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El teatro
7.1. La especificidad del teatro como género literario y como forma de espectáculo
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Cfr. AA.VV. (1988); Bablet, D. y Jacquot, J. (1975); Baty, G. y Chavance, R. (1932, trad. 1993); Bent-
ley, E. (1964, trad. 1982); Bobes Naves, M.C. (1987, 1987a, 1994a, 1997); Bourgy, V. y Durand, R.
(1980); Brook, P. (1993, trad. 1995); Carlson, M. (1984, trad. it. 1984, reimpr. 1997), Couprie, A.
(1995a); Couty, D. y Rey, A. (1995); Craig, E.G. (1905, trad. 1972); Díez Borque, J.M. y García Loren-
zo, L. (1975); Durand, R. (1980); Esslin, M. (1978); García Barrientos, J.L. (1981, 1984); Girard, G.,
Oueller, R. y Rigault, Ch. (1978, trad. 1980); Gómez García, M. (1997), Gouhier, H. (1989); Helbo, A.,
Johansen, J., Pavis, P. y Ubersfeld, A. (1987, trad. 1991); Hubert, M.C. (1988); Konigson, E. (1980);
Kowzan, T. (1968, trad. 1997; 1970, trad. 1992; 1992a; 1997); Maestro, J.G. (1996); Marinis, M. di y
Bettetini, G. (1977); Meyerhold, V. (1972, 1973); Molinari, C. (1985); Pavis, P. (1976; 1980, trad. 1990;
1982; 1990); Pfister, H. (1977); Ricardou, J. (1982); Roubine, J.J. (1991); Ryngaert, J.P. (1991, 1993);
Savona, J. (1980); Schmid, H. y Kral, H. (1991); Sepieri, A. et al. (1978); Souriau, E. (1960); Spang, K.
(1991); Styan, J.L. (1981); Tordera, A. (1979); Ubersfeld, A. (1974, 1978, 1978a, 1981, 1987); Vel-
truski, J. (1942, reed. 1977, trad. 1990; 1981a); G. Wickham (1985, reed. 1994). Vid. los siguientes nú-
meros monográficos de revistas: The Formal Study of Drama, en S. Marcus (ed.), Poetics, 6, 3-4 (1977);
Dramma/spettacolo. Studi sulla semiologia del teatro, en Biblioteca Teatrale (Roma), 20, 1978; Théâtre
et théâtralité. Essais d’études sémiotiques, en Etudes Littéraires (Québec), 13, 3, 1980; Drama, theater,
performance. A semiotic perspective, en Poetics Today (Tel Aviv), 2, 3, 1981; Le spectacle au pluriel, en
Kodikas/Code. Ars Semeiotica (Tübingen), 7, 1-2, 1984; L’écriture théâtrale, en Pratiques, 41 (1984);
La théâtralité, en Roman, 19 (1986); Spectacle et communication, en Degrés (Bruxelles), 56, hiver 1988;
Semiotika-divaldo-kritica, en Slovenské Divadlo (Bratislava), 40, 1, 1992. Vid. también los siguientes
diccionarios y enciclopedias sobre teatro: Savarese, N. de (1983), Anatomia del teatro. Un dizionario di
antropologie teatrale, Firenze, La Casa Usher; Pavis, P. (1980), Dictionnaire du théâtre. Termes et con-
cepts de l’analyse théâtrale, Paris, Ed. Sociales (2º ed. en Paris, Messidor, 1987). Trad. esp.: Diccionario
del teatro. Dramaturgia, estética, semiología, Barcelona, Paidós, 1992; Corvin, M. et al. (1991), Dic-
tionnaire Encyclopedique du Théâtre, Paris, Bordas, 1995 (2 vols.); Sebeok, Th.A. (ed.) (1986), Ency-
clopedic Dictionary of Semiotics, Berlin-New York-Amsterdam, Mouton de Gruyter; Couprie, A. (1995),
Dictionnaire analytique de oeuvres théâtrales, Paris, Klincksieck. Dirección de M. Vuillermoz.
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do una forma literaria y una forma representativa. El texto puede identificarse con la
obra escrita por el dramaturgo, y la representación con la interpretación o realización
escénica llevada a cabo por los actores y el director de escena.
Respecto a la polivalencia del signo dramático, P.G. Bogatyrev, autor muy des-
tacado en el estructuralismo praguense, enunció el principio de connotación del signo
dramático, importantísimo para la posterior semiología del teatro, desde el que advierte
que un objeto presente en el escenario no sólo es un signo, sino que se convierte en un
“signo de signo”, al remitir a un conjunto de sentidos y referencias propios de un de-
terminado estilo, período, situación, clase social, personalidad, decorado, etc... Un obje-
to es algo que es y está ; un signo es algo que además de ser y de estar, “significa”.
