno de mandar a sus sucesores. Hay que admitir que
hay cierto aire de desprendimiento en esta actitud. Aquí hablamos
sobre todo de música europea, en la que la idea de creación indivi-
dual ha desempeñado un papel cada vez más prominente en la

154
Metafísica de la polifonía musical

apreciación estética de la gente a partir de la aparición de la polifo-


nía. En los países cuyas artes habían conservado una base estricta-
mente tradicional, era imposible que tales consideraciones conta-
ran. salvo en un sentido muy limitado. El culto consciente a la
originalidad, con el hombre de genio como agente acreditado, se
acentuó enormemente en la mentalidad europea a partir del renaci-
miento. En otras tradiciones, el genio podía ser reconocido en
ocasiones, pero no se volvió obsesivo como al final ocurrió en
Occidente.
La vasta empresa que implica el presente renacimiento de tipos
de música antiguos aparece por tanto en la historia como un hecho
en cierto modo paradójico. Cabe preguntar qué es lo que ha impul-
sado a la gente de una época alimentada (o más bien dejada morir
de hambre) con la ideología del progreso a desear recuperar toda
esta música del pasado a costa de tanto esfuerzo y con todas las
apariencias de desear satisfacer una necesidad urgente. ¿Qué sien-
ten en esta música que no puedan obtener por otros medios? Más
importante: ¿Qué es realmente lo que se puede encontrar en ella?
Ésta es la cuestión esencial.
Por todos los signos que vemos a nuestro alrededor podemos
suponer sin temor a equivocarnos que detrás de todo este asunto
hay un intento inconfesado de llenar el vacío espiritual dejado por
el abandono del cristianismo por parte del Occidente. El hecho de
que esta música era una creación característicamente cristiana - n o
es compartida por ninguna otra tradición- hace tanto más probable
que los que se sienten tan intensamente atraídos en esta dirección
están respondiendo, aunque no lo sepan, a un instinto de regreso al
hogar. De esta forma volvemos a lo que es esencialmente una
cuestión metafísica: ¿Cúal es el mensaje tejido en la substancia
misma de esta música? Más particularmente, ¿qué es lo que la
polifonía musical, esa creación única del Occidente cristiano,
puede comunicar a los espíritus y los corazones humanos?
Como todo arte auténtico, la música ofrece una imagen del
universo, en el grado de los pequeños misterios. Cuando se prac-
tica teniendo presente esta verdad, sirve de soporte a la contempla-
ción. y el gozo que incidentalmente evoca se percibe como reflejo
de la beatitud divina.

155
Metafísica de la polifonía musical

La ipseidad de Dios, inexpresable y no manifestable en sí,


corresponde, en nuestra experiencia humana, al vacío o al silencio.
Cuando el silencio se afirma, nace el sonido: «En el principio era la
Palabra.» La música sale del silencio, y al silencio se retira en el
momento de la terminación. La afirmación primaria de esta verdad
es reconocible en la tónica, tanto si se oye realmente como si está
implícita en lo que se oye en primer lugar. La tónica es, a lo largo
de cualquier pieza de música, como un recordatorio de la unidad
de la cual todo lo manifestado o desarrollado deriva su existencia.
La tónica, por decirlo así, representa el germen de la creación;
nunca está ausente de hecho, como causa eficiente, de todos los
efectos a los que dará lugar ulteriormente. Esos efectos están todos
contenidos en la causa primera, al igual que esa misma causa se
comunica a través de todos sus efectos, pues la causa y los efectos
son de hecho inseparables. El prototipo de esta relación es el
intelecto divino, en el que todo lo que Dios ha creado o creará
permanece en estado de actualidad permanentemente presente que
las cosas y los seres, en el transcurso de su devenir sucesivo, velan
y a la vez revelan.
¿Qué ocurre en realidad en el universo creado que vemos a
nuestro alrededor y en el que estamos envueltos? Este universo se
caracteriza por la triple fatalidad del cambio, la competición y la
impermanencia. Hablar de un mundo (cualquier clase de mundo)
es hablar de contraste u oposición, pues la distinción de un ser y
otro ser impone inevitablemente esta condición. Un mundo es
siempre un juego en blanco y negro, con todos los matices inter-
medios de gris o, digamos, todo el juego cambiante del espectro,
¿Qué ocurre, pues, exactamente cuando dos o mas seres se desen-
vuelven en el mismo mundo? Estos seres pueden o bien convergir
o bien divergir o, a lo largo de un breve espacio, moverse paralela-
mente (o casi, dado que un curso absolutamente paralelo no e s ^
posible), y esto de vez en cuando pondrá a esos seres en contacto o
incluso los hará colisionar. ¿Qué ocurre entonces? En la medida en
que un ser sea llevado con mayor fuerza que el otro, este último
será empujado y desviado de su camino hasta que sea libre de
volver a moverse en su propia dirección. Seguirá esta nueva direc-
ción hasta que de nuevo entre en algún tipo de oposición -quizá

156
Metafísica de la polifonía musical

esta vez su ímpetu resultará ser el más fuerte y será el otro ser
quien se desviará su vez, y así indefinidamente.
¿Qué sugiere esta imagen sino un contrapunto que, por su
continua interacción de tensiones y liberaciones, expresa esa uni-
dad de la que han surgido sus elementos constitutivos y a la que
éstos tratan siempre de volver consciente o inconsciente? El para-
lelo musical es evidente, y esto es de hecho lo que confiere a la
música contrapuntística su extraño poder para conmover el alma.
El rigor del principio contrapuntístico que gobierna la música de
los siglos XV, XVI, y XVII de la Europa occidental explica fácil-
mente el inmenso efecto que este tipo de música tiene sobre los
intérpretes y, en un grado ligeramente inferior, sobre los oyentes.
Por ejemplo, en una fantasía para violas, o en la música sacra
de ese período, ¿qué es lo que ocurre de forma típica? El silencio
es afirmado, y por tanto también roto, por la enunciación primera
de un tema, que evoca, desde otro intérprete, o bien conformidad
(es decir, repetición del tema en la tonalidad original o si no en una
tonalidad conexa) o bien contraste (es decir, réplica en forma de
otro tema); pero esta misma relación, por cuanto introduce una
dualidad, conduce a la colisión en un punto u otro. La parte más
fuerte empuja a la más débñ fuera de su curso hasta que el sentido
de oposición (que es lo que significa «discordia») ha cesado, sólo
para dar lugar a otra oposición igual cuando las partes en cuestión
encuentren nuevos puntos de resistencia al tratar de cruzar el
camino de otra parte o partes. La búsqueda de la libertad prosigue
mientras este proceso continúa; cada relación de concordia repre-
senta una libertad relativa y provisional con su grado correspon-
diente de bienestar, pero, en tanto existe un proceso de cambio
ninguna situación puede ser confortable por mucho tiempo. Las
oposiciones seguirán surgiendo, con la consiguiente incitación a
resolverlas: sólo mediante un retorno a la unidad original, cuyo
recuerdo latente constituye el incentivo para lograr este mismo
retorno, puede encontrarse por fin la paz.
Al igual que en el mundo uno se encuentra con situaciones
difíciles y con situaciones fáciles, imponiendo las primeras un
esfuerzo suplementario y permitiendo las segundas un movimiento
relajado, también en nuestro esquema contrapuntístico encontra-

157
Metafísica de la polifonía musical

mos que la interrelación de partes impone de vez en cuando un


aumento del esfuerzo, perceptible por el oído como crescendo, y
viceversa: este impulso de aumentar empezará siempre en una
parte determinada y nunca es debido a un deseo arbitrario o (heré-
tico) dq tocar más fuerte. En la música contrapuntística, los cres-
cendi y diminuendi son siempre expresiones de lógica musical, no
de algún motivo individualista o sentimental por parte de los intér-
pretes. Siempre es posible determinar exactamente en qué parte, y
por qué, se necesita un aumento o disminución del sonido, que
evoca a su vez una respuesta correspondiente de las otras partes,
hasta que resulta un climax colectivo en tanto la lógica musical no
empiece a invertir la tendencia en la dirección de una mayor o
menor intensidad de sonido. La disciplina de la música contrapun-
tística consiste en prestar atención a los signos que indican lo que
hay que alterar en un momento dado; de otro modo, uno sigue
tocando igual. Este tipo de música -éste es el secreto de su calidad-
está a mitad de camino entre una ciencia y un arte: ars sine
scientia nihil. Al enseñar esta música uno debe acostumbrar a sus
alumnos desde el principio a ver y sentir las cosas de este modo; se
induce la manera correcta de ver mediante ejemplos concretos -la
teoría y la aplicación van al unísono en todo momento- pero pasa
cierto tiempo hasta que uno está en situación, como ahora, de
resumir la propia experiencia en una síntesis coherente.
De modo similar, ese contrapunto que llamamos vida es una
búsqueda de una unidad que, a través de todas las vicisitudes de la
existencia, se siente como siempre presente: sólo se encontrará la
paz con un retorno a nuestra tónica existencia!. Puede haber pun-
tos de descanso o codas temporales; cada cadencia que pasa ofrece,
de hecho, a su modo una microimagen de todo el proceso de
resolución de oposiciones dualistas en la unidad. Cada nota incluida
en una cadencia exige un distinto tipo dé énfasis; ciertas notas
tienen que ser ligadas suavemente, otras separadas, mientras que el
sonido de otras ha de ser aumentado paulatinamente o bien dismi-
nuido. Para un grupo de intérpretes, formar correctamente una
cadencia ya es un ejercicio colectivo en la unidad, un lejano sabor
anticipado de una dicha perdida.
En términos de las artes más estáticas, Dios ha sido descrito a

158
Metafísica de la polifonía musical

menudo como «el gran arquitecto del universo». En términos del


arte esencialmente dinámico de la música, podría ser llamado tam-
bién con propiedad «el gran contrapuntista del universo», puesto
que la creación, la expresión del ser a través del devenir, también
implica su correspondiente nombre divino, como más arriba.
Una versión más sucinta de la misma idea podría ser la si-
guiente: El contrapunto, ya sea musical o existencial, afirma e
ilustra la presencia inmutable de la unidad a través de todas las
vicisitudes de la multiplicidad, como también la reducción de las
oposiciones consiguientes al proceso de cambio a esa misma uni-
dad en la que el propio proceso renace siempre nuevamente. Éste
es el misterio de la existencia (o la creación) que el contrapunto, en
términos de sonido, contribuye a revelar. De ahí también el múlti-
ple provecho que se puede derivar de su ejecución inteligente, para
«quienes tienen oídos para oír».

159
VIII

ANATTA

Impermanente es el ser humano, propenso al sufrimiento, ca-


rente de sí mismo: este adagio es afanosamente repetido en todo
lugar donde predomina la tradición budista, ya sea en Kyoto o en
Colombo, en Lhasa o Ragún, en Pekín o en algún campamento
kalmuko de la estepa del mar Caspio. La misma frase se aplica a
seres distintos de los humanos; lo que ellos sienten que son,
a través de sus experiencias continuamente cambiantes de lo pla-
centero y lo doloroso, expresa una carencia de personalidad intrín-
seca, no su presencia. Dentro del ambiente común de flujo cós-
mico, siempre que varios factores se asocian provisionalmente,
nosotros, los seres, vivimos una identidad empírica cuyos signos
interpretamos mal; la doctrina del anatta (he usado deliberada-
mente la forma pali de esta palabra para subrayar su precedencia
histórica) está concebida principalmente como un medio de prepa-
rar al hombre para la acción antes de interpretar correctamente
esos signos. Si otras religiones, partiendo de premisas muy diferen-
tes, han tendido a fomentar la creencia en un alma concebida
como una mónada subsistente por sí misma, para los budistas lo
que constituye el punto de partida de la verdadera lucidez es su
persistente negación. Antes que un hombre pueda plantearse efi-
cazmente la pregunta vital «¿quién soy yo?», debe adelantarse a ella
con la respuesta «yo no soy esto». De esta inversión del orden más
usual de presunciones axiomáticas se ha desarrollado toda una
perspectiva metafísica con sus consiguientes expresiones dialécti-

