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[NO OLVIDAMOS] La “Música” Que Pinochet Obligó

Escuchar A Los Chilenos En Dictadura


By Felipe Henríquez Ordenes Last updated Ago 7, 2015

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Hubo pocas canciones en la banda sonora íntima de Augusto Pinochet. Su ignorancia


sobre música la pagó la cultura chilena con sangre, censura y vulgaridad.

Publicado en el blog de Marisol García C


Sabíamos de su gusto por los libros de Historia, los mariscos y el trote. Pero jamás trascendió
qué música privilegiaba Augusto Pinochet en la intimidad. Los periodistas de espectáculos
activos en dictadura adivinaban que tras la contratación al Festival de Viña de baladistas
como Roberto Carlos se estampaba el fanatismo de Lucía Hiriart, a quien Pinochet
acompañó en palco cuando, en 1975, en la Quinta Vergara se apareció el hombre de “Detalles”.
Pero ni entonces el Capitán General parecía particularmente entusiasmado. Salvo un par de
canciones (ver recuadro), pocos músicos lo emocionaron de verdad durante su vida, y ese
desdén tuvo un correlato lamentable en la suerte del gremio bajo su mandato.

El siguiente es el retrato parcial y a trazos gruesos —iniciado con el impulso que nos ha dejado
una semana de emociones inesperadas— de una faceta que apenas se ha asomado en el debate
sobre las consecuencias culturales de la dictadura chilena. En septiembre de 1973, la Junta
Militar se hizo cargo de un país que ebullía de creatividad musical, y que al fin lograba
afirmarse en una continuidad de publicaciones, figuras y festivales como los que laten en todo
país sano. A punta de balas, exilio, censura y vulgaridad la administración de Pinochet silenció
todo aquello, y obligó a que la música popular chilena se viera obligada a reconstruir a pedazos
una identidad que aún no logramos afirmar por completo. Pero, claro, para esa denuncia no hay
Corte a la que acudir.

Folclor nortino al freezer


No se habían cumplido ni tres meses del Golpe de Estado y la dictadura ya había asestado acaso
sus golpes más fieros contra la música chilena. Antes del fin de 1973, ningún gremio artístico
lloraba más bajas que el de los músicos. Del movimiento de Nueva Canción Chilena, casi no
había nombre a salvo: Víctor Jara había terminado sus días con cuarenta y cuatro balazos en el
cuerpo, y Ángel Parra pasaba por centros de detención y tortura antes de partir a exiliarse a
México. Eran novedades de las que debían enterarse a la distancia los otros nombres
emblemáticos del género, pues de sus respectivas giras europeas Inti-
Illimani y Quilapayún simplemente no pudieron volver. Súbitamente, gente como Isabel
Parra y Patricio Manns habían pasado de las cumbres de los rankings a la clandestinidad, el
asilo y el exilio. También el destierro forzado dividió profundamente las carreras de, entre
otros, Sergio Ortega, Amerindios, PayoGrondona, Charo Cofré,
el Gitano Rodríguez, Aparcoa, y parte de los grupos Cuncumén y Quelentaro.

La Nueva Canción Chilena había sido un movimiento artístico tan íntimamente asociado a la
UP, que la Junta Militar consideró su extinción un asunto de primera necesidad. Las oficinas
con el estudio de DICAP (sello disquero de las JJ.CC. y catálogo para casi todo el movimiento),
en calle Sazié, fueron allanadas la misma semana del Golpe. Los militares buscaban armas, e
incautaron, rompieron y/o quemaron cintas con música aún inédita, según recuerda Ricardo
Valenzuela, entonces director general del sello, detenido horas después del bombardeo a La
Moneda. Hoy que los audios se guardan en computadores desconocemos el valor único que
entonces tenían las llamadas cintas-master, cuya inexcusable destrucción explica una de los
mayores taras de nuestra memoria cultural. No se ha efectuado aún el debido catastro de todo lo
que desapareció en esos meses, tanto en sellos pequeños como en trasnacionales.

Aunque no recuerda la fecha exacta, el productor Camilo Fernández cuenta de una reunión
que hacía fines de 1973 se realizó en el edificio Diego Portales, y a la que el entonces ministro
Secretario General de Gobierno, coronel Pedro Ewing, lo convocó junto a los mayores
ejecutivos de las tres principales disqueras con sede en Chile: EMI, Philipps y RCA:

“Su interés era que dejásemos de grabar música que, en sus palabras, atentaba contra la
nueva institucionalidad. De modo especial, nos pidió abstenernos de difundir folclor
nortino”.

La razón del recelo hacia la también llamada “música andina”, se explicaba en parte por la
difusión masiva que durante la UP había tenido el tema instrumental “Charagua”, de Inti-
Illimani, como cortina característica de Televisión Nacional.“Eso hacía que, según Ewing, el
gobierno de Allende se asociara a la música nortina”, continúa Fernández. “Yo, que era el
único chileno de los convocados, le respondí que qué culpa tenía el norte del uso que le
había dado el gobierno. Recuerdo que mi ejemplo fue: Es como si usted nos prohibiera usar
la bandera chilena porque se enarboló en muchísimas tomas. Su reacción fue, para mí,
inesperada. Me dio la razón inmediatamente: Entonce les pido, por favor, que pongan la
música del norte por un tiempo en el freezer. Freezer: ésa fue la palabra. Y ahí terminó la
reunión”.