Autor -> Texto escrito -> Director de escena (y actores) -> Representación -> Público
Como ha señalado M. Dufrenne (1953) “el problema del creador (escritor, direc-
tor de puesta en escena), del cocreador (escenógrafo, compositor...), y del ejecutante
(intérprete o actor) y de sus interrelaciones complejas en el fenómeno del espectáculo
merece un análisis detallado”.
La labor del director de escena es ante todo la labor de un transductor del senti-
do (Sinn) de la obra literaria, al proponer siempre una determinada lectura o escenifica-
ción del discurso dramático, texto escrito que contiene virtualmente su representación,
la cual puede variar —pese a proceder de un texto único, formalmente estable y semán-
ticamente abierto— de una a otra puesta en escena, según las competencias del director
y las posibilidades de los actores, como varía el sentido de una novela según sea inter-
pretado por unos u otros lectores, cada cual con su propia competencia (nivel cultural,
grado de conocimiento, hábitos de lectura, horizonte de expectativas...), o como puede
variar la comprensión de un poema, si su declamación o lectura en alta voz actúa, inten-
cionalmente o no, sobre el modo y las posibilidades de percepción y entendimiento por
parte del público.
Respecto a la ficción del discurso teatral, la obra dramática, como el resto de las
creaciones literarias, novelas y poemas, se caracteriza por el hecho de ser una creación
humana libre, que utiliza signos verbales a los que añade un valor estético, y porque
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El lector de la obra dramática debe considerar, desde este punto de vista, que los
personajes, tiempos, espacios, diálogos, etc..., que componen el conjunto de la represen-
tación y su discurso verbal son realidades explicables, y nunca verificables o falseables,
en relación a otros referentes (lugares, individuos, hechos acaecidos, etc...), derivados
del mundo real o existentes en él. La obra literaria instituye una verdad propia, que se
justifica como coherente y verosímil en los límites textuales de su interpretación en el
proceso de lectura, y de su realización escénica durante el proceso de la representación.
Desde comienzos del siglo XX, diferentes corrientes dramáticas tratan de en-
cumbrar la figura del director de escena, privilegiando de este modo las posibilidades
de la representación del discurso dramático, frente a su dimensión meramente textual.
La intervención del director en los procesos de interpretación dramática interrumpe y
transforma la comunicación entre el dramaturgo y el público; la primacía de la decora-
ción, en determinadas manifestaciones teatrales de comienzos de siglo (expresionismo,
absurdo, teatro político, etc...) lleva con frecuencia aparejada la supremacía del director
de escena, que deja de ser un técnico al servicio de la obra para convertirse en un artista
que no sólo puede transformar la palabra y la representación propuesta virtualmente por
el dramagurgo, sino que puede a la vez crear una representación estética alternativa o
paralela.
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Cfr. Aristóteles (1992), A. Artaud (1936, trad. 1978, reed. 1994), R. Barthes (1968), M.C. Bobes Naves
(1987, 1987a, 1994, 1997), R.H. Castagnino (1967a, reed. 1984; 1981), R. Durand (1980), K. Elam
(1980), E. Fischer-Lichte (1987), J.L. García Barrientos (1981), R. Hornby (1977), R. Ingarden (1931,
trad. 1983; 1958), S. Jansen (1972), T. Kowzan (1968, trad. 1997; 1970, reed. 1975, trad. 1992; 1976;
1992; 1992a; 1997); M. di Marinis (1982, 1984, 1986,1988), P. Pavis (1976; 1980, trad. 1990; 1982,
trad. 1985), R. Salvat (1983), P. Pavis (en M. Angenot et al. [1989: 95-107]), H. Schmid y A. van Kes-
tern (1984), A. Sepieri (1978, 1986), M. Sito Alba (1987), K. Spang (1991), F. de Toro (1987, 1988), A.
Ubersfeld (1978a, trad. 1989; 1981), J. Veltruski (1942, reed. 1977, trad. 1990; 1981a). Vid. los siguien-
tes volúmenes monográficos de revistas: Dramma/spettacolo. Studi sulla semiologia del teatro, en Bi-
blioteca Teatrale (Roma), 20, 1978; Drama, theater, performance. A semiotic perspective, en R. Amossy
(ed.), Poetics Today (Tel Aviv), 2, 3, 1981; Sémiologie du spectacle, en Degrés (Bruxelles), núms. 29,
30, 31, 32, de 1982; Spectacle et communication, en Degrés (Bruxelles), 56, 1988.
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En su obra de 1905 titulada Die Kunst des Theaters, E.G. Craig considera que el
teatro no está obligado a establecer relaciones con los imperativos del autor ni con los
presupuestos del arte literario, insistiendo de este modo en la dimensión espectacular de
la obra dramática. Las vanguardias de comienzos de siglo comparten plenamente este
modo de entender el fenómeno teatral, como lo demuestra el Primer Manifiesto de la
escenografía futurista, publicado en 1915, en que se admiran las múltiples posibilidades
que la luz, el espacio y el movimiento pueden proporcionar a las nuevas tendencias
escénicas, al definir el teatro como “una arquitectura abstracta de planos y volúmenes”.