160
Anatta

cas. La asociación con budistas de todos tos grados en condiciones


de intimidad, en un país budista, permite percibir cómo toda una
mentalidad ha sido influida por la presencia del anatta entre los
ingredientes básicos de su formación intelectual.
Si el sueño existencial que todos estamos viviendo, con su
impulso persistente hacia la autoafirmación, es lo que nos ata a la
rueda del nacimiento y la muerte en una sucesión continuamente
renovada, Buda, aquel cuyo título de «el despierto» significa la
salida de ese sueño, nos ha mostrado, primero por su ejemplo y
después por su enseñanza, que nuestro propio despertar es algo
accesible también para nosotros, para lo cual nuestro nacimiento
humano ofrece una posición ventajosa. Los demás seres, situados
periféricamente en comparación con nuestra situación central, ne-
cesitan nacer en forma humana antes de poder seguir el mismo
camino. La compasión por nuestros compañeros de existencia no
humanos nace lógicamente una vez que este hecho se reconoce
claramente: rehusar esta compasión negándose a afrontar lo quejf
significa el privilegio humano en cuanto a obligaciones es una
forma de estupidez particularmente apta para producir una pérdida]
de la condición humana. El budismo siempre ha insistido muchí-f
simo en este aspecto.
Dadas las consideraciones anteriores ¿puede darse por sentado
que la budeidad como tal no es sino otro nombre para designar a la
personalidad? Por plausible que a primera vista pueda parecer esta
conclusión, adolece de la objeción aplicable a todo intento de
reducir una oposición aparente haciendo desaparecer a uno de sus
miembros en favor del otro en aras de una unidad especiosa. No
debe olvidarse nunca que el propio Buda ha ido más allá de todas
las dicotomías posibles, incluida aquella entre samsara y nirvana.
Desde su punto de vista trascendente, ni la oposición entre sí
mismo y sin sí mismo, ni su complementarismo final plantean
problemas: sólo en una conciencia plenamente despierta puede esta
ecuación abierta resolverse sin forzar la decisión.
El punto de vista de la no dualidad es de tal naturaleza que
excluye toda explicación monista: de ahí la reticencia del budismo
sobre el tema de si el nirvana comprende una verdadera personali-
dad entre sus atributos. Más bien deja que uno descubra por sí

161
Anatta

mismo lo que todo esto significa mientras avanza a lo largo del


camino humano al que un karma favorable ha dado acceso. Una
larga y dolorosa experiencia ha mostrado que los seres pensantes y
animados, a pesar de todo tipo de salvaguardas dialécticas, siguen
siendo demasiado propensos a imponer a la palabra personalidad
aquellas ideas preconcebidas que, por definición, mantienen po-
blada la tierra con los sueños del samsara, y no el mundo de la
realidad. El compromiso rutinario con alguna fórmula cómoda a la
larga crea problemas. Según el parecer budista, el fomento de un
hábito de indagación rigurosa unido a una atención incesante es el
mejor modo de producir el conocimiento de sí mismo, cualquiera
que pueda ser el significado último de esto; es una cuestión de
economía tradicional como la que posee cada una de las grandes
religiones y determina sus diferencias. Es con referencia a este
factor de economía como podemos explicar la «no actitud» del
budismo ante el sí mismo, como también ante Dios, pues ambas
nociones van juntas. El epíteto de ateo que aplican a su religión
algunos apologistas neobudistas resulta de un absurdo patente para
cualquiera que haya penetrado los motivos válidos que subyacen a
la reluctancia budista a dejarse caer en formulaciones dogmáticas
expresadas en términos positivos. Las enseñanzas acerca del anatta
son típicas del método rpofático que el budismo favorece.
Entre paréntesis, vale la pena observar que estos mismos escri-
tores neobudistas, según ellos mismos confiesan, se encuentran
mucho más a gusto con los sociólogos y psicólogos modernos, y
con los pensadores materialistas en general, todos ellos nastikas o
«nada más-istas» como los llamó Coomaraswamy, que con los
teístas y creyentes en el sí mismo a quienes se toman la molestia de
ridiculizar. Si estos últimos parecen merecer el epíteto de «eterna-
listas» en el sentido que Buda dio a esta palabra, esas personas
olvidan que el propio Buda definió la vía del medio como la que^
pasa entre aquellas dos posiciones: preferir una a expensas de la
otra es elegir no participar en la vía del medio como tal, pero el
impulso de seguir las últimas modas ideológicas ha oscurecido, en
esas personas, la sensibilidad para lo que es, o debería ser, más
característico de un punto de vista budista.
En el aspecto histórico, algunos se han inclinado a atribuir el

162
Anatta

inicio de la doctrina del anatta a un deseo de contrarrestar ciertas


creencias populares acerca del alma que prevalecían en la India del
Norte en la época en que el dharma se predicó por primera vez;
algunas de esas creencias tomaron una forma crudamente supersti-
ciosa. Aun suponiendo que esta clase de motivos desempeñaran un
papel ocasional, iríamos más allá de lo probable si asignáramos
una causa tan trivial a un fénomeno intelectual de tan trascenden-
tes proporciones; la difusión de las enseñanzas sobre el anatta
entre todos los pueblos de distinta raza y cultura que se pueden
incluir en la familia budista exige una explicación mejor que esta
excursión bastante ingenua en la antropología actual. Si el anatta
debe ser contrastado con alguna concepción alternativa que se
cruzaba en su camino, ésta tiene que buscarse sin duda en la
tradición hindú en su más alto nivel intelectual, es decir en el
mundo de los Upanishads, donde esa idea de un sí mismo trascen-
dente que más tarde se sistematiza en el vedanta shankariano ya
viene enunciada con todos sus elementos esenciales.
Entre los escritores notables que han escrito sobre el tema en
nuestro siglo, podemos mencionar a dos que representan posturas
alternativas, a saber, René Guénon y Ananda K. Coomaraswamy.
El primero empezó a destacar en la década de 1920 con dos libros
memorables sobre hinduísmo, encaminados a recuperar en Occi-
dente una dimensión de conocimiento cuya pista había perdido la
teología cristiana a lo largo de los siglos. El nuevo entusiasmo del
joven Guénon por la sabiduría vedántica tal como la expone el
gran Shankaracharya le llevó a rechazar el anatta, y con ello todo
el budismo, como poco más que una onda herética en el océano de
la intelectualidad hindú; el hecho de que no consultara textos
budistas paralelos fue responsable de una conclusión apresurada a
la que durante cierto tiempo se aferró obstinadamente. En fechas
posteriores, sin embargo, respaldado por A.K. Coomaraswamy,
cuya lúcida erudición y escrupulosa consideración por la autoridad
tradicional Guénon respetaba grandemente, llevé a cabo una tenta-
tiva cerca de éste, con el resultado de que accedió a eliminar de sus
obras publicadas los pasajes ofensivos contra el budismo, decisión
• por la que nunca dejaré de estarle agradecido. Éste fue un episodio
de mi juventud que contemplo con particular gratitud; sin esa

• y1 y 163
¡ücu - W i a ;

Anatta

experiencia detrás de mí dudo que ahora me atreviera a enfren-


tarme con un problema tan delicado como el que presenta el
anatta en relación con el hinduísmo y las religiones teístas en
general.
En cuanto a Coomaraswamy, sus conclusiones eran exacta-
mente opuestas a las de Guénon, puesto que en la época de su
mayor madurez sus comentarios tomaron un sesgo muy marcado
tendente a demostrar la tesis de que las enseñanzas de Buda sobre
el conocimiento de sí mismo se aproximaban en lo esencial a las
del brahmanismo, a pesar de ciertas diferencias de expresión. Las
opiniones de Coomaraswamy en torno a este tema se desarrollaron
de modo que minimizaba la originalidad intrínseca del dharma de
Buda en interés de un universalismo hindú un poco artificial. En
apoyo de esta tesis inclinó la balanza en una dirección que suponía
claramente una petición de principio recurriendo a un expediente
visual que únicamente las lenguas europeas modernas han hecho
posible, pero que las lenguas orientales excluyen por completo, a
saber, empleando las dos formas «sí mismo» (self) y «Sí mismo»
(Selj) para distinguir automáticamente entre el sí mismo empírico o
ego, sede del pensamiento ilusorio, y el verdadero o trascendente
principio de la personalidad hacia el que tiende toda experiencia
contemplativa.
En caso necesario, tal procedimiento puede justificarse si se
está hablando de Vedanta u otro tema parecido de modo aislado,
pero introducirlo en un contexto budista es a la vez técnicamente
impropio y engañoso a la larga.
Aparte de la anterior objeción lingüística, este truco de trans-
cripción adolece del grave inconveniente de que elimina la ambi-
güedad ligada a las diversas maneras de emplear la misma palabra
«sí mismo», ambigüedad que de hecho es esencial para cualquier
discusión correcta de este problema, aunque sólo sea porque co^
rresponde exactamente a nuestra experiencia humana. ¿Quién es el
verdadero sí mismo? Sólo el contexto puede indicar de qué sí
mismo se está hablando en cada caso; esto es tan cierto de las
formulaciones escritas como lo es de la vida. Anticiparse arbitra-
riamente a la conclusión despojando de su carácter equívoco a la
palabra clave no sirve sino para confundir más las cosas. Ananda

164
Anatta

Coomaraswamy y René Guénon fueron ambos grandes hombres a


quienes nuestra generación debe mucho; si los he criticado un
poco en el caso que nos ocupa es porque esto me ha permitido
hacer hincapié en cierta indefinición que afecta a la expresión sí
mismo tal como se usa comúnmente, hecho que considerado aten-
tamente en cada ocasión sucesiva se convertirá él mismo en un
factor de iluminación, y no lo contrario.
Si nos paramos a examinar el término anatta con mayor dete-
nimiento no puede dejar de impresionarnos el hecho de que la
mera adición de la a privativa a atta, sí mismo, no elimina la
necesidad de entender claramente qué es lo que con tanta con-
fianza declaramos negar. Cuando decimos de un paisaje, por ejem-
plo, que no tiene árboles, o de una mujer que no tiene hijos, esto
va acompañado del hecho de que no tenemos ninguna duda acerca
de lo que significa árboles o hijos, según el caso. En el caso del
anatta, sin embargo, esta condición no vale. Al uso común que
hacen de este término los budistas no le corresponde un conoci-
miento real de lo que es eso que se desacredita. La respuesta
convencional es «una constante personal», pero esta respuesta en
modo alguno explica por qué budistas y no budistas por igual
siguen comportándose como si sus personalidades y las de sus
vecinos fueran unidades comprobadas destinadas a persistir a tra-
vés de todas las diversas vicisitudes que tienen lugar entre el naci-
miento y la muerte, e incluso más allá. No viven como si el anatta
fuera para ellos una realidad. El problema de la identidad sigue
siendo por tanto en la práctica tan desconcertante como siempre,
pero esto no hace que los budistas abandonen su creencia en el
anatta: paradójicamente, hace que se adhieran a esa creencia con
más tenacidad que nunca. Ellos no sienten esa creencia como
algo con connotaciones negativas, a pesar de la forma en que se
expresa.
Parece incuestionable que para los budistas de todas las escue-
las el término anatta tiene connotaciones positivas; además, el
énfasis dado a esta enseñanza durante siglos prueba su importancia
espiritual para quienes siguen el dharma budista; destaca como
idea así como factor práctico que determina la vida real de las
personas.

165
Anatta

Los que hayan leído la biografía de Mila Repa1, el santo poeta y


asceta del Tibet, recordarán sin duda que la esposa de Marpa, el
maestro de Mila Repa, se llama Dagmema {.bdag- sí mismo,
med = sin, y la terminación femenina ma), que es el exacto equiva-
lente tibetano de anatta. ¿Puede imaginarse un nombre más ex-
traordinario aplicado a una persona? Dagmema era un alma pro-
fundamente compasiva que hizo lo mejor que pudo para confortar
al joven discípulo de su marido mientras sufría la sucesión de
duras pruebas que decretó para él su formidable mentor como
expiación purificadora de sus antriores crímenes de brujería y
asesinato. Es costumbre entre los budistas, cuando tienen que
poner nombre a su progenie, escoger alguna virtud intelectual o
moral como «doctrina profunda», «invencible», «el que alcanza su
meta», etc., todos los cuales son inmediatamente comprensibles
como indicadores de ideales; pero «desprovista de sí mismos» es
una elección realmente sorprendente que no puede sino correspon-
der en intención a una cualidad positiva del más alto orden. Dos
partículas negativas juntas, afirman; es evidente que en este ejem-
plo «sí mismo» tiene un significado negativo por implicación: si
éste fuera lo contrario de lo que los occidentales disciernen en la
palabra «sí mismo»,, esto no debe cegarnos ante la posibilidad alter-
nativa, a saber, que nuestra acostumbrada conciencia del sí mismo
resulte engañosa y que sea a través de la renuncia a ella como
pueda descubrirse algo real, algo que no pueda ser nombrado
como tal para que esto no empiece a su vez una nueva cadena de
atribuciones ilusorias. Como podría haber dicho el Tao-te-king, «el
sí mismo que se nombra no es el verdadero sí mismo». La práctica
budista tiene en este punto más de técnica que de creencia, pero su
motivo dominante queda suficientemente claro.
El presente examen de este tema indudablemente escurridi

1. Una traducción admirable de este supremo documento espiritual ha sido publicada


por Clarke, Irwin & Co„ Toronto y Vancouver, Canadá. El traductor es Lobsang P. Lha-
lungpa, uno de los más destacados eruditos tibetanos, quien ha añadido una introducción que
es por sí misma una valiosísima contribución a la exégesis budista. Otra traducción esplén-
dida (la última parte abreviada) existe en francés, debida a Jacques Bacot y reeditada por
Fayard. Ambas traducciones son obras de genio. Existe traducción española de la obra de J.
Bacot, Vida de Mtlarepa, Barcelona, Labor 1975.

