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Parecería que los psicoanalistas nos hemos instalado, y cada vez más cómodamente, en el
interior de una revolución gestada a fines del siglo pasado, atravesada por todas las utopías de
su tiempo, cuya herencia recibimos. Esta revolución de pensamiento que produjo el
psicoanálisis no se redujo sólo a la posibilidad de capturar significativamente las
determinaciones deseantes acerca de las cuales filósofos y poetas se habían interrogado desde
los comienzos de la humanidad misma. Tampoco al hecho de generar, por primera vez, de
modo sistemático, una comprensión de las "motivaciones de la conducta" y poder erigir ante
ella un sistema de transformaciones que no se quedara en lo fenoménico -sintomal- y su
recomposición. El psicoanálisis constituyo -y constituye, aún hoy-, una teoría de la subjetividad
y un método para su conocimiento que abrió las condiciones para la comprensión y
transformación de aspectos del accionar humano no abarcables, hasta ese momento, por las
múltiples disciplinas que pretendían su cercamiento. Ni la psiquiatría, ni la neurología, ni la
sociología, ni la psicología, podían dar cuenta de la constitución de la subjetividad y su
operancia. Ninguna de ellas podía -ni puede aun hoy- producir las transformaciones a las
cuales el psicoanálisis fue convocado y del cual salio victorioso en múltiples batallas.
Y, sin embargo, esto no es suficiente para evitar la profundidad de una crisis que hace a sus
fundamentos mismos.
La práctica analítica está en crisis, y ello no es efecto sólo de las condiciones tanto económicas
como sociales en la cual se despliega hoy nuestra tarea. Tampoco es efecto de una
postmodernidad cuya invocación mágica resuena con cierta frecuencia en los discursos
justificatorios de la impotencia y el empobrecimiento del campo del pensamiento. Los alcances
de la crisis, los alcances de la postmodernidad, son fenómenos a ser ubicados cuidadosamente
en los bordes -límites- de nuestra práctica; hay que darles el peso necesario, pero no bascular
en su dirección todas las imposibilidades ni las incapacidades.
La práctica analítica está en crisis a nivel de sus fundamentos, donde se expresan las más
variadas fórmulas eximitorias sea del fracaso o de la inmovilidad, mediante la repetición hasta
el cansancio de justificaciones de una acción cuyos principios no siempre -más aún, ni siquiera
en la mayoría de los casos- se derivan de las formulaciones teóricas que parecen regirla. Y está
en crisis también en razón del no asentamiento de sus paradigmas de base, de la imposibilidad
de seguir remodelando un edificio que ya tiene un siglo sin revisar sus cimientos.
Más aún, gran parte de teorizaciones que aparentan novedad son la reinvención de algo que
fue dejado durante anos de lado, olvidado, y vuelto a formular por alguien que ni siquiera
conoce en que circuito teórico-clínico fue el descubrimiento previamente inscripto A estos
intentos empobrecidos se aúna la esperanza de resolución espontánea vía otros campos: la
recuperación de la esperanza biológica a fines de depositar en los nuevos descubrimientos
genéticos posibilidades de transformación que se sustraen, en muchos casos, a nuestra
práctica, o el recurso a una supuesta interdisciplinariedad en la cual los saberes convocados
obturan sus propias falencias a partir de una supuesta ilusión de totalización que permitiría el
encubrimiento de las miserias vigentes. Ninguna de estas posibilidades se revela como
fecunda; parecerían ser más bien paliativos que sólo propician la demora en la búsqueda de
los factores de fondo que determinan nuestros impasses actuales.
A la oposición entre teoría y clínica -que propone a la primera como realizando la abstracción,
los conceptos, las ideas y a la segunda como aludiendo a la descripción concreta- opondremos,
siguiendo a Laplanche , aquella establecida entre teorética y práctica. La primera incluyendo
tanto el descriptivo -vale decir el conocimiento del objeto, su modelización, las leyes que rigen
su funcionamiento- como el prescriptivo -las indicaciones que del objeto mismo se desprenden
para operar en su transformación. Vayamos en primer lugar al descriptivo. Sabemos que en
Freud, en el interior de las mutaciones que los diversos modelos van planteando, se sostienen
algunos ejes generales considerados por el mismo como invariables más allá de las
transformaciones que sufran: posicionamiento tópico de los sistemas psíquicos -desde una
tópica en la cual siempre los lugares se definen, paradójicamente, no por relación al
inconciente sino al posicionamiento del sujeto, vale decir del yo (o del
preconciente/conciente); concepción del conflicto en tanto intra-subjetivo -vale decir inter-
sistémico-; circulación de dos tipos de energía -libre/ligada, procesos primarios/secundarios-;
lugar de la sexualidad infantil en tanto reprimida; noción de defensa no solo en su operancia
en la clínica sino respecto a la complejización del funcionamiento psíquico en general...