En la misma línea se manifiesta en 1936 el pensamiento de A. Artaud, en Le théâtre et
le double, al rechazar la dimensión textual de la representación, y exponer su ideario de
llevar a las últimas posibilidades la explotación de los sistemas de signos no lingüísti-
cos, para crear de este modo un lenguaje exclusivamente teatral.
M.C. Bobes (1987) considera que en toda obra dramática es posible distinguir
un texto literario y un texto espectacular. El texto literario estaría constituido por el
discurso escrito (o hablado en el escenario), compuesto fundamentalmente por el diálo-
go: diálogos escritos en el texto y hablados en la escena; al texto literario podrían aña-
dirse aquellas acotaciones que adquieren una valor literario o artístico en el conjunto de
la obra (sucede con las acotaciones expresionistas de Valle), además de su valor fun-
cional. El texto espectacular se configuraría a su vez como el conjunto de indicaciones
que están en el texto dramático, bien en el diálogo, bien en las acotaciones, y que sirven
para ejecutar su puesta en escena.
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T. Kowzan (1970, 1992), en sus estudios sobre semiología del teatro, ha identi-
ficado como constantes en la literatura dramática (texto y espectáculo) trece sistemas de
signos, que ordena según varios criterios de distribución (sintaxis) y significado (semán-
tica) en la obra, y de interacción frente al público (pragmática) (Palabra, Tono, Mímica,
Gesto, Movimiento, Maquillaje, Peinado, Vestuario, Accesorios, Decorado, Ilumina-
ción, Música y Efectos sonoros).
Lo trágico y lo cómico pueden considerarse como las dos grandes categorías del
teatro. La tragedia y la comedia se configuran de este modo como las principales for-
mas dramáticas (la estética de lo trágico y lo cómico).
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Cfr. Aristóteles (1992), E. Bentley (1964, trad. 1982), D. Besnehard (1990), O.L. Brownstein y D.M.
Daubet (1981), M. Corvin (1994), A. Couprie (1994, 1995a), Chr. Delmas (1994), A. Díaz Tejera
(1989), J. Emelina (1991), A.J. Festugiere (1986), L. Goldmann (1955, trad. 1968), R. Guichemerre
(1981), R.B. Heilman (1968, 1978), J. Jacquot (1965), H.A. Kelly (1993), E. Kern (1980), M. Kom-
merell (1984, trad. 1990), G.E. Lessing (1766, trad. 1977), H. Levin (1987), Ch. Mauron (1964, trad.
1985), G. McFadden (1982), C. Molinari (1985), F. Niezsche et al. (1977), E. Olson (1963; 1968, trad.
1978), I. Omesco (1978), V. Pandolfi (1964), P. Pavis (1980, trad. 1990), J.D. Pujante (1988-1989), F.
Rodríguez Adrados (1983), J. Romilly (1980), J. Sareil (1984), A.W. Shlegel (1789-1803, trad. 1989;
1809-1811, trad. 1971), R.B. Sewall (1959, reed. 1980), U. Simon (1989), G. Steiner (1961, reed. 1981),
J.L. Styan (1981), P. Szondi (1956, trad. 1994; 1956a, trad. 1994), A. Villiers (1987).
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una fuerza que le sobrepasa, y que se trata con frecuencia de una realidad trascendente,
de una realidad superior e irreductible a lo meramente humano.
El personaje trágico suele resultar mediocre por su carácter, pero nunca por sus
orígenes, que han de ser siempre de alta alcurnia: la lucha y los enfrentamientos entre
las familias nobles y legendarias resulta siempre mucho más espectacular que las des-
gracias de los humildes. El héroe trágico detenta siempre el Poder en el momento de la
desgracia. Un desliz, una desmesura, un exceso irreversible (hybris) en el ejercicio del
poder desencadena siempre la desgracia irreparable.
El hecho cómico, a su vez, se realiza involuntariamente por parte del sujeto que
lo ejecuta o expresa. Obedece con frecuencia a un accidente, una casualidad o un infor-
tunio inesquivable. Las circunstancias exigen del sujeto un determinado comportamien-
to, que éste no es capaz de realizar en las condiciones en que se encuentra.
Los personajes cómicos no son conscientes del efecto cómico que transmiten: el
prototipo del avaro, del celoso, etc..., no es consciente de los modos y formas a través
de los que se transmiten su avaricia y sus celos, pues de serlo, probablemente trataría de
evitarlos o atenuarlos. La distracción de una persona, incluso en sus condiciones más
naturales, produce un efecto cómico innegable; este tipo de comicidad se incrementa, y
sus formas resultan aún mucho más risibles, si el espectador verifica que la distracción
es recurrente, si crece y se incrementa en cada situación, como sucede en la comedia,
como género literario y como forma de espectáculo. El sujeto cómico nunca es cons-
ciente de su comicidad.