166
Anatta

sería incompleto si no hiciéramos ninguna referencia a lo que


constituye ciertamente el más sugestivo paralelismo a la enseñanza
del anatta que se puede encontrar fuera del budismo, a saber la
declaración de Jesucristo, de que «si algún hombre quiere seguirme,
que se niegue a sí mismo». ¿Qué es esta autonegación a que los
cristianos son invitados?. La idea de negarse a sí mismo, tal como
se usa comúnmente, se ha empobrecido tanto que casi contradice
la frase evangélica de la que se originó. Algo de lo que uno decide
prescindir en favor de otros, cuya necesidad es mayor que la
propia, se niega a una entidad tomada en su valor aparente como sí
mismo propio; no se trata aquí de rebajar la validez de esa entidad
como tal. Tomada en el sentido de una generosa disposición a
renunciar a las propias posesiones disponibles en favor de otros, la
autonegación pertenece a la compasión; no hay aquí ningún indi-
cio de repudio de la realidad absoluta de sí mismo.
Cuando nos sentamos a releer el Evangelio con atención, no
nos queda ninguna duda de que las palabras de Jesús contienen un
sentido mucho más profundo que una mera disposición a ayudar a
los necesitados. La cuestión, por tanto, es averiguar qué es exacta-
mente lo que Cristo pedía a sus discípulos cuando los exhortaba a
la autonegación. Una respuesta convencional a esta pregunta con-
sistiría sin duda en decir que es el egoísmo habitual de uno lo que
hay que dejar a un lado en nombre del amor cristiano. Tal explica-
ción, aunque plausible dentro de sus límites, no va suficientemente
lejos por cuanto no toma en consideración la cuestión esencial de
la identidad; si el sí mismo aquí aludido fuera indudablemente real
de modo absoluto, ¿cómo sería posible alterar este hecho mediante
su negación voluntaria o de cualquier otro modo? Así formuladas,
por tanto, las palabras de Cristo siguen siendo misteriosas; van más
allá de lo que la razón por sí sola puede explicar. Según los tres
Evangelios sinópticos, Jesús dice a continuación que «el que quiera
salvar su vida, la perderá». ¿Qué debemos entender en esta se-
gunda frase suya? Sin duda que el alma humana, si pretende
prestar oído a la llamada de Cristo, debe demostrar su sinceridad
arrojando por la borda todo aquello a lo que se había apegado en
su búsqueda de satisfacciones arrogantes; debe aceptar sufrir una
muerte simbólica a imitación de la muerte física que Jesús aceptó

167
Anatta

en la cruz; sin esa muerte no habría habido resurrección ni podría


haberla ahora. La autoaniquilación de los místicos medievales res-
ponde a la misma idea. La nube del no saber, Ed. Paulinas, Madrid
1982, ese tesoro de antigua especulación mística inglesa, podría
pasar fácilmente por un ejercicio cristiano de anatta: en vez de «re-
surrección» léase «despertar», y nos encontraremos en terreno bu-
dista. Empaparse del pensamiento del anatta hasta que todo el ser
de uno quede saturado de su comprensión, es en un hombre señal
de su triunfo sobre esa muerte viviente que era la obsesión samsá-
rica por su propia personalidad. Éste es el precio que la ilumina-
ción nos pide a todos. Rennyo Shonin (1415-1499), uno de los
santos japoneses de la tierra pura, lo expresó de forma muy senci-
lla cuando dijo: «En el dharma de Buda la ausencia de sí mismo es
esencial.»
La práctica del anatta se extiende a todo lo que el hombre es y
hace. Las ideas no son una excepción a ello, puesto que una idea,
en el mejor de los casos, no es más que un medio conducente a la
iluminación, provisional por tanto y desechable una vez que ha
, servido para su propósito. Tal es la actitud del budismo ante todo
lo que es enunciado por la mente del hombre o filtrado a través de
ella. La ley de la impermanencia que gobierna toda manifestación
en la existencia impide eternizar las ideas lo mismo que las demás
cosas, aunque uno puede acogerlas mientras sirvan a necesidades
inteligibles. Más que todas las demás religiones, el budismo es
sensible al peligro que encierran las afirmaciones categóricas toma-
das por verdades demostradas; de ahí su preferencia por técnicas
no dogmáticas. El reconocimiento de que las formas establecidas
de la propia religión, aun las más sagradas, pertenecen al upaya, al
medio providencial, revela no un relativismo militante sino un
sentido realista con respecto a la propia posición intelectual que se
acompaña de compasión con respecto a la de los demás. El profficL.
Buda dejó bien sentado que no quería que sus discípulos aceptaran
sus enseñanzas mecánicamente, por una simple lealtad personal o
partidista divorciada de la inteligencia activa. En todas estas cues-
tiones, la palabra clave es atención: ni siquiera la fe puede actuar
con seguridad si la atención falta. Tratar un dogma no como una
clave para una verdad dada, sino como esa verdad en un sentido

168
Anatta

inequívoco es imponerle una personalidad ideológica que ninguna


fórmula dictada por el hombre puede tener con justicia; el dogma,
como cualquier otro expediente eficaz para prevenir el error, nece-
sita del anatta para mantener el equilibro. Upaya y anatta son los
dos puntales sobre los que descansa lo que, bastante erróneamente,
se ha dado en llamar la tolerancia budista. Ambos juntos actúan
como una sana salvaguardia para la fe manteniendo alerta la inteli-
gencia donde el dogmatismo, el hábito de dar un alcance absoluto
a las formulaciones tradicionales, crea peligros ocultos al mantener
en las mentes de las personas un sentimiento ilusorio de seguridad
haciendo caso omiso de la inestabilidad que todo lo que se encuen-
tra en el samsara posee por definición.
Al genio del budismo le ha correspondido dar lugar a una
amplia variedad de escuelas (trato de evitar la palabra sectas, aun-
que se ha usado habitualmente) de ninguna de las cuales se puede
decir que no sea ortodoxa en el sentido más amplio. Cada una ha
creado un estilo psíquico propio, y ha determinado así, también, la
naturaleza de su correspondiente dialecto espiritual: la diversidad
de los intérpretes, como dijo el profeta del islam, es también un
don divino. Esta diversidad muestra por lo demás cómo cada
doctrina perteneciente al dharma puede ser considerada desde va-
rios ángulos sin perder nada de su nitidez intrínseca Como otras
enseñanzas, el anatta se ha prestado a una amplia gama de aplica-
ciones en consonancia con la mentalidad creada por las diversas
escuelas. Un ejemplo concreto servirá para dejar bien claro este
punto. Tomemos, pues, el jodo-shin, la escuela de la tierra pura del
budismo japonés, y veamos cómo esta perspectiva aplica en la
práctica la idea del anatta; con una de las otras escuelas la aplica-
ción de este mismo principio seguiría obviamente direcciones muy
diferentes. Si el lector vuelve por un momento al capítulo VI
(Nembutsu como recuerdo) recordará la tajante distinción, presente
en todo el pensamiento de la tierra pura, entre el «poder de sí mis-
mo» (Jiriki) y el «poder del otro» (tariki), el primero de los cuales
figura como un factor exclusivamente negativo en relación con el
potencial dhármico del hombre, mientras que el segundo es equi-
parado a la verdad salvadora que conduce a ese despertar de la fe
del que depende todo lo demás. Como dijo el ya mencionado

169
Anatta

Rennyo Shonin, uno debe confiar en el poder del otro; no debe


haber ningún elemento de sí mismo (en parte alguna en el jodo-
shin).
Esta depreciación del poder de sí mismo lógicamente debe ir
acompañada de desconfianza hacia la realidad de sí mismo como
tal; todo el programa espiritual de la escuela de la tierra pura es de
hecho una expresión del anatta vivido en este mundo o en cual-
quier otro. Lo que no es sí mismo no puede sino ser otro: este
razonamiento resume la posición elemental de la que todo lo
demás deriva en una secuencia natural. Dentro de este esquema, el
objetivo que tenemos ante nosotros es un despertar de la fe en
el poder del otro tal como lo representa el buda Amida, el princi-
pio viviente de la iluminación a la vez trascendente e inmanente,
que como Tathagata, «el así venido», se incluye en la línea sin fin
de los budas pasados, presentes y futuros.
Dado que la persona del devoto, gracias al nembutsu y su
invocación, se ha vaciado de toda preocupación por un sí mismo
supuestamente suyo, su corazón está por tanto preparado para
ofrecerse como un recipiente vacío en el que puede verterse el
elixir de vida de Buda. Lo que antes se había tomado por la
personalidad de . un hombre, oponible a la de los demás seres,
ahora es sustituido por la presencia compasiva del buda Amida,
con el resultado incidental de que todos los demás seres, tanto
colectiva como individualmente, son vistos como una única gran
familia en la que todos son padres, todos son hijos, todos son
hermanos, todos pertenecen a todos sin distinción. Aquí hemos
entrado evidentemente en un terreno donde la clásica dicotomía
entre alta y anatta, «sí mismo» y «sin sí mismo», ha dejado de ser
operativa. Buda Amida ha tomado todo ese peso sobre sí. Vistas
con los ojos que él nos presta, las realidades que percibimos toda-
vía como samsara y nirvana llegan a estar «fundidas pero no cón^
fundidas», por citar la frase inmortal del maestro Eckhardt. Ésta es
la visión que su compasión nos ofrece bajo el simbolismo de la
tierra pura.
Hay un relato con el cual nos podemos formar una idea de
cómo es el hombre que ha llegado a vivir por el anatta o, si se
prefiere, por el «poder del otro». En este relato aparece un término

170
Anatta

que pertenece específicamente al vocabulario del jodo-shin. Este


término es myokonin, que literalmente significa «maravillosamente
excelente», y por lo general se refiere a personas de aspecto senci-
llo, consideradas ingenuas por sus prójimos más sofisticados que
olvidan el hecho de que bajo una piedad infantil puede estar oculto
un alto grado de comprensión. Las frecuentes referencias de Jesu-
cristo a que recibiéramos su enseñanza como niños pequeños con-
cuerdan muy bien con la designación de un myokonin.
Cuenta la historia que uno de estos myokonin, un hombre
anciano, viajaba en un barco que navegaba de una isla japonesa a
otra. En mitad de la noche, cuando la mayoría de log pasajeros
dormían, se levantó una terrible tempestad; todos los demás pasaje-
ros se despertaron aterrorizados por las olas inmensas que hacían
inclinar de forma cada vez más amenazante a su pequeño barco,
pero el anciano siguió durmiendo pacíficamente. Al cabo de un
tiempo sus compañeros no pudieron soportarlo más; mientras
unos lo cogían por el hombro y lo zarandeaban violentamente,
otros gritaban: «¡Despierta, despierta, el barco puede zozobrar en
cualquier momento!» Lentamente, el viejo myokonin abrió los ojos
y miró de un lado para otro: «Oh, ya veo - d i j o - estamos todavía en
el samsara; no ha habido ningún cambio», después de lo cual se dio
la vuelta y se quedó dormido de nuevo. Éste era un hombre para
quien el anatta no era un concepto vacío. Los hombres así enseñan
mediante su ser; para ellos los argumentos verbales serían super-
fluos.

La anterior discusión ha seguido necesariamente un curso bas-


tante irregular, aunque sólo sea porque el tema del anatta no se
presta ante todo a la definición y el análisis sistemático; una suce-
sión de vislumbres discontinuas concuerda más con su espíritu. A
fin de cuentas, el anatta se ofrece a la inteligencia humana como
un koan supremo, un enigma que, gracias a la constante medita-
ción desarrollada en la quietud del corazón, puede de repente
entregar su secreto. Sólo un buda puede saber qué significan real-
mente «sí mismo», y «sin sí mismo»; en los seres que todavía
habitan en el lado de acá de la iluminación no puede sino prevale-
cer cierta inconsistencia de opinión. Ésta es evidentemente nuestra

171
Anatta

posición; sólo de segunda mano podemos saber, ciertas cosas, ob-


servando cómo actúan otros cuyo conocimiento ha madurado más
que el nuestro. El relato del myokonin ayudará a ilustrar esta
conclusión.
Frente al anatta la cuestión de la identidad es crucial: ¿Quién es
el que habla y quién el que oye? Partiendo del extremo hindú del
espectro intelectual, atma-vischara, la indagación del sí mismo en
la línea inculcada por un gran sabio, de nuestro tiempo, Sri Ra-
mana Maharshi, converge en la misma pregunta. Siempre que
alguien acudía a él con sus problemas personales o morales, en vez
de tratar de dilucidarlos poco a poco como ocurre habitualmente,
solía hacer retroceder al que preguntaba hasta la pregunta más
básica de todas, aquella de la que todas las demás dependen en
definitiva. Si nos es permitido transponer la frase del Maharshi al
lenguaje budista, podríamos hablar de anatmavichara con igual
propiedad: aquí hemos preferido la forma sánscrita a la pali para
trazar el paralelismo de manera más clara ¿Puede imaginarse algo
más paradójico que una investigación de la propia no personali-
dad? (¿Quién es, pues, el poseedor, quién es investigador?) La
comparación de tal investigación a un supremo koan no era, sin
duda, inapropiada, aparte del hecho de que el uso de koans por la
rama rinzai del zen japonés apenas habría sido concebible de no
ser por las enseñanzas sobre el anatta. Utilizada como medio de
romper las adhesiones psíquicas creadas por un constante hábito
dualista, la psicoterapia vinculada al koan refleja de hecho esas
enseñanzas de una manera conforme a la mentalidad desarrollada
entre los adherentes del zen en el Japón, al igual que el culto
aparentemente muy distinto del «poder del otro» en la escuela de la
tierra pura refleja esas mismas enseñanzas de un modo no menos
característico. Mientras el anatta sigue siendo una noción medio
digerida medio oscura, como es el caso para toda mente no iluhii-
nada, la necesidad de pugnar con esta cuestión de la identidad se
impondrá a la manera de un koan natural, y esta necesidad, a falta
de la iluminación, durará tanto como la vida misma. En este
respecto la seguridad con la que muchos budistas hablan o escriben
hoy sobre anatta es en gran parte engañosa.
Típicamente un koan tiene la forma de una pregunta que apa-