No había tiempo para sutilezas. Tras ser liberado de ocho meses de detención,Ángel Parra le
hizo llegar al propio Ewing, una carta manifestándole su intención de quedarse en Chile para
continuar con su trabajo musical. La respuesta que recibió fue tajante: “Decía que mi voz, mi
estilo y mi cara recordaban a la Unidad Popular. Y que eso era algo que en el país se
encontraba prohibido”. En noviembre de 1974, Ángel Parra partía junto a su familia a su
exilio en México.

El “asesor artístico” de la Junta


En el contexto de una institucionalidad cultural menos que precaria, la política oficial hacia la
música fue una mezcla de saña y torpeza, prejuicio e improvisación. A poco de instalada en el
poder, la Junta Militar contactó a Benjamín Mackenna, deLos Huasos Quincheros, para
asesorar al regimen en lo que entonces se identificó como “asuntos artísticos”. En su estudio
homónimo sobre la Nueva Canción Chilena, el investigador René Largo Farías registra el
testimonio del folclorista Héctor Pavez sobre una reunión de fines de 1973 a la que fue
convocado junto a músicos como Hilda Parra (hermana de Violeta y Nicanor),Homero
Caro y algunos integrantes del Cuncumén, y en la que un grupo de militares encabezado por el
coronel Ewing y el propio Mackenna creyeron conveniente indicarles lo siguiente, según
descripción de Pavez:

“Nos dijeron la firme: que iban a ser muy duros, que revisarían con lupa nuestras
actitudes, nuestras canciones, que nada de flauta, quena ni charango; que el folclor
nortino no era chileno; que la Cantata Santa María era un crimen histórico de ‘lesa
patria’ […]; que los Quilapayúneran responsables de de la división de la juventud. Allí
supimos claramente que no había nada que hacer, absolutamente nada, a menos que nos
transformáramos en colaboradores de la Junta”.

En muy contadas ocasiones se ha referido públicamente Benjamín Mackenna a sus labores de


asesoría a la dictadura, oficializadas en el cargo de secretario de Relaciones Culturales de la
Secretaría General de Gobierno. En entrevista de hace nueve años con El Mercurio, el músico
describió su función como “una labor de extensión cultural. Nunca fui censor ni nada […].
Mi labor era desarrollar proyectos culturales en el país. A Lafourcade le decía: Oye,
puedes hacer unos talleres de literatura en Iquique, o sugería a un grupo de cámara para
otra ciudad. Después de dos años [1973-1975] eso pasó al Ministerio de Educación. Pero
creo que fue un error mío haber participado activamente, sin desconocer que tenía una
adhesión al gobierno militar, porque creo que eso identificó al grupo”.
De eso sí que no hay dudas. Los Huasos Quincheros pasaron a ser el tipo de conjunto con el
que la Junta Militar creyó que podría borrar el recuerdo de todos los demás músicos de raíz
folclórica lejanos en el exilio. Tanto así, que el grupo se ganó el cupo artístico para representar
a Chile en el acto inaugural del Mundial de Fútbol de 1974, en la República Federal de
Alemania (y tras el cual no pudieron librarse de los golpes de compatriotas exiliados). Siete
años más tarde, serían de nuevo los Quincheros los encargados de darle en Santiago una
bienvenida de tonadas y cuecas al polémico Henry Kissinger.

Los músicos de izquierda que se libraron del exilio o la cárcel aprendieron de a poco el modo
en el que el autoritarismo inocula el germen de la autocensura. Bandas como Los Blops, Los
Jaivas e Illapu simplemente no soportaron quedarse en un país con sus espacios culturales
cerrados, y terminaron por partir al extranjero o disolverse. Quienes se quedaron,
como Congreso, sólo pudieron hacerlo concibiendo su trabajo como una causa.

“Sé que hoy suena como un acto heroico, pero en esas circunstancias tú no podías sentirte
más que el grueso del pueblo de Chile”, explica ahora Pancho Sazo, vocalista del grupo de
Quilpué. “Había gente jugándose la vida; entonces cantar era, creo yo, lo mínimo moral
aceptable. Era un tiempo en que tenías que aprender a caminar por el borde; cuando el
miedo no era tanto por ti, sino por lo que podía pasarles a quienes te escuchaban. Por eso
creo que lo peor era la autocensura”.

En ese clima generalizado de temor, en el que cualquier disco con una canción ligeramente
contingente era considerado “material subversivo”, y en el que cada recital debía ser aprobado
previamente por la intendencia, la precaución y la estupidez se parecían a veces demasiado. En
el libro La era ochentera, los periodistas Macarena García y Oscar Contardo reúnen varios
ejemplos de la más ramplona censura, desde la vez que se impidió que “Gracias a la vida”
ganara un concurso a “La gran canción chilena de todos los tiempos” en Televisión Nacional, a
la revisión por parte de los militares de cada verso que se ejecutaría ante las cámaras,
incluyendo los veinticuatro ‘ay’ del “Ay, ay, ay” de Osmán Pérez Freire.