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El efecto cómico cuenta además con la complicidad del grupo, y con frecuencia
se halla determinado o impulsado por un tipo particular de inquietud o exigencia social,
frente al poder del dinero, las pasiones, la mentira o la creencia religiosa.
El drama romántico, así como el existencialista o del absurdo, junto con otras
formas de renovación teatral del siglo XX (expresionismo, evasión, “teatro cruel”,
etc...), superan las categorías dramáticas fundamentales mediante excesos y amplifica-
ciones de lo grotesco y lo maravilloso.
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Entre las causas principales de la renovación teatral del siglo XX pueden señalarse
varios hechos. En primer lugar, hemos de insistir en la valoración de los sistemas de
signos no lingüísticos, como la luz eléctrica, que permite la iluminación controlada y
selectiva de la sala, la expresión recurrente o insistente de determinados planos, hechos,
gestos, movimientos, etc... La presencia semántica de los objetos del escenario: en el
teatro realista y naturalista de fines del siglo XIX, en la comedia burguesa, los objetos
del escenario tenían un valor óntico, como signos de ser, como signos que están por lo
que son, mientras que en las obras de comienzos del siglo XX se impone la “mirada
semántica” o “presencia semántica” de los objetos, los cuales están en el escenario no
sólo por lo que son sino también —y muy especialmente— por lo que significan en el
conjunto de la representación.
Crece la oposición al texto dramático, elaborado por el autor, en favor de las teorías
que privilegian la puesta en escena y la actividad o interpretación creativa del director
de escena (Dramaturg). Surgen nuevas teorías sobre la concepción del personaje dra-
mático. Diferentes autores han discutido, en el teatro del siglo XX, la validez del perso-
naje como unidad de sentido y de estructura en la configuración de la obra dramática.
Se niega incluso la existencia del personaje como unidad estable en el teatro, apoyándo-
se en presupuestos lingüísticos (F. Rastier), sociológicos (A. Ubersfeld, F. Rossi-Landi
y E. Garroni) y psicológicos (S. Freud, K.G. Jung...)
Las diferentes tendencias a través de las cuales se manifiestan los procesos de reno-
vación teatral del siglo XX pueden considerarse según tres tipos de motivaciones (filo-
sóficas, sociológicas y cibernéticas), cuya sistematización no debe entenderse dogmáti-
camente, sino en sus valores taxonómicos y explicativos.
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T. Kowzan (1968, 1970, 1992), en sus estudios sobre semiología del teatro, ha
identificado como constantes en la literatura dramática (texto y espectáculo) trece sis-
temas de signos, que ordena según varios criterios de distribución (sintaxis) y significa-
do (semántica) en la obra, y de interacción frente al público (pragmática).
Como ha señalado C. Bobes (1987) los signos dramáticos significan no sólo por
lo que son, sino también por lo que no son, por su oposición en el sistema al resto de los
signos, con los que forman una estructura estable. Sin embargo, muchos de los signos
dramáticos (especialmente los signos no verbales) no responden a una sistematización,
al carecer de la estabilidad semántica suficiente para ser codificados. Los signos no
verbales del drama adquieren sentido por relación al contexto en que se sitúan, y que
actúa como marco de referencias que permite interpretarlos. Dado que el sentido de los
objetos del drama sólo puede interpretarse por relación a los contextos concretos en que
se sitúan, sólo es posible establecer su codificación y sistematización a partir de las
situaciones dramáticas.
cos de revistas: La scène, en Littérature, 9, 1973; Théâtre et sémiologie, en Degrés, 13, 1978; Teatro e
semiotica, en Versus, 21, 1978; Dramma/spettacolo. Studi sulla semiologia del teatro, en Biblioteca
Teatrale, 20, 1978; Sémiologie et théâtre, en Organon, 1980; Théâtre et théâtralité. Essais d’études
sémiotiques, en Etudes Littéraires, 13, 3, 1980; Drama, theater, performance. A semiotic perspective, en
Poetics Today, 2, 3, 1981; Sémiologie du spectacle, en Degrés , núms. 29, 30, 31, 32, de 1982; Puppets,
Masks, and Performing Objects from Semiotic Perspectives, en F. Proschan (ed.), Semiotica, 47, 1-4,
1983; A Contribution to the Semiotics of Theatre, en Australian Journal of French Studies, 20, 3, 1983;
The Formal Study of Drama II, en S. Marcus (ed.), Poetics, 13, 1-2, 1984; Le spectacle au pluriel, en
Kodikas/Code. Ars Semeiotica, 7, 1-2, 1984; Semiotica della ricezione teatrale, en Versus, 41, maggio-
agosto 1985; Semiótica del teatro, en Discurso, 1, 1, 1987; Theatre and Performance, en Poetics Today,
8, 2, 1987; Spectacle et communication, en Degrés, 56, 1988; Semiotica del teatro, en Panorama Lom-
bardia, 57, 1989; Le texte spectaculaire, en Degrés, 63, 1990; Semiotika-divaldo-kritica, en Slovenské
Divadlo, 40, 1, 1992; Gesture in the theatre, en Assaph. Studies in the Theatre, 8,1992; Gestualités, en
Protée, 21, 3, 1993.