A partir de estos ejes presentes en los diversos modelos que van armando el esqueleto de su
obra, se define un prescriptivo: conjunto de reglas que permiten el conocimiento y la
transformación del objeto en la clínica -vale decir en la praxis específica propuesta-. Se trata,
en realidad, de poner en concordancia las relaciones entre objeto y método. La praxis se
define entonces por un modo particular de articulación entre ambos que permite el trabajo
sobre el objeto. Si el objeto es el inconciente, y sobre todo el inconciente reprimido, es
coherente que el método consista en la libre asociación: vale decir en la posibilidad de
desplegar, de hacer circular, representaciones que permitan el acceso a aquello que se sustrae
al sujeto.
El modelo es aparentemente simple, siempre y cuando nos enfrentemos al modo de
funcionamiento de un aparato psíquico constituido, regido por un funcionamiento
normalmente neurótico. En este caso descriptivo y prescriptivo concuerdan, al punto tal de
brindar la ilusión de sostener cierta autonomía el uno por relación al otro. Es aquí donde el
prescriptivo deviene un imperativo categórico: "haz eso", y opera como regla que se ha
independizado de sus fuentes de origen.
No es posible variar la hipótesis explicativa sin variar el modelo de partida e incluso la unidad
de análisis elegida. Y esto es posible, pero hay que fundamentarlo. A un siglo de acumulación
de hipótesis, en un campo definido por el intento de cercamiento de un objeto cuya
aprehensión es compleja y cuya característica es la de sustraerse a medida que a el nos
aproximamos, con variaciones de modelos epistémicos y ante un avance arrollador de campos
científicos conexos, una tarea de "depuración de paradigmas" y de ordenamiento de nuestro
piso teórico se hace necesario si pretendemos dar algún orden de racionalidad a una práctica
que suponemos plausible de producir transformaciones. Nuestras propuestas clínicas, nuestras
opciones explicativas, son efecto del modo con el cual concebimos, a partir de nuestra
"metapsicología de bolsillo", los procesos de la causalidad psíquica y la teoría del conflicto en
la cual el síntoma se sostiene.
Redefinir constantemente los modelos con los cuales trabajamos, hacerlos concordar con las
posiciones que a lo largo de los años hemos ido estableciendo por relación a lo inconciente,
nos lleva a someter a revisión tanto nuestras certezas adquiridas como las formulaciones de
partida sobre las cuales se ha ido forjando nuestro pensamiento teorético.
Para ello habrá que salir de los intentos simplificadores -¡incluso empobrecedores!- mediante
los cuales cierto freudismo intento esquematizar hasta la caricatura el esquema originario,
para plantear que el movimiento teórico que Freud opera no es lineal y mucho menos
homogéneo.
Señalemos algunas líneas al respecto. En primer lugar, las propias contradicciones internas a la
obra. Por una parte, el relevamiento, por parte de Freud mismo, de los modelos con los cuales
opera. No se trata, indudablemente, de subsumir una tópica en otra, una teoría de las
pulsiones en otra, una teoría de la angustia en otra. Tampoco de señalar que son dos teorías
de la angustia, dos teorías de las pulsiones, dos tópicas. Se trata de ver, en el interior del
procesamiento teórico, el encaminamiento que lleva a Freud a sostener un movimiento en el
cual algunos articuladores se conservan pero en un contexto teórico que los hace devenir "lo
mismo y otro".