172
Anatta

rentemente se contradice a sí misma y sobre la que el aspirante


zenista es invitado por su roshi o maestro espiritual a meditar sin
cesar hasta que encuentre una respuesta satisfactoria. La realiza-
ción de esta penosa tarea puede prolongarse durante años, pun-
tuada por encuentros periódicos con el roshi, a quien su discípulo
somete las respuestas que mientras tanto puedan haberle venido a
la mente. Con mucha frecuencia será rechazado bruscamente por
su maestro, a veces con la adición de algunos golpes a modo de
estímulo, antes de ser devuelto a su celda de meditación para
intentarlo de nuevo. Hasta que un día, sin pizca de dramatismo, el
roshi le dirá que su respuesta es la correcta. Para nosotros que lo
vemos desde fuera, sería un error buscar conexiones lógicas discer-
nióles entre la pregunta tal como fue formulada originalmente y la
respuesta afortunada. Todo cuanto podemos decir es que, para la
capacidad intuitiva que posee el roshi para leer en el alma de su
discípulo, esa última respuesta es tal que demuestra que el satori, la
iluminación, ha tenido lugar realmente. Lo que, en ausencia de
una palabra mejor, llamamos respuesta, corresponde a una alusión
evocadora por parte del discípulo que revela una experiencia ocu-
rrida en una región de la psique humana completamente distinta
de la del pensamiento y habla-ordinarios. Esto no significa, sin
embargo, que esta evocación sea en sí producto de la psique como
tal, sino tan sólo que ha utilizado el vehículo psicofísico como
medio a través del cual puede manifestarse a la conciencia superfi-
cial de la persona concernida, como también a nosotros como
espectadores.
Desde el punto de vista de la sabiduría y el método, este uso de
los koans como soportes de intelección es tal que justifica que los
describamos como misterios -desde el punto de vista del sentido,
no de la etimología, puesto que la estructura silábica de la palabra,
según me ha informado un experto japonés, no proporciona nin-
gún indicio sobre cómo llegó a ser aplicada a su uso final como
soporte de la meditación zen- Es importante tener en cuenta al
hablar de este tema que el koan no corresponde a lo que nosotros
llamaríamos acertijo o enigma, es decir, una pregunta ingeniosa
calculada para desconcertar a una inteligencia media pero que
puede acabar cediendo ante poderes mentales de gran agudeza: el

173
Anatta

famoso enigma de la esfinge, por ejemplo, no tenía la naturaleza de


un koan puesto que ni la pregunta tal como la planteaba el mons-
truo ni la respuesta dada por Edipo salían del círculo del pensa-
miento racional, que tanto la propuesta como la resolución de un
koan excluyen a priori.
Si se quisiera buscar cierto paralelismo con el método del koan,
lo encontraríamos en el interior del budismo. Las iniciaciones
tántricas hacen uso frecuente de un tipo de fórmula llamado dha-
rani, que literalmente significa «suelo» (para la meditación invoca-
toria), de modo bastante parecido a nuestra palabra «soporte». Esta
fórmula consiste normalmente en cierto número de sílabas ligadas
entre sí de forma aparentemente fortuita, aunque sin mostrar el
carácter caprichoso que distingue a muchos koans del zen. Algu-
nas de las sílabas que figuran en un dharani proceden del vocabu-
lario común de la tradición mística, mientras que otros, tal como
se nos presentan, a menudo parecen apenas inteligibles. El lama
iniciador presentará un determinado dharani a su discípulo antes
de encerrarlo en su celda de meditación (conocida familiarmente
como «el palacio»), o, si no, si el discípulo tuviera la categoría de
un Mila Repa, puede permitirle residir en alguna cueva apropiada
frente a un glaciar del Himalaya para esperar allí el momento en
qúe, gracias a la concentración perfecta en la misteriosa fórmula,
ésta revele su arcano mensaje. Aquí, como en el zen, no se trata de
ningún ejercicio analítico por parte del discípulo; más bien debería-
mos hablar de la catálisis de algo que hay en él y que el dharani
también contiene en potencia: siempre hay un elemento de recono-
cimiento, de encuentro con lo que ya está ahí, en todo despertar a
la luz de la bodhi; eso es cierto incluso en casos de iluminación
parcial.
Hoy casi se ha olvidado que el significado radical de «misterio»
es mutismo, silencio deliberado, bien porque uno sabe que el
conocimiento en cuestión es demasiado profundo para ser expre-
sado con palabras, o bien porque es de naturaleza tal que supone
un peligro para todos, salvo para los iniciados más calificados que
trabajan bajo la supervisión rigurosa de un maestro. Detrás de este
silencio se puede discernir una causa de otro orden en el hecho de
que ciertas verdades, por su propia naturaleza, no necesitan ser

174
Anatta

afirmadas distintamente para comunicarse a cualquier mente de-


sembarazada del anhelo de expresarse a sí misma. Fue Frithjof
Schuon quien, tras ver mi manuscrito, señaló este factor no perci-
bido de la comunicación metafísica en el que las consideraciones
casi morales de conveniencia o prudencia no desempeñan ningún
papel. Al leer su observación pensé que era una cuestión dema-
siado importante para dejar de mencionarla, por lo que me apre-
suré a hacerle sitio en mi texto. La conciencia de que la verdad
comprende, junto a su capacidad de revelación, esta cualidad de
reticencia espontánea corre parejas con el conocimiento de anatta;
se corresponde con una actitud de despreocupación con respecto a
las contingencias, permitiendo así que el espíritu libre de la obse-
sión de sí mismo se haga sentir en el pensamiento y la acción
humanos. La acción emprendida en consonancia con el propio
dharma pero sin apego a los frutos, ya sea por anticipación o
subsiguientemente, constituye un yoga por derecho' propio, un
yoga en que las exigencias habitualmente contrastadas de la con-
templación y la acción son conciliadas sin esfuerzo. La tradición
védica, hablando a través de la poesía sublime del Bhagavad Gita,
ha dado especial prominencia a esta síntesis de la vida contempla-
tiva y la vida activa. El budismo ataca por su parte la tendencia al
apego por el extremo subjetivo de las cosas, vaciando de su subs-
tancia aparente a la supuesta personalidad y dejando que los frutos
de la acción, en el extremo objetivo, se marchiten y caigan del
árbol existencial por falta de savia. Anatta es el remedio específico
para producir esta eliminación de la conciencia de sí mismo mal
interpretada. Se puede confiar en que la verdadera conciencia ven-
drá a continuación, una vez que los obstáculos que se levantan
ante la obtención de una inteligencia despierta se hayan eliminado
del camino.
Hablando de manera más general, se puede decir que el miste-
rio, entre los hombres, es la correspondencia metódica de la para-
doja perteneciente al orden de las realidades divinas, que por su
parte constituyen la fuente sapiencial de cualquier conocimiento
esotérico. En el mundo helénico, donde se originó la palabra, los
misterios, entre los cuales los de Eleusis eran particularmente fa-
mosos, cubrían más o menos el mismo ámbito que las iniciaciones

175
Anatta

de la tradición india; representaban al lado más interior de la


religión helénica, cuyo marco externo lo formaban los ritos de los
templos y las enseñanzas públicas de los filósofos. Cuando siglos
más tarde el cristianismo vino a reemplazar las antiguas religiones
mediterráneas que desde hacía mucho estaban en decadencia, sólo
hubo que dar un paso para que la terminología de los antiguos
misterios fuera transferida a la eucaristía y a otros sacramentos
cristianos; en la Iglesia ortodoxa, éstos aún hoy son conocidos con
el nombre de misterios. La palabra «místico», en cuanto expresa lo
que es más interior en una religión, posee una connotación de
silencio, de algo demasiado profundo para ser expresado adecuada-
mente en términos positivos. De ahí la preferencia por las expre-
siones apofáticas por parte de los portavoces de la teología mística:
la negación de todo lo que tiende a limitar el concepto de lo divino
que se haga el hombre contribuye más a su comprensión que las
declaraciones cuidadosamente calculadas de los comentadores es-
colásticos. En este respecto los místicos cristianos, tanto orientales
como occidentales, se han acercado, dialécticamente y en la prác-
tica, al budismo y a otras religiones de Oriente.
Lo más característico de un misterio, tanto si se presenta como
rito, sacramento, o proposición metafísica, es que puede ser alta-
mente fructífero en el estilo de vida de quienes participan en él, sin
que ello implique necesariamente por su parte un alto grado de
comprensión consciente. Lo más frecuente es que el misterio actúe
como su nombre indica, es decir, en silencio y en la oscuridad, a la
manera de un fermento cuya acción no sabrían explicar las perso-
nas que se benefician de él. La vida como budista no sería lo que
es sin la penetrante pero en gran parte inarticulada conciencia del
anatta. Es normal que su verdad alcance a las personas como una
experiencia más bien fluctuante, como una linterna titilante^erci-
bida desde lejos por dos amigos (¿o son rivales sin saberlo?) a
quienes se les ha hecho de noche en un bosque: en un momento
dado sus ojos perciben un fulgor distante, en el momento siguiente
ha despararecido en el fondo dejándolos confundidos. «Me parece
ver una luz», dice uno, «Yo no veo nada», responde el otro. «Allí
está, ¿no la ves?» «¡Debe ser un fuego fatuo!» «No, ahí está otra vez,
es sin duda una luz, debe venir de alguna cabana de leñador en la

176
Anatta

que podemos buscar refugio. Pero no, ¿qué ha pasado con esa luz?
Estoy seguro de haberla visto claramente. Ha desaparecido, ¿qué
vamos a hacer ahora? Creo haber notado una gota de lluvia. Mira,
ahí está de nuevo. Apresurémonos.»
Si esta pequeña parábola de la experiencia de un hombre du-
rante su paso en la dirección de la autoaniquilación, junto con los
diversos comentarios que han conducido a ella, ha resultado ser de
alguna ayuda para otros decididos a llegar a la misma meta, habrá
valido la pena escribir estas líneas, de otro modo, no. Quizá la
manera más apropiada de terminar este capítulo tan variado sea
repitiendo las palabras con que se abrió: Impermanente es el ser
humano, predispuesto al sufrimiento, carente de sí mismo, Esta
frase tan a menudo citada no es sino una amplificación de la
primera de las cuatro nobles verdades de Buda, la verdad del
sufrimiento, a la que no añade nada esencial. La comprensión de
su significado pleno está reservada al hombre que, siguiendo el
ejemplo de Buda, se siente a su vez al pie del árbol del mundo
desafiando los ataques de Mara mientras la luna de Vaisakh, el
halo de Amitabha, vierte sobre él su luz bienaventurada. Para tal
hombbre, atta y anatta, «sí mismo» y «sin sí mismo», dejarán de
plantearle interrogantes; en cuanto a nosotros, muchas leguas de-
bemos recorrer todavía antes de poder hacer lo mismo. O tal vez
sean sólo unas pocas... El árbol de la bodhi está en todas partes;
cualquier tiempo es el tiempo de Vaisakh para el hombre de fe
despierta.