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A. Scheflen (1977), en sus estudios sobre el lenguaje del cuerpo y sus funciones
en el orden social, estudia el comportamiento comunicativo de la persona humana desde
el punto de vista de sus funciones y posibilidades en el seno de la vida social. De este
modo, distingue entre comportamiento verbal, referente al sistema lingüístico y a los
medios de comunicación verbales, y comportamiento no verbal, cuyo análisis dispone
según los principios de la paralingüística, kinésica, mirada, gestualidad, emblemática,
sistema neurovegetativo, comportamiento táctil, proxémica, artefactos y factores de
entorno.
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Cfr. S. Alexandrescu (1974), E. Bentley (1964, trad. 1982), M.C. Bobes Naves (1987, 1987a, 1994a,
1997), M.C. Bobes et al. (1982a), P. Bogatyrev (1938, trad. 1971), J. Canoa (1989), P. Charret et al.
(1985), M. Corvin (1978a, 1991), J. Coy y J. de Hoz (1986), L. García Lorenzo (1985), R. Gaudreault
(1996), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1990a; 1990b), A.J. Greimas y J. Courtés (1979, trad. 1982;
1990, trad. 1991), W.M.H. Hummelen (1989), R. Ingarden (1958), S. Jansen (1968, 1972, 1977), S.
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A lo largo del siglo XX, diferentes corrientes de pensamiento han contribuido a di-
señar un nuevo concepto de acción dramática. El existencialismo ha concebido al hom-
bre como un ser que carece de unidad sustancial, y va haciéndose progresivamente a
través de su actuar; esta concepción ha determinado la creación de muchos personajes
literarios. El hombre alcanza su plenitud de ser con la muerte, y paralelamente el perso-
naje alcanza su sentido definitivo al final de la novela o de la obra de teatro: la explica-
ción de las conductas y de los modos de actuar y de relacionarse de los personajes no
tiene su sentido completo hasta que el desenlace los hace desaparecer del discurso.
Marcus (1975), P. Pavis (1976; 1980, trad. 1990; 1982; 1982a; 1990), M. Pfister (1977, trad. 1988), W.
Propp (1928, trad. 1977), F. Rastier (1972, 1974), J. Schleuter (1979), Sito Alba, M. (1987); E. Soriau
(1950), K. Spang (1991), A. Ubersfeld (1978a, trad. 1989; 1981).
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La teoría literaria del siglo XX se apoya con frecuencia en modelos, reales o ficti-
cios, muy alejados de los que sirvieron de referencia para explicar el personaje de las
novelas y dramas decimonónicos. El cambio en el concepto de persona que han propi-
ciado disciplinas modernas como la sociología y la psicología, e incluso la evolución de
la filosofía, explica que la creación literaria haya alterado sustancialmente su forma de
concebir al personaje y su acción en el discurso.
Al igual que los formalistas rusos, los neoformalistas franceses de los años sesenta
no se separan mucho de Aristóteles en sus estudios sobre la morfología del relato: el
funcionalismo considera que el elemento principal del drama son las acciones y las si-
tuaciones en sus valores funcionales (funciones), y sólo por relación a ellas se configu-
ran los actuantes, o sujetos involucrados en las acciones. Los personajes son los actuan-
tes, revestidos de caracteres físicos, psíquicos y sociales, que los individualizan.
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ciones funcionales de los personajes, y sus relaciones suelen estar mediatizadas con
frecuencia por las modalidades de saber, poder o querer.
Por su parte, Cl. Brémond se apoya en la noción de secuencia, como unidad sintác-
tica en la que ha de agruparse una serie tripartita de funciones que se implican necesa-
riamente, y que con frecuencia designan tres fases obligatorias de todo proceso: apertu-
ra de una situación, medios que la transforman, y desenlace final de éxito o fracaso.
M.C. Bobes (1987) considera que el enfoque funcionalista es uno de los que parece
haber tenido más aceptación y desarrollo teórico, acaso porque puede ser el más especí-
ficamente literario. V. Propp distinguió en 1928, en sus estudios sobre los cuentos tra-
dicionales rusos, siete tipos de personajes, desde una dimensión estrictamente funcio-
nal: Agresor, Donante, Auxiliar, Princesa, Mandatario, Héroe y Falso-héroe.
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Cfr. Abirached, R. (1978); Aristóteles (1992); Aslan, O. (1979); Bobes Naves, M.C. (1987, 1987a);
Corvin, M. (1978a, 1991), Coy J. y de Hoz, J. (1986), Dinu, M. (1974); L. García Lorenzo (1985); Ga-
rroni, E. (1973, trad. 1975); Greimas, A.J. (1966, trad. 1976; 1990); Hamon, Ph. (1972); Hubert, M.C.