Allí donde a los uniformados más les pesaba su rigidez era frente a cantautores de difícil
clasificación, sin militancia izquierdista conocida pero tampoco aparente encandilamiento ante
las charreteras. Un caso emblemático fue el de Fernando Ubiergo, el cantautor que a los 22
años había convertido en hit “Un café para Platón”, y que en 1978 ganó el Festival de Viña con
otro tema de letra ambigua: “El tiempo en las bastillas”. Sin vínculo alguno con la generación
de músicos simpatizantes de la UP, de llegada rápida entre el público femenino y un gusto por
la ropa sencilla y blanca, Ubiergo era un artista atractivo para la redefinición cultural que
pretendía la dictadura. Pero el cantautor fue el ahijado que Pinochet nunca pudo llegar a tener.
Las tres veces que el Comandante en Jefe le hizo llegar invitaciones personales para conocerlo
(la primera de ellas, al día siguiente de ganar Viña), Ubiergo se atrevió a negarse. El desdén
tendría sus costos.

“Cuando estoy a punto de editar mi segundo disco [Ubiergo, 1979], la gente de IRT me
comunica que debo sacar ‘por órdenes superiores’ cinco canciones que ya estaban
grabadas”, recuerda el músico y hoy presidente de la SCD. Los títulos cuestionados eran
probablemente más conflictivos por sus autores que por su contenido: “Poema XV”, de Pablo
Neruda; “Te recuerdo, Amanda”, de Víctor Jara; “La era está pariendo un corazón” y
“Canción del elegido”, de Silvio Rodríguez; y uno del propio Ubiergo (“Tango esmog”). “Me
opuse rotundamente, y ahí comenzó un proceso dramático, durante el cual llegué incluso
a esconderme 23 días en el Cajón del Maipo, solo y aterrado ante un sinfín de rumores
que aseguraban que me estaban investigando a mí y a mis padres. Sé que muchos
comentaban que yo era un comunista solapado”.

Una nota de la época en el diario La Segunda, consigna que “el último LP de Fernando
Ubiergo, que debería haber salido a la venta hace dos semanas, ha sido suspendido por
autoridades de gobierno”. Allí mismo, el director del sello IRT,José Manuel Silva, negaba por
completo la censura. Ubiergo consideró el hecho una traición y decidió renunciar al sello, para
abrazar al poco tiempo una oferta de continuar su carrera en España. Del álbum salieron más
tarde sólo mil copias, un tiraje absurdo para quien venía de vender 150 mil discos, y que hoy
recuerda que“mi mayor decepción no era de los militares sino que de los civiles. Ante estos
asuntos, había gente dispuesta a quedarse callada y aceptar cualquier imbecilidad. Lo que
yo más escuchaba en esa época era la frase: Viejito, ¿para qué te metes en las patas de los
caballos?“.

Dos años más tarde, Gloria Simonetti convertiría en éxito su versión para “Ojalá”. La cantante
venía intentando hacía meses mostrar el tema por televisión, pero el único que se lo permitió
fue Raúl Matas en un “Vamos a ver”. La trova cubana entraba al fin a Chile en la voz de una
asumida pinochetista.

La canción oficial
El paseo de cantantes por Televisión Nacional proveía a la dictadura de una cierta legitimación
que coronó en 1977 el llamado Acto de Chacarillas. Setenta y siete famosos le prestaron
entonces su rostro a Pinochet, contando futbolistas, animadores, actores y cantantes como Juan
Carlos Duque, Cristóbal, Nano Vicencio, Juan Antonio Labra, Andrea
Tessa, Roberto Viking Valdés y José Alfredo Fuentes. La negativa a ése u otros actos
oficialistas podía tener consecuencias no necesariamente físicas, pero sí financieras. Un ‘no’ a
los militares era cerrarse las puertas por fuera de los escasos espacios que entonces podían
pagar la labor musical. Lo supieron músicos diversos que no quisieron aparecerse por
cumpleaños de generales ni conciertos en regimientos. Entre los que decepcionaron a Pinochet
se cuentan el baladista Osvaldo Díaz, el uruguayoGervasio, el ya citado Fernando
Ubiergo y Denisse, la rockera de Aguaturbia.

Lo aprendió también a punta de errores Luis Dimas, cuyo largo autoexilio en Canadá lo había
mantenido al margen de los avatares políticos locales y a los códigos soterrados de la dictadura.
En el estupendo libro El rey desnudo, los periodistas Sergio Benavides y Sebastián
Montecino cuentan del accidentado show que debió montar el cantante para el Festival de Viña
de 1977, antes del cual dos agentes le prohibieron incluir un tema del italiano Doménico
Modugno(“inconveniente para las circunstancias que vive el país”, según los censores). Al
final de su actuación, se le acercó un fan inesperado: el entonces oficial de EjércitoÁlvaro
Corbalán, con quien forjó desde entonces una amistad constante que beneficiaría los contratos
laborales del artista a la vez que las ansias de espectáculo del uniformado (un sujeto con mucha
mayor influencia sobre la pauta artística de los medios masivos bajo dictadura de lo que ha
llegado hasta ahora a consignarse).

La relación con Corbalán sería a la larga un camino sin retorno para Dimas, quien en 1987
terminaría accediendo a firmar el acta de militancia de Avanzada Nacional y se convertiría en
número fijo de varias giras nacionales de Pinochet, en las que también participaban otros
amigos de Corbalán como Patricio Renán, Magali Acevedo, Patricia Maldonado y “Los
Nuevos” Perlas. Pero la feble convicción ideológica de Dimas le impedía un compromiso
incondicional. Su homenaje aRicardo García (el ex locutor radial y fundador de Alerce, figura
emblemática de la izquierda) durante una edición del “Festival de la Una” fue el inicio de un
quiebre oficializado poco antes del plebiscito de 1988, cuando el cantante rechazó un contrato
millonario para participar en un acto de campaña del ‘Sí’. No faltaron nombres para
reemplazarlo. Aunque hoy parezca que los músicos pinochetistas son una rareza, hace menos
de veinte años, no costaba tanto encontrar a quien quisiera plantarse al frente de su mirada
recién apagada y entonarle con convicción los versos de “El rey”.