Es acá donde se nos plantea la insuficiencia de la formula, que tanto entusiasmo despertara en
nosotros hace algunos anos, de "retorno a Freud" para dar solución a las discrepancias
existentes entre la teoría y la clínica -o entre la teorética y la práctica. Porque el retorno a
Freud en términos de apoyatura en la autoridad de su pensamiento no puede desembocar
sino en un nuevo dogmatismo, en el cual se cercenen todas las contradicciones presentes en
sus textos o se sumen eclécticamente posiciones incompatibles para dar cuenta, de modo
coyuntural, siempre corriendo "atrás de los hechos", del cúmulo de problemas que nos toca
enfrentar. Ello nos lleva a proponer un abandono de todo prejuicio que conciba a la obra de
Freud en términos de un pensamiento lineal encaminado hacia su "máxima perfección", o
reduciendo el concepto a "la cosa misma" y suponiendo que todo lo que en ella encontramos
da cuenta de la realidad factual. Un entramado conceptual no opera sino como un modelo que
posibilita el cercamiento de un aspecto de lo real; da cuenta entonces de lo real, pero no lo
captura en su totalidad.
Entre la ortodoxia dogmática de otrora -hace no tanto tiempo- y el cinismo descarnado de una
legalidad en la cual todo es posible, ¿cómo reencontrar ejes fecundos que se tensen en la
dirección de una búsqueda progresiva? Gran parte de las grandes revoluciones intrateóricas
sufridas por el psicoanálisis a lo largo del siglo que culminaron en la transformación y el relevo
de paradigmas estuvo guiada por la ilusión del Todo. Indudablemente, cada movimiento
permitió generar un acrecentamiento de predicción de hechos nuevos, de nuevos contenidos
empíricos.
Tal el caso del kleinismo, que extendió los límites de la analizabilidad a la infancia y a las
psicosis, generando conceptos que ampliaron nuestro horizonte clínico general y abrió nuevas
condiciones para pensar fenómenos insospechados: conceptos como el de defensas precoces,
angustias psicóticas, la reinscripción de la angustia como angustia del yo ante el ataque de la
pulsión de muerte, todos ellos amplían nuestras posibilidades de comprensión y general
nuevas perspectivas clínicas. El lacanismo, por su parte, definió por primera vez de manera
radical el desatrapamiento del mundo simbólico respecto de la biología, inauguró una
posibilidad de definir el orden de materialidad específico con el cual pensar la fundación del
inconsciente por relación a la estructura determinante del Edipo y llevó hasta las últimas
consecuencias propuestas de Freud por relación a la función determinante del otro en la
constitución psíquica y a sus consecuencias en el plano de la clínica.
Del lado de los orígenes del inconciente, por su parte, dos grandes líneas quedan abiertas a
partir de la propuesta freudiana. A ellas nos hemos referido anteriormente, sus consecuencias
en la clínica son enormes: Por una parte, aquella que considera al inconciente como existente
desde los orígenes, vale decir endogenamente constituido. El mundo exterior puede ser
concebido así como una pantalla de proyección sobre el cual el mundo interno se explicita. Por
otra, la que concibe al inconciente como fundado, efecto esta fundación de la presencia
sexualizante del otro humano, operando en los orígenes para instaurar ciertas experiencias
inscriptas destinadas a la fijación tópica y la retranscripcion por après-coup. Esta segunda línea
interna en la obra de Freud, por la cual hemos tomado partido, no agota, sin embargo, todas
las posibilidades que de ella pueden ser extraídas. Exigen una recomposición tanto intra-
teórica -en el marco de los descubrimientos posteriores- así como inter-teórica -en el contexto
científico del siglo. Señalemos de modo sucinto que, desde esta segunda perspectiva, no se
trata de que el otro se inscriba como tal en el inconciente en constitución. El inconciente será
definido como efecto residual del contacto sexualizante con el semejante, y los restos
metabólicos de este proceso constituirán inscripciones que, siendo de origen heterónimo, han
perdido la referencia al orden de partida.
Este optimismo no pierde, sin embargo, de vista, los conocimientos acumulados a lo largo del
tiempo. En psicoanálisis las cosas se complejizan aún más. Si la definición inicial contiene, a
pesar de su provisionalidad, la esencia del circulo que genera , y ello es verdad para todo
proceso de conocimiento -incluso aquel en el cual conocer y transformar van aunados, tal
como ocurre en nuestra clínica- en nuestro indagar cotidiano a la situación inicial precisa se
añade una temporalidad no lineal, no determinada de inicio, una temporalidad definida por el
après-coup. Y, sin embargo, el après-coup no es el azar; la indeterminación se rige en el
interior de un abanico posible de determinaciones.