177
VIII

LOS ARQUETIPOS, CONSIDERADOS DESDE EL BUDISMO

La palabra arquetipo, derivada de dos raíces griegas que signifi-


can respectivamente «origen» o «principio» y «fuente», ha desper-
tado un gran interés en años recientes como resultado de su adop-
ción por los psicólogos de la escuela jungiana, para quienes denota
una función característica de «inconsciente colectivo». Admitiendo
que el uso que aquéllos han hecho de este término le ha dado un
sesgo algo equívoco, también se puede decir que el reconocimiento
de la existencia de fenómenos arquetípicos dentro del orden psí-
quico no nos lleva muy lejos en la comprensión de lo que la
palabra significaba originalmente y debe significar todavía si ha de
ser plenamente inteligible. En sentido aristotélico este uso restrin-
gido pertenece con toda evidencia al orden físico, a la vez que no
tiene en cuenta el dominio metafisico al que pertenece principal-
mente. Todo cuanto existe en un sentido relativo, como elemento
de la vorágine samsárica, debe tener necesariamente su lugar co-
rrespondiente en las aguas tranquilas de la conciencia nirvánica;
los colores del espectro encuentran su síntesis en la luz incolocjidel
vacío, entrando y saliendo de él según lo requiera la contingencia
existencial. Pero, a pesar de toda esta centelleante acción recíproca
de luz y sombra, subsistirán todavía en el eterno presente, como
potencia y actualidad arquetipicas, las dos en una. Fue santo
Tomás de Aquino quien dijo, hablando de Dios, que para él no
hay diferencia entre potencia y acto. Esto es budismo genuino:
sólo hay que transponer la frase del doctor Angélico al lenguaje del

178
Los arquetipos, considerados desde el budismo

dharma bódhico para reconocer enseñanzas similares, si bien ex-


presadas de modo diferente.
A modo de aproximación a nuestro tema, dirijamos nuestros
pensamientos a la iconografía tradicional de la rueda de la existen-
cia tal como la describimos en el primer capítulo de este libro. Se
recordará que esta imagen gráfica del cosmos consiste en un am-
plio círculo dividido en seis segmentos, cada uno de los cuales
aloja a una de las clases de seres, entre ellos los humanos. Ro-
deando a este campo principal, encontramos una estrecha banda
que muestra una secuencia de escenitas cada una de las cuales
sirve para ilustrar una de «las doce causas interdependientes de ori-
ginación» ipratitya samutpada), que van desde avidya, ignorancia,
hasta jaramarana, vejez y muerte. Aquí podemos recordar el he-
cho de que Buda, la noche de su iluminación, después de recons-
truir estas causas una por una en la dirección de su afirmación
sucesiva, procedió a recorrerlas en orden inverso, mostrando así
que el círculo vicioso del nuevo nacimiento-nueva muerte puede
ser roto una vez que el verdadero conocimiento ha llenado el vacío
dejado en la inteligencia por la ignorancia; el proceso del despertar
parte de aquí.
Situado en el centro del dibujo principal, encontramos - un
círculo más pequeño en el que aparecen los tres venenos en forma
de un cerdo, una serpiente y un gallo que se muerden la cola uno a
otro mientras dan vueltas en su lucha incesante por el dominio
sobre la mente y el cuerpo de los seres, con éxito variable, puesto
que el predominio nunca lo alcanza del todo ninguno de los tres
siniestros contendientes, aun cuando las apariencias a veces sugie-
ran que tal cosa ha ocurrido. Los tres animales en cuestión repre-
sentan respectivamente la ignorancia, la agresión y el deseo-apego.
Una combinación de estos factores, de equilibrio siempre variable,
es lo que en cualquier momento dará color al carácter de cualquier
ser que se desee nombrar.
Vale la pena señalar que estos tres factores determinantes exis-
tenciales también figuran en la cosmología hindú con el nombre de
«los tres gunas». El budismo adoptó los gunas al tiempo que les
confirió un sesgo ligeramente moralista. En la versión hindú,
tamas, correspondiente a la ignorancia budista, representa la ten-

179
Los arquetipos, considerados desde el budismo

dencia a la inercia, la pasividad, la fijación; rajas, el segundo guna,


representa una tendencia expansiva, y por tanto también agresiva
cuando encuentra obstáculos para su autoafirmación; y el tercer
guna, sativa, se asemeja a una tendencia ascendente, una aspira-
ción hacia las cosas superiores, lo que difícilmente hace pensar en
un veneno, salvo en el sentido recogido por el budismo de que
cualquier enmarañamiento existencial como tal tiene ciertas impli-
caciones negativas. El deseo puede ser egocéntrico o lo contrario,
pero como factor de apego conserva su carácter equívoco.
A diferencia del concepto negativo de los tres venenos, los
gunas hindúes se prestan a muchas aplicaciones en la esfera de los
intereses prácticos por cuanto proporcionan un criterio cómoda-
mente sucinto cuando se desea describir la naturaleza de cualquier
ser existente, sea un ser individual o una especie, o incluso una
creación artística del espíritu y la mano del hombre. Se puede, por
ejemplo, calificar al loto de flor eminentemente sáttvica; lo mismo
vale para la rosa o el lirio, de ahí también sus asociaciones sagra-
das en diversas religiones. El mismo criterio puede ser aplicado
entre los minerales al diamante, así como entre los metales al oro,
mientras que el plomo queda como típicamente tamásico, hecho
que explica el uso de estos símbolos por los alquimistas. El fósforo
blanco, por otra parte, es innegablemente rajásico, estalla en llamas
cuando es expuesto al aire unos minutos. En medicina los tres
gunas pueden desempeñar un papel útil en el diagnóstico; tampoco
hay que olvidar las múltiples aplicaciones de los gunas en el
campo de la alimentación. Un error común que cometen los que
aún no están familiarizados con esta enseñanza hindú es considerar
a tamas como equivalente de lo malo, ignorando su cualidad posi-
tiva como factor esencial de estabilidad. ¿Qué sería del cuerpo de
un buda sin tamas que le diera substancia sólida? En efecto^¿qué
sería de la compasión de un bodhisattva sin rajas que alimentase
su iniciativa? Quizá ya hemos dicho bastante para mostrar cómo
opera el principio de los gunas.
Volviendo al ruedo de la existencia tal como lo representan los
artistas budistas para instrucción de los hombres, deberíamos aña-
dir que esta imagen siempre se muestra asida por las garras de la
terrible figura de Yama, señor de la muerte, que como agente de

180
Los arquetipos, considerados desde el budismo

la justicia kármica es indiferente a cualquier súplica. Que Yama no


es demonio sino dios, lo demuestra la presencia de un tercer ojo en
medio de su frente, ojo que representa el discernimiento bódhico.
Sin embargo para que la visión de esta forma pavorosa, añadida a
todas las demás advertencias que contiene esta imagen, no induzca,
a la desesperación al espectador timorato, se deja oír una nota de
esperanza mediante la presencia, en cada uno de los seis comparti-
mentos en que los seres están repartidos, incluidos los infiernos, de
la figura de un buda como testigo compasivo de sus vicisitudes y
como recordatorio de que el círculo vicioso de los sucesivos naci-
mientos y muertes puede ser roto, dado un cambio de la ilusión
congénita a la visión correcta. Llámese a esto arrepentimiento si se
quiere, pues éste es el significado primitivo de la palabra griega
metanoia, traducida inadecuadamente con una palabra que signi-
fica «tener pesar»; es un cambio de punto de vista que Jesús, como
Buda, propone a los hombres antes que nada.
La anterior descripción de la rueda de la existencia, clásica en el
budismo, está calculada para impresionar al espíritu humano sobre
todo mediante sus connotaciones dinámicas; la impermanencia, el
cambio de un estado a otro, las alternancias de placer y dolor, la
relatividad de todo lo que nos gustaría tratar como perdurable,
forma todo ello el mensaje que esta representación simbólica
quiere transmitir. Los grabados que rodean el margen exterior,
correspondientes a las causas interdependientes que origina este
mundo, junto con el trío de animales entrelazados en mortal com-
petición en el centro de la imagen, contribuyen a reforzar, con su
acción sobre el ojo del que contempla, esta impresión general de
movimiento sin posible respiro. La famosa sentencia de Heraclito:
«Todas las cosas fluyen», resume esta situación. Éste es el estatuto
mismo del samsara.
Después de este análisis bastante detallado de un icono tradicio-
nal que se presenta a la vista a la entrada de todos los templos del
mundo tibetano, podemos pasar con provecho a considerar un
modelo alternativo de las relaciones cósmicas, modelo que es mu-
cho menos conocido puesto que pertenece específicamente al apa-
rato espiritual de ciertas éscuelas tántricas. Esta segunda versión
del ruedo de la existencia (de hecho se conoce con el nombre de

181
Los arquetipos, considerados desde el budismo

mandal, por la palabra india que significa «círculo», sin su a final)


no ha recibido forma pictórica; su modelo ha de ser creado en la
mente y luego disuelto, y después recreado cien mil veces. El
único soporte concreto usado por los que practican esta técnica es
un disco bastante grande, a menudo hecho de plata, sobre el que
disponen los diversos elementos del prescrito esquema de la crea-
ción por medio de granos de cebada. Una vez que su cosmos en
miniatura se ha constituido debidamente, es barrido de la tabla y
luego recomenzado hasta que se ha alcanzado el número total de
repeticiones. Se podría describir esta práctica como una «invoca-
ción en forma semivisible».
Al construir esta forma de mandala, el ejercitante coloca pri-
mero una pequeña cantidad de cebada en el centro de su disco para
representar el eje, asimilado aquí al Sumeru, la montaña que en la
geografía sagrada de la India indica el centro mitológico del uni-
verso. Alrededor de esta montaña se agrupan, con arreglo a las
cuatro direcciones del espacio que también están marcadas con
montones de cebada, todos los continentes y países conocidos o
desconocidos. Dentro de este amplio marco se sitúan más granos
de cebada para indicar la posición del sol y de la luna, junto con
otros puntos prominentes. Por último, se dejan caer más granos
que representan diversas clases de seres. Esto completa el mandala.
Después de contemplar su creación durante unos instantes, el ejer-
citante, con un movimiento de su mano, quitará todos los granos
dejando el disco desnudo a punto para que en él se desarrolle de
nuevo el drama cosmogónico.
En comparación con la imagen plana y de tendencia dinámica
descrita anteriormente, este segundo mandala nos o f r e c e n ^ m o -
delo tridimensional con implicaciones mucho más estáticas. El
concepto de una montaña axial que se eleva de una base amplia y
sólida y se estrecha gradualmente a medida que se acerca a la
cumbre, unido a las cuatro direcciones del espacio cuya intersec-
ción marca, sugiere a primera vista una estructura piramidal. No
obstante el nombre de mandal dado a este modelo parecería reque-
rir lógicamente una forma cónica; la forma piramidal o cónica no
afecta esencialmente al simbolismo, que se refiere a los planos
existenciales, jerárquicamente determinados en relación con el eje.

182
Los arquetipos, considerados desde el budismo

Cada plano representará pues un modo de existencia con su corres-


pondiente clase de seres, al tiempo que apunta a la naturaleza de su
dharma común. Es evidente además que cuanto más arriba de la
montaña subamos, más pequeña será el área cubierta por ese plano
existencial dado; los planos situados en el fondo hacia la base serán
correspondientemente más amplios y por tanto también más dis-
persivos con respecto a los seres que los ocupan. Cuanto más
arriba sube uno, más concentrada será su manera de existir. Los
términos «infernal» y «celeste» empleados por las diversas escatolo-
gías tradicionales deben en último término su significado a esta
distinción. El infierno es terrible en función de su dispersividad; su
calor o frío viene después. El cielo es dichoso por la razón opuesta.
Hay un estado del ser en que la concentración perfecta actúa
virtualmente por sí misma; la cumbre de la montaña está tan cerca
que se siente como un imán irresistible. Al que ha llegado a ese
estado se lo conoce como anagamin, aquel para quien no hay
retorno (a la confusión samsárica); pero en este punto apenas se
plantea ninguna cuestión de planos.
Aparte la repartición en planos según el lugar en que cada uno
corta al eje central, con la valoración más general que esto sirve
para subrayar, puede establecerse otra escala de valores más parti-
cular dentro de cualquier plano horizontal dado con arreglo a la
proximidad o lejanía respecto al punto de encuentro con el eje
principal; así este último afirma su título natural como criterio
decisivo de discriminación existencial. Simbólicamente hablando,
la relación entre estos dos factores determinantes, el eje vertical y
el plano horizontal que lo corta, es lo que servirá para valorar a
cualquier ser que se pueda encontrar en cualquier parte dentro del
mismo marco cósmico. No debería hacer falta señalar que todas
estas analogías geométricas no son más que upayas, medios para
establecer puntos de referencia válidos y por tanto capaces, cuando
se reflexiona atentamente sobre ellos, de comunicar un estímulo a
la percepción intuitiva. Si bien en este argumento parece entrar
cierto racionalismo, la imagen propuesta a la observación nunca
debe ser confundida con un intento de naturalismo científico, no
sea que se produzca una doble confusión entre cosas de órdenes
distintos; hay que tener presente esta advertencia.