“Lili Marleen”, su favorita


Qué duda cabe que Pinochet tuvo en este clásico himno alemán de guerra la síntesis de
su reducida banda sonora personal, de la que no se conocen muchos más títulos
favoritos que “La flor de la canela”, “En Mejillones yo tuve un amor”, “Los viejos
estandartes” y uno que otro bolero (tanto mejor si lo cantaba Patricia Maldonado). Era,
según Horacio Saavedra, el único título que no podía faltar en una reunión suya con
orquesta en vivo, la melodía que lo recibió en la losa de Pudahuel cuando regresó de sus
quinientos días de detención en Londres. “Lili Marleen” es una composición alemana,
con letra tomada de un poema del soldado Hans Leip, quien así recordó a su novia,
Lili, poco antes de partir al frente ruso, en 1915. El texto se publicó por primera vez en
1937 y allí lo conoció el compositor Norbert Schultze, quien lo musicalizó al año
siguiente. La primera en grabarlo fue la cantante Lale Andersen, y su difusión fue
escasa hasta que la radio de los nazis comenzó a transmitirla, hacia 1941. A medida que
avanzaba la Segunda Guerra Mundial, el tema pasó a ser popular tanto entre las tropas
aliadas como las del eje. En 1944 ya existía una versión en inglés, y la que
grabó Marlene Dietrich (furibunda antinazista) pasó a ser la preferida en Estados
Unidos. Hoy pueden encontrarse grabaciones en 48 idiomas.
En su primer disco, Los Tres armaron una metáfora ingeniosa para describir la perplejidad
cuando en el tema “Sudapara” aludieron a “un militar [que] mira los cuadros de Dalí”. La
inusual figura se entiende bien: la sensibilidad uniformada, forjada desde la lógica de causa-
efecto y una cosmovisión esencialmente masculina y triunfalista, no puede permitirse
interpretaciones abstractas o ambigüas. Para la mente militar el problema no es el arte ni la
música en sí, sino aquellos géneros o estilos que desafían la rígida estructura interpretativa de
quien empuña un arma, sea porque no los entiende o porque lo obligan a ponerse en guardia.
La intolerancia de la dictadura pinochetista hacia la música popular fue, desde un principio,
exagerada y cruel, y —tal como se recordó en estas páginas hace dos semanas— motivó una
persecución que afectó de modo especialmente duro a los nombres vinculados al movimiento
de Nueva Canción, víctimas masivas del exilio y la censura. A partir de 1973, el gremio
musical tuvo en el asesinato de Víctor Jara un recordatorio emblemático de cuan lejos estaba
dispuesta a llegar la Junta Militar en su afán de silenciamiento. Sin embargo, no tardó en
quedar de manifiesto la intrínseca ignorancia y torpeza de los represores a cargo,
permitiéndoles a los músicos chilenos ejercitar una creatividad que podríamos llamar “de la
desviación” por no decir del resquicio o la letra chica. A los militares no podía provocárseles de
modo frontal, pero sí cuestionarlos sin que ellos se dieran cuenta. Es más: hasta era posible que
un pinochetista coreara entusiasmado un estribillo de ataque metafórico al regimen. Gran parte
de la música chilena de los años 80 ocurrió, es cierto, a pesar de la dictadura. Pero suele pasarse
por alto que muchos de esos versos y hasta el tipo de influencias recibidas desde el extranjero
tuvieron que ver, precisamente, con el hecho de vivir con casi todo en contra.

Decir sin decir


El único Congreso que quedó funcionando en Chile luego del Golpe de Estado terminó siendo
una bisagra musical entre épocas y géneros. La banda de Quillota, nacida hacia 1969, buscó el
modo de seguir con su trabajo incluso en tiempos de inamovible toque de queda. El bombardeo
a La Moneda había truncado la grabación de su segundo álbum, Terra incognita, que no se
editó sino hasta 1975. Pero fue Congreso (1977) el disco más significativo en la apertura de un
canto de protesta que encontró en sutiles juegos de palabra su opción de supervivencia. En
“Arcoiris de hollín”, el grupo cantaba sobre “cuatro jinetes negros /[que] pasan volando / Van
levantando noche / niebla y espanto“. Cuatro eran, por supuesto, los integrantes de la Junta
Militar.

Vendrían más ejemplos. Schwencke y Nilo llenó su cancionero de los años ’80 de versos
críticos más o menos oblicuos, incluyendo los de temas tan emblemáticos como “Entre el nicho
y la cesárea” o “El viaje” (“señores, denme permiso / pa’ decirles que no creo / lo que dicen las
noticias“). Santiago del Nuevo Extremoplasmó ya desde su primer disco, A mi ciudad (1980),
los versos de una desolación cívica mezclada con la gris cotidianedad de la época (“cómo serán
ahora tus calles, si te robaron las noches“) y Aquelarre encontró en el tributo a las grandes
figuras de la Nueva Canción Chilena (con versiones para temas dePatricio Manns o
el Gitano Rodríguez) otro modo indirecto de exigir reivindicaciones. En entrevista de 1981
con La Bicicleta, el grupo con el ex ministroNicolás Eyzaguirre en sus filas recordaba que “la
creación no puede estar ajena al hambre, a la miseria, al desempleo, a la trasculturización
ni a la violencia”.

