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Cuatro grandes escritores de novela negra olvidados y despreciados

JUAN CARLOS GALINDO 24 NOV 2017 - 08:17 CET

Detalle de una portada de la edición inglesa de 'El último caso de Philip Trent'

La nómina de autores clásicos de novela negra que, como mínimo, deberían ser más
conocidos es enorme. Aquí ya hemos ido hablando de algunos: Marc Behm, el maestro
de los diálogos George V Higgins, o Lionel Davidson, responsable de una pequeña obra
maestra que mezcla a la perfección el mundo del espionaje y la aventura más clásica. Y
tenemos pendiente, entre otras cosas, un repaso al Simenon ajeno a Maigret que con
tanto acierto ha recuperado Acantilado.
Pero ahora que Siruela ha rescatado con éxito El último caso de Philip Trent de E. C.
Bentley (traducción de Guillermo López), vamos a aprovechar para hablar de él y de
otros tres clásicos olvidados, todos ellos con una ficción más violenta, visceral y sin
escrúpulos que el elegante periodista inglés.
James Hadley Chase: la leyenda de un golfo
Se cuenta en el excelente obituario que el maestro Javier Coma publicó en EL PAÍS que René Brabazon Raymond,
alias James Hadley Chase (Londres 1906- Corseaux, Suiza, 1985), era un imitador más allá de lo legal y lo tolerable,
un tipo que perdió un juicio por plagio con James M. Cain y otro con John Lattimer (añado), que escribió sus novelas
ambientadas en Estados Unidos desde Reino Unido y con un diccionario de jerga estadounidense, copiando todo de
los padres del hard boiled. Pero también era un escritor lleno de fuerza y con un puñado excelentes novelas en una
producción, por otro lado, del todo excesiva e irregular.
Yo me quedo con Acuéstala sobre los lirios (RBA, traducción de Facundo Piperno), una narración clásica que tiene
todo lo bueno de alguien que escribe bien y sabe copiar bien a sus maestros. Una heredera rica que muere en extra-
ñas circunstancias y todo lo que hace su entorno por ocultar las verdaderas causas meten al investigador Vic Malloy
en un embrollo de grandes dimensiones, con violencia y dinero de por medio y rodeado de personajes de una de
estas familias ricas completamente estropeada tan propia de Ross Macdonald. Es cierto que el tal Malloy es un ma-
chista de campeonato, un tipo violento al que no van a dar un premio por sus respeto de los derechos humanos, pero
dudo que los detectives privados de la época fueran de otra manera. Es cierto también que la novela no tiene nada
que no hayamos leído en otras, pero está contado todo con las tripas, con un ritmo enloquecido que funciona.
Una corona para tu entierro tiene varias virtudes reseñables. La primera es que recuerda a Los sudarios no tienen
bolsillos ( un caso de corrupción que los poderosos no quieren que se cuente y un periodista que lucha por publicar-
lo) pero, aunque no tiene la fuerza de la obra de Horace McCoy, sí posee el grado de inevitable acción del bueno de
Hadley Chase. El final es triste, resultado de un par de giros bien llevados en una novela de 200 páginas escasas
que cuando uno termina se pregunta ¿para qué más?
Si tuviera que seleccionar alguna otra me quedaría con El Secuestro de Miss blandish. De escritura apresurada y
ritmo que solo podríamos calificar de loco, la primera novela de Hadley Chase es la historia de unos ladrones de
medio pelo, psicópatas metidos a mafiosos y dirigidos por una madre implacable. La primera parte es un despiporre
criminal más parecido a un western, mientras que en la segunda entra en juego detective que fue periodista. Al igual
que en otras novelas de este autor la resolución es brutal, sin rodeos y breve.Una novela punk y soberbia.
E. C Bentley: el perfecto caballero británico
Edmund Clerihew Bentley (1875-1956) es un outsider en el mundo de la ficción criminal. Periodista, jugador de alto
nivel de rugby (llegó a ser internacional con Inglaterra) y famoso humorista, Bentley solo escribió dos novelas ne-
gras: El último caso de Philip Trent, que le sirvió para revolucionar la imagen que en aquel momento (1913) se tenía
del detective privado y Trent’s Own Case, una secuela para la que hubo que esperar 20 años. Sin embargo, la origi-
nalidad de esta novela la convierte en indispensable. Tras una presentación sobria y con algo de intriga, conocemos
a Trent, artista de cierto prestigio, periodista ocasional y detective privado cuando el periódico para el que trabaja así
se lo solicita, actividad que le ha convertido en una personalidad con cierta fama. La primera mitad de la novela es
un misterio clásico: un millonario muerto, muchos sospechosos y un hombre (en este caso dos porque también hay
un campechano y serio agente de policía) en busca de la verdad.
Sin embargo, en la página 107, un leve toque en un brazo y una discreta mirada de la viuda desconsolada, transfor-
man al personaje y con él la novela. Y lo hacen de manera muy sutil. Sin ánimo de desvelar nada del argumento
diremos que la obra da un par de saltos que en otra novela habrían sido desastrosos y que aquí, sin embargo, que-
dan genial. Leída muchos años después, la historia sobrevive sin problemas. Solo diré que al final entiendes con una
sonrisa que esté sea el último caso de Trent. Un aspecto que no puede pasar inadvertido: la edición cuidada, pasta
dura incluida, y la excelente traducción de Guillermo López gallego (con unas ilustrativas y útiles anotaciones a pie
de página) hacen que la edición de este clasicazo por Siruela merezca todavía más la pena. Se han hecho múltiples
adaptaciones al cine, incluida una de Howard Hawks todavía en la época del cine mudo, pero yo les recomiendo que
empiecen por el libro.
Donald Westlake o cómo reírse de su propia sombra
Donald Westlake (también conocido como Richard Stark, Tucker Coe o Samuel Holt) fue un todoterreno de la ficción
al estilo de Elmore Leonard. Estajanovista incansable, Westlake escribió decenas de novelas y guiones, la inmensa
mayoría de historias basadas en su Nueva York natal y en el submundo criminal que tan bien conocía. He de reco-
nocer que llegué tarde a él, tras una recomendación que me hizo John Connolly para que leyera alguna de las nove-
las de la serie de Parker, publicadas bajo el seudónimo de Stark. Si van a leer una, que además está publicada en
español en distintas ediciones, que sea A quemarropa, una tremenda historia de venganza, llena de buenos diálogos
y con un protagonista inmenso: un profesional de la muerte, un criminal, una bestia con la que el lector, sin embargo,
no puede evitar congeniar de alguna manera.
Donald Westlake en su casa de Manhattan, en 2001.