183
Los arquetipos, considerados desde el budismo

Podemos arrojar más luz sobre esta cuestión de las correspon-


dencias cósmicas recordando dos términos técnicos pertenecientes
a la ciencia cosmológica islámica, a saber, la exaltación (la direc-
ción del eje vertical) y la amplitud (la dirección del plano horizon-
tal, que a su modo es también un eje). Estos ejes intersecantes
describen una cruz; éste es un símbolo arquetípico de la mayor
importancia, cuyo uso cristiano, derivado de los hechos del Calva-
rio, no hace sino acrecentar. Existe un comentario poco menos
que exhaustivo sobre el simbolismo cruciforme debido a la pluma
de René Guénon, Le symbolisme de la croix, Véga, París 1952. El
autor ilustra su tema por medio de numerosas analogías geométri-
cas que, en ausencia de dibujos lineales, no siempre son fáciles de
imaginar para el lector no inclinado al pensamiento matemático;
pero en sus líneas generales este tratado de Guénon es fácilmente
inteligible. Fue seguido, además, por otro tratado sobre el mismo
tema, desligado esta vez de conceptos matemáticos: Les états múl-
tiples de l'étre, Véga, Paris 1973.
La gran importancia de esta segunda obra de Guénon radica en
que demuestra la posibilidad, en el caso de cualquier ser que se
seleccione, de ver simultáneamente todos los episodios de sus ma-
nifestaciones samsáricas, como en una ojeada única. Lo mismo se
aplicará por supuesto a cualquier entidad natural, ya sea un mundo
dado o incluso la totalidad de la realidad cósmica, siempre y
cuando el punto de vista del observador esté situado, al menos con
la imaginación, lo bastante alto como para poder mirar desde
arriba a la montaña axial; también se podría haber dicho: desde el
punto de vista nirvánico, fuera de toda consideración de tibrqpo,
espacio o dirección. La palabra «simultáneo», que acabamos de
usar, puede sustituirse evidentamente por la palabra «presente»;
donde hay sucesión no puede haber un presente; el samsara se
caracteriza por el paso continuo de la potencia al acto, en una
repetición sin fin. Nosotros, que estamos envueltos en este pro-
ceso, podemos hablar del presente como de algo sentido de forma
inmanente, pero nunca experimentado como tal; esta idea es para
nosotros una abstracción, pero su realidad nos trasciende. La pala-
bra «presente» podríamos también sustituirla por la palabra «eter-
no»; la frase «eterno presente», aun cuando sea altamente sugestiva

184
Los arquetipos, considerados desde el budismo

y se use a menudo, encierra una tautología. Esta visión de las cosas


puede llamarse propiamente arquetípica, puesto que no se les niega
la realidad, sino que ve su realidad a la vez como algo anterior y
posterior, y que las incluye, a cualesquiera modificaciones que
puedan experimentar en el transcurso de su manifestación en lo
relativo. Estos acontecimientos empíricos no son irreales en su
plano pero carecen de categoría intrínseca por derecho propio; son
forzosamente anatta. Esto es lo que la palabra «ilusorio», a menudo
imprecisamente usada, significa en realidad; las cosas son a la vez
menos y más de lo que parecen, que es todo lo que la palabra
pretende dar a entender. La gente a veces considera «ilusorio»
como sinónimo virtual de «irreal», lo cual es claramente erróneo.
Si se nos permite aquí una pequeña digresión, merece la pena
señalar que el concepto abstracto de igualdad, supuestamente apli-
cable tan sólo a la humanidad (lo que ya es una inconsecuencia) y
citado como justificación de toda clase de experimentos sociales y
políticos, se apoya en un error persistente, pues pasa por alto el
hecho de que no hay dos seres, sean humanos u otros, que puedan
ocupar un lugar idéntico en el espació existencial tal como se
define desde el punto de vista de la relación axial, de la que
depende toda otra valoración. Dentro del samsara no hay ninguna
posibilidad de duplicación o repetición idéntica, y por tanto de
igualdad. La igualdad aproximada es otra cosa, pero esto no consti-
tuye per se un principio de valor aun cuando, empíricamente
hablando, nosotros mismos seamos incapaces de discernir diferen-
cias que sin embargo sabemos que deben existir. En vez de perorar
sobre la igualdad, sería más verdadero, y por tanto también justo,
decir que todos los seres, incluidos los humanos, han nacido desi-
guales y desiguales deben permanecer, hecho que significa, para
cada ser, necesidades diferentes que, en términos de estricta justi-
cia, deben exigir también diferentes medios de satisfacción. El
concepto de los derechos naturales no tiene sentido como no sea
en estos términos.
Éste es el punto de vista real; tener conciencia de ello afectará a
todo el enfoque que se haga de problemas que, ciertamente, hay
que tratar de manera algo tosca pero eficaz, a menudo trabajando
contra reloj. Está fuera de discusión que en este mundo nuestro

185
Los arquetipos, considerados desde el budismo

siempre cambiante de vez en cuando se producen situaciones enor-


memente injustas que exigen ser corregidas. Pero la referencia a
un pseudoprincipio de igualdad no es el mejor punto de partida
cuando se trata de establecer una política paliativa o de probar sus
resultadas. Cuanto más sea uno capaz de hacer efectivas las desi-
gualdades naturales, tanto más cerca estará de la justicia. Similares
consideraciones se aplican a la libertad: los hombres, decidida-
mente, no nacen libres; nacen esclavos, y éste es un destino común
que comparten con todos los demás seres. Dentro de la existencia
samsárica, la relatividad, la impermanencia y las consiguientes
alternancias de lo placentero y lo doloroso, lo bueno y lo malo, son
la norma. El reconocimiento de este hecho debería actuar como
estímulo del esfuerzo compasivo, cuando éste se pide, y no de una
dura indiferencia. La ética budista descansa en esta deducción a
partir de la observación de los hechos de la vida. No existe guía
mejor acerca del alcance de las responsabilidades humanas que el
óctuple sendero. Si en el contexto presente sus dos prescripciones
«acción correcta» y «medios de vida correctos» son obviamente los
que interesan, su relevancia se perderá sin duda alguna si dejan de
ir unidas al primer artículo de la lista: «punto de vista correcto».
Éste es un aspecto que una sociología verdaderamente budista
siempre tiene que observar. En cuanto a la libertad, la llamada a la
iluminación es una llamada a obtenerla: si la palabra nirvana
significa extinción (de la ignorancia), su sinónimo positivo es
moksha, liberación. En la budeidad no hay grados; aquí se puede
utilizar con propiedad la palabra «igualdad» sin forzar su sjgnifi-"
cado. Todos los tathagatas han recorrido un camino similar (deáhí
su título de «así venido»), aunque los mundos a los que auxiliaron
deben haber sido diferentes necesariamente. Vale la pena recordar
todo esto.

Antes se hizo una afirmación que ahora es necesario matizar,


pues tal como se hizo resulta demasiado escueta y puede por tanto
inducir a error si se toma demasiado literalmente. Se trata de la
afirmación de que no es posible tener una experiencia directa del
presente en el samsara; hubiera sido más exacto decir que el pre-
sente no es experimentable como parte del propio proceso samsá-

186
Los arquetipos, considerados desde el budismo

rico, lo cual es una proposición algo diferente. Aunque la expe-


riencia en orden sucesivo desde lo potencial (futuro) a lo actual (pa-
sado, en ese orden) es característico de ese proceso en toda circuns-
tancia, permanecemos como saturados de un presente que medio
sentimos y del que incluso hablamos, pero sin saber realmente qué
es aquello a lo que nos estamos refiriendo. La eternidad nos en-
vuelve, hagamos lo que hagamos; si por una parte nos trasciende,
por otra es inmanente y lo penetra todo. Sería por tanto sorpren-
dente que este eterno presente no apareciera a veces en la superfi-
cie de nuestra conciencia, elevándonos de nuestro estado de so-
nambulismo más o menos agitado para hacernos entrar en esa
conciencia activa pero serena que el presente revela siempre. Todo
cuanto podemos decir, en virtud de la evidencia personal o reci-
bida de otros, es que tal goce anticipado de la iluminación es una
posibilidad, aunque sólo fuera como rara excepción, excepción que
confirma la regla. Pero de hecho éste no es un caso tan poco
frecuente como se podría suponer; hay pruebas abundantes de que
algo por el estilo ocurre alguna vez a la mayoría de personas, a
menos que la artificiosidad haya embotado toda su sensibilidad
natural, como suele ocurrir cuando una civilización se ha solidifi-
cado más allá de cierto punto.
Los que hayan pasado por cualquier experiencia de este tipo
reconocerán sin duda sus signos. Supongamos que una persona ha
accedido, gracias a causas que sólo podemos conjeturar, a un
estado en que el hábito profundamente arraigado de la actividad
raciocinadora está temporalmente en suspenso, dejando así la vía
libre para que la imaginación intuitiva tome el mando; esa persona
puede encontrarse entonces súbitamente frente a frente con algo
que, actuando a través de los sentidos, desempeñará el papel de
catalizador. Este algo podría ser una flor, como la que Buda mos-
tró en silencio a Ananda con resultados reveladores; o podría
tomar la forma de una fría salida de sol o de una súbita fragancia
de pinos, o del grito de una bandada de gansos migradores cru-
zando el cielo -en el Tibet serían grullas-; o, en algunos casos, un
objeto formado mediante el ejercicio del arte humano, visual o
sonoro, podría servir para este propósito. Se ha sabido incluso que
graves enfermedades del cuerpo han ocasionado esa liberación de

187
Los arquetipos, considerados desde el budismo

la inhibidora conciencia de sí, dando lugar a lo que el budismo


japonés designa con la palabra satori, correctamente traducida por
el término «iluminación arquetípica». El factor decisivo no es aquí
la exacta naturaleza del objeto que proporciona un soporte para el
éxtasis bódhico, sino que es más bien el propio estado de receptivi-
dad del hombre lo que inducirá este resultado.
Dado que el sujeto receptivo, por una conjunción providencial
de circunstancias, haya encontrado su complemento objetivo en
una u otra forma, lo que experimentará entonces posee la natura-
leza de un reconocimiento, una reunión con algo ya familiar antes
incluso de que la conciencia de su presencia esté plenamente des-
pierta. La total ausencia de sorpresa es característica de todos estos
encuentros; todo lo que hace el objeto es mantener la atención del
sujeto apaciblemente concentrada, fuera de toda conciencia que
este último pueda tener de su propia personalidad. La palabra
anatta está ampliamente inscrita en toda experiencia de este tipo.
Podemos hacernos entonces la pregunta: ¿Qué es lo que ve u
oye el desprendido observador a través de este acto de reminiscen-
cia? Es difícil escapar a la conclusión de que lo que este temporal
vaciarse de sí mismo le permite percibir es aquella esencia arquetí-
pica, una de cuyas imágenes manifestadas es el objeto que ha
servido de medio focal de concentración. Supongamos que sea una
rosa: lo que el contemplador captará entonces no será lo que una
disección botánica podría poner al descubierto, sino su misma «ro-
sidad» al tiempo que se verá a sí mismo (no en cuanto egó) refle-
jado luego en esa misma rosa. La intimidad de tal estado d<^absor-
ción mutua va mucho más lejos de lo que una estimación mera-
mente psicofísica podría valorar.
Lo que sin embargo puede afirmarse con seguridad sobre tal
encuentro con la realidad arquetípica es que muestra el carácter de
un sacramento natural. Un sacramento, para ser tal, implica la
posibilidad de producir resultados objetivos en la substancia aní-
mica del receptor; actúa ex opere operato, como dice la teología
católica. La marca que deja es imborrable, aunque puede llegar a
ser irreconocible por el peso de la distracción y la irrelevancia
subsiguientes. Lo mismo vale para cualquier experiencia real de la
iluminación, por muy fugaz que sea; permanece en lo sucesivo en

188
Los arquetipos, considerados desde el budismo

el hombre como conocimiento latente, que el olvido puede obscu-


recer pero no borrar. Atentamente conservado, este conocimiento
actúa como recordatorio continuo de lo que puede ser reintegrado
en el arquetipo humano de uno, aunque sólo fuera por unos
breves minutos.
El caso de animales que exhiben un carisma arquetípico es
bastante especial, aunque no tan raro como algunos podrían pen-
sar. Por lo general, ello se produce a través del contacto con un
santo humano, pero sería precipitado establecer este hecho como
condición indispensable; la esfera de la experiencia metafísica está
llena de imporiderables paradójicos. Un ejemplo conmovedor de
uno de estos sucesos en que un animal ha desempeñado un papel
esencial es mencionado en un libro aparecido a principios de este
siglo y que es un clásico de la búsqueda espiritual. El libro se titula
In Search of God y su autor es Swami Ramdas, un santo de la
India meridional que murió hacia 1960, si mal no recuerdo. Tuve
el privilegio de conocer a Swami Ramdas y de oír de su boca más
detalles del episodio en cuestión. Juntándolos todos, he aquí la
historia. Durante las largas peregrinaciones que forman el tema de
su libro, Swami Ramdas llegó a una cueva que, según pensó,
constituía un lugar ideal para descansar y meditar durante unos
días, por lo que decidió quedarse allí; pero descubrió que tendría
que compartir la queva con una gran cobra cuyo anterior derecho
de domicilio no dejó de reconocer el santo. Sin inmutarse, el
swami entró en la cueva sin que a la cobra pareciera importarle su
presencia. Swami Ramdas se instaló y preparó una comida; pero
antes de probarla ofreció algunas de sus provisiones a la cobra
como prosada, comida consagrada, que aquélla consumió puntual-
mente como en prenda de buena voluntad mutua. De este modo,
ambos fueron buenos vecinos durante toda la estancia de Swami
hasta que una tarde, poco antes de que fuera a dejar la cueva para
ir a otro lugar, Swami Ramdas sintió el impulso de salir afuera
para contemplar la puesta del sol, seguido por el fiel reptil. Mien-
tras se hallaba allí de pie en arrobada adoración, la cobra se acercó
y se enroscó en su pierna. Poco después se separaron. Ésta es la
historia.
El modo en que interpreto los datos ofrecidos por este relato