No menos atrevido fue el trabajo de los cantautores. Gente como Nano Acevedo,Hugo
Moraga, Dióscoro Rojas, Eduardo Peralta y Julio Zegers fueron voces vivas de una labor
que se asumía deudora del conflicto social. Los suyos podían ser gestos sutiles, pero profundos,
como el tributo a Víctor Jara que Moraga urdió en “Estadio” y el saludo amplio que Zegers
extendió a través del título de su trabajoQue vivan los que regresan (1985). Nano Acevedo se
convirtió en un incansable gestor de actividades asociadas al canto comprometido, incluyendo
el estreno en 1974 de su cantata Oda a los materiales y a quienes los trabajan (con el
actor Roberto Parada y el grupo Aymará) y la organización de maratones culturales
bautizadas en tributo a símbolos de la Nueva Canción, como Héctor Pavez yRolando
Alarcón. Fue suyo el principal impulso para la mantención de la peña “Doña Javiera” y el sello
discográfico Cantoral. También la cantata fue el formato privilegiado por el grupo Ortiga para
protestar contra los abusos. El estreno y grabación de su Cantata de los Derechos Humanos (en
coautoría con Alejandro Guarello y el sacerdote Esteban Gumucio) fue un hito de la voz
opositora en 1978. Al poco tiempo, el grupo decidió radicarse en Alemania.

En comparación con lo que intentarían más tarde compositores como Jorge


González o Mauricio Redolés, el cancionero del Canto Nuevo parece un intento precavido por
llevar al escenario la crítica que de modo creciente se forjaba en privado. El género, además,
confiaba en una técnica depurada de interpretación de guitarra acústica que dejaba fuera a los
principiantes, y que tenía en la trova cubana un ideal tan poderoso, que también la Junta Militar
debió ocuparse de dificultar el acceso general a la música de Silvio Rodríguez y Pablo
Milanés. Al respecto fue fundamental la labor de Alerce como única disquera con licencia para
la distribución de esos cassettes, si bien Ricardo García, el director de la compañía, previno
muchas veces la censura con ligeros cambios al repertorio y/o título de esas ediciones. Por
ejemplo, la primera partida en Chile del clásico Días y flores (1975), de Silvio Rodríguez, no
incluyó el título homónimo ni el famoso “Santiago de Chile” (“aquella ciudad acorralada por
símbolos de invierno“).

El cantautor Eduardo Peralta, cree que “nuestra generación arriesgó la vida cantando lo que
había que cantar”, y eso era, según él, algo muy diferente a lo que los años ’60 entendían por
canción consciente:

“Yo cantaba lo que sentía, no lo que un líder partidario me soplaba al oído. Mi


compromiso era más filosófico que político […]. Se tiende a decir que el Canto Nuevo era
una especie de clon de la Nueva Canción y eso es falso: las inquietudes, la estilística, la
forma de tocar la guitarra y darle protagonismo, en fin, hablan de dos mundos muy
distintos”.

El movimiento contó con una red de difusión igual de arriesgada y persistente, cuyas aristas
más recordadas son la revista La Bicicleta (ver recuadro), los programas radiales “Hecho en
Chile” y “Nuestro canto”, la primeta etapa del sello Alerce (fundado en 1976) y espacios de
música en vivo como la Parroquia Universitaria, el Café del Cerro, el Rincón de Azócar, la
Casona de San Isidro o la Casa Kamarundi o los festivales de la ACU. Sus paredes contuvieron
recuerdos indelebles de la tensión ambiente, pues era un canto en el que los militares nunca
dejaron de ver el vínculo con su principal blanco de ataque artístico luego del Golpe: la Nueva
Canción Chilena. Aunque Pancho Sazo, de Congreso, recuerda que “a veces, sentías más
miedo por lo que podía pasarles a quienes te escuchaban que a ti”, se trataba de jornadas vitales
para constatar la unión en la disidencia a la dictadura. Lo supo bien Nelson Schenwke,
de Schenwke y Nilo, quien debió autoexiliarse por un año en Alemania a raíz de sucesivas
amenazas. “Nos dieron duro y nos quedamos callados”, recordaba el músico en una entrevista
de hace un par de años con un sitio web. “Pero hubo que empezar a decir las cosas y a
asumirlo”. Precisamente, una de las primeras grabaciones de ese dúo valdiviano fue “Nos
fuimos quedando en silencio”: “Nos fuimos acostumbrando / a aceptar lo que dijeran […] / La
radio nos fue mintiendo / mientras escondían muertos“.

El “imbécil barbón”
Su “apego a lo bailable, la experimentación rítmica y su preocupación por entregar canciones
con letras de fácil comprensión aunque no siempre digeribles para estómagos delicados”
destacaba en una nota de 1986 el periodista (hoy cineasta)Cristián Galaz sobre la naciente voz
rockera conocida como “el pop de los 80?. La crónica consignaba que, “aunque algunos lo
nieguen, son parte de una reacción frente al vacío musical de la última década, el rock
tradicional, el heavy medio pasado y el Canto Nuevo en retirada”.