(1992); Markus, S. (en A. Helbo [1975: 123-139; trad. 1978]); J.A. Pérez Rioja (1997), Rastier, F. (1973;
1974; 1979, trad. 1981); Rossi-Landi, F. (1972); J.P. Ryngaert (1991, 1993), Schleuter, J. (1979); Sinko,
G. (1988), Sito Alba, M. (1987); Spang, K. (1991); Stanislavski, K. (1949, trad. 1975, reimpr. 1988);
Tordera, A. (1981); Ubersfeld, A. (1978a, trad. 1989); Villiers, A. (1959, 1987); Voda-Capusan, M.
(1980).
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Niega los valores ontológicos, ideológicos y literarios del personaje, lo que constituye
un modo de discutir y cuestionar los contenidos positivos y negativos que a lo largo de
la historia de la poética se han enunciado sobre el personaje, como concepto teórico y
literario, sobre sus formas y funciones, sobre su unidad, y sobre sus posibles relaciones
y posibilidades de comprensión, que cambian pragmáticamente por relación al horizon-
te de expectativas de una cultura y por relación a la competencia de los espectadores.
El concepto de personaje que ofrecen en sus textos las obras realistas tiene una
génesis que se apoya en el concepto de persona dominante en el siglo XIX. Esta noción
de personaje es la que Ubersfeld propone desacralizar. Por el contrario, la noción de
personaje que hoy ofrecen los textos dramáticos está construida por autores, y represen-
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tada por actores, que conocen —y responden a— las ideas actualmente válidas y opera-
tivas en nuestro sistema de valores culturales y sociales.
Las teorías psicoanalíticas (J. Fanchette, 1975) sostienen que no puede mante-
nerse la noción de personaje después de que la psicología ha desmantelado nociones tan
fundamentales como las de “Yo” y de “Persona”. S. Freud y K.G. Jung han señalado la
existencia de ámbitos desconocidos en el inconsciente humano y las profundidades del
Yo, que ha permitido al psicoanálisis estudiarlos científicamente. De este modo se des-
velan algunos de los estados y facultades no racionales del hombre, considerado desde
Descartes como un ser prioritaria y casi exclusivamente racional.
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7.8. Las formas del lenguaje dramático: soliloquio, monólogo, diálogo, aparte8
8
Cfr. Baamonde, G. (1986); Bettetini, G. y Marinis, M. di (1977); Bobes Naves, M.C. (1987, 1987a,
1992, 1997), Bouissac, P. (1973, 1976); Cueto Pérez, M. (1986, 1986a); Charvet, P. et al. (1985); Díez
Borque, J.M. y García Lorenzo, L. (1975); Guiducci, R. (en A. Sepieri et al. [1978: 181-190]); Hölker,
K. (1978), Ingarden, R. (1958); M. Issacharoff (1985, 1988, 1989, 1991), F. Jacques (1979), Larthomas,
P. (1972, 1987); Mounin, G. (1970, trad. 1972); Rozik, E. (1983); Pagnini, M. (1986); Pavis, P. (1982,
reimpr. 1985; 1982a; 1989); Scheflen, A. (1972, trad. 1977); Segre, C. (1984); Ubersfeld, A. (1978a,
trad. 1989). Vid. el siguiente volumen monográfico de revista: Le Discours Social, en Le langage théâ-
tral, 5 (1975).
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prometido verbalmente con el acto de habla externo que lo motiva, bien de modo inter-
activo (diálogo: dos o más personajes dialogan entre sí e intercambian apartes), bien de
modo meramente comunicativo (dialogismo: un personaje habla a otro que le responde
exclusivamente con apartes).
La tercera de estas categorías del aparte estaría constituida por aquellos discursos en
los que dos personajes que dialogan entre sí exteriormente (acto de habla), utilizan el
discurso en aparte para “dialogar” al mismo tiempo desde el ámbito de la intersubjeti-
vidad, mediante el intercambio de pensamientos a los que ninguno de los dos accede
convencionalmente, y que el público puede comprender en toda su amplitud. Tal es lo
que sucede, de forma indudablemente paródica, en dos obras de J. Tardieu (1955) titu-
ladas Oswald et Zénaïde ou les Apartés y Il y avait foule au manoir ou les Monologues,
en que los personajes protagonistas parecen mantener, al lado del diálogo real, una es-
pecie de “diálogo de mudos”, o diálogo latente, que se deriva de sus alternativas inter-
venciones en aparte.
Un estudio teórico del tiempo como categoría sintáctica del discurso teatral pue-
de apoyarse en dos premisas fundamentales: a) la historia creada en el texto, la cual se
destina a una representación que ha de extenderse durante un tiempo limitado en su
duración y en sus formas de relación, y b) la expresión del texto dramático, que es el
9
Cfr. AA.VV. (1990); Bettetini, G. (1975, trad. 1977; 1979); Bobes Naves, M.C. (1987, reimpr. 1991:
217-235; 1994a; 1997); Chatman, S. (1978, trad. 1990); Esslin, M. (1978, 1987); García Barrientos, J.L.