Westlake destaca también por su serie de John Dortmunder, de la que RBA ha


publicado en España Un diamante al rojo vivo (traducción de Bruno Suárez)
y Atraco al banco (traducción de Pablo Álvarez). Dortmunder, exmilitar metido a
ladrón profesional sin mucha suerte, protagoniza junto a un variopinto grupo de
compinches estas novelas que mezclan el humor con la acción y, en último tér-
mino, el desastre. Partiendo de argumentos disparatados, el robo imposible de un
diamante en la primera y el atraco de un banco para llevárselo literalmente a cues-
tas en la segunda, Weasley consigue que el lector se entretenga, se ría mucho, e incluso se deje llevar por la melan-
colía provocada por unos personajes que están más allá de la consideración de perdedores.
Hay muchas otras obras, pero para no abrumar citaré solo algunas. Dios salve al primo (RBA, traducción de Ramón
de España) es un hilarante retrato de los efectos de la codicia. Conservo también un ejemplar de Policías y Ladrones
publicado en 1987 por Júcar en su serie Etiqueta Negra y que pertenece más al grupo de obras de Westlake en las
que bajo una apariencia más superficial se esconde una fuerte crítica a la sociedad en la que vive. Westlake es,
además, un escritor que ganó tres veces el Edgar a la mejor novela de misterio, un tipo al que igual habría que volver
a leer en España.
Horace McCoy: decir lo que hay que decir
He dejado para el final a Horace McCoy (Tennessee, 1887- Los Ángeles, 1955), autor quizás más conocido por la
tantas veces nombrada Acaso los caballos no matan, o por el retrato del mundo de la mafia de Despídete del maña-
na (qué grande James Cagney en la película) pero que forma parte de mi Olimpo particular gracias a Los sudarios no
tienen bolsillos (Akal, Traducción de Ignacio Orozco). Héroe de la Primera Guerra Mundial, en la que participó como
paracaidista de la aviación de EE UU, McCoy trabajó 11 años como periodista deportivo, no como un forofo maltra-
tador de palabras, sino como un cronista de primera y ese pulso se nota para bien en sus novelas.
Los sudarios no tienen bolsillos es la historia de Mike Dolan, un periodista frustrado porque el medio para el que tra-
baja no le publica una gran exclusiva y que decide hacer la guerra por su cuenta. Al frente de su propio semanario,
Dolan denunciará las miserias del mundo que le rodea: grupos racistas con miembros de rancio abolengo, un oscuro
médico de la clase alta con prácticas más que oscuras y otras corruptelas. Dolan se rebela contra todo eso y pronto
siente la presión de quienes no quieren que nada de esto salga a la luz, gente que no duda en utilizar cualquier me-
dio para ello.
Los sudarios no tienen bolsillos es una novela radical, directa, que llama a las cosas por su nombre, que grita fuerte
contra las injusticias. Tan fuerte que no encontró editor en 1937 en Estados Unidos y tuvo que ser publicada al prin-
cipio en Reino Unido. De hecho, no vio la luz en su país hasta 1948 y en una versión edulcorada. Si alguien se pre-
gunta si está novela es negra la respuesta es sí, por los cuatro costados. Si alguien se pregunta si se trata de buena
literatura, la respuesta es: ya les gustaría a muchos.
Lo dicho, podrían ser otros pero estos cuatro elegidos merecen ser rescatados. Pasen y lean .

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