La lista de enemigos detallada por Galaz excluía al más obvio, y es cierto que las nuevas
bandas surgidas alrededor de Los Prisioneros no tenían un alegato político específico contra la
dictadura. Pese a ello, su afán subversivo era innegable, fuese desde una plataforma estética o
de sacudida de los dogmas de clase y poder. Los nuevos grupos de rock y pop chilenos no sólo
no querían limitar su alegato a panfletos partidarios (del lado que fuesen) sino que abrieron la
mirada de su generación al cauce internacional, ése en el que Santiago o Concepción podían al
fin saber lo que sucedía en los escenarios de Londres y Nueva York, y mirarse en lo que al
respecto comenzaba a producir Buenos Aires o Madrid (¡rock en español!).

Obviamente, los protagonistas del Canto Nuevo observaron primero con recelo y sin la debida
consideración a músicos ubicados de algún modo en sus antípodas: extranjerizantes,
autodidactas y provocadores sin aparente poesía. El ascenso simultáneo de bandas de fuste con
grupos irrelevantes (tipo Engrupo) contribuía a la confusión. Sin embargo, es probable que
haya sido la sacudida de ese nuevo rock chileno mucho más significativa en términos de
ampliación de nuestra cultura democrática.

“Todo sabe a cosas ya dichas, a protesta añeja, a mensajes vacíos”, acusaba el


investigador Fabio Salas en una nota de 1987 publicada en el diario La Época, la cual
continuaba:

“Da la sensación de que los músicos del pop nacional confunden demasiado las nociones
de sencillez y bailabilidad con facilismo y repetitividad […]. ¿Qué grado de permanencia
se podría encontrar en cancioncillas como ‘Los locos rayados’ o ‘Calibraciones’? ¿Hasta
dónde son soportables las poses adoptadas por Los Prisioneros o Álvaro Scaramelli?”.

‘Pop’ seguía siendo en Chile una mala palabra para quienes recordaban la épica de la Nueva
Canción y confiaban en el poder de cambio de un estribillo sobre guitarra acústica que prometía
el Canto Nuevo. Pero la generación nacida alrededor del Golpe no sentía suyos esos vínculos.
No sólo era capaz de diferenciar perfectamente el valor único de Jorge González por sobre
cualquier competidor a la redonda, sino que agradecía la reformulación del alegato cultural bajo
formas más cosmopolitas y menos solemnes.
El punk llegaba a Chile con casi diez años de tardanza, mezclado en una misma colorida
majamama con el tecno-pop y la new-wave. La protesta se permitiría desde entonces el humor
suicida que bautizó grupos como Pinochet Boys,Fiskales Ad-hok, Índice de Desempleo o La
Banda del Pequeño Vicio en plena administración militar. Eran bandas que extendían su
disconformidad en un alegato multidimensional (estrechamente vinculado a la pintura, el
diseño y el teatro) y siempre visual. Ahí está la gorra de policía con la que cantaba Daniel
Puente, de Pinochet Boys, o el bajo con forma de fusil M-16 que se fabricóCristián Millas,
de Índice de Desempleo (autores de la cueca-rock “Que explote el país”). Aunque Jorge
González ha reconocido más tarde que en su saña contra los trovadores había mucho de
ignorancia y prejuicio, el famoso “imbécil barbón” de “Nunca quedas mal con nadie” separó las
aguas entre una canción chilena profunda y autoconsciente y otra que aspiraba a, en palabras
del líder de Los Prisioneros, “hablarle a la gente como uno, y no encerrarse en una peña
pensando que los que están adentro tienen la razón y los demás no”.

Era un tiempo de redefiniciones, en el que la división de la juventud en dos bandos ya no


alcanzaba. También los opositores a Pinochet podían oponerse entre sí. En el libro La era
ochentera (García y Contardo) se recuerda la presentación deFiskales Ad-hok en un acto
artístico organizado durante la toma de los estudiantes de la Universidad de Chile que pedían la
salida del desginado rector José Luis Federici (los actos de la FECH con presencia rockera
habían comenzado en abril de 1987, con Upa y Compañero de Viajes). Álvaro España,
hastiado por el público que tenía al frente, no se bajó del escenario sin antes dejar en claro que
nada tenían que hacer punkies como ellos en un lugar como ése: “¡Párense, hippies culeados!
¡Paren la raja, huevones!”.

El filtro agrietado de la nostalgia ochentera no se ha posado aún sobre la queja inteligente de


muchos de los grupos que prefirieron pasar de la censura militar jugando a ser
frívolos. Aparato Raro, la banda de la famosa “Calibraciones”, incluyó en su primer álbum
(homónimo) al menos dos canciones de sorprendente coraje antidictatorial: “Ciegos, sordos los
que ordenan / mudos, cobardes los que entierran / Si eres capaz de matar un hermano / ya no
hay en ti nada de humano” era el estribillo de “Dulce decepción”, y en la sombría “Post
mortem”, Igor Rodríguez cantaba: “Tu pecho siente las explosiones / allá a lo lejos, en las
poblaciones (…) / Éste es mi mundo, esta es mi ciudad / todos han muerto pero ella está“. En
su siguiente álbum, Blanco & Negro (1987), colaron incluso un sampleo de un discurso
de Fidel Castro. Ninguna autoridad sospechó nada malo de este grupo circundado por extrañas
máquinas llamadas sintetizadores, y que aún suena en radios con un tema que sí fue víctima de
la autocensura. En “Calibraciones”, las originales menciones a “fascistas” y “marxistas” se
convirtieron en saludos inofensivos a “sofistas” y “ciclistas”.