(1991); Girard, G., Ouellet, R. y Rigault, Ch. (1978, trad. 1980); Jansen, S. (1986); Kowzan, T. (1976,
1991, 1992, 1992a, 1997); Levitt, P.M. (1971); Meyerhoff, H. (1955, reed. 1968); Nöjgaard, M. (1981);
Pavel, Th.G. (1985); Pavis, P. (1982, reed. 1985; 1990); Pfister, M. (1977, trad. 1988); Praz, M. (1970,
trad. 1979); Segre, C. (1984); Sito Alba, M. (1987); Spang, K. (1991); Ubersfeld, A. (1978a, trad. 1989:
144-173; 1981), J. Veltrusky (1942, trad. 1990).
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El tiempo del teatro puede ser analizado al menos en tres niveles diferentes,
como son el tiempo de la historia, del discurso y de la representación.
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El tiempo real y natural del espectador que asiste a la representación del espec-
táculo teatral no es jamás —aunque con frecuencia se ha sostenido lo contrario— si-
multáneo al tiempo de la representación dramática. La simultaneidad temporal entre el
tiempo del espectador y el tiempo de los personajes (o tiempo de la representación) es
tan convencional como la contigüidad espacial entre la sala y el escenario, continuidad
espacial que se quebranta automáticamente con la elevación del telón.
10
Cfr. Allegri, L. (1982); Bobes Naves, M.C. (1987, 1987a, 1994; 1997); Breyer, G.A. (1968); Brook, P.
(1968, trad. 1973); Carlson, M. (1990); Corvin, M. (1976, trad. 1997; 1991); Cueto Pérez, M. (1986,
1986a); Charvet, P. et al. (1985); Frank, J. (1945, trad. 1972); García Novo, E. (1981); Hubert, M.C.
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S. Jansen (1984: 259) ha hablado del espacio como de un hecho de lectura in-
mediata del texto dramático, al advertir que la espacialización de objetos y personajes
no se limita exclusivamente a la puesta en escena del discurso dramático, sino que tam-
bién forma parte de una de sus condiciones de lectura. En el mismo sentido parecía
haberse pronunciado A. Ubersfeld desde sus primeros estudios sobre el fenómeno tea-
tral, al definir el espacio dramático como una categoría presente en el texto de forma
virtual, y visualizable objetivamente en cada una de las situaciones dramáticas que
constituyen la representación.
M.C. Bobes (1987: 242 ss) distingue entre los espacios anteriores a la obra, y
con los que ésta se relaciona al ser allí representada, y los espacios creados por la pro-
pia obra, que, si bien resultan de naturaleza ficcional como construcción literaria, se
adaptan a los anteriores en tanto que sobre ellos se constituyen físicamente. Estos espa-
cios pueden semiotizarse mediante procedimientos simbólicos, icónicos, etc... Al tener
en cuenta los espacios que corresponden a la historia, escenario, movimiento y posición
de los actores, así como el lugar físico denotado referencialmente e interpretado en la
escenografía, proponemos a continuación el siguiente sistema de espacios dramáticos.
El edificio teatral representa los espacios previos de la obra dramática, que son
fundamentalmente dos: el teatro, como edificio dispuesto a la representación, y el esce-
nario, como parte del teatro destinada precisamente a la puesta en escena. Tanto la ar-
quitectura teatral como la disposición escénica han experimentado profundas transfor-
maciones a lo largo de la historia, y han revelado en cada una de ellas una estrecha rela-
ción con el tipo de sociedad y cultura que las ha motivado; así, la disposición del edifi-
cio y escenario en los tres grandes teatros nacionales —griego, español e isabelino—
revela una particular concepción ante el mundo y unas formas específicas en su mani-
festación. Autores como P. Brook (1973) y J. Ortega (1958) han hablado de estos espa-
(1992); Jansen, S. (1982, 1984); Konigson, E. (1975); Kowzan, T. (1968, trad. 1997, 1991, 1992, 1992a,
1997); Rabkin, E. (1977); Ruano de la Haza, J.M. y Allen, J.J. (1994); Ruffini, F. (1985); Ruiz Ramón,
F. (1986); Sami-Ali (1974); Spang, K. (1991); Sonrel, P. (1943, reed. 1984); Suvin, D. (1987); Tordera,
A. (1981); Ubersfeld, A. (1978a, trad. 1989: 144-173; 1979; 1981), J. Veltrusky (1942, trad. 1990).
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cios como espacios vacíos (the empty espace), ya que sólo adquieren sentido como es-
pacio dramático en la representación de obras concretas.