189
Los arquetipos, considerados desde el budismo

conmovedor es el siguiente: al encontrar a Swami Ramdas, la


cobra con instinto infalible reconoció en él a alguien que poseía la
cualidad intrínseca de un ser humano total. Además, este reconoci-
miento trajo inmediatamente consigo una restauración de la rela-
ción normal entre el hombre y el resto de la creación, una relación
rota para la mayoría de las personas, por su incapacidad de recono-
cer la vocación humana o de vivir de acuerdo con ella. Esto es lo
que quieren decir las Escrituras semíticas cuando hablan de la «caí-
da» del hombre, cuya expresión mitológica es la acción emblemá-
tica de comer el fruto del árbol dualista del bien y del mal. Gracias
a que la cobra reconoció en la persona de Swami Ramdas lo que
podría ser descrito como el arquetipo adámico, el santo se convir-
tió para ella no sólo en su dueño y señor reconocido, sino también
en su amigo y protector en una especie de Edén recreado. Por la
misma razón, la cobra entró en comunión con su propio arquetipo
de cobra, pues las dos cosas van unidas. Si una persona mundana
hubiera llegado a la entrada de la cueva, la cobra tampoco se
hubiera llevado a engaño. Es más que probable que el hombre, en
su estado de autoengaño, hubiera matado al animal sin pensárselo
dos veces. Son los santos quienes conocen verdaderamente el
mundo y lo que hay en él.
Después de este encuentro con la cobra de Ramdas, parece
muy adecuado hablar de otro animal, a saber la pulga del maestro
Eckhardt. Dijo éste que «una pulga como es en Dios, es superior a
un ángel como es en sí mismo». Es difícil imaginar una expresión
más sucinta del principio arquetípico que esta máxima delNqayór
de los sabios cristianos. «Una pulga como es en Dios»: ahí está el
arquetipo, de la «pulguidad», en el que se encuentra la realidad
íntegra de todo cuanto el género pulex ha cubierto nunca, o cu-
brirá, o podría cubrir potencialmente; toda la multitud de pulgas
que infestan a los perros o a los murciélagos, o que chupan la
sangre de los hombres, se encuentra ahí, no falta ninguna. Y en
cuanto al ángel «como es en sí mismo», esto lo sitúa entre los elevas
-los «dioses de la rueda», como los denominan los tibetanos-, que
constituyen uno de los seis tipos de seres sensibles según la clasifi-
cación convencional de la cosmología budista. Si el maestro Eck-
hardt hubiera hablado de un ángel como es en Dios, su posición

190
Los arquetipos, considerados desde el budismo

habría sido otra: el arquetipo de la existencia angélica es, en efecto,


grande, pero al cabo no es más grande que cualquier otro arque-
tipo aunque sólo sea porque, en Dios, mayor o menor, mejor o
peor, son términos carentes de sentido. Un arquetipo no es una
parte de Dios, Dios no tiene partes. Como los nombres o atributos,
los arquetipos son uno con la divinidad; su concepto plural viene
de nuestro lado, Aquí he utilizado deliberadamente una fraseología
teísta para estar en concordancia con la del maestro Eckhardt; ello
no afecta para nada al argumento. Dondequiera que se encuentren
seres de cualquier clase se aplica una misma pauta de compara-
ción; se puede expresar en forma estrictamente budista si así se
desea.

Uno de los cambios que han afectado al clima religioso de


Occidente en los últimos tiempos ha sido un interés ininterrumpi-
damente creciente por las doctrinas de la no dualidad emanadas en
su mayor parte de la India y otras regiones más lejanas, a las que el
islam ha hecho también su contribución mediante las inspiradas
enseñanzas de los maestros sufíes. Un prolongado hábito de consi-
derar la realidad en términos dualistas no desaparece fácilmente;
esto se acompaña además de una concepción excesivamente antro-
pomórfica de lo divino. Lo que he tratado de mostrar a lo largo de
todo este capítulo es cómo la comprensión de los arquetipos puede
facilitar el paso intelectual de la multiplicidad a la unidad, y de ésta
de nuevo a la multiplicidad, como entre este mundo y lo que hay
más allá de él. Aquí podemos captar un eco de una famosa frase
que se encuentra en la Tabla de esmeralda, obra atribuida al
místico grecoegipcio conocido con el nombre de Hermes Trisme-
gistos. Esta frase, que más tarde se convirtió en el lema de los
alquimistas europeos, puede resumirse en cuatro palabras: «Como
arriba, así abajo.» Esto nos da el quid de la cuestión que ahora nos
planteamos.
La identidad esencial de samsara y nirvana, tal como es ex-
puesta bajo muchos títulos en los sutras del mahayana, queda
como la paradoja de las paradojas, el misterio fundamental ante el
cual todos los intentos de especificación son reducidos a silencio.
Ahí se puede ver el arquetipo mismo del misterio como tal, con

191
Los arquetipos, considerados desde el budismo

independencia de cómo las diversas religiones pueden haber inten-


tado explicar esta verdad a sus seguidores. El budismo cuando se
refiere a este misterio emplea con preferencia la palabra shuñyata,
vacuidad, en la que todo desarrollo concebible del ser está incluido
arquetipicamente junto con todo destino de los seres creados. La
totalidad del samsara está allí y también sus particularidades sin
excepción. Dondequiera que pueda estar teniendo lugar, en este
mundo o en otro, un despliegue existencial, éste no es más que una
explicitación en modo relativo de lo que el vacío encierra esencial-
mente. La distinción que nosotros, los humanos, vemos entre sam-
sara y nirvana, mundo y vacuidad, equivale en sí a una afirmación
arquetípica de la relatividad. Como respuesta provisional a las
cuestiones metafísicas, esta distinción tiene su utilidad, pero no
constituye un conocimiento en el sentido pleno; todavía hay un
salto que dar, y éste sólo puede efectuarse en la oscuridad. Se
atribuye a Pirrón de Elis, fundador de la escuela escéptica de la
filosofía griega, la frase «no sabemos nada, salvo (el hecho de) que
no sabemos nada». Pirrón había estado en la India, que en aquel
momento era una especie de Meca para los intelectuales helénicos;
se había relacionado con aquellos a quien los griegos llamaban
«gimnosofistas», los nanga sannyasins del hinduísmo, pero sin
duda también con bhikkus budistas. En el reino greco-bactriano
que entonces ocupaba las regiones ahora llamadas Afganistán, el
budismo se encontraba en un momento de auge y fue entonces
cuando su rey Menandros (Milinda en su forma ¡ndianizada) sos-
tuvo el famoso diálogo con el sabio Nagasena en el queN^s énse-
ñanzas sobre anatta están claramente prefiguradas. El propio rey
Milinda llegó a ser un santo budista, muy venerado todavía por los
theravadinos del Sudeste asiático. La advertencia que nos dirige
Pirrón es que no debemos apresurarnos en concluir que conoce-
mos lo necesario; podemos estar agradecidos por un pequeño co-
nocimiento adaptado a nuestras limitaciones intelectuales, pero el
misterio todavía aguarda a nuestro momento de despertár, al albor
de la bodhi.
Si se desea reformular el principio arquetípico en términos
específicamente cristianos, el mejor medio de hacerlo es citando un
ejemplo concreto tomado del Evangelio. Siempre está en conso-

192
Los arquetipos, considerados desde el budismo

nancia con el espíritu cristiano el empezar por la propia persona de


Cristo, dejando que ilumine cualquier cuestión metafísica que po-
damos tener en mente. Recordemos pues la ocasión en que Jesús,
desafiado por algunos de sus oyentes que se sentían irritados ante
la sugerencia de que un hombre tan joven pudiera haber conocido
a Abraham, dio la respuesta, totalmente asombrosa para ellos, de
que «antes que Abraham fuera, yo soy» (Juan 8, 58). Su uso de los
dos tiempos verbales merece por sí solo todo un tratado. A pesar
de su eminencia en la línea de los patriarcas, Abraham era un ser
humano como el resto de nosotros; pertenecía al samsara, como
diría el budismo. La naturaleza humana de Cristo por otra parte se
identifica a priori con el arquetipo mismo de la humanidad, él es
hombre verdadero como también hombre universal, el hombre
transcendente del taoísmo. Cristo es también Dios verdadero, es
decir el cognado arquetípico de su humanidad. Las dos naturalezas
de Cristo no son simplemente una unión histórica en el espacio y
el tiempo del Logos, la palabra divina, y el hombre Jesús. Su
asociación arquetípica los sitúa juntos desde toda eternidad; éste es
el primer postulado del cristianismo, del que ha derivado todo lo
demás, como una corriente de tradición surgida de él, su fuente
originaria. Como deducción adicional de este primer reconoci-
miento podemos seguir adelante y decir de la Creación que está
prefigurada y postfigurada en el orden arquetípico. Todo lo que
ahora observamos en el mundo que nos rodea o que leemos en la
historia se encuentra arquetípicamente en Dios, exactamente igual
que la pulga del maestro Eckhardt. Esta observación nos ofrece
por lo demás un indicio sobre cómo entender la palabra «predesti-
nación».
La gran confusión habida en el pasado entre los postula-
dos supuestamente opuestos de la predestinación y el libre albedrío
puede atribuirse en su mayor parte a una falsa antítesis entre cosas
pertenecientes a dos órdenes de realidad distintos. Fuera del orden
arquetípico, la predestinación apenas tiene sentido; dentro de él, se
explica por si misma. La predestinación corresponde en realidad a
la visión eterna que Dios tiene de su propia creación. En justicia el
prefijo «pre» bien podría haberse omitido por sugerir demasiado la
idea de sucesión. La visión que Dios tiene de las cosas está siempre

193
Los arquetipos, considerados desde el budismo

en el presente y somos nosotros quienes le imponemos la idea de


temporalidad para acomodarla a nuestra experiencia terrenal.
En cuanto al libre albedrío, éste concierne al hombre en tanto
se encuentra en la existencia; su arquetipo debería propiamente ser
la voluntad de Dios, puesto que este don del libre albedrío a la
humanidad acompaña esa imagen divina a cuya semejanza el hom-
bre fue formado expresamente. La voluntad del hombre se puede
ejercer necesariamente dentro de lo relativo, pero no más allá; no
puede oponerse ni siquiera simbólicamente al querer eterno de
Dios. ¡Qué torrente de sutilezas verbales, de equívocos ingeniosa-
mente elaborados, de sofisterías de todas clases se han derrochado
a lo largo de los siglos con miras a conciliar este libre albedrío del
hombre con una predestinación que en apariencia lo reduciría a
una farsa cruel! Una pregunta mal planteada nunca puede evocar
una respuesta válida; pero vuélvase a formular correctamente la
pregunta, y la respuesta se presentará por sí misma.
La controversia del siglo v acerca de la predestinación y el libre
albedrío podría compararse en ciertos aspectos con las diferencias
existentes en el budismo japonés entre los partidarios de métodos
basados respectivamente en el jiriki (poder propio) y el tariki (po-
der del otro). Aunque los seguidores del jodo-shin, al que perte-
nece principalmente el segundo punto de vista, tienden a criticar a
sus rivales del jiriki por tomar demasiado sobre sí en vez de confiar
en la compasión activa (los cristianos dirían «gracia»), del buda
Amitabha, ninguno de los dos bandos va tan lejos como para
negar la cualidad de ortodoxia budista a aquellos circuyas opinio-
nes discrepan. Reconocen más bien que ésta es cuestión de puntos
de vista y que, dentro del marco de una visión no dualista de las
cosas, se verá que cada interpretación contiene la otra, siempre y
cuando se profundice lo bastante. Lo mismo es cierto con respecto
a los darshanas hindúes, o puntos de vista desde los que se con-
templa el universo, quienes lo suscriben pueden disputar entre sí a
veces, pero nadie niega a los demás su lugar legítimo dentro de la
tradición.
Es una tragedia de la historia cristiana que los dos contendien-
tes principales en dicha controversia, san Agustín y el monje britá-
nico Pelagio, nunca llegaran a encontrarse, como pareció probable