Cuando la estupenda Banda 69 se burlaba de la retórica autoritaria en “El presidente” y se


lamentaba de que “para pueblos como el nuestro no hay caminos ni salidas” (“Al son de
nuestras penas”) extendía la escuela-Prisioneros de la que también aprendieron grupos
como Emociones Clandestinas, observadores agudos de la opresión-ambiente en canciones
como “¿Es esto revolución?” o “No me puedo acostumbrar”. En las postales urbanas de las
mejores canciones deUpa había, también, incontables referencias a la mala suerte de crecer
bajo el pinochetismo. Aún suena fuerte la frase elegida para titular su segundo disco: Que nos
devuelvan la emoción. Ahí se incluía uno de sus grandes éxitos, “Ella llora”. La mujer
“desgarrada en una esquina” era, según Pablo Ugarte, la víctima de una bomba lacrimógena.

El pobrecito mortal
La dictadura regaló también la estampa refrescante de quienes eligieron dejar en evidencia el
precario entarimado cultural a través de propuestas sin aparentes referentes ni vínculos con su
contexto. Florcita Motuda fue el más hábil para utilizar a su favor la vulgaridad de un régimen
que quería que Chile se mirase en identidades impuestas por decreto. Al final, ¿no eran las
plumas de “Sabor latino” tan ajenas a nuestra esencia como el traje de goma amarilla con el que
lo presentó por primera vez Antonio Vodanovic en 1977? De la simpatía del músico por la
izquierda y las ideas de Silo no se supo sino hasta avanzados los años ’80, cuando su paso
cómodo por el Festival de Viña y la televisión ya lo tenían convertido en una estrella. Pero el
hombre que proponía que “Si hoy tenemos que cantar a tanta gente, pensémoslo” era el mismo
que en 1987 se subió a la Quinta Vergara con una banda presidencial sobre el pecho y al año
siguiente sacó al mundo un inolvidable “Vals imperial del NO”.

Con un pie en el circuito del Canto Nuevo, pero la cabeza en las alturas de vanguardia del jazz-
fusión, el grupo Fulano abrió puertas de experimentación que, dadas las circunstancias, fueron
como una metáfora libertaria. Desde otro frente,Óscar Andrade agitaba el seso masivo con un
“Noticiero crónico” probablemente menos conflictivo de lo que parecía a primera escucha,
mientras el baladistaOsvaldo Díaz pagaba con la marginación de los antes cálidos espacios
televisivos su progresiva disidencia de la dictadura. Mauricio Redolés desafiaba la ortodoxia
musical de izquierda (“Blues de Santiago”) a la vez que saludaba a su torturador (“Triste
funcionario judicial”) en Bello barrio (1987), un disco de “poesía & rock” (sic) publicado
apenas pudo regresar de su exilio forzado en Londres (y que fue producto de culto hasta su
reedición en CD). El país atestiguaba un escenario musical no más ni menos activo o diverso
que el actual, con vértices fijados por “Chilenazo” y el “Garage” de Matucana, los cantantes sin
discos de “Sábados Gigantes”, y los sampleos de cultura de la basura de Electrodomésticos.
Convivíamos con creatividad pujante y ramplonería impune. Y, probablemente, todo lo que no
fueran boleros de Patricia Maldonado, Augusto Pinochet lo miraba, en palabras de Los Tres,
como a un cuadro de Dalí.

Carlos Fonseca y el efecto Prisioneros


Fundador de la disquería y el sello Fusión, y manager durante los años ’80 de Los Prisioneros,
Emociones Clandestinas, La Ley, Nadie y Pablo Herrera, Carlos Fonseca enfrentó la gestión
del nuevo rock y pop chilenos como quien debía levantar un edificio a partir de cenizas. Había
llegado a Santiago en 1981 desde Buenos Aires y, según él, “me encontré con un país en el que
no había nada y la relación de la gente con la música era muy light“. Reconoce en su trabajo de
entonces una intención cultural, si bien “yo no conocía la tradición de rock truncada por el
Golpe. Jamás vi el trabajo de las bandas como una cita de eso y, tal vez, si hubiese tenido
mayor conciencia del riesgo de esa continuación no lo hubiese hecho”.

—¿Les molestaba realmente el rock a los militares?


—Al principio, no. Su inquietud estaba sobre el Canto Nuevo y la gente que seguía la trova
cubana. Se demoraron un buen rato en darse cuenta del efecto de Los Prisioneros. Yo salía a
pegar afiches, y algunas veces los pacos me preguntaban que por qué ese nombre. “Es que se
sienten prisioneros de la música, de sus problemas”, les decía yo; cualquier cosa. Pero nunca
me llevaron detenido ni nada. Además, en ningún tema del primer disco del grupo había un
ataque directo a la dictadura ni un tributo a Allende, por ejemplo. Nunca salimos en el canal 7,
eso sí, y su censura quedó de manifiesto cuando, en la Teletón del ’85, el canal se descolgó de
la transmisión apenas aparecieron Los Prisioneros.
—¿Cuál crees que era la intención política de Jorge González?
—Creo que siempre fue más social que política, si bien él fue teniendo un giro que se fue al
chancho ya para La cultura de la basura, que además coincidió con la cercanía del plebiscito.
Después de lo que dijeron en una conferencia de prensa comenzó la censura heavy. Recuerdo
que llegué a Chile después de un viaje y me encontré con el titular: “LOS PRISIONEROS
VOTARÁN QUE NO”. Pero ellos tenían otra visión de la música: querían ser exitosos, y en
todos lados. Por eso no circunscribían las letras a Chile. Ahora, con el tiempo, uno se da cuenta
de que pese a eso la gente convirtió esas canciones en una herramienta de lucha contra la
dictadura. Por eso Jorge se incomoda cuando le preguntan sobre esto, porque él nunca se sintió
haciendo canciones de protesta.