El espacio dramático está constituido por los espacios escénico, lúdico e inter-
locutivo, y surge con la representación de la obra dramática, al disponer sobre el esce-
nario las referencias del texto espectacular, cuyo valor perlocutorio queda realizado en
el decorado. Los espacios dramáticos se encuentran en la historia, poseen un carácter
ficcional, y pueden ser creados mediante procedimientos diversos (narración, visualiza-
ción, acecho, etc...) Frente a la novela, la obra dramática dispone sus espacios por refe-
rencia al escenario, como lugar en que ha de ejecutarse su representación, evocación o
manifestación latente.
En el ámbito en F “la escena tiene un frente muy amplio, que excede la anchura de
la sala y se despliega paralela al patio de butacas, en una especie de friso” (Bobes,
1987: 252). Es la disposición preferida por los constructivistas (Meyerhold, 1905) y por
el kabuki japonés. En el ámbito en X, la escena, múltiple, se sitúa en cuatro puntos ex-
tremos, desde los que se configura un círculo en cuyo centro se sitúa el público. El
ejemplo más conocido de teatro de ámbito en X es el diseñado por Gropius para Pisca-
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tor en 1927. Para M.C. Bobes (1987: 252) “todas estas variantes pueden reducirse a dos
situaciones: la de enfrentamiento y la de envolvimiento”.
Emisor, obra y lector constituyen los tres elementos del esquema semiótico bá-
sico, en el que se apoyan y articulan las diferentes relaciones que puede adquirir el tex-
to literario. Sin embargo, en el teatro, el proceso de comunicación y recepción se com-
plica de forma particularmente interesante, debido a su dimensión espectacular, que
exige la presencia de un director de escena y de unos actores, es decir, la existencia de
unos ejecutantes intermedios: emisor -> signo -> intermediario -> receptor
11
Cfr. AA.VV. (1988); Allegri, L. (1982); Bablet, D. y Jacquot, J. (1975); Barisch, J. (1981); Bobes
Naves, M.C. (1987, 1992, 1997); Brecht, B. (1948-1956, trad. 1970; 1948-1956a, trad. 1970); Cueto
Pérez, M. (1986, 1986a); Demarcy, R. (1973, trad. 1976); Deriu, F. (1988); Díez Borque, J.M. (1977,
1985); Duvignaud, J. (1965, trad. 1966; 1965a, trad. 1966); Goffman, E. (1971, 1974, 1981); Goldman,
L. (1955, trad. 1968); Gourdon, A.M. (1982); Gurvitch, G. (1956); Jacquot, J. (1968); Jaumain, M.
(1983); Kowzan, T. (1970, trad. 1992; 1991; 1992; 1992a, 1997); Lukács, G. (1961, reed. 1989); Mango,
A. (1978); Marinis, M. di y Bettetini, G. (1977); Pavis, P. (1980, trad. 1990; 1983, trad. 1985; 1985;
1990); Pfister, M. (1977, trad. 1988), Pirandello, L. (1983), Piscator, E. (1929, trad. 1976); Redmont, J.
(1979), Rossi-Landi, F. (1972, 1972a); Sastre, A. (1956), Scheflen, A. (1972, trad. 1977); Sepieri, A.
(1978); Sito Alba, M. (1987); Styan, J.L. (1981); Szondi, P. (1956, trad. 1994; 1956a, trad. 1994); Ubers-
feld, A. (1978a, trad. 1989), Vicentini, C. (1983). Vid. el siguiente volumen monográfico: Semiotica
della ricezione teatrale, en M. di Marinis (ed.), Versus, 41 (1985).
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ter monológico del lenguaje de las acotaciones, que adquiere realidad y sentido en la
puesta en escena mediante la presencia de signos de objeto.
Hasta fines del siglo XIX, los estudios sobre literatura dramática se limitaban
fundamentalmente al autor y al texto escrito (signos lingüísticos), dejando al margen
múltiples problemas referidos a la dimensión espectacular del teatro, a las posibilidades
de su representación, y a la labor del director de escena (signos no verbales).
No hay nada sensible sin un cuerpo capaz de objetivarlo. He aquí la razón de ser
del actor: hacer visible y sensible al personaje, dotándolo de un cuerpo, de un aspecto,
de una dimensión física y real. Como ha declarado a este respecto Juan Antonio Hormi-
gón (1985: 189), “este proceso se inicia, claro está, con el reparto”.
Desde el momento en que la obra de teatro se realiza ante el público sólo per-
manecen en ella los actores y los personajes; el autor y el director de escena, realidades
esenciales en los procesos de expresión y transformación de sentido, desaparecen du-
rante la representación, como fuentes que han perdido todo el control sobre la realidad
por ellos mismos creada.
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La labor del director de escena es ante todo la labor de un transductor del senti-
do de la obra teatral, es decir, de un transmisor de sentidos que por el hecho mismo de
comunicarlos a un público nuevo y distinto cada vez, los transforma y los (re)crea tras
haber experimentado en sí mismo diferentes modos y posibilidades de recepción e in-
terpretación.
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