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Los arquetipos, considerados desde el budismo

en cierto momento. Ambos eran hombres santos que se respetaban


uno al otro; si ese encuentro hubiera tenido lugar, este arduo
problema podría haber sido situado en su perspectiva correcta para
bien perdurable de la Iglesia de Occidente, las aberraciones de un
Calvino se podrían, así, haber evitado. La rama oriental del cristia-
nismo, con su más rica herencia patrística, evitó los excesos jurídi-
cos que tanto perjudicaron, al pensamiento teológico y escatológico
occidental; aunque incluso en Oriente el hábito de la invectiva
desenfrenada era tal que claramente exigía un poco de atención
budista para moderarlo. ¡Cuántas herejías se convirtieron en tales a
causa de un prematuro endurecimiento de las posiciones provo-
cado por la pasión partidista! En este sentido las tradiciones indias
tienen un historial superior.
Para volver al problema del libre albedrío ¿dónde podríamos
hallar ejemplos más flagrantes de su mal uso que en Judas Isca-
riote y en Devadatta, el celoso primo de Buda que varias veces
intentó asesinarlo y finalmente desapareció tragado por la tierra,
envuelto en llamas? Desde el punto de vista del karma, estas dos
personas merecían el infierno, ¿quién podría dudarlo? En el plano
arquetípico, sin embargo, tales hechos son irrelevantes: deben ser
incluidos entre los accidentes del devenir, y lo mismo sus conse-
cuencias kármicas. Si Judas y Devadatta, o Mara y Satán para el
caso, hubieran tomado conciencia de la posibilidad siempre pre-
sente de volver a unirse con sus propios arquetipos, habrían po-
dido salir del mismo infierno. La figura de Buda presente en medio
de todos los horrores es un elemento de la iconografía tradicional
que está ahí precisamente con el propósito de enseñar esta lección.
El gran maestro sufí Abd al-Karim al-Jili dijo en alguna parte que
el infierno debe incluir necesariamente algún tipo de placer que, en
comparación con los dolores del entorno, se convierte en foco de
atracción para las almas afligidas, haciéndoles descuidar así la
posibilidad siempre abierta de suplicar la misericordia de Dios; si
lo hicieran, Él sin duda las escucharía. Lo que importa tener
presente es que el infierno, como cualquier otro estado samsárico,
no puede ser puro horror; no puede ser pura nada, y tampoco
puede serlo un paraíso de los devas. La pureza significa la ausencia
de toda mezcla; éste es su único significado intrínseco. La tierra

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Los arquetipos, considerados desde el budismo

pura, sede simbólica del nirvana según el jodo-shin, es justo lo que


su nombre nos dice; todos sus árboles son árboles de la bodhi, si
así pudiera decirse. El budismo nunca ha cometido el error de
atribuir eternidad al infierno; incluso en el islam hay un dicho
según el cual al final del tiempo los fuegos del infierno empezarán
a enfriarse.
Una de las mayores figuras de la escuela alejandrina de la
gnosis cristiana, Orígenes, que sufrió tortura por su fe pero sobre-
vivió y por tanto técnicamente no cuenta como mártir, fue conde-
nado por un concilio posterior por sugerir que al final del tiempo
Satán sería redimido. Ninguna religión de origen indio habría
criticado tal afirmación. Éste es un caso en que la referencia a los
arquetipos habría evitado la censura conciliar. Es característico de
una teología de talante exotérico el adoptar un punto de vista
simplista sobre una cuestión que, a la luz de una visión más
interior, dejaría lugar para definiciones graduales aplicables en
diferentes planos. En la mitología budista no es raro que los demo-
nios más malignos, una vez subyugados, se sometan al dharma y
pasen a contarse entre sus defensores reconocidos. La Europa
medieval los hubiera dejado en el infierno para siempre jamás, y se
hubiera regocijado por ello. Hoy lo que tiende a ocurrir es lo
contrario: la gente a me iudo tiene una vaga simpatía por el crimi-
nal expuesto a las fatales consecuencias de sus fechorías, aunque
yo dudaría en calificar sin más de comp^sjón a este sentimiento.
Desde un punto de vista budista, la atribución de la eternidad a un
castigo por un pecado, por grande que éste sea, como también a
cualquier otra cosa relativa, revela una impropiedad metafísica que
con justicia podria calificarse de pecadora.
Pasando de los demonios a temas más familiares, es agradable
pensar que a veces personas muy sencillas expresan sin darse
cuenta una idea que desde un punto de vista arquetípico dista de
ser necia. Las personas mayores recordarán sin duda haber oído en
su juventud frases como: «Cuando me muera, lo que más espero es
reunirme con mi querida tía Lucía-, era una verdadera santa, nunca
pensaba en si misma, nunca se quejaba, todos la queríamos y la
echamos mucho de menos. Sí, reunirme con tía Lucía es para mí el
cielo.» Hoy en día, este tipo de esperanza piadosa suele provocar

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Los arquetipos, considerados desde el budismo

sonrisas incómodas; la educación de masas ha tendido a embotar el


sentimiento humano hasta el punto de hacer que estas expresiones
ingenuas sean difíciles de aceptar. Lo que la sobrina de tía Lucía
dice en realidad, aunque sea inconscientemente, es que esa queridí-
sima tía «tal como es en Dios», está ciertamente esperando. La
esperada reunión ya está consumada en la eternidad, aunque para
la parte que todavía vive en este mundo parece encontrarse en el
futuro. Si alguien tiene ganas de reírse ante este ejemplo, por favor
dejémosle que lo haga. La risa es un don divino y una valiosa
válvula de escape psíquica.
Se ha dicho bastante hasta el momento para mostrar que el
epíteto «eterno» es esencial en lo que respecta a los arquetipos.
Usar esta última palabra en relación con cualquier fenómeno si-
tuado dentro del orden temporal es a la vez engañoso e incorrecto.
Con permiso de los psicólogos, es mejor evitar siempre los usos
relativizados de la palabra «arquetipo»; Por otra parte, el hecho de
que a veces incluso se le ha dado un significado maléfico, como
causa de desintegración de la psique en determinadas circunstan-
cias, muestra cuán peligroso es tratar a la ligera semejante término.
Muchas cosas que se ha vuelto normal descubrir como arquetipos
se definirían mejor como «símbolos arquetípicos», expresión a la
vez precisa y consistente.
A modo de ejemplos podríamos mencionar ciertas formas geo-
métricas elementales, como el círculo y el cuadrado, junto con sus
correspondientes sólidos, la esfera y el cubo. Éstos son símbolos
arquetípicos de eficacia primordial, a los que podríamos añadir el
triángulo equilátero, que, combinado con una inversión de sí
mismo, nos da el sello de Salomón, destacado embíema de la
tradición judía, pero utilizado también en muchos otros respectos.
La cruz es naturalmente uno de los principales símbolos arque-
típicos; sus elementos componentes, el vertical y el horizontal,
abarcan entre ambos el universo; ya hemos tocado este tema al
describir el mandala tridimensional. Ciertos números han pertene-
cido también a esta categoría superior de símbolos, a partir de la
época de Pitágoras-, no es necesario dar aquí una relación de ellos.
En el mundo vegetal tenemos el loto, la rosa y el trébol. Entre los
animales tenemos el águila -el «pájaro del trueno» de la tradición

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Los arquetipos, considerados desde el budismo

amerindia-, la vaca sagrada del hinduísmo y dos animales cristia-


nos, a saber, la paloma, que representa el Espíritu y la efusión de
la gracia, y el cordero, referible al arquetipo del sacrificio. Estos
ejemplos, que son innumerables, vienen a formar una especie de
álgebra arquetípica, cuya expresión suprema se resume en el alfa y
la omega, el principio y el fin, que contienen todas las implicacio-
nes intermedias.
Tales símbolos arquetípicos han sido el pilar del arte tradicional
desde los tiempos primitivos hasta hoy. Muchas de las principales
formas del arte se asientan en una base geométrica en la que
pueden encajar a su vez otros símbolos más temáticos. Las catedra-
les medievales son un caso bien conocido que ha suscitado un gran
interés en años recientes gracias a la obra de algunos investigado-
res de la arquitectura de perspicacia poco común. La forma tibe-
tana del mandala, que se puede ver tanto en las paredes de los
templos como en rollos pintados, utiliza un marco consistente en
un círculo con un cuadrado inscrito en él. A este respecto podemos
recordar la expresión «cuadratura del círculo». Dado este marco,
otros detalles relacionados pueden ser encajados en él, en forma de
objetos rituales, como el vajra y la campana que representan el
método y la sabiduría, ayudantes angélicos con sus colores apro-
piados, etc. Ocupando el centro del mandala encontramos una
figura que preside en forma de buda, bodhisattva u otro retrato
celestial. Este esquema siempre está asociacts^con un determinado
curso de meditación que hay que desarrollar bajo la guía del lama.
El objeto del mandala es servir de ayuda mnemotécnica para el
discípulo que recibe instrucción. Eso basta en cuanto al uso legí-
timo de los símbolos. Los antisímbolos, creados mediante una
inversión deliberada de las formas arquetípicas conocidas, son el
sello distintivo de la magia negra en todo el mundo.
Es necesario decir unas palabras acerca del arte chino y japonés
del paisaje en cuanto soporte espiritual de potencia casi milagrosa.
No hay ninguna duda de que los artistas del lejano Oriente ejercie-
ron su arte con una intención consciente de revelar esencias; los
motivos meramente estéticos no tenían cabida ni en su adiestra-
miento ni en su práctica. Característico de este estilo de paisaje es
el hecho de que parece desprenderse casi imperceptiblemente del

198
Los arquetipos, considerados desde el budismo

vacío sólo para volver a sumergirse en él, después de un despliegue


que. nunca excede de lo necesario, tan misteriosamente como
_ emergió. A veces cuesta creer que el pincel y la pintura hayan
tenido parte en la producción de tal resultado. Cualquiera que haya
vivido cerca de una de esas pinturas dará fe de su poder único para
atraer la atención en cuanto uno se pone a su alcance. Llámese a
ello arte o ciencia, ciertamente tiene algo de ambos. Dos tradicio-
nes, la taoísta y la budista, han convergido en la producción de lo
que sin exagerar puede recibir el nombre de «arte arquetípico». En
otros estilos de pintura podemos tropezamos con ejemplos que
muestran excepcionalmente una cualidad similar; pero sólo en el
lejano Oriente se convirtió casi en la norma mientras la tradición
permaneció intacta.
Antes de dar por terminado este extenso capítulo vale la pena
señalar que un ser normalmente participará en varios arquetipos a
la vez. Cuando se habla de un arquetipo individual se entiende por
lo general una síntesis de todos los hilos entretejidos de influencia
arquetipica que han convergido, en el plano de este mundo (sin lo
cual la palabra «varios» no podría aplicarse), en la determinación
de la vocación de un ser, su svadharma; aquí, el propio karma, los
frutos del libre albedrío y el propio dharma, la predestinación
arquetipica, de hecho coinciden.
¡Pero basta de detalles! Esta discusión nos ha llevado lejos; ya
parece ser hora de que regresemos al hogar. ¿Qué es, pues, el ho-
gar en el contexto de este ensayo?
La unión con el propio arquetipo, esto es lo que significa el
hogar para todo ser que jamás haya existido; moksha, la liberación,
no significa otra cosa. La tierra de los arquetipos es la tierra pura.
La patrística griega, desde tiempos muy antiguos, tenía una palabra
para designar esta repatriación; la llamaban «deificación», palabra
altamente paradójica, pues cabe preguntarse ¿cómo un ser creado
puede pensar en volverse Dios? «Cómo» es aquí la palabra clave; la
unión con el propio arquetipo no es sino volver a unirse con
aquello que uno ya es en Dios, por usar una vez más la expresión
del maestro Eckhardt. La no dualidad esencial del samsara y el
nirvana es nuestra prueba de que esto es posible una vez que ese
supremo hijo pródigo, el hombre errante del samsara, se ha diri-

199
Los arquetipos, considerados desde el budismo

gido hacia el hogar paterno, donde el monótono ciclo del naci-


miento y la muerte puede tener fin de una vez por todas.
De todas las cosas procedentes de una causa, la causa ha sido
mostrada por «el así venido» y también su cesación, el gran mendi-
cante ha declarado. Así habla el Vinaya-pitaka, Mahavagga I, 23.
El mensaje de los arquetipos no habla sino de la misma esperanza.

200
ROTA MVNDI
Colección dirigida por JOSÉ OLIVES PUIG, Dr. Phil.

Así como en la rueda los distintos rayos partiendo del eje ase-
guran la consistencia de la llanta y posibilitan su movimiento
giratorio, así también el principio o centro inmutable de toda
manifestación asegura mediante las diversas tradiciones, que
lo expresan y revelan en distintos tiempos y lugares, la coheren-
cia del mundo y la naturaleza cíclica de su acontecer. Distintas
en su forma externa y contingente, las múltiples tradiciones his-
tóricas del género humano —sean éstas religiosas o puramen-
te metafísicas— coinciden sin embargo en su origen eterno,
motor inmóvil, luz de luz, fuente de toda palabra y de toda
vida. Por ello el hombre en el regreso hacia el sol esencial de
su ser— y sea cual fuere el rayo de su camino— contempla
la disolución de diferencias entre credos y escrituras que desde
un enfoque literal y exotérico parecían contrapuestos y hasta
antagónicos.
La rueda del mundo, símbolo presente en todas las tradi-
ciones, se adopta como emblema de la presente colección, que
pretende ofrecer distintos reflejos del saber revelado, con el
propósito de recordar su unidad trascendente y el valor perenne
de su mensaje.
Tomos publicados hasta el presente (tamaño 14 X 22 cm.):

1. Frangois Chenique, El yoga espiritual de san Francisco de Asís.


132 páginas.
2. Vladimir Lossky, Teología mística de la Iglesia de Oriente. 208
páginas.
3. John Blofeld, La púerta de la sabiduría. 268 páginas.
4. Seyyed Hossein Nasr, Sufismo vivo. 240 páginas.
5. Seyyed Hossein Nasr, Vida y pensamiento en el islam. 312
páginas.
6. Marco Pallis, Espectro luminoso del budismo. 200 páginas.

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