—A la luz de toda la buena música que se hizo aquí en los ’80, ¿no crees que pueden ser
las dificultades beneficiosas para el clima creativo de un país?
—Es que ¿a qué le llamas dificultades? Los grupos de los ’80 eran bandas con sello, con
videos, con gente dedicada en serio a su distribución y promoción. Hoy es más fácil hacer
música pero mucho más difícil darla a conocer. Hay más recursos, mejores equipos, mejor
prensa, pero eso sirve de poco si no hay un interés en los canales de distribución de esa música.

El canto del exilio


Aunque hay quienes prefieren creer que la Nueva Canción Chilena pudo seguir desarrollándose
en Europa, lo cierto es que el Golpe de Estado fue una herida demasiado profunda como para
seguir observando una continuidad colectiva en ese género. Más que un movimiento, lo que
hubo fue el esfuerzo aislado de cantautores que elegían recordar, defender o llorar a la patria
desde una perspectiva particular. La distancia dio pie a canciones alusivas tan hermosas como
”Ni toda la tierra entera”, de Isabel Parra, o emblemáticas, como ”Vuelvo” (Inti-Illimani) y
“Cuando me acuerdo de mi país” (Patricio Manns).Sin embargo, también existió un rock
chileno del exilio, del cual el grupo punk Corazón Rebelde (liderado por ”Cacho” Vásquez)
fue el representante más interesante, y que levantó canciones como ”Santiago” o ”Valparaíso”
en pleno París. El destierro forzado terminó también a la larga por incidir en la generación
posdictadura, como queda en evidencia con los muchos hijos de chilenos que han desarrollado
una valiosa carrera en el circuito europeo de música electrónica (Ricardo Villalobos, Martín
Schopf, Matías Aguayo).Pero también las visitas desde el extranjero tenían en el Chile de los
‘80 una connotación especial, fuese la de chilenos voluntariamente alejados —qué duda cabe
sobre el hito que constituyó la venida de Los Jaivas, en 1981— o la de extranjeros que elegían
llevar hasta las últimas consecuencias la rigidez militar, como cuando Joan Manuel
Serrat desafió su prohibición de entrar al país con un vuelo desde Buenos Aires que, por
supuesto, le permitió mirar apenas la loza de Pudahuel.

La Bicicleta
La foto de Silvio Rodríguez en la portada de su edición número 9 convirtió a La Bicicleta en
un cauce emblemático para la difusión del arte chileno bajo dictadura. Fundada en 1978, la
revista alcanzó a editar 75 ejemplares hasta su cierre, en 1990. Entrevistas a los trovadores
cubanos fueron los ”golpes” con que la publicación se impuso como referente periodístico de
peso. Si bien suele recordársela por su valioso seguimiento del Canto Nuevo, la revista también
fue importante para los aficionados a la poesía, el cuento y el comic. El personaje Súper
Cifuentes, del dibujante Hervi, era el súperheroe ajustado a las dificultades del Chile de la
época, gran parte de cuya juventud aprendió a tocar guitarra con los cancioneros allí impresos.
Por Marisol García C. – http://solgarcia.wordpress.com

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Javier Roman Bravo
Miente miente que algo queda
Me gusta · Responder · 19 de marzo de 2017 14:18

Claudio Andrés Ormazábal Meneses ·


Liceo de Aplicación
Qué gran artículo. Siempre he pensado que las peores heridas dejadas por el gobierno militar
no se limitan a los muertos y desaparecidos sino que a la identidad de un país completo. Es
cierto que en la parte musical y cutural es dónde más se nota esta debacle pero es sólo un
reflejo de cómo nos fuimos convirtiendo en lo que somos hoy: un pueblo sin identidad propia.
Desde mi posición de chileno nacido en dictadura al margen de cualquier esfera de poder,
amante de la música y músico aficionado me resulta horroroso darme cuenta de que en chile
hay músicos tremendos (y artistas de todas las disciplinas) que siguen batallando por ganar
espacios y consolidar una identidad cultural y que su peor enemigo no es, como en otros
tiempos, la autoridad de turno si no que la apatía y la abulia de un pueblo que se acostumbró
a la comodidad de no tener nada profundo que decir.
Me gusta · Responder · 3 · 19 de marzo de 2017 17:34

Flaco Muñoz
Gran trabajo. Lo que quedó de esa época, lamentablemente aun no se pasa. La poca
capacidad del publico a escuchar un álbum completo. Solo la canción que sale en la tele y las
radios poco aportan.
. Ejemplo:
. Hoy escuchamos a Eduardo Gatti con su tema: Los momentos... Silvio Rodríguez
canta:Ojalá. Los Cadillac... Matador
El resto de las canciones... Hongo. La extinta Radio Uno, sólo música chilena havia lo mismo,
si tocaba los jaivas solo le oí mira niñita y todos juntos, varias veces...
. Entonces, como podemos hacer un canto chileno si no sabemos oír música. Tal como en la
dictadura hoy somos consumidores de canciones orejas. Nada más

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